Publicado en
julio 17, 2011
Este libro está dedicado a Marta José Álvarez, Pepa,
mi enemiga, mi amiga, mi amante, mi compañera,
mi Imelda Marcos, mi refugio.
Demasiado grande es mi culpa para que pueda soportarla.
Tú me echas hoy de sobre la haz de la tierra, y de tu presencia
habré de esconderme. Andaré fugitivo y errante por la tierra,
por lo que cualquiera que me encuentre, me matará.
Génesis 4, 13-14.
PRESENTACIÓN
Nunca me ha interesado el fútbol; apenas conozco sus reglas y sólo he presenciado un partido en mi vida. Sin embargo, podría contarte un par de cosas que desconoces acerca de este deporte. Tampoco creo en las apariciones, pero una noche vi asesinar a un hombre y, poco después, le vi caminando entre los vivos, aunque estaba condenadamente muerto. No obstante, lo más increíble de todo es que jamás había oído hablar de Rubén Mochedano. De acuerdo, sí, seguro que tú le conoces; era una estrella, ya lo sé, un as del fútbol. Pero yo no tenía ni idea de quién se trataba hasta que me confiaron la tarea de descubrir su secreto. Porque Rubén Mochedano ocultaba algo, un misterio, un acertijo cuya resolución trajo una tormenta de odio, celos, engaños, traiciones, muerte y dolor. ¿Quieres que te cuente su historia? Aunque, claro, puede que te preguntes quién soy yo para contarte nada...
Si un día, caminando por la calle, te cruzaras conmigo, no te molestarías en dedicarme un segundo vistazo; si fueras un hombre, no volverías la cabeza para mirarme el culo ni me sonreirías como un zorro hambriento, y si fueras una mujer, no prestarías atención al traje de Zara, ni al abrigo de El Corte Inglés, ni al bolso de Mango, ni a las mechas que me aclaran la media melena, ni a mi maquillaje Max Factor. Aunque, si eres observador, si sueles prestar atención a los detalles, puede que entonces te fijes en mis pies y adviertas que en ellos hay algo distinto, un elemento discordante entre tanta vulgaridad. Los zapatos. Quizá sean de Farrutx, o Mascaró, o Dolce & Gabbana, da igual, la cuestión es que serán tan caros, sofisticados y elegantes que a lo mejor comienzas a sospechar que no soy exactamente lo que parezco.¿Y qué parezco? Un ama de casa, una secretaria, la cajera de una mercería, una camarera, una maruja de clase media, una funcionaría de Correos, cualquier cosa menos lo que soy en realidad. Esa falsa impresión no se debe sólo al atrezzo; también contribuye, y no poco, mi aspecto físico: mido un metro sesenta y siete de estatura, tengo treinta y cinco años, el pelo castaño, los ojos tan castaños como el pelo, la cara ovalada, el culo algo más grande de lo que a mí me gustaría y al menos cuatro kilos de más. No, nadie me pagaría por contonearme a lo largo de una pasarela.Bueno, ya sabes lo que parezco; ¿quieres saber lo que de verdad soy? Soy Carmen Hidalgo, la ignorante que jamás había oído hablar de Rubén Mochedano.Un momento, ya que vamos a estar juntos durante muchas páginas será mejor que no haya secretos entre nosotros: «Hidalgo» ocupa en realidad el tercer puesto en mi lista de apellidos. Los dos primeros son López y Corral, así que me pareció mejor usar el segundo apellido de mi padre. A fin de cuentas, «Hidalgo» tiene empaque y resalta en las páginas amarillas cuando buscas la sección dedicada a las agencias de detectives.Ya está, ya lo he dicho; eso es lo que soy: la propietaria de una agencia de detectives llamada investigaciones Hidalgo. Bonito nombre, ¿verdad? Un nombre del que te puedes fiar, un nombre sólido y grande. De hecho, el nombre de mi negocio es mucho más grande que el negocio en sí mismo. La agencia está situada en la Gran Vía de Madrid, cerca de la Plaza de España, y ocupa un local de ochenta escasos metros cuadrados en la tercera planta de un edificio de oficinas. Aparte de mí, sólo hay otras dos personas en nómina: Gabriel Ramos, secretario, recepcionista y telefonista, y Hermenegildo Astray, alias Dosdedos, más conocido como Hermes, una herencia de mi desaparecido esposo y también uno de mis mejores amigos. Además, cuento con diversos colaboradores ocasionales a tiempo parcial. Aparte de mi familia, por supuesto.Ahora volvamos a Rubén Mochedano. Por increíble que parezca, jamás había oído hablar de él hasta aquella mañana de comienzos de primavera, cuando llegué a la oficina y me encontré con una llamada telefónica esperándome...PRIMER TIEMPO
Capítulo 1
Pasaban unos minutos de las nueve y media cuando crucé el umbral de Investigaciones Hidalgo. Llegaba tarde, y no sólo porque fuera lunes —los lunes funciono más despacio—, sino también por las, ay, excesivas copas que había consumido la noche anterior y que ahora se abatían sobre mí como una plaga bíblica en forma de dolor de cabeza y estómago revuelto.
—Buenos días, señora Hidalgo —me saludó Gabriel desde detrás de su mesa de trabajo.Gabriel Ramos tenía veintitrés años, medía un metro ochenta de estatura y poseía el rostro y el cuerpo de un héroe griego. Llevaba año y medio trabajando para mí; antes, su puesto lo ocupaba Ramona Fernández, una cincuentona insoportable —también herencia de mi marido— que nunca hizo el menor esfuerzo por disimular lo mal que le caía yo. Y eso que soy un encanto. Un buen día, afortunadamente, decidió dejarme plantada, ocasión que aproveché para sustituirla por lo que siempre había soñado.En las películas americanas, los detectives privados tienen, invariablemente, secretarias despampanantes; así pues, ¿por qué no podía tener yo el equivalente masculino de esas muñecas siliconadas? La respuesta a mis plegarias la encontré en Gabriel, el hijo de una vecina de mi prima Adela, un joven estudiante de Derecho adicto al gimnasio, la versión vallecana del Apolo de Belvedere. Da gusto mirarlo. Además, sé que podría acostarme con él en cuanto quisiera; no porque Gabriel haya dado jamás la menor muestra de interés en ese sentido —es demasiado educado para siquiera planteárselo y yo demasiado mayor que él para estimularle lo suficiente—, sino porque la profunda veneración que me profesa le haría saltar como un cachorro obediente sobre mi lecho en cuanto yo chasquease los dedos. Pero no lo haré, claro, nunca chasquearé los dedos, jamás le pediré que visite mi cama. No obstante, me hace sentir bien saber que podría hacerlo.—Hola, Gabriel —respondí intentando componer una sonrisa—. ¿Ha llegado Hermes?El Apolo de Belvedere negó con la cabeza.—Está en los archivos del Ayuntamiento, buscando datos para el caso Intasa.No tenía ni la más remota idea de qué demonios era el «caso Intasa». Asentí con un leve cabeceo y, mientras echaba a andar hacia mi despacho, pregunté—¿Hay café?—Le he dejado una taza sobre la mesa, pero debe de haberse enfriado. Le serviré otra.—Déjalo. Necesito cafeína, no calorías.Abrí la puerta y me dispuse a refugiar mi resaca en la intimidad del despacho, pero Gabriel me contuvo:—Han llamado preguntando por usted. —Consultó un bloc de notas y agregó—: Luisa Cebrián, la secretaria de don Ignacio Vázquez de Olmedo.¿Vázquez de Olmedo...? Aquel nombre era muy familiar, pero me dolía tanto la cabeza que tardé unos segundos en ponerle cara.—¿El constructor? —dije al fin.Gabriel me miró como un niño pillado en falta.—Me parece que también es constructor, sí... —musitó—. Pero sobre todo es el presidente del Deportivo de Chamartín.De nuevo tardé unos segundos en procesar la información. Deportivo de Chamartín. Un club de fútbol.—¿Qué quería?—No lo ha dicho. Ha dejado un número de teléfono para que la llamáramos en cuanto usted llegara.Luchando contra las brumas de la resaca, logré que mis neuronas se coordinaran durante unos instantes.—¿Esa secretaria llamaba en nombre del Ignacio Vázquez constructor o del Ignacio Vázquez presidente de club? —pregunté.—No lo sé, lo siento... —repuso Gabriel, sonrojándose.Pobre, debía de pensar que me estaba decepcionando, así que me las arreglé para mantener a raya la jaqueca y dedicarle una sonrisa.—No importa, Gabriel. ¿El número que te ha dejado es de un móvil o de un fijo?—Un fijo.—Entra en Internet y averigua quién es el titular de ese teléfono. Cuando lo sepas, me llamas.Entré en el despacho, me senté frente al escritorio y conecté el ordenador. Mientras la pantallita azul de Windows se formaba en el monitor, apuré de un trago el café que Gabriel había dejado sobre mi mesa; estaba frío y amargo, pero me sentó bien. Dejé la taza a un lado, me incliné sobre el teclado e, invocando a san Google, escribí «Ignacio Vázquez de Olmedo» y pulsé enter.En menos de un segundo obtuve 788.000 abrumadores resultados. Según el breve muestreo que realicé, la mayor parte de ellos hacían referencia a su calidad de presidente deportivo, aunque también había muchos relacionados con su actividad empresarial. Abrí una de las páginas web de deportes y comencé a leer un artículo sobre el C.F. Deportivo de Chamartín, pero, a causa de mi profundo desconocimiento acerca del noble mundo del balompié, no tardó en antojárseme demasiado críptico, así que abandoné la lectura sin sacar en claro más que el Deportivo de Chamartín iba segundo en la liga, a dos puntos de distancia del Real Madrid.El teléfono que descansaba a mi derecha gorgojeó alegremente.—Ya lo he averiguado, señora Hidalgo —dijo Gabriel desde el otro lado de la línea y de la puerta—. El número está a nombre de Contratas y Obras Públicas, S. A.—Buen trabajo. Ahora, ponme con tu amiga.Tras unos segundos de pausa, Gabriel preguntó con voz vacilante:—¿Qué amiga, señora Hidalgo?Ayayayay, pero qué inocentemente literal era ese muchacho.—La secretaria de Vázquez —le aclaré con bendita paciencia—. Luisa no-sé-qué.—Cebrián —apuntó él.—Eso. Ponme con ella.Mi fiel y apolíneo secretario apenas tardó un minuto en pasarme la llamada.—Soy Carmen Hidalgo —dije—. Tengo entendido que quería hablar conmigo...—Así es, señora Hidalgo —respondió una voz de mujer, tan inexpresiva que parecía artificial—. Soy Luisa Cebrián, asistente personal de don Ignacio Vázquez de Olmedo. Mi llamada se debe a que el señor Vázquez de Olmedo desea entrevistarse con usted; hoy mismo si es posible. ¿Lo es?Estaba tan fascinada por el modo en que aquella mujer pronunciaba los apellidos de su jefe —Vázquezdeolmedo, todo junto, como si fuera un solo nombre—, que tardé unos instantes en darme cuenta de que me había preguntado algo.—Sí, sí, claro —respondí apresuradamente—. Creo que puedo hacerle un hueco en mi agenda.—Perfecto. ¿Esta tarde, a las cuatro y media, le parece bien?Simulé consultar una inexistente agenda y le dije que sí. Acto seguido, ella me proporcionó una dirección de la calle Serrano y añadió:—El señor Vázquez de Olmedo es muy escrupuloso con la puntualidad, así que procure llegar a la hora convenida. Y una cosa más, señora Hidalgo: venga sola.Tras despedirse con un distante «buenos días», la secretaria cortó la comunicación. Durante unos segundos me quedé con el auricular pegado a la oreja y el pitido intermitente de una línea muerta latiéndome en el oído; aquel «venga sola», no sé por qué, me había sonado incongruentemente siniestro.* * *
Pasé el resto de la mañana poniendo al día el papeleo y llamando por teléfono, aunque a última hora decidí zambullirme en Internet para intentar averiguar algo más acerca de Ignacio Vázquez. Esto es todo lo que descubrí:Ignacio Vázquez de Olmedo. Nacido en Madrid el 7 de enero de 1948. Ingeniero aeronáutico. Casado con Teresa Castresana Díez-Vilariño. Dos hijos: María Teresa, nacida en 1979, y José Ignacio, nacido dos años más tarde. Tras acabar la carrera, fue profesor de Ecuaciones Diferenciales y Cálculo Numérico en la Universidad Politécnica. En 1984 se convirtió en vicepresidente ejecutivo de Construcciones Valdeavellano, S. A. En 1991 fue nombrado presidente y consejero delegado de la constructora COLCISA, convirtiéndose en uno de los principales accionistas de la compañía. A partir de entonces compaginó su trabajo en COLCISA con la presidencia de diversas empresas, hasta que, en 1998, se convirtió en presidente y máximo accionista de Contratas y Obras Públicas, S. A., Copsa, resultante de la fusión de COLCISA con Construcciones Valdeavellano. En 2001, tras unas reñidas elecciones, fue elegido presidente del club de fútbol Deportivo de Chamartín.
Punto final. Ningún problema grave con la justicia, ningún escándalo, nada que pudiera empañar su imagen de empresario modélico, salvo quizá la recalificación de los terrenos de la Ciudad Deportiva del club, un asunto que, dos años atrás, había levantado mucha polémica, pero que al final nadie se atrevió a denunciar como lo que en realidad parecía ser: puro tráfico de influencias.
Poco antes de las dos, tras llamar discretamente a la puerta, Hermenegildo Astray entró en mi despacho. Hermes tenía una edad indefinida, entre cincuenta y sesenta años; era delgado, de mediana estatura, con una abundante cabellera de color negro «Just for men», bigote, perilla y los ojos parapetados tras unas gafas de montura metálica. Vestía un impecable terno gris plomo, camisa azul y corbata roja.—Buenos días, jefa —me saludó con su voz de barítono—. ¿Te sucede algo? Tienes mala cara.—Lo que tengo es resaca, Hermes.—Ah, el alcohol... Como decía Shakespeare, «el buen vino es una excelente y jovial criatura de Dios cuando se hace de él uso moderado».—Lo malo es que, además de vino, tomé ginebra, whisky, ron... y, desde luego, no fui ni pizca de moderada. Era la despedida de soltera de mi prima Almudena y después de cenar fuimos a uno de esos locales para mujeres donde...—¿Donde bailan semidesnudos jóvenes atletas con los músculos embadurnados de aceite?Dejé escapar un suspiro.—De lo del aceite no estoy segura —repuse—; pero lo demás es una descripción bastante fiel, sí.—Bueno, una cana al aire de vez en cuando tonifica el espíritu. ¿Lo pasaste bien?Cerré los ojos y evoqué una turbia imagen de mí misma bailando en un escenario con un semental adicto a los anabolizantes. Sacudí la cabeza y respondí:—No me acuerdo. Oye, ¿qué es eso de Intasa?—Una subsidiaria de Promotel, el cliente que nos contrató hace un mes para investigar una presunta estafa. Resulta que el director general y el director financiero de Intasa han estado emitiendo facturas falsas con cargo al...Asentí con un cabeceo y dejé de prestar atención. Me aburrían los casos de índole económica, así que solía dejarlos en manos de Hermes. Le miré con los ojos entrecerrados; parecía un empresario, o un abogado, incluso un aristócrata, pero algo en su exquisitamente correcta dicción, un casi imperceptible arrastre de las ges y las jotas, le delataba como el granuja del barrio de Lavapiés que en realidad era.—¿Qué sabes de Ignacio Vázquez de Olmedo? —pregunté, interrumpiendo el aburrido monólogo en que se había embarcado.—Que es constructor —respondió al instante—, que es el presidente del Deportivo de Chamartín y que es uno de los diez hombres más ricos de este país. ¿Por qué?—Porque me ha telefoneado.—Vaya, jefa, qué nivel. Así que codeándote con el gran Vázquez con uve de victoria.—En realidad, sólo he hablado con su secretaria. Estoy citada con él a las cuatro y media.—¿Acaso pretende recurrir a nuestros servicios?—Supongo.—Eso está bien; siempre es bueno trabajar para potentados. Aunque, como decía Bonnard, los ricos deben tener el alma muy fuerte para poder abstenerse con firmeza del placer que se experimenta al dar a los otros. ¿Trabajaremos para la constructora o para el club?Me encogí de hombros y pregunté:—¿Sabes si Vázquez se ha metido en algún lío últimamente? ¿Negocios turbios, faldas, política?Hermes negó con la cabeza.—Es un santo varón —dijo—. Su único escándalo fue la recalificación de los terrenos del club, y ni siquiera se le puede llamar escándalo. Aunque ha ganado una fortuna con el asunto, claro; pero sus métodos no fueron ilegales. Al menos, no lo suficientemente ilegales como para poner en marcha el lento, pero tenaz, mecanismo de la justicia.Suspiré al tiempo que le echaba un vistazo al reloj.—Las dos y media —dije, incorporándome—; qué tarde es.—¿Comemos juntos? En la tasca de Abilio tienen hoy cocido; un plato que, como todo el mundo sabe, es mano de santo para la resaca.—Me voy a casa, Hermes —respondí mientras recogía mis cosas—. Quiero cambiarme de zapatos antes de ver al gran hombre.* * *
La dirección que me había indicado la secretaria de Vázquez correspondía a un suntuoso edificio de seis plantas situado en una de las zonas más señoriales de la calle Serrano; allí estaba la sede central de Contratas y Obras Públicas y allí me presenté yo cinco minutos antes de la hora fijada. Tras identificarme ante el agente de seguridad que custodiaba la entrada y recibir una pegatina de identificación que ni loca pensaba adherir a la solapa de mi carísima chaqueta, un ordenanza me condujo a un ascensor modernista de caoba y cristal. También había un espejo, así que mientras subíamos aproveché para revisar mi aspecto.Hora y media antes, cuando llegué a casa, decidí sustituir el vestido de H&M que llevaba por algo sobrio, caro, elegante y de marca. Apenas tardé un minuto en elegir, pues sólo dos de mis trajes reunían esas características: uno verde oscuro de Carolina Herrera —que me había costado una fortuna— y otro, más barato y de color gris, firmado por Purificación García. Al final, decidí que Carolina era más apropiada para una de las diez mayores fortunas del país. En cuanto a los zapatos, dado que tengo cincuenta y tres pares, escogerlos me llevó algo más de tiempo; tras darle muchas vueltas, opté finalmente por unos discretos y conservadores Loewe de piel negra y tacón bajo.Así pues, el espejo del ascensor me devolvía una imagen razonablemente distinguida de mí misma, como si la ropa cara me hubiera impulsado un par de peldaños arriba en la escala social. Tras detenernos en la sexta planta, el ordenanza me guió a lo largo de un alfombrado pasillo y me hizo pasar a una antesala, lugar donde una secretaria tomó el relevo de mi custodia. La mujer —una cincuentona con aspecto de carcelera de la Gestapo— me pidió que aguardara un momento y, después de descolgar el auricular del teléfono y anunciar mi llegada, me condujo a una puerta contigua, la abrió y me franqueó el paso al despacho de Ignacio Vázquez de Olmedo.El despacho era más grande que mi piso. De las paredes colgaban dos cuadros de Miró, uno de Picasso y otro de Gris, y estoy segura de que no eran reproducciones. A mi derecha había una mesa ovalada rodeada por seis sillas, todo, sin duda, de diseño italiano. Al fondo, unos ventanales mostraban un amplio panorama de la calle Serrano; frente a ellos había un moderno escritorio y un sillón de cuero ocupado por un hombre que se levantó nada más entrar yo. A la izquierda del escritorio, una mujer permanecía de pie con una carpeta entre las manos, tan estirada como el palo de una escoba.—Buenas tardes, señora Hidalgo —me saludó Vázquez, estrechándome la mano—. Tome asiento, por favor.Mientras me acomodaba en una silla situada delante del escritorio, le eché un vistazo a Vázquez. Vestía un traje azul marino, camisa azul claro y corbata rosa; mediría un metro setenta, estaba algo pasado de peso, tenía el pelo castaño, jaspeado de gris en los aladares, y usaba gafas de miope con montura metálica. La verdad es que ofrecía un aspecto de lo más anodino, de no ser por un detalle: su mirada. Tras las lentes, los ojos de Vázquez crepitaban de inteligencia; eran unos ojos intensos, brillantes, magnéticos, unos ojos que parecían decir: «Eh, tú, capulla, el cerebro que tenemos ahí detrás funciona mil veces mejor que el tuyo».—Le presento a Luisa Cebrián —dijo Vázquez al tiempo que señalaba con un leve gesto a su izquierda—. Mi secretaria personal.La mujer me saludó con una inclinación de cabeza. Escuchando su voz a través del teléfono, me había formado una imagen de ella totalmente equivocada. Supongo que esperaba encontrarme con una especie de señorita Rottenmeyer, pero lo cierto es que Luisa Cebrián, pese a haber sobrepasado los cuarenta, aún seguía siendo condenadamente guapa.—Señora Hidalgo —prosiguió Vázquez—, supongo que todo lo que digamos a partir de este momento quedará protegido por el secreto profesional, ¿no es cierto?—Por supuesto —asentí.—Siempre y cuando —agregó él— yo sea su cliente. Por ello, voy a retribuirle las molestias ocasionadas al hacerla venir aquí. Como desconocía sus tarifas, me he tomado la libertad de fijar yo mismo el montante.La secretaria sacó un cheque de la carpeta y lo dejó encima de la mesa, frente a mí. Estaba a mi nombre, cruzado, sellado y firmado por un importe de seis mil euros. Tragué saliva un par de veces; a la segunda me atraganté y tuve un acceso de tos.—¿Le parece bien, señora Hidalgo? —preguntó Vázquez con inocencia.—Muy bien, sí... —respondí entre carraspeos.—En tal caso, tenga la bondad de firmar este documento.Luisa Cebrián me entregó un papel escrito. Era un contrato de confidencialidad por el cual me comprometía a no revelar nada de lo que me contase Vázquez en el curso de nuestra entrevista; en caso de incumplimiento, estaría obligada a abonar una penalización económica tan elevada que no podría afrontarla ni aun tocándome la lotería. Pero como soy una profesional discreta que siempre ha respetado la privacidad de sus clientes, y como seis mil euros son una cifra escandalosamente alta por una mera visita, firmé aquel contrato sin dudarlo un instante. Nada más hacerlo, Luisa Cebrián lo guardó en su carpeta y, sin pronunciar palabra, abandonó el despacho.—Me han hablado muy bien de usted, señora Hidalgo —dijo Vázquez una vez que nos quedamos solos.—¿Quién? —pregunté.—Un antiguo cliente suyo. Pero mi jefe de seguridad también me ha dado excelentes informes. —Vázquez abrió un archivador que descansaba sobre el escritorio y examinó brevemente unos papeles—. ¿Aún trabaja usted con Gonzalo Monroy, su marido?—Ex marido —puntualicé—. Y no, no trabajo con él; de hecho, hace más de cinco años que no le veo.Vázquez asintió, como si mi respuesta le hubiese complacido. Por mi parte, nada me alegraba más que mantener apartado de mi vista al que fuera mi media naranja.—Deseo contratar los servicios de su agencia, señora Hidalgo —prosiguió Vázquez—, pero quiero asegurarme de que todo se llevará con absoluta discreción.—Nuestro código profesional así lo exige —repliqué.—Lo sé, pero me tranquilizaría contar con su garantía personal; en concreto, desearía que se ocupara usted personalmente de la investigación. Aunque imagino que deberá utilizar colaboradores, usted se responsabilizará de que todo se mantenga en absoluto secreto. ¿Está de acuerdo?Le miré con los ojos entrecerrados; aquel hombre era un maniático de la confidencialidad.—De acuerdo, pero, ¿por qué tanta discreción, señor Vázquez?—Porque este asunto está relacionado con alguien muy conocido. —Vázquez hizo una pausa—. Quiero que investigue a una persona —dijo y, tras una nueva pausa, agregó—: Quiero que investigue a Rubén Mochedano.Vázquez guardó silencio y se mantuvo expectante, como si esperara alguna reacción por mi parte. Desgraciadamente, el nombre que acababa de pronunciar me sonaba vagamente familiar, pero no tenía ni la más remota idea de quién era.—¿Quién es Rubén Mochedano? —pregunté cuando el silencio comenzó a hacerse incómodo.Las cejas de Vázquez se convirtieron en dos acentos circunflejos.—¿Nunca ha oído hablar de Rubén Mochedano? —preguntó, incrédulo.—No.—¿Moche?Negué con la cabeza. Vázquez sonrió por primera vez; una sonrisa gélida, por cierto.—Rubén Mochedano —dijo— es la estrella del Chamartín. Un jugador muy conocido; me sorprende que no haya oído usted hablar de él.Un jugador de fútbol. De modo que estaba hablando con el dirigente deportivo, no con el constructor.—Señor Vázquez —dije—, antes de continuar debo advertirle que no sé nada de fútbol.Me dedicó otra sonrisa polar.—No importa —replicó—; yo tampoco sé nada de fútbol y presido un club. Además, no pretendo que investigue al futbolista, sino al hombre.—¿Y hay algo en concreto que deba buscar?Vázquez asintió con un cabeceo.—Debe saber, señora Hidalgo, que Mochedano es un jugador muy valioso para el equipo. Ocupa el puesto de media punta y el año pasado fue pichichi de la liga.¿Media punta? ¿Pichichi? Tomé nota mental de aquellos términos para intentar descifrarlos posteriormente.—Comprendo —mentí.—Sin embargo —prosiguió Vázquez—, últimamente su rendimiento deportivo ha sido... digamos que decepcionante. Lo cual, en sí mismo, no tendría nada de extraño, pues todos los jugadores pasan por altibajos. El problema es que el comportamiento de Mochedano se ha vuelto impredecible. De hecho, ha protagonizado varios conflictos en el seno del club; enfrentamientos con el entrenador y con sus compañeros, retrasos, ausencias injustificadas... Además, ha provocado un par de incidentes en lugares públicos.—¿Qué clase de incidentes?—En una ocasión le rompió la cámara y la nariz a un paparazzi. En otra, golpeó a un policía que le detuvo por conducir a demasiada velocidad.—Vaya...—Lo del policía supuso un serio problema; tuvimos que movilizar muchas influencias para evitar el escándalo. Me temo que si algo semejante se repite, no habrá forma de impedir que salga a la luz.—Así que quiere que investigue las razones de su comportamiento.—Sólo en parte; hay algo más. —Vázquez sacó del archivador un documento impreso y me lo mostró; llevaba el membrete de Crédit Lyonnais—. Esto es un informe sobre los últimos movimientos de una de las cuentas de Rubén Mochedano —prosiguió—. Hace trece días retiró de ella quinientos mil euros en billetes de cien y cincuenta.—¿Para qué?—Eso es precisamente lo que quiero que averigüe.Desvié la mirada y reflexioné unos instantes; todas las razones que se me ocurrían para justificar que alguien fuera por el mundo con medio millón de euros en metálico eran, en mayor o menor grado, delictivas.—¿El señor Mochedano juega? —pregunté, pensativa—. Y no me refiero al fútbol. ¿Póquer, ruleta, apuestas?—Que nosotros sepamos, no. De todas formas, si acepta el trabajo, recibirá un dossier con todos los datos que obran en nuestro conocimiento.Hubo un silencio. Paseé la mirada por la impoluta superficie del escritorio; sólo había un teclado, una pantalla de plasma, ahora apagada, un teléfono lleno de teclas y un pequeño archivador, todo milimétricamente dispuesto, como si ordenaran la mesa con escuadra y cartabón. Hice un gesto vago y pregunté:—¿Qué quiere que haga exactamente, señor Vázquez?Vázquez apoyó los codos en los brazos del sillón y unió las yemas de los dedos, como un profesor —lo había sido, según su biografía— a punto de dictar una clase magistral.—Ante todo, señora Hidalgo —dijo—, conviene que deje de considerar a Rubén Mochedano como un simple jugador de fútbol. Mochedano es... una marca, un producto. ¿Sabe cuánto tuvo que desembolsar el club por su traspaso?—No.—Treinta millones de euros. —Hizo una pausa para darme tiempo a asimilar la magnitud de la cifra y prosiguió—: Por otro lado, sus derechos de imagen generan notables beneficios y el año pasado vendimos más de un millón de camisetas con su nombre en todo el mundo. Mochedano es una inversión y si ocurriera algo imprevisto, si, por ejemplo, se viera envuelto en algún escándalo, eso no sólo perjudicaría a la imagen del club, sino que además nos haría perder mucho dinero. Y yo, como presidente del Deportivo de Chamartín, debo anticiparme a esa clase de situaciones para poder neutralizarlas, si ello es posible, ¿comprende?—Comprendo.Vázquez se inclinó casi imperceptiblemente hacia mí.—Le voy a decir lo que espero de usted: quiero saber lo que hace Rubén Mochedano las veinticuatro horas del día. Con quién se ve, adonde va cuando sale, qué llamadas telefónicas hace o recibe, sus correos electrónicos..., quiero saberlo todo sobre él.—Averiguar algunas de esas cosas —dije, pronunciando despacio las palabras— podría ser ilegal.Vázquez me miró con un deje de perplejidad, como si no comprendiera el sentido de mi observación.—¿Eso supondría algún problema? —preguntó.—No, pero encarecería la minuta —respondí con una inocente sonrisa.Vázquez no me devolvió la sonrisa.—El dinero no debe preocuparle —dijo—. En definitiva, lo que quiero que averigüe es el motivo por el cual Mochedano retiró esa elevada suma de su cuenta corriente. —Se cruzó de brazos—. Bien, creo que eso es todo. ¿Acepta el trabajo?Como es lógico, le dije que sí. Luego discutimos mis tarifas; aunque, en realidad, no hubo ninguna discusión, pues, a pesar de que las incrementé en un cincuenta por ciento, Vázquez aceptó sin pestañear. A continuación, Luisa Cebrián hizo de nuevo acto de presencia y puso ante mí una fila de documentos, contratos y pactos. Una vez que los hube firmado, la secretaria me entregó un abultado dossier y abandonó el despacho sin pronunciar, igual que antes, ni una sola palabra.—¿Cuándo puede comenzar el trabajo, señora Hidalgo?—Tengo que contactar con algunos colaboradores y elaborar un plan de acción, pero creo que en un par de días puede estar todo listo.Vázquez asintió, pensativo, y dijo:—Dos días, de acuerdo. Pero me gustaría que se entrevistara lo antes posible con mi jefe de seguridad. Creo que le conoce; se llama Emilio Santamaría.Tardé unos segundos en identificar aquel nombre; Emilio Santamaría era un antiguo compañero de mi querido ex.—Le conocí hace tiempo, sí.—¿Puede entrevistarse con él mañana a las diez?—Claro.—Su despacho se encuentra en las oficinas del estadio; la estará esperando. Una cosa más, señora Hidalgo; en el hipotético caso de que, en el curso de la investigación, descubriera algún hecho delictivo, ¿qué haría?—Mi deber sería dar parte a la policía —respondí con cautela—. Es lo que dice la ley.Vázquez cabeceó un par de veces, pensativo.—Claro, la ley —dijo—. No obstante, le agradecería que, si eso llegara a ocurrir, hablara conmigo antes de informar a las fuerzas de seguridad. ¿Es posible?—Supongo que sí.—Perfecto. —Vázquez se incorporó—. No la entretengo más, señora Hidalgo; permítame que la acompañe a la salida.Me levanté y nos dirigimos en silencio a la puerta, pero antes de que Vázquez la abriese, dije:—Una pregunta, señor Vázquez: ese informe bancario sobre la cuenta de Rubén Mochedano es un documento confidencial; ¿cómo lo ha conseguido?Vázquez esbozó una sonrisa muy próxima al cero absoluto.—Estoy seguro —respondió— de que usted dispone de numerosas fuentes confidenciales de información. Yo, en mi terreno, también. —Abrió la puerta y agregó—: Buenas tardes, señora Hidalgo.Capítulo 2
Un cliente estaba esperándome cuando regresé a la agencia. Era una mujer de mediana edad; creía que su marido la engañaba con otra y quería contratar nuestros servicios para confirmar o no sus sospechas. Me entraron ganas de decirle que no valía la pena, que no tirase su dinero, que si albergaba tantas dudas acerca de la fidelidad de su marido como para recurrir a una agencia de detectives, podía tener la seguridad de que su marido le era, en efecto, infiel. Sí, pensé decirle eso, pero no se lo dije, y no por su dinero, sino porque sabía que no serviría de nada. Las personas somos complicadas; la mentira es, con frecuencia, el muro que nos protege del dolor, pero nos obstinamos en derribarlo y conocer la verdad, por mucho que nos hiera.
Más tarde, cuando la mujer se marchó, y tras pedirle a Gabriel que localizara a Hermes y le dijera que quería reunirme con él a última hora de la tarde, abrí el dossier que me había entregado la secretaria de Vázquez y comencé a leerlo. El primer documento era una breve —excesivamente breve, a decir verdad— biografía de Rubén Mochedano. Como ya he dejado claro, lo ignoraba todo sobre él, así que me sorprendió descubrir que no era español, sino argentino. Aunque tampoco era exactamente argentino.Rubén Mochedano Camargo había nacido el 12 de marzo de 1980 en San Bernardino, un pequeño pueblo colombiano situado en el interior del Departamento del Magdalena. Su madre, Matilde Camargo, murió a causa del parto; su padre, Celestino Mochedano, falleció un año más tarde a consecuencia de un indeterminado accidente laboral. Así pues, los tres hijos del matrimonio, Caridad, Simón y Rubén, quedaron a cargo de un tío suyo, Antonio Mochedano. Al parecer, el talento futbolístico del pequeño Rubén fue temprano, pues en 1991, cuando contaba once años de edad, comenzó a jugar en las categorías infantiles del club Unión Magdalena, de Santa Marta. Cuatro años después viajó a Bogotá con su tío para realizar unas pruebas con el Independiente Santa Fe, uno de los más importantes equipos colombianos.Entonces sucedió algo un tanto confuso; de repente apareció en escena un alemán afincado en Chile llamado Martin Müller y de la noche a la mañana se convirtió en el representante de Mochedano, rechazó la oferta del Unión Magdalena y se llevó a su pupilo a Argentina, donde le consiguió un contrato con el Club Atlético River Plate. A partir de ese momento, la carrera deportiva del Moche se disparó; tras jugar unos años en las categorías inferiores, en 1998 debutó con el primer equipo, convirtiéndose casi desde el principio en su principal estrella. En 2001, su contrato fue comprado por el ínter de Milán y en 2004 pasó a jugar en el Deportivo de Chamartín. Fin de la historia.Por detrás del texto, sujeta con un clip, había una fotografía del futbolista y de nuevo me sorprendí; mientras leía aquella escueta biografía, me había formado la imagen de un tipo bajito, robusto y con cara de bruto, pero lo cierto es que Rubén Mochedano era muy, pero que muy guapo. Moreno, facciones clásicas como las de un joven patricio romano, labios carnosos y unos ojos intensamente verdes que miraban a cámara con un ápice de timidez. Tenía cara de buena persona, de inocente boy scout; la verdad es que me resultaba difícil imaginármelo pegando a un policía.Los restantes documentos del dossier eran informes técnicos (totalmente ininteligibles para alguien que, como yo, lo ignoraba todo acerca del fútbol), recortes de prensa y fotocopias de expedientes internos del club. Tras echarles un rápido vistazo, guardé todo en un cajón y realicé dos llamadas telefónicas; una, a mi prima Violeta, y otra a Sebastián, el marido de mi hermana Macarena. A ambos los iba a necesitar para el «caso Mochedano», así que quedé en reunirme con ellos en el domicilio de Violeta a última hora de la mañana siguiente. Justo acababa de colgar el teléfono cuando Hermes entró en el despacho.—Hola, jefa —me saludó—. ¿Querías verme?—¿Te gusta el fútbol, Hermes? —pregunté.—Moderadamente, diría yo.—¿Qué es un «pichichi»?—El jugador que más goles marca durante la liga.—¿Y un «media punta»?Hermes sonrió mientras se acomodaba en una silla al otro lado del escritorio, frente a mí.—Así que tu entrevista con el gran Vázquez te ha llenado de incertidumbres —dijo—. En fin, lo del media punta es un poquito más complicado. Un equipo de fútbol está compuesto por once jugadores...—Hasta ahí llego.—Los jugadores se distribuyen sobre el terreno ocupando determinadas demarcaciones. —Cogió un cuaderno y lo puso delante de mí—. Esto es un campo de fútbol, ¿de acuerdo?—De acuerdo.Hermes cogió once clips y los dispuso sobre el cuaderno, colocando uno en el centro de un extremo del rectángulo, dos filas paralelas de cuatro delante y luego otra fila de dos.—Ésta es la distribución clásica de un equipo de fútbol, cuatro, cuatro, dos. —Señaló el clip solitario—. Éste es el portero y se ocupa de defender la portería.—Quién lo iba a decir.—Menos cachondeo, jefa. —Señaló la primera línea de cuatro clips—. Éstos son los defensas.—Que se ocupan de defender.—En efecto, pero... —Señaló la segunda línea de cuatro—: Éstos son los centrocampistas, cuya función es...Se quedó mirándome con una sonrisa burlona, a la espera de mi respuesta.—¿Estar en el centro del campo? —sugerí.—Ahí están, en efecto, y su trabajo consiste en elaborar la jugada para enlazar con los delanteros, así como actuar de barrera de contención cuando es el rival quien ataca.—Y ésos son los delanteros —dije, señalando la línea de dos clips—. Los que meten los goles.—Muy bien, eres una alumna aventajada, jefa. Pero ésta es una distribución antigua que ya nadie usa. —Hermes cogió uno de los clips y lo colocó justo detrás de los delanteros—. Esto es un media punta —dijo—. Como ves, está situado entre la delantera y el centro del campo.—¿Y qué hace?—Varias cosas. Actúa como correa de transmisión entre los centrocampistas y los delanteros...—¿Correa de transmisión?Hermes suspiró.—Los centrocampistas le pasan el balón al media punta y el media punta se lo pasa a un delantero, ¿vale?—Vale.—Pero, además, el media punta puede subir al ataque y convertirse en un delantero, o bajar al centro del campo para defender si es necesario.—Qué práctico. Algo así como un chico para todo, ¿no?—Más o menos. Bueno, cuéntame, ¿qué tal ha ido tu entrevista con Vázquez?Saqué el cheque que me había dado Vázquez y se lo entregué.—Esto es sólo por la visita —dije.Hermes arqueó las cejas.—¡Un millón de las viejas leandras! —exclamó tras lanzar un silbido—. ¿A quién hay que matar?—Sólo hay que tener la boca cerrada. Por cierto, Vázquez nos ha contratado.—¿Y qué se supone que debemos hacer?Me recliné en el asiento, tomé aire y le conté detalladamente mi entrevista con Vázquez. Cuando acabé, Hermes murmuró:—Así que vamos a investigar al crack Mochedano...—¿Le conoces?—Todo el mundo le conoce, igual que a Ronaldinho, Torres o Raúl.—Pues yo no había oído hablar de él hasta hoy. Y tampoco me suenan los otros nombres.—Porque vives en un mundo más elevado.—Sí, en un tercero con ascensor. ¿Es tan bueno Mochedano como dice Vázquez?Hermes se encogió de hombros.—Es un excelente jugador, en efecto. Pero tampoco le he seguido con detenimiento; ten en cuenta que soy masoquista.—¿Y eso qué significa?—Que soy del Atlético de Madrid.Aunque no entendí el chiste, esbocé una sonrisa. Luego reflexioné unos instantes mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.—¿Qué te parece lo del medio millón en metálico? —pregunté.—Que huele mal.—Apesta —asentí—. Vázquez sospecha que hay algo delictivo en el asunto.—¿Te lo ha dicho?—Lo ha dejado entrever.—¿Drogas?—Quinientos mil euros en drogas es un poco excesivo para una sola persona, ¿no te parece?—No si se dedica al narcotráfico —replicó Hermes—. A fin de cuentas, Mochedano nació en Colombia.—Aunque te parezca mentira —ironicé—, hay colombianos que no son narcotraficantes. ¿Para qué va a querer traficar con drogas un futbolista millonario?—Para ser más millonario aún.Sacudí la cabeza.—Demasiado riesgo. Además, Mochedano lleva más de diez años viviendo fuera de Colombia.Hermes se encogió de hombros.—Aunque no sea un asunto de narcotráfico —dijo—, puede que esté relacionado con las mafias. No sé, una vieja deuda, problemas con los parientes o algo así.—Quizá —asentí—; pero sólo son suposiciones. ¿Por qué no preguntas por ahí e intentas averiguar si Mochedano anda metido en algo raro? Apuestas ilegales, sexo duro, juego, cosas así.—Claro, jefa, descenderé al submundo del hampa y husmearé.—Otra cosa: tenemos que controlar día y noche a Mochedano, así que vamos a necesitar al menos tres... no, cuatro turnos de vigilancia, a dos personas por turno.—¿Quién se ocupará de eso?Repasé mentalmente la lista de candidatos.—¿Félix y su gente? —sugerí.—El Gato y la Pandilla Basura... Bueno, son unos salvajes pero trabajan bien. ¿Algo más?—De momento creo que no.—Entonces voy a intentar localizar a ese Gato Loco.Hermes salió del despacho y yo me quedé un rato contemplando los clips que yacían sobre el cuaderno. Cuando tengo que investigar a una persona, intento introducirme en su piel, pensar como él, sentir como él; nunca es fácil hacerlo, pero en el caso de Rubén Mochedano me resultaba sencillamente imposible. Yo jamás había visto un partido de fútbol, desconocía sus reglas y los únicos futbolistas que me sonaban eran Pelé, Maradona y Beckham, y este último más por ser el marido de Victoria Adams que por sus habilidades como futbolista. ¿Cómo iba a meterme en los zapatos de Mochedano si esos zapatos eran en realidad unas botas con tacos que yo ni siquiera sabría atar?Exhalé un resignado suspiro y barrí con la mano los once clips que seguían empeñados en jugar un estático partido virtual sobre el cuaderno; luego me volví hacia el ordenador y tecleé en Google: «Rubén Mochedano». Obtuve más de trece millones de entradas, así que pinché en «páginas de España» y reduje la cifra a ochocientas mil. Una locura. Comencé a abrir páginas al azar, sin prestar mucha atención; de hecho, me sumí en una especie de trance hipnótico, con la mirada fija en las imágenes y los textos que desfilaban por la pantalla, pero la mente en blanco.De pronto advertí que una de las páginas que acababa de pasar contenía algo distinto. Volví a ella y descubrí que, en efecto, una de las fotos no mostraba a Mochedano vestido de futbolista, sino embutido en un traje de Armani y enlazando el talle de una mujer asombrosamente bella. Según el texto, la estrella del Deportivo de Chamartín mantenía desde hacía meses un apasionado romance con la conocida top model española Raquel Tena. Amplié la imagen y examiné a aquella para mí absolutamente desconocida conocida modelo. Era alta, casi tanto como Mochedano, y rubia natural, y tan esbelta como una estatua de Venus. E igual de fría; a pesar de la radiante sonrisa que dibujaban sus labios, los ojos, intensamente azules, parecían dos témpanos de hielo. Era la mirada de una mujer plenamente consciente de su belleza y de los efectos que ésta obraba sobre los demás.Raquel Tena, pensé, parecía exactamente la clase de mujer capaz de sacar lo peor de un hombre y obligarle a hacer cualquier locura. En fin, puede que sólo sea envidia femenina, pero cada vez que veo a una mujer demasiado guapa tiendo a sospechar que es culpable de algo.* * *
Cuando concluyó la jornada de trabajo, cogí el dossier de Mochedano y me fui directamente a casa. Preparé una cena ligera —ensalada y queso—, puse un CD de Diana Krall en el reproductor y, mientras comía, comencé a leer el dossier. Veinte minutos más tarde sonó el teléfono; era mi madre para preguntarme si ya me había comprado el traje para la boda de Almudena. Sentí un escalofrío de terror; no, no lo había comprado, pero si lo confesaba, mi madre se embarcaría en un largo sermón salpicado de reproches. Diría que soy una dejada, que la boda era el miércoles y ya casi no me quedaba tiempo para comprar nada aceptable, que mi vida era un desastre, que me estaba convirtiendo en una ermitaña, que debía cuidar más mi aspecto... Por el contrario, si mentía y le decía que ya había comprado el traje, entonces ella insistiría en que se lo describiera con todo detalle, incluyendo el número de pespuntes, la clase de cremallera y el largo del dobladillo. Cualquiera de las dos opciones, en definitiva, conducía a una larguísima charla en la que no tenía el menor deseo de embarcarme, así que, mientras sostenía el auricular con una mano, utilicé la otra para sacar el móvil del bolso y comencé a manipularlo apresuradamente.—Todavía no lo he comprado, mamá —dije—; estoy dudando entre dos modelos y no logro decidirme. Pero ya tengo los zapatos, no te preocupes.—¿Los zapatos? —La voz de mi madre adquirió ecos de censura—. Pero, hija, si la boda es pasado mañana...Mis dedos volaron sobre el teclado del Motorola hasta que, finalmente, consiguieron activar el tono de llamada.—Suena el móvil, mamá —la interrumpí, acercando el aparato al auricular para que mi madre oyera bien los timbrazos—. Mañana te llamo. Un beso.Y colgué. Me había librado por los pelos. Volví a coger el dossier, pero no pude leer ni un párrafo, porque, casi sin solución de continuidad, el teléfono sonó de nuevo. Descolgué el auricular temiendo que fuera otra vez mi madre, pero era Hermes para decirme que había localizado a Félix y para preguntarme cuándo quería reunirme con él. Le dije que al día siguiente, en la agencia, a la hora de comer, y nos despedimos. Luego, ya sin más interrupciones, me enfrasqué de nuevo en el dossier. Cuando acabé de leerlo, a eso de la medianoche, repasé las notas que había tomado y subrayé algunas.Mochedano residía en un chalet de La Moraleja, una urbanización de lujo situada al norte de la ciudad, no muy lejos del estadio del Deportivo de Chamartín. Vivía solo; o, mejor dicho, acompañado por tres sirvientes —dos hombres y una mujer—, todos ellos naturales de San Bernardino, el pueblo natal del jugador.Antes de reunirme con Félix tenía que echar un vistazo a la casa, así que incluí esa visita en el primer lugar de mi lista mental de tareas; luego me fui a la cama y dormí de un tirón toda la noche.Al día siguiente me levanté a las siete, media hora antes de lo habitual, y tras asearme, vestirme y tomarme un café, monté en mi viejo Citroen y puse rumbo a La Moraleja. El tráfico era un puro atasco, de modo que tardé casi una hora en llegar y veinte minutos más en encontrar la casa de Mochedano.Estaba situada en un extremo de la urbanización, frente a un bosquecillo de pinos, y no era un chalet, sino un palacete hipermoderno, una construcción de tres plantas rodeada por un extenso jardín y una valla metálica tapizada de arizónicas que impedía vislumbrar el interior. No se veía a nadie por los alrededores. Aparqué a unos cincuenta metros de distancia y caminé lentamente en torno a la casa. Tenía dos salidas: la principal, junto al portalón del garaje, y otra, sólo peatonal, justo al lado opuesto, en la calle paralela. Eso era un problema, porque dificultaría la vigilancia, y también resultaba problemático el hecho de que, por culpa de la valla, desde ningún lugar de la calle podían divisarse el jardín y la casa.Contemplé el bosquecillo que marcaba el límite de la urbanización y advertí que, a unos ciento cincuenta metros de distancia, se alzaba una pequeña colina, así que eché a andar hacia ella, maldiciendo interiormente la mala idea que había tenido al ponerme aquella mañana unos Chie Mihara de tacón alto que ahora me hacían tropezar cada dos pasos. Remonté con dificultades la ladera de la loma y, al llegar a la cima, miré en derredor. Premio: desde allí podían verse con toda claridad una esquina del jardín y la parte superior de la casa. Además, los árboles que me rodeaban eran lo suficientemente frondosos como para ocultar la presencia de cualquiera que se apostase en la colina.Saqué del bolso unos pequeños binoculares y examiné la residencia de Mochedano a través de la doble lente. En realidad, no había una, sino tres construcciones: en primer término, el edificio principal, ahora silencioso y solitario; al fondo, una casa de dos plantas mucho más pequeña —probablemente destinada a la servidumbre—, y a la derecha, un garaje rectangular, como una caja de cerillas tumbada. Detrás del garaje había una piscina cubierta con una lona y, un poco más allá, una pista de tenis. Con ayuda de los gemelos, examiné el perímetro de la residencia y comprobé que había una serie de cámaras de vigilancia y sensores térmicos distribuidos a lo largo de toda la valla. Aquel lugar era una pequeña fortaleza.De pronto, la puerta de la casa de servicio se abrió y un hombre cubierto con un mono azul salió al exterior. Debía de ser uno de los empleados colombianos; tras frotarse las manos, cogió una pala y comenzó a cavar un hoyo cerca de unos parterres. Consulté el reloj: eran las nueve y veinte, tenía que irme. Desandé a trompicones el camino de regreso al asfalto y me aproximé al Citroen; antes de entrar en él, bajé la vista y me miré los pies. La caminata por el bosque había cubierto mis preciosos Chie Mihara de polvo y rozaduras.No sé por qué, una oleada de desolación se abatió sobre mí y, al mismo tiempo, sentí un desagradable cosquilleo en la boca del estómago, como si la suciedad que cubría mis zapatos fuera una especie de mal presagio. Durante unos segundos me quedé inmóvil, con la mirada fija en los pies, embargada por una inexplicable aprensión; finalmente, sacudí la cabeza, entré en el coche y arranqué.* * *
El estadio del Deportivo de Chamartín —llamado Augusto Berenguer en homenaje a un antiguo presidente del club— se hallaba a las afueras de Madrid, al comienzo de la carretera de Burgos, no muy lejos de La Moraleja. El aparcamiento general estaba cerrado, así que estacioné en el de visitantes y me dirigí al edificio de oficinas que, como una prolongación del estadio, se alzaba en la parte trasera. Tras mostrarle mi documentación al guardia que vigilaba la entrada, una azafata me condujo a un despacho en cuya puerta una placa rezaba: «Director de Seguridad». Dentro me aguardaba Emilio Santamaría.Debía de rondar los cuarenta y cinco años de edad; había engordado un poco desde la última vez que nos habíamos visto, cinco o seis años atrás, y también había perdido pelo, pero aún conservaba el aspecto fornido y amenazador de un luchador profesional. Estaba en mangas de camisa, con el primer botón desabrochado y la corbata suelta; cuando entré en el despacho, se levantó del sillón que ocupaba frente a un escritorio metálico y, sin esbozar siquiera una leve sonrisa, me estrechó la mano; luego me invitó a sentarme frente a él.—Así que ya no eres policía —dije tras unos segundos de silencio.Emilio encogió levemente sus hombros de gorila.—No he dejado el cuerpo; sólo he pedido la excedencia —respondió—. Vázquez paga mejor.—Me alegro de que te vaya bien.—Tú tampoco puedes quejarte; el año pasado te vi en la tele. Eres famosa.—Oh, sí, tuve mis tres minutos de gloria en los telediarios, pero al día siguiente ya nadie se acordaba de mí.—No es eso lo que he oído —replicó él—. Por lo que me han contado, desde entonces tu agencia va de puta madre.—Bueno, supongo que conseguí un poco de publicidad gratuita. Por cierto, te agradezco que le dieras buenas referencias mías a Vázquez.Volvió a encogerse de hombros.—Dicen que eres una profesional cojonuda.Le dediqué una sonrisa y pregunté:—¿También le hablaste de Gonzalo?Emilio desvió la mirada, súbitamente incómodo.—Le dije a Vázquez —respondió— que si Gonzalo trabajaba contigo no te contratase. —Me miró fijamente, como retándome a negar lo que iba a decir—. Fuimos compañeros durante años, Carmen; le conozco bien. Tu marido no es de fiar.—Ex marido —le corregí sin perder la sonrisa—. Y te quedas corto: Gonzalo es un hijo de puta. —Sacudí la cabeza—. No sólo me abandonó, Emilio; también me estafó, así que pierde cuidado porque lo último que haría en este mundo es trabajar con él. O dirigirle la palabra, si vamos a eso.Emilio respiró hondo y dejó escapar el aire bruscamente.—Ya —dijo—. Pero las mujeres sois muy gilipollas con los hombres. Siempre elegís lo peor.Se produjo un largo silencio. De pronto, recordé que Emilio estaba casado, incluso pude evocar con claridad los rasgos de su esposa, una mujer menuda y vivaracha, bastante más joven que él, pero no logré acordarme de su nombre.—Bueno, vamos a lo nuestro —dijo Emilio, dando un palmetazo sobre la mesa—. Vázquez me ha pedido que colabore contigo en lo que quieras, así que tú dirás.Hice un último esfuerzo por recordar el nombre de su esposa y pregunté:—¿Conoces a Rubén Mochedano?—A él y a toda la plantilla —asintió.—¿Cómo es?—Raro —contestó al instante.—¿En qué sentido?Emilio alzó las cejas y dudó unos segundos, como si no estuviera muy seguro de la respuesta.—Es callado y tímido —repuso al fin—. También es muy correcto, la leche de educado; siempre llama de usted al mister y a los directivos, incluso a mí mismo. Cualquiera diría que es un tipo tranquilo, pero... a veces se le cruzan los cables. Por ejemplo, hace un par de meses, jugando un partidillo, Alonso le hizo una entrada un poco dura y Rubén le dio un puñetazo. Los separaron y, al día siguiente, Rubén se disculpó con Alonso; en fin, ahí acabó la cosa, pero en aquel momento, en medio de la bronca, la mirada de Rubén me acojonó. Tenía los ojos inyectados en sangre, era como si quisiera matar a alguien; parecía un salvaje.—¿Y eso le sucede con frecuencia?—Afortunadamente, no. Aunque en lo que va de año ya ha montado tres o cuatro follones.—Sí, lo he leído en el informe. ¿Qué tal se lleva con el resto de los jugadores?—No se lleva. De vez en cuando sale a cenar con los sudacas del equipo y ha asistido a alguna que otra fiesta, pero por lo general no anda con nadie de la plantilla. Suele ser amable, pero distante.—Entonces, ¿no tiene amigos?—En el club, no, desde luego: la verdad es que apenas se relaciona con nadie. Incluso tiene su propio masajista y su fisioterapeuta particular.—¿Eso es normal?—No. Lo impuso su representante cuando se redactó el contrato. Y también que no hablara con el psicólogo.Arqueé las cejas, confundida.—¿Qué psicólogo? —pregunté.Emilio respiró profundamente, armándose de paciencia ante mi ignorancia.—En los equipos de fútbol hay psicólogos, Carmen —respondió—. Para motivar a los jugadores y todas esas gilipolleces. Müller estipuló en el contrato que su pupilo se mantendría alejado de cualquier comecocos.—Y eso tampoco es normal...—No, no lo es.En ese momento sonó el teléfono. Tras hacerme un gesto de disculpa, Emilio descolgó el auricular y comenzó a hablar sobre algo relacionado con las cámaras de seguridad del estadio. Aparté la mirada y la paseé en derredor; no había objetos personales, ni una fotografía, ni un cuadro, ningún adorno que caldease un poco la burocrática frialdad de aquel despacho. Intenté de nuevo recordar cómo se llamaba la mujer del ex policía, pero su nombre seguía obstinándose en esquivarme.—Perdona —dijo Emilio al tiempo que colgaba el auricular—. ¿Dónde estábamos?—Hablabas del representante de Mochedano. No hay ningún informe sobre Müller en el dossier que me entregó Vázquez. ¿Qué sabes de él?—Que es un tiburón. Sólo te diré que va siempre acompañado por dos guardaespaldas. Y si no hay informe es porque no tenemos ninguno. Sólo rumores.—¿Y qué dicen los rumores?Emilio apoyó un codo en la mesa y se frotó la nuca.—Ni siquiera sabemos cuándo nació —dijo—. Supongo que tendrá unos sesenta años. Dicen que se enriqueció con la dictadura de Pinochet y que luego perdió su fortuna invirtiendo en caballos de carreras. Más tarde reapareció en México, donde anduvo varios años metido en el mundo del boxeo; incluso llegó a tener una cuadra de boxeadores. Luego conoció a Mochedano y se convirtió en su representante. Entre medias ha recorrido América metido en toda clase de asuntos turbios: trata de blancas, tráfico de armas, drogas..., aunque nunca se ha podido probar nada.—¿Y en España?—Limpio como una patena. Desde que llegó, su única actividad, aparte de dirigir la carrera de Mochedano, han sido unas cuantas inversiones inmobiliarias. Si se dedica a algo delictivo, lo lleva muy en secreto.—¿Qué tal es su relación con Mochedano? —pregunté.—Tampoco creas que le conozco mucho —respondió Emilio con un encogimiento de hombros—, pero parece que buena. Al menos, en público, le trata como si fuera su hijo.Tomé nota mentalmente de que debía averiguar más cosas acerca de Martin Müller.—¿Y qué me dices de Raquel Tena? —pregunté.Emilio soltó una risa sarcástica.—Ah, sí, la zorrita —dijo—. La novia del crack Mochedano. Siempre que hay partido viene a ver a su amado; en el palco de honor, claro, comiendo Jabugo, si es que esa anoréxica come algo.De repente, me di cuenta de que cada vez que Emilio se refería a una mujer lo hacía con acritud; incluso cuando me hablaba a mí, había un punto de recelo en su mirada. Antes no era así; ¿qué le habría pasado?—He visto fotos suyas —dije—, y no parece muy anoréxica.Emilio lanzó un suspiro en forma de gruñido.—Sí —aceptó a regañadientes—; está buena.—¿Cómo se conocieron?—Hace cosa de un año, en la fiesta de cumpleaños de Brandáo.—¿Brandáo?Emilio frunció el ceño.—Brandáo Guimaráes, el delantero brasileño, la otra estrella del equipo. Deberías aprenderte la plantilla, Carmen.—Estoy en ello. ¿Qué pasó en esa fiesta?—No sé, a mí no me invitaron. Pero dio mucho que hablar; salió en todos los programas de cotilleo. ¿No te enteraste?—No suelo ver la tele.Me miró como si fuera un bicho raro y prosiguió:—Brandáo acababa de separarse de su mujer y, supongo que para celebrarlo, decidió dar una fiesta de cumpleaños a lo grande. Invitó a todo el famoseo, a actores, modelos, deportistas, incluso a algún que otro político. Y, por lo visto, hubo de todo aquella noche. Por ejemplo, a Chapman le tomaron unas fotos muy comprometedoras... —Hizo una pausa y aclaró—: Richard Chapman es uno de los centrocampistas del equipo. Le pillaron encima de una aspirante a actriz, con los calzoncillos bajados, y le hicieron varias fotos con un móvil. Chapman está casado, así que me tuve que ocupar personalmente de recuperar esas fotos. —Rió entre dientes—. Costaron una pasta; no sabes lo caro que puede resultar un casquete rápido.—Y Mochedano fue a esa fiesta —apunté, reconduciendo la conversación.Emilio asintió con un cabeceo.—Raquel Tena también estaba invitada; se conocieron, supongo que echaron un polvo y, desde entonces, no se han separado. Eso es todo.—Me imagino que la habréis investigado —dije.—Más o menos. Es una cazafortunas.—Creía que las top model ganaban mucho dinero.—Raquel Tena no es una top model —replicó en tono desdeñoso—. Demasiado conflictiva, demasiados líos de pantalones. Y, mira tú qué casualidad, los tíos con los que se enrolla siempre tienen cuentas corrientes de ocho dígitos para arriba. No es más que una puta. De lujo, pero una puta.Decididamente, no me gustaba el modo en que Emilio hablaba de las mujeres. Hubo un largo silencio.—¿Hay algo más que deba saber sobre Mochedano? —pregunté.Emilio sacudió la cabeza, pero de pronto se quedó inmóvil, con las cejas alzadas, como si hubiera recordado algo.—Ah, sí —dijo—. Es un meapilas.—¿Es religioso?—Un beatorro el tío. Sólo te diré que... —Enmudeció y, tras sacar unas llaves de un cajón, se puso en pie—. Será mejor que lo veas.—¿El qué? —pregunté, incorporándome a mi vez.—El santuario de Mochedano: está junto a los vestuarios.Consulté el reloj; había quedado a mediodía con Violeta y Sebastián, pero aún disponía de algo de tiempo, así que, guiada por Emilio, me adentré en las entrañas del Augusto Berenguer.* * *
Recorrimos un enmoquetado pasillo con despachos a ambos lados y descendimos por unas escaleras que desembocaban en un largo corredor. Una puerta blindada nos bloqueó el paso hasta que Emilio la abrió con una tarjeta magnética. Más pasillo y escaleras, y finalmente llegamos a los vestuarios.Eran enormes. Tenían sauna, baño de vapor, jacuzzi y unas duchas tan complicadas como cabinas de astronauta. Aquello parecía más un spa de lujo que unas instalaciones deportivas.—¿Hoy no entrenan los jugadores? —pregunté.—Sí, pero en la Ciudad Deportiva —contestó Emilio—. Ven, sígueme.Salimos de los vestuarios, giramos a la derecha y nos detuvimos delante de una puerta cerrada. Emilio sacó unas llaves del bolsillo y la abrió; luego se apartó y me cedió el paso. Entré en una habitación pequeña, sin ventanas y desprovista de muebles, salvo un par de sillas y un reclinatorio situado frente a un altar presidido por una talla de la Virgen con el niño Jesús en brazos.—La Virgen del Perpetuo Socorro —dijo Emilio al tiempo que señalaba la policromada escultura—. Rubén es muy devoto de ella; por lo visto, es la patrona de su pueblo.—¿Qué es esto? —pregunté, abarcando la estancia con un ademán.—El retiro espiritual de Rubén. En los partidos, antes de comenzar cada tiempo, se mete aquí unos minutos para rezar.—¿Y reza solo?—No, con Müller y sus guardaespaldas.—¿Y qué pasa cuando el equipo juega en campo contrario? —pregunté.—Rubén se lleva a la Virgen en un altar portátil y el rival le presta un cuarto para que pueda ponerse ciego a rezar. Parece coña, ¿verdad?Le respondí con una vaga sonrisa y miré el reloj; se me estaba haciendo tarde, así que le pedí que me acompañara a la salida. Emilio me guió en silencio a través de aquel laberinto de corredores; cuando llegamos a la puerta que daba al aparcamiento, dijo:—Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy. Y si tuvieras algún problema con la pasma, llámame. Aún se acuerdan de mí en el cuerpo; puedo ayudarte.—¿Echas de menos la policía? —pregunté.—No, era un trabajo de mierda. Pero... —Se encogió de hombros—. Ya sabes lo que dicen: madero una vez, madero para siempre.Sonreí.—No creo que tenga problemas con la poli, pero gracias.Entonces, de repente, lo recordé: Patricia. La mujer de Emilio se llamaba Patricia.—Por cierto —dije—, ¿qué tal está Patricia?Súbitamente, las duras facciones de Emilio se endurecieron aún más. Encajó la mandíbula, entrecerró los ojos y respondió:—Ni puñetera idea. Nos separamos hace dos años.—Vaya, no lo sabía... Lo siento.—Yo no —replicó él con sequedad—. Se lió con un vendedor de electrodomésticos. Es una puta. Que la jodan.Acto seguido, sin despedirse, se dio la vuelta y desapareció en el interior del edificio, así que me encaminé lentamente al coche, pensando que la vida es un continuo encuentro y desencuentro, como si fuéramos bolas de billar que se unen, chocan y se alejan, dejándonos la piel y la vida en cada carambola. Pero era demasiado temprano para embarcarme en disquisiciones filosóficas, así que subí al coche, encendí la radio y puse rumbo a la casa de Violeta.Capítulo 3
Violeta es la hija de mi tía Marisa. Sus cuatro hermanos mayores habían dejado la casa paterna hacía tiempo, pero ella, a sus veintinueve años de edad, seguía viviendo allí y no parecía que sus planes futuros incluyesen una posible emancipación.
—Ay, Carmen, a ver si convences a Violeta de que se cuide un poco —dijo mi tía Marisa después de saludarme—. Esta hija mía es un desastre.Violeta no era un desastre; sencillamente, pesaba más de ciento cincuenta kilos. Siempre fue una niña gordita —y no por un problema glandular, sino porque comía muchísimo—, pero cuando entró en la universidad para estudiar informática su peso comenzó a dispararse; cada curso que superaba —con extraordinarias calificaciones, eso sí— sumaba al menos diez kilos a su ya aparatosa anatomía. Finalmente, cuando acabó la carrera, estaba tan obesa que apenas podía caminar, así que se encerró en su cuarto, se rodeó de ordenadores, acumuló la mayor cantidad de banda ancha posible y prácticamente no volvió a pisar la calle. Pero nada de eso la convirtió en una inútil, ni mucho menos: Violeta era —y es— una extraordinaria programadora, lo cual le permite trabajar como free lance para diversas compañías informáticas de todo el mundo. Y es que, pese a no abandonar su cuarto, con sólo hacer clic con el ratón, Violeta puede conectarse instantáneamente a cualquier lugar del planeta. De hecho, su novio, al que conoció a través de la red, es un analista ruso llamado Nikolai Lubkov; suele visitarla cinco o seis veces al año y está tan enamorado que piensa trasladarse a España para estar cerca de ella. Cuando le conocí me quedé de piedra, porque es un mocetón de treinta y tantos años de edad, alto, rubio, con ojos azules y la musculosa anatomía de un levantador de pesas. Son la pareja más rara que he visto jamás y, si he de ser sincera, no puedo —ni quiero— imaginarme cómo se lo montan en la cama.Precisamente allí, en la cama, hallé a Violeta cuando entré en su habitación. Estaba recostada sobre un montón de almohadones, con un teclado inalámbrico en el regazo y un monitor de plasma encima de una mesita auxiliar. Llevaba un amplísimo vestido negro, tenía las uñas pintadas de rojo y el rostro perfectamente maquillado. Lo cierto es que, a su manera, era guapa; la modelo perfecta para Fernando Botero. Me senté a su lado y apenas habíamos empezado a intercambiar cotilleos y confidencias cuando mi tía Marisa hizo entrar en la habitación a mi cuñado Sebastián.—Hola, Violeta —dijo Sebastián, contemplando con un punto de asombrada incredulidad el enorme volumen de mi prima—. Hacía tiempo que no venía por aquí; te veo muy bien.—Lo difícil sería no verme, querido —dijo ella con una sonrisa socarrona.Sebastián se ruborizó.—Quiero decir que estás fantástica, en serio...—Estoy inmensa, pichurrín, no hace falta que disimules. Mi madre no sabe si llevarme al endocrino o a una feria de ganado.Sebastián abrió y cerró la boca un par de veces y luego se nos quedó mirando con aire desvalido. Tras intercambiar una mirada, Violeta y yo nos echamos a reír.—Me estás vacilando, joder —dijo él con el ceño fruncido—. Venga, no me hagáis perder el tiempo, que se supone que estoy currando. ¿Qué hay que hacer, Carmen?Sin entrar en muchos detalles, les expliqué lo que quería de ellos. Cuando acabé, Sebastián chasqueó la lengua y dijo en tono admirativo:—Así que tengo que pincharle la línea nada más y nada menos que a Rubén Mochedano... Joder, qué cosas.Sebastián trabajaba en el departamento de mantenimiento técnico de Telefónica y, de cuando en cuando, se ganaba un sobresueldo haciendo «chapuzas especiales» para mí.—¿Qué opinas de él? —pregunté.—¿Del Moche? Que es un hijo de puta.—¿Por qué?—Porque soy del Atleti y el puto Moche de los cojones nos metió dos goles cuando jugó en el Calderón.—Entonces te parece un buen futbolista.Sebastián arrugó la nariz.—No está mal, pero que le den. Me alegro de pincharle la línea. ¿Cuál es su compañía telefónica?—La tuya.—Entonces está chupado; me pasas sus números y esta misma tarde me ocupo del asunto.—También hay que intervenir los móviles.—Sin problemas. Acabo de agenciarme un aparatito de puta madre; se llama Cellular Phone GSM TDMA Interceptor Pro System —su pronunciación inglesa era atroz— y capta cualquier llamada en un radio de quinientos metros, más o menos. Mañana por la mañana lo instalo frente a la casa.Le di a Sebastián los datos de Mochedano y luego le pregunté a Violeta:—¿Podrás entrar en su ordenador?Me miró con fingida altivez.—¿Acaso los hebreos le preguntaron a Moisés si podía abrir las aguas del mar Rojo?—No, pero debieron preguntarle cuánto iba a durar el viaje.—Tranquila, prima; soy el teclado más rápido al sur de los Pirineos. En un santiamén tendrás acceso a todo lo que ese futbolista guarde en su disco duro. —Violeta nos miró con ironía y añadió—: No quiero ser aguafiestas, pero os recuerdo que lo que vamos a hacer es ilegal.—Me la suda —replicó Sebastián—. No sabéis lo bien que me viene esto; necesito pasta urgentemente. —Me miró con abatimiento—. A tu hermana se le ha metido entre ceja y ceja que pasemos las vacaciones en Cuba y nos va a salir el viajecito por un ojo de la cara. Y digo yo, ¿qué tiene Cuba que no tenga Benidorm?—¿El Caribe? —sugerí.—¿Cocolocos? —terció Violeta.—¿Playas de ensueño? —proseguí.—¿Esculturales mulatos y bellas mulatas? —continuó mi prima.—Chorradas —concluyó Sebastián—. Como en España no se está en ningún sitio. Y si no, ¿por qué vienen aquí tantos turistas? —Suspiró—. Pero cuando a Maca se le mete algo en la cabeza, no hay Dios que le haga cambiar de idea, así que necesito la pasta.—No, si a mí que sea ilegal me da lo mismo —comentó Violeta—; incluso le añade un poco de pimienta al asunto. Lo decía sólo para tenerlo presente.—Y haces bien, Violeta —dije—. Lo que os estoy pidiendo es, en efecto, ilegal, así que tened cuidado.—A Ozymandias jamás la han pillado con las manos en la masa —repuso Violeta. «Ozymandias» era el sobrenombre que empleaba como hacker.—Tranquila, que no es la primera vez que hacemos esto —terció Sebastián; luego consultó su reloj y agregó—: Tengo que irme; me están esperando en Vallecas para una reparación. ¿Algo más?Le dije que no.Tras despedirse, Sebastián abandonó la habitación a toda prisa y yo me quedé charlando con Violeta. Al cabo de un rato le pregunté:—¿Vas a ir a la boda de Almudena?Mi prima arrugó la nariz.—No, qué pereza. Todo el mundo diciéndome «pero qué mona estás» cuando en realidad se dedican a calcular cuántas arrobas peso. O la otra versión: nuestras tías intentando convencerme de que adelgace. No, gracias, paso; ya va mamá por mí. ¿Qué vas a llevar a la boda?Suspiré con desánimo.—Todavía no me he comprado nada.—Pues tu madre te va a matar.—Y eso no es lo malo: antes de matarme me echará un sermón. Esta tarde me acercaré a El Corte Inglés y compraré algo.—¿Ya tienes hora en la peluquería?¡La peluquería! Me había olvidado por completo.—Sí —mentí—; he quedado a las seis en Camille Albane. —Hice una pausa y, retomando el tema que me había llevado allí, dije—: Violeta, si al entrar en el ordenador de Mochedano encuentras algo raro relacionado con dinero, llámame inmediatamente, por favor.—¿A qué te refieres con «dinero»?—A medio millón de euros.Violeta lanzó un silbidito.—¿De qué va esto, Carmen? —preguntó.—Eso es lo que debemos averiguar. —Me incorporé—. Tengo que irme, Violeta. Avísame en cuanto sepas algo.Nos despedimos con un par de besos y me dirigí a mi cita con Félix el Gato.* * *
Félix Cardona, más conocido por el apodo de Gato Loco, es hermano del marido de mi prima Sonsoles. Tiene veintidós años y supuestamente estudia Formación Profesional, aunque en realidad su existencia gira en torno a una única pasión: las motos. Son su vida; las conduce, las repara y las mejora, comercia con ellas y participa en carreras, tanto legales como ilegales. Y todos sus amigos sin excepción son iguales que él; la Pandilla Basura, como los llama Hermes, una tribu de nómadas cuyo reino es el asfalto.Seguir a una persona es todo un arte; debes mantenerte lo suficientemente cerca para observar lo que hace y lo suficientemente lejos para que no advierta tu presencia. Hay muchas formas de realizar un seguimiento, pero la experiencia me ha enseñado que lo mejor es hacerlo en moto. Por varios motivos: para una moto no hay atascos; una moto puede circular por cualquier terreno y aparcarse en cualquier parte; las motos pueden ocultarse con facilidad, y, por último, el conductor de una moto lleva un casco cubriéndole la cara; va, de hecho, enmascarado. De modo que, a la hora de formar un equipo de vigilancia, siempre que puedo utilizo motoristas.—¿Tenemos que espiar a Rubén Mochedano? —exclamó Félix mirándome con cara de alucinado—. ¿Al Moche...? ¡Qué de puta madre, tía! Le voy a pedir un autógrafo.Extendí el índice de la mano derecha y lo agité de un lado a otro.—Se supone que Mochedano no debe veros —señalé—. Así que nada de autógrafos.Estábamos sentados en mi despacho, frente a frente, con el escritorio de por medio. Félix puso cara de frustración y le dio un mordisco a uno de los bocadillos que Gabriel había traído de la taberna de Abilio.—No me jodas, Carmen —masculló con la boca llena—, que soy del Chamar. Mochedano es mi ídolo.—Ya te conseguiré un autógrafo suyo, no te preocupes. Escucha, hay que hacer guardia las veinticuatro horas del día y la casa tiene dos salidas en lados opuestos, de modo que harán falta un par de personas por cada turno de seis horas. En total, ocho. Y dos más por si acaso. ¿Podrás conseguir a la gente?—Claro —respondió masticando ruidosamente—; hay coleguitas de sobra.—Que sean de confianza; no me traigas pirados.—Todos están pirados, mujer. Pero no te preocupes, avisaré a los de siempre. Makoki, Chupa, Resti, Quique, Delco y tres o cuatro capullos más. Gente legal, descuida.¿Por qué todos los moteros tienen apodos raros?, pensé al tiempo que le tendía a Félix un papel.—Ahí están anotados los coches de Mochedano —dije—; modelo, color y matrícula.Félix le echó un vistazo a la lista e hizo un gesto admirativo.—Menudo parque móvil tiene el muy cabrón. Un Ferrari 360, un Mercedes SLR, un Porsche Carrera, un BMW X5, un Audi A8... te cagas.—Son coches muy rápidos —observé—. ¿Podría haber problemas para seguirlos?Me dedicó una mirada llena de suficiencia.—Estás de coña, ¿no? —dijo.—De acuerdo, no he dicho nada. Ahora, acábate el bocata, porque tenemos que ir a La Moraleja. Quiero que veas la casa de Mochedano.—Vale, vamos en la burra.La «burra» es la moto. Por supuesto, me negué en redondo; sólo una vez había ido de paquete con Félix, y cuando bajé puse a Dios por testigo de que jamás volvería a montar con él en una moto.—Iremos en mi coche —decreté.Poco después, mientras bajábamos en ascensor hacia el garaje, Félix me preguntó:—Oye, ¿crees que podrías conseguirme una camiseta?—¿Qué camiseta?—Pues la del Moche, coño, ¿cuál va a ser? ¿Podrías agenciarme una firmada?Jamás he entendido por qué algunos hombres consideran un trofeo lo que, se mire como se mire, no es más que un simple trozo de tela sudada. Supongo que habrá algo fetichista en el asunto, pero a mí se me escapa. Le prometí a Félix que haría lo posible por conseguirle su preciosa camiseta y pusimos rumbo a la casa de Rubén Mochedano.Aquélla fue una tarde intensa. Estuve con Félix un par de horas en La Moraleja concretando los detalles del dispositivo de vigilancia, aunque llamar a aquello «dispositivo de vigilancia» resultaba demasiado sofisticado para lo que, en el fondo, no era más que una chapuza eficaz. Luego regresé a la agencia, donde tuve que sacar adelante un montón de trabajo atrasado, así como realizar y atender un sinfín de llamadas telefónicas. Más tarde me reuní con Hermes para ponerle al día sobre los asuntos que estaban pendientes; la investigación de Mochedano iba a ocuparme mucho tiempo, al menos al principio, y al día siguiente estaría fuera por la boda, así que, durante una o dos semanas, él debería ocuparse de coordinar la mayor parte del trabajo. A última hora de la tarde me llamó Sebastián para decirme que ya había intervenido las líneas telefónicas del futbolista, derivándolas hacia el equipo informático de Violeta, donde cualquier llamada sería automáticamente grabada y almacenada. Finalmente, tras redactar un par de informes, di por terminada la jornada de trabajo. El reloj del ordenador marcaba las 21:35.Entonces sentí que el corazón me daba un vuelco. No había comprado el traje ni había ido a la peluquería. Me había olvidado de la boda.Mi madre me iba a matar.Capítulo 4
La ceremonia tendría lugar en la iglesia de San Fermín de los Navarros, no muy lejos de mi casa, y comenzaría al mediodía, así que disponía de tres o cuatro horas para intentar hacer algo con mi aspecto. Me levanté temprano, me lavé el pelo y lo peiné concienzudamente con ayuda de un secador y algo de laca. Luego me embutí en el único traje de fiesta que tenía, un vestido largo, azul cobalto, diseñado, cortado y cosido por la modista de mi tía Inés, me maquillé, deslicé los pies en dos maravillosos —y prácticamente nuevos— Prada de tacón alto y me perfumé con unas gotas de Donna Karan. El espejo me devolvió una imagen de mí misma razonablemente aceptable, así que di por terminada la fase de acicalamiento. Consulté el reloj: faltaban dos horas para la ceremonia. Dos largas horas sin nada que hacer. De pronto, casi sin pensarlo, decidí pasar por La Moraleja antes de ir a la iglesia para asegurarme de que todo marchaba según lo previsto. No es que desconfiase de Félix, pero... bueno, sí, lo reconozco: desconfiaba de él.
Al encontrarse en uno de los rincones más apartados de la urbanización, la calle donde vivía Mochedano estaba tan desierta durante el día como por la noche. Tras aparcar, salí del Citroen y me aproximé a la linde del bosquecillo; no se veía ni rastro de Félix y sus colegas. Justo cuando comenzaba a preocuparme, sonó el móvil.—Estás hecha un pincel, Carmen —dijo la voz de Félix en el auricular—. ¿Adonde vas tan guapa?Miré en derredor.—No te veo. ¿Dónde estás?—En la colina, detrás de un árbol. ¿A que soy bueno jugando al escondite?—Genial, pareces un ninja. ¿Quién vigila la parte de atrás?—Delco. Le he quitado el chocolate para que no se ponga a darle al canuto, que luego se me duerme.—Bien hecho. ¿Alguna novedad?—Qué va; esto está más muerto que un baile de parroquia.—Mejor. —Eché a andar hacia el coche—. Si sucede algo, llámame al móvil, ¿vale?—Eh, Carmen, que todavía no me has dicho adonde vas tan maqueada.—A una boda, Gato —respondí mientras me acomodaba frente al volante y me quitaba los Prada para poder pisar los pedales—. Y como sigas dándome palique, voy a llegar tarde.Llegué tarde, claro. La entrada a Madrid estaba absolutamente atascada, como atascadas estaban las calles que conducían al centro. Luego tardé más de media hora en encontrar aparcamiento, así que, finalmente, cuando entré en la iglesia, hacía diez minutos que había comenzado la ceremonia. Procurando no hacer el menor ruido, me dirigí hacia uno de los bancos más alejados del altar, pero mi madre, que estaba acomodada en primera fila, posee una especie de radar sobrenatural destinado a captar la menor incorrección de su prole, de modo que, justo cuando estaba a punto de sentarme, volvió la cabeza y me fulminó con una de sus famosas miradas reprobatorias. Clavé los ojos en el cura y fingí abstraerme en sus palabras, aunque la verdad es que no le presté la menor atención. Tres cuartos de hora más tarde, la ceremonia concluyó y, mientras novios, padrinos y testigos firmaban lo que tenían que firmar, los invitados comenzamos a abandonar el templo.Una vez en el exterior, me puse a saludar a todo el mundo. Y ahora debo aclarar algo: mi madre tiene ocho hermanos, mi padre siete y yo otros siete. Formo parte de una familia tan desmedida que no sé cuántos primos tengo y ya hace tiempo que perdí la cuenta de los sobrinos. Más que una familia, somos una tribu, un estado dentro del Estado, un grupo étnico con sus propias normas, mitología y tradiciones. A veces me estremezco al pensar en mi desmedida familia; olvídate de China: nosotros somos el tigre dormido.Bueno, pues allí estaba yo, en el patio de la iglesia, saludando a lejanos parientes a quienes no había visto desde la última boda, bautizo o primera comunión, cuando mi madre se plantó ante mí y se cruzó de brazos, contemplándome con la misma expresión que debió de poner Moisés al bajar del Sinaí y encontrarse a los israelitas dando brincos alrededor de un becerro de oro. Aspiré una bocanada de aire, me armé de resignación y me aproximé a ella con una rutilante sonrisa.—Hola, mamá —la saludé—. Qué bonita ceremonia, ¿verdad?—Ese pelo —dijo ella, consternada, ignorando mi comentario—. Y ese traje... Pero, hija, si es el mismo que llevas poniéndote los últimos cinco años.—Es muy bonito, ¿no te parece? Me lo hizo Rosario, la modista de tía Inés.—Pero te lo hizo hace una eternidad, hija —me interrumpió—. No puedes llevar siempre lo mismo.—Eso quiere decir que no he engordado desde entonces. Deberías estar orgullosa de mí.—Sí, tú tómatelo a broma —replicó ella, nada orgullosa de mí—; pero la gente va a pensar que eres la hija de unos traperos.Para mi madre, por algún motivo, el último lugar en la escala social lo ocupaban los traperos. Y yo ni siquiera estaba segura de saber qué era exactamente un «trapero».En ese momento, los recién casados salieron de la iglesia y un aguacero de arroz se abatió sobre ellos. Risas, gritos, vivas y bravos, revuelos de seda y raso. Besé a Almudena y a Roberto, su flamante nuevo marido, les deseé toda la felicidad del mundo y, aprovechando la confusión, le di esquinazo a mi madre y me escabullí en busca del coche.* * *
El banquete de boda se iba a celebrar en un restaurante situado a las afueras de la ciudad, por la carretera de La Coruña. Antes de dirigirme allí, estuve un rato dentro del coche, revisando el correo electrónico a través del móvil y haciendo unas cuantas llamadas, de modo que, cuando me presenté en el restaurante, los invitados habían llegado ya y el cóctel previo a la comida se estaba sirviendo en los jardines. Un camarero pasó a mi lado con una bandeja llena de bebidas; atrapé una copa de vino y, mientras le daba un sorbo, miré a mi alrededor. Entre grupos de gente que no conocía —amigos y familiares del novio, supuse—, distinguí a los miembros de mi dilatada familia materna; ahí estaban todos los hermanos de mi madre, gran parte de mis primos y seis de mis siete hermanos. Al fondo, inclinado sobre una mesa repleta de canapés, vi a mi padre; tenía que hablar con él, de modo que eché a andar en su dirección. Por desgracia, a mitad de camino tropecé con mi madre y con sus hermanas Alicia y Carlota.—¡Pero qué guapa estás! —exclamó tía Alicia tras un bullicioso intercambio de besos—. Llevas un traje precioso.—Es el de siempre —gruñó mi madre—. Se lo has visto en las últimas siete bodas, por lo menos.—¿Ah, sí? —mintió mi tía—. No me había dado cuenta.—Claro que te habías dado cuenta. Esta hija mía es un desastre, no sé qué voy a hacer con ella.—No le hagas caso —intervino tía Carlota—. Estás preciosa, Carmen. Dime, ¿sales con alguien?Mi tía Carlota era la casamentera oficial de la familia; cada vez que me ve, por muy poco tiempo que haya transcurrido desde nuestro último encuentro, lo primero que hace es interesarse por mi vida sentimental.—Sigo soltera y sin compromiso —respondí.—Qué pena —repuso ella, decepcionada—. Con lo mona que eres...—No, si ya se lo digo yo —terció mi madre—: «Tienes treinta y cinco años, Carmen, y el tiempo no perdona. Como sigas así, se te va a pasar el arroz». Pero nada, no me hace ni caso.—¿Has visto últimamente a tu marido? —preguntó tía Alicia.—Ex marido —dije—. Afortunadamente, hace años que no sé nada de él.—Pues qué lástima, porque Gonzalo era muy simpático.Y un hijo de puta, estuve a punto de añadir, pero tía Carlota me interrumpió:—Hacíais muy buena pareja. ¿Por qué no os dais otra oportunidad?Inspiré hondo, armándome de paciencia.—Por tres razones, tía: porque no sé dónde está, porque se fue con una chica de veinte años y porque me estafó. Y ahora perdonadme; tengo que hablar con papá.La mesa de los canapés se encontraba a unos veinte metros de distancia, pero tuve que saludar a tanta gente por el camino que tardé casi diez minutos en recorrerlos. Cuando llegué a su altura, mi padre estaba concentrado en dar buena cuenta de una bandeja de Jabugo.—A ti te gusta el fútbol, ¿no, papá? —le pregunté después de intercambiar un par de besos.—Claro —respondió con la boca llena.—¿De qué equipo eres?—Del mejor del mundo.—¿Y cuál es?—Pues cuál va a ser; el Real Madrid, hija, el Real Madrid.—Ya... ¿Qué te parece el Deportivo de Chamartín?Mi padre arrugó la nariz con desdén.—Son unos mantas —respondió mientras le hincaba el diente a una lasca de jamón—. No tienen ni puñetera idea de jugar.—Pues van los segundos en la liga —objeté.—Porque tienen suerte. Además, los árbitros les favorecen. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿Y a ti desde cuándo te interesa el deporte?—Desde hace poco, papá. Oye, quería preguntarte una cosa: ¿conoces a alguien que sepa mucho de fútbol?—Por supuesto: yo.—Sí, pero me refiero a alguien que haya jugado.Adoptando un aire altivo, mi padre se señaló a sí mismo con el pulgar de la mano izquierda.—Yo jugué al fútbol, niña, y no se me daba nada mal.Entonces, una voz a mi espalda exclamó:—¡Tú qué vas a jugar al fútbol, Armando!Giré la cabeza: era mi madre. Debía de haberme seguido sin que yo me diera cuenta, algo muy propio de ella. Mi madre albergaba la secreta convicción de que sus hijos eran exclusivamente suyos; pensaba, supongo, que la intervención de su marido en lo que respecta a nosotros había comenzado y terminado con el acto de la concepción. Luego, según solía decir, ella nos había llevado nueve meses en el vientre y ella nos había parido «sin epidural ni ninguna de esas moderneces». Por eso, cada vez que uno de sus hijos se reunía a solas con su marido, a ella le asaltaban unos celos terribles. Todavía recuerdo lo mucho que se enfadó conmigo cuando supo que había escogido como nombre profesional el segundo apellido de papá.«No sé qué tiene de malo Corral», dijo, ofendida. «Hubo un condado del Corral, aunque luego el título se perdió; pero es un apellido noble, para que lo sepas». En fin, por mucho que lo intenté, no logré convencerla de que sonaba bastante mejor «Investigaciones Hidalgo» que «Investigaciones Corral».—Claro que jugué al fútbol —replicó mi padre, ofendido—. De delantero centro, y mi equipo, los Salesianos de Chamberí, ganó la liga 1958-1959. Veintisiete goles metí, ahí es nada.—Pero estás hablando de la liga escolar —protesté.—Dieciséis años tenía yo —asintió—, y un talento natural para el fútbol que luego, por desgracia, las circunstancias, como por ejemplo casarme con tu madre, me impidieron desarrollar. Pero era un auténtico ariete, un jugador de raza.—Sí, y cuando eras un crío te bañabas en el Manzanares —replicó mi madre con sorna—, pero el año pasado casi te ahogas en Marbella.Mi padre arqueó las cejas y comenzó a ponerse rojo, señal inequívoca de que una tormenta estaba a punto de desatarse.—Lo que necesito es un futbolista profesional —dije—. ¿Conoces alguno?Mi padre fulminó a mi madre con la mirada y luego me contempló con extrañeza.—No, no conozco a ninguno —dijo—. ¿Y tú para qué quieres un futbolista?—Por un asunto de trabajo. No importa.—Yo conozco uno —terció de pronto mi madre.Mi padre y yo nos la quedamos mirando, sorprendidos.—¿Cómo...? —pregunté.—Que conozco a un futbolista —respondió ella en tono triunfal—. Bueno, ya no juega, pero fue profesional.—¿Y quién es? —pregunté.—Óscar Mayoral. Jugó en no sé qué equipo del norte, creo.—¿Mayoral? —Mi padre arrugó la nariz—. No me suena ningún Mayoral.—Ay, qué pesadito te pones a veces, Armando —repuso mi madre dando un impaciente taconazo en el suelo—. No jugó mucho tiempo, porque sufrió una lesión; el pobre todavía cojea un poco. Pero fue profesional.—¿Y tú de qué le conoces? —pregunté.—Pues porque me lo acaban de presentar.—¿Está aquí?—Claro, es amigo del novio y... —Los ojos de mi madre se iluminaron, como si de repente hubiera tenido una revelación—. ¿Quieres conocerlo? —preguntó.Acto seguido, sin esperar mi respuesta, me cogió del brazo y prácticamente me arrastró a través de aquel mar de invitados. Mientras caminábamos, decía:—Es un chico muy majo. Estuvo casado, ¿sabes?, con una tal Begoña. Pero se divorciaron hace cinco o seis años. Una lástima, porque tienen un hijo pequeño, pero bueno, así está el mundo hoy en día. —Lanzó un suspiro de censura que abarcaba a todos los divorcios en general y al mío en particular—. La ex mujer también está invitada, aunque todavía no me la han presentado. Debe de ser todo un papelón, ¿no crees?, estar aquí los dos juntos; porque, por lo visto, no se llevan muy bien. Pero él parece un hombre muy cabal. Acaba de cumplir treinta y ocho años, ¿te lo había dicho?, y es muy atractivo, ya lo verás. Tiene una tienda de deportes en...Yo, debo reconocerlo, estaba maravillada: ¿cómo había logrado mi madre, en apenas un par de horas, averiguar tantas cosas acerca de un perfecto desconocido? Por otro lado, sus intenciones no podían ser más diáfanas: acababa de encontrar a mi equivalente masculino, otro miembro más del Club de los Corazones Solitarios, y ahora su principal misión en la vida consistía en presentarnos, unirnos y hacer que juntos renunciásemos a la soltería. Puede que incluso estuviera escuchando ya el rumor de unos piececitos correteando por el pasillo de mi hogar. Suspiré, resignada, y me dejé llevar por mi madre sin oponer resistencia. En el fondo, creo, sentía curiosidad.No sé por qué, pero supe que era él nada más verlo; supongo que se trataba del único invitado con aspecto de deportista, hombros anchos, caderas estrechas, complexión atlética. Estaba de pie, en un rincón del jardín, con la mirada perdida y un vaso medio lleno de lo que parecía Coca-Cola en una mano. Llevaba un traje gris plomo, camisa violeta oscuro y corbata de seda escarlata; el traje era bonito, de Armani o Hugo Boss, pero se le veía incómodo en él, como si no estuviera acostumbrado a llevar ropa tan formal. Los zapatos parecían de buena factura pero escasa imaginación; puede que unos Yanko, o quizá unos Lotusse. Era alto, alrededor de un metro ochenta y cinco quizá. Tenía el pelo castaño, los ojos azules y grandes, la nariz un poco aguileña y una barba muy corta cubriéndole el mentón. Dios mío, cómo me gustaban —y me gustan— esas barbas así como descuidadas, de cuatro o cinco días; siempre me han parecido de lo más sexy, aunque raspan, lo sé por experiencia. La verdad es que mi madre tenía razón: Óscar Mayoral era condenadamente atractivo.Con su habitual desenvoltura social, mi madre se aproximó al ex futbolista y me presentó, dejando muy claro que yo era Carmen, su hija favorita (lo cual no es cierto; no que sea su hija, sino que sea la favorita), que también estaba divorciada y que necesitaba hablar urgentemente con él. A continuación, tras proclamar su convencimiento de que nos íbamos a llevar muy bien, se dio la vuelta y regresó junto a sus hermanas. Durante unos segundos, Óscar y yo nos miramos sin decir nada; él, muy serio, y yo, con una estúpida sonrisa en los labios.—Disculpa a mi madre —dije, antes de que el silencio se volviera demasiado incómodo—; es una vocacional de las relaciones públicas.—Sí, me la presentaron antes —respondió en tono distante—. Tú eres la mujer policía, ¿no?Sonreí un poco más y negué con la cabeza.—Soy detective. ¿Te han hablado de mí?—Roberto, el novio, comentó en broma que nunca podría serle infiel a Almudena, porque una de sus primas era policía. Dijo que se llamaba Carmen.—Pues sí, ésa soy yo; pero trabajo en el sector privado de la investigación, no en el público.—Interesante —dijo él sin mostrar el más mínimo interés—. Tu madre ha dicho que querías hablar conmigo, ¿sobre qué?—Sobre fútbol. Fuiste futbolista profesional, ¿verdad?Frunció levemente el ceño.—De eso hace mucho tiempo —repuso.—No importa. Verás, estoy trabajando en un caso relacionado con el mundo del fútbol y... bueno, no sé nada de deporte, así que, si un día de éstos tuvieras un poco de tiempo libre, te agradecería infinitamente que me echaras una mano contestando unas cuantas preguntas.Óscar guardó unos instantes de silencio y luego sacudió la cabeza.—Lo siento —dijo—, estoy muy ocupado.—Sólo te robaría un par de horas.Negó de nuevo.—No tengo tiempo. Además, hace casi veinte años que dejé de jugar. Seguro que encuentras a otro que pueda ayudarte mejor que yo. Ahora, si me disculpas...Se despidió con un adusto cabeceo y echó a andar hacia el otro extremo del jardín; mientras se alejaba, advertí que cojeaba ligeramente de la pierna derecha. Suspiré, me di media vuelta y regresé junto a mi madre; ella, al verme de vuelta tan pronto —y sin compañía—, alzó una ceja y preguntó:—¿Ya habéis acabado?—Ni siquiera hemos empezado; tu amigo el futbolista me ha mandado educadamente a freír espárragos.—¿Qué? Pero no puede ser, si es un chico encantador.—Pues ahora no ha sido nada simpático.Mi madre arrugó el entrecejo.—¿No le habrás dicho alguna inconveniencia?—No, mamá —respondí, compitiendo en paciencia con el santo Job—, he sido tan educadita como tú me enseñaste. Me he limitado a preguntarle si podíamos charlar un día de éstos; él ha dicho que no, porque estaba muy ocupado, y luego se ha ido. Eso es todo.Mi madre parpadeó varias veces, muy rápido, y adoptó una expresión de profundo disgusto, no sé si dedicada a mí, a Óscar Mayoral o al mundo entero. En ese momento sucedieron dos cosas a la vez: un camarero apareció en el jardín agitando una campanilla —señal de que el banquete nupcial iba a comenzar— y mi teléfono móvil empezó a sonar. Era Violeta.—¿Tienes un ordenador a mano? —preguntó mi prima sin saludarme siquiera.—Estoy en la boda de Almudena; ¿dónde quieres que encuentre un ordenador ahora?—¿Todavía no se han casado? Qué boda más lenta.—Sí que se han casado. Estamos en el restaurante, pero no veo ordenadores. Canapés sí, ordenadores no. ¿Sucede algo?—Claro que sí, cielo; he entrado en el disco duro de nuestro amigo.—¿Tan pronto?—Entré anoche, guapa; le mandé un e-mail con un troyano de mi cosecha y las murallas del antivirus se derrumbaron como las de Jericó, pero sin trompetas. En menos de diez minutos tenía en mis manos su equipo. ¿No te doy un poco de miedo?—Me estremezco, Gran Hermana. ¿Has encontrado algo interesante?Durante unos segundos sólo escuché estática en el auricular.—Sí, cielito —dijo Violeta al fin—; algo muy interesante. ¿Te acuerdas de ese medio kilo del que me hablaste?—Sí.—Pues ya sé para qué lo quería nuestro amigo. Sentí que el corazón me daba un brinco.—¿Para qué? —pregunté.Un nuevo silencio.—No creo que sea buena idea decírtelo por teléfono —respondió Violeta—. Llámame cuando llegues a casa y te lo mandaré por correo electrónico.Miré en derredor; los invitados iban entrando lentamente en el salón de banquetes. Junto a mí, mi madre me miraba con una mezcla de curiosidad, reprobación y recelo. Dudé durante unos segundos y tomé una decisión.Mi madre me iba a matar.—¡Yuhuuuu! —sonó la voz de mi prima en el auricular—. ¿Estás ahí, Carmen?—Sí, Violeta, perdona. Oye, me voy a acercar ahora mismo a casa. Tardaré media hora o así; en cuanto llegue te llamo.Mi madre, que no había perdido ripio de la conversación, respiró hondo, puso los brazos en jarras y se dispuso a matarme.Capítulo 5
Finalmente, mi madre no me mató; no tuvo tiempo. Le dije que debía resolver un urgentísimo asunto de trabajo, juré que volvería enseguida y, antes de que pudiera articular palabra, abandoné el restaurante dejando una nubecita de polvo detrás de mí, como el Correcaminos huyendo del Coyote. Luego, nada más llegar a casa, telefoneé a Violeta, pero ella dijo que prefería hablar conmigo a través de un vídeo-chat.
—Quiero verte la cara cuando leas lo que voy a mandarte —dijo.Encendí el ordenador, ajusté la cámara web y me conecté a NetMeeting. Al cabo de unos segundos de espera, apareció una ventana en la pantalla y, dentro de la ventana, el rostro sonriente de Violeta.—Vaya, veo que al final no fuiste a la peluquería —dijo.Su imagen, no excesivamente nítida, se movía a saltos, como una película a la que le faltaran fotogramas.—Al final decidí arreglarme el pelo yo misma —respondí.—Se nota, cielo. Parece que te hayan pasado un aspirador por la cabeza.—Yo también te quiero, Violeta.Mi prima se echó a reír.—Bromeaba, querida: estás monísima.—Gracias. ¿Qué es eso tan interesante que ibas a contarme?—Lo más preciado de este mundo: una respuesta concreta a una pregunta vaga. Verás, como te dije por teléfono, entré en el ordenador de tu futbolista y me he paseado por él como Pedro por su casa. Lo primero que hice fue revisar los archivos, pero no encontré nada. Nuestro amigo sólo tiene en su equipo unos cuantos videojuegos y poco más. Así que entré en su Outlook y me puse a revisar los e-mails. Tampoco encontré nada interesante, pero descubrí que había algunos mensajes borrados. —Violeta sonrió con aire de Fu Manchú—. Vosotros —prosiguió—, los ingenuos usuarios, creéis que al pulsar delete sobre un archivito, el archivito desaparece para siempre jamás, pero no es así. El archivo seguirá impreso en vuestro precioso disco duro hasta que la fracción de memoria que ocupa sea reutilizada. O hasta que una mente prodigiosa como la mía decida rescatar el texto borrado.—Y tú lo has hecho.—Con estas manitas, sí, señora —asintió ella agitando los dedos frente a la cámara—. Sólo había dos mensajes borrados; te los acabo de mandar por correo electrónico. Los he codificado, así que tendrás que pasarlos por el programa desencriptador que te envié. Y conecta la impresora, porque el texto se imprimirá directamente sin aparecer en pantalla.Violeta, como todo hacker, era tan obsesa de la seguridad que rozaba la paranoia. Encendí la impresora, hice clic sobre Outlook y encontré, en efecto, un e-mail de mi prima con un archivo adjunto. Tras pasarlo por el programa decodificador, la impresora entró en funcionamiento y, poco después, escupió una hoja con dos breves textos. En realidad, eran dos correos electrónicos dirigidos a Rubén Mochedano.De: sinimeg@yahoo.es
Enviado el: lunes, 3 de abril de 2006 18:24
Para: rumoche@telefonica.net
Asunto:
El pago se efectuará el próximo miércoles. Ese día recibirás otro correo electrónico con más instrucciones, así que procura estar atento. Recuerda que los quinientos mil euros tienen que estar repartidos a partes iguales en billetes de 100 y 50. El dinero deberá ir en el interior de una bolsa de deporte sin ningún tipo de identificación.
Y no olvides lo que te advertimos en nuestro anterior mensaje: si le mencionas esto a alguien, si hablas con la policía o con Müller, vuestro secreto aparecerá en primera página de todos los periódicos deportivos y tu carrera se irá al garete.
De: sinimeg@yahoo.es
Enviado el: miércoles, 5 de abril de 2006 20:32
Para: rumoche@telefonica.net
Asunto:
Coge el carro de los guardeses y dirígete con el dinero al barrio de Chamberí. Debes estar exactamente a las 21:15 en el cruce de las calles Rafael Calvo con Zurbaño. Allí hay una papelera en cuyo interior encontrarás una bolsa de plástico verde. Extrae lo que hay dentro y espera instrucciones.
Ven solo. Recuerda que te estaremos vigilando en todo momento; si te acompaña o te sigue alguien, abortaremos la operación y haremos público tu secreto.
Leí dos veces los mensajes, aunque resultaba innecesario, pues la conclusión que se desprendía de ellos no sólo era evidente, sino que además podía resumirse en una palabra: chantaje.—¿No había ningún correo más? —pregunté.—Ninguno relacionado con este turbio asunto, querida.—Pero el primer texto menciona un mensaje anterior.Violeta se encogió de hombros.—Ya, pero no hay nada más en el disco duro, qué le vamos a hacer. Puede que el mensaje se haya borrado definitivamente, aunque lo dudo. Lo más probable es que tu futbolista haya abierto ese correo en otro ordenador.Reflexioné unos instantes.—¿Puedes averiguar el origen de los mensajes? —pregunté.—Ya lo he hecho, querida; no olvides que soy un genio. Pero de poco te va a valer. Los correos se enviaron desde Interlandia, un cibercafé situado en el número 37 de la calle Maudes, cerca de Cuatro Caminos.—¿Y la dirección del remitente?—Yahoo es un gestor de correo libre y gratuito; cualquiera puede utilizarlo de forma anónima.Le eché una nueva ojeada a los mensajes y luego le dediqué una sonrisa a la cámara web.—Gracias, Violeta —dije—. Buen trabajo.—Así soy yo —replicó ella, guiñándome un ojo—: Sencillamente perfecta.—Nunca lo he dudado. Oye, recuerda que de esto...—Ni una palabra a nadie, descuida: sólo lo difundiré por Internet. Es broma. Bueno, cielo, aparte de hacer de agente secreto tengo trabajo, así que te dejo. Si averiguo algo más, te llamo. Ciao, principessa...La imagen de Violeta desapareció de la ventana de NetMeeting y yo me quedé unos minutos pensativa, con la mirada perdida en el ahora inactivo monitor; al parecer, me dije, no iba a regresar tan pronto como pensaba al banquete nupcial. Aspiré una bocanada de aire, empuñé el teléfono móvil y marqué el número del presidente del Deportivo de Chamartín.* * *
Ignacio Vázquez leyó muy despacio los dos correos que Violeta había rescatado del ordenador de Mochedano y luego me dedicó una larga e inexpresiva mirada; sus pupilas, empequeñecidas por las lentes de miope, parecían un doble punto de mira.—Un chantaje —dijo en voz baja, casi susurrando.—Eso parece —asentí.Vázquez no se encontraba en su despacho cuando le llamé. Luisa Cebrián me informó de que su jefe estaría todo el día fuera de la oficina, encerrado a cal y canto en una importante reunión de trabajo. Le dije que tenía que hablar con él urgentemente y ella alegó que no podía molestarle bajo ningún concepto. Insistí y la fiel secretaria, si bien a regañadientes, se avino a comunicarle que yo solicitaba una audiencia. Colgó y apenas tres minutos más tarde me devolvió la llamada para proporcionarme una dirección de la calle Alfonso XII e informarme de que el señor Vázquez me recibiría en cuanto yo llegase. Tras cambiarme de ropa (adiós boda de Almudena), me dirigí al lugar de la cita, un lujoso edificio de oficinas, donde fui conducida por una amable mujer a una sala de reuniones en la que me esperaba Vázquez; y allí estábamos los dos, sentados en soledad ante una mesa ovalada sobre la que descansaban una serie de documentos distribuidos frente a las sillas vacías y seis o siete ordenadores portátiles. Al parecer, la reunión se había interrumpido por mi causa. Todo un honor.—¿No había más correos electrónicos? —preguntó Vázquez.Negué con la cabeza.—Pero es evidente que falta al menos uno —agregué—. Puede que se haya borrado definitivamente o puede que esté en otro ordenador.Vázquez ladeó la mirada y se sumió en sus pensamientos. Casi podían oírse los engranajes de su cerebro funcionando a toda velocidad.—Quienes la recomendaron tenían razón, señora Hidalgo —dijo al cabo de un largo minuto—; es usted una excelente profesional. Le aseguro que no esperaba obtener resultados tan pronto.—Gracias —repuse, adoptando una (sincera) expresión de (falsa) modestia—; sólo cumplo con mi trabajo.—No obstante —prosiguió él—, el asunto aún se encuentra lejos de dilucidarse. Sabemos que Mochedano está siendo víctima de un chantaje, pero ignoramos en qué consiste esa extorsión. Eso es lo que debemos averiguar ahora.Alcé las cejas y alisé con la mano una arruga de mi falda.—¿No sería más sencillo preguntárselo directamente al señor Mochedano? —sugerí.Vázquez me dedicó una sonrisa de la que muy bien podrían haber colgado carámbanos.—¿Y qué le diríamos? —preguntó—. ¿Que tras violar el secreto bancario de sus cuentas y la privacidad de su correo, hemos averiguado que está siendo chantajeado? No creo que sea una buena manera de enfocar el asunto.Touché. Respiré profundamente y asentí con la cabeza. Vázquez alzó entonces la hoja con los mensajes y prosiguió:—Unos malhechores amenazan con desvelar un secreto que, al parecer, arruinaría la carrera de Mochedano. Pues bien, señora Hidalgo, quiero que dedique todo su tiempo y esfuerzo a averiguar en qué consiste ese secreto.—¿Y no debería intentar localizar a los chantajistas? —pregunté.Vázquez hizo un gesto vago.—Por supuesto. Pero lo fundamental es descubrir qué oculta Mochedano. Es en eso en lo que debemos centrarnos. ¿Está claro?Clarísimo. Vázquez acababa de descubrir que en la vida de su valioso jugador había algo tan oscuro que podía destruir su carrera. Pero a Vázquez le traía sin cuidado la carrera del futbolista; lo que de verdad le importaba era la inversión que había realizado en Mochedano. Para él, el jugador sólo era un producto de lujo que ahora, de repente, podía resultar defectuoso. Y eso era precisamente lo que Vázquez quería descubrir: cuál era el defecto del producto que tan caro le había costado.—La clave de ese secreto —dije lentamente, pensando al mismo tiempo que hablaba— puede estar en Colombia, en Argentina o en Italia. O en cualquier otro sitio.—Pues habrá que investigar en todos esos lugares.—Sin embargo —proseguí—, el chantajista actúa aquí, en Madrid. Ésa es la única pista segura con la que contamos.—Pero el chantajista ya ha actuado —objetó Vázquez.Ahora fui yo quien sonrió con ironía.—Volverá a hacerlo —dije.—¿Cree que pedirá más dinero?—A una vaca no se la ordeña sólo una vez; se la ordeña mientras dé leche. Sí, creo que el chantajista exigirá más dinero.—Pero ignoramos cuándo —replicó Vázquez—. Y no podemos quedarnos cruzados de brazos mientras esperamos a que eso suceda.Asentí con un cabeceo y consulté el reloj; eran las cuatro pasadas y todavía no había comido. Estaba muerta de hambre.—Me gustaría entrevistarme con los jugadores de la plantilla —dije—. Incluyendo a Mochedano.—No estoy seguro de que eso sea prudente; llamaría demasiado la atención y no queremos que nadie sepa nada de esto.—Mi empresa realiza auditorias de seguridad, señor Vázquez. Diga que me ha contratado para evaluar la seguridad del club; ésa será mi fachada.Vázquez meditó unos segundos.—De acuerdo —asintió—, hablaré con Santamaría para que se ocupe de todo. —Se puso en pie y agregó—: Ahora debo reanudar mi reunión, señora Hidalgo. De nuevo la felicito por la rapidez y calidad de su trabajo. Estoy seguro de que es usted la persona más adecuada para resolver este misterio.* * *
Al día siguiente, nada más llegar a la agencia, le conté a Hermes las últimas novedades. Tras leer los mensajes pirateados por Violeta, mi viejo colaborador comentó:—En el segundo e-mail pone: «Coge el carro de los guardeses...».—Sí, un Opel Astra.—Pero en España «carro» no se utiliza como sinónimo de «coche».—Exacto. Parece que eso lo ha escrito un hispanoamericano.—Pero no un argentino —apuntó él—; los argentinos emplean el verbo «coger» en otro sentido.—Ajá —asentí—. ¿Qué más conclusiones sacas de esos textos?—Que los ha redactado una persona con cierta cultura. La sintaxis es correcta, maneja bien la puntuación y emplea palabras un tanto rebuscadas, como «extraer» en vez de «sacar», o eso tan melodramático de «abortar la operación». En cualquier caso, usa expresiones castellanas, de modo que debe de llevar tiempo en España.—O quizá se trate de un español que finge ser hispanoamericano —sugerí.—Quizá.Le eché una ojeada a los correos y señalé el segundo párrafo del primer mensaje.—Aquí dice «vuestro secreto» —comenté—. Se dirige a Mochedano, pero emplea el plural. ¿Por qué? ¿A quién más se refiere?—Puede que a ese tal Müller, el representante.—Pero justo antes le exige a Mochedano que no hable con Müller. No sé, es raro. ¿Te has fijado en la dirección de correo? Sinimeg es «géminis» al revés.—Quizá sea su signo del zodiaco —sugirió Hermes.—Eso sí que es una buena pista —ironicé—; reduce los sospechosos a tan sólo unos cuarenta millones de personas.En ese momento sonó mi teléfono móvil. Contesté y una voz de hombre dijo al otro lado de la línea:—¿Carmen?—Sí, soy yo.—Hola, soy Óscar Mayoral. Nos conocimos ayer, en la boda, ¿recuerdas?Tardé unos segundos en identificar aquel nombre.—Ah, sí —dije, sorprendida—. El futbolista.—El ex futbolista, eso es. ¿Te pillo en mal momento?—No, no; dime.Hermes agitó la mano en un gesto de despedida y salió del despacho.—Pues verás, te llamo porque... —Óscar Mayoral titubeó brevemente—. Bueno, quería disculparme; ayer estuve muy borde.—No importa, olvídalo.—Sí que importa. Estaba de mal humor y lo pagué contigo, lo siento. Además quería decirte que si puedo ayudarte en algo, me tienes a tu disposición.—Pues muchas gracias, eres muy amable. Una pregunta: ¿cómo has conseguido mi número de teléfono?Unos segundos de silencio.—Me lo dio tu madre —respondió al fin.—¿Mi madre?Se echó a reír. Aun deformada por la transmisión telefónica, su risa me pareció muy agradable.—Es todo un carácter. Ayer, en el restaurante, me echó una bronca de cuidado.—¿Te riñó...? —musité, abochornada.—Primero dejó muy claro que me había portado como un burro; luego añadió que un caballero como yo debería dar gracias al cielo por conocer a una dama tan encantadora como tú y, por último, me hizo jurar que te llamaría para disculparme.Dios santo, cómo odiaba a veces a mi madre.—Perdona, lo siento. Mi madre siempre ha sido muy especial y... bueno, con los años se ha ido volviendo cada vez más especial. No la hagas caso, en serio; no tienes que disculparte ni hacer nada.—Espera, espera —me interrumpió—. Tu madre tenía razón: fui muy poco amable contigo. Y ahora estoy muerto de vergüenza, así que me sentiría mucho mejor si pudiera hacer algo por ti. Querías hacerme unas preguntas, ¿no? Bueno, pues será un placer para mí contestarte, si es que puedo. ¿Quieres que nos veamos hoy?—De verdad, no te sientas obligado...—No me siento obligado. Por favor, déjame demostrarte que no soy tan capullo como parecía ayer.—Como quieras. ¿Quedamos a eso de las siete y media u ocho?Dudó unos instantes.—Vaya, me había olvidado —dijo en tono contrariado—. Hoy tengo que estar en la tienda hasta las nueve. Si quieres, puedes pasarte por allí. Aunque el local está a las afueras y a lo mejor te queda demasiado lejos.—¿Dónde está? —pregunté.—En Aravaca. ¿Conoces la zona?—No muy bien, pero tengo un navegador. Sabré llegar.—Fantástico. La tienda se llama Deportes Urgull y está...Anoté la dirección, nos despedimos con un hasta luego y desconecté el móvil. Durante un buen rato me quedé con el teléfono en la mano y la mirada perdida en algún punto situado entre el monitor y la puerta; luego me di cuenta de que tenía una estúpida sonrisa instalada en los labios y me entraron ganas de darme de bofetadas. No seas cría, Carmen, me dije; concéntrate en el trabajo.Aparté de mi mente a Óscar Mayoral y me puse a darle vueltas al asunto Mochedano. Lo cierto es que apenas sabía nada acerca del jugador, así que lo primero era averiguar todo lo posible sobre su vida. Y eso significaba comenzar por Colombia. Tras consultar por teléfono a unos cuantos colegas y amigos, obtuve el nombre y la dirección de un detective privado colombiano. Se llamaba Mario Gutiérrez y era el propietario de Servicio de Investigaciones Privadas Searching Ltd., una pequeña agencia ubicada en Bogotá. Me disponía a llamarle por teléfono cuando caí en la cuenta de que en Colombia debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada, así que pospuse la llamada hasta primera hora de la tarde.Me atendió una secretaria de melodioso acento que, tras preguntarme amablemente quién era y qué quería, derivó la llamada a su jefe, el señor Gutiérrez. Al principio, cuando le expliqué lo que pretendía de él, Gutiérrez se mostró un tanto reticente. ¿Por qué deseaba investigar a Rubén Mochedano? ¿Para quién trabajaba yo? ¿Era periodista?... En realidad, no me extrañó su recelo; Mochedano era una de las glorias nacionales de Colombia y a nadie le gusta que un extranjero meta las narices en el honor patrio.No obstante, todas sus reservas se disolvieron como un azucarillo en una taza de café caliente cuando mencioné la cantidad que estaba dispuesta a enviarle en concepto de adelanto por sus servicios. En cuanto realizó mentalmente la conversión de euros a dólares, Gutiérrez se transformó en mi más fiel y entregado colaborador, asegurándome que, nada más recibir el dinero, dedicaría las veinticuatro horas del día a averiguarlo todo sobre Rubén Mochedano y su familia.Al mirar hacia el pasado, a veces descubrimos que hechos sin aparente importancia han tenido consecuencias catastróficas. Eso sucedió entonces. Cuando colgué el teléfono no lo sabía —ni siquiera podía sospecharlo—, pero aquella llamada en apariencia intrascendente acabaría conduciendo al asesinato del pobre Mario Gutiérrez.Capítulo 6
Aravaca es un barrio residencial situado al noroeste de Madrid, al otro lado de la Casa de Campo. En realidad se trata de un pequeño pueblo que fue absorbido por la capital hace décadas y que ha acabado convirtiéndose en un desordenado archipiélago de urbanizaciones de lujo y chalets adosados. Al dirigirme hacia allí, me encontré con la Nacional VI absolutamente atascada por los miles de conductores que regresaban a sus hogares después del trabajo, así que llegué a Aravaca a las ocho y media pasadas, treinta y tantos minutos más tarde de lo que había previsto.
Deportes Urgull se encontraba en la plaza de Nuestra Señora del Buen Consejo, cerca del antiguo cuartel de la Guardia Civil. Era un local amplio, con grandes escaparates llenos de material deportivo. Al principio, cuando entré, no vi a nadie; luego escuché unas voces y advertí que Óscar Mayoral se encontraba al fondo del establecimiento, en la sección de calzado deportivo, junto a una cuarentona vestida como una veinteañera y un adolescente larguirucho que, a juzgar por el parecido con la mujer, debía de ser su hijo. Al verme, Óscar sonrió y se aproximó a mí.—Ya pensaba que no venías —dijo—. Iba a llamarte, por si te habías perdido.—El tráfico —me disculpé, devolviéndole la sonrisa—. La carretera estaba imposible.—Como siempre a estas horas. Oye, ¿te importa esperar un momento? Atiendo a estos clientes y enseguida estoy contigo.Madre e hijo acabaron comprando unas zapatillas Nike, tan escandalosamente caras, por cierto, como unos Roberto Cavalli de fiesta. Cuando se marcharon, Óscar regresó a mi lado y nos saludamos más formalmente con sendos besos en las mejillas, lo que sirvió para recordarme que, en efecto, las barbas descuidadas pican.—Normalmente tengo dos dependientes —dijo Óscar—, pero uno se ha puesto enfermo y esta tarde le tocaba librar al otro, así que he tenido que sustituirle yo. —Consultó su reloj—. Ya casi son las nueve; voy a cerrar la tienda. Si te parece bien, charlamos aquí al lado tomando algo.Quince minutos más tarde, los dos estábamos sentados a una mesa de un bar próximo a la tienda; él frente a una botella de agua mineral y yo ante un café negro solo sin azúcar. Éramos los únicos clientes del local.—Bueno —dijo Óscar—, ¿qué quieres saber?Dudé unos instantes; era tan ignorante en cuestiones de fútbol que ni siquiera sabía qué era lo que ignoraba.—Te voy a confesar algo —dije—: Jamás he visto un partido de fútbol. De hecho, ni siquiera sé cómo se juega exactamente.Óscar arqueó las cejas y se pasó una mano por la nuca.—¿Conoces las reglas? —preguntó.Me encogí de hombros.—No se puede tocar el balón con la mano, eso es todo lo que sé.—Entonces —repuso él con amable resignación—, habrá que empezar por el principio...Óscar dedicó los siguientes veinte minutos a describir con todo lujo de detalles el reglamento del fútbol, aunque la verdad es que invirtió la mayor parte del tiempo en explicarme lo que era el fuera de juego. Cuando terminó, dijo:—¿Está claro?—Clarísimo.—¿Pero lo has entendido todo? —insistió.—Sí.—¿Lo del fuera de juego también?—Sí.—¿Seguro? Si quieres, te lo explico otra vez.Me eché a reír.—Lo he entendido perfectamente. No se puede pasar la pelota a un jugador que esté más allá del último defensa contrario.—Pero sólo si la pasas hacia delante —puntualizó—; si es hacia atrás, sí que vale.—Te juro que me he enterado a la primera. ¿Tan tonta parezco?—No, qué va —repuso él sacudiendo la cabeza—. Es que el fuera de juego suele liar a la gente. El resto de las normas son muy sencillas. —Hizo una pausa y agregó—: No sé por dónde seguir, Carmen; el fútbol es un tema muy amplio. ¿Quieres saber algo en concreto?—Hay una cosa que quería preguntarte —repuse, pensativa—: ¿Podrías saber qué clase de persona es un futbolista sólo viéndole jugar?Óscar entrecerró los ojos.—Curiosa pregunta —dijo—; nunca lo había pensado. —Desvió la mirada y, tras unos segundos de reflexión, concluyó—: Sí, supongo que pueden saberse bastantes cosas de una persona viendo cómo juega al fútbol.—¿Conoces a Rubén Mochedano?—Personalmente no, pero le he visto jugar.—¿Y qué opinas de él?Óscar apoyó los codos en la mesa y me miró con curiosidad.—Ayer comentaste que trabajabas en un caso relacionado con el mundo del fútbol —dijo—. ¿Estás investigando a Mochedano?Demoré unos instantes la respuesta.—Rubén Mochedano tiene que ver con el caso —acepté—, pero no puedo contarte nada, lo siento.—¿Secreto profesional? —preguntó.—Secreto profesional —asentí.—Comprendo. —Óscar se frotó el mentón (puede que a él también le picara la barba)—. Volviendo a tu pregunta, he visto jugar a Mochedano y sé que es un buen futbolista, pero no le he prestado demasiada atención. Al menos, no tanta como para poder responderte. ¿Es importante?—Supongo que me ayudaría.Pensativo, Óscar bebió un trago de agua.—Quizá pueda hacer algo —dijo tras un largo silencio—; pero antes tengo que hablar con un amigo. ¿Puedes esperar hasta mañana?—Claro.—Entonces, mañana te contestaré. De seis a siete de la tarde voy a estar en el polideportivo Carlos Ruiz; si te pasas por allí, luego podemos acercarnos a mi casa y te enseñaré algo. ¿Te viene bien?—Muy bien —asentí.* * *
Al día siguiente, en la agencia, repasé los primeros informes que, con peculiar e imaginativa ortografía, había redactado el Gato. Según éstos, el día anterior Mochedano había salido de su casa a las ocho y media para dirigirse a la Ciudad Deportiva del Chamartín, donde pasó la mañana entrenando. Luego se reunió con Martin Müller, su representante, y comieron juntos en un restaurante del centro. Por la tarde, Müller y el jugador se dirigieron a Tapsa, la agencia de publicidad del club, y allí estuvieron un par de horas. Finalmente, a eso de las siete de la tarde, Mochedano regresó a su hogar y no volvió a salir. Todo aburridamente normal.A media mañana, Violeta me llamó por teléfono.—Tenemos un problema, querida —dijo—. Se trata de ese aparatito que Sebastián puso frente a la casa de Mochedano para interceptar las llamadas de móvil.—¿No funciona?—Sí que funciona, y demasiado bien: incluso capta las llamadas de los vecinos, lo que no deja de ser una lata. El problema es otro. Te acabo de mandar un correo electrónico con un archivo de sonido. Es una de las llamadas de móvil que hemos interceptado en la casa de nuestro querido futbolista. Escúchala.Entré en Outlook, abrí el e-mail de Violeta y pinché en el archivo adjunto. Al instante apareció en el monitor la ventana de Windows Media y en los altavoces comenzó a sonar una desagradable sucesión de pitidos, chirridos y chasquidos.—¿Qué es esto? —pregunté, bajando el volumen—. ¿Interferencias?—Qué va, cielo; es una conversación telefónica encriptada.—¿Cómo que encriptada?—Sencillo, prima: le añades a tu móvil un pequeño chip y tus llamadas saldrán convertidas en ese ruido tan desagradable que estás escuchando; un ruido que sólo cobrará sentido si el teléfono que recibe la llamada tiene incorporado otro chip similar. Lo usan muchos famosos para evitar el espionaje de los periodistas.—¿Y tú no puedes desencriptarlo? —pregunté.—Bueno, teniendo en cuenta el algoritmo de cifrado que se ha empleado, sí que podría. El único problema es que, dada la potencia de computación de que dispongo, tardaría unos veinte años.—No sé yo si el cliente va a tener tanta paciencia. ¿No puedes averiguar nada de esa llamada?—Oh, sí, querida; he conseguido los números telefónicos del emisor y del receptor.—Pero... —dije, porque siempre hay un pero.—Pero son teléfonos de prepago. No hay contratos, ni nombres de los propietarios, ni nada de nada. En fin, un asco.Aquella misma mañana me puse en contacto con Paco Buendía, ex policía y colaborador habitual de la agencia, para que investigara a Martin Müller, así como a Gabriel Bianchi y Marcelo Alcántara, fisioterapeuta y masajista, respectivamente, de Mochedano. Pasé el resto del día echándole una mano a Hermes con el trabajo atrasado y, a las seis en punto de la tarde, abandoné el despacho en dirección al polideportivo Carlos Ruiz. No había mucho tráfico, así que apenas tardé media hora en llegar.El polideportivo se encontraba cerca de la estación de Pozuelo, en medio de un pequeño pinar situado frente a una zona urbanizada. Había un campo de fútbol de hierba artificial —en el que ahora se medían dos equipos de correosos adolescentes— y varias canchas de baloncesto, fútbol sala y tenis. Al fondo, detrás de las pistas cubiertas, distinguí un campo de fútbol más pequeño donde un grupo de niños de once o doce años, vestidos con uniformes negros y rojos, jugaban un partido. Junto a ellos estaba Óscar Mayoral, que, al verme, me saludó agitando una mano.—¿Quiénes son esos niños? —pregunté cuando llegué a su altura.—Mi equipo de fútbol —respondió—: Los Tigres de Pozuelo.—¿Los entrenas?—Sí, y son buenos; vamos los segundos en la liga a dos puntos del primero.—¿En la liga juvenil?Óscar se echó a reír.—No, ni siquiera en la infantil —dijo—. Son alevines: hasta doce años como máximo. Jugamos en la liga de Pozuelo.—El campo es muy pequeño, ¿no?—Porque es fútbol siete; o sea, que sólo hay siete jugadores por equipo. Los campos son más o menos la mitad de uno normal.—¿Qué están haciendo ahora? —pregunté mientras observaba las evoluciones de los niños.—Juegan un partidillo de entrenamiento. Y, por cierto, se supone que yo soy el arbitro, así que discúlpame...Me acodé en la baranda que rodeaba el terreno de juego y me quedé mirando el partido. Al fijarme bien, advertí que varios de los chavales —eran quince en total— tenían rasgos sudamericanos. También había un par de árabes y un negrito tan alto y fuerte que parecía el hermano mayor de todos los demás.—Se llama Achidi y su familia procede de Camerún —me dijo Óscar; y agregó con un deje de orgullo—: Es muy bueno; si persevera, puede llegar lejos.A Óscar se le daban bien los crios; los trataba de tú a tú, sin el menor rastro de condescendencia, bromeaba con ellos, los animaba y sabía imponer su autoridad sin mostrarse autoritario. A mí, quizá por tener una excesivamente nutrida tribu de sobrinos y primos pequeños, nunca me han interesado demasiado los niños; sin embargo, contemplar la bulliciosa camaradería que existía entre aquel hombretón y aquel puñado de muchachos... no sé, supongo que me enterneció de alguna manera.Cuando acabó el partido, Óscar reunió a los jugadores en torno al banquillo y, señalándome con un ademán, les dijo:—Os presento a una amiga. Se llama Carmen y es detective privado.Quince asombradas miradas convergieron en mí.—¡Qué guay! —exclamó uno de los niños—. ¿Tienes pistola?Sonreí, un poco envarada quizá.—No, no uso armas —dije.Al instante, la expectación que había despertado se desvaneció como el vaho del aliento en una ventana. Al parecer, un detective privado femenino y desarmado carecía para ellos del menor interés. Y no les faltaba razón, supongo. Óscar habló unos minutos con los chavales, dándoles algunas instrucciones para el partido de liga que jugarían al día siguiente, se despidió de ellos, saludó a los padres que habían ido a buscar a sus hijos y se reunió conmigo.—¿Has venido en coche? —pregunté mientras nos dirigíamos a la salida—. El mío está aparcado junto a la entrada.—Vivo aquí al lado; podemos ir andando.—¿Para qué vamos a tu casa?—Un amigo mío —respondió—, periodista deportivo, tiene grabados todos los partidos de la liga española. Esta mañana me he pasado por su casa para pedirle prestado material sobre Mochedano. Así que necesitamos un reproductor de DVD.Óscar vivía, en efecto, muy cerca del polideportivo, en una urbanización rodeada por una elevada valla metálica. Su casa, un chalet adosado con un pequeño jardín en la parte trasera, no era grande ni lujosa, pero estaba decorada con gusto y mucho más ordenada de lo que cabría esperar de un varón soltero. Al entrar en el salón, advertí que había una librería llena de libros; me acerqué y paseé la mirada por los lomos. Para mi sorpresa, descubrí que, además de unas cuantas novelas policíacas y un puñado de best sellers, había obras de García Márquez, Borges, Eduardo Mendoza, Paul Auster o Martin Amis. Incluso descubrí un par de antologías poéticas.—¿Te gusta leer? —pregunté.—Hasta los veinte años apenas leí nada —respondió—. Pero cuando me operaron de la pierna tuve que estar mucho tiempo inmóvil, así que, por puro aburrimiento, comencé a leer. Y acabé aficionándome, aunque soy muy anárquico a la hora de escoger lecturas. ¿Quieres tomar algo?—No, gracias.En la pared situada a la derecha de la librería había una foto enmarcada; era el retrato de un niño de tres o cuatro años, muy rubio, con los ojos grandes y azules.—¿Tu hijo? —pregunté.Óscar asintió.—Se llama Pablo.—Es muy guapo.—Sí; aunque esa foto es antigua. Ahora está muy cambiado, pero sigue siendo guapísimo. —Me mostró un puñado de DVD—. Mira, aquí están todos los partidos que Mochedano ha jugado con el Chamartín.—¿Y los vamos a ver todos? —pregunté con un estremecimiento.Óscar se echó a reír.—No, tranquila. —Cogió un solitario DVD y lo sostuvo en la mano—. Aquí tengo una selección de sus mejores jugadas; creo que con esto bastará. Siéntate, por favor.Me acomodé en un sofá de cuero negro; Óscar se sentó en una silla, junto al reproductor, e insertó el DVD en el aparato, pero antes de conectarlo se volvió hacia mí y dijo:—Esta mañana le he hecho a mi amigo el periodista la misma pregunta que me formulaste ayer. ¿Qué puede saberse de Rubén Mochedano por su forma de jugar? —Hizo una pausa—. Y no ha sabido qué contestarme. Dice que es muy irregular; a veces juega de manera agresiva, luchando cada balón, acosando al contrario y peleando los remates, pero otras veces se muestra pasivo y apenas interviene en el juego. Por lo visto, con frecuencia juega de las dos maneras en un mismo partido: un tiempo como un lobo y el otro como un cordero.—¿Eso es normal?Óscar se encogió de hombros.—He conocido a jugadores así —dijo—. Es como si la inspiración les viniera por rachas.—Pero Mochedano es un buen futbolista, ¿no?—Muy bueno; aunque inconstante. Esta temporada, sin ir más lejos, no está haciendo nada. Lleva casi dos meses sin marcar un gol. Pero ahora vamos a ver la mejor cara de Mochedano. Mira...Extendió la mano y conectó el reproductor. Tras unos segundos en negro, la pantalla del televisor mostró las imágenes de un partido de fútbol; el Chamartín contra el Zaragoza, según me informó Óscar. Un jugador le pasaba la pelota a Mochedano; éste echaba a correr hacia la portería contraria, sorteaba a un defensa, ganaba a la carrera a otro, esquivaba la salida del portero y marcaba gol. Óscar pulsó la tecla de pausa.—Es un tanto excelente —dijo—. Fíjate: Mochedano inicia el desmarque y Chapman le centra el balón, pero se queda un poco corto, así que el Moche tiene que frenar la carrera para recibir el pase. Eso permite que Milito, el defensa, entre al corte, pero Mochedano le dribla, supera en velocidad a Cuartero, el otro defensa, sortea a César y marca. Habilidad, potencia y sangre fría.Puso de nuevo el reproductor en marcha. Otro partido: el Real Madrid-Chamartín. Un jugador del Chamartín chutaba contra la portería contraria; la pelota impactaba contra un defensa y salía rebotada hacia la derecha. Entonces aparecía Mochedano a toda velocidad, chutaba con la pelota todavía en el aire y marcaba gol. Óscar volvió a pulsar la pausa.—Éste es un gol de zorro —dijo—, la típica jugada de delantero centro. Cohimbra avanza con el balón y se nota que está decidido a tirar a gol, de modo que los defensas del Madrid se despliegan hacia la izquierda para proteger los huecos. Pero eso deja un espacio sin marca a la derecha: Mochedano lo ve y se desplaza hacia allí para intentar cazar un rebote. Lo caza y bate a Casillas.Los siguientes minutos fueron un desfile de jugadas sólo interrumpido por las explicaciones que Óscar iba intercalando. Reconozco que sus comentarios eran sencillos y didácticos, pero el caso es que, al octavo gol de Mochedano, la habitación comenzó a darme vueltas.—Un momento, un momento —dije, alzando las manos. Óscar apagó el reproductor y se quedó mirándome con curiosidad—. Verás, entiendo lo que me dices y en esas imágenes veo a un tipo muy rápido, muy fuerte y muy hábil, pero... no lo comprendo.—¿El qué?Extendí los brazos en un gesto que lo abarcaba todo.—El fútbol. ¿Por qué levanta tantas pasiones? Sinceramente, yo sólo veo gente corriendo detrás de una pelota. Vale, hay jugadas que tienen mucho mérito, como lo que hacen los malabaristas en un circo, pero ¿qué interés tiene? Visto un gol, vistos todos. —Respiré hondo—. Perdona, no pretendo burlarme. Ya sé que a ti te gusta el fútbol, y seguro que tienes buenos motivos, pero yo, sencillamente, no lo entiendo.Óscar me contempló durante unos segundos en silencio, con una tenue sonrisa en los labios, y luego se pasó una mano por el cabello, de delante hacia atrás.—¿Te has parado a pensar en el fútbol, Carmen? —dijo—. Es una simulación de la guerra: dos ejércitos enfrentados en un campo de batalla.—Quizá ésa sea la razón —observé—. No me gustan las guerras.—¿Por qué? —preguntó él.—¿Por qué no me gustan las guerras? —Sacudí la cabeza—. Porque la gente muere y sufre, porque hay violencia y destrucción.—Exacto. Pero en el fútbol nadie muere ni sufre, no se destruye nada y la violencia está reglamentada para que nunca pase a mayores. ¿Y qué sucede cuando a la guerra le quitamos la muerte, el dolor, la violencia y la destrucción? Pues que queda lo mejor del ser humano: el compañerismo, la cooperación, el afán de lucha y superación, la entrega, el valor, la inteligencia, el heroísmo...—¿Heroísmo? —le interrumpí con una sonrisa—. ¿No es eso un poco exagerado? A fin de cuentas, estamos hablando de un juego.Óscar apoyó los codos en las rodillas.—En nuestro mundo ya no hay héroes, Carmen; y si los hay, son anónimos. Antes, por ejemplo, admirábamos a los guerreros, a los policías o a los políticos, pero ahora pensamos que el trabajo de los militares es demasiado sucio para nuestro gusto, que los policías no hacen nada y que los políticos son todos unos corruptos. Nos hemos vuelto demasiado escépticos. Antes, el bien y el mal eran conceptos claros y perfectamente delimitados. Y como se suponía que el héroe representaba al bien, también estaba claro lo que era un héroe. Pero ahora no hay blanco ni negro, todo es gris; y si no hay nada totalmente bueno ni totalmente malo, ¿cómo va a haber héroes? —Suspiró—. Pero la gente necesita creer que existen personas capaces de ir más lejos, personas que pueden hacer posible lo imposible, porque eso les da esperanza. La gente necesita héroes. Y eso es precisamente lo que el fútbol ofrece: héroes. A fin de cuentas, en el deporte todo está claro; tu equipo es el bien y el equipo contrario el mal. Punto.Óscar volvió a suspirar y sonrió con timidez, como disculpándose por haber hablado con tanta pasión.—Supongo que tienes razón —dije—. Pero me sigue pareciendo exagerado llamar héroe a un futbolista.Óscar bajó la mirada y guardó un largo silencio. De pronto, se levantó de la silla y comenzó a rebuscar entre los DVD que se amontonaban en una balda situada encima del televisor; eligió uno, lo sacó del estuche y, tras quitar el de Mochedano, lo introdujo en el reproductor. Luego cogió el mando a distancia y se sentó en el sofá, a mi lado.—¿Sabes quién es Maradona? —preguntó.—Un jugador argentino, ¿no? Ese que tuvo problemas con las drogas.Óscar sonrió con tristeza.—Es una pena que mucha gente le recuerde más como toxicómano que como futbolista —dijo—. Maradona fue un genio, quizá el mejor jugador de la historia. —Hizo una pausa y prosiguió—: En ese DVD que acabo de poner está grabada una jugada de Maradona. Ocurrió hace veinte años, durante el Mundial de México, en el partido de cuartos de final que enfrentó a Argentina e Inglaterra. Ganó Argentina por dos a uno; los dos goles argentinos los marcó Maradona. Y el primero, por cierto, con la mano.—Pero eso está prohibido.—No si el arbitro no te ve, y el arbitro no vio la mano de Maradona. De hecho, lo llaman «la mano de Dios». Pero no es eso lo que quiero enseñarte, sino el segundo gol. —Hizo una pausa—. Verás, la mayor parte de los tantos se producen a raíz de una serie de jugadas del equipo atacante que conducen a una ocasión de gol, o bien un error del equipo contrario propicia esa ocasión. Pero aquí no hay ninguna oportunidad de gol, todo comienza con una jugada intrascendente. Es Maradona quien lo hace todo, es un gol fabricado única y exclusivamente por él. Porque el fútbol es un deporte de equipo, pero a veces todo el equipo se concentra en una sola persona. —Carraspeó—. Bueno, ahora vamos a verlo; la jugada está repetida una y otra vez.—¿Por qué? —pregunté.—Porque cuando estoy deprimido, me quedo un rato mirándola y me siento mejor. Una cosa más, Carmen, quiero que antes de verlo te imagines algo: piensa que eres una ciudadana argentina y que estás en 1986, recuerda que tu país sufre una crisis económica y que hace no mucho los ingleses te zurraron la badana en las Malvinas. Y ahora, tu selección de fútbol se enfrenta precisamente a la selección inglesa en un partido clave para poder acceder a la final. ¿Puedes imaginarte eso?—Lo intentaré —sonreí.—Muy bien; adelante, pues.Óscar extendió la mano y pulsó play en el mando a distancia.Las imágenes de televisión mostraron una zona del centro del campo. Unos jugadores, los argentinos, llevan camisetas azules; otros, los ingleses, las llevan blancas. Maradona está dentro de su área cuando recibe la pelota de uno de sus compañeros. Echa a correr por la banda derecha perseguido por un inglés, al que supera en velocidad. Se adentra en el área contraria. Le sale al paso un rival; lo regatea y sigue avanzando, ahora directo hacia la portería. Otro inglés se interpone en su camino, pero Maradona se libra de él con insultante facilidad, penetra en el área pequeña, aguanta la salida del portero y la entrada de un jugador inglés que, finalmente, le derriba; pero antes de caer, como si fuera la cosa más sencilla del mundo, Maradona introduce el balón en la portería. Todo sucede en poco más de diez segundos.—Es un gol imposible —dijo Óscar en voz baja—. Pero Maradona lo hizo posible.Le miré en silencio y luego contemplé de nuevo las imágenes que volvían a repetirse en la pantalla del televisor, aquel eslalon vertiginoso en el que un solo hombre con una pelota pegada a los pies sorteaba todos los obstáculos que le salían al paso con el único objetivo de derrotar, de humillar a aquellos que le habían humillado en el pasado, a él y a toda su gente. ¿Qué sintió en aquel momento?, pensé; ¿qué sintieron los millones de espectadores que contemplaban el partido? Entonces me di cuenta de que aquel gol no lo había marcado sólo Maradona; lo había marcado la bonaerense imaginaria que había forjado en mi imaginación, lo había marcado yo, yo había corrido como el viento con el jugador, yo había regateado a los ingleses, yo había disparado a puerta y era yo quien había estallado de alegría al ver cómo la pelota se incrustaba en la red.—¿Lo comprendes ahora, Carmen? —preguntó Óscar.Giré la cabeza hacia él. Luego contemplé otra vez, fugazmente, la carrera de Maradona y miré de nuevo a Óscar. Él sonrió, yo le devolví la sonrisa y...No recuerdo cómo sucedieron exactamente las cosas; no sé si fue Óscar quien tomó la iniciativa o fui yo, aunque si tuviera que apostar, lo haría por mí. El caso es que, un segundo más tarde, ahí estábamos los dos, abrazados y besándonos con obsesiva intensidad, como si compitiéramos por ocupar el mismo espacio.* * *
Casi dos años; ése era el tiempo transcurrido desde la última vez que había estado con un hombre; además, aquel ya lejano encuentro tuvo más de sesión gimnástica que de acto pasional. Una forma, probablemente equivocada, de aliviar la tensión. Por eso, hacer el amor de nuevo —no follar: hacer el amor— se me antojó un regalo inesperado. Óscar era un amante atento y gentil, más preocupado por mi propio placer que por el suyo. Era fuerte, pero sabía ser delicado, sabía mimar y acariciar; no estrujar ni apretar: acariciar con suavidad, a veces muy levemente, como un cosquilleo. Fue placentero y bonito.Cuando acabamos, permanecimos unos minutos en silencio, tumbados el uno al lado del otro sobre la cama de su dormitorio. Una lamparilla cubierta con una camisa arrojaba un tenue resplandor sobre nosotros; de soslayo, contemplé el cuerpo desnudo de Óscar. No tenía ni un gramo de grasa sobrante, era muy musculoso, pero sin exageraciones culturistas. Observé su estómago, plano y con los abdominales marcados, como una tabla de lavar, y me dije a mí misma que tenía que ponerme a dieta e ir al gimnasio. Disimuladamente, mis ojos siguieron peregrinando por su cuerpo... y se detuvieron en las cicatrices que surcaban su pierna derecha a la altura de la rodilla. Sentí una punzada de vergüenza, como si estuviera fisgando un secreto ajeno, y aparté la mirada.—Ni siquiera sé dónde jugabas —dije al cabo de unos segundos.—¿Qué...?—Eras futbolista, pero no sé cuál era tu equipo.—La Real Sociedad —respondió—. Mejor dicho, el Sanse; un equipo filial que juega en Segunda B.—Creía que habías jugado en Primera.—Casi, pero no. —Óscar, tumbado boca arriba, flexionó los brazos y cruzó las manos por debajo de la nuca—. Los equipos de fútbol tienen filiales que juegan en categorías inferiores; son su cantera de futbolistas. Yo comencé a jugar en el club a los diez años y luego, poco a poco, fui subiendo peldaños hasta llegar al Sanse. Y un buen día, cuando tenía diecinueve años, me dieron la oportunidad de jugar en el primer equipo. Así que empecé a entrenar con los jugadores de la Real. Entonces, una mañana, cuatro días antes de mi debut, sufrí una lesión jugando un partidillo de entrenamiento: rotura de ligamento cruzado. Me sometí a tres operaciones, pero la pierna no quedó bien. —Suspiró—. Y ahí se acabó mi carrera deportiva.—Lo siento.—No importa; ocurrió hace mucho tiempo.—¿Qué hiciste después?—Fui a la universidad, estudié Empresariales y, cuando acabé la carrera, dediqué parte de lo que había cobrado del seguro a abrir una tienda deportiva en San Sebastián. Como ves, una vida apasionante.—¿Y cómo acabaste en Madrid?Un breve silencio.—Me casé con Begoña en 1995 —respondió—. En el 97 nació nuestro hijo. Tres años después nos divorciamos y ella se quedó con la custodia de Pablo. Al año siguiente, Begoña se volvió a casar y poco después se trasladó con su marido y el niño a Madrid. Así que por eso vendí la tienda de San Sebastián y vine aquí: para poder seguir viendo a mi hijo, aunque sólo sea durante los fines de semana.Un nuevo silencio, más prolongado que el anterior.—El otro día, en la boda —añadió de repente—, justo antes de que tu madre y tú aparecierais, Begoña habló conmigo y me dijo que se trasladaban de nuevo, esta vez a Barcelona. Ella, su marido y, claro, Pablo.—Por eso estabas de mal humor.—Sí.—¿Y qué vas a hacer?—No lo sé. —Se giró hacia mí y me rodeó con un brazo—. ¿Sabes que haces muchas preguntas, Carmen?—Es que soy detective.Me besó, y luego otra vez, y otra, e hicimos el amor de nuevo. Tres cuartos de hora más tarde, cuando los dígitos luminosos del radio-despertador marcaban la una y diez de la madrugada, me levanté de la cama y dije:—Es tarde; tengo que irme.—¿Por qué no pasas la noche aquí? Mañana es sábado.Negué con la cabeza.—Tengo cosas que hacer a primera hora —mentí.Recogí apresuradamente mi ropa y me encaminé al cuarto de baño, donde procedí a vestirme y a intentar recomponerme el peinado y el maltrecho maquillaje. Cuando regresé al dormitorio, encontré a Óscar sentado en la cama; se había puesto una camiseta y unos pantalones de deporte.—Te acompañaré al coche —dijo, incorporándose.—No, no hace falta —le contuve—. Escucha, Óscar, yo... En fin, esto que ha pasado ha estado muy bien...—Mucho —asintió él.—Y ha sido bonito...—Sí que lo ha sido.—Pero no significa que haya ningún compromiso entre nosotros.—No, por supuesto.—A fin de cuentas, somos dos adultos y...—Carmen.—¿Qué...?—Mañana pasaré el día con mi hijo, pero tengo que dejarlo en casa de su madre a eso de las nueve. ¿Te apetece que salgamos a cenar?—Claro.Mientras conducía de regreso a casa, no dejaba de preguntarme por qué no me había quedado a dormir con Óscar. Por miedo, concluí sin necesidad de meditarlo mucho. Miedo a volver a enamorarme, porque el amor siempre acaba doliendo, miedo a creer que tienes algo y descubrir que no tienes nada, miedo a la desilusión, miedo al fracaso. A los veinte años puedes permitirte el lujo de acumular errores y derrotas, pero cuando inicias el camino hacia la mediana edad comienzas a preguntarte si ese error, esa derrota, no será la definitiva.Exhalé una bocanada de aire y sacudí la cabeza. No seas tonta, Carmen, me dije; no le conoces, no sabes nada de él. Lo único que ha ocurrido es que te has acostado con un hombre guapo y agradable, eso es todo.El problema era que ese hombre en concreto me gustaba bastante más de lo que yo misma estaba dispuesta a reconocer.Capítulo 7
El sábado, Emilio Santamaría llamó por teléfono para decirme que las entrevistas con los jugadores comenzarían el martes. Agregó que iba a mandarme por mensajero dos entradas para el partido del domingo, por si quería ver a Mochedano en directo. El azar quiso que aquel encuentro enfrentara al Deportivo de Chamartín con la Real Sociedad.
Por la noche cené con Óscar en un restaurante oriental y después fuimos a tomar una copa a un atestado local de moda. Luego nos dirigimos al chalet de Pozuelo e hicimos de nuevo el amor. Tampoco me quedé a dormir, pero estuve tentada de comentarle lo de las entradas. Al final no lo hice y, al día siguiente, llamé a Hermes para invitarle a presenciar conmigo el partido.Era la primera vez en mi vida que asistía a un encuentro de fútbol y, para ser sincera, no me quedaron ganas de repetir, porque me aburrí mortalmente. Al principio pensé que aquel tedio se debía a mi desconocimiento del juego, pero Hermes reconoció que había sido un partido soporífero. Ganó el Chamartín por dos a cero, pero ninguno de los goles se pareció ni remotamente a lo que había visto hacer a Maradona. Uno fue de penalti y otro el resultado de una confusa jugada que concluyó en autogol por parte de uno de los defensas de la Real. En cuanto a Mochedano, creo que no llegó a tocar la pelota más de tres o cuatro veces. Jugó tan mal —o, mejor dicho, tan poco— que a los treinta minutos el entrenador le sustituyó por otro jugador.Cuando concluyó el partido, encontré a Emilio Santamaría esperándome en la doble puerta que conducía a las escaleras de salida. Nos apartamos de las riadas de personas que abandonaban el estadio y le presenté a Hermes.—Ya nos conocemos —respondió el ex policía con una sonrisa sarcástica.A veces me olvidaba de que, en una vida anterior, Hermes había sido un reputado delincuente.—¿Qué te ha parecido el encuentro? —preguntó Emilio.—Aburrido —respondí—. Y Mochedano no ha jugado muy bien que digamos, ¿verdad?—Ese chico no levanta cabeza —repuso—. Desde que perdió la fe no da pie con bola.—¿A qué te refieres?—¿Recuerdas lo que te conté sobre los rezos del Moche en su capillita antes de cada tiempo? Pues de un par de meses a esta parte, ya no lo hace; y desde entonces no juega ni a las tabas. —Rió entre dientes—. A lo mejor Dios le ha abandonado.En ocasiones, las soluciones a los problemas pasan por delante de nosotros sin que nos demos cuenta; eso fue lo que ocurrió en aquel momento. La aparente pérdida de fe de Mochedano ocultaba, en efecto, parte de las respuestas que yo buscaba, pero eso no lo supe hasta mucho después, cuando ya era demasiado tarde.* * *
El lunes por la mañana revisé los informes sobre las actividades de Mochedano a lo largo del fin de semana. Todo muy aburrido, aunque hubo algo que me llamó la atención: durante la noche del viernes, el jugador había salido a cenar con Raquel Tena, su novia, pareja, amante o lo que fuese. Según el informe, cuando salieron del restaurante discutían y no dejaron de discutir durante todo el trayecto de regreso a la casa del futbolista. ¿Cuál podía ser el motivo de aquella discusión?, me pregunté; ¿una simple disputa entre enamorados... o algo distinto? Mentalmente tomé nota de que debía encontrar el modo de conocer en persona a esa mujer.Las entrevistas con la plantilla del Chamartín comenzaron el martes. Emilio Santamaría, según lo previsto, le había dicho a los jugadores que se estaba realizando una auditoría externa de seguridad, así que preparé un pequeño cuestionario y, el día señalado, me acomodé en un despacho de la Ciudad Deportiva e inicié la primera tanda de entrevistas. La plantilla del Chamartín estaba compuesta por veintidós jugadores, pero cuatro de ellos —Guimaráes, Bayón, Zamacola y Vargas— estaban lesionados o enfermos, de modo que debía interrogar a dieciocho personas en tres días. El martes entrevisté a los dos porteros, Iglesias y Contreras, así como a Martos, Alonso, Chicharro y Klaus Honeker, un recio defensa alemán con el que tuve que desempolvar mi inglés para poder entenderme, pues, aparentemente, lo único que sabía decir en español era «puta madre» y «cojones». Huelga decir que no saqué nada en claro de ninguna de aquellas entrevistas.El miércoles, sin embargo, me llevé una sorpresa. Tras reunirme con Villarta, Peraleja, Chevalier y el checo Ludvik Ostrava —estos dos últimos me obligaron a practicar de nuevo el inglés—, llegó el turno de Sebastián Rodríguez, Sebas, delantero y capitán del equipo. Debía de rondar los treinta años; era alto, no muy agraciado y menos fornido de lo que cabe esperar en un deportista, pero tenía la mirada inteligente. Comencé a interrogarle, igual que a los demás, siguiendo el cuestionario, pero cuando llegué a la duodécima pregunta —¿Ha advertido que algún miembro del club se haya comportado de forma extraña últimamente?—, obtuve una respuesta inesperada. El resto de los entrevistados había contestado con un más o menos titubeante no, pero Sebas repuso sin vacilar:—Claro: Rubén Mochedano.—¿A qué se refiere? —pregunté.—A todo. Siempre ha sido raro, pero desde hace unos meses parece un extraterrestre. Además, está ese mafioso que tiene por representante, siempre con sus dos gorilas detrás. Cada vez que viene por el club, y viene mucho, tengo la sensación de que vamos a rodar una secuencia de El Padrino. Joder, me pone de los nervios.Según Emilio Santamaría, la llegada al Chamartín de Mochedano había eclipsado en gran medida la estrella de Sebas, de modo que quizá aquellos comentarios del capitán del equipo se debieran a los celos, aunque no lo creía; Sebas parecía hablar con franqueza, como si lo que me estaba contando fuese algo evidente.—¿En qué consisten las rarezas del señor Mochedano? —pregunté.El jugador sonrió.—Las hay de todo tipo, pero sobre todo es su forma de mirar. Se nota que no se fía de ti, nunca te mira a los ojos. La verdad es que no confía en nadie, salvo en su representante; ni en sus compañeros, ni en el míster, ni en su madre si estuviese viva. ¿Y sabes por qué?—No.Sebas guardó unos segundos de silencio y se inclinó hacia mí.—Porque oculta algo —dijo en tono confidencial.—¿El qué? —pregunté.—No lo sé —contestó, apoyando la espalda contra el respaldo de la silla—. Pero sea lo que sea, tiene que ver con Müller, de eso estoy seguro.Sí, Sebastián Rodríguez, Sebas, era muy perspicaz.Había dejado la entrevista con Rubén Mochedano para el último día; quería que escuchase los comentarios de sus compañeros y pensara que todo era un simple formulismo, quería que estuviera tranquilo y confiado. Le cité justo después de Da Costa, Vázquez y Chapman, y antes de Cohimbra e Idiáquez. Finalmente, cuando llegó su turno, Mochedano entró en el despacho y, tras musitar un apenas perceptible buenos días, se sentó frente a mí con las piernas juntas, la espalda muy recta y las manos sobre el regazo. Me recordó a un colegial al que hubieran enviado al despacho del director para recibir una reprimenda.Mientras fingía examinar unos papeles, le observé de soslayo: no resultaba tan guapo al natural como en foto, pero, aun así, seguía siendo un hombre muy atractivo, sobre todo por aquellos enormes ojos verdes. Aunque, como había señalado Sebas, esos ojos jamás te miraban de frente. Comencé a formularle la tanda de preguntas habitual, que él respondió con taciturnos monosílabos, pero al cabo de unos minutos abandoné el cuestionario general e introduje un par de preguntas especialmente diseñadas para él.—¿Ha intentado últimamente ponerse en contacto con usted algún desconocido?—Muchos hinchas lo hacen cada día —respondió él con la que, hasta el momento, había sido su frase más larga.—Ya, pero me refiero a algo distinto; en concreto: ¿ha recibido algún tipo de amenaza o coacción, sea en persona o por teléfono, carta o correo electrónico?La expresión de Mochedano no se alteró, pero percibí cómo su cuerpo se tensaba.—No —dijo en voz baja.—¿Y sus familiares y amigos? ¿Alguno de ellos ha sido...?Entonces, súbitamente, la puerta se abrió de golpe y un desconocido entró —mejor dicho, irrumpió— en el despacho. Era un hombre maduro, de complexión fornida, alto, muy grueso, enteramente calvo; se parecía a Lex Luthor, el archienemigo de Supermán. Nunca le había visto, pero al instante supe quién era.—Soy Martin Müller —me espetó, más a modo de amenaza que como información—, el representante de Rubén Mochedano. ¿Quién es usted?Su voz, tan grave que parecía surgir del fondo de una caverna, desprendía una extraña mezcla de acento alemán y latinoamericano. Me incorporé.—Buenos días, señor Müller —le saludé con amable profesionalidad—. Me llamo Carmen Hidalgo.—¿Qué hace aquí? —gruñó, más que dijo.Detrás de él, en el pasillo situado al otro lado de la puerta, dos hombres muy fornidos permanecían inmóviles con los brazos cruzados, como soldados montando guardia. Ambos tenían el pelo cortado a cepillo y lucían bigote, ambos vestían trajes negros y ambos llevaban gafas de sol. Hernández y Fernández en versión culturista; sólo les faltaba un cartel con el rótulo «somos guardaespaldas».—La directiva del club ha contratado a mi empresa para realizar una auditoría de seguridad —respondí.—¿Y por qué hay que auditar la seguridad del club?—Al parecer, ha habido algunos problemas en ese sentido.—¿Qué problemas?—No estoy autorizada para revelar esa información —respondí con una sonrisa de disculpa—. Deberá hablar con el señor Santamaría si quiere...—Hablaré con Vázquez —me interrumpió—. ¿Cómo se llama su empresa?—Investigaciones Hidalgo.—¿Es usted la propietaria?—Sí.Müller frunció el ceño y me contempló fija e intensamente, como si su mirada pudiera taladrarme el cerebro. Y, quién sabe, a lo mejor podía.—Ha estado interrogando a los jugadores, ¿no es cierto? —dijo—. Y ahora pretendía interrogar a mi representado.—Forma parte del protocolo de actuación —respondí—; aunque yo no lo llamaría interrogatorio. Se trata de un simple formulario...—No puede hacerlo —me interrumpió de nuevo—. Usted no tiene derecho a preguntarle nada a mi representado; ni siquiera la hora. ¿Está claro?—Pero...—¿Está claro?Asentí. Müller me dedicó una última y feroz mirada y, tras indicarle a Mochedano con un gesto que le siguiese, ambos abandonaron el despacho y se alejaron pasillo arriba flanqueados por los dos gorilas. Apenas una hora más tarde me telefoneó Vázquez para decirme que le había llamado Müller hecho una furia. Al parecer, el contrato de Mochedano estipulaba que nadie podía entrevistarse con el jugador sin la autorización expresa de su representante.—Ya le advertí que no era buena idea —concluyó—. ¿Ha sacado algo en claro, por lo menos?Le dije que sí, aunque no era del todo cierto. ¿Qué había averiguado, que Mochedano ocultaba algo? Eso ya lo sabía: ocultaba un secreto y ocultaba que le estaban chantajeando por ese secreto. Pero, en realidad, yo no pretendía averiguar nada; quería verle en persona, quería escuchar su voz y estudiar el lenguaje de su cuerpo, quería todo aquello que no podía ofrecerme una fotografía. Al final, por desgracia, nuestro encuentro había sido demasiado breve, pero a cambio me brindó el dudoso placer de conocer a Martin Müller. Ya sólo me quedaba por despejar la tercera incógnita de aquella ecuación: Raquel Tena.O, al menos, eso creía en aquel momento, porque al día siguiente recibí una llamada telefónica que lo cambió todo.* * *
En realidad, fue una conferencia a cobro revertido. El teléfono de la agencia sonó a las cinco de la tarde, hora local, once de la mañana en Bogotá. Era Mario Gutiérrez, el detective que había contratado para investigar la vida de Mochedano en Colombia.—¿Cómo le va, señora Hidalgo? —me saludó—. ¿La interrumpo? Si lo desea, llamo más tarde...—No se preocupe, Mario; podemos hablar ahora. ¿Le llegó ya la transferencia?—Todavía no; los bancos sólo se apuran para cobrarte, nunca para pagar. Pero el subgerente de mi sucursal dice que la gestión está en marcha y que no habrá problema. De todas formas, nunca tuve la menor duda de su honestidad, señora, así que la semana pasada, justo al día siguiente de su llamada, comencé las pesquisas que usted me encomendó.—¿Y ha averiguado algo?—Aún queda mucho por indagar, pero... bueno, resulta que he descubierto un asunto un poquito extraño y creí que debía informarle cuanto antes.—Claro; dígame qué es.—Pues verá, señora, lo primero que hice, como usted solicitó, fue investigar a los familiares del señor Mochedano. Creo que ya sabe usted que los papas murieron y que los tres hijos del matrimonio, Caridad, Simón y Rubén, quedaron bajo la tutela de su tío paterno, don Antonio Mochedano.—Sí, lo sabía.—Pues bien, don Antonio continúa viviendo en San Bernardino, el pueblo natal del futbolista. También viven allí otros tíos suyos y varios primos. La lista es larga, así que le mandaré los nombres por e-mail. En cuanto a los hermanos... —Percibí ruido de papeles a través del auricular—. La hermana mayor, Caridad, se casó con un tal Ernesto José Sotelo, con quien tuvo dos hijos. Desgraciadamente, doña Caridad Mochedano falleció hace seis años a causa, según tengo entendido, de una enfermedad cardíaca. El viudo y los hijos siguen viviendo en Cartagena, donde residían.Hubo un largo silencio.—¿Y el otro hermano? —pregunté.—Simón Mochedano, sí; precisamente ahí, en el hermano, está el problema, señora Hidalgo. Cuando comencé a indagar, descubrí que toda la documentación oficial sobre Simón Mochedano había desaparecido. Ni partida de nacimiento, ni cédula de ciudadanía, ni fe de bautismo, ni nada. Ni siquiera hay rastros de su expediente policial. Es como si nunca hubiera existido.—¿Cómo es posible? —pregunté.—Alguien ha hecho desaparecer los documentos, señora.—¿Quién?—Me temo que llevará tiempo averiguarlo, porque debe de tratarse de alguien con mucha plata y poder. Ni siquiera en mi país resulta sencillo robar documentación oficial.—Antes ha mencionado un expediente policial; ¿qué expediente es ése?Gutiérrez tardó unos segundos en responder.—Esto que le voy a referir, señora Hidalgo —dijo tras un carraspeo—, me lo han contado a mí y todavía no he podido comprobarlo, pero quien me lo contó es de confianza. Al parecer, Simón Mochedano fue la oveja negra de la familia; siempre estaba metido en líos y asuntos turbios, y al final acabó trabajando para los narcos. Supongo que se ocupaba de asuntos de poca monta, porque debía de ser muy joven por aquella época, pero... Hace diez años, una operación conjunta del DAS y el ejército desmanteló un laboratorio de cocaína situado en el interior del Departamento del Magdalena, cerca de un pueblo llamado Angostura, no muy lejos de San Bernardino...—Disculpe —le interrumpí—, ¿qué es el DAS?—El Departamento Administrativo de Seguridad, los servicios secretos de mi país. Pues bien, durante esa operación antidroga murieron algunos sicarios y hubo muchas detenciones. Fue un golpe para los narcos, pero ahí habría acabado todo de no ser porque uno de los sicarios fallecidos era amigo de Simón. Éste, al enterarse de lo sucedido, quiso vengarse, pero los jefes del cartel le ordenaron dejarlo correr. Simón era muy joven por aquel entonces, y muy impetuoso, así que desobedeció las órdenes y, ayudado por un compañero llamado Indalecio Palomar, planeó y llevó a cabo una vendetta. —Gutiérrez hizo una pausa para tomar aire y prosiguió—: En Angostura había una casa cuartel en la que, durante la operación contra los narcos, se habían instalado efectivos del ejército y agentes del DAS. Simón y su amigo lograron de algún modo introducir allí una bomba y la detonaron de noche, cuando todos dormían. Por lo visto, hubo más de veinte muertos y casi el doble de heridos.—Qué horror... —musité, sintiendo que un escalofrío me recorría la espalda.—Terrible, sí. Pero además se dio una circunstancia con la que Simón no contaba: en la casa, junto con las tropas colombianas, había dos agentes gringos de la DEA. Los dos fallecieron, y no puede usted ni imaginarse, señora, cuánto se enfadan los gringos cuando asesinan a los suyos. Así que, de la noche a la mañana, Simón se encontró con que andaban tras él todas las fuerzas de seguridad colombianas, la DEA y sus antiguos compañeros del cartel, pues aquel atentado les había ubicado en el ojo del huracán.—¿Y qué pasó?—Indalecio Palomar, el compinche de Simón, fue detenido poco después. Por lo visto, lo entregaron los propios narcos, como muestra de buena voluntad. Dicen que murió en prisión durante una reyerta con otros reclusos, pero vaya usted a saber.—¿Y Simón?Un suspiro cruzó a través de la línea telefónica los ocho mil kilómetros que nos separaban.—Ahí la historia se vuelve confusa, señora. La versión oficial es que Simón huyó de la región y buscó refugio en la Sierra de Santa Marta, donde se unió a una facción de la guerrilla. Un año después, según cuentan, cayó en una emboscada del ejército y murió. Pero...Dejó la frase suspendida en el aire.—Pero puede que no sea cierto —sugerí.—Eso exactamente piensa la DEA, señora; que la historia de la guerrilla y la emboscada es un cuento, así que los gringos mantienen vigente la orden de captura contra Simón Mochedano. —Oí cómo respiraba profundamente—. Eso es todo lo que he averiguado hasta ahora, señora Hidalgo. Me pareció que podría interesarle y por eso me he permitido el atrevimiento de molestarla.—Ha hecho muy bien, Mario; me interesa muchísimo.Cuando colgué el auricular, me sentía exultante, intrigada e inquieta, todo a la vez, como si hubiera tropezado con algo importante, pero no supiera exactamente qué.Capítulo 8
Al anochecer, después del trabajo, me reuní con Hermes en la taberna de Abilio y, mientras compartíamos unas tapas, le relaté la historia que me había contado Mario Gutiérrez.
—Así que, después de todo, era un asunto de narcotráfico, ¿eh, jefa? —comentó Hermes, ajustándose las gafas con aire satisfecho.—Sólo tangencialmente —repuse—. La clave es el hermano.—¿Crees que el tal Simón está relacionado con el chantaje a Mochedano?—Es lo más probable.—Pero, ¿cómo? ¿Amenazan con revelar a la prensa que su hermano fue sicario de los narcos y un asesino múltiple?Sacudí la cabeza.—Eso no arruinaría la carrera de Mochedano —dije—. Incluso le daría publicidad.—Exacto. Como decía el gran Dalí: «No me importa que hablen de mí, aunque sea bien». —Bebió un sorbo de cerveza—. Entonces, ¿qué?—Puede que Simón siga vivo —sugerí mientras jugueteaba con las migas de pan que salpicaban la mesa—, y puede que Rubén le esté ayudando a ocultarse.—Pero eso tampoco dañaría su carrera —objetó Hermes—. A fin de cuentas, lo único que estaría haciendo es ayudar a un hermano. Todo el mundo lo comprendería. —Entrecerró los ojos—. Se me ocurre una cosa: ¿y si Rubén hubiese colaborado con su hermano en el atentado?Volví a negar con la cabeza.—Ya lo había pensado, pero no encaja. El atentado se cometió hace diez años y, por aquellas fechas, Rubén ni siquiera estaba en Colombia. Además, si hubiese participado, Indalecio Palomar, el cómplice de Simón, le habría delatado.En ese instante, mi móvil sonó. Lo saqué del bolso y comprobé que había una llamada perdida de Óscar Mayoral. No era la primera vez que telefoneaba; de hecho, había intentado hablar conmigo en varias ocasiones a lo largo de la semana, pero yo no había contestado ni le había devuelto las llamadas, y no porque no quisiera volver a verle, sino porque tenía demasiadas ganas de volver a verle. Y eso me asustaba.—A lo mejor estás equivocada —dijo Hermes—; puede que Simón Mochedano no tenga nada que ver.—Quizá —respondí, devolviendo el móvil al interior del bolso—. Pero es la única pista que tenemos.—¿Y adonde conduce esa pista?Me quedé pensativa unos segundos.—A Colombia... —musité. Luego le miré a los ojos y dije—: Tienes toda la razón, Hermes; debo ir a Colombia.—Oye, que yo no he dicho nada de que te vayas a Colombia —protestó.—No, pero es la conclusión lógica. Casi toda la familia que le queda a Rubén Mochedano vive en San Bernardino y supongo que si alguien puede contarme qué ha sido de Simón, serán ellos.—Pero a lo mejor no quieren contártelo. La gente no suele estar demasiado orgullosa de tener parientes terroristas.Me encogí de hombros.—Lo único seguro es que no me contarán nada si no se lo pregunto.* * *
Esa misma noche, al llegar a casa, reservé por Internet un billete de ida y vuelta a Bogotá, con salida el martes y regreso el domingo. Luego, tras una breve búsqueda por varias páginas web dedicadas a la oferta hotelera de la capital colombiana, elegí el hotel Bacatá (fui discreta, sólo era un cuatro estrellas) y reservé una habitación. Acto seguido, telefoneé a Mario Gutiérrez para informarle de mi próximo viaje a su país. Al principio mostró sorpresa, y también contrariedad, cuando le dije que quería que me acompañase a San Bernardino, pero de nuevo sus reticencias se disiparon al mencionar yo el pago de una prima por las molestias que iba a causarle.Eran las diez y cuarto cuando concluí aquellas tareas. Fui a la cocina y me preparé un gin tonic de Bombay Sapphire; luego me dirigí al salón y me tumbé en el sofá. Saqué el móvil del bolso y contemplé la lista de llamadas y mensajes que me había enviado Óscar; por un instante sentí la tentación de telefonearle, pero logré resistirla, aunque aquello, lejos de parecerme un triunfo, me hizo sentir lamentablemente mal. De modo que encendí la televisión, esa anestesia de la soledad, y me quedé mirando las imágenes que fluctuaban en la pantalla —un telediario— sin prestarle atención a lo que decía el locutor.Bebí un largo trago de gin tonic y, al poco, comencé a sumirme en un vaporoso letargo. De pronto, la pantalla del televisor mostró un pase de modelos. Súbitamente alerta, me concentré en lo que decía el locutor y descubrí que ese mismo día —viernes— se había celebrado la primera jornada del Salón Internacional de Moda de Madrid, que tenía lugar en el Recinto Ferial Juan Carlos I. Luego, el locutor comentó que las jornadas continuarían a las siete de la tarde del día siguiente con la presentación de las nuevas colecciones de David Delfín, Amaya Arzuaga y Antonio Pernas, y añadió que entre las modelos que desfilarían el sábado podrían verse rostros tan conocidos como los de Bimba Bosé, Nieves Álvarez, Martina Klein o Raquel Tena, la novia del famoso futbolista Rubén Mochedano.Me senté en el sofá y perdí la mirada en las imágenes del telediario, aunque ahora las noticias habían saltado bruscamente del mundo de la moda a la llegada de una pareja de pandas al zoológico de no sé qué ciudad. Dicen que la televisión no instruye, pero aquella noche, gracias a la caja tonta, había descubierto algo muy interesante: sabía dónde iba a estar Raquel Tena al día siguiente por la tarde. Una tentación demasiado grande para resistirme a ella.De modo que ni siquiera lo intenté.* * *
El sábado, media hora antes de que comenzara el desfile, me presenté en el Recinto Ferial y estuve dando una vuelta por el exterior del pabellón donde se celebraba el Salón Internacional de Moda. En la parte trasera del recinto, justo en el extremo opuesto a la entrada principal, había una zona de carga y descarga donde permanecían aparcadas varias furgonetas y un par de camiones. La pequeña explanada estaba rodeada por una verja metálica con un portalón de entrada que permanecía abierto de par en par, aunque custodiado por un guarda de seguridad. Miré en derredor y advertí que, a unos veinte metros del portalón, pegado al bordillo de la acera, había un contenedor de escombros lleno de cartones y plásticos. Sonreí satisfecha: ése sería el medio que utilizaría para colarme en la zona reservada del pabellón.Di la vuelta y regresé a la puerta principal. Aquella mañana, gracias a un amigo periodista, había conseguido una invitación, así que me presenté con ella en la entrada, donde me la canjearon por una tarjeta que ponía «invitado» con letras mayúsculas azules; supuestamente debía prenderla en la solapa de mi chaqueta, pero, en vez de ello, la guardé en un bolsillo y entré en el recinto. La zona central estaba ocupada por una larga pasarela elevada rodeada de sillas, la mayor parte de ellas ya ocupadas. Había una batería de focos colgando del techo y varias cámaras de televisión a izquierda y derecha. En los altavoces sonaba una vieja canción de Mecano.Poco a poco, el público fue llenando el pabellón. Vi bastantes caras conocidas; a algunas les pude poner nombre y apellidos, pero otras sólo eran rostros fugazmente vistos en la tele. Alejándome del gentío, me situé en un rincón, a la izquierda de la pasarela, y aguardé. Finalmente, diez minutos más tarde de la hora prevista, se apagaron las luces, se encendieron los focos y el acto empezó. No presté mucha atención, lo reconozco; la mayor parte de los trajes que lucían las modelos eran perfectos para mujeres varios centímetros más altas y varios kilos más delgadas que yo, así que no me sentí involucrada. Era ropa para otras, no para mí. Aunque, eso sí, no perdí detalle de los fascinantes zapatos que calzaban las modelos.Raquel Tena fue la séptima en desfilar. Apareció con un vestido verde, semitransparente, largo hasta los pies; recorrió la pasarela como una diosa distante, se detuvo, giró sobre sí misma, posó unos instantes, iluminada por el intermitente resplandor de los flashes, regresó sobre sus pasos y, tras repetirlo todo de nuevo, desapareció. Luego, a lo largo del acto, desfiló varias veces más luciendo distintos modelos. Era más bella aún al natural que en fotografía.Quince minutos antes de que concluyera el desfile, inicié los preparativos para mi pequeña incursión. Lo único que necesitaba era un cigarrillo y una caja de cerillas; ambas cosas me las proporcionó un amable cámara de televisión.—Pero aquí no se puede fumar —advirtió.Le dije que saldría fuera y, tras darle las gracias, me dirigí a la salida, pero antes entré en los lavabos y me encerré en uno de los retretes. Una vez allí, cogí varias cerillas y las até con un hilo al cigarrillo, más o menos a media altura. Tras guardarlo todo en el bolso y aprovechar para hacer pis, abandoné los lavabos; el desfile acababa de concluir y diseñadores y modelos saludaban a un público que los aplaudía con entusiasmo. Salí al exterior y me encaminé a la parte posterior del pabellón. Ya se había puesto el sol y las farolas que jalonaban las aceras acababan de encenderse. Al llegar a la altura del contenedor me detuve; en aquel momento, el guarda de seguridad que custodiaba la entrada trasera no miraba en mi dirección, así que saqué el cigarrillo con las cerillas atadas, lo encendí, di un par de caladas y lo dejé en el contenedor, en medio de un montón de papeles y cartones. Acto seguido, continué andando, pasé por delante del guarda, giré a la izquierda y, nada más doblar un recodo, me oculté tras un coche aparcado.Sólo tuve que aguardar un par de minutos, el tiempo que tardó la brasa del cigarro en alcanzar las cerillas y prenderlas. Desde donde yo estaba pude ver el fogonazo y cómo, al poco, las llamas comenzaban a extenderse en medio de una progresivamente densa nube de humo. Cuando el guarda de seguridad vio el pequeño incendio, sacó un walkie-talkie, habló por él —supongo que pidiendo ayuda— y luego, tras mirar a un lado y a otro para asegurarse de que no había nadie cerca, cogió un extintor y echó a correr hacia el pequeño incendio. Entonces a quien le tocó correr fue a mí; salí de detrás del coche, traspasé a la carrera el portalón y me adentré en la zona de carga. Había una puerta al fondo; la crucé a toda velocidad, recorrí un breve pasillo, superé otra puerta y frené en seco.Había entrado en una inmensa sala abarrotada de bártulos y gente, las tripas del pabellón. A mi alrededor había cajones de madera, percheros con ruedas, palés amontonados, bultos, cajas y gente afanándose en las más diversas tareas. Pero ni rastro de las modelos. Para dar la sensación de que yo también hacía algo, cogí una caja de cartón de reducido tamaño, me aproximé a uno de los trabajadores y le pregunté por Raquel Tena.—Traigo un paquete para ella —aclaré, mostrándole la caja.—Camerino seis —respondió el hombre, señalando hacia unos cubículos prefabricados que se alzaban al fondo del recinto.Me aproximé a ellos y dejé la caja sobre unos borriquetes. Luego me senté encima de un arcón metálico, medio oculta tras unos maderos, y me dispuse a esperar. Diez minutos más tarde, las modelos comenzaron a abandonar los camerinos. Se suponía que ahora iban vestidas de calle, pero lo cierto es que ofrecían el mismo aspecto deslumbrante que en la pasarela.Raquel Tena fue la última en salir. Llevaba unos vaqueros, un jersey de lana negra y una chaqueta del mismo color; todo muy sencillo, salvo el bolso —de Louis Vuitton— y los zapatos, unos maravillosos Prada que envidié instantáneamente. La modelo se detuvo un momento frente a la puerta del camerino, se ajustó la chaqueta y comenzó a caminar hacia la salida. Entonces saqué del interior de mi bolso una pequeña cámara digital y la llamé:—Raquel, disculpa un momento...Ella giró la cabeza y me miró con curiosidad.—Perdona que te moleste —proseguí, aproximándome—. ¿Te importaría contestar a unas preguntas y que te haga un par de fotos?—¿Eres periodista? —dijo con voz grave y bien timbrada.—Sí. Ya sé que los periodistas no podemos entrar aquí, pero me he colado. —Puse cara de niña pillada en falta—. Espero que no me delates.Los labios de Raquel insinuaron una sonrisa.—¿Cómo te llamas? —preguntó.—Carmen López.—No recuerdo haberte visto antes, Carmen.—Es que no llevo mucho tiempo cubriendo las noticias de sociedad. Antes estaba en la sección de economía de un periódico, pero hubo ajuste de plantilla y... —Me encogí de hombros—. Ahora intento salir adelante como free lance, así que unas declaraciones tuyas me vendrían de maravilla.Raquel me contempló unos instantes en silencio.—¿Con qué revistas colaboras? —preguntó.—Bueno, todavía no con muchas. He publicado algo en Lecturas y Diez Minutos...—¿Ah, sí? Yo soy muy amiga de Elena, la redactora jefa de Diez Minutos. ¿Qué tal está?—Muy bien, como siempre —respondí.Entonces, la modelo hizo algo muy extraño. Sonrió con cordialidad, sacó del bolso un teléfono móvil de última generación, lo conectó y me hizo una foto.—¿Por qué me...? —comencé a decir, sorprendida.—Shhhh... —siseó ella, poniéndose un dedo en los labios.Acto seguido, pulsó una tecla, se llevó el teléfono a la oreja y, tras una pausa, dijo:—¿Seguridad? Soy Raquel Tena. Una mujer ha entrado en la zona de camerinos fingiendo ser periodista y me está molestando. ¿Podéis enviar un par de vigilantes?No sé qué abrí más, si la boca o los ojos.—Pero... —musité.—La redactora jefa de Diez Minutos se llama Rosa —me interrumpió de nuevo Raquel mientras guardaba el móvil—, no Elena. Y será mejor que te vayas si no quieres tener problemas; los de seguridad están a punto de llegar.Durante unos instantes nos miramos a los ojos en silencio; el refulgente azul de sus pupilas contra el vulgar marrón de las mías, su bella sonrisa cargada de ironía contra mi expresión de pasmo. Salí perdedora en todos los frentes, de modo que me di la vuelta y, permitiéndome la mínima dignidad de no correr, abandoné el pabellón.Luego, mientras me dirigía al aparcamiento en busca de mi coche, reflexioné sobre lo falsos que pueden llegar a ser los tópicos. Una rubia guapa siempre es tonta, dicen; pero Raquel Tena era rubia, muy guapa y condenadamente lista.Y ahora, además, tenía grabado mi rostro en su teléfono móvil.* * *
El lunes pasé el día en la agencia adelantando todo el trabajo posible y dejando ordenados los asuntos pendientes. El día anterior, Óscar había vuelto a telefonearme, así que a última hora de la mañana le envié un lacónico SMS: «Mucho trabajo. Salgo de viaje toda la semana. Ya te llamaré». Pero no pensaba llamarle.A media tarde me reuní con Hermes en mi despacho y le puse al tanto sobre los detalles del caso Mochedano, pues él iba a ocuparse de coordinarlo todo en mi ausencia. Cuando estábamos a punto de concluir, el teléfono que descansaba sobre mi escritorio sonó. Era Gabriel.—Hay una llamada para usted, señora Hidalgo —me informó.—¿Quién es? —pregunté.—Un hombre, pero no ha querido decir cómo se llama. Insiste en que es un asunto confidencial y muy urgente.—De acuerdo, pásamelo. —Escuché un clic en el auricular y dije—: Carmen Hidalgo al aparato; dígame...Cuando, al cabo de una larga pausa, escuché la voz de mi interlocutor, sentí un escalofrío; era, en efecto, una voz de hombre, pero distorsionada mediante algún artefacto electrónico.—Estás metiendo las narices en asuntos que no te conciernen, Carmen —dijo—. Si eres lista, deberías dejar de hacerlo.—¿Quién es usted? —pregunté.—Exacto: no sabes quién soy, pero yo sí sé quién eres tú. Sé dónde vives, sé dónde trabajas, sé quiénes son tus amigos y tus familiares. Y tú no quieres que suceda algo desagradable, ¿verdad?, ni a ti, ni a ninguno de tus hermanos, ni a tus padres...—Escuche...—No, escucha tú: quiero que abandones la investigación que te ha encargado Vázquez. Dile que no has encontrado nada extraño y presenta tu renuncia. En caso contrario, si sigues entrometiéndote en las vidas ajenas, tú o alguien de tu familia lo pasará mal.Y colgó. Durante unos segundos permanecí inmóvil, con el auricular pegado a la oreja, escuchando el bip-bip de la línea muerta.—¿Quién era? —preguntó Hermes con el ceño fruncido.—Nadie —respondí, colgando el teléfono—. Se han equivocado.Hermes se inclinó hacia delante y frunció aún más el entrecejo.—De eso nada, Carmen —dijo—. Te conozco y sé que algo te ha preocupado.Hermes sólo me llamaba por mi nombre —en vez de «jefa»— cuando se ponía muy serio, así que, como sabía que no podría engañarle, opté por dejar de fingir y le conté lo que me había dicho el desconocido. Cuando acabé, Hermes se reclinó en el asiento y, mirándome a los ojos, preguntó:—¿En qué clase de lío nos estamos metiendo?—Olvida esa llamada —repliqué con una sonrisa destinada a quitarle hierro al asunto—. Es una chorrada.—No es una chorrada, Carmen. Te han amenazado.—Es un farol, Hermes. Los perros verdaderamente peligrosos son los que no ladran, y ese perro que me ha llamado ladraba mucho.—Pues yo he visto perros que ladraban como condenados y que, si pudieran, te comerían el hígado. Deberíamos hacer algo para protegerte, Carmen.Me crucé de brazos y le miré con ironía.—¿Y qué quieres que haga? ¿Ir con guardaespaldas?Hermes asintió, muy serio.—Pues sí —dijo—. Estaba pensando en llamar a Ángel.Ángel. Al oír esas cinco letras, el vello de los brazos se me erizó. Ángel... un nombre falso sin apellidos, un ser anónimo, una sombra, alguien de quien se habla en voz baja y con temor. Evoqué su imagen y me estremecí. Más o menos un metro setenta de altura, delgado, de apariencia frágil y movimientos delicados, casi femeninos. Tenía el pelo castaño claro, con grandes entradas, la tez blanca, tan transparente que podía verse con nitidez el entramado de las venas en el dorso de sus manos, y los ojos grises, fríos e inexpresivos como un reptil. Pero lo más extraño de todo, lo más espeluznante, era su voz, tan suave y delicada como la de un niño. ¿Cuál sería su edad? Nunca lo he sabido; entre treinta y cincuenta años, supongo, aunque a lo mejor tenía cien, o quizá mil, o puede que fuese eterno... a fin de cuentas, ¿no lo son los demonios?Supongo que Ángel eligió su apodo en honor al cuarto jinete del Apocalipsis, el jinete pálido, el ángel de la muerte, porque Ángel era un asesino a sueldo. Hermes lo había conocido años atrás, no sé dónde ni cómo; puede que fuera en la cárcel, pero lo dudo, pues no creo que Ángel haya pisado nunca una prisión, aunque si alguien lo merece es él. Yo le había conocido hacía tan sólo un año, en el transcurso del caso que puso en órbita a Investigaciones Hidalgo. Hermes lo contrató para protegerme, y Ángel lo hizo muy bien; me salvó la vida en un par de ocasiones, aunque también es cierto que, por puro azar, yo también se la salvé a él, razón por la cual desde entonces me profesaba una veneración absoluta y una fidelidad perruna. Pese a ello, Ángel me daba miedo, mucho miedo, porque estaba loco. Y cuando digo «loco» estoy siendo literal: Ángel era un esquizofrénico, o algo semejante; oía voces en el interior de su cabeza y sufría alucinaciones, aunque esto quizá se debiera a las drogas que constantemente consumía en forma de pastillas de colores. En cualquier caso, era la persona más inestable que jamás he conocido.—No —dije, negando vigorosamente con la cabeza—. Nada de llamar a Ángel.—¿Por qué no?—Porque me da miedo, Hermes. Mejor dicho: me acojona hasta la médula.—Pero si te adora —insistió él—. Jamás te haría el menor daño.—Puede que a mí no, pero sí podría hacérselo a la gente que me rodea. Mira, Hermes, ya hablaremos de lo del guardaespaldas cuando vuelva de Colombia. Pero, sea lo que fuere lo que decidamos, no quiero ver a Ángel cerca de mí, ¿de acuerdo? Ahora sigamos trabajando, que todavía tengo que hacer el equipaje.Y así quedó zanjado el asunto.SEGUNDO TIEMPO
Capítulo 9
Detesto volar, no me parece una actividad natural. Contemplas el avión cuando está parado en la pista y te das cuenta de que ese enorme y pesado armatoste jamás podrá alzarse ni un milímetro del suelo. De hecho, albergo la íntima convicción de que los aviones vuelan gracias a la fe de los pasajeros. La fe mueve montañas, ¿no? Entonces, ¿por qué no va a mover un, en comparación ligero, Airbus A340? Siguiendo esa línea de pensamiento, si el pasaje pierde la fe, el avión se estrella; así pues, como atea aeronáutica que soy, me considero un grave peligro para la navegación aérea.
Quince minutos después del mediodía, el avión de Iberia que me transportaba despegó del aeropuerto de Barajas y puso rumbo al Nuevo Mundo. Al principio, durante el despegue y los primeros minutos de vuelo, intenté olvidar la progresiva distancia que me separaba del suelo concentrándome en el periódico que había comprado en el aeropuerto, pero tras leer una y otra vez el mismo titular sin llegar a enterarme de su significado, lo dejé sobre el regazo, cerré los ojos y permití que mis pensamientos volaran libremente; como el avión, pero sin rumbo fijo ni riesgo de estrellarse.Y así, sin darme cuenta, rememoré una vez más las amenazas que había recibido el día anterior. ¿Quién podía estar detrás de aquella llamada anónima? La lista de candidatos era larga: el enigmático chantajista, Müller, Raquel Tena, Rubén Mochedano (o su hermano Simón, si seguía vivo), el DAS, la DEA y, quién sabe, puede que hasta la mismísima CIA. Demasiadas alternativas y ni una sola pista, así que ahuyenté aquellos pensamientos y, cuando el avión alcanzó la velocidad de crucero y mis nervios se relajaron un poco, retomé el periódico; luego, cuando lo acabé, comencé a leer una novela policíaca de John Connolly. Después de comer, tomé un Valium, me puse el antifaz negro que me había proporcionado una amable azafata y dormí la siesta. Finalmente, al cabo de nueve tediosas horas de vuelo, el avión tomó tierra en El Dorado, el aeropuerto internacional de Bogotá.Tras cumplir con los trámites de aduana y recoger el equipaje, me dirigí al vestíbulo principal. Allí, sosteniendo una cartulina con mi nombre escrito en rojo, me aguardaba Mario Gutiérrez. Tendría unos cuarenta y cinco años más bien mal llevados; era bajo, calvo y lucía un negro mostacho, aunque la parte más llamativa de su anatomía era una enorme barriga que amenazaba con lanzar despedidos los botones de su camisa. Llevaba un arrugado traje de lino blanco y en las manos, junto con el cartel, sostenía un sombrero panamá.Gutiérrez me saludó efusivamente e insistió en transportar mi maleta hasta el aparcamiento donde tenía estacionado su coche, un antiquísimo Ford Taurus Ghia. El Dorado se encuentra a unos veinte kilómetros de la capital, en La Sabana, una vasta y verde planicie rodeada por montañas y situada a dos mil seiscientos metros de altitud, razón por la que el termómetro marcaba una agradable temperatura de dieciocho grados centígrados. Incluso hacía un poco de fresco. Durante el trayecto hacia la ciudad, Gutiérrez me puso al tanto de los pormenores de su investigación —que no aportaban mucho más a lo que me había relatado por teléfono— y me informó de que nuestro vuelo a Santa Marta saldría al día siguiente a las siete y media de la mañana.Santa Fe de Bogotá está emplazada justo al pie de dos grandes montañas —Monserrate y Guadalupe—, en la zona más elevada de La Sabana. Es, como otras ciudades sudamericanas, una mezcolanza de nuevo y viejo, de miseria y lujo, un exótico cóctel donde se mezclan modernos rascacielos y edificios coloniales, fastuosas mansiones y miserables chabolas, amplias avenidas y dédalos de callejas. El hotel Bacatá se encontraba en el centro de la ciudad, cerca del llamado Sector Institucional, donde se concentran la mayor parte de los ministerios. Cuando llegamos, Gutiérrez se ofreció a enseñarme la ciudad por la tarde, pero rechacé su propuesta aduciendo que estaba cansada.—Entonces, señora Hidalgo —repuso él—, la recogeré mañana a las seis, aquí, en el hotel. Ah, por cierto: el lugar adonde vamos es mucho más cálido que Bogotá, así que procure llevar ropa ligera. Pero ni shorts ni manga corta, si no quiere que se la coman los moscos.No había mentido cuando dije que estaba cansada (los viajes en avión me agotan), pero después de darme una ducha me sentí algo mejor, así que, para matar el tiempo y mantener a raya el sueño (según mi reloj biológico, eran casi las doce de la noche), decidí dar una vuelta por el casco histórico de la ciudad. Visité la catedral y el Museo del Oro, paseé por la concurrida Carrera 7 y luego, a eso de las ocho y media, cené en el restaurante del hotel y me fui temprano a la cama.Aquella noche tuve un sueño muy extraño. Soñé que estaba jugando un partido de fútbol y que un arbitro me sancionaba con tarjeta roja; aunque lo verdaderamente raro fue que, al principio, el arbitro se parecía a Rubén Mochedano, pero al final del sueño su rostro era el de Óscar Mayoral.* * *
El vuelo de Avianca —un moderno Focker bimotor— despegó puntualmente de El Dorado y, hora y media más tarde, a las nueve de la mañana, aterrizó en el aeropuerto Simón Bolívar de Santa Marta. La ciudad estaba situada a orillas del Caribe, en medio de una hermosa bahía emplazada a los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero no llegamos a entrar en ella. Gutiérrez había reservado un todoterreno Suzuki directamente en la oficina Avis del aeropuerto, así que, nada más aterrizar, recogimos el vehículo y partimos en dirección sur, hacia el interior del Departamento del Magdalena.—San Bernardino está a unos ciento ochenta kilómetros de aquí —me informó Gutiérrez—. La carretera no es mala al principio, pero luego se estropea. Demoraremos unas tres o cuatro horas en llegar.Bajé la ventanilla y una agradable brisa me acarició el rostro.—No hace mucho calor —observé.—Aquí no, señora; el viento de la sierra refresca el ambiente. Pero más adelante sí que hará calor, ya verá.Giré la cabeza y miré hacia las distantes montañas.—En esa sierra fue donde supuestamente mataron a Simón Mochedano, ¿verdad? —pregunté.—Sí, señora; cerca del nacimiento del río Piedras.—¿Y usted lo cree? ¿Cree que Simón murió allí?—No, señora, no lo creo. De ser cierto, los militares habrían mostrado el cadáver, y no lo hicieron. Más bien me parece que esa historia se la inventó el DAS para aplacar a los gringos.—Entonces piensa que Simón puede estar vivo.Gutiérrez se encogió de hombros.—Eso ya no lo sé, señora. Hace diez años que no se le ha visto, y diez años es mucho tiempo para estar oculto.Al principio, la carretera discurría paralela al mar, pero al llegar a la altura de una inmensa ciénaga, poco antes de cruzar un pueblo llamado precisamente Ciénaga, se bifurcaba en dos caminos; uno giraba hacia el oeste, siguiendo la costa, y el otro iba recto hacia el sur. Tomamos la segunda carretera y nos adentramos en una zona de sabana cuyo monótono paisaje —una plantación de bananas tras otra— parecía extenderse hasta el infinito.Gutiérrez me comentó que en Ciénaga, la población donde se encontraba el desvío, se había establecido a finales del siglo XIX la tristemente famosa United Fruit Company. Según me contó, en 1928 hubo una huelga de trabajadores y el ejército, siguiendo órdenes de los norteamericanos, la reprimió disparando contra los jornaleros. Murieron entre quinientas y mil personas.—Lo llaman la Masacre de las Bananeras —dijo Gutiérrez. Luego chasqueó la lengua y agregó—: No se les quiere mucho a los gringos por aquí, no...Había poco tráfico en la carretera y casi todos los vehículos con los que nos cruzábamos eran camiones más bien vetustos, aunque extraordinariamente bien conservados. De hecho, muchos de ellos estaban adornados con una constelación de luces o pintados de vivos colores. Tuneado tropical, supongo. Una hora más tarde, después de cruzar un pueblo llamado Tucurinca, llegamos a Aracataca.—Aquí nació nuestro premio Nobel —me informó Gutiérrez.Aracataca era un pueblo de casas de madera y adobe con un inmenso cartel en la calle principal que rezaba: «Casa Museo Gabriel García Márquez».—Parece Macondo —comenté, mirando en derredor.Gutiérrez suspiró.—Debo de ser el único colombiano que no ha leído Cien años de soledad, señora —dijo en tono melancólico—. Y mire que lo he intentado, pero qué le vamos a hacer; a mí quien de verdad me gusta es Mickey Spillane...Me caía bien Mario Gutiérrez. Tenía un soterrado sentido del humor, era amable, discreto y mucho más inteligente de lo que su tosco aspecto permitía sospechar.Dejamos atrás Aracataca y seguimos la carretera hasta llegar a Santa Rosa de Lima, donde tomamos un desvío a la derecha, en dirección hacia el sudeste. Poco a poco nos adentramos en una zona progresivamente despoblada; las bananeras se fueron espaciando y la vegetación se tornó más feraz y frondosa. Conforme avanzábamos, el camino iba deteriorándose, hasta que finalmente perdió todo rastro de asfalto y se convirtió en una pista de tierra. Al mismo tiempo, cuanto más nos alejábamos de la sierra, más calor hacía. Ahora sí que me sentía en el trópico.Hora y media después alcanzamos una desviación marcada con un pequeño cartel pintado a mano: «SAN BERNARDINO 8 KM». La carretera que conducía al pueblo estaba perfectamente asfaltada.—Este camino lo sufragó Rubén Mochedano —dijo Gutiérrez—. Según me han contado, ha pagado de su bolsillo muchas obras de mejora en el pueblo.No tardamos en comprobar que la información del detective colombiano era cierta. San Bernardino parecía más una colonia de vacaciones que un pueblecito rural. No había ni una calle sin asfaltar, ni una acera sin adoquinar; las cuarenta o cincuenta casas que componían el poblado se hallaban en perfecto estado, todas encaladas y relucientes, y había un par de edificios de piedra verdaderamente lujosos. La iglesia, que parecía recién construida, ofrecía un aspecto inmaculado; cerca de ella, el ayuntamiento relumbraba bajo el sol del mediodía, ostentando en su fachada el recién pintado escudo del pueblo bajo la esfera de un gran reloj. Al fondo se distinguía un modesto, pero cuidado, campo de fútbol y un pequeño polideportivo.Gutiérrez aparcó en la plaza, frente a la iglesia. Había poca gente a la vista; un par de ancianos sentados en un banco, un grupo de niños jugando y tres o cuatro mujeres ocupadas en sus tareas. Todos nos miraron cuando bajamos del vehículo, pero nadie dijo nada. Al fondo de la plaza, frente a la iglesia, había una cantina; fuimos hacia allí y, al entrar, nos topamos con el rostro de Rubén Mochedano decenas de veces repetido, pues las paredes del local estaban literalmente tapizadas con fotos del futbolista y carteles de los equipos donde había jugado.Había varias mesas de madera distribuidas por el establecimiento; todas desocupadas, salvo una a cuyo alrededor se sentaban tres hombres jóvenes y un cincuentón vestido con una impecable guayabera blanca y unos pantalones negros de algodón, tan bien planchados que se hubieran podido emplear para trazar líneas rectas. Tras la barra, un cantinero alto y bigotudo secaba lentamente una pila de vasos recién lavados. Nos aproximamos y pedimos las consumiciones: Gutiérrez una cerveza y yo un refresco de naranja. Sin decir nada, el cantinero se dirigió a un extremo de la barra, abrió una cámara frigorífica y regresó con dos botellas, una de naranjada Postobón y la otra de cerveza Póquer. Mientras servía las bebidas, Gutiérrez le dijo:—Disculpe, amigo; ¿tendría la amabilidad de indicarnos dónde podemos encontrar a don Antonio Mochedano?El cantinero nos contempló con nada soterrado recelo.—¿Y quién le busca? —preguntó.—Me llamo Mario Gutiérrez. La señora es doña Carmen Hidalgo, una prestigiosa periodista que ha venido desde España para escribir un artículo sobre el astro Rubén Mochedano.En eso consistía la falsa identidad que habíamos pactado Gutiérrez y yo para presentarnos ante los familiares del jugador: periodistas en busca de un reportaje. El cantinero nos contempló en silencio durante unos instantes y luego miró de soslayo a los cuatro parroquianos que se congregaban en torno a la mesa. Entonces, uno de ellos —el cincuentón de la guayabera— dijo:—Yo soy la persona que buscan.Me volví hacia él.—¿Es usted don Antonio Mochedano?—Sí, señora. —Señaló a sus acompañantes—. Éstos son mis hijos Samuel, Bartolomé y Salvador. Siéntense con nosotros, si gustan.Los jóvenes se apartaron para dejarnos hueco. Gutiérrez y yo cogimos sendas sillas y nos acomodamos frente a la mesa.—De modo, señora, que viene usted de la madre patria... —comentó Antonio con una amable sonrisa.—Sí, de Madrid.—Mi sobrino me invitó a conocer su país el año pasado. Estuvimos en Madrid, en Toledo, en Segovia y en Salamanca. Su tierra es muy hermosa, señora.—Y la suya también, don Antonio.—Sí lo es, sí. Permítame una pregunta: ¿para qué diario trabaja?—Para el As.—Ah, lo conozco; es un buen diario. Y dígame, ¿qué desea saber?—Pues verá, don Antonio, estoy preparando una serie de reportajes sobre los mejores futbolistas de la liga española y el primero de todos irá dedicado a Rubén Mochedano. Lo que me gustaría es conocer detalles sobre la infancia de su sobrino, aquí, en Colombia...Al principio interpreté fielmente el papel de periodista y me dediqué a apuntar en una libreta las anécdotas e historias que me iba relatando el tío del jugador. No fue hasta al cabo de unos veinte minutos de charla cuando me decidí a plantear el tema que de verdad me interesaba.—La vida de Rubén ha tenido momentos de gran dramatismo —dije—. Primero la muerte de sus padres y luego la de su hermana Caridad. ¿Cómo se llevaba con ella?—Se querían mucho —respondió Antonio—. Mi sobrino costeó el tratamiento médico de Caridad y, cuando ella murió, mandó construir un mausoleo en el cementerio de Cartagena.Hice una pausa mientras fingía tomar nota y luego, en el tono más neutro e indiferente posible, pregunté:—¿Y qué tal son las relaciones con su hermano Simón?La sonrisa vaciló en el rostro de Antonio.—Simón también falleció —dijo.—Eso me han contado —asentí—. En la Sierra de Santa Marta, ¿verdad?—Así es, señora.—Pero también me han dicho que esa historia puede no ser cierta y que, a lo mejor, Simón Mochedano continúa vivo.El hombre entrecerró casi imperceptiblemente los ojos.—Le han informado mal, señora —repuso en un tono mucho menos amistoso que antes—. Mi sobrino Simón murió hace nueve años.—Comprendo —asentí, pensativa. Y, como de pasada, pregunté—: ¿Dónde está la tumba?—¿Qué...?—¿Dónde está enterrado su sobrino Simón?Se produjo un tenso silencio. Antonio, muy serio, miró un instante por encima de mi hombro y luego clavó sus ojos en los míos. Samuel, Bartolomé y Salvador también nos miraban sin decir nada, pero con cara de muy pocos amigos. De pronto, advertí que Gutiérrez había palidecido y contemplaba con alarma algo que había detrás de mí. Giré la cabeza... y ahí estaba el cantinero, de pie fuera de la barra, apuntándonos a Gutiérrez y a mí con una escopeta de dos cañones.—Pero... —balbuceé—. ¿A qué viene...?No llegué a completar la frase. Samuel, el hijo mayor, había sacado de algún sitio una pistola y la sostenía en la mano, sin apuntarnos directamente, pero con una clara actitud amenazadora.—Me parece que aquí hay algún malentendido, caballeros —dijo Gutiérrez, incorporándose muy despacio—. Lo mejor será que dejemos de importunarles y...—Siéntese —ordenó Antonio.Gutiérrez se dejó caer instantáneamente sobre la silla. El patriarca de los Mochedano señaló con un ademán a su hijo menor y le dijo:—Tráeme sus documentos, Salvador.Sin pronunciar palabra, el joven se incorporó, cogió mi bolso y la cartera de Gutiérrez y se lo entregó todo a su padre. Antonio sacó entonces nuestra documentación y la examinó durante lo que se me antojó una eternidad.—No son periodistas —dijo al fin, articulando con lentitud las palabras—. Son detectives privados.—¿Ella es detective? —exclamó Samuel, sorprendido.Antonio asintió, mirándonos alternativamente a nosotros y a los documentos.—¿Quién les ha pagado por venir aquí? —preguntó, tan serio como un sepulturero.—Yo he contratado los servicios del señor Gutiérrez —respondí, intentando que no me temblara la voz.—¿Y quién la ha contratado a usted?—Lo siento, eso no puedo decírselo. Pero le aseguro que nuestra intención no es perjudicar a su sobrino, sino todo lo contrario: ayudarle.Antonio inspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco.—No me haga perder el tiempo, señora —susurró—. Se lo repito por última vez: ¿quién la ha contratado y para qué?Samuel giró la pistola y la apuntó directamente hacia mí. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca.—Y yo le repito que no puedo decírselo —contesté, haciendo auténticos esfuerzos por mantener cerrados los esfínteres—. Pero sí puedo decirle otra cosa, don Antonio: todo el mundo en mi trabajo sabe que venía a San Bernardino. Hay, además, un billete de Bogotá a Santa Marta registrado a mi nombre en Avianca, así como el contrato de alquiler de un vehículo en la oficina de Avis del aeropuerto Simón Bolívar. Si me sucediera algo, si no regresara a España o no me pusiera en contacto con mis colaboradores, éstos darían parte de mi desaparición a las autoridades de su país. Y no creo que tardasen mucho en buscarme en San Bernardino.—Puede que no la encontrasen aquí —replicó Antonio.—Seguro que no. Pero me parece que a usted no le interesa mucho llamar la atención de la policía o del DAS. ¿Me equivoco?Antonio me miró durante largo rato, con el rostro inexpresivo y los ojos convertidos en dos rendijas oscuras. Debo reconocer que, durante todo el tiempo que duró su silencio, estaba segura de que nos iban a matar, pero, en vez de ello, el hombre arrojó nuestros documentos sobre la mesa y dijo:—Mi sobrino Simón fue abatido por los militares el 12 de abril de 1997. Bien sé que Simón hizo muchas cosas equivocadas, pero era de nuestra sangre y respetamos su memoria, así que no nos gusta que vengan forasteros a hurgar en nuestro dolor. —Hizo una pausa—. Váyanse y no regresen jamás. —Luego, dirigiéndose a sus hijos, agregó—: Acompáñenles al carro y asegúrense de que se van.Recogimos nuestra documentación y, escoltados por los tres hijos de Antonio Mochedano, abandonamos la cantina, nos dirigimos al todoterreno y subimos a él. Cuando Gutiérrez puso en marcha el motor, Samuel, que ya no llevaba la pistola a la vista, pero sí oculta bajo su camisa, nos dijo con sequedad:—Lárguense y no vuelvan.Gutiérrez arrancó el coche. No dijimos nada durante los ocho asfaltados kilómetros que nos separaban de la pista de tierra: sólo cuando llegamos allí y pusimos rumbo al norte, de regreso a Santa Marta, Gutiérrez dijo:—Hemos vuelto a nacer, señora Hidalgo; iban a matarnos.—Eso me ha parecido.—De no decir usted lo que ha dicho... —Gutiérrez reprimió un estremecimiento y se humedeció los labios con la lengua—. Disculpe, señora, pero no esperaba esta clase de recepción y estoy un poco nervioso. Mire, no quiero ser indiscreto, pero ¿podría decirme en qué consiste este asunto?Ladeé la cabeza y contemplé el verde y monótono paisaje que desfilaba por la ventanilla. ¿En qué consistía aquel asunto? Buena pregunta.—No lo sé, Mario —respondí—; le juro que no lo sé. Pero al menos hemos averiguado algo.—¿El qué, señora?—Que Simón Mochedano está vivo.Capítulo 10
Aquella noche dormimos en un hotel de Santa Marta y al día siguiente regresamos a Bogotá en el primer vuelo. Cuando decidí ir a San Bernardino, lo hice pensando que allí encontraría el cabo de la madeja que me conduciría a Simón Mochedano, pero no había sido así, de modo que no tenía sentido prolongar mi estancia en Colombia. Le pedí a Gutiérrez que siguiera investigando y adelanté mi billete de regreso a Madrid.
Durante el vuelo intenté poner en orden las piezas de aquel confuso puzle. Cada vez estaba más convencida de que el chantaje al que estaba siendo sometido Rubén, una estrella del fútbol internacional, guardaba relación con su hermano, un asesino y un prófugo de la justicia, pero no lograba explicarme cómo. Era perfectamente posible, incluso seguro, que Simón, estuviera donde estuviese, recibiera algún tipo de ayuda de su hermano, aunque sólo fuera económica. Pero eso no explicaba el chantaje. ¿Cuál era el secreto que amenazaba revelar el extorsionador? ¿Que Simón Mochedano estaba vivo? Eso ya lo sabían los servicios secretos colombianos y la DEA. ¿Quizá el paradero de Simón? Absurdo: para contrarrestar esa amenaza bastaba con cambiar de escondite. Entonces, ¿qué...? Le di mil vueltas, pero no llegué a ninguna parte y, al final, sólo conseguí acabar dudando de mí misma. Puede que, después de todo, el hermano de Rubén Mochedano no estuviese relacionado con el chantaje, en cuyo caso lo único que tenía entre las manos era humo. Pero, humo o no, eso era todo lo que tenía por el momento.El avión aterrizó en Barajas a las dos y media del viernes. Una hora más tarde entraba en mi casa, dejaba el equipaje en el dormitorio y abría las ventanas para disipar el olor a cerrado. En el contestador automático había varios mensajes grabados. Uno de ellos era de Óscar; se limitaba a pedirme que le llamase, pero de nuevo no lo hice. En vez de ello, telefoneé a Hermes y le puse al tanto de mi aventura colombiana. Cuando le conté el incidente de la cantina, mostró preocupación, aunque no volvió a mencionar el tema del guardaespaldas. Sugerí que podía pasarme por la agencia a media tarde y él insistió en que no era necesario.—No hay nada que no pueda esperar al lunes —dijo—. Descansa todo el fin de semana, jefa. Lo necesitas.Era cierto; necesitaba descansar. Pero no por lo que había ocurrido hasta entonces, sino por lo que iba a ocurrir durante los próximos días.* * *
Pocas cosas hay más aburridas que leer los informes de una investigación; la mayor parte de ellos no son más que crónicas de la nada, pormenorizadas descripciones de la monotonía. Aun así, había que examinarlos con detenimiento, pues entre la morralla de datos inútiles podía ocultarse la clave para resolver un caso. De modo que pasé la mañana del lunes leyendo informe tras informe.Los movimientos de Rubén Mochedano, según Félix y sus colegas, no se apartaban en nada de la rutina habitual. Salvo por el hecho de que no había vuelto a verse con Raquel Tena. ¿Aún seguirían enfadados...? Por lo demás, no podía decirse que el futbolista tuviera una gran vida social; durante la semana, sólo había recibido cinco visitas en su casa: tres de Martin Müller, a bordo de su flamante Mercedes S 500, y dos de un Audi TT de color plata.También leí el informe redactado por Paco Buendía, el colaborador de la agencia al que había pedido que investigase a Müller, al fisioterapeuta Gabriel Bianchi y al masajista Marcelo Alcántara. Sobre Bianchi y Alcántara apenas había información: ambos eran argentinos y estaban a sueldo de Müller; ninguno de ellos tenía antecedentes penales. Eso era todo. En cuanto a Müller, el informe no aportaba mucho más a lo que ya me había contado Emilio Santamaría, salvo en un aspecto: al investigar las propiedades del alemán, Buendía había descubierto que Müller poseía una docena de empresas registradas, pero sólo una de ellas —Prominsa, una agencia de promociones inmobiliarias— tenía actividad, aunque aparentemente no contaba con ningún empleado en nómina. El domicilio social de la empresa se encontraba en un chalet de la calle Arturo Soria; además de este inmueble, Prominsa pagaba el alquiler del piso donde vivía Müller y el leasing de cuatro vehículos: el Mercedes que habitualmente conducía el alemán, un todoterreno Nissan, una furgoneta Volkswagen y un Audi TT.Una lucecita se encendió en mi cerebro. Busqué en los informes de Félix la matrícula del Audi que había acudido en un par de ocasiones al chalet de Mochedano y la comparé con la del Audi de Prominsa. Eran la misma. Así que, además de un Mercedes, Müller también conducía un TT...En aquel momento sonó el teléfono. Descolgué el auricular y la voz de Gabriel anunció:—Un caballero desea verla, señora Hidalgo. Se llama Óscar Mayoral.Di un respingo.—¿Está aquí, en la agencia? —pregunté.—Sí, señora. Dice que usted le conoce.—Nos conocemos, sí. Eh... gracias, Gabriel; ahora salgo a recibirle.Me quedé unos segundos sentada en la silla, paralizada por un súbito, aunque afortunadamente pasajero, ataque de terror y vergüenza. ¿Qué iba a decirle a Óscar? Ni idea, mejor improvisar. Me levanté, me alisé la falda, ensayé una sonrisa encantadora, carraspeé y abrí la puerta del despacho. Óscar estaba de pie, frente a la mesa de Gabriel, mirando en mi dirección con una expresión neutra; le respondí con la sonrisa encantadora que acababa de ensayar y dije:—Qué sorpresa. Adelante, pasa.Sin pronunciar palabra, Óscar entró en el despacho y se me quedó mirando con las cejas levantadas. La sonrisa se marchitó en mis labios. Cerré la puerta.—Lo siento, Óscar; no he podido llamarte porque...Me interrumpió con un gesto.—Da igual, Carmen; no he venido por eso. Estoy aquí como cliente.—¿Como cliente...?—Eso es. Quiero contratar los servicios de tu agencia. ¿Algún problema?Parpadeé, desconcertada.—No, claro que no...Me acomodé en mi sillón, frente al escritorio. Óscar cogió una silla y se sentó al otro lado.—Quiero encontrar a una mujer desaparecida —dijo, reclinándose contra el respaldo y cruzando las piernas—. Verás, la conocí en una boda; yo era amigo del novio y ella prima de la novia. Quedamos un día, volvimos a vernos poco después, hicimos el amor, cenamos juntos al día siguiente, hicimos el amor de nuevo, y desde entonces no he vuelto a saber de ella. La he telefoneado mil veces y no me devuelve las llamadas. No sé, empiezo a estar preocupado; temo que pueda haberle sucedido algo.Dejé escapar un suspiro.—No, no le ha sucedido nada —musité.—Pues entonces peor —exclamó en tono burlón—, porque eso querría decir que ha estado conmigo sólo por mi cuerpo. —Fingió un estremecimiento—. Me siento usado y tirado, como si fuera un kleenex. Me siento... sucio.Me eché a reír. Óscar se inclinó hacia mí mirándome a los ojos.—¿Qué sucede, Carmen? —preguntó en voz baja—. ¿He hecho o dicho algo que te haya molestado?Sacudí la cabeza.—No es eso, Óscar... —comencé a decir.Pero entonces sonó mi móvil. Puse cara de circunstancias y contesté la llamada. Era Violeta.—Ya está, querida —dijo mi prima en tono triunfal—; le tenemos cogido por las pelotas.—¿A quién tenemos cogido por las pelotas?—¿Pues a quién va a ser, reina? ¡Al chantajista! Acaba de enviarle otro e-mail a Rubén Mochedano.Supongo que el jet lag aún hacía estragos en mi cerebro, porque durante unos segundos fui incapaz de reaccionar, como si no acabara de entender lo que me decía mi prima.—¿Sigues ahí, Carmen?—Sí, sí; estoy aquí.—¿Dónde, en la agencia, en casa o en algún lugar inconfesable?—En la agencia —respondí—. Perdona, Violeta, en este momento estoy ocupada. Te llamo dentro de un minuto.Desconecté el móvil y le dirigí a Óscar una mirada entre avergonzada y compungida.—Tienes trabajo —dijo él.—Es algo muy urgente, lo siento.—Ya. Pero sigo queriendo hablar contigo. ¿Podemos vernos más tarde?Dudé, aunque apenas una fracción de segundo.—Claro —asentí—. ¿Quedamos a las ocho?—¿Dónde?—¿Me recoges aquí?—Muy bien. Entonces, hasta luego.Óscar se despidió de mí con una sonrisa y salió del despacho. Le observé mientras cerraba la puerta a su espalda y luego escuché el ruido de sus pasos alejándose. Entonces se apoderó de mí una tumultuosa mezcla de alegría, culpabilidad, miedo e incertidumbre; demasiadas emociones para experimentarlas a la vez, así que inspiré, resoplé un par de veces y llamé a Violeta.—Te acabo de mandar un e-mail con el mensaje del chantajista, querida —me dijo nada más descolgar—. Échale un vistazo.Abrí Outlook, desencripté el archivo y leí el correo electrónico que contenía.De: sinimeg@yahoo.es
Enviado el: lunes, 8 de mayo de 2006 12:34
Para: rumoche@telefonica.net
Asunto:
Hasta ahora lo has hecho muy bien, Rubén. Estamos satisfechos. Pero el anterior pago sólo era un anticipo para asegurarnos de que ibas a colaborar. Como todos sabemos, tu secreto vale mucho más que 500.000 euros. En concreto, vale dos millones de euros más. Ésa es la cantidad final que deberás abonarnos para garantizar nuestro silencio. Una vez que lo hagas, no volverás a saber de nosotros.
Dispones de tres días para reunir el dinero. Los dos millones, en billetes de 100, irán en el interior de una bolsa de deporte sin ningún tipo de identificación. El próximo viernes recibirás nuevas instrucciones, así que más vale que estés atento al correo electrónico.
Recuerda: no le cuentes esto a nadie. Si hablas con la policía o con Müller, haremos público vuestro secreto, y tu hermano y tú os veréis metidos en serios problemas.
Tu hermano y tú... Después de todo, yo tenía razón: Simón Mochedano seguía vivo y estaba de algún modo relacionado con el chantaje.—¿Ya lo has leído, princesa? —preguntó mi prima al otro extremo de la línea telefónica.—Sí, Violeta. Esto es exactamente lo que estaba esperando.—Pues aún hay algo mejor. ¿Sabes desde dónde ha enviado el mensaje nuestro amigo Sinimeg? Desde Interlandia, el mismo cibercafé que usó para mandar los anteriores correos.Ni siquiera el jet lag me impidió comprender las implicaciones de aquello.—Entonces —dije, pensando al tiempo que hablaba—, el próximo correo...—Quizá vuelva a enviarlo desde Interlandia —concluyó Violeta—. Y si es así, querida, podemos pillarle con las manos en la masa.Capítulo 11
Ese tipo es un chapucero —dijo Hermes mientras servía vino en las copas.
Eran las dos y media. Nos encontrábamos en la taberna de Abilio, sentados a una de las mesas cubiertas con manteles de papel a cuadros rojos y blancos, esperando a que nos sirvieran el famoso cocido de la casa. El local estaba lleno de bulliciosos parroquianos, de modo que había que alzar la voz para hacerse entender.—¿Quién es un chapucero? —pregunté.—El chantajista. Mantiene los mismos hábitos, conserva la misma dirección de correo electrónico, envía los mensajes desde el mismo cibercafé... Además, corre riesgos absurdos. La parte más delicada de una extorsión es la entrega del dinero. El chantajista debe hacer acto de presencia en un lugar concreto, se descubre, y ahí es donde fracasan el noventa por ciento de las extorsiones. Sin embargo, ese tipo lo va a hacer no una, sino dos veces. Si quería dos millones y medio de euros, ¿por qué no los pidió desde el principio?—Quizá se ha confiado —respondí—. La primera vez salió bien, así que, ¿por qué no intentarlo otra?—Pues eso, un aficionado. Como decía Gracián: «La confianza es madre del descuido».Hermes solía salpicar sus conversaciones con tanta frases de personajes célebres que cualquiera que no lo conociese demasiado bien pensaría que era poseedor de una cultura enciclopédica. Sin embargo, yo conocía su secreto; la primera vez que fui a su casa descubrí que sólo tenía tres clases de libros: tratados de derecho y economía (una afición adquirida durante sus años carcelarios) y diccionarios de citas, muchos diccionarios de citas. «Cultura en cápsulas», lo llamaba él.—También es posible que haya sucedido algo imprevisto —comenté—. La primera vez, el chantajista pidió medio millón de euros y ahora, un mes más tarde, pide cuatro veces más. Es como si le hubiera entrado la prisa de repente.—Y la codicia—observó Hermes.—En el ser humano, la codicia viene incluida de fábrica. —Arrugué la nariz—. Estamos dando palos de ciego. Ni siquiera sabemos con qué presionan a Mochedano.—Con su hermano, jefa; tenías razón.—Ya, pero, ¿cuál es la amenaza en concreto? —Hice una pausa y proseguí—: En uno de los primeros e-mails, el chantajista decía que si se divulgaba, el secreto aparecería en la primera plana de los periódicos deportivos. Bueno, pues cualquier secreto que se me ocurra relacionado con Simón Mochedano sería noticia, pero de todos los periódicos, no sólo de los deportivos. —Tamborileé con los dedos sobre la mesa—. Es algo que tiene que ver con el fútbol...—Bueno, se lo podrás preguntar al chantajista cuando mande el siguiente correo. Porque supongo que a partir de ahora no le quitaremos el ojo de encima a ese cibercafé.Asentí.—Ya he hablado con Félix. Parte de los que vigilaban el chalet de Mochedano vigilarán ahora Interlandia; siempre habrá alguien de guardia. Además, Violeta asegura que puede tener controlados todos los ordenadores del cibercafé. Si el chantajista vuelve a mandar un mensaje, mi prima podrá decirnos al instante frente a qué ordenador está sentado.Hermes cerró los ojos y movió la cabeza de un lado a otro con desaprobación.—Brujería moderna, eso es la informática —dijo—. Antes todo era más sencillo; hicieras lo que hicieses, no tenías que preocuparte de si un ojo invisible estaba mirando por encima de tu hombro. Como decía el gran Bacon: «La ciencia es por sí misma poder».En ese momento llegó el camarero con una sopera llena de humeante caldo de cocido y Hermes interrumpió su diatriba contra la informática para comenzar, acto seguido, a extenderse sobre las virtudes del plato estrella de la cocina madrileña. A Hermes, quizá por haber pasado mucha hambre de pequeño, le encantaba comer. No sé cómo lograba mantenerse tan delgado.A primera hora de la tarde intenté ponerme en contacto con Vázquez, pero su secretaria y cancerbera me informó de que se encontraba fuera de España, así que le pedí que me telefoneara lo antes posible. Vázquez llamó poco después de las siete y media. Le conté las novedades y el rumbo que había tomado la investigación y él, tras una breve reflexión, dijo:—Buen trabajo, señora Hidalgo; estoy muy satisfecho, se lo aseguro. Ahora preste atención: cuando localice al chantajista, no intente establecer contacto con él. Limítese a mantenerlo vigilado y llame inmediatamente al señor Santamaría. ¿Está claro?Meridianamente claro. Una vez que identificáramos al chantajista, Investigaciones Hidalgo sería relegada y Emilio tomaría el control. Supongo que para barrer bajo la alfombra cierta clase de basura es mejor recurrir a alguien de mucha confianza.Óscar llegó a las ocho en punto. No había traído coche, así que bajamos al garaje y montamos en el mío.—¿Adonde vamos? —le pregunté.—¿Por qué no me enseñas tu casa? —preguntó él a su vez—. A fin de cuentas, tú ya conoces la mía. Estoy en desventaja.No encontré ninguna razón que oponer, salvo el hecho de que en mi casa había una cama comodísima para hacer el amor; aunque no estaba muy segura de si eso era una razón en contra o a favor. ¿Quería volver a acostarme con Óscar? Sin lugar a dudas, sí... pero no. La verdad es que no sabía lo que quería; estaba hecha un lío. Arranqué el coche y, tras salir del garaje, me sumergí en el atasco que habitualmente paraliza la Gran Vía.—¿Dónde estuviste? —preguntó Óscar.—¿Qué?—De viaje. Me mandaste un mensaje diciendo que salías fuera.—Sí, es verdad. Estuve en Colombia.—Donde nació Rubén Mochedano. Entonces, sigues investigándole.—Sí.—¿Y va todo bien?Me encogí de hombros.—Aún no estoy segura.Óscar rió por lo bajo.—Qué lacónica —dijo—. De acuerdo, ya sé que no puedes contarme nada; no haré más preguntas.Apenas hablamos durante el trayecto. Me sentía cohibida, insegura como una adolescente en su primera cita; lo cual, para una mujer en mitad de la treintena, no podía ser más patético. Lo cierto es que no sabía qué decirle; ¿por qué le había rehuido? ¿Por miedo...? Qué respuesta más estúpida.Dejamos atrás el atasco y enfilé por Alberto Aguilera en dirección a Chamberí. Recuerdo que, mientras conducía, notaba un vago cosquilleo en la nuca, como cuando alguien situado a tu espalda te mira fijamente. En realidad, tenía la sensación de que me seguían, aunque en aquel momento estaba tan ocupada pensando en otras cosas que lo atribuí a mi imaginación y no le di importancia.Pero era cierto: me seguían.* * *
—Tienes una casa muy bonita —comentó Óscar mientras se acomodaba en el sofá.No es verdad; mi casa quizá sea agradable y puede que acogedora, pero hay demasiado mueble de Ikea fabricado en Taiwán a precio de saldo, demasiado póster enmarcado y demasiada alfombra de mercadillo para ser bonita.—¿Quieres tomar algo? —pregunté.—No, gracias.Me senté frente a él en un incomodísimo sillón de madera y almohadones de loneta. Nos miramos y sonreímos en medio de un silencio más incómodo aún que el sillón.—Me gustas, Carmen —dijo Óscar de pronto—; me gustas mucho. Y creo que yo también te gusto a ti. ¿Me equivoco?Negué con la cabeza.—Pero no te fías de mí —concluyó él.—Eso no es cierto —protesté.—Sí que lo es. O quizá no se trate de una cuestión personal; puede que no te fíes de nadie, no lo sé. Te conozco demasiado poco. —Hizo un gesto de impotencia—. Sólo nos hemos visto tres o cuatro veces, Carmen, pero tú ya conoces en líneas generales toda mi vida; sin embargo, yo no sé nada de ti. Y mira que siento curiosidad por enterarme de cómo alguien como tú ha llegado a ser detective privado. —Me señaló con un dedo—. Pero hay algo de mí que aún ignoras. Te he contado lo que hice antes y después del divorcio, pero no por qué me divorcié. —Hizo una pausa y prosiguió—: Después de mi lesión, cuando quedó claro que jamás volvería a jugar, sentí que mi vida se había ido a la mierda. Yo vivía para el fútbol, era mi pasión, y me lo habían quitado. Comencé a beber; tenía veinte años y nunca antes había probado el alcohol, pero me resarcí del tiempo perdido. Cada vez bebía más, año tras año de borracheras, y cuando me casé con Begoña, seguí bebiendo, aunque a escondidas, porque a ella no le gustaba que lo hiciese. Dos años después, cuando nació Pablo, yo era ya un alcohólico. Tres años más tarde, Paloma me abandonó y solicitó el divorcio. Y tenía muy buenos motivos para hacerlo; no es fácil vivir con un borracho. —Desvió la mirada durante un segundo y luego volvió a centrar sus ojos en los míos—. Ahora ya no bebo, Carmen; hace más de tres años que no pruebo ni una gota de alcohol. Pero sigo siendo un alcohólico, porque nunca se deja de serlo. ¿Es eso un problema para ti?—No.—Bien, me alegro, porque se trata de mi secreto más vergonzoso. —Se reclinó en el sofá—. Ahora te toca a ti —dijo—; ¿por qué te divorciaste?—¿Quieres que te cuente mi divorcio?—Si no te importa.Sí que me importaba; no me gustaba hablar de mi ex marido, ni recordar aquella época, pero no podía negarme sin parecer más esquiva de lo que ya parecía.—De acuerdo —dije—, te lo contaré. —Hice una pausa para intentar sintetizar mentalmente una historia que se me antojaba demasiado larga y lejana e inicié mi relato—: Conocí a Gonzalo en la Facultad de Derecho, cuando yo estaba en cuarto de carrera.—¿Eres abogada? Eso no me lo contó tu madre.—Sólo ejercí durante un par de años y, gracias al cielo, ya he logrado olvidarme del Código Civil. —Óscar sonrió y me invitó con un gesto a continuar—. Gonzalo tenía siete años más que yo —proseguí—, y era subinspector de policía. Se había matriculado en el turno de noche; supongo que por aquel entonces aspiraba a prosperar en el cuerpo y pensaba que estudiar Derecho le ayudaría, aunque no tardó mucho en abandonar la carrera. Nos conocimos una tarde de noviembre en la secretaría de la facultad y creo que me enamoré de él ese mismo día.—¿Era guapo?—Atractivo; pero, sobre todo, era muy simpático, muy divertido, el clásico encantador de serpientes. El caso es que empezamos a salir y acabamos haciéndonos novios o algo así. Terminé la carrera, monté con unas compañeras un bufete laboralista y... fue un desastre que sólo duró un par de años. Entonces, Gonzalo dejó la policía; dijo que lo hacía para dedicarse al sector privado, pero mucho después me enteré de que sus jefes no le dejaron alternativa: o dimitía o le denunciaban por robo, estafa y no sé cuántos delitos más. Pues bien, justo cuando los dos estábamos sin trabajo ni perspectivas de encontrarlo, Gonzalo propuso que nos casáramos, y a mí, todavía me estoy preguntando por qué, me pareció una buena idea.—Quizá en su momento lo fue.—Lo dudo; tenía que haber pensado más lo que hacía, pero era demasiado joven y demasiado tonta para preguntarme quién era realmente la persona con la que iba a compartir mi vida. Y eso que más de un amigo me advirtió de que Gonzalo no era trigo limpio, pero no hice caso y nos casamos un par de meses después. Luego, Gonzalo llevó adelante su ansiado proyecto personal: montar una agencia de detectives. Investigaciones Monroy.—¿Monroy?—El apellido de mi ex marido. Y es curioso, porque aunque la empresa se llamaba como él, la propietaria oficial era yo. Gonzalo lo puso todo a mi nombre, y yo, como la estúpida que soy, lo consideré una gentileza por su parte. —Sonreí con un deje de amargura—. Lo más gracioso de todo fue que la agencia comenzó a funcionar casi desde el principio. Gonzalo, ya te lo he dicho, era encantador, tenía un don innato para tratar a la gente, de modo que conseguía clientes con regularidad. Contratamos a un par de colaboradores, yo ayudaba en lo que podía y todo iba bien en el País de las Maravillas. Hasta que un buen día, hace algo más de cinco años, un empresario recurrió a Investigaciones Monroy para seguir a su hija, una chica de veinte años cuya alocada vida tenía muy preocupado al buen hombre. Gonzalo decidió ocuparse personalmente del caso y se convirtió en la sombra de la joven. En la sombra y en algo más. —Suspiré—. Un mes más tarde, Gonzalo me dijo que quería ampliar la agencia y que, para hacerlo, debíamos solicitar un crédito. Así que le pedimos doscientos mil euros a un banco; mejor dicho, se los pedí yo, porque yo fui la imbécil que firmó todos y cada uno de los papeles que me pusieron delante sin leerlos siquiera.Hubo un silencio.—¿Y qué sucedió? —preguntó Óscar.—Que dos días después de que nos concedieran el crédito, Gonzalo desapareció con todo el dinero y con la hija del empresario. Y yo me hundí. Gonzalo no sólo me engañó y traicionó, ni se limitó a quitarme todo lo que tenía, sino que además me dejó con una deuda que yo no podía pagar de ninguna manera. —Sacudí la cabeza—. No sé cómo logré superar aquello. Mi familia me prestó algo de dinero y, entre Hermes y yo, conseguimos sacar adelante la agencia; entretanto, me gradué en Criminología y obtuve la licencia de detective. ¿No querías saber antes cómo había acabado dedicándome a este trabajo? Pues ya lo sabes: por culpa de mi divorcio.Ya está, ya lo había contado todo. Óscar, muy serio, guardó un breve silencio y dijo:—Tu ex marido es un hijo de puta.—Estamos de acuerdo.—Pero no todos los hombres lo somos. Yo no soy un hijo de puta.—Ya lo sé.—Entonces, ¿por qué desconfías de mí?—No desconfío de ti, Óscar. Es que...Dejé la frase suspendida en el aire, porque en realidad no tenía ninguna respuesta que ofrecer.—No te fías de ningún hombre —concluyó él—. Te enamoraste de uno y te hizo daño, así que se acabaron los hombres. ¿Es eso?Me froté los ojos con el índice y el pulgar.—No lo sé —repuse, dejando escapar una bocanada de aire—. Quizá...Óscar asintió un par de veces, pensativo.—Apenas nos conocemos, Carmen —dijo—, pero me gustas y me encantaría tener la oportunidad de conocerte mejor. No sé si esto es el comienzo de algo o sólo un espejismo, pero eso nunca se sabe, ¿verdad? Lo único que puedes hacer es intentarlo o no intentarlo, darte una oportunidad o no dártela. O no preguntarte nada y seguir tu instinto; y el mío me dice que tú vales la pena. —Sonrió con inesperada timidez—. Yo quiero intentarlo, Carmen, pero tú decides. En cualquier caso, lo que no voy a ser es un pesado, así que si me pides que me marche, lo haré y no volveré a darte la lata.Guardó silencio y me miró expectante. Durante unos segundos me quedé con la mente en blanco, sin saber qué pensar ni qué decir. De pronto, me sentí tonta y ridicula, como si fuera una niña con miedo a la oscuridad porque cree que en las sombras se ocultan monstruos. En realidad, pensé, hacía tantos años que no tenía una relación estable con un hombre que ya no sabía cómo hacerlo; era como intentar jugar a un juego cuyas reglas has olvidado. Aunque esa clase de juego, me dije, no tiene reglas fijas, sino que se van descubriendo e inventando conforme se juega. El problema era que en todo juego se puede ganar o perder; ¿estaba dispuesta a correr ese riesgo...? De repente me sentí muy, pero que muy enfadada conmigo misma. ¿Por qué le daba tantas vueltas a las cosas? ¿Por qué lo complicaba todo tanto?Me levanté y tendí un brazo hacia Óscar.—Ven —dije.Se incorporó y me cogió de la mano. Luego, le conduje al dormitorio.* * *
Horas después, Óscar se incorporó en la cama y consultó la luminosa esfera del despertador.—Es tarde —dijo—. Supongo que debería irme.Me volví hacia él y le acaricié la espalda, deslizando la yema de los dedos a lo largo de su columna vertebral.—No te vayas —respondí—. Quédate a dormir.* * *
Eran casi las nueve y media cuando me desperté, de modo que, hiciera lo que hiciese, iba a llegar tarde al trabajo. Salté de la cama y corrí al cuarto de baño para darme una ducha; cuando regresé al dormitorio, envuelta en una toalla, Óscar estaba despierto y sentado en la cama, con la espalda apoyada contra el cabecero.—Buenos días —me saludó.—Hola —respondí, sonriente, mientras abría el armario—. Es tardísimo.—Vale; me daré prisa en ducharme. —Se levantó de la cama y, abrazándome por detrás, me besó en la nuca—. Estás preciosa —susurró.Le acaricié el cabello y él comenzó a alejarse en dirección al baño, pero se detuvo con la mirada fija en el zapatero, que ocupaba medio armario.—Dios santo —musitó, asombrado—. ¿Pero cuántos zapatos tienes?—Cincuenta y tres pares —respondí, escogiendo la ropa que iba a ponerme.—¿Y para qué quieres tantos?—Me encantan. Soy una Imelda Marcos.—¿Por qué? —insistió—. ¿Por qué zapatos y no blusas, o faldas, o pantalones?Dejé el traje que había escogido sobre la cama y me volví hacia él.—Porque la ropa es traicionera —repuse—. Vas a una boutique, ves un vestido precioso, te lo quieres probar y resulta que no hay de tu talla; o la hay, pero lo que le quedaba de fábula al maniquí a ti te sienta como un saco de patatas. O a lo mejor te queda perfecto y te lo compras, pero al cabo de un año no puedes entrar en él porque has engordado un par de kilos. Sin embargo, con los zapatos no ocurre nada de eso. Calzo un treinta y ocho, así que no tengo problemas de talla; cualquier modelo que me guste, me valdrá. Y una vez que me compre un buen par de zapatos, dará igual si engordo o adelgazo, porque siempre podré ponérmelos. Y, por último, si un día estoy hecha polvo, si las ojeras me llegan hasta las rodillas y de puro demacrada parezco la novia de Frankenstein, al menos sabré que una parte de mí, los pies, resplandece.Óscar me contempló con una ceja levantada, como un antropólogo presenciando los exóticos e incomprensibles rituales de alguna tribu amazónica.—¿Eso es normal? —preguntó—. Quiero decir: ¿le pasa lo mismo a otras mujeres o sólo a ti?Solté un bufido y le di un azote en el trasero.—Los hombres no entendéis nada —dije—. Largo de aquí, vete a duchar.Desayunamos café con leche en la cocina, de pie junto a la mesa, frente a frente, en silencio. Cuando acabamos, dejé las tazas en el fregadero y me aproximé a él.—Óscar, quiero decirte algo...Alzó las manos, fingiendo protegerse de un golpe.—Qué miedo me das cuando empiezas a hablar así —dijo.Le besé en los labios y proseguí:—Quiero decirte que me encanta estar contigo y que no volveré a rehuirte jamás.—Genial, aunque me parece que va a haber algún pero...—Sí, un pero pequeñito. El asunto de Mochedano está a punto de resolverse y debo concentrarme en él, así que no voy a poder dedicarte mucho tiempo.—¿Ya no necesitas mi asesoría técnica?—No lo sé. Ni siquiera estoy segura de que el caso tenga que ver con el fútbol.—¿Cuándo crees que terminará todo?—Con un poco de suerte, el viernes que viene.Óscar asintió.—De acuerdo, te dejaré tranquila toda la semana, pero con una condición. Los Tigres de Pozuelo, mi equipo de fútbol siete, va segundo en la liga, empatado a puntos con el Bernadette, que es el primero. El próximo domingo, mis chicos juegan el último partido de la temporada y su rival es precisamente el Bernadette, de modo que si ganan serán campeones de liga. El partido se celebrará en el polideportivo Carlos Ruiz a mediodía y me encantaría que vinieras a vernos jugar. ¿Lo harás?—Claro.—¿Es una promesa?—Es un solemne juramento.Bajamos a la calle y nos despedimos con un beso. Mientras yo ponía el coche en marcha, Óscar partió en busca de un taxi; antes de arrancar, observé por el espejo retrovisor cómo se alejaba cojeando ligeramente, y sentí que ya estaba empezando a echarle de menos. Ojalá llegara pronto el domingo, pensé... Por desgracia, esa semana acabaría durando una eternidad y, cuando concluyese, todo habría cambiado. Entre otras cosas, porque para entonces yo sería cómplice involuntaria o encubridora de cuatro homicidios.Capítulo 12
Mientras me dirigía a la oficina, volví a tener la sensación de que me seguían, pero, aunque miré varias veces por el retrovisor, no advertí nada extraño, así que de nuevo lo atribuí a mi imaginación. Lo primero que hice cuando llegué al despacho fue telefonear a Félix para preguntarle qué había ocurrido en casa de Mochedano durante las últimas veinticuatro horas.
—Estaba sobando, tía —dijo el Gato con voz adormilada—. ¿No podías esperar a que te mandara el informe?—Sí, pero me apetecía tocarte un poco las narices. Venga, espabílate que son las diez y media pasadas.Refunfuñando —y tras proclamar en tono ofendido que se había pasado media noche vigilando el hogar de Mochedano—, Félix me contó que el día anterior, a las cinco y cuarto de la tarde, Müller se había presentado en casa del jugador, donde había permanecido casi tres horas. Ninguna visita más, eso era todo. Le di las gracias y él, antes de colgar, rezongó:—¿Y para esto me has despertado, tía? Ya verás como ahora me cuesta un huevo volver a pillar el sueñoActo seguido llamé a Violeta.—Ya está todo listo, querida —me dijo—. En Interlandia hay veintidós ordenadores y los tengo controlados del primero al último. Me ha ayudado un amigo de Félix, un tal Delco. Por cierto, habla como si se hubiera fumado cinco canutos.—Lo más probable es que hayan sido diez.—Ya decía yo. El caso es que hemos hecho un croquis del local y cada ordenador tiene asignado un número. En cuanto el chantajista entre en su cuenta de Yahoo, sabremos qué equipo está usando.—Si es que no cambia de cibercafé.—Exacto, princesa; crucemos los dedos para que siga fiel a sus costumbres.—¿Alguna novedad con los teléfonos de Mochedano?—Qué va; todas las llamadas que hace o recibe son aburridísimas. Resultan mucho más interesantes las de su vecino, que se llama Damián, está casado y tiene una amante... pero bueno, eso no viene al caso.—¿Y el teléfono codificado?—Mochedano lo ha utilizado varias veces. Llama o recibe llamadas de dos números distintos, ambos con sistemas de encriptación. El primero que intercepté, lo llamaremos X, es el que más actividad tiene. Del segundo, al que denominaremos Y, sólo tengo registradas tres llamadas.—Y no podemos identificar ninguno de esos móviles.—No, querida; todos son de prepago.Mientras hablaba con Violeta me dedicaba a hacer garabatos sobre un papel. Escribí «X» en una esquina de la hoja, puse «Y» en el otro extremo y en medio tracé un signo de interrogación.—¿Sabes a qué hora abrió Mochedano el e-mail del chantajista? —pregunté.—Yo lo sé todo, bomboncito. Espera un momento que lo consulte... —Una pausa—. Aquí lo tengo: abrió el mensaje a las cuatro y siete minutos de la tarde.—¿Utilizó después el móvil codificado?A través del auricular me llegó el sonido de unos dedos pulsando un teclado.—Sí, señora, premio —respondió mi prima—. Llamó a X doce minutos más tarde.Y una hora después, pensé, Müller se presentaba en casa del jugador. Lo cual permitía inferir dos cosas: que X era Müller y que Mochedano había incumplido las órdenes del chantajista y le había contado a su representante que estaba siendo sometido a una extorsión. Al menos, eso era lo más probable. Pero entonces, ¿quién era Y? ¿El desaparecido hermano del jugador?—¿Mochedano llamó ayer al segundo teléfono? —pregunté.—Pues sí, sí que lo hizo; aunque mucho después. En concreto, telefoneó a Y a las nueve y veinticuatro de la noche.Poco a poco comenzaba a formarme un cuadro mental de aquel asunto. Aún no era un paisaje bien definido; faltaba la composición final y algunas figuras importantes, pero ya tenía los motivos principales: Rubén Mochedano, su hermano Simón, Müller y el todavía desconocido chantajista, que, una vez identificado, sería la clave para darle sentido a todo el conjunto.También estaba segura de algo, aunque aún no tenía pruebas: Simón Mochedano estaba vivo y oculto en algún lugar, pero no en Colombia, sino en Madrid.* * *
Pasé el resto del día revisando el plan de vigilancia y seguimiento que había preparado para el viernes. No sabía qué sistema iba a seguir el chantajista para cobrar los dos millones de euros, pero sospechaba que, fuera cual fuese, habría teléfonos móviles de por medio, así que llamé a mi cuñado Sebastián para pedirle que me consiguiera otro interceptor de llamadas como el que había instalado frente a la casa de Mochedano.Hermes estuvo fuera toda la tarde. A las siete le dije a Gabriel que podía irse; treinta minutos después telefoneó mi madre y me tuvo casi una hora pegada al teléfono, de modo que salí muy tarde de la agencia. Llegué a casa a las nueve y media. Puse un CD de Charles Mingus en el reproductor y, mientras las notas del contrabajo impregnaban de sentimiento la atmósfera de mi hogar, fui a la cocina, lavé unas hojas de lechuga, corté unas rodajas de tomate, abrí un bote de mahonesa y preparé un sandwich vegetal.Me lo tomé en el salón, sentada en el sofá, pensando en Óscar; y entonces, cuando acababa de tragar el último bocado, como obedeciendo a una misteriosa sincronización entre mi glotis y la compañía telefónica, el móvil se puso a sonar. Creí que era Óscar, lo reconozco, así que salté del sofá y me precipité a contestar la llamada, pero en la pantalla del Motorola no aparecía el nombre de mi amante (¿mi amante...?, qué raro sonaba eso), sino un número desconocido. Oprimí la tecla verde y contesté.—¿Sí...?—¿Carmen Hidalgo? —dijo una voz de hombre con leve acento sudamericano.—Soy yo.—Mucho gusto, señora. Me llamo Juan Pérez.«Juan Pérez», el más vulgar de los nombres falsos.—¿Nos conocemos? —pregunté.—No, señora, no tengo el placer.—Entonces, ¿cómo ha conseguido este número?—Me lo facilitó un amigo; pero eso no importa ahora, señora. Según tengo entendido, está usted investigando a Rubén Mochedano.Me puse en tensión, súbitamente alerta.—Se equivoca —dije—. ¿Quién le ha contado eso?—No se moleste en negarlo. No era una pregunta; sé que su agencia está investigando a Mochedano. Por eso la he llamado: para llegar a un acuerdo con usted.—¿Qué clase de acuerdo?—Uno muy conveniente para los dos. Verá, señora, Rubén Mochedano oculta un secreto y yo sé cuál es. Y también sé que a usted le interesaría mucho conocer ese secreto, de modo que estoy dispuesto a revelárselo a cambio de una pequeña recompensa. Digamos que diez mil euros serían suficiente.—¿No es mucho dinero por una simple confidencia?—No se trata de una simple confidencia, señora. Cualquier periódico me pagaría el triple.—Entonces, ¿por qué no acude a la prensa?—Porque los periodistas son indiscretos y mi nombre podría acabar saliendo a la luz. Y si eso ocurriese, yo correría peligro, créame. Aunque me cueste dinero, prefiero tratar con alguien más discreto.Todo aquello sonaba muy raro, aunque era evidente que «Juan Pérez» sabía cosas que supuestamente no debería saber, como, por ejemplo, que yo estaba investigando al media punta del Chamartín.—¿Cómo es que usted conoce los secretos de Mochedano? —pregunté.—Porque soy alguien muy próximo a él.—Alguien que, evidentemente, no se llama «Juan Pérez».—Así es, señora. Prefiero permanecer en el anonimato. Reflexioné brevemente.—De acuerdo, estoy dispuesta a estudiar su oferta —dije—. ¿Por qué no se pasa mañana a primera hora por mi despacho y...?—No, señora, lo siento —me interrumpió—. Este asunto debe quedar zanjado hoy.—¿Hoy? Pero si son las diez y media de la noche.—Lo sé, pero no puedo esperar a mañana. Si le interesa lo que tengo que decirle, podemos vernos dentro de una hora.—Un momento —protesté—; ¿cree que tengo diez mil euros en casa?—Supongo que no, pero aceptaré un cheque suyo al portador; sé que es usted de fiar. Ahora preste atención: a la altura del número 18 del Paseo de la Dirección hay un bar llamado Casa Rita. Estaré allí a las once y media; podrá reconocerme porque llevo una corbata a franjas rojas y azules. Pero si decide venir, hágalo sola, porque en caso contrario no acudiré a la cita. Buenas noches, señora Hidalgo.Y sin esperar respuesta, colgó. Guardé el móvil en el bolso y me quedé pensativa. Aquello olía mal lo mirase como lo mirase; a fin de cuentas, ya había recibido una llamada amenazadora y la repentina aparición de un misterioso confidente sonaba a encerrona. Por otro lado, lo que había dicho el falso Juan Pérez podía ser cierto, en cuyo caso conseguiría averiguar el secreto de Mochedano antes de que se realizara el pago del chantaje, lo cual facilitaría mucho las cosas. Oportunidad o trampa, ése era el dilema.La verdad es que no le di muchas vueltas; y no sólo porque no tuviese tiempo, sino porque desde el principio sabía que iba a acudir al encuentro. Soy demasiado curiosa. Pero, ¿iría sola...? Llamar a Hermes no me serviría de nada, pues mi fiel colaborador distaba mucho de poseer las virtudes de un guardaespaldas. ¿Gabriel? Demasiado joven e inexperto. En realidad, quien podría ayudarme era Emilio Santamaría, todo músculo y agresividad; pero, al menos por el momento, prefería no recurrir a él.De modo que cogí un spray de gas lacrimógeno, lo guardé en el bolso y abandoné mi hogar camino del garaje.* * *
El Paseo de la Dirección se encuentra en las afueras, al oeste de la ciudad, muy cerca de la Dehesa de la Villa, en una zona donde yo jamás había estado, así que tuve que recurrir al navegador. Cuando llegué, me encontré con un amplio parque situado en las faldas de una loma, justo en la intersección de dos grandes avenidas. En el centro del parque había unas pistas de deporte, ahora desiertas, y un aparcamiento al aire libre al lado derecho del camino principal. En el extremo norte se alzaban unos modernos (y feos) edificios de pisos y, a continuación de ellos, una pequeña colonia de rústicas casas de una sola planta, como un pueblecito incrustado en la gran ciudad.Giré para entrar en el Paseo de la Dirección, dejé atrás el aparcamiento y detuve el Citroen unos ciento cincuenta metros más adelante, allí donde la calzada trazaba una curva a la izquierda. Miré por la ventanilla del copiloto y vi que en el costado de uno de los espantosos edificios situados a mi derecha había un bar con las luces encendidas. Casa Rita. No encontré ningún lugar cercano donde dejar el coche, así que di la vuelta y me dirigí al aparcamiento.Estacioné en una plaza próxima a la acera. Aparte del mío, sólo había otros cinco vehículos diseminados aquí y allá; no se veía ni un alma por los alrededores y el único sonido que llegaba a mis oídos era el del tráfico que circulaba por las lejanas avenidas. Hacía fresco. Me abroché los botones de la chaqueta y eché a andar hacia el bar bajo la luz de las farolas. Apenas tardé un par de minutos en llegar, pero la zona era tan solitaria que el trayecto se me hizo eterno, aunque finalmente logré alcanzar mi objetivo sin problemas.Casa Rita era un bar de batalla que olía a calamares fritos y a vinagre. Un camarero moreno y ceñudo —que no tenía el menor aspecto de llamarse Rita— se afanaba en limpiar concienzudamente una plancha de hierro; sentados a la barra, un chico y una chica llenos de piercings charlaban frente a dos cañas de cerveza. A su derecha, un anciano daba periódicos sorbos a su chato de vino. Ésos eran todos los presentes en el local y ninguno de ellos llevaba una corbata a franjas.Me senté en un taburete, frente a la barra, y consulté el reloj; eran las once y media pasadas. El camarero desatendió momentáneamente su lucha contra la grasa y se aproximó para preguntarme qué quería tomar. Pedí un café solo. Diez minutos más tarde, el anciano abandonó el local apoyándose en un bastón. Juan Pérez siguió sin aparecer. Pedí otro café. Un hombre vestido con un mono verde entró en el bar, compró un paquete de Fortuna y se marchó. No llevaba corbata. A las doce menos diez, la parejita agujereada abonó sus consumiciones y se fue. Cinco minutos más tarde, el ceñudo camarero se aproximó a mí y anunció:—Vamos a cerrar.—Sí, ya me voy. Disculpe, me llamo Carmen Hidalgo; ¿ha preguntado alguien por mí o me han dejado algún recado?—No —respondió el hombre con indiferente laconismo—. Son dos euros.Dejé dos monedas sobre la barra (sin propina, por antipático), abandoné Casa Rita y me detuve en la acera. ¿Por qué no había acudido a la cita Juan Pérez...? De repente, un atronador estruendo resonó a mi espalda; giré la cabeza, sobresaltada, y descubrí que mi amigo el camarero acababa de echar el cierre metálico del local. Me había dado un susto de muerte; quizá debería haberle dejado propina. Saqué el móvil, busqué en «llamadas recibidas» la de Juan Pérez y marqué su número. La señal sonó una y otra vez sin que nadie respondiese.Entonces lo noté de nuevo, esta vez con mayor intensidad: me estaban mirando. Giré en redondo y contemplé la oscuridad que se cernía a mi espalda; no vi a nadie, pero estaba segura de que había alguien allí, oculto en las sombras, espiándome. Con el corazón acelerado, eché a andar hacia el aparcamiento; mientras caminaba, guardé el móvil en el bolso y saqué el spray de gas lacrimógeno. Avivé el paso. La sensación de no estar sola, de ser observada, se volvió asfixiante. Giré la cabeza, pero de nuevo no vi a nadie. Faltaban cincuenta metros para llegar al Citroen. Eché a correr...No me enorgullezco de lo que sucedió a continuación. Estaba tan asustada, tan irracionalmente aterrada, que no supe prestar atención a las señales. No me fijé en que mi coche se encontraba estacionado entre dos farolas que antes, cuando llegué, se hallaban encendidas, pero que ahora estaban apagadas y con los cristales rotos. Tampoco advertí que cerca del Citroen había una furgoneta blanca que antes no se encontraba allí. No, no vi nada de eso. Llegué corriendo a la altura del vehículo, guardé el spray, saqué las llaves del bolso y me incliné para abrir la portezuela. Entonces, unos brazos me rodearon por detrás y me alzaron en vilo.Eran dos hombres: uno estaba a mi espalda, sujetándome, y el otro se había situado frente a mí. Quise gritar, pero una mano me tapó la boca mientras me arrastraban hacia la furgoneta. Me debatí y logré zafarme de la mano que me amordazaba. Grité con todas mis fuerzas. El tipo que estaba delante me dio una bofetada y ordenó:—¡Cállate, puta!Le lancé una patada, pero el hombre la esquivó con facilidad y, abalanzándose sobre mí, me puso algo gélido en la cara, muy cerca del ojo izquierdo. Era la hoja de un estilete. Al instante, me quedé muda e inmóvil. La mano volvió a taparme la boca. Sin apartar la navaja, el tipo aproximó su rostro al mío; pese a la oscuridad, pude ver que una cicatriz le recorría la mejilla derecha.—Te has portado muy mal, Carmencita —susurró, echándome el aliento en la cara—. Te dijeron que no metieras los hocicos donde nadie te llamaba y no has hecho caso. —Chasqueó la lengua—. Eres una zorra estúpida y ahora lo vas a pagar. —Miró a su compinche y le preguntó—: ¿Qué hacemos con la putita, Tony?—Rájala —respondió con una risita el tipo que me inmovilizaba—. Rájale la jeta y que se entere la muy guarra.El de la cicatriz se apartó un paso y me miró de arriba abajo.—Antes vamos a divertirnos un poco —dijo—. La tía no está tan mal.De pronto, me agarró por las solapas de la chaqueta y, tirando hacia los lados, arrancó los botones. Luego me desgarró la blusa de un tirón y se quedó mirándome con una sonrisa de escualo.—Vaya, vaya, pero si la zorra tiene unas buenas tetas —masculló al tiempo que tendía una mano en dirección a mis senos.Comencé a forcejear de nuevo... y entonces sucedió algo absolutamente inesperado. Ahora lo recuerdo a cámara lenta; quizá sea una falsa impresión, pero creo que en aquel momento también lo percibí así, como si el tiempo se hubiera remansado para permitirme percibir con claridad los detalles.El tipo de la cicatriz tendió una mano hacia mis senos... De pronto, antes de que llegara a tocarlos, sonó un ruido apagado —¡pop!— y un nuevo e insano agujero apareció en su cráneo, justo encima de la oreja. Simultáneamente, un chorro de sangre —que en la penumbra parecía negra— brotó de la herida como un surtidor. Una fracción de segundo después, el hombre cayó inerte sobre el asfalto del aparcamiento. Me quedé inmóvil, paralizada por la sorpresa. Tony, el tipo que me sujetaba, vaciló —supongo que tan estupefacto como yo— y aflojó un poco la presión que ejercía sobre mí. Inspiré hondo y, dando un tirón con todas mis fuerzas, logré zafarme de él. Entonces sonó un nuevo ¡pop! y Tony, con un grito de dolor, se derrumbó pesadamente.De nuevo me paralicé. Aturdida, contemplé el cadáver del tipo de la cicatriz, miré después a su compinche, que se retorcía en el suelo de dolor mientras la pernera derecha de su pantalón se empapaba de sangre a la altura de la rodilla, y finalmente alcé los ojos hacia la oscuridad. Y vi surgir una figura de entre las sombras, un hombre de mediana estatura, menudo, pálido, cubierto con un abrigo negro y tocado con una boina ladeada al estilo francés. En la mano derecha sostenía una pistola con silenciador.Era el cuarto jinete del Apocalipsis, el ángel de la muerte.—Hola, Carmen —me saludó Ángel con su débil voz de niño, aproximándose—. ¿Estás bien?Asentí con un vacilante cabeceo. Ángel me dedicó una sonrisa y se acuclilló al lado de Tony, que seguía retorciéndose de dolor.—Eh, tú —dijo, dándole unos golpecitos en la cabeza con el silenciador para llamar su atención—. Mírame.Tony, con los ojos bañados en lágrimas, miró a Ángel, luego la pistola y por último al cadáver de su compinche.—Has matado a Bruno... —musitó con un lastimero hilo de voz—. Te lo has cargado, joder...—Pero eso es bueno —repuso Ángel suavemente—. Piensa que podría haberte matado a ti y ahora estaría hablando con tu amigo Bruno. Pero estoy hablando contigo y eso significa que estás vivo. Tienes suerte. Verás, te he disparado en una rodilla, pero con ayuda de un bastón podrás volver a caminar casi normalmente. Lo malo es que si te disparo en la otra rodilla tendrás que ir en silla de ruedas toda la vida.—No lo haga, por favor... —suplicó Tony.Ángel esbozó una sonrisa que me puso los pelos de punta.—Tranquilo. Si contestas a mis preguntas, no lo haré. ¿Por qué habéis asaltado a mi amiga?Tony se mordió el labio inferior.—Nos pagaron... —musitó.—¿Os pagaron por violar a Carmen?—¡No íbamos a violarla! —protestó Tony—. Sólo queríamos darle un susto, se lo juro...—Shhhhh —siseó Ángel—. No mientas, Tony; ibais a violarla y luego pensabais matarla. Carmen os había visto la cara y Bruno te llamó por tu nombre, algo que sólo haría si no pensaba dejar testigos. Pero eso ya no importa. Dime, ¿quién os pagó?Tony se mordió el labio inferior de nuevo.—Dos hombres —dijo—. Nunca los habíamos visto; vinieron al bar donde paramos Bruno y yo, en nuestro barrio, y nos ofrecieron el trabajo...—¿Cuánto os pagaron?—Mil euros.—¿Mil euros por matar a una mujer? —Ángel dejó escapar un débil suspiro—. Los aficionados estáis tirando los precios. ¿Cómo se llaman esos hombres?—No lo sé, no nos lo dijeron...Ángel volvió a suspirar y apoyó el cañón de su arma en la rodilla sana del sicario.—¿Cómo se llaman? —repitió.—¡No lo sé! —aulló Tony—. ¡Le juro que no lo sé! Escuche, eran dos tipos altos y fuertes, muy trajeados. Tenían el pelo corto, como si fueran militares, y... los dos llevaban bigote y gafas oscuras... Nunca se quitaron las gafas y no nos dijeron sus nombres, se lo juro por mi madre...Hernández y Fernández.—Sé quiénes son —intervine.Ángel me miró con curiosidad y luego se incorporó.—Muy bien, Tony —dijo—; acabas de salvar tu otra rodilla.Y sin solución de continuidad, le disparó en la frente.¡Pop!Antes de que su cabeza rebotara contra el asfalto, Tony ya estaba muerto. Ahogué un grito.—Lo has matado... —musité, horrorizada.—Sí.—Pero... pero... ¿por qué? Estaba herido, no podía hacernos nada.—Me había visto, Carmen —respondió Ángel con una expresión de absoluta inocencia en su pálido rostro sin edad.Sentí que me faltaba el aire y comencé a jadear. Ángel me miró con preocupación mientras guardaba la pistola.—Estás hiperventilándote. Procura respirar más despacio.Inspiré hondo un par de veces. De pronto, comencé a temblar. Ángel se quitó el abrigo y me lo puso por los hombros.—Tienes la ropa desgarrada —dijo—. Y hace frío.De algún modo, esperaba que el abrigo de Ángel desprendiese un aroma intenso y morboso, pero no olía absolutamente a nada e, ignoro por qué, aquella ausencia de olor me resultó aún más perturbadora. Contemplé de nuevo los dos cadáveres.—Hay que llamar a la policía... —murmuré.—No es buena idea, Carmen.—Pero...—La policía haría muchas preguntas que no podríamos responder. Debemos irnos.Ángel recogió del suelo mi bolso y me lo entregó; luego cogió las llaves del Citroen, abrió la puerta del copiloto y me invitó con un gesto a sentarme.—Estás nerviosa —dijo—. Conduciré yo.Durante unos minutos circulamos en silencio; Ángel absorto en la conducción, con su extravagante boina de apache parisino calada en la cabeza, y yo aspirando aire poco a poco para intentar tranquilizarme.—Eras tú quien me seguía —dije finalmente.Ángel asintió.—Desde que volviste de viaje, Carmen.—Porque te lo pidió Hermes.—Sí. Dosdedos me contó que te habían amenazado.Maldije interiormente a Hermes por no hacerme caso, pero acto seguido le bendije, pues de habérmelo hecho estaría muerta.—¿Adonde vamos? —pregunté.—Te llevo a tu casa.Sacudí la cabeza.—Vamos a casa de Hermes —dije.* * *
Era la una y media de la madrugada cuando Hermes nos recibió en pijama, envuelto en un impecable batín de seda escarlata. Al verme con la ropa rasgada y el pelo revuelto se alarmó mucho, pero antes de darle ninguna explicación le pedí que me prestara una camisa y me permitiera utilizar su cuarto de baño. Tras reparar someramente mi maltrecho aspecto (la camisa no me quedaba demasiado grande), fui al salón, le pedí a Hermes una copa de coñac, me la bebí de un trago y le conté lo que había ocurrido. Mientras hablaba, observé de reojo a Ángel. Se hallaba sentado en un sillón, mirando hacia el fondo de la sala; sus ojos se movían, como si siguiera con la mirada algo —o a alguien— invisible para los demás. De cuando en cuando, sacaba del bolsillo un frasco de pastillas y se tragaba un puñado. Cielo santo, qué loco estaba...—¿Te encuentras bien? —preguntó Hermes cuando concluí.—Sí, salvo mi orgullo.Me miró con aire preocupado.—¿Estás segura de que fueron los guardaespaldas de Müller quienes contrataron a esos hijos de puta?—Segura no, pero la descripción encaja.Hermes hizo un gesto de desconcierto.—Entonces, ¿Müller está implicado en el chantaje?Me encogí de hombros.—Quizá. O eso, o está protegiendo a Mochedano.—¿Protegiéndolo de ti?—De todo el mundo, supongo.—¿Ese Müller es el que ha pagado para que te mataran? —intervino de improviso Ángel.—Probablemente —respondí.Ángel sonrió como un niño inocente.—Yo podría ocuparme de Müller —se ofreció.—¡No! —repliqué, alzando la voz y el índice de la mano derecha al mismo tiempo—. No te vas a ocupar de Müller ni de nadie, ¿entendido?—Como quieras, Carmen —asintió él con docilidad.Me incorporé y le dije a Hermes:—Acompáñame un momento, por favor.Nos dirigimos a la cocina; al llegar allí, me volví hacia mi viejo colaborador y amigo, y le espeté:—Está loco, Hermes. Es un psicópata.—Pero te ha salvado la vida.—Sí, y de paso ha matado a dos personas.—Que te habían agredido.Me froté los ojos; estaba agotada.—Uno de ellos se encontraba herido en el suelo y Ángel le disparó —dije—. A sangre fría.—Y no lo apruebo —replicó Hermes—, pero menos apruebo que te maten a ti. Este asunto se está complicando demasiado, Carmen. Han intentado matarte, joder.—Violarme —le corregí.—Ah, bueno, entonces me quitas un peso de encima. —Agitó una mano, como reprendiéndome—. No voy a consentir que vayas por ahí sin protección, y de todas las personas que conozco, Ángel es la que mejor puede protegerte.Apoyé un hombro contra la nevera; cada vez estaba más cansada.—Me pone los pelos de punta, Hermes —musité.—Ángel te adora, Carmen. No está aquí por dinero; de hecho, se ha negado a cobrar ni un céntimo por cuidar de ti. Porque te aprecia; en serio, te aprecia mucho. Ya, ya sé que no está muy bien de la cabeza, y que es raro de narices, y también sé que tiene la mano muy suelta a la hora de matar, aunque, a fin de cuentas, es su trabajo; pero te es fiel como un perrito y hará lo que tú le digas. —Me acarició una mejilla—. Ya te han agredido una vez —dijo en tono paternal—; no quiero que vuelva a ocurrir. Recuerda lo que decía el gran Publio Siró: «El peligro llega más pronto cuando es despreciado». Así que mejor será que tomemos precauciones.No tenía ni la más remota idea de quién era Publio Siró, pero aquel día había sido demasiado intenso para enfrentarme a esas horas de la madrugada con las frases de Hermes. De modo que claudiqué. Regresamos al salón, me puse mi maltrecha chaqueta y cogí el bolso.—Me voy a casa —le dije a Ángel—; pero estoy bien, no hace falta que me acompañes. Por cierto, no te he dado las gracias por salvarme.—Ha sido un placer, Carmen.Carraspeé.—Me ha dicho Hermes que te has ofrecido a ser mi... guardaespaldas.—No quiero que te hagan daño.—Pues te lo agradezco, Ángel, pero voy a pedirte algo: no vuelvas a matar a nadie.—¿Nunca? —preguntó él con inocencia.—Bueno, sí, mejor nunca; pero por lo menos no mates a nadie que esté relacionado conmigo. ¿De acuerdo?Ángel me miró fijamente, con su sonrisa de niño ingenuo, sin parpadear. A decir verdad, creo que jamás le había visto mover los párpados; tenía mirada de pez.—Lo intentaré, Carmen —respondió tras un silencio—. Pero a veces no queda más remedio que matar.Capítulo 13
Dos días después, las muertes de Bruno y Tony aparecieron en la prensa; tan sólo un pequeño recuadro en la sección de sucesos donde se mencionaba el asesinato de dos conocidos delincuentes, motivado, según todos los indicios, por un ajuste de cuentas. Sentí una punzada de remordimiento cuando leí la reseña y me dije a mí misma que debería haber llamado a la policía, pero acto seguido comprendí que Ángel tenía razón cuando dijo que los maderos harían preguntas de difícil respuesta.
Al principio, creí que la agresión que había sufrido en el aparcamiento no me había afectado demasiado; a fin de cuentas, se supone que soy una chica dura, ¿no? Pero sí que me afectó. De hecho, durante dos noches consecutivas tuve pesadillas protagonizadas por Bruno y Tony, aunque lo que me aterrorizó de esos sueños no fueron aquellos dos chorizos, tan brutales como, en el fondo, patéticos, sino la frialdad asesina de Ángel. No obstante, reconozco que me tranquilizaba saber que el cuarto jinete del Apocalipsis cuidaba de mí. A fin de cuentas, era como tener a la Muerte de mi lado.El miércoles, a primera hora, telefoneé a Félix (sí, volví a despertarle) y le pedí que destacara a alguno de sus colegas para que vigilase a Martin Müller. Ya no me cabía duda de que el representante de Mochedano estaba implicado de alguna manera y, teniendo en cuenta que había ordenado que me mataran, me pareció prudente tenerle controlado en todo momento.El resto del día fue un gran vacío. Cuando le dije a Óscar que iba a estar muy ocupada con el caso Mochedano, no falté a la verdad, aunque lo cierto era que, en aquel momento, la mayor parte de mi trabajo consistía en estar en el despacho esperando a que sucediera algo. Cabía la posibilidad de que el chantajista mandara un nuevo mensaje antes del viernes, en cuyo caso yo debía estar localizable y preparada para dirigir el plan que habíamos organizado. Pero no sucedió nada. Hasta el jueves.A primera hora de la mañana, nada más llegar a la agencia, me llamó Emilio Santamaría para decirme que quería estar presente cuando identificáramos al chantajista. Le contesté que en ese momento no podía hablar con él y que le llamaría más tarde. Era mentira; lo que no quería es que interfiriese en mi trabajo, sobre todo con Ángel rondando a mi alrededor. Volvió a llamar una hora más tarde y Gabriel, siguiendo mis instrucciones, le dijo que no estaba en el despacho. Entonces, Emilio comenzó a llamarme al Motorola, así que lo desconecté. Por eso tengo otro móvil cuyo número sólo conocen en la agencia: para no tener que contestar llamadas inoportunas. Lo malo fue que aquello me impidió responder a una llamada tristemente oportuna.Para engañarme a mí misma con el espejismo de que estaba haciendo algo, me puse a repasar los informes sobre la actividad de Mochedano. El jugador seguía con su vida normal como si nada sucediese; entrenaba, cumplía con sus obligaciones y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su casa; todo de lo más cotidiano. De hecho, demasiado cotidiano. Entonces caí en la cuenta de que algo no encajaba: después de recibir el nuevo mensaje del chantajista, Mochedano no había ido a ningún banco para sacar el dinero exigido, no había recurrido a la policía, no había hecho nada... salvo hablar con Müller. ¿Por qué? ¿Qué significaba eso?Salí de la agencia temprano, alrededor de la una y media, ya que antes de comer quería pasarme por Interlandia. El cibercafé se encontraba en la calle Maudes —una vía larga y más bien estrecha llena de tiendas y bares—, casi esquina con Alonso Cano, cerca de una taberna. Supuse que dentro estaría montando guardia alguno de los colegas del Gato, pero no entré para comprobarlo. A decir verdad, sólo quería echar un vistazo a la zona, más por sentirme ocupada que por otra cosa.Comí en casa y regresé a la agencia a las cuatro. Nada más cruzar el umbral de la puerta, Gabriel me informó de que Emilio Santamaría había telefoneado cinco veces.—Ha insistido en que le llame lo antes posible —dijo.Negué con la cabeza.—Sigo sin estar para él —respondí mientras me dirigía a mi despacho.—También telefoneó don Mario Gutiérrez, de Investigaciones Privadas Searching Ltd.—¿Cuándo?—A las tres menos cuarto. Dijo que volvería a llamar más tarde.Entré en el despacho y me acomodé frente al escritorio. Le eché una ojeada al correo electrónico; había una docena de e-mails, pero ninguno importante. Saqué el Motorola del bolso y lo conecté. Tenía varias llamadas perdidas y siete mensajes de voz; seis de Emilio Santamaría y uno de Mario Gutiérrez grabado a las 14:53 y emitido desde su móvil. Ignorando los mensajes del ex policía, seleccioné el del detective colombiano y lo activé. Tras un pitido, la grabación comenzó a sonar en el auricular. Primero, ruido de tráfico, bocinazos, voces lejanas; un segundo más tarde, la voz de Gutiérrez:—Buenos días, señora Hidalgo. He llamado a su despacho y me han comunicado que había salido. Disculpe que la importune, pero tengo algo muy urgente que referirle. Por fin he conseguido uno de los documentos de Simón Mochedano. Es una fotocopia de su fe de bautismo y... En fin, señora, no se va a creer lo que he descubierto. Por favor, llámeme lo antes posible.La grabación se interrumpió con un nuevo pitido. Seleccioné el número de Gutiérrez y pulsé el botón de llamada; la señal sonó intermitentemente durante un largo minuto y luego se cortó. Volví a intentarlo, con idénticos resultados, así que llamé a Gabriel y le pedí que telefoneara a Investigaciones Privadas Searching Ltd., el despacho de Gutiérrez. Un par de minutos más tarde, Gabriel me informó de que en la oficina del detective sólo respondía un contestador automático.Emilio Santamaría telefoneó varias veces más durante la tarde, pero no respondí a ninguna de sus llamadas. Gutiérrez, por el contrario, no volvió a dar señales de vida. Cada media hora, Gabriel llamaba a su oficina, sin obtener más respuesta que el mensaje grabado en el contestador. Yo no tuve mejor suerte con su móvil.Regresé a casa a las nueve y media. Como tantas otras noches al enfrentarme a la soledad de mi piso, me planteé la posibilidad de comprarme un gato, sólo por recordar qué se siente cuando alguien sale a recibirte. Pero no me gustan los gatos; la pobre Sigourney Weaver casi la palma en Alien por culpa de un maldito gato.Me quité la chaqueta, los zapatos y me tumbé en el sofá. No había hecho nada en todo el día, pero estaba cansada. Cerré los ojos... y entonces el móvil comenzó a sonar. Pensé que era Emilio Santamaría, pero no: la llamada procedía del despacho de Gutiérrez. Me incorporé y cogí el Motorola a toda prisa.—Dígame.—¿Doña Carmen Hidalgo? —preguntó una temblorosa voz de mujer con acento colombiano.—Soy yo.—Perdone que la importune, señora; soy Gloria Toledano, la secretaria del señor Gutiérrez. He escuchado sus mensajes en el contestador y...Se le estranguló la voz.—¿Sucede algo? —pregunté, alarmada.—Sí, señora, una desgracia. El señor Gutiérrez ha fallecido...Sus palabras se transformaron en sollozos mientras una serpiente helada me recorría la espalda. Aguardé a que la mujer se calmara un poco y pregunté:—¿Qué le ha ocurrido?Oí cómo sorbía por la nariz.—Un atropello, señora. Aquí mismo, delante de la oficina.—¿Cómo ha sido? —musité.—Esta mañana, como solía hacer, el señor Gutiérrez dejó su carro en el parqueadero que está frente a la oficina, y al cruzar... —Tragó saliva—. Al cruzar la calle, una Pick Up Chevrolet le embistió...Un nuevo sollozo.—¿Quién conducía el vehículo? —pregunté.—El malnacido se dio a la fuga, señora. —La voz de la mujer se endureció—. Un testigo del atropello dice que era un hombre. Detuvo el carro, tanteó el cuerpo del pobre señor Gutiérrez y al comprobar que había muerto se fue a toda velocidad.—¿Ese testigo tomó la matrícula?—Sí, señora, pero eran placas falsas.Placas falsas. Experimenté una intensa sensación de irrealidad, como si fuera espectadora de una representación teatral.—¿A qué hora sucedió? —pregunté.—A eso de las nueve y diez, señora.Las tres y diez de la tarde según el horario español. Es decir, poco después de que Gutiérrez dejara un mensaje en mi buzón de voz.—Disculpe que le pregunte esto ahora, Gloria —dije—, pero es muy importante. El señor Gutiérrez me llamó hoy para hablarme sobre un documento que acababa de encontrar, pero no pudo localizarme. ¿Le comentó algo a usted?—No, señora. Ayer estaba muy contento, porque había ubicado algo que llevaba tiempo buscando, pero no me dijo qué era. —Hizo una breve pausa—. No sé si estará relacionado, señora, pero hoy, muy temprano, mi patrón tenía que reunirse con un policía amigo suyo en la Dirección Central de la avenida El Dorado. Precisamente de ahí venía cuando sucedió la desgracia...La secretaria se echó a llorar de nuevo. Dediqué unos minutos a intentar consolarla; luego le expresé mis condolencias, me despedí y corté la comunicación. Durante largo rato permanecí con la mirada perdida y la mente en blanco, como si no pudiera, o no quisiera, asimilar aquella muerte. Entonces, de repente, el móvil sonó de nuevo. Era Emilio Santamaría.—¿Se puede saber dónde cojones te habías metido? —bramó su voz en el auricular.—Tenía cosas que hacer —respondí en tono neutro.—Yo también tengo cosas que hacer, coño, pero contesto las llamadas. —Masculló algo ininteligible y prosiguió—: Bueno, vamos a ver; mañana quiero reunirme contigo a primera hora para que me cuentes cómo vas a cazar al hijoputa ese...—No —le interrumpí.—¿No? ¿Cómo que no?—Según indicaciones expresas de tu jefe, mi trabajo acabará cuando localice e identifique al chantajista. En el momento en que eso suceda, te llamaré; pero lo que ocurra antes es asunto mío. Buenas noches, Emilio; estaremos en contacto.—Pero...No le di tiempo a protestar; corté la comunicación y apagué el móvil. Luego apoyé los codos en las rodillas y oculté la cara entre las manos.Mario Gutiérrez no había sido víctima de un accidente, sino de un asesinato. Le habían matado por investigar lo que yo le pedí que investigara, y el conductor que lo atropello no se bajó del coche para comprobar el estado del herido, sino para apoderarse del documento que el detective había conseguido para mí.Todo era culpa mía.Capítulo 14
Lamenté más de lo que cabía esperar la muerte de Mario Gutiérrez, y no sólo porque me sintiera culpable de ella, sino porque apreciaba a ese hombrecillo inteligente y amable; aunque, a decir verdad, lo ignoraba todo sobre él. No sabía si estaba casado, si tenía hijos, dónde vivía, cuál era su edad, no sabía nada. Nuestras vidas se habían cruzado brevemente y luego la suya se truncó. Por mi culpa.
Pero no fui yo quien le mató, sino un conductor que se dio a la fuga en un Chevrolet con la matrícula falsa. ¿Quién era ese hombre? Probablemente, jamás lo sabría, pero estaba convencida de que se trataba de alguien relacionado con la familia Mochedano. Quizá alguno de los hijos de don Antonio, o puede que un sicario contratado por ellos; en el fondo daba igual, porque nunca se conocería su identidad. Entonces sentí rabia, una ira sorda y obstinada que nació poco a poco en mi interior y allí se quedó como un desagradable ruido de fondo. Y, finalmente, llegó el día D.El viernes, desde primera hora de la mañana, todo estaba preparado para iniciar el último acto de la función. En Interlandia vigilaban cuatro colegas de Félix; uno dentro del local y tres en la calle. A Félix le había entregado el día anterior una de las cámaras de vídeo de la agencia, para que grabase al chantajista. Si es que aparecía. Otros cuatro moteros montaban guardia frente a la casa de Rubén Mochedano, uno seguía a Müller y, en un bar cercano a la agencia, había otros dos más a la espera de cubrir posibles contingencias. Violeta, desde su casa, controlaba los ordenadores del cibercafé. Todos estábamos conectados mediante móviles, salvo mi prima, que lo hacía por Internet.Y todo eso sería inútil si el chantajista cambiaba sus hábitos y decidía enviar el mensaje desde otro lugar.No sucedió nada hasta después del mediodía. A las doce y media, Paco, el motero que seguía a Müller, me llamó para informarme de que el representante del jugador, escoltado por sus gorilas, había acudido a una sucursal del Deutsche Bank. Tres cuartos de hora más tarde volvió a telefonear y me comunicó que, después de permanecer veinte minutos en el interior del banco, Müller y sus guardaespaldas —uno de los cuales cargaba ahora con una pesada bolsa de viaje— habían partido rumbo a la casa de Mochedano. Müller permaneció allí media hora y luego regresó a su piso del Paseo de la Castellana.Así que el alemán se había ocupado personalmente de recoger el dinero para pagar el chantaje. Eso sí que era estar al servicio de su representado.A las dos y media, Gabriel trajo unos bocadillos y unas latas de cerveza y Coca-Cola. Comimos él, Hermes y yo en la agencia, esperando a que comenzara el juego. Pero el partido se demoraba.El reloj que hacía tic-tac colgado en la pared de mi derecha —genuina copia de un Omega antiguo— marcó las cuatro.Y luego las cuatro y media.Y las cincoLas agujas iban cada vez más lentas.Violeta estaba conectada por ordenador conmigo y con Delco, que permanecía de guardia en el interior del cibercafé. «Me abuuuuuuuurro», escribió mi prima en la pantalla del monitor. «Pues yo ni te cuento, colega», respondió Delco. «No veas cómo tengo el culo de estar sentado aquí». «Búscate alguna página porno para pasar el rato», propuso Violeta. «¿Y qué te crees que he hecho, tía?», replicó Delco.Las seis.Las seis y media.Y a las siete menos diez sucedió. De pronto, el sonriente rostro de Violeta apareció en un recuadro de la pantalla al tiempo que su voz sonaba por los altavoces:—¡Ya lo tenemos, acaba de entrar en su cuenta de Yahoo!Simultáneamente, mi prima escribió un texto en el monitor: «EL PRIMO ESTÁ EN EL ORDENADOR 13».Contuve el aliento. Hermes se aproximó y contempló la pantalla por encima de mi hombro. Treinta larguísimos segundos más tarde, Delco escribió: «Le veo. Está dándole al teclado a toda leche».«¿Qué aspecto tiene?», escribí.«De pringao», respondió Delco.Supuse que ésa sería la descripción más detallada que iba a ofrecerme, así que no pregunté más. Cinco minutos después, Violeta dijo:—Acaba de mandar el mensaje, Carmen. Te lo estoy reenviando.«El tío se abre», escribió Delco. «Voy a avisar al Gato».Félix estaba en el exterior. Él y dos de sus colegas se ocuparían a partir de aquel momento de seguir al chantajista. Ahora sólo era cuestión de esperar.Un ding-dong brotó del ordenador avisándome de que había llegado un correo electrónico. Era el mensaje del señor Sinimeg.De: sinimeg@yahoo.es
Enviado el: viernes, 12 de mayo de 2006 18:59
Para: rumoche@telefonica.net
Asunto:
El procedimiento será el mismo que la vez anterior. Utiliza el carro de los guardeses. Debes estar exactamente a las 20:00 en el número 18 de la calle Santa Engracia. Frente al portal verás un contenedor de basura. En su interior, debajo de unos ladrillos rotos, hay un periódico arrugado. Dentro encontrarás algo para ti. Cógelo y espera instrucciones.
Recuerda que debes venir solo y que te estaremos vigilando constantemente. El dinero, como en la otra ocasión, deberá ir en una bolsa de deporte. Si obedeces nuestras órdenes, ésta será la última vez que tengas noticias nuestras.
Descolgué el teléfono y llamé a Makoki, el motero que estaba al frente del grupo que vigilaba la casa de Mochedano, para decirle que la operación se había puesto en marcha e informarle del lugar a donde el jugador se dirigiría en breve. Acto seguido, telefoneé a los dos moteros que esperaban abajo y les pedí que se desplazaran inmediatamente a la calle Santa Engracia y vigilaran el contenedor que había frente al portal 18.—Mochedano acaba de leer el mensaje —anunció Violeta por los altavoces.Hermes y yo nos miramos en silencio y aguardamos. Cinco minutos más tarde, Félix telefoneó. Conecté el «manos libres».—No te lo vas a creer, tía. —Su voz se mezclaba con el ruido de la calle—. Este capullo vive al lado del ciber.—¿Dónde?—En el primero derecha de María de Guzmán, 24.—¿Cómo sabes el piso?—Porque le he visto por la ventana, joder. Y sé más cosas, tía. Me he colado en el portal y le he echado un ojo a los buzones. El tío se llama Alejandro Cardoso Gómez.Exhalé un suspiro.—No vuelvas a entrar en el portal, Félix —dije—; podría verte y mosquearse. De todas formas, buen trabajo. Y ahora estad atentos, porque el tal Cardoso va a salir en cualquier momento. Lo más probable es que se dirija a la calle Santa Engracia.Corté la comunicación y contemplé de nuevo a Hermes.—Alejandro Cardoso... —murmuré—. ¿Quién demonios es Alejandro Cardoso?Era una pregunta retórica, claro, pero Hermes respondió:—Un loco. María de Guzmán es la paralela a Maudes; ¿cómo es posible que ese inepto mande mensajes de chantaje desde un cibercafé que está al lado de su casa? Además, empiezo a sospechar que el muy insensato actúa solo, en cuyo caso no sólo sería un loco, sino además un completo idiota. Como decía Chamfort, «las tres cuartas partes de las locuras no son más que necedades».Hermes tenía razón; Cardoso se comportaba con una despreocupación que rayaba en la inconsciencia. Actuaba como si no tuviera nada que temer. ¿Por qué?Cinco minutos más tarde, Alejandro Cardoso salió de casa, montó en su automóvil —un Ford Mondeo que se hallaba estacionado en un aparcamiento cercano— y partió rumbo a la calle Santa Engracia. Poco después, a bordo del Opel Astra de sus criados, Rubén Mochedano abandonaba su hogar en La Moraleja con idéntico destino.* * *
Cardoso llegó a la calle Santa Engracia y aparcó el coche en doble fila a unos doscientos metros del contenedor. Diez minutos más tarde, a las ocho menos cinco, se presentó Mochedano. Estacionó en paralelo al contenedor, bajó del vehículo y comenzó a rebuscar entre los cascotes. Al poco, encontró el periódico arrugado y sacó algo de su interior: un teléfono móvil.Un minuto más tarde, Cardoso telefoneó a Mochedano. Félix llevaba el interceptor de frecuencias que nos había proporcionado mi cuñado Sebastián, así que pudimos enterarnos de la breve conversación que mantuvieron. En realidad, sólo fue una orden: el chantajista le dijo al jugador que se dirigiera a la plaza del Marqués de Salamanca. Mochedano arrancó el Opel y partió hacia el lugar indicado. Unos segundos después, Cardoso comenzó a seguirle a mucha distancia.Cuando Mochedano llegó a la plaza, Cardoso le telefoneó para ordenarle que se dirigiera al número 20 de la calle López de Hoyos, y cuando el jugador se presentó en López de Hoyos, el chantajista le mandó a la glorieta de Quevedo, y luego a Serrano, y después... En fin, pronto quedó claro que la táctica de Cardoso consistía en tener dando vueltas por Madrid a Mochedano; probablemente, hasta que se hiciera de noche. Al parecer, a la hora de cobrar, el chantajista sí que tomaba precauciones.Pero unas precauciones muy aburridas. Después de tres cuartos de hora asistiendo vía telefónica a aquella especie de gincana, comencé a perder la concentración y mi mente se puso a divagar. Entonces se me ocurrió una idea, algo tan absurdo y estúpido que a punto estuve de dejarlo correr; pero me aburría, así que empuñé el ratón del ordenador, entré en Google, tecleé «alejandro cardoso gómez» y pulsé la tecla de búsqueda. Juro por lo más sagrado que no esperaba encontrar nada, pero lo encontré.—Hermes... —dije con la mirada fija en el monitor.—¿Sí, jefa?—Cardoso tiene una página web. Hermes se giró hacia la pantalla y contempló la página electrónica donde acababa de entrar.—Carajo... —musitó.Ahí estaba, resumida, su vida y milagros. Alejandro Cardoso Gómez, nacido el 13 de marzo de 1970 en Santa Marta, Colombia, y nacionalizado español en 2001. Periodista y corresponsal deportivo de varios diarios hispanoamericanos. Había publicado dos libros. De poesía.—¿Un poeta? —exclamó Hermes con las cejas arqueadas—. Esto es de locos.La página web también incluía una foto, el retrato en blanco y negro de un hombre delgado, con grandes entradas y una nariz demasiado larga sobre la que cabalgaban unas gafas de lentes redondas estilo Harry Potter. En efecto, tenía pinta de pringado.—Quizá sea otra persona con el mismo nombre —sugerí.Pero no lo era. Cuando Félix llamó para informarnos sobre la nueva etapa de la gincana, le describí al personaje de la fotografía y el Gato me confirmó que se trataba de Cardoso. Y es que cuando crees que ya nada puede sorprenderte, de repente surge algo que te deja con la boca abierta. Estábamos persiguiendo a un chantajista poeta.Finalmente, después de tener durante más de una hora a Mochedano dando vueltas y más vueltas por en medio del tráfico y las obras de Madrid, Cardoso rompió la pauta. Hasta entonces, había seguido al jugador desde lejos, pero a las nueve menos cuarto, cuando se encontraban por la zona oeste de la ciudad, llamó a Mochedano para ordenarle que se dirigiera a la carretera de El Pardo, mientras que él ponía rumbo a la M-40, la autovía de circunvalación.Diez minutos más tarde, Cardoso telefoneó a Mochedano y le ordenó que diera la vuelta y regresara a la ciudad en dirección a Moncloa. Poco después, el chantajista poeta abandonó la autovía por una desviación que conducía a la M-30 y detuvo el coche en el arcén, justo debajo de un ramal elevado. Busqué en Internet un plano de la zona: la carretera que pasaba por encima de donde había aparcado Cardoso era precisamente la de El Pardo, por donde en aquel momento circulaba Mochedano. Sonreí; ya sabía cómo se iba a producir el intercambio del dinero: dejándolo caer.Cardoso apagó las luces del coche y telefoneó al jugador. Le ordenó que se detuviera una vez superado el paso elevado y que, después de guardar el móvil junto con el dinero, tirara la bolsa por el costado derecho del puente.Apenas tres minutos más tarde, Mochedano estacionó en el lugar indicado, bajó del vehículo con una bolsa de deporte negra y la arrojó por encima del guardacarril. Acto seguido, se puso de nuevo al volante y partió en dirección a Madrid. Diez metros más abajo, Cardoso recogió la bolsa, montó en su Mondeo, arrancó y enfiló la M-30 adelante. El reloj marcaba las nueve y veinte.—Ya está —comentó Hermes, reclinándose en el asiento—. Se acabó.—Aún no. Veamos adonde van.A sus casas; fueron a sus respectivas casas. Mochedano se dirigió a La Moraleja y Cardoso, por increíble que parezca, condujo tranquilamente hasta María de Guzmán, estacionó en el aparcamiento y se encaminó a su piso cargando con la bolsa y los dos millones de euros que contenía.—¿Qué hacemos ahora? —me preguntó Félix por el manos libres.—Quedaos ahí vigilando —respondí—. ¿Tienes la cámara de vídeo a mano?—No, la he empeñado... Es coña; le he hecho al Cardoso unas tomas tela de guays.—Pues sigue rodando y graba a cualquiera que entre o salga de la casa. ¿De acuerdo?—¡Señor, sí, señor!Corté la comunicación y me quedé pensativa. Era el momento de llamar a Emilio Santamaría... pero no quería hacerlo, aún no. En el instante en que Emilio entrase en escena, yo haría mutis por el foro y jamás sabría qué estaba pasando, nunca me enteraría de por qué había muerto Mario Gutiérrez. Y eso no era justo. Tenía que averiguar la verdad, no por obstinación, ni por curiosidad, sino por Gutiérrez, para que su muerte no resultara en vano y yo pudiera expiar un poco mi culpa. Me giré hacia Hermes y le pregunté:—¿Cómo contactas con Ángel?—Tengo su número de móvil.—Dime cuál es, por favor.Hermes me dictó el número y lo marqué en el Motorola. Casi instantáneamente, la tenue voz de Ángel respondió:—Hola, Carmen.—Hola, Ángel. ¿Dónde estás?—Cerca; recuerda que cuido de ti. ¿Necesitas algo?—Que me hagas un favor, Ángel. ¿Puedes reunirte conmigo frente al número 24 de la calle María de Guzmán?—Sí.—Yo salgo para allí ahora mismo. ¿Te llevo?—No, Carmen, gracias. Iré por mi cuenta.Corté la comunicación y guardé el móvil en un bolsillo.—¿Vas a ir a la casa de ese chantajista de pacotilla? —preguntó Hermes.—Sí —repuse al tiempo que me ponía la chaqueta—. Necesito que te quedes aquí para seguir controlando las llamadas, Hermes. Si hubiera alguna novedad, telefonéame al móvil. ¿Vale?—Vale; pero, ¿para qué vas allí?—Para charlar con Alejandro Cardoso —respondí mientras me dirigía a la puerta.Capítulo 15
Eran las once menos veinte cuando llegué a María de Guzmán. No transitaba demasiada gente por la calle, aunque al ser viernes había bastante actividad en los bares y restaurantes de los alrededores. Dejé el Citroen en el aparcamiento y caminé hasta al número 24, una casa de cinco alturas tan normal y corriente como cualquier otra. Me detuve en la acera situada frente al edificio; las ventanas del primero derecha estaban oscuras, pero al fondo se distinguía el parpadeo de un televisor encendido. ¿Después de hacerse con dos millones de euros Cardoso lo celebraba viendo la tele? Qué tipo más raro.
Miré a izquierda y derecha; no se veía rastro de Félix y sus moteros, aunque en realidad eso era lo que se esperaba de ellos, que no se les viese. Pero estaban allí. Escuché un silbidito a mi izquierda y vi la cabeza del Gato asomando por la esquina. Me aproximé a él; Delco estaba a su lado, apoyado contra la pared, fumando un indolente cigarrillo.—¿Qué haces aquí, tía? —preguntó Félix.—He venido a echar un vistazo. ¿Sólo estáis vosotros dos?—No; Lucas y Chupa vigilan desde la otra esquina.—¿Cardoso sigue en casa?—Si no, no estaríamos aquí, colega.—Ya; una pregunta tonta, perdona. ¿Tienes la cámara a mano?—Sí.—Pues enséñame a Cardoso, anda.Félix sacó del bolsillo de la cazadora una pequeña Sony digital, la conectó y comenzó a manipular los controles. Entonces advertí que el cigarrillo de Delco no olía a tabaco; mejor dicho, no olía sólo a tabaco.—¿Te estás fumando un porro? —pregunté.—Sí, tía —respondió Delco con una plácida sonrisa. Luego, tendiéndome el medio consumido pitillo, agregó—: ¿Quieres?Negué con la cabeza. En ese momento, Félix encontró lo que buscaba y me mostró la diminuta pantalla de la cámara. En ella se veían imágenes de Alejandro Cardoso saliendo del portal y echando a andar calle arriba. Era, en efecto, el mismo individuo de la página web, un tipo menudo y algo desgarbado vestido con vaqueros, deportivas y una trenca gris (¡una trenca!). Parecía más un profesor universitario que un delincuente. De hecho, parecía cualquier cosa menos un delincuente.—¿Ha entrado o salido alguien de la casa desde que llegó Cardoso? —pregunté.—Poca gente —repuso Félix—. Salieron dos pibitas y un tío con pinta de oficinista, y ha entrado una abuela, dos bigotudos y una maruja.Una metafórica campanilla comenzó a tintinear en mi cabeza.—¿Cómo eran los bigotudos?El Gato se encogió de hombros.—Cachas, trajeados, con pinta de maderos.—¿Los has grabado?—Claro.—Enséñamelos.Félix se puso otra vez a manipular la cámara. Entonces, una voz de niño dijo a mi espalda:—Hola, Carmen.Era Ángel. Ya no llevaba la boina francesa, sino una gorra a cuadros verdes y marrones que, no sé por qué, me hizo pensar en un ornitólogo inglés.—Hola, Ángel —le saludé—. Espera un momentito; enseguida estoy contigo.—¿Quién es tu amigo, tía? —susurró Félix sin apartar la vista de la cámara—. Parece un pez muerto.—Pues es un tiburón vivo —repuse en voz baja—. Más vale que no le vaciles.—No pensaba vacilarle; da grima el jodido... —Pulsó un botón y me mostró la pantalla de la cámara—. Aquí están; mira.Las imágenes mostraban un plano amplio del número 24 de María de Guzmán. Junto al portal había dos hombres grandes y fuertes, ambos con bigote. Hernández y Fernández, los gorilas de Müller. Uno de ellos, que llevaba al hombro un bolsón de cuero, pulsó uno de los botones del portero automático y habló brevemente por el intercomunicador. Luego pulsó otro botón y volvió a decir algo; al poco, la puerta se abrió y los dos hombres entraron en la casa. La grabación se interrumpió.—¿Cuándo llegaron? —pregunté.—Cinco minutos después de Cardoso. ¿Pasa algo, tía?—No lo sé. ¿Cuánto tiempo estuvieron dentro?—Una media hora o así. Hará cosa de diez minutos que se han ido.—¿Los grabaste al salir?Félix asintió con un cabeceo, pulsó un botón de la cámara y me enseñó de nuevo la pantalla. El encuadre mostraba ahora a Hernández y Fernández de espaldas, alejándose calle arriba. Todo similar al plano anterior, pero con una diferencia: antes, el bolsón que transportaba uno de los gorilas iba vacío y ahora estaba lleno. Félix desconectó la cámara y se quedó mirándome, expectante. Cerré los ojos y me froté una sien; comenzaba a dolerme la cabeza. ¿Müller estaba compinchado con Cardoso? ¿O sólo lo estaban Hernández y Fernández? ¿O ninguna de las dos cosas?—Voy a entrar en la casa —le dije a Félix—. Esperad aquí hasta que salga. —Me aproximé a Ángel, que aguardaba con una paciente sonrisa en los labios, y le comenté—: Tengo que entrevistarme con un delincuente. Creo que es inofensivo, pero me sentiría más tranquila si me acompañaras.—Claro, Carmen.—Pero no quiero que mates ni hieras a nadie.—Lo intentaré.—Aunque a lo mejor necesito que le asustes un poco...La sonrisa de Ángel se amplió.—Se me da bien asustar —dijo.No lo puse en duda. Nos dirigimos al número 24; el portal estaba cerrado, pero eso no era un problema. Miré a un lado y a otro, saqué del bolso un juego de ganzúas, me incliné sobre la cerradura y en menos de medio minuto abrí la puerta.—No sabía que supieras hacer eso, Carmen —comentó Ángel mientras entrábamos en el portal.—Me enseñó Hermes —repuse.Subimos por las escaleras sin encender la luz y nos detuvimos al llegar al primer piso. Del interior de la casa de Cardoso llegaba el sonido de un televisor. Saqué del bolso una pequeña linterna Mag-Lite; la encendí y dirigí el haz de luz hacia la puerta. El corazón me dio un vuelco: el marco estaba astillado, como si hubieran forzado la cerradura con una palanqueta.Instantáneamente, una pistola con silenciador apareció en la mano derecha de Ángel. Tras unos instantes de inmovilidad, extendió la izquierda y empujó la puerta, que se abrió con un leve gemido de óxido. Él entró primero y yo le seguí. La casa estaba a oscuras; atravesamos un diminuto recibidor y entramos en el salón. Lo primero que advertí fue el desorden; la luz de las farolas que se colaba por las ventanas permitía ver con claridad los muebles derribados, los libros tirados por el suelo, los cajones abiertos y volcados. Lo siguiente que percibí fue el olor, un aroma intenso y morboso. Olía a matadero. A sangre. Finalmente, le vi a él. Estaba sentado en una silla, delante del televisor, con las manos atadas a la espalda. Al principio no lo reconocí; tenía el rostro destrozado a golpes, una profunda herida en el cuello y la pechera de la camisa empapada de sangre. Sus ojos, inmóviles, reflejaban el titileo de la pantalla. Era, o había sido, Alejandro Cardoso.—¿Está...? —musité, sin atreverme a completar la pregunta.—Muerto —asintió Ángel, aproximándose al cadáver. Le rozó la frente con el dorso de la mano y susurró—: Aún está caliente. Le han cortado el cuello con un cuchillo o una navaja muy afilada, de izquierda a derecha. Un trabajo profesional. Antes de matarlo, lo han torturado.Aparté la mirada de aquel cuerpo maltrecho y contemplé el televisor; emitían un espacio de telerrealidad, Gran Hermano o alguna bobada similar. Con absoluta incongruencia, me pregunté cómo era posible que un poeta muerto viera programas tan malos. Entonces, de repente, noté que el estómago se me revolvía.—¿Estás bien, Carmen?—Sí... —contesté, tragando saliva para contener las arcadas.Hubo un silencio —nunca mejor dicho— sepulcral.—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó Ángel—. No podemos quedarnos mucho tiempo, Carmen.Paseé la mirada por el desordenado salón.—Vamos a registrar el piso —dije.Y eso hicimos, aunque era evidente que otros —Hernández y Fernández— lo habían registrado antes que nosotros. Aparte del salón, una homeopática cocina y el cuarto de baño, sólo había dos habitaciones más: un dormitorio con la cama deshecha, los armarios abiertos y la ropa desperdigada por el suelo, y un despacho tan revuelto como el resto de las estancias. En el despacho encontré la bolsa de deporte negra donde había viajado el dinero. Estaba vacía. Sobre la mesa de trabajo descansaba un teclado y unos altavoces de ordenador, pero no había ni rastro del ordenador. Regresamos al salón y contemplé durante unos segundos el cadáver de Cardoso; luego eché a andar hacia el recibidor.—Vamonos —dije.Al salir a la calle, me detuve frente al portal y respiré profundamente un par de veces. Me sentía fatal; tenía el estómago revuelto y un leve mareo. Supongo que no estaba acostumbrada a ver cadáveres degollados. El frescor de la noche me serenó un poco mientras nos dirigíamos a la esquina donde se encontraban Félix y Delco.—Joder, tía, ¿qué ha pasado? —preguntó el Gato al verme—. Estás blanca...Delco, apoyado en la pared, fumaba tranquilamente otro canuto. Lo cogí de entre sus dedos, le di dos profundas caladas y retuve el humo en los pulmones. Lo hice para tranquilizarme, más por la nicotina que por el hachís. Aunque, claro, el hachís también ayudó.* * *
Fuimos a un bar cercano al aparcamiento —Félix, Delco, Ángel y yo— y nos sentamos en torno a una mesa situada al fondo del local, lejos de la barra. Los moteros pidieron unas cañas, y yo, un café doble muy cargado y dos aspirinas. Ángel no tomó nada, pero a cambio engulló un puñado de pastillas verdes y amarillas.—Bueno, tía, ¿qué coño ha pasado? —preguntó Félix cuando se fue el camarero—. Parece que hayas visto un muerto.—He visto un muerto.—¿Cómo que has visto un muerto?—Cardoso.—¿Cardoso está muerto? —Félix me miró con los ojos como platos—. No me jodas, ¿os lo habéis cargado?Le fulminé con la mirada.—El trabajo ya estaba hecho cuando llegamos —dijo Ángel con voz risueña, como un niño contando la travesura de otro.—Qué fuerte... —musitó Delco con cara de alucinado.—Pero entonces —insistió Félix—, ¿quién lo ha matado? —Arqueó las cejas—. ¿El dúo bigotón...?—Ellos encabezan todas las apuestas —asentí.—Qué fuerte... —repitió Delco, tan alucinado como antes.—¿Y quién cojones son? —preguntó el Gato.—Los gorilas de Müller, el representante de Mochedano.Félix se dio una palmada en la frente.—Coño, ya decía yo que me sonaban.En ese momento, justo cuando el camarero traía nuestras bebidas, sonó el Motorola. Era Hermes.—Ha telefoneado Emilio Santamaría —me informó—. Dice que le llames en cuanto puedas, sea la hora que sea. También ha llamado Paco, el motero que sigue a Müller. Por lo visto, el alemán ha salido hace un cuarto de hora de su casa y acaba de entrar en un chalet de Arturo Soria, en el número 284.Allí estaba la sede de Prominsa, la empresa inmobiliaria de Müller. Consulté el reloj: eran casi las once y media.—¿Y qué ha ido a hacer allí a estas horas? —murmuré.—Supongo que es una pregunta retórica, jefa, porque no tengo ni idea.—Lo es, Hermes. Ya me ocuparé yo de eso, gracias.Corté la comunicación. Busqué en la agenda el número de Paco y pulsé el botón de llamada.—Joder, tía, ¿cuándo me vas a relevar? —exclamó el motero sin tan siquiera saludarme—. Llevo todo el puto día siguiendo al capullo este.—Tranquilo, ya queda poco. ¿Dónde estás?—En el quinto coño, joder. En Arturo Soria, 284, frente a un puto chalet de los cojones. En la entrada pone Prominsa o no sé qué leches...Desde luego, estaba enfadado. Y con razón; debería haberle relevado, pero me olvidé por completo de él. Ya era tarde para eso, en cualquier caso.—¿Cuándo ha llegado Müller al chalet? —pregunté.—Hace cinco puñeteros minutos.—¿Qué ha hecho al llegar?—¿Y yo qué hostias sé? Ha metido el Mercedacos en el garaje y ya no he visto nada más. ¿O es que te crees que tengo rayos X en los ojos?—¿Hay alguna luz encendida en la casa?—En la planta baja, pero desde aquí no veo ni pijo. Oye, yo me voy a ir a casita, que estoy hasta las pelotas de andar, de acá para allá.—¡No! —exclamé—. Te pagaré el doble de lo que te había prometido, Paco, pero no te muevas de ahí.Un largo silencio.—¿El doble? —preguntó el motero con voz recelosa.—El doble. Ahora quédate vigilando y llámame en cuanto Müller salga del chalet. ¿De acuerdo?—Vale, pero a la una como muy tarde me abro, ¿eh, tía?Dejé el móvil sobre la mesa. El café se había enfriado, pero daba igual; me lo tomé de un trago, acompañando a las aspirinas.—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Félix.—No estoy segura —dije—; puede que nada. Oye, ¿no hay dos amigos vuestros vigilando la casa de Cardoso?—Sí, Lucas y Chupa. Deben de tener el culo pelao de estar ahí fuera.—Pues ya no hay nada que vigilar, así que llámales y diles que pueden irse.—¿Ya hemos terminado?—Ellos sí; nosotros, ya veremos. Por cierto, ¿tenéis hambre?—A mí me crujen las tripas... —dijo Delco, acariciándose el estómago.Mientras el Gato telefoneaba a sus colegas, pedí en la barra dos bocadillos: uno de tortilla para Félix y otro de panceta para Delco. Yo aún tenía el estómago revuelto y Ángel, al tratarse del inmaterial espíritu de la muerte, no comía ni bebía, de modo que ninguno de los dos pedimos nada. Al poco, el camarero llegó con los bocatas y los moteros comenzaron a engullirlos con manifiesto entusiasmo (sobre todo Delco; el hachís da hambre). Mientras comían, intenté encontrarle sentido a lo que había sucedido. ¿Por qué Hernández y Fernández habían asesinado a Cardoso? Sólo se me ocurrían tres posibilidades: puede que Müller estuviese compinchado con Cardoso y le hubiera traicionado para quedarse con el dinero (un dinero que, por cierto, era suyo), o puede que Müller, tras descubrir la identidad del chantajista —quizá mediante un localizador electrónico oculto en la bolsa de deporte—, le hubiese ordenado a sus hombres que recuperaran el dinero y le cerraran la boca al extorsionador. O quizá Hernández y Fernández estuvieran actuando por su cuenta.En realidad, me parecía mucho más probable la segunda alternativa. Por una razón: como señaló Ángel, a Cardoso le habían torturado antes de matarlo, y, aparte del odio, sólo hay un motivo para torturar a alguien: hacerle hablar. Averiguar qué sabía y quién más lo sabía. Lo que me conducía de nuevo a la pregunta inicial de aquel enredo: ¿cuál era el secreto de Rubén Mochedano?Veinte minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar.—El cabronazo de Müller está saliendo del garaje —me informó Paco—. ¿Qué hago, le sigo?—Claro, sigúele y... —Enmudecí—. No, espera un momento.De repente, se me había ocurrido algo. ¿Qué hacía Müller en su oficina a esas horas de la noche? ¿Por qué había ido allí justo después de frustrar un intento de chantaje? ¿Para hablar con alguien...?—Tía, que el menda se abre —me advirtió Paco por el teléfono—. Si no le sigo ahora, lo voy a perder.—¿Hay alguna luz encendida? —pregunté.—¿Qué?—¿Ves alguna ventana iluminada en el chalet?—Sí, joder, la que te he dicho antes en la planta baja, pero... No, espera, se acaba de apagar.¿Se acababa de apagar? ¿Y quién la había apagado en una oficina supuestamente desierta? De repente, tuve una corazonada.—No sigas a Müller y quédate vigilando el chalet —ordené—. Y no cortes la comunicación, porque me parece que va a salir alguien de esa casa de un momento a otro.No tuvimos que esperar mucho; un par de minutos más tarde, Paco exclamó:—¡Hostia, tía, eres pitonisa! Se está abriendo el garaje... —Una pausa—. Y ahora sale un Audi TT plateado.—¿Distingues al conductor? —pregunté.—Qué va; el buga tiene los vidrios tintados. Oye, acaba de irse echando hostias. ¿Qué hago?—Síguele. Y avísame si se dirige a la carretera de Burgos.Guardé el móvil en un bolsillo y me acerqué a la barra para pagar las consumiciones: luego regresé con los demás, me senté y comencé a tamborilear con los dedos sobre la mesa.—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Félix.—Esperar a que llame Paco —respondí.Seguí tamborileando. Estaba nerviosa; una idea había cobrado forma en mi mente y, si estaba en lo cierto, ya sabía quién conducía el Audi TT y, también, adonde se dirigía. Pero tenía que esperar. De repente, como un flash, evoqué la imagen del cadáver de Cardoso. Mientras nosotros estábamos en aquel bar, Félix y Delco comiendo, Ángel contemplando imágenes inexistentes y yo elaborando teorías en el aire, un hombre yacía asesinado en su casa, muy cerca de donde estábamos. Había que dar parte a la policía, aunque fuera mediante una llamada anónima. Pero más tarde, pensé; cuando la larga noche concluyese.Escasos minutos más tarde, el móvil sonó de nuevo.—El Audi ha enfilado por la carretera de Burgos. —La voz de Paco apenas resultaba audible a causa del ruido de la moto y el viento—. Y va cagando leches el muy hijo puta.—Se dirige a la casa de Mochedano —dije, poniéndome en pie—. Nos vemos ahora.Corté la comunicación. Tenía que llegar allí lo antes posible y, muy a mi pesar, sólo se me ocurría una manera.—Nos vamos —dije.—¿A La Moraleja? —preguntó Félix, desperezándose.—Y yo voy contigo —asentí.—¿En la burra?—En la burra. —Me volví hacia Ángel—. Si quieres, puedes ir con Delco —propuse.—Sí, tío —terció Delco con una beatífica sonrisa de fumeta—; yo te llevo.Ángel le devolvió la sonrisa y negó casi imperceptiblemente con la cabeza.—Iré por mi cuenta, gracias —dijo—. ¿Dónde es?Le di la dirección y salimos del bar. Mientras Ángel desaparecía calle arriba, Félix y Delco pusieron en marcha las motos. Luego, el Gato me entregó un casco y me invitó con un gesto a subir. Me puse el casco —que me venía demasiado grande—, monté a horcajadas detrás de Félix y le dije:—Tenemos prisa.Giró la cabeza.—¿Quieres que le dé caña? —preguntó.Suspiré.—Exacto; dale caña.Dado que Félix tenía puesto el casco, no pude ver su cara, pero estoy segura de que sonrió de oreja a oreja, como el gato de su apodo delante de un canario.—Vale —dijo.Y arrancó.Capítulo 16
No guardo imágenes muy precisas del trayecto, porque nada más arrancar la moto me abracé a Félix como una lapa, cerré los ojos y no los volví a abrir hasta que llegamos. Todo lo que recuerdo fueron los diferentes grados de aceleración que experimentó mi trémulo cuerpo y una infinita sensación de vértigo. Baste decir que apenas tardamos siete minutos en recorrer los casi veinte kilómetros que nos separaban de La Moraleja.
Félix, prudentemente, aparcó a cierta distancia de la casa del jugador, en la calle paralela; Delco llegó casi al mismo tiempo. Me bajé de la moto con las piernas temblorosas y el corazón todavía agitado. Eran las doce y veinte; la zona estaba desierta, y las ventanas de los chalets que nos rodeaban, oscuras. Nos dirigimos al bosquecillo colindante con la urbanización y echamos a andar hacia la colina. Al poco, el resplandor de la luna me permitió distinguir una figura entre los árboles. Era Paco.—¿Estás solo? —le pregunté cuando llegamos a su altura.—Qué va —respondió señalando hacia lo alto del árbol que tenía al lado—: Ahí tienes a esos dos pirados.Alcé la mirada y comprobé que, en efecto, Makoki y Resti estaban sentados en la rama de un pino; Makoki miraba hacia la mansión de Mochedano con ayuda de unos prismáticos.—¿Qué hacéis ahí? —susurré.Resti se descolgó de la rama y saltó al suelo.—Nasnoches —me saludó—. Es que desde ahí arriba se ve el salón del Mochedano.—Ya. ¿Qué ha pasado?—Poca cosa. Hace unos quince minutos ha llegado un Audi TT y ha aparcado en el jardín de la casa. —Señaló a Paco—. Y este pringao venía siguiéndole.—Este pringao está hasta los huevos —dijo Paco—. Llevo todo el día de un lado para otro, joder. ¿Puedo irme ya?—Sí, Paco, vete. Y gracias por todo.Me señaló con un dedo.—El doble —dijo—; no lo olvides.Luego echó a andar en dirección a la zona urbanizada. Alcé la mirada hacia Makoki, que seguía encaramado a la rama mirando por los prismáticos, y le pregunté:—¿Qué es tan interesante?—El Moche, que tiene una bronca de cojones.—¿Con quién?—No sé; desde aquí sólo se ve un trozo de salón. Estará cabreado con el del Audi, supongo.Di un paso atrás y examiné el árbol donde se hallaba Makoki. La rama debía de estar a unos tres metros del suelo; demasiado alta para poder alcanzarla por mis propios medios.—Echadme una mano para subir ahí —dije.Nunca, ni siquiera de niña, se me ha dado bien trepar a los árboles, así que hizo falta el esfuerzo conjunto de Félix, Delco y Resti para permitirme acceder a aquella maldita rama.—Vaya, Carmen, estás mullidita... —comentó Félix mientras me empujaba con las dos manos plantadas en mi trasero.—Olvida lo que estás tocando o te borro de mi lista de colaboradores —mascullé.Finalmente, tras muchos esfuerzos, logré sentarme al lado de Makoki. La rama se bamboleaba demasiado alegremente para mi gusto.—Toma, tía —dijo el motero tendiéndome los prismáticos.Me los llevé a los ojos y miré hacia la casa. A través de la doble lente distinguí una ventana iluminada desde la que podía verse un sillón de cuero castaño y parte de una mesa, pero ni rastro de presencia humana. Aguardé unos segundos y, de pronto, entró en cuadro la figura de un hombre. Era Rubén Mochedano; agitaba los brazos y recorría la estancia a grandes zancadas mientras hablaba, mejor dicho, discutía con alguien a quien yo no podía ver. A juzgar por su expresión, estaba muy enfadado.El jugador desapareció y unos instantes después volvió a aparecer, situándose justo en el centro del rectángulo que formaba el ventanal. Gesticulaba, muy alterado, y parecía gritarle a alguien situado fuera de mi campo de visión. De repente, la ira se desvaneció de su rostro, convirtiéndose en una mueca de sorpresa que, sin solución de continuidad, se transformó en alarma. Mochedano dio un paso atrás y alzó las manos en un gesto de defensa. Entreabrió los labios, pero no llegó a decir nada.Porque entonces, algo invisible impactó contra él, impulsándole hacia atrás. Simultáneamente, un chorro de sangre brotó de su pecho; una fracción de segundo después, otro borbotón escarlata surgió de su cabeza. Dos estampidos consecutivos sonaron ahogados por la distancia.El cuerpo de Mochedano se derrumbó, desapareciendo de mi vista.Di un respingo y perdí el equilibrio. Por fortuna, Makoki me sujetó por los hombros, impidiendo que cayese.—Cuidado, tía, que te escoñas.—¿Eso han sido tiros? —preguntó Delco.No respondí. Me agarré al tronco del árbol y encuadré de nuevo la ventana con los prismáticos, pero sólo se veía el sillón y la mesa. Al cabo de unos segundos, una figura apareció por el lado derecho del ventanal, para desaparecer un instante después; no llegué a distinguir quién era. Medio minuto más tarde, la luz del salón se apagó. Tragué saliva y le devolví los prismáticos a Makoki.—Ayudadme a bajar —dije.Los moteros, formando una especie de escalera humana, me condujeron sana y salva al suelo. Ángel, con las manos en los bolsillos y una sonrisa de niño en los labios, estaba allí, en la colina, mirándome con perturbadora inocencia.—Hola, Carmen.—Hola, Ángel...Me quedé inmóvil, con los ojos extraviados en la negrura de la noche, atónita, incapaz de creer lo que había visto.—Bueno, tía, ¿qué pasa? —preguntó Félix.—¿Eso han sido tiros? —insistió Delco.—Sí —respondí sin mirarle—. Han sido tiros.—¿Cómo que tiros? —exclamó Félix.—Alguien ha disparado contra Mochedano —dije.—¡No me jodas! Venga, tía, no bromees con esas cosas, que yo soy del Chamartín.—Pues para lo que hacía últimamente el Moche —terció Makoki—, poco importa que esté muerto.—Eh, eh, chaval, un poco de respeto, que estamos hablando de un crack. —El Gato me miró con el ceño fruncido—. ¿Estás segura, Carmen? Esos petardazos pueden ser cosa de un carburador sucio.—No lo digo por el ruido, Félix —le interrumpí—; he visto cómo le disparaban. Dos veces, una en el pecho y otra en la cabeza.—Han sido disparos —intervino Ángel—. Sé cómo suenan. Probablemente una automática de nueve milímetros. Quizá una Browning.—Qué fuerte... —musitó Delco.—Pero, ¿quién ha disparado? —preguntó Resti.—No he podido verle —respondí.Aunque estaba casi segura de saber quién era.—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el Gato.—Llamar a la policía. Vosotros podéis iros, menos tú, Félix. Te necesito aquí, pero cuando venga la policía te ocultas. Yo hablaré con ellos.—Mejor. No me gusta la pasma.—Yo también me quedo, Carmen —dijo Delco—. Esto es alucinante.Me encogí de hombros. De pronto, advertí que las luces de la casita de los criados se encendían. Poco después, dos hombres y una mujer salieron al exterior, cruzaron a toda prisa el jardín y entraron en el edificio principal. Saqué el móvil y marqué el número de la policía, pero corté la comunicación antes de que sonara la señal de llamada. Había olvidado algo. Seleccioné el número de Emilio Santamaría en la agenda y oprimí la tecla verde.—¿Se puede saber qué cojones has estado haciendo? —bramó la voz del ex policía en el auricular—. Llevo todo el puto día esperando a que me llames, joder.—Estoy enfrente de la casa de Mochedano —dije.—¿Y qué coño haces allí?—Le han disparado.—¿Qué...? ¿A quién han disparado?—A Mochedano. Acabo de ver cómo disparaban contra él en el salón de su casa.Se produjo un estupefacto silencio.—Un momento, un momento... —La voz de Emilio adoptó un tono más templado y profesional—. ¿Dices que Mochedano está muerto?—O gravemente herido —respondí.—Pero... ¿quién le ha disparado?—Lo ignoro, no he podido verle. Voy a llamar a la policía.—No, espera —ordenó Emilio—. Yo salgo ahora mismo para allí. No hagas nada hasta que...Corté la comunicación sin permitirle completar la frase y marqué el número de la policía.Capítulo 17
Apenas tardaron diez minutos en llegar; un zeta con dos agentes uniformados y un coche patrulla sin distintivos, a bordo del cual iban otro par de polis, éstos de paisano. El jefe de todos era un joven subinspector llamado Rivera; le conté lo que había pasado y él se me quedó mirando con las cejas arqueadas y una expresión de incredulidad en el rostro.
—¿Se refiere a Rubén Mochedano, el jugador de fútbol? —preguntó.—Sí, ésa es su casa.—¿Y usted ha visto cómo le disparaban en una de las habitaciones?Asentí. Rivera miró hacia el edificio.—Desde aquí no puede verse el interior de la vivienda —señaló.—Estaba en ese bosquecillo, subida a un árbol. Lo vi a través de unos prismáticos.El policía me contempló como si estuviera loca, borracha, drogada o las tres cosas a la vez.—¿Le importaría decirme qué hacía subida a un árbol, de noche y espiando una vivienda ajena?Suspiré con cansancio. Ésa era la primera de una larga lista de preguntas difíciles de contestar.—Soy detective privado —le informé—. Estoy trabajando en una investigación relacionada con el señor Mochedano.Al instante, las facciones del policía se endurecieron.—Permítame su documentación, señora —dijo en tono helado.A muchos polis no les gustan los sabuesos de alquiler y, por lo visto, Rivera era uno de ellos. Tras entregarle el carné de identidad y la licencia, él los examinó durante un largísimo minuto, como si estuviera convencido de que ambos documentos eran falsos y buscara el menor detalle que avalara sus sospechas. Finalmente, me los devolvió a regañadientes y dijo:—De acuerdo, señora, vamos a comprobar su denuncia. Espero que no sea una broma.Nos aproximamos al portalón de entrada Rivera, su compañero, uno de los agentes uniformados y yo. Rivera se detuvo junto a la verja y oprimió el botón del intercomunicador; al cabo de un minuto, una voz de mujer con acento colombiano dijo por el altavoz:—¿Qué desean?Rivera mostró su placa a la cámara de vídeo que espiaba nuestros movimientos.—Soy el subinspector Rivera —dijo—, de la Policía Judicial. ¿Le importaría abrirnos?—Pero es muy tarde —protestó la mujer—. ¿No podrían volver por la mañana?—Sólo la entretendré un momento, señora; se trata de una comprobación rutinaria.Hubo un largo silencio. De pronto, el portalón comenzó a abrirse, deslizándose con un zumbido eléctrico sobre sus raíles.—Adelante, pasen —dijo la mujer.Cruzamos la verja y atravesamos el jardín siguiendo el sendero que conducía a la casa. Mientras caminábamos, advertí que a mi derecha, enfrente del garaje, estaba aparcado un Audi TT de color plata, con los cristales tintados. La criada, una mujer de mediana edad, bajita y un poco rechoncha, pero todavía guapa, nos aguardaba en la entrada principal.—Buenas noches, señores —dijo con mansa deferencia—. Pasen, por favor.Cruzamos la puerta y nos adentramos en un recibidor el doble de grande que mi salón. La mujer se detuvo en medio de la estancia y se quedó mirando expectante a Rivera.—Disculpe que la molestemos a estas horas —dijo el policía—, pero, según un denunciante, se han producido disparos en esta casa.—¿Disparos, señor? —preguntó la mujer con extrañeza.—Hace media hora más o menos —asintió Rivera.La criada hizo un gesto de perplejidad.—No, señor —dijo—, aquí no hemos oído nada. Todo está tranquilo.Rivera la miró a ella, me miró a mí y volvió a mirarla a ella.—¿Está el señor Mochedano? —preguntó.—Sí, señor... —respondió la mujer con un leve titubeo.—¿Le importaría decirle que salga un momento?La criada asintió y abandonó el recibidor por una puerta situada al fondo. Rivera se quedó mirándome con una ceja levantada; cambié el peso del cuerpo de un pie a otro y fingí interesarme en el cuadro abstracto que colgaba de una de las paredes. Un par de minutos más tarde, la criada regresó al recibidor.Y, junto a ella, Rubén Mochedano.Totalmente vivo, totalmente intacto, sin más agujeros en el cuerpo que los naturales y ni una gota de sangre en sus ropas. Abrí la boca, estupefacta, y exhalé una bocanada de aire. Rivera me dedicó la clase de mirada que los lobos reservan para los cervatillos.Mochedano se detuvo en el centro del recibidor y nos contempló con un deje de desconcierto; al reconocerme, frunció levemente el ceño y entreabrió los labios, como si fuera a decirme algo; pero cambió de idea y se volvió hacia Rivera.—¿Querían hablar conmigo? —preguntó.—Sí, señor Mochedano —dijo el policía tras un carraspeo—. Disculpe que le molestemos a estas horas, pero hemos recibido una denuncia según la cual esta noche se ha producido aquí, en su casa, un incidente con armas de fuego. ¿Es cierto?—¿Armas de fuego? —Mochedano parpadeó varias veces y negó con la cabeza—. No, señor; no tengo ninguna arma.—Y durante la última hora, ¿no ha ocurrido nada anormal? ¿Ha entrado un intruso o alguien le ha amenazado?El jugador volvió a sacudir la cabeza.—No, no ha pasado nada —dijo—. Estaba viendo la televisión y ahora iba a acostarme.Rivera volvió a fulminarme de reojo y luego le dedicó a Mochedano una apenas esbozada sonrisa de disculpa.—Lo siento, ha sido una falsa alarma —se excusó—. No le entretenemos más, señor Mochedano. Gracias por su colaboración; buenas noches.—Buenas noches, señores —se despidió el jugador.Luego, tras dirigirme una última y nerviosa mirada, abandonó el recibidor. La criada se acercó entonces a la puerta y la abrió de par en par, quizá demasiado apresuradamente, como si quisiera que nos largáramos cuanto antes. Al pasar por su lado, cuando estaba a punto de cruzar el umbral, me detuve y le pregunté:—¿Quién más hay en la casa?La mujer tardó un instante en responder.—Eduardo, el jardinero —dijo—, y Gregorio, el chófer.—¿Sólo la servidumbre y el señor Mochedano? ¿Nadie más?—No, señora, nadie más.En ese momento, Rivera me cogió por un brazo y, tirando de mí, gruñó:—Venga, tenemos que irnos.Recorrimos en silencio el sendero que conducía a la salida. Al llegar a la calle, mientras el portalón se cerraba lentamente a mi espalda, Rivera se encaró conmigo y, en un tono que no presagiaba nada bueno, me anunció:—Va a tener que acompañarnos a comisaría, señora.Entonces, como sir Lancelot acudiendo al rescate de Ginebra, un coche se aproximó por la calzada hasta detenerse a nuestro lado y de él bajó Emilio Santamaría.* * *
Emilio estuvo más de diez minutos hablando con el subinspector Rivera, primero enterándose de lo que había pasado y después, supongo, intentando convencer al policía de que yo no era una loca ni una bromista. Y digo supongo, porque no asistí a esa parte de la conversación, pues Rivera y Emilio se apartaron de mi lado para poder hablar sin ser oídos, mientras me dejaban bajo la atenta vigilancia del compañero de Rivera, que me miraba como si a duras penas pudiera contener las ganas de ponerme las esposas y tirar la llave.Pero agradecí aquella pausa, pues necesitaba tiempo para pensar. Había visto cómo disparaban contra Mochedano y media hora después el jugador estaba vivo e ileso, tan saludable que daba gusto verle. Y sólo se me ocurrían dos explicaciones para aquella insólita resurrección: o bien había imaginado la muerte de Mochedano —algo poco probable, pues no soy proclive a las alucinaciones—, o bien... ¿qué?Entonces, de repente, lo entendí. Llevaba días delante de mis narices, pero no había acertado a plantearme la pregunta adecuada. Mario Rodríguez estaba muerto porque había encontrado la fe de bautismo del hermano del jugador, por eso lo habían matado. Pero, ¿qué dato comprometedor podía contener una simple fe de bautismo? De hecho, ¿qué contenía una fe de bautismo? El nombre del recién nacido, los nombres de los padres y de los padrinos, la fecha de nacimiento...¡La fecha de nacimiento, por supuesto!Por otro lado, estaba la dirección de correo electrónico del chantajista: sinimeg. Géminis al revés. No el signo del zodíaco, sino su símbolo. No un nombre cualquiera, sino uno elegido por su significado. Géminis. A punto estuve de echarme a reír, pero me contuve, pues no era cuestión de confirmar con una risa extemporánea las sospechas que los policías abrigaban sobre mi estado mental. Pero resultaba gracioso; de pronto, todo encajaba, aunque aún no sabía hasta qué punto. En cualquier caso, lo único que tenía era una bonita teoría, pero ninguna prueba que la confirmase.Volví la cabeza y vi que Rivera se había situado junto al coche patrulla y estaba hablando por la radio. Unos minutos después, regresó junto a Emilio Santamaría, le dijo algo y llamó con un gesto a su compañero. Emilio se aproximó a mí.—Ya lo he arreglado —dijo en tono neutro—. No van a detenerte.—Gracias —musité.—Sólo cumplo con mi trabajo —replicó él—, porque si por mí fuera, ahora estarías camino de la comisaría. Me tienes la hostia de cabreado, Carmen.Los policías subieron a sus vehículos y arrancaron. Emilio y yo los contemplamos en silencio mientras se alejaban.—Bueno —dijo cuando los coches desaparecieron de vista—, ¿vas a contarme de una vez por todas qué cojones está pasando?Señalé con un cabeceo hacia la casa de Mochedano.—Nos vigilan —dije.—Con el follón que has montado lo que me extraña es que esto no esté lleno de periodistas.—Ya. Anda, llévame en tu coche; te lo contaré por el camino.Subimos al vehículo; Emilio arrancó el motor, viró en redondo y enfiló calle arriba.—Gira a la derecha —le dije—; y luego a la derecha otra vez.—¿Adonde coño vamos? —preguntó.—No nos vamos —respondí—; nos quedamos. Haz lo que te digo. —Emilio gruñó algo, pero me hizo caso y se adentró en la calle paralela—. Aparca al final —le indiqué—, cerca del bosquecillo.Emilio obedeció y estacionó el coche al fondo de la calle. Abrí la puerta para bajarme, pero él me contuvo sujetándome por el brazo.—Un momento, Carmen. ¿Qué está pasando?—Que han disparado contra Mochedano —respondí.—No me vengas con soplapolleces —bramó—. Ese policía acaba de decirme que Rubén está vivito y coleando, coño.—Es complicado, Emilio, y aún no tengo pruebas; pero si estoy en lo cierto, en esa casa hay ahora un hombre herido o, más probablemente, muerto. —Consulté el reloj del salpicadero: eran las dos menos diez—. En cualquier caso —proseguí—, estoy segura de que antes de una hora alguien vendrá a esa casa o saldrá de ella.—Y ese hombre que está muerto o herido —comentó Emilio con recelo— es Mochedano, que según parece está vivo e ileso, ¿no?Sonreí con cansancio.—Aunque te cueste creerlo, sí.Emilio se frotó los ojos y exhaló un suspiro.—¿Qué ha pasado con el asunto del chantaje? —preguntó.—No hablemos en el coche, Emilio. Desde aquí no se distingue la casa y no quiero perderla de vista. Además, ahí fuera me esperan unos colaboradores.Salimos del vehículo y nos aproximamos a la linde del bosque. Al poco, Félix y Delco surgieron de entre los árboles, y unos segundos después, el silencioso Ángel. Hice las presentaciones sin entrar en muchos detalles y nos encaminamos a la colina. Una vez allí, comprobé que las luces de la casa del jugador seguían encendidas, aunque no se advertía ningún signo de actividad. Emilio se aproximó a mí y me preguntó en voz baja:—¿Quién es ese Ángel?—Un colaborador —respondí.—Ya, pues no me da buena espina. ¿En qué colabora exactamente?—Me protege.Emilio le miró con escepticismo.—Demasiado enclenque para ser un guardaespaldas, ¿no?Según me contó Hermes, en cierta ocasión había presenciado cómo Ángel dejaba fuera de combate a un matón que le doblaba en tamaño. Por lo visto, no utilizó artes marciales ni nada parecido; sólo simple y pura mala leche.—Será mejor que no le pongas a prueba —dije.Emilio rió entre dientes.—Vale, tendré cuidado —ironizó—. ¿Y ahora qué tal si me cuentas qué coño ha pasado con ese chantajista?Había tiempo por delante, así que me apoyé contra un árbol y se lo conté todo, salvo mi pequeña teoría. Cuando concluí, Emilio guardó un prolongado silencio y luego preguntó:—¿Quién es Alejandro Cardoso?—Un periodista colombiano nacionalizado español, es todo lo que sé.—¿Estás segura de que ha muerto o es como ese follón que has montado con Mochedano?Sonreí, haciendo acopio de paciencia.—Está todo lo muerto que alguien suele estar cuando le seccionan la yugular.—¿Y se lo han cargado los guardaespaldas de Müller?—O fueron ellos o Cardoso descubrió la forma de suicidarse con las manos atadas a la espalda.Emilio se frotó la nuca, pensativo.—Y seguimos sin saber con qué chantajeaba Cardoso a Mochedano —dijo.Bueno, yo lo sospechaba, pero me hice la loca y, sin apartar la mirada de la casa, negué con la cabeza.—Si me hubieras dejado trabajar contigo —prosiguió él de mal humor—, esto no habría ocurrido. Pero no, tenías que hacer las cosas a tu modo. Es que las mujeres sois la hostia, coño. Al menos, podrías haberme llamado cuando identificaste al...Alcé una mano, interrumpiendo aquel torrente de recriminaciones. El garaje de Mochedano había comenzado a abrirse.—Va a salir un coche —dije al tiempo que echaba a andar hacia la calle—. Tú y yo vamos a seguirlo, Félix. Los demás esperad aquí.—¿Pero quién cojones va en ese coche? —preguntó Emilio, desconcertado.—El cadáver de Mochedano —respondí sin volver la cabeza.Capítulo 18
Era el Opel Astra de la servidumbre y en su interior viajaban Eduardo y Gregorio, los fieles criados de Mochedano. El coche salió del garaje y se dirigió hacia una de las salidas de la urbanización; Félix y yo lo seguimos a distancia, pero sin perderlo de vista: él conduciendo la moto y yo detrás, en calidad de aterrorizado paquete. Tras abandonar La Moraleja, el Opel enfiló hacia el norte por una carretera que corría paralela a la autovía de Burgos. Unos veinte kilómetros más adelante giró a la derecha, internándose por un camino dudosamente asfaltado que discurría por entre solares, aislados edificios y campos abandonados. Félix desconectó las luces de la moto; una inteligente precaución para evitar que nos viesen, pero con el inconveniente añadido de que teníamos que circular a oscuras, lo cual no me gustó lo más mínimo.
Al cabo de tres o cuatro kilómetros, el Opel giró a la derecha por una pista de tierra. Félix se detuvo en el cruce, detrás de una pila de escombros. La senda conducía a una casa en ruinas situada a unos doscientos metros de distancia; el Opel la rodeó y se detuvo detrás del edificio.—Si entro ahí, nos verán —dijo Félix—. ¿Qué hacemos?—No tardarán en irse —respondí—. Escóndete.El Gato condujo la moto fuera del asfalto, la ocultó detrás de unos arbustos que crecían frente a la desviación y apagó el motor. Me quité el casco; la noche era fresca, pero yo tenía la frente perlada de sudor. Un perro ladró en la lejanía. Apenas cinco minutos más tarde, el Opel regresó a la carretera y partió de regreso a la ciudad.—¿Les sigo? —preguntó Félix.—No. Espera a que se vayan y luego vamos a echarle un vistazo a esa casa.Cuando los pilotos rojos del Opel se fundieron con la oscuridad, Félix arrancó la moto, cruzó el camino y se internó por la pista de tierra. En otros tiempos, cuando en Madrid todavía se practicaba la agricultura, aquel lugar debía de haber sido una granja, pero ahora la casa sólo era un amasijo de ruinas con los techos desplomados en medio de un solar lleno de escombros y basura.En la parte trasera, entre la vivienda y lo que debieron de ser las cuadras, había un patio con el firme cuarteado y roto en cuyo centro se alzaba un pozo con brocal, pero sin roldana. Félix detuvo la moto y la sujetó con la pata de cabra. Bajé del vehículo, me aproximé al pozo y lo examiné con ayuda de mi pequeña linterna; la embocadura estaba cubierta por una tapa de madera.—Ayúdame a quitar esto de aquí —dije.Entre los dos empujamos la tapa hasta hacerla caer al suelo. Luego me asomé por el hueco y dirigí el haz de luz de la Mag-Lite hacia el interior del pozo, pero era demasiado profundo y no pude distinguir nada. Me agaché, cogí un guijarro y lo arrojé por el agujero; unos instantes después se escuchó el sordo percutir de la piedra contra el fondo. El pozo estaba seco.—¿Qué crees que hay ahí, Carmen? —preguntó Félix.—Un cadáver.—¿El de Mochedano?—Sí.—¿Pero no has dicho antes que habías visto al Moche en su casa?—Sí, lo he visto.—¿Y ahora dices que está muerto y dentro de ese pozo?—Eso es.Félix se rascó la cabeza.—Tía, te han sentado fatal las dos caladas que le has dado al porro.Sonreí sin decir nada y me quedé mirando el brocal. ¿Cómo podía averiguar lo que había en el fondo de ese pozo? Desde luego, no entrando yo; pero quizá sí introduciendo otra cosa...—¿Tienes una cuerda? —pregunté.—Sí, en la burra; pero sólo es un cordel... Oye, no estarás pensando en que me meta ahí dentro, ¿eh?, porque ni harto de vino.—No, no quiero que te metas ahí. Anda, déjame esa cuerda y la cámara de vídeo.Félix se aproximó a la moto, rebuscó en la pequeña maleta que había detrás y me entregó lo que le había pedido. Apoyándome en el brocal, até un extremo de la cuerda a la cámara, de tal forma que, al colgar, el objetivo quedara mirando hacia abajo; luego le acoplé a la cámara un pequeño foco halógeno, lo encendí, oprimí la tecla de grabación y comencé a descolgar el aparato por el interior del pozo.—Coño, qué tía más lista —comentó el Gato—. A mí no se me hubiera ocurrido.El pozo tenía unos diez metros de profundidad, pero la cuerda sólo medía seis o siete. Aun así, el resplandor del foco de la cámara nos permitió vislumbrar el fondo del agujero. Había basura, botes, botellas, latas... y algo más, un bulto negro, quizá un saco o una lona. Y, junto al bulto, algo de color claro.—¿Qué es eso que hay ahí? —murmuré.—No veo ni pijo, tía. Parece un trapo o un papel.Aguardé más o menos un minuto con la cámara colgando dentro del pozo y luego, con mucho cuidado para que no se golpeara contra las paredes, la subí recogiendo poco a poco la cuerda. Una vez con ella en las manos, detuve la grabación, desplegué la pantallita, rebobiné la cinta y oprimí la tecla de reproducción.Al principio, las imágenes parecían el delirio lisérgico de un cineasta underground, pues la cámara oscilaba de un lado a otro y giraba sobre sí misma de forma mareante. Luego, poco a poco, los bamboleos se fueron aquietando y empezamos a poder distinguir imágenes concretas. Una lata de Coca-Cola, una botella de vino rota, cascotes, un bulto envuelto en una lona y... Contuve el aliento al tiempo que pulsaba el botón de pausa.—¡La leche puta! —exclamó Félix—. No me jodas, eso es... es una mano...En efecto, una mano surgía de entre los pliegues de la lona con los cinco dedos extendidos en un remedo de súplica, o quizá de despedida. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda y, al tiempo, una bulliciosa sensación de triunfo. Ahí estaba la prueba que necesitaba.—Hay un fiambre ahí dentro —musitó Félix, anonadado—. Te cagas en las bragas. ¿Quién es?—Mochedano.—Pero si está vivo, joder, tú misma lo has dicho.Sonreí con un punto de tristeza.—Está vivo y muerto a la vez, como el gato de Schrödinger.Félix soltó un bufido.—Mira, tía, no tengo ni puta idea de quién es el gato de Suarcenaguer ese, pero como esto siga así, se me va a ir la pinza.De pronto, el Motorola comenzó a sonar. Pensé que se trataba de Hermes; me había olvidado de él por completo y el pobre debía de estar harto de esperar en la oficina sin recibir noticias, pero no era Hermes, sino Emilio Santamaría.—Acaba de regresar el Opel Astra a la casa —me informó—. Y hace cinco minutos ha llegado Müller.—Un poco tarde para ir de visita —comenté.—Sí, es raro... —La voz de Emilio vaciló, como si su escepticismo comenzara a resquebrajarse—. ¿Dónde estás?—En una casa derruida, a unos veinticinco o treinta kilómetros de La Moraleja. Aquí es donde han venido los criados de Mochedano para deshacerse del cadáver.El suspiro de Emilio sonó como un soplido en el auricular.—¿Has visto algún cadáver? —preguntó con cansancio.—Sí, en el fondo de un pozo seco. Aunque, para ser precisos, sólo he visto una mano, porque el resto del cuerpo está oculto por una lona.Hubo un largo silencio.—¿Estás segura? —preguntó.—Lo he grabado en vídeo.Otro silencio.—¿Cuándo vas a volver aquí?—Ahora. Y cuando llegue, llamaré a la policía, Emilio.—Escucha: no hagas nada hasta que yo vea esa grabación. No tengo ni puta idea de lo que está pasando, pero te recuerdo que hay muchas cosas en juego, y no sólo el prestigio del Club, sino también intereses económicos muy...Corté la comunicación; empezaba a estar harta de Emilio Santamaría.—Volvemos a La Moraleja —le dije a Félix mientras echaba a andar hacia la moto.—¿Y el muerto? —preguntó, señalando hacia el pozo.—No creo que se mueva de ahí —respondí.* * *
Sentado en el tocón de un árbol, en la cima de la colina que utilizábamos como atalaya para vigilar la casa de Mochedano, Emilio Santamaría examinó varias veces la grabación del interior del pozo antes de reconocer lo evidente.—Sí, parece una mano.—Es una mano, Emilio —puntualicé—. La mano de la persona a la que esta noche han matado en esa casa.—¿Y quién es?—Eso lo hablaremos cuando llegue la policía. —Saqué el móvil del bolso—. Ya has visto la grabación; voy a llamar.—Un momento —me contuvo, incorporándose—. Vázquez está viniendo hacia aquí.Consulté el reloj: eran casi las cuatro de la madrugada.—¿A estas horas?—Le he llamado por teléfono. Y no le ha gustado nada lo que le he contado. Me ha pedido que te recuerde que le diste tu palabra de no hablar con la policía sin hacerlo antes con él.—Cuando me comprometí a eso no sabía que iba a haber asesinatos de por medio —repliqué—. Voy a llamar.Comencé a marcar el uno-uno-dos, pero Emilio me interrumpió poniendo una de sus manazas sobre el teclado.—Vale, Carmen, te voy a decir lo que va a pasar. Vendrá la policía y yo les diré que estás como una puta cabra y que esta misma noche ya has hecho una denuncia falsa. Lo comprobarán y te llevarán detenida a comisaría.Aparté el teléfono de su mano.—Y yo montaré tal escándalo asegurando que hay un cadáver oculto en un pozo que tarde o temprano irán a comprobarlo.—Quizá, pero ni tú ni yo queremos llegar a eso. Sólo pretendo que esperes a Vázquez y hables con él. Luego haz lo que te salga de los ovarios. ¿Es mucho pedir?Contuve el aliento y apreté los puños. Emilio tenía razón en algo: si se lo proponía, podía complicarme enormemente las cosas con la policía. Resoplé y guardé el móvil en el bolso.—De acuerdo —dije entre dientes—. Esperaré a Vázquez.Con la ira hirviéndome en el estómago, me alejé de Emilio unos pasos y volví la mirada hacia la casa. Las luces seguían encendidas, iluminando la reunión entre dos homicidas; Müller, el hombre que había hecho asesinar a Cardoso y había pagado para que me mataran a mí, y Mochedano, que aquella noche había cometido el peor de los pecados.—¿Estás bien, Carmen? —preguntó una voz de niño.Volví la cabeza y vi a Ángel a mi lado, mirándome con inocencia. No le había oído aproximarse, pero es que el pálido asesino parecía no hacer el menor ruido al caminar, como si flotara un centímetro por encima del suelo.—No, no estoy bien, Ángel —respondí—. Estoy cabreada.—¿Por qué?—Porque ahí se está celebrando una bonita reunión de asesinos y de momento no puedo hacer nada, porque ha muerto demasiada gente por mi culpa, porque me gustaría entrar en esa casa y... —Tragué saliva—. No importa, Ángel; ya se me pasará.Volví la cabeza y vi a Emilio hablando con Félix; un poco más allá, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra un árbol, Delco le daba taciturnas caladas a un canuto. Emilio se apartó del Gato y caminó hasta detenerse en el extremo de la colina más alejado de nosotros; luego sacó el móvil y, tras marcar un número, se puso a hablar en voz baja. Estaba demasiado lejos para oír lo que decía, así que comencé a pasear de un lado a otro, aguardando impaciente la llegada del Gran Hombre.Finalmente, media hora más tarde, Ignacio Vázquez se presentó en la urbanización y, por cierto, de forma muy poco discreta. Llegó a bordo de su lujoso Mercedes, aparcó en doble fila delante de la casa de Mochedano, salió del vehículo y comenzó a mirar a su alrededor con los brazos en jarras. Sólo le faltó tocar el claxon para anunciar su llegada. Instantáneamente, Emilio corrió a recibir a su amo; yo le seguí andando despacio. Félix y Delco se quedaron en la colina.Aunque, dada la hora que era, evidentemente Vázquez acababa de salir de la cama, su apariencia era impecable. Traje gris plomo, camisa azul, corbata de seda rosa y unos resplandecientes mocasines; perfecto el afeitado, intachable el peinado y una nube de Loewe pour Homme envolviéndole como el aura de un místico posmoderno. La verdad es que tenía mérito ofrecer ese aspecto a las cuatro y media de la madrugada.—Buenas noches, señora Hidalgo —me saludó con su habitual frialdad—. Tengo entendido que, durante las últimas horas, se han producido algunos incidentes desagradables en el transcurso de su investigación.—Si al asesinato lo llamamos incidente desagradable, sí.—Asesinato... —Vázquez pronunció la palabra como si estuviera masticando un huevo podrido—. Quizá lo primero que debería hacer, señora Hidalgo, es contarme su versión de lo que ha sucedido.Inspiré profundamente; sí, era el momento de contarlo todo, lo que sospechaba, lo que sabía y lo que aún ignoraba. Abrí la boca y, cuando me disponía a iniciar un largo discurso, mi móvil se puso a sonar. Lo saqué del bolso; en la pantallita aparecía un nombre: Ángel. Entonces me di cuenta de que desde hacía un buen rato no veía al pálido jinete.—Hola, Carmen —dijo la aniñada voz en el auricular.—¿Dónde estás, Ángel? —pregunté.—En la casa.—¿En qué casa?—En la de Rubén Mochedano.—¡¿Qué?! —Me atraganté y tosí un par de veces—. ¿Dentro de la casa?—Sí.—Pero... ¿qué haces ahí?—Tú dijiste que querías entrar —respondió con absoluto candor, como si irrumpir en las viviendas ajenas fuese lo más natural del mundo—. Pues adelante, ya puedes hacerlo.La comunicación se interrumpió y, simultáneamente, el portalón de entrada comenzó a abrirse. Durante unos instantes me quedé mirando hacia el edificio, incapaz de reaccionar.—¿Qué sucede, señora Hidalgo? —preguntó Vázquez.—Pues... —Me encogí de hombros—. Creo que será mejor que entremos.Capítulo 19
La entrada principal estaba abierta. La cruzamos, atravesamos el recibidor y abrimos la puerta que estaba al fondo. Daba al salón, una enorme estancia de sesenta o setenta metros cuadrados amueblada con todo lujo bajo la dirección de algún decorador profesional. Pero no fue el fasto de aquel salón lo que me hizo contener el aliento, sino la escena que en él tenía lugar. Hernández y Fernández, los guardaespaldas de Müller, estaban en un rincón, sentados en sendas sillas, amordazados y con las manos atadas a la espalda mediante esposas de plástico. A la derecha del salón, acomodados en un sofá de cuero, se hallaban Müller y Mochedano, tan serios como si asistieran a un funeral (imagen esta, por cierto, muy apropiada para la ocasión). Y en el centro, dominándolo todo, Ángel permanecía en pie con su pistola provista de silenciador en una mano. Sonreía, feliz como un boy scout después de realizar su buena acción del día. Al ver entrar a Vázquez, Müller se puso en pie y exclamó indignado:
—¿Está implicado en este atropello, Ignacio? ¿Trabaja este rufián para usted?Vázquez contempló a Ángel con ojos perplejos y negó con la cabeza.—No sé quién es —murmuró.—Trabaja para mí —dije, adelantándome un paso.Müller me dirigió una mirada capaz de fundir el amianto.—Usted... —musitó entrecerrando los ojos—. Así que es usted responsable de que este matón haya irrumpido en esta casa para secuestrarnos a punta de pistola.Todas las miradas, en particular la de Vázquez, convergieron en mí.—Dicho así, suena mal —comenté—; pero sí, supongo que soy la responsable.Müller encajó la mandíbula y comenzó a ponerse rojo.—¡Esto lo va a pagar, señora Hidalgo! —exclamó, furioso—. ¡Voy a denunciarla! ¡Me ocuparé personalmente de que la encarcelen y...!La sien derecha comenzó a latirme.—¡Cállese, gilipollas! —grité.Müller abrió desmesuradamente los ojos.—¡Pero cómo se atreve...! —comenzó a decir.—Ha dicho que te calles —susurró Ángel.El alemán cerró instantáneamente la boca y adoptó una actitud de dignidad ofendida. Vázquez me contempló con incredulidad.—Señora Hidalgo, ¿no le parece que me debe una explicación?Miré a mi alrededor y experimenté una profunda sensación de irrealidad. De pronto, me sentí como un personaje de Agatha Christie —Hércules Poirot o Mrs. Marple—, cuando al final de la novela se reúnen todos los sospechosos y el detective resuelve el misterio. El único problema era que yo aún no había resuelto el misterio; al menos, no del todo.—Muy bien —acepté—: Hablemos. Pero esto va a ser largo, así que más vale que nos sentemos.De pronto, Ángel se volvió hacia Emilio y le dijo con voz suave:—Sería mejor que no intentaras coger el arma que llevas bajo la chaqueta. Tendría que dispararte y Carmen se enfadaría conmigo, así que, por favor, deja la pistola sobre esa mesa.Emilio apartó lentamente la mano que estaba a punto de introducir bajo su americana y le dirigió una interrogadora mirada a Vázquez; éste asintió con un apenas perceptible cabeceo y el ex policía, muy lentamente, sacó su pistola y la dejó sobre el velador que tenía al lado. Luego, en medio de un ambiente tan tenso como los muelles de la cama de un luchador de sumo, nos acomodamos en torno a la mesa central.—¿Le importaría decirle a su empleado que guarde el arma? —me pidió Vázquez con abierto tono de censura.Asentí. Ángel ocultó la pistola bajo el abrigo, pero sin dejar de empuñarla.—Dígale que libere a mis hombres —exigió Müller. Ángel esbozó una tímida sonrisa de disculpa y movió la cabeza de un lado a otro.—Eso no —dijo.Se produjo un largo silencio. Müller me contemplaba con una expresión de cólera contenida instalada en el rostro; a su lado, Mochedano permanecía inmóvil, con la mirada perdida, aparentemente ajeno a la tragicomedia que se estaba desarrollando a su alrededor. Vázquez, sentado a mi izquierda, me miraba inexpresivo y, un poco más allá, Emilio no le quitaba la vista de encima a Ángel. Hernández y Fernández, al estar atados y amordazados, se limitaban a ser meros figurantes de la función.—Estoy esperando, señora Hidalgo —dijo Vázquez.Respiré profundamente; ¿por dónde empezar? No por el principio, desde luego, porque eso aún lo desconocía, pero sí por mi principio.—Hace un mes —dije—, usted me encargó investigar un sospechoso movimiento de dinero en la cuenta bancaria de Rubén Mochedano. En concreto, quinientos mil euros que, como descubrí más tarde, estaban destinados a pagar un chantaje. Para indagar sobre el pasado del jugador, entré en contacto con Mario Gutiérrez, un detective colombiano, y le pedí que investigara a la familia Mochedano. Días después, Gutiérrez me informó de que Rubén Mochedano tenía un hermano, llamado Simón, que desde muy joven trabajaba para el narcotráfico. También me contó que hace diez años, cuando apenas era un adolescente, Simón Mochedano puso una bomba en un edificio gubernamental, provocando una carnicería en la que murieron, entre otros muchos, dos agentes norteamericanos de la DEA. Así que Simón se convirtió en uno de los hombres más perseguidos de Colombia; aunque, según la versión oficial, fue abatido por fuerzas del ejército un año después. Pero Gutiérrez no se creía esa historia, porque el supuesto cadáver nunca apareció y porque, al investigar a Simón, descubrió que todos sus documentos oficiales se habían esfumado. Era como si alguien intentara borrar cualquier rastro de su existencia. —Me pasé la lengua por los labios y proseguí—: Viajé a Colombia y me entrevisté con los familiares del jugador. Fueron muy amables, hasta que mencioné a Simón; entonces casi nos matan a Gutiérrez y a mí. Eso me convenció de que Simón seguía estando vivo y de que su familia, en particular su hermano Rubén, le ayudaban a ocultarse.—¿Y ésa era la causa de la extorsión? —preguntó Vázquez—. ¿El chantajista amenazaba con revelar que el hermano estaba vivo y que Rubén le protegía?—Eso pensé al principio, pero algo no encajaba. El chantajista amenazaba con destruir la carrera deportiva de Rubén, y la simple revelación de que su hermano vivía no era suficiente. Tenía que haber algo más. —Hice una pausa—. Hace pocos días, Gutiérrez me dejó un mensaje anunciándome que había conseguido una copia de la fe de bautismo de Simón Mochedano y que había encontrado en ella algo sorprendente. Poco después, antes de que yo pudiera hablar con él, mataron a Gutiérrez y le robaron el documento. Supongo que fueron los familiares de Mochedano, pero no lo sé a ciencia cierta. En cualquier caso, la pregunta es: ¿qué puede haber de comprometedor en una fe de bautismo? Y sólo he encontrado una respuesta: la fecha de nacimiento.Vázquez entrecerró los ojos.—¿Qué sucede con la fecha de nacimiento? —preguntó.Estaba cansada; tanto, que ni siquiera hice la pausa melodramática que exigía la situación.—Es la misma que la de su hermano —respondí—. Rubén y Simón nacieron el mismo día; son gemelos.Se produjo un atónito silencio, esta vez sí, bastante melodramático.—¿Quiere decir...? —musitó Vázquez, cuyos vigorosos engranajes cerebrales comenzaban, sin duda, a atar cabos a toda velocidad.—Quiero decir —le interrumpí— que cuando usted contrató a Rubén Mochedano consiguió dos jugadores por el precio de uno. Los hermanos se alternaban para jugar en el equipo; la mayor parte de las veces, según parece, un tiempo uno y otro tiempo el otro. El cambio se producía durante el descanso, cuando supuestamente Rubén iba a rezar a una habitación aparte.—¿Y cómo entraba el otro hermano en el estadio? —preguntó Emilio con expresión de incredulidad.—Con Müller —respondí—. Supongo que vestido como uno de los guardaespaldas. Si te fijas, tienen la misma altura y la misma complexión, incluso el mismo peinado. Para completar el disfraz bastarían unas gafas oscuras y un bigote postizo.Müller masculló algo en alemán y luego dijo con desdén:—Es absurdo; esta mujer no dice más que disparates.—No, no es absurdo —repliqué—. De hecho, lo explica todo. Explica por qué Mochedano es un futbolista inconstante que parece jugar de dos formas distintas en cada partido. Explica también sus súbitos cambios de personalidad, el hecho de que unas veces sea tímido y tranquilo, y otras muy violento. Y explica, sobre todo, los motivos del chantaje.—Un momento —me interrumpió Vázquez—. Usted ha dicho que ese tal Simón trabajaba para el narcotráfico desde su juventud. Entonces, ¿cómo es posible que fuera capaz de jugar al fútbol a nivel profesional?—Eso todavía no lo sé —reconocí—. Pero la historia no ha terminado. El chantajista se llamaba Alejandro Cardoso, luego hablaremos de él. La primera vez, Cardoso exigió medio millón de euros e insistió en que Rubén no le dijera nada a nadie, en particular a su representante. Y Rubén obedeció. Pero la segunda vez, el precio ascendió a dos millones. Demasiado dinero; tanto, que Rubén se lo contó todo a Müller. Y entonces Müller tomó las riendas del asunto. La entrega del dinero se realizó la pasada tarde tal y como estaba previsto; pero supongo que entre los billetes había oculto un localizador electrónico, porque poco después de que Cardoso regresara a su casa con el dinero, aparecieron los aquí presentes guardaespaldas de Müller, maniataron a Cardoso, le torturaron para hacerle hablar y lo mataron.—¡Eso es mentira! —restalló Müller.—¿No le gusta esa versión? —ironicé—. De acuerdo, le contaré otra. Aparecieron sus guardaespaldas, charlaron amigablemente con Cardoso, recuperaron entre bromas el dinero y se despidieron con palmaditas en la espalda. Luego, accidentalmente, Cardoso se rebanó la yugular mientras se afeitaba. ¿Eso está mejor? Porque en el fondo da igual; lo importante es lo que confesó Cardoso. —Tenía la boca seca, pero no me pareció ni el momento ni la situación oportuna para pedir un vaso de agua, así que proseguí—: Alejandro Cardoso no era un delincuente; había nacido en Colombia, en Santa Marta, no muy lejos, por cierto, del pueblo natal de los hermanos Mochedano, y era un simple periodista que también escribía poesía. Sin embargo, ese hombrecillo que jamás había cometido un delito, planeó y llevó a cabo un chantaje de dos millones y medio de euros. Parece increíble, ¿verdad...? Porque es increíble. De hecho, había algo muy raro en el asunto; incluso teniendo en cuenta que era un aficionado, Cardoso actuaba con demasiado descuido, sin tomar apenas precauciones. Era como si estuviese seguro de que nadie le iba a perseguir, como si creyese conocer todo lo que hacía Rubén. Y así era; Cardoso tenía un socio que le informaba de todo, un socio que creía tener controlada la situación: Simón Mochedano.—¿Simón ayudaba al hombre que chantajeaba a su hermano? —preguntó Vázquez, cada vez más alucinado.—Mucho más que eso. Simón era quien había organizado el chantaje y Cardoso sólo un hombre de paja.—Pero... ¿por qué?—Por muchas razones. De entrada, Rubén lo tenía todo, el dinero, la vida pública, la fama, y Simón nada; ni siquiera una identidad propia. Además, había una mujer de por medio: Raquel Tena.Por primera vez desde que habíamos entrado en la casa, Mochedano dio muestras de estar prestando atención a lo que sucedía a su alrededor. Cuando mencioné a Raquel, sus ojos abandonaron el infinito en que hasta entonces se habían cobijado y me dirigieron una extraña mirada donde se mezclaban dolor, desconcierto y rabia. Pero siguió sin abrir la boca.—Cuando los guardaespaldas le comunicaron a su jefe lo que les había revelado Cardoso —proseguí—, Müller se dirigió al chalet de Arturo Soria donde se ocultaba Simón y supongo que tuvo una animada charla con él. Luego, después de que Müller se marchara, Simón se dirigió como un rayo aquí, a la casa de su hermano, y mantuvo una violenta disputa con él. Finalmente, uno de los hermanos disparó contra el otro y lo mató. Luego, los criados se llevaron el cuerpo para deshacerse de él, y poco después Mochedano telefoneó a Müller para contarle lo que había pasado.Crucé los brazos y me recliné en el sillón donde estaba sentada, dando a entender que ya había concluido mi exposición. La verdad es que la mitad de lo que había dicho no eran más que suposiciones, pero, a mi modo de ver, unas suposiciones condenadamente buenas. Vázquez se ajustó las gafas y, tras reflexionar unos instantes, dijo:—Es la historia más increíble que he oído en mi vida. Tan increíble, que empiezo a temer que sea cierta.—¡Por favor! —exclamó Müller, dando un indignado palmetazo sobre el brazo del sofá—. ¡Todo es mentira! ¡No son más que conjeturas sin la menor prueba que las sostenga!—Se equivoca —repliqué—; hay una prueba y no precisamente pequeña. En realidad, la historia que acabo de contar tiene una pequeña prolongación. Después de matar a su hermano, Mochedano debió de asustarse mucho; no creo que fuera un crimen premeditado, sino pasional, así que no tenía preparado ningún plan para después. Entonces, de repente, aparece la policía, que yo misma había llamado, y Mochedano, aunque logra salir del aprieto y la policía se va, pierde los nervios. No quiere que el cadáver de su hermano esté ni un minuto más en la casa, de modo que le ordena a sus sirvientes que se deshagan del cuerpo. Los criados envuelven el cadáver en una lona y lo llevan a una casa abandonada, donde lo arrojan al interior de un pozo. Lo que ignoraban es que uno de mis colaboradores y yo les habíamos seguido. Así pues, sé perfectamente dónde está el cadáver. —Saqué el Motorola y se lo mostré al alemán—. ¿Quiere pruebas? Para conseguirlas no tengo más que marcar el número de la policía.Müller encajó la mandíbula al tiempo que su rostro se ensombrecía. Vázquez alzó las manos, como separando a dos boxeadores trabados, y me dijo:—Un momento, señora Hidalgo, no nos precipitemos. —Luego, volviéndose hacia Müller, prosiguió—: Martin, escúcheme: en toda negociación llega un momento en el que hay que poner las cartas sobre la mesa, y creo que ese momento ya ha llegado. Si la señora Hidalgo está en lo cierto, lo más conveniente es que nos sinceremos. Como comprenderá, lo único que pretendo es ayudarles, a Rubén y a usted, pero para ello necesito saber la verdad.¿Negociación?, pensé; ¿quién había hablado de negociar nada? Müller mantuvo unos segundos los ojos fijos en Vázquez; luego, como si estuviera evaluando una jugada de póquer, me miró a mí, miró de soslayo a Mochedano, respiró profundamente y se reclinó contra el respaldo del sofá.—De acuerdo —dijo, al tiempo que cruzaba la pierna izquierda sobre la derecha—. En líneas generales, lo que ha contado esta mujer es cierto.Capítulo 20
A partir de ese momento, Müller cambió la actitud de dignidad ofendida que había mantenido hasta entonces por otra de distante, aunque entregada, colaboración. Tanto es así que, atendiendo a una sugerencia de Vázquez, no mostró el menor reparo en completar los huecos de mi recién confirmada teoría.
Según nos contó, todo había comenzado diez años atrás, cuando, después de convertirse en el representante de Mochedano, se trasladó con él a Buenos Aires. Allí, el futbolista, por aquel entonces un adolescente de dieciséis años, inició su carrera profesional jugando en las categorías inferiores del River Plate; y todo iba bien, paso a paso, la lenta pero segura ascensión de una joven promesa del fútbol, hasta que un año más tarde Rubén enfermó. Síndrome de Guillain-Barré, una afección neurológica que al principio se manifestó como una simple sensación de debilidad en las piernas, pero que poco después le obligaba a caminar con bastón. La enfermedad tenía cura, pero la rehabilitación podía demorarse más de un año; toda una eternidad para un jugador de fútbol, un bache que podía retrasar, o incluso arruinar, su incipiente carrera deportiva. Entonces sucedió un milagro; o lo que en aquel momento pareció un milagro, la solución inesperada.De repente, Simón apareció en Buenos Aires. Tras el atentado cometido meses atrás, se había convertido en uno de los hombres más perseguidos del mundo. Le acosaba la policía, los norteamericanos e incluso los propios narcos, de modo que tenía que irse de su país, pues ni siquiera su familia podía protegerle. Sólo le quedaba recurrir a su hermano. Pero Rubén estaba enfermo y su carrera a punto de irse al garete. Entonces llegó lo inesperado: Simón también jugaba al fútbol desde muy pequeño; de hecho, frecuentemente había intercambiado los papeles con Rubén cuando éste jugaba en el Unión Magdalena.Tras hacerle unas pruebas, Müller descubrió que, aunque todavía por pulir, Simón prometía ser un excelente futbolista, casi tan bueno como su hermano. A fin de cuentas, ambos eran genéticamente idénticos. Y así fue como comenzó todo; simulando una inusualmente rápida recuperación, Simón suplantó a Rubén y retomó su exitosa carrera deportiva. Diecinueve meses después, cuando se recuperó, Rubén volvió a jugar, pero sus piernas aún estaban demasiado débiles para resistir un encuentro entero, así que ambos hermanos empezaron a compartir los partidos: un tiempo para Rubén y otro tiempo para Simón.—Entonces —concluyó Müller—, comprendimos que esa forma de jugar resultaba muy conveniente, pues el hermano que salía en el segundo tiempo estaba más fresco que el resto de los jugadores, lo cual le daba una ventaja competitiva. —Se encogió levemente de hombros—. De modo que lo hemos seguido haciendo hasta ahora.Vázquez, inexpresivo, se quitó las gafas, las limpió con ayuda de un pañuelo inmaculadamente blanco y volvió a ponérselas.—¿Qué puede decirme acerca del chantaje? —preguntó.—Las conjeturas de esta mujer se aproximan bastante a la realidad. La primera vez que el chantajista se puso en contacto con Rubén, éste habló con su hermano antes que conmigo, y Simón le recomendó que obedeciese las instrucciones; es decir, que no me dijera nada y pagase. Pero luego, cuando Cardoso exigió mucho más dinero, Rubén sí que recurrió a mí. Y en cuanto me contó lo que había pasado sospeché de Simón.—¿Por qué? —dije.Müller me dedicó una gélida mirada antes de responder.—Porque con el primer mensaje, el chantajista mandó una grabación de vídeo donde se veía cómo los dos hermanos hacían el cambio en el descanso de un partido. Yo no pude verla, porque Rubén rompió el ordenador después de recibir el correo electrónico. —El fantasma de una sonrisa se perfiló en sus labios—. De una patada, en pleno ataque de furia; dadas las circunstancias, resulta comprensible. El caso es que, según me contó Rubén, la grabación se había efectuado en el cuarto donde está el altar, un lugar que mis hombres revisaban cada vez que lo utilizábamos. Así que la cámara debía de haberla introducido uno de nosotros, y el único candidato era Simón. En cualquier caso, sólo se trataba de una conjetura, así que no le comuniqué mis sospechas a Rubén. Le dije que yo me ocuparía del asunto, pero le pedí que no le contara a su hermano que había hablado conmigo. Lo único que debía decirle es que el chantajista exigía más dinero.—Y luego —intervino Vázquez—, sus hombres localizaron a Cardoso, ¿no?—Sí. Como ha dicho ella, había un localizador oculto en un fajo de billetes.Vázquez asintió, pensativo, y luego, tras una breve vacilación, preguntó:—¿Y le... mataron?Müller hizo un gesto displicente, como si aquel asunto careciera por completo de importancia.—Yo no les pedí que lo hicieran —repuso—. Digamos que se propasaron un poco.De modo que torturar y asesinar era propasarse un poco; curiosos criterios morales los de aquel individuo. Vázquez torció levemente el gesto, pero no comentó nada. En vez de ello, preguntó:—Ese hombre, Cardoso, ¿confesó que su cómplice era Simón?Müller asintió.—Por lo visto, se habían conocido en Colombia cuando Simón era adolescente, aunque no volvieron a verse desde entonces. Pero un día, hará tres meses, Simón entró en contacto con él y le propuso participar en el chantaje.—Entonces, cuando vio confirmadas sus sospechas, fue a hablar con Simón.—Quería solucionar el asunto sin que Rubén se enterase de lo que había pasado, pues no deseaba que los hermanos se enemistaran. Pero cuando Simón supo que había sido descubierto y que no iba a conseguir el dinero, se puso furioso. Exigió la mitad de lo que había ganado su hermano y me amenazó con acudir a la prensa si no se lo dábamos. Dijo que quería dejarlo todo e irse. —Müller hizo un gesto de impotencia—. Estaba fuera de sí, no había modo de razonar con él, así que le dije que hablaríamos al día siguiente y me fui.—Y en cuanto usted desapareció —intervine—, él se vino directo a casa de Rubén. Dígame una cosa: ¿Simón pensaba irse solo?—¿Cómo...?—Usted acaba de decir que Simón quería dejarlo todo e irse; pero, ¿iba a irse solo... o con Raquel Tena?De repente, abandonando por primera vez la pasividad y el silencio que hasta entonces había usado como escudo, Mochedano se volvió hacia mí y me espetó entre dientes:—Raquel me quiere a mí. ¡A mí!Era un asesino, pero no pude evitar sentir un ápice de compasión.—Raquel y tú habíais discutido, llevabais semanas sin veros —dije suavemente—. Porque ella prefería a tu hermano y estaba dispuesta a irse con él.Mochedano apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Me miraba con ira, como si quisiera agredirme, pero también con angustia y desamparo.—Me la quería quitar —dijo en voz muy baja, casi inaudible—. Yo la amo y él me la quería quitar. Me lo quería quitar todo, a mí, después de lo que había hecho por él. Yo le protegí cuando le perseguían, yo le oculté y cuidé de él, yo se lo di todo, y él me lo pagó robándome, amenazándome, intentándome quitar lo que más quería. Vino a esta casa, a mi casa, con la boca llena de exigencias, como si yo le debiera algo.—Y le disparaste —dije—. No por el dinero, ni por la traición, sino por ella, por Raquel Tena. Por eso le mataste, ¿verdad?Mochedano me contempló con rabia, pero sus pupilas no tardaron en vacilar y se le llenaron los ojos de lágrimas. Tragó saliva, apartó la mirada y volvió a refugiarse en el silencio. De pronto, Müller se puso en pie y, aproximándose a Vázquez, le dijo:—¿Podemos hablar un momento en privado, Ignacio?Vázquez se incorporó y, tras dirigirme una fugaz mirada, acompañó a Müller al fondo del salón. Una vez allí, comenzaron a hablar en voz baja. Me aproximé a Ángel.—¿Y los criados? —le pregunté.—Están en la casa pequeña, atados y amordazados. No molestarán.Dejé escapar un largo suspiro.—Estás loco, Ángel —musité.—Eso dicen.—¿Quién lo dice?—Las voces —respondió él con una sonrisa tan angelical como su nombre.Reprimí un estremecimiento y me volví hacia donde estaban Vázquez y Müller. Emilio acababa de sumarse al cónclave y ahora escuchaba atentamente algo que le decía su jefe. Unos instantes después, el ex policía sacó su móvil e hizo una llamada. Al poco, tras intercambiar un par de frases con quienquiera que fuese, guardó el móvil y le comentó algo a Vázquez, que asintió, complacido.—No me gusta que ese tipo use el móvil —susurró Ángel—. ¿Qué está pasando?—No lo sé. Voy a enterarme.Eché a andar hacia el grupo, pero Vázquez me salió al paso.—¿Podemos conversar un momento, señora Hidalgo? —dijo, cogiéndome del brazo—. ¿Nos sentamos?—Estoy bien de pie.—Como quiera. —Vázquez me sonrió con sospechosa cordialidad—. Ante todo, quiero felicitarla por el trabajo realizado. Ha superado con creces mis expectativas, se lo aseguro. Cierto es que los métodos empleados por ese colaborador suyo que está ahí quizá hayan sido demasiado expeditivos, pero en definitiva ha cumplido usted de forma más que satisfactoria la misión que le encomendamos. Estoy muy satisfecho.¿Por qué me estaba dando tanto jabón? Emilio se aproximó a nosotros y se detuvo un paso por detrás de su jefe.—Pues si todo ha acabado —dije—, ¿llamamos ya a la policía?La sonrisa de Vázquez se amplió aún más.—De eso precisamente quería hablarle. Creo que, antes de tomar una decisión, debemos considerar el asunto desde diversas perspectivas. Todo esto es muy desagradable, desde luego; pero, en el fondo, ¿qué ha ocurrido? Ese tal Cardoso era un chantajista, un delincuente; no digo que mereciese morir por ello, pero no cabe duda de que estaba jugando con fuego. En cuanto a Simón Mochedano... —Se encogió de hombros—. También era un delincuente; además, usted misma ha dicho que se le considera oficialmente muerto. Y no se puede matar a alguien que ya está muerto.Le contemplé con las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos, asombrada por lo que estaba oyendo.—¿Pretende decirme que no hagamos nada? —musité—. ¿Que no llamemos a la policía y lo olvidemos todo?—Lo que intento decirle es que no podemos actuar a la ligera, señora Hidalgo. ¿Por qué remover la mierda, si me permite expresarlo así? ¿Quién va a salir ganando por airear esta historia?—¿Quizá la justicia? —repliqué.Vázquez suspiró y movió la cabeza de un lado a otro, como un maestro afligido por las escasas luces de un alumno.—Justicia es una palabra comodín que vale para justificar cualquier cosa, señora Hidalgo —repuso—. Dejémonos de entelequias; lo que ahora hay que tener en cuenta son los intereses concretos que están en juego.Cuanto más oía hablar a aquel hombre, más se me revolvía el estómago.—Puede que justicia sea un palabra comodín —dije—; pero a mí me gustan los comodines. Recuerdo que, cuando me encargó este trabajo, señor Vázquez, me preguntó qué haría si tropezaba con un hecho delictivo y yo le contesté que en tal caso estaría obligada a dar parte a las autoridades. Me pidió que, antes de hacerlo, hablara con usted y acepté. Bien, ya hemos hablado. Ahora, voy a llamar a la policía.—¿Y qué les contarás, Carmen? —terció Emilio—. Porque esa historia de chantajes, hermanos gemelos, suplantaciones de personalidad... en fin, no se sostiene mucho sin pruebas.—Tengo pruebas.—¿El cadáver de Simón? —Emilio negó lentamente con la cabeza—. Me parece que la policía no lo va a encontrar.La frente se me llenó de arrugas. ¿Qué pretendía decirme, que se había deshecho del cadáver?—Tú no sabes dónde está el cuerpo... —repliqué.—¿Seguro? —Emilio esbozó una medio sonrisa—. Tus colaboradores tienen la lengua muy suelta, Carmen. Antes, Félix me contó con pelos y señales cómo llegar a esa casa y a ese pozo.—Llamaste a alguien para que se deshiciera del cuerpo —murmuré.—Digamos que ni el cadáver de Simón ni el de Cardoso están donde tú crees que están. Se han esfumado. No tienes pruebas, Carmen. No tienes nada.Arrugué la nariz, como si oliera mal, y le contemplé poniendo en mi mirada todo el desprecio que pude reunir.—Eras policía, Emilio —dije—, y ahora encubres a unos asesinos. ¿No te da vergüenza?Sonrió con ironía, pero eludió mi mirada y no respondió.—Entre en razón, señora Hidalgo —terció Vázquez, poniéndome una mano en el hombro—. Usted ha cumplido con su deber y ya no puede hacer nada más. Váyase a casa y duerma un poco; seguro que mañana verá las cosas de otra forma.De repente, todo el cansancio de aquel largo día se abatió sobre mí. Miré a Vázquez, luego a Emilio, y después a Müller, que permanecía distante y callado, aunque pendiente de nuestra conversación, y por último a Mochedano, sentado en el sofá, inmóvil, ajeno a todo. Sentí ganas de gritar, de insultarles, de pedirle a Ángel que fuera un ángel vengador y los matara a todos. Pero me callé; Vázquez tenía razón: ya no podía hacer nada más. Había perdido. Dejé caer la cabeza y musité:—De acuerdo; usted gana.—Muy bien, señora Hidalgo —exclamó Vázquez, complacido—. No esperaba menos de usted. Mándeme la minuta cuanto antes y comprobará que sé premiar la lealtad.Me aparté de él bruscamente y caminé hasta Ángel.—Vamonos —dije.Echamos a andar hacia la salida, pero me detuve a los dos pasos.—Una última pregunta —dije, girándome hacia Mochedano—: ¿Tú quién eres, Rubén o Simón?El jugador volvió sus húmedos ojos hacia mí.—Soy Rubén Mochedano —respondió entre dientes.—Lo mismo diría Simón —repliqué.Luego me di la vuelta y abandoné junto con Ángel aquel salón desmedido.Capítulo 21
Nada más cruzar el portón, me detuve en la calle e inspiré profundamente, como si el frío aire de la noche pudiera limpiar la suciedad que se había instalado en mi interior. Entonces me acordé de Hermes, así que saqué el móvil y marqué el número de la oficina.
—Me había quedado dormido... —Su voz sonaba somnolienta en el auricular—. ¿Ya ha acabado todo?—Sí, ya ha acabado.—¿Y cómo ha ido?—Mal —respondí—. O bien, depende de cómo lo mires.—¿Qué ha pasado?—Ya te lo contaré el lunes, Hermes. Ahora vete a casa. Gracias por todo y perdona por tenerte esperando.Mientras hablaba, Félix y Delco surgieron de entre los árboles del bosquecillo y se aproximaron a nosotros. Guardé el móvil y le dije a Ángel:—Tú también puedes irte a casa.Si es que tenía casa, pensé.—¿Y qué vas a hacer tú, Carmen? —preguntó.—Irme a dormir.Ángel me dedicó una dulce y perturbada sonrisa.—Entonces, buenas noches —dijo.Y se alejó caminando despacio, sin hacer el menor ruido, como un fantasma.—¿Qué ha pasado, tía? —preguntó Félix.—Nada —respondí—; no ha pasado nada. —Miré a Delco—. ¿Tienes un canuto? —pregunté.—Ya te digo —respondió.—Pues sácalo.Delco encendió un porro y lo compartimos en silencio. Yo debía de ofrecer tan mal aspecto que ninguno de los dos moteros volvió a preguntarme nada. Luego, después de dar la última calada, Félix me llevó en moto al aparcamiento próximo a la casa de Cardoso donde estaba estacionado mi coche. Fue un caballero; no pasó de ciento veinte durante el trayecto, aunque en aquel momento yo casi hubiese preferido aturdirme con el vértigo de la velocidad.Saqué el coche del aparcamiento y enfilé hacia mi barrio. Circulé por las desiertas calles sin pensar en nada, sin sentir nada, como si no fuera yo quien conducía, como si todos los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas le hubieran ocurrido a otra persona. Luego, cuando llegué a mi calle, detuve el coche en doble fila y me quedé mirando el portal, y me imaginé a mí misma subiendo en el ascensor, encendiendo la luz de la escalera, abriendo la puerta y adentrándome en la soledad y el silencio de mi piso, y supe que no podía enfrentarme a eso; aquella noche no. De modo que arranqué el Citroen y puse rumbo a Pozuelo.* * *
Las primeras luces del alba clareaban el horizonte cuando llegué a casa de Óscar Mayoral. Salió a recibirme con pantalones de chándal, una camiseta, zapatillas, el pelo revuelto y los ojos soñolientos.—¡Carmen! —exclamó, sorprendido y desconcertado—. No te esperaba.—Supongo que a estas horas no esperabas a nadie —dije—. Perdona, te he sacado de la cama.—No... bueno, sí, pero no importa. Pasa.Entré en el salón y me dejé caer en el sofá. Óscar se sentó a mi lado.—¿Qué sucede? —preguntó—. Tienes mala cara.—Estoy cansada. —Vacilé—. Y tengo ganas de echarme a llorar.Me cogió de la mano.—Pues llora —dijo.Perdí la mirada y dejé la mente en blanco, abandonándome a mis sentimientos; pero las lágrimas, malditas traidoras, se resistieron a fluir. Un largo minuto más tarde musité:—Quiero llorar, pero no puedo. —Sonreí con amargura—. Soy patética.Sin soltarme la mano, Óscar se inclinó hacia mí.—¿Qué ha pasado, Carmen? —dijo en voz baja.Le miré fijamente y, mandando a la mierda el compromiso de confidencialidad que había firmado con Vázquez, se lo conté todo, de principio a fin. Un buen rato después, cuando acabé, Óscar se me quedó mirando con las pupilas teñidas de asombro.—Es la historia más rara que me han contado —comentó.—Rara y repugnante —asentí.—Pero, ¿por qué te culpas? No podías hacer nada.—Podía haber hecho las cosas mejor —le interrumpí—. Si no me hubiera lanzado alegremente a investigar a la familia de Mochedano, quizá Mario Gutiérrez siguiese vivo. Y si cuando identifiqué al chantajista hubiese llamado a la policía, Cardoso tampoco estaría muerto; y, a lo mejor, un hermano no habría asesinado al otro.—Pero eso no lo sabías. ¿Cómo ibas a imaginar que las cosas eran tan complicadas y extrañas? —Óscar ladeó la mirada y frunció el ceño—. De todas formas —dijo—, hay algo que no acabo de entender.—¿Qué?—Todo ese lío de las suplantaciones, un hermano jugando el primer tiempo y el otro hermano el segundo... ¿Por qué lo hacían?—Müller dijo que eso le daba ventaja al que jugaba el segundo tiempo, porque estaba más fresco que los demás.Óscar puso cara de escepticismo.—Bueno, supongo que le daba una pequeña ventaja, sí, pero muy pequeña. El que estés físicamente más entero no significa que vayas a meter más goles, ni siquiera que juegues mejor. Si fuera tan sencillo, bastaría con cambiar un par de jugadores al comienzo de la segunda parte. —Sacudió la cabeza—. La verdad, no entiendo por qué los Mochedano organizaron un follón tan grande y arriesgado para conseguir una ventaja tan pequeña. Es absurdo.Suspiré con abatimiento. Estaba harta de dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, estaba harta de pensar en gente como Müller, como Emilio Santamaría, como el gélido Vázquez, estaba harta de fracasar incluso cuando triunfaba, estaba harta de tragar mierda, estaba, en definitiva, harta de mí misma y de mi vida. Supongo que también estaba deprimida.—¿Te importa que duerma en tu cama? —pregunté.—Me encantará que lo hagas —respondió él.Subimos al dormitorio y nos acostamos. No hicimos el amor; Óscar me abrazó y estuvo acariciándome en silencio hasta que se quedó dormido. Yo tardé algo más en conciliar el sueño. Cuando advertí que su respiración se volvía lenta y acompasada, me sentí sola de nuevo y, sin darme cuenta, las lágrimas que antes se habían declarado en huelga brotaron ahora como un torrente. Supongo que me cuesta mostrar mis sentimientos en público y necesito la soledad para desahogarme. Desventajas de tener que parecer siempre una chica dura.Pero no fue el llanto lo único que me mantuvo despierta mientras veía incrementarse poco a poco la claridad tras las cortinas de la ventana; la objeción que había expresado Óscar no dejaba de rondar en mi cabeza. Si los Mochedano no obtenían ninguna ventaja significativa al repartirse cada partido, ¿por qué lo hacían? Al parecer, aún ignoraba un fragmento de la historia. Me enjugué las lágrimas con un pico de la sábana y cerré los ojos; tenía que procurar dormir un poco, porque todavía me quedaba algo por hacer aquella misma tarde.Una pequeña visita sorpresa.* * *
Llegué a casa de Martin Müller —un lujoso piso en el Paseo de la Castellana— a las cinco y media. Me abrió la puerta un mayordomo oriental; filipino, creo. El buen hombre no hablaba mucho español, pero logré hacerle entender que quería ver a su patrón. El criado me hizo un gesto indicando que aguardase, desapareció y, apenas un minuto después, regresó acompañado de Müller.—¿Qué hace aquí? —preguntó el alemán con sequedad.—Me gustaría hablar un momento con usted —respondí, simulando una sonrisa.—¿Tenemos algo de qué hablar?—Creo que sí; y es importante para los dos. Le robaré poco tiempo.Müller dudó unos instantes y luego, a regañadientes, despidió al criado y me invitó a pasar al salón. Pero no a sentarme; se quedó de pie en medio de aquella estancia decorada con clásicos y carísimos muebles ingleses, se cruzó de brazos y me espetó:—¿Qué quiere?Sin perder la sonrisa, me aproximé a una de las ventanas y dije:—Acérquese.—¿Qué?—Venga un momento, por favor; quiero enseñarle algo.Müller frunció el ceño y se acercó a mí con aire receloso. Señalé hacia la calle y pregunté:—¿Reconoce a ese hombre que está ahí?El alemán echó una ojeada a través de la ventana. Y vio a Ángel. Estaba frente a la casa, mirando en nuestra dirección, con su gorra a cuadros, las manos cruzadas a la espalda y una sonrisa de niño loco en el rostro. Al verlo, Müller palideció y, mirándome con acritud, susurró:—¿Me está amenazando, señora Hidalgo?Siempre sonriente, me encogí de hombros.—Más o menos —respondí—. Permítame hablarle de ese amigo mío que está ahí abajo. Se llama Ángel, aunque ése no es su verdadero nombre. Se trata de un asesino a sueldo y además, quizá se dio usted cuenta anoche, está profundamente desequilibrado. Pero me adora, me quiere muchísimo; tanto, que haría casi cualquier cosa por mí. Y, ¿sabe lo que creo?; que si me sucediera algo, si sufriera un accidente o una agresión, Ángel pensaría que es usted el responsable. Y le mataría, algo que sabe hacer muy bien, se lo garantizo. Es todo un profesional.Müller permaneció unos segundos silencioso e inexpresivo.—Me importa un bledo si usted muere o no —dijo al fin—. Ya no puede causarme ningún perjuicio.—Quizá —repliqué—, pero se lo cuento por si acaso llegara en algún momento a la conclusión de que sería mejor que no hubiese testigos de sus chanchullos. A fin de cuentas, ya intentó matarme una vez.—Yo no he... —comenzó a protestar.—Sí, sí que lo hizo —le interrumpí—. Sus hombres contrataron a un par de macarras para que me mataran, o me violaran, o me hicieran algo básicamente desagradable. Por cierto, a esos dos infelices se los cargó Ángel. El caso es que usted intentó quitarme de en medio, así que tiene una deuda conmigo.—¿Y qué piensa hacer al respecto? —preguntó en tono desafiante.—Proponerle un trato. Si responde a un par de preguntas, olvidaré que intentó matarme y daré por saldada la deuda.Müller demoró unos segundos la respuesta.—¿Qué preguntas? —murmuró, siempre receloso.—Verá, tengo un amigo que sabe mucho de fútbol. Según él, era absurdo organizar ese tejemaneje de las suplantaciones sólo para conseguir que uno de los hermanos estuviera más fresco durante el segundo tiempo de los partidos. Dice que la ventaja que se obtendría sería demasiado pequeña y no compensaría el riesgo.Sin apartar la mirada de mí, el alemán asintió.—Su amigo tiene razón.—Entonces, ¿por qué lo hacían?De repente, Müller se echó a reír. Hasta entonces no le había visto esbozar siquiera una sonrisa.—De acuerdo —repuso—, se lo explicaré.El alemán se acomodó en una butaca y yo me senté frente a él, en una silla de madera labrada tan cómoda como un potro de tortura.—En líneas generales —dijo—, lo que conté la otra noche es cierto; salvo por un pequeño detalle. Como dije, Rubén enfermó, de repente apareció Simón, le hice unas pruebas para ver cómo jugaba al fútbol y... ¿jugaba casi tan bien como su hermano? No: jugaba mucho mejor. Tenía un talento innato para el deporte, era un diamante en bruto; tanto es así que en unos pocos meses alcanzó un nivel de juego que a otros les exigiría años de entrenamiento. —Respiró pesadamente—. Resulta sarcástico, ¿verdad?; Simón, uno de los mejores futbolistas del mundo, no podía jugar porque era un fugitivo.—Luego —dije, invitándole a continuar—, Rubén se recuperó de su enfermedad.—Se recuperó físicamente, pero no volvió a ser el mismo. Antes de caer enfermo, Rubén era un futbolista muy prometedor, aunque aún por confirmar. Después se transformó en un jugador mediocre. En el fondo, creo que era una cuestión de personalidad. Rubén tenía una gran técnica, pero nada de carácter; Simón, sin embargo, poseía ambas cualidades y en grandes cantidades. —Apoyó los codos en los brazos de la butaca y entrelazó los dedos—. Al cabo de un par de años, la diferencia de calidad entre ambos hermanos era aplastante; de modo que le propuse a Rubén que sólo jugara su hermano. Simón metería los goles y él se llevaría el dinero y la gloria.—Pero Rubén no aceptó.—Puso el grito en el cielo y se negó en redondo. Quería el aplauso del público, quería el rugido de las gradas, quería sentirse una estrella del fútbol. —Suspiró—. Finalmente, accedió a compartir los encuentros con su hermano. Y fíjese si era bueno Simón que el año pasado fue pichichi de la liga jugando sólo la mitad del tiempo. ¿Qué hubiera hecho de haber jugado los partidos completos?De pronto, recordé lo que me contó Emilio Santamaría acerca de que Mochedano había perdido la fe, pues ya no rezaba en el descanso de los partidos.—Últimamente sólo jugaba Rubén, ¿no es cierto? —pregunté.—Sí, para nuestra desgracia y la del equipo.—¿Por qué? ¿Qué sucedió?Müller chasqueó la lengua con desagrado.—Raquel Tena, eso es lo que sucedió. Esa mujer hechizó a los hermanos. Les sorbió el cerebro... y supongo que otras cosas. El caso es que Rubén y Simón se enamoraron de ella como dos estúpidos adolescentes, y Rubén, ciego de celos, decidió arrinconar a su hermano expulsándole del fútbol. Ya sólo habría un Rubén Mochedano; aunque eso sí, mediocre a más no poder. Creo que ésa fue la causa de que Simón decidiera chantajearle. —Hizo una pausa—. Bueno, ya he contestado a su primera pregunta. ¿Cuál es la segunda?Me incorporé; aquella silla me estaba destrozando la espalda.—Una muy rápida: ¿cuál de los dos hermanos ha sobrevivido?El alemán se levantó a su vez.—No lo sé —dijo—. Espero que Simón; él era la estrella.Ya no quedaba nada más que hablar. Müller me acompañó a la salida y se despidió con un seco adiós, pero antes de cerrar la puerta vaciló unos instantes y agregó:—Una última cuestión, señora Hidalgo: ¿qué pasaría si usted sufriera un auténtico accidente, algún suceso fortuito con el que yo no tuviera nada que ver?Sonreí con inocencia.—Me temo que Ángel le mataría igualmente —respondí—. Así que más vale que rece por mi salud.Müller gruñó algo y cerró dando un portazo. Y yo me quedé allí, en el descansillo, disfrutando del pueril, pero no por ello menos gratificante, placer de haber inquietado, aunque sólo fuera un poco, a aquel hijo de puta.Tendí la mano para pulsar el botón de llamada del ascensor, pero cambié de idea y decidí bajar andando; a fin de cuentas, sólo eran cuatro pisos. Y mientras descendía por el mármol de la escalera, no pude evitar pensar en los hermanos Mochedano. Lo que me había contado Müller, aunque en el fondo no tenía importancia, cambiaba por completo mi perspectiva del asunto. Antes, Rubén era el alma de la caridad que había acogido a un hermano fugitivo que al final acabó traicionándole, pero ahora, de repente, Rubén se convertía en el parásito de su hermano, y Simón en una especie de esclavo de lujo al servicio de Rubén y de Müller, un patético fantasma sin identidad que sólo quería ser libre. O quizá, en vez de parasitismo, sería mejor hablar de simbiosis; todos se aprovechaban de todos, porque en el fondo sus intereses eran los mismos. Hasta que llegó Raquel Tena, la Yoko Ono de los Mochedano, y aquel equilibrio basado en el engaño se fue al garete.Lo que sucedió después, a fin de cuentas, es la historia más vieja del mundo, el crimen más antiguo, el primero de todos. Está en la Biblia, en el Génesis, y sus protagonistas fueron Caín y Abel.Aunque, en el caso de Rubén y Simón Mochedano, no resultaba sencillo determinar quién era Abel y quién Caín.PRÓRROGA
No volví a ver a Ignacio Vázquez. Una semana después de los hechos que acabo de narrar, le envié la minuta; veinticuatro horas más tarde recibí dos cheques suyos: uno cubría el importe de la factura, el otro era una bonificación de cien mil euros.
Cien mil euros; ése era el precio de mi discreción, el pago por mi involuntario silencio. No estaba mal, pero al ver aquel inesperado cheque sentí asco, auténticas ganas de vomitar, y pensé en romperlo, hacerlo añicos, meter los trozos en un sobre y enviárselo a Vázquez para dejarle muy claro que podía vencerme, pero no comprarme. Sí, eso fue lo que pensé, aunque lamento reconocer que no lo hice. Aquel dinero me permitiría saldar definitivamente las deudas de la agencia; rechazarlo era un lujo que no podía permitirme. Así que firme el cheque al dorso y se lo entregué a Gabriel para que lo ingresara en el banco.Más adelante, averigüé que Mario Gutiérrez, el detective colombiano, estaba casado y tenía un hijo, de modo que le mandé a la viuda la mitad de la bonificación, cincuenta mil euros. No pretendo engañar a nadie, y menos a mí misma; lo hice para lavar mi conciencia, no porque sea la Madre Teresa de los detectives privados. Aun así, jamás el dinero me ha dejado un regusto tan amargo.Supongo que por eso, buscando una forma rápida de anestesiar mi conciencia, invertí parte de los ingresos en comprarme unos obscenamente caros zapatos de Manolo Blahnik. Son preciosos, de seda color peltre, con rosetas de chinchilla plateada sobre el empeine. Hasta ahora, nunca me los he puesto y creo que jamás me los pondré.Finalmente, intenté olvidarme de aquel asunto y, hasta cierto punto, lo conseguí. Pero un día, dos meses más tarde, llegó a mis oídos una noticia que, automáticamente, me trajo a la memoria todo lo que había sucedido. Apareció en la prensa deportiva y del corazón, en la radio, en los telediarios y en los magazines de cotilleo: el astro del fútbol Rubén Mochedano y la top model Raquel Tena habían anunciado su próxima boda.No sabría decir por qué —quizá sólo fuera curiosidad—, pero desde el momento en que me enteré de aquello, supe que debía volver a hablar con Raquel Tena. A fin de cuentas, si alguien conocía la verdad, era ella. De modo que empecé a rastrear sus actividades y, un buen día, descubrí que iba a participar en un programa de Tele 5 cuya grabación estaba prevista esa misma tarde. De modo que, tras remover alguna que otra pequeña influencia, conseguí un pase de entrada y me presenté en la emisora con la esperanza de desentrañar el último secreto del caso Mochedano.* * *
Encontré a Raquel Tena en la cafetería. Llevaba un traje rojo, ceñido y escotado, el pelo recogido en una coleta y los ojos sabiamente maquillados para parecer aún más grandes y resplandecientes. Hasta a mí me afectó su belleza. Estaba sola, sentada a una mesa sobre la que descansaba una taza de café, tan abstraída leyendo una revista que no advirtió mi presencia hasta que me senté en una silla frente a ella.—Carmen... —musitó, alzando una ceja—. No esperaba volver a verte. —Sonrió—. ¿Debo llamar a seguridad?Le devolví la sonrisa.—No será necesario. Quería felicitarte por tu compromiso.—Gracias. ¿Eso es todo?Negué con la cabeza.—También me gustaría conocer tu versión de lo que sucedió.Ladeó la cabeza y me miró con una mezcla de extrañeza y fingida ingenuidad.—¿Y qué sucedió? —dijo.Dejé escapar un suspiro.—Ya lo sabes: Rubén y Simón.Hizo un gesto de desconcierto.—No, no sé de qué me estás hablando. ¿Quién es Simón?—Ya ha pasado todo —dije en voz baja, inclinándome hacia ella—; no hace falta fingir.La sonrisa abandonó su rostro.—Esta conversación se está volviendo demasiado misteriosa —repuso, al tiempo que hacía amago de recoger su bolso—. Creo que deberíamos despedirnos.—Espera —la contuve—. Vamos a hacerlo de otra forma: yo te cuento una historia y tú te limitas a escucharme.—¿Vas a contarme un cuento? —preguntó con aire burlón.—Sí; el cuento de dos hermanos gemelos, dos hombres físicamente idénticos, pero muy distintos en su interior. Uno era un chico bueno que lo tenía todo y el otro un chico malo que no tenía nada. Un día, uno de los hermanos conoció a una princesa: no estoy segura de cuál de los dos fue, pero apostaría por el chico malo, porque tenía una personalidad más fuerte y un carácter más extravertido. Probablemente era un seductor. El caso es que el chico malo comenzó a frecuentar a la princesa. Pero no sólo él; los hermanos lo compartían todo y estaban acostumbrados a suplantarse el uno al otro, de modo que el chico bueno también conoció a la princesa. Pero esos trucos no sirvieron de nada, porque en la intimidad no se puede engañar a una mujer. —Hice una pausa y pregunté—: ¿Voy bien?Raquel se encogió de hombros.—Es tu historia —respondió con ironía.—Entonces continúo. Lo que empezó siendo una travesura acabó convirtiéndose en algo más serio y ambos hermanos se enamoraron de la hermosa muchacha.—¿Era hermosa?—Mucho, la más bella del reino. Tanto, que los dos hermanos se enemistaron entre sí a causa de los celos, y al final el bueno expulsó al malo de su palacio, condenándole al destierro. Pero, ¿sabes qué?, creo que a la princesa quien realmente le gustaba era el chico malo.—Las chicas siempre preferimos a los chicos malos —comentó.—Sí, podría contarte un par de cosas sobre mi fracasado matrimonio. Pero sigamos con el cuento. El chico malo decidió fugarse con la princesa, pero era pobre, de modo que intentó robar a su hermano. O quizá robar no sea la palabra adecuada; digamos que intentó recuperar lo que él consideraba suyo. Pero las cosas no salieron bien y uno de los hermanos mató al otro.Hubo un silencio.—¿Ya está? —dijo Raquel con fingida decepción—. ¿Así se acaba el cuento? ¿No fueron felices ni comieron perdices?—Oh, sí; al final hubo una boda y todo. Pero, ¿sabes?, lo que yo me pregunto es por qué la princesa, pudiendo elegir al hermano bueno, que lo tenía todo, escogió al malo, que sólo podía traerle problemas.Raquel desvió la mirada y permaneció unos instantes pensativa.—No lo sé, Carmen —dijo lentamente, como si sopesara cada palabra—. Supongo que incluso las princesas tienen corazón. —Consultó su reloj y se puso en pie—. Perdona, pero me están esperando en el plató.—Un momento —la contuve—. Sólo una pregunta: ¿con quién te vas a casar, con Rubén o con Simón?Durante un instante, apenas una fracción de segundo, la luminosa fachada de aquella mujer se resquebrajó. Fue algo apenas perceptible, un leve titubeo en las pupilas, un tenue rictus en la comisura de los labios, una fugaz ráfaga de tristeza nublándole la mirada, prácticamente nada, pero yo lo percibí, y ella se dio cuenta, de modo que sonrió de nuevo con distante ironía y, antes de marcharse, dijo:—Sinceramente, Carmen, a estas alturas, ¿eso qué importa?* * *
Ese mismo verano, el Deportivo de Chamartín se deshizo de Rubén Mochedano traspasándolo a un equipo inglés, creo que al Liverpool. La prensa deportiva le dio muchas vueltas al asunto, pues, aunque la última temporada de Mochedano había sido decepcionante, nadie se explicaba por qué el Chamartín había aceptado la oferta de veinte millones —diez menos de lo que costó— que los ingleses habían realizado por el jugador. Resulta paradójico: los expertos no lo entendían, pero yo, que no sabía nada de fútbol, sí. Era un timo.Falsificar dinero es la única estafa que convierte en cómplice, encubridor y delincuente al estafado. Si te endosan un billete falso de cincuenta euros, no corres a denunciarlo a la policía; te lo guardas e intentas colárselo a alguien. Pues bien, al contratar a Mochedano, Vázquez se había encontrado con un billete falso entre las manos, e hizo lo que todo el mundo: endosárselo a otro primo.No seguí con atención la carrera de Mochedano. Según me contaron, su estrella languideció poco a poco hasta esfumarse y acabó militando en un equipo japonés. Supongo que eso, la mediocridad de su juego, significa que Rubén está vivo y Simón muerto. Abel cargándose a Caín, resulta irónico. Al final, Mochedano se retiró prematuramente y, por lo que sé, continúa casado con Raquel Tena.En cuanto a mí, no llegué a aficionarme al fútbol; cuando menos, al fútbol que la gente ve en la televisión y los estadios, aunque sí a otra clase de fútbol. El domingo siguiente a los sucesos de La Moraleja asistí, como le había prometido a Óscar, al partido final de la liga de cadetes: los Tigres de Pozuelo contra el Bernadette. Ambos estaban en cabeza de la clasificación, empatados a puntos, pero el Bernadette tenía el gol average (sea esto lo que sea) a su favor, de modo que los Tigres debían ganar el encuentro si querían ser campeones. Al final empataron, dos a dos, pero me apasioné tanto con el partido que yo, la mayor ignorante futbolística del mundo, acabé transformándome en una especie de hooligan, tan volcada en mi equipo que a punto estuve de llegar a las manos con la madre de uno de los rivales, y todo por una supuesta falta que yo ni siquiera había visto.Ésa es la clase de fútbol a la que me aficioné. Lo otro, lo que practicaban los Mochedano, lo que se maquinaba entre las bambalinas del Deportivo de Chamartín, los manejos de Müller, de Vázquez o de Emilio Santamaría, todo eso no era fútbol; era otra cosa, un juego distinto, el juego de la traición y del engaño, del dinero, los celos y el poder.El viejo juego de Caín.AGRADECIMIENTOS
Quisiera dar las gracias a las amables, solícitas y encantadoras personas que me ayudaron durante el proceso de escritura de esta novela.
En primer lugar, a mi hijo, Óscar Mallorquí (¿o es Mayoral...?), que puso a mi disposición toda la sabiduría futbolística que a él le sobra y a mí me falta.En segundo lugar, a Bibiana Patricia Rojas Alonso, por echarme una mano con las peculiaridades del bellísimo castellano de Colombia.También deseo agradecerles a Ana Rosa Semprún y a Miryam Galaz el entusiasmo con que acogieron el texto, así como sus oportunas y sabias observaciones.Y, last but not least, todo mi afecto y agradecimiento a la encantadora Care Santos, por lo que ella y yo sabemos y por quererme tanto conociéndome tan poco (aunque, bien pensado, quizá me quiere precisamente por conocerme poco).A todos ellos: muchas gracias.RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
CESAR MALLORQUINació en Barcelona, en 1953, aunque al año siguiente su familia se trasladó a Madrid. Dada la profesión de su padre, José Mallorquí, el creador de El Coyote, su afición por la literatura germinó ya en la infancia y muy pronto publicó su primer relato en una revista.
Posteriormente estudió periodismo en la Universidad Complutense de Madrid y trabajó en La Codorniz y en la cadena SER. De 1981 a 1991 se dedicó a la publicidad como creativo de varias agencias, pero sustituyó esta profesión por su verdadera vocación, la literatura, para dedicarse a ella plenamente. Desde entonces no ha dejado de publicar sus obras, con las que además ha obtenido diversos galardones. Algunas de ellas: La pared de hielo (Premio Alberto Magno 1992), El coleccionista de sellos (Premio UPC 1995), La casa del Doctor Pétalo (Premio Gigamesh 1996), El círculo de Jericó, El último trabajo del Señor Luna (Premio EDEBÉ 1996), El maestro oscuro, La catedral (Premio Gran Angular 2001), La cruz de El Dorado (Premio EDEBÉ 1999), Las Lágrimas de Shiva (Premio EDEBÉ 2002)...EL JUEGO DE CAÍNCarmen Hidalgo parece una mujer normal; tan absolutamente corriente que resultaría invisible, de no ser por dos peculiaridades: su desmedida afición a los zapatos de marca y el hecho de dirigir Investigaciones Hidalgo, una pequeña agencia de detectives que también parecería del todo corriente, si no fuera por su muy poco convencional plantilla de colaboradores.
Un día, Ignacio Vázquez, constructor multimillonario y presidente del club de fútbol Deportivo de Chamartín, entra en contacto con Carmen y le encarga que investigue a la estrella de su equipo, Rubén Mochedano, un jugador de fama mundial cuyo rendimiento y conducta han sufrido, repentinamente, un cambio nada deseable. Carmen acepta el caso y no tarda en descubrir que el jugador está siendo víctima de un chantaje; pero el asunto se complica y lo que parecía una simple extorsión acaba convirtiéndose en una trama mucho más compleja y extraña, un rompecabezas en el que incluso están implicados varios servicios de inteligencia extranjeros.Así pues, Carmen, ayudada por un viejo ex ladrón, una banda de moteros, una hacker felizmente instalada en la obesidad mórbida y un asesino a sueldo esquizofrénico, deberá intentar desentrañar un peligroso enigma que la conducirá de los suburbios de Madrid a las selvas de Colombia, y en el curso de cuya resolución pronto empezarán a acumularse las amenazas, los intentos de asesinato y los cadáveres.* * *
© César Mallorquí, 2007
© Espasa Calpe, S. A., 2008
Diseño de portada: Manuel Calderón
Fotografía del autor: Daniel Mordzinski
Depósito legal: B. 54.614-2007
ISBN: 978-84-670-2664-1