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Un día en que su doncella le cortaba a la señora F. las puntas de sus largos cabellos en mi presencia, me distraía recogiendo los pequeños y bonitos mechones y los iba colocando sobre el tocador, excepto un mechoncito que me metí en el bolsillo, pensando que no se daría cuenta. Pero, en cuanto estuvimos solos, me dijo con dulzura pero un poco serie que le devolviese aquel rizo que había recogido. Me pareció que me trataba con un rigor tan cruel como injusto, pero obedecí y con aire desdeñoso arrojé el rizo sobre el tocador.