MONTALBANO 3 - EL LADRÓN DE MERIENDAS (Andrea Camilleri)
Publicado en
mayo 29, 2011

Uno
Se despertó muy mal: las sábanas, en medio del sudor del sueño, alterado por culpa del kilo y medio de sardinas al horno rellenas con anchoas, cebolla, perejil y pasas que se había zampado la víspera, se le habían enrollado apretadamente alrededor del cuerpo cual si fueran las vendas de una momia. Se levantó, se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y se bebió media botella de agua helada. Mientras lo hacía, miró a través de la ventana abierta. La luz del amanecer presagiaba un buen día, con un mar como una balsa de aceite y un cielo claro y sin nubes. Montalbano, muy sensible a los cambios meteorológicos, se tranquilizó a propósito de su estado de ánimo en las próximas horas. Era todavía muy temprano, por lo que volvió a acostarse cubriéndose la cabeza con la sábana, dispuesto a dormir un par de horitas más. Tal como siempre hacía antes de quedarse dormido, pensó en Livia, en su cama de Boccadasse, Génova: era una presencia benéfica en cada viaje que él emprendía a «The country of sleep», como decía un poema de Dylan Thomas que le había encantado.
El viaje recién iniciado fue interrumpido repentinamente por el timbre del teléfono. Tuvo la sensación de que el sonido le entraba como una barrena por un oído y le salía por el otro, traspasándole el cerebro.—¿Diga?—¿Con quién hablo? —Primero dime quién eres.—Soy Catarella.—¿Qué hay?—Perdone, pero no le había reconocido la voz, dottori.Igual estaba durmiendo.—¡A las cinco de la madrugada, más bien sí! ¿Quieres decirme qué ocurre y dejar de una vez de tocarme los cojones?—Hay un muerto asesinado en Mazàra del Vallo. —¿Y a mí qué coño me importa? Yo estoy en Vigàta. —Pero es que, verá usted, dottori, el muerto...Colgó y desenchufó el aparato. Antes de cerrar los ojos, pensó que, a lo mejor, el que lo estaba buscando era su amigo Valente, el subjefe de policía de Mazàra del Vallo. Lo llamaría más tarde desde su despacho.La persiana golpeó con fuerza la pared y Montalbano se incorporó bruscamente en la cama con los ojos desorbitados a causa del sobresalto, convencido, en medio de las brumas del sueño que todavía lo envolvían, de que alguien le había pegado un tiro. El tiempo había cambiado en un santiamén, un húmedo y frío viento encrespaba la amarillenta espuma del mar y el cielo estaba enteramente cubierto de nubes que amenazaban lluvia.Se levantó soltando maldiciones, fue al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se enjabonó. De repente, el agua se acabó.En Vigàta y, por consiguiente, en Marinella, donde él vivía, el agua la daban probablemente cada tres días. Probablemente, pues igual la daban al día siguiente o a la semana siguiente. Por eso él se había curado en salud, mandando instalar en el tejado del chalet unos depósitos de gran capacidad, pero, por lo visto, esta vez hacía por lo menos ocho días que no la daban, para eso servía la autonomía regional. Corrió a la cocina, colocó una olla bajo el grifo para recoger el hilillo que estaba saliendo y lo mismo hizo con el grifo del lavabo. Con la poca agua que recogió, consiguió quitarse el jabón de encima, pero la experiencia no sirvió precisamente para mejorar su estado de ánimo.Mientras se dirigía en su coche a Vigàta, soltando palabrotas contra todos los automovilistas con quienes se cruzaba y que, a su juicio, debían de utilizar el código de la circulación, por uno y otro lado, para limpiarse el trasero, le acudieron a la mente la llamada de Catarella y la interpretación que él le había dado. El razonamiento no se tenía en pie: si Valente lo hubiera necesitado a las cinco de la madrugada para algo relacionado con el homicidio de Mazàra, lo habría llamado a su casa y no a su despacho. La interpretación se la había inventado por comodidad, para tranquilizar su conciencia y poder dormir un par de horas más.—¡No hay nadie en absoluto! —le anunció Catarella en cuanto lo vio entrar, levantándose respetuosamente de la silla de la centralita. Montalbano, de acuerdo con Fazio, había decidido dejar a Catarella en la centralita, en la creencia de que, aunque comunicara llamadas telefónicas absurdas e improbables, causaría sin duda menos daños que en cualquier otro puesto.—¿Qué ocurre, es alguna fiesta?—No, señor, hoy no es día festivo, pero se han ido todos al puerto por la cuestión del muerto de Mazàra, ese de quien le he hablado esta mañana temprano por teléfono, si recuerda. —Pero, si el muerto es de Mazàra, ¿qué hacen en el puerto? —No, dottori, el muerto está aquí.—Por Dios bendito, si el muerto está aquí, ¿por qué me dices que lo han matado en Mazàra?—Porque el muerto era de Mazàra, él trabajaba allí.—Catarè, razonando (es un decir), tal como tú tienes por costumbre hacer: si aquí en Vigàta matan a un turista de Bérgamo, ¿tú qué me dirás? ¿Que hay un muerto en Bérgamo?—Dottori, la cuestión es que este muerto es un muerto de paso. O sea, que lo han matado de un tiro cuando se encontraba a bordo de un barco de pesca de Mazàra.—¿Y quién le ha pegado un tiro?—Los tunecinos, señor comisario.Desesperado, Montalbano desistió de seguir indagando. —¿El dottore Augello también se ha ido al puerto? —Sí, señor.El subcomisario Mimì Augello debía de estar encantado de que él no apareciera por el puerto.—Mira, Catarè, tengo que redactar un informe. No estoy para nadie.—¡Oiga, dottori! Está al teléfono la señorita Livia desde Génova. ¿Qué hago, dottori? ¿Se la paso o no?—Pásamela.—Como usted me ha dicho no hace ni diez minutos que no estaba para nadie...—Catarè, te he dicho que me la pases.»¿Livia? Hola.—¡Y un cuerno hola! Llevo toda la mañana intentando hablar contigo. En tu casa, el teléfono suena inútilmente.—Ah, ¿sí? He olvidado volver a enchufarlo. Mira, ahora te vas a reír, esta mañana me han llamado a las cinco para decirme que...—No tengo ganas de reír. Lo he intentado a las siete y media, a las ocho y cuarto, lo he vuelto a intentar…—Livia, ya te he explicado que me olvidé de...—De mí. Te olvidaste simplemente de mí. Ayer te dije que te llamaría a las siete y media para decidir si...—Livia, te lo advierto. Está a punto de llover y hace viento.—¿Y qué?—Ya lo sabes. El mal tiempo me pone de mal humor. No quisiera que hablando y hablando...—Comprendo. No te vuelvo a llamar. Hazlo tú, si quieres.—¿Montalbano? ¿Qué tal está? El dottore Augello me lo ha contado todo. El asunto tendrá sin duda repercusiones internacionales, ¿no cree?No entendía nada, no sabía de qué le estaba hablando el jefe superior de policía. Eligió el camino del asentimiento genérico.—Pues sí, en efecto.¿Repercusiones internacionales?—En todo caso, he decidido que el dottore Augello despache con el prefecto. La cuestión rebasa nuestras competencias.—Pues sí.—Montalbano, ¿se encuentra bien? —Perfectamente. ¿Por qué?—No, es que me había parecido...—Me duele un poco la cabeza, eso es todo.—¿A qué día estamos hoy?—A jueves, señor jefe superior.—Oiga, ¿quiere venir a cenar a casa el sábado? Mi mujer le preparará unos espaguetis con tinta de sepia. Una gollería.Pasta con nìvuro di sìccia, tal como se decía en siciliano. Con el humor que tenía en aquellos momentos, habría podido preparar una tonelada de espaguetis. ¿Repercusiones internacionales?Entró Fazio y él se le echó encima como una fiera.—¿Alguien tendría la bondad de decirme qué coño está pasando?—Duttù, no la tome conmigo sólo porque hace viento. Esta mañana a primera hora, antes de avisar al dottore Augello; he dicho que lo localizaran a usted.—¿Por medio de Catarella? Si pretendes localizarme a través de Catarella por un asunto importante, significa que eres un desgraciado. Sabes muy bien que con ése no hay manera de entender nada. ¿Qué ha ocurrido?—Un buque pesquero motorizado de Mazàra, que, por lo que dice el patrón, estaba faenando en aguas internacionales, ha sido atacado por una patrullera tunecina que le ha disparado una ráfaga de ametralladora. El buque pesquero ha transmitido su posición a una de nuestras patrulleras, la Rayo, y ha conseguido escapar.—Bravo —dijo Montalbano.—¿Por quién? —preguntó Fazio.—Por el patrón del buque pesquero que, en lugar de rendirse, ha tenido el valor de escapar. ¿Y después?—La ráfaga de ametralladora ha causado la muerte de un miembro de la tripulación.—¿De Mazàra?—Sí y no.—¿Te quieres explicar?—Era un tunecino. Dicen que trabajaba con los papeles en regla. Allí casi todas las tripulaciones son mixtas. En primer lugar, porque los tunecinos son unos buenos trabajadores y, en segundo, porque, si los detienen, éstos saben cómo hablar con aquella gente.—¿Y tú crees que el buque pesquero estaba faenando en aguas internacionales?—¿Yo? ¿Es que tengo cara de tonto?—¿Oiga, el dottore Montalbano? Soy Marniti, de la Autoridad portuaria.—Dígame, jefe comisionado.—Es por este asunto tan delicado del tunecino muerto en el buque pesquero de Mazàra. Estoy interrogando al patrón para averiguar dónde estaban exactamente en el momento del ataque y la dinámica de los hechos. Después pasará por' su comisaría.—¿Por qué? ¿Acaso no lo ha interrogado mi subcomisario? —Sí.—Entonces no hay ninguna necesidad de que venga aquí. Le agradezco la amabilidad.Estaban empeñados en meterle en aquella historia a toda costa.* * *
La puerta se abrió con tal violencia que el comisario pegó un brinco en su sillón. Apareció Catarella tremendamente alterado. —Pido perdón por el golpe, pero se me ha escapado la puerta.—Como vuelvas a entrar así, te pego un tiro. ¿Qué ocurre?—Pues que acaban de telefonear ahora mismo y hay uno que está en un ascensor.El tintero de bronce delicadamente labrado pasó rozando la frente de Catarella, pero el ruido del golpe contra la madera de la puerta sonó como un cañonazo. Catarella se agachó y se cubrió la cabeza con los brazos. Montalbano la emprendió a puntapiés con el escritorio. Fazio entró corriendo en el despacho con la mano en la funda abierta del revólver.—¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado?—Que te explique este cabrón la historia de un tío que se ha quedado encerrado en un ascensor. Que avisen a los bomberos. Pero sácamelo de aquí, no quiero oído hablar. Fazio regresó de inmediato.—Un muerto asesinado en un ascensor —dijo, yendo directamente al grano para evitar que le cayera encima otro tintero.—Giuseppe Cosentino, guardia jurado —se presentó el hombre, de pie junto a la puerta abierta del ascensor—. Yo he encontrado al pobre señor Lapecora.—¿Y cómo es posible que no haya ningún mirón? —preguntó Fazio, asombrado.—Los he enviado a casa. Aquí todos me obedecen. Vivo en el sexto piso —explicó orgullosamente el guardia jurado, alisándose la chaqueta del uniforme.Montalbano se preguntó cuál habría sido el poder de Giuseppe Cosentino si hubiera vivido en el sótano.El difunto señor Lapecora estaba sentado en el suelo del ascensor con la espalda apoyada contra la pared del fondo. Junto a su mano derecha había una botella de Corvo blanco todavía con el precinto de aluminio. Junto a su mano izquierda, un sombrero gris claro. El difunto señor Lapecora, elegantemente vestido con corbata incluida, era un distinguido sesentón con los ojos abiertos y la mirada perpleja, tal vez por el hecho de haberse meada encima. Montalbano se inclinó y rozó con la yema de un dedo la mancha oscura de la entrepierna del muerto: no era orina sino sangre. El ascensor era de esos que funcionan empotrados en la pared, por lo que resultaba imposible ver la espalda del muerto y saber si lo habían matado con arma blanca o con arma de fuego. Olfateó el aire, pero no percibió olor de pólvora; igual se había evaporado.Tenía que avisar al forense.—¿Crees que el doctor Pasquano estará todavía en el puerto, o ha regresado a Montelusa? —le preguntó a Fazio. —Tiene que estar todavía en el puerto.—Ve a buscarlo. Y, si están Jacomuzzi y los de la Policía Científica, diles también que vengan.Fazio salió corriendo. Montalbano se dirigió al guardia jurado, el cual se cuadró respetuosamente.—Descanse —le dijo Montalbano en tono abatido.El comisario averiguó que el edificio tenía seis pisos con tres apartamentos por planta, todos ocupados.—Yo vivo en el sexto piso, que es el último —tuvo empeño en repetir Giuseppe Cosentino.—¿Estaba casado el señor Lapecora?—Sí, señor. Con Antonietta Palmisano.—¿También ha enviado a casa a la viuda?—No, señor. La viuda aún no sabe que lo es. Se ha ido esta mañana a Fiacca a ver a su hermana, que no anda muy bien de salud. Tomó el autocar de las seis y media.—Perdone, pero ¿usted cómo sabe todas estas cosas? ¿Acaso el hecho de vivir en el sexto piso le confería también el poder de exigir a los demás que le rindieran cuentas de todo lo que hacían?—Porque la señora Palmisano de Lapecora se lo dijo anoche a mi mujer, pues las dos suelen hablar —explicó el guardia jurado.—¿Tienen hijos?—Uno. Es médico. Pero no vive en Vigàta. —¿A qué se dedicaba?—Al comercio. Tenía el despacho en Salita Granet número 28. Pero en los últimos años sólo iba tres días a la semana, los lunes, miércoles y viernes, porque ya no le apetecía trabajar. Había ahorrado un dinerillo y no dependía de nadie.—Usted es una mina de oro, señor Cosentino.El guardia jurado volvió a cuadrarse.En aquel momento llegó una mujer de cincuenta y tantos años con unas piernas que parecían troncos de árbol. Llevaba varias bolsas de plástico llenas a rebosar.—¡He hecho la compra! —proclamó, mirando enfurecida a Montalbano y al guardia jurado.—Lo celebro —dijo Montalbano.—Pues yo no, ¿se entera? ¿Cuándo se llevan al muerto? Tras lanzarles otra incendiaria mirada, la mujer inició la agotadora subida. Resoplaba a través de las fosas nasales como un toro furioso.—Es terrible esta mujer, señor comisario. Se llama Gaetana Pinna. Vive en el apartamento de al lado del mío y no hay día que no discuta con mi mujer, la cual, como es una señora, no le da ese gusto, y entonces ella arma un alboroto que no vea, sobre todo cuando yo intento recuperar el sueño perdido durante el servicio.El mango del cuchillo que asomaba entre los omóplatos del señor Lapecora estaba gastado y era un vulgar utensilio de cocina.—¿Cuándo lo han matado, según usted? —le preguntó el comisario al doctor Pasquano.—A primera vista, entre las siete y las ocho de esta mañana. Pero ya se lo diré con más exactitud.Llegó Jacomuzzi con los de la Científica y empezaron a tomar muestras.Montalbano cruzó el portal; soplaba un fuerte viento pero el cielo seguía tan encapotado como antes. La calle era muy corta y sólo tenía dos tiendas, la una delante de la otra. A la izquierda había una tienda de fruta y verdura detrás de cuyo mostrador se encontraba un hombre delgadísimo con gafas de gruesos cristales, uno de los cuales estaba roto. .—Buenos días, soy el comisario Montalbano. ¿Esta mañana ha visto usted, por casualidad, entrar o salir del portal al señor Lapecora?El hombre delgadísimo soltó una risita y no contestó. —¿Ha oído usted mi pregunta? —le dijo el comisario, un poco mosqueado.—Oírla sí la he oído —contestó el verdulero—. Pero lo de ver ya es otra cosa. Aunque hubiera salido un carro blindado de aquel portal, yo no habría estado en condiciones de verlo.A mano derecha había un pescadero con dos clientes.El comisario esperó a que éstos se fueran y entró.—Buenos días, Lollo.—Buenos días, comisario. Tengo unos sargos fresquísimos.—Lollo, no he venido a comprar pescado.—Ha venido por el muerto.—Sí.—¿Cómo ha muerto Lapecora?—Un navajazo en la espalda.Lollo lo miró boquiabierto de asombro.—¿Lapecora asesinado?—¿Por qué te sorprende tanto?— ¿Quién podía desearle mal al señor Lapecora? Era todo un caballero. Es cosa de locos.—¿Tú lo has visto esta mañana?—No, señor.—¿A qué hora has abierto la tienda?—A las seis y media. Ah, por cierto, en la esquina me he cruzado con la señora Antonietta, la mujer, que corría.—Iba a tomar el autocar de Fiacca.Era muy probable, dedujo Montalbano, que Lapecora hubiera sido asesinado mientras tomaba el ascensor para salir de casa. Vivía en el cuarto piso.El doctor Pasquano se llevó el muerto a Montelusa para practicarle la autopsia, y Jacomuzzi todavía se entretuvo un poco metiendo una colilla de cigarrillo, un poco de polvo y un minúsculo trozo de madera en sendas bolsitas de plástico. —Ya te diré algo.Montalbano entró en el ascensor y le hizo señas de que entrara al guardia jurado, el cual, durante todo el rato, no se había movido ni un solo centímetro de su sitio. Cosentino pareció vacilar.—¿Qué le pasa?—Que aún hay sangre en el suelo.—¿Y qué? Procure no ensuciarse las suelas de los zapatos. ¿O es que quiere subir seis pisos a pie?Dos
Pase, pase —dijo jovialmente la señora Cosentino, una pelota bigotuda de irresistible simpatía.
Montalbano entró en un comedor con sala de estar. La mujer se dirigió muy preocupada a su marido.—No has podido descansar, Pepe.—El deber. El deber es el deber.—¿Usted ha salido esta mañana, señora?—Nunca salgo antes de que regrese Pepe. —¿Conoce a la señora Lapecora?—Sí, señor. Cuando coincidimos esperando el ascensor, charlamos un poco.—¿Hablaba también con el marido?—No, señor. No me caía bien. Si me permite un momento...La mujer se retiró.—¿Dónde presta usted servicio?—En el depósito de sal. Desde las ocho de la tarde a las ocho de la mañana.—Ha sido usted quien ha descubierto el cadáver, ¿verdad?—Sí, señor. Debían de ser las ocho y diez como máximo, el depósito está a dos pasos de aquí. Pulsé el botón de bajada del ascensor...—¿No estaba abajo?—No. Recuerdo muy bien que lo hice bajar.—Como es natural, usted no sabe en qué piso estaba detenido.—Lo he pensado, comisario. Por el rato que tardó en bajar, para mí que estaba en el quinto. Creo que lo he calculado bien.No encajaba. Elegantemente vestido, el señor Lapecora...—Por cierto, ¿cómo se llamaba?—Aurelio, pero lo llamaban Arelio.… en lugar de bajar, había subido un piso. El sombrero gris indicaba que estaba a punto de salir a la calle y no iba a visitar a nadie del edificio.—¿Y después qué hizo?—Pues nada. Bueno, al llegar el ascensor, abrí la puerta y vi al muerto.—¿Lo tocó?—¿Cree que soy tonto? Yo tengo experiencia en estas cosas.—¿Cómo se dio cuenta de que estaba muerto?—Ya se lo he dicho, tengo experiencia. Corrí a la verdulería y les llamé a ustedes. Después monté guardia junto al ascensor.Entró la señora Cosentino con una taza de humeante café.—¿Le apetece un poco de café?Al comisario le apeteció. Después se levantó para marcharse.—Espere un momento —dijo el guardia jurado, abriendo un cajón y entregándole un pequeño bloc de notas y un bolígrafo—. Es que tiene usted que tomar notas —explicó al ver la inquisitiva mirada del comisario.—¿Acaso estamos en la escuela? —contestó Montalbano en tono enojado.No soportaba a los policías que tomaban notas. Cuando veía alguno que lo hacía en la televisión, cambiaba de canal.* * *
En el apartamento de al lado vivía la señora Gaetana Pinna, la de las piernas como troncos de árbol. En cuanto vio a Montalbano, la mujer lo atacó.—¿Por fin se han llevado al muerto?—Sí, señora. Puede utilizar el ascensor. No, no cierre. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas.—¿A mí? Yo no tengo nada que decir.Se oyó una voz desde el interior, pero más que una voz parecía un retumbo.—¡Tanina! ¡No seas grosera! ¡Haz pasar al señor!El comisario entró en el consabido comedor—sala de estar. Sentado en camiseta en un sillón, con una sábana sobre las rodillas, había un elefante, un hombre de proporciones gigantescas. Los pies descalzos que asomaban por debajo de la sábana parecían patas; e incluso la nariz, larga y colgante, era como una trompa.—Siéntese —dijo el hombre, que evidentemente estaba deseando hablar, indicándole una silla—. A mí, cuando mi mujer se pone tan antipática, me entran ganas de... de...—¿... barritar? —se le escapó a Montalbano.Por suerte, el otro no lo entendió.—… de partirle la cabeza. Dígame.—¿Usted conocía al señor Aurelio Lapecora?—Yo no conozco a nadie de este edificio. Vivo aquí desde hace cinco años y no conozco ni a un perro. Desde hace cinco años no llego ni siquiera al rellano. No puedo mover las piernas, me cuesta un gran esfuerzo. Como no cabía en el ascensor, aquí arriba me subieron cuatro descargadores del muelle. Me embalaron como un piano.Soltó una carcajada semejante a un fragor de truenos. —Yo conocía al señor Lapecora —terció la mujer—. Era un hombre antipático. Le costaba horrores saludar a la gente.—Y usted, señora, ¿cómo se enteró de que había muerto?—¿Que cómo me enteré? Tenía que salir para hacer la compra y llamé al ascensor. Pero nada, no subía. Pensé que alguien se habría dejado la puerta abierta, tal como suele ocurrir con esta gentuza que vive en el edificio. Bajé a pie y vi al guarda jurado que montaba guardia junto al cadáver. Y, cuando regresé de la compra, tuve que subir la escalera a pie, y aún me falta la respiración.—Menos mal, así hablarás menos —dijo el elefante.FAM. CRISTOFOLETTI, decía la placa de la puerta del tercer apartamento, pero, a pesar de lo mucho que llamó al timbre el comisario, nadie abrió. Volvió a llamar a la puerta del apartamento de los Cosentino.—Dígame, comisario.—¿Sabe usted si la familia Cristofoletti...?El guardia jurado se dio un manotazo en la frente.—¡Olvidé decírselo! Con eso del muerto, se me fue de la cabeza. Los señores Cristofoletti están en Montelusa. A la señora Romilda la han operado, cosas de mujeres. Está previsto que regresen mañana.—Gracias.—De nada.Montalbano dio dos pasos en el rellano, retrocedió y volvió a llamar.—Dígame, comisario.—Antes usted me ha dicho que tenía experiencia con los muertos. Y eso, ¿por qué?—Trabajé varios años como enfermero.—Gracias.—De nada.Bajó al quinto piso, aquel en el que, según el guardia jurado, se encontraba detenido el ascensor con Aurelio Lapecora ya muerto. ¿Había subido para reunirse con alguien y este alguien lo había acuchillado?—Disculpe, señora, soy el comisario Montalbano.Le abrió una mujer de treinta y tantos años, muy guapa pero bastante desaliñada. Con aire de complicidad, se acercó el dedo índice a los labios para indicarle que guardara silencio.Montalbano se inquietó. ¿Qué significaba aquel gesto? ¡Maldita fuera su costumbre de ir desarmado! La joven se apartó de la puerta y el comisario, mirando cautelosamente a su alrededor, entró en un pequeño estudio lleno de libros.—Por favor, hable bajito, si el niño se despierta, estamos perdidos, ya no podremos hablar, llora como un desesperado.Montalbano lanzó un suspiro de alivio.—Señora, usted lo sabe todo, ¿verdad?—Sí, me lo ha dicho la señora Gullotta, la del apartamento de al lado —contestó la mujer, susurrándole las palabras al oído.Al comisario la situación le pareció muy emocionante. —O sea, que esta mañana usted no ha visto al señor Lapecora.—Aún no he salido de casa.—¿Dónde está su marido?—En Fela. Enseña en el instituto. Sale con su coche a las seis y cuarto en punto.Montalbano lamentó la brevedad del encuentro: cuanto más la miraba, tanto más le gustaba la señora Gulisano (eso decía la placa de la puerta). Como mujer que era, la joven lo comprendió y lo miró sonriendo.—¿Puedo ofrecerle una taza de té?—La acepto con mucho gusto —contestó Montalbano.El niño que le abrió la puerta del apartamento de al lado debía de tener cuatro años como máximo y era tremendamente bizco.—¿Quién eres, forastero? —le preguntó.—Soy un policía —contestó Montalbano, sonriendo y tratando de seguirle la corriente.—No me atraparás vivo —dijo el niño, disparándole con una pistola de agua en plena frente.El forcejeo que se produjo a continuación fue muy breve. Mientras el niño empezaba a llorar, Montalbano, con toda la frialdad de un killer, le disparó a la cara, dejándolo empapado de agua.—¿Qué pasa? ¿Quién es?La mamá del angelito, la señora Gullotta, no tenía nada en común con la mamaíta de la puerta de al lado. Como primera medida, la señora abofeteó con fuerza a su hijo, cogió la pistola que el comisario había dejado caer al suelo y la arrojó por la ventana,—¡Se acabó la historia!Soltando gritos desgarradores, el niño huyó a otra habitación.—¡La culpa es de su padre, que le compra estos juguetes! ¡Él se pasa el día fuera de casa, le importa un bledo, y yo soy la que tiene que aguantar a esta fiera! Y usted, ¿qué quiere?—Soy el comisario Montalbano. ¿El señor Lapecora no subió, por casualidad, esta mañana a su casa?—¿Lapecora? ¿A nuestra casa? ¿Y qué tenía que hacer aquí?—Dígamelo usted.—Yo a Lapecora lo conocía, pero sólo buenos días o buenas tardes, ni una sola palabra más.—A lo mejor, su marido...—Mi marido no se hablaba con Lapecora. Y, además, ¿cuándo lo hubiera podido hacer? Ése no está nunca en casa y le importa un pito.—¿Dónde está su marido? —Como ve, fuera de casa. —Sí, pero ¿dónde trabaja? —En el puerto. En la lonja de pescado. Se levanta a las cuatro y media de la mañana y vuelve a las ocho de la tarde. Si alguien lo ve, es un milagro.Muy comprensiva, la señora Gullotta.En la placa del tercer y último apartamento del quinto piso figuraba el apellido PICCIRILLO. La mujer que abrió la puerta, de unos cincuenta y tantos años y aire distinguido, estaba visiblemente alterada y nerviosa.—¿Qué desea?—Soy el comisario Montalbano.La mujer apartó la mirada.—No sabemos nada.De repente, la cosa le olió a chamusquina. ¿Sería por aquella mujer por lo que Lapecora había subido un piso? —Permítame entrar. Tengo que hacerle unas preguntas. La señora Piccirillo le franqueó el paso a regañadientes y lo acompañó a un agradable saloncito.—¿Está en casa su marido?—Soy viuda. Vivo con mi hija Luigina, que es soltera. —Si está en casa, llámela.—¡Luigina!Apareció una muchacha de veintipocos años en vaqueros. Agraciada, pero muy pálida, auténticamente aterrorizada.El olor a chamusquina se intensificó y el comisario decidió actuar a lo bestia.—Esta mañana Lapecora ha subido a verlas. ¿Qué quería?—¡No! —dijo Luigina casi a gritos.—¡Se lo juro! —proclamó la madre.—¿Qué relación mantenían ustedes con el señor Lapecora?—Lo conocíamos de vista —contestó la señora Piccirillo.—Nosotras no hemos hecho nada malo —lloriqueó Luigina.—Escúchenme bien. Si no han hecho nada malo, no hay razón para que se asusten. Hay un testigo que asegura que el señor Lapecora se encontraba en el quinto piso cuando...—Pero ¿por qué la toma con nosotras? En este rellano viven otras dos familias que...—¡Ya basta! —estalló Luigina, presa de un ataque histérico—. ¡Basta, mamá! ¡Díselo todo! ¡Díselo!—Muy bien, pues. Esta mañana, mi hija, que tenía que ir temprano a la peluquería, llamó al ascensor y éste llegó enseguida. Debía de estar parado en el piso de abajo, el cuarto.—¿A qué hora?—Las ocho, ocho y cinco. Abrió la puerta y vio al señor Lapecora sentado en el suelo. Yo, que la había acompañado, miré hacia el interior del ascensor y me pareció que el hombre estaba borracho. Aún le quedaba una botella de vino por abrir y, además..., me pareció que se había hecho sus necesidades encima. A mi hija le dio asco. Volvió a cerrar la puerta del ascensor y, cuando estaba a punto de bajar a pie, el ascensor se puso en marcha, lo habían llamado desde abajo. Mi hija es muy delicada de estómago y el espectáculo nos había trastornado a las dos. Luigina entró en casa para refrescarse un poco la cara y yo también lo hice. Cuando no habían pasado ni cinco minutos, la señora Gullotta nos vino a decir que el señor Lapecora no estaba borracho, sino muerto! Eso es todo.—No —dijo Montalbano—. Eso no es todo.—¿Qué quiere usted decir? ¡Le he dicho la verdad! —exclamó irritada y ofendida la señora Piccirillo.—La verdad es ligeramente distinta y muy desagradable. Ustedes dos han comprendido inmediatamente que el hombre estaba muerto. Pero no han dicho nada, han fingido no haberlo visto tan siquiera. ¿Por qué?—No queríamos acabar en boca de todos —reconoció derrotada la señora Piccirillo. Inmediatamente después, experimentó un arranque de energía y gritó histéricamente—: ¡Nosotras somos personas honradas!¿Y aquellas dos personas honradas habían dejado que otro descubriera el cadáver, quizá alguien no tan honrado? ¿Y si Lapecora hubiera estado agonizando? Les había importado un bledo con tal de salvar... ¿qué? Salió dando un portazo y se topó con Fazio, que se había presentado para hacerle compañía.—Estoy aquí, comisario. Si necesita... De repente, se le ocurrió una idea.—Sí, necesito. Llama a aquella puerta, hay dos mujeres, madre e hija. Omisión del deber de socorro. Llévalas a la comisaría, armando el mayor alboroto posible. Todos los vecinos del inmueble tienen que creer que las hemos detenido. Después, cuando llegue yo, las soltamos.El contable Culicchia, que vivía en el primer apartamento del cuarto piso, en cuanto abrió la puerta, propinó un empujón al comisario y lo apartó.—No quiero que nos oiga mi mujer —dijo, entornando la puerta.—Soy el comisario...—Lo sé, lo sé. ¿Me trae la botella?—¿Qué botella? —preguntó Montalbano, contemplando perplejo la expresión de conspirador del enjunto septuagenario.—La que estaba al lado del muerto, la botella de Corvo blanco.—¿No era del señor Lapecora?—¡Qué va! ¡Es mía!—Perdone, no le entiendo. Explíquese mejor.—Esta mañana salí a hacer la compra y, al volver, abrí el ascensor. Dentro estaba Lapecora, muerto. Me he dado cuenta enseguida.—¿Usted llamó al ascensor?—¿Y por qué iba a hacerlo? Ya estaba abajo.—¿Qué hizo entonces?—¿Qué quiere usted que hiciera, hijo mío? Tengo lesionados la pierna izquierda y el brazo derecho. Me dispararon los americanos. Llevaba cuatro bolsas, ¿tenía que subir a pie toda la escalera?—¿Me está usted diciendo que subió con el muerto? —¡A la fuerza! Lo malo es que, cuando el ascensor se detuvo en mi piso, que también es el del muerto, la botella de vino cayó rodando de la bolsa. Entonces hice lo siguiente: abrí la puerta de mi casa, dejé las bolsas dentro y volví a salir a recoger la botella. Pero no me dio tiempo porque alguien del piso de arriba llamó al ascensor.—Y eso, ¿cómo puede ser? ¡Si la puerta estaba abierta!—¡No, señor! ¡Yo la había cerrado sin darme cuenta! ¡Qué cabeza la mía! A mi edad uno ya no razona muy bien. No sabía qué hacer; si mi mujer se enteraba de que había perdido la botella, me estrangulaba. Me puede usted creer, comisario. Es capaz de cualquier cosa.—Dígame qué ocurrió después.—El ascensor me volvió a pasar por delante y bajó al vestíbulo. Y entonces yo decidí bajar a pie. Cuando finalmente llegué abajo a pesar de la pierna mala, vi que el guardia jurado no dejaba acercarse a nadie. Le comenté lo de la botella y él me dijo que lo comunicaría a las autoridades. ¿Usted es una autoridad?—En cierto modo, sí.—¿El guardia le ha dicho lo de la botella?—No.—Y, ahora, ¿qué hago yo? ¿Qué hago? ¡Ésa me cuenta el dinero! —se quejó el contable, retorciéndose las manos.Desde el piso de arriba se oyeron las voces desesperadas de las Piccirillo y la autoritaria de Fazio:—¡Bajen a pie! ¡Silencio! ¡A pie!Se abrieron varias puertas y se oyeron preguntas en voz alta de piso en piso:—¿A quién han detenido? ¿Han detenido a las Piccirillo? ¿Se las llevan? ¿Las meten en la cárcel?Cuando Fazio apareció, Montalbano le entregó un billete de diez mil liras.—En cuanto las hayas dejado en la comisaría, compra una botella de Corvo blanco y dásela a este señor.A través del interrogatorio de los demás inquilinos, Montalbano no pudo averiguar nada importante. El único que dijo algo de cierto interés fue el maestro de primaria Bonavia, del tercer piso. Explicó al comisario que su hijo Matteo, de ocho años, cuando se disponía a ir a la escuela, se había caído y se había lastimado la nariz. Al ver que la hemorragia no cesaba, él lo había llevado a urgencias. Eran las siete y media, y en el ascensor no había ni rastro del señor Lapecora, ni vivo ni muerto.Dejando aparte los viajes en ascensor efectuados en calidad de cadáver por el difunto, Montalbano comprendió con toda claridad que: uno, el difunto era una buena persona, pero francamente antipática; dos, lo habían matado en el ascensor, entre las siete y treinta y cinco minutos y las ocho.Si el asesino había corrido el riesgo de que algún inquilino lo viera con el muerto en el ascensor, ello significaba que el delito no había sido premeditado sino un acto impulsivo.No era mucho, pero el comisario reflexionó un poco al respecto. Después consultó el reloj. ¡Eran las dos! Por eso estaba tan hambriento. Llamó a Fazio.—Yo voy a comer a Calogero. Si, entre tanto, llega Augello, mándamelo. Ah, oye: coloca a alguien de guardia delante del apartamento del muerto. Que no la deje entrar hasta que yo llegue.—¿A quién?—A la viuda, la señora Lapecora. ¿Las dos Piccirillo aún están aquí?—Sí, dottore.—Envíalas a casa.—¿Y qué les digo?—Que las investigaciones siguen adelante. Así se cagarán de miedo estas personas tan honradas.Tres
¿Hoy qué le puedo servir?
—¿Qué tienes?—De primero, lo que quiera.—De primero no quiero nada, tengo intención de hacer una comida ligera.—De segundo he preparado bonito con salsa agridulce y merluza con salsa de anchoas.—¿Te has pasado a la alta cocina, Cala?—A veces me da por ahí, me doy el capricho.—Tráeme una buena ración de merluza. Ah, y mientras espero, sírveme un buen plato de entremeses marineros.Le entró la duda. ¿Había dicho una comida ligera? Prefirió no responder a la pregunta y abrió el periódico. La pequeña maniobra económica que el gobierno había aprobado no sería de quince, sino de veinte mil millones de liras. Seguramente subirían algunos precios, entre ellos los de la gasolina y los cigarrillos. El paro en el sur había alcanzado unas cifras que era mejor no revelar. Los de la Liga Norte, después de la huelga fiscal, habían decidido echar a la calle a los prefectos, como primer paso hacia la independencia. Treinta jóvenes de un pueblecito de la provincia de Nápoles habían violado a una muchacha etíope, el pueblo los defendía: la negra era no sólo negra sino también puta. Un chiquillo de ocho años se había ahorcado. Detenidos tres camellos cuya edad media era de doce años. Un veinteañero se había saltado la tapa de los sesos jugando a la ruleta rusa. Un octogenario celoso...—Aquí están los entremeses...Montalbano se lo agradeció, unas cuantas noticias más y se le hubiera pasado el apetito. Después llegaron los ocho trozos de merluza que eran sin lugar a dudas suficientes para cuatro personas. El pescado proclamaba a gritos su alegría por el hecho de haber sido guisado como Dios manda. A través del olfato se adivinaba su perfección, merced a una cantidad apropiada de pan rallado y al delicado equilibrio entre las anchoas y el huevo batido.Montalbano se llevó a la boca el primer bocado, pero no se lo tragó enseguida. Dejó que el sabor se difundiera dulce y uniformemente por la lengua y el paladar, y que la lengua y el paladar se dieran cuenta del regalo que se les estaba haciendo. Tragó el bocado y Mimì Augello se materializó delante de la mesa.—Siéntate.Mimì Augello se sentó.—A mí también me apetecería comer.—Haz lo que quieras. Pero no hables, te lo digo como un hermano y por tu bien, no hables por ningún motivo. Si me interrumpes mientras me como esta merluza, soy capaz de estrangularte.—Sírvame unos espaguetis con almejas —le dijo, en modo alguno atemorizado, Mimì a Calogero, que pasaba por su lado.—¿Solos o con salsa de tomate? —Solos.Mientras esperaba, Augello cogió el periódico del comisario y se puso a leer. Llegaron los espaguetis cuando, por suerte, Montalbano ya se había terminado la merluza, y se puso a observar cómo Mimì espolvoreaba abundantemente su plato con queso parmesano. ¡Qué barbaridad! ¡Hasta a una hiena, que es una hiena y se alimenta de carroña, se le hubiera revuelto el estómago ante la sola idea de un plato de espaguetis con almejas y queso parmesano por encima!—¿Cómo te has portado con el jefe superior de policía? —¿Qué quieres decir?—Sólo quiero saber si al jefe superior le has lamido el culo o los cojones.—Pero ¿qué estás diciendo?—Mimì, que te conozco. Tú has aprovechado al vuelo el asunto del tunecino ametrallado para exhibirte.—Me he limitado a cumplir con mi deber porque tú estabas ilocalizable.A Mimì el parmesano le pareció poco, pues añadió otras dos cucharadas y le molió encima un poco de pimienta.—Y, en el despacho del jefe superior, ¿cómo has entrado?, ¿arrastrándote por el suelo?—Ya está bien, Salvo.—¿Por qué? ¡Si tú no pierdes ninguna ocasión de propinarme una puñalada trapera!—¿Yo? ¿Que yo te pego puñaladas traperas? Mira, Salvo, si yo te hubiera querido pegar en serio una puñalada trapera, en los cuatro años que llevamos trabajando juntos, tú a estas horas estarías al frente de la comisaría más remota del pueblo más remoto de Cerdeña, y yo ya sería, como mínimo, subjefe superior de policía. Y tú, ¿sabes lo que eres, Salvo? Un colador que pierde agua por todos los agujeros. Y yo no hago más que tapar todos los agujeros que puedo.Tenía muchísima razón, por lo que Montalbano, que ya se había desahogado, cambió de tono.—Por lo menos, infórmame.—Ya he redactado el informe, allí está todo. Un pesquero de altura de Mazara del Vallo, el Santopadre, seis tripulantes con un tunecino que era la primera vez que se embarcaba, el pobre. El mismo guión de siempre, ¿qué quieres que te diga? Una patrullera tunecina que les da el alto, el pesquero no obedece y los otros disparan. Pero esta vez ha sido distinto, ha habido un muerto y los que más lo van a lamentar serán los tunecinos. Porque a ellos lo que les interesa es apoderarse del buque y recibir una paletada de dinero a cambio por parte del armador que negocia con el gobierno tunecino.—¿Y el nuestro?—El nuestro, ¿qué?—¿Nuestro gobierno no pinta nada aquí?—¡Pero hombre, por Dios! Se tardaría una eternidad en resolver el asunto por vía diplomática. Y tú comprenderás que, cuanto más tiempo permanezca detenido el buque pesquero, tanto menos dinero gana el armador.—Pero ¿qué saca de todo eso la tripulación tunecina? —Van al tanto por ciento, como los guardias urbanos de ciertas ciudades nuestras. Pero no oficialmente, claro. El patrón del Santopadre, que es también el propietario de la embarcación, dice que los ha atacado la Rameh.—¿Qué es?—Una patrullera tunecina que se llama así y está bajo el mando de un oficial que actúa como un auténtico pirata. Como esta vez hay un muerto de por medio, nuestro gobierno se verá obligado a intervenir. El prefecto ha exigido un informe muy detallado.—¿Y por qué han venido a tocarnos los cojones a nosotros, en lugar de regresar a Mazara?—El tunecino no ha muerto en el acto; Vigàta era el puerto más cercano, pero el pobrecillo no ha podido resistir.—¿Han pedido socorro?—Sí. A la patrullera Rayo, la que está siempre fondeada en nuestro puerto.—¿Qué has dicho, Mimì?—¿Qué he dicho?—Has dicho «está fondeada». Y, a lo mejor, hasta lo has escrito en el informe al prefecto. ¡Imagínate, con lo meticuloso que es ése! Tú mismo te has jodido con tus propias manos, Mimì.—¿Qué tenía que escribir?—Atracada, Mimì. Fondeada significa anclada en alta mar. La diferencia es fundamental.—¡Oh, Dios mío!Era bien sabido que el prefecto Dieterich, un norteño de Bolzano, no sabía distinguir entre una embarcación de pesca y un crucero, pero Augello había caído en la trampa y Montalbano se mondó de risa.—Valor. ¿Cómo ha terminado la cosa?—La Rayo no ha tardado ni un cuarto de hora en llegar, pero, una vez allí, no ha visto nada. Ha efectuado un reconocimiento por las inmediaciones sin ningún resultado. Eso es lo que la Autoridad portuaria ha averiguado a través de la radio. En cualquier caso, esta noche nuestra patrullera regresará a puerto y se conocerán mejor los detalles de la historia.—¡Bah! —exclamó el comisario en tono dubitativo. —¿Qué ocurre?—No veo qué tenemos que ver nosotros, nuestro gobierno, con el hecho de que unos tunecinos se hayan cargado a un tunecino.Mimì Augello lo miró boquiabierto de asombro.—Salvù, puede que yo diga alguna tontería de vez en cuando, pero, cuando las disparas tú, son peores que cañonazos.—¡Bah! —repitió Montalbano sin estar demasiado con vencido de haber dicho una tontería.—Y del muerto de aquí, el del ascensor, ¿qué me dices?—No te digo nada. El muerto es mío. ¿Tú te has quedado con el tunecino ametrallado? Pues yo me quedo con este muerto de Vigàta...«Esperemos que mejore el tiempo —pensó Augello—. De lo contrario, ¿quién discute con éste?»—¿Oiga, comisario Montalbano? Soy Marniti. —Dígame, comisionado.—Quería comunicarle que nuestro mando ha decidido, muy juiciosamente en mi opinión, que del asunto del buque pesquero se encargue la Autoridad portuaria de Mazara. Por consiguiente, el Santopadre debería zarpar de inmediato. ¿Tienen ustedes que tomar otras muestras en la embarcación?—No creo. Pero estoy pensando que nosotros también deberíamos atenemos a lo que tan sabiamente ha dispuesto su mando.—No me atrevía a decírselo.—Soy Montalbano, señor jefe superior. Perdone que... —¿Alguna novedad?—No, nada. Se trata de un escrúpulo, ¿cómo diría?, de procedimiento. Acaba de llamarme el jefe comisionado Marniti, de la Autoridad portuaria, y me ha comunicado que su mando ha dispuesto que la investigación sobre el tunecino ametrallado se traslade a Mazara. Y yo ahora me pregunto si nosotros también...—Le comprendo, Montalbano. Creo que tiene usted razón. Ahora mismo llamo a mi compañero de Trapani para comunicarle que nosotros nos desentendemos de todo. Creo que en Mazara hay un subjefe muy preparado. Que se encarguen ellos. ¿De este asunto se estaba ocupando usted personalmente?—No, mi subcomisario el dottore Augello.—Comuníquele que los resultados de la autopsia y de las pruebas balísticas los enviaremos a Mazara. Enviaremos copia al dottore Augello para su conocimiento.Abrió de un puntapié la puerta del despacho de Mimì Augello, alargó el brazo derecho, cerró el puño y apoyó la mano izquierda en el antebrazo derecho.—Toma, Mimì.—Y eso, ¿qué significa?—Significa que la investigación sobre el muerto del pesquero pasa a Mazara. Tú te quedas con las manos vacías y yo, en cambio, me quedo con el muerto del ascensor. Uno a cero.Se sintió de mejor humor. En efecto, el viento había amainado y el cielo se estaba despejando.* * *
Hacia las tres de la tarde, el agente Gallo, enviado a montar guardia delante del apartamento del difunto a la espera de la llegada de la viuda, vio abrirse la puerta del apartamento de los Culicchia. El contable se acercó al agente y le dijo en un susurro:—Mi mujer se ha quedado dormida.Gallo, tras haber recibido la noticia, no supo qué decir. —Soy Culicchia, el comisario me conoce. ¿Usted ha comido?Gallo, que se estaba muriendo de hambre, dijo que no con la cabeza.El contable entró en su casa y, poco después, regresó con una bandeja en la que descansaban un panecillo, un buen trozo de queso caciocavallo, cinco lonchitas de salchichón y un vaso de vino.—Éste es el Corvo blanco. Me lo ha regalado el comisario.Regresó al cabo de media hora.—Le traigo el periódico, así se entretiene.A las siete y media de la tarde, como obedeciendo a una señal convenida, no hubo ni un solo balcón ni una sola ventana de la fachada de la casa donde no hubiera gente contemplando el regreso de la señora Antonietta Palmisano, todavía ignorante de su condición de viuda de Lapecora. El espectáculo se dividiría en dos partes.Primera parte: la señora Palmisano, tras haber bajado del autocar de Fiacca, el de las siete y veinticinco, asomaría por la entrada de la calle cinco minutos después, ofreciendo a la vista de todo el mundo su habitual y distante compostura, sin que se le pasara ni por un instante por la cabeza la idea de que, dentro de muy poco rato, una bomba le estallaría en la cabeza. Esta primera parte era indispensable para poder disfrutar mejor de la segunda (con rápido desplazamiento de los espectadores desde las ventanas y balcones a los rellanos de la escalera): al ser informada por el agente que montaba guardia del motivo por el cual no podía entrar en su apartamento, la viuda Lapecora se echaría a llorar como una Magdalena, arrancándose el cabello, lanzando gritos y golpeándose el pecho sin que apenas la pudieran sujetar los familiares que inmediatamente se habrían presentado.El espectáculo no tuvo lugar.No estaba bien que la pobre señora Palmisano se enterara del asesinato de su marido por boca de un desconocido, se dijeron el guardia jurado y su mujer. Vestidos para la ocasión, él con traje gris oscuro y ella totalmente de negro, se situaron cerca de la parada del autocar. Cuando bajó la señora Antonietta, se le aproximaron, procurando que la expresión de sus rostros hiciera juego con el color de sus prendas: gris el del marido y negro el de la mujer.—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada la señora Antonietta.No hay ninguna mujer siciliana de cualquier clase social, aristócrata o plebeya, que, cumplidos los cincuenta, no se espere siempre lo peor. ¿Qué tipo de peor? Cualquiera, pero siempre lo peor. La señora Antonietta siguió la norma:—¿Le ha ocurrido algo a mi marido?Puesto que se lo estaba montando todo ella sola, a Cosentino y su mujer les bastó con seguirle la corriente. Extendieron los brazos con desconsuelo.Y aquí la señora Antonietta dijo una cosa que, con toda lógica, no habría tenido que decir.—¿Lo han matado?Los esposos Cosentino volvieron a extender los brazos. La viuda se tambaleó, pero no perdió el equilibrio.Por consiguiente, los que estaban asomados asistieron a una escena decepcionante: la señora Lapecora, situada entre el señor y la señora Cosentino, andando tranquilamente mientras explicaba con todo lujo de detalles la operación a que había sido sometida su hermana en Fiacca.Cuando, ignorante de lo ocurrido, el agente Gallo oyó que el ascensor se detenía en el piso a las siete y treinta y cinco, se levantó del escalón donde estaba sentado, repasó lo que le tendría que decir a la pobre mujer y se adelantó. Se abrió la puerta del ascensor y salió un señor.—Giuseppe Cosentino, guardia jurado. Dado que la señora Lapecora tiene que esperar, le he dicho que entre en mi casa. Usted avise al comisario. Vivo en el sexto.El apartamento de los Lapecora estaba en perfecto orden. Salón—comedor, dormitorio, estudio, cocina, baño: no había nada fuera de su sitio. Sobre la mesa del estudio se encontraba el billetero del difunto con todos los documentos en su interior y cien mil liras. Lo cual significaba, pensó Montalbano, que Aurelio Lapecora se había vestido para salir y dirigirse a un lugar donde no necesitaba ni dinero ni papeles. Se sentó en el sillón que había detrás del escritorio y abrió todos los cajones, uno detrás de otro. En el primero de la izquierda había estampillas, viejos sobres dirigidos a «AURELIO LAPECORA—IMPORTACIÓN EXPORTACIÓN», lápices, bolígrafos, gomas de borrar, sellos caducados y dos manojos de llaves. La viuda explicó que eran los duplicados de las llaves de la casa y del despacho. En el cajón de abajo, sólo unas cartas amarillentas atadas con un cordel. El primer cajón de la derecha reservó una sorpresa: una pistola Beretta nueva con dos cargadores de reserva y cinco cajas de municiones. De haber querido, el señor Lapecora habría podido causar una matanza. El último cajón contenía bombillas, cuchillas de afeitar, ovillos de cordel y gomas.El comisario le ordenó a Galluzzo, que había sustituido a Gallo, que llevara el arma y las municiones a la comisaría.—Comprueba después si la pistola había sido declarada. En el estudio se aspiraba un agresivo perfume como a paja quemada, a pesar de que el comisario, nada más entrar en la estancia, había abierto la ventana.La viuda se había ido a sentar en una butaca de la sala de estar. Su actitud era de absoluta indiferencia, cualquiera hubiera dicho que se encontraba en la sala de espera de una estación, aguardando la llegada del tren.Montalbano se sentó en otra butaca. En aquel momento, llamaron a la puerta y la señora Antonietta hizo instintivamente ademán de levantarse, pero el comisario se lo impidió con un gesto.—Galluzzo, ve tú.Se abrió la puerta, se oyeron unos murmullos y el agente regresó.—Hay uno que dice que vive en el sexto. Quiere hablar con usted. Dice que es guardia jurado.Cosentino se había puesto el uniforme, pues tenía que ir a trabajar.—Perdone que lo moleste, pero se me acaba de ocurrir una cosa...—Dígame.—Verá, la señora Antonietta, nada más bajar del autocar, en cuanto supo que su marido había muerto, nos preguntó si lo habían matado. La verdad es que, si a mí me vinieran a decir que ha muerto mi mujer, pensaría cualquier cosa menos que alguien la había matado. A no ser que primero hubiera considerado también esta posibilidad. No sé si me explico.—Se explica usted muy bien. Gracias —dijo Montalbano.El comisario regresó a la sala de estar, donde la señora Lapecora parecía embalsamada.—¿Tiene hijos, señora?—Sí.—¿Cuántos?—Uno.—¿Vive aquí?—No.—¿A qué se dedica?—Es médico.—¿Cuántos años tiene?—Treinta y dos.—Habrá que avisarlo.—Lo haré.Gong. Fin del primer asalto. En cuanto se reanudó el combate, la viuda tomó la iniciativa.—¿Le han pegado un tiro?—No.—¿Lo han estrangulado?—No.—Pues, ¿cómo se las arreglaron para matarlo en el ascensor?—Con un cuchillo.—¿De cocina?—Probablemente.La señora se levantó, se dirigió a la cocina, el comisario la oyó abrir y cerrar un cajón, regresó y volvió a sentarse. —Allí no falta nada.El comisario pasó al contraataque.—¿Por qué ha pensado que el cuchillo podía ser suyo? —Un pensamiento como otro.—¿Qué hizo ayer su marido?—Lo que hacía todos los miércoles. Fue al despacho. Iba los lunes, miércoles y viernes.—¿Qué horario tenía?—De las diez a la una del mediodía, venía a comer, descansaba un poco, regresaba al despacho a las tres y media y cerraba a las seis y media.—Y en casa, ¿qué hacía?—Se sentaba delante del televisor y allí se quedaba. —¿Y los días que no iba al despacho?—También se sentaba delante del televisor.—O sea, que esta mañana, siendo jueves, su marido se hubiera tenido que quedar en casa.—Pues sí.—Pero, en cambio, se vistió para salir.—Pues sí.—¿Tiene usted idea de adónde iba?—No me dijo nada.—Cuando usted salió de casa, ¿su marido estaba despierto o dormido?—Dormido.—¿No le parece extraño que su marido, nada más salir usted de casa, se despertara de golpe, se preparara a toda prisa y...—Pudo recibir una llamada telefónica.Un tanto a favor de la viuda.—¿Su marido mantenía todavía muchas relaciones de negocios?—¿Negocios? Hacía años que había abandonado su actividad comercial.—Pues entonces, ¿por qué acudía habitualmente a su despacho?—Cuando se lo preguntaba, me decía que iba para mirar las moscas. Era lo que él decía.—Por consiguiente, señora, ¿usted dice que ayer, cuando su marido regresó a casa del despacho, no ocurrió nada anormal?—Nada. Por lo menos, hasta las nueve de la noche. —¿Qué ocurrió después de las nueve de la noche? —Me tomé dos pastillas de Dormidina. Y me quedé tan profundamente dormida que, aunque la casa se hubiera derrumbado, yo no habría abierto los ojos.—O sea, que, si el señor Lapecora hubiera recibido una llamada telefónica o una visita después de las nueve de la noche, usted no se habría enterado.—Claro.—¿Su marido tenía enemigos?—No.—¿Está segura?—Sí.—¿Amigos?—Uno. El cavaliere Pandolfo. Se telefoneaban los martes y se iban a charlar un rato al café Albanese.—Señora, ¿tiene usted alguna sospecha de quién puede haber...?La señora lo interrumpió.—Sospecha, no. Certeza, sí.Montalbano pegó un salto en la butaca y Galluzzo dijo «¡Coño!», pero en voz baja.—¿Y quién sería esta persona?—¿Quién ha sido, comisario? Su amante. Se llama Karima, con ka. Una tunecina. Se reunían en el despacho los lunes, miércoles y viernes. La puta iba allí con la excusa de hacer la limpieza.Cuatro
El primer domingo del año anterior había caído en día 5 y la viuda dijo que tenía grabada en la cabeza aquella fecha fatídica.
Pues bien, a la salida de la iglesia, donde había asistido a la santa misa de las doce del mediodía, se le había acercado la señora Collura, la de la tienda de muebles.—Señora, dígale a su marido que ayer se recibió lo que esperaba.—¿Qué esperaba?—El sofá—cama.La señora Antonietta dio las gracias y volvió a casa con una barrena que le perforaba la cabeza. ¿Para qué quería su marido un sofá —cama? A pesar de la curiosidad que la devoraba, no le preguntó nada a Arelio. En resumidas cuentas, el mueble jamás llegó a la casa. Dos domingos después, la señora Antonietta abordó a la propietaria de la tienda de muebles.—¿Sabe una cosa? El color del sofá—cama desentona con la pintura de la pared.Un disparo al azar, pero que dio de lleno en el blanco.—Pues mire, señora, a mí me dijo que el color tenía que ser verde oscuro, como el de la tapicería.La segunda habitación del despacho era de color verde oscuro; ¡allí había mandado llevar el sofá—cama el muy sinvergüenza!El 13 de junio del año anterior, una fecha que también tenía grabada en la cabeza, recibió el primer anónimo. En total, le enviaron tres, entre junio y septiembre.—¿Me los puede enseñar? —preguntó Montalbano. —Los quemé. Yo no guardo porquerías.Los tres anónimos, escritos con letras recortadas de periódicos siguiendo la mejor tradición, decían lo mismo: su marido, Arelio, recibía tres veces a la semana (los lunes, miércoles y viernes) a una tunecina llamada Karima, conocida como puta. La mujer iba por la mañana o por la tarde de los días impares. Algunas veces compraba los artículos que necesitaba para la limpieza en una tienda de la misma calle, pero todo el mundo sabía que se reunía con el señor Arelio para hacer guarradas.—¿Tuvo usted ocasión de obtener... alguna prueba? —preguntó diplomáticamente el comisario.—¿Quiere decir si permanecí al acecho para ver cuándo entraba y salía aquella guarra del despacho de mi marido?—También.—Yo no me rebajo a hacer esas cosas —dijo orgullosamente la mujer—. Pero las obtuve de todos modos. Un pañuelo sucio.—¿Carmín de labios?—No —contestó la viuda haciendo un esfuerzo, al tiempo que se ruborizaba ligeramente—. Y también unas bragas —añadió tras una breve pausa, ruborizándose todavía más.Montalbano y Galluzzo llegaron a Salita Granet cuándo los tres establecimientos de aquella corta calle ya estaban cerrados. El número 28 correspondía a un pequeño edificio de planta baja, situada tres peldaños por encima del nivel de la calle, y dos pisos. Junto al portal, había tres placas: una de ellas decía «AURELIO LAPECORA, IMPORTACIÓN—EXPORTACIÓN, PLANTA BAJA»; la segunda, «ORAZIO CANNATELLO, NOTARÍA», y la tercera, «GELO BELLINO, ECONOMISTA, SEGUNDO PISO». Entraron con las llaves que el comisario había sacado del escritorio del estudio. La primera estancia era el despacho propiamente dicho: un escritorio de gran tamaño del siglo XVIII de caoba negra; una mesita auxiliar con una máquina de escribir Olivetti de los años cuarenta, y cuatro grandes estanterías metálicas llenas a rebosar de viejos legajos. Sobre el escritorio había un teléfono que funcionaba. En el despacho había cinco sillas, pero una de ellas estaba rota y colocada boca abajo en un rincón. En la estancia de al lado... La estancia de al lado, con sus ya conocidas paredes de color verde oscuro, no parecía pertenecer al mismo local: impecablemente limpia, amplio sofá—cama, televisor, teléfono conectado con el otro, equipo estereofónico, carrito con botellas de distintas bebidas alcohólicas, minifrigorífico y un horrendo desnudo de mujer con el culo al aire colgado sobre el sofá. Al lado de éste, había un pequeño mueble con una lámpara de falso estilo modernista cuyo cajón estaba lleno de preservativos de todas clases.—¿Cuántos años tenía el muerto? —preguntó Galluzzo. —Sesenta y tres.—¡Qué bárbaro! —exclamó el agente, lanzando un silbido de admiración.El cuarto de baño era como la habitación de paredes verde oscuro: resplandecientemente limpio, con un bidet anatómico, secador de pelo de pared, bañera con ducha de teléfono y un espejo donde uno se podía ver de cuerpo entero.Regresaron a la primera estancia. Registraron los cajones del escritorio y abrieron algunos legajos. Las cartas más recientes correspondían a por lo menos tres años atrás.Oyeron unas pisadas en el piso de arriba, el despacho del notario Cannatello. El notario no estaba, les dijo el secretario, un escuálido y apenado treintañero. Explicó que el pobre señor Lapecora sólo abría el despacho para pasar el rato. Los días que abría, una guapa tunecina acudía a hacer la limpieza. Ah, por poco se le olvida: en los últimos meses, y con cierta frecuencia, lo solía visitar un sobrino suyo, por lo menos así lo había presentado el pobre señor Lapecora la vez que los tres habían coincidido en el portal. Se trataba de un treintañero alto, moreno y bien vestido que conducía un BMW gris metalizado. El sobrino debía de haber vivido mucho tiempo en el extranjero, pues hablaba el italiano con un acento muy curioso. No, no sabía nada de la matrícula del BMW, no se había fijado. De repente, puso la cara propia de alguien cuya vivienda acaba de sufrir los efectos de un terremoto. Dijo que él tenía su opinión acerca del delito.—¿Cuál es? —le preguntó Montalbano.Tenía que haber sido el consabido joven de mala vida en busca de dinero para droga.Bajaron y, desde el teléfono del despacho, el comisario llamó a la señora Antonietta.—Perdone, ¿por qué no me ha dicho que tenían un sobrino?—Porque no lo tenemos.—Volvamos al despacho —dijo Montalbano, cuando se encontraban a dos pasos de la comisaría. Galluzzo no se atrevió a preguntar ni el porqué ni el cómo. En el cuarto de baño de la habitación verde oscuro, el comisario hundió la nariz en la toalla, aspiró profundamente y, después, empezó a rebuscar en el armarito que había al lado del lavabo. Encontró un frasquito de perfume Volupté y se lo entregó a Galluzzo.—Perfúmate.—¿Qué me tengo que perfumar? —El culo —fue la inevitable respuesta.Galluzzo se pasó un poco de Volupté por la mejilla. Montalbano acercó la nariz y aspiró. Coincidía, era el mismo olor a paja quemada que había aspirado en el estudio de la vivienda de los Lapecora. Para estar más seguro, repitió el gesto.Galluzzo sonrió.—Dottore, si nos vieran aquí, de esta manera..., quién sabe lo que pensarían.El comisario se dirigió al teléfono sin contestarle.—¿Señora? Perdone que la siga molestando. ¿Su marido utilizaba algún perfume? ¿No? Muchas gracias.Galluzzo entró en el despacho de Montalbano.—La pistola Beretta de Lapecora fue declarada el ocho de diciembre del año pasado. Como carecía de licencia de armas, sólo la podía guardar en su casa.Algo, pensó el comisario, debía de preocupado por aquel entonces para que hubiera decidido comprarse un arma.—¿Qué hacemos con la pistola?—La guardamos aquí. Gallù, aquí tienes las llaves del despacho de Lapecora. Mañana vas allí a primera hora, entras y esperas. Procura que no te vea nadie. Si la tunecina no sabe nada acerca de lo ocurrido, mañana, que es viernes, se presentará con toda normalidad.Galluzzo hizo una mueca.—Es difícil que no sepa nada.—¿Por qué? ¿Quién se lo va a decir?El comisario tuvo la impresión de que Galluzzo estaba tratando desesperadamente de sacudirse de encima aquella misión.—Bueno, ya sabe usted cómo son estas cosas, se corre la voz...—¿No se lo habrás comentado, por casualidad, a tu cuñado el periodista? Mira que, como lo hayas hecho...—Se lo juro, comisario. No he dicho nada.Montalbano lo creyó. Galluzzo no solía contar mentiras.—Aun así, irás al despacho.—¿Montalbano? Soy Jacomuzzi. Te quería informar acerca de los resultados de nuestros análisis.—Por Dios, Jacomù, espera un momento, el corazón me late tan fuerte que casi no puedo respirar. ¡Dios mío, qué emoción! Bueno, ya estoy un poco más tranquilo. Infórmame, como dices tú con incomparable jerga burocrática.—Una vez constatado que eres un cabrón incurable, la colilla de cigarrillo era una vulgar colilla de Nazionale sin filtro, en el polvo recogido en el suelo del ascensor no había nada anormal y, en cuanto al trocito de madera...—… era sólo una cerilla de cocina.—Exactamente.—¡Se me ha cortado la respiración, está a punto de darme un infarto! ¡Me habéis entregado al asesino prácticamente en bandeja!—Montalbano, anda y que te den por culo. —Siempre será mejor que oírte. ¿Qué guardaba en el bolsillo?—Un pañuelo y un manojo de llaves.—¿Y qué me dices del cuchillo?—De cocina y muy usado. Entre la hoja y el mango había una escama de pescado.—¿Y no has indagado nada más? ¿Era una escama de salmonete o de bacalao? Indaga un poco más, estoy en ascuas.—Pero ¿por qué la tomas conmigo?—Jacomù, procura poner en marcha el cerebro. Si, por casualidad, estuviéramos en el desierto del Sahara y tú me dijeras que había una escama de pescado en el cuchillo con que se había asesinado a un turista, el detalle podría, digo podría, tener sentido. Pero ¿qué coño puede significar en un pueblo como Vigàta, donde, de veinte mil habitantes, diecinueve mil novecientos setenta comen pescado?—Y los otros treinta, ¿por qué no lo comen? —preguntó, impresionado y lleno de curiosidad, Jacomuzzi.—Porque son niños de pecho.—¿Oiga? Soy Montalbano. ¿Puede ponerme con el doctor Pasquano?—No se retire.Tuvo tiempo de empezar a canturrear: «Te lo quiero decir / he sido yo...»—¿Señor comisario? El doctor pide disculpas, pero en este momento está practicando la autopsia a los dos que encontraron en Costabianca atados de pies y manos y estrangulados con la misma cuerda. Dice que, en cuanto al muerto que le interesa, tenía salud para dar y tomar y que, si no lo hubieran matado, habría vivido cien años. Una sola cuchillada, asestada con mano firme. Los hechos ocurrieron entre las siete y las ocho de esta mañana. ¿Desea alguna otra cosa?Encontró en el frigorífico pasta con brécol que puso a calentar en el horno; de segundo, la asistenta, Adelina, le había preparado rollitos de atún. Pensando que, al mediodía, había tomado un almuerzo ligero, se sintió obligado a comérselo todo. Después encendió el televisor; puso Retelibera, una buena emisora de televisión provincial en la que trabajaba su amigo Nicolò Zito, rojo de pelo y de ideas. Zito estaba comentando el caso del tunecino muerto a bordo del Santopadre mientras la cámara enfocaba los orificios que perforaban el timón y una mancha oscura en la madera, que podía ser de sangre. De pronto, apareció Jacomuzzi arrodillado, examinando algo con una lupa.—¡Payaso! —exclamó Montalbano, cambiando a Televigatà, donde trabajaba Prestìa, el cuñado de Galluzzo. Allí también aparecía Jacomuzzi, pero no a bordo del pesquero: ahora estaba simulando sacar huellas dactilares en el interior del ascensor en el que había sido asesinado Lapecora. Montalbano soltó una palabrota, se levantó y arrojó un libro contra la pared. Por eso Galluzzo se había mostrado reticente, sabía que la noticia ya se había divulgado y no había tenido el valor de decírselo. Probablemente había sido Jacomuzzi el que había avisado a la prensa para exhibirse. No lo podía evitar, el exhibicionismo alcanzaba en aquel hombre unos límites sólo comparables a los de un actor mediocre o los de algún escritor con tiradas de ciento cincuenta ejemplares.Ahora había aparecido en la pantalla el comentarista político de la emisora, Pippo Ragonese. Quería comentar, dijo, el miserable ataque tunecino contra nuestro buque pesquero, que estaba faenando tranquilamente en nuestras aguas jurisdiccionales, es decir, en el sagrado suelo de la patria. Suelo no era, desde luego, pues se trataba del mar, pero patria sí. Un gobierno menos sumiso que el actual, en poder de la extrema izquierda, habría reaccionado ciertamente con dureza a una provocación que...Montalbano apagó el televisor.El nerviosismo que le había provocado la genial idea de Jacomuzzi no daba señal de calmarse. Sentado en la pequeña galería que daba a la playa, contemplando el mar bajo el claro de luna, se fumó tres cigarrillos seguidos. Puede que la voz de Livia lo calmara lo suficiente para poder acostarse y conciliar el sueño.—Hola, Livia, ¿cómo estás?—Así, así.—Yo he tenido un día fatal.—¿De veras?¿Qué demonios le ocurría a Livia? De pronto recordó que la llamada de la mañana no había terminado bien.—… Su Excelencia, el prefecto, recibió una petición. Se trataba de prestar el máximo apoyo a un periodista tunecino que deseaba llevar a cabo una delicada encuesta entre sus compatriotas, y por eso, entre otras razones, quería embarcarse como tripulante. Su Excelencia me encomendó la tarea de encargarme del asunto. Me indicaron el nombre del patrón Prestìa, tenido por una persona de absoluta confianza. Pero el hombre temió verse metido en algún problema con la oficina de empleo. Por eso le entregué mi tarjeta de visita. Eso es todo.Tuvo la sensación de que se estaba pasando.—¿De veras me echas de menos?—Sí, muchísimo.—Mira, Salvo, el sábado por la mañana tomo el avión y, antes del almuerzo, estoy en Vigàta.Se aterrorizó, sólo le faltaba Livia.—No, cariño, es mucha molestia...Livia, cuando se le metía algo en la cabeza, era peor que una calabresa. Había dicho que llegaba el sábado por la mañana y llegaría el sábado por la mañana. Montalbano pensó que al día siguiente tendría que llamar al jefe superior. ¡Adiós pasta al nìvuro di sìccia!Hacia las once de la mañana, y dado que en la comisaría no estaba ocurriendo nada, Montalbano se dirigió con aire cansino a la calle Salita Granet. La primera tienda de la calle era una panadería que llevaba seis años allí. El panadero y su aprendiz se habían enterado de que un señor que tenía el despacho en el número 28 había sido asesinado, pero ellos no lo conocían, jamás lo habían visto. No era posible, por lo que Montalbano insistió en hacerles preguntas poniendo cada vez más cara de policía hasta que, al final, se dio cuenta de que, para ir de su casa al despacho, el señor Lapecora, recorría el otro tramo de la calle. Y, en efecto, en la tienda de ultramarinos del 26, vaya si conocían al pobre señor Lapecora. También conocían a la tunecina, ¿cómo se llamaba?, Karima, una mujer muy guapa; el propietario y sus empleados intercambiaron miradas y sonrisitas. Bueno, no podían poner la mano en el fuego, pero usted comprenderá, señor comisario, una chica tan guapa, sola en casa con un hombre como el pobre señor Lapecora, que estaba muy bien para su edad... Sí, tenía un sobrino, un muchacho arrogante y presumido que a menudo dejaba el coche pegado a la entrada de la tienda, y una vez la señora Micciche, que pesa ciento cincuenta kilos, se quedó atascada entre el automóvil y la entrada de la tienda... No, la matrícula, no. Si hubiera sido como antes, que PA significaba Palermo y MI, Milán, la cosa habría sido distinta.La tercera y última tienda de Salita Granet era un establecimiento de electrodomésticos. El propietario, el señor Angelo Zircone, tal como decía el rótulo, estaba sentado detrás del mostrador, leyendo el periódico. Claro que conocía al pobrecillo, su tienda llevaba diez años allí. Cuando el señor Lapecora pasaba, en los últimos años sólo los lunes, miércoles y viernes, siempre lo saludaba. Una bellísima persona. Sí, también veía a la tunecina, una mujer muy guapa. Y, algunas veces, también al sobrino. Al sobrino y al amigo del sobrino.—¿Qué amigo? —preguntó Montalbano, pillado por sorpresa.Resultó que el señor Zircone había visto a aquel amigo por lo menos tres veces: llegaba con el sobrino y entraba con él en el número 28. Un chico de unos treinta años, rubiales y un poco llenito. Más no podía decir. ¿La matrícula del coche? No diga disparates. ¿Con estas matrículas que no se sabe si uno es turco o cristiano? Un BMW gris metalizado, si dijera más, mentiría.El comisario llamó al timbre de la puerta del despacho. No abrió nadie. Estaba claro que Galluzzo, al otro lado de la puerta, no sabía lo que tenía que hacer.—Soy Montalbano.La puerta se abrió inmediatamente.—La tunecina aún no ha aparecido —dijo Galluzo. —Ni aparecerá. Tenías razón tú, Gallu.El agente bajó la mirada, confuso.—¿Quién reveló la noticia?—El dottore Jacomuzzi.Para distraerse, Galluzzo se había organizado. Se había apoderado de un montón de ejemplares atrasados del suplemento del viernes del periódico La Repubblica, que el señor Lapecora guardaba cuidadosamente en uno de los estantes de la biblioteca, el que tenía menos carpetas, y los había esparcido sobre el escritorio en busca de páginas en las que aparecieran mujeres más o menos desnudas. Después, se había cansado de mirar y había empezado a resolver los crucigramas de una amarillenta revista.—¿Me voy a tener que pasar todo el santo día aquí? —preguntó tristemente.—Creo que sí, ten valor. Oye, voy a aprovechar un momento el cuarto de baño del señor Lapecora.No solía ocurrirle fuera del horario habitual; a lo mejor, el cabreo de la víspera al ver a Jacomuzzi en la televisión haciendo el indio le había alterado el ritmo de la digestión.Se sentó en la taza del escusado, lanzó el acostumbrado suspiro de satisfacción y, en aquel preciso instante, su mente se centró en algo que había visto hacía apenas unos minutos y a lo que no había atribuido el menor interés.Se levantó de un salto y corrió a la estancia de al lado, sujetándose con una mano los calzoncillos y los pantalones, que colgaban a media asta.—¡Quieto! —le gritó a Galluzzo que, del susto, había palidecido como un muerto y había levantado instintivamente las manos.Allí estaba, muy cerca del codo de Galluzzo, una «erre» negra, en negrilla, cuidadosamente recortada de alguna página de periódico. No, no de periódico, sino de revista: el papel era satinado.—¿Qué pasa? —consiguió preguntar Galluzzo. —Puede ser todo y puede no ser nada —contestó sibilinamente el comisario.Se subió los pantalones, se abrochó el cinturón, dejando la bragueta abierta, y descolgó el teléfono.—Perdone que la moleste, señora. ¿En qué fecha dice usted que recibió el primer anónimo?—El trece de junio del año pasado.Le dio las gracias y colgó.—Échame una mano, Gallu. Vamos a ordenar todos los ejemplares de esta revista, a ver si falta alguna página.Encontraron lo que buscaban: era el ejemplar del 7 de junio, el único del que se habían arrancado dos páginas.—Sigamos —dijo el comisario.En el ejemplar del 30 de julio faltaban dos páginas; y lo mismo ocurría en el ejemplar del 1 de septiembre.Los tres anónimos se habían preparado allí, en aquel despacho.—Con permiso —dijo educadamente Montalbano.Galluzzo lo oyó cantar en el retrete.Cinco
¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Lo llamo para decirle que lo siento muchísimo, pero mañana no podré ir a cenar a su casa.
—¿Lo siente muchísimo porque no nos podremos ver o por la pasta con tinta de sepia?—Por las dos cosas.—Si se trata de un compromiso de trabajo, yo no puedo... —No es un compromiso de trabajo... Lo que ocurre es que, durante sólo veinticuatro horas, vendrá a verme mi...¿Novia? Le parecía una palabra del siglo pasado. ¿Chica? ¿Con la edad que tenían?—¿Pareja? —apuntó el jefe superior.—Exactamente.—La señorita Livia Burlando debe de quererlo mucho para soportar un viaje tan largo y aburrido.Y, finalmente, de su garganta cerrada hasta aquel instante, brotó el grito, pero, más que un grito, fue el hondo lamento de un animal herido, seguido de inmediato por unas lágrimas imparables y liberadoras.—Oiga —dijo el jefe superior—, ¿por qué no nos la presenta? Mi mujer estaría encantada. Que venga también ella mañana por la noche.La cena del sábado ya estaba resuelta.* * *
—¿Hablo con el señor comisario? ¿Con él personalmente? —Sí, señora, soy yo.—Quisiera decirle una cosa sobre el señor que asesinaron ayer por la mañana.—¿Usted lo conocía?—Sí y no. Jamás hablé con él. Es más, me enteré de su nombre en el telediario de anoche.—Oiga, señora, ¿usted considera que lo que tiene que decirme es verdaderamente importante?—Creo que sí.—Muy bien. Pásese por la comisaría esta tarde sobre las cinco.—No puedo.—Entonces, mañana.—Mañana tampoco. Soy paralítica.—Comprendo. Voy a verla ahora mismo.—Yo estoy siempre en casa.—¿Dónde vive, señora?—Salita Granet, 23. Me llamo Clementina Vasile Cozzo.Mientras recorría el paseo para dirigirse a su cita, oyó que alguien lo llamaba. Era el jefe comisionado Marniti, sentado a una mesa del café Albanese en compañía de un oficial más joven.—Le presento a Piovesan, capitán de la patrullera Rayo, la que...—Montalbano, encantado —dijo el comisario.Pero no estaba encantado en absoluto, pues, si había conseguido quitarse de encima la historia del buque pesquero, ¿por qué seguían metiéndolo en aquel asunto?—Tómese un café con nosotros.—La verdad es que tengo un compromiso.—Sólo cinco minutos.—De acuerdo, pero sin café.Se sentó.—Hable usted —le dijo Marniti a Piovesan. —Para mí, todo eso no es verdad.—¿Qué no es verdad?—A mí esa historia del buque pesquero me escama mucho. Recibimos el mayday del Santopadre a la una de la madrugada, nos indicaron la posición y nos dijeron que los perseguía la patrullera Rameh.—¿Cuál era la posición? —preguntó a regañadientes el comisario.—Justo fuera de nuestras aguas jurisdiccionales. —¿Y ustedes acudieron a la llamada?—En realidad, le correspondía a la patrullera Relámpago, que estaba más cerca.—¿Y por qué no fue la Relámpago?—Porque una hora antes se había recibido un SOS de un buque pesquero que hacía agua. A la Relámpago la siguió la Trueno y, de esta manera, un vasto sector de mar quedó desprotegido.«Rayo, Relámpago, Trueno: siempre hacía mal tiempo en la Marina», pensó Montalbano.—Y, naturalmente, no encontraron ningún pesquero en apuros —dijo.—Naturalmente. Y yo, cuando llegué al lugar, tampoco encontré ni rastro del Santopadre ni de la Rameh, que, entre otras cosas, aquella noche seguramente no estaba de servicio. No sé qué quiere que le diga, pero eso me huele...—¿A qué? —le preguntó Montalbano.—A contrabando —contestó Piovesan.El comisario se levantó y extendió los brazos encogiéndose de hombros.—¿Qué podemos hacer? Los de Trapani y Mazara nos han birlado la investigación.Un actor consumado, Montalbano.—¡Comisario! ¡Dottore Montalbano!Lo estaban llamando otra vez. ¿Habría alguna posibilidad de que llegara antes del anochecer a casa de la señora o señorita Clementina? Se volvió. Era Gallo, que lo estaba siguiendo.—¿Qué pasa?—No pasa nada. Como lo he visto, lo he llamado. —¿Adónde ibas?—Me ha llamado Galluzzo desde el despacho de Lapecora. Voy a comprar unos bocadillos y le haré compañía.El número 23 de Salita Granet estaba justo delante del número 28 y los dos edificios eran idénticos.Clementina Vasile Cozzo era una septuagenaria muy bien vestida. Iba en silla de ruedas. El apartamento estaba impecablemente limpio y ordenado. Seguida por Montalbano, se situó muy cerca de una ventana protegida por unos visillos. Le hizo señas al comisario de que se sentara en una silla delante de ella.—Soy viuda —explicó—, pero mi hijo Giulio se encarga de que no me falte nada. Estoy jubilada, era maestra de primaria. Mi hijo me paga una asistenta que me atiende y cuida de la casa. Viene tres veces al día, por la mañana, al mediodía y por la noche, cuando me voy a la cama. Mi nuera, que me quiere como una auténtica hija, pasa por aquí por lo menos una vez al día, y lo mismo hace Giulio. Aparte de esta desgracia que me ocurrió hace seis años, no me puedo quejar. Oigo la radio y miro la televisión, pero, sobre todo, leo. ¿Lo ve?Señaló dos estanterías llenas de libros.La señora, que no señorita, eso ya se había aclarado, ¿cuándo decidiría ir al grano?—Le he dicho todo esto para que comprenda que yo no soy una chismosa que se pasa el día observando lo que hacen los demás. Pero, de vez en cuando, una ve cosas incluso cuando no las quiere ver.Sonó el inalámbrico que la señora tenía en una especie de repisa fijada al brazo de la silla de ruedas.—¿Giulio? Sí, está aquí conmigo el comisario. No, no necesito nada. Hasta luego.Miró a Montalbano sonriendo.—Giulio no era partidario de este encuentro. No quería que me involucrara, que me entrometiera en asuntos que, según él, no son de mi incumbencia. Durante varias décadas, la gente honrada de aquí no ha hecho más que repetir que la mafia no era asunto de su incumbencia, que era cosa de ellos. Pero yo a mis alumnos les enseñaba que el «no vi nada, no sé nada» era el peor de los pecados mortales. Y ahora que me toca a mí contar lo que he visto, ¿me echo atrás?La mujer hizo una pausa y lanzó un suspiro. A Montalbano, la señora Clementina Vasile Cozzo le gustaba cada vez más.—Perdone, estoy divagando. Durante cuarenta años, en mi oficio de maestra, no he hecho más que hablar y hablar. Me ha quedado la costumbre. Levántese.Montalbano obedeció como un buen colegial. —Sitúese a mi espalda y agáchese hasta la altura de mi cabeza.Cuando el comisario ya estaba tan cerca que casi parecía que le estuviera hablando al oído, la señora apartó el visillo.Era como estar en el interior de la primera habitación del despacho del señor Lapecora, pues los visillos de muselina, aplicados directamente a los cristales de la ventana, eran demasiado transparentes para proteger el interior. Gallo y Galluzzo se estaban comiendo unos bocadillos que, en realidad, eran medias hogazas. En el centro, una botella de vino y dos vasos de cartón. La ventana de la señora Clementina se encontraba situada un poco más arriba que la otra y, por un curioso efecto de perspectiva; los dos agentes y los objetos de la estancia se veían ligeramente ampliados.—En invierno, cuando encendían la luz, se veía mejor —comentó la señora, soltando el visillo.Montalbano volvió a sentarse.—Entonces, señora, ¿qué vio? —preguntó. Clementina Vasile Cozzo se lo dijo.* * *
Una vez finalizado el relato, cuando ya se estaba despidiendo, el comisario oyó que se abría y cerraba la puerta del apartamento.—Es la asistenta —explicó la señora Clementina. Entró una veinteañera bajita y rechoncha, de cara severa, que miró al intruso con seriedad.—¿Todo bien? —preguntó en tono receloso.—Sí, todo bien.—Entonces me voy a la cocina a calentar el agua —dijo.Y se retiró, aunque sin tenerlas todas consigo. —Bueno, señora, le doy las gracias y... —dijo el comisario, levantándose.—¿Por qué no se queda a comer conmigo?Montalbano notó que se le encogía el estómago. La señora Clementina era un encanto, pero debía de alimentarse a base de sémola y patatas hervidas.—La verdad es que tengo mucho que...—Pina, la asistenta, es una cocinera estupenda, se lo aseguro. Hoy ha preparado pasta a la Norma, ¿sabe?, esa que se hace con berenjenas fritas y requesón salado.—¡Jesús! —exclamó Montalbano, volviéndose a sentar.—Y, de segundo, carne de buey guisada en vino blanco con salchichas y verduras.—¡Jesús! —repitió Montalbano.—¿Por qué se extraña tanto?—¿No es una comida un poquito fuerte para usted?—¿Por qué? Tengo un estómago mejor que el de una chica de veinte años, una de esas que aguantan un día entero con media manzana y una ensalada de zanahorias. A lo mejor, piensa usted lo mismo que mi hijo Giulio.—No tengo el gusto de saber lo que piensa.—Dice que, a mi edad, no es correcto comer estas cosas. Me tiene por un poco desvergonzada. Según él, tendría que alimentarme a base de papillitas. Bueno, ¿qué decide, se queda?—Me quedo —dijo resueltamente el comisario.Cruzó la calle, subió los tres peldaños y llamó a la puerta del despacho. Le abrió Gallo.—He relevado a Galluzzo —explicó éste. Después preguntó—: Dottore, ¿viene usted de la comisaría?—No. ¿Por qué?—Fazio ha llamado para saber si lo habíamos visto. Lo está buscando. Tiene algo importante que decirle.El comisario corrió al teléfono.—Comisario, me he tomado la libertad porque creo que se trata de una novedad significativa. ¿Recuerda que anoche me dijo que enviara órdenes de búsqueda de la tal Karima? Pues, hace cosa de media hora, ha llamado desde Montelusa el dottore Mancuso, de la Brigada de Extranjeros. Dice que ha conseguido averiguar por pura casualidad dónde vive la tunecina.—Dime.—Vive en Villaseta, en la via Garibaldi 70. —Voy enseguida y nos vamos para allá.En la puerta de la comisaría lo abordó un cuarentón bien vestido.—¿Usted es el dottore Montalbano?—Sí, pero no tengo tiempo.—Hace dos horas que lo espero. Sus colaboradores no sabían si iba a venir o no. Soy Antonino Lapecora.—¿El hijo? ¿El médico?—Sí.—Mi más sentido pésame. Pase. Pero sólo cinco minutos.Fazio se le acercó.—El coche está listo.—Salimos dentro de cinco minutos. Primero hablo un momento con este señor.Entraron en el despacho; el comisario le indicó por señas al médico que se sentara y él hizo lo propio al otro lado del escritorio.—Lo escucho.—Verá, señor comisario, hace unos quince años que vivo en Valledolmo, donde ejerzo mi profesión. Soy pediatra. Me casé en Valledolmo. Se lo digo porque, desde hace tiempo, las relaciones con mis padres se habían enfriado inevitablemente. Por otra parte, jamás había habido demasiada confianza entre nosotros. Pasábamos juntos las fiestas de guardar, claro, y nos llamábamos por teléfono cada quince días. Por eso me sorprendí mucho cuando, a principios de octubre del año pasado, recibí una carta de mi padre. Ésta.Se introdujo una mano en el bolsillo, sacó la carta y se la entregó al comisario.Queridísimo Nino, sé que esta carta te sorprenderá. He tratado de ocultarte una historia, en la que me he visto envuelto y que ahora amenaza con convertirse en una grave situación para mí. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que ya no puedo seguir así. Necesito urgentemente tu ayuda. Ven enseguida. Y no le hables a mamá de estas líneas. Besos.
Papá
—¿Qué hizo usted?—Verá, dos días después yo tenía que viajar a Nueva York... Estuve ausente un mes. A mi regreso, llamé a mi padre para preguntarle si todavía me necesitaba y me contestó que no. Después nos vimos personalmente, pero no volvió a hablarme del tema.—¿Usted tuvo alguna idea de cuál podía ser la peligrosa historia a la que se refería su padre?—Pensé que era algo relacionado con la empresa, que tenía intención de volver a poner en marcha a pesar de mi opinión decididamente contraria. Incluso discutimos. Además, mi madre me había comentado que mi padre se relacionaba con una mujer que lo obligaba a hacer unos gastos excesivos...—No siga. Usted creyó, por tanto, que la ayuda que su padre esperaba de usted era un préstamo o algo por el estilo.—Si he de serle sincero, sí.—¿Y no hizo nada a pesar del carácter preocupado y preocupante de la carta?—Bueno, es que...—¿Usted se gana bien la vida, doctor?—No me puedo quejar.—Tengo una curiosidad: ¿por qué ha querido enseñarme la carta?—Porque, a la vista del homicidio, la perspectiva ha cambiado. Creo que puede ser útil para las investigaciones.—No, no lo es —dijo tranquilamente Montalbano—. Puede cogerla y guardarla. ¿Usted tiene hijos, doctor? —Uno. Calogerino, de cuatro años.—Le deseo que jamás necesite la ayuda de su hijo. —¿Por qué? —preguntó perplejo el doctor Antonino Lapecora.—Porque, si de tal palo tal astilla, usted estaría jodido. —Pero ¿cómo se atreve?—Como no desaparezca en cuestión de segundos, lo mando detener bajo cualquier pretexto.El doctor huyó con tanta precipitación que volcó la silla en la que se había sentado. Aurelio Lapecora había pedido desesperadamente ayuda a su hijo y éste había interpuesto el océano entre él y su padre.Hasta treinta años atrás, Villaseta estaba integrada por una veintena de casas, o más bien casuchas: diez a cada lado del tramo central de la carretera provincial Vigàta—Montelusa. Sin embargo, en los años del «boom» económico, al frenesí inmobiliario (sobre el cual parecía basarse constitucionalmente este país: «Italia es una república fundada en la actividad inmobiliaria») se añadió el delirio viario, y Villaseta se encontró situada en el punto de intersección de tres vías rápidas, una autovía, una llamada «carretera de enlace», dos carreteras provinciales y tres interprovinciales. Algunas de dichas carreteras reservaban al incauto viajero foráneo —después de unos cuantos kilómetros de turístico paisaje con los quitamiedos oportunamente pintados de rojo en los lugares donde habían sido asesinados jueces, policías, carabineros, agentes de la policía judicial e, incluso, funcionarios de prisiones— la sorpresa de terminar inexplicablemente (o demasiado explicablemente) contra la ladera de una loma tan desolada que a uno le entraba la sospecha de que jamás pie humano la había pisado. Otras, en cambio, terminaban de golpe a la orilla del mar, en una playa de fina y dorada arena sin una casa a la vista o un barco en el horizonte, provocando en el incauto viajero una rápida caída en el síndrome de Robinsón.Villaseta, que siempre había seguido su instinto primario de levantar casas a ambos lados de cualquier carretera, no tardó en convertirse en un laberíntico y extenso poblacho.—¡Cualquiera sabe ahora dónde estará la tal via Garibaldi! —se quejó Fazio, que iba al volante.—¿Cuál es la zona más periférica? —preguntó el comisario.—La que hay al lado de la carretera de Butera. —Pues vamos hacia allá.—¿Y cómo sabe usted que via Garibaldi se encuentra en aquella zona?—Tú no te preocupes.Montalbano sabía que no se equivocaba. Sabía, por observación directa, que en los años inmediatamente anteriores al llamado milagro económico, las calles del centro de todos los pueblos y ciudades solían dedicarse, por obligada memoria, a los padres de la patria (tipo Mazzini, Garibaldi, Cavour), a los viejos políticos (Orlando, Sonnino, Crispi) y a los clásicos (Dante, Petrarca, Carducci y, un poco menos, a Leopardi). Pasado el «boom», la toponimia había cambiado, y los padres de la patria, los viejos políticos y los clásicos se habían ido al extrarradio mientras que el centro lo ocupalian ahora Pasolini, Pirandello, De Filippo, Togliatti, De Gasperi y el inevitable Kennedy (bien entendido John y no Bob, por más que Montalbano, en un remoto pueblecito de los montes Nebrodi, hubiera tropezado una vez con una plaza Hermanos Kennedy).Pero resultó que, por un lado, el comisario acertó y, por otro, se equivocó. Acertó porque, a lo largo de la carretera de Butera, se había producido el previsto desplazamiento centrífugo de los nombres históricos. Pero se equivocó porque las calles de aquel barrio —es un decir— estaban dedicadas, no a los padres de la patria, sino, vete tú a saber por qué, a Verdi, Bellini, Rossini y Donizetti. Desanimado, Fazio decidió preguntar a un anciano campesino montado en un asno cargado de ramas secas. Sólo que el asno decidió no detenerse y Fazio se vio obligado a seguirlo con el motor casi al ralentí.—Perdón, ¿via Garibaldi?El anciano pareció no haberle oído.—¿Via Garibaldi? —repitió Fazio, levantando un poco más la voz.El viejo se volvió y miró al forastero con expresión enfurecida.—¿Viva Caribardi? ¿Usted me viene a decir viva Caribardi con todo el follón que está ocurriendo en nuestra tierra? ¡Y un cuerno viva! ¡Caribardi tiene que volver ahora mismo a partirles los morros a toda esta caterva de hijos de puta!Seis
La via Garibaldi, finalmente localizada, limitaba con la amarilla y yerma campiña, interrumpida de vez en cuando por alguna que otra mancha verde de pequeño y raquítico huerto. El número 70 era una casucha de piedra arenisca sin encalar. Dos habitaciones: a la de la planta baja se accedía a través de una puerta baja con un ventanuco al lado; a la de arriba, que tenía un balconcito, se subía por medio de una escalera exterior. Fazio llamó a la puerta y, al poco, abrió una anciana vestida con una chilaba muy raída pero limpia. Al verlos, soltó un torrente de palabras árabes, frecuentemente interrumpidas por guturales alaridos.
—¡Se acabó! —comentó irritado Montalbano, desanimándose de golpe (el cielo se había encapotado ligeramente).—Espera, espera —le dijo Fazio a la vieja, adelantando las palmas de las manos en el gesto internacional que significa detenerse. La anciana lo comprendió y se calló de golpe.—¿Ka—ri—ma? —preguntó Fazio, y, temiendo no haber pronunciado bien el nombre, se contoneó y se alisó una imaginaria cabellera.La vieja se rió.Fazio delante, Montalbano en medio y la vieja en la retaguardia gritando palabras incomprensibles, subieron por la escalera exterior. De pronto, la vieja apartó al comisario sin miramientos, se le adelantó, empujó a Fazio, se situó de espaldas a la puerta, imitó a éste alisándose la cabellera y contoneándose, añadió a la mímica el gesto indicador de que alguien se ha ido y, después, bajó la mano derecha con la palma hacia abajo, la volvió a levantar, extendió los dedos y repitió el gesto de la partida.—¿Tenía un hijo? —pregunto asombrado el comisario. —Se ha ido con su hijo de cinco años, si no he entendido mal—le confirmó Fazio.—Quiero saber algo más —dijo Montalbano—. Llama a la Brigada de Extranjeros de Montelusa y pide que envíen a alguien que hable árabe. Lo más rápido posible.Fazio se alejó seguido de la vieja, que le seguía hablando. El comisario se sentó en un peldaño, encendió un cigarrillo e inició una competición de inmovilidad con una lagartija.Buscaino, el agente que hablaba árabe porque había nacido y vivido en Túnez hasta los quince años, llegó al cabo de menos de tres cuartos de hora. Al oír que el recién llegado hablaba su idioma, la vieja decidió colaborar de inmediato.—Dice que ella se lo quiere contar todo al tío —tradujo Buscaino.Después del niño, ¿ahora salía un tío?—¿Y quién coño es ése? —preguntó perplejo Montalbano.—El tío... es usted, comisario —explicó el agente—, es un título de respeto. Dice que ayer, a las nueve de la mañana, Karima regresó aquí, se llevó a su hijo y se fue corriendo. Dice que parecía muy alterada y asustada.—¿Tiene la llave de la habitación de arriba?—Sí —contestó el agente tras haber preguntado. —Dile que te la dé y vamos a ver.Mientras subían por la escalera, la vieja no paró de hablar y Buscaino fue traduciendo rápidamente. El hijo de Karima tenía cinco años; su madre se lo dejaba todos los días a la vieja cuando iba a trabajar; el chiquillo se llamaba François y era hijo de un francés que estaba de paso en Túnez.La habitación de Karima, impecablemente limpia, tenía una cama de matrimonio, una camita para el niño separada por una cortina, una mesita con un teléfono y un televisor, una mesa más grande con cuatro sillas alrededor, una cómoda de cuatro cajones con espejo y un armario. Dos de los cajones estaban llenos de fotografías. En una esquina había un cuarto trastero cerrado por una puerta corredera de plástico, cuyo interior albergaba una taza de escusado, un bidé y un lavabo. Allí, los efluvios del perfume Volupté que el comisario había aspirado en el estudio del señor Lapecora, eran muy intensos. Además del balconcito, había una ventana en la parte de atrás que daba a un pequeño y cuidado huerto.Montalbano cogió una fotografía de una guapa treintañera de piel morena y grandes y profundos ojos que sostenía a un niño de la mano.—Pregúntale si son Karima y François.—Sí —dijo Buscaino.—¿Dónde comían? Aquí no veo ningún hornillo.La vieja y Buscaino se pusieron a charlar animadamente y, después, Buscaino explicó que el niño comía siempre en casa de la vieja, y que lo mismo hacía Karima cuando estaba aquí, cosa que ocurría algunas noches.—¿Recibía hombres en casa?Nada más oír la traducción, la vieja se indignó. Karima era casi una ginn, una santa a medio camino entre la raza humana y los ángeles, jamás habría hecho haram, cosas ilícitas; se ganaba la vida sudando como una criada, limpiando la porquería de los hombres. Era buena y generosa; le entregaba dinero para la compra, para que cuidara del niño y arreglara la casa, mucho más del que ella gastaba, y jamás quería que le devolviera el cambio. El tío, es decir, Montalbano, era sin duda un hombre justo y honrado; por consiguiente, ¿cómo podía pensar semejante cosa de Karima?—Dile —contestó el comisario mientras examinaba las fotografías del cajón— que Alá es grande y misericordioso, pero que, si ella me está contando tonterías, seguro que Alá se enfadará, porque eso sería engañar a la justicia y, en tal caso, se armaría la gorda.Buscaino tradujo cuidadosamente y la vieja se calló como si se le hubiera terminado la cuerda. Después, una llave cita interior la puso nuevamente en marcha y volvió a largar sin parar. El tío, que era muy sabio, tenía razón y lo había comprendido todo muy bien. Varias veces, en el transcurso de los últimos dos años, había ido a ver a Karima un hombre joven que llegaba con un coche muy grande.—Pregúntale de qué color.El diálogo entre la vieja y Buscaino fue muy largo y laborioso.—Me parece haber entendido que de color gris metalizado.—¿Qué hacían aquel joven y Karima?Lo que hacen un hombre y una mujer, tío. La vieja oía chirriar la cama sobre su cabeza.¿Dormía con Karima?Sólo una vez y, a la mañana siguiente, él la acompañó al trabajo en su coche.Pero era un hombre malo. Una noche se oyó un ruido muy grande.Karima gritaba y lloraba y después el hombre malo se había ido.Ella había subido corriendo y había encontrado a Karima sollozando y con señales en el cuerpo desnudo de haber recibido una paliza. Por suerte, François no se había despertado.¿El hombre malo había ido a verla, por casualidad, el miércoles por la noche?¿Cómo se las había arreglado el tío para adivinarlo? Sí, había ido, pero no había hecho nada con Karima, se la había llevado en su coche.¿Qué hora era?Puede que las diez de la noche. Karima hizo bajar a François a su casa y dijo que pasaría la noche fuera. Y, en efecto, a la mañana siguiente regresó hacia las nueve para llevarse al niño.¿La acompañaba el hombre malo?No, volvió en autobús. Pero el hombre malo regresó cuando ya hacía un cuarto de hora que Karima se había ido con su hijo. Al enterarse de que la mujer no estaba, el hombre volvió a subir al coche y se fue corriendo a buscarla.¿Karima le había dicho adónde iba?No, no había dicho nada. Ella los había visto dirigirse a pie hacia la parte vieja de Villaseta, pues por allí pasan los autocares de línea.¿Llevaba una maleta?Sí, muy pequeña.Que la vieja mirara a su alrededor. ¿Faltaba algo en la habitación?La vieja abrió el armario e inmediatamente estalló en la habitación la fragancia del perfume Volupté; abrió unos cajones y los revolvió.Al final, dijo que Karima había guardado en la maletita un par de pantalones, una blusa y unas bragas; no llevaba sujetador. También había puesto dentro unos vestidos y la ropa interior del niño.Que mirara bien. ¿Faltaba alguna otra cosa?Sí, el gran libro que tenía al lado del teléfono. Resultó que el libro era una especie de agenda—diario.Seguramente Karima se lo había llevado.—No tiene intención de permanecer mucho tiempo ausente —comentó Fazio.—Pregúntale —dijo el comisario a Buscaino— si Karima pasaba a menudo la noche fuera de casa.No a menudo, sólo algunas veces. Pero siempre avisaba.Montalbano dio las gracias a Buscaino.—¿Puedes acercar a Fazio a Vigàta? —le preguntó. Fazio miró perplejo a su jefe.—¿Por qué? ¿Qué va a hacer usted?—Yo me quedaré aquí un ratito.* * *
Entre las muchas fotografías que el comisario empezó a examinar, había un sobre amarillo de gran tamaño con unas veinte fotos de Karima desnuda en posturas provocadoras o decididamente pornográficas, una especie de muestrario de una mercancía de indudable primerísima calidad. ¿Cómo era posible que una mujer como aquélla no hubiera conseguido encontrar un marido o un amante rico que la mantuviera sin verse obligada a prostituirse? Había también una de Karima en avanzado estado de gestación, mirando con expresión enamorada a un hombre alto y rubio del que estaba literalmente colgada, probablemente el padre de François, el francés de paso en Túnez. En otras se veía a Karima niña con un niño un poco mayor que ella que se le parecía mucho y tenía sus mismos ojos, sin duda hermano y hermana. Había muchas fotografías con su hermano, tomadas a lo largo de los años: La última debía de ser aquella en la que Karima, con su hijo de pocos meses en brazos, aparecía con su hermano, enfundado en una especie de uniforme y sosteniendo en sus manos una ametralladora. Cogió esta última fotografía y bajó. La vieja estaba machacando en un mortero carne picada a la que añadía granos de trigo cocido. En un plato había unos pinchos de carne listos para ser asados, cada uno de ellos envuelto en una pámpana. Montalbano juntó los dedos de las manos hacia arriba en forma de alcachofa y las movió de arriba abajo y viceversa. La anciana comprendió la pregunta. Mostró primero el mortero:—Kubba.Después señaló un pincho: —Kebab.El comisario le mostró la fotografía y le indicó el hombre con el dedo. La vieja contestó algo incomprensible. Montalbano se enfadó consigo mismo, ¿por qué se había dado tanta prisa en despedir a Buscaino? Después recordó que los tunecinos habían mantenido relaciones con los franceses durante muchos años. Lo intentó.—Frere?Los ojos de la vieja se iluminaron.—Oui. Son frere Ahmed—Où est—il?—Je ne sais pas —contestó la vieja, extendiendo los brazos.Después de este diálogo de manual de conversación, Montalbano volvió a subir al piso de arriba y cogió la fotografía de Karima con el hombre rubio.—Son mari?La vieja hizo un gesto despectivo.—Simplement le père de François. Un mauvais homme. La bella Karima se había tropezado, y se seguía tropezando, con demasiados hombres malos.—Je m'appelle Aisha —dijo inesperadamente la vieja. —Mon nom est Salvo —dijo a su vez Montalbano.Subió al coche, encontró la pastelería que había entrevisto a la ida, compró doce barquillos rellenos de nata y regresó. Aisha había puesto la mesa bajo una pequeña pérgola de la parte de atrás de la casucha, al principio del huerto. La campiña estaba desierta. Lo primero que hizo el comisario fue abrir el paquete de dulces, y la vieja se comió dos barquillos a modo de entremés. La kubba no entusiasmó a Montalbano, pero los kebab tenían un saborcillo de hierba amarga que les confería un vigoroso carácter o, por lo menos, así los definió él con su imperfecta adjetivación.Durante la comida Aisha, probablemente, le contó su vida, pero había abandonado el francés y sólo hablaba en árabe. A pesar de todo, el comisario participó activamente: si la vieja se reía, él se reía; si la vieja se ponía triste, él ponía cara de funeral.Al terminar la cena, Aisha quitó la mesa mientras Montalbano, en paz consigo mismo y con el mundo, se fumaba un cigarrillo. Después, la vieja regresó con misterioso aire de conspiradora. Sostenía en la mano una cajita negra, plana y alargada, que probablemente había sido el estuche de un collar o algo parecido. Aisha la abrió. Dentro había una libreta de ahorro a la vista de la Banca Popolare de Montelusa.—Karima —dijo la vieja, acercándose un dedo a los labios para dar a entender que aquello era un secreto y lo tenía que seguir siendo.Montalbano cogió la libreta y la abrió. Quinientos millones de liras exactos.El año anterior —le había explicado la señora Clementina Vasile Cozzo— había sufrido un período de insomnio tan terrible que no había manera de que durmiera, pero, por suerte, sólo le había durado unos meses. Se pasaba casi toda la noche viendo la televisión o escuchando la radio. Leer no, no conseguía hacerlo tantas horas, pues, al cabo de un rato, los ojos se le empezaban a nublar. Una vez, sobre las cuatro de la madrugada, o puede que antes, oyó los gritos de dos borrachos que discutían justo bajo su ventana. Apartó los visillos por simple curiosidad y vio luz en el despacho del señor Lapecora. A aquella hora de la noche, ¿qué hacía el señor Lapecora? Y, en efecto, Lapecora no se encontraba allí, no había nadie, la estancia estaba vacía. La señora Vasile Cozzo pensó que, a lo mejor, se habían dejado la luz encendida. De pronto apareció, procedente de la otra habitación, cuya existencia ella conocía pero no podía ver, un joven que algunas veces visitaba el despacho, incluso cuando Lapecora no estaba. El joven, completamente desnudo, corrió al teléfono, descolgó el aparato y empezó a hablar. Estaba claro que había sonado, pero ella no lo había oído. Poco después, procedente también de la otra estancia, entró Karima, también desnuda, y se quedó escuchando al chico que discutía acaloradamente con su interlocutor. Cuando la discusión terminó, el joven agarró a Karima y juntos regresaron a la otra habitación para terminar de hacer lo que estuvieran haciendo cuando la llamada los había interrumpido. Después volvieron a salir vestidos, apagaron la luz y se fueron en el cochazo gris metalizado del joven.A lo largo del año anterior, los hechos se habían repetido cuatro o cinco veces. Por regla general, se pasaban horas sin hacer ni decir nada: si él la tomaba del brazo y la llevaba a la otra habitación, era sólo para pasar el rato. Algunas veces él escribía o leía, y ella se quedaba medio dormida en la silla, con la cabeza apoyada en la mesa, a la espera de la llamada. Algunas veces, tras haberla recibido, el chico efectuaba a su vez una o dos llamadas.Aquella mujer, Karima, los lunes, miércoles y viernes se encargaba de hacer la limpieza en el despacho —pero ¿qué era lo que se tenía que limpiar, Dios mío?— y algunas veces atendía al teléfono, pero las llamadas jamás se las pasaba al señor Lapecora, ni siquiera cuando él se encontraba presente y la escuchaba conversar, con la cabeza gacha y mirando al suelo como si el asunto no tuviera nada que ver con él o como si estuviera ofendido.A juicio de la señora Clementina Vasile Cozzo, la criada, la tunecina, era una mala mujer.No sólo hacía lo que hacía con el chico moreno, sino que algunas veces conseguía engatusar al pobre Lapecora que, inevitablemente, acababa cediendo y dejándose arrastrar a la otra habitación. Una vez que Lapecora estaba sentado delante de la mesita de la máquina de escribir leyendo el periódico, ella se le había arrodillado delante, le había desabrochado la bragueta y... Al llegar a este punto, la señora Vasile interrumpió el relato y se ruborizó.Estaba claro que Karima y el chico tenían la llave del despacho, porque Lapecora se la había entregado o porque habían hecho un duplicado. Y también estaba claro, a pesar de que no hubiera testigos insomnes, que Karima, la víspera del asesinato de Lapecora, había permanecido unas cuantas horas en la vivienda de la víctima, tal como demostraba la persistente fragancia del perfume Volupté. ¿También tenían las llaves del apartamento, o había sido el propio Lapecora quien le había franqueado la entrada, aprovechando que su mujer había tomado una fuerte dosis de somnífero? En cualquier caso, el hecho no tenía sentido. ¿Por qué correr el riesgo de que los sorprendiera la señora Antonietta pudiendo reunirse tranquilamente en el despacho? ¿Por un capricho? ¿Para aderezar con el escalofrío del peligro unas relaciones excesivamente previsibles?Y, por si fuera poco, estaba la cuestión de los tres anónimos, preparados sin duda en el despacho. ¿Por qué lo habían hecho Karima y el chico moreno? ¿Para colocar a Lapecora en una situación comprometida? No cuadraba. Nada ganaban con ello. Es más, corrían el riesgo de no poder utilizar el número telefónico que usaban en sus contactos, pues en eso se había convertido la empresa.Para averiguar algo más, habría que esperar el regreso de Karima que, Fazio tenía razón, se había largado para no tener que responder a preguntas peligrosas, pero volvería a la chita callando. El comisario estaba seguro de que Aisha cumpliría la palabra que le había dado. En un improbable francés, la vieja le había explicado que Karima se había metido en un mal ambiente; el hombre malo y sus compinches acabarían matándola no sólo a ella sino también a François e incluso a la propia Aisha. Montalbano pensó que había conseguido convencerla y asustarla lo suficiente.Acordaron que, en cuanto apareciera Karima, la vieja llamaría, bastaría con que preguntara por Salvo y dijera su nombre, Aisha. Le dejó el número del despacho y el de su domicilio y le aconsejó que los guardara bien escondidos, tal como hacía con la libreta de ahorro a la vista.Como es natural, el razonamiento cuadraba, siempre y cuando Karima no fuera la asesina. Pero el comisario, por más que lo pensara, no conseguía imaginársela con un cuchillo en la mano.Consultó el reloj a la luz de la llama del encendedor: ya eran casi las doce de la noche. Hacía más de dos horas que permanecía sentado a oscuras en la galería para evitar que las moscas y los mosquitos se lo comieran vivo, pensando una y otra vez en lo que había averiguado por medio de la señora Clementina Vasile Cozzo y de Aisha.Pero necesitaba una aclaración. ¿Podía llamar a aquella hora de la noche a la señora Vasile Cozzo? La señora le había explicado que todas las noches, tras haberle servido la cena, la asistenta la ayudaba a desnudarse y la sentaba en la silla de ruedas. Pero, aunque estuviera lista para irse a la cama, ella no se acostaba sino que permanecía hasta muy tarde mirando la televisión. De la silla de ruedas a la cama y viceversa, se las podía arreglar ella sola.—Señora, soy imperdonable, ya lo sé.—¡Por Dios, comisario! Estaba despierta, viendo una película.—Verá, señora. Usted me ha dicho que el chico moreno algunas veces leía o escribía. ¿Qué leía? ¿Qué escribía? ¿Consiguió averiguarlo?—Leía periódicos, cartas. Y escribía cartas. Pero no utilizaba la máquina de escribir del despacho, llevaba una portátil. ¿Alguna otra cosa?—Hola, cariño, ¿estabas durmiendo? ¿No? ¿De verdad? Estaré en tu casa mañana sobre la una del mediodía. No te preocupes en absoluto por mí. Llego y, si no estás, te espero. Total, tengo las llaves.Siete
Estaba claro que, durante el sueño, una parte de su cerebro había seguido trabajando en el asunto Lapecora, tanto es así que, hacia las cuatro de la madrugada, una idea que se le había ocurrido lo había inducido a despertarse y levantarse para buscar afanosamente entre los libros. De repente, recordó que aquel libro se lo había pedido prestado Augello, porque había visto en televisión la versión cinematográfica. Lo tenía desde hacía seis meses y aún no se lo había devuelto. Se puso nervioso.
—Hola. Mimì. Soy Montalbano. —Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?—¿Tienes todavía aquel libro de Le Carré titulado Llamada para un muerto? Estoy completamente seguro de que te lo presté.—Pero ¿qué coño te pasa? ¡Son las cuatro de la madrugada!—¿Y qué? Quiero que me lo devuelvas.—Salvo, como hermano que te quiere, te pregunto: ¿por qué no te vas a un manicomio?—Lo necesito ahora mismo.—¡Estaba durmiendo, maldita sea! Cálmate, mañana te lo llevo al despacho. Ahora me tengo que poner los calzoncillos, empezar a buscarlo...—Me importa un carajo. Lo buscas, lo encuentras, coges el coche aunque sea en calzoncillos y me lo traes.Se pasó media hora paseando por la casa y haciendo cosas inútiles, como intentar comprender el recibo del teléfono o leer la etiqueta de un agua mineral, hasta que oyó acercarse un vehículo a toda velocidad, un sordo golpe en la puerta y el rumor del automóvil que se alejaba. Abrió, el libro se encontraba en el suelo y las luces traseras de Augello ya estaban lejos. Se le ocurrió la idea de efectuar una llamada anónima al Cuerpo de Carabineros.«Soy un ciudadano. Hay un loco furioso que anda por ahí en calzoncillos...»Lo dejó correr. Empezó a hojear la novela.El relato era tal y como él lo recordaba. Página 15: «—Smiley, habla Mason. Usted mantuvo el lunes una reunión con Arthur Fenna en el Foreign Office, ¿verdad? »— Pues sí.»—¿De qué se trataba?»—Un anónimo a propósito de su afiliación al Partido, en Oxford...»Y, en la página 187, el comienzo de la conclusión a que había llegado Smiley en su informe:«Cabía, sin embargo, la posibilidad de que hubiera perdido la afición a su trabajo y que su invitación a desayunar fuera un primer paso para llegar a la confesión. Con este propósito pudo haber escrito también el anónimo, que tal vez se inventó con el fin de ponerse en contacto con el Departamento.»Siguiendo la lógica de Smiley, cabía la posibilidad de que el propio Lapecora hubiera escrito los anónimos contra su persona. Pero, si era el autor, ¿por qué, echando mano de otro pretexto, no se había dirigido a la policía o a los carabineros?Tras haber formulado la pregunta, le entraron ganas de sonreír. Con la policía o con el Cuerpo de Carabineros, un anónimo susceptible de dar lugar a la apertura de una investigación, habría podido tener consecuencias mucho más graves para el propio Lapecora. Dirigiendo los anónimos a su mujer, Lapecora pretendía provocar una reacción, por así decirlo, doméstica, pero suficiente para librarlo de una situación o bien peligrosa o bien insostenible, porque ya no sabía cómo soportarla. Quería librarse de ella, y sus cartas habían sido, de hecho, peticiones de ayuda, pero su mujer las había tomado por lo que parecían, es decir, por unos anónimos que revelaban una aventura amorosa vulgar y corriente. Ofendida, la mujer no había reaccionado y se había encerrado en un mutismo despectivo. Entonces Lapecora, desesperado, había recurrido a su hijo sin escudarse en el anonimato. Pero éste, cegado por el egoísmo y por el temor a perder unas cuantas liras, se había largado a Nueva York.Gracias a Smiley, todo encajaba. Volvió a quedarse dormido.El commendatore Baldassarre Marzachi, jefe de la oficina de correos de Vigàta, era notoriamente un imbécil presuntuoso. Esta vez tampoco desmintió su fama.—No puedo acceder a su petición.—Pero, perdone, ¿por qué?—Porque no cuenta usted con una orden judicial.—¿Por qué tendría que contar con ella? Cualquier funcionario de esta oficina me habría facilitado la información que solicito. Es una cuestión sin importancia.—Eso lo dice usted. Si le hubieran facilitado la información, mis funcionarios habrían cometido una infracción susceptible de amonestación.—Commendatore, tratemos de razonar. Le estoy pidiendo únicamente el nombre del cartero que atiende la zona en la que se incluye Salita Granet. Sólo eso.—Y yo no se lo quiero dar, ¿de acuerdo? Si por casualidad se lo diera, ¿qué haría usted?—Hacerle unas cuantas preguntas al cartero.—¿Lo ve? Usted quiere violar el secreto postal. —Pero ¿qué está usted diciendo?Un verdadero imbécil, muy difícil de encontrar en estos tiempos en que los imbéciles se disfrazan de inteligentes. El comisario decidió recurrir a la escenificación para aniquilar a su adversario. De repente, echó el cuerpo hacia atrás y pegó la espalda al respaldo de la silla, mientras las manos y las piernas le empezaban a temblar y trataba desesperadamente de desabrocharse el cuello de la camisa.—¡Dios mío! —graznó.—¡Dios mío! —repitió como un eco el commendatore Marzachi, levantándose para acercarse a toda prisa al comisario—. ¿Se encuentra mal?—Ayúdeme —dijo Montalbano entre jadeos.El otro se inclinó y trató de aflojarle el cuello de la camisa, pero entonces el comisario empezó a gritar: —¡Déjeme! ¡Déjeme, por Dios!Al mismo tiempo, sujetó con sus manos las de Marzachi, que había tratado instintivamente de apartarse, y las mantuvo a la altura de su cuello.—Pero ¿qué hace? —balbució Marzachi, totalmente desconcertado, pues no comprendía lo que estaba ocurriendo.Montalbano volvió a gritar.—¡Déjeme! ¡Cómo se atreve! —se desgañitó, sin soltar las manos del commendatore.Se abrió la puerta de par en par y aparecieron dos aterrorizados empleados, un hombre y una mujer, los cuales vieron con toda claridad cómo su jefe estaba tratando de estrangular al comisario.—¡Retírense! —les gritó Montalbano a los dos—. ¡Fuera! ¡No pasa nada! ¡Tranquilos!Los funcionarios se retiraron, cerrando la puerta. Montalbano —se ajustó tranquilamente el cuello de la camisa y miró a Marzachi que, en cuanto lo había soltado, se había apoyado en una pared.—Te he jodido, Marzachi. Esos dos lo han visto. Y, puesto que te odian, como todos tus subordinados, estarán dispuestos a declarar. Agresión a un representante de la autoridad. ¿Quieres que te denuncie o no?—¿Por qué me quiere destruir? —Porque te considero responsable. —Pero ¿de qué, por Dios bendito?—De lo peor que puede haber. De las cartas que tardan dos meses en ir de Vigàta a Vigàta, de los paquetes que me llegan reventados y con sólo la mitad de su contenido, y tú me vienes a hablar del secreto postal que te puedes meter en el culo, de los libros que tendría que haber recibido y jamás recibiré... Eres una mierda que se reviste de dignidad para tapar esta cloaca. ¿Te parece suficiente?—Sí —contestó destrozado Marzachi.—Claro que recibía correspondencia. No mucha, pero recibía. Le escribía una empresa de fuera de Italia, sólo esa. —¿De dónde?—No me fijé. Pero el sello era extranjero. Le puedo decir el nombre de la empresa porque figuraba en el sobre. Aslanidis. Lo recuerdo porque mi padre que en paz descanse hizo la guerra en Grecia y conoció en aquellas tierras a una mujer que se llamaba Galatea Aslanidis. Nos hablaba siempre de ella.—¿En el sobre figuraba impreso el producto que vendía esta empresa?—Sí, señor. Dattes, que significa dátiles.—Gracias por haber venido tan rápido —dijo la señora Antonietta Palmisano, viuda recentísima de Lapecora, en cuanto le abrió la puerta.—¿Por qué? ¿Quería usted verme?—Sí. ¿No le han dicho en su despacho que le he llamado? —Aún no he pasado por allí. He venido espontáneamente.—Entonces es un caso de cleptomanía —dedujo la mujer. Por un instante, el comisario la miró perplejo, pero enseguida comprendió que quería decir «telepatía».«Cualquier día de éstos le presento a Catarella —pensó Montalbano— y después transcribo los diálogos. ¡Ni comparación con Ionesco!»—¿Por qué me quería ver, señora?Antonietta Palmisano agitó pícaramente un dedito. —Ah, no. Le toca a usted hablar primero, la idea se le ha ocurrido a usted.—Mire, señora, me gustaría que me mostrara exactamente lo que hizo la otra mañana cuando se preparaba para ir a visitar a su hermana.La viuda lo miró asombrada, abriendo y cerrando la boca. —¿Bromea usted?—No, no bromeo.—Pero ¿qué pretende, que me presente en camisón? —preguntó ruborizándose la señora Antonietta.—Ni soñarlo.—Entonces. Deje que lo piense. Me levanté de la cama en cuanto sonó el despertador. Tomé...—No, señora, creo que no me he explicado bien. Usted no me tiene que decir lo que hizo, me lo tiene que enseñar. Vamos al dormitorio.Pasaron al dormitorio. El armario estaba abierto y, sobre la cama, había una maleta llena de vestidos de mujer. Sobre una de las mesillas, un despertador de color rojo.—¿Usted dormía en este lado? —preguntó Montalbano. —Sí. ¿Qué hago, me tumbo?—No es necesario, basta que se siente en el borde. La viuda obedeció, pero, de repente, estalló:—¿Qué tiene eso que ver con el asesinato de Arelio? —Haga lo que le digo, es importante. Cinco minutos y no la molesto más. Dígame, ¿su marido también se despertó al oír el timbre del despertador?—Por regla general, tenía un sueño muy ligero. Abría los ojos por cualquier ruido que yo hiciera. Pero, ahora que usted me lo hace recordar, la otra mañana no lo oyó. Es más, debía de estar un poco resfriado y con la nariz tapada, porque se puso a roncar, cosa que no hacía casi nunca.Un mal actor, el pobre Lapecora. Pero, por una vez, le había ido bien.—Siga.—Me levanté, cogí los vestidos que tenía en aquella silla y me fui al cuarto de baño.—Vamos hacia allá.Azorada, la mujer lo precedió. Una vez en el cuarto de baño, la viuda preguntó, mirando púdicamente al suelo: —¿Lo tengo que hacer todo?—No, por Dios. Salió del cuarto de baño vestida, ¿verdad? —Sí, completamente, es lo que hago siempre.—Y después, ¿qué hizo?—Me fui al comedor.Ya había aprendido la lección y se dirigió hacia allá, seguida del comisario.—Cogí el bolso que había dejado preparado en este sofá, abrí la puerta y salí al rellano.—¿Está segura de que cerró la puerta al salir? —Completamente segura. Llamé al ascensor...—Ya basta, gracias. ¿Qué hora era, lo recuerda? —Las seis y veinticinco. Se me había hecho tarde, tanto que tuve que correr.—¿Cuál fue el imprevisto?La mujer lo miró con expresión inquisitiva.—¿Cuál fue el motivo que la obligó a retrasarse? Me explicaré mejor: si uno sabe que a la mañana siguiente tiene que salir y pone el despertador, tiene en cuenta el tiempo que necesita para...La señora Antonietta sonrió.—Me dolía un callo —dijo—. Le apliqué un poco de pomada, me lo vendé y perdí un tiempo que no había calculado. —Gracias una vez más y disculpe. Buenos días. —¡Espere! ¿Qué hace? ¿Ya se va?—Ah, es verdad. Usted me tenía que decir una cosa. —Siéntese un momento.Montalbano así lo hizo. Ya había averiguado lo que quería saber: la viuda Lapecora no había entrado en el estudio, donde seguramente se ocultaba Karima.—Como ha visto —explicó la mujer—, me estoy preparando para irme. En cuanto pueda enterrar a Arelio, me voy.—¿Adónde irá, señora?—A casa de mi hermana. Tiene una casa muy grande y está enferma, como usted sabe. Aquí, en Vigàta, no volveré a poner los pies ni muerta.—¿Por qué no se va a vivir con su hijo?—No quiero causarle molestias. Y, además, no congenio con su mujer, que gasta de mala manera y ese pobre hijo mío se queja de que no le alcanza el dinero. Pues lo que quería decirle es que, echando un vistazo a las cosas que no me sirven para tirarlas, encontré el sobre del primer anónimo. Creí haberlo quemado, pero, por lo visto, sólo quemé el contenido. Como me pareció que usted tenía un interés especial...La dirección estaba escrita a máquina.—¿Me lo puedo quedar?—Claro. Eso es todo.La mujer se levantó y el comisario imitó su ejemplo, pero ella se acercó al aparador sobre el cual había una carta, la cogió y la sacudió en dirección a Montalbano.—Fíjese, comisario. Hace un par de días que ha muerto Arelio y ya estoy empezando a pagar las deudas de sus cochinos caprichos. Ayer recibí (se ve que en correos se han enterado de que lo han matado) dos recibos del despacho: ¡la luz, doscientas veinte mil liras; y el teléfono, trescientas ochenta mil! Pero el que telefoneaba no era él, ¿sabe? ¿A quién iba a telefonear? Era aquella puta tunecina la que lo hacía, seguro, a lo mejor a sus parientes de Túnez. Y esta mañana he recibido esto. ¡A saber lo que le había metido en la cabeza esa grandísima guarra a la que frecuentaba, y lo que oía el cabronazo de mi marido!Muy compasiva la señora Antonietta Palmisano, viuda de Lapecora. El sobre no estaba franqueado, se había entregado en mano. Montalbano decidió no poner de manifiesto una excesiva curiosidad, justo la suficiente.—¿Cuándo se lo han entregado?—Ya se lo he dicho, esta mañana. Ciento setenta y siete mil liras, una factura de la imprenta Mulone. Por cierto, comisario, ¿me podría devolver las llaves del despacho?—¿Tiene prisa?—Lo que se dice prisa, no. Pero quiero empezar a enseñarlo a algunas personas que podrían comprarlo. También quiero vender la casa. He calculado que sólo el entierro me costará más de cinco millones, entre una cosa y otra.De tal madre, tal hijo.—Con los ingresos de la venta del despacho y de la casa —dijo Montalbano en un arranque de perversidad— podrá pagar unos veinte entierros.Empedocle Mulone, propietario de la imprenta, dijo que sí, que el pobre señor Lapecora le había encargado unas hojas y unos sobres con un membrete ligeramente distinto del antiguo. El señor Arelio era cliente suyo desde hacía veinte años y ambos tenían amistad.—¿Cuál fue la modificación?—Export—Import en lugar de Exportación—Importación. Pero yo se lo desaconsejé.—¿No quería introducir la modificación?—No me refería al membrete, sino a la idea que se le había ocurrido de reanudar su actividad. Ya hacía casi cinco años que se había retirado, y en este tiempo las circunstancias han cambiado, las empresas van a la quiebra y es un mal momento. ¿Y sabe usted qué hizo, en lugar de darme las gracias? Se enfadó. Dijo que él leía los periódicos y veía la televisión, y que sabía cuál era la situación.—El paquete con el material impreso, ¿lo envió usted a su casa o al despacho?—Me pidió encarecidamente que se lo enviara al despacho, y lo hice en un día impar de la semana. No recuerdo el día exacto, pero, si quiere...—No importa.—La factura, en cambio, se la he enviado a la señora, pues ahora es muy difícil que el señor Lapecora tenga ocasión de pasarse por el despacho, ¿no le parece?Y se rió.* * *
—Aquí tiene su café, señor comisario —dijo el barman del café Albanese.—Dime una cosa, Toto. ¿El señor Lapecora venía aquí algunas veces con los amigos?—Claro. Todos los martes. Charlaban, jugaban a las cartas... Eran siempre los mismos.—Dime sus nombres.—Vamos a ver, estaban el contable Pandolfo... —Espera. Dame la guía telefónica.—¿Y por qué lo quiere llamar? Es aquel señor mayor que está sentado junto a aquella mesa, tomando un granizado.Montalbano cogió su taza de café y se acercó al contable. —¿Me puedo sentar?—Faltaría más, comisario.—Gracias. ¿Nos conocemos?—Usted a mí, no, pero yo a usted, sí.—Señor contable, ¿usted jugaba habitualmente con el difunto?—¡Habitualmente! Jugaba con él sólo el martes. Porque, verá usted, los lunes, miércoles y...—Viernes iba al despacho —dijo Montalbano, terminando por él la consabida letanía.—¿Qué desea saber?—¿Por qué razón quería el señor Lapecora reanudar sus actividades comerciales?El contable pareció sorprenderse sinceramente.—¿Reanudar? Pero ¿qué dice? A nosotros no nos había dicho nada. Todos sabíamos que iba al despacho por costumbre, para pasar el rato.—¿Y le habló de la asistenta, de una tal Karima que iba a hacer la limpieza del despacho?Un destello de la pupila, un imperceptible titubeo que habría pasado inadvertido si Montalbano no lo hubiera estado apuntando con sus ojos.—¿Y por qué razón me hubiera tenido que hablar de la asistenta?—¿Usted conocía bien a Lapecora?—¿Y a quién se conoce bien? Hace unos treinta años, yo vivía en Montelusa y tenía un amigo muy inteligente, simpático, bien dispuesto y equilibrado. Tenía todas las cualidades. Y, por si fuera poco, era muy generoso, un auténtico ángel. Una noche su hermana dejó a su cuidado a su único hijo, no tenía ni seis meses. Quería que se lo cuidara dos horas como máximo. En cuanto su hermana se fue, él cogió un cuchillo, descuartizó al chiquillo y se hizo un caldo con él, con una pizca de perejil y un diente de ajo. No crea que es una broma. Aquel mismo día yo había estado con él y lo había visto como siempre, inteligente y amable. Volviendo al pobre Lapecora: pues sí, lo conocía lo bastante, por ejemplo, como para haberme dado cuenta de que, de dos años a esta parte, había cambiado mucho.—¿En qué sentido?—Pues, no sé cómo decirle, estaba nervioso, no se reía, más bien se mostraba agresivo y armaba jaleo a la menor ocasión. Y antes no lo hacía.—¿Tiene usted idea de cuál era el motivo?—Un día se lo pregunté. Era un problema de salud, me contestó, un principio de arteriosclerosis, eso le había dicho el médico...Lo primero que hizo al llegar al despacho de Lapecora fue sentarse a la máquina de escribir. Abrió el cajón de la mesita y encontró en su interior sobres y hojas con el membrete antiguo, amarillos por el paso del tiempo. Cogió una hoja, se sacó del bolsillo el sobre que le había entregado la señora Antonietta y volvió a copiar a máquina la dirección. La prueba del nueve, de haber sido ésta necesaria. Las erres saltaban por encima de la línea, las aes quedaban un poco por debajo, la o era un puntito negro: la dirección del sobre del anónimo se había escrito con aquella máquina. Miró hacia la calle. La asistenta de la señora Vasile Cozzo, subida a una escalerita de tijera, estaba limpiando los cristales. Abrió la ventana y la llamó. —Oiga, ¿está la señora?—Espere —contestó la asistenta Pina, mirándolo de soslayo. Estaba claro que el comisario no le caía bien.Bajó de la escalerita, desapareció y, al poco rato, apareció en su lugar la cabeza de la señora al nivel del alféizar. No hacía falta levantar demasiado la voz, pues la separación era inferior a diez metros.—Disculpe, señora, pero, si no recuerdo mal, usted me dijo que algunas veces aquel muchacho, ¿se acuerda...? —Ya sé a quién se refiere.—Aquel joven escribía a máquina. ¿Es así?—Sí, pero no con la del despacho. Con una portátil. —¿Está segura? ¿No sería un ordenador?—No, era una máquina de escribir portátil.Pero ¿qué manera era aquélla de llevar a cabo una investigación? De pronto se dio cuenta de que él y la señora parecían un par de comadres cotilleando desde sus respectivos balcones.Tras haber saludado a la señora Vasile Cozzo, para recuperar ante sí mismo la dignidad, dio comienzo a un minucioso registro de auténtico profesional en busca del paquete enviado por la imprenta. No lo encontró, de la misma manera que tampoco encontró una sola hoja ni un solo sobre con el nuevo membrete en inglés.Lo habían hecho desaparecer todo.En cuanto a la máquina de escribir portátil que el seudosobrino de Lapecora llevaba consigo en lugar de utilizar la del despacho, la explicación que se dio le pareció verosímil: Al muchacho no le servía el teclado de la vieja Olivetti. Estaba claro que necesitaba un alfabeto distinto.Ocho
Al salir del despacho, subió a su automóvil y se dirigió a Montelusa. Cuando llegó a la Jefatura de la Policía Judicial, preguntó por el capitán Aliotta, que era amigo suyo. Lo hicieron pasar enseguida.
—¿Cuánto tiempo hace que no salimos una noche juntos? No sólo te lo reprocho a ti, sino también a mí mismo —dijo Aliotta, abrazándolo.—Perdonémonos mutuamente y procuremos remediarlo cuanto antes.—De acuerdo. ¿Te puedo servir en algo?—Pues sí. ¿Quién era aquel sargento primero que el año pasado me facilitó unas valiosas informaciones acerca de un supermercado de Vigàta? Aquel asunto de tráfico de armas, ¿recuerdas?—Cómo no. Se llama Laganà. —¿Podría hablar con él? —¿De qué se trata?—Tendría que ir a Vigàta media jornada como máximo, por lo menos eso creo. Se trata de examinar los expedientes de una empresa, cuyo propietario era el hombre que asesinaron en el ascensor.—Ahora mismo lo llamo.El sargento era un fornido cincuentón con el cabello cortado a cepillo y gafas de montura dorada. A Montalbano le cayó bien enseguida.Le explicó detalladamente lo que quería de él y le entregó las llaves del despacho. El sargento primero consultó el reloj.—Hacia las tres de la tarde puedo bajar a Vigàta, si al señor capitán le parece bien.Para su tranquilidad, al terminar de conversar con Aliotta, el comisario llamó a su despacho, en el que no había puesto los pies desde la tarde de la víspera.—Dottori, ¿es usted mismo?—Catarè, yo siempre soy yo. ¿Ha habido alguna llamada? —Sí, señor. Dos para el dottori Augello, una para... —¡Catarè, me importan un carajo las llamadas de los demás!—¡Pero si usted me lo acaba de preguntar hace un momento!—Catarè, ¿ha habido llamadas para mí que soy yo mismo?Puede que, adaptándose al lenguaje, consiguiera recibir una respuesta sensata.—Sí, dottori. Una. Pero no se entendió.—¿Qué significa eso de que no se entendió?—Que no entendí nada. Pero debía de ser un pariente. —¿De quién?—De usted, comisario. Lo llamaba por su nombre, decía: Salvo, Salvo.—¿Y después?—Se quejaba como si le doliera algo, decía: Ay, ay, cha, chao—¿Hombre o mujer?—Mujer vieja, dottori.¡Aisha! Salió disparado y se olvidó de despedirse de Aliotta.Sentada delante de la casa, Aisha lloraba, trastornada. No, Karima y François no habían aparecido, el motivo de que lo hubiera llamado era otro. Se levantó y lo hizo pasar al interior de la casa. La habitación estaba patas arriba, habían reventado incluso el colchón. ¿A que se habían llevado la libreta a la vista? No, eso no lo habían encontrado, fue la tranquilizadora respuesta de Aisha.En el piso de arriba donde vivía Karima, la situación era todavía peor: habían levantado algunos ladrillos del suelo; un juguete de François, un camioncito de plástico, estaba roto en pedazos. Las fotografías habían desaparecido, incluso las que mostraban la mercancía de Karima. Menos mal, pensó el comisario, que se había llevado algunas. Pero tenían que haber armado un jaleo espantoso. ¿Adónde había huido Aisha entre tanto? No había huido, le explicó la vieja, pero la víspera se había ido a ver a una amiga a Montelusa. Se le hizo tarde y se quedó a dormir allí. Fue una suerte: si la hubieran encontrado en casa, seguro que la estrangulan. Debían de tener las llaves, pues las cerraduras no habían sido forzadas. Sólo querían llevarse las fotografías, querían que de Karima no quedara ni siquiera el recuerdo de cómo estaba hecha.Montalbano le dijo a la vieja que preparara sus cosas, que él mismo la acompañaría a casa de su amiga de Montelusa. Debería permanecer unos cuantos días allí por prudencia. Aisha accedió tristemente. El comisario le indicó por señas que, mientras ella se preparaba, él aprovecharía para acercarse al estanco más próximo, cuestión de diez minutos como máximo.Poco antes de llegar al estanco, vio delante de la escuela primaria de Villaseta a un grupo de madres que gesticulaban y de niños que lloraban. Dos guardias municipales de Vigàta, pero destacados en Villaseta, a los que Montalbano conocía, estaban sufriendo un asedio. El comisario pasó de largo y se compró los cigarrillos, pero, a la vuelta, su curiosidad fue más fuerte. Se abrió paso con su autoridad, aturdido por los gritos.—¿A usted también lo han molestado por esta idiotez? —le preguntó asombrado uno de los guardias.—No, pasaba casualmente por aquí. ¿Qué ocurre?Las madres, que habían oído la pregunta, contestaron a coro, por lo que Montalbano no se enteró de nada.—¡Silencio! —gritó.Las madres se callaron, pero los chiquillos, aterrorizados, arreciaron en su llanto.—Comisario, es para reírse —dijo el mismo guardia de antes—. Al parecer, desde ayer por la mañana hay un chaval que asalta a los demás chavales que van a la escuela, les roba la comida y se va corriendo. Esta mañana también ha ocurrido lo mismo.—Mire, mire —terció una madre, mostrándole a Montalbano a un niño con los ojos hinchados a causa de los tortazos—. Mi hijo no le quiso dar la tortillita y él la emprendió a golpes con él. ¡Fíjese el daño que le ha hecho!El comisario se agachó y acarició la cabeza del niño. —¿Cómo te llamas?—Ntonio —contestó el niño, enorgulleciéndose de haber sido elegido.—¿Tú conoces a ese que te robó la tortillita?—No, señor.—¿Alguien lo ha reconocido? —preguntó el comisario, levantando la voz.Le contestó un coro de noes.Montalbano volvió a agacharse a la altura de Ntonio. —¿Qué te dijo para hacerte comprender que quería tu merienda?—Hablaba muy raro. No lo entendí. Entonces me quitó la cartera y la abrió. Yo quería que me la devolviera, pero él me pegó dos bofetones, cogió el bocadillo de pan con tortilla y se fue corriendo.—Que sigan las investigaciones —ordenó Montalbano a los dos guardias municipales, haciendo un esfuerzo por mantener la cara muy seria.En tiempos del dominio musulmán en Sicilia, cuando Montelusa se llamaba Kerkent, los árabes habían construido en las afueras del pueblo un barrio para ellos solos. Cuando los musulmanes huyeron derrotados, sus casas fueron ocupadas por los montelusanos y el nombre del barrio se sicilianizó en Rabatu. En la segunda mitad de este siglo, un corrimiento de tierras se lo había tragado. Las pocas casas que habían quedado estaban dañadas y torcidas y se mantenían en absurdos y precarios equilibrios. Los árabes, que esta vez habían regresado en plan de pobres, las habían vuelto a ocupar, colocando en lugar de las tejas trozos de chapa, y, en lugar de las paredes, tabiques de cartón.Allí acompañó Montalbano a Aisha con su miserable fardo. La vieja, que lo seguía llamando tío, lo quiso abrazar y besar.Eran las tres de la tarde y Montalbano, que aún no había tenido tiempo de comer, notó que se le revolvían las tripas a causa del hambre. Fue a la trattoría San Calogero y se sentó.—¿Queda todavía algo para comer? —Para usía, siempre.En aquel preciso instante, se acordó de Livia. Se le había ido por completo de la cabeza. Corrió al teléfono, buscando febrilmente una excusa. Livia le había dicho que llegaría a la hora de comer. Debía de estar furiosa.—Livia, cariño:—Acabo de llegar ahora mismo, Salvo. El avión ha salido con un retraso de dos horas y no nos han dado ninguna explicación. ¿Estabas preocupado, amor mío?—Claro que estaba preocupado —mintió Montalbano sin rubor, aprovechando que las circunstancias le eran favorables—. He estado llamando a casa a cada cuarto de hora y no contestaba nadie. Hace un rato decidí llamar al aeropuerto de Punta Raisi y me dijeron que el vuelo había llegado con dos horas de retraso. Y, finalmente, me he podido tranquilizar.—Perdona, cariño, pero no ha sido culpa mía. ¿Cuándo vuelves?—Livia, por desgracia, no podré volver enseguida. Estoy en plena reunión en Montelusa y aún tardaré por lo menos una hora. Después me reuniré corriendo contigo. Ah, oye, esta noche vamos a cenar a casa del jefe superior.—¡Pero si no he traído nada de ropa!—Irás en vaqueros. Mira en el horno o el frigorífico, seguro que Adelina habrá preparado algo.—No, te espero y comemos juntos.—Yo ya me he arreglado con un bocadillo. No tengo apetito. Hasta luego.Regresó a la mesa, donde lo esperaba aproximadamente medio kilo de crujientes salmonetes fritos.Cansada del viaje, Livia se había acostado. Montalbano se desnudó y se tumbó a su lado. Se besaron y, en determinado momento, Livia se apartó y empezó a olfatearlo.—Huelo a fritura.—Claro. Como que me he pasado media hora interrogando a un tío en una freiduría.Hicieron el amor sin prisas, sabiendo que disponían de todo el tiempo que quisieran. Después se sentaron en la cama con la espalda apoyada en las almohadas y Montalbano le explicó a Livia la historia del asesinato de Lapecora. Creyendo que le haría gracia, le dijo que había mandado detener a las Piccirillo, madre e hija, que tan preocupadas estaban por su buena fama. También le contó que había mandado comprar una botella de vino para el contable Culicchia, que había perdido la suya al caerle rodando junto al muerto. Pero, en lugar de echarse a reír tal como él esperaba que hiciera, Livia lo miró fríamente.—Cabrón.—¿Decías? —preguntó Montalbano con una flema digna de un lord inglés.—Cabrón y machista. Pones a parir a aquellas dos pobres desgraciadas y, en cambio, al contable que no duda en subir y bajar en ascensor con el muerto, le compras una botella de vino. Dime tú si eso no es comportarse como un imbécil.—Vamos, Livia, no te lo tomes de esta manera.Pero Livia se lo siguió tomando de aquella manera. Ya eran las seis de la tarde cuando Montalbano consiguió calmarla. Para distraerla, le contó la historia del chaval de Villaseta que les robaba la merienda a otros chiquillos corno él.Esta vez, Livia tampoco se rió. Es más, pareció entristecerse.—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? ¿He vuelto a meter la pata?—No, pero estaba pensando en ese pobre niño. —¿El que ha recibido la zurra?—El otro. Tiene que estar desesperado y muerto de hambre. ¿Has dicho que no hablaba italiano? A lo mejor, es hijo de unos inmigrantes ilegales que ni siquiera tienen derecho a respirar. O puede que lo hayan abandonado.—Dios mío —gritó Montalbano, fulminado por la revelación.Gritó con tal fuerza que Livia se sobresaltó.—¿Qué te pasa?—Dios mío —repitió el comisario con los ojos enormemente abiertos.—Pero ¿qué he dicho? —preguntó Livia, preocupada.Montalbano no contestó y, desnudo tal como estaba, corrió al teléfono.—Catarella, no me toques los cojones y pásame inmediatamente a Fazio. ¿Fazio? Dentro de una hora como máximo os quiero a todos, he dicho a todos, en mi despacho. Como falte alguien, armo un escándalo.Colgó y marcó otro número.—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Me avergüenza decirlo, pero esta noche no voy a poder ir a su casa. No, no se trata de Livia. Es una cuestión de trabajo, ya le contaré. ¿Mañana a almorzar? Estupendo. Discúlpeme ante la señora.Livia se había levantado, tratando de comprender por qué sus palabras habían provocado aquella reacción tan frenética.Por toda respuesta, Montalbano se tumbó en la cama y la atrajo hacia sí. Sus intenciones estaban clarísimas.—Pero ¿no has dicho que, dentro de una hora, estarás en el despacho?—¿Qué más da un cuarto de hora más o un cuarto de hora menos?En el despacho de Montalbano, que no era muy espacioso que digamos, se apretujaban Augello, Fazio, Tortorella, Gallo, Germana, Galluzzo y Grasso, que llevaba menos de un mes prestando servicio en aquella comisaría. Catarella permanecía apoyado en la jamba de la puerta, con el oído atento a la centralita. Montalbano se había presentado con Livia, en contra de su voluntad.—Pero yo, ¿qué voy a hacer allí? —Créeme, podrías ser muy útil.No quiso facilitarle ninguna explicación.En un silencio absoluto, el comisario dibujó un plano tosco pero bastante exacto y lo mostró a los presentes.—Ésta es una casita de la via Garibaldi de Villaseta. En estos momentos no la ocupa nadie. Esto de aquí detrás es un huerto...Siguió explicando todos los detalles: las casas de las inmediaciones, los cruces de las calles y de los callejones. Se lo había grabado todo en la mente la tarde anterior mientras permanecía solo en la habitación de Karima. Exceptuando a Catarella que permanecería de guardia, todos participarían en la operación. El comisario le indicó a cada uno el puesto que debería ocupar. Ordenó que se desplazaran al lugar de manera discreta, nada de sirenas, nada de uniformes, es más, ni siquiera vehículos de la policía, no deberían llamar la atención. Si alguien quería utilizar su automóvil particular, debería dejado por lo menos a medio kilómetro de distancia de la casa. Que llevaran consigo lo que quisieran (bocadillos, café, cerveza), pues probablemente la operación sería muy larga y puede que tuvieran que permanecer al acecho toda la noche; y que no era seguro que alcanzaran su objetivo, ya que cabía la posibilidad de que la persona a la que tenían que atrapar no apareciera por aquel lugar. El comienzo de la operación lo marcaría el momento en que se encendieran las farolas de las calles.—¿Armas? —preguntó Augello.—¿Armas? ¿Qué armas? —preguntó Montalbano, momentáneamente sorprendido.—No sé, como el asunto parece muy serio, pensé... —Pero ¿a quién tenemos que atrapar? —preguntó Fazio.—A un ladrón de meriendas.En el despacho se quedaron todos sin respiración. Augello notó que la frente se le empapaba de sudor.«Hace un año que le repito que vaya al médico», pensó.La noche estaba tranquila, iluminada por la luna, inmóvil por falta de viento. Sólo tenía un defecto a los ojos de Montalbano: parecía que no quisiera pasar, cada minuto se alargaba misteriosamente y se dilataba en otros cinco.A la débil llama de un encendedor, Livia había vuelto a colocar el colchón reventado sobre el somier, se había tumbado y, poco a poco, le había entrado sueño. Ahora dormía como un tronco.El comisario, sentado en una silla junto a la ventana que daba a la parte de atrás, podía ver claramente el huerto y la campiña. Por allí tenían que estar Fazio y Grasso, pero, por más que forzara la vista, no veía ni sombra de ellos, ocultos entre los almendros. Se congratuló de la profesionalidad de sus hombres: se habían entregado de lleno tras haberles él explicado que, a lo mejor, el chiquillo era François, el hijo de Karima. Dio la cuadragésima calada al cigarrillo y, al suave resplandor, consultó el reloj: las cuatro menos veinte. Decidió esperar media hora más; después les diría a los hombres que regresaran a casa. Justo en aquel momento distinguió un levísimo movimiento en el punto donde terminaba el huerto y empezaba la campiña; pero, más que un movimiento, fue una momentánea ausencia del reflejo de la luz de la luna sobre la paja y la amarillenta maleza. No podía ser Fazio, ni siquiera Grasso: había ordenado deliberadamente que dejaran aquella zona sin vigilancia, como si quisiera favorecer o sugerir un acercamiento. El movimiento, o lo que fuera, se repitió, y esta vez Montalbano distinguió una pequeña forma oscura, acercándose muy despacio. No cabía la menor duda, era el niño.Se desplazó poco a poco hacia el lugar donde se encontraba Livia, guiándose por su respiración.—Despierta, ya viene.Regresó a la ventana y Livia se situó de inmediato a su lado. Montalbano le habló al oído.—En cuanto lo agarren, bajas corriendo. Estará muerto de miedo, pero probablemente una mujer lo tranquilizará. Acarícialo, bésalo, dile lo que quieras.El niño ya estaba junto a la casa, se veía claramente que mantenía la cabeza levantada y miraba hacia la ventana. De repente, apareció la figura de un hombre que, en dos zancadas, se abalanzó sobre él y lo agarró. Era Fazio.Livia bajó volando. François coceaba y emitía un prolongado grito desgarrador, como de un animal cogido en una trampa. Montalbano encendió la luz y se asomó a la ventana.—Subidlo aquí. Tú, Grasso, avisa a las demás, que vengan todos.Entre tanto, el grito del niño se había apagado y se había transformado en unos sollozos. Livia lo había cogido en brazos y le estaba hablando.Estaba todavía muy tenso, pero ya no lloraba. Con las pupilas brillantes y la mirada intensa, observaba los rostros que lo rodeaban e iba recuperando poco a poco la confianza. Se había sentado junto a la mesa, donde, hasta unos días atrás, había tenido a su madre al lado, y tal vez por eso sujetaba la mano de Livia y no quería que ésta se separara de él.Mimì Augello, que se había retirado, regresó con un paquete, y todos comprendieron que había sido el único a quien se le había ocurrido lo más acertado: en el interior del paquete había bocadillos de jamón, plátanos, unos dulces y dos latitas de Coca—Cola. Mimì recibió como recompensa una conmovida mirada de Livia que, como es natural, irritó a Montalbano, y dijo tartamudeando:—Lo mandé preparar anoche... Pensé que, si nos las teníamos que haber con un niño muerto de hambre...Mientras comía, François cedió al cansancio y al sueño. En efecto, no consiguió terminarse los dulces: de golpe, la cabeza le cayó hacia delante sobre la mesa, como si un interruptor lo hubiera dejado sin energía.—Y ahora, ¿adónde lo llevamos? —preguntó Fazio. —A nuestra casa —contestó decididamente Livia.A Montalbano le llamó la atención aquel «nuestra». Y, mientras cogía unos vaqueros y una camiseta para el niño, no consiguió establecer si ello lo había molestado o bien alegrado.El niño no abrió los ojos ni durante el viaje a Marinilla ni cuando Livia lo desnudó tras haberle preparado una improvisada cama en el sofá del comedor.—¿Y si, mientras estamos durmiendo, se despierta y se escapa? —preguntó el comisario.—No creo que lo haga —lo tranquilizó Livia.Aun así, Montalbano tomó precauciones, cerrando la ventana, bajando las persianas y echando la llave a la puerta principal.Después, ellos también se fueron a dormir, pero, a pesar del cansancio, les costó conciliar el sueño: la presencia de François, cuya respiración oían desde la otra estancia, los hacía sentirse inexplicablemente incómodos.* * *
Hacia las nueve de la mañana, una hora muy tardía para él, el comisario se despertó, se levantó con cuidado para no despertar a Livia y fue a ver a François. El niño no estaba en el sofá y tampoco en el cuarto de baño. Se había escapado, tal como él temía. Pero ¿cómo demonios lo había hecho si la puerta estaba cerrada con llave y la persiana todavía bajada? Entonces se puso a buscar en todos los lugares donde hubiera podido esconderse. Nada, estaba claro que había desaparecido. Tenía que despertar a Livia y explicarle lo ocurrido, pedirle consejo. Alargó una mano y, en aquel momento, vio la cabeza del niño a la altura del pecho de su chica. Dormían abrazados.Nueve
—¿Comisario? Perdone que lo moleste en su casa. ¿Podríamos vernos esta mañana y así se lo cuento todo?
—Claro, voy a Montelusa.—No, bajo yo a Vigàta. ¿Nos vemos dentro de una hora en el despacho de Salita Granet?—Sí, gracias, Laganà.Fue al cuarto de baño procurando hacer el menor ruido posible. Y, también para no molestar a Livia y François, se puso la misma ropa de la víspera, más maltrecha que nunca a causa de la noche de vigilancia. Dejó una nota: en el frigorífico había de todo, seguramente regresaría a la hora de comer. En cuanto terminó de escribir, recordó que el jefe superior los había invitado a almorzar. No era posible, con François. Decidió efectuar inmediatamente la llamada para no olvidarse. Sabía que el domingo por la mañana el jefe superior lo dedicaba a la familia, a no ser que se produjera alguna circunstancia extraordinaria.—¿Montalbano? ¡No me diga que no viene a comer! —Pues sí, señor jefe superior, por desgracia.—¿Ha ocurrido algo grave?—Bastante. El caso es que, desde esta mañana a primera hora, me he convertido, ¿cómo diría?, casi en padre.—¡Enhorabuena! —lo felicitó el jefe superior—. O sea, que la señorita Livia... Se lo voy a decir a mi mujer, se alegrará muchísimo. Pero no entiendo por qué razón eso le impide venir. Ah, ya: el acontecimiento es inminente.Literalmente trastornado por el equívoco en el que había caído su jefe, Montalbano se lanzó imprudentemente a una larga, tortuosa y tartamuda explicación en la que mezcló a las víctimas de los asesinatos con las meriendas, el perfume Volupté y la imprenta Mulone. El jefe superior se desanimó.—Bueno, bueno, ya me lo contará mejor en otro momento. Oiga, ¿cuándo se va la señorita Livia?—Esta noche.—O sea, que no tendremos el placer de conocerla. Paciencia, otra vez será. Oiga, Montalbano, vamos a hacer una cosa: cuando tenga algún rato libre, llámeme.Antes de salir, fue a ver a Livia y François, que aún estaban durmiendo. ¿Quién los separaría de aquel abrazo? Se le ensombreció el rostro y experimentó un oscuro presentimiento.El comisario se sorprendió: en el despacho todo estaba tal y como él lo había dejado la última vez; ni una sola hoja de papel cambiada de sitio, ni una grapa que no estuviera donde él la había visto. Laganà le leyó el pensamiento.—No era un registro, dottore. No era necesario ponerlo todo patas arriba.—¿Qué me puede decir?—Vamos a ver. Aurelio Lapecora fundó la empresa en 1965. Antes trabajaba como empleado. La empresa importaba frutas tropicales y tenía un almacén provisto de cámaras frigoríficas en via Vittorio Emanuele Orlando, cerca del puerto. Y exportaba cereales, garbanzos, habas, también pistachos y cosas por el estilo. Un buen volumen de negocio, por lo menos hasta la segunda mitad de los años ochenta. Entonces comenzó la caída progresiva. Resumiendo: en enero de 1990 Lapecora se vio obligado a liquidar la empresa, y lo hizo todo legalmente. Vendió también el almacén con muy buenos beneficios. Todos los documentos están en los archivado res; el señor Lapecora era un hombre muy ordenado, si yo hubiera hecho una inspección no habría encontrado ningún fallo. Cuatro años después, también en enero, obtuvo el permiso de reapertura de la empresa, cuya razón social siempre había conservado. Pero no compró ningún depósito ni almacén, nada de nada. ¿Quiere que le diga una cosa?—Creo que ya la sé. No ha encontrado la menor huella de ningún tipo de negocio desde 1994 hasta hoy.—Exactamente. Si a Lapecora le apetecía venir a pasar unas cuantas horas al despacho, y me refiero a lo que he visto en la habitación de al lado, ¿qué necesidad tenía de volver a poner en marcha la empresa?—¿Ha encontrado correspondencia reciente?—No, señor. Toda la correspondencia tiene cuatro años de antigüedad.Montalbano cogió un amarillento sobre que descansaba en el escritorio y se lo mostró al sargento.—¿Ha encontrado algún sobre como éste, pero nuevo, con el membrete en inglés?—Ni uno solo.—Oiga, sargento, el mes pasado, desde una imprenta de aquí, enviaron a este despacho de Lapecora un paquete con papel de cartas. Si usted no ha encontrado ni rastro, ¿le parece posible que, en el transcurso de cuatro semanas, se hayan agotado todas las existencias?—No creo. Ni siquiera cuando las cosas le iban bien hubiera podido escribir tanto.—¿Ha encontrado cartas de una empresa extranjera, Aslanidis, que exporta dátiles?—Nada.—Y, sin embargo, las recibía, me lo ha dicho el cartero. —Comisario, ¿buscó bien en casa de Lapecora?—Sí. No hay nada que guarde relación con sus nuevos negocios. ¿Y quiere que le diga otra cosa? Aquí, según un testigo extremadamente fiable, algunas noches, en ausencia de Lapecora, se desarrollaba una frenética actividad.Montalbano le habló de Karima, y del joven moreno que se hacía pasar por sobrino y que telefoneaba, recibía llamadas y escribía cartas, pero sólo con su máquina de escribir portátil.—Ya entiendo —dijo Laganà—. ¿Usted no?—Yo sí, pero me gustaría oírle a usted primero. —La empresa era una tapadera, una fachada, el contacto de no sé qué negocios, pero está claro que no se dedicaba a importar dátiles.—Estoy de acuerdo —dijo Montalbano—. Y, tras asesinar a Lapecora o, por lo menos, la víspera, vinieron aquí y lo hicieron desaparecer todo.Pasó por la comisaría. Catarella estaba en la centralita, haciendo crucigramas.—Siento curiosidad, Catarè. ¿Cuánto tardas en resolver un crucigrama?—Son difíciles, dottori, muy difíciles. En éste llevo más de un mes trabajando, pero no me sale.—¿Hay alguna novedad?—Nada serio, dottori. Han incendiado el garaje de Sebastiano Lo Monaco, han ido los bomberos y lo han apagado. Cinco coches que había en el garaje se han achicharrado. Después le han pegado un tiro a uno que se llama Filippo Quarantino, pero han errado y han dado, en su lugar, en la ventana de la señora Saveria Pizzuto, que se ha pegado tal susto que la han tenido que llevar al hospital. Después ha habido otro incendio, seguramente provocado, un incendio con fuego. En resumen, comisario, tonterías, bromas, cosas sin importancia.—¿Quién está en la comisaría?—Nadie, dottori. Todos están ocupados en estas cosas.Montalbano entró en su despacho. Sobre el escritorio vio un paquete envuelto con papel de la pastelería Pipitone. Lo abrió. Barquillos rellenos, lionesas, turroncitos. —¡Catarè!—A sus órdenes, comisario.—¿Quién ha dejado aquí estos dulces?—El dottori Augello. Dice que los ha comprado para el niño de anoche.Qué atento y solícito se había vuelto hacia la infancia desvalida el señor Mimì Augello! ¿Esperaba acaso otra mirada de Livia?Sonó el teléfono.—¿Dottori? Es el juez Lo Bianco que dice que quiere hablar con usted.—Pásamelo.Quince días atrás el juez Lo Bianco había enviado al comisario como regalo el primer volumen de setecientas páginas de la obra, a la que llevaba varios años entregado, Vida y obra de Rinaldo y Antonio Lo Bianco, maestros jurados de la Universidad de Girgenti en tiempos del rey Martín el Joven (1402—1409), que se le había metido en la cabeza que eran sus antepasados. Montalbano había hojeado el libro durante una noche de insomnio.—Bueno, Catarè, ¿me pasas al juez, sí o no?—El caso es que no se lo puedo pasar, comisario, porque está aquí personalmente en persona.Soltando maldiciones, Montalbano salió precipitadamente, hizo pasar al juez a su despacho y le pidió disculpas. El comisario estaba avergonzado, porque sólo había llamado al juez una vez por el homicidio Lapecora y después se había, literalmente, olvidado de su existencia. Seguro que el juez estaba allí para echarle un rapapolvo.—Sólo un pequeño saludo, querido comisario. Pasaba por aquí porque voy a ver a mi madre, que está en casa de unos amigos en Durrueli. He pensado: ¿lo probamos? Y he tenido suerte, lo he encontrado.«¿Y qué coño quieres de mí?», se preguntó Montalbano. Por la mirada esperanzada del otro, no tardó mucho en comprenderlo.—¿Sabe una cosa, señor juez? Llevo varias noches sin dormir.—Ah, ¿sí? ¿Por qué?—Porque estoy leyendo su libro. Es más fascinante que una novela de misterio, ¡y qué riqueza de detalles!Un aburrimiento mortal: fechas y más fechas, nombres y más nombres. En comparación, el horario de trenes contenía más ocurrencias y golpes de efecto.Recordó un episodio contado por el juez, el que se refería a la vez que Antonio Lo Bianco, mientras se dirigía a Castrogiovanni en misión diplomática, se había caído del caballo y se había roto una pierna. A aquel insignificante acontecimiento el juez había dedicado veintidós páginas de minuciosos detalles. Para demostrar que había leído el libro, Montalbano cometió la imprudencia de citarlo.El juez Lo Bianco lo entretuvo dos horas, añadiendo otros detalles tan inútiles como pormenorizados. Al final, el juez se despidió cuando al comisario ya le estaba empezando a doler la cabeza.—Ah, por cierto, amigo mío, no se olvide de facilitarme noticias sobre el delito Lacapra.Cuando llegó a Marinella, no estaban ni Livia ni François. Se encontraban en la orilla del mar: Livia en traje de baño y el pequeño en calzoncillos. Habían construido un gigantesco castillo de arena. Reían y charlaban. Naturalmente, en francés, idioma que Livia hablaba tan bien como el italiano. Al igual que el inglés. Y también el alemán, todo había que decirlo. El ignorante de la casa era él, que apenas sabía cuatro palabras de francés aprendidas en la escuela. Puso la mesa, y encontró en el frigorífico la pasta gratinada y el rollo de ternera, relleno de tortilla, queso y perejil de la víspera. Los colocó en el horno a fuego lento. Se desnudó rápidamente, se puso el calzón de baño y se reunió con ellos en la playa. Lo primero que observó fue el cubo, la pala, el tamiz y los moldes de peces y estrellas. En casa él no los tenía, naturalmente, y Livia no los había ido a comprar, porque era domingo. En la playa, aparte ellos tres, no había ni un alma.—¿Y eso?—¿Qué?—La pala, el cubo...—Nos los ha traído esta mañana Augello. ¡Qué simpático! Son de un sobrinito suyo que el año pasado...No quiso oír nada más. Se arrojó al agua, furioso. Al volver a casa, Livia vio la caja de cartón llena de dulces.—¿Por qué los has comprado? ¿No sabes que los dulces les pueden hacer daño a los niños?—Yo sí lo sé, el que no lo sabe es tu amigo Augello. Los ha comprado él. Y ahora os los vais a comer tú y François.—Por cierto, ha llamado tu amiga Ingrid, la sueca.Ataque, parada, contraataque. Y, además, ¿por qué el «por cierto»?Estaba claro que aquellos dos se caían bien. Todo había empezado el año anterior, cuando Mimì se había pasado un día entero paseando a Livia en su automóvil. Y seguían. ¿Qué hacían cuando él no estaba? ¿Se intercambiaban miraditas, sonrisitas y cumpliditos?Se sentaron a la mesa. De vez en cuando, Livia y François charlaban encerrados en el interior de una esfera invisible de complicidad, de la que él estaba totalmente excluido. Sin embargo, la exquisitez de la comida no le permitió enfadarse tal como hubiera deseado.—Excelente este brusciuluni —dijo.Livia se sobresaltó y se quedó con el tenedor en suspenso en el aire.—¿Qué has dicho?—Brusciuluni. El rollo de ternera.—Casi me había asustado. Menudas palabrejas tenéis en Sicilia...—Pues anda que vosotros en Liguria. Por cierto, ¿a qué hora sale tu avión? Creo que te podré acompañar en mi coche.—Ah, lo había olvidado. He anulado la reserva y he llamado a mi compañera Adriana para que me sustituya. Me quedaré unos cuantos días aquí. He pensado que, si yo no estoy, ¿con quién ibas a dejar a François?El oscuro presentimiento de la mañana, cuando los había visto abrazados, estaba empezando adquirir forma. ¿Quién podría separar a aquellos dos?—Me parece que estás molesto, enfadado, no sé. —¿Yo? ¡Por Dios, Livia, qué disparate!Inmediatamente después de comer, al niño se le empezaron a cerrar los ojos; tenía sueño, aún debía de estar muy cansado. Livia lo llevó al dormitorio, lo desnudó y lo acostó.—Me ha dicho algo —dijo, dejando la puerta entornada. —Cuéntame.—En determinado momento, mientras estábamos construyendo el castillo de arena, me ha preguntado si pensaba que su madre regresaría. Le he contestado que no sabía nada de toda esta historia, pero que estaba segura de que algún día su madre volvería para llevárselo consigo. Ha hecho un mohín y yo no he añadido nada más. Al cabo de un rato, ha vuelto a insistir en el tema y ha dicho que no esperaba el regreso de su madre. No ha dicho nada más. Este niño tiene una oscura conciencia de algo terrible. De golpe, se ha puesto a hablar otra vez. Me ha hablado de la mañana en que su madre regresó corriendo, muy asustada. Le dijo que se tenían que ir de allí. Se dirigieron al centro de Villaseta, su madre dijo que tenían que tomar un autocar de línea.—¿Para dirigirse adónde?—No lo sabe. Mientras esperaban, se acercó un automóvil que él conocía muy bien: era el del hombre malo que algunas veces pegaba a su mamá. Fahrid.—¿Cómo has dicho?—Fahrid.—¿Estás segura?—Segurísima. Hasta me ha dicho que, cuando se escribe, el nombre tiene una hache intercalada entre la a y la erre.O sea, que el querido sobrinito del señor Lapecora, el propietario del BMW gris metalizado, tenía un nombre árabe.—Sigue.—El tal Fahrid bajó, sujetó a Karima por el brazo y quería obligarla a subir al coche. La mujer se resistió y le gritó a François que huyera. El pequeño escapó, Fahrid estaba demasiado ocupado con Karima y tenía que elegir. François se escondió, aterrorizado. No se atrevió a regresar a casa de la que él llama su abuela.—Aisha.—Para sobrevivir, y acuciado por el hambre, robaba las meriendas. Por la noche, se acercaba a la casa, pero la veía a oscuras y temía que Fahrid lo estuviera esperando al acecho. Dormía al aire libre porque se sentía perseguido. El otro día ya no podía más, quería regresar a casa. Por eso se acercó tanto.Montalbano guardó silencio.—Bueno, ¿qué crees?—Que tenemos a un huérfano en casa.Livia palideció.—¿Por qué lo piensas? —preguntó con trémula voz.—Te voy a explicar la idea que yo me he hecho acerca de todo este asunto, basándome también en lo que tú me acabas de decir ahora. Vamos allá. Hace cinco años aproximadamente, esa guapa y agradable tunecina llega a nuestra tierra con un hijo muy pequeño. Busca trabajo como asistenta y lo encuentra fácilmente, entre otras cosas porque, cuando se tercia, concede sus favores a hombres maduros. Así conoce a Lapecora. Pero, en determinado momento, entra en su vida ese Fahrid, que, a lo mejor, es un macarra. Resumiendo: a Fahrid se le ocurre la idea de obligar a Lapecora a poner nuevamente en marcha su antigua empresa de importación y exportación y utilizada como tapadera de algún negocio sucio, no sé si de droga o de prostitución. Lapecora, que en el fondo es un hombre honrado, se asusta porque adivina algo, y trata de salir del embrollo, recurriendo a medios un tanto ingenuos. Imagínate que le escribe anónimos a su mujer contra sí mismo. La situación se prolonga, pero en algún momento y no sé por qué motivos, Fahrid se ve obligado a largarse. Pero entonces tiene que eliminar a Lapecora. Se las ingenia para que Karima pase una noche en casa de éste, escondida en el estudio. Al día siguiente, la mujer de Lapecora tiene que trasladarse a Fiacca, donde tiene a su hermana enferma. Puede que Karima le diera a entender a Lapecora la posibilidad de follar apasionadamente con él en el lecho conyugal en ausencia de su mujer, vete tú a saber. A la mañana siguiente a primera hora, cuando la señora Lapecora ya se ha ido, Karima abre la puerta de la vivienda a Fahrid, el cual entra y mata al viejo. Puede que Lapecora tratara de huir, por eso lo encontraron en el ascensor. Pero, por lo que tú me acabas de decir, Karima no debía de estar al corriente de las intenciones asesinas de Fahrid. Cuando ve que su cómplice ha acuchillado a Lapecora, huye. Pero no llega muy lejos, Fahrid la localiza y la secuestra. Y, seguramente, después la debió de matar para que no hablara. Y la prueba es que regresó a casa de Karima para llevarse todas sus fotografías: no quiere que la identifiquen.Livia rompió silenciosamente a llorar.Se quedó solo: Livia había ido a tumbarse al lado de François. Sin saber qué hacer, Montalbano fue a sentarse a la galería. En el cielo se estaba desarrollando una especie de duelo entre gaviotas; en la playa una parejita paseaba y, de vez en cuando se daba un beso, pero con aire cansado, como siguiendo un guión. Volvió a entrar en la casa, cogió la última novela del pobre Bufalino, la del fotógrafo ciego, y volvió a sentarse en la galería. Echó un vistazo a la cubierta y a la solapa y cerró el libro. No conseguía concentrarse. Sentía crecer en su interior una profunda inquietud. Y, de repente, comprendió el motivo.Todo aquello era un ensayo, un anticipo de las tranquilas y familiares tardes dominicales que lo esperaban, puede que ya no en Vigàta, sino en Boccadasse. Con un niño que, cuando se despertara, lo llamaría papá y le pediría que jugara con él...El arrebato de terror le atenazó la garganta.Diez
Escapar inmediatamente, huir de aquella casa que le estaba preparando trampas familiares. Mientras subía al coche, le entraron ganas de sonreír ante el repentino ataque de esquizofrenia que estaba sufriendo. Su parte racional le decía que podía controlar sin dificultad una nueva situación que, por otra parte, sólo existía en su imaginación; pero la parte irracional lo inducía a huir y a dejarse de monsergas.
Una vez en Vigàta, se dirigió a su despacho. —¿Alguna novedad?En lugar de contestar, Fazio preguntó a su vez: —¿Cómo está el pequeño?—Muy bien —contestó el comisario, ligeramente molesto—. Bueno, ¿qué?—Nada serio. Un parado ha entrado en el supermercado con un bastón y la ha emprendido a golpes con los mostradores.—¿Un parado? Pero ¿qué dices? Pero ¿es que aquí aún tenemos parados?Fazio lo miró, perplejo.—Pues claro que los tenemos, comisario, ¿acaso no lo sabe?—La verdad es que no. Creía que todos habían encontrado trabajo.Ahora Fazio estaba totalmente desconcertado.—¿Y dónde quiere usted que encuentren trabajo?—En el arrepentimiento, Fazio. Este parado que rompe mostradores, antes que parado, es un cabrón. ¿Lo has detenido?—Sí, señor.—Ve a verlo y dile de mi parte que se arrepienta. —¿De qué?—Que se invente lo que le dé la gana. Pero que diga que se arrepiente. Cualquier tontería, tú mismo se la puedes apuntar. En cuanto se arrepienta, ya estará todo arreglado. Le darán dinero, le buscarán una casa gratis y le enviarán los hijos al colegio. Díselo.Fazio lo miró un buen rato sin decir nada. Después habló.—Dottore, hace buen día y, sin embargo, está usted muy alterado. ¿Qué ha ocurrido?—Cosas mías.El propietario de la tienda de garbanzos y frutos secos, donde Montalbano solía comprar, se había inventado un genial sistema para burlar el obligatorio cierre dominical: delante de la persiana metálica cerrada, colocaba un tenderete extremadamente bien surtido.—Tengo nueces americanas recién tostadas, calentitas, calentitas —le dijo el tendero.Y el comisario le hizo añadir unas veinte al cucurucho que ya contenía garbanzos y semillas de calabaza.Esta vez, el paseo de meditación solitaria hasta el final del muelle lo prolongó más que de costumbre, hasta pasado el anochecer.—¡Este niño es inteligentísimo! —exclamó emocionada Livia al ver entrar en la casa a Montalbano—. Hace apenas tres horas le expliqué cómo se juega a las damas y mira: ya me ha ganado una partida y con ésta va camino de hacer lo mismo.El comisario se situó de pie a su lado para contemplar las últimas jugadas de la partida. Livia cometió un error garrafal y François le comió las dos damas que le quedaban. Consciente o inconscientemente, Livia había querido que el niño ganara: si, en lugar de François, hubiera sido él, ni muerta le habría dado la satisfacción de la victoria. En cierta ocasión, había llegado a la bajeza de simular un repentino desmayo para provocar la caída de las piezas al suelo.—¿Tienes apetito?—Puedo esperar, si quieres —contestó el comisario, aceptando la implícita petición de retrasar la cena.—Nos gustaría dar un paseo.Ella y François, naturalmente, la hipótesis de que él pudiera agregarse ni siquiera se le había pasado por la antesala del cerebro.Montalbano puso la mesa con todo lo necesario y, al terminar, se dirigió a la cocina para ver qué había preparado Livia. Nada, desolación ártica, los cubiertos y los platos resplandecían totalmente intactos. Distraída con François, Livia ni siquiera había pensado en la cena. Hizo un rápido y triste inventario: de primero, podía hacer un poquito de pasta con ajo y aceite; de segundo, se podría arreglar con unas sardinas saladas, aceitunas, un poco de queso y una lata de atún. De todos modos, lo peor ocurriría al día siguiente, cuando llegara Adelina para hacer la limpieza y preparar la comida y se encontrara a Livia con un niño en la casa. Ambas mujeres no congeniaban. En cierta ocasión, Adelina lo había plantado todo y se había ido, y sólo había regresado tras cerciorarse de que su rival ya no estaba y se encontraba a centenares de kilómetros de distancia.Era la hora del telediario: encendió el televisor y sintonizó con Televigatà. En la pantalla apareció la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese, el presentador. Estaba a punto de cambiar de canal cuando las primeras palabras de Ragonese lo dejaron petrificado.—¿Qué ocurre en la comisaría de Vigàta? —preguntó el presentador a sí mismo y a todo el mundo conocido, utilizando un tono, en comparación con el cual el de Torquemada en sus mejores momentos hubiera parecido el de alguien que está contando un chiste.Añadió que, en su opinión, Vigàta se podía comparar con el Chicago de la era de la Prohibición: tiroteos, robos, incendios intencionados; la vida y la libertad del ciudadano corriente puestas constantemente en peligro. ¿Y sabían los telespectadores a qué se dedicaba, en medio de toda aquella trágica situación, el sobrevalorado comisario Montalbano? El punto interrogativo se subrayó con tal fuerza que el comisario tuvo la sensación de verlo sobreimpreso sobre el culo de gallina. Ragonese, respirando hondo para poder expresar debidamente su asombro e indignación, dijo marcando las sílabas:—¡A la ca—za de un la—drón de me—ri—en—das!Y no lo había hecho él solo, el señor comisario se había llevado a todos su hombres y había dejado de guardia en la comisaría a un solitario y desamparado agente encargado de la centralita. ¿Y cómo él, Ragonese, se había enterado de esta circunstancia tal vez cómica pero sin duda trágica? Puesto que necesitaba hablar con el subcomisario Augello para que le facilitara cierta información, había llamado a la comisaría y el telefonista le había dado aquella inaudita respuesta. Al principio, había creído que era una broma, de mal gusto por supuesto, pero después había insistido, y finalmente había comprendido que no se trataba de una broma, sino de una increíble verdad. ¿Se daban cuenta los telespectadores de Vigàta de en qué manos estaban?«¿Pero ¿qué mal habré hecho yo para tener a Catarella entre los cojones?», se preguntó amargamente el comisario mientras cambiaba de canal.En Retelibera estaban retransmitiendo desde Mazara las imágenes del entierro del tripulante tunecino ametrallado a bordo del buque pesquero Santopadre. Una vez finalizada la ceremonia, el presentador comentó la mala suerte del tunecino muerto trágicamente la primera vez que se embarcaba, pues acababa de llegar al pueblo y casi nadie lo conocía. No tenía familia o, por lo menos, no había tenido tiempo de mandada llamar a Mazara. Había nacido treinta y dos años antes en Sfax y se llamaba Ben Dhahab. Apareció en pantalla una fotografía del tunecino y, en aquel momento, entraron en la estancia Livia y el niño, de regreso de su paseo. Al ver el rostro de la pantalla, François sonrió y lo señaló con el dedito.—Mon oncle —dijo.Livia estaba a punto de decide a Salvo que apagara el televisor porque le molestaba mientras comían; y, por su parte, Salvo estaba a punto de regañarla a ella por no haber preparado nada para la cena. Pero ambos se quedaron con la boca abierta señalándose el uno al otro con el índice mientras un tercer índice, el del niño, señalaba todavía la pantalla. Fue como si hubiera pasado un ángel que los hubiera dejado a todos paralizados. El comisario se recuperó y trató de confirmar lo que había oído, dudando de su escaso francés.—¿Qué ha dicho?—Ha dicho «mi tío» —contestó Livia, muy pálida.Nada más desaparecer la imagen, François se había sentado en su lugar de la mesa, impaciente por empezar y en modo alguno extrañado de haber visto a su tío en la televisión.—Pregúntale si el que ha visto es su tío de verdad.—Pero qué pregunta tan tonta es ésa.—No es tonta. A mí también me han llamado tío sin serlo.François explicó que el que había visto era su tío de verdad, por ser el hermano de su madre.—Me lo tengo que llevar ahora mismo —dijo Montalbano.—¿Adónde?—Al despacho, quiero enseñarle una fotografía. —De eso ni hablar, las fotografías no te las roba nadie. Primero, François tiene que comer. Y después, yo también iré contigo a la comisaría: eres capaz de perder al niño por la calle.La pasta salió demasiado cocida, prácticamente incomible.Estaba de guardia Catarella que, al ver aparecer a aquella hora a la improvisada familia y observar la cara que ponía su jefe, se alarmó.—Dottori, aquí todo está en calma y tranquilidad.—Pues en Chechenia, no.Sacó del cajón las fotografías de Karima que había seleccionado, cogió una y se la mostró al niño. Éste, sin decir nada, se la acercó a los labios y besó la imagen de su madre.Livia a duras penas pudo reprimir las lágrimas. No era necesario formular la pregunta, el parecido entre el hombre visto en la pantalla y el que aparecía vestido de uniforme en la fotografía, al lado de Karima, era de todo punto evidente.Pero, aun así, el comisario preguntó:—¿Es éste ton oncle?—Ouì.—Comment s'appelle—t—i—l?Se felicitó por su francés de turista de la Torre Eiffel y del Moulin Rouge.—Ahmed —contestó el niño.—Seulement Ahmed?—Oh, no. Ahmed Moussa.—Et ta mère? Comment s'appelle?—Karima Moussa —contestó François, encogiéndose de hombros con una sonrisa en los labios ante la obviedad de la pregunta.Montalbano desahogó su furia contra Livia, que no se esperaba la violencia del ataque.—¡Maldita sea! ¡Te pasas día y noche con el niño, juegas con él, le enseñas a jugar a las damas y no le preguntas cómo se llama! Bastaba con preguntárselo, ¿no? ¡Y el muy cabrón de Mimì! ¡El gran investigador! ¡Compra un cubo y una pala, moldes y dulces y, en lugar de hablar con el niño, habla sólo contigo.Livia no contestó y Montalbano enseguida se avergonzó de su arrebato.—Perdóname, Livia, pero es que estoy muy nervioso.—Ya lo veo.—Pregúntale si ha visto personalmente a su tío hace poco.Livia habló con el niño y después explicó que éste no había visto recientemente a su tío, pero que, cuando tenía tres años, su madre lo había llevado a Túnez, y allí había conocido a su tío y a otros hombres. Pero conservaba un vago recuerdo y sólo hablaba de ello porque su madre se lo había comentado.Lo cual significaba, dedujo Montalbano, que dos años atrás se había celebrado una especie de cumbre, en cuyo transcurso se había decidido, en cierto modo, el destino del pobre Lapecora.—Oye, llévate a François al cine, aún llegaréis a la última sesión, y después regresad aquí. Yo tengo que trabajar.—Hola, Buscaìno. Soy Montalbano. Acabo de averiguar el nombre completo de la tunecina que vivía en Villaseta, ¿te acuerdas?—Cómo no. Karima.—Se llama Karima Moussa. ¿Podríais efectuar una comprobación en vuestra Brigada de Extranjeros?—¿Bromea usted, comisario?—No, no bromeo. ¿Por qué?—Pero ¿cómo? Con toda su experiencia, ¿me viene a pedir una cosa semejante?—Explícate mejor.—Mire, comisario, ni siquiera si me dijera el nombre del padre y de la madre, los de los abuelos paternos y maternos y el lugar de nacimiento.—¿Es como una niebla espesa?—¿Y de qué otra manera podría ser? En Roma pueden aprobar todas las leyes que quieran, pero aquí los tunecinos, marroquíes, libios, caboverdianos, cingaleses, nigerianos, ruandeses, albaneses, serbios y croatas entran y salen como les da la gana. Esto no es como el Coliseo y no hay ninguna puerta que se pueda cerrar. El hecho de que el otro día consiguiéramos averiguar la dirección de esta tal Karima entra dentro del terreno de los milagros y no es cosa que ocurra todos los días.—Pero tú inténtalo de todos modos.—¿Montalbano? ¿Qué es esta historia de que organizó usted una operación de caza y captura de un ladrón de meriendas? ¿Acaso era un demente?—No, por Dios, señor jefe superior, se trataba de un niño que, acuciado por el hambre, empezó a robarles la merienda a otros niños. Eso es todo.—¿Cómo que eso es todo? Sé muy bien que, de vez en cuando, se sale usted de lo común, por decirlo de alguna manera, pero esta vez, francamente, me parece que...—Le aseguro, señor jefe superior, que no se volverá a repetir. Era absolutamente necesario capturarlo.—¿Y lo atrapó?—Sí.—¿Y qué hizo usted con él?—Lo llevé a mi casa y Livia cuida de él. —Montalbano, ¿se ha vuelto usted loco? ¡Devuélvalo de inmediato a sus padres!—No los tiene, puede que sea huérfano.—¿Qué significa este «puede»? ¡Haga averiguaciones, por Dios bendito!—Las estoy haciendo, pero François...—Pero bueno, ¿ése quién es?—El niño, se llama así.—¿No es italiano?—No, tunecino.—Mire, Montalbano, vamos a dejarlo correr de momento, estoy un poco alterado. Pero mañana por la mañana venga a Montelusa y explíquemelo todo.—No puedo, tengo que salir de Vigàta. Puede creerme, es muy importante, no estoy buscando pretextos.—Entonces, nos veremos por la tarde. No falte, se lo ruego. Presénteme una buena defensa; el diputado Pennacchio...—¿El que está acusado de asociación delictiva de corte mafioso?—Exactamente. Está preparando una interpelación al ministro. Quiere su cabeza.No le extrañaba: había sido precisamente él, Montalbano, el encargado de llevar a cabo las investigaciones contra el honorable.—¿Nicolò? Soy Montalbano. Tengo que pedirte un favor. —Menuda novedad. Dime.—¿Te vas a quedar todavía un rato en Retelibera? —Presento el telediario de las doce de la noche y me voy a casa.—Son las diez. Si voy dentro de media hora y te llevo una fotografía, ¿os dará tiempo a sacarla en el último telediario?—Claro, te espero.Había intuido de inmediato que en la historia del buque pesquero Santopadre había gato encerrado y había tratado de mantenerse al margen. Pero ahora aquel caso lo había agarrado por el cogote y le había restregado la cara contra los hechos a la fuerza, tal como se hace cuando alguien quiere enseñar a un gato a no hacerse pipí en determinado lugar. Habría bastado con que Livia y el pequeño entraran en la casa un poco más tarde: el niño no hubiera visto la imagen de su tío, la cena se hubiera desarrollado en paz y todo habría seguido su curso normal. Maldijo una vez más su inequívoca naturaleza de policía. Otro, en su lugar, hubiera dicho: «Ah, ¿sí? ¿El niño ha reconocido a su tío? ¡Pues vaya, qué curioso!»Y se habría llevado el primer bocado a la boca. Y él, en cambio, no podía, tenía que golpearse los cuernos a la fuerza contra aquel asunto. Instinto de caza, lo había llamado Dashiell Hammett, que de eso sabía un rato.—¿Dónde está la fotografía? —le preguntó Zito en cuanto lo vio.Era la de Karima con su hijo.—¿Quieres que salga entera? ¿O sólo algún detalle? —Tal como está.Nicolò Zito salió, regresó poco después sin la fotografía y se sentó cómodamente.—Cuéntamelo todo. Y explícame, sobre todo, esa historia del ladrón de meriendas que a Pippo Ragonese le parece una bobada y que yo, en cambio, creo que no lo es.—Nicolò, no tengo tiempo, puedes creerme.—No, no te creo. Una pregunta: ¿el niño que robaba meriendas es el que aparece en la fotografía que me acabas de entregar?Nicolò era peligrosamente inteligente. Mejor no contrariarlo.—Sí, es él.—¿Y quién es la madre?—Alguien que sin duda está implicado en el homicidio del otro día, de aquel hombre que encontraron en el ascensor. Y ahora no me hagas más preguntas. Te prometo que, en cuanto empiece a aclarar el asunto, tú serás el primero en enterarte.—¿Me quieres decir, por lo menos, cómo tengo que presentar la fotografía?—Ah, sí. Tienes que hablar en tono doloroso y patético. —¿Ahora quieres hacer de director?—Tienes que decir que se te ha presentado una anciana tunecina con lágrimas en los ojos, suplicándote que mostraras la fotografía en la pantalla. Hace tres días que la vieja no tiene noticias ni de la mujer ni del niño. Se llaman Karima y François. Cualquier persona que los haya visto, etcétera, se garantiza el anonimato, etcétera, que llame a la comisaría, etcétera.—El etcétera será lo más peliagudo —dijo Nicolò Zito.En casa, Livia se fue enseguida a dormir llevándose al niño, pero Montalbano se quedó a esperar el telediario de las doce de la noche. Nicolò cumplió con su deber, mostrando la fotografía el mayor tiempo posible. Al terminar el telediario, el comisario lo llamó para darle las gracias.—¿Me puedes hacer otro favor?—Otro más y te hago pagar un abono. ¿Qué quieres?—¿Se podría volver a mostrar la fotografía en el telediario de la una del mediodía de mañana? Es que creo que, a esta hora, no la habrá visto mucha gente.—A tus órdenes.Se dirigió al dormitorio, apartó a François del abrazo de Livia, lo cogió en brazos, lo llevó al comedor y lo puso a dormir en el sofá que Livia ya le había preparado. Se duchó y se acostó. Livia, a pesar de estar dormida, percibió su presencia y se le arrimó de espaldas. Siempre le había gustado hacerlo así, en estado de duermevela, en aquella placentera tierra de nadie situada entre el país de los sueños y la ciudad de la conciencia. Pero esta vez, en cuanto Montalbano empezó a acariciarla, se apresuró a apartarse.—No. François se podría despertar.Por un instante, se quedó petrificado: aquel aspecto de las alegrías familiares no lo había previsto.Se levantó, pues ya se le había pasado el sueño. Mientras regresaban a Marinella, se le había ocurrido hacer una cosa. Ahora se acordó.—¿Valente? Soy Montalbano. Perdona que te moleste en casa. Tengo que verte con la máxima urgencia. ¿Te parece bien que vaya mañana a Mazara hacia las diez?—Claro. ¿Puedes adelantarme de...?—Es una historia complicada y confusa. Me baso en conjeturas. Se refiere también al tunecino ametrallado. —Ben Dhahab.—Bueno, por de pronto, se llamaba Ahmed Moussa. —Coño.—Pues sí.Once
—No está claro que haya una relación —observó el subjefe superior Valente al término del relato de Montalbano.
—Si ésta es tu opinión, me haces un gran favor. Cada cual se queda con lo suyo: tú indagas por qué razón el tunecino utilizaba un nombre falso y yo busco la causa del asesinato de Lapecora y de la desaparición de Karima. Si casualmente nos cruzamos por la calle, fingiremos no conocernos y ni siquiera nos saludaremos. ¿De acuerdo?—¡Hay que ver cómo eres!El comisario Angelo Tomasino, un treintañero con pinta de cajero de banco, de esos que cuentan diez veces a mano quinientas mil liras antes de entregártelas, puso toda la carne en el asador en defensa de su jefe:—Tampoco está claro, ¿sabe?—¿Qué es lo que no está claro?—Que Ben Dhahab sea un nombre falso. A lo mejor, se llamaba Ben Ahmed Dhahab Moussa. Cualquiera sabe con estos nombres árabes.—No quiero molestar más —dijo Montalbano, levantándose.Se le había subido la sangre a la cabeza. Valente, que lo conocía desde hacía mucho tiempo, lo comprendió.—A tu juicio, ¿qué tenemos que hacer? —se limitó a preguntar.El comisario volvió a sentarse.—Averiguar, por ejemplo, quién lo conocía aquí, en Mazara. Cómo había conseguido incorporarse a la tripulación de la embarcación pesquera. Si tenía la documentación en regla. Efectuar un registro en el lugar donde vivía. ¿Todas estas cosas te las tengo que decir yo?—No —dijo Valente—. Pero me apetecía oírtelas decir a ti.Cogió una hoja de papel del escritorio y se la entregó a Montalbano. Era una orden de registro del domicilio de Ben Dhahab, con sello y firma.—Esta mañana he despertado al juez de madrugada —dijo sonriendo Valente—. ¿Me acompañas a dar un paseo?La señora Ernestina Pipia, viuda de Locicero, tuvo mucho empeño en señalar que ella no se dedicaba profesionalmente al alquiler de habitaciones. Su difunto le había dejado una planta baja que antaño fue una barbería, un salón de peluquería, tal como ahora se dice. Se dice así, pero de salón tenía muy poco, tal como los señores verían ahora mismo, y, además, ¿qué necesidad había de aquel papel, la orden de registro? Les hubiera bastado con presentarse y decir: mire, señora Pipia, esto es lo que hay; y ella no habría puesto ningún reparo. Los reparos los ponen los que tienen algo que esconder, pero ella, todos en Mazara lo podían confirmar, todos los que no fueran cornudos o hijos de puta, claro, ella había tenido y seguía teniendo una vida tan transparente como el aire. ¿Cómo era el pobre tunecino? Pues miren los señores, ella jamás en su vida habría alquilado la habitación a un africano: ni a uno que tuviera la piel negra como la tinta, ni a otro cuya piel no se diferenciara para nada de la de un mazarés. Nada, los africanos le daban miedo. ¿Por qué le había alquilado la habitación a Ben Dhahab? Era muy distinguido, señores míos, un verdadero señor muy fino y educado, de esos que ya ni siquiera se encuentran entre los mazareses. Sí, señor, hablaba italiano o, por lo menos, se hacía entender bastante bien. Le había enseñado el pasaporte...—Un momento —dijo Montalbano.—Un momento —dijo simultáneamente Valente.Sí, señor. El pasaporte. En regla. Escrito como escriben los árabes y tenía también unas palabras escritas en una lengua extranjera. ¿Inglés? ¿Francés? Cualquiera sabía. La fotografía encajaba. Y, si los señores tenían verdadero empeño en saberlo, ella había declarado el alquiler, tal como marcaba la ley.—¿Cuándo llegó exactamente? —preguntó Valente. —Hace justo diez días.Y, en diez días, había tenido tiempo de aclimatarse, buscar trabajo y dejarse matar.—¿Le dijo cuánto tiempo pensaba quedarse? —preguntó Montalbano.—Unos diez días más. Pero...—Pero ¿qué?—Pues que me quiso pagar un mes por adelantado. —¿Y usted cuánto le pidió?—Yo le pedí inmediatamente novecientas mil, porque ya sabe usted cómo son los árabes, que regatean y regatean; estaba dispuesta a bajar, quizá a seiscientas o quinientas mil... Pero él ni siquiera me dejó terminar, echó mano de la cartera, sacó un fajo de billetes tan gordo como la panza de una botella, quitó la cinta que lo sujetaba y me contó nueve billetes de cien mil.—Dénos la llave y explíquenos dónde está la planta baja —la cortó Montalbano.La delicadeza y distinción del tunecino estaban concentrados en el fajo de billetes tan gordo como la panza de una botella.—Me arreglo en un momento y los acompaño.—No, señora, usted se queda aquí. Le devolveremos la llave.Una cama de hierro oxidada, una mesa coja, un armario con una chapa de conglomerado en lugar del espejo y tres sillas de paja. Había un retrete con una taza de escusado y un lavabo, una toalla sucia y, en el estante, una navaja, jabón líquido en spray y un peine. Regresaron a la habitación. Encima de una silla, una maleta de tela azul; la abrieron: estaba vacía.En el armario, unos pantalones nuevos, una chaqueta oscura muy limpia, dos camisas, cuatro pares de calcetines, cuatro slips, seis pañuelos, dos camisetas: todo recién comprado y todavía por estrenar. En un rincón del armario había un par de sandalias en buen estado; en el lado contrario, una bolsa de plástico llena de ropa interior sucia. Volcaron su contenido en el suelo: todo normal. Se pasaron una hora larga registrándolo todo. Cuando ya habían perdido la esperanza, Valente tuvo suerte. No estaba escondido, pero había caído y se había quedado prendido en la cabecera de hierro de la cama, un billete de avión Roma—Palermo correspondiente a diez días atrás, a nombre de Mr. Dhahab. O sea, que Ahmed había llegado a Palermo a las diez de la mañana y, en cuestión de dos horas como máximo, había llegado a Mazara. ¿A quién había recurrido para encontrar a alguien que le alquilara una habitación?—Desde Montelusa, junto con el cadáver, ¿te enviaron los efectos personales?—Claro —contestó Valente—. Diez mil liras.—¿El pasaporte?—No.—¿Y todo el dinero que tenía?—Si lo dejó aquí, debió de encargarse de él la señora Pipia, la de la vida tan transparente como el agua.—¿Ni siquiera las llaves de la casa en el bolsillo? —Ni siquiera eso. ¿Quieres que te lo diga con música? Sólo diez mil liras y nada más.Mandado llamar por Valente, el profesor Rahman, un maestro de primaria cuarentón con pinta de siciliano puro, que ejercía la función oficiosa de enlace entre su gente y las autoridades de Mazara, se presentó en diez minutos.Montalbano lo había conocido un año atrás, cuando estaba investigando el caso que más adelante se conocería como el del «perro de terracota».—¿Estaba dando clase? —le preguntó Valen te.En un insólito arrebato de sentido común y sin recurrir a la Delegación de Enseñanza, el director de un colegio de Mazara había habilitado unas aulas para crear una escuela destinada a los niños tunecinos.—Sí, pero he pedido que me sustituyeran. ¿Algún problema?—Puede que usted nos pueda aclarar una cosa. —¿Sobre qué?—Mejor decir sobre quién. Ben Dhahab.Valente y Montalbano habían decidido de común acuerdo contarle al maestro de la misa la mitad y, según cuál fuera su reacción, contársela toda o no.Al oír aquel nombre, Rahman no hizo el menor intento de disimular su incomodidad.—Pregunten ustedes.Le correspondía a Valente llevar el mando de la situación, Montalbano era sólo un huésped.—¿Usted lo conocía?—Fue a verme hace unos diez días. Conocía mi nombre y sabía lo que represento. Verá, aproximadamente el pasado mes de enero, se publicó en un periódico de Túnez un artículo que hablaba de nuestra escuela.—¿Qué le dijo?—Que era periodista.Valente y Montalbano intercambiaron una rápida mirada.—Quería hacer un reportaje sobre la vida de nuestros compatriotas en Mazara. Pero se presentaría ante todo el mundo como uno que buscaba trabajo. Quería incorporarse a una tripulación. Lo presenté a mi compañero El Madani. Y éste fue el que puso en contacto a Ben Dhahab con la señora Pipia, que le alquiló la habitación.—¿Se volvieron ustedes a ver?—Por supuesto, nos vimos algunas veces por casualidad. Asistimos incluso a una fiesta. Estaba, ¿cómo le diría?, perfectamente integrado.—¿Fue usted quien lo ayudó a encontrar trabajo como tripulante?—No. Y ni siquiera El Madani.—¿Quién pagó el entierro?—Nosotros. Hemos constituido un pequeño fondo para hacer frente a circunstancias imprevistas.—¿Quién facilitó a la televisión la fotografía y todas las noticias acerca de Ben Dhahab?—Yo. Verá usted, en la fiesta que le he dicho había un fotógrafo; Ben Dhahab protestó y dijo que no quería que le hicieran fotografías. Pero el fotógrafo ya había disparado una. Y, cuando vino el periodista de la televisión, yo fui por ella y se la di, junto con los pocos datos que él nos había proporcionado.Rahman se secó el sudor. Su incomodidad había aumentado. Y Valente, que era un policía estupendo, lo dejó cocer en su propio caldo.—Pero hay algo extraño —añadió Rahman. Montalbano y Valente fingieron no haberlo oído, como si estuvieran pensando en otras cosas, y, sin embargo, prestaban toda su atención, como los gatos que, cuando tienen los ojos cerrados y aparentan dormir, están contando las estrellas.—Ayer llamé al periódico de Túnez para comunicarles la desgracia y recibir las disposiciones para el entierro. En cuanto le dije al director que Ben Dhahab había muerto, se echó a reír. Dijo que era una broma muy pesada, que Ben Dhahab se encontraba en aquellos momentos en la estancia de al lado, hablando por teléfono. Y me colgó.—¿No podría ser un caso de homonimia? —lo provocó Valente.—¡Ni hablar! ¡Me lo dijo con toda claridad! Puntualizó que lo había enviado el periódico. Lo cual quiere decir que me engañó.—¿Sabe si tenía algún familiar en Sicilia? —preguntó Montalbano, interviniendo por primera vez.—No lo sé, no hablamos de eso. Si los hubiera tenido en Mazara, no habría recurrido a mí.Valente y Montalbano se consultaron el uno al otro con la mirada, y Montalbano, sin decir nada, dio su conformidad para que su amigo efectuara el disparo.—¿Le dice algo el nombre de Ahmed Moussa?No fue un disparo, sino un auténtico cañonazo. Rahman pegó un brinco en la silla, volvió a caer en ella y se aflojó.—¿Qué... qué... tiene que ver... Ahmed Moussa? —tartamudeó el maestro, casi sin resuello.—Disculpe mi ignorancia —añadió Valente sin piedad—, pero ¿quién es ese señor que tanto miedo le da?—Es un terrorista. Uno que... un asesino. Un malvado. Pero... ¿que... que nene que ver.—Te llamo para pedirte perdón por mi grosería. Y no sólo por eso. Si supieras cuánto te echo de menos...—Me encuentro mal—dijo con un hilillo de voz el profesor Rahman.A través de las atemorizadas palabras del destrozado Rahman averiguaron que Ahmed Moussa, cuyo verdadero nombre se pronunciaba en susurros y cuyo rostro era prácticamente desconocido, había creado hacía algún tiempo un grupúsculo paramilitar de desesperados. Había aparecido en escena tres años atrás con una inconfundible tarjeta de visita: haciendo saltar por los aires una pequeña sala cinematográfica en la que se estaban pasando dibujos animados infantiles en francés. Los espectadores más afortunados fueron los muertos: varias decenas habían quedado ciegos, mutilados o destrozados para toda la vida. El nacionalismo del grupúsculo, por lo menos en sus intenciones, era de un absolutismo casi demencial. Moussa y los suyos eran mirados con recelo incluso por los integristas más intransigentes. Estaban en posesión de una cantidad de dinero prácticamente ilimitada, que no se sabía de dónde salía. El gobierno había puesto un elevado precio a la cabeza de Ahmed Moussa. Eso era todo lo que sabía el profesor Rahman, y la sola idea de haber ayudado de alguna manera al terrorista le había causado una angustia tan grande que temblaba y gemía cual si estuviera sufriendo un grave ataque de malaria.—Pero a usted lo engañaron —dijo Montalbano, tratando de consolarlo.—Si teme las consecuencias —añadió Valente—, nosotros podremos dar testimonio de su buena fe.Rahman sacudió la cabeza. Explicó que no se trataba de miedo sino de terror. De horror por el hecho de que su vida se hubiera cruzado, aunque sólo fuera por muy breve tiempo, con un frío asesino de niños, de criaturas inocentes.Lo tranquilizaron de la mejor manera que pudieron y lo despidieron, rogándole que no comentara con nadie aquella conversación, ni siquiera con su compañero y amigo El Madani. En caso de que lo volvieran a necesitar, lo llamarían.—También de noche, no cumplidos —dijo el maestro, que ahora incluso tenía dificultades para expresarse correctamente en italiano.Antes de ponerse a reflexionar acerca de todo lo que habían averiguado, se hicieron servir un café y se lo bebieron despacio y en silencio.—Está claro que ése no se hizo marinero para conocer la experiencia —empezó diciendo Valente.—Y tampoco para que lo mataran.—Tendremos que ver qué historia nos cuenta el patrón del barco.—¿Quieres convocarlo aquí?—¿Por qué no?—Acabaría repitiéndote lo mismo que ya le dijo a Augello. Quizá sería mejor tratar de averiguar primero qué piensan en el sector. Puede que, con una palabra de aquí y otra de allá, nos enteremos de algo más.—Le encargaré la tarea a Tomasino.Montalbano hizo una mueca. El segundo de a bordo de Valente no le caía bien, pero no era un buen motivo y, por encima de todo, no era un motivo que se pudiera decir.—¿No te parece bien?—¿A mí? Es a ti a quien te tiene que parecer bien. Los hombres son tuyos y tú los conoces mejor que yo.—Vamos, Montalbano, no seas gilipollas.—De acuerdo. Lo considero poco apropiado. Cuando alguien lo ve con esa cara de recaudador de impuestos que tiene, no le entran ganas de hacerle confidencias.—Tienes razón. Se lo encargaré a Tripodi, es un muchacho muy listo y valiente, y es hijo de pescador.—Se trata de averiguar exactamente qué ocurrió la noche en que la embarcación pesquera se tropezó con la patrullera. Lo mires como lo mires, hay algo que no encaja.—Explícate.—De momento, dejemos la cuestión de la forma en que se enroló en la tripulación del barco, ¿de acuerdo? Ahmed se propone de entrada un objetivo concreto que nosotros ignoramos. Y yo me pregunto si se lo reveló al patrón y a la tripulación. Y, en caso afirmativo, ¿lo hizo antes de zarpar o durante la travesía? En mi opinión, a pesar de no saber exactamente cuándo, el objetivo se dio a conocer y todo el mundo estuvo de acuerdo. En caso contrario, habrían invertido el rumbo y lo habrían obligado a desembarcar.—Pudo haberlos obligado a punta de pistola.—En este caso, una vez en Vigàta o Mazara, el patrón y los tripulantes habrían explicado lo ocurrido, pues no tenían nada que perder.—Muy cierto.—Sigamos adelante. Excluyendo que el objetivo de Ahmed fuera el de dejarse ametrallar frente a las costas de su país natal, no se me ocurren más que dos hipótesis. La primera es la de que quería que lo desembarcaran de noche en algún desierto paraje de la costa para entrar clandestinamente en su país. La segunda es la de una reunión en alta mar a la que tenía que asistir personalmente.—Me convence más esta última.—A mí también. Y, además, ocurrió algo que no estaba previsto.—La interceptación de la patrullera.—Exactamente. Y aquí se pueden plantear toda una serie de hipótesis. Supongamos que la patrullera tunecina no sabía que a bordo del buque pesquero viajaba Ahmed. Se cruza con una embarcación que está faenando en sus aguas jurisdiccionales, le da el alto, la embarcación se da a la fuga y desde la patrullera se dispara una ráfaga de ametralladora que mata accidentalmente nada menos que a Ahmed Moussa. Eso, por lo menos, es lo que nos han dicho.Esta vez fue Valente quien hizo una mueca.—¿Te convence?—Es como la reconstrucción que hizo el senador Warren del asesinato del presidente Kennedy.—Te expongo otra hipótesis. Supongamos que Ahmed, en lugar de reunirse con el hombre con quien había quedado, lo hace con otro que le dispara una ráfaga de ametralladora.—O que era efectivamente el hombre con quien tenía que reunirse, pero discutieron, el otro le disparó y todo acabó de mala manera.—¿Con la ametralladora de a bordo? —preguntó Montalbano en tono dubitativo.Inmediatamente comprendió lo que había dicho. Sin pedirle siquiera permiso a Valente, empezó a soltar maldiciones, cogió el teléfono y pidió que llamaran a Jacomuzzi en Montelusa.—En los informes que te enviaron, ¿especificaban el calibre de las balas? —le preguntó a Valente mientras esperaba. —Se referían genéricamente a disparos de arma de fuego. —¿Diga? ¿Con quién hablo? —preguntó Jacomuzzi.—Oye, Baudo...—¿Qué Baudo? Soy Jacomuzzi.—Pero estarías encantado de ser el presentador de televisión Pippo Baudo. ¿Me quieres decir con qué coño mataron al tunecino del buque pesquero?—Con un arma de fuego.—¡Qué extraño! Creía que lo habían asfixiado con una almohada.—Tus bromitas me dan ganas de vomitar.—Dime exactamente qué tipo de arma era.—Una metralleta, probablemente una Skorpion. ¿No lo he escrito en el informe?—No. ¿Estás seguro de que no fue la ametralladora de a bordo?—Claro que estoy seguro. ¿No sabes que el arma reglamentaria que lleva la patrullera puede derribar un avión?—¿De veras? Me dejas de piedra con tu precisión científica, Jacomù.—¿Y cómo quieres que hable con un ignorante como tú?Tras referir Montalbano a Valente el contenido de su conversación telefónica, ambos permanecieron un ratito en silencio. Cuando habló, Valente expresó el pensamiento que en aquellos momentos también estaba cruzando por la cabeza del comisario.—¿Estamos seguros de que fue una patrullera militar tunecina?Como ya era muy tarde, Valente invitó a su compañero a comer a su casa, pero Montalbano, que ya conocía por experiencia las habilidades culinarias de la mujer del subjefe de policía, declinó la invitación, explicando que tenía que regresar inmediatamente a Vigàta.Subió al coche, pero, tras recorrer unos cuantos kilómetros, vio una trattoria justo a la orilla del mar. Pasó, bajó y se sentó a una mesa. No se arrepintió.Doce
Hacía horas que no se ponía en contacto con Livia y le remordía la conciencia; a lo mejor, estaba preocupada por él. Mientras esperaba a que le sirvieran un anisado estomacal (la doble ración de lubina le estaba empezando a pesar), decidió llamarla.
—¿Todo bien por ahí? —Nos has despertado.Pues sí que estaban preocupados.—¿Estabais durmiendo?—Sí, nos hemos dado un buen baño; el agua estaba caliente.Se lo pasaban divinamente sin él.—¿Has comido? —preguntó Livia por simple educación.—Un bocadillo. Estoy a mitad de camino, dentro de una hora como máximo estaré en Vigàta.—¿Vendrás a casa?—No, iré al despacho; nos veremos esta noche. Debieron de ser figuraciones suyas, pero le pareció oír un suspiro de alivio desde el otro extremo de la línea.Pero tardó más de una hora en regresar a Vigàta. Justo a la entrada del pueblo, a cinco minutos del despacho, el coche decidió declararse repentinamente en huelga. No hubo manera de volver a ponerlo en marcha. Montalbano bajó, abrió el capó y echó un vistazo al motor. Era un gesto puramente simbólico, una especie de rito exorcista, pues no entendía ni torta. Si le hubieran dicho que el motor funcionaba con cuerda o que era de cinta elástica enrollada, como en ciertos juguetes, quizá se lo habría creído. Se acercó un vehículo de los carabineros con dos hombres a bordo, pasó de largo, paró e hizo marcha atrás por si acaso. Eran un cabo y un carabinero que iba al volante. El comisario jamás los había visto y ellos tampoco lo conocían.—¿Podemos hacer algo? —preguntó amablemente el cabo.—Gracias. No comprendo por qué se me ha parado el coche de repente.Arrimaron su automóvil al borde de la carretera y bajaron. El autocar vespertino de la línea Vigàta—Fiacca se detuvo en su parada, muy cerca de allí, y subió una pareja de ancianos.—El motor parece que está bien —diagnosticó el carabinero, añadiendo con una sonrisa—: ¿Vamos a echar un vistazo a la gasolina?No quedaba ni una gota, ni pagándola a precio de oro. —Vamos a hacer una cosa, señor...—Martinez. Contable Martinez —dijo Montalbano. Nadie debería saber jamás que el comisario Montalbano había sido auxiliado por el Cuerpo de Carabineros.—Vamos a hacer una cosa, contable: usted espera aquí, y nosotros nos acercamos a la gasolinera más próxima y le traemos la cantidad que necesite para llegar a Vigàta.—Son ustedes muy amables.Se fueron. Montalbano volvió a subir al coche, encendió un cigarrillo y enseguida oyó a su espalda el clamor de un claxon. Era el autocar Fiacca—Vigàta que necesitaba espacio. Montalbano bajó y explicó gesticulando que había sufrido una avería. El conductor se tomó la molestia de efectuar un viraje y, una vez adelantado el vehículo del comisario, se detuvo en el mismo lugar que el autocar que acababa de pasar en dirección contraria. Bajaron cuatro personas.Montalbano se lo quedó mirando mientras se ponía nuevamente en marcha en dirección a Vigàta. Poco después regresaron los carabineros.Llegó al despacho hacia las cuatro de la tarde. Augello no estaba, Fazio le explicó que había perdido su rastro por la mañana: se había asomado por allí sobre las nueve y ya no le habían vuelto a ver el pelo. Montalbano se enfureció.—¡Aquí cada cual hace lo que le da la gana! ¡Todo el mundo se aprovecha! A ver si, al final, tendrá razón Ragonese.Novedades, ninguna. Ah, sí, había llamado la viuda Lapecora para avisar a la comisaría de que el entierro de su marido tendría lugar el miércoles por la mañana. Después estaba el aparejador Finocchiaro, que llevaba esperando allí desde las dos para hablar con él.—¿Lo conoces?—De vista. Es un jubilado, un hombre mayor. —¿Qué quiere?—No me lo ha querido decir. Pero me ha parecido que estaba un poco alterado.—Hazlo pasar.Tenía razón Fazio, el aparejador parecía muy trastornado. El comisario lo invitó a sentarse.—¿Podría beber un poco de agua? —dijo el aparejador; se notaba que tenía la garganta seca.Tras haberse bebido el agua, dijo llamarse Giuseppe Finocchiaro, de sesenta y cinco años, soltero, aparejador jubilado, domiciliado en el treinta y ocho de via Marconi. Sin antecedentes penales, ni siquiera una multa de tráfico.Se detuvo y se bebió el dedo de agua que quedaba en el vaso.—Hoy a la una han mostrado una fotografía en la televisión. Una mujer y un niño. ¿Sabe que decían que, si alguien los reconocía, se dirigiera a usted?—Sí.Sí y basta. Puede que una sílaba de más en aquel momento provocara una duda o lo indujera a pensarlo mejor.—Yo a esa mujer la conozco, se llama Karima. Al pequeño jamás lo vi, es más, ignoraba que tuviera un hijo.—¿De qué la conoce?—Una vez a la semana me viene a hacer la limpieza a casa.—¿Qué día?—El martes por la mañana. Permanece cuatro horas. —Perdone la pregunta. ¿Cuánto le pagaba? —Cincuenta mil liras. Pero...—Pero ¿qué?—Llegaba hasta las doscientas mil cuando hacía un trabajo extra.—¿Una mamada?La calculada brutalidad de la pregunta hizo que el aparejador primero palideciera y después se ruborizara.—Sí.—Vamos a ver si lo entiendo. La mujer acudía a su casa cuatro veces al mes. ¿Cuántas veces hacía trabajos extras? —Una. Dos como máximo.—¿Cómo la conoció?—Me lo dijo un amigo mío, jubilado como yo. El profesor Mandrino, que vive con su hija.—O sea, que, con el profesor Mandrino, nada de extras, ¿verdad?—También los hacía. La hija se dedica a la enseñanza y está fuera de casa todas las mañanas.—¿Qué día iba a casa del profesor?—El sábado.—Si no tiene nada más que decirme, aparejador, ya puede retirarse.—Gracias por su comprensión. —El hombre se levantó, avergonzado, y miró al comisario—. Mañana es martes.—¿Y qué?—¿Cree usted que irá a mi casa?Montalbano no tuvo valor para desilusionarlo. —Es posible. Si fuera, hágamelo saber.A partir de aquel momento, la procesión siguió adelante. Precedido por su madre, que no paraba de gritar, apareció Ntonio, el niño que Montalbano había visto en Villaseta, el que había sido agredido por haberse negado a soltar la merienda. En la fotografía que se había mostrado en la pantalla, Ntonio había reconocido al ladrón sin ningún género de duda: era él. La madre de Ntonio, dando unas voces ensordecedoras y lanzando imprecaciones y maldiciones, presentó sus peticiones al aterrorizado comisario: treinta años de presidio para el ladrón y cadena perpetua para la madre; en caso de que la justicia terrenal no estuviera de acuerdo, su petición a la justicia divina era de tuberculosis galopante para ella y enfermedad larga y extenuante para él.Pero el hijo, asustado ante la crisis histérica de su madre, decía que no con la cabeza.—¿Tú también quieres que muera en la cárcel? —le preguntó el comisario.—Yo no —contestó con firmeza Ntonio—. Ahora que lo he visto tranquilo, me parece simpático.El trabajo extra que le hacían al profesor Paolo Guido Mandrino, de setenta años, profesor de historia y geografía jubilado, consistía en que lo bañaran. Uno de los cuatro sábados por la mañana en que Karima acudía a su casa, el profesor dejaba que ésta lo sorprendiera desnudo bajo las sábanas. A la orden de Karima de que fuera a lavarse al cuarto de baño, el profesor simulaba mostrarse decididamente reacio.Entonces Karima le arrancaba las sábanas de encima, lo obligaba a colocarse boca abajo y le propinaba una zurra en el trasero. Cuando finalmente entraba en la bañera, Karima lo enjabonaba cuidadosamente y lo lavaba. Nada más. Precio del trabajo extra: ciento cincuenta mil liras; precio de la limpieza: cincuenta mil.—¿Montalbano? Mire, en contra de lo que le había dicho, hoy no podremos vemos. Tengo una reunión con el prefecto. —Entonces, ya me dirá usted cuándo, señor jefe superior. —Bueno, no es urgente. Por otra parte, las declaraciones del dottore Augello a la televisión...—¿Mimì? —preguntó a gritos Montalbano. Le pareció que estaba cantando la Boheme.—Sí, ¿no lo sabía?—Pues no. Estaba en Mazara.—Ha aparecido en el telediario de la una y lo ha negado todo tajantemente. Ha afirmado que Ragonese no lo había entendido bien. No se trataba de un ladrón de meriendas, sino de tiendas. Un sujeto peligroso, un toxicómano que, cuando lo sorprendían, amenazaba con la jeringa. Ha exigido disculpas para toda la comisaría. Tremendamente eficaz. Creo, por tanto, que el diputado Pennacchio se quedará quieto.—Nosotros ya nos conocemos —dijo el contable Vittorio Pandolfo, entrando en el despacho.—Ya —dijo Montalbano—. Dígame.Fríamente distante, pero por puro teatro: si el contable deseaba hablarle de Karima, significaba que le había dicho una trola cuando había negado conocerla.—Vengo porque he visto en la televisión...—La fotografía de Karima, ésa de quien usted no sabía nada. ¿Por qué no me lo comentó?—Comisario, son cosas delicadas y uno se avergüenza. Es que, a mi edad...—¿Usted es el cliente del jueves por la mañana? —Sí.—¿Cuánto le paga por la limpieza de la casa? —Cincuenta mil.—¿Y por el trabajo extra? —Ciento cincuenta mil.Tarifa fija. Sólo que, con Pandolfo, el trabajo extra lo hacía dos veces al mes. En este caso, la que se bañaba era Karima. Después el contable la acostaba desnuda en la cama y la olfateaba largo rato. De vez en cuando, un lametón.—Tengo una curiosidad, señor contable: ¿usted, Lapecora, Mandrino y Finocchiaro eran los compañeros habituales de juego?—Sí.—¿Y quién de ustedes habló primero de Karima? —El pobre Lapecora.—Dígame una cosa, ¿qué tal le iban las cosas a Lapecora? —Muy bien. En Bonos del Tesoro tenía casi mil millones de liras y tanto la casa como el despacho eran de propiedad.Los tres clientes de las tardes de los días pares vivían en Villaseta. Todos ellos, hombres de cierta edad, viudos o solteros. La tarifa, la misma que la de Vigàta. El extra de Zacaria Martino, propietario de una frutería y verdulería, consistía en que le besaran las plantas de los pies; con Luigi Pignataro, director de instituto retirado, Karima jugaba a la gallinita ciega. El director de instituto la desnudaba y le vendaba los ojos y después se escondía. Karima tenía que buscarlo y encontrarlo; después se sentaba en una silla, hacía sentar al director de instituto sobre sus rodillas y le daba de mamar. A la pregunta de Montalbano de en qué consistía el trabajo extra, Calogero Pipitone, perito agrónomo, lo miró sorprendido:—¿Y en qué quiere usted que consistiera, comisario?Ella debajo y yo encima.Montalbano experimentó el impulso de darle un abrazo.Dado que los lunes, miércoles y viernes Karima estaba ocupada a tiempo completo con Lapecora, los clientes se habían terminado. Karima descansaba el domingo y no el viernes, lo cual significaba que se había adaptado a las costumbres locales. Quiso saber cuánto ganaba al mes, pero, puesto que los cálculos se le resistían, abrió la puerta del despacho y preguntó, levantando la voz:—¿Alguien tiene una calculadora?—Yo, dottori.Catarella entró y se sacó orgullosamente del bolsillo una calculadora de tamaño ligeramente superior al de una tarjeta de visita.—¿Qué calculas con eso, Catare?—Los jornales —fue la enigmática respuesta. —Dentro de un rato, ya puedes venir a recogerla. —Dottori, tengo que advertirle que el aparato funciona a ammuttuna.—¿Qué quieres decir?Catarella creyó que su jefe no había comprendido la palabra, se acercó a la puerta y preguntó a sus compañeros: —¿Cómo se traduce ammuttuna?—Sacudidas —contestó alguien.—¿Y cómo tengo que sacudir la calculadora?—Tal como se hace con un reloj que no funciona.Dejando aparte a Lapecora, Karima ganaba como asistenta un millón doscientas mil liras al mes. Al que había que añadir otro millón doscientas mil de extras. Por su trabajo a tiempo completo, Lapecora le debía de pagar un millón más. En resumen, tres millones cuatrocientas mil liras al mes libres de impuestos. Cuarenta y cuatro millones doscientas mil liras al año.Al parecer, Karima trabajaba en el sector desde hacía cuatro años por lo menos, lo cual sumaba ciento setenta y seis millones ochocientas mil liras.Los restantes trescientos veintitrés millones de la libreta, ¿de dónde habían salido?La calculadora había funcionado muy bien sin necesidad de que la sacudieran.* * *
Oyó una salva de aplausos procedente de las demás estancias de la comisaría. ¿Qué ocurría? Abrió la puerta y descubrió que el homenajeado era Mimì Augello. Estuvo casi a punto de arrojar espumarajos por la boca.—¡Ya basta, payasos!Todos lo miraron, sorprendidos y atemorizados. Sólo Fazio intentó explicarle la situación.—Quizá usted no lo sabe, pero el dottore Augello...—¡Lo sé! Me ha telefoneado personalmente el jefe superior para pedirme explicaciones. ¡El señor Augello, por propia iniciativa y sin mi autorización, y esto lo ha subrayado mucho el jefe superior, se presenta en la televisión y suelta toda una serie de idioteces!—Permíteme... —se atrevió a decir Augello.—¡No te permito nada! ¡Tú has contado toda una sarta de mentiras y falsedades!—Lo he hecho para defendernos a todos nosotros, que... —¡No podemos defendernos mintiendo de alguien que ha dicho la verdad!Y volvió a entrar en su despacho, dando un portazo. Montalbano, el hombre de férrea rectitud moral, el que se había puesto como una fiera al ver a Augello disfrutando de los aplausos.—¿Permiso? —dijo Fazio, abriendo la puerta y asomando cautelosamente la cabeza—. Está el padre Jannuzzo, que quiere hablar con usted.—Hazlo pasar.Don Alfio Jannuzzo, que nunca vestía de cura, era muy conocido en Vigàta por sus actividades benéficas. Era alto y fornido, y tenía unos cuarenta años.—Yo voy en bicicleta —dijo nada más entrar.—Pues yo, no —replicó Montalbano, aterrorizado ante la idea de que el cura quisiera hacerlo participar en alguna carrera benéfica.—He visto la fotografía de aquella mujer en la televisión.Ambas cosas no parecían guardar la menor relación, por lo que Montalbano empezó a sentirse incómodo. ¿A que Karima trabajaba también los domingos y el cliente era nada menos que el padre Jannuzzo?—El jueves pasado, sobre las nueve de la mañana, cuarto de hora más cuarto de hora menos, me encontraba muy cerca de Villaseta, pues bajaba en bicicleta de Montelusa a Vigàta. En la carretera vi estacionado un automóvil en dirección contraria.—¿Recuerda lo que era?—Claro. Un BMW gris metalizado. Montalbano aguzó el oído.—En el automóvil había un hombre y una mujer. Me pareció que se estaban besando, pero, cuando llegué a su altura, la mujer se apartó con cierta violencia del abrazo, me miró y abrió la boca como si me quisiera decir algo. Pero el hombre tiró con fuerza de ella y la volvió a abrazar. No me quedé muy convencido.—¿Por qué?—No era una pelea de enamorados. Los ojos de la mujer, cuando me miraron, estaban asustados. Me pareció que me quería pedir ayuda.—Y usted, ¿qué hizo?—Nada, porque el coche se puso en marcha enseguida. Hoy he visto la fotografía en la televisión: la mujer era la misma del automóvil. Puede tenerlo por seguro, porque soy muy buen fisonomista, una cara se me queda grabada en la cabeza aunque sólo la vea un segundo.Fahrid, el seudosobrino de Lapecora, y Karima.—Se lo agradezco mucho, padre...El cura levantó una mano para que no siguiera. —No he terminado. Anoté el número de la matrícula.Ya le he dicho que lo que vi no me había convencido. —¿La tiene aquí?—Claro.Se sacó del bolsillo una hoja de cuaderno a cuadros doblada en cuatro y se la entregó al comisario.—Aquí la tiene.Montalbano la sujetó con dos dedos con gran delicadeza, tal como se hace con las alas de una mariposa.AM 237 GW.En las películas americanas, bastaba con que el policía diera el número de la matrícula para que, en menos de dos minutos, le facilitaran el nombre del propietario, los hijos que tenía, el color de su cabello y el número exacto de pelos que le crecían en el trasero.Pero, en Italia, las cosas eran distintas. En cierta ocasión, lo habían hecho esperar veintiocho días, en cuyo transcurso el propietario del vehículo (así se había escrito) había sido atado de pies y manos, y estrangulado con la misma cuerda, y posteriormente quemado. Cuando recibió la respuesta, ya todo era inútil. Lo único que podía hacer era recurrir al jefe superior, que quizá a aquella hora ya había terminado su reunión con el prefecto.—Soy Montalbano, señor jefe superior.—Acabo de regresar del despacho. Dígame.—Lo llamo por el asunto de la mujer secuestrada... —¿Qué mujer secuestrada?—Pues Karima, ¿no?—Pero ¿de quién me habla?Montalbano comprendió aterrorizado que era un diálogo de sordos, pues aún no le había contado nada de todo aquel asunto al jefe superior.—Señor jefe superior, estoy sinceramente consternado... —No se preocupe. ¿Qué desea?—Necesito averiguar con la mayor brevedad posible, a partir de un número de matrícula, el nombre y la dirección del propietario de un vehículo.—Dígame este número.—AM 237 GW.—Mañana por la mañana le diré algo.Trece
—Te lo he preparado en la cocina. La mesa del comedor está ocupada. Nosotros ya hemos cenado.
No estaba ciego, veía perfectamente que la mesa del comedor estaba ocupada por un gigantesco rompecabezas que representaba la Estatua de la Libertad, prácticamente en tamaño natural.—¿Sabes una cosa, Salvo? Sólo ha tardado dos horas en resolverlo.El sujeto estaba omitido, pero era evidente que Livia se refería a François, ex ladrón de meriendas y actualmente genio de la familia.—¿Se lo has regalado tú?Livia se abstuvo de contestar.—¿Puedes acompañarme a la playa?—¿Ahora o después de cenar?—Ahora.Había un poquito de luna que emitía una suave luz. Pasearon en silencio; Al llegar a la altura de un montículo de arena, Livia lanzó un triste suspiro.—¡Si supieras el castillo que hizo! ¡Fantástico! Parecía de Gaudí.—Ya tendrá tiempo de hacer otro.Estaba decidido a no ceder, como policía que era y, por si fuera poco, celoso.—¿En qué tienda has comprado el rompecabezas?—No lo he comprado yo. Esta tarde ha pasado Mimì por aquí. Sólo un momento. El rompecabezas es de un sobrino suyo que...Se volvió de espaldas a Livia, se metió las manos en los bolsillos y se alejó, viendo en su imaginación a decenas de sobrinos de Mimì Augello deshechos en lágrimas, sistemáticamente despojados de sus juguetes por parte de su tío.—¡Vamos, Salvo, no seas bobo! —le dijo Livia, dándole alcance.Trató de tomarlo del brazo, pero Montalbano se apartó.—Anda y que te den por culo —dijo Livia muy despacio, regresando a la casa.Y ahora, ¿qué hacía? Livia había evitado la pelea y él se tendría que desahogar solo. Paseó nerviosamente por la orilla, mojándose los zapatos mientras se fumaba diez cigarrillos seguidos.«¡Menudo gilipollas estoy hecho! —se dijo—. Está claro que a Mimì le gusta Livia y que a Livia le cae bien Mimì. Pero, aparte todo eso, yo estoy haciendo que Mimì se lo pase en grande. Es evidente que se divierte haciéndome enfadar. Me está sometiendo a una guerra de desgaste, tal como yo estoy haciendo con él. Tengo que pasar a la contraofensiva.»Regresó a la casa y vio a Livia sentada delante del televisor, puesto a muy bajo volumen para no despertar a François, que dormía en la cama de matrimonio.—Perdóname, lo digo en serio —le dijo, pasando por su lado para dirigirse a la cocina.Encontró en el horno un pastel de salmonetes y patatas de aroma embriagador. Se sentó y tomó el primer bocado: una delicia. Livia se le acercó por detrás y le acarició el cabello.—¿Te gusta?—Excelente. Tienes que decirle a Adelina... —Adelina ha venido esta mañana, me ha visto, ha dicho «no quiero molestar», ha dado media vuelta y se ha ido.—¿Me estás diciendo que este pastel de pescado lo has hecho tú?—Claro.Por un instante, pero sólo por un instante, el pastel de pescado se le atragantó por culpa de un pensamiento que le pasó por la cabeza: «Lo ha hecho para hacerse perdonar la historia de Mimì» Pero después la excelencia del plato ganó la partida.Antes de sentarse al lado de Montalbano para mirar la televisión, Livia se detuvo para contemplar con admiración el rompecabezas. Ahora que Salvo ya se había desahogado, podía comentarlo sin temor.—Ha sido impresionante con qué rapidez lo ha compuesto. Tú o yo hubiéramos tardado más.—O nos hubiéramos aburrido antes.—Pues mira, François también dice que los rompecabezas son aburridos porque todo es obligatorio. Dice que cada pieza está cortada de tal manera que encaje con otra. ¡Y sería más bonito un rompecabezas en el que fueran posibles varias soluciones!—¿Eso ha dicho?—Sí. Y se ha explicado mejor porque yo se lo he pedido. —¿Y cuál ha sido la explicación?—Creo haber comprendido lo que quería decir. Él ya conocía la Estatua de la Libertad y, cuando ha compuesto la cabeza de la estatua, sabía cómo tenía que seguir y estaba obligado a hacerlo porque el creador del rompecabezas había cortado las piezas de una determinada manera y quería que el jugador siguiera su dibujo. ¿Lo he expresado con suficiente claridad hasta este momento?—Sí.—Sería bonito, dijo, que el jugador estuviera en condiciones de crear otro rompecabezas alternativo con las mismas piezas. ¿No te parece un razonamiento extraordinario en un niño tan pequeño?—Hoy son muy precoces —contestó Montalbano, soltando simultáneamente una maldición ante la trivialidad de su comentario. Como jamás había hablado de niños, tenía necesariamente que recurrir a los tópicos.Nicolò Zito resumió el comunicado del gobierno tunecino a propósito del incidente con el buque pesquero. Una vez llevadas a cabo las debidas investigaciones, el gobierno tunecino no tenía más remedio que rechazar la protesta del gobierno italiano, que no impedía que sus embarcaciones de pesca invadieran las aguas jurisdiccionales tunecinas. Aquella noche, una patrullera militar tunecina había avistado una embarcación pesquera a pocas millas de Sfax. Le había dado el alto y el pesquero se había dado a la fuga. Con la ametralladora de a bordo se había disparado una ráfaga de advertencia que, lamentablemente, había alcanzado y matado a un tripulante tunecino, Ben Dhahab, a cuya familia el gobierno tunecino ya había entregado una cuantiosa indemnización. Que aquel desgraciado incidente sirviera de advertencia.—¿Has conseguido averiguar algo sobre la madre de François?—Sí. Tengo una pista. Pero no esperes nada bueno —contestó el comisario.—Si... si Karima no apareciera... ¿qué destino... qué será de François?—La verdad es que no lo sé.—Me voy a la cama —dijo Livia, levantándose de golpe. Montalbano le cogió una mano y se la acercó a los labios. —No te encariñes demasiado con él.Soltó cuidadosamente a François del abrazo de Livia y lo acostó en el sofá ya preparado. Cuando se metió en la cama, Livia se pegó a su cuerpo, de espaldas, y no se sustrajo de sus caricias, al contrario.—¿Y si el niño se despierta? —preguntó Montalbano, que era un cabronazo, cuando estaban en el mejor momento.—Si se despierta, lo consolaré —contestó Livia entre jadeos.* * *
Eran las siete de la mañana. Se levantó muy despacio de la cama y se encerró en el cuarto de baño. Lo primero que hizo, como siempre, fue mirarse al espejo. Hizo una mueca. Si no le gustaba la cara que tenía, ¿por qué se la miraba?Oyó un grito desgarrador de Livia, abrió la puerta y salió corriendo. Livia se encontraba en el comedor y el sofá estaba vacío.—¡Se ha escapado! —dijo con trémula voz.El comisario corrió a la galería. Y lo vio, un minúsculo punto en la orilla del mar, dirigiéndose hacia Vigàta. Salió en su persecución en calzoncillos, tal como estaba. François no corría, pero caminaba con paso decidido. Cuando oyó a su espalda los pasos de alguien, se detuvo sin volverse tan siquiera. Respirando afanosamente, Montalbano se le plantó delante, pero no le hizo ninguna pregunta. El niño no lloraba, mantenía los ojos fijos, más allá de Montalbano.—Je veux maman —dijo.El comisario vio acercarse a Livia corriendo, se había puesto una de sus camisas. La indujo a detenerse con un gesto y le hizo comprender que regresara a casa. Livia obedeció. El comisario cogió al niño de la mano y ambos echaron a andar muy despacio. Durante un cuarto de hora no se dijeron ni una sola palabra. Al llegar a la altura de una barca varada, Montalbano se sentó en la arena, François se sentó a su lado y él le rodeó los hombros con el brazo.—Iu persi a me matri ch'era macari cchiu nicu di tia, yo perdí a mi madre cuando era más pequeño que tú —le dijo.Y se pusieron a hablar, el comisario en siciliano y François en árabe, entendiéndose a la perfección.Le confesó cosas que jamás le había dicho a nadie, ni siquiera a Livia.El llanto desconsolado de algunas noches, con la cabeza bajo la almohada para que su padre no lo oyera; la desesperación de las mañanas, cuando sabía que su madre no estaba en la cocina preparándole el desayuno o, unos años después, el bocadillo para la escuela. Es una ausencia que jamás se llena, la llevas contigo hasta la muerte. El niño le preguntó si él tenía poder para hacer regresar a su madre. No, contestó Montalbano, aquel poder no lo tenía nadie. Tenía que resignarse. Pero tú tenías a tu padre, observó François, que era auténticamente inteligente y no porque lo dijera Livia. Es cierto, tenía a mi padre. Entonces, preguntó el niño, ¿estaría destinado a terminar en uno de aquellos sitios donde ponen a los niños que no tienen ni padre ni madre?—Eso no. Te lo prometo —contestó el comisario.Y le tendió la mano. François se la estrechó, mirándolo a los ojos.Cuando salió del cuarto de baño, ya listo para irse al despacho, vio que François había desmontado el rompecabezas y, con unas tijeras, recortaba las piezas de otra manera: estaba tratando ingenuamente de no seguir el dibujo obligatorio. De repente, Montalbano pegó un brinco, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.—¡Jesús! —exclamó muy despacio.Livia lo miró, lo vio temblar con los ojos enormemente abiertos y se asustó.—Salvo, por Dios, ¿qué ocurre?Por toda respuesta, el comisario cogió al niño, lo levantó en alto, lo miró de abajo arriba, lo volvió a dejar en el suelo y le dio un beso.—¡François, eres un genio! —le dijo.Al entrar en el despacho, estuvo a punto de chocar con Mimì Augello, que estaba saliendo.—Ah, Mimì, gracias por el rompecabezas.Augello se lo quedó mirando con la boca abierta. —¡Rápido, Fazio!—Diga, comisario.Le explicó detalladamente lo que tenía que hacer.—Galluzzo, aquí.—A sus órdenes.Le explicó también con todo detalle lo que tenía que hacer. —¿Da usted su permiso?Era Tortorella, que entró empujando la puerta con el pie, pues tenía las manos ocupadas, sosteniendo aproximadamente ochenta centímetros de papeles.—¿Qué es eso?—El dottore Didio se queja.Didio, responsable de la oficina administrativa de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, era conocido con el apodo del «Azote de Dios» o la «Cólera de Dios» por su carácter puntilloso.—¿De qué se queja?—Del retraso que usted lleva, comisario. De las cosas que tiene que firmar. —El agente depositó los ochenta centímetros de papeles sobre el escritorio—. Ármese de santa paciencia.Cuando ya llevaba en ello una hora y le dolía la mano de tanto firmar, entró Fazio.—Dottore, tiene usted razón. Nada más salir del pueblo, en el lugar llamado Cannatello, el autocar Vigàta—Fiacca tiene una parada. Cinco minutos después pasa el autocar que circula en sentido contrario, Fiacca—Vigàta, y para también en Cannatello.—O sea, que, teóricamente, una persona puede tomar en Vigàta el autocar que se dirige a Fiacca, bajar en Cannatello y, cinco minutos después, tomar el autocar Fiacca— Vigàta y regresar al pueblo.—Exacto, comisario.—Gracias, Fazio. Lo has hecho muy bien.—Espere, dottore. He hecho venir aquí al cobrador del trayecto de esta mañana de Fiacca— Vigàta. Se llama Lopipàro. ¿Lo hago pasar?—¿Cómo no?Lopipàro, un cuarentón enjuto y huraño, tuvo inmediatamente especial empeño en señalar que no era cobrador sino conductor con funciones de cobrador, puesto que los billetes se vendían en los estancos y él se limitaba a recogerlos a bordo del autocar.—Señor Lopipàro, lo que se dirá en este despacho tiene que quedar entre nosotros tres.El conductor—cobrador se colocó una mano a la altura del corazón en señal de solemne juramento.—Soy una tumba —dijo.—Señor Lopìparo...—Lopipàro.—Señor Lopipàro, ¿usted conoce a la viuda Lapecora, la señora cuyo marido ha sido asesinado?—¿Cómo no? Está abonada al trayecto. Por lo menos tres veces a la semana va y viene de Fiacca para ver a su hermana que está enferma, y durante el viaje habla constantemente de ello.—Le voy a rogar que haga un esfuerzo de memoria. —Si usted me lo manda, yo haré el esfuerzo.—El jueves de la semana pasada, ¿vio usted a la señora Lapecora?—¡Sí, señor! La señora Lapecora, lo sabe todo el mundo, es un poco tacaña. Pues bien, el jueves por la mañana tomó el autocar de Fiacca de las seis y media. Pero, al llegar a Cannatello, bajó y le dijo a mi compañero Cannizzaro, el conductor, que debía volver atrás porque había olvidado una cosa que tenía que llevarle a su hermana. Cannizzaro, me lo contó aquella misma noche, se detuvo y ella bajó. Al cabo de cinco minutos pasé yo en dirección a Vigàta, paré en Cannatello y la señora subió a mi autocar.—¿Y por qué discutieron ustedes?—Porque no me quería dar el billete del trayecto Cannatello— Vigàta. Decía que ella no podía perder dos billetes por una equivocación. Pero yo tengo que tener tantos billetes como personas viajan en el autocar. No podía hacer la vista gorda, tal como quería la señora Lapecora.—Eso está claro —dijo Montalbano—. Pero dígame usted una cosa. Supongamos que la señora recoge media hora después lo que había olvidado en casa. ¿Cómo se las arregla para llegar a Fiacca durante la mañana?—Toma el autocar que cubre el trayecto Montelusa— Trapani y que pasa por Vigàta a las siete y media en punto. Y la señora llega a su destino con sólo una hora de retraso.—Genial—comentó Fazio cuando salió Lopipàro—. Pero ¿cómo lo ha deducido?—Me lo ha hecho comprender el pequeño François, que jugaba con un rompecabezas.—Pero ¿por qué lo hizo? ¿Estaba celosa de la asistenta tunecina?—No. La señora Lapecora es una tacaña, tal como ha dicho el conductor. Estaba furiosa porque, por aquella mujer, su marido se gastaba todo lo que tenía. Y, además, hubo un elemento desencadenante.—¿Cuál?—Después te lo digo. ¿Sabes lo que dice Catarella? La avaricia es un mal vicio. Imagínate, por avaricia hizo que Lopipàro se fijara en ella, cuando hubiera tenido que esforzarse al máximo en pasar inadvertida.—He tardado media hora en averiguar dónde vivía y he perdido otra media para convencer a la vieja, que no se fiaba y tenía miedo. Se ha tranquilizado cuando la he hecho salir de casa y ha visto el automóvil con el distintivo de la policía. Ha hecho un pequeño fardo y ha subido al vehículo. ¡No se imagina lo que ha llorado el niño cuando la ha visto aparecer inesperadamente! Se han abrazado muy fuerte. Hasta su señora se ha emocionado.—Gracias, Gallu.—¿Cuándo tengo que pasar por la casa para acompañarla de nuevo a Montelusa?—No te preocupes, yo me encargaré de eso.La pequeña familia se estaba ampliando inexorablemente. Ahora en Marinella estaba también la abuela, Aisha.Dejó que sonara un buen rato el teléfono, pero no contestó nadie: la viuda Lapecora no estaba en casa. Seguramente habría salido a hacer la compra. Pero podía haber otra explicación. Marcó el número de la familia Cosentino. Se puso al aparato la simpática y bigotuda esposa del guardia jurado. Hablaba en voz baja.—¿Su marido está durmiendo?—Sí, señor comisario. ¿Quiere que lo llame?—No hace falta. Salúdelo de mi parte. Oiga, señora, he llamado a la señora Lapecora, pero no contesta. ¿Usted sabe si, por casualidad...?—Esta mañana no la va a encontrar, comisario. Ha ido a ver a su hermana a Fiacca. Ha ido hoy porque mañana a las diez se celebra el funeral del pobre...—Gracias, señora.Colgó, puede que lo que se tenía que hacer no fuera tan complicado...—¡Fazio!—A sus órdenes, comisario.—Aquí tienes las llaves del despacho de Lapecora, Salita Granet veintiocho. Entra y coge un llavero que hay en el cajón central del escritorio. Lleva prendida una etiqueta que dice «casa». Debe de ser un manojo de duplicados que guardaba en el despacho. Ve a casa de la señora Lapecora y abre con esas llaves.—Un momento. ¿Y si regresa la viuda?—No está en el pueblo.—¿Qué tengo que hacer?—En el comedor, hay una vitrina con platos, tacitas, bandejas y cosas de ese tipo. Coge lo que quieras, pero que sea algo que ella no pueda negar que le pertenece (lo ideal sería una tacita de un servicio completo), y tráelo aquí. Sobre todo, vuelve a dejar las llaves en el cajón del despacho.—¿Y si, a la vuelta, la viuda se da cuenta de que le falta una tacita?—Nos importa una mierda. Después haz otra cosa: llama a Jacomuzzi y dile que hoy mismo quiero el cuchillo con el que mataron a Lapecora. Si no tiene ningún hombre que me lo pueda traer, vas tú a recogerlo.—¿Montalbano? Soy Valente. ¿Podrías estar en Mazara sobre las cuatro de esta tarde?—Si salgo ahora mismo, sí. ¿Por qué?—Vendrá el patrón de la embarcación. Me gustaría que estuvieras presente.—Te lo agradezco. ¿Tu hombre ha conseguido averiguar algo?—Sí, me ha dicho que no ha sido muy difícil. Los tripulantes hablan del asunto sin ningún reparo.—¿Qué dicen?—Te lo diré cuando vengas.—No, dímelo ahora, así lo pensaré durante el viaje.—Pues mira, estamos convencidos de que la tripulación no sabía nada o sabía muy poco acerca del asunto. Todos dicen que la embarcación estaba justo fuera del límite de nuestras aguas jurisdiccionales. Que la noche era muy oscura y que en el radar vieron con toda claridad una embarcación en la derrota.—¿Y por qué siguieron adelante?—Porque a nadie de la tripulación se le ocurrió pensar que pudiera ser una patrullera tunecina, o lo que fuera. Te repito que ya estaban en aguas internacionales.—¿Y después?—Después les dieron inesperadamente el alto. La tripulación de nuestro buque pesquero, no sé si el patrón, pensó que se trataba de un control de la Policía Judicial. Se detuvieron y oyeron hablar en árabe. Entonces el tripulante tunecino se dirigió a popa y encendió un cigarrillo. Y los otros le dispararon. Sólo entonces el pesquero se dio a la fuga.—¿Y después?—Y después, ¿qué, Montalba? ¿Cuánto va a durar esta llamada?Catorce
A diferencia de casi todos los hombres de mar, Angelo Prestìa, el patrón y propietario del pesquero Santopadre, era un sujeto grueso y sudoroso. Pero sudaba por naturaleza, no por las preguntas que le estaba haciendo Valente, pues, muy al contrario, a este respecto se le veía no sólo tranquilo sino incluso ligeramente irritado.
—No acabo de entender por qué queréis ahora volver sobre esta historia que ya es agua pasada.—Nos interesa aclarar algún pequeño detalle, después podrá usted irse —le dijo Valente en tono tranquilizador.—¡Pues veamos de una puñetera vez qué es!—Usted ha declarado en todo momento que la patrullera tunecina actuó ilegalmente, pues la embarcación pesquera se encontraba en aguas internacionales. ¿Lo confirma?—Claro que lo confirmo. Aparte de que no veo por qué motivo os interesan estas cuestiones que corresponden a la Autoridad portuaria.—Ya lo verá después.—¡Yo no tengo que ver nada, perdone! El gobierno tunecino ha emitido un comunicado, ¿sí o no? Este comunicado dice que lo mataron ellos, ¿sí o no? Pues entonces, ¿por qué se empeñan en volver inútilmente sobre el asunto?—Porque ya hay una contradicción —señaló Valente. —¿Cuál?—Usted, por ejemplo, dice que el ataque se produjo en aguas internacionales, mientras que ellos afirman que ustedes las habían rebasado. ¿Le parece contradictorio, sí o no, utilizando su misma expresión?—No, señor, no hay una contradicción. Hay un error. —¿Por parte de quién?—De ellos. Se ve que se equivocaron en el cálculo de la posición.Montalbano y Valente intercambiaron una rápida mirada: era la señal que marcaba el comienzo de la segunda parte del interrogatorio que previamente habían acordado.—Señor Prestìa, ¿usted tiene antecedentes penales? —No, señor.—Pero ha sido detenido.—¡Cuánto os gustan las historias antiguas! Me detuvieron, sí, señor, porque un cornudo me la tenía jurada y me quiso hacer daño. Pero el juez comprendió que el muy hijo de puta había mentido y me dejó libre.—¿De qué lo acusaban?—De contrabando.—¿De tabaco o de droga?—De esto último.—Su tripulación de entonces también acabó en chirona, ¿verdad?—Sí, señor, pero salieron todos, inocentes como yo. —¿Quién era el juez que decretó que la demanda era improcedente?—No me acuerdo.—¿Se llamaba Antonio Bellofiore?—Ah, sí, me parece que sí.—¿Sabe que al año siguiente lo metieron en la cárcel porque amañaba juicios?—No, no lo sabía, yo paso más tiempo en el mar que en tierra.Otra rápida mirada y la pelota pasó a Montalbano.—Dejemos estas historias antiguas —dijo el comisario—. ¿Usted pertenece a una cooperativa?—La Copemaz.—¿Qué significa?—Cooperativa de Pescadores Mazareses.—Los tripulantes tunecinos que se enrolan, ¿los eligen ustedes por su cuenta o bien los elige la cooperativa?—Nos los elige la cooperativa —contestó Prestìa, empezando a sudar más de lo habitual.—Sabemos que la cooperativa le había proporcionado a una determinada persona, pero usted eligió, en su lugar, a Ben Dhahab.—Oiga, mire, yo a ese Dhahab no lo conocía, jamás lo había visto. Cuando subió a bordo, cinco minutos antes de zarpar, creí que era el que me habían indicado en la cooperativa.—¿Es decir, Assan Tarif?—Creo que así se llamaba.—Bien. ¿Y cómo es posible que la cooperativa no le pidiera explicaciones?El patrón Prestìa esbozó una sonrisa, pero su rostro estaba en tensión y sudaba a mares.—¡Son cosas que ocurren todos los días! Se intercambian entre sí, lo importante es que no haya protestas.—¿Y por qué Assan Tarif no protestó? A fin de cuentas, perdía el jornal de un día de trabajo.—¿Y me lo pregunta a mí? Pregúnteselo a él.—Ya lo he hecho —dijo tranquilamente Montalbano. Valente lo miró asombrado, pues esta parte no se había pactado.—¿Y qué le ha dicho? —dijo casi en tono desafiante Prestìa.—Que Ben Dhahab lo abordó la víspera, le preguntó si estaba en la lista para embarcarse en el Santopadre y, ante su respuesta afirmativa, le dijo que desapareciera tres días y le pagó una semana de trabajo.—Yo de eso no sé nada.—Déjeme terminar. Dadas las circunstancias, Dhahab no se incorporó a la tripulación porque necesitase trabajar, pues tenía dinero. Por consiguiente, el motivo era otro.Valente seguía con suma atención la trampa que estaba tendiendo Montalbano. Estaba claro que la historia según la cual el fantomático Tarif había cobrado dinero de Dhahab se la había inventado el comisario; ahora habría que ver adónde quería ir a parar.—¿Usted sabe quién era Ben Dhahab?—Un tunecino que buscaba trabajo.—No, amigo mío, era un pez gordo del narcotráfico.Mientras Prestìa palidecía intensamente, Valente comprendió que ahora le tocaba a él. En su fuero interno, esbozó una sonrisa de satisfacción, pues con Montalbano formaba un dúo imbatible, al estilo de la pareja cómica Tato y Peppino.—Lo veo en muy mala situación, señor Prestìa —dijo Valente, utilizando un tono compasivo y casi paternal.—Pero ¿por qué?—¿Cómo? ¿Es que no lo comprende? Un narcotraficante del calibre de Ben Dhahab se embarca a toda costa en su embarcación. Y usted tiene el antecedente que todos sabemos. Dos preguntas. Primera: ¿cuánto suma uno más uno? Segunda pregunta: ¿qué falló aquella noche?—¡Ustedes me quieren liar! ¡Me quieren hundir! —Usted mismo lo está haciendo con sus propias manos. —¡No y no! ¡Hasta este extremo, ni hablar! —dijo Prestìa, tremendamente nervioso—. Me habían garantizado que...Hizo una pausa para secarse el sudor.—¿Qué le habían garantizado? —preguntaron simultáneamente Valente y Montalbano.—… que no tendría problemas, que no me vendrían a tocar los cojones.—¿Quiénes?El patrón Prestìa se introdujo una mano en el bolsillo, sacó el billetero, extrajo del mismo una tarjeta de visita y la arrojó sobre el escritorio de Valente.* * *
Una vez liquidado Prestìa, Valente marcó el número que figuraba en la tarjeta de visita. Era el de la Prefectura de Trapani.—¿Oiga? Soy el subjefe de policía Valente, de Mazara.Quisiera hablar con el commendatore Mario Spadaccia, el jefe del Gabinete.—Un momento, por favor.—Buenos días, dottore Valente. Al habla Spadaccia. —Commendatore, lo molesto por una cuestión relacionada con la muerte del tunecino del buque pesquero... —Pero ¿no se había aclarado? El Gobierno de Túnez... —Sí, lo sé, commendatore, pero...—¿Por qué me llama a mí?—Porque el patrón de la embarcación...—¿Le ha facilitado mi nombre?—Nos ha facilitado su tarjeta de visita. La guardaba como una especie... de garantía.—Y, efectivamente, lo es.—¿Cómo dice?—Me explico ahora mismo. Verá usted, desde hace algún tiempo, Su Excelencia...«¿Pero este título de respeto no se abolió hace medio siglo?», se preguntó Montalbano, que estaba escuchando la conversación a través de una línea conectada.—Commendatore, le agradezco muchísimo su exhaustiva explicación —dijo Valente. Y cortó la comunicación.Ambos se miraron en silencio.—O es un capullo o nos la quiere pegar —dijo Montalbano.—El asunto me está empezando a oler a chamusquina —dijo Valente con expresión pensativa.—A mí también —dijo Montalbano.Estaban comentando la siguiente jugada que deberían hacer cuando sonó el teléfono.—¡Había dicho que no estaba para nadie! —gritó enfurecido Valente.Escuchó y le pasó el aparato a Montalbano.Antes de irse a Mazara, el comisario había dejado dicho en su despacho dónde lo podrían localizar en caso de necesidad.—¿Diga? Soy Montalbano. ¿Quién es? Ah, ¿es usted, señor jefe superior?—Sí, soy yo. ¿Dónde demonios se ha metido? Parecía enojado.—Estoy en el despacho de mi compañero, el subjefe de Mazara.—No es su compañero. Valente es subjefe superior y usted no lo es.Montalbano empezó a preocuparse.—¿Qué ocurre, señor jefe superior?—¡No, soy yo el que le pregunta a usted qué demonios ocurre!—No le entiendo.—¿Qué mierda está usted revolviendo?¿Mierda? ¿El jefe superior había dicho «mierda»? ¿Era el comienzo del Apocalipsis? ¿Dentro de poco empezarían a sonar las trompetas del Juicio Final?—Pero ¿qué he hecho?—Usted me facilitó un número de matrícula, ¿recuerda? —Sí. AM 237 GW.—Ése. Ayer mismo le rogué a un amigo de Roma que se encargara del asunto para ganar tiempo, tal como usted me había pedido que hiciera. Pues bien, este amigo me ha telefonado, muy molesto. Le contestaron que, si quería conocer el nombre del propietario del vehículo, presentara una solicitud por escrito, especificando con todo detalle los motivos de la solicitud.—No hay problema, señor jefe superior. Yo mañana se lo cuento todo y usted, en la solicitud, puede...—Montalbano, o no lo entiende o no lo quiere entender. Es un número blindado.—Y eso, ¿qué quiere decir?—Quiere decir que el vehículo pertenece al Servicio Secreto. ¿Tanto le cuesta comprenderlo?La cosa olía a algo más que a chamusquina. Ahora la atmósfera se estaba haciendo irrespirable.Mientras le comentaba a Valente el asesinato de Lapecora, el secuestro de Karima, la cuestión de Fahrid y de su automóvil, que ahora resultaba que no era suyo, sino del Servicio Secreto, se le ocurrió una idea que lo preocupó. Y llamó al jefe superior a Montelusa.—Disculpe, pero usted, cuando habló con su amigo de Roma por lo de la matrícula, ¿le dijo de qué se trataba?—¿Y cómo hubiera podido hacerlo? Yo no sé nada de lo que usted está haciendo.El comisario lanzó un suspiro de alivio.—Le dije simplemente que tenía que ver con una investigación que usted está llevando a cabo —añadió el jefe superior.El comisario volvió a tragarse el suspiro de alivio.—¿Oye, Galluzzo? Soy Montalbano. Te llamo desde Mazara. Creo que me voy a retrasar. Por consiguiente, contrariamente a lo que te había dicho, ve inmediatamente a mi casa de Marinella, coge a la vieja tunecina y acompáñala de nuevo a Montelusa. No pierdas ni un minuto.* * *
—¿Livia? Escúchame con atención y haz lo que yo te diga sin discutir. Estoy en Mazara y creo que nuestro teléfono aún no está pinchado.—Dios mío, pero ¿qué dices?—He dicho que no discutas ni hables ni hagas preguntas; limítate a escuchar. Dentro de poco llegará a casa Galluzzo. Se llevará a la vieja y la acompañará de nuevo a Montelusa. No os entretengáis demasiado con los adioses; le dices a François que pronto la volverá a ver. En cuanto Galluzzo se haya ido, llamas a mi despacho y preguntas por Mimì Augello. Es absolutamente necesario que lo localices, dondequiera que esté. Le dices que tengo que verlo enseguida.—Pero ¿y si tiene algo que hacer?—Por ti lo mandará todo al carajo y se lanzará de cabeza. Tú, entre tanto, habrás preparado una maletita con las cosas de François...—Pero ¿que quieres....—Chitón, ¿está claro? Chitón. Explícale a Mimì que, por orden mía, el pequeño tiene que desaparecer de la faz de la tierra, se tiene que esfumar. Que lo oculte en algún lugar, donde pueda estar bien. Tú no le preguntes adónde tiene intención de llevarlo. ¿Entendido? Tú no debes saber adónde ha ido a parar François. Y no llores, que me molesta. Presta atención. Cuando Mimì se haya ido con el niño, espera una horita y llamas a Fazio. Dile entre lágrimas (no te será muy difícil, pues ya lo estás haciendo) que el pequeño ha desaparecido, que se ha escapado para reunirse con la vieja. En resumen: dile que te ayude a buscarlo. Entre tanto, yo ya habré llegado. Otra cosa: llama al aeropuerto de Punta Raisi y reserva un billete para Génova. Un vuelo hacia el mediodía, así encontraré a alguien que te pueda acompañar. Hasta pronto.Colgó y su mirada se cruzó con la del trastornado Valente. —¿Crees que podrían llegar a este extremo?—Y a otro mucho peor.* * *
—¿Ahora tienes clara la historia? —preguntó Montalbano.—Creo que la estoy empezando a comprender —contestó Valente.—Te lo explico mejor —dijo el comisario—. A grandes rasgos, la cosa puede haber ido de la siguiente manera. Ahmed Moussa, por motivos personales, ordena a Fahrid, uno de sus hombres, que organice una base operativa. Éste consigue la ayuda, no sé hasta qué punto voluntaria, de Karima, la hermana de Ahmed, la cual vive desde hace algún tiempo en la isla. Sometiendo a chantaje a un señor de Vigàta que se llamaba Lapecora, utilizan la antigua empresa de importación y exportación de éste como tapadera. ¿Me sigues?—Perfectamente.—Ahmed, que tiene que celebrar una importante reunión (armas o apoyo político para su movimiento), se traslada a Italia bajo la protección de alguien de nuestros Servicios Secretos. La reunión tiene lugar en alta mar, pero probablemente es una trampa. Ahmed no sospechaba ni de lejos que nuestros Servicios Secretos estuvieran practicando un doble juego y estuvieran de acuerdo con los que en Túnez lo querían liquidar. Entre otras cosas, yo estoy convencido de que Fahrid también estaba de acuerdo en eliminar a Ahmed. La hermana, no creo.—¿Por qué tienes tanto miedo por el niño?—Porque es un testigo. Tal como reconoció a su tío en la televisión, podría reconocer a Fahrid. Estoy seguro de que éste ya ha matado a Karima. Y la ha matado, llevándosela en un vehículo que pertenece nada menos que a nuestros Servicios Secretos.—¿Qué hacemos?—Tú, de momento, te quedas quieto, Vale. Yo me encargaré de inmediato de organizar una maniobra de distracción.—Buena suerte.—A ti también, amigo mío.* * *
Estaba anocheciendo cuando llegó a la comisaría. Fazio lo esperaba.—¿Habéis encontrado a François?—¿Ha pasado usted por su casa antes de venir aquí? —preguntó Fazio en lugar de contestar.—No. Vengo directamente de Mazara.—Comisario, ¿le importa que pasemos a su despacho? Una vez dentro, Fazio cerró la puerta.—Dottore, yo soy policía. Puede que no tan hábil como usted, pero soy policía. ¿Cómo se ha enterado de que el niño se ha escapado?—Pero, Fazio, ¿qué te ocurre? Me llamó Livia a Mazara y yo le dije que se pusiera en contacto contigo.—Es que, verá, comisario, el caso es que la señorita me explicó que me pedía ayuda porque no sabía dónde estaba usted.—Me has pillado —dijo Montalbano.—Y, además, la señorita lloraba en serio, eso sí. Pero no porque el niño se hubiera escapado, sino por otro motivo que yo ignoro. Entonces he comprendido lo que usted quería de a mí, dottore, y lo he hecho.—¿Y qué quería yo?—Que armara jaleo, el mayor follón posible. He recorrido todas las casas de las inmediaciones, he preguntado a todas las personas con quienes me he cruzado. ¿Han visto, por casualidad, a un niño así y así? Nadie lo había visto, pero, entre tanto, todo el mundo se ha enterado de que se había escapado. ¿No era eso lo que usted quería?Montalbano se emocionó. Era la amistad siciliana, la auténtica, la que se basa en lo tácito, en lo que se intuye: a un amigo no hace falta pedirle nada, es el otro el que automáticamente comprende y actúa en consecuencia.—Y ahora, ¿qué tengo que hacer?—Seguir armando follón. Telefonea al Cuerpo de Carabineros, a todos los mandos de la provincia, a las comisarías, a los hospitales, a quien te dé la gana. Hazlo con carácter semioficial, sólo llamadas telefónicas, nada por escrito. Facilita la descripción del niño y aparenta estar preocupado.—Comisario, ¿estamos seguros de que no lo encontrarán?—Tranquilo, Fazio. Está en buenas manos.Cogió una hoja con membrete y escribió a máquina:MINISTERIO DE TRANSPORTE Y COMUNICACIONES.
PARA DELICADA INVESTIGACIÓN RELATIVA SECUESTRO Y PROBABLE HOMICIDIO MUJER LLAMADA KARIMA MOUSSA PRECISO CONOCER NOMBRE PROPIETARIO VEHÍCULO CUYA MATRÍCULA ES AM 237 GW. SE RUEGA RESPONDER A PETICIÓN. EL COMISARIO: SALVO MONTALBANO.
No sabía por qué razón, siempre que redactaba un fax, lo hacía como si fuera un telegrama. Lo volvió a leer. Había escrito incluso el nombre de la mujer, para que el cebo resultara más apetecible. Seguramente se verían obligados a salir de su escondrijo.—¡Gallo!—A sus órdenes, comisario.—Busca el número de fax del Registro de Vehículos de Motor de Roma y envíalo inmediatamente.»¡Galluzzo!—A sus órdenes.—¿Qué hay?—He acompañado a la vieja a Montelusa. Todo bien. —Oye, Gallù. Avisa a tu cuñado para que mañana por la mañana, después del funeral de Lapecora, se acerque por esta Zona. Que venga con un cámara.—Gracias de todo corazón, dottore.—¡Fazio!—Dígame.—Me había olvidado. ¿Estuviste en casa de la señora Lapecora?—Claro. Tomé una tacita de un servicio de doce. La tengo aquí. ¿La quiere ver?—Me importa un bledo. Mañana te diré lo que tienes que hacer con ella. Colócala en un sobre de celofán. Ah, por cierto, ¿Jacomuzzi ha enviado el cuchillo?—Sí, señor.No tenía valor para dejar la comisaría, en casa lo esperaba la parte más difícil, el dolor de Livia. Por cierto, si Livia se fuera... Marcó el número de Adelina.—¿Adeli? Soy Montalbano. Oye, mañana por la mañana se va la señorita. Tengo que recuperarme un poco. ¿Sabes una cosa? Hoy no he comido nada.Uno tenía que vivir, ¿no?Quince
Livia estaba sentada en el banco de la galería absolutamente inmóvil, contemplando aparentemente el mar. No lloraba, pero los ojos hinchados y enrojecidos decían que había gastado todas las lágrimas disponibles. El comisario se sentó a su lado, le cogió una mano y se la apretó. Le pareció que sostenía un objeto muerto y experimentó casi una sensación de repugnancia. La volvió a soltar y encendió un cigarrillo. Quería que Livia supiera lo menos posible de todo aquel asunto, pero fue ella quien le hizo una pregunta muy concreta, lo cual significaba que lo había estado pensando.
—¿Le quieren hacer daño?—Daño, precisamente, no creo. Pero es mejor que desaparezca durante algún tiempo, eso sí.—Pero ¿cómo?—Pues no sé, quizá metiéndolo en un orfanato bajo un nombre falso.—¿Por qué?—Porque ha conocido a unas personas que no habría tenido que conocer.Sin apartar los ojos del mar, Livia reflexionó acerca de las últimas palabras que acababa de pronunciar Montalbano.—No lo entiendo —dijo.—¿Qué?—Si estas personas que François ha visto son unos tunecinos, quizá sin papeles, vosotros que sois la policía, ¿no podríais...?—No son sólo tunecinos.Livia se volvió muy despacio a mirado, como si le costara un esfuerzo.—¿No?—No. Y ya no te puedo decir nada más.—Lo quiero.—¿A quién?—A François. Lo quiero.—Pero, Livia...—A callar. Lo quiero. Nadie me lo podrá quitar de esta manera, y tú menos que nadie. Durante estas horas lo he estado pensando mucho, ¿sabes? ¿Cuántos años tienes, Salvo?Pillado por sorpresa, el comisario dudó un momento. —Creo que cuarenta y cuatro.—Cuarenta y cuatro y diez meses. Dentro de dos meses cumplirás cuarenta y cinco. Yo tengo treinta y tres cumplidos. ¿Te das cuenta?—No. ¿De qué?—Hace seis años que estamos juntos. De vez en cuando hablamos de casarnos y después dejamos el tema. Ambos, de común pero tácito acuerdo, no queremos tomar una decisión. Estamos bien así y nuestra pereza, nuestro egoísmo, siempre gana la partida.—¿Pereza? ¿Egoísmo? Pero ¿qué palabras son ésas? Hay dificultades objetivas que...—… que te puedes meter en el culo —terminó brutalmente Livia.Montalbano enmudeció, desconcertado. Sólo una o dos veces en seis años había oído a Livia utilizar expresiones vulgares y siempre había sido en situaciones preocupantes, de máxima tensión.—Perdóname —dijo Livia muy despacio—. Pero a veces no soporto tu hipocresía tan bien camuflada. Tu cinismo es más auténtico.Montalbano siguió encajando los golpes en silencio. —No me distraigas de lo que te quiero decir. Eres hábil, es tu oficio. Pero yo te hago una pregunta: ¿cuándo crees que podremos casarnos? Contéstame con claridad.—Si dependiera sólo de mí...Livia se levantó de un salto.—¡Basta! Me voy a la cama, me he tomado dos Dormidinas; mi avión sale de Palermo a las doce del mediodía. Pero primero termino lo que estaba diciendo. Si algún día nos casamos, será cuando tú tengas cincuenta años y yo treinta y ocho. Demasiado mayores para tener hijos, diremos. Y nos habremos dado cuenta de que alguien, Dios o quien sea, ya nos había enviado el hijo en el momento oportuno.Dio media vuelta y se retiró. Montalbano permaneció en la galería contemplando el mar, pero no conseguía enfocarlo.A las once de la noche se cercioró de que Livia estuviera profundamente dormida, desenchufó el teléfono, reunió todo el dinero suelto que encontró, apagó las luces y salió. Se dirigió en su coche a la cabina telefónica del parking del bar de Marinella.—¿Nicolò? Soy Montalbano. Sólo un par de cosas. Mañana por la mañana hacia el mediodía envía a alguien con un cámara a las inmediaciones de la comisaría. Hay novedades.—Gracias. ¿Qué más?—Bueno, ¿tenéis una cámara pequeña que no haga ruido? Cuanto más pequeña, mejor.—¿Quieres dejar a la posteridad un documento de tus proezas de cama?—¿Tú sabes manejar la cámara?—Claro.—Pues me la traes.—¿Cuándo?—En cuanto termines el telediario de las doce de la noche. No toques el timbre cuando llegues, Livia está durmiendo.* * *
—¿Hablo con el señor prefecto de Trapani? Perdone que lo llame tan tarde. Soy Corrado Menichelli del Corriere della Sera. Lo llamo desde Milán. Nos han llegado rumores de un hecho de la máxima gravedad, pero, antes de publicarlo y puesto que le concierne directamente, queríamos que usted nos lo confirmara personalmente.—¿De la máxima gravedad? Dígame.—¿Es cierto o no que usted recibió presiones para que un periodista tunecino fuera liquidado durante su estancia en Mazara? Antes de contestar y por su propio interés, reflexione un momento.—¡Yo no tengo que reflexionar nada! —estalló el prefecto—. ¿De qué me está usted hablando?—¿No lo recuerda? Mire que es muy extraño, pues los hechos ocurrieron hace unos veinte días.—¡Lo que usted dice jamás ocurrió! ¡Yo no he recibido ninguna presión! ¡No sé nada de periodistas tunecinos!—Señor prefecto, nosotros, en cambio, tenemos pruebas de que...—¡Usted no puede tener pruebas de un hecho que jamás ocurrió! ¡Páseme inmediatamente a su director!Montalbano colgó. El prefecto de Trapani era sincero; pero su jefe de Gabinete, no.—¿Valente? Soy Montalbano. Haciéndome pasar por periodista del Corriere della Sera, he hablado con el prefecto de Trapani. No sabe nada. El juego lo ha montado nuestro enemigo, el commendatore Spadaccia.—¿Desde dónde me llamas?—Tranquilo. Te llamo desde una cabina. Ahora te digo lo que vamos a hacer, siempre y cuando tú estés de acuerdo. Para decírselo, se gastó todas las moneditas menos una. —¿Mimì? Soy Montalbano. ¿Estabas durmiendo? —No. Estaba bailando. ¡Menuda pregunta!—¿Estás enfadado conmigo?—¡Pues, sí, señor! ¡Después del papel que me has hecho hacer!—¿Yo? ¿Qué papel?—Enviarme a buscar al niño. Livia me miraba con odio y casi no conseguía arrancárselo de los brazos. Me he notado una cosa muy rara en la boca del estómago.—¿Adónde has llevado a François?—A casa de mi hermana, en Calapiano.—¿Es un lugar seguro?—Segurísimo. Ella y su marido tienen una casa enorme a cinco kilómetros del pueblo, una finca agrícola aislada. Mi hermana tiene dos hijos, uno de la misma edad que François, y se encontrará muy a gusto. He tardado dos horas y media a la ida y dos horas y media a la vuelta.—¿Estás cansado?—Supercansado. Mañana no iré al despacho.—De acuerdo, no vayas al despacho, pero a las nueve como máximo tendrás que estar en mi casa de Marinella. —¿Para hacer qué?—Coges a Livia y la acompañas al aeropuerto de Palermo.—Faltaría más.—¿Cómo es posible que se te haya pasado el cansancio de golpe, Mimì?Ahora Livia estaba durmiendo con un sueño muy agitado y de vez en cuando gemía. Montalbano cerró la puerta del dormitorio, se acomodó en el sillón y encendió el televisor con el volumen muy bajo. En Televigàta, el cuñado de Galluzzo estaba comentando el comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores de Túnez acerca de algunas informaciones erróneas sobre el desgraciado incidente del marinero tunecino muerto a bordo de una embarcación pesquera italiana que había rebasado los límites de sus aguas jurisdiccionales. El comunicado desmentía los descabellados rumores, según los cuales, en realidad, el marinero no era tal, sino un periodista de cierto renombre, Ben Dhahab. Se trataba evidentemente de un caso de homonimia, pues el periodista Ben Dhahab estaba vivo y seguía desarrollando sus actividades con toda normalidad. Sólo en la ciudad de Túnez, añadía el comunicado, se contaban por lo menos veinte Ben Dhahabs. Montalbano apagó el televisor. O sea, que las aguas se habían revuelto y alguien ya estaba empezando a extender las manos hacia delante, a levantar vallas y lanzar al aire fumatas negras.Oyó el rumor de un automóvil que se detenía en la explanada delante de la puerta de su casa. El comisario corrió a abrir. Era Nicolò.—He venido todo lo rápido que he podido —dijo éste, entrando.—Te lo agradezco.—¿Livia está durmiendo? —preguntó el periodista, mirando a su alrededor.—Sí. Mañana regresa a Génova.—Siento mucho no poder saludarla.—Nicolò, ¿traes la cámara?El periodista se sacó del bolsillo un artilugio del tamaño de cuatro cajetillas de cigarrillos colocadas de dos en dos.—Toma, aquí la tienes. Yo me voy a dormir.—No, hombre. Me la tienes que colocar en un sitio donde no se vea.—¿Cómo puedo hacerlo estando Livia allí? —Nicolò, te has metido en la cabeza que quiero grabarme mientras follo. La cámara la tienes que instalar en esta estancia donde ahora estamos.—Dime qué quieres que grabe.—Una conversación entre un hombre sentado exactamente en el lugar donde ahora estás tú, y yo.Nicolò Zito miró al frente y sonrió.—Aquella estantería llena de libros parece colocada a propósito.Cogió una silla y la acercó a la estantería y se subió a ella. Movió algunos libros, instaló la cámara, bajó, se sentó en el mismo lugar de antes y miró hacia arriba.—Desde aquí, no se ve —dijo, satisfecho—. Ven tú también a comprobarlo.El comisario lo comprobó.—Me parece que está bien.—Quédate aquí —dijo Nicolò.Volvió a subirse a la silla, tocó algo y bajó.—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Montalbano. —Te está filmando.—¿De veras? No hace ningún ruido.—Ya te dije que era una maravilla.Nicolò volvió a subir y bajar de la silla. Pero esta vez sostenía la cámara en la mano y se la mostró a Montalbano.—Mira, Salvo, se hace así: pulsando este botón, se rebobina la cinta. Ahora acércate la cámara a la altura del ojo y pulsa este otro botón. Pruébalo...Montalbano lo hizo y se vio a sí mismo en tamaño reducidísimo, sentado, y oyó una voz de microbio, la suya, preguntando: «¿Qué está haciendo ahora»?, y la respuesta de Nicolò: «Te está filmando.»—Magnífico —dijo el comisario—. Pero hay una cosa. ¿Sólo se puede ver así?—No, hombre, no —contestó Nicolò, sacándose del bolsillo una casete de aspecto normal, pero que por dentro era distinta—. Observa bien lo que hago. Retiro la cinta de la cámara que, como ves, es tan pequeña como la de un contestador automático, y la introduzco en esta casete, que está hecha especialmente para esto y puedes utilizar en tu vídeo.—Ya, pero, para que filme, ¿qué tengo que hacer? —Pulsar este otro botón.Al ver la cara más perpleja que convencida del comisario, Nicolò empezó a dudar.—¿Sabrás utilizarla?—¡Venga ya, hombre! —contestó Montalbano, ofendido. —Entonces, ¿por qué pones esta cara?—Porque no puedo subirme a la silla en presencia de la persona a la que quiero fumar, le parecería sospechoso.—Mira a ver si alcanzas a pulsar el botón, poniéndote de puntillas.Alcanzaba.—Entonces es muy fácil. Deja un libro en la mesa, lo colocas como si tal cosa en su sitio y aprovechas para pulsar el botón.Querida Livia, por desgracia, no puedo esperar a que te despiertes, tengo que reunirme con el jefe superior en Montelusa. Me he puesto de acuerdo con Mimì para que te acompañe a Palermo. Procura tranquilizarte todo lo que puedas. Te llamaré esta noche. Un beso.
Salvo
Un viajante de comercio de ínfima categoría se hubiera expresado seguramente mucho mejor, y con más cariño e imaginación. Volvió a redactar la nota y, curiosamente, le salió exactamente igual que la primera. No había nada que hacer, no era cierto que tuviera que reunirse con el jefe superior, sólo quería escaquearse de la escena de la despedida. Por consiguiente, se trataba de una mentira, cosa que jamás había conseguido decir a las personas a las que apreciaba. En cambio, las mentirijillas se le daban muy bien. ¡Vaya si se le daban!En la comisaría, Fazio lo estaba esperando muy alterado.—Dottore, hace media hora que estoy intentando llamarlo a su casa, pero debe usted de haber desenchufado el teléfono.—¿Qué te ocurre?—Ha telefoneado uno que ha descubierto casualmente el cadáver de una anciana. En la via Garibaldi de Villaseta. En la misma casa donde nos apostamos para atrapar al niño. Por eso lo estaba buscando.Montalbano experimentó algo muy parecido a una descarga eléctrica.—Tortorella y Galluzzo ya han ido hacia allá. Galluzzo acaba de llamar y me dice que le diga que es la misma vieja que él acompañó a su casa.Aisha.El tortazo que él mismo se propinó en la cara no fue suficiente para hacerle saltar los dientes, pero sí para hacerle sangrar el labio.—Pero ¿qué hace, dottore? —preguntó Fazio, perplejo.Aisha era un testigo como lo era François, por supuesto; pero él sólo había tenido ojos y atenciones para el niño. Era un cabrón, eso es lo que era. Fazio le ofreció un pañuelo.—Séquese.Aisha era un retorcido fardo al pie de la escalera que conducía a la habitación de Karima del piso de arriba.—Parece que ha caído y se ha desnucado —dijo el doctor Pasquano, llamado por Tortorella—. Pero le podré decir algo más después de la autopsia. Aunque, para hacer caer a una vieja como ésta, basta un soplo.—¿Y dónde está Galluzzo? —le preguntó Montalbano a Tortorella.—Se ha ido a Montelusa para hablar con una tunecina en cuya casa se alojaba la vieja. Quiere preguntar por qué vino la vieja aquí, si alguien la llamó.Mientras la ambulancia se alejaba, Montalbano entró en la casa de Aisha, levantó una piedra que había al lado del hogar, cogió la libreta de ahorro a la vista, le sopló encima para quitarle el polvo y se la guardó en el bolsillo.—¡Dottore!Era Galluzzo. No, nadie había llamado a Aisha. Se le había metido en la cabeza que quería regresar a su casa, se había levantado a primera hora de la mañana, había tomado el autocar de línea y no había faltado a su cita con la muerte.Al regresar a Vigàta y antes de dirigirse a la comisaría, pasó por el estudio del notario Cosentino, un hombre que le caía muy bien.—Dígame, dottore.El comisario sacó la libreta de ahorro a la vista y la mostró al notario. Éste la abrió, la examinó y preguntó:—¿Y bien?Montalbano empezó a soltarle una complicada explicación, pues no quería revelarle toda la verdad.—Creo haber comprendido —dijo el notario Cosentino, resumiendo los datos que él le había facilitado— que este dinero pertenece a una mujer que usted cree muerta y cuyo heredero sería, por tanto, su hijo menor de edad.—En efecto.—Usted querría que con este dinero se hiciera un depósito a plazo fijo y que el niño entrara en su posesión una vez alcanzada la mayoría de edad.—Exacto.—Perdone, pero ¿por qué no guarda usted mismo la libreta y, cuando llegue el momento, se la entrega al niño?—¿Y quién le dice a usted que, dentro de quince años, yo todavía estaré vivo?—Ya —dijo el notario—. Vamos a hacer una cosa, usted se lleva la libreta, yo estudio el caso y nos vemos de nuevo dentro de una semana. Quizá convendría sacar un rendimiento a este dinero.—Lo que a usted le parezca mejor —dijo Montalbano, levantándose.—Llévese la libreta.—Guárdela usted. Yo soy capaz de perderla. —Espere que le firmo un recibo.—Por favor.—Otra cosa.—Dígame, señor notario.—Tenga en cuenta que es indispensable la certeza de la muerte de la madre.Al llegar a la comisaría, llamó a su casa. Livia estaba a punto de salir. Lo saludó con cierta frialdad o, por lo menos, eso le pareció a él. No supo qué hacer.—¿Ha llegado Mimì?—Claro. Me espera en el coche.—Buen viaje. Te llamaré esta noche.Tenía que seguir adelante, no dejarse arrastrar por Livia. —¡Fazio!—A sus órdenes.—Vete a la iglesia, al funeral de Lapecora, que ya habrá empezado. Llévate a Gallo. En el cementerio, cuando la gente le esté dando el pésame a la viuda, tú te acercas a ella y le dices con la cara más seria que puedas: «Señora, acompáñenos a la comisaría.» Si arma un escándalo, no tengas el menor reparo en introducida en el coche a la fuerza. Ah, otra cosa: en el cementerio estará presente, sin duda, el hijo de Lapecora. En caso de que quisiera defender a su madre, colócale las esposas.MINISTERIO DE TRANSPORTES—DIRECCIÓN GENERAL DE REGISTRO DE VEHÍCULOS DE MOTOR.
POR LA DELICADÍSIMA INVESTIGACIÓN REFERENTE HOMICIDIO DE DOS MUJERES TUNECINAS LLAMADAS KARIMA Y AISHA ME ES ABSOLUTAMENTE NECESARIO CONOCER DATOS Y DIRECCIÓN PROPIETARIO VEHÍCULO MATRÍCULA AM 237 GW STOP SE RUEGA RESPUESTA A AMABLE PETICIÓN STOP FIRMADO SALVO MONTALBANO COMISARÍA VIGÀTA PROVINCIA DE MONTELUSA.
En el Registro de Vehículos, antes de pasar el fax a quien correspondiera según las órdenes recibidas, se troncharían de risa y lo considerarían un ingenuo o un imbécil por la forma en que había redactado la petición. Pero la persona a quien correspondiera, tras haber comprendido el desafío que ocultaba el mensaje, se vería obligada a mover ficha. Exactamente tal como quería Montalbano.Dieciséis
El despacho de Montalbano se encontraba situado en el otro extremo de la entrada de la comisaría, pese a lo cual el comisario oyó el griterío que se produjo al llegar el vehículo de Fazio en el que viajaba la viuda Lapecora. Los periodistas y fotógrafos eran cuatro gatos, pero se les debían de haber añadido decenas de curiosos y gandules.
—Señora, ¿por qué la han detenido?—¡Mire hacia aquí, señora!—¡Por favor, dejen paso! ¡Dejen paso!Después hubo una relativa calma y llamaron a su puerta. Era Fazio.—¿Qué tal ha ido?—No ha opuesto demasiada resistencia. Se ha alterado cuando ha visto a los periodistas.—¿Y el hijo?—En el cementerio había un hombre a su lado, a quien todo el mundo daba el pésame. Me ha parecido que era el hijo. Pero, cuando le he dicho a la viuda que nos tenía que acompañar, el hombre ha dado media vuelta y se ha alejado. Por eso he pensado que no podía ser el hijo.—Y, sin embargo, lo era, Fazio. Demasiado sensible para presenciar la detención de su madre. Le aterroriza la idea de tener que pagar los gastos legales. Haz pasar a la señora.—¡Como a una ladrona! ¡Como a una ladrona me estáis tratando! —estalló la viuda nada más entrar en el despacho.Montalbano pareció enojarse.—¿Habéis tratado mal a la señora?Como siguiendo un guión, Fazio fingió avergonzarse. —Tratándose de una detención...—Pero ¿quién ha hablado de detenciones? Siéntese, señora, le pido disculpas por el desagradable equívoco. La entretendré sólo unos minutos, el tiempo necesario para que consten en acta algunas respuestas suyas. Después, vuelve usted a su casa y listo.Fazio se sentó a la máquina de escribir y Montalbano se acomodó en su sillón del escritorio. Parecía que la viuda se había calmado un poco, pero el comisario veía sus nervios brincando a flor de piel como las pulgas en un perro callejero.—Señora, corríjame si me equivoco. Me dijo, si recuerda, que la mañana del homicidio de su marido, usted se levantó de la cama, se dirigió al cuarto de baño, se vistió, cogió el bolso que estaba en el comedor y salió. ¿Es así?—Exactamente.—¿En casa no notó nada anormal?—¿Qué tenía que notar?—Por ejemplo, que la puerta del estudio, contrariamente a lo habitual, estaba cerrada.Había sido un palo de ciego, pero acertó. El congestionado rostro de la mujer palideció intensamente. Pero la voz era firme.—Creo que estaba abierta, mi marido no la cerraba nunca.—Pues no, señora. Cuando yo entré con usted en la casa a su regreso de Fiacca, la puerta estaba cerrada. Yo fui quien la abrió.—¿Qué más da que estuviera abierta o cerrada?—Tiene usted razón, es un detalle sin importancia.La viuda no consiguió reprimir un prolongado suspiro.—Señora, la mañana en que su marido fue asesinado, usted se fue a Fiacca para visitar a su hermana enferma, ¿no es cierto?—Sí.—Pero olvidó una cosa. Por eso bajó del autocar en Cannatello, esperó el que circulaba en sentido contrario y regresó a Vigàta. ¿Qué había olvidado?La viuda sonrió, signo evidente de que esperaba la pregunta.—Yo aquella mañana no bajé en Cannatello. —Señora, tengo la declaración de los dos conductores. —Tienen razón. Pero eso no ocurrió aquella mañana, sino dos mañanas atrás. Los conductores se equivocan de día.Era muy rápida y astuta. No habría más remedio que recurrir al salto al vacío.Abrió el cajón del escritorio y sacó la bolsa de celofán que contenía el cuchillo de cocina.—Este, señora, es el cuchillo con el que fue asesinado su marido. Un solo golpe por la espalda.La viuda no cambió de expresión ni dijo nada.—¿Lo ha visto usted alguna vez?—Cuchillos así los haya montones.El comisario volvió a introducir lentamente la mano en el cajón del escritorio y sacó otra bolsa de celofán en cuyo interior había una tacita.—¿Y ésta la reconoce?—¿Se la llevaron ustedes? ¡He revuelto toda la casa buscándola!—O sea, que es suya. La reconoce oficialmente. —Claro. ¿Para qué quiere esta tacita?—Me servirá para enviarla a la cárcel.De entre todas las reacciones posibles, la viuda eligió una que, en cierto modo, suscitó la admiración del comisario. En efecto, la mujer se volvió hacia Fazio y le preguntó dulcemente, como si estuviera haciendo una visita de cumplido:—¿Se ha vuelto loco?Fazio hubiera querido contestarle con toda sinceridad que el comisario estaba loco desde que había nacido, pero no dijo nada y se limitó a mirar hacia la ventana.—Ahora le voy a contar cómo se desarrollaron los hechos —dijo Montalbano—. Aquella mañana suena el despertador, usted se levanta y se dirige al cuarto de baño. Tiene que pasar necesariamente por delante de la puerta del estudio, y la ve cerrada. De momento, no presta atención, pero después lo piensa mejor. Y, cuando sale del cuarto de baño, la abre. Pero no creo que llegara a entrar. Permanece un instante en el umbral, vuelve a cerrar la puerta, se dirige a la cocina, coge un cuchillo, se lo guarda en el bolso, sale, toma el autocar, baja en Cannatello, sube en el que va a Vigàta, regresa a su casa, abre la puerta, ve a su marido que se dispone a salir y discute con él. Su marido abre la puerta del ascensor, que aún está en el piso, pues usted lo acaba de utilizar, usted lo sigue y lo acuchilla; su marido se medio vuelve y se desploma al suelo; usted pulsa el botón de bajada, llega al vestíbulo y cruza el portal. Y nadie la ve. Ésta ha sido su gran suerte.—¿Y por qué habría tenido que hacerlo? —preguntó tranquilamente la mujer. Y después añadió, haciendo gala de una increíble ironía, dado el lugar y el momento—: ¿Sólo porque mi marido había cerrado la puerta del estudio?Montalbano, sentado en su sillón, le hizo una media reverencia de admiración.—No, señora, por lo que había al otro lado de la puerta cerrada.—¿Y qué había?—Karima. La amante de su marido.—Pero si usted mismo acaba de decir que yo no entré en aquella habitación.—No fue necesario que entrara, porque la asaltó una vaharada de perfume, el mismo que Karima solía utilizar profusamente. Se llama Volupté. Es fuerte y persistente. Seguramente usted ya lo había aspirado alguna vez en la ropa de su marido impregnada del aroma. Aún se percibía, con menos intensidad, claro, cuando yo entré por la tarde y usted ya había regresado.La viuda Lapecora permaneció en silencio. Estaba reflexionando acerca de las palabras del comisario.—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió.—Todas las que usted quiera.—¿Por qué, según usted, yo no entré en el estudio y maté sin más a la mujer?—Porque usted tiene un cerebro tan exacto como un reloj suizo y tan rápido como un ordenador. Karima, al verla traspasar la puerta, se habría puesto en guardia y habría gritado. Su marido, alertado por los gritos, la habría desarmado con la ayuda de Karima. En cambio, fingiendo no haberse dado cuenta de nada, usted los podría sorprender poco después.—¿Y cómo explica, siguiendo su razonamiento, que sólo matara a mi marido?—Cuando usted regresó, Karima ya no estaba.—Perdone, pero, puesto que usted no estaba presente, ¿quién le ha contado esta historia tan bonita?—Sus huellas dactilares en la tacita y el cuchillo. —¡En el cuchillo no! —saltó la mujer.—¿Por qué en el cuchillo no?La mujer se mordió el labio.—La tacita es mía; el cuchillo, no.—El cuchillo también es suyo, hay una huella. Muy clara. —¡No es posible!Fazio no apartaba los ojos de su jefe; sabía que en el cuchillo no había ninguna huella, era el momento más delicado del salto al vacío.—Usted está segura de que no hay ninguna huella, porque acuchilló a su marido sin quitarse los guantes que se había puesto al salir. Pero, verá usted, señora, la huella que se ha obtenido no corresponde a aquella mañana sino a la víspera, cuando usted, tras haber utilizado el cuchillo para limpiar el pescado, lo lavó y lo volvió a guardar en el cajón de la cocina. En efecto, la huella no está en el mango, sino en la hoja, justo donde termina el mango. Y ahora usted acompaña a Fazio a la otra habitación, tomamos las huellas dactilares y las comparamos.—Era un malnacido —dijo la señora Lapecora— y se merecía la muerte que tuvo. Se había llevado a casa a la puta para divertirse con ella todo el día en mi cama mientras yo no estaba.—¿Me está diciendo que actuó por celos?—¿Y por qué otra cosa si no?—¿Acaso no había recibido tres anónimos? Los hubiera podido sorprender en el despacho de Salita Granet.—Yo esas cosas no las hago. Me subió la sangre a la cabeza cuando comprendí que se había llevado a la puta a mi casa.—Yo creo, señora, que la sangre se le subió a la cabeza unos días antes.—¿Cuándo?—Cuando descubrió que su marido había retirado una elevada suma de su cuenta del banco.Esta vez el comisario también se estaba marcando un farol. Le fue bien.—Doscientos millones —dijo con rabia y desesperación la viuda—. ¡Doscientos millones para aquella grandísima puta!De ahí procedía una parte del dinero de la libreta de ahorro.—Si yo no le hubiera parado los pies, ¡ése era capaz de comerse el despacho, la casa y la cuenta corriente!—¿Vamos a hacer la declaración, señora? Pero antes dígame una cosa: ¿qué le dijo su marido al verla?—Me dijo: «No me toques los cojones, tengo que ir al despacho.» A lo mejor, había discutido con la guarra, ella se había ido y él estaba yendo tras ella.—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Le notifico que justo en este momento he conseguido que la señora Lapecora confiese el homicidio de su marido.—Lo felicito. ¿Por qué lo hizo?—Por interés, que ella quiere disfrazar de celos. Tengo que pedirle un favor: ¿puedo convocar una pequeña rueda de prensa?No hubo respuesta.—¿Señor jefe superior? Le he preguntado si puedo...—Lo he oído muy bien, Montalbano. Es que el asombro me ha dejado sin habla. ¿Usted quiere convocar una rueda de prensa? ¡No puedo creerlo!—Y, sin embargo, es así.—Muy bien, adelante. Pero después me tendrá que explicar qué hay debajo.—¿Usted afirma que, desde hace tiempo, la señora Lapecora estaba al corriente de las relaciones entre su marido y Karima? —preguntó el cuñado de Galluzzo en su papel de representante de «Televigàta».—Sí. A través de nada menos que tres anónimos que su marido le había enviado.En un primer momento, no lo comprendieron.—¿Quiere decir que fue el propio señor Lapecora el que se autodenunció? —preguntó atónito un periodista.—Sí. Porque Karima lo estaba chantajeando. Abrigaba la esperanza de que la reacción de su mujer lo librara de la situación en la que se encontraba. Pero la señora no intervino. Ni el hijo tampoco.—Perdone, ¿por qué no recurrió a las autoridades?—Porque temió provocar un escándalo. En cambio, él esperaba que, con la ayuda de su mujer, todo quedara confinado, por así decirlo, al ámbito familiar.—Pero la tal Karima, ¿dónde está ahora?—No lo sabemos. Huyó con su hijo, un niño. Es más, una amiga suya, preocupada por la desaparición de madre e hijo, pidió a Retelibera la aparición en pantalla de una fotografía de ambos. Pero, hasta ahora, nadie ha aportado ningún dato.Dieron las gracias y se fueron. Montalbano sonrió, satisfecho. El primer rompecabezas se había resuelto perfectamente dentro del esquema previsto. Fahrid, Ahmed y la propia Aisha habían permanecido al margen.* * *
Era pronto para su cita con Valente. Se detuvo delante del restaurante, donde ya había estado la otra vez. Se zampó unas almejas salteadas con pan rallado, una abundante ración de espaguetis solos con almejas y un rodaballo al horno con orégano y limón caramelizado. Lo completó con un pastel de chocolate amargo con salsa a la naranja. Al final, se levantó, se dirigió a la cocina y estrechó emocionado la mano del cocinero sin decir nada. En el coche, de camino hacia el despacho de Valente, cantó a grito pelado. «Mira cómo me balanceo, mira cómo me balanceo, con el twist...»Valente lo hizo sentar en una estancia contigua a su despacho.—Es algo que ya hemos hecho otras veces —le explicó—. Nosotros dejamos la puerta entornada y tú, con este espejito, variando debidamente la posición, ves lo que ocurre en mi despacho si el hecho de oír no te es suficiente.—Ten cuidado, Valente, porque es cuestión de segundos. —Déjalo de nuestra cuenta.El commendatore Spadaccia entró en el despacho de Valente y se vio enseguida que estaba nervioso.—Perdone, dottor Valente, pero no lo entiendo. Hubiera podido venir usted mismo a Jefatura y evitarme esta pérdida de tiempo. Tengo mucho que hacer, ¿sabe usted?—Disculpe, commendatore —dijo Valente con repulsiva humildad—. Tiene usted muchísima razón. Pero eso se arregla enseguida, no lo entretendré más de cinco minutos. Una simple aclaración.—Pregunte.—Usted me dijo la otra vez que el prefecto había recibido ciertas presiones...El commendatore levantó autoritariamente la mano. Valente enmudeció de golpe.—Si se lo dije, me equivoqué. Su Excelencia no sabe nada. Por otra parte, se trataba de una chorrada sin importancia, de esas que ocurren cien veces al día. Desde Roma, desde el Ministerio, se pusieron en contacto conmigo, no molestan a Su Excelencia por semejantes gilipolleces.Estaba claro que el prefecto, tras haber recibido la llamada del falso periodista del Corriere, había pedido explicaciones a su jefe de Gabinete. Y debía de haber sido un coloquio muy animado, pues su eco persistía en las palabras que el commendatore estaba utilizando.—¿Qué más? —preguntó Spadaccia.Valente extendió los brazos y una aureola de santo se cernió sobre su cabeza.—Ya he terminado.Spadaccia puso cara de resignación y miró a su alrededor, como si quisiera comprobar la realidad que lo rodeaba.—¿Me está diciendo que no tiene ninguna otra pregunta que hacerme?—Exactamente.El puño que Spadaccia descargó sobre el escritorio fue tan violento que hasta Montalbano pegó un brinco en la estancia de al lado.—¡Ésta es una tornadura de pelo de la que tendrá usted que rendirme cuentas!Y se retiró, hecho una furia. Montalbano corrió a la ventana con los nervios en tensión. Vio al commendatore salir disparado a la calle y dirigirse a su automóvil, cuyo chófer estaba bajando en aquel momento para abrirle la portezuela. En aquel preciso instante, de un vehículo de la policía que acababa de llegar, bajó, sujetado inmediatamente por el brazo por un agente, Angelo Prestìa. Spadaccia y el patrón del buque pesquero se cruzaron y se vieron casi cara a cara. No se dijeron nada, cada cual siguió su camino.El relincho de júbilo que Montalbano soltaba algunas veces cuando las cosas salían a su gusto aterrorizó a Valente, el cual entró corriendo en la estancia de al lado.—¿Qué te pasa?—¡Ya está! —exclamó Montalbano.—Siéntese aquí —le oyeron decir a un agente. Prestìa acababa de ser acompañado al despacho. Valente y Montalbano se quedaron donde estaban, encendieron un cigarrillo y se lo fumaron sin decir nada: entre tanto, el patrón del Santopadre cocía a fuego lento.Entraron con la sombría expresión propia de alguien que tiene que cumplir una amarga misión. Valente se sentó detrás del escritorio y Montalbano cogió una silla y se acomodó a su lado.—¿Cuándo va a terminar esta historia? —preguntó el patrón.No comprendió que, con su agresiva actitud, acababa de revelar a Valente y Montalbano lo que estaba pensando: o sea, que el commendatore Spadaccia había acudido allí para confirmar la veracidad de sus palabras. Estaba tranquilo y podía permitirse el lujo de fingirse indignado.Sobre el escritorio descansaba una voluminosa carpeta, en la cual figuraba escrito en letras mayúsculas el nombre de Angelo Prestìa; voluminosa porque estaba llena de circulares atrasadas, pero eso el patrón no lo sabía. Valente la abrió y cogió la tarjeta de visita de Spadaccia.—Esto nos lo diste tú, ¿lo confirmas?El paso del «usted» de la otra vez al policial «tú» inquietó a Prestìa.—Pues claro que lo confirmo. Me la entregó el commendatore y me dijo que, si tenía algún problema después del viaje con el tunecino, recurriera a él. Y así lo hice.—Error —dijo Montalbano, más fresco que una lechuga. —¡Pero si él me lo dijo!—Claro que te lo dijo, pero tú, en lugar de dirigirte a él en cuanto la cosa te empezó a oler a chamusquina, nos entregaste la tarjeta de visita a nosotros. Y, de esta manera, lo que has hecho es meter en un apuro a este caballero.—¿En un apuro? ¿Qué apuro?—¿Estar implicado en un homicidio premeditado no te parece un apuro tremendo?Prestìa enmudeció.—Mi compañero Montalbano —terció Valente— te está explicando el porqué de cómo ocurrieron las cosas.—¿Y cómo ocurrieron?—Ocurrieron de tal forma que, si tú hubieras recurrido directamente a Spadaccia sin entregarnos a nosotros su tarjeta de visita, él habría intentado arreglarlo todo bajo mano. Pero tú, entregándonos la tarjeta de visita a nosotros, has metido la ley de por medio. Por eso Spadaccia no ha tenido más remedio que negarlo todo.—¿Qué?—Sí, señor. Spadaccia jamás te ha visto ni ha oído hablar de ti. Ha hecho una declaración que consta en acta.—¡Qué hijo de la gran puta! —dijo Prestìa. Después preguntó—: ¿Y cómo explica que yo tenga su tarjeta de visita?Montalbano soltó una carcajada.—En eso también te ha jodido —dijo—. Nos ha entregado la fotocopia de una denuncia que hizo hace unos diez días en la Jefatura Superior de Trapani: le robaron la cartera y dentro había, entre otras cosas, unas tarjetas de visita, cuatro o cinco, no lo recuerda con precisión.—Te ha arrojado por la borda —dijo Valente.—Y las aguas son muy profundas —añadió Montalbano. —¿Hasta cuándo conseguirás permanecer a flote? —preguntó Valente.El sudor dibujó unas grandes manchas bajo los sobacos de Prestìa. El despacho se llenó de un desagradable olor a almizcle y ajo, que Montalbano definió de color verde podrido. Prestìa se sostuvo la cabeza con las manos y murmuró:—Me han engañado.Permaneció un rato en la misma posición y, al final, debió de tomar una decisión:—¿Puedo ver a un abogado?—¿A un abogado? —preguntó Valente, sorprendido.—¿Y para qué quieres un abogado? —preguntó a su vez Montalbano.—Me parecía que...—¿Qué te parecía?—¿Que te íbamos a detener?El dúo funcionaba a la perfección.—¿No me van a detener?—De ninguna manera.—Puedes irte, si quieres.Prestìa tardó cinco minutos en conseguir despegar el trasero de la silla y huir literalmente corriendo.—Y ahora, ¿qué ocurre? —preguntó Valente, sabiendo que había armado un follón descomunal.—Ocurre que Prestìa irá a tocarle los cojones a Spadaccia. Y la siguiente jugada les corresponderá a ellos. Valente miró a Montalbano con expresión preocupada. —¿Qué te pasa?—No sé... no estoy muy convencido... Tengo miedo de que hagan callar a Prestìa. La culpa la tendríamos nosotros.—Ahora Prestìa ya está demasiado en primer plano. Eliminarlo equivaldría a firmar la autoría de toda la operación. No, yo estoy seguro de que efectivamente lo harán callar, pero pagándole una elevada suma.—¿Me quieres explicar una cosa?—Claro.—¿Por qué te estás complicando la vida con toda esta historia?—¿Y tú por qué me sigues?—La primera razón es que soy policía como tú, y la segunda es que me lo paso bien.—Y yo te contesto: la primera razón coincide con la tuya. La segunda es que lo hago con ánimo de lucro.—¿Y qué quieres ganar?—Mi ganancia la tengo muy clara en la cabeza. Pero ¿apuestas a que tú también vas a ganar algo?* * *
Firmemente decidido a no caer en la tentación, pasó como un bólido a ciento veinte por hora por delante del restaurante en el que se había dado un atracón a la hora del almuerzo. Pero medio kilómetro más allá, la decisión se resquebrajó de golpe y lo indujo a frenar, dando lugar a unos furiosos bocinazos del claxon del coche que circulaba detrás. El conductor, en el momento de adelantarlo, lo miró enfurecido y le hizo el gesto de los cuernos. Montalbano efectuó una cerrada vuelta en «u» absolutamente prohibida en aquel tramo de la carretera, entró directamente en la cocina y le preguntó al cocinero sin saludarlo:—¿Cómo guisa usted los salmonetes de roca?Diecisiete
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, se presentó ante el jefe superior, que desde la siete, como de costumbre, se encontraba en su despacho entre los murmullos de protesta de las mujeres de la limpieza que no podían desarrollar su tarea como es debido.
Montalbano le habló de la confesión de la señora Lapecora, le explicó que el pobre asesinado, casi como si quisiera evitar su trágico final, había escrito anónimos a su mujer y había recurrido directamente a su hijo, pero que ambos lo habían abandonado a su suerte. No le habló ni de Fahrid ni de Moussa, es decir, del rompecabezas más grande. No quería que el jefe superior, a punto de terminar su carrera, se viera implicado en un asunto que olía peor que la mierda.Hasta aquel momento, todo le había ido bien, no se había visto obligado a contarle mentiras al jefe superior, se había limitado a pecar por omisión, contándole la verdad a medias.—¿Por qué quiso convocar una rueda de prensa, usted que, por regla general, las evita como la peste?Había previsto la pregunta y tenía preparada la respuesta que, por lo menos en parte, le permitía evitar la mentira y cometer tan sólo una omisión.—Verá usted, es que la tal Karima era una prostituta muy especial. Mantenía relaciones no sólo con Lapecora, sino también con otros hombres. Todos ellos de edad madura, jubilados, comerciantes, profesores. Limitando el episodio, he tratado de evitar que se divulgaran comentarios envenenados e insinuaciones acerca de unos pobres desgraciados que, en el fondo, no hacían nada malo.Estaba convencido de que su explicación era aceptable.Y, en efecto, el jefe superior hizo sólo un comentario:—Curiosa moral la suya, Montalbano. —Después preguntó—: Pero esta Karima, ¿ha desaparecido realmente?—Parece ser que sí. Al enterarse del asesinato de su amante, se dio a la fuga con el niño, temiendo verse implicada en el homicidio.—Oiga —añadió el jefe superior—, ¿qué era aquella historia del coche?—¿Cuál?—Trata de comprenderme porque, dentro de poco, ya no conseguirás comprender nada.Montalbano soltó una carcajada. La había estado ensayando la víspera delante del espejo y había insistido hasta conseguir que le saliera bien. Pero ahora, contrariamente a lo previsto, le salió falsa, demasiado estudiada. Sin embargo, para mantener al margen de toda aquella historia a su jefe, que era un hombre de bien, no le quedaría más remedio que contar una mentira.—¿Por qué se ríe? ——le preguntó sorprendido el jefe superior.—De vergüenza, se lo aseguro. La persona que me había facilitado aquel número de matrícula me llamó al día siguiente para decirme que se había equivocado. Las letras coincidían, pero la cifra no era doscientos treinta y siete, sino ochocientos treinta y siete. Estoy desolado, le pido disculpas.El jefe superior lo miró a los ojos durante un tiempo que al comisario le pareció una eternidad. Después habló en voz baja.—Si usted quiere que me lo trague, me lo tragaré. Pero tenga cuidado, Montalbano. Esta gente no bromea. Son capaces de todo y, además, cuando la han hecho buena, echan la culpa a sus compañeros descarriados. Que no existen. Por naturaleza y constitución, los descarriados Son siempre ellos.Montalbano no supo qué decir. El jefe superior cambió de tema.—Esta noche vendrá usted a cenar a mi casa. No quiero excusas. Cenará lo que haya. Es absolutamente necesario que le diga un par de cosas. No se las quiero decir aquí, en mi despacho, porque adquirirían un carácter burocrático que no es de mi agrado.El día era precioso, no había ni una sola nube en el cielo, y, sin embargo, Montalbano tuvo la sensación de que una nube había oscurecido el sol, enfriando repentinamente la estancia.Sobre el escritorio de su despacho había una carta dirigida a él. Tal como siempre hacía, trató de descubrir su procedencia a través del matasellos, pero no lo consiguió, pues era indescifrable. Abrió el sobre y leyó.Dottore Montalbano, usted personalmente no me conoce y yo no sé cómo es usted. Me llamo Arcangelo Prestifilippo y soy socio de su padre en la empresa vinícola que, gracias a Dios, va muy bien y es muy rentable. Su padre nunca habla de usted, pero yo he descubierto que en su casa guarda todos los periódicos que escriben sobre usted y, cuando algunas veces lo ve en la televisión, se pone a llorar, pero procura disimularlo.
Querido dottore, me duele el corazón porque la noticia que tengo que darle con esta carta no es buena. Desde que la señora Giulia, la segunda mujer de su padre, subió al Cielo hace más de cuatro años, mi socio y amigo ya no fue el mismo. Después, el año pasado, empezó a encontrarse mal, le faltaba la respiración cuando subía una escalera y le daba vueltas la cabeza. No quería ir al médico, no había manera. Y yo, aprovechando que había venido al pueblo mi hijo, que trabaja en Milán y es un buen médico, lo llevé a casa de su padre. Mi hijo lo visitó y le habló muy en serio, quería que su padre ingresara en un hospital. Tanto insistió que logró acompañar a su padre al hospital antes de regresar a Milán. Al cabo de diez días —yo lo iba a ver todas las tardes—, el médico me dijo que habían hecho todos los análisis y que su padre padecía aquel mal tan terrible en los pulmones. Y, de esta manera, su padre empezó a entrar y salir del hospital, donde le hicieron una cura que le hizo perder todo el cabello, pero no mejoró para nada. Me prohibió expresamente que se lo dijera a usted, dijo que no quería que usted se preocupara. Pero ayer por la tarde hablé con el médico y éste me dijo que su padre ya ha llegado al final, que le queda un mes, día más, día menos. Y yo, a pesar de la prohibición absoluta de su padre, he pensado que usted tenía que saberlo. Su padre está ingresado en la clínica Porticelli, el número de teléfono es el 341234. Tiene el teléfono en la habitación. Pero quizá sería mejor que usted fuera a verlo personalmente, fingiendo no saber nada de su enfermedad. Usted ya tiene mi número de teléfono, es el de la empresa vinícola en la que trabajo todo el santo día.
Le envío un saludo y créame que lo siento.
Arcangelo Prestifilippo
El leve temblor de las manos le dificultó la tarea de volver a introducir la carta en el sobre y guardársela en el bolsillo. Se había apoderado de él un profundo cansancio que lo obligó a cerrar los ojos y apoyar la espalda en el respaldo del sillón. Le costaba respirar y le pareció que en la estancia faltaba el aire. Se levantó haciendo un esfuerzo y entró en el despacho de Augello.—¿Qué ocurre? —la preguntó Mimì en cuanto le vio la cara.—Nada. Oye, tengo cosas que hacer, quiero decir que necesito estar solo y un poco tranquilo.—¿Te puedo ayudar en algo?—Sí. Encárgate tú de todo. Nos vemos mañana. Que no me llame nadie a casa.Pasó por la tienda de frutos secos, se compró un cucurucho y dio comienzo a su paseo por el muelle. Mil pensamientos cruzaban por su cabeza, pero no conseguía atrapar ninguno. Al llegar al faro, no se detuvo. Justo bajo el faro había una enorme y resbaladiza roca, cubierta de musgo verde. Consiguió llegar hasta allí, corriendo a cada momento el riesgo de ir a parar al mar, y se sentó con el cucurucho en la mano. Pero no lo abrió, experimentaba la sensación de una ola que le subía desde algún lugar del cuerpo hasta el pecho y la garganta, donde formaba una especie de nudo que le cortaba la respiración. Sentía deseos de llorar, pero no podía. Después, en medio de la confusión de los pensamientos que le traspasaban el cerebro, unas palabras adquirieron más nitidez hasta el extremo de constituir un verso:«Padre, que todos los días te mueres un poco...» ¿Qué era? ¿Una poesía? ¿De quién? ¿Cuándo la había leído? Repitió el verso a media voz:—Padre, que todos los días te mueres un poco...—Vamos, Montalbano, el coche que, al final, resultó que pertenecía a los Servicios Secretos.Cuando el año anterior había resultado herido en el transcurso de un tiroteo y estaba ingresado en el hospital, Livia le había dicho que su padre llamaba todos los días. Había ido a verlo una sola vez, cuando ya estaba convaleciente. Entonces ya debía de estar enfermo. A él sólo le pareció que estaba un poco más delgado. Pero iba más elegante que de costumbre, pues siempre había tenido especial empeño en vestir bien. Le preguntó si necesitaba algo. «Puedo», le explicó.¿Cuándo se había producido aquel silencioso alejamiento entre él y su padre? Había sido, eso Montalbano no podía negarlo, un padre solícito y afectuoso. Había intentado por todos los medios que la pérdida de su madre le pesara lo menos posible. Las, afortunadamente, pocas veces que en su adolescencia había estado enfermo, su padre no había ido al despacho para no dejarlo solo. ¿Qué era, pues, lo que había fallado? Puede que hubiera habido entre ambos una ausencia total de comunicación, nunca conseguían encontrar las palabras adecuadas para manifestarse mutuamente sus sentimientos. Muchas veces, siendo muy joven, Montalbano había pensado: «Mi padre es un hombre cerrado.» Y probablemente lo era; pero, esto lo acababa de comprender ahora, sentado en aquella roca, su padre habría pensado lo mismo de él. Sin embargo, había sido muy considerado: para volver a casarse, había esperado a que su hijo terminara los estudios universitarios y ganara las oposiciones. Pese a lo cual, cuando su padre llevó a casa a su nueva mujer, él se sintió incomprensiblemente ofendido. Y entre ambos se levantó una muralla; de cristal, por supuesto, pero una muralla. Y, de esta manera, las reuniones entre ambos se habían ido reduciendo progresivamente a una o dos veces al año: Su padre solía presentarse con unas cuantas cajas de botellas de vino producido por sus bodegas, se quedaba medio día con él y se iba. A Montalbano el vino le parecía excelente y lo regalaba con orgullo a sus amigos, explicándoles que pertenecía a la bodega de su padre. ¿Pero le había dicho alguna vez a él que el vino era excelente? Rebuscó en su memoria: jamás. De la misma manera que su padre coleccionaba los periódicos que hablaban de él o se echaba a llorar cuando lo veía en la televisión, pero jamás lo había felicitado cuando conseguía culminar con éxito alguna investigación.* * *
Permaneció más de dos horas sentado en la roca y, cuando se levantó para regresar al pueblo, ya había tomado una decisión. No iría a ver a su padre. Si éste lo viera, comprendería la gravedad de su enfermedad y sería peor. Por otra parte, no sabía hasta qué extremo su presencia sería del agrado de aquél. Además, los moribundos lo aterrorizaban: no estaba seguro de poder soportar el horror y el espanto de ver morir a su padre, huiría corriendo, al borde del colapso.Cuando llegó a Marinella, aún no se había quitado de encima el áspero y profundo cansancio. Se quitó la ropa, se puso el traje de baño y se fue a nadar. Nadó hasta que empezó a experimentar calambres en las piernas. Regresó a la casa y comprendió que no estaba en condiciones de ir a cenar a casa del jefe superior.—Soy Montalbano. Lo siento pero...—¿No puede venir?—No, lo lamento.—¿Trabajo?¿Por qué no decide la verdad?—No, señor jefe superior. He recibido una carta sobre_ mi padre. Me escriben que se está muriendo.En un primer momento, el jefe superior no dijo nada, pero Montalbano lo oyó lanzar un profundo suspiro.—Mire, Montalbano, si quiere ir a verlo, incluso durante algún tiempo, vaya sin falta; no se preocupe, ya encontraré la manera de sustituirlo provisionalmente.—No, no iré. Se lo agradezco.Esta vez el jefe superior tampoco dijo nada, impresionado por las palabras del comisario, pero, como era un hombre educado, no insistió en el tema.—Me siento un poco incómodo, Montalbano.—Le ruego que no tenga reparos conmigo. —¿Recuerda que en la cena tenía intención de decirle un par de cosas?—Claro.—Se las diré por teléfono, aunque, tal como ya le he dicho, me sienta incómodo. Puede que no sea el momento más oportuno, pero temo que se entere por medio de terceros, qué sé yo, de la prensa... Usted seguramente no lo sabe pero, hace casi un año, yo pedí la jubilación anticipada.—Dios mío, no me diga que...—Sí, me la han concedido.—Pero ¿por qué se quiere ir?—Porque ya no sintonizo con el mundo y porque me siento cansado. Al juego de las apuestas sobre los resultados del futbol yo lo llamo Sisal.El comisario no lo entendió.—Perdone, no le comprendo.—Usted, ¿cómo lo llama?—Totocalcio, como todo el mundo.—¿Lo ve? Aquí está la diferencia. Hace algún tiempo, un periodista acusó al veterano Indro Montanelli de vejez y, entre las pruebas que adujo para demostrarlo, señaló que Montanelli seguía llamando Sisal a las apuestas deportivas, tal como se llamaban hace treinta años.—¡Pero eso no significa nada! ¡Es sólo una ocurrencia! —Significa, Montalbano, ¡vaya si significa! Significa aferrarse inconscientemente al pasado, no querer ver ciertos cambios, e incluso, negarse a verlos. Por otra parte, me faltaba sólo un año para la jubilación. En La Spezia conservo todavía la casa de mis padres y la estoy arreglando. Si le apetece, cuando vaya a Génova a ver a la señorita Livia, podrá visitarnos.—¿Y cuándo...?—¿Cuándo me voy? ¿A qué día estamos hoy? —Doce de mayo.—Oficialmente dejaré el cargo el diez de agosto.El jefe superior carraspeó y el comisario comprendió que ahora venía lo segundo, quizá lo más difícil de decir. —En cuanto a la otra cuestión...Era evidente que el jefe superior dudaba. Montalbano acudió en su ayuda.—Peor de la que ya me ha dicho no puede haber ninguna.—Se refiere a su ascenso.—¡No!—Escuche, Montalbano. Su actitud ya no es defendible; tenga en cuenta, además, que, habiendo obtenido la jubilación anticipada, mi situación es, por así decirlo, contractualmente débil. Tengo que proponerlo y no habrá ningún obstáculo.—¿Me trasladarán?—Hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades. Piense que, si yo no lo propusiera para el cargo, con todos los éxitos que se ha apuntado, el Ministerio podría interpretar negativamente este hecho y, al final, acabarían por trasladarlo de todos modos, pero sin ascenso. ¿No le interesa el aumento de sueldo?El cerebro del comisario estaba funcionando a toda marcha, echaba humo en busca de alguna posible solución. Entrevió una y se lanzó de cabeza.—¿Y si, a partir de este momento, yo dejara de practicar detenciones?—No le entiendo.—Quiero decir que si empiezo a fingir que no resuelvo los casos, que no investigo como es debido y me dejo escapar...—… bobadas, está diciendo estupideces. No lo entiendo, pero, cada vez que le hablo de ascensos, usted se echa hacia atrás y empieza a razonar como un niño.Dedicó una hora más a pasear por la casa, colocando los libros en su sitio, quitando el polvo de los cristales que cubrían los cinco grabados que poseía, cosa que Adelina no hacía jamás. No encendió el televisor. Consultó el reloj, ya eran casi las diez de la noche. Subió al coche y se dirigió a Montelusa. En los tres cines daban Le affinita elettive de los hermanos Taviani, Io bailo da sola de Bertolucci e In viaggio con Pippo. No lo dudó ni un instante, eligió los dibujos animados. La sala estaba vacía. Regresó al vestíbulo, donde estaba el que le había arrancado el resguardo de la entrada.—¡Pero si no hay nadie!—Está usted. ¿Qué quiere, compañía? Es tarde, a esta hora los niños ya se han ido a dormir. Usted es el único que permanece en vela.Se lo pasó tan bien que, en determinado momento, se sorprendió riendo solo en la sala vacía.Llega un momento, pensó, en que te das cuenta de que tu vida ha cambiado. Pero ¿cuándo ha ocurrido?, te preguntas. Y no encuentras la respuesta, varios hechos imperceptibles se han ido acumulando hasta determinar un cambio radical. O, a lo mejor, unos hechos muy visibles cuyo alcance no has calculado. Miras y miras, pero no encuentras la respuesta al «cuándo». ¡Como si esto tuviera importancia! En cambio, él hubiera podido contestar con toda exactitud a la pregunta. Mi vida cambió exactamente el doce de mayo, hubiera dicho.Al lado de la puerta principal del chalet, Montalbano había mandado instalar un farolito que se encendía automáticamente cuando se hacía de noche. Precisamente bajo aquella luz vio, desde la carretera provincial, un vehículo estacionado en la pequeña explanada delante de la casa. Enfiló el sendero que conducía al chalet y se detuvo a escasos centímetros del automóvil. Era, tal como ya esperaba, un BMW gris metalizado. El número de la matrícula era AM 237 GW. Pero no se veía ni un alma, el hombre que lo conducía se habría escondido, sin duda, en las inmediaciones. Montalbano llegó a la conclusión de que lo mejor era fingir indiferencia. Bajó de su coche silbando, cerró la portezuela y entonces vio a un hombre que lo esperaba. No se había dado cuenta antes, porque éste se encontraba de pie al otro lado del coche pero era tan bajito que no superaba la altura del vehículo. Prácticamente un enano, o poco más. Correctamente vestido, gafitas de montura dorada.—Se ha hecho esperar mucho —dijo el hombrecillo, adelantándose.Con las llaves en la mano, Montalbano se encaminó hacia la puerta. El semienano le cortó el paso, sacudiendo una especie de carnet.—Aquí tiene mi documentación —dijo.El comisario apartó la manita que sostenía el carnet, abrió la puerta y entró. El otro lo siguió.—Soy el coronel Lohengrin Pera —dijo la figurilla.El comisario se detuvo en seco como si lo hubieran encañonado con un revólver por la espalda. Se volvió muy despacio y estudió al coronel. Sus padres le debían de haber puesto aquel nombre para compensar en cierto modo su estatura y su apellido. Montalbano contempló fascinado los zapatitos del coronel: se los debían de hacer a la medida, pues no entraban ni siquiera en la categoría de zapatos de «hombrecito», tal como los llamaban los zapateros. Y, sin embargo, había sido aceptado, lo cual significaba que debía de alcanzar por los pelos la estatura exigida. Pero los ojos, detrás de los cristales de las gafas, eran vivos, vigilantes, peligrosos. Montalbano tuvo la certeza de estar en presencia del cerebro de la operación Moussa. Se dirigió a la cocina, seguido constantemente por el coronel, puso a calentar en el horno los salmonetes con salsa que Adelina le había preparado y empezó a poner la mesa sin decir nada. Sobre la mesa había un libro de setecientas páginas que había comprado en un tenderete y jamás había abierto, pero cuyo título le había llamado la atención: Metafísica del ser parcial. Lo cogió, se puso de puntillas, lo colocó en la estantería y apretó el botón de la cámara. Como obedeciendo a la orden de «¡acción!», el coronel Lohengrin Pera se sentó en el sillón apropiado.Dieciocho
Montalbano tardó media hora larga en comerse los salmonetes, en parte porque quería saborearlos tal como se merecían y en parte para hacerle comprender al coronel que lo que tuviera que decirle le importaba un carajo. Ni siquiera le ofreció un vaso de vino, actuaba como si estuviera solo, hasta el punto de que, en determinado momento, soltó incluso un sonoro eructo. Por su parte, Lohengrin Pera, una vez sentado, ya no se movió, y se limitó a mirar al comisario con sus ojillos de serpiente. Sólo cuando Montalbano hubo terminado de beber una tacita de café, el coronel empezó a hablar.
—Habrá comprendido, sin duda, por qué razón he venido a verlo.El comisario se levantó, se dirigió a la cocina, dejó la taza en el fregadero y regresó.—Estoy jugando con las cartas boca arriba —añadió sólo entonces el coronel—, quizá con usted sea la mejor manera. Por eso he querido utilizar el vehículo, los datos de cuyo propietario usted ha solicitado conocer nada menos que dos veces.Se sacó del bolsillo dos hojas de papel que Montalbano reconoció como los faxes que había enviado al Registro de Vehículos de Motor.—Sólo que usted ya conocía al propietario del vehículo, su jefe superior le debió de haber dicho que se trataba de un número de matrícula blindado. Lo cual significa que si, a pesar de ello, usted envió los faxes, éstos eran algo más que una petición de información, por más que muy imprudente. Entonces comprendí, y corríjame si me equivoco, que, por alguna razón, usted pretendía que saliéramos del escondrijo. Y aquí estoy, hemos accedido a sus deseos.—¿Me permite un momento? —preguntó Montalbano.Sin esperar la respuesta, se levantó, salió, se dirigió a la cocina y regresó con un plato, en el cual descansaba un enorme trozo de helado duro de cassata siciliana. El coronel se dispuso pacientemente a esperar a que se terminara de comer el helado.—Siga, por favor —le dijo amablemente el comisario—. De esta manera no me lo puedo comer, tengo que esperar a que se derrita un poco.—Antes de seguir adelante —añadió el coronel, cuyos nervios debían de ser de acero—, permita que le haga una aclaración. En su segundo fax, usted se refiere al homicidio de una mujer llamada Aisha. Con aquella muerte nosotros no tenemos nada que ver. Se trató ciertamente de una desgracia. Si hubiera sido necesario eliminarla, lo habríamos hecho enseguida.—No me cabe la menor duda. Y, además, lo había comprendido muy bien.—Entonces, ¿por qué escribió otra cosa en su fax? —Para poner toda la carne en el asador.—Ya. ¿Usted ha leído los escritos y los discursos de Mussolini?—No figuran entre mis lecturas preferidas.—En uno de sus últimos escritos, Mussolini afirma que al pueblo hay que tratarlo como a un burro, con el palo y la zanahoria.—¡Siempre original, Mussolini! ¿Sabe una cosa? —Dígame.—Esta misma frase la decía mi abuelo, que era campesino, pero él sólo se refería al burro.—¿Puedo seguir con la metáfora?—¡Faltaría más!—Sus faxes, el hecho de haber convencido a su compañero Valente de Mazara de que interrogara al patrón del pesquero y al jefe de Gabinete del prefecto: estos y otros hechos han sido sus palos para obligarnos a salir del escondrijo.—Y la zanahoria, ¿dónde está?—Son sus declaraciones durante la rueda de prensa que dio tras la detención de la señora Lapecora por el asesinato de su marido. Allí sí que hubiera podido meternos dentro a la fuerza agarrándonos por el cabello, pero no lo quiso hacer, circunscribió cuidadosamente el delito dentro de los confines de los celos y la codicia. Pero era una zanahoria amenazadora, decía...—Coronel, le aconsejo que se deje de metáforas, hemos llegado a la zanahoria parlante...—De acuerdo. Usted, con la rueda de prensa, nos quiso hacer saber que estaba en posesión de otros datos que, de momento, no quería utilizar. ¿Es así?El comisario acercó la cucharilla al helado, la llenó y se la llevó a la boca.—Aún está duro —le comunicó a Lohengrin Pera.—Usted es capaz de desmoralizar a cualquiera —comentó el coronel, pero siguió adelante a pesar de todo—. Con las cartas boca arriba, ¿me quiere decir todo lo que sabe sobre el asunto?—¿Qué asunto?—El asesinato de Ahmed Moussa.Había conseguido hacerle pronunciar el nombre, debidamente grabado por la cinta de la cámara.—No.—¿Por qué?—Porque me encanta su voz, oírlo hablar.—¿Me puede dar un vaso de agua?A primera vista, Lohengrin Pera estaba absolutamente tranquilo y en calma, pero por dentro debía de estar acercándose al punto de ebullición. La petición de agua era una señal inequívoca.—Vaya usted mismo a buscárselo a la cocina. Mientras el coronel cogía el vaso y abría el grifo, Montalbano, que lo estaba contemplando de espaldas, observó un bulto bajo la chaqueta, a la altura de la nalga derecha. ¿A ver si el enano iba armado con una pistola dos veces más grande que él? Se puso en estado de alerta y se acercó un amado cuchillo que utilizaba para cortar el pan.—Seré explícito y breve —adelantó Lohengrin Pera, sentándose y secándose los labios con un pañuelito que parecía un sello bordado—. Hace poco más de dos años, nuestros colegas de Túnez nos propusieron colaborar en una delicada operación encaminada a neutralizar a un peligroso terrorista cuyo nombre usted me ha hecho repetir ahora mismo.—Perdone— dijo Montalbano—, pero mi vocabulario es más bien limitado. ¿Por neutralizar usted entiende la eliminación física?—Llámelo como quiera. Consultamos, naturalmente, con nuestros superiores y recibimos la orden de no colaborar. Sin embargo, cuando no había transcurrido ni un mes, nos encontramos en la desagradable situación de tener que ser nosotros los que pidiéramos ayuda a nuestros amigos de Túnez.—¡Qué casualidad! —exclamó Montalbano.—Pues sí. Ellos, sin la menor discusión, nos prestaron la ayuda solicitada, y nosotros nos vimos en la obligación moral...—¡No! —gritó Montalbano.Lohengrin Pera pegó un brinco.—¿Qué ocurre?—Ha dicho «moral» —dijo Montalbano.—Como quiera, digamos simplemente obligación, sin adjetivos, ¿así le parece mejor? Disculpe, antes de seguir adelante, tengo que hacer una llamada, lo había olvidado.—Por favor —dijo el comisario, indicándole el teléfono. —Gracias. Tengo el móvil.Lohengrin Pera no iba armado, el bulto del trasero era un teléfono móvil. Marcó el número de tal manera que Montalbano no lo pudiera leer.—¿Oiga? Soy Pera. Todo bien, estamos hablando. Apagó el móvil y lo dejó en la mesa.—Nuestros colegas de Túnez habían descubierto que, desde hacía varios años, la hermana predilecta de Ahmed, Karima, vivía en Sicilia y que, por su trabajo, tenía un amplio círculo de amistades.—Amplio, no —lo corrigió Montalbano—; selecto, sí. Era una puta de fiar, inspiraba confianza.—Fahrid, la mano derecha de Ahmed, propuso a su jefe abrir una base operativa en Sicilia, sirviéndose precisamente de Karima. Ahmed confiaba bastante en Fahrid, ignorando por completo que su mano derecha había sido comprada por los servicios secretos tunecinos. Gracias a nuestra discreta ayuda, Fahrid llegó y entró en contacto con Karima, la cual, tras efectuar una cuidadosa criba de sus clientes, eligió a Lapecora. Tal vez con la amenaza de revelar sus relaciones a la esposa, Karima obligó a Lapecora a abrir de nuevo su antigua empresa de importación y exportación para que les sirviera de tapadera. Fahrid podía mantener contacto con Ahmed, escribiendo cartas comerciales cifradas a una inexistente empresa de Túnez. Por cierto, en la rueda de prensa, usted dijo que Lapecora escribió unos anónimos a su mujer revelándole la aventura amorosa. ¿Por qué?—Porque el asunto le estaba empezando a oler a chamusquina.—¿Cree que sospechaba la verdad?—¡Qué va! Como mucho, habría pensado que se trataba de un asunto de narcotráfico. Si hubiera descubierto que era el centro de una intriga internacional, se habría muerto del susto.—Yo también lo creo. Durante algún tiempo, nuestra misión fue calmar las impaciencias tunecinas, pues queríamos estar seguros de que, en cuanto arrojáramos el anzuelo, el pez lo mordería.—Perdone, pero ¿quién era el joven rubio que de vez en cuando andaba por ahí con Fahrid?El coronel le dirigió una mirada de admiración.—¿Eso también lo sabe? Uno de nuestros hombres que de vez en cuando, comprobaba que tal iban las cosas.—Y, de paso, se tiraba a Karima.—Son cosas que ocurren. Al final, Fahrid convenció a que a Ahmed de que se trasladara a Italia, dándole a entender la posibilidad de hacerse con un gran cargamento de armas. Siempre bajo nuestra invisible protección, Ahmed Moussa llegó a Mazara, siguiendo las instrucciones de Fahrid. El patrón de la embarcación, cediendo a las presiones del jefe Gabinete del prefecto, accedió a aceptar como tripulante a Ahmed, dado que la cita entre éste y el inexistente traficante de armas se tenía que celebrar en alta mar. Ahmed Moussa cayó en la trampa sin sospechar nada en absoluto, incluso encendió un cigarrillo, tal como le habían dicho que hiciera para facilitar la identificación. Pero el commendatore Spadaccia, el jefe de Gabinete, había cometido un gravísimo error.—No le había dicho al patrón del barco que no se trataba de una cita clandestina, sino de una emboscada —dijo Montalbano.—Podríamos definirlo así. El patrón, tal como le habían ordenado que hiciera, arrojó al agua la documentación de Ahmed y se repartió con la tripulación los setenta millones de liras que éste llevaba en el bolsillo. Después, en lugar de regresar a Mazara, cambió de rumbo, pues nos tenía miedo.—¿Y eso?—Verá, nosotros habíamos apartado nuestras patrulleras del lugar de la acción, y el patrón lo sabía. Dadas las circunstancias, debió de pensar: «Puede que, a la vuelta, me tropiece con algo, un torpedo, una mina, una patrullera que me hunda y haga desaparecer las huellas de la operación.» Por eso regresó a Vigàta y lo enredó todo.—¿Sus suposiciones tenían fundamento?—¿En qué sentido?—¿Algo o alguien esperaba el barco?—¡Vamos, Montalbano! ¡Hubiéramos causado una matanza inútil! —Ustedes sólo causan matanzas inútiles, ¿verdad? ¿Y cómo piensan asegurarse el silencio de la tripulación?—Con el palo y la zanahoria, volviendo a citar a un autor que a usted no le gusta. En cualquier caso, todo lo que se tenía que decir ya lo he dicho.—No creo —dijo Montalbano.—Y eso, ¿qué significa?—Significa que no es todo. Usted, hábilmente, me ha llevado a alta mar, pero yo no me olvido de los que se han quedado en tierra. Por ejemplo, Fahrid. Éste, a través de un confidente, se entera de que Ahmed ha sido liquidado, pero el barco, inexplicablemente para él, está atracado en Vigàta. El hecho lo preocupa. En cualquier caso, tiene que cumplir la segunda parte de la misión que le ha sido encomendada. Es decir, neutralizar, tal como dice usted, a Lapecora. Al llegar al portal de la casa de este, descubre, con estupor e inquietud, que alguien se le ha adelantado. Entonces se acojona.—¿Cómo dice?—Se asusta y ya no entiende nada. Como el patrón del barco, teme que ustedes estén detrás de lo ocurrido. Según él, ya han empezado a quitar de en medio a todos los que, de una u otra forma, están implicados en la historia. Puede que, por un instante, piense que la que ha liquidado a Lapecora es Karima. No sé si lo sabe, pero Karima, por orden de Fahrid, había obligado a Lapecora a ocultarla en su casa. Fahrid no quería que, en aquellas horas tan decisivas, a Lapecora se le ocurriera alguna salida ingeniosa. Pero Fahrid ignoraba que, una vez cumplida su misión, Karima ya había regresado a casa. En cualquier caso, en algún momento de aquella mañana, Fahrid se reunió con Karima y ambos debieron de enzarzarse en una violenta discusión, en cuyo transcurso él le reveló a Karima la muerte de su hermano. Karima intentó huir. No pudo hacerlo y fue asesinada. De todos modos, la hubieran tenido que matar a la chita callando al cabo de algún tiempo.—Tal como yo había intuido —dijo Lohengrin Pera—, usted lo ha comprendido todo. Ahora le ruego que reflexione: usted, como yo, es un fiel y leal servidor de nuestro Estado. Pues bien...—Se lo puede meter en el trasero —dijo muy despacio Montalbano.—No le he entendido.—Repito: se puede meter en el trasero nuestro Estado común. Usted y yo tenemos conceptos diametralmente opuestos sobre el significado de nuestra condición de servidores del Estado, prácticamente servimos a dos estados distintos. Por consiguiente, le ruego que no equipare su trabajo con el mío.—Montalbano, ¿ahora se las quiere dar de Quijote? Todas las comunidades necesitan a alguien que limpie las letrinas. Pero eso no significa que el que limpia las letrinas no pertenezca a la comunidad.Montalbano sintió crecer la furia en su interior, una palabra de más hubiera sido, sin duda, un error. Alargó la mano, se acercó el plato del helado y empezó a comer. Ahora Lohengrin Pera ya se había acostumbrado y, cuando Montalbano empezó a saborear el helado, no abrió la boca.—Karima ha sido asesinada, ¿me lo puede confirmar? —preguntó Montalbano después de unas cuantas cucharadas.—Por desgracia, sí. Fahrid temió que...—No me interesa el porqué. Sólo me interesa el hecho de que haya sido asesinada por delegación por un fiel servidor del Estado como usted. Usted, este caso concreto, ¿cómo lo llama, neutralización u homicidio?—Montalbano, con la vara de medir de la moral corriente...—Coronel, ya se lo he advertido: en mi presencia no utilice la palabra «moral».—Quería decir que algunas veces la razón de Estado...—Ya basta —dijo Montalbano, que ya se había terminado el helado con cuatro enfurecidas cucharadas. De repente, se golpeó la frente con la mano—. Pero ¿qué hora es?El coronel consultó su reloj de pulsera, pequeño y precioso, parecía el juguete de un niño.—Ya nos han dado las dos.—¿Cómo es posible que Fazio aún no haya llegado?—se preguntó Montalbano, simulando estar preocupado—. Tengo que hacer una llamada —añadió.Se levantó, se dirigió al teléfono del escritorio, situado a dos metros de distancia y habló en voz alta para que Lohengrin Pera lo oyera todo.—¿Fazio? Soy Montalbano.Fazio apenas podía hablar, pues estaba muerto de sueño. —¿Qué ocurre, comisario?—Pero ¿cómo? ¿Te olvidaste de la detención? —¿Qué detención? —preguntó Fazio, perplejo. —La detención de Simone Fileccia.Simone Fileccia había sido detenido la víspera por el propio Fazio. Y, en efecto, Fazio lo comprendió enseguida. —¿Qué quiere que haga?—Ven a recogerme a mi casa y vamos a detenerlo. —¿Cojo mi coche?—No, mejor uno de los nuestros.—Voy enseguida.—Espera. —El comisario cubrió con una mano el teléfono y se dirigió al coronel—. ¿Tenemos para mucho rato? —Eso depende de usted —contestó Lohengrin Pera. —Procura estar aquí dentro de unos veinte minutos —dijo el comisario a Fazio—, no antes. Tengo que terminar una conversación con un amigo.Colgó el aparato y volvió a sentarse. El coronel sonrió. —Si disponemos de tan poco tiempo, dígame inmediatamente cuál es su precio. Y no se ofenda por la expresión.—Valgo muy poco, poquísimo —dijo Montalbano. —Lo escucho.—Sólo dos cosas. Quiero que dentro de una semana se encuentre el cadáver de Karima, pero de tal manera que sea inequívocamente identificable.Un mazazo en la cabeza le hubiera causado menos efecto a Lohengrin Pera. Éste abrió y cerró la boquita, y agarró el borde de la mesa con las manitas como si temiera caerse de su asiento.—¿Por qué? —consiguió preguntar con una vocecita de gusano de seda.—Cosas mías —fue la contundente y lapidaria respuesta.El coronel sacudió la cabecita de izquierda a derecha y viceversa. Parecía un muñeco de resorte.—No es posible.—¿Por qué?—No sabemos dónde ha sido... enterrada.—¿Quién lo sabe?—Fahrid.—¿Fahrid ha sido neutralizado? No sabe usted lo que me gusta esta palabra.—No, pero ha regresado a Túnez.—Entonces, no hay problema. Establezca contacto con sus amigotes de Túnez.—No —dijo con firmeza el enano—. Ahora la partida ya ha terminado. No nos interesa reanudarla con el hallazgo de un cadáver. No, no es posible. Pida lo que quiera, pero eso no se lo podemos conceder. Aparte de que no veo la finalidad.—Qué le vamos a hacer —dijo Montalbano levantándose.Automáticamente, Lohengrin Pera se levantó. Pero no era un tipo de los que se rinden fácilmente.—Así, por simple curiosidad, ¿me quiere decir cuál es su segunda petición?—Claro. El jefe superior de Montelusa me ha propuesto para el ascenso al cargo de subjefe superior...—No tendremos ninguna dificultad en conseguir que sea aceptada —dijo visiblemente aliviado el coronel.—¿Y en conseguir que sea rechazada?Montalbano oyó con toda claridad el fragor del mundo de Lohengrin Pera, desmoronándose y cayéndole encima en pedazos, y vio que el coronel se había encorvado como si quisiera librarse de los efectos de una repentina explosión.—Está usted completamente loco —murmuró sinceramente asustado el coronel.—¿Ahora se da cuenta?—Mire, haga lo que le dé la gana, pero yo no puedo acceder a su petición de que se encuentre el cadáver. Es absolutamente imposible.—¿Vamos a ver cómo ha salido la grabación? —preguntó dulcemente Montalbano.—¿Qué grabación? —dijo Lohengrin Pera, abriendo desmesuradamente los ojos.Montalbano se acercó a la estantería, se puso de puntillas, cogió la cámara y se la mostró al coronel.—¡Dios mío! —exclamó éste, hundiéndose en una silla. Estaba sudando—. Montalbano, en su propio interés, le ruego...Pero era una serpiente y como tal se comportó. Mientras fingía suplicar al comisario que no cometiera una estupidez, su mano se empezó a deslizar muy despacio y ahora ya estaba a punto de alcanzar el móvil. Sabiendo que en solitario jamás lo podría conseguir, quería pedir refuerzos. Montalbano dejó que se acercara a un centímetro del móvil y entonces saltó. De un manotazo apartó el móvil de la mesa, mientras con la otra mano golpeaba violentamente el rostro del coronel. Lohengrin Pera cruzó volando la estancia, se golpeó la espalda contra la pared y se deslizó al suelo. Montalbano se le acercó muy despacio y, tal como había visto hacer en una película de nazis, aplastó con el tacón las gafitas que se le habían caído al coronel.Diecinueve
Y, ya metido en faena, la emprendió a puntapiés con el móvil hasta dejado prácticamente inservible.
Terminó el trabajo echando mano del martillo que guardaba en la caja de herramientas. Después, se acercó al coronel, que permanecía en el suelo emitiendo leves gemidos. En cuanto se vio delante al comisario, Lohengrin Pera se cubrió el rostro con los antebrazos, tal como hacen los niños.—Basta, por Dios —imploró.Pero ¿qué clase de hombre era aquél? ¿Un tortazo de nada y un poquito de sangre que le salía del labio partido lo habían dejado reducido a semejante estado? Lo agarró por el cuello de la chaqueta, lo levantó del suelo y lo sentó en una silla. Con trémula mano, Lohengrin Pera utilizó el sello bordado para secarse la sangre del labio, pero, en cuanto vio la mancha roja en el tejido, cerró con fuerza los ojos y pareció desmayarse.—Es que... la sangre... me horroriza —farfulló. —¿La tuya o la de los demás? —preguntó Montalbano. Fue a la cocina, cogió una botella de whisky medio vacía y un vaso y colocó ambas cosas delante del coronel. —Soy abstemio.Ahora que ya se había desahogado, Montalbano se sentía más tranquilo.Si el coronel, pensó, había intentado llamar por teléfono para pedir ayuda, las personas que se la hubieran tenido que prestar forzosamente se encontraban muy cerca de allí, a pocos minutos de su casa. Este era el verdadero peligro. Oyó el timbre de la puerta.—¿Dottore? Soy Fazio. Entreabrió la puerta.—Mira, Fazio, tengo que terminar de hablar con la persona que te he dicho. Quédate en el coche, cuando te necesite, te llamaré. Pero ten cuidado: es posible que haya gente con malas intenciones por los alrededores. Detén a cualquiera que veas acercarse a la casa.Cerró la puerta y volvió a sentarse delante de Lohengrin Pera, aparentemente hundido en su abatimiento.—Tengo una curiosidad —dijo Montalbano—. ¿Sabes si existen gusanos venenosos?—¿Qué me quiere hacer? —preguntó el coronel, palideciendo.—Nada de sangre, quédate tranquilo. Tengo la sartén por el mango, supongo que eso ya lo has comprendido. Has sido tan capullo que lo has soltado todo delante de una cámara. Si mando salir en antena la cinta, se arma un follón internacional de no te menees, y tú ya puedes ir preparándote para vender panecillos en una esquina. En cambio, si te encargas de que se descubra el cadáver de Karima e impides mi ascenso (pero ten en cuepta que ambas cosas van juntas), yo te doy mi palabra de honor de que destruyo la cinta. No tienes más remedio que fiarte de mí. ¿He hablado claro?Lohengrin Pera asintió con la cabecita y, en aquel momento, el comisario se dio cuenta de que el cuchillo había desaparecido de la mesa. El coronel lo habría cogido mientras él hablaba con Fazio.—Tenemos motivos para creer que Ben Dhahab era, en realidad, Ahmed Moussa.Pera lo miró con expresión inquisitiva.—En tu propio interés, suelta el cuchillo que ocultas bajo la chaqueta.El coronel obedeció en silencio y depositó el cuchillo en la mesa. Montalbano destapó la botella de whisky, llenó el vaso hasta el borde y se lo ofreció a Lohengrin Pera, que se echó hacia atrás haciendo una mueca de asco.—Ya le he dicho que soy abstemio.—Bebe.—No puedo, se lo aseguro.Apretándole los carrillos con dos dedos de la mano izquierda, Montalbano lo obligó a abrir la boquita.Fazio oyó que lo llamaba el comisario cuando ya llevaba tres cuartos de hora esperando en el coche y estaba tan muerto de sueño como si se hubiera drogado. Entró en la casa e inmediatamente vio a un enano borracho que hasta se había vomitado encima. Como no conseguía permanecer de pie, el enano estaba intentando cantar Celeste Aida apoyándose alternativamente en las sillas y en la pared. Fazio vio en el suelo unas gafas y un teléfono móvil destrozados; en la mesa había una botella de whisky vacía, un vaso también vacío, tres o cuatro hojas de papel y unos documentos de identidad.—Escúchame bien, Fazio —dijo el comisario—. Ahora te voy a contar exactamente lo que ha ocurrido, por si te hicieran preguntas. Anoche cuando regresé a casa sobre las doce vi, al principio del sendero que conduce hasta aquí, el coche de este señor, un BMW, cerrándome el paso. Estaba completamente bebido. Lo llevé a casa porque no estaba en condiciones de conducir. En el bolsillo no llevaba documentación ni nada. Tras varios fallidos intentos de hacerle pasar la mona, te llamé para que me echaras una mano.—Está todo clarísimo —dijo Fazio.—Hagamos una cosa. Tú lo agarras, verás que no pesa casi nada, lo metes en el BMW, te sientas al volante y lo llevas a nuestro calabozo. Yo te sigo con nuestro vehículo.—Y usted después, ¿cómo vuelve a casa?—Me tendrás que acompañar tú, qué le vamos a hacer. Mañana por la mañana, cuando veas que razona con normalidad, lo sueltas.* * *
Una vez en casa, sacó la pistola del cajón donde siempre la guardaba, y se la introdujo en el cinturón. Después, recogió con la escoba los restos del móvil y de las gafas y los envolvió en un papel de periódico. Cogió la pala que Mimí le había regalado a François y cavó dos profundos hoyos casi bajo la galería. En uno de ellos introdujo el paquete y lo cubrió; en el otro, los papeles y los documentos rotos a trocitos. Los roció con gasolina y les prendió fuego. Cuando quedaron reducidos a ceniza, cubrió también el hoyo. Ya empezaba a clarear. Se dirigió a la cocina, se preparó un café cargado y se lo bebió. Después se afeitó y se duchó. Quería disfrutar de la grabación completamente relajado. Introdujo la casete más pequeña en la más grande, tal como le había enseñado a hacer Nicoló, y encendió el televisor y el vídeo. Al ver que transcurrían varios segundos sin que apareciera nada, se levantó del sillón y examinó los aparatos, completamente convencido de que se habría equivocado al hacer alguna conexión. Para aquellas cosas era totalmente negado, y no digamos para los ordenadores, que lo aterrorizaban. Esta vez tampoco logró nada. Sacó la casete de mayor tamaño, la abrió y la examinó. Le pareció que la casete más pequeña estaba mal colocada en su interior y la empujó hasta el fondo. Lo volvió a colocar todo en el vídeo. En la pantalla no apareció una mierda. Pero, maldita sea, ¿qué era lo que no funcionaba? Mientras se lo preguntaba, se quedó helado y le entró una duda. Corrió al teléfono.—¿Diga? —preguntó una voz desde el otro extremo de la línea, pronunciando cada una de las letras con gran esfuerzo.—¿Nicolò? Soy Montalbano.—¿Y quién iba a ser si no, mierda puta?—Te tengo que preguntar una cosa.—¿Pero tú sabes qué hora es?—Te pido perdón. ¿Recuerdas la cámara que me has prestado?—Sí, ¿y qué?—Para grabar, ¿qué botón tenía que apretar? ¿El de arriba o el de abajo?—El de arriba, cabrón.Se había equivocado de botón.Se volvió a desnudar, se puso los calzones de baño, se zambulló valerosamente en el agua helada y empezó a nadar. Cuando, tras haberse cansado, estaba haciendo el muerto, pensó que, en el fondo, no era tan grave no haber grabado nada: lo importante era que el coronel se lo hubiera creído y lo siguiera creyendo. Regresó a la orilla, entró en la casa, se tumbó en la cama mojado tal como estaba, y se quedó dormido.Se despertó pasadas las nueve y tuvo la clara sensación de que no podría regresar al despacho para reanudar su trabajo de todos los días. Decidió avisar a Mimì.—¡Diga, diga! ¿Quién habla?—Catarè, soy Montalbano.—¿Es usted de verdad?—Soy yo de verdad. Pásame al dottor Augello. —Hola, Salvo. ¿Dónde estás?—En casa. Oye, Mimì, no me siento con ánimos para ir al despacho.—¿Te encuentras mal?—No. Sólo que no me siento con ánimos ni hoy ni mañana. Necesito cuatro o cinco días de descanso. ¿Podrás sustituirme?—Claro.—Gracias.—Espera, no cuelgues.—¿Qué ocurre?—Estoy preocupado, Salvo. Desde hace un par de días te veo muy raro. ¿Qué te pasa? No me tengas en ascuas.—Mimì, sólo necesito un poco de descanso. Eso es todo.—¿Adónde irás?—De momento, no lo sé. Después te llamo.Pero sabía muy bien adónde iría. En Marinella preparó la maleta en cinco minutos, pero dedicó más tiempo a elegir los libros que se quería llevar. Le dejó una nota a la asistenta Adelina, diciéndole que regresaría aquella misma semana.En la trattoria de Mazara lo recibieron como al hijo pródigo.—El otro día me pareció comprender que alquilaban habitaciones.—Sí, arriba tenemos cinco. Pero estamos fuera de temporada y sólo hay una alquilada.Le enseñaron la habitación, amplia, luminosa, de cara al mar.Se tumbó en la cama libre de todo cuidado, pero con el corazón lleno de una dulce melancolía. Estaba a punto de soltar amarras para zarpar rumbo a «the country of sleep» cuando oyó que llamaban a la puerta.—Adelante, está abierta.El cocinero apareció en el umbral. Era un cuarentón de gran tonelaje, de ojos negros y piel morena.—¿Qué hace? ¿No baja? Me he enterado de que había llegado y le he preparado una cosa que...No consiguió enterarse de lo que le había preparado el cocinero, pues una suave y dulcísima música, una música celestial, estaba sonando en sus oídos.Llevaba una hora contemplando una embarcación de remos que se estaba acercando lentamente a la orilla. A bordo, un hombre remaba con vigoroso ritmo. El propietario de la trattoria también había visto la barca, pues Montalbano lo oyó gritar:—¡Luici, ya regresa el cavaliere!El comisario vio a Luicino, el hijo de dieciséis años del propietario, adentrarse en el agua y empujar la barca hasta la arena para que el ocupante no se mojara los zapatos. El cavaliere, cuyo nombre ignoraba todavía Montalbano, iba vestido de punta en blanco, con corbata y todo. Lucía un sombrero de jipijapa blanco con la cinta negra de rigor.—Cavaliere, ¿ha cogido algo? —le preguntó el propietario de la trattoria.—Esta mierda he cogido.Rondaba los setenta años, enjunto y nervioso. Más tarde, Montalbano lo oyó trajinar en la habitación de al lado.—Le he preparado la mesa allí —dijo el propietario en cuanto vio aparecer a Montalbano para la cena, acompañándolo a una pequeña estancia en la que sólo cabían dos mesas. El comisario se lo agradeció: en la sala más grande resonaban las risas y las voces de un ruidoso grupo.—He puesto la mesa para dos —añadió el propietario—. ¿Le molesta que el cavaliere Pintacuda cene con usted?Más bien sí, siempre temía tener que hablar mientras comía.Poco después se presentó el delgado setentón, haciendo una media reverencia.—Liborio Pintacuda, y no soy cavaliere. Tengo que hacerle una advertencia aun a riesgo de parecer un grosero —añadió nada más sentarse—. Yo, cuando hablo, no como. Por consiguiente, si como, no hablo.—Bienvenido al club —dijo Montalbano, lanzando un suspiro de alivio.La pasta con cangrejos de mar poseía toda la gracia de un bailarín de primera, pero la lubina rellena con salsa de azafrán le cortó la respiración y lo dejó casi asustado.—¿Usted cree que un milagro así se podrá repetir? —le preguntó a Pintacuda, señalando el plato ya vacío.Ambos habían terminado de comer y ya podían recuperar el uso de la palabra.—Se repetirá, no se preocupe, como el milagro de la licuefacción de la sangre de san Jenaro —contestó Pintacuda—. Hace años que vengo aquí y nunca, pero lo que se dice nunca, he sufrido una decepción con la cocina de Tanino.—En un gran restaurante, a un cocinero como Tanino le pagarían a precio de oro —comentó el comisario.—Pues sí. El año pasado pasó por aquí un francés, que era el propietario de un famoso restaurante parisino, que casi se puso de rodillas delante de Tanino para llevárselo a París. No hubo manera. Tanino dice que él es de aquí y que aquí se quiere morir.—Alguien le habrá enseñado a guisar de esta manera, no puede ser un don natural.—Pues mire, hasta hace diez años, Tanino era un delincuente de poca monta, pequeños robos, tráfico de droga. Entraba y salía de la cárcel. Pero una noche se le apareció la Virgen.—¿Bromea usted?—Me guardaría mucho de hacerla. Dice que la Virgen cogió sus manos entre las suyas, lo miró a los ojos y le reveló que, a partir del día siguiente, se convertiría en un gran cocinero.—¡Venga ya!—Usted eso de la Virgen no lo sabía y, sin embargo, en presencia de la lubina, ha utilizado justo esta palabra: milagro. Pero ya veo que no cree en las cosas sobrenaturales y prefiero cambiar de tema. ¿Qué hace usted por aquí, comisario?Montalbano pegó un brinco. Allí no le había dicho a nadie el trabajo que hacía.—Vi en la televisión su rueda de prensa sobre la mujer que mató a su marido —explicó Pintacuda.—Hágame un favor, no le diga a nadie quién soy.—Aquí saben todos quién es usted, comisario. Pero, como han comprendido que a usted no le gusta que lo reconozcan, hacen como si nada.—Y usted, ¿a qué grata tarea se dedica?—Era profesor de filosofía, si el hecho de enseñar filosofía se puede llamar grato.—¿No lo es?—En absoluto. Los chavales se aburren, ya no les interesa aprender lo que pensaban Hegel y Kant. Habría que sustituir la filosofía por una asignatura llamada, qué sé yo, «Manual de instrucciones». Entonces puede que tuviera más sentido.—Instrucciones, ¿para qué?—Para la vida, amigo mío. ¿Sabe qué escribe Benedetto Croce en sus Memorias? Dice que, a través de sus experiencias, aprendió a considerar la vida como una cosa seria, como un problema que se tenía que resolver. Parece obvio, ¿verdad? Pero no es así. Habría que explicar filosóficamente a los jóvenes el significado, por ejemplo, del hecho de que se estrellen con su coche contra otro el sábado por la noche. Y decirles cómo se podría eso evitar filosóficamente. Pero ya tendremos ocasión de hablar de eso, me han dicho que se va usted a quedar aquí unos días.—Sí. ¿Usted vive solo?—Durante los quince días que paso aquí, completamente solo. En Trapani, en cambio, vivo en un caserón con mi mujer, cuatro hijas todas casadas y ocho nietos que, cuando no estoy en la escuela, se pasan todo el día conmigo. Por lo menos, una vez cada tres meses me escapo aquí, no dejo dirección ni teléfono. Me purifico, tomo las aguas de la soledad, este lugar para mí es como una clínica, en la cual me desintoxico de un exceso de sentimientos. ¿Usted juega al ajedrez?La tarde del día siguiente, mientras permanecía tumbado en la cama, volviendo a leer por vigésima vez El consejo de Egipto, de Sciascia, recordó que había olvidado advertir a Valente de la especie de pacto que había concertado con el coronel. El hecho podría ser peligroso para su compañero de Mazara, en caso de que éste hubiera seguido adelante con las investigaciones. Bajó a la planta baja donde estaba el teléfono.—¿Valente? Soy Montalbano.—Salvo, ¿dónde demonios te has metido? Te he llamado al despacho y me han dicho que no sabían nada de ti.—¿Por qué me buscabas? ¿Hay alguna novedad?—Sí. Esta mañana me ha llamado el jefe superior para informarme de que, inesperadamente, mi petición de traslado ha sido aceptada. Me envían a Sestri.Giulia, la mujer de Valente, era de Sestri, y allí vivían sus padres. Hasta aquel día, todas las veces que el subjefe superior había solicitado el traslado a Liguria, le habían contestado negativamente.—¿No te dije que esta historia te sería provechosa? —le recordó Montalbano.—¿Tú crees que...?—Claro. Te quitan de en medio sin que tú tengas motivo de protestar. Al contrario. ¿Cuándo será efectivo el traslado? —Con carácter inmediato.—¿Lo ves? Te iré a saludar antes de que te vayas.Lohengrin Pera y sus amigotes de parroquia se habían puesto en marcha en un santiamén. Pero habría que ver si era una buena o una mala señal. Quiso comprobarlo. Si aquella gente se había dado tanta prisa en terminar la partida, lo más seguro era que también le hubieran enviado una señal a él. La burocracia italiana, habitualmente muy lenta, actúa como un rayo cuando se trata de joder al ciudadano: teniendo en cuenta esta archisabida verdad, llamó a su jefe superior.—¡Montalbano! Por Dios bendito, ¿dónde se había metido?—Le pido disculpas por no haberle avisado, me he tomado unos días de descanso.—Lo comprendo. ¿Se ha ido a ver...?—No. ¿Me buscaba usted? ¿Me necesita?—Sí, lo buscaba, pero no lo necesito. Descanse. ¿Recuerda que había propuesto su ascenso?—Cómo no.—Pues bien, esta mañana me ha llamado el commendatore Ragusa, del Ministerio. Es un buen amigo mío. Me ha dicho que... no sé, parece que han surgido ciertos problemas, no sé de qué naturaleza, en relación con su ascenso. Ragusa no ha querido o no ha podido decirme nada más. Me ha dado a entender que cualquier insistencia sería inútil y puede que incluso perjudicial. Créame que estoy consternado y ofendido.—Pues yo, no.—¡Lo sé muy bien! Es más, usted se alegra, ¿no es así? —Me alegro por partida doble, señor jefe superior. —¿Por partida doble?—Se lo explicaré cuando nos veamos.Se tranquilizó. Iban por buen camino.A la mañana siguiente, Liborio Pintacuda, con una taza de café en la mano, lo despertó cuando aún estaba oscuro. —Lo espero en la barca.Lo había invitado a una inútil media jornada de pesca y él había aceptado. Se puso unos vaqueros y una camisa de manga larga: en la barca, con un señor vestido de punta en blanco, se hubiera sentido incómodo en traje de baño.Pescar resultó ser para el profesor lo mismo que comer: el hombre no abrió la boca como no fuera para soltar maldiciones de vez en cuando contra los peces que no picaban.Hacia las nueve de la mañana, cuando el sol ya estaba muy alto en el cielo, Montalbano ya no pudo contenerse.—Mi padre se está muriendo —dijo.—Mi más sentido pésame —dijo el profesor sin apartar los ojos del sedal.Al comisario, las palabras le sonaron inoportunas y fuera de lugar.—Aún no ha muerto, se está muriendo —puntualizó.—Da igual. Su padre para usted ha muerto en el preciso instante en que se enteró de que se iba a morir. Lo demás es, ¿cómo diría?, una formalidad corporal. Nada más. ¿Vive con usted?—No, en otro pueblo. —¿Solo?—Sí. Y yo no tengo valor para ir a verlo ahora que se muere. No puedo. La sola idea me atemoriza. Jamás tendré fuerzas para poner los pies en el hospital donde está ingresado.El viejo no dijo nada, se limitó a volver a colocar el cebo que los peces se habían comido tan ricamente. Después decidió hablar.—Verá, tuve oportunidad de seguir una de sus investigaciones, la del llamado «perro de terracota». En aquella ocasión, usted abandonó la investigación que estaba llevando a cabo sobre un asunto de tráfico de armas y se lanzó de cabeza a la investigación de un delito ocurrido cincuenta años atrás cuya solución no tendría ningún efecto práctico. ¿Sabe por qué lo hizo?—¿Por curiosidad? —apuntó Montalbano.—No, amigo mío. La suya fue una manera muy delicada e inteligente de seguir cumpliendo su no agradable oficio, huyendo, sin embargo, de la realidad de todos los días. Es evidente que llega un momento en que esta realidad cotidiana le pesa demasiado. Y entonces usted huye de ella. Tal como hago yo cuando me refugio aquí. Pero, en cuanto regreso a casa, pierdo la mitad del beneficio. El hecho de que su padre muera es real, pero usted se niega a aceptarlo mediante una comprobación personal. Hace como los niños que, cerrando los ojos, creen que borran el mundo.El profesor Liborio Pintacuda miró al comisario directamente a los ojos.—¿Cuándo se decidirá a crecer, Montalbano?Veinte
Mientras bajaba para ir a cenar, decidió regresar a Vigàta al día siguiente. Llevaba cinco días lejos de allí. Luicino había puesto la mesa en la pequeña estancia de siempre y Pintacuda lo esperaba sentado en su lugar acostumbrado.
—Mañana me iré —le anunció Montalbano.—Yo no, necesito otra semanita de desintoxicación.Luicino les sirvió inmediatamente el primer plato, por lo que ambos sólo utilizaron la boca para comer. Al llegar el segundo, se llevaron una sorpresa.—¡Albóndigas! —exclamó indignado el profesor—. ¡Las albóndigas se dan a los perros!El comisario no se inmutó, el aroma que se escapaba del plato era denso y embriagador.—¿Qué le pasa a Tanino, está enfermo? —preguntó preocupado Pintacuda.—No, señor, está en la cocina —contestó Luicino.Sólo entonces el profesor partió una albóndiga por la mitad con el tenedor y se la llevó a la boca. Montalbano aún no había hecho ningún gesto. Pintacuda masticó muy despacio, entornó los ojos y emitió una especie de gemido.—Si uno se las come cuando está a punto de morir, le da igual ir al infierno —dijo muy despacio.El comisario se introdujo media albóndiga en la boca y, con la lengua y el paladar, dio comienzo a un análisis científico tan preciso que, a su lado, los de Jacomuzzi hubieran sido de risa. Bueno pues: pescado y, sin ninguna duda, cebolla, guindilla, huevo batido, sal, pimienta y pan rallado. Pero faltaban todavía dos sabores que se percibían bajo el regusto de la mantequilla que se había utilizado para freírlas. Al segundo bocado, identificó lo que no había descubierto primero: comino y cilantro.—¡Koftas!—¿Qué ha dicho? —preguntó Pintacuda. —Estamos comiendo un plato indio preparado a la perfección.—Me importa un carajo de donde sea —dijo el profesor—. Yo sólo sé que es un sueño. Y le ruego que no vuelva a dirigirme la palabra hasta que terminemos de cenar.Pintacuda mandó quitar la mesa y propuso la ya habitual partida de ajedrez que Montalbano perdía habitualmente. —Perdone, pero primero quisiera saludar a Tanino. —Lo acompaño.El cocinero le estaba echando una bronca tremenda a su ayudante por no haber limpiado bien las sartenes.—De esta manera, al día siguiente conservan el sabor de la víspera y uno ya no se entera de lo que está comiendo —explicó a sus visitantes.—Oiga —le dijo Montalbano—, ¿es cierto que usted jamás ha salido de Sicilia?Debió de adoptar involuntariamente un tono de policía, pues Tanino pareció regresar a la época en que se dedicaba a la delincuencia.—¡Jamás, se lo juro, comisario! ¡Tengo testigos!Lo cual significaba que no tenía más remedio que haber aprendido a preparar aquel plato en algún restaurante de comida extranjera.—¿Ha mantenido algún trato con indios?—¿Con los del cine? ¿Los pieles rojas?—Dejémoslo correr —dijo Montalbano.Y saludó con un abrazo al protagonista de aquel milagro culinario.Durante sus cinco días de ausencia, le comunicó Fazio, no había ocurrido nada importante. Carmelo Arnone, el del estanco de las inmediaciones de la estación, le había pegado cuatro tiros a Angelo Cannizzaro, el de la mercería, por un asunto de faldas. Mimì Augello, que pasaba casualmente por allí, se había enfrentado valerosamente con el agresor y lo había desarmado.—Lo cual significa —comentó Montalbano— que, seguramente, Cannizzaro sólo se debió de pegar un pequeño susto.Era de todos sabido que Carmelo Arnone no sabía manejar la pistola y que ni siquiera era capaz de alcanzar una vaca a diez centímetros de distancia.—Pues no.—¿Le dio? —preguntó Montalbano, asombrado.En realidad, añadió Fazio, esta vez tampoco lo consiguió, pero una de las balas, tras alcanzar una farola del alumbrado, rebotó y se detuvo entre los omóplatos de Cannizzaro. Una heridita de nada, pues la bala ya había perdido la fuerza. Pero por el pueblo corrió enseguida la voz de que Carmelo Arnone había disparado vilmente por la espalda a Angelo Cannizzaro. Pasqualino, el hermano de éste, el que se dedica a la venta de habas y lleva unas gafas con cristales de dos dedos de grosor, cogió un arma y, al ver a Carmelo Arnone, le pegó un tiro, pero no sólo erró dos veces el disparo sino que, encima, se equivocó de persona. En efecto, había confundido a Carmelo con su hermano Filippo, el propietario de la verdulería, a causa del ligero parecido entre ambos Arnone. En cuanto al fallo del tiro, el primer disparo se perdió cualquiera sabía dónde, mientras que el segundo hirió en el dedo meñique de la mano izquierda a un comerciante de Canicatti que se encontraba en Vigàta por asuntos de su incumbencia. Llegada a este punto, la pistola se encasquilló, pues de lo contrario, Pasqualino Arnone, disparando al azar, hubiera causado la segunda matanza de los inocentes. Ah, y después se habían producido dos hurtos, cuatro robos por el procedimiento del tirón y tres incendios de automóviles. Lo de siempre.Llamaron y entró Tortorella empujando la puerta con el pie, pues iba cargado con más de tres kilos de papeles. —¿Aprovechamos ahora que está usted aquí? —¡Tortore, hablas como si yo llevara ausente cien años!Nunca firmaba sin haber leído cuidadosamente de qué se trataba y, por eso, a la hora del almuerzo ya había despachado algo más de un kilo. Notaba un cierto estímulo en la boca del estómago, pero decidió no ir a la trattoria San Calogero, pues no quería profanar tan pronto el recuerdo del cocinero Tanino, inspirado directamente por la Virgen. Era necesario que la traición estuviera por lo menos parcialmente justificada por la abstinencia.Terminó de estampar firmas a las ocho de la tarde cuando ya le dolían no sólo los dedos, sino también el brazo.Llegó a casa muerto de hambre. Ahora se notaba un agujero en la boca del estómago. ¿Cómo tenía que comportarse? ¿Abrir el horno y el frigorífico para ver qué le había preparado Adelina? Pensó que, si el hecho de pasar de un restaurante a otro se podía considerar técnicamente una traición, el hecho de pasar de Tanino a Adelina no lo era en absoluto, es más, se podía presentar como un regreso a la familia tras un paréntesis de adulterio. El horno estaba vacío y en el frigorífico había unas diez aceitunas, tres sardinas y un poquito de atún de Lampedusa en un pequeño recipiente de cristal. El pan, envuelto en un papel, estaba sobre la mesa de la cocina al lado de una nota de la asistenta.Como usía no me dice cuándo vuelve, yo preparo y preparo y después tengo que tirar a la basura la gracia de Dios. Ya no prepararé nada más.Adelina se negaba a seguir derrochando, por supuesto, pero, sobre todo, se debía de haber ofendido porque él no le había dicho adónde iba («Ya sé que soy una asistenta, ¡pero a veces usía me trata como a una asistenta!»).Se comió de mala gana un par de aceitunas con un poco de pan y las quiso acompañar con el vino de su padre. Encendió el televisor y sintonizó Retelibera, pues era la hora del telediario.Nicolò Zito estaba terminando de comentar la detención, por malversación y concusión, de un asesor de Fela. Después pasó a la crónica de sucesos. En las afueras de Sommatino, entre Caltanissetta y Enna, se había descubierto el cuerpo de una mujer en avanzado estado de putrefacción.Montalbano se incorporó de golpe en su sillón.La mujer había sido estrangulada, introducida en un saco y posteriormente arrojada a un pozo seco bastante hondo. A su lado se había encontrado una maletita que había permitido la identificación de la víctima: Karima Moussa, de treinta y cuatro años, natural de Túnez, pero desde hacía varios años residente en Vigàta.En la pequeña pantalla apareció la fotografía de Karima con François, la que el comisario le había facilitado a Nicolò.¿Recordaban los telespectadores que Retelibera había informado de la desaparición de la mujer? En cambio, del niño, su hijo, no había ni rastro. Según el comisario Diliberto, que se encargaba de las investigaciones, el autor del homicidio podía ser el anónimo protector de la tunecina. En cualquier caso, quedaban, según el comisario, numerosos puntos oscuros por aclarar.Montalbano soltó un relincho. Apagó el televisor y sonrió. Lohengrin Pera había cumplido su palabra. Se levantó, se desperezó, volvió a sentarse y se quedó dormido de golpe en el sillón. Un sueño animal, quizá sin sueños, de saco de patatas.* * *
A la mañana siguiente llamó desde el despacho al jefe superior, auto invitándose a cenar. Después llamó a la comisaría de Sommatino.—¿Diliberto? Soy Montalbano. Llamo desde Vigàta. —Hola, colega. Dime.—Te llamo por el asunto de la mujer que habéis encontrado en el pozo.—Karima Moussa.—Sí. ¿La habéis identificado con toda seguridad?—Sin el menor asomo de duda. En la maletita, había, entre otras cosas, una tarjeta de cajero automático de la Banca Agrícola de Montelusa.—Perdona que te interrumpa, pero es que cualquiera puede poner...—Déjame terminar. Hace tres años esta mujer sufrió un accidente y tuvieron que aplicarle doce puntos de sutura en el brazo derecho en el hospital de Montelusa. Todo corresponde. La cicatriz es visible a pesar del avanzado estado de putrefacción del cadáver.—Mira, Diliberto, yo acabo de regresar a Vigàta esta mañana después de unos días de vacaciones. No tengo muchas noticias, me he enterado del hallazgo a través de una emisora de televisión local. Decían que tú tenías ciertas dudas.—No se refieren a la identificación. Estoy seguro de que la mujer fue asesinada en otro lugar y sepultada en un sitio que no es aquel en el que nosotros la hemos encontrado tras recibir una llamada anónima. Por eso me pregunto: ¿por qué han exhumado y trasladado el cadáver? ¿Qué necesidad tenían de hacerlo?—¿Por qué estás seguro?—Mira, la maletita de Karima se ensució de materia orgánica durante su primera permanencia al lado del cadáver. Por lo que, para llevar la maletita hasta el pozo donde la hemos encontrado, la tuvieron que envolver con un periódico.—¿Y qué?—El periódico es de hace tres días. La mujer, en cambio, fue asesinada por lo menos diez días antes de esa fecha. El forense pone la mano en el fuego. Por consiguiente, tendré que tratar de averiguar el motivo del traslado. Y no se me ocurre ninguna idea, no acierto a comprenderlo.Montalbano la idea la tenía, pero no se la podía facilitar a su compañero. ¡Pero es que aquellos cabrones de los Servicios Secretos no daban ni una! Como la vez en que, ante la necesidad de hacer creer que en determinado día cierto aparato libio había caído en Sila, habían armado la de Dios es Cristo. Y después, en la autopsia, había resultado que el piloto del aparato había fallecido quince días antes del impacto. El cadáver volador.Después de la cena, sobria pero de altísima calidad, Montalbano y su jefe se retiraron al estudio. Por su parte, la mujer del jefe superior se fue a ver la televisión.El relato de Montalbano fue muy largo, y tan detallado que ni siquiera omitió la rotura voluntaria de las gafitas de Lohengrin Pera. En determinado momento, el relato se transformó en confesión. Pero la absolución del superior tardó en llegar. Éste se sentía francamente molesto por el hecho de que lo hubieran excluido del juego.—Estoy muy disgustado con usted, Montalbano. Me ha privado de la posibilidad de divertirme un poco antes de retirarme.Mi queridísima Livia:
Esta carta te sorprenderá por lo menos por dos razones. La primera es la propia carta, el hecho de que yo la haya escrito y enviado. En cambio, cartas no escritas te he enviado muchas, por lo menos una al día. Me he dado cuenta de que, en todos estos años, sólo te he enviado de vez en cuando postales con «burocráticos y comisariales» saludos, tal como tú los llamas.
La segunda razón, por la cual no sólo te sorprenderás sino que creo te alegrarás, es su contenido.
Desde que te fuiste, hace exactamente cincuenta y cinco días (como ves, llevo la cuenta), han ocurrido muchas cosas, algunas de las cuales nos conciernen. Pero decir que han «ocurrido» es un error, sería mejor decir que yo he hecho que ocurrieran.
Tú una vez me reprochaste mi tendencia a hacer el papel de Dios, cambiando, con pequeñas o grandes omisiones, y también con falseamientos más o menos culpables, el curso de los acontecimientos (de los demás). Puede que sea cierto, es más, lo es sin la menor duda, pero ¿no crees que eso entra también en el oficio al que me dedico?
En cualquier caso, quiero apresurarme a decirte que pienso hablarte de otra, ¿cómo diría?, de mis transgresiones, pero esta vez encaminada a modificar, en nuestro beneficio y no contra o en favor de otros, toda una serie de acontecimientos. Pero antes quiero hablarte de François.
Ni tú ni yo hemos vuelto a pronunciar este nombre desde la última noche que tú pasaste en Marinella, cuando me reprochaste no haber comprendido que aquel niño podía convertirse en el hijo que jamás tendríamos. Por si fuera poco, te dolía la forma en que yo te había arrebatado al niño. Pero es que tenía miedo, y con razón. Se había convertido en un peligroso testigo, temía que lo hicieran desaparecer («neutralizar», dicen eufemísticamente ellos).
La omisión se ha dejado sentir en nuestras conversaciones telefónicas, confiriéndoles un carácter evasivo y un poco desganado. Hoy quiero aclararte que, si no te he hablado antes de François, dándote tal vez la impresión de que lo había olvidado, lo hice para no alimentar en ti unas peligrosas ilusiones, y que, si ahora te hablo de él, significa que este temor mío ya ha desaparecido.
¿Recuerdas aquella mañana en Marinella, cuando François huyó para ir en busca de su madre? Pues bien, mientras yo lo acompañaba a casa, él me dijo que no quería ir a parar a un orfelinato. Yo le contesté que eso jamás ocurriría. Le di mi palabra de honor y nos estrechamos la mano. Había adquirido un compromiso y lo tendría que cumplir a toda costa.
En estos cincuenta y cinco días, Mimì Augello ha llamado, a petición mía, tres veces a la semana a su hermana para saber cómo estaba el niño. Las respuestas siempre han sido tranquilizadoras.
Anteayer, y en compañía de Mimì, fui a verlo (por cierto, le tendrías que escribir una carta a Mimì para agradecerle su generosa amistad). Tuve ocasión de observar a François mientras jugaba con el sobrino de Augello que tiene su misma edad: estaba contento y despreocupado. En cuanto me vio, me reconoció de inmediato y su expresión cambió, como si se hubiera puesto triste. La memoria de los niños es intermitente, como la de los viejos: seguramente se acordó de su madre. Me dio un fuerte abrazo y después, mirándome con los ojos brillantes, pero sin lágrimas —creo que es un niño que no llora fácilmente—, no me hizo la pregunta que yo temía, es decir, si tenía noticias de Karima. En su lugar, me dijo en voz baja: «Llévame con Livia.»
No con su madre, sino contigo. Se debe de haber convencido de que no volverá a ver a su madre. Y esto, por desgracia, corresponde a la verdad.
Tú sabes que desde el primer momento y por triste experiencia, tuve el convencimiento de que Karima había sido asesinada. Para hacer lo que tenía intención de hacer, tuve que emprender una peligrosa acción para obligar a los cómplices del asesinato a salir de su escondrijo. El siguiente paso fue el de obligarlos a que el cuerpo de la mujer fuera descubierto de tal manera que no se albergara ninguna duda sobre su identidad. Me ha ido bien. Y, de esta manera, he podido actuar «oficialmente» con respecto a François, ya declarado huérfano de madre. He contado con la ayuda del jefe superior, que ha puesto en marcha todas sus amistades. Si no se hubiera descubierto el cuerpo de Karima, mis pasos se hubieran enredado en toda una serie de ataduras burocráticas que habrían retrasado muchos años la solución de nuestro problema.
Me doy cuenta de que te estoy escribiendo una carta demasiado larga y vaya cambiar de registro.
1) François, a los ojos de la ley, tanto de la nuestra como de la tunecina, se encuentra en una situación paradójica. Es, efectivamente, un huérfano que no existe, pues su nacimiento no se registró ni en Sicilia ni en Túnez.
2) El juez de Montelusa que se ocupa de estas cosas ha regularizado de alguna manera la situación de François, sólo durante el tiempo necesario para la tramitación de las diligencias, confiando su custodia provisional a la hermana de Mimì.
3) El propio juez me ha informado de que, teóricamente, sería posible en Italia la adopción por parte de una mujer soltera, pero ha añadido que, en la práctica, no es así. Y me ha citado el caso de una actriz sometida desde hace años a sentencias, dictámenes y medidas contradictorias entre sí.
4) Lo mejor que se podría hacer para abreviar, según el juez, sería que nosotros dos nos casáramos.
5) Por consiguiente, prepara los papeles.
Te abrazo y te beso.
Salvo
P.D. Un notario de Vigàta amigo mío administrará un fondo de quinientos millones de liras a plazo fijo en nombre de François, del cual éste podrá entrar en posesión cuando alcance la mayoría de edad. Me parece justo que nuestro hijo nazca oficialmente en el mismo momento de poner los pies en nuestra casa, pero me parece más que justo que lo ayude en la vida la que fue su verdadera madre, a quien pertenecía el dinero.
SU PADRE ESTÁ EN LAS ÚLTIMAS; SI QUIERE VERLO VIVO, NO PIERDA EL TIEMPO. ARCANGELO PRESTIFILIPPO.
Esperaba aquellas palabras, pero, cuando las leyó, volvió a experimentar el mismo sordo dolor que había sentido al enterarse de la noticia, pero agravado ahora por la angustia de lo que debería hacer: inclinarse sobre el lecho, besar la frente de su padre, percibir su seco aliento de moribundo, mirarlo a los ojos y decirle unas palabras de consuelo. ¿Tendría el valor de hacerlo? Empapado de sudor, pensó que ésta era la prueba inevitable, en caso de que efectivamente fuera necesario que creciera, tal como le había dicho el profesor Pintacuda.«Enseñaré a François a no tener miedo de mi muerte», pensó. Y aquel pensamiento, que lo sorprendió por el simple hecho de que se le hubiera podido ocurrir, le produjo una momentánea serenidad.Justo a la entrada de Valmontana, después de cuatro horas seguidas de carretera, había un letrero que indicaba el camino de la clínica Porticelli.Dejó el coche en el correspondiente parking y entró. Percibía los latidos del corazón justo bajo la nuez.—Me llamo Montalbano. Quisiera ver a mi padre, que está ingresado aquí.—Siéntese. Voy a avisar al profesor Brancato.Se acomodó en un sillón y cogió una de las revistas que había sobre una mesita. La dejó enseguida, tenía las manos tan sudadas que había mojado la portada.Entró el profesor, un cincuentón muy serio enfundado en una bata blanca. Le tendió la mano.—¿Señor Montalbano? Lamento muy de veras tener que decirle que su padre ha fallecido serenamente hace dos horas.—Gracias —dijo Montalbano.El profesor lo miró, un poco extrañado. Pero el comisario no le estaba dando las gracias a él.FIN