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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
      2.2  
      2.3  
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      2.8  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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    Animar Reloj
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
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    Movimiento automático Segundos
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    Ocultar Reloj - 2
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
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    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
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    Avatar 4

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

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    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
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    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    -------
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    -------
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    Prog.R.4

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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
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    LA VOZ DEL VIOLÍN (Andrea Camilleri)

    Publicado en abril 22, 2011

    Título original: La vocé del violino


    UNO


    En cuanto abrió las persianas del dormitorio, el comisario Salvo Montalbano comprendió que el día no iba a ser gran cosa. Era todavía de noche y faltaba por lo menos una hora para el amanecer, pero la oscuridad ya parecía menos espesa, lo suficiente para dejar ver el cielo cubierto por unas densas nubes de lluvia y, más allá de la franja clara de la playa, un mar con aspecto de perro pequinés. Desde el día en que un minúsculo perro de aquella raza, todo lleno de adornos y lacitos, tras soltarle un enfurecido gargajeo a modo de ladrido, le había propinado una dolorosa dentellada en la pantorrilla, Montalbano llamaba así al mar cada vez que lo veía agitado por breves y frías ventoleras que provocaban miríadas de pequeñas olas rematadas por ridículos penachos de espuma. Se puso de peor humor al recordar la desagradable tarea que tenía por delante aquella mañana: ir a un entierro.



    La víspera, tras sacar de la heladera las frescas anchoas que le había comprado su mucama Adelina, se las había zampado en una ensalada, aliñadas con mucho jugo de limón, aceite de oliva y pimienta negra recién molida. Había disfrutado de lo lindo, pero una llamada telefónica le había estropeado el placer.

    —Hola, dottori. ¿Está usted en persona al teléfono, dottori?
    —Estoy yo en persona, Catarè. Habla con toda tranquilidad.

    En la comisaría habían encomendado a Catarella la misión de atender las llamadas telefónicas en la errónea creencia de que allí podría causar menos estropicios que en otro lugar. Montalbano, tras varios solemnes enojos, había comprendido que la única manera de mantener con él un diálogo que no rebasara los límites tolerables del delirio consistía en adoptar su mismo lenguaje.

    —Pido perdonación y compresión, dottori.

    Ay. Pedía perdón y comprensión. Montalbano aguzó las orejas, pues cuando el supuesto italiano de Catarella adquiría un tono ceremonioso y grandilocuente, significaba que el asunto no era de poca monta.

    —Habla sin temor, Catarè.
    —Hace tres días lo llamaron, dottori, usted no estaba, pero yo me olvidé de decírselo.
    —¿De dónde llamaron?
    —De Florida, dottori.

    Montalbano se quedó literalmente petrificado. Se vio de golpe enfundado en un conjunto deportivo footing en compañía de unos esforzados y atléticos agentes norteamericanos de la lucha antidroga, ocupados con él en una complicada investigación sobre tráfico de estupefacientes.

    —Tengo una curiosidad, ¿cómo se hablaron?
    —¿Y cómo nos teníamos que hablar? En italiano, dottori.
    —¿Te dijeron qué querían?
    —Pues claro, me lo dijeron todo. Me dijeron que había muerto la mujer del subjefe de policía Tamburanno.

    Montalbano lanzó un suspiro de alivio sin poderlo evitar. No lo habían llamado desde Florida sino de la comisaría de Floridia, en la misma Sicilia, cerca de Siracusa. Caterina Tamburrano estaba muy enferma desde hacía tiempo y la noticia no lo sorprendió.

    —Dottori, ¿de verdad es usted en persona?
    —Soy yo, Catarè, no he cambiado.
    —También dijeron que el funeral se celebraría el jueves a las nueve de la mañana.
    —¿El jueves? ¿Mañana por la mañana quieres decir?
    —Sí, dottori.

    Era demasiado amigo de Michele Tamburrano para no asistir y reparar con ello la negligencia de no haberse puesto en contacto con él ni siquiera con una llamada telefónica. De Vigàta a Floridia había por lo menos tres horas y media de coche.

    —Oye, Catarè, tengo el coche en el taller. Necesito un automóvil de servicio para mañana a las cinco en punto en mi casa de Marinella. Dile al doctor Augello que no estaré en la comisaría y que regresaré a primera hora de la tarde, después de comer. ¿Me has entendido bien?

    Salió de la ducha con la piel de color langosta: para equilibrar la sensación de frío que le había causado la contemplación del mar, había abusado del agua caliente. Cuando estaba empezando a afeitarse, oyó llegar el automóvil de servicio. ¿Quién no lo habría oído en un radio de diez kilómetros? El vehículo llegó zumbando, frenó en medio de un fuerte chirrido que disparó ráfagas de gravilla en todas direcciones y, a continuación, se oyó un desesperado rugido de motor embalado, un desgarrador cambio de marcha, un violento derrapaje y otra ráfaga de gravilla. El conductor había efectuado una maniobra para colocarse en posición de regreso.

    Cuando salió de casa, listo para la partida, vio a Gallo, el chofer oficial de la comisaría, exultante. 13

    —¡Mire aquí, dottore! ¡Fíjese en las huellas! ¡Qué maniobra! ¡He girado el vehículo en redondo!
    —Te felicito —le dijo Montalbano en tono sombrío.
    —¿Pongo la sirena? —preguntó Gallo en el momento de iniciar la marcha.
    —Sí, en el culo —contestó Montalbano con expresión enfurruñada. Y cerró los ojos, pues no tenía ganas de hablar.

    Gallo, que padecía complejo de Indianápolis, en cuanto vio que su jefe cerraba los ojos, empezó a aumentar la velocidad para alcanzar un kilometraje por hora digno de las dotes de conductor que creía poseer. Y de esa manera, cuando no llevaban ni siquiera un cuarto de hora de camino, se dieron el golpazo. Al percibir el chirrido de la frenada, Montalbano abrió de nuevo los ojos, pero no vio nada de nada, pues el cinturón de seguridad proyectó violentamente su cabeza primero hacia adelante y después hacia atrás. A continuación, se produjo un aterrador estruendo de chapa contra chapa, seguido de un silencio de cuento de hadas, con gorjeo de pajaritos y ladridos de perros.

    —¿Te has hecho daño? —preguntó el comisario a Gallo, al ver que éste se masajeaba el pecho.
    —No. ¿Y usted?
    —Nada. ¿Cómo ha sido?
    —Una gallina se cruzó en mi camino.
    —Jamás he visto una gallina atravesar la carretera cuando se acerca un vehículo. Vamos a ver los daños.

    Bajaron. No pasaba ni un alma. Las huellas de la larga frenada habían quedado grabadas en el asfalto: justo en el lugar donde éstas empezaban se distinguía un montoncito de color oscuro. Gallo se acercó y se dirigió con aire triunfal al comisario.

    —¿Qué le había dicho? ¡Era una gallina!

    Un suicidio, estaba clarísimo. El coche contra el que habían chocado y cuya parte posterior habían destrozado por completo, debía de haber estado debidamente estacionado en la orilla, pero el golpe lo había colocado ligeramente de través. El Renault Twingo verde botella cerraba un sendero que, unos treinta metros más allá, conducía hasta un chalé de dos pisos, con la puerta y las ventanas cerradas. El vehículo de servicio se había roto un faro y tenía el guardabarros derecho abollado.

    —Y ahora ¿ qué hacemos? —preguntó Gallo, desolado.
    —Nos vamos. A tu juicio, ¿nuestro coche funciona?
    —Voy a probar.

    Haciendo marcha atrás y chirriando, el vehículo de servicio se des enganchó del otro automóvil. Tampoco esta vez se asomó nadie a ninguna de las ventanas del chalé. Debían de estar durmiendo como troncos, pues era evidente que el Twingo pertenecía a alguien de la casa, dado que no había ningún otro edificio en las inmediaciones. Montalbano anotó en un trozo de papel el número de teléfono de la comisaría y lo metió bajo el limpiaparabrisas.

    Cuando no se puede, no se puede. Media hora después de reanudar la marcha, Gallo empezó a darse nuevamente masajes en el pecho y, de vez en cuando, el rostro se le contraía en una mueca de dolor.

    —Yo conduciré —dijo el comisario, y Gallo no protestó.

    Al llegar a la altura de Fela, en lugar de seguir adelante por la carretera, Montalbano se adentró por un desvío que conducía al centro del pueblo. Gallo no se dio cuenta, pues tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el vidrio de la ventanilla.

    —¿Dónde estamos? —preguntó, abriendo los ojos al percibir que el automóvil se detenía.
    —Te llevo al hospital de Fela. Baja.
    —Pero si no es nada, comisario.
    —Baja. Quiero que te echen un vistazo.
    —Déjeme aquí y siga su camino. Ya me recogerá a la vuelta.
    —No digas bobadas. Camina.

    El vistazo que le echaron a Gallo, entre auscultaciones, triple medición de la presión arterial, radiografías y demás, duró más de dos horas. Al final decretaron que Gallo no se había roto nada, que el dolor se debía al golpe que se había dado contra el volante y que su estado de debilidad era consecuencia del susto que se había llevado.

    —Y ahora ¿qué hacemos? —volvió a preguntar Gallo con creciente desconsuelo.
    —¿Qué quieres que hagamos? Seguir adelante. Pero conduzco yo.

    Ya había estado dos o tres veces en Floridia y recordaba incluso dónde vivía Tamburrano. Se dirigió por tanto a la iglesia de la Madonna delle Grazie que estaba casi pegada a la casa de su compañero. Al llegar a la plaza, vio la iglesia con ornamentos de luto y a varias personas entrando a toda prisa en el templo. La ceremonia debía de haber empezado con retraso y él no era el único que sufría contratiempos.

    —Voy al garaje de la comisaría para que revisen el coche y después volveré para recogerlo —dijo Gallo.

    Montalbano entró en la iglesia abarrotada de gente; la ceremonia acababa de empezar. Miró a su alrededor y no reconoció a nadie. Tamburrano debía de estar en la primera fila, cerca del féretro y delante del altar mayor. Decidió quedarse donde estaba, junto al pórtico: le estrecharía la mano a Tamburrano cuando sacaran el féretro de la iglesia. Al oír las primeras palabras del cura, con la misa ya muy adelantada, experimentó un sobresalto. Había oído bien, estaba seguro.

    El cura había empezado diciendo:

    —Nuestro queridísimo Nicola ha abandonado este valle de lágrimas...

    Haciendo acopio de todo el valor que pudo, tocó en el hombro a una ancianita.

    —Perdone, señora, ¿por quién es la ceremonia?
    —Por el pobre contador Pecoraro. ¿Por qué?
    —Creía que era por la señora Tamburrano.
    —Ah, eso es en la iglesia de Santa Anna.

    Para llegar a la iglesia de Santa Anna tardó un cuarto de hora a pie, casi corriendo. Entró jadeando y sudoroso, y encontró al párroco en la nave desierta.

    —Disculpe, ¿el funeral de la señora Tamburrano?
    —Terminó hace casi dos horas —contestó el párroco, mirándolo severamente.
    —¿Sabe si la enterrarán aquí? —preguntó Montalbano, evitando los ojos del cura.
    —¡No, hombre! Una vez finalizada la ceremonia, se la llevaron a Vibo Valentia. Allí la enterrarán en el panteón familiar. Su marido, el viudo, la ha seguido en coche.

    O sea que todo había sido inútil. Había visto en la plaza de la Madonna delle Grazie un café con terraza. Cuando llegó Gallo con el vehículo arreglado hasta donde se había podido, Montalbano le contó lo ocurrido.

    —Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Gallo por tercera vez aquella mañana, sumido en un profundo desconsuelo.
    —Te comes un brioche con un granizado, que aquí lo hacen muy bueno, y volvemos a casa. Si el Señor nos ayuda y la Virgen nos acompaña, a las seis de la tarde estamos en Vigàta.

    La plegaria fue escuchada y circularon a la perfección.

    —El coche sigue todavía allí —dijo Gallo cuando ya se veía Vigàta.
    —Ya habrán llamado a la comisaría —contestó Montalbano.

    Mentía: la contemplación del vehículo y del chalé con las ventanas cerradas le había causado una cierta desazón.

    —Vuelve para atrás —ordenó de repente.

    Gallo efectuó una temeraria y cerrada curva que desencadenó un coro de bocinazos; al llegar a la altura del Twingo efectuó otra todavía más temeraria y frenó detrás del cochecito dañado.

    Montalbano bajó rápidamente. Antes, al pasar por allí, lo había visto perfectamente bien a través del espejo retrovisor: el trozo de papel con el número de teléfono de la comisaría aún estaba bajo el limpiaparabrisas, nadie lo había tocado.

    —No me gusta ni un poquito —le dijo a Gallo, que se había acercado a él.

    Echó a andar por el sendero. El chalé debía de haber sido construido recientemente, pues delante de la puerta principal la hierba aún estaba quemada por la cal. Y, además, había unas tejas nuevas amontonadas en un rincón del terreno. El comisario estudió atentamente las ventanas: no se filtraba ni un rayo de luz.

    Se acercó a la puerta y tocó el timbre. Esperó un poco y volvió a llamar.

    —¿Sabes quién es el propietario? —le preguntó a Gallo.
    —No, señor.

    ¿Qué hacer? Estaba oscureciendo, se sentía un poco cansado y experimentaba sobre sus hombros el peso de aquella inútil y agotadora jornada.

    —Vámonos —dijo. Y añadió, en un vano intento de convencerse: —Seguro que han llamado.

    Gallo lo miró con expresión dubitativa, pero no abrió la boca.

    El comisario no permitió que Gallo entrara ni siquiera en el despacho y lo envió inmediatamente a casa para que descansara. El subcomisario Mimì Augello no estaba, pues lo había llamado el nuevo jefe de policía de Montelusa Luca Bonetti—Alderighi, un joven e impetuoso bergamasco que, en un mes, había conseguido despertar odios asesinos por doquier.

    —El jefe de policía —le comunicó Fazio, el suboficial con quien Montalbano tenía más confianza—, se ha molestado por no haberlo encontrado en Vigàta. Y por eso ha tenido que ir el doctor Augello.
    —¿Que ha tenido que ir? —replicó el comisario—. ¡Vamos, hombre, ése lo que ha hecho es aprovechar la ocasión para exhibirse!

    Le contó a Fazio el accidente de aquella mañana y le preguntó si sabía quiénes eran los propietarios del chalé. Fazio lo ignoraba, pero le aseguró a su superior que a la mañana siguiente iría al Ayuntamiento para averiguarlo.

    —Por cierto, su coche está en nuestro garaje. Antes de regresar a casa, el comisario interrogó a Catarella.
    —Procura hacer memoria. ¿No habrán llamado por casualidad acerca de un coche al que hemos embestido?

    No había llamado nadie.

    —A ver si lo entiendo —dijo Livia en tono alterado a través del teléfono desde Boccadasse, Génova.
    —Pero ¿qué quieres entender, Livia? Te lo he dicho y te lo repito. Los documentos para la adopción de François todavía no están listos, han surgido dificultades imprevistas y yo ya no tengo para respaldarme a mi viejo jefe que siempre estaba dispuesto a allanar todos los obstáculos. Hay que tener paciencia.
    —Yo no estaba hablando de la adopción —dijo fríamente Livia.
    —Ah, ¿no? ¿Y de qué hablabas entonces?
    —Hablaba de nuestra boda. Podemos casarnos mientras se resuelven las dificultades de la adopción. Ambas cosas no son interdependientes.
    —Por supuesto que no lo son —dijo Montalbano, que ya estaba empezando a sentirse acosado y acorralado.
    —Quiero una respuesta clara a la pregunta que ahora te vaya hacer —añadió implacablemente Livia—. Supongamos que la adopción es imposible. ¿Qué hacemos según tú, nos casamos de todos modos o no?

    Un fragoroso y repentino trueno le facilitó la solución

    —¿Qué ha sido eso? —preguntó Livia.
    —Un trueno. Hay una tormenta trem... Colgó y desenchufó.

    No conseguía pegar un ojo. Daba vueltas y más vueltas en la cama, enredándose con las sábanas. Hacia las dos de la madrugada comprendió que era inútil intentar dormir. Se levantó, se vistió, tomó un bolso de cuero que le había regalado mucho tiempo atrás un ladrón de viviendas que posteriormente se había hecho amigo suyo, subió a su automóvil y se puso en marcha. La tormenta era cada vez más fuerte y los relámpagos iluminaban como si fuera de día. Al llegar a la altura del Twingo, ocultó su vehículo bajo los árboles y encendió los faros. Sacó la pistola de la guantera, unos guantes y una linterna. Esperó que amainara un poco la lluvia, cruzó la carretera de un salto, subió por el sendero y se pegó a la puerta. Tocó un buen rato el timbre y no obtuvo respuesta. Se puso los guantes y sacó del bolso de cuero un llavero de gran tamaño en forma de anillo del que colgaban unos diez objetos de hierro de distintas formas.

    Al tercer intento, la puerta se abrió, pues sólo estaba cerrada con el picaporte y no con llave. Entró y cerró la puerta a su espalda. En medio de la oscuridad se agachó, se quitó los zapatos mojados y se quedó en medias. Después encendió la linterna, apuntando el haz de luz hacia el suelo. Se encontraba en un espacioso comedor con salón anexo. Los muebles olían a barniz, todo era nuevo y estaba limpio y en orden. Una puerta daba acceso a una cocina tan resplandeciente como la de un anuncio. Otra daba a un cuarto de baño tan pulcro y reluciente que parecía que nadie hubiera entrado jamás en él. Subió muy despacio por la escalera que conducía al piso de arriba. Vio tres puertas cerradas. La primera que abrió le permitió ver un pequeño y ordenado dormitorio de huéspedes; la segunda le mostró un cuarto de baño más grande que el de la planta baja, pero en el que, a diferencia del otro, reinaba un considerable desorden. En el suelo había una salida de baño de toalla de color rosa, como si la persona que la tenía puesta se la hubiera quitado rápidamente. La tercera puerta correspondía al dormitorio principal. Y estaba claro que el cuerpo desnudo y casi arrodillado pertenecía a la joven y rubia propietaria que, con el vientre apoyado en el borde de la cama, permanecía con los brazos extendidos y el rostro enterrado en la sábana reducida a jirones por las uñas que la habían agarrado con fuerza en medio de los espasmos de la muerte por asfixia. Montalbano se acercó al cadáver, se quitó un guante y lo tocó ligeramente: estaba frío y rígido. Debía de haber sido muy bonita. El comisario volvió a bajar, se puso nuevamente los zapatos, secó con el pañuelo la mancha húmeda que éstos habían dejado en el suelo, salió de la casa, cerró la puerta, cruzó la carretera, subió a su automóvil y se alejó del lugar. Estuvo pensando vertiginosamente mientras regresaba a Marinella. ¿Qué hacer para que otros descubrieran el delito? No podía ir a decirle al juez lo que acababa de hacer. El juez sustituto del doctor Lo Bianco, que había pedido la excedencia para poder profundizar en sus interminables investigaciones históricas acerca de sus presuntos antepasados, era un veneciano llamado Nicolò y apellidado Tommaseo como el célebre escritor y patriota del siglo XIX, que a cada momento sacaba a relucir sus "irrenunciables prerrogativas". Tenía una carita de chiquilín tísico que ocultaba bajo una barba y unos bigotes de mártir de Belfiore, los célebres patriotas ahorcados en aquella localidad mantuana. Mientras abría la puerta de su casa, Montalbano dio finalmente con la solución del problema. Y, de esa manera, consiguió dormir como Dios manda.


    DOS


    Llegó al despacho a las ocho y media, descansado y dulcificado.



    —¿Sabes que el jefe de policía es un noble? —fue lo primero que le dijo Mimì Augello al verlo.
    —¿Es un juicio moral o un hecho heráldico?
    —Heráldico.
    —Ya lo había comprendido por el guión entre los dos apellidos. Y tú, ¿qué has hecho, Mimì? ¿Lo has llamado conde, barón, marqués? ¿Lo has adulado como Dios manda?
    —¡Vamos, Salvo, qué manía la tuya!
    —¿La mía? Fazio me ha dicho que meneabas el rabo mientras hablabas por teléfono con el jefe y que después has salido como una exhalación para ir a verlo.
    —Mira, el jefe me ha dicho textualmente: "Si el comisario Montalbano no está localizable, venga usted inmediatamente". ¿Qué querías que hiciera? ¿Contestarle que no podía porque, en caso contrario, mi superior se cabrearía?
    —¿Qué quería?
    —No estaba sólo yo. Se encontraba presente media provincia. Nos ha comunicado su intención de renovar y poner al día las cosas. Ha dicho que el que no esté en condiciones de seguirlo en esta aceleración, mejor que se vaya al desguace. Ha dicho literalmente" desguace". Todos hemos comprendido que se refería a ti y a Sandro Turri de Calascibetta.
    —Explícame mejor cómo lo han comprendido.
    —Porque, cuando dijo "desguace", miró un buen rato primero a Turri y después a mí.
    —¿Y no es posible que se refiriera precisamente a ti?
    —Vamos, Salvo, todos sabemos lo mal que le caes.
    —¿Qué quería el señor príncipe?
    —Decirnos que dentro de unos días llegarán unas supermodernas computadoras y que las habrá en todas las comisarías. Nos ha pedido a cada uno el nombre del agente más experto en informática. Y yo se lo he dado.
    —¿Pero estás loco? Aquí nadie sabe nada de esas cosas. ¿Qué nombre le has dado?
    —Catarella —contestó muy serio e impasible Mimì Augello.

    Un acto de saboteador nato. Montalbano se levantó de un salto y corrió a abrazar a su subcomisario.

    —Lo sé todo sobre el chalé que le interesa —dijo Fazio, sentándose en la silla delante del escritorio del comisario—. He hablado con el secretario del Ayuntamiento, que conoce la vida y milagros de todos los habitantes de Vigàta.
    —Dime.
    —Bueno pues, el terreno en el que se levanta la casa pertenecía al doctor Rosario Licalzi.
    —¿ Doctor en qué?
    —Doctor de verdad, médico. Murió hace unos quince años y se lo dejó en herencia a su hijo mayor Emanuele, también médico.
    —¿Vive en Vigàta?
    —No, señor. Vive y trabaja en Bolonia. Hace dos años este Emanuele Licalzi se casó con una chica de allí. Vinieron a Sicilia en viaje de luna de miel. La mujer vio el terreno y, desde ese momento, se le metió en la cabeza construir un chalé. Y eso es lo que hicieron.
    —¿Sabes dónde están en este momento los Licalzi?
    —El marido está en Bolonia y a ella se la vio hace tres días en el pueblo buscando cosas para amueblar el chalé. Tiene un Twingo verde botella.
    —El que Gallo embistió.
    —Ya. El secretario me ha dicho que no puede pasar inadvertida. Por lo visto, es muy bonita.
    —No entiendo por qué razón la señora no ha llamado todavía —declaró Montalbano que, cuando se lo proponía, sabía actuar como un consumado actor.
    —Yo tengo una teoría —dijo Fazio—. El secretario me ha dicho que la señora es, ¿cómo diría?, muy aficionada a las amistades.
    —¿Femeninas?
    —Y masculinas —subrayó Fazio con intención—. Puede que la señora sea huésped de alguna familia que, a lo mejor, vino a recogerla con su coche. Sólo cuando regrese se dará cuenta de los daños que ha sufrido el vehículo.
    —Es posible —concluyó Montalbano, siguiendo con su teatro.

    En cuanto Fazio se retiró, el comisario llamó a la señora Clementina Vasile Cozzo.

    —Mi querida señora, ¿cómo está?
    —¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! Voy tirando, a Dios gracias.
    —¿Podría pasar a saludarla un momentito?
    —Usted es bien recibido en cualquier momento.

    La señora Clementina Vasile Cozzo era una anciana paralítica, una ex maestra de escuela primaria extremadamente inteligente y dotada de una natural y decorosa dignidad. El comisario la había conocido en el transcurso de unas complicadas investigaciones tres meses atrás y había quedado filialmente unido a ella. Montalbano no se lo confesaba abiertamente a sí mismo, pero aquella era la mujer que habría querido tener por madre, pues había perdido la suya siendo muy chico y sólo conservaba de ella el recuerdo de una dorada luminiscencia.

    —¿Mamá era rubia? —le había preguntado una vez a su padre en un intento de comprender por qué el recuerdo de su madre consistía sólo en una borrosa luminosidad.
    —Trigo bajo el sol —fue la concisa respuesta de su padre.

    Montalbano había adquirido la costumbre de ir a ver a la señora Clementina por lo menos una vez a la semana, le hablaba de alguna investigación que tenía entre manos, y la mujer, agradeciéndole la visita que interrumpía la monotonía de sus jornadas, lo invitaba a comer. Pina, la mucama, era un personaje arisco que, por si fuera poco, no le tenía la menor simpatía a Montalbano, pero preparaba unos platos de exquisita y cautivadora simplicidad.

    La señora Clementina, elegantemente vestida y con un pequeño chal de seda indio sobre los hombros, lo recibió en el salón.

    —Hoy tenemos concierto —le dijo en un susurro—, pero ya está a punto de terminar.

    Cuatro años atrás la señora Clementina había averiguado a través de la mucama Pina, que a su vez se había enterado por medio de Jolanda, el ama de llaves del maestro Cataldo Barbera, que el ilustre violinista que vivía en el apartamento situado justo encima del suyo, estaba teniendo serias dificultades con los impuestos. Entonces ella se lo había dicho a su hijo, que trabajaba en la delegación de Hacienda de Montelusa, y el problema, que esencialmente se debía a un equívoco, se había resuelto. Diez días más tarde el ama de llaves Jolanda le había entregado una nota: "Distinguida señora, para corresponder aunque sólo sea en parte, cada viernes por la mañana, desde las nueve y media hasta las diez y media, tocaré para usted. Suyo afectísimo, Cataldo Barbera".

    Y, de esta manera, todos los viernes por la mañana la señora se vestía de punta en blanco para rendir a su vez homenaje al maestro y se sentaba en una especie de cuartito—salón, donde el sonido de la música le llegaba mejor. Y el maestro, a las nueve y media en punto, iniciaba su concierto de violín.

    En Vigàta todos sabían de la existencia del maestro Cataldo Barbera, pero muy pocos lo habían visto personalmente. Hijo de un ferroviario, el futuro maestro había visto la luz en Vigàta sesenta y cinco años atrás, pero había abandonado el pueblo antes de cumplir los diez años debido al traslado de su padre a Catania. Los vigateses se habían enterado de su carrera por la prensa: tras haber estudiado violín, Cataldo Barbera no había tardado en convertirse en un violinista de fama internacional. Pero de una forma inexplicable, una vez alcanzado el punto culminante de la notoriedad, se había retirado a Vigàta, donde compró un apartamento en el que vivía voluntariamente recluido.

    —¿Qué está tocando? —preguntó Montalbano.

    La señora Clementina le pasó una hoja de papel cuadriculado. La víspera del concierto el maestro solía enviarle el programa escrito a lápiz. Las piezas de aquel día eran la Danza Española de Sarasate y el Scherzo—Tarantela op. 16 de Wieniawski. Al finalizar el concierto, la señora Vasile Cozzo enchufó el teléfono, marcó un número, apoyó el auricular en la repisa y empezó a aplaudir. Montalbano se unió a ella de todo corazón: no entendía nada de música, pero estaba seguro de que Cataldo Barbera era un gran artista.

    —Señora —empezó diciendo el comisario—, mi visita es interesada, necesito que me haga un favor.

    A continuación le contó todo lo ocurrido la víspera, el accidente, su equivocación de funeral, la clandestina visita nocturna a la casita y el descubrimiento del cadáver. Al final del relato, el comisario titubeó, pues no sabía cómo formular la petición.

    La señora Clementina, que se había divertido y emocionado progresivamente a medida que avanzaba el relato, lo animó:

    —Adelante, comisario, no tenga reparo. ¿Qué desea de mí?
    —Quisiera que efectuara una llamada anónima —contestó Montalbano de un tirón.

    Hacía diez minutos que había regresado al despacho cuando Catarella le pasó una llamada del doctor Lattes, jefe de gabinete de la Jefatura de policía.

    —Mi querido Montalbano, ¿cómo está? ¿Cómo está?
    —Bien —contestó secamente Montalbano.
    —Me complace saber que goza usted de buena salud —dijo el jefe del gabinete para no dejar en mal lugar el apodo de "‘Lattes’ y ‘mieles’" que alguien le había aplicado por su meliflua peligrosidad.
    —A sus órdenes —lo espoleó Montalbano.
    —Verá. Hace menos de un cuarto de hora ha llamado una mujer a la Jefatura, pidiendo hablar personalmente con el señor jefe de policía. Ha insistido mucho. Pero el jefe estaba ocupado y me ha rogado que atendiera yo la llamada. La mujer estaba medio histérica y gritaba que en una casita de la localidad de Tre Fontane se había cometido un delito. Después ha colgado. El jefe le ruega que acuda allí por si acaso y le informe. La señora ha dicho también que la casita se puede encontrar fácilmente porque delante de ella hay un Twingo verde botella estacionado.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamó Montalbano, dando comienzo a la interpretación de su papel en el segundo acto, en vista de la perfección con que la señora Clementina Vasile Cozzo había interpretado el suyo.
    —¿Qué ocurre? —preguntó con curiosidad el doctor Lattes.
    —¡Una coincidencia extraordinaria! —contestó Montalbano en tono de asombro—. Luego le cuento.
    —¡Hola! Soy el comisario Montalbano. ¿Hablo con el juez Tommaseo?
    —Sí. Buenos días. Dígame.
    —Doctor Tommaseo, el jefe de gabinete de la Jefatura de policía me acaba de comunicar la recepción de una llamada anónima, en la que se denunciaba un delito cometido en una casita del distrito de Vigàta. Me ha ordenado ir a echar un vistazo y me estoy dirigiendo allí.
    —¿No podría ser una broma de mal gusto?
    —Todo es posible. Se lo he querido comunicar por respeto a sus irrenunciables prerrogativas.
    —Claro —dijo complacido el juez Tommaseo.
    —¿Cuento con su autorización para seguir adelante?
    —Naturalmente. Y, en caso de que se haya cometido efectivamente un delito en aquel lugar, avíseme de inmediato y aguarde mi llegada.

    Llamó a Fazio, Gallo y Galluzzo y les comunicó que tenían que ir con él a la localidad de Tre Fontane para comprobar si se había cometido un homicidio.

    —¿Es el mismo chalé sobre el que usted me pidió información? —preguntó Fazio, perplejo.
    —¿El mismo donde nos llevamos por delante el Twingo? —inquirió Gallo, contemplando con asombro a su jefe.
    —Sí —les contestó el comisario con humilde expresión.
    —¡Qué olfato tiene usted! —exclamó Fazio, admirado.

    Cuando acababan de ponerse en marcha, Montalbano se hartó de la farsa que tendría que interpretar, simulando asombro ante la contemplación del cadáver, y del tiempo que le harían perder el juez, el forense y los de la Policía Científica, los cuales eran capaces de tardar varias horas en acudir al lugar. Decidió abreviar.

    —Pásame el móvil—le dijo a Galluzzo, sentado delante de él. Al volante se sentaba naturalmente Gallo.

    Marcó el número del juez Tommaseo.

    —Soy Montalbano. Señor juez, la llamada anónima no era una broma. Por desgracia, hemos encontrado en el chalé el cadáver de una mujer.

    Las reacciones de los ocupantes del vehículo fueron muy variadas. Gallo derrapó, invadió el carril contrario, rozó un camión cargado de barras de hierro, soltó una maldición y regresó a su carril. Galluzzo experimentó un sobresalto, abrió unos ojos como platos y se volvió a mirar boquiabierto de asombro a su superior por encima del respaldo. Fazio contrajo visiblemente los músculos y miró inexpresivamente hacia adelante.

    —Voy enseguida para allá —dijo el juez Tommaseo—. Dígame exactamente dónde está el chalé.

    Cada vez más harto, Montalbano le pasó el móvil a Gallo.

    —Explícale bien dónde está. Y después avisa al doctor Pasquano y a la Científica.

    Fazio volvió a abrir la boca sólo cuando el vehículo se detuvo detrás del Twingo verde botella.

    —¿Se puso guantes, comisario?
    —Sí —contestó Montalbano.
    —De todos modos y para más seguridad, ahora cuando entremos, toque todo con las manos y deje todas las huellas que pueda.
    —Ya lo había pensado —dijo el comisario.

    De la nota introducida bajo el limpiaparabrisas, después de la tormenta de la noche anterior, no quedaba casi nada, el agua había borrado el número de teléfono. Montalbano no la retiró.

    —Ustedes dos miren aquí abajo —les dijo el comisario a Gallo y a Galluzzo.

    Por su parte, él subió al piso de arriba, seguido de Fazio. Bajo la luz eléctrica, el cuerpo de la muerta causaba menos impresión que la víspera, cuando él lo había entrevisto bajo la luz de la linterna: parecía menos auténtico, aunque no falso. El rígido cadáver de lívida blancura parecía una copia en yeso de las víctimas de la erupción del Vesubio en Pompeya. Boca abajo tal como estaba, no se le podía ver el rostro, pero su resistencia a la muerte debía de haber sido muy violenta pues en los hombros, justo bajo la nuca, se destacaban unas azuladas señales de equimosis, lo cual significaba que el asesino debía de haber utilizado toda su fuerza para hundirle el rostro en el colchón hasta el punto de que no pudiera pasar ni una pizca de aire.

    Gallo y Galluzzo llamaron desde la planta baja.

    —Aquí abajo parece que todo está en orden —dijo Gallo.

    De acuerdo, parecía una copia en yeso, pero no por ello dejaba de ser una joven asesinada, desnuda y en una posición que, de repente, se le antojó insoportablemente obscena, una cerrada intimidad profanada y abierta por ocho ojos de policías. En un intento de devolverle un mínimo de personalidad y dignidad, le preguntó a Fazio:

    —¿Te han dicho cómo se llamaba?
    —Sí. Si es la señora Licalzi, se llamaba Michela.

    Fue al cuarto de baño, recogió del suelo la salida de color rosa, la llevó al dormitorio y cubrió el cuerpo.

    Bajó a la planta baja. Si no hubiera muerto, a Michela Licalzi le habrían quedado todavía muchas cosas que hacer para terminar de arreglar el chalé.

    Apoyadas en un rincón del salón había dos alfombras enrolladas; el sofá y los sillones estaban envueltos en el papel de celofán de la fábrica y, sobre una caja de gran tamaño todavía cerrada, había una mesita patas arriba. Lo único que parecía encontrarse en su sitio era una pequeña vitrina, en cuyo interior se habían colocado en perfecto orden los consabidos objetos: dos abanicos antiguos, unas figuritas de cerámica, un estuche de violín cerrado y unas preciosas caracolas de colección.

    Los primeros en llegar fueron los de la Científica. El jefe de policía Bonetti—Alderighi había sustituido a Jacomuzzi, el viejo jefe de la brigada, por el joven doctor Arqua, trasladado desde Florencia. Jacomuzzi, ya antes de ocupar el cargo de jefe de la Científica, era un exhibicionista incurable, siempre el primero en posar ante los fotógrafos, los cámaras y los periodistas. Montalbano, burlándose de él, tal como solía hacer siempre, lo llamaba "Pippo Baudo" como el célebre presentador de la televisión. En el fondo, Jacomuzzi creía más bien poco en las aportaciones que pudiera hacer la Científica a una investigación: decía que antes o después la intuición y la razón llegarían a la solución incluso sin ayuda de microscopios ni análisis. Unas herejías para Bonetti—Alderighi, que rápidamente se había librado de él. Vanni Arqua era el vivo retrato de Harold Lloyd, perennemente despeinado, vestido como los sabios distraídos de los años 30 y fiel adepto al culto de la ciencia. A Montalbano no le caía bien y Arqua le correspondía con análoga antipatía. Los de la Científica se presentaron en pleno, haciendo sonar a todo volumen las sirenas de sus dos automóviles casi como si estuvieran en Texas. Eran ocho, todos vestidos de civil, y lo primero que hicieron fue sacar de los baúles de los coches toda una serie de cajas y cajitas, como si fueran un equipo de cineastas a punto de efectuar una filmación. Cuando Arqua entró en el salón, Montalbano ni siquiera lo saludó y se limitó a señalarle con el pulgar que lo que les interesaba se encontraba en el piso de arriba. Mientras los hombres aún estaban subiendo, Montalbano oyó la voz de Arqua.

    —Disculpe, comisario, ¿quiere subir un momento?

    Se lo tomó con calma. Apenas entró en el dormitorio, se sintió traspasado por la mirada del jefe de la Científica.

    —Cuando usted lo descubrió, ¿el cadáver estaba así?
    —No —contestó Montalbano más fresco que una lechuga—. Estaba desnudo.
    —¿Y de dónde sacó la salida de baño?
    —Del cuarto de baño.
    —¡Vuelva a dejar todo tal como estaba, por Dios bendito! ¡Usted ha alterado la disposición del conjunto! ¡Y eso es gravísimo!

    Sin decir nada, Montalbano se acercó al cadáver, tomó la prenda y se la colgó del brazo.

    —¡Qué culo, muchachos!

    El que había hablado era el fotógrafo de la Científica, una especie de feo paparazzo con los faldones de la camisa por fuera de los pantalones.

    —Sírvete a tu gusto, si quieres —le dijo pausadamente el comisario—. Ya lo tienes a punto.

    Fazio, que conocía el peligro que a menudo representaba la controlada calma de Montalbano, se acercó a él. El comisario miró a Arqua directamente a los ojos:

    —¿Comprendes ahora por qué lo hice, caquita?

    Y abandonó la habitación. En el cuarto de baño, se echó rápidamente agua en la cara, arrojó la salida de baño aproximadamente en el mismo lugar donde la había encontrado y regresó al dormitorio.

    —Me veré obligado a informar al jefe de policía —dijo fríamente Arqua.

    La voz de Montalbano sonó diez grados más fría.

    —Se entenderán muy bien.
    —Dottore, yo, Gallo y Galluzzo vamos a ir afuera a fumamos un cigarrillo. A los de la Científica los molestamos.

    Montalbano no contestó, estaba absorto en un pensamiento. Desde el salón volvió a subir al piso de arriba e inspeccionó la pequeña habitación y el cuarto de baño.

    En la planta baja ya había mirado sin encontrar lo que le interesaba. Para más seguridad, se asomó un momento al dormitorio invadido y revuelto de arriba abajo por la Científica y echó un vistazo a lo que le parecía haber visto antes.

    Fuera de la casa él también encendió un cigarrillo.

    Fazio acababa de hablar a través del móvil.

    —He pedido el número de teléfono y la dirección del marido en Bolonia —explicó.
    —Dottore —dijo Galluzzo—. Estábamos comentando los tres una cosa muy rara...
    —El armario del dormitorio aún esta embalado. Y yo he mirado incluso debajo de la cama —añadió Gallo.
    —Y yo he mirado en todas las demás habitaciones. Pero...

    Fazio, que estaba a punto de llegar a la conclusión, se detuvo al ver el gesto de la mano de su superior.

    —…pero los vestidos de la señora no están en ningún sitio —terminó Montalbano.


    TRES


    Llegó la ambulancia, seguida del vehículo del forense doctor Pasquano.



    —Ve a ver si la Científica ha terminado en el dormitorio —le ordenó Montalbano a Galluzzo.
    —Gracias —dijo el doctor Pasquano. Su lema era "o ellos o yo", donde "ellos" eran los de la Científica. Si ya no soportaba a Jacomuzzi y su banda de desmandados, cabe imaginar lo poco que podía aguantar al doctor Arqua y a sus visiblemente eficientes colaboradores.
    —¿Mucho trabajo? —preguntó el comisario.
    —Poca cosa. Cinco cadáveres en una semana. ¿Cuándo se ha visto eso? Estamos en un período de estancamiento.

    Regresó Galluzzo y les comunicó que la Científica se había desplazado al cuarto de baño y al cuartito y que tenían vía libre.

    —Acompaña al doctor y después vuelve a bajar —ordenó Montalbano, esta vez a Gallo.

    Pasquano le dirigió una mirada de gratitud, pues le gustaba sinceramente trabajar solo.

    Al cabo de una media hora larga, apareció el abollado vehículo del juez, el cual sólo decidió frenar tras haber golpeado uno de los dos automóviles de servicio de la Científica.

    Nicolò Tommaseo bajó con el rostro congestionado. Su cuello de ahorcado parecía el de un pavo.

    —¡Es una carretera tremenda! ¡He sufrido dos accidentes! —anunció a la urbe y al orbe.

    Todo el mundo sabía que conducía como un perro drogado.

    Montalbano buscó un pretexto para evitar que subiera enseguida a fastidiar a Pasquano.

    —Señor juez, quiero contarle una historia muy curiosa.

    Y le contó una parte de lo que le había ocurrido la víspera, le indicó el efecto del golpe en el Twingo, le enseñó lo que quedaba de la nota del limpiaparabrisas y le explicó de qué manera había empezado a sospechar algo. La llamada anónima a la Jefatura de Montelusa había sido la guinda del postre.

    —¡Qué curiosa coincidencia! —exclamó el juez Tommaseo sin desconcertarse demasiado.

    En cuanto vio el cuerpo desnudo de la mujer asesinada, el juez se quedó petrificado. El doctor Pasquano había conseguido ladear la cabeza de la mujer y ahora se le veía el rostro, oculto hasta aquel momento. Los ojos estaban inverosímilmente abiertos y expresaban un dolor y un horror insoportables. De la boca le había salido un hilillo de sangre; se debía de haber mordido la lengua en medio de los espasmos de la asfixia.

    El doctor Pasquano se anticipó a la pregunta que tanto aborrecía.

    —Murió seguramente durante la noche entre el miércoles y el jueves. Podré ser más exacto después de la autopsia.
    —¿Y cómo murió? —preguntó Tommaseo.
    —¿No lo ve? El asesino la colocó boca abajo contra el colchón y la mantuvo en esa posición hasta causarle la muerte.
    —Debía de tener una fuerza excepcional.
    —No necesariamente.
    —¿Cree que tuvo relaciones antes o después?

    Algo en el tono de voz del juez indujo al comisario a levantar los ojos hacia él. Estaba enteramente bañado en sudor.

    —Es posible que también la hayan sodomizado —insistió el juez con un extraño brillo en los ojos.

    Fue como un relámpago. Estaba claro que el doctor Tommaseo debía de ser secretamente aficionado a aquel tipo de cosas. Le vino a la mente una frase de Manzoni que había leído en algún sitio acerca del otro y más célebre Nicolò Tommaseo: "Este Tommaseo tiene un pie en la sacristía y el otro en el burdel".

    Debía de ser un vicio de la familia.

    —Se lo haré saber. Buenos días —contestó el doctor Pasquano, despidiéndose rápidamente para evitar otras preguntas.
    —En mi opinión, se trata del delito de un desequilibrado que sorprendió a la señora cuando estaba a punto de acostarse —dijo firmemente el doctor Tommaseo sin apartar los ojos de la muerta.
    —Recuerde, señor juez, que no hubo violación de morada. Es bastante insólito que una mujer desnuda le abra la puerta de su casa a un desequilibrado y lo reciba en su dormitorio.
    —¡Qué razonamiento! A lo mejor, se dio cuenta de que aquel hombre era un desequilibrado sólo cuando... ¿Me explico?
    —Yo me inclino más bien por un delito pasional—dijo Montalbano, que estaba empezando a divertirse.
    —¿Y por qué no? ¿Y por qué no? —dijo Tommaseo, rascándose la barba mientras mordía el anzuelo—. Tengamos en cuenta que la llamada anónima la hizo una mujer. La mujer traicionada. Por cierto, ¿ya sabe cómo ponerse en contacto con el marido de la víctima?
    —Sí, el sargento Fazio ya tiene el número de teléfono —contestó el comisario con el corazón encogido por la angustia. Aborrecía dar malas noticias.
    —Que me lo faciliten. Yo me encargaré de hablar con él —dijo el juez.

    A Nicolò Tommaseo todo aquello le encantaba. Era todo un cuervo.

    —¿Nos la podemos llevar? —preguntaron los de la ambulancia, entrando en la habitación.

    Transcurrió otra hora antes que los de la Científica terminaran su trabajo y se fueran.

    —Y ahora ¿ qué hacemos? —preguntó Gallo como si se hubiera quedado atascado en aquella pregunta.
    —Cierra la puerta y regresamos a Vigàta. Me muero de hambre —dijo el comisario.

    La mucama Adelina le había dejado en la heladera una auténtica exquisitez: una salsa rosada, hecha con huevas de langosta y erizos de mar, para condimentar los espaguetis. Montalbano puso agua a calentar y, mientras esperaba, llamó a su amigo Nicolò Zito, periodista de Retelibera, una de las dos emisoras privadas de televisión con sede en Montelusa. La otra, Televigàta, de cuyo telediario era responsable el cuñado de Galluzzo, era de tendencias filogubernamentales, cualquiera que fuera el gobierno. De tal manera que, con el gobierno que tenían en aquel momento y dado que Retelibera se inclinaba desde siempre hacia la izquierda, las dos emisoras locales habrían parecido tediosamente iguales de no haber sido por la lúcida e irónica inteligencia del rojo, de cabello y de ideas, Nicolò Zito.

    —¿Nicolò? Soy Montalbano. Se ha cometido un homicidio, pero...
    —…no tengo que decir que me has avisado tú.
    —Una llamada anónima. Una voz femenina ha llamado esta mañana a la Jefatura de Montelusa, diciendo que en una casita de la localidad de Tre Fontane se había cometido un homicidio. Era cierto, una bella joven, desnuda.
    —¡Mierda!
    —Se llamaba Michela Licalzi.
    —¿Tienes alguna foto?
    —No. El asesino se ha llevado el bolso y la ropa.
    —¿Y eso por qué?
    —No lo sé.
    —Pero entonces, ¿cómo saben que se trata de Michela Licalzi? ¿Alguien la ha identificado?
    —No. Estamos tratando de localizar al marido, que vive en Bolonia.

    Zito le pidió otros detalles y él se los facilitó.

    Cuando el agua empezó a hervir, echó la pasta. Sonó el teléfono y dudó un instante, sin saber si contestar o no. Temía que fuera una llamada larga que no pudiera cortar fácilmente, poniendo en peligro el punto justo de cocción de la pasta. Habría sido una catástrofe desperdiciar la salsa rosa con un plato de pasta demasiado cocida. Decidió no contestar. Es más, para impedir que los timbrazos turbaran la serenidad de espíritu indispensable para saborear a fondo la salsita, desenchufó el aparato.

    Una hora después, satisfecho de sí mismo y disponible para el asalto del mundo, volvió a enchufar el teléfono. Tuvo que atenderlo de inmediato.

    —¡Hola!
    —Oiga, dottori, ¿es usted personalmente?
    —Personalmente, Catarè. ¿Qué ocurre?
    —Ocurre que llamó el juez Tolomeo.
    —Tommaseo, Catarè, pero no importa. ¿Qué quería?
    —Hablar personalmente con usted personalmente. Ha llamado por lo menos cuatro veces. Dice que le telefonee personalmente.
    —De acuerdo.
    —Ah, dottori, tengo que comunicarle una cosa de extrema importancia. Me llamó de la Jefatura de Montelusa un comisario que se llama Tontona.
    —Tortona.
    —Como se llame. Ése. Dice que tengo que asistir a un concurso de informaticia. ¿Usted qué dice?
    —Me alegro mucho, Catarè. Si asistes a este curso, te especializarás. Eres el hombre indicado para la informaticia.
    —Gracias, dottori.
    —¿El doctor Tommaseo? Soy Montalbano.
    —Comisario, lo he estado buscando sin descanso.
    —Disculpe, estaba muy ocupado. ¿Recuerda la investigación sobre el cadáver que se descubrió en el agua hace una semana? Creo que se lo comuniqué debidamente.
    —¿Ha habido alguna novedad?
    —No, ninguna en absoluto.

    Montalbano percibió el perplejo silencio del otro; el diálogo recién terminado no tenía el menor sentido. Tal como había previsto, el juez no insistió en el tema.

    —Quería decirle que he localizado en Bolonia al marido doctor Licalzi y le he comunicado con el mayor tacto posible la terrible noticia.
    —¿Cómo ha reaccionado?
    —Pues, qué quiere que le diga. De una manera muy rara. Ni siquiera me ha preguntado cómo murió su mujer, que, en el fondo, era muy joven. Debe de ser un hombre muy frío, casi no se ha inmutado.

    El doctor Licalzi le había jodido la diversión al cuervo de Tommaseo y la decepción del juez por no haber podido disfrutar, aunque sólo fuera a través del teléfono, de una preciosa escena de gritos y llanto, resultaba palpable.

    —De todos modos, me ha dicho que hoy no se podría mover del hospital. Tenía que llevar a cabo unas intervenciones y su sustituto estaba enfermo. Mañana por la mañana a las siete y cinco tomará el vuelo de Palermo. Supongo por tanto que estará en su despacho hacia el mediodía. Era eso lo que quería comunicarle.
    —Muchas gracias, señor juez.

    Mientras lo conducía al despacho en el vehículo de servicio, Gallo le informó que, por decisión de Fazio, Germanà había ido a recoger el Twingo accidentado y lo había dejado en el garaje de la comisaría.

    —Han hecho muy bien.

    La primera persona que entró en su despacho fue Mimì Augello.

    —No vengo a hablarte de trabajo. Pasado mañana, es decir, el domingo por la mañana temprano, voy a ver a mi hermana. ¿Quieres ir tú también, así ves a François? Regresaremos por la noche.
    —Espero poder ir.
    —Procura hacerlo. Mi hermana me ha dado a entender que quiere hablar contigo.
    —¿De François?
    —Sí.

    Montalbano se preocupó, pues habría sido un gran problema que la hermana de Augello y su marido le dijeran que ya no podían seguir teniendo con ellos al chico.

    —Haré todo lo posible, Mimì. Gracias.
    —Hola, ¿el comisario Montalbano? Soy Clementina Vasile Cozzo.
    —Es un placer, señora.
    —Conteste con un sí o con un no. ¿Lo hice bien?
    —Sí, lo hizo estupendamente bien.
    —Sígame contestando con un sí o con un no. ¿Puede venir a cenar conmigo esta noche a eso de las nueve?
    —Sí.

    Fazio entró en el despacho del comisario con aire. triunfal.

    —Sabe una cosa, dottore? Me hice una pregunta. En vista del estado del chalé, que aparentaba estar ocupado sólo ocasionalmente cuando ella venía de Bolonia a Vigàta, ¿dónde dormía la señora Licalzi? He llamado a un compañero de la Jefatura de Montelusa, el que se encarga de controlar el movimiento de los hoteles, y me ha dado la respuesta. La señora Michela Licalzi se alojaba siempre en el hotel Jolly de Montelusa. Se registró hace siete días.

    Fazio lo había pescado a contrapié. Se había propuesto telefonear al doctor Licalzi a Bolonia apenas llegara al despacho, pero se había distraído y el comentario de Mimì Augello sobre François lo había alterado ligeramente.

    —¿Vamos ahora? —preguntó Fazio.
    —Espera.

    Un pensamiento absolutamente infundado cruzó velozmente por su cabeza, dejando detrás de sí un levísimo olor de azufre, como el del habitual perfume del demonio. Le pidió a Fazio el número de teléfono de Licalzi, lo anotó en una hojita de papel que se guardó en el bolsillo y lo marcó.

    —¿El Ospedale Maggiore? Soy el comisario Montalbano de Vigàta. Quisiera hablar con el profesor Emanuele Licalzi.
    —No se retire, por favor.

    Esperó con disciplina y paciencia. Cuando estaba a punto de perder esta última, la telefonista regresó al aparato.

    —El profesor está en el quirófano. Tendría que volver a llamar dentro de media hora.
    —Lo llamaré por el camino —le dijo a Fazio—. Llévate el móvil.

    Llamó al juez Tommaseo y le comunicó el descubrimiento de Fazio.

    —Ah, no se lo había dicho —señaló Tommaseo—. Le pedí al profesor que me facilitara el domicilio de su esposa cuando venía aquí. Me contestó que lo ignoraba, que siempre era ella la que lo llamaba.

    El comisario le pidió que le preparara una orden de allanamiento. Enviaría inmediatamente a Gallo a recogerla.

    —Fazio, ¿te han dicho cuál es la especialidad del doctor Licalzi?
    —Sí, señor. Arregla huesos.

    A medio camino entre Vigàta y Montelusa, el comisario volvió a llamar al Ospedale Maggiore de Bolonia. Después de una espera no demasiado larga, Montalbano oyó una voz enérgica, pero educada.

    —Soy Licalzi. ¿Con quién hablo?
    —Perdone que lo moleste, profesor. Soy el comisario Salvo Montalbano de Vigàta. Me encargo del delito. En primer lugar, le ruego que acepte mi más sentido pésame.
    —Gracias.

    Ni una palabra más ni una menos. El comisario comprendió que le correspondía seguir hablando a él.

    —Verá, doctor, usted le ha dicho hoy al juez que ignoraba dónde; se alojaba su esposa cuando venía aquí.
    —Así es.
    —No conseguimos averiguarlo.
    —No creo que haya mil hoteles entre Montelusa y Vigàta.

    Se notaba que el profesor Licalzi estaba muy dispuesto a colaborar.

    —Perdone que insista. En caso de absoluta necesidad, ¿no tenían ustedes previsto...?
    —No creo que pudiera producirse semejante necesidad. Y, en todo caso, en Vigàta vive un pariente lejano mío, con quien la pobre Michela se había puesto en contacto.
    —¿Me podría decir...?
    —Se llama Aurelio Di Blasi. Y ahora disculpe, pero tengo que regresar al quirófano. Mañana hacia el mediodía estaré en la comisaría.
    —Una última pregunta. ¿Usted ha comunicado los hechos a su pariente?
    —No. ¿Por qué? ¿Habría tenido que hacerlo?


    CUATRO


    ¡Una señora tan bella, elegante y exquisita! —dijo Claudio Pizzotta, el sexagenario y distinguido gerente del hotel Jolly de Montelusa—. ¿Le ha ocurrido algo?


    —La verdad es que todavía no lo sabemos. Hemos recibido una llamada de su preocupado marido desde Bolonia.
    —Claro. Que nosotros sepamos, la señora Licalzi salió del hotel el miércoles por la noche y, desde entonces, no hemos vuelto a verla.
    —¿Y no les extrañó? Estamos a viernes por la noche, si no me equivoco.
    —Sí, claro.
    —¿Les avisó de que no regresaría?
    —No. Pero verá, comisario, la señora suele alojarse en nuestro establecimiento desde hace dos años por lo menos. Hemos tenido tiempo más que suficiente para conocer sus ritmos de vida. Que no son, ¿cómo diría?, muy usuales. La señora Michela Licalzi es una mujer que no pasa inadvertida, ¿comprende? Y, además, yo siempre he tenido una preocupación especial.
    —Ah, ¿sí? ¿Cuál?
    —Bueno, la señora posee muchas joyas de gran valor. Collares, pulseras, aros, anillos... Yo le he rogado repetidamente que las deposite en una de nuestras cajas fuertes, pero ella siempre se ha negado. Las guarda en una especie de saca, no utiliza bolsos. Siempre me ha dicho que estuviera tranquilo, que no dejaría las joyas en la habitación y las llevaría consigo. Pero yo temía que se las robaran por el procedimiento del tirón. Ella sonreía y no había manera.
    —Usted se ha referido a los especiales ritmos de vida de la señora. ¿Podría explicarse un poco mejor?
    —Naturalmente. A la señora le encanta trasnochar. Regresa a menudo con las primeras luces del alba.
    —¿Sola?
    —Siempre.
    —¿Bebida? ¿Achispada?
    —Jamás. Eso, por lo menos, me ha dicho el portero nocturno.
    —¿Me quiere decir qué motivo tiene usted para hablar de la señora Licalzi con el portero de noche?

    Claudio Pizzotta se ruborizó intensamente. Por lo visto, abrigaba la esperanza de mojarse el pito con la señora Michela.

    —Usted comprenderá, comisario... Una mujer tan bonita y sola... Es muy natural que despierte cierta curiosidad.
    —Siga. Hábleme de esos ritmos.
    —La señora duerme hasta el mediodía y no quiere que se la moleste para nada. Cuando la despiertan, ordena que le sirvan el desayuno en la habitación y empieza a hacer y a recibir llamadas telefónicas.
    —¿Muchas?
    —Mire, tengo una lista inacabable de comunicaciones.
    —¿Sabe a quién llamaba?
    —Se podría saber. Pero sería un procedimiento muy largo. Basta marcar el cero para poder llamar incluso a Nueva Zelanda.
    —¿Y las llamadas que se reciben?
    —Bueno, ¿qué quiere que le diga? Una vez recibida la llamada, la telefonista la trasmite a la habitación. Sólo hay una posibilidad.
    —¿Cuál?
    —Que alguien llame diciendo quién es cuando la señora no está en el hotel. En ese caso, se le da al portero un impreso especial que él coloca en la casilla de las llaves.
    —¿La señora almuerza en el hotel?
    —Raras veces. Comprenderá que, cuando se hace un desayuno abundante tan tarde... Pero ha ocurrido algunas veces. El jefe de comedor me comentó una vez el comportamiento de la señora en la mesa cuando almuerza.
    —No le he entendido muy bien, perdone.
    —El hotel está muy concurrido, hombres de negocios, políticos, empresarios. Y todos, quien más quien menos, acaban por intentarlo. Miraditas, sonrisas, invitaciones más o menos explícitas. Y lo bueno de la señora, según me ha dicho el jefe de sala, es que no se hace la estrecha sino que, por el contrario, devuelve las miradas y las sonrisas... Pero a la hora de la verdad, nada. Todos se quedan con un palmo de nariz.
    —¿A qué hora suele salir por la tarde?
    —Hacia las cuatro. Y regresa muy entrada la noche.
    —Debe de tener un amplio círculo de amistades entre Montelusa y Vigàta.
    —Eso parece.
    —¿Ha estado fuera más de una noche alguna otra vez?
    —No creo. El portero me lo habría comentado.

    Llegaron Gallo y Galluzzo, agitando en la mano la orden de allanamiento.

    —¿Cuál es la habitación de la señora Licalzi?
    —La 118.
    —Tengo una orden.

    El gerente Pizzotta lo miró con semblante ofendido.

    —¡Pero, señor comisario! ¡No era necesaria esta formalidad! Conque me lo hubiera pedido, yo... Lo acompaño.
    —No, gracias —dijo secamente Montalbano.

    El semblante del gerente Pizzotta pasó de ofendido a mortalmente ofendido.

    —Voy a buscar la llave —dijo en tono circunspecto. Regresó poco después con la llave y un mantoncito de hojas, todas ellas notas de llamadas recibidas.
    —Aquí tiene —dijo, entregando, quién sabe por qué, la llave a Fazio y las hojas a Gallo. Inclinó bruscamente la cabeza a la alemana ante Montalbano, dio media vuelta y se retiró tan tieso como un muñeco de madera.

    La habitación 118 estaba impregnada de imperecedero Chanel n° 5 y, sobre la banqueta del equipaje, se destacaban dos valijas y un bolso de la marca Vuitton. Montalbano abrió el armario: cinco vestidos de gran clase y tres pares de vaqueros artísticamente gastados; en la parte destinada a los zapatos, cinco pares de tacón muy alto marca Magli y tres pares de zapatos deportivos de tacón bajo. Las blusas, todas también muy caras, estaban dobladas con sumo cuidado; la ropa interior, clasificada según el color en su correspondiente cajón, se componía tan sólo de finísimas bombachas.

    —Aquí dentro no hay nada —dijo Fazio, que entre tanto había registrado las dos valijas y el bolso.

    Gallo y Galluzzo, que habían dado vuelta la cama y el colchón, sacudieron negativamente la cabeza y empezaron a ponerlo todo de nuevo en su sitio, impresionados por el orden que reinaba en la habitación.

    Encima del pequeño escritorio había cartas, anotaciones, una agenda y un montón de notificaciones de llamadas mucho más alto que el que el director le había entregado a Gallo.

    —Estas cosas nos las llevamos —le dijo el comisario a Fazio—. Echa también un vistazo a los cajones y toma todos los papeles.

    Fazio se sacó del bolsillo un sobre de plástico que siempre llevaba consigo y empezó a llenado.

    Montalbano entró en el cuarto de baño. Todo reluciente y perfectamente en orden. Sobre la repisa, un lápiz de labios Idole, una base de maquillaje Shiseido, un frasco tamaño extragrande de Chanel n° 5 y así sucesivamente. Una salida de baño de color rosa, mucho más suave y cara que la del chalé, estaba cuidadosamente colgada.

    Regresó al dormitorio y tocó el timbre para llamar a la camarera encargada del piso. Poco después llamaron a la puerta y Montalbano dijo que pasaran. Se abrió la puerta y apareció una seca cuarentona que, al ver a los cuatro hombres, se tensó, palideció y preguntó con un hilo de voz:

    —¿Ustedes son policías?

    Al comisario le dio risa. ¿Cuántos siglos de prepotencia policial habían sido necesarios para afinar en una mujer siciliana una capacidad tan fulmínea de identificación de un policía?

    —Sí, lo somos —contestó sonriendo.

    La camarera enrojeció y bajó la vista.

    —Pido disculpas.
    —¿Usted conoce a la señora Licalzi?
    —¿Por qué, qué le ha pasado?
    —Desde hace varios días no se tienen noticias suyas. La estamos buscando.
    —¿Y, para buscada, se están llevando sus papeles?

    No se podía subvalorar a aquella mujer. Montalbano decidió revelarle algo.

    —Tememos que le haya ocurrido algún percance.
    —Yo le decía siempre que tuviera cuidado —dijo la camarera—, ¡salía siempre de paseo con quinientos millones de liras en la cartera!
    —¿Iba por ahí con tanto dinero encima? —preguntó asombrado Montalbano.
    —Yo no hablaba de dinero sino de las joyas que tiene. ¡Y con la vida que lleva! Vuelve tarde, se levanta tarde...
    —Eso ya lo sabemos. ¿Usted la conoce bien?
    —Claro. Desde la primera vez que vino aquí con su marido.
    —¿Me podría decir algo acerca de su carácter?
    —Pues verá, no era nada exigente. Sólo tenía una manía: el orden. Cuando le arreglábamos la habitación, comprobaba que volviéramos a dejar todo en su sitio. Las camareras del turno de la mañana se encomendaban al Señor antes de empezar a trabajar en la 118.
    —Una última pregunta: ¿sus compañeras del turno de la mañana le habían comentado alguna vez que la señora recibía de noche a algún hombre en la habitación?
    —Nunca. Y en estas cosas tenemos una vista muy fina.

    Durante el regreso a Vigàta una pregunta persiguió a Montalbano: si la señora era una maniática del orden, ¿cómo era posible que el cuarto de baño del chalé de Tre Fontane estuviera desordenado hasta el extremo de que la salida de baño hubiera sido arrojada al suelo de cualquier manera?

    Durante la cena (unas merluzas muy frescas, hervidas con dos hojas de laurel y condimentadas con sal, pimienta y aceite de Pantelleria en el mismo momento de servir, y un plato de suaves ternillas que deleitaban el estómago y los intestinos), el comisario le contó a la señora Vasile Cozzo los acontecimientos de la jornada.

    —Me parece comprender —dijo la señora Clementina— que la verdadera pregunta es ésta: ¿por qué el asesino se llevó los vestidos, las bombachas, los zapatos y el bolso de la pobrecita?
    —Ya —dijo Montalbano sin añadir nada más.

    No quería interrumpir el funcionamiento del cerebro de la señora que, con sólo abrir la boca, ya había centrado el problema.

    —Yo de estas cosas puedo hablar por lo que veo en la televisión —añadió la anciana.
    —¿No lee libros de misterio?
    —Raras veces. Y, además, ¿qué significa libro de misterio? ¿Qué significa novela policial?
    —Bueno, existe toda una literatura que...
    —Claro. Pero a mí no me gustan las etiquetas. ¿Quiere que le cuente una bonita historia de misterio? Bueno pues, un hombre, después de muchas arriesgadas aventuras, se convierte en el amo de una ciudad. Pero, poco a poco, sus súbditos empiezan a enfermar de una extraña dolencia, una especie de peste. Entonces este señor se pone a investigar para averiguar la causa del mal. Investiga que te investiga, descubre que la raíz del mal es precisamente él y entonces se castiga.
    —Edipo —dijo Montalbano casi hablando para sus adentros.
    —¿No le parece un bonito relato policial? Volvamos a nuestro tema. ¿Por qué un asesino se lleva los vestidos de la víctima? La primera respuesta es: para que no la identifiquen.
    —No es nuestro caso —dijo el comisario.
    —Exacto. Pero yo creo que, razonando de esta manera, estamos siguiendo el camino que quiere el homicida.
    —No la entiendo.
    —Me explicaré mejor. El que se lo ha llevado todo quiere hacernos creer que todas las cosas que se ha llevado revisten la misma importancia para él. Y nos induce a considerarlas un todo único. Pero no es así.
    —Ya —repitió Montalbano, cada vez más asombrado y cada vez más temeroso de romper con algún comentario inoportuno el hilo de aquel razonamiento.
    —Por de pronto, la saca sola cuesta quinientos millones de liras por las joyas que contiene. Lo cual quiere decir que, para un ladrón común, el hecho de haber robado la saca supone haber dado un buen golpe. ¿De acuerdo?
    —De acuerdo.
    —¿ Pero qué interés tiene un ladrón común en llevarse todos los vestidos? Ninguno. Por consiguiente, si se llevó los vestidos, las bombachas y los zapatos, tenemos que pensar que no se trata de un ladrón común. Sin embargo, se trata de un ladrón común que, actuando de esta manera, pretende inducirnos a creer que no es común sino de otro tipo. ¿Por qué? Es posible que lo haya hecho para enredar las cartas; él quería robar la saca, que valía lo que valía, pero, puesto que cometió un homicidio, intenta enmascarar su verdadero objetivo.
    —Exacto —dijo Montalbano sin que le preguntaran.
    —Sigamos adelante. Es posible que el ladrón del chalé se haya llevado otras cosas de valor que no sabemos.
    —¿Puedo hacer una llamada? —preguntó el comisario, a quien se le acababa de ocurrir una idea inesperada.

    Llamó al Jolly de Montelusa y pidió hablar con el gerente Claudio Pizzotta.

    —¡Ah, señor comisario! ¡Qué atrocidad! ¡Terrible! Acabamos de enteramos ahora mismo a través de Retelibera de que la pobre señora Licalzi...

    Nicolò Zito había dado a conocer la noticia y él se había olvidado de encender el televisor para ver cómo había comentado los hechos el periodista.

    —Televigàta también ha ofrecido un reportaje —añadió entre la sincera complacencia y la falsa aflicción el gerente Pizzotta.

    Galluzzo había cumplido con su deber para con el cuñado.

    —¿Qué tengo qué hacer, señor comisario? —preguntó angustiado el gerente.
    —No le entiendo.
    —Con estos periodistas. Me están acosando. Quieren una entrevista. Se han enterado de que la pobre señora Licalzi se alojaba en nuestro establecimiento...

    ¿A través de quién se podían haber enterado sino del propio gerente? Montalbano se imaginó a Pizzotta convocando por teléfono a los periodistas para explicarles las revelaciones que él les podría hacer acerca de la asesinada, joven, bella y, sobre todo, hallada desnuda...

    —Haga lo que mierda le parezca. Dígame, ¿la señora Michela lucía habitualmente alguna de las joyas que poseía? ¿Tenía reloj?
    —Claro que las lucía, pero con discreción. De lo contrario, ¿para qué se las llevaba desde Bolonia a Vigàta? En cuanto al reloj, siempre lucía un Piaget espléndido, más chato que un papel.

    Dio las gracias, colgó y le comunicó a la señora Clementina lo que acababa de averiguar. La señora reflexionó un instante.

    —Ahora tenemos que establecer si se trata de un ladrón convertido en asesino por necesidad o de un asesino que quiere simular ser un ladrón.
    —Pues yo no creo, por instinto, en esta historia del ladrón.
    —Hace mal en fiarse del instinto.
    —Pero, señora Clementina, Michela Licalzi estaba desnuda, acababa de salir de la ducha, un ladrón habría oído el ruido y esperado un poco para entrar en la casa.
    —¿Y quién le dice a usted que el ladrón no estaba ya en la casa cuando entró la señora? Ella entra y el ladrón se esconde. Cuando la señora se sitúa bajo la ducha, el ladrón piensa que es el momento más apropiado, sale de su escondrijo, saquea lo que tiene que saquear, pero es sorprendido por la señora. Y entonces reacciona tal como ya sabemos. Puede que ni siquiera tuviera la intención de matada.
    —Pero ¿cómo habría entrado este ladrón?
    —Tal como ha entrado usted, señor comisario. Tocado y hundido, Montalbano no replicó.
    —Pasemos a la ropa —añadió la señora Clementina—. Una cosa es que se los hayan llevado para hacer teatro y otra muy distinta que el asesino necesitara hacerlos desaparecer. ¿Qué tenían de tan importante?
    —La posibilidad de que representaran un peligro para él y sirvieran para identificarlo —dijo el comisario.
    —Sí, está bien, comisario. Pero es evidente que no constituían un peligro cuando la señora se los puso. Debieron de constituirlo después. ¿Cómo?
    —A lo mejor, se mancharon —conjeturó Montalbano en tono dubitativo—. Quizá con la sangre del propio homicida. A pesar de que...
    —¿A pesar de que...?
    —A pesar de que no había sangre en el dormitorio. Había un poco en la sábana, la que había salido de la boca de la señora Michela. Pero puede que fueran manchas de otro tipo. De vómito, por poner un ejemplo.
    —O de esperma, por poner otro —dijo la señora Vasile Cozzo, ruborizándose.

    Era muy temprano para regresar a Marinella y Montalbano decidió pasar por la comisaría para ver si había alguna novedad.

    —¡Ah, dottori! ¡Ah, dottori! —exclamó Catarella en cuanto lo vio—. ¿Está usted aquí? ¡Han llamado por lo menos diez personas! ¡Todas querían hablar personalmente con usted! ¡Yo, como no sabía que iba usted a venir, les he dicho a todas que llamen mañana por la mañana! ¿He hecho bien o mal, dottori?
    —Has hecho bien, Catarè, no te preocupes. ¿Sabes qué querían?
    —Todas eran personas que decían conocer personalmente a la señora asesinada.

    Encima del escritorio de su despacho, Fazio le había dejado el sobre de plástico con los papeles requisados en la habitación 118. A su lado se encontraban las notificaciones de llamadas telefónicas que el gerente Pizzotta había entregado a Gallo. El comisario se sentó, sacó la agenda del sobre y la hojeó. Michela Licalzi la tenía tan ordenada como su habitación de hotel: citas, llamadas telefónicas pendientes, lugares adonde ir, todo estaba anotado con claridad y precisión.

    El doctor Pasquano había dicho, y en eso Montalbano estaba de acuerdo, que la mujer había sido asesinada durante la noche entre el miércoles y el jueves. Por consiguiente, buscó de inmediato la página del miércoles, el último día de la vida de Michela Licalzi. Las 16:00, llamar a Rotondo, mueblero; 16:30, llamar a Emanuele; 17:00 aprox., Todaro, plantas y jardín; 18:00, Anna; 20:00, cena con los Vassallo.

    Pero la señora había contraído otros compromisos para el jueves, el viernes y el sábado, ignorando que alguien le impediría cumplirlos. El jueves por la tarde se habría tenido que reunir con Anna e ir con ella a Loconte (entre paréntesis: cortinas) para finalizar la velada cenando con Maurizio. El viernes tenía que ver a Riguccio, el electricista, reunirse de nuevo con Anna e ir a cenar a casa de los señores Cangialosi. En la página del sábado sólo figuraba anotado lo siguiente: 16:30, vuelo desde Punta Ràisi con destino a Bolonia.

    Montalbano dejó a un lado la agenda y sacó otros papeles del sobre. Nada interesante, sólo facturas y recibos para Impuestos: todo el dinero gastado en la construcción y la decoración del chalé estaba minuciosamente documentado. En un cuaderno cuadriculado, la señora Michela había anotado en una columna todos los gastos y parecía preparada para una inspección fiscal. Había un talonario de cheques de la Banca Popolare de Bolonia en el que sólo quedaban las matrices. Montalbano encontró también una tarjeta de embarque Bolonia—Roma—Palermo de seis días atrás y un billete de regreso Palermo—Roma—Bolonia para el sábado a las 16:30.

    Ni un indicio de carta personal o de nota privada. Decidió proseguir el trabajo en casa.


    CINCO


    Sólo quedaban por examinar los avisos de llamadas telefónicas. El comisario empezó por los que Michela guardaba en el pequeño escritorio de su habitación de hotel. Eran unos cuarenta y Montalbano los agrupó según el nombre de quien llamaba. Los mantoncitos que, al final, resultaron ser más altos que los demás, eran tres. Una mujer, Anna, llamaba de día y, en general, dejaba dicho que Michela la llamara en cuanto se despertara o regresara. Un hombre, Maurizio, había llamado dos o tres veces por la mañana, pero por regla general, prefería hacerla bien entrada la noche y siempre pedía que ella lo llamara. El tercer mantoncito también correspondía a un hombre llamado Guido que telefoneaba desde Bolonia, también de noche; pero, a diferencia de Maurizio, no dejaba ningún recado.



    Los papelitos que el gerente Pizzotta le había entregado a Gallo eran veinte: todas las llamadas recibidas desde que Michela había salido del hotel por la tarde del miércoles hasta el anuncio de su muerte. Sin embargo, el miércoles por la mañana hacia las diez y media, durante las horas que la señora Licalzi dedicaba al sueño, había pedido hablar con ella el consabido Maurizio y poco después lo había hecho Anna. Hacia las nueve de la noche del miércoles, había pedido hablar con Michela la señora Vassallo que, una hora después, había vuelto a llamada. Anna había vuelto a llamar poco antes de las doce de la noche.

    A las tres de la madrugada del jueves había llamado Guido desde Bolonia. A las diez y media había llamado Anna (la cual ignoraba evidentemente que Michela no había regresado al hotel aquella noche) y a las once un tal Loconte había confirmado la cita para primera hora de la tarde. A mediodía del jueves había llamado el señor Aurelio Di Blasi y había insistido casi cada tres horas hasta las siete de la tarde del viernes. Guido había llamado desde Bolonia a las dos de la madrugada del viernes. Las llamadas de Anna se habían vuelto frenéticas a partir de la mañana del jueves y cesaban el viernes por la tarde, cinco minutos después de que Retelibera diera la noticia del descubrimiento del cadáver.

    Había algo que no encajaba, pero Montalbano no conseguía identificarlo y eso le producía una cierta inquietud. Se levantó, salió a la galería que daba directamente a la playa, se quitó los zapatos y echó a andar por la arena hasta llegar a la orilla del mar. Se levantó los bajos de los pantalones y empezó a pasear por la orilla entre el agua que de vez en cuando le mojaba los pies. El arrullador susurro de la resaca lo ayudó a ordenar sus pensamientos. Y, de repente, comprendió la causa de su angustia. Entró de nuevo en la casa, tomó la agenda y la abrió por la página del miércoles. Michela había anotado que tenía que ir a cenar en casa de los Vassallo a las ocho. Pues entonces, ¿por qué la señora Vassallo la había llamado al hotel a las nueve y a las diez de la noche? ¿Acaso Michela no había acudido a la cita? ¿Tal vez la señora Vassallo que había llamado no tenía nada que ver con los Vassallo que la habían invitado a cenar?

    Consultó el reloj, ya eran más de las doce de la noche. Llegó a la conclusión de que la cuestión era demasiado importante para andarse con miramientos. En la guía telefónica figuraban tres Vassallo. Llamó al primero y acertó.

    —Disculpe, soy el comisario Montalbano.
    —¡Comisario! Soy Ernesto Vassallo. Pensaba ir a vedo mañana por la mañana. Mi mujer está destrozada, he tenido que llamar al médico. ¿Hay alguna novedad?
    —Ninguna. Tengo que hacerle una pregunta.
    —Estoy a su disposición, señor comisario. Por la pobre Michela...

    Montalbano lo cortó.

    —He leído en la agenda que el miércoles por la noche la señora Licalzi tenía que cenar...

    Esta vez fue Ernesto Vassallo quien lo interrumpió a él.

    —¡No vino, comisario! La estuvimos esperando mucho rato. Nada. ¡Ni siquiera una llamada, ella que era tan formal! Nos preocupamos, temimos que se encontrara mal, llamamos un par de veces al hotel, llamamos incluso a su amiga Anna Tropeano, pero ésta nos dijo que había visto a Michela hacia las seis, habían permanecido juntas alrededor de media hora y después Michela la había dejado, diciéndole que iba al hotel a cambiarse de ropa para acudir a nuestra casa.
    —Mire, le estoy muy agradecido. No vaya mañana por la mañana a la comisaría, tengo un montón de citas, pase por la tarde cuando le resulte cómodo. Buenas noches.

    Puesto que ya había cometido una incorrección, decidió cometer otra. Buscó en la guía el número de Aurelio Di Blasi y lo marcó. Cuando aún no había dejado de sonar el primer timbrazo, contestaron desde el otro extremo de la línea.

    —¡Hola! ¡Hola! ¿Eres tú? ¿Eres tú?

    Una afanosa y preocupada voz de hombre de mediana edad.

    —Soy el comisario Montalbano.
    —Ah.

    Montalbano percibió que el hombre había experimentado una profunda decepción. ¿Quién era la persona cuya llamada esperaba con tanta ansia?

    —Señor Di Blasi, usted se habrá enterado sin duda de lo ocurrido a la pobre...
    —Lo sé, lo sé, lo he oído en la televisión.

    La decepción había sido sustituida por un evidente desagrado.

    —Bien, yo quisiera saber por qué razón usted, desde el mediodía del jueves hasta la noche del viernes, estuvo llamando insistentemente a la señora Licalzi a su hotel.
    —¿Y qué tiene eso de extraño? Soy un pariente lejano del marido de Michela. Cuando ella venía aquí por lo del chalé, solía recurrir a mí en busca de ayuda y consejo. Soy ingeniero civil. El jueves la llamé para invitarla a cenar con nosotros, pero el portero me dijo que la señora no había regresado la víspera. El portero me conoce y me tiene confianza. Entonces empecé a preocuparme. ¿Tan raro le parece eso?

    Ahora el tono del ingeniero Di Blasi se había vuelto irónico y agresivo. El comisario tuvo la impresión de que estaba a punto de estallar.

    —No —contestó, colgando el aparato.

    De nada habría servido llamar a Anna Tropeano; ya sabía lo que ésta le habría dicho porque se lo había revelado el señor Vassallo. Le pediría que acudiera a la comisaría. Llegado a este punto, de una cosa estaba seguro: la desaparición de Michela Licalzi había empezado hacia las siete de la tarde del miércoles. La joven no había regresado al hotel, a pesar de haberle comunicado a su amiga su intención de hacerla.

    Como no tenía sueño, se acostó con un libro, una novela de Denevi, un escritor argentino que le encantaba.

    Cuando se le empezaron a cerrar los ojos a causa del sueño, cerró el libro y apagó la luz. Tal como solía hacer antes de dormirse, pensó en Livia. Y, de repente, se incorporó en la cama, completamente despierto. ¡Santo cielo, Livia! No la había vuelto a llamar desde la noche de la tormenta, en que había fingido un corte de la comunicación. Estaba claro que Livia no se lo había creído, pues no lo había llamado. Tenía que arreglarlo enseguida.

    —¡Hola! ¿Quién es? —preguntó la adormilada voz de Livia.
    —Soy Salvo, amor mío.
    —¡Déjame dormir!

    Clic. Montalbano se quedó un buen rato con el teléfono en la mano.

    Eran las ocho y media de la mañana cuando entró en la comisaría con los papeles de Michela. Tras la negativa de Livia a hablar con él, se había puesto nervioso y no había conseguido pegar un ojo. No tuvo necesidad de llamar a Anna Tropeano, Fazio le dijo de inmediato que la mujer lo estaba esperando desde las ocho.

    —Oye, quiero saber todo acerca de un ingeniero técnico de Vigàta, se llama Aurelio Di Blasi.
    —¿Todo todo? —preguntó Fazio.
    —Todo todo.
    —Todo todo para mí significa también los pelos y señales.
    —Para mí significa lo mismo.
    —¿Cuánto tiempo me da?
    —Vamos, Fazio, ¿quieres dártelas de sindicalista? Dos horas te bastan y sobran.

    Fazio miró a su superior con expresión indignada y salió sin darle siquiera los buenos días.

    En condiciones normales, Anna Tropeano debía de ser una linda treintañera de cabello muy negro, piel morena, grandes ojos relucientes, alta y robusta. Ahora, en cambio, mantenía los hombros encorvados y tenía los ojos hinchados y enrojecidos y la piel tirando a gris.

    —¿Puedo fumar? —preguntó en cuanto se hubo sentado.
    —Por supuesto.

    Encendió un cigarrillo con trémulas manos. Esbozó el amago de una sonrisa.

    —Lo había dejado hace una semana. Desde ayer me he fumado por lo menos tres atados.
    —Le agradezco que haya venido espontáneamente. Necesito que me diga muchas cosas.
    —Aquí me tiene.

    En su fuero interno, el comisario lanzó un suspiro de alivio. Anna era una mujer fuerte, no habría llantos ni desmayos. Aquella mujer le había caído bien apenas apareció en la puerta.

    —Aunque mis preguntas puedan parecerle extrañas, le ruego que responda de todos modos.
    —Faltaría más.
    —¿Casada?
    —¿Quién?
    —Usted.
    —No, no lo estoy. Y ni siquiera separada o divorciada. Y tanto menos comprometida con alguien. Vivo sola.
    —¿Por qué?

    A pesar de la previa advertencia de Montalbano, Anna dudó un poco antes de responder a una pregunta tan personal.

    —Creo que no he tenido tiempo de pensar en mí misma. Mi padre murió un año antes de que yo terminara mis estudios universitarios, comisario. Un infarto, era muy joven. Un año después de mi licenciatura, perdí a mamá y tuve que cuidar de mi hermana menor Maria, que ahora tiene veintinueve años y está casada en Milán, y de mi hermano Giuseppe, que trabaja en un Banco en Roma y tiene veintisiete años. Yo tengo treinta y uno. Pero, dejando todo eso aparte, creo que no he encontrado a la persona adecuada.

    No estaba molesta, más bien parecía haberse tranquilizado un poco. El hecho de que el comisario no hubiera ido directamente al grano le había dado un respiro. Montalbano pensó que era mejor andarse todavía un poco por las ramas.

    —¿Usted aquí en Vigàta vive en la casa de sus padres?
    —Sí, la compró papá. Es un chalé, justo a la entrada de Marinella. Ahora es demasiado grande para mí.
    —¿Es el que haya la derecha, inmediatamente después del puente?
    —Sí.
    —Paso por delante por lo menos dos veces al día. Yo también vivo en Marinella.

    Anna Tropeano lo estaba mirando con cierta extrañeza. ¡Qué policía tan raro!

    —Sí, enseño en el Liceo Científico de Montelusa.
    —¿Qué enseña?
    —Física.

    Montalbano le dirigió una mirada de admiración. En el colegio siempre le habían puesto entre un tres y un cinco en física: si en sus tiempos hubiera tenido una profesora como aquella, puede que hubiera logrado ponerse a la altura de Einstein.

    —¿Sabe quién la mató?

    Anna Tropeano experimentó un sobresalto y miró al comisario con expresión suplicante: "Estábamos tan bien, ¿por qué quieres ponerte la máscara de policía, que es peor que un perro de caza? ¿No sueltas la presa?", pareció preguntarle. Montalbano comprendió lo que le estaban preguntando los ojos de la mujer, esbozó una sonrisa y abrió los brazos en gesto de resignación, como diciendo: "Es mi trabajo".

    —No —contestó en tono decidido Anna Tropeano.
    —La señora Licalzi solía regresar al hotel de madrugada. Quisiera preguntarle...
    —Iba a mi casa. Casi todas las noches cenábamos juntas. Cuando la invitaban a otro sitio, después pasaba por mi casa.
    —¿Qué hacían ustedes?
    —¿Qué hacen dos amigas? Hablábamos, mirábamos la televisión, escuchábamos música. O no hacíamos nada, disfrutábamos simplemente del placer de estar Juntas.
    —¿Tenía amistades masculinas?
    —Sí, algunas. Pero la situación no era la que podía parecer. Michela era muy seria. Viéndola tan libre y desenvuelta, los hombres se engañaban. Y quedaban inevitablemente decepcionados.
    —¿Había alguien especialmente insistente?
    —Sí.
    —¿Cómo se llama?
    —No se lo digo. Lo averiguará sin ninguna dificultad.
    —O sea que la señora Licalzi era muy fiel a su marido.
    —Yo no he dicho eso.
    —¿Qué significa?
    —Significa lo que acabo de decir.
    —¿Se conocían desde hace tiempo?
    —No.

    Montalbano la miró, se levantó y se acercó a la ventana. Anna encendió el cuarto cigarrillo casi con furia.

    —No me gusta el tono que ha adquirido la última parte de nuestro diálogo —dijo el comisario de espaldas.
    —A mí tampoco.
    —¿Paz?
    —Paz.

    Montalbano se volvió y le sonrió. Anna correspondió a su sonrisa. Pero fue sólo un momento. Después levantó un dedo como una colegiala. Quería hacer una pregunta.

    —¿Me puede decir, si no es un secreto, cómo la han matado?
    —¿La televisión no lo ha dicho?
    —No, ni Retelibera ni Televigàta. Dieron la noticia del hallazgo y nada más.
    —No se lo tendría que decir. Pero, por usted, haré una excepción. La asfixiaron.
    —¿Con una almohada?
    —No, comprimiendo su rostro contra el colchón.

    Anna se empezó a balancear como las copas de los árboles agitadas por el viento. El comisario abandonó el despacho y regresó al poco rato con un vaso y una botella de agua. Anna bebió como si acabara de regresar del desierto.

    —Pero ¿por qué fue a la casa, Dios mío? —dijo casi hablando sola.
    —¿Usted había estado alguna vez en el chalé?
    —Pues claro. Casi todos los días, con Michela.
    —¿La señora había dormido allí alguna vez?
    —Que yo sepa, no.
    —Pero en el cuarto de baño había una salida, toallas y cosméticos.
    —Lo sé, Michela tenía todo a punto porque, cuando iba al chalé para arreglarlo, inevitablemente acababa por ensuciarse de polvo y de cemento. Antes de irse, se duchaba.

    Montalbano comprendió que había llegado el momento de asestar un golpe bajo, pero lo hizo a regaña dientes, pues no deseaba causarle una profunda herida.

    —Estaba completamente desnuda.

    Anna lo miró como traspasada por una corriente de alta tensión, abrió enormemente los ojos, trató de decir algo, pero no pudo. Montalbano le llenó el vaso.

    —¿La... la violaron?
    —No lo sé. El forense todavía no me ha llamado.
    —Pero ¿por qué, en lugar de irse al hotel, se fue al maldito chalé? —volvió a preguntarse Anna con desesperación.
    —El que la mató se llevó los vestidos, las bombachas y los zapatos.

    Anna lo miró con incredulidad, como si el comisario acabara de contarle una patraña.

    —¿Por qué razón?

    Montalbano siguió adelante sin contestar.

    —Se llevó también la saca con todo lo que había dentro.
    —Esto ya es más comprensible. Michela guardaba en la saca todas sus joyas, que eran muchas y de gran valor. Si el que la mató era un ladrón sorprendido mientras...
    —Espere. El señor Vassallo me dijo que, al ver que la señora se demoraba para la cena, se preocupó y la llamó a usted.
    —Es cierto. Yo creía que Michela estaba con ellos. Cuando nos separamos, me dijo que iba a cambiarse de ropa al hotel.
    —Por cierto, ¿cómo iba vestida?
    —Toda en estilo vaquero, incluso la chaqueta, y zapatos deportivos.
    —Pero no fue al hotel. Algo o alguien le hizo cambiar de idea. ¿Tenía teléfono móvil?
    —Sí, lo guardaba en el bolso.
    —Por consiguiente, cabe pensar que, mientras se dirigía al hotel, alguien la llamó. Y, tras recibir la llamada, la señora se dirigió al chalé.
    —A lo mejor fue una trampa.
    —¿Por parte de quién? Del ladrón por supuesto que no. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un ladrón que llama al propietario de la casa que está desvalijando?
    —¿Ha comprobado si falta algo en la casa?
    —El Piaget de la señora sin ninguna duda. Lo demás, no sé. Ignoro qué objetos de valor había en el chalé. Todo parece en orden, sólo está desordenado el cuarto de baño.

    Anna lo miró con asombro.

    —¿Desordenado?
    —Sí, imagínese, hasta la salida de color rosa estaba tirada en el suelo. Acababa de ducharse.
    —Comisario, usted me está describiendo una escena que no me convence en absoluto.
    —¿Cuál?
    —La de que Michela fue a la casa para reunirse con un hombre y estaba tan impaciente por acostarse con él que se quitó la salida rápidamente y la dejó tirada de cualquier manera en ti suelo.
    —Es posible, ¿no?
    —En otras mujeres, sí, en Michela, no.
    —¿Sabe usted quién es un tal Guido que la llamaba todas las noches desde Bolonia?

    Había disparado a ciegas, pero había dado en el blanco. Anna Tropeano desvió la mirada, azorada.

    —Usted me ha dicho hace poco que la señora era fiel.
    —Sí.
    —¿A su única infidelidad?

    Anna asintió con la cabeza.

    —¿Puede decirme su nombre? Me hará un favor, ahorraré tiempo. Quédese tranquila, lo averiguaría de todos modos. ¿Y bien?
    —Se llama Guido Serravalle, es un anticuario. No sé su teléfono ni su dirección.
    —Gracias, es suficiente. Hacia el mediodía vendrá el marido. ¿Quiere verlo?
    —¿Yo? ¿Por qué? Ni siquiera lo conozco.

    El comisario no tuvo necesidad de hacer más preguntas, pues Anna siguió adelante por su cuenta.

    —Michela se casó con el doctor Licalzi hace dos años y medio. Fue ella la que quiso venir a Sicilia en viaje de luna de miel. No nos conocimos en aquella ocasión. Fue más tarde, cuando regresó sola con la intención de construirse el chalé con jardín. Un día en que yo me dirigía a Montelusa en mi automóvil, un Twingo circulaba en dirección contraria, las dos íbamos distraídas y por poco chocamos frontalmente. Bajamos para disculparnos mutuamente y simpatizamos. Todas las veces que venía Michela, lo hacía siempre sola.

    Anna estaba cansada y Montalbano se compadeció de ella.

    —Usted me ha sido muy útil. Muchas gracias.
    —¿Me puedo ir?
    —Por supuesto.

    Le tendió la mano. Anna Tropeano la tomó y la estrechó entre las suyas. El comisario experimentó en su interior una oleada de calor.

    —Gracias —dijo Anna.
    —¿Por qué?
    —Por haberme hecho hablar de Michela. No tengo a nadie con quien... Gracias. Me siento más tranquila.


    SEIS


    Anna Tropeano acababa de retirarse cuando la puerta del despacho del comisario se abrió de par en par golpeando contra la pared y Catarella irrumpió como una tromba.



    —La próxima vez que entres de esta manera, te pego un tiro.

    Pero Catarella estaba demasiado alterado para preocuparse por eso.

    —Dottori, le quería decir que me han llamado de la Jefatura de Montelusa. ¿Recuerda que le hablé de aquel concurso de informaticia? Empieza el lunes por la mañana y yo me tengo que presentar. ¿Cómo se las arreglarán sin mí en el conmutador?
    —Sobreviviremos, Catarè.
    —¡Ah, dottori! ¡Usted me dijo que no lo molestara mientras hablaba con la señora y yo he obedecido! ¡Pero ha habido un diluvio de llamadas! Las he anotado todas en esta hojita.
    —Dámela y vete.

    En una hoja de cuaderno arrancada de cualquier manera figuraba escrito lo siguiente: "Han llamado Vizallo Guito Sera falle Losconte su amigo Zito Rotonò Totano Ficuccio Cangialosi otra vez Sera falle de bolonia Cipollina Pinissi Càcono".

    Montalbano empezó a rascarse todo el cuerpo. Debía de ser una misteriosa forma de alergia, pero cada vez que tenía que leer un escrito de Catarella, sentía un prurito irresistible. Con mucha paciencia lo descifró: Vassallo; Guido Serravalle, el amante boloñés de Michela; Loconte, el de los tejidos para cortinas; su amigo Nicolò Zito; Rotonda, el mueblero; Todaro, el de las plantas y jardines; Riguccio el electricista; Cangelosi, el que había invitado a cenar a Michela; otra vez Serravalle. Cipollina, Pinissi y Càcono, admitiendo y no dando por sentado que así se llamaran, no sabía quiénes eran, pero cabía suponer que habían llamado por ser amigos o conocidos de la víctima.

    —¿Da usted su permiso? —preguntó Fazio, asomando la cabeza.
    —Pasa. ¿Me traes información sobre el ingeniero Di Blasi?
    —Claro. ¿Por qué si no estaría aquí?

    Era evidente que Fazio esperaba un elogio por la rapidez con la cual había reunido los datos.

    —¿Ves cómo has podido hacerla en una hora? —le dijo en cambio el comisario.

    Fazio lo miró con semblante enfurruñado.

    —¿Así me lo agradece?
    —¿Por qué? ¿Acaso pretendes que te den las gracias por cumplir con tu deber?
    —Señor comisario, permítame que se lo diga con el debido respeto. Esta mañana usted está muy antipático.
    —Por cierto, ¿por qué no he tenido todavía el honor y el placer, es un decir, de ver en el despacho al subcomisario Augello?
    —Ha salido con Germanà y Galluzzo por lo de la Fábrica de Cemento.
    —¿Qué es esta historia?
    —¿No sabe nada? Ayer treinta y cinco obreros de la fábrica de cemento recibieron la notificación del fondo de garantía salarial. Esta mañana han empezado a armar alboroto, gritar, arrojar piedras y cosas por el estilo. y entonces el director se ha cabreado y nos ha llamado.
    —¿Y por qué ha ido Mimì Augello?
    —¡Pero si el director le ha pedido ayuda!
    —¡Dios bendito! Lo he dicho y repetido mil veces. ¡No quiero que nadie de la comisaría se mezcle en estas cosas!
    —¿Pero qué podía hacer el pobre dottore Augello?
    —¡Desviar la llamada al Cuerpo de Carabineros, que esos tienen mucha experiencia en estas cosas! De todos modos, al señor director de la Fábrica de Cemento le buscarán otro puesto. Los que se quedan con el culo al aire son los obreros. ¿Y nosotros la emprendemos con ellos a garrotazos?
    —Señor comisario, le pido nuevamente disculpas, pero usted es un comunista, un verdadero comunista. Un comunista completo.
    —Fazio, tú estás obsesionado con esta historia del comunismo. Yo no soy comunista, ¿lo quieres entender, sí o no?
    —De acuerdo, pero está claro que habla y razona como ellos.
    —Vamos a dejamos de política.
    —Sí, señor. Bueno .pues: Aurelio Di Blasi, hijo de los difuntos Giacomo y Maria Antonietta Carlentini, nacido en Vigàta el 3 de abril de 1937...
    —Cuando empiezas así, me atacas los nervios. Pareces un funcionario del registro civil.
    —¿No le gusta, señor comisario? ¿Quiere que se lo diga con acompañamiento de música? ¿Que se lo diga en rima?
    —Esta mañana, en cuestión de antipatía, tú tampoco estás mal.

    Sonó el teléfono.

    —Aquí estaremos hasta la noche —dijo Fazio, lanzando un suspiro.
    —Oiga, dottori, está al teléfono el señor Càcono que ya ha llamado antes. ¿Qué hago?
    —Pásamelo.
    —¿Comisario Montalbano? Soy Gillo Jàcono, tuve el placer de conocerlo en casa de la señora Vasile Cozzo, soy un ex alumno suyo.

    A través del auricular y en segundo plano, Montalbano oyó una voz femenina, efectuando la última llamada para el vuelo con destino a Roma.

    —Lo recuerdo muy bien, dígame.
    —Estoy en el aeropuerto, dispongo de muy pocos segundos, disculpe la brevedad.

    El comisario siempre estaba dispuesto a disculpar la brevedad en todas partes y de la manera que fuera.

    —Llamo por lo de la señora asesinada.
    —¿La conocía?
    —No. Verá, el miércoles a eso de las doce de la noche salí de Montelusa hacia Vigàta en mi automóvil. Pero el motor empezó a hacer cosas raras y me vi obligado a circular muy despacio. Al llegar a la localidad de Tre Fontane me adelantó un Twingo de color oscuro que poco después se detuvo delante de un chalé. Bajaron un hombre y una mujer y se adentraron por un sendero. No vi nada más, pero estoy seguro de lo que vi.
    —¿Cuándo regresa a Vigàta?
    —El jueves que viene.
    —Venga a verme. Gracias.

    Montalbano se ausentó en el sentido de que su cuerpo permaneció sentado, pero su cabeza se fue a otro sitio.

    —¿Qué hago, vuelvo dentro de un rato?
    —No, no. Habla.
    —Bueno pues, ¿dónde estaba? Ah, sí. Es ingeniero técnico de la construcción, pero no construye por su cuenta. Vive en Vigàta, via Laporta número 8, casado con Teresa Dalli Cardillo, ama de casa, pero acomodada. Propietario de un extenso terreno agrícola en Raffadali, provincia de Montelusa, con una granja que él ha acondicionado como vivienda. Tiene dos coches, un Mercedes y un Tempra. Dos hijos, un varón y una chica. La chica se llama Manuela, tiene treinta años y está casada en Holanda con un comerciante. Tienen dos hijos, Giuliano de tres años y Domenico de uno. Viven...
    —¿A que te parto la cara? —dijo Montalbano.
    —¿Por qué? ¿Qué he hecho? —preguntó con fingida ingenuidad Fazio—. ¿No me había dicho que quería saber todo todo?

    Sonó el teléfono. Fazio se limitó a soltar un gemido y mirar al techo.

    —¿Comisario? Soy Emanuele Licalzi. Llamo desde Roma. El avión de Bolonia ha salido con dos horas de retraso y he perdido el vuelo Roma—Palermo. Estaré ahí sobre las tres de la tarde.
    —No se preocupe. Lo espero.

    Montalbano miró a Fazio y Fazio lo miró a él.

    —¿Te falta mucho todavía con este rollo?
    —Termino enseguida. En cambio, el hijo se llama Maurizio.

    Montalbano se incorporó en su asiento y paró las orejas.

    —Tiene treinta y un años y es estudiante universitario.
    —¿A los treinta y un años?
    —Exactamente. Parece que es un poco duro de mollera. Vive con sus padres. Y eso es todo lo que hay.
    —No, estoy seguro de que no es todo. Sigue.
    —Bueno, se trata de simples rumores...
    —No tengas reparo.

    Era evidente que Fazio lo estaba pasando en grande y que, en aquella partida con su jefe, tenía en sus manos las mejores cartas.

    —Bueno. El ingeniero Di Blasi es primo segundo del doctor Emanuele Licalzi. La señora Michela se convirtió en una visitante asidua de la casa y Maurizio perdió la cabeza por ella. En el pueblo, era todo un número. Cuando ella paseaba por Vigàta, él la seguía con la lengua fuera.

    O sea que era el nombre de Maurizio el que Anna Tropeano no le había querido decir.

    —Todas las personas con las que he hablado —añadió Fazio— me han dicho que es un pedazo de pan. Bueno y un poco tonto.
    —Muy bien, te lo agradezco.
    —Hay otra cosa —dijo Fazio, visiblemente a punto de soltar lo más gordo, tal como se suele hacer con los fuegos artificiales—. Parece que el muchacho desapareció el miércoles por la noche. No sé si me explico.
    —¿Hola, el doctor Pasquano? Soy Montalbano. ¿Tiene novedades para mí?
    —Unas cuantas. Estaba a punto de llamarlo yo.
    —Dígame todo.
    —La víctima no había cenado. O, por lo menos, muy poca cosa, un sándwich. Tenía un cuerpo espléndido, por dentro y por fuera. Muy sana, un mecanismo perfecto. No había bebido ni consumido estupefacientes. La muerte fue por asfixia.
    —¿Nada más? —preguntó Montalbano, decepcionado.
    —No. Está claro que mantuvo relaciones sexuales.
    —¿La violaron?
    —No creo. Tuvo una relación vaginal muy fuerte, ¿cómo diría?, intensa. Pero no hay restos de líquido seminal. Después tuvo una relación anal, también muy fuerte y sin líquido seminal.
    —¿Pero cómo puede decir que no la violaron?
    —Muy fácil. Para preparar la penetración anal, se utilizó una crema suavizante, puede que una de esas cremas hidratantes que las mujeres suelen tener en el cuarto de baño. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un violador que procura no causar dolor a su víctima? No, créame, la señora consintió. Y ahora lo dejo, le facilitaré cuanto antes otros detalles.

    El comisario tenía una memoria fotográfica excepcional. Cerró los ojos, se sujetó la cabeza con las manos y se concentró. Poco después vio con toda nitidez el tarrito de crema hidratante con la tapa al lado, el último a la derecha en la repisa del desordenado cuarto de baño del chalé.

    En la via Laporta número 8 la placa del portero eléctrico decía simplemente "Ing. Aurelio Di Blasi" y nada más. Tocó el timbre y contestó una vez femenina.

    —¿Quién es?

    Mejor no ponerla en guardia, pues en aquella casa debían de estar en ascuas.

    —¿Está el ingeniero?
    —No, pero regresará enseguida. ¿Quién es?
    —Soy un amigo de Maurizio. ¿Me puede abrir?

    Por un instante se sintió una mierda de hombre, pero era su trabajo.

    —El último piso —dijo la voz femenina.

    Le abrió la puerta del ascensor una mujer de sesenta y tantos años, despeinada y con expresión alterada.

    —¿Usted es amigo de Maurizio? —preguntó ansiosamente.
    —Sí y no —contestó Montalbano, sintiendo que la mierda le llegaba hasta el cuello.
    —Pase.

    Lo acompañó a un espacioso salón amueblado con gusto exquisito, le indicó un sillón y ella se acomodó en una silla y empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás, muda y desesperada. Las persianas estaban cerradas y a través de los listones se filtraba un poco de luz, por lo que Montalbano tuvo la sensación de haber acudido a una casa para dar el pésame. Pensó que, a lo mejor, había un muerto invisible llamado Maurizio. Sobre una mesita se veían unas diez fotografías todas del mismo rostro, pero en la semipenumbra no se distinguían los rasgos. El comisario respiró hondo como cuando uno se prepara para practicar una inmersión sin tubo de aire. En realidad, estaba a punto de arrojarse al abismo de dolor de los pensamientos de la señora Di Blasi.

    —¿Ha tenido alguna noticia de su hijo?

    Resultaba más que evidente que la situación era la que le había descrito Fazio.

    —No. Todos lo estamos buscando por todas partes. Mi marido, sus amigos... Todos.

    La mujer rompió a llorar muy quedo. Las lágrimas le bajaban por las mejillas y le caían sobre el regazo.

    —¿Llevaba mucho dinero?
    —Aproximadamente medio millón de liras con toda seguridad. Y, además, tenía la tarjeta, ¿cómo se llama?, Bancomat.
    —Vaya buscarle un vaso de agua —dijo Montalbano, levantándose.
    —No se moleste, voy yo —dijo la mujer, levantándose a su vez y abandonando la habitación.

    Montalbano tomó de golpe una de las fotografías, le echó un rápido vistazo, un muchacho de rostro caballuno y ojos inexpresivos, y se la guardó en el bolsillo. Al parecer, el ingeniero Di Blasi las tenía preparadas para repartirlas. La señora regresó, pero en lugar de sentarse permaneció de pie en la puerta. Estaba empezando a sospechar algo.

    —Usted es mucho mayor que mi hijo. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?
    —En realidad, Maurizio es amigo de mi hermano menor Giuseppe.

    Había elegido uno de los nombres más comunes de Sicilia, pero la señora ya estaba pensando en otra cosa, se sentó y reanudó su balanceo hacia adelante y hacia atrás.

    —¿O sea que están sin noticias suyas desde el miércoles por la noche?
    —Nada de nada. Por la noche no regresó. Jamás lo había hecho. Es un muchacho muy bueno e inocente, si alguien le dice que los perros vuelan, se lo cree. Por la mañana mi marido se preocupó y empezó a llamar a la gente. Un amigo suyo, Pasquale Corso, lo había visto pasar en dirección al bar Italia. Debían de ser las nueve de la noche.
    —¿Llevaba un móvil?
    —Sí, pero, ¿usted quién es?
    —Bueno —dijo el comisario, levantándose—. Ya no la molesto más.

    Se encaminó a toda velocidad hacia la puerta principal, la abrió y se volvió.

    —¿Cuando fue la última vez que estuvo aquí Michela Licalzi?

    La mujer se ruborizó intensamente.

    —¡No pronuncie el nombre de esta puta! —exclamó.

    Y cerró violentamente la puerta a su espalda.

    El bar Italia estaba casi al lado de la comisaría; y todos, incluido Montalbano, eran como de la casa. El propietario estaba sentado en la caja. Era un hombre de torva mirada que contrastaba con su innata bondad. Se llamaba Gelsomino Patti.

    —¿Qué le mando servir, comisario?
    —Nada, Gelsomi. Necesito una información. ¿Conoces a Maurizio Di Blasi?
    —¿Lo han encontrado?
    —Todavía no.
    —El padre, pobrecito, ha pasado por aquí por lo menos diez veces, preguntando si hay novedades. ¿Pero qué novedades puede haber? Si regresa, se irá a su casa, no vendrá a sentarse al bar.
    —Oye, Pasquale Corso...
    —Comisario, el padre también me dijo a mí que Maurizio había venido aquí sobre las nueve. El caso es que se detuvo en la calle, justo aquí delante y yo lo vi muy bien desde la caja. Estaba a punto de entrar, pero se detuvo, sacó el móvil, marcó un número y empezó a hablar. Poco después ya no lo vi. Pero aquí el miércoles por la noche no entró, eso seguro. ¿Qué interés tendría yo en decir una cosa en lugar de otra?
    —Gracias, Gelsomi. Hasta otra.
    —Dottori! Ha llamado desde Montelusa el doctor Latte.
    —Lattes, Catarè, con ese final.
    —Dottori, qué más da una ese más o menos. Dice que usted lo llame enseguida. Después ha llamado Guito Serafalle. Me ha dejado un número de Bolonia. Lo tengo escrito en este trozo de papel.

    Ya era la hora del almuerzo, pero tenía tiempo para hacer una llamada.

    —¡Hola! ¿Con quién hablo?
    —Soy el comisario Montalbano. Llamo desde Vigàta. ¿Es usted el señor Guido Serravalle?
    —Sí. Comisario, he estado tratando de localizado esta mañana porque, al llamar al Jolly para hablar con Michela, me he enterado...

    Una voz cálida, madura, de cantante melódico.

    —¿Usted es pariente suyo?

    Siempre le había dado buen resultado la táctica de fingir ignorar, en el curso de una investigación, las relaciones entre las personas implicadas.

    —No. En realidad, yo...
    —¿Amigo?
    —Sí, amigo.
    —¿Hasta qué extremo?
    —No le entiendo, perdone.
    —Amigo hasta qué extremo.

    Guido Serravalle titubeó. Montalbano acudió en su ayuda.

    —¿Íntimo?
    —Bueno, sí.
    —Dígame pues.

    Otro titubeo. Estaba claro que las maneras del comisario lo desconcertaban.

    —Verá, quería decirle... ponerme a su disposición. Tengo en Bolonia un comercio de antigüedades que puedo cerrar cuando quiera. Si usted me necesita, tomo un vuelo y me planto aquí abajo. Quería... estaba muy unido a Michela.
    —Comprendo. Si lo necesito, lo mandaré llamar.

    Colgó el teléfono. No soportaba a las personas que hacían llamadas inútiles. ¿Qué podía decide Guido Serravalle que él no supiera?

    Se dirigió a pie a la trattoria San Calogero, donde siempre servían un pescado muy fresco. En determinado momento, se detuvo y soltó una maldición. Había olvidado que la trattoria estaba cerrada desde hacía seis días por las obras de modernización de la cocina. Dio media vuelta, tomó su coche y se dirigió a Marinella. Apenas cruzó el puente, contempló la casa en la que ahora sabía que vivía Anna Tropeano. La tentación fue más fuerte que él, se acercó al cordón, se detuvo y bajó.

    Era un chalé de dos pisos muy bien cuidado, con un jardincito alrededor. Se aproximó a la verja y apretó el botón del portero eléctrico.

    —¿Quién es?
    —Soy el comisario Montalbano. ¿La molesto?
    —No, pase.

    La verja se abrió al mismo tiempo que la puerta del chalé. Anna se había cambiado de vestido y había recuperado el color.

    —¿Sabe una cosa, comisario? Estaba segura de que hoy volvería a verlo.


    SIETE


    ¿Estaba almorzando?


    —No, no tengo ganas. Y, además, así, sola... Michela venía casi a diario a comer aquí. Raras veces almorzaba en el hotel.
    —¿Puedo hacerle una proposición?
    —Por ahora, pase.
    —¿Quiere acompañarme a mi casa? Está a un paso, a la orilla del mar.
    —Pero a lo mejor, su esposa, sin avisarle...
    —Vivo solo.

    Anna Tropeano no lo pensó ni un momento.

    —Espéreme en el coche. En seguida lo alcanzo.

    Fueron en silencio, Montalbano sin salir todavía de su asombro por haberle hecho aquella invitación y Anna indudablemente sorprendida por el hecho de haberla aceptado.

    El sábado era el día que la mucama Adelina dedicaba a una limpieza a fondo de la casa, y el comisario, al verlo todo tan resplandeciente y ordenado, se consoló. Cierto sábado había invitado a una pareja de amigos, pero aquel día Adelina no había ido. Resultó que, al final, la mujer del amigo, para poner la mesa, tuvo que retirar primero una montaña de medias sucias y calzoncillos para lavar.

    Como si ya conociera la casa, Anna se encaminó directamente hacia la galería y se sentó en el banco para contemplar el mar cercano. Montalbano le colocó delante una mesita plegable y un cenicero. Después se dirigió a la cocina. Adelina le había dejado en el horno un buen trozo de merluza y, en la helad era, una salsita ya preparada de anchoas y vinagre para condimentarla.

    Regresó a la galería. Anna estaba fumando y parecía más tranquila a cada minuto que pasaba.

    —Qué bonito es esto.
    —¿Le gustaría un poco de merluza al horno?
    —No se ofenda, comisario, pero tengo el estómago cerrado. Vamos a hacer una cosa, mientras usted come, yo me tomo un vaso de vino.

    En cuestión de media hora, el comisario se zampó la triple ración de merluza y Anna se bebió dos vasos de vino.

    —Está buenísimo —dijo Anna, volviendo a llenarse el vaso.
    —Lo hace... lo hacía mi padre. ¿Tomaría un café?
    —No renuncio al café.

    El comisario abrió una lata de Yaucono, preparó la cafetera y la puso sobre la hornalla de la cocina de gas. Después regresó a la galería.

    —Quíteme esta botella de delante. De lo contrario, me la beberé entera —dijo Anna.

    Montalbano obedeció. El café ya estaba listo y lo sirvió. Anna lo bebió, saboreándolo a sorbitos.

    —Es fuerte y exquisito. ¿Dónde lo compra?
    —No lo compro. Un amigo me envía unas cuantas latas desde Puerto Rico.

    Anna apartó a un lado la taza y encendió el vigésimo cigarrillo.

    —¿Qué tiene que decirme?
    —Hay novedades.
    —¿Cuáles?
    —Maurizio Di Blasi.
    —¿Lo ve? Esta mañana no le he dicho el nombre porque estaba segura de que lo descubriría sin ninguna dificultad; en el pueblo todo el mundo se reía.
    —¿Había perdido la cabeza?
    —Algo más que eso. Michela se había convertido para él en una obsesión. No sé si le han dicho que Maurizio no era un chico como Dios manda. Rozaba el límite entre la normalidad y el desequilibrio mental. Mire, hay dos episodios que…
    —Cuéntemelos.
    —Una vez Michela y yo fuimos a comer a un restaurante. Poco después apareció Maurizio, nos saludó y se sentó a la mesa de al lado. Comió muy poco, sin apartar los ojos de Michela. De repente, empezó a babear y yo experimenté un acceso de náuseas. Le aseguro que babeaba y le salía un hilillo de saliva de la comisura de la boca. Tuvimos que irnos.
    —¿Y el otro episodio?
    —Yo había ido al chalé para ayudar a Michela. Al finalizar la jornada, ella se fue a duchar y bajó desnuda al salón. Hacía mucho calor. Le gustaba andar por la casa sin ropa. Se sentó en un sillón y nos pusimos a charlar. En determinado momento, oí una especie de gemido desde fuera. Me volví para mirar. Vi a Maurizio con la cara casi pegada al cristal. Antes de que yo pudiera decir algo, retrocedió unos pasos con la cintura doblada. Entonces comprendí que se estaba masturbando. —Hizo una pausa, contempló el mar y lanzó un suspiro. —Pobre chico —añadió en un susurro.

    Por un instante, Montalbano se conmovió. La ancha pelvis. Aquella extraordinaria capacidad femenina de comprender profundamente y penetrar en los sentimientos, de ser simultáneamente madre y amante, hija y esposa. Apoyó la mano en la de Anna y ella no la apartó.

    —¿Sabe que ha desaparecido?
    —Sí, ya lo sé. La misma noche que Michela. Pero...
    —¿Pero?
    —Comisario, ¿puedo hablarle con sinceridad?
    —¿Por qué, qué hemos estado haciendo hasta ahora? Hágame un favor, llámeme Salvo.
    —Sólo si usted me llama Anna.
    —De acuerdo.
    —Pero ustedes se equivocan si creen que Mauricio pudo asesinar a Michela.
    —Déme una buena razón.
    —No se trata de una razón. Mire, la gente no habla de buen grado con ustedes, los de la policía. Pero si usted, Salvo, ordena realizar una encuesta, un sondeo de opinión tal como se suele decir, toda Vigàta le dirá que no considera a Maurizio un asesino.
    —Anna, hay otra novedad que todavía no le he dicho.

    Anna cerró los ojos. Había adivinado que lo que el comisario estaba a punto de decirle era difícil de decir y de escuchar.

    —Estoy preparada.
    —El forense doctor Pasquano ha llegado a ciertas conclusiones que ahora le vaya revelar.

    Se las dijo sin mirarla a la cara, con los ojos clavados en el mar. N o le ahorró ningún detalle.

    Anna lo escuchó sosteniéndose el rostro con las manos y con los codos apoyados en la mesita. Cuando el comisario terminó, se levantó intensamente pálida.

    —Voy al baño.
    —La acompaño.
    —Lo encontraré yo sola.

    Al poco rato, Montalbano la oyó vomitar. Consultó el reloj, faltaba todavía una hora para la llegada de Emanuele Licalzi. Y, en cualquier caso, el señor de Bolonia que arreglaba huesos podría esperar perfectamente.

    Anna regresó con expresión decidida y volvió a sentarse al lado de Montalbano.

    —Salvo, ¿qué significa para este doctor la palabra "consentimiento" ?
    —Lo mismo que para ti y para mí, estar de acuerdo.
    —Pero, en determinados casos, puede parecer que una persona esté de acuerdo sólo porque no tiene la posibilidad de oponer resistencia.
    —Muy cierto.
    —Pues entonces, yo te pregunto: lo que el asesino le hizo a Michela, ¿ no pudo ocurrir sin su consentimiento?
    —Pero es que hay algunos detalles que...
    —Déjalos. En primer lugar, ni siquiera sabemos si el asesino abusó de una mujer viva o de un cadáver. Y, además, tuvo mucho tiempo para arreglar las cosas de tal manera que la policía se confundiera.

    Habían empezado a tutearse sin darse cuenta.

    —Tú estás pensando en algo que no dices.
    —No tengo ninguna dificultad —dijo Montalbano—. En el momento presente, todo está en contra de Maurizio. La última vez que lo vieron fue a las nueve de la noche delante del bar Italia. Estaba telefoneando a alguien.
    —A mí —dijo Anna.

    El comisario dio un brinco en el banco.

    —¿Qué quería?
    —Preguntarme por Michela. Le dije que nos habíamos separado poco después de las siete, que pasaría por el Jolly y después se iría a cenar a casa de los Vassallo.
    —Y él, ¿qué dijo?
    —Interrumpió la comunicación sin tan siquiera despedirse.
    —Eso puedo ser un punto en contra suya. Seguro que también llamó a los Vassallo. No la encuentra, pero adivina dónde puede estar y se reúne allí con ella.
    —En el chalé.
    —No. Al chalé llegaron poco después de medianoche.

    Esta vez fue Anna la que se sobresaltó.

    —Me lo ha dicho un testigo —añadió Montalbano.
    —¿ Reconoció a Maurizio?
    —Estaba oscuro. Sólo vio a un hombre y a una mujer que bajaban del Twingo y se dirigían al chalé. Una vez dentro, Maurizio y Michela hacen el amor. En determinado momento, Maurizio, que, según lo que todos me dicen, es una especie de débil mental, sufre un arrebato.
    —Jamás de los jamases Michela habría...
    —¿Cómo reaccionaba tu amiga a la persecución de Maurizio?
    —Le molestaba, algunas veces se compadecía profundamente de él y...

    Anna se detuvo. Había comprendido la intención de Montalbano. De repente, su rostro perdió la tersura y se le dibujaron unas arrugas a ambos lados de la boca.

    —Pero hay cosas que no encajan —prosiguió diciendo Montalbano, que sufría viéndola sufrir—. Por ejemplo, inmediatamente después de cometer el homicidio, ¿Maurizio habría sido capaz de organizar fríamente la falsa pista de los vestidos y el robo del bolso?
    —¡De ninguna manera!
    —El verdadero problema no son las modalidades del homicidio sino averiguar dónde estuvo y qué hizo Michela entre el momento en que tú te separaste de ella y el momento en que la vio el testigo. Casi cinco horas, lo cual no es poco. Y ahora vámonos porque está a punto de llegar el doctor Emanuele Licalzi.

    Mientras subían al coche, Montalbano soltó la tinta como un calamar.

    —No estoy tan seguro acerca de la unanimidad de las respuestas a tu encuesta sobre la inocencia de Maurizio. Habría uno por lo menos que tendría graves dudas.
    —¿Quién?
    —Su padre, el ingeniero Di Blasi. En caso contrario, nos habría pedido que buscáramos a su hijo.
    —Es lógico que piense en todas las posibilidades. Ah, acabo de acordarme de una cosa. Cuando Maurizio me llamó para preguntarme por Michela, yo le dije que la llamara directamente al móvil. Me contestó que ya lo había intentado, pero que el aparato estaba apagado.

    En la puerta de la comisaría estuvo casi a punto de chocar con Galluzzo, que estaba saliendo.

    —¿Han regresado de la heroica hazaña?

    Fazio debía de haberle contado la bronca de la mañana.

    —Sí, señor —contestó Galluzzo, azorado.
    —¿Está en su despacho el subcomisario Augello?
    —No, señor.

    El azoramiento se hizo más evidente.

    —¿Adónde ha ido? ¿ A emprenderla a latigazos con otros huelguistas?
    —Está en el hospital.
    —¿Qué fue? ¿Qué pasó? —preguntó preocupado Montalbano.
    —Una pedrada en la cabeza. Le han dado tres puntos. Pero quieren tenerlo en observación. Me han dicho que vuelva hacia las ocho de esta noche. Si todo va bien, lo acompañaré a su casa.

    La sarta de improperios del comisario fue interrumpida por Catarella.

    —¡Ah, dottori, dottori! En primer lugar llamó dos veces el doctor Latte con ese final. Dice que usted tiene que llamarlo personalmente enseguida. Después hay otras llamadas que he anotado en este papelito.
    —Límpiate el culo con él.

    El doctor Emanuele Licalzi era un sexagenario de baja estatura, con anteojos de montura de oro y vestido todo de gris. Parecía recién salido de la tintorería, el peluquero y la manicura: impecable.

    —¿Cómo ha venido hasta aquí?
    —¿Desde el aeropuerto quiere decir? He alquilado un coche, he tardado casi tres horas.
    —¿Ya ha pasado por el hotel?
    —No. Tengo la valija en el coche. Iré después.

    ¿Cómo era posible que su traje no tuviera ni una sola arruga?

    —¿Le parece que vayamos al chalé? Hablaremos durante el trayecto y así usted ganará tiempo.
    —Como usted diga, comisario.

    Tomaron el vehículo de alquiler del médico.

    —¿La ha matado uno de sus amantes?

    Emanuele Licalzi no se iba por las ramas.

    —No estamos en condiciones de afirmado. Pero es seguro que tuvo repetidas relaciones sexuales.

    El médico no se inmutó y siguió conduciendo tranquilamente como si la muerta no fuera su mujer.

    —¿Qué lo induce a pensar que tenía un amante aquí?
    —El hecho de que tuviera uno en Bolonia.
    —Ah.
    —Sí, Michela me dijo su nombre, Serravalle me parece, un anticuario.
    —Bastante insólito.
    —Me lo decía todo, comisario. Me tenía mucha confianza.
    —Y usted, a su vez, ¿se lo decía todo a ella?
    —Por supuesto que sí.
    —Un matrimonio ejemplar —comentó con ironía el comisario.

    A veces Montalbano se sentía irremediablemente desbordado por los nuevos estilos de vida, era un tradicionalista, para él un matrimonio abierto significaba un marido y una mujer que se ponían mutuamente los cuernos y, encima, tenían la desfachatez de contarse el uno al otro lo que hacían encima o debajo de la sábana.

    —No ejemplar sino de conveniencia —lo corrigió imperturbable el doctor Licalzi.
    —¿Para Michela? ¿Para usted?
    —Para los dos.
    —¿Puede explicarse mejor?
    —Cómo no.

    Y giró a la derecha.

    —¿Adónde va? —preguntó el comisario—. Desde aquí no se puede ir a Tre Fontane.
    —Perdone —dijo el médico, iniciando una complicada maniobra para retroceder—. Es que hace más de dos años y medio que no vengo por aquí, desde que me casé. De la construcción del chalé se encargó Michela, yo sólo lo había visto en fotografía. A propósito de fotografías, en la valija llevo unas cuantas de Michela, puede que le sean útiles.
    —¿Sabe una cosa? La mujer asesinada podría no ser su esposa.
    —¿Está bromeando?
    —No. Nadie la ha identificado oficialmente y nadie de los que la han visto muerta la conocía de antes. Cuando terminemos aquí, hablaré con el forense por la cuestión de la identificación. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
    —Dos o tres días como máximo. Me llevaré a Michela a Bolonia.
    —Doctor, le voy a hacer una pregunta y después ya no volveré a insistir en el tema. ¿Dónde estuvo y qué hizo usted el miércoles por la noche?
    —¿El miércoles? Estuve operando hasta muy entrada la noche en el hospital.
    —Me estaba hablando de su matrimonio.
    —Ah, sí. Conocí a Michela hace tres años. Había acompañado a su hermano, que ahora vive en Nueva York, al hospital debido a una complicada fractura del pie derecho. Me gustó enseguida, era muy bonita, pero lo que más me atrajo fue su carácter. Siempre estaba dispuesta a ver el lado positivo de las cosas. Perdió a sus dos progenitores antes de los quince años y había sido acogida por un tío suyo que un día, para no variar, la violó. En resumen, buscaba desesperadamente trabajo. Durante varios años había sido la amante de un industrial que acabó librándose de ella con una suma que le sirvió para ir tirando. Michela habría podido tener todos los hombres que hubiera querido, pero el hecho de ser una mantenida la humillaba.
    —¿Usted le pidió que fuera su amante y Michela se negó?

    Por primera vez, en el impasible rostro de Emanuele Licalzi se dibujó un amago de sonrisa.

    —Está usted completamente equivocado, comisario. Ah, por cierto, Michela me dijo que había comprado aquí un Twingo verde botella para sus desplazamientos. ¿Adónde ha ido a parar el coche?
    —Sufrió un accidente.
    —Michela conducía muy mal.
    —En este caso, la señora no tuvo la culpa. El vehículo fue embestido cuando estaba debidamente estacionado delante del sendero de acceso al chalé.
    —¿Y usted cómo lo sabe?
    —Fuimos nosotros, los de la policía. Pero aún no sabíamos...
    —Qué historia tan curiosa.
    —Se la contaré en otra ocasión. Fue precisamente este accidente el que nos permitió descubrir el cadáver.
    —¿Le parece que podré recuperar el coche?
    —No creo que haya ningún impedimento.
    —Se lo podría ceder a algún comerciante de coches de segunda mano de Vigàta, ¿no cree?

    Montalbano no contestó, le importaba un carajo el destino del coche verde botella.

    —El chalé es el de la izquierda, ¿verdad? Me parece reconocerlo por la fotografía.
    —Es aquél.

    El doctor Licalzi efectuó una elegante maniobra, se detuvo delante del sendero, bajó y empezó a contemplar el edificio con la distante curiosidad de un turista de paso.

    —Muy bonito. ¿Qué hemos venido a hacer?
    —Ni yo mismo lo sé —contestó Montalbano en tono malhumorado.

    El doctor Licalzi tenía el don de atacarle los nervios. Decidió darle un buen sacudón.

    —¿Sabe una cosa? Algunos creen que el que mató a su mujer tras haberla violado fue Maurizio Di Blasi, el hijo de su primo el ingeniero.
    —¿De veras? No lo conozco, cuando vine aquí hace dos años y medio estaba estudiando en Palermo. Me dicen que es un pobre idiota.

    Montalbano se lo había buscado.

    —¿Le parece que entremos?
    —Espere, no quisiera olvidarme.

    El médico abrió el baúl del coche, tomó la elegante valija que había dentro y sacó un sobre de gran tamaño.

    —Las fotografías de Michela.

    Montalbano se las guardó en el bolsillo. Simultáneamente el doctor Licalzi se sacó del bolsillo un manojo de llaves.

    —¿Son las del chalé? —preguntó Montalbano.
    —Sí. Sabía en qué lugar de nuestra casa las guardaba Michela. Son los duplicados.

    Ahora empiezo a los puntapiés con él, pensó el comisario.

    —No ha terminado de contarme por qué su matrimonio era de conveniencia tanto para usted como para la señora.
    —Bueno, a Michela le interesaba porque yo era un hombre rico, aunque le llevara treinta años, y a mí me interesaba para acallar los rumores que me habrían podido perjudicar en un momento en que me disponía a dar un gran salto en mi carrera. Empezaron a decir que me había vuelto homosexual, pues hacía diez años que no me veían con ninguna mujer.
    —¿Y era cierto que usted no iba con mujeres?
    —¿Y de qué me habría servido, comisario? A los cincuenta años me quedé impotente. Con carácter irreversible.


    OCHO


    Muy bonito —dijo el doctor Licalzi tras haber echado un vistazo circular al salón.



    ¿Es que no sabía decir otra cosa?

    —Ésta es la cocina —dijo el comisario—. Todo listo para entrar a vivir —añadió.

    De repente, se enfureció consigo mismo. ¿Por qué se le había escapado lo de "listo para entrar a vivir"? Tuvo la sensación de haberse convertido en un corredor de inmobiliaria que le estaba enseñando la vivienda a un posible cliente.

    —Al lado está el cuarto de baño. Vaya a verlo —dijo en tono desabrido.

    El médico no se percató o fingió no haberse percatado de su tono de voz, abrió la puerta del cuarto de baño, asomó justo la cabeza y volvió a cerrar.

    —Muy bonito.

    Montalbano notó que le temblaban las manos. Vio con toda claridad el titular de la prensa:

    EN UN REPENTINO ARREBATO DE LOCURA, UN COMISARIO DE POLICÍA ATACA AL MARIDO DE LA VÍCTIMA.


    —En el piso de arriba hay una pequeña habitación para huéspedes, un espacioso cuarto de baño y un dormitorio. Suba.

    El médico obedeció y Montalbano se quedó en el salón, encendió un cigarrillo y se sacó del bolsillo el sobre con las fotos de Michela. Espléndida. El rostro, que él sólo había visto deformado por el dolor y el horror, mostraba una expresión risueña y abierta.

    Cuando terminó de fumar el cigarrillo, se dio cuenta de que el médico aún no había bajado.

    —¿Doctor Licalzi?

    No hubo respuesta. Subió precipitadamente al piso de arriba. De pie en un rincón del dormitorio, el médico se cubría el rostro con las manos mientras sus hombros se estremecían a causa de los sollozos.

    —¡Pobre Michela! ¡Pobre Michela!

    No era una comedia; las lágrimas y el dolor de la voz eran auténticos. Montalbano lo sujetó fuertemente por el brazo.

    —Bajemos.

    El doctor Licalzi se dejó guiar y se movió sin contemplar la cama y la sábana hecha jirones y manchada de sangre. Era médico y había comprendido lo que habría experimentado Michela en los últimos instantes de su vida. Pero si Licalzi era médico, él era un policía y, al verlo llorar, había adivinado de inmediato que aquel hombre no había podido mantener por más tiempo la máscara de indiferencia que se había forjado; la armadura de desinterés que solía llevar, tal vez para compensar la desgracia de la impotencia, se había roto en pedazos.

    —Disculpe —dijo Licalzi, acomodándose en un sillón—. No imaginaba... Es terrible morir de esta manera. El asesino le empujó el rostro contra el colchón, ¿verdad?
    —Sí.
    —Yo a Michela la quería mucho. ¿Sabe una cosa? Se había convertido en una hija para mí.

    Las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos y él se las enjugó de cualquier manera con un pañuelo.

    —¿Por qué se quiso construir el chalé precisamente aquí?
    —Desde siempre y sin conocerla, ella había mitificado Sicilia. Cuando la visitó, se quedó extasiada. Creo que pretendía crearse un refugio. ¿Ve aquella pequeña vitrina? Allí dentro están sus cosas, las chucherías que se había traído de Bolonia. Eso demuestra bien a las claras sus intenciones, ¿no le parece?
    —¿Quiere comprobar si falta algo?

    El médico se levantó y se acercó a la vitrina.

    —¿Puedo abrir?
    —Por supuesto.

    Licalzi contempló largo rato los objetos, después levantó una mano, tomó el viejo estuche del violín, lo abrió, mostró al comisario el instrumento que había dentro, lo volvió a cerrar, lo dejó de nuevo en su sitio y cerró la vitrina.

    —A primera vista, me parece que no falta nada.
    —¿La señora tocaba el violín?
    —No. Ni el violín ni ningún otro instrumento. Era de su abuelo materno, de Cremona, arreglaba instrumentos de cuerda. Y ahora, comisario, si lo considera oportuno, cuéntemelo todo.

    Montalbano le contó todo, desde el accidente de la mañana del jueves a todo lo que le había revelado el doctor Pasquano.

    Al final, Emanuele Licalzi permaneció un buen rato en silencio y después se limitó a decir dos palabras:

    —Fingerprinting genético.
    —No hablo inglés.
    —Perdone. Estaba pensando en la desaparición de los vestidos y los zapatos.
    —Puede que se haya hecho para despistar.
    —Es posible. Pero también es posible que el asesino se viera obligado a hacerla s desaparecer.
    —¿Porque los manchó? —preguntó Montalbano, pensando en la tesis de la señora Clementina.
    —El forense ha dicho que no había restos de líquido seminal, ¿verdad?
    —Sí.
    —Eso corrobora mi tesis: el asesino no quiso dejar ninguna huella de muestra biológica, a través de la cual se pudiera hacer el fingerprinting genético por así decirlo, el examen del ADN. Las huellas digitales se pueden borrar, pero ¿qué se puede hacer con el esperma, los cabellos, los pelos? El asesino trató de efectuar un saneamiento.
    —Ya —asintió el comisario.
    —Disculpe, pero si no tiene nada más que decirme, quisiera salir de aquí. Empiezo a sentirme cansado.

    El médico cerró la puerta con llave, Montalbano volvió a colocar los sellos en su sitio y se fueron.

    —¿Tiene un móvil?

    El médico se lo pasó. El comisario llamó a Pasquano y concertó con él la identificación para las diez en punto de la mañana del día siguiente.

    —¿Vendrá usted también?
    —Debería hacerla, pero no puedo, tengo un compromiso fuera de Vigàta. Le enviaré a uno de mis hombres, él se encargará de acompañarlo.

    Le pidió a Licalzi que lo dejara a la altura de las primeras casas del pueblo, necesitaba dar un paseo.

    —¡Ah, dottori dottori! El doctor Latte con ese final ha llamado tres veces cada vez más cabreado, con el debido respeto. Tiene que llamarlo personalmente ahora mismo.
    —¿El doctor Lattes? Soy Montalbano.
    —¡Al fin! Venga inmediatamente a Montelusa, el jefe de policía quiere hablar con usted.

    Colgó. Debía de ser algo muy serio porque las mieles habían desaparecido de las leches.

    Se estaba poniendo en marcha cuando vio aparecer el vehículo de servicio conducido por Galluzzo.

    —¿Tienes noticias del subcomisario Augello?
    —Sí, han llamado del hospital para decir que lo iban a dar de alta. He ido a recogerlo y lo he acompañado a su casa.

    Que se fuera al infierno el jefe de policía con sus urgencias. Pasó primero por casa de Mimì.

    —¿Cómo estás, intrépido defensor del capital?
    —Me estalla la cabeza de dolor.
    —Así aprenderás.

    Mimì Augello estaba sentado en un sillón con el rostro muy pálido y la cabeza vendada.

    —Una vez un tipo me golpeó con una barra y me tuvieron que dar seis puntos de sutura, pero no me quedé tan hecho polvo como estás tú.
    —Se ve que te golpearon por una causa que tú considerabas justa. Y, en tales circunstancias, sarna con gusto no pica.
    —Mimì, cuando te empeñas, puedes ser un auténtico cretino.
    —Qué decir de ti, Salvo. Te habría llamado esta noche para decirte que no creo que mañana esté en condiciones de conducir el coche.
    —Iremos a casa de tu hermana otro día.
    —No, Salvo, ve tú de todos modos. Tiene mucho interés en verte.
    —¿Sabes el motivo?
    —No tengo la más mínima idea.
    —Mira, vamos a hacer una cosa. Yo iré, pero tú mañana tienes que estar a las nueve y media en el Jolly de Montelusa. Recoges al doctor Licalzi, que ya ha llegado, y lo acompañas al depósito de cadáveres. ¿De acuerdo?
    —¿Cómo está? ¿Cómo está, mi queridísimo amigo? Lo veo un poco abatido. Ánimo. Sursum cordal Arriba los corazones, tal como decíamos en la época de la Acción Católica.

    La peligrosa miel del doctor Lattes rebosaba. Montalbano empezó a preocuparse.

    —Voy a avisar ahora mismo al señor jefe. Desapareció y reapareció.
    —El señor jefe de policía está momentáneamente ocupado. Venga, lo acompaño al saloncito. ¿Quiere un café, una bebida?
    —No, gracias.

    El doctor Lattes desapareció no sin antes haberle dirigido una ancha y paternal sonrisa. Montalbano tuvo la certeza de que el jefe de policía lo había condenado a una lenta y dolorosa muerte. Por garrote quizá.

    En la mesita del triste saloncito había una revista, Famiglia cristiana, y un periódico, L'Osservatore Romano, signo evidente de la presencia del doctor Lattes en la Jefatura Superior de Policía. Tomó la revista y empezó a leer un artículo de Susanna Tamaro.

    —¡Comisario! ¡Comisario!

    Una mano lo sacudió por el hombro. Abrió los ojos y vio a un agente.

    —El señor jefe de policía lo está esperando.

    ¡Qué barbaridad! Se había quedado profundamente dormido. Consultó el reloj, el muy cretino le había hecho hacer dos horas de antesala.

    —Buenas tarde, señor jefe.

    El aristócrata Luca Bonetti—Alderighi no contestó, no dijo oste ni moste y siguió con los ojos clavados en la pantalla de una computadora. El comisario contempló la inquietante cabellera de su jefe, muy espesa y con un grueso mechón en la parte superior, retorcido como ciertos excrementos de animales que se encuentran por el campo. Una pinta parecida a la de aquel loco criminal que había provocado toda aquella carnicería de Bosnia.

    —¿Cómo se llamaba?

    Se dio cuenta demasiado tarde de que, todavía atontado por el sueño, había hablado en voz alta.

    —¿Cómo se llamaba quién? —preguntó el jefe de policía, levantando finalmente los ojos para mirarlo.
    —No me haga caso —contestó Montalbano.

    El jefe de policía siguió mirándolo con una mezcla de desprecio y conmiseración, pues debía de haber observado en el comisario los síntomas inequívocos de una demencia senil.

    —Le seré muy sincero, Montalbano. No lo tengo en mucha estima.
    —Yo a usted tampoco —dijo el comisario sin ambages.
    —Muy bien. Así la situación entre nosotros está clara. Lo he mandado llamar para comunicarle que le retiro la investigación del asesinato de la señora Licalzi. Se la he encomendado al doctor Panzacchi, de la Brigada, Móvil de la Policía Judicial, a quien, por otra parte le corresponde por derecho.

    Ernesto Panzacchi era un fiel servidor de Bonetti—Alderighi, que lo había llevado consigo a Montelusa.

    —¿Puedo preguntarle por qué, aunque la cuestión me importe un carajo?
    —Usted ha cometido una insensatez que ha puesto en grave dificultad la tarea del doctor Arqua.
    —¿Lo ha escrito en el informe?
    —No, no lo ha escrito en el informe; en su generosidad, no ha querido perjudicarlo. Pero después se ha arrepentido y me lo ha confesado todo.
    —¡Ah, estos arrepentidos! —exclamó el comisario.
    —¿Tiene algo en contra de los arrepentidos?
    —Dejémoslo así.

    Y se retiró sin despedirse.

    —¡Tomaré medidas! —gritó a su espalda Bonetti—Alderighi.

    La Policía Científica ocupaba el sótano del edificio.

    —¿Está el doctor Arqua?
    —Está en su despacho.

    Entró sin llamar a la puerta.

    —Buenas tarde, Arqua. Vaya ver al jefe superior, que desea hablar conmigo, pero he querido pasar primero por su despacho para saber si hay alguna novedad.

    Estaba claro que Vanni Arqua se sentía incómodo, pero, puesto que Montalbano le había dicho que aún no había hablado con el jefe superior, decidió contestar como si ignorara que el comisario ya no estaba a cargo de la investigación.

    —El asesino limpió cuidadosamente todo. Aun así, hemos encontrado muchas huellas que evidentemente no tienen nada que ver con el homicidio.
    —¿Por qué?
    —Porque eran todas suyas, comisario. Usted sigue siendo muy, pero muy descuidado.
    —Mire, Arqua, ¿sabe que la delación es pecado? Consulte con el doctor Lattes. Tendrá que volver a arrepentirse.
    —¡Ah, dottori! ¡Ha llamado otra vez el señor Càcono! Dice que se acaba de acordar de una cosa que, a lo mejor, es importante. Le he escrito el número en este papelito.

    Montalbano estudió el cuadrado de papel y experimentó una sensación de prurito por todo el cuerpo. Catarella había anotado los números de tal manera que el tres podía ser un cinco o un nueve, el dos un cuatro, el cinco un seis y así sucesivamente.

    —¿Pero qué número es ése, Catarè?
    —El que le he dicho, dottori. El número de Càcono. Lo escrito, escrito está.

    Antes de localizar a Gillo Jàcono, Montalbano habló con un bar, con la familia Jacopetti y con el doctor Balzani.

    El cuarto intento lo hizo ya muy desanimado.

    —¡Hola! ¿Con quién hablo? Soy el comisario Montalbano.
    —Ah, señor comisario, ha hecho bien en llamarme, estaba a punto de salir.
    —¿Me buscaba?
    —Acabo de recordar un detalle, no sé si será útil o no. El hombre al que vi bajar del Twingo y dirigirse hacia el chalé con la mujer llevaba una valija.
    —¿Está seguro?
    —Segurísimo.
    —¿Una valija de fin de semana?
    —No, comisario, era más bien grande. Pero...
    —¿Sí?
    —Pero me dio la impresión de que el hombre la llevaba con mucha comodidad, como si no estuviera muy llena.
    —Se lo agradezco, señor Jàcono. Vuelva a ponerse en contacto conmigo cuando regrese.

    Buscó en la guía el número de los Vassallo y marcó.

    —¡Comisario! Esta tarde he ido a vedo a su despacho según lo acordado, pero usted no estaba. He esperado un buen rato, pero después me he tenido que ir.
    —Le ruego que me disculpe. Oiga, señor Vassallo, la noche del miércoles pasado cuando ustedes esperaban la llegada de la señora Licalzi para cenar, ¿quién les telefoneó?
    —Un amigo mío de Venecia y nuestra hija que vive en Catania, pero eso a usted no le interesa. Pero, y eso es lo que yo le quería decir esta tarde, Maurizio Di Blasi llamó dos veces. Poco antes de las nueve y poco después de las diez. Preguntaba por Michela.

    Estaba claro que el desagradable encuentro con el jefe superior se tenía que borrar con una opípara comida. La trattoria San Calogero estaba cerrada, pero recordó que un amigo le había comentado que, justo a la entrada de Joppolo Giancaxio, un pueblecito situado a unos veinte kilómetros de Vigàta, había una taberna que merecía la pena. Tomó el coche y consiguió encontrarla enseguida. Se llamaba La Cacciatora y, como era de esperar, no tenía cocina de caza. El propietario—cajero—camarero, que ostentaba unos mostachos de retorcidas guías y mostraba un vago parecido con Víctor Manuel II de Saboya, el Rey Caballero, le puso delante en primer lugar una exquisita caponata con apio, berenjenas, aceitunas, alcaparras y tomate. "Un principio tan alegre conduce a buen fin", había escrito Boiardo, y Montalbano decidió dejarse conducir.

    —¿Qué desea comer?
    —Sírvame lo que quiera.

    El Rey Caballero le agradeció la confianza con una sonrisa.

    Para empezar le sirvió un gran plato de macarrones con una salsita llamada "fuego vivo" (sal, aceite de oliva, ajo y mucha guindilla) que el comisario se vio obligado a regar con media botella de vino. Como segundo plato, una sabrosa ración de cordero a la cazadora agradablemente condimentado con cebolla y orégano. Terminó con un postre de ricota y un vasito de anisado como viático para favorecer la digestión. Pagó la cuenta, una miseria, e intercambió un apretón de manos y una sonrisa con el Rey Caballero.

    —Disculpe, ¿quién es el cocinero?
    —Mi esposa.
    —Felicítela de mi parte.
    —Así lo haré.

    A la vuelta, en lugar de dirigirse hacia Montelusa, tomó la carretera de Fiacca y llegó a Marinella por el otro lado, siguiendo el camino contrario al que habitualmente seguía desde Vigàta. Tardó media hora más, pero, como compensación, evitó pasar por delante de la casa de Anna Tropeano. Estaba seguro de que habría tenido que detenerse y hacer el ridículo con la chica. Llamó a Mimì Augello.

    —¿ Cómo te encuentras?
    —Fatal.
    —Oye, en lugar de lo que te había dicho, mañana por la mañana quédate en casa. Aunque el asunto ya no nos incumbe, mandaré a Fazio para que acompañe al doctor Licalzi.
    —¿Qué significa eso de que ya no nos incumbe?
    —El jefe de policía me ha quitado la investigación. La ha encomendado al jefe de la móvil.
    —¿Y eso por qué?
    —Porque le ha salido de las pelotas. ¿Le digo algo a tu hermana?
    —¡No le digas que me han partido la cabeza, por el amor de Dios! De lo contrario, ésa ya me ve en el lecho de muerte.
    —Cuídate mucho, Mimì.
    —¿Fazio? Soy Montalbano.

    Le dijo que pasara todas las llamadas relacionadas con el caso a la móvil de Montelusa y le explicó lo que tenía que hacer con Licalzi.

    —¿Livia? Soy Salvo. ¿Cómo estás?
    —Tirando.
    —Oye, ¿se puede saber por qué usas este tono? La otra noche me colgaste el teléfono sin darme tiempo para hablar.
    —Y tú, ¿por qué me llamaste a esas horas de la noche?
    —¡Era el único momento de tranquilidad que tenía!
    —¡Pobrecito! Quiero llamar tu atención sobre el hecho de que, hablando de tormentas, tiroteos y emboscadas, conseguiste hábilmente no responder a la pregunta concreta que te hice el miércoles por la noche.
    —Te iba a decir que mañana voy a ver a François.
    —¿Con Mimì?
    —No, Mimì no puede, le han dado.
    —¡Oh, Dios mío! ¿Es grave?
    —¡Déjame terminar! Le han dado una pedrada en la cabeza. Una tontería, tres puntos. Por consiguiente, iré yo solo. La hermana de Mimì quiere hablar conmigo.
    —¿De François?
    —¿De quién si no?
    —Oh, Dios mío. Debe de haberle ocurrido algo. ¡Ahora la llamo!
    —¡Pero si ésos se van a dormir con las gallinas, mujer! Mañana por la noche, en cuanto regrese, te llamo.
    —Pero no te olvides. Esta noche no podré pegar un ojo.


    NUEVE


    Cualquier persona sensata que conociera, aunque sólo fuera superficialmente, las carreteras de Sicilia, para ir de Vigàta a Calapiano habría tomado en primer lugar la vía rápida de Catania, después habría seguido por la carretera que regresaba al interior a mil ciento veinte metros de Troìna, para bajar después a seiscientos cincuenta y un metros de Gagliano a través de una especie de sendero que había conocido el primer y último asfaltado cincuenta años atrás, en la primera época de la autonomía regional, y llegar finalmente a Calapiano por una carretera provincial que se negaba claramente a ser considerada tal y cuya auténtica aspiración era recuperar el aspecto del camino de mulas destrozado por los terremotos que había sido en otros tiempos. Pero la cosa no terminaba aquí. La finca agrícola de la hermana de Mimì Augello y de su marido se encontraba a cuatro kilómetros del pueblo y, para llegar hasta allí, se tenía que recorrer una pedregosa y tortuosa franja en la que hasta las cabras abrigaban cierto recelo en apoyar una sola de las cuatro patas de que disponían. Éste habría sido por así decirlo el mejor recorrido, el que siempre seguía Mimì Augello, pues en él las dificultades y las molestias sólo se producían en el último trecho.



    Como es natural, no fue el que eligió Montalbano, el cual decidió, por lo contrario, cruzar la isla en sentido transversal de tal forma que, ya a partir de los primeros kilómetros, se vio obligado a circular por unos caminitos a cuyo borde los campesinos supervivientes interrumpían sus labores para contemplar estupefactos al valeroso automovilista que estaba pasando por allí. Sin duda lo debieron de contar en casa a sus hijos:

    —¿Saben, esta mañana? ¡Ha pasado un coche!

    Pero aquella era la Sicilia que le gustaba al comisario, áspera, casi sin vegetación, un lugar donde parecía (y era) imposible vivir y en el que todavía quedaba alguien, aunque cada vez más insólito, que, con polainas, gorra y fusil al hombro, lo saludaba desde la grupa de una mula, acercándose dos dedos a la visera.

    El cielo estaba sereno y despejado y manifestaba claramente su intención de seguir igual hasta la noche, y hacía casi calor. Las ventanillas abiertas no impedían que en el interior del vehículo se aspirara el delicioso aroma que emanaba de los paquetes y paquetitos que ocupaban literalmente todo el asiento posterior. Antes de salir, Montalbano había pasado por el café Albanese, donde elaboraban los mejores postres de toda Vigàta, y había comprado veinte cannoli recién hechos, rellenos de ricota, cacao y corteza de limón y naranja confitada, y diez quilos entre confites, rosquillas, bizcochos, barquillos, pastelitos, fruta confitada de Martorana y, como colofón, una multicolor cassata de cinco kilos.

    Llegó pasadas las doce del mediodía y calculó que había tardado más de cuatro horas. La casa daba la impresión de estar vacía y sólo por el humo de la chimenea se adivinaba que había gente. Hizo sonar la bocina y poco después apareció Franca, la hermana de Mimì. Era una alta y fornida siciliana rubia de cuarenta y tantos años. Contempló el coche que no conocía mientras se secaba las manos en el delantal.

    —Soy Montalbano —dijo el comisario mientras abría la portezuela para bajar.

    Franca corrió a su encuentro con una ancha sonrisa en los labios, y lo abrazó.

    —¿Y Mimì?
    —A último momento no ha podido venir. Lo ha sentido mucho.

    Franca lo miró fijamente. Montalbano no sabía contar mentiras a las personas que apreciaba, tartamudeaba, se ruborizaba y apartaba la mirada.

    —Ahora mismo voy a llamar a Mimì —dijo Franca, entrando con determinación en la casa.

    Montalbano consiguió cargar milagrosamente con todos los paquetes y paquetitos y, al poco rato la siguió.

    Franca estaba colgando el teléfono.

    —Aún le duele la cabeza.
    —¿Ya estás más tranquila? Puedes creerme, ha sido una bobada —dijo el comisario, depositando los paquetes y paquetitos sobre la mesa.
    —¿Pero qué es eso? —dijo Franca—. ¿Nos quieres convertir en una pastelería?

    Guardó los dulces en la heladera.

    —¿ Cómo estás, Salvo?
    —Bien, ¿y ustedes?
    —Todos bien, gracias a Dios. François ni te digo. Ha crecido y está fuerte como un roble.
    —¿Dónde están?
    —Por el campo. Pero cuando yo toco la campana, vienen todos corriendo para comer. ¿Te quedas con nosotros esta noche? Te he preparado una habitación.
    —Te lo agradezco, Franca, pero ya sabes que no puedo. Me iré a las cinco a más tardar. Yo no soy como tu hermano que corre por estas carreteras como un loco.
    —Ve a lavarte un poco, anda.

    Regresó más descansado un cuarto de hora más tarde, cuando Franca ya estaba poniendo la mesa para unas diez personas. El comisario pensó que era el momento más apropiado.

    —Mimì me ha dicho que querías hablar conmigo.
    —Después, después —dijo expeditiva Franca—. ¿Tienes apetito?
    —¡Ya lo creo!
    —¿Quieres comer un poco de pan de trigo? Lo he sacado del horno hace menos de una hora. ¿Te lo preparo?

    Sin esperar su respuesta, le cortó dos rebanadas de una hogaza, las aliñó con aceite de oliva, sal, pimienta negra y queso de oveja, las superpuso y se las ofreció.

    Montalbano fue afuera, se sentó en un banco al lado de la puerta y, al primer bocado, se sintió rejuvenecer cuarenta años y volvió a ser un chiquilín, pues era el mismo pan que le preparaba su abuela.

    Había que comerlo bajo aquel sol, sin pensar en nada, disfrutando únicamente del hecho de sentirse en armonía con el cuerpo, con la tierra y con el olor de la hierba. Poco después oyó unas voces y vio aparecer a tres niños que se perseguían corriendo, empujándose y haciéndose zancadillas. Eran Giuseppe, de nueve años, su hermano Domenico, que había sido bautizado como su tío Mimì, de la misma edad que François, y el propio François.

    El comisario lo contempló asombrado: era el más alto de los tres, el más alborotador y peleador. ¿Cómo demonios se las había arreglado para experimentar semejante transformación en los dos meses escasos que él había estado sin verlo?

    Corrió a su encuentro con los brazos abiertos. François lo reconoció, y se detuvo de golpe mientras sus compañeros se encaminaban hacia la casa. Montalbano se agachó con los brazos abiertos.

    —Hola, François.

    El niño dio un brinco y lo esquivó, describiendo una curva.

    —Hola —dijo.

    El comisario lo vio desaparecer en el interior de la casa. ¿Qué ocurría? ¿Por qué no había leído la menor alegría en los ojos del pequeño? Se consoló pensando que, a lo mejor, se trataba de un resentimiento infantil. Lo más probable era que François se hubiera sentido abandonado por él.

    Las dos cabeceras se destinaron al comisario y a Aldo Gagliardo, el marido de Franca, un hombre muy parco en palabras, gallardo de nombre y de hecho. A la derecha se sentaron Franca y los tres niños. François era el que estaba más lejos, al lado de Aldo. A la izquierda se sentaron tres muchachos de unos veinte años, Mario, Giacomo y Ernst. Los dos primeros eran unos estudiantes universitarios que se ganaban el pan trabajando en el campo y el tercero era un alemán que estaba de paso y le explicó a Montalbano que tenía intención de quedarse tres meses. El almuerzo, pasta con salsa de salchichas y, como segundo plato, salchichas a la parrilla, fue bastante rápido, pues Aldo y sus tres ayudantes tenían prisa por regresar a sus tareas. Todos se abalanzaron sobre los dulces del comisario. Después, a una señal de la cabeza de Aldo, se levantaron y salieron de la casa.

    —Te preparo—otro café —dijo Franca.

    Montalbano estaba inquieto, pues había observado que Aldo, antes de salir, había intercambiado una fugaz mirada de entendimiento con su mujer. Franca le sirvió el café al comisario y se sentó ante él.

    —Es una cuestión muy seria —le anunció.

    En aquel momento, entró François con gesto decidido y con los puños cerrados contra los costados. Se detuvo frente a Montalbano, lo miró con dureza y le dijo con trémula voz:

    —Tú no me separas de mis hermanos.

    Dicho lo cual, dio media vuelta y salió corriendo.

    Fue como un mazazo y Montalbano sintió que le ardía la boca. Dijo lo primero que le pasó por la cabeza y, por desgracia, fue una estupidez:

    —¡Hay que ver lo bien que ha aprendido a hablar!
    —Lo que yo te quería decir ya lo ha dicho el niño —aclaró Franca—. Y eso que tanto yo como Aldo le hemos estado hablando constamente de Livia y de ti, de lo bien que estará con ustedes dos, de cuánto y cómo lo quieren y lo seguirán queriendo. No ha habido manera. Es un pensamiento que se le ocurrió de repente una noche, hace cosa de un mes. Yo estaba durmiendo y noté que me tocaban el brazo. Era él.
    —¿Te sientes mal?
    —No.
    —¿Pero qué tienes?
    —Tengo miedo.
    —Miedo, ¿de qué?
    —De que venga Salvo y me lleve.

    De vez en cuando, mientras juega o mientras come, le viene a la mente este pensamiento y entonces se entristece y hasta se vuelve malo.

    Franca siguió hablando, pero Montalbano ya no la escuchaba. Se había perdido en un recuerdo de cuando tenía la misma edad de François, mejor dicho, un año menos. Su abuela se estaba muriendo, su madre había caído gravemente enferma (pero eso él lo supo después) y su padre, para poder atenderlas mejor, lo llevó a casa de su hermana Carmela que estaba casada con el propietario de un desordenado bazar, un hombre bondadoso y amable llamado Pippo Sciortino. No tenían hijos. Al cabo de algún tiempo, su padre fue a buscarlo, con corbata negra y un brazal negro, lo recordaba perfectamente. Pero él se negó a acompañarlo.

    —No quiero irme contigo. Me quedo con Carmela y Pippo. Me llamo Sciortino.

    Aún le parecía ver el apenado rostro de su padre y la turbada expresión de Pippo y Carmela.

    —… porque los chicos no son paquetes que se pueden dejar ahora aquí y ahora allí —terminó diciendo Franca.

    A la vuelta, siguió el camino más cómodo y hacia las nueve de la noche ya estaba en Vigàta. Quiso pasar a ver a Mimì Augello.

    —Te veo mejor.
    —Hoy después del almuerzo he conseguido dormir. No has podido engañar a Franca, ¿verdad? Me ha telefoneado muy preocupada.
    —Es una mujer muy, pero muy inteligente.
    —¿De qué te quería hablar?
    —De François. Hay un problema.
    —¿El chico se ha encariñado con ellos?
    —¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho tu hermana?
    —Conmigo no ha hablado de eso. Pero, ¿cuesta tanto comprenderlo? Ya suponía que acabaría así. Montalbano lo miró con expresión sombría. —Sé que te duele —añadió Mimì—, ¿pero quién te dice que eso no es una suerte?
    —¿Para François?
    —También. Pero— sobre todo para ti, Salvo. Tú no tienes pasta de padre, ni siquiera de un hijo adoptivo.

    Apenas cruzó el puente vio que las luces de la casa de Anna estaban encendidas. Se acercó y bajó.

    —¿Quién es?
    —Soy Salvo.

    Anna le abrió la puerta y lo acompañó al comedor. Estaba viendo una película, pero apagó enseguida el televisor.

    —¿Quieres un whisky?
    —Sí, solo.
    —¿Estás abatido?
    —Un poquito.
    —No es una cosa fácil de digerir.
    —No, no lo es.

    Pensó un instante en lo que acababa de decide Anna: no es una cosa fácil de digerir. Pero, ¿cómo podía haberse enterado de lo de François?

    —¿Pero tú cómo te has enterado, Anna?, y perdona que te lo pregunte.
    —Lo han dicho a las ocho por la televisión.

    ¿Pero de qué estaba hablando?

    —¿Qué televisión?
    —Televigàta. Han dicho que el jefe de policía le ha encargado la investigación del delito al jefe de la móvil.

    A Montalbano le entraron ganas de reír.

    —¿Pero qué quieres que me importe eso a mí? ¡Yo me refería a otra cosa!
    —Entonces, dime por qué estás abatido.
    —Perdona, otra vez.
    —¿Viste por fin al marido de Michela?
    —Sí, ayer después de comer.
    —¿Te habló de su matrimonio blanco?
    —¿Lo sabías?
    —Sí, ella me lo había contado. Michela le tenía mucho aprecio, ¿sabes? En tales condiciones, tener un amante no era una traición propiamente dicha. El doctor estaba al corriente.

    Sonó el teléfono en otra habitación, Anna fue a contestar y regresó muy alterada.

    —Me ha llamado una amiga. Hace media hora este jefe de la móvil se ha presentado en casa del ingeniero Di Blasi y se lo ha llevado a la Jefatura de Montelusa. ¿Qué quieren de él?
    —Muy fácil, saber dónde se esconde Maurizio.
    —¡Pero entonces ya lo consideran sospechoso!
    —Es lo más obvio, Anna. Y el doctor Ernesto Panzacchi, el jefe de la móvil, es un hombre absolutamente obvio. Bueno, gracias por el whisky y buenas noches.
    —Cómo, ¿te vas así?
    —Perdóname, estoy cansado. Nos vemos mañana. Acababa de tener un acceso de mal humor, espeso y pesado.

    Abrió la puerta de la casa de un puntapié y corrió a contestar el teléfono.

    —¡Salvo!, ¿pero qué mierda es esto? ¡Menudo amigo!

    Reconoció la voz de Nicolò Zito, el periodista de Retelibera, a quien lo unía una estrecha amistad.

    —¿Es cierta esta historia de que ya no estás a cargo de la investigación? Yo no he dado la noticia, quería que me la confirmaras tú primero. Pero si es cierta, ¿por qué no me lo has dicho? .
    —Perdóname, Nicolò, ocurrió anoche muy tarde. Y esta mañana he salido a primera hora para ir a ver a François.
    —¿Quieres que haga algo en la televisión?
    —No, nada, gracias. Ah, te voy a decir una cosa que seguro que no sabes todavía, así te compenso. El doctor Panzacchi se ha llevado a la Jefatura al ingeniero de la construcción Aufelio Di Blasi de Vigàta para someterlo a un interrogatorio.
    —¿La mató él?
    —No; sospechan de su hijo Maurizio, que desapareció la misma noche en que mataron a la Licalzi. Este chico estaba enamoradísimo de ella. Ah, otra cosa. El marido de la víctima está en Montelusa y se aloja en el hotel Jolly.
    —Salvo, si te echan de la policía, te contrato yo. Mira el telediario de las doce de la noche. Y gracias, muchas gracias.

    Mientras colgaba el teléfono, a Montalbano se le pasó el mal humor.

    El doctor Ernesto Panzacchi estaba bien arreglado: a las doce de la noche, todos sus movimientos serían del dominio público.

    No tenía ganas de comer absolutamente nada. Se quitó la ropa, se paró bajo la ducha y permaneció largo rato allí. Se puso unos calzoncillos y una camiseta limpios. Ahora venía lo más difícil.

    —Livia.
    —Ah, Salvo, ¡no sabes el tiempo que hace que espero tu llamada! ¿Cómo está François?
    —Está muy bien, ha crecido mucho.
    —¿Has visto los progresos que ha hecho? Cada semana cuando le hablo por teléfono, noto que cada vez habla mejor el italiano. Se hace comprender muy bien, ¿verdad?
    —Demasiado.

    Livia no prestó atención a su respuesta, estaba deseando hacerle otra pregunta.

    —¿Qué quería Franca?
    —Hablarme de François.
    —¿Es demasiado revoltoso? ¿Es desobediente?
    —Livia, se trata de otra cosa. Puede ser que nos hayamos equivocado, dejándolo tanto tiempo con Franca y su marido. El niño se ha encariñado con ellos y me ha dicho que no los quiere dejar.
    —¿Te lo ha dicho él?
    —Sí, de una manera espontánea.
    —¡Espontánea! ¡Estás hecho un tonto!
    —¿Por qué?
    —¡Pues porque son ellos los que le han dicho que te lo dijera! ¡Nos lo quieren quitar! ¡Necesitan mano de obra barata para su finca esos dos sinvergüenzas!
    —Te estás pasando, Livia.
    —¡No, es lo que yo te digo! ¡Se lo quieren quedar ellos! ¡Y tú estás encantado de dejárselo!
    —Livia, intenta razonar.
    —¡Estoy razonando, querido, razono muy bien! ¡Y te lo demostraré a ti y a esos dos ladrones de niños!

    Colgó. Sin ponerse nada encima, el comisario se fue a sentar en la galería, encendió un cigarrillo y, finalmente, tras haberse pasado varias horas reprimiéndola, dio rienda suelta a la tristeza. François ya estaba perdido, por más que Franca les hubiera dejado la decisión a Livia y a él. La verdad pura y dura era la que le había dicho la hermana de Mimì: los niños no son paquetes que se pueden dejar ahora aquí y ahora allí. No se puede prescindir de sus sentimientos. El abogado Rapisarda, que estaba llevando a cabo en su nombre los trámites de la adopción, le había dicho que se necesitarían por lo menos otros seis meses. Y François tendría tiempo de sobra para echar unas férreas raíces en casa de los Gagliardo. Livia deliraba si creía que Franca le había puesto en la boca las palabras que tenía que decir. Él había visto la mirada de François cuando corrió a su encuentro para abrazarlo. Ahora recordaba sus ojos con toda claridad: había visto en ellos miedo y odio infantil. Por otra parte, comprendía los sentimientos del chico: ya había perdido a su madre y temía perder a su nueva familia. En el fondo, Livia y él habían pasado muy poco tiempo con el chico y sus figuras no habían tardado mucho en palidecer. Montalbano comprendió que jamás de los jamases tendría el valor de provocarle otro trauma a François. No tenía derecho a hacerla. Y Livia tampoco. El niño ya estaba perdido para siempre. Por su parte, accedería a que se quedara con Aldo y Franca, que estaban encantados de adoptarlo. Ahora sentía frío, se levantó y entró.

    —¿Estaba durmiendo, comisario? Soy Fazio. Quería decirle que, después de comer, hemos convocado una asamblea. Hemos redactado una carta de protesta al jefe de policía. La han firmado todos, el subcomisario Augello en primer lugar. Se la leo: Los abajo firmantes, miembros de la comisaría de Vigàta, lamentamos...
    —Espera, ¿ya la han enviado?
    —Sí, señor comisario.
    —Pero ¡qué gansos son! ¡Podían habérmelo dicho antes de enviarla!
    —¿Por qué, qué más da antes o después?
    —Los habría convencido de que no cometieran semejante idiotez.

    Cortó la comunicación, sinceramente enojado.

    Tardó un buen rato en conciliar el sueño. Pero al cabo de una hora, se despertó, encendió la luz y se incorporó en la cama. Una especie de relámpago le había abierto los ojos. Durante la inspección con el doctor Licalzi en el chalé, había habido algo, una palabra, un sonido, por así decido discordante. ¿Qué era? Experimentó un acceso de furia contra sí mismo: "¿Pero a ti qué carajo te importa? La investigación ya no te pertenece.

    Apagó la luz y volvió a tumbarse.

    —Como François —añadió amargamente.


    DIEZ


    A la mañana siguiente, en la comisaría, el plantel estaba casi al completo: Augello, Fazio, Germanà, Gallo, Galluzzo, Giallombardo, Tortorella y Grasso. Sólo faltaba Catarella, justificadamente ausente, pues se encontraba en Montelusa, asistiendo a la primera clase del curso de informática. Todos ponían cara de entierro y contemplaban a Montalbano como si padeciera una enfermedad contagiosa, sin mirarlo a los ojos. Se sentían doblemente ofendidos, en primer lugar con el jefe de policía, que le había quitado la investigación a su jefe simplemente para hacerle un desaire y, en segundo, con su jefe, que había reaccionado negativamente a la carta de protesta que ellos habían dirigido al jefe de policía. No sólo no les había dado las gracias, qué se le iba a hacer, el comisario era así, sino que, encima, los había llamado gansos, tal como les había dicho Fazio.



    Por consiguiente, estaban todos presentes, pero muertos de aburrimiento, pues, exceptuando el homicidio Licalzi, llevaban dos meses sin que ocurriera nada digno de mención. Por ejemplo, los Cuffaro y los Sinagra, las familias mafiosas que se disputaban el territorio y que, con absoluta regularidad, tenían por costumbre dejar un muerto al mes (una vez uno de los Cuffaro y a la siguiente uno de los Sinagra) desde hacía algún tiempo parecían haber perdido el entusiasmo. Concretamente, desde que Giosuè Cuffaro, detenido y fulminantemente arrepentido de sus crímenes, había enviado a la cárcel a Peppuccio Sinagra, el cual, detenido a su vez y fulminantemente arrepentido de sus crímenes, había conseguido que encerraran a Antonio Smecca, primo de los Cuffaro, que, fulminantemente arrepentido de sus crímenes, le había pasado el fardo a Cicco Lo Carmine, de los Sinagra, el cual...

    Los únicos disparos que se habían oído en Vigàta se remontaban a un mes atrás, por las fiestas de san Gerlando, cuando se organizaron unos fuegos artificiales.

    —¡Los número uno están todos en la cárcel! —había exclamado triunfalmente el jefe de policía Bonetti—Alderighi en el transcurso de una multitudinaria conferencia de prensa.

    Y los de cinco estrellas siguen todos en su sitio, había pensado el comisario.

    Aquella mañana Grasso, que había ocupado el lugar de Catarella, estaba haciendo crucigramas, Gallo y Galluzzo se estaban desafiando en una partida de escoba, Giallombardo y Tortorella jugaban a las damas y los demás estaban leyendo o contemplando la pared. En resumen, la comisaría era un hervidero de actividad.

    Sobre su escritorio, Montalbano encontró una montaña de papeles para firmar y de diligencias que evacuar. ¿Una sutil venganza de sus hombres?

    La inesperada bomba estalló a la una, cuando el comisario, con el brazo derecho anquilosado, estaba pensando en la posibilidad de irse a comer.

    —Señor comisario, hay una señora, Anna Tropeano, que pide hablar con usted. Parece muy alterada —dijo Grasso, el telefonista del turno de la mañana.
    —¡Dios mío, Salvo! ¡En los titulares del telediario han dicho que mataron a Maurizio!

    Como en la comisaría no había ningún aparato de televisión, el comisario salió corriendo de su despacho para dirigirse al cercano bar Italia.

    Fazio le cortó el paso.

    —¿Qué ocurre, comisario?
    —Han matado a Maurizio Di Blasi.

    Gelsomino, el propietario del bar, y dos clientes estaban contemplando boquiabiertos de asombro la pantalla del televisor, en la que un periodista de Televigàta estaba comentando los hechos.

    ...durante este largo interrogatorio nocturno del ingeniero Aurelio Di Blasi, el jefe de la móvil de Montelusa, doctor Ernesto Panzacchi, formuló la hipótesis de que el hijo de aquél, Maurizio, sobre el que recaían todas las sospechas por el homicidio de Michela Licalzi, pudiera haberse ocultado en una vivienda rural situada en el territorio de Raffadali, propiedad de los Di Blasi. El ingeniero, sin embargo, señalaba que su hijo no se había escondido en aquel lugar, pues la víspera él mismo lo había ido a buscar allí. Hacia las diez de esta mañana el doctor Panzacchi se trasladó con seis agentes a Raffadali y llevó a cabo un exhaustivo registro de la vivienda, que es bastante grande. De repente, uno de los agentes vio a un hombre corriendo por la yerma ladera de una colina casi pegada a la parte posterior del edificio. Iniciada la persecución, el doctor Panzacchi y sus agentes descubrieron una cueva en la que Di Blasi se había refugiado. Tras el oportuno despliegue de los agentes, el doctor Panzacchi exhortó al joven a salir con las manos en alto. De pronto, Di Blasi salió empuñando amenazadoramente un arma y gritó:

    ¡Castíguenme! ¡Castíguenme!"

    Uno de los agentes abrió inmediatamente fuego y el joven Maurizio Di Blasi cayó mortalmente herido por una ráfaga en el pecho. La petición casi dostoievskiana del joven, ¡castíguenme!, es más que una confesión. El ingeniero Aurelio Di Blasi ha sido requerido para que designe a un abogado defensor. Sobre él recaen sospechas de complicidad en la fuga de su hijo tan trágicamente concluida.

    Mientras en la pantalla se mostraba una fotografía del rostro caballuno del pobre muchacho, Montalbano abandonó el bar y regresó a la comisaría.

    —¡Si el jefe de policía no te hubiera quitado la investigación, seguramente el pobrecito aún estaría vivo! —dijo Mimì con rabia.

    Montalbano no contestó, entró en su despacho y cerró la puerta. El relato del periodista presentaba una contradicción más grande que una casa. Si Maurizio Di Blasi quería que lo castigaran y si tanto deseaba el castigo, ¿por qué amenazaba a los agentes con el arma que empuñaba en su mano? Un hombre armado que apunta con su pistola a los que pretenden detenerlo no desea un castigo sino que trata de evitar la detención y escapar.

    —Soy Fazio. ¿Puedo entrar, señor comisario?

    El comisario observó con estupor que, junto con Fazio, entraban también Augello, Germanà, Gallo, Galluzzo, Giallombardo, Tortorella e incluso Grasso.

    —Fazio ha hablado con un amigo suyo de la brigada móvil de Montelusa —dijo Mimì Augello, haciéndole señas a Fazio de que continuara.
    —¿ Sabe cuál era el arma con la cual el muchacho ha amenazado al doctor Panzacchi y a sus agentes?
    —No.
    —Un zapato. Su zapata derecho. Antes de desplomarse al suelo, ha tenido tiempo de arrojarlo contra Panzacchi.
    —¿Anna? Soy Montalbano. Ya me he enterado.
    —¡No puede haber sido él, Salvo! ¡Estoy segura! ¡Todo ha sido un trágico error! ¡Tienes que hacer algo!
    —Oye, no te llamaba por eso. ¿Conoces a la señora Di Blasi?
    —Sí. Hemos hablado alguna vez.
    —Ve enseguida a su casa. No estoy tranquilo. No quisiera que se quedara sola con el marido en la cárcel y el hijo recién muerto.
    —Voy ahora mismo.
    —Señor comisario, ¿le puedo decir una cosa? Ha vuelto a llamar mi amigo el de la móvil de Montelusa.
    —Y te ha dicho que lo del zapato era una broma, que te quería tomar el pelo.
    —Exactamente. Lo cual significa que es verdad.
    —Oye, ahora me voy a casa. Creo que esta tarde me quedaré en Marinella. Si necesitan algo, llámenme allí.
    —Señor comisario, usted tiene que hacer algo.
    —¡No vengan todos aquí a romperme las pelotas!

    Tras cruzar el puente, siguió adelante, pues no quería oírle decir también a Anna que tenía que intervenir en el asunto. ¿En calidad de qué? ¡He aquí al caballero sin miedo y sin tacha! ¡He aquí a Robin Hood, el Zorro y el vengador justiciero todo en tina pieza: Salvo Montalbano!

    Le había pasado el apetito que antes tenía, se llenó un bol de aceitunas verdes y negras, se cortó una rebanada de pan y, mientras picaba un poco, marcó el número de Zito.

    —¿Nicolò? Soy Montalbano. ¿Me puedes decir si el jefe de policía ha convocado una conferencia de prensa?
    —Está fijada para las cinco y media de esta tarde.
    —¿Tú irás?
    —Por supuesto.
    —Me tienes que hacer un favor. Pregunta a Panzacchi con qué arma los amenazó Maurizio Di Blasi. Y, cuando te lo haya dicho, pregúntale si te la puede mostrar.
    —¿ Qué hay detrás de todo eso?
    —Te lo diré a su debido tiempo.
    —Salvo, ¿puedo decirte una cosa? Aquí estamos todos convencidos de que si tú hubieras seguido con la investigación, a esta hora Maurizio Di Blasi aún estaría vivo.

    Hasta Nicolò se ponía de parte de Mimì.

    —¡Váyanse a cagar!
    —Gracias, lo necesito, desde ayer tengo ciertas dificultades. Mira que la conferencia de prensa la daremos en directo.

    Se fue a sentar a la galería con el libro de Denevi en las manos. Pero no consiguió leer. Le rondaba una idea por la cabeza, la misma que se le había ocurrido la víspera: ¿qué había visto o sentido de extraño o de anómalo durante la inspección del chalé con el médico?

    La conferencia de prensa empezó a las cinco en punto; Bonetti—Alderighi era un maniático de la puntualidad (es la cortesía de los reyes", repetía siempre que tenía ocasión; estaba claro que la cuarta parte de sangre azul se le había subido a la cabeza y se veía a sí mismo con la crisma coronada).

    Había tres hombres sentados detrás de la mesita cubierta con una tela verde: el jefe de policía en el centro, a su derecha Panzacchi y a su izquierda el doctor Lattes. De pie a su espalda, los seis agentes que habían tomado parte en la operación. Mientras que los rostros de los seis agentes aparecían serios y en tensión, los de los tres jefes expresaban una moderada satisfacción, moderada porque se había producido un muerto.

    El jefe de policía tomó la palabra en primer lugar y se limitó a rendir tributo a Ernesto Panzacchi ("un hombre destinado a un brillante futuro") y a atribuirse cierto mérito por haber tomado la decisión de encomendar la investigación al jefe de la brigada móvil, que "había conseguido resolver el caso en veinticuatro horas mientras que otros, utilizando métodos ya anticuados, cualquiera sabe cuánto tiempo habrían tardado".

    Sentado ante el televisor, Montalbano encajó el golpe sin reaccionar, ni siquiera mentalmente.

    La palabra pasó a continuación a Ernesto Panzacchi, el cual repitió exactamente lo que el comisario ya le había oído decir al periodista de Televigàta. No se entretuvo en los detalles, como si estuviera deseando irse.

    —¿Alguna pregunta? —preguntó el doctor Lattes. Alguien levantó un dedo.
    —¿Seguro que el joven gritó "castíguenme"?
    —Totalmente. Dos veces. Todos lo oyeron.

    Lattes se volvió para mirar a los seis agentes, los cuales inclinaron la cabeza en señal de asentimiento: parecían marionetas movidas por hilos invisibles.

    —¡Y en qué tono! —corroboró Panzacchi—. Desesperado.
    —¿De qué se acusa al padre? —preguntó un segundo reportero.
    —Complicidad —contestó el jefe de policía.
    —Y puede que de alguna otra cosa —añadió con aire de misterio Panzacchi.
    —¿ Complicidad en el homicidio? —apuntó un tercero.
    —Yo no he dicho eso —contestó secamente Panzacchi.

    Finalmente, Nicolò Zito pidió por señas hablar.

    —¿Con qué arma los amenazó Maurizio Di Blasi?

    Los periodistas que ignoraban lo ocurrido no repararon en nada, pero el comisario observó con toda claridad cómo se tensaban los seis agentes y cómo se esfumaba la media sonrisa del rostro del jefe de la móvil. Sólo el jefe de policía y su jefe de gabinete no mostraron ninguna reacción especial.

    —Una granada de mano —contestó Panzacchi.
    —¿Quién creen que se la había dado? —lo hostigó Zito.
    —Mire, es un vestigio de la guerra, pero todavía activo. Tenemos cierta idea de dónde la pudo encontrar, pero aún tenemos que efectuar unas comprobaciones.
    —¿Nos la puede mostrar?
    —La tienen los de la Policía Científica.

    Y así terminó la conferencia de prensa.

    A las seis y media llamó a Livia. El teléfono sonó largo rato. Empezó a preocuparse. ¿Y si se encontrara mal? Llamó a Giovanna, una amiga y compañera de trabajo de Livia cuyo número conocía. Giovanna le dijo que Livia había acudido normalmente a su trabajo, pero que ella, la había visto muy pálida y nerviosa. Livia le había dicho también que había des enchufado el teléfono porque no quería que la molestaran.

    —¿Qué tal van las cosas entre ustedes? —le preguntó Giovanna.
    —Yo diría que no demasiado bien —contestó diplomáticamente Montalbano.

    Cualquier cosa que hiciera, leer el libro o contemplar el mar mientras fumaba un cigarrillo, la pregunta volvía de pronto a su mente con insistencia y precisión: ¿qué era lo que había visto u oído en el chalé que no encajaba?

    —¿Salvo? Soy Anna. Acabo de dejar a la señora Di Blasi. Hiciste bien en decirme que fuera a verla. Los familiares y amigos se han cuidado mucho de acercarse por allí; como comprenderás, no quieren saber nada de una familia en la que hay un padre detenido y un hijo asesino. Qué cobardes.
    —¿Cómo está la señora?
    —¿Cómo quieres que esté? Ha sufrido un colapso, he tenido que llamar al médico. Ahora ya se encuentra mejor, entre otras cosas porque el abogado designado por su marido la llamó para comunicarle que el ingeniero no tardaría en ser puesto en libertad.
    —¿No han podido establecer su complicidad?
    —Eso no lo sé. Por lo visto, formularán la acusación de todos modos, pero lo dejarán en libertad. ¿Pasas por mi casa?
    —No sé, ya veré.
    —Salvo, tienes que actuar. Maurizio era inocente, estoy segura, lo han asesinado.
    —Anna, no te metas ideas descabelladas en la cabeza.
    —Dottori? ¿Es usted personalmente? Soy Catarella. Ha llamado el marido de la víctima y dice que lo llame usted personalmente esta noche al Cholly sobre las diez.
    —Gracias. ¿Qué tal anduvo el primer día de clase?
    —Bien, dottori, muy bien. Lo he entendido todo. El profesor me felicitó. Dice que personas como yo hay muy pocas.

    La ingeniosa salida— se le ocurrió poco antes de las ocho y la puso en práctica de inmediato. Subió al coche y se dirigió a Montelusa.

    —Nicolò está en el aire —le dijo una secretaria—, pero le falta poco para terminar.

    Al cabo de menos de cinco minutos apareció Zito, respirando afanosamente.

    —Hice lo que me pedías; ¿has visto la conferencia de prensa?
    —Sí, Nicolò, y me parece que hemos dado en el blanco.
    —¿Me puedes decir por qué es tan importante la granada de mano?
    —¿Acaso tú subestimas una granada?
    —Vamos, dime de qué se trata.
    —Todavía no puedo. Mejor dicho, es posible que lo comprendas dentro de poco, pero es asunto tuyo y yo no te he dicho nada.
    —Adelante, ¿qué quieres que haga o diga en el telediario? Has venido para eso, ¿no? Ya te has convertido en mi director secreto.
    —Si lo haces, te haré un regalo.

    Se sacó del bolsillo una de las fotografías de Michela que le había dado el doctor Licalzi, y se la ofreció.

    —Tú eres el único periodista que sabe cómo era la señora en vida. En la Jefatura de Montelusa no disponen de fotografías: los documentos de identidad, el carné de conducir, el pasaporte, si es que lo había, se encontraban en el bolso y el asesino se los llevó. Puedes mostrarla a tus telespectadores si quieres.

    Nicolò Zito hizo una mueca.

    —Eso quiere decir que el favor que me vas a pedir es muy gordo. Suéltalo.

    Montalbano se levantó y cerró con llave la puerta del despacho del periodista.

    —No —dijo Nicolò.
    —No, ¿qué?
    —No a cualquier cosa que quieras pedirme. Si has cerrado la puerta, yo no quiero meterme en líos.
    —Si me das una mano, te proporcionaré todos los elementos necesarios para armar un escándalo a nivel nacional.

    Zito no contestó, se debatía visiblemente en la duda entre un corazón de asno y un corazón de león.

    —¿Qué tengo que hacer? —preguntó finalmente con un hilo de voz.
    —Tienes que decir que te han llamado dos testigos.
    —¿Existen?
    —Uno sí y otro no.
    —Dime tan sólo lo que ha dicho el que existe.
    —Los dos. Lo tomas o lo dejas.
    —Pero, ¿te das cuenta de que, si descubren que me he inventado un testigo pueden quitarme la licencia de periodista?
    —Claro. En tal caso, te autorizo a decir que fui yo quien te convenció. Así me mandan a casa también a mí y nos vamos los dos a plantar lechugas.
    —Hagamos una cosa. Primero dime lo falso. Si la cosa es factible, me dirás también lo verdadero.
    —De acuerdo. Esta tarde después de la conferencia de prensa, llamó uno que estaba cazando muy cerca del lugar en el que han disparado contra Maurizio Di Blasi. Ha dicho que los hechos no han ocurrido tal como declaró Panzacchi. Después colgó sin darte ni el nombre ni el apellido. Se notaba que estaba muy asustado. Tú menciona este hecho como de pasada, comenta con toda nobleza que no quieres atribuirle demasiada importancia por tratarse de una llamada anónima y dices que tu deontología profesional no te permite dar crédito a las insinuaciones anónimas.
    —Pero a pesar de todo, lo digo.
    —Perdona, Nicolò, ¿pero acaso no es ésta la técnica habitual de ustedes? Arrojar la piedra y esconder la mano.
    —A propósito de esto, después te diré una cosa. Adelante, háblame del testigo verdadero.
    —Se llama Gillo Jàcono, pero tú darás sólo las iniciales G. J. y basta. El miércoles poco después de las doce de la noche este señor vio llegar el Twingo al chalé, bajar de él a Michela y a un desconocido y dirigirse tranquilamente hacia la casa. El hombre llevaba una valija. Una valija, no un maletín. ¿Llevaba en ella unas sábanas de repuesto por si manchara la cama? Y otra cosa: ¿la encontraron los de la móvil en algún lugar? En el chalé seguro que no estaba.
    —¿ Eso es todo?
    —Sí.

    Nicolò se mostraba un tanto frío, señal de que no había digerido el reproche de Montalbano acerca de las costumbres de los periodistas.

    —A propósito de mi deontología profesional. Esta tarde, después de la conferencia de prensa, me ha llamado un cazador para decirme que los hechos no habían ocurrido tal como se había dicho. Pero como no me ha querido dar su nombre, yo no he dado la noticia.
    —Me estás tomando el pelo.
    —Ahora llamo a la secretaria y te paso la grabación de la llamada —dijo el periodista, levantándose.
    —Perdóname, Nicolò. No es necesario.


    ONCE


    Pasó toda la noche dando vueltas en la cama, pero no consiguió pegar un ojo. Se imaginaba la escena de Maurizio alcanzado por los disparos, arrojando el zapato contra sus perseguidores, gesto cómico y desesperado de un pobre diablo acorralado. "Castíguenme", había gritado, y todos se habían apresurado a interpretar sus palabras de la forma más obvia y tranquilizadora; castíguenme porque he violado y matado, castíguenme por mi pecado. Pero ¿y si en aquel momento había querido decir otra cosa totalmente distinta? ¿Qué le había pasado por la cabeza? Castíguenme porque soy diferente, castíguenme porque he amado demasiado, castíguenme por haber nacido. Se podía seguir hasta el infinito, pero el comisario se detuvo no sólo porque no le gustaba deslizarse hacia la filosofía barata y literaria, sino también porque había comprendido de repente que la única manera de exorcizar aquella imagen obsesiva y aquel grito no consistía en hacer preguntas genéricas sino en enfrentarse directamente con los hechos. Para hacerla, no había más que un camino, uno solo. Y fue entonces cuando consiguió cerrar los ojos durante dos horas.



    —Todos —le dijo a Mimì Augello, entrando en la comisaría.

    Cinco minutos después estaban todos en el despacho ante él.

    —Pónganse cómodos —dijo Montalbano—. Eso no es un acto oficial sino una reunión entre amigos.

    Mimì y dos o tres hombres se sentaron, pero los demás permanecieron de pie. Grasso, el sustituto de Caterella, se apoyó en la jamba de la puerta, con una oreja pegada al conmutador.

    —Ayer el subcomisario Augello me dijo algo que me dolió, después de haberse enterado de que Di Blasi había muerto acribillado a balazos. Me dijo más o menos lo siguiente: si tú te hubieras encargado de la investigación, a estas horas el muchacho aún estaría vivo. Le habría podido contestar que la investigación me la había quitado el jefe de policía, por lo que yo no tenía la culpa de nada. Es formalmente cierto. Pero el subcomisario Augello tenía razón. Cuando me llamó el jefe de policía para ordenarme que no siguiera investigando el homicidio Licalzi, cedí a la tentación del orgullo. No protesté, no me rebelé, le di a entender que se fuera a que se la dieran por el culo. Y de esta manera arriesgué la vida de un hombre. Porque está claro que ninguno de ustedes habría disparado contra un pobre desgraciado que no andaba bien de la cabeza.

    Jamás lo habían oído hablar de aquella manera, por lo que se quedaron mirándolo boquiabiertos de asombro y conteniendo la respiración.

    —Esta noche lo he estado pensando y he tomado una decisión. Vuelvo a encargarme de la investigación.

    ¿Quién fue el primero en aplaudir? Montalbano supo transformar la emoción en ironía.

    —Ya les he dicho que son unos gansos, no me obliguen a repetirlo.

    La investigación —añadió— ya está cerrada. Por consiguiente, si todos están de acuerdo, tendremos que actuar navegando bajo el agua y con sólo el periscopio fuera. Tengo que hacerles una advertencia: si se enteran en Montelusa, todos nosotros podríamos tener graves dificultades.

    —¿Comisario Montalbano? Soy Emanuele Licalzi.

    Montalbano recordó que la víspera Catarella le había dicho que había llamado el médico. Lo había olvidado.

    —Le pido disculpas, pero anoche...
    —No tiene importancia, por Dios. Además, desde anoche a hoy, las cosas han cambiado.
    —¿En qué sentido?
    —En el sentido de que, a última hora de la tarde de ayer me aseguraron que el miércoles por la mañana podría regresar a Bolonia con la pobre Michela. Esta mañana temprano me han llamado de Jefatura para decirme que necesitaban retrasarlo y que la ceremonia fúnebre sólo se podría oficiar el viernes. Por consiguiente, he decidido irme y regresar el jueves por la noche.
    —Doctor, usted se habrá enterado sin duda de que la investigación...
    —Sí, claro, pero yo no me refería a la investigación. ¿Recuerda que hablamos del coche, del Twingo? ¿Ya puedo hablar con alguien sobre la venta?
    —Mire, doctor, vamos a hacer una cosa, yo mismo mandaré llevar el coche a un taller nuestro de confianza, nosotros fuimos los causantes de los daños y los tenemos que pagar nosotros. Si quiere, puedo encargarle a nuestro mecánico que busque a un comprador.
    —Usted es una persona muy amable, comisario.
    —Tengo una curiosidad: ¿qué hará con el chalé?
    —También lo pondré a la venta.
    —Soy Nicolò. Tal como queríamos demostrar.
    —Explícate mejor.
    —Hoy el juez Tommaseo me ha convocado para las cuatro de la tarde.
    —¿Qué quiere de ti?
    —¡Qué caradura eres! ¡Pero cómo! ¿Me metes en estos líos y después te falta imaginación? Me acusará de haber ocultado a la policía unas valiosas declaraciones. Y, como se entere de que uno de los dos testigos no sé ni siquiera quién es, buena me espera, ése es capaz de meterme en la cárcel.
    —Ya me contarás.
    —¡Claro! Así, una vez por semana. Irás a verme y me llevarás naranjas y cigarrillos.
    —Oye, Galluzzo, necesito hablar con tu cuñado, el periodista de Televigàta.
    —Enseguida se lo digo, comisario.

    Galluzzo estaba a punto de abandonar el despacho, pero la curiosidad fue más fuerte que él.

    —Pero si es algo que yo también puedo saber...
    —Gallù, no sólo puedes sino que tienes que saber. Necesito que tu cuñado colabore con nosotros en el asunto Licalzi. Dado que no podemos movernos a la luz del sol, tenemos que servirnos de la ayuda que nos pueden prestar las televisiones privadas, simulando actuar por iniciativa propia, ¿me explico?
    —Perfectamente.
    —¿Crees que tu cuñado estaría dispuesto a ayudarnos?

    Galluzzo se echó a reír.

    —Señor comisario, si usted le pide a ése que diga por la televisión que se ha descubierto que la Luna está hecha de ricota, lo dice. ¿Sabe que se muere de envidia?
    —¿De quién?
    —De Nicolò Zito, señor comisario. Dice que usted a Zito le tiene mucha consideración.
    —Es cierto. Ayer por la tarde Zito me hizo un favor y lo he metido en un lío.
    —¿Y ahora quiere hacer lo mismo con mi cuñado?
    —Si él se anima.
    —Dígame lo que quiere y no habrá problemas.
    —Entonces dile tú lo que tiene que hacer. Mira, toma esto. Es una fotografía de Michela Licalzi.
    —¡La mierda, qué bonita era!
    —En la redacción tu cuñado debe de tener una fotografía de Maurizio Di Blasi, me pareció verla cuando dieron la noticia de su muerte. En el noticiario de la una y también en el de la noche tu cuñado tiene que mostrar las dos fotografías, la una al lado de la otra en el mismo encuadre. Tiene que decir que, puesto que hay un vacío de cinco horas entre las siete y media del miércoles por la tarde, cuando Michela se separó de una amiga suya, y poco después de la medianoche, cuando la vieron dirigirse en compañía de un hombre a su chalé, él quiere saber si alguien está en condiciones de proporcionar alguna información acerca de los movimientos de Michela Licalzi durante aquellas horas. Mejor todavía: si en aquellas horas alguien la vio, y dónde, en compañía de Maurizio. ¿Está claro?
    —Clarísimo.
    —Y tú, a partir de este momento, acamparás en Televigàta.
    —¿Y eso qué quiere decir?
    —Quiere decir que te quedarás allí como si fueras un redactor. En cuanto se presente alguien para facilitar alguna información, te lo haces pasar y hablas con él. Y después me lo cuentas.
    —¿Salvo? Soy Nicolò Zito. Me veo obligado a volver a molestarte.
    —¿Alguna novedad? ¿Te han enviado a los carabineros?

    Era evidente que Nicolò no estaba para bromas.

    —¿Puedes venir inmediatamente a la redacción?

    Montalbano se llevó una sorpresa al ver en el estudio de Nicolò al abogado Orazio Guttadauro, polémico penalista, defensor de todos los mafiosos de la provincia y también de fuera de la provincia.

    —¡Dichosos los ojos, comisario Montalbano! —exclamó el abogado en cuanto lo vio entrar.

    Nicolò parecía un poco cohibido.

    El comisario miró con expresión inquisitiva al periodista: ¿por qué lo había llamado en presencia de Guttadauro? Zito le contestó con palabras.

    —El abogado es el señor que llamó ayer, el que estaba cazando.
    —Ah —dijo el comisario.

    Con Guttadauro cuanto menos se hablara, mejor; no era un hombre con quien se pudiera compartir el pan.

    —¡Las palabras que el ilustre periodista aquí presente —empezó diciendo el abogado con el mismo tono de voz que utilizaba en los tribunales— ha utilizado en la televisión para definirme me han hecho sentir como un gusano!
    —Dios bendito, ¿ qué he dicho? —preguntó preocupado Nicolò.
    —Usted ha utilizado exactamente estas expresiones: desconocido cazador y anónimo interlocutor.
    —Sí, pero ¿que tiene eso de ofensivo? Se habla del Soldado Desconocido...

    Del Anónimo veneciano —terció Montalbano, que estaba empezando a divertirse.

    —¿Cómo? ¿Cómo? —continuó el abogado casi como si no los hubiera oído—. ¿Orazio Guttadauro implícitamente acusado de cobardía? No lo he podido resistir y aquí estoy.
    —Pero ¿por qué ha venido a hablar con nosotros? Su deber era ir a ver al doctor Panzacchi a Montelusa y decirle...
    —¿Están bromeando, muchachos? ¡Panzacchi se encontraba a veinte metros de mí y ha contado una historia completamente distinta! ¡Si hubiera que elegir entre él y yo, le creerían a él! ¿Sabe cuántos clientes míos, personas de absoluta integridad, se han visto implicados y acusados por la palabra mentirosa de un policía o un carabinero? ¡Centenares!
    —Oiga, abogado, pero ¿en qué difiere su versión de los hechos de la del doctor Panzacchi? —preguntó Zito sin poder reprimir por más tiempo su curiosidad.
    —En un detalle, mi eximio amigo.
    —¿Cuál?
    —Que el muchacho Di Blasi iba desarmado.
    —¡No es posible! No lo creo ¿Quiere decir que los de la móvil dispararon a sangre fría por el simple placer de matar a un hombre?
    —Yo he dicho simplemente que Di Blasi iba desarmado, pero ellos creyeron que iba armado porque sostenía un objeto en la mano. Ha sido un tremendo error.
    —¿Qué sostenía en la mano?

    La voz de Zito había adquirido un timbre estridente.

    —Uno de sus zapatos, amigo mío.

    Mientras el periodista se hundía en su asiento, el abogado añadió:

    —He considerado mi deber dar a conocer este hecho a la opinión pública. Creo que mi supremo deber cívico...

    Aquí Montalbano comprendió el juego que Guttadauro tenía entre manos. No era un homicidio de la mafia y, por consiguiente, con su declaración no perjudicaba a ninguno de sus clientes, se ganaba la fama de ciudadano ejemplar y, al mismo tiempo, ponía a la policía en evidencia.

    —Lo había visto justo la víspera —dijo el abogado.
    —¿A quién? —preguntaron a dúo Zito y Montalbano, perdidos en sus propios pensamientos.
    —Al muchacho Di Blasi, ¿a quién si no? Es una buena zona de caza. Lo vi de lejos, no llevaba los prismáticos. Cojeaba. Después entró en la gruta, se sentó al sol y se puso a comer.
    —Un momento —dijo Zito—. Si he entendido bien, ¿usted afirma que el joven estaba escondido allí y no en su casa? ¡La tenía a dos pasos!
    —¿Qué quiere que le diga, mi querido Zito? La antevíspera pasé por delante de la casa de los Di Blasi y vi que el portal estaba cerrado con un cerrojo tan grande como un baúl. Estoy seguro de que el chico jamás se ocultó en su casa, tal vez para no comprometer a la familia.

    Montalbano comprendió dos cosas: el abogado estaba dispuesto a desmentir al jefe de la móvil incluso acerca del escondrijo del muchacho, con lo cual la acusación contra su padre el ingeniero caería, con grave perjuicio para Panzacchi. En cuanto a la segunda de las dos cosas que había comprendido, primero necesitaba una confirmación.

    —Tengo una curiosidad, abogado.
    —Estoy a sus órdenes, comisario.
    —Usted sale mucho de caza, ¿no acude nunca a los tribunales?

    Guttadauro le dirigió una sonrisa y Montalbano se la devolvió. Ambos se habían comprendido muy bien. Lo más probable era que el abogado jamás hubiera ido de caza en toda su vida. Los que habían presenciado la escena y lo habían enviado a él debían de ser amigos de aquellos que Guttadauro calificaba de clientes suyos: la finalidad era provocar un escándalo en la Jefatura Superior de Policía de Montelusa. Tendría que actuar con sutileza, no le gustaba tenerlos por aliados.

    —¿Te ha dicho el abogado que me llamaras? —le preguntó el comisario a Nicolò.
    —Sí.

    Por consiguiente, lo sabían todo. Sabían que había sufrido una injusticia, lo creían decidido a vengarse y estaban dispuestos a utilizarlo.

    —Abogado, usted se habrá enterado sin duda de que yo no soy el titular de la investigación que, por otra parte, ya puede considerarse cerrada.
    —Sí, pero...
    —No hay ningún pero, abogado. Si usted quiere cumplir de verdad con su deber de ciudadano, acuda al juez Tommaseo y expóngale su versión de los hechos. Buenos días.

    Montalbano dio media vuelta y se retiró. Nicolò corrió tras él y lo agarró por el brazo.

    —¡Tú lo sabías! ¡Tú ya sabías la historia del zapato! ¡Por eso me dijiste que le preguntara a Panzacchi cuál había sido el arma!
    —Sí, Nicolò, la sabía. Pero te aconsejo que no la utilices en tu telediario. No existe ninguna prueba de que las cosas hayan ocurrido tal como las cuenta Guttadauro, aunque es muy probable que ésta sea la verdad. Ándate con cuidado.
    —¡Pero si tú mismo me dices que es la verdad!
    —Intenta comprenderlo, Nicolò. Estoy dispuesto a apostar a que el abogado ni siquiera sabe dónde está la cueva en la que se escondía Maurizio. El es una simple marioneta de la mafia. Sus amigos se han enterado de algo y han decidido que les convenía aprovecharlo. Han arrojado al mar una red en la esperanza de atrapar a Panzacchi, al jefe de policía y al juez Tommaseo. Menudo terremoto. Pero para recoger la red es necesario que en la barca haya un hombre muy fuerte, es decir, yo, cegado según ellos por la sed de venganza. ¿Entiendes la cosa?
    —Sí. ¿Cómo tengo que actuar con el abogado?
    —Repítele lo mismo que yo he dicho. Que vaya al juez. Verás cómo se niega. En cambio, serás tú el que le repita palabra por palabra a Tommaseo lo que ha dicho Guttadauro. Si no es tonto, y no lo es, el juez comprenderá que él también corre peligro.
    —Pero él no tuvo nada que ver con la muerte de Di Blasi.
    —Pero firmó las acusaciones contra su padre, el ingeniero. Y los otros están dispuestos a declarar que Maurizio jamás se ocultó en su casa de Raffadali. Si quiere salvar el pellejo, Tommaseo tiene que desarmar a Guttadauro y a sus amigos.
    —¿Pero cómo?
    —¿Y yo qué sé?

    Puesto que estaba en Montelusa, decidió ir a la Jefatura, confiando en no tropezar con Panzacchi. Bajó corriendo al sótano donde estaba ubicada la Policía Científica y entró directamente en el despacho del jefe.

    —Buenos días, Arqua.
    —Buenos días —contestó el otro más frío que un iceberg—. ¿En qué puedo servirle?
    —Pasaba por aquí y me ha asaltado una curiosidad.
    —Estoy muy ocupado.
    —No me cabe la menor duda, pero sólo le robaré un minuto. Quisiera que me facilitara un poco de información sobre la granada de mano que Di Blasi trató de arrojar contra los agentes.

    Arqua no movió ni un solo músculo.

    ¿Cómo era posible que tuviera tanto control?

    —Vamos, compañero, sea amable. Me bastan sólo tres datos: color, medida, marca.

    Arqua lo miró con un asombro aparentemente sincero. Sus ojos se preguntaron con toda claridad si Montalbano se había vuelto loco.

    —¿Pero qué demonios está diciendo?
    —Le daré una mano. ¿Negro? ¿Marrón? ¿Cuarenta y tres? ¿Cuarenta y cuatro? ¿Mocasín? ¿Superga? ¿Varese?
    —Cálmese —dijo Arqua sin que ello fuera necesario, ateniéndose a la norma, según la cual a los locos hay que tranquilizarlos—. Acompáñeme.

    Montalbano lo siguió y ambos entraron en una habitación donde tres hombres en bata blanca trabajaban junto a una mesa de gran tamaño en forma de media luna.

    —Caruana —le dijo Arqua a uno de los tres—, enséñale la granada al compañero Montalbano. —Mientras el hombre abría un armario metálico, Arqua añadió: —La verá desmontada, pero cuando nos la trajeron aquí, estaba peligrosamente activa. —Tomó la bolsita de celofán que le entregó Caruana y se la mostró al comisario. —Una vieja OTO de las que utilizaba nuestro ejército en la década de los años 40.

    Montalbano no conseguía hablar y contemplaba la granada desmontada con la misma expresión del propietario de un jarrón Ming recién caído al suelo.

    —¿Han tomado las huellas digitales?
    —Muchas estaban confusas, pero dos del joven Di Blasi se distinguían con toda claridad, las del pulgar y el índice de la mano derecha.

    Arqua depositó la bolsita sobre la mesa, apoyó una mano en el hombro del comisario y lo empujó hacia el pasillo.

    —Tiene que perdonarme, la culpa es enteramente mía. Jamás habría imaginado que el jefe de policía lo apartaría de la investigación.

    Atribuía lo que él consideraba una momentánea ofuscación de las facultades mentales de Montalbano al choc provocado por su destitución. En el fondo, Arqua era un buen muchacho.

    No cabía duda de que el jefe de la Científica había sido sincero, pensó Montalbano mientras se dirigía en su coche hacia Vigàta, era imposible que fuera un actor tan extraordinario. ¿Pero cómo se puede arrojar una granada de mano, sujetándola tan sólo entre el índice y el pulgar? Lo mejor que te puede ocurrir, arrojándola de esa manera, es que te rompa las pelotas. Arqua habría tenido que encontrar también la huella de buena parte de la palma de la mano derecha. Siendo así, ¿en qué lugar habían llevado a cabo los de la móvil la tarea de tomar dos dedos de Maurizio ya cadáver y comprimirlos con fuerza contra la granada? En cuanto formuló la pregunta, invirtió el sentido de la marcha de su vehículo y regresó a Montelusa.


    DOCE


    ¿Qué desea? —le preguntó Pasquano apenas lo vio entrar en su estudio.


    —Tengo que apelar a nuestra amistad —le advirtió Montalbano por adelantado.
    —¿Amistad? ¿Nosotros dos somos amigos? ¿Salimos a cenar juntos? ¿Nos hacemos confidencias?

    El doctor Pasquano era así y el comisario no se dejó impresionar por sus palabras. Lo único que necesitaba era encontrar la fórmula apropiada.

    —Bueno, si no amistad, aprecio.
    —Eso sí —reconoció Pasquano.

    Había acertado. Ahora el camino sería más fácil.

    —Doctor, ¿qué otras comprobaciones tiene que efectuar sobre Michela Licalzi? ¿Hay novedades?
    —¿Qué novedades? Yo hice saber hace tiempo al juez y al jefe de policía que, por mi parte, ya se podía entregar el cadáver al marido.
    —Ah, ¿ sí? Porque, verá, ha sido precisamente el marido el que me dijo que lo han llamado de Jefatura para comunicarle que el funeral sólo se podrá oficiar el viernes por la mañana.
    —Cosas de ellos.
    —Perdone que abuse de su paciencia, doctor. ¿Todo normal en el cuerpo de Maurizio Di Blasi?
    —¿En qué sentido?
    —Bueno, ¿cómo murió?
    —Qué pregunta tan estúpida. Una ráfaga de ametralladora, por poco lo cortan por la mitad y lo convierten en un busto para colocarlo sobre una columna.
    —¿El pie derecho?

    El doctor Pasquano cerró los ojos, que eran muy pequeños.

    —¿Por qué me pregunta precisamente por el pie derecho?
    —Porque no creo que el izquierdo resulte interesante.
    —Pues sí. Se había hecho daño, una torcedura o algo por el estilo, y no podía ponerse el zapato. Pero el daño se lo había hecho unos días antes de su muerte. Presentaba el rostro tumefacto a causa de un golpe.

    Montalbano experimentó un sobresalto.

    —¿Le habían pegado?
    —No lo sé. O le propinaron un fuerte garrotazo en la cara o se golpeó con algo. Pero no fueron los agentes. La contusión también se remontaba a algún tiempo atrás.
    —¿Al momento en que se lastimó el pie?
    —Más o menos, creo.

    Montalbano se levantó y le tendió la mano.

    —Le doy las gracias y ya no lo molesto más. Otra cosa, y termino. ¿A usted le avisaron enseguida?

    El doctor Pasquano cerró con tal fuerza los ojos que pareció haberse quedado repentinamente dormido. Tardó un instante en contestar.

    —¿Usted sueña estas cosas por las noches? ¿Se las dicen las urracas? ¿Habla con los espíritus? No, al muchacho le dispararon a las seis de la mañana. Y me avisaron que fuera allí sobre las diez. Me dijeron que primero querían llevar a cabo el registro de la casa.
    —Una última pregunta.
    —Usted, con sus últimas preguntas, me va a demorar hasta la noche.
    —Tras haberle entregado el cadáver de Di Blasi, ¿alguien de la móvil le pidió permiso para poder examinarlo a solas?

    El doctor Pasquano se sorprendió.

    —No. ¿Por qué habrían tenido que hacerla?

    Regresó a Retelibera, tenía que poner a Nicolò Zito al corriente de los acontecimientos. Estaba seguro de que el abogado Guttadauro ya se habría ido.

    —¿Por qué has vuelto?
    —Después te lo digo, Nicolò. ¿Qué tal anduvo con el abogado?
    —Hice lo que tú me habías dicho. Le aconsejé que fuera a hablar con el juez. Me contestó que lo pensaría. Pero después añadió una cosa muy curiosa que no tenía nada que ver. O que, por lo menos, eso parecía, anda a saber con esta gente. ¡Feliz usted que vive entre las imágenes! Hoy por hoy, lo que vale es la imagen, no la palabra." Eso ha dicho. ¿Qué significa?
    —No lo sé. Oye, Nicolò, la granada la tienen.
    —¡Dios mío! Entonces, ¡lo que ha dicho Guttadauro es falso!
    —No, es cierto. Panzacchi es muy astuto y se ha protegido con mucha habilidad. La Científica está examinando una granada que le ha entregado Panzacchi y en la cual figuran las huellas de Di Blasi.
    —¡Virgen santa, la que hemos armado! ¡Panzacchi se ha curado en salud! ¿Y ahora qué le cuento yo a Tommaseo?
    —Todo lo que habíamos acordado, pero procurando no mostrarte excesivamente escéptico acerca de la existencia de la bomba. ¿Entendido?

    Para ir de Montelusa a Vigàta había también un camino abandonado que al comisario le encantaba. Lo tomó y, al llegar a la altura de un puentecito que cruzaba un torrente que desde hacía varios siglos ya no era tal sino tan sólo una hondonada llena de piedras y guijarros, bajó y se dirigió hacia un chaparral, en cuyo centro se levantaba un gigantesco olivo silvestre de esos torcidos y retorcidos que se arrastran por el terreno como serpientes antes de elevarse hacia el cielo. Se sentó en una rama, encendió un cigarrillo y se puso a pensar en los acontecimientos de la mañana.

    —Mimì, entra, cierra la puerta y siéntate. Tienes que facilitarme unas informaciones.
    —Listo.
    —Si yo decomiso un arma de fuego, qué sé yo, un revólver, una ametralladora, ¿ qué hago?
    —Por regla general, la entregas a la persona que tienes mas cerca.
    —¿Esta mañana nos hemos despertado en plan de broma?
    —¿Quieres saber las disposiciones a este respecto? Las armas decomisadas se tienen que entregar de inmediato al correspondiente despacho de la Jefatura de Montelusa, donde se toma nota y posteriormente se guardan bajo llave en un pequeño depósito situado al otro lado de los despachos de la Científica, en el caso concreto de Montelusa. ¿Es suficiente?
    —Sí. Mimì, voy a intentar hacer una reconstrucción. Si digo alguna tontería, interrúmpeme. Bueno, Panzacchi y sus hombres registran la vivienda rural del ingeniero Di Blasi. Observan que la puerta principal está cerrada con un grueso candado.
    —¿Cómo lo sabes?
    —Mimì, no te aproveches del permiso que te he dado. Un candado no es una tontería. Lo sé y sanseacabó. Pero creen que puede ser una simulación, que el ingeniero, tras haber proporcionado víveres a su hijo, lo encerró dentro para que pareciera que la casa estaba deshabitada. Su propósito era sacarlo de allí cuando pasara el alboroto, el lío del momento. De repente, uno de los hombres ve que Maurizio se está dirigiendo a su escondrijo. Rodean la cueva, Maurizio sale con un objeto de gran tamaño en la mano, un agente más nervioso que los demás cree que es un arma de fuego, dispara y lo mata. Cuando se dan cuenta de que el pobrecito sostenía en su mano el zapato derecho que no se podía poner porque se había lastimado el pie...
    —¿Cómo lo sabes?
    —Mimì, como sigas así, no te cuento la historia. Cuando se dan cuenta de que era un zapato, comprenden que están metidos en la mierda hasta el cuello. La brillante operación de Ernesto Panzacchi y de su cochina media docena de hombres corre el riesgo de acabar oliendo muy mal. Piensa que te piensa, la única solución es afirmar que Maurizio iba realmente armado. Muy bien. Pero ¿con qué? Aquí al jefe de la móvil se le ocurre una ingeniosa salida: una granada de mano.
    —¿Por qué no una pistola, que es más fácil?
    —Tú no estás a la altura de Panzacchi, Mimì, resígnate. El jefe de la móvil sabe que el ingeniero Di Blasi no tiene permiso de tenencia de armas ni ha declarado estar en posesión de ningún arma. Sin embargo, un recuerdo de la guerra, a fuerza de verlo cada día, ya no se considera un arma. O se guarda en el desván y se olvida.
    —¿Puedo hablar? En los años 40 el ingeniero Di Blasi debía de tener unos cinco años y la guerra la hacía con una pistola de juguete.
    —¿Y su padre, Mimì? ¿Su tío? ¿Su primo? ¿Su abuelo? ¿Su tío abuelo? ¿Su...?
    —Bueno, bueno.
    —El problema consiste en encontrar una granada de mano que sea un residuo bélico.
    —En el depósito de Jefatura —dijo tranquilamente Mimì Augello.
    —Exactamente. Y todo concuerda, pues al doctor Pasquano lo llaman cuatro horas después, de la muerte de Maurizio.
    —¿Cómo lo sabes? Bueno, perdona.
    —¿Tú conoces al responsable de ese pequeño depósito?
    —Sí, Y tú también. Nenè Lofaro. Durante algún tiempo prestó servicio aquí, con nosotros.
    —¿Lofaro? Sí, lo recuerdo muy bien y no es una persona a la que alguien le pueda decir dame la llave que tengo que sacar una granada de mano.
    —Hay que saber cómo fueron las cosas.
    —Ve a enterarte tú en Montelusa. Yo no puedo ir, me tienen vigilado.
    —De acuerdo. Ya que estamos, Salvo, ¿podría tomarme el día libre mañana?
    —¿Tienes alguna puta entre manos?
    —No es una puta sino una amiga.
    —¿Pero no puedes estar con ella por la noche, cuando terminas aquí?
    —Sé que se va mañana por la tarde.
    —¿Es una extranjera? Muy bien pues, felicidades. Pero primero tienes que aclarar esta historia de la granada de mano.
    —Tranquilo. Hoy mismo después de comer me voy a la Jefatura.

    Le habría gustado estar un poco con Anna, pero, tras pasar el puente, se fue directamente a casa.

    En el buzón de la correspondencia encontró un sobre de gran tamaño que el cartero había doblado por la mitad para que entrara. No indicaba el remitente. Le había entrado apetito y abrió la heladera: pulpitos a la luciana y una salsa muy sencilla de tomate fresco. Por lo visto, su mucama Adelina no había tenido tiempo o ganas de cocinar. Mientras esperaba a que hirviera el agua de los espaguetis, abrió el sobre. Dentro había un catálogo en color de la Euroservice: vídeos pomo para todos los gustos individuales o especiales. Lo rompió y lo arrojó al tacho de la basura. Comió y se dirigió al cuarto de baño. Entró y salió corriendo con los pantalones desabrochados como en una película de Jaimito. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes? ¿Había sido necesario que recibiera el catálogo de vídeos pomo? Buscó el número en la guía de Montelusa.

    —¿El abogado Guttadauro? Soy el comisario Montalbano. ¿Estaba comiendo? ¿Sí? Le ruego me disculpe.
    —Dígame, comisario.
    —Un amigo, ya sabe usted cómo son estas cosas, hablando de esto y lo otro, me ha dicho que usted tiene una preciosa colección de vídeos filmados por usted mismo cuando sale a cazar.

    Una pausa muy larga. El cerebro del abogado debía de estar trabajando vertiginosamente.

    —Es cierto.
    —¿Estaría dispuesto a mostrarme alguno?
    —Mire, yo soy muy celoso de mis cosas. Pero nos podríamos poner de acuerdo.
    —Eso era lo que yo quería oírle decir.

    Se despidieron como buenos amigos. Comprendía muy bien cómo habían ido las cosas. Los amigos de Guttadauro, seguramente más de uno, presencian casualmente la muerte de Maurizio. Después, al ver a un agente alejarse a toda velocidad en un automóvil, se dan cuenta de que Panzacchi se ha inventado un sistema para salvar la cara y la carrera. Uno de los amigos va rápidamente en busca de un vídeo. Y regresa a tiempo para grabar la escena de los agentes que marcan las huellas digitales del muerto en la granada. Ahora los amigos de Guttadauro también están en posesión de una granada, aunque de otra clase, y le piden a éste que entre en escena. Una situación muy fea y peligrosa, de la que era necesario salir a toda costa.

    —¿El ingeniero Di Blasi? Soy el comisario Montalbano. Necesito hablar urgentemente con usted.
    —¿Por qué?
    —Porque abrigo serias dudas sobre la culpabilidad de su hijo.
    —Por desgracia, ahora él ya no está aquí.
    —Sí, tiene razón, ingeniero. Pero por su memoria.
    —Haga lo que quiera.

    En tono resignado, como un muerto que hablara y respirara.

    —Dentro de media hora como máximo, estoy en su casa.

    Le extrañó que Anna le abriera la puerta.

    —Habla en voz baja. Al fin, la señora está descansando.
    —¿Y qué haces tú aquí?
    —Tú me pediste que interviniera. Después no tuve el valor de dejarla sola.
    —¿Cómo sola? ¿No han llamado ni siquiera a una enfermera?
    —Sí, claro. Pero ella me quiere a mí. Vamos, pasa.

    El salón estaba todavía más oscuro que la vez que el comisario había sido recibido por la señora. Montalbano experimentó una punzada en el corazón al ver a Aurelio Di Blasi desplomado de través en el sillón. Mantenía los ojos cerrados, pero se había percatado de la presencia del comisario porque habló.

    —¿Qué desea? —preguntó con aquella horrible voz de muerto.

    Montalbano se lo explicó. Se pasó media hora seguida hablando mientras el ingeniero se incorporaba poco a poco, abría los ojos, lo miraba y lo escuchaba con interés. Comprendió que estaba ganando la partida.

    —¿Las llaves de la casa las tienen los de la móvil?
    —Sí —contestó el ingeniero con una voz distinta, más fuerte—. Pero yo había mandado hacer un tercer juego. Maurizio las guardaba en el cajón de su mesita de noche. Voy a buscarlas.

    No consiguió levantarse del sillón y el comisario tuvo que ayudarlo.

    Entró corriendo en la comisaría.

    —Fazio, Gallo, Giallombardo, vengan conmigo.
    —¿Tomamos el auto de servicio?
    —No, utilizaremos el mío. ¿Ha regresado Mimì Augello?

    No había regresado. Se alejó a toda velocidad, Fazio jamás lo había visto correr tanto. El agente se preocupó, pues no confiaba demasiado en las dotes de conductor de Montalbano.

    —¿Quiere que conduzca yo? —preguntó Gallo, que evidentemente abrigaba la misma inquietud que Fazio.
    —No me rompan las pelotas. Disponemos de muy poco tiempo.

    Desde Vigàta a Raffadali tardó unos veinte minutos. Salió del pueblo y enfiló por una carretera rural. El ingeniero le había explicado muy bien cómo llegar a la casa. Todos la reconocieron por haberla visto en la prensa y la televisión.

    —Vamos a entrar, tengo las llaves —dijo Montalbano—. Efectuaremos un registro a fondo. Aún nos quedan unas cuantas horas de luz, tenemos que aprovecharlas. Lo que buscamos, tenemos que encontrarlo antes de que se haga de noche porque no podemos encender ninguna lámpara eléctrica, se podría ver la luz desde fuera. ¿Está claro?
    —Clarísimo —contestó Fazio—, ¿pero qué hemos venido a buscar?

    El comisario se lo dijo y añadió:

    —Espero que mi idea sea equivocada, lo espero con toda sinceridad.
    —Pero dejaremos huellas porque no tenemos guantes —dijo Giallombardo, preocupado.
    —Que se vayan al carajo los guantes.

    Pero, por desgracia, no se había equivocado. Al cabo de una hora de búsqueda, oyó que lo llamaba la voz triunfal de Gallo, que estaba registrando la cocina. Acudieron todos corriendo. Gallo estaba bajando de una silla con un estuche de cuero en la mano.

    —Estaba en este aparador.

    El comisario lo abrió: dentro había una granada de mano idéntica a la que él había visto en la sede de la Científica, y una pistola que debía de ser como las en otro tiempo reglamentarias de los oficiales alemanes.

    —¿ De dónde vienen? ¿Qué hay en ese estuche? —preguntó Mimì, que era curioso como un gato.
    —Y tú, ¿qué me dices?
    —Lofaro se ha tomado un mes de licencia por enfermedad. Desde hace quince días lo sustituye un tal Culicchia.
    —Yo lo conozco bien —terció Giallombardo.
    —¿Y qué clase de tipo es?
    —Uno al que no le gusta permanecer sentado detrás de una mesita, llevando los registros. Daría el alma para poder regresar al servicio de calle, quiere hacer carrera.
    —El alma ya la ha dado —dijo Montalbano.
    —¿Puedo saber qué hay aquí dentro? —volvió a preguntar Mimì, cada vez más intrigado.
    —Confites, Mimì. Y ahora presten atención. ¿A qué hora sale Culicchia del trabajo? Me parece que a las ocho.
    —Así es —confirmó Fazio.
    —Tú, Fazio, y tú, Giallombardo, cuando Culicchia salga de Jefatura, lo convencen de que suba a mi automóvil. No le den a entender nada. En cuanto se siente entre ustedes dos, le muestran el estuche. Él jamás lo ha visto y por eso les preguntará qué significa eso.
    —Pero ¿se puede saber qué hay dentro? —volvió a preguntar Augello, pero nadie le contestó.
    —¿Porque no lo conoce?

    La pregunta la había formulado Gallo.

    —¿Pero será posible que no sepan discurrir? Maurizio Di Blasi era un retrasado mental y una persona decente, está claro que no tenía amigos que pudieran proporcionarle armas a tambor batiente. El único lugar donde puede haber encontrado la granada de mano es su casa de campo. Pero tiene que haber una prueba de que la ha sacado de allí. Y entonces Panzacchi, que es un hombre muy astuto, le ordena a su agente que vaya a Montelusa y tome dos granadas de mano y una pistola del período de la guerra. Una de ellas dice que Maurizio la sostenía en la mano y la otra, junto con la pistola, la lleva consigo, se agencia un estuche, regresa sigilosamente a la casa de Raffadali y lo esconde todo en un lugar que es donde mira primero cualquiera que esté buscando algo.
    —¡Eso es lo que hay en el estuche! —exclamó Mimì, golpeándose la frente con la palma de la mano.
    —En resumen, el muy cretino de Panzacchi ha creado una situación extremadamente verosímil. Y, si alguien le pregunta que cómo es posible que las restantes armas no se encontraran durante el primer registro, podrá decir que su tarea quedó interrumpida por la aparición de Maurizio mientras se ocultaba en la cueva.
    —¡Qué hijo de puta! —dijo Fazio indignado—. ¡No sólo mata al muchacho, aunque no haya disparado personalmente, él es el jefe y la responsabilidad es suya, sino que, encima, trata de comprometer a un pobre viejo para protegerse!
    —Volvamos a lo que tienen que hacer. Procuren cocinar a fuego lento a este Culicchia. Díganle que el estuche se ha encontrado en la casa de Raffadali. Después enséñenle la granada y la pistola. A continuación, pregúntenle como por simple curiosidad si todas las armas decomisadas se anotan en el registro. Y finalmente lo hacen bajar del coche, llevando con ustedes las armas y el estuche.
    —¿Nada más?
    —Nada más, Fazio. La siguiente jugada le toca a él.


    TRECE


    Dottore? Galluzzo está al teléfono. Quiere hablar personalmente con usted. ¿Qué hago, dottore? ¿Se lo paso?



    Era sin la menor duda Catarella, que estaba trabajando en el turno de tarde, pero ¿por qué razón lo había llamado dos veces seguidas dottore y no dottori a la siciliana como de costumbre?

    —Muy bien, pásamelo. Dime, Galluzzo.
    —Comisario, ha llamado un hombre a Televigàta tras la aparición en pantalla de las fotografías unidas de la señora Licalzi y de Di Blasi, tal como usted quería. Este señor está completamente seguro de haber visto a la señora en compañía de un hombre sobre las once y media de la noche, pero el hombre no era Maurizio Di Blasi. Dice que estuvieron en su bar, situado poco antes de llegar a Montelusa.
    —¿Está seguro de haberlos visto el miércoles por la noche?
    —Segurísimo. Me ha explicado que el lunes y el martes no estuvo en el bar porque se encontraba ausente y que el bar cierra los jueves. Ha dejado su nombre y dirección. ¿Qué hago, vuelvo?
    —No, quédate ahí hasta después del telediario de las ocho. Es posible que aparezca alguien más.

    La puerta se abrió de golpe, la hoja golpeó contra la pared y el comisario se sobresaltó.

    —¿Da su permiso? —preguntó un sonriente Catarella.

    No cabía duda de que Catarella tenía una relación problemática con las puertas. Ante la inocente expresión de su rostro, Montalbano reprimió el acceso de furia que lo había asaltado.

    —Pasa, ¿qué ocurre?
    —Acaban de entregar este paquete y esta carta para usted personalmente.
    —¿Qué tal va el curso de informaticia?
    —Bien, dottore. Pero se llama informática, dottore.

    Montalbano contempló con asombro a su subordinado mientras éste se retiraba. Le estaban corrompiendo a Catarella.

    En el interior del sobre había unas pocas líneas escritas a máquina y sin firmar:

    ESTA ES SÓLO LA ÚLTIMA PARTE. ESPERO QUE SEA DE SU AGRADO. SI LE INTERESA EL VÍDEO ENTERO, LLÁMEME CUANDO QUIERA.


    Montalbano palpó el paquete. Una cinta de vídeo.

    Puesto que su automóvil lo tenían Fazio y Giallombardo, llamó a Gallo para que lo acompañara con el coche de servicio.

    —¿Adónde vamos?
    —A la redacción de Retelibera en Montelusa. Y no corras, por lo que más quieras, no hagamos la segunda edición del jueves pasado.

    A Gallo se le ensombreció el rostro.

    —¡Bueno, por una vez que me ocurre, usted empieza a dar la lata en cuanto sube al coche!

    Efectuaron el recorrido en silencio.

    —¿Lo espero? —preguntó Gallo cuando llegaron.
    —Sí, no tardaré mucho.

    Nicolò Zito lo hizo pasar a su despacho; estaba nervioso.

    —¿Cómo ha ido con Tommaseo?
    —¿Cómo quieres que haya ido? Me ha armado un lío bárbaro, me dio un lavado de cabeza que no te quiero ni contar. Quería que le facilitara los nombres de los testigos.
    —¿Y tú qué has hecho?
    —He invocado la Quinta Enmienda.
    —Vamos, hombre, no te hagas el idiota, aquí, en Italia, no la tenemos.
    —¡Por suerte! Porque en los Estados Unidos a todos los que han invocado la Quinta Enmienda les han dado siempre por el culo.
    —Dime cómo ha reaccionado al oír el nombre de Guttadauro; eso tiene que haberle hecho efecto.
    —Se desconcertó y me pareció que estaba preocupado. En cualquier caso, me ha hecho una advertencia formal. La próxima vez me encierra en un calabozo sin contemplaciones.
    —Esto es lo que me interesaba.
    —¿Que me encerrara en un calabozo sin contemplaciones?
    —No, infeliz. Que supiera que están mezclados en el asunto el abogado Guttadauro y aquellos a quienes éste representa.
    —¿Qué hará Tommaseo en tu opinión?
    —Se lo dirá al jefe de policía. Habrá comprendido que, a lo mejor, también está atrapado en la red y tratará de escabullirse. Oye, Nicolò, necesito ver esta cinta.

    Se la ofreció, Nicolò la tomó y la introdujo en su vídeo. Apareció una panorámica de unos hombres en el campo cuyos rostros no se distinguían. Dos personas en bata blanca estaban colocando un cuerpo en una camilla. En sobreimpresión en la parte inferior se destacaba con toda claridad la inscripción MONDAY 14.4.97. El que estaba grabando la escena efectuó un zooming; ahora se veía a Panzacchi y al doctor Pasquano, conversando. El sonido no se oía. Ambos se estrecharon la mano y el médico desapareció del campo visual. La imagen se amplió hasta incluir a los seis agentes de la Brigada Móvil alrededor de su jefe. Panzacchi les dijo algo y todos desaparecieron del campo visual. Final del programa.

    —¡Mierda! —exclamó en voz baja Zito.
    —Hazme una copia.
    —Aquí no puedo hacerla, tengo que ir a dirección.
    —Bueno, pero ten cuidado: que nadie lo vea.

    Sacó del cajón de Nicolò una hoja de papel y un sobre sin membrete y se sentó ante la máquina de escribir

    HE MIRADO LA MUESTRA. NO INTERESA. HAGA CON ELLA LO QUE QUIERA. PERO LE ACONSEJO SU DESTRUCCIÓN O UN USO MUY RESERVADO.


    No firmó y no escribió la dirección que había averiguado a través de la guía telefónica.

    Regresó Zito y le entregó dos cintas.

    —Esta es la original y esta es la copia. No ha salido muy bien, ¿sabes?, hacer una copia de una copia...
    —No es para participar en el festival de Venecia. Dame un sobre grande acolchado.

    Se guardó la copia en el bolsillo e introdujo la carta y la cinta original en el sobre acolchado. En éste tampoco anotó la dirección.

    Gallo estaba leyendo La Gazzetta dello Sport en el interior del vehículo.

    —¿Sabes dónde queda via Xerri? En el número 18 está el despacho del abogado Guttadauro. Déjale este sobre y vuelve a buscarme.

    Fazio y Giallombardo regresaron a la comisaría pasadas las nueve.

    —¡Ah, comisario, ha sido una comedia y también una tragedia! —dijo Fazio.
    —¿Qué ha dicho?
    —Primero habló, pero después no —dijo Giallombardo.
    —Cuando le mostramos el estuche —continuó Fazio—, no entendió lo que ocurría. Dijo: ¿qué es eso, una broma? ¿Es una broma? Cuando Giallombardo le explicó que habían encontrado el estuche en Raffadali, se le empezó a alterar la cara y se le puso cada vez más amarilla.
    —Después, al ver las armas —intervino Giallombardo, que también quería interpretar su papel—, se desmayó y temimos que sufriera un ataque dentro del coche.
    —Temblaba como si tuviera paludismo. Después se incorporó de golpe, me pasó por encima y escapó corriendo —dijo Fazio.
    —Corría como una liebre herida, moviéndose en zigzag —terminó diciendo Giallombardo.
    —¿Y ahora qué? —preguntó Fazio.
    —Hemos disparado y ahora esperamos el eco. Gracias por todo.
    —Nos hemos limitado a cumplir con nuestro deber —replicó secamente Fazio. Después preguntó: —¿Dónde ponemos el estuche? ¿En la caja fuerte?
    —Sí —contestó Montalbano.

    En su despacho Fazio tenía una caja fuerte de considerable tamaño. No servía para guardar documentos sino drogas y armas decomisadas antes de su traslado a Montelusa.

    El cansancio lo sorprendió a traición, los cuarenta y seis lo esperaban a la vuelta de la esquina. Le dijo a Catarella que se iba a casa y que no tuviera reparo en pasarle las posibles llamadas. Más allá del puente se detuvo, bajó y se acercó al chalé de Anna. ¿Y si ella estuviera con alguien? Probó.

    Anna le salió al encuentro.

    —Pasa, pasa.
    —¿Hay alguien?
    —No, nadie.

    Lo hizo sentar en el sofá frente al televisor, bajó el volumen, se retiró y regresó con dos vasos, uno de whisky para el comisario y uno de vino blanco para ella.

    —¿Has comido?
    —No —contestó Anna.
    —¿No comes nunca?
    —Ya lo hice al mediodía.

    Anna se sentó a su lado.

    —No te me acerques demasiado que me noto apestoso —le advirtió Montalbano.
    —¿Has tenido una tarde movida?
    —Bastante.

    Anna extendió un brazo sobre el respaldo, Montalbano echó la cabeza hacia atrás y apoyó la nuca sobre su piel. Cerró los ojos. Por suerte, había posado el vaso sobre la mesita auxiliar, pues, de repente, se quedó tan profundamente dormido como si hubieran echado opio en el whisky. Se despertó media hora más tarde con un sobresalto, miró sorprendido a su alrededor, comprendió y se llenó de vergüenza.

    —Te pido perdón.
    —Menos mal que te despertaste, se me había dormido el brazo.

    El comisario se levantó.

    —Tengo que irme.
    —Te acompaño.

    Junto a la puerta y con la mayor naturalidad, Anna posó suavemente los labios en los de Montalbano.

    —Que descanses, Salvo.

    Se dio una ducha muy larga, se cambió la ropa interior y exterior y llamó a Livia. El teléfono sonó un buen rato hasta que la comunicación se interrumpió automáticamente. ¿Qué estaba haciendo aquella santa mujer? ¿Revolcándose en el dolor por lo que estaba ocurriendo con François? Ya era demasiado tarde para llamar a su amiga en busca de noticias. Se sentó en la galería y, al poco rato, tomó la decisión de que, si no localizara a Livia en el transcurso de las cuarenta y ocho horas siguientes, mandaría todo y a todos al cuerno, tomaría un avión con destino a Génova y se quedaría con ella por lo menos un día.

    El timbre del teléfono lo indujo a abandonar corriendo la galería en la certeza de que era Livia la que finalmente lo llamaba.

    —¡Hola! ¿Hablo con el comisario Montalbano?

    Conocía la voz, pero no recordaba a quién pertenecía.

    —Sí. ¿Quién habla?
    —Soy Ernesto Panzacchi.

    El eco ya había llegado a su destino.

    —Dime.

    ¿Se hablaban de tú o de usted? En aquel momento, no tenía importancia.

    —Quisiera hablar contigo. Personalmente. ¿Voy a tu casa?

    No lo entusiasmaba ver a Panzacchi en su casa.

    —Voy yo a la tuya. ¿Dónde vives?
    —En el hotel Pirandello.
    —Voy enseguida.

    La habitación de hotel de Panzacchi era tan espaciosa como un salón. Contenía, aparte la cama de matrimonio y un armario, dos butacas, una mesa grande con un televisor y un vídeo encima, y un mueble bar.

    —Mi familia aún no ha podido hacer el traslado.

    Menos mal que se ahorra la molestia de trasladarse y volver a trasladarse, pensó el comisario.

    —Perdona, tengo que ir a hacer pis.
    —Tranquilo, que no hay nadie en el cuarto de baño.
    —Pero es que yo tengo que ir a hacer pis de verdad.

    De una serpiente como Panzacchi uno no se podía fiar en lo más mínimo. Cuando regresó del cuarto de baño, Panzacchi lo invitó a sentarse en una butaca. El jefe de la móvil era un hombre rechoncho, pero elegante, de ojos muy claros y poblados bigotes a lo Gengis Kan.

    —¿Qué te sirvo?
    —Nada.
    —¿Vamos directamente al grano? —preguntó Panzacchi.
    —Como quieras.
    —Bueno, esta tarde ha venido a verme un agente, un tal Culicchia, no sé si lo conoces.
    —Personalmente no, pero sí de nombre.
    —Estaba literalmente aterrorizado. Al parecer, dos hombres de tu comisaría lo han amenazado.
    —¿Eso te ha dicho?
    —Es lo que me ha parecido entender.
    —Pues has entendido mal.
    —Entonces, dime tú.
    —Mira, ya es muy tarde y estoy cansado. He ido a la casa de Raffadali de los Di Blasi, he buscado y me ha costado muy poco encontrar un estuche con una granada de mano y una pistola en su interior. Ahora guardo ambas cosas en la caja fuerte.
    —¡Por Dios bendito! ¡Tú no estabas autorizado a hacerla! —dijo Panzacchi, levantándose.
    —Te equivocas de camino —le dijo tranquilamente Montalbano.
    —¡Estás ocultando unas pruebas!
    —Te he dicho que te equivocas de camino. Si empezamos con las autorizaciones y el orden jerárquico, me levanto, me voy y te dejo en la mierda. Porque en la mierda ya estás metido.

    Panzacchi titubeó un instante, sopesó los pros y los contras y se sentó. Lo había intentado y había perdido el primer asalto.

    —Hasta me tendrías que dar las gracias —añadió el comisario.
    —¿Por qué?
    —Por haber hecho desaparecer el estuche de la casa. Tenía que servir para demostrar que Maurizio Di Blasi había sacado la granada de allí, ¿no es cierto? Sólo que los de la Científica no habrían encontrado en ella las huellas digitales de Di Blasi, ni siquiera pagándolas a precio de oro. ¿Y cómo habrías explicado tú este hecho? ¿Diciendo que Maurizio llevaba guantes? ¡Ya puedes imaginarte las carcajadas!

    Panzacchi guardó silencio sin apartar sus ojos claros de los del comisario.

    —¿Quieres que siga adelante? La culpa inicial, mejor dicho, tus culpas me importan un carajo, el error inicial lo cometiste al perseguir a Maurizio Di Blasi sin tener la certeza de que fuera culpable. Pero tú querías llevar a cabo una "brillante" operación a toda costa. Después ocurrió lo que ocurrió y tú debiste de lanzar un suspiro de alivio. Fingiendo salvar a un agente tuyo que confundió un zapato con un arma de fuego, fraguaste la historia de la granada de mano y, para hacerla más verosímil, fuiste a colocar el estuche en la casa de los Di Blasi.
    —Todo eso no son más que palabras. Si se lo cuentas al jefe, seguro que no te cree. Tú estás haciendo correr estas habladurías para ensuciarme, para vengarte del hecho de que te apartaran de la investigación y me la encomendaran a mí.
    —Y lo de Culicchia, ¿cómo lo arreglas?
    —Mañana por la mañana pasará a la móvil conmigo. Pago el precio que ha pedido.
    —¿Y si yo le entrego las armas al juez Tommaseo?
    —Culicchia dirá que fuiste tú el que le pidió las llaves del depósito el otro día. Está dispuesto a jurarlo. Trata de comprenderlo: tiene que defenderse. Y yo le he aconsejado lo que tiene que hacer.
    —Entonces, ¿he perdido la partida?
    —Eso parece.
    —¿Funciona este vídeo?
    —Sí.
    —¿Quieres poner esta cinta?

    Se la había sacado del bolsillo y se la ofreció. Panzacchi obedeció sin hacer preguntas. Aparecieron las imágenes, el jefe de la móvil las contempló hasta el final, rebobinó la cinta, extrajo el casete y se lo devolvió a Montalbano. Se sentó y encendió medio cigarro toscano.

    —Esto es sólo la última parte, la cinta entera la guardo yo en la misma caja fuerte junto con las armas —mintió Montalbano.
    —¿Cómo lo hiciste?
    —No fui yo quien lo grabó. En las proximidades había dos personas que lo vieron y lo documentaron. Unos amigos del abogado Guttadauro a quien tú conoces muy bien.
    —Eso es una mala jugada inesperada.
    —Mucho peor de lo que te imaginas. Te encuentras atrapado entre ellos y mi persona.
    —Perdona, sus motivos los comprendo muy bien, pero los tuyos no los tengo tan claros, si no actúas por venganza.
    —Pues ahora procura comprenderme tú a mí: yo no puedo permitir de ninguna manera que el jefe de la Brigada Móvil de Montelusa se convierta en rehén de la mafia y en objeto de chantaje.
    —Mira, Montalbano, yo quise proteger de verdad la buena fama de mis hombres. ¿Te imaginas lo que habría ocurrido si la prensa se hubiera enterado de que habíamos matado a un hombre que se defendía con un zapato?
    —¿Y por eso metiste en el lío al ingeniero Di Blasi, que no tenía nada que ver con la historia?
    —Con la historia, no, pero con mi plan, sí. Y, en cuanto a los posibles chantajes, me sé defender.
    —Lo creo. Resistirás porque tienes bien cubiertas las espaldas, pero ¿cuánto tiempo resistirán los restantes seis que serán sometidos diariamente a presión? Bastará con que ceda uno de ellos para que todo aflore a la superficie. Voy a plantearte otra hipótesis muy probable: cansados de tus negativas, aquellos tipos son capaces de tomar la cinta y proyectarla públicamente o enviarla a un canal de televisión privada que dará una primicia informativa aun a riesgo de que alguien acabe en la cárcel. Y, en este último caso, puede que caiga incluso el jefe de policía.
    —¿Qué tengo que hacer?

    Por un instante, Montalbano lo admiró: Panzacchi era un jugador despiadado y sin escrúpulos, pero cuando perdía, sabía perder.

    —Tienes que advertirles, descargar el arma que sostienen en la mano. —No pudo evitar la tentación de decir una maldad de la que se arrepintió. —Esto no es un zapato. Habla de ello esta misma noche con el jefe de policía. Busquen juntos una solución. Pero mucho cuidado, si antes de mañana al mediodía no se han movido, me moveré yo a mi manera.

    Se levantó, abrió la puerta, salió.

    Me moveré yo a mi manera, una bonita frase, vagamente amenazadora. ¿Pero qué significaba en concreto? Si, por casualidad, el jefe de la móvil consiguiera poner de su parte al jefe de policía y éste, a su vez, hiciera lo propio con el juez Tommaseo, él estaría jodido. ¿Pero cabía pensar que en Montelusa todos se hubieran vuelto deshonestos de golpe? Una cosa es la antipatía que pueda suscitar una persona y otra muy distinta su carácter y su integridad.

    Llegó a Marinella lleno de dudas y de preguntas. ¿Había hecho bien, hablándole de aquella manera a Panzacchi? ¿Comprendería el jefe de policía que no actuaba movido por el afán de vengarse? Marcó el número de Livia. Como de costumbre, no contestó nadie. Se acostó, pero tardó dos horas en cerrar los ojos.


    CATORCE


    Entró en el despacho tan visiblemente nervioso que sus hombres, por si acaso, procuraron no acercarse a él. "La cama es buena cosa, pues si uno no duerme, reposa", decía un proverbio local, pero era un proverbio equivocado porque el comisario en la cama no sólo había dormido a ratos sino que, además, se había levantado como si hubiera corrido una maratón.



    Sólo Fazio, que era el que le tenía más confianza, se atrevió a hacerle una pregunta:

    —¿Hay novedades?
    —Te lo diré después del mediodía.

    Se presentó Galluzzo.

    —Comisario, anoche lo estuve buscando por tierra y por mar.
    —¿Miraste por el aire?

    Galluzzo comprendió que no era cuestión de andarse por las ramas.

    —Comisario, al terminar el telediario de las ocho, llamó un hombre. Dice que el miércoles a eso de las ocho, máximo ocho y cuarto, la señora Licalzi se detuvo en su estación de servicio y llenó el tanque. Dejó su nombre y dirección.
    —Muy bien, después nos acercaremos por allí.

    Estaba en tensión, no conseguía posar los ojos en ningún papel, no paraba de mirar el reloj. ¿Y si, pasado el mediodía, los de jefatura no dieran señales de vida? A las once y media sonó el teléfono.

    —Dottore —dijo Grasso—, es el periodista Zito.
    —Pásamelo.

    Por un instante, no comprendió qué ocurría.

    —Tatachín, tatachín, chin, chin, chin —estaba diciendo Zito.
    —¿Nicolò?
    —Fratelli d'ltalia, l'ltalia s'e desta...

    Zito estaba entonando a voz en grito el himno nacional.

    —Vamos, Nicolò, no estoy para bromas.
    —¿Y quién dice que eso es una broma? Te leo un comunicado que acabo de recibir hace escasos minutos. Coloca bien el culo en el asiento. Para tu conocimiento, nos lo han enviado a nosotros los de Televigàta y a cinco corresponsales de periódicos. Te lo leo. "JEFATURA SUPERIOR DE POLICÍA DE MONTELUSA. EL DOCTOR ERNESTO PANZACCHI, POR MOTIVOS ESTRICTAMENTE PERSONALES, HA SOLICITADO SER DADO DE BAJA COMO JEFE DE LA BRIGADA MÓVIL Y QUEDAR A LA ESPERA DE DESTINO. SU PETICIÓN HA SIDO ATENDIDA. EL DOCTOR ANSELMO IRRERA OCUPARÁ PROVISIONALMENTE EL CARGO DEJADO VACANTE POR EL DOCTOR PANZACCHI. DADO QUE EN EL TRANSCURSO DE LA INVESTIGACIÓN DEL HOMICIDIO LICALZI SE HAN PRODUCIDO NUEVOS E INESPERADOS ACONTECIMIENTOS, EL DOCTOR SALVO MONTALBANO, DE LA COMISARÍA DE VIGÀTA, SE ENCARGARÁ DE LLEVAR ADELANTE LA INVESTIGACIÓN. FIRMADO: BONETTI—ALDERIGHI, JEFE DE POLICÍA DE MONTELUSA".

    ¡Hemos ganado, Salvo!

    Dio las gracias a su amigo y colgó el teléfono. No estaba satisfecho, la tensión había desaparecido, por supuesto, había obtenido la respuesta que esperaba, pero experimentaba una especie de malestar, una sensación de incomodidad. Maldijo sinceramente a Panzacchi no tanto por lo que había hecho, cuanto por haberlo obligado a actuar de una manera que ahora le dolía.

    Se abrió la puerta de par en par y entraron todos de golpe.

    —Dottore! —dijo Galluzzo—, me acaba de telefonear mi cuñado desde Televigàta. Han recibido un comunicado...
    —Lo sé, ya lo conozco.
    —Vamos a comprar una botella de espumante y...

    Giallombardo no consiguió terminar la frase, pues la mirada de Montalbano lo dejó helado. Se retiraron todos muy despacio, murmurando por lo bajo. ¡Qué carácter tan jodido tenía este comisario!

    El juez Tommaseo no tenía el valor de mirar a la cara a Montalbano y fingía estudiar unos importantes documentos, inclinado sobre su escritorio. El comisario pensó que, en aquel momento, el juez habría deseado tener una espesa barba que le cubriera todo el rostro hasta conferirle el aspecto de un abominable hombre de las nieves, sólo que su tonelaje no era el del yeti.

    —Usted tiene que comprender, comisario. Por lo que respecta a la retirada de la acusación de tenencia de armas de guerra, no hay problema, he convocado al abogado del ingeniero Di Blasi. Pero no puedo retirar con análoga facilidad la de complicidad. Hasta que no se demuestre lo contrario, Maurizio Di Blasi es reo confeso del homicidio de Michela Licalzi. Mis prerrogativas no me permiten en modo alguno...
    —Buenos días —dijo Montalbano, levantándose y abandonando la habitación.

    El juez Tommaseo lo siguió hasta el pasillo.

    —¡Espere, comisario! Quisiera aclararle...
    —No hay absolutamente nada que aclarar, señor juez. ¿Ha hablado con el jefe de policía?
    —Sí, largo rato, nos hemos visto esta mañana a las ocho.
    —En tal caso, conoce sin duda ciertos detalles para usted secundarios. Por ejemplo, que la investigación del homicidio Licalzi se llevó a cabo de una forma extremadamente chapucera, que el joven Di Blasi era inocente en un noventa y nueve por ciento, que lo mataron como a un cerdo por equivocación, que Panzacchi lo tapó todo. No hay ninguna salida: usted no puede exonerar al ingeniero de la acusación de tenencia de armas y, al mismo tiempo, no proceder contra Panzacchi que es quien colocó dichas armas en su casa.
    —Estoy estudiando la situación del doctor Panzacchi.
    —Muy bien, entonces, estúdiela. Pero eligiendo la balanza apropiada de entre las muchas que hay en su despacho.

    Tommaseo estaba a punto de replicar, pero lo pensó mejor y no dijo nada.

    —Tengo una curiosidad —agregó Montalbano—. ¿Por qué razón el cadáver de la señora Licalzi todavía no ha sido entregado al marido?

    La turbación del juez se acentuó y lo indujo a cerrar el puño izquierdo y a introducir en él el índice de la mano derecha.

    —Bueno, eso fue... sí, fue una idea del doctor Panzacchi. Me hizo observar que la opinión pública... En resumidas cuentas, primero el hallazgo del cadáver, después la muerte de Di Blasi, a continuación el funeral de la señora Licalzi y el del joven Maurizio... ¿ Comprende usted?
    —No.
    —Era mejor escalonarlo en el tiempo... No someter a presión a la gente, acumulando...

    El juez aún no había terminado de hablar, pero el comisario ya había llegado al final del pasillo.

    Ya eran las dos cuando abandonó el Palacio de Justicia de Montelusa. En lugar de regresar a Vigàta, tomó la Enna—Palermo, Galluzzo le había explicado muy bien dónde estaban tanto la estación de servicio como el bar—restaurante, los dos lugares donde había sido vista Michela Licalzi. La estación de servicio, situada a unos tres kilómetros de Montelusa, estaba cerrada. El comisario lanzó una maldición, recorrió otros dos kilómetros y vio a su izquierda un letrero que decía BAR—TRATTORIA DEL CAMIONERO. El tráfico era muy intenso y el comisario esperó pacientemente a que alguien decidiera dejar que se adelantara, pero al ver que no había manera, les cortó el camino a todos en medio de un estruendo de frenadas, bocinazos, maldiciones e insultos, y se detuvo en el estacionamiento del bar. Había mucha gente. Se acercó al cajero.

    —Quisiera hablar con el señor Gerlando Agro.
    —Soy yo. ¿Y usted quién es?
    —Soy el comisario Montalbano. Usted telefoneó a Televigàta para decir que...
    —¡Mierda puta! ¿Y tiene que venir precisamente ahora? ¿No ve el trabajo que tengo en este momento?

    A Montalbano se le ocurrió una idea que así de pronto le pareció genial.

    —¿Qué tal se come aquí?
    —Los que están sentados son todos camioneros. ¿Ha visto usted alguna vez a un camionero errar el blanco?

    Al finalizar la comida (la idea no había sido genial sino simplemente buena, la cocina no rebasaba el nivel de una férrea normalidad, sin el menor rasgo de fantasía), y después del café y el anisado, el cajero se hizo sustituir por un muchacho y se acercó a la mesa.

    —Ahora ya podemos. ¿Me siento?
    —Por supuesto.

    Inmediatamente, Gerlando Agro cambió de parecer.

    —Quizá sería mejor que me acompañara.

    Abandonaron el local.

    —Verá. El miércoles más o menos a las once y media de la noche, yo había salido aquí afuera a fumarme un cigarrillo. Vi acercarse el Twingo procedente de la Enna—Palermo.
    —¿Está seguro?
    —Pongo las manos en el fuego. El coche se detuvo justo delante de mí y bajó la señora que iba al volante.
    —¿Puede poner las manos en el fuego acerca de que era la que vio en la televisión?
    —Comisario, con una mujer como aquella, pobrecita, uno no se equivoca.
    —Siga.
    —En cambio, el hombre se quedó en el coche.
    —¿Y cómo vio que se trataba de un hombre?
    —Lo iluminaban los faros de un camión. Me extrañó un poco porque, en general, es el hombre el que baja y la mujer se queda en el coche. Sea como fuere, la mujer pidió que le prepararan dos sándwiches de salchichón y compró también una botella de agua mineral. En la caja estaba mi hijo Tanino, el mismo que está ahora. La señora pagó y bajó estos tres escalones que ve usted aquí. Pero al llegar al último, tropezó y cayó. Los sándwiches se le escaparon volando de la mano. Yo bajé los escalones para ayudarla y me encontré cara a cara con el señor, que también había bajado del coche. "No es nada, no es nada", dijo la señora. Él regresó al coche, ella pidió que le prepararan otros dos sándwiches, pagó y se alejaron en dirección a Montelusa.
    —Usted ha sido muy claro, señor Agro. Por consiguiente, está en condiciones de asegurar que el hombre que vio en la televisión no era el mismo que iba con la señora en el coche.
    —Absolutamente. ¡Son dos personas distintas!
    —¿Dónde guardaba el dinero la señora, en una cartera?
    —No, señor comisario. Nada de cartera. Sostenía un bolso en la mano.

    Tras la tensión de la mañana y la comida en la trattoria, se sintió cansado. Decidió irse a echar una siestecita de una hora a Marinella. Pero, pasado el puente, no pudo resistir la tentación. Se detuvo, bajó y tocó el timbre del portero eléctrico. No contestó nadie. Seguramente Anna había ido a ver a la señora Di Blasi. Quizá fuera mejor así.

    Llamó desde su casa a la comisaría.

    —A las cinco quiero el vehículo de servicio con Galluzzo.

    Marcó el número de Livia, el teléfono sonó sin que nadie contestara. Marcó el número de su amiga de Génova.

    —Soy Montalbano. Oye, estoy empezando a preocuparme en serio, hace días que Livia...
    —No te preocupes. Hace poco me llamó para decirme que está bien.
    —¿Pero se puede saber dónde está?
    —No lo sé. Sólo sé que ha llamado al departamento de personal para pedir otro día de vacaciones. Colgó e inmediatamente sonó el teléfono.
    —¿Comisario Montalbano?
    —Sí, ¿quién habla?
    —Guttadauro. Me quito el sombrero, comisario.

    Montalbano colgó, se quitó la ropa, se dio una ducha y, desnudo como estaba, se tumbó en la cama. Se quedó dormido de golpe.

    Riiing, riiing, sonaba como desde muy lejos en su cerebro. Comprendió que era el timbre de la puerta. Se levantó con gran esfuerzo y fue a abrir. Al verlo desnudo, Galluzzo dio un paso atrás.

    —¿Qué ocurre, Gallù? ¿Tienes miedo de que te arrastre dentro y te haga cosas pecaminosas?
    —Comisario, hace media hora que estoy tocando el timbre. Estaba a punto de echar abajo la puerta.
    —Así me habrías pagado otra nueva. Voy volando.

    El encargado de la estación de servicio era un tridentino de cabello ensortijado, brillantes ojos negros y cuerpo sólido y ágil. Llevaba un overol de trabajo, pero el comisario se lo imaginó sin ninguna dificultad como bañero de la playa de Rímini, cosechando alemanas.

    —Usted dice que la señora procedía de Montelusa y que eran las ocho.
    —Tan seguro como la muerte. Verá, yo estaba cerrando porque había terminado el turno. Ella bajó la luneta de la ventanilla y me preguntó si le podía llenar el tanque.
    —Por usted, abro toda la noche si me lo pide, le contesté.

    Ella bajó del coche. ¡Virgen santa, qué hermosa era!

    —¿Recuerda cómo iba vestida?
    —Toda con ropa de jeans.
    —¿Llevaba equipaje?
    —Lo que yo vi fue una especie de saca en el asiento de atrás.
    —Siga.
    —Le llené el tanque, le dije lo que costaba y ella me pagó con un billete de cien mil liras que había sacado de un bolso. Mientras le estaba dando el cambio, a mí me gusta bromear con las mujeres, le pregunté:
    —¿Hay alguna otra cosa especial que pudiera hacer por usted? Me esperaba una respuesta indignada. Pero ella me sonrió diciendo:
    —Para las cosas especiales ya tengo a uno.

    Y se fue.

    —¿ Está seguro de que no tomó el camino de regreso a Montelusa?
    —Segurísimo. ¡Pobrecita, cuando pienso en la muerte que tuvo!
    —Muy bien, se lo agradezco mucho.
    —Ah, una cosa, comisario. Tenía mucha prisa, en cuanto le llené el tanque, salió disparando. ¿Ve allí? Hay una recta. Yo me quedé mirándola hasta que dobló la curva que hayal final. Corría que se las pelaba.
    —Tenía que regresar mañana —dijo Gillo Jàcono—, pero como he vuelto antes, he considerado mi deber presentarme enseguida.

    Era un tridentino elegante y de rostro simpático.

    —Se lo agradezco.
    —Tengo que decirle que, tratándose de un hecho tan grave, uno lo piensa y lo vuelve a pensar.
    —¿Quiere modificar lo que me dijo por teléfono?
    —De ninguna manera. Lo que ocurre es que, a fuerza de pensar constantemente en lo que vi, podría añadir un detalle. Pero usted, por si acaso, tendrá que anteponer un "quizás" a lo que estoy a punto de decirle.
    —Hable sin temor.
    —Verá, el hombre llevaba una valija en la mano izquierda sin ningún esfuerzo y por eso me dio la impresión de que no estaba muy llena. La señora, en cambio, se apoyaba en su brazo derecho.
    —¿Iban tomados del brazo?
    —No exactamente, la señora apoyaba la mano en su brazo. Me pareció, repito que me pareció, que la señora cojeaba ligeramente.
    —¿Doctor Pasquano? Soy Montalbano. ¿Lo molesto?
    —Estaba practicando una incisión en y griega a un cadáver, espero que no se enoje si la interrumpo durante unos minutos.
    —¿Encontró en el cuerpo de la señora Licalzi algún indicio de una caída estando todavía viva?
    —No recuerdo. Vaya ver el informe.

    Regresó antes de que el comisario tuviera tiempo de encender un cigarrillo.

    —Sí. Había caído de rodillas. Pero estando vestida. En la excoriación de la rodilla izquierda habían quedado adheridas unas fibras microscópicas de los pantalones vaqueros que llevaba.

    No eran necesarias más comprobaciones. A las ocho de la noche, Michela Licalzi llena el tanque y se dirige hacia el interior. Tres horas y media después regresa con un hombre. Pasada la medianoche, la ven, siempre en compañía de un hombre, indudablemente el mismo de antes, dirigiéndose al chalé de Vigàta.

    —Hola, Anna. Soy Salvo. Esta tarde a primera hora pasé por tu casa, pero no estabas.
    —Me llamó el ingeniero Di Blasi, su mujer se encontraba mal.
    —Espero tener muy pronto buenas noticias para ellos.

    Anna no dijo nada y Montalbano comprendió que había dicho una estupidez. La única noticia que los Di Blasi podían considerar buena era la resurrección de Maurizio.

    —Anna, quería decirte una cosa que he descubierto acerca de Michela.
    —Ven a mi casa.

    No, no debía. Sabía que, si Anna volvía a posar los labios en los suyos, la cosa acabaría mal.

    —No puedo, Anna. Tengo un compromiso.

    Menos mal que hablaba por teléfono, pues si hubiera estado cara a cara, ella habría comprendido enseguida que mentía.

    —¿Qué me quieres decir?
    —He podido establecer, con un margen muy escaso de error, que Michela, a las ocho de la noche del miércoles, tomó la carretera Enna—Palermo. Puede ser que se dirigiera a un pueblo de la provincia de Montelusa. Piensa bien antes de contestar: que tú sepas, ¿tenía otras amistades, aparte las de Montelusa y Vigàta?

    La respuesta no fue inmediata. Anna, tal como el comisario le había pedido que hiciera, lo estaba pensando.

    —Mira, amigos, lo descarto. Me lo habría dicho. Conocidos, en cambio, sí, algunos.
    —¿Dónde?
    —Por ejemplo, en Aragona y en Comitini, que están junto a la carretera.
    —¿Qué clase de conocidos?
    —Los ladrillos los compró en Aragona. En Comiti ni compró algo que ahora no recuerdo.
    —Por consiguiente, ¿simples relaciones de negocios?
    —Yo diría que sí. Pero mira, Salvo, por aquella carretera se puede ir a cualquier sitio. Hay una bifurcación que lleva a Raffadali: el jefe de la móvil habría podido añadir todas las vueltas que hubiera querido.
    —Otra cosa: pasada la medianoche la vieron en el sendero del chalé cuando acababa de bajar del coche. Se apoyaba en un hombre.
    —¿Seguro?
    —Seguro.

    Esta vez la pausa fue muy larga, tanto que el comisario temió que se hubiera cortado la comunicación.

    —Anna, ¿ estás ahí?
    —Sí. Salvo, te repito con toda claridad y de una vez

    por todas lo que ya te he dicho. Michela no era una mujer de aventuras fugaces, me había confesado que le era físicamente imposible, ¿comprendes? Quería a su marido. Estaba muy, pero muy unida a Serravalle. No pudo ser una relación consentida, por mucho que diga el forense. La violaron horriblemente.

    —¿Cómo explicas el hecho de que no avisara a los Vassallo que no podría cenar con ellos? Tenía el móvil, ¿no?
    —No entiendo adónde quieres ir a parar.
    —Yo te lo explico. Cuando Michela se despide de ti a las siete y media de la tarde y te dice que se va al hotel, en aquel momento te está diciendo la pura verdad. Pero después ocurre algo que la induce a cambiar de idea. Sólo pudo ser una llamada a su móvil, pues, cuando toma la Enna—Palermo, aún está sola.
    —Entonces, ¿tú crees que estaba acudiendo a una cita?
    —No hay otra explicación. Es una circunstancia imprevista, pero ella no se quiere perder aquel encuentro. Por eso no avisa a los Vassallo. No tiene ningún pretexto verosímil para justificar su ausencia y piensa que lo mejor es que se pierda su rastro. Excluyamos, si quieres, una cita amorosa, puede que fuera una cita de trabajo que posteriormente se convirtió en una tragedia. Lo admito por un instante. Pero en tal caso yo te pregunto: ¿qué podía ser tan importante que la indujera a quedar mal con los Vassallo?
    —No lo sé —contestó Anna con desconsuelo.


    QUINCE


    ¿Qué pudo ser tan importante? —volvió a preguntarse el comisario tras haberse despedido de su amiga.



    Si no era amor o sexo, y a juicio de Anna semejante hipótesis se tenía que descartar rotundamente, no quedaba más que el dinero. Durante la construcción del chalé, Michela debía de haber manejado dinero en cantidad. ¿Y si la clave estuviera allí? Pero enseguida le pareció una suposición muy frágil, un hilo de telaraña. Sin embargo, su deber era buscar de todos modos.

    —¿Anna? Soy Salvo.
    —¿El compromiso se ha ido al garete? ¿Puedes venir?

    La voz de la muchacha denotaba ansia y alegría y el comisario no quiso que la empañara el timbre de la decepción.

    —No está dicho que no lo consiga.
    —A la hora que quieras.
    —De acuerdo. Te quería preguntar una cosa. ¿Sabes si Michela tenía abierta una cuenta corriente en Vigàta?
    —Sí, le resultaba más cómodo para efectuar los pagas. La tenía en la Banca Popolare. Pero no sé cuánto dinero había.

    Demasiado tarde para acercarse al Banco. Había guardado en un cajón todos los papeles encontrados en la habitación del Jolly, seleccionó las decenas y decenas de facturas y el cuadernito con el resumen de los gastos y volvió a guardar la agenda y los restantes papeles en el cajón. Sería un trabajo muy largo, aburrido y absolutamente inútil en un noventa por ciento. Y, además, él con los números era una calamidad.

    Examinó cuidadosamente todas las facturas. A pesar de lo poco que entendía de aquellas cosas, a primera vista las cantidades no le parecieron hinchadas artificialmente, pues los precios anotados coincidían con los del mercado e incluso en algunos casos eran ligeramente más bajos; por lo visto, Michela sabía contratar y ahorrar. Nada, un trabajo inútil, tal como ya había imaginado. De pronto y por casualidad observó una discrepancia entre el importe de la factura y la transcripción resumida que Michela había hecho en el cuadernito: en éste, la factura se había aumentado en cinco millones de liras. ¿Cómo era posible que Michela, siempre tan ordenada y meticulosa, hubiera cometido un error tan evidente? Volvió a empezar por el principio, armándose de paciencia. Al final, llegó a la conclusión de que la diferencia entre el dinero realmente gastado y el indicado en el cuadernito era de ciento quince millones de liras.

    Por consiguiente, el error se tenía que descartar, pero si no se trataba de un error, la cosa no tenía sentido, ya que habría significado que Michela se sisaba a sí misma. A no ser que...

    —¿El doctor Licalzi? Soy el comisario Montalbano. Disculpe que lo llame a casa después del trabajo.
    —Bueno, sí. He tenido un día muy agitado.
    —Quisiera saber una cosa acerca de las relaciones... me explicaré mejor: ¿ustedes tenían una cuenta conjunta?
    —Comisario, ¿ usted no había sido...?
    —¿Apartado de la investigación? Sí, pero después todo ha vuelto a ser como antes.
    —No, no teníamos una cuenta conjunta. Michela la suya y yo la mía.
    —La señora no tenía ingresos propios, ¿verdad?
    —No. Lo hacíamos de la siguiente manera: cada seis meses yo transfería una cierta cantidad de mi cuenta a la suya. En caso de que hubiera algún gasto extraordinario, ella me lo decía y yo tomaba las medidas pertinentes.
    —Comprendo. ¿Ella le mostró alguna vez las facturas correspondientes al chalé?
    —No, y por otra parte, el asunto no me interesaba. De todos modos, ella iba anotando los gastos en un cuadernito. De vez en cuando, quería que yo les echara un vistazo.
    —Doctor, le agradezco que...
    —¿Ya lo ha resuelto?

    ¿Qué era lo que tenía que resolver? Montalbano no supo qué contestar.

    —El asunto del Twingo —le aclaró el médico.
    —Ah, ya está arreglado.

    Por teléfono era fácil decir mentiras. Se despidieron y quedaron citados para el viernes por la mañana en que se celebraría el funeral.

    Ahora todo tenía más sentido. La señora sisaba en las cantidades que le pedía al marido para la construcción del chalé.

    Una vez destruidas las facturas (Michela se habría encargado indudablemente de hacerla si no hubiera muerto) sólo habrían podido dar fe de los gastos las cantidades anotadas en el cuadernito. De esta manera, ciento quince milllones de liras habrían pasado a convertirse en dinero negro, del que la señora habría podido disponer a su antojo.

    ¿Pero por qué razón necesitaba aquel dinero? ¿Acaso la estaban sometiendo a chantaje? Y, en caso de que lo hicieran, ¿qué tenía que ocultar Michela Licalzi?

    A la mañana siguiente, cuando ya estaba a punto de subir al coche para dirigirse a su despacho, sonó el teléfono. Por un instante, estuvo tentado de no contestar; una llamada a aquella hora significaba con toda certeza algo de la comisaría, una lata, un engorro.

    Pero después venció el poder que el teléfono ejerce sobre los hombres.

    —¿Salvo?

    Reconoció de inmediato la voz de Livia y sintió que las piernas se le aflojaban como si fueran de gelatina.

    —¡Livia! ¡Por fin! ¿Dónde estás?
    —En Montelusa.

    ¿Qué estaba haciendo en Montelusa? ¿Cuándo había llegado?

    —Voy a buscarte. ¿Estás en la estación?
    —No. Si me esperas, dentro de media hora como máximo estoy en Marinella.
    —Te espero.

    ¿Qué ocurría? ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Llamó a la comisaría.

    —No me pasen ninguna llamada a casa.

    En media hora, se bebió cuatro tazas de café. Volvió a poner la cafetera sobre el fuego. Después oyó el ruido de un automóvil que se acercaba y se detenía. Debía de ser el taxi de Livia. Abrió la puerta. No era un taxi sino el coche de Mimì Augello. Livia bajó, el vehículo describió una curva y se alejó.

    Montalbano empezó a comprender.

    Desaliñada, despeinada, con ojeras y los ojos hinchados por el llanto. Pero por encima de todo, ¿cómo se las había arreglado para convertirse en un ser tan menudo y tan frágil? Un gorrión desplumado. Montalbano se sintió invadido por la ternura y la emoción.

    —Ven —le dijo. Tomándola de la mano, la guió hacia la casa y la hizo sentar en el comedor. La vio estremecerse.
    —¿Tienes frío?
    —Sí.

    Se dirigió al dormitorio, tomó una de sus chaquetas y se la puso sobre los hombros.

    —¿Quieres un café?
    —Sí.

    Acababa de hacerlo y se lo sirvió hirviendo. Livia lo bebió como si fuera un café frío.

    Ahora estaban sentados en el banco de la galería. Livia había insistido en salir. El día era tan apacible que parecía de fantasía, no soplaba viento y las olas eran muy suaves. Livia contempló largo rato el mar en silencio y después apoyó la cabeza en el hombro de Salvo y rompió a llorar sin sollozos. Las lágrimas rodaban por su rostro y caían sobre la mesita. Montalbano tomó su mano y ella se la cedió, exánime. El comisario necesitaba desesperadamente encender un cigarrillo, pero no lo hizo.

    —He ido a ver a François —dijo de repente Livia.
    —Ya me di cuenta.
    —No quise avisar a Franca. Tomé un avión y un taxi y les caí encima de golpe. Apenas me vio, François se arrojó en mis brazos. Se alegró mucho de verme. Y yo me alegré de abrazarlo y me puse furiosa con Franca y con su marido y, sobre todo, contigo. Me convencí de que todo era tal como yo sospechaba: tú y ellos se habían puesto de acuerdo para arrebatármelo. Y empecé a insultarlos y a despotricar contra ellos. De repente, mientras ellos intentaban calmarme, me di cuenta de que François ya no estaba a mi lado. Sospeché que lo habían escondido y encerrado bajo llave en un cuarto, y me puse a gritar. Tanto grité que acudieron todos, los niños de Franca, Aldo y los tres trabajadores. Se preguntaron los unos a los otros y nadie había visto a François. Preocupados, salieron de la casa llamándolo. Yo me quedé sola, llorando. De pronto, oí una voz: "Livia, estoy aquí". Era él. Se había escondido en algún lugar de la casa mientras los demás lo buscaban fuera. ¿Ves cómo es? Astuto y tremendamente inteligente.

    Rompió de nuevo a llorar. Llevaba demasiado tiempo conteniendo las lágrimas.

    —Descansa. Échate un momento. Lo demás me lo contarás después —dijo Montalbano, que no podía soportar el dolor de Livia y a duras penas conseguía reprimir el impulso de abrazarla, sabiendo que habría sido un gesto en vano.
    —Tengo que irme —dijo Livia—. El avión sale de Palermo a las dos de la tarde.
    —Te acompaño.
    —No, ya me he puesto de acuerdo con Mimì. Dentro de una hora pasará a recogerme.

    En cuanto Mimì se presente en el despacho, pensó el comisario, "le pongo el culo como un tomate."

    —Él me convenció de que viniera a verte, yo quería irme ayer.

    ¿Ahora resultaría que, encima, tendría que darle las gracias a Mimì?

    —¿No querías verme?
    —Trata de comprender, Salvo. Necesito estar sola, ordenar las ideas, llegar a ciertas conclusiones. Para mí ha sido tremendo.

    El comisario sintió curiosidad por saber.

    —Entonces, dime qué ocurrió después.
    —En cuanto lo vi entrar en la habitación, me acerqué instintivamente a él. Se asustó.

    Montalbano se imaginó la escena que él mismo había vivido unos días atrás.

    —Me miró directamente a los ojos y me dijo:
    —Yo te quiero mucho, pero no quiero dejar esta casa ni a mis hermanos.

    Me quedé inmóvil, como petrificada. Él añadió:

    —Si me llevas contigo, me escaparé y no volverás a verme.

    Después salió de la casa gritando: Estoy aquí, estoy aquí".

    Experimenté una sensación de vértigo y, de pronto, me vi tumbada en una cama con Franca a mi lado. ¡Dios mío, qué crueles saben ser a veces los niños!

    Y lo que nosotros le queríamos hacer a él, ¿no te parece una crueldad?", se preguntó Montalbano.

    —Me sentía muy débil, traté de levantarme, pero me volví a desmayar. Franca no quiso que me fuera, avisó a un médico y no se apartó de mi lado. He dormido en su casa. ¡Es un decir! Me he pasado toda la noche sentada en una silla junto a la ventana. Por la mañana ha llegado Mimì. Lo había llamado su hermana. Mimì ha sido más que un hermano. Se las arregló para que yo no volviera a ver a François, me acompañó afuera y me hizo recorrer media Sicilia. Después me ha convencido de que viniera aquí, aunque sólo fuera por una hora.
    —Ustedes dos tienen que hablar y darse explicaciones, me dijo.

    Anoche llegamos a Montelusa y me acompañó al hotel Della Valle. Esta mañana fue a recogerme para acompañarme aquí. Mi valija está en su coche.

    —No creo que haya mucho que explicar —dijo Montalbano.

    La explicación sólo habría sido posible si Livia, tras haber reconocido que se había equivocado, hubiera tenido una palabra, sólo una, de comprensión hacia sus sentimientos. ¿O acaso creía que él, Salvo, no había sentido nada al ver que había perdido a François para siempre? Livia no dejaba ninguna puerta abierta, estaba encerrada en su dolor, sólo veía su egoísta desesperación. ¿Y él? Hasta que no se demostrara lo contrario, ¿acaso no formaban una pareja fundada en el amor e incluso en el sexo, pero sobre todo en una relación de comprensión recíproca que a veces había rozado los límites de la complicidad? Una palabra de más en aquellos momentos habría podido provocar una ruptura irremediable. Montalbano se tragó el resentimiento.

    —¿Qué piensas hacer? —preguntó.
    —¿En... lo del niño?

    Ya no conseguía pronunciar el nombre de François.

    —Sí.
    —No me opondré.

    Se levantó de golpe, echó a correr hacia el mar, gimiendo muy quedo como un animal herido de muerte. Después ya no pudo más y se desplomó boca abajo sobre la arena. Montalbano la tomó en brazos, la llevó a la casa, la tendió en la cama y, con una toalla húmeda, le limpió suavemente la arena del rostro.

    Cuando oyó la bocina de Mimì Augello, ayudó a Livia a levantarse y le alisó el vestido. Ella se lo permitió, manteniendo una actitud totalmente pasiva. La rodeó por la cintura y la acompañó fuera. Mimì no bajó del coche, sabía que no era prudente acercarse demasiado a su jefe, habría podido morderlo. Mantenía los ojos fijos hacia adelante para no cruzarlos con los del comisario. Un momento antes de subir al vehículo, Livia volvió ligeramente la cabeza y besó a Montalbano en la mejilla. El comisario entró en la casa, se dirigió al cuarto de baño y, vestido tal como estaba, se metió bajo la ducha y abrió el grifo al máximo. Después se tragó dos pastillas de un somnífero que no tomaba jamás, las regó con un vaso de whisky y se arrojó sobre la cama, a la espera del mazazo que lo iba a dejar inevitablemente fuera de combate.

    Se despertó a las cinco de la tarde, le dolía un poco la cabeza y experimentaba una sensación de náusea.

    —¿Está Augello? —preguntó al entrar en la comisaría.

    Mimì entró en el despacho de Montalbano y cerró prudentemente la puerta a su espalda. Su aspecto era de resignación.

    —Pero si vas a ponerte a gritar tal como tienes por costumbre —dijo—, quizá será mejor que salgamos del despacho.

    El comisario se levantó de su sillón, se acercó a él hasta encontrarse cara a cara y le rodeó el cuello con su brazo.

    —Eres un verdadero amigo, Mimì. Pero te aconsejo que salgas de inmediato de esta oficina. Si lo pienso un poco, soy capaz de empezar a los puntapiés contigo.
    —Dottore? Llama la señora Clementina Vasile Cozzo. ¿Se la paso?
    —¿Quién eres tú?

    Era imposible que fuera Catarella.

    —¿Cómo que quién soy? Yo.
    —Y tú, ¿cómo carajo te llamas?
    —¡Soy Catarella, dottori! ¡Yo personalmente en persona!

    ¡Menos mal! La fulmínea búsqueda de identidad había resucitado al antiguo Catarella, no a aquel que la computadora estaba inexorablemente transformando.

    —¡Comisario! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos enojados?
    —Puede creerme, señora, he tenido unos días...
    —Perdonado, perdonado. ¿Podría pasar por mi casa? Tengo algo que enseñarle.
    —¿Ahora?
    —Ahora.

    La señora Clementina lo hizo pasar al comedor y apagó el televisor.

    —Eche un vistazo a eso. Es el programa del concierto de mañana que el maestro Cataldo Barbera me ha hecho llegar hace poco.

    Montalbano tomó la hoja arrancada de un cuaderno cuadriculado que la señora le ofrecía. ¿Para eso lo había llamado con tanto apremio?

    El texto escrito a lápiz decía: "Viernes, 09:30. Concierto en memoria de Michela Licalzi".

    Montalbano experimentó un sobresalto.

    —Por eso le he pedido que viniera —dijo la señora Vasile Cozzo, leyéndole la pregunta en los ojos.

    El comisario volvió a estudiar la hoja.

    Programa: G. Tartini, Variaciones sobre un tema de Corelli; J. S. Bach, Largo; G. B. Viotti, del Concierto 24 en mi menor.

    Le devolvió la hoja a la señora.

    —Usted, señora, ¿sabía que ambos se conocían?
    —Jamás lo supe. Y me pregunto cómo debieron de hacerla, puesto que el maestro no sale nunca de casa. En cuanto leí la hojita, pensé que podría interesarle.
    —Iré ahora mismo al piso de arriba y hablaré con él.
    —Perderá el tiempo, no querrá recibirlo. Son las seis y media, a esta hora ya está en la cama.
    —¿Qué hace, mira la televisión?
    —No tiene televisor y no lee los diarios. Se duerme y se despierta hacia las dos de la madrugada. Yo le pregunté a la mucama si sabía por qué razón el maestro seguía unos horarios tan raros. Me contestó que no lo entendía. Pero yo, a fuerza de pensarlo, he llegado a una explicación verosímil.
    —¿Cuál?
    —Creo que, obrando de esta manera, el maestro borra un período de tiempo concreto, anula y se salta las horas en las que solía dar conciertos. Si se las pasa durmiendo, no las recuerda.
    —Comprendo. Pero yo no puedo dejar de hablar con él acerca de esta cuestión.
    —lnténtelo mañana por la mañana, después del concierto.

    Se oyó un portazo en el piso de arriba.

    —¿Lo ve? —dijo la señora Vasile Cozzo—, es la mucama que se va a casa.

    El comisario hizo ademán de dirigirse a la puerta.

    —Tenga en cuenta, comisario, que, más que una mucama, es una especie de ama de llaves —le advirtió la señora Clementina.

    Montalbano abrió la puerta. Una mujer de sesenta y tantos años, vestida con mucha seriedad, que estaba bajando los últimos peldaños del tramo de escalera lo saludó con una inclinación de la cabeza.

    —Señora, soy el comisario...
    —Lo conozco.
    —Usted se va a su casa y no quiero hacerle perder el tiempo. ¿El maestro y la señora Licalzi se conocían?
    —Sí. Desde hacía unos dos meses. La señora quiso presentarse por su cuenta al maestro, el cual se alegró muchísimo, pues le gustan las mujeres bonitas. Se pusieron a conversar animadamente, yo les serví café, se lo tomaron y después se encerraron en el estudio del que no sale ningún ruido.
    —¿Está insonorizado?
    —Sí, señor. De esta manera, no molesta a los vecinos.
    —¿La señora regresó otras veces?
    —No estando yo.
    —¿Y usted cuándo está?
    —¿No lo ve? Me voy por la tarde.
    —Tengo una curiosidad. Si el maestro no tiene televisor y no lee los diarios, ¿cómo se enteró del homicidio?
    —Se lo he dicho yo por casualidad esta tarde. En la calle he visto el anuncio de la ceremonia de mañana.
    —Y el maestro, ¿ cómo ha reaccionado?
    —Muy mal. Me ha pedido las píldoras para el corazón y se ha puesto muy pálido. ¡El susto que me he llevado! ¿Alguna otra cosa?


    DIECISÉIS


    Aquella mañana el comisario se presentó en su despacho vestido con traje gris, camisa azul claro, corbata de color apagado y zapatos negros.



    —Pareces un figurín —le dijo Mimì Augello.

    No podía decirle que se había vestido de aquella manera porque tenía que asistir a un concierto de violín a las nueve y media. Mimì lo habría tomado por loco y con razón, pues el asunto era un poco de manicomio.

    —Es que tengo que asistir al funeral, ¿sabes? —dijo en un susurro.

    Estaba sonando el teléfono cuando entró en su despacho.

    —¿Salvo? Soy Anna. Hace poco me llamó Guido Serravalle.
    —¿Desde Bolonia?
    —No, desde Montelusa. Me dijo que Michela le había dado mi número hace tiempo. Estaba al corriente de nuestra amistad. Ha venido para asistir al funeral y se aloja en el Della Valle. Me ha preguntado si después podremos ir a almorzar juntos, se va por la tarde. ¿Qué hago?
    —¿En qué sentido?
    —No lo sé, pero intuyo que me sentiré incómoda.
    —¿Por qué?
    —¿Comisario? Soy Emanuele Licalzi. ¿Usted asistirá al funeral?
    —Sí. ¿A qué hora es?
    —A las once. A continuación, el coche fúnebre saldrá directamente de la iglesia hacia Bolonia. ¿Hay alguna novedad?
    —Ninguna de importancia, por ahora. ¿Usted se quedará en Montelusa?
    —Hasta mañana por la mañana. Tengo que hablar con una agencia inmobiliaria por la cuestión de la venta del chalé. Por la tarde tendré que ir allí con un representante de la empresa, lo quieren ver. Ah, ayer por la tarde viajé en el mismo avión que Guido Serravalle, ha venido para el funeral.
    —Habrá sido una situación embarazosa —dijo el comisario, sin poder evitar que se le escapara el comentario.
    —¿Usted cree?

    El doctor Emanuele Licalzi había vuelto a bajar la visera.

    —Dése prisa, está a punto de empezar —dijo la señora Clementina, acompañándolo a la salita contigua al salón. Se sentaron con semblante compungido. La señora se había vestido de largo para la ocasión. Parecía una dama del pintor ochocentista Boldini, sólo que envejecida. A las nueve y media en punto, el maestro Barbera dio comienzo a su concierto. Y, al cabo de menos de cinco minutos, el comisario empezó a experimentar una extraña sensación que lo turbó. Le pareció que, de repente, el sonido del violín se convertía en una voz de mujer que pedía ser escuchada y comprendida. Lentamente, pero sin la menor vacilación las notas se iban transformando en sílabas, mejor dicho, en fonemas, y, sin embargo, expresaban una especie de lamento, un canto de dolor antiguo que, a ratos, alcanzaba instantes de una ardiente y misteriosa tragedia. Aquella emocionada voz de mujer estaba diciendo que había un terrible secreto que sólo podía ser comprendido por alguien que fuera capaz de entregarse por entero al sonido, a la onda del sonido. Cerró los ojos, profundamente conmovido y turbado, aunque en su fuero interno experimentó también una sensación de extrañeza: ¿cómo era posible que aquel violín hubiera cambiado tanto de timbre desde la última vez que él lo había escuchado? Sin abrir los ojos, se dejó guiar por la voz. Y se vio a sí mismo entrando en el chalé, cruzando el salón, abriendo la vitrina y tomando el estuche del violín... ¡Eso era lo que lo atormentaba, el detalle que no encajaba con el conjunto! La intensa luz que estalló en el interior de su cabeza lo indujo a soltar un gemido.
    —¿Usted también se ha emocionado? —preguntó la señora Clementina, enjugándose una lágrima—. Jamás ha tocado así.

    El concierto debía de haber terminado justo en aquel momento, pues la señora volvió a enchufar el teléfono previamente desenchufado, marcó el número y aplaudió.

    Esta vez el comisario, en lugar de unirse a sus aplausos, tomó el teléfono.

    —¿Maestro? Soy el comisario Montalbano. Necesito hablar sin falta con usted.
    —Yo también con usted.

    Montalbano colgó el aparato, se inclinó impulsivamente, abrazó a la señora Clementina, la besó en la frente y se retiró.

    Le abrió la puerta la mucama—ama de llaves.

    —¿Quiere un café?
    —No, gracias.

    Cataldo Barbera se le acercó con la mano tendida. Mientras subía los dos tramos de escalera, Montalbano había estado pensando en la forma en que lo encontraría vestido. Acertó de lleno: el maestro, que era un hombre menudo, de cabello blanco como la nieve y pequeños ojos negros de mirada muy intensa, usaba un frac de corte impecable.

    Lo único que desentonaba era una bufanda blanca de seda que le rodeaba la parte inferior del rostro, le ocultaba la nariz, la boca y el mentón y sólo dejaba al descubierto los ojos y la frente. Estaba sujeta con un gran broche de oro.

    —Pase, pase —dijo amablemente Barbera, acompañándolo al estudio insonorizado.

    Dentro había una vitrina con cinco violines; una complicada instalación estereofónica; una estantería metálica de oficina llena de CD, discos y cintas; una biblioteca, un escritorio y dos butacas. Sobre el escritorio había otro violín, evidentemente el que el maestro acababa de utilizar en su concierto.

    —Hoy he tocado con el Guarnieri —dijo el maestro, señalándolo y confirmando con sus palabras la suposición del comisario—. Tiene una voz incomparable, celestial.

    Montalbano se felicitó: a pesar de no saber nada de música, había intuido que el sonido de aquel violín era distinto del que él había oído en el concierto anterior.

    —Créame, para un violinista, tener a su disposición una joya semejante es un verdadero milagro —el maestro lanzó un suspiro—. Por desgracia, tendré que devolverlo.
    —¿No es suyo?
    —¡Ojalá lo fuera! Lo malo es que ya no sé a quién devolverlo. Hoy tenía intención de llamar por teléfono a la comisaría para exponer la cuestión. Pero puesto que está usted aquí...
    —Estoy a su disposición.
    —Verá, este violín pertenecía a la pobre señora Licalzi.

    El comisario sintió que todos los nervios se le tensaban como si fueran cuerdas de violín. Si el maestro lo hubiera rozado con el arco, estaba seguro de que habría emitido un sonido.

    —Hace unos dos meses —le dijo el maestro Barbera—, estaba haciendo ejercicios con la ventana abierta. La señora Licalzi, que pasaba casualmente por la calle, me oyó. Era una entendida en música, ¿sabe usted? Leyó mi nombre en la placa del portero eléctrico y quiso verme. Había asistido a mi último concierto en Milán, después pensaba retirarme, pero nadie lo sabía.
    —¿Por qué?

    Aquella pregunta directa pescó desprevenido al maestro, el cual titubeó un instante, pero después soltó el broche y se quitó muy despacio la bufanda. Un monstruo. Le faltaba media nariz y el labio superior, totalmente corroído, dejaba al descubierto la encía.

    —¿No le parece una buena razón? —El maestro se volvió a poner la bufanda y la sujetó con el broche. —Es un insólito caso de lupus incurable de curso destructivo. ¿Cómo habría podido presentarme ante mi público?

    El comisario le agradeció que se hubiera vuelto a poner la bufanda, pues resultaba imposible mirarlo y su aspecto producía espanto y náuseas.

    —Bueno, entonces, esa bella y gentil criatura, hablando de esto y lo otro, me dijo que había heredado un violín de un bisabuelo violero en Cremona. Añadió que, de pequeña, había oído decir en su familia que aquel instrumento valía una fortuna, pero ella no le había dado importancia. En las familias son frecuentes estas leyendas del cuadro valioso o de la estatuilla que vale millones. No sé por qué razón, sus palabras despertaron mi curiosidad. Unas cuantas noches más tarde, ella me llamó, pasó a recogerme y me acompañó al chalé recién construido. Puede creerme, en cuanto vi el violín, sentí que algo estallaba dentro de mí, y experimenté una especie de descarga eléctrica. Se encontraba en bastante mal estado, pero se podía volver a poner en forma sin demasiada dificultad. Era un Andrea Guarnieri, comisario, muy fácil de identificar por el barniz de color amarillo ámbar que le confiere una extraordinaria luminosidad.

    El comisario contempló el violín y sinceramente no le pareció que emitiera la menor luz. Pero él era un inepto en cuestión de música.

    —Lo probé —añadió el maestro— y durante diez minutos me sentí transportado al paraíso con Paganini, con Ole Bull...
    —¿Qué precio tiene en el mercado? —preguntó el comisario que, por regla general, tenía los pies en la tierra y jamás había estado en el paraíso.
    —¿Precio? ¿Mercado? —se horrorizó el maestro—. ¡Un instrumento así no tiene precio!
    —De acuerdo, pero si quisiéramos cuantificar...
    —Qué sé yo. Dos, tres mil millones.

    ¿Había oído bien? Había oído bien.

    —Le señalé a la señora que no podía correr el riesgo de dejar un instrumento de tanto valor en un chalé prácticamente deshabitado. Ambos tratamos de buscar una solución, entre otras cosas porque yo quería una confirmación autorizada de mi suposición, es decir, la de que se trataba de un Andrea Guarnieri. Ella me propuso que lo guardara yo aquí, en casa. Yo no quería aceptar semejante responsabilidad, pero ella consiguió convencerme y ni siquiera aceptó que le hiciera un recibo. Me acompañó de nuevo a casa y yo le entregué uno de mis violines para que lo colocara en el estuche del chalé, en sustitución del otro. Si alguien lo hubiera robado, no valía gran cosa: unos centenares de miles de liras. A la mañana siguiente, llamé a un amigo mío de Milán que es el mayor experto en violines que existe. Su secretaria me dijo que estaba viajando por el mundo y no regresaría antes de fin de mes.
    —Perdone —dijo el comisario—, vuelvo enseguida. Salió corriendo y corriendo regresó a la comisaría.
    —¡Fazio!
    —A sus órdenes, señor comisario.

    Escribió una nota, la firmó y le aplicó el sello de la comisaría para autenticarla.

    —Ven conmigo.

    Tomó su coche y se detuvo a escasa distancia de la iglesia.

    —Entrega esta nota al doctor Licalzi, tiene que darte las llaves del chalé. Yo no puedo ir, si entro en la iglesia y me ven hablar con el doctor, ¿quién podrá contener las habladurías que correrán por el pueblo?

    Menos de cinco minutos después ya se estaban dirigiendo a Tre Fontane. Bajaron del coche y Montalbano abrió la puerta del chalé. Se percibía un fuerte olor asfixiante que no se debía tan sólo al hecho de estar todo cerrado sino también a los polvos y los vaporizadores utilizados por los de la Policía Científica.

    Seguido por Fazio, que no le hacía ninguna pregunta, el comisario abrió la pequeña vitrina, tomó el estuche con el violín, salió y cerró la puerta.

    —Espera, quiero ver una cosa.

    Dobló la esquina de la casa y se dirigió a la parte de atrás, cosa que no había hecho las otras veces que había estado allí. Se veía una especie de esbozo de lo que habría tenido que ser un inmenso jardín. A la izquierda, casi pegado al edificio, se levantaba un serbal de gran tamaño que daba unos pequeños frutos de color intensamente rojo y sabor acídulo como los que Montalbano se hinchaba de comer en su infancia.

    —Tendrías que treparte a la rama más alta.
    —¿Quién? ¿Yo?
    —No, tu hermano mellizo.

    Fazio se movió a regañadientes. Tenía una cierta edad y temía caerse y romperse el cuello.

    —Espérame.
    —Sí, señor, de todos modos cuando era chico me gustaba Tarzán.

    Montalbano abrió la puerta de la casa, subió al piso de arriba, encendió la luz del dormitorio, donde el olor le hizo arder la garganta, y subió la persiana sin abrir la ventana.

    —¿Me ves? —le preguntó a Fazio, levantando la voz.
    —Sí, señor, perfectamente.

    Salió del chalé, cerró la puerta y se encaminó hacia el coche. Fazio no estaba. Se había quedado en la rama del árbol a la espera de que el comisario le dijera lo que tenía que hacer.

    Tras dejar a Fazio delante de la iglesia para que le devolviera las llaves al doctor Licalzi ("dile que quizá volvamos a necesitarlas"), se dirigió a casa del maestro Cataldo Barbera y subió los peldaños de dos en dos. El maestro le abrió la puerta, se había quitado el frac y se había puesto unos pantalones y una tricota de cuello alto. En cambio, la bufanda blanca y el broche de oro eran los mismos.

    —Pase —dijo Cataldo Barbera.
    —No es necesario, maestro. Sólo unos segundos. ¿Éste es el estuche en el que se guardaba el Guarnieri?

    El maestro lo tomó en sus manos, lo estudió atentamente y se lo devolvió.

    —Me parece que sí.

    Montalbano abrió el estuche y, sin sacar el instrumento, preguntó:

    —¿Y este es el instrumento que usted le entregó a la señora?

    El maestro se echó hacia atrás y extendió una mano como si quisiera apartarse todavía más de una horrible escena.

    —¡Pero si este es un objeto que yo no tocaría ni siquiera con un dedo! ¡Qué barbaridad! ¡Está hecho en serie! ¡Es un ultraje para un verdadero violín!

    Era la confirmación de lo que la voz del violín le había revelado, mejor dicho, había hecho aflorar a la superficie, pues se trataba de algo que él había observado de manera inconsciente: la diferencia entre el contenido y el contenedor. Hasta él se había dado cuenta, y eso que no entendía de violines. Ni de cualquier otro instrumento, para el caso.

    —Entre otras cosas —añadió Cataldo Barbera— el que yo le entregué a la señora era efectivamente de escaso valor, pero se parecía mucho al Guarnieri.
    —Gracias. Hasta otro día.

    Montalbano empezó a bajar los peldaños.

    —¿Qué hago con el Guarnieri? —le preguntó en voz alta el maestro todavía extrañado, pues no había comprendido nada.
    —Por el momento, quédese con él. Y tóquelo todo lo que pueda.

    Estaban cargando el féretro en el coche fúnebre y había muchas coronas alineadas delante del pórtico de la iglesia. Emanuele Licalzi estaba rodeado por un montón de gente que le daba el pésame. Se lo veía insólitamente trastornado. Montalbano se le acercó y se apartó con él.

    —No me esperaba tantas personas —dijo el doctor.
    —La señora se había ganado muchas simpatías. ¿Le han devuelto las llaves? Puede que tenga que volver a pedírselas.
    —Yo las utilizo de cuatro a cinco para acompañar a los de la inmobiliaria.
    —Lo tendré en cuenta. Oiga, doctor, probablemente cuando vaya al chalé, notará que falta el violín de la vitrina. Lo tengo yo. Se lo devolveré por la tarde.

    El médico lo miró, perplejo.

    —¿Tiene alguna relación con el caso? Es un objeto sin ningún valor.
    —Lo necesito para las huellas digitales —mintió Montalbano.
    —Siendo así, recuerde que yo lo tuve en mis manos cuando se lo mostré.
    —Lo recuerdo perfectamente. Ah, doctor, por simple curiosidad. ¿A qué hora salió ayer tarde de Bolonia?
    —Hay un avión que sale a las 18:30, tiene enlace en Roma y llega a Palermo a las 22:00.
    —Gracias.
    —Perdone, comisario: no se olvide del Twingo.

    ¡Bueno, menuda lata le estaba dando con el coche!

    Entre la gente que ya se iba, vio finalmente a Anna Tropeano, conversando con un alto y distinguido cuarentón. Debía de ser Guido Serravalle. Vio pasar por la calle a Giallombardo y lo llamó.

    —¿Adónde vas?
    —A casa a comer, señor comisario.
    —Lo siento por ti, pero no irás.
    —¡Por Dios, precisamente hoy que mi mujer me había preparado pasta 'ncasciata!
    —Te la comerás esta noche. ¿Ves a aquellos dos, aquella señora morena que está hablando con aquel señor?
    —Sí.
    —A él no lo pierdas de vista. Yo estaré dentro de poco en la comisaría, mantenme informado cada media hora. Qué hace, adónde va.
    —Muy bien —dijo resignado Giallombardo.

    Montalbano lo dejó y se acercó a los dos. Anna no lo había visto llegar. Al verlo, se le iluminó el rostro. Estaba claro que la presencia de Serravalle le molestaba.

    —¿Qué tal, Salvo? —Hizo las presentaciones. —El comisario Salvo Montalbano, el señor Guido Serravalle.

    Montalbano interpretó su papel como los dioses.

    —¡Pero nosotros ya habíamos hablado por teléfono!
    —En efecto, me puse a su disposición.
    —Lo recuerdo muy bien. ¿Ha venido por la pobre señora?
    —No podía menos que hacerla.
    —Lo comprendo. ¿Se va hoy mismo?
    —Sí, dejaré el hotel a eso de las cinco de la tarde. El avión sale de Punta Ràisi a las ocho.
    —Bien, bien —dijo Montalbano. Parecía alegrarse de que todos estuvieran contentos y de que, entre otras cosas, se pudiera contar con la puntualidad de las salidas de los aviones.
    —¿Sabes? —dijo Anna, adoptando un aire mundano y desenvuelto—, el señor Serravalle me estaba invitando a almorzar. ¿Por qué no nos acompañas?
    —Me encantaría —dijo Serravalle, encajando el golpe.

    Una expresión de contrariedad se dibujó de inmediato en el rostro del comisario.

    —¡Qué lástima, si lo hubiera sabido antes! Por desgracia, tengo otro compromiso.

    Le tendió la mano a Serravalle.

    —Encantado de haberlo conocido. Aunque, dadas las circunstancias, no debería decirlo.

    Temió estarse pasando en su papel de perfecto idiota. De hecho, Anna lo estaba mirando con unos ojos que se habían convertido en dos signos de interrogación.

    —Nosotros ya nos llamaremos, ¿eh, Anna?

    En la puerta de la comisaría se cruzó con Mimì, que estaba saliendo.

    —¿Adónde vas?
    —A comer.
    —¡Mierda, no saben pensar en otra cosa!
    —Si es la hora de comer, ¿en qué quieres que pensemos?
    —¿A quién tenemos en Bolonia?
    —¿De alcalde? —preguntó Augello, perplejo.
    —¿Y a mí qué carajo me importa el alcalde de Bolonia? ¿Tenemos en aquella jefatura a algún amigo que nos pueda facilitar una respuesta en cuestión de una hora?
    —Espera, está Guggino, ¿lo recuerdas?
    —¿Filiberto?
    —Sí. Lo trasladaron allí hace un mes. Es el jefe de la brigada de extranjería.
    —Vete a comer tus espaguetis con almejas y montones de parmesano —le dijo por todo agradecimiento Montalbano, dirigiéndole una mirada de desprecio.

    ¿De qué otra manera se podía mirar a alguien con semejantes gustos?

    Eran las doce y treinta y cinco minutos y confiaba en que Filiberto estuviera todavía en su despacho.

    —¡Hola! Soy el comisario Salvo Montalbano. Llamo desde Vigàta y quisiera hablar con Filiberto Gugino.
    —Espere un momento.

    Tras varios clics, oyó una alegre voz.

    —¡Salvo! ¡Cuánto me alegro de oírte! ¿Cómo estás?
    —Muy bien, Filibe. Te molesto por un asunto muy urgente, necesito una respuesta dentro de una hora, hora y media como máximo. Estoy buscando el móvil económico de un delito.
    —No me das mucho tiempo que digamos.
    —Tienes que facilitarme la mayor información posible acerca de un individuo que posiblemente pertenece al círculo de las víctimas de los usureros, alguien que podría ser un comerciante, uno que apuesta fuerte en los juegos de azar...
    —Eso complica mucho las cosas. Te puedo decir quién practica la usura, no las personas a las que ha arruinado.
    —Inténtalo. Yo te doy el nombre y el apellido.
    —¿Comisario? Soy Giallombardo. Están comiendo en el restaurante de Contrada Capo, el que hay justo a la orilla del mar, ¿lo conoce?

    Por desgracia, sí, lo conocía. Había ido a parar allí una vez por casualidad y jamás lo había olvidado.

    —¿Van con dos coches? ¿Cada uno con el suyo?
    —No, el coche lo conduce él, por consiguiente...
    —No pierdas de vista al hombre en ningún momento. Seguramente acompañará a la señora a casa y después regresará al hotel Della Valle. Tenme informado en todo momento.

    Sí y no, le contestaron en la empresa de alquiler de automóviles de Punta Ràisi tras haberse pasado media hora poniendo excusas para no facilitarle información, hasta que, al final, se vio obligado a solicitar la intervención del jefe de la oficina de policía del aeropuerto. Sí, ayer por la tarde, jueves, el señor en cuestión había alquilado un vehículo y aún lo estaba utilizando. No, el miércoles de la semana pasada por la tarde aquel señor no había alquilado ningún automóvil, no constaba en la computadora.


    DIECISIETE


    La respuesta de Guggino llegó cuando faltaban pocos minutos para las tres. Larga y detallada. Montalbano tomó concienzudamente apuntes. Cinco minutos después llamó Giallombardo y le comunicó que Serravalle había regresado al hotel.



    —No te muevas de allí —le ordenó el comisario—. Si lo ves salir otra vez antes de que yo llegue, entretenlo con cualquier pretexto, hazle un strip—tease o la danza del vientre, pero no dejes que se vaya.

    Buscó rápidamente entre los papeles de Michela, pues recordaba haber visto una tarjeta de embarque.

    Allí estaba, correspondía al último viaje Bolonia—Palermo de la señora. Se la guardó en el bolsillo y llamó a Gallo.

    —Acompáñame al Della Valle con el coche de servicio.

    El hotel se encontraba a mitad de camino entre Vigàta y Montelusa y estaba construido casi pegado a uno de los templos más bellos del mundo a pesar de todas las superintendencias artísticas, las disposiciones de protección paisajística y los planes generales de urbanización.

    —Espérame —le dijo el comisario a Gallo.

    Se acercó a su automóvil, en cuyo interior dormitaba Giallombardo.

    —¡Estaba durmiendo sólo con un ojo! —le aseguró el agente.

    El comisario abrió el baúl y sacó el estuche del violín barato.

    —Tú vuelve a la comisaría —le ordenó a Giallombardo.

    Cruzó el vestíbulo del hotel con todo el aspecto de un profesor de orquesta.

    —¿Está el señor Serravalle?
    —Sí, se encuentra en su habitación. ¿A quién debo anunciar?
    —Tú no tienes que anunciar nada, lo único que tienes que hacer es callarte. Soy el comisario Montalbano. Y, como te atrevas a tomar el teléfono, te meto en un calabozo y después ya veremos.
    —Cuarto piso, habitación 416 —dijo el recepcionista con trémulos labios.
    —¿Ha recibido llamadas?
    —Cuando regresó, le entregué las notificaciones de llamadas, tres o cuatro.
    —Quiero hablar con la telefonista.

    La telefonista, que cualquiera sabe por qué razón, el comisario había imaginado como una agraciada joven, era, por el contrario, un sexagenario calvo y con anteojos.

    —El portero ya me ha dicho todo. Desde el mediodía ha estado llamando un tal Eolo de Bolonia. En ningún momento ha dejado el apellido. Hace apenas diez minutos ha vuelto a llamar y pasé la llamada a la habitación.

    En el ascensor, Montalbano se sacó del bolsillo la lista de los nombres de todos los que la tarde del miércoles anterior habían alquilado un automóvil en el aeropuerto de Punta Ràisi. De acuerdo, Guido Serravalle no figuraba en ella, pero sí Eolo Portinari. A través de Guggino, había averiguado que éste era un íntimo amigo del anticuario.

    Llamó muy suavemente a la puerta y, mientras lo hacía, recordó que había dejado la pistola en el tablero del coche.

    —Adelante, la puerta está abierta.

    El anticuario estaba tumbado en la cama con las manos detrás de la nuca. Sólo se había quitado los zapatos y la chaqueta y llevaba todavía la corbata anudada. Al ver al comisario, se levantó de un salto como uno de esos muñecos de resorte que asoman de golpe en cuanto se abre la tapa de la caja que los comprime.

    —No se moleste —dijo Montalbano.
    —¡Faltaría más! —contestó Serravalle, poniéndose precipitadamente los zapatos e incluso la chaqueta.

    Montalbano se había sentado en una silla con el estuche entre las piernas.

    —Ya estoy listo. ¿ A qué debo el honor?

    Evitaba cuidadosamente mirar el estuche.

    —Usted me dijo la otra vez por teléfono que estaría a mi disposición si yo lo necesitara.
    —Así es, y lo repito — dijo Serravalle, sentándose a su vez.
    —Le habría ahorrado la molestia, pero puesto que ha venido para el funeral, quiero aprovechar la ocasión.
    —Me alegro. ¿Qué tengo que hacer?
    —Prestarme atención.
    —No le he entendido muy bien, perdone.
    —Escucharme. Quiero contarle una historia. Si a usted le parece que exagero o digo cosas equivocadas, no tenga reparo en interrumpirme y corregirme.
    —No veo cómo podría hacerla, comisario. No conozco la historia que está a punto de contarme.
    —Tiene razón. Pues entonces, me expondrá sus impresiones al final. El protagonista de mi historia es un señor que vive bastante bien, un hombre de muy buen gusto, propietario de un conocido establecimiento de muebles antiguos, y tiene una buena clientela. Es una actividad que nuestro protagonista heredó de su padre.
    —Disculpe —dijo Serravalle—, ¿dónde está ambientada su historia?
    —En Bolonia —contestó Montalbano—. El año pasado más o menos —añadió—, este señor conoció a una joven de la burguesía acomodada. Ambos se convierten en amantes. Su relación no corre peligro, el marido de la señora, por razones que aquí sería demasiado largo explicar, cierra, no un ojo tal como se suele decir, sino los dos. La señora quiere a su marido, pero está muy unida sexualmente a su amante. —El comisario hizo una pausa.
    —¿Me permite que fume? —preguntó.
    —Faltaría más —contestó Serravalle, acercándole un cenicero.

    Montalbano sacó el atado muy despacio, extrajo tres cigarrillos, los hizo girar uno a uno entre el índice y el pulgar, eligió el que le pareció más suave, volvió a introducir los otros dos en el atado y empezó a palparse en busca de un encendedor.

    —Por desgracia, no puedo ayudarlo, no fumo —dijo el anticuario.

    Al final, el comisario encontró el encendedor en el bolsillo de la chaqueta, lo estudió como si jamás lo hubiera visto, encendió el cigarrillo y volvió a guardar el encendedor en el bolsillo.

    Antes de empezar a hablar, miró con expresión ausente a Serravalle. El anticuario tenía el labio superior húmedo de sudor.

    —¿Dónde estaba?
    —En la mujer que estaba muy unida a su amante.
    —Ah, sí. Por desgracia, nuestro protagonista tiene un vicio muy malo. Apuesta fuerte en los juegos de azar. En los últimos tres meses ha sido sorprendido en tres ocasiones en timbas clandestinas. Piense que un día acabó incluso en el hospital como consecuencia de una brutal paliza. Él dice que ha sido víctima de una agresión por parte de unos ladrones, pero la policía sospecha, repito, sospecha, que se trata de un aviso por unas deudas de juego no pagadas. Sea como fuere, nuestro protagonista sigue jugando y perdiendo y su situación es cada vez más difícil. Se sincera con su amante y ésta trata de ayudado como puede. Se le había ocurrido la idea de hacerse construir un chalé aquí porque el lugar le gusta mucho. Ahora el chalé se convierte en una afortunada ocasión: hinchando los gastos, puede proporcionar a su amigo unos cuantos centenares de millones de liras. Proyecta un jardín y probablemente la construcción de una piscina que constituyen unas nuevas fuentes de dinero negro. Pero los dos o trescientos millones son una gota en el desierto. Un día la señora, que, para más comodidad, llamaré Michela...
    —Un momento —lo interrumpió Serravalle con una risita que pretendía ser sardónica—. Y su protagonista, ¿ cómo se llama?
    —Supongamos que Guido —Contestó Montalbano como si el dato no tuviera importancia.

    Serravalle hizo una mueca; ahora el sudor ya le pegaba la camisa al pecho.

    —¿No le gusta? Podríamos llamados Paolo y Francesca, si quiere. En cualquier caso, la esencia no cambia.

    Esperó a que Serravalle dijera algo, pero al ver que el anticuario no abría la boca, reanudó su relato.

    —Un día Michela se encuentra en Vigàta con un célebre violinista que vive retirado en este lugar. Ambos traban amistad y la señora le revela al maestro que posee un viejo violín heredado de su bisabuelo. Creo que, en plan de broma, Michela se lo enseña al maestro y éste se da cuenta de inmediato de que tiene delante un instrumento de enorme valor, tanto musical como económico. Algo como más de dos mil millones de liras. Cuando regresa a Bolonia, Michela le cuenta la historia a su amante. Si la situación es la que dice el maestro, el violín se puede vender perfectamente, el marido de Michela lo habrá visto no más de una o dos veces, todo el mundo ignora su verdadero valor. Bastará con sustituirlo por otro, colocar en el estuche un violín cualquiera para que Guido se libre para siempre de sus problemas.

    Montalbano interrumpió su relato, tamborileó con los dedos sobre el estuche y lanzó un suspiro.

    —Ahora viene la parte peor —dijo.
    —Bueno —dijo Serravalle—, puede terminar de contármela en otra ocasión.
    —Podría, pero tendría que obligarlo a regresar aquí desde Bolonia o ir yo allí personalmente, demasiado incómodo. Puesto que ha sido usted tan amable de escucharme con paciencia a pesar de que se está muriendo de calor, le explicaré por qué razón considero que la parte que ahora viene es la peor.
    —¿Porque tendrá que hablar de un homicidio?

    Montalbano miró boquiabierto al anticuario.

    —¿Cree usted que es por eso? No, estoy muy acostumbrado a los homicidios. La considero la parte peor porque tengo que abandonar los hechos concretos y adentrarme en la mente de un hombre, en lo que éste piensa. Un novelista tendría el camino más fácil, pero yo soy un simple lector de los que, a mi juicio, son buenos libros. Perdóneme la digresión. Llegado a este punto, nuestro protagonista obtiene ciertas informaciones acerca del maestro de quien le ha hablado Michela. Descubre así que no sólo es un gran intérprete a nivel internacional sino también un conocedor de la historia del instrumento que toca. En resumen, el hombre ha acertado en un noventa y nueve por ciento. No cabe la menor duda, pero el asunto, dejado en manos de Michela, se alargará demasiado. Es más, puede que la mujer lo quiera vender a escondidas, pero legalmente: de los dos mil millones, entre gastos varios, porcentajes y el Estado que se abalanzará como un ladrón para apoderarse de su parte, quedarán al final menos de mil millones. Pero hay un atajo. Nuestro protagonista lo piensa día y noche y habla con un amigo suyo. Supongamos que el amigo se llama Eolo...

    La jugada le había salido bien, la suposición se había convertido en certeza. Como si hubiera sido alcanzado por un disparo de revólver de grueso calibre, Serravalle se levantó de golpe de la silla y volvió a desplomarse pesadamente en ella. Se aflojó el nudo de la corbata.

    —Sí, vamos a llamarlo Eolo. Eolo se muestra de acuerdo con el protagonista en que no hay más que un camino: liquidar a la señora, tomar el violín y sustituirlo por otro de escaso valor. Serravalle lo convence de que le eche una mano. Por si fuera poco, la amistad entre ambos es clandestina, puede que del ambiente del juego, Michela jamás le ha visto la cara. El día establecido, toman juntos el último avión que desde Bolonia tiene enlace en Roma con Palermo. Eolo Portinari...

    Serravalle tuvo una leve sacudida, como cuando se efectúa un segundo disparo contra un moribundo.

    —…¡qué necio, le he puesto un apellido! Eolo Portinari viaja sin equipaje o casi; en cambio, Guido lleva una valija de gran tamaño. En el avión, ambos fingen no conocerse. Poco antes de salir de Roma, Guido llama a Michela, le dice que está a punto de llegar, que la necesita, que vaya a recogerlo al aeropuerto de Punta Ràisi, puede que le dé a entender que está huyendo de unos acreedores que quieren matarlo. Al llegar a Palermo, Guido se dirige a Vigàta con Michela mientras Eolo alquila un automóvil y también se dirige a Vigàta, pero manteniéndose a cierta distancia. Creo que, durante el viaje, el protagonista le explica a Michela que, de no haber huido de Bolonia, habría perdido el pellejo. Se le había ocurrido la idea de esconderse unos días en el chalé de Michela. ¿A quién se le ocurriría venir a buscarlo aquí abajo? La mujer acepta, encantada de tener a su lado a su amante. Antes de llegar a Montelusa, se detiene en un bar y compra dos sándwiches y una botella de agua mineral. Pero tropieza con un peldaño, cae y el propietario le ve la cara a Serravalle. Llegan al chalé pasada la medianoche. Michela se ducha enseguida y corre a arrojarse a los brazos de su hombre. Hacen el amor una vez y después el amante le pide a Michela hacerla de una manera especial. Al final de este segundo acto sexual, el amante le comprime la cabeza contra el colchón hasta provocarle la muerte por asfixia. ¿Sabe usted por qué le pidió a Michela aquella clase de relación? Lo debían de haber hecho otras veces, pero en aquel momento no quería que la víctima lo mirara mientras él la mataba. Una vez cometido el homicidio, oye desde el exterior una especie de lamento, un grito ahogado. Se asoma y ve, a la luz de la ventana, que en la rama de un árbol muy cercano hay un mirón, él así lo cree, que ha presenciado el homicidio. Desnudo tal como está, el protagonista sale corriendo, toma un objeto como arma y golpea en el rostro al desconocido que, sin embargo, consigue escapar. No hay tiempo que perder. Vuelve a vestirse, abre la vitrina, toma el violín, lo introduce en la maleta y saca de la misma maleta el violín sin valor y lo coloca en el estuche. A los pocos minutos pasa Eolo con el coche y el protagonista sube. No importa lo que hacen después, a la mañana siguiente ya están en Punta Ràisi para tomar el primer vuelo con destino a Roma. Hasta ahora todo le ha salido a pedir de boca a nuestro protagonista, el cual está al corriente de los acontecimientos a través de la prensa siciliana. Pero las cosas le van todavía mejor cuando averigua que se ha descubierto al homicida y que, antes de resultar muerto en un tiroteo, éste ha tenido tiempo de declararse culpable. El protagonista comprende que ya no tiene por qué esperar para poner a la venta el violín y se lo confía a Eolo Portinari para que se encargue del asunto. Pero surge una complicación: el protagonista se entera de que se ha vuelto a abrir la investigación. Aprovecha la ocasión del funeral y se traslada precipitadamente a Vigàta para hablar con la amiga de Michela, la única persona que conoce y está en condiciones de revelarle cuál es la situación. Después regresa al hotel. Y aquí recibe una llamada de Eolo: el violín vale unos pocos centenares de miles de liras. El protagonista comprende que está perdido, ha matado inútilmente a una persona.
    —O sea —dijo Serravalle, que ahora parecía haberse lavado la cara sin secarse, pues la tenía empapada de sudor— que su protagonista ha tenido la desgracia de tropezar con aquel mínimo margen de error del uno por ciento que había concedido al maestro.
    —Cuando uno es desgraciado en el juego... —comentó el comisario.
    —¿Quiere tomar algo?
    —No, gracias.

    Serravalle abrió el mini bar, sacó tres botellitas de whisky, vertió su contenido sin hielo en un vaso y se lo bebió de dos tragos.

    —Es una historia interesante, comisario. Usted me ha aconsejado hacer mis observaciones al final, y ahora, si me lo permite, las haré. Empecemos. Su protagonista no habrá sido tan tonto como para viajar en avión con su verdadero nombre, ¿verdad?

    Montalbano se sacó parcialmente del bolsillo la tarjeta de embarque, lo suficiente para que el otro la viera.

    —No, comisario, eso no sirve de nada. Admitiendo que exista una tarjeta de embarque, eso no significa nada aunque en ella figure el nombre del protagonista, pues cualquiera lo podría haber utilizado, no te piden el carné de identidad. En cuanto al encuentro en el bar... Usted dice que ocurrió de noche y durante unos segundos. Vamos, sería una identificación inconsistente.
    —Su razonamiento tiene excelente ilación —admitió el comisario.
    —Sigo. Le propongo una variación de su relato. El protagonista le revela el descubrimiento que ha hecho su amiga a un tal Eolo Portinari, un delincuente de medio pelo. Y Portinari se traslada por su cuenta a Vigàta y hace todo lo que usted atribuye a su protagonista. Portinari ha alquilado el automóvil enseñando un carné de conducir en toda regla, Portinari intenta vender el violín acerca del cual el maestro había cometido un error y es Portinari el que viola a la mujer para que parezca un crimen pasional.
    —¿Sin eyacular?
    —¡Pues claro! A través del esperma se habría podido establecer sin ninguna dificultad el ADN.

    Montalbano levantó dos dedos como si pidiera permiso para ir al cuarto de baño.

    —Quisiera decirle un par de cosas acerca de sus observaciones. Usted tiene muchísima razón: demostrar la culpabilidad del protagonista será una tarea muy larga y difícil, pero no imposible. Por consiguiente, a partir de hoy, el protagonista tendrá dos perros de presa que lo perseguirán sin tregua: los acreedores y la policía. Lo segundo es que el maestro no se equivocó en la valoración del violín, pues éste vale efectivamente dos mil millones.
    —Pero si justo ahora...

    Serravalle comprendió que se estaba traicionando y se calló de golpe. Montalbano siguió adelante como si no lo hubiera oído.

    —Mi protagonista es extremadamente astuto. Fíjese que hasta sigue llamando al hotel y preguntando por la señora incluso después de haberla matado. Pero ignora un detalle.
    —¿Cuál?
    —Mire, la historia es tan increíble que casi casi no se la cuento.
    —Haga un esfuerzo.
    —No me siento con ánimo. Muy bien, pero sólo para complacerlo. Mi protagonista se ha enterado a través de su amante de que el maestro se llama Cataldo Barbera y ha reunido mucha información sobre él. Ahora usted llama al conmutador y pide que lo comuniquen con el maestro cuyo número figura en la guía. Háblele en mi nombre y dígale que él mismo le cuente la historia.

    Serravalle se levantó, tomó el teléfono, le dijo al telefonista con quién deseaba hablar y esperó.

    —¡Hola! ¿El maestro Barbera?

    En cuanto el otro le contestó, colgó el aparato.

    —Prefiero que me la cuente usted.
    —Muy bien entonces. La señora acompaña al maestro al chalé a última hora de la tarde. En cuanto Cataldo Barbera ve el violín, por poco se desmaya. Lo toca y no le cabe ninguna duda, se trata de un Guarnieri. Habla con Michela, le dice que quisiera someterlo al examen de un experto indiscutible en la materia. Al mismo tiempo, aconseja a la señora que no deje el instrumento en aquel chalé prácticamente deshabitado. La señora se lo confía al maestro, que se lo lleva a casa y le entrega a cambio uno de sus violines para que lo coloque en el estuche. Precisamente el que mi protagonista, ignorante de lo ocurrido, se apresura a robar. Ah, me olvidaba, mi protagonista, tras asesinar a la mujer, le birla también la saca de las joyas y el Piaget. Hay que aprovecharlo todo. Hace desaparecer la ropa y los zapatos, pero para crear más confusión y tratar de evitar el examen del ADN.

    Esperaba cualquier cosa menos la reacción de Serravalle. Al principio, le pareció que el anticuario, que en aquel momento se encontraba de espaldas mirando a través de la ventana, estaba llorando. Pero el hombre se volvió y entonces Montalbano se dio cuenta de que estaba reprimiendo la risa. Sin embargo, bastó con que sus ojos se cruzaran por un instante con los suyos para que la carcajada estallara en toda su violencia. Serravalle reía y lloraba a la vez. Después, haciendo un visible esfuerzo, se calmó.

    —Quizá será mejor que vaya con usted —dijo.
    —Se lo aconsejo —contestó Montalbano—. Los que lo esperan en Bolonia tienen otras intenciones.
    —Pongo cuatro cosas en la valija y nos vamos.

    Montalbano lo vio inclinarse sobre la valija que se encontraba encima de una banqueta. Algo en un gesto de Serravalle lo preocupó y lo indujo a levantarse.

    —¡No! —grité el comisario, dando un salto hacia adelante.

    Demasiado tarde. Guido Serravalle se había introducido el cañón de un revólver en la boca y había apretado el gatillo. Reprimiendo a duras penas una sensación de náusea, el comisario se limpió con las manos el rostro sobre el cual estaba resbalando una sustancia viscosa y caliente.


    DIECIOCHO


    Guido Serravalle se había saltado media cabeza, el disparo en la pequeña habitación de hotel había sido tan fuerte que Montalbano oía como una especie de trino de pájaro en los oídos. ¿Cómo era posible que nadie hubiera llamado todavía a la puerta para preguntar qué había ocurrido? El hotel Della Valle había sido construido a fines del siglo XIX, sus paredes eran gruesas y sólidas y puede que, a aquella hora, los forasteros hubieran salido todos a fotografiar los templos. Mejor así.



    El comisario se dirigió al cuarto de baño, se secó lo mejor que pudo las manos pegajosas de sangre y tomó el teléfono.

    —Soy el comisario Montalbano. En el estacionamiento del hotel hay un vehículo de servicio, díganle al agente que suba. Y envíen me enseguida al director.

    El primero en llegar fue Gallo. En cuanto vio a su superior con sangre en el rostro y la ropa, se asustó.

    —Dottore, dottore, ¿está herido?
    —Tranquilízate, la sangre no es mía, es de aquél de allí.
    —¿Quién es?
    —El asesino de Michela Licalzi. Pero por ahora no le digas nada a nadie. Corre a Vigàta y dile a Augillo que transmita una nota a Bolonia: tienen que mantener bajo estrecha vigilancia a un medio delincuente, sobre el cual ya deben de poseer información, se llama Eolo Portinari. Es su cómplice —añadió Montalbano, señalando al suicida—. Ah, oye. Después regresa enseguida aquí.

    Gallo se hizo a un lado en la puerta para ceder el paso al director del hotel, un hombretón de dos metros de estatura y de anchura equivalente. Al ver el cuerpo con media cabeza y los destrozos de la habitación, exclamó "¿eh?", como si no hubiera comprendido una pregunta, cayó de rodillas en cámara lenta y después se desplomó al suelo, desmayado, boca abajo. La reacción del director había sido tan inmediata que Gallo aún no había tenido tiempo de retirarse. Ambos arrastraron al director al cuarto de baño, lo apoyaron en el borde de la bañera y, tomando el duchador, Gallo abrió el grifo y le dirigió el chorro a la cabeza. El hombretón se recuperó casi enseguida.

    —¡Qué suerte! ¡Qué suerte! —murmuró, secándose. Al ver que Montalbano lo miraba con expresión inquisitiva, el director se lo explicó, confirmando la suposición del comisario:
    —El grupo japonés está afuera.

    Antes que llegaran el juez Tommaseo, el doctor Pasquano, el nuevo jefe de la brigada móvil y los de la Científica, Montalbano se tuvo que cambiar de traje y de camisa, cediendo a la insistencia del director, que quiso prestarle su ropa. Las prendas del director le estaban tan grandes que, con las manos perdidas en el interior de las mangas y los pantalones arrugados como un acordeón sobre los zapatos, parecía el célebre enano Bagonghi. Y eso lo ponía de mucho peor humor que el hecho de tener que contarles a todos, empezando cada vez por el principio, los detalles del descubrimiento del homicida y de su suicidio. Entre preguntas y res puestas, entre observaciones y aclaraciones, entre los síes y los quizás, los peros y los sin embargo, sólo pudo regresar a la comisaría de Vigàta hacia las ocho y media de la noche.

    —¿Te has encogido? —le preguntó Mimì al verlo.

    Sólo por un pelo consiguió esquivar el tortazo de Montalbano, que le habría partido la nariz.

    No fue necesario que dijera "¡todos!", pues todos se presentaron espontáneamente. El comisario les dio la satisfacción que se merecían: les explicó con pelos y señales el origen de sus sospechas sobre Serravalle hasta llegar a la trágica conclusión. El comentario más inteligente corrió a cargo de Mimì Augello.

    —Menos mal que se ha pegado un tiro. Habría sido muy difícil meted o en la cárcel sin una prueba concreta. Un buen abogado lo habría sacado enseguida.
    —¡Pero se ha suicidado! —dijo Fazio.
    —Y eso ¿qué quiere decir? —replicó Mimì—. Puede que en el caso del pobre Maurizio Di Blasi haya sido así. ¿Quién les dice a ustedes que no salió de la cueva con el zapato en la mano en la esperanza de que los otros, tal como efectivamente ocurrió, le dispararan confundiéndolo con un arma de fuego?
    —Perdón, comisario, pero ¿por qué decía a gritos que quería que lo castigaran? —preguntó Germanà.
    —Porque había presenciado el homicidio y no había logrado impedirlo —terminó diciendo Montalbano.

    Mientras sus hombres abandonaban el despacho, recordó una cosa que, como no la hiciera enseguida, era capaz de olvidarse por completo de ella al día siguiente.

    —Gallo, ven aquí. Mira, tienes que bajar a nuestro garaje, toma todos los papeles que hay dentro del Twingo y tráemelos. Habla con nuestro mecánico y dile que nos haga un presupuesto para su reparación. Después, si él quiere encargarse de venderlo de segunda mano, que lo haga.
    —Dottore, ¿puede escucharme sólo un minuto?
    —Entra, Catarè.

    Catarella, colorado como un tomate, parecía turbado y contento.

    —¿Qué te ocurre? Habla.
    —Me han dado las notas de la primera semana, dottore. El cursillo de informática es de lunes a viernes. Se las quería enseñar.

    Era una hoja de papel doblada por la mitad. Le habían puesto "sobresaliente" en todo y, bajo el epígrafe de "Observaciones", figuraba escrito lo siguiente: "es el primero de su curso".

    —¡Bravo, Catarella! ¡Eres la bandera de nuestra comisaría!

    Poco faltó para que a Catarella se le saltaran las lágrimas.

    —¿Cuántos son?

    Catarella empezó a contar con los dedos:

    —Amato, Amoroso, Basile, Bennato, Bonura, Catarella, Cimino, Farinella, Filippone, Lo Dato, Scimeca y Zicari. Somos doce, dottore. Si hubiera tenido a mano la computadora, la cuenta me habría resultado más fácil.

    El comisario se sujetó la cabeza con las manos. ¿Tendría futuro la humanidad?

    Gallo regresó de su visita al Twingo.

    —He hablado con el mecánico. Acepta encargarse de la venta. En la guantera he encontrado el permiso de circulación y un mapa de carreteras.

    Depositó todo sobre el escritorio del comisario, pero no se retiró. Se sentía más incómodo que Catarella.

    —¿Qué te pasa?

    Sin contestar, Gallo le ofreció un pequeño rectángulo de papel.

    —Lo he encontrado debajo del asiento del acompañante.

    Era una tarjeta de embarque para el vuelo Roma—Palermo, el que aterrizaba en el aeropuerto de Punta Ràisi a las diez de la noche. El día indicado en la matriz era el miércoles de la semana anterior y el nombre del pasajero era G. Spina. ¿Por qué, se preguntó Montalbano, el que utiliza un nombre falso casi siempre mantiene las iniciales del auténtico? Guido Serravalle había perdido la tarjeta de embarque en el automóvil de Michela. Tras cometer el homicidio, no había tenido tiempo de buscarla y creía tenerla todavía en el bolsillo. De ahí que, al hablar de ella, hubiera negado su existencia e incluso aludido a la posibilidad de que el nombre del pasajero no fuera el auténtico. Pero ahora, con la matriz en la mano, se habría podido averiguar, aunque con mucha dificultad, el nombre de la persona que había viajado verdaderamente en aquel avión. Sólo entonces se dio cuenta de que Gallo se encontraba todavía de pie delante de su escritorio con la cara muy seria. Éste dijo como si le faltara la voz:

    —Si hubiéramos mirado antes dentro del coche...

    Ya. Si hubieran registrado el Twingo al día siguiente del descubrimiento del cadáver, la investigación habría seguido el camino adecuado, Maurizio Di Blasi aún estaría vivo y el verdadero asesino se encontraría en la cárcel. Si...

    Todo había sido desde el principio una confusión tras otra. Maurizio había sido confundido con un asesino, el zapato había sido confundido con un arma de fuego, un violín había sido confundido con otro y éste con un tercero, Serravalle quería que lo confundieran con Spina... Tras dejar atrás el puente, detuvo el vehículo, pero no bajó. Había luz en casa de Anna, adivinaba que ella estaba esperándolo. Encendió un cigarrillo, pero al llegar a la mitad lo arrojó por la ventanilla, volvió a ponerse en marcha y se fue.

    No convenía añadir otra confusión a la lista.

    Entró en su casa, se quitó la ropa que lo convertía en el enano Bagonghi, abrió la heladera, tomó unas diez aceitunas y se cortó una tajada de queso cacciacavallo.

    Fue a sentarse en la galería. La noche era luminosa y el movimiento del oleaje era muy lento. No quiso perder ni un minuto más. Se levantó y marcó el número.

    —¿Livia? Soy yo. Te quiero.
    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Livia, alarmada. A lo largo de todo el tiempo que llevaban juntos, Montalbano le había dicho que la quería sólo en los momentos difíciles y decididamente peligrosos.
    —Nada. Mañana por la mañana tengo cosas que hacer, tengo que escribir un largo informe para el jefe de policía. Si no surge ningún imprevisto, por la tarde tomo un avión y me planto allí.
    —Te espero —dijo Livia.


    FIN

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    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
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    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
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      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



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    Bloques a cambiar color
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