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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    CIENFUEGOS 2 - CARIBES (Alberto Vázquez Figueroa)

    Publicado en abril 22, 2011

    Cienfuegos libro segundo


    Hur—a—can, El Espíritu del Mal en lengua vernácula, arrasó en el otoño de 1493 la isla de Haití, dejando a su paso una trágica estela de muerte y destrucción que los feroces guerreros del sanguinario cacique Canoabó se encargaron de rematar asesinando a los pocos españoles que habían conseguido sobrevivir a las desatadas fuerzas de la Naturaleza, en el interior del maltrecho y desguarnecido Fuerte de La Natividad.



    Por fortuna, los barbilampiños indígenas haitianos nunca habían sabido contar más que hasta diez, más allá de lo cual todo eran muchos, y no se sentían tampoco capaces de diferenciar un barbudo rostro de cadáver extranjero de otro barbudo rostro de cadáver extranjero, por lo cual nunca consiguieron caer en la cuenta de que no habían logrado acabar con todos sus enemigos.

    Drogado por la fiel y silenciosa Sinalinga, el canario Cienfuegos había permanecido completamente ajeno al terrible cúmulo de desgraciados acontecimientos que habían tenido lugar a no más de una legua de la cabaña en cuyo sótano la nativa lo mantenía oculto contra su voluntad, y cuando una semana más tarde comenzó a tomar conciencia de que se hallaba aún en el mundo de los vivos y su espectacular viaje a los infiernos se debía tan sólo a los efectos de una excesiva cantidad de hongos alucinógenos, fue para advertir en primer lugar cómo una criatura recién nacida berreaba junto a su hamaca.

    Sinalinga había dado a luz al primer miembro de una nueva raza al día siguiente del aniquilamiento del primer enclave europeo en el Nuevo Mundo, y como suele ocurrirle a la inmensa mayoría de las mujeres, el recién nacido pasó de inmediato a convertirse en el objetivo principal de sus atenciones, aunque no por ello dejase de sentirse directamente responsable de la seguridad del padre de su hijo.

    —Tus amigos han muerto —señaló secamente en cuanto comprendió que el gomero se encontraba en condiciones de entenderle y razonar—. Y aunque los hombres de Canoabó han vuelto ya a sus tierras, aquí corres peligro.

    El muchacho pareció aceptar resignadamente el hecho de que al fin se hubiera consumado una masacre que llevaba meses gestándose, lo cual no significó, sin embargo, que no se sintiera profundámente apenado por el espantoso fin de maese Benito de Toledo, el viejo Virutas, el agresivo Caragato, e incluso el estúpido y engolado gobernador Arana, ya que la inmensa mayoría de ellos se habían convertido en el transcurso de aquellos largos meses, no sólo en sus compañeros de exilio y aventuras, sino casi en su única familia.

    Ahora estaban muertos, e inconscientemente se inclinaba a imaginar que con su brusca desaparición le habían traicionado, puesto que ninguno de ellos parecía haberse detenido a meditar en el hecho de que permitiendo que les asesinaran, le dejaban absolutamente solo al otro lado del océano, consiguiendo así que él, Cienfuegos, mísero e ignorante pastor de cabras de la agreste isla de La Gomera, se convirtiera en el único europeo sobreviviente en el Nuevo Mundo, y en la única persona medianamente civilizada de la orilla oeste del Atlántico.

    Sintió miedo. Pese a su cuerpo de Hércules, su altiva presencia y un valor puesto a prueba en incontables ocasiones, resultaba evidente que continuaba siendo apenas un chiquillo, y la inmensa soledad en que le habían dejado caía como una losa sobre su estado de ánimo.

    ¿Qué hacer y hacia dónde dirigirse?

    ¿A quién pedir consejo?

    La cobriza mujer que amamantaba al niño le observaba con su rostro de piedra y sus inescrutables ojos profundamente oscuros, y aunque nada decía, su actitud daba a entender que la presencia de la diminuta criatura que con tanta desesperación se le aferraba al pecho bastaba por el momento para llenar su vida, y optaba, por tanto, por mantenerse al margen de cuanto pudiera acontecerle a su ex amante. Con salvarle una vez la vida, había cumplido.

    Cienfuegos observó al niño. Era su hijo, pero le costaba hacerse a la idea de que aquel ansioso monito arrugado que no hacía otra cosa que llorar y mamar fuese sangre de su sangre, y menos aún aceptaba el hecho de que constituía al propio tiempo la primera semilla germinada de una nueva raza que algún día se extendería por todo un continente.

    Y es que a decir verdad, el canario Cienfuegos aún no había tomado —y de hecho jamás tomaría— plena conciencia del caprichoso papel que el destino le tenía reservado como testigo de la magna epopeya en que habría de convertirse el descubrimiento y la conquista de aquellas regiones, ni de la evidencia, incontestable ya, de que se había convertido en el padre del primer mestizo del continente que algún día sería llamado América.

    Por el momento no era más que un rapazuelo desconcertado que se preguntaba insistentemente cómo era posible que apenas un año antes se dedicara a apacentar cabras en los riscos de su isla natal, y ahora se encontrase abandonado de la mano de Dios y de los hombres tres mil millas más allá del confín del universo.

    Siempre se había dicho que en las costas de La Gomera comenzaba El Océano Tenebroso y acababa la Tierra, pero he aquí que como por arte de magia un sinfín de dramáticos acontecimientos le habían colocado en un lugar que se encontraba situado en la margen opuesta de ese océano.

    —¿Qué debo hacer?
    —Marcharte. Si continúas aquí te matarán, y es muy posible que en ese caso mataran también al niño. Es mejor que te vayas.
    —¿Vienes conmigo?
    —No. Las tribus del interior nos aborrecen, acabarían esclavizándonos, y no debe ser ése el futuro de mi hijo.

    Mi hermano es un cacique.

    —Entiendo —admitió el gomero—. Con que me esclavicen a mí será suficiente. ¿Hacia dónde me aconsejas que me dirija?
    —Hacia cualquier lugar, excepto los territorios de Canoabó. Te matarían en el acto.
    —¿Domina las montañas?
    —Ese es su feudo, lo que le convierte en poderoso e inexpugnable.
    —¡Lástima! Las montañas son el lugar donde me desenvuelvo más a gusto, y aún no conozco bien las selvas de la costa. ¡Me siento tan débil!
    —Pronto se te pasará el efecto de las drogas. En tres o cuatro días te encontrarás tan fuerte como antes.
    —¿Por qué lo hiciste?
    —No quería que mi hijo naciese sin padre.
    —¿Sólo por eso?

    Los negros ojos de la haitiana se clavaron largamente en el demacrado rostro de Cienfuegos, pero una vez más a éste le resultó imposible averiguar qué era lo que pasaba por su mente.

    Por último, Sinalinga hizo un gesto con la cabeza hacia la criatura que se había quedado dormida con la boca aún pegada a su pezón.

    —Algún día los tuyos volverán —dijo—. Entonces necesitaré que le protejas.
    —Los míos nunca volverán.
    —Volverán —insistió ella convencida—. Yo sé que volverán.

    Balanceándose suavemente en la ancha hamaca de fibra en la que ya se había acostumbrado a dormir con más comodidad que en cualquier camastro e incluso mejor que en el suelo que siempre había sido su lecho preferido, el pelirrojo comenzó a amodorrarse al tiempo que se preguntaba si en realidad Sinalinga tendría razón, y los suyos regresarían algún día a aquella lejana y salvaje Tierra de las Montañas.

    El Almirante don Cristóbal Colón así lo había prometido en el momento de zarpar hacia España, pero el gomero tenía sobradas razones para no confiar demasiado en las promesas del Virrey de las Indias, y desde la aciaga noche del naufragio de la nao capitana su fe en él se había resquebrajado aún más, ya que había tenido tiempo sobrado para reflexionar sobre su extraño comportamiento a todo lo largo del arriesgado viaje.

    Para Colón, nada ni nadie que no se encontrase directamente relacionado con la consecución de sus personalísimos objetivos merecía que se le dedicase ni tan sólo un minuto de su precioso tiempo, y jamás daba un paso que no estuviese encaminado a conseguir el último fin que se había marcado, y que no era otro que el de alcanzar la fabulosa corte del Gran Kan por el camino del Oeste.

    Que regresase o no a rescatar a los treinta y nueve hombres que había dejado abandonados a su suerte en aquel absurdamente llamado Fuerte de La Natividad, dependería tanto de que conviniera a sus intereses, como del apoyo que estuvieran dispuestos a prestarle unos Reyes Católicos que tenían ya demasiados problemas como para pensar en nuevas y arriesgadas aventuras allende los mares.

    Y quedaba por último una difícil pregunta que el canario se había planteado a menudo: ¿cómo diablos conseguiría el almirante encontrar nuevamente un lugar perdido en mitad de los océanos?

    Para el cabrero, hombre de tierra adentro, analfabeto y casi incapaz de hacerse entender medianamente hasta el momento en que se le ocurrió la nefasta idea de embarcarse como polizón en la Santa María, las artes de la navegación continuaban permaneciendo en el más absoluto misterio, y por mucho que se esforzase en tratar de entenderlo, aún se le antojaba cosa de brujería que una nave marchase en el rumbo deseado cuando los vientos se empeñaban en soplar desde muy distintas direcciones. Con mayor razón, consideraba empeño totalmente inalcanzable encontrar una isla perdida en mitad de los mares por más que en repetidas ocasiones hubiesen tratado de explicarle cómo las estrellas y una mágica aguja magnética marcaban los caminos del agua.

    Por mucho que el maestro armero o el Caragato pretendieran en su día convencerle de lo contrario, a su modo de ver Colón no sólo no sería capaz de localizar de nuevo la isla de La Española, sino que, lo más probable, es que ni tan siquiera consiguiese regresar a Sevilla.

    Y al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía, si aunque volviera tan sólo encontraría ruinas y cadáveres?

    Durmió dos días más y al amanecer del tercero descubrió que Sinalinga y el niño habían desaparecido, y su lugar lo ocupaba un gran cesto de fruta coronado por una especie de tosco brazalete de oro que parecía constituir el regalo de despedida de la mujer con la que había compartido largos y difíciles meses de estancia en la isla.

    Meditó amargamente sobre el hecho de que resultaba innegable que se había convertido en el ser humano más solo y abandonado del planeta puesto que se encontraba rodeado de una raza enemiga, lejos de todo y en mitad de una naturaleza hostil, y por último, se apoderó de su espada, la daga que le regalara el maestro armero y su larga e inseparable pértiga de afilada punta, para encaminarse decidido hacia lo que quedaba del fortín, pero su entereza se quebró al reconocer entre los putrefactos despojos cubiertos de millones de moscas, el cuerpo de maese Benito de Toledo, y los cadáveres de Barbecho, Cándido Bermejo y el Caragato clavados a flechazos al gran palo del patio central.

    De la anárquica construcción que con tanto esfuerzo habían alzado aprovechando los restos de la nave naufragada, apenas quedaban en pie más de media docena de postes, y tanto las cabañas de los tripulantes como los almacenes de víveres habían desaparecido de la faz de la tierra cómo si un gigantesco cíclope las hubiese barrido de un solo manotazo. Sobre la arena de la playa se distinguían las cuadernas de la chalupa de la Santa María, y una pequeña bombarda con el alma repleta de hojarasca aparecía extrañamente recostada sobré una caída palmera.

    El mar estaba en calma, el sol le abrasaba la espalda, y ni un soplo de viento agitaba siquiera las hojas de los árboles, como si la quietud de la muerte se hubiera adueñado del paisaje al igual que se adueñara de los hombres.

    Tan sólo se percibía el zumbido de millones de moscas, y en la orilla, lamido por el agua, un cuerpo humano al que le faltaba una pierna servía de pasto a centenares de cangrejos que al rozarse producían un trágico murmullo semejante al de parlanchines comensales que comentasen en voz baja las excelencias del almuerzo que estaban disfrutando.

    Tomó asiento sobre una piedra y contempló, acongojado, el desolado lugar que viera la última vez repleto de vida y movimiento, y se preguntó, furioso, qué cara pondría el almirante Colón —si es que alguna vez regresaba cuando se enfrentase al resultado de sus sucias maquinaciones.

    —Alguien tendrá que pedirle cuentas por todo esto —se dijo—. Y daría años de vida por estar presente en ese instante. ¡Tantos hombres valientes y tantas ilusiones comidas por las moscas...!

    Desde la otra orilla del estrecho riachuelo media docena de nativos le observaban. y aunque su actitud no denotaba hostilidad, el gomero sabía a ciencia cierta que si bien ningún peligro inmediato cabía esperar de ellos, probablemente se apresurarían a llevarle al feroz Canoabó la noticia de que había dejado un molesto testigo de las atrocidades cometidas por sus hombres.

    Comprendió que no debía permanecer durante mucho tiempo en aquel lugar maldito de los dioses, pero se preguntó una vez más hacia dónde encaminar sus pasos, y cómo dejar constancia a los que quizá volvieran, de que al menos él, el canario Cienfuegos, seguía con vida.

    ¿Pero que explicación podía ofrecer sobre las auténticas razones de su supervivencia a quienes no conocieran con detalle el cúmulo de confusos acontecimientos que habían ocurrido en el Fuerte durante los últimos meses?

    ¿Cómo hacerle comprender a unos recién llegados que jamás había tenido intención de traicionar a los suyos y había sido una salvaje la que le había drogado para ocultarle más tarde en un agujero de su choza?

    Treinta y ocho marinos españoles habían muerto a orillas del mar que dominaban unos feraces caribes que continuamente lo surcaban a la caza de nuevas víctimas con las que satisfacer sus ansias de carne humana, y contra toda lógica, tan sólo él, el estúpido Guanche que jamás pretendió descubrir nuevos mundos y era el único que se había embarcado por error en tan peligrosa aventura, había conseguido sobrevivir.

    ¿Por qué?

    El más joven, el más inexperto; aquél por cuya vida nadie hubiera dado un pimiento y al que muchos consideraban en un principio el tonto de a bordo, era, sin embargo, el que ahora se sentaba en una roca del destruido fuerte a contemplar, anonadado, los putrefactos cadáveres de sus compañeros de fatigas.

    Le espantó la sola idea de enfrentarse algún día al mismísimo Virrey de las Indias teniendo que relatarle con toda suerte de detalles las terribles luchas internas, las sucias traiciones y las absurdas malquerencias que habían tenido lugar entre aquel mísero puñado de hombres abandonados a su suerte, o explicarle a unos adustos y apoltronados jueces por qué se mataron entre sí sus compañeros a causa de una mujer, o a causa de una invencible necesidad de gobernar a toda costa sobre quienes resultaba evidente que no querían dejarse gobernar.

    Sentado allí, en el centro del desolado patio, sin más compañía que las moscas ni más testigos que los esquivos indígenas que le observaban desde lejos, Cienfuegos tomó plena conciencia de que, hiciera lo que hiciera y contara la historia como quiera que la contase, el simple hecho de estar vivo le convertía para siempre en un personaje sospechoso, y dondequiera que fuese le señalarían con el dedo cómo al cobarde canario que escapó de La Natividad cuando su obligación era la de estar también gloriosamente muerto.

    Luego, al caer la tarde, pareció comprender que resultaba estúpido preocuparse de lo que pudiese nadie pensar el día de mañana, ya que lo más probable era que ni siquiera existiese tal mañana, por lo que una invencible laxitud o más bien una desesperanzada apatía acompañada de una profunda desgana a enfrentarse a la vida se apoderó poco a poco de su ánimo, hasta el punto de que por casi tres horas se le antojó empresa inútil iniciar una vez más la ardua tarea de salvar su maltratado pellejo.

    Durante aquel largo y agitadísimo año había tenido que escapar a tantos y tan variados peligros, que a menudo se preguntaba si el destino sería capaz de continuar inventando nuevas formas de acosarle, para llegar con el tiempo a la triste conclusión de que, efectivamente, la desatada y tortuosa imaginación de sus hados maléficos iba siempre mucho más allá de lo que nadie pudiera concebir.

    Y ahora esos hados le mantenían otra vez acorralado y sin opción aparente a encaminarse a parte alguna, sentado frente a un tranquilo y verde mar plagado de hambrientos tiburones, y sabiendo que a sus espaldas se abría una impenetrable selva sembrada de peligros.

    —¡Mierda! —exclamó.

    De nuevo se vio en la obligación de echar mano al recuerdo de Ingrid, aferrándose con desesperación al convencimiento de que algún día conseguirían reunirse definitivamente en Sevilla, y tan sólo la evocación de su hermoso rostro y la irresistible necesidad que sentía de acariciar su cuerpo terso y duro, le impulsó a alzarse al fin de aquella roca dispuesto a intentar salvar la vida aunque únicamente fuese por regresar junto a su amada.

    ¿Pero qué hacer y hacia dónde dirigirse?

    Tan sólo una cosa tenía clara: el sol salía por España.

    Durante la interminable travesía a bordo de la Santa María ni un solo día había dejado de amanecer por popa, y era por tanto hacia ese amanecer hacia donde debería encaminar sus pasos si es que abrigaba la esperanza de volver a reunirse alguna vez con la rubia alemana.

    El único obstáculo lo constituían poco más de tres mil millas de un océano agitado y profundo del que lo ignoraba absolutamente todo.

    Fue en ese momento cuando le vino a la mente la pesada embarcación que el viejo Virutas, Quico el mudo y Cándido Bermejo habían estado construyendo en una escondida cueva del norte de la bahía, y le asaltó de pronto la acuciante necesidad de comprobar qué había sido de ella, por lo que tomó sus armas, atravesó el riachuelo, y se internó en la espesura siguiendo el casi invisible sendero que habría de conducirle en primer lugar al minúsculo cementerio en el que descansaban aquellos que habían tenido la tremenda desgracia de morir antes de la gran masacre, y la gran suerte de contar con amigos que se ocuparan de enterrarles y colocar sobre sus tumbas una losa de piedra con sus nombres.

    Se detuvo unos instantes a dedicarles un último recuerdo, y le hubiera gustado conocer al menos una sencilla oración que rezar por su alma, pero tuvo que limitarse a evocar los ya borrosos rostros de aquel Salvatierra al que matara una serpiente, del grasiento cocinero al que apuñalaran mientras hacia el amor con una india muy golfa, o del vicegobernador Pedro Gutiérrez, al que acribillaran malamente a flechazos.

    Se ocultó luego largo rato entre la espesura para cerciorarse de que ningún nativo le seguía, y descendió por último por el peligroso acantilado hacia la diminuta ensenada junto a la cual se abría la camuflada entrada de la gruta.

    El corazón le latía con inusitada violencia al apartar los arbustos qué la ocultaban y permaneció luego muy quieto, con la espada firmemente empuñada, tratando de habituarse a la penumbra y atento a dar un salto a la menor señal de peligro.

    Al fin distinguió los contornos de la barca ligeramente escorada sobre la banda de babor y algo maltratada por las aguas que al subir de nivel durante la tormenta la habían golpeado sin piedad contra las paredes de roca, pero aparentemente tan sólida como cuando la vio por primera vez meses atrás.

    Se aproximó a ella muy despacio y la estudió con sumo cuidado. Tendría poco más de ocho metros de eslora por casi tres de manga y dos de alzada, y pese a que no entendía mucho de embarcaciones abrigó la sensación de que debía ser una nave fiable y marinera con la que la gente experimentada sería muy capaz de realizar difíciles travesías, aunque sin soñar, desde luego, en alcanzar con ella las costas españolas.

    Abrió la trampilla de popa para echar un vistazo a su interior, y a punto estuvo de soltar un alarido al advertir cómo dos aterrorizados y enfebrecidos ojos le miraban.

    —¡Dios del cielo! —exclamó asombrado—. ¡Virutas!
    —¡Cienfuegos! —replicó angustiada una voz débil apenas audible—. ¿Eres tú, Cienfuegos?
    —¡Lo soy, viejo! ¡Qué alegría encontrarte! Creí que estaban todos muertos...

    Le respondió un sollozo y durante largo rato el pobre carpintero no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra, limitándose a abrazarse a su cuello cubriéndole de mocos y escondiendo el demacrado rostro en su nuca.

    —Yo también lo creía —hipó al fin entrecortadamente—. Un salvaje me hirió en la pierna pero conseguí sacarle las tripas y arrastrarme hasta aquí confiando en que alguien más viniera. Pero ha pasado tanto tiempo que empezaba a desesperar... ¿Estás solo?

    El gomero asintió con un triste ademán de la cabeza:

    —Me temo que sí, viejo. Y a poco más no vengo. —Le ayudó a salir de su escondite, tumbándole sobre la inclinada cubierta—. ¿Cómo va esa pierna?
    —Mejor, aunque sospecho que jamás volveré a caminar decentemente. —Señaló hacia el exterior—. ¿Qué ocurrió ahí fuera? —quiso saber.
    —No estoy seguro. Sinalinga me dio algo que me hizo dormir tres días y cuando desperté ya todo había pasado. —Le miró con fijeza a los ojos—. ¿Tú me crees verdad?

    El anciano le apretó con fuerza la mano en un gesto de confianza y amistad.

    —¡Naturalmente, Guanche! Te conozco y me consta que eres un tipo leal con dos cojones. Recuerda que te elegí para venir con nosotros. —Sonrió tristemente—. Y siempre imaginé que tu india haría cualquier cosa por salvarte.
    —Ha tenido un niño. —El tono de voz del pelirrojo denotaba amargura—. Pero se lo ha llevado.
    —No debes culparla. Su hijo será siempre lo primero, y dada la situación no creo que nadie apueste por tu cabeza... Ni por la mía.
    —Aún estamos vivos. Y ahora somos dos. —El canario tomó asiento sobre la borda de la embarcación como si súbitamente las piernas le fallaran—. ¡Dios! —exclamó—.

    No puedes darte una idea de cuánta alegría me da verte... ¡Me sentía tan solo!

    —¡Pues imagínate a mí, aquí, herido y hambriento!

    Te juro que he rezado más durante estos días que en mis sesenta años anteriores. —Le miró con fijeza—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —inquirió angustiado.

    —No tengo ni la menor idea.
    —¿Siguen ahí fuera?
    —¿Quién? ¿Los guerreros de Canoabó? No. Sólo quedan los hombres de Guacaraní, pero ya no me fío de ellos.
    —Nos traicionaron.
    —En realidad nos traicionamos nosotros mismos. Si hubiéramos sido capaces de mantenernos unidos y aprender a respetarles, nada de esto hubiera ocurrido.
    —Ya es tarde para lamentaciones —señaló el viejo amargamente—. Ahora lo que importa es alejarse cuanto antes, aunque no creo que llegue muy lejos con esta pata renca.
    —¿Sabes navegar?
    —He pasado cuarenta años de mi vida en el mar y se cómo manejar un barco, pero no tengo ni puñetera idea de cómo hacerlo llegar a un lugar determinado. —Golpeó con el puño la cubierta—. Y no hay modo de arrastrar hasta el agua esta barca. La construí a conciencia e incluso seis hombres fuertes se romperían la espalda tratando de moverla.
    —Alguna forma habrá —señaló el cabrero.
    —No, que yo conozca —replicó el otro—. Y tengo hambre.

    Le entregó un coco y unos mangos que llevaba en la bolsa, y mientras el anciano los devoraba con ansia se entretuvo en inspeccionar la embarcación buscando una fórmula que le permitiera colocarla sobre las quietas aguas que lamían las rocas a no más de treinta metros de distancia, pero al fin se vio en la obligación de reconocer que el viejo Virutas tenía razón y que serían necesarios como mínimo seis hombres para poner a flote en mitad de la bahía aquel tosco armatoste.

    Todo en él parecía listo para emprender la navegación puesto que contaba incluso con un recio palo que aparecía tumbado sobre la cubierta, la botavara y dos juegos de velas cuidadosamente doblados a proa, pero el conjunto debía sobrepasar con mucho la media tonelada, y resultaba ilusorio confiar que entre un muchachuelo y un viejo herido consiguieran ni tan siquiera sacarlo de la cueva.

    —Hay que buscar agua y provisiones —señaló al fin—.

    Mientras tanto tal vez se nos ocurra algo. ¡Piensa!

    —¡No seas pesado, rapaz! —fue su agria respuesta—. Recuerda que soy carpintero de ribera y llevo cinco días dándole vueltas al asunto. Sería como tratar de cambiar de sitio una montaña. ¿A dónde vas ahora? —se alarmó.
    —A por comida. Dejé un cesto de fruta en la cabaña, y entre los restos del almacén descubrí judías, tocino y algunas cosas que los salvajes nunca prueban.
    —¿Y vas a dejarme solo?
    —Volveré al anochecer.
    —¿Y si no vuelves?
    —Será que me han matado, pero lo dudo. A pesar de todo, estos indios son pacíficos y ni siquiera tienen armas.
    —Avisarán a Canoabó.
    —Es muy posible —admitió—. Pero tardarán por lo menos tres días en regresar.
    —¡No te vayas!
    —¡No seas caguica, viejo! —se impacientó—. Cualquier cosa es mejor que morirse de hambre.—Se encaminó a la salida—. ¡Y piensa!

    Cuando al oscurecer regresó cargado como un burro, el carpintero dormitaba, y al abrir los ojos tuvo que admitir que continuaba sin hallar solución al difícil problema.

    —Al fin y al cabo —masculló roncamente—, casi prefiero acabar aquí a ahogarme en ese mar infestado de tiburones. Ya estoy demasiado correoso como para servirle de desayuno a un pez.
    —Nadie va a comerte Virutas —fue la firme respuesta del cabrero—. También yo tuve hoy un mal momento, pero ya pasó. Y te necesito para salir de este maldito lugar y llegar a Sevilla.
    —¡No jodas con Sevilla! —replicó el otro con acritud—.

    Por contentos podríamos darnos si llegáramos tan siquiera a mar abierto. Esto no hay quien lo mueva.

    —¡Eso lo veremos!

    Las tinieblas se habían apoderado ya de la cueva, por lo que decidieron que lo mejor que podían hacer era dormir dejando para la mañana siguiente la búsqueda de una solución factible a su problema, y apenas la primera claridad se filtró por entre la maleza, el canario observó fijamente al anciano que le observaba a su vez desde hacía rato y exclamó guiñándole un ojo.

    —¡Ya lo tengo!

    El otro se irguió esperanzado.

    —¿Qué?

    El canario sonrió divertido.

    —La solución... Buscaré ayuda.
    —¡Vete a la mierda! —barboteó el carpintero furibundo—. Estamos intentando escapar de unos salvajes que quieren cosernos a flechazos, y lo único que se te ocurre es ir a pedirles ayuda. Creo que al fin van a tener razón los que aseguraban que eres tonto.
    —Sé cómo hacerlo —replicó Cienfuegos al tiempo que se ponía en pie de un salto puesto que se diría que la larga noche de descanso le había insuflado nuevos ánimos y se sentía con fuerzas como para comerse el mundo—. Pero ahora lo primero que quiero hacer es dejar un mensaje que únicamente Don Luis de Torres o maese Juan de la Cosa puedan interpretar si es que regresan.
    —¿Qué clase de mensaje?
    —Uno que les haga comprender que seguimos con vida.
    —A mí me importa un carajo que nadie sepa si estoy o no estoy vivo. Con que lo sepa yo, basta.
    —¿No tienes amigos?
    —Tú.
    —¿Y parientes?
    —Ninguno, gracias a Dios.
    —¿Siempre has estado solo en el mundo?
    —Mi mundo es demasiado pequeño como para compartirlo. —Acarició la embarcación—. La madera me da cuanto preciso.
    —Siempre imaginé que estabas chiflado, pero ya veo que es más de lo que suponía. Haremos buena pareja.
    —Se encaminó de nuevo a la salida—. En este caso me ocuparé de dejar un solo mensaje. —Interrumpió el inicio de protesta alzando la mano—. ¡No te inquietes! —le tranquilizó—. Volveré pronto.
    —¿Pero adónde diablos vas?
    —A cavar mi propia tumba.
    —¿Tu propia tumba? —se asombró el otro—. ¿Por qué?
    —Porque tan sólo a alguien que me aprecie sinceramente se le ocurrirá la peregrina idea de visitar mi tumba.

    El viejo ni respondió siquiera convencido como estaba de que de entre todos los seres de este mundo con los que podía haberse quedado abandonado en una remota isla hostil, ninguno hubiera resultado jamás tan disparatado e incongruente como el pintoresco canario pelirrojo que se había colado de polizón en su barco pretendiendo ir a Sevilla cuando en realidad navegaban en dirección opuesta.

    Se limitó, por tanto, a orinar contra un rincón y entretenerse luego en cortar en dos un coco para beberse el dulce líquido y masticar lentamente la pulpa con sus escasas y maltrechas muelas, decidido a no volver a preocuparse por cuanto pudiera ocurrirle, ya que se sentía íntimamente convencido de que su larga existencia había llegado tiempo atrás a su fin, y los días que le estaban concediendo de más eran tan sólo virutas que en cualquier momento se agotarían.

    La triste noche en que la Marigalante, o Santa María, como tan pomposamente la había bautizado el engolado Almirante Colón, encalló para siempre y se vio obligado a deshacerla a martillazos después de haber dedicado media vida a construirla y mantenerla, había llegado a la dolorosa conclusión de que estaba despedazando de igual modo su propio esqueleto, y eran ya muy contadas las ceñidas que le quedaban por dar en este mundo.

    Su incontrolado miedo había pasado, porque lo que en verdad le asustaba era el hecho de morir como un perro acurrucado en el sollado de un barcucho oculto en una cueva, aunque pensándolo bien, quizá jamás existió sepultura más adecuada para un carpintero de ribera que aquel mausoleo levantado con sus propias manos.

    Era un buen barco, de eso estaba seguro: un lanchón pesado y algo tosco de líneas que probablemente nunca hubiera ganado la más mísera regata, pero era, desde luego, una nave segura y resistente con la que un piloto como su antiguo patrón, Juan de la Cosa, hubiera sido capaz de alcanzar incluso el puerto de Palos.

    Se sentía orgulloso de ella y al contemplarla una vez más cayó en la cuenta de que no estaba concluida por completo, por lo que cuando el gomero llegó le encontró atareado tallándole en popa con una letra grande y profunda la palabra SEVIYA.

    —En honor a ti —señaló—. Aunque sigo convencido de que jamás conseguiremos ponerla a flote.
    —Eso está hecho —fue la optimista respuesta.
    —¿Cómo?
    —Lo verás esta noche.

    Y esa noche, Cienfuegos abandonó la cueva armado hasta los dientes, se deslizó en silencio junto al escondido cementerio en el que ya figuraba también su propia tumba, y recorrió como una sombra los conocidos senderos de la costa, para penetrar como un fantasma en la primera de las cabañas del poblado, en la que una docena de indígenas dormían balanceándose suavemente en sus hamacas.

    El canario acarició en el hombro a uno de ellos que abrió los ojos y a punto estuvo de gritar al descubrir a un palmo de distancia el odiado rostro de un dios blanco pero que ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca, ya que un pesado mazo de carpintero le golpeó secamente la cabeza dejándole inconsciente mientras retumbaba en la estancia un ahogado cloc que apenas inquietó al resto de los durmientes.

    Cienfuegos cortó cuidadosamente las sogas que mantenían la hamaca en el aire, envolvió en ella a su víctima y se la echó al hombro, alejándose del lugar tan furtivamente y en silencio como había llegado.

    Repitió por cinco veces su aventura nocturna, y con la primera claridad del alba penetró en la cueva precediendo a seis tambaleantes y maniatados haitianos que parecían no haber salido aún de su sueño, y, que abrieron los ojos de asombro al descubrir la embarcación y a un anciano, barbudo y desdentado.

    —¡Aquí está la ayuda que esperábamos! —señaló alegremente el canario—. Te dije que sabía dónde encontrarla.
    —¡Hijo de puta! —fue la divertida respuesta del carpintero—. Tan sólo a ti podía ocurrírsete.
    —Ahora lo que tenemos qué hacer, es darnos prisa porque empezarán a buscarlos. ¡Tú! —indicó a uno de los nativos en su idioma—. Por ese lado. El gordo por el otro, y los demás a empujar desde atrás. ¡Andando que al que no arrime el hombro le corto los huevos!

    Una hora más tarde, cuando la SEVIYA flotaba mansamente en mitad de la ensenada contemplada desde la orilla por los aún desconcertados indígenas mientras el viejo Virutas apuntalaba el palo asegurando la botavara y el cordaje que le permitiría gobernar la pesada embarcación, en lo alto del acantilado hicieron su aparición una veintena de hombres armados que de inmediato rompieron a gritar y gesticular airadamente.

    —¡Mierda! —exclamó el gomero—. ¡Es gente de Canoabó! ¡Hay que largarse!
    —¡Los remos! —gritó el anciano—. ¡Agarra los remos!

    Precipitadamente, a punto de resbalar y caer al agua o romperse un pie contra todo lo que encontraba a su paso, Cienfuegos acertó a apoderarse de los pesados remos, colocarlos en los anchos toletes, y hacer que la embarcación comenzara a moverse hacia mar abierto.

    Llovieron piedras y rocas que de haberles alcanzado hubieran hecho saltar en pedazos la embarcación, pero el anciano se arrastró hasta donde el cabrero se encontraba, y juntos consiguieron alejarse del peligro.

    Aun así, varias flechas e incluso una corta lanza se clavaron en cubierta, y cuando al fin se sintieron a salvo, se les antojó un auténtico milagro haber logrado escapar con bien del apurado trance.

    —¡Cristo! —masculló el viejo—. Si por algo lamento no tener hijos, es por no poder contar a mis nietos tamaña aventura.
    —De todos modos no iban a creerte —replicó el canario mientras con un ademán de la cabeza señalaba al grupo de guerreros que aún correteaban por la playa profiriendo amenazas—. Y mejor será que nos apresuremos a perdernos de vista, porque los creo muy capaces de ir a buscar sus piraguas y seguirnos.

    El sol caía a plomo, un par de aletas de tiburones les servían de escolta, y ante ellos se abría un horizonte infinito en el que nada más que ignorados peligros les aguardaban, pero se sentían tan felices por haber conseguido un nuevo aplazamiento a la sentencia de muerte que desde meses atrás planeaba sobre sus cabezas, que se mostraban exultantes de alegría, y evitaban por tanto razonar acerca de su incierto futuro.

    El viejo Virutas, que aferraba con inusitada fuerza la caña del timón y parecía haber recobrado gran parte de su presencia de ánimo, guiñó por último un ojo a su joven compañero de fatigas.

    —¿Qué rumbo, capitán? —quiso saber.

    El pelirrojo sonrió divertido.

    —Hacia donde nace el sol, naturalmente: ¡Hacia Sevilla!

    El viejo Virutas había sido honrado al admitir que sabía cómo conseguir que un barco avanzase, pero no cómo lograr que lo hiciera siempre en la dirección apetecida.

    El viento alejó por propia iniciativa la nave de la costa, pero una vez en alta mar resultó tarea imposible aproarla hacia Levante y exigirle que se mantuviera en ese derrotero, pese a que un mar que de tan quieto semejaba una inmensa esmeralda, ofreciese toda clase de facilidades para trazar sobre su pulida superficie los rumbos que quisieran.

    Cansados pues de luchar contra su propia ineptitud y convencidos de que de continuar maniobrando con tan escasa pericia lo único que conseguirían sería zozobrar y convertirse en pasto de los tiburones que les seguían mansamente, optaron por permitir que la vela tomase el viento a su gusto por la amura de estribor para continuar alejándoles sin destino aparente de las costas de aquella inmensa isla de altas montañas que tan tristes y sangrientos recuerdos traía a su memoria.

    —¿Adónde iremos a parar?

    El carpintero se limitó a encogerse de hombros señalando el vacío horizonte que se abría ante la proa, y sobre el que no destacaba ni tan siquiera la más diminuta de las nubes.

    —Adonde Dios y el viento nos lleven —replicó—. Pero ten por seguro que cualquier lugar será mejor que el que dejamos a la espalda. ¡Toma! —pidió—. Coge el timón.
    —La última vez que lo hice la Santa María se fue al garete.
    —Aquí tan sólo puedes chocar contra un tiburón.

    Dejó la caña en manos del muchacho, se introdujo en la camareta, y al poco regresó con una gran caja que abrió sobre cubierta para comenzar a encajar cuidadosamente pequeñas piezas de madera en clavos que surgían del centro mismo de grandes cuadrados blancos y negros que conformaban un curioso tablero.

    —¿Qué es eso? —quiso saber el canario.
    —Un ajedrez de a bordo —replicó el otro con manifiesto orgullo—. Lo hice yo mismo.
    —¿Y para qué sirve?
    —Para lo que sirven todos: para jugar.

    Cienfuegos tomó una de las figuritas, que constituía en verdad una auténtica obra de arte, y la observó con profundo detenimiento.

    —¿Con quién vas a jugar?
    —Solo. Casi siempre juego solo.

    El muchacho pareció francamente desconcertado.

    —Eso es estúpido —señaló—. Así siempre ganas y siempre pierdes.
    —A veces empato.
    —¿Contigo mismo? ¿Pretendes hacerme creer que juegas a algo con lo que puedes empatar contigo mismo? ¡Qué tontería!
    —No es ninguna tontería —replicó el viejo malhumorado—. Mirándolo bien, mayor tontería resulta ganarse a sí mismo. ¿O no?
    —Tal vez —se vio obligado a admitir el confundido cabrero, que optó por quedar en silencio y observar cómo su amigo comenzaba a mover las piezas, tan absorto, que parecía haber olvidado que se encontraban prácticamente a la deriva sobre un lejano mar desconocido al otro lado de todos los mundos existentes.

    Al poco le llamó poderosamente la atención el inconcebible grado de concentración que un hombre de apariencia tan tosca podía alcanzar sentado en silencio frente a aquellas caprichosas figuritas, y le sorprendió aún más el hecho de descubrir de improviso un extraño brillo de alegría en su mirada, un rictus de inquietud en su ceño, o una sonrisa cómplice en sus labios hasta el punto de que podría llegar a creerse que algún invisible contrincante se sentaba realmente al otro lado del tablero.

    —¡Estás loco! —exclamó al fin.
    —Calla.
    —Rematadamente loco.
    —O te callas o te tiro al mar. Ese caballo me quiere comer el alfil.
    —¿El qué?
    —El alfil...: el obispo.
    —¡Ah! Un caballo te quiere comer un obispo... Yo siempre creí que los caballos sólo comían hierba.

    No obtuvo respuesta, y continuó observando estupefacto al anciano carpintero que mascullaba por lo bajo maldiciendo las nefastas intenciones de un traidor caballo negro que había logrado infiltrarse en su férrea línea de defensa, preguntándose una vez más cómo era posible que una persona adulta y que no ofrecía aún síntomas de senilidad, se dejase atrapar de tal forma por la fascinación de un tablero sobre el que correteaban una serie de pintorescas piececitas que él mismo se encargaba de mover a su antojo.

    —¿Lo inventaste tú?

    El otro ni le prestó atención, y tuvo que repetir molesto la pregunta para que se dignara alzar la cabeza y dirigirle una larga mirada de desprecio.

    —Lo inventaron los chinos o los egipcios. Nadie lo sabe con exactitud, pero sí se sabe que tiene más de tres mil años de antigüedad y es el juego más inteligente que existe.
    —¿Qué puede tener de inteligente hacer que un caballito de madera salte de aquí para allá como una pulga?

    ¡Es estúpido!

    Tampoco en esta ocasión consiguió algo más que un gruñido, porque resultaba evidente que cuando el anciano carpintero se sumía en los avatares de una partida de ajedrez, se aislaba hasta el punto de hacer creer que se encontraba en trance, por lo que el gomero acabó por encogerse de hombros y concentrarse en estudiar las oscuras aletas de unos tiburones que se habían convertido en el único signo de vida o movimiento de un mundo que parecía haberse detenido con la intención de tomarse un largo respiro.

    —Me aburro... —masculló al cabo de un rato, y al comprobar que no le hacían caso, insistió—. Te digo que me aburro.
    —Ahórcate.
    —Enséñame a jugar. —Ante la forma en que el otro pareció estudiarle de arriba abajo, como si se tratara de un sapo o de un simple barril al que de pronto le hubiese sido concedido el don de la palabra, añadió desabridamente—: Fui capaz de aprender a leer...
    —¿Qué tendrá que ver la lectura con esto? El ajedrez es una cosa muy seria. Es la guerra concentrada en un tablero.
    —Inténtalo.

    Bernardino de Pastrana, que era en realidad el verdadero nombre, apenas conocido, del deteriorado carpintero mayor de la Santa María, taladró con la mirada el hermoso rostro de enormes ojos verdes del musculoso gomero, intentando leer en el fondo de su mente, o llegar a la conclusión de si valía o no la pena introducir en su aparentemente obtuso cerebro los maravillosos arcanos del conocimiento del bienamado Juego de los Reyes. Por último asintió resignado.

    —Me temo que vamos a tener que pasar mucho tiempo juntos —dijo—. Y con lo plasta que eres, o te enseño, o te degüello. Fíjate bien...: esto es un peón. Cada jugador tiene ocho que son como soldados.

    Horas más tarde el Seviya se balanceaba mansamente en mitad de un mar que apostaba a ser lago, con la ya inútil vela flameando al compás de la brisa, mientras un rojo sol que iniciaba su lento descenso hacia el ocaso recortaba contra el azul horizonte las siluetas de un anciano esquelético y un fornido muchacho, que sentados con las piernas cruzadas bajo los muslos, permanecían absortos en el estudio de un tablero de ajedrez.

    Cayó la noche, y tumbado sobre cubierta contemplando las miríadas de estrellas de la bóveda de un cielo limpio y cálido, Cienfuegos se preguntó cómo era posible que encontrándose en la extremadamente difícil situación a que el destino le había conducido, flotando como una hormiga sobre un corcho a escasos metros de las fauces de dos hambrientos escualos y a la deriva en el corazón del mar de los caribes, su mente se encontrase sin embargo totalmente atrapada por el ficticio universo de aquellas figuritas de madera que evolucionaban a su capricho dentro de un mundo cuadriculado.

    Aún no había conseguido captar más que una mínima parte de las prolijas explicaciones que el viejo Virutas le ofreciera, pero de algún modo comenzaba a intuir el fabuloso campo de nuevas sensaciones que se abría ante él cada vez que avanzaba una torre o capturaba un peón enemigo, y resultó evidente que el empedernido jugador que llevaba en su interior había descubierto aquella tarde un nuevo y ancho cauce por el que dejar escapar su caudaloso contenido.

    Debido a una, hasta cierto punto hermosa coincidencia, aquella calurosa jornada caribeña reunió sobre la pesada y tosca embarcación a dos jugadores de muy opuestas características, dado que a la frialdad analítica y la suma prudencia del juego de Bernardino de Pastrana, se opuso de inmediato la espontánea, clarividente y brillante agresividad del cabrero canario.

    Dos hombres flotando sin destino durante cuatro días bajo un sol de fuego en mitad de una calma chicha y ajenos a nada que no fuesen jaques y enroques, constituían en verdad un espectáculo incongruente, pero tal vez fue esa inconsciente evasión a la infinidad de problemas que les acuciaban tan de cerca, lo que evitó que un pánico enfermizo se apoderara de su ánimo precipitándoles en un desastre inevitable.

    Hasta los tiburones se aburrieron.

    Silenciosos testigos de largas e incomprensibles contiendas en las que apenas se pronunciaban media docena de palabras, optaron una mañana por sumergirse en las calientes y limpias aguas a la busca de presas menos apetitosas pero más asequibles, con lo que la quietud alcanzó tal extremo que cabría imaginar que todo signo de vida había huido de la superficie del planeta o la maciza embarcación había traspasado los límites de lo real para penetrar sin proponérselo en una nueva dimensión desconocida hasta el presente.

    El mar, al ganar profundidad, se volvió más azul y más denso sin perder por ello su inmovilidad casi aceitosa, pero ninguno de los contendientes reparó en tal detalle, y si lo hizo no pareció importarle puesto que tanto daban aguas verdes que negras siempre que mantuvieran tranquila la cubierta.

    Comenzó sin embargo a escasear el agua dulce.

    De día un calor bochornoso recalentaba pesadamente la embarcación y las noches sin viento apenas contribuían a refrescar el ambiente, por lo que llegaron a la conclusión de que de no llover pronto correrían serio peligro de morir deshidratados.

    El viejo Virutas aparentó no obstante no sentirse en exceso preocupado.

    —Por lo único que lo siento —dijo— es porque al fin había encontrado un buen enemigo al que machacar. Por lo demás ya te dije que tanto da acabar de un modo u otro, y lo cierto es que yo ya estoy viviendo de prestado.
    —Pero yo no. Busquemos tierra.
    —¿Dónde?
    —Donde la haya. ¿Recuerdas los caribes que atacaron el Fuerte? Usaban una piragua, lo que quiere decir que no podían venir de muy lejos.
    —Tal vez de Cuba.

    El pelirrojo negó convencido.

    —Cuba queda al Nordeste y aquélla no es tierra de caníbales. Venían de otro sitio.
    —Sea el que sea —puntualizó el carpintero con firmeza—. Mil veces prefiero morir de sed, que caer en manos de esas bestias.

    Cienfuegos que había sido testigo de cómo los caribes devoraban a dos de sus amigos, y aún le asaltaba en sueños el recuerdo de aquella terrible escena, se mostró en un principio de acuerdo con tal punto de vista, pero la sed se convirtió muy pronto en una exigente compañera de viaje y una pésima consejera, por lo que, cuando al amanecer del sexto día distinguieron en el horizonte la borrosa silueta de una alta montaña hacia la que les empujaba la corriente, decidieron aproximarse a ella aun a riesgo de caer en manos de tan feroces alimañas.

    Era una isla verde y escarpada aunque no demasiado grande, en la que altivos farallones dé negra roca alternaban con diminutas playas de arenas muy limpias, y pese a que la costearon por más de cinco horas atentos a cualquier rastro de presencia humana, no descubrieron choza, embarcación, ni sendero que permitiera sospechar que se encontrara habitada.

    La sed se había convertido a aquellas alturas en un auténtico tormento, y el gomero llegó a la conclusión de Que si el de Pastrana prefería morir a bordo era muy dueño de hacerlo, pero que por su parte se arriesgaría a saltar a tierra y buscar agua aun a costa de tener un mal tropiezo.

    —Acércate a aquella cala —señaló—. Nadaré hasta la costa, me llevaré una barrica, y si al anochecer no he vuelto, vete.
    —¿Adónde? Sin agua no llegaré muy lejos.
    —Eso es cosa tuya, pero quiero que sepas que no te culparé porque te vayas. Cada cual es libre de morir a su gusto y yo prefiero arriesgarme.

    Fondearon a unos cuarenta metros de la costa sobre un banco de arena blanca en el que no se distinguía rastro alguno de tiburones, y tomando sus armas, su inseparable pértiga y un barril vacío, Cienfuegos se deslizó al agua para tender desde allí la mano a su amigo.

    —¡Deséame suerte, viejo! —pidió.
    —¡Suerte, Guanche! —fue la respuesta—. Y recuerda: seguiré aquí mientras no aparezcan esos bestias y soporte la sed. Luego me ataré esa piedra al cuello y me tiraré al agua.

    El canario empezó a nadar muy despacio, con los sentidos atentos a la más leve señal de peligro, y cuando al fin pisó arena seca se sintió extraño al advertir bajo sus pies suelo firme tras tantos días de vivir sobre una frágil embarcación.

    Permaneció muy quieto aguzando el oído, pero todo cuanto le llegaba del interior de la foresta era el canto de los pájaros y el griterío de los monos, por lo que le reconfortó la idea de que tal vez su suerte había cambiado, y aquella especie de paraíso terrenal se hallaba en verdad deshabitado.

    Se volvió a mirar al viejo Virutas que se encontraba sin duda tan en tensión como él mismo, se encogió de hombros como dando a entender que lo que quiera que ocurriese resultaba ya inevitable, y echándose al hombro el barril; agitó la mano en señal de despedida y se internó en la espesura con la afilada espada dispuesta a entrar en acción al menor movimiento sospechoso.

    El terreno ascendía en un principio mansamente, pero poco a poco se iba haciendo más y más escarpado, en especial en las altas paredes laterales, como si se encontrara en el centro del cauce de un viejo barranco ahora invadido por una vegetación primaria y selvática que le obligaba a cortar a menudo las lianas o la hierba más alta, sufriendo al propio tiempo los arañazos de aguzadas espinas y la feroz picadura de innumerables insectos.

    Pronto comenzó a sudar y la sed le acució de tal forma, que temió seriamente que el esfuerzo sería excesivo y en cualquier momento caería para no volver a ponerse en pie nunca.

    Se le nubló la vista y tuvo que detenerse unos instantes con la boca muy abierta y la lengua fuera, jadeando como un perro agotado, buscando apoyo en la pared de piedra, espantado ante el hecho de que una empinada pendiente se abría a pocos metros de donde se encontraba y no se sentía con fuerzas ni como para dar media docena de pasos por terreno llano.

    Tuvo que recurrir una vez más a su indomable voluntad y sus infinitos deseos de sobrevivir a toda costa, y tras un corto descanso en el que experimentó la sensación de que había perdido el conocimiento por un brevísimo período de tiempo, reanudó la marcha apretando los dientes decidido a encontrar agua aunque fuera lo último que consiguiera hacer en esta vida.

    Nunca supo cómo se las ingenió para alcanzar la cima sin rodar mil veces hasta el fondo del barranco, pero fueron sin duda unos trescientos metros desesperantes y angustiosos, y cuando al fin se dejó caer de bruces sobre la hierba, lanzó un hondo sollozo de animal moribundo.

    Aguardó una vez más a que el corazón dejara de machacarle el cerebro con su furioso golpear, se hundió de nuevo en la nada, regresó casi por milagro al mundo de los vivos, y en su ansiedad extendió la mano, cortó el tallo más cercano y chupó ávidamente la amarga savia sin encontrar luego saliva suficiente como para escupir aquel pringoso líquido hediondo.

    Necesitó aferrarse a un tronco para lograr asentar nuevamente las temblorosas piernas, y avanzó de árbol en árbol como un borracho incapaz de mantenerse por sí solo en equilibrio, advirtiendo cómo el cerebro se le iba poblando más y más de fantasmas, a su mente volvía repetidamente la imagen de la hermosa y quieta laguna en que conociera a Ingrid, y a sus oídos llegaba la fresca risa de su amada cuando le hacía apasionadamente el amor sobre la hierba.

    Pero esa risa volvió.

    Una y otra vez, tan insistente que temió haberse vuelto loco puesto que al poco se le unieron nuevas risas y confusas voces, gritos y chapoteo, y al fin reaccionó agitando la cabeza, convencido de que no era que su cerebro le jugara malas pasadas, sino que, efectivamente, tenía que haber seres humanos cerca.

    Se deslizó por entre la maleza, atraído como un imán por el rumor de voces, y al apartar unas espesas ramas descubrió la laguna, tan idéntica a la de sus montañas de La Gomera que casi costaba admitir que no fuera la misma, con un agua limpia que llegaba saltando de roca en roca, y media docena de muchachas que jugaban en ella.

    Las observó sin ser visto, admirando lo que conseguía distinguir de sus cuerpos y los lacios cabellos que les caían chorreantes sobre la espalda, se cercioró de que la mayoría eran muy jóvenes y no se distinguía presencia masculina alguna por los alrededores, y a pesar de que se había propuesto extremar la prudencia, la sed pudo más que su fuerza de voluntad, y dando tres últimos pasos, se lanzó de bruces sobre la orilla sumergiendo la cabeza en el agua.

    Bebió y bebió hasta reventar y casi atragantarse, ajeno a todo lo que no fuese satisfacer su ansiedad, y cuando al fin alzó el rostro descubrió siete pares de ojos muy negros que le observaban con extraña fijeza.

    No hubiera sabido decir si era miedo, furia o sorpresa lo que se reflejaba en ellos, y durante unos minutos que se le antojaron interminables se estudiaron en silencio, como si ni las muchachas ni el canario tuviesen la más mínima idea de qué era lo que tenían que hacer en tan extraña e imprevista circunstancia.

    Luego, dos de las mujeres comenzaron a salir del agua por la margen opuesta de la laguna, y Cienfuegos reparó en los hermosos pechos de la más joven, su estrecha cintura, las bien torneadas caderas, los poderosos y fuertes muslos que enmarcaban un prominente pubis carente de vello, y por último unas anchas y deformes pantorrillas que conferían a sus piernas un aspecto insólito y monstruoso, lo que le obligó a dejar escapar un sollozo y exclamar aterrorizado:

    —¡Dios bendito! ¡Son caribes!

    Su compañera mostraba igualmente las pantorrillas atrofiadas, tal como las recordaba de aquella partida de crueles caníbales que devoraron ante su atónita mirada a dos de sus amigos, y si alguna duda le quedaba, pronto quedó despejada porque el resto de las bañistas fueron saliendo una tras otra del agua y todas ofrecían el mismo espantoso aspecto, al tiempo que sus rostros mostraban ahora una bestial ferocidad que contrastaba con las risas y la alegría de momentos antes.

    Distinguió entonces las hachas de piedra, las lanzas y las pesadas mazas que descansaban sobre la alta hierba, y al advertir que las empuñaban como si se tratara más de experimentados guerreros que débiles muchachas, tomó plena conciencia del peligro, y dando un salto echó a correr por donde había venido.

    Aunque había conseguido beber hasta saciarse, le fallaban las fuerzas, tan débil y desorientado que no se sentía capaz ni de encontrar el camino de regreso, por lo que muy pronto descubrió aterrorizado que vagaba sin rumbo por entre la espesa maleza seguido por media docena de mujeres desnudas que no hacían más que gruñir y emitir una especie de cortos e incomprensibles chillidos con los que parecían transmitirse secas órdenes.

    A menos de quinientos metros de la laguna se le doblaron las piernas y el aire se negó a continuar descendiendo a sus pulmones, por lo que decidió acurrucarse bajo un montón de helechos, ocultándose lo mejor que pudo e intentando evitar perder el conocimiento ya que el recuerdo del terrible fin de Dámaso, Alcalde y Mesías el Negro le atenazaba el corazón como una zarpa de acero, obligándole a echar mano a toda su entereza para no romper a llorar presa de un ataque de histeria ante la tenebrosa idea de acabar de idéntica manera:

    Le tenían acorralado, y cuando el furioso jadear de su respiración se calmó levemente, y el estruendo de su propio pulso cesó de retumbarle como cañonazos en las sienes, le llegó muy claro el rumor de los pasos de sus perseguidoras.

    Avanzaban por todas partes, al frente y a la espalda, a diestra y a siniestra, y lo hacían golpeando la maleza con sus afiladas hachas como el batidor que busca hacer saltar de su escondite al jabalí, dispuestas a destrozarle el cráneo en el momento mismo de iniciar su nueva huida.

    Atisbó entre las hojas del helecho y pudo distinguir con toda claridad una figura que se aproximaba muy despacio, y que de tanto en tanto se detenía a escuchar e incluso venteaba el aire abriendo mucho las aletas de la nariz, como si intentara atrapar un olor distinto que le condujera hasta su víctima.

    Se trataba de una mujer sin duda alguna, aunque más bien podría catalogarse de hembra joven de alguna especie de extraña bestia ligeramente emparentada con los seres humanos, puesto que la ancha cara sobre las que destacaban las enormes fosas nasales, los diminutos y acerados ojos y la boca gruesa y carnosa de amarillos y afilados dientes, le conferían un aspecto simiesco pese a que el color de su piel fuera notoriamente claro contrastando con una mata de cabello negro y lacio que le caía, aún chorreante, por la espalda.

    Sus gestos carecían igualmente de aquella feminidad que cabía encontrar incluso en las más primitivas indígenas de las restantes islas, puesto que denotaban una agresividad propia de fiera de la jungla, a la par que una marcada felinidad hacía recordar en determinados momentos un enorme gato al acecho de su presa.

    Cienfuegos se supo más cerca que nunca de una muerte cruel e ignominiosa, y al abrigar la absoluta certeza de que en cualquier instante acabaría siendo descubierto, experimentó de nuevo aquella invencible sensación de laxitud que hacía que cada músculo del cuerpo le pesase como el plomo, incapaz por completo de reaccionar pese a que menos de seis metros le separasen de su enemiga, que se detuvo, aventó el aire, pareció cerciorarse de que se encontraba sobre una buena pista, y emitió uno de aquellos cortos y guturales gritos que constituían probablemente una especie de orden.

    El canario comprobó que nuevas voces llegaban de los cuatro puntos cardinales, por lo que hizo un supremo esfuerzo de voluntad y dando un salto se lanzó hacia delante buscando tan sólo algún tipo de muerte que no fuera aquélla, tan espantosa, que parecía tenerle reservado su amargo destino.

    Esquivó como pudo el hacha de piedra que voló hacia su cabeza y que fue a quebrar la gruesa rama de un árbol, y continuó su enloquecido galopar saltando sobre matojos y troncos caídos sin prestar atención, más que a lo que tenía ante él, y a una desesperada necesidad de encontrar una improbable salida a aquella inmensa trampa.

    Una nueva mujer se cruzó en su camino blandiendo un arma, pero no le dio tiempo a alzar el brazo, lanzándose sobre ella y derribándola de un empellón para seguir adelante ciegamente.

    Esquivó a una tercera.

    Luego a una cuarta.

    Dos más le perseguían muy de cerca en el momento mismo en que el azul del mar hizo su aparición ante sus ojos y una leve luz de esperanza nació en su ánimo, pero de improviso sintió un fuerte golpe en la cabeza, el mundo estalló en su interior sonoramente, y dando un último traspiés cayó de bruces como aniquilado por un rayo.

    En el instante mismo de perder el conocimiento, por su cerebro cruzó, muy fugazmente, la escena del sangriento festín de que había sido testigo meses antes.

    Abrió los ojos para enfrentarse al desencajado rostro de Bernardino de Pastrana, más conocido por el pintoresco apodo de Virutas, que parecía haber conseguido el portentoso milagro de envejecer un siglo en pocas horas, ya que sus ralos cabellos habían encanecido aún más, y el millón de arrugas de su rostro se habían multiplicado por diez.

    —¡Nos van a devorar, Guanche! —fue lo primero que dijo sin poder evitar un sollozo—. Esos salvajes lo están preparando todo para comernos.

    Ni siquiera se molestó en buscar palabras de consuelo, puesto que no las había, limitándose a permanecer muy quieto, como alelado, odiando la idea de haber recuperado la noción de las cosas para volver a experimentar el insoportable miedo que se había apoderado de su cuerpo e incluso de su alma, porque se le antojaba preferible haber acabado de una vez cuando cayó sin sentido, que volver a tomar conciencia del espantoso fin que le esperaba.

    Sin mover un solo músculo recorrió con la vista el lóbrego pozo en que les mantenían encerrados, qué no ofrecía más salida que una alta boca que mostraba diminutos cuadrados de un cielo muy azul, ya que se encontraba cerrada por un pesado enrejado hecho de gruesas cañas de bambú, y tardó un tiempo que al anciano se le antojó una eternidad en volver a la demoledora realidad del mundo de los vivos, y reparar en el desolado rostro cuyos enrojecidos ojos aparecían ahora empañados en lágrimas.

    —¿Por qué permitiste que te atraparan? —inquirió con un claro deje de reproche en la voz—. Morir ahogado era mejor.
    —La corriente me empujó hacia la orilla y de pronto comenzaron a caer desde el acantilado. Nadan como patos y el viento no ayudaba. —Hizo una corta pausa y añadió sorprendido—: Son mujeres.
    —Ya me he dado cuenta. Mujeres caribes. ¿Vistes sus piernas?
    —¡Espantosas! Hinchadas como globos por debajo de las rodillas.
    —Igual que las de los guerreros que matamos en el Fuerte... ¿Los recuerdas?
    —¡Dios si los recuerdo! —sollozó de nuevo el anciano—. No he hecho más que pensar en ellos desde que me cogieron. ¡Nos comerán!
    —¿Qué más da los caribes que los gusanos, viejo? Lo que importa es acabar aprisa y sin sufrir ¡Cielos! —añadió el gomero desalentado—. Jamás me imaginé que resultase tan difícil llegar a Sevilla.
    —Hubiera sido más digno morir luchando con las gentes de Canoabó —sentenció el carpintero apoyando la nuca en la pared de tierra y alzando el rostro al cielo tras sorber dos gruesos lagrimones—. Aquellos por lo menos no eran caníbales.
    —Vi el cadáver de Vargas devorado por los cangrejos al borde del mar. Ya no sufría. Lo que nos va a hacer sufrir es imaginar lo que sucederá cuando nos maten, pero ten por seguro que una vez muertos da lo mismo.
    —¿Y qué ocurrirá cuando tengamos que resucitar el día del Juicio Final?
    —Yo no creo en esas cosas, viejo —le recordó el cabrero—. Nunca me bautizaron y supongo que por lo tanto no debo tener derecho a Juicio Final, ni nada por el estilo.

    ¡Mierda, qué miedo tengo! —masculló—. Pero si tu Dios es capaz de resucitar a gente que lleva siglos bajo tierra y ya no es más que polvo también será capaz de devolverte el cuerpo sea cual sea su destino.

    —No me consuela.
    —Tampoco a mí.

    Quedaron en silencio, contemplándose como alelados, capaces de ver únicamente la macabra escena de su propio descuartizamiento a manos de las bestiales criaturas de grotesca apariencia humana que les habían apresado; ciegos y sordos a cuanto no fuera su espantoso final.

    El terror alargaba las horas.

    La oscuridad acudió a intensificar el pánico.

    La noche fue la más larga y silenciosa de todas las noches posibles; densa, caliente, impenetrable; sin tan siquiera el rumor de la brisa, ni una voz, ni un llanto, ni la lejana llamada de amor de un ave nocturna, como si el pozo se adentrara en el corazón de la tierra y se encontraran inmersos en los abismos del infierno; allí donde tan sólo el hedor a miedo que emitían sus propios cuerpos les hacía algún tipo de compañía.

    Por último, de las tinieblas, surgió, serena, la ronca voz del carpintero:

    —Guanche.
    —¿Qué?
    —Mátame.

    Lo meditó en silencio, sin escandalizarse por tan descabellada idea, porque también él hubiera preferido morir a manos de un amigo, a soportar los infinitos sufrimientos que le esperaban, pero al fin negó con un gesto aun a sabiendas de que el otro no podía verle.

    —No —fue todo lo que dijo.
    —¿Por qué?
    —No quiero quedarme solo.
    —Eso es injusto. Y egoísta. Yo ya no soy más que un pobre anciano que de poca ayuda puede servirte, y al que le gustaría acabar de una vez, pacíficamente y sin sobresaltos. No tendrías más que apretarme un poco el cuello, tú que eres tan fuerte. ¡Por favor!
    —¡No! —volvió a negar el canario con firmeza—. Tú sí que estás intentando ser injusto. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que me quede aquí a solas con tu cadáver, mi miedo y mis remordimientos? ¡No! Estamos juntos en esto, y juntos llegaremos al final.

    Se sumieron de nuevo en aquella oscuridad y aquel silencio que hacía daño a los sentidos, y así continuaron hasta que una leve claridad nació en lo alto y una lluvia pesada, cálida y maloliente a la que siguieron fuertes risas, les roció por completo.

    —¡Hijas de puta! —masculló el gomero furibundo—.

    ¡Nos están meando encima!

    Así era, en efecto, tres o cuatro mujeres aparecían acuclilladas sobre el enrejado de cañas, orinando entre grandes carcajadas, e incluso una de ellas, defecaba abiertamente.

    Media hora después dejaron libre la entrada por la que introdujeron una tosca escala, haciéndoles significativos gestos para que subieran, al tiempo que les amenazaban con sus lanzas emitiendo cortos gruñidos que muy poco parecían tener de humanos.

    Bernardino de Pastrana y Cienfuegos se contemplaron con afecto, para acabar fundiéndose en un estrecho abrazo:

    —Que el Señor nos acoja en su seno, hijo —señaló el primero—. Y que todo transcurra del modo más rápido posible.
    —Siento haberte metido en esto.
    —Tú no tienes la culpa. Nadie la tiene —le tranquilizó el otro—. ¡Vamos! Que no se diga que los españoles no sabemos morir como es debido. Hay que echarle cojones.
    —Le detuvo con un gesto—. Yo delante, que para eso soy más viejo.

    Ascendieron en silencio esforzándose por contener el temblor de las piernas y mostrar una entereza que se encontraban muy lejos de sentir, y al llegar a lo alto se irguieron en toda su estatura, que en el caso del gomero superaba en más de dos cabezas a la más alta de sus captoras.

    Estas, que les rodeaban acosándoles con sus armas, les condujeron hasta un grupo de postes que se alzaban a poca distancia de la entrada del pozo, a dos de los cuales les maniataron firmemente, y tan sólo entonces pudieron hacerse una idea de dónde se encontraban.

    El poblado, por llamarlo de algún modo, se desparramaba a poco más de un centenar de metros de distancia, y estaba constituido por apenas un par de docenas de chamizos de techo de palma sin paredes, alzado sobre una especie de altozano desde el que se dominaba el mar que lo rodeaba casi por completo, aunque protegido de tal forma por los árboles que desde abajo debía resultar sin duda totalmente invisible.

    En el espacio comprendido entre el borde del promontorio y las primeras chozas se distinguían una veintena de otros pozos igualmente cubiertos con enrejados de cañas; y a lo lejos se distinguía una gran cabaña circular de paredes de barro.

    Las mujeres, unas treinta poco más o menos, aparecían totalmente desnudas, y casi de inmediato se acuclillaron formando un corro en torno a los cautivos, al tiempo que un puñado de mugrientos chiquillos de ambos sexos observaban en silencio la escena desde las márgenes del bosque.

    Durante más de diez minutos nadie hizo el más mínimo gesto.

    Al fin, en la puerta de la cabaña circular hizo su aparición un anciano adornado con infinidad de plumas de todos los colores, que se aproximó caminando lentamente con las piernas muy abiertas ya que la exagerada deformidad de sus gruesas pantorrillas le impedían moverse con naturalidad.

    Las mujeres inclinaron con profundo respeto la cabeza e iniciaron al poco una especie de monótona letanía que no cesó hasta que el recién llegado se detuvo ante los españoles a los que observó con profundo detenimiento.

    Su gesto fue claramente reprobatorio.

    Luego se aproximó aún más, comprobó interesado la textura de los andrajosos pantalones e incluso palpó los flacos cuerpos de los cautivos y la espesa barba del viejo Virutas, agitando una y otra vez negativamente la cabeza.

    Por último lanzó un ronco gruñido que debía ser sin duda una orden.

    De uno de los chamizos surgieron al poco dos mujeres cuyo aspecto era notablemente diferente al de las que permanecían en cuclillas, ya que sus piernas no presentaban deformidad alguna y eran mucho más gruesas, con cabellos más lisos y facciones más parecidas a las nativas de Cuba o Haití, que dejaron ante los dos prisioneros sendas calabazas para desaparecer rápidamente por donde habían venido.

    Entre varias de las caribes sentaron a los prisioneros en el suelo, y obligándoles a abrir la boca, les introdujeron en ella una especie de gruesa caña hueca por la que comenzaron a verter calmosamente el pastoso y hediondo contenido de las calabazas.

    Cienfuegos comprendió bien pronto que cualquier tipo de resistencia resultaba por completo inútil, ya que le aferraban por el cabello manteniéndole la cabeza clavada al poste, y tuvo que engullir así, como una oca, hasta que tuvo la sensación de que el repelente potaje acabaría saliéndole por los ojos.

    Poco después les amordazaron con largas tiras de piel, para impedir que vomitaran, y les dejaron allí, con los estómagos monstruosamente dilatados y a punto de perder el sentido, dada la intensidad de los retortijones que continuamente les asaltaban.

    Durante las semanas que siguieron los dos españoles tuvieron que soportar de igual modo el más espantoso infierno que hubiera vivido jamás ser humano alguno, puesto que la terrible ceremonia de cebarlos se repetía tres veces diarias, para devolverles luego al fondo del pozo donde pasaban la noche entre indescriptibles padecimientos.

    — Su estado mental era el de una especie de semiinconsciencia perpetua, con escasos momentos de lucidez en los que apenas conseguían coordinar las ideas, puesto que un continuo dolor de vientre les obligaba a revolcarse sobre sus propios excrementos, sin fuerzas más que para pedir a Dios que les enviase cuanto antes la muerte.

    Por fin el anciano emplumado hizo nuevamente su aparición una mañana, y aunque se mostró satisfecho al comprobar lo mucho que habían engordado, pareció comprender que el régimen era excesivo por lo que ordenó que se redujera de forma notable.

    Poco a poco, el viejo Virutas y el canario Cienfuegos iniciaron un lento regreso al mundo de los vivos.

    Pudieron comprobar entonces que no eran los únicos en padecer tan terrible tormento, ya que la mayoría de los pozos se encontraban ocupados por mujeres y niños que sufrían un tratamiento semejante, y en conjunto podía considerarse que el poblado era en realidad una especie de inmensa granja de engorde, en la que los animales domésticos habían sido sustituidos por personas.

    ¿Pero dónde estaban los hombres?

    —De caza —fue la tímida respuesta de una de las cautivas: una haitiana que llevaba más de diez años en la isla y no tenía al parecer otra misión que la de preparar comida y engendrar hijos para que fueran igualmente cebados—. Salieron hace ya cinco lunas y aún no han vuelto. —Lanzó un hondo suspiro—. Hasta que regresen no habrá más muertes, pero ese día, muchos, ¡muchos!, serán devorados en un inmenso festín.

    Cienfuegos que durante su larga relación con Sinalinga había logrado aprender aceptablemente el dialecto azawán —que poco o nada tenía en común con los guturales gruñidos de los caribes— no hizo comentario alguno, pero esa noche, a solas con el carpintero, señaló convencido:

    —Tal vez aún nos quede una esperanza.
    —¿Qué clase de esperanza? —masculló el derrotado Bernardino de Pastrana—. Mi única esperanza es morir de una vez, pero no quieres ayudarme.
    —¡Escucha! —se impacientó el gomero—. Para morir siempre hay tiempo. Lo que ahora importa es que con un poco de suerte tal vez el festín para el que estamos destinados nunca se celebre. ¿Te has fijado en los dibujos que lleva en el pecho el pajarraco de las plumas?
    —Naturalmente que me he fijado —replicó el otro de mala gana—. Me aterrorizan. ¿Qué pasa con ellos?
    —Que, o mucho me equivoco, o son idénticos a los que lucían los salvajes que aniquilamos en el Fuerte.
    —¿Y qué?
    —Que si la memoria no me falla, de eso debe hacer unos cuatro meses.

    Por primera vez en mucho tiempo los ojos del viejo Virutas relampaguearon.

    —¿Pretendes insinuar que es posible que aquellos guerreros fueran los machos que estas bestias están esperando? —quiso saber.
    —¿Por qué no? Todo coincide: son caníbales, tienen el mismo aspecto, se pintan de igual forma, y se marcharon de aquí poco antes de que nos atacaran. Si ésta es la primera isla que hemos encontrado al salir de Haití, lo lógico es que sea hacia allí hacia donde suelan dirigirse durante sus correrías.

    Durante largo rato el anciano carpintero permaneció muy quieto abrazado a sus rodillas en un rincón del oscuro pozo que hedía a vómitos, sudor y mierda, pero acabó por encogerse de hombros con gesto profundamente fatalista:

    —Al fin y al cabo ¿qué más da? —musitó—. Continuarán cebándonos hasta que reventemos, y con hombres o sin ellos acabarán comiéndonos. El día que se convenzan que no van a volver, todo habrá terminado.
    —¡Pero habremos ganado tiempo! —señaló el pelirrojo con firmeza—. Y durante ese tiempo tal vez encontremos la forma de escapar. Se supone que somos seres civiliza dos e inteligentes y ellas poco más que monos de la selva. ¡Es cuestión de pensar!
    —El hambre aguza el ingenio —refunfuñó el viejo—.

    Y yo ahora estoy siempre empachado. Se me olvidó pensar.

    —Pues ya es hora de que empieces a recordar cómo se piensa —fue la seca respuesta—. A mí me esperan en Sevilla, y aún confío en que lo que tengo entre las piernas sirva para algo más que para aperitivo de salvajes.

    Apenas tres días más tarde el canario pudo comprobar, de forma harto desagradable, que su espectacular miembro viril serviría en realidad para algo más que para simple aperitivo de salvajes.

    Fue como siempre el adusto y arrugado hechicero el que emitió una nueva orden, y al poco trajeron a una joven cautiva; una muchacha haitiana a la que el miedo parecía mantener perpetuamente enloquecida, que se limitó a arrodillarse ante el gomero abriéndose de piernas y ofreciéndole sumisamente su sexo y su trasero.

    Una de las caribes liberó entonces a éste de sus dolorosas ataduras, y con procaces gestos le dio a entender que copulase con la muchacha, que había hundido la frente en la arena cerrando los ojos y aguardando a que la penetrara con la indiferencia de un animal vacuno.

    Horrorizado e incapaz de salir de su asombro, el cabrero observó aquel cuerpo entregado de antemano, y a las docenas de mujeres y niños que le contemplaban con extraña fijeza, e instintivamente dio un paso atrás negando una y otra vez con la cabeza.

    —¡No! —exclamó en español aun a sabiendas que no podían entenderle—. ¡No pienso hacerlo! No soy un animal.

    Dos lanzas le aguijonearon en la espalda, y el hechicero lanzó un ronco gruñido amenazador.

    —¡He dicho que no! —repitió firmemente.

    Una de las caribes se aproximó aún más, de un brusco manotazo le desgarró lo poco que quedaba de sus mugrientos y deshilachados pantalones, y tras un breve instante de asombrado silencio, un murmullo de cuchicheos y risitas histéricas se extendió por la amplia explanada obligando al emplumado anciano a fruncir el ceño lanzando un ronco rugido.

    De inmediato, entre tres mujeres arrojaron al suelo al pelirrojo colocándolo de rodillas tras la muchacha, y dos más le aguijonearon nuevamente con las lanzas intentando obligarle a cumplir a la fuerza la misión para la que había sido elegido.

    Cienfuegos lanzó un aullido de ira tratando de liberarse pero cuanto obtuvo fue una lluvia de golpes que le hicieron sangrar por la nariz amoratándole el ojo izquierdo.

    La haitiana se volvió a mirarle y murmuró en su idioma:

    —¡Hazlo o te castrarán!
    —¿Cómo has dicho? —inquirió temiendo haber oído mal.
    —Que si comprueban que no sirves para preñar te castrarán para que engordes más aprisa.
    —¡Dios bendito! —exclamó el cabrero desolado—. ¡No es posible!
    —Aquí todo es posible —fue la triste respuesta.

    Cienfuegos permaneció unos instantes desconcertado intentando aceptar la idea de que tenía que conseguir una erección delante de casi medio centenar de testigos si pretendía continuar siendo un auténtico hombre, y tan sólo volvió a la realidad al advertir que dos de sus captoras comenzaban a manosearle groseramente intentando obligarle a penetrar a la muchacha como si se tratara de un toro o un caballo incapaz de valerse por sí mismo.

    A punto estuvo de vomitar sobre la espalda de la infeliz muchacha, y tuvo que hacer uno de los mayores esfuerzos de su vida para conseguir escapar a la realidad de cuanto le rodeaba centrando su mente en el hecho de que tenía ante sí una mujer sin el menor atractivo, pero a la que debía poseer a toda costa.

    Minutos después se hizo un denso silencio, roto tan sólo por los gemidos de dolor y placer que lanzó la joven cautiva cuando un descomunal pene la penetró hasta las mismas entrañas y el canario comenzó a moverse rítmicamente en su interior.

    Las caribes cuyos hombres se habían hecho a la mar hacía ya más de cinco meses permanecieron muy quietas, como embobadas y más de una se estremeció de punta a punta al advertir cómo la muchacha lanzaba ahora entrecortados jadeos de placer para acabar de emitir un prolongado aullido, caer de bruces y comenzar a agitarse presa de un incontenible espasmo que le obligaba a golpear el suelo con los puños al tiempo que pataleaba como si estuviera a punto de morir en pleno orgasmo.

    Cumplida su misión, el gomero se puso calmosamente en pie y se alejó muy despacio hacia el cercano bosque sin que nadie hiciera el más mínimo ademán por detenerle.

    Encontró un arroyuelo, se introdujo en el agua, y permitió que la suave corriente fuera desprendiendo muy despacio la gruesa capa de mugre que cubría cada centímetro de su piel.

    Poco después lloraba mansamente al comprender que tal vez había engendrado un hijo destinado a ser cebado y devorado como un cerdo.

    La desagradable escena se repitió casi a diario, pero pasado el primer momento de asco y vergüenza, Cienfuegos pareció comprender que en cierto modo lo ocurrido había servido para permitirle cobrar un innegable ascendiente sobre las caribes, que él contemplaban ahora como una especie de extraño superhombre de inmensa estatura, cuerpo de Hércules, cabellos de fuego y desproporcionada virilidad.

    Inconcebiblemente racistas debido sin duda a su peculiar forma de vida, las mujeres de la mayoría de las islas que más tarde serían conocidas como Pequeñas Antillas, no concebían la idea de mantener relaciones sexuales con un extraño, dado que el fruto de tal unión sería siempre considerado impuro y estaría condenado desde su nacimiento al engorde y sacrificio.

    Sus machos engendraban en las hembras cautivas hijos destinados al consumo, pero una madre caníbal jamás corría el riesgo de que una criatura nacida de sus entrañas pudiera acabar siendo devorada por sus congéneres.

    Debido a ello y para evitar confusiones, el brujo de la tribu ligaba las piernas de los chiquillos de pura raza desde el día mismo de su nacimiento, provocando una extraña deformidad en las pantorrillas que casi triplicaba su grosor, lo que constituía a sus ojos la más preciada muestra de belleza ya que les permitía diferenciarse a simple vista del resto de los mortales.

    Caníbal, no come caníbal, era la más antigua y respetada de sus leyes, pero con la excepción de quienes gozaran del dudoso privilegio de poseer unas piernas monstruosas, la práctica totalidad de los seres humanos constituían seguros candidatos a servirles de almuerzo.

    Desatendidas por sus hombres desde hacía ya casi medio año, las mujeres caribes se mostraban por tanto visiblemente ansiosas y enceladas, pero pese a ello se mantenían a prudente distancia del único hombre aparentemente disponible del poblado, aunque no dudaran a la hora de utilizarlo como semental para preñar a las cautivas y conseguir así nuevo ganado humano.

    La contemplación de la cópula diaria contribuía sin duda a excitarlas, y el canario llegó muy pronto a la conclusión de que muchas comenzaban a mirarle con otros ojos, calculando tal vez que podía convertirse en su única esperanza en el caso de que los guerreros que se habían hecho a la mar tiempo atrás, nunca volviesen.

    La sola idea de que tal cosa pudiera ocurrir le repelía, puesto que le enervaba imaginar que una de aquellas repugnantes criaturas infrahumanas pudiera tan siquiera rozarle, pero abrigó el convencimiento de que tal posibilidad tardaría bastante tiempo en plantearse, por lo que de momento se limitó a obtener el mayor provecho posible de su nueva y curiosísima situación.

    Ya no era tan sólo una especie de bestia destinada al engorde, sino alguien en cierto modo valioso, por lo que se apresuró a imponer sus condiciones, y valiéndose de una de las cautivas que dominaba ambos idiomas, le hizo comprender al viejo emplumado que si pretendía que siguiera cumpliendo con su trabajo tendría que concederles, tanto a él como a su compañero, un régimen de cautividad más llevadero.

    La necesidad de que preñase a las esclavas debía ser, sin duda, muy imperiosa a los ojos del arrugado hechicero, ya que tras un largo retiro en la cabaña que parecía constituir el santuario de la tribu, aceptó que se les permitiera circular con relativa libertad por el poblado, siempre bajo la atenta vigilancia de tres mujeres fuertemente armadas que se mostraban muy capaces de acabar con ellos a la menor señal de alarma, aunque a decir verdad la pequeña isla no parecía ofrecer demasiados lugares a los que dirigirse, constituyendo en el fondo una especie de agreste presidio natural del que debía resultar imposible evadirse sin el concurso de una sólida embarcación.

    Las semanas que siguieron se convirtieron, por tanto, en un dulce período de relativo bienestar para los españoles; bienestar que se acentuó a partir del momento en que descubrieron en el interior de uno de los chamizos la mayoría de los enseres que transportaban a bordo del Seviya, entre los cuales aparecía, intacta, la caja del ajedrez.

    Ninguna de aquellas primitivísimas criaturas había sido capaz de averiguar cómo se descorría el sencillo cerrojo que la mantenía herméticamente cerrada, por lo que todas sus piezas permanecían en su interior, lo que provocó que, casi de inmediato, el viejo Virutas y el canario Cienfuegos decidieran tomar asiento bajo un alto paraguatán, para enfrascarse en una larga partida que les permitiese evadirse al menos por unas horas del sinfín de increíbles problemas que les acosaban desde hacía meses.

    La primera reacción de las caribes fue de asombro y curiosidad ante el insospechado aspecto de aquel cúmulo de extrañas figuritas que habían hecho su aparición como por arte de magia sin que nadie consiguiera averiguar de dónde habían salido, y a ese asombro siguió muy pronto una especie de respetuosa admiración al advertir cómo dos hombres hechos y derechos cuyas vidas corrían, evidentemente, serio peligro, eran, sin embargo, capaces de permanecer inmóviles durante horas ante el cuadriculado tablero, tan ensimismados como si sus espíritus se encontraran en un mundo muy lejano.

    ¿Qué hacían y qué significaba todo aquello?

    La superstición, innata en todo ser primitivo, entró de inmediato en juego, ya que para sus sencillas mentes no resultaba ni tan siquiera imaginable que aquel complicado altar y el sinfín de diminutos ídolos no constituyeran más que un inocente pasatiempo al que los extraños extranjeros fueran capaces de dedicar tantas horas de sus amenazadas existencias.

    El apergaminado brujo fue, aunque se resistiera a aceptarlo, el más fuertemente impactado por un desconcertante comportamiento que escapaba a todas sus previsiones, ya que a través del estudio de las entrañas de un tucán, había llegado tiempo atrás a la conclusión de que terribles desgracias estaban a punto de abatirse sobre su pequeña comunidad. De hecho, y por primera vez desde que guardaba memoria, los guerreros no habían regresado de su expedición de cacería a los dos meses de su marcha, y empezaba a temer que el terrible Hur—a—cán que tiempo atrás se abatiera sobre la región pudiera haberles sorprendido en mar abierto.

    Una tribu sin hombres, ni era tribu ni era nada. La media docena de muchachitos que pululaban por el poblado aún tardarían años en estar en condiciones de engendrar nuevos caribes que les convirtieran en un pueblo poderoso, y si durante ese tiempo sus vecinos del sur averiguaban su difícil situación, acudirían de inmediato a adueñarse de las mujeres que habían quedado viudas, apoderándose al propio tiempo de todos sus esclavos pasando a cuchillo al hechicero local para sustituirlo por uno de los suyos.

    El futuro se presentaba, por lo tanto, terriblemente incierto, y a ello se añadía ahora la presencia de aquellos peludos forasteros que parecían haber llegado de muy lejos y conseguían la increíble hazaña de que un incontable número de sus dioses nacieran de la nada.

    —Ve y pregúntales qué es lo que están haciendo —ordenó a la esclava que más tiempo llevaba entre ellos, y con la que el más joven de los cautivos se entendía a la perfección—. Necesito saberlo.
    —Intento impedir que me coma la torre —fue la distraída respuesta de Cienfuegos a la pregunta de la haitiana—. Pero tal como están las cosas es como pedir milagros.

    La buena mujer tradujo mentalmente la respuesta, la meditó durante el trayecto de regreso a la gran choza, y cuando se encontró frente al anciano hechicero, repitió con manifiesta inocencia:

    —Pide un milagro para que no se lo coman.
    —¿A quién?

    La otra pareció un tanto desconcertada, pero por último replicó lo que se le antojó más lógico:

    —A sus pequeños dioses, supongo.

    Durante varios días el emplumado brujo se preguntó repetidamente si las minúsculas figuritas que los extranjeros movían tan ceremoniosamente de un lado a otro del extraño altar podrían tener realmente el mágico poder de hacer milagros, y sus dudas se prolongaron hasta el brumoso amanecer en que varias mujeres del poblado le despertaron alarmadas pidiendo que las acompañara a los acantilados que dominaban la costa sur de la isla.

    Lo que vio le postró de rodillas.

    Llegando del Este, del infinito océano en el que acababa el mundo, surgían de la niebla una pléyade de altísimas naves, mucho mayores que la más amplia de las chozas comunes, deslizándose sobre las aguas como mantenidas por anchas olas de un blanco que hería los ojos, mientras docenas de hermosas banderas y gallardetes de colores ondeaban al viento saludando en la distancia.

    ¡Era un milagro!

    Nadie, nunca, a través de los cientos de años de la historia de los valientes caribes antillanos había oído hablar jamás de inmensas cabañas que patinaran sobre las aguas; níveas alas capaces por sí solas de cubrir todo un bosque, o altivos pendones que rivalizaban en colorido con los más espectaculares guacamayos de la selva.

    ¿Qué significaba tan insólita aparición?

    ¿Por dónde había descendido de los cielos semejante prodigio nunca antes soñado?

    ¿Eran acaso los carros de los dioses de aquellos extranjeros que atendían a sus plegarias viniendo en su busca dispuestos a castigar a quienes les habían torturado e intentaban devorarlos?

    Los negros presagios que había creído descubrir en las entrañas del tucán parecían por desgracia concretarse, y a la desaparición de los guerreros había que unir ahora la maldición de los diminutos ídolos extranjeros.

    Las mujeres temblaban de miedo.

    Los blancos monstruos continuaban aproximándose.

    Era como si las nubes del cielo se hubiesen solidificado y eligiesen corretear alocadamente sobre el mar.

    Repicó, extraña a todo, metálica y aguda, una campana, la primera de las naves escupió una nube de humo y al poco resonó, lejana, la ronca voz del trueno en un cielo tranquilo.

    Dos mujeres se arrojaron de bruces al suelo cubriéndose los cabellos de tierra y otra se hizo sus necesidades encima con un estrépito angustioso.

    El maltrecho hechicero tuvo que buscar apoyo en un árbol para no caer redondo perdida completamente su dignidad, y por unos momentos se vio a sí mismo degollado y descuartizado para servir de merienda a los enviados de los salvajes dioses de otras tierras.

    Las dieciséis naves, sin duda alguna la más poderosa escuadra que hubiera surcado hasta aquellos momentos las aguas del Atlántico, y con las que el altivo Almirante Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, esperaba alcanzar las costas del Catay y el Cipango, viraron levemente a babor, cruzaron a unas dos millas del promontorio sur, y continuaron su ruta, rumbo al Oeste, en busca de las playas de Haití y de los treinta y nueve hombres que allí habían sido abandonados.

    Desde el alcázar de popa de la tercera de ellas, Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, contemplaba absorta las cumbres que iban dejando a estribor, incapaz de imaginar que allí se encontraba el hombre por el que no había dudado en abandonar su hogar, su patria y su fortuna, mientras que con una extraña mezcla de decepción y alivio, convencido de que acababa de librarse de la muerte, pero lamentando en lo más íntimo de su ser que el maravilloso prodigio se perdiera de vista en la distancia, el anciano hechicero clavaba los ojos en la popa de los barcos que se alejaban hacia el Oeste, admitiendo a pie juntillas que las diminutas figuras del cuadriculado tablero obraban milagros.

    —No les contéis a los prisioneros lo que habéis visto —le advirtió severamente a las mujeres—. Tratadlos bien, pero que no sepan que sus dioses los andan buscando.

    Esta vez han pasado de largo, pero pueden volver.

    Más tarde, y ya de regreso al poblado, mandó llamar a la haitiana que solía servirle de intérprete y le espetó sin más preámbulos:

    —Comunica a los extranjeros que si me proporcionan un altar y unos dioses como los suyos, son libres de pasear por donde quieran y tienen mi promesa de que jamás los mataremos.

    El viejo Virutas creyó haber entendido mal cuando el canario le tradujo a su vez la propuesta.

    —¿Qué es lo que quiere? —inquirió desconcertado.
    —Un ajedrez.
    —¿Para qué?
    —Querrá aprender a jugar.
    —¡Tú estás loco! No tienes ni idea de lo que dice esa gorda y te inventas las cosas.
    —No me invento nada: el viejo pajarraco quiere un ajedrez, y te juro que si a cambio nos perdona la vida, tendrá su ajedrez como Cienfuegos que me llamo.
    —¡Toma! ¡Desde luego! En tres días se lo hago. ¿Pero para qué coño quiere un caníbal un ajedrez?
    —Puede que para comerse a la reina.
    —¡Vete a la mierda!
    —En la mierda estamos, viejo. ¡Y hasta el cuello!, pero las cosas pretenden cambiar, y aunque no me explico por qué no pienso complicarme la vida averiguándolo.

    Empiezo a creer que nuestras oraciones han dado resultado y tal vez consigamos salir de ésta. ¡Así que déjate de tonterías y manos a la obra!

    El anciano carpintero demostró de inmediato que conocía a fondo su oficio puesto que recuperando las herramientas que habían traído a bordo del Seviya, le indicó al cabrero qué clase de maderas debía buscarle, aplicándose con notable entusiasmo a la tarea de tallar y pulir peones, caballos, torres, alfiles, reyes y reinas, según el modelo de su hermoso juego de ajedrez.

    Unas las dejaba de su color natural y otras las teñía de un rojo vivo con el jugo de la semilla de una planta que crecía en las laderas de las montañas, y le bastaron apenas cinco días para estar en condiciones de entregar personalmente al viejo pajarraco lo que con tanta ansiedad estaba deseando.

    Para el emplumado hechicero fue como si hubiese recibido el mismísimo Santo Grial o las auténticas Tablas de la Ley del profeta Moisés, y con el tablero en la mano se alejó ceremoniosamente hacia su gran choza circular, en la que se encerró a cal y canto pidiendo que nadie le molestara bajo ninguna circunstancia.

    A los pocos instantes la intérprete se aproximó discretamente a Cienfuegos y le cuchicheó algo al oído.

    —¡La cagamos! —exclamó éste incapaz de contenerse.
    —¿Qué ocurre ahora? —se alarmó Bernardino de Pastrana—. ¿Qué ha dicho ésa?
    —Que la mujer del jefe también quiere un ajedrez.
    —¡Mierda!
    —Viene a ser lo mismo.
    —¿Qué hacemos ahora?
    —¿Qué coño podemos hacer? —señaló el canario—. Si la mujer del jefe quiere un ajedrez, tendremos que proporcionarle un ajedrez.
    —Sí —se lamentó el viejo Virutas—. Pero después de la mujer del jefe, vendrá la hermana de la mujer del jefe, luego la mujer del hermano del jefe, y así hasta que no quede nadie sin su puto ajedrez.
    —¿Y qué? —le hizo notar el gomero—. No creo que nos pudiera ocurrir nada mejor. Nos habremos convertido en los proveedores exclusivos de un bien que constituirá a partir de ahora una perentoria necesidad para estas gentes. Nos tratarán a cuerpo de rey, y nos lo tomaremos con calma mientras buscamos la forma de largarnos.

    El otro meditó unos instantes y por último se encogió de hombros al tiempo que se rascaba meditabundo la espesa barba.

    —¡Visto de ese modo...! —admitió—. Lo que no acabo de entender, es para qué carajo quieren un ajedrez si no tienen ni pajolera idea de cómo se juega.
    —Es que ya no se trata de un juego —apostilló Cienfuegos.

    El otro le observó con fijeza:

    —¡Ah, no! —quiso saber—. ¿De qué se trata entonces?
    —De superstición... O mucho me equivoco, o estamos a punto de crear la religión del ajedrez, que no tiene por qué ser mejor ni peor que cualquiera de las que circulan por el mundo... —le golpeó afectuosamente la rodilla tratando de transmitirle su entusiasmo—. ¡Anímate! —pidió—: Ten en cuenta que, en ese caso, nos habremos convertido en sumos sacerdotes de un nuevo rito.
    —¡Pues vaya una gracia! —masculló el anciano malhumorado—. ¡A la vejez, viruelas...!

    A los cuatro días de haber fondeado en sus tranquilas aguas, el Almirante de la Mar Océana, Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, decidió abandonar la bahía en que había ordenado levantar el mal llamado Fuerte de La Natividad, tras cerciorarse de que no aparecía ningún superviviente de los treinta y nueve hombres que abandonara a su suerte un año antes, y comprobar, decepcionado, que los muertos no habían escondido oro alguno en el subsuelo de la cabaña del malogrado gobernador Diego de Arana.

    Tampoco quiso pedir explicaciones a su amigo el cacique Guacaraní por las razones de la innegable traición que había cometido, limitándose a comentar que ya le ajustaría las cuentas al feroz Canoabó si tenía ocasión de tropezárselo algún día, ordenando el reembarco de toda su gente para zarpar en busca de un enclave más idóneo para la fundación de la nueva Primera Ciudad de La Española.

    La mayoría de los miembros de la expedición que habían participado en su primer viaje, se indignaron por la aparente indiferencia con que se aceptaba el desgraciado fin de tantos antiguos compañeros, pero el almirante decidió hacer caso omiso a sus protestas y dejar sin castigo a Guacaraní, considerando, sin duda, que treinta y nueve vidas no eran en verdad un precio excesivo, teniendo en cuenta lo que había conseguido hasta el momento y esperaba conseguir en un futuro.

    Luis de Torres, que había ejercido como intérprete real en el transcurso del primer viaje de Colón, pero que había preferido en esta ocasión embarcarse a título personal, procuraba por su parte mantenerse dentro de lo posible en un discreto anonimato, dado que conocía como pocos el difícil carácter del flamante Virrey de las Indias, y guardaba ingratos recuerdos de sus múltiples enfrentamientos a causa de su negativa a aceptar como indiscutible el hecho de que habían arribado a las costas de la India y el Cipango.

    Su vuelta a Cádiz tan sólo le había servido para llegar a la conclusión de que los judíos —y los conversos de última hora como él mismo— carecían de futuro en la España de Isabel y Fernando, por lo que prefería intentar como tantos otros la aventura de un Nuevo Mundo en el que cabía abrigar la esperanza de que las creencias religiosas no trajeran aparejadas las mismas amarguras que en la vieja Europa.

    En lo personal siempre había mantenido la curiosa teoría de que ninguna guerra de conquista provocaría tantas muertes ni tantos odios como la menor y más oscura de las guerras religiosas, puesto que estaba firmemente convencido de que los distintos dioses habían decidido bajar a la Tierra a sembrar la discordia entre los hombres, pese a que la mayoría lo hubieran hecho enarbolando a menudo la bandera de la paz y el amor.

    —Más mata un exceso de fe que una buena espada —decía siempre—. Porque para esgrimir la espada hace falta valor y experiencia, mientras la fe ciega suele ser cosa de cobardes e ignorantes.

    Y la España de su tiempo se estaba poblando de una nutrida pléyade de cobardes e ignorantes que habían descubierto en la persecución, tortura y muerte de judíos, herejes y moriscos, un amplio cauce por el que dar salida a sus infinitos rencores y frustraciones sin temor a imprevisibles represalias.

    Las Indias constituían, por tanto, un horizonte nuevo y aparentemente incontaminado aún por la insensata furia de los fanáticos empeñados en convertir el fraternal amor de Cristo en un injustificado odio cristiano, y como en el Fuerte de La Natividad habían quedado algunos de sus mejores amigos, llegó a la conclusión de que era allí donde podría encontrar al fin la paz que andaba buscando.

    Pero ahora descubría que la mayoría de sus amigos habían muerto y que el único sobreviviente —aquel loco cabrero canario de los cabellos rojos— había desaparecido dejándole un misterioso mensaje grabado en una tumba.

    ¿Qué había pretendido decir con tal mensaje, y a qué se debía el hecho de que tan sólo el más joven e ignorante de cuantos quedaron en Haití hubiera conseguido salvarse?

    Una y otra vez se hacía tales preguntas, y una y otra vez intentaba encontrar respuestas a las que le hacía la hermosa Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, que parecía vivir sobre ascuas por el incierto destino de su adorado Cienfuegos.

    —¿Dónde puede estar?

    ¿Cómo hacerle comprender a una mujer tan profundamente enamorada, que las posibilidades de que un muchacho inexperto consiguiese sobrevivir en el corazón de un universo tan hostil como parecía ser aquella isla, eran de apenas una entre un millón?

    —Puede que así sea —aceptaba ella absolutamente imperturbable—. Pero me consta que está vivo.
    —¿Por qué?
    —Porque si estuviera muerto mi corazón lo sabría...

    Vive y volverá.

    El converso se limitaba a indicar entonces la espesa jungla y la cadena de agrestes montañas que se alzaban a lo lejos, e inquiría:

    —¿Dónde? ¿En esas selvas plagadas de fieras y serpientes, o en las montañas dominadas por salvajes?
    —No lo sé. Pero sé que vive, y le esperaré.

    Era una mujer en verdad templada y decidida; la criatura más fuerte y al mismo tiempo más adorablemente frágil de este mundo; la que más había amado nunca, y la más dispuesta a sacrificarlo todo —hasta su nombre y su personalidad— por recuperar algún día la inigualable felicidad que había perdido.

    Ya no era para nadie la altiva y rubia alemana Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise a causa de su matrimonio con el violento capitán León de Luna, sino la tímida y morena Doña Mariana Montenegro, supuesta viuda de un oscuro oficial de los tercios de Flandes, que buscaba lejos de su Sepúlveda natal, olvido al terrible dolor que le causara la muerte de su bienamado esposo.

    —¿Por qué? —quiso saber Luis de Torres ante la firme decisión de tan brusco cambio de identidad.
    —Porque conozco a mi marido y sé que no se resignará al hecho de qué haya conseguido escapar de La Gomera. Juró que preferiría verme muerta que unida a Cienfuegos, y León no es de los que juran en vano. Acabará encontrándome, pero pienso ponérselo difícil.
    —No cruzará el océano por una simple venganza.
    —Si yo lo hice por amor, él puede hacerlo por odio, puesto que al fin y al cabo son los dos sentimientos básicos y los que en el fondo más se parecen. Y en él influye el orgullo. Vendrá. No sé si pronto o tarde, pero vendrá.
    —Yo os defenderé.
    —La mejor defensa contra un hombre ofendido es evitarlo. Por eso pretendo que nadie conozca mi auténtica identidad.
    —De ese modo tampoco Cienfuegos podrá encontraros.
    —No os preocupéis. Seré yo quien le busque.

    Pero muy pronto se hizo patente que no iba a ser aquella empresa fácil, dado que tras todo un largo mes de vagar seguido por su escuadra por las costas de Haití o el Cibao —como muchos llamaban ya al lugar— el almirante eligió para fundar la ciudad de Isabela el más inapropiado e insalubre de todos los enclaves disponibles.

    Hombre de mar, poco sabía de las cosas de tierra adentro y poco le importaba de ella más que el hecho de que constituyera un buen refugio para sus naves, por lo que la efímera y malhadada primera ciudad del Nuevo Mundo no se construyó pensando en seres humanos, sino en barcos a los que nada afectaban los calores asfixiantes, las pestilencias y alimañas de los pantanos circundantes, o las mortíferas nubes de mosquitos que transformaban las noches en infiernos.

    El virrey ordenó que fuera en el centro de una profunda bahía rodeada de manglares donde se alzara el gran almacén real para el ejército, su palacio de piedra, y las cabañas de los colonos, y allí se alzaron dado que en aquella orilla del universo su ley no admitía réplica, pese a que el más experimentado de los capitanes de su armada, el audaz y laureado Alonso de Ojeda, le hiciese notar con insistencia que el lugar ofrecía escasas posibilidades de defensa contra un eventual ataque indígena.

    —No atacarán —fue su respuesta—. Guacaraní lo ha prometido.
    —Pues arrasaron el Fuerte de La Natividad —apostilló el otro que pese a su pequeña estatura tenía justa fama de ser el mejor espadachín y el más valiente capitán del reino, pero al que su aureola de hombre invencible no solía nublar la razón—. Quien traiciona una vez, bien puede volver a intentarlo.
    —No es el caso. Ahora estoy yo. Y la culpa no fue de Guacaraní, sino de quienes no supieron hacer honor a la confianza que deposité en ellos y a su condición de españoles. En Isabela todo será distinto.

    Y lo fue, en efecto, ya que en principio las dificultades no vinieron por parte de unos indios que se mantenían expectantes más allá de las lindes de la selva estudiando el poderío de los recién llegados, si no a causa del hambre y las mortíferas fiebres.

    Desorientados tras largos meses de navegación, abatidos por el trágico fin de sus predecesores, desilusionados ante el negro futuro que ofrecía una tierra que les habían pintado de color de rosa y no era más que un verde manto de espesura impenetrable, y agotados por el terrible ritmo de trabajo a que se les sometía para alzar en muy escaso tiempo la ciudad, los colonos vieron muy pronto cómo el hambre y la muerte se convertían en sus más indeseables convecinos, hasta el punto de que a los pocos meses un considerable número de los más desesperados comenzaron a solicitar su rápida repatriación.

    —Este no es lugar para gente cuerda —puntualizó maese Juan de la Cosa durante una de las frecuentes visitas que hacía en compañía de Luis de Torres a la humilde hacienda de Doña Mariana Montenegro—. Y mi consejo es que tanto usted como su criado Bonifacio regresen a casa cuanto antes.

    La alemana se limitó sin embargo a negar con un dulce ademán de cabeza al tiempo que sonreía alegremente.

    —¡Ni pensarlo! —replicó animosa—. Bonifacio puede irse si quiere, pero yo tengo ya veintisiete cochinillos que engordan día a día, y los patos y gallinas también se reproducen. Si las semillas germinan, pronto podré montar una hermosa granja en la que esperar el regreso de Cienfuegos.
    —¿Cómo puede una dama como vos rebajarse a un destino de granjera? —protestó el marino—. Vuestras manos no están hechas para alimentar cerdos sino para cultivar flores.
    —Prefiero que los cerdos hociqueen en mis manos que un hombre al que no amo en cualquier otra parte de mi cuerpo —fue la brutal respuesta—. En cuanto a las flores, aquí existen tantas y tan hermosas, que tratar de cultivarlas constituye una herejía. A nuevos lugares, nuevas costumbres, y a quien no sea capaz de adaptarse, mal futuro le aguarda.

    Maese Juan de la Cosa pareció comprender bien pronto que resultaba inútil insistir, ya que aquella delicada mujer de cuerpo de muñeca y ojos azules que contrastaban ahora con la negrura de su teñido cabello mostraba una entereza de carácter difícilmente igualable, y se veía al propio tiempo respaldada por un Luis de Torres, que parecía haberse convertido en su escudero, su adalid y su más seguro protector.

    Por su parte, el astuto ex intérprete real, adivinó al instante que el destino de Isabela no se presentaba en absoluto prometedor, pronosticando que los hermanos Colón, que ejercían un poder indiscutible sobre cada una de las facetas de la actividad comunitaria, se verían muy pronto obligados a cambiar el nefasto emplazamiento de la ciudad.

    No cometió, por tanto, el estúpido error de invertir su escaso capital en construirse, como la mayoría, una cómoda vivienda, si no que se limitó a ofrecer sus servicios como intermediario al prestamista Fonseca, persona de confianza en la isla del famoso banquero de los reyes, Luis de Santángel, en cuya casa encontró también hospedaje, manteniéndose á la expectativa decidido a no lanzarse a ninguna empresa definitiva hasta no estar seguro del rumbo que habría de seguir la vida de la colonia.

    Gracias a ello aprovechaba su abundante tiempo libre en ayudar y aconsejar a la alemana, por la que sentía un profundo respeto y admiración, así como en enseñar a leer y escribir al aplicado Bonifacio, que no pudo resistir la tentación de intentar alfabetizarse desde el momento mismo en que tuvo noticias de que su amigo Cienfuegos lo había conseguido.

    El tímido cojo se había revelado como una magnífica adquisición para la vizcondesa, ya que además de mostrar un notable entusiasmo a la hora de cumplir con sus múltiples labores en la granja, destacaba por su notoria discreción, su inquebrantable fidelidad, y su inmenso agradecimiento hacia quienes le habían brindado la ocasión de labrarse un futuro lejos de su isla natal.

    Y es que la aventura del Nuevo Mundo constituía sin duda la única oportunidad que se le podía presentar en aquel tiempo a un humilde y renqueante destripaterrones canario, de escapar al miserable destino, hecho de hambres y servidumbres, que tenía a todas luces reservado.

    Allí, en la isla de Haití o La Española estaba comenzando a nacer una forma diferente de encarar la existencia, ya que quizá por primera vez en muchos siglos se producía un auténtico fenómeno de colonización total de territorios muy alejados de la metrópoli, en los que podía ensayarse por tanto un estilo de sociedad que manteniendo rasgos comunes con la que le servía de modelo evolucionase, sin embargo, por sus propios y muy peculiares senderos.

    Recién finalizada la reconquista de la península Ibérica, siglos de inacabables luchas con los musulmanes habían creado una raza de hombres para los que todo empeño que no fuese matar o morir carecía de significado, y que no se mostraban dispuestos a colgar la espada para pasar a convertirse en pacíficos labriegos. Su exceso de energía y sus ansias de gloria exigían un nuevo campo de batalla, y éste acababa de surgir más allá del océano en forma de tierras salvajes que parecían estar pidiendo a gritos su llegada.

    Y aquellos que hasta apenas un año antes se habían limitado a ser forzados reconquistadores se aprestaron a convertirse alegremente en voluntarios conquistadores.

    A bordo de las dieciséis naves que componían la poderosa escuadra de Colón en su segundo viaje, se agrupaban, por tanto, tres tipos de hombres muy distintos en su origen y sus fines, y que podrían clasificarse someramente como gentes de mar, gentes de armas y gentes de paz.

    Los primeros serían, sin duda alguna, los encargados del descubrimiento de nuevas islas y nuevas costas: los segundos los llamados a domeñar a los primitivos pobladores que encontraran los marinos a su paso, y los terceros los elegidos para asentar definitivamente la vieja civilización allende el océano.

    Pero en conjunto constituían por el momento una amalgama confusa y variopinta, en la que nadie tenía muy claro aún cuál era su auténtico papel en Isabela, ya que lo mismo tenían que contribuir los villanos a montar guardia en los límites de la selva, como echar una mano marinos y caballeros a la hora de alzar un muro o techar una casa.

    Y sobre todos ellos planeaba, como un brillante fantasma o un sueño largamente acariciado, el maligno espíritu del oro.

    Oro era lo que al fin y al cabo venían buscando desde el mismísimo virrey al último grumete, y cuando resultó evidente que en las proximidades de la flamante capital no había más que el que ellos mismos habían traído, las opiniones se dividieron entre quienes presionaban para adentrarse en las selvas buscándolo dondequiera que se ocultase, y los pesimistas que lo consideraron desde un principio empeño inútil, llegando a la dolorosa conclusión de que para pasar hambre y calamidades más valía volver a casa que padecerlas en una tierra hostil y calurosa.

    Ese calor, denso, húmedo y pegajoso, que se pegaba al pecho como una esponja de agua hirviendo, impidiendo respirar a pleno pulmón y obligando a sudar y a maldecir incluso a los aceituneros de Jaén acostumbrados desde niños a achicharrarse bajo un sol de fuego, se convirtió muy pronto en uno de los principales enemigos de los recién llegados, que advirtieron sorprendidos, cómo bajo aquellas terribles temperaturas y al nivel del mar la presión sanguínea amenazaba con írseles al suelo hasta el punto de que la mayoría se sentían incapaces de trabajar la mitad de lo que solían rendir en sus lugares de origen.

    Y su primer gran descubrimiento para combatir con éxito la invencible lasitud que les atenazaba en horas de la tarde fue el chinchorro; la fresca, cómoda y genial hamaca indígena de algodón trenzado, que colgada a la sombra de dos árboles en un punto en que corriera la brisa y lejos del húmedo suelo, transformaba como por arte de magia los peores momentos del día en un apacible viaje al paraíso.

    Probablemente las prolongadas siestas bajo una copuda ceiba meciéndose cadenciosamente acompañados por el trino de millones de aves salvaron más vidas que todas las medicinas europeas, pero probablemente también, esa amable costumbre nativa tan entusiásticamente adoptada de inmediato por los españoles, causara a la larga más estragos que todas las batallas que habrían de celebrarse en un futuro.

    Como la suave playa que recibe la ola sin aparente oposición, pero que acaba por rechazarla mansamente quedándose con parte del agua y permitiendo que arrastre al tiempo millones de granos de su arena, así el Nuevo Mundo se dejaba invadir invadiendo a su vez a los recién llegados en lo que habría de constituir una sutil y muy particular forma de convivencia que en el transcurso de una sola generación se fusionaría de tal forma, que pocos serían capaces de precisar en qué lugar concluía una cultura y comenzaba la opuesta.

    Además del idioma, la religión, las leyes y las costumbres, España aportaba a ese patrimonio común caballos, vacas, ovejas, gallinas, patos, cerdos, palomas, asnos, trigo, arroz, garbanzos, naranjas, vides, centeno, caña de azúcar y judías, al tiempo que recibía maíz, cacahuetes, tomates, tabaco, fresones, quina, cacao, y más adelante, la coca y la patata, pero, sobre todas las cosas, los españoles llevaron consigo al atravesar el vasto océano un feroz e intransigente individualismo que se convertiría a la larga en su principal fuerza de choque a la hora de enfrentarse al sumiso comunitarismo tribal de los indígenas.

    Porque ya desde aquel segundo viaje del almirante quedó bien patente que la conquista de las nuevas tierras no sería encarada como una misión de Estado en la que los reyes tomaban la iniciativa lanzando todo el poder de su maquinaria gubernamental sobre tan apetitosas posesiones, si no que esos reyes se dedicarían más bien en la mayoría de los casos a ejercer la función de remunerados testigos —y a menudo rígidos jueces— de las arriesgadas iniciativas privadas de sus valientes y desesperados súbditos.

    Durante más de un siglo la Corona se limitó a ir a remolque de adelantados y encomenderos que se jugaban vida y hacienda en ensanchar el imperio, obteniendo casi siempre a cambio de su inoperancia la mejor parte del botín conseguido, e ingeniándoselas la mayoría de las veces para eludir sus responsabilidades en los momentos difíciles.

    Así como Roma procuró adueñarse del Mediterráneo enviando por delante unas legiones que iban siempre acompañadas de gobernadores, magistrados o recaudadores de impuestos encargados de imponer su ley y su orden, así la España oficial se adueñó del mundo de su tiempo sin mover apenas un dedo.

    Expectantes y recelosos, los sucesivos reyes españoles eligieron la fácil vía de conceder avales y capitulaciones á quienes querían embarcarse en la peligrosa aventura, aunque reservándose, eso sí, el derecho a castigar a quienes no actuaran tal como ellos, a miles de leguas de distancia del escenario de los hechos, consideraban que se debía actuar.

    El resultado lógico tenía que ser el caos, y así se puso de manifiesto desde el primer momento en aquella ciudad nefasta, levantada sin ningún criterio lógico por un marino que lo único que deseaba era librarse cuanto antes de su carga de hombres y bestias, para continuar su ansiosa búsqueda de la soñada corte del Gran Kan.

    —La gente anda enferma y agotada —sentenció una tarde Luis de Torres fumando uno de sus amados tabacos sentado a la puerta de la casa de Doña Mariana Montenegro—. Pocos consiguen acostumbrarse a los alimentos que ofrece esta tierra, y como continúen echando mano a las semillas y los animales que trajimos, pronto no tendremos ni presente, ni futuro.
    —Mis animales no va a comérselos nadie hasta que les llegue su momento —sentenció la alemana con firmeza—.

    Ni mis semillas tendrán otro fin que germinar. Resistiré lo que haga falta, pero tendré mi granja.

    —Pero no todos poseen ese mismo espíritu, porque no todos tienen a un Cienfuegos a quien esperar —le hizo notar el converso—. La mayoría se habían hecho a la idea de que esto era cuestión de llegar, recoger un oro que crecía en los árboles, y regresar a casa a ser ricos para siempre.
    —Cambiarán de idea.
    —¿Cuándo? ¿Cuándo estén bajo tierra? Se murmura que Colón tiene prisa por partir de nuevo hacia el Oeste, y que dejará como gobernador a su hermano Diego. ¿Os imagináis. a ese pobre hombre, que no sueña más que con que le nombren obispo, rigiendo los destinos de un lugar como éste? Acabaremos como en el Fuerte de La Natividad.
    —No seáis tan pesimista.
    —¿Pesimista? —se sorprendió el otro—. A fuerza de ser sincero debo reconocer que aquel emplazamiento era mil veces mejor y que allí, aunque escasos, quedaron hombres bragados que sabían hacerle frente a los problemas. En Isabela, excepto Alonso de Ojeda y sus alborotadores caballeros de espuela y capa raída, el resto no son más que asustadizos villanos de baja estofa que se sienten estafados. Ya claman por regresar.
    —Pues mejor será que les permitan hacerlo —replicó Ingrid Grass con aire convencido—. Dominar estas tierras y sus gentes, no va a constituir en absoluto empresa fácil y lo mejor que nos podría ocurrir es que los pusilánimes desaparecieran cuanto antes. El miedo es como una peste contagiosa.
    —¿Vos no tenéis miedo?
    —Tan sólo a una cosa...

    ...a que Cienfuegos nunca regrese, lo sé —concluyó la frase el converso con una leve sonrisa—. El tiempo no ha conseguido que vuestro amor por él disminuya ni tan siquiera un ápice, ¿no es cierto?

    —Más bien por el contrario —fue la sincera respuesta—. Cada día que pasa me siento más cerca de él, y todo, absolutamente todo cuanto pienso o hago es en su nombre.

    Con la llegada de las lluvias todo cambió en la isla.

    La tristeza se adueñó del paisaje y acentuó el creciente desánimo de unas mujeres, que parecían aceptar con resignación el hecho de que habían enviudado quedando a merced de quienes decidiesen atacarlas aprovechando el hecho de que nadie podría protegerlas.

    Ya no eran las feroces caníbales que defendían el poblado a la espera de unos hombres que volverían cargados de apetitosas víctimas con las que organizar sangrientos festines que concluían en agotadoras orgías, sino tan sólo un frágil conjunto de criaturas asustadas, conscientes que con el paso del tiempo su debilidad iría en aumento ya que necesitarían muchos más años de los que sabían contar para que los niños que aún quedaban se convirtieran en guerreros.

    Pasaban horas e incluso días, sentadas por parejas ante los toscos tableros de ajedrez que el viejo Virutas les había proporcionado, moviendo con profundo respeto y deferencia peones, alfiles y caballos pese a no tener la más mínima idea de qué era lo que estaban haciendo, puesto que su limitadísima mentalidad les había llevado al común convencimiento de que en aquella magia extranjera se escondía quizá la única solución factible a sus desgracias.

    Resultaba cómico y al mismo tiempo dramático observarlas, y al anciano carpintero le recordaban de alguna forma a aquellas sarmentosas y enlutadas beatas que en su pueblo dejaban pasar las horas musitando incomprensibles letanías frente a una cruz de piedra, obligándole a preguntarse hasta qué punto llegaba a ser insensata la fe, que bastaba un simple tablero cuadriculado para cristalizarla de aquel modo.

    —¡Míralas! —le indicaba al canario—. Podría creerse que en verdad están convencidas de que en cualquier momento el rey negro va a comenzar a moverse por sí solo. ¡Están locas!
    —¡No! —negó el pelirrojo convencido—. No están locas. Están desesperadas y necesitan cuanto antes un milagro.
    —¿Un milagro? —se sorprendió el carpintero—. ¿Qué clase de milagro?
    —Cualquier clase de milagro —fue la sorprendente respuesta—. Y el mejor sería uno que nosotros mismos pudiéramos proporcionarles.
    —No te entiendo.
    —Pues resulta muy sencillo. En este momento están profundamente desmoralizadas y se refugian en el ajedrez, pero si pretendemos continuar manteniendo nuestro ascendiente sobre ellas, necesitamos demostrarles continuamente que somos seres superiores. Son tremendamente primitivas, y hay muchas cosas de nuestra cultura que podrían impresionarles.
    —¿Como qué?
    —Como el fuego, por ejemplo.
    —Ya lo conocen.
    —Pero apenas lo usan más que para calentarse, asar malamente algunos alimentos y pasarse las horas conservándolo porque les cuesta mucho trabajo obtenerlo.

    Ignoran la mayoría de sus aplicaciones.

    —¿Y...?
    —Deberíamos crearles necesidades materiales al igual que hemos sido capaces de creárselas espirituales.

    De ese modo, siempre conseguiremos dominarlas... —le observó con un leve gesto burlón—. ¿Qué sabes de alfarería? —quiso saber.

    —Muy poco.
    —Igual que yo. —Sonrió levemente—. Pero supón que fuéramos capaces de proporcionarles cacharros con los que cocinar. ¿No sería una especie de milagro para alguien que no ha dispuesto nunca más que de unas cuantas calabazas en las que introducir piedras calientes?
    —¿Estás insinuando que debemos civilizarlas?
    —Estoy insinuando que obligarlas a depender de nosotros sería nuestro mejor seguro de vida y nuestra mayor fortuna —puntualizó el pelirrojo convencido.

    El de Pastrana se arrancó de un brusco tirón uno de los vellos que le sobresalía de las fosas nasales, lanzó un leve lamento mientras se le saltaban las lágrimas, y por último inquirió con manifiesta ironía:

    —¿Seguro que nunca fuiste más que un pastor de cabras en La Gomera?
    —Seguro. ¿Por qué?
    —Porque a menudo tienes la mentalidad más retorcida que he conocido nunca. Te gusta dominar a la gente, ¿no es cierto?
    —No. No es cierto. Lo que me gusta es conservar un pellejo que todo el mundo parece empeñado en agujerear. ¿Hasta cuándo crees que van a continuar ahí sentadas contemplando un absurdo tablero de ajedrez? Hasta que se convenzan de que no sirve para nada. Ese día tampoco les serviremos nosotros y tal vez se sientan estafadas y decidan merendarnos —le apuntó acusadoramente con el dedo—. Y ten en cuenta algo importante: si les enseñamos que existe otro tipo de alimentos más sabrosos y fáciles de obtener que la carne humana, tal vez consigamos hacerles olvidar sus viejas costumbres salvando la vida a todos esos esclavos. —Hizo una significativa pausa—. Y las de mis hijos el día de mañana.
    —¿Y de verdad crees que podemos conseguirlo con unas simples vasijas de barro?
    —Con eso y con todo lo que seamos capaces de ofrecerles de nuestro mundo.
    —Cuánto más le demos, más querrán.
    —De eso se trata; de que nunca se cansen de desear aquello que podamos proporcionarles. —Hizo una corta pausa y aferró el brazo de su amigo tratando de trasmitirle su punto de vista—. ¿Es que no lo comprendes? —añadió—. Ahora su fuerza y su poder sobre nosotros estriba en que son tan primitivas que todo lo basan en llenar el estómago aunque sea de seres humanos. ¡Obliguémosle a pensar en algo más!

    El viejo Virutas meditó largamente en lo que su amigo pretendía hacerle ver y tras arrancarse un nuevo vello de la nariz, asintió convencido.

    —¡Eres listo, Guanche! —dijo—. Condenadamente listo, y sería una lástima que un tipo con tu astucia y otro con mi habilidad acabaran en las tripas de esas monas.

    ¡Manos a la obra! —exclamó—. Vamos a darles tantas cosas y tan nuevas que no va a quedarles tiempo más que para pedir y pedir. ¡Qué carajo! —rió divertido—. Al fin y al cabo, son mujeres.

    Eran mujeres, en efecto, y el descubrimiento de que existían los objetos, todo tipo de objetos útiles, maravillosos y fascinantes provocó en ellas una especie de revolución tan sólo comparable al hecho de que pronto se hubiera abierto una gran ventana en una habitación herméticamente cerrada desde el principio de los tiempos.

    Una hermosa vasija con asas para transportar cómodamente el agua; toda clase de cacharros en los que cocinar, guardar alimentos o adornar las miserables chozas; yesca y pedernal con que encender una hoguera sin necesidad de destrozarse las manos frotando un palito o pasarse las noches alimentando un fuego que había sido desde siempre el más preciado de sus tesoros: adornos para el cuello, los brazos o las orejas; un rústico telar en el que tejer burdos paños de algodón que se les antojaron las más valiosas sedas del Cipango... Todo, en fin, cuanto la imaginación y habilidad de los españoles era capaz de crear, fue acogido con tal asombro y ansiedad, que llegaría a pensarse que hasta cierto punto algunas caribes se alegraban de que sus guerreros no hubiesen vuelto nunca, y los peludos extranjeros no hubieran acabado devorados el mismo día de su captura.

    Y la mayor habilidad de Cienfuegos se centró tal vez en el hecho de que no sólo les proporcionó objetos, sino que ladinamente les inculcó el sentimiento de la propiedad sobre ellos y el modo de conseguirlos, lo que degeneró bien pronto en una evidente rivalidad entre las mujeres por poseer más que la vecina, trastrocando así los cimientos de una organización social que había estado centrada desde la noche de los tiempos en el principio básico de que cuanto había en el poblado pertenecía siempre a todos.

    —Estamos creando monstruos —le hizo notar una noche Bernardino de Pastrana mientras contemplaban las estrellas a la puerta de una recién construida cabaña alzada en el rincón más fresco del bosque, a orillas del riachuelo—. Son como niños que cuantos más juguetes les das, más quieren.
    —Siempre resulta preferible monstruos que se peleen por una olla, que por devorarle el corazón a un semejante —fue la respuesta—. ¿Sabes en lo que estoy pensando? —añadió—. En que ha llegado el momento de proporcionarles un verdadero dios.
    —¿Un dios? —se asombró el carpintero—. ¿Qué clase de dios? ¿Cristo?
    —No conozco lo suficiente a Cristo como para impartir su fe. Nunca me bautizaron y lo poco que sé, lo sé de oídas. Pero se llame Cristo o no, lo que tenemos que conseguir es hacerles temer, amar y respetar a alguien que considere tabú los sacrificios humanos, y destierre para siempre de la isla el canibalismo.
    —Me parece justo.
    —Más tarde les hablaremos de igualdad entre las distintas razas; de que no se puede usar a las personas como si fueran animales domésticos, y de que se debe abolir la esclavitud.
    —Eso es al fin y al cabo, el cristianismo.
    —Cristianicémoslas entonces, pero hagámoslo a nuestro modo, olvidando cuanto de malo tiene la religión de los curas y aprovechando lo mejor de sus enseñanzas.
    —No va a resultar fácil.
    —Lo más difícil: salir de aquel pozo y salvar la vida ya lo hemos conseguido —le recordó el gomero—. Y te juro que me remordería eternamente la conciencia si me fuera de esta isla sabiendo que dejo en ella un montón de desgraciados que cualquier día acabarán devorados. Fui testigo del triste final de aquellos dos pobres muchachos, y estoy dispuesto á cualquier cosa por impedir que algo así vuelva a ocurrir.

    El de Pastrana aplastó la colilla de tabaco que él mismo se había fabricado contra la pared de la choza y asintió con un leve ademán de cabeza.

    —Conociéndote como te conozco, me consta que puedes conseguir cuanto te propongas, Guanche —dijo—.

    Eres el tipo con más cabeza y más cojones que me he echado nunca a la cara, y quiero que sepas que me siento orgulloso de haberte conocido y de haber compartido contigo tantas calamidades. Cuenta conmigo, pero ten presente que después de haberles hecho tragarse el bulo del ajedrez y sus pequeños dioses, te va a resultar muy difícil convencerlas ahora de que existe otro dios, se llame Cristo o no, que está por encima de todos los demás. Les romperás los esquemas y eso resulta siempre peligroso.

    —Ya lo he pensado.
    —No me extraña... Y...
    —¿Debemos continuar en la misma línea? —Cienfuegos hizo una significativa pausa e inquirió—: ¿Cuál es a tu modo de ver la pieza que más les gusta del ajedrez?
    —El caballo.
    —Estoy de acuerdo. El caballo les impresiona más que el rey o la reina. Les gusta verlo, tocarlo, e incluso hablarle: es su ídolo predilecto y el que tenemos que elegir como representación.
    —¿Un caballo? —se horrorizó el viejo Virutas—. ¿Pretendes hacer que adoren a un caballo?
    —¿Qué importa el símbolo? —inquirió serenamente el otro—. Lo que importa es para lo que va a servir y lo que representa. Si un gran caballo de ajedrez consigue que unas bestias antropófagas se conviertan en gentes civilizadas, temerosas de Dios y respetuosas con sus semejantes, bendito sea.
    —Bendito sea, en efecto, pero existe un obstáculo.
    —¿Cuál?

    El anciano hizo un indeterminado gesto con la cabeza hacia el punto en que se alzaba la gran cabaña circular.

    —El pajarraco emplumado. No le va a gustar que nos metamos en su terreno arrebatándole el poder.

    Cienfuegos asintió dando a entender que contaba con ello.

    —Es lógico, pero en el barco Don Luis de Torres me enseñó algo importante: si no quieres enfrentarte a alguien, únete a él. Al viejo brujo le encantará la idea de convertirse en el sumo sacerdote del nuevo culto al Gran Caballo Rojo, Señor de los Cielos y la Tierra. Al fin y al cabo, a él lo único que le interesa, es conservar sus privilegios.
    —¡Qué jodido eres, Guanche!
    —En los tiempos que corren, o eres jodido, o te joden.

    Si no fuera como soy, a estas alturas me habría matado el vizconde de Teguise, me hubieran atrapado los caníbales en Haití, estaría muerto en el Fuerte de La Natividad, o me hubieran devorado estas salvajes. Le prometí a alguien que me reuniría con ella en Sevilla, y aún continúo decidido a hacerlo.

    —¡No empieces otra vez con lo de Sevilla, que eso sí que no te lo aguanto! —protestó el viejo malhumorado—.

    Haré lo que me pidas. Construiré un caballo gigante, fabricaré ollas, collares y vasijas; jugaré a sacerdote. ¡Lo que quieras!, pero no me cuentes otra vez lo de la vizcondesa y Sevilla porque te juro que me tiro por el barranco y te las arreglas solo.

    Al día siguiente abatieron el más hermoso roble del bosque y comenzaron a labrar la orgullosa cabeza de un caballo idéntico a aquellos que ya el hábil carpintero había esculpido medio centenar de veces a menor tamaño, y lo hacían no por crear un falso ídolo que ofrecer a las primitivas salvajes de una isla perdida, sino convencidos de que estaban realizando una meritoria labor en pro de unas criaturas cuyo único futuro era vivir como patos para morir como cerdos.

    Y el viejo Virutas se superó a sí mismo, puesto que la hermosa figura de casi dos metros de altura que construyó, movía los ojos, agitaba las orejas, abría y cerraba la boca emitiendo una especie de espeluznante chirrido de puerta mal ajustada, e incluso por medio de un fuelle hábilmente disimulado lanzaba humo por las fosas nasales, lo que le confería en ocasiones el terrible aspecto de un amenazante dragón enfurecido.

    Por último, el canario Cienfuegos, que tras largos meses de cautiverio había conseguido dominar medianamente la gutural y limitadísima lengua de los caribes, acudió a la cabaña redonda para poner en conocimiento del pajarraco emplumado, que el todopoderoso Tumí, dueño del mundo, se había dignado elegirle eterno guardián y representante de su suprema autoridad sobre los hombres.

    El anciano hechicero casi se desmayó del susto al contemplar la más grandiosa obra que nadie hubiese fabricado jamás a este lado del océano, y al comprobar, sobre todo, el tremendo parecido que tenía con los terroríficos mascarones que adornaban las proas de las inmensas naves que en cierta ocasión se aproximaron a la isla volando sobre el mar.

    Se postró, por tanto, ante el nuevo amo y señor de su vida y su alma, enterró el rostro en la arena, y juró y perjuró por todo cuanto conocía, que a partir de aquel momento hasta su último aliento estaría encaminado a promover la mayor gloria del gran Tumí Creador del Universo.

    —¡Esto marcha! —señaló el gomero con aire satisfecho cuando lo dejaron allí arrodillado, incapaz de apartarse un centímetro de su flamante dios—. Con el brujo de nuestra parte el resto es coser y cantar. —Golpeó a su amigo en el hombro con gesto profundamente afectuoso—. ¡Buen trabajo, viejo! —añadió—. No sé cómo me las hubiera podido arreglar sin ti.
    —Ni yo sin ti. Guanche. Hacemos un buen equipo juntos.

    Así era, en efecto, y por ello, la noche en que sentados como de costumbre uno a cada lado del tablero de ajedrez, fumando tranquilamente a la puerta de la choza y disfrutando de una suave brisa que traía olor a mangos y guayabas, Bernardino de Pastrana tardó más de lo previsto en responder a un sencillo jaque, Cienfuegos advirtió de pronto como los ojos se le anegaban de lágrimas y el corazón se le rompía en pedazos al comprobar que su malhumorado compañero de aventuras se había quedado plácidamente dormido para siempre, y ya no refunfuñaría jamás cuando le acosara la reina.

    —Eso es trampa, viejo —le recriminó con amargura—.

    Lo has hecho porque sabías que estaba a punto de darte mate.

    Lloró luego durante más de media hora, mansamente, sin aspaviento alguno y sin apartar la mirada de aquel querido rostro arrugado y barbudo que se había quedado súbitamente ceniciento, y por enésima vez en su vida se sintió completamente solo en este mundo, pero quizá más solo que en ninguna de las ocasiones anteriores, porque ahora se daba cuenta de que había perdido a un amigo que había sido casi un padre para él durante meses; alguien a quien se sintió tan unido como pocos hombres lo habían estado nunca.

    Tomó en brazos aquel pequeño cuerpo como si se tratara apenas de un muchacho, y se alejó con él hasta el rincón más oculto del bosque en el que cavó sin otra ayuda que las manos una profunda fosa en la que le dio sepultura disimulándola luego con ramas y hojarasca.

    —Me gustaría poder rezar una oración por tu alma, viejo —musitó quedamente—. Pero ni yo sé hacerlo, ni tú lo necesitas. Lo poco malo que pudieras haber hecho en esta vida, lo pagaste con creces en los últimos tiempos, y estoy seguro que a estas horas debes estar jugando al ajedrez allí donde nunca se pierde.

    Por último, descendió hasta la playa y se sentó en la arena, a contemplar cómo la primera claridad del alba comenzaba a pintar con colores muy pálidos aquel infinito océano que le separaba de la mujer que amaba y de su patria.

    Una extraña enfermedad, desconocida incluso para el eminente doctor Chanca, médico oficial de la expedición, asaltó durante uno de sus viajes a Cuba a su Excelencia el Almirante, Virrey de las Indias, sumiéndole en una especie de profunda catalepsia de la que se diría que nada ni nadie se sentía capaz de despertarle, lo que afectó muy negativamente el normal ritmo de construcción de la naciente capital del Nuevo Mundo.

    Instalado en el amplio dormitorio de su palacio de piedra, Colón dormía vigilado día y noche por su hermano y sus más fieles cortesanos, mientras en el torreón de la iglesia la campana que había pertenecido a la Santa María doblaba una y otra vez haciendo las delicias de unos indígenas que acudían desde los lugares más remotos por el simple placer de sentarse a escuchar un metálico sonido absolutamente nuevo y maravilloso para ellos.

    Lo inusitadamente prolongado de aquel absurdo sueño hizo que al fin cundiera el desaliento y aumentaran por tanto las deserciones de pequeños grupos que elegían independizarse lanzándose por su cuenta y riesgo a la aventura de explorar nuevas tierras sin depender de un ahora inexistente virrey, hasta el punto de que únicamente el fiel y siempre animoso Alonso de Ojeda fue capaz de decidirse a llevar a cabo una auténtica misión exploratoria provista de lógica militar.

    Al mando de quince de sus más aguerridos jinetes inició una bien organizada expedición de reconocimiento al interior de aquel fabuloso Cibao, o país de las montañas de oro, de cuya abundancia en el preciado metal tanto se hablaba, consiguiendo coronar días más tarde una alta meseta desde la que descendió hasta un inmenso valle de clima agradable, profundas lagunas, frondosas arboledas, gentes pacíficas, y rumorosos riachuelos en cuyos meandros relucían de tanto en tanto arenas auríferas.

    Reconoció que allí estaba al fin el oro del Nuevo Mundo, pero que explotarlo y convertirlo en fuente de riqueza que justificase los costosos gastos y, los terribles sacrificios de la complicada expedición, exigiría mucha mano de obra y mucho esfuerzo; y cuando dos semanas más tarde regresó a notificar al ya convaleciente almirante el menguado éxito de su viaje, éste se sintió profundamente decepcionado al comprender que no podría enviar a España las ingentes riquezas que sus patrocinadores estaban aguardando.

    Pese a ello ordenó el reembarque de los descontentos en once de las naves, aprovechando el viaje para suplicar por medio de inflamadas cartas a los Reyes Católicos que le enviasen alimentos, medicinas y gentes más animosas que las que ahora se volvían a casa con el fin de poder asentarse definitivamente en el más hermoso paraíso que pudiera existir, arrancándole así de una vez por todas las inconcebibles riquezas que sin duda ocultaba.

    En compensación por el escaso oro que remitía, enviaba algunas especies animales, al tiempo que proponía iniciar la cacería de indígenas de raza caribe, dado que consideraba que una vez despojados de sus deplorables costumbres antropófagas, podrían ser vendidos como esclavos con el fin de cubrir los cuantiosos gastos que el mantenimiento de la colonia habría de ocasionar hasta encontrarse en condiciones de autoabastecerse.

    Por su parte, el converso Luis de Torres, que continuaba analizando con su natural escepticismo, todo cuanto ocurría a su alrededor y se mostraba cada vez más convencido de que la ciudad de Isabela carecía por completo de futuro, se esforzaba por convencer a la ex vizcondesa de Teguise para que regresara a España en uno de aquellos buques, ya que parecía evidente que lo que en realidad venía buscando jamás lo encontraría.

    —Ha pasado demasiado tiempo —le hizo notar—. Y la isla no es tan grande como para que Cienfuegos no nos encuentre. Hasta el último indígena sabe que estamos aquí, y algunos desertores han alcanzado las costas occidentales sin descubrir rastro de europeos. —Lanzó un suspiro y resultó evidente que a su pesar era sincero—.

    Soy el primero en lamentarlo porque le quiero como a un hijo, pero empiezo a creer que resulta absurdo continuar haciéndose ilusiones.

    —Ya una vez lo di por muerto —fue la dulce respuesta de la alemana—. Y el dolor que sentí fue tan profundo, que prefiero morir a volver a pasar por ese trance. —Sonrió con aquella serena paz que la hacía parecer distinta a todas las mujeres de este mundo—. Aunque viva cien años, cada uno de los días de esos años será un día en que me despierte confiando en que no me acostaré sin verle, puesto que esa esperanza me resulta más necesaria que el aire, el agua, o la comida.
    —¡Pero es absurdo!
    —Absurdo sería haber tirado mi matrimonio, mi nombre, mi honra y mi fortuna por la borda, para tirar ahora también mis ilusiones. Tenedlo bien presente, hasta en el mismísimo lecho de muerte estaré aguardando a que aparezca para tomarme de la mano y darme un beso.

    El otro la observó largo rato, y al fin cerró un instante los ojos al tiempo que agitaba afirmativamente la cabeza.

    —¡Os creo! —exclamó—. ¡Vive Dios que os creo por absurdo que continúe antojándoseme! Y a menudo me pregunto si ese jodido Cienfuegos es el hombre más afortunado de la tierra por tener vuestro amor, o el más desgraciado por no poder disfrutar de él.
    —Ambas cosas sin duda —musitó ella sonriente—. Lo sé por experiencia ya que a veces me siento la mujer más afortunada del mundo por amar como amo, y otras la más desgraciada por no tenerle a mi lado. Pero no os inquietéis; no pienso hacer de ello una tragedia, y aprenderé a sobrellevarlo con entereza y alegría.
    —Cambiemos de tema, que me saca de quicio. —Señaló humorísticamente el converso. ¿Cómo están vuestros cerdos?
    —Gordos y lustrosos. Esos sí que acabarán convirtiéndose en una mina de oro, y no como las que Ojeda anda buscando. Os prometo que dentro de un año seré la granjera más rica de la isla.
    —No en Isabela —le advirtió él apuntándole levemente con el índice—. Recordad mis consejos y marcharos de esta ciudad maldita cuanto antes. Si como Ojeda asegura, las tierras altas son más fértiles, más frescas y de aires más saludables, estableceos en ellas y olvidad este sucio agujero.

    Doña Mariana Montenegro abrió los brazos como queriendo mostrar cuanto le rodeaba.

    —¡Fijaos en mi casa! —dijo—. Salvo mis animales, todo cuanto poseo se puede transportar a lomos de un caballo. Pronto o tarde al almirante no le quedará más remedio que ordenar el avance hacia el interior de la isla, y podéis jurar que en vanguardia, estaré yo.

    Pero pese a haber superado con fortuna su larga enfermedad y encontrarse ya totalmente repuesto, Don Cristóbal Colón continuaba mostrándose indeciso, y cuando los once navíos zarparon con su inmensa carga de decepción y fracaso, tardó aún semanas en dar la orden al impaciente Ojeda de que iniciase al fin el tan esperado y necesario avance hacia la vega.

    Por desgracia, ya a aquellas alturas las descontroladas bandas de desertores habían soliviantado a los antaño pacíficos nativos creando un creciente clima de malestar y hostilidad que fue hábilmente aprovechado por el poderoso cacique Canoabó —el mismo que arrasara el Fuerte de La Natividad— para erigirse en líder indiscutible de la mayoría de las tribus de la isla, e iniciar una especie de guerra santa contra aquellos brutales extranjeros que parecían decididos a esclavizarlos a toda costa.

    El virrey no quiso correr riesgos manteniendo un enfrentamiento desigual con los salvajes, por lo que decidió abandonar la ciudad al frente de lo más escogido de sus hombres de armas con gran despliegue de caballería, estandartes y artillería encaminados a impresionar a unas pobres gentes que jamás se habían enfrentado anteriormente a semejante derroche de parafernalia militar.

    Como gobernador interino de Isabela dejó a su hermano Diego, quizás el ser humano más pusilánime e inadecuado de cuantos podían ejercer tal cargo, y tras una pesada y difícil marcha a través de las montañas, alcanzó al fin la vega alta, en la que fundó una pequeña fortificación a la que puso por nombre Santo Tomás, dejando de guarnición cincuenta hombres.

    Aquello era al parecer cuanto necesitaba Canoabó para convencer a los últimos caciques renuentes a la rebelión de que los extranjeros venían decididos a aniquilarles, por lo que al poco estallaron las primeras hostilidades al tiempo en que Isabela aumentaba día a día el descontento de quienes prácticamente se morían de hambre mientras los víveres enviados por los reyes se pudrían en los almacenes de los hermanos Colón.

    La imprevisible reacción del almirante ante las protestas fue imponer brutalmente la ley de la fuerza ajusticiando a los más destacados cabecillas de la revuelta y apaleando al resto, lo que le costó enfrentarse al influyente padre Buil, consejero personal de la reina, quien desde el púlpito le recriminó por la excesiva dureza del castigo.

    Al día siguiente el virrey ordenó suprimir las raciones alimenticias al sacerdote y sus acólitos.

    La situación no dejaba de ser trágicamente cómica: las máximas autoridades civil y religiosa de la isla andaban a la greña mientras docenas de hombres se morían de hambre y los indígenas comenzaban a preparar sus armas dispuestos a lanzarse a una guerra sin cuartel.

    En cierto modo, se estaban repitiendo, a mayor escala, los acontecimientos que habían concluido con el aniquilamiento del viejo Fuerte de La Natividad.

    Don Luis de Torres no salía por ello de su asombro, y durante las reuniones que mantenían en casa de Ingrid Grass, solía discutir del tema con maese Juan de la Cosa.

    —Vos conocéis al almirante tan bien como yo —decía— y sabéis hasta qué punto es terco e incapaz de admitir sus más evidentes errores. Reconozco que como hombre de mar pocos le igualan, pero en todo cuanto se refiere al manejo de los asuntos de gobierno es un auténtico desastre.
    —Pues con respecto a sus condiciones de marino también tengo mis dudas —fue la respuesta del piloto—.

    Puesto que asegura que de las costas de España a las del Cipango no puede haber más que tres mil millas, y según mis cálculos tienen que ser por lo menos diez mil.

    —¿Pretendéis hacerme creer, según eso, que nos hallamos aún a la tercera parte del camino?
    —Más o menos.
    —¿Dónde nos encontraríamos entonces? —quiso saber Doña Mariana Montenegro un tanto confusa—. ¿En un archipiélago desconocido como algunos murmuran?
    —Exactamente, por mucho que el virrey amenace con colgar del palo mayor a quien lo afirme. Pronto zarparemos rumbo a Cuba, y aunque muchos sepamos ya que no es más que una isla, él continúa afirmando que es la punta oriental de Asia y os apuesto un barril de ron a que antes de que alcancemos el último cabo nos ordenará virar en redondo para no tener que admitir que estaba en un error. —Lanzó un sonoro resoplido—. No consigo entender cómo un hombre tan inteligente, se empeña en cegarse a sí mismo negando toda evidencia que vaya en contra de lo que dijo en otro tiempo y en otras circunstancias.
    —Tal vez sea precisamente por esa cabezonería, por lo que ha llegado a Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias —sentenció la alemana—. Cualquier otro, más razonable, no lo habría conseguido.
    —¿Quiere eso decir que debemos aceptar que se premie a quien se equivoca y se desprecie a quien tiene razón?
    —No por regla general —admitió ella con una leve sonrisa mientras le golpeaba afectuosamente el antebrazo—.

    Lo que quiere decir es que los caminos de la genialidad suelen ser intrincados. A menudo un cúmulo de errores pueden conducir al éxito, mientras que otras, una suma de aciertos nos hunde en el más profundo fracaso. La vida es así y así hay que tomarla.

    —Pues no deja de ser una triste gracia —rezongó el piloto—. Sobre todo cuando están en juego tantas vidas.
    —La historia nunca recordará las vidas que se perdieron, si no la gloria que se consiguió —le hizo notar el converso—. Y Colón, además de la riqueza y el poder, busca la gloria.
    —Demasiadas cosas para un hombre solo, ¿no os parece?
    —No es mi opinión la que cuenta, sino la suya. Y él lo quiere todo: es Almirante de la Mar Océana, Virrey de las Indias, y dueño del diez por ciento de todo cuanto existe en esta orilla del mundo, aparte de un sin fin de privilegios que no se habían concedido antes jamás a ser humano alguno. Y todo ello a cambio de dejarnos a casi siete mil millas del lugar al que prometió llevarnos.
    —Don Luis de Torres se rascó la nariz con gesto perplejo al tiempo que clavaba sus acerados ojos en su viejo amigo Juan de La Cosa—. A menudo me pregunto por qué los Reyes aceptaron semejante acuerdo, cuando cualquier buen marino hubiera conseguido lo mismo y sin tantos errores.
    —Probablemente porque los reyes jamás imaginaron que tendrían que cumplir con su parte del trato, ya que tanto los geógrafos como los científicos estaban de acuerdo en que su empresa estaba condenada al fracaso.
    —Y si, como parece realmente no estamos en Asia y la aventura fracasó, ¿a qué viene otorgarle todos esos nombramientos?

    Esa era una pregunta para la que nadie encontraría nunca respuesta en los siglos venideros, pero que tampoco parecía importar mucho en unos momentos en que la mayoría de los que sufrían las desastrosas consecuencias de tan incalculable número de desatinos tan sólo se preocupaban por intentar salvar la vida y no convertirse en nuevas víctimas del hambre, las fiebres o los ataques de los indios.

    Estos últimos habían comenzado ya a rebelarse abiertamente, y al tiempo que las tribus pacíficas que poblaban las cercanías del recién fundado Fuerte de Santo Tomás abandonaban precipitadamente sus bohíos y sus tierras internándose en las regiones más agrestes de la isla, el temible cacique Canoabó y su hermosísima esposa, Anacaona, se disponían a atacarlo al frente de mas de diez mil de sus guerreros.

    La primera guerra colonial había estallado.

    Los meses que siguieron borraron del rostro de Cienfuegos los últimos rasgos infantiles, endureciendo sus facciones, opacando levemente el brillo de eterno entusiasmo de sus ojos, y, marcándole en la comisura de los labios una expresión de firmeza de la que hasta entonces careciera, y que venía dada por la fuerza de carácter que había tenido que demostrar para hacer frente al sin fin de trágicas circunstancias que le habían acosado durante los últimos tiempos.

    Le creció una barba espesa, rebelde y de tonalidades rojizas que en cierto modo contribuía a aumentar su salvaje atractivo, y al propio tiempo terminó de desarrollar plenamente su poderoso cuerpo, por lo que su aspecto era el de una atlética bestia semidesnuda que recorría continuamente la isla satisfaciendo aquí y allá las necesidades sexuales de las mujeres de origen azawán.

    Por lo menos seis de sus hijos estaban ya a punto de venir al mundo y otros tantos comenzaban a gestarse, y resultaba evidente que había conseguido que las condiciones de vida en la isla se dulcificaran de forma notable, dado que a pesar de que las antiguas esclavas continuaran siendo siervas, y a sus hijos se les considerase miembros de una casta inferior, se había abolido poco a poco la costumbre de cebarlos o encerrarlos en el fondo de los pozos en un régimen propio de animales domésticos destinados al consumo, pasando a disfrutar de una relativa libertad de movimientos y un trato algo más acorde con su condición de seres humanos.

    Por otro lado, la aparición del gran dios Tumí, Señor de los Cielos y la Tierra, y de la infinidad de objetos y nuevas necesidades que habían irrumpido bruscamente en la existencia de unos seres hasta aquel momento absolutamente primitivos, habían tenido la virtud de trastocarlo todo, estableciendo un complejo entramado de interdependencia que conseguía mantener siempre ocupadas a unas criaturas que anteriormente tan sólo se habían preocupado de devorar seres humanos, reproducirse como bestias, y morir.

    Cienfuegos se había convertido por todo ello en un hombre necesitado, respetado, amado, deseado, odiado, temido y rechazado al propio tiempo, al igual que él a su vez amaba y odiaba a la isla y sus habitantes, sin tener muy claro si prefería escapar de una vez por todas olvidándola como un mal sueño, o continuar en ella para acabar convertido en una especie de padre y patriarca de toda aquella extraña mezcolanza de seres dispares y distantes.

    Pero tan sólo el hecho de saber que de quedarse para siempre acabaría por tener que hacer el amor con una de aquellas bestiales hembras caníbales, le revolvía el estómago.

    Acostumbraba por tanto a meditar a solas durante largas horas en una pequeña playa del norte de la isla, pescando o contemplando absorto el mar, inmerso en el recuerdo de Ingrid y en la desesperación que le producía la cada vez más acuciante seguridad que le asaltaba de que quizá no volviera a verla nunca, y a menudo tenía que echar mano de su probada entereza de hombre que había pasado por mil pruebas de fuego para no romper a llorar desconsoladamente al comprobar hasta qué punto el destino continuaba siendo duro con él complaciéndose en hundirle en los más negros abismos.

    Evocaba también las hermosas montañas de La Gomera, sus profundos barrancos, los altivos acantilados desde los que se distinguía la nevada cumbre del Teide en la isla vecina, y la pequeña laguna en la que tantas veces acarició a la más maravillosa mujer que hubiera existido nunca, y le asaltaba entonces una incontenible necesidad de maldecir a los cielos por las infinitas canalladas de que le habían hecho objeto.

    Y echaba de menos al viejo Virutas. La soledad, rodeado de seres tan distintos, se le volvía agobiante, y una tarde se sorprendió a sí mismo sentado en la cima de una estrecha quebrada lanzando largos silbidos únicamente por experimentar el morboso placer de escuchar el eco que le devolvían las paredes de roca, lo que le recordaba las largas charlas que mantenía en su isla con los pastores, o con su buen amigo el cojo Bonifacio quien desde el fondo del valle le ponía al corriente de cuanto ocurría en el villorrio.

    Empezaba a olvidar ya aquel particularísimo idioma de su isla natal —el primero que consiguiera aprender correctamente— y lanzar ahora aquellos silbidos para recuperar su eco, era como hablar a solas por la necesidad que sentía de afirmar sus raíces y no correr el riesgo de acabar convirtiéndose en un salvaje que tan sólo emitiese los roncos gruñidos de los caribes, o las cortantes y secas palabras sin aparente ilación del pobrísimo dialecto azawán.

    Algunas noches vagaba sin rumbo por el bosque para acabar siempre sentado junto a la tumba del anciano carpintero echándole en cara su evidente traición por haberle abandonado en semejantes circunstancias, para permitir por último que la fatiga le venciese y quedar amodorrado contra un altivo paraguatán hasta muy entrada la mañana.

    Fue durante uno de esos amaneceres en los que Cienfuegos dormía, cuando hicieron su aparición por el Oeste las once naves que Colón enviaba de regreso a Europa, y al avistarlas, el viejo brujo volvió a experimentar la misma angustia y terror que la vez anterior, imaginando que los gigantescos dioses de blancas alas continuaban buscando a los extranjeros, y lo que era aún peor, buscando al gran Tumí, Señor de los Cielos y la Tierra.

    La sola idea de que pudiera arrebatarle a su ídolo le sumió en la más profunda depresión que hubiera experimentado jamás caribe alguno, y cuando al fin las popas de los navíos se perdieron de vista rumbo al inmenso océano del que nadie volvía, buscó a Cienfuegos para conducirle por los más intrincados senderos de la isla a una perdida ensenada en cuya diminuta playa, oculta con arena y ramas descansaba, intacta, la pesada mole del Seviya.

    —Puedes irte —dijo—. Debes irte.
    —¿Adónde?

    El arrugadísimo pajarraco emplumado se limitó a encogerse de hombros señalando con un gesto la inmensidad de un mar que era todo horizonte.

    —Al lugar del que viniste.

    Luego dio media vuelta para alejarse ladera arriba, y su actitud dejaba entrever a todas luces, que su decisión resultaba absolutamente irrevocable.

    Tres días más tarde, recuperados los efectos de a bordo, habiendo cargado la mayor cantidad de agua y víveres posible, e izadas las remendadas velas, la lancha se balanceaba, impaciente, sobre las quietas aguas de la pequeña bahía.

    A punto ya de alzar la pesada piedra que le servía de ancla, Cienfuegos se volvió a contemplar por última vez al medio centenar de mujeres y niños que habían acudido a despedirle, y sin poder evitarlo sus ojos se clavaron en la docena larga de abultados vientres que recordaban hasta qué punto una parte importante de sí mismo permanecería para siempre en aquella isla.

    Contrapuestos e inexplicables sentimientos mantenían en su interior una violenta lucha, sin que consiguiera definir si prevalecía la alegría por abandonar un lugar en el que había sufrido las más terribles experiencias, o la tristeza por dejar atrás el pequeño reino que había sabido construirse, para lanzarse ahora a la arriesgada aventura de adentrarse en un hostil océano del que lo desconocía casi todo.

    Alzó el rostro hacia la cima del acantilado desde donde la esquelética figura del anciano hechicero le observaba con aire impasible, y comprendió que no partir significaría tener que matarle enfrentándose, por tanto, a las hembras caribes, por lo que optó por encogerse de hombros con gesto fatalista, aceptar que su eterno destino parecía ser vagar sin rumbo por océanos vacíos y tierras ignotas, y tensando los poderosos músculos de sus brazos de Hércules, izó la piedra, aferró la caña del timón, y aflojando la escota de la vela mayor permitió que la proa de la embarcación buscara, perezosa y dubitativa, aguas libres de mar abierto.

    Ni una sola vez volvió la vista atrás.

    El viento del Noroeste marcó su rumbo:

    Cualquiera que fueran los vientos dominantes le señalarían de allí en adelante el camino a seguir, puesto que apenas tenía una ligerísima idea de cómo manejar aquel pesado armatoste, y al fin y al cabo le daba igual cualquier destino ya que tenía plena conciencia de que jamás sabría cómo llegar a una Sevilla que seguía siendo el único lugar al que le interesaba realmente dirigirse.

    Al caer la noche arrió las velas y quedó al pairo.

    Durmió intranquilo.

    El alba le sorprendió completamente rodeado de agua y sin la más mínima señal de tierra en cualquiera de los puntos cardinales, y únicamente un tiburón, tan solitario y abandonado como él mismo acudió a hacerle compañía.

    Meditó largamente en su difícil situación y llegó al convencimiento de que necesitaba la mejor y más rápida ayuda disponible, por lo que tomó un poco de agua en el cuenco de la mano para derramársela muy despacio sobre la cabeza al tiempo que pronunciaba en el tono más alto y serio posible:

    —Yo me bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo... De ahora en adelante me llamaré Mesías, Mesías Cienfuegos.

    Concluida la sencilla ceremonia, alzó el rostro hacia el cielo y añadió no sin cierta ironía:

    —¡Bien! Ya soy cristiano... ¡A ver qué haces ahora!

    Luego se comió la más madura de las papayas arrojándole las cáscaras a las tortugas e iguanas que conservaba vivas y que constituirían su última reserva de alimentos e izando de nuevo las velas permitió que una suave brisa que ya no tenía idea de dónde soplaba exactamente, le empujara por popa hacia cualquier destino.

    Dejó que la caña del timón se balanceara a su gusto y abriendo la hermosa caja de madera, comenzó a jugar una solitaria partida de ajedrez.

    Navegó sin rumbo fijo y sin grandes problemas durante cinco tranquilos y calurosos días, hasta que un viento racheado y molesto y un mar encrespado y amenazante le obligaron a arriar la mayor dejando tan sólo el foque, teniendo que luchar a partir de aquel momento con un anárquico oleaje en el que se diría que altas ondas azules se divertían en golpearle desde todas las direcciones, como si allá en los abismos dos monstruos gigantescos libraran una dura batalla.

    Toda una noche de intentar mantenerse a flote le dejó exhausto, y el nuevo día trajo la ilusión de una larga tierra llana que parecía constituir una inmensa barrera contra la que las olas se estrellaban brutalmente.

    Había llegado.

    No sabía adónde, pero había llegado.

    Permitió que el mar le arrastrara hacia la costa, a riesgo a cada instante de volcar o destrozar el casco contra una roca, y desistió de intentar gobernar una embarcación que sabía de antemano ingobernable, atento a salvar ante todo sus armas, sus escasísimos objetos personales, y su ya inseparable e imprescindible caja de ajedrez.

    Por fortuna, una hermosa ola, larga, mansa y profunda, elevó al Seviya hasta la cima de su cresta, le hizo cruzar a salvo sobre la última barrera de arrecifes, y lo estrelló contra la arena despanzurrándolo como un coco caído desde la copa de una alta palmera.

    A los pocos minutos Cienfuegos se encontraba sentado en medio de una inmensa playa de arena muy gruesa, contemplando los destrozados despojos del único medio de transporte que tenía para intentar regresar algún día a su patria, y preguntándose si por casualidad los vientos y las corrientes le habrían devuelto a algún punto perdido de aquella Haití de la que había escapado tantos meses atrás, o se encontraba, por el contrario, en una tierra que no había sido pisada con anterioridad por ningún europeo.

    —¡Qué más da..! —masculló al fin roncamente ya que en los últimos tiempos había adquirido la costumbre de silbar o hablar en voz alta como único remedio conocido para no volverse loco—. Las putadas serán las mismas dondequiera que vaya.

    Al poco buscó un redondo cayado y comenzó a afilar cuidadosamente su ancha espada y sobre todo la estilizada daga que había pertenecido al maestro armero, porque si de algo estaba absolutamente convencido, era de que no volvería a sufrir cuanto había sufrido en los últimos tiempos, y antes de caer de nuevo en manos de los caribes, si es que era aquella también tierra de caníbales, vendería cara su vida para acabar cortándose la yugular de un solo tajo.

    Morir no era desde luego lo peor que podía ocurrirle.

    Comió algo de fruta para beberse a continuación el dulce jugo de un coco, lanzar una postrer mirada de agradecimiento al cadáver de la embarcación que era la única cosa que aún le unía al pasado y a su mundo, para ponerse en pie pesadamente dispuesto a adentrarse en la espesura.

    Orinó largo rato contra el primer tronco que encontró a su paso y masculló intentando darse ánimos:

    —¡Vamos allá! Tal vez el Cienfuegos cristiano tenga un poco más de suerte de la que tuvo hasta el presente el Cienfuegos pagano.

    Se adentró en una espesa selva que parecía no haber sido hollada anteriormente por ser humano alguno, y que se fue haciendo más y más intrincada por minutos, hasta el punto de que en un momento dado no tuvo siquiera conciencia de hacia dónde dirigía sus pasos puesto que, el tupido manto de ramas, hojas y lianas que se extendía sobre su cabeza le impedía hacerse una idea de qué camino seguía el sol allá en lo alto.

    El suelo no era más que una putrefacta alfombra de hojarasca en la que se hundía hasta los tobillos, y continuamente se veía obligado a emplear la espada para abrirse paso a través de una verde maraña que amenazaba con convertirse en auténtico muro impenetrable.

    Gritaban los monos en las ramas de los árboles y parloteaban los guacamayos en sus más altas copas, pero a ras de tierra el mundo parecía muerto, y tan sólo los mosquitos y alguna asustadiza serpiente daban fe de que en aquel ambiente denso y pegajoso conseguían realmente aclimatarse seres vivos.

    A media tarde comenzó a llover y el rumor del agua acalló cualquier otro sonido, al tiempo que el paisaje parecía haberse diluido como bajo el pincel de un pésimo dibujante, y Cienfuegos advirtió de improviso que el alma le pesaba más aún que el brazo que sostenía la espada y una amargura muy honda parecía haberse adueñado de su ánimo convirtiéndolo en plomo, por lo que tomó asiento sobre un caído tronco y se contempló las manos cubiertas de arañazos preguntándose las razones por las que se sentía incapaz de dar un paso pese a que las piernas continuasen manteniéndose tan fuertes como antes.

    Era su voluntad la que se hundía como si el verdor de la selva la fuera devorando centímetro a centímetro, porque por más que rebuscara no encontraba, más motivo que el recuerdo de Ingrid para continuar enfrentándose tan porfiadamente a la eterna derrota, e incluso ese recuerdo comenzaba a faltarle.

    —¿Adónde iba?

    ¿De qué valía continuar obstinándose en luchar contra el mar, las montañas, los hombres o las selvas, si a cada instante resultaba más patente el hecho de que su único destino era combatir y combatir inútilmente?

    Permitió que las sombras le acunaran y las tinieblas le envolvieran por completo acurrucado como un feto empapado por la lluvia caliente, y le suplicó al pesado sueño que llegaba que no volviera a marcharse, ya qué sabía que el despertarse no iba a traerle ninguna nueva razón por la que valiera la pena enfrentarse a aquella obsesiva e impenetrable jungla.

    Soñó con los que habían muerto; con tantos valientes compañeros de destierro que habían pasado a convertirse en pasto de cangrejos o alimañas, y los vio tal como nunca habían sido: callados y pacíficos, tímidos y obedientes, como si el hecho de haber atravesado una última frontera que a él le parecía estarle negada; les afectara tanto que hubiera transformado por completo incluso su carácter.

    No le llamaban y ni tan siquiera parecían reparar en su presencia, tal vez íntimamente convencidos de que él, Cienfuegos, se encontraba muy lejos, y ese hecho le obligó a estremecerse, pues le ayudó a comprender que el supremo descanso de la muerte continuaba estándole vedado y aún serían muchas, ¡infinitas!, las penalidades que tendría que sufrir arrastrándose a través de oscuras selvas, anchos mares y escarpadas montañas.

    ¡Larga vida! había sido siempre un afectuoso saludo o una hermosa manera de expresar la amistad y el respeto, pero al pelirrojo cabrero canario la exclamación se le antojaba aquella noche una triste y pesada condena, puesto que si resultaba evidente que los cielos parecían complacerse en concederle innumerables años de existencia, de igual forma lo era que tales años no serían nunca un dulce premio por sus actos, sino más bien un severo castigo por sus culpas.

    ¿Pero qué culpas? ¿Qué imperdonable delito había cometido durante su cortísima existencia, aparte de dejarse seducir por una hermosa mujer de la que lo ignoraba casi todo?

    En el transcurso de aquella triste noche bajo la cálida lluvia de una selva remota, el gomero Cienfuegos entrevió que su futuro no sería ya otro que un eterno vagabundear por los más agrestes y salvajes senderos de un Nuevo Mundo que parecía haber sido creado para que él lo pateara en un interminable Vía Crucis, sin aspirar jamás a un merecido descanso ni a regresar algún día a la isla en que había nacido.

    Se despertó aún más deprimido de lo que se durmiera, y al contemplar el lugar en que se encontraba, en el estómago de una especie de gigantesco monstruo vegetal que parecía haberle engullido y se disponía arrojar sobre él sus verdes jugos gástricos, llegó al convencimiento de que tenía que abandonar de inmediato aquella abrumadora jungla y encontrar horizontes abiertos, o acabaría por volverse completamente loco, puesto que sentirse atrapado en un limitadísimo espacio en el que cada árbol era igual a otro árbol, cada hoja semejante a otra hoja, y cada liana tan atenazante como otra liana, sabiendo que por mucho que avanzara el paisaje continuaría siendo el mismo, constituía, sin duda, una prueba excesiva para alguien tan acostumbrado a la libertad como Cienfuegos.

    Recobró su entereza, empuñó con firmeza la espada, y a fuerza de mandobles se abrió paso por donde no lo había, buscando una salida a un laberinto del que incluso los loros y los simios parecían haber huido horrorizados.

    Mucho más tarde, y cuando experimentaba de nuevo aquel insistente deseo de dejarse vencer por la apatía, desembocó de improviso frente a una extensa laguna que era sólo una nueva forma de selva totalmente anegada por las aguas, de las que surgían aquí y allá altos y copudos árboles que se negaban a permitir que ni siquiera esas aguas les arrebataran su reino.

    Había otros muchos, docenas, de oscuros troncos semihundidos en mitad de la laguna, y comenzó a vadearla lentamente, preocupado ante todo por cerciorarse de que no se volviese demasiado profunda, ya que a pesar de que se consideraba un aceptable nadador, las armas, el macuto de víveres, y la caja de ajedrez le impedirían mantenerse a flote mucho tiempo.

    Se encontraría a unos cien metros de la orilla, cuando de improviso reparó, asombrado, en el desconcertante hecho de que varios de los troncos flotantes comenzaban a ponerse lentamente en movimiento avanzando hacia él amenazantes, y al prestar atención cayó en la cuenta de que iban precedidos por dos prominentes ojos y una especie de morro puntiagudo bajo el que, de tanto en tanto, destacaban inmensos y afiladísimos colmillos.

    —¡Mierda! —exclamó estupefacto—. ¡Son lagartos!

    Uno de ellos, de casi tres metros de largo y ancho vientre, aceleró el ritmo de su marcha al tiempo que abría apenas la boca, y al reparar en la inmensidad de aquella trampa de amarillentos dientes, el pobre gomero tomó plena conciencia del riesgo que corría.

    —¡Dios bendito! —sollozó horrorizado—. ¿Qué demonios es esto?

    Se lanzó alocadamente hacia el árbol más cercano trepando nerviosamente hasta las primeras ramas, donde se acomodó como Dios le dio a entender aferrándose al tronco y luchando por vencer el irreprimible temblor que hacía que a cada instante estuviera a punto de caer de golpe al agua.

    Miró hacia abajo.

    Una treintena de aquellos gigantescos lagartos se aproximaban mostrándole sus férreas mandíbulas, y comprendió que el más mínimo descuido le convertiría de inmediato en un montón de sangrantes despojos desgarrados.

    —¡Vaya lugar! —masculló furibundo—. Cuando no es la gente, son los lagartos los que intentan comerte. Está visto que aquí también vale de poco ser cristiano.

    Consiguió dominar el insistente temblor que estremecía cada centímetro de su cuerpo y se acomodó sobre la más gruesa de las ramas intentando calmar de igual modo su estado de ánimo en busca de una posible salida a la difícil situación en que él mismo se había colocado.

    No encontró ninguna.

    Pasaron las horas y ni una sola de aquellas repugnantes bestias de ojos saltones hizo el menor ademán de alejarse del pie del árbol, puesto que parecían estar dotadas de una infinita paciencia, e igual les daba flotar donde podía estar su almuerzo que a cincuenta metros de distancia.

    Ni una hoja ni una flor se movían, y tal era la quietud de aquel dantesco lugar, que podría creerse que más era una pintura que un paisaje dotado de vida propia, y debía conservarse exactamente igual que el día en que fue creado un millón de años antes.

    La oscuridad aumentó el terror del infeliz cabrero, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo de la silenciosa laguna comprendió que en cuanto el sueño le venciera caería como un fruto maduro en las fauces de las fieras, por lo que despojándose del ancho cinturón, lo anudó a las correas de la espada y el macuto y se amarró fuertemente al tronco dispuesto a soportar una vez más una nueva y larga noche de angustia y tormento.

    La fatiga libró poco después su larga batalla con el miedo, acabó venciendo, y media hora más tarde Mesías Cienfuegos roncaba quedamente.

    Al amanecer, una espesa bruma, deshilachada y como arrojada caprichosamente sobre la quieta superficie del agua, confería un aire aún más impresionante y siniestro a la laguna, en la que nada parecía por otra parte haber cambiado, excepto quizá por el notable aumento del número de caimanes —lagartos según Cienfuegos— que se habían ido congregando en torno al árbol en que éste aún permanecía encaramado.

    La noche había sido larga, desesperanzada y agotadora, y el nuevo día no pareció ofrecer mejora alguna a una comprometida situación ante la que el pelirrojo se sentía por completo impotente, ya que no se le ocurría forma alguna de abandonar su precario refugio para alcanzar tierra firme atravesando aquella impresionante barrera de mandíbulas de afiladísimos colmillos.

    Recostado contra el tronco, echó la cabeza atrás para observar un pedazo del cielo azul que jugaba a aparecer y desaparecer entre la niebla del pantano, y no pudo por menos que sonreír con amarga ironía al pasar revista al infinito número de dificultades que había tenido que vencer en los últimos años para acabar atrapado allí, objeto de la golosa atención de una serie de monstruos escamosos que más parecían escapados de una negra pesadilla, que auténticos seres vivos. Comprendió ahora los llantos y la desesperación de aquellos pobres grumetes de la Santa María que durante las oscuras noches de a bordo se espantaban augurando la brusca aparición de gigantescas serpientes de mar capaces de hundir de un solo golpe la nave, puesto que tras comprobar cómo una simple lagartija podía crecer hasta intentar devorarle, todo cuanto le pudieran contar del Nuevo Mundo se le antojaba ahora factible.

    ¿Dónde se había visto anteriormente tamaña aberración de la Naturaleza, y en qué cabeza cabía que un hombre tuviera que trepar a un árbol para escapar de la furia de unos bichos a los que en su isla natal los niños perseguían a pedradas?

    Le llegó clara, una risa.

    Buscó a su alrededor y no distinguió más que a los caimanes, algunos monos trepados en un árbol vecino, y la oscura línea de la selva en la distancia, por lo que lo achacó en un principio a una alucinación motivada por la debilidad y los difíciles momentos que había tenido que atravesar últimamente, pero la risa volvió, inconfundible, a los pocos instantes.

    Sospechó de un pajarraco negro de largo pico amarillo que le observaba posado en el lomo de una de aquellas gigantescas lagartijas acuáticas, ya que el sonido llegaba desde abajo, pero por más que lo estuvo observando con profundo detenimiento, no pudo advertir que agitara el pico lo suficiente como para emitir tan irritante carcajada.

    Luego, cuando por tercera vez resonó en el silencio de la laguna aquel absurdo chirrido de rata burlona, se convenció de que provenía de uno de los caimanes; una bestia inmensa que parecía contemplarle fijamente abriendo mucho la boca.

    El asombro a punto estuvo de obligarle a resbalar de la rama, y de no haberse encontrado atado al tronco lo más probable era que hubiese ido a precipitarse a aquellas amenazantes fauces.

    —¡Dios se apiade de mí! —masculló horrorizado—. Me estoy volviendo loco.

    Pero su sorpresa no terminó ahí, sino que alcanzó su punto álgido al asistir, estupefacto, al inconcebible hecho de que el monstruo doblaba de improviso hacia atrás el cuello hasta que la cabeza pareció desprenderse del resto del cuerpo, la escamosa piel se apartó a un lado, y bajo ella hizo su aparición la grotesca figura de un pequeño indígena de rostro sonriente que tumbado en una minúscula piragua le apuntaba con el dedo al tiempo que exclamaba en dialecto azawán:

    —¡Qué gracia, un hombre—coco!
    —¡La madre que te parió, hijo de puta! —replicó el canario en su más sonoro castellano—. ¡Qué susto me has dado! —Luego añadió en la lengua del otro—: ¿Quién eres?
    —Papepac, el Camaleón —replicó el hombrecillo orgulloso de sí mismo—. ¡Gran cazador! —Mostró, haciéndolos tintinear, el increíble número de collares de largos colmillos que le cubrían el pecho—. El rey de los caimanes.

    De entre sus piernas extrajo un corto canalete y con sumo cuidado hizo avanzar su frágil embarcación entre los saurios, hasta situarse justamente bajo el árbol.

    —¿Quién eres tú, hombre—coco —quiso saber—. ¿Y por qué ocultas la cara bajo la piel de un mono?
    —¡No soy ningún hombre—coco! —fue la malhumorada respuesta—. Y no me oculto. Esta es mi piel.

    El salvaje pareció profundamente desconcertado ante semejante aseveración, y por un instante a punto estuvo de dar media vuelta y alejarse del lugar a toda prisa, pero al fin resultó evidente que la curiosidad vencía al temor, y tras observar burlón a su interlocutor, dijo convencido:

    —Los cielos te enviaron sin duda una horrible maldición al convertirte en monstruo peludo, pero no creo que por vergüenza tengas que venir a refugiarte en un árbol rodeado de caimanes —señaló a su alrededor—.

    ¡Muerden!

    —¡Ya me imagino que muerden! —se impacientó el pelirrojo—. ¿Vas a ayudarme a salir de aquí, o piensas pasarte el resto del día parloteando?

    El otro pareció meditar los pros y los contras.

    —¿Y si cuando te salve me comes? —quiso saber—. Tal vez seas un caribe. ¡Enséñame las piernas!

    A Cienfuegos no le quedó más remedio que cambiar cuidadosamente de posición y sentarse a horcajadas sobre la gruesa rama mostrando claramente las pantorrillas.

    —¿Son éstas acaso piernas de caribe? —masculló furioso—. Yo no soy caníbal, soy gomero, y si me sacas de aquí te regalaré este hermoso cuchillo capaz de cortar un pelo en el aire.

    La transacción interesó de inmediato al indígena que se mostró vivamente impresionado por el maravilloso objeto nunca visto que el extraño monstruo peludo agitaba ante sus ojos, por lo que se aproximó aún más extendiendo la mano ávidamente:

    —¡Dámelo! —pidió.
    —¡Ni hablar! ¿Crees que soy estúpido? Primero llévame a tierra.

    El otro pareció calcular el tamaño y el peso del gigantón que permanecía trepado al árbol, y las dimensiones y características de su inestable embarcación, y por último lanzó un profundo resoplido.

    —Eres demasiado grande —musitó—. Y demasiado gordo. Nos hundiremos.
    —No, si tenemos cuidado. ¡Ven! ¡Acércate!

    El llamado Papepac dudó, pero la atracción del reluciente puñal era sin duda demasiado fuerte, y dando un par de nuevas paladas se colocó directamente bajo los pies del canario, irguiéndose con prodigiosa habilidad, sin mover un ápice la canoa para observar más de cerca el arma pasándose la lengua por los labios como si estuviera contemplando un sabroso y apetecible manjar.

    Alargó con sumo cuidado el dedo índice y acarició el filo presionando de tal forma que al poco apareció sobre su yema un amplio tajo y una mancha de sangre que estudió sorprendido frotándosela con el pulgar.

    —Es como el borde de una ostra —musitó admirado—.

    Pero mucho más resistente. —Se aferró con fuerza a la rama y añadió—: Baja con cuidado. Yo mantendré el equilibrio.

    Cienfuegos obedeció depositando primero en el fondo de la embarcación todas sus pertenencias, y dejándose caer luego a pulso, centímetro a centímetro, casi sin atreverse a respirar hasta que tuvo ambos pies perfectamente asentados en el encharcado fondo de la piragua.

    Aun así permaneció aferrado a la rama, colgando de ella y dispuesto a alzarse de nuevo acrobáticamente a la menor señal de peligro, dado que los innumerables lagartos parecían haber despertado de su eterno letargo o su apática indiferencia, para permanecer profundamente atentos a cuanto sucedía a su alrededor.

    La voz del hombrecillo de los collares resonó ahora muy queda a espaldas del español, como si su dueño temiera que los caimanes pudieran entenderle.

    —Siéntate con cuidado —musitó—. Y sobre todo no toques el agua. Ellos saben siempre cuándo algo vivo roza el agua.

    Con la boca seca, un nudo en la garganta y el corazón en un puño, el canario se fue desprendiendo con infinito mimo de la tabla de salvación que había significado aquella bendita rama, para ir flexionando de modo casi imperceptible las piernas al tiempo que se esforzaba por mantener el equilibrio con la concentración de un funambulista sobre un cable a cincuenta metros del suelo.

    Se le escapó un sonoro pedo.

    La difícil posición era tan clásica y los nervios le afectaron tanto al estómago, que no pudo hacer nada por evitarlo y un prodigioso cuesco rompió impertinente el pesado silencio de la quieta laguna.

    Papepac, el Camaleón, que por encontrarse a sus espaldas recibió el impacto directamente en la cara, se limitó a lanzar un resoplido, y comentar mordazmente:

    —No creo que los asustes. Son sordos.

    En cualquier otra situación el pelirrojo hubiera estallado en carcajadas, pero hacerlo hubiera sido tanto como precipitarse al pantano de cabeza, por lo que optó por morderse con fuerza los labios y continuar descendiendo hasta quedar encajado en el fondo de la embarcación cuyas bordas apenas emergían unos centímetros sobre la superficie del agua.

    Pasó un tiempo agustioso antes de que el indígena se cerciorase de que se mantenían milagrosamente a flote, para decidirse a soltar a su vez la rama y tomar asiento con tan natural habilidad que casi cabía dudar que lo hubiera hecho, y quedó claramente de manifiesto que el contraste entre los gestos de ambos hombres resultaba tan chocante como entre los de un rinoceronte y una garza.

    Permanecieron así muy quietos largos minutos, como si ambos trataran de convencerse de que no iban a volcar o a hundirse inesperadamente, y por último, el nativo echó mano con sumo cuidado al canalete y con increíble delicadeza comenzó a bogar abriéndose paso por entre los saurios para encaminarse directamente hacia la orilla.

    A mitad de camino el gomero lanzó un profundo suspiro.

    —¡Vaya un susto! —exclamó—. ¡Es como para cagarse!
    —Te faltó poco —fue la irónica respuesta.

    Cerca ya de tierra firme, cuando pareció convencido de que ocurriese lo que ocurriese les bastaban apenas un salto para ponerse a salvo, Papepac torció el rumbo emproando hacia el Sur sin alejarse nunca de los primeros árboles.

    —¿Adónde me llevas? —quiso saber Cienfuegos.
    —A mi casa.

    Navegaron sin prisas durante más de una hora, y el español tuvo gracias a ello ocasión de tranquilizarse y pasar revista a su nueva situación y a los difíciles momentos por los que había tenido que atravesar últimamente.

    —¿Con quién vives? —quiso saber al fin volviéndose para observar de medio lado el ancho y amistoso rostro de su pequeño salvador.
    —Solo —fue la respuesta—. Un buen cazador siempre vive solo.
    —¿No tienes mujer ni hijos?
    —Espantan la caza y atraen a los tamandúas —replicó el otro bajando mucho la voz—. ¡Mala cosa!
    —¿Qué es un tamandúa?
    —¡Chisss! —se escandalizó el indio—. No lo menciones en voz alta o acudirá. Es un demonio de la selva, un espíritu maligno que ahuyenta a los caimanes y embruja a los hombres. A veces se disfraza de inofensivo oso hormiguero, pero puede ser muy dañino. ¡Muy, muy dañino!

    Poco después apareció ante ellos una pequeña isla distante un centenar de metros de tierra firme, y aunque no se distinguía vivienda alguna en ella, el indígena saltó ágilmente a la arena al tiempo que señalaba:

    —¡Hemos llegado! Esta es mi casa.

    Lo era en efecto, aunque nadie sería capaz de descubrirla ni aun pasando justamente bajo ella, pues la choza se encontraba tan perfectamente camuflada en la copa de una espesa ceiba, y resultaba tan cómoda y apropiada al lugar y a cuanto le circundaba, que una vez descubierta proclamaba a los cuatro vientos que su propietario tenía bien merecido el orgulloso apodo de Camaleón.

    Durante los meses que siguieron, el canario Cienfuegos dispuso de infinitas oportunidades de comprobar la auténtica razón de tal renombre, ya que el diminuto Papepac poseía el extraño don de mimetizarse con la selva, hasta el punto de que cabría imaginar que se transformaba realmente en invisible, convirtiéndose a su antojo en árbol, matojo, roca e incluso simple montón de hojarasca en nada diferente al manto de materia putrefacta que solía cubrir el suelo de la jungla.

    Hasta su olor corporal parecía cambiar o tal vez carecía de él y adoptaba el que más se ajustaba a cada momento, de tal forma que ni las bestias de más fino olfato conseguían localizarle cuando permanecía al acecho durante largas esperas en las que demostraba una infinita paciencia, y cuando se movía por la espesura podía hacerlo velozmente, o con tal calma, que ni tan siquiera una hoja se agitaba a su paso, ni una huella se marcaba en el enfangado sendero.

    Fue aquél un tiempo de eficaz aprendizaje para el cabrero, que obligado a convivir con tan extraordinario maestro, consiguió irse adaptando día a día a la vida de la selva, dejando así de considerarla un mundo agresivo y hostil en el que toda supervivencia resultaba imposible, para pasar a aceptarla como el más perfecto hábitat para un hombre dotado de recursos.

    Papepac le fue desvelando uno por uno todo el amplio caudal de sus conocimientos, y en semejantes circunstancias de poco servían las aportaciones del pelirrojo, puesto que en el corazón de aquella espesa y oscura tierra siempre húmeda y caliente, el salvaje era el auténtico rey mientras que el civilizado se convertía en simple esclavo de sus limitaciones y sus miedos.

    Descubrir qué liana daba agua potable cuando se la cortaba por ambos extremos; qué frutos y raíces resultaban venenosos; qué serpientes y arañas debían evitarse a toda costa, o de qué modo se le tendía una sencilla trampa a un sabroso capibara, eran secretos que constituirían con el tiempo una de las más valiosas experiencias adquiridas por el joven gomero durante su difícil y azarosa existencia.

    Con notable paciencia y un fino sentido del humor, el diminuto Camaleón le fue enseñando al gigantesco hombre—coco cómo vivir sobre el terreno sin más armas que un arco, una lanza e inagotable paciencia, y cómo la más intrincada y agresiva de las junglas podía convertirse no obstante en fiel aliada de quien supiera amarla y comprenderla.

    Y le enseñó también a cazar caimanes aproximándose a ellos a bordo de una piragua camuflada bajo la piel de uno de sus congéneres, para sacar tan sólo una mano en el momento preciso y apuntillarlos de una seca y firme punzada en la base del cráneo, justamente bajo la cuarta protuberancia de su escamosa y dura piel.

    Las bestias quedaban entonces muy quietas, pasando de la vida a la muerte sin el menor espasmo, y antes de que comenzaran a hundirse mansamente, su verdugo las aferraba por el morro para remolcarlas a tierra donde las despojaba de los dientes en cuestión de minutos.

    Con ellos, Papepac fabricaba amuletos que protegían contra el aborto, los caribes y los espíritus malignos, por lo que su regreso a los poblados de la costa concluidas las lluvias, solía ser el momento más glorioso del año.

    —Un valiente cazador gusta mucho a las mujeres —señalaba sonriente—. Y la mayoría prefieren un simple colmillo que yo les haya regalado tras una noche de amor, que todo un collar conseguido de otro modo.

    Constituía en verdad un personaje adorable aquel hombrecito de ojos burlones y cara de ratón vivaracho, y el canario pasó a su lado algunos de los mejores momentos que recordaba, puesto que la plácida existencia en el corazón de la espesura le permitió tomarse un merecido descanso tras el complejo cúmulo de dramáticos acontecimientos de que había sido forzado protagonista en los últimos tiempos.

    Llegó incluso a plantearse la posibilidad de quedarse a vivir para siempre en aquel lugar, lejos del sinnúmero de peligros que parecían acecharle más allá del bosque, olvidando definitivamente su origen y su pasado, y aceptando convertirse en un salvaje preocupado tan sólo de subsistir aprovechando cuanto la Naturaleza ponía tan cómodamente al alcance de su mano.

    Volvía la vista atrás y tomaba plena conciencia de que aparte de su corta y maravillosa relación con la alemana, su existencia anterior no le había ofrecido jamás motivo alguno de felicidad ni razón lógica por la que desear recuperarla, ya que perseguir cabras de un vizconde por los riscos de la Gomera, no constituía a todas luces un destino mucho mejor que pescar o cazar monos a orillas de una laguna de la selva.

    Por otra parte, destruido el Seviya, había perdido por completo toda esperanza de regresar a su patria, y ni siquiera le quedaba el consuelo de imaginar que el almirante Colón cumpliría algún día su promesa de volver a buscarle, puesto que no tenía ni la menor idea de dónde se encontraba, ni en cuál de los infinitos rincones de este mundo habían quedado las ruinas del desdichado Fuerte de La Natividad.

    A ese respecto, el astuto Camaleón, no había conseguido mostrarse muy explícito, puesto que todo lo que admitía saber sobre el lugar en que habitaba, era que se componía de tres partes: selva, cielo y mar, y que sus lejanísimos antepasados habían llegado del cielo viniendo por el mar, y que el día de mañana su espíritu atravesaría de nuevo ese mar para ascender por el cielo y habitar en él cabeza abajo, dado que en realidad el Universo era como una inmensa bola hueca, en la que los vivos ocupaban una parte y los muertos la opuesta.

    Para su gente, el horizonte no era más que el punto de unión física entre cielo y mar, y las estrellas el fuego de las chozas de quienes se encontraban allá arriba, y que al esconderse el sol necesitaban, como los vivos, una luz con la que iluminarse y espantar los demonios.

    De todos esos demonios, el peor era sin duda el taimado tamandúa disfrazado de oso hormiguero, capaz de penetrar por las noches en las viviendas, introducir su afilado hocico en el sexo de las mujeres y hurgarles con su larguísima lengua en las entrañas para llevarse pegado a ella al hijo que estuvieran aguardando.

    —A muchas les ha ocurrido —señalaba el indígena convencido—. Y por ello, nada hace más feliz a una mujer que un colmillo con la curvatura justa para proteger por la noche la entrada a su cueva. Está comprobado que al tamandúa tan sólo le detiene el diente del caimán... —se golpeó el pecho con el dedo orgullosamente—. Y yo soy quien los busca.

    Un mundo tan sencillo, y en el que cabía la posibilidad de dejar transcurrir las horas sentado bajo un florido araguaney viendo caer la lluvia, pescando y observando las idas y venidas de los monos y los ibis, ofrecía, por lo tanto, un innegable atractivo para alguien que había pasado ya por demasiadas vicisitudes, y se sentía profundamente cansado de luchar por la supervivencia.

    A punto ya de hacerse un hombre, el canario Cienfuegos creía a pies juntillas haber visto y padecido ya todo lo malo de esta vida, y no se sentía por tanto, con ánimos como para lanzarse una vez más a la aventura.

    Por todo ello, la mañana en que su enteco amigo alzó él rostro, estudió el cielo y sentenció que había llegado el momento de abandonar la selva y emprender el largo camino de regreso a la costa, advirtió que le embargaba una profunda sensación de amargura al tener que plantearse el dilema de continuar para siempre a solas con los lagartos, o correr una vez más el riesgo de enfrentarse a los mil peligros y penalidades que le aguardaban más allá de la protectora barrera de los árboles de la verde floresta.

    Pasó una mala noche, pero amaneció convencido de que jamás conseguiría burlar a los hados que marcaban su errante destino, y no le quedaba por tanto otro remedio que emprender una vez más su eterna caminata en busca de la nada.

    A los pocos días de establecerse en el endeble Fuerte de Santo Tomás, Alonso de Ojeda llegó a la conclusión de que las posibilidades de defensa de su desmoralizada guarnición frente a un inminente ataque de los miles de guerreros del astuto Canoabó resultaban ridículamente escasas, y que la política del almirante constituía a todas luces un auténtico suicidio, dado que cuanto más tiempo permanecieran encerrados debilitándose por el hambre y las enfermedades, más se fortalecerían y envalentonarían sus enemigos.

    Tomó por lo tanto una decisión muy propia de su audaz temperamento, y un caluroso mediodía salió por la puerta principal al mando de nueve de sus más intrépidos caballeros, encaminándose al son de cornetas y fanfarrias al campamento en que el feroz cacique aguardaba el momento oportuno de barrer de la faz de la isla a los barbudos y molestos invasores.

    El encuentro entre ambos líderes debió ser emocionante, impresionado el español por el poderío del haitiano y la prodigiosa belleza de su altiva esposa, Anacaona, y deslumbrado el indígena por el desmesurado valor del pequeño extranjero, su brillante armadura y, sobre todo, la magnífica estampa de su briosa yegua.

    Hablaron de paz y amistad, pero no consiguieron llegar a acuerdo alguno, ya que Canoabó exigía el inmediato reembarque de todos los intrusos, y el de Cuenca la rendición incondicional de los diez mil guerreros nativos.

    Por último, y advirtiendo la obsesión que el indígena parecía tener con los caballos, Ojeda le invitó a montar dándole a entender que con ese gesto se equipararía en grandeza al mismísimo Colón, lo que le valdría sin duda el respeto y la envidia de los restantes caciques de la isla.

    La tentación debió ser demasiado fuerte para un hombre que aspiraba a gobernar en solitario sobre todo su mundo conocido, por lo que al poco acabó aceptando someterse al supuestamente necesario rito de bañarse en el cercano río antes de trepar a la nerviosa montura.

    Acompañado tan sólo por un centenar de guerreros, el orgulloso Canoabó se introdujo, por tanto, en el agua, se restregó la mugre y accedió a que el español le colocara en las muñecas los relucientes grilletes que, según él, constituían un aditamento imprescindible para todo soberano que cabalgase y pretendiese ser reverenciado por sus súbditos.

    Convencido el salvaje, y cuando el caballo comenzaba a dar los primeros pasos, Alonso de Ojeda trepó de un inesperado salto a su grupa, se abrazó fuertemente al cautivo, y clavando con rabia las espuelas, partió al galope seguido por sus hombres que descargaban ruidosamente sus armas de fuego, mientras los atónitos guerreros observaban, impotentes, cómo raptaban a su jefe ante sus propias narices.

    Cuando tras un peligrosísimo viaje de más de una semana atravesando selvas, ríos y montañas, el conquense penetró al fin en Isabela para arrojar a los pies del virrey al sanguinario y temido Canoabó, nadie daba crédito a tamaña muestra de osadía, e incluso el propio Colón se sintió molesto al comprender que, pese a haberle hecho el inmenso favor de librarle de su peor enemigo, el pequeño y carismático capitán de sus ejércitos se había convertido, de la noche a la mañana, en su más directo rival a la hora de ejercer una autoridad indiscutible ante el conjunto de sus súbditos.

    Cuentan las historias, que durante los largos meses que Canoabó permaneció encadenado a la puerta de palacio hasta que murió durante su viaje a España, siempre contempló con profundo desprecio al almirante sin aceptar ponerse en pie en su presencia mientras que, por el contrario, en cuanto el pequeño Ojeda hacía su aparición se erguía para rendirle pleitesía reconociéndole como su amo y vencedor.

    Cuando trataron de hacerle comprender su error indicándole que ante quien realmente debía inclinarse era ante Colón, su respuesta fue tajante:

    —Colón no es más que un cobarde que envía a sus hombres a la muerte, mientras que, Ojeda, se atrevió.

    Resulta comprensible, por tanto, que a partir de aquel momento la colonia se dividiera en dos facciones; la de los que opinaban que el valiente capitán representaba el auténtico espíritu de la conquista, y los que insistían en que el virrey continuaba detentando la autoridad suprema por graves y evidentes que fueran sus errores.

    Una vez más, el viejo vicio hispánico de tomar partido por algo o alguien se ponía dolorosamente de manifiesto.

    —Colón debería marcharse de una vez por todas y no volver más a Isabela —sentenció por ello Luis de Torres una calurosa mañana en que había acudido a ayudar a la alemana en las duras tareas de la granja—. Su presencia no causa más que malestar e inquina, y ya en las esquinas comienza a hablarse de una auténtica rebelión en toda regla.
    —No habrá rebelión mientras Ojeda no acepte encabezarla, y es demasiado noble como para permitir siquiera que se mencione tal cosa en su presencia —replicó segura de sí misma Doña Mariana Montenegro—.

    Ese muchacho es uno de los hombres más hermosos de rostro y espíritu que existen. ¡Lástima que sea tan pequeño!

    —¿Os haría olvidar a Cienfuegos si tuviera una cuarta más?

    Ella sonrió divertida al tiempo que le obsequiaba con un enorme huevo que acababa de recoger del ponedero.

    —¡En absoluto! Ni cien Ojedas conseguirían que les dedicara un solo pensamiento, pero ello no impide que reconozca que es un hombre como pocos.
    —Aseguran que el día que la Reina visitó la iglesia mayor de Sevilla, Ojeda, que era entonces apenas un muchacho, avanzó en equilibrio por un mástil a más de cincuenta metros del suelo, llegó al extremo, giró sobre un pie, saludó a su Majestad y haciendo una pirueta, regresó con tanta tranquilidad como si estuviese caminando por mitad de la calle.
    —Me recuerda a alguien que también parece ignorar las leyes físicas —musitó la alemana con un leve deje de nostalgia—. El también desafiaba al vértigo correteando por el borde de los acantilados o saltando abismos como si se tratara de una zanja. Harían buenas migas.
    —Cienfuegos hacía buenas migas con todos.
    —Espero que siga haciéndolas.

    Habían tomado asiento en un banco de piedra que corría a todo lo largo de la fachada de la choza, y la alemana clavó la vista en el mar que se distinguía en la distancia al tiempo que acariciaba las orejas de un diminuto conejo gris fruto de la última camada.

    —Daría diez años de vida por saber dónde se encuentra y si algún día volveré a verlo. De día aún puedo aferrarme a la esperanza, pero las noches se hacen tan largas...
    —Lo comprendo —admitió el converso golpeándole con respetuoso afecto el antebrazo—. Es mucho tiempo ya, pero el otro día estuve hablando con maese Juan de la Cosa, que acompañó al almirante en su último viaje a las costas de Cuba. Vieron tantas islas y tantos lugares desconocidos, que a menudo me pregunto si no resultaría posible que Cienfuegos se encontrara en cualquiera de ellos. ¡Es todo tan inmenso!
    —¿Pero cómo pudo llegar hasta allí? —quiso saber ella—. ¿Cómo abandonó La Española?
    —Lo ignoro, pero al igual que vos, continúo confiando en que lo hiciera. —Se puso en pie y fue a apoyarse en el poste que sostenía el cañizo que daba sombra al porche—. Sabemos ya de varios grupos que han desertado abandonando la isla en pequeñas embarcaciones buscando ese oro del que tanto se habla, y si otros lo han conseguido, tened por seguro que Cienfuegos lo hizo.
    —¿Ya no me aconsejáis, por tanto, que regrese a casa?

    El otro señaló a su alrededor con un amplio gesto y una sonrisa.

    —Vuestra casa está aquí, o dondequiera que exista la esperanza de que algún día Cienfuegos pueda regresar.
    —La miró de frente y sus aguzados ojos brillaron de una forma muy extraña—. Me consta que vuestro destino no es otro que esperar, y el mío tener paciencia.

    Se hizo un largo silencio durante el cual Doña Mariana Montenegro permaneció profundamente pensativa, y por último, dejando en el suelo el gazapo que corrió de inmediato a reunirse con los suyos, alzó el rostro y contempló a su interlocutor sin pestañear siquiera.

    —Os aprecio mucho, Don Luis —dijo serenamente—.

    Sois la persona por la que más afecto y respeto siento en estos momentos, pero hay algo que debéis tener presente por muchos años que transcurran: Nunca, bajo ninguna circunstancia, podré pertenecer a otro hombre. Ni el agradecimiento, ni el cariño, ni aun el interés cambiarán nunca mi decisión, puesto que mi entrega es tan absoluta que no está sólo en mi corazón y mi cabeza, sino incluso en cada poro de mi piel. Yo ya no soy ni seré nunca una mujer: soy un pedazo de Cienfuegos que por circunstancias adversas se encuentra físicamente apartada de él.

    —Lo sé.
    —No os extraña, por tanto, mi actitud, ¿verdad?
    —En absoluto —fue la sincera respuesta—. Tan sólo la admiro.
    —No busco admiración —señaló ella acudiendo a su lado—. Tan sólo amistad y compañía. En ocasiones, una vez quizás en el transcurso de toda una generación, se dan casos como éste, en que el amor se convierte en algo tan limpio, hermoso y profundo, que se transforma incluso en algo mágico frente a lo cual cualquier otro tipo de consideración no merece ser tenida en cuenta. —Le acarició la mano con afecto—. A mí me ha tocado la suerte o la desgracia de vivirlo —añadió—. Pero podéis tener por seguro que no cambiaría esta sensación que pretendo que me acompañe hasta la tumba, ni por todas las coronas de Europa...

    El converso fue a responder, pero le interrumpieron unos gritos que llegaban del bosque, y cuando se volvieron hacia allí, alarmados, fue para distinguir la renqueante figura del cojo Bonifacio que se aproximaba a toda prisa arrastrando su pierna mala, sudoroso y desencajado.

    —¡Señora! —gritaba casi histéricamente—. ¡Señora! ¡El capitán!

    Corrieron hacia él que, al verles venir, se apoyó contra un árbol para dejarse caer al suelo y sin fuerzas más que para repetir una y otra vez como un poseso.

    —¡El capitán! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Es el capitán!
    —¿Mi esposo? —acertó al fin a inquirir la alemana al tiempo que se arrodillaba frente a él—. ¿Te refieres a mi esposo?
    —¡El mismo, señora! El mismísimo capitán León de Luna. Estaba vendiendo huevos tal como me ordenasteis, cuando una solitaria carabela fondeó en la bahía.

    Me aproximé a curiosear, y lo primero que vi sobre el castillo de popa fue al capitán en persona.

    —¡Dios misericordioso! —exclamó la mujer nerviosamente—. Viene a cumplir su promesa de matarnos.
    —¿A mí también? —se asustó el pobre muchacho abriendo los ojos de espanto—. Yo no he hecho nada.
    —No. A ti no —replicó ella extendiendo la mano y acariciándole el rostro con afecto—. Ni siquiera sabe que existes. A Cienfuegos y a mí. ¿Estás seguro de que se trata de mi marido?
    — Por mi desgracia, sí, señora —lloriqueó el asustado rapaz al que la camisa no debía llegarle al cuerpo—. Aún le recuerdo de cuando cruzó ante mi casa en busca de Cienfuegos, y hoy le vi tan cerca como de aquí al corral.
    —¡No temáis! —se apresuró a intervenir Luis de Torres—. No permitiré que se os acerque. Por muy esposo vuestro que sea, no tiene derecho a acosaros. Hablaré con él.

    La vizcondesa se puso en pie con gesto de profundo abatimiento, y ni siquiera hizo el menor esfuerzo por disimular que se sentía vencida. Negó una y otra vez con obstinación, y por último musitó apenas:

    —No le conocéis. Si ha sido capaz de atravesar el océano, no se detendrá por mucho que digáis. Acabará conmigo, estoy segura, pero ahora lo único que importa es proteger a Cienfuegos. Tengo que conseguir que se convenza de que ha muerto.
    —Acudiré a pedir justicia al virrey —aventuró el converso.
    —El virrey os aborrece —le hizo notar la alemana—. Y no creo que dude a la hora de ponerse de parte de un noble español emparentado con el rey Fernando, en contra de una extranjera que persigue a su joven amante como una buscona de campamento.
    —Tenéis buenos amigos.
    —No quiero que se mezclen en esto.
    —Pedidle ayuda al capitán Ojeda —intervino el cojo Bonifacio esperanzado—. Os aprecia, es un hombre generoso y justo, y el mejor espadachín del reino. En un santiamén le atravesará el corazón como quien pela un mango.
    —Eso nunca. No quiero más violencia —sentenció su ama pasándole la mano afectuosamente por el ensortijado cabello—. Esto es algo que debe quedar entre León y yo. Me lo advirtió con toda claridad, y sabía a lo que me exponía cuando decidí emprender este viaje. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Así estaba escrito y así será.
    —Me niego a aceptarlo —replicó el ex intérprete real con gesto adusto—. Aún se pueden hacer muchas cosas.

    Huir por ejemplo.

    —¿Adónde? La isla no es muy grande, y ya que ha venido hasta aquí me seguirá dondequiera que me esconda —sonrió con tristeza—. Y si hay algo de lo que estoy convencida, es de que no quiero pasarme el resto de la vida huyendo.

    El de Torres, que aparecía sentado en el suelo abrazado a sus rodillas en una curiosa posición que se diría que le ayudaba a pensar, alzó el rostro y la observó con extraña fijeza.

    —Alguna forma habrá de obligarle a que desista de su empeño —masculló.
    —Si la hay, no la conozco —fue la sincera respuesta—.

    Lo único cierto es que juró que me arrancaría el corazón, y que ha venido dispuesto a cumplirlo.

    —Yo se lo impediré —sentenció el converso.
    —¿Cómo?
    —Aún no lo sé, pero si no encuentro otra solución tened por seguro de que acabaré matándole.

    El río, manso, oscuro; perezoso, discurría desganadamente por entre la tupida masa de altos árboles, abriéndose paso a través de jacintos y nenúfares con tan escasa fuerza, que nadie parecía capaz de concretar si iba o venía, subía o bajaba, se trataba en realidad de un río, o no constituía al fin y al cabo más que un largo brazo de la laguna que se hubiera adentrado en una brecha de la agobiante selva.

    Hacía ya tres días que navegaban sin prisas buscando siempre la sombra de la orilla, dormitando en la arena de los playones durante las pesadas y calurosas horas del mediodía, y colgando sus hamacas entre dos ramas, directamente sobre el agua con la llegada de la noche.

    Habían cambiado la diminuta piragua de sorprender caimanes por otra, mucho más ancha y cómoda, que el nativo solía utilizar para sus largos viajes a los poblados de la costa, y se alternaban a la hora de bogar sin esfuerzo, compensando los largos silencios en los que todo se iba en la contemplación del monótono paisaje, con amenas charlas en las que cada uno le hablaba al otro de su universo particular.

    Ya eran amigos; y amigos con ese concepto férreo de la amistad que únicamente puede darse entre seres humanos que siendo muy distintos, tan sólo tienen en común el concepto de profunda soledad en que han visto transcurrir la mayor parte de su existencia, puesto que Cienfuegos se había hecho hombre sin más compañía que las cabras de sus riscos de La Gomera, y el diminuto Papepac llevaba camino de hacerse viejo sin tratar la mayor parte del año más que a los silenciosos caimanes del pantano.

    El resultado era que ahora se sentían a gusto juntos, puesto que ambos parecían poseer un tacto especial que les permitía captar cuándo su compañero prefería mantenerse en silencio o agradecía la distracción de una palabra amable, ya que lograban entenderse con un simple intercambio de miradas, aprendiendo a confiar el uno en el otro hasta el punto de que el canario había conseguido librarse por un tiempo de la obsesionante tensión en que se había visto obligado a vivir últimamente.

    Y es que de algún modo se sentía protegido por aquel enteco hombrecito de cara de ratón, cuya evidente carencia de fuerza física se veía compensada por una indomable voluntad, unos nervios de acero, y un profundísimo y sereno conocimiento del hábitat en que se desarrollaba su existencia.

    No en vano el pelirrojo le había visto atrapar por el cuello a una víbora en el momento de lanzarse al ataque, aferrándola con unos dedos que se cerraban con la fuerza de tenazas, para permitir luego que el viscoso y escurridizo reptil se enroscase a su antebrazo, machacándole por último la cabeza de un seco mordisco. Y le había visto igualmente quedarse tan inmóvil como una estatua de sal, sin pestañear siquiera, a menos de tres metros de un leopardo que rugía mostrándole los dientes desde una alta rama, tan impasible como si la enorme fiera no le doblara en peso y tamaño, aguardando su ataque convencido de que sabría degollarla en él aire apenas iniciara su salto.

    Se había ganado a pulso sin lugar a dudas sus dos sobrenombres de Camaleón y Cazador, y en la jungla se comportaba como señor indiscutible de las bestias, debido probablemente a que poseía unos reflejos excepcionales, que el español a menudo dudaba de que pudieran ser ciertos. Si se le caía un objeto lo alcanzaba en el aire antes de que tocara el suelo, y si un mono le lanzaba un zarpazo lo esquivaba con tanta naturalidad que se diría que lo veía venir a una velocidad diez veces más lenta de la real. De igual modo atrapaba los abejorros al vuelo, y tan sólo los más diminutos colibríes, con sus infernales cambios de rumbo conseguían, en ocasiones, escapar a su acoso.

    Al cuarto día hizo su aparición el primer poblado, apenas algo más que un desperdigado conjunto de chozas alzadas sobre altos pilotes sobre las mismas aguas, y unidas entre sí por una serie de puentes o pasarelas que parecían siempre a punto de derrumbarse, pero que constituía, evidentemente, el único signo de vida humana que surgía ante sus ojos tras tantos meses de no ver más que árboles.

    —¡Buena gente! —musitó el nativo sonriendo ampliamente—. Pacífica y sin miedo, porque hasta aquí no llegan los caribes. Mujeres cariñosas, ¡muy, muy cariñosas!

    Esta noche tú y yo...

    Completó la frase con un expresivo gesto que daba a entender groseramente sus intenciones, y como si ello le hubiera servido de acicate, aceleró por primera vez el ritmo de las paladas aproximando hábilmente la canoa al destartalado embarcadero de la mayor de las cabañas.

    Cienfuegos saltó a tierra, agradeció sentir bajo sus desnudos pies el firme entarimado hecho de ramas, y se encaminó decidido hacia la desvencijada choza de techo de palma, levemente extrañado por el hecho de no haber conseguido distinguir aún presencia humana alguna.

    Percibió el resplandor quizás en el instante mismo en que un sexto sentido quiso ponerle sobre aviso del peligro, pero antes de que le dieran oportunidad de reaccionar, acusó el golpe, cayó hacia atrás lanzando un rugido de dolor, y no tuvo tiempo más que de advertir cómo Papepac se arrojaba de cabeza al agua, para perder el conocimiento sin llegar a comprender qué era lo que había sucedido.

    Los que siguieron fueron días confusos en los que su mente, acosada por la fiebre y el delirio, no fue capaz de discernir qué estaba ocurriendo en torno suyo, y a qué se debía que se sintiera como atravesado por un hierro al rojo vivo, al tiempo que broncas voces agresivas tan sólo hacían referencia a sangre y muerte.

    Cuando al fin —nunca supo cuánto tiempo más tarde— abrió los ojos plenamente consciente de que continuaba perteneciendo al mundo de los vivos, lo primero que advirtió fue que una maloliente masa humana se inclinaba sobre su rostro para examinarle con detenimiento y exclamar al fin con un ronco vozarrón que estalló como un petardo en su cabeza.

    —¡Mira qué milagro, pues! Se despertó el durmiente.
    —¿Quién eres? —musitó apenas con un esfuerzo inaudito.
    —Patxi, Patxi Irigoyen.
    —¿Estamos ya en Sevilla?
    —¿Sevilla? —se asombró el otro, y luego gritó hacia fuera poniendo a prueba la fuerza de sus pulmones—: ¡Ehhh! ¡Goliat! ¡Vinuesa! ¡Pichabrava! El pájaro acaba de despertar y pregunta si estamos en Sevilla.

    Al poco hicieron su aparición tres individuos armados hasta los dientes, que se agruparon en torno al herido que permanecía tumbado en una hamaca, y al que observaron con una mezcla de burla y desconfianza.

    —¿Sevilla? —inquirió el que parecía llevar la voz cantante, un enano de no más de metro veinte que sé cubría la enorme cabeza con un alto yelmo emplumado que no bastaba en absoluto para disimular su condición—. ¿Te estás quedando con nosotros, espía de mierda?
    —¿Espía? —se sorprendió el gomero—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Quiénes sois y dónde estamos?

    Un dedo mugriento y gordezuelo sé aplastó contra el ojo derecho de Cienfuegos obligándole a lanzar un aullido.

    —¡Calla, coño! —masculló el pigmeo—. Aquí las preguntas las hago yo. ¿Quién eres y dónde están los otros?

    Cienfuegos tardó en responder, puesto que el dolor había sido tan intenso que por unos instantes le había dejado realmente aturdido, pero haciendo un inaudito esfuerzo, inquirió procurando vencer su ira.

    —¿Qué otros? ¿A quién te refieres?
    —¿A quién va a ser, pedazo de cabrón? A los que venían contigo; a los esbirros del almirante.
    —¡Ah! ¿Esos? —Hizo una corta pausa—. Murieron todos.
    —¿Todos? —inquirió ahora un calvorota de cabeza apepinada al que le faltaban tres dientes—. ¿Dónde?
    —En el Fuerte.
    —¿En Santo Tomás? —exclamó alborozado el liliputiense—. ¿Los salvajes consiguieron arrasar al fin Santo Tomás? —Se volvió a sus compinches con gesto triunfante—. ¡Ya os decía yo que había que largarse de allí cuanto antes...!

    Pero el llamado Patxi Irigoyen, que se había limitado a estudiar la situación sentado sobre una tosca mesa sin dejar de chupetear un palillo, negó con un gesto.

    —¡Está mintiendo! Santo Tomás no ha sido destruido.
    —No conozco Santo Tomás —admitió el gomero consciente de que le convenía decir la verdad si pretendía continuar con vida—. Me refiero al Fuerte de La Natividad.
    —¡Si serás hijo de puta! —exclamó furibundo el enano amenazándole con el dedo el otro ojo—. ¡De mí no se ha reído nunca nadie que aún siga vivo! Te voy a sacar la piel a tiras como no me digas en el acto cuántos hombres venían contigo y dónde están.

    Cienfuegos recorrió uno por uno aquellos rostros patibularios, llegó a la conclusión de que se encontraba frente a cuatro canallas que no vacilarían a la hora de cumplir sus promesas, y por último, encogiéndose de hombros con un gesto que le obligó a morderse los labios puesto que tenía toda la parte izquierda del cuerpo terriblemente dolorida, replicó con estudiada calma:

    —Estoy diciendo la verdad. Me quedé con treinta y ocho tripulantes de la Santa María en el Fuerte de La Natividad, pero nos atacaron y murieron todos excepto el viejo Virutas y yo. Desde entonces he andado vagando por islas de caníbales y selvas de caimanes hasta llegar aquí.
    —¡Anda la puta!
    —¡La madre que me parió!
    —¡Un desertor de La Natividad!

    Se diría que tan prodigioso descubrimiento cambiaba radicalmente la actitud de los cuatro facinerosos que se observaron agitando la cabeza como si les costara dar crédito a lo que habían oído, y que al fin se volvieron a contemplar a Cienfuegos no sin una cierta admiración.

    —Te juro que si estás mintiendo, tendrás la peor muerte que haya tenido nadie nunca, pero si en verdad escapaste de aquella masacre y no eres un espía del virrey, la cosa cambia. —Señaló el enano—. Yo soy David Sanlúcar, pero todos me llaman Goliat, y éstos son Beltrán Vinuesa, Patxi Irigoyen y Pedro Barba, más conocido por Pichabrava. Cuéntanos qué fue lo Que ocurrió en el Fuerte, y cómo es que únicamente tú conseguiste salvar el pescuezo.

    La experiencia en el trato de hombres como el rijoso Caragato y su pandilla de eternos descontentos, había enseñado al joven gomero la forma de actuar en presencia de individuos de semejante calaña, por lo que se cuidó de dar al relato de su estancia en Haití y su huida del Fuerte La Natividad determinados matices que hicieran creer al pigmeo y sus compinches que compartía en cierto modo su forma de comportarse.

    No hacía falta ser muy listo para comprender que quienes recibían a tiros a un compatriota sin tan siquiera hacer preguntas, y se mostraban además claramente dispuestos a saltarle un ojo o despellejarle vivo con tal de obligarle a confesar dónde se encontraba el resto de las tropas que venían en su busca, no podían ser más que una cuadrilla de forajidos escapados de algún extraño lugar que él ignoraba, pero que muy pronto se apresuraron a confesarle.

    —A la primera ocasión nos largamos de Isabela —señaló Goliat visiblemente orgulloso de su comportamiento—. La gente moría como moscas, y pretendían enviarnos de guarnición a Santo Tomás. Un buen día decidimos poner tierra por medio y establecernos por nuestra cuenta.
    —¿Qué es Isabela?
    —La ciudad que el almirante fundó al suroeste de La Natividad. ¡Una mierda!
    —¿Es muy grande?
    —Es una mierda —insistió el otro—. Sucia, calurosa, maloliente e infestada de mosquitos. Si no nos hubiéramos largado ya estaríamos bajo tierra.
    —¿Está allí Don Luis de Torres?

    Los otros se consultaron con la mirada y al fin se encogieron de hombros negativamente.

    —No lo sabemos. No conocíamos a todo el mundo.
    —Es el intérprete oficial del almirante. Un converso.
    —Ahora el intérprete es un salvaje que llevaron a España en el primer viaje —puntualizó Pedro Barba, aquél al que todos llamaban Pichabrava—. Un tal Diego, ahijado de Colón.
    —Lo conozco —admitió Cienfuegos—. Es hermano del cacique de Guanahaní. ¿Y maese Juan de La Cosa? ¿Ha vuelto?
    —Sí. Ese. Sí. Continúa de piloto mayor, aunque dudo que dure mucho, porque maldito el caso que le hacen pese a que es el que más sabe de navegación de todos ellos.
    —Es amigo mío.
    —Es un buen tipo —admitió el diminuto Goliat como si ésa fuera la mayor concesión que pudiera hacerse en este mundo refiriéndose a una persona—. No merece que lo maten.
    —¿Quién va a matarle? —se alarmó él pelirrojo.
    —Los salvajes, naturalmente. Estos mal nacidos no saben hacer otra cosa. O los matas, o te matan. —El vasco Irigoyen sonrió ampliamente—. Aunque hasta ahora somos más rápidos. Aquí ni Dios se desmanda.
    —¿Y dónde estamos exactamente?

    Los otros rompieron a reír divertidos, aunque resultaba evidente que palpitaba un leve deje de inquietud en el fondo de tan estruendosas carcajadas.

    —¡Ni puta idea! —admitió el pigmeo trepando a la mesa para tomar también asiento en ella—. Requisamos un falucho y nos hicimos a la mar. —Le dio un sonoro sopapo al calvorota—. Este jodido juraba que sabía todo lo que hay que saber sobre navegación, pero lo cierto es que estamos más perdidos que el virgo de la Reina. Lo que importa es que aquí hay oro, ¡mucho oro!, y hasta que no tengamos el cofre bien repleto, no nos preocuparemos de encontrar la forma de regresar a casa.
    —¿Oro? —se sorprendió Cienfuegos—. ¿Estás seguro?
    —Seguro —exclamó el otro divertido al tiempo que desataba una pesada bolsa que le pendía del cinto y mostraba el dorado polvo que la llenaba—. ¿Qué crees que es esto? Un riachuelo que desemboca al Norte arrastra más polvo de oro que piojos tengo yo en la cabeza. —Le guiñó un ojo con gesto de complicidad—. ¡Dentro de un par de meses todos ricos!
    —Entonces ésta debe ser la famosa isla de Babeque que tanto buscaba el almirante —murmuró el canario—.

    Recuerdo que...

    Hizo intención de añadir algo, pero una fuerte punzada en la herida le cortó el resuello, advirtió cómo le faltaba el aire que parecía negarse a descender a sus pulmones, la fatiga por la larga charla le golpeó como un mazazo, y súbitamente inclinó la cabeza a un lado y perdió el conocimiento como si le hubiera fulminado un rayo.

    —¡Mierda! —se asombró el vasco—. Le dieron la puntilla, pues.
    —Es que el balazo fue de cojones —le hizo notar el Pichabrava—. Lo que es raro es que siga vivo porque yo nunca fallo un tiro. ¿Es posible que su historia sea cierta?

    El llamado Goliat se lanzó desde la mesa como quien se tira a un abismo al tiempo que asentía.

    —No hay nadie capaz de inventar algo así, a no ser que le haya ocurrido —,dijo aproximándose al herido para alzarle desconsideradamente un párpado y cerciorarse de su inconsciencia—. Si como asegura habla el idioma de estos bestias, puede sernos muy útil. —Le pasó el dedo por el cuello—. Y cuando ya no le necesitemos, ¡zaaasss!
    —¿Por qué? —quiso saber el vasco—. Aquí hay oro suficiente para todos.
    —Nunca hay oro suficiente para todos —sentenció el liliputiense—. Además —añadió— es demasiado alto, y nunca me he fiado de los tipos que crecen tanto.

    Abandonó la cabaña y salió al exterior para ir a tomar asiento en el extremo del desvencijado embarcadero, de tal modo que sus diminutas piernas colgaban directamente sobre el agua y los nenúfares, permaneciendo absorto hasta que en el recodo del río hizo su aparición una canoa en la que se distinguían dos hombres y una mujer que bogaban cansinamente en dirección al poblado.

    —¡Pichabrava! —llamó sin volverse—. Vienen tres.

    El mencionado —Pedro Barba por verdadero nombre— surgió al poco de la choza portando un pesado mosquete que plantó a modo de aviso bien visible para quien llegara por el río, al tiempo que sus dos compañeros cruzaban una endeble pasarela y se apostaban ante una choza que aparecía herméticamente cerrada y sin más acceso que una gruesa puerta igualmente atrancada.

    Caía la tarde, el pesado bochorno, húmedo y pegajoso, disminuía de intensidad mientras un rojo sol rozaba ya las copas de los árboles, y docenas de blancas garzas sobrevolaban majestuosamente a ras de agua mientras oscuros patos se lanzaban en picado contra su superficie o alzaban el vuelo con un pez en el pico para engullírselo posados sobre las ramas de los cercanos araguaneys.

    Era, sin duda, la hora más hermosa de la selva, aquélla en la que los verdes cambiaban más los tonos, y el colorido de flores y aves destacaban con más fuerza, la hora en que los sonidos parecían llegar más lejos y más nítidos, y los densos perfumes embriagaban con mayor intensidad.

    Todo respiraba belleza y quietud en aquel paradisíaco rincón del universo, y tan sólo la discordante presencia de los cuatro mugrientos españoles con sus amenazantes armas rompía el equilibrio de un paisaje en el que incluso las desnudas figuras de los indígenas que se aproximaban parecían estar en armonía con cuanto les rodeaba, pese a que observaban con ojos de ciervo asustado la figura del enano, y la mujer temblaba en el momento de varar la embarcación y trepar pesadamente al entramado de ramas.

    Todo cuanto llevaba, era una calabaza marcada con el número cinco, número que lucía a su vez toscamente dibujado con tintura roja sobre el pecho.

    Entregó con mano trémula la calabaza al pigmeo, que, tras cerciorarse de que se encontraba más que mediada de polvo de oro, la colocó a su lado y le hizo expresivos gestos para que pasara adelante.

    —¡El número cinco de acuerdo! —gritó luego hacia el vasco y Beltrán Vinuesa.
    —¿Cuánto? —quiso saber Pichabrava sin abandonar su arma.
    —Unas cuatro onzas —fue la respuesta—. No está mal tratándose de una mujer. —Extendió la mano hacia el nativo que había abandonado la piragua en segundo lugar, y que le ofrecía a su vez una nueva calabaza marcada con el número doce—. ¡A ver qué coño traes tú, indio de mierda!

    Estudió el contenido del recipiente, casi repleto igualmente de polvo de oro, hurgó con el deseo de cerciorarse de que no estaban tratando de engañarle, y por último ordenó al indígena que continuara su camino mientras esbozaba una simiesca sonrisa de satisfacción.

    —¡El numero doce casi siete onzas! —exclamó en voz alta—. ¡Esto marcha!

    A su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se le antojó un auténtico milagro el hecho de que, tras casi dos meses de infernal travesía a bordo de una minúscula, desvencijada y apestosa carabela, su inepto y beodo piloto hubiera sido capaz de encontrar la isla de La Española y fondear frente a la deprimente ciudad de Isabela, poniendo de ese modo fin a la más terrorífica experiencia de toda su larga vida de militar curtido en cien combates.

    Los sanguinarios moros, los aguerridos flamencos o los astutos guanches expertos en tender emboscadas, resultaban a todas luces mil veces preferibles a la agonía de un balanceo que le colocaba a cada instante el estómago en los dientes para bajárselo de inmediato hasta el fondillo, obligándole a buscar en las vacías paredes de sus tripas algo que vomitar, al tiempo que se golpeaba la cabeza contra los mamparos en un inútil esfuerzo por evitar que acabara estallándole.

    El mareo, aquella estúpida pero invencible enfermedad que muchos consideraban casi femenina, había sido siempre su peor enemigo, y a tal extremo llegaba desde niño su aversión al mar, que el día en que le comunicaron que había heredado una buena parte de la isla de La Gomera, a punto estuvo de renunciar a sus nuevas posesiones con tal de no tener que emprender tan espantosa travesía.

    Dos años más tarde, al tomar conciencia de que para llevar a cabo su venganza arrebatándole la vida a la mujer que le había engañado y al muchacho que le robara a la criatura más hermosa que jamás había existido, no le quedaba más remedio que embarcarse nuevamente, tentado estuvo también de olvidar sus ansias de sangre, pero su sentido del honor se impuso, y muy a su pesar había acabado por embarcar a bordo de la más hedionda y putrefacta carraca que se hubiera atrevido nunca a cruzar el oscuro Océano Tenebroso.

    Al poner por fin el pie en tierra su primer impulso fue arrodillarse y besarla, pero era tan irresistible aún el malestar que sentía, que todo cuanto hizo fue ofrecerle unas monedas a un rapazuelo para que se apoderara de su menguado equipaje y le acompañara a la única posada del lugar en la que se tumbó sobre un mugriento camastro con intención de dormir diez días seguidos.

    Despertó casi al oscurecer del tercero, y por unos instantes se consideró el hombre mas feliz del mundo al comprobar que el suelo no se movía bajo sus pies, por lo que abrió de par en par la ventana y aspiró profundamente unos aromas nuevos, embriagantes y totalmente desconocidos, que pretendían hablarle de mundos de los que ni siquiera sospechó anteriormente su existencia.

    Las copas de altísimos árboles jugaban a fundirse con las sombras del cielo, mil aves exóticas chillaban en la espesura a tiro de piedra de las últimas casas, y media docena de mortecinas luces que comenzaban a brillar en la distancia le devolvieron a la realidad del rencor que sentía, obligándole a preguntarse si alguna de ellas iluminaría en aquellos momentos a los dos seres a los que había venido a matar.

    Por último le asaltó un hambre de meses, y abandonando el inmundo cuartucho atravesó un oscuro y tétrico pasillo para ir a desembocar en una especie de pringosa y maloliente taberna, en uno de cuyos extremos cuatro hombres jugaban a los dados, mientras un mustio aborigen —el primero que veía desde su llegada al Cipango— fregoteaba detrás de un mostrador alzado sobre barricas.

    —¡Buenas noches, caballeros! —saludó cortésmente—.

    ¿Podrían informarme de qué debo hacer para conseguir algo de comer en este lugar?

    Los desconocidos respondieron al saludo amablemente, mostrando una discreta curiosidad ante su inesperada aparición hasta que el más grueso de entre ellos indicó con un gesto hacia el indígena.

    —Por un maravedí el indio le servirá pan y pescado —dijo—. Por dos, carne de iguana. Por tres, medio conejo.
    —¿Tres maravedíes por medio conejo? —se asombró el capitán—. Con ese dinero se pueden comprar cincuenta en La Gomera.
    —Os queda la solución de ir a cenar a La Gomera —fue la respuesta de un segundo jugador de alta estatura y cara de caballo que de inmediato alzó la mano conciliador—. ¡No! No he pretendido ofenderos. ¡Venid! Sentaos con nosotros —hizo un gesto hacia el nativo y añadió—: ¡Dóngoro!, medio conejo para el caballero. Invito yo...
    —¡De ninguna manera! —se apresuró a señalar levemente amoscador. No puedo consentir que paguéis, aunque acepto la invitación a compartir vuestra mesa.

    Permitid que me presente: capitán León de Luna, vizconde de Teguise.

    —Encantado, Señor —fue la respuesta del cara de caballo—. Yo soy Juan de Oviedo asturiano de profesión, y aquí, mis amigos, el marqués de Gándara, Don Felipe Manglano, y maese Justo Palomino. ¿Cómo es que no os habíamos visto con anterioridad?
    —Llegué a la isla hace tres días, pero lo cierto es que me encontraba francamente agotado. El viaje ha sido muy pesado y debo reconocer que la navegación no es mi fuerte.
    —Tampoco la mía —admitió el marqués de Gándara, un apuesto joven cuyos exquisitos ademanes obligaban a pensar en alguien de muy alta cuna—. Y a fuer de sincero, debo admitir que antes prefiero morir de viejo en estas tierras, que tener que regresar en una de esas sucias naves.
    —¿Morir de viejo vos? —comentó irónicamente Juan de Oviedo, pero una mirada de atención por parte de sus compañeros le obligó, al parecer, a recapacitar, tartamudeando desconcertado, para tomar los dados y lanzarlos con gesto nervioso sobre el tablero al tiempo que inquiría como si se esforzara por cambiar de tema—: pero decidme, vizconde, ¿qué os trae por estas tierras salvajes?
    —La curiosidad.
    —¿Curiosidad? —se sorprendió el gordo Manglano que debía ser probablemente el propietario del local—.

    ¡Hermosa respuesta! Aquí hay mucha gente que ha venido en pos del oro, aventuras, honores o poder. Incluso algunos huyen de una mujer, del hambre o la justicia...

    Pero, por simple curiosidad, a fe que sois el único que conozco.

    —¿Realmente no os persiguen? —intervino por primera vez maese Justo Palomino, que lucía una barba patriarcal lo que le hacía parecer más anciano de lo que era en realidad, y que ante la firme negativa, añadió—: En ese caso permitid que os confiese que jamás conocí a nadie que emprendiera un largo viaje si no es porque busca algo, o porque le buscan. Y vuestro aspecto es el de un hombre acomodado.
    —Lo soy —admitió el capitán De Luna, que a continuación ensayó una leve sonrisa de disculpa—. Pero me perdonaréis si os hago notar que, aparte de la curiosidad, cualquier otra razón que tenga para haber venido tan sólo a mí me incumbe.
    —¡Desde luego! —se apresuró a tranquilizarle Juan de Oviedo—. Y quedad tranquilo que nadie volverá a preguntar nada al respecto. A este lado del océano no existe el pasado.
    —Se me antoja una medida en verdad inteligente. —El vizconde se interrumpió porque el indígena había colocado ante él un inmenso plato de madera en el que la mitad de un conejo navegaba en un mar de lentejas, y aunque el aspecto del grasiento y peculiar guisote no era en absoluto atrayente, era tal su apetito que se apresuró a devorarlo con ansia, observado con extraña atención por el resto de los presentes.
    —Perdonad —fue todo lo que pudo murmurar.

    Le sirvieron una inmensa jarra de vino más bien avinagrado pero que le supo a malvasía, y cuando a los pocos minutos hubo dado buena cuenta de su primera cena en el Nuevo Mundo lanzó un hondo suspiro y se repantingó, satisfecho, en su asiento.

    —¡Dios sea loado! —exclamó—. Creí que jamás volvería a disfrutar de placeres tan sencillos. —Observó sonriente a su alrededor e inquirió guiñando un ojo con picardía—: ¿Qué hay del otro?
    —¿Mujeres?
    —¿Cuál si no?
    —Ningún problema. Aquí las nativas son de lo más servicial, y exigen muy poco a cambio.
    —¿Nativas? —fingió decepcionarse el capitán De Luna—. Perdonad, pero he vivido mucho tiempo entre guanches y realmente no consigo aficionarme a las nativas. ¡Donde exista una auténtica rubia, de ojos claros y piel muy blanca!
    —¿Rubia, de ojos claros y piel muy blanca? —repitió el marqués de Gándara absolutamente estupefacto—. ¡Soñáis, señor! Recordad dónde estamos.
    —¿No?
    —Rotundamente no.
    —¿Es que acaso no vino ninguna española en la segunda expedición? Tenía oído que...
    —Sí —intervino el de Oviedo—. Unas cuantas consiguieron camuflarse entre los hombres, pero en su mayoría son barraganas de las que siguen a todas partes a los soldados. Mi consejo es que entre tales golfas, la mayoría viejas y manoseadas, o una joven nativa, elijáis siempre a la nativa.
    —Entiendo —admitió el vizconde con el tono de quien se ha dejado convencer—. Aceptaré vuestro consejo, aunque siempre abrigué la esperanza de poder encontrar alguna dama.
    —¿Dama? —estalló en carcajadas Felipe Manglano—.

    ¿Aquí? ¡Por favor!

    —Perdonad mi ignorancia. Me dijeron...
    —¡Tonterías!
    —Tal vez se referían a la alemana —intervino espontáneamente el joven marqués que palideció de improviso ante el gesto de reconvención que le dedicó el asturiano—. ¡Lo siento! —añadió—. No he dicho nada.

    Se hizo un largo silencio durante el cual los cuatro jugadores parecieron sentirse profundamente incómodos, mientras el capitán De Luna los observaba uno tras otro tratando de leer en el fondo de sus ojos las razones de semejante comportamiento.

    —¿Qué ocurre? —inquirió al fin—. ¿A qué viene ese misterio?
    —¿Misterio? —repitió molesto maese Justo Palomino—. Ningún misterio ¿A qué clase de misterio os referís?
    —Al que parece existir en torno a esa alemana.
    —¡Olvidadlo!
    —¿Por qué?
    —No os incumbe.
    —Tenéis razón —admitió el otro pretendiendo no darle importancia al hecho—. No me incumbe en absoluto —sonrió amigablemente—. Volvamos al principio: ¿Dónde puedo conseguir a una de esas jóvenes y hermosas nativas que tanto os entusiasman?

    Le observaron perplejos.

    —¿Ahora? —inquirió Juan de Oviedo.
    —Llevo meses embarcado, y la noche está empezando.
    —No aquí. El almirante ha impuesto el toque de queda, y en cuanto oscurece está prohibido abandonar el recinto de la ciudad. Mañana, de día...

    El vizconde quiso añadir algo más pero le interrumpió la aparición de un hombre de baja estatura pero altiva presencia y gestos desafiantes que acaparó de inmediato la atención de los contertulios que se pusieron en pie respetuosamente apresurándose a ofrecerle la presidencia de la mesa.

    —¡Buenas noches, Don Alonso! —exclamaron los cuatro al unísono—. ¡Qué alegría veros! ¡Venid por favor!

    Dignaos compartir nuestra mesa.

    El recién llegado se aproximó con el ágil paso de un bailarín y la prestancia de un rey, y su afable y espontánea sonrisa atrajo de inmediato la atención del capitán De Luna, que no pudo evitar alzarse a su vez, consciente de que se encontraba en presencia de un hombre muy especial.

    —Permitid que os presente —se apresuró a intervenir el gordo Manglano—: vizconde de Teguise..., capitán Alonso de Ojeda.
    —¡Ojeda! —exclamó admirado el primero—. ¡Qué inesperado honor! Vuestra fama...
    —¡Bobadas! —le interrumpió el otro con un gesto—.

    Bobadas y exageraciones, creedme. Lo único cierto es que soy un pobre desgraciado que acaba de perder a los naipes hasta su última moneda. —Se volvió a Felipe Manglano—. ¿Me fiáis un cuartillo de ese mosto avinagrado que vendéis a precio de Cariñena? —quiso saber—. Os juro que ignoro cuándo podré pagaros y si algún día os pagaré. —Le apuntó severamente con el dedo—. Pero tened presente que si pensáis pedirme a cambio que os avance un puesto en la lista, os retrasaré dos. —De improviso pareció recordar la presencia de un extraño, y se inmutó como si acabara de cometer una tremenda indiscreción—. ¡Lo siento! —dijo.

    —¡Olvidad el tema! —se apresuró a intervenir el marqués de Gándara—. ¡Yo invito! —Sonrió ampliamente—.

    Y os consta que soy el único que no os va a pedir nada a cambio.

    —¡Bien venido sea en ese caso! Estoy sediento.

    El impasible indígena trajo una gran jarra de vino que colocó en el centro de la mesa, y todos bebieron, ocasión que el De Teguise aprovechó para extraer de su bolsa una gruesa moneda y colocarla sobre el tablero.

    —¡Corre por mi cuenta! —dijo, e inmediatamente extendió las manos como para aplacar cualquier protesta—. El placer de beber en compañía del capitán Ojeda y tan amables caballeros, bien lo vale.
    —¡Pero sois nuestro invitado! —protestó el asturiano de cara de caballo—. Lo lógico es que el primer día...
    —Lo lógico es que el primer día, el novato pague por el aprendizaje —le interrumpió el otro con afabilidad—. Tan sólo pido a cambio una pequeña información. ¿Es absolutamente cierta, la información que llegó a España de que todos cuantos quedaron en el Fuerte de La Natividad murieron?
    —Hasta el último gato —sentenció Ojeda—. Yo mismo vi los cadáveres, y si alguna duda quedaba, el propio Canoabó me lo confirmó. No dejó piedra sobre piedra, ni alma viviente. —Le observó con fijeza—. ¿Acaso teníais algún amigo entre aquellos desgraciados?
    —¡No exactamente! Simple curiosidad.
    —Me está pareciendo que sois un hombre excesivamente curioso —sentenció el anciano Palomino—. Y ése es un grave defecto en unas tierras en las que cada cual procura ocuparse únicamente de sus propios asuntos.
    —Sonrió como queriendo quitarle hierro a sus palabras—. ¡Hacedme caso! —añadió—. Aquí una pregunta inoportuna puede traer como respuesta una estocada inoportuna.
    —Lo tendré en cuenta.
    —Más vale así.
    —¡Dejemos ese enojoso asunto! —se apresuró a intervenir Ojeda conciliador, echando mano al cubilete—. He venido a pasar un buen rato, no a calentarme la cabeza.
    —Lanzó los dados sobre la mesa—. ¿Alguien quiere jugar fiándose de mi palabra? —rió divertido—. Confieso que dudo que algún día pueda pagar.

    Su sincero desparpajo ejerció el efecto apetecido, y al poco no se escuchaban más comentarios que los directamente relacionados con los lances del juego, las chanzas y las demandas de más alcohol con el que aliviar el ardor de unas gargantas eternamente secas.

    El resultado lógico fue que a la mañana siguiente el capitán León de Luna, vizconde de Teguise, despertó con un dolor de cabeza y un malestar mucho más intenso aún que el que traía del barco, y se vio por lo tanto obligado a permanecer en la cama hasta que a media tarde hizo su aparición un Juan de Oviedo también visiblemente deteriorado, que se dejó caer sobre un taburete al tiempo que lanzaba un sonoro suspiro.

    —¡Vaya noche! —exclamó—. Y me está bien empleado por beber con Ojeda. Nunca he sabido si llega a ser más peligroso empuñando una espada o una jarra de vino.

    ¡Qué tipo!

    —¿Realmente es tan valiente y tan buen espadachín como se dice?
    —¿Ojeda? —repitió asombrado el asturiano—. No existe sobre la faz de la tierra nadie más audaz, ni más loco, y pese a que ha participado en treinta batallas y ha vencido en más de cien duelos, nadie ha conseguido ni siquiera arañarle.
    —¿Cómo es posible?
    —Lo ignoro, pero hay quien asegura que ese escapulario de la Virgen que siempre lleva consigo obra el milagro de desviar el acero y aun las balas.
    —¡Tonterías!
    —¿Tonterías? —repitió el otro lanzándole una larga mirada de reojo al tiempo que sonreía con una cierta ironía—. Si yo os contara las cosas maravillosas, ¡los auténticos milagros! que ocurren en torno suyo —añadió—.

    ¿Quién si no él podía haber descubierto...? —Se interrumpió confuso, palideció, y cambió de tema—: ¿Pero qué tonterías digo? Yo tan sólo venía a invitaros a visitar la ciudad —Le guiñó un ojo—. ¿Os continúa interesando entablar conocimiento con alguna linda nativa cariñosa?

    —¡Desde luego! —fue la entusiasta respuesta—. Pero más me apetecería si al propio tiempo continuarais contándome cosas de Ojeda.
    —No hay más que decir —cortó el otro secamente—. Y es mejor que nos vayamos.

    Abandonó la estancia de improviso, y se diría que por alguna extraña razón se sentía tan incómodo consigo mismo, que durante la mayor parte del trayecto hacia la escondida cabaña que se alzaba entre unos arbustos casi al otro lado de la amplia bahía, apenas pronunció media docena de palabras, mostrando una actitud hosca y esquiva, impropia de su carácter.

    La presencia de las muchachas indígenas pareció ejercer no obstante una influencia benéfica sobre su estado de ánimo, aunque ya de regreso a la ciudad tomó asiento sobre el caído tronco de una palmera, decidido a aguardar a que un sol de fuego se deslizara cansinamente hasta hundirse en el horizonte.

    —Cada día la carne me tienta empujándome a recorrer este camino como una bestia en celo —murmuró—. Y cada día los remordimientos me asaltan luego obligándome a detenerme aquí a intentar arrepentirme de mis actos. —Agitó la cabeza pesaroso—. ¡Qué inútil batalla! —se lamentó—. ¡Qué vano desperdicio de sentimientos y energías este continuo choque entre mi cuerpo y mi espíritu! ¡Y qué vergüenza comprender cuánto hemos traído de rastrero y repugnante a esta orilla del océano!
    —Alzó su largo rostro de caballo y clavó los redondos y saltones ojos en el capitán De Luna—. ¿Sabíais que estas buenas gentes ignoraban lo que significaba la prostitución hasta que llegamos nosotros?
    —No —replicó el otro sinceramente—. No lo sabía.
    —Pues así es —señaló el De Oviedo—. Aquí las relaciones entre hombres y mujeres eran puras y limpias, sin que jamás intervinieran los intereses, ni nadie hiciera nunca nada que no deseara. —Señaló hacia atrás—. ¡Observadlas ahora! Se comportan como animalitos asustados, soportando sin un lamento cualquier tipo de humillación a que nos apetezca someterlas a cambio de un pedazo de tela, una moneda, un espejo o un cascabel que ninguna falta les hace.
    —Nadie las obliga.
    —¡Nosotros las obligamos, puesto que hemos sabido convertirlas en esclavas de los objetos! ¡Odio los objetos!
    —exclamó de pronto lanzando un escupitajo que fue a caer sobre el agua que lamía mansamente la arena—.

    Odio todo aquello que nos encadena a nuestras pasiones y corrompe a los inocentes. —Se llevó las manos al rostro como si pretendiera ocultarse tras ellas—. ¡Oh, Dios! —sollozó con desconsuelo—. ¿Por qué me empujaste hasta aquí? ¿Y por qué has colocado al alcance de mi mano tan irresistible tentación, la más terrible a que se haya enfrentado jamás un ser humano? —Alzó unos ojos empañados en lágrimas hacia el desconcertado vizconde de Teguise que no acertaba a comprender las auténticas razones de aquel súbito ataque de histeria y desesperación, y casi aulló cerrando con fuerza los puños—. ¡Yo no deseo caer en ella! —gimió—. Quiero rechazarla, pero...

    ¿Quién puede reunir las fuerzas necesarias como para decir que no a semejante maravilla?

    El capitán León de Luna permaneció unos instantes como alelado, y por último inquirió con un hilo de voz:

    —¿A qué maravilla os estáis refiriendo?

    El otro balanceó absurdamente una y otra vez su enorme cabeza, para concluir haciendo un vago gesto hacia el mar que se extendía ante él.

    —¿A cuál va a ser? —replicó roncamente—. A la fuente de Ojeda.
    —¿Fuente? —repitió el vizconde—. ¿Qué clase de fuente?
    —La de la Eterna Juventud.

    Cienfuegos recuperó el conocimiento al día siguiente, y el llamado Pedro Barba, alias Pichabrava, que se balanceaba en una hamaca puliendo sus armas, se limitó a dirigirle una mustia e indiferente mirada al advertir que le estaba observando.

    —Tengo sed —murmuró apenas el canario.

    El desdentado calvorota continuó absorto en su tarea, sin prestarle mayor atención hasta que el gomero insistió suplicante:

    —¡Agua!
    —Deberías estar muerto —fue la desabriada respuesta—. Jamás había fallado un disparo a esa distancia y no me divierte que andes por ahí correteando y recordándome mi error a todas horas.
    —No fallaste... —le hizo notar—. Es que soy inmortal.
    —¡Ah, sí! —exclamó el otro divertido agitando la ancha espada que tenía en la mano—. ¿Y qué pasaría si te corto la cabeza de un solo tajo?
    —Que dejaría de serlo. Dame agua, por favor.

    Pichabrava dudó, pero por último se puso pesadamente en pie, tomó una calabaza que colgaba de un rincón y le ayudó a beber colocándole la mano tras la nuca.

    —¿Es cierto eso de que hablas el dialecto de los salvajes? —quiso saber, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: En ese caso considérate un tipo con suerte.

    A Goliat no le gustan los extraños porque asegura que todos son traidores y pensaba cortarte el gaznate.

    —Ese enano de mierda tiene muy mala leche —sentenció el gomero roncamente—. A poco más me deja tuerto.
    —Ya lo creo que la tiene —admitió el otro—. Pero también es el tipo más listo que he conocido. Nos está haciendo ricos.
    —La horca no distingue entre ricos y pobres, pero supongo que si por el simple hecho de haber desertado estamos condenados de antemano, más vale intentar sacar el mayor provecho posible. ¿Hay tanto oro por aquí como dice?
    —Los salvajes nos traen más de doscientas onzas a la semana.
    —¿A cambio de qué?
    —A cambio de nada —fue la divertida y enigmática respuesta—. Goliat sabe convencerlos.
    —Entiendo —El pelirrojo hizo una corta pausa—. Conmigo venía un indígena, un tipo pequeñito y con cara de ratón. ¿Qué fue de él?
    —Se ahogó. Del susto se lanzó de cabeza al agua y nunca más salió.
    —¡Lástima! Era un buen amigo.
    —¿Amigo? —se sorprendió el desdentado—. Ningún civilizado puede ser amigo de esas bestias. Apenas son algo más que monos y antes prefiero hacerme amigo de un perro que de un indio.

    Cienfuegos estuvo a punto de responder agriamente pero se lo pensó mejor, fingió no dar importancia al comentario y extendió las manos hacia el otro intentando alzarse.

    —¡Ayúdame! —pidió—. Necesito moverme o no saldré vivo de ésta. ¡Menudo regalo me hiciste!
    —Te apunté al corazón, y si algo lamento es haber fallado —fue la sincera respuesta.
    —¡Simpático el calvito...!

    Tuvo que buscar apoyo para no caer redondo y, al poco, pasada la primera sensación de vértigo, se esforzó por arrastrar pesadamente los pies, avanzando con estudiada lentitud y sin abandonar la mesa sobre la que colocaba una y otra vez las palmas de las manos consiguiendo de ese modo mantener a duras penas el equilibrio.

    Le dolía hasta el alma, ardía de fiebre y las piernas parecían querer negarse a sostenerle, pero continuó su marcha, paso a paso, hasta que un nuevo vahído le obligó a derrumbarse y quedó allí, tendido cuan largo era en mitad de la cabaña, hasta que hizo su aparición el vasco Irigoyen.

    —¿Qué coño pasa aquí? —quiso saber lanzando una hosca mirada a Pedro Barba que había vuelto a la tarea de bruñir sus armas—. ¿Vas a dejar que se muera como un cerdo?
    —No soy su niñera.
    —No. Ya lo veo. Lo único que eres es un grandísimo hijo de la gran puta. ¡Y un estúpido! ¿Es que no te das cuenta de que le necesitamos vivo? ¿Qué haremos cuando hayamos reunido todo el oro que queremos?

    ¿Cómo saldremos de aquí? Únicamente los salvajes conocen estas tierras, y únicamente este tipo sabe entenderse con ellos. ¡Venga! ¡Cógele por los pies!

    El otro obedeció de mala gana, y acomodaron de nuevo al canario que abrió un instante los ojos, lanzó un corto lamento y musitó:

    —¡Ingrid!
    —Te digo que es inútil —refunfuñó el Pichabrava—. Se va a morir porque yo nunca fallo.

    Patxi Irigoyen extendió bruscamente la mano y le aferró por el cuello apretando hasta conseguir que los ojos casi se le saltaran de las órbitas.

    —¡Escucha bien, pedazo de cretino! —exclamó fuera de sí—. Me tienes hasta los cojones con esa cantinela de que nunca fallas un tiro y te has follado a más de mil mujeres. Es lo único que te he oído decir desde que te conozco, y no me importaba porque todo me daba igual en este mundo. Pero ahora las cosas han cambiado, ahora soy rico, ¡muy rico!, me interesa seguir vivo y, para conseguirlo, necesito rodearme de gente que pueda serme útil. —Le inclinó la cabeza obligándole a observar muy de cerca al inconsciente canario—. Te vas a quedar aquí, a servirle de niñera, y te juro por mi alma que si se muere, no le sobrevivirás más de dos horas. ¿Está claro?

    El otro abrió mucho la boca en busca de un aire que le faltaba, tosió y carraspeó sonoramente y, por último, asintió repetidas veces visiblemente impresionado.

    —¡Muy claro, Patxi! ¡Muy claro! De acuerdo. Lo cuidaré.
    —Más te vale, porque te va en ello la vida.

    Debía ser muy grande el respeto que el desdentado sentía por el furibundo vasco, ya que a partir de aquel momento se desvivió por el gomero, y cada vez que éste abría los ojos era para encontrárselo atento a sus menores deseos, dispuesto a traerle agua o comida, e incluso a sostenerle ayudándole a pasear por la cabaña.

    Esta, que era bastante amplia, cómoda y muy fresca gracias a la brisa que corría a través del cañizo de sus dos únicas paredes, y a la humedad que le llegaba del río que circulaba mansamente bajo ella, constituía no sólo la vivienda de los cuatro españoles, sino también su puesto de observación, dado que sin apenas necesidad de moverse dominaban las márgenes del río en ambas direcciones, así como la práctica totalidad de las cabañas.

    En el rincón que formaban los dos toscos muros, y rodeado por las hamacas de tal modo que cuando sus dueños dormían resultaba imposible aproximarse a él sin despertarlos, destacaba un tosco arcón de madera de los que acostumbraban a usar los capitanes de navío, provisto de una enorme y mohosa cerradura y repleto hasta casi los bordes de polvo de oro.

    Constituía un auténtico espectáculo asistir al curioso ritual de guardar en el baúl el contenido de las calabazas que semanalmente traían los indígenas, y al canario Cienfuegos se le antojó cosa de locos advertir con cuánta ansiedad desparramaba el liliputiense aquella simple arena sobre el inmenso montón que ya tenían, alisándola luego para marcar con un punzón hasta dónde llegaba su nivel, y calcular con voz trémula a cuánto ascendía en aquellos momentos su fortuna.

    Le costaba trabajo aceptar que pudieran existir seres humanos que, encontrándose perdidos en una tierra desconocida, a miles de millas de la civilización y con la cabeza en peligro por haberse convertido en desertores, se embobaran de aquel modo a la vista de algo que allí, en plena selva, tenía desde luego muchísimo menos valor que un simple saco de garbanzos.

    Hablaban de su oro como de algo vivo, activo y poderoso, capaz de derribar todas las puertas y vencer todas las dificultades, negándose a aceptar que en aquel rincón del mundo no había puerta alguna que abrir, y las mayores dificultades se las proporcionaría sin duda el propio metal.

    Escuchándoles, se acertaba a creer que se encontraban en condiciones de dirigirse a la mañana siguiente a un cambista del barrio judío de Toledo, quien les proporcionaría en el acto su máximo valor en monedas de curso legal, y el gomero no tuvo más remedio que preguntarse qué razones existían para que aquel simple brillo dorado nublase a tal extremo la razón de los hombres.

    Años más tarde agradeció —y ése fue un agradecimiento que le acompañaría a todo lo largo de su vida— el hecho que tan maléfico hechizo no causara nunca sobre su ánimo el más mínimo efecto, y que pudiese contemplar baúles como aquél, rebosantes de oro, con la absoluta naturalidad de quien tan sólo contempla un vetusto y destartalado arcón lleno de arena.

    —Como tratéis de moverlo se os queda entre las manos —fue lo único que se le ocurrió decir a modo de advertencia—. No aguantará ese peso.
    —¡Lo sabemos, so genio! —se apresuró a responder el siempre agresivo y malhumorado Goliat—. Cuando llegue la hora del reparto cada cual se las ingeniará como pueda. Lo malo es que en este jodido lugar no hay ni un simple pedazo de tela para hacer sacos. —Lanzó un reniego—. ¡Como no usemos los calzones!
    —¡Estarías precioso con los huevos al aire! —señaló riendo Beltrán Vinuesa—. Serías el enano desnudo más rico del mundo.

    El único que parecía tener las cosas claras al respecto era el vasco Irigoyen, ya que días atrás había tenido la inmensa fortuna de tropezarse con una enorme anaconda que a punto estuvo de darle un disgusto de muerte, pero que terminó partida en dos de un certero mandoble para pasar a convertirse por tanto en una hermosa bolsa cilíndrica que se curtía lentamente al fuerte sol del trópico.

    —¡Un par de meses más y todo habrá acabado! —repetía una y otra vez obsesivamente el pigmeo de Sanlúcar—. En cuanto el oro llegue hasta el borde, nos largamos.
    —¿Adónde?

    La pregunta había sido hecha por el pelirrojo canario que los contemplaba mientras no cesaba de recorrer la estancia en un continuo esfuerzo por fortalecer sus músculos, y que ni siquiera se detuvo cuando el otro replicó apuntándole amenazadoramente con su peligroso dedo índice.

    —Ese es tu problema, Guanche. Si consigues que los salvajes nos muestren el camino, tendrás una parte del botín y serás libre de ir adonde quieras. En caso contrario te rebanaré el pescuezo y me quedaré tan ancho.
    —¡Más ancho que alto, desde luego! —fue la respuesta—. Pero lo que aún no me has dicho, es adónde coño pretendéis que os lleven.
    —A la Corte del Gran Kan. A las ciudades de oro del Cipango.

    Ahora sí que el gomero se vio obligado a detenerse buscando apoyo en el palo central de la choza para observar estupefacto a su minúsculo interlocutor.

    —¿Al Cipango? —repitió creyendo haber oído mal—. ¿A la corte del Gran Kan? ¡Pero, bueno! ¿Es posible que aún queden idiotas que acepten que las fantasías de Colón tienen algún sentido? ¡Estás loco! Por aquí no se va al Cipango, y si existe un Gran Kan duerme al otro lado del mundo.
    —¡Mientes!
    —¿Por qué habría de hacerlo?
    —Porque no te interesa sacarnos de aquí.

    Cienfuegos se volvió a Beltrán Vinuesa que era quien había hablado en último lugar, y que parecía estar intentando leer en lo más profundo de sus pensamientos, ya que era un hombre de aspecto torvo y mirar atravesado que desconfiaba continuamente de cuantos le rodeaban.

    —¿Y qué interés tengo en que os quedéis? —Quiso saber—. ¿O en quedarme yo? ¿Imaginas que si tuviera la más remota posibilidad de llegar a algún lugar civilizado no estaría ya en marcha? No soy estúpido, y precisamente porque no lo soy, y porque entiendo tanto la lengua de los caribes, como la de los azawán, he podido enterarme de que a lo largo de cientos de generaciones estas gentes no han oído hablar jamás de una ciudad, ni de un Gran Kan. Y si ni siquiera existe en sus leyendas, mucho menos existirá en la realidad.
    —Eso suena lógico, pues... —intervino el vasco Irigoyen que solía dar muestras de ser el más sensato del cuarteto—. Ya vimos qué clase de salvajes había en La Española y los que hemos encontrado aquí. Los geógrafos de los reyes aseguraban que cuanto más avanzáramos hacia el Oeste, más nos alejaríamos del Cipango y el Catay, y empiezo a creer que es cierto. El camino más corto desde Europa tiene que ser por tierra firme, hacia el Este, o bordeando Africa por el Sur. Eran ellos los que tenían razón y el almirante el que estaba equivocado.
    —¡Pero Colón siempre dijo...! —quiso intervenir el desdentado Pichabrava que permanecía sentado junto al baúl entretenido en coger puñados de oro para permitir que se le escurrieran luego voluptuosamente entre los dedos.
    —¡Tonterías! —le atajó el otro—. Siempre dijo tonterías.

    Nos prometió el paraíso y nos trajo al infierno; juró llevarnos a una ciudad de oro y nos encerró en Isabela donde nos comían la mierda, el hambre y los mosquitos.

    —Lanzó un despectivo escupitajo al río—. Creo que el Guanche tiene razón: nos hemos convertido en cuatro hijos de puta inmensamente ricos que se han quedado solos en mitad de la nada.

    Se hizo un largo silencio en el que se diría que todos los presentes intentaban asimilar una verdad de la que en lo más profundo de sí mismos tenían conciencia hacía ya mucho tiempo, y por último fue el atravesado Beltrán Vinuesa quien expresó el sentir general al inquirir:

    —¿Y ahora qué hacemos?
    —Lo mismo que hemos hecho hasta hoy —sentenció el enano intentando inútilmente introducirse un corto y grueso dedo en forma de porra en el agujero de la nariz—.

    Reunir todo el oro que podamos, y esperar. Hacia el Este o hacia el Oeste, España seguirá estando siempre en el mismo sitio, y tened por seguro que con lo que tenemos aquí, pronto o tarde encontraremos quien nos lleve hasta allí.

    Le dio un golpe en la mano a Pedro Barba para que dejara de juguetear con la dorada arena, y cerrando el cofre se colgó del cuello la pesadísima llave al tiempo que hacía un cómico ademán de amenaza al canario.

    —Y tú ten mucho cuidado —dijo—. No me inquietes al personal o me hago una bolsa con el pellejo de tu cipote.

    Por lo menos cuatro onzas me caben dentro.

    Era capaz de hacerlo y Cienfuegos lo sabía. Aquel diabólico liliputiense de cara aplastada, ojos zarcos y enorme lengua que le llenaba la boca, tenía todo el aspecto de ser uno de los seres más crueles y retorcidos que hubiesen pisado hasta el presente el Nuevo Mundo y si alguna sombra de duda le quedaba, se disipó cuando dos días más tarde un indígena le entregó una calabaza que a su modo de ver no contenía todo el polvo de oro que debía contener.

    —¡Te voy a enseñar a obedecer, mono de mierda! —exclamó furibundo aunque resultaba evidente que el pobre nativo no entendía una sola palabra de lo que le estaban diciendo—. De David Sanlúcar no se burla nadie.

    ¡Vinuesa! —gritó fuera de sí—. ¡Tráeme al número ocho!

    El aludido abrió la puerta de la cabaña que permanecía siempre atrancada, y tan sólo entonces pudo advertir Cienfuegos que se encontraba prácticamente abarrotada de niños que aparecían desparramados por el suelo, pálidos, famélicos y aterrorizados, como si más que de criaturas llenas de vida se tratara de auténticos cadáveres andantes.

    —¡Dios mío! —musitó horrorizado empezando a comprender el sistema que utilizaba aquella pandilla de canallas para obligar a los indígenas a traerles oro—. ¡No es posible!

    Pero lo era, y tras penetrar en la choza, Vinuesa regresó con una escuálida chiquilla en cuyo pecho aparecía dibujado un gran número ocho que coincidía con el que lucía igualmente el que al parecer era su padre.

    El español la aferró por la cintura cargándosela bajo el brazo como si se tratara de un paquete, para acabar arrojándola sin miramiento alguno ante el pigmeo que se apresuró a ponerle el pie encima presionando hasta inmovilizarla por completo.

    Luego, y ante la atónita mirada del canario que no acertó a comprender que la escena a la que estaba asistiendo era real hasta que hubo concluido, Goliat extrajo de su funda la afilada y larga espada que eternamente arrastraba tras sí, y aferrando con fuerza el brazo izquierdo de la horrorizada criatura, aulló como un poseso encarándose al indígena:

    —¿Esta es tu hija, verdad? Es tu hija y la quieres mucho. ¡Pues mira lo que hago cuando no cumples mis órdenes!

    De un tajo brusco y feroz le cercenó la mano que cayó al agua con un tétrico chapoteo, y alzando la voz incluso por encima de los alaridos de dolor de su pobre víctima o los incontenibles sollozos de su padre, añadió haciendo claros gestos que demostraban sus intenciones:

    —Y la próxima vez le cortaré la otra mano. Luego un pie, más tarde el otro, y al fin la cabeza. ¿Está claro?

    Dio media vuelta para regresar hacia la choza bamboleándose sobre sus cortas piernecillas al tiempo que envainaba el arma, y al cruzar junto al gomero que había tenido que tomar asiento en el suelo y vomitaba incontrolablemente, horrorizado por el espeluznante espectáculo, exclamó:

    —¡Es triste que únicamente aprendan a coñazos! ¿Y a ti qué te pasa, mariquita? —inquirió lanzándole una patada al costado—. ¿Te asusta la sangre?
    —¡Eres un enano asqueroso e hijo de puta! —exclamó casi histérico Cienfuegos, a sabiendas de que herido y débil como se encontraba arriesgaba la vida—. Un cerdo repugnante que no merece vivir.
    —¡Pues vaya una noticia! —replicó el otro sonriendo con naturalidad y como si con él no fuera la cosa—. Lo de enano e hijo de puta no es mérito mío, sino cosa de nacimiento. El resto sí que me lo he ganado a pulso.

    Fue a tumbarse en la hamaca, balanceándose al tiempo que silbaba por lo bajo una pegadiza tonadilla, y el gomero tuvo que morderse los labios y apretar los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos para no abalanzarse sobre él, lo cual no hubiera conducido, probablemente, más que a un estúpido e inútil sacrificio.

    —¡Le mataré! —musitó al fin muy quedamente—. Lo juro por Dios, y le suplico que no me permita volver a ver a Ingrid, si no acabo con la vida de estos cuatro canallas que son peores aún que los caribes.

    Apartó luego el rostro sin conseguir evitar que gruesos lagrimones le empaparan la barba, incapaz de asistir a la desesperación de un hombre que corría enloquecido con el cuerpo de una niña que se desangraba entre sus brazos, para permanecer el resto de la mañana como una estatua de sal, tan imposibilitado de mover un solo músculo como si, de pronto, alguien hubiese desconectado hasta el último resorte que tensaba su cuerpo.

    Día a día su vida había ido abriéndose camino a través de unos hechos que la mayor parte de las veces no acertaba ni tan siquiera a comprender, pero incluso en los momentos más difíciles su mente había conseguido asimilar que existían unas razones lógicas para que las cosas ocurriesen de aquel modo, ya que venían dadas por el feroz primitivismo de unos nativos de los que no se podía esperar más que salvajadas, pero ahora, aquel nefasto día de triste recuerdo, descubría, estupefacto, que seres que hablaban su misma lengua, tenían su misma nacionalidad y compartían idéntica cultura, se mostraban, no obstante, infinitamente más bestiales que el más bestial de los caníbales.

    Un simple puñado de sucio oro que de poco valía en aquellas perdidas latitudes había bastado para que unos españoles indignos de tal nombre cometiesen la más ignominiosa acción de la que se hubiera tenido noticia, y, tal vez el hecho de ser tan directo testigo de hasta qué extremos de maldad podía arrastrar su fiebre, contribuyó en gran manera a que a partir de aquel momento el canario Cienfuegos, experimentase una profunda aversión por el despreciable símbolo de riqueza y poder que, para su desgracia, se encontraría siempre, de un modo u otro, íntimamente ligado a su existencia.

    —¿La Fuente de la Eterna Juventud?
    —Exactamente.
    —¡No puedo creerlo!
    —Nadie puede creerlo hasta que comprueba sus efectos.
    —Pero yo siempre imaginé que eran fantasías —exclamó convencido el capitán De Luna—. ¡Leyendas!
    —También se consideraba una fantasía el hecho de que la Tierra fuese redonda y ya veis —le hizo notar Juan de Oviedo cuya triste cara de caballo aparecía ahora más seria que nunca—. Desde muy antiguo se habló de un perdido manantial de aguas medicinales que tenían la propiedad de regenerar los cuerpos haciéndoles perder la flaccidez, las arrugas y el cansancio, y al fin Ojeda lo ha encontrado. —Se encogió de hombros—. Si en Europa existen termas que alivian los dolores de espalda o ayudan a evacuar sin dificultad, ¿por qué no puede existir aquí una fuente que rejuvenezca?
    —¿Y fue Ojeda quien la descubrió? —inquirió interesado el vizconde de Teguise—. ¿El mismo Ojeda que estuvo con nosotros anoche?
    —El mismo. El único e irrepetible Alonso de Ojeda, que ya desde la toma de Granada, e incluso mucho antes, dejó bien sentado que era un hombre tocado por el dedo de Dios, destinado a grandes empresas, como lo fuera en su día aquel caballero Reinaldo elegido para recuperar el Santo Grial.
    —¡Santo cielo! —se maravilló el otro—. ¿Y dónde se encuentra esa fuente?

    El asturiano tardó en responder, volvió la cabeza a uno y otro lado como si temiese que alguien pudiera oírles pese a que se encontraban en mitad de la playa, y tras rascarse pensativamente el mentón como si abrigara profundas dudas sobre si debería o no continuar hablando, añadió:

    —Escuchadme con atención y tened en cuenta que me juego muchísimo si se llega a saber que os he hablado de esto, aunque al fin y al cabo estoy persuadido de que tratándose de un noble caballero, pronto o tarde acabaríais averiguándolo. —Bajó aún más la voz si es que ello era posible y musitó apenas—: Tan sólo el propio Ojeda sabe en cuál de las muchas islas que se alzan frente a las costas de Cuba, a un par de días de navegación desde aquí, está la fuente. El es, por tanto, el único que decide a quién le corresponde el turno.
    —¿Turno? —repitió el vizconde—. ¿A qué turno os referís?
    —¡Al que hay que guardar, naturalmente! —fue la impaciente respuesta propia de quien tiene la impresión de estar hablando con un imbécil incapaz de entender las cosas más sencillas—. El manantial no es demasiado grande y se han organizado grupos, que permanecen en la isla aproximadamente un mes que es lo que se necesita para rejuvenecer unos diez años.
    —¡Diez años!
    —Más o menos. —Le tomó por el brazo, obligándole a que se aproximara aún más—. ¿Recordáis al marqués de Gándara, el que nos ganó anoche a los dados? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Qué edad creéis que tiene?

    El capitán De Luna dudó.

    —¡Pues no lo sé! —dijo al fin—. Unos veinticinco.
    —Casi cuarenta.
    —¡No os creo!
    —¡Señor! —se escandalizó el de Asturias haciendo ademán de echar mano a su espada—. ¿Dudáis de mi palabra?
    —¡No, por Dios! —le atajó el vizconde—. No ha sido mi intención ofenderos. Es que se me antoja tan prodigioso...
    —¡Y lo es! Naturalmente que lo es. —Juan de Oviedo fingió calmarse a su pesar—. ¿Pero creéis que si no lo fuera, continuaríamos aquí, en Isabela, donde no existe más futuro que el hambre y la muerte? En esta maldita tierra no hay oro, ni especias, ni las maravillosas ciudades que el almirante prometió. Es la esperanza que mantenemos de que nos toque el turno de ir a la isla, lo único que nos obliga a quedarnos aquí.
    —Entiendo. ¿Y quién marca esos turnos?
    —Ojeda.
    —¿Y por qué no el virrey?
    —Colón no sabe nada. Si lo supiera correría con el cuento a los Reyes que se apoderarían del manantial y lo utilizarían para favorecer a sus cortesanos o para imponer su voluntad a otros soberanos. ¡No! —negó con firmeza—. Ojeda es demasiado noble para eso. Tan noble que no quiere que su descubrimiento atraiga la corrupción, y por eso se ha impuesto a sí mismo no beneficiarse personalmente de su descubrimiento.
    —¿Ha hecho eso? ¿No ha tomado las aguas?
    —Se niega a hacerlo para no caer en tentaciones. Con su altruismo es como el sumo sacerdote de una nueva religión.

    Esa noche, tumbado cara al cielo en su camastro, Su Excelencia el Capitán León de Luna no pudo cerrar los ojos hasta que comenzó a clarear el día, dándole vueltas y más vueltas a la inconcebible cantidad de fabulosos descubrimientos que había hecho desde su reciente llegada a La Española. A ratos, en sus momentos de mayor lucidez, dudaba de que todas aquellas historias sobre La Fuente de la Eterna Juventud pudieran ser ciertas, pero luego, al recordar las medias palabras de Alonso de Ojeda y sus compañeros, y la aparente sinceridad de Juan de Oviedo, se inclinaba a aceptar que, efectivamente, aquel desconocido Nuevo Mundo ocultaba maravillas jamás imaginadas anteriormente.

    Tan difícil resultaba desde luego admitir que la Tierra fuese redonda y se pudiera llegar al Este por el Oeste, como el hecho de que en él existiera una fuente medicinal que regenerase los tejidos.

    Durante largas horas apenas dedicó, por tanto, un leve pensamiento a su fugitiva esposa ó al odiado Cienfuegos, puesto que de improviso incluso su desesperada ansia de venganza parecía haber pasado a un segundo plano frente a la posibilidad que tal vez se le ofrecía de recuperar una parte de aquella añorada juventud que ya empezaba a quedar atrás en su recuerdo.

    —¡Diez años menos! —repetía obsesivamente como una machacona cantinela que se le hubiera instalado para siempre en el cerebro—. ¡Diez años menos!

    Diez años menos siendo como era ahora un famoso capitán, noble, rico y respetado significaba casi tanto como empezar una nueva vida teniendo todos los triunfos en la mano.

    —¡Diez años menos!

    Muy temprano, sin haber dormido apenas, se puso en pie y deambuló enfebrecido por la ciudad buscando a Juan de Oviedo.

    Cerca ya del mediodía acertó a descubrirlo al fin en un claro del bosque, librando un duro combate de entrenamiento a espada con un enloquecido marqués de Gándara, que saltaba de un lado a otro, reía y alborotaba como un auténtico chicuelo.

    —¿Qué os parece? ¿Qué os parece? —gritaba sin cesar de dar salvajes mandobles que mantenían acorralado al asturiano—. Ya no abusáis de mí como antes.
    —¡Eh! Ahora soy yo el que os agota y os obliga a suplicar clemencia. ¡Rendíos, bellaco! ¡Rendíos, viejo caduco!

    Se interrumpió al descubrir que les estaba observando desde no más de diez metros de distancia, y pareció azorarse hasta el punto de inquirir en tono airado:

    —¿Qué hacéis ahí? ¿Desde cuándo nos estáis espiando?
    —¿Espiando? —repitió ofendido el capitán De Luna, haciendo ademán de abalanzarse sobre él—. ¿Cómo os atrevéis maldito deslenguado? ¡Os voy a enseñar a manejar la espada como un hombre y daos por muerto!

    El otro no pareció amilanarse por la amenaza, colocándose de inmediato en guardia dispuesto a vender cara su vida, pero Juan de Oviedo se apresuró a mediar colocándose entre ambos al tiempo que alzaba los brazos.

    —¡Haya paz! ¡Caballeros, por favor! ¿Qué modales son ésos entre amigos?
    —¿Amigo alguien que osa acusarme de espía?
    —¡Perdonadle! —suplicó con aire compungido el de la cara de caballo—. Perdonadle, por favor. Debéis comprender que en sus circunstancias tiene que...
    —¿A qué circunstancias os referís? —le interrumpió bruscamente el de Gándara en tono de alarma—. ¡Medid vuestras palabras, Oviedo! ¡Recordad lo que habéis prometido!

    El asturiano pareció dudar. Observó perplejo a ambos contendientes, y concluyó por dejarse caer, abatido, sobre el podrido tronco de un árbol.

    —La culpa es mía —musitó en voz muy baja ocultando el rostro entre las manos—. ¡Unicamente mía!
    —Alzó unos tristes ojos suplicantes—. Temo que he sido indiscreto.
    —¿Cómo decís? —fingió horrorizarse el marqués—.

    ¿Acaso habéis sido capaz de...? —La muda respuesta que obtuvo bastó para obligarle a lanzar lejos la espada como si súbitamente le abrasara la mano—. ¡Dios, Dios!

    —sollozó alzando los brazos al cielo—. ¿Cómo habéis podido...?
    —¡Lo siento!
    —¡Sentirlo no basta, Oviedo...! ¡No basta y lo sabéis!

    ¡Esto era un pacto entre caballeros! ¿Qué dirá Ojeda?

    —¡No, por Dios! —suplicó el desgraciado asturiano aferrándole del brazo con aparente desesperación—. No le digáis nada a Ojeda o me apartará para siempre de la fuente.
    —Sería lo justo. Es lo que merecéis.
    —Para vos es fácil decirlo ahora, pero hace dos meses hubierais matado por conseguir uno de los primeros puestos. Aún recuerdo cómo os pusisteis cuando corrió el rumor de que la alemana iba a ocupar vuestra plaza relegándoos a un segundo viaje. Hubierais sido capaz de asesinarla.
    —¿Alemana? —se apresuró a intervenir el capitán De Luna—. ¿De qué alemana habláis?
    —¡No interrumpáis más, por favor! —le atajó el marqués con manifiesto mal humor—. Bastante daño habéis causado incitándole a hablar. —Se volvió a Juan de Oviedo y aunque su ceño continuaba fruncido y su expresión adusta, se diría que su tono de voz se apaciguaba un tanto—. ¿Qué es lo que le habéis contado exactamente? —quiso saber.
    —No mucho. Tan sólo lo que se refiere a la Fuente y sus propiedades.
    —¿Y os parece poco? —se asombró el otro—. ¿Sabéis lo que ocurriría si la noticia se difundiese por Europa?

    ¡Nos invadirían millones de desesperados de todo el mundo que la agotarían de inmediato sin servir de utilidad a nadie! —Le tomó de la barbilla y le obligó a alzar el rostro y mirarle de frente—. ¡Fijaos en mí! —añadió—. Estuve allí dos meses bebiendo y bañándome a diario de esa agua bendita que me ha devuelto a mis mejores años, pero si en lugar de los que fuimos, hubiéramos sido cien, todos hubiéramos regresado igual que antes.

    ¿Es que no lo entendéis? Es demasiado pequeña y hay que cuidarla.

    —¡Lo entiendo! —emitió el otro compungido—. ¡Naturalmente que lo entiendo! Perdonadme.
    —Ojeda es el único que puede hacerlo.
    —¡Dios misericordioso!
    —Permitidme mediar en favor de Don Juan —intervino de nuevo con cierta timidez el vizconde—. Me consta que nunca fue su intención ser indiscreto. Sin duda fue culpa mía ya que supe incitarle a hablar pese a que no era ése su deseo.

    El marqués de Gándara, que parecía acabar de sufrir uno de los mayores desengaños de su vida, se dejó caer con aire abatido al pie de un árbol, y tras un largo rato de contemplar la espesura con aire ausente, se volvió a mirar de reojo a sus dos acompañantes.

    —¡Bien! —dijo—.El daño ya está hecho, supongo que no hay remedio, y contárselo a Don Alonso de Ojeda significaría darle un disgusto semejante al que me habéis dado a mí. —Les apuntó acusadoramente con el dedo—. Pero os lo advierto; una indiscreción más y juro por Dios que no viviréis para contarlo. Dedicaré el resto de mi vida, que ahora es mucha, a perseguiros y aniquilaros dondequiera que os escondáis.

    El vizconde se aproximó para acuclillarse frente a él, y con gesto de absoluta sinceridad se colocó la mano sobre el corazón.

    —Tenéis mi palabra de honor de que jamás mencionaré este asunto. —Hizo una corta pausa, e inquirió casi con un esfuerzo—. Pero, decidme: ¿es cierto que tenéis ya casi cuarenta años?
    —Los cumpliré en noviembre.
    —¡Increíble!
    —¿Realmente os lo parece? —sonrió el otro con una cierta coquetería ante el halago—. ¡Pues si vierais el efecto en las mujeres os quedaríais asombrado! Tal vez debido a su piel o a su condición femenina, el resultado es aún mejor.
    —¿Ha habido muchas mujeres que lo hayan probado?
    —fue la interesada pregunta.
    —Dos hasta ahora, y otra que está allí en estos momentos.
    —¿La misteriosa alemana de la que nadie quiere hablar?
    —Continuáis haciendo demasiadas preguntas —intervino Juan dé Oviedo aproximándose—. Y tanto preguntar es lo que me ha llevado a esta amarga situación. ¡Habíais prometido olvidar el tema!
    —¡No! —se apresuró a desmentirle el capitán—. ¡Eso nunca! Prometo no hablar con nadie de este asunto pero ahora que sé que existe no podéis exigirme que lo olvide. Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para conseguir que Alonso de Ojeda me cuente entre sus elegidos.
    —¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué méritos tenéis?
    —Los mismos que cualquier otro noble caballero español.
    —Permitidme que lo ponga en duda —señaló el asturiano—. Todos los que hemos sido seleccionados luchamos junto a Ojeda desde hace años. El marqués fue su escudero cuando la captura de Canoabó, y la mayoría de los que están ahora en la Fuente participaron en la defensa de Santo Tomás.
    —¿La alemana también?
    —No. La alemana no.
    —Entonces ¿por qué está allí? ¿Acaso Ojeda y ella...?

    El marqués de Gándara extendió rápidamente la mano colocándosela sobre los labios al tiempo que señalaba amenazador:

    —¡No lo digáis! No me obliguéis a mataros. Quien ponga en duda la honorabilidad de esa mujer, es reo de muerte. Está allí como compensación a su coraje, y a lo mucho que sufrió al perder al hombre que amaba en el desastre del Fuerte de La Natividad. Don Alonso quiso hacerle ese regalo antes de que regresase a Europa.
    —¿Europa? —se inquietó de forma visible el vizconde—. ¿Por qué Europa? ¿Por qué no vuelve aquí?
    —Nadie que haya estado en la fuente volverá ya nunca por aquí —le hizo notar el otro—. A mí no me conocía mucha gente, pero aun así algunos se asombran ante mi nuevo aspecto. ¿Imagináis lo que ocurriría si de pronto empezaran a pulular por las calles de Isabela docenas de hombres y mujeres diez o quince años más jóvenes?

    Todo acabaría por descubrirse, y para evitarlo se ha decidido que desde la misma isla regresen directamente a lugares donde nadie pueda extrañarse ante sus nuevas fisonomías.

    Su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se tragó una vez más el anzuelo y aunque resultaba en verdad sorprendente su inaudita capacidad de aceptar como válidos el sinfín de disparates que había tenido que escuchar en el transcurso de los tres últimos días, cabía admitir en su descargo que se enfrentaba a dos de los más famosos y reconocidos timadores y comediantes de la España de su tiempo, lo que ya era de por sí una garantía de éxito en cualquier turbia empresa.

    Luis de Torres y su buen amigo Alonso de Ojeda habían sabido sin duda elegir a la perfección a los principales protagonistas de aquella rocambolesca farsa, ya que Juan de Oviedo había ejercido anteriormente el duro oficio de cómico de carreta y plaza de pueblo, mientras que por su parte el marqués de Gándara tenía justa fama de haber estafado a media Andalucía antes de verse obligado a huir al Nuevo Mundo.

    Constituían, por tanto, un par de desvergonzados pícaros capaces de mantener un aire impasible, serio y responsable mientras desgranaban descaradamente las más absurdas fantasías, consiguiendo de ese modo que una aturdida víctima, que acaba de poner por primera vez el pie en un universo totalmente desconocido y, se encontraba aún bajo los efectos de una larga y dantesca travesía, aceptara comprar a ojos cerrados la mismísima catedral de Santiago —botafumeiro incluido— si se hubieran propuesto vendérsela.

    De nuevo a solas en su camastro, el desconcertado capitán De Luna no podía, por tanto, dejar de darle vueltas al hecho —nunca antes sospechado— de que cabía la posibilidad de rejuvenecer diez ó quince años en cuestión de meses, y al problema —ahora ya menos importante— de que la odiada mujer a la que continuaba decidido a matar, emprendería muy pronto el regreso a Europa donde, bajo un nuevo aspecto, desaparecería de su vida para siempre.

    Cienfuegos, al parecer, estaba muerto. El maldito cabrero que le robara la esposa y le obligara a recorrer los mil senderos de la isla burlándole de la forma más sucia e ignominiosa, había acabado pagando cara su osadía, y si bien por un lado lamentaba no haber conseguido tomarse la justicia por su mano despellejándole vivo personalmente, por otro agradecía no tener que preocuparse más de aquella especie de ente infrahumano, para poder concentrar sus esfuerzos en Ingrid y en la misteriosa Fuente de la Eterna Juventud que le mantenía insomne durante largas horas.

    ¿Cómo conseguir que Ojeda le aceptara?

    ¿Cómo convencer al más famoso héroe de su tiempo y más valiente e incorruptible de los capitanes españoles de que le incluyera en su lista de candidatos a la felicidad, y lo hiciera, además, a tiempo de poder vengarse de su ex esposa?

    Por lo que había conseguido averiguar a última hora, sería la misma sucia nave en la que había llegado a Isabela la que zarparía rumbo a la isla de la fuente, donde desembarcaría a un pequeño grupo de nuevos elegidos de la fortuna, para recoger a continuación a los que ya llevaban allí más de dos meses y emprender sin demora viaje a España.

    Eso significaba que Ingrid se le escurriría una vez entre los dedos cuando la tenía ya al alcance de la mano, y la sola idea de que la larguísima travesía del océano en la que había creído morir mil veces a causa del mareo resultaba a la postre completamente inútil se le volvía insoportable.

    Tenía que matarla.

    Tenía que ingeniárselas de forma que al tiempo que llevaba a cabo su venganza pudiera aprovechar el viaje beneficiándose de aquel prodigioso descubrimiento único en el mundo, y dedicó, por tanto, a la solución de tan arduo problema la casi totalidad de su tiempo en los días sucesivos, hasta el punto de que a la primera ocasión que tuvo de encontrarse de nuevo a solas con el asturiano Juan de Oviedo, le espetó sin previo aviso:

    —Os cederé, firmado ante notario y con el propio almirante de testigo, mi casa solariega en Calatayud, con todas sus tierras y ganados, si conseguís que forme parte del primer grupo que vaya a la isla.
    —¿Os habéis vuelto loco? —fingió asombrarse el otro—.

    Más sencillo os resultaría pedirme la mismísima luna.

    —No quiero la luna. Quiero ir a esa isla en el próximo viaje y os garantizo que mis posesiones de Calatayud os convertirían en un hombre muy rico.
    —No dudo de vuestra palabra... —se apresuró a tranquilizarle el asturiano—. Dudo tan sólo de mi capacidad de convencer a Ojeda. Es un hombre justo e incorruptible al que no le impresionan las riquezas. En caso de que os aceptara, no creo que os correspondiera viajar hasta dentro de un año y medio por lo menos.
    —No puedo esperar ese tiempo —fue la firme respuesta—. Necesito ir en este viaje.
    —Pues no contéis conmigo —señaló con absoluta calma el cara de caballo—. Ni por todas vuestras haciendas me jugaría la posibilidad de ir a esa isla. Dinero y tierras son cosas que siempre pueden conseguirse; recuperar la juventud ya es más difícil.

    Si algún leve atisbo de duda dormitaba aún en el fondo del alma del vizconde, aquella serena actitud la disipó. Que un muerto de hambre, soldado de fortuna y caballero de capa raída, que había tenido que cruzar todo un océano en un aparentemente vano intento de mejorar su suerte, fuera capaz de renunciar a una casa solariega, tierras y ganado, con tal de beber en una fuente mágica, le convenció de que ciertamente el agua de esa fuente valía más que todo el oro del mundo.

    No fue de extrañar por tanto que tres días más tarde, cuando abrigó la absoluta seguridad de que, al clarear la mañana siguiente, la vetusta carabela levaría anclas para abandonar definitivamente Isabela, el capitán León de Luna se escurriera de su lecho a media noche con el fin de encaminarse furtivamente a la playa donde se apoderó de una de las muchas piraguas que descansaban tranquilamente junto al agua.

    Bogó muy despacio y, en silencio, se aproximó cautelosamente al costado de la nave, se cercioró de que nadie vigilaba en cubierta, y venciendo la instintiva repugnancia que el hedor a brea y vómitos le producía, trepó a bordo y se deslizó hasta lo más hondo de la mayor de las bodegas pese a que la sola idea de tener que volver a sufrir el martirio del mareo le enfermara.

    Con el alba, y cuando el sol luchaba aún por proporcionarle a una parte de la tierra un nuevo y hermoso día, la cochambrosa embarcación izó sus velas macheteando mansamente en dirección a mar abierto, observada en silencio por Doña Mariana Montenegro, Don Luis de Torres, maese Juan de la Cosa, Alonso de Ojeda, Juan de Oviedo, el marqués de Gándara, Felipe Manglano y Justo Palomino, que habían concluido de dar buena cuenta alegremente poco antes de un magnífico cerdo que la hermosa alemana había decidido sacrificar con el fin de celebrar tan señalado acontecimiento.

    El navío no era ya más que apenas un punto en el horizonte, en el momento en que Alonso de Ojeda se puso al fin en pie con toda calma, y desperezándose ruídosamente, señaló divertido:

    —Daría cualquier cosa por ver su cara cuando dentro de un par de días salga de la bodega y le comuniquen que su próxima escala es Cádiz.

    Ingrid Grass sonrió con una cierta tristeza, aunque al aceptar la mano que el otro le tendía para ayudarle a alzarse a su vez, replicó:

    —Lo malo es que volverá. Por lejos que vaya, siempre vuelve.
    —¡Hombre coco!

    Creyó estar soñando.

    —¡Hombre coco! ¡Eh, tú! ¡Cara de mono peludo!

    Buscó a su alrededor pero le resultó imposible distinguirle, pues la estancia se encontraba absolutamente vacía, y el ser humano más próximo —si es que podía considerarse ser humano a aquella bestia inmunda de Goliat— dormitaba a la sombra de un matojo en las lindes del bosque.

    —¿Dónde coño estás? —inquirió al fin nerviosamente.
    —¡Aquí! Bajo tu culo.

    Se inclinó en la hamaca sacando medio cuerpo fuera, y pudo entreverlo más allá del enramado del suelo, tan prodigiosamente camuflado entre los jacintos y nenúfares que cubrían por completo la superficie de las aguas, que de no haber agitado varias veces la mano hubiera llegado a la conclusión de que se encontraba hablando con un ser invisible.

    —Creí que estabas muerto.
    —Papepac aprendió de los caimanes a nadar bajo el agua sacando tan sólo la nariz. —Hizo una corta pausa—.

    ¿Quiénes son esos hombres?

    —Unos grandísimos hijos de la gran puta.
    —¿Son iguales todos los barbudos?
    —No. Gracias a Dios, no todos. Estos son los peores.
    —¿Qué piensas hacer?
    —Acabar con ellos en cuanto me recupere.
    —No podrás. Desconfían y te vigilan incluso cuando duermes.
    —Lo sé —admitió el canario—. Ya me he dado cuenta, pero encontraré la forma de matarlos.
    —¿De verdad es lo que deseas?
    —¿Acaso merecen otro fin?
    —No. No lo merecen —admitió convencido el diminuto indígena—. Yo te ayudaré.
    —¿Cómo?
    —No lo sé. Eres tú quien debe decirme cómo se puede acabar con los de tu raza. Yo sólo entiendo de caimanes y bestias de la selva.

    El vasco Patxi Irigoyen había hecho su aparición por el senderillo que bordeaba el río, y al advertir cómo se encaminaba directamente hacia la choza, el gomero se apresuró a recuperar su posición en la hamaca al tiempo que susurraba:

    —¡Márchate ahora y vuelve mañana! Pensaré algo.

    Cerró los ojos fingiendo dormir, pero lo que en verdad hacía era buscar una fórmula que le permitiese enfrentarse con posibilidades de éxito a cuatro desalmados que, al igual que no dudaban a la hora de cortarle un brazo a una criatura, tampoco dudarían en eliminar a un posible enemigo aunque éste fuera un indefenso miembro de su propia raza.

    Contó, por tanto, con casi veinticuatro horas para trazar un plan de acción, y cuando a media tarde del día siguiente se encontró de nuevo a solas, y el Camaleón acudió puntualmente a colocarse bajo la cabaña, se hallaba en condiciones de transmitirle una serie de instrucciones que el avispado hombrecillo repitió palabra por palabra pese a que se le advertía ligeramente desconcertado.

    —No entiendo muy bien lo que pretendes —admitió al fin encogiéndose de hombros—. Pero si crees que ésa es la mejor forma de destruirlos haré lo que me pides.

    Desapareció bajo los nenúfares como si de improviso se lo hubieran tragado las aguas, y aunque el canario pasó más tarde la noche en vela intentando captar algún rumor que le permitiese comprobar que el indígena cumplía sus instrucciones, los mil ruidos de la selva, el murmullo del río y los ronquidos de Pichabrava, le impidieron abrigar la certeza de que las cosas se desarrollaban tal como hubiera deseado.

    No obstante, apenas la primera claridad del alba se deslizó en silencio sobre la verde selva, se escucharon lejanas voces, y cuando los alarmados españoles se alzaron empuñando sus armas, fue para distinguir en la orilla opuesta una ancha piragua en cuyo centro se acomodaba el pequeño Papepac que era quien emitía tan desaforados alaridos.

    —¿Qué quiere ese indio de mierda? —refunfuñó malhumorado el enano—. ¿A qué viene tanto escándalo?
    —Parece ser que trata de decirnos algo —aventuró Beltrán Vinuesa.
    —¡Pues ni su padre se entera...! ¡Guanche! —llamó—.

    A ver si te aclaras.

    Cienfuegos asintió de mala gana, hizo un gesto para que guardasen silencio y fingió esforzarse en traducir lo que el hombrecillo repetía una y otra vez agitando mucho los brazos.

    Por último se volvió con aparente desconcierto.

    —Dice que si dejamos en libertad a los niños y abandonamos el poblado, nos devolverá el oro.

    Los cuatro facinerosos se contemplaron estupefactos.

    —¿El oro? —exclamó Goliat anonadado—. ¿Qué oro?
    —Nuestro oro. Eso es lo que dice.
    —¡No puede ser! —balbuceó Pichabrava.
    —Es lo que yo he entendido.
    —¡Imbécil!

    Sin embargo, el pigmeo se había apresurado a correr balanceando mucho el cuerpo hacia el pesado arcón, para arrodillarse ante él sin perder tiempo siquiera en sacarse la llave por la cabeza, abrir la tapa y lanzar un rugido de furor.

    —¡Hijo de la gran puta!

    El viejo cofre aparecía completamente vacío, y en su fondo un redondo agujero mostraba a las claras por dónde se había esfumado el preciado polvo dorado.

    —¡La madre que lo parió! —sollozó Pedro Barba sorbiendo sonoramente—. ¡Nuestro oro!
    —¡Lo mato! —fue todo lo que pudo añadir Patxi Irigoyen.

    Pero no parecía cosa fácil matar al sonriente indígena, que sentado en la piragua alzaba una y otra vez las manos dejando caer en cascada el oro y divirtiéndose en lanzar de tanto en tanto algún puñado al río.

    —¡Maldito salvaje! —exclamó Beltrán Vinuesa mordiendo las palabras—. ¡Con el trabajo que nos ha costado conseguirlo!

    Pichabrava se pasó el dorso de la mano por la nariz limpiándose los mocos para señalar con un ademán de la barbilla su pesado mosquete.

    —Con un poco de suerte puedo acertarle a la primera —dijo.
    —¡No seas bruto! —le recriminó el liliputiense—. Aunque lo mataras, que lo dudo, lo más probable es que se volteara la canoa y adiós nuestro oro. —Se rascó meditabundo la enorme cabezota de pringosa melena, y al fin, visiblemente malhumorado, añadió—: Me temo que no nos va a quedar más remedio que negociar.
    —¡Yo no trato con indios! —replicó Pedro Barba furioso—. Los mato.
    —¡Tú tratarás con quien yo diga, imbécil! —fue la contundente respuesta—. Al fin y al cabo ya habíamos conseguido más de lo que pensábamos. —Alzó el rostro hacia Cienfuegos—. Dile que si nos devuelve el oro, nos largamos, pero que si trata de jugarnos una mala pasada degüello hasta el último mocoso.

    El canario asintió con la cabeza, y haciendo bocina con las manos transmitió a Papepac la orden —que los otros no podían entender— de que se aproximara unos metros manteniéndose siempre a la expectativa.

    Patxi Irigoyen se encaminó entonces a la gran cabaña, arrojó al agua la tranca que bloqueaba la entrada, e hizo gestos a los asustados chiquillos para que fueran saliendo de uno en uno.

    Luego, el enano indicó a Vinuesa que se introdujera en el río nadando muy despacio hacia la embarcación, aunque antes de que se alejara de la orilla le amenazó con un dedo.

    —¡No se te ocurra largarte con la piragua! —le advirtió—. La empujas suavemente hacia aquí, y al menor gesto sospechoso Pichabrava te vuela la cabeza. ¿Está claro?

    El otro refunfuñó algo en voz baja, pero comenzó a nadar muy despacio al tiempo que la fila de niños se iba alejando hacia la espesura pese a que el vasco retuvo a los dos mayores como si se trataran de un último seguro.

    El canje se llevó a cabo sin mayores problemas, ya que en un determinado momento el Camaleón se dejó caer al agua sin alzar siquiera espuma, para desaparecer, bajo la superficie como si se tratara efectivamente de un caimán.

    Tan sólo cuando se apoderó de la embarcación tirando de ella para aproximarla al desembarcadero, consiguiendo cerciorarse así de que efectivamente sé encontraba repleta en su fondo de polvo de oro, el enano hizo una seña al vasco, que dejó marchar de mala gana a los dos últimos rehenes.

    Pocos instantes después se encontraban ya los cuatro cómodamente instalados a bordo, pero en el momento en que Cienfuegos pareció pretender embarcarse también, el pigmeo agitó su gordezuela mano con un ademán claramente negativo.

    —Lo siento, Guanche —dijo—. Tú te quedas.

    Cienfuegos fingió sorpresa, horror y desconcierto.

    —¡Prometiste llevarme! —protestó amargamente.
    —He cambiado de idea. Vamos muy cargados y no quiero arriesgarme a zozobrar y perder el oro.
    —¡Por favor!
    —Yo nunca hago favores.
    —¡Pero dijiste...!
    —¡No hay pero que valga! Confórmate con haber salvado el pellejo. —Hizo un imperativo gesto chascando los dedos—. Y larguémonos antes de que esos bestias decidan atacarnos.

    Los otros obedecieron comenzando a remar rítmicamente, y Pichabrava fue el único que se volvió un instante para alzar el brazo y saludar al canario que aparentaba haberse quedado profundamente decepcionado y mustio.

    —¡Anima esa cara! —exclamó riendo—. Al fin y al cabo tú siempre decías que eres inmortal.

    Se alejaron aguas abajo buscando el centro de la corriente para evitar desagradables sorpresas que pudieran llegarles desde la orilla, y apenas se encontraban a unos trescientos metros de distancia, la cabeza de Papepac hizo su aparición bajo los pies del cabrero para señalar sonriendo ampliamente:

    —Son grandes, pero tontos. Me recuerdan a un hombre—coco que conocí trepado en un árbol y a punto de servir de cena a los caimanes.
    —¿Lo preparaste todo como dije? —quiso saber el gomero.
    —Exactamente.
    —¿Qué empleaste?
    —Barro y cera.
    —Espero que haga su efecto en el momento justo.

    Y el momento justo fue apenas media hora más tarde, cuando el pesado Patxi Irigoyen que ocupaba el centro exacto de la embarcación, hizo un pequeño alto en su fuerte remada, se miró entre las piernas y comentó inquieto:

    —¡Aquí hay menos oro!
    —¿Cómo has dicho? —se alarmó Goliat.
    —He dicho que el oro esta bajando de nivel.
    —Es cierto —admitió a su vez Beltrán Vinuesa—. Noto cómo se va.
    —¿Se va? —se horrorizó el enano incrédulo—. ¿Qué es eso de que se va? ¡Dios misericordioso! ¡No puedo creer que ese indio de mierda haya agujereado también la piragua!
    —¡Pues lo es! —sentenció convencido Pichabrava observando impotente cómo el polvo de oro iba formando una débil estela en popa para hundirse suavemente en el río—. ¡Lo es, maldita sea!
    —¡A tierra! —aulló el liliputiense fuera de sí—. ¡A tierra, rápido!

    Comenzaron a bogar con desesperación en busca de la orilla más cercana, pero las vías de agua firmemente taponadas en un principio se habían ido ensanchando por segundos, de forma tal que cuando apenas les faltaban unos metros para alcanzar tierra firme, la embarcación zozobró, volcándose, y tuvieron que salir a nado, llorando, pidiendo socorro y maldiciendo a gritos al cerdo salvaje que les había jugado tan sucia faena.

    Beltrán Vinuesa jamás pisó la orilla. El peto, las armas y las botas pudieron más que sus escasas fuerzas, y se hundió como un plomo sin lanzar tan siquiera un lamento.

    Pichabrava perdió su mosquete, el enano David su trabajado casco de emplumado morrión, y el vasco Irigoyen su conocida flema, pues apenas se sintió a salvo comenzó a sollozar golpeándose la cabeza contra un tronco como si con ello pudiera aliviar el dolor de corazón que le aquejaba.

    Una hora después aún permanecían los tres sentados sobre la arena contemplando absortos el río y la selva, y tratando de asimilar el hecho, incuestionable ya, de que habían perdido su fortuna, su única arma de fuego, la embarcación que les permitiría abandonar aquel remoto lugar, y a un valioso compinche con el que habían participado en un sinfín de correrías.

    —¿Qué hacemos ahora?
    —Jodernos.

    La contundente respuesta del enano encerraba en sí misma toda la filosofía de la vida de un hombre que había nacido tan disminuido físico y miserable que su único destino posible era servir de bufón, o lanzarse a la aventura de un Nuevo Mundo en el que tenía que verse obligado a demostrar que podía convertirse en el más astuto y cruel de todos los astutos y crueles aventureros de ese mundo.

    Pese a su pequeño tamaño, su enorme cabezota, su espantosa fealdad y su pésimo carácter, Goliat había sabido erigirse en líder de un minúsculo grupo de facinerosos de la peor ralea, pero el hecho de conseguir en un determinado momento todo un arcón de oro, no había bastado para hacerle olvidar que jamás superaría el metro veinte y que si bien podía llegar a infundir temor, jamás infundiría respeto.

    —Jodernos —repitió al cabo de un largo rato durante el cual se diría que había estado meditando a fondo los pros y los contras de su difícil situación—. Imagino que esos salvajes estarán deseando vengarse y razón no les falta.
    —¿Crees que nos atacarán? —se inquietó el vasco.
    —Estoy seguro. —Se volvió a Pichabrava—. Tanto que presumías de no fallar un tiro, y viniste a fallarlo en el momento más inoportuno. Si hubieras matado al Guanche nada de esto hubiera ocurrido.
    —¿Al Guanche? —se sorprendió el otro—. ¿Qué diablos tiene que ver el Guanche?
    —¡Todo! —fue la firme respuesta—. Me juego la cabeza y anda que no tengo yo cabeza para jugarme!, a que ha sido idea suya. —Extendió la mano para que Irigoyen le ayudara a ponerse en pie, al tiempo que añadía—: Y ahora en marcha...
    —¿Hacia dónde?

    El liliputiense le lanzó una larga mirada desde abajo y concluyó por sonreír con amarga ironía.

    —¿Hacia dónde va a ser? —replicó con insospechada calma—. Hacia la muerte. Ya lo único que nos queda por hacer es morir echándole cojones al asunto. Y yo los cojones me los piso, aunque en mi caso quizás no tenga un excesivo mérito.

    Demostró, en verdad, ser un tipo bragado el diminuto David Sanlúcar, más conocido por todos por su ridículo apodo de Goliat, dado que incluso en los peores momentos, cuando el enorme y flemático vasco o el retorcido y asqueroso Pedro Barba mostraban a las claras la intensidad de su miedo ante la invisible presencia de unos indígenas que les iban cercando metro a metro, supo mantener su entereza empuñando la espada con tal fuerza que se le diría capaz de abatir por sí solo a media docena de enemigos.

    Se abrieron dificultosamente paso por la espesura durante horas, hasta que de improviso una pesada lanza tallada en madera de chonta surgió de lo más oscuro de la selva, penetró con violencia por el costado izquierdo de Pichabrava, lo atravesó de parte a parte y fue a clavarse en un tronco contra el que permaneció vibrando antes de partirse y desparramar metros de intestinos por las zarzas vecinas.

    Sin aliento siquiera para gritar, el moribundo Pedro Barba dio unos pasos para ir a caer de bruces a los pies del enano que se limitó a dar un corto salto sobre su espalda continuando su camino como si nada hubiera ocurrido.

    Poco más tarde y en el momento justo en que se encontraba con el agua a la cintura en mitad de un riachuelo, el vasco Irigoyen percibió un confuso murmullo que parecía provocado por un millón de avispas que llegaran volando, y cuando quiso darse cuenta de que se trataba de una nube de flechas que venían en su busca, no tuvo tiempo ya de sumergirse, por lo que acabó flotando mansamente como un inmenso acerico al que muy pronto acudirían a devorar los caimanes.

    David Sanlúcar quedó, por tanto, solo e insignificante en el corazón de una espesa selva de una remota tierra desconocida, rodeado por medio centenar de salvajes dispuestos a reclamarle todo el mal que había hecho, pero ni aun así dejó traslucir su desaliento, le tembló el pulso, o pronunció una sola palabra que permitiera deducir que sentía miedo.

    Sabía a ciencia cierta que iba a morir, pero también sabía que, de algún modo, aquél era el destino que eligiera el día que decidió abandonar su desvencijado carromato de titiriteros, convencido de que no había nacido para hacer reír, sino más bien para hacer llorar.

    Y eran muchos, incontables, los que habían llorado por su culpa.

    Cansado de recibir tomatazos o de ser tratado como un pelele carente de alma y sentimientos, Goliat había transformado en cierto modo su reprimida ansia de hacer daño en un auténtico auto de fe, eligiendo el mal en todas sus facetas como fin último de cada uno de sus actos, aun consciente como había estado siempre de que algún día tendría que pagar con creces por la insana ferocidad de sus atrocidades.

    Pero también sabía, y eso era algo de lo que siempre había estado convencido, de que por terrible que fuera su castigo, en nada podría compararse al hecho de haber nacido enano, hijo de puta, contrahecho y miserable, sin que mediara en ello culpa alguna por su parte.

    Cuando observó, por tanto, cómo el cadáver de Patxi Irigoyen se alejaba mansamente empujado por la suave corriente, decidió que no valía la pena dar siquiera un paso más en procura de una salvación inexistente, y apoyando la espalda en el más ancho tronco que encontró en su camino, blandió su enorme espada y se dispuso a vender cara su vida llevándose a alguno de sus perseguidores por delante.

    Pero nadie le hizo frente.

    Nadie.

    Pasaron las horas, cayó la noche y la selva pareció haberse convertido en un bosque de piedra, tan quieto y silencioso como el más lejano confín del Universo.

    Tan sólo un extraño pájaro cantaba.

    ¡Cristo fue!

    Era eso lo que monótonamente repetía a cada rato, ¡Cristo fue!, para quedar luego mudo y permitir que el enano captara con mayor intensidad la tremenda profundidad del silencio en la espesura.

    ¡Cristo fue!

    Se preguntó la razón de un grito tan absurdo, y de si tendría o no algún significado en un momento semejante. Cristo fue, Cristo fue, dicho así, en un perfecto castellano que nadie había hablado jamás anteriormente en una jungla tan remota, sonaba como a milagro o brujería, o era tal vez una invitación a que se apresurara a ponerse a bien con Dios en sus últimos momentos.

    —No fue ni Cristo, ni el diablo —masculló cansado de tanto escuchar al invisible pajarraco—. Fui yo quien tomé la decisión, y ya es demasiado tarde para arrepentimientos.

    Pasó el resto de la noche en tensión, convencido de que con la primera claridad del día llegaría el tan temido ataque, pero no ocurrió así, y una luz espesa y verdosa, como ficticia, le fue mostrando, al fin los contornos de los matojos, los helechos, las lianas, los altísimos árboles, y las multicolores orquídeas, sin que ni tan siquiera una voz o un movimiénto permitieran sospechar que allí, en alguna parte a su alrededor, se ocultaban medio centenar de desnudos indios dispuestos a aniquilarle.

    Cuando el sol alcanzó su cenit, algunos tímidos rayos consiguieron atravesar el manto de espesura filtrándose hasta el fangoso suelo, e incluso uno de ellos sacó destellos durante largo rato al bruñido peto del enano, pero éste continuó sin hacer un solo gesto, como si se hubiese convertido en una estatua que debería permanecer en aquel lugar hasta el fin de los siglos.

    Había clavado la espada en tierra y se apoyaba en ella aferrándola fuertemente con ambas manos, tan hierático que podría creerse que había hecho el firme juramento de demostrarle a sus invisibles enemigos que nada en este mundo conseguiría quebrantar su entereza, ni ninguna amenaza le obligaría a mover un solo músculo.

    Esperaba la muerte tal como su orgullo le imponía, pero la muerte no llegaba.

    Sus cortas y contrahechas piernas amenazaban con flaquear permitiendo que se derrumbara como un desmadejado saco de patatas, pero su indomable fuerza de voluntad lo mantenía todo lo erguido de que era capaz, tan indiferente al final que le esperaba, como indiferente había sabido ser al sufrimiento de tantos a los que había causado algún mal a todo lo largo de su vida.

    Al caer de nuevo la tarde, le asaltó la tentación de girar el arma, afirmar la empuñadura en tierra y precipitarse encima acabando de ese modo de una vez para siempre, pero consideró qué resultaría injusto intentar escapar por la puerta falsa a su destino, ya que bastantes trampas había hecho en esta vida, como para rematarla con una tan indigna de su temperamento.

    ¡Cristo fue!

    De nuevo estaba allí, con las primeras sombras de la noche, y tuvo plena conciencia de que ésta sería mucho más terrorífica aún que la anterior, pues a la fatiga y la debilidad se unían ahora una sed que le nublaba el entendimiento obligándole a ver fantasmas y luces donde no había más que selva y tinieblas.

    ¡Cristo fue!

    Le despertó el agua del fondo de una canoa a la que le habían arrojado maniatado como un cerdo, bebió ávidamente hasta casi atragantarse, y se maldijo luego por haber consentido que el cansancio le venciese obligándole a perder el sentido para caer vivo en manos de quienes tantas cosas podían exigirle.

    De regreso al poblado lo primero que vio fueron las piernas de aquel inmenso canario al que con tanta fuerza odiaba ahora, y que tras inclinarse sobre él para ayudarle a acomodarse con la espalda apoyada contra el poste de una choza, comentó tristemente:

    —Hiciste mal en permitir que te agarraran con vida, enano. Te las van a hacer pasar muy putas.
    —Lo supongo, pero eso es algo a lo que ya estoy acostumbrado.
    —¿No tienes miedo?
    —Siendo tan pequeño, el odio y la mala leche no me han dejado espacio para más. Lo único que siento es no haberte cortado el cuello el primer día. ¡Para una vez que soy débil, mira de lo que sirve!
    —Me gustaría ayudarte a acabar fácilmente, pero esta gente te aborrece. Para ellos, que ahogan a los niños deformes, eres como una especie de encarnación del mal surgida de los infiernos, y aseguran que a no ser que otro demonio te destruya, tu espíritu vagará para siempre por las proximidades y nunca podrían volver a vivir en paz temiendo tu regreso.
    —Pues les va a costar trabajo encontrar un demonio que acabe conmigo —masculló desabridamente el liliputiense—. Que yo sepa, los demonios no abundan.

    Los nativos tenían sus propios demonios.

    De entre todos ellos, el peor, el más odiado, aquel en quien depositaban todas sus frustraciones y más ancestrales temores, era sin duda el tamandúa, la repugnante bestia de los avernos que de tanto en tanto cobraba el estrambótico aspecto de un oso hormiguero para recorrer las selvas asustando a los humanos.

    Pero un oso hormiguero era en sí mismo un animal del todo inofensivo que tan sólo utilizaba sus fortísimas y afiladas garras en destripar termiteras, y su larga y pegajosa lengua en perseguir a sus víctimas hasta en los más escondidos rincones de sus infinitos pasadizos subterráneos.

    ¿Cómo podía un animal tan poco agresivo acabar con un hombre aunque éste no midiera mas allá de metro veinte?

    Cienfuegos obtuvo la respuesta dos días más tarde, cuando descubrió a un grupo de nativos machacando concienzudamente miles de hormigas, para obtener así un líquido de un rojo negruzco que hedía a veinte metros de distancia e irritaba los ojos haciendo que las lágrimas corrieran a borbotones.

    A la mañana siguiente desnudaron por completo al contrahecho enano, lo amordazaron para evitar que pudiera emitir el más leve sonido, y lo colocaron boca abajo en un claro del bosque, abriéndole en cruz sujeto a cuatro estacas por fuertes correas.

    Por último, y con ayuda de una caña hueca, le introdujeron por el ano una abundante cantidad de aquel liquido apestoso cuyo reguero repartieron por un amplio espacio de la floresta y cuando se sintieron completamente satisfechos, treparon a los más altos árboles y se acomodaron en silencio, dispuestos a disfrutar, con la infinita paciencia propia de su raza, del terrible espectáculo.

    Transcurrieron más de cuatro horas antes de que la bestia se dignara hacer su aparición.

    Durante todo ese tiempo, las entrañas del desgraciado Goliat debían haber sufrido ya el terrible asalto del ácido fórmico pero tan sólo la forma en que continuamente se retorcía y la desorbitada expresión de sus ojos cuando acertaba a alzar por un instante la cabeza permitían captar la auténtica intensidad del martirio que estaba padeciendo.

    Luego, al advertir la cercana presencia del animal, pareció a punto de volverse loco intentando a toda costa la imposible tarea de zafarse, y cuando, conducido por el maloliente reguero, el tamandúa comenzó a olisquearle el trasero, comprendió lo que iba a ocurrir y se golpeó una y otra vez la frente contra el suelo mientras una afilada y pringosa lengua se le introducía por el recto buscando a las inexistentes hormigas, destrozando cuanto encontraba en su camino, desgarrándole los intestinos y provocándole un dolor tan profundo, íntimo y sordo como probablemente jamás experimentó con anterioridad ser humano alguno.

    Por último, hambriento y furioso, el tamandúa optó por abrir el supuesto termitero con ayuda de sus aceradas garras, y la carne, los huesos y las entrañas de David Sanlúcar, alias Goliat; quedaron regados por el claro del bosque mientras la burlada bestia se alejaba definitivamente convencida de que en esta ocasión su fiel olfato le había engañado.

    Tan sólo entonces, y como caídos de la nada, los indígenas abandonaron en silencio su refugio, lanzaron una última mirada de desprecio al cadáver de su enemigo, y se alejaron dejándole allí para que las alimañas de la selva limpiaran sus huesos.

    El peor de los demonios le había destrozado, y ya ningún temor sentían en su presencia.

    Cienfuegos, que se había negado a asistir al feroz suplicio del enano, los observó mientras regresaban al poblado, preguntándose inquieto qué pasaría en aquellos momentos por sus mentes, y qué concepto tendrían de allí en adelante del mundo de los españoles y su forma de comportarse.

    Aunque, a decir verdad, tampoco él mismo tenía un concepto muy claro de ese mundo y ese comportamiento, puesto que durante la mayor parte de su vida había permanecido aislado con sus cabras en lo alto de una montaña de La Gomera, para verse arrastrado más tarde a una confusa serie de acontecimientos de los que la mayor parte de las veces no había sabido sacar conclusión válida alguna.

    ¿Cómo era en realidad la sociedad en que le había tocado vivir y de la que siempre se había sentido tan injustamente marginado?

    ¿Qué podía aportar esa sociedad a los habitantes de unas selvas que no tenían absolutamente nada en común con el lugar del que venían?

    Ni los seres humanos, ni los sentimientos, ni las ideas contaban, y la cultura, el amor y la fe en algo en lo que todos pudieran creer brillaban por su ausencia. Tan sólo el oro importaba, y el canario se sintió profundamente orgulloso de sí mismo al comprobar que había permitido que casi un centenar de kilos de ese oro se disolvieran tranquilamente en el río sin haber experimentado por ello el menor desasosiego.

    En cierto modo, y a lo largo de los días y semanas que siguieron a la muerte del enano, Cienfuegos fue adquiriendo poco a poco la sensación de que estaba llamado a convertirse en una especie de lazo de unión entre dos mundos antagónicos, y quizás en el único ser de este planeta que comenzaba a estar en condiciones de juzgar con idéntica equidad la forma de actuar de dos razas muy distintas.

    Una semana más tarde, sin embargo, tal convencimiento atravesó una durísima prueba.

    Los problemas comenzaron el día en que, al despertar, descubrió que un sin fin de flores rodeaban su hamaca y un gran cesto de las más apetitosas frutas descansaba en el centro de la tosca y desvencijada mesa.

    Alguien rió con picardía, fuera de la cabaña.

    No pudo descubrir quién era, pero le ilusionó imaginar que se trataba de la preciosa chiquilla de nariz respingona, cintura de avispa y ojos burlones que cada día acudía a bañarse al desembarcadero, y que solía festejar con carantoñas la aparición del español en la entrada de la cabaña.

    Era increíblemente joven y Cienfuegos solía preguntarle a Papepac si no estaría mal visto que intentara llevársela una tarde a lo más profundo de la selva, pregunta a la que el nativo respondía siempre con un indiferente encogimiento de hombros.

    —Pronto, muy pronto, alguien tendrá que llevársela.
    —Pero es casi una niña.
    —Casi.

    Aun así tenía sus dudas, y prefirió esperar, aunque se esforzaba por dormir con un ojo cerrado y otro abierto, en su afán por sorprender a su nocturna visitante en el momento de rodear su hamaca de flores.

    Pero quien quiera que fuese se comportaba como los murciélagos—vampiros de la selva, que tan sólo se aproximan a sus víctimas cuando tienen la absoluta seguridad de que duermen profundamente, y fue así como un día tras otro amaneció sin haber logrado su objetivo; y al fin tuvo que hacerse el firme propósito de no permitir que los ojos se le cerraran hasta no haber conseguido satisfacer su natural curiosidad.

    Pasaron las horas.

    En la otra orilla del río, muy lejos, un extraño pájaro cantaba:

    ¡Cristo fue!

    ¿Por qué su absurdo grito?

    Siempre se lo preguntaría. Siempre. Durante años; hasta el fin de sus días.

    —¿Por qué?

    ¡Cristo fue!

    Luego escuchó un rumor muy leve.

    Una sombra estilizada y ágil se aproximó como en volandas.

    Extendió la mano y la atrapó.

    Se escuchó una ahogada risa seguida de un hondo suspiro, luego un fingido y brevísimo forcejeo, y por último, una entrega sin reservas en la que todo fueron besos y caricias, hasta el momento justo en que Cienfuegos buscó el contacto más íntimo, lo que le obligó a dar un salto cayendo de la hamaca como un fardo al tiempo que lanzaba un grito dé espanto.

    —¡Dios me proteja! ¡Un hombre!

    Era un hombre, en efecto, o más bien un espigado muchacho de formas imprecisas; un auténtico efebo de piel suave aunque no por ello poco datado virilmente, y cuando el gomero pudo al fin reponerse del asombro y el asco que le había producido palpar tamaños e indiscutibles atributos, aferró a su oponente por el largo y lacio cabello, le alzó el rostro hacia la leve claridad de la luna menguante y se esforzó por reconocer a su nocturno visitante que no era desde luego la hermosa chiquilla que él suponía, sino un invertido rapazuelo de delicadas facciones.

    Del primer puñetazo lo precipitó contra el viejo arcón que se quebró en tres pedazos y sin meditarlo se abalanzó sobre el aterrorizado e indefenso afeminado al que comenzó a golpear y patear con tan inmensa furia, que en pocos instantes hubiera podido matarle impunemente.

    A los gritos del infeliz acudieron con toda prontitud infinidad de nativos portando antorchas, y se precisó la colaboración de cinco hombres para separarle de su víctima, que quedó tendida en mitad de la choza, sangrante, destrozada y sin sentido.

    El diminuto Papepac que había sido de los últimos en llegar, no salía de su asombro ante tan dantesco espectáculo, y cuando al fin consiguieron que el español se tranquilizara cesando de lanzar manotazos e improperios, inquirió confundido:

    —¿Qué ha ocurrido?
    —¿Cómo que qué ha ocurrido? —repitió Cienfuegos en el colmo de la indignación—. ¡Ese niñato de mierda es marica!
    —Entiendo... ¿Ha intentado violarte?
    —¿Violarme? —se sorprendió—. No. Naturalmente que no.
    —¿Entonces...?

    El canario, que había tomado asiento en uno de los desvencijados taburetes que fabricara en su día Patxi Irigoyen, alzó el rostro hacia el grupo de nativos que le observaban a su vez con gesto interrogante, y por último replicó molesto.

    —Me trae flores y frutas.
    —¿Y qué tiene eso de malo?
    —¿Que qué tiene de malo? ¡Todo!
    —¿Todo qué?

    El pelirrojo cabrero lanzó un hondo suspiro, aguardó a que entre cuatro indígenas se llevaran el maltrecho cuerpo del muchacho, meditó largo rato y, al fin, se encogió de hombros.

    —¡Es un marica! —insistió como si tal explicación bastara—. En mi país se les quema vivos.
    —Es posible —admitió el Camaleón con absoluta calma—. Y por lo que hemos visto, en tu país le cortan las manos a los niños cuando sus padres no reúnen suficiente oro. Pero ésas son costumbres bárbaras que aquí no aceptamos.
    —No es lo mismo.
    —Para nosotros, sí.

    Dio media vuelta y abandonó la estancia seguido por el resto de los indígenas, dejando al canario tan profundamente avergonzado, que no pudo volver a conciliar el sueño durante el resto de la noche, por lo que, en cuanto amaneció, acudió a la choza de su amigo al que encontró abrazado a la chiquilla de los grandes ojos y la ancha sonrisa.

    —Lo siento —dijo.
    —No es a mí, si no a Urucoa a quien debes pedir disculpas —fue la fría respuesta—. Le has destrozado la cara, y se trataba de un guapo muchacho al que aguardaba sin duda un hermoso futuro junto a algún fuerte guerrero que supiera protegerle. ¿Qué será ahora de él, si queda desfigurado?

    Cienfuegos tomó asiento en el suelo, apoyando la espalda contra el poste central de la cabaña, para rascarse inquieto la espesa barba mientras contemplaba a su pequeño amigo que se balanceaba en la hamaca acariciando distraídamente los incipientes pechos de su joven amante.

    —No puedes pedirme que vaya a pedirle disculpas a un mariquita —protestó.
    —¿Por qué no? —Papepac alzó la barbilla de su acompañante para que la viera bien—. ¿No se las pedirías a ella si creyeras que tal vez le habías arruinado la vida?
    —Es diferente.
    —Tú quieres marcar la diferencia, pero en realidad no existe —señaló el otro con sequedad—. Si pretendes vivir aquí porque te agrada que estas gentes no usen armas, no roben, no mientan, y lo compartan todo los unos con los otros, tienes que admitir que la homosexualidad esté considerada como algo natural siempre que sea libremente aceptada por ambas partes.
    —Yo no la acepto.
    —Ni nadie te fuerza a ello. Urucoa se limitó a hacerte la corte ofreciéndote lo más hermoso que tenía.

    ¿Le hubieras golpeado a ella, o a cualquier otra muchacha por el simple hecho de regalarte flores?

    —No. Naturalmente que no.
    —Sin embargo, no estás obligado a acostarte con todas las mujeres que pretendan acostarse contigo, supongo...
    —Desde luego.
    —Pues de igual modo tampoco con los hombres —le hizo notar el indígena—. Hubiera bastado con que le dieras a entender a Urucoa que sus atenciones no eran de tu agrado, para que nunca más se hubiera atrevido a molestarte.
    —Entró de noche en mi cabaña.
    —A llevarte flores y frutas. Ni te tocó siquiera. Asegura que fuiste tú quien le aferró por la muñeca y empezó a acariciarle. ¿Es cierto eso?
    —¡Lo es! —admitió el gomero de mala gana—. ¿Pero cómo iba yo a imaginar que se trataba de un tipo?
    —Sin embargo, estabas dispuesto a hacer el amor sin siquiera verle la cara con tal de que se tratara de una mujer.

    El canario señaló a la muchacha:

    —Pensé que era ella.
    —Pues no lo era. Y podría haberse tratado de una vieja horrible.
    —Tenía una piel muy suave.
    —Lo imagino.
    —¡Vete al diablo! —se impacientó Cienfuegos—. Acabarás obligándome a sentirme culpable.
    —Es que debes sentirte culpable —afirmó el otro convencido—. Has actuado de una forma estúpida, salvaje y cruel, y lo menos que puedes hacer es reconocerlo. —Le propinó un cariñoso azote a la chiquilla para que se marchara y poniéndose calmosamente en pie, añadió—: Ahora lo que tenemos que hacer es confiar en que no le queden marcas porque si decide denunciarte ante el Consejo de Ancianos lo vas a pasar muy mal.
    —¿De qué carajo estás hablando?
    —De que puede exigir que te desfiguren de la misma forma en que tú lo has hecho con él.
    —Bromeas.

    Papepac le dirigió una larga mirada de soslayo y se diría que en realidad se trataba de otro hombre.

    —Yo casi siempre bromeo —admitió—. Pero esto es muy serio. Tus gentes llegaron aquí, matando, mutilando y esclavizando. Causaron más daño en dos meses que todo lo que nos han hecho sufrir los caribes en el transcurso de tres generaciones y ahora tú te comportas bestialmente. —Agitó la cabeza pesaroso—. No les gusta —concluyó—. No les gusta en absoluto.
    —¿Y qué puedo hacer?
    —Pedir disculpas a Urucoa. Sé amable con él, e intenta que no te denuncie ante el Consejo de Ancianos.
    —¡Mierda!
    —Con eso no solucionas nada.
    —¡Mierda, mierda y mierda!
    —De acuerdo, pero ahora ve y habla con el muchacho.

    Pero Cienfuegos necesitaba pensárselo, por lo que esa tarde se alejó por el estrecho sendero que bordeaba el río, para ir a tomar asiento en un recodo desde el que se dominaba la práctica totalidad del poblado, y desde donde observó cómo los niños se bañaban bajo las chozas, los pescadores arponeaban a los peces en un remanso, o los ancianos tomaban el sol a la puerta de sus rústicas viviendas.

    Le agradaba aquel villorrio. Era probablemente el lugar más hermoso que hubiera encontrado en su agotador vagabundeo desde que abandonara La Gomera, y deseaba de todo corazón que se convirtiera en su hogar antes de lanzarse de nuevo a la aventura de intentar el vano empeño de volver a su patria, porque aún no se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse una vez más a los mil peligros de la selva, ¿¨ necesitaba por lo menos un largo mes de reposo en un refugio en el que se sintiera realmente amado y protegido.

    Quedarse junto a unos pacíficos indígenas que parecían estarle sumamente agradecidos por haberles librado de aquellos cuatro canallas, se le había antojado por lo tanto una solución ideal a sus problemas, pero las cosas amenazaban con complicársele una vez más, porque de improviso descubría que aquellas buenas gentes le tenían miedo, ya que había demostrado que en el fondo no era más que un demonio peludo, tan brutal como pudieran serlo el morboso Pichabrava o el sádico enano. Uno violaba mujeres y el otro mutilaba niños mientras que él maltrataba muchachos que no habían cometido más delito que ofrecerle flores.

    Le hubiera gustado saber lo que pensaban, pero sus pétreos rostros raramente expresaban sus auténticos sentimientos, y sus oscuros ojos semejaban negros pozos sin fondo.

    Le rehuían, ya no asomaban a sus labios aquellas espontáneas sonrisas de días antes, e incluso le pareció advertir un leve gesto de hostilidad entre el grupo de los que sin duda compartían las aficiones de Urucoa por los encantos del propio sexo. De la noche a la mañana, la actitud de la comunidad parecía haber cambiado, puesto que de la noche a la mañana, su actitud con respecto a las normas de comportamiento de esa misma comunidad, también habían cambiado.

    Se maldijo en voz alta por la bárbara reacción que había provocado su cerril intransigencia de isleño machista, y por el hecho, a todas luces incongruente, de que, a pesar de cuanto de portentoso había visto en aquellos últimos tiempos en un Nuevo Mundo que poco tenía que ver con el suyo, aún continuase conservando tantos viejos prejuicios del otro lado del océano.

    Por último, llegó a la conclusión de que si bien había aprendido a sobrevivir en las selvas y los mares, y a librarse de las asechanzas de los caribes o los azawán, aún no había aprendido a pensar como lo hacían las gentes de aquellas tierras, por lo que hasta que no lo consiguiese, no podría aspirar a convertirse en un firme lazo de unión entre dos pueblos que nada tenían en común por el momento.

    El camino era aún largo y difícil, y continuaba ignorándolo casi todo.

    La comitiva aparecía encabezada por una banda de pífanos y tamborileros a los que seguían una veintena de hermosas muchachas escoltadas por medio centenar de guerreros que abrían marcha a su vez a unas lujosas angarillas transportadas a hombros por seis hombres, y en las que se recostaba la más hermosa mujer que Ingrid Grass, ex vizcondesa de Teguise y ahora más conocida por su nueva personalidad de Mariana Montenegro, hubiese visto nunca.

    Enormes ojos oscuros y rasgados, larga melena azabache que le caía hasta las nalgas y un cuerpo pétreo y absolutamente escultural, daban fe de que la fama de que la princesa Anacaona era, sin lugar a dudas, la mujer más perfecta que hubiera nacido jamás en la isla de Haití no resultaba en absoluto exagerada.

    El nombre de Anacaona estaba formado por los vocablos Ana, que en dialecto azawán significaba flor, y canoa, oro, y era la indescriptible belleza de Flor de Oro la que había hecho que el temido cacique Canoabó se enfrentara a medio mundo con tal de convertirla en su esposa, y la culpable quizá, de que, por intentar deslumbrarla, el arriesgado caudillo hubiera acabado por caer en la trampa que le tendía el astuto Alonso de Ojeda.

    Las gallinas echaron a correr alborotadas, los cerdos gruñeron inquietos, e incluso los conejos buscaron refugio en lo más profundo de sus jaulas mientras la alemana y el cojo Bonifacio parecían incapaces de entender a qué se debía el alto honor de recibir la visita de la personalidad de más noble alcurnia de la comunidad indígena.

    Todo fue desconcierto y confusión hasta el momento en que tras inclinarse con exagerada pomposidad y servilismo ante Su Excelencia Doña Marianita, el seboso Dominguillo Cuatrobocas le puso al corriente de que La princesa le quedaría sumamente agradecida si le permitiese acampar en los terrenos de la granja brindándole al propio tiempo su inestimable amistad.

    —¿Mi amistad? —se sorprendió Ingrid Grass—. Naturalmente aunque no entiendo de qué puede servirle.

    No soy más que una simple granjera, y ella es toda una reina.

    —Quiere conocerte —fue la extraña respuesta del indio que más habilidad había demostrado nunca en Isabela a la hora de aprender idiomas—. Conocerte y aprender.
    —¿Aprender qué?
    —El comportamiento de una auténtica dama europea, y tú eres, hoy por hoy, la única dama que existe en Isabela. También quiere escuchar la voz de Turey.

    Turey era la campana que coronaba la iglesia, y que continuaba constituyendo una de las mayores atracciones de unos nativos que aún se extasiaban ante su sonido como si se tratara realmente de la voz de Dios que bajase a la tierra dos veces diarias.

    La alemana dirigió una larga mirada de sorpresa al fiel Bonifacio que permanecía embobado por la inimitable figura de la desnuda princesa, y por último se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento.

    —Mi casa es su casa —dijo al fin—. Y me encantará enseñarle cuanto esté en mi mano. ¿Qué es lo que tiene más interés en aprender?
    —Cómo conseguir el amor del capitán Ojeda.

    La respuesta dejó a la ex vizcondesa un tanto confundida por lo sincera y directa, ya que pese a tener clara conciencia de la sencilla espontaneidad de los nativos, no dejaba de ser, desde luego, algo más que chocante.

    —¿El amor del capitán Ojeda? —repitió creyendo haber oído mal—. ¿El mismo Alonso de Ojeda que hizo prisionero a su marido con engaños?
    —El mismo.
    —¿Por qué?
    —Porque le amo.

    Ingrid Grass no pudo por menos que alzar ahora el rostro hacia Anacaona, que desde sus angarillas, de las que aún no la habían descendido sus porteadores, era quien había respondido a la última pregunta.

    —¡Hablas español! —exclamó desconcertada—. ¿Quién te lo ha enseñado?
    —Dominguillo Cuatrobocas —replicó Flor de Oro con voz profunda y densa, indicando con un ademán de cabeza al gordinflón—. Pero no me ha bastado para atraer a Ojeda.

    Observándole así, fastuosamente atractiva envuelta en un exótico aire de misterio, coronada de flores y con un gran abanico de plumas, símbolo de su rango, entre las manos, Ingrid abrigó la seguridad de que ni Ojeda ni ningún otro hombre de este mundo necesitarían que pronunciase una sola palabra para sentirse irremediablemente atraídos por tan prodigiosa mujer, pero aun así, se limitó a franquearle el umbral de su casa que en esos momentos se le antojó el más humilde hogar del mundo.

    Anacaona pareció sentirse sin embargo perfectamente a gusto en él desde el primer momento, y acomodándose en un pequeño tronco que sus servidores colocaron en el rincón más fresco de la mayor de las estancias, se limitó a observarlo todo con profundo detenimiento, y a estudiar de modo muy especial, los vestidos, los gestos y la forma de expresarse de su amable anfitriona.

    En su difícil castellano, y auxiliada la mayor parte de las veces por el sudoroso y servil Cuatrobocas, expuso con toda naturalidad que jamás había amado a su sanguinario esposo Canoabó, con el que su hermano, el débil cacique Behechio la había obligado a casarse para evitar un enfrentamiento armado, y que desde el momento en que vio al capitán Ojeda erguido sobre su caballo y cubierto con su dorada armadura y su casco emplumado comprendió que había nacido para convertirse en su amante.

    —Es un dios —concluyó segura de sí misma—. Y el dios que me liberó además de un despótico y cruel demonio con él que vivía continuamente atormentada.

    Doña Mariana Montenegro, que había experimentado en propia carne el gozo y el dolor de enamorarse locamente de un hombre muchísimo más joven que ella, que no hablaba su idioma, y del que le separaban un millón de cosas, podía entender, mejor que nadie, que aquella adorable y sencilla criatura hubiese perdido la cabeza por el pequeño pero apuesto y encantador espadachín de Cuenca, por lo que no tardó en convertirse en una fiel amiga y aliada dispuesta a poner cuanto estuviera de su parte para ayudarla a conseguir su ansiado objetivo.

    La alemana pareció comprender además, desde el primer momento, el inmenso beneficio que significaría para la naciente colonia la unión entre una reina indígena y el más respetado de los capitanes españoles, ya que las profundas diferencias de criterio que continuaban existiendo entre nativos y europeos constituían sin lugar a dudas el principal obstáculo a la hora de la deseada integración entre ambos pueblos.

    Hasta el momento, y dejando a un lado las luchas que habían llegado a su término con la captura de Canoabó, la relación entre los componentes de ambas razas no habían acabado de definirse, ya que al tiempo que Colón y la mayoría de sus incondicionales aseguraban que los haitianos no eran más que salvajes, buenos únicamente para ser utilizados como siervos, el padre Buíl, Luis de Torres, maese Juan de La Cosa, Alonso de Ojeda y sus simpatizantes, opinaban, por el contrario, que pese a sus primitivas costumbres, el destino de los indígenas del Nuevo Mundo era el de convertirse en el más breve tiempo posible en auténticos ciudadanos españoles.

    Resultaba evidente, no obstante, que las tesis del almirante prevalecían de momento, y que del temor a una revuelta que acabara con los habitantes de Isabela al igual que había ocurrido con los del Fuerte de La Natividad, se había pasado a un claro sentimiento de desprecio por los nativos, hasta el extremo de que incluso el más bestial de los analfabetos recién llegados de la Península se consideraba poco menos que un dios frente a unos sencillos indios que aceptaban su supuesta inferioridad sin intentar siquiera cuestionarla.

    La voz de la campana, el rugido de las bombardas, el espanto que producían en su ánimo los caballos, y el inconcebible desprecio por la vida o por el dolor ajenos de que hacían gala los barbudos extranjeros, les habían sumido en el más profundo desconcierto, y desaparecido Canoabó, que era el único caudillo capaz de aglutinarlos en contra de los invasores, se limitaban a dejarse dominar sumisamente, convencidos de que nada podían hacer frente a quienes parecían contar con la colaboración de los dioses del trueno, el fuego y la muerte.

    Las mujeres pasaban a convertirse por tanto en meros objetos sexuales, y los hombres en mano de obra gratuita a la que se podía explotar sin temor a que quienes detentaban la máxima autoridad, ya que representaban a los Reyes Católicos, moviesen un solo dedo en favor de aquellos a quienes supuestamente habían venido a redimir.

    Ojeda se indignaba.

    Soldado ante todo, podía enfrentarse espada en mano a un feroz cacique y cortarlo en pedazos si en el fragor de la lucha venía al caso, pero en la paz aborrecía la idea de considerar a sus enemigos seres inferiores, aunque tan sólo fuera por el hecho de que aceptar tal cosa desmerecía por completo el valor de la victoria.

    Por ello, la tarde que su buena amiga Doña Marianita acudió a ponerle al corriente de la llegada de Anacaona, y de que vería con buenos ojos la posibilidad de una unión de alto rango entre ambos pueblos, se mostró, quizá por primera vez en su vida, profundamente desconcertado.

    —Admiro a la princesa —dijo—. Ya que es, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa que pueda existir en este mundo, pero existen dos serios impedimentos a la unión que pretendéis.
    —¿Y son?
    —El primero, que considero impropia de mí la idea de apoderarme de la esposa de un guerrero al que hice prisionero utilizando una artimaña a todas las luces arriesgada, pero en cierta forma innoble. Son cosas que pueden aceptarse en la guerra, por salvar vidas humanas, pero un auténtico caballero no debe sacar mayor provecho de ellas.
    —¿Y la segunda?
    —La segunda es que a los quince años hice promesa de matrimonio a una niña de Córdoba, y aunque su padre se opone a nuestro enlace y la mantiene encerrada en un convento, aspiro a tan grandes hazañas y a conquistar tantos reinos, que acabaré por ablandar el corazón del viejo convirtiéndola en mi esposa, pese a que a estas alturas ya ni siquiera podría reconocerla e incluso ignoro si aún la amo.

    Ingrid Grass observó con innegable simpatía a su interlocutor, y por último, asintiendo con un casi imperceptible ademán de cabeza, inquirió:

    —Entiendo. ¿En verdad no existe una tercera razón?
    —¿Cuál podría ser?
    —El hecho de que consideréis a una nativa indigna de vos.
    —En ese caso sería yo el indigno de ella —fue la sincera respuesta—. Os repito que Flor de Oro se me antoja la mujer más adorable de este mundo y que de no darse las circunstancias mencionadas, me sentiría feliz de entregarle mi vida, pero son realidades que están ahí, y no quiero olvidar.
    —Ella odia a Canoabó. Le obligaron a casarse con él.
    —Eso no cambia las cosas. Engañé a Canoabó, pero aún así me admira y me respeta como soldado. Si le arrebatara a su esposa me despreciaría como hombre.
    —¿Tanto os importa la opinión de un indígena?
    —No es solamente un indígena. Es un valiente caudillo, inteligente y noble a su manera. Pertenecemos a una misma casta que debe estar por encima de ideas, razas o nacionalidades, y me consta que si renunciara a ese concepto de las cosas, el principal objetivo de mi vida, la guerra, carecería por completo de sentido.
    —¿No creéis, por tanto, que pueda haceros cambiar de idea?
    —No, mientras Canoabó continúe con vida y yo mantenga el convencimiento de que Isabel aguarda mi regreso.
    —¿Seríais capaz de casaros con una muchacha sin amarla e incluso sin reconocerla, tan sólo porque empeñasteis vuestra palabra de honor?
    —Se puede recuperar un amor dormido e incluso un rostro olvidado, pero lo que nunca se puede recuperar, es un honor perdido. Me comprendéis, ¿verdad?
    —Lo intento, aunque debo reconocer que me cuesta un gran esfuerzo —admitió la alemana—. De todos modos, no os pido nada definitivo: tan sólo que de tanto en tanto acudáis a la granja y os mostréis cortés con la princesa.

    Aunque las cosas no resultaran como sería mi deseo, sigo pensando que tenerla cerca, atraerla a nuestra cultura, e integrarla de un modo u otro a nuestro mundo resultaría a la larga beneficioso para todos.

    —Abusáis —protesto él sonriendo con picardía—. Visitar a esa mujer, saber que me ama y respetarla, constituirá una de las más duras pruebas que se hayan exigido a nadie jamás.
    —De vos puedo esperarla.
    —¿Tanta fe tenéis en mí?
    —Necesito tenerla porque me recordáis a Cienfuegos —dijo ella—. En muchas cosas me gustaría que fuera como vos.
    —Pero más alto —rió él.
    —No necesitáis más cuerpo para albergar más alma —fue la sincera respuesta—. Ni mejor.

    Ojeda le tomó la mano con profundo afecto y respeto.

    —¡Tened cuidado! —advirtió sonriente—. Si además de su hermosura enseñáis a Flor de Oro a ser como vos, podéis abrigar el absoluto convencimiento de que olvidaré por completo mis promesas, con lo cual pondréis en peligro mi salvación eterna.
    —Lo intentaré.

    Y lo intentó, en efecto, puesto que de regreso a la granja, Doña Mariana puso todo su empeño en la ardua tarea de transformar el asombroso diamante en bruto que era en aquellos momentos la princesa, en una exquisita dama capaz de brillar en los más sofisticados salones de las cortes europeas.

    Por su parte, Flor de Oro demostró una notable capacidad para aprender, y juntas acostumbraban a dar largos paseos por la playa que se extendía a espaldas de la granja, alcanzando a menudo la punta del cabo que cerraba la amplia bahía, cara ya al verde y profundo mar por el que llegaban, y se iban, las naves que unían Isabela con España.

    Era aquel rocoso cabo el punto de observación más avanzado de la colonia, con un promontorio en el que el almirante tenía pensado alzar un faro que habría de convertirse en el adelantado del Nuevo Mundo; un hermoso y pacífico lugar en el que a la alemana le agradaba sentarse a contemplar el ilimitado horizonte, o la espesa niebla que, de tanto en tanto, se extendía sobre las quietas aguas como una blanca manta de algodón.

    Pasaba allí largas horas escuchando el canto de los pájaros o el metálico repicar de turey, la campana que en los atardeceres convocaba a los fieles, a solas con sus recuerdos, o tratando de imaginar cómo sería su vida en la colonia si algún día una de aquellas naves le devolvía a su amado Cienfuegos.

    Y ahora aceptaba compartir su rincón predilecto con la princesa, hablándole de Europa; de sus costumbres y sus gentes; de sus mujeres y sus hombres, y de cómo utilizar los innegables encantos que le había proporcionado la Naturaleza, con vistas a conseguir el amor de un pequeño capitán de generoso espíritu.

    —Ojeda no es como todos —le decía—. Y no debe ofenderte el hecho de que no se lance sobre ti tal como sería tu deseo. Su profunda fe, y, sobre todo, su inquebrantable devoción a la Virgen, le impiden considerar a las mujeres como simples objetos con los que mantener una relación sin que medie un auténtico amor y un absoluto respeto. El quiere amar, pero desea hacerlo en toda la extensión de la palabra.
    —¿Qué tienen que ver los dioses en las relaciones entre un hombre y una mujer? —Era en esos casos la pregunta de la haitiana—. Algo tan íntimo tan sólo nos incumbe a nosotros. Y a mí lo que me ofende, es que Alonso me respete tanto, no que deje de hacerlo.
    —¿Preferirías que intentara acostarse contigo sabiendo que en realidad no te ama?
    —¿Cómo puede llegar a amarme sin hacerlo? En ese caso su amor únicamente estaría en su mente, no en su cuerpo, y yo aspiro a tener ambas cosas.

    Era aquél, sin duda, un concepto nuevo de la relación sexual para Ingrid Grass, que no pudo por menos que dedicar unos largos minutos a analizarlo mientras observaba cómo una manada de delfines se alejaba hacia mar abierto.

    —Pero si se acostara ahora contigo, tendrías tan sólo su cuerpo.
    —Más fácil me resultaría entonces adueñarme también de su mente, porque sé que dispongo de mejores armas para luchar —fue la sincera respuesta—. Consigue que al menos una noche comparta mi hamaca, y todo será más fácil.

    Doña Mariana Montenegro no pudo por menos que sonreír ante semejante propuesta.

    —Me estás pidiendo que actúe de alcahueta, no de maestra —dijo—. Y no es eso lo que convinimos. Mi misión es enseñarte a ser una dama, no una golfa.
    —¿Acaso soy golfa por no cubrir mi cuerpo con ropas como las tuyas?
    —No. Según tus costumbres, supongo que no.
    —¿Serías tú golfa si anduvieras tan desnuda como yo?
    —Según mis costumbres, supongo que sí.
    —¿Quiere eso decir que ser o no ser golfa depende de las costumbres?
    —Más o menos... —se vio obligada a admitir de mala gana la ex vizcondesa—. Depende de los lugares y las gentes.
    —En ese caso, y como las costumbres de mi pueblo señalan que una mujer debe intentar conseguir el amor de un hombre utilizando su hamaca, yo nunca sería una golfa si lo hiciera.
    —¡Visto de ese modo...!
    —¿Cuál otro existe? —protestó Flor de Oro—. Estamos en mi tierra, así ha sido siempre, y así debe seguir siendo.

    ¿Por qué debe adaptarse mi gente a costumbres que vienen de muy lejos, y no la vuestra a las que rigen aquí?

    Sin saberlo, y tal vez a cientos de kilómetros de distancia, Ingrid Grass se enfrentaba a un problema semejante al que inquietaba a Cienfuegos en aquellos momentos; problema que, al fin y al cabo, preocupaba y preocuparía en los siglos venideros a todos cuantos pusieran el pie en la orilla oeste del océano provistos de una cierta inquietud social.

    ¿Qué leyes deberían regir de allí en adelante en el Nuevo Mundo, y a quién le había otorgado Dios el poder de dictarlas?

    ¿Por qué lo que imperaba —sin demasiado éxito por cierto— en el Viejo Continente, tenía que imperar también en el que aún permanecía incontaminado y virgen?

    ¿Era mejor taparse del cuello a los tobillos a andar desnudos, o mantener la hipocresía propia de una sociedad retrógrada y farisea, a echarlo todo por la borda actuando con la inconsciente desfachatez de los nativos?

    ¿No existiría tal vez un punto de confluencia exacto en el que españoles e indios pudieran encontrarse, uniendo así sus fuerzas para configurar una nueva sociedad más justa, más libre y más perfecta?

    Paseando descalza sobre la fina arena, bañándose en los calurosos mediodías en una minúscula cala, o contemplando durante horas el inmenso mar que tal vez algún día le devolviera a su joven amante, Ingrid Grass, ex vizcondesa de Teguise, se repetía una y otra vez idénticas preguntas sin encontrar jamás respuesta alguna que le satisficiera.

    Por desgracia, la historia avanzaba por caminos muy distintos a los que ella hubiera deseado.

    El despellejado cadáver de un mono en el que se cebaban miles de moscas parecía aguardarle colgando en mitad de la cabaña, por lo que comprendió de inmediato que una vez más las cosas amenazaban con complicársele sin razón lógica alguna.

    Cortó de un tajo la liana lanzando de una patada la carroña al río, y se tumbó luego a aguardar una explicación a semejante acto de hostilidad, explicación que le fue ofrecida al poco por un mohíno Papepac cuya eterna sonrisa parecía haber escapado por el momento de su rostro.

    —Paují te desafía a muerte —dijo.
    —¿Quién es Paují?
    —Un guerrero.
    —¿Qué le he hecho yo para que quiera matarme?
    —Ama a Urucoa.
    —¡Pues que se casen! No pienso pelear por culpa de un marica.
    —No es el amor de Urucoa lo que está en juego. Paují entiende que has ofendido al muchacho, que ya jamás podrá volver a ser el mismo, y a menos que estés dispuesto a unirte a él, lavando así su honor, Paují te matará.

    El canario no pudo por menos que dar un salto en su hamaca para quedar sentado en ella y observar de cerca a su pequeño interlocutor, cuyo ceniciento rostro semejaba una máscara.

    —¡Espera un momento! —exclamó—. ¿Estás tratando de darme a entender que para que ese tal Paují no intente matarme tengo que acostarme con un marica?
    —Exactamente.
    —¡Tú estás loco!
    —Más loco estás tú, que golpeas a la gente sin razón —fue la molesta respuesta del diminuto indígena—. Sin tu brutalidad nada de esto habría ocurrido. Y sin la de tus amigos no habría ahora aquí tantos niños mutilados.
    —Hizo una corta pausa—. ¿Qué le digo a Paují?
    —¡Que se vaya a tomar por el culo! —Advirtió la expresión de desagrado y preocupación de su amigo, y golpeándole con afecto el antebrazo, se esforzó por suavizar el tono de su voz—. ¡Entiéndelo! —añadió—. Tan absurda me resulta la idea de mantener relaciones con un hombre, como la de dejarme matar a causa de su honor. ¿Qué clase de honor puede tener un afeminado?
    —El mismo que cualquier otro ser humano. Nació así al igual que yo nací pequeño y astuto, o tú pelirrojo y barbudo. ¡Imagínate que alguien se dedicara a golpearte tan sólo porque según sus costumbres los peludos no tienen derecho a vivir! ¿Qué harías?
    —Machacarle el cráneo, supongo.
    —Eso es lo que Paují opina —replicó el nativo con naturalidad—. Confiaba en que algún día Urucoa se iría a vivir con él, pero apareciste tú, tan alto y tan fuerte, y destrozaste sus sueños sin ni siquiera aprovecharlos. Es como si le hubieses despojado de su única comida para arrojarla al río.
    —¡Eso es absurdo! ¡Yo no hice nada!
    —¿Nada? —se asombró el otro—. Urucoa está tumbado en su cabaña con un ojo amoratado, dos dientes de menos y una tristeza tan honda que en cualquier momento puede morir, y tú aseguras que no has hecho nada —le observó con profunda severidad—. ¿Quién es el culpable entonces?
    —¡El, desde luego! —replicó el gomero convencido—.

    ¿Quién le mandaba traerme flores?

    —¿Acaso en tu país también es delito regalar flores?
    —Entre hombres sí.
    —Triste país debe ser ése —sentenció el Camaleón agitando pesimista la cabeza—. Todo el mundo debería regalar siempre flores. Las flores son lo más hermoso que la Naturaleza ha creado. Las flores, y los colmillos de caimán. —Hizo una larga pausa en la que contempló pensativamente a su amigo y por último inquirió desconcertado—: ¿Tan insoportable te resulta la idea de amar a Urucoa? Es un muchacho muy atractivo.
    —¡Pero bueno...! —se indignó de nuevo el canario lanzando un resoplido—. ¿Acaso tengo pinta de bujarrón? —Se golpeó la frente repetidamente con el dedo y añadió—: ¡Métete esto en la mollera; antes muerto que marica!

    El diminuto indígena que había permanecido acuclillado frente al español, se puso lentamente en pie, se aproximó a la entrada de la estancia y contempló pensativo el manso río y la espesa selva que nacía en la otra orilla. Por último, alzando la cabeza para apoyar la nuca en uno de los soportes de la techumbre, señaló roncamente:

    —Me horroriza pensar en lo que ocurrirá si tu gente regresa. Una sociedad que considera que un puñado de oro vale más que la mano de un niño, o que es preferible la muerte al amor, aunque sea homosexual, debe encontrarse en verdad enferma, y es la suya una enfermedad horrible y contagiosa —señaló con un amplio ademán el hermoso paisaje que se abría ante él, y en idéntico tono, pesimista y amargo, continuó—: Los abuelos de mis abuelos llegaron a estas tierras viniendo de los cielos a través de los mares, y durante miles de años hemos vivido en paz aquí, respetando cuanto nos rodea. Podemos respetar incluso a nuestros peores enemigos, los caribes, puesto que comprendemos que son como el jaguar o la anaconda, bestias que necesitan alimentarse y sólo saben matar. Pero ahora llegáis vosotros y no conseguimos entender para qué os sirve ese polvo amarillo, ni a qué conduce tanta crueldad gratuita. —Se volvió a mirarle—. Estoy asustado —concluyó—. Muy asustado. Cuando te miro continúo viendo el rostro de un amigo, pero presiento que representas todo aquello que provocará el fin de nuestra raza.
    —Sabes que soy incapaz de haceros daño —protestó el gomero—. Lo de la otra noche fue un malentendido:
    —A menudo, los malentendidos permiten llegar al fondo de la verdad con mayor claridad que muchos actos razonados. Tú eres un buen hombre, nunca lo he dudado, pero el problema estriba en que no estás solo, sino que en tu interior viven otros muchos hombres cuya nefasta influencia te ha marcado.

    Tuvieron que pasar largos y difíciles años, antes de que el canario Cienfuegos consiguiese llegar al fondo de cuanto el pequeño Papepac había querido decirle aquella tarde, y se vio obligado a ser testigo de mucha destrucción, mucho dolor y mucha crueldad, antes de comprender que resultaba imposible participar en determinados hechos pretendiendo que no dejaran una profunda huella en su espíritu. Tal vez él, nacido en aquellas tierras y criado entre aquellas gentes, hubiera podido continuar siendo tan inocente como lo era en la isla de La Gomera, pero el trato con individuos como Goliat, Colón, el Caragato o el gobernador Arana, habían acabado por marcarle indefectiblemente y su diminuto amigo lo sabía.

    —¿Qué puedo hacer? —quiso saber al fin sinceramente desconcertado.
    —Ya te lo he dicho: unirte a Urucoa aunque tan sólo sea por una corta temporada, o enfrentarte a Paují, que es un valiente guerrero que ha matado ya cinco jaguares.
    —¡Vaya por Dios! —masculló el canario—. ¡Pues sí que estamos buenos: o mariquita o muerto! —Acudió a contemplar el río junto a su amigo, pasándole el brazo por el hombro para atraerlo en un afectuoso gesto de confianza—. ¿Y si me largara? —inquirió.
    —¿Huir? —se asombró el otro—. ¿Escapar como un cobarde, tú, que siempre has demostrado un tremendo coraje? ¿Por qué? ¿Tanto miedo le tienes a Paují?

    Cienfuegos le revolvió con cariño el cabello al tiempo que negaba convencido.

    —Paují no me preocupa, enano —aseguró—. Pero me asusta la idea de tener que matar a un hombre tan sólo porque defiende sus ideas. Una cosa es que las respete, y otra muy distinta que tenga que practicarlas por cojones, y nunca mejor dicho. —Con un ademán de la barbilla indicó las piraguas que aparecían varadas en la arena, a no más de veinte metros de distancia—. ¿Qué pasará si agarro una de ésas y empiezo a remar río abajo? —quiso saber.
    —Que Paují te perseguirá hasta matarte.
    —¿Y si no lo consigue?
    —Lo conseguirá —fue la firme respuesta—. Si vuelve con tu cabeza, Urucoa se le entregará sin reservas.
    —¡Triste cosa es, que ahora mi cabeza sea el precio de un culo! —se lamentó el cabrero—. Está visto que cada día entiendo menos este absurdo mundo que me ha tocado vivir. ¿Dónde está Paují en estos momentos?
    —Preparándose para el combate.
    —Pues haz el favor de ir y entretenerle cuanto puedas. Yo me marcho.
    —¡No puedo creer que huyas como un miserable capibara! —casi sollozó el indígena—. ¡Eres mi amigo!
    —Por eso mismo me marcho, viejo; porque soy tu amigo y no quiero seguir haciendo daño por dondequiera que paso. Si me enfrento a Paují lo mataré, pero si tanto quiere la muerte, tendrá que romperse los riñones persiguiéndome río abajo.
    —¡No voy a ayudarte! —le advirtió el Camaleón—. No quiero que piensen que también fui cobarde.
    —A mí me importa un pimiento lo que esta gente piense —le hizo notar el canario—. Soy yo quien tiene que vivir con mi conciencia, y no quiero cargarla con una muerte inútil. —Le abrazó hasta casi aplastarle con su enorme fuerza y estatura—. Siento que nos separemos así, porque te aprecio —añadió— pero estoy convencido de que llegará un día en que entenderás mi punto de vista y me darás la razón. ¡Adiós, enano!
    —concluyó—. Recuerda que has sido el mejor amigo que he encontrado en esta parte del mundo, y que te llevaré siempre en mi corazón.

    Lo estrujó por última vez hasta dejarle sin aliento y, recogiendo sus armas, el macuto, el ajedrez y la hamaca, cargó con todo y se encaminó a la mayor de las embarcaciones.

    La puso a flote, y mientras se acomodaba en popa disponiéndose a bogar con ayuda de un tosco canalete, agitó la mano alegremente y gritó guiñando un ojo.

    —¡Cuídate! ¡Y pídele perdón a Urucoa de mi parte!

    Júrale que nunca fue mi intención ofenderle. ¡Adiós!

    Comenzó a bogar con fuerza, alcanzó muy pronto el centro del río y se dejó llevar por la mansa corriente hasta alcanzar la amplia curva, desde la que se volvió a contemplar por última vez la frágil figura del hombrecillo que continuaba clavado en el lugar en que le había dejado, incapaz en apariencia de aceptar que aquel inmenso hombre—mono al que tanto cariño había llegado a tomar, desaparecía de su vida para siempre.

    Cienfuegos por su parte experimentó una especie de agrio vacío en la boca del estómago en cuanto los árboles ocultaron por completo el poblado, y un profundo dolor al comprender que una vez más el agua y la selva se convertían en únicos testigos de su terrible soledad.

    Como una maldición que le perseguía allá dondequiera que fuese, su destino seguiría marcado por la amarga constante de una traumática separación de los seres queridos, ya que cuando no era la muerte, como en el caso del viejo Virutas o maese Benito de Toledo, eran las dramáticas circunstancias de un naufragio, la furia de un esposo ofendido, o los absurdos celos de un homosexual enamorado.

    Alguien sumamente poderoso, al parecer debía haber decidido marcarle en la frente el símbolo de los eternos vagabundos, porque ninguna otra explicación lógica cabía al hecho de que los continuos avatares de la vida le arrastraran como una hoja caprichosamente movida por el viento sin permitirle nunca ni tan siquiera un instante de reposo.

    No existía, evidentemente, lugar alguno, bueno o malo, en el que el infeliz cabrero pelirrojo pudiera afirmar sus raíces, ni persona, amiga o enemiga, de cuya compañía consiguiera disfrutar ni siquiera unos meses.

    —Al paso que llevo, el mundo se me va a quedar pequeño —musitó por sus adentros cuando la caída de la tarde y el pesado silencio del ancho río en el crepúsculo le hicieron tomar conciencia de que se encontraba de nuevo en marcha sin más compañía que sus propios pensamientos—. Y lo peor de todo es que nunca tengo ni idea de a dónde coño voy, ni de dónde carajo vengo.

    Aunque debía admitir que al menos en esta ocasión tenía noticias de que en algún lugar —no sabía si muy cerca o muy lejos, pero por lo menos a este lado del Océano— existía una ciudad con calles, casas, gente de su propia raza, e incluso una sonora campana cuyo tañido le recordaría los amaneceres de las montañas de La Gomera; cuando el bueno de fray Gaspar de Tudela —aquel que una vez intentara bautizarle— convocaba a los fieles.

    ¿Pero dónde podía encontrarse aquella sucia Isabela de la que habían escapado el enano Goliat y sus compinches?

    —¡Ni puta idea, pues...! —Había sido la brutal y sincera respuesta del vasco Irigoyen a su pregunta—. Al segundo día nos agarró la calima y a partir de ese momento ya no supimos hacia dónde nos dirigíamos.

    Por lo visto, cinco días más tarde habían encallado en un banco de arena teniendo que recorrer a pie la costa durante cuarenta y ocho horas hasta descubrir la desembocadura de aquel río por el que habían decidido aventurarse.

    La cuestión, por tanto, se centraba en seguir por ese río, y confiar en que en la inmensidad del mar Dios quisiera aproar su nave hacia un villorrio escondido en lo más profundo de una ancha bahía de una isla ignorada.

    Las posibilidades de conseguir tal objetivo, eran quizá, de una entre cien millones.

    Tan sólo un auténtico milagro conseguiría llevar a buen puerto su frágil embarcación, pero el gomero tenía ya plena conciencia de que para él nunca existirían los milagros.

    Luego, ya casi al oscurecer, un sexto sentido le obligó de improviso a volverse, y descubrió a un indígena que lucía negras pinturas de guerra, bogando furiosamente, dispuesto a darle alcance para procurar cortarle la cabeza, y obtener así los favores del tierno y dulce efebo con el que siempre había soñado.

    —¡Maricón de mierda! —masculló malhumorado—.

    ¿Hasta cuándo me va a estar jodiendo este cretino?

    Pese a ello, fingió no haber reparado en su presencia, optando por continuar avanzando sin prisas, consciente de que las sombras de la noche acudirían prontamente en su ayuda para ocultarle a la vista de su empecinado perseguidor.

    Se sentía seguro allí en la selva que gracias a las enseñanzas del astuto Papepac se había convertido en su mejor aliada, y aunque no le inquietaba en absoluto el acoso del indio, le molestaba el hecho de tener que andar huyendo de un sucio bujarrón pintarrajeado que le perseguía con la misma saña con que el enamorado persigue al tigre con cuya piel espera conquistar a una amante esquiva.

    Se había convertido, por tanto, en trofeo amoroso; una cabeza que colgar a la puerta de una choza en la que dos hombres se entregarían a efusiones cuya sola mención le repugnaba, y una vez más se vio obligado a preguntarse quién diablos sería el gracioso que se entretenía en colocarle día tras día en situaciones cada vez más absurdas.

    —De poco me ha valido bautizarme —musitó en voz muy baja mientras aguzaba la vista ya que la oscuridad lo invadía todo por momentos—. Renuncio a ello, y si tuviera idea de cómo conseguirlo, me convertiría ahora mismo en moro o en judío.

    Se volvió luego a observar a su enemigo, pero apenas pudo entrever más que la borrosa mancha oscura de la embarcación que continuaba aproximándose, por lo que aguardó a que la noche cerrara por completo, y con una brusca palada cambió el rumbo buscando la protección de un grupo de árboles cuyas ramas caían sobre el agua formando una especie de túnel que le ocultaba totalmente a la vista de extraños.

    Le presintió, más que verle, pasando a unos quince metros de distancia, afirmó luego la embarcación para que la corriente no la arrastrase, y limitándose a mordisquear un poco de carne seca de la que cargara en el macuto, se acomodó en popa y aspiró a soñar con Ingrid.

    No llegó a conseguirlo, dado que al poco le despertó el furioso estrépito de una lluvia torrencial, y al apartar las ramas y las hojas le invadió la sensación de que era ahora el río el que se derramaba enloquecido sobre la verde selva.

    Luego lo vislumbró, a no más de cinco metros de distancia, con el cabello empapado, y la negra pintura corrida por completo, lo que le confería un aspecto a la vez terrible y cómico, bogando muy en silencio como una fiera al acecho que olfateara su presa pero se sintiera incapaz de descubrir dónde se encontraba exactamente.

    Se fue aproximando como la oscura nube que avanza imperceptible en una tarde sin viento, y el español se limitó a extender la mano y empuñar la espada, consciente de que llegaría un momento en que le bastaría con introducirla violentamente por entre el ramaje para ensartarle como a un pollo sin darle tiempo a lanzar ni siquiera un lamento.

    Hubiera sido un crimen; un frío asesinato impropio de alguien que aspiraba a continuar viviendo en paz consigo mismo por dura que pudiera resultarle la existencia, y por ello, pese a que lo tuvo por unos instantes totalmente a su merced, el gomero Cienfuegos no se sintió capaz de rebanarle el cuello, limitándose a permitir que continuara su camino buscando en las tinieblas a su presa.

    A los cinco minutos se había arrepentido ya de su altruismo, preguntándose por qué razón tenía que haberle perdonado la vida a un sucio invertido que tan sólo aspiraba a convertir su cabeza en un adorno, y se maldijo por lo bajo al comprender que había cometido una nueva estupidez que no le acarrearía más que problemas.

    Y ya los problemas le cansaban.

    No sabía dónde diablos se encontraba, ni a dónde demonios se dirigía; ignoraba si en su viaje sin rumbo encontraría amigos o enemigos, y no contaba más que con una vieja espada y una frágil canoa burdamente tallada en un tronco de árbol, pero aun así, andaba por el mundo perdonando la vida a quienes pretendían decapitarle.

    —¡Mal futuro te espera, imbécil! —masculló mordiendo las palabras—. Si aquella tarde en La Gomera te hubieras cargado al vizconde cuando te bastaba con empujar una roca, ahora tal vez estarías haciendo el amor con Ingrid en su alcoba, en lugar de andar aquí enchumbado y hambriento. ¡A ver si cambias!

    Pero en el fondo de su alma el canario Cienfuegos abrigaba la absoluta certeza de que si dicho cambio significaba tener que matar a sangre fría a un hombre indefenso por muy salvaje o bujarrón que fuese, nunca lo haría, porque lo único que le quedaba ya, después de tanta desventura y tanto agite, era el concepto de su propia estimación, compañera de viaje a la que resultaba imposible abandonar en un oculto recodo del camino.

    El era así, y así seguiría siendo por más que le pesara.

    La terrible epidemia estalló en la zona más miserable de la ciudad; aquella que bordeaba los manglares, extendiéndose como un reguero de pólvora y provocando vómitos, sudores, mareos, fiebres y en muchos casos la muerte, y pese a que un gran porcentaje de los españoles afectados consiguieron reponerse a duras penas, quedaron por lo general tan debilitados y, esqueléticos, que más parecían cadáveres ambulantes que seres humanos dotados de un simple hálito de vida.

    Entre la población nativa, sin embargo, la masacre alcanzó proporciones dantescas, ya que si bien sus cuerpos poseían mecanismos de defensa que les ponían relativamente a salvo del tifus, la malaria o la fiebre amarilla, enfermedades tales como el sarampión, la viruela, la tuberculosis o un simple resfriado común, les afectaban de forma irremediable.

    El propio doctor Alvarez Chanca, auténtica eminencia de su tiempo y probablemente el médico más preparado que pisó el Nuevo Mundo durante medio siglo, se mostraba, en verdad, anonadado, ya que si bien los síntomas del mal apuntaban hacia una inocente gripe, su brutal virulencia obligaba a remontarse a los terribles años de la peste, cuando casi una tercera parte de la población europea pasó a mejor vida en poco tiempo.

    La gente, aterrorizada, huía a los montes mientras los indios escapaban al interior de la isla y a su paso iban sembrando la muerte que se apoderó de los más lejanos villorrios, algunos de los cuales desaparecieron de la faz de la tierra al no haber conseguido sobrevivir en ellos ni tan siquiera uno de sus desgraciados habitantes.

    El converso Luis de Torres fue uno de los primeros en caer enfermo y se temió seriamente por su vida, hasta el punto de que Ingrid Grass se vio en la obligación de pasar largas noches en vela intentando bajarle la fiebre a base de envolverle en una sábana empapada.

    Por su parte, Alonso de Ojeda, tan decidido y animoso como siempre, daba también ejemplo de abnegación enterrando a los muertos y visitando a los enfermos en un vano intento de inculcarles su entusiasmo y su fe en un futuro mejor en aquella Tierra de las Montañas que la mayoría consideraba ya maldita dé los dioses.

    —¡No es más que una simple epidemia! —decía—. ¡Nos hemos visto en peores trances!

    Pero eran pocos los que aceptaban que pudiese existir un trance peor que aquella impotencia manifiesta a enfrentarse a un ignorado mal para el que nadie conocía remedio, y que hacía que la bahía rebosara de cadáveres de indígenas a los que prontamente acudían a devorar los tiburones.

    El asturiano Juan de Oviedo, aquel desvergonzado cara de caballo que tanta gracia y astucia empleara en enredar al furibundo capitán León de Luna, apareció muerto una mañana en su miserable jergón de la posada, y el marqués de Gándara envejeció en una semana todo cuanto supuestamente había conseguido. rejuvenecer durante su fantasiosa estancia en la imaginaria Isla de La Fuente Milagrosa.

    Incluso el almirante Colón se inquietó, ya que la suerte que durante un corto período de su vida le había acompañado conduciendo sus naves hasta las costas de Guanahaní a través del temido Océano Tenebroso, parecía haberle vuelto definitivamente la espalda y, una nueva e imprevisible desgracia venía a ensombrecer aún más su ya amenazado futuro.

    Ordenó que el padre Buíl ofreciera cuatro misas diarias recurriendo a todas las ceremonias de rogativas conocidas, e incluso abrió por primera vez sin restricción alguna los inaccesibles almacenes de víveres en un postrer intento de fortalecer a una población que quizá estaba sufriendo tamaños estragos por culpa de la debilidad y el hambre que les había obligado a soportar.

    Pero pese a todos los esfuerzos, nada detuvo la arrasadora marcha del terrible azote, y en menos de un mes un centenar de colonos y millares de indígenas dejaron de padecer definitivamente sin que consiguiera descubrirse la forma de atajar su avance o descubrir su origen.

    No obstante, una calurosa mañana en que la ex vizcondesa de Teguise regresaba de cuidar a Don Luis de Torres, agotada y profundamente deprimida por el macabro espectáculo a que había tenido que asistir por la cremación de cadáveres en la plaza de armas, descubrió acurrucado junto a las cochiqueras el cuerpo del cojo Bonifacio, y cuando se abalanzó sobre él creyendo que tal vez también había enfermado, le sorprendió la naturalidad con que el muchacho salía de su profundo sueño.

    —No os preocupéis por mí, señora —señaló sonriendo con desconcertante naturalidad—. Nada puede pasarme.

    Yo ya sufrí esta enfermedad y nunca volverá a afectarme.

    —¿Pero acaso sabes de qué se trata? —se asombró—.

    El otro asintió convencido.

    —Anoche, al darle de comer a los cerdos, lo recordé de pronto. Yo era muy pequeño cuando una epidemia semejante asoló La Gomera, y aunque no fue, desde luego, tan terrible como ésta, estoy seguro de que los síntomas son los mismos: le llamaban El Mal de los Gorrinos.
    —¿El Mal de los Gorrinos? —repitió Doña Mariana incrédula—. ¿Qué estupidez es ésa?
    —No es ninguna estupidez, señora. Uno de mis primos murió por su causa. Es una especie de gripe que afecta a los cerdos cuando se crían en zonas húmedas, y por eso mi padre siempre decía que los puercos tienen que dormir en seco... Estos están limpios y sanos, pero los que escaparon de Isabela y ahora vagabundean por los manglares del otro lado de la ciudad no. De ahí viene el mal.
    —¿Estás seguro?

    El pobre cojo se encogió de hombros y abrió las manos como pretendiendo mostrar su impotencia.

    —¿Cómo podría estarlo? No soy médico, ni siquiera sé leer y escribir medianamente, tendría entonces unos siete años, y a esa edad los recuerdos son confusos, pero me he pasado la noche aquí, pensando, y he llegado a la conclusión de que el Mal de los Gorrinos es la única respuesta lógica a la epidemia.
    —Suena ridículo.
    —Es posible, pero de lo que sí estoy seguro, es de que si consigo atrapar a uno de esos puercos y examinarle el morro, podría decirle algo más sobre el asunto.

    El resto del día lo pasó, por tanto, en compañía de Alonso de Ojeda y tres voluntarios, persiguiendo cerdos montaraces por la intrincada maraña de vegetación, agua y fango del manglar que cerraba la bahía por su parte oeste, hasta que, al fin, un certero disparo destrozó los cuartos traseros de una hembra joven, y el cojo gomero pudo estudiarla con tranquilidad pese a que no cesara ni un instante de chillar y revolverse.

    —¡Observe el moquillo de la nariz! —indicó con ayuda de un palo al capitán Ojeda—. Y las legañas de los ojos...

    Está enferma, no cabe duda... ¡Muy, muy enferma!

    El otro se limitó a comprobarlo en silencio, y tras permanecer largo rato pensativo, fue a exponerle el resultado del hallazgo al almirante, que le recibió con la hostilidad lógica en alguien que se sentía en cierto modo celoso del innegable ascendiente que el de Cuenca parecía ejercer sobre los habitantes de la ciudad.

    —¡Absurdo! —fue su inmediata respuesta—. ¿Pretendéis hacerme creer que un rapaz analfabeto puede saber más de medicina que el mismísimo doctor Alvarez Chanca? ¡Completamente absurdo!
    —El chico asegura que lo sufrió en su propia carne.
    —El chico lo que busca es notoriedad —replicó desabridamente el almirante—. Nadie ha oído hablar jamás de un estúpido Mal de los Gorrinos, y nadie en su sano juicio aceptaría que una simple influenza consiga aniquilar a miles de personas. Tiene que ser una enfermedad propia de aquí, no achacable a nosotros.
    —¿Si fuera de aquí por qué los nativos aseguran desconocerla?
    —Porque siempre mienten. Mienten por todo, ¿o es que aún no os habíais dado cuenta? —Hizo un significativo gesto dando por concluida la audiencia—. Volved a vuestras obligaciones y recordad que no quiero que se mencione una sola palabra más sobre este desagradable asunto. ¡Es una orden! ¿Está claro?
    —Muy claro, Excelencia.

    El capitán Alonso de Ojeda era, ante todo, un soldado, y un soldado consciente de que la disciplina constituía su norma básica de conducta, por lo que optó por olvidar aquel desagradable asunto del Mal de los Gorrinos, aconsejando al propio tiempo a Doña Mariana Montenegro y al cojo Bonifacio Cabrera que lo olvidaran igualmente.

    —El virrey se muestra intransigente, y es quien manda. —Se encogió de hombros fatalista—. Y, al fin y al cabo —añadió—, sea o no culpa de los cerdos, nada puede hacerse puesto que continuamos desconociendo el remedio que ponga fin a la epidemia. ¿Qué importa cuál sea la causa que la provoca si el resultado es el mismo?

    En ésa, como en otras muchas cuestiones que se le presentarían á lo largo de su azarosa existencia, el valiente y animoso capitán Ojeda se equivocó de lleno, ya que de haberse planteado el hecho de que la influenza o gripe de los cerdos había constituido la raíz de la epidemia que asoló por aquellos tiempos la isla de Haití, la tristemente famosa Leyenda Negra Española tal vez nunca hubiera existido.

    En efecto, cuando en primer lugar el severo padre Bartolomé de las Casas, y más tarde innumerables autores más, sacaron a la luz pública el hecho innegable de que de los casi cuatro millones de indígenas que existían en el área del Caribe a la llegada de los españoles, se había pasado a apenas quince mil veinte años más tarde, la mayoría dieron por sentado que semejante mortandad se había debido a la salvaje ansia de destrucción y sed de sangre de nuestros conquistadores.

    Sin embargo, nadie pareció tener interés alguno en constatar el hecho —igualmente innegable— de que para que los pocos miles de españoles que pusieron el pie en el Nuevo Mundo durante esos veinte primeros años, hubieran conseguido aniquilar a tres millones y medio de indígenas en tan escaso tiempo y con las armas de la época, hubieran necesitado estar cortando cabezas las veinticuatro horas del día, siempre y cuando los nativos acudieran a arrodillarse sumisamente a sus pies por voluntad propia.

    Ni aun hoy, con armas químicas y cámaras de gas se podría alcanzar semejante cifra de ejecuciones teniendo que buscar a las víctimas en sus lejanos poblados de las selvas de Haití, Jamaica, Cuba o infinidad de islas menores, pero aun así la Leyenda Negra del genocidio persiste sin que la mayoría de los estudiosos se decidan a aceptar la incongruencia —por absoluta imposibilidad física— de semejante aseveración.

    Debió ser probablemente el virus de la influenza suina también conocida por Gripe Porcina o Mal de los Gorrinos que se extendió por Haití y luego por el resto de las islas el que provocó la terrible catástrofe, ya que está históricamente comprobado el hecho indiscutible de que en el segundo viaje de Colón se recogieron ocho cerdas preñadas en La Gomera, algunas de cuyas crías enfermaron o escaparon multiplicándose en libertad de forma tan asombrosa que la práctica totalidad de la cabaña porcina del continente americano desciende hoy en día de aquellos animales.

    Ninguna trascendencia tuvo, no obstante, en su día el descubrimiento del canario Bonifacio Cabrera, dado que a decir verdad, y tal cómo con toda justicia asegurara Ojeda, tampoco hubiera servido para salvar ni una sola de las miles de vidas que se estaban perdiendo.

    La lucha se centraba por tanto en atajar el mal en lo posible, y en ello ponía Doña Mariana Montenegro todo su empeño acudiendo allí donde más se la necesitaba sin miedo al contagio y sin distinción de sexos o de razas.

    El resultado lógico fue que acabó por enfermar también, lo que la colocó a las puertas de la muerte, umbral que se resistía a atravesar únicamente porque su empecinada voluntad le impedía abandonar este mundo sin haber visto, por última vez, a su amado Cienfuegos.

    El cojo Bonifacio, Ojeda, y la hermosa y serena Anacaona se turnaban día y noche junto a la cabecera de su cama, y el agotado doctor Alvarez Chancá no dudaba en recorrer cada tarde el largo camino hasta la granja en un desesperado intento por salvar a la única auténtica dama de toda la ciudad.

    Maese Juan de la Cosa, aún convaleciente permanecía largas horas sentado ante la puerta de la choza, y Don Luis de Torres, incapaz de dar siquiera un paso de pura debilidad enviaba una y otra vez a jóvenes soldados a recabar noticias de la enferma.

    Y es que, en cierto modo, Ingrid Grass o Doña Marianita, como cariñosamente solían llamarla, se había convertido con el tiempo en el amor platónico, la mejor amiga, o la única consejera de un gran número de aquellos rudos y aguerridos soldados, que lejos de su patria, su familia y su hogar no tenían a quién recurrir a la hora de dar rienda suelta a sentimientos que no podían compartir con hombretones tan broncos como ellos, o con unas pobres indígenas que a duras penas entendían su idioma.

    La puerta de la alemana siempre había estado abierta para los más humildes o los más solitarios, y raramente faltaba un plato de comida a los desasistidos de la fortuna o un rato de charla a los deprimidos, por lo que había conseguido granjearse el afecto y el respeto de aquellos malencarados aventureros que en otro lugar y en otras circunstancias tal vez no hubieran dudado a la hora de violarla, arrebatarle sus animales o cortarla en rodajas:

    De todos era conocida, además, sus escasas simpatías por los todopoderosos hermanos Colón, y como ésta solía ser una aversión compartida por la mayoría de los habitantes de la ciudad, no era de extrañar que un profundo desasosiego por su suerte inquietase a un gran número de aquellos que no tenían que preocuparse ya por salvar su propio pellejo.

    La epidemia dejaba tras sí no sólo un trágico reguero de muertos de ambas razas y un sin fin de convalecientes prácticamente irrecuperables en muchos casos, sino en especial una indescriptible sensación de impotencia y vacío, junto al convencimiento de que aquella sucia ciudad estaba maldita de los dioses y todo el que se arriesgara a continuar en ella acabaría en una pira funeraria o en las tripas de los insaciables tiburones que infestaban la bahía.

    Desolación, hastío y la triste impresión de haberse dejado engañar con un falso espejismo por quienes tan sólo buscaban la gloria personal o el poder a toda costa, se apoderaban como una nueva plaga —tanto más peligrosa que las fiebres y los vómitos— de los sufridos colonizadores, que empezaban a cuestionarse seriamente las razones que les obligaban a continuar obedeciendo a un virrey que, encerrado en su caserón de negra piedra, parecía haberse desentendido por completo del futuro de aquellos a quienes había arrastrado hasta allí.

    Voces airadas susurraban al oído de Alonso de Ojeda, pero éste se negaba en redondo a atenderlas advirtiendo que nunca, bajo ninguna circunstancia, desenvainaría su espada contra la suprema autoridad impuesta por los Reyes, dado que en su opinión tan sólo Sus Majestades tenían derecho a exigir explicaciones a sus más directos subordinados. Por ello, y para evitar que en la posada o en la ruidosa Taberna de los Cuatro Vientos en que solían reunirse la mayoría de los más alborotadores oficiales, le acosaran de continuo con quejas y alusiones a un golpe de fuerza, optó por pasar el mayor tiempo posible en la granja, aprovechando la disculpa de tener que cuidar a Doña Marianita.

    Eso le obligaba también lógicamente a mantenerse muy cerca de la cada día más enamorada Flor de Oro, y el pobre capitán, tan devoto de la Virgen y tan convencido de cuál era su deber como militar y como prometido de una lejana muchachita casi desconocida, se las veía y deseaba para escapar al acoso de aquella portentosa hembra por la que suspiraban el resto de sus compatriotas y la totalidad de los indígenas de la isla.

    —¡La vida es demasiado breve! —le hacía notar maese Juan de La Cosa, que aún se encontraba lo suficientemente debilitado como para no sentir ni tan siquiera envidia por la suerte de su amigo—. Y vuestros escrúpulos se me antojan sin fundamento. Dejaos llevar por la Naturaleza, que ha demostrado ser siempre más sabia que los más sesudos doctores, haced feliz a Anacaona, y sedlo vos también, que cualquier día las fiebres, una flecha indígena o un espadachín más hábil pueden poner punto final a vuestras dudas.
    —Razón de más para vivir con la conciencia limpia...
    —era en esos casos la inquebrantable respuesta del conquense—. Si un día el Señor me llama inesperadamente a su seno, tengo que ser capaz de presentarme ante él tan inmaculado como Su Santísima Madre desea que lo esté.
    —¡Absurdo se me antoja que no consideréis pecado abrirle una raja a un tipo con una fría espada de acero, y os parezca mal abrírsela a una mujer hermosa, con otra más suave, caliente y natural! ¡Sobre todo cuando está deseando que lo hagáis! ¡A fe mía que no acabo de entender vuestros escrúpulos...!
    —Vos sois marino de Santoña, y os educaron quizá con un criterio más abierto y diferente, pero yo nací en el seno de una familia de curas y soldados que tan sólo vivían para rezar y expulsar a los moros de su patria. De niño aprendí que matar infieles agradaba a Dios y fornicar desagradaba a la Virgen, y ya que me ha protegido en cien combates, lo menos que puedo hacer es respetar su suprema voluntad, o de lo contrario tal vez la próxima vez que me vea en una refriega me abandone a mi suerte.
    —Por alguien como Flor de Oro se puede correr ese riesgo.
    —¿Aun a costa de ir al Infierno?
    —Perdonad si os ofendo, Ojeda, pero quien pone sobre la tierra a una criatura tan prodigiosa, no tiene derecho a enviar al Infierno a quien no ha sido capaz de resistir semejante tentación.
    —A veces, sobre todo en los atardeceres en que paseamos a solas por la playa, me lo planteo también, pero luego recuerdo que su esposo está encadenado a la puerta del palacio del almirante, saludándome con profundo respeto cuando cruzo ante él, y me consta que se le rompería el corazón en mil pedazos si supiera que me aprovecho de su esposa... No puedo hacerlo, maese Juan. Sé que me comporto como un idiota, pero es así como me enseñaron a preservar mi alma, y así tengo que hacerlo.

    Si difícil le resultaba al arriesgado piloto asturiano entender tal punto de vista, más difícil aún le resultaba, desde luego, a la ardiente Flor de Oro, que no acababa de aceptar el hecho evidente de que el más osado guerrero que hubiera conocido nunca se negara tan empecinadamente a aceptar aquello que tantos miles de hombres mucho menos varoniles aspiraban a poseer. Desde que tenía memoria se había visto asediada por los deseos de cuantos la conocieron, y tenía plena conciencia de que se encontraba en la plenitud de su belleza, pero, por más que lo intentara, el pequeño dios blanco, no se decidía a ponerle la mano encima, con lo que estaba consiguiendo que un fuego interior, que podría haber alimentado a todos los volcanes de este mundo, amenazara con devorarla por completo.

    Usaba ahora un sencillo vestido de algodón blanco que le había proporcionado la alemana, y que curiosamente realzaba aun más sus encantos que su perfecta desnudez, y hablaba y se comportaba tal como imaginaba que debía hacerlo una reina europea, pero aun así cada noche regresaba a su hamaca frustrada y enfurecida y en más de una ocasión se veía en la penosa obligación de tener que masturbarse ante la aparentemente impasible mirada de sus más fieles servidoras.

    Todo ello la sacaba de quicio.

    Echaba de menos las enseñanzas de Ingrid y vivía pendiente de la evolución de su salud pese a que tenía plena conciencia de que, tanto si la alemana lograba recuperarse como si fallecía, Alonso de Ojeda dejaría de frecuentar la granja con la asiduidad con que lo hacía en aquellos momentos.

    Se había quedado por ello sin más consejero que el orondo y melifluo Dominguillo Cuatrobocas, del que se aseguraba que no sólo era el único haitiano capaz de hablar con absoluta fluidez el idioma de los conquistadores, sino, sobre todo, el único que conocía a fondo la mayoría de sus virtudes y defectos.

    —¡Oro! —fue la firme respuesta de éste cuando su ama y señora le preguntó su opinión sobre la mejor forma de atraer al esquivo capitán hasta su hamaca—. Los españoles se vuelven locos por el oro. Ofréceselo y le tendrás a tus pies como un esclavo.

    A la altiva indígena le resultaba inconcebible que un hombre joven y sano pudiera sentirse más interesado por un brillante metal, bueno tan sólo para confeccionar estúpidos adornos, que por la suavidad de su piel o la mórbida firmeza de sus pechos, pero aun así decidió aceptar la extraña sugerencia, por lo que ordenó a sus más veloces guerreros que corrieran hasta los dominios de su hermano, el cacique de Jaraguá, rogándole que le enviase de inmediato todo el oro que pudiese conseguir.

    Cuando lo tuvo en su poder dispuso cuidadosamente un plan de acción que habría de conducirle a la victoria final y a la conquista sin paliativos de la inexpugnable fortaleza que constituía, al parecer, el honor y la honra del valiente capitán Alonso de Ojeda.

    Soñó con Ingrid.

    La vio tendida en un oscuro lecho, cenicienta e inmóvil, como muerta, sin aquella alegría que inundaba de continuo su rostro; sin su sonrisa, ni sus ojos vivaces; sin el eterno palpitar de sus húmedos labios ni el aleteo de sus manos buscando una íntima caricia, y se despertó sudando frío, horrorizado, pero abrigando, al propio tiempo, la indescriptible sensación de que en aquel espantoso sueño ella estaba muy cerca; mucho más cerca de lo que lo había estado desde que abandonara la isla de La Gomera.

    ¿Cuánto tiempo hacía ya?

    No pudo calcularlo. Los días, los meses y aun los años se le habían ido escapando entre los dedos como el agua que se escurre al intentar beber en el cuenco de las manos y de la que bien poco se aprovecha, y la memoria le jugaba feas pasadas al intentar sumar monótonas jornadas de navegación con largos períodos en la selva o el cautiverio.

    Se sentía una vez más profundamente deprimido y cansado hasta los huesos de aquel vagar sin rumbo por tierras tan extrañas, que a menudo resultaba imposible determinar si en realidad soñaba cuando estaba dormido, o la auténtica pesadilla comenzaba a tener lugar en cuanto abría los ojos.

    Miró hacia arriba; hacia el espeso enramado que le protegía de la lluvia y le ocultaba a la vista del mundo, y le vino a la mente el recuerdo de la noche pasada, cuando dispuso de una oportunidad única de acabar impunemente con su perseguidor y lo dejó con vida.

    Ahora, con la luz del nuevo día su enemigo estaría acechándole allá fuera, decidido a cortarle la cabeza, y había llegado, por tanto, la hora de arrepentirse por un estúpido acto de generosidad que nadie valoraría, y la hora de preguntarse hasta cuándo continuaría comportándose como un loco insensato incapaz de admitir que su deber primordial era conservar la vida, que era en verdad lo único que por lo visto estaban dispuestos a permitirle conservar en este mundo.

    La vida, una espada, un viejo cuchillo, un macuto repleto de carne seca, y un desvencijado tablero de ajedrez con el que ya ni siquiera le apetecía jugar solo.

    Y el recuerdo de una hermosa mujer que se iba diluyendo poco a poco en su memoria.

    Le asustó la idea de que amaneciera un día en el que ya la rubia alemana no llenara por completo esa memoria.

    Y le asustó aún más que ese hueco lo ocuparan recuerdos de muertes y desdichas; de amigos que sufrieron un amargo final; de soledad y hambre, y de instantes como aquel en el que se encontraba oculto a la orilla de un río, temeroso de abandonar su minúsculo escondite, y aguardando a que una larga flecha le atravesara el corazón de parte a parte.

    Dejó pasar el tiempo acurrucado en el fondo de la canoa, con el oído pegado a la madera, escuchando así el rumor de un agua que discurría, monótona e incansable en busca de un inmenso mar dispuesto a devorarla.

    Luego, sin saber muy bien por qué, aflojó las amarras.

    La embarcación permaneció unos instantes pegada al fango de la orilla para deslizarse al fin muy suavemente, atravesar la espesa maraña de hojas y lianas, y dejarse llevar como un tronco caído hasta el centro del cauce.

    Lloviznaba bajo un sol inclemente.

    Nunca dejaba de admirarle el hermoso fenómeno atmosférico que tenía lugar tantas veces en las primeras horas de la mañana en las lagunas y ríos de la selva, cuando los rayos de un sol que había ascendido una cuarta sobre la línea del horizonte eran capaces de atravesar la cortina de agua que dejaba escapar una negra nube en vertical sobre la tierra, calentando sus gotas y dibujando hermosos arco iris que al rozar las amarillas copas de los araguaneys cubrían el cielo de prodigiosas luces como si de un castillo de fuegos de artificio se tratara.

    Lluvia con sol, amor.

    Lluvia con lluvia, dolor.

    Sol con sol, furor.

    Se preguntó quién habría inventado tamaña estupidez, y, por qué habían sido siempre los cabreros de La Gomera tan dados a repetirla como si se tratara de una aseveración incuestionable, y se preguntó, también, qué explicación le darían en una selva donde cualquier tipo de amor brillaba por su ausencia.

    Evocó la lejana tarde en que la poseyó de rodillas, cara al sol que se hundía en el horizonte mientras una agua mansa y tibia les empapaba el cabello y el cuerpo sudoroso, y aceptó que tal vez en las montañas y lagunas de su isla aquella primera frase pudiera tener algún sentido, pero ahora, tumbado en el fondo de una rústica canoa y dejándose llevar por la corriente de un río cenagoso hacia un incierto destino, se le antojaba en verdad incongruente.

    Pasó la nube, creció el bochorno, y un pesado y denso hedor a hojarasca putrefacta se apoderó del aire trayendo a su memoria la olvidada pestilencia del viejo cementerio en que enterró a su madre.

    El olor de la muerte no hacía distinciones en la jungla entre seres humanos y hojas secas.

    Luego lo descubrió en mitad del río, erguido y desafiante sentado en su piragua, hosco, ceñudo y empuñando con decisión una corta y pesada lanza de madera de chonta.

    No era muy alto pero sus anchas espaldas sobresalían de las bordas, y la firmeza con que apretaba las mandíbulas denotaba a las claras que había llegado hasta allí dispuesto a luchar con él hasta la muerte.

    Permitió que la embarcación se deslizara por sí sola mientras desenvainaba la espada, y al verle más de cerca pudo reconocerle como al primer nativo al que vio entregar una calabaza de polvo de oro al enano Goliat.

    —¿Qué buscas? —gritó con su voz más profunda cuando se encontraban ya a menos de treinta metros de distancia.

    El otro se llevó la mano al cuello haciendo un claro gesto de querer degollarle.

    —¡Tu cabeza! —replicó secamente.
    —¡Tal vez preferirías mi culo, marica de mierda!

    El llamado Paujuí no pareció entenderle o no prestó atención a sus palabras, limitándose a arrodillarse afirmando las piernas a las bordas con vistas a mantener mejor el equilibrio mientras alzaba el brazo armado dispuesto a arrojar su corta y pesada lanza.

    Cienfuegos se limitó por su parte a alzar la mano en un claro ademán de tregua al tiempo que señalaba.

    —¡Espera! ¡No seas estúpido! En el caso de que me mataras, que lo dudo, la piragua volcaría, mi cadáver se iría al fondo, y jamás encontrarías mi cabeza.

    Ahora sí que el nativo captó a la perfección lo que estaba tratando de decirle, ya que dudó unos instantes y una sombra de preocupación surcó su pétreo rostro que aparecía cómicamente churreteado por la negra pintura de guerra que se él había corrido por efecto de la lluvia.

    —Tiene que haber otra manera de solucionar este problema —señaló el canario sin dejar de empuñar por ello su arma—. Ahora que he demostrado que soy un cobarde escapando ante ti, existirá algún modo de que consigas el amor de Urucoa sin necesidad de que me mates.
    —Necesito tu cabeza —fue la firme respuesta.
    —¡Qué manía!

    Las embarcaciones avanzaban al unísono empujadas por la suave corriente, conservando entre ellas una distancia de ocho o nueve metros, y tras meditar unos instantes sobre el difícil problema que se le planteaba, el gomero extendió la mano alzando su hermosa caja de ajedrez.

    —¿Y si se lo regalaras? —quiso saber—. Podrás decirle que me ahogué y ésta es la prueba. —Sonrió levemente—.

    Y te garantizo que le durará más que una cabeza que se pudre a los tres días.

    Paujuí negó secamente.

    —¡No sirve! —replicó adustamente—. El te ama, y hasta que no vea tu carroña, comida por los gusanos, no dejará de hacerlo. Sé que acariciará los pelos de tu cara varios días, pero cuando empieces a apestar te arrojará al río y correrá a buscarme.
    —¿Los pelos de mi cara? —se sorprendió el cabrero—.

    ¿Es eso lo que le gusta al mariquita, mi barba?

    El otro asintió con gesto compungido al tiempo que instintivamente se llevaba la mano a la limpia mejilla.

    —Urucoa es extraño... —farfulló a punto de estallar en sollozos—. Yo creía que me amaba, pero en cuanto vio esa cosa horrible que te nace en la cara se volvió como loco.

    Cienfuegos recordó de improviso que, efectivamente, durante los cortos momentos de ansiosas caricias de aquella nefasta noche en que confundió a Urucoa con una muchachita, le sorprendió la avidez con que sus diminutas manos le mesaban la barba con absurda insistencia.

    —¡Mierda! —masculló.
    —Tengo que matarte —repitió machacón el indígena—.

    Te mataré aunque tenga que buscar tu cabeza en el fondo del río.

    —¡Plasta de tío! —se lamentó el canario—. Como seas tan pesado para todo, ese niño te da el culo aunque sea por cansancio. ¡Espera un poco y déjame pensar!

    Pasaron unos cortos minutos en los que constituyeron sin lugar a dudas una extraña pareja dejándose arrastrar por el agua bajo el sol de justicia, uno esgrimiendo una espada y el otro una lanza, y observados con perpleja atención por los loros y los monos de la cercana selva.

    Por último el gomero pareció tener una idea, e inclinando la cabeza contempló de medio lado a su enemigo.

    —Si es sólo cuestión de barba, podemos arreglarlo —señaló.

    El pobre indígena pareció profundamente desconcertado.

    —¿Qué quieres decir? —inquirió ansioso.
    —Que si lo que vuelve loco a Urucoa es mi barba, te la regalo. y en paz.
    —¿Puedes hacerlo? —se asombró el otro—. ¿De verdad puedes quitarte esos pelos rojos de la cara y regalármelos?
    —¡Naturalmente!
    —¡No te creo!
    —Yo nunca miento —replicó muy serio el gomero—.

    Puede que sea un cobarde extranjero peludo y maloliente, pero nunca miento. Si te digo que te regalo mi barba es que es así. Regresarás al poblado barbudo, Urucoa se enamorará de ti, y viviréis felices y comeréis perdices para siempre.

    —¿Cómo lo harías?
    —Confía en mí. —Le estudió con extraña fijeza—. ¿Prometes no intentar atacarme? —Ante el mudo gesto de asentimiento del otro que parecía haber olvidado por completo sus intenciones asesinas deslumbrando por el hecho inaudito de poder aspirar a ser dueño de una barba propia, añadió—: ¡Vamos a tierra y tendrás la más hermosa barba que nadie tuvo nunca!

    Encallaron las embarcaciones en un playón de arena, y tras buscar un árbol oportuno Cienfuegos trazó en su corteza tres profundos surcos y se dedicó luego a afilar cuidadosamente su viejo cuchillo contra el filo de la ancha espada.

    Una vez satisfecho tomó asiento en un tronco caído y comenzó a rasurarse con toda delicadeza, depositando hasta el último vello en una calabaza hueca que Paují, acuclillado ante él, sostenía fascinado.

    Cuando sus mejillas aparecían ya tan limpias como las del propio nativo, éste extendió la mano y le rozó allí donde pequeños cortes sangraban levemente.

    —¿Te ha dolido? —quiso saber.
    —¡Sólo en el alma! —replicó seriamente—. ¡Ven! Siéntate aquí.

    Le acomodó en su sitio aún con la calabaza en la mano, y encaminándose al árbol en el que había hecho los cortes, recogió con ayuda de una ancha hoja de plátano la pegajosa resina maloliente que había ido destilando para estudiarla con detenimiento, calcular que poseía la consistencia deseada, y regresar junto al embobado Paují al que embadurnó las mejillas generosamente sin olvidar la zona del bigote.

    Por último, poniendo en ello toda su atención y luchando a brazo partido con el invencible deseo que sentía de echarse a reír, le fue pegando al idiotizado indígena, uno por uno, los pelos de su barba.

    El resultado fue en verdad espeluznante. Con los negros dibujos guerreros totalmente corridos, la amarilla resina desparramada sin orden ni concierto, y desperdigados mechones de rojos cabellos entremezclados con arena, moscas y tierra pegados aquí y allá, el aspecto del pobre Paujuí clamaba al cielo, y el canario abrigó la absoluta certeza de que en cuanto le echara la vista encima a semejante adefesio, el delicado Urucoa sufriría un desmayo, se tiraría de cabeza al río, o experimentaría de pronto una desatada afición por las mujeres.

    El enamorado guerrero se mostraba sin embargo sumamente orgulloso de sí mismo, inclinando de continuo la cabeza y bajando mucho los ojos para intentar contemplarse los rojos pelos de la punta de la barbilla, convencido como estaba de que en el mismo instante en que hiciera su aparición de aquella guisa en la cabaña de su amado, éste se precipitaría en sus brazos haciéndole entrega de sus más íntimos encantos.

    Concluida la tarea, aunque sin conseguir despegarle una hoja seca y algunas briznas de hierba que el viento le había adherido a la mejilla, Cienfuegos se puso en pie y observó con gesto adusto a su desgraciada víctima, asintiendo pese a ello con aire satisfecho.

    —¡Perfecto! —exclamó—. ¡Realmente perfecto!
    —¿Seguro?
    —¡Como si yo mismo la luciera! —añadió decidido a llevar al límite su descaro—. En mi país es costumbre muy extendida esto de intercambiarse las barbas.

    Diez minutos después se despedían con un amistoso abrazo, y mientras el indio emprendía el regreso al poblado remando ansiosamente, el gomero se dejaba empujar sin prisas por la corriente en busca de aquel lejano mar que le separaba de la isla de Haití y la nueva ciudad que fundara el almirante.

    Cuando se volvió por última vez para cerciorarse de que el estrafalario Paujuí desaparecía para siempre en la distancia, lanzó un hondo suspiro y comentó sonriente:

    —¡Me salvé por los pelos!

    Pasó tres días en una hermosa y ancha playa aprovisionándose de frutas, huevos, tortugas y carne de iguana que puso a jarear junto con abundantes peces, aprovechando también para montarle a la ancha canoa una especie de balancín lateral que la hiciera más estable en mar abierto.

    Más tarde reunió casi medio centenar de grandes cocos verdes, y practicándoles un pequeño agujero los vació de su azucarado contenido que sustituyó por agua dulce. Haciéndose a sí mismo la firme promesa de no consumir nunca más de dos de ellos por jornada, calculó que podría resistir casi un mes consciente como estaba de que si en ese tiempo no encontraba la isla y la ciudad, lo más probable era que su agitada historia hubiese concluido.

    Pasó la última tarde tumbado a la sombra, contemplando aquel mar de color esmeralda que a ratos se le antojaba amistoso y otras terrible, y tejiendo sin prisas una especie de esterilla de hojas de palma que habría de servir de modesta techumbre que le pusiera a salvo de los violentos rayos de un sol que parecía brillar allí con más fuerza que en cualquier otra parte de este mundo.

    En un determinado momento colocó ante sí una piedra que hiciera las veces de la isla de Haití, y alisando la arena forzó la memoria intentando marcar con el dedo los diferentes rumbos que podía haber seguido desde el momento en que abandonó el Fuerte de La Natividad a bordo del Seviya.

    Resultó inútil. Su instinto le señalaba que su ansiado destino debía encontrarse en algún lugar del Noroeste, quizás una cuarta a la derecha del punto en que se disponía a ocultarse el sol en aquellos momentos, pero tenía plena conciencia de que aquélla no era, al fin y al cabo, más que una apreciación sin fundamento, ya que había dado tantas vueltas y se había encontrado perdido en tantas ocasiones, que confiar en una especie de impalpable sentido de la orientación resultaba por completo incongruente.

    —Lo único cierto es que tengo que hacerme a la mar —se dijo—. Y esperar un milagro.

    Había algo, no obstante, que llamaba poderosamente su atención. ¿Por qué siempre que pensaba en Ingrid le asaltaba la extraña sensación de que le estaba llamando desde aquel punto concreto del Noroeste? En buena lógica, en absoluta lógica, la mujer que tanto amaba debía encontrarse aún en La Gomera, la isla por la que salía un sol que habían ido dejando día tras día atrás a lo largo de dos meses de ininterrumpida travesía y, sin embargo, por alguna inexplicable razón, la sentía en dirección opuesta.

    —No me sorprendería despertarme una mañana completamente loco —musitó convencido—. Con todo lo que me ha sucedido debiera estarlo hace ya tiempo.

    Sin embargo, a solas en mitad de una blanca playa desconocida, teniendo ante sus ojos el mar y a sus espaldas la selva, el canario Cienfuegos se mostraba más tranquilo y sereno que nunca, ultimando hasta el último detalle la nueva y arriesgada aventura a la que se disponía a precipitarse, convencido de que tal vez cuando dejara de pisar aquella tibia arena estaría comenzando a escribir el postrer capítulo de su malhadada historia.

    Por fin, con la aparición por levante de las primeras sombras, y consciente de que bajo el tórrido calor de aquellas latitudes era siempre mucho más práctico y menos agotador remar de noche y descansar de día, empujó al agua la embarcación y comenzó a bogar en dirección al Noroeste.

    Una hora más tarde, cuando ya únicamente mil millones de estrellas le acompañaban en su viaje, descubrió sorprendido que tarareaba una vieja canción canaria, y que en lo más profundo de su corazón se sentía en cierto modo feliz de saberse tan prodigiosamente libre.

    Poco después una inmensa moneda, primero de cobre, luego de oro y por último de plata, surgió del horizonte como extraída con infinito mimo por la negra mano de un prodigioso prestidigitador, y al lanzar sus destellos sobre la superficie de un agua que semejaba el azogue de un espejo, iluminó como en un sueño las húmedas espaldas de una familia de delfines que con sus idas y venidas parecieron pretender darle a entender que no se encontraba absolutamente abandonado en este mundo.

    Les silbó, como recordaba que lo hacían los marineros de la Marigalante, por lo que saltaron ante su proa respondiendo con agudos chillidos de niños juguetones, y era tal la necesidad de amistad y compañía que sentía, que les habló durante largo rato pidiéndoles consejo sobre el incierto destino de su arriesgado viaje.

    Con la luna se fueron.

    Ella se hundió en el horizonte; ellos en un abismo ahora muy negro y, cansado de remar, Cienfuegos se tumbó a observar las estrellas que el afable maese Juan de la Cosa él enseñara a reconocer hacía ya tanto tiempo.

    No habían cambiado.

    Ni tan siquiera habían acelerado su lenta marcha a través del firmamento, y repitió sus nombres en voz alta como en un rito que pudiera devolverle a aquellas otras noches en que se sentía rodeado de otros muchos hombres que hablaban su mismo idioma y compartían sus mismos anhelos y temores.

    Eran tantas ya sus desgracias, que incluso aquel absurdo viaje en la Marigalante, viaje que le alejaba milla tras milla de su isla y la mujer que amaba, regresaba ahora a su mente como una de las etapas más hermosas de su vida, tiempo en el que aprendió a leer, y escribir y conoció a personajes que tal vez algún día pasarían a formar parte de la Historia.

    ¿Qué habría sido de su buen amigo, el astuto Luis de Torres; del pusilánime Rodrigo de Jerez que juraba y perjuraba que el inocente tabaco de los cubanos tenía que ser dañino, o del mismísimo almirante Colón, empeñado en alcanzar la Corte del Gran Kan y sus palacios de oro?

    Goliat y sus compinches aseguraban que algunos habían regresado, y se preguntó qué cara pondrían si un día le veían aparecer surgido de la tumba.

    —Soy yo —diría—. El grumete Cienfuegos; el polizón gomero del que todos se reían. Soy yo: el jodido Guanche.

    Nadie querría creerle.

    Nadie querría aceptar el absurdo relato de sus infinitas calamidades, puesto que incluso a quien las había padecido se le antojaban a menudo una fantástica pesadilla fruto tan sólo de una imaginación calenturienta.

    Con la aparición del sol instaló a modo de techumbre la esterilla de hojas de palma y se quedó dormido.

    De ese modo pasaron los días y las noches.

    Diez, tal vez doce. ¿Qué importancia tenía?

    Dormir, soñar, comer, beber, pescar, dormir. A veces incluso llorar.

    Y remar.

    Siempre remar.

    Los delfines nunca volvieron.

    La luna se cansó de alumbrarle.

    Tan sólo el mar, inmóvil y plomizo, seguía de su parte.

    El viento se había muerto, y ni tan siquiera una ligera brisa le lloraba, mientras un insoportable calor pesado y agobiante se hacía dueño de todo.

    Luego, una noche, la atmósfera comenzó a condensarse y el nuevo día le sorprendió inmerso en la más espesa niebla de que jamás hubiera tenido noticia. Más allá de la proa nada existía y, cuando no bogaba, el silencio era tan denso que hacía daño al oído.

    Nunca, como en los tres días que siguieron, le pareció estar viviendo una nueva pesadilla, y nunca experimentó un miedo tan sin cuerpo, puesto que aquella impenetrable calima más semejaba un sudario que envolviese al universo, que un mero fenómeno atmosférico, y ni tan siquiera se aventuró a preguntarse qué terrores sin cuento le aguardarían más allá de la impalpable barrera hecha de nada.

    —Tal vez ya esté muerto —se dijo una mañana—. Tal vez aún no lo sepa, pero es posible que haya emprendido hace tres días el largo camino sin retorno.

    Dos horas más tarde creyó percibir, muy, muy lejano, el metálico e incongruente repicar de una campana.

    —La princesa te espera.

    El capitán Alonso de Ojeda se volvió molesto al servil y sudoroso Dominguillo Cuatrobocas, y observó de nuevo a Doña Mariana Montenegro que continuaba tendida en el lecho, pálida y quieta, sin que apenas el levísimo agitar de su pecho permitiera constatar que aún seguía con vida.

    —Tengo que cuidarla —replicó.
    —Es importante.

    El de Cuenca estuvo a punto de responder con acritud, pero el cojo Bonifacio que aparecía acurrucado en un rincón, lejos de la tenue luz de la lamparilla de aceite, alzó apenas el rostro que escondía entre los brazos.

    —Yo la atenderé —señaló quedamente—. Si ocurre algo enviaré a buscarle.
    —Temo por ella.
    —Nadie puede hacer nada. Está en manos de Dios.

    Ojeda aún dudó, escrutó de nuevo la amplia papada del gordinflón y por último optó por ponerse cansinamente en pie para seguirle al interior de la noche.

    Se encaminaron a la punta del cabo que cerraba la bahía y, ya en el límite de la larga fila de cocoteros, Dominguillo Cuatrobocas se detuvo para extender el brazo y señalar la entrada de una amplia cueva de la que surgía un leve resplandor.

    —Allí —fue todo cuanto dijo antes de dar media vuelta y perderse de nuevo en las tinieblas.

    El español aún permaneció unos instantes muy quieto, tentado de seguir al seboso nativo eludiendo lo que se le antojaba a todas luces una trampa, pero al fin llegó al convencimiento de que su inquebrantable fe en la Madre de Dios le libraría de todo mal y no sería propio de un capitán de los Reyes Católicos dar la espalda al peligro sin presentar batalla.

    Penetró, por tanto, en la cueva con paso firme, pero lo que vio superó incluso sus propias expectativas obligándole a permanecer clavado en el umbral como una estatua de piedra. Un centenar de lamparillas iluminaban la amplia estancia en cuyo centro un inmenso lecho de rojos pétalos acogía el inimitable cuerpo de la princesa Anacaona que no se cubría más que con ricos aderezos de oro de los pies a la cabeza.

    —¡Cielos...! —pudo balbucear al fin anonadado—. ¿Qué locura es ésta?

    Ella extendió la mano invitándole a tomar asiento a su lado al tiempo que sonreía con una cierta tristeza.

    —Mi nombre es Flor de Oro, ya lo sabes —dijo—. Aquí tienes el oro, es tuyo, pero quiero que sepas que sin duda lo más hermoso que guardo para ti, es el néctar que se derrama en el fondo del cáliz de mi cuerpo cuando te tengo cerca.

    Azorado, el bravo capitán no pudo por menos que sonrojarse bajo la negra barba, y por largos minutos permaneció extasiado ante una indescriptible visión de la que sin duda nadie había sido testigo jamás anteriormente. Allí se juntaban la más deseable mujer imaginada y más oro del que pudiera concebir la insaciable ambición de los Colones, pero más aún que la perfección de aquel cuerpo o el inestimable valor de las riquezas, le impresionó la insondable profundidad del amor que se leía en los oscuros ojos de una dulce criatura que parecía estar a punto de quebrarse en mil pedazos si no le correspondían.

    —¡Dios! —musitó quedamente—. ¿Por qué te complaces en tentarme hasta este punto?

    Y lo dijo a conciencia de que la auténtica tentación no se centraba en el sexo o el oro, sino en el hecho evidente de que, como hombre de bien, no podía sumir en la desesperación de otro desprecio a una mujer cuya vida parecía depender en aquellos momentos de sus actos.

    —¿Es suficiente? —inquirió ella al fin con un tono de ansiedad en la voz que le dolió en el alma—. Es todo lo que mi hermano ha conseguido.

    Extendió la mano y le selló la boca con un dedo.

    —¡No digas eso! —le reconvino—. No hay en este mundo oro suficiente para ocultar tu hermosura. Ni para comprar a Ojeda. ¡Ven! No tengas miedo.

    La obligó a erguirse conduciéndola muy despacio hasta la entrada de la cueva, salieron a la oscura noche adornada tan sólo por miríadas de estrellas, y al llegar al borde del agua el español la obligó a detenerse y permanecer inmóvil frente a la ancha bahía que semejaba un lago.

    Luego, muy despacio, le despojó del valioso pectoral que le colgaba al cuello, y con un brusco gesto lo lanzó al agua.

    —No permitas que esta basura oculte tus pechos —dijo—. Ni que estos colgajos deformen tus orejas, o estas pulseras rompan la maravillosa línea de tus brazos.

    Arrojó cuanto llevaba al mar, y luego, en idéntico tono, y mientras comenzaba a desnudarse, añadió dulcemente:

    —No dejes que nada se interponga entre tu piel y la mía; entre tu cuerpo y mi cuerpo; entre ese dulce néctar que guardas en tu cáliz y la invencible necesidad que tengo de probarlo...

    Se arrodilló ante ella aspirando a fondo los mil deliciosos aromas de aquella irrepetible Flor de Oro, y se amaron ansiosamente sobre la tibia arena hasta que los primeros colibríes madrugadores cruzaron el cielo como rojizas flechas en busca de otras flores.

    Dos días más tarde, Ingrid Grass comenzó a recuperarse.

    Cesó por el momento de delirar llamando a todas horas a Cienfuegos, y desapareció la fiebre que ardía en su interior como una fragua que consumiese hasta el último gramo de grasa de su cuerpo.

    Regresó, muy de puntillas, de la muerte.

    Lo primero que percibió fue un intenso brillo en los ojos de la princesa y sonrió feliz con un supremo esfuerzo.

    —¡Lo conseguiste! —susurró.

    La indígena le acarició la mano con afecto.

    —Gracias a ti.
    —Te envidio.
    —Algún día serás tan feliz como lo soy yo ahora.
    —Hizo una corta pausa y añadió cambiando el tono de voz—: Pronto tendré algo importante que decirte, pero aún no estoy del todo segura, ni es éste el momento.

    Cuando te recuperes, lo haré.

    —¡Por favor!
    —¡No! ¡Ahora no! Ten paciencia.

    Tuvo que transcurrir casi una semana antes de que Anacaona aprovechara uno de sus tranquilos paseos por la playa, para tomar asiento muy cerca del punto en que hiciera por primera vez el amor con Ojeda y, tras permanecer un rato pensativa, se decidiera a hablar.

    —Don Luis de Torres vino hace algún tiempo a pedirme ayuda... —comenzó—. Quería que utilizara mi influencia con los caciques de la isla para tratar de averiguar qué había sido de uno de los hombres que se quedaron en el Fuerte de La Natividad que mi esposo, Canoabó, aniquiló. —Hizo una corta pausa y observó con detenimiento a la alemana, como si estuviese tratando de captar su reacción—. Sé que ese hombre significaba mucho para ti.
    —Aún lo significa.
    —¿Por qué nunca me hablaste de él?
    —Prefiero que nadie sepa que está vivo... si es que aún lo está.
    —Lo estaba tres días después de la matanza. Recuerdo que Canoabó se enfureció porque Guacaraní y sus guerreros permitieran que dos españoles escaparan.
    —¿Dos...? —se sorprendió Ingrid—. ¿Estás segura?
    —Completamente. Uno era un muchacho pelirrojo; el otro un viejo muy viejo.
    —¿Adónde fueron?
    —Nadie lo sabe. Se adentraron en el mar y nada ha vuelto a saberse de ellos. —Jugueteó cabizbaja con un puñado de arena, y sin mirarla añadió—: Pero hay algo más.
    —¿Algo más? —repitió Doña Mariana Montenegro esperanzada—. ¿A qué te refieres?
    —A algo que no estoy muy segura de si quieres saber o no, pero que he llegado a la conclusión de que debo contarte. —Ahora sí que la miró de frente—. El cacique Guacaraní permitió que tu amigo escapara porque su hermana había tenido un hijo suyo.
    —¿Un hijo...? —El tono de sorpresa y dolor no pasó inadvertido a Flor de Oro que extendió la mano y le apretó con fuerza el antebrazo—. ¿Un hijo de Cienfuegos?
    —Exactamente.
    —¡Dios bendito!
    —No debes culparle. Llevaba lejos de ti ya más de un año.

    La alemana no respondió. Se puso lentamente en pie y se aproximó al borde del agua, deteniéndose largo rato a contemplar la confusa línea del horizonte. Por último, sin volverse, replicó quedamente:

    —No le culpo. Tan sólo me entristece el hecho de que ese hijo no fuera mío.
    —Me han dicho que fue la madre del niño la que lo ocultó para que los hombres de mi marido no le mataran. No fue un cobarde: estaba drogado.
    —Entiendo. —Se volvió a mirarla—. Esa debe ser la razón por la que no quiere que se sepa que está vivo; nadie creería que fue una mujer quien le salvó.
    —Es posible...
    —Pero el día que Cienfuegos vuelva, ¡que volverá!, esa mujer dirá la verdad. —Se arrodilló frente a ella—. ¿O no?

    La princesa extendió la mano y le acarició la mejilla con un dulce gesto de amistad y ternura al tiempo que agitaba negativamente la cabeza.

    —No. Ella no. Su hermano Guacaraní podrá aclararlo si quiere, pero ella no. La epidemia se la llevó hace ya un mes.

    La ex vizcondesa de Teguise no dijo nada. Se puso en pie de nuevo y se alejó playa adelante, hasta la punta misma del cabo, donde permaneció más de una hora meditando en cuanto acababan de decirle, y tratando de evocar aquel maravilloso rostro, tan amado, que ya con tanta frecuencia se le aparecía borroso y como perdido entre sus recuerdos.

    Flor de Oro aguardó paciente en el mismo lugar, consciente de que tal vez le había causado un profundo dolor al decirle que el hombre al que había entregado su vida había tenido un hijo con otra mujer, pero convencida de que había hecho bien en confesárselo.

    Por fin, Ingrid Grass regresó sobre sus pasos e inquirió:

    —¿Dónde está el niño?
    —Con sus tíos.
    —¿Crees que me lo confiarían? Lo cuidaría como si fuera mío.
    —Lo sé. Y estaba convencida de que me lo pedirías...
    —sonrió con dulzura y asintió con un leve ademán de cabeza—. Guacaraní está dispuesto a entregártelo siempre que prometas que no tratarás de hacerle olvidar que se trata del primer hijo de un español y una princesa haitiana.
    —Lo prometo.
    —Haré que te lo traigan.

    Regresaron muy despacio hacia la granja, marchando cogidas del brazo por la hermosa y tranquila playa que se abría al verdoso mar de los caribes hasta que, de improviso, la alemana se detuvo un instante e inquirió.

    —¿Cómo se llama?
    —Haitiké.
    —¡Haitiké! —repitió Ingrid Grass como para sí misma—. Suena bien. ¿Qué significa?
    —Haití quiere decir País de las Montañas. Y Ké, hijo. Su nombre significa, por tanto, El Hijo del País de las Montañas, o quizá, simplificando, El Hijo de las Montañas.
    —¡El Hijo de las Montañas! —La alemana chasqueó la lengua casi con incredulidad, y concluyó por agitar la cabeza de un lado á otro sonriendo—. No cabe duda de que es un nombre apropiado para un hijo de Cienfuegos.
    —La tomó de nuevo por el brazo y reanudaron sin prisas la marcha—. Cuando le conocí, lo único que sabía hacer era trepar por los riscos como una cabra salvaje. ¡Me gustaría tanto hablarte de él!

    La campana repicó nuevamente.

    Sonaba tan a lo lejos, tan imprecisa y como absorbidos sus ecos por la blanda masa algodonosa de la niebla, que costaba trabajo admitir que fuera cierta su existencia, o que, más que de una realidad, se trataba de una alucinación que venía a sumarse a las infinitas fantasías de una existencia que se diría edificada sobre un sinfín de absurdas incongruencias.

    No era posible.

    No era posible que, en la inmensidad del mar de los caribes y la innumerable cantidad de sus islas, el destino y las corrientes hubieran decidido caprichosamente empujar la frágil canoa hasta un punto desde el que pudiera escucharse la campana.

    No era posible.

    Pero volvió el sonido, ahora más claro, aunque quizá levemente desviado a la derecha pese a que resultaba muy difícil dilucidar de dónde provenía exactamente.

    El temblor de las manos hizo que el canalete se les escurriera entre los dedos yendo a parar al agua y, al inclinarse sobre la borda para recuperarlo, a punto estuvo de zozobrar aparatosamente.

    La niebla comenzaba a aclararse.

    Bogó muy despacio, sin apenas un ruido, atento a los sonidos que llegaban de aquella espesa nada blanquecina, con el alma en los dientes y todos sus sentidos concentrados en recuperar aquel metálico sonido que rebotaba en su mente devolviéndole a los más felices años de su vida.

    Repicó de nuevo, pero ahora a su izquierda.

    —¡Dios bendito! —sollozó con amargura—. ¡Estoy remando en círculo!

    Corrigió el rumbo y rasgó con la proa la calina que una esperanzadora brisa diluía con infinita y cruel paciencia.

    Era un tañido lento, monótono y triste, sin la alegría de las campanas de su infancia, pero se le antojó un cántico de gloria; la prueba indiscutible de que, casi al alcance de su mano, existían seres humanos que se le asemejaban, tenían sus mismas costumbres, hablaban su mismo idioma y conocían sin duda la mejor forma de atravesar el océano.

    Y, al otro lado de ese océano, estaba España.

    Y, en España, La Gomera.

    Y, en La Gomera, Ingrid.

    La campana resonó ahora a su derecha.

    Corrigió de nuevo el rumbo.

    La suave brisa se convirtió en fresco viento que arrastraba los últimos jirones de la insistente niebla.

    Ahora ya todo fue silencio.

    Ante la proa se abrió el horizonte.

    Y en ese horizonte no había nada; nada en absoluto.

    Tan sólo un infinito mar sin esperanzas.

    Permaneció como petrificado por aquella nueva burla del destino, y cuando se volvió buscando una explicación a sus alucinaciones, distinguió en la distancia la popa de dos naves que se alejaban a poco más de una milla la una de la otra, y que recuperada la visibilidad, no necesitaban continuar haciendo repicar sus campanas para notificarse mutuamente la posición y evitar colisiones.

    Anonadado, tardó un tiempo infinito en tomar conciencia de que se encontraba absolutamente solo en medio de un mar ilimitado, y de que sus posibilidades de encontrar una ciudad perdida en una lejana isla continuaban siendo nulas.

    Una vez más quedaba claro que, por muchas ilusiones que pudiera haberse hecho, resultaba evidente que para el canario Cienfuegos jamás existirían los milagros.

    Su vida continuaría siendo dura, peligrosa y difícil, sin que nunca nadie acudiera en su ayuda.

    Desalentado, escondió el rostro entre los brazos, se recostó en la borda y lloró mansamente.


    FIN

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