GASPAR RUÍZ (Joseph Conrad)
Publicado en
marzo 07, 2011
I
Una guerra revolucionaria destaca muchos raros caracteres, los saca entre la oscuridad, lugar común de tantas vidas humildes en las zonas tranquilas de la sociedad.
Algunos seres llegan a la fama por sus vicios o sus virtudes, o simplemente por sus actos, que a veces logran una importancia transitoria para caer enseguida en el olvido. Al fin de una lucha armada, sólo sobreviven los nombres de algunos caudillos, posteriormente consignados en la historia, de modo que cuando desaparecen del recuerdo activo de los nombres, viven silenciosamente en los libros.El nombre del general Santierra alcanzó esa fría inmortalidad de papel impreso. Fue un sudamericano de buena familia, y los libros de su época le citan entre los que libertaron aquel continente del dominio español. La larga contienda entablada por la independencia, en un lado, y por el dominio, en el otro, se desarrolló, en el transcurso de los años y entre las vicisitudes de la cambiante fortuna, con la fiereza y crueldad de una lucha por la vida. Todo sentimiento de fraternidad y compasión desapareció entre la inquina del odio político. Y como suele ocurrir en la guerra, el pueblo, quien menos había de ganar con el resultado, fue el que más sufrió en sus oscuras personas y en sus humildes bienes.El general Santierra comenzó su servicio, como teniente en el ejército patriota organizado y mandado por el famoso San Martín, más tarde libertador de Chile y Perú. Acababa precisamente de sostenerse una gran batalla en las márgenes del Bío-Bío. Entre los prisioneros tomados a las derrotadas tropas realistas se hallaba un soldado, de nombre Gaspar Ruiz. Su robusta constitución y su abultada cabeza le distinguían entre sus compañeros de cautiverio. La personalidad de aquel hombre era inconfundible. Meses antes había abandonado las filas republicanas, después de una de las muchas escaramuzas que precedieron a la gran batalla; y capturado después, con las armas en la mano, entre los realistas, no podía esperar otra suerte que la de ser fusilado por desertor.Gaspar Ruiz no era, sin embargo, un desertor; su inteligencia apenas alcanzaba para medir exactamente las ventajas y los peligros de la traición. ¿Por qué había de cambiar el partido? La realidad era que estaba prisionero y padecía malos tratos y muchas privaciones. En ningún campo le enseñaron a ser tierno con los adversarios. Un día le ordenaron situarse, con otros rebeldes capturados, en la vanguardia de las tropas del rey. Le pusieron un fusil en las manos, lo aceptó y marchó: no quería morir en circunstancias tan suicidas por negarse a marchar; mas como no comprendía el heroísmo, tuvo la intención de tirar el fusil en la primera oportunidad. Entretanto, lo fue cargando y descargando, por miedo a que a la más ligera señal de repugnancia le saltase la tapa de los sesos algún oficial del rey de España, aunque no tuviera orden de hacerlo. Intentó exponer estas elementales consideraciones al sargento de la guardia encargado de custodiarlo y a los veinte desertores, también sentenciados sumarísimamente a ser pasados por las aneas.Se hallaba en un recinto cuadrangular del fuerte situado a la retaguardia de las baterías que dominaban la rada de Valparaíso. El oficial a quien correspondió identificarlo se había ido sin escuchar sus protestas. Su suerte estaba echada: le habían atado las manos fuertemente a la espalda, y el cuerpo le dolía de los muchos palos y culatazos recibidos para que marchase sin respiro por el penoso camino, desde el sitio de su captura hasta la puerta del fuerte. Éste fue el único gesto amable que los prisioneros recibieron de su escolta durante un viaje de cuatro días a través de una región árida y desierta del país. Cuando cruzaban algún arroyo, les permitían calmar la sed bebiendo apresuradamente, como los perros. Al anochecer les arrojaban unas sobras de carne, dejándolas caer, como pequeños cadáveres, sobre el empedrado de su encierro.Gaspar Ruiz, que estaba en el patio del castillo desde el amanecer, después de haber caminado penosamente toda la noche, sentía la garganta abrasada y la lengua hinchada y reseca. Además de su sed interminable, se sentía excitado por una impresión de vaga cólera que no podía expresar, como si el vigor de su espíritu en modo alguno correspondiese a la energía de su cuerpo.Los demás prisioneros en el grupo de los condenados bajaban la cabeza, mirando obstinadamente al suelo; pero Gaspar Ruiz repetía sin cesar:– ¿Por qué me pasé a los realistas? ¿Por qué deserté? ¡Dime, Esteban!Luego se dirigió al sargento, que resultó ser paisano suyo. Pero el sargento, después de encoger sus flacos hombros, dejó de escuchar la voz grave que murmuraba a su espalda. Realmente le extrañaba que Gaspar Ruiz hubiera desertado: los de su pueblo eran de condición demasiado humilde para apreciar o renunciar a las desventajas de cualquier forma de gobierno. No había, pues, ningún motivo para que Gaspar Ruiz quisiera soportar en su propia persona la ley del rey de España, ni tampoco se mostró nunca propicio a exteriorizar su subversión. Se había afiliado al partido de la independencia de una manera razonable y natural. Un grupo de patriotas había aparecido un amanecer junto al rancho de su padre, hirieron a lanzadas a los perros guardianes y desjarretando a una hermosa vaca, todo en un abrir y cerrar los ojos y a los gritos de ¡Viva la Libertad!'. El oficial habló de libertad con entusiasmo y elocuencia, después de un largo sueño reconfortante. Cuando se marcharon, a la caída de la tarde, llevándose algunos de los mejores caballos de Ruiz padre, para sustituir a los suyos tan fatigados, Gaspar, que escuchó las apremiantes exhortaciones del elocuente oficial, se fue con ellos.Poco despúes, un destacamento de tropas realistas, encargado de pacificar el distrito, quemó el rancho y se apoderó de los caballos restantes y del ganado, privando así a los pobres viejos de todos sus bienes y dejándoles sentados debajo de unos arbustos con sólo el gozo del don inestimable de la vida.II
Gaspar Ruiz, condenado a muerte por desertor, no pensaba en su pueblo natal ni en sus padres, para los cuales había sido un buen hijo por la dulzura de su carácter y la fuerza de sus brazos. La ventaja práctica de esto último era para su padre aún más preciada, merced a la gran docilidad del muchacho. Gaspar Ruiz, obediente.
Pero entonces se hallaba excitado por una suerte de negra rebeldía, ante la idea repugnante de morir como un traidor. ¡Él no lo era! Y por eso dijo otra vez al sargento:– Tú sabes, Esteban, que yo no he desertado. Y también sabes que me quedé rezagado entre los árboles, con otros tres, para frenar al enemigo mientras huía el destacamento.El teniente Santierra, a la sazón casi un mozalbete, no acostumbrado todavía a las sanguinarias necesidades de la guerra, se había quedado allí cerca, como fascinado por el espectáculo de aquellos hombres que serían fusilados dentro de poco "para escarmiento de la tropa", según palabras del comandante.El sargento, sin dignarse mirar al prisionero, se dirigió al joven oficial con sonrisa de superioridad. – Diez hombres no hubieran bastado para apresarlo, mi teniente. Y, además, los otros tres se incorporaron al destacamento después de anochecido. ¿Por qué él, sano y salvo, y el más fuerte de todos, no hizo lo propio?– Mi fuerza es impotente contra un hombre montado que maneja el lazo – protestó con vehemencia Gaspar Ruiz–. El que me alcanzó me llevó a rastras con su caballo casi una legua.A tan excelente razón, el sargento se limitó a reír desdeñosamente. Santierra se apresuró a buscar al comandante. A poco llegó el ayudante del castillo, un hombre feroz y esquelético, que vestía un uniforme andrajoso. Su farfullante voz salía de una cara chata y amarilla. Por él supo el sargento que los prisioneros no serían fusilados hasta la puesta del sol, por lo cual preguntó qué haría con ellos entretanto.El ayudante lanzó una mirada hosca alrededor del patio, y señalando la puerta de un pequeño cuarto de guardia, semejante a una leonera, que recibía luz y aire por una única ventana, cruzada por gruesos barrotes, exclamó:– ¡Meta ahí a esos atorrantes!El sargento, agarrando con rabia el bastón que le correspondía por su grado, cumplió la orden con satisfacción y celo, y como Gaspar Ruiz se moviera lentamente, le pegó en la cabeza y en la espalda. Gaspar se quedó quieto un instante, bajo el chaparrón de golpes, mordiéndose los labios pensativamente, como absorto en un proceso mental de asombro; y luego, sin apurarse demasiado, siguió a sus compañeros. Cerraron la puerta y el ayudante se llevó la llave.A mediodía, el calor en aquella pieza baja y abovedada llegó a ser sofocante. Los prisioneros, amontonados en la ventana, pedían a gritos un sorbo de agua, pero los guardias permanecían tendidos, indolentes junto a la pared, aprovechando la sombra, mientras el centinela, recostado en la puerta, fumaba un cigarrillo y levantaba las cejas filosóficamente de cuando en cuando. Gaspar Ruiz pudo abrirse paso hasta la ventana a codo fuerte. Su ancho pecho necesitaba más aire que los demás, y su enorme cara, que apoyaba la barbilla en el alféizar, apretada contra los barrotes, parecía ser el soporte de todas las otras, apiñadas allí para respirar. De los ruegos habían pasado a los gritos desesperados, y el turbulento vocerío de aquellos hombres sedientos obligó al joven oficial, que cruzaba el patio, a lanzar un grito para hacerse oír y respetar.– ¿Por qué no dan agua a esos presos?El sargento, con aire de sorprendida inocencia, se excusó con la observación de que aquella gente iba a morir dentro de poco.El teniente Santierra golpeó el suelo con un pie.– Están condenados a muerte, pero no a la torturaexclamó-. Denles agua inmediatamente. Impresionados por esta demostración de enfado, los soldados se pusieron en movimiento, y el centinela, tomando su fusil, se colocó en la posición reglamentaria. Pero cuando se encontraron y llenaron en el pozo un par de cubos, se notó que no podían pasar entre los barrotes, demasiado juntos. Ante la esperanza de aplacar su sed, los alaridos de los vencidos en la lucha que se entabló para colocarse en la ventana fueron verdaderamente desgarradores; pero cuando los soldados que alzaron los cubos los dejaron otra vez en el suelo con desaliento, el clamor de la desilusión fue todavía más terrible. Los soldados del ejército de la Independencia no tenían cantimploras. Por fin, se encontró una lata, mas al aproximarla a la abertura se produjo tal conmoción, tales aullidos de rabia y dolor entre esos pobres condenados de rostros tendidos hacia la ventana, que el teniente Santierra exclamó apresuradamente:– No, no; abra usted la puerta, sargento.El sargento se encogió de hombros y contestó que carecía de atribuciones para abrir la puerta, aunque hubiese tenido la llave. Pero como además no la tenía... El ayudante de la guarnición se la había llevado. Aquellos hombres daban demasiado trabajo inútilmente, además iban a morir sin remedio al ponerse el sol, y no entendía por qué no habían sido despachados al amanecer, como habían dispuesto primeramente.El teniente Santierra seguía deliberadamente dando la espalda a la ventana. Gracias a sus reiteradas súplicas, el comandante había aplazado la ejecución. Este favor le había sido concedido por respeto a su distinguida familia y a la encumbrada posición de su padre entre los cabecillas del partido republicano. El teniente creía que el general en jefe visitaría el fuerte aquella misma tarde y esperaba cándidamente que su sincera intercesión induciría al severo jefe a perdonar, por lo menos, a algunos de los criminales. Después, en el flujo de sus sentimientos, su intervención se le figuró una oficiosidad fútil y débil y le pareció evidente que el general jamás consentiría en escuchar su petición. No salvaría a los infelices, y en cambio, se haría responsable de los sufrimientos añadidos a la crueldad de su suerte.– Vaya en seguida a pedir la llave al ayudante -dijo Santierra.El sargento movió la cabeza, fingiendo una sonrisa estudiada, mientras sus ojos miraban de soslayo el rostro de Gaspar Ruiz, inmóvil y silencioso, entre los barrotes, como destacándose del fondo compuesto por el racimo de caras amarillentas, desencajadas y despavoridas.– Su merced el ayudante de plaza estará durmiendo la siesta-murmuró al sargento, suponiendo que a él, el sargento, se le permitiera llegar hasta su superior, el único resultado que conseguirá sería el de que le arrancaran el alma del cuerpo por pretender estorbar el descanso del ayudante.Movió las manos en un implorante gesto, y siguió inmóvil, clavando la vista compungidamente en sus pies ardientes.El teniente Santierra le contempló con indignación, pero vaciló. Su hermoso rostro oval, pulido como el de una muchacha, se sonrojó, abochornado por su propia perplejidad. Su carácter había jugado a su espíritu una mala pasada. Tembló el lampiño labio superior y se sintió a punto de gritar en un arrebato de rabia o de lágrima de indignación.Cincuenta años más tarde, el general Santierra, la venerable reliquia de la época revolucionaria, todavía era capaz de recordar los sentimientos del juvenil teniente. Desde que no podía acompañarlos a caballo, pues hasta le costaba trabajo traspasar los límites de su jardín, la mayor delicia del veterano consistía en recibir en su casa a los oficiales de las escuadras extranjeras que visitaban el puerto. Tenía preferencia por los ingleses, como por viejos compañeros de armas. Los marinos ingleses de todos los grados aceptaban su hospitalidad con interés, porque había conocido a lord Cochran y tomado parte, a bordo de la flota patriótica mandada por el gran navegante en las operaciones navales frente al Callao y en el bloqueo de esa plaza, episodio de inmaculada gloria de las guerras de la Independencia y de triunfo para las tradiciones militares de Inglaterra. Era un excelente políglota el antiguo superviviente de los ejércitos libertadores; pero cuando se le resistía una palabra en inglés o francés, una ligera y oportuna alisadura a su larga barba blanca daba cierta impresión de pausada dignidad al tono de sus recuerdos.III
Sí, amigos míos – solía decir a sus invitados–. ¿Qué iba a hacer un mozo como yo, de diecisiete primaveras, sin experiencia del mundo y que debía su grado al gran patriotismo de mi padre, que en paz descanse? Sufrí una inmensa humillación, no tanto por la desobediencia de aquel subordinado, que, después de todo, era el responsable de los prisioneros, sino porque en mi casi niñez tenía miedo de ir a buscar al ayudante para pedirle la llave. Confieso que ya conocía el lenguaje áspero y rudo de tal sujeto, quien en su condición de hombre vulgar, sin más méritos que su salvaje valor, me había demostrado su desprecio y desagrado en cuanto me incorporé al batallón que defendía el fuerte. ¡Sólo hacía de eso quince días! Y aunque de buena gana le hubiera desafiado espada en mano, me molestaba la brutalidad de sus actitudes.
No recuerdo haberme sentido tan pequeño en mi vida, ni antes ni después. El tormento de mi sensibilidad fue tan grande, que hubiese deseado que el sargento cayese muerto a mis pies y se convirtieran en cadáveres los estúpidos soldados que me miraban, y hasta me hubiera complacido la muerte apurada para aquellos infelices a quienes en vano había procurado aliviar, porque no podía mirarlos sin avergonzarme. Un calor pegajoso, como una ráfaga de aire infernal, salía del oscuro lugar en que estaban encerrados. Los de la ventana, que habían oído cuando ocurría, se mofaron de mí exasperándome, y uno de ellos, enloquecido, sin duda, me instó locuazmente a que ordenase a los soldados hacer fuego contra los presos. Su insana arenga me sobrecogió el corazón. Los pies me pesaban como plomo. No pasaba ningún oficial superior a quien dirigirme, y ni siquiera tuve la serenidad de ánimo para alejarme de allí.Paralizado por el remordimiento, permanecí de espaldas a la ventana. Ya supondrán ustedes que todo eso duró muy poco. ¿Cuánto? ¿Un minuto? Si se midiera por mi angustia, transcurrió casi un siglo, mucho más tiempo que toda mi vida desde entonces. Pero no; todo ello apenas duró unos breves segundos. El ronco gemido del desventurado grupo humano se apagó en las resecas gargantas, y de repente sonó una voz profunda, gruñona, tranquila; aquella voz me hizo dar media vuelta.Señores: la voz salía de la cabezota de Gaspar Ruiz. Yo no podía ver nada del cuerpo. Algunos de sus compañeros de cautiverio se le habían subido a la espalda, y él los sostenía con esfuerzo. Sus ojos parpadeaban sin mirarme. Esto y el movimiento de sus labios era todo lo que podía hacer en su situación agobiante; y cuando me volví hacia él, aquella cabeza, que me pareció descomunal, descansando sobre la barba, bajo la multitud de las otras, me preguntó si realmente deseaba aplacar la sed de los presos.– ¡Sí! – repliqué con viveza.Y me arrimé a la ventana. Yo procedía como un niño, e ignoraba lo que podría acontecer, pero sentía afán de que consolaran mi sinsabor y mi desamparo.– ¿Tiene usted autoridad, señor teniente, para desatar las ligaduras de mis muñecas? – interrogó la cabeza de Gaspar Ruiz.Sus facciones no mostraban ni ansiedad ni esperanza, y sus pesados párpados parpadearon sobre sus ojos, que miraron fijamente el patio y detrás de mí.Como si padeciese una pesadilla, hablé, balbuceando:– ¿Qué quiere usted decir? ¿Cómo llegar hasta las ligaduras de sus muñecas?– Procuré hacer lo que pueda –contestó él. Y entonces aquella enorme y atenta cabeza se agitó por fin, y todos los rostros salvajes amontonados sobre ella en la ventana desaparecieron como por milagro. Gaspar se había sacudido su carga con un solo movimiento: tan fuerte era.Y no sólo se la quitó de encima, sino que se libró del aplastamiento desvaneciéndose ante mi vista. Por un momento nadie se asomó a la ventana. Gaspar, balanceándose hacia ambos lados, a topetazos y empellones, se hizo hueco del único modo que podía conseguirlo con las manos atadas a la espalda. Al fin, retrocediendo hasta la abertura, me tendió entre los barrotes sus muñecas, amarradas con muchas vueltas de cuerda. Las manos, hinchadas, de nudosas venas, me parecieron enormes, pesadas. Le vi doblar las fornidas espaldas. Su voz se asemejaba al mugido de un toro. – ¡Corte, señor teniente, corte!Saqué la espada, mi flamante espada, que aún no había usado, y corté las vueltas de la cuerda metida ya en la carne. No sabía por qué hacía esto, ni el verdadero móvil de mi acto, como si me impulsara mi confianza en aquel hombre. El sargento tuvo intenciones de gritar; pero el asombro le privó de la voz, y quedó con la boca abierta, mirándome, como atrapado por una súbita imbecilidad.Envainé la espada y me encaré con los soldados. Un aire de asustada expectación había sustituido a su habitual y negligente apatía. Oí sonar dentro del vozarrón de Gaspar Ruiz, pero no escuchaba sus palabras. Me figuro que cuando le vieron con los brazos libres aumentó el prestigio de su fuerza, y de esto deduje la influencia moral que la gente ignorante concede a un grado excepcional del vigor fisico. En realidad, aún no se le temía bastante a causa del entumecimiento de sus brazos y manos, que le duró un largo rato.El sargento había recobrado la facultad de la palabra.– ¡Por todos los santos! – gritó– Tendremos que recurrir a un jinete con lazo para agarrarlo otra vez y llevarle al sitio de la ejecución. Nada menos que un buen enlazador en un caballo brioso se necesitó para sujetarle, Su merced no sabe la locura que ha cometido.Nada pude replicar. Yo mismo estaba sorprendido y sentía una pueril curiosidad por enterarme de lo que sucedería. En cambio, el sargento seguía pensando en la dificultad de dominar a Gaspar Ruiz cuando llegara el tiempo de hacer con él un escarmiento. – Y quizás – añadió el sargento provocativamente– nos veamos obligados a matarle a tiros cuando salga, al abrir la puerta.Iba a continuar exponiendo sus preocupaciones sobre el exacto cumplimiento de la sentencia; pero se interrumpió con una brusca exclamación, arrancó el fusil a un soldado y se quedó vigilando con la vista clavada en la ventana del calabozo.IV
Gaspar Ruiz había gateado hasta el antepecho, y allí se sentó, con los pies contra el espesor del muro y las rodillas ligeramente dobladas. La ventana no era bastante ancha para el largo de sus piernas. Mi acobardada percepción creyó que quería reservarse aquel hueco para él solo, y hasta me pareció que procuraba tomar una postura cómoda. Nadie se atrevía a acercársele, porque tenía las manos libres para pegar.
– ¡Por Dios! –oí murmurar al sargento a mi lado- Voy a meterle un tiro en los sesos para que no nos moleste más. Es un condenado a muerte. Entonces le miré encolerizado.– El general no ha confirmado la sentencia todavía – dije, aunque en mi fuero interno conocía la inutilidad de mis palabras. La sentencia no necesitaba confirmación– No tiene usted derecho a matarle, mientras no intente fugarse-añadí con firmeza. -Pues, ¡sangre de Dios! -clamó el sargento echándose el fusil a la cara– , ya lo está intentando... ¡Mire!Entonces, como si Gaspar Ruiz me hubiera embrujado, desvié el fusil hacia arriba y la bala voló sobre los tejados, a cualquier parte. El sargento arrojó el arma al suelo y se quedó parado. Pudo mandar a los soldados que disparasen, pero no lo hizo, y supongo que si en aquella ocasión lo hubiera hecho nadie lo habrá obedecido.Con los pies contra el grueso del muro y agarrado con sus velludas manos al barrote de hierro, Gaspar continuaba sentado. Quieto en esa actitud, parecía no hacer nada, pero pronto notamos que distendía la arqueada espalda al tiempo que contraía los brazos. Un gruñido fruncía sus abultados labios. Lo primero en que reparamos fue que la barra de hierro forjado se había doblado un poco al fuerte tirón del gigante. El sol caía de lleno sobre su contraída y rígida figura. Gruesas gotas de sudor brotaban de su frente. El garrote seguía encorvándose y unas manchitas de sangre brotaron en las uñas del preso. Luego lo soltó. Por un momento, permaneció como distraído, con la cabeza caída, contemplando con soñolencia las palas de sus manazas. En realidad, parecía amodorrado. De pronto, se puso de espaldas en el alféizar, y apoyando las plantas descalzas de los pies contra otro barrote, le dobló asimismo, pero en dirección opuesta a la primera.Tal era su fuerza, que en aquel caso alivió mis penosas impresiones. Diríase que el mozo no había hecho nada. Salvo el cambio de postura para valerse de los pies, que a todos nos sorprendió por lo rápido, sólo me acuerdo de su inmovilidad. Pero las dos barras se hallaban completamente separadas. Ya podía Gaspar salir de su encierro si quería, pero siguió con las piernas colgadas hacia dentro, y mirando a los soldados por encima del hombro, les llamó para decirles:– Venga el agua. Les daré de beber a éstos.Le obedecieron. Por un instante temí que desaparecieran de mi vista el hombre y el cubo, arrastrados por la furia de la impaciencia, y hasta pensé que iban a tirar de él con los dientes. Hubo, sí, un intento, como una acometida; pero Gaspar, sujetando el cubo por el asa, rechazó el asalto de aquellos forajidos con la simple intervención de sus pies. Los sedientos retrocedían a cada patada, gimiendo de dolor, y los soldados se divertían con el sorprendente espectáculo que ofrecía la ventana.Todos reían, apretándose las ingles, excepto el sargento, siempre huraño y mohíno. Temía que los prisioneros se animaran tanto que se rebelasen, lo que hubiera sido un grave contratiempo. Mas no existía motivo para tal temor, a pesar de lo cual y seguía de pie ante la ventana, con la espada nuevamente desenvainada. Cuando se quedaron mansos, domados por la fuerza de Gaspar Ruiz, se llegaron uno a uno, alargando los cuellos, a posar los labios en el borde del cubo que el hombretón inclinaba hacia ellos, desde sus rodillas, con extraordinario gesto de compasión, caridad y ternura. Su benévolo aspecto era, indudablemente, un efecto del cuidado que ponía en no derramar el agua y de su postura, sentado en el alféizar, porque si uno de sus compañeros pegaba la boca demasiado tiempo al cerco del balde después de haber dicho Gaspar "¡basta!", no había ternura ni compasión en el puntapié que le enviaba rezongando y hecho un ovillo al interior del calabozo, atropellando a dos o tres antes de caerse. Volvieron a beber una y otra vez, cual si se propusieran secar el pozo antes de morir, pues los soldados, entretenidos con el sistemático procedimiento de Gaspar Ruiz, llenaban el cubo alegremente.Cuando el ayudante, después de su siesta, se presentó en el patio, el asunto se complicó, no lo duden ustedes. Y lo peor es que el general, a quien yo esperaba con tanto anhelo, no visitó el fuerte aquel día.La tertulia del general Santierra manifestó unánimemente su pesar porque un hombre tan vigoroso y sufrido como Gaspar Ruiz no se hubiera salvado. – Sí, se salvó, pero no por mi mediación – aclaró el general– . Los prisioneros fueron conducidos al sitio de la ejecución media hora antes de ponerse el sol. Gaspar Ruiz, a pesar de las previsiones del sargento, no causó el mínimo trastorno. No hizo falta buscara un jinete con lazo para domeñarle como a un toro bravo en el campo. Creo que marchó con las manos libres entre los demás, que las llevaban atadas. Yo no lo vi. No estaba allí. Me habían arrestado por mezclarme en asuntos ajenos, como era la guardia de los presos. A punto de anochecer, reposaba tristemente en mi aposento, cuando oí tres descargas. Pensé que jamás volvería a ver el buen Gaspar Ruiz. Habría caído con sus compañeros de infortunio. Pero más tarde supimos de él, aunque el sargento afirmaba tercamente que cuando estaba boca abajo, agonizante o muerto, sobre el ensangrentado montón, le había traspasado el cuello con su espada para asegurarse – dijo– de que libraba al mundo de un traidor peligroso.Les confieso, señores, que recordaba siempre a aquel hombre con una especie de gratitud y con algo de admiración. Empleó su fuerza honradamente, y no existía en su espíritu la soberbia que correspondía al vigor de su cuerpo.V
Gaspar Ruiz, que podía con facilidad torcer y apartar las gruesas barras de hierro de la celda, fue llevado con los otros al lugar de la ejecución. "Cada bala tiene su blanco", dice el proverbio. Todo el mérito de los refranes consiste en su expresión concisa y pintoresca. En la sorpresa de nuestra imaginación reside su poder de persuasión. Dicho de otro modo, nos hieren y convencen por los imprevistos.
Lo que nos sorprende es la forma, no la sustancia. Los refranes son arte, si bien arte barato. Por regla general, no son ciertos; a lo sumo, no pasan de la categoría de simples vulgaridades, como, por ejemplo: "Mas vale pájaro en mano que cien volando", o "Donde las dan las toman". Algunos son, sencillamente, estúpidos, y no pocos, inmorales. Uno, surgido del corazón ingenuo del gran pueblo ruso: "El hombre dispara el cañón y Dios conduce la bala", es una atrocidad religiosa, en amargo contraste con el aceptado concepto de la misericordia divina. ¡Qué triste misión del Protector de los pobres, desvalidos e inocentes, llevar la bala, pongo por caso, al pecho de un padre!Gaspar Ruiz no tenía hijos ni esposa y jamás había estado enamorado. Casi ignoraba lo que era hablar con una mujer, aparte de su madre y de la negra vieja que les sirvió de criada, cuya piel arrugada tenía el color del carbón y su cuerpecillo, el encorvamiento de los años. Si algunas de las balas de los fusiles disparados a una distancia de quince pasos iban destinadas al corazón de Gaspar, erraron el blanco; una, sin embargo, le llevó un pequeño trozo de la oreja, y otra, un poco de carne del hombro izquierdo.Un sol rojo y despejado, ocultándose en un océano purpúreo, contemplaba con altiva fijeza la muralla de las cordilleras, valioso testigo de su glorioso ocaso. Pero es inconcebible que reparase en cómo unos hombres, mezquinas hormigas, se dedicaban a las absurdas e insignificantes tareas de matarse y destruirse por razones que, además de su índole pueril, tampoco comprendían sino de una manera imperfecta. Alumbró, indiferente, los dorsos de los soldados del pelotón y los rostros de los condenados. Algunos habían caído de rodillas, otros continuaban en pie, y los menos desviaban la vista de los fusiles que les apuntaban. Gaspar Ruiz, erguido y el más voluminoso de todos, movía su enorme cabeza. El sol, sobre su ocaso, le rozó algo, y él ya se contó entre los muertos.Cayó a la primera descarga, y cayó porque se figuró que le habían matado. Se desplomó en el suelo pesadamente. La violencia del choque le sorprendió.– Me parece que no estoy muerto -pensó al oír al piquete cargar otra vez las armas a la voz de mando. Entonces fue cuando la esperanza de escapar con vida brotó de súbito en él. Permaneció tendido, rígido bajo el peso de dos cuerpos, que formaban una cruz sobre su espalda.Obsesivamente los soldados dispararon una tercera descarga contra el montón humano ligeramente agitado de los ejecutados; el sol desapareció del horizonte, y al oscurecerse el océano, quedaron sumidas en las sombra las costas de la joven República. Sobre la sombra de las tierras bajas, los nevados picos de la cordillera continuaron un largo rato iluminados por una luz roza. Los soldados, antes de regresar al fuerte, se sentaron a fumar. El sargento, con una espada desnuda en la mano, se dirigió al montón de muertos. Era un ser humano y le impulsaba a vigilar cualquier estremecimiento o contorsión de algún fusilado la misericordiosa idea de clavar la punta de su arma en el cuerpo que diese la más leve señal de vida. Pero ninguno le ofreció la oportunidad de cumplir su caritativo propósito. No se movió ni un músculo de los moribundos, ni siquiera los tan poderosos de Gaspar Ruiz, que, empapado en la sangre de sus vecinos, y fingiéndose muerto, se esforzó en aparentar aún menos vida que los demás.Estaba tumbado de bruces. El sargento le conoció por su estatura, y como él era un hombre pequeño, contempló con envidia y desprecio la postración de tamaña corpulencia. Jamás le gustó ese soldado fuerte, por lo que, estimulado por un vago rencor, asestó una recia cuchillada al cuello de Gaspar, con la turbia idea de que así remachaba la destrucción del gigante, si su constitución física hubiera sido capaz de resistir los balazos. Al sargento no le cupo ya la duda de que Gaspar Ruiz había muerto. Luego se apartó de allí, y a poco marchó con su gente, dejando los cadáveres al cuidado de los buitres y los cuervos.Gaspar Ruiz había contenido un grito, aunque creyó que le cortaban la cabeza de un solo tajo, y ya anochecido, se sacudió los cuerpos cuyo peso le oprimía y se arrastró por el suelo sobre las manos y las rodillas. Después de beber ávidamente, en un arroyo, como una bestia herida, se puso en pie y titubeó, mareando y sin ruta, como perdido entre las estrellas de la despejada noche. Un rancho se alzaba delante suyo. Caminó hasta allí y golpeó la puerta con el puño. No se veía ninguna luz. Gaspar Ruiz podía imaginar que habían huido sus habitantes, como muchos del contorno, a no ser por las exclamaciones injuriosas con que respondieron a su llamada. En su estado de fiebre y debilidad, aquellos gritos coléricos se le antojaron el fragmento de una alucinación correspondiente a la espantosa pesadilla fundada en su inesperada condena a muerte, en la sed sufrida, en las descargas a quince pasos y en la sangrante herida del cuello.– ¡Abran la puerta! – imploró– ¡Abran, en nombre de Dios!Una voz enfurecida le contestó desde adentro: – ¡Entre! ¡Entre! Esta casa es suya y toda. esta tierra también. Entre sin inquietud.– Por amor de Dios –balbuceó Gaspar Ruiz.– ¿No es el país entero de los patriotas? - chilló la voz al otro lado de la puerta-. Porque usted será patriota, ¿verdad?Gaspar Ruiz no lo sabía.– Soy un hombre herido -respondió indolentemente.En el interior de la casa se hizo el silencio. Gaspar perdió la esperanza de que le admitieran, y se tendió bajo el, pórtico, pegado a la puerta. Ya no se preocupaba de su futura suerte, y toda su sensibilidad se hallaba reconcentrada en su cuello, donde sentía un agudo dolor. Su indiferencia respecto del porvenir era sincera.Rayaba el alba cuando despertó de su sopor; la puerta a la que había llamado estaba entonces abierta de par en par, y una muchacha, con los brazos tendidos, se inclinaba hacia el umbral. Tumbado de espaldas, Gaspar la miró atentamente. Tenía el rostro pálido y los ojos muy negros; el pelo, del color del ébano, le caía sobre las blancas mejillas; sus labios eran carnosos y rojos. Tras ella aparecieron otra cabeza de largas greñas grises y cara enjuta y un par de manos ansiosamente apretadas bajo una barba.VI
Alguna vez había visto a esa gente -refirió el general Santierra a sus invitados, ya sentados a la mesa-. Quiero decir, a la gente en cuya casa encontró refugio Gaspar Ruiz. El padre era un viejo español, hombre rico arruinado por la Revolución. Sus fincas, su casa de la ciudad, su dinero, cuanto tenía en el mundo, le había sido confiscado por decreto, por ser encarnizado enemigo de nuestra independencia. Desde una posición elevada e influyente en el Consejo del virrey, pasó a otra más insignificante que la de sus propios esclavos, negros emancipados por nuestra gloriosa Revolución. Ni siquiera poseía los medios para huir del país, como otros españoles habían hecho. Tal vez por eso, vagando, sin fortuna ni hogar, cargado con el peso de la vida, único regalo que le dejó la clemencia del Gobierno Provisional, se había refugiado bajo aquel techo desmoronado de viejas tejas. Estaba en una paraje solitario. No había un perro guardián de la casa; pero si el techo estaba agujereado, como si alguna bala de cañón le hubiese caído encima, los postigos de madera, muy gruesos, encajaban perfectamente.
Uno de mis paseos más frecuentes era el camino que conducía al miserable rancho. Iba a caballo, del fuerte a la ciudad, casi todas las tardes, para suspirar a la reja de una dama de la que estaba enamorado. Cuando uno es joven..., ya lo comprenden ustedes... Era una buena patriota, créanlo. Caballeros, dúdenlo o no, la pasión política se manifestaba con tanta viveza en aquellos días, que no hubieran podido fascinarme los encantos de una mujer de ideas realistas...Murmullos de alegre incredulidad corrieron por la mesa e interrumpieron al general, que, cuando cesaron, gravemente dio un tironcito a su barba blanca.– Señores – protestó– , una realista se nos aparecía como un monstruo para nuestras exaltadas convicciones. Les hago esta declaración para que no sospechen la más ligera ternura hacia la hija del viejo realista. Además, como ustedes saben, el cariño me llevaba a un sitio distinto, lo que no impidió que me fijara en ella algunas veces, cuando estaba de pie en el umbral de la puerta abierta.Han de saber ustedes que el anciano español se hallaba tan loco como un hombre puede estarlo. Las desgracias políticas y su completa decadencia y ruina le habían perturbado el juicio, y para demostrar su desprecio por la obra de los patriotas, fingía reírse de su encarcelamiento, de la confiscación de sus tierras, del incendio de sus casas y de la miseria a la que quedaron reducidos él y su gineceo. La costumbre de reír se había arraigado en él hasta el punto de que empezaba a hacerlo estrepitosamente apenas veía a cualquier extraño. Ésta era la forma de su demencia.A mí, naturalmente, me desagradaba la burla del demente, por ese sentido de superioridad que el triunfo de nuestra causa nos inspiraba a nosotros, los americanos. Supongo que en el fondo le aborrecía, porque era castellano viejo, natural de España y realista. Éstas no son, ciertamente, razones americanas para desdeñar a un semejante; pero, durante siglos, los españoles nos habían menospreciado a nosotros, hombres tan bien nacidos como ellos, sencillamente porque éramos, según decían, unos colonos. Por añadidura, nos mantuvieron en la humillación y nos hicieron sentir nuestra inferioridad en el trato social. Pero habían cambiado las cosas. A los patriotas nos satisfacía mostrar los mismos sentimientos, y yo, como joven patriota, hijo de patriota, despreciaba al viejo español, y claro es que despreciaba sus injurias, aunque no llegasen a lo vivo. Otros no hubieran tenido, quizás, tanta paciencia. Siempre lanzaba un quejido antes de exclamar: «¡Ahí viene un patriota! ¡Uno más!», mucho antes de que yo pasara frente a su puerta. El tono de sus insensatos ultrajes, mezclados con accesos de risa, era, en ocasiones, agudamente escalofriante y algunas veces asustaba realmente. De su locura nadie dudaba; así que me parecía impropio de mi dignidad detener el caballo, y más aún, echar una mirada a la casa, como si el ofensivo griterío de aquel viejo tuviese para mí menor importancia que los ladridos de un peno. Por eso pasaba a caballo delante de él, conservando en la cara una expresión de altiva displicencia.Mi actitud sería muy digna, pero hubiera procedido mejor abriendo mucho los ojos. Un militar en tiempo de guerra nunca debe perder la sagacidad, sobre todo si la guerra es revolucionaria, porque el enemigo no sólo está afuera, sino dentro de la casa. A veces, el calor de las convicciones apasionadas, convirtiéndose en odio, arranca los vínculos del honor y la humanidad en muchos hombres, y los de la delicadeza y el temor en algunas mujeres.Estas últimas, en cuanto abandonan la timidez, el recato de su sexo, resultan, por la perspicacia de su inteligencia y la violencia de su implacable resentimiento, más peligrosas que muchos gigantes armados.El general levantó la voz, y con una de sus gruesas manos se tiró dos veces de la blanca barba para producir un efecto de calma venerable.– Sí, señores. Las mujeres están dispuestas a llegar a cumbres de abnegación inaccesibles para los hombres y a hundirse en los abismos del envilecimiento, con sorpresa de nuestros prejuicios masculinos. Hablo de las mujeres excepcionales, entiéndame...Entonces uno de los huéspedes observó que jamás había encontrado una mujer que no fuera capaz de revelarse excepcional, en circunstancias que hiriesen profundamente sus sentimientos. "Esa especie de superioridad que para el rencor tienen sobre nosotros -añadió- hace de ellas la mitad más interesante de la humanidad".El general, que había soportado la interrupción impasible, asintió cortésmente con una ligera inclinación de cabeza:– Sí, sí... En bastantes casos... Precisamente... Pueden producir males sin cuento, a veces, de las maneras más inesperadas. ¡Quién hubiera pensado que una muchacha, hija de un realista arruinado, cuya vida dependía tan sólo del desdén de sus adversarios, tenía poder para atraer la muerte y la devastación sobre dos provincias florecientes y ocasionar hondas preocupaciones a los jefes de la revolución en la misma hora de su triunfo!Se detuvo, a fin de que el asombro penetrara en nuestras imaginaciones.– ¡La muerte y la devastación! -exclamó alguien, impresionado- ¡Qué horror!El anciano general lanzó una mirada en la dirección del interruptor, y continuó:– Sí; la guerra y sus calamidades. Pero el procedimiento que empleó para producir tales estragos en nuestra frontera meridional me parece sorprenderá más todavía a quienes la vieron y trataron. Esta particularidad ha dejado en mi ánimo un terrible estupor que la posterior experiencia de mi vida, en el transcurso de cincuenta años, no ha conseguido hacer olvidar.Miró en torno suyo, como para convencerse de nuestra atención, y con voz conmovida declaró: – Saben ustedes que soy republicano e hijo de un libertador. Mi incomparable madre, que en paz descanse, era francesa, hija de un ardiente republicano. De mozo peleé por la libertad; he creído siempre en la igualdad de los hombres y en su fraternidad, que, ajuicio mío, es aún más cierta. ¡Contemplad la feroz animosidad que despliegan en sus rivalidades! ¿Qué hay en el mundo más cruel y fiero que las contiendas políticas?La ausencia de cinismo contiene la propensión a la sonrisa ante la fraternidad humana. En el tono del veterano existía la melancolía natural del hombre de corazón profundamente honrado que por deber, convicción y necesidad había desempeñado su papel en escenas de rudo dramatismo.El general entendía mucho de luchas fraternales. – Pues, a pesar de todo, no dudo de esa fraternidad -insistió-. Todos los hombres son hermanos, repito, y como tales se reconocen a menudo unos a otros. Pero – y aquí el anciano de venerable cabeza patriarcal, blanca como la plata, guiñó con humor los negros ojos– , si los hombres somos todos hermanos, con las mujeres no nos une el mismo parentesco.Uno de los invitados más jóvenes dejó oír un murmullo de aprobación. El general prosiguió con premeditada seriedad:– ¡Son tan diferentes! El cuento del rey que compartió su trono con una muchacha mendiga sería sumamente lindo, dada la manera como nosotros consideramos y entendemos el amor; pero que una dama famosa por su altanera belleza, admirada hacía poco en todos los bailes del palacio del virrey, tomara de la mano a un guaso, a un campesino ordinario, es cosa increíble, según nuestra opinión de las mujeres y su modo de amar. Semejante desatino ocurrió, sin embargo, si bien en aquel trance la locura fue de odio y no de amor.Después de presentar esta disculpa con espíritu de caballeresca justicia, el general guardó silencio un instante.– Yo pasaba, a caballo, casi todos los días, por delante de la casa – continuó diciendo. Santierra, bien ajeno a lo que sucedía dentro, y todavía más a la forma en que estaba aconteciendo; ninguna mente humana lo hubiera concebido. La desesperación de una mujer llega a los mayores extremos, y Gaspar Ruiz era un ser dócil. Lo demostró como soldado obediente, y su fuerza podía compararse a una enorme piedra colocada en el suelo dispuesta a ser lanzada, en esta o aquella dirección, por cualquier mano que la recoja.Claro que contó enseguida su historia a la gente entre la cual halló amparo, aunque lo que más necesitaba era urgente asistencia. Su herida no era grave, pero su vida estaba desquiciada, sin rumbo. El viejo realista, envuelto en su locura jocosa, dejó a las dos mujeres arreglar un escondite para el desconocido en una choza entre los frutales a espaldas del rancho. Aquella guarida, agua abundante y limpia mientras le consumía la fiebre, y unas cuantas palabras afectuosas, era todo lo que podían darle. Supongo que además repartieron con él su alimento, escaso, un puñado de tostados granos de maíz, tal vez un plato de habas o un pedazo de pan con tres o cuatro higos. a tanta miseria habían quedado reducidas esas gentes, antes orgullosas y acaudaladas. VII
El general Santierra tenía razón en sus hipótesis. Tal fue el verdadero carácter del amparo que Gaspar Ruiz, labrador, hijo de labradores recibió de la familia realista, cuya hija abrió la puerta de su albergue ante tanta aflicción. Su sombría resolución se sobrepuso a la locura de su padre y al tímido desconcierto de su madre.
Ved por qué preguntó al hombre extraño que pedía protección:– ¿Quién te hirió?– Los soldados, señora – contestó Gaspar Ruiz con voz desfallecida.– ¿Los patriotas?– Sí.– ¿Por qué?– Por desertor – gimió él, apoyándose en el muro, ante la mirada escrutadora de aquellos ojos negros-. Me dejaron por muerto allá arriba.La muchacha le guió a una pequeña choza de adobe y cañas, oculta entre las altas hierbas de un espeso huerto. Gaspar se tendió, rendido, en un montón de paja de maíz que había en un rincón, y suspiró profundamente. -Nadie vendrá a buscarte aquí -dijo la joven, bajando la vista hacia el herido-. Nadie se acerca a nosotros; también nos consideran muertos.Él se agitó inquieto en el inmundo montón de paja, y el dolor del cuello le hizo quejarse con desesperación.– Algún día sabrá Esteban que todavía vivo – murmuró.Aceptó en silencio que le cuidaran, y transcurrieron muchos días de duros sufrimientos. Cuando ella aparecía en la choza, el infeliz sentía alivio, relacionado a menudo con sueños febriles de ángeles que visitaban su refugio, pues Gaspar Ruiz estaba instruido en los misterios de su religión, y leía y escribía algo gracias a las lecciones del cura de su pueblo. De aquí que siempre la esperase con impaciencia y la viese salir de la sombría cabaña y disolverse en la luz solar con punzante dolor. Además descubrió, que mientras la debilidad le mantenía tendido, podía, cerrando los ojos evocar el rostro de ella con notable precisión, y esta facultad, recién apreciada, encantó las largas y solitarias horas de su convalecencia. Más tarde, cuando empezó a recobrar sus fuerzas, se arrastraba de noche hasta la casa para sentarse en el escalón de la puerta del jardín.En uno de los aposentos de la casa, el padre, loco, se paseaba incesantemente, interrumpiéndose a sí mismo con bruscas carcajadas. En el corredor, sentada en un taburete, la madre suspiraba y gruñía. La hija, vestida de ropas ordinarias y raídas, el pálido y asustado rostro medio velado por una áspera manta, se apoyaba en la jamba de la puerta. Gaspar Ruiz, con los codos hincados en las rodillas y la cabeza apoyada en las manos, charlaba en voz baja con las dos mujeres.La miseria común que entonces les unía hubiera convertido en sarcástica burla una marcada insistencia en las diferencias sociales. Gaspar lo entendió así, pese a su simplicidad. Por su cautiverio entre los realistas podía dar noticias de personas que sus protectores conocían o describir su aspecto, y cuando relató la historia de la batalla donde cayó prisionero por segunda vez, ambas mujeres lamentaron el golpe a su causa y la ruina de sus secretas esperanzas.A él todo le importaba un bledo; pero sentía gran devoción hacia la muchacha. Y con el deseo de mostrarse digno de su condescendencia, se jactó un poco de su fuerza corporal. No tenía otra cosa de que jactarse. Por esa cualidad – dijo– sus compañeros le trataban con gran respecto, como si hubiera sido sargento, lo mismo en el campamento que en la batalla.– Siempre reunía bajo mi mando cuantos quería que me siguiesen, señorita. Y, sin embargo, no me nombraron oficial, aunque sé leer y escribir.Detrás de él, la taciturna y vieja señora exhalaba de cuando en cuando un suspiro de tristeza; el distraído padre se reñía a sí mismo paseando por la sala, y Gaspar Ruiz alzaba la vista con frecuencia para fijarla en la hija de aquellos extraños seres.La miraba con curiosidad porque estaba viva, y también con ese sentimiento de familiaridad y reverencia con que había contemplado en las iglesias las inanimadas y milagrosas imágenes de los santos a cuya protección se acude en los peligros y las dificultades. ¡Y él se encontraba en terrible trance!No podía continuar escondido en la huerta días y días. De sobra comprendía que, no bien se hubiera alejado media jornada en cualquier dirección, sería cogido por alguna de las patrullas de caballería que exploraban la comarca y, llevado a cualquiera de los campamentos donde se reconcentraba el ejército patriota destinado a la liberación del Perú. Al fin le reconocerían como a Gaspar Ruiz, el que había desertado de los realistas, y le fusilarían sin remisión. Por lo visto, no había sitio seguro en el mundo para el desgraciado Gaspar, y ante esta idea, su alma sencilla se hundió en un pesimismo y un rencor tan negros como la noche oscura.Le habían hecho soldado a la fuerza. El jamás pensó en ser soldado. Y fue un buen soldado, por la misma razón que había sido un buen hijo: por su vigor y su docilidad. Pero en aquella ocasión no le servían ni uno ni otra. Después de separarle de sus padres, no le consentían seguir en filas ni tampoco ser un soldado fiel. Nadie oiría sus explicaciones. ¡Qué injusticia, Señor, qué injusticia!Con tono llorón repitió por vigésima vez la historia de su captura y recaptura, y luego fijando los ojos en la enigmática muchacha, plantada en el hueco de la puerta:– ¡Sí, señorita! – se atrevió a exclamar, tras un hondo suspiro- ¡La injusticia ha hecho de mi cuerpo un pingajo inútil para todos y para mí! Ahora, que me lo quite quien quiera.Una tarde, después que él hubo exhalado el lamento de su alma dolorida, ella condescendió a decirle que, de ser hombre, no estimaría inútil ninguna vida, si le daba la posibilidad de vengarse. Parecía hablar consigo misma y se expresaba con lentitud. Gaspar bebió, como si estuviera en sueños, sintiendo una delicia peculiar, algo cálido y suave que le calentaba el pecho como un trago de vino generoso.– Verdad, señorita -añadió alzando el rostro, con calma, hacia ella-. A ese Esteban le demostraré que todavía vivo.Los gruñidos del loco habían cesado de sonar, la quejumbrosa madre se había retirado a uno de los cuartos vacíos y todo estaba tranquilo en la casa y afuera. En el agreste huerto, lleno de oscuros rincones, brillaba la luna con claridad del día. Gaspar Ruiz vio que los ojos negros de doña Herminia se clavaban en él.– ¡Ah! El sargento -murmuró la dama con desdén.– ¡Vaya! ¿No me hirió con su espada? -protestó él, maravillado por el desprecio que con rojizos matices se pintó en las descoloridas facciones de la muchacha.Ésta le hizo bajar la mirada. El ansia de entenderla fue tan fuerte, que apeló a su inteligencia para comprender las cosas inexpresadas.–¿Qué esperaba usted de mí? – exclamó, como inducido de repente a la desesperación- ¿Puedo hacer algo más? ¿Soy un general con un ejército que me obedezca, yo, miserable pecador, al fin y al cabo, despreciado por usted?...VIII
Señores – siguió contando el general a sus visitantes– ; aunque estaba entonces ocupado por pensamientos amorosos, muy placenteros, el aspecto de aquella casa siempre me impresionaba desagradablemente. Sobre todo, a la luz de la luna; porque, con los postigos cerrados y su solitario abandono, me parecía siniestra. Sin embargo, siempre tomaba la vereda del barranco, que era un buen atajo. El loco aullaba y se reía de mí todas las mañanas, pero al cabo de algún tiempo, quizás cansado de mi indiferencia, dejó de aparecer en el pórtico. No sé cómo le convencieron. Claro que, con Gaspar Ruiz en la casa, no resultaría difícil contenerle a la fuerza. Su táctica era evitar todo lo que contribuyera a excitarme. Por lo menos, así lo supongo.
Pero, aunque entonces estaba fascinado por los ojos más lindos de Chile, reparé al cabo de una semana, más o menos, en la ausencia del viejo. Pasaron algunos días más y empecé a suponer que tal vez los realistas se hubieran marchado. Pero más tarde, cuando me dirigía apresuradamente a la ciudad, advertí otra vez una figura en la entrada de la casa. No era el loco, sino la muchacha. Estaba de pie, apoyada en uno de los postes de madera, y a pesar de su porte erguido, la palidez del rostro y las hundidas órbitas de sus negros ojos denotaban tristeza y privaciones. La miré con fijeza y ella sostuvo mi mirada con otra extraña, orgullosa e inquisidora. Luego, como yo volviera la cabeza después de pasar frente a la casa, juntó energías, y con una seña me rogó que retrocediera.Obedecí, señores, sin pensar: tan grande era mi asombro. Éste llegó a su colmo cuando la oí decir que deseaba hablarme. La muchacha empezó dándome tan amablemente las gracias por mi tolerancia con la chifladura de su padre, que me sentí avergonzado. Realmente, yo había querido mostrarme desdeñoso, pero no tolerante. Cada palabra que pronunciaba debía quemar sus labios, pero no abandonó una dignidad cortés y melancólica que me inspiró respeto contra mi voluntad. Señores, no podemos con las mujeres. Me costaba trabajo dar crédito a mis oídos cuando la joven comenzó a contarme su historia. La providencia, a su juicio, parecía haber conservado la vida del mísero soldado, a quien no vacilaba en confiar a mi honor de caballero y a mi compasión de alma generosa.– Ese hombre es un miserable – observé con frialdad– . Además, me parece que ha sido usted cómplice ocultando en su casa a un enemigo de nuestra causa.– Era un pobre cristiano que pedía amparo a nuestra puerta en nombre de Dios, señor-me contestó con sencillez.Ése fue el comienzo de mi admiración.– ¿Dónde está ahora? – pregunté sin salir de mi empacamiento.No contestó. Con extraordinaria astucia, con una suavidad casi diabólica, se ingenió para recordarme mi malogrado intento de salvar la vida de los prisioneros, sin lastimar en nada mi orgullo. Claro está, sabía todo lo sucedido. Gaspar Ruiz me dijo- confiaba en mí para que le procurase un salvoconducto del propio general San Martín. Alegaba que tenía que comunicar cosas importantes al General, Jefe supremo del Ejército de los Andes.Por Dios, señores; reconozco que me tragué la píldora, creyendo que pretendía solamente intervenir a favor de un desdichado. Éste, humillado por la injusticia, esperaba encontrar en mí -sí dijo ella- tanta generosidad como la de la familia realista en cuyo seno se había refugiado. ¡Ya! No era preciso decir más, ni con argumentos de mayor relieve y nobleza, a un joven como yo. La juzgué grande, pero ¡ay!, únicamente era implacable. Por fin me alejé, ardiendo en entusiasmo, sin poder siquiera ver a Gaspar Ruiz, aunque estaba seguro de su presencia en aquella casa. Más tarde, medité tranquilamente y empecé a calcular las dificultades del encargo y a desconfiar de mí mismo para llevarlo a feliz término. No era fácil llevarle al general en jefe semejante historia, y temí que me suspendiera. Al fin, resolví exponer el caso al general de división Robles, amigo de mi familia, hasta el punto de que luego me nombró su ayudante de campo. El general me cogió las manos en seguida, sin ceremonia.– ¡En la casa! ¡Vaya si está en la casa! – dijo con ímpetu– Debías haber entrado espada en mano y conminarle a que se rindiera, en vez de charlar en la puerta con esa realista. A esa gente habría que haberla expulsado de allí hace tiempo. ¿Quién sabe cuántos espías hay ocultos, escondidos, en medio de nuestros campamentos? ¡Un salvoconducto del general en jefe! ¡Vaya una audacia! Esta noche lo prenderemos, y tendrá que decirnos, sin salvoconducto, cosas importantes – Y rió con fuerza.El general Robles (que en paz descanse) era un hombre bajo, grueso, de ojos redondos y saltones, brusco y jovial. Al observar mi angustia, añadió:– Ven, ven, chico. Te prometo respetarle la vida, si no se resiste. Y no es probable. No queremos desperdiciar un buen soldado, si se le puede ayudar. Te lo aseguro. Además, tengo ganas de ver a ese mocetón; y si necesita entenderse con un general, ¡caramba! con un general tratará el muy pícaro. ¡Ja, ja! Iré en persona a prenderle y tú me acompañarás, como es lógico.Así lo hicimos aquella misma noche. Al filo del oscurecer quedaron cercados sigilosamente casa y huerto. Luego que el general y yo dejamos el baile, al que asistíamos en la ciudad, cabalgamos a todo galope. Nos detuvimos a poco trecho del rancho. Un ordenanza sujetó las riendas de los caballos. Con un débil silbido avisamos a nuestros hombres apostados a lo largo del barranco y nos encaminamos cautelosamente al solitario rancho. A la luz de la luna, la hermética casa parecía vacía. El general llamó a la puerta. Tras una corta espera, la voz de una mujer preguntó, detrás del portón:¿Quién es?Mi jefe me dio un fuerte golpe. Me estremecí. – Soy yo, el teniente Santierra balbucí, como atontado– . Abra la puerta.Ésta giró lentamente. La muchacha, que sostenía en la mano una vela, al ver a otro hombre conmigo, comenzó a retroceder con calma ante nosotros, protegiendo la luz con la mano. Su rostro, pálido e impasible, adquirió un aspecto espectral. Yo seguía de cerca al general Robles. La joven fijaba en mí sus miradas, y para tranquilizarla le hice, sin que me viera Robles, un gesto de impotencia, procurando la mayor expresión de serenidad. Ninguno de los tres pronunciamos una sola palabra.Nos hallábamos en un cuarto de piso desnudo y paredes encaladas, donde había una mesa tosca y un par de taburetes por todo mobiliario. Una mujer vieja, de pelo canoso y suelto, se retorció las manos cuando aparecimos. Sonó en la casa vacía una carcajada ruidosa, extraña y siniestra, y la vieja quiso escapar de nuestra presencia.– ¡Que nadie salga de aquí! – me dijo el general Robles.Corrí a la puerta, sentí el chirrido del cerrojo, y la risa llegó a nuestros oídos como más amortiguada. Antes de que en la estancia se pronunciara otra palabra, me sorprendió escuchar el ruido de un trueno lejano. Yo llevaba conmigo la impresión vivaz de una noche de luna clara y hermosa, sin la menor nube en el cielo, y por eso no presté crédito a mis oídos. Por otra parte, educado fuera del país, no estaba familiarizado con el más terrible de los fenómenos naturales de mi tierra natal. Pero en la mirada de Robles vi, con gran estupefacción, un inconfundible espanto. De repente, me quedé como aturdido. El general se inclinó pesadamente hacia mí; me pareció que la muchacha vomitaba en medio de la habitación; la bujía se le cayó de las manos, apagándose; la vieja pedía misericordia con acento desgarrador. En la oscuridad, oí que caía al suelo el yeso de las paredes. Por fortuna no había cielo raso. Aferrado a la aldaba de la puerta, escuchaba los crujidos de las tejas que se rompían encima de mi cabeza. Se acercaba el peligro. – ¡Fuera, fuera, Santierra! – gritó.La voz de la muchacha fue la única que no oí. – ¡General! – exclamé– No puedo abrir la puerta! Deben de habernos encerrado.No reconocí la voz de Robles en el rugido de rabia y desesperación que lanzó. Señores, he tratado en mi país a muchos hombres, especialmente en las provincias más castigadas por los temblores de tierra y se que no comen, ni duermen, ni rezan, ni se sientan a jugar a las cartas con las puertas cerradas. El peligro no está en que falte tiempo, sino en que el movimiento de las paredes puede impedir abrirlas. Fue lo que nos ocurrió a nosotros. Estábamos en una trampa y no era posible que alguien nos socorriera, porque nadie, en mi país, se atreve a entrar en una casa cuando tiembla la tierra. Sólo se atrevió un hombre: Gaspar Ruiz. Éste penetró en el edificio, saliendo del escondijo en el que se ocultaba, y trepó por los maderos del derruido porche. Ahogando el horrible gruñido subterráneo de la catástrofe ya inmediata, oí una voz potente que decía: «¡Herminia!», con pulmones de gigante. Un terremoto es un gran nivelador de categorías. Yo acudí a toda mi serenidad para sobreponerme a la aterradora situación.– Está aquí -murmuré en tono ahogado. Me contestó con el mugido de un toro salvaje y luego sentí que me desvanecía; se me nubló la vista y el sudor de la angustia brotó, copioso, de mi frente. Gaspar mantuvo la sangre fría y la fuerza suficiente para tomar uno de los pesados postes del soportal, y cargándoselo bajo el brazo, a modo de pica, lo sujetó con ambas manos y embistió frenético, con el empuje de un hostigado macho cabrío contra la puerta de la casa, que, al abrirse, lo hizo caer de cabeza violentamente sobre nuestros postrados cuerpos. El general y yo nos levantamos presurosos y escapamos juntos, sin mirar en torno nuestro hasta encontrarnos a salvo en el camino. Después, estrechado uno contra otro, presenciamos cómo la casa se convertía bruscamente en un montón de escombros, detrás de un hombre que, tambaleándose, se adelantaba hacia nosotros con una mujer en sus brazos. Los negros y largos cabellos de ella casi rozaban los pies de su salvador. Éste puso en el suelo que seguía retumbando, su hermosa carga con reverente cuidado, y los rayos de la luna iluminaron los párpados de la muchacha.Señores, montamos a caballo con dificultad. Los animales se encabritaban alocadamente, sujetos por los soldados que habían acudido de varios sitios. Nadie pensó entonces en perseguir y capturar a Gaspar Ruiz. En las miradas de los hombres y las bestias se descubría el pánico. El general se aproximó a Gaspar Ruiz, inmóvil como una estatua junto a la muchacha, y se permitió darle un golpe amistoso en un hombro, que él recibió sin apartar la vista del rostro de ella.– ¡Qué guapo! – dijo el general a su oído- Eres el más valiente de los hombres y me has salvado la vida. Soy el general Robles. Ve mañana a mi cuartel, si Dios nos permite ver otro día. Él ni siquiera se estremeció: mudo, insensible, los músculos tensos.Corrimos a la ciudad, llena de amigos y parientes nuestros, por cuya suerte temíamos. Los soldados marchaban veloces al estribo de nuestros caballos. Todo se olvidaba ante la inmensidad del cataclismo que asolaba la comarca entera.-------------------------------
Gaspar contemplaba cómo la muchacha volvía en sí y, al levantar los párpados, sacó al héroe de su abstracción. Los dos estaban solos; los gritos de espanto y angustia de la gente sin hogar se alzaban desde los llanos hasta la distante e inmensa costa, y desde lejos sumaban un inmenso suspiro de dolor. Herminia se puso en pie lentamente, lazando en torno miradas de miedo.
– ¿Qué pasa? -exclamó en voz alta, encarándose con Gaspar– ¿Dónde estoy?El gigante movió tristemente la cabeza, sin decir una palabra.– ¿Quién eres?Entonces él se arrodilló despacio ante la muchacha y rozó el borde de la falda, de negra y recia bayeta.– Tu esclavo – contestó Gaspar Ruiz. Herminia, más tranquila, divisó, entre una nube de polvo, los escombros de la que había sido su casa. – ¡Ah! – dijo, llevándose la mano a la frente.– Yo te saqué de allí – añadió Gaspar.–¿Y ellos? – preguntó la joven, sollozando. Él se puso en pie y, tomándola en brazos, la condujo suavemente junto a las ruinas, casi tapadas por un desprendimiento de tierras.– Ven y escucha.La serena luna los vio subir a un montón de piedras, tablas y tejas, semejante a una tumba. Aplicaron el oído a los intersticios como si quisieran percibir siquiera algún débil quejido. Por último, afirmó Gaspar: – Han muerto. Estás sola.Ella se sentó sobre una viga y se cubrió el rostro con un brazo. Gaspar esperó sabiamente, y luego acercó los labios al oído de la afligida Herminia para murmurar: -Vámonos.– Nunca; de aquí no me moveré -gritó ella, alzando los brazos sobre su cabeza.El coloso se inclinó hacia la joven y la obligó a cambiar de actitud. Luego la tomó en sus brazos, reflexionó un minuto y echó a andar, mirando fijamente delante suyo.– ¿Qué haces? – preguntó ella con voz apagada. – Escapar de mis enemigos -respondió Ruiz, sin mirar su preciosa carga.– ¿Conmigo? – suspiró, apenada, la muchacha. – Siempre contigo – contestó él– . Tú eres mi fuerza.Y para reafirmar la frase, la estrechó contra su pecho. Tenía el rostro serio y caminaba de prisa. Los incendios que habían estallado en las ruinas de las derrumbadas aldeas salpicaban la llanura de hogueras rojizas y el clamor de los remotos lamentos, unidos a los gritos de: ¡Misericordia! ¡Misericordia!, formaban un murmullo patético. Gaspar siguió su rápida marcha, solemne y ensimismado, como si transportase algo puro, frágil y primoroso. Por momentos, la tierra temblaba bajo sus pies. Atravesaban la tierra entre llantos de pena y horror.IX
Con lentos movimientos y aire abstraído, el anciano general Santierra encendió un cigarro largo y delgado.
– Pasaron bastantes horas sin que pudiéramos enviar refuerzos al barranco – dijo a sus oyentes– . Habíamos encontrado deshecha una tercera parte de la ciudad y el resto muy deteriorado, así como a sus habitantes, ricos y pobres, reducidos al mismo estado de parias. La fingida despreocupación de algunos contrastaba con la desesperación de los demás. En la confusión general, ladrones incansables, sin temor a Dios ni a los hombres, constituían un peligro para los que del derrumbamiento de sus casas tuvieron la suerte de salvar algunos objetos de valor. Esos desalmados gritaban ¡Dios! ¡Misericordia! más alto que nadie al más ligero temblor y se daban golpes de pecho con una mano, pero con la otra robaban a las víctimas, sin reparar ni en el asesinato.La división del general Robles se dedicaba a guardar los barrios destruidos del pillaje de aquellos monstruos. Ocupado en mis obligaciones de ayudante de militar, sólo a la mañana siguiente me fue posible atender a mi propia familia. Mi madre y mis hermanas habían escapado con vida de la reunión en la que las había dejado. Me acuerdo de esas dos hermosas muchachas (que en paz descansen), como si las estuviera viendo. Se hallaban en el jardín de nuestra derruida casa, pálidas, pero activas, asistiendo a los vecinos heridos, sucios los trajes de baile y el pelo sucio de polvo. Mi madre guardaba un alma estoica en un cuerpo frágil, y envuelta en un lujoso chal, descansaba en un banco rústico junto al pilón monumental de una fuente que aquella noche había quedado seca.Apenas tuve tiempo de abrazarlas con enloquecida alegría, porque mi jefe, acercándose a mí, me envió al barranco con un pelotón de soldados para recoger a «ese hombrazo, Gaspar Ruiz», como le llamaba, y a la pálida muchacha. Pero habían desaparecido. Un movimiento de tierra había cubierto las ruinas de la casa y únicamente se veía un gran montón de escombros, del que sobresalían varios maderos... y nada más.Con eso terminaron las tribulaciones de la pareja de viejos realistas, que murieron enterrados vivos en una enorme tumba sin bendecir, obstinados en su terco empeño de contrarrestar la voluntad de un pueblo decidido a ser libre. Su hija había desaparecido.Que Gaspar Ruiz se la llevó, entendí enseguida; pero como el caso no estaba previsto, carecía de instrucciones para perseguirles. Tampoco deseaba hacerlo; me molestaba intervenir en el asunto. No era aconsejable, incluso podía inspirar desconfianza. ¿Se había ido? Muy bien, que se fuera. ¿Que le acompañaba la muchacha realista? ¡Mejor que mejor! ¡Vayan con Dios! No nos sobraba el tiempo para ocuparnos de un desertor que justa o injustamente debía estar muerto, y de una muchacha que mejor no hubiera nacido nunca. Regresé con mi gente a la capital. Días después, ya restablecido el orden, las principales familias, incluso la mía, se trasladaron a Santiago. Nosotros teníamos allí una buena casa. Por entonces destinaron la división de Robles a un villorio próximo a la capital. Este cambio convenía sobremanera al estado de mis sentimientos amorosos y domésticos.Una noche, ya tarde, me llamó el jefe. Encontré al general Robles en su despacho y a sus anchas, en mangas de camisa, bebiendo aguardiente puro en un vaso de agua, como precaución, según solía decir, contra el insomnio producido por las picaduras de los mosquitos. Era un buen soldado que me enseñó el arte y los secretos de la guerra. No dudo de que Dios le habrá perdonado, porque, aunque de carácter feroz, siempre le impulsaba el patriotismo. En cuanto al uso de los mosquiteros, le parecía vergonzoso, afeminado e indigno de un militar.Observé, a la primera mirada, que en su rostro, ya de por sí arrebatado, se pintaba el mal humor. – ¡Ah, señor teniente! -gritó, al verme cuadrado en la puerta- ¡Adelante! El mozo de marras, el gigante, ha reaparecido.Me tendió una carta doblada, dirigida al «Excelentísimo Señor General en Jefe de los ejércitos republicanos.»– Este sobre -siguió diciendo el general Robles en voz alta- ha sido entregado por un muchacho, en propia mano, a un centinela que, embobado quizá, pensando en la novia, no sujetó al pilluelo de una oreja, y le dejó escapar entre el gentío del mercado, y ahora jura y perjura que no lo reconocería, aunque le fuera en ello la vida.Mi jefe me refirió que el soldado había entregado la carta al sargento de guardia, y que éste la llevó al Generalísimo. Su Excelencia, después de dignarse leerla personalmente, consideró prudente tratar su contenido con el general Robles.La carta, señores, no la recuerdo textualmente, pero llevaba la firma de Gaspar Ruiz. Éste era un ser audaz, que había conseguido formarse un alma nueva en medio de la catástrofe. Aquella nueva personalidad le había dictado los términos de su escrito. El tono que empleaba sorprendía por su gravedad y nobleza. Yo no dudaba de que la carta fuese suya. Ahora me estremezco ante la magnitud de su falsedad. Gaspar Ruiz se lamentaba de la injusticia de que era víctima, e invocaba la fidelidad y el valor de su conducta anterior. Añadía que, salvado de la muerte por la milagrosa intervención de la Providencia, sólo ansiaba recuperar su situación y, más todavía, prestar servicios útiles, no de soldado raso, mal considerado por jefes y compañeros, sino en puestos donde se probase su lealtad. Tenía medios para demostrarla plenamente, y, a fin de exponerlos, proponía al general en jefe una entrevista a medianoche, en el centro de la plaza, delante de la Moneda. La señal sería encender lumbre con yesca y pedernal tres veces: esto no llamaría la atención y tampoco daría ocasión a confusiones.San Martín, el gran Libertador, gustaba de los hombres valientes y atrevidos, y, por otra parte, era compasivo y justo. Le conté cuanto sabía del extraño sujeto y me ordenó que le acompañara a la cita. Se cambiaron las señales convenidas. Era medianoche y toda la ciudad dormía silenciosa, sumida en las tinieblas. Las dos figuras, embozadas en gruesas capas, se juntaron en el centro de la ancha plaza, y yo, a discreta distancia, oí, durante más de una hora, el rumor de su charla. Luego el general me indicó que me acercara; obedecí, y me enteré que San Martín, siempre amable y de trato llano, ofrecía a Gaspar Ruiz alojamiento en el Gobierno Militar. El soldado rehusó, con el pretexto de que no merecía tal distinción hasta que se le probara.– No debe usted albergar a un desertor, Excelencia – añadió, riendo quedo; y, retrocedió hundiéndose lentamente en la oscuridad.El General en Jefe me manifestó, cuando volvíamos de la cita:– A nuestro amigo Ruiz le acompañaba alguien, porque durante un momento vi un bulto a su lado, y, por cierto, me pareció un testigo molesto.Yo también había observado otra figura junto a la ya desvanecida silueta de Gaspar Ruiz. Parecía un individuo bajo, cubierto con un poncho y un gran sombrero, y me puse a pensar obsesivamente quién sería la persona tan relacionada con el soldado. No podía ser sino la fatal muchacha.Ignoro dónde consiguió ocultarla, pero luego supe tenía un tío, dueño de una tiendita en Santiago. Quizás allí encontró ella techo y comida. De todas maneras, era lo bastante pobre para exasperar su orgullo. y avivar su odio y su rencor, y si la joven no le acompañó en su hazaña, sin duda fue la promotora.Tratábase nada menos que de la destrucción de un polvorín construido secretamente por las autoridades españolas en una ciudad del Sur llamada Linares. A Gaspar Ruiz se le confió únicamente el mando de una escasa patrulla que demostró con creces merecer la confianza del ilustre general San Martín. La estación no era propicia y tuvieron que atravesar ríos desbordados y galopar día y noche, adelantarse a las noticias de su llegada y lanzarse derechamente a la población, a través de cien millas de país enemigo, de modo que al apuntar el alba cayeron sobre ella espada en mano, sorprendiendo a la reducida guarnición, que huyó, sin la menor resistencia, dejando a casi todos los oficiales en poder de Gaspar.La explosión del polvorín puso término al incendio de los almacenes, provocando sin perder tiempo por los audaces republicanos. En menos de seis horas regresaron al punto de partida, a la misma loca velocidad y sin una baja. Aunque era buena gente, tal proeza no se podía realizar sin un jefe potente y capaz, un líder. Estábamos comiendo en el cuartel general cuando el mismo Gaspar Ruiz llegó con la nueva de su triunfo, que fue un terrible golpe a las tropas realistas. Como prueba presentó la bandera de la guarnición, sacándola de entre su poncho y extendiéndola sobre la mesa. El hombre aquel se hallaba transfigurado y había algo regocijante y amenazador en la expresión de su rostro. Permaneció en pie detrás de la silla del general San Martín, mirándonos a todos con altivez. Llevaba en la cabeza una gorra redonda, azul, con trencilla de plata. Una larga cicatriz blanca rayaba su nuca tostada por el sol.Alguien le preguntó qué había hecho con los españoles capturados.Él se encogió de hombros con indiferencia.– ¡Qué pregunta! – exclamó–. En una guerra civil no se toman prisioneros. Los dejé que se fueran y aquí están los fiadores de sus espadas.En efecto, colocó en la mesa, encima de la bandera, un puñado de ellos. Entonces el general Robles dijo con voz áspera y recia:– ¡Cómo! En ese caso no sabe usted pelear en una guerra de independencia, mi valiente amigo. Créame, debió usted...Y se pasó la mano de canto por el pescuezo. ¡Ah, señores! Era demasiado cierto que ambos contendientes, igualmente heroicos, eran pródigos en la crueldad. Los murmullos que produjo la interrupción del sanguinario Robles no fueron unánimes. En cambio, el generoso y bravo San Martín alabó tan humana conducta e indicó a Ruiz un sitio a su derecha.Luego, levantándose con al copa en la mano, propuso un brindis:– Caballeros y compañeros de armas, bebamos a la salud del capitán Gaspar Ruiz.Una vez vaciadas las copas, agregó:– Pienso confiarle la vigilancia de la frontera meridional, mientras nosotros nos vamos a libertar a nuestros hermanos del Perú. El que ha sido capaz de asestar tan certero golpe al enemigo, sabrá proteger las poblaciones pacíficas que quedan a nuestra espalda entre tanto cumplimos la sagrada misión.Y abrazó al silencioso Gaspar, que estaba a su lado.Más tarde, al levantarnos de la mesa, me acerqué al oficial más joven del ejército para felicitarle.– Capitán Ruiz – le dije– , ¿quizá no quiera usted contar, a quien siempre ha pensado bien de la rectitud de su carácter, lo que sucedió a doña Herminia la noche de la catástrofe?Ante esta amistosa pregunta, cambió de actitud y me miró con los ojos entornados, ladina y torpemente como un guaso.– Señor teniente -me contestó flemáticamente, como si callara un secreto-; no me hable de esa señorita, porque prefiero no ocuparme de ella entre ustedes.Frunció el ceño y echó una ojeada a toda la estancia, llena de humo y de animación. Naturalmente, no insistí. Ésas fueron, señores, las últimas palabras que le oí pronunciar en mucho tiempo. Al día siguiente nos embarcamos para la atrevida expedición al Perú, y sólo a medias nos enteramos de las fechorías de Gaspar Ruiz en el fragor de las batallas que reñíamos. Le habían nombrado guardián militar de nuestra provincia más meridional y mandaba una numerosa partida; pero su lenidad con los sometidos disgustó al gobernador civil, que era un hombre serio, inquieto y en extremo suspicaz. El gobernador informó desfavorablemente al Gobierno superior; decía que Gaspar se había casado públicamente y con gran pompa con una mujer realista. Pronto surgieron desavenencias entre aquellos dos hombres de tan opuesto estilo, y, por fin, el gobernador civil empezó a quejarse de su holgazanería, a motejarle de traidor, cosa no muy extraña según escribió-en un individuo de sus antecedentes. Gaspar Ruiz se enteró del asunto y estalló en él la barbarie, estimulada por los pérfidos consejos de la mujer, maestra en ese arte, que siempre tenía a su lado. Ignoro si el gobernador dio orden de prenderle; por lo menos, eso alegó después Gaspar Ruiz; pero, desde luego, está comprobado que el gobernador civil se puso al habla con sus oficiales, y que Gaspar descubrió la maniobra.Una tarde, en que el gobernador se hallaba en su tertulia, Gaspar Ruiz, seguido de seis leales, entró a caballo en la ciudad, se presentó frente al Gobierno y penetró en el salón, armado y con el sombrero puesto.Como el gobernador, incomodado, se adelantara hacia él, atrapó al pobre hombre por la cintura y, cual si fuera un niño, lo sacó en vilo de entre sus asombrados contertulios y lo arrojó a la calle contra la escalinata del edificio. Un arrebato colérico de Gaspar bastaría para acabar con la vida de un gigante, pero entonces, y por añadidura, los secuaces de Gaspar descargaron-sus pistolas sobre el cuerpo del gobernador, que perdió la vida allí, al pie de la escalera.X
Después de esta, según él, acción justiciera, Ruiz cruzó el río Blanco, seguido de casi toda la partida, y se atrincheró en un cerro. Una compañía de tropas regulares, enviada imprudentemente contra él, quedó destruida hasta el último hombre, y otras expediciones, mejor organizadas, tuvieron el mismo final.
En aquellas sangrientas escaramuzas se vio, por primera vez, a la mujer del cabecilla cabalgando al lado, a su diestra. Alentado y envanecido por sus triunfos, Ruiz se abstenía de cargar a la cabeza de su partida y, como el general que dirige un ejército, permanecía a retaguardia, montado a caballo, en una eminencia, dando órdenes. Ella solía estar junto marido, y se la tuvo por hombre bastante tiempo. Mucho se habló entonces del misterioso jefe de cara pálida, al que se atribuían las derrotas de nuestras armas. Montaba como las indias, a horcajadas, y usaba un poncho pardo y un sombrero de hombre, de alas negras. Luego, en la época de mayor prosperidad, llevaba el poncho bordado de oro y usaba la espada del pobre Don Antonio de Leyva. Este veterano oficial chileno fue cercado con su pequeña fuerza y, falto de municiones, halló la muerte a manos de los indios araucanos, aliados y fieles de Gaspar Ruiz. Tal fue el fatal suceso, recordado hasta mucho después con el nombre de la «Matanza en la Isla». La espada del desventurado oficial pasó a manos de doña Herminia, a quien la entregó Peneleo, el caudillo araucano; porque los indios, sorprendidos por su aspecto y la mortal palidez de su rostro, al que no alteraba la intemperie, así como por su serena indiferencia en el combate, la consideraban un ser sobrenatural o, por lo menos, como una bruja. Esta superstición aumentó, entre los ignorantes indígenas, el prestigio de Gaspar. Ella debió saborear plenamente el placer de la venganza el día en que se ciñó la espada de Don Antonio de Leyva, de la que j amas se desprendía, salvo cuando vestía la ropa de su sexo, no porque se sirviera del arma, sino porque le gustaba sentir cómo le golpeaba el muslo, como constante recuerdo y símbolo de la deshonra del ejército republicano. Era insaciable, y, por otra parte, ya no podía detenerse en el camino por donde había empujado a Gaspar Ruiz. Los prisioneros evadidos – muy escasos, por cierto– solían referir cómo con unas cuantas palabras al oído lograba cambiar la expresión de su marido y reavivar su encono vacilante. También contaban que, al fin de cada refriega, de cada correría, de cada éxito, él corría hasta ella y la miraba en los ojos. Nunca la abandonaba su reposada altivez. Creo, señores, que el abrazo de ella debía ser tan frío como el de una estatua. Verdad que Gaspar intentó derretir aquel corazón de hielo con una comente de sangre cálida. Algunos oficiales de la marina inglesa, que le visitaron por entonces, observaron extrañados su arrobamiento.Como hubiera un movimiento de sorpresa y curiosidad en el auditorio, el general Santierra hizo una breve pausa.– Sí; oficiales de la marina inglesa –repitió– Ruiz los recibió para concertar la libertad de algunos prisioneros de su nacionalidad. En el territorio en que acampaba, desde la costa a la cordillera, se abre una bahía donde antiguamente los buques, después de doblar el cabo de Hornos, solían fondear para proveerse de agua y madera. Allí, atrayendo la tripulación a tierra firme, se apoderó primero del barco ballenero Hersalia y después de dos buques; uno inglés y otro norteamericano. Entonces se dijo que pensaba crearse una escuadra propia, pero era un imposible. Sin embargo, dejando en el bergatín parte de su tripulación embarcó en él a personal de su confianza y a varios leales suyos para enviarles con un informe de sus hazañas al gobernador de la isla de Chiloé y una petición de auxilio para seguir la lucha. El gobernador no pudo hacer nada, pero le envió dos piezas de artillería ligera, una carta muy laudatoria, un nombramiento de coronel de las fuerzas reales y una gran bandera de España. Esta insignia fue izada con extraordinaria solemnidad en la casa de Gaspar, en el corazón de la región araucana. Seguramente, aquel día la dama española sonrió al guaso de su marido con menos altiva reserva.El comandante en jefe de la escuadrilla británica acudió al gobierno de Chile en protesta contra dichas aprehensiones, pero Ruíz se negó a tratar con nosotros. Por esta razón fue a la bahía una fragata inglesa, y su capitán, el médico y dos tenientes, se internaron en el país con un salvoconducto. Les recibieron bien, y durante tres días fueron huéspedes del iracundo cabecilla. En su residencia reinaba una especie de estado militar bárbaro, y se hallaba alhajada con el botín robado en la ciudades fronterizas. Cuando los ingleses entraron en el salón principal, vieron a la esposa de Ruiz tendida en un lecho (enferma al parecer) y a Gaspar sentado a sus pies. Tenía el sombrero en el suelo y las manos en el puño de la espada.En el transcurso de la primera entrevista, no quitó las manazas del pomo, salvo una vez para arreglar las sábanas a la enferma con suaves y delicados modales. Los marinos repararon en que, cuando ella hablaba, él fijaba los ojos en el rostro de su mujer con una especie de atención anhelante, cual si olvidara el resto del mundo y hasta su misma persona. En el banquete de despedida, al que asistió la española instalada en un sillón, Ruiz protestó con vehemencia contra el trato que le habían dado. Dijo que, desde la marcha del general San Martín, le habían acosado los peores espías y calumniado los funcionarios civiles; se desconocieron sus servicios y le atropellaron en su libertad y su vida por obra del Gobierno de Chile. Se levantó de la mesa y prorrumpió en maldiciones mientras paseaba por el aposento como una fiera, y luego se sentó a los pies de su mujer, respirando con fuerza y con los ojos clavados en el pavimento. Ella, reclinada con dejadez la cabeza en unos almohadones, permanecía con los párpados entornados.– Ahora soy un honrado oficial español – añadió Gaspar tranquilamente.El capitán inglés aprovechó la oportunidad para informarle de la caída de Lima y de que los españoles iban a retirarse de todo el continente. Gaspar Ruiz alzó la cabeza y con contenida excitación declaró que, aunque no quedara un español en toda la América, él seguiría desafiando a Chile hasta derramar la última gota de sangre. Al terminar el exaltado discurso, Herminia levantó una mano, blanca y fina y con la punta de los dedos acarició levemente la rodilla del guerrero.En el resto del tiempo que duró la visita de los oficiales, que no se prolongó más de media hora, el frenético cabecilla les colmó de amabilidades y finezas. Antes se mostró con ellos hospitalario, pero entonces no parecía sino que deseaba extremar sus halagos antes de que regresaran a bordo. Nada, se me figuraba a mí, presentaba mayor contraste con su primera violencia y con la taciturnidad habitual de su conducta. Como un hombre demasiado engreído por una dicha no esperada, les prodigó sin retaceos las atenciones y los ejemplos de su buena voluntad. Abrazó a los marinos casi con lágrimas en los ojos y obsequió a los prisioneros libertados, monedas de oro. En el último instante y de improviso, manifestó que había decidido devolver a los dueños del buque mercante todos sus efectos personales. Tan repentina generosidad retrasó la marcha de los extranjeros, y la primera jornada de éstos fue muy corta.Cuando anocheció, Gaspar Ruiz se presentó con escolta en el paraje en que acampaban, llevando consigo una mula cargada de cubas de vino. «Vengo – exclamó– a beber una copa de adiós con mis amigos los ingleses, a quienes no volveré a ver.» Se lo veía contento y hablador; refirió la historia de sus propias hazañas, se rió como un chiquillo, y pidiendo prestada una guitarra al mayoral de los muleteros, se sentó sobre su lujoso poncho, extendido ante el resplandor de las ascuas, cantó una canción de amor guaso con tierna entonación. Luego dobló la cabeza sobre el pecho, apoyó las manos en el suelo, dejó caer la guitarra de sus rodillas, y un profundo silencio reinó en el campamento tras la canción de amor del implacable guerrillero, autor de la destrucción de tantos hogares y del aniquilamiento de tantos amores.Antes de que sonara una palabra, se puso en pie y pidió su caballo.– Adiós, amigos míos... ¡Dios los acompañe! Sepan que les quiero, y digan en Santiago que entre Gaspar Ruiz, coronel del rey de España, y la gentuza cochambrosa del Chile republicano, habrá siempre guerra sin cuartel. ¡Guerra!, ¡guerra!, ¡guerra!Con un alarido frenético repitió su escolta el triple grito, y, se alejaron.Los dos jóvenes oficiales ingleses se quedaron convencidos de que Ruiz estaba loco. ¿Cómo dicen ustedes?; con las tejas sueltas, ¿eh? Pero el doctor, un escocés observador, muy perspicaz y aficionado a la filosofía, me dijo que se trataba de un caso curioso de posesión. Lo encontré de nuevo muchos años después y todavía se acordaba. A su juicio, aquella mujer no llevaba a Gaspar Ruiz a la ejecución de los planes sangrientos por persuasión directa, sino por un medio sutil que consistía en despertar y mantener vivo en su alma sencilla el sentido ardiente de un irreparable error. ¡Quizá, quizá!, aunque yo entiendo que ella infundió la mitad de su espíritu vengativo en el duro barro de aquel hombre, como se vierte un narcótico, la locura o el veneno en una copa vacía.Si él quería guerra, la tuvo con creces cuando nuestras tropas, victoriosas, empezaron a regresar del Perú. Pronto se iniciaron operaciones sistemáticas contra el causante de tal afrenta al honor y la prosperidad de nuestra recién ganada independencia. El general Robles las dirigió con su habitual y ruda severidad. Por ambos campos se peleó con ferocidad y encarnizamiento. Yo era a la sazón capitán de Estado Mayor, grado que alcancé en la campaña del Perú.Gaspar Ruiz se vio seriamente estrechado. Por un sacerdote fugitivo, que había sido arrebatado de su curato rural y obligado a cabalgar al galope ochenta millas entre riscos para actuar en la ceremonia del bautizo, supimos que Herminia le había dado una hija. Para celebrar el acontecimiento, Ruiz ejecutó dos audaces golpes de mano a retaguardia de nuestra columna y derrotó a los destacamentos encargados de cortarle la retirada. La rabia casi le produjo un ataque de apoplejía al general Robles. Encontró así otro motivo de insomnio, distinto de las picaduras de los mosquitos; pero aquella vez, señores, los vasos de aguardiente puro sirvieron de tan poca cosa como los de agua. En cambio, se desquitó conmigo riñéndome e insultándome por culpa del hombretón. Impacientes por terminar una campaña sin gloria, los oficiales jóvenes nos hicimos excesivamente atrevidos y dispuestos a correr riesgos innecesarios para el servicio.No obstante, con lentitud, palmo a palmo, nuestras columnas fueron cercando a Gaspar Ruiz, aunque éste había conseguido sublevar a los indios araucanos. Al cabo de un año, o poco más, el Gobierno supo, por sus agentes, que Ruiz acababa de pactar una alianza con Carreras, el denominado dictador de la titulada república de Mendoza, al otro lado de la Cordillera. No sé si Gaspar Ruiz obró así por una profunda intención política o sólo por proporcionar a su esposa y su hija un retiro seguro, mientras él realizaba, sin remordimientos, su guerra de emboscadas y de degüellos. La alianza, sin embargo, fue un hecho. El cabecilla derrotado, en su intento de detener nuestro avance, se retiró con su habitual rapidez, y, preparándose para otro ataque tan osado como peligroso, envió su familia a Pequeña, sierra inhóspita en la frontera de Mendoza.XI
Carreras, bajo el disfraz de liberal, era un bribón de la peor raza, y la desgraciada zona de Mendoza era botín de los ladrones, traidores, salteadores y asesinos que formaban el partido del dictador. Éste, con su apariencia de persona noble, carecía de honor, compasión y conciencia, y únicamente aspiraba a ser un tirano, por lo cual se comprenderá que, aunque se valió de Gaspar Ruiz para sus torcidos propósitos, pronto calculó que le convenía más entrar en tratos con el gobierno chileno. Yo, señores, me avergüenzo de confesar que propuso a nuestros gobernantes entregarles, en ciertas condiciones, a la familia del hombre que confió en su palabra, y que el ofrecimiento fue aceptado. La villanía se cumplió; la esposa de Ruiz, en viaje de Mendoza a Sierra Pequeña, fue entregada por los secuaces de Carreras al comandante de un fuerte chileno del llano, al pie de la cordillera principal. Esta negociación pudo costarme cara, pues cuando Ruiz recibió la noticia yo era su prisionero. Los indios me habían capturado en un reconocimiento después de matar a lanzadas los escasos soldados que me acompañaban. Me salvé porque Gaspar me reconoció a tiempo, por suerte, pero no las tenía todas conmigo. Sin embargo, el gigante se portó como un caballero, porque, según él dijo, yo siempre había creído en su inocencia y le había auxiliado cuando era víctima de la injusticia.
– Y ahora – no me dijo más que eso– verás cómo cumplo mi palabra, estás libre.A pesar de todo, no iba tranquilo ni mucho menos una noche que me llamó. Le encontré paseando como fiera enjaulada y gritando: "¡Traición! ¡Traición!"Al fijarse en mí se acercó con los puños cerrados:– Podría cortarte el cuello.– ¿Te devolverá eso a tu mujer? – le contesté con toda la calma que pude.– ¿Y la niña? -vociferó como un demente. Luego se desplomó en un sillón, riéndose siniestramente.– ¡Oh, no! Vete cuando quieras.Le aseguré que su esposa no corría peligro, pero me guardé de decirle que jamás la volvería a ver. Quería luchar hasta la muerte, y la guerra sólo terminaría con la existencia de un enemigo tan enconado.Me miró extrañamente y añadió tartamudeando:– ¡En manos, en manos de esa gente!Yo cumplía mi papel de ratón delante de un gato.De pronto se levantó con ímpetu.– ¿Qué hago aquí? – exclamó, y abriendo la puerta dio orden de ensilla-. ¡Vamos! Fuerte Pequeña es de madera. ¡Nada! La sacaré de sus garras aunque la escondan en el corazón de la montaña._Enseguida agregó con penoso esfuerzo: – La llevé en mis brazos cuando la tierra temblaba. ¡Y la niña sí es mía! ¡La niña, por lo menos, es mía!Aquellas palabras sonaban raras, pero la ocasión no era oportuna para asombrarse. -Vendrás conmigo -dijo violentamente-. Quiero parlamentar, y a cualquier otro mensajero de Ruiz, el forajido, le cortarán la cabeza sin piedad. Pensaba bien. Entre él y el resto de la humanidad normal no había enlace, según las costumbres de una guerra honrada y generosa. En menos de media hora estuvimos a caballo y volamos alocadamente toda la noche. Sólo contaba con veinte hombres; pues no quiso esperar a más y se limitó a mandar emisarios a Peneleo, el jefe de los indios, a la sazón establecidos en las colinas, para que acudiera a las mesetas a reunirse con él en el lago Ojo de Agua, a cuyas orillas estaba el fuerte fronterizo de Sierra Pequeña.Cruzamos las tierras bajas con aquella ligereza que hizo famosas las correrías de Gaspar Ruiz, y de los valles inferiores subimos a las escarpadas cimas. La aventura era peligrosa. Un sendero de comisa, practicado en un muro de basalto casi perpendicular, serpenteaba alrededor de una estribación rocosa, y al fin salimos de las negruras de un abismo a la planicie de la Pequeña. Era una pampa de fina hierba verde y arbustos de flores menudas; pero encima de nuestras cabezas abundaban las manchas de nieve en las quebraduras de las vastas paredes rocosas. El lago era, en efecto, tan redondo como un ojo muy abierto. La guarnición del fuerte se dedicaba a apacentar un rebaño cuando nos presentamos. Las grandes puertas de madera oscilaron, y el recinto de negras estacas puntiagudas que disimulaba mal las techumbres de las chozas del interior pareció vacío, sin alma viviente. Pero cuando les intimó a rendirse, por un hombre al que mandó que avanzara sin temor, los del fuerte contestaron con una descarga que derribó al mensajero y a su caballo sobre el jinete. Oí a Gaspar, junto a mí, rechinar los dientes.– No importa – dijo– . Ahora ve tú.Pese a mi andrajoso y raído uniforme, me reconocieron y permitieron me acercara a una distancia conveniente, después de lo cual tuve que aguardar porque de una tronera salía una voz llena de regocijo y no libre de sorpresa, impidiéndome pronunciar una sola frase. Era la voz del mayor Pajol, antiguo amigo mío, el que, como mis otros camaradas, me tenía por muerto.– Mete espuelas a tu caballo, chico – gritó y te abriremos la puerta.Yo solté las bridas de la mano y moví la cabeza.– He dado mi palabra de honor-respondí. -¿A él? -arguyó con infinito disgusto. - Me ha perdonado la vida.– Por su cuenta y razón. ¿Y tú, Santierra, nos aconsejas que nos rindamos a ese rastrero?– No – exclamé– . Pero reclama la libertad de su esposa y su hija y puede cortaros el agua.– En tal caso, los suyos sufrirán antes que nadie. Díselo. Además, basta de tonterías, haremos una salida y te recuperaremos.– Pero no vivo – contesté con firmeza.– ¡Imbécil!– Por Dios -añadí con ardor-. No abráis la puerta.Y señalé a los indios de Peneleo que cubrían las orillas del lago.Nunca había visto antes tantos salvajes juntos. Sus lanzas parecían tan numerosas como los yuyos, y sus roncos clamores semejaban el murmullo sordo del mar.Mi amigo Pajol juraba y me maldecía. – Bueno, pues que el diablo cargue contigo – replicó incomodado.Pero en cuanto me di vuelta se arrepintió y le oí gritar con viveza:– Tirad a las patas de su caballo, para que no se vaya ese loco.Contaba con tiradores diestros. Sonaron dos tiros, y en el preciso momento de echar a andar, mi montura se tambaleó y cayó como fulminada por el rayo. Me desembaracé de los estribos y rodé por tierra, al lado de la desplomada bestia, pero no intenté levantarme y los soldados tampoco corrieron a ayudarme.Las masas de indios empezaron a marchar contra el fuerte, en escuadrones, arrastrado los largos chusos. Luego se apearon fuera del alcance de los fusiles, y dejando sus capotes de piel se lanzaron, desnudos, al ataque, pisando con furia y voceando cadenciosamente. Tres sucesivas ráfagas de fuego no pudieron detener el veloz empuje de los asaltantes. Los araucanos embestían enhiestos como varales, blandiendo sus anchos cuchillos; pero la empalizada no estaba sujeta con tiras de cuero, según costumbre, sino con fuertes garfios de hierro que no pudieron cortar. Desalentados por el fracaso de su método usual para forzar una entrada, los salvajes que habían resistido con incomparable brío el fuego de la fusilería, cedieron y se declararon en fuga bajo las descargas de los sitiados.Al huir, me dejaron atrás. Entonces me levanté y fui a reunirme con Gaspar Ruiz en una lomada. La fusilería de su partida había cooperado en el ataque; mas, a una señal del cabecilla, un corneta tocó ¡alto el fuego! Los dos contemplamos en silencio la irremediable derrota de los salvajes.– Tendremos que sitiarles-masculló.Y le sorprendí retorciéndose las manos, desesperado. Mas el sitio era una ilusión. Sin necesidad de que le transmitiera el encargo de mi amigo, no se atrevió a privar de agua a los asediados, que tenían víveres en abundancia. Y si les hubieran faltado, no habría vacilado en facilitárselos por encima de la estacada; pero al contrario, éramos los del llano los que sentíamos las primeras molestias del hambre.Peneleo, el jefe indio, sentado a la lumbre, envuelto en su amplio capote de piel de guanaco, afirmaba, en mal español, gruñendo como un animal montés hambriento, que, de abrir una brecha, por pequeña que fuera, su gente penetraría y salvaría a la señora, pero que de otra manera, no. Era un salvaje atlético, de cabeza grande, cuadrada y pelambrosa como una colmena de paja, por su forma y tamaño.Gaspar Ruiz, sentado, espantosamente inmóvil, no separaba la vista del fuerte, como si en vez de noche fuese día. Más tarde, nos enteramos del descalabro de uno de sus lugartenientes en el valle del Maipú. Otros espías nos trajeron nuevas de que una columna de infantería venía por los distantes desfiladeros en socorro del fuerte. Marchaba con lentitud, y conocíamos sus penosos progresos en los valles inferiores. Me maravilla que Ruiz no corriera a atacar con tan amenazadora fuerza en alguna hondonada, propia para un golpe de mano, en los que son maestros los guerrilleros. ¡Ay!, su agresiva estrategia genial había dejado paso a la más negra desesperación.Para mí, era indudable que no podía apartarse de la vista del fuerte, y les aseguro, señores, que casi me apenaba el espectáculo de aquel pobre hombre, poderoso sobre toda ponderación, sentado en una loma, insensible al sol, la lluvia, el frío y el viento, abrazándose las rodillas con ambas manos, la barba apoyada en las piernas, mirando, mirando, mirando...La fortaleza le tenía fascinado, no obstante la tranquilidad y el sosiego que en ella reinaba. La guarnición parecía muerta, y ni siquiera contestaba al fuego intermitente hecho a sus troneras. Una noche, al pasar a su lado, me dirigió, de improviso, la palabra sin cambiar de actitud.– He mandado por un cañón-me dijo-. Así tendré tiempo para salvarme y retirarme antes que Robles se arrime hasta aquí.En efecto, había pedido un cañón a los rebeldes de la llanura. Tardó en venir, pero al fin, llegó. Era un pesado cañón de campaña, que, desmontado y sujeto con correas a dos largos palos, había sido transportado por angostas veredas, entre dos mulas. Aún suena en mis oídos el vibrante grito de júbilo de Gaspar cuando, al rayar el alba, vio a la escolta de la pieza aparecer en el valle. Pero no tengo palabras para pintar su sorpresa, su furia, su espantosa desesperación, cuando se enteró de que el animal cargado con la cureña se había despeñado la última noche. En qué precipicios, Dios lo sabía. Prorrumpió en amenazas de muerte contra la escolta. Aquel día me aparté de su camino, escondido en un matorral, pensando en lo que tendría en proyecto. Retirarse era un recurso, pero él no podía retirarse. Vi debajo de mí a Jorge, su artillero, un veterano soldado español, construir una especie de armazón con sillas de montar apiladas. El cañón, ya cargado, fue puesto encima, mas al disparar, el artificio se derrumbó y el tiro pasó muy por encima de la estacada.No intentaron nada más. Una de las mulas con municiones se había perdido también, y sólo disponían de seis disparos, los suficientes para echar abajo la puerta si el cañón se hallase bien enfilado. Esto no podía conseguirse sin montarle adecuadamente. Pero faltaban tiempo y medios para hacer una cureña. A cada momento esperaba oír las cornetas de Robles resonando en los barrancos.Peneleo, que andaba de aquí para allá, envuelto en sus pieles, se sentó un instante cerca de mí con su pedido de siempre.– ¡Que hagan un boquete! Si abren un agujero, bueno. Si no lo abren, nos vamos, porque aquí estamos de más.Al anochecer, observé con sorpresa que los indios se preparaban como para otro asalto y se situaban en filas al amparo de los montes. En la llanura, frente a la puerta del fuerte, distinguí un grupo de gente moviéndose en el mismo pedazo de terreno. Descendí de la loma. La luz de la luna, en el aire limpio de las alturas, brillaba como la del día, pero las densas sombras confundían mi visión y no pude entrever los manejos del grupo. Hasta mí llegó la voz de Jorge, el artillero, diciendo con tono de duda:– Ya está cargado, señor.Entonces, otra vez en el pelotón pronunció con firmeza la siguiente frase:– Traed la riata.Quien se expresaba así era Gaspar Ruiz. Hubo un profundo silencio, turbado apenas por los secos disparos de la cercana guarnición. Ésta también había reparado en el grupo, mas la distancia era demasiado grande; y entre las salpicaduras de las balas perdidas que cortaban el suelo, la reunión de misteriosos bultos, ensanchándose, apretándose y uniéndose de distintas maneras, me permitió divisar en su centro un par de erguidas y atareadas figuras. Me aproximé a ellas con cautela, dudando de si aquello sería una visión mágica o un sueño insensato.Una voz extrañamente ahogada ordenó: – ¿Están tirantes las amarras?– Sí, señor– contestaron varias personas con enardecido entusiasmo.Entonces la voz sofocada dijo:– Mejor. Quiero poder respirar.Siguió el murmullo propio de las turbas inquietas.– Ayúdenle, hombres. Pronto. ¡Debajo del otro brazo!Luego la voz, amortiguada, añadió:– ¡Bueno! Lejos de mí, muchachos.Me acerqué, deslizándome por entre el apretado círculo, y volví a oír la voz angustiada:– Jorge, olvídate de que soy un hombre.Olvídame por completo y atiende sólo a tu obligación.– No tema, señor. Para mí sólo sois la cureña del cañón y no malgastaré ni un disparo.Escuché los chasquidos del botafuegos y olí el salitre de la mecha. De pronto, vislumbré ante mí un bulto indescriptible; una persona a cuatro patas, como una bestia con cabeza de hombre, agachada debajo de un objeto tubular, apoyado en su nuca, y el fulgor de una masa redonda de bronce izada sobre la espalda de un Hércules.Frente al silencioso semicírculo, Gaspar continuaba en su postura con Jorge detrás de él, y un corneta, inmóvil, dispuesto a tocar, a su lado.Jorge, inclinado, murmuraba, botafuegos en mano:– Una pulgada a la izquierda, señor. No tanto. Así. Ahora, si usted consiguiera igualarse un poco, doblando algo los codos...Saltó hacia un lado, bajó el botafuegos, y un penacho de llamas brotó de la boca del cañón atado a la espalda del cabecilla. Entonces éste se rehizo con lentitud. – ¿Buen tiro? -preguntó.– De lleno, señor. – Carga otra vez.Se hallaba delante de mí, con el pecho oprimido por la mole refulgente y broncínea, y nunca, hasta él, los anales del mundo registraron una hazaña como la de aquel hombre enamorado y fuerte. Con los brazos extendidos, parecía un penitente postrado en un yermo bañado por el resplandor lunar.De nuevo le vi sostenerse sobre las manos y rodillas y a la gente apartarse. El veterano artillero, Jorge, se encorvaba para mirar a lo largo de la pieza.– ¡A la derecha, una pizca! ¡Sólo una pizca! Por Dios, señor, deje de temblar. ¿Dónde está su fuerza? Al viejo soldado le flaqueaba el ánimo de emoción. Echóse a un lado y, rápido como una centella, aplicó la chispa a la luz del arma.– ¡Excelente! -exclamó aterrado; pero Gaspar Ruiz permaneció un largo rato callado y como pegado al suelo.– ¡Me canso! -murmuró, al fin- ¿Falta algún disparo?– ¡Vaya! – dijo Jorge, inclinándose hacia su jefe.– Entonces, ¡carga! ¡Corneta!– Aquí estoy, señor, pronto a obedecerle. – Pues toca cuando mande, y con tanto brío que te oiga todo Chile, de punta a punta -dijo Gaspar con energía-. Y vosotros, estad preparados a quitarme esta maldita riata para dirigiros en el asalto final. Ahora, levantadme, y tú, Jorge, apunta de prisa y con tiro. El estrépito de la fusilería enemiga apagó casi por completo la voz del gigante. Llamas y humo envolvían la empalizada.– Procure aguantar el retroceso, mi amo– exclamó el viajo artillero, estremeciéndose– . Clave los dedos en el suelo. ¡Así! ¡Ahora!Un grito de exaltación se escapó de su garganta tras el disparo. El corneta se llevó a los labios su instrumento y esperó; pero el postrado hombretón no dictó la orden convenida. Puse una rodilla entierra, junto a él, y entonces le oí murmurar:– Se me ha roto algo.Levantó la cabeza ligeramente y volvió a mí la mirada como diciéndome que todo estaba acabado. – La puerta cuelga sólo de una astilla -aulló Jorge.Ruiz intentó hablar, pero la voz se extinguió en su garganta, y yo ayudé a bajar el cañón de sus destrozadas costillas. Estaba insensible.Naturalmente, cerré sus labios y la señal de ataque que los indios esperaban no fue dada. En cambio, oí la trompetería de las tropas de socorro, ruido del que mis oídos se hallaban sedientos y que sonó en los de nuestros sorprendidos enemigos como la fatídica llamada del Juicio final.Un tornado, señores, un verdadero huracán de hombres despavoridos, de caballos alocados, de jinetes indios, pasó sobre mi cuerpo tumbado en tierra al lado del de Gaspar Ruiz, aún tendido de bruces en forma de cruz. Peneleo, galopando para salvar la existencia, me hirió con su largo chulo al huir, supongo que para sellar nuestra antigua amistad. No me explico cómo escapé con vida. Además, me arrodillé demasiado pronto y algunos soldados del 17 regimiento, el de Taltal, en su afán de perseguir a los fugitivos, casi me traspasaron a bayonetazos. Verdad que su estupefacción no tuvo límites cuando unos oficiales que acudieron a galope los dispersaron a sablazos de plano.Era el Estado Mayor del general Robles. Éste necesitaba a toda costa hacer prisioneros y también mostró su momentánea contrariedad.–¡Hola! ¿Eres tú? – exclamó.Pero desmontó enseguida para abrazarme, porque quería mucho a mi familia. Le señalé el cuerpo tendido a nuestros pies y dije sólo estas dos palabras: – Gaspar Ruiz.El alzó los brazos asombrado.– ¡Ah! Tu amigote. Siempre en pleito con este tipo. ¡No importa! Nos libró de la muerte cuando temblaba la tierra y hasta los más valientes tenían miedo. Yo confieso que me asusté. Él no. ¡Qué guapo! ¿Dónde está el héroe que le ha vencido? ¡Ja, ja, ja! ¿Quién le ha matado, chico?– Su propia fuerza, mi general -contesté. XII
Pero Gaspar Ruiz respiraba todavía. Mandé que le trasladaran al abrigo de algunos arbustos de la loma donde él se ensimismaba con la mirada fija en el fuerte cuando la muerte invisible se cernía ya sobre su cabeza.
Nuestras tropas acamparon alrededor de la fortificación. Al romper el día, no me sorprendió saber que estaba designado para mandar la escolta de un prisionero que sería enviado a Santiago sin pérdida de tiempo. Enseguida comprendí que era la mujer de Gaspar Ruiz.– Te he designado a ti, porque conozco tus simpatías – me manifestó el general Robles– . Aunque esa mujer debía ser fusilada.Y como yo no reprimí un gesto de vehemente protesta, añadió:– Ahora que él casi no existe, no vale la pena preocuparse por ella. Nadie sabe qué castigo aplicarle y, sin embargo, el Gobierno la reclama.Robles se encogió de hombros.– Tal vez – prosiguió– porque esté enterada de los sitios en que oculta buena parte del botín.Al alba la vi acercarse a la loma, entre dos soldados, con su hija en los brazos.Me adelanté a su encuentro.– ¿Vive aún?-preguntó confundiéndome con su rostro pálido e impasible, que tantas veces contempló él con adoración.Yo bajé la frente y la guié en silencio. Gaspar tenía los ojos abiertos; respiraba con dificultad y murmuraba el nombre de ella con gran esfuerzo:– ¡Herminia!La española se arrodilló junto a su cabeza, y la niña, inconsciente de la situación, se puso a observarlo todo con ojos vivarachos, principiando a hablar de repente con voz alegre y fina. Con un dedito señaló el rosado tinte de la aurora, que realzaba el perfil de los picos. Y mientras duró el parloteo infantil, incomprensible y dulce, el hombre moribundo y la mujer de hinojos, permanecieron mudos, cambiando miradas de tristeza al escuchar el sutilísimo murmullo. Entonces el gorjeo cesó. La niña reclinó la cabeza en el seno materno y se quedó dormida.– Fue por ti – dijo el gigante– . Perdóname. -Le faltó la voz; pero no obstante, sentí un balbuceo y recogí la siguiente frase penosa- No tuve bastante fuerza.Ella le miró con extraordinaria intensidad. Intentó sonreír Gaspar, y con tono humilde repitió:– Perdóname. Te dejo...Su mujer se inclinó sobre él. No lloraba, y con acento firme le dijo:– En el mundo entero sólo te he querido a ti, Gaspar.El moribundo movió la cabeza y su semblante se animó.– ¡Por fin! – suspiró.Luego preguntó con ansia:– ¿Es verdad eso...? ¿Verdad?– Tan verdad como que en este mundo no hay justicia ni compasión –le respondió apasionadamente.Ella se encorvó hacia el rostro de Gaspar, quien pretendió incorporarse, pero cayó de espaldas, y cuando su amada le besó los labios, ya había muerto. Sus pupilas vidriosas quedaron fijas en el cielo, por donde flotaban, muy altas, rosada nubecillas. Yo reparé en los párpados de la niña, que dormía apretada contra el pecho de su madre.La viuda d Gaspar Ruiz, el hombre de hierro, me permitió retirarla de allí sin derramar una lágrima. Para el viaje preparamos unas jamugas, parecidas a una silla, con una tabla colgante donde se apoyan los pies. El primer día caminó callada, sin apartar apenas la vista de la pequeñuela que llevaba en el regazo. Cuando acampamos, observé que durante la noche paseaba en torno de la tienda, meciendo en sus brazos a la criatura y mirándola a la luz de la luna. Después, a poco de comenzar la segunda etapa, me preguntó si llegaríamos pronto a un pueblo. Le contesté que al mediodía.– ¿Habrá en él mujeres? – interrogó. Contesté que era una villa importante. Hay, pues, en ella hombres y mujeres, señora --dije-, cuyos corazones se alegrarán con la noticia de que la guerra ha terminado.– Sí, todo ha terminado ya– repitió. Y a poco me preguntó:– Señor oficial, ¿qué hará conmigo el Gobierno de Chile?– No lo sé, señora -repuse-; pero sin duda la tratará bien, porque los republicanos no nos vengamos en las mujeres.Me lanzó una mirada, al escuchar la palabra «republicanos», que se me antojó llena de infinito odio. Una hora más tarde; o cosa así, cuando retrocedíamos para que las bestias de carga marchasen por una estrecha vereda, al borde *de un precipicio, se fijó en mí con tal expresión de angustia en el demudado rostro, que me inspiró una infinita compasión.– Señor oficial – dijo– . Me siento débil. Tiemblo. Tengo un miedo insensato.Realmente, sus labios temblaban, pese a lo cual procuró sonreír al pisar el estrecho sendero, que no era el más peligroso de la montaña.– Temo dejar caer la niña. Gaspar os salvó la vida, ¿no es cierto? ¡Tómela, por Dios!Cogí a la pequeñuela, que su madre me alargaba en los tendidos brazos.– Cierre los ojos, señora, y confíe en su mula -le recomendé.Lo hizo así, y por su pálido y demacrado rostro parecía un cadáver. En una revuelta de la senda, donde un gran despeñadero de pérfilos rojizo cerraba el panorama de las praderas, abrió los ojos. Iba, precisamente, detrás de ella, sujetando a la niña con el brazo derecho. – La pequeña va bien -grité, para animarla. – ¿Sí? – contestó débilmente, y luego, con inmenso espanto, reparé en que se ponía de pie en la tabla de la jamuga, clavaba la vista en el cielo y se arrojaba, con ímpetu, al abismo.No acierto a describir mi espanto. Sentí la atracción del vacío, un pavor irresistible por ese abismo que parecía tirar de mí. Se me fue la cabeza, pero estreché a la niña y me sostuve a caballo con la inmovilidad de una estatua. Estaba helado y mudo. La mula de ella se tambaleó, se echó hacia la roca y continuó andando. Mi montura estiró las orejas y lanzó un corto relincho. Pero no perdí la serenidad, aunque el ruido de las piedras en lo hondo del precipicio, cayendo en la torrencial corriente, casi me enloquecía.En un momento salvamos el difícil recodo y nos hallamos en un ribazo ancho y herboso. Entonces grité. Mi gente corrió, alarmada, junto a mí. Se me figura que al principio me limité a exclamar:– ¡Me ha dado su hija! ¡Me ha dado su hija! Los soldados creyeron que yo había perdido la razón.Terminó su relato el general Santierra y se levantó de la mesa.– Eso fue todo, señores – concluyó, a la vez que dirigía una amable sonrisa a sus invitados, que se levantaban también.– ¿Y la niña, general? – preguntamos. – ¡Ah, la niña, la niña!Como única respuesta, se aproximó a una de las ventanas abiertas sobre el frondoso jardín, su refugio en los años de la vejez y el más famoso del país. Nos detuvo con un ademán; llamó:– ¡Herminia! ¡Herminia!Y esperó. Entonces nos permitió asomamos a las ventanas. De un macizo de árboles surgió una mujer. Oímos el roce de sus almidonadas enaguas y observamos el amplio vuelo de su falda negra, de seda y corte anticuado. Nos miró, y al ver que todos los ojos estaban fijos en ella, se detuvo, hizo un mohín de disgusto, sonrió al general, que se reía socarronamente, señalándole con un dedo, y echándose la mantilla para rescatar, en parte, su altivo perfil, se alejó de aquel sitio, andando con majestuoso porte.– Ya han visto, señores, el ángel guardián de mi ancianidad, la mujer a quien deben la hospitalidad agradable de mi casa. Y he aquí el motivo por el cual, aunque con frecuencia prendió en mi pecho la llama del amor, he permanecido soltero. Quizá por esto las chispas del sagrado fuego no se han apagado aún aquí.Recalcó la frase golpeándose el pecho robusto. – Todavía vive; todavía vive – exclamó con énfasis serio-cómico– . Ya no me casaré. ¿Para qué, si esa mujer es la hija adoptiva, la heredera del general Santierra?Uno de los comensales, joven oficial de Marina, la pintó después "cómo una jamona baja, gorda, entrada en los cuarenta". Pero la mayoría reparó que tenía el pelo canoso y muy hermosos ojos negros.– Ella – añadió el general– tampoco ha querido casarse con nadie. ¡Una verdadera pena! Es buena, paciente y está por completo consagrada a este pobre viejo. ¡Angelical criatura! Pero no les aconsejaría que solicitasen su mano, porque quien le diese la suya correría el riesgo de que le estrujase los huesos. Con eso no admite bromas, pues es la verdadera hija de su padre, el gigante que murió víctima de su propia fuerza, de su vigor, de su sencillez y... de su amor.FIN