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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


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    T 14 (60 seg)


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    LOS INMORTALES (Frederik Pohl)

    Publicado en marzo 26, 2011

    Título original: Drunkard’s Walk.

    Capítulo Primero


    Se llama Cornut. Nació en el año 2166 y ahora cuenta con treinta años. Es profesor.



    Matemáticas es su disciplina. Teoría de los Números es su especialidad. Enseña la Mnemónica de los Nú­meros, estudio que absorbe todo su poder de creación. Pero también piensa mucho en las mujeres; en cierta forma destacada y remota.

    Es soltero. Duerme solo y eso no está muy bien.

    Si uno echa un vistazo por su pequeño dormitorio (los muros están pintados de lila y el techo cremoso, que son los colores de la Torre de las Matemáticas) es­cuchará un susurro y un ligero zumbido. Estos ruidos no proceden de la respiración de Cornut, a pesar que él duerme pacíficamente. El susurro es de un silen­cioso reloj eléctrico. (Fue tirado al suelo una vez. Uno de los engranajes está ligeramente fuera de posición; roza contra un remache.) El zumbido es de otro reloj. Si se observa con más atención, podrá verse que hay otros relojes.

    En total, en esta habitación, hay cinco relojes. Todos tienen las alarmas dispuestas para que suenen en el mismo instante.

    Cornut es un hombre atractivo, aun cuando es un poco pálido. Si usted es mujer (digamos, una de las chicas de su clase), le gustaría llevarle a tomar el sol. Le gustaría hacerle engordar, pero sí tiene conciencia de algo que él necesita.

    Sabe que algo no anda bien. Ha sabido esto durante siete semanas y con la mejor de las evidencias.

    Los cinco relojes marchan decididamente hacia las siete y media, hora en que deben sonar sus alarmas. Cornut ha gastado mucho de su tiempo arreglándolos, de manera que suenen al mismo tiempo. Ha dispuesto cada una de sus alarmas, las ha revisado moviendo las manecillas del reloj para saber con exactitud el momen­to en que salta el muelle del dispositivo. Los ha re­visado innumerables veces. Ahora, están garantizados que van a sonar, a zumbar, o a tañer sus campanadas a menos de quince segundos uno del otro.

    Sin embargo, uno de ellos tiene una mala costumbre. Es aquel que Cornut tiró al suelo una vez. Emite un suave «clic» unos pocos momentos antes que el me­canismo de alarma empiece a funcionar.

    Ahora emite el «clic».

    El sonido no es muy fuerte, pero Cornut se mueve en la cama. Se entreabren sus ojos. Se cierran nueva­mente, pero no está dormido.

    Después de unos momentos, tira hacia atrás las mantas y se sienta. Sus ojos aún están casi totalmente cerrados.

    Supongamos que usted es uno de los cuadros en su habitación —quizás el retrato de Leibniz, tomado de los antiguos grabados de Ficquet—. Con sus ojos bajo la espesa y rizada peluca, usted ve que este joven se le­vanta y camina lentamente hacia la ventana.

    La habitación queda en el piso dieciocho.

    Si un cuadro colgado en la pared pudiera recordar, usted recordaría que ésta no es la primera vez. Si un cuadro colgado en el muro retuviera los pensamientos, usted sabría que él ya ha tratado de arrojarse por la ven­tana en otras oportunidades y que lo va a intentar nue­vamente.

    Está tratando de suicidarse. Lo ha intentado en nue­ve oportunidades en los últimos cincuenta días.

    Si un cuadro colgado en el muro pudiera compade­cerse, usted se compadecería de esto. Es una lástima que un hombre joven persista en suicidarse, ya que no quiere morir en absoluto.


    Capítulo II


    Cornut no estaba tranquilo en su sueño. Borrosa­mente sentía que había adoptado una extraña posición; además, alguien le estaba llamando. Musitó algunas palabras, hizo una mueca y abrió los ojos.



    Estaba mirando directamente hacia abajo, a casi doscientos pies de altura.

    Se despertó de inmediato. Se balanceó peligrosa­mente, pero alguien tras él le tomó de un brazo, al­guien que le estaba gritando. Quienquiera que fuese, tironeó bruscamente de Cornut y le hizo volver a la habitación.

    En esos momentos, los cinco relojes sonaron ruidosa­mente, como un coro muy bien entrenado; un segundo más tarde, sonó el teléfono junto a su cama; las luces se encendieron mediante el control automático; la lam­parilla en su mesa de noche se puso en contacto con otra lámpara más potente, de manera que se transformó como en un reflector que proyectaba justo sobre la al­mohada, en el lugar exacto en donde debía estar la cabeza de Cornut.

    —¿Se encuentra bien?

    «La pregunta ya había sido repetida varias veces», fue lo que Cornut pensó. Respondió con furia:

    —¡Por cierto que me encuentro bien! —Había estado muy cerca; sus venas, de pronto, se llenaron de adrenalina y como no había otra cosa que hacer, le invadió la ira—. Lo siento. Gracias, Egerd.

    El estudiante lo dejó pasar. Tenía diecinueve años, el cabello rojizo muy corto y su rostro, normalmente muy bronceado, ahora estaba pálido.

    —No importa. Está bien. —Cautelosamente, retro­cedió hasta el teléfono, sin despegar los ojos del pro­fesor—. Diga. Sí, ya ha despertado. Gracias por llamar.
    —Casi llamaron demasiado tarde —dijo Cornut. Egerd se encogió de hombros.
    —Es mejor que me marche, señor. Tendré que... Oh, buenos días, Maestro Carl.

    El director de la casa estaba en el vano de la puerta y a sus espaldas se agrupaban los estudiantes como gan­sos jóvenes, tratando de descubrir cuál era la causa de todo el alboroto. El Maestro Carl era alto, de cabe­llos negros y ojos como zafiros. En su mano sostenía un negativo de fotografía aún húmedo que goteaba gen­tilmente sobre el piso de caucho.

    —¿Qué demonios está sucediendo? —preguntó autoritariamente.

    Cornut abrió la boca para responder y entonces se dio cuenta de lo imposible que era para él responder a esa pregunta: ¡No lo sabía! Eso era lo horrible de esos últimos cincuenta días. No sabía qué, no sabía por qué, todo lo que sabía era que éste sumaba el noveno in­tento de suicidio.

    —Responda al Maestro Carl, Egerd —dijo.

    El estudiante universitario dio un salto. Carl era la figura central en su vida; toda la esperanza de apro­bar de un estudiante, de graduarse, de evitar hacer el servicio militar o los trabajos forzados en los Campa­mentos, residía en el director de la casa, y su capricho, Egerd dijo, vacilante:

    —Señor, yo..., yo he estado trabajando fuera de ho­ra para el Maestro Cornut. Me pidió que viniera to­dos los días cinco minutos antes de la hora de desper­tarse por observación, por que él... Es decir, eso fue lo que me pidió. Esta mañana me retrasé un poco.

    Carl dijo fríamente:

    —¿Se retrasó?
    —Sí, señor. Me...
    —¿Y salió al pasillo sin afeitarse?

    El estudiante quedó absolutamente aturdido. El gru­po de muchachos reunidos a espaldas de Carl se disolvió rápidamente. Egerd comenzó a hablar, pero Cornut le interrumpió. Se dejó caer pesadamente sobre el borde de su cama.

    —Deja ya al muchacho, Carl, ¿quieres? Si se hubie­ra tomado el tiempo necesario para afeitarse, yo estaría muerto.

    El Maestro Carl soltó bruscamente:

    —Muy bien. Puede marcharse a su habitación, Egerd. Cornut, quiero saber lo que está sucediendo. Me temo que necesito una explicación total...

    Hizo una pausa, como si recordara algo. Bajó la mi­rada hacia el negativo húmedo que sostenía en su mano.

    —En cuanto hayamos terminado de desayunar —dijo frunciendo el ceño, y se marchó majestuosamente hacia sus propias habitaciones.

    Cornut se vistió pausadamente y comenzó a afei­tarse. Con cada día de las últimas siete semanas, había envejecido un año; en base a eso, calculó, ya estaba al­canzando los ochenta y aventajaba en toda una década al Maestro Carl en persona.

    Siete semanas. Nueve intentos de suicidio.

    Y ninguna explicación.

    No tenía el aspecto de una persona que había cami­nado hasta la ventana y había estado a punto de suici­darse. Era bastante joven como para ser profesor y su constitución era la de un atleta, lo que estaba de acuer­do a los hechos; había sido capitán del equipo de esgri­ma cuando era estudiante y aún era el asesor del mismo equipo. Su aspecto era más bien el de un joven que gozaba de excelente salud, terso, y que por alguna ra­zón, no estaba durmiendo lo suficiente, y esto también estaba de acuerdo con los hechos. Su expresión era la de un hombre profundamente molesto por un acto in­creíblemente inexcusable que acababa de cometer. Y eso también formaba parte de los hechos.

    Cornut estaba molesto. Su estupidez sería conocida ahora en todas partes; indudablemente, antes se habían corrido rumores, pero el episodio de esta mañana había contado con demasiados testigos y los rumores alzarían su voz. Como toda la vida de Cornut era el patio de esa Universidad, eso significaba que cada ser humano, del cual él respetaba su opinión, sabría muy pronto que es­taba tratando de cometer un suicidio ineficazmente..., sin ninguna razón..., ¡y que no tenía éxito en su cometido!

    Se secó la cara y se dispuso a salir de su habitación..., lo que significaba enfrentarles, y no había forma de es­capar a ello. Sobre su escritorio había una serie de cartas y unas notas. Se detuvo para revisarlas: nada de im­portancia. Echó una rápida mirada a las notas que al­guien había estado ordenando. Probablemente Egerd. Sus desordenadas anotaciones acerca de las anomalías Wolgren, estaban limpiamente ordenadas sobre su es­quema para la conferencia de esa mañana; en medio de la cubierta del escritorio había una carta con borde rojo procedente del despacho del Presidente y que esta­ba semicubierta por un pisapapeles. En ella le invitaba a asistir a una Expedición de Campo. Anotó esto en su memoria para hablar con Carl y que le librara de esta invitación. Tenía demasiadas cosas que hacer para per­der el tiempo en viajes sociales. El estudio Wolgren sólo le tendría ocupado durante semanas y Carl le estaba presionando continuamente para que lo publicara. Pero eso era prematuro. Quizás en tres meses más..., si la Sección Computadora le daba el tiempo suficiente y si las anomalías no desaparecían por algún viejo error de simple suma.

    Y, por cierto, si aún estaba con vida.

    —Oh, que se vaya todo al diablo —dijo Cornut, de pronto. Introdujo la carta del Presidente en un bolsillo, tomó su capa y se marchó irritadamente por el pasillo.

    El comedor de la Torre de Matemáticas era para los treinta y un maestros del departamento y casi todos ellos ya estaban allí antes que él. Entró con rostro im­pasible, esperando que un súbito silencio cortara el zumbido permanente de las conversaciones, y lo obtuvo. Todos le miraban.

    —Buenos días —dijo alegremente, saludando con la cabeza a los presentes en la habitación.

    Una de las pocas mujeres del personal le saludó ca­lurosamente ondeando el brazo.

    —¡Buenos días a ti, Cornut! Ven a sentarte con nos­otras, ¿quieres? ¡Janet tiene una idea para que dejes tus intentos de suicidio!

    Cornut sonrió, asintió y dio la espalda a las dos mu­jeres. Dormían en el ala femenina del edificio, dos pisos más abajo de su propio dormitorio; sin embargo, ya les había llegado la noticia. Naturalmente, se detuvo ante la mesa en donde estaba el Maestro Carl solo, bebiendo té y revisando una serie de fotografías.

    —Siento mucho lo de esta mañana, Carl —dijo.

    El Maestro Carl le observó vagamente. Frente a sus iguales, los ojos de Carl no eran los dardos de zafiro que habían traspasado a Egerd; eran humildes, los ojos azu­les de un Santa Claus, lo que estaba mucho más cercano a su propia naturaleza.

    —¡Oh, oh! Te refieres a eso de saltar por la ventana, por cierto. Siéntate, muchacho. —Hizo lugar en la mesa para que la muchacha estudiante pusiera el servicio para Cornut. Todo el mantel estaba prácticamente cubierto de fotografías. Extendió una de ellas a Cornut—. Dime —dijo apologéticamente—, ¿crees que ésa es una foto­grafía de una estrella?
    —No.

    Cornut no estaba muy interesado en los pasatiempos del jefe de su departamento. La fotografía parecía una mancha luminosa de algo que no parecía nada.

    Carl suspiró y la dejó sobre la mesa.

    —Está bien. Ahora, ¿qué sucedió esta mañana?

    Cornut aceptó una taza de café de una de las mu­chachas que servían y rechazó el resto.

    —Ojalá pudiera —dijo seriamente.

    Carl esperó.

    —Quiero decir..., que no es fácil.

    Carl esperó.

    Cornut bebió un largo trago de café y bajó la taza. Probablemente, Carl era el único que no había escu­chado el chismorreo de esa mañana. Era imposible rela­tarle los hechos desnudos de lo sucedido. El Maestro Carl era un niño de la Universidad, tal como lo era Cornut; tal como Cornut, había nacido en el Centro Mé­dico de la Universidad y había sido educado por los co­legios de la Universidad. No tenía ningún interés en el bullente y complicado mundo exterior. De hecho, le im­portaban muy poco los problemas humanos. Sólo Dios sabía lo que pensaría esa cabeza de Carl, repleta de las ideas de Vinogradoff y Frénicle de Bessy, acerca de un problema tan poco matemático como es el suicidio.

    —He intentado matarme nueve veces —dijo Cor­nut, zambulléndose en el asunto—, y no me preguntes por qué. No lo sé. Eso fue lo que sucedió esta mañana. Fue el noveno intento.

    La expresión del Maestro Carl fue la que Cornut es­peraba.

    —No tomes esa expresión de incredulidad —soltó—. No sé más. ¡Y es tanta molestia para mí como para ti!

    El director de la casa miró desconsoladamente las fotografías junto a su bandeja, como si allí pudiera en­contrar alguna respuesta.

    —Está bien —dijo, restregándose los ojos—. Com­prendo tu declaración. ¿Se te ha ocurrido pensar en que pueden ayudarte?
    —¿Ayudarme? Dios mío, tengo ayudantes por todas partes. Verás, lo peor es en las mañanas; justo en el momento en que estoy despertando, que no estoy total­mente alerta, ése es el peor momento. De manera que he dispuesto todo un complicado sistema de alarmas. Tengo cinco relojes despertadores. Hice que la dirección me dispusiera las luces de la habitación de acuerdo a un medidor de tiempo. El guardia nocturno me llama por teléfono..., todo esto junto, de manera que cuando des­pierte, tenga que despertarme totalmente. Dio resultado durante tres días y, puedes creerme, a lo único que se parece esta forma de despertar es hacerlo con un cubo de agua fría en el rostro. Hasta le dije a Egerd que me vigilara mientras despertaba, sólo en caso que algo no funcionara bien.
    —Pero, ¿esta mañana Egerd llegó tarde?
    —Llegó con un poco de retraso —corrigió Cor­nut—. Un minuto más y entonces sí que habría llegado tarde. Y yo también.
    —Esa no es la forma de ayuda en que yo había pen­sado —dijo Carl.
    —¡Oh! Te refieres al Centro Médico.

    Cornut tomó un cigarrillo. Una de las camareras-estudiantes se apresuró a ofrecerle cerillas. La conocía. Asistía a uno de sus cursos; se llamaba Locille. Era muy hermosa y muy joven. Cornut dijo ausentemente, siguiéndola con los ojos:

    —Ya he estado allí, Carl. Me ofrecieron hacerme un análisis. De hecho, insistieron bastante.

    El rostro del Maestro Carl brillaba de interés. Cor­nut, al volverse para mirarle, pensó que jamás Carl había demostrado tanto interés desde su última discu­sión acerca del artículo que Cornut le estaba preparando: el análisis de las discrepancias en la ley de estadística básica de Wolgren.

    Carl dijo:

    —Te diré lo que me asombra. Parece que esto no te preocupa.

    Cornut reflexionó:

    —Sin embargo, estoy preocupado.
    —No lo demuestras. Bien, ¿hay alguna otra cosa que te preocupa?
    —¿Que me preocupe lo suficiente para tratar de matarme? No. Pero supongo que debe existir algo, ¿verdad?

    Carl fijó los ojos en el vacío. Nuevamente había re­cobrado el tono azul brillante; el Maestro Carl estaba haciendo funcionar el cerebro, examinando posibilida­des, considerando su pertinencia, formando una teoría.

    —¿Sólo en las mañanas?
    —Oh, no, Carl. Soy bastante más versátil; puedo intentar el suicidio a cualquier hora del día o de la noche. Pero sucede cuando estoy somnoliento, cuando me voy a la cama o cuando despierto...; una vez lo in­tenté a medianoche. Me encontré caminando hacia la escalera de incendios, Dios sabe por qué. Quizás, algo sucedió que me despertó a medias solamente, no lo sé. De manera que hago que Egerd me acompañe en las noches hasta quedarme dormido y que vuelva a la ma­ñana. Es mi niñera.

    Carl dijo a modo de prueba:

    —¡Es seguro que puedes darme más datos que esto!
    —Bueno... Sí, supongo que sí. Creo que tengo sueños.
    —¿Sueños?
    —Creo que sí, Carl. No recuerdo con mucha exactitud, pero es como si alguien me convenciera de tener que hacer estas cosas, alguien con mucha autoridad. ¿Un padre? Ni siquiera me acuerdo de mi propio padre, pero ésa es la sensación que obtengo.

    La luz desapareció del rostro de Carl. Había perdido todo interés.

    Cornut dijo con curiosidad:

    —¿Qué sucede?

    El director de la casa se reclinó en la silla, movió la cabeza y dijo:

    —No, Cornut, no debes creer que alguien te lo orde­na. No hay nadie. Te lo aseguro, lo he estudiado muy bien. Los sueños proceden del que sueña.

    Pero si sólo dije...

    El Maestro Carl alzó una mano.

    —Considerar cualquier otra posibilidad —aconsejó con la voz que alcanzaba a trescientos mil espectadores todas las semanas—, involucra una de dos posibilida­des. Examinémoslas. Primero, puede existir una expli­cación de orden físico. Es decir, que alguien, de hecho, te esté hablando en sueños. Creo que podemos descontar esa posibilidad. La segunda, es la telepatía. Y eso —dijo tristemente— no existe.
    —Pero si yo sólo...
    —Examínate interiormente, muchacho —dijo el an­ciano juiciosamente. Luego, con expresión que demos­traba un mínimo interés, agregó—: ¿Y qué hay de Wolgren? ¿Hay algún progreso con las anomalías?

    Veinte minutos más tarde, bajo la excusa que llega­ría tarde a una cita, Cornut se escapó. Había doce mesas en el comedor y le invitaron a ocho de ellas para una segunda taza de café..., y, ¡oh!, por cierto, ¿de qué se trata toda esta historia, Cornut?

    Su cita, a pesar de no habérselo dicho al Maes­tro Carl, era con su psicoanalista. Cornut no deseaba fal­tar a ella.

    No confiaba mucho que el análisis pudiera solucio­nar su problema; a pesar de haber transcurrido tres si­glos, la técnica de la salud mental jamás había alcan­zado un sistema probado riguroso y Cornut era escéptico innato por cualquier cosa que no fuera susceptible del análisis matemático. Pero había algo más que no había dicho al Maestro Carl.

    Cornut no era el único en su género.

    El especialista del Centro Médico había demostrado gran interés. Tenía cinco nombres, conocidos de Cornut, de miembros de la Facultad que se habían suicidado o habían muerto en condiciones ambiguas en los últimos años. Uno de ellos había intentado suicidarse quince veces antes de volar por los aires en un experimento de polimerización total durante toda la noche en el Centro de Química. Dos de ellos habían tenido éxito al primer o segundo intento.

    Lo que dejaba a Cornut como un caso especial, era que habían transcurrido siete semanas en esta situación sin que sufriera el menor rasguño. El tiempo récord era diez semanas. Ese fue el químico.

    El analizador le había prometido tenerle todos los datos posibles acerca de los otros suicidios y mostrárse­los esta mañana. Cornut no podía negar que estaba inte­resado. En realidad, era una materia de mucha preocu­pación.

    A no ser que todos los precedentes estuvieran errados, él también lograría el éxito con sus intentos, tal como el resto; se mataría de una forma u otra y, pro­bablemente, jamás sabría la razón.

    Y, nuevamente, a no ser que los precedentes estu­vieran errados, esto sucedería dentro de las próximas tres semanas.


    Capítulo III


    En la Universidad había comenzado el día. En el despacho del regente de la Universidad, un empleado llenó una matriz, pulsó un conmutador y el Pegajoso Dick comenzó a escupir las hojas de los exámenes del día siguiente en inglés, sánscrito y las reacciones nu­cleares del ciclo Bethe Proenix. Los asistentes del Cole­gio Médico comenzaron a sacar los seccionados cadáve­res de las cámaras frigoríficas, expresando las acostum­bradas bromas obscenas acerca de sus partes más desta­cadas. En la sala principal de grabación, los técnicos de la TV comenzaron con su arcaico ritual de probar los circuitos y equilibrar los voltajes; cada conferencia era grabada en cinta por causa del curso mismo, aun aque­llas que jamás eran puestas en emisión o sindicalizadas.



    Treinta mil estudiantes especulaban sobre el posible humor de sus variados instructores y llegaron a la con­clusión que tendrían mucha suerte si llegaban con vida al atardecer. Pero, en todo caso, era muchísimo mejor que intentar debatirse en el mundo exterior.

    Y en la cocina, junto a los comedores de la Facultad en la Torre de Matemáticas, la camarera-estudiante, Locille, limpiaba de grasa los últimos utensilios de cocina inoxidables. Colgó su delantal, revisó su maquillaje en un espejo junto a la puerta, bajó en el ascensor de ser­vicio y salió a las cálidas y bulliciosas aceras del Patio.

    Locille no creía que esas aceras eran calurosas ni bulliciosas. Conocía cosas peores.

    Locille tenía una beca; sus padres eran de Ciudad, no de Túnica. Había estado en la Universidad sólo dos años. Aún pasaba algunos fines de semana en casa. Sabía con exactitud lo que era vivir en la ciudad al otro extremo de la bahía —o peor aún, vivir en uno de esos pueblos lejanos a la costa— y que toda la vida consistía en batallar, empujar, día y noche, todo el mundo apre­tujándose unos contra otros. El bullicio del Cuadrángu­lo era sólo de voces humanas. La tierra no se estremecía.

    Locille tenía un rostro pequeño, alegre, cabello corto y caminaba muy erguida. No parecía preocupada, pero sí lo estaba. ¡Tenía un aspecto tan cansado por la maña­na! Y no comía, lo que no estaba bien en él. Siempre, si no pedía huevos con tocino, pedía sopa de cereales con fruta. Instintivamente, a ella le gustaba un hombre que se alimentara bien. Quizá, pensó, mientras sonreía a un muchacho que la saludó sin siquiera saber de quién se trataba, al día siguiente le llevaría los huevos con tocino y se los pondría al frente, sin más explicaciones. Proba­blemente, él es los comería.

    Por cierto, esto no era entrar a fondo en el problema.

    Locille se estremeció. Se sintió bastante impotente. Era desesperante preocuparse tanto por lo que le sucedía a otro y estar a tanta distancia de la situación misma...

    Unos pasos apresurados se escucharon a su espalda y luego se hicieron más lentos.

    —Hola —dijo entrecortadamente su más ferviente admirador, Egerd, acomodándose a su paso—. ¿Por qué no esperaste en la puerta? ¿Qué vas a hacer el sábado por la noche?
    —¡Oh, hola! No lo sé aún. Quizá me necesiten en el baile de la Facultad.

    Egerd dijo bruscamente:

    —Diles que no puedes. Tienes que salir. Diles que tu hermano se ha contagiado de alguna enfermedad y que tu madre te necesita para cuidarle.

    Locille rió.

    —Vamos. ¡He alquilado un bote para la tarde! Po­demos llegar hasta la Barra.

    Locille dejó que le tomara la mano. Le gustaba Egerd. Era un muchacho atractivo y bondadoso. Le ha­cía recordar a su hermano..., bien, no a su hermano ver­dadero, sino al hermano que ella debiera haber tenido. Le gustaba Egerd. Pero no le gustaba él. La distinción estaba muy clara en su mente. Por ejemplo, Egerd ob­viamente estaba enamorado de ella.

    Egerd dijo:

    —Bien, no tienes por qué decidirlo ahora. Te pre­guntaré mañana nuevamente. —Esa era la forma intui­tiva de operar de un vendedor; siempre era mejor dejar el proyecto con un «quizás» que con un «no». La acom­pañó por entre dos altos edificios hacia los jardines pos­teriores del campo, en donde la Facultad de Agronomía había diseñado un pequeño jardín japonés en medio de quince hectáreas intensivamente explotadas con ensa­yos de guisantes y de trigo—. Creo que esta mañana bajaron mis acciones con el viejo Carl —dijo, recordan­do con amargura.
    —Eso está mal —dijo Locille, a pesar que eso no era un fenómeno muy extraño. Pero a continuación Egerd logró captar su atención.
    —Estaba tratando de hacerle un favor a Cornut. ¿Tratando? Demonios, si le salvé la vida. —Ahora ella era toda oídos. Egerd continuó—: Prácticamente, estaba fuera de la ventana. ¡A volar! Ya lo sabes, creo que la mitad de estos profesores están locos de remate... En todo caso, si yo no hubiera estado allí, ya estaría muerto. Plosh. Por todo el Patio.
    —Y eso —dijo alegremente —que me retrasé un poco.
    —¡Egerd!

    Se detuvo y la observó.

    —¿Qué sucede?

    Ella montó en cólera.

    —¡No debieras haberte retrasado! ¿No sabías que el Maestro Cornut tenía su confianza puesta en ti? Real­mente, deberías tener más cuidado.

    De hecho, estaba furiosa. Egerd la estudió pensativa­mente y no siguió pensando; pero el agrado de la ma­ñana había desaparecido en parte para él. Bruscamente, la tomó de un brazo.

    —Locille —dijo en tono muy serio—, por favor, casémonos por un tiempo. Sé que estoy aquí gracias a una beca y que mis grados son marginales. Pero no vol­veré. Escucha, no voy a seguir con las matemáticas. Es­tuve hablando con uno del Colegio Médico. Hay muchos trabajos sin ocupar en epidemiología y así mis cursos de matemáticas me servirán de algo. No te estoy pi­diendo diez años de tu vida. Podemos hacerlo mes a mes y, si no pides una renovación, te prometo no insistir. Pero déjame hacer que quieras estar junto a mí, Locille. Por favor. Cásate conmigo.

    Se quedó mirándola con su amplio y bronceado ros­tro totalmente abierto, esperando. Ella no encontró sus ojos.

    Después de unos momentos, Egerd asintió compun­gido.

    —Está bien. No puedo competir con el Maestro Cornut, ¿verdad?

    Ella frunció el entrecejo súbitamente.

    —Egerd, espero que no sientas..., es decir, sólo por­que tú creas que estoy interesada en el Maestro Cornut, espero...
    —No —dijo Egerd sonriendo—. No dejaré que se arroje por una ventana. Pero, ¿sabes una cosa? Hermosa como eres, Locille, no creo que el Maestro Cornut sepa de tu existencia.

    El psicoanalista acompañó a Cornut hasta la puerta. Estaba furioso porque no le había resultado su proyec­to..., no con Cornut, en particular, sino que estaba furio­so, en general. Cornut dijo tercamente:

    —Lo siento, pero no dejaré todo a un lado.
    —Tendrá que hacerlo si logra suicidarse.
    —Eso es lo que usted tiene que evitar, ¿verdad? ¿O es todo esto una pérdida de tiempo?
    —Es mejor que matarse.

    Cornut se encogió de hombros. Era un punto de vista lógico, impecable. El analizador trató de engatusarle:

    —¿Ni siquiera se quedará en la noche? Las obser­vaciones podrían dar una respuesta...
    —No.

    El analizador vaciló, se encogió de hombros, se res­tregó las manos.

    —Está bien. Creo que sabe que si hubiera podido ha­cerlo a mi modo no se lo estaría pidiendo. Le entregaré al Centro Médico.
    —Pero, por cierto que lo hará —expresó Cornut si­seante—. Pero, no ha podido hacerlo a su manera, ¿ver­dad? Indudablemente, ya ha tratado de obtener una or­den del Presidente, ¿no es así?

    El analizador tuvo la gracia de expresar confusión.

    —Interferencia en las oficinas principales —gru­ñó—. Creería que ellos podrían comprender que la sec­ción de Salud Mental necesita de cierta cooperación de vez en cuando...

    Cornut le dejó mascullando aún. Al entrar en el Pa­tio, el calor y el bullicio le golpeó como un puño cerra­do. Tampoco le importó; estaba acostumbrado.

    Se había recuperado lo suficiente como para pensar en lo de la mañana con cierto espíritu de diversión. La sensación era extraña, con el sabor de cierta preocupa­ción, pero podía ver el lado gracioso de ello. Y era ri­dículo, sin duda alguna. ¡Suicidarse! Sólo la gente mise­rable se suicida, no los que son felices. Y Cornut era un hombre perfectamente feliz.

    Aun el analizador había admitido esto. Todo había sido una pérdida de tiempo al cavar y cavar en los ne­bulosos recuerdos de su niñez para encontrar alguna he­rida sin sanar que estuviera derramando veneno desde su escondida posición. ¡No tenía ninguna! ¿Cómo podría tenerla?. Era de Túnica. Sus padres habían estado en la Facultad de esta misma Universidad. Antes que apren­diera a caminar fue entregado a los establecimientos para niños de pecho y los jardines infantiles, conduci­dos por los mejores expertos del mundo, organizados en base a los mejores principios de enseñanza infantil. Cada niño tenía allí amor y seguridad, cada niño tenía lo que las mayores mentalidades prescribían en cuanto a psicología infantil. ¿Un trauma? ¡Simplemente, no podía existir ninguno!

    No sólo era imposible en esa época, sino que toda la personalidad de Cornut carecía de cualquier signo de trauma. Gustaba mucho de su trabajo, y a pesar que sabía que algo le faltaba —algún tipo de seguridad, amor— también sabía que lo obtendría con el tiempo. No se le ocurrió pensar en que debía apresurarlo.

    —Buenos días, buenos días —dijo educadamente a los grupos de estudiantes en las aceras. Comenzó a silbar una de las canciones mnemónicas de Carl. Los estudian­tes, que le saludaron con un movimiento de cabeza, le sonrieron. Cornut era un profesor popular.

    Pasó la Sala de Humanidades, el Edificio de Lite­ratura, el Premédico y la Torre de Administración. Al irse alejando, fueron disminuyendo los grupos de estu­diantes que le saludaban, pero aún respondían a su sa­ludo educadamente. Más allá, el aullido de unos aviones que pasaban a distancia llenó la atmósfera.

    El gran salto de acero del Puente de la Bahía estaba a sus espaldas, pero aún podía escuchar el interminable pasar de los coches por él y, más lejano y más fuerte, el murmullo de la ciudad.

    Cornut se detuvo ante la puerta del estudio en donde debía dar su primera clase.

    Su vista cruzó el angosto estrecho hacia la ciudad, en donde vivía gente que no estudiaba. Había allí un misterio. Era un problema, pensó, mayor que el asesino silencioso dentro de su mente. Pero no era un problema que tendría que entrar a solucionar.

    «Un buen profesor es un hombre completo.»

    Esa era una de las máximas del Maestro Carl. Cor­nut se sentó ante la larga mesa y metódicamente aplicó un ungüento básico neutralizador de color a cada pó­mulo. El personal a cargo de la cámara comenzó a cen­tralizarlo mientras se ponía la crema facial.

    —¿Necesita ayuda?

    Cornut alzó la vista y saludó a su productor.

    —No, gracias.

    Se bajó el extremo de las cejas ligeramente.

    El reloj iba marcando los medios segundos. Cornut se dibujó unas líneas para aumentarse la edad (ese era el precio pagado por ser profesor a los treinta años) y se pintó los labios. Se inclinó hacia delante para exami­narse más de cerca en el espejo, pero el productor le detuvo.

    —Un momento... ¡Maldita sea, hombre, no tanto rojo!

    El encargado de la cámara giró un interruptor; en la pantalla, el rostro de Cornut apareció un poco más pálido, más verdoso.

    —Así está mejor. ¿Todo listo, Profesor?

    Cornut se limpió los dedos en un paño y se puso la peluca dorada en la cabeza.

    —Todo listo —dijo, levantándose justo cuando el minutero llegaba a las diez.

    De una especie de rejilla sobre la pantalla que do­minaba el frente del estudio llegó el sonido de su mú­sica temática, enmudecida para el personal del estudio. Cornut tomó su lugar frente a la clase, se inclinó, saludó con un movimiento de cabeza, sonrió y accionó con el pie el pedal del apuntador hasta que estuvo a la altura deseada.

    La clase estaba repleta. Tenía más de cien alumnos físicamente presentes. A Cornut le gustaba esta agrupa­ción de carne y huesos, porque era un tradicionalista, pero más aún porque de acuerdo a sus rostros podía sa­ber su propia situación. Esta clase era una de sus favo­ritas. Respondían a su modo de ser sin jamás sobrepa­sarse. No se reían demasiado fuerte cuando decía una de esas bromas académicas convencionales, no tosían ni murmuraban.

    Cornut paseó su mirada por la clase mientras el anunciador finalizaba con sus frases dirigidas a los te­lespectadores. Vio a Egerd, que parecía irritado y mo­lesto por alguna razón, susurrando algo a la chica del comedor de la Facultad. ¿Cómo se llamaba? Locille. «Tiene suerte», pensó Cornut para sí en forma ausente, y luego el teorema de los binomios penetró en su mente —jamás estaba muy lejos— y desalojó cualquier otro pensamiento.

    —Buenos días —dijo—, y vamos a trabajar. Hoy, vamos a estudiar la relación entre el Triángulo de Pas­cal y el Teorema del Binomio. —Un rugido de música de órgano subrayó sus últimas palabras. Tras él, en la pantalla, aparecieron los símbolos p + q en letras do­radas—. Supongo que todos recuerdan lo que es el Teo­rema del Binomio..., a no ser que hayan faltado a ciertas clases. —Muy pocas risas, en realidad, fue solo un gruñido inarticulado, sólo lo que merecía la frase joco­sa—. La expansión de p + q, por cierto, es su cuadrado, cubo, cuarta potencia y así sucesivamente. —Tras él, una mano invisible comenzó a multiplicar p + q por sí mismo en brillante color dorado—. p + q al cua­drado es p al cuadrado más dos veces pq + q al cua­drado. p más q al cubo...

    Las letras en dorado anotaron las cifras mientras él las enumeraba: p3 + 3 p2 q + 3pq2 + q3

    —Es bastante simple, ¿verdad? —Hizo una pausa; luego, con voz cargada, dijo—: Ahora bien, ¿cómo pue­de ser que el Pegajoso Dick indique que el quince por ciento no aprobó el último examen?

    Se escuchó un murmullo más cálido, puntualizado por un par de risitas al fondo de la sala. Oh, era una clase magnífica.

    Las letras y números se borraron de la pantalla y una pequeña figurilla de película cómica, vestido de albañil, comenzó a construir una pirámide de ladrillos:


    ┌───┐
    ┌─┴─┬─┴─┐
    ┌─┴─┬─┴─┬─┴─┐
    ┌─┴─┬─┴─┬─┴─┬─┴─┐
    ┌─┴─┬─┴─┬─┴─┬─┴─┬─┴─┐
    └───┴───┴───┴───┴───┘


    —Ahora, olvídense de ese teorema por unos momen­tos..., eso no será muy difícil para algunos de ustedes. —Pequeñas risillas que él hizo acallar—. Consideremos el Triángulo de Pascal. Se construye tal como un muro de ladrillos, excepto..., un momento, amigo. —La figura en la pantalla hizo una pausa y miró cuidadosa­mente a la audiencia—. Sólo que no comenzamos desde la base. Lo construirnos de arriba hacia abajo. —El albañil de tira cómica hizo un gracioso gesto de asombro. Después, encogiéndose de hombros, borró el primer muro con un trapo, colgó un ladrillo en el espacio y comenzó a construir un triángulo a partir de ése.
    —Y no lo hacemos con ladrillos —agregó Cornut—. Lo construimos con números.

    El pequeño albañil se enderezó, de una patada hizo desaparecer el muro de la pantalla y él también desapa­reció, haciendo una pausa justo al borde de la pantalla para sacarle la lengua a Cornut. La pantalla mostró mo­delos vivos que se organizaban en los asientos del campo de fútbol de la universidad. Llevaban unos cartones con números y su disposición formó el Triángulo de Pascal:


    1 1
    1 2 1
    1 3 3 1
    1 4 6 4 1
    1 5 10 10 5 1


    Cornut se dispuso a explicar la construcción que Pas­cal había escrito por primera vez varios siglos antes.

    —Notarán —dijo— que cada número es la suma de los dos términos más cercanos en la línea inmediata­mente superior. El Triángulo de Pascal es algo más que un bello diseño. Representa... —Ya los tenía. Sus rostros lo demostraban. El curso llevaba buen camino.

    Cornut tomó el apuntador de punta de marfil que estaba sobre su escritorio, repleto con los objetos de ce­remonia del instructor —cortapapeles, lápices, tijera; todas estas cosas sólo para la apariencia—, y con la mayor ayuda audiovisual posible para un hombre, co­menzó a explicar a los trescientos mil espectadores las relaciones entre el Triángulo de Pascal y la distribución del binomio.

    Cada rasgo en el rostro de Cornut, cada palabra, cada movimiento que era captado y reflejado por la pantalla a sus espaldas, era recogido por las cámaras, convertido en pulsaciones de alta frecuencia y lanzado al mundo.

    Cornut tenía más de cien espectadores realmente presentes —la elite; los elegidos a quienes se les per­mitía asistir a la Universidad en persona—, pero, en total, todos sus espectadores sumaban trescientos mil. En la torre de relevo en Puerto Monmouth, un ingeniero llamado Sam Gensel observaba con concentrada aten­ción a la cuarta línea del Triángulo de Pascal y las cinco chicas con sus respectivos números y símbolos p4 + 4 p3 q + 6 p2 q3 + 4 p q3 + q4

    No estaba interesado en el asombroso hecho que los signos de los cinco términos en la expansión de (p + q)4 eran 1, 4, 6, 4, y 1 —los mismos números que apare­cían en la cuarta Línea del triángulo— sino que estaba muy preocupado porque la imagen estaba ligeramente borrosa. Giró un vernier, maldijo, lo volvió a su posi­ción inicial; pulsó algunos interruptores que hacían entrar un circuito alternativo y se vio recompensado por la claridad total de la imagen. En alguna parte del regulador estaba fallando una lámpara. Tomó el teléfono para llamar al personal de mantenimiento.

    La señal más clara y brillante fue enviada al satélite emisor más cercano y de allí a todo el mundo. En Sandy Hooks, un muchacho llamado Roger Hoskins, que olía bastante a pescado, se detuvo ante la puerta de su ha­bitación para mirar. No le gustaban las matemáticas, pero era un espectador habitual; su hermana estaba en la clase y su madre siempre se alegraba cuando él podía decirle que había logrado ver rápidamente a la afor­tunada hermana, difícilmente igualable. En un estable­cimiento benéfico para niños de pecho, en el bajo Man­hattan, tres que hacían sus primeros pasos y chupaban galletas fibro­sas, estaban observando; la enfermera había descubierto que los colores en movimiento les mantenía callados. En el piso número veinticinco de unos edificios de apartamentos de la Isla Staten, un conductor de monocarros, llamado Frank Moran, estaba sentado frente a su aparato de televisión mientras Cornut explicaba la teoría de Pascal. Moran no sacaba mucho provecho de ello. Acababa de salir del turno de noche. Estaba dur­miendo.

    Había muchos de ellos; de este tipo de espectador accidental o desinteresado. Pero había más aún. Había miles, había incontables cientos de miles que seguían las explicaciones con profunda atención.

    Porque la educación, indudablemente, era algo muy apreciado.

    Los treinta mil de la Universidad eran los afortuna­dos; habían logrado aprobar los exámenes de admisión. Cada año más severos. Ni siquiera el uno por mil lograba aprobar esos exámenes; no sólo se trataba de poseer inte­ligencia, sino que tener los dones suficientes como para que la enseñanza de la Universidad rindiera la mayor utilidad en términos de sociedad. Porque el mundo te­nía que trabajar. El mundo era demasiado grande como para permanecer ocioso. La tierra que antes había alimentado a trescientos mil millones de habitantes, ahora tenía que alimentar a más de un billón.

    Si se deseaba, las clases televisadas de Cornut podían servir para dar exámenes y acumular créditos. Para eso estaba el Pegajoso Dick; electrónicamente, calificaba las hojas, suministraba promedios y entregaba los diplomas a los estudiantes que ningún profesor había visto jamás. En la gran mayoría de los casos, los créditos no llevaban a ninguna parte. Pero para aquellos, atrapados en la monótona producción o los aún más monótonos trabajos de cuidadores de la sociedad, la esperanza era muy im­portante. Había un muchacho llamado Max Steck, por ejemplo, que ya había hecho una pequeña contribución a la teoría de los anillos. No era suficiente. El Pegajoso Dick decretó que eso no justificaba seguir la carrera de matemáticas. Fue atrapado como escritor pornográfico, ya que los analizadores del Pegajoso Dick le encontraron la mente lasciva y creativa. Había miles de casos como el de Max Steck.

    Y estaba también Charles Bingham. Estaba a cargo de los reactores en la planta generadora de la Calle 14. Las matemáticas podrían ayudarle y llegar a ser inge­niero supervisor. Pero podría ocurrir lo contrario; los candidatos para ese puesto pasaban de cincuenta. Y exis­tían unos quinientos mil casos iguales al de Charles Bingham.

    Sue-Ann Flood era la hija de un agricultor. Su pa­dre pilotaba un helicóptero, sobrevolando los campos arados, sembrando, fertilizando, desinfectando, y él sa­bía que cuando estuviera a la altura de los estudios uni­versitarios no le ayudaría en nada el ser admitida en la Universidad, Sue-Ann también lo sabía; el Pegajoso Dick medía la habilidad y los talentos, no el conocimiento. Pero ella sólo tenía catorce años. Tenía esperanzas. Ha­bía más de dos millones de casos como el de Sue-Ann y cada uno de ellos sabía que todos los otros serían de­fraudados.

    Aquellos, esos millones, formaban la audiencia in­visible que observaban la pequeña imagen del maestro Cornut en la pantalla catódica. Pero había otros. Uno observaba desde Bogotá y otro desde Buenos Aires. Uno de Saskatchewan dijo: «No estás muy bien esta maña­na», y otro que volaba muy alto sobre las Rocallosas dijo: «¿No podríamos probar con él ahora?». Y uno que estaba increíblemente cómodo, hundido entre mullidos almohadones frente al televisor, a menos de un cuarto de milla de distancia de donde se encontraba Cornut, dijo: «Vale la pena probarlo. El muy maldito se me ha metido en la cabeza».

    No era la tarea más fácil el explicar la relación entre el Triángulo de Pascal y la Distribución del Binomio, pero Cornut lo estaba haciendo bien. Las cancioncillas mnemónicas del maestro Carl ayudaban, pero lo que ayudaba por sobre todo era la total felicidad que Cornut ponía en ello. Después de todo, se trataba de su vida. Mientras conducía la clase, sintió nuevamente esa sensa­ción de embeleso que él mismo había sentido antes. Casi no escuchó, el zumbido en la clase mientras bajaba el apuntador para efectuar un gesto y, ciegamente, lo alzó nuevamente, sin parar de hablar. Para él, enseñar mate­máticas era como una clase de hipnosis, una absorción intensa, total, que le atrapó desde su primera clase de ma­temáticas. Eso era lo que había medido el Pegajoso Dick y, por esta razón, Cornut era todo un profesor a los treinta años. Era maravilloso, en primer lugar, que exis­tiera algo tan extraño como un número, rivalizando sólo con el mayor asombro que se adaptaran tan com­pletamente al trabajo humano.

    La clase zumbó y se elevó un murmullo.

    Vagamente, se le ocurrió a Cornut que estaban mur­murando más de lo acostumbrado.

    Alzó la vista, ausente. Algo le picaba en la base de la garganta. Se rascó con el extremo del apuntador, medio distraído por las explicaciones en que estaba ab­sorto. Pero las ayudas visuales grabadas que aparecían en la pantalla estaban dispuestas para un tiempo deter­minado, de manera que no podía detenerse; tomó el hilo de lo que estaba diciendo; la comezón y el murmullo fueron desapareciendo en su mente...

    Y nuevamente titubeó.

    Algo no marchaba bien. El murmullo de la clase era más fuerte. Los estudiantes en las primeras filas le es­taban mirando con una expresión sin precedentes, en forma unánime. Volvió la comezón, insistente. Se rascó; aún picaba; hundió el apuntador.

    «No. Con el apuntador no. Es gracioso —pensó—, el apuntador estaba sobre el pupitre.»

    De pronto, sintió un intenso dolor en la garganta.

    —¡Maestro Cornut, deténgase! —gritó alguien..., una muchacha.

    ...Tardíamente, reconoció la voz, la voz de Locille, mientras se ponía de pie apresuradamente con el resto de la clase. Le dolía la garganta profundamente, como el fuego. Un hilo cálido resbaló por su pecho... ¡Sangre! ¡De su garganta! Se quedó mirando lo que tenía en la mano, y no era el apuntador, sino el cortapapeles, ace­rado y aguzado. Confundido y aterrorizado, giró para observar la pantalla monitor. ¡Allí estaba su propio ros­tro, sobre una garganta que presentaba una angosta y brillante faja de sangre!

    Trescientos mil espectadores contuvieron el aliento. La mitad de la clase en el estudio corría hacia él con Egerd y la muchacha a la cabeza del resto.

    —¡Calma, señor! Permítame... —Ése era Egerd, con un pañuelo en la mano y que lo presionó contra la he­rida—. ¡No será nada, señor! Fue sólo... ¡Pero estuvo cerca!

    Cerca... Casi se había cercenado la yugular en dos, frente a su clase y a la multitud de espectadores. El asesino anidado en el interior de su cabeza se estaba haciendo muy fuerte y seguro de sí, para atreverse a de­safiar la luz del día.


    Capítulo IV


    Literalmente, Cornut era ahora un hombre marca­do. Llevaba una limpia y blanca venda sobre la gar­ganta y los médicos le habían asegurado alegremente que cuando desapareciera la venda habría una bella ci­catriz. Le pidieron que se quedara para hacerle un examen psíquico total. Él dijo que no. Ellos le pregun­taron si prefería morirse. Él dijo que no se iba a morir. Ellos le preguntaron cómo podía estar tan seguro. Pero, tal como sucedió, la clínica no se vería libre de estos asuntos al menos durante un par de horas y Cornut se marchó. Estaba extremadamente furioso con los médi­cos por molestarle, consigo mismo por ser tan estúpido, con Egerd por haberle estancado la sangre, con Locille por haberlo visto todo..., su paciencia había llegado a un límite con respecto al mundo.



    Cornut caminó porfiadamente de vuelta a la Torre de Matemáticas y al gimnasio, sin mirar a ningún lado, a pesar que sabía que lo vería todo. Ojos. Los ojos de todos los que estaban en el campo, observándole y susu­rrando. Encontró a un estudiante que, razonablemente, estaba dispuesto a preocuparse por sus propios asuntos (el muchacho sólo tuvo un momento de vacilación cuando Cornut eligió su espada, pero una mirada al rostro de Cornut hizo que el suyo propio se transformara en roca), y los dos practicaron esgrima furiosamente du­rante media hora. Los médicos le habían dicho a Cornut que descansara. Agotado y con los músculos doloridos, volvió a su habitación a seguir sus recomendaciones.

    Pasó una larga y pensativa tarde tendido sobre su cama con la vista clavada en el techo, pero nada salió de ello. Todo era demasiado irritante.

    Médicos o no, a las cinco menos cuarto se puso una camisa limpia para asistir al té de la Facultad.

    El té era como una despedida oficial para la Expe­dición de Campo de la Universidad. La asistencia era obligatoria, especialmente para aquellos que, como Cor­nut, debían hacer el viaje; pero esa no era la razón por la que se encontraba allí. Consideraba que era su última oportunidad de poder ser borrado de la lista.

    Había trescientas personas en la inmensa y aboveda­da habitación. La Universidad ocupaba espacio conspi­cuamente; era una tradición, tal como las anotaciones marginales en todos los libros de la biblioteca. Cada uno de los trescientos asistentes dieron una rápida mirada a Cornut cuando entró, luego la desviaron —algunos con una risilla escondida, otros con afecto, los peores con una poco natural falta de expresión en el rostro—. «Malditos sean —pensó Cornut amargamente—, se creería que jamás un profesor había intentado suicidarse antes». No pudo evitar el escuchar ciertos comentarios.

    —Y ésta es la séptima vez. Es porque está desespe­rado por ser jefe del Departamento y el viejo Carl no sale.
    —¡Esmeralda! ¡Sabes que lo estás inventando todo!

    Con el rostro encendido, Cornut marchó erguido y pasó junto al pequeño grupo. Era como un lecho de bra­sas encendidas; cada paso parecía crisparle los nervios. Pero había otros temas en ese té y algunos fragmentos de conversación tomados aquí y allá no trataban de él en absoluto.

    —... quieren que nos llevemos bien con un trevatrón que ya tiene catorce años. ¿Sabes lo que tienen en Chi­na? Seis, totalmente nuevos. ¡Además, las combaduras son de plata laminada!
    —Sí, pero ellos son doscientos mil millones. Si con­tamos por habitante...

    Cornut se detuvo en medio de la muchedumbre que bebía, comía, charlaba y se arremolinaba y buscó al maestro Carl. Le vio a cierta distancia. El jefe del Depar­tamento estaba saludando a una figura anciana de ex­traña apariencia: St. Cyr, el presidente de la Universi­dad. Cornut se sorprendió. St. Cyr era un hombre de bas­tante edad y, al parecer por su aspecto, bastante enfermo también; era muy extraño verle en una de estas reunio­nes de la Facultad. Aun así, esta era una ocasión espe­cial, y, en todo caso, podría serle mucho más fácil el ser borrado de la lista.

    Cornut se abrió camino hacia ellos, pasó junto a un gordo individuo, bastante bebido, que estaba susu­rrando a una de las estudiantes-camareras, y siguió por entre un grupo de anatomistas del colegio médico.

    —¿Te das cuenta que los cadáveres que hemos estado recibiendo últimamente vienen en muy buen estado? No habíamos tenido esto desde la última guerra con ba­las. Por cierto, sólo están bien para geriatría, pero eso es eutanasia especializada para ti.
    —¿Quieres hacer el favor de tener más cuidado con ese Martini?

    Cornut se acercó lentamente al maestro Carl y al presidente St. Cyr. Mientras más se acercaba, más fácil le era moverse. Había muy poca gente alrededor del sitio que ocupaba St. Cyr; era la personalidad mayor de la reunión, pero los asistentes no se acercaban a él; esa era su forma de ser.

    St. Cyr era así: era el hombre menos atractivo de la reunión.

    Había otros que no eran bien parecidos, en absoluto..., viejos, gordos, o enfermos. St. Cyr era algo especial. Su rostro era un artefacto de fealdad. Las viejas y profun­das cicatrices formaban una red en su rostro como el teji­do usado para aprensar los quesos. ¿Cirugía? Nadie lo sabía. Siempre los había tenido. Y su piel era de un color azul cianuro.

    El maestro Greenlease (físico-químico) y el maestro Wahl (antropólogo) estaban allí. Wahl, porque, evi­dentemente, estaba demasiado borracho como para im­portarle con quien hablaba; Greenlease, porque Carl le tenía tomado de un brazo y no le soltaba. St. Cyr saludó a Cornut con cuatro movimientos de cabeza, como un péndulo.

    —Hermoso tiempo —dijo, acentuando las sílabas como un reloj.
    —En realidad, señor. Le ruego me disculpe, Carl...

    St. Cyr alzó la mano que colgaba a su costado y la depositó blandamente sobre la mano de Cornut —era su versión de estrecharse las manos—. Abrió a con­tinuación su boca como grieta y emitió una serie de mudos sonidos entrecortados que eran su versión de una risilla.

    —No habrá buen tiempo para el maestro Wahl —dijo, espaciando las sílabas como un metrónomo ar­ticulado. Era su versión de un chiste.

    Cornut le devolvió una sonrisa plástica y una risa plástica. La referencia era el hecho que Wahl, tam­bién, debía asistir a la Expedición de Campo. Cornut no creía que eso era gracioso —al menos, en lo que a él se refería—, y menos ahora, cuando tenía tantísimo por hacer.

    —Carl —dijo—, discúlpame. —Pero el maestro Carl tenía otras cosas en su mente; estaba escarbando informaciones de Greenlease acerca de las estructuras mo­leculares, quién sabe por qué. Y St. Cyr tampoco le había dejado libre la mano.

    Cornut gruñó para sí y esperó. Wahl estaba riéndose de un chiste que envolvía a la Facultad mientras St. Cyr le escuchaba como un juez. Cornut se armó de paciencia para escucharle y pensó en St. Cyr. Por cierto que era un pájaro raro. Desde allí se comenzaba. Se podía dar alguna explicación a ciertas rarezas, digamos, una en­fermedad del corazón. Esa podría ser la razón de su color azulado. Pero, ¿cuál podría ser la razón para no operarse?

    Y luego, ¿el resto? ¿El rostro inexpresivo? ¿La voz sin tonalidad, pronunciando firmemente las sílabas fina­les y sin acentuar en ninguna parte? St. Cyr hablaba como un reloj de cuerda. ¿O como un sordo?

    Pero nuevamente, ¿cuál sería la razón para que un hombre se permitiera ser sordo?

    Especialmente, un hombre que es dueño de una Universidad, incluyendo un hospital de enseñanza de ochocientas camas.

    Por último, Wahl se dio cuenta de la presencia de Cornut y le palmeó la espalda... Cordialmente, decidió Cornut, después de pensarlo.

    —¿Has cometido algún buen suicidio ahora última­mente, muchacho? —Eructó—. No tienes la culpa. Es suya, presidente, ¿sabe? Llevarle con nosotros a Tahití. Si no le gusta Tahití.

    Cornut dijo, controlándose:

    —La Expedición de Campo no va a Tahití.

    Wahl se encogió de hombros.

    —Como lo vemos nosotros los antropólogos, una isla con huesos es tan buena como otra isla con huesos.

    ¡Si hasta se permitía hacer chistes de su especiali­dad! Cornut se abismó.

    Por otra parte, St, Cyr parecía que no notaba nada ni le importaba nada. Libró a Cornut de su mano y la dejó caer casualmente sobre el movedizo hombro de Wahl. La otra mano sostenía una copa que, según ob­servó Cornut, siempre estaba llena. St. Cyr no bebía ni fumaba (ni siquiera tabaco), y jamás Cornut le había visto mirar dos veces a una chica hermosa.

    —Va-ya —dijo en su lenta forma de hablar, hacien­do que Wahl enfrentara a Cornut y al químico—. Esto es in-te-re-san-te.

    Carl se había olvidado del presidente, de Cornut, de todo, excepto del hecho que el químico que estaba a su lado sabía algo que a él le interesaba conocer. La infor­mación estaba allí; la persiguió.

    —No comprendo muy bien. Lo que quiero decir, Greenlease, es cómo puedo visualizar la estructura exacta de una molécula. ¿Me sigue la idea? Por ejemplo, ¿qué color tiene?

    El químico lanzó una mirada algo confundida a St Cyr, pero éste parecía estar absorto.

    —Bien —dijo—. Ejem. El concepto de color no es aplicable. Las ondas de luz son demasiado largas.
    —¡Ah! Ya comprendo. —Carl estaba fascinado—. Bien, ¿y qué me puede decir de la forma? He visto esas construcciones de juguete. Los átomos son como bolas pequeñas que están sujetas por ejes de plástico..., supongo que representan la fuerza de unión. ¿Son así en la rea­lidad?
    —No exactamente. La fuerza de unión es suficiente, pero no se puede ver..., o quizás, sí se podría —(Green­lease, como la mayoría de los miembros presentes de la Facultad, ya había tenido más que suficiente; no estaba de humor para interpretar las fuerzas de cohesión en términos de juguetes de plástico a profesores que, aun­que fueran unos genios en Teoría de los Números, eran perfectos imbéciles en lo referente a físico-química)—, si, por cierto, en primer lugar, se pudieran ver los áto­mos. Lo uno no es más imposible que lo otro. Pero las fuerzas de unión no se parecerían a un eje, al menos, no más que la fuerza de gravedad que sujeta la Luna a la Tierra... Veamos... ¿Sabe a lo que me refiero con la pa­labra «valencia»? No. Bien, ¿conoce usted suficiente teo­ría atómica como para saber el papel que juega el nú­mero de electrones en... O, mejor, veámoslo de otra forma. —Hizo una pausa. Por su expresión, estaba bas­tante molesto, en una manera que él consideraba injus­ta..., como un cazador de elefantes que, con un fusil bajo el brazo, no puede librarse del ataque de un mosquito. Parecía estar a punto de volver a revisar la teoría atómica desde Bohr y retroceder hasta Demócrito—. Escuche —dijo finalmente—, pase a verme mañana si le es posible. Tengo unas preparaciones bajo el micros­copio electrónico.
    —¡Oh, gracias! —gritó Carl con entusiasmo—. Mañana..., pero mañana partiré en ese mal... —sonrió a St. Cyr—, mañana partiré con la Expedición de Campo. Bien, pero en cuanto vuelva, Greenlease. No lo olvide. —Se despidió calurosamente del químico cuan­do éste se marchó.

    Cornut siseó furiosamente:

    —Eso es justamente de lo que quiero hablarte.

    Carl pareció sorprendido pero con agrado.

    —No sabía que estabas interesado en mis pequeños experimentos, Cornut. Fue maravilloso. Siempre he pen­sado en una molécula de nitrato de plata, por ejemplo, que tenga un color negro o plateado. Quizás ahí es donde está el error de mi trabajo. Greenlease dice...
    —No. No me refiero a eso. Me refiero a la Expe­dición de Campo. No puedo ir.

    Un observador a corta distancia habría pensado que toda la atención de St. Cyr estaba sobre Wahl; minutos antes, había perdido todo interés en el diálogo entre Carl y Greenlease. Pero la anciana cabeza giró como un espejo parabólico. Los ojos azules enfocaron a Cornut. El lento metrónomo comenzó a funcionar.

    —Debe ir, Cor-nut.
    —¿Que debe ir? Por cierto, tienes que ir. Cielo santo, Cornut... No le haga caso, presidente. Irá con nosotros, es seguro...
    —Pero tengo que revisar todo el informe Wolgren...
    —Y luego cometer un sui-ci-dio. —Los músculos de las comisuras de los labios trataron de alzarlos leve­mente, para demostrar que era una humorada.

    Pero Cornut no lo captó.

    —Señor, si no intento...
    —Tampoco esta ma-ña-na.

    Carl interrumpió.

    —Cornut, cállate. Presidente, fue una situación muy desafortunada, es verdad. Tengo todo el informe, y creo que podrá pasar como un accidente. Quizás fue un acci­dente. No lo sé. Podría haber sido muy fácil tomar el cortapapeles por un error.

    Cornut dijo:

    —Pero...
    —En to-do caso, de-be ir.
    —Naturalmente, presidente. Comprendes eso, Cor­nut, ¿verdad?
    —Pero...
    —Tomarán el primer avión, por favor. Quiero que estén allí cuando yo llegue.
    —Está bien. Eso lo arregla todo, entonces.
    —Pero... —dijo Cornut. Pero su destino era que jamás podría revisar por segunda vez ese pensamiento; entre la muchedumbre del personal de la Facultad emer­gió una mujer y un hombre con el aspecto tenso y ner­vioso de los de la ciudad. La mujer llevaba una graba­dora fotográfica; el hombre era un periodista.
    —¿El presidente St. Cyr? Sí, por cierto. Muchas gra­cias, por invitarnos. Naturalmente, cuando usted vuel­va tendremos a todo el personal aquí, pero me gustaría saber si podríamos tomar algunas fotografías ahora. Si no he escuchado mal, usted ha localizado a siete aborígenes. ¿Siete? Ya comprendo. Es toda una tribu, enton­ces, pero son siete los que se traerán hasta aquí. ¿Quién es el jefe de la expedición? Oh, naturalmente. Millie, ¿puedes asegurarte la del presidente St. Cyr?

    El dedo pulgar del reportero estaba sobre el inte­rruptor de su grabadora, captando el hecho que nueve miembros de la Facultad traerían de vuelta siete abo­rígenes, que la expedición partiría, en dos aviones, a las nueve de esa noche, para así llegar al destino en la mañana temprano, hora local; y que los beneficios que aportaría a la investigación antropológica serían incalcu­lables.

    Cornut llevó aparte al maestro Carl.

    —¡No quiero ir! ¿Qué demonios tiene que ver todo esto con las matemáticas?
    —Vamos, Cornut, por favor. Ya escuchaste al pre­sidente. No tiene nada que ver con las matemáticas, sino que es solamente una función ceremonial y gran can­tidad de honor. Actualmente, no debes negarte a ir. Puedes ver que algunos rumores de tus, ejem, acciden­tes ya han llegado a sus oídos. No causes ahora una fricción.
    —¿Y el Wolgren? ¿Y mis, ejem, accidentes? Aun aquí traté de terminar con mi vida. ¿Qué haré sin Egerd?
    —Yo estaré junto a ti.
    —¡No, Carl!

    Carl dijo, hablando pausadamente:

    —Irás con nosotros. —Los ojos eran zafiros.

    Cornut estudió esos ojos unos momentos y luego ce­dió. Cuando Carl tomaba esa expresión y ese tono de voz, quería decir que ya no era posible seguir discutiendo. Y como Cornut respetaba al anciano, siempre detenía sus discusiones en ese momento.

    —Iré con ustedes —dijo. Pero la expresión de su rostro habría avinagrado el mejor vino.

    Cornut hizo la maleta —lo que le tomó cinco mi­nutos— y volvió a la clínica para ver si había espacio libre en la sala de diagnósticos. No había. Quedaba muy poco tiempo —el avión despegaría en menos de una hora más—. Sin embargo, se sentó tranquilamente en la recepción. Estoicamente mantuvo los ojos apartados del reloj.

    Una vez que podía ingresarse a la sala de los exá­menes, las cosas transcurrían con rapidez. Sus estadís­ticas vitales eran medidas automáticamente y estudiadas en máquinas, el espectro de su sangre era cromatografiado mecánicamente y, en forma automática, descendía la camilla de exámenes para que pudiera bajar y, mien­tras se vestía, le observaba un ojo fotoeléctrico tras las vestiduras, abría la puerta que daba al pasillo exterior y decía: «Gracias. Haga el favor de esperar en el des­pacho», mediante una grabadora automática.

    El maestro Carl, que llegó apresuradamente, le en­contró esperando.

    —¡Buen Dios, muchacho! ¿No sabes que el avión está a punto de despegar? Y el presidente nos dijo espe­cialmente que tendríamos que partir en el primer avión. ¡Vamos! Nos están esperando para llevarnos al aero­puerto...
    —Lo siento.
    —¿Lo sientes? ¿Qué demonios quieres decir con eso? ¡Vamos!

    Cornut explicó lentamente:

    —Me comprometí a ir. Iré. Pero como existe cierta idea, compartida por ti también, que los médicos pueden evitar que me suicide, no pienso salir de este edificio hasta que me digan qué tengo que hacer. Y ahora estoy esperando los resultados de mis exámenes.

    El maestro Carl dijo:

    —¡Oh! —Miró el reloj en el muro—. Comprendo —dijo. Se sentó junto a Cornut, pensativamente.

    De pronto, sonrió.

    —Está bien, muchacho. El presidente no puede dis­cutir esas razones.

    Cornut respiró con alivio. Dijo:

    —Bien, puedes marcharte delante, Carl. No es necesario que los dos nos veamos envueltos en problemas.
    —¡Problemas! —Al parecer, el maestro Carl estaba muy alegre. Cornut comprendió que, finalmente, se le había ocurrido al director de la casa que éste era como un viaje de vacaciones; y estaba practicando para entrar con el humor adecuado—. ¿Por qué habrá problemas? Tienes una buena razón para atracarte. Yo también tengo una buena razón para esperarte. Después de todo, el presidente me insistió en que llevara el informe Wolgren. Está bastante interesado, ¿sabes? Y como no lo vi en tu habitación, supongo que estará en tus maletas; por lo tanto esperaré tus maletas.

    Cornut protestó:

    —¡Pero si no está terminado!

    Carl pestañeó visiblemente.

    —Vamos, ¿pretenderás decirme que notará la dife­rencia? ¡Tienes que darte por satisfecho con que esté interesado en mirarlo, al menos!

    Cornut replicó gruñonamente:

    —Está bien. ¿Cómo demonios se enteró de su exis­tencia?
    —Yo se lo dije, por cierto. Estos últimos días..., yo..., he tenido oportunidad de discutir acerca de ti con él. —La expresión de Carl perdió algo de su brillo—. Cornut —dijo gravemente—, no podemos dejar que esto continúe, ¿verdad? Debes regularizar tu vida. Busca una mujer.

    Cornut explotó:

    —¡Maestro Carl! ¡No tiene ningún derecho a inmiscuirse en mis asuntos personales!
    —Confía en mí, muchacho —le aconsejó el ancia­no—. Este asunto con Egerd es sólo un arreglo. Un matrimonio de treinta días te haría experimentar en lo peor de ello, ¿verdad?

    «Tres semanas», pensó Cornut, divertido.

    —Y en realidad, necesitas una esposa. No es bueno que un hombre viva solo —explicó.

    Cornut saltó:

    —¿Y tú?
    —Yo soy viejo, tú eres joven. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que tuviste tu última esposa?

    Cornut se mantuvo en obstinado silencio.

    —¿Lo ves? Hay muchas chicas encantadoras en la Universidad. Estarían orgullosos. Puedes escoger cual­quiera de ellas.

    Cornut no deseaba que su mente se paseara por el pasillo que recién le habían abierto, pero no pudo evi­tarlo.

    —Además, ella estará junto a ti en todos los mo­mentos de peligro. No necesitarás a Egerd.

    La mente de Cornut retrocedió rápidamente y co­menzó a revisar e investigar un laberinto más familiar, menos atractivo.

    —Lo pensaré —dijo finalmente, en el mismo mo­mento que el médico salió con el informe, un par de cajas de píldoras y un fajo de papeles. El informe era negativo, en todo sentido. ¿Las píldoras? Sólo en caso necesario, dijo el médico; no podían hacer daño, podrían ayudar.

    Y el fajo de papeles... El de más arriba decía: Con­fidencial. Tentativo. Estudio de tendencias al suicidio en miembros de la Facultad.

    Cornut lo cubrió con la mano, interrumpió al médico cuando estaba a punto de entrar en explicaciones de su retraso y gritó:

    —¡Vamos, Carl! Todavía estamos a tiempo de poder tomar ese avión.

    Pero, en realidad, no lo alcanzaron.

    En cuanto llegaron al aeropuerto vieron que la pri­mera sección de la expedición de Campo despegaba de tierra con el gran rugido de los cohetes «VTO».

    Para gran sorpresa de Cornut, el Maestro Carl no se molestó en absoluto.

    —No importa —dijo—, tenemos buenas razones. No es como si nos hubiéramos retrasado arbitrariamente. Y, en todo caso... —se permitió pestañear otra vez, la segunda vez en un cuarto de hora—, esto nos da la oportunidad de volar en el avión privado del presidente, ¿eh? ¡Ésa es verdadera vida para nosotros los de la clase no privilegiada! —Hasta abrió la boca para reír, pero no lo hizo, o si rió no se escuchó ningún sonido. Por sobre sus cabezas se escuchó un sonido como la tos de un gigante y un brillante resplandor de llamas. Alzaron la vista. Llamas, llamas por todo el cielo que caían hacia tierra como una lluvia de blancas gotas.
    —Dios mío —dijo Cornut suavemente—, y ése era nuestro avión.


    Capítulo V


    De buena gana —dijo el Maestro Carl pensati­vamente —besé tu concubina. —Miró hacia fuera por la ventanilla del avión, saboreando la frase. Estaba bien. Sí. Pero, ¿era perfecta?



    Una alta y espesa nube muy lejana captó su aten­ción y le distrajo. Suspiró. No sentía deseos de trabajar. Y, al parecer, todos los que iban en el avión dormían. O pretendían estar dormidos. Sólo St. Cyr, muy ade­lante, sentado sobre cojines neumáticos, estaba tan des­pierto como parecía de costumbre. Pero era mejor no hablar con St. Cyr. Carl sabía que la mayoría de las conversaciones que trataban de sí mismo, tarde o temprano, terminaban en sus investigaciones privadas o en la Teoría de los Números. Como sabía de estos temas más que nadie en el mundo, siempre terminaba dando consejos. Y eso no estaba bien con St. Cyr. Hacía ya mucho tiempo que se había dejado muy en claro que no le gustaba ser enseñado por los profesores que él pagaba.

    Además, estaba de mal humor.

    «Era bastante extraño», pensó el maestro Carl, menos con resentimiento que con espíritu de curiosidad cientí­fica, pero St. Cyr había estado extremadamente enfadado con Cornut y él mismo, sin ninguna razón aparente. No podría ser por haber perdido el avión, ya que si lo hubieran abordado estarían muertos, tal como todo el personal y los cuatro estudiantes graduados que llevaba. Pero St. Cyr había estado furioso, con la voz enron­quecida y la respiración entrecortada y las imberbes cejas casi fruncidas. El maestro Carl apartó los ojos de la ventana y abandonó la interrogante sobre St. Cyr. Que se calmara. A Carl no le gustaban los problemas sin solución. De buena gana, besé tu concubina. Pero, ¿no sería mejor dedicarse sólo a escribir canciones?

    Notó que una respiración pasada a olor de cerveza le acariciaba el cuello.

    —Me alegro que estés despierto, Wahl —dijo, apar­tando el rostro algunas pulgadas del antropólogo, que, por su expresión, no podía dudarse que estaba sufriendo los males de la borrachera anterior—. Permíteme tener tu opinión, por favor. ¿Qué es más fácil de recordar: «De buena gana, besé tu concubina», o «Último dígito»? ¡Oh, una potencia al cuadrado!

    Wahl se estremeció.

    —Por el amor de Dios. Si recién me despierto.
    —No me parece que eso tenga nada que ver. Puede servir de ayuda. El centro de la idea es presentar la mnemónica en forma que sea utilizable bajo todas las condiciones..., incluyendo —dijo delicadamente— un trastorno digestivo. —Hizo girar su silla para enfren­tarse a Wahl, escribiendo rápidamente en su libreta de notas hasta llenar una página—. ¿Puedes leer eso? La idea principal, como puedes ver, es proveer un medio rápido de reconocimiento para sacar el factor de números alícuotas. Ahora bien, tú sabes que todos los cuadrados pueden terminar sólo en uno de seis dígitos. Ningún cuadrado puede terminar en dos, tres, siete u ocho. De manera que la primera idea, que aún no estoy seguro de haber estado en la verdadera pista, fue la de utilizar «No, cantidad no elevada al cuadrado». Estoy seguro que puedes darte cuenta de la utilidad. Dos letras en la primera palabra, «no». Ocho letras en «cantidad», tres en «not» y siete en «cuadrado».1 Es fácil de re­cordar, me parece, y se autodefine. Yo creo que esa es una mayor ventaja.
    —Oh, sí que lo es —dijo Wahl.
    —Pero —continuó Carl— es negativo. También existe la posibilidad que «no» pueda ser interpretado como «nada»..., significando «cero». De manera que probé con la forma a la inversa. Un cuadrado puede terminar en cero, uno, cuatro, cinco, seis o nueve. Dejan­do entonces que el jaculatorio «Oh» quedara como «cero», escribí «¿Último dígito? Oh una potencia al cuadrado».2 Cuatro, cinco, cero, uno, nueve y seis..., ya lo ves. Perdón. Estoy tan acostumbrado a explicar en exceso a los alumnos. Bien, pero a pesar que tiene mucho a su favor, no tiene..., bueno... —Sonrió con una leve expresión de confusión—. De manera que, por pura inspiración, salí con «De buena gana, besé tu con­cubina». Es bastante mnemónico, ¿verdad?3
    —Sí, bastante, Carl —afirmó Wahl, restregándose las sienes—. ¿Dónde está Cornut?
    —Te darás cuenta que, nuevamente, «nada» es el «cero».
    —Oh, allí está. ¡Eh, Cornut!
    —¡Cállate! ¡Déjale dormir! —Carl salió bruscamen­te de su concentración. Se inclinó hacia delante para mi­rar el asiento con respaldo alto que estaba más delante y se tranquilizó al ver que Cornut aún seguía roncando suavemente.

    Wahl estalló en fuerte carcajada, se detuvo brusca­mente con una mirada de sorpresa y se tomó la cabeza. Después de un momento dijo:

    —Si lo cuidas como si fuera tu hijo.
    —No hay necesidad de decir esas...
    —¡Qué niño! He oído hablar de provocadores de ac­cidentes, pero este es fantástico. ¡Ni siquiera Joe Btfsk hace estallar aviones en los cuales debiera estar pero no está!

    El maestro Carl se mordió los labios para no respon­der de inmediato, hizo una pausa para recuperar el tem­peramento y formuló la respuesta adecuada. No tuvo para qué darse la molestia. El avión se inclinó ligera­mente y las distantes nubes comenzaron a girar hacia el horizonte. No eran las nubes, por cierto. Era el avión que se inclinaba para aterrizar, guiado por el invisible radar. Fue un movimiento muy suave, pero envió a Wahl hacia las letrinas con verdadera desesperación y despertó al maestro Cornut. Carl se puso de pie de un salto en cuanto vio moverse al joven y permaneció de pie junto a él hasta que abrió los ojos.

    —¿Te encuentras bien? —preguntó de inmediato.

    Cornut pestañeó, bostezó y se estiró.

    —... creo que sí. Sí.
    —Vamos a aterrizar. —Se notaba alivio en la voz de Carl. No había esperado que sucediera nada. ¿Por qué iba a suceder? Pero podría haber existido la posibili­dad que algo pudiera... —Puedo traerte una taza de café de la cocina.
    —Bueno..., no. No te preocupes. Bajaremos en unos minutos más.

    Bajo ellos, la isla se balanceaba de un lado a otro, en diagonal, como una hoja que cae..., una hoja que caía hacia arriba, al menos para los ojos de ellos, ya que estaba creciendo en tamaño a una velocidad impresio­nante. Wahl salió del baño y observó las casas.

    —Chozas inmundas —gruñó. Estaba lloviendo bajo el avión; no, alrededor; no, sobre sus cabezas. Atravesaron la densa cortina de nubes y las «chozas» que Wahl había divisado se destacaron con claridad. Llo­vía bajo los porches de nubes.
    —Cú-mu-lus de ori-gen oro-grá-fi-co —dijo la voz sin entonación de St. Cyr junto al oído del maestro Carl—. Siem-pre hay nubes sobre la is-la. Espero que la lluvia no le mo-les-te.

    El maestro Wahl dijo:

    —A mí me molesta.

    Aterrizaron y las ruedas del avión chirriaron aguda­mente al tocar el húmedo concreto de la pista. Un hombre bajo, moreno, provisto de un paraguas, salió corriendo y, protegiendo la cabeza de St. Cyr, le escoltó hacia el edificio de administración, aun cuando la lluvia casi se había detenido totalmente.

    Era evidente que la reputación y posición de St. Cyr estaban trabajando a favor de todos. El personal completo tuvo que pasar por aduana; pero el bronceado ins­pector ni siquiera tocó las maletas. Uno de ellos removió ligeramente el equipaje de la Expedición de Campo, llevando una grabadora portátil.

    —Instrumentos de investigación —cantó en sonso­nete, y la máquina registró su entrada—. Instrumentos de investigación... Instrumentos de investigación.

    El maestro Carl interrumpió.

    —¡Ése es mi equipaje privado! No hay instrumental de investigación allí.
    —Perdone —dijo el inspector educadamente; pero siguió llamando a cada una de las maletas «instrumentos de investigación»; la única concesión que hizo a la co­rrección de Carl fue bajar el tono de la voz.

    Para el maestro Carl, esta fue una actitud ofensiva y grabó en su mente el firme propósito de hablar con algunas de las autoridades. ¡Instrumentos de investiga­ción! No llevaban nada que se asemejara a un instru­mento de investigación, a no ser que se tomara en cuenta como tal la colección de pañuelos que había llevado el maestro Wahl, sólo en caso que los aborígenes se negaran a la idea de acompañarles de vuelta. Pensó en presentar el caso a St. Cyr, pero el presidente estaba hablando con Cornut. Carl no deseaba interrumpir. No tenía ob­jeción alguna para interrumpir a Cornut, por cierto, pero interrumpir al presidente de la Universidad era algo to­talmente diferente.

    Wahl dijo:

    —¿Qué es eso que está allí? Parece un bar, ¿ver­dad? ¿Quieres beber algo?

    Carl sacudió la cabeza fríamente y salió a la calle. No lo estaba pasando bien en este viaje y era una lástima, pensó, porque se dio cuenta que esperaba otra cosa. De vez en cuando, uno necesitaba un cambio de atmósfera fuera de las salas de la Academia. De otra forma, uno tendía a transformarse en un ser provincia­no y de escasas miras, al perder el contacto con la huma­nidad fuera de los muros de la Universidad. Por esta razón, Carl había hecho de esto una práctica, a lo largo de sus treinta años de enseñanza, y, al menos una vez al año, aceptaba o inventaba algún trabajo que le pon­dría en contacto con el mundo no académico... Todos los viajes habían resultado de tan poco gusto como el actual, pero como el maestro Carl jamás había pensado en ello antes, no le había importado.

    Se quedó junto a la salida, fuera del alcance de los fuertes rayos del sol, mirando hacia la ancha calle. Las «chozas inmundas» no eran inmundas en absoluto; sólo el mal humor de Wahl había dicho eso, no su razón. Si eran bastante limpias, se maravilló el maestro Carl. No eran atractivas. Y no eran grandes. Pero no tenían un aspecto repulsivo. Eran casas prefabricadas torpemente de algún material de fibra prensada, plástico..., un pro­ducto local, con toda seguridad, diagnosticó el maestro Carl; la pulpa de palmeras debió haber entrado en la fabricación.

    Un helicóptero muy manejable rugió en lo alto, bajó aceleradamente y se posó en la calle ante él, dobló las aspas y rodó hasta la entrada del edificio en donde estaba Carl. El conductor saltó fuera, corrió por el costado de la nave y abrió la puerta.

    Eso era bastante extraño.

    El conductor actuó como si la emperatriz Catalina estuviera a punto de pisar tierra bajo su reinado, y, aun así, lo que salió del helicóptero no fue una gran dama, sino lo que, al parecer, al menos a primera vista, era como una rubia de unos catorce años. Carl se remojó sus finos labios y esforzó los ojos a la brillante luz del sol. ¡Curioso, se maravilló, la criatura le estaba salu­dando!

    La criatura dijo, en voz baja, que nada tenía de ca­torce años:

    —Usted es Carl. Venga, suba. He estado esperando a su gente durante una hora y media y tengo que volver a Río de Janeiro esta misma noche. ¿Quiere decirle a esa cabra vieja de St. Cyr que se dé prisa?

    Para gran sorpresa de Carl, St. Cyr no dio muerte de un golpe a la chica.

    Salió y la saludó tan alegremente como le permitía su voz de ultratumba y se sentó junto a ella en el asiento de más adelante del helicóptero, en esa forma de asocia­ción muda que existe entre los viejos amigos. Pero esto no fue lo único sorprendente. Mirando más de cerca a la «niña» también era una sorpresa, porque no tenía nada de infantil. ¡Era una abuelita en pintura, cirugía estética en el rostro, shorts estilo Bermuda y el cabello rubio muy corto! ¿Por qué esa mujer no podía envejecer graciosamente, como St. Cyr, o para el caso como el propio maestro Carl?

    En todo caso, si St. Cyr la conocía no podía ser mala en su totalidad; además, algo más estaba molestando a Carl. No podía encontrar a Cornut.

    El helicóptero estaba a punto de dar el salto. Carl se puso de pie.

    —¡Esperen! Falta alguien. —Nadie le estaba escu­chando. La abuela en shorts estaba charlando al oído de St. Cyr y su voz sonaba rara y disminuida bajo el rugido de los cohetes que impulsaban las aspas—. ¡Presidente St. Cyr! Por favor, haga que el piloto se vuelva. —Pero St. Cyr ni siquiera volvió la cabeza.

    El maestro Carl estaba preocupado. Presionó el ros­tro contra la ventanilla mirando hacia atrás, hacia el pueblo nativo, pero ya habían avanzado demasiado como para que pudiera ver algo.

    Por cierto, se dijo a sí mismo, no había ningún peli­gro. En el mundo ya no quedaban nativos hostiles. El rayo no caería. Cornut estaba tan a salvo como en su propia casa.

    «Exactamente tan a salvo —le aseguró su mente obstinadamente—, pero no más a salvo.»

    Pero la verdad del hecho era que Cornut estaba be­biendo un vaso de cerveza junto a una polvorienta mesa sobre la acera. Por primera vez en..., ¿era para siempre?..., su mente estaba en descanso.

    No estaba pensando en las anomalías que un censo estadístico había encontrado en la Ley de Distribuciones de Wolgren. No estaba pensando en la sugerencia que le había hecho el maestro Carl acerca del matrimonio temporal, ni aun en la engorrosa interrupción que repre­sentaba esta expedición. Pero ahora que estaba aquí, no parecía tanto una molestia. Había tanta calma. Era como la fragancia de una nueva flor. Probó experimentalmente con sus oídos y decidió que, a pesar de ser raro, era agra­dable. A unos cientos de metros de distancia una nave aérea despegó rugiente, destruyendo la calma, pero lo más extraño de todo fue que la calma volvió.

    Ahora, Cornut tenía la oportunidad que había estado esperando desde que salió de la clínica, la noche anterior y a diez mil millas de distancia. Pidió otra cer­veza al pálido camarero y sacó del bolsillo el montón de hojas de informes que le había entregado el médico.

    Había más de las que esperaba encontrar.

    ¿Cuántos casos dijo el psicoanalista que habían ocu­rrido en la propia Universidad? Quince o algo así. Pero ahora, ante sí, tenía más de un centenar de casos y sus historias. Revisó los resúmenes rápidamente y descubrió que el problema se extendía más allá de la Universidad —casos de otros colegios, casos de círculos totalmente fuera de la Universidad—. Al parecer había existido una crisis entre los empleados del Gobierno. Había una concentración de doce casos en el personal de una sola planta televisora.

    Leyó los nombres sin significado alguno para él y estudio los casos que casi no significaban nada. Uno de los hombres de la TV había logrado su propósito al elec­trificar ocho veces un colchón eléctrico a toda prueba, finalizando así con su vida. Su matrimonio era feliz y estaba a punto de ser ascendido.

    —¿Ancora birra? —Cornut dio un salto, pero sólo era la camarera.
    —Está bien..., espere. —No tenían ningún sentido estas continuas interrupciones—. Tráigame un par de botellas y me las deja.

    El sol ya se hundía en el horizonte, las nubes trata­ban inútilmente de cubrir y proteger la isla de su calor, mientras el resto del ciclo era de un azul intenso. Hacía calor y la cerveza le estaba dando sueño.

    Se le ocurrió pensar que, en realidad, debiera estar haciendo un esfuerzo por reunirse con el resto del grupo. Quizás habían partido sin él y el maestro Carl estaría furioso.

    También pensó que este lugar era muy agradable.

    En una isla tan pequeña como ésta no tendría nin­gún problema en encontrarles cuando les necesitara. Entretanto, aún le quedaba cerveza y tenía todos esos informes y no le pareció en absoluto inconfortable que, aun cuando los leyó desde el principio al fin, no encon­tró ninguno en que el curso del síndrome hubiera tomado más de diez semanas en alcanzar sus crisis. Diez sema­nas. Le quedaban doce días.

    El maestro Carl exigió:

    —¡Vuelvan! ¡No pueden dejar morir al muchacho!

    St. Cyr relinchó sorprendentemente. La mujer chilló:

    —Estará a salvo. ¿Qué sucede? ¿Es que quiere evi­tarle que se divierta? ¿Por qué no le da una oportunidad de matarse?

    Carl inspiró profundamente. Luego, comenzó nueva­mente, pero todo fue inútil, ya que insistieron en no darle importancia. Se reclinó en su asiento y miró por la ventanilla.

    El helicóptero descendió frente a un edificio de ma­yores proporciones que la mayoría de los prefabricados. Tenía cristales en las ventanas y barrotes protegiendo los cristales. La rubia saltó como un títere y chilló:

    —¡Todo el mundo fuera! Vamos, que no dispongo de todo el día.

    Carl la siguió ceñudamente al interior del edificio. Se preguntó cómo, aun por unos momentos y a cierta distancia, la había tomado por una muchacha. Ojos azules brillantes bajo el cabello rubio, sí; pero los ojos es­taban enrojecidos, el cabello era como un estropajo ama­rillo tirado sobre el cráneo. Aborreciéndola y preocupado por Cornut, subió unos peldaños, pasó por una puerta con barrotes y entró en una habitación cercada por una doble fila de barrotes.

    —Los aborígenes —dijo St. Cyr en su voz sin tona­lidad.

    Era la cárcel local y sólo tenía una celda. Y esa cel­da estaba totalmente repleta por doce o más hombres y mujeres, de baja estatura, de piel olivácea y vestidos con harapos. No había niños. ¡No hay niños, pensó el maes­tro Carl con petulancia, sin embargo les habían prome­tido toda una población para hacer la selección! Éstos eran todos viejos. El más joven parecía tener cien años...

    —Ob-sérven-les cuida-do-sa-mente —se escuchó la lenta voz de St. Cyr—. No hay nin-guno que ten-ga más de cin-cuen-ta años.

    El maestro Carl dio un respingo. ¡Nuevamente es­taba leyendo la mente! Pensó con cierta envidia lo mara­villoso que sería ser tan hábil, con tanta experiencia, comprender todo, en tal forma, que uno, tal como St. Cyr, podía saber lo que otra persona estaba pensando antes que lo expresara en palabras. Era la clase de sabiduría que esperaba que sus subordinados le atribuirían, pero no lo hacían; y le hirió pensar que existía en St. Cyr.

    El maestro Carl marchó pensativamente por el pasi­llo, mirando a los aborígenes a través de barrotes elec­trificados. Un hombre pálido, gordo, vestido con shorts, surgió de una puerta, hizo una reverencia ante la rubia, hizo lo mismo ante St. Cyr, una leve inclinación de ca­beza hacia el maestro Carl y miró desafiante al resto. Era una demostración instructiva de cómo una persona realmente versada podía distinguir las categorías de importancia en un grupo de desconocidos a primera vista.

    —Yo —anunció—, soy vuestro traductor. ¿De­sean hablar con vuestros aborígenes, señor? Háganlo. El bajito, allí, habla un poco de inglés.
    —Gracias —dijo el maestro Carl.

    El hombre bajito era un individuo de aspecto rudo y que vestía de la misma forma que el resto. Todos, bási­camente, estaban cubiertos sólo de harapos que antes habían sido shorts y una chaquetilla de mangas cortas con un incongruente y ceñido cuello. La ropa se veía extraordinariamente vieja; no sólo usada, sino vieja. Los hombres y mujeres iban vestidos iguales. Sólo en los cuellos y en los hombros de las chaquetillas había cier­tas variaciones. Al parecer, llevaban unas insignias mi­litares para diferenciar sus rangos. Por ejemplo, el cue­llo de una mujer estaba adornado por un parche de color rojo que llevaba una banda amarilla; el rojo es­taba desteñido, el amarillo estaba sucio, pero antes ha­bían ostentado brillantes colores. A lo largo de la banda amarilla había una estrella de cinco puntas en tela amarilla. El más bajo de los hombres, aquel que alzó la vista cuando habló el traductor, llevaba un parche rojo con mucho más amarillo y tres estrellas de un metal verdoso. Otro hombre tenía simplemente un parche rojo con tres estrellas de tela.

    Estos tres, los dos hombres y la mujer, se adelanta­ron, apoyaron las palmas de las manos en las rodillas y se inclinaron bruscamente. El de las estrellas de metal habló roncamente:

    —Tai-i Masatura-san. Yo, capitán, señor. Éstos es­tán bajo mi mando: Heicho Ikuri, Joto-hei Shokuto.

    El maestro Carl retrocedió con fastidio. ¡Olían terri­blemente! No parecían sucios, exactamente, pero sus pie­les no estaban en buen estado; cicatrices, mal vestidos y escuálidos; y sobre ellos flotaba un evidente olor acre a sudor. Su mirada se posó con aspecto interrogante so­bre el intérprete.

    —¿Capitán? ¿Es ese un grado militar?

    El intérprete sonrió.

    —No hay Ejército ahora —dijo tranquilizadoramente—. Oh, no. Hace mucho ya. Pero aún mantienen los títulos, ¿comprende? De padre a hijo, de padre a hijo y así sucesivamente. Este individuo, el tai-i, me dijo que todos forman parte de la Fuerza Expediciona­ria Japonesa Imperial que de hecho efectuarán el asalto y desembarco para caer sobre Washington, D. C. Tai-i es capitán; está a cargo de todos ellos, me parece. La heicho, que es la mujer, según el capitán, es una es­pecie de cabo. Es más importante que el otro, que es lo que llaman un soldado raso superior.
    —No sé lo que es un cabo o un soldado raso.
    —Oh, no. ¿Quién lo sabe? Pero para ellos es muy importante, al parecer. —El traductor vaciló, sonrió y siseó—: También están relacionados familiarmente. El tai-i es padre, la heicho es madre, el joto-hei es hijo. Todos se llaman Masatura-san.
    —Tienen un aspecto bastante sucio —comentó el maestro Carl—. Gracias al cielo que no tengo que acer­carme a ellos.
    —Oh —dijo una voz grave y lenta a sus espal­das—, pero sí tiene que hacerlo. Sí, tiene que hacerlo. Es su res-pon-sa-bi-li-dad, Carl. Debe vigilar los exá­menes que les efectuarán los mé-di-cos.

    El maestro Carl frunció el entrecejo y se quejó, pero no había forma de salir de ello. St. Cyr daba las órdenes y ésa fue su orden.

    Los médicos examinaron a los aborígenes con tanto detenimiento como si se tratara de cadáveres disectados. «Médicos —pensó el maestro Carl con disgusto—. ¡Cómo pueden hacerlo!» Pero lo hacían. Hicieron des­nudarse a hombres y mujeres —pechos fláccidos, barri­gas que colgaban, una línea divisoria en la piel olivácea que mostraba la sección bronceada y la no expuesta al sol en las líneas marcadas por el cuello y los puños y el dobladillo de los shorts. Carl resistió lo más que pudo y luego se marchó dejándoles orgullosamente desnudos junto a sus harapos, mientras los médicos se paseaban y comentaban entre ellos como jueces en una feria de ganado.

    No era sólo que ya estaba cansado de los nativos, cuyo interés para un matemático no era cero, no, pero una cantidad asombrosamente baja. Más que nada de­seaba encontrar a Cornut.

    La luna estaba inmensa.

    Carl volvió a donde estaba el helicóptero proyectan­do su negra silueta contra el plateado brillar de las estrellas. El piloto estaba medio dormido sobre el asien­to, y Carl, con una fuerza y determinación reservada previamente para las cartas críticas en Trad. Matem., dijo agudamente:

    —Arriba. No dispongo de toda la noche.

    El sorprendido piloto ya estaba en el aire con su pa­sajero antes de darse cuenta que no se trataba de su jefe, ni de la rubia vieja con aspecto joven, ni su compa­ñero, el viejo, muy viejo St. Cyr.

    Pero entonces ya no tenía importancia. Una vez en­trado en gastos... Cuando Carl le ordenó que volviera al poblado en donde había aterrizado el avión, el pilo­to gruñó su desaprobación, pero cumplió la orden.

    No fue difícil saber dónde estaba Cornut. Un poli­cía le dijo a Carl lo del café y las mesitas en la acera, el cajero le dijo lo de la cafetería nativa, el encargado del mostrador había observado a Cornut, que no había terminado de comer su bocadillo y beberse el café, y que salió vacilante nuevamente hacia el aeropuerto. Allí, los de la torre de tráfico le habían visto llegar, que trataba de alcanzar al resto del grupo y que luego se ha­bía retirado hacia la selva junto al nivelado camino.

    El de la torre de control agregó que no podía man­tener los ojos abiertos.

    Carl obligó a la policía a entrar en servicio. Tenía miedo.

    La pequeña motocicleta cabeceó a lo largo del ca­mino con sus dos reflectores alumbrando la espesura a ambos lados. «Por favor no le encuentren —rogaba Carl silenciosamente—. Le prometí...»

    Los frenos chirriaron y la motocicleta se detuvo con un patinazo.

    El policía era pequeño, delgado, joven y ágil, pero el maestro Carl se bajó primero del vehículo y estaba junto a la tendida figura bajo el árbol.

    Por primera vez en muchas semanas Cornut se ha­bía quedado dormido —en realidad, borracho total— sin la ayuda y la presencia de un ángel guardián. El momento de impotencia entre despertarse y quedarse dormido, el momento que casi le había dado la muerte una docena de veces, le había atrapado junto a un desier­to camino, en medio de una fragante, suave, hundida y deshabitada vegetación.

    Carl alzó suavemente la floja cabeza.

    —... Dios mío —dijo más como oración que como una blasfemia—, sólo está borracho. ¡Vamos, acér­quese! ¡Ayúdeme a llevarle!

    Cornut despertó con un pésimo sabor en la boca y la cabeza a punto de estallarle, y muy alegre. El maes­tro Carl estaba sentado junto a un escritorio portátil iluminado por una tenue luz sobre su cabeza.

    —Oh, te has despertado. Bien. Hice que el porta­dor me llamara unos minutos antes, en caso...
    —Sí. Gracias.

    Cornut meneó ligeramente la mandíbula a modo de experimento, pero no fue un experimento muy bue­no. Aun así, se sentía muy bien. No había estado bo­rracho desde hacía mucho, mucho tiempo, y una re­saca era lo suficientemente extraña para él como para interesarse en ella por sí misma. Se sentó en el borde de la cama. El portador, evidentemente, había reci­bido otras órdenes del maestro Carl, ya que había café en un recipiente metálico y una gruesa taza de loza. Bebió un poco.

    Carl le observó unos instantes, luego volvió hacia su escritorio. Tenía un tiesto con un extraño líquido verde y la acostumbrada pila de fotografías.

    —¿Qué te parece ésta? —preguntó—. ¿Te parece que sea una estrella?
    —No.

    Carl la dejó caer sobre el resto.

    —Becquerel no lo hizo mejor —dijo con voz re­sentida.
    —Lo siento Carl —dijo Cornut alegremente—. Tú sabes que yo no me intereso mucho en psion...
    —¡Cornut!
    —Oh, lo siento. En tus investigaciones de dinámica paranormal entonces.

    Carl, vacilante, y olvidando todo lo mencionado por Cornut, dijo:

    —Creí que Greenlease me había puesto sobre la pis­ta de algo. He estado tratando de manipular molécu­las separadas con P. K., utilizando película fotográfica sobre la base, que cuando las moléculas están a punto de pasar a otro estado no necesitan mucha energía para incitarlas a dar el paso. Sí. Bien, Greenlease me habló acerca del movimiento browniano. Así. —Puso el re­cipiente con solución de jabón contra la luz—. ¿Ves?

    Cornut se puso de pie y tomó el recipiente de ma­nos del maestro Carl. A contraluz pudo ver que el color verdoso era la suma de millones de puntos de luz en movimiento, más bien de color dorado que verde.

    —¿Movimiento browniano? Creo recordar algo de ello.
    —Es el movimiento real de las moléculas —dijo Carl solemnemente—. Una molécula pone en movi­miento a otra y ésta a una tercera que choca contra una cuarta. Hay una definición para ello en...
    —En matemáticas, por cierto. Evidente. El Cami­nar del Borracho. —Cornut recordó el concepto con claridad y afecto. Entonces era estudiante de segundo año y el director de la casa era el viejo Wayne; la ayuda visual había sido una marioneta representando un borracho, que evitaba chocar con un poste de alum­brado con pasos vacilantes de borracho en vacilantes direcciones de borracho. Sonrió al recipiente.
    —Bien, lo que yo deseo hacer es dejarlo sobrio. ¡Observa! —Carl resopló y pensó; era un modelo de concentración; Rodin sólo había bosquejado los contor­nos, comparado con el maestro Carl. Luego preguntó como en un gemido—: ¿Bien?

    Aparentemente, pensó Cornut, lo que Carl había estado tratando de hacer era que se movieran en una dirección determinada.

    —Me parece que no veo nada —admitió.
    —No. Yo tampoco... Bien —dijo el maestro Carl observando el recipiente—, aun una respuesta nega­tiva es una respuesta. Pero aún no me he dado por vencido. Aún tengo algunas ideas con las fotografías..., si Greenlease me ayudara sólo un poco. —Se sentó junto a Cornut—. ¿Y tú?
    —Ya lo viste.

    Carl asintió seriamente.

    —Vi que aún estabas con vida. ¿Fue porque anda­bas en tu propio caminar del borracho?

    Cornut sacudió la cabeza. No quería decir no, que­ría decir, ¿cómo puedo decirlo?

    —¿Y mi idea acerca de buscarte una esposa?
    —No lo sé.
    —Esa chica del comedor —dijo Carl con cierta agudeza—. ¿Qué te parece?
    —¿Locille? Oh, santo cielo, Carl, ¿qué puedo saber de ella? Si..., si casi no sé cómo se llama. En todo caso, parece estar muy atraída por Egerd.

    Carl se puso de pie y se acercó a la ventana.

    —Es mejor que desayunemos. Los aborígenes ya de­ben estar preparados. —Observó la mañana carme­sí—. «La señora Santa Anna ha pedido ayuda para llevar a sus aborígenes a Valparaíso» —dijo pensativamente—. Creo que le ayudaré.


    Capítulo VI


    A diez millas de distancia, a tempranas horas de la tarde, Locille no estaba muy atraída por Egerd, en absoluto.



    —Lo siento —dijo—. Me gustaría. Pero...

    Egerd se puso de pie bruscamente.

    —¿Cuál es el récord? —dijo enfadado—. ¿Diez semanas? Muy bien. Volveré a verte a principios de mes. —Se marchó rápidamente de la habitación de la muchacha.

    Locille suspiró, pero como no sabía qué hacer con los celos de Egerd, no hizo nada. Era difícil ser una muchacha, en ciertas ocasiones.

    Y así tenemos a Locille, una muchacha, bastante hermosa, llena de problemas de muchacha. Es asunto propio de una chica el guardarse los problemas para sí. Es asunto de una chica al parecer equilibrada y adorable. Y disponible.

    No es verdad que las chicas están hechas de azúcar y especias. Estas criaturas misteriosas, esmaltadas de naturaleza, oliendo a distintos campos en flor y mus­go, ceñidas aquí y contorneadas allí..., son animales, tal como el hombre es un animal, sostenidas por la misma masa de materia orgánica en parte fermenta­da; e, indudablemente, con una serie de problemas terrenales que el hombre jamás debiera saber, el flujo estral, las células yema que mantienen la raza. El mundo de la mujer siempre ha sido un triunfo del artificio sobre el animal que encierra.

    Y aquí, como decíamos, tenemos a Locille. De vein­te años, estudiante, hija de un ingeniero de metro re­tirado y su esposa también retirada de obras sociales. Es joven, es núbil. El estado de su salud es inmejora­ble. ¿Qué puede ella saber de misterios?

    Pero los conoce.

    En la noche que debía volver la Expedición de Cam­po, Locille fue excusada de todas sus clases. Aprovechó una hora de libertad para telefonear a sus padres. Descubrió, como lo había hecho un centenar de veces antes, que no tenían nada que decirse; y volvió a las cocinas de los comedores de la Facultad justo a tiempo para comenzar su trabajo.

    La ocasión se trataba de la vuelta de la Expedición. Prometía ser una fiesta monstruosa.

    Estarían presentes más de doscientos notables visi­tantes, además de toda la plana mayor de la Facultad y de la Universidad misma. Las cocinas bullían de ac­tividad. Los seis cocineros estaban trabajando; el inge­niero culinario a cargo de las salsas y jugos espió pri­mero a Locille y luego la llevó para que le ayudara, pero se entabló una discusión; el ingeniero a cargo de las pastas la conocía y también la quería como ayudan­te. Las salsas y jugos ganaron y Locille se encontró emulsionando sangre de toro cocida y especias en polvo en un gran recipiente de metal; el gemido del emulsionador y el siseo en staccato del vapor, mientras ella lo dejaba escapar con habilidad hacia la mezcla, no de­jaron escuchar el rugido de la llegada del avión; el gru­po había vuelto sin que ella lo supiera; la primera justa que tuvo fue cuando hubo una conmoción en un extremo de la cocina, se volvió y allí estaba Egerd, guiando aburridamente a tres personas bajas y del­gadas que ella no reconoció.

    Egerd la vio.

    —¡Locille! ¡Ven a conocer a los aborígenes!

    Ella vaciló y observó al ingeniero culinario, quien le indicó por señas que podía tomarse unos minutos si no echaba a perder todo. Locille se despojó de los guantes, dispuso los medidores de tiempo automáticos y termostatos y pasó por entre las maquinarias de la cocina de la Facultad hacia Egerd y sus trofeos.

    —Son japoneses —dijo con orgullo—. ¿Has oído hablar de la Segunda Guerra? Fueron abandonados en una isla y sus descendientes han vivido allí desde entonces. Escucha, Locille...

    Ella apartó los ojos de los aborígenes para mirar a Egerd. Parecía estar enfadado y orgulloso, al mismo tiempo.

    —Tengo que ir a Valparaíso —dijo—. Hay seis aborígenes que serán llevados a Sudamérica y el maes­tro Carl me eligió a mí para acompañarles.

    Ella iba a responder, pero Cornut entró en esos mo­mentos a la habitación, con expresión entre preocupada y pensativa.

    Egerd le devolvió la mirada, también pensativa.

    —Me gustaría saber por qué Carl me eligió a mí para esto —dijo, no con amargura, sino con compren­sión—. Está bien. —Se dispuso a salir por otra puerta—. Puede tener su oportunidad..., en los próximos dieciséis días —dijo.

    Cornut estaba pensativo. Jamás había propuesto ma­trimonio a una chica antes.

    —Hola, Locille —dijo formalmente.

    Ella dijo:

    —Hola, maestro Cornut.

    Él dijo:

    —Eh, quisiera preguntarle algo.

    Ella no respondió. Cornut paseó su mirada por la cocina como si jamás hubiera estado allí antes, lo que probablemente había sucedido. Dijo:

    —¿Le gustaría..., oh..., ah, le gustaría que nos jun­táramos en la Torre del Mirador mañana?
    —Ciertamente, maestro Cornut.
    —Excelente —dijo con educación, asintiendo, y ya estaba a mitad del comedor cuando se dio cuenta que no le había dicho cuándo. ¡Quizás ella pensaba que él esperaba que estuviera aguardándole allí todo el día! Apresuradamente, volvió a la cocina—. ¿En la tarde?
    —Muy bien.
    —Y no haga ningún plan para la noche —le or­denó, marchándose de prisa. Era muy molesto. Jamás había propuesto matrimonio antes y no había logrado hacerlo ahora, pensó. Pero estaba equivocado. Lo ha­bía hecho. No lo sabía, pero Locille sí.

    El resto de la tarde pasó rápidamente para Cornut. El almuerzo fue un gran éxito. Los aborígenes fueron la gran diversión. Se pasearon entre los invitados fumando sus pipas de la paz con cualquiera que se atre­viera, que fueron todos y, mientras los invitados se emborrachaban más y más, los aborígenes con fuertes brindis a la voz de «¡Banzai!», que poco a poco fueron acallándose hasta convertirse en un susurro.

    Cornut tuvo su tarde. En un comienzo logró ver de vez en cuando a Locille, después ya no. Preguntó por ella, preguntó a la camarera, a los aborígenes, final­mente se encontró preguntando por ella —o hablan­do de ella— con un brazo apoyado en los fláccidos hombros del maestro Wahl. Estuvo borracho bastante temprano y continuó bebiendo. Tuvo ciertos momentos de claridad: el maestro Carl escuchó pacientemente mientras Cornut trataba de demostrarle el movimiento browniano en un vaso de aguardiente con agua tó­nica; un momento extraño y solitario cuando se dio cuenta que estaba en la cocina desierta, llamando a Locille a gritos entre los calderos de cobre. Por algu­na razón, y sólo Dios lo sabe, se encontró en los as­censores de la Torre de Matemáticas, cuando debía ser muy tarde, y Egerd, con una bata de color canela tra­taba de llevarle hasta su habitación. Sabía que le ha­bía dicho algo rudo o cruel a Egerd, porque el mucha­cho se alejó y no protestó cuando Cornut cerró su puer­ta con llave, pero él sí lo sabía. ¿Había mencionado a Locille? ¡Cuándo no lo había hecho! Se arrojó sobre la cama, riéndose sin motivo. Había mencionado a Locille miles de veces, lo sabía, y abrazó fuertemente la almohada junto a su cabeza.

    Se dispuso a quedarse dormido.

    Se dispuso a quedarse dormido pero se detuvo, sobrio por unos instantes, aterrorizado unos momentos, sabiendo que estaba al borde del sueño, nuevamente solo. Pero no pudo detenerse más.

    No podía detenerse porque era una molécula en un mar espumoso y el maestro Carl le estaba empujando hacia los brazos de Locille.

    El maestro Carl le estaba empujando porque Egerd le había empujado hacia el maestro Carl; Locille le en­vió hacia St. Cyr y éste, riendo mudamente, le lanzó limpiamente fuera del recipiente y no pudo detenerse.

    No podía detenerse porque St. Cyr se lo dijo:

    —Usted es una molécula, una molécula borracha, usted es una molécula, borracho y abandonado, sin un camino, usted es una molécula borracha y no puede detenerse.

    No pudo detenerse a pesar que la voz más potente del mundo le estaba gritando: Sólo puede morir, molécu­la borracha, puede morir, no puede detenerse.

    No podía detenerse porque el mundo se estaba in­clinando, inclinando, trató de abrir los ojos para dete­nerlo pero no se detuvo.

    Él era una molécula.

    Vio que era una molécula y vio que no podía de­tenerse.

    Entonces… la molécula …se detuvo.


    Capítulo VII


    Egerd golpeó la puerta cerrada durante cinco minu­tos y luego se marchó. Podía haberse quedado allí más tiempo, pero no deseaba hacerlo; lo pensó cuidadosa­mente y llegó a la conclusión, primero, que ya había hecho lo que le correspondía..., a pesar del hecho que Cornut había elegido a Locille para casarse con ella y que esto alteraba totalmente las cosas; y segundo, que si había llegado tarde, ya era demasiado tarde.



    Casi una hora más tarde, Cornut despertó.

    Estaba vivo, notó con interés.

    Había tenido un sueño muy peculiar. No le pareció un sueño. Su clase de la tarde, con Pogo Possum (Dor­milón) arrastrando las palabras para enunciar las leyes de fabricación de grandes integradoras, era mucha más fantasía para su mente que la escena del sueño mismo, contemplándose a sí, tropezando y caminando vacilan­te, borracho, con una botella en la mano, atrapado en el incesante movimiento browniano. Sabía que la única forma en que una molécula podía detenerse, era mo­rir, pero, curiosamente, él no había muerto.

    Se levantó, se vistió y salió.

    Los efectos de la borrachera eran fortísimos, pero afuera estaba muchísimo mejor. La mañana era bri­llante y, recordó claramente, «tenía una cita con Locille a esa hora».

    Grabó la clase para antes del mediodía, lo que lo dejó el resto de la mañana libre. Caminó por el campo sin rumbo, pasó la forma metálica verde y de cristal del estadio, pasó más allá de los amplios prados del campo bajo hacia el puente. El Colegio Médico estaba bajo el puente mismo. Le gustaba el puente, le gus­taba ese arco sobre la bahía, le gustaba la forma en que concedía afirmar un pilón en la isla en donde se había construido la Universidad. Le gustaba mucho ese pilón; esa era la Torre del Mirador.

    Por propia iniciativa, pensando que esta era una hora adecuada para estar bastante sobrio, pasó por la clínica para completar la carga de su tubo de píldoras para mantenerse despierto. La clínica estaba sin perso­nal a esa hora, excepto las secciones de emergencia, pero como Cornut ya era conocido, le permitieron pa­sar a las máquinas automáticas de diagnóstico. La expe­riencia fue casi la misma que tres noches antes, excep­to que ahora no había ningún médico. Un dedo me­cánico insertó un zarcillo del grosor de un cabello en su brazo para sacar una muestra de sangre, la com­paró con la cromatografía reciente y zumbó pensativa­mente mientras consideraba si habían habido cambios. En un momento, la luz de «Solución» se encendió de co­lor rosado, se escuchó un clic metálico y un ruido más fuerte, y al alcance de su mano, en un receptáculo es­pecial, cayó una caja plástica con sus píldoras.

    Tomó una. ¡Ah, qué bien! Estaban haciendo efecto. Era una sensación extraña y reconfortante. Lo que fuera que contenían esas píldoras, combatía la fatiga al primer encuentro. Pudo seguir el curso de la píldora claramente a lo largo de su garganta y hasta el abdo­men. La sensación de bienestar fue extendiéndose. Se sintió muy bien. No, se sintió excelentemente bien. Salió nuevamente al aire fresco, canturreando para sí.

    La subida hasta la plataforma del Mirador era bas­tante empinada y larga, pero la hizo caminando y se sintió en magnífica forma todo el tiempo. Introdujo otra píldora en su boca y esperó con paciente buen hu­mor a Locille.

    Llegó poco después de haber terminado su clase.

    Desde la base del pilón alzó la vista hacia la plataforma del Mirador, casi a doscientos pies sobre su cabeza. Si Cornut estaba allí, no podía verle. Subió por los ascensores exteriores, girando en torno a la torre hexagonal, para así tomar aire y tener una mejor vista. En realidad, era una vista maravillosa el lim­pio y blanco rectahedro de las fábricas biológicas, la clínica en forma de catedral bajo el extendido pie del pilón mismo, los brillantes edificios de la Universidad, el verde de los prados, los dos azules distintos del cielo y el agua. Hermoso...

    Pero estaba nerviosa. Bajó del elevador, dio vuelta en torno al bulto del pilón y saludó con una inclina­ción de cabeza.

    —Maestro Cornut —dijo.

    El viento jugueteó con su blusa y el cabello. Cornut se quedó observándola desde la barandilla, con su pro­pio cabello corto caído despreocupadamente sobre la frente. Se volvió ausentemente y sonrió con ojos dor­midos.

    —Ah —dijo—. Locille —asintió como si ella le hubiera respondido..., no lo había hecho—. Locille —dijo—. Necesito una esposa. Usted me servirá.
    —Gracias, maestro Cornut.

    Él hizo un gesto suave con la mano.

    —No está comprometida, ¿no es así?
    —No.

    A no ser que se tomara en cuenta a Egerd..., pero ella no tomaba en cuenta a Egerd.

    —Y tampoco está encinta, presumo...
    —No. Jamás he estado embarazada.
    —Oh, no importa, no importa —dijo rápidamen­te—. No me refiero a eso. No hay ningún tipo de pro­blema físico, ¿verdad?
    —No.

    Esta vez, sin embargo, no encontró sus ojos. Por­que sí había un cierto problema físico, en cierta forma. No podía existir el estado de embarazo sin la interven­ción de un hombre. Y ella había evitado eso.

    Se quedó esperando para que dijera algo más, pero Cornut dio muchos rodeos antes de hacerlo. Por el ra­billo del ojo ella pudo darse cuenta que estaba toman­do unas píldoras de una caja como si se tratara de dul­ces. Se preguntó si él sabría que las estaba tomando. Recordó el estilete en su garganta durante la clase; re­cordó lo que le había relatado Egerd. Estupideces; ¿por qué desearía suicidarse alguien?

    Reunió energías, se aclaró la garganta y tomó otra píldora.

    —Veamos —murmuró—. Sin compromisos, ninguna barrera física, no hay consanguinidad, por cier­to..., usted verá, yo soy hijo único. Bien, Locille, creo que eso es todo. ¿Podríamos juntarnos esta noche, des­pués de la última clase? —Pareció preocuparse por algo, de súbito—. Oh, es decir..., si usted no tiene nin­guna objeción que hacer.
    —No, no tengo ninguna objeción.
    —Bien. —Asintió, pero su rostro permaneció bo­rroso—. Locille —comenzó—, quizá ya haya escu­chado ciertas cosas acerca de mi. Yo..., he tenido una serie de accidentes ahora últimamente. Y una razón por la cual deseo tener una esposa es para que me cuide de no tener más accidentes. ¿Comprende?
    —Lo comprendo, maestro Cornut.
    —Muy bien. Muy bien —tomó otra píldora de la caja, vaciló, la miró.

    Sus ojos se agrandaron.

    Sin comprender nada, Locille se quedó sin moverse; no sabía que de pronto algo había penetrado en la men­te del maestro Cornut.

    Era la última píldora de la caja. ¡Pero antes, había al menos veinte en ella! Veinte, no más de tres cuartos de hora antes: ¡veinte!

    Gritó roncamente:

    —¡Otro accidente!

    Fue como si el hecho de haberse dado cuen­ta soltara toda la tormenta de las píldoras. El pulso de Cornut comenzó a golpear furiosamente. La cabeza le dolió con un nuevo ímpetu. El mundo comenzó a gi­rar en torno a él y tomó un color escarlata. Un río de bilis se acumuló en su garganta.

    —¡Maestro Cornut!

    Pero ya era demasiado tarde para que la chica gri­tara..., él lo sabía; había actuado. Tiró la caja al vacío, la miró a ella, enrojecido, y luego, sin ceremonia al­guna, se subió a la barandilla.

    Locille gritó.

    Se lanzó tras él, abrazándole; pero con impaciencia, Cornut se desligó de sus brazos y entonces ella se dio cuenta que él no estaba subiéndose a la barandilla para lanzarse al vacío; tenía un dedo metido en la garganta; sin romanticismos ni cuidarse de sus moda­les, el maestro Cornut estaba sacándose el veneno del cuerpo en una forma rápida y eficiente...

    Y todo lo estaba haciendo él mismo.

    Locille esperó silenciosamente.

    Luego de unos pocos minutos, sus hombros dejaron de estremecerse, pero todavía estaba reclinado sobre la barandilla, con la vista perdida. Y así se mantuvo du­rante otros largos minutos. Cuando volvió el rostro, era el rostro demacrado de una alma condenada.

    —Lo siento. Gracias.

    Locille dijo suavemente:

    —Pero si no hice nada.
    —Por cierto que hizo algo. Me despertó.

    Ella sacudió la cabeza.

    —Lo hizo todo usted mismo. Es verdad.

    Cornut la miró primero con irritación, luego con duda. Y, por último, la miró con un comienzo de espe­ranza reflejándose en su rostro.


    Capítulo VIII


    La ceremonia era muy simple. La ofició el maestro Carl. Hubo una cena de amigos y luego se les dejó so­los, Locille y Cornut, por la gracia del poder magiste­rial inherente en los directores de la casa, como marido y mujer.



    Se retiraron a su habitación.

    —Es mejor que descanses —dijo Locille.
    —Está bien.

    Se tendió en la cama y la observó. La observó mu­cho, estudiando, haciendo las labores propias de una mujer por su habitación..., no, la habitación de ambos. Era lo más inconspicua posible; se movía con rapidez. Pero podría haber estado totalmente encendida con luces de neón y llena de aullantes sirenas por la forma en que lo distraía.

    Se levantó y se vistió, sin mirarla. Ella le preguntó:

    —Es hora de dormir, ¿verdad?

    Él musitó:

    —¿Lo es? —pero el reloj dijo que sí; era hora de dormir; había dormido durante todo el día—. Está bien —dijo, corno si se tratara de algo trivial y sin importancia—. Sí, es hora de dormir... Pero creo que daré un paseo por el campo, Locille. Lo necesito.
    —Por cierto. —Ella asintió y esperó, con educa­ción y calma.
    —Quizá vuelva antes que te hayas quedado dormi­da —continuó—. Quizá no. Quizá... —Estaba vaci­lando. Asintió, se aclaró la garganta, tomó la capa y se marchó.

    No había nadie en el pasillo, nadie en el salón.

    Se escuchaba un ligero pip de los robots nocturnos, pero eso estaba bien. El maestro Cornut no era ningún estudiante para retorcerse bajo les rayos buscadores. Era su privilegio el salir y entrar cuando así lo deseara.

    Prefirió salir.

    Salió a los jardines bañados por la amarilla luna y el puente, más adelante, lanzando reflejos plateados fantasmagóricos. No había ninguna razón para que es­tuviera emocionalmente tan perturbado. Locille era sólo una estudiante.

    Pero el hecho permanecía, estaba perturbado.

    Pero, ¿por qué? El matrimonio de los estudiantes era muy saludable para ellos, para los profesores; las costumbres lo apoyaban, y el maestro Carl, desde la majestad de su cargo, lo había sugerido en primer lugar.

    Extrañamente pensaba en forma continua en Egerd.

    El rostro del joven Egerd había tenido una expre­sión, y quizá eso era lo que le molestaba. El maestro Cornut no había pasado hacía tanto tiempo esa edad como para olvidarse de las posibles emociones de un estudiante. La costumbre, el privilegio y la ley por una parte, el hecho seguía siendo el mismo, que un estu­diante se sintiera celoso de las prerrogativas de su maestro. Mientras era estudiante, Cornut mismo no había contraído ninguna unión en la cual pudieran intervenir. Pero otros estudiantes lo habían hecho. Y no existía ningún lugar a duda que, en su forma de actuar joven y de estudiante, Egerd podría muy bien estar celoso.

    Pero, ¿qué importaba eso? Sus celos sólo podrían dañarle a él mismo. Ningún siervo que mantuviera su odio oculto hacia su señor y su jus primae noctis, esta­ba menos dispuesto a hacer sentir su ira que Egerd. Pero, por alguna razón inexplicable, Cornut la estaba sintiendo.

    Se sentía casi culpable.

    Su campo no era la lógica, eran las matemáticas. Pero todo este concepto de derecho, pensó mientras se paseaba por la orilla del río, necesitaba algún estudio. Lo que el mundo sancionaba estaba muy claro: los derechos de los más altos desplazaban los derechos de los más bajos, tal como un átomo de fluorina extrae oxígeno de un compuesto. Pero, ¿era así como debie­ra ser?

    Así sucedía..., si esa era una respuesta.

    Y todas las clases, todos los privilegios, todas las leyes, parecían estar trabajando para producir una sola comodidad —un producto que, de todos los bienes del mundo, es único en que jamás ha escaseado, jamás ha satisfecho su demanda y jamás se ha dejado de encon­trar en el mercado—: niños. Donde quiera que se mire hay niños. En las salas cunas de los dormitorios femeni­nos, en las salas de deportes junto a las habitaciones de los maestros..., niños. Era casi como si se hubiera planea­do de esa forma; la costumbre y la ley determinaban el hecho que la mayor cantidad posible de humanos adul­tos pasaban la mayor cantidad de tiempo posible efec­tuando los actos que hacen que los niños lleguen al mun­do. ¿Por qué? ¿Cuál era ese impulso que producía tantos niños?

    No era cuestión del sexo solamente..., eran los niños. El sexo era perfectamente posible y placentero bajo con­diciones que hacían casi imposible la llegada de niños; la ciencia había arreglado ese aspecto décadas, aun si­glos atrás. Pero la contracepción era..., bueno, no estaba bien. Y, así, por todo el mundo, esta práctica simple y natural de producir niños agregaba un dos por ciento a la población del mundo cada vez que la Tierra daba una vuelta completa en torno al Sol.

    ¡Dos por ciento al año!

    Actualmente había más o menos un billón de seres vivos. El censo del año próximo mostraría un aumento de veinte mil millones.

    ¿Y por qué?

    ¿Qué hacía que los niños fueran tan populares?

    Por irrazonable que fuera, la conclusión entró a la fuerza en Cornut: porque estaba planeado de esa ma­nera.

    «¿Por quién?», se preguntó, disponiéndose a pasar una larga noche persiguiendo la vaguedad de la línea de pensamientos hasta el último extremo...

    Pero no esta noche; porque al alzar la vista vio su propio dormitorio. Sus pies habían sabido con mayor claridad que él la respuesta última a la pregunta: ¿Niños?

    Estuvo de vuelta en la entrada a la Torre de Mate­máticas en donde le esperaba la muchacha. Locille.

    La cosa era la cama.

    Hizo llevar al dormitorio su propia cama, porque esa era la costumbre; pero, por cierto, su cama ya es­taba allí, mucho más grande, de manera que...

    Bien, ¿en qué cama estaría ella?

    Respiró profundamente, asintió ciegamente al in­visible vigilante nocturno electrónico y abrió la puerta de su habitación.

    Una estridente campana rompió con la calma.

    El maestro Cornut se quedó de piedra, mirando es­túpidamente, mientras la masa de carne y huesos de los estudiantes aparecía por los pasillos atraída por el estruendo; y la campana continuó sonando. Entonces se dio cuenta que estaba conectada con la puerta; era su alarma automática, dispuesta por él mismo. Pero esta noche él no la había conectado, estaba seguro.

    Entró rápidamente, lanzó una iracunda mirada a los estudiantes y cerró la puerta. El estruendo se de­tuvo.

    Locille se estaba levantando de la cama..., de su cama.

    Su cabello era suave y sus ojos estaban semicerrados, pero brillantes. No había dormido. Dijo:

    —Debe estar cansado. ¿Le gustaría que le prepa­rara algo para comer?

    Respondió con voz trémula y dura:

    —Locille, ¿por qué conectaste la alarma de la puerta?

    Ella le miró.

    —Para que me despertara cuando usted entrara. La alarma ya estaba dispuesta; yo sólo tuve que pulsar el botón.
    —¿Y por qué?
    —Porque —dijo ella—, porque así lo deseaba. —Y bostezó, en forma bastante atractiva; y se excusó con una sonrisa; y luego se volvió para arreglar las sábanas de la cama.

    Cornut, observándola desde atrás como jamás la había observado de frente, se fijó en dos hechos in­creíbles.

    El primero era que esta muchacha, Locille, era her­mosa. Llevaba muy poco encima, sólo una camisa de dormir y unas bragas de dormir y no quedaba duda al­guna acerca de su figura; y no llevaba afeite ninguno visible al ojo humano y no quedaba ninguna duda acerca de su rostro. «Hermoso. Asombroso», se dijo Cornut a sí mismo, consciente de la conmoción en su interior, «asombroso, pero deseo mucho a esta muchacha».

    Y eso le llevó a otro hecho, que era aún más in­creíble.

    Cornut la había elegido tal como un carnicero puede elegir un animal u otro. Cornut le había dicho lo que tenía que hacer; Cornut, hasta donde le había sido po­sible, se las había arreglado para destruir, con método y planes, cualquier ansiedad o placer espontáneo que pudiera existir. Era su fortuna peculiar el que hubiera fallado.

    La observó y supo lo que jamás había entrado en sus cálculos. Jamás se le había ocurrido pensar que ella podría desearle a él.

    Tap, tap.

    La chica le despertó remeciéndole..., hasta despertarlo totalmente.

    —¿Qué quieres? —gritó Cornut gruñonamente a la puerta.

    Junto a él, Locille hizo una mueca, una mueca dulce, arrogante, que era una tierna caricatura de su pro­pio rostro; de manera que a la hora que el procurador de la mañana entreabrió la puerta y miró por la hendidura. Cornut le estaba sonriendo. «Las maravillas no cesan», pensó el procurador, y dijo tímidamente.

    —Maestro Cornut, son las ocho de la mañana.

    Cornut cubrió el hombro desnudo de Locille con la sábana.

    —Váyase —dijo.

    La puerta se cerró y una de las zapatillas rosadas de Locille golpeó ligeramente contra ella. Alzó la otra para arrojarla a continuación. Cornut le tomó el brazo, riendo suavemente; y ella se volvió hacia él, no riendo del todo y le besó, apartándose rápidamente.

    —Y mantente alejado —le advirtió—. Tengo que ir a clases.

    Cornut se recostó contra las almohadas.

    «¡Vaya, pero si es una mañana agradable, y quizá también es un mundo agradable», pensó. Era perfecta­mente asombroso que hubiera tanto brillo y matices en el mundo que él, o había olvidado o jamás había co­nocido. Observó a la muchacha, que milagrosamente formaba parte de su vida, un segmento unido sin ras­tro o huella en donde él jamás habría sospechado que faltaba un segmento. Ella se movió ligeramente por la habitación y le miraba de vez en cuando; y si no estaba sonriendo placenteramente era porque en esos momen­tos no había necesidad de sonrisas, ciertamente.

    Cornut era un hombre totalmente satisfecho esa mañana.

    Ella se vistió tan rápidamente como pudo; con de­masiada rapidez.

    —Tienes demasiada prisa por marcharte de aquí —le dijo Cornut.

    Locille se acercó y se sentó en el borde de la cama. Aun con el uniforme estaba hermosa. Esa era otra de las cosas asombrosas. Era como saber que un cáliz es de puro oro bajo el esmalte; los colores eran los mis­mos, el diseño era el mismo; pero, de pronto, lo que ha­bía sido un producto hecho en serie se transformaba en una obra de arte, simplemente por saber lo que existía debajo. Ella dijo:

    —Es porque tengo prisa por volver. —Le miró nuevamente y le dijo interrogante—: ¿No vas a volver a dormir?
    —Ciertamente que no.

    Ella estaba con el entrecejo levemente fruncido, descubrió Cornut con orgullo; y recordó la razón prin­cipal por la cual había buscado compañía; esa antigua razón.

    —Está bien. —Le besó, se puso de pie, encontró su bolso que había dejado sobre una silla y recogió los libros. Cantó para sí en voz baja—. Golpeen los dos, golpeen los tres, el Tamiz de Eratóstenes. Cuando los múltiplos... Cornut, ¿estás seguro que no vas a volver a dormir?
    —Estoy seguro.

    Ella asintió, vacilando con una mano sobre el tira­dor de la puerta. Dijo, dudando:

    —Quizá es mejor que tomes una píldora para man­tenerte despierto. ¿Quieres?
    —Lo haré —dijo, regocijándose al ser cuidado de esa forma.
    —Y es mejor que comiences a vestirte de inmedia­to. Falta sólo media hora para tu primera clase...
    —Lo sé.
    —Muy bien —le lanzó un beso, sonrió y se marchó.

    Y la habitación quedó muy vacía. Pero no tan va­cía como los días y noches anteriores.

    Cornut se levantó obedientemente, encontró la caja de píldoras con los reguladores de sueño de color verde y rojo, tomó uno y volvió a la cama; jamás se había sentido tan bien en su vida.

    Se recostó contra las almohadas, totalmente relajado y en paz. Se había comprado un reloj despertador y se encontró con que era una esposa. Sonrió al bajo techo de color crema, se estiró y bostezó. ¡Qué perfecta bara­tura! ¡Qué superperfecto reloj despertador!

    Y eso le recordó; y miró su reloj; pero se lo había quitado y el reloj del muro estaba fuera de su ángulo de visión. Bien, no importa; la píldora para mantener­le despierto le impediría volverse a quedar dormido. Era del conocimiento de todos que estas píldoras ha­cían correr el tiempo rápidamente. Creyó que había es­tado tendido allí al menos durante media hora; bien, no podían ser más de cinco minutos; así era el efecto...

    Aun así...

    Buscó a tientas por la pequeña cajita con divisio­nes. Afortunadamente estaba a mano; otra píldora le aseguraría totalmente el efecto.

    La tragó, se recostó nuevamente y bostezó. «Había algo en esa almohada», pensó...

    Volvió la cabeza, olfateó, aspiró profundamente. Sí. Era Locille la que estaba en la almohada; eso era. Locille, que había dejado su fragancia tras ella. Hermosa fragancia de Locille, hermoso nombre. Hermosa chica. Se encontró bostezando nuevamente...

    ¿Bostezando?

    ¡Bostezando!

    Pestañeó y los párpados estaban muy pesados y trató de volver la pesada cabeza. ¡Bostezando! Pero, ¿después de dos píldoras para mantenerse despierto, o eran tres, o seis?

    ¡La historia se repetía!

    Píldoras rojas para mantenerse despierto, píldoras verdes para dormir. ¡Las píldoras verdes!, sollozó en sus pensamientos, ¡había estado tomando las verdes!

    Estaba atrapado.

    «Oh, Dios... —murmuró sin voz—, oh, Señor, ¿por qué esta vez? ¿Por qué esperaste a atraparme cuando me importaba?»


    Capítulo IX


    El ingeniero asistente de sonido, con la vista fija en el cristal que daba al estudio, estaba canturreando para sí. Eso irritaba al maestro Carl. No podía evitar introducir palabras al canto:



    Golpeen los dos y golpeen los tres:
    ¡El Tamiz de Eratóstenes!
    Cuando los múltiplos sublimes,
    Los números que quedan, son primos.

    No alivió su molestia el que el canto fuera uno de los suyos. La Exposición del Número Primo Clásico no era el tema de la clase de la mañana; era la Teoría de Composición; soltó abruptamente:

    —¡Quieto, hombre! ¿No le agrada trabajar aquí?

    El ingeniero asistente de sonido palideció. Había nacido fuera de la Universidad y jamás olvidaba qué algún día podría volver allí.

    Realmente, no era que el canturreo le distrajera. A la edad del maestro Carl, o se sabe lo que se está haciendo o no se sabe, y él lo sabía. Salió en el preciso momento que comenzaba su tema y expresó las palabras que siempre decía, mientras su mente estaba junto a Cornut, en la anomalía Wolgren, en su inves­tigación particular del paranormal, en..., especialmente..., las respuestas y compartimientos de cada estudiante en su estudioaudiencia. Notó cada bostezo de un somnoliento alumno en un extremo de la sala; observó con es­pecial cuidado el furtivo pasar de notas del muchacho, Egerd, a la reciente esposa de su protegido, Locille. No pensaba hacer nada acerca de ello. Estaba agrade­cido de Locille. Como un buen perro guardián, muy bien podría salvar la vida del único hombre de la Fa­cultad que Carl consideraba que tenía alguna oportu­nidad de sucederle en su cargo.

    En cinco minutos terminó la parte de «cuerpo pre­sente» de su conferencia y, condescendiendo a sus pro­pios deseos, abandonó el estudio.

    Las figuras grabadas en cinta danzaron en la pan­talla a sus espaldas, cantando la Balada de las Com­posiciones.

    Que S sea un número de composición, progresen:
    Si, de cualquiera de dos números (a y b) en S,
    Su suma también está en la composición,
    ¡La composición está cerrada! Y así tenemos
    Una composición reproductiva con esta definición:
    ¡El número de composición S queda cerrado por la suma.

    Apartó de su mente a la clase y ansiosamente extrajo una serie de fotografías de su portadocumentos. Había dormido intranquilamente la noche anterior y se había levantado temprano para trabajar en su úl­timo pasatiempo. Había tenido muchos. Necesitaba mu­chos. Carl no estaba descontento en absoluto, no podía concebir un mundo en el cual no hubiera sido matemá­tico, pero no todo era placer al ser un eminente hombre de estado en un juego de muchachos. Era un extraño hecho de matemáticas que casi todos los grandes ma­temáticos habían efectuado su gran obra antes de los treinta años. Y la gran mayoría de ellos, tal como Carl, habían vuelto su atención hacia otras curiosidades en sus últimos años.

    Alguien abrió la puerta y las voces corales desde el estudio llegaron a sus oídos:

    Si el número de composición M queda cerrado por sustracción,
    ¡Un módulo es el término para esta transacción!

    El maestro Carl volvió su mirada como un trozo de hielo.

    —¡Egerd! —Preguntó con voz terrible—. ¿Cuál es el número de composición cerrado por una multipli­cación?

    Egerd vaciló, pero dijo:

    —Es un rayo, maestro Carl. Está en el cuarto can­to. Señor, deseo...
    —¿Y uno cerrado por una suma y sustracción por iguales?
    —Una anillo, señor. ¿Puedo hablarle un momento?

    Carl gruñó.

    —He estudiado la lección, maestro Carl. Puedo pro­barlo.

    Habría agregado más palabras, pero Carl no había terminado con su obstinación.

    —No hay excusa alguna, Egerd, para abandonar la clase sin permiso. Debe saber eso. Sin duda, a usted debe parecerle que puede aprender la teoría estudiándola en los libros. Está equivocado. Un matemático debe sa­ber estos simples hechos clásicos y las definiciones tan correctamente como sabe que febrero tiene veintiocho días, y en la misma forma. ¡Por mnemónica! Le asegu­ro que jamás logrará ser un matemático de primera ca­tegoría faltando a clase.
    —Sí, señor. Es verdad. Deseo ser transferido. En cuanto vuelva de Sudamérica, si usted no se opone, señor.

    El maestro Carl demostró el más puro horror.

    Este no era un caso de disciplina, de eso pudo darse cuenta de inmediato. Carl no consideró que la separa­ción de Egerd de las matemáticas sería una pérdida para las matemáticas. Lo que sintió fue lástima por el mu­chacho en sí.

    —Bien, ¿dónde desea ser transferido?
    —Al Colegio Médico, señor. Ya lo he decidido. —Agregó—. Usted podrá comprender por qué, maes­tro Carl. No tengo muchas condiciones para este asunto.

    Carl no lo comprendió; jamás lo comprendería. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que sabía que entre sus alumnos había cosas que no necesitaban de mucha comprensión. Sus estudiantes tenían muchas facetas; una sola le preocupaba a él. Eran como esas figuras de papel con que jugaban los blandos de cerebro que estu­diaban Topología, hexahexaflexagones, construcciones que descubrían nuevos lados en sorprendente variedad cada vez que eran fletados. Dijo malhumoradamente:

    —Está bien. Firmaré el pase. —Su ira aumentó cuando vio que Egerd ya tenía preparado el papel; el muchacho estaba demasiado ansioso.

    La puerta se abrió nuevamente.

    El maestro Carl se detuvo con la estilográfica en la mano.

    —¿Y ahora qué? —Reconoció al hombre vagamen­te; era ese borrachín del Departamento de Artes Libe­rales. El nombre se le escapaba, pero era un escritor del sexo. También estaba muy agitado.

    El hombre dijo:

    —Excúseme. Lo siento. Me llamo Farley. Soy...
    —Usted es un escritor del sexo. No tengo ninguna objeción a ello. Lo que sí discuto es que se rompa con mi privacidad.

    A pesar que eso tampoco era totalmente verdadero. El maestro Carl estaba bastante orgulloso (quizás porque era muy tímido con las mujeres) de sen­tir que los asuntos privados de los hombres y mujeres no debieran ser inspirados por escritos entregados por escritores del sexo o, como se les llamara tiempo atrás, consejeros matrimoniales. Él no habría utilizado jamás uno, y estaba molesto con Cornut.

    Pero tal como se supo más tarde, tampoco lo habría utilizado Cornut.

    —Fui un regalo de bodas —explicó Farley—, de manera que fui a ver a Cornut esta mañana con un permiso de unos treinta días, aproximadamente. No em­pleo las fórmulas «estándares»; creo en el concepto perso­nal. De manera que creí más conveniente entrevistarme de inmediato con el sujeto macho porque, como usted debe saber...

    Egerd interrumpió desesperadamente.

    —Maestro Carl. Por favor, firme mi pase.

    La expresión en sus ojos dijo más que sus propias palabras. El flexagón descubrió otra forma y, esta vez, Carl pudo leer sin diseño. Asintió y estampó su firma. Estaba totalmente en claro que las razones de Egerd para alejarse de Locille y del maestro Carl no tenían mucho que ver con su habilidad para las matemáticas.

    Pero el escritor del sexo no sería detenido tan fácil­mente.

    —Entonces, ¿dónde puedo encontrar al sujeto hem­bra, maestro Carl? —preguntó—. Dijeron que podría encontrarse aquí.
    —¿Locille? Por cierto. —Un pensamiento terrible penetró en la mente de Carl—. ¿Quiere decir que su­cedió algo..., nuevamente? Cuando usted fue a ver a Cor­nut estaba...
    —Sí, totalmente frío. Casi muerto. Le están haciendo un lavado de estómago ahora; sin embargo, creen que podrá recuperarse.

    Cuando llegaron a la habitación de Cornut, el mé­dico estaba estudiando un espectro elaborado para él por una máquina portátil de diagnósticos. Cornut estaba inconsciente. El médico les tranquilizó.

    —Estuvo cerca, pero falló otra vez. ¿Qué fue, el in­tento número quince? Y el récord es...

    Carl le interrumpió fríamente.

    —¿Puede despertarle? Bien. Entonces, hágalo.

    El médico se encogió de hombros y buscó una aguja hipodérmica. Deslizó el pistón de la aguja en el cilin­dro; apareció la ligera llovizna, cubriendo la tersa piel de Cornut. Las pequeñas gotas buscaron su camino a través de la dermis, la epidermis y la grasa subcutánea y, en un momento, Cornut estuvo sentado.

    Dijo claramente:

    —Tuve el más ridículo de los sueños.

    Y entonces vio a Locille; y su rostro se iluminó. Al menos, eso no era un sueño. El maestro Carl tenía muy poco tacto, pero no carecía del suficiente como para tomar al médico y marcharse ambos de allí.

    La experiencia que a uno le laven el estómago no es agradable. Esta era la tercera vez que se lo hacían a Cornut, pero aún no se había acostumbrado; tenía sabor a bilis y a porquería en la boca, le había raspado vigorosamente el esófago; las píldoras para dormir le habían dejado con un fuerte dolor de cabeza.

    —Lo siento —dijo.

    Locille le trajo un vaso y una de las cápsulas que le había dejado el médico. La tragó y comenzó a reír entrecortadamente.

    —Tiene suerte ese Wahl —dijo—. ¿Sabes? Si hu­biera estado despierto cuando llegó ese individuo le ha­bría machacado la cabeza a golpes a Wahl; fue idea suya; hizo que la mitad de los antropólogos se reunie­ran para pagar los servicios de Farley al menos durante un año. Y tal como resultó..., creo que Wahl me salvó la vida. —Se puso de pie y comenzó a pasearse. A pesar del mal sabor y el dolor de cabeza, se sentía bastante alegre, en una forma no analizada. Aun el sueño, aun­que extraño, no había sido desagradable. El maestro Carl aparecía en él, y también St. Cyr y la mujer de Sudamérica; pero también aparecía Locille.

    Se detuvo junto al escritorio.

    —¿Qué es esto? —Era un ordenado conjunto de pa­peles introducidos en una carpeta en la cual estaba es­crito: S. R. Farley. Consultor. Eso era todo. Sólo Consul­tor. Lo abrió y encontró en la primera página, ordenadamente escrita, un conjunto de lo que parecían ecua­ciones. Los símbolos ♂ y ♀ se veían con frecuencia, junto a líneas, obeliscos y congruencias que vagamente recordaba de un curso de estudiante de lógica simbó­lica—. Si casi es una anotación Booleana —dijo con interés—. Me gustaría saber... Vaya, mira esto, Locille. La línea número tres. Si sustituyes estos tres términos por la expansión de la cuarta línea, y...

    Se detuvo. Ella había enrojecido. Pero él no lo había notado; de pronto, se puso a buscar algo sobre su es­critorio.

    —Mi Wolgren. ¿Dónde está?
    —Si te refieres al informe acerca de las anomalías de distribución que estabas preparando para el maestro Carl, él se lo llevó al salir.
    —¡Pero si no estaba terminado!
    —Pero si él no quiere que trabajes en eso. En nada. Quiere que te tomes el día libre..., que salgas del Cam­po..., y quiere que yo esté junto a ti.
    —Oh. —Miró ceñudamente fuera de la ventana—. Hum. —Hizo como que gustaba algo con la lengua y los labios y luego hizo una mueca—. Bien. Está bien. ¿Dónde podemos ir, fuera del Campo? ¿Tienes alguna idea?

    Locille pareció un poco preocupada.

    —En realidad —dijo con dificultad—, sé de un lugar...

    A la hora del ocaso, subieron al ferry que viajaba una vez al día hacia los texas; había bastante tráfico desde la ciudad a los texas, y aun de la Universidad a la ciudad; pero entre los texas y la Universidad casi no lo había. Se apoyaron en la baranda mientras el ferry se elevaba, mirando hacia abajo, a la isla de la Universi­dad, la ciudad en la bahía. Las casi silenciosas aspas so­bre sus cabezas portaban el cielo escarlata por la puesta del sol en pequeños puntos y líneas, todo lo que pudieron escuchar dentro de la cubierta en forma de cúpula del ferry fue el ronco zumbido de las aspas y el sonido de soprano ligera en forma de siseo de los cohetes.

    Locille dijo de pronto:

    —No te he contado nada acerca de Roger. Mi her­mano —dijo rápidamente.

    Cornut detuvo una emoción aun antes que hubiera comenzado.

    —¿Qué le sucede? —preguntó aliviado.

    Ella dijo sin más ni más:

    —No es del tipo universitario. Podría haberlo sido, pero... Cuando tenía unos quince años..., estaba nadando..., había otro chico en el agua y él se zambulló. Chocaron. El otro chico murió ahogado. —Hizo una pausa para mirarle—. Roger se fracturó el cráneo. Desde entonces, ha estado..., bueno, jamás se desarrolló mucho su inteli­gencia, más allá de ese punto.

    Cornut recibió la información frunciendo el entrecejo.

    No es que le importara tener un cuñado estúpido; era sólo que jamás había pensado en la existencia de un cuñado. Jamás se le había ocurrido a Cornut que el matrimonio envolvía a más de dos personas.

    —No es loco —dijo Locille preocupadamente—. Sólo que no es inteligente.

    Cornut casi no la escuchó. Estaba muy ocupado tra­tando de ponerse al día con el pensamiento que aquí había algo más que un perro guardián o amor; había algo que jamás había contado con ello. Tardaron veinte minutos en volar la distancia restante hacia el texas y todo ese tiempo le tomó a Cornut para llegar a la con­clusión que había encontrado más que una conveniencia o un placer, que había asumido también un cierto tipo de obligación.

    El texas yacía sobre noventa pies de agua, justo so­bre el nivel del horizonte de Sandy Hooks. Eran quince acres de cubiertas de acero, doce pisos de altura, el más bajo de los niveles estaba a cuarenta pies de las aguas altas medias. No era culpa de los diseñadores de los texas que las «aguas altas medias» fuera un concepto abstrac­to, la distancia promedio entre la base y la cresta de las grandes olas del océano. El texas descansaba sobre cien­tos de patas metálicas que se hundían hasta encontrar la base de roca, y constituían un blanco perfecto. Du­rante las tormentas, las grandes olas de blancas crestas golpeaban furiosamente en su base. Si había rayos, era seguro que caerían sobre la pantalla de radar en su torre.

    Hubo un tiempo en que los radares habían sido la razón de la existencia de esas torres texas. Ese tiempo ya había pasado; los detectores de satélites y los méto­dos de estudio de la ionosfera ya no tenían importancia. Pero el mundo había encontrado otra utilización para ellas. Guiaban a los sumergibles de las flotas mercantes del mundo al salir a flote junto a la costa para encontrar abrigo; servían de «barcos» nodrizas para las flotas pesqueras en mares de poca profundidad. Proveían casa a un millón de norteamericanos en la costa solamente. Pro­veían espacio de trabajo para las industrias que causa­ban molestias, aquellas que soltaban malos olores, o ruidos, o eran peligrosas.

    La energía era casi gratis en los texas. Cada pata hueca llevaba una ranura en su parte más estrecha. Las olas, al romperse contra ellas, comprimían el aire en las columnas, que penetraban a través de una válvula uni­lateral hasta un estanque de presión; las turbinas neu­máticas giraban a causa de la presión librada por los estanques, y las industrias y luces de los texas sacaban su energía de esas turbinas. Durante el «buen» tiempo —cuando las olas rugían y estallaban con violencia— había energía suficiente como para fundir aluminio; los botes de minerales que descargaban las materias primas se llevaban la escoria y la descargaban a la vista de los texas mismos en la interminable tumba formada por el lecho del océano. Cuando el tiempo estaba «malo» —es decir, cuando el Atlántico estaba cristalino y suave— se detenía por un tiempo la fabricación de aluminio. Pero el tiempo jamás estaba «malo» durante mucho.

    Los padres de Locille vivían con su hermano, en un apartamento de tres habitaciones en la zona residencial del texas. Estaba apartado de las pescaderías, más allá de las refinerías de aluminio, a seis pisos sobre los gene­radores. Cornut pensó que era horrible. Olía mal y era ruidoso.

    Locille había traído regalos. Un cinto para su padre, cosméticos para su madre, y Cornut vio con asombro que el regalo para su hermano era una de las banderas que los aborígenes habían traído consigo. No se le había ocurrido a Cornut la existencia de los regalos, mucho menos un regalo de tan alto precio como un artefacto aborigen; esas cosas tenían gran demanda como objetos de tema de conversación. Pero estuvo agradecido. La bandera también fue un tema de conversación aquí, y lo necesitaba. La madre de Locille sirvió café y tarta y Cornut les entretuvo relatando su viaje a los Mares del Sur.

    Sin embargo, no mencionó su pérdida de conocimien­to junto al camino; y no pudo apartar la vista de Roger.

    El hermano de Locille era un joven de gran estatura, más alto que Cornut, con una expresión agradable y ojos bonachones. No se le ofreció café y rechazó la tarta; estuvo sentado, observando a Cornut, pasando su mano sobre la gastada tela de su regalo, hasta olfateándola y restregándola contra su rostro. Cornut lo encontró des­concertante. Dejando a un lado a los aborígenes y a un puñado de casos clínicos bajo estudio, en el Campo no había ningún ser humano que tuviera un I.Q. menor a ciento cuarenta, y Cornut no había tenido experiencia alguna con los retrasados mentales. El muchacho podía hablar —pero casi no lo hacía—, y a pesar que parecía comprender lo que Cornut estaba diciendo, jamás cam­bió de expresión.

    La verdad de todo el asunto era que, en realidad, a Roger no le importaba mucho lo que estaba diciendo Cornut. Toda su atención estaba concentrada en el re­galo. En cuanto consideró que había llegado el momento, se excusó y lo llevó a su habitación.

    Roger era consciente del hecho que el objeto era muy antiguo y que venía de muy lejos; pero eso podría haber sido algo de la semana pasada, de la ciudad que desa­parecía justo más allá del horizonte; tenía pésima me­moria. Lo que Roger pensaba principalmente acerca de la bandera era que tenía hermosos colores.

    La colgó con ganchos magnéticos en la pared de su habitación, retrocedió pensativamente, sacó los gan­chos y la puso más cerca de la cama. Allí se quedó observándola, porque por alguna razón le gustaba ob­servarla desde allí.

    Afuera brillaba la luna, pero soplaba una brisa con­siderable desde el lejano Portugal. Las olas eran altas; y el golpeteo de las turbinas neumáticas y el abrir y cerrar de las válvulas resonaba por todo el texas, un ruido hacía que el otro sonara más fuerte. Hacía muy difícil la conversación en la otra habitación. Cornut se estaba impacientando por momentos. Pero esto no moles­taba a Roger. Desde el día en que sufrió el accidente y que el cráneo le había herido parte de su cerebro, nada había molestado realmente a Roger.

    Pero le gustaba la bandera. Después de diez mi­nutos de observarla detenidamente, sacó los ganchos magnéticos que la sujetaban, la dobló y la puso bajo la almohada. Sonriendo complacido, volvió a la otra ha­bitación para despedirse del reciente marido de su her­mana.


    Capítulo X


    El maestro Carl encendió la luz de «no molestar» sobre su puerta y abrió la cortina metálica que ocultaba su pequeña habitación oscura de los curiosos ojos de los cuidadores de la casa. No estaba avergonzado de su pasatiempo que le obligaba a trabajar en la oscura cabi­na; simplemente no les importaba. Carl no estaba avergonzado de nada de lo que hacía. Su habitación lo comprobaba; presentaba las marcas de todos sus inte­reses.



    Tres tableros presentaban problemas de ajedrez a medio solucionar y olvidados, las piezas habían sido le­vantadas, limpiadas de polvo y vueltas a poner en su lugar por generaciones de camareras-estudiantes. En las paredes de color crema y lila había grabados de escenas de Minoan, la reliquia de diez años de su examen esta­dístico en gramática para el Lineal B. Una caja de car­tón que una vez había contenido dos docenas de paquetes de postales del Rhin (y que aún contenía cinco paque­tes sin abrir) demostraban los dos años que había pasado para su propia satisfacción en demostrar definitivamente que la telepatía no era posible.

    La comprobación se basaba en una analogía, pero el maestro Carl estaba satisfecho y consideraba que esta analogía era válida. Si, supuso, la comunicación tele­pática podía ser sometida bajo las ecuaciones generales de la Ley del Campo Unificado, tenía que caer dentro de una de las dos posibilidades allí consideradas. Podía ser afinable, como el espectro electromagnético; o podía ser puramente cuantitativa, como los dominios de la dinámica gravitacional. Eliminó de inmediato la segunda posibilidad: implicaba que cada pensamiento sería re­cibido por todas las personas dentro del radio de acción, y las experiencias negaban esto rotundamente.

    Entonces, la telepatía, si existía, tenía que ser afi­nable. Por eso, Carl aplicó su analogía. Los cristales de estructura idéntica tienen resonancia en la misma fre­cuencia. Los seres humanos de estructuras idénticas exis­ten: se les llama mellizos idénticos. Durante dos años, el maestro Carl pasó gran parte de su tiempo libre loca­lizando, convenciendo y probando a parejas de mellizos idénticos. Le tomó dos años, no más, porque esa era la duración del tiempo que le costó el encontrar trescientos veintiséis pares de mellizos; y trescientos veintiséis era el número que le daba la ley como el mínimo univer­sal sobre el cual podía basarse el muestreo estadístico para poder llegar a un resultado conclusivo. Cuando los trescientos veintiséis pares fallaron en asegurar la signi­ficancia más que una oportunidad de correlación con los símbolos de las cartas vistos por su otra mitad, Carl dio por terminado el experimento de inmediato.

    Una vez finalizada la labor de dos años, Carl no estuvo enfadado, pero tampoco tenía esperanzas. No se le ocurrió recurrir a una composición de los trescientos veintiséis. Sin embargo, se permitió de inmediato volver a investigar otros aspectos de lo que antes se había lla­mado psiónisis.

    La precognición la eliminó en bases lógicas; la cla­rividencia la consideró durante varios meses antes de decidir que, tal como la conjetura que los platillos vola­dores eran de origen extraterreno, ofrecía demasiado pocas oportunidades para su verificación experimental como para constituir un estudio atractivo. La brujería la apartó como un hecho que necesariamente necesitaba de la telepatía o la clarividencia para su existencia. No eran los casos en que los pacientes sabían que estaban embrujados los que ofrecían problema; la simple suges­tión podía encargarse de gran parte de ellos; un hombre que viera el muñeco de cera atravesado por agujas, o que el brujo le dijera que le estaban asando las uñas de los pies, muy bien podía enfermarse y morir de puro terror. Pero si la víctima no conocía su brujería por medios físicos, sólo podría sentirla mediante la telepatía o la clarividencia; y Carl los eliminó.

    La lista tradicional de los padres paranormales in­cluía sólo dos fenómenos más: inducción de fuego y teledinámica.

    Carl prefirió considerar el primero sólo como una subdivisión del segundo. Acelerando el Movimiento Browniano de las moléculas (i.e., calentándolas) hasta el punto de inflamación, con toda seguridad que no era diferente a la manipulación en masa de grupos de mo­léculas (i.e., mover objetos materiales).

    Sus primeros intentos en la teledinámica se trans­formaron en largas sesiones de tratar de mover trozos materiales, primero papel, luego equilibrar alfileres, colgar hilos, finalmente disponer granos de polvo en micro-equilibrio. No dio resultado. Recurriendo a la ayuda de los Físicos Clásicos, Carl comenzó una serie de expe­riencias en relación a la película fotográfica. Los físicos más experimentados le dijeron y aseguraron que era el medio en el cual el menor esfuerzo físico producía el efecto mayor con posibilidades de medición. Un fotón, un electrón libre, casi cualquier partícula con energía, podía desplazar las inestables moléculas en la emulsión de la película.

    Carl trabajó con emulsiones de mayor y mayor ra­pidez, aprendió trucos para hacer que la película fuera aún más sensible..., líquidos de revelación especiales, control de temperatura a poca distancia, preexposición de la película para «humedecer» parte de la energía ne­cesaria para producir una imagen. Con cada nueva tira de película, se sentaba durante horas, tratando de diseñar círculos, cruces y estrellas en la emulsión con su mente, visualizando las moléculas y deseando el cambio. Cortó trozos de stencil y los mantuvo sobre las cajas cerradas con las películas, considerando la posibilidad que la «radiación» psiónica pudiera mostrarse sólo como un punto de origen. En un momento logró un éxito tempo­ral e ilusorio: una placa de película excepcionalmente «alegre», mantenida bajo su almohada durante toda la noche, desarrolló a la mañana siguiente una fantasma­górica «X». El maestro Florian, de Química Fotográ­fica, le desilusionó. Carl sólo había logrado sensibilizar la película que reaccionó con las pequeñas cantidades de infrarrojos producidos por el propio calor de su cuerpo.

    El proyecto del maestro Carl para esta noche era el de preexponer una película especial de rayos X mediante el contacto con una hoja de papel luminoso; las débiles radiaciones gamma del papel necesitaban horas para afectar la emulsión, pero esas horas tenían que ser medidas con gran precisión.

    Para llenar el espacio entre esas horas, el maestro Carl tenía otra agradable tarea. Envió a un estudiante a su despacho para que le trajera el inconcluso trabajo que había sacado de la habitación de Cornut. Estaba titulado:

    Una Reconciliación
    de Ciertas Anomalías Aparentes en
    la Ley de Distribución de Wolgren.

    Carl acercó una silla de respaldo duro a su escritorio y comenzó a leer, gozando realmente al hacerlo.

    La Ley de Wolgren, que tenía que ver con la distri­bución de los elementos no-uniformes en poblaciones ele­gidas al azar, era una forma puramente matemática. No tenía nada que ver con objetos materiales; ni siquiera trataba con cantidades numéricas. Sin embar­go, la Ley de Wolgren había sido aplicada en todas las técnicas de muestreo utilizadas por el hombre, desde la disposición de parámetros para rechazar partidas infe­riores de sardinas enlatadas hasta la predicción de los resultados de una elección. Era una ley general, pero las leyes específicas que podían ser sacadas de ella ha­bían sido aplicadas a casi todos los «tests» conocidos.

    En todos menos uno. Uno de los alumnos de Carl había tratado de reconciliar la Ley de Wolgren con datos del censo para su tesis doctoral —por extraño que pa­rezca, el tema jamás se había cubierto—. El muchacho fracasó. Encontró otro tema, obtuvo su título y ahora, alegremente, estaba diseñando sistemas de comunica­ción para los sindicatos de TV, pero al fracasar había producido un problema que merecía la atención de un matemático de primera categoría; y Carl se lo ofreció a Cornut.

    Cornut trabajó en el tema en sus propias horas libres, durante seis meses. Incompleto como estaba, el informe dio al maestro Carl tres horas de intenso placer. «¡Confío en que Cornut habrá efectuado un hermoso trabajo!» Carl siguió cada paso, leyendo en voz alta para sí; miró ceñudamente el uso del cuadrado hasta que fue com­probado por una audaz extensión de la ley del análisis-fase de Gibbs. Era la afirmación matemática lo que le importaba, no el tema de las cifras del censo mismo. Sólo cuando hubo terminado el informe y se reclinó sobre el asiento, satisfecho, se preguntó por qué Cornut había pensado que no estaba terminado. ¡Lo estaba! ¡Cada ecuación estaba comprobada! Las constantes eran «estándares» y correctas, las variables eran insertadas e identificadas con página tras página de interminables ecuaciones.

    «Muy extraño —se dijo Carl para sí, con la vista fija sobre la mesa en donde su película de rayos X, si­lenciosamente, estaba humedeciendo electrones—. Qui­siera saber...»

    Se encogió de hombros y trató de apartar el problema de su mente. No pudo. Pensó por unos momentos en lla­mar a Cornut, pero se detuvo; el muchacho aún no habría vuelto de su visita a la familia de Locille, y si así fuera, no tenía ningún objeto el saltar sobre él de inmediato.

    Aún no satisfecho, el maestro Carl leyó nuevamente la última página del informe. Las matemáticas estaban correctas; esta vez permitió que el sentido de ello pe­netrara en su mente; «De n nacimientos, la edad alcan­zada por el más anciano miembro de la población debe ser igual a n veces una constante ln q». ¿Bien? ¿Por qué no?

    Carl estaba irritado. Dio una mirada a su reloj. Eran sólo las diez. Frunciendo el entrecejo, se abotonó la americana y salió, dejando las luces encendidas, la puer­ta abierta y el informe abierto sobre el escritorio..., y la película de rayos X aún firmemente unida al papel que emitía radiaciones gamma.

    Nadie respondió cuando golpeó la puerta de la ha­bitación de Cornut, de manera que Carl, después de considerar algunos instantes, la abrió. La habitación estaba vacía; aún no habían vuelto del texas.

    Carl lanzó un gruñido al procurador nocturno y des­cendió en el ascensor hacia el Campo. Pensó que quizás un paseo le ayudaría. Estaba fresco, pero casi no lo notó. La cantidad q, ¿había algo de malo en ella? Pero su desarrollo estaba todo en orden. Recordó, tan claramente como si estuvieran grabadas en los muros del Edificio de Administración frente a él, las ecuaciones que defi­nían a q; hasta recordó las cantidades que formaban esas ecuaciones. Salud pública, arte de guerra, almacenaje de alimentos, un hábil valor derivado para el estado de la mente pública..., todo eso había estado en las tablas que acompañaban al trabajo.

    —Buenas noches, Carl-san.

    Se detuvo, pestañeando a través de la trenzada reja de hierro. Había llegado hasta el pequeño recinto en donde estaban hospedados los aborígenes; el capitán, cualquiera que fuera su nombre, le había saludado cortésmente.

    —Creí que ustedes estaban en enseñanza... —terminó vacilante. Había estado a punto de decir «en exhibi­ción».
    —Mañana, Carl-san —dijo el hombre de mofletudo rostro, y ofreció a Carl una larga pipa adornada de plu­mas. Eso había estado en las instrucciones; era una pipa de la paz, algo muy extraño y que para los antropólogos sería una sorprendente costumbre en los nativos de esa isla. Carl sacudió la cabeza negativamente. El hombre (Carl recordó su nombre; era Masatura-san) dijo apo­logéticamente:
    —Ustedes de habla-suave, oler muy fuerte, señor. Le olí a gran distancia ayer, cuando venía.
    —Realmente —dijo Carl, sin escuchar una palabra. Estaba pensando en el ln y la validez de aplicarlo; pero eso también estaba sin fallo alguno.
    —El bronceado de hablar-suave tampoco oler bien —explicó el hombre seriamente.
    —No, no, por cierto. —Carl se estaba preguntando acerca de los valores de a, el factor edad en la última ecuación.

    Tai-i Masatura-san dijo, gruñendo agitadamente:

    —Cornut-san oler mal también, St. Cyr hablar. ¡Carl-san! ¡No hablar con bronceado!

    El maestro Carl le observó.

    —Ciertamente —dijo—. Buenas noches.

    El tai-i le llamó insistentemente, pero Carl no le es­cuchó; ya había comprendido lo que no estaba terminado en el informe de Cornut. A todas las cantidades menos una se les había dado sus valores numéricos. Aún era temprano; no estaba dispuesto a dormir hasta que tu­viera ese valor que restaba...

    Cornut, con un brazo en torno a Locille, bostezó hacia el rojo rostro de la luna que colgaba sobre el hori­zonte. Se estaba haciendo muy tarde.

    Tenían que abordar el ferry hasta la ciudad y esperar el enlace; el único helicóptero directo desde el texas a la ciudad era a la mañana siguiente y la familia de Locille no tenía espacio suficiente para acomodarles. Necesi­taba tiempo para acostumbrarse a la domesticidad; eran demasiadas cosas a la vez; ya era suficiente molestia el haber tenido que interrumpir su rutina para acomodar la presencia de Locille en su habitación.

    Pero, en realidad, valía la pena.

    La Universidad estaba bajo ellos, ahora, y los cables del Puente brillaban bajo la rojiza luna, las luces del Edificio de Administración resplandecían entre la oscura masa de las torres.

    Era bastante extraño que el Edificio de Administra­ción tuviera las luces encendidas.

    Por el rabillo del ojo, somnolientamente, Cornut miró la cabeza de su esposa. No sabía si le gustaba más o me­nos como miembro de una familia. Los padres, aburri­dos. Amistosos, supuso, pero él estaba acostumbrado a los seres brillantes. Y su hermano era un desafortunado accidente, por cierto, pero se había demostrado tan en­cantado con el trozo de tela que le llevara Locille, como un niño con un animal. Cornut no estaba muy satis­fecho de estar emparentado con él. Por cierto, no se podían escoger a los parientes. Sus propios hijos, por ejemplo, podrían muy bien ser bastante desilusionadores...

    ¡Sus propios hijos! El pensamiento había llegado con toda naturalidad; pero él jamás había pensado en ello antes. Involuntariamente, se estremeció y miró nueva­mente a Locille.

    Ella dijo con voz cargada de sueño:

    —¿Qué sucede? —Y luego agregó—: Oh, ¿qué de­searán?

    El ferry se estaba aproximando y en la pista varios hombres esperaban pacientemente. Tras ellos había un helicóptero de la policía con las aspas aún girando y la luz roja intermitente lanzando sus oficiales reflejos. A la luz de los reflectores que indicaban el lugar de aterri­zaje al piloto, Cornut reconoció vagamente a uno de los hombres, perteneciente al personal de administración; todo el resto llevaba uniformes de la policía.

    —¿Qué sucederá? —dijo, feliz de no tener que ex­plicar el estremecimiento—. Bien, dormí estupenda­mente anoche. —La tomó de la mano y la ayudó, inne­cesariamente, pero con agrado, a bajar la escalinata.

    Un hombre rechoncho de uniforme se adelantó.

    —¿Maestro Cornut? Soy el sargento Rhame. No me recordará, pero...

    Cornut dijo:

    —Sí que le recuerdo, Rhame. Usted asistió a una de mis clases, hace unos seis o siete años atrás. El maes­tro Carl le recomendó; en realidad, él era su abogado en los orales para su tesis.

    Hubo una pausa.

    —Sí, exactamente —dijo Rhame—. Deseaba que me uniera a la Facultad, pero yo me había matriculado en Probabilidades Forenses y la Fuerza ya me ha­bía aceptado, y... Bien, eso sucedió hace ya mucho tiempo.

    Cornut asintió complacido.

    —Me alegro de haberlo visto nuevamente, Rhame. Buenas noches. —Pero Rhame sacudió la cabeza negati­vamente.

    Cornut se detuvo y un súbito y vago temor comenzó a penetrar en su mente. A nadie le agrada que el policía que está frente a uno desee entablar una conversación oficial; la expresión de Rhame le dijo a Cornut que así era en realidad. Dijo agudamente:

    —¿Qué desea?

    Rhame no lo estaba pasando bien.

    —Le he estado esperando. Es acerca del maestro Carl; usted es su mejor amigo, ya lo sabe. Y hay algu­nas preguntas...

    Cornut casi no notó que Locille le apre­taba fuertemente el brazo. Expresó:

    —Algo le ha sucedido a Carl.

    Rhame hizo un gesto con las manos.

    —Lo siento. Creí que lo sabía. El teniente dio la orden para que le llamaran al texas; probablemente usted salió antes que llegara el mensaje. —Estaba tra­tando de comportarse bondadosamente, fue lo que pudo ver Cornut. Continuó—: Sucedió hace una hora, más o menos..., a eso de las doce. El presidente se había reti­rado a dormir... St. Cyr, quiero decir. El maestro Carl entró como una tromba en su residencia..., furioso, así lo describió el ama de llaves.
    —¿Furioso por qué razón? —gritó Cornut.
    —Esperaba que usted nos pudiera aclarar ese punto. Debe haber sido algo muy serio. Trató de matar a St. Cyr con una hacha. Afortunadamente... —Vaciló, pero no pudo encontrar la palabra exacta—. Bien, lo que su­cedió fue que el guardaespaldas del presidente estaba cerca. No pudo detener al maestro Carl de otra forma; le disparó y le mató.


    Capítulo XI


    Cornut pasó esa noche y el día siguiente como en sueños. Todo era demasiado simple, todo era tan fácil para él, pero era imposible de captarlo por lo difícil, ¡Carl muerto! ¡Al viejo le habían disparado..., mientras intentaba cometer un asesinato! Era más que increíble, simplemente era fantástico. No pudo admitir la posi­bilidad ni siquiera por leves instantes.



    Pero no podía negarla.

    Locille estuvo junto a él a cada momento, más cercana de lo que puede estar una esposa, aún más pró­xima que un perro guardián. Cornut no tuvo conciencia que ella estaba allí. Habría notado su ausencia. Era como si ella hubiera estado siempre presente, toda su vida, porque ahora su vida era algo radicalmente di­ferente, algo que había comenzado a la una de la ma­drugada, al bajar de un ferry y encontrarse con el sar­gento Rhame.

    Rhame le había hecho todas las preguntas necesarias en un cuarto de hora, pero no se había marchado. Era caridad, no el deber, lo que le sujetaba. Un policía, aun un forense especializado en probabilidades y destacado en Homicidios por deseo propio, está acostumbrado a la violencia y a horribles asesinatos y, en ciertas oportu­nidades, puede ayudar a explicar hechos difíciles a los que se ven envueltos en el acto inocentemente. Trató de hacerlo. Cornut no se lo agradeció. Estaba aturdido.

    Suspendió sus clases para el día siguiente —las cintas magnetofónicas lo reemplazarían— y acompañó a Rhame en una laboriosa investigación de los últimos pasos de Carl. Primero, visitaron la residencia de St. Cyr y encontraron al presidente despierto y frío como el hielo. No parecía estar conmovido por la experiencia; pero, claro está, jamás lo estaba. Les entregó sólo breves minutos de su tiempo.

    —Carl, un ase-si-no. Es un golpe fuerte, Cornut. Su-pon-go, que no po-de-mos esperar que los ge-nios ten­gan es-ta-bi-li-dad. —Cornut no deseaba permanecer largo tiempo. La presencia de St. Cyr jamás era atrac­tiva, pero lo que aborrecía más acerca de esta entrevista era la alabarda del siglo xv que debía estar en el suelo, en donde se decía que el maestro Carl la había dejado caer cuando le disparó el guardaespaldas. Allí, la alfom­bra se veía más limpia, más nueva que el resto. Cornut estaba totalmente seguro que había sido limpiada y por qué se había hecho esto con tanta rapidez.

    Se alegró de salir de la residencia ricamente amue­blada del presidente, a pesar que el resto del día no tuvo nada de alegre. El próximo paso fue donde el celador nocturno en el piso de Carl, quien confirmó que el di­rector de la casa se había marchado a eso de las diez, que parecía estar molesto por algo, pero, como iba vestido en su forma acostumbrada, no le había dado ninguna pista. Como no se les ocurrió interrogar a los aborígenes, no supieron nada de la corta y extraña conversación, pero tomaron la pista con el movimiento siguiente.

    El maestro Carl había llegado a la biblioteca a las diez y veinticinco minutos y exigió que se le atendiera de inmediato.

    El encargado de la biblioteca durante la noche era un estudiante que trabajaba para pagar parte de su en­señanza, como la mayoría de los estudiantes. Estaba algo nervioso y Cornut adivinó rápidamente la razón.

    —Estaba durmiendo, ¿verdad?

    El estudiante asintió, agachando la cabeza. En esos mismos momentos, se estaba quedando dormido; las no­ticias de la muerte del maestro Carl habían llegado a todos los empleados nocturnos del Campo y el mucha­cho no había podido dormir.

    —Me aplicó un castigo, y... —Se detuvo, súbita­mente furioso consigo mismo.

    Cornut dedujo la razón.

    —Considere cancelado el castigo —dijo bondadosa­mente—. Está muy bien que nos haya relatado todo. El sargento Rhame necesita toda la información posible.
    —Gracias, maestro Cornut. Yo..., eh..., tampoco al­cancé a sacar el cenicero que tenía sobre la mesa y él lo notó. Pero sólo me dijo que necesitaba usar los rime­ros. —El estudiante indicó con su mano hacia la gran sala dotada de aire acondicionado en donde se guardaba la Biblioteca de la Universidad en microfilmes y cintas grabadas. El computador de la biblioteca estaba servido por algunos de los mismos circuitos que utilizaba el Computador Digital de los índices de los Tests de los Estudiantes (Exámenes de la Universidad) en el piso superior; todos los grandes computadores del Campo esta­ban entrelazados en alguna forma.

    Rhame estaba observando el sistema.

    —Esto es más complicado que cuando yo estaba —dijo—. ¿El maestro Carl sabía utilizarlo?

    El estudiante sonrió.

    —Al menos, creía que sabía. Pero después volvió a pedirme ayuda. No podía sacar las cifras que necesitaba. Y traté de ayudarle... Pero eran datos clasificados. Ci­fras del censo.
    —Oh —dijo Cornut.

    El sargento se volvió para observarle.

    —¿Bien?

    Cornut dijo:

    —Creo que sé qué estaba buscando, eso es todo. Era el Wolgren.

    Rhame comprendió de qué estaba hablando..., afortu­nadamente, ya que a Cornut no le había ocurrido que alguien no supiera de la Ley de Distribución de Wol­gren. Rhame dijo:

    —Yo sólo empleo algunas funciones especiales de Wolgren; pero no veo qué tiene que ver eso exactamente con las cifras del censo.

    Cornut se sentó, comenzando a ponerle al tanto. Sin mirar, extendió una mano y Locille, que aún estaba jun­to a él, la tomó.

    —No es de importancia para lo que usted busca. En todo caso, yo no creo que la tenga. Teníamos una inte­rrogante en estudio..., unas anomalías en la distribución de Wolgren en las cifras del censo..., y, naturalmente, no debieran existir anomalías. De manera que yo tomé ese trabajo como algo particular. —Arrugó el entrecejo—. Creí que lo tenía solucionado, pero me vi me­tido en un lío. Algunos de los valores derivados de mis ecuaciones resultaron ridículos... Traté de encontrar los verdaderos valores, pero obtuve el mismo resultado que el maestro Carl. Estaban clasificados. Estúpido, por cierto.

    El estudiante encargado de la biblioteca interrumpió.

    —Él dijo que era algo de un deficiente mental. Dijo que se las iba a arreglar con el Santo... —Se detuvo, enrojeciendo.

    Rhame dijo:

    —Bien, creo que lo hizo. ¿Cuáles eran los valores que le molestaban?

    Cornut sacudió la cabeza.

    —No tienen importancia; es un error. Sólo yo pude encontrar mi error. De manera que continué con la matemática. Supongo que Carl hizo lo mismo y luego decidió echar un vistazo a los valores reales con la espe­ranza que éstos le dieran alguna pista, tal como yo lo hice.
    —Vamos a verlo —dijo Rhame. El estudiante-biblio­tecario les condujo hasta el computador de la biblioteca, pero Cornut le hizo una seña para que se alejara. Dis­puso las integrales él mismo.
    —Valores de edad —explicó—. Por cierto, no es nada de gran importancia. No hay ninguna razón para que permanezca en secreto. Pero...

    Terminó de manipular en el tablero e indico el vi­sor en la pantalla. Éste pestañeó luminosamente y luego resplandeció con una leyenda escarlata:

    Información Clasificada

    Rhame se quedó mirando las palabras fijamente. Dijo:

    —No sé.

    Cornut comprendió.

    —Yo tampoco puedo creerlo. Es verdad, Carl era el director de la casa. Creía que tenía ciertos derechos...

    El policía asintió.

    —Muchacho, ¿qué sucedió? ¿Actuó de alguna for­ma peculiar? ¿Se le vio agitado?
    —Estaba enloquecido de furia —dijo el encargado de la biblioteca con satisfacción—. Dijo que iría direc­tamente donde el Sant..., donde el presidente y que exi­giría se le dieran facilidades para obtener los datos. Dijo que era algo de un deficiente mental..., espere..., una burocracia incompetente, deficiente mental —terminó satisfecho.

    El sargento Rhame miró a Cornut.

    —Bien, el interrogatorio lo decidirá —dijo después de unos momentos.
    —¿Cree usted que intentaría matar a un hombre? —preguntó Cornut roncamente.
    —Maestro Cornut —dijo el policía lentamente—, no creo que nadie desee matar a alguien, realmente. Pero estaba furioso. ¿Y quién sabe si estaba lo sufi­ciente ofuscado? —No dio a Cornut ninguna oportuni­dad de discutir el tema—. Creo que eso es todo —dijo, volviéndose hacia el encargado nocturno de la bibliote­ca—. A no ser que haya dicho algo más.

    El estudiante vaciló, luego sonrió ligeramente.

    —Sólo una cosa más. Cuando se marchaba, me dio un nuevo castigo por fumar mientras cumplía con mi deber.

    A la mañana siguiente, Cornut fue citado al des­pacho del magistrado para presenciar la lectura del tes­tamento de Carl.

    Cornut se vio sorprendido sólo en parte al conocerse el único heredero del maestro Carl. Sin embargo, se emocionó. Y se entristeció, porque escuchó la voz misma del maestro Carl que se lo decía.

    Esa era la forma convencional de registrar los docu­mentos más importantes y era muy lógico en el maestro Carl que pensara que la disposición de sus escasos bienes era de gran importancia. Fue una cinta grabada de su imagen la que recitó las sonoras palabras: «Estando en plena posesión de mis facultades mentales, dispongo y dejo a mi querido amigo el maestro Cornut...». Cornut se quedó sentado observando con ojos inmóviles a la imagen. Era como si realmente estuviera vivo. Eviden­temente, ese era el punto; los papeles podían ser alte­rados y las cintas magnetofónicas cambiadas, pero no existía artesano en el mundo que pudiera efectuar un cambio en una cinta grabada con imagen y que no se notara el artificio. La voz era aquella que había surgido de los aparatos de televisión para millones de espectadores durante décadas. Cornut, mientras observaba, casi no escuchó las palabras, sino que se encontró tratando de adivinar la razón por la cual Carl le había dejado todos sus bienes. La capa, recordó vagamente, era muy vieja; pero, ¿cuándo la había dejado de usar Carl?

    No importaba. Nada importaba acerca del maestro Carl, al menos ahora; la cinta se terminó y comenzó a girar fuera del carrete y la imagen del maestro Carl se desvaneció de la pantalla.

    La mano de Locille le tocó en el hombro.

    El magistrado dijo alegremente:

    —Bien, eso es todo. Todo para usted. Aquí tiene el inventario.

    Cornut le dio un rápido vistazo. Libros, más de mil de ellos, cuyo valor, según los tasadores (¡deben haber estado trabajando toda la noche!), subía más allá de los quinientos dólares. Prendas de vestir y efectos personales —Cornut se sonrió involuntariamente— subían al ar­bitrario valor de un dólar. El dinero en efectivo sobre­pasaba ligeramente los dos mil dólares, incluyendo las monedas que llevaba en los bolsillos cuando murió. Ocho mil cuatrocientos sesenta dólares por equidad en el plan de pensiones de la Universidad; salario mensual debido calculado a la hora de la muerte por un total de 271 dó­lares; los saldos incrementados para el empleo futuro de cintas de grabación para conferencias estimados en 500 dólares. Cornut pestañeó, Carl se habría sentido he­rido profundamente por este detalle, pero era la realidad; cada vez se necesitaban menos sus grabaciones, ya que los nuevos profesores adoptaban nuevas técnicas. Había también un cálculo de sus futuros derechos por sus can­ciones mnemónicas que totalizaban la despiadada suma de 50 dólares, todo incluido.

    Cornut no se dio la molestia de leer el detalle —im­puestos de herencia, impuestos a la renta debidos, unas pocas cuentas sin pagar—. Sólo se fijó en que el saldo líquido final a su favor era de más o menos de ocho mil dólares.

    El director de la funeraria caminó silenciosamente desde el fondo de la habitación hasta donde ellos se encontraban y sugirió en forma muy amable:

    —Digamos que son ocho mil dólares. ¿Satisfactorio? Entonces, firme aquí, maestro Cornut.

    «Aquí» era el final de un contrato mortuorio están­dar, con la acostumbrada división en mitades entre el heredero y el director de la empresa de pompas fúnebres. Cornut firmó rápidamente, con una leve sensación de alivio. Se estaba reponiendo lentamente. El costo mí­nimo establecido para un funeral era de dos mil qui­nientos dólares; si la herencia hubiera sido menos de 5.000 dólares, sólo habría quedado con el saldo restante a los 2.500 dólares; si hubiera sido menor a los 2.500, habría tenido que aportar él la diferencia. Esa era la ley. En varias oportunidades, más de un beneficiario legalmente responsable de los gastos del funeral se ha­bía negado a aceptar la generosa donación del desapa­recido en su favor. (De hecho, había ciertos individuos en el mundo que, en ciertas ocasiones, vendían sus de­rechos de herencia como venganza. Por el valor de cien dólares en licor, se verían libres de las deudas en la boti­llería, quienes, entonces, se verían entre sus manos, con un inescapable gasto de 2.500 dólares.)

    El sargento Rhame les estaba esperando fuera del despacho del magistrado.

    —¿Le importa? —dijo educadamente, estirando la mano. Cornut le entregó el contrato mortuorio que con­tenía el inventario del testamento de Carl. El policía lo estudió pensativamente, luego sacudió la cabeza ne­gativamente—. No es mucho dinero, pero en realidad él no necesitaba mucho, ¿verdad? No ayuda en nada. —Dio una mirada a su reloj—. Está bien —dijo—. Les acompañaré. Deben asistir al interrogatorio.

    Como tributo a la Universidad, el examinador mé­dico estatal había nombrado a una docena de miembros de la Facultad como jurado. Sólo uno era del Departa­mento de Matemáticas, una mujer llamada Janet, pero Cornut reconoció a otros más, recordando haberlos visto en reuniones de la Facultad y en los paseos del Campo.

    St. Cyr atestiguó brevemente y con su acostumbrado tono de voz, como al son del péndulo de un reloj, que el maestro Carl no había demostrado ningún signo previo de demencia, pero que había estado desatado y amenaza­dor la noche de su muerte.

    El ama de llaves de la casa de St. Cyr atestiguó lo mismo, agregando que había llegado a temer por su pro­pia vida.

    El guardaespaldas que mató a Carl subió al estrado. Cornut sintió que Locille se hundía en el asiento a su lado; comprendió; sintió la misma repulsión. El hom­bre no se diferenciaba notoriamente del resto de los hu­manos, sin embargo; era de mediana edad, rudo, con un ligero defecto en la forma de hablar que le hacía parecerse a St. Cyr. Explicó que había estado a las ór­denes del presidente durante casi diez años; que antes había sido policía y que no tenía nada de extraordinario que personas de gran fortuna alquilaran los servicios de guardaespaldas que antes habían pertenecido al cuerpo de policía; y que nunca antes había tenido que matar a nadie en defensa de St. Cyr.

    —Pero éste era peligroso. Estaba decidido a ma­tar..., a alguien. —Las palabras salieron lentamente, pero sin que demostrara estar agitado.

    A continuación, siguieron otros. Cornut mismo, el guardia nocturno, el estudiante bibliotecario, hasta el escriba sexual, Farley, quien dijo que el maestro Carl, indudablemente, se había comportado en forma violenta en su única entrevista con él, pero que, por cierto, la ocasión había estado fuera de lo común; le había dado la noticia del último intento de suicidio del maestro Cor­nut. Cornut trató de ignorar los rostros que se volvieron hacia él.

    El veredicto tardó cinco minutos en dictarse: «Muer­to en defensa propia, en el curso de intento de asesi­nato».

    Durante días después de estos acontecimientos, Cor­nut se mantuvo apartado de la residencia de St. Cyr, para evitar encontrarse con el verdugo de Carl. Jamás había visto al individuo antes de la muerte de Carl y no deseaba verle en el futuro.

    Pero con el pasar del tiempo, la muerte de Carl fue desvaneciéndose de su mente; más y más, sus propios problemas fueron acaparándola.

    Un día siguió al otro y comenzó a aproximarse, lue­go alcanzó y batió todos los récords de intentos de sui­cidio. Y aún seguía con vida.

    Aún seguía con vida debido a la interminable pa­ciencia y a los infinitos cuidados de Locille. Cada noche le observaba en sus sueños, y cada mañana despertaba antes que él. Comenzó a palidecer y Cornut la sor­prendió dormitando en el vestuario mientras daba las clases; pero ella no se quejaba. Tampoco le dijo, hasta que él descubrió sus calificaciones y adivinó que, dos veces en una semana, aun con ella estando alerta a su lado, se había cortado las venas, primero con un abridor de cartas, luego con los trozos de un vaso de agua roto. Cuando él la reprendió por no habérselo dicho, ella le besó. Eso fue todo.

    También estaba soñando, extraños sueños; los re­cordaba claramente cuando despertaba y, durante un tiempo, se los relató a Locille; luego no continuó. Eran muy peculiares. Tenían relación con sentirse ob­servado, sentirse observado por un celador irritado, gru­ñón, o por una muchedumbre de romanos que esperaban ver derramada su sangre en la arena. Eran sueños muy desagradables; y trató de explicárselos a sí mismo. Se dijo que se debían a que, subconscientemente, tenía conciencia de la vigilancia de Locille; y al segundo si­guiente se dijo: Paranoico. No lo creía... Pero enton­ces, ¿qué podría ser? Consideró la posibilidad de volver donde el psicoanalista, pero cuando se lo expuso a Locille sólo logró que ella palideciera más y se viera aún más marchita. Una parte de la alegría del amor compar­tido por ambos había desaparecido; y eso preocupaba a Cornut; y no se le ocurrió pensar que la confianza cre­ciente entre ambos y la solidaridad era aún de mucho más valor.

    Pero no toda la felicidad se había desvanecido. Aparte de los interludios de pasión, en parte restringi­dos por la férrea determinación de Locille de mante­nerse despierta hasta que él durmiera profundamente, aparte de la confianza y cercanía mutua, había otras cosas. Había un interés compartido por el trabajo, porque como esposa de Cornut, Locille se hizo más que nunca su alumna en una de sus clases. Juntos volvieron a re­visar el Wolgren, lo encontraron libre de grandes erro­res, lo guardaron sin muchos deseos por falta de datos que confirmaran su posición y comenzaron un nuevo estudio de la distribución principal en números de gran extensión. Un cierto día caluroso, caminaban juntos hacia la Torre de Matemáticas, planeando un nuevo mé­todo de aproximación mediante el empleo analítico de las leyes de congruencia, cuando Locille se detuvo y le tomó del brazo.

    Egerd se les aproximaba.

    Estaba bronceado, pero no tenía buen aspecto. Parte de ello era por razones que Cornut sólo había comenzado a comprender lentamente; se le veía a disgusto en pre­sencia de la muchacha que amaba y del hombre casado con ella. Pero había algo más. Parecía estar enfermo. Locille fue muy discreta:

    —¿Qué te sucede?

    Egerd sonrió.

    —¿No has oído hablar del Colegio Médico? Es tra­dicional abrumar a los novatos. El tratamiento acostum­brado es utilizar un hongo de la piel que da un olor dulzón y rancio, de manera que hiedes, o unas pocas gotas de algo que te hace salir unas manchas anaranja­das, o..., bueno, no importa. Algunas de las bromas son..., bien..., algo personales.

    Locille dijo con enfado:

    —Eso es terrible. No me parece nada de gracioso, Egerd.

    Cornut le dijo a Locille después que Egerd se hubo marchado:

    —Los muchachos siempre serán muchachos.

    Ella le observó con rápida mirada. Cornut sabía que su tono había sido cortante. No sabía que ella compren­día la razón; pensó que su súbito ataque de celos se había mantenido perfectamente oculto.

    Poco después de haber transcurrido dos semanas de la muerte del maestro Carl, el celador golpeó la puerta de Cornut para avisarle que tenía una visita. Era el sargento Rhame con una maleta llena de extraños ob­jetos.

    —Son los efectos personales del maestro Carl —ex­plicó—. Ahora son suyos. Naturalmente, tuvimos que llevarlos para su examen.

    Cornut se encogió de hombros. No tenían gran valor. Registró la maleta; algunos artículos de tocador, un libro con el título de Diario —lo abrió con ansiedad, pero sólo contenía los castigos impuestos a sus alumnos y las asistencias—, un sobre que contenía película fotográ­fica.

    El sargento Rhame dijo:

    —Acerca de eso quería preguntarle. Su equipo foto­gráfico era considerable. Encontramos varios rollos de películas, sin abrir, que el maestro Carl había presio­nado contra una pintura emisora de radiaciones en base de papel. El laboratorio pasó mucho tiempo en su estu­dio. Pensaron que estaba tratando de obtener radiación gamma de la pintura para registrarla en la película, pero no sabemos la razón.

    Cornut dijo:

    —Tampoco la sé yo, pero puedo suponerla. —Ex­plicó los intereses de Carl fuera de sus horas de trabajo y las interminables y laboriosas horas de laboratorio a las cuales se había aplicado—. No sé con seguridad cuáles eran sus últimos proyectos, pero recuerdo que tenían algo que ver con la obtención de placas de figu­ras geométricas..., estrellas, circunferencias, esa clase de objetos. ¿Por qué? ¿Me quiere decir que tuvo éxito?
    —No exactamente. —El sargento Rhame abrió el paquete y extendió a Cornut una brillante placa—. To­dos los negativos estaban en blanco excepto uno. Éste. ¿Puede deducir algo?

    Cornut lo estudió. Parecía ser la fotografía de un aviso, o la prueba de un impresor. No estaba muy bien definida, pero no quedaba duda alguna acerca de lo que decía. Pensó unos momentos en ello, luego sacudió la cabeza.

    Las letras en la fotografía decían simplemente: Viejo estúpido.


    Capítulo XII


    El viento soplaba con fuerza y los tensos cables bajo el texas emitían un sordo quejido al vibrar. Los gene­radores neumáticos rugían, gemían y crujían. El her­mano de Locille estaba demasiado acostumbrado a todo esto como para darse cuenta de ello.



    No se estaba sintiendo muy bien, pero era su cos­tumbre hacer lo que sus padres esperaban que hiciera, y ellos esperaban que observara la transmisión desde la Universidad de las clases a las cuales asistía su herma­na. La clase era dirigida por Cornut, y Roger observó en educada ignorancia la razonable explicación que el pro­fesor efectuó del teorema de Wilson. Observó las chicas que bailaban y las figuras animadas con mayor interés, pero, en resumen, fue un espectáculo bastante desilusionador. La cámara se paseó sólo dos veces por la sala y en ninguna oportunidad pudo ver a Locille.

    Informó de esto a su madre, lanzó una última mira­da a la bandera regalada por su hermana y salió a su trabajo.

    Con el pasar de los días, Roger se sentía cada vez peor. Primero eran los dolores de cabeza, luego el dolor se extendió a los huesos, después una náusea súbita e irresistible. El trabajo de Roger era conducente a eso; pasaba gran parte del día hundido casi hasta el muslo en un fétido fluido compuesto de agua salada, linfa de pescado y sangre.

    Corrientemente no le molestaba (en todo caso, ya casi nada le molestaba). Pero ahora era diferente. Se tuvo que apoyar contra una mesa cubierta de acero y sacudió violentamente la cabeza para tratar de despe­jarla. Recién había vuelto de un urgente viaje al lava­bo, en donde había vomitado profusamente. Ahora pa­recía que estaba a punto de tener que hacer el viaje nue­vamente.

    En un lugar mas avanzado de la mesa, el clasificador gritó:

    —¡Eh! ¡Roger! Estás deteniendo el trabajo.

    Roger se restregó el cuello y murmuró algo ininteli­gible, aun para sí mismo. Volvió al trabajo porque tenía que hacerlo; los peces se estaban acumulando.

    El trabajo del clasificador era separar las hembras de los machos de la hilera de salmones del Atlántico. Los machos eran introducidos por una abertura hacia una muerte rápida y segura. Pero las hembras, en las épocas de cría, contenían algo demasiado valioso como para que se perdiera entre la masa de entrañas y espi­nas que formaban la harina seca de pescado. Ese era el trabajo de Roger; de Roger y una docena más que estaban junto a mesas similares. El primer paso consis­tía en atrapar a las movedizas hembras por la cola con una mano y darles un golpe con la otra en la base de la cabeza. El segundo paso era tomarla con ambas ma­nos, exponer el abdomen al compañero que estaba fren­te a uno, al otro lado de la mesa, cuyo largo y afilado cuchillo cortaba el saco de huevos en su interior. (El cuchillo erraba su objetivo con frecuencia. El trabajo de Roger no era muy apreciado.) Un rápido movimiento de torsión; los huevos se derramaban hacia un lado y el destrozado cuerpo resbalaba hacia otro; y ya estaba preparado para el próximo pez. Algunas veces el pez lu­chaba terriblemente, lo que era muy desagradable para un hombre con imaginación; aun los más duros termi­naban por aborrecer el trabajo. Roger había estado en ello durante más de cuatro años.

    —¡Vamos, Roger!

    El clasificador le estaba gritando nuevamente. Ro­ger le miró aturdidamente. Por primera vez tuvo conciencia del constante golpeteo, crujido, rugidos que invadían la planta en su piso bajo. Abrió la boca para decir algo; y luego corrió. Se dirigió hacia el baño, apre­suradamente, pero sin tener nada que devolver.

    Una hora más tarde su madre se sorprendió al verle llegar a casa.

    —¿Qué sucedió?

    Trató de explicar todo lo que le había sucedido, pero eso implicaba algunas palabras difíciles. Se limitó a decir:

    —No me sentía bien.

    Ella estaba preocupada. Roger siempre había tenido buena salud. Jamás tenía buen aspecto, pero eso era de­bido a la sección de su cerebro que estaba dañada y que tenía algo que ver con el color de su piel; de hecho, no había estado enfermo más de una semana en total, durante toda su vida. Su madre dijo con voz cargada de duda:

    —Tu padre llegará a casa dentro de una hora, apro­ximadamente, pero quizá debiera llamarle. ¿Qué po­dré hacer? ¿Qué crees tú, Roger?

    Eso era retórica pura; desde hacía ya mucho tiem­po se había entregado al hecho que su hijo no pen­saba. Roger se puso de pie vacilante. El cuello le dolía intensamente. No estaba de humor para contemplar preguntas difíciles. Lo que deseaba era acostarse, con la bandera de Locille junto a su almohada, de manera que pudiera acariciarla antes de quedarse dormido. Eso era lo que le gustaba. Se lo dijo a su madre.

    Ahora ella se preocupó realmente.

    —Estás enfermo. Es mejor que llame a la clínica. Acuéstate.
    —No. No tienes por qué hacerlo. Ellos ya llama­ron. —Tragó saliva con cierta dificultad; estaba co­menzando a estremecerse—. El señor Garney me llevó al diag..., al diag...
    —¡El diagnosticón en la clínica, Roger!
    —Sí, y me dieron unas píldoras. —Se llevó la mano a un bolsillo y sacó una pequeña caja—. Ya tomé una y quizá tenga que tomarme otra más tarde.

    Su madre no estaba satisfecha, pero ya no estaba tan preocupada; el equipo de diagnóstico no se equivo­caba con frecuencia.

    —Es por estar siempre metido en esa agua fría —se quejó, ayudándole a caminar hasta su habitación—. Ya te lo he dicho, Roger, debieras tener un trabajo me­jor. Destripador, o quizá clasificador. O quizá pue­das salirte de esa fábrica. Has trabajado allí durante cuatro años...
    —Buenas noches —dijo Roger en forma muy poco apropiada; era muy temprano por la tarde. Comenzó a prepararse para acostarse, sintiéndose un poco mejor, al menos psicológicamente, en esa habitación familiar, acogedora con esa cama también familiar y cómoda y la pequeña bandera japonesa doblada junto a su almoha­da—. Voy a dormir —le dijo a su madre y se libró de ella, finalmente, con estas palabras.

    Se cobijó bajo las temperadas mantas, cuyos ter­mostatos estaban a la mayor temperatura, pero no aún la suficiente como para poder calentar su tembloroso cuerpo. El dolor de cabeza era cegador ahora.

    En la clínica, el señor Garney se había tomado lar­go tiempo para explicarle el objetivo de las píldoras. Harían desaparecer el dolor, eliminarían las pulsacio­nes violentas, le harían sentirse bien, le dejarían dor­mir. Febrilmente, Roger extrajo otra píldora de la cajita y se la tragó.

    Dio resultado, por cierto. Las píldoras de la clínica siempre daban el resultado preconizado. El intenso do­lor se hizo más soportable y luego se transformó sólo en un recuerdo; las violentas pulsaciones se detuvieron; comenzó a adormecerse.

    Roger se sintió en paz, somnoliento. No podía verse el rostro, de manera que no sabía lo enrojecido que estaba; no tenía idea del hecho que la temperatura le estaba subiendo con rapidez. Se durmió alegremente..., con la vieja y destrozada bandera bajo su mejilla..., tal como había hecho desde unas tres semanas a esta parte, y como jamás lo haría en su vida nuevamente.

    La razón por la cual Roger no había visto a su hermana en la sala de clases era porque ella no se encontraba allí; estaba esperando en el pequeño vestuario de Cornut. Él mismo lo había sugerido.

    —Necesitas descansar —le dijo solícito y le pro­metió que revisarían la conferencia juntos, más tarde.

    De hecho, él tenía otro motivo totalmente diferen­te. Tan pronto como terminó su transmisión, escribió una nota a Locille y se la envió por un estudiante:

    «Tengo algo que debo hacer. Estaré ausente por un par de horas. Prometo portarme bien. No te preocupes.»

    Antes que ella leyera la nota, Cornut estaba en el puente, subió al ascensor y se encaminó hacia la ciudad.

    En realidad, tenía algo que hacer, y no deseaba co­mentarlo con Locille. Los extraños sueños habían es­tado empeorando y existían también otras cosas. Por ejemplo, casi siempre estaba medio borracho, ahora. Había encontrado que unos pocos tragos en la noche le hacían dormir mejor y había llegado a confiar en esto.

    Y también había algo más, lo que no podía hablar con Locille en absoluto, ya que ella se negaría a ha­cerlo.

    El monorriel le dejó lejos del centro de la ciudad, en una estación subterránea ruidosa, iluminada y re­pleta de gente. Se detuvo en una cabina telefónica para comprobar la dirección del escribano sexual Farley y, apresuradamente, subió hasta el nivel de la calle, ansio­so de escapar cuanto antes del mal olor y el bullicio. Eso fue un error. Afuera, el ruido era más ensordece­dor y el aire estaba aún más cargado. Grandes cons­trucciones cúbicas se alzaron ante sus ojos; pequeños carros de tres ruedas y grandes vehículos comerciales rugían por las calles dos pisos más arriba de su cabeza. Sólo tardaría un minuto en llegar hasta el despacho de Farley, pero ese minuto fue una agonía.

    El aviso en la puerta estaba escrito en el mismo mol­de de letras que la tarjeta:

    S. R. Farley
    Consultante

    La secretaria del consultante no pareció estar muy convencida, pero finalmente le informó que el señor Farley estaba dispuesto a entrevistarse con el maestro Cornut, aun cuando no tenía una cita. Cornut se sentó en una silla al otro lado del escritorio, rechazó un ci­garrillo y dijo directamente:

    —He estudiado las fórmulas que usted nos dejó, Farley. Son interesantes, a pesar que no creo que necesitaré de sus servicios en el futuro. Creo que he comprendido las anotaciones y me he fijado que hay una página de constantes que, al parecer, describen los rasgos personales de mi esposa y míos.
    —Oh, sí. Muy importante —dijo Farley—. El suyo está incompleto, por cierto, ya que no tuve una verdadera oportunidad de entrevistarle, pero conseguí sus datos personales, el informe suyo en el Centro Médico y otras cosas.
    —Bien. Ahora tengo que hacerle una pregunta.

    Cornut vaciló. La forma apropiada de hacer la pre­gunta era: «Sospecho, por una serie de vagos recuerdos de sueños, que cierta mañana hice una sugerencia bas­tante extraña a mi esposa». Esa era la forma apropiada, pero era engorrosa; y también envolvía una posibili­dad de tener que explicar la cantidad de extraños hechos que le habían sucedido, algunos de ellos casi fata­les, durante esos momentos de semisomnolencia...

    —Permítame tomar una hoja de papel —dijo, en cambio, y con rapidez diseñó un bosquejo de los sím­bolos. Estableciendo el problema en base a ♂ y ♀. lo hizo bastante menos engorroso; extendió la hoja por sobre el escritorio hacia el consultante—. ¿Qué me diría usted de esto? ¿Está de acuerdo con su idea de nuestras personalidades?

    Farley estudió la línea y frunció el entrecejo.

    —No, en absoluto —dijo rápidamente—. Usted no lo aceptaría, ella no lo aceptaría.
    —¿Usted podría decir que es algo censurable?
    —¡Maestro Cornut! ¡No emplee términos morales! La vida sexual de un matrimonio es algo totalmente privado; lo que es costumbre y moral por un lado es...
    —Por favor, señor Farley. En términos de nuestra propia moral..., los dio a conocer en sus formularios..., ¿esto sería censurable?

    El consultante rió.

    —Más que eso, maestro Cornut. Sería absolutamen­te imposible. Sé que mis datos no eran completos, pero esto queda totalmente fuera de cuestión.

    Cornut respiró profundamente.

    —Pero suponga —dijo después de unos momen­tos—, que yo le dijera que le he propuesto esto a mi esposa.

    Farley tamborileó con sus dedos sobre el escritorio.

    —Sólo puedo decir que hay otros factores que de­ben tenerse en cuenta —dijo.
    —¿Como cuáles?

    Farley dijo seriamente:

    —Usted debe estar tratando de apartarla de su lado.

    En las dos manzanas, entre el despacho de Farley y la entrada a la estación del monorriel, Cornut vio mo­rir a tres hombres; un camión a turbina que iba por las pistas superiores pareció vacilar, chocó contra otro vehículo y se lanzó al espacio por sobre la barandilla de seguridad, muriendo su conductor y dos peatones.

    Fue una violenta interpolación en la académica vida de Cornut, pero pareció estar muy a tono con el resto del día. Su propia vida estaba girando rápida­mente fuera de control, tal como el camión.

    Debe estar tratando de apartarla de su lado.

    Cornut subió al tren, casi sin darse cuenta, pensan­do intensamente. ¡No deseaba apartar a Locille de su lado!

    Pero tampoco deseaba matarse y, sin embargo, no quedaba duda alguna del hecho que había continuado en sus inten­tos. Todo formaba parte de un mismo sistema, y no que­daba ninguna duda de su fin. Estaba tratando de des­truirse en todo sentido. No pudiendo terminar con su vida, ese destructor que moraba dentro de su cuerpo y estaba tratando de terminar con aquella parte de su vida que, súbitamente, se había transformado en lo más importante. Su amor por Locille. Y, sin embargo, «todo era lo mismo», pensó, ya que si desaparecía Locille, Carl muerto y Egerd transferido a otra facultad, no tendría a nadie a su lado para que le ayudara a pasar esos peligrosos momentos de semiadormecimiento que le ase­diaban al menos dos veces cada veinticuatro horas.

    No alcanzaría a durar un día.

    Se reclinó en su asiento, con la primera sensación de desesperación que jamás hubiera sentido. Una par­te de su mente le dijo a modo de juicio: «Lástima».

    Otra parte totalmente diferente estaba incluyendo lo que le rodeaba; aun en su depresión, la novedad de estar entre tantos seres no universitarios le impresionó. Parecían tan cansados y furiosos, pensó abstraído; al­gunos hasta parecían estar enfermos. Se preguntó si alguno de ellos habría conocido la impotencia de estar bajo la constante mirada del más insidioso de los ene­migos: uno mismo.

    «Pero suponiendo que el maestro Carl estuviera en lo cierto después de todo», se dijo Cornut a sí mismo, en forma muy inesperada.

    El pensamiento le asustó. Llegó sin preámbulos y, si había existido un largo recorrido que lo hubiera cau­sado, lo había olvidado. ¿En lo cierto en qué?

    El sistema de comunicadores anunció que la próxi­ma parada era la suya. Cornut se puso de pie abstraí­damente, pensando. «¿En lo cierto?»

    Había dudado del hecho que el maestro Carl realmente in­tentara asesinar a St. Cyr. Pero las evidencias esta­ban en su contra; el laboratorio de policía había verifi­cado sus huellas dactilares en el mango y ellos no po­drían haberse sentido decepcionados.

    Entonces, supongamos que, realmente, Carl tomó el arma para partirle el cráneo al viejo. ¡Increíble! Pero si él... Y si Carl no se hubiera visto envuelto por una equivocada y senil nube de furor...

    «Entonces —se dijo Cornut para sí, emergiendo del ascensor en la base del Puente y pestañeando ante la familiar visión del campo—, entonces quizá tenía razón. Quizá era necesario matar a St. Cyr.»


    Capítulo XIII


    El entrar en la habitación era como ser lanzado al océano. Las luces eran de un color azul verdoso, ocultas y que se reflejaban en muros de color azul verdoso. Un mural de sinuosas líneas azules y verdes cubría una de las paredes como el diseño de una ola; desde unas cajas que estaban sobre el entablado del piso sur­gían retorcidas ramas de pálidas plantas procedentes de los campos de hibridación. Parecían algas marinas de los bosques de las sirenas.



    El motivo oceánico no era el resultado de un dibujo, sino que estas formas y estos colores eran los que más agradaban y complacían al presidente St. Cyr. Ésta era su habitación. No su estudio, con sus paneles de alerce y viejas armaduras; ni siquiera su sala de di­bujo «privada» en donde, a veces, entretenía a miem­bros de la facultad. Ésta era la habitación reservada para pocos, muy pocos.

    Cuatro de estos pocos estaban presentes ahora. Un hombre gordo, de gruesos brazos temblorosos se volvió y dijo:

    —¿Cuándo?

    Él dijo:

    —¿Deseas que estemos todos? Esa es una cosa de Jillson.

    St. Cyr sonrió y, después de unos momentos, su guardaespaldas dijo:

    —Yo no, realmente. A ustedes les gusta más qué a mí.

    Una mujer con un vestido para alguien mucho más joven que ella abrió su boca de delgados y finos labios y graznó alegremente cuando se escuchó un golpe en la puerta.

    Jillson, el guardaespaldas, abrió la puerta y se en­contró con la delgada y silenciosa ama de casa junto al maestro Cornut.

    St. Cyr, sentado en un sofá de color azul turquesa y alto respaldo, alzó una mano. Jillson tomó al maestro Cornut de un brazo y le hizo entrar, cerrando la puerta tras él ante las narices del ama de casa.

    —Maestro Cor-nut —dijo St. Cyr, con su extraña y monótona voz—. Le he estado es-pe-ran-do.

    La vieja mujer vestida con la juvenil túnica rió chi­llonamente sin ninguna razón aparente; el guardaes­paldas sonrió; el gordo rió entrecortadamente.

    Cornut, aun en esos momentos, no pudo evitar ob­servar la habitación en donde jamás había estado antes. Era fría; el aire estaba mantenido a doce grados me­nos de lo que a Cornut le gustaba. Se escuchaba una música enmudecida a modo de telón de fondo, dema­siado baja como para poder distinguir la melodía. Y estas personas eran extrañas.

    Ignoró a Jillson, el asesino del maestro Carl, a quien recordaba del interrogatorio. El gordo pestañeó al mirarle.

    —Se-na-dor Dane —dijo St. Cyr—. Y la señorita May Kerbs.

    La señorita May Kerbs era quien había reído. Avan­zó ondulante hacia Cornut, pareciendo una muchachita en su primera fiesta formal.

    —Estábamos hablando acerca de usted —dijo en­cantada, y Cornut, con un estremecimiento, se dio cuen­ta que no se trataba de ninguna muchachita. De pronto se pareció a la mujer de Sudamérica que les había recibido al llegar la Expedición; los rasgos no eran muy parecidos, pero su estado de reparación era idéntico. El rostro era el de la muerte bajo el maqui­llaje. Tenía cincuenta años si no..., no, setenta... no; tenía aún más edad; tenía más edad de la que a él le gustaba pensar, para una mujer que vestía como una virgen impetuosa.

    Cornut se encontró grotescamente replicando a las presentaciones. No podía apartar los ojos de la mujer. ¿Estaban hablando acerca de él? ¿Qué habrían dicho?

    —Sabíamos que vendría, amigo —dijo el asesino Jillson, afectuosamente—. Usted cree que matamos al muchacho.
    —¿Al muchacho?
    —El maestro Carl —explicó Jillson. Tenía una razón, le dijo un pensamiento a Cornut dentro de su cabeza. En forma bastante extraña, le llegó con la mis­ma entonación con que hablaba Jillson.
    —Siéntese, maes-tro Cor-nut. —St. Cyr hizo un gesto de invitación. Educadamente, la mujer arregló los almohadones de color acuoso y turquesa en un diván.
    —¡No quiero sentarme!
    —No. Pero hágalo, por favor. —El rostro azuloso de St. Cyr sólo demostraba educación.

    El gordo resopló:

    —Es una lástima, jovencito. No queríamos hacerle nada. Es decir, ¿para qué molestarnos? Pero constituía un estorbo. Cada año —explicó brillantemente—, tene­mos al menos una media docena que realmente se trans­forman en un estorbo, casi todos como usted, otros como él. Su problema consistió en tratar de averiguar lo del material clasificado en los armarios. Bien —dijo con severidad, blandiendo un grueso dedo—, ese material está clasificado por una razón.

    Cornut, finalmente, se sentó, porque no pudo evi­tarlo. Nada estaba sucediendo como él lo había espera­do; no estaban negando nada. Pero llegar a admitir que habían asesinado a Carl para proteger unas estadísticas sin importancia dentro de las cifras del censo..., ¡no te­nía sentido!

    La rubia falsa rió agudamente.

    —Perdone a la señorita Kerbs —dijo el gordo—. Cree que usted es gracioso por presumir el juzgar si nuestras acciones son o no sensibles. Créame, jovencito, lo son.

    Cornut se dio cuenta que estaba haciendo rechi­nar sus dientes. Estas conversaciones sostenidas por un solo lado, las respuestas que llegaban antes que se ex­presara la pregunta, estas extrañas frases a medio com­prender...

    Era como si estuvieran leyendo en su mente.

    Era como si supieran cada pensamiento suyo.

    Era como si ellos... ¡Pero eso era imposible! ¡No puede ser! ¡Carl lo comprobó!

    Viejo estúpido.

    Cornut dio un salto. El pensamiento estaba en la to­nalidad del siseo del gordo y recordó en dónde había es­cuchado palabras similares con anterioridad.

    El gordo asintió, estremeciéndosele la barbilla como un trozo de jalea.

    —Le expusimos la bandeja —dijo burlonamente—. Oh, sí. Fue una broma, pero sabíamos que no viviría lo suficiente como para crearnos problemas por ello. Una vez que llegara a tener el análisis del Wolgren, tenía que ser ayudado —dijo, luego, educadamen­te—: Es una lástima, porque deseábamos que publi­cara sus pruebas acerca de la imposibilidad de la tele­patía. Lo es; ciertamente. Para él. Pero no para noso­tros. Y, desgraciadamente, amigo mío, tampoco para usted.

    Locille se despertó temblando y de inmediato estiró el brazo hacia el lugar que debía ocupar Cornut en la cama; pero no estaba allí.

    Encendió las luces de la habitación y escudriñó el reloj que tenía más próximo; la una de la madrugada.

    Se levantó, miró por la ventana hacia fuera, salió a la puerta a escuchar en el pasillo, encendió la radio transmisora de la Universidad, remeció el transmisor receptor del anunciador de la Universidad para asegu­rarse de su funcionamiento, revisó el teléfono para ver si estaba desconectado, se sentó al borde de la cama y, finalmente, comenzó a llorar en silencio. Estaba asus­tada.

    A pesar de los numerosos intentos de suicidio que había cometido Cornut, jamás lo había hecho mientras estaba totalmente despierto y en plena posesión de sus facultades. ¿Es que ya eso no era verdad? Pero si aún lo era, ¿por qué se había marchado de aquella manera?

    La radio estaba susurrando persuasivamente el bo­letín informativo: «huelgas en Gary, Indiana; catástro­fe de un cohete de carga; trescientos casos de virus Gamma en un período de doce horas; un accidente ho­rripilante entre un carguero nuclear y un texas (escu­chó brevemente, luego respiró con alivio) cerca de las costas de Haití». Como no se mencionó el nombre de Cornut, escuchó muy poco. ¿Dónde podría estar?

    Cuando sonó la campanilla del teléfono, respondió de inmediato.

    No era Cornut; sonó la voz rápida e impersonal de un hombre de negocios...

    —... me pidió que la llamara. Está con su hermano. ¿Puede venir?
    —¿Mi madre le pidió que me llamara?

    Impaciente:

    —Ya se lo dije. Su hermano está gravemente en­fermo. —La voz no vaciló—. Es muy probable que muera dentro de pocas horas. Adiós.

    El amor dijo, no, quédate, espera a Cornut; pero era su madre la que le había pedido que fuera. Locille se vistió rápidamente.

    Dejó instrucciones urgentes con el procurador noc­turno de lo que tendría que hacer cuando —no en caso; cuando— volviera Cornut. Que le observara mientras dormía; que mantuviera la puerta abierta; que fuera a verle cada media hora; que estuviera junto a él cuan­do despertara.

    —Sí, señora —dijo el estudiante y, luego, agregó con gentileza—: No se preocupe, estará bien.

    ¿Lo estaría? Locille caminó apresuradamente por el campo, cerrando su mente a esa pregunta. Era dema­siado tarde para alcanzar el ferry desde la isla. Tendría que llegar hasta el Puente, viajar a la ciudad y subir allí a un ferry hasta el texas. El Centro Médico estaba totalmente iluminado en muchas de sus habitaciones; «extraño», pensó, y apresuró más el paso. En el recinto cerrado con la alambrada, los aborígenes estaban mur­murando, no dormían. Extraño, nuevamente.

    ¿Y si el procurador se olvidaba?

    Locille se convenció a sí misma del hecho que no se olvi­daría; era uno de los propios alumnos de Cornut. En todo caso, ella tenía que arriesgarse. Casi estaba agra­decida del hecho que algo hubiera sucedido para apartarla de las horas de espera que habrían sido insoportables.

    Pasó junto a la residencia del presidente sin mirar; no se le ocurrió pensar en el hecho que, también, es­taba iluminada y que esto podría ser la solución a su problema. En esto se equivocó.

    Sólo cuando llegó junto a la vía del monorriel la realidad de dónde se dirigía y por qué le golpeó súbita­mente el cerebro. ¡Roger! Se estaba muriendo.

    Comenzó a llorar, por Roger, por el ausente Cornut, por sí misma; pero no había nadie más en el vagón que la viera.

    En ese momento, Cornut, con los ojos hinchados, se estaba levantando del suelo.

    Junto a él estaba Jillson, paciente y alegre, soste­niendo en su mano un garrote envuelto en paños húmedos. Cornut estaba dolorido en forma que jamás habría creído posible. Musitó:

    —No tiene que seguir pegándome.
    —Qui-zá sí —dijo St. Cyr desde su trono azul y verde—. No nos agrada esto, y usted lo sabe. Pero de­bemos hacerlo.
    —Hable por sí mismo —dijo Jillson alegremente y la vieja rubia dio un chillido a modo de risa. «Estaban conversando entre ellos», pensó Cornut; sólo podía es­cuchar la parte audible, pero estaban bromeando, co­mentando..., lo estaban pasando magníficamente, mien­tras este maníaco metódico le teñía la piel de moretones.

    El senador gordo siseó:

    —Comprenda nuestra posición, Cornut. No somos crueles. No matamos a los de vuestra clase, los cortos, por nada. Pero, no somos humanos y no podemos ser juzgados por las leyes humanas... Siga, Jillson.

    El guardaespaldas alzó el garrote y Cornut se hun­dió contra los almohadones que la rubia vieja y pensa­tiva estaba ordenando continuamente. Lo que lo hacía particularmente desagradable era que el senador soste­nía una pistola en su mano. La primera vez que le gol­pearon, luchó, pero el senador le mantuvo a cierta dis­tancia con la pistola, mientras Jillson le golpeaba me­tódicamente hasta que perdió el conocimiento. ¡Y du­rante todo el tiempo no cesaron de hablar!

    St. Cyr dijo con suavidad:

    —Basta.

    No quedaba tiempo para otra oportunidad. Esa era la quinta vez que le pegaban en un plazo de seis o sie­te horas, y en los intervalos le habían interrogado.

    —Dí-ga-nos lo que com-pren-de, Cor-nut.

    El garrote le había enseñado a obedecer.

    —Pertenecen a una organización mundial —dijo obedientemente—, de la especie posterior a la huma­nidad. Comprendo eso. Necesitan sobrevivir y no im­porta si nosotros no podemos hacerlo. Mediante los do­nes telepáticos pueden sugerir el suicidio a aquellas per­sonas que tienen el poder en forma latente...

    Bam.

    —En forma abor-ti-va —corrigió St. Cyr mientras Cornut luchaba por ponerse de pie después del último golpe.

    Tosió y vio que tenía sangre en el dorso de la mano. Pero sólo dijo:

    —En forma abortiva. Como yo mismo.
    —Aborto de mutaciones —rió el senador—. El fra­caso de la naturaleza para alcanzar nuestro grado.
    —Sí. Aborto de mutaciones, el fracaso de la natu­raleza. Eso es lo que yo soy —repitió Cornut—. Y..., y ustedes, son capaces de sugerir muchas cosas, en tanto el sujeto tenga el..., el talento abortivo, y en tanto ustedes sean capaces de alcanzar su mente cuando no está to­talmente despierto.

    La rubia dijo:

    —¡Muy bien! Es un buen alumno, Cornut. Pero la telepatía es sólo un miserable beneficio. ¿Sabe lo que nos hace ser realmente diferentes?

    Cornut se apartó de Jillson al mover la cabeza ne­gativamente.

    El guardaespaldas lanzó una mirada a la mujer, se encogió de hombros y dijo:

    —Está bien, no le daré. Continúe.
    —Lo que nos hace realmente diferentes es nuestra edad, mi querido muchacho. —Rió coquetonamente—. Por ejemplo, yo tengo doscientos ochenta y tres años.

    Después de un tiempo le alimentaron y le dejaron descansar.

    A pesar que le dolía cada una de las células de su cuerpo, casi no tenía marca alguna; esa era la razón de envolver el garrote en paños. Y eso también tenía su significado, pensó Cornut dolorosamente. Si no ha­bían querido dejarle marcado, entonces pensaban de­jarle ver. Lo que significaba, al menos, que no le mata­rían de inmediato y que lanzarían su cadáver al mar.

    Doscientos ochenta y tres años.

    Y aun así, no era la mayor de los cuatro; sólo Jill­son era más joven, un muchacho de un siglo o algo así. El senador había nacido mientras Norteamérica era aún una colonia británica. St. Cyr había nacido durante la Fran­cia de De Gaulle.

    Toda la clave había estado en la restringida zona de los rimeros, si sólo él la hubiera visto; porque la anoma­lía en la aplicación de Wolgren no era en absoluto culpa de Wolgren. Lo que habrían demostrado los da­tos habría sido el hecho que cierta gente no moría. Esa fracción, estadísticamente insignificante durante años, había crecido y crecido durante los últimos dos o tres siglos —desde Lister, desde Pasteur, desde Fle­ming—. Eran inmortales, no porque no podían con­traer enfermedades o sucumbir ante una herida, sino porque no morirían de otra forma.

    Y con el avance de la medicina preventiva habían comenzado a aumentar su poder. En realidad, tenían muy poco poder. No eran más inteligentes que el resto de la humanidad, o más fuertes. Aun su telepatía, al parecer, era única porque los humanos de corta vida no alcanzaban a desarrollarla; dependía todo de la lenta formación de intrincadas terminaciones nerviosas;. era un signo de madurez, como la pubertad o el vello en el rostro. Todo lo que los hacía poderosos se debía al tiem­po. Tenían dinero. (Pero quién, si se le daba un siglo a dos de intereses, ¿no podría ser tan rico como quisie­se?) Formaban una agrupación cerradísima dedicada únicamente a sus propios intereses, lo que era sólo sen­sible. Habían sobrevivido a muchas guerras, ¿y qué me­jor para el avance de la ciencia médica que una gue­rra? Habían fundado numerosas organizaciones para que la cirugía de los de vida corta pudiera ayudar a mantener sus propias y más valiosas vidas. Y sólo sen­tían desprecio por el resto que les alimentaba, les ser­vía y hacía posible sus vidas.

    Tenían que constituir una agrupación muy unida. Aun un humano necesita de amigos y los humanos co­rrientes y comunes, para ellos, sólo podían ser invitados de fin de semana.

    Desprecio..., y temor. Existían, le dijeron, los Cornut, quienes tenían una telepatía rudimentaria, y a quienes no se podía dejar con vida para que la desa­rrollaran. Se les sugería la muerte, y los de vida corta morían; así era de fácil. La mente dormida puede cons­truir un sueño de una puerta que se cierra, del distante sonido del tubo de escape de un camión. La mente semi­dormida puede convertir ese sueño en acción...

    Escuchó una risa aguda, chillona y la puerta se abrió. Jillson entró primero, como una tromba.

    —¡No! —gritó Cornut instintivamente, abrazándo­se contra el garrote.


    Capítulo XIV


    Locille estaba sentada junto a su madre en la ca­fetería del hospital, agradecida del hecho que finalmente hu­bieran encontrado un sitio donde poderse sentar. El hos­pital del texas estaba excepcionalmente ocupado. Los preocupados visitantes ocupaban cada centímetro de es­pacio en la sala de espera, en los salones fuera de la zona de recepción, hasta las terrazas de sol que pen­dían hambrientamente sobre las olas y que normalmente eran utilizadas para agrado de los pacientes du­rante el día. Era muy tarde y la cafetería tendría que estar cerrada; pero el hospital la había abierto para servir café y muy poco más. Su madre dijo algo, pero Locille sólo asintió. No le había escuchado. No era fácil escuchar con el sordo rugido de los tensos cables del texas. Y, además, en gran parte, había estado pensando en Cornut.



    No había tenido noticias del procurador nocturno úl­timamente; Cornut no había vuelto.

    —Comió tan bien —dijo su madre de pronto. Locille le golpeó suavemente una mano. El café estaba frío, pero lo bebió de todas maneras. El doctor sabía dónde encontrarla, pensó, a pesar que, seguramente, estaría ocupado...
    —Era el mejor de mis hijos —dijo su madre.

    Locille sabía que el fin estaba muy próximo para su hermano. La prisa con que pasaban los médicos, la fiebre que nublaba sus ojos..., eran sólo los síntomas ex­ternos de la terrible batalla que se libraba dentro de su inmóvil cuerpo; eran letras de molde en un periódi­co a miles de millas de distancia que decían: 800 In­fantes de Marina mueren en tempestuoso Iwo; repre­sentaban el hecho de la sangre, del dolor, de la muer­te, pero no eran el hecho en sí mismo. Roger se estaba muriendo. Los indicadores exteriores estaban bajo con­trol, pero las pomadas sólo podían detener la pustulación de sus heridas, las píldoras sólo podrían facilitar su respiración, las inyecciones sólo podrían calmar el dolor intenso en su cabeza.

    —Comió tan bien —dijo su madre, soñando en voz alta— y habló a los dieciocho meses. Tenía un peque­ño elefante con una caja de música y podía darle cuer­da a la caja.
    —No te preocupes —susurró Locille falsamente.
    —Pero le dejamos ir a nadar —suspiró su madre paseando su mirada por la habitación atestada de gen­te. Fue ella, no Locille, quien vio primero a la enfer­mera que se les aproximaba por entre la multitud, y supo tan pronto como Locille, por la expresión de la enfermera, lo que tenía que decirles.
    —Fue el décimo en mi lista hoy día —susurró la enfermera, buscando un lugar apartado para hablarles, pero sin encontrarlo—. Jamás recuperó la conciencia.

    Cornut salió de la residencia, pestañeando. Ya era de mañana.

    —Hermoso día —dijo gentilmente a Jillson que estaba a su lado. Jillson asintió. Estaba complacido con Cornut. El muchacho no les ofrecería mayores pro­blemas.

    Mientras caminaban, Jillson «gritó» en la mente de Cornut. No era nada fácil de tratar con estos semi-telépatas, suspiró; pero era parte de su trabajo. Él era el verdugo. Tomó a Cornut por un codo..., el contacto corporal ayudaba un poco, no mucho..., y le recordó lo que debía hacer. Necesita morir. Se suicidará.

    —Oh, sí —dijo Cornut en voz alta. Estaba sorpren­dido. Lo había prometido, ¿no era así? No sentía res­quemor alguno por la paliza. Comprendió que tenía un objetivo; mientras más mareado estuviese, mientras ma­yor fuera su cansancio, mayor sería el control que ten­dría sobre su persona. No presentaba censura alguna por estar bajo el control de cuatro ancianos inmortales, ya que él lo era...

    Usted muere, Cornut, ¿cuál puede ser la diferencia? Hoy, mañana, en cincuenta años más. Todo es lo mismo.

    —Es verdad —acordó Cornut educadamente. No estaba muy interesado en el tema ya que lo habían cu­bierto cuidadosamente durante toda la noche. Notó ausentemente que había gran multitud de personas con­gregadas frente al Centro Médico. Todo el Campo pa­recía estar bajo cierta influencia de intranquilidad.

    Atravesaron bajo la sombra del Edificio de Admi­nistración y dieron la vuelta en torno a él, hacia la Torre de Matemáticas.

    Morirá, ya lo sabe, «gritó» Jillson. Un día, el mundo se despertará y Cornut no estará. Pondrán un estetosco­pio sobre su pobre pecho y no se escucharán los latidos de su corazón. Ese sonido del corazón que habrá escu­chado durante todos los días de su vida, ya no se es­cuchará. Cornut se sintió molesto. Estas cosas eran cier­tas; no le importaba que se las dijeran; pero, cierta­mente, demostraba inmadurez en Jillson en que sintie­ra tanto placer en repetirlas. Sus pensamientos le lle­garon con una especie de estúpida afectación, como un adolescente que se complace en recordar una fotografía pornográfica.

    El cerebro se transforma en jalea, cantó Jillson con alegría. El cuerpo se convierte en lodo. Se hume­deció los labios, con los ojos enrojecidos.

    Cornut paseó la mirada por el Campo, ansioso de cambiar el tema.

    —Vaya —dijo—. Pero si es el sargento Rhame.

    Jillson se dejó escuchar: Esa uña encarnada que ahora le duele en el pulgar se disolverá, se pudrirá y se convertirá en polvo. Ni siquiera en el dolor podrá pensar ningún ser humano, nunca más. Y a esa mucha­cha, ¿no está postergando algo que desea decirle? Lo está postergando demasiado, Cornut.

    —Es el sargento Rhame. ¡Sargento!

    Maldición, cruzó el pensamiento por la mente de Cornut; pero Jillson estaba sonriendo, sonriendo.

    —Hola, sargento —dijo con su tonalidad de voz de medio alcance.

    Cornut habría ayudado a Jillson si hubiera sabido cómo hacerlo, pero su estado de semiinconsciencia se lo impidió. «Lástima», pensó consoladoramente, esperando que Jillson atrapara el pensamiento. «Sé que St. Cyr le ordenó que estuviera conmigo hasta el momento de mi muerte, pero no se preocupe. Me mataré. Se lo pro­meto.»

    El sargento Rhame estaba conversando agitadamente con Jillson acerca de la multitud frente al Centro Médico, Cornut deseó que Rhame se marchara. Com­prendió que Rhame era un peligro para los inmorta­les; no podían verse envueltos, junto a la misma gente, en demasiadas muertes violentas. Rhame había inves­tigado la muerte de Carl en manos de Jillson; no se le podía permitir que investigara aún el suicidio del maes­tro Cornut cuando se le había visto acompañado de Jillson camino de su muerte. Jillson tendría que dejarle ahora. Es una lástima. Era tan lógico, pensó Cornut, que tuviera que morir en bien de los inmortales, ya que ellos constituían el futuro de la humanidad. Él sabía esto; así se lo habían dicho ellos.

    Una palabra captó su atención:

    —... desde que comenzó la enfermedad han estado llegando a los hospitales —dijo el sargento Rhame a Jillson, señalando hacia la multitud ante el Centro Mé­dico.
    —¿Enfermedad? —preguntó Cornut, divertido.

    Miró al policía fijamente. Era como si hubiera dicho que ne­cesitaba ajo porque esta noche saldrían los vampiros. La enfermedad era una reliquia de las épocas oscuras. Se podía tener un dolor de cabeza o una indigestión, sí, pero uno iba a la clínica y el diagnosticón se encargaba del resto.

    Rhame gruñó:

    —¿En dónde ha estado, maestro Cornut? Han habido casi mil muertos sólo en esta zona. Las multitudes piden la inmunización. Es lo que llamaban el virus Gamma. Creen, realmente, que se trata de viruelas.

    ¿Viruela? ¡Aún más fantástico! Cornut sabía que sólo la palabra era una reliquia arqueológica.

    —Han ocurrido accidentes por toda la ciudad —dijo Rhame, y Cornut pensó súbitamente en el accidente que él había presenciado—. La fiebre, la prisa y..., oh, no conozco los síntomas. Pero es fatal. Parece que los mé­dicos no poseen la curación.
    —Me disfella smellim —dijo una voz a espaldas de Rhame—. Him spoilim fes distime. Plantim manyfella pox. —Era uno de los aborígenes que observaba tran­quilamente mientras los policías a cargo de Rhame al­zaban las barricadas frente a la salida—. Plantim ma­nyfella Mary —agregó con tristeza.

    Rhame dijo:

    —¿Comprende algo? Es inglés, si escucha atenta­mente. Como lo hablaban ellos. Dice que sabe algo acerca de la viruela. Me parece que su esposa murió de ello.
    —Plantim melyfella Mary —asintió el aborigen.

    Rhame dijo:

    —Desgraciadamente, creo que está en lo cierto. Pa­rece que su Expedición de Campo trajo bastantes pro­blemas consigo; el foco infeccioso parece tener su origen en estos individuos. Mire sus rostros. —Así lo hizo Cornut; las anchas y oscuras mejillas estaban cubiertas de antiguas cicatrices—. De manera que estamos tra­tando que la multitud no cree problemas aquí —dijo el sargento Rhame— y pondremos un cerco alrededor de ellos.

    Cornut estaba aún más incrédulo que antes. ¿Vio­lencia por parte de la multitud?

    Realmente no era su problema..., ya que no tendría mayores problemas en este mundo. Asintió educada­mente a Rhame, con cierta complicidad a Jillson y con­tinuó su camino hacia la Torre de Matemáticas. El abo­rigen le gritó algo:

    —¡Waitimup mefella Masatura-san, él hablar con usted! —fue lo que pareció. Cornut no le prestó atención.

    Jillson también le «gritó» algo. ¡No se olvide! ¡Debe morir!

    Cornut se volvió y asintió. Por cierto que tenía que morir. Era muy lógico...

    Pero, al mismo tiempo, era muy difícil.

    Afortunadamente, Locille no estaba en la habita­ción. Cornut sintió una rápida y escalofriante sensación de horror al pensar en perderla. Sólo fue una emoción, y nuevamente estuvo dueño de sí.

    Probablemente, el pithecanthropus había tenido una emoción similar mientras buscaba una forma adecuada de extinguirse. No era tan fácil como parecía.

    Se aseguró que la puerta estaba cerrada, pensó unos instantes y luego decidió que se agasajaría con un trago de despedida. Encontró una botella, se sirvió, hizo un brindis al aire y dijo en voz alta:

    —Por las próximas especies.

    Luego se puso a trabajar.

    La idea de la muerte jamás está muy lejana de la mente de cualquier mortal, pero Cornut jamás la ha­bía considerado como algo tan próximo en su futuro. Era alarmante, en forma muy curiosa. Todo el mundo lo hacía, se consoló. (Bien, casi todo el mundo.) Los niños lo hacían. Los ancianos se resistían, suspiraban y lo hacían. Los neuróticos lo hacían debido a un insulto imaginario, o debido al temor. Los valientes lo hacían en la guerra. Las vírgenes lo hacían como la alterna­tiva menos desagradable antes que pertenecer al harén de un sultán, o al menos así lo decían las leyendas. ¿Por qué era tan difícil?

    Como Cornut era un hombre metódico, se sentó jun­to a su escritorio y comenzó a escribir una lista, enca­bezada:

    MÉTODOS DE MORIR
    1. Veneno.
    2. Cortarse las venas.
    3. Saltar de la ventana. (O del puente.)
    4. Electrocutarse.

    Hizo una pausa. ¿Electrocutarse? No parecía tan mal, especialmente si se consideraba que, casi, había re­currido a todos los otros sistemas. Sería muy agradable intentar algo nuevo. Se sirvió otro trago para pensar en ello, y comenzó a canturrear. Se sentía extraordina­riamente en paz.

    —Es lógico que deba morir —dijo confortablemen­te—. Naturalmente, ¿estás escuchando, Jillson? —No podía asegurarlo, por cierto. Pero, probablemente, le es­taban escuchando.

    Y quizá estaban preocupados. Ese era un pensa­miento entristecedor; no deseaba que los inmortales se preocuparan por él.

    —Comprendo perfectamente —dijo en voz alta—. Espero que me escuchen. Estoy con ustedes. —Hizo una pausa, sin darse cuenta que blandía un dedo académicamente—. Es así —dijo—. Supongamos que tengo un cáncer sin remedio. Supongamos que St. Cyr y yo estuviéramos durante un naufragio y sólo hay un salvavidas. Él tiene toda una vida por delante, y yo sólo una semana de dolores. ¿Para quién es el salva­vidas? —Movió el dedo afirmativamente—. ¡St. Cyr! —tronó—. Y este es el mismo caso. Yo tengo una enfermedad mortal, la humanidad. ¡Y es la vida de ellos o la mía!

    Se sirvió otro trago y decidió que las verdades que habían sido fijadas en su cerebro eran demasiado gran­des como para que se perdieran. La hoja de papel con las posibilidades de suicidio cayó silenciosamente al suelo; mientras canturreaba, escribió:

    «Somos unos niños y los inmortales son adul­tos. Como niños, necesitamos de su sabiduría. Nos guían, dirigen nuestras universidades y pla­nean nuestros asuntos; tienen la sabiduría de si­glos que les respaldan y sin ellos estaríamos per­didos, como partículas al azar, en un caos esta­dístico. Pero somos niños peligrosos, de manera que deben permanecer en secreto y aquellos que sospechen deben morir...»

    Arrugó la hoja de papel con furia. ¡Casi había echa­do todo por tierra. Su propia voluntad casi había reve­lado el secreto por el cual estaba a punto de morir para protegerlo. Se arrodilló en el suelo buscando la lista de posibilidades de suicidio, pero se detuvo, en esa misma posición, con la vista clavada en el suelo.

    La verdad era que, en realidad, no le gustaba nin­guna de las posibilidades.

    Se sentó nuevamente y se sirvió otro trago, Invadi­do de tristeza. No podía confiar en sí mismo para hacer un buen trabajo, se dijo a sí mismo. Si se cortaba las venas, por ejemplo. Alguien podría llegar; ¿y qué otra cosa podría ser más engorrosa que despertar sobre una camilla en la sala de operaciones con suturas en las ve­nas y tener que comenzar todo otra vez?

    Notó que su vaso estaba nuevamente vacío, pero no se molestó en llenarlo nuevamente. Ya se estaba sintiendo bastante cargado de alcohol. Si no fuera por su propia y confundida ineptitud, en realidad podría estar sintiéndose muy bien, porque era muy hermoso saber que dentro de poco estaría sirviendo al mejor de los in­tereses en el mundo con su muerte. Muy hermoso... Se puso de pie y caminó hasta la ventana, encolerizado. Fuera, las multitudes aún hormigueaban, tratando de obtener la inmunización en el Centro Médico; pobres diablos. ¡Él era tanto mejor que ellos!

    —Golpeen los Dos y golpeen los Tres —cantó—. El Tamiz de... ¡Vaya!

    Tuvo una idea. Cuán agradable era, pensó, tener el sabio consejo de un viejo amigo en momentos como éste. No tenía para qué preocuparse de cómo morir, o si lo tiraba todo por tierra. Sólo tenía que darle a St. Cyr y a los otros una oportunidad. Sólo descansar..., dejarse estar..., emborracharse más, quizás. Ellos harían el resto.

    —El Tamiz de Eratóstenes —cantó alegremente—. ¡Cuando los múltiplos se elevan, los números que quedan son primos! —Caminó vacilante hacia su cama y cayó sobre ella, desparramado...

    Después de un momento, se puso de pie, enfadado. No estaba siendo justo, en absoluto. Era bastante difícil para él encontrar una forma conveniente de morir en su propia habitación, ¿por qué tendría que imponer tal dificultad a su buen amigo St. Cyr?

    Estaba irritado en extremo consigo mismo por esto; pero, tomando la botella y encaminándose por el pasillo en busca de un buen lugar fatal, gradualmente co­menzó a sentirse muy bien nuevamente.

    El sargento Rhame probó las barricadas frente al recinto de los aborígenes y dejó que sus hombres vol­vieran a tratar de contener la multitud frente al Cen­tro Médico. Durante todo el tiempo que sus hombres estuvieron trabajando, los aborígenes habían tratado de hablarles en su extraño lenguaje, pero los policías es­taban demasiado ocupados. El que hablaba bien inglés, Masatura-san, estaba en su choza; los otros eran prác­ticamente incomprensibles en su forma de hablar. Rhame dio una mirada a su reloj y decidió que tenía tiempo para una taza de café rápida antes de ir en ayuda de sus hombres con la muchedumbre. «Sin embargo —pensó—, quizás sería mucho mejor dejar que la multitud por sí sola aplastara la mitad de sus miembros en la apre­tura». Al menos, ese sería un método rápido. Y la in­formación privada del médico del departamento de policía era que las inoculaciones no tenían ninguna efectividad... Se volvió sorprendido cuando escuchó la voz de una muchacha que le llamaba.

    Era Locille y estaba llorando.

    —Por favor, ¿puede ayudarme? Cornut ha desapa­recido y mi hermano ha muerto, y..., encontré esto —le extendió la hoja con la cuidadosa letra de Cornut y su lista de posibilidades de suicidio.

    El hecho que Rhame hubiese sido apartado de sus es­tudios de computación para ayudar a sofocar una mul­titud era evidencia suficiente que allí se le necesitaba; pero vaciló y en eso estuvo perdido. La aflicción in­dividual era tanto más persuasiva que el pánico en masa. Comenzó con las partes esenciales:

    —¿Dónde se encuentra? ¿No lo sabe? ¿No dejó ninguna nota? ¿No hay ningún testigo que le haya vis­to salir...? ¿No lo preguntó? ¿Por qué...? —Pero no dis­ponía de tiempo para preguntarle por qué no se le había ocurrido averiguar la existencia de testigos; sa­bía que cada instante que Cornut fuera dejado solo, la posibilidad de muerte se cernía sobre él.

    Encontraron al procurador estudiante, distraído y temeroso, pero aún cerca de su puesto. ¡Y había visto a Cornut!

    —Estaba como enloquecido, me parece. Traté de decirle algo..., usted conoce a Egerd, ¿el que estaba en su clase? —(Sabía perfectamente bien que Locille co­nocía a Egerd)—. Murió esta mañana. Pensé que el maestro Cornut podría estar interesado, pero ni siquie­ra me escuchó.

    Rhame observó la expresión en el rostro de Locille, pero no había tiempo para preocuparse de sus sen­timientos personales hacia un estudiante desgraciadamente muerto.

    ¿Hacia dónde se dirigió? ¿Cuándo?

    Había continuado por el pasillo, hacía ya más de media hora. Siguieron esa dirección.

    Locille dijo con voz cargada de aflicción:

    —¡Es un milagro que aún esté con vida! Pero si ha durado hasta ahora..., y yo sólo llegué unos minu­tos más tarde...
    —Cállese —dijo el policía con brusquedad y llamó a otro estudiante.

    El seguirle la pista era fácil; aun en ese día, había sido conspicuo en extremo por su comportamiento. A poca distancia de la cocina de la facultad escucharon una estruendosa voz que cantaba.

    —¡Es Cornut! —gritó Locille y corrió a su encuen­tro. Rhame la alcanzó justo al llegar a las puertas de la cocina en donde ella había trabajado durante tan­tos meses.

    Cornut caminaba vacilante, cantando con cenago­so aullido una de las canciones favoritas del maestro Carl:

    ¡Agreguen rayo al módulo, cierren el sistema
    Para sumar, restar...

    Tropezó contra una mesa y blasfemó de buena gana.

    Produzcan un nuevo sistema y esta maldita cosa
    ...generalmente se llama un anillo! (hic).

    En una mano sostenía un afilado cuchillo sacado del tablero del cortador de carnes; lo blandía marcando el tiempo de la canción.

    —¡Vamos, maldición! —gritó, riendo—. ¡Jueguen conmigo!
    —¡Sálvele! —gritó Locille y trató de correr hacia él; pero Rhame la tomó de un brazo—. ¡Suélteme! ¡Puede cortarse el cuello!

    Rhame no la soltó, mirándola fijamente. Cornut ni siquiera les escuchó; estaba cantando nuevamente. Rha­me dijo, finalmente:

    —Pero no lo está haciendo, ¿verdad? Y ha tenido bastante tiempo al parecer, por el aspecto de este lugar. ¿Que desea suicidarse? Quizás esté errado, Locille, pe­ro lo que a mí me parece es que está totalmente borracho.


    Capítulo XV


    Por toda la ciudad y el mundo entero se veían es­cenas como la que sucedió frente al Centro Médico, cuando una multitud invadida de pánico por la apari­ción de esa pestilencia. —¡Y desaparecer todos estos siglos!—. Buscaba con desesperación el amuleto que les guardaría de su contagio. Escasamente, un hombre de cada cien estaba seriamente enfermo, pero eso era suficien­te. El uno por ciento de un billón son cien millones..., cien mil millones de casos de la más mortal, más con­tagiosa..., y menos excusable..., de las enfermedades en medicina. Porque la viruela podía ser prevenida infa­liblemente y sólo un mundo que había olvidado a Jenner podía ser tomado de sorpresa..., o un mundo en el cual la antigua profilaxis de Jenner habla sido apar­tada sistemáticamente.



    En la torre más alta de Puerto Monmouth, las ocho redes más extensas de televisión estaban transmi­tiendo en cadena y dando toda clase de facilidades. Los platillos voladores retransmisores dispuestos en todo el Ecuador ubicaban a los satélites reproductores. Mien­tras cada satélite en su propia órbita se libraba del horizonte, un platillo volador zarpaba y le captaba. Ese platillo le seguía mientras atravesaba el cielo, apartán­dose y comenzando la búsqueda de otro en cuanto el primero desaparecía tras la curvatura de la Tierra. Ha­bía más de sesenta satélites circulando en torno a la Tierra y que podían ser utilizados por los repetidores. Cada uno había sido lanzado especialmente y dotados de instrumentos para recibir, filtrar, ampliar y re­transmitir los programas de la red.

    Sam Gensel era el ingeniero jefe de turno de todo el personal técnico que trabajaba en Puerto Monmouth.

    No era su trabajo el salir a obtener las imágenes, montar los espectáculos o decidir qué programa sal­dría al aire. Los profesores de matemáticas en sus conferencias, las bailarinas, las heroínas de las óperas..., él los observaba a todos en la hilera de pantallas de su cabina. Los observaba a todos; pero no veía a nin­guno. Eran sólo imágenes. Lo que realmente le gusta­ba era el diseño de prueba, ya que mostraban más de lo que deseaba ver. Se preocupaba de las ondulaciones cuando la fuerza era baja, vibraciones en el centro, la lluvia electrónica por fallos en la línea. Si la imagen estaba clara, casi no se fijaba en lo que representaban..., a excepción de esta noche.

    Esta noche, su rostro estaba pálido.

    —¡Jefe —musitó el ingeniero de la Red Cinco—, está por todo el país! Acaba de informar Sacramento. Y la sección de Río ha proyectado una local que informa que hay problemas en toda Sudamérica.
    —Observe su pantalla. —ordenó Gensel, dándole la espalda. Era muy importante mantener la cabeza despejada, se dijo a sí mismo. Desgraciadamente la cabeza que tenía que mantener despejada le estaba do­liendo intensamente.
    —Voy a tomar una aspirina —dijo al encargado de la línea, un veterano de treinta años cuyas manos, esta noche, estaban temblando. Gensel llenó un vaso de pa­pel con agua y tragó dos aspirinas, suspiró y se sentó junto a su escritorio en el despacho que ocupaba en ra­ras ocasiones.

    Una de las pantallas monitores mostró la imagen de un locutor cuya sonrisa era desesperada mientras leía un boletín informativo:

    —... enfermedad no responde a ninguno de los anti­bióticos conocidos. Se recomienda a todo el mundo que permanezca en sus hogares lo más posible. Están pro­hibidas las grandes reuniones. Todos los colegios se mantendrán cerrados hasta nuevo aviso. Se insiste con urgencia que, aun dentro de las familias, se evite el contacto personal en cuanto sea posible. Y, sobre todo, el Departamento de Salubridad Pública insiste en que todo el mundo espere hasta que se pueda organizar un programa ordenado de inmunización...

    Gensel dio la espalda a la pantalla y tomó el fono.

    Marcó el número del despacho del frente.

    —El señor Tremonte, por favor. Le llama Gensel. Prioridad por emergencia de operación.

    La muchacha era eficiente y rápida (pero, ¿no se escuchó en su voz un ligero temblor histérico?).

    —Sí señor, el señor Tremonte está en su casa. Le comunicaré. —Clic, clic. La imagen se hizo borrosa, emitió un sonido ventoso y se oscureció totalmente.

    Entonces, apareció nuevamente. El viejo Tremonte estaba sentado cómodamente en un gran sillón de piel y le miraba con irritación; la vacilante luz que ilu­minaba su rostro indicó que estaba sentado junto a la chimenea.

    —¿Bien? ¿Qué sucede, Gensel?

    Esa voz extraña, delgada. Gensel, como medida de disciplina entre sus empleados, siempre había rechaza­do toda clase de bromas acerca del Viejo que tenía transistores en vez de amígdalas; que su esposa no le acostaba en las noches, sino que le encendía. Pero ha­bía algo definitivamente crispante en la forma lenta, mecánica, con que se expresaba. ¡Y ese rostro surcado de arrugas!

    Gensel dijo rápidamente:

    —Señor, cada red está transmitiendo boletines in­formativos interrumpidos. La situación está tomando mal cariz. La Red Cinco canceló su programa de depor­tes, la Siete puso una vieja cinta de Bubbles Brinkhouse..., se dice que está muriendo. Deseo declarar emergen­cia. Cancelar todos los programas, unir las redes para dar las informaciones y recibir instrucciones de la De­fensa Civil.

    El viejo Tremonte se rascó la angosta y larga nariz y rió, como un Santa Claus de escaparate.

    —Gensel, muchacho —dijo con brusquedad—. No se altere por unos pocos estornudos. Usted está al ser­vicio de algo eminentemente público.
    —¡Señor, pero si hay cientos de miles de enfermos, quizá muertos!

    Tremonte dijo lentamente:

    —Eso deja a muchos que no lo están. Continuare­mos con nuestros programas acostumbrados, Gensel. Además, me marcharé por algunos días; espero que usted quede a cargo de todo. Y espero que no recurra a los procedimientos de emergencia.

    «No tuve oportunidad de informarle acerca de las noticias de Filadelfia», pensó Gensel con desesperación, recordando los cientos de seres que habían sido pisotea­dos en la Clínica Municipal.

    Sintió la frente caliente y decidió borrosamente que lo que necesitaba en realidad era otro par de aspirinas..., a pesar que las últimas dos, por alguna razón, no le habían sentado bien. En absoluto. De hecho, se sentía bastante mal del estómago.

    Definitivamente se sentía mal del estómago.

    En la consola, el encargado de las líneas, vio que su jefe corría torpemente hacia el lavabo de hombres con una mano apretada contra la boca.

    El encargado de la línea sonrió. Quince minutos después, sin embargo, ya no sonreía. Eso sucedió cuan­do el encargado del sonido de la Red Tres entró apresu­radamente para informarle que el jefe estaba frío, que estaba respirando como una caldera de vapor rota so­bre el piso del lavabo.

    Cornut, con bastantes tazas de café en el cuerpo, estaba volviendo a algo que se asemejaba a sus funcio­nes normales. No estaba sobrio; pero fue capaz de cap­tar lo que estaba sucediendo. Escuchó que Rhame ha­blaba con Locille.

    —Lo que necesita realmente es una serie de inyec­ciones de vitaminas. Eso le haría despertar en un se­gundo..., pero ya ha visto usted cómo está el Cen­tro Médico. Tendremos que esperar hasta que esté sobrio.
    —Estoy sobrio —dijo Cornut débilmente, pero sa­bía que no era verdad—. ¿Qué sucedió?

    Escuchó mientras le relataron lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas. El hermano de Locille muerto, Egerd muerto, la plaga que había inva­dido la Tierra..., el mundo estaba transformado. Escu­chó todo y le afectó, pero aún tenía suficiente licor en su interior y la suficiente cantidad de compulsión a alta presión introducida por los inmortales como para lograr darse cuenta del nuevo mundo con objetividad. Lástima. Pero..., se sintió avergonzado..., ¿por qué no había logrado matarse?

    Locille tenía su mano entre las suyas y Cornut, al mirarla, supo que jamás le dejaría solo nuevamente. No había muerto cuando era oportuno. ¡Ahora..., aho­ra deseaba vivir! Era vergonzoso, pero no podía ne­garlo.

    Aún sentía el licor en su cuerpo y eso dio al mundo que le rodeaba una apariencia tibia, refrescante. Esta­ba avergonzado, pero la sensación era remota; era un error de su juventud, pero hacía ya tanto tiempo. En­tretanto, se encontraba confortable y agradado.

    —Por favor, bebe más café —le dijo Locille, y él se sintió feliz de complacerla. Todos los estímulos de las últimas veinticuatro horas estaban ejerciendo su ac­ción al mismo tiempo: la paliza, la tensión, la compul­sión de los inmortales. El licor. Captó ligeramente la expresión de Locille y se dio cuenta que había estado canturreando.
    —Lo siento —dijo, y extendió la taza para que le sirviera más café.

    En torno al texas, las olas crecían por momentos. Los negros lanchones eran lanzados de una parte a otra.

    Los padres de Locille desafiaron la fuerte lluvia y el viento para presenciar el descenso del ataúd de su hijo hacia un lanchón funerario de negra cubierta. No estaban solos —había docenas de plañideros con ellos, todos extraños— y no estaban en silencio. Los cables de acero rugían en su vibración y las bombas neumá­ticas en los soportes de la torre golpeteaban fuertemen­te al tomar el aire atrapado por las olas y enviarlo ha­cia los tanques de presión para los generadores. El ruido casi ahogaba la música.

    Era costumbre la de tocar música solemne en los fu­nerales, grabada en cintas que se guardaban en la biblio­teca para ese propósito. Los deudos podían elegir el pro­grama —himnos para los religiosos, corales de Bach para los clasicistas, largos para los que sólo se lamentaban—. Ahora no había posibilidad de elección. Los altoparlan­tes no cesaban de transmitir una variada selección de cantos fúnebres. Había demasiados plañideros cuidando de sus hijos, muchos padres o esposas que eran torpe­mente trasladados hacia los lanchones batidos por las olas en su camino hacia la botadura funeraria al mar.

    Seis, siete..., el padre de Locille contó cuidadosamente ocho lanchones que estaban atados junto al texas, espe­rando para ser cargados. Cada uno llevaba doce cuerpos. Era una malvada enfermedad, pensó con indiferencia, dándose cuenta que los plañideros eran tan pocos por­que, en muchos casos, toda una familia sería embarcada en los lanchones. Se rascó el cuello, que le había co­menzado a doler. La madre, que estaba a su lado, no contó ni pensó, sólo lloró.

    Mientras Cornut volvía a sus sentidos, comenzó a visualizar su mundo en forma más clara y precisa. Rhame le ayudó. El policía tenía en su poder las hojas de papel que Cornut había dejado y preguntaba sin mise­ricordia alguna:

    —¿Por qué debe morir? ¿Quiénes son los inmorta­les? ¿Cómo pudieron convencerle para que tratara de suici­darse..., y por qué no lo hizo hasta ahora si ha tenido todas las oportunidades del mundo?

    Cornut trató de explicar.

    —El morir —dijo, recordando la lección aprendida con la paliza—, eso no es nada; a todo el mundo le sucede. Es una victoria en cierta forma, porque hace que la muerte nos llegue en nuestros propios términos. St. Cyr y el resto, sin embargo...
    —St. Cyr ha desaparecido —lanzó bruscamente el policía—. ¿Sabía eso? Ha desaparecido y también su guardaespaldas. El maestro Finloe de Bioquímica ha desaparecido, y su secretaria dice que se marchó con Jillson y esa rubia. ¿Hacia dónde?

    Cornut frunció el ceño. No iba con su concepto de inmortalidad que ellos huyeran frente al peligro de una plaga. Los superhombres debían ser heroicos, ¿verdad? Trató de explicar este punto de vista, pero Rhame saltó sobre él.

    —¡Súper asesinos, querrá decir! ¿Hacia dónde se marcharon?

    Cornut dijo apologéticamente:

    —No lo sé. Pero le aseguro que habrán tenido sus razones.

    Rhame asintió. Su voz se tranquilizó súbitamente.

    —Sí, las tenían. ¿Le gustaría saber cuáles eran esas razones? Los aborígenes trajeron la enfermedad. Vinie­ron de la isla infectados de viruela activa, casi todos ellos; ¿sabía eso? Se trajeron los peores casos y a los sanos se les dejó en la isla. ¿Sabía eso? Se les pusieron inyecciones para curarles..., fue lo que ellos pensaron, pero los médicos dicen que sólo se trataba de un frau­de, la enfermedad aún era contagiosa. Y se les llevó a las ciudades más populosas del mundo, reuniéndose con miles de personas, comiendo con ellos, en cercano con­tacto. Fueron amaestrados —dijo Rhame, haciendo feas muecas— en la forma adecuada de comportarse ante la sociedad civilizada. Por ejemplo, la pipa de la paz no es de sus costumbres; se les dijo que eso nos complacería. ¿Tiene eso algún significado para usted?

    Cornut se inclinó hacia delante, con la cabeza dán­dole vueltas y sus ojos fijos en Rhame. ¿Si tiene signi­ficado? Sí que lo tenía; el resto era indudable. La en­fermedad fue esparcida voluntariamente. Los inmorta­les, con su sabiduría unilateralmente orientada, habían tomado la determinación de entrar en acción contra los seres de corta vida pertenecientes a la raza humana, en una forma que casi había extinguido la humanidad en los tiempos antiguos; habían propagado una plaga te­mible.

    Locille dio un chillido.

    Cornut se dio cuenta tardíamente que había estado dormitando contra su hombro, incapaz de dormir, in­capaz, después de pasar toda la noche en pie, de estar totalmente despierta. Ahora estaba sentada muy ergui­da, con la vista clavada en la pequeña tijera de tocador que tenía en su mano.

    —¡Cornut! —sollozó—. ¡Traté de clavarte la tijera en el cuello!

    Era de noche, y fuera, el alto arco del Puente era una faja de color debido a las luces de los veloces monorrieles y los vehículos particulares.

    Sobre uno de los monorrieles, el conductor iba escu­chando a medias el boletín informativo:

    —La situación en el Oriente Medio aún no es tan critica, pero una ola de temor se ha esparcido por todas las ciudades principales de Iowa, Kansas y Nebraska. En Omaha, más de sesenta personas encontraron la muerte cuando tres helibuses que llevaban emigrantes se estrellaron en forma sorprendente en el aire, aparente­mente debido a un error de uno de los pilotos de una nave. Aquí, en Des Moines, todo el transporte estuvo casi detenido durante noventa minutos, esta mañana, cuando el personal del control aéreo se unió a la mul­titud en su huida, abandonando sus puestos. En una declaración transmitida...

    El conductor pestañeó y se concentró en sus con­troles. Tenía cincuenta años y había tenido este mismo trabajo durante casi la mitad de su vida. Se estiró el cuello del uniforme con irritación; lo había llevado du­rante treinta años, pero esta noche le molestaba.

    El cuello era como un interruptor, diseñado para medir la temperatura y el pulso, conectado electróni­camente para que cortara el motor del monorriel y apli­cara los frenos en caso de muerte o enfermedad seria del conductor. Estaba bastante acostumbrado a usar estos cuellos y comprendía la necesidad de ellos; pero esta noche, cuando se aproximaba a la rampa del Puente en tercera velocidad, su garganta comenzó a sentir­se apretada.

    También le dolía la cabeza. Sus ojos le quemaban y sentía una intensa comezón. Estiró la mano para al­canzar el micrófono que le conectaba con el despacho de control y dijo roncamente:

    —Charley, creo que me voy a desvanecer, o...

    Eso fue todo. Nada más. Cayó de bruces. Los con­troles en su cuello habían marcado el pulso y la respi­ración anormales durante largos minutos y reacciona­ron cuando sufrió el colapso. El monorriel se detuvo por completo.

    Tras ese tren, otro monorriel chocó catastróficamente contra su cola.

    El conductor del segundo tren se había sentido en­fermo del estómago durante más de una hora y estaba ansioso de llegar al término de su recorrido; había esta­do pasando casi al instante los controles de disminución de velocidad hasta el mismo Puente. Al sobrepasar el pa­rámetro crítico de su propio monitor sensorial, el cuello cortó la energía del monorriel; pero entonces era dema­siado tarde; las ruedas giraron enloquecidas en el aire. Aun los cuellos sensoriales no habían sido diseñados para actuar en caso que dos conductores fallaran al mismo tiempo. Unas chispas blanquecinas volaron des­de el Puente hacia el agua y murieron; grandes chis­pas blancas que era metal destruido. Comenzó el haci­namiento. El estruendo de la catástrofe llegó e inundó el campo de la Universidad más abajo. El Puente se de­tuvo, sus movedizas luces se transformaron en una hile­ra de puntos luminosos con un gran resplandor de color en el centro.

    Después de unos momentos, se escuchó el lejano ge­mido de las sirenas de las ambulancias.

    Cornut sostuvo a la muchacha, que lloraba, con el rostro expresando incredulidad y su mente trabajando febrilmente. ¿Que Locille había tratado de matarle? ¡Era una locura!

    Pero tal como los otros factores de locura en su pro­pia vida, no era explicable. Tuvo conciencia, un poco tarde, de unos pensamientos susurrantes que estaban en su propia mente. Dijo a Rhame:

    —¡No pudieron alcanzarme! Trataron de trabajar con ella.
    —¿Por qué no pudieron alcanzarle?

    Cornut se encogió de hombros y dio unas ligeras palmadas en la espalda de la muchacha. Locille se irguió en el asiento, vio las tijeras y las tiró a un lado.

    —No te preocupes, lo comprendo —le dijo Cornut, y luego, dirigiéndose al policía—: No sé por qué. Al­gunas veces no lo logran. Como en la cocina, hace poco; podrían haberme asesinado. Hasta yo deseaba que lo hicieran; pero no lo lograron. Y una vez en la isla, cuando estaba totalmente borracho. Y en otra oportu­nidad, ¿recuerdas, Locille...? En el Puente. En cada oportunidad estuve totalmente expuesto a ellos y en el Puente casi lo logré. En cada oportunidad estaba ofuscado. Había estado bebiendo —dijo—, y ellos podían haberse apropiado de mí con toda tranquili­dad y...

    Su voz fue bajando de tono al revisar sus palabras.

    Rhame dijo en tono urgente:

    —¿Qué le sucede a Locille?

    La muchacha pestañeó y se irguió nuevamente en el asiento.

    —Creo que tengo sueño —dijo apologéticamente—. Es gracioso...

    Cornut la estaba observando con gran interés, no como una esposa, sino como un ejemplar de algo.

    —¿Qué es lo gracioso?
    —Continuamente estoy escuchando voces —dijo, restregándose el rostro con violencia. Estaba agotada, fue lo que comprendió Cornut; no podría mantenerse despierta durante mucho tiempo más, ni siquiera por el hecho de creerse una asesina, ni siquiera si él mu­riera ante sus ojos. Ni siquiera si llegara el fin del mundo.

    Cornut dijo con voz aguda:

    —¿Escuchando voces? ¿Qué te dicen?
    —No lo sé. Es gracioso. «Yo hablar callado con us­ted.» O algo parecido.

    Rhame dijo de inmediato:

    —Es la forma de hablar de ellos. Usted ha estado con los aborígenes. —Apartó el tema y se volvió hacia Cornut—. Usted estaba a punto de decir algo, ¿recuer­da? Dijo algo referente a que en ciertas oportunidades podían llegar a usted y en otras no. ¿Por qué? ¿Cuál fue la razón?

    Cornut dijo simplemente:

    —Bebiendo. ¡En cada una de esas oportunidades yo había estado bebiendo!

    ¡Era verdad! En tres oportunidades había estado en posición para que le alcanzara la muerte y las tres veces había fallado.

    ¡Y en cada oportunidad había estado bebiendo! El alcohol en su cerebro, el veneno selectivo que llegaba primero a la capa superior del cerebro y que reducía la discriminación visual, las respuestas lentas... ¡Le había hecho sordo a las voces mentales que le incitaban a la muerte!

    —Smellin «olefella bagarimop allfella» —dijo Locille claramente y sonrió—. Lo siento. Eso es lo que deseaba decir.

    Cornut se quedó helado durante unos segundos.

    Luego se movió. La botella que había llevado con­sigo la había traído Rhame de vuelta a la habitación. Cornut la tomó, la abrió, bebió un largo trago y se la entregó a Locille.

    —¡Bebe! ¡No discutas, bebe todo lo que puedas!

    Tosió y se limpió las lágrimas que saltaron de sus ojos. El licor tenía un pésimo sabor; no le sería nece­sario beber mucho para emborracharse nuevamente.

    Pero ese poco podría salvar su vida..., la de Locille... ¡Podría salvar al mundo!


    Capítulo XVI


    Tai-i-Masatura-san se levantó de su cama y se en­caminó hacia el nuevo y fuerte cercado.



    Esos locos hombres blancos no les habían traído nada de comer. Se estaba haciendo muy tarde, juzgó, a pesar que la posición de las estrellas era bastante con­fusa. Hacía sólo unas pocas semanas en su isla, la Cruz del Sur, en su giro por el firmamento era un reloj sufi­ciente para cualquier hombre. Estas extrañas constela­ciones del norte eran frías y poco amistosas. No le di­jeron nada de lo que deseaba hacer, ni la dirección ni la hora.

    Las anchas ventanillas de su nariz aletearon por la sensación de hambre.

    Para poder convertirse en tai-i había tenido que adiestrarse en la lectura de las estrellas, entre otras muchas artes. Ahora, ese arte no tenía ningún valor, se había convertido en algo inútil mediante el arte más potente del hombre blanco. Su don de excelente olfato, el extender parte de su mente para detectar la verdad o falsedad en un hecho y que le había permitido alcan­zar el grado de magistrado de la tribu, había sido invalidado por los viejos que olían tan fuertemente y, sin embargo, podía frustrar su sentido del olfato especial­mente desarrollado.

    «Jamás debía haber confiado en el hombre blanco de gran edad y que hablaba lento», pensó, y escupió al suelo.

    Su subteniente gimió junto a la puerta de la choza.

    El hombre musitó en el dialecto criollo, que les ser­vía mucho mejor que el inglés mal hablado o el penoso inglés de Masatura-san:

    —Les he pedido que vengan, pero no me han escu­chado.
    —Puedo escuchar —dijo Masatura-san.
    —Los viejos hablan sin cesar —gimió el enfermo.
    —Yo escucho —dijo Masatura-san, cerrando su mente al exterior.

    Se agazapó, observando las estrellas y hacia el cer­cado. Fuera, el Campo aún estaba bullicioso, con voces, el ruido de los vehículos, aun a estas horas de la noche.

    Pensó cuidadosamente lo que deseaba hacer.

    Masatura-san era un tai-i debido a su energía y al aprendizaje al cual se había sometido, pero también de­bido a la herencia. Cuando los japoneses que se habían salvado del destructor torpedeado llegaron a la isla en 1944, habían encontrado una comunidad floreciente. La sangre japonesa de Masatura-san procedía sólo de esa generación. Con anterioridad, sus antepasados ya tenían parte de mezcla. Los doce japoneses no fueron los pri­meros en llegar a tierra. Antes, «Masatura-san» había sido «Masterson». Los padres ingleses y las madres melanesias habían producido una raza fuerte..., una vez que habían sido eliminados los melanesios que se oponían a ello. Los japoneses repitieron el procedimiento con los híbridos que encontraron, tal como habían he­cho con anterioridad los ingleses, con excepción de al­gunos pocos.

    Uno de aquellos escasos representantes era el bisa­buelo de Tai-i-Masatura-san. Se le había perdonado exactamente por una sola razón: era el sacerdote prin­cipal de la comunidad y lo había sido durante casi un siglo; los isleños habrían muerto por él. Muchos de ellos lo hicieron.

    Trescientos años más tarde, la tercera generación de su descendencia había heredado ciertas característi­cas. Una de ellas era el «buen olfato»; nada tenía que ver con la nariz, sino un sentido totalmente diferente. Otra característica era la edad. Masatura-san mismo te­nía casi un siglo. Era lo único que había logrado ocul­tar de los poseedores de esa extraña y lenta forma de hablar que le habían encontrado en su isla y que tanto le habían prometido si les ayudaba.

    El «olor» procedente del mundo exterior a la barri­cada era muy malo.

    Tai-i-Masatura-san pensó intensamente y tomó una decisión. Se aproximó a la choza y tocó a su segundo en comando con la punta del pie.

    —Habla con ése dos veces más —le dijo en dia­lecto—. Yo ayudar.

    Cornut dejó a su esposa sonriendo pacíficamente y profundamente dormida.

    —Volveré —susurró y salió apresuradamente con el sargento Rhame hacia el Campo. Estaba levantán­dose un fuerte viento y las estrellas lograban verse por entre las nubes. El Campo bullía de actividad. Frente al Centro Médico aún había cientos de personas espe­rando, no porque tuviesen esperanzas de ser inmuniza­das, ya que se había anunciado que la vacuna­ción no era efectiva, sino porque no tenían dónde diri­girse. Dentro de la clínica, los doctores, con rostros pá­lidos y los ojos enrojecidos, trabajaban incesantemente, repitiendo las mismas cosas porque no sabían otras. Durante la primera hora supieron que de las fuentes de referencias se habían robado tres siglos de epidemiolo­gía; no podían esperar reemplazarlo en un plazo de tiempo finito, pero tenían que intentar algo. La mitad de los médicos estaban enfermos, no inválidos, pero con­denados.

    Cornut estaba preocupado, no por sí mismo sino por Locille. Haciendo que su memoria retrocediera hasta el momento de la Expedición de Campo, recordó las in­yecciones que el mismo St. Cyr se había hecho poner y estuvo casi totalmente seguro que todos aquellos que lo habían efectuado estarían inmunizados contra la vi­ruela. ¿Y Locille? A ella no le habían inyectado nada.

    Ya le había dicho a Rhame lo de las inyecciones y éste había informado de inmediato a la policía; se co­municarían por radio con la isla, tratarían de localizar a los médicos que habían administrado las vacunas. Ninguno tenía grandes esperanzas. Los inmortales, con toda seguridad, habrían borrado todo rastro que pudie­ra interponerse en su ataque contra ese grupo de hu­manos de corta vida.

    Pero ese pensamiento también tenía su corolario: Si los inmortales habían borrado toda pista, ellos la tenían ahora.

    Encontraron que los aborígenes les estaban espe­rando.

    —Ustedes nos llamaron —dijo Cornut. Era una pregunta, ya que aún no podía creer realmente en ello. Masatura-san asintió y extendió su mano.

    Rhame les observó con consternación. Cornut le había hecho beber tres largos tragos, no porque Rhame hubiera demostrado tener rasgos telepáticos, sino sólo porque Cornut no estaba seguro. Parecía como la visión experimentada por un borracho, el que el maestro de Matemáticas estuviera estrechando su mano con el re­gordete y moreno hombrecillo, sin decirse una palabra. Pero no se trataba de ninguna visión.

    Después de unos momentos, Cornut soltó la mano del isleño. Masatura-san asintió y, sin decir una sola palabra, tomó la botella de manos de Cornut, bebió largamente y se la entregó a su subalterno que a du­ras penas lograba mantenerse consciente tirado en el suelo.

    —Vamos —dijo Cornut con voz gruesa y sus ojos despidiendo llamas. (¡Era bastante difícil estar lo sufi­cientemente borracho!)—. Necesitamos un helicóptero. ¿Puede obtener uno?

    Rhame se llevó una mano al bolsillo automática­mente y habló brevemente en su radio policial antes de hacer la pregunta.

    —¿Qué ha sucedido?

    Cornut hizo un gesto con su mano y le tomó de un brazo.

    —Lo siento. Todo es culpa de los inmortales. Us­ted estaba en lo cierto. Se dieron grandes molestias para traer a los portadores de la viruela. Pero este individuo tiene bastante más edad de la que aparenta. Puede leer en la mente también.

    Cornut tenía ciertas dificultades en caminar. Todo se estaba moviendo con tanta lentitud, tanta lentitud; sus pies parecían dos inmensos globos, caminaba como si se estuviera moviendo sobre gelatina. Midió sus movi­mientos con gran cuidado en un esfuerzo por mante­nerse despejado de su borrachera; no se atrevía a em­borracharse demasiado, y no se atrevía a estar demasia­do sobrio. Dijo:

    —Sé dónde se encuentran los inmortales. Él me lo dijo. Sin palabras..., al tomarme la mano, de mente a mente; el contacto corporal es una ayuda. No sabía el nombre del lugar, pero podré localizarlo desde un heli­cóptero. —Se detuvo y pareció asombrarse por algo—. Dijo Dios mío, estoy borracho. Necesitaremos ayuda.

    Rhame se expresó arrastrando las palabras:

    —Yo también estoy borracho, pero eso ya lo tengo solucionado. Todo el Escuadrón de Emergencia se re­unirá con nosotros.

    El espacio despejado cerca del Centro Médico era el lugar ideal para que aterrizara el helicóptero, aun cuando ahora no estaba tan despejado debido a las pos­tradas figuras de los enfermos o los que simplemente estaban agotados. Rhame y Cornut escucharon el agu­do ladrido y aleteo de las aspas del helicóptero y espe­raron en un extremo del espacio despejado. Doce heli­cópteros de la policía se aproximaron; once se mantu­vieron en el aire en espera y el duodécimo descendió con sus faros de aterrizaje encendidos.

    A la luz de estos faros, una de las figuras tendidas cerca de ellos se alzó a medias apoyándose en un codo murmurando algo. Sus ojos estaban muy abiertos, aun ante la cegadora luz. Miró a Cornut fijamente, se movieron sus labios y gritó con debilidad:

    —¡Los portadores!

    Rhame fue el primero en darse cuenta del peligro.

    —¡Vamos! —gritó, comenzando a correr cada vez más rápido hacia el helicóptero que descendía. Cornut le siguió, pero otros ya estaban marchando febrilmente en la misma dirección.
    —¡Los portadores! —gritaron diez de ellos, luego una docena. Era lo mismo que el alzamiento de una multitud dispuesta a linchar a alguien—. ¡Los porta­dores! ¡Ellos son los culpables! ¡Atrápenles! —Los enfermos se ponían de pie trabajosamente, tratando de afe­rrarse a sus piernas. Una media docena de hombres agrupados a cierta distancia, se volvieron y corrieron a su encuentro—. ¡Los portadores!

    Cornut aceleró su carrera. ¿Portadores? Por cierto que no lo eran. Sabía de qué se trataba. Era St. Cyr quizás, o uno de los otros, que imposibilitados de pe­netrar en sus mentes por la barrera del alcohol, recu­rrían a los cerebros semiadormecidos de los cientos de desesperanzados tendidos sobre la hierba, ordenándoles que atacaran y les destruyeran. Era bastante asombro­so, meditó una parte de su mente con gravedad de bo­rracho, que existieran tantos telépatas parciales en una multitud cualquiera. Pero la otra mitad de su mente le gritó. «¡Corre, corre!»

    Comenzaron a volar los guijarros y desde unos cin­cuenta metros de distancia al otro extremo del prado, Cornut escuchó un ruido que muy bien podría haber sido un disparo. Pero el helicóptero estaba sobre sus ca­bezas ahora; subieron a él y se elevaron, dejando a la multitud a sus pies, llena de ira y revolviéndose como fieras.

    El helicóptero se reunió con el resto de la escuadra.

    —No pudo llegar más a tiempo —dijo Cornut al pi­loto con voz entrecortada por la respiración—. Gracias. Ahora diríjase hacia el este hasta...

    El copiloto se estaba volviendo hacia él y algo en sus ojos hizo que Cornut se detuviera. Rhame lo vio casi al mismo tiempo. Mientras el copiloto buscaba afano­samente su pistola, el sargento alzó el puño. El copiloto saltó hacia un lado, la pistola hacia otro. Cornut y Rhame se sentaron sobre el cuerpo del copiloto y se mira­ron mutuamente. No tenían para qué hablar; la comu­nicación que existió entre ellos no fue telepática; los dos llegaron a la misma conclusión en el mismo instan­te. Cornut saltó hacia la pistola y la apuntó hacia el único hombre que quedaba en el helicóptero.

    —Este es un helicóptero de emergencia, ¿verdad? Y lleva medicamentos.

    Rhame comprendió de inmediato. Se puso en pie de un salto y abrió el armario de primeros auxilios para sacar una botella de medo litro de coñac. Se la tendió al piloto.

    —¡Beba! —ordenó. Y luego agregó—. ¡Póngase el transmisor! ¡Ordene a todos los hombres de la escua­dra que beban por lo menos dos onzas de coñac!

    Cornut pensó, algo borrosamente, que era una for­ma endiablada de librar una batalla.


    Capítulo XVII


    Rhame sólo era un sargento, pero el piloto del heli­cóptero guía era un inspector alguacil. Una vez que tuvo el suficiente alcohol en el torrente sanguíneo, se hizo cargo del mando. Los otros helicópteros objetaron la orden, pero obedecieron.



    La flotilla sobrevoló la bahía, sobre la ciudad y se elevó hacia las montañas.

    Bajo ellos, la ciudad quedaba desguarnecida. Desde la altura se veía chata y callada, pero al nivel de la tierra era una gigantesca pluma mortal en donde todas las multitudes se debatían en el terror. A mil pies de altura sobre las calles, Cornut pudo ver las hogueras provocadas por los accidentes de los vehículos, los pe­queños bultos de los cuerpos inmóviles, la total confu­sión que había traído la plaga. Peor que la plaga era el pánico. El inspector alguacil le había informado acer­ca de las muertes en la ciudad, pero sólo una fracción de ellas eran debidas a la viruela. El terror había sido la causa del resto.

    Cornut sabía que eso era lo que deseaban los inmor­tales.

    Habían mantenido durante el tiempo suficiente a su manada en la inmovilidad e impotencia. La mana­da había prosperado hasta llegar a competir con los in­visibles amos por el alimento y el espacio vital. Como buenos cuidadores de ganado, los inmortales habían de­cidido disminuir las cabezas del rebaño.

    ¿Qué otra cosa podría ser menos molesta para ellos que un control biológico? Tal como la mixomatosis ha­bía eliminado a los conejos en Australia, la viruela podría controlar el peligro que los humanos represen­taban para los inmortales.

    El sargento Rhame dijo con voz gruesa:

    —Hay mal tiempo allí arriba. Supongo que no po­dremos dar un rodeo.

    A sus espaldas, el resto de los helicópteros volaban pacíficamente, pero más adelante, sobre las montañas, se cernían amenazadoras nubes.

    Cornut sacudió la cabeza negativamente. Sólo sabía ir de la forma que lo había hecho St. Cyr, tal como el presidente lo había visto con sus propios ojos y como el viejo isleño se lo había indicado. Tendrían que arries­garse a luchar contra la tormenta.

    Cornut cerró los ojos brevemente. La guerra era a muerte ahora y pensó qué se sentiría al matar a un hombre. Podía comprender muy bien los motivos de St. Cyr y el resto, librando una celosa batalla contra cada amenaza, eliminando a aquellos que como él po­drían saber de sus existencias, derrotando las investiga­ciones que podrían delatarles, escondiendo informacio­nes. Era una constante acción defensiva y él podía com­prender, hasta podía perdonar la necesidad de ellos de eliminar esa amenaza. Podía perdonar sus propios atentados contra su vida, podía perdonar el hecho que tra­taran de destruir a casi todo el mundo.

    No podía perdonar la amenaza contra Locille. Por­que ella estaba expuesta. En cualquier caso, sólo algu­nos podrían sobrevivir a la plaga —siempre sucedía lo mismo—, pero Cornut era un matemático y no acep­taba una oportunidad en un millón como probabilidad.

    Todos estos años, pensó, los inmortales habían es­tado dirigiendo a la humanidad en la dirección por ellos deseada. Por eso la medicina había experimentado tal avance, por eso la gran competencia entre los fabri­cantes para obtener un mayor confort y lujo. ¿Qué su­cedería si se llegaba a destruir por completo a los in­mortales?

    Y, sin embargo, pensó, comenzando a sentirse más sobrio, ¿no había algo acerca de ello en el informe Wolgren? No, no en Wolgren. Pero sí en alguna parte de la teoría estadística. Algo acerca de los movimientos al azar. ¿El movimiento browniano de las moléculas? Re­cordó que eso había estado en la mente del maestro Carl. El caminar del borracho..., el avance sin dirección determinada que partía de un centro muerto aún con más lentitud, sin síntomas; sin embargo, jamás se dete­nía. El avance en línea recta siempre llegaba a un fin; si los inmortales lo dirigían, alcanzaría sólo hasta la distancia que ellos pudieran concebir.

    No era el futuro, comprendió de pronto. Ninguna potencia superior era el futuro; un hombre que cui­daba de criar perros sólo podría hacerlo hasta el límite de sus propios conocimientos; no podría fiar la oportu­nidad a las especies para que continuaran desarrollán­dose en libertad para siempre; y... Cornut, dijo un agudo pensamiento que penetró casi con dolor en su ce­rebro.

    Invadido por el pánico, tomó la botella de coñac para ahogar la voz en su interior.

    La botella había bajado notoriamente su nivel de contenido. Tendrían que darse prisa. No se atrevían a llegar a un estado de mayor ebriedad.

    El senador Dane se movió impacientemente y mas­culló una maldición mentalmente, que hizo enviar on­das de risa a todos los reunidos. ¡No se rían, malditos imbéciles!, pensó. Les he perdido nuevamente.

    —Cariño —gorjeó la anciana muchachita de Sudamérica, madame Sant Anna—, niño mío. No llores —Una imagen mental de un niño gordo, lloroso, con el rostro de Dane.

    «Rayos y centellas, madame Sant Anna giró sobre sí misma y de sus ojos brotaron mil llamas», pensó el senador.

    Yo no.

    ¿Que yo estoy preocupado?

    Una risilla.

    Te reirás por el otro extremo de tu cabeza. Una ima­gen de una tumba sin inscripción. Un gesto obsceno por parte del senador; pero, en realidad, no estaba ver­daderamente preocupado. Buscó la mente de Cornut nuevamente, pero sin mucha energía, y cuando no pudo captarla, proyectó la imagen mental de un borracho vacilante que vomitaba, lo que les hizo sonreír. El se­nador envió un doloroso pensamiento a uno de los mo­renos sirvientes y esperó alegremente para que le tra­jeran sus pasteles.

    El senador Dane jamás bebía, pero había observado que lo hacían los de corta vida y sabía lo que el alcohol podía causar. En algunas oportunidades, los inmorta­les obtenían la misma clase de liberación mediante los alcaloides. Una cantidad suficiente que hiciera perder el control, confió, también sería una pantalla para los reflejos condicionados. Se estrellarían contra un cerro, se estrellarían unos contra otros. Por cierto, jamás podrían encontrar este lugar, a pesar que Masatura-san ha­bía demostrado tener una mente bastante poderosa y, posiblemente, habría existido alguna confidencia y..., no. St. Cyr mismo había seleccionado la tribu de Ma­satura-san para el trabajo de exterminación. Nadie po­dría ocultar nada de St. Cyr. Y el lugar era bastante difícil de localizar.

    Casi lo era. Con anterioridad, había sido un hotel de veraneo, utilizado para esa clase de convenciones que no deben ser del orden público, con anterioridad había pertenecido a un gángster que a su vez lo había obte­nido de sus (más o menos) legítimos dueños. El gángs­ter había constituido una molestia y el inmortal que le dio muerte se sintió hasta cierto punto virtuoso por el hecho de eliminar a un asesino.

    Ya no había caminos que llevaran hasta el hotel y no había otra construcción habitable en veinte millas a la redonda. Eso había costado bastante dinero; pero los inmortales sabían que esta tormenta se estaba for­mando hacía ya medio siglo y el dinero era el factor de menor importancia en sus planes. Había espacio para todos ellos, para los setenta y cinco inmortales de todas partes del mundo, «hijos de» sesenta o sesenta y cinco, y el mayor de ellos había nacido durante el rei­nado de Calígula. (Había muy pocos que no hubieran na­cido antes del siglo xx, debido a la contribución de la salud pública a su longevidad; pero esos pocos parecían resistirse a morir en todas sus formas.) Había mujeres que, mediante repetidas operaciones de cirugía estética, se las habían arreglado para permanecer, en aparien­cia general y a cierta distancia, jóvenes. Había ancia­nos evidentes, como St. Cyr con su aspecto apergami­nado, el romano bajo y gordo, el negro calvo y anciano que había nacido en la esclavitud durante el tiempo del gobernador del rey en el estado de Virginia. El co­lor no marcaba ninguna diferencia entre ellos, ni la raza, ni la edad; el factor que contaba era el poder. Eran los más fuertes del mundo y así se lo aseguraban continuamente.

    Sin embargo, eran cobardes. Emigraron como patos salvajes hacia climas más favorables, huyendo de Eu­ropa, en los primeros años del siglo xx, se alejaron del Pacífico durante las pruebas nucleares de 1950. Aban­donaron el norte de África mucho antes del choque entre árabes y judíos, y ninguno de ellos había vuelto a China desde los días de la Empresa Dowager. Ningu­no había presenciado un terremoto o un volcán a corta distancia..., y, en ningún caso, después de darse cuenta de lo que eran; y todos, durante sus prolongadísimas vidas, se habían rodeado de muros y guardias. Eran cobardes. Tenían la avaricia de los muy adinerados. Conocían los inconvenientes de sus vidas, pero no has­ta el punto de morir.

    En el gran hotel, invadido por los sudaneses en éxodo una década antes, totalmente fuera de contacto con el mundo que les rodeaba y a salvo hasta de un vagabundo de lengua suelta, se prepararon para dis­tribuir la plaga. El senador Dane se paseaba entre ellos, jovial, pero ligeramente preocupado. Les molestaba. El tonillo de preocupación era como un irritante y cons­tante murmullo para ellos. Le criticaban por ello, en palabras pertenecientes a cincuenta idiomas (los cono­cían todos) o en pensamientos, con gestos y entonaciones. Pero él los contagió a todos.

    El temor es algo relativo. El hombre que se está muriendo de hambre no teme la helada tempranera que puede terminar con los cultivos. Es demasiado tarde para eso; sólo puede preocuparse por lo que tiene al alcance de la mano. El hombre bien alimentado puede preocuparse con años de antelación.

    Los inmortales podían preocuparse con todo un si­glo de anticipo. Eran los Rockefeller de la vida, que dispensaban horas y días de vida a los de corta exis­tencia como si se tratara de monedas; penetraban muy dentro del futuro y cada grano de arena, por distante que estuviera en su camino, era para ellos una monta­ña. La preocupación de Dane era pequeña y remota, pero era una preocupación. Supongamos, musitó el te­mor tras la alegre máscara, que nos encuentran. Es verdad, no pueden afectarnos en mucho..., podemos des­truirles con sus propias mentes, tal como lo hemos hecho antes..., pero eso es una molestia. Desearíamos huir. Este es nuestro mejor lugar, pero tenemos otros.

    Cállate, pensaron (o dijeron, o gesticularon) los otros.

    Estaba interfiriendo en su diversión. El romano es­taba demostrando cómo equilibrar una pluma sobre una pompa de jabón (era el más fuerte de todos; era muy difícil mover objetos físicos con la mente, pero con la edad se hacía posible).

    Pero el temor dijo: Les hemos perdido. Pueden estar en cualquier parte. (La pompa de jabón se rompió.) El temor dijo: Aun en el caso que huyamos; no son estú­pidos. Pueden encontrar la casa y a nuestros propios médicos. ¡Y entonces..., entonces! Entonces pueden ter­minar con la plaga y sólo morirán unos pocos. ¡Y qui­nientos mil millones de seres comenzarán la búsqueda de setenta y cinco! (La pluma cayó al suelo. Los inmor­tales le gritaron burlones.)

    Lo siento.

    —No lo sientas, maldito imbécil —gritó madame Sant Anna, figurándole petulantemente en un error de privada molestia. El romano tomó la imagen y agregó un refinamiento del siglo iii.

    Pero supongamos que logran llegar hasta nosotros, sollozó Dane.

    —Vete —dijo St. Cyr con su lento sonsonete y lo suficientemente furioso como para hablar en voz alta—, des-tru-ye el sue-ro. ¡No nos estropees el día!

    Negligentemente, Dane se marchó y su murmuran­te preocupación fue disminuyendo en intensidad con la distancia. Se detuvo bruscamente y los inmortales vol­vieron a sus placeres con alegría... También se detuvo bruscamente para Dane.

    Se encontraban en el salón del pie de la escalera buscando a uno de los sirvientes sudaneses cuando es­cuchó un ruido a su espalda. Comenzó a girar. Pero era voluminoso y, a pesar de todo, era viejo.

    El golpe le dio de lleno y cayó pesadamente, como un secante lleno de grasa. Sólo tuvo una vaga con­ciencia de unas manos que le hacían girar y el desagradable sabor de algo..., ¿era licor? ¡Pero si jamás había bebido licor!... Y se lo estaban forzando por la gar­ganta.

    —Tenemos a uno —dijo uno de los de la escuadra de helicópteros con voz aguardentosa y caminando en forma vacilante.

    El senador Dane no lo sabía, pero había al menos una docena de figuras reunidas en torno a su cuerpo y llegaban más. Al comenzar a recobrar el conocimien­to lo supo, pero entonces ya era demasiado tarde. Estaba todo tan quieto. ¡Las voces en su mente se habían si­lenciado!

    El alcohol era una barrera. Le ensordeció, le cegó, le dejó aislado. Sólo tenía ojos, boca y oídos, y para alguien cuya vida ha sido iluminada por el rápido re­lámpago de la mente misma, eso es estar ciego. Comen­zó a sollozar.

    Cornut pasó por la cocina en donde los sirvientes estaban agazapados y bajo guardia y el senador yacía tendido sobre el piso, y corrió tras los hombres de la escuadra. Sintió el ruido de disparos y sintió pánico. Este era el momento de la verdad; en pocos segundos el mundo cambiaría su fisonomía para siempre, un re­baño pastando y sirviendo de alimento a los inmortales, o una multitud de billones de seres sin dirección... No. ¡Él no había pensado eso! Y en cuestión de una frac­ción de segundo se encontró en otra mente; entonces, era la imagen viva de la trizada petulancia de St. Cyr lo que le había atrapado, tan de cerca y con tanta poten­cia que ni la lucha ni el alcohol pudieron apartarle de su influencia; lo que había pensado era lo que había sentido St. Cyr.

    Cornut se lanzó en loca carrera. Era como estar en dos lugares a la vez; vio entrar a la policía, disparando; corrió tras ellos.

    Los inmortales resistieron como mejor pudieron, pero sus armas ya no eran apropiadas. Eran como mul­timillonarios que trataban de comprar a un rinoceronte en plena carga o como un Hitler tratando de invocar un terremoto siniestro en forma mental. No podían pre­valecer contra esta fuerza desnuda, sólo podían morir o ser atrapados; y la furia borrosa de sus mentes fue como un grito o el hedor de la peste.

    Captó un último y claro pensamiento de St. Cyr: Perdimos. No hubo más. St. Cyr había muerto; y a todo su alrededor la policía se imponía sobre los que aún se mantenían con vida.


    Capítulo XVIII


    Cornut no supo más de su persona en el camino de retorno y durmió profundamente durante horas. Rhame le dejó dormir. Había tiempo suficiente para todo ahora, hasta para dormir. Los médicos, una vez restau­radas las cintas grabadas de las referencias, ya habían comenzado con la tarea de preparar la vacuna; los cien­tos de litros de suero ya estaban siendo dosificados a los que ya habían contraído la enfermedad. Las multitudes se habían acallado —bastó la esperanza solamente para calmar su furia—, y el peligro, para la mayoría, había pasado. No para todos. Por ejemplo, el suero jamás po­dría llegar a tiempo al sur de África para algunos ca­sos; y ya habían muerto muchos. Pero los muertos sólo se contaban en los cientos de miles...



    Cornut despertó como en una explosión.

    La sangre golpeaba furiosamente en su cabeza; se puso de pie vacilantemente, dispuesto a luchar. Rhame, con una fuerte dosis de píldoras para mantenerse des­pierto, pero decayendo obviamente, le calmó de inme­diato.

    —¡Observa, ya todo está bien!

    Estaban de vuelta en la ciudad en una luminosa ala de uno de los hospitales. A lo largo de un pasillo, en todas las habitaciones, había parejas de hombres y mu­jeres, muy ancianos, durmiendo o caminando penosa­mente.

    —Son veinte —dijo Rhame con orgullo—, y cada uno, en forma garantizada, tiene el uno y medio por ciento o más de alcohol en la sangre. Les mantendre­mos así hasta que se decida el próximo paso.
    —¿Sólo veinte? —preguntó Cornut, alarmado—. ¿Y los otros?

    Rhame sonrío como un tiburón.

    —Comprendo —dijo Cornut, dándose cuenta de la extraña contradicción, un inmortal muerto... Mejor así, se dijo a sí mismo, mejor que un planeta muerto.

    No permaneció mucho en el lugar. Tenía que ver a Locille. Rhame ya había telefoneado al Campo y le ha­bía informado que ella se encontraba bien, pero que aún dormía; pero Cornut necesitaba asegurarse por sí mismo.

    Un helicóptero de la policía le llevó hasta el Campo bajo una lluvia torrencial y corrió a través del húmedo prado, mirando hacia todos lados. La hierba estaba su­cia y aplastada; las ventanas del Centro Médico mos­traban los lugares por donde la muchedumbre había intentado entrar. Apresuró aún más su carrera, pasó junto al recinto de los aborígenes, ahora desierto, pasó el Edificio de Administración; pasó el monumento al maestro Carl y la Clínica en donde había muerto Egerd. Las nubes de lluvia se mezclaban con el humo de los incendios en la ciudad; al otro lado del río aún yacían miles de muertos sin sepultar.

    Pero las nubes no eran espesas y el sol comenzó a brillar.

    En su habitación, Locille se movió ligeramente y despertó. Estaba muy calmada y sonrió.

    —Sabía que volverías —dijo. Cornut la abrazó, pero aun en esos momentos no pudo olvidar las pala­bras de Rhame, lo que ya sabían de esos borrachos y balbucientes inmortales. De hecho, el número de telepatas incipientes era muy grande, tal como había co­menzado a sospechar; pero no eran «abortos» de inmor­tales, en absoluto.

    Eran seres reales. La mutación que había dado ori­gen a un St. Cyr, había originado a cientos de miles; no eran seres de corta existencia a quienes habían ase­sinado o inducido a morir, se trataba de jóvenes inmor­tales. El gen era de carácter dominante y ahora que se había mostrado con tanta frecuencia, invadiría la raza. Lo que habían hecho los inmortales no era pre­servarse ellos mismos a costa de una raza que tendría que haberse extinguido. Sólo habían protegido su pro­pio poder contra los Cornut, las Locille, y los otros con quienes no deseaban compartir su existencia.

    —Sabía que volverías —le susurró nuevamente.
    —Te dije que lo haría —dijo Cornut—. Siempre volveré... —Y pensó en la forma de explicarle lo que ese «siempre» significaba ahora y de súbito para ellos.


    1) En inglés la frase es: «No, quantity not squared».
    2) En inglés: Last digit? O, a potential square.
    3) En inglés: Nothing loota, I kissed your concubine.

    FIN

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      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
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      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
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      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
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              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
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      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
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      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
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      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
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      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

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                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
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      BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar




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      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

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