LA PRISIONERA (Mills Bellenden)
Publicado en
febrero 26, 2011
A Maribel, por su apoyo incondicional.
ARGUMENTONada es igual luego de una guerra: la fisonomía de las ciudades cambia, los pueblos cambian, la gente misma cambia.
Napoleón tiene la victoria prácticamente asegurada: poco le resta para conseguir el triunfo definitivo y posar su despótica mano sobre toda Europa. Las tropas aliadas, enfrentadas al ejército francés, planean, entonces, jugarse una última carta: el golpe final que los podrá coronar con el éxito o con la derrota absoluta. Para ello, el comandante Wellington convoca al 92º Regimiento de los Highlanders a cargo del teniente Josh MacKinlay, un valiente militar y un hombre sin ataduras sentimentales. Los escoceses marchan y se apuestan en la pequeña aldea de Hougoumont, un enclave decisivo, que ha quedado diezmado por la guerra y en la que sólo permanece en pie una granja a cargo de dos jovencitas que lo han perdido todo, incluso la esperanza.Christine no tiene opción: ha debido tomar las riendas del lugar para sobrevivir junto a su hermana, cuando un regimiento de militares a cargo de un engreído escocés se instala en su propiedad. Ella defenderá lo suyo con uñas y dientes, y Josh MacKinlay no podrá evitar sucumbir al encanto de una mujer como Christine, aunque para hacerlo deba disolver los lazos que lo ligan a su pasado, enfrentar a su familia y comenzar una nueva vida.Las guerras cambian a la gente; gente como Josh y Christine, que deberán moldear sus propios destinos para unir su amor.Capítulo 1
Bruselas, junio de 1815. Cuartel general del duque de Wellington.
—¿Has oído, Mackinlay? Parece ser que los franceses han cruzado la frontera con Bélgica a través del Sambre. Josh, ¿me estás escuchando? —insistió Ross MacGregor para llamar la atención de su amigo, el Teniente del 92° Regimiento de Highlanders acantonados en Bruselas.—Te he oído —respondió MacKinlay, ajustándose el cinturón del que pendía su sable.—El general Smith quiere que te presentes en la reunión de oficiales dentro de veinte minutos. Ordenes de arriba. —Señaló con el dedo en dirección al cielo.—¿Del duque de Wellington? —preguntó sorprendido—. La cosa debe de estar poniéndose fea si el Duque en persona se toma tanta molestia —continuó mientras se terminaba de colocar la guerrera y comprobaba que su uniforme estuviera en perfecto estado.Josh MacKinlay era un escocés de pura cepa. Procedente de Edimburgo, se había alistado en el Ejército siguiendo la tradición familiar, y su ascensión había sido meteórica debido a su arrojo y valentía, pero también a su inteligencia. Tenía apenas treinta años y estaba comprometido en la cruenta guerra contra Napoleón desde hacía un par. Soltero empedernido, no se le conocía ninguna prometida que lo aguardara en su país natal.Salió de las dependencias de su regimiento con paso firme y se dirigió hacia el cuartel general de las tropas aliadas contra Napoleón. La mañana estaba despejada; desde muy temprano, el sol llenaba de luz y claridad todos los rincones. En Bruselas, amanecía muy pronto y anochecía muy tarde; a diferencia de Edimburgo, había días en los que a las diez de la noche no había oscurecido aún.Los soldados de guardia lo saludaron, y el cabo se encargó de conducirlo hasta la sala de reuniones donde se encontraban casi todos los principales oficiales. Algunos se hallaban sentados, y otros, como el duque de Wellington, permanecían de pie; estaban contemplando un gran mapa de Europa expuesto en una pizarra. Los oficiales aguardaban a que se les explicara la situación inicial. Josh MacKinlay saludó a los presentes y se dispuso a escuchar al Duque, comandante de las fuerzas aliadas.—Caballeros. Napoleón ha cruzado la frontera con Bélgica esta misma madrugada. Han atravesado el Sambre —señalaba en el mapa con un puntero de madera a medida que explicaba—. Y, según parece, avanzan hacia Bruselas.Un murmullo se levantó entre los asistentes, hasta que la voz del general O'Brien se dejó escuchar, más alta y clara que las demás.—¿Lo sabe Blücher?—Pronto lo sabrá. He enviado un despacho a Lieja en cuanto me he enterado para advertir a los prusianos del avance francés. Nuevamente se alzó un murmullo; MacKinlay escuchaba expectante los comentarios sobre aquella nueva información. De pronto, la puerta se abrió, y el cabo de guardia anunció el arribo de un correo que procedía de la frontera.—Adelante, hacedlo pasar —autorizó el Duque. El soldado llegó exhausto por el esfuerzo de tener que galopar hasta la capital. Entregó su mensaje al Duque quien, tras ordenar que asistieran al joven correo, procedió a leer. MacKinlay observó cómo su rostro enrojecía a medida que examinaba la misiva. Al terminar, arrugó el papel con rabia y lo arrojó contra la mesa. Luego levantó la vista hacia los oficiales presentes para comunicarles las últimas noticias.—Caballeros, me temo que los acontecimientos más recientes no son nada favorables. —Se volvió para ilustrar la situación en el mapa.— Napoleón ha dividido su ejército y amenaza simultáneamente otras ciudades belgas. Han visto una parte del ejército francés camino de Mons, mientras que otra se dirigía a Namur.—¿Y Napoleón? —le preguntó sorprendido O'Brien.—Viene hacia aquí.—Pero entonces tendríamos que dividir nuestras fuerzas para detenerlo en esas dos localidades —sugirió el coronel Thompson.—Así es. Enviaremos un par de regimientos a Mons para neutralizar el avance francés —decidió el Duque.—¿Y Namur?—Les avisaremos a los prusianos para que acudan allí. El grueso del ejército se quedará en Bruselas, esperando a Napoleón. Ahora sólo falta saber a quién enviar a Mons, ya que todos los hombres son necesarios aquí —comentó pensativo. Se hizo un silencio en la sala de reunión, sin que nadie se aventurara a proponer nada, hasta que una voz lo rompió, muy resuelta:—Si me permitís, señor, ofrezco mi regimiento de Highlanders —dijo MacKinlay con determinación.—Los escoceses siempre tan decididos, ¿eh? —bromeó el duque de Wellington.—Nuestra fama nos precede —respondió risueño MacKinlay.—Si es vuestro deseo, no me opondré, Teniente. Pero recordad que no debéis exponeros más de lo necesario. Ahorrad cuantas vidas podáis, ¿queda claro? —Buscó complicidad en la mirada del escocés.—Sí, señor.—Entonces formad a vuestro regimiento y partid de inmediato. El teniente MacKinlay saludó al Duque y al resto de los oficiales, y salió de la sala de reuniones. Inmediatamente comunicó la noticia al sargento MacGregor, al que no pareció gustarle su nueva misión.—¿Por qué tenemos que ser siempre nosotros? Si hay alguna misión que entrañe peligro, allí vamos —dijo resignado.—Lo siento, Ross, pero el comandante Wellington ha sido muy explícito: "Teniente MacKinlay, que acuda su regimiento de Highlanders". —Imitó la voz del Duque. Cuando el regimiento de Highlanders estuvo organizado, las gaitas comenzaron a sonar y la formación se puso en marcha. Josh MacKinlay encabezaba la tropa, seguido del sargento MacGregor y el resto de los hombres. Si bien la ciudad de Mons no distaba muchos kilómetros de la capital, la travesía se hacía dura a través de los campos y barrizales. Cuanto más avanzaban y se adentraban en territorio enemigo, más confusa se volvía la situación, puesto que no veían a los franceses por ningún lado, lo que llamó la atención de MacKinlay.—Juraría que, con lo que hemos caminado, ya deberíamos de haber avistado al enemigo.—Yo también lo he pensado, pero no he querido pronunciarme sobre ese tema —reconoció MacGregor.—Tal vez debamos caminar aún más para encontrarlos —sugirió MacKinlay, que comenzaba a barajar una hipótesis.—¿Crees que puedan estar ocultos aguardando nuestra llegada? —le preguntó impaciente Ross.—No lo creo. Los franceses no son de los que se esconden, siempre pelean a campo abierto —comentó para tranquilizar los ánimos del Sargento, que se mostraba inquieto por la situación. Siguieron avanzando hasta que MacKinlay ordenó que se detuvieran a descansar. Aprovechó ese momento para sacar su mapa y verificar su posición. Tras varios minutos en silencio, decidió enviar a un par de hombres a que exploraran el terreno, para que confirmaran o desmintieran sus sospechas. Cuando regresaron al anochecer, MacKinlay estaba reunido con el sargento MacGregor.—¿Y bien? ¿Habéis visto a los franceses? —les preguntó tenso.—Ni rastro de ellos, Teniente. Debemos de haber avanzado unos cinco kilómetros y no hemos divisado siquiera presencia humana en la zona. MacKinlay se quedó pensativo. Sus presunciones comenzaban a confirmarse.—Napoleón nos ha engañado —dijo de repente, para sorpresa de sus hombres.—¿De qué estás hablando? —le preguntó Ross.—No hay tal ataque a Mons; ha sido una maniobra de despiste —se explicó entre dientes—. Y, seguramente, tampoco haya atacado Namur.—¿Entonces?—Su propósito ha sido reducir el número de hombres en la capital para tener un ataque más fácil. Sin nosotros, las fuerzas de Bruselas se resienten, y Napoleón aprovechará esa debilidad para avanzar.—Debemos regresar cuanto antes, Josh —le aconsejó MacGregor.—¡Rápido, forma a los hombres! Debemos apresurarnos para reunimos con el resto de los regimientos antes de que los franceses ataquen —resolvió ágilmente. Así, los Highlanders, al mando del teniente MacKinlay, comenzaron la marcha para volver a Bruselas y subsanar el error del Duque. Afortunadamente, su contraparte en la estrategia, el alto mando Blücher, había adivinado la emboscada y, en lugar de acudir a Namur para detener el avance francés, permaneció en Lieja. En ese mismo momento, Napoleón iniciaba el avance desde Charleroi, en donde dejaba una retaguardia que protegería su retirada si perdía en la capital. Tal como lo había planeado, el duque de Wellington conservaría escasas defensas consigo, ya que habría enviado parte de su ejército a cubrir los eventuales ataques sobre Mons y Namur. Antes de atacar Bruselas, sin embargo, debía dirigirse a Lieja para acabar con los prusianos; luego daría cuenta de los ingleses. Capítulo 2
Josh Mackinlay impuso un ritmo frenético a sus hombres para llegar cuanto antes a Bruselas e informar que todo había sido una maniobra para entretener y desmembrar al ejército inglés. Sin embargo, no tuvo que avanzar demasiado para toparse con el duque de Wellington y el resto de los regimientos. Al llegar al cruce de Quatre Bras, el teniente MacKinlay se encontró con el grueso de las fuerzas aliadas. Su sorpresa no pudo ser mayor, no obstante, agradeció aquel golpe de la providencia que lo detuvo antes de llegar a destino. El propio duque de Wellington se mostró esperanzado al ver aparecer al regimiento de Highlanders.
—Teniente MacKinlay, celebro veros.—Lo mismo digo, señor. Los franceses no se encuentran en Mons, ni en sus inmediaciones. Estimo que todo ha sido una trampa para dividir nuestras fuerzas.—Ya lo sé. Ese zorro de Napoleón es muy astuto, imaginé que algo así podía suceder.—¿Hacia dónde marcháis? —le preguntó, sorprendido por la dirección que llevaban. El Comandante no dijo nada y se limitó a señalar a lo lejos.—Mirad allí. A pocos kilómetros, el ejército francés avanzaba en dirección a Ligny, el verdadero objetivo de Napoleón. A la derecha de las tropas inglesas, quedaba la pequeña aldea de Quatre Bras.—Napoleón sigue pensando que parte de mi ejército se encuentra en Mons y Namur. Pero se llevará una gran sorpresa cuando nos vea aparecer —dijo el duque de Wellington, observando el avance de los franceses a través de su catalejo—. ¿Tenemos los hombres preparados en Nivelles? —le preguntó al mariscal Nordington.—Sí, señor —respondió el estratega.—Entonces dispersemos al resto en las inmediaciones de Quatre Bras. Que el regimiento de Picton se reúna con los prusianos. Servirán de refuerzo a las tropas holandesas allí acampadas. ¡MacKinlay! —llamó al Teniente—, vosotros desplegaos entre los arbustos cercanos a la aldea, y no hagáis ningún movimiento hasta que no hayan empezado las hostilidades.—Como ordenéis, señor —respondió rotundamente MacKinlay antes de iniciar la marcha. Los franceses, por su parte, marchaban tranquilamente, ajenos a todos los movimientos que se estaban efectuando en las inmediaciones. Los aliados operaban sigilosamente, ya que había que evitar que descubrieran las tropas allí ocultas. MacKinlay y su regimiento se echaron cuerpo a tierra y aguardaron pacientemente. El sargento MacGregor miraba ansiosamente a su amigo.—Confío en que no sea una espera muy larga —comentó.—¿Tienes prisa por ir a algún sitio? —bromeó MacKinlay.—Tengo ganas de que esta maldita guerra acabe y poder regresar a casa con mi esposa. —Levantó un poco la voz.—Por suerte, yo no tengo ese problema. Cuando se es un soldado, es una ventaja no tener a nadie que te espere.—Eso lo dices porque no has encontrado a nadie que lo haga, pero ya verás el día que te llegue. No querrás abandonar el hogar por nada del mundo —le vaticinó muy seguro el Sargento, que añoraba a su esposa Mary y su pequeña casa en las afueras de Edimburgo.—Por eso estoy pensando en llevarme a Escocia alguna dama de aquí. ¿Te has fijado en lo atractivas que son las mujeres de la zona? —bromeó.—¿Cuál es el problema con las escocesas? —preguntó Ross con ceño fruncido. MacKinlay se encogió de hombros ante aquella pregunta.—¿A qué te refieres?—A que estás pensando en conquistar a una belga. ¿No hay ninguna muchacha en Edimburgo que te atraiga? —se burló MacGregor.—Hay demasiadas. Y las tengo muy vistas —respondió divertido. MacGregor rió estruendosamente con aquel comentario.—¡Shhhhh! Cierra la boca —lo reprendió Josh—. No estamos en una taberna. Los franceses podrían descubrirnos. —Señaló con la cabeza hacia el lugar donde estaban acampados los regimientos de infantería de Napoleón.—En serio, Josh, ¿por qué ninguna te conforma? —insistió MacGregor en voz baja.—Porque últimamente todas están dispuestas a complacerme y a seguirme la corriente como las ovejas. Estoy harto de que me miren como si fuera un trofeo y me exhiban en los bailes de la ciudad.—Tú lo que necesitas es una mujer que te haga olvidar tus dotes de seductor. Vamos, amigo, a nadie se le pasa por alto tu larga lista de conquistas. Por eso mismo, precisas a alguien a quien tu rango y tu fama la tengan sin cuidado —aconsejó muy serio.—No me digas —se burló. Le extrañaba aquel comentario.—Lo que te hace falta es tener un demonio por esposa. Y, tarde o temprano, aparecerá. Alguien que te lleve la contraria, que te haga perder la cabeza y que no acate todas tus órdenes. Exactamente lo opuesto a esas remilgadas señoritas de Edimburgo.—¡Seguro! —exclamó entre risas. La conversación se vio interrumpida por el atronador sonido de la artillería francesa, a escasos metros de donde se hallaban. Al parecer, un destacamento francés se había acercado hasta Quatre Bras con intención de desalojar a las tropas allí emplazadas. Pero se toparon con la sorpresa de la inesperada aparición de las tropas de Picton y de los prusianos. Ante aquel imprevisto, la infantería francesa se replegó, y Ney ordenó a la artillería abrir fuego sobre Picton.—Nos han descubierto —murmuró entre dientes MacKinlay.—Eso parece —corroboró MacGregor, apoyado en su bayoneta. Los cañones franceses bombardeaban incesantemente Quatre Bras, intentando por todos los medios acabar con los aliados. Mientras tanto, la infantería se había reagrupado y volvía al ataque en la dirección en que se encontraban MacKinlay y los Highlanders.—Oye, ¿en serio crees que no volverás a caer ante una mujer? —le preguntó Ross en mitad del cañoneo.—Estoy completamente convencido —sonrió irónicamente.—Podríamos apostar algo para hacer nuestra estancia en Bélgica más emocionante —sugirió MacGregor.—Acepto, porque estoy seguro de que no vas a verme babear por una dama; te apuesto tu tan postergado viaje de bodas con tu esposa a que no sucederá.—¡Vaya, esto es en serio! ¿Y qué sucede si pierdo la apuesta?—¡Dejarás de intentar casarme de una maldita vez! —le respondió entre risas, al tiempo que pensaba en que su amigo merecía disfrutar de su reciente matrimonio.—Hecho.—Bien. ¿Cuánto tiempo te tomarás para perder la apuesta?—El tiempo que tarden en enviarnos de regreso a casa —propuso MacGregor.—De acuerdo. Ve resignándote. —Le apuntó con el dedo índice mientras le guiñaba un ojo.—No me preocupa, estoy seguro de que tarde o temprano encontrarás a una mujer que te haga perder la cabeza. MacKinlay lo miró y sonrió cínicamente por toda respuesta. Tenían que matar el tiempo como fuera, y no pensar en las balas de cañón que seguían silbando en el aire, cada vez más cerca de ellos. Al ver que corrían peligro, MacKinlay mandó a sus hombres a replegarse hacia los diques y las zanjas abiertas en el suelo, que se ocultaban tras la vegetación. Otros se apostaron en las cunetas de los caminos. Todo refugio era válido con tal de salvar la cabeza. De repente, la columna de infantería de la línea francesa comenzó a avanzar disparando sus bayonetas hacia los Highlanders. MacKinlay estaba ansioso por entrar en combate, y decidió preparar a sus hombres.—Si no hacemos nada, nos cazarán como a conejos —le dijo a MacGregor—. ¡Cargad! Los hombres obedecieron al Teniente y dispusieron sus armas para abrir fuego.—¡En línea! Los escoceses se ubicaron entre la maleza que los resguardaba de ser vistos con claridad por los franceses. Algunos estaban tumbados boca abajo en el suelo; otros, con una rodilla en tierra y, los más temerarios, de pie. Todos apuntaban hacia los franceses y esperaban la señal.—¡Esperad! ¡Quietos! ¡Dejad que se acerquen aún más! La infantería de Napoleón se encontraba a unos cientos de pasos de los Highlanders. MacKinlay sabía que tendría que disparar antes de volver a cargar. Llegado el momento justo, dio la orden de abrir fuego.—¡Ahora! ¡Disparad! Las detonaciones de las bayonetas de los Highlanders resultaron demoledoras; cuando las columnas francesas quisieron reaccionar y responder al fuego, MacKinlay dio la orden de asalto, con la ayuda de la espesa humareda formada por los disparos. Los soldados franceses se vieron sorprendidos por los escoceses que surgían de entre los arbustos, las zanjas y la cuneta del camino, y cargaban contra ellos en medio de un gran griterío para desconcertarlos. La lucha fue feroz, ninguno de los dos ejércitos parecía estar dispuesto a ceder ni un solo palmo de terreno al adversario. Incluso MacKinlay tuvo que participar en el combate cuerpo a cuerpo para desembarazarse de sus enemigos. Finalmente, el empuje de los británicos consiguió hacer retroceder a los franceses, que acabaron por retirarse. Entonces, Josh buscó a MacGregor y lo encontró no muy lejos, jadeando por el esfuerzo. Tenía una pequeña herida en un pómulo, por la que brotaba sangre, pero estaba vivo.—De momento, sigo con vida —le comentó Ross mientras iba hacia él arrastrando su bayoneta.—Lo cual significa que la apuesta continúa en pie, ¿verdad?—¡Santo cielo, MacKinlay, eres increíble! Los franceses casi nos hacen polvo, y tú piensas en eso. —Le dio un puñetazo cómplice en el hombro.—La próxima vez, procuraré estar más cerca de ti. He de proteger mi inversión —respondió entre carcajadas. Pese al éxito obtenido por los Highlanders, la situación en el otro enclave era bien distinta, y los regimientos franceses habían conseguido arrinconar a las tropas de Quatre Bras en el bosque cercano a la localidad. El oficial francés Jérôme Bonaparte había logrado quebrar las líneas prusianas, y el comandante Wellington tuvo que ordenar a los Highlanders reforzar aquella ala. MacKinlay situó a sus hombres en dos líneas y, abriendo fuego contra los lanceros franceses, logró mantenerlos a raya. A medida que llegaban tropas de refresco, se unían a MacKinlay, que permanecía firme y seguro en su puesto, cargando la bayoneta con experta celeridad. La tarde avanzaba sin que ninguno de los dos ejércitos se viera vencedor. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, los franceses se iban quedando sin municiones. Finalmente, el comandante Wellington ordenó el ataque definitivo, en el que los británicos consiguieron romper el cerco francés y asentarse sin peligro en Quatre Bras. MacKinlay entró en la localidad aclamado como un héroe por sus hombres y por los altos cargos del Ejército británico.—Me complace veros de nuevo, teniente MacKinlay. Vuestros escoceses han actuado como verdaderos valientes —lo elogió un oficial con una palmada en el hombro.—Gracias, señor. Hemos hecho lo mejor que hemos podido.—Si hubierais visto retroceder a los franceses con el rabo entre las piernas —le comentó a otro oficial, entre risas. MacKinlay dejó que los dos hombres siguieran burlándose de la retirada de la infantería francesa y se presentó de inmediato junto al Estado Mayor del duque de Wellington, que ya se encontraba reunido. Al verlo aparecer, todos se volvieron hacia él para felicitarlo por la victoria del regimiento de Highlanders. MacKinlay agradeció los cumplidos y se dispuso a escuchar el parte de guerra.—La situación actual es la siguiente, caballeros —comenzó el comandante Wellington—. Hemos derrotado a los franceses aquí, en Quatre Bras, aunque Napoleón sigue avanzando hacia Bruselas; para ser más precisos, hacia el pueblo de Ligny.—Entonces, ¿no es a Napoleón a quien hemos detenido? —preguntó el mariscal de campo Robertson con el ceño fruncido.—Me temo que no, Mariscal. Napoleón dividió su ejército con el fin de distraernos de nuestra principal misión, que era asegurar Bruselas.—Si se me permite preguntar —intervino MacKinlay—, ¿quién estaba al mando de los regimientos que hemos repelido?—Michel Ney. Él era quien, una vez asegurado el cruce de Quatre Bras, debía apoyar a Napoleón en Ligny.—Pues no le será sencillo —bromeó MacKinlay, y contagió con su risa al resto de los oficiales.—¿Cuál es el siguiente paso, señor? —preguntó Robertson.—Napoleón no sabe que hemos derrotado a Ney y, por lo tanto, esperará sus refuerzos en Ligny. De manera que nosotros nos pondremos en marcha mañana en dirección a Mont Saint Jean para cortarle el paso. Debemos llegar antes que los franceses y asegurar tres enclaves estratégicamente ubicados. —Señaló sobre el mapa desplegado en una mesa de campaña—. La granja de Hougoumont en el flanco derecho, La Haye Sainte en el centro y Papelotte sobre el flanco izquierdo.—¿Esos sitios se encuentran habitados por civiles? —preguntó el general Smith.—Imagino que sí, salvo que hayan decidido abandonar sus casas y sus tierras ante la perspectiva de que la guerra llame a sus puertas —aclaró el Duque.—¿Son leales a nosotros o a Napoleón?—Esperemos que a nosotros —respondió con un suspiro, antes de retomar sus indicaciones—: bien, necesito que un grupo ocupe la granja de Hougoumont, porque es el puesto más avanzado frente a los franceses. Teniente MacKinlay, ¿están vuestros hombres dispuestos a defender ese sitio?—Contad con ello, señor.—De acuerdo. La infantería de línea ocupará La Haye Sainte, de modo que el grueso del ejército quede en los alrededores de Mont Saint Jean para contener a Napoleón. Necesito que detengan el avance de los franceses en Hougoumont, ya que es el primer punto entre nosotros y ellos. Si cae la granja, les será más fácil llegar a Bruselas —dijo con el semblante lleno de preocupación—. No hace falta que os diga, teniente MacKinlay, que confío en vuestra destreza y la de sus hombres para defender este puesto. Os deseo buena suerte. —Le estrechó la mano con firmeza. Una vez más, los Highlanders estarían en primera línea de batalla, como le gustaba a MacKinlay.—No irás a decirme que nos ha tocado ser la avanzada otra vez —preguntó Ross MacGregor con cara de disgusto.—Las medallas se ganan frente al peligro —le respondió MacKinlay y pasó su brazo por sobre los hombros del Sargento mientras caminaban en dirección al campamento que ocupaba su regimiento.—También las primeras balas. El Teniente, indiferente ante aquel comentario, refutó:—Esta mañana hemos salido airosos del enfrentamiento con la infantería francesa. Además, esta vez estaremos resguardados en Hougoumont, un pueblecito que tiene una granja.—¿Una granja? —Sorprendido, MacGregor se apartó de él.—Mejor una granja que las cunetas de hoy.—Bien pensado. Por cierto, ¿encontraremos a sus habitantes? Te lo digo porque, si hay personas, será nuestro deber protegerlas de los franceses, y ello acarreará problemas.—Supongo que sí aunque, por otra parte, ¿quién puede vivir en la granja? Una familia, un matrimonio de ancianos, algunas mujeres mayores con unos cuantos pollos y gallinas merodeando a su alrededor, vacas, un pozo... ya sabes, lo normal. Es una granja, Ross, no un palacio —rió burlonamente.—Una granja muy importante para el desarrollo de la guerra —le recordó MacGregor. MacKinlay asintió y se retiró al vivac a descansar. Se echó una ligera manta por encima y se dejó caer sobre su mochila, apoyado en un hombro. Estaba sacando una petaca de whisky de uno de los bolsillos de su equipaje para echar un trago, cuando un broche salió disparado. Lo recogió del suelo con la intención de devolverlo a su sitio pero, al tenerlo en sus manos, sintió un escalofrío. Lo dio vuelta y contempló el retrato de la hermosa mujer de cabellos largos y rizados. Observó sus ojos color miel, sus mejillas rosadas, su nariz pequeña y respingona, y una encantadora sonrisa que dejaba ver sus dientes de marfil. El brillo de aquellos ojos atravesó el pecho de MacKinlay como una bala que lo desgarraba por dentro. Con expresión melancólica, pasó el pulgar por sobre aquel rostro mientras murmuraba un nombre:—Elizabeth... Los recuerdos se agolparon en su mente. Era curioso que sólo hubiera quedado en su memoria aquello que le hacía más daño, pero se debía a que su piel y su corazón habían sido marcados a fuego. Elizabeth y él eran novios en Edimburgo. Ella era la hija de un hombre de negocios de la ciudad que había caído en desgracia. Estaban muy enamorados o, por lo menos, él sí lo estaba. Un día, Elizabeth le contó que, para ayudar a su familia, había decidido marcharse a Londres a trabajar como institutriz de una familia conocida de sus padres. Necesitaban para los niños una joven de confianza, con estudios y mano firme y, según parecía, ella era la persona ideal. De manera que preparó todo para marcharse y prometió volver pronto junto a él. El tiempo pasó, los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y ella no retornaba. Las cartas que Elizabeth le enviaba comenzaron a espaciarse en el tiempo, y a hacerse más y más breves, incluso el tono había cambiado notablemente: ya no hablaba de amor, sino de cosas triviales. Un día apareció de regreso en Edimburgo, pero no venía sola. La acompañaba un joven inglés, el hijo mayor de la familia para la que trabajaba. Se habían conocido, habían congeniado y se habían enamorado hasta el punto de comprometerse. Él no podía o no quería creer que la hubiera esperado tanto tiempo para que todo terminara así. Por más que intentó, no logró hacerla cambiar de opinión, entonces decidió abandonar aquella lucha estéril y seguir adelante con su vida. Varias semanas después, lo invitaron a la boda, pero Josh declinó la invitación. ¿Cómo podía tener la osadía y el descaro de invitarlo? No cabía en sí de su asombro. ¿Cómo podía pensar que presenciaría la boda de la mujer a la que todavía amaba? En un principio, aquello le pareció una locura, pero, cuando llegó el día del casamiento, se congregó entre la multitud que aguardaba a la feliz pareja a la salida de la catedral de St. Giles. Entonces la vio: radiante, hermosa como nunca antes, sólo que del brazo de otro. Siempre había imaginado que sería él quien la llevaría hasta el altar, pero el destino le había deparado una sorpresa. Cuando sus miradas se cruzaron, él sonrió tristemente y desvió su vista hacia el mismo retrato que sostenía en aquel momento entre sus manos. Recordaba aquel pasaje con claridad; nunca había podido olvidarlo y por ello tampoco había vuelto a confiar en una mujer. Por eso, sabía de sobra que MacGregor perdería la apuesta: no había en el mundo ninguna mujer que pudiera llenar el vacío en su corazón. Abstraído en sus pensamientos, con el retrato de Elizabeth en la mano, no se percató de que su compañero se acercaba. MacGregor lo contempló unos instantes hasta que MacKinlay volvió en sí.—¿Sigues pensando en ella? —le preguntó mientras se sentaba junto a él.—No sabía que esto estaba ahí guardado. —Señaló su mochila.—Nunca hemos vuelto a hablar del tema.—No hay mucho más que decir, Ross.—La querías mucho, ¿verdad? Josh MacKinlay no respondió. Se limitó a contemplar a su amigo y compañero con una mirada que lo dijo todo. Sus ojos se tornaron vidriosos por unos segundos, y decidió tomar otro trago para intentar calmar su dolor.—¿Has vuelto a tener noticias suyas?—No. Ninguna en dos años —respondió con la vista fija en las llamas.—¿Es por eso que ocupas tu tiempo en compañía de cualquier muchacha que busque un poco de cariño? ¿Por eso tu extensa colección de amantes en Edimburgo? —le preguntó con el ceño fruncido—. ¿O tus noches de juerga hasta el amanecer? MacKinlay lo miró y esbozó una sonrisa amarga, mientras arrojaba el retrato al fuego para que las llamas lo devoraran.—¿Qué sabes tú de mí?—Más de lo que imaginas —le advirtió—. Tenemos amistades en común que te han visto deambular por los jardines de Princes Street al alba. Por no hablar de los días enteros que pasas en tu casa durmiendo las borracheras. ¿Por eso siempre te lanzas al combate? ¿Es que en realidad deseas acabar tus días tirado en una zanja en mitad de un país extraño? —le preguntó MacGregor, alarmado por las acciones temerarias de su amigo.—En ese caso, te quedarías sin tu viaje —le señaló antes de tomar un trago de whisky de su petaca. Luego se la pasó a MacGregor, que no la rechazó.—¡Olvida la maldita apuesta! Te estoy hablando en serio. Desde que Elizabeth se marchó, te has vuelto más huraño, más esquivo. Me encantaría que encontraras a alguien que te sacara de ese ostracismo al que te has confinado.—Sabes que no hay ninguna mujer que pueda hacerme cambiar de opinión. Tú mismo me lo dijiste hoy antes de la batalla. —Lo miró a los ojos con intensidad—. Será mejor que descansemos. Mañana nos espera una larga jornada hasta llegar a esa granja. Ross comprendió que su amigo deseaba dar por cerrado el tema, y que lo mejor que podía hacer era dejarlo a solas.—Duerme tú. Yo voy a hacer la ronda —le dijo.—Como quieras —respondió resignado Josh. Cuando Ross se fue, se acercó a la fogata. Contempló las llamas unos instantes e intentó vislumbrar los restos del retrato. Se sentía mucho mejor, era como si hubiera arrojado su pasado al fuego, como si las llamas hubieran cauterizado la herida de su corazón. Echó un último vistazo a las cenizas y murmuró una despedida.—Hasta siempre, Elizabeth. Decidió que ayudaría a Ross en su tarea. Se incorporó y comenzó a pasar revista a los puestos de guardia de aquella noche. En su cabeza, aún resonaban las palabras de MacGregor. Era verdad que sus noches eran bastante alegres y que, antes de ser destinado a Bélgica para luchar contra Napoleón, su vida había sido un completo desastre. Pero tenía buenas razones para comportarse así: había amado a Elizabeth con todo su corazón, y había aprendido del desengaño sufrido. Por eso ya no se fiaba de ninguna mujer y sólo las tomaba por el placer de tener su compañía; se divertía y eso le bastaba. Las muchachas se mostraban decepcionadas al ver que todo se trataba de una breve aventura. Sin embargo, él nada podía hacer: durante todos aquellos encuentros, no había encontrado a ninguna mujer que hiciera latir su corazón, que le provocara nuevas sensaciones, que le hiciera vibrar el cuerpo cuando la abrazaba, que lo devolviera a la vida. Y así sería para siempre, pues sus esperanzas de hallar una compañera se habían desvanecido hacía tiempo, como la niebla que por la mañana cubría aquellos solitarios parajes.Capítulo 3
El día amaneció nublado. El cielo gris oscuro amenazaba con descargar lluvia de un momento a otro; y un viento frío que obligó a los hombres a envolverse en sus capotes de campaña comenzó a soplar con intensidad, por lo que se apresuraron a levantar el campamento y a ponerse en camino. No querían que el agua los sorprendiera en mitad de la marcha, pues ello dificultaría su avance por los caminos de tierra. Sin embargo, el clima parecía no estar de acuerdo con sus deseos, y no habían salido aún cuando una tempestad comenzó a arreciar con virulencia; pronto los hombres estuvieron calados hasta los huesos. MacKinlay los apuró para que recogieran todo rápidamente y así poder llegar cuanto antes a Hougoumont.
—¿Queda lejos esa granja de la que hablas? —le preguntó MacGregor.—A una hora, pero, si nos damos prisa, tal vez podamos llegar antes.—Con esta tormenta, y en el estado que se encuentran los caminos, no lo conseguiremos.—Somos escoceses, estamos acostumbrados a recorrer las Highlands. ¡No me digas que te intimida la lluvia de Bélgica! MacGregor lo miró con cara de pocos amigos mientras ordenaba formar a los hombres e iniciaba el camino bajo aquella cortina de agua. Durante la marcha hasta Hougoumont, nunca pareció que fuera a aplacarse aquel aguacero que empapaba sin piedad a las tropas.—Dime una cosa, Josh, te ofreciste en forma voluntaria para defender Hougoumont, ¿no es así?—El duque de Wellington me sugirió encargarme de hacerlo.—Entiendo —rezongó sin creerle—. ¿Qué sabes del sitio?—No mucho, ya te lo he dicho. Supongo que habrá campesinos y animales; al fin y al cabo, es una granja.—Imagino que a sus dueños no les hará gracia que nos instalemos en ella.—Depende de a quién apoyen.—Como se trate de simpatizantes de Napoleón, nos vamos a ver en problemas.—Eso es lo que menos me preocupa en este momento. Lo más importante es llegar y tomar posesión del lugar, emplazar puestos de vigilancia e inspeccionar las defensas con las que cuenta. Seguramente tendremos mucho que hacer para estar bien pertrechados.—Pues espero que sus dueños colaboren —resopló Ross.—Lo harán, no te preocupes. No dudo de que serán gente pacífica. Al cabo de una hora, en medio del claro de un bosque, avistaron el edificio que debía de ser la granja de Hougoumont. A medida que se iban acercando, la construcción se hacía cada vez más visible hasta quedar expuesta por completo ante ellos. Ni MacKinlay ni MacGregor pudieron evitar dejar escapar una exclamación de asombro.—¿Esto es Hougoumont? —le preguntó el Sargento ante la casa de dos pisos hecha en ladrillo y piedra blanqueada. Tenía un porche con tres arcos en un lateral y uno en el frente, e igual número de ventanas en ambos pisos, con sus respectivas contraventanas de madera, que en ese momento estaban abiertas. El tejado estaba construido con tejas de color rojizo que, al mojarse, brillaban y se habían tornado más oscuras. Entre las tejas, se lograba divisar una chimenea por la que salía humo. El musgo y la enredadera se habían adueñado de la parte baja de la estancia, mientras que un césped verde vivo la rodeaba como una alfombra. Cuando llegaron, el viento había amainado, ya no llovía, y el cielo comenzaba a despejarse lentamente.—No veo a nadie. Será mejor que me acerque. —MacKinlay se quitó el gorro y se lo entregó a MacGregor—. Que los hombres estén alertas. No me fío. MacGregor transmitió la orden a los hombres del regimiento, que cargaron sus bayonetas y se dispersaron por los alrededores para reconocer la zona, mientras MacKinlay cruzaba el jardín en dirección a la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Continuó su recorrido y al girar la esquina tropezó con una jovencita de poco más de veinte años, que gritó al verlo allí armado.—¡Por favor, no se asuste! —Dejó su bayoneta apoyada contra la casa e intentó calmarla, pero, cuanto más trataba de tranquilizarla, más nerviosa se ponía. Los gritos atrajeron la atención de otra mujer, pocos años mayor. Luego de contemplarlos confundida, se encaminó hacia MacKinlay con una horca de afiladas puntas en sus manos. Se detuvo a escasos centímetros de él y le apuntó con fiereza; al principio, Josh sólo atinó a levantar las manos en alto, luego intentó explicarle a aquella mujer qué hacían allí.—Señora, no queremos hacer daño a nadie. Hemos venido a ocupar este lugar para defendernos de los franceses.—¡¿Cómo que van a ocupar este lugar?! ¿Con qué derecho? —Esgrimía su herramienta con aire amenazador.—Estamos en guerra y... —trató de justificarse MacKinlay con sus manos todavía en alto.—Ya sé que estamos en guerra —lo interrumpió molesta—. Ese maldito Napoleón y sus ansias de poder. ¿Cree que las noticias no llegan a este lugar apartado?—No, no se trata de eso. Mire, no busco ningún tipo de enfrentamiento con ustedes dos. Dígame, ¿dónde está su padre? Será mejor que hable con él, tal vez...—Nuestro padre murió en esta guerra —le espetó hecha una furia.—Oh, lo lamento. ¿Y su madre? —titubeó.—Murió también, poco después que mi padre —respondió en un tono más suave.—Dios, lo lamento de veras. —MacKinlay se sentía algo incómodo por la situación—. Dígame, ¿sólo están ustedes dos aquí? —dijo con cautela; temía que al preguntar por su marido también le dijera que había fallecido.—Sí. Mi hermana y yo.—¿Y han sobrevivido todo este tiempo sin que les haya sucedido nada? —insistió, asombrado.—Así es, y así seguirá siendo. —Alzó el mentón desafiante.—Mire, sólo pretendemos establecernos por poco tiempo aquí. Además, de este modo, estarán más protegidas.—No necesitamos que nadie nos proteja —dijo muy segura, pasando un brazo por los hombros de su hermana, mientras con el otro seguía sosteniendo la horca—. Será mejor que se retiren por donde han venido.—No podemos. Hemos recibido órdenes, y es nuestra obligación establecernos aquí y obedecer a nuestros superiores —le comunicó para hacerle ver que no tenían otra salida.—Pues si ustedes acatan órdenes, yo no —respondió ella con seguridad y dio un paso hacia delante, hasta quedar cara a cara—. Y menos de un hombre que viste con falda. —Bajó su mirada hacia el kilt de MacKinlay, mientras su hermana esbozaba una sonrisa. MacKinlay obvió aquel comentario sobre su uniforme, estaba algo atontado contemplando el rostro de aquella aguerrida mujer. Ella llevaba los cabellos recogidos en un pañuelo de vivos colores, salvo algunos mechones castaños que escapaban de su cautiverio y caían arremolinados sobre su frente, pero sin ocultar sus cejas perfectamente perfiladas. El ceño fruncido forzaba a sus ojos, de largas pestañas, a permanecer entrecerrados. Aquella expresión le advertía que, si cometía cualquier tontería, sería capaz de ensartarlo con la horca. Su nariz era pequeña, recta y muy fina. Sus mejillas redondas estaban encendidas por la agitación de la escena, y sus labios carnosos y sonrosados se mantenían firmes sobre el mentón redondo, altivo y desafiante. La piel estaba algo sucia por el trabajo, pero se percibía suave y tersa.—Creo que ya he sido demasiado considerado —pudo reaccionar al fin MacKinlay. Extendió los brazos para quitarle la horca, pero se dio cuenta de que ella era fuerte; le oponía resistencia y no estaba dispuesta a dejarse amedrentar. A pocos pasos de ellos, MacGregor contemplaba la escena, que le resultaba por demás graciosa. En el forcejeo, la mujer se había caído al suelo sobre el barro y su pañuelo se había deslizado, descubriendo una melena rizada que se había desparramado sobre su rostro y lo ocultaba. Su hermana se había quedado de pie sin saber cómo actuar.—Deme la mano —le dijo MacKinlay para ayudarla a levantarse del suelo. Ella lo apartó de un manotazo, y él se encogió de hombros—. Como quiera. La muchacha intentó ponerse de pie, pero se resbaló en el lodo y perdió una vez más el equilibrio. Apretó los dientes y su mirada reflejó una furia descomunal. Entonces, finalmente, extendió el brazo en dirección a él para que la ayudara. MacKinlay la miró perplejo.—Vaya, parece que ha cambiado de opinión —le dijo con una media sonrisa llena de ironía. Entonces la tomó fuertemente para que no se volviera a caer pero, al levantarse, la muchacha perdió pie y se precipitó contra su pecho. Josh sintió su delicado cuerpo rebotar contra él, al igual que la firmeza con que trató de amortiguar la caída. Afortunadamente, el escocés, rápido de reflejos, le había pasado el brazo por la cintura y así logró sostenerla. Al quedar tan cerca, ella pudo examinar mejor aquel rostro curtido por las horas a la intemperie. Sus facciones eran duras, rectas, y en las mejillas asomaba una barba de varios días que le confería un aspecto zafio. Sus cabellos negros estaban revueltos, y los ojos eran una mezcla de azul y gris. Había algo en su mirada que transmitía confianza y seguridad. Como pudo, se arrancó de ese encantamiento del que había caído presa y se separó de él. Se alisó la falda y se arregló la blusa blanca, cuyas mangas estaban salpicadas de barro por la caída. Luego se echó hacia atrás el pelo para volverlo a recoger en su pañuelo y se quedó mirando a Josh MacKinlay, que no había apartado los ojos de ella. Era menuda, sí, lo había percibido pero, sin embargo, tenía curvas: exuberantes pechos se escapaban por sobre su corsé, su falda dejaba adivinar caderas bien formadas, y habría apostado que sus muslos eran tersos y firmes. Una mujer interesante.—¿Se puede saber qué está mirando? —le preguntó con los brazos en jarras y chispas en los ojos.—Considerando que es usted una mujer tan atractiva, no imagino cómo no tiene marido. El comentario de MacKinlay le cayó como un cubo de agua fría. Abrió los ojos como platos; un calor abrasador ascendió hasta su rostro y tiñó sus mejillas. Su hermana, en cambio, sonreía descaradamente, al ver el efecto que aquel cumplido le había producido.—¿Cómo se atreve a ser tan...? —No pudo encontrar la palabra adecuada, simplemente porque no sabía cómo calificar su atrevimiento. Estaba desconcertada, y pese a que intentaba mostrarse enojada, su estupor se lo impedía.—¿Galante? —sugirió MacKinlay. Dio gracias al comandante Wellington por haberle encomendado proteger la granja. Una vez en ella, y habiendo conocido a sus inquilinas, estaba más que dispuesto a asegurar aquel enclave.—Descarado, diría yo —le espetó.—Cualquier mujer se sentiría halagada si un hombre alabara su cuerpo, y el suyo es de los que merecen la pena ser elogiados, se lo aseguro —la lisonjeó. Aquel hombre estaba poniendo a prueba su paciencia, no soportaba más sus comentarios mordaces. Pero, por otra parte, sentía una especie de satisfacción por haber despertado el deseo en él. Giró el rostro y vio cómo su hermana lo contemplaba estupefacta. Le dio la sensación de que se había rendido a sus encantos, y tuvo que propinarle un pequeño codazo para que volviera a la realidad.—¿Qué tal si empezamos de nuevo? —sugirió entonces él mientras se deshacía de su mochila y le tendía la mano para que se la estrechara—. Mi nombre es Josh MacKinlay, teniente del 92° Regimiento de Highlanders. ¿Y ustedes dos?—¿Por qué tenemos que decirle nuestros nombres? —le preguntó con mirada recelosa.—Porque, ya que pasaremos una temporadilla juntos en este lugar, creo que sería sensato que nos conociéramos —le respondió con autoridad. Aquellos soldados definitivamente se asentarían en la granja hasta que la zona dejara de ser asediada por los franceses. Después de haber estado tanto tiempo solas, le asustaba tener a aquella cantidad de hombres cerca. Y en especial a él, un apuesto soldado de cabellos despeinados, intensos ojos azules y una sonrisa... ¡Ah!, su sonrisa era perfecta, pensó mientras se decidía a presentarse. Pero su hermana se adelantó:—Yo soy Laurie. —Extendió la mano, que MacKinlay tomó para depositar un suave beso—. Y esta es mi hermana, Christine. La muchacha giró hacia su hermana al escucharla pronunciar su nombre y le lanzó una mirada de reproche cuando vio el desparpajo y la confianza con la que se estaba comportando. Volvió el rostro y, al toparse con la mano extendida de MacKinlay, se limitó a darle un simple apretón para que no hiciera lo mismo que con Laurie. Sin embargo, MacKinlay le retuvo la mano y se inclinó con parsimonia sin apartar su mirada de la de ella. Christine sintió los labios de él posarse delicadamente sobre el dorso de su mano. Estaba tan atontada por la gentileza de aquel hombre que ni siquiera notó la aspereza de su barba. Apartó la mano de inmediato, pero, a pesar de la brevedad de aquel contacto, sintió cómo los dedos rozaban su palma y enviaban una corriente por su brazo. Lo miró de soslayo y percibió de nuevo su sonrisa, sintió entonces una punzada en el pecho pero, orgullosa, la atribuyó al sobresalto que le produciría la presencia de cualquier extraño.—Por cierto, hablan muy bien el inglés. —Intentó congraciarse MacKinlay.—¿Piensa que porque vivimos en mitad de la nada no somos instruidas? —le preguntó ofendida.—Nada más lejos de mí, Christine. El hecho de que hubiera pronunciado su nombre de aquella manera la había hecho sentir extraña. Nunca antes lo había escuchado en labios de un hombre excepto de su padre, claro y podía jurar que era una sensación radicalmente diferente.—Nacimos y vivimos gran parte de nuestra niñez en Inglaterra, teniente MacKinlay.—¿Y después se trasladaron a Bélgica? —Finalmente parecía posible entablar una conversación.—Mi padre era soldado y fue destinado aquí. Por ello también hablamos el francés y el flamenco. MacKinlay silbó asombrado, algo que a Christine no le gustó. Frunció el ceño y abrió la boca dispuesta a protestar, pero en ese momento el sonido de los cañones ahogó sus palabras. En un acto reflejo, MacKinlay se arrojó sobre las muchachas para cubrirlas con su cuerpo. Observó cómo MacGregor ordenaba a los hombres situarse a cubierto, y luego se quedó esperando un segundo disparo, pero ninguno sonó. Christine estaba agazapada junto a MacKinlay, y podía sentir la fuerza de aquel soldado que la protegía. Él sentía la respiración agitada de la muchacha, su cuerpo pequeño estaba a resguardo debajo de él. Cuando estuvo seguro de que todo había pasado, giró ligeramente para ver si había soldados franceses en las inmediaciones.—No se muevan —susurró. Se incorporó lentamente y lanzó una mirada hacia MacGregor, que esperaba una orden suya. Le hizo gestos con la mano para que retrocediera hacia la granja muy despacio. Después volvió a mirar a las dos mujeres. Christine había levantado la cabeza del suelo para ver qué estaba sucediendo, sin embargo, MacKinlay la empujó suavemente para que volviera a la posición en la que estaba.—Agáchate —le ordenó con una mirada de advertencia, pero también de preocupación, no quería que nada les sucediera. Christine estaba crispada por aquella reacción. Apretaba las mandíbulas y los puños para aguantarse. Ningún hombre le había dicho nunca lo que tenía que hacer, y éste ya lo había hecho más de una vez. De pronto, su vista se detuvo en las piernas de MacKinlay, como estaba con una rodilla flexionada y la otra sobre la tierra, dejaba entrever la cara interna de su muslo. ¿Sería verdad lo que se comentaba acerca de que los soldados escoceses no llevaban nada debajo de la falda? Se rió para sí al imaginarlo. MacKinlay desvió la atención hacia ella un segundo y la descubrió fisgoneando debajo de su kilt. Le divirtió aquella pícara osadía y, sin que ella notara que él había advertido su curiosidad, se incorporó y caminó hacia MacGregor para trazar el plan a seguir.—Según parece, ya les han informado de nuestra presencia aquí, y quieren obsequiarnos una grata bienvenida —le mintió al Sargento—. Dispón a los hombres en todo el perímetro de la granja y fíjate qué podemos emplear como defensa.—Tendremos que construir algún muro y cavar zanjas —recomendó MacGregor con gesto serio.—Sí, pero hay un problema —dijo MacKinlay sin dejar de controlar a las dos mujeres, y en especial a Christine.—¿Cuál? —frunció el ceño el Sargento.—Los franceses están apostados a sólo doscientos metros, y con artillería.—¿Y qué esperabas, Josh? —le preguntó MacGregor irónicamente a su compañero. Después señaló a las dos mujeres que permanecían agachadas.—¿Qué vas a hacer con ellas?—¿Qué quieres que haga? Intentar que no las maten —respondió sin encontrar otra alternativa—. Distribuye a los hombres. MacKinlay se volvió y se cruzó con la mirada de Christine, que lo escrutaba de arriba abajo. Al percatarse de que había sido descubierta, la muchacha desvió rápidamente la vista hacia su hermana.—Muchachas, entrad en la casa —les ordenó con gesto serio y preocupado.—¿Por qué? —le preguntó Christine en tono seco y clavó sus pupilas en el rostro de él.—Estaréis más seguras que aquí fuera. Vamos, primero tú, Laurie. La joven se incorporó y dejó que MacKinlay la acompañara hasta la puerta de la granja. Luego, Josh se dirigió hacia Christine, justo en el momento en que un proyectil de la artillería impactaba a escasos metros de ellos. MacKinlay se volvió para comprobar que Laurie estuviera a salvo. Después regresó hacia Christine, que lo miraba asustada, y se tumbó junto a ella unos instantes, hasta cerciorarse de que no corrían peligro. Cuando Christine lo sintió, levantó el rostro para mirarlo a la cara. En sus ojos había preocupación, pero también amabilidad y ternura.—¿Estás bien? —le preguntó Josh.—¿Por qué no habría de estarlo? Aparte de que se me está clavando una piedra en el muslo derecho, y de que se me ha ensuciado la ropa, estoy de maravillas. —Le lanzó una mirada sarcástica. Debía admitir que lo primero que le había llamado la atención de ella había sido su cuerpo lleno de curvas, pero en ese momento en que sus rostros volvían a estar tan cerca, se daba cuenta de que aquella mujer era completamente hermosa. En ese momento, se escuchó otra detonación, y MacKinlay volvió a protegerla.—Cuidado con las manos —lo amonestó ella al sentir cómo le rozaba el cuerpo al cubrirla.—Déjame decirte que no es momento para andarse con remilgos. Lo único que me interesa de ti ahora es que entres en la casa sana y salva —le dijo secamente. Christine captó el mensaje y, tras hacer una mueca de desagrado, permaneció en silencio. Debía mostrarse segura de sí misma para que él comprendiera que no iba a darle ningún tipo de facilidad si lo que pretendía era aprovecharse de ella. Lo miró de reojo para comprobar la expresión de su rostro, que se mostraba tenso por la situación. Tenía las mandíbulas apretadas, el ceño fruncido y la mirada fija en un punto delante de ellos; seguramente intentaba adivinar cuan próximos a la granja estaban los franceses. Pasados unos minutos, el sonido de los cañones se detuvo. Ambos se miraron sin decirse una sola palabra, recompusieron sus ropas y se dispusieron a salir corriendo hacia la granja.Capítulo 4
Christine tomó a su hermana de la mano y se retiraron a sus habitaciones para cambiarse la ropa humedecida por el barro. MacKinlay estaba desconcertado por la expresión de su amigo.
—¿Qué ocurre?—Eso mismo me pregunto yo. ¿Qué tal con tu nueva conquista?—¿De qué diablos me hablas? Sólo cumplía con mi deber de protegerla —repuso con dureza—. ¿Has tenido oportunidad de echar un vistazo a la granja y sus alrededores? MacGregor lo miró y respiró hondo mientras asentía.—De manera que quieres cambiar el tema de la conversación, ¿eh? Muy bien, allá tú. La granja no dispone de grandes medios para defendernos. Hay cajas de madera, barriles, algunos troncos apilados junto a un granero, trastos que podemos emplear para hacer una barricada, pero nada más.—Está bien, pero antes deberíamos cavar zanjas para poder parapetarnos como es debido.—Si los franceses continúan con su fuego de artillería, no tendremos sitio detrás del que escondernos. Nos harán saltar por los aires. Creo que lo mejor será esperar a que cese el fuego.—Tienes razón. —Asintió pensativo—. Pero si lográramos reducirlos...—Si estás pensando en cruzar las líneas enemigas para apoderarte de sus cañones, olvídalo.—De acuerdo. ¿Qué hay de los víveres?—He visto gallinas, algunos pollos, cuatro o cinco cerdos, un caballo, un toro, un par de vacas, una ternera. Y un pozo del que podemos extraer el agua para beber.—Habrá que irlos consumiendo a medida que avancen los días. ¿Y el alojamiento?—La casa cuenta con dos pisos y una especie de establo o granero.—Bien, vamos fuera. Te diré lo que quiero que hagan los hombres. MacGregor asintió y salió de la granja detrás de MacKinlay. No había vuelto a escucharse el sonido de los cañones. Los hombres estaban diseminados por el perímetro de la granja con sus fusiles en mano, preparados para todo. Al ver aparecer al Teniente, todos lo saludaron, como correspondía a un oficial de grado mayor. MacKinlay les iba explicando el área de terreno en donde debían cavar las zanjas.—Quiero que trabajen en dos turnos, de ser posible. Y que se vayan relevando cada hora. Hay que tener en cuenta que estamos al descubierto, de manera que debemos apurarnos. Un grupo de veinte hombres, a los que se unió el propio MacKinlay, comenzó el trabajo, empleando las culatas de sus fusiles a modo de pala. La tierra que iban sacando se echaba por delante de la zanja, para ir subiendo la altura del muro que los separaría de los franceses. MacKinlay sudaba por el esfuerzo, pero el ejercicio le resultó bastante apropiado para olvidarse un poco de aquella hermosa mujer. La excitación había desaparecido, y se entregaba exclusivamente a sus tareas como soldado. Christine, mientras tanto, permanecía en silencio, ordenando su ropa sobre la cómoda de la habitación. En un momento, se dirigió a la ventana, se asomó y vio a los soldados cavando en la tierra. ¡Su tierra! ¡Su granja! ¡Estaban cavando en su huerto! Abrió la puerta de golpe y bajó las escaleras enfurecida: era hora de tener una conversación con el responsable de aquella instrucción. MacKinlay no la vio llegar hasta que prácticamente se abalanzó sobre él.—¿Qué estáis haciendo con nuestro huerto? —le preguntó en voz bien alta, para que todos los allí presentes la escucharan. MacKinlay no daba crédito a sus oídos. Se volvió lentamente hasta tener enfrente aquel rostro encendido por la ira. Apoyado sobre su bayoneta, se quedó mirándola, atónito y a la vez encantado de verla de nuevo. Se había despojado de su guerrera y estaba en mangas de camisa, remangadas hasta el codo. Un par de botones desabrochados le permitieron a ella fijarse de soslayo en los rizos negros que asomaban por la abertura.—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí? ¡Se supone que la primera línea de batalla no es el lugar más apropiado para una... para dos mujeres! —se corrigió cuando se percató de la presencia de Laurie detrás de ella.—He venido porque estáis destruyendo nuestro huerto. —Hizo un gesto en alusión a la porción de tierra en la que los soldados continuaban cavando. MacKinlay la miró sorprendido.—Necesitamos cavar zanjas para protegernos. —Avanzó hacia ella con intención de intimidarla, pero el resultado no fue el que esperaba, ya que Christine se irguió desafiante ante él—. Esta granja ha pasado a mis manos, te guste o no.—¡Oye...!—Óyeme tú —le soltó con rudeza, de la misma manera que si estuviera hablándoles a sus hombres—. De ahora en adelante, yo mando aquí, y tú harás lo que yo te diga, o juro que te encierro en la casa con guardias apostados en la puerta. Christine seguía mirándolo con los ojos entrecerrados por la furia contenida, pero, cuando escuchó que estaba dispuesto a recluirla, los abrió sorprendida. Laurie contemplaba la escena unos pasos más atrás.—¿Serías capaz de encerrarme en mi propia casa? —exclamó fuera de sí.—El Teniente tiene razón, Christine —señaló Laurie, con lo que logró encender aun más la ira de su hermana.—De manera que te pones de su parte, ¿eh? Eres una traidora, Laurie —le lanzó con despecho mientras hacía ademán de marcharse. Su hermana, sin inmutarse, la contuvo con la mirada.—Deberías hacer caso a tu hermana. Parece más juiciosa que tú.—Vaya, veo que ahora ambos os habéis puesto en contra mía —dijo de brazos cruzados. De repente, se dio cuenta de que le había molestado que él saliera en apoyo de su hermana, lo cual la desconcertó unos instantes. Pero cuando logró recomponerse y se disponía a retomar la discusión, MacKinlay la cortó en seco:—Desde este momento, tu hermana y tú sois mi responsabilidad y, por lo tanto, he de manteneros con vida hasta que toda esta locura de Napoleón acabe.—No hace falta que nos protejas. Ya hemos sobrevivido a otras batallas antes.—Pero ninguna como esta. Es posible que el final esté cerca y que los franceses arriesguen todo para ganarla. De manera que volved a la casa y no salgáis de ella —les ordenó.—¡Escúchame, MacKinlay, no soy uno de tus soldados a los que les das órdenes y obedecen!—De acuerdo, si optas por esa actitud, no me dejas otra elección.—Qué... ¿qué haces? —balbuceó cuando MacKinlay la tomó por las piernas y la cargó sobre los hombros.—Lo que debí haber hecho desde un primer momento, dado que no entiendes razones —le explicó mientras caminaba con ella hacia la casa, seguido de Laurie, que festejaba en silencio su ocurrencia. Sin embargo, Christine no estaba dispuesta a rendirse tan pronto, y comenzó a golpearlo con sus puños en la espalda para que la soltara.—Si no te estás quieta, te zurraré en el trasero. Y créeme que lo haré encantado —la amenazó, pero ella continuó retorciéndose y recién pareció calmarse cuando entraron en la casa. MacKinlay cerró la puerta con el pie y la dejó junto a la mesa; Christine lo fusilaba con los ojos. Tenía el pelo alborotado y varios rizos le caían rebeldes sobre el rostro. MacKinlay extendió su mano para hacerlos a un lado y poder contemplarla mejor, pero ella se la apartó de un manotazo. Estaba acalorada por la situación, y sus mejillas se habían teñido de un rojo intenso, lo que le daba un aspecto exultante. MacKinlay se plantó entonces delante de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante.—¿Podemos discutir la situación como personas adultas y civilizadas, o tenemos que esgrimir nuestros puños? —intentó dialogar, al tiempo que alzaba sus manos dispuesto a defenderse de posibles agresiones. Lo cierto era que, a pesar de que quería mostrarse rudo y autoritario, no podía hacerlo con semejante preciosidad, aunque continuara mirándolo con el rostro encendido por la ira. Le parecía increíble lo que estaba sucediendo: el más aguerrido de los Highlanders sucumbía ante los encantos de aquella frágil criatura. Sus defensas se derretían como el plomo al fundirse. Pero Christine, ajena a sus sentimientos, lo miraba con los ojos entrecerrados, y MacKinlay podía intuir el odio que desprendían.—Si no permaneces aquí dentro, no podré protegerte, Christine —le explicó con un tono de voz más dulce que el que había empleado fuera.—Te repito que no necesito tu protección. Soy lo suficientemente mayorcita como para cuidar de mí misma.—No lo dudo, pero deja que me ocupe de vosotras —le pidió mientras su voz bajaba de volumen hasta convertirse en un susurro. De pronto el Teniente y su voz autoritaria se habían esfumado. Incluso la rabia había desaparecido de su mirada y de las facciones de su rostro, que se mostraba más relajado.—Quiero que me prometas que me obedecerás en lo que te diga — agregó mientras se acercaba a ella y le tomaba el mentón para volverle el rostro. Ella, con la vista baja, evitaba el contacto. Sabía que, si lo miraba directamente a la cara, no tendría valor para enfrentarse a él. Y eso era precisamente lo que MacKinlay pretendía. Finalmente claudicó y sus ojos se encontraron. MacKinlay sonrió mientras se sumergía en aquella mirada angelical. Christine abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Sintió cómo la dominaba por completo, y cómo su enfado se desvanecía. Percibió la mirada fija de él en sus labios, atrayentes para cualquier hombre. Evidentemente, MacKinlay se había rendido ante sus encantos y no estaba dispuesto a levantar sus armas contra ella.—MacKinlay —susurró mientras él abría la puerta para abandonar la casa—, ten cuidado.—¡Vaya, pero si tienes sentimientos! —exclamó él, sonriente, antes de marcharse. Enfurecida, Christine tomó entonces un vaso que había sobre la mesa, dispuesta a arrojárselo si volvía pero, para su sorpresa, fue Laurie quien apareció en el rellano, espantada al ver a su hermana en semejante actitud.—Perdona, Laurie, pero es que ese hombre me pone los nervios de punta —le comentó entre dientes.—Yo creo más bien que te gusta, hermanita —respondió burlona.—¡¿Gustarme?! —exclamó fuera de sí—. ¿Estás loca? Antes que lanzarme a sus brazos, prefiero ser una solterona.—Vamos, mujer, no te pongas así. Es lógico que te sientas atraída por él. Después de todo, es un hombre.—¿De qué me hablas? Deja de decir tonterías —masculló al tiempo que se sentaba a la mesa—. ¿Tú también crees que tenemos que estar aquí encerradas?—Es lo mejor, Christine. —Intentó hacerle ver—. Ahí fuera podemos acabar tendidas en mitad de un charco de sangre.—Pues yo no pienso pasarme aquí todo el día —le anunció con rebeldía.—Te meterás en líos si no le haces caso.—Nadie me ha dicho en estos últimos años qué tenía o no tenía que hacer. Y ahora no va a llegar él con sus órdenes a imponerme cómo debo vivir. —Laurie la miraba, atónita ante semejante declaración—. En fin, creo que iré a tomar un baño —prosiguió—. De ese modo, me despejaré la cabeza y me olvidaré de él. —Emprendió el camino hacia el cuarto de aseo—. ¿Querrás calentarme agua, por favor? Laurie se quedó observándola incrédula hasta que desapareció de su vista, y luego se dispuso a prepararle el agua. Cuando subió para alcanzársela, la encontró rezongando para sí.—¿Necesitas algo más? —le ofreció.—Sí, que ese soldado no vuelva a aparecer por aquí.—No volverá, no te preocupes —la tranquilizó entre risas antes de cerrar la puerta. Christine se sumergió lentamente en el agua caliente mientras los vapores calentaban la habitación y la envolvían en una sensación de languidez. Se sentó en la tina y estiró las piernas para ponerse más cómoda. Laurie había esparcido algunas hierbas y sales para suavizarle y perfumarle la piel. Sintió cómo el calor la arrebolaba y cómo su cuerpo se relajaba después del estado de nervios en que la había dejado aquel hombre. Cerró los ojos, y apoyó la cabeza y los brazos en el borde. Respiró hondo varias veces y procuró concentrar su mente en algún tema liviano. Sin embargo, lo único que se le aparecía era el rostro del Teniente. En ese momento, oyó que la puerta se abría, se volvió, y su sorpresa fue mayúscula cuando, en lugar de encontrarse con su hermana, apareció MacKinlay.—Pero ¿cómo demonios te atreves a entrar aquí? —le preguntó rabiosa, mientras se sumergía hasta el cuello e intentaba cubrirse con las manos.—Perdona, no sabía que estabas bañándote —se disculpó él con la respiración entrecortada por la escena que tenía ante sus ojos. La boca se le había secado de repente al verla completamente desnuda, y sentía un agradable cosquilleo en su entrepierna. "Esta mujer es una auténtica belleza", pensó, inmovilizado en el umbral de la puerta.—¿Puedes ya dejar de babear? —le preguntó ella con ironía—. Y, por cierto, ¿qué querías? El agua se está enfriando —le espetó.—Sí, perdona. Es que... yo... sólo quería disculparme por lo de antes, y... bueno, ya nos veremos. "¿Por qué motivo se comporta como un verdadero estúpido? ¿Es que nunca ha visto una mujer desnuda?", se preguntaba Christine mientras se las ingeniaba para que lo único que sobresaliera por el borde de la tina fuera su cabeza. Por fin él se marchó y volvió a dejarla a solas con sus pensamientos. ¿A qué demonios habría ido a disculparse? ¿Y Laurie? ¿Cómo se le había ocurrido dejarlo subir, sabiendo que ella estaba bañándose? Aquella idea la irritó y, enojada, decidió salir de la tina.Capítulo 5
MacKinlay regresó al trabajo junto a sus hombres. Debían terminar de construir las zanjas en las que poder ocultarse durante los ataques de la artillería francesa. Otro grupo había sido encargado de amontonar toda clase de enseres viejos en un extremo del terreno que abarcaba la granja. Y un tercero apilaba piedras para levantar un muro de contención. Por último, había soldados apostados en las inmediaciones para alertar de cualquier posible avance de las tropas de Napoleón.
—De momento, parece que la artillería no tiene intención de continuar. Ya hace más de una hora que no suenan sus disparos —le informó MacGregor.—Eso nos permitirá fortificar la granja.—¿Crees que lanzarán su ataque hoy? —preguntó con un dejo de nerviosismo en su voz.—Por lo general, Napoleón tiene la costumbre de atacar en cuanto despunta el día. De manera que tendremos que estar alertas esta noche.—¿Quién comanda a los franceses? —Señaló hacia el bosque en el que se escondían.—No lo sé, pero tampoco me importa mucho. Lo único que debe interesarnos ahora mismo es que somos la avanzada del Ejército británico y que, si nosotros caemos, Napoleón invadirá Bélgica con mayor facilidad que la esperada —comentó Josh preocupado. Tomó la pala y comenzó a cavar con ímpetu.—Será mejor que te lo tomes con calma —le sugirió Ross.—Es que debemos tener terminado el trabajo antes del anochecer o estaremos en desventaja —le dijo sin cejar en su empeño.—Josh, no se trata de los franceses. Aquel comentario hizo que MacKinlay se detuviera y mirara fijamente a su amigo.—¿De qué me hablas?—De tu forma endiablada de cavar. Anda, vamos, reconoce que lo que más te perturba no es que las trincheras estén terminadas a medianoche o no, sino esa muchacha. El mero hecho de mencionarla pareció activar un resorte en su interior. Miró a MacGregor de forma fría y distante mientras fruncía el ceño.—Oh, por favor, ahora no, Ross —le dijo antes de regresar al trabajo con mayor ahínco. MacKinlay cavaba con todas sus fuerzas, tratando de no pensar en otra cosa que no fuera el Ejército francés. Pero cuanto más lo intentaba, menos lo lograba. Christine ocupaba su mente y sus pensamientos. Esa mujer tan testaruda lo había atrapado en la red de sus encantos. Luchadora como ninguna otra mujer que hubiera conocido, le habría concedido hasta el mando de su regimiento. Era cierto que él no deseaba que a ninguna de las dos hermanas les sucediera nada, pero por ella sentía algo más que la obligación de protegerla. Y no era una mera atracción física. Tal vez fuera su carácter indómito lo que lo atraía más que nada. Fuera lo que fuese, Christine era una mujer que irradiaba una fuerza y una decisión sin igual: había incluso desafiado sus órdenes. Admiraba su carácter y su decisión; algunos de sus hombres no tenían tantas agallas como ella. De repente escuchó que la puerta de la casa se abría. Se volvió y vio que Christine salía con un cubo en la mano, en dirección al pozo que había en uno de los lados de la casa. La miró caminar con gesto altivo, la espalda erguida, los hombros hacia atrás y el mentón alzado. Sólo verla lo dejaba sin aliento. Debía admitir que tenía un cuerpo endemoniadamente atractivo, si la seguía mirando de aquella manera, sus curvas terminarían por marearlo. Para colmo, ella era consciente de que él la estaba observando y volvió el rostro para lanzarle una mirada desafiante. Cuando MacKinlay reaccionó, se encaminó hacia el pozo para cruzar unas palabras con ella. Christine se había inclinado sobre el borde para recoger el cubo lleno de agua, sentía que lo excitaba demasiado con aquellas posturas. Ella lo observaba acercarse por el rabillo del ojo y sonreía maliciosamente. Cuando estuvo a su lado, giró con el cubo en sus manos, tan enérgicamente que tropezó y vertió una parte de su contenido sobre el kilt de MacKinlay.—¡Cuánto lo siento! —dijo con fingida sorpresa y arrepentimiento.—¿Por qué diablos has salido?—Necesitaba agua —le respondió mientras sus pestañas se agitaban veloces y su rostro adoptaba una expresión de inocencia.—No quiero que vuelva a repetirse. De ahora en adelante, cuando necesites algo, pídelo, pero bajo ningún concepto abandones la casa. Christine dejó el cubo en el suelo y apoyó las manos en sus caderas en actitud retadora. Sus ojos echaban fuego, y sus mejillas se habían encendido por el acaloramiento de la situación.—No eres mi padre, ni mi hermano, y mucho menos mi marido...—Ni tengo intención de serlo —la interrumpió. —...para darme órdenes sobre lo que debo o no debo hacer en mi granja —concluyó agitada su discurso. —¿Has terminado? —Sí. —Pues regresa a la casa. ¡Ahora mismo!—Lo siento, había olvidado que era "tu prisionera" —le dijo en tono burlón. Antes de irse, le lanzó una mirada que hubiera acabado con la paciencia de cualquiera, pero MacKinlay no se inmutó. Aquella reacción enfureció aun más a Christine, que esperaba que él la tomara en sus brazos y la metiera en la casa a la fuerza. A cada paso que daba, volvía el rostro para lanzarle dardos envenenados por los ojos, irritada porque a él no parecían afectarle. Cuando por fin desapareció, MacKinlay respiró aliviado. Aquella mujer iba a agotar pronto su paciencia, tendría que tomar medidas más severas si pretendía que nada malo le sucediera. Volvió junto a MacGregor, que lo miraba con regocijo.—¿Y a ti qué te ocurre? —le preguntó cuando llegó adonde él estaba.—Te ha salido respondona, ¿eh? No parece importarle mucho que los franceses estén ahí delante, a juzgar por cómo sale y entra cuando se le antoja. Debes reconocer que tiene agallas —le dijo, medio en broma, medio en serio. MacKinlay volvió el rostro hacia la casa.—Tú lo has dicho. A media tarde, Christine decidió abandonar nuevamente la casa, pese a las advertencias de su hermana.—Estás jugando con fuego, Christine. El Teniente se hartará de ti, y las consecuencias serán mayores.—Exageras, Laurie. Él no es de los que cumplen lo que prometen, ya lo verás. —Le guiñó un ojo.—¿Adonde vas ahora?—Voy al establo a buscar leche. Algo tenemos que comer, ¿no te parece? —desafió.—¿A estas horas? —exclamó sorprendida Laurie, moviendo la cabeza de un lado a otro sin comprender muy bien el comportamiento de su hermana, quien no dudaba en poner al Teniente a prueba. Christine salió de la casa y se topó con él, que estaba apoyado junto a la puerta y rápidamente afirmó su mano sobre la pared opuesta para impedirle el paso.—¿Vas a alguna parte? —le preguntó hastiado, y obtuvo por toda respuesta una mirada de desdén. Había terminado su trabajo en la zanja. Estaba sucio y desarreglado, con el pelo enmarañado por el sudor y la tierra. Pese a la falta de aseo, había algo en su aspecto que lo hacía parecer increíblemente atractivo, pensó Christine.—Necesito leche. —Le mostró el recipiente vacío y una media sonrisa, con la que esperaba convencerlo. MacKinlay resopló sin saber qué hacer con aquella mujer. ¿Es que nunca iba a obedecer y a estarse quieta en casa? Intentó mostrarse duro e inflexible.—Dime una cosa, ¿qué parte de mis indicaciones no entendiste? Creo recordar que comprendes bien el inglés.—Sí. Lo entendí, pero tienes que reconocer que necesitamos alimentarnos, y que para ello he de salir de la casa. —Al decir esto, terminó de agotar la paciencia de MacKinlay, quien la sujetó por el brazo y la arrastró hasta el interior—. ¡Eres un bruto! —Le arrojó el cubo para reforzar el insulto.—¿Sabes qué me gusta de ti, Christine? —le dijo con ironía, para molestarla. Ella aguardaba la respuesta con los ojos entrecerrados. MacKinlay percibió el brillo de su mirada llena de soberbia, y cómo sus facciones permanecían en tensión.—No lo sé, ni quiero saberlo.—Te lo diré de todos modos: cuanto más te enciendes, más atractiva eres. Creo que te haré enfadar más a menudo —le comentó guiñándole un ojo antes de salir por la puerta. Estaba oscureciendo, los soldados habían terminado y se sentaron sobre algunas piedras. Las guardias habían sido establecidas, y cada tres horas se relevaban los hombres. MacKinlay desvió la mirada hacia las ventanas de la casa, en las que todavía se veía luz. Estaba embozado en su capa de viaje y descansaba junto a un pequeño fuego que habían encendido. A su lado se encontraba Ross, en silencio. De vez en cuando, lanzaba miradas furtivas a su amigo, intentando vislumbrar lo que pasaba por su cabeza, pero sin atreverse a preguntarle. No hizo falta, ya que fue el propio Josh quien comenzó a hablar.—Esa mujer es fuego.—¿Cómo dices? —MacGregor fingió que no lo había escuchado.—Me hablaste esta mañana de ella.—Oye, yo... —comenzó a disculparse Ross para demostrarle que no era su intención molestarlo—. Estás en tu perfecto derecho de no responderme.—Vamos, te mueres de ganas de saber qué pienso de Christine —le dijo entre risas MacKinlay—. Si dejamos a un lado su testarudez, hay que reconocer que es una mujer llena de vida y de energía. No he conocido a ninguna como ella. Me supera, me hace perder los estribos y agota mi paciencia. Pero me gusta y me hace vibrar cada vez que me desafía con su mirada.—Te sientes atraído por su cuerpo, eso es todo. En cuanto te la hayas llevado a la cama, te olvidarás. Como sucede siempre —rió MacGregor.—No estoy tan seguro de que sea sólo eso. Y ella tampoco, por lo que veo: se comporta como si me odiara, pero hoy me dijo que tuviera cuidado.—Ah, viejo amigo. Ese es un comienzo —le comentó mientras le apuntaba con su dedo y sonreía con malicia.—¿Un comienzo de qué? —Se sorprendió ante aquella afirmación.—Si ella no sintiera nada por ti, no se preocuparía de lo que te pudiera pasar.—Ella lo que quiere es que nos larguemos de aquí cuanto antes. Nunca debimos haber venido a este maldito lugar.—Pero fuiste tú quien aceptó venir —le recordó MacGregor. MacKinlay sonrió; Ross lo había atrapado con la guardia baja y le había propinado un golpe directo.—¿Por qué no te acercas a ver cómo están? —propuso MacGregor.—Si asomo la cabeza por la puerta, es capaz de arrojarme lo primero que tenga a mano. Ya lo ha intentado.—Si estuviera en tu lugar, sería más precavido —le aconsejó, luego de emitir un silbido de admiración—. Oye, tal vez esté deseando que vayas, después de todo. MacKinlay pensó en la sugerencia de su amigo. Tenía ganas de estar con ella, de comprobar su reacción al verlo. Aquella tarde se habían despedido enojados, y esperaba que las horas transcurridas hubieran devuelto las aguas a su cauce. Sentía en el interior de su pecho un fuego que lo quemaba y lo consumía. Animado por las palabras de MacGregor y por sus sentimientos, se incorporó y caminó decidido hacia la casa. Con cada paso que daba, su expectación crecía. No podía aguantarse más. Saludó a los dos hombres situados junto a la puerta. Había resuelto apostarlos allí para impedir que Christine se fugara. Confiaba en que, con esta medida, sus ansias de abandonar la casa irían desapareciendo. Llamó a la puerta y abrió. Cuando Christine lo vio aparecer, su mirada se encendió de ira una vez más. Estaba de pie, apoyada en el fregadero. De inmediato, tomó un plato y se lo arrojó. MacKinlay consiguió esquivarlo, y el plato se hizo añicos al chocar contra la pared.—¡Fuera! —le gritó.—¿Se puede saber qué he hecho ahora?—Sí, has puesto soldados en la puerta, como si esta casa fuera una cárcel.—Te advertí que si se te ocurría abandonar la casa de nuevo, lo haría. De manera que no digas que no te previne —le contestó, dispuesto a darle pelea.—¿También nos darán una ración de pan y agua, como a los prisioneros? —se burló ella.—Eres retorcida y testaruda. Piensa lo que quieras, pero sólo intento protegeros a tu hermana y a ti. Escúchame bien, Christine, si se te ocurre asomar la cabeza por esa puerta...—¿Qué? ¿Qué será lo próximo que harás? —Alzó el mentón.—Te ato a la cama para que no puedas moverte —completó él, sujetándola por los brazos.—¿Por qué no me pones grilletes, eh? ¡Anda, vamos, valiente! Te resultará fácil con una mujer. —Juntó sus muñecas y se las ofreció—. Al fin y al cabo, ya estoy prisionera en mi propia casa. Y por orden de un hombre que lleva falda —se refirió con desprecio al kilt. MacKinlay la miró como nunca antes había mirado a nadie, si sus ojos hubieran sido dagas, ya estaría muerta. Sintió un escalofrío subir por la parte baja de su espalda e ir ascendiendo hasta morir en su garganta. Intentó controlarse, no sabía qué sería capaz de hacerle a aquella mujer que lo volvía loco y lo crispaba con su carácter. Entonces notó el miedo en los ojos de Christine, como si hubiera leído sus pensamientos. Tal vez había ido demasiado lejos. Por un momento, deseó que los franceses comenzaran a atacar, para poder dar rienda suelta a su furia. Le dio la espalda y salió dando un portazo. Laurie se acercó a su hermana, que estaba temblando, y la tomó por los hombros. Christine se sentó en una silla y golpeó varias veces la mesa para descargar la rabia contenida. Luego miró a su hermana, que le pasaba la mano por la espalda en un intento por consolarla y darle ánimos.—¡Maldito sea! No quiero volver a verlo, estoy harta de sus absurdas órdenes —dijo entre dientes con la mirada clavada en la puerta.—Pues yo creo que te equivocas.—¿Qué dices? —preguntó, sorprendida por aquel comentario.—Yo creo que él lo hace por nuestro bien, y en especial porque se siente atraído hacia ti. Intenta llegar a un acuerdo contigo, pero tú siempre estás a la defensiva. Creo que deberías recapacitar sobre esto —le dijo mientras subía las escaleras para irse a dormir. Christine se quedó en el salón, sentada a la mesa, mientras en su cabeza bullían los pensamientos. ¿Era cierto que lo odiaba, o sólo era una mera excusa para no reconocer que aquel escocés le gustaba demasiado? De lo único que estaba segura era de que su forma de tratarla la ponía nerviosa. Había sobrevivido muchos meses sola junto a su hermana, y nada malo les había sucedido. De manera que no entendía el propósito de aquel cautiverio con guardias apostados a la puerta. Reflexionando sobre estas ideas, la invadió el sueño y, sin poder remediarlo, se quedó dormida con la cabeza apoyada sobre los brazos. Pasadas unas horas, MacKinlay volvió a la casa, pues vio la luz encendida en el salón. Entró con sigilo y la encontró recostada sobre la mesa. Sintió que la emoción lo embargaba por completo, y acudió junto a ella para arroparla. Buscó una manta que le sirviera, pero no encontró nada parecido, así que decidió desprenderse de su guerrera y echársela sobre los hombros, mientras acariciaba su cabello rizado. Ella se agitó suavemente al sentir el peso del abrigo y, por un momento, lo hizo pensar que iba a despertarse, pero finalmente volvió a quedarse quieta. MacKinlay levantó la vista hacia el piso superior y subió la escalera hasta la habitación en la que descansaba Laurie. Al comprobar que todo estaba en orden, sonrió complacido y bajó. Christine había abierto los ojos unos instantes. Se sorprendió al ver la prenda que la cubría. Sin duda, él había regresado. Sintió sus pasos acercarse hasta ella y fingió estar dormida. MacKinlay la contempló, mientras sentía que el corazón se le henchía de cariño hacia aquella mujer. Se inclinó para besarla en la cabeza y murmurar algo.—Que descanses, Christine. Ella lo observó abandonar lentamente la casa. Sintió una opresión en su pecho, un sentimiento de culpa. Tal vez su hermana tuviera razón, y todo lo hacía porque deseaba cuidarla. Aquella protección le agradaba, pero no estaba dispuesta a que la tratara como a una niña; era mayor para saber lo que hacía y cómo hacerlo. Si había sobrevivido sin la ayuda de un hombre hasta ese momento, ¿por qué iba a cambiar? No por él, de seguro. Aunque era tan apuesto... Se aferró a la guerrera para sentir su calor. Imaginó que eran sus brazos y su cuerpo los que la arropaban. Y con esa sensación de bienestar, se quedó dormida. Al amanecer todos los hombres estaban en sus puestos, preparados para repeler el ataque de los franceses. Era un día claro, en el que el cielo aparecía despejado de nubes; prometía ser una jornada espléndida. MacKinlay echó un vistazo a la casa, le habría gustado saber si Christine se había levantado. No quería mostrarse airado con ella, pero temía que se escapara y expusiera su vida. Si se empeñaba en comportarse de aquella manera, tendría que atarla como había amenazado. Aquella mujer era imposible para él, era demasiado orgullosa y tenaz. Aunque, pensándolo bien, tal vez fuera eso lo que más lo atraía: su férrea voluntad, que no estaba dispuesta a doblegar ante nadie. Reparó en que tal vez a algunos de sus hombres les sería útil aprender de ella. Pero tal actitud era deseable en un soldado, no en una muchacha. Menos mal que Laurie era más sensata e intuía el peligro que rondaba cerca. Lástima que Christine no tuviera un poquito del sentido común de su hermana. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de Ross.—¿Todavía nada? ¿Ni una señal?—Ni una —le respondió MacKinlay, sin perder de vista el bosque que se extendía alrededor de la granja.—Tal vez no piensen atacar esta mañana —sugirió MacGregor.—Napoleón no está dispuesto a rendirse. Además, si quiere llegar a Bruselas, tiene que pasar necesariamente por Hougoumont, no lo olvides. El rostro de MacGregor expresó una mueca de desagrado ante aquel comentario, que hizo sonreír a MacKinlay.—Siempre los primeros, ¿eh? Dime, ¿qué tal han ido los trabajos de fortificación de la granja? —le preguntó preocupado.—Irían mucho mejor si tuviéramos algo más de tiempo. No obstante, hemos conseguido levantar un pequeño muro tras el que se han apostado varias decenas de hombres.—¿Y los refuerzos?—Aún nada —le respondió encogiéndose de hombros.—De manera que estamos solamente nosotros para defender el enclave —resumió MacKinlay.—¿Y ellas? —le preguntó Ross con un gesto en dirección a la granja.—Desearía que Christine no asomara la cabeza durante el combate.—¿Crees que se quedará quieta en el interior de la casa? —le preguntó, aunque sabía de antemano lo que MacKinlay respondería.—Por supuesto que no. Esa mujer me supera. No quiero comportarme con ella como un rudo militar pero, por más que intento hacerle entender que es por su bien que permanezca oculta, no lo logro.—¿Te has detenido a pensar qué ocurrirá si algún cañón alcanza el edificio?—Dios no lo quiera, amigo —respondió con gesto intranquilo—. ¡Ah! Y creo que sería conveniente hacerles saber que instalaremos el hospital para los heridos en la propia casa.—¿Quieres que lo haga por ti? —se ofreció MacGregor. MacKinlay consideró durante unos segundos aquella sugerencia. Pese a que ardía en deseos de estar con ella, sabía que se ensañaría con él si aparecía por allí. No obstante, sus ansias por verla antes de la batalla hicieron que se incorporara ágilmente de su posición.—Creo que mejor iré yo. Quedas al mando, MacGregor.—De acuerdo. Por cierto, ¿dónde está tu guerrera? —le señaló al verlo cubierto con una manta. MacKinlay esbozó una sonrisa.—Se la presté a alguien para abrigarse.—¡Vaya, vaya! —se sorprendió el Sargento—. ¡Ten cuidado, no vaya a enamorarte! —le dijo en broma antes de volver a concentrarse en el bosque donde permanecían ocultos los regimientos franceses. MacKinlay corrió velozmente hacia la casa, saludó como de costumbre a los oficiales que flanqueaban la entrada y abrió la puerta. Cuando entró, se quedó quieto al ver que Christine no se había despertado aún, y que se había puesto su guerrera. Se veía graciosa con las mangas caídas a los costados, que le ocultaban las manos por completo, y los laterales que le cubrían casi las piernas. Se acercó despacio. Si había pasado la noche en aquella postura, tendría un tremendo dolor de espalda durante todo el día. Sin embargo, se la veía relajada. Se sentó en la silla que había a su lado y se quedó contemplándola. No podía entender por qué se rebelaba contra él de aquella manera. O tal vez sí lo comprendía. Su hermana y ella se habían quedado solas en el mundo, y habían tenido que aprender a defenderse sin que nadie las cuidara. La admiraba por su valor y su decisión, no era fácil sacar adelante una casa, y menos todavía una granja en mitad de una absurda guerra. Se iba a levantar para abandonar la casa cuando Christine abrió los ojos muy despacio y lo divisó a través de sus cabellos enmarañados. Se sorprendió de verlo allí, sentado, observándola con esa sonrisa suya, a medio camino entre la alegría y la burla, que la encrespaba. Pero aún era temprano para comenzar a enfurecerse. Vio cómo le apartaba delicadamente los cabellos del rostro para contemplarla mejor.—Buenos días —le dijo con una voz dulce y seductora que arreboló sus mejillas. Tenía que admitir que MacKinlay era encantador cuando no se ponía en el papel de oficial. Dio gracias por estar sentada y que él no se percatara del temblor que sacudía sus piernas. Lentamente alzó la cabeza para poder verlo de cuerpo entero.—Te eché mi guerrera por encima cuando vine anoche y estabas dormida. Pero veo que te ha gustado, ya que te la has puesto —continuó él.—Sí —comentó sonrojada. Intentó colocarse un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja pero, cuando fue a hacerlo, se dio cuenta de las mangas ocultaban sus manos. MacKinlay lo notó y la ayudó. Cuando Christine lo sintió sobre su piel, un escalofrío le recorrió la espalda. Aquellas manos diestras para el combate también lo eran acariciar. Grandes y fuertes, sabían transformarse en ligeras y tiernas cuando hacía falta.— Creo que esto es tuyo —le dijo suavemente al entregarle la guerrera. Era hermosa incluso recién levantada, con los ojos algo hinchados de dormir, los cabellos castaños revueltos y ese gesto de timidez en su rostro. MacKinlay dejó muy sutilmente que sus dedos se rozaran unos segundos cuando aceptó la guerrera, y no pudo evitar extender los suyos más de lo debido y pasarlos fugazmente por el dorso de la mano de ella; que la retiró turbada. Inexplicablemente, esa mañana se mostraba recatada e inocente. ¿Adonde había ido la mujer aguerrida e insolente que él conocía? La miraba embelesado por su belleza, disfrutaba tanto de su compañía que no quería echar a perder ese momento. Por eso no se atrevía a pronunciar ninguna palabra, para no romper el hechizo. No quería apartarse de ella, pero debía volver con sus hombres. Las tropas de Napoleón podrían atacar en cualquier momento, y él necesitaba estar en el frente.—Vine para comentarte que es posible que los franceses intenten tomar la granja. No hace falta que te diga que no me gustaría que asomaras la cabeza por ahí fuera.—Se detuvo unos segundos para estudiar la expresión de su rostro. Esperaba que ella protestara, sin embargo, no lo hizo. No sabía el motivo de aquel comportamiento, pero algo había cambiado durante la noche—. Por otra parte, me gustaría emplear la casa como hospital para los heridos.—¿Nos dejarás ayudar, o también en eso tenemos que permanecer al margen? —lo increpó con inesperada energía. Esta sí era ella. Había tardado mucho en aflorar, pero lo cierto era que le gustaba más la mujer rebelde que la dulce muchacha que había contemplado despertarse.—Si no tenéis inconveniente, podréis ayudar al doctor en lo que necesite.—Menos mal que nos permites ser de alguna utilidad. —No eres una prisionera. Puedes hacer lo que te plazca en tu casa. —Intentó mantener la calma.—Sí, claro, puedo hacer lo que me plazca, siempre y cuando no asome las narices por la puerta —le recordó con ironía mientras se ponía en pie. MacKinlay la sujetó por la muñeca con suavidad. Ella se volvió para mirarlo con desdén. Josh apretó los dientes y, tras respirar hondo, retiró su mano para dejarla marchar. Pero, para su sorpresa, Christine permaneció de pie junto a él, el tiempo justo para lanzarle una pregunta envenenada.—¿Qué harás si los franceses alcanzan la casa? Mi cárcel pasaría a convertirse en mi tumba. No estaría mal; de ese modo, se acabarían todos los males y los sufrimientos de una sola vez. —Sonrió sin ganas. MacKinlay la miró en silencio, hasta que el sargento MacGregor entró a buscarlo.—Josh, hay movimiento en el bosque. Ven cuanto antes —le dijo antes de volver a desaparecer tras la puerta. MacKinlay se levantó de la silla y rápidamente se puso la guerrera. Antes de salir, lanzó una última mirada a Christine y se percató de la presencia de Laurie en lo alto de la escalera. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí, y cuánto habría escuchado. La saludó con la mano y le obsequió una sonrisa al abandonar la casa. Christine se volvió con la mirada vidriosa, pero la puerta ya se había cerrado. Arrojó con todas sus fuerzas el primer objeto que encontró a mano y rompió a llorar.—No, no llores —la consoló la hermana en sus brazos. Christine apoyó la cabeza en su hombro mientras las lágrimas bañaban sus mejillas. Laurie la acariciaba delicadamente para calmarla.—¿Qué hacías en la escalera? —Quiso saber Christine.—No importa. Lo que sí importa es que debemos acondicionar la casa para dar cabida a los heridos. En ese momento entraron el doctor y su ayudante. —Buenos días, señoritas. Me llamo Saunders. El teniente MacKinlay me ha comentado que me ayudarán.Capítulo 6
El estruendo de los cañones sonó antes de que MacKinlay alcanzara su puesto. Tuvo que agacharse y recorrer los escasos metros que lo separaban de MacGregor arrastrándose por el suelo. Cuando llegó, levantó la cabeza para intentar vislumbrar alguna señal del ejército francés, pero lo único que vio fue la densa humareda que habían dejado los cañonazos.
—Ya han empezado —comentó MacGregor.—Pretenden ocultar el avance de su infantería con el fuego de los cañones. Debemos estar preparados para lo que pueda surgir detrás del humo. El ejército francés, comandado por el príncipe Eugène de Beauharnais, tenía la misión de hostigar a los hombres emplazados en Hougoumont con el fuego de artillería, para posteriormente hacer avanzar a la infantería y la caballería. El incesante fragor se escuchaba en el interior de la casa que Christine y su hermana acondicionaban para los heridos. Ellas nunca habían oído algo como aquello antes.—¿Tienen miedo? —les preguntó el doctor, que deseaba mostrarse amable.—Lo tendré si algún disparo de cañón cae sobre la casa —respondió Christine.—No ganan nada con temer, manténganse alertas y tranquilas, y ayúdenme a traer aquí aquel escritorio. Nos servirá como mesa de operaciones. Christine y Laurie trataban de permanecer ajenas al sonido de la artillería. En alguna ocasión, un disparo cayó lo suficientemente cerca de la casa como para hacer retumbar los cristales. No pasaría mucho antes de que se hicieran añicos por otras detonaciones. Christine se sobresaltaba al igual que su hermana y, en esos momentos, el doctor trataba de calmarlas con sus sabios consejos. Afuera, el combate se había tornado cruento. MacKinlay arengaba a sus soldados para que resistieran todo lo que pudieran el empuje de la infantería francesa, y con mucho esfuerzo conseguían mantenerlos a raya. Josh cargaba una y otra vez su bayoneta mientras de reojo vigilaba a MacGregor y al resto de sus hombres. Pronto comenzaron las primeras bajas en las fuerzas de los Highlanders, y hubo que trasladar a los heridos al interior de la casa para que el médico los atendiera. Christine y Laurie lo ayudaban, asombradas por su sangre fría y su determinación. A medida que el improvisado hospital se atestaba, las fuerzas defensivas menguaban en el campo de batalla, ya que el duque de Wellington había creído que aquel ataque francés sería una maniobra de distracción para realizar una ofensiva frontal contra su ejército y, por ello, no había enviado refuerzos a socorrer a los Highlanders. Aquella decisión no era compartida por algunos de los altos cargos que consideraban que, si Hougoumont caía, Napoleón no encontraría ningún impedimento para atacar abiertamente el ala derecha del ejército británico. Sin embargo, el comandante Wellington se mantuvo a la expectativa del siguiente movimiento de su enemigo, que no se hizo esperar. Tal como lo había previsto, Napoleón ordenó situar una batería de ochenta piezas de artillería para atacar el centro de las fuerzas británicas en Mont Saint Jean, y los soldados del Duque tuvieron que emplear todas sus tropas para detenerlos. En Hougoumont, pese a todo, la resistencia ofrecida por los hombres de MacKinlay era encomiable, y finalmente consiguieron repeler el avance de los franceses que acabaron por retirarse a los bosques, dejando un reguero de muertos tras de sí. Al comprobar que habían interrumpido el ataque, MacKinlay se tomó un breve respiro. MacGregor, jadeaba por el esfuerzo no lejos de allí, completamente abatido sobre su bayoneta. Llevaban más de tres horas combatiendo, y aquello parecía no tener fin. Al ver que MacKinlay lo miraba, asintió para hacerle entender que se encontraba a salvo. El Teniente caminó entre sus hombres para verificar cuántos de ellos habían sobrevivido al primer asalto y se encontró también con decenas de cuerpos enemigos. Los franceses que habían logrado alcanzar las zanjas no habían podido cruzarlas gracias al valor de los soldados británicos. Luego se volvió hacia la granja y fue a verificar si aún se mantenía en pie. Había sufrido algunos daños, pero seguía allí. Abandonó su bayoneta y fue hacia la casa para verificar que las muchachas estuvieran a salvo. De camino, comprobó el estado general del sitio. Varios impactos de cañón habían dejado profundos socavones en la tierra. La casa había sufrido varias averías, y los cristales de algunas ventanas estaban rotos. Había que defenderla, o terminaría hecha escombros.—MacGregor, sitúa varios hombres en el piso superior —le indicó al pasar a su lado. El Sargento asintió y de inmediato se puso a reunir un grupo de hombres. MacKinlay entró en la casa y buscó ansioso a las dos mujeres, pero sobre todo a Christine. Cuando la vio, inclinada sobre un herido, una gran sensación de alivio le invadió el pecho. Ella no lo había visto, por eso Laurie la tocó en la espalda para que se volviera. Por cierto, no esperaba encontrarse con MacKinlay allí de pie, mirándola con aquellos ojos y aquella sonrisa que la hacían estremecer. Estaba sucio y desaliñado, y tenía una mancha de sangre en el hombro que hizo que su corazón se encogiera. Se precipitó hacia él sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo.—¿Estás herido? —le preguntó ansiosa mientras sus manos se disponían a despojarlo de la camisa.—La sangre no es mía. ¿Cómo ha ido todo? —Le pasó una mano por la mejilla para sentir por unos instantes su piel, acalorada debido al ajetreo—. Deberías descansar. Por ahora no volverán a atacar.—Gracias a Dios —murmuró con los ojos cerrados.—Y tú, ¿estás bien? ¿Y Laurie? —Se interesó por la suerte de ambas.—Las dos estamos bien, aunque algo asustadas —le confesó.—¿Y el doctor? —preguntó, extrañado de no verlo por allí.—Está en el piso superior haciendo la ronda.—Bien, si necesitas algo, manda que me busquen —le dijo y, al ver que ella se angustiaba, agregó—: volveré en unos momentos. Christine estaba agotada por el trajín que habían soportado desde el comienzo de la batalla. Tanto ella como su hermana necesitaban descansar un par de horas o caerían rendidas. Al menos, la presencia de MacKinlay le había insuflado algo de vida a su cuerpo, le había dado fuerzas para seguir con su tarea. Sin embargo, él no había abandonado la casa aún, y ya echaba de menos su presencia. Dudaba de si aquellos sentimientos suyos se debían a la situación, a su debilidad, o a que... Sin quererlo esbozó una ligera sonrisa, y sus mejillas se encendieron al pensar en esta última suposición. Durante la tarde no se había producido ningún ataque por parte de los franceses, lo que había permitido a las tropas de Hougoumont retirar los cadáveres de los caídos y acondicionar un poco mejor sus defensas. MacGregor permanecía expectante con su bayoneta cerca, aguardando a que se reiniciaran las hostilidades. A su lado, MacKinlay pensaba en Christine, y en lo que comenzaba a significar para él. Cuando la veía, el mundo a su alrededor no tenía importancia. Sólo tenía ojos para ella, para quedarse extasiado contemplando su rostro. Las detonaciones de los fusiles franceses que volvían a arremeter lo despertaron de su ensoñación. Los Highlanders se apresuraron a situarse en posición defensiva para repeler por segunda vez el avance enemigo.—Se han empeñado en molestarnos —comentó Ross mientras cargaba su arma y la descargaba sobre un soldado, que al momento caía abatido.—Ya te dije que este punto es estratégico para el devenir de la guerra aquí en Bélgica. Al avance de la infantería comenzó a secundarle el bombardeo de los cañones, en un desesperado intento de los franceses por hacerse con la granja. Los disparos caían cada vez más a menudo y en mayor número.—Han debido de traer más cañones, pues los disparan con mayor frecuencia.—Hay que resistir todo lo que podamos —ordenó MacKinlay. En el interior de la casa, Christine y Laurie hacían cuanto podían con los heridos, que colmaban el edificio. El doctor Saunders no daba abasto en su tarea de desinfectar, suturar, vendar. Mientras tanto, los hombres que quedaban en el frente seguían defendiendo la posición.—¿Es que no vamos a recibir ningún tipo de refuerzos por parte del duque de Wellington? —le preguntó MacGregor con los nervios crispados por la situación—. ¿Y los prusianos? MacKinlay también hubiera deseado en ese momento recibir el apoyo de algún regimiento aliado. Pero sabía que con lamentarse poco ganaba. Miró largamente a Ross sin decir nada. Luego, volvió a cargar y descargar con furia su fusil. El combate era cada vez más sangriento. De repente, una bala se coló en la casa y alcanzó en el pecho al doctor, que se encogió de dolor hasta caer al suelo. Christine se abalanzó sobre él para ver qué le había sucedido. Una mancha de sangre se extendía rápidamente sobre el blanco de su bata.—¡Rápido, busque algo para taponarla! —le ordenó a Christine, que tomó un pedazo de sábana y presionó con ella la herida, pero aun así el rostro del doctor palidecía. Christine sabía que estaba perdiendo demasiada sangre y, cuando se dio cuenta de que ya no había más nada que hacer para salvarlo, lo confortó todo lo que pudo en su agonía. Finalmente murió en sus brazos, mientras las lágrimas corrían por las mejillas de la muchacha. Lágrimas de dolor, de tristeza y de impotencia por no haber podido hacer nada por él. Lo dejó en el suelo y lo cubrió con una manta. Laurie, al verlo, se llevó las manos a la boca ahogando una exclamación de horror. Christine le lanzó una mirada de consuelo y salió corriendo para comunicarle a MacKinlay lo sucedido. Laurie intentó detenerla pero, cuando alcanzó la puerta, su hermana se encontraba en mitad de la batalla. El humo y la pólvora la cegaron unos instantes. Estaba desorientada y sin saber hacia adonde caminar. Las siluetas borrosas de los soldados corriendo de un lado a otro se le cruzaban por delante. Entrecerró los ojos para poder ver mejor y encontrar a MacKinlay. De repente, las detonaciones se detuvieron. Los franceses se retiraban otra vez. El humo, al disiparse, dejaba al descubierto los cuerpos de los muertos, que yacían esparcidos por el terreno. Christine avanzaba titubeante en busca de MacKinlay y al fin lo encontró, apoyado de espaldas en una zanja, secándose el sudor de la frente con la manga de su camisa roída y llena de manchas. El kilt hecho jirones dejaba entrever sus piernas sucias y llenas de magulladuras. MacKinlay desvió por azar su mirada en dirección a ella. Por un momento, creyó que sus ojos lo estaban engañando pero, cuando se aclaró por fin el humo, vio claramente el contorno de aquel cuerpo femenino que reconocería en cualquier lugar: era Christine la que estaba allí.—¡Maldita sea! —masculló entre dientes mientras salía a la carrera tras de ella. Christine no lo vio llegar, tan sólo sintió que alguien la arrastraba hasta un lateral de la casa. Cuando quiso reaccionar, intentó zafarse, pero MacKinlay la inmovilizó con sus brazos sin permitirle siquiera respirar. Christine lo miraba, asustada por la expresión que veía en su rostro. Lentamente Josh se fue incorporando mientras miraba en todas direcciones para prevenir algún disparo que pudiera alcanzarlos.—¿Es que nunca vas a obedecerme? —le preguntó mientras se sentaba a su lado y estiraba las piernas, entumecidas de tanto estar agachado en la zanja.—El médico ha muerto —balbuceó ella—. Sólo nos queda su ayudante para atender a los heridos. MacKinlay resopló mientras meneaba la cabeza. Se pasó la mano por el rostro sin afeitar y por el cuello.—Un aprendiz, lo que nos faltaba. Y encima de todo, tú. ¿Qué voy a hacer contigo, Christine? —le preguntó mientras contemplaba su rostro. La luz de la ventana la iluminaba y hacía refulgir sus ojos.—No lo sé —murmuró con un hilo de voz.—Te dije que mandaras a buscarme.—No había nadie.—Sí, tienes razón. Perdóname —le dijo con una tímida sonrisa—. Hemos perdido a muchos hombres en este segundo ataque. Necesitamos que lleguen refuerzos.—¿De dónde?—El grueso del ejército está justo detrás de nosotros, al mando del duque de Wellington. Pero imagino que estarán comprometidos en su propia lucha y no podrán enviarnos ni siquiera un par de regimientos para aguantar el empuje francés.—Tal vez deberías mandar a alguien a pedir ayuda —sugirió Christine.—La mayor parte de mis hombres están heridos o muertos, y no puedo darme el lujo de perder un sólo soldado más. Resistiremos hasta que quede el último hombre en pie, y luego... El comentario sin terminar sembró de dudas y temores a Christine.—Pero entonces, ¿todo está perdido? —le preguntó con temor en su voz.—Todo no, ya que aún estamos a tiempo de que el Ejército prusiano aparezca de un momento a otro. —MacKinlay se quedó en silencio unos instantes antes de proseguir—. Pero no creo que eso suceda. Estoy muy preocupado, Chris. —murmuró mesándose los cabellos enmarañados por el sudor y el polvo de la zanja. Christine lo miró con el rostro iluminado por la emoción. ¿"Chris"? Nadie excepto su abuelo la había llamado jamás de esa manera.—¿Cómo me has llamado?—"Chris", ¿por qué?—Así me llamaba mi abuelo.—Disculpa, no lo sabía. ¿Prefieres que te llame Christine?—No, no. Me gusta cómo suena "Chris" en tus labios —explicó con dulzura. Destilaba una inocencia y una candidez que contrastaban conmovedoramente con la mujer valiente, decidida, y rebelde que él conocía tan bien. Josh se inclinó hasta quedar muy cerca y la besó. Sus labios se deslizaron sobre los de ella en un suave y excitante roce. Comenzó a juguetear con su labio inferior y luego se abrió paso hacia el aterciopelado interior de su boca. Christine cerró los ojos y correspondió a aquel beso tan deseado que la reconfortaba, que le hacía olvidar por unos instantes el horror de la guerra. Necesitaba aquella boca sobre la suya como el aire para respirar. Necesitaba sus caricias, sus abrazos, lo necesitaba a él. MacKinlay tomó su rostro entre las manos y prolongó el beso, que se tornó más cálido y húmedo. Bajó las manos hasta su cintura, pero sintió que debía detenerse, pues no era el lugar ni el momento de seguir adelante. Christine había comenzado a sentir un fuego abrasador que ascendía por sus piernas hasta los muslos y un hormigueo en su pecho, estremecido por la intensidad de los besos.—Te sugiero que entres en la casa, o no podré contenerme.—¿Yo soy la culpable de eso? —le preguntó al percibir su excitación.—Sólo tú, querida.—¡Vaya! —Se sonrojó.—Será mejor que regresemos —la invitó a acompañarlo. Una vez allí, se encontraron con Laurie que, relajada después del ajetreo, bebía una taza de té. Al verlos juntos, su rostro se iluminó. Lanzó una mirada llena de perspicacia a su hermana y notó que sus mejillas estaban más encendidas que lo habitual. Y creía saber cuál era el motivo. MacKinlay se detuvo ante el cadáver del médico y ordenó a dos hombres que lo sacaran de allí. Mientras Christine se preparaba en la cocina una taza de té que la ayudara a entrar en calor, Josh aprovechó para hablar con Laurie.—¿Puedes conseguir que tu hermana me obedezca de una maldita vez? —le preguntó, un poco en broma, un poco en serio.—Lamento decirte que no te seré de gran ayuda —se sinceró Laurie.—Me lo temía —exclamó resignado.—Christine es muy impetuosa y no se deja dominar por nadie. Pero dime una cosa, ¿a qué se debe tanto interés por mi hermana? —Levantó una ceja con suspicacia.—Probablemente a que es la primera vez que una mujer me contesta como ella. Ni siquiera mis hombres se han atrevido a desobedecer una orden mía, en cambio Chris...—¿"Chris"? —repitió sorprendida.—Bueno, a ella no le molesta que la llame así. Ya me ha contado que era la forma que tenía vuestro abuelo de llamarla.—Sí —asintió Laurie, divertida al notar lo incómodo que se había puesto MacKinlay.—¿Sabes?, creo que debería irme a hacer guardia —cambió de tema rápidamente, al verse descubierto en aquel apodo cariñoso. En ese momento, regresaba Christine, que se desilusionó al enterarse de su partida.—¿Te marchas?—Sí. Debo apostar a los hombres para esta noche, no sabemos lo que puede llegar a ocurrir. Acuérdate de lo que te dije —le apuntó con su dedo en señal de advertencia. Christine asintió como una niña buena y obediente antes de verlo marchar. Cuando se quedaron a solas, no pudo evitar preguntarle a su hermana por la conversación que habían mantenido. Laurie la mantuvo en vilo durante unos minutos antes de contárselo, aunque ardía en deseos de hacerlo.—Creo que se siente atraído por ti, pero pareciera faltarle algo para entregarse por completo, como si ocultara algo en su interior que no le dejara mostrar sus sentimientos. Sospecho que tiene miedo de expresarlos. Christine continuaba con la mirada perdida mientras escuchaba a su hermana. Recordó las palabras de MacKinlay al respecto del auxilio de tropas que no llegaba. En medio de tanta confusión, una idea iba tomando cuerpo en su mente. Una idea descabellada y arriesgada, una auténtica locura que podía costarle la vida, pero que valía la pena intentar por el bien de todos. Tal vez fuera aquella la prueba que MacKinlay necesitaba para confirmar su amor, o lo perdería para siempre.Capítulo 7
Christine se retiró a su habitación para recapacitar sobre la idea que no dejaba de palpitar en su mente. Sabía de lo arriesgado de la empresa que pretendía llevar a cabo, y de las consecuencias que podía acarrear. Sentada en el borde de la cama, con la mirada fija en la llama de la vela que ardía en su mesilla de noche, sentía que debía pensar muy bien antes de actuar.
La situación era angustiante; el número de heridos se había visto reducido a la mitad: muchos habían fallecido en la mesa de operaciones, y otros, lo habían hecho en el transcurso del día. Los pocos que habían sobrevivido, dormían como podían en el piso inferior. Christine sabía que la granja no resistiría mucho más en esas condiciones. En ese preciso momento, entró Laurie; al verla allí sentada con la mirada perdida, supo de inmediato que algo no marchaba bien. La contempló durante unos instantes, intentando adivinar el motivo que la había llevado a permanecer tan quieta y reflexiva.—¿Qué te ocurre? ¿Por qué no estás descansando? —le preguntó mientras se sentaba junto a ella. Christine tomó las manos de su hermana entre las suyas y, armándose de valor, le contó lo que pensaba hacer.—Tengo que marcharme.—¿Marcharte? Pero, ¿qué dices? —Sobresaltada, Laurie se puso de pie frente a Christine.—Josh me ha comentado que, si no llegan refuerzos pronto, acabaremos todos muertos.—De acuerdo, es evidente que alguien debe ir a buscar ayuda, pero eso no significa que tengas que hacerlo tú. Para algo están los soldados, o él mismo, pero ¿tú? ¿Te has detenido a pensar en lo que te sucederá si caes en manos de los franceses? ¿Lo imaginas? Te fusilarán después de violarte. —Laurie permaneció en silencio mientras su genio se reflejaba en sus ojos brillantes—. ¿Lo sabe él? —Con aquella mirada, intentaba prevenir a su hermana de hacer cualquier tontería y, al mismo tiempo, le advertía que ella misma se lo contaría.—No, pero escucha, Laurie —le suplicó—. Si nadie avisa a las tropas británicas de la situación aquí, los franceses nos matarán a todos. Y yo no quiero que tú mueras.—Yo tampoco, pero... —La muchacha titubeó unos momentos antes de continuar—. Iré contigo —concluyó con firmeza.—¡De ningún modo! —exclamó autoritariamente Christine—. No es una tarea para dos mujeres, yo sola me desenvolvería mejor. Piénsalo, te necesito aquí para que sigas como si nada sucediera.—Pero él notará tu ausencia, me preguntará y, si no te encuentra, removerá cielo y tierra hasta dar contigo. Cuando vea que no estás, atará cabos y...—...y para entonces, yo habré regresado —completó la mayor con total seguridad.—No deberías desobedecerlo, Christine —le advirtió muy seria.—Sé que me juego mucho en lo que voy a hacer. Que tal vez, cuando regrese, él no quiera ni dirigirme la palabra siquiera. ¡Hasta puede que me ate a la cama, como prometió!—Siempre has sido igual. La aventurera, la guerrera que soñaba de pequeña con liderar ejércitos.—Lástima que no fuera un hombre. Pero, pese a no serlo, poseo coraje y decisión, como me dijo él. —Recordó en un susurro sus palabras.—¿Qué le diré cuando pregunte por ti?—Que estoy durmiendo, o que no quiero verlo —propuso, en un intento por encontrar la disculpa más acertada.—Christine, mírame a los ojos y dime que no lo haces por él. Aquella pregunta hubiera hecho flaquear al más valiente y decidido de los hombres, pero no a Christine. Miró a su hermana a los ojos y con semblante sereno le respondió:—Por supuesto que no.—Mientes muy bien, siempre has sabido hacerlo —replicó Laurie con ironía.—Si sabías la respuesta, ¿por qué me lo has preguntado?—Oh, sólo quería estar segura —respondió sin darle importancia al asunto.—¿Segura de qué? —insistió Christine.—De que lo amas. Christine no pudo evitar que un calor intenso tiñera sus mejillas y confirmara las sospechas de Laurie, y las de ella misma. Sonrió avergonzada y se abrazó a su hermana, que la contemplaba con nostalgia.—Tengo que prepararme. Prefiero marcharme amparada en la oscuridad de la noche. Y sécate esas lágrimas, que no estás en ningún entierro. Laurie se rió nerviosa por aquel comentario, mientras su hermana se preparaba para partir de inmediato.—¡Por favor, Christine, no lo hagas! Te lo suplico, ¡es una locura! —le imploró con la voz invadida por la angustia.—Alguien tiene que hacerlo —respondió dulce pero decididamente Christine. Luego le pasó la mano por el pelo con ternura—. Cuida de él mientras estoy fuera —agregó. Laurie asintió con los ojos vidriosos mientras su hermana comenzaba a descender la escalera.—Saldré por detrás. Apaga las luces cuando me haya marchado. Christine caminó hacia la parte trasera de la casa, salió por la ventana y se volvió para contemplar el rostro de su hermana por última vez. "Tal vez no vuelva a verla", pensó. Le dio un beso en la mejilla y desapareció en la penumbra. Laurie la vio avanzar a tientas entre los arbustos hasta hundirse en la noche. Cerró la ventana y, tras dudar unos instantes sobre si salir corriendo y avisar a MacKinlay o hacer caso a su hermana, apagó la luz. El terreno que pisaba no le era desconocido a Christine, ya que había recorrido aquellos parajes en innumerables ocasiones. Sin embargo, la oscuridad era casi total, salvo por la tenue luz de la luna. Avanzó deprisa sin mirar atrás, el corazón latía desbocado en su pecho con cada paso que daba. No quiso volver el rostro hacia la granja para evitar arrepentirse, sino que se limitó a seguir adelante, casi corriendo, hasta que las luces de las hogueras no fueron más que puntos luminosos en el horizonte. Pronto sintió que le faltaba el aire y se detuvo unos instantes para recuperarlo. Era consciente de que cerca de allí habría tropas francesas acampadas, y de que posiblemente tropezara con ellas. Pero estaba preparada para todo, sabía perfectamente el papel que debía desempeñar en cada momento. Retomó la caminata con paso ligero, ayudada por la pendiente del terreno. Iba repasando en su mente el mensaje que tenía que darle al duque de Wellington, cuando de repente sus pensamientos volvieron a MacKinlay. Pensó en lo que haría cuando viera que ella no estaba. Se lo figuraba registrando el lugar hecho una furia, y a la pobre Laurie resistiendo estoicamente a todas sus preguntas. Confiaba en que su hermana le facilitara las cosas y le permitiera ganar tiempo para llegar al cuartel general de los británicos. Imaginó que MacKinlay saldría en su busca y que, si la encontraba, la llevaría de vuelta a la granja para encerrarla en la habitación y atarla a la cama. Comenzó a reírse al representarse la escena. Por supuesto, ella no iba a rendirse y a dejar que la encarcelara así como así. Lucharía para evitar que la apresara con sus rudos brazos, aunque no pudiera escapar de ellos ni quisiera hacerlo nunca. Deseaba dormirse contra su pecho mientras él le acariciaba el pelo y la hacía derretir en su interior con besos suaves y tiernos. Eso le hizo recordar su fugaz beso, todavía sentía un ligero temblor en las piernas al rememorar sus caricias, y cómo se había detenido de repente. Indudablemente se tomaba tan en serio aquel momento como ella, que pensaba que sólo se entregaría al hombre que su corazón eligiera para compartir la vida. Sintió una especie de cosquilleo en el estómago, que descendía hasta morir en sus muslos. Respiró hondo al evocar aquel encuentro que la había hecho sentirse una mujer deseada. Estos pensamientos le impidieron oír en un primer momento el sonido de voces no muy lejos de allí. Cuando al fin distinguió la lengua en la que hablaban, se detuvo en seco. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y las palmas de las manos le comenzaron a sudar copiosamente. Se dio cuenta de que se encontraba en el territorio ocupado por las tropas francesas y que, a partir de ese momento, debería tener mucho cuidado. Caminó despacio para intentar vislumbrar el lugar exacto en el que acampaban. Se acercó aun más, hasta que divisó la luz de una hoguera, alrededor de la que charlaban varios soldados. De repente, una voz detrás de ella la sobresaltó:—¿Qué te pasa, bonita? ¿Te has perdido? —le preguntó un soldado mientras posaba la mano en su espalda sin ningún tipo de delicadeza y la bajaba para manosearle el trasero.—¡Apártate! —Barrió al atrevido de un manotazo—. Sólo quiero regresar al campamento. Salí a caminar y no encontraba el sendero de vuelta.—Está bien, está bien. Sólo era una broma. ¡Cómo sois, vosotras las cantineras! —masculló—. Ven, sígueme. Christine respiró aliviada, pues había pasado la prueba más difícil. Aquel soldado la había tomado por una de las muchas cantineras que acompañaban a los ejércitos. Mientras caminaba, miró atentamente a su alrededor para tomar nota de los hombres que había allí apostados. Ninguno se fijó demasiado en ella, pues era normal ver a esas mujeres rondando por el campamento. Siguió caminando hasta llegar junto al fuego, en torno al cual estaban reunidos varios hombres.—¿Me servirías un poco de coñac, muchacha? —le pidió uno mientras le extendía una taza.—Claro, por supuesto. —Recogió el barril del suelo y llenó la taza hasta arriba.—Vaya, esta cantinera sí que es generosa. Oye, dime, ¿cuál es tu nombre?—le preguntó antes de llevarse la taza a los labios.—Marie.—¿Eres nueva? No te habíamos visto por aquí antes —le dijo un soldado de caballería que se despojaba de su pelliza para sentarse.—Me uní hace unas semanas —se limitó a decir.—¿Tienes marido? —le preguntó un soldado de infantería acercándose a ella y rodeándola por la cintura.—No, pero tampoco lo busco. —Se apartó de él con una mirada feroz.—Ten cuidado, Philippe, a mí casi me acribilla cuando la encontré ahí, entre los arbustos.—¿Qué hacías allí? —Quiso saber el soldado de caballería.—Salí a dar una vuelta —respondió altiva.—No deberías apartarte mucho del campamento —le aconsejó uno de los armeros de la guardia mientras arrastraba un tronco para arrojarlo al fuego.—¿Por qué motivo? —preguntó suspicaz.—Los ingleses no están muy lejos.—No lo sabía.—Ese maldito Duque —masculló un oficial de Estado Mayor mientras se echaba un capote por encima de los hombros—. Ha apostado sus tropas en lo alto de una meseta para dificultarnos el ataque. Para llegar hasta él, tendremos que caminar cuesta arriba.—Espero que esta maldita guerra termine pronto, ya tengo ganas de regresar a casa —dijo otro. Christine escuchaba atenta todos aquellos comentarios mientras continuaba sirviendo coñac a quien se lo pidiera.—Dinos, muchacha, ¿de dónde eres? A juzgar por tu acento, tú no eres francesa —le dijo un soldado de infantería.—No, soy de aquí, de Bélgica.—¿Simpatizas con Napoleón?—Más que con ese estirado del duque de Wellington —respondió convencida.—¿Has oído, Laurent? Ha llamado "estirado" al comandante Wellington.—Lo cierto es que me gustaría que se marchara y nos dejara en paz. Por culpa suya, me quedé sin casa en la capital —agregó envalentonada al ver que le creían.—Y fue entonces cuando te uniste a nosotros —señaló el oficial de Estado Mayor. Christine asintió; no sabía muy bien qué estaba haciendo, pero cuanto más tiempo pasaba charlando con aquellos hombres, más confianza en sí misma adquiría. Le parecía como si en verdad colaborara con las tropas de Napoleón y los conociera a todos desde siempre.—Debo decirte que el Ejército no es el lugar más adecuado para una muchacha tan joven y tan linda como tú.—No tenía otra salida. —Se encogió de hombros. En ese momento, se unió al grupo un oficial de mayor rango, lo supo porque todos se cuadraron y lo saludaron al verlo. Hasta los soldados que estaban sentados o tumbados se levantaron en cuanto aquel hombre de prominentes patillas apareció.—Descansen. El hombre se quedó observando a Christine, que se inquietó ante aquella mirada penetrante. Temió ser descubierta, sin embargo, un momento después el oficial desvió la atención y se dirigió a los allí reunidos con voz potente.—Parece que la situación es bastante favorable. Mañana por la mañana comenzaremos un ataque frontal contra el ejército británico.—¿Y los prusianos? —le preguntó un oficial.—De ello se encarga Grouchy y su regimiento de dragones a caballo.—¿Recibiremos apoyo de la artillería?—Será la primera en comenzar el ataque, para despistar al duque de Wellington. De ese modo, no tendrá tiempo de organizar las defensas para protegerse de la carga de la infantería.—¿Cuál es la situación en Hougoumont? Al escuchar aquella pregunta, Christine no pudo evitar sobresaltarse.—Hougoumont caerá mañana. Los británicos apostados en la granja han perdido la mitad de sus hombres. Sólo es cuestión de horas que el enclave sea nuestro. "Cuestión de horas", se repitió Christine mientras se mordía los labios y clavaba su mirada en el fuego.—¡Eh, muchacha! Sirve coñac aquí. El reclamo del oficial la sacó por un momento de sus pensamientos. Evitó mirarlo a los ojos al alcanzarle la taza, aunque no pudo impedir que la mano le temblara. Luego se apartó un poco para digerir aquellas duras noticias. En menos de un día, su hermana y MacKinlay tal vez estarían muertos. Si no se daba prisa en llegar al campamento inglés y advertir del peligro que corrían en Hougoumont, sería demasiado tarde para todos. Sintió una opresión en el pecho, como si el corazón se le encogiera con el sólo pensamiento de perder a su hermana. Tenía que abandonar el campamento francés cuanto antes, pero aquellos hombres no la iban a dejar tranquila hasta que no se durmieran o se emborracharan. Una y otra vez la llamaban para que les sirviera.—¡Eh! "cantinerita, niña bonita..." —comenzó a cantar el soldado de infantería con la voz algo trabada por el coñac, y pronto se le unieron todos los demás—: "... si yo pudiera lograr tu amor. Una semana, de buena gana, ¡sin comer guiso estaría yo!" Christine sonrió agradecida e incluso sintió que los colores se le subían a las mejillas, lo que provocó las risas de los soldados.—Otra ronda, muchacha —ordenó el oficial de mayor rango. Christine obedeció; esperaba que al fin el alcohol surtiera efecto en los hombres, aunque algunos parecían aguantar más de lo normal. Deseaba escapar de allí cuanto antes, pero la fortuna no parecía estar de su parte. Finalmente encontró una salida al comprobar que el coñac se había acabado.—Lo siento, pero se terminó. —Mostró el barril vacío.—Vaya, entonces tendremos que ir a buscar otro —le respondió un soldado de caballería.—Dejadme a mí —dijo muy solícita Christine: era su oportunidad de deslizarse entre las sombras de la noche y escaparse. Todos la vieron desaparecer en dirección al centro del campamento.—Qué muchacha. Apuesto a que no ha estado jamás con un hombre —comentó el soldado de caballería.—Sí, seguro que está sin estrenar —bromeó el oficial con una sonrisa maliciosa—. Creo que, cuando regrese, la invitaré a dar un paseo.—Llevad el látigo porque araña —dijo un tercero entre risas. El oficial, que se había animado pensando en la propuesta que le haría, se quedó esperando unos instantes, hasta que se dio cuenta de que tardaba más de la cuenta en regresar. Impaciente, echó una mirada a sus compañeros, la mayoría dormidos, y se encaminó en la misma dirección por la que había desaparecido Christine. Apretó el paso, se sentía airado por el plantón que consideraba haber recibido. La buscó por todas partes sin hallar rastro de ella. Preguntó a otros soldados si la habían visto pasar, pero ninguno supo responderle con exactitud. Se detuvo a hablar con alguna que otra cantinera para ver si la conocían o la habían visto.—No sé de quién me habláis, General.—¿Cómo que no? Si es una cantinera, tenéis que conocerla. Tiene el pelo oscuro y los ojos claros, no sé muy bien el color, porque el fuego tal vez les daba otra tonalidad. Es de estatura media, bien proporcionada y muy bonita. Vestía una falda de color vino y una chaqueta azul. La mujer se quedó pensativa durante unos segundos, intentando reconocer en aquella descripción a alguna de la cantineras del campamento. Tras una pausa, negó con la cabeza.—No la conozco. Es más, me atrevería a deciros que no es una cantinera de las nuestras —afirmó. El general francés regresó entonces, los puños apretados de rabia, junto al grupo de soldados donde la había visto. Cuando llegó, le preguntó a un oficial allí presente:—Decidme, ¿conocíais a la cantinera?—No. Gérard la encontró. —Señaló a un soldado.—¿Dónde estaba cuando la visteis? —interrogó al soldado.—Estaba merodeando por los alrededores del campamento.—¿Ella sola?—Sí —respondió despreocupado—, ¿Qué ocurre?—Parece ser que no era una cantinera del ejército. He preguntado a las demás, y no la conocen.—Pero hablaba francés, y nos contó que...—Os contó lo que quiso, y os lo tragasteis. Esa mujer bien podría haber sido una espía de los ingleses. ¡Demonios! —Arrojó su taza al fuego con rabia.—¿Qué sucede? —Se despertó alarmado el oficial del capote.—Que hemos expuesto el plan de ataque de mañana delante de una extraña. Aquella explicación tomó por sorpresa a los soldados, que de inmediato se dieron cuenta de lo que aquello significaba.—¿Aún estamos a tiempo de cambiar las órdenes? —preguntó el oficial.—Demasiado tarde. ¡Maldita mujer! Christine había conseguido por fin zafarse de aquellos soldados y deslizarse por debajo de varias carretas de suministros hasta volver a quedar en el camino. Avanzó agazapada y con sigilo gran parte del trayecto hasta que se cercioró de que se encontraba lo suficientemente lejos del campamento como para emprender una marcha rápida. Necesitaba llegar cuanto antes al cuartel general británico para informarles de la situación en Hougoumont y de los planes de ataque de los franceses. Tras varias horas de caminata que le parecieron eternas, se sintió exhausta antes de llegar a destino. Se acomodó detrás de unos arbustos, cerró los ojos y trató de dormir, aunque fuesen sólo unos pocos minutos para recobrar fuerzas; sin embargo, se levantó como un resorte al recordar a su hermana y a MacKinlay cercados en Hougoumont. "Es cuestión de horas que caiga", había dicho el oficial francés. Seguramente atacarían al amanecer, y a media mañana no quedaría nadie vivo en la granja. Respiró hondo e inició de nuevo la marcha. No había previsto lo difícil de la travesía y no había tomado ningún recaudo: sentía la boca pastosa, y la sed comenzaba a ser acuciante. Sudaba y jadeaba por el esfuerzo, y creía que no lograría alcanzar su objetivo, cuando una voz le dio el alto.—¡Alto! ¿Quién va? Christine levantó las manos por sobre su cabeza y trató de calmarse antes de responder. De entre la espesura del bosque, aparecieron dos hombres apuntándole con bayonetas. Christine se quedó inmóvil mientras los soldados se acercaban, sus rostros reflejaban cierta extrañeza por ver a una mujer.—¿Quién sois y qué hacéis a estas horas por aquí? —le preguntó autoritariamente uno de ellos, en inglés, sin dejar de apuntarle.—Vengo de Hougoumont.—¿Hougoumont? —Se sorprendió aún más el soldado—. ¿A pie? Christine se limitó a asentir, mientras el nudo en su garganta se cerraba.—Vengo a solicitar ayuda para los soldados que allí combaten. Y además, tengo noticias sobre el próximo ataque del ejército francés. Hougoumont caerá mañana por la mañana. MacKinlay, el teniente a cargo, necesitará ayuda... —No pudo concluir, pues en ese momento sufrió un súbito desmayo ante la atónita mirada de los dos hombres. Antes de desvanecerse, Christine sintió cómo se sumergía en la oscuridad más profunda. De repente, se le presentaron el rostro de MacKinlay y el de su hermana, ambos sonreían y la cuidaban. Luego aparecía la granja de Hougoumont, y todos reían y cantaban, celebrando el fin de la guerra. Y MacKinlay la besaba. La besaba...—Josh... —murmuró. Apenas hacía un par de horas que MacKinlay se había recostado, cuando se volvió a poner de pie. Echó un vistazo a su alrededor; todo era muerte y desolación. Sintió náuseas al ver los cuerpos de los soldados caídos; pese a haber estado en varias batallas, no terminaba de acostumbrarse a ver a la muerte cara a cara. A su lado, MacGregor seguía acurrucado contra la zanja, envuelto en una liviana manta de tartán. Decidió caminar hacia la casa con la intención de tomar algo y de comprobar que todo estuviera en orden. Abrió la puerta y esta vez no encontró a Christine dormida sobre la mesa.—Por lo menos esta noche se ha ido a dormir a su cama —murmuró para sí—. Pobre muchacha, lo que le ha tocado vivir de repente. Echó un vistazo a los heridos que había diseminados por el suelo, la mayoría dormía. MacKinlay se fijó en un soldado de rostro pálido y demacrado. Tomó una sábana y le cubrió la cabeza; no hacía falta que comprobara el pulso, debía de haber muerto hacía horas. Luego subió las escaleras en dirección a la habitación de Christine, quería aprovechar que estaba dormida para contemplarla. Tocó a la puerta, pero no escuchó nada del otro lado, entonces la abrió y entró sigilosamente. Sin embargo, en la cama no había nadie; ni siquiera había sido deshecha. MacKinlay frunció el ceño extrañado. Salió de la habitación y se dirigió hacia la de Laurie, tal vez Christine se encontrara con su hermana. Entró sin llamar; Laurie dormía en su cama, pero Christine tampoco estaba allí. Alarmado ante la posibilidad de que hubiera cometido alguna estupidez, zarandeó a Laurie hasta despertarla. Al ver la expresión en el rostro de MacKinlay, comprendió de inmediato que habían sido descubiertas.—¡Laurie, Laurie, despierta! La muchacha se hacía la dormida para evitar enfrentarse a MacKinlay. Pero él no estaba dispuesto a darle tregua, de manera que por fin consiguió que le prestara atención. Su mirada lo expresaba todo: estaba rabioso.—¿Dónde está Christine? —bramó.—No sé —respondió temerosa.—No me mientas, Laurie. Tú sabes dónde se encuentra. Dímelo. Laurie estaba angustiada, por la situación y porque su hermana no había regresado como le había prometido.—¡¿Dónde está?! —le gritó Josh.—Se fue, se marchó cuando tú te fuiste —balbuceó Laurie entre sollozos.—¿Adonde, Laurie? —intentó tranquilizarse.—Me contó sobre la conversación que mantuvisteis, y lo de los refuerzos y todo eso, y decidió irse a ver a los ingleses.—¡¿Qué?! ¿Ha ido a buscar refuerzos? —No podía creer lo que estaba oyendo.—Tienes que encontrarla —le suplicó con los ojos arrasados por el llanto— . Por favor, prométeme que la encontrarás y la traerás de vuelta.—No voy a abandonarla, Laurie. Puedes estar segura de que sería lo último que haría.—La quieres, ¿verdad? MacKinlay asintió muy serio.—Entonces, compréndela: ella es como es. No la culpes —le pidió. ¿Cómo podría hacer tal cosa, si era justamente su valentía lo que lo había hecho enamorarse de ella?, pensó consternado Josh. Sin embargo, aquel carácter la había llevado a hacer una locura. Pero no había tiempo para reflexiones, debía actuar rápidamente.—Quiero que te quedes en casa y eches una mano al ayudante del médico en todo lo necesario. Y, escúchame bien, quiero que bajo ninguna circunstancia salgas fuera, ¿de acuerdo? —le ordenó. —¿Y tú, qué vas a hacer?—Traerla de regreso —respondió decidido. Abandonó la habitación, bajó las escaleras saltando los escalones de dos en dos y corrió a buscar a MacGregor, que se levantó al verlo llegar tan agitado.—Christine se ha marchado.—¡¿Qué?! —La sorpresa lo sentó de nuevo sobre la zanja. —Fue a buscar al duque de Wellington.—Pero ¿de qué me estás hablando? —No llegaba a comprender del todo lo que había sucedido.—Cómo explicártelo... Todo ha sido culpa mía, por comentarle que necesitábamos refuerzos, y que el Duque tal vez podría enviarlos.—¿Le dijiste dónde se encontraba el grueso del ejército? —Se levantó como un resorte. Al ver asentir a MacKinlay, Ross MacGregor se llevó las manos a la cabeza.—Pero ¿cómo se te ocurrió hacer algo así? —Aquello era increíble.—No se me pasó por la cabeza que pudiera cometer tamaña estupidez —masculló MacKinlay.—No estarás pensando en salir a buscarla, ¿verdad?—¿Y qué otra opción tengo?—Por todos los santos, MacKinlay, ¿estás loco? Si abandonas el puesto, te acusarán de deserción, y tu carrera militar se irá al diablo. —Le intentó hacer ver aunque, por la mirada de él, supo que sería muy difícil hacerlo desistir.—Ya he contado con ello, Ross.—¿Y te parece que vale la pena acabar con tu brillante porvenir por esa mujer? —Ross sabía cuánto significaba para Josh su profesión, pero comprendió que nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión.—Necesito encontrarla, Ross. Tal vez sea desobediente, altanera y orgullosa, pero es un encanto de mujer, y no estoy dispuesto a renunciar a ella.—Comprendo. Hay un caballo en la cuadra, puedes llevártelo.—Quedas al mando del regimiento, Ross. Por cierto, Laurie está al tanto de todo, asegúrate de vez en cuando de que esté bien.—Lo haré. Y ahora, márchate. MacKinlay corrió hacia el establo que quedaba detrás de la casa y en el que aún había un caballo, además de varias vacas y pollos. Los habían encerrado durante los combates por miedo a que se escaparan y, con ellos, el sustento de los habitantes de Hougoumont. Ensilló lo más rápido que pudo y salió al galope en la dirección que seguramente había tomado Christine. En su pecho, ardía la llama de la desesperación. ¿Cómo se le había ocurrido hacer semejante locura? Ella sola cruzando el campo de batalla, atravesando las líneas francesas. "¡Qué mujer!", pensó mientras galopaba. "En cuanto le ponga las manos encima, juro que la ato. Esta vez sí que la ato a la cama", masculló entre dientes y espoleó al caballo para que galopara más rápido.Capítulo 8
Christine había sido llevada entre los dos soldados británicos al cuartel general del duque de Wellington. Allí fue auscultada por uno de los médicos del Ejército.
—Ha sufrido un desmayo, fruto del agotamiento físico —diagnosticó.—¿De dónde viene? —preguntó el general Smith a los soldados que la encontraron.—Nos dijo que de la granja de Hougoumont, General.—¿Hougoumont? —repitió el General pensativo—. ¿No es allí donde se encuentra el regimiento de Highlanders, al mando del teniente MacKinlay?—Es cierto —corroboró el general O'Brien, que entraba justo en ese momento en la estancia y se abría paso entre los hombres apostados alrededor de la cama—. ¿Cómo es posible que el Teniente nos haya enviado a una mujer como mensajera?—Tal vez no haya sido él. Lo conozco desde hace años, y sé que sólo se fiaría de sus propios Highlanders para una tarea tan delicada —apuntó el general Smith frotándose el mentón desconcertado.—¿Insinuáis que esta mujer pudo haber venido por iniciativa propia? —inquirió el general O'Brien.—Si ese fuera el caso, esta muchacha bien se merecería que la condecoraran. Pero ¿qué fue exactamente lo que os dijo?—Hizo alguna alusión a la situación en la que se encontraba la granja, señor. Dijo que mañana caería ante los franceses.—¡¿Mañana?! —exclamó el general Smith agitado por aquella revelación—. Si eso es verdad, debemos enviar refuerzos esta misma noche.—Deberíamos consultar al Duque en persona —sugirió O'Brien muy serio—. Si Hougoumont cae, Napoleón ganará un terreno muy difícil de recuperar.—Iré a despertarlo —decidió Smith y se abrió paso hacia la salida.—¿Dijo algo más, soldado? —continuó O'Brien.—Que tenía información sobre el ataque.—¡Esto es realmente muy extraño! ¿De dónde ha salido esta mujer? —se preguntó con la mirada fija en su rostro. El general Smith se apresuró para llegar a la casa de Mont Saint Jean y despertar al duque de Wellington. Tras contarle lo ocurrido, el propio Duque acudió a visitar a la mujer. Al entrar en la tienda, todos se apartaron para dejarle el paso libre hacia la cama en la que permanecía Christine. Sus ojos escrutaron aquel cuerpo bajo las sábanas, de rostro dulce y rasgos finos; los cabellos castaños estaban esparcidos sobre la almohada, algo enmarañados y sucios, pero no desmerecían en ningún momento su belleza.—¿Quién es esta mujer? —interrogó a sus oficiales.—Según parece, ha venido desde Hougoumont andando, como os comenté —le respondió el general Smith.—¿Cómo sabemos si es cierto lo que dice? —le preguntó con recelo.—Sólo tenemos su palabra, señor. El duque de Wellington permaneció en silencio unos instantes, sopesando aquel comentario. En ese momento, Christine comenzó a volver en sí, ante la atenta mirada de aquellos hombres. Abrió lentamente los ojos, miró a su alrededor, todavía algo aturdida, y en seguida frunció el ceño, dado que no reconocía el rostro de ninguno.—Un poco de agua —ordenó el doctor. Inmediatamente uno de los soldados le alcanzó una cantimplora que el doctor acercó a los labios de Christine, mientras la ayudaba a incorporarse. La muchacha se aferró al recipiente como si fuera su tabla de salvación, y el doctor tuvo que retirárselo, ya que el exceso de líquido podía hacerle daño en su estado.—Calma, calma. Debéis beber con moderación. Christine se quedó expectante, mirando a todos aquellos hombres que aguardaban impacientes su relato.—¿Quién sois? —preguntó el Duque con voz sosegada y dulce.—Me llamo Christine —respondió ella con la misma tranquilidad.—¿Es cierto que habéis caminado desde Hougoumont para advertirnos de su situación? Christine asintió; sentía formársele un nudo en la garganta, pero hizo un esfuerzo por proseguir:—La situación allí es dramática. El teniente MacKinlay ha perdido a más de la mitad de sus hombres.—¿Conocéis al teniente MacKinlay? —le preguntó el Duque, sorprendido por aquel dato.—Sí, mi hermana y yo vivimos en la granja. El Teniente y sus hombres la ocuparon hace unos días.—¿Habéis estado viviendo allí durante la batalla? —No dejaba de sorprenderse por el valor de aquella mujer.—Sí, señor —le respondió, resignada.—Decidnos, ¿es cierto que la granja caerá mañana? —intervino el general O'Brien.—Sí, eso dijeron.—¿Quiénes? —El Duque mostraba interés por toda aquella información y por aquella enigmática mujer.—Los soldados franceses —susurró.—¿Os habéis topado con soldados de Napoleón?—Estuve en su campamento.—¿En su campamento? —exclamó el Duque sin poder dar crédito a lo que oía —. Pero ¿de dónde habéis salido?—Tan sólo soy una granjera —respondió ella con modestia.—¿Y qué hacíais en el campamento francés? —volvió a intervenir el general O'Brien.—Me acerqué demasiado cuando venía hacia aquí, y me encontraron, pero me confundieron con una cantinera. Les serví coñac hasta que se acabó, entonces me mandaron a buscar más y aproveché para huir.—Fascinante —murmuró el Duque, asombrado por su coraje.—Escuché que atacarían por la mañana. Será un ataque frontal apoyado en la artillería. Un tal Grouchy se encargará de los prusianos.—Perfecto, esto era justamente lo que necesitábamos. General O'Brien, mandad dos regimientos a reforzar Hougoumont, deben llegar antes del alba. General Smith, preparad las defensas para repeler el ataque de los franceses. Y despertad al Estado Mayor. Hay que reunirse de inmediato —dijo a los principales oficiales allí presentes. Después se volvió hacia Christine, que contemplaba aquellos movimientos con gran expectación—. Una última pregunta, señorita, ¿sabe el teniente MacKinlay que estáis aquí?—No. Pero cuando lo sepa, no le va a gustar mucho.—¿Por qué?—Porque he desobedecido sus órdenes de no abandonar la granja —respondió con temor.—No os preocupéis, no sois uno de sus soldados. Además, nadie puede reprocharos vuestra conducta esta noche. Es más, deberían condecoraros por vuestra acción —le aseguró—. Decidme, ¿le tenéis aprecio al Teniente? —le preguntó suspicaz, pues sospechaba que existía algún tipo de lazo entre ambos. Al ver cómo las mejillas de Christine se encendían súbitamente y bajaba la mirada, sonrió complacido y se alejó de la muchacha.—Procurad que esté cómoda —le indicó al doctor mientras salía de la tienda. Momentos después, Christine se quedó sola y comenzó a recapacitar sobre lo sucedido aquella noche. Estaba agotada por la larga caminata y por la tensión que había experimentado. Comenzaba a darse cuenta del riesgo que había corrido, y sentía una enorme angustia por haber abandonado a su hermana y haber engañado a MacKinlay. Cuando descubriera lo que había hecho, no se lo iba a perdonar jamás. Él la había protegido en todo momento, intentando mantenerla al margen de los peligros de la batalla, y no había dudado en defenderla de las balas con su propio cuerpo. Como paga, ella lo había hecho enfurecer siempre que había tenido ocasión, le había desobedecido y, no conforme con ello, se había fugado en mitad de la noche a campo traviesa. Le había prometido respetar sus órdenes y, en cambio, se había marchado de Hougoumont a buscar refuerzos. En pocas palabras, lo había traicionado. Sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas hasta caer sobre la almohada, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.—¡Teniente MacKinlay! —exclamó sorprendido el cabo de guardia al verlo llegar—. ¿Qué hacéis aquí?—Necesito ver al general Smith. Es urgente —dijo agitado. El cabo de guardia lo condujo hacia la casa donde se llevaba a cabo la reunión de Estado Mayor. Cuando se percataron de la presencia del cabo, todos los presentes dejaron de hablar y le reprocharon con mirada acusadora el haberlos interrumpido, justo cuando menos tiempo podían perder.—¿Qué ocurre? —preguntó el duque de Wellington.—El teniente MacKinlay espera afuera —informó el cabo en posición firme.—¿El Teniente, aquí? —exclamó sorprendido—. Esta es una noche llena de sorpresas —comentó a sus oficiales—. Hacedlo pasar. Aunque conocían la información que Christine había facilitado al propio Duque, todos lo aguardaron con impaciencia, ya que lo que tuviera para contarles debía de ser muy importante como para justificar su presencia. Cuando MacKinlay entró en la estancia, su aspecto no era precisamente el más decoroso. Su guerrera estaba sucia y algo deshilachada por los avatares de la batalla, mientras que en su kilt apenas si se distinguía el dibujo del tartán.—Teniente MacKinlay, ¿qué hacéis aquí? —preguntó el Duque.—He venido para informar de la situación por la que atravesamos en Hougoumont —respondió luego de cuadrarse ante sus superiores.—Ya somos partícipes de vuestra situación, Teniente.—¿Cómo? —Se extrañó por aquella revelación. Aunque no estaba seguro de que hubiera sido Christine la mensajera, algo en su interior le indicaba que seguía viva, y que estaba en el campamento—. No os comprendo, señor.—La señorita Christine vino desde su granja para darnos un detallado informe de las condiciones en que se hallaba. Pero, no contenta con ello, se permitió la osadía de infiltrarse en el campamento de los franceses, y averiguar su plan de ataque. El rostro de MacKinlay pasaba del enojo a la sorpresa con cada una de las palabras pronunciadas por el Duque, a quien causaba gran regocijo la curiosidad y perplejidad que sus explicaciones estaban provocando en el Teniente.—¿Christine está aquí? ¿A salvo? Sus ojos brillaban de emoción y su corazón latía acelerado por la noticia. No pudo evitar sentir un enorme alivio al enterarse de que no había caído en manos enemigas ni yacía muerta en algún barranco.—Respecto de Hougoumont, ya se han tomado las medidas necesarias. Por ese lado, no debemos preocuparnos. En cuanto al ataque que planean dirigir hacia aquí en unas horas, también hemos definido nuestra acción —le explicó el Duque con gesto sereno. Pero luego la expresión su rostro cambió de repente, y su voz se volvió más severa—. En lo que atañe a vuestro comportamiento, queda claro que habéis abandonado intempestivamente vuestro puesto y dejado a los hombres sin conducción en vísperas de una batalla.—Soy consciente de ello, señor. Por eso...—Silencio. ¿Os dais cuenta de la falta que habéis cometido, teniente MacKinlay?—Lo comprendo perfectamente, señor —respondió tajante.—Se os acusará de deserción, Teniente, e incluso puede que se os expulse del Ejército. MacKinlay recordó las palabras de Ross. En aquel momento se estaban haciendo realidad, pero él no pensaba en su carrera militar, sino en poder ver a Christine. Para eso había cabalgado en mitad de la noche a través de las líneas enemigas. Y en lugar de decirle si ella estaba bien, lo estaban entreteniendo con unas directrices militares que ya conocía. Posiblemente fuera arrestado y degradado, sin embargo, eso no le importaba en lo más mínimo. Ardía en deseos de abandonar aquel sitio para correr junto a la testaruda y valiente mujer que lo había obligado a arriesgar su vida y su carrera.—De todos modos, espero que se me permita colaborar en el resto de las operaciones, señor.—De momento, permaneceréis apartado del servicio, hasta nueva orden. Y ahora, caballeros —se dirigió a los oficiales británicos allí presentes—, si me permitís, me gustaría conversar a solas con el Teniente. Aquella petición inesperada sorprendió a los oficiales, pero todos supusieron que el Duque querría reprenderlo en privado. En seguida los miembros del Estado Mayor británico abandonaron la espaciosa tienda de campaña. Cuando quedaron a solas, el Teniente no sabía qué más le restaba escuchar, aparte de lo que le esperaría en el futuro. Sin embargo, el Duque se expresó amablemente:—Relájate, Josh.—Gracias, señor.—Deja los formalismos para cuando todos los oficiales estén presentes. Ahora somos tú y yo, dos viejos colegas. Dime, ¿se puede saber en qué estabas pensando cuando decidiste abandonar tu puesto? —le preguntó seriamente—. Y no me digas que has venido a prevenirnos de la situación en Hougoumont, porque no lo creo. —Enarcó sus cejas para advertirle que no aceptaría excusas.—Entonces, no sé qué quieres que te diga —respondió sincero MacKinlay, encogiéndose de hombros.—La verdad: que has venido por ella. De modo que el Duque intuía su relación con Christine, pensó. Tal vez quería que él mismo se la confirmara.—Sí, maldita sea —confesó al fin—. Estaba preocupado por ella. Si me hubiera obedecido, nada de esto habría sucedido. El Duque sonrió, lo que desconcertó a MacKinlay.—¿Recuerdas la infinidad de veces que desobedeciste a tu padre? Sin embargo, siempre has sido muy moderado a la hora de tomar decisiones, y responsable en tus actos. Por eso no logro entender qué te ha llevado a actuar así, dejándote arrastrar por la emoción del momento, algo que no es propio de ti. Incluso cuando aceptaste hacerte cargo de la defensa de Hougoumont, me sorprendió apreciar la lucidez con que planificabas tus intervenciones militares. Apuesto a que ya tenías en mente esa misión, y que habías calculado hasta el más mínimo detalle... salvo uno.—Está bien, reconozco que tienes razón, y que estaba todo planeado, excepto...—Enamorarte de esa mujer —concluyó el Duque con una sonrisa mientras pasaba su brazo por los hombros de MacKinlay—. Josh, uno no puede prever los asuntos del corazón. Nunca se sabe cuándo va a aparecer alguien que trastocará todos nuestros planes futuros. Háblame de ella, te hará bien.—Sinceramente, jamás se me habría ocurrido que en la granja pudiera vivir una muchacha como ella, pero eso no explica nada. Debí haberme mantenido alejado de estos asuntos sentimentales, dada mi posición en ese lugar, y créeme que lo intenté. Te juro que luché con todas mis fuerzas para no sentir lo que ahora mismo siento por Christine —le explicó con los ojos brillantes de emoción—. Pero cuanto más intentaba apartarme y mostrarme inflexible, más me atraía su carácter, y más me iba enamorando de ella. Al principio, pensé que se trataba de un simple deseo carnal, tú la has visto, pero después me fui dando cuenta de que había algo más que atracción física. Su mezcla de rebeldía e inocencia, su rostro encendido cuando la hacía enfadar, su ingenuidad y, al mismo tiempo, su carácter indómito —recordó MacKinlay esbozando una sonrisa que delataba sus sentimientos—. Creo que la principal diferencia entre ella y yo es que yo acato una orden cuando me la dan.—Entonces, ¿qué haces aquí y no en tu puesto, Josh? Deberías estar al mando de tus hombres, conteniendo a la infantería de Napoleón. MacKinlay no pudo rebatir aquel comentario tan contundente. —¿Has enviado refuerzos a Hougoumont? —le preguntó, preocupado por la situación de la granja.—Sí, dos regimientos de caballería de los Royal Scots Greys partieron en auxilio de tus hombres al conocer la noticia. —El Duque permaneció en silencio escrutando el rostro de su amigo antes de continuar—. Esa mujer nos ha dado una lección, Josh —comentó de repente—. Ojalá hubiera más gente como ella. Desempeñó un trabajo de espía sorprendente: se hizo pasar por una cantinera al llegar al campamento francés.—Cuando se le mete algo en la cabeza, no se detiene hasta conseguirlo. No comprendo cómo puede ser tan diferente a su hermana; Laurie es todo lo contrario a Christine.—Será por eso que te sientes tan atraído.—Me conoces desde hace mucho tiempo, Arthur, y sabes que desde lo de Elizabeth, yo no me había vuelto a interesar por ninguna mujer. Pero con ella es diferente.—Estoy sorprendido por tu cambio, Josh. Hace tiempo que no te oía hablar de Elizabeth, creo recordar que te habías prohibido a ti mismo pronunciar su nombre para olvidarla. Por suerte, veo que te has levantado el castigo.—Elizabeth forma parte del pasado.—Me alegro por ti. ¿Y Christine, que harás con ella?—La verdad, no lo sé. —Se sentó en una silla y, pensativo, entrelazó sus manos para sostener su mentón—. Me gustaría llevarla a Edimburgo conmigo, y a su hermana también. Quisiera sacarlas de aquí en cuanto me fuera posible, pero no sé si aceptarán venir.—¿Y tu carrera?—El tiempo pondrá las cosas en su sitio —dijo con resignación.—Te mereces una oportunidad, pero hay un inconveniente, y es que infringiste las reglas, Josh. No depende de mí decidir tu futuro. MacKinlay comprendió que el asunto ya no estaba en manos de su amigo Arthur. Desalentado, se dejó caer sobre el respaldo de la silla.— Seguramente se te degrade, y tal vez tengas que abandonar el Ejército, Josh —le anticipó.—Te entiendo. No puedes hacer nada para ayudarme, ¿verdad? —le preguntó abatido—. Al menos me permitirás resarcirme de ello. Déjame participar en la batalla por la defensa de Hougoumont, ¡no soy un cobarde! —Se levantó bruscamente, enfurecido.—Ya sé que no lo eres. ¿Por quién me tomas, Josh? Sé que lo hiciste porque amabas a esa mujer, y no porque tuvieras miedo de una batalla. Pero tienes que comprender cuál es tu situación aquí —repuso el Duque. En ese momento, Christine llegaba a la casa, acompañada del cabo de guardia, y no pudo evitar oír las últimas palabras del Duque. Una felicidad enorme inundó su pecho cuando escuchó lo que MacKinlay sentía por ella; pero pronto se tornó en tristeza al conocer el destino que lo esperaba por haber abandonado sus obligaciones militares para salir a buscarla. ¿Cómo reaccionaría cuando la viera? ¿Podría perdonarla por lo sucedido? Estaba a metros de la tienda del Duque y, con cada paso que daba, se sentía más nerviosa y angustiada.—La señorita Christine solicita permiso para hablar con usted —anunció el cabo.—Bien, hacedla pasar —respondió el Duque y, mirando a Josh, le aconsejó—: esta es tu oportunidad para aclarar las cosas con ella. Christine entró con paso temeroso, en su mirada se podía percibir cierta timidez. Intentó concentrarse en la presencia del Duque pero no podía evitar mirarlo de reojo para adivinar su estado de ánimo. Él se paseaba por la estancia en silencio, con las manos a la espalda y la cabeza gacha. Daba la sensación de que no quería verla, y de que abandonaría la tienda de un momento a otro, pero en un momento levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Christine pudo advertir su enfado, los rasgos del rostro, endurecidos, le conferían una expresión de fiereza. Aquella mirada fría como el hielo, sin sentimientos, la sobrecogió, pues no esperaba aquel desprecio de su parte. Apartó sus ojos de los de él, sentía que el alma se le desgarraba. Pero al mismo tiempo lo comprendía: le había desobedecido, había puesto en peligro su vida y su carrera militar, y tenía que enfrentarse a las consecuencias.—Celebro veros, Christine. ¿Os habéis restablecido del todo? —el duque de Wellington la sacó de sus cavilaciones.—Sí, señor, sois muy amable —respondió con un hilo de voz, mirando de soslayo hacia Josh.—Creo que ya conocéis al teniente MacKinlay. Ha venido a buscaros en cuanto supo que habíais abandonado la granja, un detalle que espero sepáis apreciar.—Por supuesto —murmuró Christine, apenada por la frialdad de MacKinlay. Ni siquiera la había saludado, era como una roca de granito, que no se inmuta por nada. Christine temblaba en su interior, sabía que en cuanto estuvieran solos, él se lo haría pagar. Se sentía afortunada de que el Duque estuviera presente, así la resguardaba de las represalias de MacKinlay. Pero, en ese momento, el general Smith entró a la tienda para buscar al Duque e hizo trizas su esperanza.—Señor, debemos irnos ya —dijo respetuosamente.—Bien, me voy. Josh, Christine, permaneced aquí el tiempo que necesitéis, nadie os molestará.—Señor, os recuerdo que me gustaría incorporarme a la batalla cuanto antes.—No os preocupéis por eso, siempre hay sitio para los voluntarios. Ahora tenéis otros asuntos que resolver —le respondió el Duque, mirando solapadamente a Christine.Capítulo 9
El lugar quedó sumido en un incómodo silencio por unos momentos, cuando el Duque se marchó. Ni Christine, ni Josh parecían tener nada que decir. La muchacha estaba bastante arrepentida por lo sucedido, al tiempo que algo expectante por el enojo de MacKinlay. Y él estaba turbado, confundido, no sabía cómo reaccionar ante aquella hermosa mujer que lo descolocaba.
Ella permaneció de pie, evidentemente esperaba un reproche por su actuación. Estaba bonita, a pesar del cabello alborotado que caía sobre sus hombros. El corsé ceñido al cuerpo, el escote de la camisa que dejaba entrever su blanca piel, y la falda que caía graciosamente sobre sus caderas resaltaban su figura. Su aspecto, algo desaliñado debido a la reciente aventura, no conseguía restarle un ápice a su belleza. Daba igual la ropa que llevara puesta, MacKinlay siempre la encontraría atractiva. Quería mantener aquella actitud fría y distante, para hacerle ver lo disgustado que estaba con ella. Pero también ardía en deseos de estrecharla entre sus brazos y besarla, agradecido de encontrarla sana y salva. La lucha en su interior sobre cuál de las posturas correspondía tomar era encarnizada. La razón lo empujaba a castigarla por lo que había hecho, pero sus sentimientos lo incitaban a amarla allí mismo, a besar aquellos labios que tanto lo atraían, a acariciar su virginal piel, a convertirla en mujer. Mientras pensaba, se paseaba por la estancia sin decir nada, indiferente. Christine lo seguía con la mirada, dispuesta a aguantar estoicamente lo que tuviera que oír, pero él no había pronunciado una sola palabra desde que se habían quedado a solas. Al fin, decidió romper aquel silencio angustioso. Su indiferencia comenzaba a exasperarla y, si esa era su manera de castigarla y hacerle daño, por cierto lo estaba logrando. Hubiera preferido que le gritara, pero aquello era como si con el filo de un cuchillo estuviera rasgando lentamente su cuerpo para provocarle un sufrimiento aún mayor.—Lo siento. —Intentó establecer un diálogo. Eso bastó para que MacKinlay se volviera bruscamente; en dos zancadas quedó frente a ella y la sujetó por los brazos, con el rostro transformado de ira. Entonces comenzaron a salir palabras de su boca como dardos envenenados.—¿Te das cuenta de lo que has hecho? Maldita sea, ¿es que nunca vas a obedecer cuando te dan una orden? Su mirada se clavó en la de Christine, que lo miraba espantada por su reacción. Aquel hombre que estaba delante de ella era el teniente de los Highlanders, y no el hombre amable y tierno que la había cuidado. Sus manos se habían convertido en grilletes que le impedían moverse, hasta que al fin la soltó y le dio la espalda. Respiró hondo un par de veces antes de volverse, y entonces se encontró, no con la mujer rebelde e indómita que él conocía, sino con una chiquilla asustada a punto de llorar.—Estamos en guerra, Christine. ¿Se puede saber qué demonios se te ha pasado por la cabeza para hacer lo que has hecho? ¿Cómo se te ocurrió semejante estupidez? ¿Te gusta jugar a los soldados? ¿Es eso? —MacKinlay descargaba contra ella toda la rabia contenida—. Y, encima, me tuve que enterar por tu propia hermana, angustiada por ti. Christine lo miró sobresaltada al recordar a Laurie, allí sola en la granja.—¿Se encuentra bien Laurie? —le preguntó con la voz entrecortada por el nudo que se le había formado en la garganta.—Ahora resulta que te preocupa tu hermana —le respondió con desdén—. Poco te interesó dejarla sola en la granja y largarte. Christine no sabía qué decir. Necesitaba encontrar una grieta en aquella coraza a través de la cual llegar a su corazón y hacerle ver que lo había hecho para salvarlo a él, a todos los que quedaban en la granja, pero sólo encontraba un muro infranqueable. En silencio, MacKinlay se dejó caer sobre la silla con la cabeza gacha, parecía cansado, abatido, decepcionado, pero también aliviado de que ella siguiera viva. Christine lo contempló unos instantes, avanzó hacia él con paso dubitativo y, al fin, se atrevió a posar la mano sobre sus cabellos. Entonces MacKinlay cerró los ojos unos instantes e inspiró profundamente. Cuando Christine se agachó y le sostuvo el mentón para poder contemplar su rostro, volvió a abrirlos. Sus rasgos se habían relajado, y su mirada le parecía más dulce. Se vio reflejada en sus pupilas y pasó la mano por sus mejillas. Josh sintió la ternura de su mirada, de sus gestos de cariño hacia él. Esbozó una tímida sonrisa que comenzó a encender una luz en el pecho de Christine, una pequeña esperanza de recuperar su cariño. Ella también sonrió.—Podrían haberte matado —susurró MacKinlay, pensando en lo que quería decirle. Bajó la mirada hacia el suelo de nuevo, pues sentía que no poseía el valor necesario para decírselo a la cara. Se armó de coraje y levantó la vista, decidido; tal vez no sirviera de mucho, pero tenía que sacar fuera sus sentimientos. Necesitaba confesarle que había ido a buscarla porque se había enamorado, porque en su interior ardía una llama que había estado apagada desde hacía mucho tiempo—. Yo... —Se detuvo durante unos segundos buscando las palabras adecuadas para que ella comprendiera—. Estaba preocupado por ti. Aquella confesión alivió la angustia que atenazaba su pecho y el hielo comenzó a fundirse. Lentamente su rabia desaparecía ante aquella mujer porque, por encima de todo, la quería. Se arrepintió de su rudeza y brusquedad, pero había vivido unas horas terribles antes de saber qué había sido de ella. Christine sintió un hormigueo recorrer su espalda y ascender hasta el cuello, y las piernas parecían no responderle.—¿Has venido sólo por mí? —le preguntó con una voz dulce y aterciopelada que él no le había escuchado antes. Volvió a mirarla, y la vio tan radiante y hermosa como un ángel, sonriéndole entre lágrimas. Sin quererlo, extendió la mano para borrarlas e, inexplicablemente, su mano se quedó allí, detenida sobre su mejilla. Sintió el calor que desprendía debido a la emoción del momento, pero también su tersura, su suavidad. Comenzó a acariciarla con un movimiento lento. Christine cerró los ojos para dejarse arrastrar por aquel roce, que le transmitía innumerables sensaciones. Entonces MacKinlay se inclinó buscando su boca. Cuando ella lo sintió, se sobresaltó, pero lo recibió encantada. Los finos labios de Josh juguetearon con los suyos hasta que la lengua se abrió paso entre ellos. El beso fue largo, ninguno de los dos deseaba que aquello terminara. Ambos necesitaban soltar la tensión acumulada en las últimas horas, encontrarse y expresar lo que sentían. Se incorporaron hasta quedar de pie; MacKinlay, rodeándola por la cintura, la atrajo hacia él para sentir su cuerpo, aquel que lo había cautivado desde que se conocieron. Christine sintió que los cordones de su corsé comenzaban a aflojarse en las expertas manos del escocés y cómo su respiración se agitaba, presa de la excitación que la invadía. Él le desabotonó luego la camisa y, deslizando las manos sobre sus hombros dejó caer sus ropas, para que ella quedara vestida sólo con la falda. Christine permitió que la guiara, pues en sus brazos se sentía cómoda y segura. MacKinlay se apartó para contemplar extasiado aquel torso desnudo. Los senos redondos, firmes, lo desafiaban; la piel suave y blanca se estremecía ante el roce de sus dedos. Christine volvió a besarlo, mientras él se despojaba de su camisa para sentir su piel. Luego la tomó en brazos y la llevó hasta el catre de campaña para depositarla allí con suma delicadeza. Por debajo de la falda, rozó sus muslos aterciopelados. A ella le comenzaron a temblar las piernas al sentir que él la despojaba de su ropa interior para avanzar con aquellas caricias que le enviaban una extraña corriente de sensaciones de placer. Una ola de calor le abrasaba los pechos y descendía vertiginosamente hacia la parte baja de su vientre. Finalmente, MacKinlay le quitó la falda y la dejó completamente desnuda ante él. Aquel cuerpo le resultaba tan excitante, tan pasional. Se echó junto a Christine sin dejar de acariciarla y besarla, preparándola para el momento. La besó en los labios y descendió por el cuello hasta llegar a sus pechos y embriagarse con ellos. Escuchó cómo sus gemidos se volvían más profundos y continuos; cuando al fin percibió que estaba lista, se quitó el kilt y se tumbó lentamente sobre ella.—Confía en mí —le susurró. Los nervios de Christine se fueron disipando a medida que se excitaba. Pese a lo mucho que la deseaba, MacKinlay no perdió la calma, porque sabía que él era su primer hombre, y aquello tenía que ser algo que recordara siempre. Lentamente fue abriéndose paso en ella, provocándole una extraña sensación de dolor, que se transformó placer cuando él comenzó a moverse. De pronto, se quedó quieto unos segundos y tomó su rostro entre las manos.—Eres una mujer increíble, Christine, y no quiero evitar sentir lo que siento por ti. Doy gracias al cielo por haberte encontrado. Ella sonreía, embriagada por la declaración de aquel hombre, a quien había dado tantos dolores de cabeza, pero que era la persona más encantadora que conocía. Posó la mano sobre su mejilla y lo atrajo para besarlo. Él comenzó el vaivén nuevamente, primero con lentitud, hasta que la pasión los llevó a acelerar las respiraciones y los movimientos. Christine sintió que una ola de fuego la inundaba sin que pudiera contenerla. No sabía cómo detener aquello, pero tampoco quería hacerlo, ya que experimentaba sensaciones jamás antes vividas. Aferrada a su espalda, le pedía que continuara hasta que aquella tormenta se desencadenara del todo, y no pasaría mucho para que eso sucediera, y sus cuerpos se contrajeran juntos por un instante eterno. Él la contemplaba extasiado, ella sabía que aquel hombre iba a protegerla y cuidarla por siempre. Su rostro reflejaba una ternura infinita y una sonrisa cautivadora, la misma que la había atrapado desde la primera vez que lo vio. MacKinlay volvió a cubrirla de besos, Christine sentía su cuerpo más liviano. Él había sido tan galante con ella, pese a haberlo desobedecido, pensaba feliz.—¿Te encuentras bien? —le preguntó Josh mientras se sentaba sobre el borde de la cama y se ponía el kilt. Christine se limitó a asentir, con una expresión que encandiló de tal manera a MacKinlay, que se prometió a sí mismo nunca más separarse de ella. Le pasó la mano por la mejilla para apartarle algunos mechones de pelo que le tapaban el rostro, luego se levantó para buscarle la ropa que había quedado esparcida por el suelo y se la entregó para que se vistiera.—No irás a decirme que te da pudor que te mire desnuda —le dijo mientras volvía a inclinarse sobre ella y le daba un beso en la nariz que se la hizo mover de manera graciosa. Christine no necesitó responder, ya que el color de sus mejillas lo decía todo. Sabía cómo hacerla sentir deseada, y eso era algo que le gustaba. Se abotonó la blusa y se ajustó el corsé ante la atenta mirada de él, que sonreía con malicia.—Desde la primera vez que te vi, no he podido quitar tu cuerpo de mi mente —le dijo mientras suspiraba.—Josh, ¡por favor! —susurró ella avergonzada.—Es verdad. Nunca me gustaron las mujeres que no tienen problemas a la hora de ponerse un corsé.—No sé a qué te refieres —respondió confundida.—Verás, por lo general, las mujeres delgadas encuentran fácilmente su talla, pero las que tienen curvas, como tú... Christine se percató de lo que insinuaba MacKinlay, levantó la mirada hacia él y sacudió la cabeza con resignación.—Eres incorregible.—Tú sigue con tus problemas de corsé. —Le guiñó un ojo. Luego de aquellos momentos de euforia, ambos se arreglaron de nuevo. Christine lo miró fijamente y comprendió que aquel hombre la tenía en una nube. Sus caricias, su forma de besarla, su manera de guiarla hacia el momento de intimidad habían sido perfectos. La lucha interna por mantenerlo alejado y por rechazarlo había quedado zanjada definitivamente cuando sus defensas cedieron ante el empuje tierno y suave de él. Desde la primera vez que Josh la había besado, se había dado cuenta de que algo raro sucedía, de que su cuerpo reaccionaba cuando él estaba cerca, cuando la rozaba con sus manos. O cuando le hacía aquellos comentarios con respecto a su cuerpo que, pese a que en un principio le habían parecido impertinentes, no dejaban de halagarla. Le encantaba en cierto modo que MacKinlay la sonrojara porque, si lo hacía, era para resaltar alguna cualidad suya. Se acercó a él para abotonarle la camisa y aprovechó para deslizar las manos por su pecho.—Humm... —gruñó MacKinlay complacido.—Perdona por lo ocurrido —expresó con sinceridad.—Yo lamento haber sido tan rudo contigo.—Y, a la vez, tan tierno —le recordó lo que había sucedido hacía pocos instantes en aquella cama.—Me agrada que digas eso pero, si lo he sido, fue porque tú supiste sacar lo mejor de mí. —Tomó su rostro entre las manos y la besó—. Eres una mujer muy valiente e inteligente. No entiendo cómo se te ha ocurrido semejante idea.—¿A qué te refieres?—A adentrarte en medio de la noche en un campamento francés y hacerte pasar por cantinera. Me dejas sin palabras, Chris —reconoció.—Ya te lo ha contado el duque de Wellington, ¿no es así? —señaló ella, ruborizándose una vez más.—Sí, y la verdad es que no sé qué decir, salvo que me siento orgulloso de ti. Por cierto, espero que a partir de ahora sigas mis consejos y no te expongas inútilmente. Mi vida no encontraría otra ilusión si tú me faltaras. Aquella declaración la hizo temblar y nubló sus ojos de felicidad. Pasó los brazos alrededor del cuello de MacKinlay y lo besó efusivamente. Él sintió otra vez el calor de su abrazo y el amor que le transmitían sus labios.—¡Eh, ya basta, muchacho! ¡Vas a cortarle la respiración! —Se escuchó una voz conocida. Ambos volvieron sus rostros y se encontraron con el sargento MacGregor, que venía acompañado de Laurie. Cuando Christine la vio, se soltó de los brazos de MacKinlay para correr a abrazar a su hermana, mientras Ross se acercaba a Josh.—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó sorprendido—. Se suponía que estarías en Hougoumont.—Exacto, se suponía, pero la llegada de los regimientos de caballería de los Royal Scots Greys provocó la desbandada de la infantería francesa. Deberías haberlos visto correr —bromeó Ross.—Pero ¿por qué has venido hasta aquí?—Para reforzar La Haye Sainte. Hougoumont ha quedado bien defendida con la caballería y algunos de nuestros hombres. ¿Y tú? Por lo que he visto, te está yendo muy bien. —Alzó las cejas con complicidad.—Sí. Christine y yo hemos hecho las paces.—Ya veo. —Echó un vistazo al aspecto de la cama. Después, se puso serio—. Me he enterado de que te apartaron del servicio. No será porque no te lo advertí —le recordó, preocupado por la suerte que correría su amigo.—¿Cómo lo sabes?—Eres el tema principal de las conversaciones en los corrillos de oficiales, además de la ofensiva que planea Napoleón contra nosotros.—Sabía a lo que me arriesgaba, pero ha merecido la pena. —Buscó con la vista a Christine y los dos sonrieron, llenos de felicidad—. Le he pedido al Duque que me permitiera participar en el resto de la campaña, no tardaremos mucho en derrotar a Napoleón.—¿Pretendes resarcirte de tu error? ¿Qué te ha dicho el comandante Wellington?—La situación es complicada, pero tratará de que la sanción no sea tan dura.—Te expulsarán del Ejército —le comentó en tono sombrío.—Lo sé —admitió MacKinlay—. Pero no estaba dispuesto a dejar sola a Christine.—Te comprendo, amigo. —Le puso una mano sobre el hombro para transmitirle su apoyo.—¿Qué órdenes tienes?—Incorporarme lo antes posible a la batalla —dijo en alusión a los primeros disparos de artillería que comenzaban a sonar.—Entonces, partamos. —Se sumó muy seguro MacKinlay, pese a que sabía que nada de lo que hiciera en el campo de batalla le evitaría enfrentarse a un tribunal militar. Ambos se dirigieron adonde estaban las muchachas para despedirse. Christine lo miró preocupada por lo que le había contado su hermana.—¿Es cierto que te van a acusar de deserción? MacKinlay asintió sin mostrar demasiada preocupación, estaba demasiado embelesado por aquel rostro. Posó la mano en su mejilla para intentar tranquilizarla y borrar el trazo de una lágrima furtiva. Christine estaba muy apenada, y en su interior crecía un sentimiento de culpa por haber provocado con su comportamiento aquella situación.—Soy la responsable de esto. —Bajó la mirada, apoyó la cabeza contra su pecho y lo abrazó con fuerza.—No debes preocuparte por eso ahora. —Acarició suavemente sus cabellos. Luego la separó de él para levantar su rostro y verse reflejado en su mirada—. ¿Te he dicho que tus ojos resplandecen como las estrellas cada vez que me miras? Christine sintió que sus mejillas se arrebolaban ante aquel cumplido, pero que no conseguiría mitigar su tristeza, le había hecho tanto daño a aquel hombre.—¿Por qué saliste a buscarme, si conocías las consecuencias? —le preguntó mientras lo acariciaba con ternura.—¿Porque merecía la pena? Christine le pasó los brazos alrededor del cuello y se alzó sobre las puntas de los pies para besarlo con todo el amor que podía caber en su corazón.—¿Qué piensas hacer al respecto? —le preguntó intranquila.—Ahora me incorporaré a la batalla. Después tendremos tiempo de prepararnos para lo que venga.—Quiero estar contigo en todo momento, al fin y al cabo, yo tengo parte de culpa.—Shh... Ya contaba con ello. Y tú no tienes nada de culpa, yo conocía las consecuencias de mis actos, y aun así, decidí salir a buscarte. No me arrepiento de ello y, si supiera que tú estás en peligro, volvería a hacerlo.—Pero después de cómo te he tratado... Te he desobedecido, te he... —Christine intentaba recordar todos los problemas que le había causado.—Me has devuelto la ilusión, Christine —le susurró antes de volver a besarla.—Te quiero, MacKinlay.—Y yo a ti, pero ahora debo irme.—Cuídate, y vuelve conmigo.—Prométeme que obedecerás al cabo de guardia y que no saldrás de aquí, pase lo que pase. Christine asintió, con el corazón repleto de amor. MacKinlay se despidió de Laurie y se encaminó a reunirse con sus hombres para aguardar las órdenes. Lo vio alejarse y, aunque de repente sintió deseos de correr hacia él, abrazarlo una vez más y expresarle todo lo que le hacía sentir, esta vez obedeció.—Nunca sabré cómo compensarlo —murmuró Christine mientras su hermana la rodeaba con sus brazos. MacKinlay se dirigió hacia el puesto de mando del ejército británico, en donde el duque de Wellington departía con sus ayudantes de campo. El cielo estaba plomizo y amenazaba con descargar lluvia en cualquier momento, lo que dificultaría la batalla. Las detonaciones de la artillería francesa continuaban sonando, como si anunciaran la tormenta en ciernes. El Duque había ordenado a la infantería hacer cuerpo a tierra para protegerse de los disparos franceses mientras planeaba la contraofensiva. Al ver aparecer a MacKinlay, los principales oficiales se quedaron pasmados.—He venido para recibir las órdenes que correspondan a mi regimiento — dijo con voz alta y clara. El duque de Wellington levantó la mirada del mapa de la región y la clavó en la del Teniente. Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.—Teniente MacKinlay, sabéis que sobre vuestra persona pesa una acusación de deserción —anunció en tono marcial con la mirada fija en su amigo—. Y que es inútil que os arriesguéis en combate.—Lo sé, señor —respondió sin abandonar la posición de firme, con los brazos pegados al cuerpo y el mentón alzado.—No se lo permitáis, Comandante. Sería capaz de dejarse matar antes que enfrentarse a la deshonra de un tribunal militar —aconsejó el mariscal Nordington con una mirada llena de fuego.—Está en su derecho —le apuntó el comandante Wellington—. De todos modos, no creo que el teniente MacKinlay se deje matar, ¿verdad? —le preguntó con una sonrisa de complicidad que él comprendió al instante: Christine.—No, señor, y tampoco busco evitar mi sanción, mariscal Nordington; sólo estoy pidiendo que se me permita tomar parte en la batalla junto a mis hombres, nada más. El mariscal Nordington frunció el ceño y desvió su atención hacia el Duque, en espera de una respuesta. Este sopesaba los comentarios de ambos, aunque estaba completamente seguro de dos cuestiones: la primera era que MacKinlay no era ningún cobarde por haber abandonado su puesto en Hougoumont, ya que conocía el alcance de la situación que allí se estaba viviendo y las consecuencias de su acción; y la segunda, que MacKinlay tenía una poderosa y hermosa razón por la que no se dejaría matar, una razón con nombre de mujer. Por estos dos motivos, accedió a concederle la conducción de su regimiento de Highlanders.—Mariscal Nordington, creo que estará de acuerdo conmigo en que la participación de los Highlanders es completamente necesaria. No podemos permitirnos el lujo de desperdiciar a nuestros hombres.—En eso estoy de acuerdo, pero creo que el teniente MacKinlay no debería ser quien estuviera al mando, sino el sargento MacGregor, aquí presente. —Hizo un gesto en dirección a él.—El sargento MacGregor es un soldado eficiente, de eso no me cabe la menor duda. —El Duque pareció dudar ante esta opción.—Recuerde que fue gracias a su valor que Hougoumont ha resistido los feroces ataques franceses —señaló el Mariscal para dejar en claro que MacKinlay había abandonado su puesto.—Si se me permite hablar —interrumpió MacGregor—. Creo que el mérito de que Hougoumont se haya salvado ha sido en gran parte del teniente MacKinlay, quien durante varios días dirigió de manera impecable la defensa. Además, el éxito de esta pasada madrugada se ha debido también a la inestimable ayuda de los regimientos de caballería de los Royal Scots Greys. MacKinlay miró de reojo a su fiel amigo, que lo había defendido de manera magistral ante el Estado Mayor británico.—Sí, pero desertó en el momento de mayor peligro —puntualizó el mariscal Nordington.—Yo no lo consideraría deserción...—Caballeros, no estamos aquí para juzgar el comportamiento del teniente MacKinlay, sino para detener el avance de Napoleón —les tuvo que recordar el duque de Wellington, al ver que la atención se dispersaba. Cuando el silencio se hubo restablecido, el Comandante se dirigió a MacKinlay.—Teniente, poneos al frente de vuestro regimiento de Highlanders y esperad nuestras órdenes para entrar en batalla. MacKinlay asintió complacido por aquella resolución y se volvió para marcharse, pero el duque de Wellington le pidió que permaneciera allí para conocer la situación actual.—Las tropas francesas se encuentran situadas justo delante nuestro. Han ocupado La Belle Alliance y Rossomme. —Señaló en el mapa ambas localidades—. Nuestro puesto avanzado en Hougoumont resiste, pero ahora nos vemos amenazados en La Haye Sainte y Papelotte.—Según nuestros informantes, la infantería francesa ha comenzado a avanzar hacia estos lugares con claras intenciones de apoderarse de ellos —señaló el general Smith.—Debemos reforzar La Haye Sainte antes de que sea demasiado tarde —sugirió el mariscal Nordington—. Si permitimos que los franceses se apoderen de ella, los tendremos encima. El silencio cayó como un manto sobre los oficiales allí presentes. El duque de Wellington estudiaba las posibilidades que le quedaban. No era fácil decidir a quién encomendar la tarea de defender la primera línea de combate.—Podríamos enviar un batallón de prusianos, Comandante.—Está bien, mariscal Nordington, es un buen recurso. Dad la orden de que se preparen para acercarse hasta La Haye Sainte y refuercen a los que están allí atrincherados —ordenó el comandante Wellington.—¿Y si La Haye Sainte cae en manos de Napoleón? —preguntó el coronel Thompson.—Confiemos en los prusianos y en las tropas belgas allí desplegadas —respondió el duque de Wellington con gesto sombrío, consciente de lo que podía suponer perder aquella plaza. Si prusianos y belgas eran derrotados, tendría que echar mano de MacKinlay y sus Highlanders una vez más. Pero en aquella ocasión, no estaba seguro de que pudieran salir airosos.Capítulo 10
Por primera vez, Christine había decidido seguir los consejos de MacKinlay y permaneció oculta junto a Laurie en el campamento. Ambas habían sufrido durante las últimas horas, y necesitaban pasar un tiempo juntas. Conversando sobre lo que había sucedido, surgió el tema de la precipitada fuga de Hougoumont, que había provocado la deserción de MacKinlay y el castigo. Esto no dejaba de atormentar a Christine, a pesar de los intentos de Laurie por calmarla.
—¿Cómo pude ser tan egoísta y pensar sólo en mí? —se lamentaba llena de rabia e impotencia.—¿Por qué dices eso?—Debí hacerle caso. Pero quise ser la protagonista una vez más, desoí sus órdenes e hice mi santa voluntad. Y ahora, mira las consecuencias: acusado de traidor y de cobarde.—Tienes que calmarte. Nada vas a conseguir con ese comportamiento, no está en nuestras manos salvarlo del deshonor.—¿Deshonor? ¡Posiblemente sea expulsado del Ejército por mi culpa! ¿Lo entiendes? ¡Por mi culpa! —Se golpeó con las manos el pecho para remarcar sus palabras—. He sido una ingrata con él. Y todo por demostrarle que no podría conmigo. —Bajó el tono de voz hasta que sonó como un susurro. Inclinó su cabeza y caminó hasta sentarse junto a su hermana.—No te tortures más, Christine. Piensa en lo positivo que ha sido para ambos este encuentro. Christine no podía negar que, en ese aspecto, su hermana estaba en lo cierto. Su huida había servido para que ambos se dieran cuenta de que estaban hechos el uno para el otro y dejaran aflorar sus más íntimos sentimientos. Sus cuerpos, sus caricias, sus besos y sus miradas habían expresado el amor que sentían. MacKinlay había sido el primero para ella, y eso no lo iba a cambiar nada ni nadie.—Ha sido maravilloso —dijo de repente, embelesada al recordar la experiencia vivida—. Jamás podré olvidarlo, Laurie —confesó mientras ponía sus manos sobre las de su hermana en busca de complicidad.—Estás enamorada, lo veo en tus ojos. Pero ya lo estabas mucho antes, aunque no querías reconocerlo.—¡No es cierto! Yo sólo quería... —balbuceó intentando explicar lo que sentía por MacKinlay.—¿Lo amas?—Me siento segura entre sus brazos. Y cuando me toca, me besa, parece como si el mundo alrededor nuestro se detuviera. Sabe transmitirme esa paz y esa quietud que destila su mirada. Y su sonrisa... humm... es la más seductora que he visto. —Cerró los ojos, se abrazó y suspiró, imaginando que era él quien lo hacía.—Parece ser que te ha afectado bastante, hermanita —comentó pícaramente Laurie. Sin embargo, su sonrisa pronto se desvaneció al recordar la situación en la que se encontraban—. Dime, ¿qué haremos cuando la guerra acabe? No nos queda nada, la granja está prácticamente destruida.—No te preocupes por eso. Empezaremos de nuevo en otra parte —dijo muy segura Christine, y la abrazó para tranquilizarla.—¿Y MacKinlay?— Mi sitio está donde él esté, y más a partir de ahora, que necesitará de mi apoyo. Además, se lo debo —le respondió decidida. Apenas logró detener el galope del caballo, el oficial de caballería puso un pie en tierra y se apeó, cubierto de sudor y del polvo de los caminos. Había cabalgado sin descanso a través del fuego cruzado para poder entregar aquel parte en la propia mano del Comandante de los ejércitos aliados, el duque de Wellington. Cuando informó al cabo de guardia de su urgencia, lo hicieron pasar sin más dilación, y todos los presentes se volvieron al verlo aparecer. A juzgar por la primera impresión que se llevaron, las noticias no iban a ser nada halagüeñas. El correo era un soldado perteneciente al Cuerpo de Dragones Ligeros. Se despojó del gorro militar y lo sostuvo debajo de un brazo mientras entregaba el despacho.—Descansad —le ordenó el comandante Wellington—. Bebed algo y reponeos. El Comandante abrió el sobre y procedió a leer el contenido de la misiva. A medida que leía, su rostro iba pasando del escepticismo a la preocupación. Al final, frunció el ceño y apretó las mandíbulas, arrugó el papel y lo arrojó sobre la mesa. Todos los miembros del Estado Mayor británico lo miraron intrigados, aguardando algún comentario. El Duque cruzó las manos tras la espalda y agachó la cabeza con el semblante pálido. Tras unos segundos de incertidumbre, se dirigió hacia sus colaboradores más cercanos.—Caballeros, La Haye Sainte ha caído en manos de Napoleón —anunció solemnemente.—Pero ¿cómo? Hemos enviado un batallón de prusianos para recomponer las fuerzas allí desplegadas —exclamó el mariscal Nordington sin acabar de creerlo. El comandante Wellington respiró hondo antes de aclarar la situación a todos los oficiales.—Al parecer, los prusianos no lograron llegar a su objetivo.—¿Cómo explicáis eso?—Fueron sorprendidos en el camino por los coraceros franceses. —Cabizbajo, el duque de Wellington apoyó sus manos sobre la mesa. MacKinlay observaba el gesto abatido de su amigo y superior. MacKinlay no recordaba haber visto nunca tan desalentado a sir Arthur Wellesley, primer duque de Wellington. Hubiera deseado aconsejar algo, pero no sabía si debía hacerlo. Su posición estaba en entredicho, y tal vez abrir la boca no fuera lo más apropiado.—¿Cuál será nuestra respuesta? —preguntó el general O'Brien alarmado.—¿De qué fuerzas disponemos en la zona para detener el avance de la caballería de Napoleón? —Quiso saber de pronto el Comandante, reanimado. Parecía haber recuperado la fuerza de otras ocasiones.—De una brigada de veteranos de la guerra en España —respondió de inmediato el Mariscal.—¿Nada más? —Se sorprendió de disponer de tan pocos hombres.—Y de los Highlanders —agregó en tono seco. El comandante Wellington giró el rostro hacia su amigo. Aquella mirada que veía le decía que podía confiar en él, que no era un cobarde y no iba a rehuir la lucha.—Teniente MacKinlay, a pesar de vuestra situación, necesitamos que reunáis a vuestros hombres y que salgáis de inmediato hacia La Haye Sainte para impedir el avance de las tropas francesas.—Señor. —Se cuadró MacKinlay ante su superior.—Antes de marchar, me gustaría tener unas palabras con vos a solas. Acompañadme, por favor. —El Duque le indicó la salida, para que nadie pudiera escucharlos. Una vez fuera, avanzó unos pasos hasta alejarse lo suficiente del sitio de reuniones del Estado Mayor.—Escúchame, te quiero de vuelta cuando todo esto acabe, de manera que no te arriesgues más de lo necesario. No tienes que demostrarme nada, ni a todos esos de allí dentro. —Hizo un gesto con la cabeza, hacia el interior—. Es más, tienes que regresar por ella. Sería gracioso que hubieras cabalgado desde Hougoumont sólo para comprobar si estaba sana y salva, y ahora no fueras a volver.—Descuida, Arthur, no la dejaría sola por nada del mundo. Escaparía del infierno para estar con ella.—No lo dudo, amigo. Partid cuanto antes. —Una última cosa, Arthur —comenzó a decir MacKinlay, algo nervioso.—Tú dirás.—Si algo llegara a sucederme...—Sé lo que quieres insinuarme. Descuida, yo me encargaría de todo, pero tú procura que no tenga que hacerlo.—Gracias. Estrechó la mano de su amigo y partió. Le pidió a MacGregor que formara a los hombres y luego fue hacia la tienda del propio Duque, en donde permanecía Christine. Por el camino, iba reflexionando sobre lo que quería decirle antes de partir al frente, ya que dispondría de muy poco tiempo para hablar. Cuando llegó, Christine, de espaldas a él, hablaba con Laurie. No lo vio acercarse, salvo cuando su hermana se lo señaló con un gesto antes de dejarlos a solas. Entonces se volvió con el corazón palpitante por la emoción, sus ojos irradiaban una fuerza difícil de describir y lo miraban con una ternura exquisita. Se abalanzó sobre MacKinlay y se le echó al cuello, mientras él la sujetaba por la cintura. No pudo reprimir la oleada se sentimientos que se agolparon en su pecho y lo besó efusivamente. MacKinlay percibió cómo Christine le transmitía su pasión. Aquellos labios estaban hambrientos, lo besaban con un ardor y unas ganas que lo hicieron enloquecer. Su cuerpo era presa de una excitación desmedida, quería amarla de nuevo allí mismo, fundirse con ella para no tener que abandonarla nunca más. Christine sentía su sangre correr ardientemente por las venas, un torrente de fuego se había apoderado de ella. Apretó sus muslos contra aquella parte del kilt de MacKinlay que había respondido a la llamada del deseo. A su llamada. Lo despojó de la guerrera para rozarle los pechos contra el torso y excitarlo aún más. MacKinlay deslizó la mano para acariciarlos por encima del corsé, mientras lo aflojaba, sólo una fina tela los separaba de sus manos. MacKinlay notó cómo se endurecían sus pezones y cómo Christine comenzaba a jadear. Descendió por su piel suave y tersa, color del nácar, hasta que llegó hasta el escote de su camisa y, cuando la desabrochó del todo, se dedicó a besar aquel par de abultados senos que tanto lo habían atraído desde el primer momento. Los rozó suavemente, luego pasó la punta de su lengua alrededor de los pezones y los atrapó entre sus labios, haciéndola delirar de placer. Tras unos segundos, ascendió de nuevo hasta la boca de Christine, mientras sus manos se deslizaban raudas hacia sus caderas para desprenderla de la falda que, junto con su ropa interior, cayó ligera como las hojas en el otoño. Ella, desnuda ante él por segunda vez, se apartó para lanzarle una mirada febril. Estaba radiante, con las mejillas encendidas por aquel desenfreno, los ojos brillantes, los cabellos revueltos sobre el rostro, los labios todavía húmedos a causa del beso. Su cuerpo lleno de curvas clamaba que la abrazara, que la acariciara, que la amara una vez más. MacKinlay la atrajo hacia él mientras se acomodaba en la cama de nuevo y se quitaba el kilt para permitirle ver lo que ella había conseguido.—¿Ves cómo te deseo, Christine? —le preguntó con la voz embriagada de deseo. Christine contempló el cuerpo desnudo de él apoyado sobre el respaldo de la cama. Los hombros redondos como preludio de unos brazos fuertes donde las venas se marcaban. El pecho amplio cubierto de una fina capa de vello ensortijado. Los abdominales firmes, el sexo dispuesto a recibirla, las piernas torneadas. Se fue inclinando poco a poco hacia él con mirada de mujer enamorada, hambrienta de caricias y de besos, hasta que finalmente se tumbó sobre su cuerpo. Pasó las manos por aquel torso tan deseado, comenzó a jugar con los rizos del pecho, mientras sus labios se unían y sus lenguas danzaban inquietas dentro de sus bocas, buscándose incansablemente, recorriendo todos los recovecos inexplorados. MacKinlay la sujetó por la cintura, descendió hasta sus glúteos y la acomodó con delicadeza sobre él. Sintió que la humedad en el interior de sus muslos lo invitaba a acceder a aquel paraíso. Christine sonrió pícara cuando se percató de la facilidad con que él había encontrado el camino.—Ámame como si nunca antes lo hubieras hecho —le dijo con una mirada que lo encendió aún más—. Dime que me deseas como yo a ti.—Te deseo tanto... —le susurró al oído mientras se movían acompasados por una danza que sus cuerpos conocían a la perfección. Sus palabras provocaron en ella un torrente de sensaciones que no era capaz de explicar. En ese momento, lo único que le pedía era que siguiera haciéndole el amor así, de aquella manera. MacKinlay la sujetaba por las caderas, embelesado con aquella belleza que tenía sobre él. Al fin había encontrado una mujer que lo volviera loco hasta el punto de no querer separarse de ella nunca. Juntos superarían todos los problemas que surgieran en el camino. Cuando ambos sintieron que la pasión iba a alcanzar su final, se miraron a los ojos para verse el uno reflejado en el otro. Christine intentó controlar sus gemidos, pero era tanto el fuego que recorría su cuerpo, que no pudo evitar dejar escapar jadeos de placer antes de caer rendida sobre el pecho de MacKinlay. Más relajado, él acarició sus cabellos y la besó en la cabeza. Christine no quería levantarse de allí, quería quedarse atrapada en aquel cuerpo. Apoyó la barbilla sobre el pecho de MacKinlay para contemplarlo una vez más; no se cansaba de mirarlo. El tomó su rostro entre las manos y la besó en la frente, en los ojos, en las mejillas y por último en la nariz, para provocarle un mohín. Luego sonrió como sólo él sabía hacerlo.—Te quiero, Chris. Te quiero más que a nada en este mundo. Júrame que nunca te irás de mi lado. Ella sonrió encantada con aquella declaración de amor.—Lo juro, MacKinlay. Juro que nunca me separaré de ti. En ese momento, la voz de MacGregor se dejó escuchar, indiscreta, para recordar a MacKinlay que debían irse.—Lamento molestaros pero, Josh, debemos partir cuanto antes. Los hombres aguardan afuera. El rostro de Christine se contrajo de repente, y sus ojos se empañaron. El nudo que comenzó a formarse donde antes había sentido un agradable cosquilleo ascendía hasta la garganta y trababa sus palabras. MacKinlay se incorporó para rodearla con sus brazos, podía sentir la pena y el dolor en aquel corazón desbocado por la angustia de la despedida. Le pasó su mano por la mejilla para tratar de reconfortarla, pero fue inútil. Sentía tanto tener que hacerla pasar por aquello, causarle aquel dolor. Dejarla en aquel preciso instante, cuando lo que más hubiera deseado era quedarse enredado en sus brazos y en sus caricias, disfrutar de aquel cuerpo de piel blanca y aterciopelada, contarle todas las sensaciones que le estaba haciendo vivir.—¿Por qué me haces esto? —le preguntó Christine acongojada.—¿Qué cosa? —le preguntó él confundido.—Alterar mi apacible vida, hacerme sentir emociones que nunca antes había conocido. ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti? ¿Por qué te has convertido de la noche a la mañana en el centro de mi vida? —le preguntó mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¿Por qué no puedo dejar de amarte? Desconsolada, lo besó una vez más, sabía que aquella podía ser la última vez que se vieran.—Sólo prométeme una cosa —le pidió al fin.—Pídeme lo que quieras.—Regresa cuanto antes; no acabes con mis sueños, por favor. —Te doy mi palabra. Y cuando lo haga, abandonaremos este lugar para siempre —le dijo mientras volvía a sonreír. Por primera vez, MacKinlay sintió que la emoción podía con él y que sus ojos comenzaban también a empañarse. Desde pequeño, su padre le había dicho que los soldados nunca expresaban sus sentimientos, que no podían conmoverse. Pero él no era más aquel soldado del que hablaba su padre. Era un ser de carne y hueso que sucumbía ante el amor, un hombre que no podía tolerar que su amada llorara. Respiró hondo y se separó de ella para comenzar a vestirse. Christine tomó el kilt y, rodeándolo por la cintura, se lo ajustó. Le abotonó la camisa y luego la guerrera. MacKinlay terminó de colocarse las correas antes de tomar la gorra. La saludó con un beso en la frente y otro en los labios. Le guiñó un ojo y le regaló una sonrisa.—Hasta pronto. Christine lo despidió con los ojos arrasados por las lágrimas. Cuando MacGregor lo vio aparecer, le posó la mano sobre el hombro para infundirle valor. Nunca lo había visto en ese estado. Más allá de cualquier apuesta que hubiera entre ellos dos, MacGregor reconoció que su amigo amaba a Christine.—¿Te encuentras bien? —le preguntó preocupado.—Nunca he estado mejor —respondió MacKinlay con total seguridad mientras palmeaba al Sargento en la espalda—. Y, por cierto, si ese Bonaparte cree tener la victoria en su mano, que espere a ver nuestra respuesta. El desarrollo de la batalla favorecía en esos momentos los intereses de Francia. La toma de La Haye Sainte había supuesto un duro golpe en las aspiraciones del duque de Wellington, que debía enviar a sus mejores hombres al combate. Antes de partir, MacKinlay fue retenido unos momentos por lord Uxbridge, capitán de los Royal Scots Greys. Uxbridge era un oficial joven que había llegado a ese rango dentro de la caballería británica por su destreza y valentía en el combate. Se acercó a MacKinlay para transmitirle una orden.—Teniente, vuestros Highlanders deben cubrir nuestro avance.—¿Quién lo dice? —le espetó contrariado, ya que nadie le había comunicado nada.—El mariscal Nordington. "Ese hombre otra vez", pensó. Ya había intentado apartarlo del servicio antes de tiempo y, no conforme con eso, esta vez le ordenaba cubrir la carga de la caballería. Buscó en MacGregor el apoyo necesario para oponerse, pero el Sargento no pareció disgustarse y aceptó la orden con naturalidad. No había otra opción, debería avanzar delante de la caballería y, llegado el momento, apartarse a los lados para dejarlos pasar por entre sus filas.—De acuerdo. ¡En marcha! La columna de fusileros de los Highlanders se dispuso a contener a los regimientos franceses que sembraban el pánico entre los soldados belgas dispersos por La Haye Sainte y sus alrededores. Tras haber recorrido un par de kilómetros, comenzaron a divisar los regimientos de caballería de Napoleón. Se trataba de varios regimientos de coraceros que estaban causando estragos entre las líneas de los aliados. MacKinlay ordenó a sus hombres formarse en dos filas. La primera con una rodilla en tierra y la segunda detrás, de pie.—¡Carguen! Los hombres siguieron las indicaciones y al momento estuvieron en posición de disparar.—¡Apunten! Los coraceros cabalgaban hacia ellos blandiendo sus sables mientras prorrumpían en un griterío que apenas si llegaba a escucharse debido al sonido de la artillería. MacKinlay quería que estuvieran lo más cerca posible antes de efectuar el disparo y luego volver a cargar. Cuando los franceses estaban a escasos metros de los Highlanders, dio la orden.—¡Fuego! La descarga de los fusiles británicos fue devastadora. Los soldados enemigos fueron abatidos por una lluvia de balas que echó a la mitad de ellos al suelo. Durante esos segundos de confusión, lord Uxbridge aprovechó para fustigar su caballo y lanzarse al frente de sus Royal Scots Greys contra el resto de los coraceros. MacKinlay se había incorporado y había mandado cargar de nuevo por si debía volver a intervenir. Su rostro reflejaba la tensión del momento en sus mandíbulas apretadas y en el modo de aferrar su fusil, tan fuertemente que hasta los nudillos palidecían.—Pero ¿qué están haciendo? —le preguntó MacGregor contrariado por la actitud de los hombres de Uxbridge, que habían arrollado a la caballería francesa, pero continuaban avanzando.—¡Van a hacer frente a la artillería! ¡Los van a aniquilar! —exclamó MacKinlay al ver el desastre aproximarse. Los soldados de caballería comenzaban a dar muestras de fatiga en su avance. No en vano habían derrotado a dos regimientos de coraceros franceses pero, no conformes con ello, pretendían hacer lo mismo con la artillería. Sin embargo, no contaron con la infantería apostada en el flanco derecho de los cañones. Cuando MacKinlay comprendió la estúpida trampa en la que había caído Uxbridge, dio la orden de acudir en su ayuda.—¡Adelante! Los Highlanders avanzaron en medio del humo y de las balas que estallaban a su paso. Cuando llegaron al escenario del combate, la caballería inglesa había sido prácticamente diezmada. MacKinlay armó su bayoneta y dirigió a sus hombres al epicentro de la batalla. Allí entablaron una lucha sin cuartel que en principio hizo que los soldados franceses se replegaran, pero finalmente los ingleses comenzaron a debilitarse y debieron emprender la retirada a su vez. MacKinlay apretaba los dientes por la rabia de haber sido vencido por los franceses y retrocedía, enfurecido por la absurda derrota sufrida.—Si Uxbridge no se hubiera envalentonado por su victoria sobre los coraceros, nada de esto habría pasado —le explicaba a MacGregor mientras regresaban hasta la colina de Mont Saint Jean. MacKinlay estaba exhausto por el esfuerzo al que se había sometido, y había quedado completamente empapado en sudor, sangre y barro. Por fortuna, la sangre era de sus enemigos, se consoló. Pero tales pensamientos se vieron interrumpidos cuando comprobó que, a lo lejos, otros dos regimientos de coraceros al mando de Ney cabalgaban en su dirección, dispuestos a acabar con ellos. El duque de Wellington, en lo alto de la colina, contemplaba impertérrito el avance de la caballería francesa, así como los restos de su infantería maltrecha.—Mariscal Nordington, ordenad a los hombres que se preparen para repeler el ataque. Elegid el mejor terreno posible para situarnos allí y detener a los franceses. Quiero cuatro cuadros con dos filas cada uno.—Pero, señor, no nos queda caballería, y el regimiento del teniente MacKinlay está exhausto. No podremos con la carga de los franceses —le explicó tratando, en vano, de disimular su preocupación. El comandante Wellington le lanzó una mirada que heló la sangre del veterano Mariscal y lo hizo comprender que era mejor acatar las órdenes. Llamó al coronel Thompson para transmitirle las instrucciones y luego se dirigió a MacKinlay, que lo miró contrariado al enterarse de aquella audaz operación.—Quieren que nos apostemos detrás de la colina, en formación de cuatro cuadros de dos filas cada uno —repitió MacKinlay a sus hombres, sorprendido por el riesgo que estaba dispuesto a correr el Duque. Sin embargo, procedió como se le pedía y marchó colina abajo para recibir a la carga de la caballería. MacGregor miraba a su amigo alarmado.—Apenas contamos con hombres para detener a los franceses —replicó alterado, mientras caminaba a toda prisa.—Lo sé. Pero son las órdenes, Ross, y debemos obedecerlas. Se alinearon rápidamente en el centro del valle. Todos los hombres cargaban sus fusiles y esperaban que aparecieran los coraceros de Ney. Los soldados se mantenían en silencio, sólo se percibía la tensión en el aire. Poco después empezó a oírse un ruido sordo, mientras el piso bajo sus pies emitía una ligera vibración. La tierra comenzó a retumbar, y una nube de polvo creció a lo lejos: era el galope de los caballos franceses. MacKinlay levantó el fusil, tiró del percutor hacia atrás, cerró un ojo y apuntó hacia lo alto de la colina. El propio Duque y su Estado Mayor se habían dispuesto justo detrás de las líneas de Highlanders y aguardaban impacientes el momento decisivo. De pronto, los primeros soldados franceses comenzaron a descender a gran velocidad al galope, levantando la tierra a su paso. Pero la sorpresa que se llevaron fue mayúscula cuando se encontraron frente a la perfecta organización inglesa. En seguida se oyeron un sinfín de detonaciones que arrojó a la mayoría de ellos al suelo, heridos o muertos. Muchos fueron arrastrados por sus propias monturas a lo largo de varios cientos de metros, enganchados a los estribos. Rápidamente la segunda línea de Highlanders descargó sus fusiles y provocó un nuevo número de bajas. Al cabo de varios minutos, los franceses volvieron grupas en dirección a la colina y desaparecieron. La descabellada idea del comandante Wellington había surtido efecto, y la caballería se había retirado diezmada. Los hombres se felicitaron entre ellos por aquella pequeña victoria.—Volverán —aseguró MacKinlay sin desviar la vista del horizonte.—Sin embargo, podremos hacerles frente: no hemos sufrido ninguna baja —MacGregor intentó hacerle ver que la situación no era tan desesperante. No pasaría mucho antes de que tuvieran que enfrentar una nueva carga de los franceses, que fueron repelidos una vez más por los cuatro cuadros de soldados ingleses. Sin embargo, llegaron noticias de que el enemigo había abierto una brecha en uno de los enclaves defendidos por los prusianos.—No puedo creer que podamos perder la guerra —exclamó el duque de Wellington a los miembros del Estado Mayor, enfurecido por aquellas noticias—. Los hemos rechazado en tres ocasiones. ¿Cómo es posible que allá estén ganando?—Los ejércitos aliados se han visto sorprendidos por un inesperado ataque de la infantería —explicó el general O'Brien.—Que reúnan a todos los soldados disponibles y refuercen el flanco izquierdo. Aguantaremos —dijo con gesto firme. Napoleón, entonces, echó mano a su última y más poderosa reserva: la invencible Guardia Imperial, que luego de atravesar el campo de batalla y de repeler todos los ataques de los aliados, se encontró frente a frente con las tropas del comandante Wellington, y dispuesta a librar la batalla final. Con lo que los franceses no contaban era con los mil quinientos guardias británicos que, bajo las órdenes de Maitland, los aguardaban cuerpo a tierra para no ser alcanzados por las balas francesas. Se levantaron al mismo tiempo y, sin miramientos, devastaron a la Guardia Imperial, que quedó arrasada y, por primera vez en su historia, tuvo que retroceder en desorden y caos. El comandante Wellington, enardecido por la retirada, ordenó un avance general. Luego todo fue retirada para los franceses; la captura del mariscal conde de la Colonialé significó el final. Entrada la noche, cuando, luego de reconocer que las bajas, tanto de un bando como del otro, habían sido brutales, el duque de Wellington escribía en el reporte: "Al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada".Capítulo 11
Eran las diez de la noche en el cuartel general de los aliados en la Belle Alliance, que hasta hacía pocas horas había estado bajo dominio de Napoleón. La victoria había sido rotunda, y los oficiales de mayor rango habían sido convocados a una celebración, en donde todo era risas y felicitaciones.
El duque de Wellington se apartó un momento para buscar a MacKinlay y elogiar sus acciones de aquel día. Lo encontró sentado en una silla, lejos del bullicio; estaba recostado sobre el respaldo y tenía semblante pensativo. No se percató de la llegada del Comandante en Jefe de los Ejércitos aliados hasta que este le dirigió la palabra:—Mis más sinceras felicitaciones por el éxito obtenido, Josh. MacKinlay salió de su estado de ensueño al escuchar la voz de su viejo amigo, que buscó una silla por allí cerca para sentarse.—Me has sorprendido, estaba absorto en mis pensamientos. Sobre tus felicitaciones, déjame decirte que sería injusto de mi parte adjudicarme el honor de la victoria: tanto el sargento MacGregor como el cuerpo de Highlanders han sido responsables también del triunfo.—Lo sé, la labor del sargento MacGregor ha sido notable; sé que es tu mano derecha, que puedes delegar tranquilamente en él la tarea que sea.—Así es, no por nada nos conocemos desde hace tantos años. Bien se merece estar celebrando hoy.—¿Y tú, no deseas participar de los festejos? ¿Qué te tiene tan ocupado y pensativo? Es ella, ¿no es así?—Es que imagino que estará deseosa de saber cómo ha ido la jornada.—Seguramente que sí. Dime, ¿qué es lo que sientes por ella? ¿La quieres de verdad?—¿Tú también piensas que hice lo que hice por pura diversión?—No, claro que no. Déjame decirte que admiro tu valor, Josh, el coraje de abandonar tu puesto para salir tras la mujer a la que amabas.—El corazón no entiende de órdenes militares, Arthur. Pero de todos modos lo hubiera hecho, sin importar de quién se tratara, no olvides que los civiles estaban a mi cargo.—Te entiendo. ¿Qué piensas hacer ahora que la guerra ha terminado?—Ir a buscarla y llevarla a casa junto con Laurie.—Dentro de pocas semanas, te llamarán para el juicio —le recordó.—No te preocupes, lo tengo asumido. En todo momento supe lo que hacía.—¿No piensas defenderte?—¿Defenderme? ¿De qué? Vamos, Arthur, soy culpable de deserción. —Se incorporó en su silla y lanzó una mirada de asombro a su amigo.—Lamento que esto te suceda.—¿Sabes cuál será la sentencia? —preguntó indiferente.—Seguramente te degraden y después te expulsen del Ejército —le informó; tenía la voz algo alterada por la emoción y la rabia. MacKinlay chasqueó la lengua y sonrió.—Me lo imaginaba.—¿No te importa que te expulsen? —Se sorprendió.—Ni en lo más mínimo.—No te comprendo —el Comandante sacudió la cabeza—. Eres teniente de los Highlanders, pero podías haber ascendido aun más. ¡Tu expediente es brillante!—Nunca me gustaron las Fuerzas Armadas, y tú lo sabes. Si me alisté fue por mi padre, pero ahora me da exactamente igual ser parte o no.—¿Qué le dirás? Ya sabes que durante generaciones tu familia ha estado vinculada al Ejército —le advirtió.—Sabré capear el temporal del gran MacKinlay —dijo entre risas—. Espero que lo comprenda.—¿Y si no acepta a Christine? Al fin y al cabo, todo esto está relacionado con ella.—Si no la acepta, dejará de tener un hijo. Iré a visitar solamente a mi madre, ella siempre me apoyó en mi propósito de llevar una vida dedicada a los negocios.—Te advierto que te será difícil, la gente te tachará de cobarde y desertor.—Sólo me importa una opinión en este mundo, y no es esa, precisamente. —Sonrió.—¿Tienes quién te defienda?—Le pediré a Ross que lo haga. Por cierto, ¿qué ha pasado con Napoleón? —Cambió el tema para no tener que hacer ningún comentario más sobre su futuro.—Ha huido a Francia. La derrota en Waterloo lo ha afectado mucho. Imagino que intentará reagruparse y volver a intentarlo, pero no le será fácil.—¿No regresas a Inglaterra?—De momento, no. Permaneceré aquí algún tiempo más, ahora hay que reconstruir este país y el resto de Europa. ¿Y tú?—En cuanto pueda. Quiero abandonar Bélgica lo antes posible.—Por mí, puedes irte ya. No la hagas esperar. —Con una mirada de complicidad, el duque de Wellington se levantó de su silla y estrechó la mano de su amigo—. Espero que todo salga bien. Estaré pendiente de tu juicio, intentaré que me devuelvan algunos favores. MacKinlay sonrió mientras le estrechaba la mano. Después se cuadró para saludarlo y fue en busca de MacGregor. Lo encontró junto con otros soldados, charlando y bebiendo té con whisky. Al verlo llegar, Ross supo de inmediato qué quería.—¿Te marchas a buscarla?—Sí. El Ejército ya me ha retenido bastante. Mi cuerpo echa de menos sus brazos y sus cuidados. —Esbozó una sonrisa—. Ross, quisiera pedirte un favor —le comentó muy serio.—Tú dirás.—Quiero que me defiendas ante el Tribunal Militar. Tú conoces lo que realmente pasó, y eres buen orador.—¡Claro! Cuenta con ello.—Entonces ya nos veremos en Edimburgo. Ahora tengo que irme —le dijo con el rostro iluminado de sólo pensar que volvería a verla. Se despidió de su amigo y cabalgó hasta el antiguo cuartel general del duque de Wellington. Espoleó a la bestia para galopar lo más deprisa posible. Tenía ganas de verla, de abrazarla, de besarla y de sentirla junto a él, su cuerpo anhelaba el de ella. Necesitaba sumergirse en su mirada y abandonarse, olvidarse del mundo exterior que los rodeaba, y que ella le curara las heridas que su ausencia había provocado. Cuando apareció en el campamento, los soldados que aún permanecían allí lo saludaron respetuosamente y le preguntaron sobre el resultado de la batalla.—¿Batalla? —exclamó MacKinlay, sorprendido de que las noticias no hubieran llegado todavía—. Amigos, la guerra ha terminado; hemos vencido a los franceses —les comunicó entre risas—. Nos vamos a casa. Un estallido de alegría alborotó el campamento, pese a que era entrada la noche. MacKinlay sonreía feliz al ver a tantos hombres heridos celebrar la victoria sobre Napoleón. Los soldados tomaron las gaitas, comenzaron a hacerlas sonar y se lanzaron a bailar. Aquella algarabía llegó a oídos de Christine, que descansaba en la tienda del duque de Wellington. La muchacha se levantó en seguida de su cama, tomó una chaqueta y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, echó un vistazo a Laurie, que dormía plácidamente; estaba agotada por el trabajo al que se había entregado desde su llegada. Ambas se habían ofrecido como voluntarias para el hospital de campaña, y durante aquel último día no habían cesado de recibir heridos del frente. Cada vez que aparecía alguno, rogaba que no fuera MacKinlay; cuando comprobaba que no era él, su angustia se desvanecía hasta que llegara el siguiente. Abrió la puerta y se asomó al campamento, donde los hombres celebraban la victoria. Caminó con paso titubeante hasta llegar al festejo, en el que fue rápidamente incluida. Cuando salió del grupo en el que la obligaron a bailar, se encontró frente a un hombre que la miraba desde las sombras. Christine escrutó aquella figura cuyo rostro permanecía oculto. Al reconocerlo, su corazón comenzó a latir deprisa, sin que fuera capaz de ponerle freno, y en sus labios se dibujó una exclamación de sorpresa. Estaba paralizada por aquella visión, incapaz de dar un sólo paso más. MacKinlay salió de las sombras y apretó el paso hasta quedar delante de ella, no quería prolongar más aquella separación. Un ligero viento alborotó los cabellos de la muchacha. Sus labios habían quedado entreabiertos, como esperando que las palabras ascendieran por la garganta y quedaran libres de su confinamiento. Era inútil, no podía decir nada, un nudo le impedía hacerlo. Extendió su mano con la intención de acariciarlo, pero MacKinlay la atrapó a mitad de camino para llevársela a los labios y besarla intensamente sin dejar de contemplar su rostro, aquel que lo había acompañado en los últimos días para darle fuerzas en cada momento de la batalla. Christine, hipnotizada por aquella aparición, lo rodeó con sus brazos para que la besara, para que le insuflara el aire que le había faltado durante su ausencia. El se inclinó y posó suavemente su boca en la de ella, jugueteando muy despacio, despertando sensaciones dormidas. Quería disfrutar del momento, sin prisas. Sólo con el sonido de las gaitas a lo lejos, el canto de los hombres y el murmullo del viento en las copas de los árboles. La acarició bajo la fina tela de su camisa y sintió cómo se alteraba su respiración. Ella, que había cerrado los ojos para disfrutar mejor del momento, se sintió atrevida e introdujo su lengua dentro de la boca de MacKinlay. Ese contacto enardeció a Josh e intensificó la pasión. La distancia y la incertidumbre de la guerra habían hecho que sus sentimientos se fortalecieran. Continuaron besándose y acariciándose durante largo rato, luego él la condujo hacia el cuarto de oficiales, donde apasionadamente se amaron, ajenos a los demás.—Te he echado de menos —confesó MacKinlay mientras le acariciaba los cabellos.—Es bueno saber que mis encantos han funcionado para atraerte a mí —incorporó la cabeza hasta que su barbilla quedó sobre el pecho de él.—Eres una pícara. Me has atraído como las sirenas a Ulises, sólo que yo me he rendido ante ti.—¿Hablas de mí? —preguntó con fingida inocencia.—Me has embrujado —le dijo mientras sus ojos brillaban de ilusión por tenerla otra vez junto a él.—Debes reconocer que en el fondo te gusta que sea guerrera, y que no me deje dominar.—Sí, pero no me gustó que expusieras tu vida para hacerme enfadar.—No lo hice por eso —le replicó muy seria.—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué saliste de la casa cuando sabías que no debías hacerlo?—Para salvarnos, para que nuestro amor fuera posible —le respondió de modo tan inocente que provocó cierto acaloramiento en MacKinlay—. ¡Cielo santo, te has puesto colorado! —Se divirtió.—Yo no me he puesto... ¡Por favor, Christine, compórtate! —le suplicó.—El gran teniente MacKinlay, el oficial más severo y rudo del Ejército británico, ha sucumbido ante una mujer —resumió a modo de broma, dichosa de estar a su lado.—No puedo, no puedo con ella —murmuró para sí, resignado. Christine se había incorporado, y exhibía juguetona frente a él su completa desnudez, ese cuerpo lleno de curvas que lo enloquecía. Se quedó quieto, contemplando a aquella niña traviesa en la que se había convertido de repente; entonces fueron las mejillas de ella las que comenzaron a encenderse.—Deja de mirarme así —le ordenó tapándole los ojos con una mano.—No importa que me impidas mirarte, puedo imaginarte y, créeme, es más excitante aún —le dijo en un tono provocador. Christine apartó la mano y MacKinlay se abalanzó sobre ella. La tumbó de espaldas en la cama mientras le sujetaba los brazos por encima de la cabeza.—Voy a torturarte —le advirtió mientras comenzaba a besarla en el cuello, en las mejillas, en la nariz, en los ojos y en los labios. Después descendió por la curva de su barbilla y continuó en dirección hacia el centro del placer de su cuerpo, mientras sentía cómo ella se agitaba. Siguió descendiendo más y más, hasta soltarle los brazos para recorrer la curva que formaba la cintura hacia sus caderas y sus muslos, con pequeños mordiscos que la hicieron reír.—¿Sabes? —le dijo divertida—. Me encanta que me tortures.—¿Qué ocurrirá ahora? —Quiso saber Christine.—No te entiendo. ¿A qué te refieres? —MacKinlay se apoyó contra la almohada para escucharla mejor.—Bueno, como la guerra ha terminado, imagino que regresarás a tu casa. Me pregunto qué será de Laurie y de mí —le dijo casi en un susurro mientras su mirada se llenaba de pena.—Creía que ese tema ya había quedado claro. Tu hermana y tú os vendréis conmigo a Escocia. Aquellas palabras calaron hondo en el corazón de Christine. Estaba dispuesta a luchar por su amor y a seguirlo adonde fuera, para estar junto a él apoyándolo en todo momento.—¿Acaso creíste que os dejaría solas? ¿Piensas que has sido una aventura para mí, Chris? ¿Supones que me he jugado la vida y mi puesto en el Ejército por nada? —le preguntó sorprendido.—No, pero aunque no me hubieras llevado, yo habría ido tras de ti. Siento que te debo...—Nada. No me debes nada. —Puso un dedo sobre sus labios—. Te quiero, Christine. ¿Cómo habría de renunciar a la mujer que llena mi vida de ilusión? Christine sintió su pecho henchirse de orgullo, su rostro se iluminó y sus ojos centellearon de felicidad. Se abalanzó sobre él y lo cubrió de besos.—Te quiero, Josh. Cuando se separaron, Christine siguió preguntando sobre su vida en Escocia.—¿Y tu familia? ¿Qué opinará de que te presentes en su casa con dos mujeres?—No importa. No será necesario que nos quedemos en casa de mis padres; tengo la mía propia, y allí hay sitio de sobra para los tres.—Pero nosotras... Bueno, tampoco queremos vivir de tus atenciones.—Mi futura esposa y mi cuñada no tienen que preocuparse de nada. Christine se quedó muda. No daba crédito a lo que acababa de oír. Fue tal su sorpresa, que se dejó caer hacia atrás sobre la cama. Tenía el corazón acelerado, y la sangre le hervía en las venas. Se le cortó la respiración, y por un instante creyó que se iba a ahogar. MacKinlay, al ver que no se incorporaba, se inclinó sobre ella para averiguar qué le sucedía: Christine permanecía con los ojos abiertos, fijos en el techo.—¿Te ocurre algo?—¿Po... podrías repetir lo que dijiste? —La voz le fallaba.—¿Qué parte no has entendido?—No estoy segura de haberte comprendido bien, pero ¿acabas de proponerme matrimonio? —le preguntó sobresaltada mientras terminaba de sentarse sobre la cama.—Bueno, si tienes otros planes, yo... Christine tomó su rostro entre las manos y lo besó para impedir que dijera una palabra más.—Sí, quiero —respondió en un susurro.—Entonces, no hay nada más que hablar. Era temprano cuando Christine se levantó; a su lado, MacKinlay dormía profundamente. Lo contempló mientras se vestía, le pareció el hombre más adorable que podía tener por marido. Tierno, atento, delicado y, encima, estaba loco por ella, se dijo mientras sonreía como una niña traviesa. "Pícara", la había llamado aquella misma noche. Sólo esperaba ser capaz de retenerlo toda la vida a su lado, pues deseaba que así fuera. Su vida había cambiado de la noche a la mañana con la llegada de MacKinlay a Hougoumont. No sabía explicar los motivos que la habían llevado a enamorarse de él; pero le había encantado su forma de actuar y de comportarse con ella y con su hermana. Su dicha era completa. Por fin la vida le sonreía después de tantas penurias soportadas en la granja. Se inclinó sobre él para besarlo suavemente. MacKinlay se movió al sentir aquel beso, pero no se despertó. Estaba cansado luego de días enteros de marchas, batallas y noches en vela. Christine abandonó la estancia y se encaminó deprisa a ver a su hermana, que posiblemente se hubiera despertado y estaría buscándola. Y así fue: la vio salir azorada de la tienda que el Duque les había asignado, con el pelo revuelto y cara de preocupación. Cuando al fin Laurie la divisó, se llevó la mano al pecho y, aliviada, se acercó deprisa.—¿Dónde estabas? Casi me muero del susto al despertarme y no verte en la cama —le comentó sin haberse recuperado aún—. Oye, a ti te sucede algo. Esa expresión tuya es porque algo bueno te ha ocurrido. Christine tomó a su hermana por las manos y asintió con los ojos iluminados, las mejillas arreboladas, y una sonrisa en su rostro.—Ha regresado.—¿Quién, MacKinlay? —le preguntó exaltada.—¡Sí! Laurie la miró con los ojos entrecerrados y sonrió maliciosamente, al comprender la razón de la alegría de su hermana.—Ya entiendo el motivo de tanta algarabía. Habéis pasado la noche juntos, ¿verdad? —le preguntó socarronamente. Christine respiró hondo antes de asentir, pues no cabía en sí de gozo.—¿Teníais mucho que contaros, eh? Apuesto a que no habéis dejado de hablar en toda la noche.—Me ha pedido que me casara con él —soltó de repente Christine, que ya no aguantaba ni un momento más.—¿Cómo? —dijo Laurie con cara de asombro.—¿Verdad que es maravilloso?—Pero ¿estás segura de haber entendido bien?—Completamente. Además, me ha propuesto que fuéramos a vivir con él —le explicó loca de felicidad. Las dos hermanas se abrazaron y comenzaron a saltar de alegría mientras las risas volvían a sus gargantas después de tanto tiempo de desdichas.—¿Y qué voy a hacer yo con vosotros dos? —le preguntó Laurie.—Josh ha dicho que podemos vivir los tres en la misma casa sin problemas.—Pero algo tendremos que hacer, nosotras estamos acostumbradas a trabajar duro y ganarnos nuestro sustento.—Ya veremos. Por ahora, disfrutemos de este momento, Laurie —le dijo Christine. Semejante noticia tomaba por sorpresa a su hermana, que ya casi no recordaba lo que era reírse o disfrutar. Desde la muerte de sus padres, habían tenido que llevar adelante la granja con gran esfuerzo, pero en ese momento, en cambio, todo era dicha. Las hermanas se abrazaron y regresaron al interior de la tienda para prepararse y estar listas a la hora de partir. Cuando se despertó, MacKinlay recogió sus pertenencias y marchó en busca de Christine y de Laurie. Había dejado el kilt envuelto dentro de su equipaje, y se había puesto unos pantalones de color gris. Mientras caminaba hacia el alojamiento del Duque, en su cabeza se agolpaban los recuerdos de lo vivido junto a Christine. Le había pedido que lo acompañara, y no sólo eso, además le había pedido que se casara con él. Ella era la mujer que su corazón había elegido, la que le había devuelto la ilusión de vivir. Después de tanto tiempo resistiéndose al amor, al fin se había dado cuenta de que no podría vivir sin ella, por eso había salido en su busca, desoyendo las advertencias de MacGregor; por eso se había jugado el cuello al atravesar al galope el campo de batalla para llegar a su lado. Christine era única, pensó mientras sonreía al recordar cómo se había dejado caer en la cama cuando él le pidió su mano. Al verlo aparecer vestido con un pantalón, las muchachas no podían dar crédito a sus ojos. Christine frunció el ceño como si no lo reconociera, y Laurie, que estaba doblando una manta, se quedó congelada.—¿Qué sucede? ¿Nunca habéis visto un hombre con pantalones?—No a ti —respondió Christine.—¿Y qué opinión te merece?—Yo te prefiero con falda, me gusta explorar lo que ocultas debajo de ella —le susurró al oído. Josh tragó saliva y sonrió abiertamente por el cumplido.—Sinvergüenza. Aquel juego de seducción no dejaba de hechizarlo. Tuvo que olvidarse de las señales que le enviaba su cuerpo y reprimir las ganas de reanudar lo que la noche anterior habían iniciado. Ardía en deseos de hacerlo, pero debían marcharse cuanto antes. Ya tendrían tiempo cuando llegaran a Edimburgo, entonces sí correspondería a las artes que ella empleaba para encenderlo.—¿Habéis recogido todo? Partiremos de inmediato hacia el puerto de Calais, donde tomaremos un barco que nos llevará a Inglaterra.—¿No hay peligro de toparnos con los franceses? —le preguntó Laurie inquieta.—No te preocupes. Viajaremos con el resto de los soldados que regresan a sus hogares. Además, Napoleón ha huido a París, de manera que no creo que tengamos problemas.—Me dejas más tranquila —suspiró.—Estaos preparadas lo antes posible. Yo voy a ver a los hombres. El convoy partió de La Haye Sainte cuando el sol aún no había alcanzado su punto más alto. Allí salía muy temprano y tardaba en ponerse, con lo que dispondrían de más de catorce horas de luz. Además, por fortuna, no hacía mucho calor, de modo que la marcha sería llevadera. En efecto, el viaje resultó bastante apacible. No tuvieron ningún encuentro con tropas francesas, puesto que toda Bélgica y la zona norte de Francia estaban bajo dominio aliado. La derrota de Napoleón había activado la oposición en el país galo, y el Emperador debía ocuparse de resolver sus problemas internos. Con este panorama, los soldados británicos llegaron a Calais sin ningún contratiempo.Capítulo 12
El teniente MacKinlay se dirigió hacia el navío de la Real Armada británica para informar al Capitán de su llegada y de sus intenciones de embarcar. El Capitán del Emperor se encontraba a bordo, dando las últimas instrucciones antes de la partida.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritó MacKinlay, intentando captar la atención del hombre, hasta que éste se volvió para ver quién lo llamaba, descendió con paso rápido por la plancha hasta donde estaba el Teniente.—Soy el teniente MacKinlay, del cuerpo de Highlanders —se presentó Josh.—Capitán Sullivan, señor.—Venimos desde La Haye Sainte, en Bélgica. Nos dijeron que vuestro navío zarparía rumbo a Dover.—Sí, es verdad. Saldremos esta misma noche —confirmó el Capitán—. ¿Cuántas personas pensáis embarcar, Teniente?—Tres.—No hay problema.—¿Creéis que podría haber complicaciones en alta mar? Mis dos acompañantes son mujeres, y me gustaría garantizar su seguridad.—Es posible que quede algún renegado de Napoleón haciendo la guerra por su cuenta —le respondió encogiéndose de hombros.—Comprendo. ¿Necesitáis hombres? Si es así, puedo embarcar los que me pidáis.—Sólo los que quieran regresar hoy mismo a casa. Evitad a los heridos, ya me entendéis.—Así lo haré, Capitán. Luego de despedirse, MacKinlay acordó con varios hombres que se presentaran al atardecer junto al navío y regresó a la posada en la que se alojarían las muchachas hasta la hora de zarpar. Las halló asomadas a la ventana, disfrutando del aire del mar. El ambiente en el puerto estaba bastante convulsionado; la derrota del ejército francés ante los aliados había provocado una llegada masiva de viajeros que querían abandonar el continente cuanto antes. Al caer la noche, MacKinlay embarcó junto a Christine y Laurie. El Capitán les pidió que se unieran a él en la cena que se celebraría en su camarote, ya que también estarían allí el resto de los oficiales. Las mujeres se disculparon por no tener la ropa adecuada para la ocasión, pero el propio Sullivan le restó importancia al asunto.—En estos días, lo importante es mantenerse vivo. Nadie reparará acerca de si vuestros atuendos son los apropiados para dos damas —les dijo. El Capitán presidía la mesa en la que se encontraban otros tres hombres, además de MacKinlay y las dos mujeres. Hacía bastante que no se daban un festín como ese; se les sirvió una sopa caliente, cordero guisado y puré, todo acompañado con un buen vino francés.—Comed hasta reventar —los instó el Capitán—. Imagino que no habréis podido disfrutar de un banquete así en el frente —comentó.—La verdad es que tenéis razón, Capitán. La comida escasea durante las batallas —reconoció MacKinlay.—¿Habéis estado bajo las órdenes del duque de Wellington? —le preguntó el Primer Oficial.—Sí, incluso tengo el honor de conocerlo.—Se ha terminado la guerra, ¿no es así? —comentó el Capitán.—Así es, aunque todo parece indicar que Napoleón está intentado reorganizar su maltrecho ejército para presentar batalla de nuevo.—Creo que estamos aburriendo a nuestras damas —interrumpió el Capitán—. Contadnos, ¿qué hacen dos mujeres tan hermosas en medio de una guerra tan cruenta y absurda como esta?—Vivíamos pacíficamente en una granja en Hougoumont, hasta que los franceses decidieron atacarla. Afortunadamente, el teniente MacKinlay se presentó para defendernos.—Entiendo. ¿No os ha quedado nada?—Nada, señor —dijo con voz apagada Christine.—Entonces marcháis a Inglaterra a empezar una nueva vida —dedujo el marino.—Así es, señor. Esperamos poder establecernos allí.—Supongo que el teniente MacKinlay os ayudará en ello, ¿verdad, Teniente? —dijo el Capitán con una sonrisa.—Por supuesto, ambas son mis invitadas.—Comprendo. Esta guerra ha sido una calamidad, gracias a que ese cabeza loca de Napoleón se encargó de destruir media Europa con sus ansias de poder. Y, a fin de cuentas, ¿para qué? —dijo encogiéndose de hombros—. Para acabar derrotado. Durante unos incómodos instantes, los comensales se miraron entre sí sin pronunciar palabra. Christine notó la tensión y se levantó de la silla.—Tal vez sea el momento de retirarnos. Muchas gracias por la cena, Capitán. El Capitán las saludó amablemente y se puso de pie para despedirlas. Los demás lo imitaron por cortesía y permanecieron así hasta que las hermanas salieron. Después volvieron a sus asuntos.—Teniente, ahora que nos hemos quedado solos, no voy a andarme con rodeos. MacKinlay contempló expectante el rostro del Capitán.—Adelante, decidme.—Me preguntasteis si tendríamos complicaciones durante el viaje. Yo os comenté que tal vez tropezáramos con algún simpatizante de Napoleón —comenzó a decir, sin apartar la vista del Teniente, para estudiar sus reacciones—. Pues bien, lo cierto es que es probable que eso suceda.—No os comprendo, Capitán.—Antes de zarpar, se nos encomendó la misión de dar caza al corsario francés Leroux, que opera en estas aguas.—¡Cielo santo! —exclamó MacKinlay—. ¿Por qué no me lo comunicasteis de inmediato? No habría arriesgado la vida de las muchachas —masculló entre dientes, lleno de furia.—Lo sé, pero en ese momento era sólo una posibilidad remota. Si nos topáramos con él, le pido que se encargue de que permanezcan encerradas en su camarote.—¿Encerradas? No conocéis a Christine —dijo con una sonrisa irónica.—Si avistáramos el navío de ese corsario, las señoritas quedarán bajo su protección. Sólo os pido que toméis las medidas oportunas, nada malo ha de sucederles si os obedecen.—Está bien, está bien —comentó al ver que era inútil quejarse—. ¿Qué probabilidades hay de toparnos con el corsario francés?—No lo sé. Apenas sé que se encuentra en estas aguas. Tal vez ni siquiera lleguemos a verlo. No tenéis por qué preocuparos ahora.—¡¿Que no me preocupe?! —bramó fuera de sí MacKinlay—. Escuchadme, Capitán, si hubiera embarcado solo, claro que no lo haría; soy militar y estoy acostumbrado a las batallas. Pero tengo dos mujeres a mi cargo a bordo de un navío que pretende dar caza a un corsario francés. ¿Cómo espera que permanezca tranquilo en semejante situación? Decidme ¿de cuántas piezas de artillería dispone?—Doce cañones de siete libras. —¿Hombres?—Al menos cincuenta.—¿Y Leroux?—No lo sabemos, Teniente.—Genial —murmuró entre dientes. Se levantó y abandonó el camarote del Capitán, necesitaba respirar un poco de aire fresco. La cubierta estaba despejada, sólo el vigía, el timonel y algunos marineros encargados de hacer la primera guardia circulaban por allí. El resto de la tripulación se había retirado hasta que les tocara el turno de relevarlos. MacKinlay se apoyó en la borda y escudriñó el horizonte. Levantó la vista hacia las velas henchidas por el viento. "Necesitamos más viento para que nos empuje cuanto antes a la costa. Debemos evitar a ese corsario como sea", pensaba, ajeno a la figura que se acercaba sigilosamente por detrás hasta rodearlo con sus brazos. MacKinlay sonrió al sentir el suave roce de sus manos sobre la cintura. Christine se recostó contra él y cerró los ojos para escuchar el oleaje del mar que rompía rítmicamente contra el casco del navío. La noche era serena, y los astros brillaban en el cielo despejado. Respiró hondo; no necesitaba nada más. Josh se giró lentamente para contemplar su rostro y le correspondió el abrazo, ciñéndole fuertemente la cintura mientras ella apoyaba las manos sobre su pecho y jugaba con los botones de su camisa.—¿Qué haces aquí? —le preguntó mientras la atraía hacia él.—Te buscaba.—Pues ya me has encontrado. ¿Y Laurie?—Se ha retirado a descansar.—¿Y tú?—No quería hacerlo sin antes saludarte.—Eres encantadora. —Deslizó su mano por debajo del mentón de ella y lo levantó para que sus rostros se encontraran—. Las estrellas te envidiarán si tus ojos las siguen opacando de esa manera. Christine bajó la mirada, un cosquilleo ascendió por su cuerpo hasta sus mejillas. MacKinlay la atrajo nuevamente y se inclinó para besarla, al compás del vaivén del barco.—Me vuelves loco —susurró mientras acariciaba los cabellos rizados, antes de recorrerle el cuello con los labios y envolverla en su pasión. La mañana amaneció gris sobre el mar en el Paso de Calais. Negros nubarrones amenazaban con iniciar una tormenta de un momento a otro. MacKinlay se había levantado temprano para escrutar el horizonte desde la cubierta. La posibilidad de avistar el barco de Leroux lo inquietaba; Christine y Laurie ya habían tenido que vivir una batalla, de modo que no quería bajo ningún concepto exponerlas nuevamente a esa situación. Los combates siempre eran lo mismo: sangre, cuerpos sin vida esparcidos por todas partes, el lamento de los moribundos... La voz del vigía lo arrancó de sus cavilaciones:—¡Barco a estribor! MacKinlay se apoyó en la borda, pero no lograba ver claramente, de manera que se encaramó sobre ella sujetándose de la escala que tenía más a mano.—¡Maldición! —murmuró para sí mientras de un salto regresaba a la cubierta. En esos momentos, el capitán Sullivan y el Primer Oficial se le unieron.—Ahí tenéis a Leroux, si la vista no me engaña. El Capitán extendió su catalejo para poder ver mejor, y MacKinlay percibió cómo se tensaban los músculos de su rostro.—Mantened a las mujeres ocultas, Teniente —le dijo antes de dar una orden al Contramaestre—. Todos los hombres, a sus puestos; procurad no levantar sospechas. Martin, izad el pabellón francés, nos acercaremos al barco camuflados, veremos si es tan bueno como dicen. ¡Rápido, apuntalad los cañones, traed la pólvora, repartid las armas! Luego cerró el catalejo, lo guardó en el bolsillo y se dirigió serenamente a MacKinlay.—Que Dios nos encuentre confesados, Teniente. Josh corrió al camarote de las hermanas, pero en el camino se tropezó con Christine.—He oído al vigía avistar un barco. ¿Qué es este ajetreo? —le preguntó alarmada al ver a los hombres con pólvora y balas de cañón.—Será mejor que vuelvas abajo, Chris. —Al menos dime qué ocurre —le exigió.—Corsarios franceses —respondió gravemente. —¿Va a haber una batalla naval?—No, si podemos evitarlo. Y ahora, vuelve con Laurie —insistió MacKinlay.—Ni hablar. —Se cruzó de brazos y lo desafió con gesto altivo.—¿Estás loca?—Mi sitio está junto a ti, de modo que ya puedes ir haciéndote a la idea —le dijo decidida. MacKinlay se giró para quedar de frente al mar mientras intentaba encontrar una manera de convencerla. Como no halló ninguna que fuera a resultar, optó por volverse, alargar el brazo para sujetarla y arrastrarla hasta el camarote.—Creí que ya habíamos zanjado el tema —le dijo mirándola con furia.—¡Déjame, me haces daño!—Está bien. —La soltó—. Pero no quiero verte sobre la cubierta en ningún momento. ¿Queda claro? —le advirtió. MacKinlay no pudo oír la respuesta, puesto que en ese momento la artillería del barco comenzó a rugir. Corrió hacia la cubierta escaleras arriba y logró ver, entre una densa humareda, que la estrategia de engañar a Leroux con el pabellón francés no había dado resultado, y que las dos naves habían comenzado a intercambiar disparos. Se asomó por la borda y vio que el navío corsario estaba en peores condiciones que el suyo, al tener seriamente dañada la línea de flotación. Seguramente le habían abierto alguna vía de agua, y la bodega se estaría inundando a toda velocidad.—¡Mujer, apártate de ahí! —exclamó un marinero. Detrás de él, MacKinlay encontró a Christine ayudando a un moribundo mientras las detonaciones seguían sonando. No podía con ella, no había forma humana de que le hiciera caso. Le encantaba estar en mitad de los problemas, y nadie iba a hacerla cambiar de opinión.—¡Teniente, lo necesitamos! —le gritó el Capitán—. ¡Van a abordarnos! MacKinlay volvió el rostro y vio que los hombres se preparaban para repeler el asalto.—¿Serviría de algo si te pidiera que te fueras de aquí? —le preguntó hecho una furia. Por toda respuesta, ella se limitó a encogerse de hombros. MacKinlay no podía esperar a que se dignara contestar y regresó hacia la borda. Los marineros intentaban contener el abordaje de los franceses. MacKinlay desenvainó su espada y corrió en auxilio del Capitán y de sus hombres. La pelea se mostraba desigual: la tripulación enemiga era inferior en número a la inglesa, y pronto esa ventaja se hizo notoria. MacKinlay hirió a uno de los corsarios en el brazo y lo obligó a rendirse. Por su parte, el capitán Sullivan se batía despiadadamente con Leroux. La moral de los franceses disminuía a medida que avanzaba el combate. Christine se había incorporado y contemplaba la escena en mitad de la cubierta. De repente, un corsario se precipitó en su dirección. La muchacha se dio cuenta a tiempo y miró a su alrededor para ver cómo podía detener aquella embestida. Una cuerda suelta sobre el piso le sirvió para hacerlo retroceder unos metros, sin embargo, aquello no hizo sino enfurecerlo más, y al instante volvió a la carga con renovado ímpetu. Extendió su brazo para tantearla con el filo de su espada, pero ella logró esquivarlo. Sentía su corazón latir desbocado dentro del pecho, la camisa empapada de sudor, la sangre que corría veloz por sus venas. Jadeaba de nerviosismo, no se dejaría tomar por aquel malnacido que le mostraba su sonrisa de dentadura negra.—¡Ven, preciosa! Justo cuando el corsario se arrojaba sobre ella, Christine tropezó con el cuerpo de un hombre muerto y no puedo evitar recibir un sablazo en el hombro. Sintió la punzada abrirle la carne y una quemazón, mientras la sangre impregnaba su camisa. Rápidamente buscó algo con qué defenderse. El cadáver con el que había tropezado tenía un puñal en su cinturón. Lo extrajo con determinación y, cuando su atacante arremetió nuevamente, se lo hundió en el vientre hasta la empuñadura. Al darse cuenta de lo que había hecho, gritó horrorizada. El hombre cayó sobre ella con los ojos vidriosos, y su sangre comenzó a mancharla. Sintió su aliento fétido en el rostro hasta que alguien lo apartó de ella de un empujón. MacKinlay le tendió una mano; mientras la ayudaba a levantarse, notó que Christine tenía una herida en el hombro. Ella sintió que las fuerzas la abandonaban, se tambaleó y acabó por desmayarse. MacKinlay la tomó en brazos y la llevó al camarote; allí la recostó sobre el lecho y rasgó la camisa para dejar el área expuesta: había visto muchas heridas en las guerras, y más de una vez había tenido que curar a algún soldado, de modo que no sería muy difícil asistirla. Examinó la zona y se quedó tranquilo al ver que apenas era un corte superficial. Afortunadamente, el músculo no había sido lastimado, aunque le quedaría una cicatriz. Salió del camarote con un recipiente para llenarlo de agua y se encontró con Laurie, que ayudaba a un herido.—Christine está en mi camarote, tiene un hombro lastimado, nada grave, pero necesito vendas y un trozo de lienzo limpio.—Pero ¿cómo? —murmuró Laurie, mientras le facilitaba los implementos.—Es algo a lo que ya me tiene acostumbrado —dijo resignado MacKinlay. Vertió agua en el recipiente y tomó el lienzo para lavarle la herida. Regresó al camarote y cerró la puerta detrás suyo, no quería que nadie lo molestara. Al sentirlo entrar, Christine volvió en sí.—¿Qué me ha sucedido? —gimió cuando intentó incorporarse.—Quédate quieta —le dijo MacKinlay con gesto severo mientras la empujaba delicadamente de vuelta a la cama.—¿Qué haces? —le preguntó.—Tienes una herida en el hombro —le informó MacKinlay mientras se esterilizaba las manos con licor—. Ahora, no te muevas, ¿quieres? Christine asintió, pues el dolor le impedía hablar. Sentía una quemazón insoportable en el brazo. MacKinlay lavó la zona con suaves golpecitos.—Esto te va a escocer —le dijo antes de verter el licor sobre la herida. Christine apretó los dientes para ahogar un grito. MacKinlay soplaba suavemente para mitigar el ardor. Sonrió al verla allí, recostada sobre la cama, tan dócil al fin.—¿Qué tiene tanta gracia? —le preguntó con las pocas fuerzas que le quedaban.—Que después de enfrentarte a un corsario tan resueltamente, ahora chilles porque te desinfecto la herida.—Estaba muerta de miedo —le confesó volviendo el rostro hacia un lado para evitar mirarlo. MacKinlay comenzó a vendarle el brazo con mucho cuidado, procurando no hacer presión sobre la herida.—Por suerte, no ha sido grave. Tal vez hayas creído que era un corte más profundo, por la sangre que manaba, pero ni siquiera has necesitado sutura. Bueno, ya está. —Se incorporó para devolver el recipiente y las vendas, al tiempo que la muchacha se sumergía en un profundo sueño.Capítulo 13
Durante un tiempo que no pudo precisar, Christine permaneció adormilada debido a los fuertes dolores. En varias ocasiones, había intentado incorporarse o girar sobre el hombro malherido, sin recordar que era precisamente eso lo que le producía dolor. No reparar en aquello la enfurecía, y entonces lanzaba improperios y maldiciones contra sí misma, y contra MacKinlay por haberla abandonado así.
Continuó quejándose hasta que Laurie se asomó tras la puerta para saber cómo estaba. Cuando la vio, la expresión del rostro de Christine se dulcificó y una sonrisa lo iluminó.—¿Cómo te encuentras?—Algo cansada —mintió para no inquietar a su hermana menor.—¿Y la herida? —le preguntó Laurie preocupada.—No es nada, sólo un rasguño.—MacKinlay me lo ha contado todo —le informó mientras observaba la expresión de desagrado de Christine.—Comprendo a qué te refieres. ¿Te pondrás de su parte y me regañarás? —la desafió.—Christine, a veces me cuesta recordar que tú eres la hermana mayor. Te comportas como si fueses una niña; sinceramente creo que el Teniente quiere protegernos y que cuando nos pide que nos mantengamos alejadas del peligro es para que nada nos haga daño.—Lo sé, Laurie, pero es como si una fuerza más poderosa que mi voluntad se apoderara de mí. Necesito defenderme yo misma, no puedo delegar mi vida en manos de otra persona, por más que desee lo mejor para mí. Pero tienes razón, a veces me expongo demasiado —confesó Christine.—Bueno, hermana, me alegra que puedas reflexionar sobre esto. ¿Sabes? Cuando me enteré de que habías sido herida casi me muero de un susto. No sé qué haría sin ti a mi lado; eres la persona a quien le cuento mis cosas, eres mi compañía, eres... como la madre que no tengo. —Laurie se detuvo cuando sintió que un nudo se formaba en su garganta; no quería llorar.—Juro que nunca te faltaré y que puedes contar conmigo siempre. No llores, por favor.—Es que estoy tan asustada; por momentos no sé qué será de mí. Tú te quedarás con Josh y yo no puedo estorbaros toda la vida. —La joven no pudo contener más sus lágrimas y rompió a llorar amargamente.—¡Por Dios! Nunca pensé que sufrías esta pena. Laurie, eres muy joven y muy hermosa, sé que no sólo tendrás miles de candidatos, sino que no sabrás a cuál de ellos elegir. Confía en mí, estaremos protegidas; yo me encargaré de ello. Y nunca sientas que eres una carga para mí, eres mi hermana, y también mi mejor amiga. —Y sin demorar un instante más y haciendo caso omiso al dolor, se incorporó y abrazó a su hermana.—Gracias por tus palabras, me hacía falta escucharlas luego de los tiempos difíciles que hemos pasado.—Tú lo has dicho: "pasado". Deja que los malos tragos comiencen a formar parte del recuerdo.—Tienes razón. Tengo una última pregunta para hacerte.—Dime.—¿No te dolía tanto ese brazo? ¿Qué haces incorporada y moviéndolo?—Bueno, hermana querida, es que tengo que empezar a rehabilitarlo; no creas que eres la única persona a quien pensaba abrazar hoy —le dijo, cómplice, guiñándole un ojo. Laurie pegó una risotada que fue seguida de otra de Christine. De pronto escucharon pasos cerca del camarote, y unos suaves golpecitos sonaron en la puerta. Las hermanas se miraron.—Supongo que los corsarios franceses no tendrán tan buenos modales como para pedir permiso antes de invadir, ¿no? —dijo Christine. Otra carcajada de Laurie.—¡Adelante! —Elevaron la voz al unísono.—Permiso —dijo Josh MacKinlay al tiempo que abría lentamente la puerta—. Por lo que se escuchaba desde el pasillo, parece que se están divirtiendo bastante y que nuestra muchacha se encuentra recuperada ya. Laurie, ¿podrías dejarnos un momento a solas? Es sólo un momento.—Sí, desde luego —manifestó y se escabulló por un pequeño espacio que quedaba entre el Teniente y la puerta. Christine notó en seguida que MacKinlay estaba enfadado con ella. No dejaba de mirarla mientras se aproximaba a la cama, erguido como si estuviera desfilando con su regimiento. Christine sintió aquellos ojos recorriendo su cuerpo y de repente sintió pudor. Christine suspiró hondo y por primera vez vio dolor en el rostro de MacKinlay. Lo había visto más de una vez disgustado por su comportamiento, e incluso lo había sacado de sus casillas en varias ocasiones, pero nunca lo había visto tan apenado. Siempre había sido testigo de cómo los hombres se despreocupaban de sus esposas, empezando por su padre. Sin embargo, MacKinlay era diferente al resto.—Esta vez has estado verdaderamente en peligro, Christine. "Está enfadado, porque no me ha llamado Chris", se dijo mientras se mordía el labio inferior con arrepentimiento. Iba a decir algo pero él se anticipó.—Te quedarás encerrada en este camarote hasta que desembarquemos. Laurie permanecerá contigo en todo momento. Yo, por mi parte, vendré a verte cuando pueda. Su tono era distante, le hacía daño y le daba miedo. Se levantó de la cama y se despidió. Ni siquiera se volvió para mirarla por última vez, ni le dio un beso, ni una caricia, ni le dedicó un gesto de cariño, o una sonrisa de esas que la hacían derretirse. Su hermana, que había permanecido en el pasillo, entró en la habitación una vez que Josh abandonó la recámara.—Laurie... —balbuceó entre el dolor de la herida y el de su corazón. No intentó contener las lágrimas que descendían veloces por sus mejillas mientras su hermana, impotente, la contemplaba con el corazón encogido. En cierto modo se merecía que MacKinlay se mostrara tan frío con ella, pero temía que la actitud de ambos acabara por separarlos. Si Christine no cambiaba, podría llegar el día en que él se hartara y la dejara. Laurie se inclinó sobre su hermana y la rodeó con sus brazos. Con palabras afectuosas, intentó calmarla y hacerle comprender el comportamiento de MacKinlay. Por la noche, cuando Christine se durmió, Laurie abandonó el camarote en busca de Josh, quería hablar con él sobre su hermana. Lo encontró apoyado sobre la borda contemplando el cielo y las primeras luces de Dover. "Por suerte, ya hemos llegado", se decía a sí mismo Josh, pasándose la mano por el rostro y el cuello. Estaba cansado, sudado y aún no había pasado por su propio camarote. Christine ocupaba la mayor parte de su tiempo, tenía que vigilarla de cerca para que no intentara meterse en algún lío. Estaba tan absorto en sus pensamientos que, cuando Laurie posó la mano sobre su hombro, se sobresaltó. Se volvió y, al verla allí, lo primero que pensó fue que a Christine le había sucedido algo: temía lo peor.—¿Hubo algún problema? —preguntó preocupado. —No, Christine está durmiendo —le informó ella con voz sosegada y dulce.—Gracias a Dios. —Volvió a apoyarse sobre la borda, aliviado. Laurie se situó junto a él en silencio, contemplando su perfil y su mirada fija en el horizonte, mientras sus cabellos revoloteaban por la brisa marina.—Quería hablar contigo —le dijo al fin, con gesto tímido.—¿Conmigo? —Se extrañó MacKinlay—. Dime, ¿de qué se trata? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?—Es acerca de Christine. MacKinlay elevó las cejas y puso los ojos en blanco. Se pasó una mano por la frente para apartarse los cabellos y se dispuso a escuchar a Laurie.—Tú dirás.—Es por la forma en que te has comportado con ella esta tarde.—Sé que he sido rudo pero, sabes, empiezo a cansarme de su comportamiento de niña consentida. ¿Siempre ha de salirse con la suya?—No la culpes por ser como es.—Su manera de actuar casi le cuesta la vida en varias ocasiones —le recordó MacKinlay, que comenzaba a molestarse—. ¿Cómo explicarías tú el incidente de esta mañana durante el abordaje?—Tienes toda la razón: mi hermana es muy testaruda.—Yo diría que demasiado testaruda —recalcó MacKinlay irritado—. Pretendo salvaguardar su integridad, y ella lo único que hace es ponerme a prueba una y otra vez. Parece que disfruta haciéndolo. —Golpeó con rabia la borda.—Ella teme perderte. Hoy lo ha visto en tu mirada y en tu frialdad. —Sonó tan preocupada que alarmó a MacKinlay. Al oír a Laurie, palideció por un momento, como si aquel comentario le hubiera producido una herida aun más grave que cualquiera de las que había recibido a lo largo de su trayectoria militar.—¿Hablas en serio? —Estaba ansioso, y arrepentido tal vez, de haberse mostrado tan distante en el camarote.—Me lo ha dicho entre sollozos, aunque me mataría si supiera que te lo estoy contando.—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó expectante.—Comenzó a temblar y, bueno, no sabría decirte si le dolía la herida o...—¿O qué? —la increpó, tenía los nervios crispados por la tensión del momento.—Estuvo llorando durante largo rato y murmurando que... que te estaba perdiendo —dijo por fin, mirándolo a los ojos. Fue tan sólo un segundo lo que tardó MacKinlay en dejar allí plantada a Laurie y salir corriendo hacia el camarote. De un salto bajó la escalera y caminó hacia la puerta detrás de la que descansaba Christine. La abrió con sumo cuidado para no despertarla. Al entrar en la habitación a oscuras, tropezó con algunos trastos esparcidos por el suelo.—¡Maldición! —No pudo evitar mascullar al golpearse. Pero ella apenas si se agitó. La tenue luz que arrojaba la ventana caía de lleno sobre su rostro. El cabello estaba revuelto y esparcido sobre la almohada, algunos mechones rozaban sus mejillas. Dormía vuelta hacia él, apoyada sobre el lado ileso, y respiraba de manera suave y delicada, entreabriendo apenas los labios al soltar el aire. Nunca se había fijado en sus pestañas, que en ese momento se le aparecían largas y rizadas ante sus ojos. MacKinlay la contemplaba arrodillado junto a la cama, lleno de ternura y de cariño. ¿Cómo iba a permitirse perderla? Cuanto más la miraba, más se henchía su corazón. Quería contemplarla hasta aprendérsela de memoria. Percibió la línea de su cuerpo, luego siguió con la vista su contorno, desde el hombro hasta su cintura, para volverse a elevar ligeramente en la zona de sus caderas y muslos, y terminar en sus pantorrillas.—¿Cómo es posible que pienses eso, Christine, cuando lo único que quiero es amarte y cuidarte? —le decía sin apartar su mirada. MacKinlay sacudió la cabeza abatido, no podía perder a aquella maravilla de mujer. Se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Christine se movió en sueños, pero no se despertó. El célebre militar retirado Robert MacKinlay se encontraba en su despacho cuando Alfred entró para entregarle un sobre.—Señor, una carta de su hijo —le informó mientras se lo tendía.—¿De Josh? —preguntó exaltado y rasgó el sobre con un abrecartas de plata. El mayordomo aguardó las indicaciones de MacKinlay, que leía con avidez y sonreía de alegría al enterarse de que volvería a tenerlo en casa. Josh le informaba que la guerra en el continente había terminado con la derrota de Napoleón y que, por lo tanto, su presencia allí ya no era necesaria. Sm embargo, su sonrisa se borró cuando supo que vendría acompañado por dos mujeres. Levantó la vista y la clavó en Alfred, que aún seguía en el lugar.—Decidles a mi esposa y a mi hijo que se reúnan conmigo en el salón.—Bien, señor —dijo Alfred con una reverencia antes de abandonar el despacho. Robert MacKinlay quedó pensativo en su sillón de piel. Su hijo regresaba a casa con compañía. ¿En qué demonios andaría metido esta vez? Intentó encontrar la respuesta a aquel enigma, pero por más que dio vueltas al asunto, no logró llegar a una conclusión. Echó la silla hacia atrás y se incorporó para dirigirse al salón, sin dejar de pensar en qué podría haber ocurrido. Cuando llegó, tanto su mujer como su otro hijo lo aguardaban impacientes. Rose MacKinlay estaba sentada en un sillón de tres plazas frente a Horace, que se encontraba apoyado sobre la repisa de la chimenea. Ella era una mujer muy recatada y estricta a la hora de observar las normas de la sociedad, y no compartía en nada el comportamiento de su hijo menor. Él era todo un hombre, aunque sus padres insistieran en seguir creyendo que era un adolescente rebelde; admiraba a su hermano mayor y detestaba que lo trataran como al hijo perfecto y le recriminaran el no haber seguido la carrera militar; después de todo, y luego de largos años de estudio y esfuerzo, se había convertido en un flamante abogado.—Bien, ¿qué es eso tan importante que tienes que comunicarnos? —le preguntó impaciente su mujer.—Josh regresa a casa —respondió agitando el sobre en su mano.—¡Josh! —exclamó la mujer, levantándose de su asiento para atrapar la carta.—Bueno, pues ya estamos todos —dijo Horace mientras se encaminaba hacia la licorera para servirse una copa—. ¿Cuántas medallas le han concedido a nuestro querido Teniente?—Deberías tenerle más respeto a tu hermano. Al menos él ha acudido a la llamada de su país. Algo de lo que otros podrían aprender —dijo cortante.—Siempre hablas de lo mismo. Tú sólo ves el Ejército y nada más. Los dos hombres intercambiaron miradas de reproche, mientras Rose continuaba leyendo. Al igual que a Robert, la expresión de su rostro se transformó de repente cuando llegó al párrafo en el que les informaba de su compañía. La mujer levantó la mirada hacia su marido para obtener una respuesta.—¿Qué significa que viene con dos mujeres, Robert? —le preguntó angustiada luego de dejar la carta en su regazo. Robert MacKinlay frunció el ceño y curvó la boca en una mueca de desconcierto. Horace se había quedado atónito al enterarse de la noticia, y la mano con que sostenía la copa se había paralizado a mitad de camino.—¡¿Con dos mujeres?! —preguntó sin salir de su asombro, mientras sus cejas se alzaban hasta casi mezclarse con el flequillo—. ¡Vaya, vaya, mi hermanito! Seguro que una es su esposa y la otra su amante. O las dos son amantes. O tal vez sean dos...—¡Cierra la boca, haz el favor! —le ordenó su padre con una mirada llena de furia—. Hasta que no venga y se explique, no sacaremos conclusiones precipitadas.—¡Pero si está claro! Josh se ha sentido conmovido por esas víctimas de la guerra y se las trae con él. Me pregunto si una de ellas será para mí. —Esbozó una sonrisa—. Esto se merece un brindis, ¿no creéis? Sin siquiera molestarse en responderle, Robert MacKinlay se retiró del salón y lo dejó a solas con su madre, que no terminaba de recuperarse de la noticia. Finalmente, ella también apartó sus pensamientos a un lado y salió deprisa para alcanzar a su marido.—Robert, ¿qué crees que ha sucedido para que... bueno, para que Josh haya obrado de esa manera? —le preguntó nerviosa mientras se retorcía las manos.—No tengo la menor idea, Rose. Sólo espero que no haya cometido una locura.—Tal vez se haya casado —sugirió la mujer sin poder calmarse.—Espero que no —le dijo con una mirada encendida de ira—. Imagina qué escándalo, seríamos el hazmerreír de toda Edimburgo —masculló entre dientes.—¡Dios no lo quiera! —murmuró ella llevándose la mano a los labios.—No pienso tolerar ningún acto promiscuo en este hogar. De manera que ya puede ir olvidándose de alojarlas bajo este techo —dijo muy seguro de que cumpliría con esa amenaza.—Robert...—¿Qué?—Si haces eso, él se irá también.—Entonces que no se moleste en pisar esta casa. No permitiré que dos desconocidas insulten mi nombre. Y ahora, si me disculpas, he de ir al club. Rose lo vio perderse en el interior de su despacho. El pecho le palpitaba por la angustia que le provocaba la situación. Robert era muy estricto, y capaz de cualquier cosa con tal de que se respetaran las apariencias: incluso de echar de su casa a su propio hijo.Capítulo 14
Josh MacKinlay llegaba a Edimburgo en un carruaje tirado y por cuatro negros corceles. El camino por las tierras bajas de Escocia había despertado innumerables recuerdos en él: aquellos parajes cercanos al Tweed, en los que se podía respirar el aire fresco y limpio del campo, lo hacían sentirse otra vez en su casa.
—¡Es un lugar espléndido! —comentó embelesada Christine, asomada por la ventanilla.—Pues aún no habéis visto nada. Uno de estos días intentaremos adentrarnos en las Highlands para que podáis contemplar su belleza. Eso sí que merece la pena ser visto.—¿Un paisaje aun más maravilloso? —le preguntó con asombro.—Idílico —la corrigió con una amplia sonrisa—. Pero por ahora, disfrutad de Edimburgo —dijo con un timbre en la voz que denotaba la inmensa felicidad que sentía por encontrarse de regreso.—¿Qué es aquel montículo? —preguntó Laurie señalando hacia un verde promontorio que se elevaba majestuoso y dominaba la vista desde Holyrood Park.—Eso es Arthur's Seat. Se trata de un antiguo volcán con forma de león dormido.—¡Mira, un castillo! —exclamó Christine entusiasmada.—Es el castillo de Edimburgo, que domina la ciudad desde lo alto.—¿Y esos jardines?—Son los jardines de Princes Street, os llevaré a dar un paseo por ellos. —Sonreía de satisfacción por la curiosidad y el encanto que su ciudad despertaba en ambas muchachas. Veía a Christine contemplar atónita las bellezas y tesoros que Edimburgo exponía ante ella y le daba la sensación de que no quería perderse nada, de que quería absorber todo lo que pudiera en aquel breve paseo.—Ya hemos llegado. El carruaje se detuvo frente a una casa construida en ladrillo y piedra de color claro. Christine y Laurie intercambiaron miradas preocupadas y nerviosas. MacKinlay notó la inquietud que las atenazaba; para tranquilizarlas, les tomó las manos y les habló serena y pausadamente.—Ya os he contado acerca de mi familia durante el viaje hasta aquí. No tenéis nada que temer, ¿de acuerdo? Ambas asintieron, al tiempo que trataban de calmarse. Josh descendió primero, bajó los dos escalones del pescante y luego ayudó a las damas a hacer otro tanto. El ruido del coche había llamado la atención de la familia MacKinlay, y Alfred salió a recibir a las visitas seguido de Rose MacKinlay, que se acercaba con una sonrisa de alegría por el regreso de su hijo.—¡Josh! —chilló mientras él se arrojaba en sus brazos y la besaba. En el umbral de la puerta, con una sonrisa y una expresión de desconcierto, se apoyaba Horace, que caminó hacia Josh con galantería y le extendió su mano, sin dejar de mirar de reojo a las dos mujeres que lo acompañaban.—Déjame felicitarte, hermano, por tus victorias; a juzgar por lo que veo, muy gratas victorias —comentó mientras sus ojos recorrían cada centímetro de las muchachas, poniéndolas visiblemente incómodas.—Dejadme que os presente a Christine y a su hermana Laurie —les dijo Josh, apartándose un poco.—Es un gran honor conocerla, señora MacKinlay —se aventuró a decir Christine, inclinando su cabeza respetuosamente.—El placer es mío —balbuceó nerviosa la dama mientras correspondía al saludo.—Mucho gusto, señora —dijo Laurie y se inclinó a su vez.—Yo soy Horace, el hermano de Josh. Se acercó hasta ambas mujeres, les tomó las manos y las besó sin quitarles los ojos de encima.—¿Está en casa mi padre? —preguntó con tono grave Josh.—No, salió temprano hacia el club de oficiales —respondió Rose—. Pero pasemos al interior, debes de tener muchas cosas que contarnos, hijo. El tono que había empleado su madre no le había gustado nada a Josh, que sabía que su inesperada compañía despertaría habladurías en las altas esferas de la sociedad escocesa. Pero les había prometido a las muchachas que irían con él y que estarían donde él estuviera, y no iba a faltar a su palabra.—¿Podríamos conversar a solas un momento, Josh? —El tono de su madre evidenciaba angustia y nerviosismo.—Lo que tengas que decirme puedes hacerlo en presencia de ellas. Rose calló ante aquella inesperada respuesta y, en silencio, todos pasaron al salón. Christine y Laurie se sentaron en unas butacas, y desde allí miraban curiosas a su alrededor: había bibliotecas de madera maciza atestadas de libros, una chimenea de mármol negro veteado sobre la que se exhibía el retrato de un soldado de caballería, y del techo pendía una lámpara de cuatro brazos con tulipas verdes. Horace se había apoyado sobre la chimenea sin apartar la vista de las muchachas, que se sentían algo intimidadas por aquella escena. La madre se había sentado muy erguida en otro sillón, en tanto Josh permanecía de pie al lado de Christine y de Laurie, con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. No estaba dispuesto a que su familia menospreciara a aquellas mujeres tan valiosas.—¿Podrías explicarnos cómo has conocido a estas dos jovencitas, y por qué han venido contigo, hijo?—No voy a relatarte los horrores de la guerra, madre. Sólo te diré que a Christine y a Laurie no les queda nada en su patria, y soy responsable en parte de eso. Ambas miraron a Josh, sorprendidas por su relato.—¿Por eso las has traído aquí? —le preguntó su hermano—. ¿Se trata de una deuda?—No es ninguna deuda —le respondió con dureza—. Son mis invitadas. Es lo menos que puedo hacer después de haber ocupado su hogar con mi regimiento, y haber provocado así que los franceses lo redujeran a cenizas.—¿Piensas alojarlas contigo? —le preguntó su madre con gesto incierto, temerosa de la respuesta de su hijo.—Es lo más sensato. Ya te he dicho que se lo debo. En ese momento, la puerta de la calle se abrió, y Robert MacKinlay entró en la casa. Le entregó el sombrero y el bastón a Alfred, y pronto todos en el salón escucharon su atronadora voz.—¿Ha llegado ya el cobarde de mi hijo? Aquella pregunta heló la sangre de Christine y Laurie, llenó de inquietud a Rose y de expectación a Horace. Robert entró en el salón y se detuvo a escasos pasos de la puerta mirando a su hijo con aspecto fiero. En ningún momento desde que llegó desvió la mirada hacia los demás, estaba tan enojado que para él sólo se encontraban él y su hijo en la habitación. Josh presumía que ya se habría enterado por el club de oficiales de que había sido acusado de deserción. Cruzó a grandes zancadas el salón hasta llegar frente a Josh y, cuando llegó, levantó la mano y lo abofeteó en la mejilla, ante la sorpresa de todos los presentes. Rose se sobresaltó, Horace empalideció, y Christine y Laurie dejaron escapar una exclamación de espanto, ya que ambas sabían el origen de esa reacción. Christine cerró los ojos e, inclinando la cabeza sobre el pecho, se cubrió con las manos para que ninguno de los allí presentes percibiera su dolor y su vergüenza. Ella era la única responsable, y nunca encontraría la forma de remediarlo.—¿A qué se debe esto, Robert? —le preguntó Rose, enojada por la escena.—Que te lo explique él —le respondió, señalando a Josh con un dedo acusador.—Josh, ¿a qué se refiere tu padre?—Me he tenido que enterar en el club de que mi hijo es un desertor —respondió desencajado sin dejarlo hablar—. ¡Mi propio hijo! ¿Sabes acaso la vergüenza que me has hecho pasar? —vociferó.—La imagino, padre —respondió impertérrito—. La imagino y la comparto. Lamento mucho que te haya causado tanto trastorno.—¿Qué puedes saber tú, desgraciado? —lo amenazó con los puños cerrados. La madre de Josh tenía la cabeza gacha, aquello significaba una gran deshonra para la familia. Horace no salía de su asombro y permanecía expectante en su lugar.—¡Y todo por salvarle la vida a una ramera, que encima pretendes introducir en nuestra casa! —le dijo presa de una furia irreconocible.—No toleraré que insultes a ninguna de estas dos mujeres —reaccionó Josh bruscamente.—¿Ah, no? ¿Y qué vas hacer? ¿Pegarme como un vulgar matón? —lo retó.—No. No merece la pena. A pesar de todo, eres mi padre y te respeto. Nunca levantaría mi mano contra ti, algo que tú sí acabas de hacer conmigo —le respondió con rabia y pena. Luego se acercó a Christine y, rodeándola con su brazo, la atrajo hacia sí. Posó su mano debajo de su mentón y levantó su rostro para contemplar las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Después de secarlas, se volvió hacia su padre y con voz firme le explicó:—Esta "ramera", como tú la has llamado, se llama Christine y es mi prometida. Paseó su mirada por las tres personas que los contemplaban atónitos.—Si esa es tu elección, entonces te agradecería que salieras de esta casa y no volvieras a poner un pie en ella. Desde hoy no tengo más hijos que Horace —anunció solemnemente el padre antes de retirarse.—Si esa es tu voluntad, sea —respondió Josh con la misma solemnidad que había empleado su padre—. Vámonos —les indicó a Christine y a Laurie.—Por favor, Robert, reconsidéralo —le imploró su mujer.—Mi decisión está tomada —recalcó mientras salía del salón.—Déjalo, madre, no hay nada que hacer. Ya sabes cómo es —replicó Josh.—¿Adonde irás? —le preguntó angustiada.—Estaré en mi casa en Ramsay Garden; de allí nadie puede echarme. Josh MacKinlay abandonó la casa de sus padres y le indicó al cochero la dirección para que emprendiera el camino, sin poder ocultar su tristeza por la situación vivida.—Lamento haberos hecho pasar por esto —les dijo con la voz quebrada—. No era mi intención que os insultaran.—Tú no tienes la culpa, Josh —le dijo Christine—. Soy yo la responsable de todo; si aquel día te hubiera hecho caso...—Shh... Eso ya está olvidado, pertenece al pasado. Ahora sólo hay que pensar en el futuro. Tras un breve viaje, llegaron a Ramsay Garden y se apearon del coche. Josh dio instrucciones al cochero para que se marchara, no lo necesitaría más por el resto del día.—¡Es preciosa! —murmuró Laurie al contemplar el edificio de tres plantas construido en piedra de color claro. La puerta de caoba adornada con una pesada aldaba de bronce se abrió al tiempo que ellos llegaban, y una señora algo entrada en carnes los recibía. Su rostro reflejó una notable sorpresa al ver a su señor allí, de pie en la entrada.—Señor MacKinlay, ¡por todos los cielos! —exclamó la buena mujer estrechándolo entre sus regordetes brazos y dándole un par de besos que habrían tumbado a cualquiera.—¿Cómo está, señora MacBriar?—¡Oh, veo que viene acompañado! —dijo al percatarse de la presencia de las dos mujeres, que sonreían expectantes.—Señora MacBriar, permítame presentarle a las señoritas Christine y Laurie.—Es un placer conocerlas, señoritas —las saludó con una sonrisa plena de bondad.—El placer es nuestro, señora —respondió Christine por las dos.—Será mejor que entremos. Señora MacBriar, dígale a Margaret que prepare la habitación con dos camas.—¿Se quedarán mucho tiempo las señoritas?—Bastante —fue la respuesta. Josh cedió el paso a las tres mujeres e ingresaron en un recibidor de paredes enteladas. La señora MacBriar se retiró, y los recién llegados fueron hacia el salón comedor. El suelo estaba tapizado por una alfombra que lo cubría casi por completo. En una pared, había una chimenea sobre la que descansaban varias piezas de porcelana. La mesa estaba situada en el centro, y la rodeaban seis espléndidas sillas de madera torneada.—Podéis sentaros, estáis en vuestra casa —les dijo Josh—. Iré a decir a la señora MacBriar que encargue al cocinero algo de comer. Cuando MacKinlay abandonó el salón, ambas hermanas permanecieron en silencio mientras contemplaban admiradas todo cuanto había a su alrededor.—¡Me siento como en un cuento de hadas! —prorrumpió feliz Laurie con ojos chispeantes de felicidad y de emoción.—No debemos olvidarnos de dónde estamos, Laurie. Somos huéspedes.—¿Huéspedes? —repitió sorprendido MacKinlay desde el umbral—. Mi futura esposa y mi cuñada no son huéspedes en su propia casa. Ahora lo que importa es que os instaléis en vuestra habitación. Josh les hizo un ademán para que se acercaran al ama de llaves que aguardaba junto a la puerta del comedor y las mujeres partieron con la señora MacBriar hacia el piso superior. Al llegar a lo alto, se abría un pasillo en el que se distribuían las puertas de las distintas recámaras. La señora MacBriar las condujo hasta la última y la abrió para dejar paso a una luminosa habitación. Las camas eran altas debido al espesor del colchón y de las mantas, y cada una de ellas tenía un cojín beige claro con puntillas alrededor. El suelo estaba alfombrado, y las hermanas notaban cómo sus pies se hundían ligeramente con cada paso. Había un armario de caoba, una cómoda con un espejo redondo y, al pie, una banqueta forrada en el mismo tono que la alfombra. Sobre la cómoda, había un juego de tocador y frascos de perfume. Un cuadro con un paisaje invernal colgaba entre las dos camas y completaba la decoración.—¡Esto es hermoso! —exclamó Christine mirando en torno suyo con el rostro iluminado de emoción. La señora MacBriar las contemplaba y sonreía por la espontaneidad de aquellas dos muchachas.—¿Les apetecería tomar un baño mientras se prepara y se sirve la comida?—Sí, por supuesto.—Entonces le diré a Margaret que se encargue de ello, mientras ustedes se instalan. Cuando el ama de llaves las dejó solas, Laurie se sentó en la cama y dejó los pies colgando en el aire.—¡Es muy blanda! Nunca antes había dormido en una cama como esta —le confesó a su hermana, que la contemplaba con una mirada llena de nostalgia.—Ojalá pudieran vernos papá y mamá —anheló Christine mientras se le acercaba para rodearla con sus brazos y dejar que apoyara la cabeza en su hombro.Capítulo 15
Una visita inesperada llegó a la casa.
—¡Horace! —exclamó Josh, sorprendido de ver a su hermano allí.—¿Puedo pasar?—Por supuesto. Siempre eres bienvenido en esta casa, adelante. —Lo condujo al salón y lo invitó a sentarse. Horace le entregó su abrigo y su sombrero al mayordomo, y se sentó en el sofá de dos piezas.—¿Quieres tomar algo?—No, gracias.—¿Qué puedo hacer por ti? Imagino a qué has venido —dijo Josh después de tomar asiento frente a su hermano.—He venido a preguntarte qué ha sucedido, si es que estás dispuesto a contármelo. Nuestro padre se ha encerrado en su despacho y no quiere salir bajo ningún concepto. Josh lo escuchó preocupado y después sacudió la cabeza.—Nuestro padre no atiende razones, ya lo sabes.—¿Es cierto que has desertado del Ejército? —Se inclinó hacia delante para escudriñar el rostro de su hermano más de cerca.—Si consideramos como tal el hecho de que abandonara mi puesto de mando para proteger a un civil que se encontraba a mi cargo, esa acusación es cierta —le explicó con naturalidad.—¿Es alguna de esas dos hermosas muchachas que te acompañan?—Christine. Horace sonrió sin apartar la vista de su hermano.—Déjame decirte que yo también hubiera hecho lo mismo por una mujer tan hermosa como ella... O como su hermana, ¿cómo es su nombre?—Laurie.—Dime, ¿está comprometida? —le preguntó interesado.—Ya sé hacia adonde vas, y déjame decirte que si estás pensando en cortejarla...—No creas que soy un desalmado, Josh —le advirtió Horace—. Hace tiempo que no frecuento aquellas viejas amistades.—No puedo creer que hayas cambiado tanto —se asombró.—Es que sentí la necesidad de tomar las riendas de mi vida y convertirme en un adulto —confesó orgulloso—. Sabes que la relación que tengo con nuestro padre no es la mejor, y no quería seguir dependiendo de él. Siempre desmereció mi trabajo y mi persona, siempre te ha puesto como ejemplo de lealtad, honor y deber. Por eso me sorprende que, de pronto, aparezcas y eches por tierra todas esas cualidades que veía en ti.—Nuestro padre siempre quiso que fuéramos como él, sin embargo, me temo que eso ya no me es posible.—Pero lo fuiste durante mucho tiempo, y por eso te convertiste en su mano derecha. Yo, en cambio... —Se encogió de hombros con una sonrisa sarcástica—. Siempre he sido la oveja negra: el hijo díscolo que no quería seguir la carrera militar. Estaba harto de sus continuos reproches.—Me deja sin palabras esto que me cuentas; nunca creí que padecieras de este modo y que me hayas sentido lejano sólo por una ridícula preferencia de nuestro padre.—Pues así es. Imagínate lo feliz que me has hecho cuando te presentaste con Christine y Laurie en casa; por no mencionar lo de la mancha en tu carrera militar. Ahora te siento más cercano a mí, como un simple hermano —admitió—. Respecto de tu deserción, debes de saber que tendrás que enfrentarte a un consejo de guerra—le recordó.—Sí, sé que no será una situación fácil, pero si tuviera que volver a hacerlo, lo haría —expresó con seguridad.—¿Has hablado con Ross? Él puede colaborar en tu defensa.—Sí. Acordamos que nos veríamos a nuestro regreso.—Si quieres, yo también puedo ayudarte.—Sé que eres un buen abogado, pero los asuntos militares son algo muy distinto, Horace. De todas formas, te lo agradezco.—Pues, si cambias de opinión, sólo tienes que decírmelo, sería un honor para mí poder echarte una mano. Por cierto, ¿es verdad que vas a casarte? —le preguntó antes de llevarse el vaso de whisky a la boca.—Tan cierto como que hay sol.—Algunas de las muchachas de Edimburgo van a lamentarlo. No olvides que eres un soltero muy codiciado.—Seguramente, cuando me case con Christine, te legue ese título.—No creas que no lo he pensado, suena tentador aunque, quién sabe... tal vez encuentre esposa antes de lo que tú imaginas —comentó irónico.—No serás capaz —le advirtió divertido su hermano.—Estoy pensando en invitar a Laurie a la fiesta que dan los MacLean con motivo de sus veinticinco años de matrimonio. ¿Qué te parece? —le consultó.—Que deberías preguntárselo a ella.—Sabía que dirías eso. ¿Y tú, irás? Josh sacudió la cabeza indeciso.—Vamos, te hará bien salir, divertirte y pasear a tu prometida delante de todas esas mujercitas que te disputan en voz baja.—Eres retorcido.—No me digas que no sientes curiosidad por ver la cara que pondrá Elizabeth cuando te vea del brazo de Christine —se regocijó Horace al prever la reacción de su hermano.—¿Elizabeth? ¿Está en Edimburgo? —exclamó estupefacto. Horace asintió, pero Josh no pudo preguntarle nada más porque en ese momento Christine y Laurie ingresaron en el salón. Se habían aseado y cambiado de ropa, Christine estaba radiante con un vestido de raso que se ajustaba a la cintura para luego caer suelto hasta los pies. Su pelo relucía aun más con la luz que se filtraba por las ventanas, y sus ojos chispeaban de felicidad. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro, pero desapareció al percatarse de la presencia de Horace. El hermano de Josh se había incorporado y no apartaba la mirada de Laurie que, al notarlo, comenzó a sonrojarse.—Estás radiante, Chris —le susurró Josh mientras le tomaba las manos y le acariciaba los nudillos con suavidad. Luego anunció—: Por cierto, mi hermano ha venido a hablar sobre una serie de asuntos y creo que, además, desea proponer algo.—Si me permite, señorita Laurie —comenzó muy circunspecto ante el asombro de los allí presentes, y más de la interpelada, que ya no pudo evitar que sus mejillas se encendieran del todo—, me complacería enormemente si quisiera acompañarme esta noche al baile que ofrecen los MacLean con motivo de la celebración de su aniversario de bodas. Las dos mujeres clavaron sus miradas en Horace, que estaba algo nervioso por la situación. Christine no lograba comprender el cambio de actitud, ya que la primera impresión que le había causado era la de un ser prepotente y algo descarado con las mujeres. Sin embargo, debía admitir que su postura actual la desconcertaba, y especialmente el respeto con que se había dirigido a su hermana. Laurie se había quedado petrificada, las piernas no dejaban de temblarle y sus ojos centelleaban de felicidad. Lo cierto es que el hermano de Josh no estaba nada mal con su pelo castaño y sus ojos claros. Miró a su hermana como si le estuviera pidiendo permiso, al fin y al cabo, ella era la mayor y se encargaba de su cuidado. Christine leyó la emoción en los ojos de Laurie y aprobó gustosa la cita.—Será un placer acompañarlo —respondió entonces Laurie, dichosa.—Pasaré a recogerla a las siete —le dijo. Luego se volvió hacia Josh—. ¿Vosotros nos acompañaréis? —Hizo una pausa y agregó, a modo de advertencia—: Nuestro padre estará en la fiesta. Los rostros de Christine y del propio Josh se ensombrecieron.—Yo no tengo nada contra él, ya lo sabes. Horace asintió y se encaminó hacia la puerta, donde el mayordomo lo esperaba para entregarle su abrigo y su sombrero. Luego de su partida, Christine volvió su mirada hacia Josh para intentar vislumbrar sus sentimientos, sin embargo, él los ocultó tras una amplia sonrisa. A pesar de su complicada situación, se lo notaba contento por el hecho de que Laurie hubiera aceptado la invitación de Horace.—De manera que la pequeña Laurie tiene una cita. —Cruzó los brazos sobre el pecho.—Bueno, yo también tengo derecho a divertirme —protestó Laurie por aquel comentario.—Claro que sí, cielo. Te lo mereces —le dijo Christine.—Será mejor que suba a la habitación a elegir el vestido que me pondré —dijo ilusionada antes de marcharse. Josh y Christine la vieron salir del salón escaleras arriba. Christine se sentía algo confundida por el comportamiento de Horace, y su preocupación no pasó desapercibida ante Josh, que le hizo un gesto para que se acercara y se sentara sobre sus rodillas.—Ven aquí y dime qué te desvela. Christine lo miró y sonrió mientras se sentaba sobre su regazo. Josh rodeó con un brazo su cintura y comenzó a juguetear con el lazo de su vestido, mientras posaba la otra mano sobre sus piernas.—¿A qué vino tu hermano? Me parece un poco precipitado que haya invitado a Laurie a la fiesta; no querría que la lastimara.—Horace ha venido a contarme cómo han ido las cosas en casa de mis padres desde que yo me marché al continente. Está disgustado porque mi padre no le perdona que no haya seguido la carrera militar y, en cambio, me coloca a mí en un sitio ejemplar que no tengo ni deseo. Por otro lado, creo que sus intenciones para con Laurie son honestas. No tienes nada que temer, Horace es un buen hombre.—¿Tan bueno como tú? —Pasó sus brazos por el cuello de MacKinlay, se inclinó sobre él y lo besó dulcemente.—Por lo menos él ha tenido el valor de enfrentar a mis padres siempre y pudo dedicarse a lo que más lo apasiona: las leyes, mientras que yo preferí dejarlos creer que era el hijo perfecto. Y ya lo ves, no me perdonan que sea humano, falible.—Josh, creo que tus padres son buenas personas. Debes concederles un tiempo para que puedan entenderte. No los juzgues ni te enemistes con ellos; sé paciente. Las delicadas palabras de Christine fueron un bálsamo para el convulsionado espíritu del teniente MacKinlay. Esa muchacha, además de volverlo loco con su cuerpo y sus ojos, se descubría ante sí como una maravillosa y comprensiva compañera, lúcida en sus juicios y moderada en sus palabras. Josh la abrazó fuerte.—Gracias por tus consejos, Chris. Creo que, de hoy en adelante, te convertiré en mi asesora personal.—¡Qué honor! Josh rió.—Créeme, no lo haces nada mal —le dijo con una sonrisa al tiempo que la comenzaba a cubrir de besos. Horace se presentó a la hora acordada. Josh había decidido ir, a pesar de todo, y los dos aguardaban a que las damas estuvieran listas. Christine y Laurie tardaban, estaban nerviosas pero ilusionadas por acudir a una fiesta de la sociedad escocesa.—No te inquietes. Si algo he aprendido de las mujeres, es que les gusta hacernos esperar —le dijo Josh a su hermano, que parecía impaciente por ver a Laurie. En ese momento, aparecieron las muchachas en la puerta del salón. Christine lucía un vestido blanco estampado con flores amarillas y rojas. Se había atado alrededor de la cintura un fajín rojo que resaltaba sobre el vestido. El escote, bastante generoso, dejaba entrever el valle entre sus senos de piel aterciopelada. Se había recogido el pelo en lo alto, y desde allí caían sus rizos en cascada. Sus ojos relucían de felicidad, sus mejillas estaban sonrosadas, y sus labios tenían el mismo tono que el coral. Un chal de gasa color rubí caía sobre sus hombros.—Eres una belleza, Chris —le dijo mientras le besaba la mano con suavidad, sin apartar su mirada de la de ella.—Y tú, un adulador —le respondió muy sensual. Josh echó un vistazo a su hermano y a Laurie, que se habían entregado a un divertido juego de cuchicheos sobre el comportamiento de ellos.—¿Nos vamos, o preferís que os dejemos solos? —preguntó Horace a su hermano con sarcasmo.—Será mejor que nos marchemos —respondió Josh. Un carruaje los aguardaba en la entrada para conducirlos hasta la casa que los MacLean tenían en Victoria Street. Estaba anocheciendo, y ya se habían encendido las luces de las farolas en la calle y en algunas casas. En el interior del carruaje, los cuatro ocupantes permanecían en silencio. Josh le había aconsejado a su hermano no mencionar a su padre en presencia de ellas dos pero, aun así, el ambiente era tenso. Cuando finalmente llegaron, una gran cantidad de coches hacía cola para acceder a Victoria Street.—Los MacLean deben de haber invitado a todo Edimburgo, a juzgar por la cantidad de gente que pretende entrar —observó Josh a través de los cristales del carruaje. Al cabo de varios minutos de espera, lograron alcanzar la entrada principal de la casa, en donde los anfitriones estaban recibiendo a los invitados. Josh descendió primero para ayudar a Christine y a Laurie. Por último lo hizo Horace, quien de inmediato le ofreció el brazo a Laurie para ingresar. Christine hizo lo propio con Josh y caminó con paso titubeante hacia el matrimonio MacLean. Eran una pareja de aspecto muy cordial y afable que sonreía a todo aquel que llegaba.—Celebro verte, Josh. Qué bueno que hayas regresado del continente —le dijo Augustus MacLean al estrechar su mano. Después se volvió hacia Christine y tomó su mano para besarla de manera galante—. ¿A quién tengo el honor de conocer? —preguntó sin apartar la mirada de aquel hermoso rostro.—Christine, mi prometida —respondió Josh muy resuelto. Al escuchar aquella declaración tan firme, Christine abrió los ojos como platos, sin poder disimular el nudo que se le había formado en la garganta.—¡Caramba, Josh! —exclamó sorprendido Augustus—. Veo que has cambiado mucho desde que te marchaste. ¿Has oído, Flora? —le preguntó a su mujer—. Josh ha venido con su prometida.—¡Enhorabuena, Josh, y a ti también! —les dijo con una amplia sonrisa. Christine se quedó muda de sorpresa y, algo turbada, asintió en agradecimiento. Pero una vez dentro del salón, no bien estuvieron solos, increpó a Josh.—¿Por qué les has dicho eso?—Para que tengan de qué hablar durante la velada —respondió socarrón—. ¿Quién quieres que diga que eres? ¿Mi amante?—Bueno, es que no estoy acostumbrada a ese calificativo —balbuceó.—Pues hazte a la idea de seguir oyéndolo, hasta que seas mi esposa. Ven, tomemos una copa de champaña. Te sentará bien.—¿Dónde está Laurie? —Intentó distinguir su silueta entre la gente.—Con Horace, desde luego. No te preocupes por ella, está bien acompañada.—La gente nos está mirando —notó ella de pronto.—Déjalos —le dijo antes de sorber de su copa, lo divertía su inquietud por la situación—. No irás a decirme que te pone nerviosa una recepción, después de haber pasado una noche en un vivac francés —le recordó su experiencia en el campamento de Napoleón. Christine se limitó a sonreír, sin encontrar las palabras adecuadas para responder. Entonces Josh continuó:—Seguramente se preguntan quién es esta enigmática y seductora mujer que está con el mayor de los MacKinlay, quién ha logrado cazar a uno de los solteros más codiciados de Edimburgo.—¡Calla! —lo amonestó dulcemente. Josh sonrió al ver el efecto que sus cumplidos producían en ella. Pero su sonrisa se borró de pronto, al divisar la figura de una mujer que lo observaba fijamente. Josh entrecerró los ojos para asegurarse de que no se engañaba. Pero era real, Elizabeth caminaba decidida hacia donde estaban, con paso elegante. No había cambiado mucho desde la última vez que la había visto. Refinada. Distinguida. Había olvidado por completo su cuerpo, y en ese momento que la tenía delante, se preguntaba cómo había podido fijarse en ella, pues no era la clase de mujer que a él le atraía.—Me pareció que eras tú, Josh —saludó con voz cálida y sensual al llegar. Christine se hizo a un lado cuando la escuchó para poder contemplarla mejor. Era atractiva. Llevaba un elegante vestido de color azul y escote en forma de pico. En la fina y pálida piel resaltaban sus bellos ojos y sus largas pestañas. Christine experimentó una extraña sensación al verla dirigirse en aquel tono a su amado y en un acto reflejo se aferró de nuevo del brazo de Josh, mientras sentía una repentina punzada en el pecho. "¿Quién es esta mujer, y qué quiere de Josh?", se preguntó, sin poder evitar sentir celos.—¿Cómo estás, Elizabeth? —le preguntó con frialdad.—Muy bien, gracias. Veo que estás muy bien acompañado —comentó en alusión a Christine, que la desafió con la mirada, no iba a permitir que ninguna mujer invadiera su territorio.—Te presento a Christine, mi prometida —dijo él tras una ligera pausa—. Christine, ella es Elizabeth.—Entonces debo felicitarte por tu reciente compromiso. —En su voz podía percibirse el orgullo herido.—¿Y tu marido? Elizabeth contrajo el rostro en una mueca de desagrado.—No funcionó —susurró bajando la vista.—Lo lamento.—Si hubiera hecho caso a mi corazón y me hubiera quedado contigo, ahora seguramente estaríamos felizmente casados. Christine se sobresaltó al escuchar aquel comentario: ¡aquella mujer había sido la prometida de Josh!—¿Hace mucho que estáis prometidos?—El tiempo justo.—¿El tiempo justo para qué?—Para darme cuenta de que es la mujer perfecta para mí. Elizabeth los contempló sin poder disimular la envidia, se despidió cortésmente y se marchó. Inmediatamente, Christine se volvió hacia Josh, que permanecía pensativo.—¿Me contarás quién era? —Necesitaba saber hasta qué punto esa mujer le había importado.—Elizabeth era mi prometida. Se marchó a Inglaterra para desempeñarse como institutriz, y allí se enamoró de uno de los hijos de los señores para los que trabajaba. Cuando regresó, se había comprometido con él. Eso es todo —le contó sin darle mayor trascendencia al asunto.—¿Significó algo para ti?—No más que cualquiera de mis otras conquistas.—¡¿Qué?! —le preguntó atónita—. ¿De qué conquistas me estás hablando? —se exasperó.—Hablo de mis tiempos de joven alocado —le dijo mientras la rodeaba por el talle—. Pero ahora ya he encontrado a la mujer que me hace vibrar cuando me mira y me toca, que me hace sentir la persona más importante de su vida.—¿Y se puede saber quién es esa dama? —le preguntó coqueta.—Eres tú, mi hechicera. La única que ha sabido embrujarme. Christine tuvo que respirar hondo para recuperar su compostura. Por suerte él la sostenía por la cintura y evitó que se cayera al suelo. Cuando se repuso, achacó la flojera de piernas al champaña, al cual no estaba muy habituada. Josh estaba entretenido escuchando sus excusas, hasta que los interrumpió Horace.—Nuestro padre ha llegado —le susurró al oído. Josh mudó el semblante al escuchar el comentario. Miró a su hermano con gesto serio y dejó su copa sobre un mueble. Al ver aquella expresión en su rostro, Christine supo que algo de lo que le había dicho Horace lo había preocupado.—Yo no tengo ningún problema en saludarlo —dijo, y se abrió paso hasta donde se encontraba Robert. Al verlo aparecer, su padre apretó las mandíbulas y le lanzó una mirada feroz. Luego comenzó a caminar para alejarse de él, pero Josh lo detuvo.—Déjame —le espetó mientras sus ojos brillaban como el filo de un cuchillo.—No hasta que me escuches. Robert MacKinlay tomó aire y aceptó la propuesta de su hijo.—Está bien. Pero nada de lo que digas hará que cambie de opinión.—No lo pretendo. Sólo quiero pedirte que no juzgues a Christine por mi falta: ella no tiene la culpa de que tú no quieras verme.—Bien. ¿Eso es todo? —le preguntó impaciente.—No, no he terminado. —Levantó la voz; la conversación comenzaba a captar la atención de los demás invitados—. No soy un cobarde, y tú lo sabes. Hice lo que consideré más justo, y si por ello se me tacha de tal, entonces que el Ejército se vaya al infierno. Espero que recapacites sobre lo que me dijiste esta mañana, porque yo aún siento que tengo un padre. Los ojos de Robert MacKinlay se humedecieron al oír a su hijo, pero su orgullo era más fuerte y, desviando la mirada, se marchó. Su madre, que había presenciado la situación, se limitó a comentar:—Ya sabes cómo es tu padre. —Y salió tras él. Josh se quedó pensativo durante unos segundos antes de volver a reunirse con Christine, que lo esperaba con los brazos abiertos para contenerlo. La abrazó y le dio un beso en la mejilla en prueba de su agradecimiento. Pero en su interior, la herida que había causado su padre continuaba abierta y tardaría en cerrarse, si es que alguna vez lo hacía. Al finalizar la fiesta, regresaron en silencio a la casa de Josh. Horace acompañó a Laurie y le pidió permiso para volver a visitarla.—Nos marcharemos a Sandyknowe mañana, quiero alejarme de la ciudad por un tiempo. Serás bienvenido allí siempre que lo desees — le anunció Josh. Horace asintió y prometió que pronto tendrían noticias suyas. Por el momento, prefería quedarse con su padre para intentar hacerlo cambiar de parecer.Capítulo 16
La casa de Josh en Sandyknowe era una magnífica construcción de dos pisos con amplios ventanales, rodeada de vastas extensiones de parque. Se asemejaba bastante a un castillo, por las torres que flanqueaban el edificio principal y el tejado en forma de gabletes, que Christine ya había visto en Edimburgo. Estaba asombrada por la majestuosidad de aquella casa y por los soberbios jardines llenos de senderos que la adornaban.
—Esta casa pertenece a mi familia desde hace generaciones —les contó Josh al ver cómo se habían quedado con la boca abierta.—¿Y por qué es tuya? —le preguntó Christine intrigada.—No es mía, pero yo soy el que más la habita. Mi padre no quiere apartarse de Edimburgo, al igual que mi hermano. De manera que, cuando me encuentro algo agobiado, me retiro largas temporadas aquí.—Es una maravilla... —murmuró Laurie casi sin aliento.—Venid, entremos. Si el exterior las sorprendió gratamente, el interior consiguió dejarlas sin habla. La entrada estaba repleta de una amplia colección de yelmos, espadas y escudos sobre repisas de madera tallada: aquello parecía una armería. Había un busto en mármol blanco, seguramente de alguno de los antepasados de Josh. El techo formaba una arcada deslumbrante de la que pendía una lámpara de bronce con siete brazos. Christine y Laurie no dejaban de admirarse por la riqueza y los tesoros que albergaba aquella mansión.—Subid, os enseñaré las habitaciones —les dijo desde lo alto de la escalera ricamente labrada. La primera, decorada en color crema, tenía una cama de madera, un armario y un pequeño tocador con una banqueta para sentarse. Del techo colgaba una sencilla lámpara con tulipas en forma de capullos de rosas. En una de las paredes, había un espejo y un cuadro con un paisaje primaveral. En la segunda, la cama se encontraba sobre una pared lateral, y su cabecera estaba forrada en rosa, a juego con el cubrecama. Tenía un armario, una cómoda y un espejo de cuerpo entero. A diferencia de la anterior, esta tenía una lámpara de cristal con cinco velas.—Bueno, pues ya que las habéis visto, elegid la que más os guste. Mientras tanto, voy a dar órdenes a la señora MacBriar para que prepare todo. Después daré un paseo por los jardines. Sentiros libres de recorrer la casa. Ambas muchachas sonrieron, pero no respondieron de inmediato. Les entusiasmaba la idea de explorar aquella especie de palacio señorial y perderse en cada uno de sus rincones. Josh salió para inspeccionar los jardines y los alrededores pero, cuando se disponía a hacerlo, se percató de la presencia de dos jinetes que galopaban hacia la casa. Entrecerró los ojos para obtener una visión más nítida y reconoció que uno de ellos era su propio hermano. Parecía que Laurie lo tenía bien atrapado para que no hubiera podido esperar ni un sólo día antes de volverla a ver. Al ver cabalgar al otro jinete, no tuvo ninguna duda de quién se trataba, era Ross MacGregor. Su presencia allí sólo podía significar una cosa: la orden para que se celebrara el juicio había sido cursada.—No has tardado mucho en venir a visitarme, ¿o vienes por Laurie? —le preguntó en tono socarrón Josh a su hermano cuando llegó.—No vengo por Laurie, sino por esto. —Le extendió una carta.—Ya sé de lo que se trata, ahórratelo. Me alegro de verte, Ross.—He venido en cuanto he recibido la notificación. Me han citado a declarar, de modo que no podré defenderte.—No hay mucho que defender, de todos modos. Vamos, caminemos. —Los invitó a recorrer los jardines que se extendían frente a la casa.—Yo me ocuparé de tu defensa —dijo Horace.—Si te agradan las causas perdidas, de acuerdo, entonces —le comentó con resignación.—No puedo creer que no vayas a presentar batalla, hermano. Algo debe hacerse para salvar tu honor.—Mi honor no importa aquí.—Han pedido que se te expulse del Ejército —le informó Ross.—Josh, tú no hiciste nada malo —intervino su hermano—. No eres culpable de nada.—¡Lo sé perfectamente! Sólo cumplí con mi obligación de proteger a los civiles de aquel lugar —protestó con energía—. Además, la defensa de la granja estaba a cargo de Ross, y no cayó en manos francesas.—Por eso mismo, debes alegar que no fue una real deserción, ya que estabas protegiendo la vida de un civil a tu cargo —repitió Ross para infundir ánimos a su amigo.—Pero el tribunal lo verá de otra manera.—¿A qué te refieres? —le preguntó Horace confundido.—Se basarán en que abandoné mi puesto para salvar a mi amante. Horace y Ross intercambiaron miradas de preocupación. No habían contado con ese ligero matiz que podía inclinar la balanza en su contra.—Podemos decir que, pese a ello, tu comportamiento tanto en Hougoumont como en Mont Saint Jean fueron dignos de elogio. ¿Recuerdas la carga de los coraceros? —le dijo Ross con entusiasmo.—Claro que sí, estábamos extenuados y en inferioridad de condiciones.—Y logramos salir victoriosos gracias a tu conducción. Además, nunca has rehuido el peligro, y siempre te has ofrecido como voluntario en todas las misiones arriesgadas.—Visto de ese modo, tal vez haya posibilidades de esgrimir una defensa. ¿Cuándo y dónde tendrá lugar el proceso?—Dentro de una semana, en Edimburgo.—Nuestro padre ya lo sabe, estaba en casa cuando llegó el despacho —agregó Horace.—¡Genial! —resopló Josh mientras barajaba las posibles consecuencias de aquello—. ¿Te dijo algo?—Que me encargara de hacértelo llegar. Josh, ahora no debes preocuparte por nuestro padre. Sólo concéntrate en prepararte para lo que vendrá.—Te van a atacar por todas partes, amigo. Quieren dar el ejemplo, y tú te has convertido en la persona perfecta a quien achacar todas las culpas —lo previno Ross, intranquilo por la suerte que pudiera correr su amigo. El resto del día transcurrió en medio de una tensa calma. Pese a que Josh no quería hacer partícipes a sus invitadas del verdadero motivo de la visita que habían recibido, Christine lo intuía. Por la noche, cuando todos se retiraron, Josh abandonó la casa para refugiarse en el jardín. Se sentó en un banco que quedaba oculto entre varios árboles; era el escondrijo perfecto para recapacitar unos momentos a solas sobre sus asuntos. La noche estaba despejada, un ligero viento mecía las hojas de los árboles y las flores de los parterres. El cielo estaba punteado por innumerables destellos luminosos, y la luna llena iluminaba el escondite elegido, como queriendo revelárselo a la dama que en esos momentos se había adentrado en el laberinto de setos. Josh permanecía inmerso en sus pensamientos, estirado sobre el banco con los ojos cerrados. Se había despojado de la corbata y de la chaqueta, que yacían a un lado, y se dejaba acunar por el sonido lejano de un búho, embriagado por el olor dulzón que desprendían los jazmines y envuelto en una agradable niebla de ensueño. Decidió despejar su mente de sus problemas más inmediatos, y concentrarse exclusivamente en Christine, y en lo que sucedería después del juicio. Los pasos que se acercaban, sigilosos, amortiguados por el mullido césped, eran apenas audibles. Christine lo vio allí tumbado, en una posición relajada, y se volvió para marcharse y dejarlo en paz, pero la voz de él la detuvo.—No te vayas. Christine se quedó congelada a medio camino: ¿cómo había sabido que estaba allí? Hubiera jurado que se encontraba dormido, y sus pasos sobre el césped eran imposibles de oír.—¿Cómo te diste cuenta de que estaba aquí?—Olvidas que soy un soldado, y que me he pasado noches enteras de guardia sin pegar ojo. He desarrollado el sentido auditivo más que cualquier otra persona —le respondió sin cambiar la postura—. Ven. Christine caminó hacia el banco y se sentó junto a él. Josh se deleitó unos instantes con su figura; el pelo suelto flotaba en el aire, algunos rizos invadían sus mejillas, y sus ojos competían en brillo y fulgor con las estrellas. Pero al mismo tiempo, su rostro reflejaba preocupación y angustia por el momento que estaba atravesando Josh. Sabía a lo que habían venido su hermano y Ross. Tenía las manos sobre su regazo y esperaba a que él dijera algo pero, al ver que no se decidía, rompió aquel tenso silencio.—¿Qué haces aquí? Su voz sonaba dulce y suave como el trino de una alondra.—Te contemplo.—Aparte de eso.—Pienso en ti y en lo bien que me haces.—¿Seguro que no está dando vueltas en tu cabeza el juicio? —Deseaba que se sincerara.—Te lo han contado.—No ha hecho falta, lo he sabido desde el momento en que aparecieron aquí.—¿Sabes que tu heroico comportamiento puede suavizar mi sentencia? —le comentó.—¿De qué modo? —preguntó intrigada por aquel comentario.—De no haber sido por ti, es posible que Hougoumont hubiera caído, pero dado que avisaste a tiempo, se pudieron enviar los refuerzos necesarios.—Pero arruiné tu carrera militar, y tal vez tu vida —titubeó.—Al contrario. Christine lo miraba sin comprender nada de lo que Josh le contaba. Lo cierto era que actuaba de una manera bastante enigmática aquella noche.—No te entiendo, Josh.—Llenaste mi vida de una ilusión que había perdido. Con esa mirada que no había visto antes, con ese carácter apasionado y propio de una mujer que ha tenido que defenderse por sí sola para salir adelante en este mundo. Te envidio, pues tienes el coraje que a mí me ha faltado en alguna ocasión.—Tú no eres un cobarde, Josh. —Posó la mano sobre su mejilla recién afeitada—. Lo he visto con mis propios ojos. ¿Sabes lo que sentí cuando supe que habías salido a buscarme? MacKinlay negó con la cabeza.—Que debías de amarme mucho si arriesgabas de esa manera tu carrera militar. Y que siempre estaría en deuda contigo. La expectativa que había levantado la acusación contra Josh MacKinlay se podía percibir desde primera hora de la mañana. La audiencia se celebraría en Edimburgo y, para la ocasión, se había elegido como escenario un salón en el castillo de la ciudad. El carruaje que llevaba a MacKinlay hasta allí se abrió paso entre la multitud de curiosos agolpados a lo largo de la Royal Mile. Dentro del coche, Josh y Christine intercambiaron las últimas palabras.—Luces inquieta —señaló él al ver cómo se revolvía Christine en el asiento—. Parece que fueras tú quien será juzgada por deserción.—Lamento hacerte pasar por esto, Josh —le dijo acongojada mientras posaba su mano enguantada sobre las de él—. Si no hubiera sido tan terca... —se lamentó.—No podemos hacer nada. No te culpes, lo hubiera hecho por cualquiera de mis hombres, o por Laurie. Es mi forma de ser.—No en vano, sigo creyendo...—Basta. No te tortures con los recuerdos. Piensa en lo bueno que ha traído esto.—No te comprendo —le dijo contrariada—. ¿Cómo ha podido mi acción causarte algo bueno?—Si no te hubieras escapado, no me habría dado cuenta de lo loco que estaba por ti —le confesó tiernamente. El carruaje se detuvo justo en la entrada del castillo. Josh se puso serio y, respirando hondo, miró a Christine para darse valor antes de abrir la puerta.—Vamos. Una multitud se había concentrado en las inmediaciones, la noticia del juicio del hijo mayor de los MacKinlay era el acontecimiento social del día. Mucho se había hablado y debatido sobre su actuación en la guerra del continente, pero el centro de la discusión era la mujer que había propiciado aquel acto de deserción, a la que muchos señalaban como culpable. Josh ayudó a Christine a descender del carruaje en medio del murmullo que se había levantado con su presencia. Los ojos acusadores de cientos de personas se clavaron en ella que, sin inmutarse, caminó del brazo de Josh hacia la entrada, erguida y orgullosa del hombre al que acompañaba. El guardia de la puerta los condujo a la sala que había sido habilitada para la celebración del juicio. Josh se mostraba sereno, aunque sentía cómo Christine le apretaba el brazo nerviosamente. Pasó la mano por sus nudillos para tranquilizarla, mientras le dedicaba una mirada llena de cariño. En el salón, se había dispuesto una mesa alargada de madera maciza para los miembros del tribunal. Eran tres los militares encargados de escuchar la serie de incidentes que habían llevado al teniente MacKinlay a infringir el reglamento militar: el mariscal Nordington, y los generales Smith y O'Brien. Josh los conocía bien, pues habían combatido junto a él contra Napoleón. De ellos, el que más le preocupaba era Nordington, quien ya había mostrado su malestar en Mont Saint Jean al conocer su acción. Los dos generales, en cambio, podían ayudarlo a suavizar la sentencia. Vio a Ross MacGregor sentado en uno de los bancos con su esposa, cuyo rostro reflejaba el pesar que sentía por Josh. Horace aguardaba a su hermano de pie junto a la mesa que ocuparían. Al verlo se le acercó para comprobar su estado de ánimo, mientras Laurie, que había llegado antes con él, hacía señas a Christine para que se sentara junto a ella.—Nuestro padre se encuentra en el fondo de la sala —le advirtió Horace—. No, no mires, Josh. Es mejor así —le ordenó reteniéndolo por el brazo —. ¿Cómo estás?—Tranquilo. ¿Quién hará de fiscal?—Miles Lennox.—¿Es tan duro como dicen?—Basta con decirte que pedirá tu cabeza. Ha sido bien aleccionado por Nordington. —Hizo una breve pausa—. Ve a sentarte, vamos a empezar. Josh asintió; estrechó la mano de Horace y caminó hacia su sitio. A su izquierda, Miles Lennox preparaba toda su batería de armas legales para defenestrarlo. Josh lo saludó con un gesto y el fiscal le devolvió el saludo, respetuoso. Era un hombre que llevaba muchos años como fiscal del Ejército en este tipo de casos, y no había perdido ni uno solo. De todas formas, éste sería fácil: Josh MacKinlay tenía poco que decir en su defensa, puesto que su deserción estaba harto probada.—¡Silencio en la sala! —ordenó con voz potente el mariscal Nordington desde su lugar en el tribunal—. Teniente MacKinlay —comenzó a leer ante Josh, que se había puesto de pie—, se lo acusa de incumplimiento de sus funciones como Teniente del 92° Regimiento de Highlanders al abandonar su puesto militar en Hougoumont. ¿Cómo se declara? La sala permaneció en silencio durante unos segundos.—Culpable —respondió con solemnidad. Un ligero murmullo se extendió entre los asistentes. Robert MacKinlay cerró los ojos ante la afirmación de su hijo y sacudió la cabeza, como si no quisiera creer lo que había escuchado, hasta que sintió una mano sobre su hombro que lo sobresaltó. Se volvió intrigado y se encontró con el Comandante en Jefe del Ejército Británico, el duque de Wellington. Abrió los ojos azorado al verlo allí.—Josh no es un cobarde, tenedlo siempre presente. Lo que hizo lo honra, y mucho. No dudó en arriesgar su vida por la persona que ama. Robert MacKinlay iba a contestarle, pero se contuvo sin saber por qué. Apretó los puños y miró a su mujer, que le sonreía complacida por tener el apoyo del Duque en la defensa de su hijo. El mariscal Nordington volvió a tomar la palabra:—Está bien, puede sentarse —le ordenó, contrariado por aquella sinceridad que no esperaba—. Tiene la palabra la defensa.—Con la venia, Señoría, llamo al sargento Ross MacGregor. El aludido salió de las filas de asistentes para acceder al improvisado estrado. Se sentó, cumplió con el juramento de rigor y procedió a responder a las preguntas de Horace.—Sargento MacGregor, ¿cuánto hace que conoce al teniente MacKinlay?—Más de tres años.—¿Han combatido juntos durante todo ese tiempo?—Sí, señor. Ha sido mi superior.—Y en ese período, ¿ha observado al Teniente dar muestras de cobardía?—No, señor.—¿Es cierto que el teniente MacKinlay siempre se ofrece como voluntario para llevar a cabo las misiones más arriesgadas?—Sí, señor.—¿Y que no rehúye al peligro?—Sí, señor. Siempre dice que las medallas se ganan en la primera línea.—Protesto, Señoría. El testigo debe limitarse a contestar sí o no —interrumpió Lennox.—Se acepta —intervino Nordington.—¿Es cierto que aceptó ser él quien defendiera el enclave de Hougoumont?—Sí, señor.—¿Y que lo hizo con valentía y con maestría, salvaguardando la vida de las personas que habitaban allí?—Sí, señor.—¿Es cierto que el teniente MacKinlay salió en defensa de una de estas personas?—Sí, señor.—¿Le advirtió usted del riesgo que corría al abandonar el sitio? —Sí, señor.—¿Puede repetir ante nosotros qué es lo que le dijo en esa oportunidad?—Que lo acusarían de traición.—¿Y qué respuesta recibió del Teniente?—Que tanto los militares como los civiles estaban bajo su protección. —Al decir esto los miró, a MacKinlay primero, y después a Christine.—Luego, se desprende de esta afirmación que el teniente MacKinlay sólo cumplía con su obligación de amparar la integridad de las personas a su cargo —resumió Horace—. Ahora bien, ¿cómo se comportó el Teniente en la carga de los coraceros de Mont Saint Jean?—¡Protesto! —intervino nuevamente el fiscal.—¿En qué se basa? —le preguntó Nordington lanzando una mirada inquisidora por encima de sus gafas.—Esos hechos son posteriores a la falta cometida. Sin duda, el sargento MacGregor dará buenos informes sobre la actividad del Teniente, pero no estamos juzgando aquí su valentía en otras batallas.—Está bien. Se acepta.—Sargento MacGregor, ¿tomaron Hougoumont los franceses?—No, señor.—¿Quién quedó al mando en reemplazo del Teniente cuando este se ausentó?—Yo mismo, señor.—¿Diría usted que el teniente MacKinlay es un cobarde?—¡Protesto! Queda claro que el sargento MacGregor y el teniente MacKinlay son amigos desde hace años, y que el Sargento jamás emitiría una opinión contraria a los intereses del acusado. —Miles Lennox no pensaba ceder ni un centímetro su posición.—Se acepta. Le ruego, señor MacKinlay, que no pregunte al testigo por opiniones personales acerca del acusado. Horace asintió sin decir nada más.—No haré más preguntas —dijo finalmente y regresó a la mesa junto a su hermano. Había llegado el turno de Lennox, que tardó unos segundos en incorporarse para dirigirse al sargento MacGregor.—Sargento, ¿podría indicarnos si la persona tras la que fue el teniente MacKinlay, en abandono de su puesto militar, se encuentra en esta sala? Christine tragó saliva al escuchar aquella pregunta. Josh se inclinó sobre su hermano para susurrarle al oído: —¿Cómo demonios lo ha sabido?—No tengo ni idea, pero piensa que hay muchos soplones en el Ejército dispuestos a vender información.—Sargento, estamos esperando —le dijo con algo de ironía.—Sí, señor —titubeó. —¿Podría señalarla?—Es aquella señorita de la primera fila. —Señaló a Christine, que sintió náuseas por saberse el centro de atención.—¿Podría la dama aludida ponerse de pie, por favor?—Protesto, Señoría. ¿Podría pedirle a la acusación que sea más directa? No sé adonde quiere ir a parar —dijo Horace levantándose de su asiento mientras apoyaba las manos sobre la mesa.—Sólo necesito un segundo, Señoría. Todo quedará muy claro en breve —insistió Lennox. Christine se había puesto de pie, ante la curiosa mirada de todos los presentes.—¿Es cierto que la señorita y el teniente MacKinlay mantienen una relación amorosa?—No lo sé, señor. Tal vez deba preguntárselo a ellos. Un ligero murmullo acompañado de risas se alzó desde el fondo de la sala por el comentario del Sargento. Aquello no le agradó al fiscal Lennox que, irritado, volvió a atacar.—Usted dijo antes que advirtió al Teniente del riesgo que corría al abandonar su puesto, ¿correcto? —Se detuvo hasta comprobar que asentía—. Y que él no le hizo el menor caso. —Otra vez MacGregor volvió a asentir—. ¡Luego, el teniente MacKinlay no sólo conocía el reglamento, sino que se permitió la desfachatez de ignorarlo para salir en pos de su amante y dejar el puesto militar en manos de un oficial de menor rango!—¡Protesto, Señoría! —bramó Horace por encima del barullo de voces que se había elevado en la sala, mientras Christine ocultaba su rostro entre las manos y Laurie la consolaba.—¡Silencio; ¡Silencio, u ordenaré que desalojen la sala! Señor Lennox, modere su comportamiento. ¿Tiene alguna pregunta más que hacer?—No, Señoría —respondió antes de regresar a su asiento. —Yo sí, Señoría —intervino Horace mientras salía de detrás de la mesa para plantarse ante el Sargento. —Adelante.—Sargento, ¿le dijo el Teniente en algún momento que iba a buscar a su amante?—No, señor. Lo único que me dijo es que la señorita era responsabilidad suya. Nada más.—Gracias, no haré más preguntas. —Horace sonrió complacido por aquel dato a su favor.—Puede retirarse, Sargento, muchas gracias. Señor MacKinlay, puede llamar a su siguiente testigo —dispuso Nordington.—No presentaré más testigos. Quisiera interrogar al acusado. Llamo al teniente Josh MacKinlay.—¿La fiscalía tiene algún otro testigo que quiera presentar? —inquirió.—No, Su Señoría.—Bien. Entonces, proceda. Josh se levantó de inmediato y con aire marcial se encaminó hacia el estrado para que le tomaran juramento.—Teniente MacKinlay, ¿es usted consciente de la acusación?—¿El que esté sentado aquí no responde a su pregunta?—Teniente MacKinlay, responda sí o no, por favor —le recordó Nordington.—Sí, señor, soy consciente de ello.—¿Era también consciente de su comportamiento la noche en que dejó Hougoumont?—Sí, señor.—¿Sabía la regla que infringía al hacerlo?—Sí, señor.—¿Y aun así prefirió salvar la vida de un civil a permanecer en su puesto?—El emplazamiento de Hougoumont se hallaba bien pertrechado. Además, el sargento MacGregor está perfectamente facultado para...—¡Protesto, Señoría! El Teniente está especulando.—Se acepta. Limítese a contestar a las preguntas sin desviar la atención hacia otros asuntos. Josh retomó las respuestas lacónicas:—Sí, señor.—¿Aun a riesgo de su propia vida? —le recordó este hecho para que todos lo tuvieran en cuenta.—Sí, señor.—¿Qué resolvió cuando descubrió que un civil bajo su responsabilidad estaba fuera del área protegida por usted? MacKinlay sonrió unos instantes antes de responder. "Que la estrangularía", pensó mientras recordaba la escena.—Decidí ir a buscar a dicha persona, ya que mi obligación como máxima autoridad era asegurar el bienestar de los civiles de la granja.—¿Se perdió la batalla en Hougoumont?—No, señor.—¿Por qué? "Porque la mujer que amo es demasiado testaruda y se puso a jugar a los soldados", respondió en su mente.—Porque la persona en cuestión ya había avisado al cuartel general de los aliados en Mont Saint Jean acerca de nuestra situación en la granja, y de esa manera pudimos recibir refuerzos que nos permitieron asegurar el enclave.—¿Cuántas veces han sido reconocidos sus méritos militares o su valor en la batalla?—Muchas.—¿Es cierto que siempre se ha ofrecido para llevar a cabo las misiones más audaces?—Sí. Aunque quien mejor puede corroborarlo es el Comandante en Jefe del Ejército Británico.—No hay más preguntas.—Su turno, señor Lennox.—Teniente MacKinlay, ¿mantiene usted una relación amorosa con la señorita que nos ha señalado el sargento MacGregor? "No esperaba que fueras tan directo, Lennox, pero ya que quieres apostar fuerte, lo haremos a tu modo. Lo único que deseo es que esto acabe de una maldita vez", se dijo Josh mientras lanzaba una mirada helada al fiscal.—Sí, la mantengo. El murmullo volvió a recorrer la sala mientras las mujeres mayores se escandalizaban por aquella respuesta. —¿Surgió esa relación en Hougoumont?—Sí, así es —respondió con la misma frialdad. —¿Abandonó usted su puesto para salir en busca de ella?—Sí, lo hice.—¿Por qué lo hizo, si conocía lo que le aguardaba? Josh MacKinlay no lo pensó dos veces antes de responder. Miró a los ojos a Christine, y su expresión se dulcificó mientras respondía:—Porque aparte de que mi deber era protegerla como civil, me di cuenta de que la amaba. El corazón de Christine dio un brinco al escuchar aquellas palabras, y su pulso se aceleró de manera insospechada. Los ojos le brillaron de felicidad y sintió que se le empañaban por las lágrimas, pero consiguió reprimirlas cuando le sonrió. No sólo ella estaba conmocionada por aquella declaración, la sala entera se había alborotado.—¡Orden! ¡Orden en la sala! —chillaba Nordington para restablecer la calma.—Señoría, ha quedado demostrado que el teniente MacKinlay abandonó su puesto en contravención a la normativa militar —concluyó Lennox.—Sí, lo hice y, en esas circunstancias, lo volvería a hacer las veces que hiciera falta —MacKinlay alzó la voz por encima del griterío.—¡Silencio, silencio! La audiencia queda suspendida. El acusado permanecerá bajo custodia militar. El resto del proceso se celebrará en privado. Las declaraciones de Josh armaron un escándalo. Los más conservadores y tradicionalistas se horrorizaban por su comportamiento. Robert MacKinlay tuvo que soportar las burlas que se escuchaban sin cesar en la sala. Por fortuna, el duque de Wellington salió en defensa de Josh, y los ánimos parecieron volver a su cauce. Luego condujo a los MacKinlay a una sala apartada para que pudieran reponerse de los sobresaltos. Mientras tanto, los guardias trasladaban a Josh a otras dependencias, y Christine caía presa de una crisis de nervios al ver cómo se lo llevaban para encerrarlo lejos de ella.—No te preocupes, no le va a suceder nada. Estará bien. Cuida de ella —le indicó Horace a Laurie antes de marcharse. Luego se retiró a hablar con Josh, que se encontraba custodiado por dos guardias.—¿Cómo se te ha ocurrido decirlo tan a boca de jarro? Habíamos quedado en que, si te presionaba, admitiríamos la verdad, ¡pero no de esta manera! —lo reprendió.—¿Y qué se supone que debía hacer? No tengo nada que ocultar. Me marché detrás de Christine porque la amaba y tenía miedo de que le ocurriera algo. Esa es la verdad —le espetó hecho una furia.—Pero podías al menos haber guardado las formas.—¿Las formas? —le preguntó extrañado—. Vamos, Horace. Eres inteligente y al igual que yo sabes que quieren verme en el patíbulo. Pues bien, ya tienen la oportunidad que buscaban. No me importa que me expulsen del Ejército. Josh estaba fuera de sí, harto de aquella farsa. Después de unos segundos de tenso silencio, le preguntó más calmado por Christine.—¿Cómo está ella?—Nerviosa, inquieta.—¿Qué crees que sucederá ahora?—Posiblemente el tribunal se reúna en privado y decida si continúa el juicio. Aunque supongo que, luego de tu declaración, no hará falta.—Mejor. De ese modo, nos marcharemos antes a casa.—¿De verdad no te importa que te expulsen del Ejército? —le preguntó Horace, sin lograr entender muy bien la conducta de su hermano.—Ni lo más mínimo —le respondió.Capítulo 17
Los miembros del tribunal se habían encerrado en una sala para deliberar acerca del curso del proceso y las medidas que debían tomar. Nordington era partidario de finalizarlo cuanto antes.
—Ha confesado que abandonó su puesto en Hougoumont para salir corriendo detrás de su amante. No necesitamos más testimonios.—Es cierto, pero también debemos considerar que esa muchacha era responsabilidad del Teniente y, como tal, él obró en consecuencia —intervino el general Smith.—Creo que, al fin y al cabo, la batalla y la guerra se ganaron. Por lo tanto, su acción no es tan grave —puntualizó el general O'Brien.—Pues yo sigo manteniéndome firme en mi posición. El Teniente desertó de su puesto: fin de la discusión.—¿Qué habría pasado si la muchacha hubiera muerto? —El general Smith sorprendió a Nordington con su pregunta.—Nada —respondió muy resuelto.—¿Nada? —En ese momento era el general O'Brien quien se sorprendía.—El Teniente habría sido acusado de negligencia con respecto a los civiles y también habría sido juzgado —reflexionó el general Smith dubitativo.—Pero ¡ha deshonrado al Ejército! —se opuso Nordington.—Sí, tal vez, pero con su comportamiento salvó una vida y demostró que para él la persona está por encima de un uniforme. Eso devuelve con creces el honor perdido —concluyó el general Smith. Nordington refunfuñó ante aquella explicación que lo había dejado sin argumentos. En medio de un tenso silencio, la puerta del despacho se abrió. Ingresó el soldado de guardia y, después de cuadrarse, anunció la visita:—La señorita Christine desea hablar con ustedes.—¿Quién? —Nordington, tan extrañado como los dos generales, ni siquiera atinó a negarse. Cuando la vio entrar, exclamó, indignado por su atrevimiento: —¿Usted? ¡No puede estar aquí!—He venido a declarar en favor del teniente MacKinlay —respondió serenamente mientras se sentaba. Los tres hombres no podían dejar de mirar a aquella intrépida belleza que había entrado sin pedir permiso en medio del debate, y que no tenía ninguna intención de marcharse.—¿Cómo se atreve a interrumpir las deliberaciones del tribunal? —le preguntó Nordington con gesto severo, mientras los otros dos hombres sonreían ligeramente.—Porque antes de emitir un veredicto deberían conocer mi testimonio, ya que estuve directamente involucrada con su partida —respondió con aplomo. No iba a dejarse arredrar por nadie cuando se trataba de defender a Josh.—Pero ¿de qué demonios está hablando? Usted no tiene nada que hacer en este sitio.—Dejémosla explicarse, Mariscal —lo conminó el general Smith, que no apartaba la mirada de la mujer.—Pero ¿qué...? —balbuceó Nordington, sin dar crédito a lo que oía.—Gracias, señor —interrumpió Christine—. Considero que es injusto acusar al teniente MacKinlay de deserción. El Teniente es completamente inocente. —¿Y quién, según usted, es el culpable? —le preguntó Nordington con ironía.—Yo misma —respondió ante aquellos rostros perplejos. —¡¿Usted?!—Si yo no hubiera desobedecido al Teniente, esto no habría sucedido.—¿Desobedecido? ¿A qué se refiere? —preguntó el general Smith.—Él me ordenó que permaneciera en el interior de la granja.—Y usted no lo hizo —corroboró Nordington. Christine asintió y bajó la mirada contrita, pretendía dar un poco de lástima para ablandar a aquellos hombres. Cuando levantó la vista, sus ojos se habían empañado y brillaban más de lo normal.—Señorita, conozco su aventura, y debo admitir que gracias a su valor se aseguró el enclave —puntualizó el general Smith—. Y que, de alguna manera, el Ejército de Su Majestad está en deuda con usted.—Pero... —protestó Nordington. —¿Qué podemos hacer en su favor?—Retiren los cargos contra el Teniente —respondió ella con tono decidido mirando a los tres hombres.—¡Eso es imposible! —dijo Nordington entre carcajadas.—No veo por qué no —sugirió el general O'Brien—. La señorita tiene razón. La situación en Hougoumont era desesperante y, en tales circunstancias, los procedimientos a veces deben pasar a un segundo plano para poder alcanzar los objetivos del Ejército de Su Majestad. Nordington iba a rechazar aquella propuesta pero, al ver que estaba en clara inferioridad, se abstuvo de hacerlo.—Por otra parte, el teniente MacKinlay tiene una hoja de servicios impecable. Sería una lástima perder un militar tan valioso por una excepción al reglamento como ésta —comentó el general Smith—. Propongo que desestimemos los cargos de los que se lo acusa.—Apoyo la moción —dijo el general O'Brien. Nordington no podía hacer nada en contra de los otros dos miembros del tribunal y se dejó caer en su asiento, derrotado.—Está bien. Procederé a dejar sin efecto la acusación. El rostro de Christine se iluminó al escuchar aquellas palabras que significaban el final de la pesadilla. Se estaba marchando cuando el general Smith la detuvo.—El teniente MacKinlay es muy afortunado por tenerla a su lado, señorita.—Tal vez la afortunada sea yo —dijo con una tímida sonrisa—. Por cierto, me gustaría que no le comentaran nada de mi visita —les rogó en voz baja.—Descuide —resopló Nordington. Christine salió de la sala con el corazón liberado de la angustia de ver a MacKinlay perjudicado por su culpa. Sentía que había obrado bien, después de todo, se lo debía. Él también la había defendido en su momento, y había hecho todo lo posible por darles a ella y a su hermana una nueva oportunidad lejos de las penurias de la guerra. Y, por sobre todas las cosas, lo amaba. MacKinlay había convertido su vida en un cuento de hadas, y no quería que se acabara por nada del mundo. Sonrió loca de felicidad mientras se reunía con su hermana. Horace no estaba con ella, porque había sido requerido por el ujier del tribunal.—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Laurie, intrigada por la súbita desaparición de su hermana.—Estaba dando una vuelta —le respondió. Josh seguía esperando una respuesta; Horace lo había dejado solo y aún no había regresado. Durante esos momentos, muchos pensamientos desfilaron por su mente, aunque el más importante era su vida con Christine. Anhelaba casarse con ella en la catedral de St. Giles y vivir en Sandyknowe. "A Christine le gusta. Es lo más parecido a Hougoumont que hay, sin abandonar Escocia", reflexionó. Le hubiera encantado que Laurie se fuera a vivir con ellos, en un principio, aunque ella tendría de seguro sus propios planes. Recordó con emoción su encuentro con Christine. Era increíble cómo había cambiado su vida desde su marcha al continente; había partido a una misión como tantas otras, en la que no esperaba hallar nada más que batallas y heridos y, sin embargo, había encontrado una mujer junto a la que envejecer. Aunque todo eso parecía tan lejano en ese momento, mientras esperaba su condena. Perdido en sus cavilaciones, se sobresaltó cuando la puerta se abrió de golpe para dejar paso a su sonriente hermano. A juzgar por su expresión, algo bueno debía de haber pasado. Horace caminó hacia él con los brazos abiertos.—¡Enhorabuena, hermano! Has sido absuelto: la acusación ha quedado sin efecto —le anunció mientras lo abrazaba.—¿Cómo? ¿Qué? —Josh se atragantaba con las palabras. No creía haberlo escuchado bien, pero le había parecido entender que era libre.—He sido requerido por el tribunal para comunicarme que van a retirarte los cargos.—Pero ¿cómo? ¿Qué ha dicho Nordington?—Tu acción no será tomada como deserción. En principio, porque Hougoumont no se perdió y, según el general Smith, lo primero que tú anunciaste a tu llegada al cuartel general del duque de Wellington fue que el sitio estaba en peligro. De manera que no se te considera un traidor; simplemente, cumpliste con tu deber de proteger a los civiles —le comunicó Horace radiante de felicidad.—¿Eso significa que puedo marcharme? —le preguntó conmocionado por la noticia.—Cuando gustes.—¿No me expulsan del Ejército?—No.—¿Se me degradará?—Tampoco.—Sin embargo, pienso presentar mi dimisión —reconoció en un susurro.—Lo comprendo —le dijo Horace con una mano sobre su hombro.—¿Y Christine, lo sabe?—No. He preferido que se lo dijeras tú. Josh no se detuvo a escuchar nada más; abandonó a la carrera la habitación y fue en busca de Christine. Aunque ella ya sabía la noticia que le iba a comunicar, fingió desconocerla para preservar su secreto. Josh la estrechó entre sus brazos y la besó con amor; a partir de aquel momento, nada se interponía entre ellos y su felicidad. Sin embargo, MacKinlay sintió una punzada de dolor al no encontrar el rostro de su padre en la sala. Le hubiera gustado comunicárselo en persona, pero no iba a ser posible. Sería demasiado complicado ganarse su aprecio de nuevo ya que, aunque no hubiera sido condenado por desertor, la acusación había logrado manchar su reputación. Por lo pronto, ya no restaba nada que hacer allí, así que todos regresaron a Sandyknowe dispuestos a celebrar. Esa misma noche, Josh invitó a sus amigos más allegados al festejo. Allí estaban también Horace y Laurie, cada vez más atraídos el uno hacia el otro. Ross MacGregor apareció acompañado de su mujer. Josh, al verlo, le recordó que tenían un asunto pendiente.—Si no me equivoco, creo que te debo algo.—¿De qué estás hablando? —Ross fingió no entender.—De cierta apuesta que hicimos en una zanja de Bélgica antes de ser atacados por la infantería de Napoleón.—¿Te refieres a lo de mi luna de miel? —le preguntó con sorna Ross.—Eso mismo.—¿Se puede saber que os traéis entre manos? —quiso saber Mary, la esposa de Ross. Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad y sonrieron. Ross se acercó a su mujer para susurrarle algo al oído, que pareció escandalizarla. Tiró indignada del brazo de su marido y se adentraron en la casa. Josh iba a ir tras ellos, cuando el sonido de un carruaje lo sorprendió. Era raro, creía que todos los invitados estaban ya en la casa. Su corazón dio un vuelco al descubrir el coche de su familia en la entrada: Robert MacKinlay en persona había acudido. Lo vio caminar hacia él con paso decidido y porte altivo, vestido con el traje nacional.—¿Es que tengo que enterarme por tu hermano de que das una reunión? ¿Acaso tu madre y yo no somos parte de tu familia? —le espetó con el mismo tono gruñón de siempre.—Mis padres no necesitan que yo los invite para venir a su casa.—Lo sé, hijo, lo sé. Ven, dame un abrazo. Josh no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Conmovido, estrechó entre sus brazos a su padre. —Te he echado de menos.—¡Oh, déjate de cortesías! —lo apremió Robert con los ojos empañados.—¡Hijo! —exclamó su madre emocionada. Josh la abrazó y depositó un beso en su coronilla. Ninguno de los tres se había dado cuenta de que Christine observaba la escena desde la puerta con alivio y felicidad.—Anda, di a esa muchacha que se acerque, queremos conocerla —Robert le hizo señas a Christine. Josh se volvió para contemplar aquella silueta recortada contra la luz del salón. Estaba enfundada en un traje de seda azul, que se ajustaba a su cuerpo como un guante. Se aproximó a ella y la llevó de la mano hasta sus padres.—Debo reconocer que tienes buen gusto, hijo —comentó galante el padre.—¡Robert! Mira cómo has puesto a la muchacha —lo reprendió suavemente su esposa.—No pasa nada, mujer —protestó Robert—. Sólo estaba regalándole un cumplido. Permítame que me excuse por mi comportamiento desconsiderado el día que estuvo con su hermana en casa. Le ruego que acepte mis más humildes disculpas —dijo con una respetuosa reverencia.—Las acepto encantada, señor MacKinlay. ¿Me concede el honor de ingresar junto a usted? —Le ofreció el brazo.—Con mucho gusto, hija, con mucho gusto —aceptó él mientras le daba unos suaves golpecitos sobre el dorso de su mano camino a la entrada.—¿Has visto a tu padre? —le preguntó sorprendida la madre de Josh.—Déjalo que se muestre tal y como es, ya hemos sufrido bastante estos últimos días —le respondió con un guiño—. Un poco de diversión no vendrá mal. Horace se sorprendió cuando vio aparecer a su padre del brazo de Christine. Se quedó con la boca abierta por aquella escena y estuvo a punto de derramar el contenido de su copa.—¡Parece que hubieras visto un espectro! —bromeó Robert MacKinlay.—No puedo creer que estés aquí —dijo sin salir aún de su asombro.—¿Te creías que iba a perderme esta magnífica fiesta? —Echó un vistazo a su alrededor—. Vamos, hijo, despierta y búscate una mujer que te acompañe —le dijo mientras pasaba a su lado—. Y si es tan guapa como la de tu hermano, mejor. Así daremos un poco de alegría a la familia. Ya bien entrada la noche, comenzaron a sonar las notas de la gaita, que llamaban a los invitados a unirse a las danzas tradicionales. Christine lo observaba todo, entusiasmada y feliz por el reencuentro de Josh con su padre. En un momento, Josh dejó de bailar y se acercó hasta Ross con una sonrisa burlona.—Bueno, ¿cuándo debo cumplir lo pactado?—Olvídalo, Josh —le respondió pasando el brazo por los hombros de su amigo.—En serio —insistió—. He perdido y, por lo tanto, debo pagarte la apuesta.—Te he dicho que no hace falta. Ya estoy pagado de sobra.—No te entiendo. Sé que siempre has deseado irte de viaje de bodas con tu esposa.—Y lo sigo deseando, pero no quiero que te pongas en gastos ahora que debes pensar otra vez en cómo ganarte la vida.—No se hable más del tema, tengo una posición económica lo suficientemente sólida como para no faltar a mi palabra.—Lo agradezco, aunque para mí lo más importante es ver que al fin hayas encontrado la horma de tu zapato.—Soy yo el que te lo agradece, Ross; me has abierto los ojos. —Se sinceró MacKinlay.—Dime, habrá boda, ¿verdad? —Por supuesto que nos casaremos.—¿Se lo has pedido?—Bueno, no formalmente. Aunque ella ya sabe que quiero que sea mi esposa —balbuceó Josh después de apurar su copa de vino.—Tienes que pedir su mano en matrimonio. Y ha de ser esta misma noche.—¿Me he perdido algo? —preguntó Horace, que acababa de sumarse al grupo.—Tu hermano aún no ha pedido la mano de Christine.—¿En serio? —Se sorprendió Horace—. ¿Y ya la has metido en tu cama? Hermanito, déjame decirte que eres un poco sinvergüenza. Las mujeres quieren que les asegures su futuro antes de... ya sabes —le recordó en broma.—Le he dicho que tiene que hacerlo esta misma noche.—Por mí, perfecto. Además ten en cuenta que, si no te casas, nuestro padre no te dejará entrar en su hogar. Sabes que jamás consentiría que durmamos con una mujer bajo su techo sin estar casados —agregó Horace burlón. Josh miraba a ambos sin dar crédito a sus comentarios, aunque tuvieran razón. Sabía que era la mujer de su vida, y lo que más deseaba era casarse con ella. Pero con las complicaciones del juicio, el tema del matrimonio había quedado un poco en segundo plano. Evidentemente, según lo que estaba escuchando, era el momento de retomarlo.—Está bien. Le pediré, una vez más, que sea mi esposa —les anunció.—No me lo pierdo, Ross —dijo Horace siguiendo con la vista a su hermano, que caminaba decidido. Entró en el salón para buscarla, pero su padre lo retuvo del brazo y lo apartó para que pudieran charlar a solas.—No hemos tenido ocasión de hablar sobre tu futuro —comenzó Robert.—Voy a dejar el Ejército —dijo muy sereno y firme—. Sé que no te hace mucha gracia, pero prefiero dedicarme a otros asuntos.—Lo entiendo, aunque no lo comparto. Por cierto, la muchacha es un encanto, Josh. No le hagas daño y trátala lo mejor que sepas. Te casarás con ella, ¿verdad? Te lo pregunto porque ya he hablado con el sacerdote.—¡¿Qué?! —exclamó Josh atónito. Era la segunda vez en la noche que le hablaban de boda, y su padre había ido aun más lejos que su amigo Ross.—No pretenderás vivir con ella sin haberla desposado, supongo. No me importa lo que hagáis en la intimidad, pero yo quiero que mi hijo se case. Además, desearía que fuera en la catedral de St. Giles, como lo hicimos tu madre y yo. ¡Ah! y no aceptaré una negativa por respuesta —impuso autoritario.—Como tú mandes —Josh imitó el saludo militar—. Por cierto, ya que has hablado con el párroco, ¿cuándo será la boda?—Lo más pronto posible, no me agrada que estéis viviendo juntos sin haberse casado. Josh lo miró y se echó a reír, luego abrazó a su padre y volvieron juntos a la fiesta, donde Horace y Ross lo esperaban. Habían retenido a Christine hasta que Josh llegara, pero no le habían explicado la razón, y la muchacha se sentía aturdida e intrigada. Él entró acompañado por su padre, sonreía ante sus comentarios pero, cuando la vio, cambió el semblante de inmediato. La miró intensamente y esbozó una de esas sonrisas maravillosas que la hacían flaquear. Ante esa imagen, el corazón de Christine comenzó a latir desbocado, y no hubo manera de tranquilizarlo. Un silencio se generó en torno a ellos.—Christine —comenzó Josh—. Cuando me encomendaron la tarea de ponerme, una vez más, al frente de mi regimiento de Highlanders, lo hice con seguridad, como siempre; ya sabía de qué se trataba. En Quatre Bras, antes de que nos fuera encomendada la misión en Hougoumont, me encontraba conversando con mi colega y amigo Ross MacGregor, mientras esperábamos un ataque francés. Ross siempre quiso hacerme sentar cabeza, supongo que él vio algo en mí que ni yo mismo fui capaz de reconocer: la necesidad de tener a mi lado una compañera, una esposa con quien compartir mi vida. Me hizo una apuesta, una absurda apuesta: que me enamoraría. Obviamente, acepté; estaba convencido de que era imposible que eso sucediera, incluso le aposté su postergado viaje de bodas —dijo al tiempo que dirigía una mirada a Ross—. Amigo, comienza a preparar las valijas; he perdido, por lo que tienes tu viaje bien merecido. —Unas risas se escucharon por lo bajo—. Y, cuando menos lo esperaba, apareciste. De repente, como una tormenta de verano. Y aquí me encuentro, frente a ti, sin saber cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí y no encontrando las palabras apropiadas para pedirte que seas mi esposa. Sabrás entender mi torpeza, es que, al contrario de lo que me sucede en el frente, no tengo ninguna experiencia en el amor; no sé de qué se trata todo esto, por lo que frente a esta gente como testigo, te pregunto, Chris, mi dulce, Chris, ¿quieres ser mi esposa? Christine se quedó sin palabras. A su alrededor, los improvisados testigos de la declaración le sonreían y, algunas mujeres, la miraban con ojos brillosos, emocionadas por las palabras de Josh. Y no tuvo ninguna duda, ese hombre que esperaba una respuesta, ese hombre que había roto su infranqueable coraza, ese hombre que había perdido una apuesta, era el hombre con quien pasaría el resto de su vida.—Sí, Josh. Quiero ser tu esposa. La noche extendía su manto negro punteado por brillantes. La luna, en lo más alto, observaba las caricias de los amantes bajo su luz. Los jazmines desprendían sus mejores aromas para perfumar el sendero por el que Josh la conducía. Una ligera brisa procedente del estuario del Forth hizo que la piel de Christine se erizara. En atento gesto, él le deslizó su chaqueta sobre los hombros.—Es más suave que mi guerrera. Christine lo miró y sonrió dulcemente. Josh la abrazó por detrás rodeando su cintura y ella recostó la cabeza sobre su pecho. Al fondo se veían las cumbres de las montañas más bajas de las Highlands. Del interior de la casa, salían los acordes de un vals que envolvió a los amantes y los transportó a un mundo de ensueño donde todo era dicha y felicidad. Josh la giró hacia él, quería contemplarla, verse reflejado en sus luminosas pupilas, ceder al hechizo de su mirada.—Sí —murmuró de repente sin que Christine supiera a qué se refería—. Eres la mujer perfecta para mí, aunque tendremos que educar tu carácter.—¿Mi carácter? —protestó.—Cuando seas mi esposa, deberás obedecerme más.—Cuando sea tu esposa, deberás tratarme mejor de lo que lo haces ahora —le respondió con ironía.—Lady MacKinlay, ¿tiene usted alguna queja de su futuro marido?—Puede que sí, pero esperaré a que lo sea para hacérsela saber —le contestó mientras se alzaba sobre sus pies para besarlo.—Pequeña bruja —murmuró antes de unir sus labios a los de ella. Josh MacKinlay aguardaba nervioso en el interior de St. Giles a que Christine apareciera por la puerta. Sentía un sudor frío en la espalda y tenía las manos completamente empapadas. De vez en cuando, lanzaba miradas furtivas a su hermano o a Ross, quienes se encogían de hombros sin saber qué hacer. De repente, un carruaje tirado por cuatro caballos blancos se detuvo frente a la puerta. De allí bajó el propio duque de Wellington, quien extendió su brazo para ayudar a la novia a descender. Al no tener padre, ella le había pedido a Arthur que fuera él quien la condujera al altar. Christine llevaba un vestido blanco marfil que habían elegido con su hermana, y los cabellos recogidos en lo alto de la cabeza, de donde caía el velo como una cascada. Cuando apareció en la puerta de la iglesia del brazo del Duque, Josh respiró aliviado, soltando toda la tensión acumulada durante los últimos momentos. La vio avanzar por el pasillo central, sus pasos ligeros parecían no tocar la alfombra. No apartó la mirada de ella hasta que el duque de Wellington la dejó a su lado. Entrelazó sus manos con las de Christine, y la desposó. Epílogo
—Christine, ni se te ocurra adentrarte en ese sendero sin mí. No conoces las Highlands, ¿no sabes que hasta sus propios habitantes llegan a perderse allí? —le advirtió Josh, que le seguía los pasos por un camino que conducía a lo alto de los montes Grampianos, desde donde se podía obtener una de las mejores vistas de la región. Pero Christine, como de costumbre, hacía lo que su espíritu indómito le pedía. Sin esperarlo, caminó con paso decidido hasta la misma cumbre, donde respiró hondo para que el aire puro hinchara sus pulmones. Cerró los ojos y, extendiendo los brazos, deseó ser un pájaro para echarse a volar por encima de aquellos valles. Cuando Josh la alcanzó, Christine lo aguardaba sentada sobre una roca, junto a un pequeño lago de aguas cristalinas. La expresión que traía le indicó que estaba molesto, pero no le dio importancia, pues sabía que se le pasaría de inmediato.—¿Es que nunca vas a hacerme caso? —le preguntó resignado. Christine lo miró con dulzura. Sus labios se curvaron en una seductora sonrisa.—No vas a convencerme esta vez —le advirtió caminando hacia ella con el ceño fruncido. Se detuvo a escasos centímetros y se agachó hasta que quedaron a la misma altura. Christine lo observó con gesto burlón y, levantándose de la piedra como un felino, se le abalanzó hasta quedar a horcajadas encima de él. Josh la contemplaba a medio camino entre la sorpresa y la excitación por tenerla así. Estaba increíblemente bella: sus ojos parecían emitir llamaradas de fuego, sus cabellos flotaban salvajes en el aire, y sus labios se entreabrían deseosos. Entonces calló lo que le iba a decir ya que, al fin y al cabo, era mejor hacer el amor que la guerra.—¿No me irás a decir que no encuentras más divertido que me comporte como lo hago a que sea una esposa sumisa y obediente? —le preguntó arqueando una ceja.—Es lo que me atrajo de ti desde el primer día.—Entonces, ya tienes lo que querías.—¿Y tú? ¿Qué es lo quieres ahora?—Creo que ya lo sabes —le dijo inclinándose sobre él para buscar sus labios una vez más.Fin