LOS DESTERRADOS (José María Bravo Lineros)
Publicado en
enero 16, 2011
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En los treinta años de su incierta existencia había estado en muchas situaciones desesperadas, pero sin duda aquella merecía destacarse del resto. Mientras le empujaban hacia el cadalso, Daramad Mur Asyb no pudo menos que sonreír al pensar en las ironías que deparaba el destino. Dos años atrás había llevado a tres de sus enemigos al patíbulo por cargos semejantes a los que le imputaban, gracias a una astuta artimaña. Pero había una diferencia fundamental: él era inocente.
Desde allí podía ver en toda su amplitud la Plaza Mayor de Nuraak, la capital del Ducado de Teyraes, una de las regiones más prósperas de Myrmyra. Labriegos llegados de las campiñas del interior, cortesanos, burgueses, sucios patanes, soldados ociosos, nobles y damas de alta alcurnia, se apiñaban en ella llenos de expectación, mirándole con curiosidad, odio y repugnancia. Daramad mostró una mueca de desdén al ver sus rostros contraídos por las ansias de truculencia. Eran los mismos que le aclamaban tan sólo una semana antes; ya no recordaban quién les había librado del azote de Beln El Marcado, el pirata de Tarkvaria más dañino desde Rakvar El Fiero. Daramad sabía muy bien lo mudable que eran las conciencias de las muchedumbres.El Sol teñía de cobre el cielo, despuntando sobre los adarves del castillo de Nuraak, el cual se enseñoreaba desde el acantilado raído por los elementos que le otorgaba el significado de su nombre, la Atalaya Sombría. Lejano pero audible, el murmullo de las olas en la costa le punzó el alma con una indecible nostalgia.Daramad estiró los músculos de la espalda y los dedos de sus aherrojadas manos para desentumecerlos. Era un hombre nervudo y vigoroso de altura algo mayor al varón myrmyro común, con la piel atezada y el pelo negro y crespo. La nariz algo aguileña y los fuertes trazos de su rostro asentaban la sensación de entereza que transmitían sus brillantes ojos castaños aún en aquel difícil lance. Tenía el semblante azulado por una barba hirsuta de pocos días y lleno de pequeñas cicatrices, vestigios de un violento pasado. Por ropas llevaba una camisa desabrochada y rota, junto a unas calzas de hilo. Iba descalzo.A su diestra, con bruscos empellones, los guardias colocaron a Deryk Vertran, primogénito del duque Lehrae II, y a su siniestra, a Kaleb el burgués, un rico armador de los muelles de Teyraes. También estaban cargados de cadenas. Kaleb, bajo y robusto, con una espesa barba pelirroja, perdía su vista en las tablas del cadalso; Deryk, un hombre joven y fuerte, clavaba la mirada en la multitud, desafiante, apretando las mandíbulas de rabia y vergüenza por el crimen que les era imputado.Un resoplar de trompas grave y poderoso retumbó en la plaza. La comitiva, guardada por una veintena de soldados que se abrieron paso a golpes de regatón y empujones, subió al estrado de madera. Daramad fue mirándoles uno a uno. Allí estaba Ernar, el Duque recién coronado; cerca, Zaida, su madre, viuda del antiguo duque y madrastra de Deryk; Tarabnas, el Alto Sacerdote de Elad, El Supremo Hacedor; Turneil, representante de un viejo linaje noble del Ducado, disoluto y necio; Eanod, el viejo, un rico comerciante enriquecido con el comercio de la seda y las especias; y Akail, general del ejército de Teyraes. Tomaron asiento en el palco; Ernar en el centro, en un trono de madera obscura forrado de rojo terciopelo, y los demás en sillas más bajas, flanqueándole.Nada más personarse Ernar y su séquito, Deryk empequeñeció sus pupilas y apretó sus quijadas, temblando entre espasmos de ira.No mucho después, un edil subió al estrado arrastrando su cuerpo flaco y reseco y se inclinó ante el Duque. Ernar asintió, y el edil, aclarándose la voz, comenzó a declamar con una voz profunda e irritante.«Ciudadanos de Nuraak, súbditos de Ernar, Duque de Teyraes, y del rey Medarnoc, soberano de toda Myrmyra. Asistís a la condena de estos tres miserables por su nefando crimen, el asesinato de nuestro amado señor, el duque Lehrae II. Su alma parte hacia a las tierras luminosas de Elad, dejándonos abatidos por la congoja y el oprobio por su infame muerte...»Daramad contuvo la risa al escuchar las palabras del edil y maldijo una vez más su estupidez. Contempló a Zaida, la viuda desconsolada, buscando sus ojos zarcos con inquina. Mas estaba distante, triunfal; su sonrisa no era muy distinta a la de aquella noche, cuando se dejó embaucar por ella como un mozo inexperto.»…un hijo ingrato, impaciente por heredar lo que el tiempo le hubiera concedido por derecho, confabulado con un miembro de la corte, contrató a un extranjero para dar muerte a su propio padre, comprando así una corona manchada de sangre.»Sin embargo, Elad, El Supremo Hacedor, no permitió tal infamia. Los culpables han sido descubiertos y yacen aquí, postrados ante la justicia. Por su nefando crimen se les condena a la muerte y la ignominia. Se les llevará a la Cala de los Huesos, donde perecerán ahogados por la marea. Sus nombres serán borrados del Libro de Elad, y sus almas vagarán por toda la eternidad en el Erebo»La multitud rugió como una bestia de cientos de gargantas y puños en vilo. Entre insultos y una lluvia de inmundicias, los soldados bajaron a los reos del cadalso y los condujeron al muelle. Ninguno intentó protestar, pues sabían que era inútil. Antes de la caída del Sol serían pasto de los peces y los cangrejos.2
Recobró la conciencia, aturdido por un terrible dolor de cabeza. El rumor de las olas y el crujir de la madera de una embarcación llegó a sus oídos, además del chapoteo de los remos batiendo el agua y el tabalear de una vela zarandeada por el viento. Parpadeando, atisbó a su alrededor. Estaba en una chalupa de un palo y sin cubierta, tumbado boca arriba sobre una de las bancadas de popa. Un cielo enfurecido se extendía sobre él. Haciendo un supremo esfuerzo, bajó el cuello. Frente a él veía a un soldado vestido con cota de mallas negra y sobrevesta azul; más adelante escuchaba los jadeos de Kaleb y Deryk al bogar.
No podía ver mucho más en aquella postura tan dolorosa de mantener, de modo que volvió a recostar su dolorida cabeza y entrecerró los ojos. Apenas sentía los brazos maniatados a la espalda, de entumecidos que estaban. Al menos, se dijo con resignación, lo había intentado. Mientras les subían a la chalupa aprovechó una distracción de los soldados para intentar zambullirse en las aguas, aún a sabiendas de que tenía muchas posibilidades de ahogarse. Sin embargo, antes de que pudiera lanzarse al mar, uno de los soldados le golpeó en la cabeza, dejándole sin sentido.Daramad observó la alta muralla de los acantilados de roca obscura hacia los que se dirigían recortándose contra el cielo. Según lo poco que había oído, la condena de la Cala de los Huesos había sido destinada en un principio a los piratas, pero con el tiempo se destinó también a los traidores y asesinos más viles. Desde luego, era todo un honor.―¿Queda mucho para llegar, sargento? ―preguntó entonces uno de los soldados.―Un cuarto de legua, como mucho ―respondió una voz a proa.Daramad escuchó resoplar en voz queda al soldado por respuesta. La chalupa fue acercándose a los acantilados, y tras un rato que se le antojó eterno, Daramad sintió que viraban hacia estribor. Se internaron entre los farallones y poco después apareció la Cala de los Huesos. El nombre era muy acertado. Era estrecha, de arena gris, con afiladas peñas que sobresalían como rotas y descarnadas osamentas. Los farallones de roca obscura la ocultaban casi a la perfección y hacían imposible el acceso de un navío mucho mayor que una barca de remos. Kaleb y Deryk bajaron de la chalupa, varándola en la arena siguiendo las órdenes de los soldados. Salpicándole con agua de mar, uno de los soldados despertó a Daramad y le instó a bajar de la embarcación.Les llevaron entre tropiezos hacia el fondo de la cala, pinchándoles los costados con la punta de sus espadas. Los reos temblaban al sentir el cruel azote del viento que soplaba desde los acantilados; sus pies entumecidos y descalzos tropezaban y se herían con las piedras de la cala. La pared de roca del acantilado les cerró el camino. En ella se veían varias gruesas cadenas de hierro, corroídas por el agua salada, sujetas a la pared por largos clavos de acero. El sargento se volvió hacia sus tres hombres.―Es aquí. Encadenadlos.Los soldados se dieron prisa en obedecer y empujaron a los reos hacia las rocas. Uno de ellos, provisto de un pesado martillo, fue asegurando sus cadenas a la pared, levantándolas por encima de sus cabezas y clavándolas por el anillo central, mientras el sargento y sus dos compañeros les vigilaban de cerca con sus armas prestas. Primero fue Kaleb, luego Deryk y por último Daramad, separados cada uno por un par de pasos. El sargento comprobó la solidez de las cadenas y la de los clavos y, satisfecho, se alejó hacia la chalupa junto a sus hombres. Poco después, la embarcación desaparecía en la distancia y comenzaba la lenta y agónica espera de los tres condenados.Daramad luchó por contener las oleadas de rabia y pánico. Acostumbrado a vagar libre y sin rumbo, le angustiaba aquella situación, no por verdadero temor a la muerte, pues ésta le había acechado durante toda su vida, sino porque no era dueño de su destino. Como cualquier condenado a muerte, Daramad revivió su existencia en fugaces instantes... desde Murubi, en la lejana Saremia, donde había nacido, a los años de desagradable recuerdo en los que había sido cofrade de Therak El Aniquilador, Dios de los Asesinos y la Venganza, hasta los trágicos hechos por los que fue proscrito por la Cofradía; recordó sus días como marino, pirata, mercenario......hasta tan sólo dos años antes, cuando, después de conseguir una importante suma tras varios asuntos turbios en la ciudad de Ank-Kusur, había adquirido un bergantín y se había echado a la mar buscando fortuna como pirata. Mas la suerte no le había sonreído. Los últimos meses no habían reportado muchos beneficios, y para colmo, una tormenta estuvo a punto de hacer zozobrar al Pigargo, el navío que capitaneaba, dañando el casco y la arboladura. Las reparaciones necesarias acabaron con los últimos fondos de Daramad, dejando a su tripulación descontenta y quejumbrosa.Esta fue la principal razón por la que el Pigargo acabó al servicio de la armada del Ducado de Teyraes como nave corsaria. Tras sufrir varios reveses por parte de los piratas tarkvaros, el Ducado requería naves mercenarias para reforzar su armada. A Daramad no le agradaba la idea, pues prefería no estar bajo ninguna bandera, pero el oro de los myrmyros era tan bueno como cualquier otro.Los piratas de Tarkvaria, los feroces piratas del lejano y obscuro Norte, donde los días eran lúgubres y cortos, zarpaban con el deshielo hacia el Sureste. La costa myrmyra era objetivo frecuente de sus ataques. No era la primera vez que Daramad se enfrentaba a ellos; años atrás, Rakvar el Fiero le había capturado tras abordar el mercante zaikamandés en el que navegaba, y sólo el desenlace de unos sucesos tan terribles como inefables le habían librado de la tortura y la muerte. Desde entonces sentía un odio mordaz hacia los tarkvaros. Ése fue otro de los motivos que le impulsaron a alquilar su bergantín a la Armada de Teyraes.La suerte le favoreció, al fin, pues él y su tripulación hicieron una campaña excelente. El primer año, cuatro Hiendeolas tarkvaros cayeron ante el Pigargo. Al año siguiente, el mismo Beln El Marcado y sus tres Hiendeolas sucumbieron ante un ataque conjunto de la armada myrmyra, en el que el Pigargo desempeñó un papel decisivo. Regresaron como héroes, precedidos por su fama. Muchas de las incursiones habían sido frustradas y aquello fue motivo de gran alegría para los comerciantes del Ducado. El primogénito del Duque Lehrae II, Deryk, tuvo interés en conocerle, intrigado por las victorias del capitán corsario. Deryk y Daramad congeniaron al poco de conocerse, pese a la distancia que imponía el trato. Tras varios encuentros, Deryk le confió a Daramad sus planes con los que pretendía devolver la grandeza de antaño al Ducado de su padre. Y para lograr esto era preciso disponer de una armada fuerte y eficiente que defendiera sus costas y rutas de comercio. El general de la armada había muerto en una batalla naval y aquel puesto estaba aún vacante. Deryk estaba convencido de que Daramad era el hombre idóneo para el cargo y así se lo hizo saber a su padre.El Duque Lehrae, cuyos años le pesaban ya demasiado, quería mucho a su hijo como para negarse. Él mismo sentía inclinación por el capitán corsario, pues le recordaba las campañas de su fogosa juventud, de modo que aceptó la propuesta de su hijo pese a las quejas de los nobles de su corte, que recelaban del extranjero. Invitaron al saremio a un banquete para celebrar la victoria sobre los tarkvaros, durante el cual sería anunciada la decisión del Duque. Daramad escuchó la noticia de labios del propio Deryk. No podía rechazar la invitación sin mostrarse descortés, de modo que no tuvo más remedio que aceptar. Al corsario le desagradaba la compañía de la nobleza, pues había comprobado que en su gran mayoría las cortes eran nidos de ponzoñas e inquinas. Prefería la libertad del mar y su crueldad, despiadada pero franca, o la sordidez de los barrios bajos de las urbes.Le instalaron en una pieza del palacio, donde encontró ropas de seda de su talla y un baño dispuesto. Daramad prefería su gastado jubón de cuero y el peso de una armadura sobre los hombros, pero accedió a adoptar los usos de la corte. Sin embargo, ya entonces su intuición le advirtió de que se estaba adentrando en aguas desconocidas.La corte se reunió en el Salón Ducal, amplio, esplendoroso, con ricos tapices bordados en oro en las paredes y numerosas lámparas llenas de bujías colgando del techo; una larga mesa de pulida madera atestada de viandas acogía a los comensales. El duque Lehrae Vertran II hizo presencia en el Salón Ducal seguido por sus lacayos. Era un hombre encorvado y macilento, cuya corona ducal se tenía a duras penas sobre sus arrugadas sienes. Su mirada era la de un hombre al que el paso de los años había desgastado en exceso. Cogida de su brazo iba Zaida, su consorte, a la que el Duque dedicaba todas sus atenciones. Los presentes en la sala inclinaron la cabeza ante el Duque. Lehrae asintió, sentándose en el trono y dispensando a sus cortesanos. Mientras los demás ocupaban sus asientos, Daramad le presentó sus respetos al Duque, hincando una rodilla ante él cómo le habían indicado. Lehrae sonrió complacido y le rogó que se levantara. Le presentó ante la corte, nombrando a cada uno de los presentes y alabándole por sus hazañas, las cuales refirió con entusiasmo.El banquete dio comienzo. Lehrae II presidía la mesa desde su trono, flanqueado por Deryk y Zaida. Daramad ocupó un asiento al lado de Akail, el general de las tropas del Duque. Pese al embarazo, supo manejarse bien en aquel banquete, aunque cuando el Duque propuso un brindis por el futuro general de la Armada del Ducado y los ojos de los comensales se volvieron hacia él, apenas acertó a agradecer la mención y aceptar, muy incómodo. Deryk le dedicó un breve gesto de aliento a Daramad, como si él mismo sufriera con resignación aquel tedio. Lo cierto es que había estado largo tiempo lejos de Nuraak, defendiendo de los dazyres las posesiones de su padre en las marcas lindantes con el río Eyln, y desde entonces la vida cómoda y artificiosa de la corte le resultaba muchas veces insufrible.Daramad notó las miradas que le dirigían algunos de los comensales y trató de recordar sus nombres. Ernar, al que conocía de oídas, era el hermanastro de Deryk. El heredero no hablaba apenas con su hermanastro ni con la madre de éste, Zaida, y aunque no era descortés sus rasgos traslucían desprecio cuando se les mentaba. Ernar apenas tendría veinte años y era demasiado presuntuoso como para ganarse sus simpatías; sin embargo, pese a que la sonrisa era asidua a sus labios, Daramad notaba un destello de odio y amargura en los ojos del joven. Hablaba en voz baja de tanto en tanto con dos nobles cerca de él. Uno era viejo, enteco y de aspecto enfermizo; Eanod, creía recordar, era su nombre. Su voz era áspera y sibilante, como si le faltara el resuello. El otro era un noble de la corte, pomposo y gordezuelo. Se llamaba Turneil.No tardó en reparar en Zaida, la consorte del Duque. Hermosa, radiante, la duquesa atraía las miradas con un influjo irresistible. Sus facciones, bellas y pálidas, aún desmentían el paso de los años, y en ellas resaltaban unos labios rojos y tentadores como el vino que se curvaban con un delicioso gesto cada vez que sonreía. Su pelo leonado, sujeto por una fina diadema de plata, caía hasta su nuca como una esplendorosa cascada de oro viejo. La duquesa tendría unos cinco años más que él y su cuerpo comenzaba a volverse rotundo como el de una matrona, pero aún lucía seductora y segura de sí.Daramad fue sorprendido por la duquesa en una de sus fugaces miradas. Alzó una ceja, sin mostrarse ofendida, torciendo la comisura de sus labios en un mohín burlón, reprendiéndole su atrevimiento. Hundió sus pupilas en sus ojos azules y brillantes y se sintió arrastrado por un sublime delirio, hasta que todo lo que le rodeaba comenzó a difuminarse y tan sólo ella se mantuvo nítida.Irritado, retiró la mirada, mordiéndose un labio. La turbación desapareció, y mientras apuraba su copa, espió de soslayo a Zaida, por si aquella impresión turbadora hubiera sido casual... Mas no, no había sido así. Las pupilas de Zaida seguían brillando, atrayéndole como el susurro de las nereidas, que en las leyendas de su tierra atraían hacia la muerte a los marineros. Una gota de sudor bajó por su sien. Trató de distraerse iniciando una conversación con el general, pero, colmando su zozobra, la voz de la duquesa vibró en el aire, sugerente como el ronroneo de un felino.―No parece agradaros la velada, general. ¿Os incomoda algo?Daramad tragó saliva antes de responder, molesto.―No, mi señora. Es tan sólo... cansancio.―¿Sería muy pediros mucho que nos contéis cómo es vuestra tierra? Dicen que nuestros antepasados recibieron muchos dones de Saremia. ¿Es cierto que allí el Sol luce aún en invierno?―Soy un hombre de armas, señora. No un narrador. Aburriría ―dijo a modo de disculpa.―No, insisto. Por favor.Daramad suspiró, acorralado. Bebiendo un sorbo de su copa, comenzó a hablarles de su tierra, embargado por la añoranza. Les habló de sus días llenos de Sol, del perfume de las flores, el bullicio de las calles y la belleza de sus mujeres morenas y de negros cabellos, y a grandes rasgos, les contó cómo había llegado a Myrmyra tras más de diez años vagando de puerto en puerto. El general Akail aprovechó una pausa para referir una de sus anécdotas y Daramad, una vez que terminara, anunció su marcha. Se despidió de los invitados tras agradecer el gran honor del que había sido objeto al Duque y siguió a un sirviente hasta su estancia. Se recostó en la cama, suspirando lleno de alivio. Sin quererlo, sus pensamientos volvieron a Zaida. Era cautivadora. Demasiado cautivadora, se dijo para sí.Cuando se disponía a quitarse las ropas y meterse en el lecho, algo azarado aún por el recuerdo de Zaida, unos débiles golpes sonaron en su puerta. Tomó su sable envainado y avanzó cauteloso hasta la puerta.―¿Quién es? ―preguntó, ceñudo.―Soy... una sirvienta. Por favor, dejadme pasar. Traigo un mensaje para vos.Daramad sonrió, complacido. No iba a pasar la noche solo. Abrió la puerta despacio y dejó pasar a la sirvienta. Vestía una pelliza gris que le cubría el rostro y sujetaba un bulto entre sus brazos. Cerrando detrás de ella, aguardó la oportuna explicación. La muchacha se retiró la capucha. Un pelo rubio se desparramó libre hasta sus hombros. Su rostro pecoso y un tanto tímido le agradó.―¿Y bien? ―inquirió con una sonrisa, mientras adelantaba una mano y le acariciaba el cabello como la miel temprana.―Traigo un mensaje para vos, señor... De la duquesa.Daramad apretó los labios, molesto. Debía haber supuesto aquello.―Desea que os reunáis con ella, en su alcoba ―añadió la muchacha, bajando los ojos―. Os conduciré de forma discreta hasta sus aposentos. Seguidme, por favor.―No. Decidle que es demasiada generosidad para conmigo. O mejor... decídselo mañana ―dijo zalamero mientras la asía por el talle, buscando sus labios.La muchacha se debatió apenas, recibiendo el beso del atezado corsario con pulso trémulo, hasta que le rechazó, asustada.―No, por favor. Ella me haría azotar. Seguidme ―insistió, mirándole con ansiedad.Daramad maldijo. Pugnó en su interior, debatiéndose en silencio: el recuerdo de Zaida avivó su ya excitado deseo, pero su intuición clamaba. No debía aceptar. Aquello le traería problemas. Y, además, no le gustaba que le eligieran con tanta seguridad. “La Duquesa desea...” recordó, molesto. Aquel pensamiento le hizo ganar firmeza en su resolución a negarse. Sin embargo, el turbador recuerdo de Zaida, aún reciente, le asaltó con fuerza.―Demonios... Está bien. Os seguiré ―y sabiendo que iba a arrepentirse, se ajustó el sable al cinto y se vistió con premura.La doncella se echó la capucha de su pelliza sobre los hombros y le entregó otra que traía consigo, tomándole de la mano y conduciéndole por los pasillos iluminados por las teas vacilantes. Subieron por la escalera de la torre Sureste al tercer piso. La muchacha se detuvo frente a una de las paredes de la torre y se sacó un colgante de metal plateado que llevaba al cuello, introduciéndolo en un resquicio del muro. Un chirriar resonó en el vano de la torre, y, con lentitud, ante el extrañado saremio, una sección de la pared giró sobre unos invisibles goznes hacia el interior de un pasillo estrecho y obscuro, que olía a humedad y encierro.―Es por aquí.―¿Qué es esto?―Un pasaje secreto. Hay muchos en este castillo. Yo sólo conozco éste, el cual lleva a la pieza de la duquesa ―tanteando, la muchacha le llevó en el pasillo a obscuras―. Estamos cerca.Al doblar en un recodo del pasaje, la sirvienta se detuvo de pronto, apretando entre sus finos dedos el brazo del saremio. Daramad vio un leve resplandor blanco y escuchó un leve rozar de pies quince pasos más adelante. Trató de entrever lo que había paralizado de miedo a la sirvienta, pero tan sólo pudo distinguir una silueta flaca y obscura. Poco después, el rumor de pasos desaparecía, y tras un deslizar de piedra, similar al que había abierto el pasaje, todo quedó en calma. La muchacha volvió a respirar, aliviada.―¿Quién era? ―le preguntó Daramad en un susurro.―No... no lo sé. Olvidadlo. Sigamos.Varios pasos más adelante volvió a detenerse, examinando la pared. Poco después accionaba el mecanismo de otro acceso al pasaje.―Entrad. Os aguarda ―y le dejó ante la entrada, alejándose con paso vivo.Daramad columbró un suave resplandor más allá de la entrada, el cual surgía de un resquicio en el suelo. Dudó por unos instantes aún, mas reconoció que no sabría volver sin el auxilio de la sirvienta y atravesó el acceso secreto. Con un rozar de piedra sobre piedra, el muro volvió a su posición anterior, ocultando a la perfección el pasaje. Daramad dio un par de pasos, guiado por el fulgor. Su diestra dio con un tejido pesado y suave. Retiró las cortinas y contempló la estancia, guiñando los ojos por el resplandor de las bujías.Ricas vestiduras ornaban las paredes. Las ascuas de una chimenea brillaban mortecinas. Una cama enorme, con dosel bordado, ocupaba la estancia, cerca de una mesa, un arcón y varios escabeles. En el lecho, sobre una frazada de piel de leopardo, Zaida se tenía sobre sus rodillas, vestida con un ligero camisón negro. Se incorporó, sonriendo.―Habéis tardado en venir ―dijo con altivez, reprendiéndole.Ahora su voz sonaba incitante, pretenciosa, como el golpe de un látigo de seda.Frunciendo el ceño, Daramad se acercó a la cama.―Probad este vino. Lehrae me lo hace traer de los viñedos de Tamarq tan sólo para mí ―dijo Zaida, señalando una mesa baja junto a la cama, donde había varias copas y una jarra de plata.Daramad escanció dos copas de aquel vino, tendiéndole una a Zaida. Daramad probó el vino. Era excelente. Zaida le miraba burlona mientras bebía a su vez. Dejó la copa en la mesilla junto a la cama, indicándole que se acercara.―Acercaos... No me gusta esperar.Daramad dejó la copa en la mesa.―Que yo sepa, mis obligaciones como general de la Armada de Nuraak no incluyen satisfacer vuestros apetitos, Duquesa.―¿Es que no me halláis atractiva? Os perdonaré vuestro orgullo ―lánguida, se recostó en la cama, sensual como una gata.Daramad tragó saliva, tratando de no mirar con demasiado fijeza a sus ojos.―Sí. Y mucho. Pero hay otras muchas mujeres en el castillo. Todas podrían satisfacer mis deseos, trayéndome menos quebraderos de cabeza.Zaida se irguió, herida en su orgullo.―¡Insolente! ¿Es que me comparáis con una vulgar doncella? ―y se acercó a él, furiosa, brillando en sus ojos imperioso destello.Daramad, divertido, avanzó un paso hacia ella, desafiando su hechizo.―Puede...Zaida, enfurecida, le dio una bofetada. El saremio giró el rostro, frotándose la mejilla. Airado, la asió por el pelo y levantó la diestra para devolverle el golpe. Entonces ella sonrió. La llama del deseo que azotó a Daramad fue tan fuerte que le hizo olvidar cualquier otro pensamiento. Besó sus dulces labios, fragantes como flores de carne, y ella respondió con avidez. Transportado por el deseo, el saremio le arrancó el camisón, desnudando a sus ojos su cuerpo como mármol cálido, deteniéndose en sus generosos pechos y caderas hasta la obscura y codiciada entrepierna... Ella sintió su deseo y volvió a sonreír. De varios bruscos tirones, le ayudó a despojarse de la ropa, quitándole la camisa con tanta precipitación que le desgarró varios ojales. Desnudos, yacieron sobre las sábanas frías y tersas fundiendo el calor de sus cuerpos. Uno recio, ajado por una vida sin tregua y endurecido por el dolor, verdadero maestro de la vida; el otro, suave y misterioso. El saremio perdió sus sentidos en un delicioso abismo de placer. La habitación se desvaneció en un confuso remolino y su conciencia fue ofuscándose en una placentera tibieza, diluyéndose cada vez más las percepciones hasta que no hubo nada... salvo la negrura.Lo siguiente que recordaba era haberse despertado antes del amanecer con un terrible dolor de cabeza. Unos fuertes golpes en la puerta le habían sacado de un pesado sueño. Oía voces enfurecidas y un gran revuelo fuera de la habitación. En la penumbra, sin reconocer la estancia, trató de incorporarse. Sus huesos le parecían de plomo y todas las sensaciones parecían llegar a él como a través de un palmo de tela.La puerta se vino abajo. Una pareja de robustos guardias irrumpió en la pieza. Daramad buscó su sable por instinto, mas no lo halló donde acostumbraba. Los guardias cayeron sobre él, atenazándole. Se debatió con furia, sacudido por las náuseas. Escuchó cómo otros soldados registraban la estancia. Uno de ellos comenzó a gritar. No pudo comprender qué significaba aquello, pero tampoco dispuso de más tiempo para meditarlo: un golpe detrás de la oreja le devolvió a la negrura.Cuando recobró el conocimiento lo hizo en una cámara de techo bajo, llena de manchas de humedad. Un tipejo nervioso y delgado, al que reconoció como el comandante del castillo, le increpaba, golpeándole. Cerca de él había dos guardias y un hombre alto y corpulento que esgrimía un látigo. El comandante le acusó de asesinar al Duque, enseñándole una pareja de botones y su camisa desgarrada, además de un pequeño pliego de papel manuscrito y una talega llenas de ylras de oro. Daramad no podía comprender nada, aturdido como si hubiera fumado mucho nafar. Lo poco que podía recordar era que poco después se veía en una celda obscura y, al alba, le conducían a golpes hasta el cadalso.Los reos permanecían en silencio, viendo cómo la luz del cielo menguaba. Las olas lamían la estrecha lengua de arena de la cala, cada vez más altas. Daramad pensó en dirigirle algunas palabras a Deryk o a Eanod, pero poco podía decirles. Su cabeza era un hervidero; no acertaba a encajar del todo las piezas de la confabulación de la que habían sido víctimas. Intuía los motivos por los que le habían inculpado en el asesinato del Duque, y no hacía falta dilucidar mucho más para saber quién se beneficiaba de ello: Ernar, el nuevo Duque, y por supuesto, sus más allegados nobles, Eanod y Turneil. Zaida había sido el cebo de aquella trampa. El vino, drogado sin duda, la argucia de los botones de su camisa, el oro y la nota que habían hallado en su cuarto habían hecho el resto.Una ola trepó por la cala, rompiendo a menos de diez pasos de la pared de roca. ¿Cuánto tiempo faltaría para que subiera la marea? Daramad calculó, por la posición del Sol, que no era mucho tiempo, desde luego. De modo que decidió actuar, aferrándose a la única posibilidad que le quedaba.Entretanto, Deryk pugnaba por desprender las cadenas con todas sus fuerzas. Su rostro estaba encarnado, con las venas resaltando en sus brazos y cuello a punto de reventar. Mas las cadenas no se movieron un sólo dedo. Eran muy sólidas y los clavos que las aseguraban a la pared estaban hincados firmemente en ella. Con un gruñido sordo, Deryk abandonó su intento y se rindió a la evidencia de que emplear la fuerza era inútil.Daramad respiró con calma, relajando sus músculos. Extendió los dedos de la mano y giró las muñecas, comprobando la holgura de los grilletes. Se permitió sonreír y comenzó a forcejear con las manos. Mientras el herrero les había ajustado los grilletes había cerrado con fuerza los puños, y gracias a aquello disponía de un estrecho margen, ineficaz para otro que no tuviera como él la flexibilidad y el adiestramiento adecuados. Los maestros de la Hermandad le habían enseñado el arte de escapar de sogas y grilletes. Tenía que relajar el cuerpo y ser paciente; no podía precipitarse. La voz de Kaleb comenzó a entonar una absurda tonada infantil; aquella espantosa espera comenzaba a hacer mella en su cordura. Daramad se obligó a concentrarse en su tarea. Las palmas de sus manos comenzaron a resbalar de los grilletes.Las olas subían cada vez más. El cielo fue encapotándose y el viento arreció silbando entre las peñas. El Sol se ocultó tras el acantilado, cuya densa sombra les sumió en una obscuridad casi absoluta. Las olas negras y lustrosas comenzaron a lamer los tobillos de los condenados. Daramad prosiguió forcejeando, contrayendo las manos todo lo que le permitían los grilletes. El primer nudillo de su pulgar derecho comenzó a deslizarse fuera.Un ruido alertó sus sentidos. Era un chapoteo rítmico, casi inaudible por encima del fragor de las olas. Una sensación inexplicable erizó el vello de Daramad. Respiró hondo, tratando de no sucumbir ante aquel irracional pánico. Kaleb continuaba tarareando canciones estúpidas, deteniéndose de vez en cuando para proferir lastimeros gemidos. Suspirando de alivio, Daramad deslizó el pulgar derecho fuera del grillete y liberó al fin su mano derecha, sacudiéndola para desentumecer los dedos y concentrándose poco después en su otra mano.Kaleb dejó de cantar y hasta de lamentarse, como si escuchara. El ruido que había alertado a Daramad se escuchó próximo, y con un estremecimiento reconoció el chapoteo como los pasos de alguien, o algo, acercándose a ellos.Deryk alzó la cabeza, atisbando en la obscuridad. También lo había oído.De súbito, Kaleb aulló de terror y comenzó a debatirse como un demente. Sus gritos reverberaron en los acantilados, respondidos por un centenar de ecos como burlas crueles. Daramad columbró en la obscuridad a varias siluetas avanzando hacia ellos. Dos de aquellas sombras se abalanzaron sobre Kaleb y éste profirió el grito de terror más escalofriante que jamás hubiera oído el saremio... hasta que fue ahogado por ásperos gruñidos y un horrendo rasgar y deglutir.Deryk pugnó desesperadamente por liberarse, aterrorizado. Dos de los seres se lanzaron contra Deryk y Daramad. Un espantoso hedor a podredumbre conmovió de repulsión a Daramad cuando el aliento del ser le alcanzó el rostro. Antes de recibir su poderosa embestida vislumbró el destello rojizo de sus ojos y el espectro blanquecino de sus dientes cerniéndose sobre su garganta. Alzó por instinto su mano libre, recibiendo la dentellada en su antebrazo. Reprimió un quejido y proyectó su rodilla hacia aquel ser, golpeando su cuerpo huesudo y fibroso. El ser gruñó de dolor y aflojó la presa de sus dientes. Daramad consiguió liberar su brazo, pero unos largos miembros se aferraron a él con una fuerza sorprendente, arañándole los costados. Jadeando de dolor, el saremio golpeó el rostro del ser con la fuerza que nace de la desesperación. Éste pareció flaquear por un momento, pero redobló sus esfuerzos, tratando de quebrarle la espalda. Daramad perdió el equilibrio, cayendo sobre una de sus rodillas. Se lastimó la muñeca izquierda al caer, todavía presa por el grillete. Apretando las mandíbulas, se irguió con un fuerte impulso, golpeando de nuevo con la rodilla. Un hueso cedió bajo la piel fría y viscosa del ser, y éste retrocedió, cejando en su abrazo. Un instante después, aullando de rabia, volvió a abalanzarse sobre Daramad y le derribó contra la pared de roca. Un zarpazo le alcanzó en el rostro, arañándole la mejilla; y unas afiladas fauces buscaron su garganta. Daramad echó la cabeza a un lado y el mordisco le alcanzó el hombro derecho, estremeciéndole con una fuerte punzada de dolor. Enfurecido, asió los largos cabellos del ser y tiró de ellos hasta que le obligó a retirar sus colmillos, cerrando contra él y hundiéndole los dientes en el cuello. La carne cálida y nauseabunda se desgarró entre sus mandíbulas y probó el gusto metálico y acre de la sangre. La criatura se tambaleó hacia atrás, profiriendo agudos gritos. El mordisco le había segado una de las arterias del cuello. Daramad escupió lleno de asco el tasajo de carne y empujó lejos de él el cuerpo sin vida de su adversario.Volvió a sus esfuerzos por liberarse, enardecido por el horror. Distinguía a Deryk debatiéndose contra su adversario con tan sólo las piernas. Profirió un angustioso quejido y Daramad le supo muerto. El ser comenzó a devorarle mientras sus dos congéneres batallaban como perros por los despojos de Kaleb, saciándose con su sangre y carne. Daramad consiguió liberar su mano izquierda y retrocedió, tanteando en la obscuridad la pared de roca. Sus manos rozaron una de las cadenas que pendían de ella. De un fuerte tirón la arrancó de la pared, apretando en su puño el clavo que la había sujetado, de casi un palmo de largo. Aquella improvisada arma le dio ánimos para afrontar aquel lance.En ese momento escuchó los pasos de más de aquellos seres y vislumbró sus delgadas formas acercándose hacia él. Daramad alcanzó el cadáver de su adversario de un salto, alzándolo en vilo sobre sus hombros.―¡Aquí tenéis a vuestro amigo, hijos de perra! ―gritó mientras arrojaba con un poderoso impulso el repugnante cadáver.El cuerpo cayó sobre los seres y derribó a dos de ellos; el resto, tras vacilar por un instante, se abalanzó con ansia sobre el cadáver de su semejante y comenzó a devorarlo con vesánica glotonería. Daramad profirió un juramento. Pensó en lanzarse a las aguas, pero los seres se interponían entre él y el mar. Inspirado, se volvió hacia la pared rocosa y comenzó a trepar con rapidez, ayudándose del largo clavo. Sus encallecidos dedos y pies se aferraron a las oquedades y fisuras de la roca, valiéndose de ellas como asidero.Al darse cuenta de aquello, los seres bramaron de rabia al ver cómo se les escapaba su presa y abandonaron su horrible banquete para darle alcance. Daramad culminó pronto su ascensión: cinco pasos más arriba, la pared se curvaba hacia dentro formando un abrupto y estrecho bancal. En la pared de roca del fondo había una abertura en la roca de dos pasos de alto por uno de ancho. Parecía la salida de un corredor lóbrego y siniestro hacia las entrañas del acantilado. Un malsano hedor a descomposición emanaba de él.Daramad dudó unos instantes. El abrupto acantilado seguía hacia arriba durante decenas de pasos y la ascensión era cada vez más difícil. Consideró en lanzarse desde allí al mar, pero lo más probable es que acabara rompiéndose la cabeza contra un peñasco. A sus espaldas sintió cómo los seres trepaban hacia el bancal. Podía afrontarles con ventaja, ya que les atacaría desde arriba y con los pies afianzados, pero sin duda acabarían por derrotarle tarde o temprano si permanecía allí. De modo que se lanzó por aquel túnel sin permitirse mayor vacilación.Corrió a ciegas por aquel túnel, cuya intensa obscuridad parecía casi sólida. Sus pies desnudos volaron sorteando por puro instinto afloramientos de roca y estalagmitas. El corredor se bifurcó en dos y Daramad eligió el de la derecha sin detenerse. Tras él, lejanos aún, escuchaba los pasos sordos y rápidos de sus perseguidores. Atravesó el siguiente corredor con rapidez y éste volvió a bifurcarse; se detuvo un instante para recuperar el resuello, acuclillándose. Apenas sentía los pies debido al frío. A tientas, encontró un objeto liso junto a él, de contornos redondeados. Cuando lo tomó entre sus dedos y exploró sus oquedades, comprendió con horror que era el cráneo de un hombre. Irritado por aquel macabro presagio, lo arrojó con fuerza contra la pared y se levantó sin perder más tiempo, eligiendo esta vez el corredor que se perdía a la izquierda.En un recodo del túnel brotó un jadeo. Daramad se volvió a tiempo para evitar la inesperada acometida del ser. Sus zarpas pasaron cerca de la garganta de Daramad, el cual asestó una puñalada con el clavo de hierro con indecible furor y aversión. El ser chilló de dolor, derrumbándose. Daramad le apuñaló en el suelo hasta que dejó de agitarse. No tardó más de un latido de corazón en reanudar su carrera.No supo cuánto tiempo vagó por aquellos infernales corredores, hasta que uno de ellos desembocó en un vasto espacio abierto, donde podía oírse el sonoro fluir del agua.Se dejó caer de rodillas, jadeante, y trató de vislumbrar en las tinieblas, buscando una salida. Aquella sala era de proporciones ciclópeas, un vacío preñado de tinieblas que conturbaba el alma con la impresión de vastedad que producía. Las paredes de la gruta se alzaban combándose hasta perderse en la obscuridad. El silencio era casi absoluto, turbado tan sólo por débiles ecos y el repiqueteo del agua siguiendo invisibles cauces. Su vista, que comenzaba a acostumbrarse a la obscuridad, descubrió que una vaga fosforescencia alumbraba el lugar, producto de las excrecencias fungosas que cubrían la superficie de la roca. Daramad avanzó siguiendo las paredes, temeroso de adentrarse en el interior de aquella gruta. Sus heridas comenzaban a enfriarse y a dolerle de forma atroz, y los agudos alfilerazos del cansancio sacudían su cuerpo, al borde de la extenuación. La pared que tanteaba despareció y una corriente de aire le acarició la mejilla. Era otra entrada a aquella maldita gruta. Comenzó a desesperar, pues las posibilidades de escapar de aquel laberinto de túneles cada vez eran menores.El espeluznante sonido de los pasos que ahora conocía tan bien vino hacia a él por el corredor que tenía ante sí, interrumpiendo sus pensamientos. Allí estaban... venían como una manada de lobos hambrientos acosando a una presa en su propio coto, sabedores de su ineluctable victoria. Daramad se adentró sin más remedio en el interior de la cueva, apretando el clavo entre sus dedos para infundirse ánimos.A unos cien pasos al frente columbró en la penumbra un curioso montículo y se dirigió allí para vender caro su pellejo. Éste le pareció en un principio un afloramiento de roca, mas cuando comenzó a ascender sintió que crujía y se desmigajaba bajo su peso. Después de coronar su cima y agazaparse esperando la llegada de sus perseguidores, una idea alumbró esperanzas en su ser. Palpó el suelo, inspirado, llevándose la mano a los labios. El sabor amargo y el tacto arenoso de aquella substancia eran inconfundibles. Acto seguido, se arrancó el guiñapo rasgado de su camisa, recogiendo en ella el nitro que se acumulaba en las grietas de la roca.Los pasos de sus perseguidores comenzaron a resonar hacia él. Sus ojos centellearon en la obscuridad como un enjambre de rojas luciérnagas. Daramad se agachó, buscando en el suelo de aquel montículo con frenesí. Sus dedos hallaron un hueso largo, tal vez un fémur. Daramad lo soltó con un reniego y siguió tanteando. frenético.Encontró lo que buscaba y gritó de júbilo. Sostuvo la piedra cerca de la tela y, empleando el clavo, comenzó a golpearla con furia.La marea de ojos centelleantes se congregó alrededor del cerro murmurando una incomprensible conjura, irritada, como si Daramad hubiera cometido un horrible sacrilegio. Uno de los seres ascendió hacia el saremio, trepando con ágiles saltos. Daramad dejó de ludir el metal y la roca y se irguió para hacerle frente, asestándole un tremendo puntapié antes de que sus largos brazos le alcanzaran. Se escuchó un quejido, el romper del hueso y el rodar pendiente abajo de un cuerpo sin vida, seguidos por un colérico clamor. Los seres aullaban, rabiosos, mas ninguno hizo otra tentativa para alcanzarle. Daramad volvió a su tarea, agradeciendo aquel providencial respiro. Herida por el metal, de la roca de cuarzo brotaron chispas que cayeron sobre la tela hasta que el nitro prendió con una brusca llamarada. Daramad tomó la tela encendida por un extremo y la arrolló al fémur que había hallado, pergeñando así una improvisada pero eficaz antorcha. Triunfal, la sostuvo en alto para alumbrar la sala.La luz de la tea ahuyentó con avilantez las tinieblas, iluminando la gruta y mostrándole con infinita crueldad a los seres que le acosaban. Daramad sintió cómo las arcadas revolvían sus entrañas y retiró repugnado la vista. Se tambaleó por un instante, dando un traspié. Entonces reparó en la funesta naturaleza del montículo. Estaba conformado por cráneos, húmeros, espinazos, fémures, costillares... entremezclados con salitre y guano como argamasa y fragmentos de roca. Ocupaba su centro un macabro sitial de roca y huesos, que dominaba desde allí a toda la gruta. Jirones de piel humana forraban aquel macabro trono, digno del más ínclito Señor del Averno.3
¿Qué tal tu primera guardia en las mazmorras, muchacho? ―preguntó burlón Ezur a su compañero, un novato de apenas dieciséis años de pelo rojo y tez pecosa, aún incómodo en la ceñida armadura de mallas negras que le cubría desde los hombros hasta medio muslo; el muchacho miró a Ezur, mordiéndose un labio antes de contestar.
―Eh... bien, supongo ―dijo con cierto titubeo.―¿Cuándo te alistaste, chaval? ―Ezur era un inveterado guardia del palacio, alto y huesudo; una fea cicatriz le surcaba el labio superior, partiendo en dos su espeso bigote negro.―Hace un año... Terminé la instrucción hace un mes.―No pareces de Nuraak. Tienes un acento del norte. ¿Me equivoco?―No. Mis padres son de Erlás.―Ah, me suena ese nombre. Es un pueblo al Norte del Ducado, ¿no? ―el novato asintió, manoseando el astil de su lanza―. Conocí a una ramera que decía ser de allí. Tenía una forma muy especial de mover las caderas. Bueno, también hacía bien otras cosas... ya sabes ―y lanzó una obscena risotada, guiñándole un ojo al muchacho, que sonrió nervioso; de pronto, éste se tensó, irguiendo la espalda a la vez que asía la lanza.―¿Has oído eso? ―dijo con nerviosismo―. Un ruido... allí, abajo.Ezur se rió de su compañero de buena gana y le recomendó que volviera a sentarse.―Calma, hombre. Siempre hay ruidos allí abajo. El viento ululando en los túneles, el agua fluyendo... y, tal vez, los fantasmas agitando sus resecos huesos.El muchacho le miró asustado, negando con firmeza.―No. Era... algo más fuerte y preciso. Un estruendo, reverberando desde las profundidades. ¿Es que no lo has oído?―No, aunque todo sea dicho, me estoy volviendo algo duro de oído. Pero tranquilízate, no es nada. Habrás creído oír algo. Es lógico, estás nervioso ―Ezur sacó de su faltriquera un pequeño saco de cuero; dentro había un par de dados de marfil, que repiquetearon al rodar por la mesa.―¿Qué tal una partida? ¿Sabes jugar, verdad?El muchacho negó con la cabeza, aún inquieto. Ezur comenzó a enseñarle los rudimentos del juego, preguntándose cuánto le quedaría al muchacho de su primera soldada. Mucho más que cuando acabara su guardia, eso era seguro, prometió para sí.―Bueno... como eres inexperto, apostaremos una sola ylra de cobre por ronda. Comienzo yo ―dijo alegre, arrojando los dados; en sus facetas se mostraron dos dagas.―Ajá. Hoy es mi noche. Bien, supera eso, chaval. ¡Pareja de dagas!Frunciendo el ceño, el novato cogió los dados. Antes de lanzarlos, volvió a perder la vista en la obscuridad de la escalera, que descendía a lo desconocido.―Te inquieta esa escalera, ¿eh? ―Ezur sonrió, dándole un codazo.El muchacho recorría con la mirada la estancia, una cámara de piedra desnuda, alumbrada por dos teas de pino y con la mesa y sillas que ocupaban como único moblaje. Frente a ellos, tras un umbral en tinieblas, bajaba una escalera de aspecto siniestro.―Te comprendo. Cuando hice mi primera guardia aquí me pasó igual ―continuó Ezur, sacando una licorera de cuero de sus ropas y bebiendo un largo trago de ella con una mueca de satisfacción―. Ah... Toma. Dale un sorbo o dos. Te calentará los huesos; hoy hace un frío de mil demonios, y más aún aquí, en estos condenados subterráneos. Así, muy bien. Eh, no pongas esa cara. Me costó dos ylras de plata. Como te decía, sé lo que piensas. ¿Adónde lleva esa escalera? ¿Es cierto lo que cuentan de ella? ―ante la mirada inquisitiva de su compañero, Ezur sonrió, complacido; le gustaba contar historias a los nuevos para asustarles, y ésta era una de sus favoritas...―¿Es muy larga? ―preguntó el muchacho, sin tirar aún―. ¿Alguna vez... has bajado?Ezur tabaleó con sus dedos en la mesa, impaciente. Con un gesto, le increpó a que tirara los dados.―Ah, un seis. Perdiste ―exclamó socarrón, recogiendo el dinero de la apuesta y agitando los dados en su mano derecha―. Sí que es larga, chaval. Muy larga. Desciende en espiral, dando una increíble cantidad de vueltas hacia abajo. Sus escalones están gastados y es fácil resbalar... ―arrojó los dados, contemplando el gesto de interés del muchacho―. Vaya, se acabó mi racha de buena suerte. Nueve. Te toca.―¿Qué había al final?―Pues... nada extraordinario. Una simple cámara de piedra. Pero, bien pensado, puede que sí hubiera algo especial.―¿Sí?―Sí. Juega. Eh... pareja de escudos. La suerte del primerizo. Tú ganas. Oye, ¿por qué no aumentamos la apuesta? ¿Cuatro ylras? Bien, empieza tú. ¿Por dónde iba? Ah, ya me acuerdo. Sí que había algo especial en aquella cámara. Una pared de roca, con signos extraños surcando su superficie, aunque estaban muy desgastados. Aunque tampoco sé leer, esa es la verdad. Dicen que ciega la entrada a los túneles y que esos signos son salmos grabados por Erem, el prelado de Elad hace cuatro siglos. Y dicen, también, que quien borre los signos dejará libre a los espíritus que encierran los túneles. Veo que parece interesarte la historia. Te la contaré, tenemos tiempo, no nos relevarán hasta que se agote la tea. Escucha. ¡Pero sigue jugando, maldita sea!«Laric Rahler III gobernó como Duque de Nuraak este predio hace ya más de cuatro siglos. Fue el penúltimo duque de los Rahler; después de que su hijo Laric IV desapareciera, los Vertran, una rama de la nobleza que tenía sus señoríos al Noroeste, en las marcas de la frontera con los dazyres, ocuparon el trono de Nuraak. ¿Por qué? Pues... sencillamente, Laric IV, el heredero del trono del ducado, desapareció junto a muchos de sus criados y hombres de armas. Sí, muchacho, desaparecieron. En realidad, no desaparecieron. Los desterraron. ¿Adivinas adónde?»Sí, muy bien... Exacto. A las grutas del subsuelo. Ahora bien, no se conocen los detalles de porqué fueron desterrados allí... oficialmente. Pero hay muchas leyendas que sí hablan del asunto...»Según cuentan, Laric III tenía a su servicio en la corte un sabio venido de tierras lejanas, un helktornés de piel obscura que vino como diplomático del Imperio. Se rumoreaba que era un poderoso hechicero. Se llamaba Merades; con el tiempo, y tras una breve estancia en la corte como invitado, había convencido al duque de que le pusiera a su servicio. Demostró su habilidad como administrador y consejero, asesorando con gran acierto al duque en muchas cuestiones de gobierno. Era un letrado, ducho en filosofía y otras ciencias... rayanas en la hechicería. Su opinión era tenida muy en cuenta por Laric III. Tanta estima acabó teniendo por Merades el viejo Duque que éste le encargó la tutela e instrucción de su primogénito.»Ahora bien, Merades estaba enfrascado en la búsqueda de algún sueño. Su pasión era la alquimia, un extraño arte que practican los helktorneses. No sé muy bien lo que significa esa palabra, pero bueno, poco importa. A petición de Merades, Laric III habilitó el último piso de la torre Noreste de su palacio para que instalase allí su estudio. Dicen que pasaba noches enteras en él, abstraído en sus costosos experimentos, sufragados por las arcas del Duque. Necesitaba materiales extraños y los solicitaba cada vez con más urgencia, pues parecía estar cerca del éxito en su empresa. Llegaban en barcos, de muy lejos. Sabe Elad qué serían aquellos materiales. Mejor no saberlo.»Merades influía mucho en Laric III, como ya he dicho, y a su muerte, Laric IV, su legítimo sucesor, siguió la voluntad de su padre y mantuvo en su corte como consejero al alquimista. Consintió en darle fondos del tesoro para sus experimentos, pero con más reticencia; estos suscitaban la desconfianza de los cortesanos, pues extraños olores surgían de las troneras de la torre. El Prelado de Elad El Hacedor, Erem, como te dije antes, se había malquistado con Merades y estaba herido en su orgullo, pues éste recibía para sus experimentos mucho más oro que las donaciones para su congregación. Llegó a acusarle incluso de brujo y blasfemo. Era un hombre muy influyente, y acabó levantando contra él a la corte y a muchos nobles. El joven Laric IV, pese a que nunca había gustado de Merades, se resistió a desahuciarle...»...hasta que Laric conoció a la joven hija de un noble del ducado, el cual apoyaba al Patriarca. Aquel noble tenía un señorío en el Norte de Teyraes. Su hija era de tal belleza que el joven Duque se prendó de ella de inmediato. Aún célibe, Laric IV decidió reclamar su mano, pero su padre se la negó, alegando que sólo se la concedería hasta que Merades, que infamaba la corte con su presencia, no fuera despojado de su título de consejero. Pensarás que Laric IV era el Duque y podía conminar al noble para que le entregara la mano de su hija, mas lo cierto es que la influencia de éste no era desdeñable. Además, no quería contrariar los deseos de su futuro suegro.»Merades era listo y se hubiera precavido contra aquella maquinación de no haber estado absorto en sus investigaciones. Había sobrestimado la capacidad de influenciar al joven Duque, pues le había instruido desde su pubertad y creía que le inspiraba demasiado respeto como para atentar contra él. Estaba en su torre cuando le apresaron. Bramó y chilló al ver irrumpir a la guardia, y dicen que sus extrañas palabras causaron una muerte horrible a uno de los soldados antes que éstos le amordazaran y maniataran. El Patriarca de Elad ordenó que le cosieran la boca con hilo de acero y le quemaran vivo en el patio de armas del Castillo, para que todos temieran la ira de los que desobedecían a El Hacedor. El brujo fue conducido a la pira y el fuego ardió bajo sus pies.»Afirman que las llamas apenas querían lamer su carne obscura y macilenta, y que ardió hasta la caída del Sol. Su cuerpo, tatuado con extraños signos, soportaba el fuego, aunque se retorcía y convulsionaba de agonía. Sus ropas y su pelo ardieron, los flejes de hierro que le sujetaban a la estaca de la pira se tornaron incandescentes y el hilo de acero que sellaba su boca se fundió... pero su carne seguía sin sucumbir a las llamas. El anochecer llegó y, entonces, su cuerpo dejó de estremecerse, abrasado hasta el hueso, pero aún sin estar consumido. Erem dijo que era otra muestra de que era un brujo y ordenó añadir más fuego a la pira y que fuera vigilada durante toda la noche por una pareja de guardias.»Al día siguiente, para horror de los guardias del patio, la pira se había apagado... y estaba vacía. No se hallaron huesos calcinados, ni manchas de sebo... como si el brujo se hubiera esfumado. Y, aún peor, nadie la guardaba. Los dos soldados que la guardaban fueron encontrados junto a ella... muertos. Se prohibió a los guardias hablar del asunto, so pena de ser ejecutados. El incidente fue olvidado pronto.»Un mes más tarde, Laric IV desposó a la hija del noble, y se celebraron las nupcias con festejos llenos de esplendor y opulencia. Sin embargo, en el mismo banquete de bodas, la bella esposa del Duque murió entre estertores. Su cuerpo, ante los aterrorizados ojos de los presentes, se cubrió de manchas violáceas, arrugándose como la de una anciana.»Fue la primera de las víctimas de la plaga que asoló el castillo de Nuraak. Algunos pajes fueron a avisar a los habitantes de la ciudad. Cuando el Patriarca llegó acompañado del regimiento de extramuros, encontraron el castillo sumido en el horror. Erem asumió el mando del ejército y ordenó que abrieran las puertas del palacio. Hallaron muchos muertos o agonizantes, y otros vivos, pero azotados por una horrible plaga. Temerosos de que se propagase, empujaron a los apestados hacia las mazmorras, azuzándoles con el fuego hacia las grutas bajo el castillo. Allí, Erem ordenó sellar el túnel con el muro que te he mencionado y grabó en él signos de poder. Ordenó quemar los muebles y ropas y vaciar el aljibe, y bendijo cada rincón del castillo. Y la plaga cesó. El vulgo no tardó en adjudicar el desastre al ánima del brujo.»Vacío el trono de Nuraak, Erem asumió por el momento el mando y envió un mensajero hacia la capital pidiendo al rey que mediara. De no haber intervenido, los nobles se hubieran disputado el trono por las armas. El rey decidió nombrar Duque a Humnar, de los Vertran, y desde entonces su linaje ha gobernado Nuraak.»Hay más. Los criados de palacio aseguran que la maldición no ha acabado. El ánima de Merades aún vaga por el palacio... sobre todo por su torre, a la que llaman la Torre del Brujo. Otros aseveran haber oído pasos y ruidos por los pasillos, e incluso que a veces pueden verse luces en la Torre. Y dicen también que los apestados, la corte desterrada a las grutas bajo los cimientos de este castillo, aún viven... vagando sin rumbo por los túneles»―¿Crees… crees que pueden ser ciertas esas historias? ―le preguntó el muchacho con ojos brillantes, que había estado escuchando a Ezur con especial atención.Ezur endureció el gesto, pensativo.―No sé, chaval. Pero he oído cosas que me hacen dudar. Algunos guardas a los que han encargado llevar a los reos condenados a la Cala de los Huesos me hablaron de cadáveres devorados, con espantosas marcas de mordiscos e incluso miembros arrancados de cuajo. ¿Los peces? No lo sé; además, en uno de los casos que me refirieron habían transcurrido menos de dos semanas desde la ejecución.―¿Es allí a dónde llevaron al joven duque, Deryk, y a sus cómplices?―Sí. Ya estarán muertos. Es posible que ajusticien también a muchos de los hombres del capitán corsario, pues se han rebelado con el propósito de liberarle. Poco importa. Son escoria corsaria, poco más que sucios piratas domeñados por el oro. Oye, tampoco me eches mucha cuenta. Estas historias son poco más que eso, historias de viejas. Anda, sigamos con la partida. Eh, chaval, ¿qué demonios miras?Ezur vio a su compañero crispar los músculos de su rostro y proferir un inarticulado grito. Miraba hacia la escalera, demudado.Lo que vieron sus ojos le dejó sobrecogido y atónito. Un escalofrío le hizo temblar de la cabeza a los pies, y el sudor, frío y pegajoso, le bañó el rostro.El leve rumor de alguien acercándosele por su izquierda desvió su atención de aquella pesadilla. Un hombre de piel bronceada, vestido tan sólo con unas desgarradas calzas, se abalanzaba sobre él. Ezur reaccionó con presteza, como todo buen soldado; sin perder un instante se levantó de un brinco y desenvainó la espada de un seco tirón. Mas aquel hombre aferró su brazo armado antes de que pudiera sacar del todo el arma, hundiéndole en la mano derecha el clavo de hierro que empuñaba. Ezur aulló de dolor, mas por poco tiempo: un brutal y preciso golpe con el pulgar le aplastó la tráquea. Gorgoteando mientras se asfixiaba, se derrumbó de espaldas, volcando en su caída la mesa y las dos sillas.Daramad observó al joven guardia, el cual se tenía de pie a duras penas, sosteniendo la lanza con tal fuerza que sus manos estaban sin sangre. Avanzó confiado hacia él, sonriendo como un lobo. El muchacho retrocedió hacia la escalera del calabozo, mirando a la terrible hueste que aguardaba en la escalera, y luego al hombre nervudo que tenía frente a él. Emitió un grito ahogado y alanceó al saremio. Daramad evitó con facilidad la moharra de su lanza y, atrapando el astil con una mano y después con ambas, empujó. La contera de la lanza se hundió en el estómago del guardia. Pese a la loriga, el inopinado golpe le había dejado sin aliento. Jadeó, doblando las rodillas. Daramad le arrancó la lanza de sus dedos lánguidos y la volteó, hundiéndosela en la garganta en el mismo movimiento. La punta de la lanza tajó el cuello y emergió tinta en sangre por la cerviz, quebrando las vértebras del cuello con un chasquido.Daramad se apresuró a pertrecharse con el equipo de los dos soldados. Ezur tenía una talla más o menos parecida a la suya, de modo que tomó sus botas, el cinto con la espada larga, su gambesón, loriga, casco y capa. Una vez pertrechado se volvió hacia la escalera y encaró a sus aliados.Aún no se había acostumbrado a contemplarles, y dudaba que jamás pudiera hacerlo. Después de que consiguiera encender la tea, su ánimo estuvo a punto de derrumbarse cuando les vio por primera vez, alrededor del trono de huesos.Eran hombres... o al menos lo habían sido en otro tiempo. Estaban desnudos y encorvados; su piel, pálida y velluda, que vestía sus huesos y músculos como una áspera pelliza, estaba arrugada y llena de nauseabundos tumores y pústulas. Los cabellos, blancos y lacios, caían hasta sus hombros. Sus espantosas facciones señalaban los estigmas de una profunda degradación. Los miembros de aquellos hombres, cuyos músculos y tendones parecían cuerdas de arpa, mostraban dedos acabados en largas y obscuras uñas.Cuando las fuerzas estuvieron a punto de fallarle, uno de ellos se adelantó del resto. Los demás se apartaron para dejarle paso, postrándose ante él. Era alto pese a estar muy corcovado. Su voz, aún pese a que pronunciaba penosamente cada palabra, sonó firme y autoritaria.―Muchos años han pasado desde que mi pueblo viera por última vez la luz. ¿Quién eres tú, que vienes a turbar la paz de nuestra morada e incluso te atreves a profanar mi trono? ―clamó el ser, con el orgullo propio de un dirigente―. Acércate a mí ―ordenó.Daramad, azorado, después de un momento de duda, bajó de aquel trono, sosteniendo la antorcha ante los seres como su única valedora. El Duque soportó la hiriente luz con entereza y confrontó al saremio, tratando de erguir su pavorosa silueta.―No he entrado en vuestro reino por propia voluntad ―contestó el saremio sin titubear―. Y lamento haber profanado vuestro trono.El Duque escuchó sus palabras y, sin responderle aún, ascendió hasta su trono y se sentó en él. Sus súbditos trataron de abalanzarse sobre el saremio, pero les detuvo con un gesto y un gruñido.―Conversemos ―propuso―. Llevo una eternidad confinado aquí, sin departir con nadie; mis súbditos perdieron la facultad del habla tras nuestro destierro. Hablad; contadme nuevas de la tierra donde brilla el Sol.Daramad inspiró e hizo acopio de valor, narrando las desventuras que le habían llevado hasta allí. Habló deprisa, pues temía que la tea se consumiera y marcara su fin. Cuando mencionó al Duque de Nuraak, su oyente le preguntó por su linaje. Al escucharlo, sus rasgos temblaron sacudidos por la ira.―Elad, eres injusto. Un linaje de bastardos se sienta en mi antiguo trono ―señalando el sitial, añadió―. Pero aquí también ocupo un trono. ¿Qué os parece? ―preguntó, riendo con amargura.Daramad no acertaba a comprender entonces sus palabras. Miró a su alrededor, viendo el gran número de túneles que partían de la sala.―¿Dónde nos encontramos?El Duque sonrió, abriendo los brazos.―En mi reino, bajo mi antiguo palacio, adónde fui desterrado.Daramad dio varios pasos por la sala, pensativo.―¿Qué es lo que os retiene aquí?El Duque profirió una brutal carcajada y sus súbditos le corearon con sus voces ásperas y guturales. Daramad, que seguía sin comprender, arrugó el ceño.―Seguidme. Os enseñaré qué es lo que nos retiene aquí.Bajó de su trono y le indicó que le acompañara, adentrándose en uno de los túneles. Sus vasallos, de los que Daramad procuraba mantenerse alejado, les siguieron de cerca. Tras un buen número de vueltas por estrechos y tortuosos túneles excavados por el agua en la roca, llegaron hasta una sala alta y amplia, en cuyo centro se veía una sólida pared hecha con enormes ladrillos de roca.―Esto es lo que nos retiene, lo que ha sellado nuestra tumba...Daramad se acercó a la pared y la examinó con calma a la luz de su antorcha. Introdujo los dedos entre los huecos de la mampostería. Era muy sólida, desde luego. De pronto, una inspiración le hizo sonreír.―Nada es inexpugnable, majestad. Creedme.El Duque mostró perplejidad en su horrible rostro y observó a Daramad, que paseaba sin cesar alrededor de la sala. Su mente bullía de actividad.―Necesito varias cosas. Primero, que vuestros súbditos acumulen aquí todo el salitre que puedan. Tiene que estar seco. Y en segundo lugar, algo que pueda prender, madera, si fuera posible.El Duque dudó por un momento.―Es una petición extraña... Está bien ―se dio la vuelta hacia su pueblo, dándoles órdenes rápidas en un lenguaje bajo y gutural.Los desterrados comenzaron a traer el salitre que se acumulaba en el suelo y en las paredes, en forma de largas agujas, amontonándolo cerca de la pared. Tras una larga espera, uno de ellos trajo numerosas cuadernas de los restos de un naufragio, varadas en una de las cavernas por la marea. Muchas estaban podridas, pero había suficientes para su propósito ―o al menos, eso esperaba.Partiendo uno los listones de madera, se fabricó otra antorcha impregnándola de salitre. Desechando las partes húmedas, mandó hacer largas astillas para hincarlas en las fisuras de la mampostería, rellenas de salitre. El resto de la madera se acumuló al pie de la pared, hasta formar un buen montón. Daramad decidió que ya era bastante. Dedicó una breve plegaria a los dioses que conocía, por si se decidían a escucharle, y lanzó su tea al montón.Con una llamarada, el salitre comenzó a arder con violencia, despidiendo un fuerte olor. La madera crepitó con fuerza y el humo comenzó a llenar la estancia, remansándose en el techo. Durante su época de mercenario en Duvonia había participado en varios asedios. Los zapadores empleaban aquel sistema para derruir los cimientos de las murallas.La hoguera ardió con fuerza, alimentada sin cesar por los desterrados con los últimos restos de las cuadernas y el salitre que habían acarreado. El intenso calor de la pira caldeó la piedra y dilató las cuñas de madera, que agrandaron las grietas de la roca causadas por el tiempo y las heladas. Laric miraba con ansiedad hacia la pared; sus súbditos, paralizados, dejaron de arrojar combustible.Una pequeña sección de la pared se desgajó con un recio estallido. Los desterrados gritaron de gozo y se lanzaron contra la roca, pisoteando los restos de la hoguera y golpeándola con sus puños, hasta que su ímpetu fue derruyendo la pared, ladrillo tras ladrillo.―Mi corte espera, guerrero ―dijo el Duque Laric con impaciencia desde el umbral.Daramad señaló el camino hacia palacio y les dejó el paso libre, retrocediendo hacia la escalera que bajaba hacia los calabozos.―Supongo que recordaréis el camino, majestad. Os dejo; tengo asuntos pendientes.Laric asintió.―Gracias, guerrero.Acaudillando a su corte, subió las escaleras hacia el Palacio. Su exilio había sido largo y penoso, pero al fin regresaban.4
La escalera bajaba adentrándose en las sombras. Daramad giró a la derecha en un recodo y se detuvo, alertado por un fulgor oscilante al final de los escalones. Sigiloso como una fiera al acecho, continuó su descenso. Podía oír fragmentos de una distendida conversación entre dos personas. Una de ellas apareció cerca del final de la escalera. Era un miembro de la guarnición de palacio. El otro estaba fuera de su vista, pero creía haber oído antes su voz, ronca y desagradable.
De uno de los desgastados escalones de roca se desprendió un fragmento, y éste repicó al caer rebotando por la escalera. Daramad maldijo su suerte. El guardia se volvió al instante, mirando escaleras arriba con suspicacia.―¿Quién anda ahí? ―inquirió, asiendo la empuñadura de su espada.Daramad decidió arriesgarse y continuó su descenso con serenidad. Se embozó el rostro y desenvainó, atrasando el brazo armado para ocultarlo con el manto. El soldado le vio bajar sin prisas la escalera y pareció relajarse.―Ah, eres tú, Ezur. Qué susto me has dado, maldito bastardo. ¿Qué...? ―con una rapidez asombrosa, Daramad bajó de un salto los últimos escalones y atravesó el pecho del soldado de una estocada antes de que pudiera reaccionar; la hoja se enterró en su pecho, entre las costillas, hendiendo el corazón y brotando por la espalda.Daramad recuperó raudo el equilibrio, echando un rápido vistazo a la estancia y a la figura alta, ceñuda y fuerte que estaba a su derecha.―¡Tú! ―musitó el hombre, temblando de ira, al que reconoció al instante.Era el carcelero de Nuraak, el mismo que le había castigado con el látigo durante los interrogatorios. El hombretón, de pelo escaso, panzudo y corpulento, desenrolló el látigo de cuero trenzado que llevaba al cinto y lo agitó con destreza. El restallar del impacto en su mano diestra sacudió a Daramad, obligándole a soltar el arma, aún clavada en el pecho del guardia.―Haré trizas tu obscura piel, perro corsario. No sé cómo has conseguido escapar, ¡pero te juro que no te habrá servido de nada!Daramad se apartó de la trayectoria del látigo y las bolas de plomo de su punta pasaron junto a su sien, cortando el aire con un agudo siseo. Mientras el carcelero recuperaba el impulso para volver a fustigarle, avanzó hacia él con dos largas zancadas. Retrocediendo contra una puerta de madera, el carcelero maldijo y volvió a fustigar. Esta vez, las bolas de plomo alcanzaron a Daramad, trazando un rojizo surco por su mejilla derecha.―¡Ajá! ―exclamó el carcelero, mostrando una mueca de mezquino goce en su rostro.El saremio aguantó el dolor, ahogando cualquier queja. Aprovechó el fugaz instante en que el látigo retrocedía para cobrar impulso, quitarse el manto y arrodelarse con él su brazo izquierdo. Protegiéndose de esta forma hurtó su rostro del doloroso mordisco del látigo, que apenas repercutía en la loriga que llevaba, y fue acortando las distancias, hasta que su contrincante no tuvo más espacio para manejar el látigo. Daramad le arrojó al rostro el desgarrado manto y le acometió a manos desnudas. El carcelero bramó de furia, librándose de la prenda con un gruñido y enfrentándose a Daramad tras soltar el látigo. Su tremendo puñetazo alcanzó al corsario en el pómulo y le hizo vacilar, mas éste aguantó el golpe y respondió con un derechazo al mentón. El carcelero bufó, enfurecido, tratando de aferrarle entre sus manazas. Daramad bloqueó con su zurda su presa y lanzó dos golpes con su diestra. Uno de los puñetazos le abrió una ceja a su adversario y el segundo hizo crujir su mandíbula. Mas el myrmyro no cejó, y, exaltado por el dolor, se abalanzó a ciegas sobre Daramad con un berrido. Antes de que pudiera rechazar o eludir su acometida, el saremio sintió su demoledora presa. El myrmyro le aferró el cuello con ambas manos, dejando caer todo su peso. Daramad perdió el equilibrio por un instante, y el carcelero aprovechó para colocarse a su espalda y atraparle la cabeza bajo la axila de su brazo derecho, cerrando una llave que hubiera quebrado el cuello de otro hombre menos vigoroso. Daramad forcejeó contra aquel torno de acero que oprimía su cuello, tensando los músculos y hundiendo sus dedos en las muñecas de su contrincante. Con un supremo esfuerzo, consiguió alzar su espalda; durante un decisivo lapso, aquellos hombres se debatieron entre exasperados gruñidos y jadeos. Los músculos de Daramad se tensaron como los cabos de un navío en plena tempestad. Lívido, sin apenas resuello, empujó hacia arriba con las piernas e hincó sus recios y callosos dedos en la carne del myrmyro. Sintió cómo se desgarraba el ligamento del hueso, y el carcelero, aullando, aflojó la presa. Daramad adelantó una pierna y su brazo izquierdo, golpeando en la entrepierna de su adversario con el canto del puño y propinándole un fuerte pisotón en el tobillo. Un siseo de dolor brotó de los labios del myrmyro; cuando doblaba el cuerpo, enervado, Daramad se libró de la presa, le retorció el brazo hasta volverle hacia arriba la palma de la mano. Le partió la articulación del codo con un golpe de rodilla y, de un codazo descendente, la del hombro. El carcelero aulló de dolor, braceó en vano con su mano sana. Daramad le asió por los escasos y grasientos cabellos de su nuca, estrellándole contra el dintel de la puerta. El carcelero, postrado, con la nariz rota, trató de levantarse entre gemidos, agarrándose al quicio de la puerta con su brazo sano.Daramad, riendo, se frotó el entumecido cuello y sus desollados nudillos, restañándose la sangre y el sudor que le corrían por el rostro. Fue hasta la puerta y la cerró de un brusco portazo, atrapando los dedos del carcelero entre los goznes. El desgarrado grito de agonía resonó por toda la sala y ascendió por la escalera. Recogiendo el látigo del suelo y enrollándolo, Daramad se alejó de su maltrecho contrincante, apoyó un pie en el pecho del cadáver, destrabó la espada de un fuerte tirón y la enfundó. El carcelero estaba de rodillas, sollozando, con la cabeza recostada en la pared. La sangre deslizaba de los destrozados dedos de su mano izquierda.Daramad empuñó el látigo. Las bolas de plomo fustigaron la espalda del myrmyro e hicieron saltar retazos de tela de su camisa, abriendo rojos surcos en su piel. El saremio ignoró sus gritos, impertérrito.―¡Vuélvete! ¿No aguantas tan bien el dolor como gozas al inflingirlo, verdad? ―flagelando su espalda, le obligó a encararle.Estaba de rodillas, tratando de protegerse el rostro con sus manos. Daramad atacó enajenado por la rabia, ora abajo, ora arriba, en los brazos, el pecho, el rostro, hasta que, harto, le atrapó el cuello y, de un tirón, le descoyuntó.Soltó el látigo con enojo, respirando con afán. Esperó un tiempo a que su corazón se calmara y después examinó los despojos del carcelero. Entre sus ensangrentadas ropas encontró un pesado aro del que pendían muchas llaves de hierro. Abrió la puerta junto al cadáver. Una tortuosa escalera descendía hasta una cámara de techo alto, sucia, vacía de mobiliario salvo por macabros adminículos para inflingir dolor: potros, tenazas, cuchillos, braseros, pinzas... Cerró la puerta de la sala de tortura de un portazo y se dirigió a la pesada puerta de hierro que debía conducir a los calabozos. Probó con las llaves hasta dar con la correcta. Poco después la abría y bajaba otra escalera, húmeda y mohosa. Una tea casi exhausta alumbraba con luz mortecina un largo pasillo con puertas a cada lado, todas de sólido hierro manchado de orín. Recogió la tea del vestíbulo y bajó las escaleras, repiqueteando con el puño de su espada en las puertas.―¡Despertad, gandules! ―exclamó, burlón.Tras un confuso murmullo, un coro de alborozadas voces le respondió al unísono desde varias puertas al fondo del pasillo.―¡Capitán! ¡Aquí!Daramad rió de buen grado, corriendo a la puerta de donde surgían aquellos gritos y abriéndola. Tres de sus hombres se apresuraron a salir de la celda, parpadeando ante la luz de la antorcha. Les entregó las llaves para que liberaran a sus compañeros, y pronto quince de sus hombres, los más fieles, se apretaban en el pasillo y le asaeteaban a preguntas, palmeando sus hombros como si no creyeran que fuera de carne y hueso. Entre ellos se alegró de ver a Malak, su segundo a bordo en el bergantín, un ferakno alto y flaco, de piel obscura, pelo ensortijado y brazos llenos de profundas cicatrices. El ferakno se abrió paso entre los demás.―¡Por los colmillos de Neym...! ¿Cómo demonios has escapado?―No hay tiempo para responderos ahora. Seguidme ―les dijo con premura, conduciéndolos sin más fuera del calabozo.En el vestíbulo tomaron el arma del guardia y el resto de las antorchas. Subieron hasta la antesala de piedra, donde arrancaban las escaleras que descendían hacia las cavernas y las que ascendían hasta patio. Lejanos, llegaban por ellas horribles aullidos y gritos.―¿Qué ocurre, capitán? ―le preguntaron varios de sus hombres, nerviosos.―Nada de preguntas, he dicho. Tomad sus armas ―dijo señalando el cadáver del recluta, donde aún tenía engastada la lanza en cuello; obedeciendo, tomaron la lanza y su espada y le siguieron escaleras abajo.Muchos de sus hombres tropezaron en aquellos torcidos escalones, aún débiles por el encierro. Tras un largo trecho descendiendo, llegaron a una sala irregular cuadrada, construida con toscos bloques de piedra. Una fría corriente de aire soplaba a través de un portal grande, cuya pared estaba destrozada y renegrida, como si un rayo la hubiera golpeado. Un acre hedor flotaba en el ambiente. Daramad se acercó a la pared contigua y acercó la antorcha a la mampostería, examinando los resquicios entre los bloques de piedra. Excavó en uno de ellos e introdujo la punta de su espada en él, haciendo palanca.Sonrió. El Duque no le había mentido. Entre chasquidos y tintinear de cadenas y contrapesos, una estrecha sección del muro de piedra giró sobre sí misma. Un túnel angosto, largo y lóbrego apareció ante los asombrados ojos de los tripulantes del Pigargo. La obscuridad de aquel túnel parecía devorar la luz de sus teas como un depravado ente.―Seguid el túnel. Confiad en mí. Os llevará al puerto. Vamos, no os preocupéis; este corredor fue hecho como vía de escape para los habitantes del palacio. Cuando lleguéis al puerto, preparad el Pigargo para zarpar.―Pero... ¿y la guardia? Estarán vigilando el bergantín ―dijo uno de sus hombres.―Descuida. Pronto habrá tal agitación en esta ciudad que no tendréis obstáculos. Bien, iros ya. Esperadme hasta el amanecer; si llega el alba y no he vuelto, iros. Malak, estás al mando. Me sucederás si no regreso.―¿Qué...? ¿No vienes con nosotros?―No. Tengo algo pendiente ―dijo mirando hacia arriba―. Adiós ―y con sus briosas zancadas se alejó escaleras arriba.Malak se rascó el mentón, ceñudo.―Veamos a dónde nos lleva ―y encabezando a los corsarios, se internó en el túnel.5
Emergió de las mazmorras con un inmenso alivio, aspirando a grandes bocanadas el frío aire del patio. La luz de la Luna rasgaba el penumbroso vacío a través de las altas y angostas ventanas, arrancando tenues destellos al mármol negro de las columnas que sustentaban la bóveda de sólida crucería. Desde los pisos superiores llegaba una fuerte barahúnda. Dispersas por el patio, Daramad vislumbró las formas de muchos soldados de palacio, tendidos e inertes sobre el suelo. Había más de veinte cadáveres, aún asiendo sus armas, sobre obscuros charcos de sangre que iban creciendo en el pulido suelo de baldosas. Se dirigió con premura a la torre Suroeste por una puerta del patio, cruzando a toda prisa los pasillos en sombras.
Cuando alcanzaba la escalera en espiral de la torre escuchó un fuerte tronar proveniente de extramuros. La guarnición exterior ya estaba al tanto del ataque. Mas tardarían aún en llegar, puesto que el puente levadizo se alzaba cada día con el anochecer y les sería muy difícil acceder al palacio desde los adarves. Desenvainando la espada y asiéndola con firmeza en su diestra para infundirse ánimos, Daramad subió por la escalera hacia el confuso tumulto. Sorteó los cadáveres de soldados y sirvientes, con atroces marcas de mordiscos en sus cuerpos, y llegó hasta el tercer piso, donde tres días atrás el Duque de Nuraak le había acogido como invitado.El umbral que precedía a la sala del trono estaba ocupado por la horda de los legítimos moradores del castillo, apiñados contra la puerta de repujada hoja y doble batiente. La figura contrahecha de Laric IV, el duque desterrado, se erguía tras ellos, instándoles a que derribaran la puerta, asiendo en su diestra una espada tinta en sangre hasta la cruz. Uno de ellos advirtió su presencia y levantó un rostro enrojecido y húmedo, soltando un gruñido de alerta. Daramad retrocedió, adelantando el brazo armado.Laric IV se volvió para mirarle, conteniendo con una orden seca ininteligible a sus súbditos. Su voz sonó como el deslizar de una cuchilla sobre la piedra.―Quietos, mis fieles. Por esta noche, consideradle nuestro aliado ―Laric dedicó una inescrutable mirada al corsario antes de seguir acuciando a sus súbitos; golpeando con los puños, embistiendo, la horda de pálidos espectros del pasado hizo ceder palmo a palmo la puerta, y, con un último romper y astillar de madera, ésta restalló cayendo hecha pedazos.La Sala Ducal agrupaba a la corte y a los guardias que habían sobrevivido al repentino ataque de los desterrados, tras una barrera improvisada con las mesas y sillas. Estaban demudados, aferrando sus armas. Rodeaban al recién coronado duque, a su madre y a los demás nobles; Akail, el general de las tropas de Teyraes, estaba al frente. Todos miraban con horror la marea que irrumpía en la sala. A una orden de Akail, los soldados se dispusieron a frenar a los atacantes.Los desterrados se arrojaron contra ellos como olas contra los rompientes de una costa. Las espadas, hachas y lanzas atravesaron su carne macilenta, salpicando con el icor obscuro que corría por sus venas. Mas los desterrados, entre gruñidos y terribles baladros, ansiosos de muerte, propia o ajena, atacaron con rabia, golpeando con saña con sus uñas y tarascando con sus sucios dientes. Brechas ensangrentadas fueron abriéndose en el muro de los soldados, que fueron ciando entre gritos y estrépito de lórigas y armas. Gemidos de pánico brotaban de los demás presentes al contemplar aquella matanza.Daramad se unió a la refriega como uno más de los desterrados. Blandía su espada como un demonio; su esgrima, sin un sólo movimiento superfluo, aunaba brío y destreza en cada golpe. El primero de los soldados cayó con el cráneo hendido de una certera cuchillada, muriendo sin un grito. Daramad recibió al segundo apartándose de su estocada y contraatacando con un revés de abajo arriba fugaz como un parpadeo. El filo de su espada atravesó la malla bajo el brazo armado y lo desgajó de raíz. El saremio derribó de un empujón a su mutilado adversario y se encaró con el siguiente. El lanzazo del soldado le rozó el muslo, abriéndole un corte de poca importancia por encima de la rodilla. Daramad desvió de un manotazo el astil de la lanza, acometiendo a fondo con una larga estocada. La punta se clavó por encima del cinturón, arañando las vértebras del espinazo al brotar por la espalda.Uno tras otro, los soldados fueron cayendo ante el empuje de la corte desterrada. Laric IV reía tras cada golpe, destrozando con su espada a todo aquel que le hacía frente. Akail se plantó ante él tras partir en dos el cráneo de uno de sus enemigos, blandiendo a dos manos su larga espada. Una brecha desfiguraba el rostro del general desde el mentón a la sien, desvelando el hueso. Profirió un aullido de rabia y cargó contra el viejo Duque, el cual le recibió con alborozo. Los aceros gritaron con agudas notas al entrechocar, hiriendo los oídos. Tras detener apenas uno de los golpes, Akail tiró una estocada que alcanzó a Laric en el brazo izquierdo y le obligó a blandir la espada a una mano, más ése fue su último golpe: el Duque alzó su espada y la bajó en un arrasador hendiente, partiéndole en dos el pecho.Daramad reconoció al comandante de la guardia de palacio a pocos pasos de él y fue a su encuentro. El semblante del corsario parecía ahora una máscara moteada de brillante rojo, tan inhumana como las facciones de pesadilla de sus insólitos aliados. El comandante se desembarazó de su oponente con una estocada al cuello y le miró sobresaltado; un sólo instante después le acometía con un rugido. Daramad detuvo el tajo que le tiró a la cadera y contraatacó con una estocada que se desvió en el costado de su casco. El filo no traspasó el metal mas obligó a retroceder a su contrincante, que maldijo con voz entrecortada.―¡Debí colgarte de los muros cuando tuve la oportunidad! ―aulló, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar.―¡Ja! Tarde, demasiado tarde ―respondió Daramad con una mueca de burlona desaprobación.El comandante arrugó el gesto y calló, concentrándose en la lucha y arremetiendo con un revés hacia el vientre de Daramad. El corsario intuyó sus intenciones e hizo creer a su rival que paraba el golpe. Cuando el comandante cambió su ataque con un brusco giro de muñeca y estocó hacia su cuello, Daramad se agachó alzando su espada en un revés ascendente. La hoja tajó la ingle hasta quebrar la cadera izquierda. El comandante lanzó un agudo quejido, cayendo de espaldas.Uno de los soldados se le acercó por un flanco a Daramad nada más desembarazarse éste del comandante. El saremio detuvo apenas el golpe de su hacha y ésta tajó su brazo por debajo del hombro, abriéndole una herida de poca importancia. El soldado cerró contra él, tratando de golpearle con la contera del hacha, pero Daramad le rechazó empujándole hacia atrás y le hundió el talón derecho en el hueco bajo el esternón. El soldado jadeó abriendo mucho sus ojos y se derrumbó sobre sus rodillas, sin poder respirar. Daramad acabó con él con rapidez.Continuó hacia el fondo de la sala, donde pudo reconocer tras la última hilera de soldados a Ernar. Se mordía los labios de angustia al ver a menguar a los soldados que le defendían. Los demás nobles de la corte, Eanod y Turneil entre ellos, estaban cerca. Zaida, la duquesa, se aferraba estremecida al brazo de su hijo, temiendo desfallecer.El duque bramó de rabia al ver a Daramad, pero su madre le retuvo, aterrada. Apenas quedaban soldados en pie y los demás hombres de sala, salvo Eanod y Turneil, habían tomado las armas de los caídos y peleaban por sus vidas, soldados, nobles y sirvientes codo con codo.Uno de los sirvientes y quizás el último de los soldados se interpusieron en el camino de Daramad. Éste eludió la estocada del soldado con un ágil paso lateral y la punta de la espada pasó a dos palmos de su costado izquierdo. Paró la torpe cuchillada del sirviente, respondiendo con un revés al cuello. La cabeza del criado saltó de sus hombros mientras su cuerpo daba dos pasos más y caía con un golpe sordo. Daramad compuso su guardia antes de que el soldado volviera a acometer. No eludió su estocada esta vez, sino que la paró con un diestro quite y, antes de que atrasara la pierna adelantada, le asestó un brutal puntapié en la rodilla. El soldado se derrumbó entre berridos, sujetándose la pierna. Sin detenerse siquiera, Daramad acortó su agonía de una estocada al cuello.―Saludos ―dijo Daramad con gesto burlón.Aparte de las doncellas y damas de la corte, que se apretaban contra la pared, sólo quedaban Eanod y Turneil, además de Ernar y Zaida. Los demás habían muerto o agonizaban.Laric IV avanzó bamboleándose al frente de su corte, manchado de sangre de pies a cabeza y con su espada casi sin filo. Paseaba su vista por su antaño sala del trono, ensimismado. Los cadáveres de los desterrados y los guardias y sirvientes de palacio sembraban la sala, entre las viandas y festones pisoteados. El Duque se acercó a su antiguo sitial y acarició con nostalgia la obscura y labrada madera del respaldo. Luego sacudió la cabeza, irritado, como si aquello fuera una pérdida de tiempo. Observó a Daramad frente a los nobles y decidió aguardar, reteniendo a sus súbditos.Turneil retrocedió ante el corsario, empuñando su arma con pulso tembloroso. Eanod, sin embargo, no retrocedió ni aprestó arma alguna. Sus ojos se clavaban en Daramad con indecible odio y desprecio.―Aquí acaban tus maquinaciones, Eanod. No te convenía que fuera general de la Armada, ¿no es así? Sabías que tarde o temprano me hubiera dado cuenta de tus manejos. Ya cuando era corsario sospeché la razón por la que tus barcos mercantes sufrían menos de la cuarta parte de los ataques del resto... una alianza forjada con oro entre tú y los piratas tarkvaros. A Deryk no podrías controlarle tan bien como al hijo consentido de Zaida, y con respecto a Kaleb, sin duda tendrías alguna cuenta pendiente con él. Y tú, Turneil, también has tenido algo que ver en esto; lo sé.Eanod sonreía con desprecio al saremio, condescendiente.―Magnífico. Has resultado ser mucho más perspicaz de lo que pensé en un principio. No te equivocas; yo planeé el asesinato de Lehrae, ese patán al que sojuzgué con una hembra y sus arteros halagos. No me fue difícil convencer a este necio ―dijo señalando a Turneil, que le miraba azarado― y a la ramera del Duque para planear su muerte ―Ernar adelantó un pie, temblando de cólera, pero Zaida le detuvo, hundiendo sus dedos en su muñeca―. Le proporcioné el narcótico con el que ella drogó el vino que bebiste en su alcoba, además del antídoto para no sucumbir a sus efectos. Lo demás es fácil de adivinar...Laric IV entreabrió sus macilentos labios y dejó escapar un gemido.―Esa voz... ―musitó de pronto, contrayendo sus rasgos en un estremecedor visaje―. Recuerdo esa voz... la recordaría aún en lo más hondo del Averno. ¡Merades! ¡Aún vives!Eanod miró impávido la horrible y corcovada forma del duque desterrado. No mostraba sorpresa.―Cuánto tiempo, Duque Laric. ¿Os sienta bien la inmortalidad? Habéis tardado en reconocerme. Supongo que se debe a que me recordabais de otra forma...Los rasgos de Eanod comenzaron a temblar y a difuminarse como la niebla al despuntar el Sol. La ilusión se desvaneció y, bajo ella, se mostró la cruel realidad. Donde antes se tenía Eanod el noble, aparecía ahora un ser espantoso y cadavérico, sin pelo ni vello corporal alguno, en cuya piel ennegrecida y agrietada se veían incomprensibles signos de desdibujados trazos rojos y azules. Unos ojos sin párpados de color verde llameaban en su rostro descarnado y horrible; en una boca sin labios chasqueaba de impaciencia una lengua negruzca como la de un reptil. El brujo rió al escuchar las exclamaciones de horror y asombro de los presentes. Turneil se retiró de su lado, pálido; Ernar frunció el ceño y parpadeó, confuso, y Zaida se apretó aún más contra él. Eanod, ahora Merades, no les miró siquiera, volviendo a encarar a Laric y al saremio. Sus manos aparecían fuera de las mangas de su túnica, expectantes como garras.―Sí, Laric, soy yo. ¿Recordáis la última vez que me visteis, cuando ardía en la hoguera? Os vi sonreír, al lado de esa ramera que sería vuestra esposa.Laric profirió un horripilante aullido de ira, cargando contra él. Merades sacó de entre sus ropas un colgante con un ópalo rojo engarzado, sosteniéndolo por el cordel. A una orden suya, el ópalo brilló con un intenso resplandor helado, deslumbrante como un centenar de soles. La luz repelió como una barrera física a los desterrados que se acercaban a él, y estos recularon ululando de dolor y frustración. Daramad se cubrió los ojos con la mano izquierda, cerrando con fuerza los párpados para soportar el cegador destello. Las formas se difuminaron. Aquella luz blanca y sobrenatural se clavaba en sus retinas, debilitando con una extraña y dolorosa frialdad sus miembros. A tientas, levantó la espada, tratando de calcular a qué distancia estaba de Merades.―¿Os preguntáis cómo conseguí sobrevivir, verdad? ―continuó el brujo, riéndose a carcajadas―. Fuisteis un estúpido al subestimar mi poder. Los hechizos con los que fortalecí mi carne me permitieron sobrevivir a las llamas. Cuando las ascuas se apagaron rompí mis ataduras y me libré de tus guardias, yendo en la obscuridad hacia tu palacio como una sombra, burlando a tus centinelas. Empleé los pasajes secretos que conocía bien y me retiré a mi torre...Uno de los desterrados se abalanzó como un poseso contra Merades, buscándole por el sonido de su voz. Éste interrumpió su discurso por un instante, extendiendo su mano derecha. El desterrado se detuvo, aullando de dolor: sus músculos se tensaron como sacudidos por una descarga, retorciéndose como serpientes bajo su pálida piel, hasta que los huesos se quebraron entre crujidos, rasgando la piel al emerger hechos astillas. Merades ladró una salvaje carcajada y prosiguió.―Tardé semanas en recuperarme. Pero sobreviví, y poco después, logré al fin lo que me había desvelado desde años: un medio para detener el declive del cuerpo y eludir a La Segadora... el elixir cuyo secreto muy pocos hechiceros conocen. Después de eso, preparé mi venganza. No me fue difícil modificar el elixir para que se convirtiera en un terrible veneno. Lo vertí en el aljibe... y ya conocéis los efectos... aunque no sospeché que acabaría otorgándoos como a mí tanta longevidad. Desde entonces he estado en la corte, manejándola en la sombra a mi antojo, arropando mi cuerpo desfigurado con hábiles ilusiones. Hace décadas que suplanto a Eanod, después de asesinarle, y jamás nadie sospechó nada. ¡Poco importa eso ya! Es hora de que me vaya. ¡Abridme paso! Dile a tus siervos que se retiren, o... ―el fulgor impío de la gema creció aún más, inmisericorde.Los desterrados gimieron de angustia, revolcándose en el suelo de dolor. Eanod les apartó al retirarse fuera de la sala.Daramad se levantó, interponiéndose en su camino. Guarecía sus ojos del fulgor con la mano zurda, empuñando sin titubeos la espada.―Aún no: tienes una deuda pendiente conmigo y pienso saldarla.El brujo siseó una maldición, contrariado. Alzó su mano derecha y crispó sus descarnadas falanges. Un intenso dolor conmovió de la cabeza a los pies a Daramad, relampagueando por todas las terminaciones nerviosas. Hincó una rodilla y dejó caer su espada entre gruñidos. Mientras que aquel destello traspasaba su alma, fuertes calambres atenazaban sus músculos. El dolor era intolerable. Se alejó con torpeza, dando traspiés. Tropezó con el cadáver de un soldado y cayó de espaldas. Exasperado, se levantó temblando por el esfuerzo. Merades avanzó otro paso hacia él, con su boca extendida en un burdo simulacro de sonrisa.―¿Y bien? ¿Cómo piensas detenerme, imbécil? ―se mofó el brujo.Daramad pugnó con todas sus fuerzas por resistir aquella agonía. Se había enfrentado antes a la magia, y sabía que un hombre de voluntad férrea podía resistir sus efectos. Irguió la cabeza, bramando, con el rostro congestionado.―Lo haré... ¡así! ―tomando con un impulso repentino el hacha de un soldado, la arrojó con todas sus fuerzas hacia donde provenía la voz de Merades; el dolor cesó de pronto, junto al fulgor del ópalo.Merades imprecó furioso. El hacha le había golpeado el hombro derecho. La herida no había sido importante, pero el golpe le había hecho soltar el ópalo. Enojado, Merades se agachó para recuperarlo. De sus ojos parecían brotar rojas llamaradas. Daramad se afianzó sobre sus pies, deslumbrado, preparándose para alcanzar al brujo antes de que tuviera oportunidad de emplear su magia.No fue necesario. Daramad escuchó gritar a Merades y vio su figura borrosa debatiéndose contra dos de los desterrados, los cuales se habían abalanzado contra el brujo a ciegas, locos por la ira. Las garras de Merades descoyuntaron los huesos de uno de los seres, mas el otro se abalanzó por un flanco y sus dientes se hincaron en su brazo derecho antes de que alzara de nuevo el ópalo, desgarrando la seda de su túnica y su apergaminada piel hasta hueso. Un instante después, los desterrados se abalanzaban sobre el brujo en salvaje tropel, mordiendo y golpeando con infinita rabia, como una manada de lobos disputándose una pieza aún viva. El propio Laric IV se unió a ellos, ansioso por despedazar el cuerpo del brujo.Una vez que dejó de estar deslumbrado, Daramad se acercó al fondo de la estancia. Turneil se arrodilló ante el corsario, implorando piedad y ofreciéndole oro a cambio de protección. Daramad no se molestó en mirarle y le degolló de un tajo, apartándole de un desdeñoso puntapié.―Sólo quedas tú, Ernar. Deja de refugiarte junto a las mujeres y afronta tu destino.Ernar tragó saliva, se apartó de su madre y desenvainó, gritando al lanzarse sobre el corsario. Daramad sonrió con fiereza, deteniendo el tajo de Ernar sin esfuerzo. Empujando su arma, le acosó con una serie de golpes encadenados, obligándole a tenerse a la defensiva. El joven Duque gruñía por el esfuerzo. Cuanto más rechazados eran sus ataques, más arreciaba su furia. Lanzó un tajo al cuello de Daramad, pero éste lo detuvo con una sencilla parada circular. Amago una estocada al rostro y lanzó otra baja y traicionera al estómago. Mas el maldito corsario la vio venir y hurtó el cuerpo, poniéndose de costado y alcanzándole con un revés en el hombro derecho. El filo de la espada rasgó la sobrevesta y hendió la malla con un chirrido; de no haber estado embotado por los lances de los anteriores combates, hubiera llegado hasta el hueso. Ernar gritó de dolor y maldijo, mas no le amedrentó el corte y cerró de nuevo, atacándole con todas sus energías. Uno de sus ataques hizo trastabillar al saremio al eludir una estocada. Ernar percibió un hueco desguarnecido en su guardia y atacó con un bramido, poniendo todo su impulso en una briosa estocada.Daramad cambió su guardia en un instante, yendo al encuentro del duque a la vez que hincaba la rodilla izquierda, encogiéndose. El ataque de Ernar atravesó el vacío a un palmo de su hombro y la espada de Daramad se hundió bajo las costillas, traspasándole el pecho de parte a parte. Ernar abrió la boca, parpadeó y escupió sangre. La espada de Daramad salió de la herida y descendió sobre él, arrancando la cabeza de Ernar de cuajo entre una llovizna de sangre. La cabeza rodó con un sordo repiqueteo hacia Zaida, trazando un camino carmesí hasta sus pies. El grito de la mujer sonó como el quebrar de mil cristales.Daramad rió con vesánico alborozo y se acercó a ella con su espada goteante. Los desterrados, cumplida ya su venganza sobre brujo, comenzaron a rodearle. Las doncellas que aún no se habían desmayado cayeron de rodillas, acurrucándose todavía más contra la pared.―Aquí acaba tu sueño ambicioso, Zaida ―dijo Daramad―. Tu hijo no gobernará Nuraak.Zaida chilló de rabia, tomando un estilete oculto en sus vestidos y atacándole con inusitada energía. Daramad asió por la muñeca a Zaida y la desarmó con un simple apretar de sus férreos dedos, derribándola luego de una sonora bofetada. Desvalida, la duquesa cayó frente a él. Daramad la contempló con su arma presta, dudando. El hechizo de sus ojos ya no ejercía en él influjo alguno.Con entereza, Zaida arrostró su mirada.―Aún serás capaz de matar una mujer, cobarde. ¡Adelante, acaba!Daramad calló, pensativo.―Me tienta matarte, puta, pero no lo haré. He pensado algo mejor ―dijo mientras limpiaba la hoja de su espada y la devolvía al cinto.Se acercó a Zaida con pasos lentos. Ésta chilló, pataleando, tratando de rechazarle. Daramad asió por los cabellos y un brazo a Zaida y la levantó del suelo con brusquedad.―Duque Laric, necesitaréis una consorte para que alumbre a vuestros herederos y de solaz a vuestra noche eterna. ¡Ésta puede serviros! ―Daramad empujó a Zaida hacia la bullente algarabía de los desterrados.Éstos la cubrieron de obscenos besos y ávidas caricias mientras se debatía y gritaba. Laric apartó a sus súbditos a empellones, atrayendo a Zaida. Su mirada traslucía lujuria. La duquesa vio el destino en sus ojos y se desvaneció cuando los cuarteados labios del duque rozaron los suyos.―Sí, guerrero, servirá ―contestó Laric, lleno de júbilo.Señaló a las doncellas y damas de la corte y se dirigió a sus súbditos.―Tomadlas. Son vuestras. Alegraran nuestra solitaria desdicha y nos darán descendientes ―con impíos y alborozados gritos, los desterrados cumplieron su orden, llevándose también muchos de los cadáveres consigo.Con una última mirada, Laric IV se despidió del corsario y precedió a los suyos de vuelta a su morada. Daramad les vio alejarse y salió de la sala ducal una vez que el camino estuvo libre, tomando las escaleras de otra torre y apresurándose a dejar el palacio.Por entonces los guardias del exterior habían conseguido bajar el puente y se afanaban en batir con arietes la puerta, que parecía resistirse a sus esfuerzos. No fue hasta el amanecer cuando ésta cedió. Muchas nuevas leyendas surgieron después de aquel día.6
La luz de las teas danzaba como ebria ante las frías y húmedas corrientes de aire que soplaban en los corredores. Malak levantó la vista al techo, mirando con suspicacia el dosel de aguzadas estalactitas. A cada paso que daban aquel infernal túnel descendía más y más y su altura había disminuido hasta el punto de que algunos de los catorce hombres que iban con él tenían que andar con la cabeza gacha.
Al menos no podían perderse, se dijo Malak, pues el túnel, aunque tortuoso, no tenía bifurcaciones. Les parecía que llevaban caminando durante días enteros. Sin embargo, una esperanzadora sensación acometió a Malak, el cual se detuvo de súbito deteniendo a la comitiva.―¿Qué ocurre, Malak? ―preguntó Sorel, un ymalrnio robusto, de pajizos cabellos y tez bronceada.―¿Es que no lo oléis, estúpidos? ¡Es el mar! ―dijo, acuciándoles a aguijar el paso.Le siguieron al trote y pronto comprobaron que Malak tenía razón: el aroma a sal, algas y arena mojada embriagó sus sentidos. Era el mar: casi podían oír su arrullo. Descendieron con rapidez por el túnel con renovadas energías. Las teas vacilaban, casi exhaustas; después de recorrer una media legua por aquel túnel, la pendiente se fue estabilizando y, por fin, escucharon el batir rítmico de las olas y sintieron una bocanada de aire fresco y salado en pleno rostro. Tras andar unos doscientos pasos más el resplandor de la Luna apareció al final del túnel. Una reja de hierro oxidado les cerraba el paso. A través de ella podía verse un mar obscuro, plateado en las crestas de las olas. Apagaron las antorchas por miedo a que les avistaran y examinaron la pesada reja con desazón. Los barrotes de hierro estaban roídos por la sal y verdosos por la herrumbre, pero eran gruesos como dos astiles de lanza y aún permanecían enclavados en la roca. No podía ser... escapar de unos pútridos calabozos, de una muerte segura en el patíbulo, para que ahora aquel obstáculo les cerrara el paso.―Debe haber alguna forma de alzarla ―dijo Malak, irritado, comprobando la solidez de los barrotes―. ¡Buscad!Comenzaron a tantear las húmedas paredes de la caverna, buscando resquicios como vieran hacer a su capitán. De repente, la voz de Sorg resonó fuerte y alborozada, cinco pasos atrás en el túnel.―¡Aquí! ―les llamó.Los demás corrieron hacia él. Malak se hizo sitio a empujones para examinar lo que había descubierto Sorg. Engastado en la roca se veía un mecanismo de hierro, parecido a un cabrestante. Habían pasado junto a él tan rápido que no lo habían visto. Malak agarró la manivela e intentó hacerla girar, pero estaba atrancada.―¡Ayudadme, maldita sea! ―les instó y, entre tres de sus hombres, empujaron con ahínco para hacerla girar.Se escucharon agudos chirridos y ludir de metal y piedra, y la reja fue se alzó entre una lluvia de orín y polvo. Cuando se hubo alzado lo suficiente, trabaron el mecanismo con una de las teas y escaparon del túnel.Estiraron los miembros, respirando llenos con deleite el aire. El túnel les había llevado a un risco de legamosa pizarra, que protegía de cualquier mirada su desembocadura. Subiéndose a las peñas y oteando en la distancia, Malak señaló un distante punto en la noche.―El puerto está en esa dirección. Debe haber media legua. Bajaremos hasta donde nos deje el risco y luego seguiremos la costa hasta llegar a él.Cautos aunque con soltura, contentos de poder moverse con libertad, fueron bajando de los riscos hasta llegar a una delgada cinta de arena húmeda, que rielaba bajo la luz de la Luna. Siguieron hacia el puerto con paso ligero. En el dársena de Nuraak les aguardaba su barco, el Pigargo, y la libertad. El cansancio se esfumó de sus mentes al sentir el aire frío de la noche y el salpicar de las olas en sus mejillas. Cuando el puerto de Nuraak se recortó en la penumbra, Malak les detuvo.―Será mejor que lleguemos nadando al Pigargo. Podrían vernos si vamos a pie.Los corsarios estuvieron de acuerdo y se zambulleron en las heladas aguas. Nadaron en silencio hasta el Pigargo, el cual estaba amarrado junto a un buque mercante de Aran y una pesada galera de Ghatar. Subieron por el cabo del ancla y coronaron la borda, escrutando la cubierta por si había guardias vigilando el barco. A lo lejos divisaron la negra e imponente mole de Nuraak, y más cercana y a sus pies, la ciudad, con sus casas bajas y obscuras. Se escuchaban voces de alarma y se veían parpadear las antorchas como puntos brillantes hacia el castillo. No podían comprender nada de aquello, pero sin duda era muy oportuno. Malak mandó a dos los corsarios a la bodega. Había armas de reserva allí, ocultas tras un mamparo. Los hombres volvieron con una manta atada y la desenrollaron, repartiendo las armas entre todos. Tras esto, prepararon el aparejo para zarpar. Mientras trabajaban, la Luna se ocultó entre las nubes y la obscuridad fue muy intensa. Mas después el cielo se inflamó con un intenso tono bermellón y el alba les sorprendió con el aparejo listo para zarpar. Sorg y Neram, los que más destacaban de la disminuida tripulación, miraron a Malak.―Zarpemos, Malak. Hagámoslo ahora, o volveremos a las mazmorras de Nuraak.Malak les atravesó con la mirada, tenso. Tratando de contemporizar, Neram terció entre ambos.―Ha llegado el alba y no ha vuelto. Nos dijo que nos marchásemos. Zarpemos, Malak. Sé razonable.―El Sol no ha despuntado. Soy vuestro capitán mientras él no vuelva. Le esperaremos hasta que asome el Sol.―¡Tozudo patán! ―bramó Sorg―. ¿Quieres echarlo todo a perder? Daramad no debía habernos dejado para aventurarse en el castillo. ¿Crees que él nos esperaría?―Es cierto ―medió Akmo, un curtido y bajo zaikamandés, avanzando un paso junto a Sorg y Neram; los demás murmuraban, nerviosos.Malak maldijo en alta voz, mirando a los demás.―¿Y qué pensáis vosotros? Da igual; no os arriesgaréis a decirlo. Esperaremos. ¡Y no se hable más!Sorg escupió un juramento, llevándose la diestra a su pesado chafarote. Malak no perdió un solo instante y desnudó con un rapidísimo gesto su largo machete, increpando a Sorg con furia.―¡Atrévete de una vez!―¡Sucio ferakno! ―clamó Sorg exasperado, abalanzándose hacia Malak mientras sacaba su arma.Las hojas de acero silbaron hendiendo el aire y chocaron entre sí con hiriente estrépito; brotaron chispas, los rostros de los contendientes se retorcieron en ferales muecas. Neram miró a Akmo, dudando en intervenir, pero éste se había retirado junto a los demás y aguardaba como ellos el desenlace de la pelea.Malak blandía con increíble fuerza su machete, describiendo arcos de fulgurante acero hacia su contrario. Sorg retrocedía, jadeante; las venas abultaban en su sien y el sudor brillaba en su rostro. El brío del ferakno y su poderoso brazo eran temibles rivales para él. Recibió varios tajos en los brazos y el pecho, hasta que, con un angustioso chillido, el filo del machete se hincó hasta el hueso en su hombro. Un segundo, definitivo y devastador golpe le hendió el rostro en dos y salpicó de sangre y sesos la cubierta. Girándose hacia los demás y mirando con encono a Akmo y Neram, Malak formuló una pregunta con sus obscuros ojos. Ninguno replicó.―Me alegra saber que tengo una tripulación tan fiel ―dijo una voz desde la borda con tono zumbón.Daramad, tras izar su cuerpo hasta la cubierta, apareció ante ellos, vacilante y empapado. Aparte un buen número de magulladuras y cortes de poca importancia, estaba entero. Estirándose como un felino, escurrió sus ropas ―o lo poco que quedaba de ellas― y se descolgó el talabarte del hombro, volviendo a ajustárselo a la cintura.Todos sus hombres le miraron estupefactos. Malak mostró una breve sonrisa.―Arrojadlo por la borda ―dijo señalando el cadáver de Sorg; su voz denotaba un profundo cansancio―. Bien, larguémonos. Akmo y Neram, levad el ancla. Malak, encárgate del timón.Una brisa ligera que venía del interior abultó las velas del Pigargo y éste comenzó a ganar arrancada. La proa cabeceó, virando hacia sotavento. Las rojas velas del bergantín corsario fueron empequeñeciéndose cada vez más, hasta que fueron apenas una mota encarnada en el horizonte.FIN