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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    ROTAR-VELOCIDAD

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    ALARMA 1

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    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

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    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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      60     80  

    100
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    ▪ Texto - Color y Cambio automático
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    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

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    Aumentar

    Reducir

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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
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    H= M= R=
    -------
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    PROGRAMAR ESTILO

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    H= M= E=
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    PROGRAMAR RELOJES


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    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪3


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    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    LA RAMA ROTA (Jonathan Kellerman) - Parte 2

    Publicado en enero 02, 2011

    Parte 1


    14


    Nunca he creído demasiado en las coincidencias. Supongo que se debe a que la noción de que la vida está gobernada por la colisión al azar de las moléculas en el espacio, me llega hasta lo más hondo de mi identidad profesional. Después de todo, ¿para qué pasar todos estos años aprendiendo cómo ayudar a la gente a cambiar, si el cambio deliberado es una pura ilusión? Pero, aun si yo estuviera dispuesto a aceptar a los hados que todo lo predeterminan, me hubiera resultado difícil ver como una coincidencia el hecho que Cary o Corey Nemeth (fallecido), estudiante de Elena Gutiérrez (fallecida) hubiera sido residente de la misma institución en la que Maurice Bruno (fallecido) trabajaba como voluntario.

    Era hora de enterarse de más cosas sobre La Casa de los Niños.

    Me fui a casa y busqué entre las cajas de cartón que tenía almacenadas en el garaje desde que dejé el trabajo, hasta hallar los archivos de teléfonos de mi vieja oficina. Encontré el número de Olivia Brickerman en el Departamento de Servicios Sociales y lo marqué. Trabajadora social durante más de treinta años. Olivia sabía más de los intríngulis oficiales que cualquiera otra persona en la ciudad.

    Una grabación me contestó, informándome que el D.S.S. había cambiado de número de teléfono. Marqué el nuevo número y otra grabación me dijo que esperara. Una cinta de Barry Manilow entró en la línea. Me pregunté si la ciudad pagaría derechos por usar aquella grabación: música para esperar que se ponga el encargado de su caso.

    — Departamento de Servicios Sociales.
    — La señora Brickerman, por favor.
    — Un momento, señor —dos minutos más de Manilow y luego—: Ya no trabaja en esta oficina.
    — ¿Podría usted decirme dónde podría encontrarla, por favor?
    — Un momento —y de nuevo me informaron de quién escribía la música que hacía a todo el mundo cantar—. La señora Brickerman trabaja ahora en el Grupo Médico— Psiquiátrico de Santa Mónica.

    Así que, finalmente, Olivia había abandonado el sector público.

    — ¿Tiene usted su número?
    — Un momento, señor.
    — No se moleste, gracias —colgué y consulté las páginas amarillas en la sección Servicios de Salud Mental. El número pertenecía a una dirección en Broadway en donde Santa Mónica se acerca a Venice, no lejos del estudio de Robin. Llamé.
    — Grupo Médico— Psiquiátrico de Santa Mónica.
    — La señora Olivia Brickerman, por favor.
    — ¿Quién la llama?
    — El doctor Delaware.
    — Un momento —la línea quedó en silencio. Aparentemente el uso de la música ambiental para amenizar las esperas telefónicas no era algo en que estuviera de acuerdo el Grupo.
    — ¡Alex! ¿Cómo estás?
    — Muy bien, Olivia, ¿y tú?
    — Maravillosamente. Pensé que estabas en alguna parte de los Himalayas.
    — ¿Y por qué pensabas eso?
    — ¿No es ahí donde se va la gente cuando quiere hallarse a sí misma? ¿A algún sitio frío y con poco oxígeno y con un hombrecillo con barba, sentado en la cima de una montaña, masticando raicillas y leyendo un ejemplar de una revista del corazón?
    — Eso fue en los sesenta, Olivia. En los ochenta uno se queda en casa y se empapa en agua caliente.
    — ¡Ja!
    — ¿Cómo está Al?
    — Tan extrovertido como siempre. Cuando me marché esta mañana estaba acurrucado sobre el tablero, murmurando algo sobre la defensa pakistaní o alguna otra naarishkeit.

    Su esposo, Albert D. Brickeran, era el experto en ajedrez del Times. En los cinco años que yo lo había conocido jamás le había oído pronunciar más de doce palabras seguidas. Era difícil imaginar lo que él y Olivia, Miss Sociabilidad del año 1930, reelegida como tal cada año hasta 1980, podían tener en común. Pero llevaban casados treinta y siete años, habían criado cuatro hijos y parecían felices el uno con el otro.

    — Así que finalmente dejaste el Departamento de Servicios Sociales.
    — Sí, ¿puedes creerlo? ¡Incluso los percebes pueden ser arrancados!
    — ¿Y qué fue lo que te llevó a una actuación tan impulsiva?
    — Te diré, Alex, podría haber seguido allí. Desde luego, el sistema olía mal... ¿qué sistema no huele mal? Pero ya estaba acostumbrada a ello, como una se acostumbra a una verruga. Me agrada pensar que aún estaba haciendo un buen trabajo... aunque, te lo aseguro, las historias se hacían cada vez más y más tristes. ¡Tanta miseria! Y con los recortes en los fondos, la gente recibía menos y menos... y se irritaba más y más. Se vengaban en los empleados asignados a sus casos. A una chica la acuchillaron en una de las oficinas del centro. Al final había guardas armados en cada oficina. ¡Pero qué infiernos, yo nací en Nueva York! Entonces mi sobrino, el hijo de mi hermana, Steve, acabó en la Facultad de Medicina y decidió hacerse psiquiatra... ¿puedes creértelo, otra persona dedicada a la salud mental en la familia? Su padre es cirujano y ésta era la manera más segura que tenía él para rebelarse. De cualquier modo, él siempre ha estado muy unido a mí y era un chiste habitual en la familia el que, cuando empezase a trabajar, rescataría a la Tía Livvy del Departamento de Servicios Sociales y se la llevaría a su consultorio. ¿Y quieres creer que eso es exactamente lo que hizo? Un día me escribe una carta, me dice que viene a California a unirse a un grupo y que necesitan a una trabajadora social para los recién llegados y los casos de corta duración y, ¿no me gustaría intentarlo? Así que aquí estoy, con vistas a la playa, trabajando para el pequeño Steve... aunque, naturalmente, no le llamo así delante de la otra gente.
    — Es estupendo, Olivia. Suenas muy feliz.
    — Lo soy. Bajo a la playa a la hora de comer, leo un libro y me pongo morena. Después de veintidós años, finalmente siento que realmente vivo en California. Quizá pueda empezar a patinar sobre ruedas, ¿eh?

    La imagen de Olivia, que estaba construida más o menos como Alfred Hitchcock, pasando zumbando sobre patines me hizo reír.

    — ¡Ah, ahora te ríes! ¡Espera y verás! —se carcajeó — . Pero ya basta de autobiografía. ¿Qué puedo hacer por ti?
    — Necesito alguna información sobre un lugar llamado La Casa de los Niños, en Malibú.
    — ¿El sitio de McCaffrey? ¿Estás pensando en mandar a alguien allí?
    — No. Es una larga historia.
    — Mira, si es tan larga, ¿por qué no me das una oportunidad de husmear en mis archivos? Ven a mi casa esta noche y te lo contaré todo en persona. Estaré trabajando al horno y Albert meditando en su tablero. Hace tiempo que no te vemos.
    — ¿Qué estarás haciendo al horno?
    — Strudel, pirogis, galletas.
    — Iré. ¿A qué hora?
    — Sobre las ocho. ¿Te acuerdas del lugar?
    — No ha pasado tanto tiempo, Olivia.
    — Dos veces más de lo que tú te crees. Oye, no quiero ser una yenta, pero si no tienes una amiguita, hay una jovencita, también psicóloga, que ha venido aquí a trabajar. Los dos tendríais hijos realmente brillantes.
    — Gracias. Pero tengo a alguien.
    — Maravilloso. Tráetela.

    Los Brickerman vivían en Hayworth, no muy lejos del distrito de Fairfax, en una pequeña casa de estuco beig, con un tejado de tejas españolas. El enorme Chrysler de Olivia estaba aparcado en el caminito de la entrada.

    — ¿Qué es lo que yo hago aquí, Alex? —me preguntó Robin, mientras nos acercábamos a la puerta delantera.
    — ¿Te gusta el ajedrez?
    — No sé cómo se juega.
    — No te preocupes por eso. Ésta es una casa en la que no tienes por qué ir con cuidado con lo que dices. Tendrás suerte si te dan la oportunidad de hablar. Tú come galletas y pásatelo bien.

    Le di un beso y llamé al timbre.

    Olivia lo contestó. Estaba igual... quizá con unos kilos de más, con su cabello como una masa de rizos cubierta de jenna, su rostro sonrosado y abierto. Vestía una túnica, con un estampado hawaiano, que ondulaba cuando se reía. Abrió los brazos y me hundió contra su pecho, que tenía el tamaño y la consistencia de un pequeño sofá.

    — ¡Alex! —me soltó y me mantuvo al largo de sus brazos — . Ya no más barba... antes te parecías a D.H. Lawrence, ahora pareces un estudiante recién graduado.

    Se volvió y le sonrió a Robin. Las presenté.

    — Me encanta conocerte. Eres muy afortunada, es un chico encantador.

    Robin enrojeció.

    — Entrad.

    La casa estaba impregnada con buenos y dulzones aromas de horneado. Al Brickerman, todo un profeta con cabello y barba blancos, estaba sentado, inclinado sobre un tablero de ébano y arce, en la sala de estar. Estaba rodeado por montones de cosas: libros en estanterías y en el suelo, fotografías de hijos y nietos, menorahs, recuerdos, muebles demasiado tapizados, vestido con una bata vieja y zapatillas.

    — Al, Alex y su amiga están aquí.
    — Humm — gruñó y alzó la mano sin apartar la mirada de las piezas del tablero.
    — Es bueno volverte a ver, Al.
    — Humm.
    — Es un verdadero esquizoide —le confió Olivia a Robin —, pero es pura dinamita en la cama.

    Nos llevó a la cocina. Aquella habitación era la misma que cuando la casa había sido construida, cuarenta años antes: baldosas amarillas con bordes marrones, un estrecho fregadero de porcelana, los alféizares de las ventanas repletos de plantas en macetas. La nevera y la cocina eran viejas Kenmore. Un cartel de cerámica colgaba sobre la puerta que llevaba al porche del servicio: ¿Cómo puede uno alzar el vuelo como un águila, cuando está rodeado de pavos?

    Olivia me vio mirándolo.

    — Fue mi regalo de despedida de cuando me fui del Departamento de Servicios Sociales. Me lo hice yo misma — nos trajo una bandeja de galletas, aún calientes.
    — Tomad. Coged algunas antes de que me las coma todas. Mirad esto... me estoy volviendo una obesa —se palmeó el trasero.
    — Más para amar —le dije y ella me dio un pellizco en la mejilla.
    — Humm. Son excelentes —dijo Robin.
    — Una mujer de buen gusto. Venga, sentaos. Colocamos sillas en derredor a la mesa de la cocina, con la bandeja ante nosotros. Olivia comprobó el horno y luego se sentó también.
    — Dentro de unos diez minutos tendréis strudel. De manzanas, pasas e higos. Esto último es una improvisación para Albert —señaló con un dedo hacia la sala de estar—. Su sistema se le emboza, de vez en cuando. Bien, entonces quieres saber cosas acerca de La Casa de los Niños. No es que sea algo que me importe, pero, ¿podrías decirme el porqué?
    — Tiene que ver con un trabajo que estoy haciendo para el Departamento de Policía.
    — ¿La policía? ¿Tú?

    Le conté acerca del caso, dejando fuera los detalles más sangrientos. Ella ya conocía a Milo, que le caía maravillosamente, pero nunca había sabido que fuéramos tan amigos.

    — Es un chico agradable. Le tendrías que buscar una mujer agradable, como la que has encontrado para ti — sonrió a Robin y le dio otra galleta.
    — No creo que eso funcionase, Olivia. Es un gay. Eso no la detuvo, sólo la frenó algo.
    — ¿Y qué? Entonces, búscale un chico agradable.
    — Ya tiene uno.
    — Bien. Perdóname, Robin, acostumbro a hablar demasiado. Es por todas esas horas que paso con los clientes, escuchándolos y diciendo aja, aja. Luego llego a casa y ya puedes imaginarte la profundidad de la relación conversatoria que mantengo con el Príncipe Albert. De todos modos, Alex, ¿fue Milo quien te dijo que hicieras esas preguntas sobre La Casa?
    — No exactamente. Estoy siguiendo mis propias pistas. Ella miró a Robin.
    — ¿Tienes aquí a un Philip Marlowe?

    Robin le lanzó una mirada de incomprensión.

    — ¿Es eso peligroso, Alex?
    — No. Sólo quiero comprobar algunas cosas.
    — Ten cuidado, ¿me oyes? —me apretó el bíceps. Tenía la mano la fuerza de uno de esos gorilas de bar—. Asegúrate que tiene cuidado, cariño.
    — Lo intentaré, Olivia. Pero yo no lo controlo.
    — Lo sé. Estos psicólogos, se acostumbran tanto a estar en posiciones de autoridad que no saben escuchar consejos. Déjame contarte unas cosas de este chico guapo. La primera vez que lo vi fue cuando era un interno, asignado por tres semanas al Departamento de Servicios Sociales, para que se enterase de lo que es la vida para la gente que no tiene dinero. Al principio se mostraba como un sabelotodo, pero yo pude ver que era algo especial. Era lo más listo que jamás se haya visto sobre dos patas, y tenía compasión por los seres humanos. Su gran problema era ser demasiado duro consigo mismo, trabajaba hasta agotarse. Estaba haciendo el doble de trabajo que cualquier otro y pensando que no hacía nada. No me sorprendió cuando despegó como un cohete, con ese título tan rimbombante, los libros y lo demás, pero me temí que iba a acabar por quemarse.
    — Y tuviste razón, Olivia —admití.
    — Pensé que se habría ido a los Himalayas o algo así — se echó a reír, y siguió hablando con Robin — . Para congelarse y así poder volver a disfrutar de California. Tomad más, los dos.
    — Estoy rellena —Robin se tocó su lisa tripa.
    — Probablemente tengas razón, manten tu figura, ya que la tienes. Yo ya empecé como un barril, así que nunca tuve nada que mantener. Dime, cariño, ¿lo quieres?

    Robin me miró y luego me puso el brazo alrededor del cuello.

    — Lo quiero.
    — Estupendo. Yo os declaro marido y mujer. ¿Y a quién le importa lo que él diga?

    Se alzó y fue al horno, atisbando por la ventanilla de cristal.

    — Aún faltan algunos minutos. Creo que los higos tardan más en cocinarse.
    — Olivia, ¿qué me dices de La Casa de los Niños? Suspiró y su pecho suspiró con ella.
    — De acuerdo, aparentemente eres muy serio en eso de jugar a ser policía —se sentó—. Después de que me llamaste miré mis viejos archivos y saqué lo que pude hallar. ¿Queréis café?
    — Por favor —le dijo Robin.
    — Yo también tomaré.

    Regresó con tres tazones humeantes, con crema de leche y azúcar, en una bandeja de porcelana sobre la que habían serigrafiado una vista del Parque de Yellowstone.

    — Es delicioso, Olivia —dijo Robin, dando sorbitos.
    — Es Kona, de las Hawaii. Este vestido también es de allí. Mi hijo pequeño, Gabriel, está allí. Trabaja en importaciones y exportaciones. Le va muy bien.
    — Olivia...
    — Sí, sí, de acuerdo. La Casa de los Niños. Fundada en 1974 por el Reverendo Augustus McCaffrey como un lugar de refugio para los niños sin hogar. Lo dice todo en el folleto...
    — ¿Tienes aquí ese folleto?
    — No, está en la oficina. ¿Quieres que te mande uno por correo?
    — No te molestes. ¿Qué clase de niños hay allí?
    — Niños abandonados y maltratados, huérfanos, algunos que se han escapado de los correccionales. Antes, a éstos los metían en la cárcel, pero éstas se llenaron demasiado con asesinos, violadores y atracadores de catorce años, así que ahora intentan buscarles a los más inocentes un hogar adoptivo o un sitio como La Casa. En general estas instituciones reciben los chicos que nadie quiere, aquellos para los que no se puede hallar una familia adoptiva. Muchos de ellos tienen problemas físicos o psicológicos: espásticos, ciegos, sordos, retrasados. O son demasiado mayores para resultar atractivos como hijos adoptivos. También están allí los hijos de las mujeres que están en las cárceles: la mayoría drogadictas y alcohólicas. A éstos tratábamos de colocarlos en familias, pero a menudo no los quería nadie. Resumiendo, encanto, los casos crónicos del Tribunal de Protección de Menores.
    — ¿De dónde salen los fondos para un lugar como ése?
    — Mira, Alex, tal como están montados los sistemas federal y estatal, alguien que sepa moverse entre el papeleo, puede sacar más de mil dólares por mes y crío, si sabe cómo hacer correctamente sus facturas. Los chicos con problemas físicos o mentales aún reciben más... a uno le pagan por todos esos servicios especiales. Además, por lo que he oído, ese McCaffrey es maravilloso para lograr donativos privados. Tiene buenas relaciones... el terreno de ese sitio es un buen ejemplo. Veinte acres en Malibú, que antes pertenecían al gobierno. Allí internaron a los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Luego lo usaron como un campo de trabajo para los criminales de primera vez: timadores, políticos y gente así. Él logró que el condado se lo cediese en un contrato a largo plazo. Noventa y nueve años y con un alquiler puramente nominal.
    — Debe ser un buen hablador.
    — Lo es. Un buen chico de los que ya no hay. Antes era misionero allá abajo, en Méjico. He oído que llevaba un sitio parecido allá.
    — ¿Y por qué volvió arriba?
    — ¿Quién sabe? Quizá se hartó de no poder beber el agua. O quizá sentía nostalgia de los Kentucky Fried Chicken... aunque según me han dicho, ahora también tienen de eso allá abajo.
    — ¿Qué hay del lugar ese? ¿Es bueno?
    — Ninguno de esos sitios es una utopía, Alex. Lo ideal sería una casita en las afueras, con una verja de madera rodeándola, cortinas de ganchillo y un prado, mami, papi y Rover el perro. La realidad es que hay más de diecisiete mil chavales en los archivos del Tribunal de Protección de Menores, sólo en el condado de Los Ángeles. ¡Diecisiete mil niños a los que nadie quiere! Y están entrando en el sistema mucho más deprisa de lo que éste... ahora diré una palabra terrible... puede procesarlos.
    — Es increíble —dijo Robin. Tenía una expresión perturbada en el rostro.
    — Nos hemos convertido en una sociedad de odiadoras de niños, cariño. Cada vez hay más y más abusos y abandono. La gente tiene hijos y luego cambia de idea. Los padres no quieren tener la responsabilidad de los niños, así que se los pasan al gobierno... ¿qué tal suena esto dicho por una vieja socialista, Alex? Y luego están los abortos... espero que esto no te ofenda, pues yo estoy por la liberación femenina tanto, si no más, que cualquier otra mujer. Ya estaba aullando por la igualdad salarial antes de que Gloria Steinem entrase en la pubertad. Pero aceptemos la realidad, esto del aborto generalizado que ahora tenemos no es otra cosa que un método de control de la natalidad, otra escapatoria para la gente que quiere eludir su responsabilidad. Y está matando niños, al menos en un cierto sentido, ¿no? Quizá sea mejor que el tenerlos y luego tratar de deshacerse de ellos... no sé.

    Se secó el sudor de la frente y luego se pasó la servilleta de papel por el labio superior.

    — Perdonadme, eso ha sido una tediosa filípica. Se alzó y se estiró la ropa.
    — Dejad que mire como está el strudel. Volvió con una bandeja humeante.
    — Soplad, está caliente. Robin y yo nos miramos.
    — Tenéis caras tan serias. Os he estropeado el apetito con mis palabras, ¿no?
    — No, Oivia — tomé un trozo del strudel y di un mordisco—. Está delicioso y estoy de acuerdo contigo.

    Robin parecía muy seria. Habíamos discutido el tema del aborto en muchas ocasiones, sin llegar a conclusión alguna.

    — En respuesta a tu pregunta, es un buen sitio. Sólo puedo decirte que cuando yo estaba en el Departamento de Servicios Sociales no teníamos ninguna queja. Ofrecen lo básico, el sitio parece limpio, el lugar es ciertamente bonito... la mayor parte de esos niños jamás habían visto una montaña como no fuera en la tele. Y llevan a los chicos en autobús a las escuelas públicas, cuando tienen necesidades especiales. De lo contrario, les dan clases en la propia casa. Dudo que alguien les ayude con los deberes... allí no hay nada de eso de preguntarle a papá, pero McCaffrey mantiene en marcha ese lugar y presiona para que la comunidad siempre esté involucrada. Eso significa que está en las noticias. ¿Por qué quieres saber tantas cosas, crees que la muerte de ese chico resulta sospechosa?
    — No, no hay razón para sospechar nada —pensé en su pregunta—. Creo que simplemente estoy tratando de pescar algo.
    — Bueno, pues cuida de no ir en busca de sardinas y acabar pescando un tiburón, querido.

    Mordisqueamos el strudel. Olivia llamó hacia la sala de estar:

    — Al... ¿quieres algo del strudel... del de los higos? No hubo respuesta que yo pudiese oír, pero sin embargo, ella puso algo del pastel en un plato y se lo llevó.
    — Es una buena mujer —dijo Robin.
    — Una entre un millón. Y muy dura.
    — E inteligente. Deberías de hacerle caso cuando te dice que tengas cuidado, Alex. Por favor, deja a Milo el hacer de detective.
    — Tendré cuidado, no te preocupes —le tomé la mano, pero ella la apartó. Estaba a punto de decirle algo cuando Olivia regresó a la cocina.
    — El muerto... el vendedor... ¿dices que trabajaba voluntariamente en La Casa?
    — Sí. Tenía un certificado en su oficina.
    — Probablemente era uno de los miembros de la Brigada de Caballeros. Es algo que se inventó McCaffrey para conseguir que la gente de negocios se preocupase por ese lugar. Consigue que las empresas hagan que sus ejecutivos trabajen allí, voluntariamente, durante los fines de semana. Cuánto de ello es voluntario por parte de los «Caballeros» y cuánto es presión de sus jefes es algo que no sé. McCaffrey les da escudos bordados para las chaquetas e insignias de solapa, y certificados firmados por el alcalde. También se ponen a buenas con sus jefes. Lo útil que esto sea para los chicos ya no te lo puedo decir.

    Pensé en Bruno, el psicópata, trabajando con chicos sin hogar.

    — ¿Hay algún tipo de selección de los voluntarios?
    — Lo habitual. Entrevistas, algunos tests de esos de papel y lápiz. Y ya sabes, mi buen amigo, para lo que sirven ese tipo de cosas.

    Asentí con la cabeza.

    — No obstante, como te he dicho, nunca tuvimos protestas. Yo tendría que darle a ese lugar un aprobado, Alex. El problema principal es que se trata de una operación demasiado grande, para que los crios tengan algún tipo de atención personalizada. Una buena casa adoptiva sería definitivamente preferible a tener a cuatrocientos o quinientos chavales juntos en un solo sitio... y ésos son los que tiene. Aparte de eso, La Casa es un lugar tan bueno como cualquier otro.
    — Es bueno oír eso —pero, de algún modo perverso, me sentía defraudado. Hubiera sido bueno descubrir que aquel lugar era todo un infierno. Algo que lo conectase con los tres asesinatos. Desde luego, eso hubiera supuesto la miseria para cuatrocientos chicos. ¿Me estaba convirtiendo yo en otro miembro más de esa sociedad de odiadores de crios, que había descrito Olivia? De repente el strudel me supo a papel cubierto de azúcar y la cocina me resultó opresivamente calurosa.
    — Bueno, ¿hay algo más que quieras saber?
    — No, gracias.
    — Ahora, cariñito —se volvió hacia Robin —, habíame de ti y de cómo conociste a este chico impetuoso...

    Nos fuimos una hora más tarde. Puse mi brazo alrededor de Robin. Ella no lo rechazó, pero tampoco me respondió. Caminamos hacia el coche en un silencio que resultaba tan incómodo como los zapatos de un desconocido.

    Ya dentro, le pregunté:

    — ¿Qué es lo que va mal?
    — ¿Por qué me has traído aquí esta noche?
    — Pensé que te gustaría.
    — ¿Que me gustaría hablar de muertes y malos tratos a niños? Alex, esto no ha sido una simple visita a unos amigos.

    No tenía nada que decir, así que puse en marcha el coche y lo desaparqué.

    — Estoy demasiado preocupada por ti —me dijo—. Las cosas que has estado describiendo ahí dentro son espeluznantes. Y lo que ella ha dicho de los tiburones es cierto. Eres como un niño pequeño a la deriva sobre una balsa, en medio del océano. No te das cuenta de lo que pasa alrededor tuyo.
    — Sé lo que estoy haciendo.
    — Justo —se puso a mirar por la ventanilla.
    — ¿Qué tiene de malo el que quiera involucrarme en algo más que las bañeras calientes y el footing?
    — Nada, pero, ¿no podría ser algo menos peligroso que el jugar a Sherlock Holmes? ¿Algo de lo que tú supieras?
    — Yo aprendo muy rápido.

    Me ignoró. Atravesamos calles oscuras y vacías. Una llovizna llenó de gotitas el parabrisas.

    — No me gusta oír hablar de cómo le hunden la cara a la gente. Ni de cómo a los niños los atropellan autos que ni siquiera paran a ayudar —me dijo.
    — Eso forma parte de lo que hay por ahí —hice un gesto hacia la oscuridad de la noche.
    — ¡Bueno, pues yo no quiero tener nada que ver con ello!
    — Lo que estás diciendo es que sólo estás dispuesta a ir en el viaje, mientras el paisaje sea bonito.
    — ¡Oh, Alex, deja de ser tan melodramático! Lo que acabas de decir parece sacado de un serial televisivo.
    — Y sin embargo es cierto, ¿no?
    — No, no lo es... y no trates de ponerme a la defensiva. Yo quiero al hombre que conocí al principio... alguien que estaba satisfecho consigo mismo y no tan lleno de inseguridad que tiene que ir por ahí tratando de probarse a sí mismo. Eso es lo que me atrajo de ti. Ahora eres como... un poseso. Desde que te has metido en esas pequeñas intrigas tuyas, ya no has estado por mí. Te hablo y tu mente está en algún otro lugar. Es como ya te he dicho antes... estás volviendo a los días de antes, los malos días.

    Había algo de verdad en esto. Las últimas mañanas me había estado despertando muy pronto, con un tenso sentido de urgencia en las tripas, la vieja necesidad obsesiva de llevar a cabo el trabajo. Pero lo más curioso, es que no quería deshacerme de aquello.

    — Te prometo —le dije —, que tendré cuidado.

    Ella agitó la cabeza, presa de la frustración, se inclinó hacia adelante y puso la radio. Muy fuerte.

    Cuando llegamos a su puerta me dio un casto besito en la mejilla.

    — ¿Puedo entrar?

    Se me quedó mirando un momento y al fin me dedicó una sonrisa resignada.

    — ¡Oh, infiernos! ¿Por qué no?

    Arriba en el altillo la miré desnudarse a la escasa ración de luz de Luna que dejaba entrar la claraboya. Se quedó sobre un pie, desabrochándose la sandalia, y sus pechos colgaron bajos. Una pincelada diagonal de iluminación la convirtió en blanca, luego en gris, al girarse, después se hizo invisible al meterse bajo las sábanas. Tendí los brazos hacia ella, excitado, y bajé su mano hacia mí. Ella me tocó por unos segundos y luego apartó los dedos, moviéndolos hacia arriba y dejándolos descansar en mi cuello. Me hundí en el santuario que había entre su cuello y la arqueada dulzura debajo de su barbilla.

    Nos quedamos dormidos así.

    Por la mañana su lado de cama estaba vacío. La oí hacer ruido y supe que estaba abajo en el taller.

    Me vestí, descendí las estrechas escaleras y fui hasta ella. Llevaba puesto un mono de peto y una camisa de trabajo de hombre. Su boca estaba cubierta por un pañuelo, sus ojos por lentes protectoras.

    El aire estaba lleno de polvo de madera.

    — Te llamaré luego —grité por encima del estrépito de la sierra de mesa.

    Ella se detuvo por un momento, me hizo un gesto con la mano y luego siguió trabajando. La dejé rodeada por sus herramientas, sus máquinas, su arte.


    15


    Llamé a Milo a la comisaría y le di un informe completo sobre mi entrevista con Raquel Ochoa y la conexión con La Casa de los Niños, incluyendo la información que me había dado Olivia.

    — Estoy muy impresionado —me dijo—. Te equivocaste de profesión.
    — Entonces, ¿qué es lo que piensas? ¿Habría que investigar a ese McCaffrey?
    — Espera un minuto, amigo. Ese hombre se ocupa de cuatrocientos chicos y uno de ellos muere en un accidente de tráfico. Eso no es prueba de nada sucio.
    — Pero resulta que ese chico era un estudiante de Elena Gutiérrez. Lo que quiere decir que, probablemente, habló de su caso con Handler. Y no mucho después de su muerte, Bruno empezó a trabajar voluntariamente en ese lugar. ¿Todo es una coincidencia?
    — Probablemente no. Pero no entiendes cómo funcionan las cosas por aquí. Yo estoy en el retrete con este caso. Hasta el momento, los archivos bancarios no me han dicho nada... todo en sus cuentas corrientes parece correcto. Tengo que trabajar aún algo más en ello, pero el hacerlo yo solo me lleva tiempo. Cada día, el capitán me mira con esa expresión de ¿Todavía sin lograr progresos, Sturgis? Me siento como un escolar que no ha hecho los deberes en casa. Cada día espero que me aparte de este caso y me meta en algún trabajo bien asqueroso.
    — Si las cosas están tan mal, uno supondría que saltarías de alegría ante la posibilidad de una nueva pista.
    — En eso tienes razón: una pista. No una conjetura basada en una serie de tenues asociaciones.
    — A mí no me parecen tan tenues.
    — Míralo desde este otro punto de vista... yo empiezo a husmear en casa de McCaffrey, que tiene relaciones que van todo el camino desde el centro de la ciudad hasta Malibú. Él hace unas cuantas llamadas de teléfono estratégicas... nadie le podría acusar de obstrucción a la justicia, porque yo no tengo ninguna razón legítima para estarlo investigando, y me veo apartado de este caso más rápido de lo que tú puedas tardar en escupir.
    — De acuerdo —admití —, pero, ¿qué hay del aspecto mejicano? Ese tipo estuvo allí años y, de repente, se marcha, aparece en Los Ángeles y se convierte en un triunfador.
    — La movilidad hacia arriba no es un delito, y a veces un cigarro es sólo un cigarro, doctor Freud.
    — Mierda. No te soporto cuando te pones tan chistoso.
    — Alex, por favor. Mi vida no es lo que se dice precisamente de color rosa. No necesito que, además de todo lo otro, me vengas tú con mamonadas.

    Yo parecía estar desarrollando un talento para alienarme con aquellos que tenía más cercanos. Aún tenía que llamar a Robin, para averiguar a dónde la habían llevado los sueños de la noche anterior.

    — Lo lamento. Supongo que estoy demasiado metido en esto.

    No me lo discutió.

    — Has hecho un buen trabajo. Me has sido de mucha ayuda. Pero a veces las cosas no concuerdan, por el simple hecho de que uno haya realizado un buen trabajo.
    — Así, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Dejarlo correr?
    — No. Miraré qué hay en el historial de McCaffrey... con mucha discreción. Especialmente la parte de Méjico. Y voy a continuar estudiando los archivos financieros de Handler y Bruno y, puesto a hacer, añadiré los de la Gutiérrez. Incluso voy a llamar a la Oficina del Sheriff de Malibú y le pediré una copia del informe del accidente de ese chico. ¿Cómo me dijiste que era su apellido?
    — Nemeth.
    — Muy bien. Esa parte debería ser fácil.
    — ¿Hay algo más que quieras de mí?
    — ¿Cómo? ¡Oh, nada! Has hecho un gran trabajo, Alex, quiero que sepas que te lo digo en serio. Ahora yo te relevaré. ¿Por qué no te tomas las cosas con más calma durante un tiempo?
    — De acuerdo —le dije sin entusiasmo—. Pero tenme informado.
    — Lo haré —me prometió —. Adiós.

    La voz al otro lado era femenina y muy profesional. Me saludó con la cantinela de la cancioncilla de un anuncio de detergentes, una voluptuosidad que lindaba con lo obsceno.

    — ¡Buenos Días, ésta es La Casa!
    — Buenos días. Querría hablar con alguien acerca de la posibilidad de convertirme en miembro de la Brigada de Caballeros.
    — ¡Aguarde un momento, señor!

    En veinte segundos estuvo en la línea una voz masculina.

    — Tim Kruger. ¿En qué puedo servirle?
    — Me gustaría hablar acerca de unirme a la Brigada de Caballeros.
    — Sí, señor. ¿Y a qué empresa representa usted?
    — A ninguna. Estoy interesándome como particular.
    — Oh, ya veo —la voz perdió buena parte de su amistosidad. La interrupción de la rutina provoca esto en mucha gente... les saca de quicio, los pone sobre guardia —. ¿Y cuál es su nombre, por favor?
    — Doctor Alexandre Delaware.

    Debió ser a causa del título, porque de nuevo cambió de marcha, al instante.

    — Buenos días, doctor. ¿Qué tal está usted?
    — Muy bien, gracias.
    — Estupendo. ¿Y en qué especialidad está doctorado, si es que puedo preguntárselo?

    Puedes.

    — Soy psicólogo infantil. Jubilado.
    — Excelente. No se nos presentan voluntarios muchos profesionales de la salud mental. Yo mismo soy graduado en consejería, y estoy al cuidado de la selección de candidatos para La Casa.
    — Me imagino que la mayor parte de ellos lo deben considerar como algo demasiado parecido al trabajo —le dije —. Pero como yo he estado un tiempo apartado de este campo, la idea de volver a trabajar con niños me atrae.
    — Maravilloso. ¿Y qué es lo que le ha traído hasta La Casa?
    — Su reputación. He oído hablar de su buen trabajo. Y que están ustedes bien organizados.
    — Bueno, muchas gracias, doctor. ¡Desde luego tratamos de hacer lo mejor para nuestros chicos!
    — Estoy seguro de que así es.
    — Damos una visita en grupo para los posibles Caballeros. La próxima está programada para el viernes de la semana próxima.
    — Déjeme mirar en mi agenda —dejé el teléfono, miré por la ventana, hice media docena de flexiones de piernas y volví a cogerlo—. Lo siento, señor Kruger, pero ése es un mal día para mí. ¿Cuándo es la siguiente?
    — Tres semanas después.
    — Eso es mucho tiempo. Esperaba empezar antes —traté de mostrarme delicado y justo un poquito impaciente.
    — Hum. Bueno, doctor, si no le importa algo un poco menos preparado que la orientación de grupo, yo podría acompañarle en una visita privada. No habrá tiempo para montar el audiovisual, pero de todos modos, como psicólogo, seguro que ya sabe mucho de estas cosas.
    — Eso suena muy bien.
    — De hecho, si está usted libre esta tarde, podría prepararla para entonces. El Reverendo Gus está hoy aquí y a él le gusta conocer a todos los posibles Caballeros... aunque no siempre sea posible, con la de viajes que tiene que hacer. Esta semana graba para el programa de Merv Griffin y luego vuela a Nueva York para salir en un programa de «A.M. América».

    Me comunicó la noticia de las actividades televisivas de MacCaffrey con la solemnidad de un cruzado descubriendo el Santo Grial.

    — Hoy sería perfecto.
    — Excelente. ¿Alrededor de las tres?
    — A la tres.
    — ¿Sabe exactamente dónde estamos?
    — No exactamente. ¿En Malibú?
    — En Malibú Canyon —me dio la dirección exacta y luego añadió—: Ya que está aquí podrá llenar nuestros cuestionarios de selección. En un caso como el suyo, doctor, será una formalidad, pero tenemos que cumplir con las reglas. Aunque no creo que los tests psicológicos sean muy válidos para preseleccionar a un psicólogo ¿no es así?
    — No creo. Nosotros los escribimos y podemos hacerles decir lo que queramos.

    Se rió, tratando de parecer un buen colega.

    — ¿Alguna otra pregunta?
    — Creo que no.
    — Excelente. Le veré a las tres.

    Malibú es tanto una imagen como un lugar. La imagen es transmitida a las salas de estar de los Estados Unidos por la televisión, es salpicada en las pantallas cinematográficas, grabada en los surcos de los elepés y blasonada en las portadas de las novelas baratas. La imagen tiene que ver con extensiones ilimitadas de arena; cuerpos desnudos, bronceados y aceitados; balón-volea en la playa; cabellos blanqueados por el sol; hacer el amor bajo una manta, con la cadencia del coito acorde con la subida y bajada de las olas; casitas de un millón de dólares que se tambalean sobre pilastras hundidas en una tierra que no es tan firme sino que, en realidad, baila el hula-hula cuando llueve; coches deportivos, algas y cocaína.

    Todo lo cual es válido, pero limitado.

    Hay otro Malibú, un Malibú que incluye los cañones y los senderos de tierra que se esfuerzan en cruzar la cordillera de Santa Mónica. Este Malibú no tiene océano. La poca agua que posee se encuentra en forma de arroyos que gotean a través de gargantas sombreadas y desaparecen cuando sube la temperatura. Hay algunas casas en este Malibú, y manadas de coyotes que acechan por la noche, haciéndose con gallinas, una zarigüeya, un sapo gordo. Hay bosquecillos de abundante sombra, en los que las ranas de los árboles crían con tanta abundancia que uno llega a pisarlas creyendo que está poniendo el pie en suave tierra gris. Hasta que ésta se mueve. Hay montones de serpientes: reyes, de liga y de cascabel, en este Malibú. Y aislados ranchos en los que la gente vive bajo la ilusión de que nunca ha llegado la segunda parte del siglo veinte. Caminos de herradura, marcados por humeantes montones de estiércol de caballo. Cabras. Tarántulas.

    También hay muchos rumores rodeando a este segundo Malibú, el que no tiene playa. De asesinatos rituales, llevados a cabo por cultos satánicos. De cadáveres que nunca serán... que nunca podrán ser hallados. De gente perdida mientras iba de excursión y de los que nunca más se ha vuelto a saber. Historias de horror, quizá tan falsas como las que contaba la abuela junto al fuego.

    Giré en la autopista Pacific Coast, subiendo por la Rambla Pacífica y atravesé la frontera de un Malibú al otro. El Seville subió con facilidad la inclinada pendiente. Tenía puesto a D jango Reinhardt en el cassette y la música del Gitano estaba en sincronía con el vacío que se desplegaba ante mi parabrisas: la tira serpentina de la autopista, asaltada un momento por el implacable sol del Pacífico y al siguiente sombreada por el eucaliptus gigante. Una torrentera deshidratada a un lado, una caída vertical en el espacio al otro. Un camino que urgía al cansado viajero a seguir, que ofrecía promesas que jamás podría cumplir.

    Yo había dormido intranquilo la noche anterior, pensando en Robin y en mí mismo, viendo las caras de los niños: Melody Quinn, los innumerables pacientes que había tratado a lo largo de los años, los restos de un chico llamado Nemeth, que había muerto a unos kilómetros en este mismo camino. Me pregunté qué sería lo último que habría visto, qué impulso había cruzado una sinapsis crucial en el ultimísimo de los momentos, justo antes de que un gigantesco monstruo-máquina cayese rugiendo sobre él desde la nada... ¿Y qué sería lo que le habría llevado a caminar aquella solitaria extensión de la ruta en medio de la noche?

    Ahora la fatiga, amamantada por la monotonía del trayecto, estaba trazando un camino, lento pero inexorable, a lo largo de mi espina dorsal, de modo que tenía que luchar por mantenerme alerta. Puse la música más fuerte y abrí todas las ventanillas del coche. El aire olía a limpio, pero estaba sazonado con el aroma de algo que se quemaba... ¿un puente lejano?

    Tan ocupado estaba en la lucha por mantener la claridad de mi conciencia, que casi me perdí el cartel que el condado había levantado, anunciando la salida para La Casa de los Niños a tres kilómetros.

    La desviación en sí era fácil saltársela, al estar a sólo unos cientos de metros tras una curva aguda en la carretera. El camino era estrecho, apenas si lo bastante amplio para que pasasen dos vehículos en direcciones opuestas, y muy sombreado por árboles. Subía casi un kilómetro en una incesante cuesta, lo bastante inclinada como para descorazonar a cualquier caminante, como no fuera el más decidido. Claramente, aquel lugar no había sido pensado para atraer a los visitantes a pie. Era perfecto para un campo de trabajo, una granja penal, un centro de reclusión, o cualquier otro tipo de actividad que se quisiera mantener alejada de los ojos curiosos de los extraños.

    El camino de acceso terminaba en una barrera formada por una verja de alambre entrelazado de cuatro metros de alto. Unas letras de metro veinte deletreaban La Casa de los Niños, en aluminio pulimentado. A la derecha se alzaba un cartel, pintado a mano, con dos enormes manos que sostenían a cuatro niños: blanco, negro, marrón y amarillo. Una garita de guardia se hallaba a unos tres metros del otro lado de la verja. El hombre uniformado que había dentro me miró y luego habló a través de un interfono pegado a la verja.

    — ¿Puedo ayudarle? —la voz surgía acerada y mecánica, como una expresión humana hecha puré de bytes, dada a comer a un ordenador y regurgitada.
    — Soy el doctor Delaware. Tengo una cita a las tres con el señor Kruger.

    La puerta se deslizó, abriéndose.

    Al Seville le permitieron un breve rodar, antes de que fuera detenido por una barrera mecánica pintada a barras naranja y blancas.

    — Buenas tardes, doctor.

    El guardia era joven, con bigote, solemne. Su uniforme era gris oscuro, conjuntando con sus ojos. La repentina mirada no me engañó. Me estaba escudriñando.

    — Se reunirá usted con Tim en el edificio de la administración. Siga recto por ese camino y luego tuerza a la izquierda. Puede aparcar en el parking para visitantes.
    — Gracias.
    — De nada, doctor.

    Apretó un botón y el brazo a rayas se alzó en saludo.

    El edificio de la administración tenía el aspecto de haber servido para el mismo propósito en los días del internamiento de los japoneses. Tenía las formas chatas y airadas de la arquitectura militar, pero no cabía duda de que la pintura: un mural representando un cielo azul claro lleno con nubes de algodón en rama, era una creación contemporánea.

    La oficina de la recepción estaba forrada con una imitación barata de madera ocupada por una señora, el tipo perfecto de la abuela, vestida con un guardapolvo de algodón incoloro.

    Me presenté y recibí a cambio una sonrisa de la abuela.

    — Tim vendrá en seguida a por usted. Por favor, siéntese y póngase cómodo.

    Había poco de interés que mirar. Parecía que el papel de las paredes hubiera sido tomado en préstamo de un motel. Había una ventana pero sólo permitía la visión del aparcamiento. A la distancia se veía una espesa extensión de bosque: eucaliptus, cipreses y cedros... pero desde donde yo estaba sentado sólo resultaban visibles las partes inferiores de los árboles, una extensión ininterrumpida de gris-marrón. Traté de ocuparme con un ejemplar, de dos años de antigüedad, de la California Highways.

    No fue una espera demasiado larga.

    Un minuto después de que yo me hubiera sentado se abrió una puerta y entró un hombre joven.

    — ¿El doctor Delaware? Me puse en pie.
    — Tim Kruger —nos estrechamos las manos.

    Era bajo, en la segunda parte de los veinte y tenía la constitución física de un luchador, todo él duro y anguloso, y dotado con esa cantidad extra de músculos en los lugares estratégicos. Tenía un rostro que estaba bien formado, aunque demasiado impasible, como el de un muñeco de plástico al que no le hubieran dejado suficiente tiempo en el horno. Una barbilla fuerte, orejas pequeñas, una nariz recta y prominente con una forma que presagiaba convertirse en bulbosa a mediana edad, el bronceado de alguien que pasa mucho tiempo al aire libre, ojos marrón amarillentos bajo espesas cejas, una frente baja casi totalmente oculta por una enorme mata de cabello color arena. Vestía pantalones color trigo, una camisa de manga corta azul claro y una corbata azul y marrón. Colgando de la parte superior de la camisa llevaba una placa que indicaba T. Kruger, M.A., MFCC, Director de Admisiones.

    — Estaba esperando a alguien un poco mayor, doctor. Me dijo usted que estaba jubilado.
    — Y lo estoy. Creo que uno debe retirarse pronto, cuando aún puede disfrutar del retiro.

    Se echó a reír con ganas.

    — Tiene mucha razón en eso. Espero que no haya tenido problemas para encontrarnos.
    — No. Su explicación fue excelente.
    — Estupendo. Podemos empezar la visita, si usted lo desea. El Reverendo Gus está por alguna parte. Hacia las cuatro volverá para verle a usted.

    Me aguantó la puerta abierta.

    Cruzamos el aparcamiento y tomamos un sendero de grava.

    — La Casa —comenzó a explicarme—, está situada en una extensión de algo más de diez hectáreas. Si nos paramos aquí, podremos tener una buena vista de toda la distribución.

    Nos hallábamos en la cima de una elevación, sobre unos edificios, un campo de juego, caminos que se extendían y una cortina de montañas al fondo.

    — De esas diez sólo tres están siendo empleadas, el resto es espacio abierto, lo que creemos que es muy bueno para los chavales, muchos de los cuales vienen de las partes más atestadas de la ciudad —podía divisar las formas de los niños, que caminaban en grupos, jugaban con pelotas, o estaban sentados solos en la yerba—. Hacia el norte —señaló una extensión de campos abiertos —, está lo que llamamos la Pradera. Por ahora es casi toda alfalfa y hierbajos, pero hay planes de iniciar una huerta allí, este verano. Al sur está el Bosquecillo —indicó los árboles que yo había visto desde la oficina—. Es un terreno de arboleda protegida, perfecto para excursiones por la naturaleza. Hay una abundancia sorprendente de vida salvaje por allí. Yo soy del Noroeste y, antes de llegar aquí, creía que la única vida salvaje que uno podía encontrar en Los Ángeles estaba en Sunset Strip. Sonreí.
    — Esos edificios de allí son los dormitorios.

    Se giró y señaló un grupo de diez grandes barracones prefabricados, del tipo Quonset de los militares. Como el edificio de la administración, alguien había caído sobre ellos con una brocha despreocupada, y las paredes de metal ondulado habían sido festoneadas con trazos multicolores, lo que había dado un resultado extrañamente optimista.

    Se volvió de nuevo y dejé que mi mirada siguiese su brazo.

    — Ésa es nuestra piscina, de tamaño olímpico. Una donación de Majestic Oil —la piscina brillaba verde, un agujero en la tierra repleto de gelatina. Un nadador solitario cortaba el agua, marcando un camino de espuma—. Y allá están la enfermería y la escuela.

    Me fijé en un grupo de edificios color ceniza al extremo más alejado del campus, allá donde el perímetro del núcleo central se encontraba con el borde del Bosquecillo. No dijo lo que eran.

    —Vamos a dar una ojeada a los dormitorios.

    Le seguí colina abajo, contemplando el idílico panorama. El terreno estaba bien cuidado, el lugar estaba vibrante de actividad y, al parecer, ésta estaba bien organizada.

    Kruger caminaba con largos y musculosos pasos, la barbilla al viento, escupiendo datos y hechos, describiendo la filosofía de la institución como una que combinaba «la estructura y la tranquilidad de la rutina con un medio ambiente creativo que anima a que se produzca un saludable desarrollo». Era absolutamente positivo, acerca de La Casa, su trabajo, el Reverendo Gus y los chicos. La única excepción era su grave lamento de las dificultades de coordinar el «cuidado óptimo» con el mantenimiento de los asuntos financieros de la institución muy al día. Sin embargo, incluso esto fue seguido con una afirmación de comprensión profunda de las realidades económicas de los ochenta y algunos cánticos laudatorios del sistema de la libre empresa.

    Estaba bien enterado.

    El interior del barracón Quonset de color rosa brillante era de un frío y desnudo blanco sobre un suelo de tablones de madera. El dormitorio estaba vacío y nuestros pasos producían ecos. Había un aroma metálico en el aire. Las camas de los niños eran literas dobles de hierro colocadas, como en los cuarteles, perpendicularmente a las paredes, y acompañadas por armarios bajos y estantes atornillados a las paredes metálicas. Había un intento de decoración: algunos de los niños habían colgado imágenes de superhéroes de los cómics, atletas, personajes de la serie televisiva infantil Calle Sésamo... pero la ausencia de toda fotografía familiar o cualquier otra evidencia de una conexión reciente, humana, resultaba muy impactante.

    Conté que había lugar para que durmieran cincuenta niños.

    — ¿Cómo mantienen organizados a tantos chicos?
    — Es un reto — admitió —, pero hemos tenidos bastante éxito. Usamos consejeros voluntarios de la Universidad de California, de Northridge y otras universidades. Ellos consiguen una acreditación preliminar de trabajo psiquiátrico y nosotros ayuda gratuita. Nos gustaría tener un equipo profesional, pagado y a tiempo completo, pero eso es imposible financieramente hablando. Ahora tenemos un equipo de dos consejeros por dormitorio y los entrenamos para que usen la modificación del comportamiento... espero que usted no esté opuesto a eso.
    — No, si se usa de un modo adecuado.
    — Oh, desde luego. No podría estar más de acuerdo con usted. Minimizamos los adversivos fuertes, usamos una economía de vales y montones de refuerzos positivos. Esto requiere una supervisión... y ahí es donde entro yo.
    — Parece tener usted la situación muy por la mano.
    — Lo intento —me hizo una sonrisita de esas de «vamos, ya»—. Querría haberme doctorado, pero no tenía el dinero.
    — ¿Dónde estudió?
    — En la Universidad de Oregón. Conseguí graduarme allí en consejería. Y antes lo hice en psiquiatría en Jedson.
    — Pensaba que todos los que iban a Jedson eran ricos... — la pequeña universidad de las afueras de Seattle tenía la reputación de ser un refugio para los cachorros de los ricos.
    — Eso es bastante cierto —hizo una mueca —. Ese lugar parece un club de campo. Yo entré con una beca de atletismo. Carreras en pista y béisbol. En mi primer año me rompí un ligamento y, de repente, me convertí en persona non grata.

    Sus ojos se oscurecieron momentáneamente, hirviendo con el recuerdo de una injusticia casi enterrada en el olvido.

    — De todos modos, me gusta lo que estoy haciendo: hay que tomar muchas decisiones y tengo grandes responsabilidades.

    Hubo un ruido apagado en el extremo más alejado de la sala. Ambos nos giramos hacia el mismo y vimos movimientos, bajo las mantas de una de las literas inferiores.

    — ¿Eres tú, Rodney?

    Kruger caminó hacia la litera y dio unas palmadas a una prominencia que se agitaba. Un chico se sentó, manteniendo las mantas hasta su barbilla. Era regordete, negro y parecía de unos doce años, pero era imposible calcular su edad exacta, porque su rostro mostraba los claros estigmas del síndrome de Down: cráneo alargado, facciones aplanadas, ojos muy hundidos y muy juntos, barbilla huidiza, orejas colgadas muy bajas y lengua prominente. Y la expresión de asombro tan típica de los retrasados.

    — Hola, Rodney — Kruger habló suavemente —. ¿Qué es lo que pasa?

    Yo le había seguido y el niño me miró interrogativamente.

    — No pasa nada, Rodney. Él es un amigo. Ahora, dime lo que te pasa.
    — Rodney malito —las palabras sonaban arrastradas.
    — ¿Qué es lo que te hace daño?
    — La tripa duele.
    — Hum. Tendremos que hacer que te vea el doctor cuando realice su visita.
    — ¡No! —chilló el crío—. ¡No docto!
    — Vamos, Rodney —Kruger se mostraba paciente—. Si estás malo habrá que hacerte una revisión.
    — ¡No docto!
    — De acuerdo, Rodney, de acuerdo —Kruger hablaba con tono tranquilizador. Tendió la mano y tocó al chico suavemente en la parte superior de la cabeza. Rodney se puso histérico. Sus ojos se desorbitaron y su mandíbula tembló. Gritó y se echó hacia atrás, tan violentamente que se dio un golpe con la cabecera metálica de la cama en la nuca. Se tapó la cara de un tirón con las mantas, mientras lanzaba un alarido de protesta ininteligible.

    Kruger se volvió hacia mí y suspiró. Esperó hasta que el chico se hubo calmado y le habló de nuevo.

    — Hablaremos luego de lo del doctor, Rodney. Pero dime, ¿dónde se supone que deberías estar ahora? ¿Dónde está tu grupo en este momento?
    — Comida.
    — ¿Y tú no tienes gana?

    El chico negó con la cabeza.

    — Tripa duele.
    — Bueno, pues no puedes estar ahí echado tú solo. O te vas a la enfermería y llamaremos alguien para que te mire, o te unes a tu grupo para comer.
    — No docto.
    — De acuerdo, no doctor. Ahora, levántate.

    El chico reptó hasta salir de la cama, lo más lejos que pudo de nosotros. Ahora podía ver que era mayor de lo que había supuesto. Al menos tenía dieciséis y mostraba en la barbilla el incio de una barba. Me miró, con los ojos muy dilatados por el miedo.

    — Éste es un amigo, Rodney, el señor Delaware.
    — Hola, Rodney —tendí la mano. Él la miró y negó con la cabeza.
    — Se amistoso, Rodney. Así es como se ganan los puntos positivos, ¿te acuerdas?

    Una negativa con la cabeza.

    — Vamos, Rodney. Estréchale la mano.

    Pero el chico retrasado estaba decidido. Cuando Kruger dio un paso adelante se retiró, manteniendo las manos delante de su rostro.

    Siguió así durante unos momentos, en una clara lucha de voluntades. Al fin Kruger lo dejó correr.

    — Muy bien, Rodney —dijo suavemente —, nos olvidaremos por hoy de la buena urbanidad, porque estás malo. Ahora corre a reunirte con tu grupo.

    El chico retrocedió, apartándose de nosostros, rodeando la cama en un amplio círculo. Aún negando con la cabeza y manteniendo las manos delante de su cara, como un boxeador tronado, se alejó. Cuando estuvo cerca de la puerta dio un salto y medio corrió, medio se arrastó, hasta salir fuera, desapareciendo en el brillo del sol.

    Kruger se volvió hacia mí y me sonrió débilmente.

    — Éste es uno de los más difíciles. Diecisiete años y funcionando como si tuviera tres.
    — Parece tener verdadero pánico a los doctores.
    — Tiene miedo a muchas cosas. Como la mayoría de los chicos con Down ha tenido muchas complicaciones médicas: cardíacas, infecciones, complicaciones dentales. Añádale a todo eso el modo de pensar distorsionado que se produce en el interior de esa cabecita y ya verá lo que le da la suma. ¿Ha tenido muchas experiencias con retrasados mentales?
    — Algunas.
    — Yo he trabajado con cientos de ellos y no puedo recordar uno solo que no tuviera problemas emocionales graves. Ya sabe, la gente se cree que son iguales a los otros chicos, sólo que más lentos. Y no es así.

    Una traza de irritación había ido apareciendo en su voz. Yo la atribuí al haber perdido la partida de poker psíquico con el chico retrasado.

    — Rodney ha recorrido un largo camino —me explicó—. Cuando llegó aquí ni siquiera sabía hacer él solo sus propias necesidades. Y eso tras trece hogares adoptivos — movió la cabeza—. Es realmente patético. Alguna de la gente a la que el condado les entrega crios no son adecuados ni para cuidarse de perros, y ya no digamos de niños.

    Parecía dispuesto a lanzarse a una perorata, pero se contuvo y volvió a colocar la sonrisa en su cara.

    — Muchos de los chicos que nos llegan son los casos con bajas probabilidades de adopción: retrasados mentales, defectuosos, con mezcla de razas, que han ido entrando y saliendo de hogares adoptivos o que sus familias los han ido tirando al cubo de la basura. Cuando llegan aquí no tienen ni idea de cuál es el comportamiento social adecuado, no saben nada de higiene, ni poseen las habilidades básicas para vivir día a día. Muy a menudo empezamos de cero. Pero estamos satisfechos de nuestros progresos. Uno de los estudiantes va a publicar un informe sobre nuestros resultados.
    — Ése es un modo excelente de que recoger datos.
    — Sí. Y, para ser francos, eso nos ayuda también a recoger dinero, lo que a menudo es lo más necesario, doctor, cuando se quiere mantener en marcha un lugar grande como La Casa. Venga —me cogió del brazo—. Vamos a ver el resto de las instalaciones. Nos dirigimos a la piscina.
    — Por lo que he oído, el Reverendo McCaffrey tiene un gran talento para recoger fondos.

    Kruger me dio una mirada de reojo, tratando de valorar la intención que llevaban mis palabras.

    — Lo es. Es una persona maravillosa y logra sus propósitos. Y eso le lleva la mayor parte de su tiempo. Pero aun así las cosas siguen siendo difíciles. ¿Sabe?, él dirigía otra casa para niños en Méjico, pero tuvo que cerrarla. Allí no había ayuda por parte del gobierno, y la actitud del sector privado era que lo mejor que podía pasar con los campesinos es que se murieran de hambre.

    Ahora estábamos al lado de la piscina. El agua reflejaba el bosque, verdinegro y manchado con trazos de esmeralda. Había un fuerte olor a cloro mezclado con sudor. El solitario nadador aún estaba en el agua haciendo piscinas... usando el estilo mariposa y con mucho músculo tras el mismo.

    — ¡Hey, Jimbo! —gritó Kruger.

    El nadador alcanzó el extremo alejado, alzó la cabeza del agua y vio el saludo de la mano del consejero. Se deslizó sin esfuerzo hacia nosotros y se empujó hasta sacar medio cuerpo del agua. Estaba al inicio de la cuarentena, llevaba barba y era muy musculoso. Su cuerpo, tostado por el sol, estaba cubierto por vello mojado y enmarañado.

    — Hola, Tim.
    — Doctor Delaware, éste es Jim Halstead, nuestro entrenador en jefe. Jim, el doctor Alexander Delaware.
    — En realidad soy el entrenador único — Halstead hablaba con una voz profunda que emergía de su abdomen—. Le estrecharía la mano, pero la mía está más bien mojada.
    —No se preocupe—sonreí.
    — El doctor Delaware es un psicóloco infantil, Jim. Está haciendo una visita a la casa como posible Caballero.
    — Me encanta haberle conocido, doctor, y espero que se una a nosotros. Esto es muy bonito, ¿no le parece? — extendió un largo y moreno brazo hacia el cielo de Malibú.
    — Maravilloso.
    — Jim trabajaba antes en plena ciudad —dijo Kruger —. En la Escuela Superior de Artes Manuales. Luego supo lo que más le convenía.

    Halstead se echó a reír.

    — Tardé demasiado en descubrirlo. Soy un tipo tranquilo, pero cuando un mono con cuchillo te amenaza porque le mandas que hagas unas flexiones, entonces dices basta.
    — Estoy seguro de que esas cosas no pasan aquí — comenté.
    — Ni hablar —retumbó—. Los chicos son estupendos.
    — Lo que me hace recordar, Jim, que tengo que hablar contigo de un programa que tendremos que preparar para Rodney Broussard —le interrumpió Kruger—. Algo para ayudarle a que tenga confianza en sí mismo.
    — Cuando quieras.
    — Luego hablamos, Jim.
    — De acuerdo. Vuelva por aquí, Doc.

    El peludo cuerpo entró en el agua, un rápido torpedo, y nadó como una foca hasta el fondo de la piscina.

    Dimos un paseo de medio kilómetro alrededor de la periferia de la institución. Kruger me mostró la enfermería, una pequeña habitación inmaculadamente blanca con una mesa de exámenes y un camastro, de cromados resplandecientes y hediendo a antiséptico. Estaba vacía.

    — Tenemos una enfermera a media jornada, que trabaja por las mañanas. Por razones obvias no nos podemos permitir un doctor.

    Me pregunté si Majestic Oil u otro benefactor no podría donar el salario de un médico empleado a parte de su tiempo.

    — Pero tenemos la suerte de contar con un cuadro de doctores voluntarios, algunos de los mejores de la comunidad, que trabajan de modo rotatorio.

    Mientras íbamos caminando nos cruzábamos con grupos de chicos y consejeros. Kruger les saludaba con la mano y los consejeros le devolvían el saludo. La mayor parte de las veces los chicos no respondían. Como Olivia había predicho y Kruger confirmado, la mayoría de ellos tenían claros hándicap, físicos o mentales. Los chicos parecían superar a las chicas en tres por una, la mayoría de los pequeños eran negros o hispánicos.

    Kruger me hizo entrar en la cafetería, que era de techo alto, paredes estucadas y meticulosamente limpias. Unas mujeres mejicanas que no hablaban nada, se encontraban tras una partición de cristal, impasibles, y servían con tenacillas en las manos. La comida era la típica de las instituciones: estofado, carne picada usada de un modo creativo, gelatina, verduras demasiado cocidas y salsa espesa.

    Nos sentamos en una mesa estilo de las de picnic y Kruger fue por detrás del mostrador de la comida a una salita trasera. Emergió con una bandeja con café y pastas danesas. Las pastas parecían de primera calidad. No había visto nada similar tras el cristal, en el mostrador.

    Al otro lado de la sala, un grupo de niños estaban sentados en una mesa comiendo y bebiendo bajo los ojos vigilantes de dos consejeros estudiantes. En realidad, hubiera sido más correcto decir que estaban intentando comer. Aun desde la ditancia podía ver que sufrían de parálisis cerebral, algunos de ellos estaban espásticamente rígidos, otros se estremecían en movimientos involuntarios de cabeza y miembros, y tenían que luchar para llevar la comida de la mesa a su boca. Los consejeros los miraban y, a veces, les animaban verbalmente. Pero no les ayudaban físicamente y buena parte de la gelatina y la pasta estaba yendo a parar al suelo.

    Kruger mordió con mucho gusto una pasta de chocolate. Yo tomé una de canela y jugueteé con ella. Él sirvió los cafés y me preguntó si tenía que explicarme algo más.

    — No. Todo parece muy impresionante.
    — Muy bien. Entonces, déjeme que le hable acerca de la Brigada de Caballeros.

    Me dio una historia resumida del grupo de voluntarios, insistiendo en la sabiduría que había mostrado el Reverendo Gus al lograr el apoyo de las empresas locales.

    — Los Caballeros son individuos maduros, de éxito. Ellos representan la única posibilidad que tienen estos chicos de encontrarse con un modelo de rol masculino estable. Ellos son personas que han logrado situarse, la crema de nuestra sociedad y, como tales, les dan a nuestros chicos una poco común ojeada de lo que es el éxito. Les enseñan que, desde luego, es posible lograr ese éxito. Pasan tiempo aquí en La Casa con los crios, y se los llevan fuera... a acontecimientos deportivos, películas, obras de teatro, a Disneylandia. Y a sus casas para comidas en familiar. Esto da a los niños acceso a un estilo de vida que jamás han conocido. Y también es muy valioso para los hombres. Pedimos un compromiso por seis meses y un sesenta por ciento se apuntan a una segunda o tercera ronda.
    — ¿Y no puede ser frustrante para los chavales —le pregunté —, el probar lo que es esa buena vida que está fuera de su alcance?

    Estaba preparado para ésta.

    — Buena pregunta, doctor. Pero nosotros no ponemos énfasis en que nada esté fuera del alcance de nuestros niños. Queremos que sientan que lo único que los limita es su propia falta de motivación. Que tienen que responsabilizarse de sí mismo. Que pueden alcanzar el cielo... ése es el título de un libro escrito por el Reverendo Gus para los chicos: Tocar el cielo. Tiene historietas, juegos, páginas que colorear. Les enseña un mensaje positivo.

    Era como Norman Vicent Peale con un toque de jerga psicológica humanista. Miré más allá y vi a los niños paralíticos batallando con su comida. Ninguna cantidad de contacto con los miembros de las clases privilegiadas les iba a conseguir a ellos el llegar a ser miembros del Club de Yates, una invitación para el Baile de Debutantes de la más alta sociedad de San Marino o un Mercedes en el garaje.

    Hay límites al poder del pensamiento positivo.

    Pero Kruger tenía su guión y se adhería al mismo. Yo debía de admitir que era muy bueno en ello, que había leído todas las publicaciones adecuadas y que podía citar estadísticas como uno de los genios de la Rand Corporation. Era el tipo de plática que estaba destinada a hacer que la mano de uno se le fuese sola hacia la cartera.

    — ¿Quiere alguna otra cosa? —me dijo tras acabar una segunda pasta. Yo ni había tocado la primera.
    — No, gracias.
    — Entonces regresemos. Son casi las cuatro. Pasamos rápidamente por el resto del lugar. Había un corral para pájaros en el que una docena de gallinas picoteaban las barras como palomos skinnerianos, una cabra atada al extremo de una larga cuerda que estaba comiendo basura, hamsters corriendo incesantemente en norias de plástico y un basset que ladraba medio a desgana al cielo que oscurecía. La escuela había sido en otro tiempo un cuartel, el gimnasio un almacén de la Segunda Guerra Mundial, según me informó. Ambos habían sido remodelados, artística y creativamente, por muy poco dinero, por alguien que tenía una mano maestra para el camuflaje. Felicité al diseñador.
    — Es obra del Reverendo Gus. Su mano puede notarse en cada centímetro cuadrado de este lugar. Es un hombre muy singular.

    Mientras nos dirigíamos a la oficina de McCaffrey volví a ver, de nuevo, los edificios de color ceniza, al borde del bosque. Desde más cerca podía ver que se trataba de cuatro estructuras, con techos de cemento, sin ventanas y semienterradas en tierra, como si fueran bunkers, con rampas como túneles que descendían hasta puertas de hierro. Kruger no daba ninguna muestra de que fuera a explicarme lo que eran, así que se lo pregunté.

    Miró por encima de su hombro.

    — Almacenes —dijo casualmente—. Venga. Regresemos.

    Habíamos hecho un círculo completo, volviendo al edificio administrativo, cubierto de cúmulos. Kruger me escoltó hacia el interior, me estrechó la mano, me dijo que esperaba tener noticias mías y que me prepararía los materiales selectivos mientras yo estaba hablando con el Reverendo. Luego me entregó a las buenas manos de la Abuela, la recepcionista, que se despegó de su Olivetti y me suplicó dulcemente que esperase unos pocos instantes al Gran Hombre.

    Tomé un ejemplar del Fortune y trabajé muy duro en tratar de interesarme por un artículo sobre el futuro de los microprocesadores en la industria de las máquinas-herramienta, pero las palabras se emborronaban y se convertían en marchas grises gelatinosas. Las futuradas tenían ese efecto en mí.

    Apenas sí había tenido la oportunidad de descruzar las piernas cuando se abrió la puerta. Aquí eran muy estrictos en cuestiones de puntualidad. Comencé a sentirme como un trozo de materia prima... realmente no importaba de qué clase, que estaba siendo llevada a lo largo de una cadena de montaje: fundida, moldeada, manipulada, apretada e inspeccionada.

    — El Reverendo Gus le verá ahora —dijo la Abuela. Había llegado el momento, supuse, del pulimentado final.


    16


    Si hubiera estado en pie fuera, hubiera tapado el sol.

    Tenía un metro noventa y cinco de alto y pesaba más de ciento cincuenta kilos, una montaña con forma de pera, de carne pálida vestida con un traje de color gamuza, camisa blanca y corbata de seda negra del ancho de una toalla para manos de un hotel. Sus zapatos de color tostado eran del tamaño de pequeños botes de vela, sus manos como sacos de arena gemelos. Llenaba el hueco de la puerta. Unas gafas de concha negra colgaban encima de una nariz carnosa que biseccionaba una cara tan aterronada como un pudding de tapioca. Lunares, lobanillos y poros abiertos se abrían camino a lo largo de sus caídas mejillas. Había un toque de África en lo aplanado de su nariz, los labios llenos, tan oscuros y húmedos como el hígado crudo y el cabello de ricitos en caracolillo y del color de las cañerías oxidadas. Sus ojos eran pálidos, casi sin color. Había visto ojos como aquellos antes. En los salmonetes, metidos en cajas entre hielo.

    — Doctor Delaware, soy Augustus McCaffrey.

    Su mano devoró la mía y luego la liberó. Su voz era extrañamente suave. Por el tamaño que él tenía había esperado algo del estilo de la sirena de un remolcador. Y lo que había surgido era sorprendentemente lírico, apenas si un barítono, suavizado por la cansina cadencia del profundo Sur... Louisiana, supuse.

    — Entre, por favor.

    Le seguí, como un hindú tras la pista de un elefante, hasta su oficina. Era amplia y con buenas ventanas, pero no más elegantemente montada que la sala de espera. Las paredes estaban cubiertas con la misma imitación de madera y estaban desprovistas de toda decoración, excepto el gran crucifijo de madera que colgaba sobre el escritorio, que era un rectángulo de fórmica y acero que parecía excedente del gobierno. El techo era bajo, de cuadrados blancos perforados, que colgaban de una rejilla de aluminio. Había una puerta tras el escritorio.

    Me senté en una de un trío de sillas tapizadas en vinilo. Él se aposentó en una silla giratoria que gruñó en protesta, entrelazó los dedos y se inclinó hacia adelante sobre el escritorio, que ahora parecía uno de esos en miniatura que hacen para los niños.

    — Espero que Tim le haya dado una visita completa y haya contestado a todas sus preguntas.
    — Me ha sido de una gran ayuda.
    — Bien —arrastró la palabra, convirtiéndola en tres sílabas —. Es un joven muy capacitado. Selecciono mi equipo con mucho cuidado.

    Entrecerró los ojos.

    — Tal como selecciono a todos los voluntarios. Sólo queremos lo mejor para nuestros niños.

    Se echó hacia atrás y puso las manos sobre su tripa.

    — Me complace sobremanera que un hombre de su talla haya considerado el unirse a nosotros, doctor. Nunca hemos tenido un psicólogo infantil en la Brigada de Caballeros. Tim me dice que está usted jubilado.

    Me contempló jovialmente. Estaba claro que esperaba que yo explicase mi situación.

    — Sí. Así es.
    — Hum — se rascó tras una oreja, aún sonriendo. Esperando. Yo le devolví la sonrisa.
    — ¿Sabe? —dijo al fin —, cuando Tim mencionó su visita pensé que su nombre me resultaba familiar, pero no lograba situarlo. Luego me vino de repente, justo hace unos momentos. Usted dirigió aquel programa para esos niños que fueron víctimas del escándalo en la guardería, ¿no es así?
    — Sí.
    — Un trabajo maravilloso. ¿Qué tal van esos chicos?
    — Muy bien.
    — Usted... se retiró justo después de que el programa se hubo acabado, ¿no es cierto?
    — Sí.

    La enorme cabeza se agitó tristemente.

    — Un asunto muy penoso. Si no recuerdo mal el hombre aquel se mató.
    — Lo hizo.
    — Doblemente trágico. Los pequeñines maltratados de aquel modo y la vida de un hombre echada a perder sin posibilidad de salvación. O... —sonrió —, para usar un término más secular, sin posibilidad de rehabilitación. Son exactamente lo mismo, la salvación y la rehabilitación, ¿no lo cree usted así, doctor?
    — Puedo ver similitudes en ambos conceptos.
    — Ciertamente, todo depende de la perspectiva de cada uno. Le confieso — suspiró —, que a veces encuentro difícil el divorciarme de mi entrenamiento religioso, cuando estoy enfrentándome con temas referentes a las relaciones humanas. Naturalmente, debo esforzarme en hacerlo, visto el aborrecimiento que muestra nuestra sociedad incluso a la más mínima relación entre Iglesia y Estado.

    No estaba protestando. El ancho rostro estaba insuflado con una gran calma, nutrido por el dulce fruto del martirio. Parecía en paz consigo mismo, tan contento como un hipopótamo puesto al sol en un charco de barro.

    — ¿Cree usted que ese hombre... el que se mató... podría haber sido rehabilitado? —me preguntó.
    — Es difícil de decir. Yo no le conocí. Aunque las estadísticas sobre el tratamiento de pedófilos de toda la vida no son demasiado animadoras.
    — Las estadísticas —jugueteó con la palabra, dejandola rodar lentamente por su lengua. Le encantaba el sonido de su propia voz —. Las estadísticas son números fríos, ¿no es así? Con ninguna consideración hacia el individuo. Y, según me ha informado Tim, en un nivel matemático las estadísticas no tienen relevancia alguna para el individuo. ¿Es eso correcto?
    — Cierto.
    — Cuando la gente cita estadísticas me recuerda aquel chiste acerca de la mujer Okie... los chistes sobre los Okies, la gente de Oklahoma, estaban muy de moda antes de que usted naciese. Resulta que esa Okie había dado a luz a diez niños con relativa ecuanimidad, pero se mostró muy agitada al enterarse de que estaba preñada con el onceavo. Su doctor le preguntó el porqué, después de haber pasado por las labores del encontrarse en estado y parir en diez ocasiones, se mostraba repentinamente tan desmoralizada. Y ella le contestó que había leído que cada onceavo niño nacido en Oklahoma era indio, y que, ¡maldita sea si ella iba a criar a un piel roja!

    Se rió, con su tripa agitándose, los ojos rendijas oscuras. Sus gafas se le deslizaron por la nariz y él las volvió a subir.

    — Eso, doctor, resume mi punto de vista acerca de las estadísticas. ¿Sabe? La mayor parte de los niños de La Casa eran estadísticas antes de llegar aquí... números de historial de un doctor en los archivos del Tribunal de Protección de Menores, códigos para que los encargados de casos del Departamento de Servicios Sociales los catalogasen, valoraciones en los tests del Cociente de Inteligencia. Y todos esos números decían que no había esperanza para ellos. Pero nosotros los cogemos y trabajamos extenuantemente para transformar esos números en pequeños individuos. A mí no me importa el Cociente de Inteligencia de un niño, yo lo que quiero es ayudarle a que pueda reclamar su derecho de nacimiento a ser un ser humano: las oportunidades, una salud y un bienestar básicos y, si me permite un lapsus de clérigo, un alma. Pues hay un alma en cada uno de esos niñitos, aun en los que sólo funcionan a un nivel vegetativo.
    — Estoy de acuerdo en que es bueno el no estar limitado por los números —su hombre, Kruger, había hecho buen uso de las estadísticas cuando éstas le iban bien para sus propósitos y hubiera apostado a que La Casa empleaba uno o dos ordenadores para listar los números correctos, cuando la ocasión lo requería.
    — Nuestro trabajo consiste en efectuar cambios. Es algún tipo de alquimia. Y es por esto que los suicidios... cualquier tipo de suicidio, me entristecen tan profundamente. Pues todos los hombres son capaces de salvarse. Ese hombre era un perdedor, en el sentido más definitivo de la palabra. Pero, naturalmente —bajó la voz —, el que abandona se ha convertido en el arquetipo del hombre moderno, ¿no es así doctor? Se ha puesto de moda el alzarse de hombros en signo de impotencia, tras una mínima simulación de esfuerzo. Todo el mundo desea soluciones rápidas y sin esfuerzo.

    Incluyendo, no cabía duda alguna, aquellos que se jubilaban a los treinta y dos.

    — Cada día suceden milagros, justo en este lugar. Chicos que habían sido dados por casos perdidos ganan un nuevo sentido de sí mismos. Un crío que no sabe dominarse aprende a controlar sus tripas —hizo una pausa, tal cual un político tras una frase que merece un aplauso —. Los niños llamados retrasados aprenden a leer y escribir. Milagros pequeños, quizá, cuando se los mide con los del Hombre caminando sobre la Luna, o quizá no.

    Sus cejas se arquearon, los gruesos labios se abrieron para mostrar unos dientes de caballo, muy separados entre sí.

    — Naturalmente, doctor, si usted cree que la palabra milagro es indebidamente sectaria, podemos sustituirla por éxito. Ésa sí es una palabra con la que puede identificarse el americano medio: el éxito.

    Viniendo de cualquier otro, podría haber sido un sermón de baratillo, propio de uno de esos predicadores dominicales de tres al cuarto. Pero McCaffrey era bueno y sus palabras tenían la convicción de alguien que ha sido ordenado para que lleve a cabo una misión sagrada.

    — ¿Podría preguntarle —me interrogó con tono placentero—, por qué se retiró usted?
    — Quería tener un cambio de ritmo, Reverendo. Tiempo para ordenar mi tabla de valores.
    — Le comprendo. La reflexión puede ser profundamente valiosa. Sin embargo, espero que no se ausente usted por demasiado tiempo de su profesión. Necesitamos gente buena en su campo.

    Aún estaba predicando, pero ahora estaba mezclando el sermón con una dosis de masaje a mi ego. Comprendí por qué lo apreciaban tanto los jefazos de las grandes empresas.

    — De hecho, he empezado a echar en falta el trabajar con niños. Que es el motivo por lo que me he puesto en contacto con ustedes.
    — Excelente, excelente. La pérdida de la psicología será en nuestro beneficio. Usted trabajó con el Pediátrico del Oeste, ¿no es así? Creo recordar haberlo leído en el periódico.
    — Allí y en una consulta particular.
    — Es un hospital de primera. Enviamos allí a muchos de nuestros niños cuando surge la necesidad de cuidados médicos. Estoy relacionado con varios de los médicos de su plantilla y muchos de ellos han sido muy generosos... en la entrega de sí mismos.
    — Son unos hombres muy ocupados, Reverendo; debe usted de ser muy persuasivo.
    — En realidad no; no obstante, me doy perfecta cuenta de la existencia de una necesidad humana básica de dar, o si lo prefiere, de una motivación altruística. Sé que esto choca de frente con la psicología moderna, que limita la noción de la motivación a la autogratificación, pero estoy convencido de que tengo la razón. El altruismo es algo tan básico como el hambre y la sed. Usted, por ejemplo, satisfizo sus propias necesidades altruísticas dentro de los límites de su profesión elegida. Pero, cuando dejó de trabajar, volvió ese hambre. Y —abrió los brazos —, aquí está.

    Abrió un cajón de su escritorio, sacó un opúsculo y me lo entregó. Era muy deslumbrante y estaba muy bien hecho, tan cuidado como el informe trimestral de un conglomerado industrial.

    — En la página seis podrá ver una lista parcial de nuestro directorio.

    La hallé. Para ser una lista parcial era impresionante, extendiéndose a todo lo largo de la página y en letra pequeña. Y resultaba deslumbradora: incluía dos supervisores del condado, un miembro del consejo municipal, el alcalde, jueces, filántropos, grandes nombres del mundo del espectáculo, abogados, hombres de negocios y muchos médicos, algunos de cuyos nombres reconocí. Como L. Willard Towle.

    — Todos esos son hombres muy atareados, doctor. Y, sin embargo, hallan el tiempo necesario para nuestros niños. Porque sabemos llegar hasta el recurso interno, la fuente del altruismo.

    Fui pasando páginas. Había una carta de recomendación del gobernador, muchas fotos de chavales pasándoselo bien, y aún más fotos de McCaffrey. Su enorme masa aparecía con un traje de mil rayas en el show televisivo de Donahue, con smoking en una gala benéfica en el Music Center, con chandal y un grupo de sus jóvenes en la línea de llegada de las Olimpiadas Especiales. McCaffrey con personalidades de la televisión, con líderes del movimiento por los derechos civiles, con cantantes de música country y presidentes de bancos.

    A mitad del folleto encontré a McCaffrey fotografiado en una sala que reconocí como el salón de conferencias del Pediátrico del Oeste. Junto a él, con el cabello cano brillando, estaba Towle. Al otro lado había un hombrecillo, con aspecto de rana, cuadrado, hosco incluso cuando sonreía. Era el tipo con ojos a lo Peter Lorre cuya fotografía había visto en la consulta de Towle. El texto bajo la foto lo identificaba como el Honorable Edwin G. Hayden, juez supervisor del Tribunal de Protección de Menores. La ocasión era la charla que había dado McCaffrey al equipo médico sobre: «La asistencia social a los niños: pasado, presente y futuro».

    — ¿Está muy implicado en La Casa el doctor Towle? — pregunté.
    — Pertenece a nuestro Comité y es uno de los médicos que hacen un trabajo rotatorio. ¿Lo conoce usted?
    — Nos hemos visto. De un modo casual. Pero le conozco muy bien por su reputación.
    — Sí, es toda una autoridad en la pediatría del comportamiento. Sus servicios nos son muy valiosos.
    — Estoy seguro de ello.

    Pasó el siguiente cuarto de hora enseñándome su libro, un volumen impreso localmente, de tapas blandas y lleno de lugares comunes muy edulcorados y una parte gráfica de primer orden. Le compré un ejemplar, por quince pavos, después de que me largó una versión más sofisticada de la petición de dinero envuelta en palabrería que antes me había soltado Kruger. El ambiente de la oficina, con sus muebles que parecían comprados en un saldo, daba credibilidad a su petición. Además, me había aprobado en lo que a pensamiento positivo se refería y aquél parecía un precio bajo por un descanso en el acoso.

    Tomó los tres billetes de cinco dólares, los dobló y los metió ostentosamente en un cepillo para limosnas que tenía sobre su escritorio. El receptáculo estaba empapelado con el dibujo de un niño de aspecto solemne con unos ojos que rivalizaban con los de Melody Quinn en tamaño, luminosidad y la habilidad de proyectar una sensación de dolor interno.

    Se puso en pie, me dio las gracias por haber venido y tomó mi mano entre las dos suyas.

    — Espero verle pronto de nuevo, doctor. Ahora era mi turno de sonreír.
    — De eso puede estar seguro, Reverendo.

    La Abuela me estaba aguardando y, en cuanto entré en la sala de espera vino con un montón de impresos unidos por grapas y un par de lápices del número dos y punta muy afilada.

    — Puede llenar esto aquí mismo, doctor Delaware — me dijo dulcemente.

    Yo miré mi reloj.

    — Uff, es mucho más tarde de lo que me imaginaba. Tendré que irme a toda prisa.
    — Pero... —enrojeció.
    — ¿Qué le parece si me da todo eso, para que me lo lleve a casa? Los llenaré y se los mandaré por correo.
    — ¡Oh, no! ¡No puedo permitírselo! ¡Éstos son tests psicológicos! —apretó los papeles contra su pecho—. Las reglas dicen que tiene usted que llenarlos aquí.
    — Bueno, pues entonces tendré que volver en otra ocasión — hice gesto de irme.
    — Espere. Deje que se lo pregunte a alguien. Le preguntaré al Reverendo Gus si es...
    — Me dijo que se iba a retirar para un período de meditación. No creo que desee que le molesten.
    — Oh —estaba desorientada—. Tengo que preguntárselo a alguien. Espéreme aquí, doctor, y encontraré a Tim.
    — Seguro.

    Cuando se hubo ido, me deslicé por la puerta sin que nadie me viera.

    El sol ya casi se había puesto. Era ese período de transición del día, cuando la paleta de colores diurnos va siendo rascada lentamente, con los colores desapareciendo para revelar una capa gris, ese segmento ambiguo del crepúsculo cuando todo se ve como un poco borroso en los bordes.

    Caminé hacia mi coche, desconcertado. Había pasado tres horas en La Casa y había aprendido poco más que el Reverendo Augustus McCaffrey era un viejo astuto con unas glándulas carismáticas superactivas. Se había tomado el tiempo necesario para examinarme y había querido que yo me diese cuenta de ello. Pero sólo un paranoico hallaría algo ominoso en aquello. Estaba fanfarroneando, demostrándome lo bien informado y preparado que estaba. Lo mismo se podía decir de su ostentación de la abundancia de amigos que tenía en altos cargos. Era un puro flexionar los músculos psicológicos. El poder respetaba al poder, la fuerza gravitaba hacia la fuerza. Cuantas más conexiones pudiera mostrar McCaffrey más iba a lograr. Y aquél era el camino hacia la pasta abundante. Esto y los limosneros decorados con enanitos de ojos tristes.

    Tenía la llave en la puerta del Seville y estaba de cara al campus de la institución. Se veía vacío y silencioso, como una granja bien llevada después de que se había hecho todo el trabajo. Probablemente era la hora de cenar, con los chicos en la cafetería, los consejeros vigilándoles y el Reverendo Gus soltándoles una elocuente bendición.

    Me sentía como un tonto.

    Estaba a punto de abrir la puerta cuando capté un movimiento cerca de la arboleda del Bosquecillo, a varios cientos de metros en la distancia. Era difícil estar seguro, pero creí ver una lucha, oír el sonido de gritos apagados.

    Puse las llaves del coche otra vez en mi bolsillo y dejé que el ejemplar del libro de McCaffrey cayese a la grava. Ño había nadie más a la vista, excepto el guardia en la garita de la entrada y su atención estaba enfocada en la dirección opuesta. Necesitaba acercarme sin ser visto. Cuidadosamente, recorrí el camino que bajaba la colina en la que se hallaba el aparcamiento, manteniéndome a la sombra de los edificios siempre que me era posible. Las formas en la distancia se estaban moviendo, pero lentamente.

    Me apreté contra la pared rosa flamenco del dormitorio situado más al sur, que era lo más lejos que podía llegar sin abandonar la cobertura. El suelo estaba húmedo y reblandecido, el aire podrido con los vapores que salían de un cercano contenedor de basuras. Alguien había tratado de escribir JODER en la pintura rosa, pero el metal ondulado era una superficie hostil y sólo había admitido rasguños, como de uña de pollo. Ahora los sonidos eran más fuertes y más claros, y eran definitivamente gritos de dolor... sonidos animales, quejumbrosos y fuertes.

    Pude ver tres siluetas, dos grandes y una mucho más pequeña. La pequeña parecía estar caminando en el aire.

    Me acerqué más, centímetro a centímetro, atisbando por la esquina. Las tres figuras pasaron ante mí, quizá a unos diez metros de distancia, moviéndose a lo largo del borde sur de la institución. Caminaban a través del cemento que rodeaba a la piscina y llegaron bajo la iluminación de una luz amarilla antiinsectos que estaba fijada al alero de la caseta de la piscina.

    Fue entonces cuando los vi claramente, como congelados en un destello de la luz limón.

    La figura pequeña era Rodney y parecía suspendida porque estaba siendo llevada en el firme abrazo de Halstead, el entrenador, y de Tim Kruger. Lo aferraban por debajo de los brazos, con lo que sus pies colgaban a centímetros por encima del suelo.

    Eran unos hombres fuertes, pero el chico estaba luchando con ellos. Se estremecía y pateaba como un hurón atrapado en un cepo, abría su boca y lanzaba un gemido sin palabras. Halstead apretaba una peluda mano sobre la boca, pero el chico lograba soltarse y gritaba de nuevo. Halstead lo amordazaba otra vez y siguieron así hasta que desaparecieron de mi línea de visión; los sonidos alternos de los gritos y los gruñidos apagados era como un enloquecido solo de trompeta que fue haciéndose más débil y al final se perdió en la lejanía.

    Entonces sólo hubo silencio y yo estuve solo, con la espalda contra la pared, bañado en sudor, con la ropa mojada y pegada a mi cuerpo. Quería realizar algún acto heroico, romper la atontadora inercia que se había solidificado alrededor de mis tobillos como si fuera cemento de secado rápido.

    Pero yo no podía salvar a nadie. Era un hombre que estaba fuera de su elemento. Si los seguía, habría una explicación racional para todo y una manada de guardias para llevarme rápidamente afuera, tomando cuidada nota de mi cara para que nunca más se abrieran las puertas de La Casa ante ella.

    No me lo podía permitir, aún no.

    Así que allí me quedé, pegado a la pared, enraizado en aquel silencio de ciudad fantasma, sintiéndome mal e inerme. Apreté los puños hasta que me hicieron daño y escuché el seco y urgente sonido de mi propia respiración, que era como el raspar de botas contra los tochos de callejones.

    Forcé la imagen del forcejeante chico fuera de mi mente.

    Cuando estuve seguro de que nadie me veía, regresé a hurtadillas a mi coche.


    17


    La primera vez que llamé, a las ocho de la mañana, no me contestó nadie. Media hora más tarde la Universidad de Oregón estaba ya abierta al público.

    — Buenos días. Aquí Educación.
    — Buenos días. Soy el doctor Gene Adler y les llamo desde Los Ángeles. Estoy con el Departamento de Psiquiatría del Centro Médico Pediátrico del Oeste de Los Ángeles. En la actualidad estamos buscando personal para trabajar como consejeros. Uno de los candidatos ha afirmado en su curriculum que obtuvo el Grado de Master en Consejería para la Educación de su Departamento. Y, como parte de nuestra comprobación rutinaria de credenciales, me pregunto si me podrían corroborar este dato.
    — Le pasaré a Marianne, que está en Certificaciones. Marianne tenía una voz cálida y amistosa, pero cuando le repetí mi historia me dijo, firmemente, que sería necesario que hiciese una petición por escrito.
    — Por mí no hay inconveniente —le dije —, pero eso llevará tiempo. El trabajo para el que se ha prestado esa persona se le dará a uno de los que se han presentado, competitivamente, para el mismo. Y planeamos tomar una decisión antes de veinticuatro horas. Es una simple formalidad esto de la comprobación de los curriculums, pero nuestro seguro de responsabilidad civil especifica el que debemos de hacerlo. Si lo prefiere puedo hacer que el candidato la llame para autorizarles a facilitar esa información. Al fin y al cabo es a él a quien le interesa.
    — Bueno... supongo que no hay nada de malo en ello. Lo único que usted desea es saber si esa persona recibió un grado ¿no? ¿Nada más personal que eso?
    — Así es.
    — ¿Quién es el candidato?
    — Un caballero llamado Timothy Kruger. Su curriculum dice que obtuvo un Master ahí, hace cuatro años.
    — Un momento.

    Se ausentó por diez minutos, y cuando regresó al teléfono parecía alterada.

    — Bueno, doctor, su formalidad ha resultado ser una cosa muy útil. No tenemos datos de que se le haya concedido un grado a ninguna persona de ese nombre en los últimos diez años. Tenemos la información de que un tal Timothy Jay Kruger asistió a las clases de la escuela de graduación, hace cuatro años, durante un semestre, pero no a las de Consejería, sino a las de Enseñanza. Y se fue después de ese único semestre.
    — Ya veo. Es muy preocupante. ¿Hay algún dato del motivo por el que abandonó?
    — Ninguno. Pero, ¿acaso importa eso ahora?
    — No, supongo que no... ¿está usted absolutamente cierta respecto a esto? No querría poner en peligro la carrera del señor Kruger...
    — No hay ninguna posibilidad de duda —sonaba ofendida—. Lo he comprobado y vuelto a comprobar, doctor, y luego se lo he preguntado al Jefe del Departamento, el señor Gowdy y él se mostró muy seguro: ningún Timothy Kruger se ha graduado aquí.
    — Bueno, eso zanja la cuestión, ¿no es así? Y desde luego da una nueva luz sobre este tal señor Kruger. ¿Podría usted mirarme una cosa más?
    — ¿Qué es lo que quiere?
    — El señor Kruger también ha indicado una especialización en sus estudios preuniversitarios, en psicología, obtenida en el Jedson College en el estado de Washington. ¿Estará incluido este tipo de información en sus archivos?
    — Lo estará en su inscripción en la Escuela de Graduados. Debemos de tener una copia, pero no veo por qué necesita usted el que...
    — Marianne, voy a tener que informar de esto al Comité Estatal de Examinadores sobre Ciencias del Comportamiento, porque en este asunto anda por medio un permiso de trabajo estatal. Y quiero tener todos los datos.
    — Ya veo. Déjeme mirar. Esta vez regresó al momento.
    — Tengo aquí una copia del informe de Jedson, doctor. Sí que le dieron un diploma de especialización, pero no fue en psicología.
    — Entonces, ¿en qué fue? Ella se echó a reír.
    — En Artes Dramáticas. En actuación.

    Llamé a la escuela en la que enseñaba Raquel Ochoa e hice que la sacaran de clase. A pesar de ello, pareció contenta de volverme a oír.

    — Hey. ¿Cómo anda la investigación?
    — Nos estamos acercando —le mentí —. Por eso la he llamado. ¿Llevaba Elena un diario, o algún tipo de archivo?
    — No. Ninguna de nosotras hemos sido escritoras de diarios. Jamás los hemos tenido.
    — ¿Ni libretas de notas, grabaciones magnetofónicas, nada de eso?
    — Las únicas cintas que le vi eran de música... tenía un cassette en su coche nuevo... y algunas cintas que Handler le dio para ayudarla a relajarse. Para dormir. ¿Por qué?

    Ignoré la pregunta.

    — ¿Dónde están sus efectos personales?
    — Eso usted debería de saberlo. La policía los tenía. Supongo que se los entregarían a su madre. ¿Qué es lo que sucede? ¿Han encontrado algo?
    — Nada definido. Nada de lo que pueda hablar. Estamos tratando de hacer que las cosas se ajusten unas con otras.
    — No me importa como lo hagan, sólo cácenlo y castíguenlo. ¡Ese monstruo!

    Rebusqué un pedazo rancio de falsa confianza y lo embadurné bien por mi voz:

    — Lo haremos.
    — Sé que usted lo hará.

    Su fe me hacía sentir intranquilo.

    — Raquel, no estoy cerca de los archivos. ¿Tiene a mano la dirección de su madre?
    — Seguro —me la dio.
    — Gracias.
    — ¿Tiene usted la intención de visitar a la familia de Elena?
    — Creo que puede serme útil hablar con ellos en persona. Hubo un silencio al otro extremo. Al fin me dijo:
    — Son buena gente. Pero quizá se le cierren a usted.
    — Ya me ha pasado eso en otras ocasiones. Ella se echó a reír.
    — Creo que sería mejor si yo fuese con usted. Casi soy un miembro más de su familia.
    — ¿No sería una molestia para usted?
    — No. Quiero ayudar. ¿Cuándo le gustaría ir?
    — Esta tarde.
    — Muy bien. Saldré pronto, les diré que no me encuentro bien. Venga a recogerme a las dos treinta. Apunte mi dirección.

    Vivía en un barrio modesto del Oeste de Los Ángeles, no muy lejos de donde las autopistas de Santa Mónica y San Diego se unen en amoroso matrimonio, un área de bloques de apartamentos poblada por solteros que no se podían pagar la zona de Marina.

    Se la veía a una manzana de distancia, esperando en la esquina, vestida con una blusa de crepé color sangre de pichón, falda de tejano azul y botas estilo Oeste de cuero repujado.

    Subió al coche, cruzó sus marrones piernas, que no llevaban medias, y sonrió.

    — Hola.
    — Hola. Gracias por hacer esto.
    — Ya le he dicho que esto es algo que deseo hacer. Quiero sentirme útil.

    Conduje hacia el norte, rumbo a Sunset. Había jazz en la radio, algo de estilo free y átono, con solos de saxófono que sonaban como sirenas de la policía y tambores como el corazón de un detenido.

    — Cambíelo, si no le gusta.

    Tocó algunos botones, jugueteó con el mando y halló una emisora de rock suave. Alguien estaba cantando acerca de un amor perdido y viejas películas, entrelazando ambas cosas.

    — ¿Qué es lo que quiere que le digan ellos? —me preguntó, arrellanándose.
    — Si Elena les contó algo sobre su trabajo... específicamente del chico que murió. Y cualquier cosa sobre Handler.

    Había montones de preguntas en sus ojos, pero las mantuvo allí.

    — El hablarles acerca de Handler va a ser muy delicado. A la familia no le gustaba la idea de que ella saliese con un hombre que era mucho mayor. Y que además... —dudó—, era un anglo. En situaciones como ésta la tendencia es a negar todo lo que pasa, ni siquiera admitir su existencia. Es algo cultural.
    — Hasta cierto punto es humano.
    — Hasta cierto punto, quizá. Pero nosotros los hispanos lo hacemos más. En parte es a causa del catolicismo, el resto es por nuestra sangre india. ¿Cómo puede uno sobrevivir en algunas de las regiones desoladas en las que hemos vivido sin negar la realidad? Una sonríe y pretende que todo es verde y fértil y que hay cantidad de agua y de comida, y así el desierto no parece tan malo.
    — ¿Alguna sugerencia sobre cómo podría yo darle la vuelta a esa negativa?
    — No lo sé —estaba sentada con las manos cruzadas sobre el regazo, como una escolar bien educada —. Creo que será mejor que yo empiece a hablar. Cruz, la mamá de Elena, siempre me ha querido mucho. Quizá yo pueda darle la vuelta. Pero no espere milagros.

    No tenía por qué preocuparse por eso

    Echo Park es un pedazo de Latinoamérica transportado a las polvorientas y empinadas calles que, aguantadas por terraplenes de hormigón, que ya habían empezado a desmoronarse y se encuentran a ambos lados de Sunset Boulevard, se alzan entre Hollywood y el centro. Las calles tienen nombres como Macbeth y Macduff, Bonnybrae y Laguna, pero son cualquier cosa menos poéticas. Ascienden hacia el sur y luego caen hasta el ghetto de Union District. Hacia el norte también suben, encontrándose con el pequeño parque, centrado por un lago, que da al área su nombre, luego continúan por áridos senderos y se pierden en la incongruente tierra salvaje que mira desde arriba al Dodger Stadium y el Elysian Park, hogar de la Academia de Policía de Los Ángeles.

    Sunset cambia cuando deja Hollywood y entra en Echo Park. Los cines pornos y los moteles por horas dejan paso a las boticas y bodegas, a tiendas de discos latinos y a una variedad infinita de chiringuitos de comidas: puestos de venta de tacos, restaurantes de pescado peruanos, hamburgueserías... y restaurantes latinos de primera categoría, peluquerías con los escaparates guardados por cráneos de porexpán con pelucas rubias, pastelerías cubanas, consultorios médicos y bufetes de abogados, bares y clubes sociales. Como muchas áreas pobres, la parte de Sunset en Echo Park está continuamente atestada de tráfico peatonal.

    El Seville se fue abriendo paso, lentamente, a través de la muchedumbre de la tarde. En el paseo se notaba un ambiente tan urgente y crujiente como el tocino frito que escupían las freidoras de los puestos de comida. Había chicos que mostraban tatuajes caseros, madres quinceañeras llevando niños gordos en destartalados cochecitos que amenazaban con desmontarse cada vez que subían o bajaban una acera, jugadores de cartas callejeros, charlatanes, consejeros legales de inmigración con camisas almidonadas, mujeres de la limpieza en sus horas libres, abuelas, vendedores de flores, un torrente incesante de niños de ojos castaños.

    — Es muy extraño —me dijo Raquel—, el volver aquí en un coche tan espectacular.
    — ¿Cuánto hace que se fue usted de aquí?
    — Un millar de años.

    No parecía desear decir más de ello, así que lo dejé correr. En la Fairbanks Place me dijo que girara a la izquierda. La casa de los Gutiérrez estaba al extremo de un callejón retorcido, que llegaba hasta una cima y luego se convertía en un sendero de tierra que llevaba más allá de la colina. Medio kilómetro más y podríamos haber sido los únicos seres humanos del universo.

    Me fijé en que tenía la costumbre de morderse: los labios, los dedos, los nudillos, cuando estaba nerviosa. Y ahora se estaba mordisqueando el pulgar derecho. Me pregunté qué clase de hambre satisfacería aquello.

    Conduje cuidadosamente, apenas si había espacio para un solo vehículo, pasando junto a jóvenes vestidos con camisetas y trabajando en viejos coches con la dedicación de sacerdotes en santuarios, y niños chupándose los dedos pringados de caramelo. Hacía mucho, la calle había estado plantada con olmos que habían crecido hasta hacerse enormes. Sus raíces deformaban la acera y en las grietas crecían hierbas. Algunas ramas rozaban el techo del coche. Una vieja con piernas inflamadas envueltas de harapos empujaba un carrito de supermercado lleno de recuerdos hacia arriba de una cuesta que no tenía nada que envidiar a las de San Francisco. Las pintadas cubrían cada centímetro cuadrado de espacio libre, proclamando la inmortalidad de Little Wille Chacón, los Echo Parque Skulls, Los Conquistadores, los Lemoyne Boys y la lengua de María Paula Bonilla.

    — Allí —señaló a una casa, estilo cabaña, pintada de verde claro y techada con papel asfáltico de color marrón. El patio delantero era seco y marrón, pero estaba circundado por esperanzados planteles de geranios y grupos de amapolas naranjas y amarillas. En la base de la casa había una hilera de piedras y sobre la entrada un pórtico que daba sombra a un viejo porche de madera en el que se encontraba sentado un hombre.
    — Ése es Rafael, el hermano mayor. El que está en el porche.

    Encontré un lugar de aparcamiento junto a un Chevy sin ruedas y colocado sobre montones de ladrillos. Giré las ruedas hacia la acera y puse el freno de mano. Salimos del coche y el polvo hizo remolinos alrededor de nuestros tacones.

    — ¡Rafael! —llamó ella y saludó con la mano. El hombre del porche tardó un minuto en alzar la vista, tras lo que levantó la mano... parecía que con debilidad.
    — Yo antes vivía justo al doblar la esquina —dijo ella, haciéndolo sonar como si fuera una confesión. Me guió media docena de escalones arriba y luego a través de una puerta mosquitera metálica, abierta.

    El hombre del porche no se había levantado. Nos contemplaba con aprensión, curiosidad y algo más que no podía identificar. Era pálido y delgado, hasta el punto de ser esquelético, con la misma curiosa mezcla de facciones hispánicas y coloración clara que su difunta hermana. Sus labios no tenían sangre, sus ojos eran de párpados pesados. Parecía ser víctima de alguna enfermedad del sistema. Vestía una camisa blanca de manga larga y llevaba las mangas arrolladas hasta justo los codos; le hacía globo alrededor de la cintura, porque era varios números demasiado grande. Sus pantalones eran negros y parecían como si en otro tiempo hubieran sido parte del traje de un hombre gordo. Sus zapatos estaban cuarteados en las puntas y los llevaba sin anudar, con las lengüetas saliendo y mostrando unos gruesos calcetines blancos. Su cabello era corto y lo llevaba peinado hacia atrás.

    Estaba a mitad de los veinte, pero tenía el rostro de un anciano, una máscara cansina y desconfiada.

    Raquel fue hasta él y le dio un beso ligero en lo alto de la cabeza. Él alzó la vista hacia ella, pero no se movió.

    — Hola, Rocky.
    — ¿Cómo estás, Rafael?
    — Okey —asintió con la cabeza y por un momento pareció como si ésta se le fuera a despegar del cuello. Dejó que sus ojos se clavasen en mí; tenía dificultades para enfocarlos.

    Raquel se mordió el labio.

    — Venimos a verte, y a Andy, y a tu mami. Éste es Alex Delaware, trabaja con la policía. Está dedicado a la investigación del caso... de Elena.

    El rostro mostró alarma, luego las manos se apretaron a los brazos del sillón. Después, como respondiendo a la indicación de un director escénico para que se relajase, me sonrió, se arrellanó un poco y me hizo un guiño.

    —Vale —dijo.

    Tendí mi mano. Él la miró, desconcertado, la reconoció como la de un amigo largo tiempo perdido, y extendió su propia y delgada garra.

    Su brazo estaba penosamente desnutrido, un montón de palos sostenidos juntos por el papel de envolver. Mientras nuestros dedos se tocaban, su manga se fue más hacia atrás y vi las señales de punzadas. Había montones. La mayoría tenía aspecto de ser antiguas, como hinchadas manchas de carbón, pero algunas eran frescas y sonrosadas. Una, en particular, no era ninguna antigualla, mostrando aún una gotita de sangre en el centro.

    Su apretón de manos era húmedo y trémulo. Lo solté y el brazo cayó inerte a su costado.

    — Hola, amigo — dijo, apenas si audible —. Qué bueno que viniste.

    Se volvió, perdido en su propio sueño-infierno atemporal. Por primera vez escuché la música de otro tiempo que salía de una radio a transistores barata, que estaba en el suelo junto a su sillón. La mala caja de plástico reverberaba con la estática. La reproducción del sonido era atroz, la música tenía la cualidad fangosa de unas notas que hubieran sido filtradas a través de un kilómetro de barro. Rafael tenía la cabeza echada hacia atrás, estaba en éxtasis. Para él era como si el Coro Celestial le estuviera trasmitiendo directamente a sus lóbulos temporales.

    — Rafael —sonrió ella.

    Él la miró, sonrió, asintió con la cabeza y ya estuvo ido. Se lo quedó mirando, con lágrimas en los ojos. Me moví hacia ella y se apartó, airada y avergonzada.

    — Maldita sea.
    — ¿Cuánto tiempo hace que se pincha?
    — Años, pero pensé que lo había dejado. La última noticia que tuve era de que lo había dejado —alzó la mano hacia su boca, se tambaleó como si se fuera a caer. Yo me coloqué para cogerla, pero ella se afianzó—. Se quedó colgado en el Vietnam. Volvió a casa con una adicción muy fuerte. Elena empleó montones de horas y de dinero para tratar de ayudarle a salir de eso. Lo intentó una docena de veces, pero cada vez volvía a caer de nuevo. Pero ahora ya llevaba un año sin pincharse, y Elena estaba muy contenta. Incluso había conseguido un trabajo para hacer paquetes en Lucky's, en Alvarado.

    Se enfrentó a mí, con las aletas de su nariz vibrando, los ojos flotando como lirios negros en un estanque salado, los labios temblando como cuerdas de un arpa.

    — Todo se está viniendo abajo.

    Se agarró el poste del porche para sostenerse. Yo me puse tras ella.

    — Lo siento.
    — Siempre fue el más sensible. Silencioso, nunca tenía citas con chicas, no tenía amigos. Le pegaban muchas palizas. Cuando su padre murió, trató de hacerse cargo, de ser el hombre de la casa. La tradición dice que debe de hacerlo el hermano mayor. Pero no funcionó, nadie le tomaba en serio. Se reían de él. Todos lo hacíamos. Así que lo dejó correr, como si hubiera fallado en algún tipo de examen final. Dejó de ir a la escuela, se quedaba en casa y leía cómics o miraba la televisión todo el día... se limitaba a mirar a la pantalla. Cuando el Ejército dijo que lo necesitaba, pareció contento. Cruz lloró al verlo marcharse, pero él era feliz...

    Lo miré, sentado tan bajo que casi estaba paralelo al suelo. Tragado por el sueño de los drogotas, su boca estaba abierta y roncaba sonoramente. La radio tocaba la canción «Papaíto está en casa».

    Raquel se atrevió a darle otra mirada y luego apartó la cabeza, disgustada. Tenía una expresión de noble sufrimiento, como la de una virgen azteca que estuviese haciendo acopio de valor para el sacrificio final.

    Puse mis manos en sus hombros y ella se echó hacia atrás entre mis brazos. Se quedó así, tensa y sin ceder un ápice, permitiéndose una mísera ración de lágrimas.

    — Esto es un comienzo realmente infernal — dijo. Inhalando profundamente, soltó luego el aliento con un aroma de té del Canadá. Se secó los ojos y se dio la vuelta—. Debe de pensar usted que lo único que hago es llorar. Venga, vamos dentro.

    Abrió la puerta mosquitero, que dio un fuerte golpe contra la madera de la puerta de la casa.

    Entramos en una pequeña habitación-recibidor, amueblada con reliquias viejas pero bien cuidadas. Era cálida y oscura, con las ventanas cerradas y cubiertas con amarillentas persianas de pergamino... era una habitación poco acostumbrada a los visitantes. Unas gastadas cortinas de encaje estaban recogidas con lazos, a ambos lados de las ventanas y unos cobertores a juego cubrían los brazos de los asientos: un sofá y un sillón, que estaban tapizados en pana de color verde oscuro, con los puntos desgastados brillantes y del color de loros de la jungla; y dos mecedoras de enea. Una pintura de los dos hermanos Kennedy muertos, en terciopelo negro, colgaba encima de la chimenea. Y sobre las mesillas de al lado de los sillones, también cubiertas con mantelillos de encaje, se veían tallas en madera y ónice mejicano. Había dos lámparas de pie, con pantallas de cuentas, un Jesús agonizante, en yeso, que colgaba de la pared encalada junto a una naturaleza muerta consistente en una cesta de naranjas. Retratos familiares en adornados marcos cubrían otra pared y, suspendida muy por encima de éstos, se encontraba una gran foto de la graduación de Elena. Una araña corría por donde la pared y el techo se unían.

    Una puerta hacia la derecha revelaba un pedazo de mosaico blanco. Raquel fue hasta allí y atisbo.

    — ¿Señora Cruz?

    La apertura de la puerta se agrandó y una baja y gruesa mujer apareció, con el trapo de secar platos en la mano. Llevaba un vestido azul estampado, sin cinturón, y su cabello gris-blanquecino estaba recogido en un moño y aguantado por una peineta de imitación de tortuga. De sus orejas colgaban pendientes de plata y puntos salmón de colorete marcaban sus mejillas. Su piel tenía el aspecto delicado, suave como de bebé, común a las mujeres mayores que han sido hermosas.

    — ¡Raquelita!

    Dejó el trapo, salió y ambas se abrazaron durante largo rato.

    Cuando me vio sobre el hombro de Raquel, sonrió.

    Pero su rostro se cerró tan firmemente como la caja fuerte de un prestamista. Se soltó y me hizo una pequeña reverencia.

    — Señor —dijo con demasiada deferencia y miró a Raquel, enarcando una ceja.
    — Señora Gutiérrez.

    Raquel habló con ella rápidamente en español. Yo capté las palabras «Elena», «policía» y «doctor»; y acabó con una pregunta.

    La anciana escuchó educadamente, y luego negó con la cabeza.

    — No —algunas cosas son iguales en cualquier idioma. Raquel se volvió hacia mí.
    — Dice que no sabe nada más de lo que ya le dijo a la policía en la primera ocasión.
    — ¿Puede preguntarle acerca del chico ese, Nemeth? De eso no le preguntaron la otra vez.

    Se volvió para hablar, pero se interrumpió.

    — ¿Por qué no nos lo tomamos con calma? Ayudaría mucho si comiéramos algo, si la dejásemos ser nuestra anfitriona, que nos invite.

    Yo tenía verdadera hambre y se lo reconocí. Ella le pasó el mensaje a la señora Gutiérrez, que asintió con la cabeza y regresó a su cocina.

    — Sentémonos —dijo Raquel.

    Yo tomé el sillón y ella se puso en un rincón del sofá. La señora volvió con galletas y fruta, y café caliente. Le preguntó algo a Raquel.

    — A ella le gustaría saber si esto es bastante, o si preferiría algo de chorizo hecho en casa...
    — Haga el favor de decirle que esto está muy bien. No obstante, si cree que caso de aceptar el chorizo las cosas irán mejor, entonces estaré muy contento de hacerlo.

    Raquel habló de nuevo. Unos momentos más tarde, me enfrentaba a un plato de salchicha con pimentón, arroz, judías refritas y ensalada aliñada con aceite y limón.

    — Muchas gracias, señora — dije en español y ataqué el plato.

    No podía entender mucho de lo que estaban hablando, pero sonaba a chismorreos. Las dos mujeres se toqueteaban mucho, dándose palmaditas en las manos, acariciándose las mejillas. Sonreían y parecían haberse olvidado de mi presencia.

    De repente cambió el viento y las risas se transformaron en lágrimas. La señora Gutiérrez salió corriendo de la habitación, buscando el refugio de su cocina.

    Raquel agitó la cabeza.

    — Estábamos hablando de los viejos tiempos, cuando Elena y yo éramos niñitas. Como jugábamos a secretarias entre los matorrales, haciendo ver que eran escritorios y máquinas de escribir. Fue demasiado para ella.

    Eché el plato a un lado.

    — ¿Cree que deberíamos irnos? —le pregunté.
    — Esperemos un poco —me llenó la taza de café y se sirvió otra ella—. Será más respetuoso.

    A través de la mosquitera podía ver la rubia coronilla de Rafael sobre el borde de su sillón. Su brazo había caído, de forma que sus uñas tocaban el suelo. Estaba más allá del placer o el dolor.

    — ¿Ha hablado de él? —pregunté.
    — No. Como ya le he dicho, es más fácil negar la realidad.
    — Pero, ¿cómo puede estar sentado ahí afuera, pinchándose, justo delante de ella, sin ocultarlo en absoluto?
    — Antes acostumbraba a llorar mucho por eso. Pero, al cabo de un tiempo aceptas el hecho de que las cosas no van a ser tal como a ti te gustaría que fueran. Y, créame, ella ya ha tenido mucho entrenamiento en ese respecto. Si uno le pregunta acerca de él, dirá que está enfermo. Tal cual si tuviera un constipado, o la viruela. Es sólo cuestión de hallar la cura adecuada. ¿Ha oído usted hablar de los curanderos?
    — Sí. Muchos de los pacientes hispánicos del hospital los usaban al mismo tiempo que la medicina convencional.
    — Pero, ¿sabe cómo actúan? A base de preocuparse por sus pacientes. En nuestra cultura consideramos al profesional frío y distante como a alguien que no se preocupa, alguien que tanto puede echarte el mal de ojo, como curarte. En cambio, el curandero no ha tenido ninguna educación formal y no dispone de los recursos de la tecnología, si acaso sólo tiene algunas hierbas y polvos de serpiente; pero se preocupa. Vive en la comunidad, es una persona cálida y familiar, tiene una tremenda relación con sus pacientes. En cierto modo, es más un psicólogo popular que un doctor. Es por eso por lo que le sugerí a usted que comiese... para establecer una relación personal. Le he dicho que es usted una persona que se preocupa... de lo contrario ella no hubiera abierto la boca. Hubiera sido muy educada, toda una señora, Cruz pertenece a la vieja escuela, pero le hubiera dejado igualmente a oscuras.

    Dio un sorbito de su café.

    — Es por eso por lo que la policía no averiguó nada cuando vino aquí, por lo que nunca descubren nada en Echo Park, o el Este de Los Ángeles o San Fernando. Son demasiado profesionales. No importa lo bien intencionados que estén, aquí los vemos como robots anglos. Usted sí que se preocupa, doctor, ¿no?
    — Sí.

    Me tocó la rodilla.

    — La señora Cruz llevó a Rafael a un curandero hace años, cuando empezó a dejar de ir por la escuela. El hombre le miró a los ojos, y dijo que estaban vacíos. Le dijo a ella que era una enfermedad del alma, no del cuerpo. Que el chico tendría que serle entregado a la Iglesia, como sacerdote o monje, para que pudiese hallar un papel útil para él mismo.
    — No fue un mal consejo. Volvió a dar otro sorbo a su café.
    — No. Algunos de ellos son muy sofisticados. Viven gracias a su talento. Quizá si ella le hubiera hecho caso hubiera evitado que cayera en la adicción, ¿quién sabe? Pero no podía resignarse a perderlo. No me sorprendería que se culpe a sí misma por lo que se ha convertido. Que se culpe por todo.

    Se abrió la puerta de la cocina. La señora Gutiérrez entró, llevando un brazalete negro alrededor del brazo y una cara nueva que era algo más que maquillaje. Una cara endurecida para soportar el baño de ácido de un interrogatorio.

    Se sentó junto a Raquel y le susurró algo en español.

    — Dice que le puede hacer usted las preguntas que desee.

    Asentí, con lo que esperé pareciese obvia gratitud.

    — Por favor, dígale a la señora que quiero expresarle mi dolor ante la trágica pérdida y también que aprecio mucho el que tenga tiempo, durante su período de luto, para hablar conmigo.

    La anciana escuchó la traducción y aceptó mis palabras con un rápido movimiento de la cabeza.

    — Raquel, pregúntele sí Elena hablaba a veces de su trabajo, especialmente durante el último año.

    Mientras Raquel hablaba, una sonrisa nostálgica apareció en el rostro de la anciana.

    — Dice que únicamente para quejarse que a los maestros no nos pagan lo bastante. Que eran muchas horas de trabajo y que los niños podían mostrarse difíciles.
    — ¿Hablaba de algún niño en particular? Una conferencia en susurros.
    — Ningún niño en particular. La señora quiere recordarle que Elena era una maestra de un tipo especial, que ayudaba a los niños con problemas para aprender. Todos sus niños tenían dificultades.

    Me pregunté si el haberse criado con un hermano como Rafael tendría alguna relación con la elección de especialidad que había hecho la mujer muerta.

    — ¿Habló en alguna ocasión del chico que mataron, del tal Nemeth?

    Tras oír la pregunta, la señora Gutiérrez asintió, tristemente, y luego habló.

    — Sólo lo mencionó una o dos veces. Dijo que estaba muy triste por lo sucedido, que era una tragedia —me tradujo Raquel.
    — ¿Nada más?
    — Sería muy rudo seguir con eso, Alex.
    — De acuerdo, pues pruebe otra cosa; ¿parecía tener Elena más dinero del habitual, recientemente? ¿Compró algún regalo caro para alguien de la familia?
    — No. Dice que Elena siempre se estaba quejando de que no tenía bastante dinero. Era una chica a la que le gustaban las cosas bonitas, las cosas buenas. Un minuto — escuchó a la otra mujer, afirmando con la cabeza—. Y esto no siempre era posible, ya que la familia no era rica. Ni siquiera cuando su esposo estaba con vida. Pero Elena trabajaba muy duro y se compraba cosas. A veces a crédito, pero siempre cumplía con los pagos. Jamás tuvieron que llevársele otra vez nada de lo que había comprado. Era una chica de la que una madre podía sentirse orgullosa.

    Me preparé para más lágrimas, pero no hubo ninguna. La doliente madre me miraba con una expresión fría y negra de reto. Atrévase, me estaba diciendo, a ensuciar la memoria de mi niñita.

    Aparté la mirada.

    — ¿Cree que ahora le podemos preguntar respecto a Handler?

    Antes de que Raquel me pudiera contestar, la señora Gutiérrez escupió; gesticuló con ambas manos, alzó la voz y lanzó lo que parecía ser una retahila de maldiciones. Acabó la diatriba volviendo a escupir.

    — ¿Necesita que se lo traduzca? —me preguntó Raquel.
    — No se moleste —repasé en mi mente, buscando una nueva línea de interrogación. Normalmente, lo que yo hubiera hecho hubiera sido empezar hablando de cosas sin trascendencia, naderías y sutilmente ir pasando a las preguntas directas. No estaba satisfecho con el modo tan crudo en que estaba llevando a cabo esta entrevista, pero el trabajar por medio de un traductor es como hacer cirugía usando guantes de jardinero.
    — Pregúntele si nos puede decir alguna otra cosa que nos pueda ayudar a cazar al hombre que., dígaselo usted como mejor crea.

    La vieja escuchó y contestó vehementemente.

    — Dice que nada. Que el mundo se ha convertido en un lugar loco, lleno de demonios. Que un demonio debe de haberle hecho aquello a Elena.
    — Muchas gracias, señora —dije en español, y luego a Raquel—: Pregúntele si podría mirar los objetos personales de Elena.

    Raquel se lo preguntó y la anciana deliberó. Me miró detenidamente, de la cabeza a los pies, suspiró y se puso en pie.

    — Venga —me dijo y me llevó a la parte de atrás de la casa.

    Los restos dejados por la marea de los ventiocho años de vida de Elena Gutiérrez habían sido metidos en cajas de cartón y éstas guardadas en un rincón de lo que, en esta pequeña casa, pasaba por ser el porche de la entrada de servicio. Había una puerta con ventana por la que se veía el patio trasero. Allí crecía un albaricoque, retorcido y deforme, extendiendo sus ramas cargadas de frutos sobre el podrido techo de un garaje para un solo coche.

    Al otro lado del pasillo había una pequeña alcoba con dos camas, el cuarto de los dos hermanos. Desde donde yo estaba arrodillado podía ver una cómoda de madera y estantes construidos con tablones sin pulir, que descansaban sobre ladrillos. Los estantes contenían un estéreo barato y una modesta colección de discos. Un cartón de Marlboro y un montón de libros de bolsillo compartían la parte de encima de la cómoda. Una de las camas estaba perfectamente hecha, la otra era un lío de sábanas arrugadas. Entre ellas había una solitaria mesilla de noche en pino que contenía una lámpara con pie de plástico, un cenicero y un ejemplar de una revista de desnudos española.

    Sintiéndome como un mirón, me acerqué a la primera de las cajas y comencé mi prospección de arqueología moderna.

    Cuando hube revisado tres cajas caí en un estado de ánimo totalmente negro. Mis manos estaban sucias de polvo, mi mente llena de imágenes de la chica muerta. No había nada de sustancial, sólo los pedazos rotos que salen a la superficie en cualquier excavación prolongada. Ropa que olía a la chica, semivacías botellas de cosméticos... recuerdos de que alguien había tratado una vez de hacer que sus cejas pareciesen espesas y relucientes, de dar a su cabello aquel lustre Clairol, cubrir sus arruguillas y dar brillo a sus labios, y oler bien en los lugares precisos. Trozos de papel con notas para acordarse de recoger huevos en Vons y vino en Vendóme y otros criptogramas, recibos de la tintorería, comprobantes de la tarjeta de crédito, libros... muchos libros, la mayoría biografías y poesías, recuerdos: un ukelele en miniatura de Hawaii, un cenicero de un hotel en Palm Springs, botas de esquiar, un disco casi lleno de pildoras de control de la natalidad, viejos planes de estudios, memorándums del Director, dibujos de los niños... ninguno de un chaval llamado Nemeth.

    Era algo demasiado parecido al robar tumbas para mi gusto y comprendí, más que nunca, por qué Milo bebía en exceso.

    Quedaban dos cajas. Me dirigí a ellas, trabajando con más rapidez, y casi había acabado cuando el rugido de una motocicleta llenó el aire y luego murió. Se abrió la puerta trasera y sonaron pisadas.

    — ¿Qué coño...?

    Tenía diecinueve o veinte, era bajo y muy musculoso, llevaba una camiseta de tirantes marrón, muy sudada, que dejaba ver todos sus músculos, pantalones caqui empapados en grasa y unas botas de trabajo recubiertas de suciedad. Su cabello era espeso y estaba despeinado, colgaba hasta sus hombros y estaba mantenido en su sitio por una cinta de cuero anudada. Tenía unas facciones finas, casi delicadas, que había tratado de ocultar dejándose bigote y barba. El bigote era negro y exuberante, caía sobre sus labios y brillaba como la piel de la marta cibelina. La barba era un breve triángulo de pelusa en su barbilla. Se le veía como al chico que hace de Pancho Villa en la obra de teatro del colegio.

    De su cinturón colgaba una anilla llena de llaves y éstas tintinearon cuando vino hacia mí. Sus manos estaban apretadas en sucios puños y olía a aceite de motor.

    Le enseñé mi identificación del Departamento de Policía de Los Ángeles. Maldijo, pero se detuvo.

    — Escucha, tío. Los tuyos ya estuvieron aquí la semana pasada. Les dijimos que no teníamos nada... — paró y contempló el contenido de la caja de cartón, extendido por el suelo—. Mierda, si ya mirasteis esto la otra vez. Acababa de empaquetarlo, tío, preparándolo para los de la beneficencia...
    —Sólo es una comprobación final — le dije amistosamente.
    — Claro, tío. Pero, ¿por qué los de la bofia no aprendéis a hacer bien las cosas la primera jodida vez?
    — Acabaré en un momento.
    — Ya has acabado, tío. Fuera.

    Me puse en pie.

    — Déme unos minutos más para recogerlo todo.
    — Fuera, tío —indicó con el pulgar la puerta trasera.
    — Estoy tratando de investigar la muerte de su hermana, Andy. No estaría mal que usted cooperase.

    Dio un paso más, acercándose. Había manchas de grasa en su frente y bajo sus ojos.

    — No me vengas ahora con eso de Andy, tío. Ésta es mi casa y yo soy el señor Gutiérrez. Y no me vengas con esas mierdas de que estás investigando. Nunca vais a cazar al tipo que le hizo eso a Elena porque no os importa un pimiento. Entras a la fuerza en una casa, husmeas las cosas personales y nos tratas como a campesinos. Sal a la calle y busca a ese hombre, tío. Si esto fuera Beverly Hills ya lo hubierais cazado, si hubiera hecho eso a la hija de un rico...

    Su voz se le quebró y se calló para ocultarlo.

    — Señor Gutiérrez —le dije con suavidad —, la cooperación de la familia puede ser de una gran ayuda en estos...
    — ¡Hey, tío, ya te lo he dicho! Esta familia no sabe nada de esto. ¿Crees que conocemos a un jodido loco como el que pudo hacer eso? ¡La gente de por aquí no actúa de ese modo, tío!

    Dio una ojeada a mi placa, leyéndola con esfuerzo, moviendo los labios. Murmuró la palabra «experto» un par de veces antes de captar el significado.

    — ¡Hey, tío, no puedo creérmelo! ¡Ni siquiera eres un verdadero policía, sino un jodido experto! ¿Y a ti te han mandado aquí? ¿En qué eres doctor, tío?
    — Doctor en psicología.
    — ¡Eres un comecocos, tío... mandan aquí a un jodido comecocos! ¿Es que se creen que hay algún loco aquí? ¿Crees que alguien de esta familia está loco, tío? ¿Lo crees?

    Ahora me estaba echando el aliento. Sus ojos eran suaves y marrones, con unas pestañas tan largas y tan soñadoras como los de una chica. Ojos como aquellos podían hacerle a uno tener dudas sobre sí mismo, llevarle a uno a adoptar posturas exageradamente de macho.

    Pensé que aquella familia tenía bastantes problemas, pero no contesté a su pregunta.

    — ¿Qué joder haces aquí, husmeándonos el coco, tío? Mientras hablaba, me iba rociando con gotitas de saliva. Un globo de ira se hinchó en mi tripa. Automáticamente, mi cuerpo asumió una posición defensiva de karate.
    — No es eso, y puedo explicarlo. ¿O está usted decidido a portarse como un verdadero imbécil?

    Lamenté las palabras en el mismo momento que salían de mi boca.

    — ¿Imbécil? ¡Maldita sea, tú eres el imbécil, tío! —su voz se alzó una octava y me agarró por la solapa de la chaqueta.

    Estaba dispuesto, pero no me moví. Está en pleno duelo, me decía a mí mismo. No es responsable de lo que hace.

    Aguanté su mirada y él se echó atrás. Ambos hubiéramos dado la bienvenida a una excusa para dejarlo correr. ¿Ni para eso servía el ser civilizados?

    — ¡Lárgate, tío! ¡Ahora!
    — ¡Antonio!

    La señora Gutiérrez había entrado en el pasillo. Se veía a Raquel tras ella. Contemplándola, me sentí repentinamente avergonzado: había hecho un brillante trabajo de echar a perder una situación delicada. ¡Vaya un psicólogo...!

    — Mamá, ¿tú dejaste entrar a este tío?

    La señora Gutiérrez se excusó con los ojos y habló con su hijo en español. Él pareció fundirse bajo el dedo que agitaba su mamá y su aspecto airado.

    — Ya te lo dije antes, mamá, no les importa un... —se detuvo y continuó en español. Sonaba como si se estuviera defendiendo, con todo su machismo convertido de pronto en impotente.

    Siguieron el uno y el otro durante un rato. Luego él se metió con Raquel. Pero ella no se mordió la lengua:

    — Ese hombre está tratando de ayudarte, Andy. ¿Por qué no le ayudas tú a él, en lugar de echarlo?
    — No necesito la ayuda de nadie. Vamos a cuidarnos de nosotros mismos, como hemos hecho siempre.

    Ella suspiró.

    — ¡Mierda! —él fue a su habitación, salió con un paquete de Marlboro e hizo todo un espectáculo del encender uno y metérselo en la boca. Desapareció, momentáneamente, tras una nube azul, luego sus ojos relampaguearon de nuevo, yendo de mí a su madre, a Raquel y de nuevo a mí. Sacó la anilla-llavero de su cinturón y agarró las llaves entre los dedos, como si fuera un improvisado «puño de hierro».
    — Ahora me voy, tío. Pero será mejor que cuando vuelva te hayas jodidamente ido.

    Abrió la puerta de una patada y se marchó contoneándose. Escuchamos el tronar de la motocicleta al ponerse en marcha y el alarido disminuyente de la máquina mientras aceleraba yéndose.

    La señora Gutiérrez dejó caer la cabeza y le dijo algo a Raquel.

    — Le pide a usted perdón por la rudeza de Andy. Él ha estado muy alterado desde la muerte de Elena. Está trabajando en dos empleos y se siente muy presionado.

    Yo alcé una mano para detener la apología.

    — No hay necesidad de ninguna explicación. Sólo espero no haberle causado a la señora molestias innecesarias.

    La traducción resultaba superflua. La expresión en el rostro de la madre era más que elocuente.

    Rebusqué por las dos últimas cajas con bien poco entusiasmo y no obtuve nuevas iluminaciones mentales. Seguía notando el regusto amargo de mi confrontación con Andy. Experimentaba el mismo tipo de vergüenza que uno siente cuando ha profundizado demasiado, cuando ha visto y oído más de lo que uno necesitaba o deseaba. Como cuando un niño se entromete en el hacer el amor de sus padres, o un excursionista aparta una piedra de una patada, sólo para encontrarse debajo con algo viscoso.

    Había visto antes familias como la de los Gutiérrez; había conocido docenas de Rafaeles y Andys. Era como un molde: el vago y el super-chico, interpretando sus papeles con deprimente predictibilidad. Uno incapaz de enfrentarse con la vida, el otro tratando de ocuparse de todo. El vago dejando que los demás cuidasen de él, evitando sus responsabilidades, dejando pasar la vida pero sintiéndose como... un vago. El superchico, competente, compulsivo, trabajando en dos empleos, e incluso tres cuando la situación lo requería, compensando la falta de dedicación del vago, ganándose la adoración de la familia, rehusando doblegarse bajo el peso de su carga, manteniendo su rabia bajo control... pero no siempre.

    Volví a reembalar las cosas tan correctamente como me fue posible.

    Cuando volvimos a salir al porche, Rafael aún seguía estupefacto. El sonido del Seville poniéndose en marcha le despertó con un sobresalto, y parpadeó rápidamente, como si saliese de un mal sueño; se alzó con esfuerzo y se limpió la nariz con la manga. Miró en nuestra dirección, sin comprender nada. Raquel volvió la cara, como una turista que evita a un pordiosero leproso. Mientras yo apartaba el coche vi cómo una chispa de reconocimiento iluminaba sus facciones dopadas, y luegos éstas registraban aún más incomprensión.

    La oscuridad que se acercaba había disminuido el nivel de actividad en Sunset, pero aún había mucha vida en las calles. Las bocinas de los coches sonaban, risas sonoras se elevaban sobre el humo de los escapes y música de mariachis sonaba muy fuerte desde las puertas abiertas de los bares. Aparecieron trazas de neón y parpadeaban luces en las laderas de las colinas.

    — Realmente lo eché todo a perder —dije.
    — No, no puede culparse de ello —con el humor en que ella estaba, el animarme le requirió un esfuerzo. Aprecié su buena voluntad y se lo hice saber—. Se lo digo en serio,

    Alex. Se mostró usted muy sensible con Cruz... puedo ver el porqué era usted un buen psicólogo. Le cayó usted bien.

    — Obviamente, no se puede decir lo mismo del resto de la familia.

    Permaneció en silencio unas cuantas manzanas.

    — Andy es un buen chico... nunca se unió a las bandas, y eso que por no hacerlo tuvo que aguantar muchos castigos. Espera mucho de sí mismo. Ahora, todo ha caído sobre sus espaldas.
    — Y, con todo ese peso, ¿para qué anda buscándose nuevos problemas?
    — Sí, tiene razón, siempre está buscándose nuevos problemas... pero, ¿acaso no lo hacemos todos? Sólo tiene dieciocho años, quizá madure...
    — No dejo de preguntarme si había algún modo en que yo hubiera podido manejar mejor las cosas —le conté los detalles de mi enfrentamiento con el chico.
    — Eso de llamarle imbécil no mejoró las cosas, pero tampoco hubiera sido diferente de no habérselo dicho. Entró buscando pelea. Cuando los latinos se ponen así, hay bien poco que se pueda hacer. Añádale alcohol a eso y comprenderá el porqué cada sábado por la noche llenamos las salas de emergencias de los hospitales con heridos de cuchilladas.

    Pensé en Elena Gutiérrez y Morton Handler. Ellos no habían llegado a una sala de emergencias. Me permití seguir un poco con esa línea de pensamiento, luego frené hasta pararlo y dejé caer esa idea en un depósito oscuro de algún lugar al sur de mi subconsciente.

    Miré a Raquel. Estaba sentada muy tiesa en el blando cuero, rehusando abandonarse a la comodidad. Su cuerpo estaba quieto, pero sus manos jugueteaban nerviosamente con el borde de su falda.

    — ¿Tiene apetito? —le pregunté. Cuando dudes, aférrate a lo básico.
    — No. Pero si usted quiere puede comer algo.
    — Aún tengo el sabor del chorizo.
    — Entonces, puede llevarme a casa.

    Cuando llegamos a su apartamento ya era de noche y las calles estaban vacías.

    — Gracias por haberme acompañado.
    — Espero haberle sido de ayuda.
    — Sin usted, la cosa hubiera sido un desastre.
    — Gracias — sonrió y se inclinó hacia mí. Empezó como un beso en la mejilla pero uno de nosotros, o los dos, se movió y se convirtió en un beso en los labios. Luego un dubitativo mordisquito, repleto de calor y deseo, que rápidamente se hinchó hasta ser un jadeante y hambriento bocado de adulto. Nos acercamos el uno al otro, simultáneamente, sus brazos echándose alrededor de mi cuello, mis manos en su cabello, su rostro, entre sus omoplatos. Nuestras bocas se abrieron y nuestras lenguas bailaron un lento vals. Respiramos pesadamente, agitándonos, luchando por acercarnos aún más.

    Nos besamos como dos quinceañeros durante unos minutos incesantes. Yo desabroché un botón de su blusa. Ella lanzó un sonido profundo, cogió mi labio inferior entre sus dientes, lamió mi oreja. Mi mano se deslizó por la cálida seda de su espalda, trabajando sin que yo la dirigiera, soltando la presilla de su sujetador, rodeando su pecho. El pezón, duro como una piedra y húmedo, anidó en mi palma. Ella bajó una mano y unos dedos delgados manejaron mi bragueta.

    Yo fui quien la detuvo.

    — ¿Qué es lo que te pasa?

    No hay nada que uno pueda decir en una situación como aquella que no suene a lugar común o a totalmente idiota, o quizá a ambas cosas. Opté por las dos.

    — Lo lamento. No lo tomes como algo personal.

    Ella se irguió de un tirón, se atareó en cerrar, abrochar y arreglarse el cabello.

    — ¿Y de qué otro modo puedo tomármelo?
    — Eres muy deseable.
    — Mucho.
    — ¡Maldita sea, me atraes! Me gustaría mucho hacer el amor contigo.
    — Entonces, ¿qué es lo que pasa?
    — Hay un compromiso.
    — No estás casado, ¿verdad? Al menos no actúas como si estuvieras casado.
    — Hay otros compromisos, además del matrimonio.
    — Ya veo —aferró su bolso y puso la mano en la manecilla —. Esa persona con la que estás comprometido... ¿le importaría a ella?
    — Sí. Y lo que es más importante, me importaría a mí. Ella se echó a reír, al borde de la histeria.
    — Lo siento —dijo, al recuperar el aliento—. Es tan puñeteramente irónico. ¿Te crees que hago esto a menudo? Ésta es la primera vez, en mucho tiempo, en que estoy interesada en un hombre. La monja echa una canita al aire y va y se topa de cara con un santo...

    Se rió de nuevo, nerviosamente. Ese sonido, frágil y febril, me puso muy incómodo. No me gustaba nada encontrarme con que la frustración de alguien me caía encima, pero supuse que ella tenía derecho a ese momento de estrellato catártico.

    — No soy ningún santo, puedes creerlo.

    Me tocó la mejilla con los dedos. Era como si me la abrasasen con tizones encendidos.

    — No, sólo eres un buen tipo, Delaware.
    — Tampoco me siento como un buen tipo.
    — Te voy a volver a besar —dijo —, pero esta vez va a ser un beso casto. Como debería haberlo sido en la primera ocasión.

    Y lo hizo.


    18


    Me esperaban dos sorpresas a mi llegada a casa.

    La primera era Robin, con mi bata amarilla desgastada puesta, estirada en el sofá de cuero, bebiéndose un té caliente. Un fuego ardía en el hogar y en el estéreo sonaba Desesperado de los Eagles.

    Llevaba colgada del cuello una fotografía de Lassie cortada de una revista, como si fuera una de esas pancartas de los hombres-anuncio.

    — Hola, cariño —me dijo. Tiré la chaqueta sobre el sillón.
    — Hola. ¿A qué viene eso del perro?
    — Es mi modo de decirte que me he portado como un mal bicho y que lo lamento.
    — No tienes nada que lamentar —le quité la foto. Me senté junto a ella y tomé sus manos en las mías.
    — He estado muy mal contigo esta mañana, al dejarte que te fueras de esa manera, Alex. En el mismo momento en que se cerró la puerta empecé a echarte a faltar. Ya sabes lo que pasa cuando la mente empieza a darte vueltas; ¿qué pasará si le sucede algo... y si no lo vuelvo a ver nunca más? ¡Te volverías loca! No podía trabajar, en ese estado no podía jugar con las máquinas. Había echado a perder el día. Te llamé pero no contestabas. Así que aquí estoy.
    — La virtud tiene sus recompensas —murmuré entre dientes.
    — ¿Qué dices, querido?
    — Nada —cualquier tentativa de narrarle mi inicio de infidelidad sufriría en el intento, acabando o en algo que parecería un deseo de ponerme una corona: «Sí, resistí heroicamente los lujuriosos intentos contra mi virtud de una vampiresa». O, lo que aún sería peor, se asemejaría a una confesión.

    Me eché a su lado. Nos abrazamos, nos dijimos cosas bonitas, hablamos como unos niños pequeños, nos acariciamos el uno al otro. Yo estaba muy excitado de cintura para abajo, en parte por el residuo de la sesión en el coche con Raquel, en otra parte mayor por la situación del momento.

    — Hay dos filetes gigantes en la nevera, y una buena ensalada y vino de Borgoña y pan nuevo —susurró, haciéndome cosquillas en la punta de la nariz con su meñique.
    — Eres una persona muy oral —reí.
    — ¿Y es eso una neurosis, doctor?
    — No. Es maravilloso.
    — ¿Y qué te parece esto? ¿Y esto?

    La bata se abrió. Se arrodilló sobre mí, dejándola caer sobre sus espaldas. Iluminada por detrás por el brillo del fuego, parecía una figura estatuaria, gloriosa y dorada.

    — Vamos, cariño —me mimó —, quítate esas ropas.

    Y se ocupó de ello con sus propias manos.

    — Te amo —me dijo más tarde —. Aunque seas catatónico.

    Yo rehusé moverme, y seguí tendido en el suelo, abierto de brazos y piernas.

    — Tengo frío.

    Me tapó, se puso en pie y se estiró, luego se echó a reír complacida.

    — ¿Cómo puedes ir por ahí dando saltitos, después de lo otro? —gruñí.
    — Las mujeres son más fuertes que los hombres —dijo jocosamente, y se dedicó a bailar por la habitación, ronroneando, estirándose aún más, de modo que los músculos de sus pantorrillas subieron en las torneadas columnas de sus piernas como burbujas alzándose por el nivel de un carpintero. Sus ojos reflejaban una luz naranja, de fiestas infantiles del Día de Todos los Santos. Cuando se movió así, un estremecimiento me recorrió.
    — Sigue moviéndolo todo de esa manera y yo te enseñaré quién es el más fuerte.
    — Luego, chicarrón —me hizo cosquillas con el pie y saltó apartándose de mis garras tendidas, con fluida agilidad.

    Cuando los bistecs estuvieron a punto la comida de la señora Gutiérrez era un vago recuerdo, por lo que devoré con mucho apetito. Nos sentamos lado a lado en la mesita de la cocina, mirando, a través de los cristales emplomados, cómo las luces se apagaban en las colinas, como si fueran las linternas de un lejano grupo de rescate. Apoyó su cabeza en mi hombro. Mi brazo la rodeó, mientras las yemas de mis dedos reseguían al tacto su rostro. Nos turnamos bebiendo de un único vaso de vino.

    — Te quiero —dije.
    — Yo también te quiero —me besó bajo la barbilla. Y, después de más sorbitos—: Hoy estuviste investigando esos asesinatos, ¿no es así?
    — Sí.

    Tomó fuerzas con un trago largo y volvió a llenar el vaso.

    — No te preocupes — me tranquilizó —, no te voy a dar la bronca otra vez. No puedo hacer ver que me gusta lo que estás haciendo, pero no voy a intentar controlarte.

    La apreté contra mí, a modo de gracias.

    — Quiero decir que a mí no me gustaría que tú te portases así conmigo, de modo que yo no lo voy a hacer contigo.

    Estaba haciendo la típica definición de la libertad individual, pero la preocupación seguía metida dentro de su voz, como un moscón dentro de una gota de ámbar.

    — Tengo cuidado de mí mismo.
    — Sé que lo tienes —aceptó, con demasiada rapidez—. Eres un hombre inteligente y puedes cuidar de ti mismo.

    Me pasó el vino.

    — Si quieres hablar de ello, te escucharé, Alex. Dudé.
    — Cuéntamelo, quiero saber lo que está pasando.

    Le hice un resumen de lo que había pasado en los últimos dos días, acabando con mi enfrentamiento con Andy Gutiérrez, pero dejando fuera los diez minutos turbulentos con Raquel.

    Me escuchó, preocupada y atenta, lo digirió, y me dijo:

    — Comprendo el porqué no puedes dejarlo correr. Son tantas cosas sospechosas, sin un hilo que las conecte...

    Tenía razón. Era un Gestalt a la inversa, en el que el total era mucho menos que la suma de las partes. Un conjunto desconectado de músicos, rascando, soplando, golpeando, y todos ellos ansiando un director. Pero ¿quién infiernos era yo para hacerme el Ormandy?

    — ¿Cuándo se lo vas a contar a Milo?
    — No se lo voy a contar. Hablé con él esta mañana y, básicamente, me dijo que me cuidara de mis propios asuntos, que me mantuviese apartado.
    — Pero es su trabajo, Alex. Él sabrá lo que hay que hacer.
    — Cariño, a Milo le va a dar un ataque cuando le diga que he visitado La Casa.
    — Pero ese pobre chico, el retrasado... ¿no hay nada que él pudiera hacer?

    Negué con la cabeza.

    — No es bastante. Tendrán una explicación para eso. Milo tiene sospechas... apostaría que muchas más de lo que me ha dejado ver, pero está limitado por las reglas y los procedimientos.
    — Y tú no lo estás —dijo, suavemente.
    — No te preocupes.
    — No te preocupes tú. Yo no voy a intentar detenerte. Lo que dije, lo dije en serio.

    Bebí más vino. Mi garganta se había constreñido y el frío líquido era astringentemente suavizador.

    Se alzó y se quedó en pie tras de mí, poniendo sus brazos sobre mis hombros. Era un gesto no muy diferente al que yo le había ofrecido a Raquel justo unas pocas horas antes. Se inclinó hacia adelante y jugueteó con la línea de vello que biseccionaba verticalemente mi abdomen.

    — Yo estoy aquí, Alex, por si me necesitas.
    — Siempre te necesito, pero no para meterte en una letrina como ésta.
    — Siempre que me necesites, aquí estaré.

    Me alcé de la silla y la atraje hacia mí, besando su cuello, sus orejas, sus ojos. Ella echó hacia atrás la cabeza y yo puse mis labios en el cálido pulso que había en la base de su garganta.

    — Vamonos a la cama y acurruquémonos el uno contra el otro —dijo ella.

    Puse la radio y sintonicé la KKGO. Sonny Rollins estaba extrayendo una sonata líquida de su trompeta. Enchufé una luz suave y aparté la sábana.

    La segunda sorpresa de la velada estaba allí: un sobre blanco tamaño carta de negocios, sin señal alguna y parcialmente cubierto por la almohada.

    — ¿Esto estaba aquí cuando llegaste?

    Ella se había quitado la bata. Ahora se la llevó al pecho, buscando cubrirlo, como si el sobre fuera un intruso, vivo y que respirase.

    — Podría ser. No entré en el dormitorio.

    Lo abrí, rasgándolo con la uña de mi pulgar, y saqué la solitaria hoja de papel en blanco que había dentro, doblada. La página estaba desprovista de fecha, dirección o cualquier logotipo que la identificase. Era sólo un rectángulo blanco, repleto de líneas de escritura a mano que caían, pesimísticamente, hacia abajo. La letra, apretada y arañesca, me resultaba familiar. Me senté al borde de la cama y leí:

    Querido Doctor:
    Dejo esto esperando que duermas en tu cama en el próximo futuro, y que así tengas la oportunidad de leerlo. Me tomé la libertad de forzar la puerta trasera para entrar y dejarlo aquí... por cierto deberías ponerle una cerradura mejor.
    Esta tarde he sido sustituido en el trabajo que efectuaba respecto al caso H-G. El capitán cree que el caso será beneficiado por la infusión de sangre fresca. La nada oportuna elección de las palabras fue suya. Tengo mis dudas acerca de su motivación para esto, pero lo cierto es que no he establecido nuevos récords en el trabajo detectivesco, de modo que no me encontraba en posición de discutir con él.
    Debo haber parecido bastante hundido por la noticia, porque de repente se ha mostrado muy amistoso conmigo y me ha sugerido que me tomase un descanso. De hecho, se ha mostrado muy al corriente de mi ficha personal, sabiendo que yo había acumulado cantidades de tiempo de vacaciones no usado, y urgiéndome a que me lo tomara.
    Al principio no me mostré excesivamente contento con la idea, pero luego he empezado a considerarla como excelente. He hallado mi lugar en el sol: un simpático y pequeño oasis llamado Ahuacatlán, justo al norte de Guadalajara. Algunas comprobaciones preliminares vía conferencia a larga distancia me han revelado que el dicho burgo está extremadamente adecuado para que disfrute de algunos de mis intereses recreativos. En especial la caza y la pesca.
    Espero estar fuera durante dos o tres días. El contacto telefónico es tenue e indeseable... a los nativos les preocupa mucho el guardar su intimidad. Te llamaré cuando regrese. Mis saludos a Stradivarius (¿o es Stradivarieta?), y no te metas en problemas.
    Te aprecia, Milo

    Se la di a Robin para que la leyera. La acabó y me la devolvió.

    — ¿Qué es lo que dice... que le han echado a patadas del caso?
    — Sí. Probablemente a causa de presiones externas. Pero se va a Méjico a comprobar el pasado de McCaffrey. Aparentemente, cuando llamó allá abajo por teléfono sacó lo bastante como para que le interesase comprobarlo más a fondo.
    — ¿Y lo está haciendo a espaldas de su capitán?
    — Debe creer que merece la pena — Milo era un hombre valiente, pero no era ningún mártir. Deseaba conservar su pensión tanto como cualquier otro.
    — Entonces tú tenías razón. Acerca de La Casa —se metió bajo la ropa de la cama y se cubrió hasta la barbilla. Se estremeció, y no era de frío.
    — Sí —el tener razón nunca me había parecido tan poco reconfortante.

    La música de la radio llegó a un climax, tras girar algunas esquinas y de repente hizo una inesperada pirueta. Un batería se había unido a Rollins, y abofeteaba un tam - tam tropical en sus tambores... Sólo se me ocurría pensar en caníbales y lianas repletas de serpientes. Cabezas reducidas...

    —Abrázame.

    Me metí junto a ella y la besé y la abracé y traté de actuar con calma. Pero durante todo el tiempo mi mente estaba en otro lugar, perdida en algún trozo congelado de tundra, flotando mar adentro.


    19


    El vestíbulo de entrada al Centro Médico Pediátrico del Oeste estaba forrado con placas de mármol grabadas con los nombres de benefactores, muertos ya hacía tiempo. Dentro, el vestíbulo principal estaba lleno con los heridos, los enfermos y los condenados. Padres se mordían las uñas, se peleaban con impresos del seguro y trataban de no pensar en las pérdidas de las masculinidad resultantes de los encontronazos con la burocracia. Los bebés correteaban, colocando sus manos en el mármol, apartándolas rápidamente al notar el frío y dejando tras de sí sucios recuerdos. Un altavoz llamaba nombres y los elegidos se tambaleaban hasta el mostrador de admisiones. Una dama de cabello azulado, con el uniforme a rayas verdes y blancas de los voluntarios de hospitales estaba sentada tras el mostrador de informaciones, tan desconcertada como aquellos a los que se le había mandado asistir.

    En un rincón lejano del vestíbulo, niños y mayores estaban sentados en sillas de plástico y miraban la televisión. El aparato sintonizaba un serial que sucedía en un hospital. Los doctores y las enfermeras de la pantalla vestían de un blanco impoluto, tenían el cabello arreglado de peluquería, rostros perfectos y dientes que irradiaban un destello mucoso mientras conversaban en tonalidades lentas, delicadas y bajas acerca del amor, el odio, la angustia y la muerte. Los doctores y las enfermeras que se abrían paso a codazos por el vestíbulo eran, en su conjunto, mucho más humanos: de ropas arrugadas, con ojos de sueño, acosados. Los que entraban se apresuraban, respondiendo a buscapersonas y llamadas telefónicas de emergencia. Los que salían lo hacían con la premura de presos que se escapan, temiendo llamadas de regreso a sus salas en el último momento.

    Yo me había puesto mi bata blanca y placa del hospital y llevaba un maletín, cuando las puertas automáticas me permitieron entrar y el guardián, de unos sesenta años y nariz rojiza, me saludó al pasar:

    — Buenos días, doctor.

    Bajé en ascensor hacia el sótano, junto a una derrotada pareja de negros en la treintena y su hijo, un marchitado chico grisáceo de nueve años, que estaba en una silla de ruedas. En el semisótano se nos unió una técnica de laboratorio, una chica gorda que llevaba una cesta con jeringas, agujas, tubos de goma y tubos de cristal llenos con el jarabe rubí de la vida. Los padres del chico en la silla de ruedas miraron con ansia la sangre; él giró la cabeza hacia la pared.

    El viaje terminó en un estremecimiento. Fuimos vomitados a un pasillo amarillo mugriento. Los otros pasajeros giraron a la derecha, hacia el laboratorio. Yo fui en la otra dirección, llegué a una puerta señalada «Historiales Médicos», la abrí y entré.

    Nada había cambiado desde que yo me había ido. Tuve que ponerme de lado para pasar por el estrecho pasadizo abierto entre los montones de historiales, amontonados desde el suelo al techo. Aquí nada de ordenadores, nada de intentonas de alta tecnología para ordenar las decenas de millares de carpetas marrones en algo que pareciese un sistema coherente. Los hospitales son instituciones conservadoras, y el Pediátrico del Oeste era el más retrógado de todos, dando al progreso la misma bienvenida que un perro le da a la sarna.

    Al final del corredor había una pared gris desnuda. Justo frente a ella se sentaba una joven filipina, de aspecto adormilado, que estaba leyendo una revista de modas.

    — ¿Puedo ayudarle?
    — Sí. Soy el doctor Delaware. Necesito el historial de uno de mis pacientes.
    — Podía haber hecho que su secretaria nos llamase, doctor, y se lo hubiéramos enviado.

    Seguro. Dentro de dos semanas.

    — Se lo agradezco, pero necesito verlo ahora mismo y mi secretaria aún no ha llegado.
    — ¿Cómo se llama el paciente?
    — Adams. Brían Adams —la sala estaba dividida alfabéticamente. Había elegido un apellido que la llevaría al extremo más alejado de la sección A— K.
    — Si me llena este formulario, yo misma se lo buscaré. Llené el impreso, mintiendo con toda naturalidad. Ella no se molestó en mirarlo y lo dejó caer en un archivador metálico. Cuando se hubo ido, oculta tras los montones, yo fui a la parte L— Z de la habitación, busqué entre las N y hallé lo que buscaba. Me lo guardé en el maletín y regresé.

    Ella volvió minutos más tarde.

    —Tengo aquí tres Brian Adams, doctor. ¿Cuál de ellos es?

    Miré los tres y elegí uno al azar.

    — Éste es.
    —Si me firma esto — alzaba un segundo formulario—, puedo dejarle llevárselo en préstamo durante veinticuatro horas.
    — No habrá necesidad de eso. Lo puedo examinar aquí. Hice toda una pantomima de parecer muy estudioso, mientras hojeaba el historial médico de Brian Adams, de once años, admitido cinco años antes para un rutinaria tonsiloctomía; chasqueé la lengua, agité la cabeza, tomé algunas notas sin sentido, y se lo devolví.
    — Gracias. Me ha sido usted de una gran ayuda.

    No me contestó, habiendo regresado ya al mundo del camuflaje cosmético y el vestuario diseñados para el segmento sadointelectual.

    Hallé una sala de conferencias vacía, pasillo abajo, junto al depósito de cadáveres, cerré la puerta por dentro y me senté para examinar las crónicas finales de Cary Nemeth.

    El chaval había pasado las últimas veintidós horas de su vida en la Unidad de Cuidados Intensivos del Pediátrico del Oeste, ni un segundo de las cuales había estado consciente. Desde un punto de vista médico era un caso abierto y cerrado: sin esperanzas. El interno que lo había admitido había tomado sus notas de un modo factual y objetivo, titulándolas Auto contra Peatón, en esa extraña jerga de la medicina que hace que las tragedias suenen a acontecimientos deportivos.

    Había sido traído por una ambulancia, aplastado, golpeado, con el cráneo hecho trizas, con todas sus funciones corporales perdidas, excepto las más rudimentarias. Y, sin embargo, millares de dólares habían sido gastados en retrasar lo inevitable, y se habían escrito las suficientes páginas como para hacer un historial médico del tamaño de un libro de texto. Las hojeé: notas de las enfermeras, con su contabilidad compulsiva de entradas y salidas, con el niño reducido a centímetros cúbicos de fluido y fontanería; gráficos de la UCI, notas de progresos, ése sí que era un chiste cruel, consultas a neurocirujanos, nefrólogos, neurólogos, radiólogos, cardiólogos; pruebas de sangre, rayos X, scanners, desviaciones, suturas, alimentaciones intravenosas, suplementos nutritivos parenterales, terapia respiratoria y, finalmente, la autopsia.

    Cosido con una grapa al interior de la contraportada estaba el informe del Sheriff, otro ejemplo de reducción a través de la jerga. En su igualmente precioso dialecto, Cary Nemeth era la V, o sea la Víctima.

    La V había sido arrollada desde atrás mientras caminaba hacia abajo por la Malibú Canyon Road, justo antes de la medianoche. Iba descalzo y vestía un pijama, amarillo, tenía buen cuidado en señalar el informe. No habían señales de frenada, lo que había llevado al Diputado del Sheriff que hacía el informe a suponer que la V había sido impactada con toda la fuerza del coche. Y, por la distancia a la que había sido lanzado el cuerpo, se estimaba la velocidad del vehículo entre los sesenta y cinco y los ochenta y cinco kilómetros por hora.

    El resto era papeleo, un bocadillo de cartulina para algún ordenador del centro.

    Era un documento deprimente. Nada de él me sorprendía. Ni siquiera el hecho de que el pediatra de Cary Nemeth, el médico que había firmado el certificado de defunción, fuera Lionel Willard Towle, Doctor en Medicina.

    Dejé el historial metido bajo un montón de placas de rayos X y caminé hacia el ascensor. Dos chavales de once años se habían escapado de una sala y estaban haciendo una carrera de sillas de ruedas. Pasaron dando alaridos, con sus tubos intravenosos agitándose como látigos, y yo tuve que echarme a un lado para evitarlos.

    Tendí la mano hacia el botón del ascensor y oí mi nombre:

    — ¡Hola, Alex!

    Era el Director Médico, que venía charlando con un par de internos. Los despidió y se acercó a mí.

    — Hola, Henry.

    Había ganado unos cuantos kilos desde la última vez que lo había visto, con su papada luchando contra los confines del cuello de su camisa. Su complexión era poco saludablemente rubicunda. Tres cigarros sobresalían del bolsillo del pecho.

    — ¡Qué coincidencia! —me dijo, entregándome una mano flaccida—. Estaba a punto de llamarte.
    — ¿De veras? ¿Y para qué?
    — Hablemos en mi oficina.

    Cerró la puerta y se metió tras su escritorio.

    — ¿Qué tal te van las cosas, hijo?
    — Muy bien, papi.
    — Bien, bien —sacó un cigarro de su bolsillo e hizo movimientos masturbatorios, arriba y abajo, con el envoltorio de celofán — . No me voy a andar con rodeos, Alex. Sabes que ése no es mi estilo... siempre voy directo al grano, ésa es mi filosofía. Hay que decir lo que uno piensa y que la gente sepa en dónde te encuentras.
    — Por favor, hazlo.
    — Sí. Hum. Eso es lo que voy a hacer — se inclinó hacia adelante, ya fuera para vomitar o preparándose para transmitir una grave confidencia—. He... he recibido una queja acerca de tu conducta profesional.

    Se recostó en el sillón, placenteramente expectante, como un crío que espera que estalle un petardo.

    — ¿Will Towle?

    Sus cejas saltaron hacia el cielo. Pero no había petardos allá arriba, así que descendieron de nuevo.

    — ¿Lo sabías?
    — Di que ha sido una deducción afortunada.
    — Sí. Bueno, pues estás en lo cierto. Está indignado por algún intento de hipnosis que has hecho u otra tontería por el estilo.
    — Está cargado de puñetas, Henry.

    Sus dedos se pelearon con el celofán. Me pregunté cuánto tiempo había pasado sin hacer cirugía.

    — Comprendo tu punto de vista; sin embargo, Will Towle es un hombre importante, al que no se le puede tomar a la ligera. Está pidiendo una investigación, algún tipo de...
    — ¿Caza de brujas?
    — No me estás poniendo esto nada fácil, jovencito.
    — No me da miedo ni Towle ni ningún otro. Estoy retirado, Henry, ¿o es que lo habías olvidado? Comprueba cuándo fue la última vez que recibí mi sueldo.
    — No se trata de eso...
    — De lo que se trata, Henry, es que, si Towle tiene algo en contra mía, que me lleve ante el Comité del Estado. Estoy preparado a intercambiar acusaciones. Te aseguro que será una experiencia muy educativa para todos los implicados.

    Sonrió untuosamente.

    — Me caes bien, Alex. Te digo esto para que estés advertido.
    — ¿Advertido de qué?
    — La familia de Will Towle ha donado cientos de millares de dólares a este hospital. Muy posiblemente hayan pagado la silla en la que en este momento estás sentado.

    Me puse de pie.

    — Gracias por avisarme.

    Sus ojillos se endurecieron. El cigarro se partió entre sus dedos, llenando su mesa de trocitos de tabaco. Miró hacia abajo, a su chupete perdido, y por un momento me pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Sería muy divertido en el sofá de un analista.

    — No eres tan independiente como te crees ser. Está el asunto de tus privilegios como miembro de la plantilla.
    — ¿Estás diciendo que, porque Will Towle se ha quejado de mí, corro el peligro de perder el derecho a practicar aquí?
    — Lo que te estoy diciendo es que no levantes olas. Llama a Will, pídele excusas. No es un mal tipo. De hecho, vosotros dos tendríais que tener mucho en común. Él es un experto en...
    — Pediatría del Comportamiento. Ya lo sé. Henry, ya he oído esta tonada y no tocamos en la misma banda.
    — Recuerda esto, Alex: el estatus de los psicólogos en el equipo médico siempre ha sido muy tenue.

    Un viejo discurso me vino a la mente. Algo acerca de la importancia del factor humano y de cómo se interrelacionaba con la medicina moderna. Pensé en echárselo en cara. Luego le miré al rostro y me di cuenta de que no había nada que hacer.

    — ¿Eso es todo?

    No tenía nada más que decir. Su tipo de persona pocas veces tiene algo que decir, una vez que la conversación ha ido más allá de los tópicos generales, los dobles sentidos, o las amenazas.

    — Buenos días, doctor Delawere —me dijo.

    Me fui en silencio, cerrando al puerta tras de mí.

    Estaba de vuelta en el vestíbulo, que se había vaciado de pacientes y ahora estaba repleto con un montón de visitantes de algún grupo de damas voluntarias. Las damas tenían escrito en sus rostros que venían de familias con dinero antiguo y buena educación... eran como universitarias ya creciditas. Escuchaban arrobadas, mientras un lacayo de la administración les largaba una perorata prefabricada acerca de cómo el hospital estaba a la vanguardia del progreso médico y humanitario y todo era para los niños. Asentían con sus cabezas, tratando de no mostrar su ansiedad.

    El lacayo peroraba acerca de cómo los niños eran el tesoro del futuro. Y lo único que venía a mi mente era la visión de huesos de pequeños, molidos en harina para beneficio del molino de alguien.

    Di la vuelta y caminé hasta el ascensor.

    El tercer piso del hospital albergaba la mayor parte de las oficinas administrativas, que tenían la forma de una T invertida, forradas con paneles de madera oscura y enmoque-tadas con algo que tenía el color y la consistencia del musgo. La oficina del equipo médico estaba situada en la parte de abajo del tallo de la T, en una suite de paredes acristaladas con vista a las colinas de Hollywood. La elegante rubia que estaba tras el mostrador era alguien a quien no había contado con ver, pero me arreglé la corbata y entré.

    Ella alzó la vista, pensó si no reconocerme, luego se lo pensó mejor y me otorgó una sonrisa principesca. Extendió la mano con los modos imperiosos de alguien que ha estado en el mismo trabajo el suficiente tiempo como para hacerse ideas de ser irremplazable.

    — Buenos días, Alex.

    Sus uñas eran largas y estaban cubiertas por una espesa capa de pintura nacarada, como si hubiera saqueado las profundidades del océano para colmar su vanidad. Tomé la mano y la manejé con el cuidado que estaba exigiendo.

    — Cora.
    — ¡Qué alegría volverte a ver! ¡Ha pasado mucho tiempo!
    — Sí que lo ha pasado.
    — ¿Vas a volver con nosotros...? Oí que habías dimitido.
    — No, no voy a volver. Y sí, sí lo hice.
    — ¿Disfrutando de tu libertad? — me favoreció con otra sonrisa. Su cabello parecía más rubio, más maltratado, su figura más llena, pero aún de primera clase, y estaba embutida en un vestido de punto de color chartreuse que hubiera intimidado a alguien de unas proporciones menos heroicas.
    — Lo hago. ¿Y tú?
    — Haciendo lo mismo de siempre — suspiró.
    — Y haciéndolo bien, seguro.

    Por un momento pensé que el halago había sido un error. Su rostro se endureció y mostró algunas nuevas arrugas.

    — Ya sabemos —proseguí—, quién hace que las cosas marchen realmente aquí.
    — Oh, vamos — flexionó su mano como si fuera un abanico.
    — Desde luego no son los doctores —resistí el impulso de llamarla «vieja amiga».
    — ¡Desde luego que no! Es asombroso que veinte años de educación no le den a uno ni una pizca de sentido común. Yo soy sólo una pobre esclava asalariada, pero al menos se dónde está arriba y dónde abajo.
    — Estoy seguro de que nunca serás la esclava de nadie, Cora.
    — Bueno, no sé —unas pestañas tan espesas y oscuras como plumas de cuero fueron bajadas coquetamente.

    Ella estaba al principio de la cuarentena y, bajo la inmisericorde luz fluorescente que iluminaba la oficina, se le veía cado uno de esos años. Pero estaba muy bien formada, con buenas facciones; era una de esas mujeres que mantienen la forma de la juventud, pero no la textura. En otro tiempo, hacía siglos, había parecido juvenil, despreocupada y atlética, mientras nos revolcábamos por el suelo de la oficina de historiales médicos. Había sido un asunto de una sola vez, seguido de un boicot mutuo. Pero ahora ella estaba flirteando, con el recurso borrado por el paso del tiempo.

    — ¿Te han tratado bien? —le pregunté.
    —Tan bien como cabría esperar. Ya sabes cómo son los doctores.

    Hice una mueca.

    — Soy un accesorio más —dijo —. Si algún día trasladan la oficina, me llevarán con el resto del mobiliario.

    Miré su cuerpo, arriba y abajo.

    — No creo que nadie te pueda confundir con el mobiliario. Ella rió nerviosamente y se retocó el cabello con un gesto reflejo.
    — Gracias —el autoescrutinio se hizo demasiado perturbador, por lo que me puso a mí bajo los focos.
    — ¿Qué es lo que te ha traído aquí?
    — Estoy atando cabos sueltos... acabando unos historiales incompletos, papeleo. No me he preocupado demasiado de estar al día en mi correo. Me parece que recibí un aviso de que estaba retrasado en el pago de mis cuotas colegiales.
    — No recuerdo haberte mandado ninguno, pero podría haberlo hecho alguna de las otras chicas. Estuve fuera un mes. Por una operación.
    — Lamento oír eso, Cora. ¿Todo va bien ahora?
    — Problemas femeninos —sonrió—. Dicen que estoy muy bien.

    Su expresión indicaba que los que decían tal cosa eran unos redomados mentirosos.

    — Me alegro.

    Cruzamos nuestras miradas; por un momento, pareció tener veinte años, inocente y esperanzada. Me dio la espalda, como si quisiera que esa imagen fuera la que me quedase en la mente.

    — Déjame comprobar tu ficha. .

    Se alzó y abrió un archivador laqueado en negro, del que sacó una carpeta azul.

    — No —me dijo— estás al correinte. Recibirás una notificación para el pago del próximo año, en un par de meses.
    — Gracias.
    — No hay por qué. Volvió a guardar la carpeta.
    — ¿Hace una taza de café? —inquirí en modo casual. Me miró, luego miró su reloj.
    — No me toca un descanso hasta las diez, pero, ¿qué infiernos? Sólo se vive una vez... ¿no?
    —Justo.
    — Déjame ir al cuarto de las niñas y arreglarme un poco.

    Se ahuecó el cabello, recogió su bolso y salió de la oficina para ir al lavabo que estaba al otro extremo del pasillo.

    Cuando vi que la puerta se cerraba tras ella me acerqué al archivador. El cajón que ella había abierto estaba marcado «Personal, A— G». Dos cajones más abajo hallé lo que buscaba. Y fue a parar al interior del buen maletín.

    Estaba esperando junto a la puerta cuando ella regresó, lavada sonrosada y hermosa, y oliendo a pachuli. Tendí mi brazo y ella lo cogió.

    Tomando el café del hospital la estuve escuchando. Me habló de su divorcio, una herida de siete años de antigüedad que no acababa de cicatrizar, de la hija quinceañera que la estaba volviendo loca de hacer excatamente lo mismo que ella había hecho cuando era una adolescente, problemas con el coche, la insensibilidad de sus superiores, la injusticia de la vida.

    Era extraño el llegar a conocer, por primera vez, a una mujer en cuyo cuerpo yo me había introducido. En el juego de palabras cruzadas que es el apareamiento actual, había mucha más intimidad en sus narraciones de penas y pesares que la que había habido en el abrir de sus piernas.

    Nos separamos como amigos.

    — Vuelve otra vez a visitarme, Alex.
    — Lo haré.

    Caminé hacia el aparcamiento, maravillándome de la facilidad con que me podía poner la máscara del engaño. Siempre me había gratificado a mí mismo con una autoconside-ración de integridad. Pero, en los últimos tres días, me había convertido en un experto en robo con disimulo, ocultamiento de la verdad, mentira descarada con faz imperturbable y putañeo emocional.

    Debía de ser a causa de las malas compañías.

    Fui hasta un coquetón restaurantito italiano en el Oeste de Hollywod. El local acababa de abrir y yo estaba solo en mi cubículo de la parte de atrás. Ordené escalopines al Marsala, un acompañamiento de linguini con ajo y aceite y una Coors.

    Un camarero que arrastraba los pies me trajo la cerveza. Mientras esperaba la comida abrí el maletín y examiné mi botín.

    La ficha de Towle tenía cuarenta páginas de largo. La mayor parte consistía en fotocopias de sus diplomas, certificados y premios. Su curriculum vitae eran veinte páginas de baladronadas, marcadamente desprovistas de toda cita a publicaciones científicas... había sido coautor de un breve informe cuando era un interno y no había vuelto a escribir nada desde entonces... y en cambio estaba lleno de entrevistas en la radio y televisión, conferencias a grupos de personas no médicas, servicios voluntarios a La Casa y otras organizaciones similares. Y, sin embargo, era catedrático con todas las consecuencias de ello en la Facultad de Medicina. ¿Dónde estaba aquí el rigor académico?

    El camarero me trajo la ensalada y un cesto con panecillos. Tomé la servilleta con una mano e iba a meter de nuevo el historial en el maletín con la otra, cuando algo en la primera página de la ficha resumen atrajo mi atención.

    En la casilla marcada como universidad en la que cursó sus estudios él había indicado: Jedson Colege, Bellevue, Washington.


    20


    Me fui a casa, llamé al Los Ángeles Times y pedí por Ned Biondi, en Noticias Locales. Biondi era uno de los redactores jefes del periódico, un tipo bajito y nervioso, que parecía salido de la película Primera Página. Yo había tratado a su hija quinceañera de anorexia nerviosa hacía unos años. Biondi, con su salario de periodista, no había podido lograr reunir el dinero para el tratamiento (eso complicado por su tendencia a apostar por el caballo equivocado en Santa Anita). Pero la chica tenía problemas y yo había hecho la vista gorda. Le había costado año y medio liquidar la deuda. Su hija había quedado curada tras unos meses de irle arrancando capas de odio a sí misma, que estaban sorprendentemente osificadas tratándose de alguien que sólo tenía diecisiete años de edad. La recordaba claramente, una chica alta y morena, que vestía pantalones cortos de corredora y camisetas que acentuaban el aspecto esquelético de su cuerpo; una muchacha de rostro ceniciento y de piernas como palillos que pasaba de períodos profundos y depresivos de silencio ensimismado a ataques de hiperactividad durante los cuales estaba dispuesta a entrar en cualquier categoría de competición olímpica, con una dieta de sólo trescientas calorías diarias.

    Había logrado meterla en el Pediátrico del Oeste, en donde había permanecido durante tres semanas. Luego, tras meses de psicoterapia, el tratamiento había logrado tener efecto, y eso la había permitido enfrentarse con una madre que era demasiado hermosa, un hermano que era demasiado atlético y un padre que era demasiado ocurrente...

    — Biondi.
    — Ned, soy Alex Delaware.

    Le llevó un segundo reconocer mi nombre, sin el título.

    — ¡Doctor! ¿Cómo está usted?
    — Estoy bien, ¿y cómo está Anne Marie?
    — Muy bien. Está acabando su segundo año en Wheaton... en Boston. Tiene algunas buenas notas y otras no tan buenas, pero éstas no le dan pánico. Aún es demasiado exigente consigo misma, pero parece estarse ajustando bien a los altos y los bajos de la vida, tal como los llamó usted. Su peso se ha estabilizado en cuarenta y uno.
    — Excelente. Déle recuerdos de mi parte cuando hable con ella.
    — Desde luego que lo haré. Y muchas gracias por haber llamado.
    — Bueno, en realidad hay algo más que un seguimiento profesional de un caso.
    — ¿Oh? —a su voz llegó una tonalidad expectante, el condicionamiento a la vigilancia que tiene alguien que vive de abrir cajas cerradas.
    — Necesito un favor.
    — Diga cuál.
    — Voy a volar hacia el norte, a Seattle, esta noche. Necesito obtener algunos documentos en una pequeña universidad que hay allí, Jedson.
    — Hey, eso no es lo que esperaba. Creía que lo que quería era que le hiciera una buena crítica de un libro suyo en la edición dominical o algo parecido. Esto suena a cosa seria.
    — Lo es.
    — Jedson, lo conozco. Anne Marie iba a tratar de matricularse allí... creímos que un lugar pequeño representaría menos presiones para ella, pero era un cincuenta por ciento más caro que Wheaton, Reed u Oberlin... y eso que esos sitios no son precisamente gratuitos. ¿Qué documentos necesita de allí?
    — No se lo puedo decir.
    — Doctor —dijo riéndose —, perdone la expresión, pero es usted un calientabraguetas. Yo soy un husmeador profesional. Colóqueme delante algo extraño y se me pone tiesa.
    — ¿Y qué le hace pensar que esto es extraño?
    — Los doctores que van por ahí tratando de meterse en los archivos ajenos no son una cosa común. De hecho, si la memoria no me falla, son los comecocos los que se acostumbran a encontrar con que se les meten en sus consultas y acaban con un cadáver en ellas.
    — No puedo explicárselo ahora, Ned.
    — Soy bueno guardando secretos, Doc.
    — No. Aún no. Confíe en mí. Ya lo hizo antes.
    — Eso ha sido pegar bajo el cinturón, Doc.
    — Lo sé. Y no le daría un golpe bajo si esto no fuera importante. Necesito su ayuda. Quizá esté detrás de algo, quizá no. Si lo estoy, usted será el primero en enterarse.
    — ¿Es algo grande?

    Pensé en ello por un momento.

    — Podría ser.
    — De acuerdo —suspiró—, ¿qué es lo que quiere que haga?
    — Voy a dar su nombre como referencia. Si alguien le llama, quiero que apoye mi historia.
    — ¿Y cuál es esa historia? Escuchó.
    — Eso parece bastante inofensivo. Naturalmente —añadió jocosamente—, si le descubren probablemente me encontraré sin trabajo.
    — Tendré cuidado.
    — Aja. ¡Qué infiernos, al fin y al cabo ya me queda poco para que me den el reloj de oro! — hubo una pausa, como si estuviera imaginándose cómo iba a ser su vida tras la jubilación. Aparentamente no le gustó lo que imaginó, porque cuando volvió a ocupar la línea, había brío en la voz y me ofreció el lamento priápico del reportero—: Voy a volverme mochales tratando de pensar de qué va todo esto. ¿Está seguro de que no quiere darme ni una pista de lo que anda detrás?
    — No puedo, Ned.
    — De acuerdo, de acuerdo. Vaya tras de su madeja y piense en mí si por el ovillo obtiene un jersey.
    — Lo haré. Gracias.
    — Oh, infiernos, no me dé las gracias. Aún me siento mal por haber tardado tanto tiempo en pagarle. Ahora miro a mi niña y veo a una damisela sonriente y de mejillas sonrosadas, toda una belleza. Aún es algo demasiado delgada para mi gusto, pero al menos no es un cadáver ambulante como antes. Es normal, por lo menos hasta donde yo alcanzo a ver. Ahora puede sonreír. Y eso se lo debo a usted, doctor.
    — Que siga bien, Ned.
    — Lo mismo digo.

    Colgué. Las palabras de agradecimiento de Biondi me hicieron tener un instante de dudas acerca de mi retiro de la profesión. Luego pensé en cuerpos ensangrentados y la duda se alzó y se sentó en la parte trasera del coche de muertos.

    Me costó varios falsos intentos el encontrar a la persona adecuada en el Jedson College.

    — Relaciones Públicas, señora Dopplemeier.
    — Señora Dopplemeier, soy Alex Delaware, escritor del Los Angeles Times.
    — ¿Qué puedo hacer por usted, señor Delaware?
    — Estoy escribiendo un artículo sobre las pequeñas universidades del Oeste, concentrándome en las instituciones que no son muy conocidas, pero no obstante excelentes desde un punto de vista académico: Claremont, Occidental, Reed, etc. Me gustaría incluir a Jedson en el trabajo.
    — ¿Oh, realmente? — sonaba sorprendida, como si fuera la primera vez que alguien hubiera etiquetado a Jedson como excelente en lo académico —. Eso sería muy agradable, señor Delaware. Me complacería mucho contestarle ahora mismo a todas las preguntas que tenga en mente.
    — No era en eso en lo que yo pensaba. Verá, intento darle al artículo una visión más personal. Mi director está menos interesado en las estadísticas que en el sabor local. El fondo del artículo es que las universidades pequeñas ofrecen un mayor grado de contacto y de... intimidad, que es algo que les falta a las grandes universidades.
    — ¡Qué cierto es eso!
    — Lo que estoy haciendo es visitando los campus, charlando con el profesorado y los estudiantes... es un artículo con mis impresiones subjetivas.
    — Comprendo exactamente lo que busca. Lo que usted quiere destacar es la parte humana...
    — Exactamente. Ése es un modo maravilloso de expresarlo.
    — Yo trabajé dos años en un periódico local en New Jersey antes de venir a Jedson —dentro del alma de cada relaciones públicas se esconde un homúnculo periodístico, que se impacienta por ser liberado y gritar «¡ Exclusiva!» a los oídos del mundo.

    ¡Ah, un alma gemela!

    — Bueno, ya lo he dejado, pero de vez en cuando pienso en volver a ello.
    — No es un modo de hacerse rico, pero uno nunca deja de confiar en ello, señora Dopplemeier.
    — Margaret.
    — Margaret. Pensaba volar hasta ahí esta noche y me pregunto si podría mañana hacerle una visita.
    — Déjeme ver —oí ruido de papeles—. ¿Qué le parece hacia las once?
    — Excelente.
    — ¿Hay algo que quiere que le tenga preparado?
    — Una cosa que andamos mirando es lo que les suceda a los graduados de las pequeñas universidades. Me gustaría oír de sus alumnos con más éxito: doctores, abogados, este tipo de personas.
    — Yo misma no he tenido tiempo de familiarizarme con la lista de los antiguos alumnos... llevo aquí muy pocos meses. Pero haré preguntas por aquí y veré si puedo encontrar a alguien que le pueda ayudar.
    — Se lo agradecería.
    — ¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted, caso de que me fuera necesario?
    — Estaré de viaje la mayor parte del tiempo, pero puede dejar un mensaje a mi jefe del Times, Edward Biondi. — Le di el número de Ned.
    — Muy bien. Entonces quedamos para mañana a las once. La universidad está en Bellevue, justo en las afueras de Seattle. ¿Sabe dónde se encuentra esto?
    — ¿En la costa este del Lago Washington? —años atrás había sido profesor invitado en la Universidad de Washington y había visitado la casa de quien me había invitado, en Bellevue. Lo recordaba como un pueblo— dormitorio de clase media y alta, con casas agresivamente modernas, céspedes cuadrados trazados con regla y centros comerciales ocupados por tiendas de comida para gourmets, galerías de antigüedades y tiendas de ropa cara.
    — Así es. Si viene desde el centro, coja la 1- 5 hasta la 520 que gira en el Puente Flotante de Evergreen Point. Vaya todo el camino a través del puente hasta la orilla este, gire al sur en Fairweather y continúe a lo largo de la costa. Jedson se encuentra en la Bahía de Meydenbauer, nada más pasar el club de yates. Yo estoy en el primer piso del Crespi Hall. ¿Se quedará usted a comer?
    —No se lo puedo asegurar. Depende cómo ande de tiempo —y de lo que encuentre.
    — Por si acaso, tendré algo preparado para usted.
    — Es muy amable por su parte, Margaret.
    — Cualquier cosa por un compañero periodista, Alex. Mi siguiente llamada fue a Robin. Tardó nueve timbrazos en contestar.
    — Hey —estaba sin aliento—. Tenía en marcha la sierra grande y no te oía. ¿Qué pasa?
    — Me voy a ir de la ciudad un par de días.
    — ¿A Tahití sin mí?
    — Nada tan romántico, a Seattle.
    — Oh. ¿Trabajo de detective?
    — Llámalo mejor investigaciones biográficas — le dije lo de que Towle había estudiado en Jedson.
    — Desde luego andas detrás de ese tipo, ¿no?
    — Él también anda tras de mí. Cuando he estado en el Pediátrico esta mañana Henry Bork me cazó en el pasillo, me metió en su oficina y me dio una versión no demasiado sutil del viejo apretar las tuercas. Parece ser que Towle ha estado poniendo en cuestión mi ética en público. No hay quien se lo quite de encima, como las setas venenosas después de una inundación. Él y Kruger comparten alma mater y eso me hace desear conocer algo más acerca de las muy nobles aulas de Jedson.
    — Déjame ir contigo.
    — No. Va a ser puro trabajo. Cuando todo esto haya acabado, te llevaré a unas verdaderas vacaciones.
    — El pensar que vas a ir tú solo me deprime. En esta época del año aquello es muy triste.
    — No me pasará nada. Tú cuida de ti misma y trabaja un poco. Te llamaré cuando llegue allí.
    — ¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe?
    — Sabes que me encanta tu compañía, pero no va a haber tiempo para hacer turismo. Ibas a pasarlo mal.
    —De acuerdo — me dijo de mala gana—. Te echaré a faltar.
    —Yo también a ti. Te amo. Cuídate.
    — Lo mismo te digo. Te amo, cariño. Adiós.
    — Adiós.

    Tomé el vuelo de las nueve de la noche, que salía del aeropuerto de Los Angeles y aterrizaba en el Sea - Tac a las once y veinticinco. Alquilé un Nova en la Hertz, no era como el Seville, pero tenía una radio FM que alguien había dejado sintonizada en una emisora de música clásica. Una fuga de órgano de Bach en clave menor surgía del altavoz y yo no la corté: la música se ajustaba a la perfección a mi estado de ánimo. Confirmé mi reserva en el Westin, salí del aeropuerto, conecté con la autopista interestatal y me dirigí hacia el norte, al centro de Seattle.

    El cielo estaba tan duro y frío como una pistola. Minutos después de que me metí en el asfalto la pistola demostró estar cargada: disparó un trueno y el agua comenzó a caer. Pronto era uno de esos torrentes airados que caen de los cielos del Noroeste y que convierten las autopistas en kilómetros de mojacoches para los que conducen.

    — Bienvenido al Noroeste del Pacífico —dije en voz alta.

    Los pinos y los abetos crecían en masas opacas a ambos lados del camino. Carteles iluminados anunciaban moteles rústicos y restaurantes de carretera que ofrecían comidas de maderero. Exceptuando a los semirremolques que gemían bajo cargas de troncos, yo era el único viajero de la carretera. Pensé lo bonito que sería estar dirigiéndome a una cabana en la montaña, con Robin a mi lado, con el maletero lleno de útiles de pesca y provisiones. Noté una repentina sensación de soledad y ansié un contacto humano.

    Llegué al centro, poco después de la medianoche. El Westin se alzaba como un gigantesco tubo de ensayo, de acero y cristal, en medio del oscuro laboratorio que era la ciudad. Mi habitación del séptimo piso era decente, con una vista al Puget Sound y el puerto hacia el oeste, Washington y las islas hacia el este. Me saqué los zapatos que tiré por el suelo y me estiré en la cama, cansado, pero demasiado nervioso para poderme dormir.

    Llegué a tiempo de ver las noticias del cierre en la estación local de televisión. El presentador era un tipo de cara de palo y ojos bizcos, e informaba de las noticias del día de un modo totalmente impersonal. Le daba idéntico énfasis a la narración de un asesinato en masa en Ohio que a los resultados de los partidos de hockey. Lo corté a media frase, apagué las luces, me desnudé en la oscuridad y miré las luces del puerto hasta quedarme dormido.


    21


    Un millar de metros de espeso bosque escudaban al campus de Jedson de la ruta de la costa. El bosque daba paso a dos columnas gemelas de piedra, grabadas con números romanos, que indicaban el origen de un sendero pavimentado que atravesaba la universidad por su centro. El camino acababa en una plaza circular centrada por un reloj de sol, maltratado por el tiempo, situado bajo un gigantesco pino.

    A primera vista, Jedson parecía una de esas pequeñas universidades del Este que se especializan en parecerse a Harvard, en miniatura. Los edificios estaban construidos con ladrillos enmohecidos por el tiempo y embellecidos con cornisas de piedra y mármol, con techos de pizarra y cobre... diseñados en una era en la que la mano de obra era barata y los moldeados intrincados, los arcos de expansión, las gárgolas y cariátides estaban a la orden del día. Incluso la hiedra parecía auténtica, cayendo desde los tejados de pizarra, chupando los ladrillos, recortada para dejar libres las ventanas, hundidas y emplomadas.

    El campus era pequeño, quizá un kilómetro cuadrado y cuarto, y estaba repleto de oteros sombreados por árboles, setos imponentes de robles, pinos, sauces, olmos y abedules claros reseguidos en mármol y bordeados por asientos de piedra y monumentos en bronce. Todo muy tradicional, hasta que uno miraba hacia el oeste y veía praderas muy cuidadas que se hundían hacia el muelle y el puerto privado que había más allá. Los amarraderos estaban ocupados por carenados yates con puentes en teca, de quince metros y aún más largos, coronados por antenas de radar y sonar y otras de radio; claramente muy siglo veinte y obviamente Costa Oeste.

    La lluvia había pasado y un triángulo de luz atisbaba bajo los repliegues color carbón del cielo. A alguna distancia del puerto, una armada de barcos de vela cortaba un agua que parecía papel estaño. Los botes estaban ensayando algún tipo de ceremonia, pues cada uno de ellos giraba alrededor de la misma boya y desplegaba velas spinnakers de colores ultrajantes: naranjas, púrpuras, escarlatas y verdes, como las plumas de la cola de alguna bandada de pájaros tropicales.

    Sobre un pedestal había un mapa cubierto de metacrilato y lo consulté para localizar el Crespi Hall. Los estudiantes que pasaban parecían gente muy silenciosa. En su mayor parte eran de mejillas coloradas y cabello paja, con el color de sus ojos pasando el espectro desde el azul claro hasta el azul oscuro. Sus estilos de peinado parecían estar caramente ejecutados pero todos databan de la época de Eisenhower. Los pantalones llevaban dobladillo, los zapatos eran todos de cuero bueno y había las bastantes camisas y polos decorados con cocodrilos como para haber dejado despoblados los Everglades. Un eugeneticista se hubiera sentido orgulloso al observar las espaldas rectas, los físicos robustos y la seguridad en sí mismos demostrada por aquellos hijos de nobles cunas. Me sentí como si hubiera muerto y me hallara en el cielo de los arios.

    El Crespi era un romboide de tres pisos con un frontis de columnas jónicas en mármol blanco con venas varicosas. La oficina de relaciones públicas estaba oculta tras una puerta de nogal marcada con escritura dorada. Cuando la abrí, la puerta crujió.

    Margaret Dopplemeier era una de esas mujeres altas y angulosas predestinadas a la soltería. Trataba de ocultar su desgarbado cuerpo en un traje marrón de paño inglés con forma de tienda de campaña, pero los ángulos y líneas rectas se destacaban a través. Tenía una cara de mandíbula grande, unos labios sin compromisos, y un cabello marrón-rojizo cortado en una melenita incongruentemente infantil. Su oficina apenas si era mayor que el interior de mi coche; era evidente que las relaciones públicas no era una de las cuestiones vitales para los dirigentes de Jedson, y tuvo que estrecharse entre el borde de su escritorio y la pared para venir a recibirme. Fue una maniobra que hubiera parecido poco grácil realizada por la Pavlova y Margaret Doplemeier la convirtió en un incómodo movimiento, muy patoso. Sentí pena por ella, pero tuve buen cuidado en no mostrarlo: estaba a mediados de los treinta y, a esa edad, las mujeres como ella han aprendido a apreciar la confianza que tienen en sí mismas. Es una forma tan buena como cualquier otra con la que soportar la soledad.

    — Hola, usted debe ser Alex.
    — Lo soy. Encantado de conocerla, Margaret.

    Su mano era gruesa, dura y callosa... quizá de demasiado frotársela con la otra o lavar a mano. No estaba seguro.

    — Por favor, siéntese.

    Tomé una silla de espalda recta y me senté incómodamente.

    — ¿Café?
    — Por favor. Con crema.

    Detrás de su escritorio había una mesa con una bandeja de calentar. Vertió café en un tazón y me lo entregó.

    — ¿Ha decidido ya lo de la comida?

    La perspectiva de verla a través de una mesa durante una hora más no me emocionaba. No era por lo poco agraciado de su tipo ni por su serio rostro. Parecía dispuesta a contarme la historia de su vida, y yo no tenía gana alguna de llenar mi cabeza de material innecesario. Decliné su oferta.

    — Entonces, ¿qué le parece picar algo?

    Me trajo una bandeja con queso y galletas saladas, no pareciendo muy confortable en el rol de anfitriona. Me pregunté por qué había caído en el campo de las relaciones públicas. Un trabajo como bibliotecaria me habría parecido más adecuado para ella. Luego se me ocurrió que, en Jedson, las relaciones públicas debían de estar muy emparentadas con el trabajo de las bibliotecarias, un empleo de escritorio que debía tener mucho de recortar y mandar cartas y poco de contactos cara a cara.

    — Gracias —tenía apetito y el queso era bueno.
    — Bien —miró por encima de su escritorio, halló unas gafas y se las puso. Tras los cristales sus ojos se hicieron más grandes y suaves—. Usted quiere tener una idea acerca de Jedson.
    — Eso es... Tener una idea personal acerca del lugar.
    — Es un lugar único. Yo soy de Wisconsin y estudié en Madison, con otros cuarenta mil estudiantes. Aquí sólo hay dos mil. Todo el mundo se conoce.
    — Es como una gran familia —saqué una pluma y un bloc de notas.
    — Sí —a la palabra familia, había fruncido la boca —. Se podría decir que sí.

    Trasteó con unos papeles y empezó a recitar:

    — El Jedson College fue fundado en 1858 por Josiah T. Jedson, un emigrante escocés que hizo una fortuna en la minería y los ferrocarriles. Eso es tres años antes de que se fundara la Universidad de Washington, así que somos en realidad el centro más antiguo de la ciudad. La intención de Jedson era crear una institución de enseñanza superior, en la que los valores tradicionales coexistieran con la educación en las artes y las ciencias básicas. Hasta el día actual, los fondos principales para el mantenimiento del College provienen de la anualidad que recibimos de la Fundación Jedson, aunque también tenemos otras fuentes de ingresos.
    — Tengo entendido que la matrícula es bastante alta.
    — La matrícula — frunció el entrecejo —, es de doce mil dólares al año, más la pensión, gastos administrativos y otros misceláneos.

    Silbé.

    — ¿Conceden ustedes becas?
    — Cada año se concede un pequeño número de becas para los estudiantes merecedores de las mismas, pero no hay ningún programa amplio de ayuda financiera.
    — Entonces, no están ustedes interesados en atraer estudiantes de un amplio abanico socioeconómico.
    — No especialmente, no.

    Se quitó las gafas, dejó a un lado el material escrito que tenía preparado y me miró miopemente.

    — Espero que no sigamos con esa línea particular de preguntas.
    — ¿Y por qué no, Margaret?

    Movió los labios, como comprobando el tamaño de diversas palabras no pronunciadas y rechazándolas todas.

    — Alex —dijo—, ¿puedo hablarle off the record, de un escritor a otro?
    — Naturalmente —cerré el bloc y me metí la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta.
    — No sé cómo expresar esto —jugueteó con una solapa de paño, arrugando la gruesa tela y luego alisándola —. Ese artículo... su visita, no le han caído muy bien a la administración. Como habrá podido deducir de la grandiosidad de lo que nos rodea, las relaciones públicas no es un tema demasiado bien visto por el Jedson College. Después de que hablé con usted ayer, les conté lo de su visita a mis superiores, creyendo que les iba a complacer. De hecho, fue todo lo contrario. No se puede decir que exactamente me palmearan la espalda.

    Hizo una mueca, como recordando una azotaina particularmente dolorosa.

    — No quise meterla en problemas, Margaret.
    — No tenía por qué saber que iba a pasar eso. Como le dije, soy nueva aquí. Ellos hacen las cosas de otra manera. Es un modo de vida diferente... tranquilo, conservador. En este lugar es como si no pasase el tiempo.
    — ¿Y cómo atrae a los estudiantes una universidad que no quiere llamar la atención sobre sí misma?

    Ella se mordisqueó el labio.

    — No quiero hablar de eso.
    — Margaret, es off the record. Ahora no me deje con la miel en los labios.
    — No es importante — insistió, pero su pecho se estremecía y en los planos y agrandados ojos se podía ver un conflicto.
    — Entonces, ¿a qué vienen esos secretos? Nosotros, los escritores, hemos de ser sinceros los unos con los otros. Ya hay bastantes censores por ahí.

    Pensó en esto por un largo tiempo. En su rostro era evidente la indecisión, y yo no pude dejar de sentirme como todo un desalmado.

    — No quiero tener que irme de aquí — me dijo al fin —. Tengo un bonito apartamento con vistas al lago, mis gatos y mis libros. No quiero... perderlo todo. No quiero tener que hacer las maletas y volverme al Medio Oeste. A kilómetros de tierras llanas sin montañas, sin modo de establecer una perspectiva. ¿Me entiende?

    Su modo de hablar y tono eran quebradizos... conocía muy bien aquello, porque lo había visto en incontables pacientes de terapia, justo antes de que las defensas se derrumbasen con estrépito. Ella quería soltar su lengua y yo iba a ayudarla, siendo un buen bastardo manipulador...

    — ¿Comprende lo que le quiero decir? —me preguntaba ella.

    Y me oí a mí mismo contestar, tan suave, tan dulce:

    — Claro que sí.
    — Cualquier cosa que yo le diga ha de ser confidencial. No debe de ser publicada.
    — Se lo prometo. Soy escritor de artículos de tipo general, no tengo aspiraciones de convertirme en un Woodward o un Bernstein.

    Una débil sonrisa apareció en sus anchas y no muy definidas facciones.

    — ¿No aspira a eso? Pues yo sí lo hice, en un tiempo. Tras cuatro años en el periódico estudiantil de Madison, creí que iba a conmover al mundo del periodismo. Pasé todo un año sin lograr un trabajo escribiendo... tuve que hacer de camarera. ¡Lo odiaba! Luego trabajé para una revista sobre perros, escribiendo articulitos encantadores sobre caniches y schnauzers. Me traían a las pequeñas bestias a la oficina, para que les hiciéramos fotos y ensuciaban la moqueta. Hedía. Cuando eso se fue al cuerno, pasé dos años cubriendo reuniones sindicales y fiestas de ancianos en New Jersey y eso fue lo que acabó de quitarme las pocas ilusiones que me quedaban. Ahora, lo único que busco es un poco de paz.

    De nuevo se quitó las gafas; cerró los ojos y se hizo un masaje en las sienes.

    — Cuando miramos las cosas a fondo, eso es lo que, en realidad, todos deseamos.

    Abrió los ojos y miró en mi dirección, forzando la vista. Por la forma que se esforzaba yo debía de ser para ella poco más que una mancha. Traté de parecerle una mancha en la que se podía confiar.

    Se metió un par de trozos de queso en la boca y los hizo trizas con sus mandíbulas como cizallas.

    — No sé cuánto de todo esto va a servirle para su artículo — me dijo—. Especialmente si lo que quiere es una historia sin complicaciones.

    Yo forcé una risa.

    — Ahora que me ha picado la curiosidad, no me deje en la estacada.

    Ella sonrió.

    — ¿De un escritor a otro?
    — De un escritor a otro.
    — Oh — suspiró —, supongo que tampoco es tan importante.

    Luego, entre bocados de queso, me dijo:

    — En primer lugar, el Jedson College no está interesado en atraer a gente de fuera. Punto. Es una universidad, pero sólo lo es de nombre y en su estatus formal. Lo que realmente es el Jedson College, en su funcionamiento, es una jaula. Un lugar para que los miembros de la clase privilegiada tengan a sus hijos durante cuatro años, antes de que los chicos se metan en el negocio de papi y las chicas se casen con los chicos y se conviertan en buenas amitas de casa y empiecen, unos y otros, su ascenso social. Los chicos se gradúan en dirección de empresas o en económicas, las chicas en historia del arte o economía del hogar. El aprobadillo logrado con dignidad es el objetivo común. La gente demasiado brillante es mal vista aquí. Algunos de estos últimos entran en las facultades de leyes o medicina, pero cuando han terminado su entrenamiento ya han regresado al rebaño.

    Sonaba amargada, como una de esas chicas a la que nadie saca a bailar y está describiendo la fiesta de fin de curso.

    — Los ingresos medios anuales del tipo de familia que envía a sus chicos a estudiar aquí están por encima de los cien mil dólares. Piense en ello, Alex. Aquí todo el mundo es rico. ¿Ha visto el puerto?

    Asentí con la cabeza.

    — Esos juguetitos flotantes pertenecen a los estudiantes — hizo una pausa como si ella misma no acabase de creérselo—. El aparcamiento parece el del Grand Prix de Monte Cario. Y, a diario, esos chicos visten de cachemir y ante.

    Una de sus descarnadas y ásperas manos halló a la otra y la acarició. Miró de pared a pared por su pequeño cubículo, como buscando micrófonos ocultos. Me pregunté qué era lo que la ponía tan nerviosa. Así que Jedson era un centro para chicos ricos. Stanford también había empezado de aquel modo, y quizá hubiera acabado igualmente estancado, de no ser por alguien que había descubierto que, el no dejar entrar a los judíos y asiáticos listos y a otra gente de raros apellidos y alta inteligencia, llevaba a una eventual entropía académica.

    — El ser rico no es ningún crimen —dije.
    — No es sólo eso. Es la absoluta estupidez que acompaña a la riqueza. Yo estuve en Madison durante los sesenta, allí había un sentido de solidaridad social. Activismo. Estábamos luchando para acabar con la guerra. Ahora es el movimiento contra las armas nucleares. La universidad puede ser un vivero para la toma de conciencia. Pero aquí no crece nada...

    Me la imaginé quince años antes, vestida con pantalón caqui y camiseta de manga larga, manisfestándose y gritando eslogans. El radicalismo había luchado una batalla, perdida de antemano, por sobrevivir, erosionado por tener demasiado de nada. Pero ella aún podía sentir alguna nostalgia...

    — Es especialmente duro para los profesores —me estaba diciendo—. No para los de la Vieja Guardia, sino para los Jóvenes Leones... así es como se autodenominan. Vienen aquí a causa de los problemas por lograr trabajo, con su típico liberalismo académico y puntos de vista avanzados. Duran dos, quizá tres años. Esto es intelectualmente estultificante... para no hablar de la frustración de ganar sólo quince mil dólares al año, cuando el guardarropa de un estudiante ya cuesta más que eso.
    — Lo cuenta usted como si lo supiese de buena tinta...
    — Lo sé. Había... un hombre. Un buen amigo mío. Llegó aquí a enseñar filosofía. Era brillante, un graduado de Princeton, un auténtico intelectual. Esto lo devoraba. Me lo explicaba, me decía lo que era el colocarse frente a una clase y hablar de Kierkegaard y Sartre y ver a treinta pares de ojos perdidos en la lejanía... Ubermensch U, así la llamaba, la universidad de los infrahumanos. Se marchó el año pasado.

    Se la veía dolida. Cambié de tema.

    — Mencionó usted a la Vieja Guardia. ¿Quiénes son esos?
    — Graduados de Jedson que desarrollan un interés por algo que no sea el hacer dinero. Siguen hasta conseguir doctorados en humanidades, en temas totalmente inútiles como Historia, o Sociología, o Literatura... y luego vuelven aquí arrastrándose, para enseñar. Jedson se cuida de los suyos.
    — Supongo que les resulta más fácil el relacionarse con los estudiantes, visto que provienen del mismo ambiente social.
    —Así debe ser, pues ellos siguen. La mayoría de ellos son mayores... últimamente no han habido muchos estudiosos que regresen a su alma mater. Es posible que la Vieja Guardia esté disminuyendo. En realidad, algunos de ellos son bastante decentes. Tengo la impresión de que aquí siempre fueron unos marginados... los que no se adaptaban. Supongo que incluso las clases privilegiadas tienen de éstos.

    La expresión de su rostro hablaba de su experiencia personal con el dolor del rechazo social. Debió haberse dado cuenta de que corría el peligro de cruzar la frontera entre el comentario social y el striptease psicológico, porque se echó atrás, se puso las gafas y sonrió agriamente.

    — ¿Qué tal está esto para una buena relaciones públicas?
    — Para ser usted nueva en el lugar, parece que ha llegado hasta el fondo.
    —Algo de ello lo he visto por mí misma. Otras cosas me las han contado.
    — ¿Su amigo el intelectual?
    — Sí.

    Se detuvo y tomó un gran bolso, de imitación piel. No le costó mucho hallar lo que estaba buscando.

    — Éste es Lee — me dijo y me entregó una foto de ella y un hombre varios centímetros más pequeño. El hombre estaba quedándose calvo, aunque tenía mechones de espeso, rizado y negro cabello sobre cada oreja, un bigote muy poblado y gafitas redondas sin aro. Vestía una desteñida camisa azul de trabajo y tejanos y calzaba botas altas de lazos de montañero. Margaret Dopplemeier estaba ataviada con un sarape que acentuaba su tamaño, pantalones de pana muy anchos y sandalias planas. Ella tenía el brazo alrededor de él, y parecía al tiempo materna e infantilmente dependiente.
    — Ahora está en Nuevo Méjico, trabajando en su libro. Necesita la soledad, dice.

    Le devolví la foto.

    — Los escritores necesitan eso a menudo.
    — Sí. Hablamos sobre eso una y otra vez —guardó de nuevo su reliquia, tendió la mano hacia el queso, pero luego volvió a retirarla, como si repentinamente hubiera perdido el apetito.

    Dejé que pasara un momento de silencio, luego hice un arabesco, apartándome en tangente de su vida.

    — Lo que me está diciendo resulta fascinante, Margaret: Jedson está perfectamente montado y se matricula justo la gente que necesita. Es un sistema que se perpetúa a sí mismo.

    La palabra «sistema» puede ser un buen catalizador para alguien que haya coqueteado con la izquierda. La hizo ponerse de nuevo en marcha.

    — Absolutamente; el porcentaje de alumnos cuyos padres son graduados de Jedson es increíblemente alto. Apostaría que los dos mil estudiantes provienen de no más de quinientas o seiscientas familias. Cuando preparo listas, los mismos apellidos aparecen una y otra vez. Es por eso por lo que me sobresalté cuando usted lo llamó una gran familia. Me pregunté cuánto sabría ya.
    — Nada, hasta que llegué aquí.
    — Sí. Le he contado demasiado, ¿no?
    — En un sistema cerrado, lo menos que desea el establishment es que haya publicidad —insistí.
    — Naturalmente. Jedson es un anacronismo. Sobrevive en el siglo veinte a base de seguir siendo pequeño y manteniéndose apartado de las primeras páginas. Mis instrucciones eran de darle a usted de comer, darle de beber, ocuparme de que diera un agradable paseito por el campus y luego escoltarle hasta el exterior con poco o nada sobre lo que escribir. Los directivos de Jedson no quieren salir en el Los Ángeles Times. No quieren que cosas tales como la igualdad de oportunidades en la matriculacion o la búsqueda de la excelencia educativa asomen sus feas caras por estos andurriales.
    — Aprecio mucho su honestidad, Margaret.

    Por un momento pensé que se iba a echar a llorar.

    — No lo haga sonar como si yo fuese una especie de santa. No lo soy, y lo sé. El que haya hablado con usted ha sido una cobardía, un engaño. La gente de aquí no son unos malvados. Yo no tengo ningún derecho a dejarlos así, al descubierto. Han sido buenos conmigo. Pero me canso de estar siempre mostrando una careta, de acudir a tomar el té con buenas señoras que pueden pasarse todo el día hablando de las distintas modalidades en la loza de lujo, o de cómo disponer correctamente una mesa... ¿se creería que aquí dan una asignatura que consiste en cómo poner bien una mesa?

    Se miró las manos como si no se las imaginase sosteniendo algo tan frágil como la loza de lujo.

    — Mi trabajo es pura pretensión, Alex. Es un puro servicio de envío de correspondencia ennoblecido. Pero no lo voy a dejar —insistió, como debatiéndolo con un adversario invisible —. Aún no. No en este momento de mi vida. Me despierto y veo el lago. Tengo mis libros y un buen equipo estéreo. Puedo coger moras de las zarzas no muy lejos de aquí. Me las como por la mañana con nata.

    No dije nada.

    — ¿Me traicionará usted? —me preguntó.
    — Claro que no, Margaret.
    — Entonces márchese. Olvídese de Jedson y no la incluya en su artículo. Aquí no hay nada que le interese a alguien de fuera.
    — No puedo.

    Se sentó muy tiesa en su silla.

    — ¿Por qué no? —había terror e ira en su voz, algo decididamente amenazador en su mirada. Yo podía comprender la huida de su amante hacia la soledad. Estaba seguro que la agonía mental de la masa estudiantil de Jedson no era de lo único que había escapado.

    Para mantener nuestras líneas de comunicación abiertas, no tenía otra cosa que ofrecerle más que la verdad, y la oportunidad de ser una más en la conspiración. Inspiré profundamente y le conté la verdadera razón de mi visita.

    Cuando hube acabado, mostraba la misma expresión. Yo quisiera haberme echado atrás, pero mi silla estaba a escasos centímetros de la puerta.

    — Es curioso —dijo—, debería sentirme usada, explotada, pero no es así. Tiene usted un rostro honesto. Incluso sus mentiras suenan a verdades.
    — No soy más honesto de lo que pueda serlo usted. Simplemente quiero conseguir algunos datos. Ayúdeme.
    — ¿Sabe?, yo fui miembro de la organización izquierdista estudiantil, la SDS. En aquellos días, los policías eran para nosotros los «cerdos».
    — Éstos no son aquellos días, y no soy un policía. Además, no estamos hablando de teorías abstractas, ni polemizando sobre la revolución. Esto es un crimen triple, Margaret, y abuso de niños y quizá más. Nada de asesinatos políticos, sino gente inocente cortada en sangrientos pedacitos, hecha picadillo, desechos humanos. Y niños aplastados por coches en carreteras de cañones solitarios.

    Se estremeció, me dio la espalda, se pasó una uña no pintada por encima de una muela, y luego me volvió a dar la cara.

    — ¿Y cree usted que uno de ellos, uno de Jedson, ha sido el responsable de todo eso? —la idea en sí le resultaba deliciosa.
    — Creo que dos de ellos han tenido algo que ver en el asunto.
    — ¿Y por qué está usted haciendo esto? ¿No dice usted que es psiquiatra?
    — Psicólogo.
    — Lo que sea. ¿Qué saca usted de esto?
    — Nada. Nada que usted pueda creer...
    — Vamos a verlo.
    — Quiero que se haga justicia. Es algo que no me deja dormir.
    — Le creo —dijo en voz baja.

    Se fue durante veinte minutos y cuando regresó traía un montón de libros de gran tamaño, encuadernados en piel azul marroquinada.

    — Éstos son los anuarios, si es que sus estimaciones sobre su edad son correctas. Le voy a dejar con ellos y me iré a buscar en los archivos de alumnos. Ciérrese por dentro cuando me haya ido y no conteste aunque llamen. Yo haré tres llamadas y luego dos, ésa será nuestra contraseña.
    —A sus órdenes.
    —Ja —rió, y por primera vez pareció atractiva.

    Timothy Kruger me había mentido acerca de ser un chico pobre que justo había logrado entrar en Jedson. Su familia había donado un par de los edificios, e incluso una pura lectura por encima de los anuarios dejaba bien claro que los Kruger eran Muy Importantes. En cambio, la parte acerca de sus proezas atléticas era cierta: se había signi-ficado en las pistas de carreras, en pelota base y en lucha grecorromana. Había fotos de él saltando obstáculos, lanzando la jabalina y, más adelante, en una sección dedicada al teatro, en los papeles de Hamlet y Petruchio. La impresión que me dio era que constituía toda una figura en el campus. Me pregunté cómo habría acabado en La Casa de los Niños, trabajando con una titulación falsa.

    La foto de L. Willard Towle mostraba que, en su juventud, había sido uno de esos rubios tipo Tab Hunter. Las notaciones que había bajo su nombre mencionaban la presidencia en el Club de los PreMed y en la Sociedad Honorífica de Biología. También había un asterisco que llevaba a una nota a pie de página que aconsejaba al lector que fuese a la última página del libro. Obedecí las instrucciones y llegué a una foto orlada en negro... la misma foto que había visto en la oficina de Towle, de su esposa e hijo contra un fondo de lago y montañas. Había una inscripción bajo la foto:
    In Memoriam Lilah Hutchison Towle
    1930— 1951
    Lionel Willard Towle, Jr. 1949— 1951

    Bajo la inscripción había unas líneas de poesía:
    Que rápidamente que llega la noche,
    Para ahogar nuestras esperanzas,
    Y para apagar nuestros sueños;
    Pero aún en la noche más oscura,
    El rayo de la paz sigue iluminándonos.

    Estaba firmado «S»

    Yo estaba volviendo a leer el poema cuando la llamada codificada de Margaret Dopplemeier sonó en la puerta. Corrí el pestillo y entró llevando un sobre de color marrón. Cerró la puerta, se fue a su escritorio, abrió el sobre y dejó caer de su interior dos fichas de siete y medio por doce y medio centímetros.

    — Vienen directamente del sagrado archivo de alumnos — le dio una mirada a una y me la entregó—. Aquí está su doctor.

    El nombre de Towle estaba arriba, escrito a mano con letra elegante. Bajo él había varias anotaciones, de diferentes manos y distintos colores de tinta. La mayoría eran abreviaciones y códigos numéricos.

    — ¿Me la puede explicar?

    Rodeó el escritorio y se sentó junto a mí, tomó la ficha y la estudió.

    — No hay nada misterioso en esto. Las abreviaciones son simplemente para ahorrar espacio. Los cinco dígitos tras el apellido son el código del alumno, para los envíos de correspondencia, necesidades de archivo y cosas así. Después tiene el número 3, que significa que es el tercer miembro de su familia que viene a Jedson. Eso de med no necesita explicación... es un código de dedicación, y el F.— med quiere decir que la medicina también es la ocupación principal de la familia. Si fueran navieros pondría nav y si banqueros bnq, etc. El G:51 indica el año en que se graduó. C.J, 148793 indica que se casó con otra estudiante de Jedson y da su código para poder consultar su ficha. Aquí hay algo interesante... hay una crucecita entre paréntesis (+) tras el código de la esposa, lo que quiere decir que está muerta, y la fecha de su muerte es 17/6/51... ¡murió cuando aún era estudiante aquí! ¿Sabía usted eso?
    — Lo sabía. ¿Habría modo de averiguar algo más acerca de esa muerte?

    Pensó un instante.

    — Podríamos mirar los periódicos locales de esas fechas, buscando una nota necrológica o un obituario.
    — ¿Y la revista de los estudiantes?
    — El Spartan es un bodrio —dijo despectivamente —, pero supongo que sí hablaría de una cosa así. Los números atrasados se guardan en la biblioteca, al otro lado del campus. Podemos pasar luego por allí. ¿Cree que puede ser interesante?
    — Podría ser, Margaret. Quiero saber todo lo que pueda de esa gente.
    — Van der Graaf —exclamó.
    — ¿Qué es eso?
    — El profesor Van der Graaf, del Departamento de Historia. Es el más viejo de la Vieja Guardia, lleva en Jedson más tiempo que cualquier otra persona que yo conozca. Además es un chismoso de cuidado. Me senté a su lado en una fiesta campestre y el buen anciano me contó toda serie de chismes: quién se iba a la cama con quién, los trapos sucios del profesorado y cosas así.
    — ¿Y le dejan que cuente esas cosas?
    — Tiene casi los noventa, esta podrido de dinero de su familia, no está casado y no tiene herederos. Esperan que un día de estos la palme y le deje la pasta a la universidad. Es catedrático honorífico desde quien sabe cuánto tiempo. Tiene aquí una oficina y siempre está metido en ella, haciendo ver que escribe libros. No me sorprendería que hasta durmiese ahí. Sabe más sobre Jedson que nadie.
    — ¿Y cree que hablará conmigo?
    — Si le apetece. De hecho, pensé en él cuando me dijo usted por teléfono que quería saber cosas sobre alumnos que se hayan hecho famosos. Pero luego pensé que sería muy arriesgado dejarle a solas con un periodista. Una nunca sabe qué es lo que va a hacer o decir.

    Lanzó una risita, disfrutando de la habilidad del viejo al rebelarse desde una posición de poder.

    — Naturalmente, ahora que sé lo que usted quiere — continuó—, pienso que hablar con él le vendría al dedillo. Pero necesitará inventarse algo para explicar el porqué quiere que le hable de Towle, aunque me imagino que eso no debe de ser un gran problema para alguien tan inventivo como lo es usted.
    — ¿Qué tal le suena esto?: soy un periodista de la revista Medical World News; digamos que me llamo Bill Roberts... Y el doctor Towle acaba de ser elegido Presidente de la Academia de Pediatras, por lo que estoy escribiendo un artículo acerca de sus estudios...
    — Suena bien. Voy a llamarle ya.

    Tendió la mano hacia el teléfono y yo le di otra mirada a la ficha de alumno de Towle. La única información que ella no me había explicado era una columna de datos fechados bajo la indicación general $, que supuse que serían donaciones a Jedson. Promediaban los diez mil dólares al año. Towle era un hijo agradecido.

    — Hola, profesor Van der Graaf —estaba diciendo ella —, soy Margaret Dopplemeier de Relaciones Públicas. Sí, estoy bien, gracias, ¿y usted? Muy bien... oh, estoy segura que podremos arreglarlo, profesor.

    Tapó el micrófono con la mano y me hizo un guiño, susurrando las palabras: «está de buenas».

    — No sabía que le gustase la pizza, profesor. No. No, tampoco a mí me gustan las de anchoas. Sí, me gustan los Duesenbergs. Sí, ya sé que a usted también le gustan... sí, ya lo sé. La lluvia caía a mares, profesor. Sí, me gustaría. Sí, cuando mejore el tiempo. Con la capota bajada. Yo llevaré la pizza.

    Coqueteó con Van der Graaf durante unos minutos y, al fin, llegó al tema de mi visita. Escuchó, me hizo un signo de asentimiento, cerrando el índice y el pulgar en un okey, y volvió a flirtear. Tomé la ficha de Kruger.

    Era el quinto miembro de su familia que iba a Jedson y se listaba su graduación como ocurrida hacía cinco años. No había mención alguna acerca de su actual trabajo, en cuanto a la familia, se decía que se dedicaba al com, trans y finc. No había mención alguna a un matrimonio, ni había donado dinero alguno a la universidad. Sin embargo, había un dato interesante bajo la notación REL-F —decía Towle. Finalmente las tres letras BDA estaban escritas con trazo grueso en la parte inferior de la ficha. Margaret acabó con el teléfono.

    — Le recibirá. Siempre que yo le acompañe y me comprometa, le cito textualmente: «a darme un buen masaje, jovencita. Así contribuirá a prolongar la vida de un fósil viviente». El muy viejo verde... —lo dijo afectuosamente.

    Le pregunté acerca del nombre de Towle en la ficha de Kruger.

    — REL- F es relaciones familiares. Aparentemente los dos personajes que le interesan a usted son primos o algo así.
    — ¿Y entonces por qué no está él puesto en la ficha de Towle?
    — Esa categoría de dato debe de ser nueva, posiblemente la añadieron después de que Towle se graduase y, en lugar de remontarse hacia atrás y ponerla en todo el archivo, probablemente sólo la fueron indicando en las fichas nuevas. Lo que sí es interesante es ese BDA. Quiere decir que lo han borrado del archivo.
    — ¿Y por qué han hecho eso?
    — No lo sé. Y aquí no lo dice. Nunca lo diría. Probablemente por alguna falta. Con su historial familiar ha tenido que ser algo muy gordo. Algo que hizo que la escuela quisiera lavarse las manos en lo que a él se refiere. —Me miró—. Esto se está poniendo interesante, ¿no?
    — Mucho.

    Volvió a meter las fichas en el sobre y lo cerró en su escritorio.

    — Ahora le llevaré con Van der Graaf.


    22


    Un ascensor que era una jaula dorada nos llevó al quinto piso de un edificio rematado por una cúpula que estaba a un extremo del campus. Abrió sus fauces y nos soltó en un silencioso vestíbulo, decorado con un zócalo de mármol y tapizado de polvo. El techo era cóncavo y en yeso, sobre el que había sido pintado un ya descolorido mural de querubines soplando trompetas: estábamos dentro de la concha de la cúpula. Las paredes eran de piedra y soltaban un olor de papel en putrefacción. Una ventana con paneles en forma de rombos separaba dos puertas de madera. Una de ellas llevaba la mención SALA DE MAPAS y parecía no haber sido abierta en generaciones. La otra no decía nada.

    Margaret golpeó con los nudillos en la puerta sin letrero y, al ver que no obtenía respuesta, la abrió. La habitación que reveló era espaciosa y de techo alto, con ventanas de catedral que daban una vista del puerto. Cada centímetro posible de espacio en las paredes había sido ocupado por estantes repletos de libros raídos, puestos al azar. Aquellos libros que no habían hallado un lugar de descanso en los estantes se hallaban en montones, precariamente equilibrados, por el suelo. Había una mesa de caballetes en el centro de la habitación, que estaba llena de montones de manuscritos y aún más libros. Un globo terráqueo sobre un soporte con ruedas y un escritorio de patas con forma de garras habían sido arrinconados contra un ángulo. Encima del escritorio se veía una caja de esas de la MacDonalds de llevarse la comida a casa, y un par de servilletas de papel, arrugadas y grasientas.

    — ¿Profesor? —dijo Margaret, y luego a mí—: Me pregunto a dónde habrá ido.
    — ¿Jugamos al escondite? —la voz venía de algún lugar tras la mesa de caballetes.

    Margaret se sobresaltó, el bolso se le cayó de las manos y su contenido se desparramó por el suelo.

    Una cabeza apergaminada apareció atisbando por sobre los bordes arrugados de un montón de papel amarillento.

    — Lamento haberla asustado, cariño —la cabeza estaba echada hacia atrás en una carcajada silenciosa.
    — Profesor —dijo Margaret—. ¿No le da vergüenza? Se inclinó a recoger sus cosas.

    Él salió de detrás de la mesa con aspecto de niño regañado. Hasta ese momento yo había creído que estaba acurrucado. Pero cuando su cabeza no subió más, me di cuenta que todo el tiempo había estado de pie.

    Medía menos de un metro y medio. Su cuerpo era de un tamaño normal, pero estaba doblado por la cintura, con su columna formando una S y con su deformada espalda cargada con una joroba del tamaño de una mochila bien repleta. Su cabeza parecía demasiado grande para su figura y era como un huevo arrugado coronado por un mechón de cabello blanco y muy fino. Cuando se movía parecía un escorpión adormecido.

    Tenía una expresión de falsa contricción, pero el centelleo de sus llorosos ojos azules decía más que su boca sin labios y las comisuras caídas.

    — ¿Puedo ayudarte, cariño? —su voz era seca y tenía un acento muy culto.

    Margaret recogió sus últimos efectos personales del suelo y los metió en el bolso.

    — No, gracias profesor. Ya lo tengo todo —recobró el aliento y trató de parecer compuesta.
    — Pero, ¿a pesar de todo tendremos ese picnic con pizza?
    — Sólo si se porta bien.

    Él junto sus manos, como rezando.

    — Te lo prometo, cariño —afirmó.
    — De acuerdo, profesor. Éste es Bill Roberts, el periodista del que le hablé. Bill, le presento al profesor Van der Graaf.
    — Hola, profesor.

    Me miró bajo párpados adormilados.

    — No te pareces a Clark Kent —me dijo.
    — ¿Cómo?
    — ¿No se supone que los periodistas deben parecerse a Clark Kent, la identidad secreta de Superman?
    — No tenía noticias de que eso estuviera regulado por la Asociación de la Prensa.
    — A mí me entrevistó un periodista después de la Guerra... la grande, la Segunda. Quería saber qué lugar tendría esa guerra en la Historia. Y él se parecía a Clark Kent —se pasó una mano por su cráneo, lleno de manchas del hígado—. ¿No tienes unas gafas o algo así jovencito?
    — Lo siento, pero tengo unos ojos perfectamente sanos. Me dio la espalda y fue hacia una de sus librerías.

    Había una gracia rara, como reptiloide, en sus movimientos: su deforme cuerpo parecía moverse hacia un lado, cuando en realidad se estaba moviendo hacia adelante. Se subió lentamente a una escalera baja, tendió el brazo hacia arriba y tomó un volumen encuadernado en piel, bajó y regresó.

    — Mira — me dijo, abriendo el libro que pude ver que era una colección de tebeos encuadernados —. Esto es lo que yo quiero decir.

    Su tembloroso dedo apuntaba a un dibujo del mejor de los periodistas del Daily Planet entrando en una cabina telefónica.

    — Clark Kent. Éste sí que es un periodista.
    — Estoy segura de que el señor Roberts sabe quién es Clark Kent, profesor.
    — Entonces que vuelva cuando se parezca más a él, y hablaremos —nos espetó el viejo.

    Margaret y yo intercambiamos miradas de impotencia. Ella iba a decir algo cuando Van der Graaf echó hacia atrás su cabeza y lanzó una seca carcajada.

    — ¡Inocentada! —se reía de muy buena gana de su propio ingenio, hasta que su risa se disolvió en un ataque de tos y flemas.
    — ¡Oh, profesor! —le riñó Margaret.

    Se enfrentaron el uno con el otro, en un torneo verbal. Comencé a sospechar que su amistad estaba bien establecida. Me quedé a un lado, sintiéndome como el asistente involuntario a uno de esos espectáculos de seres monstruosos de las ferias.

    — Admítelo, cariño —él estaba diciendo —. ¡Te había engañado!

    Dio pataditas al suelo, con plena satisfacción.

    — ¡Te habías creído que ya estaba totalmente senil!
    — No es usted más senil que yo —le contestó ella—. Simplemente es un crío malcriado.

    Mis esperanzas de obtener información fiable de aquel enano jorobado estaban disminuyendo por momentos. Me aclaré la garganta.

    Dejaron de hablar y me miraron. Una burbuja de saliva se había formado en la comisura de la retorcida boca de Van der Graaf. Sus manos vibraban con falso Parkinsons. Margaret se alzaba frente a él con las piernas abiertas.

    — Y ahora quiero que coopere con el señor Roberts — le dijo con severidad.

    Van der Graaf me lanzó una mirada aviesa.

    — Oh, de acuerdo —gimió—, pero sólo si me llevas alrededor del lago en mi Doosie.
    — Ya le he dicho que lo haría.
    — Tengo un coche Duesenberg del treinta y siete —me explicó —. Un carruaje maravilloso. Cuatrocientos garañones relinchantes bajo una capota rubí brillante. Escapes cromados. Consume gasolina con una voracidad despreocupada. Yo ya no puedo conducirlo y Maggie es una moza robusta; siguiendo mis instrucciones podría manejarlo. Pero rehusa.
    — Profesor Van der Graaf, hubo una buena razón para que yo rehusara: estaba lloviendo y no quise ponerme tras el volante de un automóvil que vale doscientos mil dólares en un tiempo peligroso.
    — ¡Bah! Yo llevé a ese juguete de aquí a Sonoma en el cuarenta y cuatro. Se agranda ante las adversidades metereológicas.
    — De acuerdo, le llevaré. Mañana, si el señor Roberts me da un buen informe de su comportamiento.
    — Yo soy el profesor. Yo doy las notas.

    Ella le ignoró.

    — Tengo que volver a la biblioteca, señor Roberts. ¿Sabrá hallar usted el camino de regreso a mi oficina?
    — Desde luego.
    — Le veré cuando haya acabado, entonces. Adiós, profesor.
    — Mañana a la una. Llueva o haga sol —gritó él, mientras ella se alejaba.

    Cuando la puerta se hubo cerrado, me invitó a sentarme.

    — Yo me quedaré de pie, no encuentro una silla que se me adapte. Cuando era un chico, papá llamó a carpinteros y tallistas en madera, tratando de hallar un modo de sentarme cómodamente. Sin conseguirlo; no obstante, produjeron algunas esculturas abstractas realmente fascinantes — se rió, y se aferró a la mesa de caballetes para sostenerse—. He pasado de pie la mayor parte de mi vida y al cabo probablemente eso haya sido beneficioso. Tengo unas piernas que parecen fundidas en acero. Y mi circulación es tan buena como la de alguien con la mitad de mi edad.

    Me senté en un sillón de cuero. Ahora nuestros ojos estaban a la misma altura.

    — Esta Maggie —dijo—, ¡vaya una chica! Flirteo con ella, trato de animarla... Parece estar tan sola la mayor parte del tiempo.

    Revolvió los papeles y sacó de entre ellos una petaca.

    — Whisky escocés. Encontrará dos vasos en el cajón superior derecho del escritorio. Haga el favor de tomarlos y sea tan amable de entregármelos.

    Encontré los vasos, que no parecían estar demasiado limpios. Van der Graff echó en cada uno de ellos unos tres centímetros de whisky, sin dejar caer una sola gota.

    — Aquí tiene.

    Le vi dar un sorbito a su bebida y yo seguí su ejemplo.

    — ¿Cree usted que aún seguirá virgen? ¿Es tal cosa posible en nuestros días? —se enfrentó con las preguntas como si fueran una cuestión epistemológica.
    — Realmente no sabría decírselo, profesor. Sólo la conozco desde hace una hora.
    — No puedo imaginármelo, la virginidad en una mujer a su edad. Y, sin embargo, me resulta igualmente increíble la sola idea de esas caderas de lechera rodeando a un par de cachas de fornicador.

    Bebió algo más de whisky y contempló la vida sexual de Margaret Dopplemeier en silencio, con la mirada perdida en el vacío. Finalmente dijo:

    — Es usted un hombre joven paciente. Ésa es una cualidad poco común.

    Asentí con la cabeza.

    — Me imagino que empezaremos cuando usted esté dispuesto, profesor.
    — Sí, confieso que tengo una buena parte de comportamiento infantil. Es un requisito de mi edad y condición. ¿Sabe cuánto tiempo hace que no he dado una clase o escrito un artículo serio?
    — Me imagino que bastante.
    — Más de dos décadas. Desde entonces he estado aquí arriba dedicado a largas y solitarias temporadas de lo que supuestamente es un profunda actividad mental... en realidad, lo que hago es vaguear. Y, sin embargo, soy catedrático honorífico. ¿No cree que un sistema que tolera tal insensatez es absurdo?
    — Quizá exista la sensación de que se ha ganado usted el derecho a una jubilación con todos los honores.
    — ¡Bah! —hizo un gesto con la mano—. Eso suena demasiado parecido a la muerte. Jubilación con honores y los gusanos mordisqueándole ya a uno los dedos de los pies. Le quiero confesar, joven, que jamás me gané nada. Escribí sesenta y tres artículos en prestigiosas publicaciones científicas, y todos menos cinco eran pura basura. Codirigí tres libros que nadie nunca leyó y, en general, llevé una vida de niño mimado. Ha sido todo maravilloso.

    Se acabó el whisky y dejó el vaso sobre la mesa con mucho estrépito.

    — Me mantienen aquí por que tengo millones de dólares en un fondo libre de impuestos que mi padre me legó, y porque esperan que yo se los legue a ellos — sonrió con una mueca —. Quizá lo haga, quizá no. Tal vez lo teste todo a alguna organización de negros, o alguna otra cosa igualmente escandalosa. Un grupo que luche por los derechos de las lesbianas, quizá. ¿Existe alguna cofradía así?
    — Estoy seguro que debe de haberla.
    — Sí, en California sin duda. Y, hablando de esto, usted quiere hablar de Willie Yowle que está en Los Ángeles, ¿no es eso?

    Repetí la historia acerca del Medical World News.

    — De acuerdo —suspiró —, si insiste... Tratraré de ayudarle. Dios sabe que no entiendo el porqué alguien puede llegar a interesarse en Willie Towle, pues jamás puso el pie en este campus alguien más insípido que él. Cuando me enteré que había llegado a ser médico, me asombré mucho, nunca le pensé intelectualmente apto para una cosa tan avanzada. Naturalmente, su familia está muy enraizada en la práctica de la medicina... uno de los Towles fue el médico personal del General Grant, en la Guerra Civil, ahí tiene ya una nota de interés para su artículo, y me imagino que el conseguir a que admitieran a Willie en la Facultad de Medicina no les debió resultar muy difícil.
    — Pues resultó ser luego un doctor de mucho éxito.
    — Eso no me sorprende. Hay diferentes tipos de éxito: uno requiere una combinación de rasgos de personalidad que Willie desde luego poseía: perseverancia, falta de imaginación, un conservadurismo innato. Y, desde luego, un buen cuerpo recto y una cara convencionalmente atractiva es algo que tampoco va mal. Apostaría a que no fue subiendo por ser un profundo pensador científico o un investigador innovador. Sus puntos fuertes son de una naturaleza más mundana, ¿no es así?
    — Tiene la reputación de ser excelente doctor —insistí—. Sus pacientes sólo cuentan cosas buenas de él.
    — Sin duda les dice exactamente lo que ellos desean oír. Willie siempre fue muy bueno en esto. Muy popular: presidente de esto y de aquello. Fue estudiante mío en un curso sobre la Civilización Europea, y era un verdadero encanto. Sí, profesor, no, profesor. Siempre estaba a mano para correrme la silla... ¡Dios, como odiaba que me ayudasen! Y eso sin tener en cuenta el hecho de que casi nunca me sentaba.

    Hizo una mueca al recordar aquello.

    — Sí, había en él un cierto encanto banal. Y a la gente le gusta eso en sus médicos, creo que a eso le llaman buenos modales. Naturalmente los ensayos que les hacía hacer como exámenes eran muy reveladores en su caso, pues mostraba su verdadera personalidad. Predecible, exacto pero no iluminador, gramáticamente correcto, sin llegar a ser buen escritor —hizo una pausa—. No es éste el tipo de información que usted se esperaba, ¿no?

    Sonreí.

    — No exactamente.
    — Esto no lo van a poder publicar, ¿verdad? —parecía desencantado.
    —No. Me temo que se espera que el artículo sea laudatorio.
    — Bravo, hurra, y todo ese bla, bla, bla; o, traduciéndolo una pura caca, ¿correcto? Qué aburrido. ¿No le aburre a usted el tener que escribir esas tonterías?
    — A veces. Me ayuda a pagar las facturas.
    — Sí, que arrogante ha sido por mi parte el no tomar eso en cuenta. Yo nunca tuve que pagar facturas, mis banqueros lo han hecho por mí. Siempre he tenido más dinero del que podía gastar, y eso le lleva a uno a una terrible ignorancia. Es una falta muy común entre los ricos indolentes: somos increíblemente ignorantes. Y nos casamos entre nosotros, lo que lleva a aberraciones tanto psicológicas como físicas —sonrió, se llevó una mano atrás y se palmeó la joroba —. Todo este campus es un lugar de refugio para los cachorros de los indolentes, ignorantes y intermezclados ricos. Incluyendo a su doctor Willie Towle. Él desciende de uno de los medios ambientes más opresivos que existen. ¿Lo sabía?
    — ¿Por ser el hijo de un doctor?
    — No, no —me recriminó como si fuera un pupilo especialmente estúpido—. Es uno de los Doscientos. ¿No ha oído hablar de ellos?
    — No.
    — Vaya al cajón inferior de mi escritorio y saque el mapa viejo de Seattle.

    Hice lo que me decía. El mapa estaba doblado y bajo varios ejemplares de Playboy.

    — Démelo — me dijo impaciente. Lo abrió y lo desplegó sobre la mesa—. Mire aquí.

    Me puse junto a él. Su dedo apuntaba a un punto en el extremo norte del estrecho. A una pequeña isla con forma de diamante.

    — La Isla de Brindamoor. Unos ocho kilómetros cuadrados de un terreno asombrosamente poco atractivo, sobre el que están situadas las doscientas mansiones que no tienen rival en ningún otro lugar de los Estado Unidos. Josiah Jedson edificó allí su primera mansión, que era una monstruosidad gótica... y otros como él lo imitaron. Tengo primos que residen allí... la mayor parte de nosotros tenemos algún grado de parentesco... Eso a pesar que mi padre construyó nuestra casa en tierra firme, en Windermere.
    — Apenas si se la ve.

    La isla era un puntito en el Pacífico.

    — Y eso es lo que ellos quieren, muchacho. En muchos de los mapas antiguos la isla ni tiene nombre. Como puede imaginar, no hay acceso por tierra. El ferry hace un viaje de ida y vuelta desde el puerto, cuando el tiempo y las mareas lo permiten, y no es inusitado que durante dos o tres semanas no haya viaje alguno. Algunos de los residentes tienen aviones privados y pistas de aterrizaje en sus propiedades. La mayoría están muy contentos de permanecer en su espléndido aislamiento.
    — ¿Y el doctor Towle creció allí?
    — Desde luego que sí. Aunque creo que sus tierras ancestrales han sido vendidas. Era hijo único y cuando se trasladó a California no le pareció que hubiera razón alguna para seguir poseyéndolas. La mayoría de esas casas tienen mucho mayor tamaño del que debería tener una casa. Dionosaurios arquitectónicos. Escalofriantemente caras de mantener... y hoy en día incluso los Doscientos tienen que andarse con cuidado con el presupuesto. No todos tuvieron antepasados tan astutos como mi padre.

    Se palmeó la tripa, autocomplaciente.

    — ¿Y cree que el haber crecido en ese tipo de aislamiento pudo tener efectos sobre el doctor Towle?
    — Ahora suena usted como un psicólogo, jovencito.

    Sonreí.

    — Contestando a su pregunta, desde luego. Los niños de los Doscientos eran un grupo insufriblemente esnob... y para lograr merecer tal calificativo en el Jedson College hay que poseer un chovinismo casi imposible de alcanzar. Era un clan, autocentrados, mimados y no demasiado brillantes. Muchos tenían familiares deformes, con problemas mentales y físicos crónicos... mi comentario acerca del casarnos entre nosotros mismos era muy en serio, y la experiencia parecía haberlos dejado insensibles y cínicos, en lugar de lo opuesto.
    — Está usando usted el tiempo pasado, ¿es que ya no existen?
    — Es asombroso los pocos jóvenes que hay ahora allí. Prueban lo que es el mundo exterior y se muestran muy poco dispuestos a regresar a Brindamoor... que en realidad es un lugar muy poco atractivo, a pesar de las pistas de tenis cubiertas y una cosa patética a la que llaman pomposamente club de campo.

    Para mantenerme dentro de mi papel yo tenía que defender a Towle.

    — Profesor, yo no conozco demasiado al doctor Towle, pero se habla muy bien de él. He hablado con él y me parece ser un hombre muy decidido, de fuerte carácter. ¿No es también posible que el crecer en el tipo de medio ambiente como ese que usted pinta en Brindamoor, le aumente a uno la fuerza de la personalidad?

    El viejo me miró con desprecio.

    — ¡Tonterías! Comprendo que tenga usted que adecentar su imagen, pero a mí no me va a sacar otra cosa que no sea la verdad. No había ni un solo individuo en toda aquella manada de Brindamoor. Jovencito, el néctar de la individualidad es la soledad. Y nuestro Willie Towle ni la cató.
    — ¿Y por qué afirma usted eso?
    — No puedo recordar el haberle visto nunca solo. Siempre iba de pandilla con otros dos tontarrones de la isla. Los tres iban muy chulos, como si fueran unos pequeños dictadores. Los Tres Cabezas de Estado, les llamaban a sus espaldas... chicos pretenciosos, muy pagados de sí mismos. Willie, Stu y Eddy.
    — ¿Stu y Eddy?
    — Sí, eso es lo que que he dicho: Stuart Hickle y Edwin Hayden.

    Al oír mencionar esos nombres tuve un sobresalto involuntario. Luché por neutralizar mi expresión, esperando que el anciano no se hubiera fijado en mi reacción. Felizmente, así parecía, pues siguió perorando con aquella voz reseca:

    —...y Hickle era un monstruito enfermizo, con un temperamento fantasmal. No decía una sola palabra que no tuviera que ser censurada por los otros dos. Hayden era un pequeño tramposo, con muy mala leche. Lo cacé copiando en un examen y trató de sobornarme para que no lo suspendiese a base de ofrecerme los servicios de una prostituta hindú de supuestos talentos exóticos...¡se imagina tamaña caradura, como si no fuera yo capaz de arreglármelas por mí mismo en los asuntos de la lujuria! Naturalmente le suspendí, y escribí una carta muy dura a sus padres. Nunca tuve respuesta... seguro que jamás la leyeron, estarían de viaje por Europa o algo así. ¿Y sabe cómo acabó? — me preguntó, retoricamente.
    — No —mentí.
    — Pues ahora es juez... en Los Ángeles. De hecho, creo que los tres, los gloriosos Cabezas; se fueron a vivir a Los Ángeles. Hickle es una especie de farmacéutico... quería ser doctor, igualito que Willie, y creo que incluso empezó en la Facultad de Medicina, pero era demasiado'estúpido para acabar.

    Hizo una pausa.

    — Un juez —repitió—. ¿Qué dice esto acerca de nuestro sistema judicial?

    La información estaba llegando en cascada y, tan cual un pobre al que de repente le cae encima una aceptable herencia, no sabía cómo apañármelas con ella. Deseaba abandonar mi disfraz y arrancar hasta la última brizna de información del viejo, pero tenía que pensar en el caso... y en mis promesas a Margaret.

    — Soy un malvado viejo malhablado, ¿no es cierto? — se carcajeó Van der Graaf.
    — Me parece usted alguien muy perceptivo, profesor.
    — ¿Oh, si? — sonrió con astucia —. ¿Alguna otra habladuría que quiera que le revele?
    — Sé que el doctor Towle perdió a su mujer y a su hijo hace ya unos años. ¿Qué me puede decir de eso?

    Me miró, luego volvió a llenar su vaso y dio un sorbito.

    — ¿Todo eso forma parte de la historia?
    — Todo eso forma parte del ir rellenando el retrato —le dije. No muy convincentemente.
    — Ah, sí. Rellenándolo. Claro. Bueno, fue una tragedia, de eso no hay duda alguna y su doctor era demasiado joven para aquello. Se casó en el primer curso con una chica encantadora de una buena familia de Portland. Encantadora, pero no pertenecía al clan... los Doscientos tendían a casarse entre ellos. El casamiento fue toda una sorpresa, pero seis meses más tarde la chica dio a luz y se disiparon todas las dudas. Durante un tiempo pareció que el trío se fuera a quebrar... Hickle y Hayden hacían sus truhanerías juntos, mientras que Willie atendía a sus obligaciones como hombre casado. Luego la mujer y el hijo murieron y los Cabezas se volvieron a reunir. Supongo que es natural que un hombre busque el consuelo de sus amigos tras una pérdida como ésa.
    — ¿Cómo sucedió?

    Atisbo al interior de su vaso y se acabó las últimas gotas.

    — La muchacha, la madre, llevaba al crío al hospital. Se había despertado con el garrotillo o alguna enfermedad así. El lugar para emergencias más cercano estaba en el Hospital Ortopédico para Niños, en la Universidad. Era de madrugada, aún a oscuras. El coche cayó por el Puente Evergreen al lago. No lo encontraron hasta ya amanecido.
    — ¿Dónde estaba el doctor Towle?
    — Estudiando. Haciendo una empollada para un examen. Naturalmente esto le hizo coger un gran complejo de culpabilidad, se quedó totalmente hundido. No había duda de que se culpaba a sí mismo por no haber estado allí y ahogarse él también. Ya conoce el tipo de autoflagelación que acostumbran a adoptar los enamorados fustrados.
    — Un asunto trágico.
    — Oh, sí. Era una chica encantadora.
    — El doctor Towle tiene una foto de ella en su oficina
    — Es un sentimental, ¿no?
    — Supongo —bebí un poco de whisky—. ¿Comenzó a ver más a sus amigos tras la tragedia?
    — Sí. Aunque, cuando le oigo usar esa palabra me doy cuenta de algo. En mi concepto de amistad viene implicada una relación de afecto, algún grado de admiración mutua. Y esos tres tenían un aspecto tan fúnebre cuando estaban juntos... no parecían disfrutar de la compañía de los otros dos. Nunca supe cuál era el nexo de unión entre ellos, pero desde luego existía. Willie se marchó a la Facultad de Medicina y Stuart le siguió. Edwin Hayden asistió a las clases de leyes en la misma universidad. Se aposentaron en la misma ciudad. Sin duda se pondrá en contacto con los otros dos para obtener citas laudatorias para su artículo. Si es que hay tal artículo.

    Luché por permaner en calma.

    — ¿Qué quiere decir?
    — Oh, creo que ya sabe lo que quiero decir, muchacho. No le voy a pedir que me presente una identificación que pruebe que es usted lo que dice ser... de todos modos eso no probaría nada... No lo haré porque me parece usted un joven agradable e inteligente, y porque, ¿cuántos visitantes con los que pueda charlar cree que recibo? Y ya he dicho bastante.
    — Le agradezco eso, profesor.
    —Y vaya si tiene que hacerlo. Espero que tenga sus razones para quererme interrogar sobre Willie. Sin duda son muy aburridas y no quiero conocerlas. ¿Le he sido de alguna ayuda?
    — Me ha sido de mucha ayuda —llené nuestros vasos y compartimos otro trago, sin que se cruzase conversación alguna entre nosotros.
    — ¿Querría usted serme de un poco más de ayuda? —le pregunté.
    — Depende.
    — El doctor Towle tiene un sobrino, Timothy Kruger. Me pregunto si habrá algo de él que pueda decirme.

    Van der Graaf se llevó el vaso a los labios con dedos temblorosos. Su rostro se ensombreció.

    — Kruger — dijo el apellido como si fuera un insulto. — Sí.
    — Primo. Primo lejano, no sobrino.
    — Primo, pues.
    — Kruger. Una vieja familia, prusianos hasta el último. Una poderosa familia, manejando los hilos del poder —su ironía había desaparecido y escupía las palabras con entonación mecánica—. Prusianos.

    Dio unos pasos. El caminar de arácnido cesó de repente y dejó que sus manos cayeran a sus costados.

    — Esto tiene que ser un asunto policial —dijo.
    — ¿Por qué lo cree?

    Su rostro se ennegreció con la ira y alzó un puño al aire, como un profeta hablando del día final.

    — ¡No bromee conmigo, joven! ¿Qué otra cosa puede ser si tiene que ver con Timothy Kruger?
    — Forma parte de una investigación criminal. No puedo entrar en más detalles.
    — ¿Ah, no puede? He soltado mi lengua ante usted sin pedirle saber sus verdaderas intenciones. Hace un momento supuse que deberían ser aburridas, ahora he cambiado de opinión.
    — ¿Qué es lo que hay en el apellido de Kruger que le aterra tanto, profesor?
    — Maldad —afirmó—. La maldad me aterra. Dice usted que sus preguntas forman parte de una investigación criminal. ¿Cómo puedo saber de qué lado está usted?
    — Trabajo con la policía, pero no soy un policía.
    — ¡No soporto los acertijos! ¡Sea usted veraz o márchese! Consideré la elección.
    — Margaret Dopplemeier —dije—. No quiero que ella pierda su empleo por algo que yo le pueda decir a usted.
    — ¿Maggie? —resopló—. No se preocupe por ella, no tengo intención alguna de hacer saber que ella le trajo hasta mí. Es una muchacha triste y necesita algo de intriga para sazonar su vida. He hablado lo bastante con ella como para saber que se aferra a la Teoría Vital de la Conspiración. Si uno le coloca una ante la nariz, picará como una trucha lo hace con el cebo: los asesinatos de los Kennedys, los OVNIS, el cáncer, la descomposición dental... todo ello se debe a los complots de anónimos demonios. No me cabe duda de que usted se dio cuenta de ello y lo explotó en su favor.

    Hizo que sonase a maquiavélico. No se lo discutí.

    — No —me dijo—. No tengo ninguna intención de aplastar a Maggie. Ella ha sido una buena amiga. Aparte de esto, mi lealtad por este lugar no llega a la ceguera; detesto ciertos aspectos de este sitio... que se podría decir que es mi verdadero hogar.
    — ¿Cosas como los Kruger?
    — Como el medio ambiente que permite florecer a los Kruger y a los de su especie.

    Se tambaleó, con la demasiado grande cabeza oscilando sobre la deforme peana.

    — Usted elige, joven. O canta o se larga.

    Canté.

    — No hay nada en su historia que me sorprenda —me dijo—. No tenía noticia de la muerte de Stuart Hickle ni de sus tendencias sexuales, pero nada de eso me asombra. Doctor Delaware, él era un mal poeta, muy malo... y no hay nada que no pueda hacer un mal poeta.

    Recordé el verso bajo el obituario dedicado a Lilah Towle en el anuario. Ahora estaba claro quién era aquel «S».

    — Cuando mencionó usted a Timothy me alarmé, porque no sabía si estaba usted a sueldo de los Kruger. Y la credencial que me ha enseñado está muy bien, pero esos jueguecitos pueden ser falsificados fácilmente.
    — Llame al detective Delano Hardy en la División Oeste de la Policía de Los Ángeles. Él le dirá de qué lado estoy — esperé que no me tomase al pie de la letra... ¿quién sabía que reacción podía tener Hardy?

    Me miró pensativamente.

    — No, eso no será necesario. Es usted un malísimo mentiroso. Creo que puedo saber de un modo intuitivo cuando está diciendo la verdad.
    — Gracias.
    — De nada. Desde luego lo he dicho como un cumplido.
    — Hábleme de Timothy Kruger.

    Se quedó parpadeante, igualito que un gnomo. Parecía el resultado del trabajo de uno de los laboratorios de efectos especiales de Hollywood.

    — La primera cosa que desearía enfatizar es que la maldad de los Kruger no tiene nada que ver con el que sean ricos. Podrían haber sido unos pordioseros malvados... y me imagino que eso es lo que fueron, hace un tiempo. Y si esto suena a estar defendiéndome, lo estoy.
    — Le comprendo.
    — Los muy ricos no son malvados, diga lo que diga la propaganda bolchevique. Son una gente inerme... superprotegidos, reticentes, destinados a la extinción —dio un paso atrás, como retirándose de su propia predicción.

    Esperé.

    — Timothy Kruger —dijo al fin—, es un asesino, así de simple. El hecho de que jamás fuera detenido, juzgado y condenado no disminuye su culpabilidad ante mis ojos. La historia se remonta a siete... no, ocho años atrás. Había aquí un estudiante, un chico campesino de Idaho. Agudo como un clavo, con el tipo de un adonis. Se llamaba Saxon, Jeffrey Saxon. Vino aquí a estudiar; era el primero de su familia que acababa los estudios secundarios, y soñaba con ser escritor. Lo aceptaron por una beca de atletismo: equipo de náutica, pelota base, fútbol americano, lucha... y logró ser excelente en todo ello, al tiempo que mantenía un promedio de sobresaliente. Su especialidad era Historia y yo fui su profesor consejero, aunque para aquel entonces ya no daba clases. Tuvimos muchas charlas, aquí arriba en esta habitación. Era un placer conversar con aquel chico. Tenía un verdadero entusiasmo por la vida y una tremenda sed de conocimientos.

    Una lágrima se formó en el rabillo de uno de sus caídos ojos azules.

    — Perdóneme —el viejo sacó un pañuelo de lino y se secó la mejilla —. Está esto lleno de polvo, tendré que hacer que vengan los de la limpieza.

    Dio un trago a su whisky y, cuando habló, su voz estaba debilitada por los recuerdos.

    — Jeffrey Saxon tenía el temperamento curioso, buscador, del verdadero intelectual, doctor Delaware. Me acuerdo de la primera vez que vino aquí y vio todos estos libros. Era como un chiquitín al que dejan suelto dentro de una tienda de juguetes. Le presté mis mejores libros de anticuario... todo, desde la edición de Londres de las Crónicas de Josefus hasta tratados de antropología. Los devoraba. «Por Dios, Profesor», me decía, «se necesitarían varias vidas para aprender una pequeña fracción de lo que hay que conocer»... Esto, desde mi punto de vista, es la prueba de que uno es un intelectual, el darse cuenta de lo insignificante que es uno en relación con la masa acumulada del conocimiento humano. Suspiró.
    — Los otros, naturalmente, lo consideraban un empollón, un lameculos de los profesores. Se burlaban de su ropa, de su comportamiento, de su falta de sofisticación. El me hablaba de todo eso, supongo que me había convertido en algo así como un abuelo putativo, y yo le aseguraba que él estaba destinado a frecuentar una más noble compañía que la que Jedson le podía ofrecer. De hecho le animé a que solicitase el traslado a una universidad del este: Yale, Princeton... en donde pudiera lograr un crecimiento intelectual significativo. Con sus notas y una carta de recomendación mía, podría haberlo logrado. Pero no tuvo esa oportunidad: se quedó prendado de una jovencita, una de los Doscientos, bastante guapa, pero tonta. Esto, en sí, no era un error, pues el corazón y las gónadas también han de ser satisfechos. El error fue elegir una hembra que ya era anhelada por otro.
    — ¿Por Tim Kruger?

    Van der Graaf asintió, con gesto dolorido.

    — Esto me resulta difícil, doctor. Me trae tantos recuerdos...
    —Si le resulta demasiado difícil, profesor, puedo irme ahora y volver en otro momento.
    — No, no. Eso no serviría de nada —inspiró profundamente—. La cosa se convierte en un relato que parece de serial lacrimógeno: Jeffrey y Kruger estaban interesados en la misma chica y tuvieron palabras altisonantes en público. Se enardecieron los ánimos, pero pareció que todo pasaba. Jeffrey me visitó y dejó ir todo lo que llevaba dentro. Yo jugué al psicólogo aficionado: a menudo se requiere que los profesores ofrezcan apoyo emocional a sus alumnos y, debo admitirlo, vaya un trabajo que hice. Le insté a que se olvidase de la chica, conociendo de qué tipo era ella, comprendiendo muy bien que Jeffrey sería el perdedor en cualquier enfrentamiento de voluntades. Los chicos de Jedson son como palomas mensajeras que, tan predeciblemente como lo hicieron sus antepasados, volverán al nido. La chica estaba destinada a aparearse con uno de los suyos. A Jeffrey le esperaban cosas mejores, cosas más elevadas, toda una vida de oportunidades y aventuras. No quiso escucharme. Era como uno de los caballeros de los viejos tiempos, investido por la nobleza de su misión. Derrotaría al Caballero Negro, rescataría a la doncella. Puras tonterías... pero él era inocente. Un inocente. Van der Graaf hizo una pausa, perdido el aliento. Su rostro se había tornado de un pálido verdoso, y tuve miedo por su salud.
    — Quizá deberíamos dejarlo por el momento —le sugerí—. Puedo volver mañana.
    — ¡Ni hablar de eso! ¡No me voy a quedar aquí, en reclusión solitaria, con ese bocado venenoso atragantado en mi garganta! —se la aclaró—. Seguiré con mi relato... así que continúe ahí sentado y preste buena atención.
    — De acuerdo, profesor.
    — Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? ¡Ah, sí! En lo de Jeffrey convertido en el Caballero Blanco. Chico tonto; la enemistad entre él y Timothy Kruger continuó y se fue infectando. Jeffrey fue ignorado por todos los demás, tratado como un leproso... Kruger era una de las luminarias del campus, con su posición social. Yo me convertí en el único apoyo de Jeffrey. Nuestras conversaciones cambiaron; ya no eran intercambios cerebrales, ahora estaba llevando a cabo una psicoterapia a tiempo completo... una actividad en la que me sentía muy poco a gusto, pero no creía que tuviese que abandonar al chico. Yo era lo único que él tenía. Todo culminó en un combate de lucha. Los dos chicos eran luchadores de grecorromana. Acordaron enfrentarse, a plena noche, en el gimnasio vacío, ellos dos solos para dirimir sus diferencias en un combate. Yo no soy ningún luchador, por razones obvias, pero sé que ese deporte está altamente estructurado, lleno de reglas, con unos criterios claramente definidos para conceder una victoria. A Jeffrey le gustaba justo por esa razón... estaba altamente disciplinado para alguien de su edad. Entró en ese gimnasio vivo y salió de él en camilla, con el cuello y la columna rotos, vivo únicamente en el más puro sentido vegetativo. Tres días más tarde murió.
    — Y se dictaminó que su muerte se debió a un accidente — dije en voz suave.
    — Ésa fue la versión oficial; Kruger afirmó que ambos se habían metido en una serie complicada de llaves y que en el consiguiente entremezclarse de torsos, brazos y piernas, Jeffrey se había hecho daño. ¿Y quién iba a discutirlo...? En las peleas de lucha ocurren accidentes. En el peor de los casos parecía tratarse de dos personas inmaduras que actúan de un modo irresponsable. Pero aquellos de nosotros que conocíamos a Timothy, que comprendíamos lo profundo de la rivalidad existente entre ellos, para nosotros aquella explicación resultaba insuficiente. La universidad tuvo buen cuidado de acallarlo todo, la policía colaboró encantada... ¿para qué meterse con los millones de los Kruger, cuando hay cientos de pobres que cometen crímenes?

    Rememoró. Y luego:

    —Yo fui al funeral de Jeffrey, volé a Idaho, pero antes de irme me topé con Timothy en el campus. Y pensándolo ahora, supongo que debió de hacerse el encontradizo —la boca de Van der Graaf se apretó, con sus arrugas profundizándose, como si estuvieran siendo tiradas desde dentro por hilos—. Se me acercó junto a la estatua del Fundador. «He oído que va usted de viaje, profesor», me dijo. «Sí», le contesté, «vuelo a Boise esta noche». «¿A asisitir a los últimos ritos por su alumno?», me preguntó. Tenía una expresión de absoluta inocencia en su cara, inocencia fingida... ¡Cielos, era un actor, podía manipular sus facciones a su antojo! «¿Y qué le importa a usted eso?», le pregunté. Él se inclinó al suelo, tomó una ramita seca caída de un árbol y, mostrando una sonrisa arrogante, la misma sonrisa que uno puede ver en las fotografías de los guardas de los campos de concentración mientras estaban torturando a sus víctimas, partió la ramita entre sus manos y luego la dejó caer al suelo. Después se rió. Nunca en mi vida he estado tan a punto de cometer un asesinato, doctor Delaware. Si hubiera sido más joven, más fuerte, estado adecuadamente armado, lo hubiera hecho. Tal como eran las cosas, me quedé allí de pie, sin palabras por única vez en mi vida. «Que tenga buen viaje», me dijo y, aún sonriendo, se retiró. Mi corazón latía de tal modo que me dio un mareo, pero luché por mantener el equilibrio. Cuando lo hube perdido de vista me derrumbé y lloré.

    Un largo momento de silencio pasó.

    Cuando me pareció lo bastante compuesto, le pregunté:

    — ¿Sabe Margaret esto? ¿Sabe lo de Kruger? Asintió con la cabeza.
    — Se lo he dicho. Es mi amiga.

    Así que la poco apta Relaciones Públicas era, después de todo, más araña que mosca. Por alguna razón, el saber esto me alegró.

    — Una cosa más: la chica... la chica por la que se pelearon. ¿Qué pasó con ella?
    — ¿Y qué cree usted? —resopló, y algo del viejo vitriolo volvió a su voz —. No quiso nada con Kruger... como hicieron la mayoría de los otros. Le tenían miedo. Siguió en Jedson durante tres años más, sin distinguirse en nada, y luego se casó con un banquero inversionista, yéndose a vivir a Spokane. No me cabe duda que es una mujercita de su casa muy propia, llevando a los niñitos en coche a la escuela, comiendo con las amigas en el club, follando con el chico de los recados.
    — Los despojos de la batalla —dije. Él agitó la cabeza.
    — ¡Qué gran desperdicio!

    Miré a mi reloj. Había estado bajo la cúpula poco más de una hora, pero me parecía mucho más. Van der Graaf me había dejado caer encima una camionada de basura durante este tiempo, pero él era un historiador, y para eso es para lo que los educan. Me sentía cansado y en tensión, y ansiaba una bocanada de aire fresco.

    — Profesor —le dije—, no sé cómo agradecérselo.
    — El dar un buen uso a esta información sería dar un paso en la dirección correcta —los ojos azules brillaban como fanales de gas gemelos —. Y el partir algunas ramitas por su cuenta.
    — Haré todo lo que pueda —me puse en pie.
    — Espero que pueda salir por sí mismo.

    Lo hice.

    Cuando estaba a mitad del vestíbulo, le oí gritar:

    — ¡Recuérdele a Maggie lo de nuestro picnic con pizza! Sus palabras crearon ecos en las lisas y frías piedras.


    23


    Entre algunas tribus primitivas existe la creencia de que, cuando uno vence a un enemigo, no es bastante con destruir toda evidencia de vida corpórea: el alma también debe de ser vencida. Esta creencia está en la base de las diversas formas de canibalismo que se sabe hayan existido, y aún existen, en muchas regiones del mundo. Uno es lo que uno come. Devora el corazón de tu víctima, y absorbes su mismo ser. Convierte en polvo su pene y trágate ese polvo y habrás adquirido su masculinidad.

    Pensé en Timothy Kruger... en el chico al que había matado y cómo había asumido su identidad de luchador becario, cuanto se me describía... y unas visiones de un salvajismo machacador de huesos y burlas sangrientas se sobrepuso al idílico verdor del campus de Jedson. Aún estaba luchando para borrar esas visiones, mientras subía las escaleras del Crespi Hall.

    Margaret Dopplemeier respondió a mi llamada en código con un:

    — ¡Espere un segundo! —y una puerta abierta. Me dejó entrar y volvió a cerrar.
    — ¿Le ha servido de ayuda Van der Graaf? —me preguntó a la ligera.
    — Me lo ha contado todo acerca de Jeffrey Saxon y Tim Kruger, y también que es usted su confidente.

    Enrojeció.

    — No puede usted esperar que me sienta culpable por haberle engañado, cuando usted hizo lo mismo conmigo — me dijo.
    — No lo espero —le aseguré—. Sólo quería que usted supiese que él confía en mí y me lo ha contado todo. Sé que usted no podía hacerlo antes de que él lo hiciera.
    — Me alegra que lo entienda —dijo remilgadamente.
    — Gracias por llevarme hasta él.
    — Ha sido un placer para mí, Alex. Sólo deseo que dé un buen uso a esa información.

    Era la segunda vez en diez minutos que había recibido esa orden. Si añadía a eso que tenía otra similar de Raquel Ochoa, se convertía en una pesada carga.

    — Lo haré. ¿Tiene usted el recorte?
    — Aquí está —me entregó una fotocopia. La muerte de Lilah Towle y el pequeño Willie había llegado a primera página, compartiéndola con un reportaje acerca de las bromas de las asociaciones escolares y una reimpresión de un informe de la Associated Press acerca de los peligros de fumar «porros de marihuana». Comencé a leer, pero la copia estaba borrosa y apenas si era legible. Margaret me vio forzar la vista.
    — El original estaba como borrado.
    — No hay problema — podía ver lo bastante del artículo como para comprobar que estaba de acuerdo con la descripción que me había hecho Van der Graaf.
    — Hay otro artículo, de varios días más tarde... sobre el funeral. Éste está mejor.

    Me lo entregó y lo examiné. Para ese entonces el asunto Towle ya estaba en la página seis, un puro tema de sociales. La narración de la ceremonia era relamida y llena de nombres metidos con calzador. Una foto que había abajo atrajo mi atención.

    Towle dirigía el cortejo de los asistentes al duelo, desaliñado y hosco, con las manos cruzadas por delante. A un lado estaba un más joven, pero ya con cara de sapo, Edwin Hayden. Al otro, un poco hacia atrás, se veía una alta figura. No había forma de equivocar la identidad de aquel acompañante.

    Era el Reverendo Augustus McCaffrey, en una época más juvenil.

    Doblé ambos papeles y me los metí en el bolsillo de la chaqueta.

    — Llame a Van der Graff —pedí.
    — Es un anciano. ¿No cree que ya lo ha interrogado bastan...?
    — Usted llámelo —la corté—. Si no lo hace volveré allí en persona.

    Parpadeó ante lo abrupto de mi tono, pero marcó en el teléfono.

    Cuando logró la conexión, dijo:

    — Lamento molestarle, profesor, pero es él de nuevo — escuchó, me lanzó una mirada poco feliz y me entregó el aparato, manteniéndolo tan lejos como le llegaba el brazo.
    — Gracias —le dije con tono suave, y luego, por el teléfono—: Profesor, tengo que hacerle una pregunta acerca de otro alumno. Es importante.
    — Adelante. Lo único que ocupaba mi atención en este momento es la Playmate de Noviembre de 1973. ¿De quién se trata?
    —Augustus McCaffrey... ¿También él era amigo de Towle? Hubo un silencio al otro extremo, y luego el sonido de risas.
    — ¡Vaya por Dios! ¡Ésta sí que es buena! ¡Gus McCaffrey, estudiante de Jedson! ¡Y que la mierda le haya salpicado también a él! —rió algo más y pasó algún tiempo antes de que pudiera recuperar el aliento—. ¡Por la Santísima Virgen, no, hombre, no! ¡Nunca estudió aquí!
    — Tengo aquí una foto que lo muestra en el funeral de la señora Towle...
    — Tenga usted lo que tenga, él no era estudiante. Gus McCaffrey era, creo que ahora les llaman ingenieros de mantenimiento... Gus era el encargado de la limpieza. Barría los dormitorios, sacaba los cubos de la basura y este tipo de cosas.
    — ¿Y qué estaba haciendo en el funeral? Parece estar justo detrás de Towle, preparado para sostenerle si se desmayaba.
    — No me sorprende. Al principio era un empleado de la familia Hickle, que tenía una de las mansiones más grandes de Brindamoor. Los sirvientes de la familia llegan a compenetrarse mucho con sus amos... creo que Stuart se lo trajo a Jedson cuando empezó sus clases aquí. Y al fin logró alcanzar algún tipo de grado dentro de los que se encargaban de la limpieza, supervisor o algo similar. El salir de Brindamoor debió de ser una excelente oportunidad para él. ¿Qué es lo que anda haciendo ahora el gran Gus?
    — Es ministro religioso... y el director de ese asilo para niños del que le he hablado.
    —Ya veo. Sacando fuera la basura del Señor, por así decirlo.
    — Por así decirlo. ¿Puede usted decirme algo más de él?
    — Honestamente no puedo. Sucede que yo no tenía contactos con los empleados que no formaban parte del profesorado... existe una tendencia, que uno adquiere con el paso del tiempo, a pretender que son invisibles. Lo que sí recuerdo es que era un bruto enorme. Desaliñado, parecía bastante fuerte, quizá fuera inteligente... desde luego la información que usted me da apunta en esa dirección, y yo no soy ningún darwinista social que sienta la necesidad de disputar eso. Pero esto es realmente todo lo que puedo decirle de él. Lo lamento.
    — No lo lamente. Una última cosa: ¿dónde puedo conseguir un mapa de la Isla de Brindamoor?
    — Que yo sepa no hay ninguno, como no sea el del Archivo del Condado... un momento, una de mis estudiantes hizo una tesina sobre la historia del lugar, que incluía un mapa residencial. No tengo ninguna copia, pero supongo que estará guardada en la biblioteca, en la sección de las tesis. El nombre de la estudiante era... déjeme pensar... ¿Church? No, era algo de naturaleza religiosa, pero no era iglesia... era capellán. Eso es, Chaplain. Gretchen Chaplain. Busque en la C y la encontrará.
    — Gracias de nuevo, profesor. Adiós.
    — Adiós.

    Margaret Dopplemeier estaba sentada en su escritorio, mirándome de mala manera.

    — Lamento haber sido tan desagradable —le dije—. Era muy importante.
    — De acuerdo —aceptó ella—. Sólo sucede que creo que debería haberse mostrado usted algo más educado, en vista de lo que he hecho por usted.

    La mirada posesiva se deslizó hacia sus ojos como lo hace una pitón hacia una charca.

    — Tiene usted razón, debería de haber sido más educado. No la molestaré más —me puse en pie—. Muchas gracias por todo.

    Tendí mi mano y, cuando ella extendió la suya de mala gana, la tomé.

    — Realmente lo que he conseguido aquí ha sido gracias a usted.
    — Es bueno saberlo. ¿Cuánto tiempo se quedará por aquí?

    Suavemente solté mi mano.

    — No mucho —retrocedí, sonreí y, al fin, puse mi mano sobre la manecilla de la puerta y empujé —. Que le vaya muy bien, Margaret. Disfrute de las moras.

    Iba a decir algo, pero luego se lo pensó mejor. La dejé en pie tras el escritorio, con un círculo de puntita de la lengua visible en la comisura de su poco atractiva boca, buscando el sabor a algo.

    La biblioteca era adecuadamente austera y muy respetablemente atiborrada con libros y revistas, sobre todo tratándose de una universidad del tamaño de Jedson. La sala principal era una catedral de mármol tapizada con grueso terciopelo rojo e iluminada por ventanas descomunales colocadas a tres metros de distancia unas de otras. Estaba repleta de mesas de lectura en arce, lámparas con pantallas de color verde, sillones de cuero. Lo único que faltaba era gente que leyera los augustos volúmenes que empapelaban las paredes.

    El bibliotecario era un joven afeminado con el cabello cortado muy corto y un bigote como trazado a lápiz. Su camisa era a cuadros roja y su corbata amarilla de punto. Estaba sentado tras la mesa de las referencias, leyendo un ejemplar reciente de la revista Artforum. Cuando le pregunté dónde estaba la sección de las tesis, alzó la vista con la atónita expresión de un ermitaño que observa cómo alguien penetra en su cubil.

    — Allí — dijo lánguidamente, y señaló a un punto en el extremo sur de la sala.

    Había un fichero en madera y en él hallé listada la tesina de Gretchen Chaplain. El título de su obra magna era Brindamoor: Historia y Geografía de la Isla.

    Las tesis de Frederick Chalmers y O. Winston Chastain se hallaban presentes, pero el correcto lugar de la de Gretchen, entre esas dos, estaba vacío. Comprobé y volví a comprobar por su numeración de archivo, pero fue un ritual sin resultado: el estudio sobre Brindamoor había desaparecido.

    Regresé con el Camisa Roja y tuve que aclararme la garganta por dos veces antes de que lograse arrancarlo de un artículo sobre Billy Al Bengston.

    — ¿Si?
    — Estoy buscando una tesis específica y no logro hallarla.
    — ¿Ha comprobado la ficha, para asegurarse de que esté adecuadamente listada?
    — La tarjeta está, pero la tesis no.
    — ¡Qué infortunio! Supongo que deben de habérsela llevado.
    — ¿Podría comprobarme eso, por favor?

    Suspiró y tardó demasiado tiempo en levantarse de su sillón.

    — ¿Cuál es el nombre del autor?

    Le di la información necesaria y él se fue tras la mesa de las referencias con expresión dolida. Le seguí.

    — La Isla de Brindamoor... un sitio muy aburrido. ¿Por qué quiere usted saber algo de allí?
    — Soy un profesor de la Universidad de California en Los Angeles de visita aquí y esto forma parte de mi investigación. No sabía que tuviera que explicar para qué la quiero.
    — ¡Oh, no ha de hacerlo! —dijo él, rápidamente, y hundió la nariz en un montón de fichas. Levantó una porción de las cartulinas y las fue barajando como si fuera un profesional de los casinos de Las Vegas. Al fin dijo—: ¡Aquí está! Esa tesis se la llevaron hace seis meses... uy, hace tiempo que la hubieran tenido que devolver, ¿no?

    Tomé la ficha. Bien poca atención había sido prestada a la obra maestra de Gretchen. Antes de la última vez que la retirasen, hacía medio año, no había sido pedida desde 1954, en que lo había hecho la propia Gretchen. Probablemente se la quería enseñar a los retoños: Mami fue una escritora en otro tiempo, cariños...

    — A veces nos retrasamos en pedir las publicaciones que se han llevado a casa. Me ocuparé de esto, profesor. ¿Quién ha sido el último que se la ha llevado?

    Miré la firma y se lo dije. Y mientras el nombre salía de mi boca mi cerebro estaba procesando la información. Para cuando se hubieron disuelto las dos palabras, sabía que mi misión no estaría completa sin un viaje a la isla.


    24


    El transbordador a la Isla de Brindamoor hacía su viaje matutino a las siete treinta.

    Cuando me llamaron a las seis de conserjería ya me hallaron duchado, afeitado y tensamente impaciente. La lluvia había empezado de nuevo, poco después de la medianoche, golpeando las paredes de cristal de mi suite en el hotel. Me había despertado por un instante en el que, medio despierto medio dormido, me había parecido oír cascos de caballo en estampida por el pasillo, pero de todos modos me había dormido de nuevo. Ahora continuaba cayendo, con la ciudad que había abajo mojada y desenfocada, como si la estuviera viendo dentro de un acuario sucio.

    Me vestí con un pantalón deportivo grueso, cazadora de cuero, jersey de lana de cuello vuelto y me llevé la única gabardina que tenía: una trinchera de popelín, sin forro, que estaba muy bien para el sur de California, pero que era de incierta utilidad en mi localización actual. Desayuné rápidamente con salmón ahumado, pastelillos, zumo y café; llegué a los muelles a las siete y diez.

    Fui de los primeros en hacer cola a la entrada del portalón de coches. La cola se movía y subí por una rampa y entré en las tripas del ferry tras un minibús Wolkswagen con pegatinas de «Salvad a las Ballenas» en su parachoques trasero. Obedecí las gesticulaciones del tripulante vestido con un mono naranja fosforescente y aparqué a cinco centímetros de la lisa y blanca pared de la cubierta de vehículos. Una subida de dos pisos me llevó a la de pasajeros. Pasé junto a una tienda de regalos, un estanco y un snack bar, todo ello cerrado, y una habitación a oscuras repleta, de pared a pared, con máquinas de juegos de vídeo. Un camarero solitario jugaba al comecocos, devorando puntos con una concentración que le hacía fruncir el entrecejo.

    Hallé un asiento con vista hacia la proa, doblé mi gabardina sobre mis rodillas y me recosté para pasar la hora de viaje.

    El buque iba prácticamente vacío. Mis pocos compañeros de viaje eran jóvenes y vestidos con ropas de trabajo: personal contratado en el continente, que viajaba a sus trabajos en las mansiones de Brindamoor. Sin duda, el viaje de regreso estaría lleno de viajeros de otro tipo: abogados, banqueros, financieros, camino a sus oficinas del centro y salas de consejo.

    El océano cabeceaba y balanceaba al barco, espumándose en respuesta a los vientos de superficie que corrían sobre el mar. Había otros barcos, más pequeños, en el agua; principalmente pesqueros, remolcadores y barcazas, y todos ellos bailaban al mismo son, haciendo reverencias y balanceos. Y si no fuera por lo que se movía el transbordador podría haber sido una maqueta puesta sobre una estantería.

    Un grupo de seis chicos, aún no en la veintena, subió a la cubierta y se sentó a menos de tres metros. Rubios, barbudos y con distintos grados de descuido en el vestir, a base de ropa caqui arrugada y tejanos engrisecidos por la suciedad, se pasaban entre ellos un termo que, desde luego, no contenía café, bromeaban, fumaban, ponían sus pies sobre sillas y emitían unas carcajadas colectivas que parecían esas risas en off de los programas cómicos televisivos. Uno de ellos se fijó en mí y me ofreció el termo.

    — ¿Un trago, tío? — me ofreció.

    Sonreí y negué con la cabeza.

    Se alzó de hombros, se dio la vuelta y la fiesta empezó de nuevo.

    Sonó la sirena del ferry, con el rugido de los motores reverberando a través de las maderas de la cubierta, y comenzamos a movernos.

    A mitad del viaje fui a donde se hallaban los jóvenes bebedores, ahora repantingados. Tres de ellos dormían, roncando por sus bocas abiertas, uno estaba leyendo un cómic obsceno y otros dos, uno de ellos el que me había ofrecido de beber, permanecían sentados fumando, como hinoptizados por el extremo encendido de sus cigarrillos.

    — Perdonen.

    Los dos fumadores alzaron la vista. El lector no me prestó atención.

    — ¿Aja? —el generoso sonrió. Le faltaba la mitad de los dientes de delante: o era a causa de una mala higiene dental o por su mal carácter—. Lo siento, tío, no tenemos más sopa Campbell's.

    Tomó el termo y lo agitó.

    — ¿No es cierto, Dougie?

    Su compañero, un chico gordo con bigotazos que le caían y patillas muy pobladas, rió y asintió con la cabeza.

    — Aja, no más sopa. De pollo y pasta. Y con cuarenta y cinco grados de alcohol.

    Desde donde yo estaba todos ellos olían como si fueran una destilería.

    — No hay problema, agradezco la oferta. Sólo me preguntaba si me podrían dar ustedes alguna información sobre Brindamoor.

    Ambos chicos parecieron desconcertados, como si jamás se hubieran considerado poseedores de alguna información que dar.

    — ¿Qué es lo que quieres saber? Ese sitio es una caca — dijo el generoso.
    — Un jodido sitio —asintió el chico gordo.
    — Estoy tratando de hallar cierta casa en la isla, pero no logro hacerme con un mapa.
    — Eso es porque no hay ninguno. La gente de allí quiere estar escondida del resto del mundo. Tienen policías privados dispuestos a encargarse de ti, sólo porque escupas en la dirección equivocada. Doug y yo y el resto de estos cachondos vamos a trabajar en el campo de golf, recogiendo las basuras, las latas de cerveza vacías y todo eso. Acabamos la jornada y nos venimos derechitos al barco. Si queremos conservar nuestro trabajo, tío, hemos de atenernos a eso... exactamente.
    — Aja —dijo el gordo—. Nada de ir tras los coños locales, nada de fiestecitas. Los trabajadores han estado haciendo esto desde hace muchos años... mi padre trabajaba en Brindamoor antes de meterse en el sindicato, y eso es lo que estoy haciendo yo, mientras espero que me meta a mí. Luego, que les den por el culo a esos ermitaños. Me dijo que en su tiempo tenían una cancioncita: Levántate y a trabajar, luego al barco y a la mar.

    Se rió y le dio una palmada a su amigo en la espalda.

    — ¿Qué es lo que estás interesado en hallar? —generoso encendió otro cigarrillo y lo colocó en el agujero en el que habían estado sus incisivos superiores.
    — La casa de los Hickle.
    — ¿Eres familia de ellos? —preguntó Doug. Sus ojos eran del color del mar, sanguinolentos y, de repente, llenos de preocupación, preguntándose si yo no sería alguien que pudiera volver sus palabras en su contra.
    — No, soy un arquitecto. Sólo estoy dando una vuelta para ver cómo son las casas, y me dijeron que la mansión de los Hickle me podría interesar. Se supone que es la mayor de las de la isla.
    — Tío, todas son grandes — dijo—. Podrías meter todo un jodido barrio dentro de una de ellas.
    — Arquitecto, ¿eh? —la cara de generoso se iluminó con interés—. ¿Cuánta universidad tienes que hacer para eso?
    — Cinco años.
    — Olvídalo —bromeó con él el gordo—. Tienes la cabeza llena de aire, Harm. Primero tendrías que aprender a leer y escribir.
    — ¡Anda a que te jodan! —le dijo su amigo, de buen humor, y luego a mí —: Trabajé el verano pasado en la construcción. Probablemente la arquitectura sea muy interesante.
    — Lo es. Yo más que nada hago casas particulares. Siempre ando buscando nuevas ideas.
    —Aja. Hey, tienes razón. Hay que mantenerlas interesantes.
    — Uff, tío —bromeó Dougie—, nosotros no hacemos nada interesante. Recogemos la maldita basura... Infiernos, tío, ahí en ese club se lo pasan bien, porque la semana pasada Matt y yo hallamos un par de preservativos usados junto al agujero número once... y nosotros nos lo estamos perdiendo, Harm.
    — No necesito a esa gente para divertirme —dijo generoso—. Si quieres saber sobre casas, tío, vamos a preguntárselo a Ray.

    Se volvió y se inclinó por encima de un chico que dormía para darle un codazo al que tenía el cómic, que había seguido hundido en la lectura y no había alzado la vista ni una vez. Cuando lo hizo, sus ojos tenían esa mirada vidriosa del que es muy estúpido o está muy dopado.

    — ¿Eh?
    — Ray, tonto del culo, este tío quiere saber algo sobre la casa de los Hickle.

    El chico parpadeó, sin comprender.

    — Ray se ha estado tomando mucho ácido en el bosque y parece que ya no se lo puede sacar de encima — Harm hizo una mueca, dejando ver sus encías —. Vamos, tío, ¿dónde está la casa de los Hickle?
    — Hickle —dijo Ray—. Mi viejo trabajaba allí... decía que era un lugar embrujado. Extraño. Creo que está en Charlemagne. El viejo acostumbraba a decir...
    — Vale, tío.

    Harm metió la cabeza de Ray otra vez en el cómic y éste volvió a hundirse en su lectura — Tienen nombres raros para las calles de la isla, tío: Charlemagne, Alexander, Suleiman.

    Conquistadores. La bromita de los muy ricos evidentemente no era captada por aquellos a los que estaba destinada.

    — Charlemagne es una calle del interior. Pasas la calle principal, pasas el mercado, haces como medio kilómetro, fíjate bien, porque los nombres de las calles acostumbran a estar tapados por los árboles, y giras... déjame ver... giras a la derecha. Ésa es Charlemagne. Después, más vale que preguntes por allí.
    — Muy agradecido —busqué y saqué mi cartera, tomando de ella uno de cinco—. Aquí tienen, por las molestias.

    Harm tendió la mano, en protesta, no para tomarlo.

    — Olvídalo, tío. No ha sido nada.

    Doug el gordo le lanzó una mirada airada y gruñó.

    — Métete la lengua en el culo, Dougie —dijo el chico al que le faltaban dientes — . No hemos hecho nada para ganarnos el dinero del tío este.

    A pesar de su aspecto descuidado y la boca que parecía el paisaje tras una batalla, tenía inteligencia y una cierta dignidad. Era el tipo de muchacho que no me importaría tener a mi lado si la cosa se ponía dura.

    — Entonces, déjenme que les invite a una ronda.
    — No —dijo Harm —. Ya no podemos beber más, tío. Tenemos que estar en el campo de golf dentro de media hora y en un día como éste la yerba debe de estar resbaladiza como un moco. Si este, Bubble Butt, bebiese algo más podría caerse, rebotar y aplastarnos a los demás.
    — Que te den por el culo, Harm — dijo Doug, sin mucho convencimiento.

    Me guardé el dinero.

    — Muchas gracias.
    — Ni pienses en ello, tío. Si construyes alguna casa en la que no tengas que contratar a gente del sindicato, en que quieras un buen trabajador de la construcción, con músculos, acuérdate de Harmon Lundquist. Estoy en el listín.
    — Lo haré.

    Diez minutos antes de que el barco llegara a tierra, la isla emergió de detrás de la cortina de lluvia y niebla que la ocultaba, un trozo de roca oblongo, chato y gris. Excepto por la cabellera de árboles que cubría la mayor parte de sus bordes exteriores, podría haber sido Alcatraz.

    Bajé a la cubierta de coches, me puse tras el volante del Nova y estuve dispuesto cuando el hombre de naranja nos hizo señas para que bajásemos por la rampa. La escena que había fuera podría haber sido tomada en las calles de Londres. Había los suficientes abrigos negros, sombreros negros y paraguas negros como para llenar Picadilly. Manos sonrosadas sostenían maletines y ejemplares matutinos del Wall Street Journal. Con los ojos mirando inmóviles al frente. Los labios cerrados con determinación hosca. Cuando la puerta al pie de la pasarela se abrió, se movieron en procesión, cada hombre en su lugar, cada brillante zapato negro alzándose y descendiendo en respuesta a un tambor invisible. Un escuadrón de caballeros perfectos. Una brigada de caballeros...

    Justo más allá del puerto de Brindamoor había una pequeña plaza de pueblo, construida alrededor de un enorme olmo y festoneada de tiendas: un banco con ventanales de cristal ahumado, una gestoría, tres o cuatro sastres de aspecto muy caro, con maniquíes sin rostros y muy conservadoramente vestidos en sus vitrinas, una tienda de ultramarinos, un carnicero, una tintorería que también albergaba la estafeta de correos local, una librería, dos restaurantes, uno francés y el otro italiano, una tienda de regalos y una joyería. Todas las tiendas estaban cerradas, las calles vacías y, exceptuando a una bandada de palomas que convergía bajo el olmo, desprovistas de vida.

    Seguí las instrucciones de Harm y hallé la calle Charlemagne sin problemas. A un millar de metros de la plaza la calle se estrechaba y oscurecía, entre las sombras de heléchos, hiedra venenosa y matorrales de arce. El verdor quedaba roto por algún portalón ocasional, de hierro forjado o madera gruesa, acostumbrando a estar reforzados los primeros por una plancha de acero. No había buzones para el correo en la calle, ni una exhibición pública de nombres. Las mansiones parecían estar separadas entre sí por varias hectáreas de campos. Algunas veces tenía una súbita visión de las propiedades que había detrás: cantidad de campos de césped, senderos pavimentados con piedras o ladrillos, las casas grandes e imponentes: estilo Tudor, Regencia, Colonial... y los aparcamientos repletos de Rolls Royces, Mercedes y limusinas Cadillac, así como sus primos, más utilitarios, de cuatro ruedas: rancheras tapizadas con falsa madera, Volvos, compactos. Una o dos veces vi jardineros trabajando bajo la lluvia, con sus tractores miniatura estornudando y eructando.

    La calle continuaba durante casi otro kilómetro, haciéndose más grandes las propiedades, y cada vez las mansiones más alejadas de los portalones. Se terminó, de un modo abrupto, en un seto de cipreses. No había puerta alguna, no había modo visible alguno de entrar, y por un momento creí que me habían dado mal las instrucciones. Me puse la gabardina, me subí el cuello y salí. El suelo estaba tapizado por una gruesa capa de pinaza y hojas húmedas. Fui hasta el seto y atisbé a su través, por entre las ramas. A unos siete metros por delante, casi totalmente oculto por el excesivo crecimiento de las ramas entrelazadas y la vegetación chorreante, se hallaba un corto sendero de piedra que llevaba hasta un portalón de madera. Los árboles habían sido plantados allí para bloquear la entrada; y por el tamaño de los mismos al menos tendrían veinte años de edad. Descontando la posibilidad de que alguien se hubiera tomado la molestia de trasplantar una docena de cipreses bien desarrollados poniéndolos en aquel lugar, supuse que hacía largo tiempo que no se llevaban a cabo por allí las actuaciones normales del vivir de los humanos.

    Me abrí camino hasta la puerta y probé a abrirla. La habían cerrado con clavos. Le di una buena mirada: dos hojas de madera dura, pulimentadas y trabajadas, sostenidas con bisagras de un marco de ladrillos. Y éste estaba conectado a una verja de alambre entrecruzado, sobre la que se habían enrollado enredaderas espinosas. No se veía que estuviera electrificada. Logré un apoyadero en una roca húmeda, resbalé un par de veces, pero finalmente logré escalar el portalón.

    Aterricé en otro mundo: hectáreas de tierras salvajes se extendían ante mí; lo que antes había sido un jardín formal ahora era un cenagal de hierbajos, matorrales y rocas. El suelo se había hundido en varios lugares, creando charcas de agua que se habían estancado y suministrado oasis para los mosquitos y los tábanos que volaban por encima. Árboles, otrora nobles, habían sido reducidos a tocones o a abatidos troncos en putrefacción, cubiertos de hongos. Piezas de auto oxidadas, viejos neumáticos y latas de botellas abandonadas estaban dispersas por lo que no era ya otra cosa sino un vertedero semiinundado; la lluvia caía sobre el metal y hacía un sonido hueco, tamborileante.

    Caminé por un sendero pavimentado con ladrillos rojos, repleto de hierbas y cubierto por resbaladizo musgo. En los lugares en los que las raíces se habían abierto paso, los ladrillos surgían del suelo como dientes sueltos en una mandíbula rota. Aparté de una patada a un ratón de campo ahogado y chapoteé hacia la antigua residencia del clan Hickle.

    La casa era maciza, una estructura de tres plantas en piedra tallada a mano que se había ennegrecido con el paso del tiempo. No me lo podía imaginar como hermosa en ningún momento, pero sin duda en otro tiempo había sido grandiosa: una tristona mansión techada con pizarra, de una decoración muy recargada, festoneada con aleros y aguilones y rodeada por grandes porches de piedra. En el porche delantero había mobiliario de exterior en hierro forjado, que estaba oxidado, una puerta catedralicia de unos tres metros de alto y una veleta en la cima más alta con la forma de una bruja volando sobre una escoba. La vieja hechicera giraba al viento, segura por encima de aquella desolación.

    Subí los escalones de la puerta delantera. Las malas hierbas habían crecido hasta llegar a la puerta, que también estaba clausurada con clavos. Las ventanas estaban a su vez cerradas y aseguradas con tablones claveteados... A pesar de su tamaño, o quizá a causa del mismo, la casa parecía patética, como una solterona olvidada, abandonada hasta tal punto que ya no le importaba cómo se la veía y sentenciada a un destino de ir decayendo en silencio.

    Forcé el paso a través de los tablones podridos, que habían sido amontonados a modo de barrera ante la puerta cochera. La casa tenía al menos cincuenta metros de largo y me llevó un tiempo comprobar todas las ventanas: cada una de ellas había sido clausurada.

    La parte trasera de la propiedad era otra hectárea y media de pantano. Un garaje para cuatro coches, diseñado como si fuera una miniatura de la mansión también resultaba inaccesible: cerrado y claveteado. Una piscina de quince metros estaba vacía, a excepción de unos centímetros de agua embarrada sobre la que flotaba una armada de residuos orgánicos. Los restos de un emparrado y un rosal en glorieta sólo resultaban evidentes por una maraña de madera repelada y piedra desmoronada, que soportaban un nido de ramitas secas. Estatuas y bancos de piedra se hallaban inclinados o rotos por sus bases. Era como Pompeya tras la erupción del Vesubio.

    La lluvia comenzó a caer más fuerte y fría. Me puse las manos en los bolsillos de la gabardina, que por aquel entonces ya estaba totalmente calada, y busqué refugio. Necesitaría herramientas: martillo y escoplo, para lograr entrar en la casa o el garaje, y no había ningún árbol grande del que pudiera fiarme que no iba a derrumbarse en cualquier momento. Estaba al abierto, como un vagabundo atrapado por una tormenta.

    Vi un relámpago de luz y me preparé para una tormenta eléctrica. No hubo trueno y la luz centelleó de nuevo. La gruesa lluvia hacía difícil el ver nada, pero a la tercera vez que apareció la luz fui capaz de situarla y caminar en su dirección. Varios chapoteantes pasos después pude ver que había llegado a un invernadero de cristal en la parte trasera de la propiedad, justo detrás de la glorieta bombardeada. Los cristales estaban opacos por la suciedad, una parte de la cual corría en goterones negros, pero parecían intactos. Corrí hacia allí, siguiendo la luz que parpadeaba, danzaba, desaparecía y luego parpadeaba de nuevo.

    La puerta del invernadero estaba cerrada, pero se abrió silenciosamente ante los tirones de mi mano. Dentro había un aire cálido, muy húmedo y amargo, con el aroma de la descomposición. A ambos lados de la estructura de cristal se extendían estantes de madera, a la altura de la cintura y entre ellos había un pasadizo tapizado con trozos de madera, tierra, turba y abono. Una colección de herramientas: horcas, rastrillos, palas, azadones, se encontraba apoyada contra un rincón.

    Sobre los estantes se encontraban macetas de plantas que crecían exuberantes: orquídeas, hortensias azules, azaleas, begonias de todas las tonalidades, pensamientos... todas ellas en plena floración y desparramándose de forma espectacular fuera de sus casas de terracota. Una viga de madera a la que se le habían clavado ganchos de hierro se extendía por encima de los estantes. Colgando de los ganchos había fucsias que goteaban púrpura, heléchos, cintas, trepadoras, aún más begonias. Era el Jardín del Edén en medio del Gran Vacío.

    El lugar estaba en penumbras y reverberaba con el sonido de la lluvia que asaltaba el techo de cristal. La luz que me había atraído apareció de nuevo, más brillante y cercana. Pude divisar una forma al otro lado del invernadero, una figura con una capa amarilla con capucha que aguantaba una linterna. La figura hacía caer la luz sobre las plantas, tomando una hoja de aquí, una flor de allí, examinando la tierra, partiendo una ramita seca, abriendo un capullo ya florecido.

    — Hola —dije.

    La figura se giró al instante y el haz de la linterna cayó sobre mi rostro. Entrecerré los ojos por la brillante luz y alcé una mano para tapármelos.

    La figura se acercó.

    — ¿Quién es usted? —exigió saber una voz, aguda y asustada.
    —Alex Delaware.

    El haz bajó. Yo iba a dar un paso adelante.

    — ¡Quédese quieto ahí!

    Retrasé el pie.

    Echó hacia atrás la capucha. El rostro que fue revelado era redondo, pálido, plano, totalmente asiático, de mujer pero no femenino. Los ojos eran dos cortes con navaja en la piel apergaminada, la boca una raya no sonriente.

    — Hola, señora Hickle.
    — ¿Cómo me conoce... qué es lo que quiere? —había dureza, diluida en miedo, en aquella voz, la dureza del fugitivo con éxito, que sabe que nunca ha de cesar en su vigilancia.
    —Creí que debía de hacerle una visita.
    — No quiero visitantes. Y no le conozco.
    — ¿No me conoce? ¿No le dice nada el nombre Alex Delaware?

    No se molestó en mentir, se limitó a no decir nada.

    — Fue mi consultorio el que su querido Suart eligió para su gran acto final... o quizá lo eligieron por él.
    — No sé de qué está usted hablando. No deseo su compañía —su inglés era seco y con algo de acento.
    — ¿Por qué no llama a su mayordomo y hace que me eche?

    Sus mandíbulas se apretaron, los dedos de su mano se engarfiaron alrededor de la linterna.

    — ¿Se niega a irse?
    — Hace frío fuera y llueve. Le agradecería que me diera la oportunidad de secarme.
    — ¿Y entonces se irá?
    — Entonces me quedaré y hablaremos un poco. Acerca de su difunto esposo y sus buenos amigos.
    — Stuart está muerto. No hay nada de lo que hablar.
    — Creo que hay mucho. Tengo montones de preguntas. Ella dejó la linterna y cruzó los brazos sobre su pecho.

    Había desafío en aquel gesto. Cualquier traza de miedo había desaparecido de su comportamiento y ahora éste era de irritación por ser molestada. Esto me asombró: ella era una mujer sola que se veía enfrentada a un desconocido en un lugar solitario, pero no se le notaba pánico.

    — Es su última oportunidad —dijo.
    — No estoy interesado en descubrir su escondrijo. Sólo déjeme...

    Chasqueó la lengua contra la parte superior de su paladar.

    Una gran sombra se materializó en algo vivo, que respiraba.

    Vi lo que era y mis tripas se hicieron gelatina.

    — Éste es Otto. No le gustan los extraños.

    Era el perro más grande que jamás hubiera visto, un gran danés del tamaño de un poney, con el color de un dálmata: piel blanca con manchas negras. Una de sus orejas estaba parcialmente arrancada. Sus mandíbulas eran negras y goteaban saliva, colgando sueltas en esa medio sonrisa, medio mueca tan característica de los perros de ataque, revelando colmillos nacarados y una lengua del tamaño de una bolsa de agua caliente. Sus ojos eran como los de un cerdo y demasiado pequeños para el tamaño de aquel cabezón. Mientras me estudiaban mostraban puntitos de luz naranja.

    Debí de moverme, porque sus orejas se pusieron tiesas. Jadeó y miró a su ama. Ella le hizo un ruidito de ánimo. Él jadeó aún más y le dio en la mano un rápido lametón con aquel pedazo de carne rosa que era su lengua.

    — Hola, perro bonito —dije. Las palabras me salieron ahogadas. Sus mandíbulas se abrieron aún más en un bostezo gruñiente.

    Me eché hacia atrás y el perro arqueó su cuello hacia adelante. Era una bestia musculosa, desde la cabeza hasta su tembloroso trasero.

    — Ahora quizá no quiera que se vaya usted —comentó Kim Hickle.

    Me retiré un poco más. Otto exhaló y emitió un sonido que le salió de lo más profundo de su tripa.

    — Le dije que no la descubriría.
    — Eso es lo que usted dice.

    Di dos pasos más hacia atrás. Pasitos de bebé. Jugando a una enloquecida versión de ese juego en que un niño imita lo que hace otro, el perro dio dos pasos hacia adelante.

    — Yo sólo quería que me dejasen tranquila —dijo ella—. Que nadie me molestase. Ni a mí ni a Otto.

    Miró amorosamente al enorme bruto.

    — Usted me encontró. Usted me molesta. ¿Cómo me encontró?
    — Dejó usted su nombre en la ficha de la biblioteca del Jedson College.

    Frunció el ceño, molesta por su paso en falso.

    — Entonces, usted me anda buscando.
    — No, el hallar su nombre en esa ficha fue por accidente. No es a usted a quien ando buscando.

    Chasqueó la lengua de nuevo y Otto se acercó un poco más a mí. Su mueca malévola se hizo más grande. Lo podía oler, acre y ansioso.

    — Primero usted, luego seguirán otros. Haciendo preguntas. Acusándome, diciendo que soy mala. Y no soy mala. Soy una buena mujer, buena con los niños. Fui una buena esposa de un hombre enfermo, pero no soy una mujer enferma.
    — Lo sé —le seguí la corriente—. No fue culpa suya. Otro chasquido. El perro se colocó a distancia de salto.

    Lo tenía controlado como un juguete de esos que se mueven con una radio: en marcha, Otto; párate, Otto; mata, Otto...

    — No. No fue culpa mía.

    Di un paso atrás. Otto me siguió, al acecho, con una pata rascando el suelo, los pelillos erizados.

    — Me iré —dije—. No tenemos que hablar, no es tan importante. Se merece usted conservar su intimidad.

    Estaba diciendo cualquier cosa, tratando de ganar tiempo, con la mirada puesta en las herramientas del rincón. Mentalmente medía la distancia hasta la horca, practicando inmóvil el movimiento que tendría que hacer.

    — Ya le di una oportunidad y usted no la tomó. Ahora ya es demasiado tarde.

    Chasqueó dos veces y el perro saltó, viniendo hacia mí una mancha desdibujada de oscuridad gruñente. Vi sus patas delanteras alzadas en el aire, la húmeda, hambrienta y cortante boca, los ojos naranja apuntados hacia su blanco, todo ello en una fracción de segundo. Y, en ese mismo segundo, hice una finta hacia la derecha, me hundí de rodillas y me abalancé sobre la horca. Mis dedos se cerraron sobre la madera y la alcé de un tirón, dando un golpe hacia arriba y adelante.

    Cayó sobre mí, una tonelada de monstruo en tensión, aplastándome el aliento del pecho, con las garras y las mandíbulas arañando y mordiendo. Algo atravesó la ropa, luego el cuero, luego la piel. El dolor tomó posesión de mi brazo desde el codo hasta el hombro, punzante y mareante. El mango de la horca se escapó de mi mano. Me cubrí el rostro con una manga, mientras Otto me daba topetazos con su nariz húmeda, tratando de clavar aquellas mandíbulas como sierras circulares en mi garganta. Di un giro sobre mí mismo, tanteé a ciegas por la horca, la así, la perdí de nuevo. Le di un puñetazo con los nudillos en su coronilla. Era como golpear un blindaje. Se levantó sobre sus patas de atrás, rugiendo de ira y se dejó caer. Yo le di la vuelta a la horca para que las púas estuvieran hacia arriba. Él se abalanzó, tirando todo su peso sobre mí. Mis piernas se doblaron y mi espalda tocó el suelo. Me quedé sin aire y luché por mantenerme consciente, rodeado de piel peluda que luchaba por matarme y tratando, como fuera, de mantener la horca entre ambos.

    Entonces él gimió de un modo muy agudo y, al mismo tiempo, noté como la horca daba contra hueso, resbalaba y lo rascaba mientras yo giraba el mango, repleto de odio. Las puntas entraron en él como un cuchillo en la mantequilla.

    Nos abrazamos, con la lengua del perro en mi oreja, su boca saliveando, abierta en agonía, a un par de centímetros sólo de arrancarme un pedazo de la cara. Puse toda mi fuerza tras la horca, empujándola y girándola, apenas si dándome cuenta de los gritos de la mujer. Él gritaba como un cachorrillo. Las púas se hundieron un centímetro final y luego ya no pudieron hacerlo más. Sus ojos se abrieron mucho con una mirada de orgullo herido, parpadearon espasmódicamente y luego se cerraron. El enorme corpachón se estremeció convulsivamente encima de mí. Un chorro de sangre surgió de su boca, salpicándome en la nariz, labios y barbilla. Me dieron arcadas al notar aquella cosa viscosa y cálida. La vida desapareció de él y yo luché por rodar y liberarme de su cuerpo.

    Todo aquello había durado menos de un minuto.

    Kim Hickle miró al perro muerto y luego me miró a mí, e hizo una intentona de salir corriendo por la puerta. Yo me empujé hasta ponerme de pie, arranqué la horca de aquel barril de pecho y le bloqueé el camino.

    — Atrás —jadeé. Moví la horca y gotitas de sangre volaron por el aire. Se quedó helada.

    El invernadero estaba en silencio. La lluvia había cesado. El silencio fue roto por un sonido bajo y ronco: burbujas de gas se escapaban del cadáver del perro. Una masa fecal siguió, corriendo hacia abajo por las inmóviles patas y mezclándose con la tierra del suelo.

    Ella lo vio y empezó a llorar. Luego se derrumbó y se sentó en el suelo con el aspecto estupefacto e inerme de los refugiados.

    Clavé la horca en el suelo y la usé como soporte. Me llevó todo un minuto recuperar el aliento y otros dos o tres comprobar los daños que había sufrido.

    La gabardina estaba destrozada, hecha jirones y ensangrentada. Con un cierto esfuerzo me la quité y la dejé caer al suelo. Una manga de la chaqueta de cuero estaba desgarrada. Me la saqué también y me subí la manga del jersey de cuello de cisne. Inspeccioné mi bíceps: las capas de ropa habían impedido que la cosa fuera peor, pero no era nada bonito lo que se veía: tres heridas incisivas, que ya estaban empezando a hincharse, rodeadas de un laberinto de abrasiones. Notaba el brazo rígido y dolorido. Me incliné y no noté nada roto. Lo mismo podía decir de mis costillas y otras partes del cuerpo, aunque mi cuerpo flotaba justo por encima de la agonía. Me estiré cuidadosamente, utilizando una técnica de desentumecimiento que me había enseñado Jaroslav. Me hizo sentirme algo mejor.

    — ¿Estaba vacunado Otto?—pregunté.

    No me contestó. Repetí la pregunta, subrayándola con un tirón del mango de la horca.

    — Sí. Tengo los papeles.
    — Quiero verlos.
    — Es cierto, puede creerme.
    — Justo hace un momento ha intentado que este monstruo me destrozase la garganta. Así que no se puede decir que su credibilidad sea muy alta.

    Miró al animal muerto y cayó en una especie de meditación; parecía ser alguien que estaba acostumbrada a esperar para ver lo que sucedía. Yo no estaba de humor para una batalla de resistencia.

    — Señora Hickle, tiene dos elecciones posibles: una es cooperar y la dejaré en paz en su pequeño refugio. O puede ponérmelo difícil y entonces yo me cuidaré de que un artículo acerca de usted aparezca en la primera página de la sección local del Los Ángeles Times. Piense en ello: la esposa del monstruo que abusaba sexualmente de los niños halla refugio en la mansión ancestral abandonada. Poético, ¿no? Apuesto diez contra a uno a que las agencias de noticias reproducen la historia por todo el país.
    — ¿Qué es lo que quiere de mí?
    — Respuestas a preguntas. No tengo ninguna razón, ni ningún deseo, de hacerle daño.
    — ¿Realmente es usted la persona en cuya consulta murió Stuart?
    — Sí, ¿a quién sino estaba esperando?
    — A nadie —lo dijo demasiado de prisa.
    — ¿A Towle? ¿A Hayden? ¿A McCaffrey?

    A la mención de cada nombre su rostro registró dolor en forma secuencial, como si sus huesos fueran siendo partidos en distintas partes.

    — No estoy con ellos, pero quiero saber más de ellos. Se alzó hasta quedar en cuclillas, se puso en pie y tomó la ensangrentada gabardina. Con mucho cuidado la colocó sobre la inerte forma del perro.
    — Hablaré con usted—dijo.


    25


    Había una entrada al garaje de cuatro plazas que se me había escapado: a nivel de tierra, oculta por una picea azul sin podar, había una ventana cubierta por rejilla de alambre de las usadas en los gallineros. Un empujón, un retorcer su cuerpo y ya estaba dentro. La seguí, pero yo era mucho más voluminoso y no me resultó fácil. Mi brazo herido rozó el marco y tuve que apretar los dientes para no gritar, mientras me apretaba para pasar.

    Un medio salto me llevó a una habitación estrecha que había sido, originalmente, un almacén de verduras. Estaba húmedo y oscuro, con las paredes ocupadas por estanterías de madera y el suelo de cemento pintado de rojo. Había una contraventana de madera sobre la ventana por la que habíamos entrado, sostenida en alto por un gancho. Lo soltó y la dejó caer y cerrarse. Hubo un segundo de oscuridad, durante el cual me puse en guardia contra algo traicionero. Pero, en cambio, lo que llegó fue el aroma pungente del petróleo, que me recordaba mi afición juvenil a las charlas en las tiendas de campaña, con su iluminación humeante. Inclinó las persianas de la contraventana, para que entrase algo de luz adicional, pero la visibilidad del exterior quedaba eliminada.

    Mis ojos se ajustaron a la luz y fui enfocando los detalles. Un colchón delgado y un saco de dormir yacían en el suelo. La lámpara de petróleo, un fogoncillo, una lata de gasolina y un paquete de utensilios de plástico compartían el espacio existente sobre una desvencijada mesa de madera que había sido pintada y repintada tantas veces que casi parecía una escultura moderna. Había un lavabo en un rincón y, sobre el mismo, un estante que contenía una jarra de mermelada vacía, un cepillo de dientes, polvos dentríficos, una maquinilla de afeitar y una pastilla de jabón para lavar la ropa. La mayor parte del espacio restante en el suelo estaba ocupado por cajas para botellas de leche, en madera, de un tipo que yo no había visto desde mi niñez: las cajas tenían en dos lados asas en forma de tubo y llevaban impreso el nombre: «Granja Lechera, Tacoma, Wash. —Nuestra mantequilla es la mejor, compruébelo.» Bajo el eslogan había la imagen de un ternero con cara de aburrido y un número de teléfono aún con un prefijo de dos letras. Había amontonado las cajas hasta de tres en tres. El contenido de algunas de ellas era visible: paquetes de comida deshidratada, latas de comida, servilletas de papel, ropa doblada. Tres pares de zapatos, todos ellos resistentes y con suela de goma, estaban alineados cuidadosamente contra la pared. Había ganchos de metal que habían sido clavados en una viga de madera del techo. Colgó la capa impermeable de uno de ellos y se sentó en una silla de respaldo recto, hecha con madera de pino sin barnizar. Yo me aposenté en una de las cajas que estaba puesta boca abajo.

    Nos miramos el uno al otro.

    En ausencia de estímulos competitivos, el dolor se apoderó de mi brazo. Hice una mueca de dolor y ella la vio.

    Se alzó, mojó una servilleta de papel en agua caliente, vino hasta mí y me limpió la herida. Rebuscó en una de las cajas y halló gasa estéril, esparadrapo y agua oxigenada. Atendiéndome como si fuera la mismísima Florence Nightingale, me vendó el brazo. No dejé de notar la locura de la situación: unos minutos antes había tratado de matarme y ahora se comportaba maternalmente y cuidaba de que el vendaje estuviera perfecto. Seguí manteniendo mi estado de ánimo defensivo, tal como había aprendido en el karate, esperando que ella cayera de nuevo, en cualquier momento, en su ira agresiva, me clavase los dedos en la carne hinchada y se aprovechase del dolor enloquecedor para hincarme un dedo en un ojo.

    Pero cuando hubo acabado regresó a su asiento.

    — Los papeles —le recordé.

    De nuevo rebuscó, pero de prisa; sabía exactamente dónde estaba todo. Un montón de papeles, recogido con una goma elástica, pronto llegó a su mano. Allí había facturas del veterinario, certificado de vacunación, el registro de la Asociación de Propietarios de Perros con Pedigree... por cierto, que el nombre completo del perro era Otto Klaus Von Schulderheis, hijo de Sttugart-Munsch y de Sigourn-Daffodil. Vaya. También había diplomas de dos escuelas de entrenamiento de Los Ángeles y un certificado especificando que Otto había sido entrenado como perro de ataque únicamente con fines defensivos. Le devolví los papeles.

    — Gracias —me dijo.

    Nos sentamos uno frente al otro, tan tranquilos como si fuéramos viejos compañeros de la escuela. La miré cuidadosamente y traté de sentir en mí una aceptable animosidad en su contra. Pero lo que vi fue una mujer oriental, de aspecto amargado, en la cuarentena, con su cabello cortado a lo muñeca china, bajita, cetrina, frágil, hogareña en su ropa de trabajo y tan descuidada como un ratón de iglesia. Permanecía sentada, con las manos en el regazo, dócil, y el odio no surgía en mí.

    — ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?
    — Seis meses. Desde la muerte de Stuart.
    — ¿Por qué vive así? ¿Por qué no abre la casa?
    — Creí que sería mejor para estar escondida. Lo único que deseo es que me dejen en paz.

    No tenía demasiado aspecto de Garbo.

    — ¿De qué se esconde?

    Miró al suelo.

    — Vamos. No le voy a hacer ningún daño.
    — Los otros. Los otros locos.
    — Nombres.
    — Los que usted mencionó y otros —escupió media docena de nombres que no me sonaban.
    — Seamos más específicos: ¿por locos quiere decir usted que son gente que comete abusos sexuales con niños?
    — Sí, sí. Yo no lo sabía, Stuart me lo contó luego, cuando estaba en prisión. Se presentaban como voluntarios en un asilo para niños, y luego se llevaban los niños a casa. Les hacían cosas muy feas.
    — Y también en su guardería.
    — No, no. Allí sólo lo hacía Stuart. Los otros jamás fueron a la guardería, sólo iban al asilo de niños.
    — La Casa de los Niños. Su esposo era miembro de la Brigada de los Caballeros.
    — Sí. Me dijo que iba a apuntarse para ayudar a los niños; también que sus amigos eran los que le habían animado a hacerlo: el juez, el doctor, los otros. Yo pensé que había sido una idea tan buena por su parte, ya que nosotros no tenemos niños propios, que me sentí muy orgullosa de él. Nunca supe lo que realmente estaba haciendo... tal como no sabía lo que hizo en la guardería.

    No dije nada.

    — Sé lo que está pensando... en lo mismo que pensaron todos. Que yo lo supe todo desde el principio... ¿Cómo era posible que no supiese lo que mi marido estaba haciendo en mi propia casa? Ustedes me echan las culpas, tanto como yo se las echo a Stuart. ¡Pues se lo aseguro, yo no sabía nada!

    Sus brazos se alzaron implorantes, las manos convertidas en garras color azafrán. Me fijé que se había comido las uñas hasta el límite. Había una expresión primitiva, desesperada, en su rostro.

    — No lo sabía —repitió, convirtiendo aquello en una mantra de autodeprecación—. No lo sabía. ¡El era mi esposo, pero yo no sabía lo que él hacía!

    Necesitaba que le dieran la absolución, pero yo no me sentía padre confesor. Me quedé con los labios apretados y la observé con forzada desenvoltura.

    — Tendría que comprender el tipo de matrimonio que éramos Stuart y yo para entender cómo pudo estar haciendo todas esas cosas sin mi conocimiento.

    Mi silencio decía: «Convénzame.» Bajó la cabeza y empezó:

    — Nos conocimos en Seúl —me explicó —, poco después de la guerra. Mi padre fue un profesor de lingüística y nuestra familia era próspera, pero teníamos lazos con los socialistas, por lo que la CÍA coreana los mató a todos. Tras la guerra se dedicaron a hacer verdaderas matanzas, asesinando intelectuales, a cualquiera que no fuese un esclavo ciego del régimen. Todo lo que poseíamos fue confiscado o destruido. A mí me ocultaron, me entregaron a unos amigos el día antes de que los gorilas de la CÍA coreana irrumpiesen en casa y cortasen el cuello de todo lo que allí había vivo: la familia, el servicio, incluso a los animales. Las casas se pusieron peor cuando el gobierno siguió apretando los tornillos. La familia que me había recogido se asustó y me echaron a la calle. Yo tenía entonces quince años, pero era muy pequeña, muy delgadita, parecía tener doce. Mendigué, comí restos de las basuras. Me... me vendí, di mi cuerpo por dinero. Tenía que hacerlo, para sobrevivir.

    Se interrumpió, miró a través de mí, reunió fuerzas y continuó:

    — Cuando Stuart me halló, estaba presa de la fiebre, llena de parásitos y con una enfermedad venérea, cubierta de pústulas. Era de noche, yo estaba tapada con periódicos en un callejón de la parte trasera de un café al que iban los soldados americanos a comer y beber y a buscar chicas. Yo sabía que era bueno aguardar en lugares como aquél, porque los americanos tiraban bastante comida como para alimentar a familias enteras. Estaba enferma y apenas si me podía mover, pero aguardé durante horas, obligándome a permanecer despierta, para que los gatos no se comieran los restos antes que yo. El restaurante cerraba poco después de la medianoche. Los soldados salieron, gritones, borrachos, tambaleándose por el callejón. Luego salió Stuart, solo y sobrio. Después me enteré que jamás bebía alcohol. Yo traté de permanecer callada, pero el dolor me hizo gemir. Él me oyó, se acercó, tan grande, un gigante de uniforme, inclinándose sobre mí, y diciéndome: «No te preocupes, niñita.» Me alzó en sus brazos y me llevó a su apartamento. Tenía montones de dinero, lo bastante como para tener su propio alojamiento, fuera del cuartel. Los soldados americanos estaban de permiso, celebrándolo, haciendo un montón de niños no deseados. Stuart no hacía nada de eso; él usaba ese sitio para escribir poesía, y trastear con sus camaradas. Para estar solo.

    Pareció perder la noción del tiempo y el lugar, y se quedó mirando con aire ausente a las oscuras paredes de madera.

    — Le llevó a su casa — la urgí.
    — Me cuidó durante cinco semanas. Me trajo médicos, me trajo medicinas. Me alimentó, me bañó, estuvo sentado junto a mi cama leyéndome cómics americanos... a mí me encantaban los cómics americanos, porque mi padre siempre me los había traído a casa cuando volvía de viaje: Anita la Huerfanita, Terry y los Piratas, Dagwood, Blondie... me los leía con su voz amable y suave. Era diferente a todo otro hombre que yo hubiera conocido. Delgado, silencioso, como un maestro con aquellas gafas que hacían parecer tan grandes sus ojos, como los de un enorme pájaro.

    «Hacia la sexta semana yo ya estaba bien. Vino a la cama y me hizo el amor. Ahora sé que todo aquello formaba parte de su enfermedad... debió haber pensado que yo era una niña pequeña, esto debió de haberle excitado. Pero yo me sentía una mujer. Y al pasar los años, cuando me convertí en una mujer, cuando ya claramente no era una niña, él perdió todo el interés en mí. Acostumbraba a vestirme con ropa infantil... y como soy pequeña, podía ponérmela. Pero, cuando crecí y vi lo que era el mundo exterior, yo ya no quise saber nada de aquello. Me puse dura en mi postura y él se echó hacia atrás. Quizá fue entonces cuando empezó a actuar movido por su enfermedad...»

    Siguió con voz dolida:

    — Quizá fuera mi falta. Por no satisfacerle.
    — No. Él era un hombre turbado. No tiene usted que cargarse con esa responsabilidad —le dije, no con total sinceridad. No quería que aquello degenerase en una llantina y una sesión de autorrecriminaciones.
    — No sé. Incluso ahora me parece irreal: los periódicos, los artículos acerca de él. Acerca de nosotros. Era un hombre tan amable, gentil, tranquilo.

    Había oído pintar retratos similares de otras personas que se habían dedicado a abusar de menores. A menudo eran hombres excepcionales, bien educados, con una habilidad natural para establecer una buena relación con sus pequeñas víctimas. Pero, naturalmente, no podía ser de otra manera: los niños no se arremolinan en derredor de un ogro sin afeitar, vestido con una gabardina sucia. Pero sí se sentirán atraídos por el Tío Wally, que es mucho más bueno que los malvados Papá y Mamá y los otros mayores que no entienden nada. Tío Wally con sus trucos mágicos y su maravillosa colección de cromos de jugadores de fútbol y juguetes increíbles en casa, y bicicletas, y videocassettes, y cámaras e increíbles y extraños libros...

    — Tiene usted que comprender lo mucho que yo le amaba —me estaba diciendo ella—. Me salvó la vida. Era americano. Era rico. Y además me decía que me amaba. «Mi pequeña geisha», me llamaba. Yo me reía y le decía: «No, yo soy coreana, so tonto, ¡Los japoneses son unos cerdos!» Y él sonreía y volvía a llamarme pequeña geisha de nuevo.

    «Vivimos juntos en Seúl, durante cuatro meses. Esperaba que saliese del cuartel con permiso, le cocinaba, limpiaba, le llevaba sus zapatillas. Era su esposa. Cuando llegaron los papeles de licenciamiento, me dijo que me iba a llevar a los Estados Unidos. Me sentía en el cielo. Naturalmente su familia, ya sólo le quedaban su madre y algunas tías viejas, no iban a querer tener nada que ver conmigo. A Stuart no le importaba, tenía dinero propio, un legado de su padre. Viajamos juntos a Los Ángeles. Me dijo que había estudiado allí... asistió a la Facultad de Medicina, pero no logró acabar. Se buscó un trabajo como técnico médico. No necesitaba trabajar y era un empleo que no le daba mucho, pero le gustaba, decía que le mantenía atareado. Le gustaban las máquinas, los contadores y los tubos de ensayo... siempre fue un manitas. Me entregaba su paga entera, como si fuera dinero de bolsillo, y me decía que me lo gastase en cosas para mí.

    «Vivimos juntos de aquel modo durante tres años. Yo deseaba casarme, pero no me atrevía a pedírselo. Me costó tiempo acostumbrarme al modo de ser americano, a que las mujeres no sean simples objetos, propiedad del marido, a que tengan derechos. Le apreté las clavijas cuando quise tener hijos. Stuart se mostraba indiferente a la idea, pero no se opuso. Nos casamos y yo traté de quedar preñada, pero no pude. Fui a ver doctores a la Universidad de California, a la de Stanford, a la Clínica Mayo. Todos ellos me dijeron que yo estaba demasiado marcada, que había estado demasiado enferma en Corea. No debería de haberme sorprendido, pero no quería creérmelo. Ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta que fue bueno que no tuviéramos pequeños. Pero, en aquel entonces, cuando finalmente lo acepté, me sentí muy deprimida. Muy ensimismada, no comía. Al fin, Stuart no pudo seguir ignorándolo. Me sugirió que fuera a la escuela; si me gustaban los niños, podía trabajar con ellos, convertirme en una maestra. Quizá tuviera sus propios motivos para sugerirme esto, pero parecía preocuparse por mí... cuando mejor se portaba era cuando yo estaba enferma o deprimida.

    »Me matriculé en la escuela y luego en Magisterio y aprendí mucho. Era muy buena estudiante —recordó, sonriendo—. Con mucha motivación. Por primera vez estaba viviendo en el mundo exterior, con otra gente... hasta entonces había sido la pequeña geisha de Stuart. Entonces empecé a pensar por mí misma. Al mismo tiempo que él se fue apartando de mí. No hubo ira ni malas palabras con las que indicara su resentimiento. Simplemente, pasó más tiempo con sus camaradas y sus libros sobre pájaros... le gustaba mucho leer libros y revistas sobre la naturaleza, aunque nunca iba de excursión por el campo. Era un amante de los pájaros de sillón. Un hombre de sillón.

    »Nos convertimos en algo así como dos primos lejanos que viviesen en la misma casa. A ninguno de los dos nos importaba, estábamos muy ocupados. Yo estudiaba hasta el último segundo, pues por aquel entonces yo ya sabía que quería ir más allá del simple título de maestra y especializarme en la primer a infancia. Cada uno seguimos nuestro propio camino. Había semanas que ni nos veíamos. No había comunicación, no había matrimonio. Pero tampoco hubo divorcio... ¿para qué lo necesitábamos? No había peleas. Era un vive y deja vivir. Mis nuevos amigos, los amigos de mis estudios, me decían que estaba liberada. Que debería ser feliz con un marido que no me molestaba. Y cuando me sentía sola me hundía más en mis estudios.

    «Conseguí el título y me dieron trabajo postescolar en jardines de infancia locales. Me gustaba trabajar con los pequeños, pero yo creía que podía dirigir un jardín de infancia mucho mejor que aquellos en que había estado. Se lo dije a Stuart y él me dijo que desde luego, que haría cualquier cosa para que yo fuera feliz, para que no le molestase a él. Compramos una gran casa en Brentwood...siempre parecía haber el dinero necesario para lo que fuese, y empecé con mi Rincón de Tim. Era un lugar maravilloso, fue un momento maravilloso. Finalmente dejé de lamentar el no tener niños propios. Y, entonces, él...»

    Se interrumpió, se tapó la cara con las manos y se estremeció hacia adelante y hacia atrás.

    Me puse en pie y le coloqué una mano sobre el hombro.

    — Por favor no haga eso. No está bien. Yo he tratado de hacer que Otto le matase —alzó el rostro, seco y sin arrugas—. ¿Lo entiende? Yo quería que le matase a usted. Y ahora usted está siendo amable y comprensivo. Eso me hace sentir peor.

    Aparté la mano y me volví a sentar.

    — ¿Y por qué esa necesidad de Otto, por qué ese miedo?
    — Porque pensé que le habían enviado los mismos que mataron a Stuart.
    — El veredicto final fue que se suicidó.

    Ella negó con la cabeza.

    — No, no se suicidó. Dijeron que estaba deprimido. Eso fue una mentira. Naturalmente, al principio cuando lo detuvieron, se quedó muy hundido. Humillado y con sensación de culpa, pero logró salir de ello. Era el modo de ser de Stuart: podía bloquear la realidad tan fácilmente como se expone un rollo de película... ¡puf, la imagen ha desaparecido! El día en que lo dejaron en libertad condicional hablamos por teléfono. Estaba con la moral muy alta. Oyéndole hablar, parecía como si su detención fuera la mejor cosa que le hubiera podido pasar... que nos hubiera podido pasar a ambos. Estaba enfermo, y ahora iba a conseguir ayuda. Empezaríamos de nuevo, tan pronto como saliese del hospital. Incluso podría montarme otro jardín, en otra ciudad. Me sugirió Seattle y me habló de volver a ocupar la mansión de su familia... eso fue lo que luego me dio la idea de venir aquí.

    »Yo sabía que eso nunca iba a pasar. Por aquel entonces ya había decidido dejarle, pero le seguí la corriente con sus fantasías, diciéndole, sí, cariño, desde luego, Stuart. Más tarde tuvimos otras conversaciones y siempre fue la misma cosa. La vida iba a ser mejor que nunca. No hablaba como un hombre que se va a saltar la tapa de los sesos.»

    — La cosa no es tan simple. La gente a menudo se mata justo después de una subida en su estado de ánimo. ¿Sabe?, la estación de los suicidios es la primavera.
    — Quizá. Pero yo conocía a Stuart y sé que no se mató. Era demasiado superficial como para dejar que una cosa como la detención le preocupase durante demasiado tiempo. Podía negar la existencia de cualquier cosa. A mí me negó durante todos esos años, y negó nuestro matrimonio... es por eso por lo que pudo hacer aquellas cosas sin que yo lo supiera. Éramos dos totales desconocidos.
    — Pero usted lo conocía lo suficientemente bien como para estar segura de que no se suicidó.
    — Sí —insistió—. Toda esa historia de la llamada falsa que le hicieron a usted, la cerradura forzada. Ese tipo de intriga no es... no era propio de Stuart. A pesar de toda su enfermedad, él era muy simple, casi inocente. No era un planificador.
    — Pues hubo de planificar para llevarse a esos niños al sótano.
    — No tiene por qué creerme, no me importa. Él ya ha causado el daño y ahora está muerto. Y yo estoy metida en mi propio sótano.

    Su sonrisa era digna de compasión.

    La lámpara chisporroteó. Ella se alzó para ajustar la mecha y añadir más petróleo. Cuando se volvió a sentar, le pregunté:

    — ¿Quién le mató, y por qué?
    — Los otros. Sus llamados amigos. Para que no los descubriese. Y lo hubiera hecho. Durante las dos últimas ocasiones en que nos vimos él me lo sugería. Me decía cosas como: «Yo no soy el único enfermo, Kimmy.» O: «Las cosas en los Caballeros no son lo que parecen.» Yo sabía que él quería que le preguntase más, que le ayudase a soltarlo todo, pero no lo hice. Aún estaba en estado de shock por la pérdida del jardín, hundida en mi propia vergüenza. No quería oír hablar de más perversiones. Le cortaba y cambiaba de tema. Pero después de que murió me acordé de esto y fui atando cabos.
    — ¿Mencionó por su nombre a alguno de los otros enfermos?
    — No, pero, ¿de quién sino podía estar hablando? Ellos venían a buscarle, aparcando sus grandes y cómodos coches en nuestra puerta, vestidos con esas chaquetas con la insignia de la Casa. Y cuando se iba con ellos estaba muy excitado. Le temblaban las manos. Y regresaba a primeras horas de la mañana siguiente, exhausto. ¿No resultaba obvio lo que estaban haciendo?
    — ¿Y no le ha contado a nadie sus sospechas?
    — ¿Y quién iba a creerme? Esos hombres son poderosos... doctores, abogados, ejecutivos, y ese horrible juez Hayden. Yo, la esposa de alguien que abusaba de los niños, no hubiera tenido la menor posibilidad contra ellos. Ante el público, soy tan culpable como Stuart. Y no hay prueba alguna... fíjese en lo que le hicieron a él para acallarlo. Tuve que huir.
    — ¿Alguna vez le dijo Stuart que conociese a McCaffrey desde antes, desde Washington?
    — No, ¿Le conocía?
    — Sí. ¿Y qué me dice de un niño llamado Cary Nemeth? ¿Surgió alguna vez su nombre?
    — No.
    — ¿Elena Gutiérrez? ¿Morton Handler... el doctor Morton Handler?
    — No.
    — ¿Maurice Bruno? Ella negó con la cabeza.
    — No. ¿Quién son esa gente?
    —Víctimas.
    — ¿Violados como los otros?
    — Con la mayor de las violaciones: la muerte. Asesinados.
    — ¡Oh, Dios mío! —se llevó las manos a la cara.

    El contar su historia la había hecho sudar. Tenía mechones de negro cabello pegados a la frente.

    — Así que todo continúa — dijo gimoteando.
    — Para eso es para lo que yo estoy aquí. Para ponerle fin a todo esto. ¿Qué más me puede decir que me sea de ayuda?
    — Nada. Ya se lo he dicho todo. Ellos le mataron. Son hombres malvados, que ocultan su sucio secreto tras un manto de respetabilidad. Huí para escapar de ellos.

    Mire en derredor de la destartalada habitación.

    — ¿Cuánto podrá seguir viviendo de este modo?
    — Por siempre, si nadie me descubre. La isla está aislada, esta propiedad está oculta. Cuando tengo que ir a tierra firme de compras me visto como si fuera una de las mujeres de la limpieza. Nadie se fija en mí. Almaceno tanto como me es posible, para evitar tener que hacer demasiados viajes de compras. El último que hice fue hace un mes. Vivo de un modo simple. Las flores son la única extravagancia que me permito. Las planté a partir de paquetes de semillas y bulbos. Me ocupan el tiempo al tener que regarlas, abonarlas, podarlas, replantarlas. Los días pasan rápidos.
    — ¿Pero hasta qué punto está usted segura...? Towle y Hayden tienen aquí sus raíces.
    — Lo sé. Pero desde hace una generación sus familias no viven aquí. Lo comprobé. Incluso fui a sus viejas mansiones. Hay nuevas caras, nuevos apellidos. No hay razón para que ellos me busquen por aquí. No la hay, a menos que usted se la dé.
    — No lo haré.
    — En mi próximo viaje me compraré un arma de fuego. Estaré preparada por si vienen. Me escaparé y me iré a cualquier otro lugar. Estoy acostumbrada a hacerlo. El recuerdo de Seúl regresa en mis sueños, eso me mantiene alerta. Lamento oír de otros asesinatos, pero no quiero saber nada de ellos. No hay nada que yo pueda hacer.

    Me puse en pie y ella me ayudó a colocarme la chaqueta.

    — Lo más divertido es — añadió —, que probablemente esta propiedad me pertenezca. Tal como la propiedad en Brentwood y el resto de la fortuna Hickle. Soy la única heredera de Stuart... escribimos nuestros testamentos hace muchos años. Nunca hablaba de temas financieros conmigo, así que no sé cuánto me dejó, pero tiene que ser una suma considerable. Había bonos de caja, otras propiedades a todo el largo de la costa. En teoría soy una mujer rica. ¿Tengo aspecto de ello?
    — ¿No hay modo de entrar en contacto con los albaceas de su testamento?
    — El albacea es un socio de la firma legal de Edwin Hayden. Por lo que sé, podría ser uno de ellos. Puedo pasarme sin esa riqueza, si lo único que significa es un lujoso funeral.

    Usó la silla para salir por la ventana. La seguí. Caminamos en dirección a la gran y oscura casa.

    — Usted trabajó con los niños de mi jardín ¿Qué tal les va?
    — Muy bien. La prognosis es buena. Son asombrosamente resistentes.
    — Eso es bueno.

    Unos pasos más tarde:

    — Y los padres... ¿me odian?
    — Algunos. Otros se mostraron sorprendentemente leales y la defendieron. Eso creó una división en el grupo. Al final lograron superarla.
    — Me alegro. Pienso a menudo en ellos.

    Me acompañó hasta el borde del barrizal que estaba en la parte delantera de la mansión.

    — Mejor será que siga solo el resto del camino. ¿Qué tal tiene el brazo?
    — Envarado, pero no es nada grave. Sobreviviré.

    Tendí mi mano y ella la estrechó.

    — Buena suerte —me dijo.
    — Lo mismo le deseo.

    Caminé entre hierbajos y barro, congelado y cansado. Cuando me volví para mirar, ella había desaparecido.

    Me quedé en el restaurante del transbordador durante buena parte del viaje de regreso, bebiendo café y repasando todo lo que acababa de enterarme. Cuando llegué al hotel llamé a Milo a la comisaría, pero me dijeron que no estaba allí. Probé con el número de su casa. Me contestó Rick Silverman.

    — Hola, Alex. Se oye mucho ruido de estática. ¿Es una llamada de mucha distancia?
    — Lo.es. Desde Seattle. ¿No ha regresado Milo aún?
    — No. Lo espero de vuelta mañana. Se fue a Méjico a unas supuestas vacaciones, pero a mí me suenan a trabajo.
    — Lo és. Está estudiando la vida pasada de un tipo llamado McCaffrey.
    — Lo sé. El religioso que tiene el asilo para niños. Me dijo que tú le habías puesto sobre su pista.
    — Quizá yo despertase su interés, pero cuando hablé con él del asunto me echó a un lado. ¿Mencionó qué fue lo que le llevó a hacer ese viaje?
    — Déjame ver... recuerdo que dijo haber telefoneado a la policía de allá abajo, es un pueblecito, no me acuerdo qué nombre tiene. Y ellos le dieron un buen sobresalto. Implicaron que tenían algo fuerte sobre el tipo, pero que para conseguirlo tendría que irles a ver con algo de pasta. Esto me sorprendió... yo creía que los polis cooperaban entre sí, pero él me dijo que siempre funciona así.
    — ¿Y eso es todo?
    — Eso es todo. Me invitó a acompañarle, pero no me iba bien por el trabajo... tenía una guardia de veinticuatro horas en este momento y hubiera tenido que hacer muchos cambios con los demás.
    — ¿Has tenido noticias suyas desde que se marchó?
    — Sólo una postal desde el aeropuerto de Guadalajara. Un viejo campesino tirando de un burro junto a un cactus saguaro que parece de plástico. Vaya, algo de muy buen gusto. Y escribió detrás: «Ojalá estuvieras aquí.»

    Me eché a reír.

    — Si te llama, dile que también me llame a mí. Tengo algo más de información.
    — Lo haré. ¿Le digo algo concreto?
    — No. Simplemente que llame.
    — Vale.
    — Gracias. Y a ver si nos vemos algún día, Rick.
    — Lo mismo digo. Quizá cuando él vuelva y arregle este asunto.
    — Me parece bien.

    Me quité la ropa y examiné mi brazo. Supuraba un poco, pero no era nada malo. Kim Hickle había hecho un buen trabajo de reparación. Hice media hora de ejercicios de desentumecimiento y un poco de karate, luego me empapé durante cuarenta y cinco minutos en un baño caliente, mientras leía el ejemplar de la guía de Seattle facilitada por el hotel.

    Llamé a Robin, no obtuve respuesta, me vestí y salí a cenar. Recordaba un lugar de mi anterior visita, un comedor encofrado en cedro con una vista sobre el Lago Union, donde hacían salmón a la barbacoa, sobre brasas de madera de aliso. Lo hallé usando mi memoria y un mapa, llegué lo bastante pronto como para obtener una mesa con buena vista, y me dediqué a engullir una gran ensalada con roquefort, un hermoso filete de pescado, justo a su punto, acompañado por patatas y judías, un cesto de pan de centeno aún caliente y dos cervezas Coors. Lo coroné con helado de moras casero y café y, con la tripa bien llena, contemplé cómo el sol se ponía en el lago.

    Husmeé por un par de librerías en el distrito universitario, no hallé nada excitante o animador, por lo que volví al hotel. En el vestíbulo había una tienda de importaciones de Oriente, que aún estaba abierta. Entré, le compré un gran collar de cloisonné para Robin y subí con el ascensor a mi habitación. A las nueve la volví a llamar. Esta vez me contestó;

    — ¡Alex! Esperaba que fueras tú.
    — ¿Cómo estás, muñeca? Te llamé hace un par de horas.
    — Me fui a cenar fuera. Yo solita. Me comí una tortilla en un rincón del Café Pelican. No había nadie más en el local. ¿No resulta una imagen patética?
    — Yo también he cenado solo, dama mía.
    — ¡Qué tristeza! Vuelve pronto a casa, Alex. Te noto mucho a faltar.
    — Yo también a ti.
    — ¿Ha resultado productivo el viaje?
    — Mucho — le conté los detalles, con mucho cuidado de excluir mi encuentro con Otto.
    — Desde luego estás tras la pista de algo grande. ¿No te sientes un tanto extraño, al ir descubriendo todos esos secretos?
    — Realmente no, pero lo que pasa es que yo no estoy mirando estas cosas desde fuera.
    — Yo sí y, créeme, las cosas son muy extrañas, Alex. Me alegraré mucho cuando Milo regrese y pueda ocuparse él de todo.
    — Sí. ¿Y qué tal te andan a ti las cosas?
    — A mí no me pasan cosas tan excitantes. Sólo hay una cosa nueva: esta mañana recibí la llamada de la jefa de un nuevo grupo feminista... es una especie de cámara de comercio, pero únicamente femenina. Yo le arreglé el banjo a esa mujer, ella vino a recogerlo y nos pusimos a charlar. Eso fue hace un par de meses. De cualquier modo, me llamó ahora y me invitó a dar una conferencia a su grupo la semana que viene. Sobre algo así como «La mujer artesana en la Sociedad Contemporánea» y como subtítulo: «La creatividad se enfrenta al Mundo de los Negocios.»
    — Eso es fantástico. Si me dejan entrar, puedes estar segura de que estaré ahí oyéndote.
    — ¡Ni lo sueñes! Ya me da bastante canguelo tal como están las cosas... Alex, yo jamás he dado una conferencia. ¡Estoy aterrorizada!
    — No te preocupes. Sabes de lo que has de hablar, eres inteligente y culta, seguro que les encantas.
    — Eso es lo que dices tú.
    — Eso es lo que digo yo. Escucha, si realmente estás tan nerviosa, te hipnotizaré un poquito. Para ayudarte a relajarte. Va a ser todo muy fácil.
    — ¿Crees que la hipnosis me puede ayudar?
    — Seguro. Y con tu imaginación y creatividad, serás un sujeto excelente.
    — Te he oído hablar de eso, de cómo lo habías hecho con tus pacientes, pero jamás se me ocurrió el pedirte que lo hicieras conmigo.
    — Usualmente hallamos otros modos en los que ocupar el tiempo que pasamos juntos, cariño.
    — Hipnosis —musitó—. Ahora tengo otra cosa por la que preocuparme.
    — No te preocupes. Es totalmente inocua.
    — ¿Totalmente?
    — Sí. En tu caso totalmente. La única vez en la que uno se encuentra con problemas es cuando el sujeto sometido a hipnosis ha tenido conflictos emocionales importantes o tiene problemas muy profundamente arraigados. En esos casos la hipnosis puede sacar a la superficie recuerdos primigenios. Y uno se encuentra con una reacción de estrés, y con algo de terror. Pero incluso esto puede ser de ayuda. El psicoterapeuta experimentado usa la ansiedad de un modo constructivo, para ayudar al paciente a salir de su situación.
    — ¿Y eso no podría sucederme a mí?
    — Desde luego que no. Te lo garantizo. Eres la persona más normal que nunca he conocido.
    —Ja. ¡Llevas mucho tiempo retirado!
    — Te reto a que me presentes un solo síntoma de psicopatología.
    — ¿Y qué te parece la tremenda lujuria que me surge al sólo oír tu voz, y los deseos de poder tocarte y agarrarte y meterte dentro de mí?
    — Hummm. Eso suena grave.
    — Entonces, doctor, venga pronto y haga algo al respecto.
    — Regresaré mañana. Y el tratamiento comenzará de inmediato.
    — ¿A qué hora?
    — El avión aterriza a las diez... pues media hora después.
    — ¡Maldita sea, lo había olvidado! Mañana tengo que ir a Santa Bárbara por la mañana. Mi tía está enferma, en la Unidad de Cuidados Intensivos del Cottage Hospital. Es una de esas cosas familiares que no puedo dejar de hacer. Si vienes más pronto podíamos desayunar antes de que me vaya.
    — Tomo el primer vuelo, cariño.
    — Supongo que podría retrasarlo. Aparecer por allí más tarde.
    — Visita a tu tía. Ya cenaremos juntos.
    — Puede que sea una cena muy tardía.
    — Cuando vuelvas ven directamente a mi casa y nos lo montaremos allí.
    — De acuerdo. Trataré de estar allí hacia las ocho.
    — Estupendo. Que se mejore pronto tu tía. Te quiero.
    — Yo también te quiero, cuídate.


    26


    Algo me preocupaba, a la mañana siguiente. La sensación molesta persistió durante el viaje hasta el aeropuerto de Sea-Tac y mientras subía por la escalerilla al avión. No podía atisbar qué era lo que se ocultaba en el cajón de más abajo de mi mente, y ese algo permaneció allí durante el tiempo en que sirvieron la comida de plástico típica de los aviones, mientras aparecían las sonrisas forzadas de las azafatas, y sonaban los chistes malos que hacía el copiloto por los altavoces del avión. Cuanto más me esforzaba en sacar aquello hasta la superficie de lo consciente, más y más se hundía. Sentía la impaciencia y la frustración que nota un niño cuando por primera vez se enfrenta a uno de esos rompecabezas de alambre chinos. Así que decidí dejarlo correr por el momento, esperar y ver si se resolvía por sí mismo.

    Esto no sucedió hasta poco antes del aterrizaje. Lo que se me había atragantado en la mente era la conversación de la noche pasada con Robin. Ella me había preguntado acerca de los peligros de la hipnosis y yo le había dado una conferencia acerca de lo inocua que era a menos que esa experiencia removiese conflictos latentes. Mis palabras exactas habían sido: la hinopsis puede sacar a la superficie recuerdos primigenios. Y cuando se sacan a la superficie esos recuerdos tan antiguos, el resultado acostumbra a ser terror...

    Estaba rígido por la tensión, mientras las ruedas del tren de aterrizaje tocaban la pista. Una vez estuve libre, salí a paso ligero del aeropuerto, recogí el Seville del aparcamiento de larga estancia, pagando un considerable rescate para poder llevármelo, salí por la puerta y me dirigí al este por el Century Boulevard. La empresa de transportes públicos, la Caltrans, había decidido, en su infinita sabiduría, iniciar una construcción en medio de la carretera durante la hora del atasco matutino, cuando los coches trataban de entrar o salir de Los Ángeles y, atrapado en el tapón, fui recalentando mi Cadillac durante los dos kilómetros hasta la entrada a la autopista de San Diego. Tomé la autopista hacia el norte, conecté con la de Santa Mónica Oeste y salí justo antes de la autopista de la Pacific Coast. Un recorrido Ocean abajo y un par de giros, me llevaron hasta los Palisades y el lugar en donde Morton Handler y Elena Gutiérrez habían perdido sus vidas.

    La puerta del apartamento de Bonita Quinn estaba abierta. Oí que salían maldiciones del interior y entré. Un hombre estaba allí, dándole patadas al sofá de flores y murmurando entre dientes. Tendría la cuarentena, su cabello era rizado, era grueso, fofo y de colorido terreo, sus ojos parecían descorazonados y tenía una barbita de chivo, que parecía hecha con lanas metálicas, que le separaba la primera de la segunda papadas. Vestía unos pantalones deportivos azules y una camisa de nailon azul claro, que se adhería a cada prominencia y rodillo de grasa de su torso gelatinoso. Una mano sostenía un cigarrillo y dejaba caer cenizas sobre la alfombra. La otra buscaba tesoros tras una carnosa oreja. Le dio otra patada al sofá, alzó la vista, me vio y gesticuló con el cigarrillo por el aire de la pequeña habitación.

    — De acuerdo, ya puede ponerse a trabajar.
    — ¿Y qué es lo que tengo que hacer?
    — Cargar esta mierda para llevársela de aquí... ¿No es usted de las mudanzas...? —me volvió a mirar, esta vez con los ojos más atentos—. No, no tiene usted aspecto de ser de las mudanzas. Perdóneme.

    Echó hacia atrás los hombros.

    — ¿Qué puedo hacer por usted?
    — Estoy buscando a Bonita Quinn y a su hija.
    — Usted y yo también.
    — ¿Se ha marchado?
    — Hace tres jodidos días. Llevándose Dios sabe cuántos cheques de los alquileres. Tengo quejas de los inquilinos, diciéndome que no les han contestado a las llamadas, que no les han hecho las reparaciones que habían solicitado. Voy y la llamo a ella y no obtengo respuesta, así que vengo aquí yo mismo y me encuentro que hace tres días que se ha largado, dejando toda esta basura. Se ha escapado. Nunca me acabó de caer bien. Uno le hace a alguien un favor, y le dan por el culo. Siempre pasa.

    Inhaló su cigarrillo, tosió y chupó de nuevo. Había una coloración amarilla en derredor del iris de sus ojos y una piel gris y enfermiza hacía bolsas bajo los desconfiados orbes. Parecía un hombre que se está recuperando de una coronaria, o que justo va a tener un ataque de lo mismo.

    — ¿De dónde es usted, de una empresa de cobradores?
    — Soy uno de los doctores de su hija.
    — ¿Oh, sí? No quiero saber nada de doctores. Fue uno de ustedes el que me metió en todo este lío.
    — ¿Towle?

    Sus cejas se alzaron.

    — Aja. ¿Es usted de su consulta? Porque si lo es, tengo muchas cosas...
    — No. Pero lo conozco.
    — Entonces sabrá lo pesado que se pone. Se mete en cosas en las que no tendría que meterse. Claro que si mi mujer me oye decir esto, me mata. Está enamorada de ese tipo, dice que es increíble con los crios, así que quién soy yo para discutir de eso, ¿vale? Y, de todos modos, ¿qué clase de doctor es usted?
    — Psicólogo.
    — Así que la cría tenía problemas, ¿eh? No me sorprende. Parecía un tanto ida, ya me entiende — se llevó un dedo a la sien e hizo como quien destornilla un tornillo.
    — ¿Dice usted que el doctor Towle le metió en este lío con Bonita Quinn?
    — Así es. Me había topado con ese tipo una o dos veces. No lo conocía de más. Y un día me llama por las buenas y me pide si le podría dar un trabajo a una paciente suya. Se había enterado que había una vacante de encargado de este lugar y quizá yo pudiera ayudar a esa dama. Yo le pregunto si tiene experiencia, pues estamos hablando aquí de unidades múltiples y no de alguna casita pequeña. Él me contesta que no, pero que ella puede aprender, que tiene una cría y necesita el dinero. Yo le digo, escuche, doctor, este lugar está especialmente pensado para los solteros, así que el trabajo no es de lo más adecuado para alguien con una cría. El alojamiento del encargado es muy pequeño... —me miró resoplando —. ¿Usted metería a un crío en un agujero como éste?
    — No.
    — Yo tampoco. Uno no tiene que ser un doctor para ver que la cosa no se tiene en pie. Yo se lo digo a Towle, se lo explico; le digo: mire, doctor, este trabajo está pensado para alguien soltero. Normalmente consigo algún estudiante de la Universidad de California... Esos chicos no necesitan nucho sitio. Y le digo que tengo otros edificios. En Van Nuys, un par de Canoga Park, que son más de tipo familiar. Que me deje llamar a mi hombre en el Valle, para que me mire lo que hay, que veré si puedo contratar a esa persona.

    »No, me contesta Towle, tiene que ser en ese sitio. La chica ya está matriculada en una escuela de este barrio, así que trasladarla sería traumático para ella; él es un doctor, y sabe que esto es así. Y yo le contesto, pero doctor, uno no puede dejar que haya chicos haciendo ruido en un lugar como éste. La mayoría de los inquilinos son solteros, a algunos de ellos les gusta dormir hasta tarde. Y él me dice que me garantiza que esta cría es muy bien educada, que no es ruidosa. Y yo pienso que, si la cría no hace ruido, es que algo anda mal en ella... y ahora aparece usted y todo tiene más sentido.

    «Trato de sacármelo de encima, pero él me presiona. Y es un pesado de mucho cuidado. Mi esposa le tiene mucho aprecio, así que me mataría si el tipo se enfadase con nosotros; de modo que acabo diciéndole que de acuerdo. Y concierta una cita conmigo para que conozca a esa señora, y aparece con la Quinn y su hija. Me sorprendió mucho. Yo había estado pensando todo aquello durante la noche anterior y había llegado a la conclusión de que debía de estar beneficiándose a la dama, y que de ahí venía todo aquel numerito a lo Albert Schweitzer. Me esperaba algo con clase, y con curvas. Una de esas aspirantes a actrices, ¿sabe de lo que le hablo? Él es mayor, pero es un tipo con mucha clase, ¿no? Pero aquí llega con ellas, la madre y la hija, y parecen salidas del Dust Bowl, dos campesinas de una región deprimida. La madre está cagada de miedo, y fuma más que yo, lo que ya es toda una hazaña... La cría, como ya le he dicho, parece un tanto ida, se queda mirando al espacio. Desde luego, lo que sí es esa cría es silenciosa, no dice palabra, no hace ni un ruido. Yo tenía mis dudas de que ella pudiera llevar a cabo el trabajo. Pero, ¿qué podía hacer?, ya me había comprometido. La contraté. Y lo hizo bien. Era muy trabajadora, aunque le costaba mucho aprender. No obstante, no hubo ninguna queja por causa de la niña. El caso es que se quedó unos meses, y luego se larga dejándome con toda esta basura y, probablemente, se habrá llevado cinco de los grandes en cheques de alquiler. Tendré que ir al banco y hacer que los bloqueen y lograr que los inquilinos digan a sus bancos que no los paguen y me hagan otros nuevos. Y tengo que limpiar este lugar y contratar a alguien nuevo. Déjeme que le diga una cosa, ya no voy a volver a ser el tío bueno que hace favores. Ni para un doctor ni para nadie.»

    Cruzó los brazos ante su pecho.

    — ¿No tiene ni idea de a dónde ha ido? —le pregunté.
    — Si la tuviera, ¿iba a estar aquí de palique con usted?

    Entró en el dormitorio. Era tan poco atractivo como yo lo recordaba.

    — Mire esto. ¿Cómo puede la gente criar hijos en un sitio así? Yo tengo tres y cada uno tiene su habitación propia, con un televisor, estanterías para libros, juegos electrónicos, de todo. ¿Cómo puede desarrollarse la mente de un niño en un lugar como éste?
    — Si tiene noticias de ella, o llega a saber dónde se encuentra, ¿me haría el favor de llamarme? —saqué una vieja tarjeta profesional, taché el número de mi vieja consulta y escribí el de mi casa.

    Le dio una ojeada y se la metió en el bolsillo. Pasó un dedo por encima de la cómoda y lo sacó lleno de polvo. Se lo limpió apresuradamente.

    — ¡Ejjj! Odio la suciedad. Me gusta que las cosas estén limpias, ¿entiende? Mis apartamentos siempre están limpios... pago extra para tener el mejor servicio de limpieza. Es importante que los inquilinos noten que un lugar es sano.
    — ¿Me llamará?
    — Seguro, seguro. Pero usted hará lo mismo si sabe algo, ¿de acuerdo? Ya me gustaría encontrar a Bonita, recuperar mis cheques y decirle lo que pienso de ella — rebuscó en un bolsillo, sacó un billetero de piel de cocodrilo y del interior extrajo una tarjeta profesional, color gris perla, que decía Inmobiliaria M y M, locales comerciales y residenciales, Marduk I. Minassian, Presidente, seguido de una dirección en Century City.
    — Gracias, señor Minassian.
    — Marty.

    Continuó rebuscando e inspeccionando, abriendo cajones y agitando la cabeza, inclinándose para mirar bajo la cama que Bonita Quinn había compartido con su hija.

    Halló algo allá abajo y lo tiró a una papelera metálica en cuyo interior dio con un sonido seco.

    — ¡Vaya porquería!

    Miré al interior de la papelera, vi lo que había tirado y lo recogí.

    Era la cabeza reducida que Melody me había enseñado, el día que habíamos pasado juntos en la playa. La alcé en mi palma y los ojos de cuentas de cristal me devolvieron la mirada, brillantes y malévolos. Se le había soltado la mayor parte del cabello sintético, pero algunos mechones negros aún surgían de la coronilla de aquel rostro retorcido en una mueca.

    — Eso es una basura —me dijo Minassian—. Está sucio. Tírelo a la basura.

    Cerré la mano sobre el recuerdo de la niña, más seguro que nunca de que la hipótesis que había estado desarrollando en el avión era correcta. Y que tenía que moverme a toda prisa. Me metí la cabeza reducida en el bolsillo, le sonreí a Minassian y salí de allí.

    — ¡Hey! —gritó a mis espaldas. Y luego murmuró algo entre dientes, que sonaba a—: ¡Doctores chiflados!

    Regresé por el mismo camino, volví a la autopista y me dirigí hacia el este, conduciendo como un loco, y esperando que la Patrulla de Carretera no me descubriese. Tenía mi identificación como esperto del Departamento de Policía de Los Ángeles en el bolsillo, pero dudaba que aquello fuera a ayudarme. Se supone que ni siquiera los expertos de la policía han de ir culebreando entre el tráfico a más de ciento treinta por hora.

    Tuve suerte. Había poco tráfico, los guardianes del asfalto no se veían por parte alguna y llegué a la salida de Silver Lake, justo antes de la una. Cinco minutos más tarde estaba subiendo los escalones de la casa de los Gutiérrez. Las amapolas naranja y amarillas caían en sus tallos, sedientas. El porche estaba vacío. Crujió cuando yo lo pisé.

    Golpeé en la puerta. Cruz Gutiérrez me contestó, llevando en las manos agujas de punto y lana rosa brillante. No pareció sorprendida por verme.

    — ¿Sí, señor? —me dijo en español.
    — Necesito su ayuda, señora.
    — No hablo inglés.
    — Por favor. Sé que lo entiende lo bastante como para poder ayudarme.

    El cetrino y redondo rostro permanecía impasible.

    — Señora, la vida de una niña anda en juego —esto era mi optimismo hablando—. Una niña. De siete años de edad... siete años. Está en peligro. Podrían matarla. Muerta... como Elena.

    Dejé que esto la penetrase. Unas manos con manchas del hígado se engarfiaron alrededor de las agujas azules.

    Apartó la vista.

    — Es como ese otro niño... el chico Nemeth. El estudiante de Elena. No murió en un accidente, ¿verdad? Elena lo sabía. Y ella murió por saber eso.

    Puso una mano en la puerta y empezó a cerrarla. Yo la bloqueé con el borde de mi palma.

    — Lamento su pérdida, señora, pero si la muerte de Elena puede tener un sentido, es únicamente impidiendo que hayan más asesinatos. Impidiendo la muerte de otros. Por favor.

    Sus manos empezaron a estremecerse. Las agujas repiqueteaban como los palillos de comer en la mano de un chino espástico. Las dejó caer y también la bola de lana. Me incliné y lo recogí.

    — Tenga.

    Lo tomó y se lo apretó contra el regazo.

    — Entre, por favor — me dijo en un inglés que apenas si tenía acento.

    Yo estaba demasiado nervioso para querer sentarme, pero cuando me señaló el sofá de terciopelo verde me arrellané en él. Ella se sentó frente a mí, como esperando una sentencia.

    — En primer lugar —le dije —, tiene que comprender que lo último que yo deseo es ensuciar el recuerdo de Elena. Si no estuvieran en peligro otras vidas, yo no estaría aquí.
    — Lo entiendo—dijo ella.
    — El dinero... ¿está aquí?

    Ella asintió con la cabeza, se alzó, salió de la habitación y regresó minutos más tarde con una caja de puros.

    — Tome —me entregó la caja como si contuviese algo vivo y peligroso.

    Los billetes eran de denominaciones altas: veintes, cincuentas, de cien... cuidadosamente enrollados y recogidos con gruesas gomas elásticas. Conté por encima; al menos había cincuenta mil dólares en la caja, probablemente mucho más.

    — Tenga —le devolví.
    — No, no. No lo quiero, es dinero negro.
    — Limítese a guardarlo, hasta que vuelva a por él. ¿Sabe alguien que esto existe... alguno de sus hijos?
    — No — negó secamente con la cabeza —. Si Rafael lo supiera lo cogería para comprar droga. No. Sólo yo.
    — ¿Cuánto tiempo hace que lo tiene aquí?
    — Elena lo trajo el día antes de que la mataran —los ojos de la madre se llenaron de lágrimas —. Yo le dije, ¿qué es esto, de dónde has sacado esto? Y ella me contesta, no te lo puedo decir, mamá. Pero guárdamelo, volveré a por él. Y nunca volvió.

    Sacó un pañuelo, bordeado de encajes, del interior de su manga y se secó los ojos.

    — Por favor, tómelo. Vuélvalo a esconder.
    — Pero sólo por poco tiempo, señor. ¿De acuerdo? Es dinero negro, da mal de ojo. Mala suerte.
    — Si usted lo desea, vendré a por él.

    Tomó la caja, volvió a desaparecer y regresó al poco.

    — ¿Está segura de que Rafael no lo sabe?
    — Estoy segura. Si lo supiese ya habría desaparecido todo.

    Eso tenía sentido, no se conocía a los drogadictos por su habilidad para ahorrar dinero, y menos si se trataba de una fortuna.

    — Otra cuestión, señora. Raquel me dijo que Elena tenía unas cintas... cintas grabadas. De música y de ejercicios de relajación que le había entregado el doctor Handler. ¿Sabe algo de esto?
    — No sé nada. Y es la verdad.
    — ¿Alguien rebuscó en esas cajas, antes de que yo viniera aquí?
    — No. Sólo Rafael y Antonio, y buscaban libros, cosas que leer. La policía tenía las cajas antes. Y nadie más.
    — ¿Dónde están ahora sus hijos?

    Se puso en pie, repentinamente agitada.

    — No les haga daño, son buenos chicos. Ellos no saben nada.
    — No lo haré. Sólo quiero hablar con ellos.

    Miró hacia un lado, a la pared cubierta con retratos familiares. A sus tres hijos, jóvenes, inocentes y sonrientes: los chicos con el cabello corto, engominado y partido por una raya y con camisas blancas con los cuellos desabrochados; la chica con una blusa de volantes, entre ellos. A la foto de la graduación: Elena con el birrete y la túnica, con una expresión de ansia y confianza, dispuesta a comerse el mundo con su inteligencia, encanto y buen tipo. Y a la foto de tintas oscuras de su marido, muerto hacía tanto, tieso y solemne en su camisa almidonada y traje gris, un trabajador poco acostumbrado al ritual que rodeaba al que le grabaran a uno las facciones para la posteridad.

    Miró a las fotos y sus labios se movieron, casi imperceptiblemente. Como un general que estudia un campo de batalla aún humeante, contó las bajas silenciosamente.

    — Andy está trabajando —me dijo, y me dio la dirección de un garaje en Figueroa.
    — ¿Y Rafael?
    — Rafael no sé dónde está. Me dijo que iba a buscar trabajo.

    Ella y yo sabíamos dónde estaba. Pero yo ya había abierto bastantes heridas para un solo día, así que mantuve la boca cerrada, sólo abriéndola para darle las gracias.

    Lo encontré tras media hora de ir arriba y abajo de Sunset y entrar y salir por varias travesías. Caminaba hacia el sur por Alvarado, si es que se le puede llamar caminar a ese tambaleante, ensimismado lanzarse hacia delante, con la cabeza primero y los pies siguiéndola. Permanecía pegado a los edificios, apartándose hacia la calzada cuando la gente u objetos se interponían en su camino, pero regresando de inmediato a la sombra de los aleros. Hacían casi veintisiete grados, pero él llevaba puesta una camisa de franela de manga larga, que le colgaba sobre unos pantalones caquis, y abotonada hasta el cuello. En sus pies calzaba botas altas de baloncesto; los cordones de una de ellas se habían soltado. Estaba más delgado de lo que yo recordaba.

    Conduje lentamente, permaneciendo en el carril derecho, fuera de su campo de visión y manteniendo el paso con él. En una ocasión se cruzó con un grupo de hombres de edad mediana, gente de negocios. Le señalaron por la espalda, movieron las cabezas y fruncieron el ceño. Él no se daba cuenta de nada, estaba aislado del mundo exterior. Iba apuntando el camino con la cara, como un setter que ha captado un olor. Su nariz moqueaba continuamente y se la secaba con la manga. Sus ojos iban de un lado a otro, a medida que su cuerpo se movía. Se pasaba la lengua por los labios, se palmeaba las caderas delgadas en un constante tamborileo, ahuecaba los labios como si cantara, movía la cabeza de arriba abajo. Estaba haciendo un concentrado esfuerzo por parecer despreocupado, pero no engañaba a nadie. Como el borracho que pone todo su esfuerzo en parecer sobrio, sus gestos eran exagerados, poco naturales y faltos de espontaneidad. Producían el efecto opuesto: parecía ser un chacal hambriento al acecho, desesperado, roído por dentro y doliéndole todo. Su piel brillaba por el sudor y era pálida y fantasmal. La gente se apartaba de su camino cuando él bailoteaba hacia ellos.

    Aceleré y conduje dos manzanas, antes de acercarme al bordillo y aparcar cerca de un callejón, tras un edificio de tres pisos que albergaba una tienda hispana de ultramarinos en el piso bajo y apartamentos en los otros dos.

    Una mirada rápida hacia atrás me confirmó que aún seguía viniendo.

    Salí del coche y me metí en el callejón, que hedía a comida pútrida y orina. El pavimento estaba repleto de botellas de vino, rotas y vacías. A unos treinta metros había una plataforma de carga, vacía, con sus puertas de hierro cerradas y atrancadas. Una docena de vehículos estaban ilegalmente aparcados a ambos lados; la salida del callejón quedaba bloqueada por un camión de media tonelada, que había sido dejado perpendicular a las paredes. En algún punto de la lejanía una banda de mariachis interpretaba «Cielito lindo». Un gato maulló. Sonaron bocinas en la calle grande. Lloró un niño.

    Saqué la cabeza por la esquina y la volví a meter. Estaba a media manzana de distancia. Me preparé para recibirlo. Cuando comenzó a cruzar en frente del callejón, le dije con un susurro muy teatral:

    — Hey, tío. Tengo lo que necesitas.

    Eso le hizo pararse. Me miró con gran amor, creyendo que había logrado la salvación. Esto le dejó sin equilibrio cuando lo agarré por el enjuto brazo y tiré de él hacia el callejón. Le arrastré varios metros, hasta que hallamos refugio tras un viejo Chevy con la pintura cayéndosele a placas y dos ruedas deshinchadas. Sus manos se alzaron defensivamente. Yo las empujé hacia abajo y las atrapé ambas con una de las mías. Se retorció, pero no tenía fuerzas. Era como pelearse con un bebé.

    — ¿Quéslo quequieres, tío?
    — Respuestas, Rafael. ¿Me recuerdas? Te visité hace unos días. Con Raquel.
    — Hey, esoseguro —dijo, pero sólo había confusión en los acuosos ojos color avellana. Los mocos le caían de una de las ventanillas de la nariz hasta su boca. Los dejó estar allí un rato antes de sacar la punta de la lengua y tratar de apartarlos —. Sime acuerdo, tío. Con Raquel, claro tío.

    Miró arriba y abajo por el callejón.

    — Entonces, también recordarás que estoy investigando la muerte de tu hermana.
    — Ohsí, claro, Elena. Malacosa, tío.

    Lo dijo sin sentimiento. Su hermana había sido rajada a rebanaditas y en lo único en que él podía pensar era en que necesitaba un paquete de polvo blanco que pudiera ser convertido en su tipo especial de leche. Había leído docenas de tomos sobre la adicción, pero fue allí, en el callejón, que me quedó bien claro el verdadero poder de la jeringuilla.

    — Ella tenía unas cintas, Rafael. ¿Dónde están?
    — Hey, tío, nosenada de cintas, ni mierda —luchó por soltarse, pero yo le aplasté de nuevo contra la pared—. Oh, tío meduele. Déjame ir a darme un pico y luegoblamos de cintas. ¿Vale, tío?
    — No. Lo quiero saber ahora. Rafael. ¿Dónde están las cintas?
    — ¡No lo sé, tío! ¡Telodicho! —estaba gimoteando como un crío de tres años, con la cara llena de mocos y poniéndose más frenético a cada segundo que pasaba.
    — Pues yo creo que sí, y quiero saberlo.

    Daba saltitos para soltarse de mi mano, sonando como un saco de huesos.

    — ¡Jameir, mamón! —jadeó.
    —A tu hermana la asesinaron, Rafael. La dejaron como una hamburguesa. Vi fotos del aspecto que tenía. Quien quiera que lo hiciese se tomó su tiempo. Para hacerle daño. Y tú estás dispuesto a tratar con ellos.
    — Nosé dequéstas hablando, tío.

    Más forcejeo, otro empellón contra la pared. Esta vez se dejó caer, cerró los ojos por un momento y pensé que lo había dejado sin sentido. Pero los abrió de nuevo, se lamió los labios y lanzó una tos seca y estremecida.

    — Te habías bajado del caballo, Rafael. Y de pronto empezaste a chutarte de nuevo. Justo después de la muerte de Elena. ¿De dónde has sacado la pasta? ¿Por cuánto la vendiste?
    — Nosé nada —se estremecía como con epilepsia —. ¡Jameir, no sé nada!
    — A tu propia hermana — insistí —. Y la vendiste a sus asesinos por el precio de una pápela.
    — Porfa, tío. Jameir.
    — No hasta que hables. No tengo tiempo para perderlo contigo. Quiero saber dónde están esas cintas. Si no me lo dices en seguida, te llevaré a casa conmigo, te ataré y te dejaré en un rincón hasta que te venga el mono. ¡Imagínate eso, Rafael... piensa lo que ya te duele ahora, Rafael... piensa lo mucho peor que será luego!

    Se derrumbó.

    — Selasdí aun tío —tartamudeó.
    — ¿Por cuánto?
    — Pasta no, tío. Me dio nieve. Bastante para una semana de picos. Buena nieve. Ahora jameir, tengo una cita.
    — ¿Quién era el tío?
    — Un tío cualquiera. Un anglo comotú.
    — ¿Qué aspecto tenía?
    — Nosé tío. No puepensar.
    — En un rincón, Rafael. Atado.
    — Veinticinco, oséis. Bajo. Fuerte. Sólido. Pinta cabezacuadrada. Cabello claro, sóbrela frente. ¿Vale?

    Había descrito a Tim Kruger.

    — ¿Por qué te dijo que quería las cintas?
    — Nolo dijo, tío, y yo nole pregunté. Tenía nieve buena, ¿tiendes?
    — ¿Y no te preguntaste el porqué? Tu hermana estaba muerta y tú no te preguntas por qué aparece un desconocido y te da heroína por sus cintas.
    — Hey, tío, nome lo pregunté, nome lo pregunto. No pienso. Tengo quirme volando. Me duele, tío, suelta.
    — ¿Sabe esto tu hermano?
    — ¡No! ¡Memataría, tío! ¡Tú maces daño, pero él memataríal ¿Tiendes? ¡Nose lo digas!
    — ¿Qué había en las cintas, Rafael?
    — Nosé. ¡Noscucho, tío!

    Por principio me negaba a creerle.

    — En el rincón. Atado. Con el mono.
    — Sólounos crios hablando, tío, lojuro. Noscuché todo, pero cuando mofreció la nieve por ellas lascuché antes de dárselas al tío. Un crío hablando con mirmana. Ella lescucha y diciéndole dimemás y él habla.
    — ¿Acerca de qué?
    — Nosé, tío. Empezó ser plasta, con Elena llorando y elcrío. Lapagué. No quise saberlo.
    — ¿Qué más?
    — Namás.

    Le sacudí lo bastante como para que le castañeasen los dientes.

    — Si quieres minvente algo, lo hago, tío. Peroes todo lo que sé.

    Lloriqueó, sorbiéndose los mocos y jadeando por respirar.

    Lo mantuve tan lejos como permitía mi brazo, luego lo solté. Me miró con incredulidad, reptó contra la pared, halló un espacio entre el Chevrolet y una oxidada camioneta Dodge. Sin dejar de mirarme, se secó la nariz, pasó entre los dos vehículos y corrió hacia la libertad.

    Fui hasta una gasolinera en la esquina de Vigil con Sunset, llené el depósito y usé el teléfono de pago para llamar a la Casa de los Niños. La recepcionista con la voz chillona me contestó. Usando un acento del sur, le pregunté por Kruger.

    — El señor Kruger no está aquí hoy, señor. Volverá mañana.
    — ¡Anda, claro, es verdad! Me dijo que él no estaría el día que yo llegaba.
    — ¿Quiere dejarle un mensaje, señor?
    — Cielos, no. Soy un viejo compañero suyo de la escuela. Tim y yo nos conocemos desde siempre. Acabo de llegar en pleno viaje de negocios... vendo máquinas herramientas de la Becker Machine Works, de San Antonio, Texas... y se suponía que tenía que encontrarme con el bueno de Tim. Me dio su número de casa, pero debo de haberlo perdido. ¿Lo tiene usted?
    — Lo lamento, señor. Se supone que no debemos dar información personal.
    — Lo tengo claro, pero como ya le he dicho, Tim y yo somos como uña y carne. ¿Por qué no le llama a casa, le dice que el viejo Jeff Saxon está al aparato, justo dispuesto a pasar a verle, pero que he perdido la dirección.

    Al fondo sonó el timbre de otro teléfono.

    — Un momento, señor. Cuando volvió, le pregunté:
    — ¿Le ha llamado ya, señora?
    — No... no... estoy bastante ocupada ahora, señor...
    — Saxon, Jeff Saxon. Llame al bueno de Tim y dígale que el viejo Jeff Saxon está en la ciudad para verle. Le garantizo que...
    — ¿Y por qué no me limito a darle a usted su número de teléfono? —recitó siete dígitos, los dos primeros indicándome una localización en las playas.
    — Muchas, muchas gracias. Creo que Tim me dijo que vivía en la playa... ¿es eso lejos del aeropuerto?
    — El señor Kruger vive en Santa Mónica. Eso representa unos veinte minutos en coche.
    — Hey, eso no está mal... quizá me deje caer por allí, como una sorpresa. ¿Qué le parece?
    — Señor, tengo que...
    — ¿Por casualidad no tendrá la dirección? Le aseguro que hoy he tenido un día infernal, con esa maldita compañía aérea perdiendo mi maleta con el muestrario y yo con dos visitas concertadas para mañana. Creo que metí la agenda en el maletín, pero no estoy seguro, y...
    — Aquí tiene la dirección, señor.
    — Muchas gracias, señora. Me ha sido usted de una gran ayuda Y tiene usted una voz muy agradable.
    — Gracias, señor.
    — ¿Está libre esta noche?
    — Lo lamento, señor. No.
    — Uno tiene que intentarlo, ¿no?
    — Sí, señor. Gracias, señor.

    Llevaba conduciendo hacia el norte desde hacía unos buenos cinco minutos antes de escuchar el zumbido. Entonces me di cuenta de que aquel sonido me había estado acompañando desde que había salido de la gasolinera. El retrovisor me reveló una motocicleta a varios largos por detrás, rebotando en la distancia como una mosca en un cristal caliente. El conductor giró el acelerador del manillar, y la mosca creció como uno de los monstruos de una película japonesa de terror.

    Estaba a dos largos por detrás, y ganándome terreno. Mientras se aproximaba me fijé en él: tejanos, botas, chaqueta de cuero negro, casco negro con un visor teñido para el sol, que le cubría toda la cara y enmascaraba completamente sus facciones.

    Marchó a mi cola durante varias manzanas. Cambié de carriles, pero en lugar de pasarme se quedó atrás, dejando que un Ford lleno de monjas se pusiera entre nosotros. Un kilómetro después de Lexington, las monjas giraron. Yo doblé violentamente hacia la acera y me detuve frente a un restaurante de la cadena Pup 'n Taco. La motocicleta pasó a toda prisa. Esperé a que hubiera desaparecido, me dije que me estaba volviendo paranoico y salí del Seville. Miré a ver si le veía, no le vi, me compré una Coca-Cola, me puse tras el volante y volví a entrar en el tráfico de la calle.

    Había girado al este en Temple, dirigiéndome hacia la autopista de Hollywood, cuando le volví a escuchar. El comprobar su presencia en el retrovisor me hizo perder la salida, y seguí en Temple, hundiéndome bajo el puente creado por la desviación. La motocicleta siguió conmigo. Le di gas al Seville y me tragué una luz roja. Él mantuvo su posición, zumbando y petardeando. El siguiente cruce estaba lleno de peatones y tuve que detenerme.

    Estuve vigilándole por el retrovisor. Él rodó hacia mí, a un metro de distancia, luego a medio, acercándose por el lado del conductor. Una mano se metió dentro de la chaqueta de cuero. Una joven madre llevaba a un bebé en un cochecito, pasando directamente frente a mi parachoques. El crío berreaba, la madre mascaba chicle, con las piernas pesadas, moviéndose, ¡oh, qué lentamente! Algo metálico apareció en la mano en el espejo. La motocicleta estaba justo detrás de mí casi junto a la ventanilla del conductor. Entonces vi la pistola, una de esas feas de cañón muy corto, fácil de ocultar en una palma de mano grande. Hice rugir el motor. La joven madre no pareció impresionada, mascando impasible su chicle. Parecía moverse a cámara lenta, subiendo y bajando indolentemente sus mandíbulas, con el crío ahora gritando como para reventarse los pulmones. La luz del semáforo seguía en rojo, pero su pariente situada en ángulo con ella se había puesto ámbar. Era la luz que más duraba en la historia de la ingeniería de tráfico... ¿Cuánto podía durar una luz ámbar en un semáforo?

    La boca del revólver se apretó contra el espejo, directamente en línea con mi sien izquierda. Un agujero negro de kilómetros de largo, envuelto en un halo concéntrico de plata. La madre aún arrastraba cansinamente su pesado cuerpo en línea con mi neumático delantero derecho, sin darse cuenta de que al hombre del Cadillac verde le iban a volar los sesos en cualquier momento. El dedo del gatillo blanqueó. La madre pasó más allá, dejándome libre por un par de centímetros. Retorcí el volante hacia la izquierda, apreté a fondo el acelerador y salté diagonalmente a través del cruce, metiéndome en el camino del tráfico que llegaba. Forcé el motor, dejé una larga mancha de goma, escuché un verdadero coro deifico de maldiciones, gritos, bocinazos y chirrido de frenos, y me metí a toda prisa por la primera travesía, evitando por los pelos una colisión frontal con un camión de la Compañía del Agua y la Electricidad que venía en dirección opuesta.

    La calle era estrecha y serpenteante, y además estaba llena de agujeros. El Seville no era ningún coche deportivo y yo tenía que luchar contra su holgada dirección, para mantener el control y la velocidad en los giros. Subí, rebotando duramente, y me hundí cuesta abajo por la colina. La entrada a una calle grande que había al final estaba vacía. Pasé a toda prisa. Tres manzanas de camino liso a ciento diez por hora y el zumbido había regresado, haciéndose más fuerte. La motocicleta, mucho más fácil de maniobrar, estaba alcanzándome con rapidez.

    El camino terminaba en una pared de ladrillos cuarteados. ¿A la derecha o a la izquierda? Decisiones, decisiones, con la adrenalina entrando en cada corpúsculo, con el zumbido convertido ya en un rugido, con mis manos sudorosas, resbalando en el volante. Miré por el retrovisor, vi cómo una de las manos soltaba el manillar y apuntaba el arma a mis neumáticos. Elegí la izquierda y pisé hasta el suelo el acelerador del Seville, empleando para ello todo el peso de mi cuerpo. La calle subió, escalando por entre travesías vacías, subiendo más, entrando en espiral en la neblina, una calle parecida a una montaña rusa y trazada por un urbanista enloquecido. El motociclista seguía manteniéndose a mi cola, apartando la mano de la pistola del manillar siempre que podía, tratando de lograr apuntar bien...

    Yo culebreaba constantemente, bailando en su punto de mira, pero lo estrecho de la calle me daba poco espacio para maniobrar. Sabía que tenía que evitar el caer, inconscientemente, en un ritmo regular, a un lado y a otro, a un lado y a otro, como un metrónomo movido a gasolina, pues el hacer tal cosa sería ofrecerle un blanco fácil. Conducía de un modo errático, enloquecido, dando tirones al volante, frenando, acelerando, rascando la acera, perdiendo un tapacubos que salió disparado como un disco volante plateado. Era un ataque directo contra mi eje, y no sabía cuánto podría durar aquello.

    Continuamos subiendo. Tras una esquina apareció abajo una vista de Sunset. Estábamos de vuelta en Echo Park, en el lado sur de la avenida. La ruta llegó a su cima. Un disparo pasó tan cerca que los cristales del Seville vibraron. Di un giro y una segunda bala pasó muy lejos.

    El terreno fue cambiando, a medida que aumentaba la altitud, vaciándose de bloques residenciales de casas familiares y dando paso a extensiones progresivamente más vacías de terrenos polvorientos, con aquí y allá una decrépita chabola. Ya no había postes telefónicos, ni coches, ni signos de vivienda humana... perfecto para un asesinato al atardecer.

    Comenzamos a correr colina abajo y vi con horror que me estaba dirigiendo a toda velocidad a un callejón sin salida, que estaba a escasos metros de chocar de cabeza contra un montón de tierra en la entrada de un terreno vacío, por construir. No había escapatoria: el camino acababa en el terreno y estaba además bloqueado por montones de ladrillos, pilas de maderos, vigas y más montones de tierra escavada. Un maldito cañón para una encerrona. Si el impacto del chocar de morro contra la tierra no me mataba, me quedaría clavado, con los neumáticos girando locos, tan inmóvil como el perejil en la gelatina, un blanco perfecto, pasivo...

    El hombre de la motocicleta debió tener pensamientos similares en el mismo instante, porque se dedicó a llevar acabo una serie de acciones llenas de confianza. Sacó la mano de la pistola del manillar, frenó su marcha, y se dirigió a la izquierda, dispuesto para encontrarse a mi lado, cuando mi escapatoria llegase a su fin.

    Hice lo único que me quedaba: apreté el freno a fondo. El Seville tuvo una convulsión, resbaló violentamente, se estremeció y se encabritó sobre sus cojinetes, amenazando con desplomarse. Necesitaba seguir resbalando para continuar, de modo que giré el volante en la otra dirección. El coche giró sobre sí mismo como la paleta de un rotor.

    Entonces un repentino impacto me tiró contra el asiento.

    La parte delantera de mi coche había perdido el control y chocado contra la motocicleta, cuando ésta salía de un giro con toda la fuerza centrífuga detrás. El vehículo más ligero rebotó en el coche, se alzó y voló por los aires, trazando un amplio arco por encima del montón de tierra. Vi cómo hombre y máquina iban cada cual por su lado, la motocicleta subiendo, como en un truco cinematográfico y luego cayendo, el conductor lanzado más arriba, como un espantapájaros al que sueltan de su estaca y luego cayendo también, para ir a parar a algún lugar invisible.

    El Seville dejó de girar y se le caló el motor. Me alcé. Mi brazo herido había golpeado contra la puerta del lado del pasajero y me vibraba de dolor. No había ni signo de vida en todo el tereno en construcción. Salí silenciosamente, me acurruqué tras el coche y aguardé allí mientras mi cabeza se aclaraba y mi respiración se calmaba. Aún nada. Descubrí un madero manejable a unos pasos, lo tomé, lo alcé como una estaca y rodeé el montón de tierra, en cuclillas y muy cerca del suelo. Entrando en el terreno vi que habían hecho parte de la obra de los cimientos: un ángulo recto de cemento del que salían barras de acero como si fueran tallos sin flores. Los restos de la motocicleta eran visibles de inmediato, un montón de chatarra: metales retorcidos y parabrisas roto.

    Me llevó varios minutos de rebuscar entre los cascotes el hallar el cadáver. Había caído en una zanja, en la unión de los dos brazos de cemento, un punto en el que la tierra estaba señalada con las huellas de las orugas de la maquinaria, junto a un colgador de ducha en fibra de vidrio roto y medio oculto por unas placas aislantes mohosas.

    El casco opaco seguía en su sitio, pero no había ofrecido protección alguna contra la barra de acero que salía por un gran y desgarrado agujero en el cuello del motociclista. La barra se extendía justo por debajo de la manzana de adán del hombre y había hecho un buen boquete al salir por el otro lado. La sangre supuraba de la herida, convirtiendo en barro el polvo del suelo. La tráquea resultaba visible, aún rosada, pero desinflada, soltando fluido. Una mancha sanguinolenta coronaba la punta de la barra.

    Me arrodillé y desabroché el cierre del casco, y traté de sacarlo. El cuello se había doblado de una forma antinatural al ser atravesado y resultó ser una tarea difícil. Mientras luchaba por lograrlo, notaba como el acero rascaba contra las vértebras, cartílagos y ternilla. Mi estómago se estremeció por la náusea. Tuve una arcada y me di la vuelta para vomitar sobre el montón de tierra.

    Gon un sabor amargo en la boca y los ojos llenos de lágrimas, respirando fuerte y con dificultad, regresé a la desagradable tarea. Al fin se soltó el casco y la cabeza desnuda cayó hacia tierra. Miré el rostro sin vida, barbudo, de Jim Halstead, el entrenador de La Casa de los Niños. Sus labios estaban echados hacia atrás en el momento de la muerte, congelados en una mueca permanente. La fuerza del golpe de la caída tras su vuelo por los aires había cerrado de golpe sus mandíbulas sobre la lengua, y el trozo seccionado de la punta descansaba sobre la peluda barbilla como si fuera un parásito carnoso. Sus ojos estaban abiertos y mostraban el blanco, que estaba inundado de sangre. Lloraba lágrimas carmesí.

    Aparté la mirada de él y vi cómo el sol daba en algo brillante a algunos pasos a la derecha. Fui hasta allí, encontré la pistola y la examiné: calibre 38, cromada. La tomé y me la metí entre el pantalón y la carne, sujetada por el cinturón.

    El suelo bajo mis pies irradiaba calor y el hedor de algo que se quemaba. Alquitrán congelado. Desperdicios tóxicos. Basura no biodegradable. Vegetación de polivinilo. Un arrendajo había descendido sobre el resto de Halstead. Le picoteaba los ojos.

    Hallé una tela de lona manchada de cemento seco. El pájaro se escapó al acercarme. Cubrí el cadáver con la tela, manteniéndola en su sitio con piedras grandes y lo abandoné así.


    27


    La dirección que la recepcionista me había dado como la de Tim Kruger correspondía a un edificio alto de color blanco hueso, con el número muy grande en dígitos de metal, en Ocean, a kilómetro y medio o así de donde habían tenido lugar los asesinatos de Handler y Gutiérrez.

    El vestíbulo de entrada era una cripta de suelos de mármol y espejos, amueblada solamente con un único sofá de algodón blanco y dos plantas del caucho en macetas de mimbre. La parte superior de una pared estaba dedicada a contener hileras de buzones de latón, dispuestos alfabéticamente. No me costó mucho localizar el apartamento de Kruger en el piso doce. Hice un silencioso viaje en el ascensor, tapizado con tela gris, y salí a un pasillo alfombrado con una gruesa moqueta azul regio y empapelado lujosamente.

    El hogar de Kruger se hallaba situado en el rincón noroeste del edificio. Golpeé en la puerta azul real.

    Él mismo abrió, vestido con pantalones cortos de footing y una camiseta de La Casa de los Niños, brillante por el sudor y oliendo como si hubiera estado haciendo ejercicio. Me vio, ahogó su sorpresa y me dijo: «Hola, doctor», con voz teatrera. Entonces se fijó en la pistola que había en mi mano y su impasible rostro tomó un feo aspecto.

    — ¿Qué inf...?
    — Métase dentro —le ordené.

    Retrocedió hacia el interior del apartamento y yo le seguí. Era un lugar pequeño, con techos bajos, pintados con yeso no alisado y estrellados con lentejuelas. Las paredes y la moquetada eran color marrón claro. Había pocos muebles y aun éstos parecían alquilados. Una pared de cristal que ofrecía una vista panorámica de la Bahía de Santa Mónica era lo único que evitaba que pareciese una celda. No había nada colgado en las paredes, a excepción de un único cartel, enmarcado, de Hungría. Una pequeña cocina americana se encontraba a un lado, una chimenea en otro.

    Diversos equipos de atletismo ocupaban buena parte de la sala de estar: botas y esquís para la nieve, un par de remos de madera encerada, varias raquetas de tenis, zapatillas de carreras, una mochila de montañero, una pelota de fútbol americano, otra de baloncesto, un arco y una caja de flechas. El manto de la chimenea, hecho con ladrillos, contenía una docena de trofeos deportivos.

    — Es usted un chico muy activo, Tim.
    — ¿Qué infiernos quiere usted? — los ojos amarillo-marrones se movían dentro de sus órbitas, como bolas de un juego del millón.
    — ¿Dónde está la niña... Melody Quinn?
    — No sé de qué me está hablando. Aparte eso.
    — Sabe muy bien dónde está. Usted y sus compañeros asesinos la secuestraron hace tres días, porque ella es testigo de sus trabajos sucios. ¿También la han matado?
    — Yo no soy ningún asesino. Y no conozco a ninguna niña llamada Quinn. Está usted loco.
    — ¿No es usted un asesino? Quizá Jeffry Saxon no estaría de acuerdo con eso.

    Su boca se abrió mucho, luego se cerró de golpe.

    — Dejó usted una pista clara, Tim. Fue muy arrogante por su parte el pensar que nadie iba a seguirla.
    — ¿Pero quién diablos es usted?
    — Soy quien le dije que era. Hay una pregunta mejor: ¿quién es usted? ¿Un niño rico que no parece poder mantenerse alejado de los problemas? ¿Un tipo al que le gusta partir ramitas ante los jorobados, para hacer que les salten las lágrimas? ¿O simplemente un actor aficionado cuyo mejor papel es una representación de Jack el Destripador?
    — ¡No trate de colgarme eso a mí! —apretó las manos en puños.
    — Las manos arriba —agité la pistola.

    Me obedeció lentamente, estirando sus gruesos y morenos brazos y alzándolos por encima de su cabeza. Eso atrajo mi atención hacia arriba, apartándola de sus pies. Y dándole la posibilidad de hacer su intentona.

    La patada me llegó como un bumerang, dándome en la parte inferior de la muñeca y adormeciéndome los dedos. El revólver voló de mi mano y aterrizó en la moqueta con un golpe sordo. Ambos saltamos a por él y acabamos en un lío en el suelo, dando puñetazos, patadas, arañazos. Yo no sentía el dolor y hervía de ira. Deseaba acabar con él.

    Pero él era un hombre de acero. Era como pelear con un motor fuera de borda. Traté de hallar un asidero en su abdomen, pero no hallé ni un centímetro de carne suelta. Le di un codazo en las costillas. Eso le echó hacia atrás, pero rebotó como sobre muelles y me lanzó un puñetazo en la mandíbula, que me dejó desequilibrado durante el suficiente tiempo como para que él pudiera echarme una llave al cuello, tras lo que me mantuvo hábilmente sujeto, de modo que mis brazos resultaban inútiles.

    Gruñó y aumentó la presión. Parecía que me iba a estallar la cabeza. Se me desenfocó la visión. Le golpeé sin resultados. Con una extraña delicadeza bailaba apartándose de mi alcance, sin por eso dejar de apretarme. Luego empezó a empujar mi cabeza hacia atrás. Un poco más y sabía que mi cuello se iba a partir. Experimenté un súbito compañerismo con Jeffry Saxon, encontré una reserva de energía y dejé caer mi tacón con toda la fuerza posible sobre el empeine de su pie. Gritó y, en un acto reflejo, me soltó; luego trató de retomar la llave, pero ya era demasiado tarde. Le largué una patada que le echó la cabeza hacia un lado y seguí con una serie de puñetazos, cortos y rápidos, a su estómago bajo. Cuando se dobló, le di un golpe con el canto de la mano en el lugar en que la cabeza, se une al cuello. Se hundió de rodillas, pero no corrí riesgos... era fuerte y hábil. Otra patada en la cara. Ahora ya estaba en el suelo. Coloqué un pie bajo el arco de su nariz. Un rápido movimiento hacia adelante y quedaría lobotomizado por astillas de hueso. Resultó ser una precaución innecesaria. Había perdido el sentido.

    Hallé un rollo de gruesa cuerda de nailon en la mochila de montañero y lo empaqueté mientras yacía sobre su abdomen, con los pies doblados hacia arriba por detrás, atados y asegurados con otro trozo de cuerda que alzaba sus brazos de un modo similar. Comprobé los nudos, los apreté aún más y lo arrastré lejos de todo lo que pudiera ser empleado como arma. Recogí la 38, la así con una mano, fui hacia su cocina y empapé una toalla en agua fría.

    Cuando varios minutos de abofetearlo con la toalla no lograron sacarle más que un gruñido semiconsciente hice otro viaje a la cocina, tomé una cacerola de un escurreplatos, la metí en la pica, la llené de agua y la vacié sobre su cabeza. Esto le devolvió el sentido.

    — Oh, Jesús —gimió. Intentó esos movimientos por liberarse que tratan de llevar a cabo todos los prisioneros, chirrió los dientes, al fin se dio cuenta de la situación en que se encontraba, y se desplomó, jadeante.

    Hurgué en la parte trasera de una de sus piernas con el cañón de la 38.

    — ¿Te gustan los deportes, Tim? Eso es bueno para ti, porque en prisión te dejarán ejercitarte. Y, sin el ejercicio, el tiempo te iba a pasar muy lento. Pero voy a hacerte unas preguntas y si no me das respuestas satisfactorias, voy a dejarte inválido, trocito a trocito. Primero te dispararé aquí —apreté el frío acero contra la cálida carne—. Después de esto, quizá tu pierna te sirva para llegar hasta el retrete, pero poco más. Luego haré lo mismo con la otra pierna. Desde ahí pasaremos a los dedos, las muñecas, los codos. Cumplirás tu condena hecho un vegetal, Tim.

    Me escuché a mí mismo hablar, y oía a un desconocido. Y aún hoy en día no sé si hubiera llevado a cabo mis amenazas. Nunca tuve que averiguarlo.

    — ¿Qué es lo que quiere? —sus palabras salían a borbotones, constreñidas por el miedo, e impedidas por la poco confortable posición.
    — ¿Dónde está Melody Quinn?
    — En La Casa.
    — ¿Dónde de La Casa?
    — En los almacenes. Cerca del bosque.
    — ¿Aquellos edificios color ceniza... aquellos que se cuidó en evitar cuando me acompañó a la visita?
    — Aja. Sí.
    — ¿Cuál de ellos? Había cuatro.
    — El último... el más alejado.

    Una mancha se fue agrandando en la moqueta, a mis pies. Se había orinado encima.

    — Jesús —dijo.
    — Siga así, Tim. Lo está haciendo muy bien. Asintió, aparentemente ansioso de oír alabanzas.
    — ¿Sigue aún con vida?
    — Sí. Al menos que yo sepa. El primo Will... el doctor Towle, quería mantenerla con vida. Gus y el juez estuvieron de acuerdo. Pero no sé por cuánto tiempo.
    — ¿Qué hay de la madre?

    Cerró los ojos y no dijo nada.

    — Hable, Tim, o despídase de su pierna.
    — Está muerta. La mató el tipo al que mandaron a por ella y la niña. La enterraron en el prado.

    Recordé la extensión de campos al norte de La Casa. Este verano plantaremos aquí una huerta, me había dicho...

    — ¿Quién es ese tipo?
    — Un tío loco. Deforme... como paralizado de un costado. Gus le llamaba Earl.

    No era el nombre que yo me había esperado, pero la descripción concordaba perfectamente.

    — ¿Y por qué lo hizo?
    — Para dejar los menos cabos sueltos posibles.
    — ¿Por orden de McCaffrey?

    Se quedó en silencio. Hice algo de presión con la pistola. Su cadera tembló.

    — Sí, él lo ordenó. Earl no actuaba por su cuenta.
    — ¿Y dónde está ahora ese tal Earl?

    Más dudas, sin pensarlo le di con el cañón de la 38 en el hueso de la rodilla. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa y el dolor, luego cayeron lágrimas de ellos.

    — ¡Oh, Dios!
    — No se ponga religioso, limítese a hablar.
    — Se acabó... está muerto. Gus y Halstead se lo cargaron. Después de que enterrasen a la mujer. Estaba llenando la tumba y Halstead le golpeó con la pala, lo empujó dentro con ella y los cubrió a ambos con tierra. Luego él y Gus se reían al recordarlo. Halstead decía que, cuando le dio en la cabeza a Earl, sonó a hueca; hablaban así del tipo ese, a sus espaldas... le llamaban tarado, medio hombre...
    — Un mal bicho, ese Halstead.
    — Aja. Lo es —el rostro de Kruger se iluminó, dispuesto a complacerme—. También anda tras usted. Usted andaba husmeando por allí y Gus no sabía qué era lo que le habría contado la chica. Se lo aconsejo, amigo, ándese con tiento.
    — Gracias, amigo, pero Halstead ya no es una amenaza. Para nadie.

    Alzó la vista hacia mí. Contesté la pregunta no hecha con un rápido movimiento afirmativo.

    — Jesús —dijo, derrumbándose.

    No le di tiempo a reflexionar.

    — ¿Por qué mató usted a Handler y a la Gutiérrez?
    — Ya le he dicho que yo no lo hice. Fueron Halstead y Earl. Gus les dijo que lo hicieran de modo que pareciese un crimen sexual. Luego, Halstead me dijo que Earl era más que adecuado para el trabajo: los estuvo haciendo picadillo; se le notaba que lo estaba disfrutando. Sobre todo hizo un trabajo a conciencia con la maestra. Halstead la agarraba y él usó el cuchillo.

    Dos hombres, quizá tres, había dicho Melody.

    — Usted también estaba allí, Tim.
    — No. Bueno, yo... yo los llevé allí en coche. Con los faros apagados. Era una noche oscura, sin luna ni estrellas. Me quedé dando vueltas al aparcamiento, luego pensé que quizá me vieran, así que fui hasta las Palisades y regresé. Aún no habían acabado... recuerdo que me pregunté qué estarían haciendo para tardar tanto. Me marché de nuevo, di unas cuantas vueltas, regresé y justo entonces estaban saliendo. Iban vestidos de negro, como demonios. Y podía ver la sangre, incluso sobre el negro. Olían a sangre. Estaba por todas partes, cubriéndoles, oscura como su ropa, pero con una textura diferente... ya sabe, brillante. Húmeda.

    Hombres negros. Dos, quizá tres. Se detuvo.

    — Eso no es el final de la historia, Tim.
    — Lo es. Se desnudaron en el coche, guardaron el cuchillo en una bolsa de lona. Lo quemamos en uno de los cañones: la ropa, la bolsa, todo. Y lo que quedaba lo tiramos al agua en el muelle de Malibú —hizo otra pausa, sin aliento—. Yo no maté a nadie.
    — ¿Dijeron algo en el coche?
    — Halstead estaba callado como una estatua. Me preocupó, por lo ido que se le veía, porque es un mal bicho... esa historia de que un chico le amenazó con una navaja es una pura memez. Le expulsaron de la Escuela de Artes Manuales por haber dado una buena paliza a un par de estudiantes. Y antes de eso lo habían echado de la Infantería de Marina. Le encantaba la violencia. Pero, fuera lo que fuese que hubiera pasado en aquel apartamento le había impactado... estaba muy callado.
    — ¿Y qué hay de Earl?
    — Earl era... diferente... era como si, le fuese aquello, ¿me entiende? Estaba lamiéndose los labios y acunándose adelante y atrás, como uno de esos crios autistas. Murmurando. Diciendo «hija de puta», una y otra vez. Era raro. Loco. Al fin Halstead le dijo que se callara de una jodida vez, y él le gritó algo en respuesta... en español. Halstead también gritó, y yo pensé que los dos se iban a hacer pedazos allá mismo. Era como ir conduciendo con dos bestias enjauladas. Los calmé, usando el nombre de Gus... eso siempre funcionaba con Earl. Aquella noche no podía aguantar el estar más tiempo con esos dos. Ambos eran el prototipo del psicópata.
    — Ahórrese las descripciones intelectuales y explíqueme cómo mató a Bruno.
    — Lo sabe todo, ¿no es así?
    — Lo que me falta por saber me lo va a contar usted — hice un gesto en el aire con la pistola—. Bruno.
    — Lo hicimos... lo hicieron la noche después de despachar al doctor y a la profesora. Halstead no quería que Earl le acompañase, pero Gus insistió. Dijo que era mejor que fueran dos para aquel trabajo. Tengo la sensación de que los dominaba, enfrentándolos el uno contra el otro. Esta vez ni fui, Halstead condujo y asesinó. Usó un palo de béisbol del almacén de suministros deportivos. Yo estaba allí cuando regresó y se lo contó a Gus: encontraron al vendedor cenando y lo mataron a golpes en la misma mesa. Earl se comió lo que quedaba de cena.

    Dos asesinatos echados sobre la conciencia de dos hombres muertos. Todo perfecto. Aquello olía mal, y se lo dije.

    — Así es como fueron las cosas. No estoy diciendo que yo sea totalmente inocente. Sabía lo que iban a hacer cuando les llevé a la casa del matasanos. Y les di la llave del apartamento. Pero yo no cometí ninguno de los asesinatos.
    — ¿Y cómo consiguió la llave?
    — Me la dio el primo Will. No sé de dónde la sacó él.
    — Muy bien. Ya hemos hablado del quién, ahora hablemos del porqué de toda esta carnicería.
    — Suponía que ya lo sabía...
    — No suponga ni una higa.
    — De acuerdo, de acuerdo. Es por la Brigada, que es una tapadera para los que gustan de abusar sexualmente de niños. El médico ese y la chica lo descubrieron y estaban haciéndoles chantaje. ¡Qué estúpidos que fueron al creer que iba a salirles bien!

    Recordé las fotos que Milo me había mostrado aquel primer día. Habían pagado un precio demasiado alto por su estupidez.

    Aparté las sangrientas imágenes de mi mente y volví con Kruger.

    — ¿Todos los Caballeros son unos pervertidos?
    — No. Sólo una cuarta parte, el resto son gente totalmente honrada. Eso hace que sea más fácil disimularlo todo, al ocultar a los pervertidos entre los demás.
    — ¿Y los crios nunca hablan?
    — No hasta que... escogemos con mucho cuidado a los que los pervertidos se llevan a casa, sobre todo a aquellos que no pueden hablar, defenderse. Los retrasados mentales, o los que no saben inglés, los que tiene grandes problemas mentales. A Gus le encantan los huérfanos porque no tienen lazos familiares, nadie se preocupa por ellos.
    — ¿Fue Rodney uno de los elegidos?
    — Ajá
    — ¿Y su miedo al doctor tenía algo que ver con eso?
    — Aja. Uno de los raros se pasó un tanto a lo bestia con él. Un cirujano. Gus les aconseja que se vayan con cuidado, que no sean muy brutos. No quiere que los niños sufran mucho... la mercancía estropeada pierde su valor. Pero no siempre le hacen caso. Esos tipos no son normales, ¿sabe?
    — Los sé —la ira y el asco me hacía difícil ver las cosas claras. El patearle la cabeza hasta hundirla huviera sido satisfactorio, en lo que a los instintos primarios se refiere, pero ése era un placer que iba que tener que negarme a mí mismo.
    —Yo no soy uno de ellos —insistía, sonando como si estuviera convencido de ello—. En realidad, creo que es algo repugnante.

    Me incliné y lo agarré por el cuello.

    — ¡Pero les ha ayudado en todo, jodido cabrón!

    Su rostro se amorató, con sus ojos desorbitándose. Le solté la cabeza. Cayó al suelo. Lo golpeó con la nariz, que empezó a sangrar. Se agitó en sus ligaduras.

    — No me lo diga: sólo estaba cumpliendo órdenes.
    — ¡No lo entiende! —sollozó. Verdaderas lágrimas, que se mezclaban con el bigote de sangre que le salía de la nariz, dándole un aspecto patético. Si no hubiera sido por su especialización en arte dramático, quizá me hubiera impresionado—: Gus me recogió cuando todos los demás, mis llamados amigos y mi familia, me dejaron de lado por aquello de Saxon. Y podrá pensar lo que quiera, pero no fue un asesinato. Fue un... accidente... Saxon no era una víctima inocente. El también quería matarme a mí... y ésa es la pura verdad.
    — Él no se encuentra en posición de defender su caso.
    — ¡Mierda! Nadie me creyó. Excepto Gus. Él sabía cómo podían ser las cosas en aquel lugar. Todos pensaron que yo era la oveja negra... la vergüenza de la familia y todas esas mamonadas. Él me dio responsabilidades. Y yo estuve a la altura de sus esperanzas: demostré lo que valía, demostré que uno no necesita un título universitario. Todo era perfecto, yo llevaba La Casa tan perfectamente como...
    — Sí, es usted un perfecto matón nazi, Tim. Pero lo que quiero son respuestas...
    — Pregunte —dijo cansinamente.
    — ¿Desde cuánto hace que la Brigada es una tapadera para los pervertidos sexuales?
    — Desde el principio.
    — ¿Cómo en Méjico?
    —Justo como allá. Pero por lo que él contaba, allá abajo la policía lo sabía todo. Lo único que tenía que hacer era entregar unos cuantos sobornos. Y le dejaban que llevase allá hombres de negocios ricos de Acapulco: japoneses, muchos árabes... para que se entretuviesen con los niños. Aquel lugar se llamaba La Casa Cristiana del Padre Agustino, o algo parecido en español. Todo fue a las mil maravillas durante mucho tiempo, hasta que un nuevo comisario de policía, una especie de beato, muy religioso, se hizo cargo y no le gustó ni pizca lo que descubrió. Gus afirma que el tipo le sacó miles de dólares como soborno y luego le traicionó, cerrando el lugar de todos modos. Entonces vino aquí arriba y montó la barraca. Se trajo al loco de Earl con él.
    — ¿Earl era su hombre de confianza en Méjico?
    — Aja. Supongo que era el que movía toda la mierda. Seguía a Gus como un perrito. El tipo hablaba español como un demente... quiero decir que tenía buen acento, pero que todo lo que decía era incomprensible... estamos hablando de alguien con el cerebro dañado. Un robot con muchos tornillos sueltos.
    — De todos modos, McCaffrey lo hizo asesinar. Kruger hizo lo más aproximado a alzarse de hombros que le permitían las cuerdas.
    — Ya irá conociendo a Gus. Es frío. Ama el poder. Métase en su camino y está perdido. Todos esos matones no tenían ninguna posibilidad.
    — ¿Cómo se lo montó tan rápido en Los Ángeles.
    — Enchufes.
    — ¿El primo Willie?

    Dudó. Le hurgué con la 38.

    — Sí, él. Y el juez Hayden. Y algunos otros. Uno parecía llevarle a otro. Cada uno de ellos conocía al menos a otro pervertido oculto. Resultaba asombroso cuanta gente de esa hay. El que el primo Will lo fuera resultó una sorpresa para mí, porque lo conocía muy bien. Siempre me pareció un tipo de esos tan rectos, más cristianos que Cristo. Mis padres siempre me lo ponían como un ejemplo a seguir: el bueno y famoso primo médico —rió roncamente—. Y el tipo es un jodeniños. Más risas.
    — Aunque la verdad es que no puedo decir que le haya visto llevarse un chico a casa... yo era el que preparaba las salidas y nunca le preparé una a él. Lo único que sé es que les ponía parches a los chicos dañados siempre que le llamábamos. De todos modos, debe de estar tan enfermo como los otros pues de lo contrario, ¿para qué le iba a estar lamiendo el culo a Gus?

    Ignoré la pregunta y le hice una mía:

    — ¿Cuánto tiempo hacía que duraba el chantaje?
    — Algunos meses. Como ya le he dicho, filtrábamos a los chicos, para asegurarnos de que no hablaran. En una ocasión metimos la pata. Había un chico, un huérfano, justo perfecto. Todo el mundo pensaba que era mudo. Jesús, a nosotros nunca nos habló. Le hicimos tests de audición y palabra, el gobierno paga todas esas cosas, y los resultados siempre eran los mismos. Mudo. Estábamos seguros, y nos equivocamos. El chico hablaba, ya lo creo. Le contó todo a la profesora. Ella no se lo podía creer, y se lo contó al primo Will, que era el médico del crío. No sabía que él también estaba metido en el asunto, y que se lo contaría a Gus.

    Y Gus hizo que lo mataran. A Cary Nemeth.

    — ¿Y qué pasó entonces?
    — Lo aplastaron con un camión. Lo sacaron de la cama en medio de la noche, debió ser hacia las doce. Nadie va por allá a esas horas. Lo dejaron en la carretera, caminando. En pijama. Recuerdo el pijama: era amarillo con dibujos de pelotas de béisbol y guantes. Yo... yo podría haber intentado pararlo, pero al final no hubiera servido de nada: el chico sabía demasiado, de modo que tenía que desaparecer. Así de simple. Lo hubieran hecho más tarde y luego, probablemente, me hubieran liquidado a mí. Fue un error hacer aquello con un crío tan pequeño. A sangre fría. Yo iba a decir algo, pero Gus me apretó el brazo. Me dijo que me callara. Yo quería gritar. El niño caminaba por la carretera, él solito, medio dormido, como si todo fuera un mal sueño. Me quedé callado. Halstead se metió en el camión lo llevó camino abajo. Lo podía oír acelerando el motor, más allá de la curva. Regresó a toda marcha, con las luces largas puestas. Le dio al chico por atrás. Ni se enteró de lo que le pasaba, estaba medio dormido.

    Dejó de hablar, jadeante, y cerró los ojos.

    — Gus habló de cargarse a la maestra en ese mismo momento, pero decidió esperar, para ver si se lo había contado a alguien más. Hizo que Halstead la siguiese. La estuvo vigilando en su casa, pero ella no estaba allí, sólo su compañera de cuarto. Halstead quería secuestrar a la compañera y hacerla hablar a golpes, para ver si sabía algo. Pero entonces vio que volvía la maestra, acompañada por un tipo; era Handler, iba a recoger sus cosas. Como si se estuviera trasladando a vivir con él. Halstead le informó de esto a Gus. Las cosas se estaban complicando. Los siguieron vigilando a los dos y al fin les vieron reunirse con Bruno. Conocíamos a Bruno... se había presentado voluntariamente para La Casa, parecía un gran tipo. Muy extravertido, los chicos le querían mucho. En aquel momento quedó bien claro que era un espía. Y ya eran tres bocas las que tenían que ser cerradas.

    »Las llamadas llegaron algunos días más tarde. Era Bruno, disimulando su voz, pero sabíamos que era él. Diciéndonos que tenía cintas del chico Nemeth, contándolo todo. Incluso nos pasó unos segundos por el teléfono. Eran unos aficionados, no sabían que, desde el principio, Gus los tenía a todos en el punto de mira. Era patético.»

    Desde luego, patético era la palabra adecuada para aquella situación. Tómese una buena chica del barrio, Elena Gutiérrez, atractiva y llena de vida. Algo materialista, pero de buen corazón. Una maestra de muchas dotes. Deprimida por su trabajo, quemada, busca la ayuda del doctor Morton Handler, psiquiatra y psicópata. Acaba metiéndose en la cama con Handler, pero sigue contándole sus problemas... y el más importante de ellos es el de un chico que nunca antes habló, pero que de repente se le suelta la lengua y le cuenta cosas terribles acerca de la gente rara que le hace cosas malas. Se abre con la señorita Gutiérrez, porque ella parece amable y comprensiva. Tenía auténtico talento para hacer que confiasen en ella, había dicho Raquel Ochoa. Un talento para trabajar con los que no respondían con ningún otro. Un talento que a Elena le había costado la vida. Porque lo que no era sino una tragedia humana, a Morton Handler le había olido a negocio provechoso. Cosas feas en la alta sociedad... ¿qué otra cosa podía resultar más morbosa?

    Naturalmente, Handler piensa en estas cosas, pero se las guarda para sí. Después de todo, quizás el crío se lo esté inventando todo. Quizás Elena se está pasando en su reacción, ya sabemos cómo son las mujeres, especialmente las latinas... así que le dice que siga escuchando, enfatiza el buen trabajo que ella está llevando a cabo, el gran punto de apoyo que es para el crío. Y espera al momento adecuado.

    ¿No debería informar de esto a alguien?, le pregunta ella. Espera, cariño, sé cauta, hasta que sepas más. Pero el niño solloza pidiendo ayuda, pues los hombres malos aún andan tras él... y Elena toma la responsabilidad de ir a ver a su médico. Y en ese momento firma su sentencia de muerte.

    Cuando Elena sabe lo de la muerte del niño, sospecha la terrible verdad, y se derrumba. Handler la atiborra de tranquilizantes, la calma. Y, entretanto, su mente psicópata va marchando, clic clic, porque ahora ya sabe que de aquello se puede conseguir dinero.

    Entra en escena Maurice Bruno, compañero psicópata, antiguo paciente, nuevo compañero. Un tío muy hábil. Handler lo recluta y le ofrece una parte del botín, si se infiltra en la Brigada de Caballeros y se entera de todo lo que pueda: nombres, fechas y lugares. Elena quiere llamar a la policía, Handler la acalla con más pastillas y palabrería. La policía es muy poco efectiva, cariño. No harán nada al respecto. Lo sé por experiencia. Lentamente, de un modo gradual, consigue que ella esté de acuerdo con el plan de hacerles chantaje. Ése es el modo adecuado de castigarlos, le asegura. Darles donde les duele. Ella le escucha, tan insegura, tan confusa. Hay algo que no le parece correcto en el aprovecharse de la muerte de un niño, inerme, pero también es cierto que nada va a devolverlo a la vida, y Morton parece saber de lo que habla. Es muy persuasivo y, además, ahí está aquel Datsun 280ZX que ella siempre ha ambicionado, y aquella ropa que vio la semana anterior en los almacenes Neiman-Marcus. Nunca se va a permitir todo aquello con el maldito salario que le paga la maldita escuela. Y, en cualquier caso, ¿quién infiernos he hecho alguna vez algo por ella, La caridad bien entendida empieza por uno mismo, como siempre dice Morton, y quizá tenga razón en eso...

    — Earl y Halstead buscaron las cintas —estaba diciendo Kruger —, después de que los tuvieron atados. Los torturaron para que les dijeran dónde las habían escondido, pero ninguno de los dos habló. Hasltead se le quejó a Gus de que lo podría haber averiguado, pero que Earl se puso a trabajar en seguida con el cuchillo. Handler murió cuando le cortó el cuello, y la chica enloqueció y se puso a dar alaridos; tuvieron que meterle algo en la boca. Se ahogó, y entonces Earl acabó con ella, jugó con ella.
    — Pero usted, al fin, encontró las cintas, ¿no es así Timmy?
    — Sí. Las habían guardado en casa de su madre. Las obtuve gracias a su hermano drogadicto, usando heroína como señuelo.
    — Cuénteme más.
    — Eso es todo. Trataron de apretarle los tornillos a Gus. Les pagó en una o dos ocasiones, grandes cantidades, pues yo vi los billetes... pero sólo era para darles falsa confianza. Ya desde el principio no tuvieron la menor oportunidad. Nunca recuperamos el dinero, pero no creo que eso le importase. Era una gota en el depósito. Además, el dinero no parece ser lo que mueve a Gus: vive de un modo muy simple, le gusta la comida sencilla. Y cada día llega mucha pasta. Del gobierno: tanto el del estado como el federal. Y donaciones privadas. Por no mencionar los miles que los pervertidos le pagan por sus placeres. Una parte la guarda en algún lugar, pero jamás le he visto hacer nada extravagante. Lo que él busca es el poder, no la pasta.
    — ¿Dónde están las cintas?
    — Se las di a Gus.
    — ¡Venga ya!
    — Se las entregué a él. Me mandó a un recado y yo cumplí.
    — Ésta es una rodilla que parece muy resistente. Es una pena pulverizarla y dejarla hecha papilla de hueso.

    Puse el pie en la parte de atrás de una de sus rodillas e hice presión. Eso le hizo levantar la cabeza, seguro que le dolía.

    — ¡Pare! De acuerdo, hice unas copias. Tenía que hacerlo; para tener una agarradera. ¿Y si Gus quería sacarme un día de su camino? Quiero decir que ahora soy su ojito de la cara, pero uno nunca sabe lo que puede pasar mañana, ¿no?
    — ¿Dónde están?
    — En mi alcoba. Pegadas con esparadrapo a la parte de abajo del colchón.
    — No se vaya —le liberé la rodilla.

    Chirrió los dientes como un tiburón atrapado en una red.

    Encontré tres cassettes sin marcas donde me había dicho, me las metí en el bolsillo y regresé.

    — Dígame algunos nombres. De los perversos de la Brigada.

    Los recitó como si fuera un chico, en un examen aprendido de memoria. De un modo automático. Nervioso. Con la lista aprendida de carrerilla.

    — ¿Alguno más?
    — ¿No son suficientes?

    En eso tenía razón. Había citado a un director de cine bien conocido, a un ayudante del fiscal del distrito, un político importante, uno de esos que deberían estar tras las escenas pero que lograba permanecer en el candelero, abogados de grandes empresas, doctores, banqueros, grandes propietarios de terrenos. Hombres cuyos nombres acostumbraban a aparecer en la prensa cuando donaban algo o les daban un premio por sus actos humanitarios. Hombres cuyos nombres en una lista de adhesiones a una candidatura política significaban votos. Había como para poner por un tiempo a la alta sociedad de Los Ángeles boca abajo.

    — ¿No irá a olvidar todo esto cuando la policía le interrogue, Tim?
    — ¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? Quizá si coopero logre inmunidad... me dejen libre.
    — No va a salir usted libre. Acéptelo. Pero al menos — añadí —, no acabará fertilizando el campo de coles de McCaffrey.

    Consideró esto. Debía de resultarle difícil considerar lo bien que estaba, con las cuerdas erosionándole las muñecas y tobillos.

    — Escuche —me dijo —. Yo le he ayudado a usted. Ahora ayúdeme a mí, a lograr un trato. Cooperaré... yo no he matado a nadie.

    El poder que me atribuía era ficticio. Pero, de todos modos, lo utilicé.

    — Haré lo que pueda —le dije magnánimamente —, pero en buena medida depende de usted. Si la niña Quinn sale de esto con bien, abogaré por usted. De lo contrario, lo tiraré al retrete.
    — ¡Entonces vaya allí, por Dios! ¡Sáquela de ese lugar! No le doy más de un día. Gus se ocupará de ello: tendrá un accidente y jamás hallarán el cadáver. Es cuestión de tiempo. Gus está seguro de que ella ha visto demasiado.
    — Dígame cómo puedo sacarla de allí sana y salva. Apartó la vista.
    — Le mentí acerca de dónde estaba. No es en el edificio más alejado, sino en el anterior, el que tiene la puerta azul. Una puerta de metal. Tengo la llave de la cerradura en mis pantalones claros. Están colgados en el armario de mi habitación.

    Le dejé, fui a buscarla y regresé haciendo oscilar la llave.

    — Lo está haciendo muy bien, Tim.
    — Estoy siendo sincero con usted. Sólo le pido que me ayude.
    — ¿Hay alguien con ella?
    — No. No hay necesidad. Will la tiene bajo sedantes. La mayor parte del tiempo está sin sentido, o dormida. Mandan a alguien a que la alimente, a limpiarla. Está atada a la cama. La habitación es un bloque sólido de cemento. Ünicamente hay una salida... a través de la puerta. Sólo hay un tragaluz, que tienen abierto. Si se cierra, quien esté dentro muere sofocado en cuarenta y ocho horas.
    — ¿Podría entrar Will Towle en La Casa sin levantar sospechas?
    — Seguro. Tal como le dije, tiene guardia las veinticuatro horas del día, por si los Caballeros se portan demasiado mal con los crios. La mayor parte de las veces no es nada grave: rasguños, moretones. A veces a los crios les da un ataque y entonces les da Valium o Mellaril, o una dosis de Thorazine. Sí, él podría aparecer por allí en cualquier momento.
    — Bien. Va usted a llamarle, Tim. Le va a decir que tiene que hacer una de esas visitas de emergencia. Quiero que entre en La Casa una media hora después de que oscurezca... digamos que a las siete treinta. Asegúrese que estará en punto. Y solo. Quiero que suene convincente...
    — Resultaría más convincente si pudiera moverme un poco.
    — Tendrá que contentarse con lo que tiene. Tengo confianza en usted, use su experiencia dramática. Lo hizo usted muy bien como Bill Roberts.
    — ¿Cómo lo sa...?
    — No lo sabía. Fue una buena suposición. Usted es un actor bien enseñado, así que era perfecto para ese papel. ¿También incluía el personaje el matar a Hickle?
    — Eso es historia pasada —me contestó—. Sí, yo hice la llamada. El montarlo todo en su oficina fue idea de Hayden, una de sus bromas. Es un tío con muy mala leche. Con un sentido del humor muy retorcido. Pero, como le he dicho antes, yo nunca he matado a nadie. En lo de Hickle, ni estaba allí. De eso se ocuparon Hayden y el primo Will. Ellos, y Gus, decidieron cerrarle la boca... la misma historia de siempre, supongo. Hickle era miembro de la Brigada, uno de los primeros. Pero además trabajaba en su tiempo libre a los niños del parvulario de su esposa.

    «Recuerdo que, después de que lo detuviesen, los tres se reunieron para hablar de ello. Gus estaba gritando airado: "¡Ese estúpido cabezota! ¡Yo le suministro a ese cabeza de chorlito el bastante coño sin pelos como para tenerlo sonriendo todo el resto de su vida, y va y hace una cosa tan estúpida como ésa!" Tal como veo yo la cosas, a Hickle siempre lo habían considerado como débil y estúpido, fácilmente influenciable. Estaban seguros de que, una vez empezase a hablar de lo del jardín de infancia, ya no sabría cerrar la boca y haría que todo se fuera al traste. Tuvieron que liquidarlo.

    »E1 modo en que lo hicieron fue que Hayden le llamara y le dijese que tenía buenas noticias. Hickle le había pedido a Hayden que tratase de enchufarle con el fiscal del distrito, lo cual ya demuestra lo tonto que era. Quiero decir que, en ese momento, Hickle era noticia de primera página. Y sólo el admitir que uno lo conocía era ya llenarse de mierda. Pero él había llamado a Hayden, para pedirle ayuda. Hayden hizo ver que iba a ayudarle. Y un par de días después le llamó y le dijo que sí, que tenía buenas noticias, que podía enchufarle. Se encontraron en casa de Hayden, muy en secreto, sin nadie por allí. Por lo que he podido descubrir, Will le puso algo en el té... ese tipo no bebía alcohol. Algo que uno podía controlar perfectamente en el tiempo y cuyos efectos desaparecían, de modo que era muy difícil descubrir trazas, a menos de que uno lo estuviera buscando específicamente. Will calculó la dosis, es muy bueno con esto. Y cuando Hickle hubo perdido el conocimiento lo trasladaron a la casa de usted. Hayden forzó la cerradura, es todo un manitas, incluso hace espectáculos de magia para los niños en La Casa. Se disfraza de payaso, Blimbo el Payaso, y hace sus juegos de manos.»

    — Olvídese de la magia. Siga con Hickle.
    — Eso es todo: le metieron allá dentro y simularon un suicidio. No sé quién apretó el gatillo; no estaba allí. Lo único por lo que sé algo es porque hice el papel de Bill Roberts y unos días más tarde Gus me contó de qué iba todo. Estaba en uno de esos momentos de humor muy negro, cuando habla como un auténtico megalomaníaco. «No creas que tu primo el doctor es puro y noble, chico», me dijo. «Yo podría quemarle el culo y quemarles el culo a un montón de gente pura y noble con una sola llamada telefónica». Se pone de esa manera, en contra de los ricos, cuando recuerda lo pobre que fue y cómo nosotros, los ricos, lo maltratábamos. Aquella noche, después de que hubieron matado a Hickle, estábamos sentados en su oficina. El bebía ginebra y comenzó a recordar cuando él trabajaba para el señor Hickle, el padre de Stuart; lo hacía desde que era niño. El era huérfano y algún tipo de organización caritativa había hecho algo que, básicamente, equivalía a haberlo vendido a los Hickle, como si fuera un esclavo. Dijo que el viejo Hickle había sido un monstruo. Tenía un carácter de mil diablos, y le gustaba tratar a la servidumbre a patadas. Me explicó cómo lo soportó todo, cómo mantuvo la vista bien alerta, enterándose de todos los secretos sucios de la familia, como las rarezas de Stuart y otras cosas... lo fue archivando todo y lo utilizó para salir de Brindamoor, para conseguir el trabajo en Jedson. Lo recuerdo sonriéndome, medio borracho, con cara de loco. «Descubrí muy pronto», me dijo, «que el conocimiento es poder.» Luego habló acerca de Earl, de cómo aquel individuo estaba tarado, pero haría cualquier cosa por él. «Se comería mi mierda y diría que es caviar», me dijo. «Eso es poder.»

    Kruger había arqueado la espalda, alzando la cabeza, con el cuello muy rígido, mientras hablaba. Ahora, exhausto, la dejó caer de nuevo.

    — Supongo —dijo—, que ahora todo cae sobre nosotros. Yacía en la mancha ocre de orina seca, con aspecto penoso.
    — ¿Hay algo más que quiera decirme, Tim?
    — No se me ocurre nada más. Pero si me pregunta algo, se lo contestaré.

    Vi cómo la tensión subía y bajaba por sus miembros atados, como una ola, y me mantuve a distancia.

    Había un teléfono en el suelo, a unos metros de distancia. Lo acerqué, manteniéndome alejado de él, y dejé el auricular cerca de su boca. Apuntándole con la pistola a la frente, marqué el número de la oficina de Towle y me eché hacia atrás.

    — Hágalo bien.

    Lo hizo. A mí me hubiera convencido. Esperé que a Towle también. Me indicó que la conversación había terminado a base de mover los ojos de un lado a otro, varias veces. Colgué y le hice hacer una segunda llamada, ésta al control de seguridad de La Casa, para preparar la visita del doctor.

    — ¿Qué tal ha estado esto? —me preguntó cuando hubo acabado.
    — Los críticos se han quedado agradablemente asombrados de la actuación.

    Cosa extraña, aquello pareció complacerle.

    — Dígame, Tim, ¿qué tal tiene los senos nasales?

    La pregunta no le causó asombro:

    — Maravillosamente —exclamó—. Nunca estoy enfermo.

    Y lo dijo con la fanfarronería del atleta habitual, que cree en que el ejercicio y los músculos firmes son garantías de inmortalidad.

    — Bien, entonces esto no le molestará —le embutí una toalla en la boca, mientras él producía sonidos irritados y apagados a través de la tela.

    Cuidadosamente, le arrastré a la alcoba, vacié el armario de todo lo que se pareciese a un arma o herramienta y le metí dentro, acomodándolo a los confines del reducido espacio.

    — Si salgo de La Casa con la cría y ambos en buen estado, le diré a la policía dónde hallarle. Si no lo hago, probablemente morirá sofocado. ¿Hay algo más que me quiera decir?

    Una negativa con la cabeza. Ojos implorantes. Cerré la puerta y corrí frente a ella una pesada cómoda para ropa. Volví a colocar la pistola en mi cintura, cerré todas las ventanas del apartamento, corrí las cortinas del dormitorio y cerré la puerta, bloqueándola con dos sillas haciendo cuña. Corté el cable de su teléfono con un cuchillo de la cocina, corrí los cortinajes para borrar la vista del océano y le di una ojeada final al lugar. Satisfecho, fui hasta la puerta y la cerré de un portazo.


    28


    El Seville funcionaba, pero un tanto estremecidamente, a consecuencia del Grand Prix con Halstead. Además, era demasiado conspicuo para lo que me proponía. Lo dejé en un aparcamiento en Westwood Village, caminé dos manzanas hasta un alquiler de coches Budget y tomé un compacto japonés color marrón oscuro, una de esas cajitas cuadradas de plástico que, según dicen, están empapeladas con una película de metal. Le llevó quince minutos el recorrer el tráfico de un lado al otro del Village. Me metí en el garaje de la Bullocks, cerré la pistola en la guantera y me fui de compras.

    Me compré un par de tejanos, calcetines gruesos, zapatos con suela de crepé, un jersey de cuello de cisne color azul marino, y un canguro del mismo color. Todo lo que había en los almacenes estaba protegido con pinzas de plástico de alarma magnética y a la vendedora le llevó varios minutos el liberar mis prendas, después de que hubiera tomado mi dinero.

    — Vaya un mundo maravilloso — murmuré entre dientes.
    — Si cree que esto es malo, ha de saber que tenemos los artículos caros, las pieles, el cuero, cerrados bajo llave. De lo contrario se los llevarían en un abrir y cerrar de ojos.

    Intercambiamos recriminaciones de personas decentes, y tras ser informado de que probablemente estaba bajo vigilancia visual, decidí no cambiarme en el probador de la planta.

    Eran justo las seis y algo, y ya era oscuro cuando salí de la tienda. Justo el tiempo de comerme un pepito de ternera, ensalada con queso fresco, helado de vainilla y mucho café y contemplar el cielo sin estrellas desde un restaurante rápido familiar en West Pico. A las seis treinta pagué la nota y entré en el lavabo de caballeros del restaurante para cambiarme. Mientras me estaba poniendo la nueva ropa vi un trozo de papel doblado en el suelo. Lo tomé. Era la copia del artículo sobre el accidente de Lilah Towle, que me había entregado Margaret Dopplemeier. Traté de nuevo de leerlo, pero no con mucho mayor éxito. Fui capaz de descubrir algo acerca de la Guardia Costera y las altas mareas, pero nada más. Lo volví a meter en el bolsillo de la chaqueta, me ajusté la ropa y me dispuse a dirigirme a Malibú.

    Había un teléfono de pago en la parte de atrás de la cafetería, y lo usé para llamar a la comisaría del Oeste de Los Ángeles. Pensé en dejarle un mensaje en una especie de clave a Milo, pero recapacité, y decidí preguntar por Delano Hardy. Después de que me hicieran esperar durante cinco minutos, finalmente me dijeron que estaba en la calle. Dejé el mensaje en clave para él y me dirigí a Malibú.

    El tráfico iba lento, pero yo ya había pensado en esto cuando había preparado mi horario. Llegué a la Rambla Pacífica justo antes de las siete y al cartel de carreteras que indicaba La Casa de los Niños diez minutos más tarde. El cielo estaba vacío y negro, como una gota que cae por un pozo sin fondo. Un coyote aulló desde una cañada lejana. Pájaros nocturnos y murciélagos aleteaban y chillaban. Cerré las luces y conduje un par de kilómetros y medio a puro tacto. No era tan difícil, pero el pequeño coche resonaba en cada bache y desnivel de la ruta, y transmitía las ondas de choque directamente a través de mi esqueleto.

    Me detuve a algo menos de un kilómetro de la desviación hacia La Casa. Eran las siete y cuarto. No había otros coches en el camino. Rogando que aquello siguiera igual, puse el coche perpendicular a la ruta, bloqueando ambos carriles: con las ruedas traseras dando cara a la depresión que bordeaba la carretera, las delanteras hacia el espeso matorral que había al oeste. Me quedé sentado en el oscuro compartimento, con la pistola en la mano, aguardando.

    A las siete veintitrés oí el ruido de un motor que se acercaba. Un minuto más tarde aparecieron los faros cuadrados delanteros del Lincoln, a medio kilómetro carretera arriba. Salté fuera del coche, corrí a ocultarme en el matorral y me quedé allá acurrucado, conteniendo el aliento.

    Vio el coche vacío demasiado tarde y tuvo que frenar en seco, con gran chirrido de los neumáticos. Dejó el motor en marcha, con las luces puestas, y caminó al largo haz de éstas, maldiciendo. El cabello blanco brillaba plateado. Vestía un blasier cruzado, color negro carbón, sobre una camisa blanca con el cuello desabrochado, así como pantalones negros de franela y zapatos blancos y negros de golf, con adornos colgando del empeine. Ni una mancha, ni una arruga.

    Pasó una mano a lo largo del flanco del pequeño coche, tocó el capó y se inclinó hacia el interior, por la abierta puerta del lado del conductor.

    Fue entonces cuando me puse en pie, silencioso en mis zapatos de crepé, salté hacia él y le puse el cañón del revólver entre los omoplatos.

    Por cuestiones tanto estéticas como de principios, odio las armas de fuego. Mi padre las adoraba, las coleccionaba. Primero tuvo las Luger que se había traído a casa como recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Luego fueron los rifles de caza mayor, las escopetas, las pistolas automáticas compradas en las tiendas de empeños, un viejo y herrumbroso Colt 45, pistolas italianas de aspecto letal, con largos cañones y cachas grabadas, pequeñas calibre 22 de acero pavonado. Todas ellas amorosamente expuestas en el salón de juegos, tras el cristal de una gran caja expositora en madera de cerezo. La mayor parte de ellas cargadas, y el viejo jugueteando con ellas mientras veía la tele. Y llamándome a su lado para mostrarme los detalles de construcción, las bellezas de su ornamentación; y hablarme de la velocidad en la recámara, del calibre, las estrías del cañón, el largo de éste, la capacidad del barrilete o cargador. El olor del aceite de máquina. El olor de cerillas quemadas que impregnaba sus manos. De pequeño tenía pesadillas en las que las armas dejaban sus perchas en la exposición, con animales que se escapasen de sus jaulas, adquiriendo instintos propios, ladrando y gruñendo...

    En una ocasión tuvo una pelea con mi madre, una de esas aparatosas y muy gritonas. Lleno de ira, había ido a la vitrina y había tomado lo primero que le había venido a mano... una Luger. Teutónicamente eficiente. La había apuntado con ella. Aún lo podía ver: ella gritando, «¡Harry!»; y él dándose cuenta de lo que estaba haciendo... horrorizado, dejando caer el arma como si fuera un ser marino venenoso; abrazándose a ella, tartamudeando excusas. Nunca volvió a hacerlo, pero el recuerdo de aquello le cambió, los cambió... y me cambió. Yo, con mis cinco años de edad, agarrado a mi mantita, que lo había visto todo, medio oculto por la puerta. Desde entonces he odiado las pistolas. Pero, en aquel momento, me encantaba la sensación de agarrar el revólver calibre 38 mientras lo hundía contra la tela del blasier de Towle.

    — Entre en el coche — susurré—. Siéntese tras el volante y no se mueva o le reviento las tripas a balazos.

    Me obedeció. Rápidamente corrí hasta el asiento del pasajero y me senté junto a él.

    — ¡Usted! —exclamó.
    — Ponga en marcha el motor —le clavé la pistola en el costado, con más fuerza de lo necesario.

    El cochecito tosió, poniéndose en marcha.

    — Llévelo al costado de la ruta, de modo que la puerta del conductor quede pegada contra aquella roca. Luego apague el motor y tire las llaves por la ventana —hizo lo que le ordenaba, con su noble perfil sereno.

    Salí y le ordené que hiciera lo mismo. Del modo en que le había hecho aparcar, la salida por su lado quedaba bloqueada por quince metros de granito. Se deslizó hasta el lado del pasajero y se quedó, quieto y estoico, junto al camino.

    — Las manos arriba.

    Me dio una mirada de superioridad y obedeció.

    — Esto es indignante —se quejó.
    — Use una mano pasa sacar sus llaves del coche del bolsillo, y tírelas suavemente al suelo, hacia aquí —apunté a un lugar a unos tres metros de distancia. Manteniéndole apuntado con el revólver, las recogí.
    — Camine hacia su coche, coloqúese en el asiento del conductor. Ponga las dos manos en el volante, donde yo las pueda ver.

    Le seguí hasta el Lincoln. Me metí en la parte de atrás, justo detrás de él y le coloqué el cañón de la pistola en la parte hueca que hay en la base del cráneo.

    — Usted conoce la anatomía humana —le dije suavemente—. Una bala en la medulla oblongata y las luces se apagan para siempre.

    No dijo nada.

    — Ha hecho usted un trabajo excelente para echar a perder su vida y la de un montón de gente. Y ahora todo eso le va a caer encima. Lo que le voy a ofrecer es una posibilidad de redimirse, en parte. Por una vez salvar una vida, en lugar de destruirla.
    — He salvado muchas vidas en el curso de la mía. Soy médico.
    — Lo sé. Es usted un santo sanador. ¿Dónde estaba usted cuando había que haber salvado a Cary Nemeth?

    Un sonido seco, como un graznido, surgió de muy dentro de él. Pero mantuvo su compostura.

    — Lo sabe todo, ¿no es así?
    — Casi todo. El primo Tim puede ser un verdadero charlatán cuando las circunstancias lo requieren —le di algunos ejemplos de lo que sabía. Seguía sereno, estoico, con las manos fundidas al volante, como un maniquí de cabello cano, colocado para una exhibición. Seguí—: Usted ya conocía mi nombre antes de que fuera a verle, por lo de Hickle. Así que, cuando le llamé me invitó a ir a su consulta, para ver cuánto me había contado Melody. Entonces aquello no tuvo sentido para mí, el que un pediatra muy atareado buscara el tiempo necesario para recibirme y tener una charla cara a cara. Todo lo que hablamos allá lo podríamos haber dicho por teléfono. Pero usted quería sonsacarme. Y luego trató de bloquear mi camino.
    — Usted tenía la reputación de ser un joven muy persistente — me explicó—. Y las cosas se estaban acumulando.
    — ¿Las cosas? ¿No querrá decir los cadáveres?
    —No hay necesidad de ser melodramáticos —hablaba como uno de esos androides que tienen en Disneylandia: con una voz plana, sin inflexiones, desprovista de toda duda.
    — No estoy intentándolo ser. Pero sucede que aún me ponen nervioso los asesinatos múltiples: el niño Nemeth, Elena Gutiérrez, Morry Bruno. Y ahora Bonita Quinn y el bueno de Ronnie Lee.

    A la mención de este último nombre tuvo un pequeño, pero visible sobresalto.

    — ¿Acaso la muerte de Ronnie Lee le preocupa particularmente?
    — No conozco ese nombre. Eso es todo.
    — Ronnie Lee Quinn. El ex marido de Bonita y padre de Melody. R.L. Un tipo rubio, alto, con aspecto de loco, con un lado del cuerpo deforme. Hemipáresis. Con el acento sureño de McCaffrey seguro que el R.L. lo pronunciaba como si fuera Earl.
    — ¡Ah! —dijo, complacido de que las cosas volvieran a tener sentido de nuevo—. Un tipo repugnante. No se lavaba. Recuerdo haberle visto una o dos veces.
    — Protoplasma— que— no— vale— una— mierda, ¿no es así?
    — Es usted quien lo ha dicho.
    — Era uno de los matones de McCaffrey de los tiempos de Méjico, lo había traído aquí para que le hiciera uno o dos trabajillos sucios. Probablemente quería ver a su hija, así que McCaffrey la halló a ella y a Bonita, para tenerlo contento. Luego se le ocurrió cómo podría encajarla a ella también. No era muy brillante esa Bonita, ¿verdad? Seguro que pensó que usted era Santa Claus, cuando le consiguió aquel trabajo de encargada en la propiedad de Minassian.
    — Estaba agradecida —dijo Towle.
    — Le estaba haciendo un gran favor. La puso allí para así poder tener acceso al apartamento de Handler. Siendo la encargada, ella tenía una llave maestra. Y entonces, la siguiente vez que está en su consulta para la visita de Melody, va y «pierde» su bolso. Es fácil hacerlo, la señora tiene la mente a pájaros. Siempre estaba en las nubes, así es como me lo dijo la recepcionista de su consultorio. Siempre estaba perdiendo cosas. En tanto, usted se hace con la llave, y los monstruos de McCaffrey pueden entrar a por todo lo que buscan: mirar de encontrar las cintas, hacer unos cuantos cortes y rajas. Y todo sin que la pobre Bonita abra boca, ni siquiera cuando ya no sirve para nada más y acaba como abono para la cosecha de verduras de la próxima temporada. Una mujer sin importancia. Más protoplasma— que— no— vale— una— mierda.
    — No tenía que haber sucedido así. Eso no estaba en los planes.
    — Ya sabe lo que dicen: incluso los planes mejor trazados, y todas esas cosas.
    — Es usted un joven muy sarcástico. Espero que no lo sea con sus pacientes.
    — Ronnie Lee acaba con Bonita... quizá lo hiciera porque McCaffrey se lo dijo, o tal vez fue para saldar una vieja deuda. Pero entonces McCaffrey también se ha de deshacer de Ronnie Lee porque, a pesar de lo malvado que es, quizá ni él soporte ver como muere su hija.
    — Es usted muy brillante, Alex —me dijo —, pero ciertamente ese sarcasmo es una faceta muy poco atractiva de su personalidad.
    — Gracias por el consejo. Sé que es usted todo un experto en buenos modales.
    — De hecho lo soy. Y me enorgullezco de ello. Obtengo rápidamente una buena relación con los niños y su familia, por muy distinto que sea su medio ambiente del mío. Ése es el primer paso para poder facilitar un buen cuidado médico. Esto es lo que les digo a los estudiantes, cuando doy mi clase de Introducción a la Medicina Clínica en la sección pediátrica.
    — Fascinante.
    — Los estudiantes hablan muy bien de la forma en que les enseño. Soy un buen maestro.

    Le presioné un poco más con el 38. Separé sus cabellos plateados, pero él no se inmutó. Olía su tónico capilar, a clavos y lima.

    — Ponga en marcha el coche y llévelo al borde de la carretera. Justo detrás de ese eucalipto gigante.

    El Lincoln rugió y rodó, luego se detuvo.

    —Apague el motor.
    —No sea rudo —me dijo—. No tiene necesidad de intentar intimidarme.
    —Apagúelo, Will.
    — Doctor Towle.
    — Doctor Towle.

    El motor se calló.

    — ¿Resulta necesario mantener esa cosa contra mi nuca?
    — Soy yo quien hace las preguntas.
    — Me parece innecesario, superfluo. No estamos en una de esas películas de Oeste de clase B.
    — No, esto es mucho peor. La sangre es real y nadie se levanta y se marcha del plató cuando termina la escena.
    — Más melodrama. Una palabra curiosa, melodrama.
    — Deje de jugar con las palabras —le dije, irritado.
    — ¿Jugar? ¿Estamos jugando? Pensé que sólo los niños jugaban: a las escondidas, a saltar la comba —su voz se alzó aguda.
    — Los adultos también juegan —afirmé—. Juegos poco agradables.
    — Los juegos. Los juegos ayudan a los niños a mantener la integridad de sus egos. He leído eso en alguna parte... ¿Ha sido Erikson? ¿Piaget?

    O bien Kruger no era el único actor de la familia, o estaba pasando algo para lo que yo no me había preparado.

    — Anna Freud —susurré.
    — Sí, Anna. Una excelente mujer. Me habría encantado conocerla. Pero los dos estamos tan ocupados... Es una pena... El ego debe de mantener su integridad. A cualquier costo. —Permaneció en silencio por un minuto, luego—: Tengo que mandar limpiar estos asientos, veo manchitas en el cuero. Y ahora ya fabrican un buen limpiador para el cuero, lo vi en el lavacoches.
    — Melody Quinn —dije, tratando de recuperarle —. Debemos salvarla.
    — Melody. Una niña bonita. Una niña bonita es como una melodía. Una niñita bonita. Casi me resulta familiar...

    Seguí hablando con él, pero no dejaba de marcharse. Minuto a minuto iba en regresión, con su palabrería convirtiéndose en más y más incoherente y fuera de todo contexto, de modo que al final, aquello era una ensalada de palabras, sin orden ni concierto. Parecía estar sufriendo y su aristocrático rostro estaba contraído por el dolor. Cada pocos minutos repetía la frase: «El ego debe de mantener su integridad», como si fuera un dogma del catecismo.

    Lo necesitaba para entrar en La Casa, pero en su actual estado me resultaba inútil. Empecé a dejarme llevar por el pánico. Sus manos seguían en el volante, pero estaban temblando.

    — Pildoras — me dijo.
    — ¿Dónde?
    — Bolsillo...
    — Adelante... —le dije, no sin sospechas —, meta la mano y sáquelas. Las pildoras y nada más. No tome demasiadas.
    — No... dos pildoras... es la dosis recomendada... nunca más... dijo el cuervo... nunca más.
    — Tómelas.

    Mantuve la pistola apuntándole. Bajó una mano y sacó una botellita no muy distinta a la que había contenido la Ritalina de Melody. Cuidadosamente dejó caer dos tabletas blancas sobre su mano, cerró el frasco y se lo guardó.

    — ¿Agua? —preguntó, con voz de niño.
    — Tómeselas en seco.
    — Lo haré... es molesto. Se tragó las pildoras.

    Kruger había tenido razón: era bueno dosificando. Al cabo de doce minutos, según mi reloj, tenía mucho mejor aspecto y empezaba a hablar coherentemente. Pensé en la tensión que sufría cada día, manteniendo su posición pública. No me cabía duda que el hablar de los asesinatos había acelerado el deterioro.

    — Que tonto he sido... al saltarme la dosis de la tarde; nunca me olvido.

    Le observé con mórbida fascinación, contemplando los cambios en su modo de hablar y comportamiento, mientras los productos químicos psicoactivos se apoderaban de su sistema nervioso central, tomando buena nota del gradualmente incrementado período de atención, los disminuyentes non sequiturs, la restauración del modo de conversación de adulto. Era como atisbar por un microscopio y contemplar la mitosis de un organismo primitivo, convirtiéndose en algo mucho más complejo.

    Cuando los efectos de la droga aún estaban en sus estados iniciales, me dijo:

    — He hecho... muchas cosas malas. Gus me ha hecho hacer cosas malas. Lo que es un grave error... para un hombre de mi categoría. Para alguien de mi alcurnia.

    No le contesté.

    Al fin ya estaba lúcido. Alerta, aparentemente no perjudicado por el incidente.

    — ¿Qué es eso, Torazina? —le pregunté.
    — Una variante. Desde hace ya un tiempo me receto los fármacos yo mismo. Probé con un cierto número de fenotiacinas... la Torazina me iba bien, pero me dejaba somnoliento. No podía aceptar aquello mientras estaba atendiendo a mis pacientes... No estaría bien que se me cayera un bebé de las manos. No, no podía aceptar nada así. ¡Qué horror, dejar caer un bebé! Éste es un nuevo fármaco, muy superior a los otros. Experimental. Me lo manda directamente el fabricante. Uno sólo tiene que escribir pidiendo muestras y usar su papel impreso con el título de doctor... no hay ni que justificar ni que explicar. A ellos les encanta complacernos... tengo un suministro adecuado. No obstante, debo tomarme la dosis de la tarde, o todo se vuelve confuso... eso es lo que ha sucedido, ¿no es así?
    — Sí. ¿Cuánto tarda en hacer efecto?
    — En un hombre de mi tamaño de veinte a veinticinco minutos. ¿Impresionante, no? Pastillas, abajo con ellas, espera y la imagen en la pantalla recupera su claridad. La vida se convierte en mucho más soportable. Todo te duele mucho menos. Incluso ahora mismo lo puedo notar trabajando, como cuando las aguas cenagosas se transforman en cristalinas. ¿Dónde estábamos?
    — Estábamos hablando de los juegos sucios que juegan los pervertidos de McCffrey con esos niñitos.
    — Yo no soy uno de ellos —explicó rápidamente.
    — Lo sé. Pero usted ha ayudado a esos pervertidos a abusar de cientos de niños, le ha dado tiempo y dinero a McCaffrey, ha ayudado a atrapar a Handler, Gutiérrez y Hickle. Y le recetó una sobredosis a Melody Quinn para mantener su boca cerrada. ¿Por qué?
    — Todo se ha acabado, ¿no es así? —me preguntó, pareciendo aliviado.
    — Sí.
    — Me incapacitarán para seguir practicando.
    — Desde luego. ¿No cree usted que es mejor así?
    — Supongo que sí — admitió de mala gana —. Pero aún siento que hay mucho dentro de mí, mucho buen trabajo que yo podría realizar.
    — Tendrá su oportunidad —le tranquilicé, dándome cuenta de que las pastillas no eran absolutamente perfectas —. Le mandarán a algún lugar por el resto de su vida, en donde no sentirá ningún tipo de estrés. Nada de papeleo, nada de facturas, nada de todas las presiones de la práctica de la Medicina. Nada de un Gus McCaffrey diciéndole lo que tiene que hacer, dirigiendo su vida. Sólo usted... y tendrá buen aspecto y se sentirá bien, porque le dejarán seguir tomando sus pastillas y ayudar a otra gente. Gente que necesita ayuda. Usted es un sanador y podrá ayudarles.
    — Seré capaz de ayudar —repitió.
    — Absolutamente.
    — De un ser humano a otro. Sin todas esas presiones.
    — Sí.
    — Tengo muy buenos modales. Cuando estoy bueno. Cuando no lo estoy, las cosas se vuelven confusas y todo me duele... incluso el pensar me duele, las ideas pueden ser dolorosas. Y no estoy en mi mejor forma cuando esto sucede. Cuando no funciono bien no sirvo para nada, no puedo ayudar a la gente.
    — Eso lo sé, doctor. Conozco su reputación.

    McCaffrey me había hablado de que había una necesidad interna de hacer el bien. Y me daba cuenta de qué botones debía haber estado apretando para mover a éste.

    — Estoy en deuda con Gus —me dijo —, pero no es a causa de ninguna actividad sexual fuera de lo normal. Ése es su nexo de unión con los otros... con Stuart y con Eddy. Yo he sabido de... su forma rara de ser desde que éramos pequeños. Todos nos criamos en un lugar aislado, un lugar extraño. Nos cultivaron como si fuéramos orquídeas. Clases privadas sobre esto y aquello, cómo comportarse de modo correcto, cómo actuar del modo adecuado. A veces me pregunto si toda aquella atmósfera de refinamiento no nos hizo más mal que bien. Mire cómo resultamos ser todos, yo con mis ataques... sí, ya sé que hoy en día tienen nombres más correctos para esto, pero a mí no me gusta emplearlos. Y Stuart y Eddy con sus extrañas costumbres sexuales...

    «Empezaron a tontear el uno con el otro un verano, cuando tendríamos nueve o diez años. Luego lo hicieron con otros niños. Niños más pequeños, mucho más pequeños. Y no me preocupé mucho por todo aquello, simplemente les hice saber que no estaba interesado. Y en el modo en que nos estaban educando, el bien y el mal no parecían tan procedentes como... lo correcto y lo que no lo era, lo adecuado y lo inadecuado. "Ésto no es adecuado, Willie", me decía mi padre. Me imagino que si los padres de Stuart y Willie los hubieran descubierto con los pequeñines, ésa hubiera sido su descripción de todo el asunto: No adecuado. Como cuando se usa el tenedor inapropiado en una cena.»,

    Su descripción del llegar a la pubertad en Brindamoor era asombrosamente parecida a la que Van der Graaf me había hecho. En ese momento me parecía similar a los peces de colores del acuario de Oomasa: hermoso, espectacular, criado por mutación y siglos de casamientos entre ellos, educado en un ambiente protegido. Pero, al cabo, deforme e incapaz de adaptarse a las realidades de la vida.

    — En ese sentido, en el sexual —prosiguió—, yo era bastante normal. Me casé, tuve un hijo. Un heredero. Me comporté de un modo bastante adecuado en lo sexual. Stuart y Eddy continuaron siendo mis amigachos, aunque seguían practicando sus perversiones sexuales. Era un vive y deja vivir. Ellos tampoco hablaron nunca de mis ataques. Y yo los dejaba en paz. Stuart era un tipo realmente estupendo; no muy brillante, pero muy bien intencionado. Fue una pena que tuviera que... Exceptuando esa cosa rara en lo sexual, era un buen chico. Eddy era, es diferente. Con sentido del humor, pero un humor siempre negro. Hay algo en su modo de ser que no es bueno. Habitualmente es cáustico y sarcástico... Y es por esto por lo que yo soy muy sensible a ese tipo de carácter. Quizá sea algo debido a su tamaño...
    — Lo que le une a McCaffrey — le urgí.
    — Los hombres pequeños a menudo se portan así. Usted es... no le puedo ver ahora, pero le recuerdo como de tamaño mediano. ¿Es esto correcto?
    — Mido uno setenta y seis —le dije, cansinamente.
    — Eso es tamaño mediano. Yo siempre he sido grande. Padre era grande. Es tal cual lo predijo Mendel: guisantes largos, guisantes cortos... es un campo fascinante, el de la genética, ¿no le parece?
    — Doctor...
    — Yo siempre me he interrogado acerca del impacto genético en muchos caracteres. La inteligencia, por ejemplo. Los dogmas liberales querrían hacernos creer que el medio ambiente es lo que hace la mayor contribución a la inteligencia. Es una premisa igualitaria, pero lo cierto es que no se tiene en pie. Guisantes largos, guisantes cortos. Padres inteligentes, hijos inteligentes. Padres estúpidos, hijos estúpidos. Yo mismo, soy un heterozigote. Mi padre fue brillante. Mi madre fue toda una belleza irlandesa, pero muy simple de mente. Vivía en un mundo en el que esta combinación servía para crear la perfecta anfitriona. La pieza más bella de la colección de arte de padre.
    — Su lazo con McCaffrey —le dije con tono seco.
    — ¿Mi lazo? Oh, no es nada que sea más serio que la misma vida o la misma muerte.

    Se echó a reír. Era la primera vez que oía su risa y esperé que fuera la última. Era una nota vacía y discordante, un tremendo error musical, aullando en medio de una sinfonía.

    — Yo vivía con Lilah y con Willie hijo en el tercer piso de los dormitorios de Jedson. Stuart y Eddy compartían una habitación en el primero. Como estudiante casado me habían otorgado un espacio mayor de vivienda... si uno lo piensa, en realidad era como un confortable apartamento. Dos dormitorios, baño, sala de estar y una cocinita. Pero no tenía biblioteca ni estudio, así que estudiaba en la mesa de la cocina. Lilah lo había convertido en un lugar muy agradable: con cortinas, tapetes, cuadritos, todas esas cosas tan femeninas. Recuerdo que Willie hijo tenía en aquel tiempo algo más de dos años. Era mi último año, y yo estaba teniendo problemas con algunas de las asignaturas: física, química orgánica. Nunca he sido una persona demasiado brillante. No obstante, me dedico mucho y pongo toda mi atención sobre un tema, de modo que puedo apañármelas bastante bien. Deseaba desesperadamente entrar en La Facultad de Medicina por mis propios méritos. Mi padre y el padre de mi padre habían sido doctores, y ambos habían sido unos estudiantes brillantes. La broma que hacían a mis espaldas, era que había heredado no sólo la belleza de mi madre, sino también su cerebro... se creían que yo no me enteraba de estas cosas, pero me enteraba. ¡Y deseaba tanto demostrarles que podía triunfar por mis propios méritos, y no por ser el hijo de Adolf Towle!

    »La noche en que todo pasó, Willie hijo se había estado sintiendo mal, y no podía dormirse. Había estado gritando y llorando. Lilah estaba asustada, pero yo ignoré sus peticiones de ayuda, hundiéndome en mi estudio, tratando de cerrar mi mente a todo lo exterior. Tenía que conseguir buenas notas en ciencias. Era imperativo. Y, cuanto más ansioso me ponía, más incapaz era de prestar atención al estudio. Traté de resolver la papeleta adoptando una especie de visión en túnel, de sentirme como los caballos que llevan esas placas para no ver lo que hay a los lados.

    »Lilah siempre se había mostrado muy paciente conmigo, pero aquella noche se puso furiosa, comenzó a desmoronarse. Alcé la vista y la vi venir hacia mí, con sus manos... tenía unas manos pequeñas, era una mujer muy delicada... con sus manos hechas puños, la boca abierta... supongo que estaba gritando... con los ojos llenos de odio. Me pareció como un ave de presa, a punto de caer sobre mí y roerme los huesos. La empujé para apartarla. Cayó, de espaldas, se dio con la cabeza en el borde de algún mueble... de un mueble espantoso, una antigüedad que su madre le había regalado... y se quedó allí tirada. Tirada sin más.

    »Ahora puedo verlo todo con claridad, como si hubiera sucedido ayer, Lilah está allá tendida, inmóvil, me levanto de mi silla, como en sueños, todo se bambolea, todo resulta confuso. Y una forma pequeña viene hacia mí desde la derecha, es como un ratón, o una rata. Le doy un bofetón para apartarla. Pero no es una rata, no, no. Es Willie hijo, que vuelve a caer sobre mí, llorando, llamando a su madre, pegándome. Dándome sólo una cierta cuenta relativa de su presencia, le golpeo de nuevo, pegándole en un costado de la cabeza. Demasiado fuerte. Cae, da en el suelo, se queda quieto. Sin moverse. Un gran moretón marca el costado de su cara... Mi mujer, mi hijo, muertos por mis propias manos. Me preparo para ir a por mi navaja de afeitar y cortarme las venas, para acabar con todo de una vez.

    »Y entonces descubro a Gus a mi espalda. Está en el hueco de la puerta, enorme, obeso, sudado, en su ropa de trabajo y con la escoba en la mano. Es el encargado de la limpieza, que está haciendo su ronda nocturna. Lo huelo: amoníaco, olor corporal, el líquido de la limpieza. Ha oído los ruidos y ha venido a ver qué pasaba. Me mira, con una larga y dura mirada, y luego mira a los cadáveres. Se inclina junto a ellos, les busca el pulso. "Están muertos", me dice, con voz atona. Por un segundo me parece verle sonreír y me dispongo a saltar sobre él, a intentar un tercer asesinato. Luego la sonrisa se convierte en un fruncir la frente; está pensado. "Siéntese", me ordena. No estoy acostumbrado a que uno de los de su clase me de órdenes, pero estoy débil y mareado por la sensación de culpa y dolor, me tiemblan las piernas, todo se está hundiendo... Doy la espalda a Lilah y Willie hijo, me siento, pongo mi cara entre las manos. Empiezo a llorar. Estoy cada vez más confuso... me viene encima uno de los ataques. Todo empieza a hacerme daño. Y no tengo pastillas, no tengo pastillas como las que tendré unos años después, cuando sea doctor. Ahora soy tan sólo un estudiante que quiere matricularse en Medicina, impotente y dolorido.

    »Gus hace una llamada por teléfono. Minutos más tarde aparecen mis amigos Stuart y Eddy en la habitación, como personajes que entran en escena en medio de una pésima obra de teatro... los tres hablan entre ellos, mirándome de vez en cuando, cuchicheando. Stuart es el primero que se me acerca. Coloca una mano sobre mi hombro: "Sabemos que fue un accidente, Will", me dice. "Sabemos que no ha sido culpa tuya." Voy a discutir con él, pero las palabras se me quedan pegadas en la garganta... Los ataques hacen que sea tan difícil hablar, tan doloroso... Agito la cabeza, y Stuart me reconforta, me asegura que todo se solucionará. Que ellos se ocuparán de todo. Y se reúne de nuevo con Gus y Eddy.

    «Envuelven los cadáveres con una sábana, me dicen que no abandone para nada la habitación. En el último momento deciden que Stuart tiene que quedarse conmigo. Gus y Eddy se marchan con los cadáveres. Stuart me prepara un café. Yo lloro. Y me quedo dormido llorando.

    Luego, más tarde, regresan y me cuentan la historia que yo le voy a contrar a la policía. Me la hacen repetir, ¡son tan buenos amigos! Y yo lo hago muy bien, así me lo dicen. Al oír esto tengo una sensación de alivio: al menos hay una cosa en la que soy bueno: en interpretar papeles, actuar. Aunque, después de todo, esto es lo que son los buenos modales: darle a la audiencia lo que la audiencia quiere... y mi primera audiencia es la policía. Luego un oficial de la Guardia Costera, un amigo de la familia. Han encontrado el coche de Lilah. Su cuerpo está magullado e hinchado. No tengo necesidad de acudir a identificarlo, si esto va a ser una prueba demasido grande para mí. Agarrados a sus manos han hallado jirones de la ropa de Willie hijo. Su cuerpo ha sido arrastrado, las mareas, me explica el oficial guardacostas. Seguirán buscando; yo me derrumbo y preparo para el siguiente espectáculo: los que vienen a darme el pésame, la prensa...»

    Las mareas, pensé, la Guardia Costera. Hay algo ahí...

    — Varios meses después me aceptan en la Facultad de Medicina —seguía diciendo Towle—. Me traslado a Los Angeles; Stuart viene conmigo, aunque ambos sabemos que él no va a poder acabar la carrera. Por su parte, Eddy va a la Facultad de Leyes, también en Los Ángeles; los Cabezas vuelven a estar reunidos... así es como nos llamaban: los tres Cabezas de Estado.

    «Seguimos con nuestras nuevas vidas, y jamás hay una sola mención del favor que me han hecho. De aquella noche. No obstante, se muestran más abiertos que nunca acerca de sus perversiones sexuales, dejando fotografías guarras allá donde yo voy a verlas, no molestándose en ocultar o disimular nada. Saben que yo estoy impotente, que no puedo abrir boca, ni siquiera aunque me encontrase a un chico de diez años dentro de la cama. Ahora nos ata una podrida interdependencia mutua.

    »Gus ha desaparecido. Luego, años más tarde, cuando ya soy un doctor que ando camino de la celebridad, con mis buenos modales totalmente desarrollados, aparece en mi consulta cuando todos los pacientes se han ido a casa. Ha engordado más, va bien vestido, ya no es un encargado de la limpieza. Ahora, se cachondea, es un siervo de Dios. Me muestra su diploma en Ciencias Divinas, obtenido en una de esas escuelas por correspondencia. Y ha venido a pedirme algunos favores. A cobrarse una vieja deuda, es como él lo dice. Le pago aquella misma noche y le he seguido pagando desde entonces, de una manera u otra.»

    — Es ya hora de cesar en esos pagos — le digo —. No le sacrifiquemos también a Melody Quinn.
    — Tal como están las cosas, esa niña está condenada. Le dije a Gus que la dejara, que no tuviera un accidente. Le dije que no resultaba evidente en absoluto el que ella hubiera visto u oído algo. Pero él no lo retrasará mucho más. ¿Qué es una vida más para un hombre como ése? — hizo un pausa—. ¿Realmente es ella un peligro para él?
    — Realmente no. Estaba sentada junto a la ventana, y vio sombras de hombres —uno de los cuales reconoció como su padre... nunca lo había visto, pero tenía su foto. El día que la hipnoticé, que fue justo el siguiente, inició una conversación espontánea acerca de él, justo después de la sesión. Me mostró la foto y un regalito que él le había hecho. Me lo tenía que haber imaginado, cuando ella tuvo aquellos terrores nocturnos. Pensé que la hipnosis no había evocado nada en ella. Pero lo había hecho. Le había traído recuerdos de su padre, de verle acechando junto a su ventana, entrando en la casa de Handler. Sabía que algo malo había pasado en aquel apartamento. Sabía que su papi había hecho algo terrible. Y lo había suprimido. Pero había vuelto a ella en sus sueños.

    Todo había empezado a encajar en mi mente, cuando había visto la pista que ella había dejado tras de sí, cuando Ronnie Lee se había presentado y las había raptado a ella y a su madre: una cabeza reducida, algo precioso hasta aquel momento, un símbolo de papi. Para que lo hubiera abandonado tenía que suceder que ella hubiera dejado atrás su amor por papi, se había dado cuenta de que era un hombre malo, que había vuelto no para visitarlas, sino para hacer daño. Quizá le hubiera visto maltratar a Bonita, o quizá fuera la forma brutal, sin cariño, en la que le había hablado a ella. Fuera lo que fuese, la niña se había dado cuenta, sabía...

    Rememorando, todo parecía muy lógico, pero en el mismo momento todas estas asociaciones habían sido una cosa remota.

    — Resulta irónico —estaba diciendo Towle—. Yo le receté Ritalina para controlar su comportamiento y fue este mismo fármaco el que le causó el insomnio, lo que la hizo estar despierta en el momento equivocado.
    — Irónico —repetí—. Ahora entremos ahí y saquémosla. Usted me va a ayudar. Cuando todo haya acabado me ocuparé que le traten del modo adecuado.

    No dijo nada. Simplemente, se sentó muy tieso en el asiento, tratando con todas sus fuerzas de aparentar nobleza.

    — ¿Está usted solicitando mi ayuda?
    — Lo estoy, doctor.
    — Solicitud concedida.


    29


    Yo estaba tendido en el suelo del Lincoln, tapado con una manta.

    — Tengo la pistola apuntada a su espina dorsal —le dije —. No espero que haya problemas, pero no nos conocemos lo bastante como para que pueda tener demasiada confianza en usted.
    — Lo entiendo —me contestó—. No estoy ofendido.

    Condujo hasta el camino de entrada a La Casa, giró a la izquierda y se deslizó impecablemente, con lentitud, hasta la verja de alambre trenzado. Se identificó a la voz que salía del altavoz y le dejaron entrar. Una breve parada en la garita del guardia, un intercambio de chachara, muchos «doctor» y «señor» por parte del guarda y estuvimos dentro.

    Fue hasta el extremo más alejado del aparcamiento.

    —Aparque lejos de las luces —le susurré.

    El coche se detuvo.

    — No hay moros en la costa —me dijo.

    Salí de debajo de la manta, del coche, y le hice un gesto para que me siguiese. Caminamos sendero arriba, uno al lado del otro. Los consejeros se cruzaban con nosotros a pares, se saludaban con deferencia y seguían su camino. Yo trataba de aparentar ser su acompañante en alguna misión.

    La Casa era muy tranquila de noche. Por entre los árboles se filtraban canciones de acampada: «Cien botellas de cerveza», «Oh, Susana.» Voces de niños. Una guitarra desafinada, órdenes de adultos dadas por micrófono. Los mosquitos y las polillas se peleaban por el espacio alrededor de las lámparas en forma de setas, que estaban enterradas entre la maleza, a nuestros pies. El dulce aroma del jazmín y la adelfa en el aire. Un ocasional olor de salmuera que llegaba del océano, tan cercano, pero invisible. A la derecha la extensión abierta, gris verdosa, del prado. Un cementerio muy placentero... El bosquecillo, tan negro como el carbón, un refugio de pinos...

    Pasamos junto a la piscina, teniendo buen cuidado en no resbalar en el cemento húmedo. Towle se movía como un viejo guerrero que se dirige hacia su última batalla, con la barbilla alta, los brazos a los costados, con paso de marcha. Yo mantenía el 38 al alcance de mi mano.

    Llegamos hasta los búnkers, sin que nadie se fijase en nosotros.

    — Ése —le dije—. El de la puerta azul.

    Rampa abajo, un giro brusco de la llave y estábamos dentro.

    El edificio estaba dividido en dos habitaciones. La delantera estaba vacía, a excepción de una única silla plegable, que estaba metida bajo una mesa de bridge, en aluminio. Las paredes eran bloques sin pintar y olían a moho. Los suelos eran losas de cemento desnudas, al igual que el techo. Una herida negra y redonda, un tragaluz, marcaba el centro del techo. La única luz provenía de una solitaria bombilla que colgaba de un portalámparas sin ningún adorno.

    Ella estaba en la parte de atrás, en un camastro del ejército, cubierta con una áspera manta caqui y atada con correas de cuero que le cruzaban el pecho y los tobillos. Sus brazos estaban sujetos bajo la manta. Respiraba lentamente, con la boca abierta, dormida, la cabeza hacia un lado, con su pálida piel, señalada por lágrimas, translúcida en la semioscuridad. Mechones de cabello colgaban sueltos en derredor de su rostro. Pequeña, vulnerable, perdida.

    Al pie del camastro había una bandeja de plástico que contenía un no comido y ya coagulado huevo frito, unas patatas fritas mustias, lechuga amarronada y un tetrabrik abierto con leche dentro.

    — Desátela —señalé con la pistola.

    Towle se inclinó, trabajando en la semioscuridad para soltar las correas.

    — ¿Qué es lo que le ha dado?
    — Valium, una dosis alta. Y encima de eso, Torazina. El elixir mágico del doctor Towle.

    Logró soltar las ataduras y echó a un lado la manta. Ella vestía unos tejanos sucios y una camiseta a rayas rojas y blancas, con Snoopy delante. Levantó la camiseta y le palpó el abdomen, le tomó el pulso, puso su mano sobre la frente de ella: jugó a doctor.

    — Parece delgada, pero por lo demás sana — pronunció su veredicto.
    — Vuélvala a tapar. ¿Puede llevarla en brazos?
    — Ciertamente —me contestó, molesto porque pusiera en duda su fuerza.
    — De acuerdo, pues vamos.

    La alzó en sus brazos, con todo el aspecto del Gran Padrecito Blanco. La niña lanzó un suspiro, tuvo un estremecimiento, y se apretó a él.

    — Manténgala totalmente cubierta cuando salgamos fuera. Comencé a darme la vuelta. Una voz, suave y musical, dijo a mis espaldas, con acento del Sur:
    — No se mueva, doctor Delaware, o perderá su jodida cabeza.

    Me quedé quieto.

    — Deja a la niña, Will. Coge su pistola.

    Towle me miró con los ojos en blanco, yo me alcé de hombros. Depositó suavemente a Melody en el camastro y la tapó. Le entregué el 38.

    — Contra la pared, con las manos en alto, doctor. Regístralo, Will.

    Towle me palpó.

    — Dése la vuelta.

    McCaffrey estaba allá, sonriente, llenando la abertura entre las dos habitaciones, con una 357 magnum en una mano, una cámara Polaroid en la otra. Vestía una especie de chandal iridescente de color verde lima, decorado con multitud de bolsillos con cierres y correas, y unos zapatos de piel a tono, color lima. A la escasa luz su tez también tenía color verdoso.

    —Vaya, vaya, Willie. ¿Qué maldad andabas planeando para esta noche?

    El gran doctor dejó caer la cabeza a un lado y se agitó nervioso.

    — ¿No estás nada locuaz esta noche, Willie? No importa, ya hablaremos luego —los ojos incoloros se estrecharon—. Ahora mismo tenemos asuntos a los que atender.
    — ¿Ésta es su idea de altruismo? —Miré a la inerte forma de Melody.
    — ¡Cállese! —me espetó. Y, a Towle—: Quítale la ropa a la niña.
    — Gus... yo... ¿por qué?
    — Haz lo que te digo, Willie.
    — Ya no más, Gus — suplicó Towle—. Ya hemos hecho bastante.
    — No, so idiota. No hemos hecho aún bastante. Este chico listo tiene la posibilidad de causarnos... a ti y a mí, montones de problemas. He hecho planes para eliminarlo, pero aparentemente voy a tener que hacer el trabajo por mí mismo.
    — ¡Planes! —resoplé—. Halstead está pudriéndose en un terreno en construcción, con una barra de hierro clavada en la garganta. Era un chapuzas, como lo son todos sus esclavos.

    McCaffrey ahuecó sus gruesos labios.

    — Le advierto que tenga cuidado con lo que dice — me amenazó.
    — Ésa es su especialidad, ¿no es así? —continué, tratando de ganar tiempo. Vi cómo su masiva silueta se movía, mientras trataba de mantenerme apuntado. Pero la oscuridad hacía esto difícil, tal cual lo hacía el cuerpo de Towle, que se había puesto entre los dos, mientras temblaba bajo la mirada airada de su amo —. Tiene usted un don para encontrar metepatas y perdedores, paralíticos emocionales y marginados. El mismo don que tienen las moscas para encontrar la mierda. Usted se lanza sobre sus heridas abiertas, les clava los colmillos en ellas, les chupa la sangre hasta dejarlos secos.
    — ¡Qué literario! —me contestó con una voz más aguda, obviamente luchando por mantener el control. Estábamos cerca el uno del otro, y el obrar de un modo impulsivo podía resultar peligroso.
    — La ropa, Will —dijo—. ¡Quítasela toda!
    — Gus...
    — ¡Hazlo, so mierda pinchada a un palo!

    Towle alzó las manos frente a su rostro, como un niño que quiere parar un golpe. Cuando no llegó ninguno, se fue hacia la niña.

    — Usted es un doctor —le dije—. Un médico respetado. No le escuche...

    De prisa, mucho más de prisa de lo que hubiera creído posible, McCaffrey se movió hacia adelante en el vacío que había creado Towle. Lanzó un golpe con un brazo elefantino y me rasgó el lado de la cara con la pistola. Caí al suelo, mientras el rostro me estallaba en dolor, con las manos protegiéndome de nuevos golpes, la sangre corriendo por entre mis dedos.

    — Ahora quédese ahí, señor, y mantenga cerrada su jodida boca.

    Towle le quitó a Melody la camiseta. Su pecho era cóncavo y blanco, con las costillas como dos parrillas de sombras gris azuladas.

    —Ahora los pantalones. Y las bragas, todo.
    — ¿Por qué estamos haciendo esto, Gus? —quería saber Towle. A mis oídos, que distaban mucho de estar perfectamente, uno de ellos rasgado y ensangrentado, el otro repleto de ecos acuosos, su voz sonaba arrastrada. Me pregunté si el estrés podría romper la barrera bioquímica que había erigido en torno de su mente.
    — ¿Por qué? — McCaffrey se echó a reír—. No estás acostumbrado a ver personalmente este tipo de cosas, ¿verdad, Willie? Hasta ahora has tenido un papel perfectamente aséptico, disfrutando del lujo del distanciamiento. Bueno, no importa, te lo explicaré.

    Alzó despectivo una ceja al mirar a Towle, luego bajó la vista para mirarme a mí y se rió de nuevo. El sonido reverberó dolorosamente en el interior de mi cráneo maltratado. La sangre seguía corriéndome cara abajo. Notaba mi cabeza como esponjosa y separada de su unión con el cuerpo. Comencé a sentirme más y más mareado y lleno de náuseas, y el suelo subió hacia mí. Me dominó el terror al pensar si me habría golpeado lo bastante fuerte como para causarme daños en el cerebro. Sabía lo que le podía hacer un hematoma subdural a la frágil gelatina gris que hacía que valiese la pena vivir la vida... Alocadamente, luchando por mantener mi fuerza y claridad, me imaginé mi cerebro en la mesa del anatomista, clavado y abierto, y traté de localizar el punto dañado. La pistola había pegado contra mi lado izquierdo... el hemisferio dominante, pues yo soy diestro... eso era malo. El lado dominante controla los procesos lógicos: el razonamiento, el análisis, la deducción... las cosas a las que me había ido aficionando a lo largo de treinta y tres años. Pensé en cómo sería el perder todo aquello, el perderme entre la confusión y la estupidez, y entonces pensé en el pequeño de dos años, Willie hijo, al que le habían golpeado de un modo similar. Lo había perdido todo... lo que quizá hubiera sido lo más misericorde para él. Pues si hubiese sobrevivido, el daño hubiera sido muy grande. Lado izquierdo/lado derecho... las mareas...

    — Vamos a representar una pequeña obra de teatro, Willie — le explicó McCaffrey —. Yo seré el productor y el director. Tú serás mi ayudante, serás el que moverás las cosas en el escenario.

    Hizo un gesto en arco con la cámara.

    — Las estrellas del espectáculo serán la pequeña Melody y nuestro amigo el doctor Alex Delaware. El título de la obra será... «La muerte de un comecocos», subtitulada «Atrapado con las manos en la masa». Una obra con mucha moraleja.
    — Gus...
    — El guión es como sigue: el doctor Delaware, nuestro recién hallado villano, es muy conocido como un psicólogo infantil dedicado y sensible. No obstante, lo que tanto sus colegas como sus pacientes desconocen, es que su elección de profesión no ha surgido de una virtud interna, el altruismo. No, el doctor Delaware ha elegido convertirse en un comecocos de niños porque así estará más cerca de ellos. Para poderles manosear los genitales, para poder abusar de ellos sexualmente. En resumen, es un degenerado, un oportunista, lo más bajo de todo lo bajo. Un hombre malo y terriblemente enfermo.

    Hizo una pausa para mirarme, riendo entre dientes, respirando muy fuerte. A pesar del frío, estaba sudando, con sus gafas cayéndole bajas en la nariz. La coronilla de su extraña cabeza era un halo de humedad. Miré a la 38 en la mano de Towle, y medí la distancia que había entre ella y el punto en el que yo yacía. McCaffrey me vio, negó con la cabeza y pronunció la palabra no, enseñándome los dientes.

    — Con esas mismas depravadas motivaciones en mente, el doctor Delaware solicita ser miembro de la Brigada de Caballeros. Visita La Casa. Le damos una vuelta por aquí. Estudiamos su historial y nuestros tests demuestran que no es apto para ser incluido en nuestra honorable fraternidad. Lo rechazamos. Furioso y frustado al serle negado un suministro de por vida de coñitos sin vello y pequeñas pollitas, le consume la ira.

    Detuvo su narración e hizo sonidos burbujeantes.

    — Hierve de ira —prosiguió—. Se cuece en su propio fuego. Finalmente, en la cúspide de su enfermiza ira, entra con escalo una noche en La Casa y merodea por sus terrenos, hasta que halla una víctima. Una pobre huerfanita, indefensa, sola en un dormitorio porque está enferma de gripe. El loco pierde el control. La viola, prácticamente la despedaza... la autopsia mostrará un salvajismo poco común, Will. Y toma fotos de su repugnante actuación. Un crimen asqueroso. Mientras la niña grita, gimiendo por salvar su vida, nosotros... tú y yo, Willie, resulta que por casualidad pasamos cerca. Corremos en su ayuda, aunque ya es demasido tarde. La niña ha sucumbido.

    «Contemplamos la carnicería que hay ante nosotros con horror y repugnancia. Delaware, descubierto, se alza contra nosotros, con un arma en la mano. Heroicamente luchamos hasta derribarlo al suelo, tratamos de arrancarle el arma y, en el forcejeo, el asesino recibe una herida mortal. Los chicos buenos ganan, y la paz regresa al valle.»

    — Amén —dije.

    Me ignoró.

    — No está mal, ¿eh, Will?
    — Gus, no saldrá bien — Towle se interpuso de nuevo entre nosotros —. Lo sabe todo... lo de la maestra y el niño aquel, Nemeth...
    — Silencio. Funcionará. El pasado es el mejor portento del futuro. Hemos tenido éxito antes, y seguiremos triunfando.
    — Gus...
    — ¡Silencio! ¡No te estoy preguntando tu opinión, te estoy dando una orden: desnúdala!

    Me incorporé sobre mis codos y hablé a pesar de mi mandíbula hinchada y dolorida, luchando por hallar sentido en lo que iba diciendo, al tiempo que lo decía:

    — ¿Qué les parecería otro guión? Éste se titula: «La gran mentira.» Trata de un hombre que se cree que ha asesinado a su esposa e hijo y que le entrega su vida entera a un chantajista...
    — Cállese — McCaffrey avanzó hacia mí. Towle le cortó el camino, apuntando la 38 al medio kilómetro cuadrado de grasa cubierta de verde. Eran tablas.
    — Quiero oír lo que tiene que decir, Gus. Las cosas me confunden. Las cosas me duelen. Quiero que me lo explique...
    — Piense —le dije, hablando tan rápido como me lo permitía el dolor—. ¿Comprobó el cuerpo de Willie hijo para ver si realmente estaba muerto? No. Él lo hizo. Él le dijo que su hijo estaba muerto, que usted lo había asesinado; pero, ¿hallaron el cadáver? ¿Llegó usted a ver el cadáver?

    El rostro de Towle se crispó por la concentración. Estaba resbalando, perdiendo su asidero a la realidad, pero clavando sus uñas en ella, tratando de seguir agarrado...

    — No... no lo sé. Willie estaba muerto. Ellos me lo dijeron. Las mareas...
    — Quizá, pero piense: era una oportunidad maravillosa para ellos. La muerte de Lilah no le hubiera traído nada más grave que la acusación de homicidio involuntario. En aquellos días ni siquiera se tomaban en serio la violencia doméstica. Y con los abogados que hubiera contratado su familia, quizá incluso hubiera salido en libertad condicional. Pero dos muertes, especialmente siendo una la de un niño... eso hubiera sido algo imposible de arreglar. Él necesitaba que usted creyese que su hijo estaba muerto, para poder tenerle bien agarrado.
    — Will —le dijo McCaffrey, amenazadoramente.
    — No sé... ha pasado tanto tiempo...
    — ¡Piense! ¿Le pegó usted lo bastante fuerte como para haberle matado? Quizá no. Use su cerebro. Es un buen cerebro. Antes ha recordado.
    — Antes yo tenía un buen cerebro —murmuró.
    — ¡Sigue teniéndolo! Recuerde: le pegó a Willie hijo en el lado de la cabeza. ¿En qué lado?
    — No lo sé...
    — Will, son todo mentiras. Está tratando de envenenarte la mente — McCaffrey buscaba un modo en que hacerme callar, pero la pistola de Towle se alzó y apuntó al lugar en el que una persona normal tendría el corazón.
    — ¿Qué lado, doctor? —le urgí.
    — Yo soy diestro —me contestó, como si descubriese tal hecho por primera vez —. Uso mi mano derecha. Le golpeé con mi mano derecha... lo estoy viendo... Viene hacia mí desde su dormitorio. Gritando entre llantos por su mami. Viene desde la derecha, se abalanza contra mí. Yo... le golpeo... en su lado derecho. En el lado derecho.

    El dolor en mi cabeza convertía el acto de hablar en toda una tortura, pero me aguanté.

    — Sí. Exacto. ¡Piense! ¿Qué hubiera pasado si McCaffrey le hubiese engañado... si usted no mató a Willie? Le hizo usted daño, pero sobrevivió. ¿Qué clase de daño, qué tipo de síntomas podrían ser causados por un trauma al hemisferio derecho de un niño en desarrollo?
    — Daño cerebral en el hemisferio derecho... la parte derecha del cerebro controla el lado izquierdo del cuerpo — recitó—. Daños al lado derecho del cerebro causan disfunciones en el costado izquierdo del cuerpo...
    — Perfecto —le urgí a que siguiera—. Un golpe fuerte al lado derecho del cerebro podría provocar una hemipáresis izquierda. Un lado izquierdo deforme.
    — Earl...
    — Sí. El cadáver nunca fue hallado, porque el niño nunca murió. McCaffrey le buscó el pulso, se lo halló, le vio a usted en estado de shock por lo que había hecho y se aprovechó de su sentido de culpabilidad. Envolvió ambos cuerpos, con un poco de ayuda de sus amigos. Lilah fue puesta tras el volante de su coche y tirada por el puente de Evergreen. McCaffrey se quedó con el crío. Probablemente le dio algún tipo de ayuda médica, pero no la mejor, pues cualquier doctor respetable habría informado a la policía del incidente. Y tras el funeral desapareció. Éstas fueron sus palabras. Desapareció, porque tenía que hacerlo. Se llevó al niño consigo. Se lo llevó a Méjico, Dios sabe a dónde, le cambió el nombre y lo transformó de ser el hijo de usted en el tipo de persona que resultaría de ser criada por un monstruo como es él. Lo convirtió en su robot.
    — Earl... Willie hijo —el ceño de Towle se frunció.
    — ¡Ridículo! ¡Apártate de en medio, Will! ¡Te lo ordeno!
    — Es la verdad —pronuncié por entre el martilleo de mi cerebro—. Esta noche, antes de que tomase sus pildoras, me dijo que Melody le resultaba familiar. Gírese con cuidado... no deje de apuntarle a él... y déle una mirada a ella, dígame el porqué.

    Towle se echó hacia atrás, manteniendo la pistola apuntada a McCaffrey, y le lanzó una rápida mirada a Melody, tras de lo que le dio otra, más larga.

    — Se parece —dijo, con voz suave —, se parece a Lilah.
    — A su abuela.
    — Yo no podía saber...

    Naturalmente que no podía. Los Quinn eran pobres, analfabetos, la basura de la sociedad. Protoplasma— que— no— vale— una— mierda. Su punto de vista acerca de la superioridad genética de las clases superiores le hubiera impedido incluso tener fantásticas imaginaciones acerca de una conexión entre ellos y su árbol genealógico. Ahora sus defensas habían caído y las nuevas ideas le estaban golpeando en el consciente, como gotas de ácido: cada punto de contacto se convertía en una herida psíquica. Su hijo había sido un asesino, un hombre condicionado para convertirse en una bestia de las que acechan en la oscuridad de la noche. Y estaba muerto. Su nuera, limitada en el intelecto, una criatura patética y sin defensas. Y estaba muerta. Y su nieta, la niña en la que había llevado a cabo su mal trabajo habitual, medicándola hasta el estupor. Viva, pero no por mucho tiempo.

    — Quiere asesinarla. Despedazarla. Ya le ha oído: la autopsia mostrará un salvajismo poco común.

    Towle se volvió hacia el hombre de verde.

    — Gus... —sollozó.
    —Ahora no, Will —le dijo McCaffrey con aire tranquilizador. Y luego le disparó con la 357. La bala le entró en el abdomen y le salió por la espalda, acompañada por una fina lluvia de sangre, carne y lana de cachemir. El cuerpo fue arrojado hacia atrás, cayendo al lado del camastro. El estruendo de la gran pistola hizo eco en la habitación de cemento. Como una tormenta. La niña se despertó y empezó a dar alaridos.

    McCaffrey apuntó la pistola hacia ella, con aire pensativo. Me tiré contra él y le lancé una patada a la muñeca, haciéndole saltar la pistola. Voló hacia atrás, hasta la habitación delantera. Él aulló, rabioso. Le volví a dar otra patada, en el empeine. Su pierna parecía un costado de carnero. Retrocedió hacia la habitación delantera, queriendo hallar el arma. Yo fui tras él. Se abalanzó, con su masa estremeciéndose. Usé ambas manos para golpearle en la rabadilla. Mis puños se hundieron en su blandura. Apenas si se agitó. Su mano estaba a escasos centímetros de la magnum. La aparté de una patada, luego usé el pie para golpearle en las costillas, con escaso efecto. Era demasiado grande y demasiado alto como para que le pudiera dar un buen puñetazo en la cara. Fui a por sus piernas y caderas, y le eché la zancadilla.

    Cayó estrepitosamente, como un árbol gigante que han cortado, arrastrándome con él. Resoplando, maldiciendo, babeando, rodó hasta estar encima de mí y puso sus manos en derredor de mi cuello. Jadeó su agria respiración hacia mí, con su grueso rostro escarlata, los ojos de pescado tragados por los pliegues de la carne, apretando. Luché por salir de debajo él, pero no podía moverme. Experimenté el pánico del que de repente se halla paralítico. Apretó con más fuerza. Empujé hacia arriba, inerme.

    Su rostro se oscureció. Por el esfuerzo, pensé. Del escarlata pasó a marrón, luego a negro rojizo, tras lo que hubo un estallido de color. El raro cabello explotó. La sangre, brillante y fresca brotando de su nariz, sus oídos, su boca. Los ojos abriéndose mucho, parpadeando furiosamente. Una mirada de sentirse gravemente insultado apareció en su rostro. Y sonidos gorgoteantes surgieron de la garganta envuelta en grasa. Agujas y triángulos de cristal roto cayeron sobre nosotros. Su cadáver inerte me sirvió de escudo contra esa lluvia.

    El tragaluz era ahora una herida abierta. Un rostro atisbaba hacia bajo. Negro y serio. Delano Hardy. Y también había algo más negro: la boca de un rifle.

    — Quédese ahí, experto —me dijo—. Ahora vamos a ayudarle.
    — Tu cara es ahora más fea que la mía —me dijo Milo, cuando me hubieron sacado de debajo de McCaffrey.
    — Vale —acepté, tratando de articular con una boca que parecía ser el resultado de haber estado mascando hojas de afeitar—, pero la mía tendrá mejor aspecto dentro de un par de días.

    Hizo una mueca.

    — La niña parece estar bien —dijo Hardy desde la habitación de atrás. Llegó de ella con Melody en brazos. Ella estaba temblando—. Aterrada, pero indemne, como dicen los periódicos.

    Milo me ayudó a ponerme en pie. Yo fui hasta ella y le acaricié el cabello.

    — Todo irá bien, cariñito —es curioso como las frases hechas parecen ser de utilidad en los momentos apurados.
    —Alex —dijo ella. Sonrió—. Tienes un aspecto muy raro.

    Le apreté la mano y ella cerró los ojos. Dulces sueños. En la ambulancia, Milo se quitó los zapatos y se sentó, al estilo yoga, al lado de mi camilla.

    — Mi héroe —le dije. Me salió algo así como mmeroo.
    — Esta vez te va a costar caro y vas a estar mucho tiempo pagándome, compañero. Uso ilimitado del Caddy cuando te lo pida, préstamos de dinero sin interés, terapia gratuita.
    — En otras palabras —luché por pronunciar con mis mandíbulas hinchadas —, las cosas siguen como siempre.

    Él se echó a reír, me dio unas palmadas en el brazo y me dijo que me callase. El camillero de la ambulancia estuvo de acuerdo con él.

    — Quizá tengan que ponerle alambres —dijo —. No debería hablar.

    Yo empecé a protestar.

    — ¡Chist! —ordenó el camillero.

    Un kilómetro más tarde Milo me miró y agitó la cabeza.

    — Eres un tipo con mucha suerte, amigo mío: llego a la ciudad hace hora y media y me dan la nota de Rick para que te llame. Llamo a tu casa y Robin está allí, pero sin ti, y preocupada. Tenías una cita con ella para cenar a las siete, pero no te habías presentado. Y me dice que no es habitual en ti el llegar tarde a las citas, así que, por favor, ¿no podría hacer yo algo al respecto? También me explicó tus idas y venidas, has sido una abejita muy atareada en mi ausencia, ¿no te parece? Y llamo a la comisaría, en uno de mis días de vacaciones, tengo que añadir, y me dan ese liado mensaje sobre Kruger, escrito con la fina letra cursiva de Del Hardy, y también me informa que se va a La Casa. Yo me voy al apartamento de Kruger, atravieso tu barricada y lo encuentro atado como un salchichón y cagado de miedo. Es una perfecta ruina moral, que soltó todo lo que tenía dentro sin tener que pedírselo... asombroso lo que puede lograr un poco de privación sensorial, ¿eh? Llamo por radio a Del, lo encuentro en su coche en la autopista Pacific Cast... que está llena de tráfico a esa hora, con todas esas estarlets y productores que se están marchando a casa... la consigna en esos casos es código tres y sirena todo el camino, por el arcén de la carretera. Luego los profesionales nos volvemos a hacer cargo del caso, y el resto ya es historia.
    — Yo no quería un ataque a toda escala —obligué a salir las palabras, en medio de mi agonía—. No quería que le pasase nada a la niña.
    — Por favor, señor, cállese —pidió el camillero.
    — Chitón — me dijo Milo, suavemente —. Has hecho un gran trabajo, gracias. ¿Vale? ¡Y no vuelvas a hacerlo, amigo!

    La ambulancia se detuvo en Urgencias del Hospital de Santa Mónica, conocía aquel lugar, porque había dado una serie de charlas sobre los aspectos psicológicos del trauma en los niños. Pero esta noche no habría charla.

    — ¿Estás bien? —me preguntó Milo.
    — Psé— psé.
    — De acuerdo. Dejaré que los batas blancas sigan con lo suyo. Tengo que ir a detener a un juez.


    30


    Robin me dio una mirada, me vio con las mandíbulas cerradas con alambres, y se echó a llorar. Me abrazó, se atareó en ponerme cómodo y se quedó a mi lado, alimentándome con sopa y bebidas refrescantes. Eso duró todo un día. Luego, le surgió la rabia y me pegó una gran bronca por ser tan estúpido como para poner en peligro mi vida. Yo no estaba en posición como para poder defenderme. Trató de no hablar conmigo, y aguantó seis horas, luego se fue ablandando y las cosas empezaron a volver a la normalidad.

    Cuando pude hablar, llamé a Raquel Ochoa.

    — Hey —me dijo —, suenas raro.

    Le conté toda la historia, abreviándola por el dolor. No dijo nada durante un momento, y luego, en voz baja:

    — Eran unos monstruos.
    — Sí.

    El silencio entre nosotros resultaba incómodo.

    — Eres un hombre de principios —dijo ella, al fin.
    — Gracias.
    — Alex... esa noche... nosotros. Yo no lo lamento. Me hizo pensar. Me hizo darme cuenta de que tengo que salir y buscarme a alguien... a alguna persona, alguien para mí.
    — No te conformes con alguien que no sea el mejor.
    — Yo... gracias. Cuídate. Y que mejores pronto.
    — Lo intentaré. Adiós.
    — Adiós.

    Mi siguiente llamada fue a Ned Biondi, que llegó corriendo aquella misma tarde y me estuvo entrevistando hasta que las enfermeras lo sacaron a patadas. Estuve leyendo durante días sus artículos. Lo explicó todo: la época mejicana de McCaffrey, el asesinato de Hickle, la Brigada de los Caballeros, el suicidio de Edwin Hayden la noche en que fue detenido. El juez se había pegado un tiro en la boca, mientras decía que se iba a vestir para ir a la comisaría con Milo. Me parecía muy adecuado, visto lo que le había hecho él a Hickle, y Biondi no perdió la ocasión de mostrarse filosófico.

    Telefoneé a Olivia Brickerman y le pedí que se ocupara de Melody. Dos días más tarde halló una pareja mayor de Bakersfield, sin hijos, una gente a la que conocía y de las que se fiaba, con mucha paciencia y unas hectáreas de terreno por el que correr. Cerca había una psicóloga infantil muy buena, a la que yo había conocido en la escuela de graduados, con experiencia en problemas de estrés y de extrañamiento. A ellos les sería encomendada la tarea de ayudar a que la niñita recompusiese su vida.

    Seis semanas después de la caída de La Casa de los Niños, Robin y yo fuimos a cenar con Milo y Rick Silverman en un tranquilo y elegante restaurante especializado en pescado, en Bel Air.

    El amante de mi amigo resultó ser un tipo que parecía salido de uno de esos anuncios de cigarrillos: un metro ochenta, espaldas anchas, caderas estrechas, masculino, con una cara apuesta recubierta con las arrugas justas y necesarias, el cabello una masa de rizos de bronce, con un bigote erizado a juego. Vestía un traje negro de sastre, camisa a rayas blancas y negras y una corbata de punto también negra.

    — ¡Qué suerte la de Milo! —susurró Robin, cuando llegaron a nuestra mesa.

    Junto a él, Milo se veía más desastrado que nunca, a pesar de que había tratado de acicalarse, con su cabello alisado y engominado como el de un chico para ir a misa.

    Milo hizo las presentaciones. Pedimos unas copas y nos fuimos conociendo. Rick era silencioso y reservado, con unas nerviosas manos de cirujano que siempre tenían que estar cogiendo algo: un vaso, un tenedor, un agitador de cócteles. Él y Milo se intercambiaban miradas amorosas. Una vez les vi hacer manitas, sólo por un instante. A medida que transcurría la velada se fue abriendo y habló de su trabajo, de lo que le gustaba y lo que no le gustaba del ser un doctor. Llegó la comida. Los otros tomaron langosta y bistec. Yo tuve que conformarme con un suflé. Charlamos y la reunión fue de maravilla.

    Después de que hubieran retirado los platos, antes del carrito de los postres y la copa, sonó el buscapersonas de Rick. Se excusó y fue al teléfono.

    — Si a ustedes caballeros no les importa, debo pasar un momento por el reservado para damas — Robin se secó la boca con la servilleta y se alzó. Seguí su contoneo hasta que desapareció.

    Milo y yo nos miramos. Él se quitó un trocito de pescado de la corbata.

    — Hola, amigo —le dije.
    — Hola.
    — Es un tío majo, ese Rick. Me gusta.
    — Quiero que esto dure, y es difícil, visto el modo en que vivimos.
    — Se te ve feliz.
    — Lo somos. Nos diferenciamos en muchas cosas, pero también tenemos otras muchas en común. Y se va a comprar un Porsche 928 —añadió con una carcajada.
    — Felicidades. Bienvenido a la buena vida.
    — Todo llega al fin a quien sabe esperar.

    Hice un gesto al camarero y le pedimos más bebida. Cuando las copas llegaron, le dije:

    — Milo, hay algo de lo que he estado queriéndote hablar. Acerca del caso.

    Dio un largo trago de escocés.

    — ¿Acerca de qué?
    — De Hayden.

    Se le puso serio el rostro.

    — Eres mi comecocos, así que... ¿es confidencial esta conversación?
    — Mejor aún, también soy tu amigo.
    — De acuerdo —suspiró—. Pregúntame lo que ya sé que me vas a preguntar.
    — El suicidio. No tiene sentido, por dos motivos. Primero, por la clase de persona que era. Todo el mundo me ha pintado el mismo cuadro: un bastardo, arrogante, mala persona y sarcástico. Se quería mucho a sí mismo. Ni una pizca de duda. Ese tipo de persona no se mata; busca un modo de cargarles las culpas a otros, se escapan de los líos serpenteando. Segundo, tú eres un profesional. ¿Cómo pudiste ser tan descuidado como para dejar que lo hiciera?
    — La historia que conté en la Comisión de Asuntos Internos fue que, como era un juez, lo traté con deferencia. Dejé que fuera a vestirse a su estudio. Ellos se la creyeron.
    — A mí dime la verdad. Por favor.

    Miró alrededor, por el restaurante. Las mesas más cercanas estaban vacías. Rick y Robin aún no habían regresado. Se tragó de golpe el resto de su bebida.

    — Fui a por él justo después de que te dejé a ti. Debían de ser más de las diez. Vivía en uno de esos enormes palacios estilo Tudor en Hancock Park. Dinero desde siempre. Un gran jardín. Un Bentley en el garaje. Un aldabón que parecía sacado de una de esas películas de Boris Karloff. Él mismo me abrió la puerta, un tipejo pequeñito, quizás un metro sesenta. Con los ojos raros, como los de un fantasma. Vestía un batín de seda y llevaba una copa de brandy en la mano. Le dije a lo que había venido, y no se alteró en lo más mínimo.

    »Se mostró muy educado y distante, como si aquello por lo que yo había ido allí no tuviera nada que ver con él. Le seguí al interior de la casa: montones de retratos de familia. Molduras en los techos, candelabros... quiero que te hagas la idea exacta: el Lord en su Mansión. Me llevó hasta su estudio en la parte trasera. Las necesarias paredes cubiertas de madera noble, librerías de lado a lado, con volúmenes encuadernados en piel, del tipo que la gente colecciona pero jamás lee. Una chimenea con dos galgos en porcelana, un escritorio de madera tallada, bla, bla, bla, bla...

    »Le cacheo y le encuentro una pistola calibre 22, se la quito. "Es para mi protección en la noche, agente", me dice. "Uno nunca sabe quién va a venir a llamar a su puerta". Se estaba riendo de mí, Alex. Te juro que no me lo podía creer. La vida de aquel tipo se le está cayendo a pedazos en derredor, va a ir a las primeras páginas como un molestacríos y él se lo está tomando a broma.

    »Le leo sus derechos, cumplo con los requisitos legales y él parece aburrido. Se sienta en su escritorio, como si yo estuviera allí para pedirle un favor. Luego empieza a hablarme. A reírse en mi propia cara: "Que divertido", me dice, "que le envíen a usted, al policía marica, a buscarme, en un caso como éste. Usted, al menos, debería de comprenderme". Y sigue así un rato, con una sonrisa irónica, implicándolo y, al cabo, diciéndolo: que somos pájaros de la misma pluma. Compañeros de crímenes. Pervertidos. Y yo estoy allí de pie, escuchando aquello y la sangre me va hirviendo más y más. Se ríe un poco más y veo que eso es lo que busca, seguir controlando la situación. Así que me tranquilizo y le devuelvo la sonrisa. Silbo. Él empieza a contarme las cosas que les hacían a esos crios, como si supusiera que eso tendría que ponérmela dura. Como si fuéramos compinches en una fiesta para solteros. Mi estómago se revuelve y él insiste en meternos en la misma barca.

    »Y, mientras habla, todo entra en foco, en un enfoque psicológico. Es como si yo pudiera ver tras esos ojos de espectro, dentro de su cerebro. Y todo lo que veo es negro y malo. No hay nada bueno allá dentro. Nada bueno puede surgir de aquel tipo. Es una basura. Y yo estoy juzgando al juez. Y profetizando. Y, en tanto, él está describiendo las orgías que acostumbraban a tener con los chicos, y cómo las va a echar de menos.»

    Se detuvo y se aclaró la garganta. Tomó mi vaso y se lo acabó.

    — Y yo sigo mirando más allá de él, en su futuro. Y sé lo que va a suceder. Miro en derredor de esa gran habitación y veo la clase de dinero que respalda a aquel hombre. Que le darán un veredicto de No Culpable, por no estar en posesión de sus facultades mentales, y que lo mandarán a alguna de esas bonitas residencias campestres. Y al cabo logrará sobornar su puesta en libertad y empezará de nuevo. De modo que tomo una decisión, allá en ese preciso instante.

    »Voy tras él, le agarro su cabecita arrugada y la inclino hacia atrás. Saco la 22 y se la meto en la boca. Está debatiéndose, pero es un viejo débil. Es como aguantar a un insecto, un maldito bicho. Lo coloco en la postura correcta, he visto los bastantes informes del forense como para saber el aspecto que ha de tener. Le digo: "Buenas noches, Honorable", y aprieto el gatillo. El resto ya lo sabes. ¿Vale?»

    — Vale.
    — Y ahora, ¿qué tal si pedimos otra copa? ¡Tengo una sed de mil diablos!


    FIN


    Título original: When the Bough Breaks
    © Jonathan Kellerman, 1985
    © por la traducción, Luis Vigil, 1987
    © Editorial Planeta, S. A., 1997
    Córcega, 273— 279, 08008 Barcelona (España)
    Primera edición en esta colección: junio de 1997
    Depósito Legal: B. 8.066— 1997 ISBN 84— 08— 02132— X
    Impresión: A&M Gráfic, S. L. Encuademación: Servéis Gráfics 106, S. L.
    Printed in Spain — Impreso en España

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  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
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    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
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  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

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                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
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    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
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  •      
  •          ---------------------------------------------















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    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
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    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
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      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
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      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

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      - BLUR BLANCO - 1 - 2

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      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
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      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

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      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

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    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
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