• 10
  • Ver imagen #
  • Dejar Visible
    No Dejar Visible
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Ninguno


    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • CAMBIAR TIEMPO DE LECTURA

  • Tiempo actual:
    m

    Ingresar Minutos

  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Historial de Nvgc
  • ▪ Borrar Historial Nvgc
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Banco 36
    Banco 37
    Banco 38
    Banco 39
    Banco 40
    Banco 41
    Banco 42
    Banco 43
    Banco 44
    Banco 45
    Banco 46
    Banco 47
    Banco 48
    Banco 49
    Banco 50
    Ingresar Clave



    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
  • Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • Slut - 0:48
  • Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • Sonidos - Magia - 0:05
  • Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • Suspense Dark Ambient - 2:34
  • Tense Cinematic - 3:14
  • Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • Trailer Agresivo - 0:49
  • Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • Zombie Party Time - 4:36
  • 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • Noche De Paz - 3:40
  • Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • The First Noel - Am Classical - 2:18
  • Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo 1
    Fondo 2

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Avatar (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Imágenes para efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    ACTUAL

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    SECCIÓN

    ▪ Reloj y Fecha
    Saira Stencil One


    ▪ Reloj


    ▪ Fecha


    ▪ Hora


    ▪ Minutos


    ▪ Segundos


    ▪ Dos Puntos 1


    ▪ Dos Puntos 2

    ▪ Restaurar

    ▪ Original

    NORMAL

    ▪ ADLaM Display: H33-V66

    ▪ Akaya Kanadaka: H37-V67

    ▪ Audiowide: H23-V50

    ▪ Chewy: H35-V67

    ▪ Croissant One: H35-V67

    ▪ Delicious Handrawn: H55-V67

    ▪ Germania One: H43-V67

    ▪ Kavoon: H33-V67

    ▪ Limelight: H31-V67

    ▪ Marhey: H31-V67

    ▪ Orbitron: H25-V55

    ▪ Revalia: H23-V54

    ▪ Ribeye: H33-V67

    ▪ Saira Stencil One(s): H31-V67

    ▪ Source Code Pro: H31-V67

    ▪ Uncial Antiqua: H27-V58

    CON RELLENO

    ▪ Cabin Sketch: H31-V67

    ▪ Fredericka the Great: H37-V67

    ▪ Rubik Dirt: H29-V66

    ▪ Rubik Distressed: H29-V66

    ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V66

    ▪ Rubik Maps: H29-V66

    ▪ Rubik Maze: H29-V66

    ▪ Rubik Moonrocks: H29-V66

    DE PUNTOS

    ▪ Codystar: H37-V68

    ▪ Handjet: H51-V67

    ▪ Raleway Dots: H35-V67

    DIFERENTE

    ▪ Barrio: H41-V67

    ▪ Caesar Dressing: H39-V66

    ▪ Diplomata SC: H19-V44

    ▪ Emilys Candy: H35-V67

    ▪ Faster One: H27-V58

    ▪ Henny Penny: H29-V64

    ▪ Jolly Lodger: H55-V67

    ▪ Kablammo: H33-V66

    ▪ Monofett: H33-V66

    ▪ Monoton: H25-V55

    ▪ Mystery Quest: H37-V67

    ▪ Nabla: H39-V64

    ▪ Reggae One: H29-V64

    ▪ Rye: H29-V65

    ▪ Silkscreen: H27-V62

    ▪ Sixtyfour: H19-V46

    ▪ Smokum: H53-V67

    ▪ UnifrakturCook: H41-V67

    ▪ Vast Shadow: H25-V56

    ▪ Wallpoet: H25-V54

    ▪ Workbench: H37-V65

    GRUESA

    ▪ Bagel Fat One: H32-V66

    ▪ Bungee Inline: H27-V64

    ▪ Chango: H23-V52

    ▪ Coiny: H31-V67

    ▪ Luckiest Guy : H33-V67

    ▪ Modak: H35-V67

    ▪ Oi: H21-V46

    ▪ Rubik Spray Paint: H29-V65

    ▪ Ultra: H27-V60

    HALLOWEEN

    ▪ Butcherman: H37-V67

    ▪ Creepster: H47-V67

    ▪ Eater: H35-V67

    ▪ Freckle Face: H39-V67

    ▪ Frijole: H27-V63

    ▪ Irish Grover: H37-V67

    ▪ Nosifer: H23-V50

    ▪ Piedra: H39-V67

    ▪ Rubik Beastly: H29-V62

    ▪ Rubik Glitch: H29-V65

    ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V65

    ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

    LÍNEA FINA

    ▪ Almendra Display: H42-V67

    ▪ Cute Font: H49-V75

    ▪ Cutive Mono: H31-V67

    ▪ Hachi Maru Pop: H25-V58

    ▪ Life Savers: H37-V64

    ▪ Megrim: H37-V67

    ▪ Snowburst One: H33-V63

    MANUSCRITA

    ▪ Beau Rivage: H27-V55

    ▪ Butterfly Kids: H59-V71

    ▪ Explora: H47-V72

    ▪ Love Light: H35-V61

    ▪ Mea Culpa: H42-V67

    ▪ Neonderthaw: H37-V66

    ▪ Sonsie one: H21-V50

    ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V68

    ▪ Waterfall: H43-V67

    NAVIDAD

    ▪ Mountains of Christmas: H51-V68

    SIN RELLENO

    ▪ Akronim: H51-V68

    ▪ Bungee Shade: H25-V56

    ▪ Londrina Outline: H41-V67

    ▪ Moirai One: H34-V64

    ▪ Rampart One: H31-V63

    ▪ Rubik Burned: H29-V64

    ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

    ▪ Rubik Iso: H29-V64

    ▪ Rubik Puddles: H29-V62

    ▪ Tourney: H37-V66

    ▪ Train One: H29-V64

    ▪ Ewert: H27-V62

    ▪ Londrina Shadow: H41-V67

    ▪ Londrina Sketch: H41-V67

    ▪ Miltonian: H31-V67

    ▪ Rubik Scribble: H29-V65

    ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

    ▪ Tilt Prism: H33-V67
  • OPCIONES

  • Otras Opciones
    Relojes

    1
    2
    3
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    11
    12
    13
    14
    15
    16
    17
    18
    19
    20
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    FECHA
    Fecha - Formato
    Horizontal-Vertical
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    RELOJ
    Reloj - Bordes Curvatura
    RELOJ - BORDES CURVATURA

    Reloj - Sombra
    RELOJ - SOMBRA

    Actual (
    1
    )


    Borde-Sombra

    B1 (s)
    B2
    B3
    B4
    B5
    Sombra Iquierda Superior

    SIS1
    SIS2
    SIS3
    Sombra Derecha Superior

    SDS1
    SDS2
    SDS3
    Sombra Iquierda Inferior

    SII1
    SII2
    SII3
    Sombra Derecha Inferior

    SDI1
    SDI2
    SDI3
    Sombra Superior

    SS1
    SS2
    SS3
    Sombra Inferior

    SI1
    SI2
    SI3
    Reloj - Negrilla
    RELOJ - NEGRILLA

    Reloj-Fecha - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj-Fecha - Rotar
    Reloj - Vertical
    RELOJ - VERTICAL

    SEGUNDOS
    Segundos - Dos Puntos
    SEGUNDOS - DOS PUNTOS

    Segundos

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Ocultar

    ▪ Ocultar

    ▪ Mostrar (s)
    Dos Puntos Quitar

    ▪ Quitar

    ▪ Mostrar (s)
    Segundos - Posición
    TAMAÑO
    Tamaño - Reloj
    TAMAÑO - RELOJ

    Tamaño - Fecha
    TAMAÑO - FECHA

    Tamaño - Hora
    TAMAÑO - HORA

    Tamaño - Minutos
    TAMAÑO - MINUTOS

    Tamaño - Segundos
    TAMAÑO - SEGUNDOS

    ANIMACIÓN
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    TIEMPO ENTRE EFECTOS

    SECCIÓN

    Animación
    (
    seg)


    Avatar 1-2-3-4-5-6-7
    (Cambio automático)
    (
    seg)


    Color Borde
    (
    seg)


    Color Fondo 1
    (
    seg)


    Color Fondo 2
    (
    seg)


    Color Fondo cada uno
    (
    seg)


    Color Reloj
    (
    seg)


    Estilos Predefinidos
    (
    seg)


    Imágenes para efectos
    (
    seg)


    Movimiento Avatar 1
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 2
    (
    seg)

    Movimiento Avatar 3
    (
    seg)

    Movimiento Fecha
    (
    seg)


    Movimiento Reloj
    (
    seg)


    Movimiento Segundos
    (
    seg)


    Ocultar R-F
    (
    seg)


    Ocultar R-2
    (
    seg)


    Tipos de Letra
    (
    seg)


    Todo
    SEGUNDOS A ELEGIR

    0
    0.01
    0.02
    0.03
    0.04
    0.05
    0.06
    0.07
    0.08
    0.09
    0.1
    0.2
    0.3
    0.4
    0.5
    0.6
    0.7
    0.8
    0.9
    1
    1.1
    1.2
    1.3
    1.4
    1.5
    1.6
    1.7
    1.8
    1.9
    2
    2.1
    2.2
    2.3
    2.4
    2.5
    2.6
    2.7
    2.8
    2.9
    3(s)
    3.1
    3.2
    3.3
    3.4
    3.5
    3.6
    3.7
    3.8
    3.9
    4
    5
    6
    7
    8
    9
    10
    15
    20
    25
    30
    35
    40
    45
    50
    55
    Animar Reloj-Slide
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio Automático Filtros
    CAMBIO A. FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    50 msg
    0 seg

    Fecha
    50 msg
    0 seg

    Hora
    50 msg
    0 seg

    Minutos
    50 msg
    0 seg

    Segundos
    50 msg
    0 seg

    Dos Puntos
    50 msg
    0 seg
    Slide
    50 msg
    0 seg
    Avatar 1
    50 msg
    0 seg

    Avatar 2
    50 msg
    0 seg

    Avatar 3
    50 msg
    0 seg

    Avatar 4
    50 msg
    0 seg

    Avatar 5
    50 msg
    0 seg

    Avatar 6
    50 msg
    0 seg

    Avatar 7
    50 msg
    0 seg
    FILTRO

    Blur

    Contrast

    Hue-Rotate

    Sepia
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo entre secuencia
    msg

    Tiempo entre Filtro
    seg
    TIEMPO

    ▪ Normal

    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    Rotación Automática - Espejo
    ROTACIÓN A. - ESPEJO

    ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    NO ESPEJO

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    ▪ Slide
    ELEMENTO A ROTAR

    Reloj
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Dos Puntos 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Fecha
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora, Minutos y Segundos
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora y Minutos
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Slide
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    Avatar 1
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 2
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 3
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 4
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 5
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 6
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Avatar 7
    0 grados
    30 msg
    0 seg
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

    45 90

    135 180
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    0 X




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Seleccionar Hora y Minutos

    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


    Deporte


    Halloween


    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    ▪ Quitar
    Avatar - Opacidad
    Avatar - Posición
    Avatar Rotar-Espejo
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Avatar 4(
    10%
    )


    Avatar 5(
    10%
    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

    20 40

    60 80

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Filtros
    FILTROS

    ELEMENTO

    Reloj
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Fecha
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Hora
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Minutos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Segundos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Dos Puntos
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Slide
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    Avatar 1
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 2
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 3
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 4
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 5
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 6
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia

    Avatar 7
    0 Blur
    100 Contrast
    0 Hue-Rotate
    0 Sepia
    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Videos
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar

    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
    HORAS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL MAESTRO DE ALMAS (Iréne Némirovsky)

    Publicado en enero 23, 2011
    Título original: Le maître des âmes
    Ilustración de la cubierta: AKG―Images / Album
    Copyright © Éditions Denoél, 2005
    Copyright de la edición en castellano
    © Ediciones Salamandra, 2009
    Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
    Almogávers, 56, 7° 2a ― 08018 Barcelona
    ISBN: 978―84―9838―209―9
    Depósito legal: B―1.806―2009


    Nota del editor francés


    Por respeto a la verdad histórica, la presente edición reproduce fielmente el manuscrito publicado por entregas en la revista Gringoire, lo que explica la presencia de algunas inexactitudes o repeticiones en determinados pasajes.




    1


    ¡Necesito dinero!


    ―Le he dicho que no.

    Darío se esforzaba en vano por mantener la calma. En momentos de emoción, su voz sonaba estridente. Gesticulaba. Tenía el tipo levantino, un aire inquieto y ávido de lobo, unos rasgos diferentes de los de allí, un rostro que parecía modelado a toda prisa por una mano febril.

    ―¡Usted presta dinero, lo sé! ―gritó furioso.

    Todos se negaban cuando les rogaba humildemente. Había que usar otro tono. ¡Paciencia! Alternaría el empleo de la astucia con el de la amenaza. No retrocedería ante nada. Mendigaría o le arrancaría el dinero por la fuerza a aquella vieja usurera. Su esposa y su hijo recién nacido sólo contaban con él, Darío, para alimentarlos.

    La mujer encogió sus anchos hombros.

    ―¡Presto con garantías, sí! ¿Qué puede ofrecerme?

    ¡Ah, eso estaba mejor! Había hecho bien en insistir. A veces, la persona a quien se pide responde «no», pero sus ojos dicen «sí». Sigue. Ofrece un servicio, un favor, una contrapartida. No me ruegues, es inútil. Compra. Pero ¿qué podía ofrecerle? Allí no había nada que fuera suyo. Aquella mujer era su casera; desde hacía cuatro meses, Darío ocupaba un piso vacío en el hotelito que la anciana había transformado en casa de huéspedes para emigrantes.

    ―¿Quién no necesita dinero? ―añadió ella―. Corren tiempos difíciles.

    Se abanicaba. Llevaba un vestido rosa. Su cara enrojecida y gruesa permanecía impasible. «¡Mamarracho!», pensó Darío. La mujer hizo ademán de levantarse. Él se precipitó hacia ella.

    ―¡No! ¡Espere! ¡No se vaya!

    ¿Qué más podía hacer? ¿Suplicar? ¡Inútil! ¿Prometer? ¡Inútil! ¿Negociar? ¿Cómo? Ya lo había olvidado. En la escuela de Europa, él, Darío Asfar, joven levantino de los puertos y los tugurios, creía haber adquirido el sentido de la vergüenza y el honor. Ahora tenía que olvidar los quince años pasados en Francia, la cultura francesa, el título de médico francés arrancado con esfuerzo a Occidente, no como quien coge el regalo de una madre, sino como quien roba un trozo de pan a una extraña. ¡Inútiles melindres europeos! No le habían servido para comer. Tenía el estómago y los bolsillos vacíos y las suelas de los zapatos agujereadas, como cuando era joven, pero ahora estaba en Niza, en 1920, y contaba treinta y cinco años. Pensó con amargura que no sabía manejar aquellas armas nuevas, la dignidad y el orgullo, y que debía recurrir a la súplica y el chalaneo, a la probada y vieja sabiduría.

    «Los demás van en manada, organizados, guiados ―pensó―. Yo estoy solo. Cazo en solitario, para mi mujer y mi pequeño.»

    ―¿De qué voy a vivir? ―exclamó―. No conozco a nadie en la ciudad. Ya hace cuatro meses que estoy en Niza. Lo he sacrificado todo para instalarme aquí. En París, la fortuna estaba a mi puerta. No tenía más que esperar. ―Mentía, pero quería convencerla a toda costa―. Aquí, sólo curo a rusos. No conozco más que a emigrantes muertos de hambre. Ningún francés reclama mis servicios. Nadie confía en mí. Será mi cara, mi acento, yo qué sé... ―Mientras hablaba, se pasaba la mano por el pelo azabache, las huesudas y morenas mejillas, los párpados de largas pestañas de mujer que ocultaban a medias unos ojos duros y brillantes―. La confianza no puede forzarse, Marta Alexandrovna. Usted es rusa; sabe lo que es vivir al margen. Tengo un título de médico francés, me he integrado en este país, he adquirido la nacionalidad francesa, pero me tratan como a un extranjero, y así me siento. Hay que esperar. Se lo repito: la confianza no puede forzarse; se solicita, se gana pacientemente. Pero entretanto hay que vivir. Le interesa ayudarme, Marta Alexandrovna. Soy su inquilino. Ya le debo dinero. Si me echa, me perderá de vista. ¿Y qué ganará con eso?
    ―Nosotros también somos unos pobres emigrantes ―repuso ella suspirando―. Son tiempos duros, doctor... ¿Qué puedo hacer por usted? Nada.
    ―El lunes, cuando vuelva mi mujer, todavía débil y con una criatura recién nacida, ¿cómo los alimentaré, Marta Alexandrovna? ¿Qué será de ellos, Dios mío? Présteme cuatro mil francos, y pídame lo que quiera a cambio.
    ―Pero ¿qué garantía puede ofrecerme, desdichado? ¿Tiene acciones?
    ―No.
    ―¿Joyas?
    ―Nada. No tengo nada.
    ―Siempre me dan en prenda una joya, unos cubiertos de plata, unas pieles... Usted no es ingenuo, doctor; comprenda que no puedo ayudar a la gente a cambio de nada. Créame que lo siento. No he nacido para este oficio de prestamista. Soy la generala Muravin, pero ¿qué hacer cuando la vida te agarra de aquí? ―dijo Marta Alexandrovna llevándose la mano a la garganta con un gesto que habría recibido aplausos en su juventud, cuando era una actriz de provincias, ya que el viejo general se había casado con ella cuando se hallaban en el exilio, tras reconocer al hijo que habían tenido juntos. La generala simuló agarrar un collar invisible alrededor de su blanco y grueso cuello―. ¡Todos nos ahogamos en la miseria, doctor, querido doctor! ―añadió empleando la táctica habitual de la gente a quien se pide dinero y, para no darlo con mayor facilidad, dirige hacia sí misma la piedad de la que es capaz―. Yo trabajo como una esclava. Tengo que mantener al general, a mi hijo y a mi nuera. Todo el mundo viene a suplicarme ayuda, pero yo a nadie puedo pedírsela. ―Cogió el pañuelo rosa de algodón que llevaba bajo el cinturón y se enjugó las comisuras de los ojos. Su rojo y grueso rostro, deteriorado por la edad, pero que en la línea de la pequeña nariz, fina y aguileña, y en la forma de los párpados todavía conservaba vestigios de una belleza perdida, quedó bañado en lágrimas―. No tengo el corazón de piedra, doctor.

    «Llorando, me echará de aquí», se dijo Darío con desesperación.

    Los pensamientos acudían a su mente envueltos en una ola de recuerdos. Cuando se decía «Nos echarán de aquí, tendremos que marcharnos, no encontraremos donde caernos muertos, no sabremos adónde ir...», las imágenes que surgían ante él eran producto no sólo de su imaginación, sino también de su cuerpo, que había pasado frío, de sus ojos, irritados por el cansancio tras una larga noche de vagabundeo. No era la primera vez que no sabía dónde dormir, que erraba por las calles, que lo echaban de los hoteles. Pero ahora eso, que le había parecido normal en la infancia, en la adolescencia, en los primeros y miserables años de estudiante, se le antojaba una desgracia peor que la muerte. ¡Sí, Europa lo había malacostumbrado!

    Miró la habitación, los muebles... Tres humildes cuartos encima de la casa de huéspedes; un suelo de baldosas rojas que las finas alfombras apenas cubrían; en el salón, dos sillones de felpa amarilla descolorida por el sol; y en el dormitorio, aquella gran cama francesa donde se dormía tan bien. ¡Cuánto le gustaba aquello!

    Pensó en el niño, al que instalarían en su cochecito en el estrecho balcón. La brisa del mar llegaría hasta él sobre los tejados de la rue France; oiría los gritos de «Sardini, belli sardini!» que por la mañana ascendían del cercano mercado; sus pulmones respirarían el aire fresco y más tarde jugaría al sol. Tenía que quedarse y obtener el dinero de aquella mujer. La angustia, la cólera y la esperanza se alternaban mientras miraba las paredes, los muebles y el rostro de la generala. Apretaba los labios y se creía impasible, pero sus ojos, inquietos, elocuentes, desesperados, lo traicionaban.

    ―¿Va a perderme así, Marta Alexandrovna? Cuatro mil francos, me conseguirá cuatro mil francos. Esperará por el trimestre que le debo. No me echará. Esperará un año. ¿Qué no haré en un año? Con cuatro mil francos podría vestirme decentemente. ¿Cómo voy a entrar así en un gran hotel? ¿Quién va a dejarme pasar? Apesto a miseria... Los botones de varios hoteles de Niza, de Cannes, de Cimiez, han prometido llamarme cuando se necesite a un médico... Pero fíjese en estos zapatos agujereados, en esta chaqueta ―añadió mostrando la tela, que brillaba al sol―. Se lo digo por su propio interés, Marta Alexandrovna. Usted es una mujer. ¿No sabe reconocer un carácter decidido, la voluntad, el coraje? ¡Cuatro mil francos, Marta Alexandrovna! ¡Tres mil! ¡Por amor de Dios!

    La mujer meneó la cabeza.

    ―No. No ―repitió bajando la voz.

    Pero Darío estaba menos atento a lo que decía que a su tono. Las palabras no significaban nada, pero el tono... ¿Había dicho «no» con impaciencia? ¿Tal vez lo había mascullado con cólera? Si la negativa hubiera sido realmente terminante, inapelable, habría gritado enfadada y lo habría echado de inmediato. Aquel «no», aquel tono más suave, aquellas lágrimas y, no obstante, la dura mirada de sus ojos glaucos, que se volvía todavía más impasible, insistente y aguda, significaban que se trataba de una negociación, y ninguna negociación debía asustarlo. Mientras se tratara de cambalachear, regatear, comprar o vender, nada estaba perdido.

    ―¿No hay algo que pueda hacer por usted, Marta Alexandrovna? ―le preguntó―. Sabe que soy discreto y leal. Piénselo. Parece preocupada... Confíe en mí.
    ―Doctor... ―empezó la generala, pero se interrumpió.

    A través del fino suelo les llegaban los ruidos de la casa de huéspedes. Allí vivían, se peleaban, reían y lloraban emigrantes que apuraban sus últimos ahorros, se odiaban o se amaban. Oían las voces, las pisadas ágiles y presurosas de las chicas jóvenes, los pasos cansados y errantes de los ancianos entre sus cuatro tristes paredes. ¡Cuántas intrigas! ¡Y dramas! La generala los conocía todos, por supuesto... Necesitaba a Darío. Y él no retrocedería ante nada. El pánico interior lo invadía como una ola salvaje. ¡Había que seguir viviendo! ¡Al diablo con los escrúpulos, la cobardía y los miedos! ¡Ante todo, continuar respirando, comiendo, viviendo, manteniendo a su mujer y su querido hijo!

    La generala suspiró pesadamente.

    ―Acérquese, doctor... ¿Conoce usted a la mujer de mi hijo, Elinor, esa norteamericana con quien se ha casado? Doctor, le habla una madre desesperada. Son unos críos. Han cometido una estupidez, una locura... ―La generala estrujó el pañuelo y se enjugó la frente y los labios. Justo antes de ocultarse, el sol resplandeció un instante sobre los tejados y penetró en la habitación. Era uno de los primeros días de una primavera tormentosa. La mujer estaba sofocada y jadeaba un poco; parecía más humana, colérica y temerosa―. Mi hijo es un niño, doctor... A ella me parece que no le falta experiencia. Pero el hecho está ahí. No me lo habían contado hasta ahora... Doctor, no podemos permitirnos otra boca hambrienta a la que alimentar... Me hundo bajo el peso de cuantos se han agarrado a mí y esperan su pan cada día. ¿Otro niño? Eso es imposible, doctor...


    2


    En la clínica de Sainte―Marie, Clara, la mujer de Darío, estaba acostada junto a su hijo en una habitación pequeña pero limpia, con la ventana entreabierta y una manta gruesa sobre las piernas.



    Cuando la monja le preguntaba si se encontraba bien, los ojos de Clara se volvían hacia ella agradecidos. Miraba sonriendo la blanca toca y, con tímido orgullo, respondía:

    ―¿Cómo voy a estar mal? ¿Acaso no tengo cuanto necesito?

    Atardecía. Estaban cerrando. No había visto a Darío desde el día anterior, pero todavía confiaba en que viniera. Las hermanas sabían que era médico y le permitían entrar fuera del horario de visita.

    Clara lamentaba que Darío se hubiera negado a dejarla en la sala común. Nunca había tenido amigas. Jamás una relación estrecha con otra mujer. Era huraña, miedosa... En aquellas ciudades extranjeras, todo la asombraba. Había aprendido francés con dificultad. Ahora hablaba la lengua del país, aunque con acento muy marcado, pero se había acostumbrado a vivir al margen. Cuando Darío estaba con ella, no necesitaba a nadie. Allí habría debido bastarle el niño, pero a veces echaba de menos la compañía de las otras mujeres. Las oía reír en la sala común. Debía de ser bonito comparar tu hijo con el de otras... Ningún niño podía ser tan guapo como el suyo, su hijo, su Daniel, ni mamar tan rápido y con tanta avidez, ni tener un cuerpo tan bien formado, con aquellas piernecitas tan ágiles y aquellas manos tan perfectas. Pero su marido quería que tuviera una habitación particular, tranquilidad, comodidad, lujos. ¡Cómo la mimaba su querido Darío! ¿Creía que podía engañarla? ¿Que no sabía ella que su vida era difícil? ¿Acaso no detectaba el cansancio en sus bruscos movimientos, en su voz, en los rápidos gestos de sus temblorosas manos?

    Pero el nacimiento de su hijo la colmaba de paz. No sabía por qué, pero ya no se preocupaba. Estaba demasiado agradecida a Dios como para seguir con preocupaciones. De vez en cuando se inclinaba un poco por el borde de la cama, acercaba la cuna ―más cerca, cada vez más cerca― y la retenía contra ella. No veía al niño, pero lo oía respirar. Luego volvía suavemente el dolorido cuerpo hacia un lado. Soltaba la cuna y cruzaba los brazos sobre los pechos, donde la leche, al subir a esa hora como una marea, latía con una pulsación rápida similar a la de la fiebre. Era tan menuda que los costados, los pechos, las delgadas rodillas apenas abultaban bajo la sábana. Su rostro parecía demasiado joven y, al mismo tiempo, demasiado viejo para su edad; tenía más de treinta años. Algunos rasgos ―la frente estrecha, abombada y sin arrugas, los tersos párpados, aquella sonrisa de dientes blancos, regulares, magníficos, su único rasgo hermoso― eran los de una joven bonita, casi una adolescente; pero en su cabello, crespo y mal peinado, empezaban a encanecer algunos mechones; los negros ojos traslucían tristeza; habían derramado lágrimas, velado, contemplado la muerte en rostros amados, aguardado con esperanza, mirado con valentía; la boca, en reposo, expresaba cansancio, ingenuidad y dolor.

    Cuando las últimas visitas se marcharon, los carritos con la frugal cena empezaron a rodar de puerta en puerta. Las mujeres que alimentaban a sus hijos se preparaban para la toma de la tarde. Los niños lloraban. La monja entró en la habitación de Clara, la ayudó a incorporarse en la cama y le puso al niño en los brazos. Era una mujer fuerte, de rostro rudo, mofletudo y sonrosado.

    Por un instante, ambas miraron en silencio al bebé, que volvía a derecha e izquierda la cabeza, suave y caliente, gimiendo débilmente y buscando el pecho. Pero no tardó en calmarse, y entonces oyeron el confuso murmullo de una criatura satisfecha, feliz, que sorbe la leche y se adormece, y empezaron a hablar en voz baja.

    ―¿Hoy no ha venido a verla su marido? ―le preguntó la monja con el cantarín acento de Niza.
    ―No ―contestó Clara, un poco triste.

    Sabía que Darío no la había olvidado. Tal vez no dispusiera de dinero para el tranvía. La clínica estaba bastante lejos del centro.

    ―Es un buen marido ―afirmó la monja extendiendo las manos hacia el niño.

    Quería cogerlo y ponerlo en la balanza, pero el pequeño abrió los ojos al instante y agitó las manos. Clara lo apretó contra su cuerpo.

    ―Deje. Déjelo. Aún tiene hambre.
    ―Un buen marido y un buen padre ―prosiguió la monja―. «¿Tienen lo necesario? ¿No les falta nada?», me pregunta todos los días. Se nota que la quiere... ¡Bueno, ya está bien! ―exclamó levantándose y cogiendo el niño de los brazos de la madre.

    Clara lo soltó tras hacer amago de retenerlo, con un gesto instintivo que provocó la risa de la monja.

    ―Lo alimenta usted demasiado. ¡Se va a empachar!
    ―¡Oh, no, señora! ―respondió Clara, que no lograba acostumbrarse a llamar «hermana» a la monja que la cuidaba―. Me gusta darle de mamar cuanto quiera porque mi primer hijo murió por no tener bastante leche para alimentarlo ni dinero para comprarla. ―La monja se encogió ligeramente de hombros con una expresión de simpatía, compasión y desdén que significaba: «¡Bah, no eres la única, pobrecita mía! Si yo te contara...» Ante el gesto y la mirada que esbozó bajo la toca, Clara sintió que la amargura y cierta vergüenza inseparable del infortunio la abandonaban. Nunca había hablado con nadie de su primer hijo―. Antes de la guerra, mi marido me dejó sola en París ―dijo rápidamente bajando la voz―. Se marchó a las colonias francesas. Esperaba poder trabajar allí. Somos extranjeros; no nos asustan los viajes ni las separaciones. «Clara, me voy», me dijo. «Aquí nos morimos de hambre. No tengo dinero para tu pasaje. Tú vendrás más adelante.» Apenas había zarpado el barco, enfermé y supe que estaba embarazada. No tenía dinero. Me había quedado sin el humilde empleo que me permitía vivir. Luego, me dijeron: «Tenía que haber ido a este sitio y a este otro.» Pero yo no sabía nada. Ni conocía a nadie. El niño murió, casi de hambre ―añadió bajando los ojos y trenzando febrilmente los flecos de lana de su chal.
    ―Bueno, bueno... Este vivirá ―aseguró la monja.
    ―Es guapo, ¿verdad?
    ―¡Ya lo creo! ―La religiosa deslizó la mano bajo la manta de Clara―. Tiene los pies helados, hija. Voy a calentarle una bolsa de agua. Tápese bien. Los malos tiempos han pasado. Su marido ha vuelto y cuidará de usted.
    ―¡Oh, ahora ya no soy tan boba! ―respondió Clara sonriendo débilmente―. Soy una mujer madura. Y llevo quince años en Francia. No volveré a tener miedo. En aquella época me sentía perdida. Estaba...

    Se interrumpió. ¿De qué servía hablar de aquello? ¿Quién la comprendería? Seguramente, la monja habría cuidado a muchas pobres chicas llegadas de su pueblo que languidecían en las calles de Niza; pero Clara no podía dejar de pensar que su caso había sido peor. Ella había venido de muy lejos, y cada piedra parecía rechazarla, cada puerta, cada calle decir: «¡Vete! ¡Vuelve con los tuyos! ¡Tenemos nuestras propias miserias a las que socorrer, extranjera!»

    La monja deslizó la bolsa de agua caliente bajo sus pies, le sonrió y se fue.

    ―Voy a buscarle la cena ―dijo en el umbral―. ¡Aquí tiene a su marido, hija!

    Ella extendió los brazos desde la cama.

    ―¡Darío! ¡Eres tú! ¡Por fin! ―Clara le cogió la mano y se la apretó contra la mejilla y los labios―. ¡Ya no esperaba verte hoy! ¿Por qué has venido? Es muy tarde. Y estás muy cansado ―añadió.

    Aunque Darío aún no había abierto la boca, su esposa sabía que estaba angustiado. Lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza y apoyó la cabeza contra su pecho, mientras él se sentaba en el borde de la cama.

    ―¿Estás bien? ¿Y el niño? ¿No ha pasado nada? ¿Nada malo? ―le preguntó Darío.
    ―No, nada, ¿por qué? ―Hablaban en francés, griego o ruso, mezclando las tres lenguas. Clara le acarició los dedos―. ¿Por qué, cariño? ―El no respondió―. Te tiemblan las manos ―observó.

    Pero no le preguntó más. Retuvo entre las suyas las manos de su marido, que poco a poco dejaron de temblar.

    ―¿Estás bien? ―volvió a preguntarle él con ansiedad.
    ―Estoy bien. Como una reina. Tengo cuanto puedo desear; pero...
    ―¿Pero?
    ―Me gustaría volver a casa, volver contigo cuanto antes. ―Observó el rostro cansado e inquieto de su marido, su ropa arrugada, la corbata mal anudada, la chaqueta, a la que le faltaban botones, sin cepillar...―. ¿Es verdad lo que me has dicho, Darío? ¿Que tienes muchos enfermos y que no te falta de nada?
    ―Es verdad. ―La monja entró con la bandeja―. Come ―la apremió Darío―. Mira qué caldo tan bueno. Come deprisa, que va a enfriarse.
    ―No tengo hambre.
    ―Debes comer para tener buena leche.

    Clara tomó varias cucharadas, que se metía en la boca sonriendo, y con apetito creciente se terminó la ligera cena.

    ―¿Y tú? ¿Has cenado? ―preguntó a su marido.
    ―Sí.
    ―¿Antes de venir?
    ―Sí.
    ―¡Ah! ¿Por eso has llegado tarde?
    ―Sí. ¿Ya estás tranquila?

    Clara sonrió. Él cogió un trozo de pan que había quedado en la bandeja y lo escondió en la mano. Para no cansar a Clara, habían colocado una hoja de papel azul en la lámpara, a modo de pantalla. La habitación se hallaba en penumbra, pero Clara vio que, disimuladamente, Darío comía el trozo de pan con avidez.

    ―¿Todavía tienes hambre?
    ―No, claro que no.
    ―Darío, ¡no has cenado!
    ―Pero ¡qué cosas dices! ―exclamó él con tono cariñoso―. Clara, tranquilízate. No te preocupes. Las preocupaciones no son buenas para el niño. ―Conteniendo la respiración, Darío se inclinó sobre la cuna―. Será rubio, Clara...
    ―No, no puede ser. Con lo morenos que somos los dos... Pero ¿nuestros padres...?

    Se esforzaron en recordar. Él se había quedado huérfano al poco de nacer. Clara había huido de la casa paterna a los quince años para seguir a un vagabundo del que estaba enamorada. De las profundidades del pasado, como siluetas entrevistas al final de un largo camino cuando empieza a anochecer, surgieron unos rostros pálidos y borrosos: una mujer prematuramente envejecida cubierta con una gran pañoleta negra que le llegaba hasta las cejas; otra, siempre borracha, con la boca muy abierta, farfullando insultos y maldiciones ante un niño endeble y aterrorizado; el padre de Clara, con su arrugada frente y la larga barba gris desparramada sobre el pecho; el de Darío, el Griego, el miserable vendedor ambulante. De éste, Darío se acordaba mejor: era su viva imagen.

    ―Nuestros padres eran morenos, como nosotros.
    ―¿Y nuestros abuelos?
    ―Ah, ésos...

    No los habían conocido. Cuando sus hijos se habían marchado y emigrado lejos, se habían quedado en sus lugares de origen, Grecia, Italia, Asia Menor. Para sus descendientes, era como si los abuelos nunca hubieran existido. Puede que alguno de ellos, de aquellos levantinos desaparecidos, hubiera tenido al nacer aquella pelusa rubia, aquella piel clara... Tal vez.

    ―Pero, Clara, ¿cómo quieres que conociéramos a nuestros abuelos? ¿Te crees francesa?

    Sonrieron. Se entendían bien. No sólo los unía la carne, el pensamiento, el amor; además, habían nacido en el mismo puerto de Crimea, hablaban la misma lengua, se sentían hermanos. Habían bebido en la misma fuente, compartido un pan amargo.

    ―La madre superiora vino a verme después del parto. Me preguntó si la familia estaba contenta. Darío, a la hora de las visitas, en las habitaciones vecinas oigo a los abuelos y las tías exclamar: «Se parecerá al abuelo, al primo Jean, a tu tío, el que murió en el catorce.» Nunca había oído algo así. Traen pequeños envoltorios. La hermana dice que son baberos, vestiditos, sonajeros, pellizas... Y esas camisolas que se hacen con sábanas viejas... ―añadió en voz baja. Estaba cansada. Hablaba despacio, se interrumpía y respiraba con dificultad. No encontraba palabras para expresar su asombro, su admiración al imaginar a aquellas familias inclinadas alrededor de una cuna, aquellas sábanas gastadas por el roce de los cuerpos, noche tras noche, durante una larga vida, con que se hacían camisolas y pañales para un recién nacido―. «Nosotros no tenemos familia», le digo a la monja que me cuida. «No le importamos a nadie. Nadie se alegrará del nacimiento de nuestro hijo. Nadie lloró la muerte del otro.» Ella me escucha. Pero no lo comprende.
    ―¿Cómo quieres que lo comprenda? ―respondió Darío encogiéndose de hombros.

    Le preocupaba el cansancio y la agitación de Clara. Quiso hacerla callar, pero al final, mientras hablaba, fue quedándose dormida con la frente apoyada en su brazo. La hermana entró y cerró la ventana y los postigos sin hacer ruido. En la clínica de Sainte―Marie temían al aire nocturno.

    ―¿Estás ahí, Darío? ―murmuró Clara, abriendo los ojos de repente y con tono angustiado―. ¿Eres tú? ¿De verdad eres tú? ¿Vivirá el niño? ¿Estará bien cuidado? ¿No le faltará de nada? ¿Vivirá? ―repitió, y despertó del todo. Sonrió―. Cariño, perdóname, estaba soñando. Vete ya, ¡anda! Es tarde. Hasta mañana. Te quiero.

    Él se inclinó y la besó. Con un gruñido amistoso, la monja lo empujó hacia la puerta: eran más de las ocho. En los pasillos estaban encendiendo las lamparillas azules que de noche sustituían a las luces diurnas y, en determinadas puertas, bajo los números de las habitaciones donde se hallaban acostadas las mujeres operadas, las enfermas graves, una monja conectaba pequeños letreros luminosos que rezaban: «Silencio.»

    Fuera hacía una hermosa noche primaveral. Darío aspiró el aroma, familiar desde su infancia, a jazmín, pimienta y brisa marina, común a Crimea y todo el Mediterráneo.


    3


    La generala le había prometido el dinero para el día siguiente. Pero esa noche, Darío aún no tenía nada. Recorrió el camino desde la clínica hasta casa andando. Ante su puerta, una mujer intentaba leer el número del inmueble, mal iluminado por la llama de una lámpara de gas. Llevaba la cabeza descubierta y un chal sobre los hombros. Respiraba agitadamente. Parecía impaciente y angustiada.



    ―¿Es aquí donde vive el médico? ―preguntó al ver a Darío.
    ―Sí, soy yo.
    ―¿Puede venir enseguida, doctor? Se trata de mi jefe. Es muy urgente.
    ―Por supuesto. Usted primero ―respondió Darío lleno de esperanza.

    Echaron a andar por la calle desierta. Sin detenerse, Darío se arregló la corbata, se pasó la mano por el espeso cabello e, incómodo, se tocó las mejillas mal afeitadas.

    Pero de pronto la mujer se paró. Vaciló, se acercó y lo observó con atención.

    ―¿Es usted el doctor Levaillant?
    ―No ―murmuró Darío―. También soy médico, pero...

    La mujer lo interrumpió.

    ―¿No es el doctor Levaillant?
    ―Vive allí enfrente, en el número treinta de esta misma calle. Si no lo encuentra ―añadió intentando retener por la manga a la mujer, que ya se alejaba―, estaré en casa toda la noche. Vivo encima de la pensión Mimosa's House. Soy el doctor Asfar.

    Pero la mujer ya había cruzado la calle corriendo y estaba llamando a una puerta. Darío entró en casa.

    Ojalá se llamara Levaillant, Massard, Durand... ¡Qué sueño! ¿Quién iba a confiar en él, Darío Asfar, con esa cara y ese acento extranjero? Conocía al doctor Levaillant, su vecino. Cómo envidiaba su barba gris, su aspecto bonachón y tranquilo, su cochecito, su preciosa casa...

    Subió lentamente la escalera común a su vivienda y la casa de huéspedes. Volvió a pensar en Clara y en el niño, su felicidad, sus únicos amores. Tenía un hijo, ¡él, Darío Asfar! Buscó en su corazón a qué dios, a qué hados podía implorar, a quién pedir que protegiera a su hijo. Pero no sentía el lógico orgullo paterno. Estaba preocupado, abrumado. Con un gesto característico, se pasaba la mano a lo largo de la cara constantemente. No le habría gustado transmitir a su hijo sus atormentadas facciones, aquella piel oscura, aquella alma.

    Entró. Allí no se sentía a gusto. No se sentía en casa. En realidad nunca y en ningún lugar se había sentido en casa. Encendió la luz y se sentó en una silla. Tenía hambre, un hambre que lo atormentaba desde la mañana. El pedazo de pan que había comido en la clínica, lejos de calmarla, no había hecho más que aumentarla. Abrió el aparador y los cajones de la mesa, aunque sabía perfectamente que no encontraría ni carne ni pan ni dinero.

    Pasaba una y otra vez ante un pequeño espejo que colgaba de la pared, y se avergonzaba de las miradas de reojo que le lanzaba su imagen, de su palidez, del rictus amargo y desesperado de sus labios, de sus temblorosas manos.

    ―Una noche transcurre enseguida ―murmuró para tranquilizarse, obligándose a burlarse de sí mismo―. ¿Es la primera vez que pasas hambre? ¡Acuérdate del pasado, Darío!

    Pero los recuerdos daban a la miseria del presente una resonancia, una magnitud casi insoportable.

    «Qué mal me he acostumbrado... ―se dijo con desprecio―. Sé que mañana comeré. ¿No es suficiente? Antaño... »

    Pero sabía que antaño no había sido más que un pilluelo andrajoso que podía mendigar, o robar (se acordó de aquella carreta cargada de sandías que había hecho volcar con otros chavales del puerto, y de la huida con la lisa y fresca fruta dentro de la camisa, apretándola contra la piel desnuda). Todavía conservaba el sabor de aquella pulpa roja en la boca y sentía crujir las negras pepitas entre sus dientes. Las incursiones en los mercados, las correrías por los huertos... Sonrió y soltó un gemido.

    Ahora ya no podía mendigar una comida, pedir unas monedas para comprar pan. Era más delicado, más exigente, más cobarde. Sobre todo, debía guardar las apariencias, mantener la ficción del bienestar, de una situación desahogada, a costa de los sacrificios que fuera, de las mentiras que hiciera falta. Así que desde que su mujer estaba en la clínica, a veces, harto de esperar pacientes tras la puerta cerrada, iba a pasear al campo, con la cartera bajo el brazo para disimular.

    Durante los últimos días, tan difíciles, ni siquiera había intentado obtener dinero vendiendo alguna cosa, como cuando estudiaba en París. Y habría podido hacerlo. Tenía algunos libros. Pero creía que todos los habitantes de Niza lo reconocerían. Era una ciudad de provincias; las comadres chismorreaban y las porteras estaban al acecho en los portales de las casas desde primera hora de la mañana. Los pequeños comerciantes del barrio lo seguían con la vista cuando salía de casa. Temía hasta las irónicas y penetrantes miradas de los cocheros, que fingían dormir al sol con una flor entre los labios esperando a los clientes, mientras a su lado el caballo agitaba las largas orejas bajo el sombrero de paja. Sí, allí todos lo espiaban, todos lo denunciarían. Allí nadie estaba perdido, misericordiosamente solo, como en París. Todos detestaban a aquel joven mal vestido de acento extranjero, a aquel desgraciado, a aquel pobre, pensaba. ¿Qué ocurriría si lo vieran recorriendo las calles de la ciudad con un paquete bajo el brazo, intentando vender unos libros? «¡No, imposible!», se dijo.

    La noche era cálida, un tanto bochornosa. Se quitó la chaqueta, se arrancó el cuello duro y cogió un periódico vespertino, pero las líneas le bailaban ante los ojos. El hambre crecía, excavaba en su interior ese camino que va del cuerpo hasta el fondo mismo del alma, acarreando una ola de ideas odiosas, desesperadas, indignas. Recreaba la imagen de la generala y de Elinor, y no sólo no tenía remordimientos, sino que sentía una satisfacción cruel y cínica. Puede que la generala estuviera en lo cierto. ¿Por qué había que alegrarse de traer un hijo al mundo? ¿Sería capaz al menos de alimentar a esa criatura de la que tan orgulloso estaba?

    Al otro lado de la calle había un pequeño restaurante. Desde su ventana, Darío veía un comedor iluminado y varias mesas cubiertas con largos manteles blancos. De vez en cuando, un camarero se acercaba a la ventana y cogía los platos ya preparados, dispuestos tras los escaparates para tentar a los transeúntes. Pan dorado, un cesto de melocotones, un bogavante frío erizado de aguijones, vino italiano en una botella redondeada envuelta en paja trenzada... En ese momento, una pareja que iba del brazo se detuvo y el hombre señaló con su bastón la oferta del pequeño restaurante. Entraron. «Cenarán bien», pensó Darío.

    Se levantó y pegó la cara al cristal, pero la ventana se alzaba como una barrera entre él y la comida. Abrió y se asomó. Trató de aspirar el olor que debía de escapar por el iluminado respiradero, un aroma sin duda delicado, a sopa caliente, mantequilla cara, verdura hervida a fuego lento y rehogada en la sartén, carne... Pero estaba demasiado lejos. Lo que le llegó fue el olor de unas flores chafadas, que se le subía a la cabeza y lo empalagaba. Bajo su ventana, un hombre y una mujer sentados en un banco se abrazaban en la penumbra. En Darío el hambre se mezclaba con otros deseos. Quería la carne y el vino, el pan y la mujer, las jugosas frutas en su lecho de crema y aquellos pechos desnudos, cuya lustrosa blancura, súbitamente surgida de las tinieblas, creía adivinar. Pero los novios se levantaron y se alejaron, cogidos de la cintura y con andares tambaleantes, como si hubieran bebido. Maldijo entre dientes. ¿Por qué para otros la vida tenía un sabor sutil y delicioso? En él era un alimento crudo y grosero que había que buscar con esfuerzo, que arrancar con empeño. A dentelladas, cuando no había más remedio. ¿Por qué?


    4


    Clara volvería a casa al día siguiente. Con los cuatro mil francos de la generala, Darío había pagado las deudas más apremiantes, las que lo perseguían desde París y las de ahora, las de Niza. Ahora iba con la cabeza alta. Ya no pasaba pegado a la pared y cabizbajo ante la puerta de la panadería, ni delante de la carnicera, que se ufanaba entre las ristras de salchichas en su tienda llena de espejos. Por fin había comprado el cochecito para el niño, una cuna y un abrigo para Clara, que no tenía otra ropa que la que llevaba al ingresar en la clínica. En cuanto a él, había comido y bebido, encargado un traje nuevo y dado una señal, y todavía le habían sobrado mil francos que había ingresado en un banco.



    Pero además su suerte había cambiado: el día anterior lo había llamado una pareja de jóvenes funcionarios que llevaba veinticuatro horas en Niza. Su hijo había enfermado de repente durante la noche, entre maletas a medio deshacer y la paja de la mudanza, que todavía cubría el suelo.

    El matrimonio lo había recibido como a un salvador. Lo habían escuchado con agradecimiento, respeto y afecto. ¡Qué bueno se había sentido! ¡Con cuánta dulzura les había hablado! ¡Qué felicidad había experimentado tranquilizándolos, halagando a la madre! («No es nada, una simple laringitis. Mañana habrá remitido. ¡Qué hombrecito tan guapo!¡Qué niño tan fuerte! Duerma tranquila, señora. No se preocupe, caballero. ¡Es una nimiedad! ¡No es nada!»)

    Le habían dado las gracias, acompañado a la puerta y alumbrado mientras bajaba la escalera. Se habían felicitado mil veces por aquella afortunada casualidad, por la suerte que habían tenido al encontrar de aquel modo, en su desesperación, en aquella ciudad desconocida, a un médico tan competente, tan servicial, tan amable.

    «¿Será verdad que los malos días han pasado? ―había pensado Darío―. Parece que nunca los olvidarás, y luego qué rápido se van... ¿Por qué he desesperado? ¿Por qué he actuado mal?»

    La felicidad lo volvía virtuoso. Elinor había guardado cama cuarenta y ocho horas, y ahora se encontraba estupendamente. Era una norteamericana coriácea. Estaba claro que no se trataba de la primera vez...

    Darío había cenado y ahora dormía. Esa noche era la última del Carnaval. A causa de los gritos de la gente bajo la ventana y los estallidos de los fuegos artificiales, al principio no oyó que llamaban a la puerta. Por fin, las voces llegaron a sus oídos. Abrió y se encontró ante la generala despeinada y jadeante, con un chal de seda escarlata sobre un camisón largo y tieso, a la moda de antaño, que le llegaba a los pies.

    ―¡Deprisa! ¡Deprisa, doctor! ¡Por lo que más quiera, mi hijo se ha matado!

    Darío se vistió a la carrera y bajó tras ella. En el salón de la casa de huéspedes, el hijo de la generala, un joven alto, flaco y encorvado, pálido y mal afeitado, que tenía la expresión altiva y estúpida de un galgo, se había cortado las venas con una navaja y estaba desangrándose derrumbado en el canapé de cutí gris. Aquel chico era el marido de Elinor, la única ausente. Todos los pupilos de la casa de huéspedes se hallaban despiertos y hacían corro alrededor del canapé. Se veían toallas húmedas esparcidas por el suelo y barreños llenos de agua sobre los muebles. El canapé, que se transformaba en cama por la noche, estaba en el centro del salón, y las sábanas ensangrentadas formaban un rebujo en un rincón. La navaja que había usado el herido también se veía en el suelo, todavía abierta, y cada poco alguien la pisaba, se cortaba y, con un grito de dolor, la apartaba de una patada; todo el mundo estaba tan pendiente de la escena que se desarrollaba ante sus ojos que a nadie se le ocurría recogerla. Con la característica prodigalidad rusa, habían encendido las luces no sólo del salón, que se hallaba iluminado por una enorme araña antigua de tres niveles cubierta de polvo, sino también de las mesas, las habitaciones contiguas y cualquier sitio donde hubiera una lámpara. Las ventanas estaban cerradas; faltaba el aire. Varias mujeres a medio vestir rodeaban a Darío. Una de ellas, alta, delgada y con los ojos hundidos, en camisón, con un velo de gasa flotando sobre los largos cabellos, un cigarrillo entre los labios y descalza, repetía en tono autoritario tirando de una manga a Darío:

    ―Hay que llevarlo a su habitación.
    ―No, princesa, sabe que eso es imposible ―le contestó otra―. No tiene habitación. La suya la ha alquilado la baronesa, que está durmiendo con un francés.
    ―Pues habrá que levantarlos.
    ―¿A un francés? No se levantará. ¿Cómo va a comprender esto un francés?

    La generala, sostenida por su suegra, una anciana de pelo cano y mandíbula caída y temblorosa que llevaba una camisola de lana negra, se había agarrado con ambas manos a la madera del canapé y no quería soltarse. Su marido estaba en un rincón, sentado en una silla, apretando contra su pecho un bulldog leonado. El general era un viejecillo delgado y canoso, con el mentón adornado por una pequeña perilla. Lloraba en silencio abrazado al perro, que soltaba largos y lastimeros gañidos.

    ―¡El perro le ladra a la muerte! ―gimió la generala―. ¡Mi hijo se muere! ¡Se va a morir!
    ―¡Apártense! ―ordenó Darío, pero nadie lo oyó.
    ―Marta Alexandrovna, ¡cálmese! ¡Domínese, por amor de Dios! ―chillaba una de las mujeres con tono histérico―. ¡Hay que mantener la calma!
    ―¿Dónde está su mujer? ¿Dónde está Elinor? ―preguntó el médico.
    ―¡Lo ha matado ella! ―clamó la generala―. ¡Es culpa de esa perdida, de esa fulana de baja estofa, de esa norteamericana a quien sacó del arroyo! ¡Se ha ido esta mañana! ¡Lo ha abandonado! ¡Ha querido matarse por ella!
    ―¡Qué pecado! ¡Qué vergüenza! ―sollozaba la anciana de la camisola negra―. ¡Mitenka, corazón mío, corazón de tu abuela! ¡Se nos muere! Ya vi morir a mi marido y a mis dos hijos bajo las balas de los bolcheviques, Mitenka, ¡mi único amor en este mundo!
    ―«No te cases con ella», le decía yo ―gemía la generala, cuya voz de contralto se elevaba sin dificultad sobre el guirigay―. Un Muravin no se casa con una hija de las calles de Chicago. ¿Acaso sé yo de dónde venía? Antes de casarse con mi hijo se había acostado con toda la ciudad. ¡Una norteamericana, con el corazón más duro que una piedra! ¿Cómo iba a comprenderlo? ¿Cómo iba a comprender un alma como la suya? ¡Mitenka! ¡Mitenka!

    Entretanto, gracias a los cuidados de Darío, Mitenka había abierto los ojos. Las dos mujeres arrodilladas ante él le cubrían las manos de besos. El médico abrió la ventana de par en par. En aquella habitación cerrada, el aire se había tornado irrespirable.

    ―¡Cierre la ventana! ―le gritó la abuela―. ¡Está desnudo! ¡Va a coger frío!

    Las mujeres más jóvenes, que hasta ese momento habían ocupado el escenario entrando y saliendo alocadamente, chocando en las puertas unas con otras y derramando el agua de las palanganas que traían y llevaban, trataron de tranquilizarla.

    ―¡No, Anna Efimova! ¡Tiene que entrar aire! ¡El aire puro es bueno! ¡El aire puro no es peligroso!
    ―Entonces, ¡tápenlo, tápenlo! ¿Lo ven? ¡Ha vuelto a desmayarse! ¡Está tiritando! ¡Cierre la ventana! ¡Ciérrela!
    ―¡Al revés! ¡Ábrala! ¡Ábrala del todo! ―gritaron las jóvenes.

    Darío, harto de rogar «Apártense» y «Déjenlo», agarró a la generala por las muñecas y la obligó a sentarse en un sillón.

    ―¡Se ha desmayado! ―exclamaron las mujeres―. ¡Agua! ¡Agua!
    ―¡Doctor! ¡Sálvelo, doctor! ―gritó el general levantando al fin la cabeza, que hasta ese momento había mantenido entre la pelambre de su bulldog.
    ―No se preocupe, general, las heridas son muy superficiales.
    ―¡Doctor! ¡Sálvelo! ―exclamó la generala y, zafándose de las manos que la retenían, volvió a arrojarse de bruces ante el canapé, cogió la mano de Darío y la cubrió de besos―. ¡En nombre de su mujer! ¡En nombre del bebé que acaba de darle! ¡No lo olvidaré aunque viva cien años! ¡Es mi hijo!
    ―Pero si no es nada... Son heridas insignificantes. Déjenlo tranquilo y en veinticuatro horas ni se le verán.
    ―¡Mamá! ―gimió el herido, y se echó a llorar―. ¡Elinor!
    ―¡Hijo mío! ¡Mitenka, corazón mío! ―exclamó su abuela, y las lágrimas, las pequeñas y escasas lágrimas de la vejez, brotaron de las comisuras de sus ojos y resbalaron por sus mejillas―. ¡Dios lo bendiga, doctor! ¡Le ha devuelto la vida!
    ―¿Está a salvo? ¿Me lo jura, doctor? ¿Está a salvo mi hijo?

    De pronto, la generala se abalanzó sobre Mitenka, lo agarró por los hombros y lo sacudió con la mirada centelleante por la cólera.

    ―¡Idiota egoísta! ¿No has pensado en tu madre, en tu padre, en tu pobre abuela? ¡Matarse por una golfa! ¡Por una mujer de la calle, por una maldita norteamericana!

    Una vez más, las mujeres la rodearon, solicitas.

    ―¡Marta Alexandrovna! ¡Cálmese! ¡Le va a dar algo! ¡Y él! ¡Mírelo, se ha puesto pálido! ¡Doctor, doctor, un calmante para la generala!
    ―Mamá, tus reproches me desesperan ―gimió Mitenka―. ¡Pero quiero a Elinor!
    ―Volverá, cariño, volverá ―aseguró su abuela.
    ―Compórtate como un hombre, hijo mío ―murmuró el general y, en su emoción, le apretó la cabeza al perro con tanta fuerza que el animal soltó un gañido desgarrador.
    ―¡Si vuelve ―aulló la generala―, la echo a patadas, la estrangulo con mis propias manos! ¡La arrojo al arroyo del que salió! ¡Una pelandusca a la que he tratado como a una hija! ¡Con todo lo que he hecho por ella! Y mira que veía cosas... pero cerraba los ojos, ¡por Mitenka! Preparaba la comida, yo, la generala Muravin, sacaba la basura, hacía la cama de esa maldita norteamericana... He pagado cuatro mil francos por... Pero ese dinero ¡lo quiero! ¡Va a devolvérmelo! ―gritó de pronto volviéndose con rabia hacia Darío―. ¡Mañana! ¡Mañana sin falta! ¡Quiero el dinero que me he gastado por esa fulana!

    Afortunadamente, se desvaneció al instante a los pies del herido, que había vuelto a desmayarse.

    El médico aprovechó para hacer salir a las mujeres de una vez.

    Cuando se quedó solo, condujo a la generala a la habitación contigua y le arrojó a la cara el contenido de una palangana de agua. La mujer volvió en sí.

    ―¡Doctor! No reconozco las deudas de mi nuera ―dijo en cuanto abrió los ojos―. Le ruego que me pague de inmediato lo que me debe.
    ―¿Está usted loca? ―gritó Darío a su vez―. ¿Qué culpa tengo yo de que su nuera se haya ido?
    ―¡Ninguna, pero no habré de oír que casi ha matado a mi hijo y me ha sacado cuatro mil francos! ¿Sabe lo que suponen cuatro mil francos para nosotros? Para dárselos he tenido que vender el anillo de pedida y los santos iconos de una amiga, que me los había dejado como garantía de un préstamo. Lloraba, me besaba las manos, me suplicaba que esperara ocho días. ¡He causado la desesperación de una amiga de la infancia por esa mujer! ¡Y encima el hijo no sería de Mitenka, seguro!

    «Parece que eso es lo que más le duele ―pensó Darío, que apenas podía contener una risa nerviosa―. ¡Que el niño que ha matado no fuera de Mitenka!»

    ―Pero ¡yo tampoco tengo dinero! ―gritó―. Deme tiempo para ganarlo. ¿De dónde quiere que lo saque? He saldado antiguas deudas. Me quedan mil francos, y mi mujer y mi hijo vuelven de la clínica mañana. Además, ese dinero es mío. ¡Me lo he ganado!

    La generala rió por lo bajo.

    ―¿Y va a explicar cómo?
    ―¿Y usted?
    ―Entonces, ¿es un chantaje? ―farfulló la mujer, furiosa.
    ―Pero... ¡maldita loca! Comprenda que...
    ―¡Yo lo único que comprendo es que a mí nadie me paga! Todos los que están aquí viven a mi costa. Mi marido es un pobre hombre incapaz de ganarse el pan que come, y mi hijo, poco más o menos. Trabajo para ellos sin descanso. ¡Yo, la generala Muravin! ¡Yo, una artista! Ese dinero me salió de las entrañas. ¡Pero no había más remedio! ¡Por Mitenka! Y ahora esa mujerzuela se ha ido, ¿y encima tendré que vivir viendo cómo su mujer y usted se dan la gran vida con mi dinero? Escúcheme bien, doctor. Los dos mantendremos en secreto este asunto familiar; pero si mañana no recibo el dinero, ya puede marcharse y buscarse otro sitio. Sin embargo, como me debe un trimestre retendré todas sus pertenencias. Me quedaré con sus maletas, ¡y la ciudad entera se enterará de que ha tenido que salir de mi casa de mala manera!

    De pronto, Darío vio su reputación comprometida, su futuro en peligro. Mas no reaccionó con rebeldía. La vida no lo había preparado para rebelarse, sino para la obstinación, para la paciencia, para el esfuerzo, constantemente defraudado y vuelto a renovar, para la aparente resignación, que aumenta y concentra las fuerzas del alma.

    ―Basta, Marta Alexandrovna ―murmuró―. Mañana tendrá su dinero.


    5


    Darío comprendió que la generala, como todas las mujeres acostumbradas a reinar despóticamente sobre familias aterrorizadas, nunca se paraba a pensar si algo era lógico y posible; reclamaría lo suyo con la tozudez de una mula y acabaría obteniéndolo. Tenía que conseguir el dinero ese mismo día.



    Había pasado el resto de la noche dando vueltas en la cama, pero se levantó en cuanto amaneció. Tenía que salir enseguida; puede que se le fuera el día en gestiones. Si disponía de más horas, más oportunidades tendría. Pero cuando salió de casa aún no sabía adónde se dirigía. De pronto, su mente parecía dotada de una fuerza y agilidad sorprendentes. Se lanzaba en todas las direcciones posibles buscando una salida, explorando en un instante todos los caminos, como un animal perseguido por el cazador.

    Pensó en los jóvenes funcionarios a cuyo hijo había cuidado. No, imposible. «Y si se dejan ablandar ―se dijo―, algún día hablarán. Entonces ¿quién creerá en mí? ¿Quién me llamará? ¿Quién pondrá su vida en mis manos?» Mentalmente repetía las mismas frases una y otra vez: «¡Ni un céntimo, una mujer que acaba de parir, un hijo recién nacido y dinero que obtener antes de mediodía, si mañana y los días siguientes quiero vivir! ¿Quién me ayudará? ¿Quién?»

    En ese momento se acordó de Ange Martinelli, a cuyo hijo trataba. Ange era jefe de comedor en Montecarlo, en el nuevo gran hotel que habían construido junto al casino. Tenía su domicilio particular en Niza, detrás de la iglesia de Sainte―Réparate, y allí vivía su hijo. El chico, de veinte años, estaba enfermo y el padre había llamado a Darío como último recurso, como quien acude a un curandero, a un charlatán, cuando todo lo demás falla. Se trataba de la única esperanza de Darío, porque Martinelli tenía dinero.

    Era demasiado temprano para presentarse en su casa. Se detuvo a hacer tiempo en los soportales. El olor a fruta confitada que salía por un respiradero de Vogade le revolvió el estómago. ¿Llegaría el día en que volvería a morirse de hambre, en que husmearía el rastro de la comida como un animal famélico?

    La calle estaba llena de tiendas con puertas de espejo, y cada una le devolvía su imagen, su sombrío y ansioso rostro, sus puntiagudas orejas, sus largos dientes. Odiaba parecerse a todos aquellos vendedores de alfombras, de anteojos, de postales obscenas, que merodeaban ya desde la plaza Masséna hasta el paseo de los Ingleses. Sí, aquella vida de aventuras, de trapicheos, era el destino que le había tocado en suerte desde la infancia, como a ellos, aquella purria levantina, sus hermanos. Entonces, ¿no se diferenciaba de ellos en nada? Cuánto se les parecía en las facciones, en el acento, en la espalda estrecha, en los brillantes ojos lobunos...

    Por fin, llegó a la casa. Martinelli ocupaba un piso muy modesto en un viejo edificio oscuro, a la sombra de Sainte―Réparate.

    «Es un fenómeno ―pensó Darío con amargura―. Está forrado pero siempre vivirá así. Un aparador de madera blanca, vino rosado, pescado frito del Var en una bandeja desportillada... En cambio, yo... yo debo aparentar. No puedo dejar traslucir mi miseria, necesito muebles, ropa decente, una fachada, una envoltura. Un jefe de comedor puede permitirse ser un asceta.»

    Llamó. En el rellano, común a dos viviendas, una chica con las piernas desnudas hacía correr el agua de una fuente sobre un pececillo rojo que tenía en la mano. Darío le lanzó una mirada viva y ardiente. A veces el deseo lo asaltaba de improviso en los momentos más duros de su vida, como si todas las heces del fondo de su alma ascendieran a la superficie.

    Le abrió Martinelli.

    ―Hola, doctor. Adelante.
    ―¿Cómo ha pasado la noche?
    ―Como siempre... Ha tenido fiebre. Estaba agitado. Esta mañana le ha bajado a treinta y siete.
    ―¿Con hemotipsis?
    ―No.

    Martinelli estaba en mangas de camisa. Era un hombre bien plantado, de rostro ancho y rubicundo, pelo muy negro y ojos extremadamente vivaces; los entornados párpados dejaban escapar su viva mirada, una mirada directa y segura, fulminante, que debe verlo todo, juzgarlo todo, no pasar nada por alto, común a cualquier jefe, ejerza en las filas del ejército o en una cocina. Parecía leer los pensamientos de Darío.

    ―¿Tenía que venir a verlo hoy, doctor?
    ―Me ha parecido preferible.

    Martinelli lo hizo pasar al comedor.

    ―Ahora está durmiendo. No se imagina usted la vida que llevo... Estoy reventado. Ayer, la gala Oro y Plata. Esta noche, la gala de las Perlas. Un trabajo de esclavo, nadie en quien apoyarme, y este chico... ―Apretó los labios con fuerza―. Este chico... ¡Un futuro tan prometedor! ¡Jefe de cocina cuando hubiera querido! Tenía dotes, talento para la cocina. Y tan amable, tan afectuoso... Pero supongo que está fastidiado... ―Martinelli miró a Darío con una mezcla de cólera y esperanza―. ¡Fastidiado a los veinte años! ¡No hay derecho! ―exclamó con voz sorda y angustiada―. ¡Hay que salvarlo, doctor! Siga intentándolo, pruebe lo que sea ―murmuró.

    Oyeron toser al enfermo.

    ―Lo curaré, se lo juro. Usted mismo puede comprobar que se encuentra mejor. Hay un progreso evidente. Es joven y está bien cuidado... No pierda la esperanza.

    Habló tanto rato y en un tono tan convincente que el jefe de comedor respondió agradecido:

    ―Nunca podré pagarle todos sus cuidados, doctor.

    «Es el momento», pensó Darío con la boca seca.

    ―Yo también tengo que suplicarle algo ―dijo bajando la voz―. Présteme dinero, Martinelli, ¡sálveme! ―No, no era eso lo que debía decir. ¿Para qué pedir compasión? Nadie daba nada por nada. Lo sabía; había vivido lo suficiente para aprenderlo y no olvidarlo jamás―. Lo sé, el dinero es el dinero. Pero ¿no podría apostar por mí? Usted juega en las carreras, lo sé. Considéreme como a un caballo que puede hacerle ganar el doble, el triple de lo que arriesgue por él. Tengo salud, juventud, títulos, conocimientos, una profesión. Soy un buen médico. Sabe que estoy cuidando bien a su hijo. Pero aquí no me conocen. Estoy rodeado de emigrantes rusos que me roban el tiempo y no me pagan. Tengo algunos pacientes que son personas acomodadas. Confían en mí. Seguirán llamándome, pero no puedo pedirles dinero, todavía no. Los médicos reclaman sus honorarios dos veces al año, y eso se admite, se respeta; pero ¿apremiar? ¿Explicar tus miserias? ¡Vamos! Eso, la falta de pudor, la impaciencia indecente, ofende terriblemente a la gente. Pero, mientras tanto, no tengo nada, ¡absolutamente nada! Esta mañana debo pagar una deuda de cuatro mil francos, pero ni siquiera eso será suficiente... ¡Escúcheme, Martinelli! ¡Confíe en mí! ¡Apueste por mí! Présteme diez mil francos, pero deme un año de respiro para devolvérselos y pídame los intereses que quiera. «Dentro de un año, estará igual», pensará usted. Pero ¡no será así! ¡Tengo fuerza, esperanza, ganas! No es culpa mía si tardo tanto en conseguirlo; vengo de muy abajo. Confíe en mí. Un año. Sólo le pido un año. ¿Qué puedo hacer por usted? Piénselo. Puedo serle útil. Ayúdeme y, llegado el caso, encontrará en mí al amigo más leal, más discreto... ¡Ayúdeme!

    Martinelli lo escuchaba en silencio, con la impasibilidad del hombre a quien se pide dinero o un favor y te dejaría morir frente a él sin mover un dedo para salvarte. Tenía que acostumbrarse, que perder el miedo a aquella máscara inescrutable. Debía adivinar qué artimañas, qué insistencias podían acabar ablandando aquellas almas.

    Suplicando de ese modo se humillaba en vano. La salvación se hallaba en otra parte. Consiguió calmarse. Mudó de expresión. Adoptó una actitud digna y fría. Darío esbozó al fin la mirada brillante y vacía que se interpone como una pantalla entre el médico y su paciente.

    ―No hablemos más. Si no quiere hacerme ese favor me veré obligado a marcharme de Niza, pero escúcheme bien, Martinelli: si alguien en este mundo puede salvar a su hijo, ése soy yo. Estaba al borde de la muerte. Ha mejorado. Y aún mejorará. La fiebre baja. Recuperará peso, se levantará de la cama, lo verá curado... Pero si me voy, si deja que me vaya y después...
    ―Cállese ―ordenó Martinelli con voz sorda―. Intenta manipularme, pero...

    «Pero estás temblando ―pensó Darío―. Cuando nada hace mella en el adversario, cuando nada lo inmuta, sólo queda eso: ¡vencerle con la esperanza!»

    ―¡Adiós, Martinelli!
    ―Espere, por Dios. Usted...

    A partir de ese instante, Darío se tranquilizó: tendría lo que quería. Una vez más se ataría para el futuro. Dentro de un año su situación sería igual de dura, pero de momento había ganado. Obtendría los diez mil francos.

    Martinelli le hizo firmar un cheque con fecha del 31 de marzo del año siguiente. Si vencido el plazo Darío no había pagado, lo perseguirían por emisión de cheque sin fondos. Pero quienes siempre han vivido al día no conocen la previsión, virtud de los ricos, virtud de los afortunados. Darío firmó.


    6


    Según Philippe Wardes el mejor momento era aquel en que el juego está a punto de acabar, al final de la noche. Durante las últimas manos de una partida las ganancias y las pérdidas, por la enormidad misma de las sumas en disputa, dejan de excitar la codicia, la desesperación o la envidia, prácticamente dejan de existir. El cuerpo ya no acusa el hambre ni el cansancio; el alma se libera de la inquietud. Se alcanza la felicidad.



    En el límite extremo de la resistencia nerviosa, se crea un ambiente de calma en que el jugador juega y se ve jugar de forma desapasionada, con una profunda paz. Wardes tenía conciencia de su tranquilidad. Sabía que su hermosa cabeza, grande y pálida, estaba erguida sobre sus hombros, que no inclinaba el cuello, que no se abandonaba, que sus manos, pequeñas y torneadas como las de una mujer, volvían las cartas sin temblar.

    Triunfaba por su audacia, su coraje, su imperturbabilidad. El placer del riesgo, placer vulgar, alimento de almas mediocres, había quedado atrás hacía mucho. Para él, el riesgo no existía. Sabía que atravesaba una buena racha. Y que iba a ganar. Efectivamente, cada mano era una victoria. Cuando llegaba el alba siempre era así: en el momento en que la zafia muchedumbre de los jugadores sin confianza, sin nervio, se dispersaba, él, que había aguantado más que los otros, él, que había despreciado los consejos de los amigos, las cobardes llamadas a la prudencia (¿qué decían su notario, su mujer, su médico? «¡Se está arruinando, se está matando!» ¡Bah, que dijeran lo que quisieran!), había obtenido al fin su recompensa. Instante sobrehumano en que la criatura pone a prueba sus fuerzas y siente que nada la vencerá, nada la detendrá. Las cartas le obedecían. Su corazón latía tan tranquila y acompasadamente como el de un niño. Con la sensación de seguridad que puede experimentar un sonámbulo al borde de un tejado, seguía jugando y la ciega suerte lo servía. ¡Una hora más! ¡Un instante más! Ya no había ni cuerpo ni peso ni calor humano. Habría podido volar. O sostenerse sobre la superficie del agua. Adivinaba qué cartas le habían repartido antes de verlas, antes de tenerlas en las manos. Qué pena que aquella luz insistente, que aquella lámpara blanca y brutal que tenía enfrente le hiriera los ojos. Esbozó un gesto de impaciencia y, como el sonámbulo al que un movimiento de pánico detiene al borde del abismo, se rehizo. En ese momento vio que a su alrededor los últimos jugadores soltaban las cartas, que estaban descorriendo las cortinas, que la luz de la mañana penetraba por los balcones, abiertos sobre la rada.

    Se había acabado. La noche había concluido hacía rato. Aturdida, deslumbrada, temblorosa, el alma de Philippe Wardes regresaba a un cuerpo pesado, exhausto, empapado de sudor, muerto de sed; recuperaba el recuerdo del dinero perdido antes de la buena racha. Y se lamentaba: en su vida corriente, aquel jugador desenfrenado «no soltaba un céntimo», como aseguraban sus empleados. Entre Philippe Wardes, el gran fabricante de motores, para quien el juego significaba tanto una necesidad publicitaria como un hábito tiránico, y el semidiós que se había posesionado de su cuerpo durante unas horas y que ahora se había retirado, dejándolo débil e indefenso, no había nada en común. Un espíritu libre y salvaje lo había abandonado. Como siempre, a Wardes le dolía la nuca, tenía calambres, los riñones molidos y el mal sabor de una boca de cuarenta años arrasada por el tabaco y el alcohol.

    Recogió el dinero ganado, dejó una parte a los empleados del Sporting y el resto se lo metió en los bolsillos. Mientras bajaba la escalera del casino, las voces de los crupieres, los camareros y las busconas de Montecarlo formaron corro como de costumbre.

    ―Es increíble... Qué valor... ¿Cómo puede aguantar de ese modo? ¿Lo vio ayer? Hoy lo ganaba todo. Ayer perdía. Con qué flema encaja... Qué suerte... No hay quien lo iguale. Y es uno de los principales empresarios de Francia...

    Los escuchaba y seguía aspirando con satisfacción aquellas débiles vaharadas de incienso. En ciertos momentos de cansancio, de un cansancio que en su caso no era solamente físico, sino que parecía penetrar hasta el alma misma, aquellas alabanzas eran lo único que lo serenaba. En su caso, las palabras de aprobación eran un apoyo, una seguridad, la única realidad en un mundo de apariencias.

    Una chica que salía del casino tras él, en traje de noche y con el maquillaje medio corrido, pasó por su lado y lanzándole la última mirada de la noche ―provocativa, cargada de una suprema esperanza, como el pescador sin suerte que ya de pie en la orilla, a punto de marcharse, echa el anzuelo al río por última vez y piensa: «¿Quién sabe?»― murmuró con una risa impúdica y voz humilde:

    ―¡Y además guapo!

    Philippe volvió a sacar pecho y erguir la cabeza, grande pero de noble contorno. Era alto y musculoso como un atleta, con un espeso pelo negro que formaba tres puntas sobre la frente y las sienes, y una boca terrible, imperiosa, de labios finos y apretados; pero tenía la tez pálida, bolsas oscuras bajo los ojos y su mirada nunca se detenía en nadie: se desviaba sin cesar, se movía, impaciente, en inquieta búsqueda, mientras su párpado izquierdo palpitaba ligeramente con un temblor leve pero ininterrumpido.

    Con un gesto, indicó a la chica que lo siguiera y cruzó la calle en dirección a su hotel. Su residencia se hallaba en La Caravelle, una casa a las afueras de Cannes donde vivían su mujer y su hijo, pero él ocupaba una suite en aquel hotel de Montecarlo y no la abandonaba más que para acudir al casino.

    Del Sporting salían los últimos jugadores, la vieja guardia. Era la hora en que la exhausta muchedumbre de las prostitutas de poca monta, las floristas ambulantes y los camareros del Círculo se dispersaba al fin en busca del merecido descanso. Ya se veían los primeros cochecitos de niño y a las primeras criadas, con un ramo de violetas frescas sobre la cesta de provisiones. El viento y la luz herían los ojos de Wardes. Vacilaba. Mientras subía la escalinata del hotel, tenía la sensación de que al siguiente paso las rodillas le fallarían y se doblarían bajo su peso. Entró con la chica.

    En la suite, las persianas estaban bajadas y las gruesas cortinas corridas. Una nube de silencio envolvía algunas habitaciones del hotel, protegiendo el precioso sueño de sus ocupantes, que se prolongaba hasta las últimas horas del día. Sobre la mesa, un mensaje le avisaba de que su mujer había telefoneado. No le respondería. Estaba acostumbrada.

    Guardó el dinero ganado bajo llave y volvió junto a la chica, que esperaba. Estaba contenta: llevarse a Wardes había sido una carambola. Era una joven menuda a quien le gustaba hacer bien su trabajo. «No se arrepentirá», pensó con la íntima satisfacción que proporcionan los buenos propósitos. «Aunque no hay que fiarse: cuanto más ricos, más tacaños», como solía decirle su madre.

    Pero Wardes no se mostró muy exigente. Poco después la chica estaba durmiendo. Sólo ella.

    Esa noche Wardes esperaba conciliar el sueño que lo rehuía tanto en París como en la casa de Cannes. A veces, después de jugar y cuando menos lo esperaba, cuando ya se había resignado al insomnio, cuando todavía pensaba «No me duermo, no podré pegar ojo», en aquella suite de pronto se hundía, caía a plomo en unas tinieblas frescas y vacías, moría y luego regresaba a la luz, asombrado de haber podido dormir.

    Suspiró profundamente, se agarró al almohadón, lo abrazó como se abraza a un amigo, como un niño en el regazo de su nodriza, buscando el sitio más fresco en la fría tela, apretándolo entre las manos, empujándolo con la frente, con las mejillas, cerrando con fuerza los párpados, esperando con paciencia, confiando en que se produjera el milagro.

    Pero no se dormía.

    Se volvió hacia un lado, cogió a tientas la botella de Perrier helada y se sirvió. Siempre le dejaban una botella de agua mineral en la mesilla; la garganta le ardía a todas horas. Bebió, arrojó el almohadón al suelo y se quedó semidesnudo sobre la cama, con la cabeza apoyada en el colchón y las manos entrelazadas sobre el pecho, como cuando era niño. Malos recuerdos los de la infancia... La negra casa de Dunkerque en que había nacido, el repiqueteo de la lluvia en los cristales, aquella habitación alta y helada donde su padre lo obligaba a dormir... Era hijo de un industrial del norte de origen belga y de una polaca que había abandonado a su marido por un compatriota, un músico de una pequeña compañía de teatro de provincias de paso por Dunkerque durante una gira. El marido engañado perseguía y castigaba duramente a la esposa culpable en el hijo inocente. En aquella inmensa y lóbrega habitación, en aquella enorme cama que crujía y gemía con cada uno de sus movimientos, había nacido en Wardes el miedo a la soledad, así como la necesidad de tener a su lado durante la noche a un ser vivo, lo mismo daba mujer o perro, al que pudiera despertar y echar fuera cuando su presencia, su cuerpo, su aliento le resultaran de repente odiosos.

    La chica a quien había recogido en la calle y metido en su cama dormía a su lado, pesada e inerte como una piedra. Wardes se obligó a mantener una inmovilidad tan absoluta como ella. Estaba durmiéndose, iba a lograrlo, sentía que el sueño fluía hacia él como un lento y profundo río, se introducía en sus venas, disolvía el duro coágulo de miedo, cólera y angustia que se había formado en su interior. Sonrió; por su mente empezaban a desfilar imágenes confusas: veía el tapete verde de la sala de juego, luces que tan pronto se agigantaban como se perdían a lo lejos, pálidos rostros inclinados sobre él... Los miraba uno tras otro, y al no reconocerlos pensaba: «Ya estoy durmiendo. Si lo que veo son desconocidos, no pueden tratarse de recuerdos, sino de visiones, de sueños...»

    Y de pronto despertó, como si alguien lo hubiera agarrado por el hombro y sacudido. Se incorporó en la cama, encendió la luz y miró el reloj, que había dejado junto a la cama, con las monedas, el encendedor, el pañuelo y las llaves. Sólo había dormido unos minutos, cinco, como mucho diez. Por un instante, tuvo la esperanza de que el reloj se hubiera parado. Pero no. El sueño había huido y no volvería. Todavía permaneció inmóvil unos segundos. ¡Qué deprisa le latía el corazón! Escuchaba su rápido golpeteo y pensaba: «¡No! ¡No, es imposible! No podré soportar esta tortura, estos insomnios, por mucho tiempo... Me moriré...»

    Pensar en la muerte era horrible. Pensar en la muerte era más horrible que la muerte en sí.

    Retiró las sábanas con rabia y se levantó. Fue al lavabo y se mojó el torso y la cara con agua fría. A su paso iba encendiendo todas las luces, y en cada espejo miraba angustiado aquel rostro que sólo él conocía, aquella cara modelada por el cansancio y la soledad. Aquellos ojos asustados y aquella boca temblorosa, ¿aquello era Wardes, el apuesto Philippe Wardes?

    Qué fácil era presumir de un sistema nervioso excepcional, decir a sus subordinados: «Miren, yo ya no sé lo que es dormir. Pero aquí me tienen. Mientras ustedes duermen, yo trabajo.»

    Una noche más, pensó con valentía: «Ya que no puedo dormir, trabajaré.»

    Cogió sus documentos, se sentó ante el ridículo escritorio de mujer que había en la salita contigua al dormitorio, subrayó un par de páginas y volvió a dejarlas. ¡Así era imposible trabajar! No conseguía concentrarse en lo que leía. Su mente se resistía, lo rehuía; con total independencia y ajena a los esfuerzos sobrehumanos de Wardes recorría su propio camino, transitado mil veces con anterioridad. El insomnio le provocaba un estado de angustia que al principio se traducía en una extraña inquietud, en un humor sombrío, para transformarse en una agitación interior que lo invadía, lo dejaba temblando e indefenso y culminaba en el miedo. Miedo a qué. Lo ahogaba la ansiedad. De pronto le dolían los ojos; se imaginaba un aflujo de sangre a la retina, una disminución de su capacidad de visión, la incapacidad, la ceguera. Lo imaginaba con tanta intensidad que las luces se desdoblaban ante sus ojos, vacilaban, se velaban. Se pasó la mano por los párpados.

    «No es verdad. ¡Es imposible! ¿Por qué tengo miedo? ¡Es imposible! Es tan absurdo como si temiera que el techo se abriera sobre mi cabeza y las paredes se derrumbaran sobre mí.»

    Por fin, se volvió lentamente hacia el espejo. ¿Qué vería? ¿Unos ojos tumefactos, hinchados de la sangre que le resbalaba por la cara en forma de lágrimas? ¡Por supuesto que no! Nada de eso. Sólo estaban irritados por la falta de sueño y el denso humo de las salas de juego. Los veía en el espejo, desorbitados por el miedo pero indemnes.

    Poco después pensó que ese humo le corroía no sólo los ojos, sino también los pulmones. Sentía una opresión en el pecho. Jadeaba al subir las escaleras, ¡él, que antes ganaba a todos sus amigos corriendo! Se estaba matando. Su corazón se hallaba enfermo. Estaba jugando con su salud. Otro año, seis, siete meses más, y enfermaría y... Al llegar a ese punto su mente se negaba a seguir, se encabritaba como un caballo asustado. El miedo a la muerte era una puerta abierta a lo que más temía en el mundo: el terror puro sin motivo, la sensación de una amenaza desconocida, de la que el alma, desnuda y jadeante, sólo puede defenderse mediante un desesperado y vano esfuerzo, un acto violento, una locura, un grito, un asesinato... Se precipitó fuera de la habitación y fue a abrir la ventana. Era de día. Eso lo salvó. No habría podido soportar la noche, el silencio, una oscuridad profunda. Qué hermoso, qué afable era todo a la luz del mediodía... La brisa procedente de la rada lo calmaba. Ahora ya había pasado todo, la crisis había remitido; cerraría las contraventanas, correría las cortinas y dormiría.

    Volvió al dormitorio y se dejó caer en la cama; pero ya era demasiado tarde. Había entregado su alma a los demonios, que habían penetrado en él aprovechando el insomnio. Se reían de Wardes. Se lo lanzaban unos a otros como si fuera una pelota. Lo llevaban de la angustia a una exasperación asesina. Estaba perdido, indefenso, solo, a la deriva. De niño despertaba durante la noche y, poco a poco, su pánico iba creciendo hasta un punto en que sólo las llamadas enloquecidas y los gritos violentos podían aliviarlo. Así que gritaba, sabiendo que su padre acudiría y le pegaría.

    Quiso volver a beber, mas la botella estaba vacía. Cogió la de la cubitera que le dejaran preparada en la mesa. Hizo saltar el tapón hasta el techo. El ruido despertó a la chica, que le dijo algo. Wardes no respondió. Ella se desperezó y sonrió. Ante aquel gesto de satisfacción y bienestar Wardes habría llorado de envidia. Se echó a su lado. ¡Ah, dormirse, perder la conciencia, quedarse transpuesto, aunque sólo fuera por un instante! ¡Mantener a raya a aquel animal salvaje, impaciente por saltar fuera de su corazón! Sentía crecer en su interior, con una fuerza aterradora, aquella sombría furia casi demente.

    La chica le dio la espalda y se durmió. De vez en cuando su respiración, rápida, entrecortada y sibilante, se transformaba en el sordo gemido de una bronquitis mal curada. Wardes absorbía aquellos débiles ronquidos con toda su exasperada capacidad auditiva. Los esperaba, los recibía con una risita sarcástica, los escuchaba, aguzaba el oído y mascullaba con odio: «¡Zorra!»

    De pronto, la despertó y la echó de la cama.

    ―Pero ¿qué te pasa, cariño? ¿Estás enfermo?
    ―¡Lárgate de aquí!
    ―¿Cómo? ¡Pero si no he abierto la boca! ¡Que no soy un perro! Lárgate de aquí, lárgate de aquí... Yo no he hecho nada. ¡Ni que te hubiera quitado el dinero, vamos! ¡Para empezar, todavía no me has pagado!

    La chica empezó a vestirse deprisa; llevaba una blusa corta de seda rosa con bordados de mariposas negras y tenía marcas de ventosas en la espalda y los hombros. Wardes soltó una carcajada y dio un paso hacia ella. Su expresión era tan terrible que la chica alzó el codo a la altura de la cara, como un niño que intenta protegerse de las bofetadas. Wardes se dio cuenta de que tenía miedo y se alegró; el corazón le latía más libremente.

    ―¡Más deprisa! ¡Más deprisa!

    Se divertía asustándola aún más. Le lanzaba la ropa a las piernas. Qué tipeja tan odiosa, con su sucia carne cansada... Y había dormido en su cama. Qué asco.

    «Es la última vez que dejo quedarse a una mujer después de jugar», pensó.

    Pero sabía perfectamente que sólo tenía miedo.

    Le arrojó unos billetes. Ella los recogió. Entonces Wardes ya no dijo nada. De pronto la chica empezó a insultarlo. Wardes cogió la botella vacía y se la lanzó a la cabeza.

    Luego se sumió en una especie de desvanecimiento, real y simulado a un tiempo. En determinados momentos oía y veía. Percibía los gritos de la chica. Vio entrar al director del hotel y poco después a Darío, al que habían llamado por recomendación de Ange Martinelli; Wardes era consciente de los cuidados que le prodigaban. Pero de vez en cuando sus oídos se llenaban de un tañido de campanas. Alrededor todo desaparecía. Sólo quedaba un ruido sordo y acompasado, que escuchaba con estupor en las profundidades de su ser, hasta que comprendió que lo que repiqueteaba de aquel modo era su propio corazón exhausto.

    Volvió en sí. Se hallaba solo con Darío.

    «¿A quién se le habrá ocurrido llamar a este medicucho desconocido, con cara y acento de extranjero, a este muerto de hambre mal vestido y mal afeitado?», pensó Wardes, y lo apartó con brusquedad.

    ―Ya estoy bien... No necesito nada. Haga el favor de marcharse.
    ―No es la primera vez que le ocurre, ¿verdad? ―le preguntó Darío. De pronto, a Wardes ya no le pareció tan ridículo. Un débil temblor recorrió su rostro. No respondió―. ¿Es una sensación de liberación por la que no importaría cometer un crimen? ―murmuró el médico mirándolo a los ojos.
    ―Doctor... ―Darío se inclinó hacia él, dispuesto a escuchar sus confesiones, a guiarlo, a socorrerlo―. ¿Qué puedo hacer, doctor?

    Pero de pronto Darío tuvo miedo. Aquel hombre era demasiado rico. Lo habían llamado para que curara a la chica y vendara a Wardes, que se había hecho un corte bastante profundo al recoger los trozos de cristal con las manos; pero no era su médico habitual. Temía herir susceptibilidades, ganarse la enemistad de alguna eminencia médica.

    ―¿Nunca ha acudido a un especialista en enfermedades nerviosas? ―le preguntó tras una vacilación. Wardes no respondió. Darío apartó la vista―. La persona que lo acompañaba no está herida de gravedad ―informó.
    ―Lo sé. Cuando la golpeé, tuve cuidado de no darle en los ojos ni en el cuello.
    ―¿Qué dice su médico habitual? ―preguntó Darío. ―Dice: «No juegue. No fume ―respondió Wardes con sequedad―. Sea casto, paciente, sobrio.» Un imbécil me aconsejó que me retirara al campo y cultivara un jardín. Si les hiciera caso tendría otra alma y otro cuerpo. No los necesitaría.
    ―No obstante, caballero, hay que elegir entre una vida desordenada, que es un peligro para el cuerpo y el alma, y una vida suficientemente plena pero...

    Wardes volvió el rostro con un gesto de cansancio y aburrimiento que parecía decir: «Ya he oído todo eso. Todo eso es viejo, banal e inútil, sobre todo inútil.»

    ―¿Cuánto le debo, doctor? ―preguntó.

    Y pagó a Darío, que se marchó.


    7


    Desde que Darío le debía dinero, Martinelli lo protegía. Además de recomendárselo a algunos de sus clientes, el jefe de comedor le indicaba quiénes tenían dinero.



    Por las tardes, Darío se instalaba en un bar de la plaza Masséna. Allí, por unos francos, una copa o un paquete de cigarrillos, los botones de los hoteles de Niza le informaban de los accidentes y de las peleas que se producían en los establecimientos de la zona. Y allí mismo le dejaba los mensajes Martinelli: «Tal hora, tal habitación, tal cuenta.»

    Y Darío se iba a Montecarlo. Era la hora en que las mujeres vuelven a casa para bañarse y descansar antes de la cena, y de pronto se sienten pesadas, cansadas, viejas. El médico puede presentarse con tanta razón como la masajista o el peluquero. Será bien recibido. Un medicamento inofensivo, unas gotas en un vaso... Ellas creen que no necesitan nada más. Pasarán una buena noche. Sin insomnio. Sin sueños. Sin recuerdos. Otras imaginan que su edad quedará abolida, que su sangre fluirá tan deprisa como antes, que recuperarán el apetito, el fresco aliento de los veinte años, que olvidarán su vida (los remordimientos, las deudas, el dinero, las preocupaciones, los amantes, los hijos...).

    Darío no era uno de esos brutos que sueltan: «Tiene que cuidarse, ya no es tan joven, todos envejecemos...»

    Otras, en cambio, jóvenes, felices y satisfechas, lo requerían tres o cuatro veces seguidas por una mancha insignificante en la mejilla, por unas arrugas que habían creído ver aparecer, por nada, para quedarse tranquilas.

    «Es curioso ―pensaba Darío mientras bebía una modesta jarra de cerveza negra―. Es curioso pensar cuánta gente necesita que la tranquilicen. Uno dice: "Mi madre murió tísica, doctor. No cree usted que..." Otro: "Este bulto en el pecho, ¿no será...? ¡Tranquilíceme, doctor!" Evidentemente, le tienen apego a la vida; los trata bien. Y en la mayoría de los casos, la vida también siente apego por ellos. Tardarán en morirse. Pero aunque sus cuerpos son fuertes, valiosas máquinas engrasadas, revisadas a diario, sus almas están enfermas. Un buen médico los asustaría, pues daría forma a fantasmas temibles. Les diría, como a Wardes: "Se acabaron las mujeres, se acabó el juego, se acabaron las drogas." ¿Para qué? No quieren oír hablar de renuncia, sino de satisfacción. Desean vivir largo tiempo sin sacrificar un ápice de placer. Así que llaman al pobre medicucho extranjero, que les recetará calmantes y "desintoxicantes", y por una noche les proporcionará paz espiritual a cambio de un billete de cien francos.»

    Sin embargo, desde que tenía dinero Darío ya no pensaba únicamente en sus pacientes y el pan de cada día. Estaba más sereno, respiraba más tranquilo. Clara y el bebé llevaban tres semanas en casa. Había pagado a la generala. ¡Y esta vez, con una mano había dado el dinero y con la otra había roto el recibo! Sentado ante la cerveza en la terraza del bar, pese a su aspecto humilde y discreto, empezaba a enardecerse. Miraba a las mujeres. Pero no a las fulanas que esperan, merodean y acechan bajo los pórticos (una de ellas, vestida con una chaqueta blanca de satén, salió de un umbral, lo miró, le sonrió y le hizo un gesto en vano); ni a las floristas, con quienes puedes encontrarte hasta por la mañana en los guijarros de la playa. ¡No! A ésas sólo las deseaba muy de vez en cuando. Admiraba a las mujeres elegantes, a las que descendían de lujosos coches con el marido o el amante y pasaban sin dirigirle una mirada. De niño, en la pequeña ciudad de Crimea donde vivía, a veces las mujeres de los oficiales o los comerciantes ricos cruzaban el puerto, y le gustaba encontrárselas y seguirlas por las oscuras y estrechas callejas hasta la plaza desierta, frente a la mezquita, donde de pronto perdían su altiva seguridad y bajaban al fin los inquietos ojos hacia Darío, aferraban su bolso, se recogían la falda y avivaban el paso. Pero él no las insultaba ni se burlaba de ellas, como los otros chicos. Caminaba en silencio tras ellas tanto rato como podía. Algunas eran hermosas, y sus perfumados vestidos dejaban en el aire un olor tan dulce... El no pretendía asustarlas. Más tarde comprendió que le gustaban por su actitud desdeñosa, por aquella fría mirada que tan voluptuosamente le arrebataba el corazón.

    En la tibia noche, Darío suspiraba contemplando a las mujeres en la plaza Masséna. Los tranvías chirriaban. Pequeñas bandas ambulantes pasaban tocando serenatas. Los hermosos rostros de aquellas desconocidas poblaban sus sueños. Las imaginaba cultas, delicadas, refinadas tanto en las maneras y el lenguaje como en el cuerpo y el vestido. Las que veía y cuidaba a diario tenían un alma vulgar; a su lado, la humilde Clara parecía una reina. Sin embargo, no podía evitar que su corazón latiera esperanzado cada vez que se acercaba a una mujer hermosa y rica. Pero siempre se llevaba una decepción.


    8


    Sentado en el interior del pequeño bar, porque la lluvia acababa de descargar su plateada tromba sobre Niza y lo había obligado a abandonar la terraza, Darío vio entrar a Wardes acompañado de una mujer.



    Por un instante vaciló. ¿Debía mostrar que lo había reconocido y saludarlo? Pero fue el propio Wardes quien se acercó con la mano tendida. Darío se dio cuenta al instante de que Wardes estaba borracho, por su cara púrpura más que roja y por su mirada turbia y brillante.

    ―¡Doctor! ¿Qué hace usted aquí? ¡Son todos iguales! Predican la moderación y las demás virtudes, pero ustedes... ―Hablaba con voz potente, remachando las sílabas, seguramente por miedo a que las palabras se deformaran al pasar por sus labios, y como de costumbre disimulaba su íntimo malestar tras la máscara de la jactancia―. Porque usted es el doctor... el doctor... ―Se esforzó en recordar―. ¡Perdóneme! Tengo mala memoria para los nombres. Y también para las caras, pero la suya no se olvida. Qué tipo levantino tan acusado... Lo reconocería entre mil... ―Wardes soltó una brusca carcajada y le dio una palmada en el hombro―. Me cuidó usted bien después de aquel estúpido accidente, doctor. Venga a tomar una copa.

    Se acercaron a la barra. En lugar de seguirlos, la mujer que acompañaba a Wardes cruzó la larga sala y fue a sentarse a una mesa del fondo, que ya estaba puesta. Aquel bar, famoso por su excelente cocina provenzal, estaba de moda desde hacía unas semanas, aunque Darío no lo sabía. Miró a la mujer cuando pasó junto a él.

    ―La señora... ¿es su esposa? ―preguntó.
    ―Sí.

    Todos la miraban y susurraban su nombre a sus espaldas. Ella no adoptaba la actitud de fingida indiferencia de las mujeres conocidas, que parecen atravesar la multitud como la proa de un barco hiende el mar, fingiendo desdén para acrecentar su popularidad o la admiración ajena. Era consciente de las miradas que le lanzaban y las aceptaba con serenidad y absoluta sencillez. Inclinó la cabeza un par de veces y respondió sonriendo a los saludos; pero si el rostro de otras mujeres se habría mostrado glacial mientras sus ojos mendigaban el homenaje, la señora Wardes parecía a la vez cercana a la gente y distante, absorta en una secreta ensoñación, humana e inaccesible a un tiempo.

    Darío la contemplaba en silencio. Se mantenía muy erguida. Llevaba un vestido negro, la cabeza descubierta y una única joya, una sortija con un brillante que relucía en su mano derecha.

    Wardes y su mujer venían del casino. Era casi medio día.

    ―Todavía no he almorzado. Sólo tengo apetito por la noche ―explicó Wardes―. ¿Ha probado la comida de este sitio? ¿No? Pues, amigo mío, alguno de sus platos provenzales son obras maestras. ¿Le gusta la buena mesa? ¿Y beber? Entonces, ¿para qué demonios vive, doctor? Sin embargo, todo esto debería encantarle...
    ―¿Por qué lo cree?
    ―Tiene usted un pliegue en la boca, el pliegue triste y hambriento de quienes aman las cosas buenas de este mundo. Wardes volvió a reír―. Acompáñenos a comer. Lo invito.
    ―No, gracias, no tengo hambre. Pero se lo agradezco ―repuso Darío.

    Se moría de ganas de aceptar. De ganas y de miedo. Nunca había estado cerca de una mujer como la señora Wardes. Jamás había hablado con nadie que se le pareciera. ¿Cómo la saludaría? ¿Cómo comería? ¿Cómo se comportaría en su presencia? Su ser entero murmuraba: «No soy digno.»

    ―Vamos, venga.

    Wardes se levantó y, sin volver a mirarlo, fue a sentarse con su mujer. Darío lo siguió.

    Wardes pronunció, o más bien masculló, unas frases de presentación; por fin había recordado el apellido de Darío. El doctor se sentó frente a ellos. Observando a la señora Wardes se le olvidaba comer, tan hermosa era. Hasta entonces había admirado a mujeres muy distintas y le sorprendía encontrar tanto atractivo en aquella boca triste, casi severa, en aquellos gestos parcos, en aquel pelo oscuro, pero ya teñido de plata en algunos mechones rizados sobre la frente. Rondaría la treintena, mas no tenía esa belleza preservada de las mujeres cuya vida parece haber transcurrido a resguardo, detrás de un cristal, como mariposas disecadas. El rostro de la señora Wardes mostraba las alteraciones del tiempo y el sufrimiento. La piel no poseía la suave tersura de porcelana a que Darío estaba acostumbrado. En las comisuras de los labios y los ojos se veían las primeras arrugas. Apenas maquillada, la tez era pálida y casi transparente. A su lado las otras mujeres, groseramente pintadas, brillaban con la vulgaridad de un ídolo pintarrajeado. Sus rasgos eran perfectos.


    9


    Al cabo de unas semanas, durante las cuales Darío no había vuelto a ver a los Wardes, lo requirieron en La Caravelle.



    ―Creo que la suerte te sonríe, cariño ―le susurró Clara al oído besándolo con alegría.

    Pero Darío no tenía esperanzas de encontrar a Wardes gravemente enfermo. (Se trataría de un ataque de hipocondría, un capricho...)

    Conocía La Caravelle; había entrevisto y admirado la propiedad desde lejos. Construida sobre un altozano, la casa avanzaba en forma de proa por encima del mar: de ahí su nombre. Darío nunca había visto nada tan lujoso e imponente, pero ese día el risueño aspecto de aquellas terrazas y aquel jardín lo sorprendió aún más. Iluminados por el sol, tanto el mármol como la piedra tenían un suave y cálido tono amarillo que alegraba el ánimo.

    Le hicieron pasar de inmediato al dormitorio de Wardes. El empresario se hallaba sentado en la cama, ligeramente inclinado hacia delante, con el cuerpo sostenido por almohadones. Jadeaba. De vez en cuando se llevaba la mano al costado con un suspiro ronco y tembloroso. Indicó a Darío que se acercara.

    ―Qué complicaciones para encontrarlo, doctor ―dijo tras responder apenas a su saludo―. Pero lo quería a usted y a nadie más.
    ―No tengo teléfono ―murmuró Darío.

    Tomó la mano del enfermo entre las suyas y la retuvo unos instantes: la fiebre era alta. Wardes alzó los ojos hacia él.

    ―He cogido frío en el tren ―explicó en voz baja y entrecortada―. He llegado esta mañana. He viajado a Europa Central. Ayer en París ya me sentía mal, cansado, pero anoche...
    ―¿Empezó con escalofríos?
    ―Sí. ―Al recordarlo, Wardes volvió a estremecerse y se apresuró a cruzar las manos sobre el pecho―. Ante todo, debe saber que mañana tengo que estar recuperado, doctor.
    ―Ahora veremos.
    ―Lo que me ocurra pasado mañana no me preocupa, no quiero pensarlo. Tengo que estar en pie antes de mañana por la noche, durante veinticuatro horas.
    ―Si es posible...
    ―¡Posible o no, así ha de ser!
    ―Antes, déjeme auscultarlo ―le rogó Darío, sin responder a lo que tomaba por el delirio de un enfermo. Wardes le abandonó el lampiño cuerpo, pálido y bien alimentado. Darío lo examinó escrupulosamente y dedujo que se trataba de una neumonía.
    ―Creo, señor Wardes, que le será imposible levantarse mañana ―le anunció ayudándole a abotonarse el pijama de seda sobre el pecho.
    ―Pero ¡es necesario! ―gritó Wardes súbitamente.
    ―Se arriesga a graves complicaciones.
    ―¿Qué tengo? ―Al ver que Darío dudaba, golpeó irritado el borde de la cama―. ¿Qué tengo? ―repitió.
    ―Seguramente es mejor que se lo diga, para evitar que cometa una grave imprudencia ―respondió Darío más secamente de lo que le habría gustado―. Se trata de una neumonía. Todo irá bien, estoy convencido; pero, si se levanta, se arriesga a mil cosas, desde un absceso en el pulmón hasta un fallo cardíaco.
    ―Dicho de otro modo, la muerte...
    ―La muerte, sí.
    ―Me da igual morir, doctor. Soy muy desgraciado. Y hago desgraciados a quienes me rodean. Cuanto antes acabe esto, mejor para mí y para... Pero mañana debo levantarme e ir a jugar. Le concedo esta noche. Pero mañana... Sé que estoy en racha, ¿comprende? Y cuando llega, hay que aprovecharla cueste lo que cueste, porque quién sabe cuándo volverá. Eso es lo importante. Lo demás...

    Wardes hablaba muy bajo y muy deprisa, con voz entrecortada. Por momentos parecía perder el conocimiento, pero acto seguido se recuperaba.

    Darío negó con la cabeza.

    ―Perdone, señor Wardes, pero no sabe lo que dice. Yo no puedo quitarle la enfermedad con una palabra, con un gesto. No hago milagros.
    ―Estoy pidiéndole que me medique para aguantar veinticuatro horas.
    ―¿Cómo?
    ―Una vez hace diez años, un colega suyo, extranjero como usted, lo hizo un día. Yo tenía una enfermedad estúpida... y grave, como ahora. Me puso una inyección, estricnina, cafeína, qué sé yo... Como a los caballos, supongo, pero eso es asunto suyo. Al día siguiente estaba en pie.
    ―¿Y el de después?
    ―Ya no me acuerdo ―murmuró Wardes cerrando los ojos―. Pero, como puede ver, sigo vivo.
    ―Eso ocurrió hace diez años ―observó Darío con dulzura―. Además, mi deber...
    ―¡Cállese, ande! ―gritó Wardes con voz ronca y dolorida―. Si le he mandado llamar es porque sabía con quién trataba. Conozco a Elinor Muravin. ¿Lo ignoraba? ¿No sabe que es mi amante? ―Darío no respondió―. Le pagaré, doctor. Pagaré lo que sea. Es un riesgo para usted, lo sé; pero el aborto de Elinor también lo fue. En este mundo nada es gratis.
    ―No puedo ―murmuró Darío.
    ―¡Ah, ya no lo dice en el mismo tono!
    ―¡No, no, no puedo! ―repitió Darío elevando la voz y negando vehemente con la cabeza, mientras pensaba: «Una inyección, da igual de lo que sea, tan inofensiva como me parezca, lo tranquilizará por el momento, le dará la esperanza de poder levantarse mañana e ir a satisfacer su locura. Pagará lo que le pida, y mañana... Mañana, Clara, Daniel y yo podremos irnos, y también le pagaré a Martinelli»―. No me tiente ―dijo en voz baja, casi a su pesar.
    ―Tiene que medicarme, doctor... ―murmuró Wardes con los ojos cerrados―. Sólo le pido veinticuatro horas... las necesito...
    ―Pero ¿para qué le hago falta? ―exclamó Darío―. ¿Para qué? ¡Si quiere matarse, levántese, arrástrese hasta el casino y el diablo le ayudará! ¿Por qué tiene que cargar mi conciencia con su muerte?

    De pronto, al percatarse de que no resistiría la tentación mucho tiempo, cogió el sombrero y la cartera, que había dejado sobre la cama al entrar, y salió de la habitación. Bajó corriendo la escalera y empezó a dar vueltas por la galería desierta. Al cabo de un instante vio al criado que le había abierto la puerta.

    ―Necesito hablar con la señora Wardes ―le dijo―. Su marido está muy enfermo.

    El criado le rogó que esperara. Darío se sentó en la balaustrada de mármol que rodeaba la terraza. Era una bochornosa tarde de mayo. En el jardín, lleno de viejos y hermosos pinos, el aire era asfixiante y perfumado. Darío se enjugaba la frente mientras miraba angustiado hacia la ventana del empresario. De todas formas, Wardes podía morir... Un organismo como el suyo, agotado por el juego y el alcohol, sucumbiría a la enfermedad. «¿Tal vez sería posible...?» Pero ¡no! ¡No! Hasta ahora sólo había cometido una mala acción, aquel delito, aquel crimen, con Elinor; pero lo había apremiado la necesidad, entonces se moría de hambre... ¡Ahora las cosas habían cambiado! «Si tomo ese camino, estoy perdido. Nada me detendrá.»

    Vio que Sylvie Wardes salía de la casa y cruzaba la terraza con paso vivo. Llevaba un vestido blanco. Su rostro pálido traslucía preocupación, pero una vez más Darío se sintió inundado por la paz que había sentido a su lado, como si le ardiera la frente y aquella mujer se la hubiera tocado con sus suaves y frescas manos.

    Su agitación se esfumó y relató con bastante fidelidad la conversación con Wardes.

    ―Subamos de nuevo con él ―dijo ella cuando Darío acabó.
    ―Señora, ¿no teme...? Usted no puede cuidar de él. Está muy débil, pero puede llegar a extremos terribles para quienes lo rodean. Puede temerse cualquier cosa de él. Déjeme enviarle a alguien a fin de que la ayude.
    ―Ya veremos. Primero me indicará los cuidados que necesita. En cualquier caso, no hay que dejarlo solo.

    Entraron en la habitación. Wardes estaba dormitando, con un sueño ligero e inquieto interrumpido por largos gemidos.

    Darío escribió cómo debía proceder.

    ―No quiero dejarla sola con él, señora ―dijo luego tímidamente―. Temo su cólera cuando se despierte, y que la proyecte sobre usted.
    ―Cuando estamos solos no le tengo miedo ―repuso ella sonriendo―. Lo que temo son los escándalos en presencia de extraños, que lo desacreditan ―añadió tras una pausa―. Por suerte para él, cuando es necesario sabe adoptar una actitud totalmente distinta. El jugador extravagante es el hombre de negocios más audaz pero más prudente del mundo, y sé que algunos creen que interpreta el papel de calavera, de excéntrico, para darse publicidad. Suele decir que el hombre de negocios debe actuar sobre la imaginación de la gente del mismo modo que la vedette de music―hall o el boxeador. Muchos piensan que es una pose, y eso lo salva. Doctor ―dijo bajando la voz―, ¿realmente le parece... que goza de buena salud mental?
    ―Se encuentra en la frontera entre la locura y la razón.

    En ese momento, Wardes empezó a abrir los ojos.

    ―¡Váyase, doctor, váyase! ―le urgió la señora―. Van a traerme lo necesario para los primeros cuidados, y es mejor que al principio no lo vea. Puede que la fiebre y la debilidad le impidan recordar su absurda petición. Váyase, pero... ¿Lo espera alguien? ―preguntó al ver que el hombre dudaba.

    Darío no sintió ni por un instante el deseo de interpretar el papel del médico atrafagado, agobiado por tremendas obligaciones. Ella le hacía decir la verdad.

    ―Dispongo de todo mi tiempo, señora ―respondió con una humildad que a él mismo le agradó―. No soy conocido. Tengo pocos pacientes.
    ―Entonces, ¿podría venir mañana? ¿Esta noche, si lo llamo?
    ―Si él lo pide...
    ―No ―lo atajó ella con viveza―. Ahora ya no se trata de sus caprichos, sino de mi voluntad. Esto es demasiado grave. ―Su voz, tan suave, tenía a veces un tono inapelable, tranquilo e imperioso a un tiempo, que lo cautivaba. Ciertamente, no habría admirado a un ser indefenso, se dijo una vez más. Mientras se despedían, la señora Wardes añadió en tono más distendido―: Pero no respondo del recibimiento que le dispense.
    ―Vendré en cuanto me llame ―aseguró él con fervor.

    Y se marchó.


    10


    Wardes acabó curándose. Darío sentía que lo había salvado y se alegraba, aunque en ciertos momentos su paciente le inspiraba una aversión rayana en el odio.



    Acudía a La Caravelle dos veces al día en el coche de Wardes. No podía evitar pensar en el dinero que cobraría cuando el enfermo se repusiera, pero se avergonzaba de su codicia y sus secretos cálculos. Vergüenza y deseo, eso era lo que sentía con mayor intensidad en aquella época de su vida. Vergüenza de ser irremediablemente lo que era; deseo desesperado de transformarse, de cambiar de aspecto, condición y alma.

    ¡Cómo admiraba a Sylvie Wardes! Cómo rondaba deslumbrado ante el umbral no sólo de su riqueza, sino también de bienes que hasta entonces sólo conocía de nombre: la dignidad, el desinterés, una educación exquisita, el orgullo que aniquila el mal haciéndole caso omiso. Eso era lo que había ido a buscar a Europa, se decía Darío. Eso, y no sólo el dinero o el éxito, no solamente una vida más cómoda, de mullidas camas, buena ropa y comida diaria. «Sí, a todos vosotros que me despreciáis, franceses ricos, franceses felices: lo que yo quería era vuestra cultura, vuestra moral, vuestras virtudes, cuanto es más noble que yo, diferente de mí, diferente del lodo en que nací.»

    ¡Y de pronto, había encontrado a una mujer real que se parecía a sus sueños!

    Él era insignificante a sus ojos, y lo sentía tan dolorosamente que se prohibía pensar en ella como un hombre piensa en una mujer. A veces notaba surgir en él un deseo carnal, amoroso, vivo, como el calor ardiente que se eleva de un fuego oculto. Librarse de aquel apetito secreto le habría sido tan imposible como desprenderse de su aliento, su sangre o su mirada; pero sólo brotaba a bocanadas acres, y lo horrorizaba.

    Un día, Wardes lo retuvo más de lo habitual. Como era tarde, Sylvie le rogó que se quedara a cenar.

    ―No me atrevo ―murmuró Darío a su pesar.

    Ella no le preguntó por qué. Adivinaba su huraña timidez; parecía leer en su corazón.

    ―¿Lo espera alguien? ―se limitó a preguntarle.

    Lo esperaba Clara. ¿Qué diría su mujer?

    ¡Oh, se alegraría! ¡Suponía un avance para él, una oportunidad excepcional! En su imaginación y en la de Clara, los Wardes ocupaban una posición elevadísima. «No me sorprendería saber que ella es de familia noble», le había dicho a Clara.

    Aceptó, recordando las noches de su juventud en que leía a Balzac acostado junto a Clara bajo una fina manta, tiritando en una habitación sin fuego, pese al calor de aquel cuerpo cercano al suyo, e imaginando una vida brillante y pasiones embriagadoras. ¡Y ahora se hallaba en una casa fastuosa e iba a sentarse a la mesa de Sylvie Wardes!

    Era consciente de que iba mal vestido y mal afeitado, vergüenza que nunca lo abandonaba.

    «Pero esto es demasiado importante, demasiado profundo para dejarme arredrar por la vergüenza ―se decía―. Demasiado inesperado... ¿Podía imaginar que un día yo, Darío Asfar, sería recibido aquí como un igual? ¿Qué digo? Como un bienhechor. Porque he salvado a Wardes. Puede que esto sólo sea el comienzo de una carrera honorable, tranquila, como pude haberla soñado cuando me marché de casa para buscar fortuna en un mundo desconocido.»

    Siguió a Sylvie Wardes hasta una estancia de la planta baja, un pequeño comedor que tenía la ventana abierta. El crepúsculo era suave y cálido.

    Darío miraba la mesa y todo lo maravillaba: las flores, los platos finos, las cuatro mujeres de terracota bailando con faunos que adornaban el centro, la sencilla y elegante mantelería, el silencioso servicio, el menor movimiento de la anfitriona...

    Comió poco, pero el vino, al que no estaba acostumbrado, un vino tibio y delicioso del que ignoraba hasta el nombre, se le subió a la cabeza de golpe. Sentía una profunda turbación, una felicidad extraordinaria y esa incipiente embriaguez que hace que todo parezca risueño, amable, que desata misteriosamente la lengua y consigue que el corazón más cerrado se estremezca y se entreabra.

    ―Qué hermoso es todo esto... ―murmuró con suavidad. Acariciaba el fino cristal de la copa, lo miraba al trasluz, olía el vino―. Nunca había visto nada parecido ―añadió bajando el tono―. Nunca.

    Ella pensó con asombro que aunque Darío debía de conocer el infierno de su vida con Wardes, no obstante lo envidiaba. «Si supieras ―se dijo― las tristes cenas que he tomado aquí, sola, día tras día, y las vanas esperas, las largas noches, las lágrimas...» Pues claro que lo sabía. Dada la vida escandalosa que llevaba Wardes, todos podían adivinar cada humillación sufrida, interpretar cada suspiro, reír por lo bajo, compadecerla.

    Ese era el dolor más vivo, el más insoportable. No poder aceptar humildemente la suerte que le había correspondido, no conseguir ahogar en su corazón un orgullo culpable, seguir estremeciéndose, seguir temblando ante cada mirada curiosa o apenada que le lanzaban.

    Sin embargo, ¿quién lo habría imaginado? Soportaba los sarcasmos, la piedad o el desprecio con una indiferencia tan creíble...

    Pero no se trataba más que de fingimiento, otro disfraz del orgullo. Admiraba a Darío, aquel desconocido, aquel extranjero a quien había invitado por caridad esa noche, por mostrarse ante ella con tanta sencillez, por no ocultar su miseria, por no sentir vergüenza ni doloroso pudor. Comprendiendo que ninguna pregunta sería indiscreta, que Darío la aceptaría con gratitud y estaría feliz al comprobar su interés por él, Sylvie le dijo:

    ―No está casado, ¿verdad?
    ―Sí, sí. Estoy casado. Imagino por qué le extraña. No lo parezco, ¿verdad? Esta ropa de estudiante pobre y mi aspecto son más bien de soltero bohemio, lo sé. Pero tengo mujer. Llevo mucho tiempo casado. Tengo un hijo.
    ―¡Ah, eso está bien! ―respondió ella con viveza―. Yo también puedo presentarle a mi hija, hablarle de ella. Sólo quien es padre se conmueve ante los hijos de los demás. No sé por qué creí que estaba solo, sin mujer ni hijos.

    De pronto Darío sintió un desesperado deseo de confiarse a ella, de que lo conociera como era, como había sido, el deseo que empuja a un hombre a confesar sus faltas, no tanto para que lo absuelvan como para que lo amen, a mostrarse culpable, miserable, pero sincero y veraz, tal como es a ojos de Dios.

    ―No sé si sabré explicarle lo que esto significa para mí ―dijo lentamente mientras con un ademán vago abarcaba las paredes, las sombras del parque tras la ventana, las rosas que adornaban la mesa―. Es cierto que nunca había visto nada parecido, pero sabía que existía. Y eso me daba fuerzas para seguir, para subir, costara lo que costase. No es sólo el decorado, ¿comprende, señora? Ni la casa, tan elegante y ordenada, ni el lujo, sino personas como usted, señora.
    ―¿No conocía a franceses? ¿De verdad?
    ―Había entrado alguna vez en hogares burgueses, de oficinistas, pero insisto en que no es una cuestión de decorado, sino de almas. Su marido no me sorprende; conozco hombres que se le parecen. Pero usted... ¿Si he conocido a alguien como usted? No. No tiene por qué ofenderse, señora ―añadió al ver que Sylvie parecía desagradablemente sorprendida―. Sabe usted que no me refiero ni a su belleza ni a su ropa, sino a una vida que intuyo diferente de cuanto he conocido y conozco.
    ―A poco que haya sido vivida plenamente, cualquier vida contiene innumerables errores y pecados ―dijo Sylvie en un tono de profunda sinceridad que sorprendió a Darío―. Así que no menosprecie su pasado ni a las personas a quienes ha conocido ni a usted mismo.
    ―¡Ah, es que usted no sabe...! No imagina... ¿Cómo podría hacérselo comprender? ―murmuró él―. No es sólo la pobreza, el vicio o el delito; sino la fealdad de todo eso, su sórdida negrura... Perdone. Soy inoportuno, la aburro, estoy robándole su tiempo...
    ―Mi tiempo me pertenece ―respondió ella encogiéndose ligeramente de hombros―. La enfermera está con Philippe. La niña duerme.
    ―Pero ¿nadie la espera? Tendrá usted muchos amigos, parientes, una familia numerosa.
    ―Qué error... ―replicó ella sonriendo―. No, no se preocupe. Nadie me espera. Nunca.

    Se levantaron de la mesa y Sylvie se sentó en un diván situado en un ángulo del comedor en penumbra, al darse cuenta de que Darío prefería disimular su rostro.

    Darío permaneció frente a ella en silencio.

    ―No entiendo por qué siento estos deseos de hablarle de mí ―dijo al fin con voz temblorosa―. Le juro, señora, que jamás he contado a nadie una palabra de mi vida, ni de mis problemas ni de mi pasado. Desde luego, siempre he sentido alrededor una indiferencia glacial; pero usted, señora... ¿Es cierto, verdad? En su corazón hay compasión y no desprecio, simpatía por las personas y no sorna, ¿no es así?
    ―Sí.

    Por primera vez en su vida estaba ebrio, pero con una ebriedad que dejaba el cuerpo ágil y tranquilo, e infundía a la mente audacia, sutileza y una secreta desesperación.

    ―He venido de tan lejos, he subido desde tan abajo... Estoy tan cansado... Lo que usted me ha ofrecido hoy supone un alto en el camino. Nací en Crimea ―anunció Darío tras unos instantes de silencio: lo apremiaba el deseo de revivir ante ella un pasado que odiaba, un pasado vergonzoso; tenía la sensación de que sólo con escucharlo ella lo redimiría―. ¿Por qué allí y no en otro sitio? Lo ignoro. Pertenezco a una raza levantina, oscura, mezcla de sangre griega e italiana, lo que ustedes llaman un «meteco». Usted nada sabe de esas familias de vagabundos que se dispersan por todo el mundo, que se lanzan por caminos tan diferentes que, en una misma generación, unos pueden vender alfombras o nueces garrapiñadas en las playas de Europa, mientras que en Londres o Nueva York otros son ricos y cultos. Y ni siquiera se conocen. Llevan el mismo apellido, pero desconocen su existencia mutua. Así pues, nací en Crimea accidentalmente. Mi padre era vendedor ambulante, como los que ha visto en este país y que sin duda se paran ante su verja y a veces, a base de insistir, de payasadas, a base de mendigar su compasión, su caridad (como yo ahora, igual que yo), consiguen desplegar ante usted un tenderete lleno de pieles y joyas vulgares. Mi padre tan pronto vendía alfombras como piedras del Cáucaso o fruta. Era muy pobre, pero durante mucho tiempo mantuvo la esperanza. Decía que en este mundo a todos nos llega la oportunidad, que hay que esperarla. El esperó mucho tiempo; la oportunidad no acudió, pero sí los hijos, todos los años. Unos vivían, otros morían. Mi infancia (fui el tercero, y otros cinco llegaron detrás de mí) transcurrió entre los gritos de dolor de los partos, las maldiciones y los golpes. Mi madre bebía... ―Se interrumpió y se pasó la mano por el rostro lentamente―. Esa situación ―continuó― durante seis, ocho, diez años, una vida entera, vivida, un ciclo infernal, una existencia más larga que el resto de la vida. Pero ahora debo hablarle de Clara, mi mujer. Imagínese esa ciudad, un pequeño puerto en el mar Negro. No le digo su nombre, su indómito nombre, imposible de retener. Clara vivía allí. Su padre era un relojero judío. Para ellos, yo era un vagabundo, el griego, el extranjero, el infiel. Pero Clara me amaba. Éramos dos niños. Su padre me recibió en su casa y quiso enseñarme el oficio; mas yo soñaba con estudiar, ser abogado o médico, tener una profesión noble, escapar de aquel lodo. En eso tuve suerte, porque un maestro de la escuela se había interesado por mí y me había hecho trabajar. Luego cumplí dieciocho años; estaba condenado a convertirme en relojero. Yo quería escapar de aquella ciudad bárbara y, sobre todo, no volver a ver a mi familia. ―Darío buscó las palabras. Con los ojos bajos, dijo suavemente―: Odiaba aquel lodo. Entonces... ¡Oh, señora! ¿Por qué le cuento todo esto? ¿Por qué me rebajo de este modo ante usted? Mañana no querrá volver a verme; pero escucharme de esta manera es la mayor caridad que puede hacerme. Un corazón amargado, colmado de odio, de hiel, endurecido por los años, que de pronto se abre... Nunca podré decirle cuánto se lo agradezco, señora. Hasta ahora, nadie sabía nada de esto, salvo Clara, y ella no puede juzgarme ni absolverme. Por otra parte, lo que voy a decirle ahora, Clara lo ignora. Ella me quería. Yo decidí marcharme. Ella vino conmigo. No teníamos nada. Le robé dinero a su padre y nos fuimos. Ella tenía quince años y yo dieciocho.

    Darío calló. Parecía haberse olvidado de Sylvie, que no sabía qué decir, pero estaba conmovida por su bárbara vehemencia. Procuró adoptar el tono más tranquilo, más sereno que pudo, para preguntarle:

    ―¿Y después? ¿Qué hicieron?

    Pero Darío permaneció en silencio largo rato. Había recobrado la lucidez y una horrible sensación de vergüenza. Después de aquella confesión de borracho, ¿qué pensaría de él?

    ―Después nos casamos ―respondió logrando serenarse―. Vivimos en Polonia, en Alemania y por fin aquí, en Francia. No intentaré explicarle cómo llegamos ni la miseria que hemos soportado.
    ―Pero ahora todo eso ha acabado. Ahora es usted feliz, está casado, es padre. Tiene una profesión, un futuro por delante...
    ―¿Un futuro? ―preguntó él con voz sorda―. Yo creo en una fatalidad, en una maldición. Creo que estaba condenado a ser un sinvergüenza, un charlatán, y que no escaparé. Nadie escapa a su destino.

    Darío se quedó esperando un comentario de Sylvie, pero ella no decía nada. Su hermoso rostro se veía pálido y cansado.

    ―Hábleme más de su mujer ―le pidió al fin―. Y sobre todo de su hijo. La maldición que menciona, incluso si pesara sobre usted, no recaerá sobre su hijo, porque él vivirá en un ambiente feliz entre personas honradas. No tendrá ni sus deseos ni sus remordimientos. ¿No es suficiente?

    De pronto Darío se inclinó hacia ella, le cogió la mano y se la besó.

    ―Gracias, señora.

    Y a continuación, sin despedirse, abandonó a toda prisa el comedor y la casa y desapareció.


    11


    Clara había acostado al niño y esperaba a Darío. Había encendido la luz, pero como de costumbre había dejado los postigos y la ventana abiertos. Cuando Darío volviera junto a ella, cuando todavía estuviera en la calle, entre extraños, alzaría los ojos, vería la casa iluminada y su corazón se alegraría.



    En su juventud, cuando su padre y su madre habían subido a acostarse dejándola sola en la pequeña habitación de la planta baja (en las paredes, por toda la casa, los relojes de péndulo chirriaban, gemían y suspiraban en sus estrechas y largas cajas), encendía una vela y a su luz empezaba a preparar las lecciones. Era una escolar de quince años, con un vestido oscuro, un delantal negro con peto, dos largas trenzas a la espalda y suaves mejillas pálidas. Él era un vagabundo, un mísero aprendiz de relojero con las botas agujereadas. Clara ponía su libro sobre el banco de trabajo de su padre, entre todos aquellos relojes abiertos, con sus delicados corazones parados, privados de vida, y recitaba las lecciones en voz muy baja. En la fría y oscura habitación la vela humeaba. Oía el rumor de las olas en el malecón y a veces la canción de algún soldado que volvía de la taberna, las ruedas de un coche en el paseo cercano o los gritos de una pelea en el puerto.

    Cuando sus padres se habían acostado en su habitación del primer piso, Clara llevaba la vela al banco y la situaba cerca de la ventana, para que su débil luz se viera desde fuera. Luego quitaba el candado y las cadenas de la puerta. ¡Qué momento más terrible! Al recordarlo después de tantos años, el corazón todavía le palpitaba. El chirrido, el ruido de las cadenas al caer, ¿no despertarían a sus padres, dormidos arriba? Entretanto, Darío vagaba por las calles esperando la señal. Como ahora, en aquella época cuando veía la luz en la ventana sabía que todo iba bien, que estaban de suerte. El padre no se había enterado; los vecinos no habían hablado. Podría estar con ella sin peligro hasta el amanecer. Cuando oía sus pasos, Clara apagaba la vela y lo esperaba pegada a la puerta. El se deslizaba junto a ella y la estrechaba entre sus brazos. Nunca los habían sorprendido.

    En Europa, entre las mil luces de la ciudad, Darío distinguía la de su ventana en la mísera pensión del Barrio Latino o en la pequeña vivienda que ocupaban en Saint―Ouen, y también se sentía reconfortado, tranquilo, y pensaba: «Todo va bien.»

    Cuando entraba, incluso antes de que él hablara Clara se apresuraba a sonreírle. Era otro rito que nunca abandonaría. Ahora todo iba bien; tenían un techo y pan, pero nunca olvidaría las noches en que no tenían ni un mendrugo para comer ni carbón para calentarse. Esa sonrisa, ahora como entonces, significaba: «¿Lo ves? Otro día que ha pasado. Estamos vivos y juntos. ¿Qué más podemos desear?»

    En cuanto entrara, se levantaría y le serviría la cena. Darío comía despacio, disfrutando al máximo esa sensación de plenitud y descanso que da el hambre saciada. Y para ella, qué felicidad ver cómo se llevaba la comida a la boca y masticaba lentamente, y decirse que tenían el pan asegurado esa noche, toda la semana y puede que el mes entero... ¿Quién podía saberlo? Darío iba a La Caravelle a diario; Wardes estaba curado, pero parecía que ya no podía prescindir de Darío, porque día tras día éste acudía a aquella casa tan bonita, de la que tanto le había hablado, y donde lo recibían como a un príncipe.

    Clara oyó al fin el ruido de la verja al abrirse y los pasos de su esposo en el jardín. ¡Qué despacio andaba! ¡Y qué tarde llegaba! Pero no se inquietó; desde el momento que estaba allí, a su lado, vivo, no podía ocurrir nada grave, realmente grave. Darío entró. Se acercó a ella y la besó. Luego se sentó a su lado y se quedo callado, con las manos abiertas.

    Ella ya se había levantado. Le calentó la cena. Él tomó unos bocados a la fuerza, pero apartó el plato enseguida.

    ―No tengo hambre, cariño. He cenado en La Caravelle.
    ―¿De verdad? ¿Otra vez? Pareces cansado...

    Darío no respondió.

    Clara cogió en brazos al niño, que había despertado llorando, lo acunó contra su pecho, lo tranquilizó y se sentó junto a su marido sobre el baúl, cubierto con una manta. En los sillones ―rígidos, ceremoniosos, destinados a las visitas, a una familia inexistente, a los pacientes― se sentían incómodos. Para ellos aquel baúl duro que había conocido todas las estaciones de Europa era el mejor lugar de descanso, un refugio seguro.

    ―Sí, estás cansado ―dijo Clara recostándose en su hombro―. Sin embargo, estas últimas semanas estabas más contento, más tranquilo. Respirabas mejor. Notaba que ya no tenías miedo. Cuando volví de la clínica parecías un animal perseguido por el cazador, un pobre animal jadeante, tembloroso, con las patas ensangrentadas ―musitó sonriendo. Le cogió una mano y se la besó―. Pero hoy te siento temblar otra vez. ¿Es de miedo? ¿Qué has hecho?
    ―No he hecho nada ―respondió él esforzándose―. Y no tengo miedo. No temas, Clara.
    ―¿Estás triste?

    Los pálidos y temblorosos labios de Darío se crisparon un instante.

    ―No ―respondió al fin.
    ―¿Has estado mucho rato en casa de los Wardes?
    ―No demasiado. La señora Wardes se había ido.
    ―Pero... ¿ayer no lo sabías? ¿Se han ido así, sin despedirse? ¿Y tus honorarios?
    ―¿Los honorarios? ¡Ah! ¿Eso es lo que te preocupa? No, no, tranquilízate. Wardes sigue aquí. Al menos, en Montecarlo. Pero ella se ha ido.
    ―Lo dices de un modo extraño. ¿A qué te refieres con que se ha ido? ¿Es que no volverá?
    ―No.
    ―¿Nunca?
    ―No, nunca.
    ―Pero ¿cómo lo sabes tú, Darío?

    Él parecía dudar, mas al cabo de unos instantes se encogió de hombros. «¿Qué no le contaré a Clara? ―se dijo―. ¿Qué no comprenderá mi mujer, que me quiere? Y además, ¿qué tengo que ocultar? Nada. Ni a ella ni a mí mismo. Sylvie Wardes no era mujer para mí.»

    Sacó de un bolsillo una carta arrugada y se la tendió a su esposa.

    ―La he recibido esta mañana.

    Clara leyó:

    Mi querido doctor.
    Me voy de La Caravelle para no volver. Durante la enfermedad de Philippe y tras su recuperación y sus nuevas locuras, se ha mostrado usted tan servicial y leal que mi único pesar al marcharme es no haberme despedido de usted, no haberle estrechado la mano. Debido a una circunstancia imprevista, mi partida, que llevaba preparando mucho tiempo, se ha convertido en algo necesario y urgente. Tengo la intención de vivir en París a partir de ahora. Si necesita una amistad sincera o un consuelo, acuérdese de mí.

    ―¿La has recibido esta mañana? ―preguntó Clara plegando la carta con lentitud―. Pero entonces, ¿qué has ido a hacer a La Caravelle?

    Darío sonrió débilmente.

    ―No lo sé. Es ridículo. Quería volver a ver la casa. ¿No estás celosa, Clara? ―le preguntó bajando el tono―. Sabes que no quiero a nadie más en el mundo, pero esa mujer no era como las demás. Entre ella y cuanto he conocido hasta ahora, salvo tú y nuestro hijo, hay tanta distancia como entre el cielo y la tierra. No sé cómo explicarte... Yo nunca había visto eso. Un ser humano sin vanidad, sin egoísmo ni avaricia, para quien el dinero y los bienes de este mundo no significan nada. Y al mismo tiempo, buena y caritativa, viva e inteligente. Puede que haya muchas personas así en su mundo (aunque lo dudo), pero desde luego para mí era única y extraordinaria. Por eso me había encariñado con ella como con una hermana ―confesó alzando los ojos hacia Clara―. Le hablaba constantemente de ti, del niño... Ella siempre me escuchaba y me animaba. Durante muchos meses, desde que Wardes enfermó, y más aún desde que ese bruto se recuperó, he ido a verla a diario, y me recibía con tanta bondad e inteligencia que me había encariñado con ella ―repitió con desesperación―. Así es, Clara. No puedo explicarlo de otra forma. ¿Estás enfadada?
    ―No. Sé que en muchas cosas yo no puedo ayudarte. Soy una mujer simple e ignorante.
    ―Tienes todas las cualidades del mundo, mi adorada Clara ―repuso Darío con ternura―. Seguramente la diferencia entre ella y tú se reduce sólo a que ella pertenece a una raza que durante siglos ha sido preservada del hambre, que no ha tenido que ingeniárselas para comer, como nuestros padres y nosotros, y que puede permitirse el lujo del desinterés y el honor, a diferencia nuestra ―dijo con amargura.
    ―¿Por qué se ha ido? Yo no habría abandonado a mi marido.
    ―Tú no sabes lo brutal que es Wardes. Lamento de todo corazón no haber dejado que muriera como un perro. Escucha, esto no te lo he contado. Ocurrió hace un mes. La hija de la señora Wardes, la pequeña Claude, una criatura pálida y débil (no se parece a nuestro precioso Daniel) ―apostilló Darío con orgullo―, estaba enferma. No era más que un simple resfriado, pero a pesar de todos mis esfuerzos la fiebre no remitía, y Wardes no estaba. Su mujer se hallaba muerta de cansancio, preocupada, sola. Y yo pensaba: «¿Qué haría si supiera que mi pequeño Daniel está enfermo y su madre sola?» Nada me retendría. Lo dejaría todo y correría a tu lado. Así que le pregunté dónde estaba Wardes. De nuevo en Montecarlo. Decidí ir a buscarlo. Cuando se lo dije a la señora Wardes, sonrió y debió de pensar que aún era muy inocente, muy ignorante del mal. Me fui. Esperé en el casino. No podía entrar en el Privé. Así que me quedé en el vestíbulo ―explicó, recordando que le había hecho llegar su tarjeta con una nota a través de un mozo del Círculo: «El doctor Asfar presenta sus respetos al señor Wardes.» La misma fórmula que había usado para cobrar sus honorarios; había buscado otra y no la había encontrado. «Y lamenta comunicarle que la pequeña Claude se encuentra mal y su madre, completamente sola. Se permite aconsejar al señor Wardes que vuelva de inmediato con su mujer e hija»―. Esperé dos, tres, cuatro horas... Estaba furioso. Si hubiera podido ponerle la mano encima, creo que lo hubiera arrastrado por la fuerza. Pero no se presentó; al final, el mozo fue a devolverme la nota. No había respuesta. No regresó hasta cuatro días después. La niña estaba curada, pero habría podido morirse sin él. Cuando llegó, se cambió y, sin decirle una palabra a su mujer, volvió a marcharse a París, con Elinor (ya te he explicado que Elinor Muravin es su amante; ahora se hace llamar Elinor Barnett, su nombre de soltera), que lo esperaba en el coche ―añadió deprisa con una mirada febril y cansada.
    ―Yo no te habría abandonado ―repitió Clara.
    ―Pero ¿sabes que quería que alternara con fulanas, con rameras? No puedo hablarte de eso, Clara, tú no conoces esos vicios, ese sucio desenfreno... ¿Sabes cuál era la «circunstancia imprevista» que menciona en su carta? Me he enterado por Ange Martinelli. Sí, nada de cuanto ocurre en Niza y sus alrededores tiene secretos para él. Resulta que Wardes volvió de París acompañado de esa mujer, Elinor, que esta vez no se conformó con esperarlo en el coche, sino que entró en la casa. Por lo demás, imagino por qué lo hizo: fue una maniobra para que la señora Wardes se marchara, para que Wardes consiguiera el divorcio que ella nunca había querido concederle, pues ahora podría alegar abandono del domicilio conyugal. Es imposible que la señora Wardes no lo adivinara; lo veía todo, lo comprendía todo ―dijo Darío recreando en su mente los ojos de Sylvie, aquellos ojos profundos y penetrantes que parecían leer en el fondo de los corazones―. Pero sin duda desfalleció.
    ―¿Por qué no deseaba divorciarse? ¿Es que todavía lo quiere?
    ―No, ya no. Ya no lo quiere, estoy seguro. ¡Te digo que no lo quiere, es imposible! ―farfulló Darío como rabioso.
    ―Entonces, ¿por qué? No lo entiendo.
    ―Seguramente porque es católica y practicante.
    ―¿Es muy hermosa? ―preguntó Clara de pronto con un imperceptible suspiro.
    ―Sí ―respondió Darío con voz sorda―. Muy, muy hermosa.
    ―Entonces puede alegrarse de haber tenido que abandonar a ese marido brutal al que además ya no quiere. Tal vez la espere otro hombre. ¿Qué puede hacer Dios por una mujer? Sólo la defiende el amor.
    ―Ella no es como las otras ―repitió Darío.
    ―Pero para casarse con ese Wardes se dejaría llevar por el amor, o el deseo de riqueza, en fin, por un sentimiento humano, como nos pasaría a nosotros. Así que no es un ángel. ¡Es una mujer!
    ―Yo, Clara ―dijo su marido levantando la cabeza y mirándola con una leve sonrisa entre irónica y tierna―, prefiero creer que es un ángel. Está lejos de mí ―prosiguió tras una pausa―. Tiene reacciones, ideas diferentes de las mías. No busca en la vida lo mismo que nosotros. Lo que nosotros consideramos «felicidad» no lo es para ella, y nuestra desgracia no sería la suya. En la extrema miseria, no defendería su vida. Intentaría salvar... ―Calló. No sabía cómo llamar a esa esencia divina, incorruptible, que reconocía en Sylvie pero no en sí mismo―. Trataría de salvar su orgullo, su conciencia. No le quitaría nada a los demás, nunca, ni para ella ni para su hija, por ejemplo, ni para un hombre.
    ―Entonces no quiere a su hija.
    ―Sí, Clara, pero no entiende el amor como nosotros. Es eso, es un ser distinto. ―«Un alma...», pensó Darío. «Sí, eso es lo que he buscado, la palabra que ignoraba antes de conocerla. No lo que habitualmente se llama así, esa débil lucecilla que ilumina vagamente densas masas de carne, sino una inmensa y brillante luz»―. Se resigna, pero no es cobardía, sino orgullo. No la asusta la pobreza, y además... A veces, cuando me miraba... ―se tapó los ojos con la mano y lentamente, con voz ahogada, murmuró―: me sentía inundado de paz.

    Clara se levantó, acostó al niño, recogió la mesa y salió de la habitación. Cuando volvió, Darío no se había movido. Seguía sentado en el viejo baúl, con la frente apoyada en la pared.

    ―¿Recuerdas ―dijo ella― que cuando eras niño tu madre te obligó a robarle unos cubiertos de plata a un oficial, que el oficial te molió a palos, que estuviste a punto de morir de los golpes y que, antes de darle los cubiertos a tu madre, escondiste una cucharilla de plata para regalármela? Yo la rechacé, así que la vendiste por un rublo y te lo gastaste en dulces. ¿Te acuerdas?
    ―Pero ¿por qué me hablas de eso? ¡Odio mi pasado! ¡Lo odio!
    ―Porque tu pasado eres tú y tú eres él, mi pobre Darío. No puedes cambiar tu carne, ni tu sangre ni tus deseos de riqueza ni los de venganza cuando te han ofendido. Otra, Darío, no te querría como eres, y tú no podrías quererla sinceramente.
    ―No te comprendo.
    ―La admirarías, pero no la querrías. ¿Una hermana, dices? Tu hermana soy yo. Sí, más aún que tu mujer. Hablamos el mismo idioma. El otro es un idioma extranjero que te gustaría aprender.
    ―Que balbuceo, que tartamudeo ―admitió Darío con amargura.
    ―Pero que jamás dominarás.
    ―Quién sabe.
    ―Darío ―dijo Clara acariciándole el pelo―, para un marido y una mujer es una gran suerte hablar el mismo idioma y haber pasado hambre juntos, haber sufrido humillaciones juntos. ¿No crees?

    Sin esperar respuesta, lo dejó solo y fue a la cocina a fregar los cacharros. Cantaba en voz baja. Durante un buen rato, Darío escuchó el sonido del agua y aquella canción. Cuántas veces la había oído... En Crimea, frente a su mísera pensión, los marineros la cantaban a coro durante las largas noches de invierno. Lo invadían la melancolía y la cólera a la vez, como ciertos recuerdos que nos avergüenzan pero nos resultan entrañables, porque son nuestra vida y parecen fluir en nuestro interior como nuestra misma sangre.

    Cuando Clara volvió, Darío se había acostado sin desnudarse, como hacía a veces, y, con la cabeza hundida en el almohadón y oculta bajo la sábana, fingía dormir.


    12


    La Caravelle estaba vacía. Darío ya sólo pensaba en marcharse, no tanto por reunirse con la señora Wardes como por abandonar Niza, donde la buscaba constantemente y donde, por otra parte, no había tenido éxito. Además estaban en temporada baja, una época en que Niza aún no conocía su boga estival, en que sus habitantes huían de ella apenas llegaba el calor.



    Para Darío, el único remedio efectivo siempre había sido marcharse. Si otros se enfrascaban más en el trabajo o buscaban escape en el vino y las mujeres, él soñaba con trenes rápidos y ciudades extranjeras, siendo muy consciente de que no hallaría más que desgracia y miseria, pero otra miseria, sin duda. Algo es algo.

    Al final consiguió ponerse de acuerdo con un compatriota, un dentista que le propuso alquilar un piso a medias en París, donde ambos se instalarían.

    Tres meses después se encontraba en la capital. La mudanza se había pagado con los honorarios de Wardes, cobrados, por otra parte, con gran dificultad. Darío había elegido un piso en un barrio respetable, para tener una dirección decente en su papel de cartas y sus tarjetas de visita; pero el alquiler, muy caro, suponía una pesada carga. Creía que tendría pacientes enseguida. El dentista prometía una clientela distinguida, pero desgraciadamente nada cambiaba. El dinero, siempre el dinero, los eternos cálculos, las esperanzas, frustradas una y otra vez, los ingresos gastados incluso antes de obtenerlos, ¡ése era su destino! Esas noches en que uno se duerme muerto de cansancio, sabiendo que el día siguiente no mejorará, porque lo mejor que puede ocurrir es que se parezca al día que acaba de pasar, tan funesto y amargo. Tener miedo de mirar adelante. Temer el hecho de contar. Conseguir de vez en cuando algún dinero que se querría emplear para mil cosas a la vez y ver cómo se escurre entre las manos. Visitar a un enfermo, cuidarlo lo mejor que uno sabe, de manera responsable, con coraje, reconfortarlo, tranquilizar a la familia, marcharse y luego acudir a una llamada desesperada al amanecer, ser tratado como un salvador, presentar la cuenta, no recibir respuesta, esperar, volver a escribir «El doctor Darío Asfar, según es habitual, etcétera», obtener al final «una pequeña cantidad a cuenta, y el resto en cuanto sea posible», no ver ese resto nunca, enterarse de que la familia ha acudido a otro médico, porque él, Darío Asfar, era demasiado interesado, los apremiaba con peticiones de dinero, y además, como no tenía coche, casi siempre llegaba con retraso: ésa era su vida.

    Fue por esa época cuando empezó a hinchar las facturas con dos o tres visitas que en realidad no había hecho, para resarcirse con ellas de lo que le debían y jamás recibiría.

    El dentista y su mujer eran groseros, vulgares, dejados. Tenían tres hijos que, unidos a Daniel, armaban un jaleo infernal. Los gritos y las peleas del matrimonio no tenían fin.

    No obstante, la cohabitación con el dentista le daba ciertas ventajas. Cuando un enfermo lo visitaba, Darío le decía:

    ―Debería arreglarse la boca. Así no puede masticar bien. Los ardores y la acidez de que se queja carecen de otro motivo. Ya que está aquí, le aconsejo vivamente que consulte con mi compañero. Tenemos un acuerdo. A mis pacientes les hace un precio especial.

    Por cada nuevo paciente, Darío recibía un porcentaje sobre los honorarios de su vecino y, a su vez, el dentista lo recomendaba a sus clientes; pero cuando llegaba la hora de cobrar y la gente se retrasaba, los dos acechaban al cartero, dispuestos a hacerse pedazos por un certificado a nombre del uno o del otro.

    Esos eternos cálculos perseguían a Darío hasta la cabecera de los enfermos. Todavía no se hallaba en una situación lo bastante buena como para permitirse determinados comportamientos. A menudo olvidaba la cordialidad, las bromas de rigor, la última frase lanzada desde la puerta al enfermo de cáncer que ignora su estado («¡Vamos, vamos, que no es tan grave!») y piensa: «Bueno, tal vez después de todo...» Cuando trataba a mujeres, descuidaba las ocurrencias graciosas, los comentarios optimistas, los halagos. No conseguía deshacerse del acento extranjero, de su aspecto miserable y huraño.

    Cuando llegaba a casa al final de una larga jornada de trabajo, en ocasiones antes de reunirse con Clara se quedaba unos instantes ante la puerta. Era el único momento en que tenía la mente libre. Dentro se toparía con las facturas del gas y la electricidad; repasaría las viejas deudas; vería los ojos de Clara, enrojecidos y medio cerrados por haber pasado demasiadas horas cosiendo a la luz de la lámpara; se acordaría de que el niño necesitaba zapatos y él un abrigo nuevo. Se concedía unos segundos de respiro en la ruidosa calle, frente al puente de hierro; ya no veía los escuálidos árboles desnudos, la niebla del otoño, la gente triste y hosca que se alejaba apretando el paso; dejaba de percibir aquel hedor a enfermedad y miseria del que no podía desprenderse: flotaba constantemente alrededor e impregnaba su ropa. No pensaba en nada... Hacía acopio de fuerzas, como en medio de una batalla desigual en que, si sobrevives otro instante y no puedes huir, aferras las armas, piensas en un ser querido y te lanzas a la carga, comprendiendo al fin que no respetarías nada, que aceptarías perder el alma si ése fuera el precio por conservar la vida.


    13


    Poco antes de Navidad, en París hizo un tiempo gélido y desapacible durante una semana. Ahora Sylvie Wardes vivía con su hija en casa de una parienta, en la rue Varenne. Era casi la hora de comer; Sylvie, que había salido a pie, se apresuraba a volver a la casa, tan acogedora con sus viejos muros y sus altas y serenas chimeneas. Era un refugio.



    Sylvie se había separado de Wardes y sin duda éste pediría y obtendría el divorcio, puesto que ella había abandonado el domicilio conyugal. Más tarde habría de recordar esos meses, durante los que se había entregado a la desesperación, como la época más triste de su vida. Hasta entonces, para bien o para mal, siempre había estado segura de su camino y de sí misma. Ahora vagaba entre densas tinieblas.

    Estaba llegando a casa cuando distinguió, entre la lluvia y la niebla, a un hombre inmóvil junto a la puerta cochera con las manos hundidas en los bolsillos y tocado con un sombrero chorreante. Al verla, el desconocido dio un paso hacia ella y la llamó por su nombre. Sylvie lo reconoció.

    ―Darío Asfar ―murmuró.
    ―¿Me reconoce, señora? ―dijo él sonriendo―. ¿No me ha olvidado? Perdóneme, señora, pero... pasaba por aquí y... he pensado que quizá querría recibirme como antaño en La Caravelle. Pero dudaba, esperaba...

    No dijo que llevaba mucho rato pateando el barro helado y rogando a Dios que hiciera un milagro y le permitiera verla. Y de pronto había aparecido. Pero quizá se deshiciera de él. Darío le estrechó la mano, mientras se disculpaba de un modo tan confuso y hablaba tan deprisa que al principio Sylvie apenas lo entendió. No obstante, poco a poco fue calmándose.

    ―No sé cómo me he atrevido a presentarme en su casa ―dijo al fin en voz muy baja―. He querido venir muchas veces, pero nunca encontraba una excusa.
    ―Me alegro de verlo ―respondió ella con suavidad―. Y no necesita ninguna excusa. Venga, aquí hace frío, está lloviendo...

    Darío la siguió. Se hallaba tan azorado que no veía nada, ni el patio de la vieja casa ni la galería ni aquel gran salón oscuro y frío. Por fin, Sylvie lo condujo a una habitación pequeña y luminosa y lo dejó solo.

    Poco después, tras cambiarse la ropa húmeda y helada, volvió con el té y le sirvió una taza humeante, que Darío bebió con expresión de felicidad.

    ―Está usted temblando. Qué frío ha debido de pasar...
    ―Todavía estoy débil. He estado enfermo. He guardado cama más de un mes.

    Sylvie le preguntó por su mujer y su hijo. Ambos titubeaban buscando las palabras. Ella no había cambiado, pensó Darío. El vestido negro, las manos finas, el diamante en el dedo, los gráciles y vivos movimientos de la cabeza delicada y erguida, del largo cuello, el pelo negro salpicado de plata, la frente combada y despejada y aquella mirada serena y profunda, tan luminosa...

    De pronto, Darío le cogió la mano y se la llevó a la cara, a la mejilla helada, porque no se atrevió a rozarla con los labios.

    ―Tengo frío. Estoy cansado ―dijo al fin―. No veo más que a desdichados, a enfermos, a desesperados. Yo también estoy sumido en la desesperación. Por eso he venido.
    ―¿Qué puedo hacer por usted?
    ―¡Nada, nada! ―exclamó Darío con expresión aterrorizada―. No le pido nada. Simplemente, no me rechace. Acepte mi presencia.
    ―¿Por qué se fue de Niza? ¿Acaso le iba mal? ¿Tiene pacientes aquí? ¿Se gana bien la vida?
    ―No. Mal, muy mal. Apenas gano lo necesario. Y la enfermedad lo ha trastocado todo. Primero, por la inactividad forzosa, y luego, porque algunas familias que me llamaban se han buscado otro médico. Me persigue la desgracia. Y me siento tan responsable de las desdichas de mi mujer que no soporto estar en casa.
    ―¿Responsable?
    ―Sí. ¿Por qué la arrastré aquí? ¿Por qué tuve un hijo? ¿Por qué? ¿Qué derecho tenía? ¡Y yo jugando a ser el gran personaje, el médico francés! ¡Sí, yo! Pero ¿qué soy? ¡Escoria! Nací para ser un vendedor de nueces garrapiñadas o de alfombras, no un médico. Me he esforzado en vano en progresar y he caído una y otra vez, cada vez más bajo. Ojalá pudiera venir a verla y contarle que mis investigaciones científicas van por buen camino ―dijo Darío esforzándose en reír―, o consultarle un caso de ética profesional o anunciarle que he descubierto un nuevo suero. ¿Y sin embargo qué puedo decirle? «No tengo dinero.» ¡No, cállese, no me lo ofrezca! El día que acepte dinero de usted podrá decir: «Se acabó. Se ha convertido en lo que estaba destinado a ser desde que nació, un sinvergüenza.» De momento, todavía estoy luchando, todavía confío. Pero ¿qué soy? Una criatura de la tierra ―se respondió con súbita vehemencia―, hecha de lodo y oscuridad. Señora, le suplico que me perdone. No he debido importunarla. Se lo agradezco. Me ha ayudado mucho verla. ―Se levantó―. Adiós, señora.
    ―¿Ha hecho usted algo malo?
    ―Sólo conozco a dos personas en el mundo capaces de preguntar eso sin reírse: mi mujer y usted ―repuso Darío sonriendo débilmente―. No he hecho nada malo. No dejo de pensar en un plazo a punto de vencer, que ya he retrasado dos veces y que no puedo volver a retrasar, de esperar contra toda esperanza y de temblar por los míos. Mi hijo, mi mujer... ¿qué será de ellos sin mí? Para estar tranquilo al fin sobre su futuro, robaría, mataría si fuera necesario, se lo digo como si estuviera ante Dios. Soy como un animal salvaje perdido lejos del bosque. Nadie alimentará a los míos. Tendrán que arrancar la comida a dentelladas... Y no saben. ¿Cómo van a saber? Mi mujer es frágil y está cansada. El niño es pequeño, vulnerable...
    ―Déjeme ayudarle ―le rogó Sylvie―. Ya me devolverá el dinero cuando pueda. No se avergüence.
    ―¡Nunca! ¡Nunca! ¡Le prohíbo que me ofrezca dinero! ¡Usted! ¡A mí! ¡Oh, perdón, señora, perdón! ―murmuró Darío llevándose la mano a la frente con un gesto de cansancio y azoramiento―. Aún tengo fiebre. Claro que me avergüenzo. Mis penas son tan sórdidas... Preferiría confesarle un crimen.
    ―No me hable así ―dijo de pronto Sylvie―. No lo merezco. A veces me trata como si fuera... una criatura celestial y no terrenal, como usted. He cometido faltas y no ceso de pecar y equivocarme miserablemente.
    ―No, no son los mismos errores, ni las mismas tentaciones ni las mismas faltas. Y me alegro. Me gusta sentir que está muy por encima de mí. Y a veces la odio ―añadió Darío bajando el tono―. Pero el resto del tiempo la amo. ―Sylvie no respondió―. ¿Aceptará ver a este loco salvaje de vez en cuando? ―le rogó humildemente.
    ―Tan a menudo como desee ―respondió ella―. Cuando esté triste, enfermo, desesperado o solo, recuerde que lo escucharé, que lo recibiré y, si me lo permite, le ayudaré.

    Darío se levantó de inmediato y cogió la vieja cartera de cuero negro, que había dejado en una silla.

    ―Gracias, señora. Ahora he de marcharme. Tengo que hacer una visita antes de comer.

    Se inclinó torpemente. Sylvie le tendió la mano, que él apenas se atrevió a estrechar antes de irse.


    14


    Tras echar una última ojeada a la rue Varenne, a la casa en que vivía Sylvie y a las contiguas, Darío se alejó lentamente. Hasta entonces había imaginado sin cesar las hermosas habitaciones cerradas y cálidas, con las lámparas encendidas y los niños jugando sobre mullidas alfombras. Ahora, por primera vez, las había visto con sus propios ojos.



    Mientras andaba, a través de los postigos entreabiertos miraba con envidia las porterías, las trastiendas, los talleres de los artesanos. ¡Qué felices eran todos!

    «Pero usted lleva en Francia mucho tiempo... ―solían decirle―. ¡Casi es uno de nosotros!»

    Para él, ese «casi» resumía un mundo de sentimientos inexplicables, de amargas experiencias. No tenía amigos, aliados ni parientes. Nada le proporcionaba la sensación de que tenía derecho a estar allí. Sin poder evitarlo, se veía como un animal salido de su agujero que barrunta el peligro en todas partes y aguza uñas y dientes, sabiendo que sólo puede esperar servirse de éstos.

    En el pasillo del metro, entre la muchedumbre que lo arrastraba, se detuvo un instante y sacó de un bolsillo una carta, que leyó con suma atención:

    Querido doctor:
    En respuesta a su atenta carta del 23 del corriente, debo informarle de la imposibilidad en que me hallo de aplazar una vez más el pago de la cantidad que me adeuda y que se comprometió a reembolsar mediante cheque. Le he cobrado unos intereses razonables. Confió en que hará todo lo necesario para que el cheque sea cubierto en la fecha acordada.
    Mi hijo ha dejado la cocina. Ahora está totalmente curado. El sanatorio era excelente. Pero debe usted comprender cuánto me ha costado y que de algún modo tengo que recuperarme. Tiene un buen trabajo en una fábrica de calzado, donde lo valoran mucho.
    La temporada es buena. Hay muchos extranjeros aunque, con la devaluación de la moneda, la categoría de la clientela ha bajado bastante. Hemos tenido alojada aquí a Elinor Barnett, que vive con el señor Wardes, a quien usted conoce. Se casará con él. En estos momentos se encuentra en París. Ésta en su dirección, por si decide acudir a ella, lo que le aconsejo: Bulevar Bineau, 27, Neuilly―sur―Seine.
    Suyo afectísimo,

    Wardes había alquilado para su amante una casa rodeada de un jardín en Neuilly.

    ―Hoy recibimos a mucha gente ―le dijo el criado a Darío en tono amistosamente confidencial; era el doméstico de Wardes, que conocía bien a Martinelli y sabía cómo había entrado Darío en la casa―. Tenemos un cóctel de siete a nueve. La señora está vistiéndose.
    ―Se lo suplico ―le dijo Darío apretándole la mano―. Ruegue a la señora Barnett que tenga la bondad de recibirme. No la entretendré mucho.

    ¡No, no mucho! Un sí o un no, y se iría. ¿Y después? ¿Qué haría? Sólo le quedaban dos recursos: Elinor o Sylvie... Elinor le debía un favor. Que protestaran el cheque sin fondos supondría la cárcel, el deshonor, el final de su carrera. Si hubiera estado solo, habría preferido la prisión a aquellas humillantes y vanas gestiones.

    ―Pero no lo estoy ―murmuró con desesperación.

    Por fin le hicieron pasar a una pequeña habitación que debía de ser el vestidor de Elinor; las paredes estaban cubiertas de armarios y se percibía el tenue olor de las pieles perfumadas. Darío esperó a solas un buen rato. Luego entró una doncella: abrió un cajón y sacó unos zapatos dorados envueltos en papel negro de una funda de tafilete. Darío los miró con avidez, tratando de captar e interpretar favorablemente todos los signos de la riqueza.

    Apareció Elinor: era una joven delgada con músculos de acero que se movían bajo la suave carne, casi transparente, pelo rojizo y ojos vivos y duros. Mientras se acercaba iba limándose las uñas. Parecía impaciente e inquieta.

    ―Me alegra verlo, doctor, pero... ―empezó.
    ―Déjeme hablar, por amor de Dios ―la interrumpió Darío con una brusquedad torpe, casi grosera―. Estoy en una situación desesperada... de la que involuntariamente es usted responsable. ―Y le contó lo sucedido. Ella lo escuchó impasible―. Le suplico que me preste ese dinero. Ahora está en una posición que...
    ―Usted no conoce mi situación ―replicó Elinor.
    ―¡Escuche! Usted es mi única esperanza. ¿Comprende lo que eso significa? Se trata de un cheque sin fondos, la cárcel, el deshonor. No tengo un céntimo. Voy de puerta en puerta. He estado enfermo mucho tiempo. Nadie me paga. No sólo eso; se enfurecen cuando me atrevo a reclamar los honorarios que me deben. Mis pacientes son personas humildes, es cierto. «El próximo mes, doctor», me prometen todos. ¡Pero yo lo necesito mañana, mañana! ¡Usted es mi último recurso!
    ―¿Qué puede pasarle?
    ―Ir a la cárcel.
    ―Un castigo leve.
    ―¿Eso cree? ―replicó Darío mirándola con odio. «Feliz, rica, satisfecha, después de despojar de su riqueza a otra mujer... ¡y se burla de mí! No movería un dedo para salvarme. ¡No diría una palabra! ¡Cuando esperaba un hijo de Muravin no se mostraba tan orgullosa!»―. Mi carrera, destrozada ―dijo al fin―, y la miseria para mi mujer y mi hijo. ¿Un castigo leve? Pero hace mal en rechazarme, se lo aseguro, Elinor. Puedo ser un amigo fiel o un enemigo implacable. No se deje engañar por mi debilidad, por mi penuria actual. Puede que algún día me implore ayuda... una ayuda que ya le di una vez. ¡No lo niegue! Ignora cómo será su vida y la mía. Usted empezó desde muy abajo, como yo. Sabe hasta dónde se puede llegar y por qué caminos. Un día puedo ser yo quien la ayude. El camino que usted ha emprendido es resbaladizo y está lleno de trampas, y aún se encuentra lejos del final. No se procure un enemigo inútil.

    Ella meneó la cabeza con una sonrisa reticente y dura.

    ―Me gusta más así que pidiendo limosna. Crea, doctor, que sé agradecer el servicio que me prestó y que le profeso una auténtica amistad. Le he hablado a Wardes de usted elogiosamente. Después de todo, tenemos recuerdos comunes... penosos, sí, pero ésos son los que más unen. ―Elinor se acercó al tocador y se retocó el maquillaje de la cara y los labios―. ¿Se acuerda de Mimosa's House? ¿De los fines de mes, cuando servían las sobras de la semana aderezadas con una salsa infame? ¿De las escenas con la generala? Ahora puedo confesárselo, doctor: el único hombre que me interesaba entonces, que incluso me gustaba, era usted. Sí, usted, con esos ojos de lobo hambriento que ardían como ascuas cuando miraban a una mujer. Puede aceptar el cumplido con toda tranquilidad. Sé que no lo utilizará para pedirme dinero. Para empezar, porque está demasiado enamorado de la mujer de Wardes...
    ―¡Cállese! ―masculló Darío con rudeza.
    ―... y porque sabe... ―prosiguió Elinor.
    ―¿Que no es eso lo que le hará soltar un céntimo? Ya lo sé. La conozco.
    ―No tengo dinero, mi querido Darío. ¿Me permite llamarlo como en Mimosa’s House? Soy la amante de Wardes, no su mujer. Y Wardes es el ser más egoísta de la tierra, y el más avaro, pese a sus extravagancias. Para sí mismo nada es demasiado caro. Pero ¿para los demás? Nada de cuanto hay aquí me pertenece, salvo mi ropa. Ni la casa, ni los muebles, ni siquiera... ―Le mostró las joyas―. ¿No las reconoce? Son de la señora Wardes. Se las dejó a su marido cuando se fue. Él me cubre con ellas, me adorna como a un escaparate, como si fuera un muestrario viviente. Eso supone buena publicidad, la marca de la casa; pero son suyas, y cuando la jornada de trabajo termina las guarda en su caja fuerte. Si sigo con él...
    ―Es por amor ―ironizó Darío.
    ―Estamos hablando en serio, cariño ―repuso ella con sorna―. Si sigo con él, es porque espero casarme, y entonces... Cuando los negocios Wardes caigan en mis manos... Pero por ahora sólo es un sueño, y la realidad es que me ha costado mucho esfuerzo ahorrar unos miles de francos y que no puedo ayudarle en nada.
    ―Está bien. Entonces me marcho.

    Darío le tendió la mano y ella se la retuvo un instante.

    ―Todavía está ardiendo de fiebre. ¿Ha estado seriamente enfermo? ¿Qué va a hacer? No se vaya. ¿Adónde irá? Es tarde. Esta noche ya no lo recibirá nadie. Quédese. Enseguida hablaremos. Tengo una idea, un plan... y usted podría serme útil.

    Darío se encogió de hombros.

    ―¿Asistir a su cóctel? ¡Qué ocurrencia! ¡Míreme!
    ―¿Qué? ¿Por su ropa? Pero ¿sabe quién viene a mi casa? ¡Nadie se fijará! ¡No conoce a esa gente! Los unos están borrachos desde que amanece y los otros vienen como usted, con la esperanza de conseguir el billete de mil francos que necesitan, una amante rica o un socio capitalista. Quédese y confíe en mí.
    ―¿Me está pidiendo un favor?
    ―Sí.
    ―¿Por el que... pagaría?
    ―¿En metálico? No. Pero puede ser un trato tan ventajoso paró usted como para mí. Quédese, Darío.
    ―Está bien, esperaré ―dijo al fin, tras dudar un instante.


    15


    Estaban todos allí, la gente con quien se había cruzado durante su breve período en Niza, los mismos figurantes, los mismos rostros que durante diez, quince, veinte años, se ven aparecer, con idénticos rasgos y muecas, en sitios que cambian tan poco como ellos, hasta que se los lleva la muerte o la cárcel (y en este caso siempre regresan, como cadáveres de náufragos que las olas arrojan a la playa y vuelven a llevarse una y otra vez).



    Darío los miraba medio escondido detrás de una cortina. Estaba muerto de cansancio y el champán lo había atontado. No podía comer: la angustia le cerraba la garganta, y toda aquella comida expuesta al estilo ruso (el primer matrimonio de Elinor había dado una extraña combinación entre su carácter norteamericano y las costumbres eslavas) le revolvía el estómago.

    Wardes había alquilado para ella el palacete amueblado del bulevar Bineau, sin duda propiedad de una familia francesa que se había marchado o arruinado. En el diseño de las habitaciones, de las grandes puertas vidrieras y de aquel salón en forma de rotonda donde se encontraba, Darío reconocía unas nobles proporciones y un ambiente solemne y acogedor a un tiempo que le recordaban el salón de la rue Varenne.

    Permanecía inmóvil observando el bullicio. Un ingenuo, un no iniciado, un francés, habría pensado: «Se trata de gente rica que sólo piensa en divertirse, bailar y beber.»

    Pero ninguna de las personas que veía alrededor había ido allí en busca de diversión sino del sustento, como había dicho Elinor, igual que él, exactamente igual.

    Por lo demás, muchas de aquellas caras tenían, como la suya, una expresión ávida, desvergonzada, inquieta, que Darío conocía perfectamente. ¡Cuántos semejantes! ¡Cuántos hermanos!

    Con secreta ironía, con esa amargura profunda y viril que es el único consuelo cuando se ve la propia alma desnuda y avergonzada, pensó: «Sí, son mis hermanos, llegados como en mi caso de alguno de esos extraños lugares que los franceses ni siquiera imaginan. Yo, Darío Asfar, conozco todo eso. Me he revolcado en el mismo barro del que han salido ellos. He comido el mismo pan amargo. He derramado las mismas lágrimas, temblado ante los mismos deseos.» Sonrió. ¡Y se creía solo! ¡Qué va! Allí estaba su familia. ¡Cuántos hermanos desconocidos hasta esa noche! «Si le tocara el hombro a ése... Ya estoy viendo su gesto nervioso, su gritito ahogado, idénticos a los que yo esbozaría. Aquél creería que han venido a detenerlo. Sí, tú, que pareces tan gordo, tan bien alimentado, que miras los hombros de esa mujer cubierta de joyas sin deseo, pero con una humilde y tenaz esperanza... Te conozco: eres de Salónica. Nuestros padres trabajaron juntos en los puertos, cambalachearon en pensiones miserables, bebieron en los mismos tugurios, hicieron trampas con cartas igual de grasientas en los pequeños cargueros del mar Negro... ¿Y tú? ¿De dónde eres tú? ¿De Bucarest? ¿De Kishinev? ¿De Siria? ¿De Palestina? A ti te conocí en Varsovia, con las suelas agujereadas y sin abrigo bajo la nieve, a ti o a tu hermano... Desde entonces tienes las manos enrojecidas por el frío, pese al delicioso calor de los radiadores, pese a los cuidados de la manicura, ¡sí, reconozco tus manos y tu estrecha y friolera espalda, encorvada bajo el delicado tejido de tu ropa, como cuando vagabas a través del viento helado! Y a ti, si te hablara de Odessa y del barrio de las prostitutas junto al puerto, apuesto joven, y a ti, hermosa morena, ambos recordaríais el escenario de vuestra inocente infancia... Tú, famoso financiero, amigo de ministros, condecorado, ¡nunca olvidarás que has pasado hambre! ¡Y tú, magnate del cine, jamás olvidarás que tuviste miedo, que robaste! Los franceses verán en ti a un granuja con éxito, pero yo te conozco; no eres más que un granuja triste y lamentable. Sólo mereces enriquecer a quienes sepan aprovecharse de ti como tú te aprovechaste de otros. A cada cual su presa, según su astucia y su fuerza.»

    Miró a los autóctonos mezclados entre ellos: el dramaturgo adicto a las drogas y las mujeres que sabe que ya no tiene éxito, pero debe trasmitir a sus rivales la sensación de fuerza viril, de prodigalidad, de ingenio chispeante, para que la gente diga: «No ha decaído, es el mismo de siempre.» Miró al jugador profesional, condenado a ganar siempre, en cada mano (si perdiera, dirían que la suerte le ha dado la espalda, y más le valdría estar muerto).

    Miró a Wardes y de pronto pensó: «Lo que une a toda la gente que está aquí, lo que los asemeja, no es la necesidad de dinero, como cree Elinor, o de diversión, sino la necesidad de aguantar constantemente. De aguantar más que el adversario. De ocultar sus debilidades, sus heridas. Porque el temple de sus nervios es el único capital del cual obtienen la fuerza. ¡Cuántas enfermedades, angustias, fobias inexplicables para los desgraciados condenados al éxito perpetuo! ¡Ah, si yo me atreviera...! Lo que necesitan es un confesor, alguien que conozca sus sucios secretos, los escuche y los despida con un ego te absolvo; que, sobre todo, les permita hartarse sin remordimientos... ¡Que los droguen, eso es lo que necesitan! ―se dijo recordando la desesperada súplica de Wardes: "Tiene que medicarme, doctor"―. Sí, primero confesarlos y después drogarlos.»

    ―Es un trabajo seguro ―murmuró pensando en un par de nombres conocidos.

    «¿Por qué no? ¿Seguir viviendo como vivo? ¿Convertir a mi hijo en un pordiosero como el que fui? ¿Para qué? ―Miró el numeroso grupo de invitados de Elinor―. Sin embargo, cuando dejé el lodo y la miseria de mi infancia, estaba convencido de que no volvería a veros. Y mira por dónde, vuelvo a encontraros en París, en pleno corazón de París, y estáis entre los más ricos y envidiados, despreciados quizá, pero en definitiva envidiados. Entonces, ¿de qué han servido el largo y duro camino, los vanos esfuerzos, los estudios, las lecturas, la pobreza? ¿Para qué he soportado todo eso? ¿Y por qué aceptar de buen grado el mismo destino para mi hijo? El único futuro que me está reservado es el del charlatán, que cultivará los vicios y las enfermedades de los ricos como quien siembra un campo. Una vez más, pese a tantos sacrificios, sufrimientos y sueños, he acabado teniendo que mendigar, que rebajarme, que esperar la caridad, como antaño. Pero ésta es la última vez.»

    El calor, la música, aquellos rostros que giraban constantemente a su alrededor, aumentaban su angustia y lo sumían en una exaltación artificial que cesó súbitamente cuando pensó: «Pero todo esto quedará en un sueño, en una mera especulación, si los únicos pacientes que tengo son las porteras, los empleadillos, las obreras que forman mi clientela. ¡Es a la gente que está aquí a quien tengo que llegar!»

    Sin embargo, no se movía. Miraba a una mujer corpulenta y muy maquillada, con el pelo rubio revuelto, que bailaba sola al estilo ruso en el centro de un círculo de hombres borrachos. Agitaba un pañuelo y, tras lanzar por los aires sus relucientes zapatos, acabó el número en medias. La conocía; la había visto en casa de los Muravin. Fingía estar borracha y también se encontraba allí para ganarse el pan halagando al prójimo.


    16


    Por fin Elinor se le acercó y le hizo una seña.



    ―¡Se ha olvidado de mí, Elinor! ―le dijo él, siguiéndola.
    ―No, no lo he olvidado, espere. Escuche, he de proponerle algo. En primer lugar, para que no haya malentendidos entre nosotros, comprenda que no puedo prestarle dinero. Se lo daría a un amante, pero no a un amigo. Usted no se imagina en qué escuela me eduqué. Morirse de hambre en las calles de Nueva York no enseña a ser desinteresado ni generoso; y si por un milagro hubiera conocido esos sentimientos en mi infancia, el tiempo que pasé con los Muravin habría bastado para hacérmelos olvidar. La vida junto a la generala... No sé si se da cuenta de cuánto aprendí. Pero eso se ha acabado. ¡Ahora tengo el diploma y puedo enseñar yo, se lo aseguro! Esos conocimientos no se olvidan. Y estoy dispuesta a proponerle un trato, un negocio que le resultará tan provechoso como a mí.

    Elinor se quedó esperando a que Darío hablara, pero él la escuchaba en silencio, inclinando la cabeza con expresión atenta y calculadora. Sentía la peculiar tranquilidad que se apodera del alma en ciertos momentos de la vida, cuando atisbamos el destino, afortunado o aciago, para el que hemos sido creados y nos parece oír una secreta advertencia interior: «La suerte está echada. Cierra los ojos. Espera. Deja hacer.»

    ―Como usted bien sabe, Wardes padece una enfermedad nerviosa ―prosiguió Elinor―. Lleva años tratándose inútilmente. Todos los charlatanes del mundo se han ensañado con él, pero acudirá al primer médico que pueda aliviarle, ¡a cualquier precio! Ese alivio, ¿existe? Ahí entra usted. Si quiere, le ofrezco un trato. Estoy harta de ver cómo se escurre el dinero entre las manos de Wardes y va a parar a otras que no son las mías. Yo me encargaré de que lo requiera a usted. Pero a cambio quiero la mitad de sus honorarios. Wardes es una mina de oro para los médicos.
    ―Escuche ―respondió Darío en el mismo tono misterioso, ávido y secreto en que habría hablado veinte años atrás el joven vagabundo de los grandes puertos, que no retrocedía ante ningún manejo por turbio que fuera, que sólo vivía de triquiñuelas y únicamente conocía los caminos tortuosos―. ¡Escúcheme bien! Sólo por Wardes no merece la pena; es demasiado poco, no me sacará de apuros. Por rico que sea, por loco que esté, no bastará. Sería un negocio que solamente la beneficiaría a usted. Yo le propongo otra cosa. Lo que necesito no es un paciente, sino una clientela. Todos estos amigos suyos son caza mayor. ¿Quiere hacerme tanta publicidad como pueda? ¿Quiere decir que ha descubierto a un médico todavía desconocido, joven y pobre pero genial? Esas enfermedades nerviosas, esos trastornos funcionales, esas fobias tan raras que ningún médico sabría curar son un terreno que promete un éxito inmenso, ilimitado; pero necesito un avalista. Alguien que diga: «A mí me ha curado, ¡me ha salvado! Vaya a verlo, escúchelo...» Por cada paciente rico que me mande, recibirá el cincuenta por ciento de mis honorarios en cuanto los cobre.
    ―Sí, podemos entendernos de ese modo ―respondió Elinor, pensativa―. Después de todo, así es como consigo el dinero. Si no recibiera mi parte del sastre y el joyero, de la floristería y la corbatería, si no jugara con los gustos, los vicios y las enfermedades de Wardes, acabaría saliéndole gratis. Tiene auténtico talento para explotar y torturar a los más débiles. ¡Pregúntele a Sylvie Wardes! Si fuera su mujer, protegería sus intereses. Pero sólo soy su amante. ¡Peor para él!

    Darío no la escuchaba.

    ―No sabe lo que este momento significa para mí, Elinor ―dijo al fin en tono de súplica―. Se lo pido, se lo ruego una vez más: présteme diez mil francos hasta el próximo marzo. No se trata solamente de comer o salvarme de la cárcel; ni siquiera de mi mujer y mi hijo ―musitó―, sino de un naufragio, de una renunciación total, de... ¡Pero usted no puede entenderlo! ¡Ayúdeme, se lo suplico! ¡Sálveme! ―Elinor se limitó a negar con la cabeza―. ¿No?
    ―No, Darío.
    ―Estoy perdido ―anunció él en voz tan baja que, más que oírlas, Elinor adivinó sus palabras.
    ―No. Es más hábil de lo que cree. ¡Esa fuerza y esa astucia se llevan en la sangre! ¡Aunque uno no lo quiera! No hay forma de desprenderse de ellas. Saldrá adelante.

    Darío se marchó. Al día siguiente se presentó en casa de Sylvie Wardes, que le prestó diez mil francos. El cheque de Martinelli fue pagado.


    17


    Wardes observaba la casa de Darío con una mezcla de cólera, esperanza y miedo, sin decidirse a entrar. Miraba aquella calle, pobre y sórdida a sus ojos, pero que para Darío era burguesa y decente. ¿Era posible que aquel medicucho, al que casi había olvidado pero del que Elinor hablaba tan bien, fuera el hombre que buscaba, quien lo salvaría, en cuyas manos se encontraba su curación, su vida? Porque nunca había dudado de que podía curarse. Sólo tenía que encontrar al hombre que poseyera la ciencia, las palabras mágicas, al curandero, al brujo, al iluminado, al charlatán, ¡daba igual! Y aquel pobretón de tez amarillenta y ojos febriles, al que recordaba haber visto inclinado sobre su cama en Montecarlo y La Caravelle, aquel extranjero, aquel desconocido, no era un sinvergüenza. Se había opuesto a ciertas prácticas ilícitas. Pero, por otra parte, tampoco era un imbécil, y sabía aceptar responsabilidades, puesto que a Elinor...



    Wardes habría desconfiado tanto de un auténtico canalla como de un hombre de conciencia inmaculada. A los sabios, a los benefactores de la humanidad, a los grandes profesores íntegros, colmados de bienes y honores, los temía y odiaba. Ante ellos se sentía débil, culpable, humilde. Un tipo como Darío Asfar lo comprendería mejor. Sin duda, eso tranquilizaba a Wardes; delante de aquel médico pobre no sentiría vergüenza. Era lo que necesitaba. Sólo se notaba totalmente cómodo con sus inferiores. Y allí estaba la necesaria y ansiada combinación: la condición humilde y la ciencia (o adivinación) capaces de ayudarle.

    Entró en el edificio con el ánimo renovado; pero cuando preguntó a la portera «¿En qué piso vive el doctor Asfar?», volvieron a asaltarlo las dudas y la desesperación. ¡Cuántas veces había ido a casa de fulano o mengano presa de aquel mismo estado de ánimo! ¡Cuántas esperanzas! ¡Y cuántas decepciones!

    Mientras el ascensor subía lentamente resoplando, chirriando y gimiendo (se trataba de un edificio antiguo), Wardes, silencioso, se sintió una vez más envuelto por aquellas oleadas de angustia y rabia que lo invadían y sobrepasaban. Deseaba morir. Como quien arroja lejos de sí una prenda que arde, a veces le habría gustado deshacerse de aquel cuerpo que lo traicionaba, mediante un acto violento y homicida contra sí mismo o contra los demás. ¡Por Dios! ¡Ser libre, ser fuerte, poder dormir, trabajar, disfrutar...! ¡Y esos bienes inauditos iba a recibirlos de un medicucho de barrio! Desde luego, era una locura... pero Elinor...

    Confiaba en la inteligencia de su amante. Era demasiado dura y demasiado fría para dejarse embaucar por un inútil.

    «Y le interesa verme curado ―se dijo Wardes―. Al menos, hasta que me case con ella.» Elinor no ocultaba que ése era su deseo. ¿Y por qué no? Wardes le reconocía su valía. Sí, era una fulana, pero con una mente lúcida y calculadora.

    Salió del ascensor y se detuvo en el rellano. En una puerta se leían los nombres del dentista y el médico en sendas placas de cobre.

    Antes de llamar dudó un instante, pero luego pensó que iba a encontrarse con un hombre que lo conocía, que lo había conocido en la enfermedad y en la salud, que lo había atendido durante una de sus crisis. ¡Qué alivio! No tendría que explicar nada. Ni que confesar sus taras. Ni que enfrentarse a esa mirada franca de hombre de ciencia que te juzga, que te observa con interés o fría piedad, según los casos. Se ahorraría ese momento abominable en que, despojándose ante un desconocido de su orgullo, de su máscara de hombre feliz, se entregaba débil y desnudo, indefenso.

    Cuando al fin llamó, Clara acudió a abrir. Tenía un aspecto tan humilde con aquella blusa gris y el niño agarrado a la falda que, tomándola por una criada, Wardes le tendió el sombrero y entró en el modesto saloncito.

    Esperó. No podía quedarse sentado. Se paseaba de ventana a ventana, de pared a pared. Estaba anocheciendo. Una pequeña araña polvorienta con sólo dos bombillas encendidas iluminaba la habitación.

    Por fin, Darío abrió la puerta de la consulta y lo invitó a pasar, mientras decía que lo esperaba. ¡Ah, y cómo lo esperaba! Hay momentos en que uno adivina que la suerte se ha puesto al fin de su lado. Se regocijaba con la alegría del cazador que tras un largo acecho ve caer a sus pies la presa codiciada.

    Entretanto Wardes se había tranquilizado. Se dejó examinar y respondió a las preguntas de Darío.

    ―Elinor tiene mucha confianza en usted, doctor ―dijo al cabo.

    El médico había vuelto a ocupar su lugar tras el escritorio, que lo separaba de su paciente. De ese modo, a cierta distancia de Wardes, con el rostro en la penumbra, las manos cruzadas ante sí, el cuerpo inmóvil y la mirada atenta, conseguía revestirse de un aura de autoridad y misterio, y su suave y persuasiva voz, que empezaba a usar con tino ensordeciendo cuidadosamente los sonidos agudos, extranjeros, tranquilizaba a Wardes.

    ―Elinor ―respondió― me conoció en una época muy difícil de mi vida, cuando en el anonimato y casi sumido en la miseria llevaba a cabo investigaciones delicadas, difíciles, cuyo resultado fue esta teoría psíquica que ya ha aliviado a tantos enfermos en su misma situación. Seguramente, Elinor se la habrá mencionado...
    ―Espero que no se trate del método psicoanalítico. Ya lo he probado, sin éxito.
    ―¡No, no! Ya le he dicho que la he creado yo. Y como todos los precursores, he de sufrir los ataques de mis colegas, principalmente de esos que usted menciona, los partidarios de las teorías de Freud. Que tienen cosas buenas... y reconozco haberlas utilizado como punto de partida. Para llegar a la raíz misma del mal, son necesarios largos y minuciosos análisis; pero una vez descubierta, no opino que la curación se produzca de forma inmediata. Creo que es entonces cuando empieza el tratamiento. Simplificando mucho, para poner la cuestión al alcance de un profano, se trata de lo que llamo la sublimación del yo.

    En la cara de Wardes afloró una expresión que Darío no conocía, la misma que más adelante reconocería en los rostros de miles de desgraciados: una dolorosa incredulidad mezclada con la esperanza, una sonrisa amarga y forzada que significaba «¡Fanfarronea! ¡Diviérteme!», mientras la mirada humilde y ansiosa suplicaba: «Tranquilízame. Ten piedad.»

    ―Lo que usted considera en su fuero interno una tara, una vergüenza, una enfermedad, es el sagrado germen del que nacen sus más valiosas facultades. Dios le guarde de intentar igualar mediante medicamentos, curas de reposo o mayor higiene esa excepcional organización nerviosa que tantos sufrimientos le causa con la del común de los mortales, zafia, opaca, sin empuje. ¡Dejaría de ser Philippe Wardes! ¡Dejaría de ser usted! Usted se halla por encima de los demás, y así es como hay que tratarlo. Posee una capacidad de trabajo casi sobrehumana, una voluntad que hasta el día de hoy ha derribado todos los obstáculos. ¿Es así? ¿Estoy en lo cierto? Pues bien, su agresividad, su angustia, sus males no son más que manifestaciones de las mismas cualidades inestimables, geniales, de su personalidad. Hay que transformar esa enfermedad en nuevas fuerzas. Eliminar el sentimiento de culpa que lleva aparejado, debido a la herencia, a la educación, a un resto de moral religiosa, a lo que usted juzga malo de sí mismo. Es dicho sentimiento de culpa lo que por sí solo engendra el sufrimiento. Lo que importa no es el conocimiento del mal, sino el sentimiento de vergüenza que va unido a él y que deberemos erradicar. Un trabajo delicado, agotador, que requiere una investigación minuciosa. Como comprenderá, me estoy refiriendo a un tratamiento a largo plazo. Sólo puedo prometerle la curación en estas condiciones. Pero piense que con paciencia y valentía recobrará la libertad interior. Ahora es un esclavo, está al borde de la desesperación. ¡Confíe en mí! Puedo ayudarle.
    ―Doctor, lo que me mata son esas oscilaciones entre la angustia injustificada y la furia ―murmuró Wardes―. A veces me duermo tan tranquilo y feliz (no le hablaré de mis insomnios, eso es capítulo aparte, un infierno), y de pronto despierto durante la noche en tal estado de pánico que me echaría a la calle si no me retuviera un último resto de razón. Tengo miedo. No sé de qué. De un soplo de viento, de una luz, de mis recuerdos, de mis sueños; un criminal perseguido por los remordimientos no sufre esos bruscos sobresaltos de terror, esa angustia, esa espera... Me siento bajo la amenaza de un castigo por un crimen que cometí y olvidé. Después la angustia se transforma en furia, en una especie de rabia interior que me corroe y no encuentra salida hasta que se proyecta sobre el prójimo y me empuja a actos de violencia que no controlo, como usted pudo comprobar. ¡Y toda mi vida transcurre así, doctor! ¡Esto no es vida! ¡Ayúdeme, por favor!

    Wardes hablaba con voz sorda y temblorosa, alzando hacia Darío el rostro descompuesto; y sin embargo, constreñido por un último resto de pudor, cada debilidad que confesaba ocultaba otra más vergonzosa.

    ―Mi método ―dijo Darío― no es muy diferente del que emplean de manera instintiva los poetas y los artistas, que traducen sus bajas pasiones a un registro más elevado y de ese modo obtienen de ellas un aumento de las fuerzas espirituales. Nosotros actuamos del mismo modo con el elemento psíquico. Bien, ¿acepta usted ponerse en mis manos?
    ―Sí ―respondió Wardes con aire cansado.

    En el fondo despreciaba a Darío y se burlaba de él como se despreciaba y se burlaba de sí mismo; pero la terrible fuerza de la esperanza se había apoderado de él. Tal vez, ahora que había dado el primer paso y pronunciado las palabras más difíciles, disfrutaría por adelantado del placer de la confesión, del placer, aún más intenso, de escamotear, de disfrazar sus secretos.

    «Vendré un par de veces ―se dijo―. ¿Quién sabe? Siempre habrá tiempo de dejarlo y probar otra cosa.» Darío seguía hablando en voz baja, procurando mostrarse afable y mantener la calma, la autoridad:

    ―Ahora procederemos según los análisis freudianos clásicos. Se trata de tanteos necesarios, que abandonaremos en cuanto obtengamos la primera noción del trauma. Túmbese en ese diván, ahí, en la penumbra ―dijo cogiendo a Wardes del brazo y conduciéndolo hasta un estrecho sofá cubierto de dril gris y colocado en una esquina de la habitación―. Relájese y no tenga miedo. Pararemos al primer signo de cansancio. No me mire. Puede cerrar los ojos. No se vuelva hacia mí en ningún momento. Voy a hacerle preguntas, pero no soy más que una voz, una presencia invisible, un aparato receptor que no podría juzgarlo ni imponerle nada. Mi método no es el de la imposición, sino el de la libertad; no el de la renuncia, sino el de la satisfacción. Lo librará de la enfermedad. Tenga paciencia. Y confianza.

    Y la primera sesión dio comienzo.


    18


    Trece años más tarde, Darío se cotizaba alto. Las mujeres estaban encantadas con él.



    ―Es un charlatán ―les advertían―. Está de moda, gusta, pero nadie sabe de dónde ha salido...

    «La envidia, la maldad de la gente, de los colegas ―pensaban ellas―. Ya se sabe...»

    Bajo el coqueto sombrero, inclinado sobre los ojos o echado hacia atrás como la aureola de un ángel, según la moda de la temporada, la mirada de la burguesa francesa, acostumbrada a calcular, valoraba el mobiliario, los cuadros, la decoración del salón del palacete particular del doctor Asfar en la avenida Hoche; medía la altura del techo, la profundidad del jardín a través de la puerta vidriera, el grosor de las alfombras...

    ―¿Se imagina qué fortuna implica ese tren de vida? ―se decían unas a otras moviendo la cabeza.
    ―No cuida los cuerpos, sino las almas ―añadían.

    Y repetían lo que el doctor le había confiado a una de ellas, el nombre que se daba: «Mi título es Master of souls.» Se hallaban expectantes ante la puerta cerrada de la consulta. Era otoño. Llevaban trajes de chaqueta marrones o negros y el cuello y la cintura ceñidos con pieles de zorro; sus barbillas se apoyaban en las finas y peludas patas y en los fríos hocicos. La máscara del maquillaje les confería un rostro indestructible y terso, pero, así como el resplandor de un fuego escapa por la hendidura de una tronera, su alma se dejaba entrever en la mirada ansiosa, sombría o azorada. ¿Qué tenían? Los mil males de las mujeres. Ya no disfrutaban. Habían dejado de disfrutar. La clientela de Darío estaba formada principalmente por mujeres. Los pocos hombres presentes no hablaban ni se movían. Tampoco suspiraban. Esperaban petrificados. Era un día de octubre frío, oscuro y lluvioso. De vez en cuando alzaban la cabeza y contemplaban el magnífico jardín del doctor, sus árboles y senderos; luego volvían a bajar los ojos, que nunca habían visto a Darío. Por momentos su mente parecía haber abandonado el cuerpo como uno se despoja de un traje. Vagaban con el pensamiento lejos de aquel salón, lejos de ese día. Unos se ensimismaban en los pequeños problemas cotidianos, en las citas de la tarde, en las dificultades domésticas, pensaban en sus mujeres, en sus amantes. Otros les daban vueltas a las preocupaciones del mañana: el reparto de las propiedades, los gastos de sucesión y las penas del infierno. Un hombre descruzó las piernas y se frotó los párpados prolongadamente con expresión humilde y melancólica. Otro hizo ademán de coger un cigarrillo, pero de pronto recordó dónde estaba y las recomendaciones del doctor, «Tiene un corazón cansado. No fume», y frunciendo tristemente la boca bajó la mano. Un tercero movía apenas los labios, sin duda repitiendo por enésima vez las palabras con que confiaría su secreto al médico. Mientras, su vecino pensaba con el semblante triste: «No es más que un charlatán, lo sé. Me lo han advertido tanto... Mañana vuelvo a ponerme en manos de un buen médico, de un auténtico sabio. Pero ¿y si éste me curara? ¿Por qué no? Cosas más raras se han visto.»

    También las mujeres se fingían impasibles. Pero a medida que pasaban las horas (y las horas se hacían tremendamente largas), sus rostros envejecían, sus ojos se endurecían y, bajo la fina piel de los guantes, sus dedos se crispaban con nerviosismo.

    ―Ni siquiera es guapo...
    ―No, pero tiene una voz tan bonita...

    Las mujeres seguían hablando en susurros. Los hombres, desdeñosos, ya no oían nada. El tiempo pasaba. Pálidos, abrumados, bajaban la cabeza. De pronto oían pasos al otro lado de la puerta que separaba el salón de la consulta del médico, y todos estiraban el cuello con el ávido y ansioso movimiento de las aves de corral cuando creen que la mano de la granjera va a abrirse y el grano caerá.

    Cuando al fin se abría la puerta, en el umbral aparecía un hombre delgado, de baja estatura, tez morena, frente amplia, grandes orejas traslúcidas y cabello plateado. Los enfermos escrutaban ávidamente aquel pelo espeso, aquella noble frente y aquellos ojos cansados. Su mirada parecía leer los corazones, se decían las mujeres. El doctor inclinaba la cabeza ligeramente. Una mano morena, adornada con un grueso anillo de platino, mantenía levantados por un instante los pliegues de una cortina de terciopelo rojo, apretándolos distraídamente, y dejaba pasar al enfermo. Luego la cortina volvía a caer.

    En el salón, ya no se oía más que el repiqueteo de la lluvia y el tictac del reloj. Hombres y mujeres seguían esperando pacientemente.


    19


    El último paciente acababa de marcharse. Eran más de las ocho. Darío descansaba sentado ante el escritorio con la frente apoyada en la mano. A fuerza de interpretar su papel en público, de ensayar cada uno de sus movimientos y miradas, de repetir como un actor las palabras que iba a emplear, las palabras mágicas, esas que inspiran confianza, amenazan, liberan, hasta cuando se hallaba a solas tenía la sensación de estar actuando. Aquella pose cansada y melancólica, aquella hermosa y cuidada mano adornada con un grueso anillo sosteniendo su plateada cabeza, era la que agradaba a los demás y convenía a su personaje.



    La habitación en que se encontraba era sencilla pero solemne, elegante. Libros antiguos, mobiliario de despacho con adornos de bronce y malaquita, gruesas alfombras, vitrinas que protegían una colección de vasijas persas antiguas, una flor fresca para alegrar el austero escritorio entre el teléfono y el libro donde se recogían los nombres y las dolencias de los enfermos... Era el decorado perfecto. Antes de que su boda con Wardes la hubiera convertido en el enemigo natural de Darío, en la época de su amistad y complicidad Elinor le había ayudado con sus consejos. Pero ahora ya no necesitaba ayuda de ese tipo. Sabía comprar: plata, objetos, mujeres, reputación. ¿Comprar? Sí, pero lo más difícil era conservar.

    Estaban en época de crisis. Afectaba tanto a la gente honrada como a los granujas. La facturación de Darío Asfar y la del humilde médico de barrio habían disminuido. Algunos enfermos se declaraban en quiebra a la hora de pagar. Otros aplazaban año tras año la liquidación de los honorarios. Muchos se curaban de repente. No se podía contar con nada. Hasta Wardes había dejado de serle fiel. Llevaba cinco años sin aparecer. Jugaba menos que antes y, pese a la recesión, sus negocios parecían mantenerse. Por añadidura, Darío tenía que hacer frente a la hostilidad, sorda o declarada, no sólo de los médicos franceses sino también de los psiquiatras extranjeros, que lo acusaban de haber plagiado sus métodos y utilizarlos para abusar de la credulidad ajena. Pero por cada enfermo que se fuera, que lo abandonara, vendrían otros muchos. Contaba con su habilidad, su experiencia y el prestigio que le daban sus aventuras amorosas. Porque al envejecer, gracias al contraste de los cabellos grises y la piel morena, y al penetrante brillo de los ojos, aquella máscara de oriental había adquirido un atractivo que encandilaba a las mujeres. En definitiva, era famoso y tenido por rico.

    Desde que había dejado de pasar hambre, aquella ardiente y triste avidez que lo caracterizaba se había dirigido hacia mujeres cada vez más caras. Sólo lo atraían las que parecían inaccesibles, aunque al final eran tan fáciles de comprar como las demás, y aún más fáciles de conservar. El secreto era pagar, pagar y pagar.

    Y todo se sostenía. Las mujeres constituían a la vez un placer, su locura y un lujo necesario, como la casa, el jardín o la colección de pinturas.

    ―¿Para qué queremos una colección de pinturas? ―le preguntaba Clara.
    ―Siempre pueden venderse el día que nos falte el dinero.

    Pero no lo haría. Para alguien como él, vender sus cuadros era algo tan inconcebible como para el ebanista vender el cepillo o para el herrero el yunque. Justificaba sus precios por el tren de vida que llevaba; pero si ese tren de vida bajaba, automáticamente bajarían sus ingresos.

    Su secretaria, una judía de Jassy delgada, fea y de mirada ardiente, entró y le presentó la lista de visitas para el día siguiente. Darío la leyó, garabateó unas notas, la dobló con una mano cansada y se la devolvió murmurando:

    ―Gracias, señorita Aron. Ya puede marcharse.

    Ella lo observó con adoración. La había salvado de la miseria, a ella, entre tantas otras pobres emigradas, porque siempre estaba dispuesto a proporcionar dinero o ayuda a quienes se morían de hambre en un país extranjero. Darío le estrechó distraídamente la mano, y ella bajó los ojos y se sonrojó. Cuando al fin volvió a alzarlos suspirando, estaba sola. El doctor Asfar se había marchado; había salido caminando lenta y silenciosamente, como de costumbre, deslizándose con sigilo sobre la alfombra, como un fantasma.


    20


    Vestido con traje, Darío entró en la habitación de su hijo mientras esperaba a Clara, que estaría lista enseguida. Daniel ya había cumplido dieciséis años. Cada cumpleaños de su hijo renovaba en el médico una sensación de confianza y secreto triunfo. Pronto sería un hombre. ¿Y a qué no podría aspirar? Su atractivo y sus dotes maravillaban a su padre. Era fuerte. Tenía buena salud, resistencia, gran valentía física, una modestia natural encantadora, buenos músculos, el pecho ancho y el cabello rubio. Clara y Darío se habían preguntado cientos, miles de veces, sonriendo:



    ―¿A quién habrá salido Daniel? ¿A quién se parece? ¡No es de los nuestros! Es como el hijo de un príncipe.

    Que de niño estudiara y fuera siempre el primero no los sorprendía, pero que nunca dijera una mentira los llenaba de ingenuo orgullo. Jamás había cometido un hurto, faltado a su palabra o llorado de vergüenza. Su alegría era deliciosa. A veces, cuando de niño jugaba y reía con Clara, Darío se escondía tras la puerta de la sala de estudio y contemplaba a su hijo. Escuchaba sus exclamaciones de alegría, su dulce y jubilosa voz. Pero en cuanto él aparecía, el niño callaba de inmediato. Desde muy pronto, Darío se dio cuenta de que su hijo le tenía miedo e incluso parecía rehuirlo; pero durante mucho tiempo le había bastado con quererlo sin esperar nada a cambio. Que el niño fuera guapo, que fuera feliz; no pedía otra cosa.

    Incluso ahora, en ocasiones no había nada en el mundo que tuviera más valor para él que aquel estallido de gozo, que la alegre sorpresa que se llevaba cada vez que entraba en aquella habitación magnífica y luminosa, veía levantarse e ir a su encuentro a un gracioso adolescente de hermosas facciones y pensaba: «Éste es mi hijo. Este hermoso cuerpo blanco y sonrosado ha nacido de mi pobre carne. Este niño feliz procede de mi famélica raza.»

    Como una mujer en traje de noche que se acerca para dejarse admirar antes de acudir al baile, Darío disfrutaba apareciendo en traje, con su sarta de condecoraciones extranjeras, mientras decía con fingida indiferencia:

    ―Tu madre y yo cenamos en casa de Untel.

    Un apellido de rico, un nombre famoso... Pero Daniel lo escuchaba con desinterés y un destello irónico en la mirada.

    «¡Bah, es natural! Tú, que te lo has encontrado todo en la cuna al nacer, no lo sabes. No sabes lo que esto significa para mí. Mejor, hijo mío. Que a ti todo te sea fácil...»

    Se sentó junto a Daniel.

    ―¿Qué hacías? ¿Leer? ¿Dibujar? Sigue. No quiero interrumpirte ―le dijo. Pero su hijo dejó el lápiz y la hoja de papel―. ¿Es un retrato de mamá? ―preguntó Darío viendo vagamente el dibujo de una figura de mujer.
    ―No ―respondió en voz baja Daniel, que parecía azorado e irritado.

    Su padre hizo ademán de acariciarle el pelo, pero el muchacho se apartó un poco.

    Odiaba aquellos largos dedos de oriental. Aunque Darío nunca se perfumaba, cuando estaba junto a su padre el chico siempre percibía con irritación que de aquella ropa tan cuidada, de aquella piel oscura, de aquella mano adornada con un grueso anillo, emanaba «un olor de mujer».

    Darío se dijo con tristeza que a Daniel nunca le había gustado que lo abrazaran y besaran. Por supuesto, estaba bien que fuera viril y de carácter reservado y frío. A lo largo de la vida, era una ventaja.

    ―Papá... ―dijo el chico de pronto―. Hoy, en la clase de dibujo, una señora que venía a buscar a su hija al oír mi nombre se acercó y me preguntó si era el hijo del doctor Asfar...
    ―¿Ah, sí? ―respondió Darío frunciendo ligeramente el ceño.
    ―Se llama señora Wardes.
    ―¿Es posible? ―exclamó Darío suavemente. Se quedó callado un instante y luego, con tono tierno y conmovido, le preguntó a su hijo―: ¿Cómo es? Ya no debe de ser joven. Era muy hermosa. No la he visto desde hace... ―calculó rápidamente― diez... doce años, puede que más.
    ―Sí, eso ha dicho ella.
    ―¿Cómo es ahora? ―insistió Darío.
    ―Su rostro es de una gran belleza, le cae un mechón blanco sobre la frente, tiene una voz muy dulce...
    ―¿Éste es su retrato? preguntó Darío tendiendo la mano hacia el dibujo de su hijo.
    ―No, papá.

    Darío seguía con la mano abierta, como si pidiera la hoja de papel. Pero Daniel la rompió en trozos muy pequeños y la arrojó al cenicero.


    21


    La cena, muy larga, había acabado. La velada languidecía, interminable para Clara. Era frágil y estaba estropeada y enferma. En realidad no había ningún indicio evidente de una muerte próxima, pero todo su organismo se hallaba amenazado: no hacía mucho la habían operado de un riñón; tenía los pulmones delicados y su corazón daba muestras de cansancio. Pero aunque todos se fijaban en su delgadez, los cercos que rodeaban sus ojos, las manchas de su piel, Clara se mostraba tan amable y vital como siempre. Cuando secundaba a su brillante marido, cuando mimaba a los pacientes, a los amigos, a las amantes de Darío, cuando le servía, aquella abnegada mujer encontraba, no se sabía cómo, el ánimo y la alegría, la simpatía y el halago más delicado para todos. Pero a veces al final de la velada casi se desvanecía.



    Ese día, mientras esperaba junto a su marido para despedirse de su anfitriona, se mantenía inmóvil y erguida, con un severo y doloroso pliegue en las comisuras de los labios, pensando en la noche que la esperaba, en la muerte próxima. Los demás, incluido Darío, su marido y médico, no la creían tan enferma, pero ella tenía conciencia de su muerte como de un niño todavía invisible que se lleva en las entrañas, escondido en el interior del ser, cuyos rasgos son desconocidos pero se revelarán el día que Dios quiera. La muerte vivía en su interior y nada impediría que se manifestara en el plazo fijado.

    Casi se había olvidado de lo que la rodeaba. últimamente cada vez le ocurría más a menudo. Para ella, que debía estar siempre alerta, atenta a identificar entre la gente a aquel o aquella que un día podía acudir a Darío, era algo terrible. Con un esfuerzo desesperado se irguió aún más. Un poco de paciencia, y la velada habría terminado. Liberada, podría correr hacia la frescura y soledad de su cama. Darío le tocó el hombro con suavidad.

    Clara se estremeció. Su expresión se animó, incluso tomó un poco de color en las mejillas. Sonrió. Se despidió de la anfitriona. Bromeó. Salió delante de Darío.

    Ahora iban en el coche arrimados el uno al otro con ternura, como en los tiempos en que, asustados entre la multitud, apretaban el paso por las calles de la ciudad extranjera hacia su mísera habitación, único refugio en el centro de un mundo hostil. De vez en cuando, Clara gemía débilmente en los baches. Pero Darío la protegía, la sostenía con suavidad entre los brazos, la mecía. Ahora la dejaría y correría en pos de otros placeres, pero esos instantes le pertenecían a ella.

    «Me ha ayudado hasta el final ―pensaba Darío mirándola con lástima―. Se ha puesto el vestido amarillo, el que mejor le sienta, el que aún la favorece; y los pendientes de perlas; ha reído; una vez más, ha soportado sin rechistar el cansancio de una larga velada. Pese a las palpitaciones, pese a la fiebre, pese al dolor de espalda y el de la pierna, justo donde las inyecciones han formado una costra en la delgada carne, ahora está contenta; sabe que ha cumplido con su deber, que ha servido al hombre que ama con un amor sin ceguera, el amor más hermoso...»

    Le cogió la mano y se la besó.

    ―Cariño... mi pequeña... mi Clara... ―Ella sonrió. Cuando le hablaba así, ¿qué sacrificio no habría hecho por él? Pero ya no le quedaba nada por sacrificar. Le había dado hasta su misma vida―. Esta noche has estado maravillosa.
    ―Los Dalberg nos han invitado a cenar.
    ―¿De verdad? ¡Eso es muy importante, Clara!
    ―Lo sé.
    ―¿Cuándo?
    ―El dieciocho.
    ―Pero no puede ser... Así tendrás todas las noches ocupadas. Habrá que anular la cena de la noche anterior en casa; no puedes agotarte tanto ―repuso Darío con una expresión de admiración y respeto que pareció galvanizar a Clara.
    ―¡Ah! ¿Conque no podré? ―replicó ella irguiéndose en el asiento―. ¿Eso crees? Ya veremos... ¡Tú no conoces a tu vieja mujer!

    Clara sonrió, y le brillaron los ojos y los dientes. Nunca había sido hermosa, ni mucho menos, pero Darío seguía encontrándola encantadora, más encantadora que otras muchas mujeres, se dijo. La miró, no como un hombre enamorado ―eso era imposible―, sino con una especie de tierno paternalismo. Para él era tan importante como su hijo Daniel.

    «Pero seguramente eso no es nada para ella ―pensó con triste lucidez―. Lo que le habría gustado de mí es el deseo amoroso, lleno de desprecio y celosa cólera, que siento o he sentido por...»

    Pero ¿para qué enumerar nombres? Clara los conocía todos. Darío lo sabía. A falta de caricias podía darle la admiración verbal, esos homenajes que engañan el hambre de una mujer enamorada.

    ―Sí, esta noche has estado maravillosa. Qué ingenio, qué gracia... No había ninguna que pudiera comparársete.
    ―¿Y crees que no lo sé? Sé que cuando quiero, cuando la inyección es lo bastante fuerte para calmar el dolor ―añadió en voz baja―, soy, no una mujer hermosa, porque desgraciadamente nunca lo he sido, y ahora además soy vieja, pero sí una mujer agradable, cordial, y que eso puede ayudarte. Y así debe ser. A mí me hace feliz; es mi papel...
    ―Estás agotada, no hables, descansa... Apoya la cabeza aquí ―dijo Darío señalando el lugar de su corazón.

    Pero ella seguía resistiéndose.

    ―No estoy cansada ―aseguró palideciendo―. Tenemos que lograr que nos inviten los Draga. Podríamos conseguirlo a través de los Dalberg. Es lo que te falta, el extranjero. No tienes suficientes consultas fuera de Francia. Me han hablado de un caso excepcional... ―De pronto, Clara se interrumpió, lo miró y le preguntó―: Cariño... ¿es verdad? ¿Te he sido útil en tu carrera? ¿Te he hecho feliz?
    ―Sí.
    ―Tú eres un gran médico, Darío, un gran hombre. Estoy orgullosa de ti. Has sido tan bueno conmigo... Cuando pienso... ―El la mecía en sus brazos. Clara hablaba lentamente, como desde el fondo de un sueño. El coche era cómodo y silencioso. Aun así, algunas sacudidas le arrancaban sordos gemidos―. Yo era una pobre chica sin educación ni atractivo...
    ―¿Y yo? ―preguntó él sonriendo.
    ―Tu caso es distinto... Los hombres progresáis más deprisa, con más facilidad que nosotras. Al principio, ¿recuerdas?, no sabía ni comportarme en la mesa ni entrar en un salón. Tú parecías saberlo todo de forma instintiva. ¿Nunca te has avergonzado de mí?

    Él le acarició el cuello y el pelo.

    ―¿Quieres que te diga lo que has sido para mí? Nunca he querido a nadie más que a ti ―dijo Darío, sintiendo que decía la verdad y al mismo tiempo no toda la verdad, ni si quiera su mayor parte, aunque sí la porción más valiosa en el corazón de esa verdad total e incomunicable.

    Cuando llegaron la ayudó a desnudarse y acostarse. Se quedó con ella hasta que se durmió, o fingió dormirse. Luego fue hacia la puerta de puntillas. En ese momento, Clara abrió los ojos y lo llamó con voz débil:

    ―¡Darío!
    ―Sí ―respondió él volviendo a su lado.
    ―¿Te ha dicho Daniel que vio a la señora Wardes?

    «¡Ah! Así que es eso lo que te atormenta», se dijo Darío.

    ―Hace mucho que conoce a la pequeña Claude, ¿lo sabías? ―le preguntó.
    ―Sí. Dime la verdad como si estuvieras ante Dios. ¿Has sido el amante de la señora Wardes?
    ―Pero ¿qué dices? ―exclamó Darío―. ¡Nunca! jamás! ―Clara no respondió―. Me crees, ¿verdad?
    ―Sí. Pero... ¿la has amado?
    ―No, Clara.
    ―¡Ah, eso lo has dicho en otro tono!
    ―No imagines cosas raras. ¡Duerme! Estás agotada, cariño. Te juro por nuestro hijo que nunca me he acercado a... a la señora Wardes... así...
    ―¿Por qué dejaste de verla? ¿Qué se interponía entre vosotros?
    ―¿Qué? Diez mil francos, Clara, sólo eso. El dinero para pagar la deuda de Martinelli. Estaba avergonzado. Temía que ella lo considerara una infame comedia...
    ―Tu amor por ella ―concluyó Clara con voz temblorosa.
    ―Mi afecto, mi amistad, cariño.
    ―Y ahora, ¿volverás a verla? Daniel tiene tantas ganas de ir a su casa... ¿Cómo vamos a impedírselo?
    ―¿Impedírselo? ¿Por qué?
    ―¿Y si él también se enamora de ella?
    ―Estás desvariando, mi pobre Clara.
    ―Es que sólo lo tengo a él ―dijo ella con voz suave―. ¿Volverás a verla? ―insistió.
    ―No, no daré un solo paso en ese sentido.

    Clara se estremeció de alegría.

    ―¿De verdad?
    ―Podría decirte que lo hago por ti. Pero sobre todo es porque Sylvie Wardes ha sido para mí algo tan especial ―confesó Darío en voz muy baja― que no me gustaría volver a verla con otros ojos. Me temo que ya no puedo mirar a una mujer con ojos puros, Clara. Ya no puedo ver un alma humana sin buscar y descubrir en ella taras y vicios. Me quedan tan pocas ilusiones sobre este mundo de Occidente que quería conocer, que he conocido, quizá para mi desgracia y para la de los demás...
    ―¿Los demás? Pero ¿qué dices?
    ―Lo que has oído, Clara. Es muy tarde. Quiero, exijo que te calles y duermas. Tienes cuanto necesitas, ¿lo ves?: tu medicina para la noche, un libro, la luz... Dame un beso. Descansa.

    Darío abandonó la habitación. Pasó ante la de Daniel, que estaba a oscuras. Salió de casa. Ahora empezaba esa parte de su existencia que poco a poco se había convertido en su auténtica vida. La diurna sólo era trabajo agotador para conseguir aquellas horas nacidas en plena noche, preciosas entre todas, que tan deprisa pasaban. Iba a ver a su joven amante, una rusa llamada Nadine Suklotin. No reinaría mucho tiempo; vendría otra y, una vez más, Darío se debatiría entre inextricables necesidades de dinero para mantener el lujo de lo que París llamaba «su harén». ¿Cómo podían comprenderlo todos aquellos franceses de sangre fría? Las mujeres cambiaban, pero el placer se mantenía fiel.


    22


    Un criado, tan sombrío y solemne como el edificio y el jardín, detuvo a la generala Muravin en la puerta misma del palacete de la avenida Hoche.



    ―No es día de consulta, señora.
    ―El doctor está en casa, me recibirá ―aseguró la generala apartando al hombre―. Dígale que vengo de parte de la señorita Nadine Suklotin.

    El criado la acompañó al saloncito donde esperaban los pacientes que seguían un tratamiento y no querían que los vieran. La generala había adelgazado y tenía el pelo cano.

    Esperó largo rato. Con el ceño fruncido, contemplaba los cuadros, el alto techo, las vitrinas... Se levantó, se acercó a la ventana y pareció calcular con la mirada las dimensiones del jardín. Estaba claro que Asfar ganaba mucho dinero. Pero ¡qué despilfarro! En ese momento, la puerta se abrió al fin y la llevaron junto a Darío.

    ―Me alegro de volver a verlo, doctor.

    Darío murmuró unas palabras de bienvenida y añadió cortésmente:

    ―Supongo que no viene como paciente. Tiene un aspecto inmejorable, y además no es día de consulta. En cualquier caso, es un placer volver a ver a una vieja amiga.
    ―Sí, doctor, una amiga que siempre ha sentido por usted la simpatía más sincera.
    ―¿Puedo preguntarle cómo está el general?
    ―Dios se lo llevó de mi lado durante la Navidad ortodoxa de mil novecientos treinta y dos.
    ―Vaya... ¿Y Mitenka?
    ―¿Mitenka? Se las apaña como puede. Hace su vida. Un viejo amigo de usted, Ange Martinelli, abrió un cabaret en Niza, donde mi hijo es él director artístico.
    ―La felicito. ¿Aún existe Mimosa's House?
    ―Desde la muerte del general, me ocupo principalmente de asuntos... de todo tipo, de lo más diverso. Indirectamente, uno de esos asuntos se relaciona con usted, doctor.
    ―¿Ah, sí? ―murmuró el médico, impasible. Entrelazó las manos sobre el escritorio lentamente y miró con atención el grueso anillo que le adornaba el dedo. Le pareció que la piedra estaba empañada. Sopló ligeramente sobre la brillante superficie―. ¿Ha dado algún nombre al criado?
    ―El de la señorita Nadine Suklotin.
    ―Efectivamente, me intereso por esa joven.
    ―Mi visita debe de sorprenderle, pero...
    ―No me sorprende en absoluto ―la interrumpió Darío―. He oído hablar de usted. Sé que se dedica a asuntos de todo tipo; entre otros, que todavía sigue... proporcionando capital a personas que se encuentran en situaciones momentáneamente apuradas. Después de todo, ya había dado sus primeros pasos en esa profesión cuando tuve el placer de conocerla. No obstante, confío en que acompañará esas transacciones de garantías menos... gravosas para el deudor.
    ―Pero, doctor... ―repuso la generala encogiéndose de hombros―. Antes prestaba mi propio dinero, y a ése se le tiene apego; no lo sueltas así como así. En la actualidad actúo principalmente como mandataria de un grupo que tiene plena confianza en mí. Soy... ¿cómo lo diría? Una representante o, mejor aún, una intermediaria. Pongo en contacto a personas en situaciones momentáneamente apuradas, como dice usted, y capitalistas. Pero insisto, no me ocupo sólo de asuntos de ese tipo; a veces recibo encargos más delicados. ―Hizo una pausa para que el médico replicara, pero éste no dijo nada. Se había quitado el anillo y lo hacía brillar a la luz―. No vengo en nombre de la señorita Suklotin propiamente dicha ―puntualizó al fin―, sino de parte de su familia. Nadine sólo tiene dieciocho años, es un poco... joven. ¿No opina lo mismo?
    ―En absoluto ―respondió Darío sonriendo, mientras recreaba la imagen de aquella chica de ojos verdes y espléndido cuerpo que desde hacía cinco meses era su amante―. Puesto que conoce a la familia, sabe usted tan bien como yo que a los quince años ya estaba en circulación, si puedo expresarme de ese modo.
    ―Está hablando de la hija de un hombre respetable, antiguo notario en San Petersburgo, doctor.
    ―Es posible ―respondió Darío con indiferencia.
    ―¿Cuáles son sus intenciones con relación a la niña?
    ―Vamos, mi querida señora, ¿no sería más sencillo explicarme lo que desea la familia a cambio de no armar un escándalo?
    ―Que satisfaga cierta cantidad a la joven a quien ha seducido.
    ―¿Sabe lo que me ha costado Nadine en cinco meses, Marta Alexandrovna?
    ―Es usted muy rico, doctor...

    Ambos callaron.

    ―Dígame cuánto ―insistió Darío apoyando la mejilla en la mano.
    ―Un millón.

    El médico silbó por lo bajo.

    La generala acercó su sillón al de Darío.

    ―¡Es usted un don Juan incorregible, doctor! ―le dijo en tono amistoso―. ¡Antes no era así! Cuando lo conocí, era el marido más fiel, el padre más tierno... ¡Ah, cuando pienso en el Darío Asfar que vivía en Mimosa's House y lo comparo con el que veo ahora me parece estar soñando! Desde entonces he oído hablar mucho de usted. Me dijeron que había ganado sumas increíbles antes de la crisis. Y que compró La Caravelle, la propiedad más hermosa de toda Niza. Y total, ¿para qué? Pasa en ella dos meses al año. Y los gastos deben de ser exorbitantes.

    Darío apretó los labios. El hechizo que lo había subyugado hacía veinte años ante la puerta de La Caravelle aún perduraba en su corazón. Era verdad que no pasaba más que unas semanas al año en la propiedad, aunque enviaba a Daniel allí en cuanto le parecía verlo cansado o el tiempo en París era demasiado lluvioso. Pero por aquel instante en que entraba como dueño y señor en la casa de Sylvie habría dado una fortuna. De hecho, la había dado. La Caravelle resultaba una carga demasiado pesada. Estaba hipotecada, como la casa de París. ¿Cuándo, Dios mío, dejaría de estar con el agua al cuello, de correr sin cesar detrás del dinero, que huía de él? ¿Cuándo dejaría al fin de pensar en el dinero?

    La generala lo miraba con la penetrante y gélida atención profesional de los usureros, de los abogados, de los médicos, de todos los qué viven de los demás.

    ―También sé ―prosiguió en voz baja― que desde la crisis sus ingresos se han reducido, como los de todos, doctor, como los de todos ―añadió suspirando―. En cambio, las necesidades no han dejado de aumentar. Y ahora esa Nadine Suklotin...
    ―Me gustan las jovencitas con cara de ángel ―murmuró Darío.
    ―¡Qué horror! Pero ¡qué horror! No quiero seguir escuchándolo.
    ―Puesto que este asunto se halla en sus manos, Marta Alexandrovna, ¿quiere encargarse de negociar una cantidad razonable? Le aseguro que sabré agradecérselo.
    ―Eso es imposible, doctor. He aceptado el encargo por la vieja amistad que me une a los Suklotin, ¡unas personas excelentes! Tan virtuosos, tan unidos, soportando la adversidad con tanta entereza... Tienen cuatro hijos más pequeños que Nadine. Pero de ahí a especular con el honor ultrajado de un padre, con las lágrimas de una madre... ¡Eso jamás! ¿Por quién me toma?

    Darío se encogió de hombros.

    ―No he conocido una sola mujer, en ninguna situación, por infame o vergonzosa que fuera, que no exigiera deferencias ―murmuró Darío―. Pero es usted muy libre de negarse. Ofreceré la negociación y la correspondiente comisión a algún otro.
    ―¿Por qué me trata como a una enemiga?
    ―¿Yo?
    ―Usted, sí. Debería saber (Nadine se lo habrá dicho, como le pedí) que soy prestamista. Y sé que usted necesitaba dinero. ¿No podía haberse dirigido a mí?
    ―Nuestras relaciones iniciales en ese terreno no se vieron coronadas por el éxito, Marta Alexandrovna.
    ―Entonces era usted un muerto de hambre. Hoy es uno de los reyes de París. Vamos a ver, doctor, dígame con toda sinceridad, entre usted y yo: ¿con qué tasa de interés le concedieron el último adelanto, hace diez meses?
    ―Todo se sabe ―repuso Darío tratando de sonreír.
    ―Es mi trabajo. Mire, trató con unos ladrones. Apostaría a que fue el doce por ciento.
    ―El once.
    ―Yo podría negociarle un adelanto interesante al diez por ciento. Necesitará dinero fresco para este desafortunado asunto de los Suklotin. Por otra parte, sabemos que si usted quisiera podría llevar a cabo un negocio muy ventajoso que volvería a ponerlo a flote y, en consecuencia, nos permitiría recuperar nuestra inversión.
    ―¿A qué se refiere? ―preguntó Darío lentamente―. Veo que tiene usted múltiples encargos relacionados conmigo, Marta Alexandrovna.
    ―Unas cosas llevan a otras, doctor.
    ―Hablemos francamente. Es usted una mujer demasiado hábil para hacerme perder el tiempo. ¿En cuánto valora usted, y que sea el precio definitivo, el honor familiar del ex notario de San Petersburgo?
    ―Me encargaré de negociar una suma de ochocientos mil francos. Respecto a mi comisión sólo pediré cincuenta mil, en atención a nuestra vieja amistad. Haré que le adelanten ese dinero al diez por ciento, un interés más que razonable. En cuanto a lo demás, alguien me ha pedido como favor que le recuerde su nombre, que le diga que lo ayudó en otros tiempos y que podría volver a ayudarlo si usted quisiera ocuparse de ciertos asuntos, secundar ciertos proyectos.

    Darío se pasó los dedos por los cansados párpados.

    ―¿Se refiere a Elinor Wardes? Pero si desde que se casó se convirtió en mi enemiga...
    ―Los dos se alimentaban de la misma fuente ―suspiró la generala―. Desde que es la mujer legítima de Wardes y no la amante, todo ha cambiado.
    ―¿Qué quiere de. mí? La escucho ―repuso Darío con fingida indiferencia.
    ―¿Cómo voy a saberlo yo, doctor? ¿Cómo? Vaya a verla. Es una mujer de una inteligencia excepcional. Debo confesar que muchas de las dudas que tenía respecto a ella cuando formaba parte de mi familia se han disipado. Reconozco sus cualidades. La mujer de Wardes, ¡quién lo diría! ¿Y sabe que es ella quien lo dirige todo, porque Wardes está cada vez peor? Sigue tratamiento en Suiza durante períodos muy largos. No se ocupa de nada. Por desgracia, de vez en cuando recupera la ambición. Quiere demostrar que sigue siendo él, el gran Wardes, y entonces actúa de tal manera que luego la pobre Elinor se las ve y se las desea para arreglar los desaguisados que perpetra.
    ―Pero... ¡esa intimidad entre ustedes dos resulta realmente enternecedora! Creo recordar cierta antipatía...
    ―Se trataba de mi querido Mitenka. Ahora mi hijo está casado y tengo dos nietos preciosos. Entre Elinor y yo ya no se interponen las cuestiones de sentimientos, de celos maternos. De forma ocasional nos hacemos favores. Yo soy una mujer humilde pero trabajadora. ¿Qué me cuesta reconciliar a dos viejos amigos, o mediar en una negociación delicada? Elinor ha oído hablar del asunto. Me ha requerido en diversas ocasiones, la primera en el momento de casarse. Sí, trabajadora y honrada, ésa es mi bien ganada fama. Soy una pobre viuda. No paro de trabajar pese a la edad, pese a la enfermedad ―se quejó llevándose las manos a la garganta con un suspiro ronco―. Estos ataques de asma me están matando. Un día vendré a verlo como paciente. Pero ya no practica la medicina general, ¿verdad? Entonces, hasta pronto, mi querido doctor. Y su mujer, ¿sigue bien? ¿Y su hijo? ¿Cuántos? ¿Dieciséis años ya? ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! ¡Ay, los hijos! ¡Nuestra cruz y nuestro consuelo aquí abajo!


    23


    Cuando el pasado reaparece en la vida de un hombre, nunca lo hace con los rasgos de un solo rostro; lo acompaña el cortejo de los amigos, los amores, los remordimientos olvidados.



    El nombre de Sylvie era lo que había hecho surgir a los actores y testigos de los años difíciles, pensaba Darío. ¿Difíciles? Puede que no tanto como el presente... Una vez más estaba completamente endeudado, acorralado, en una situación tal ―acechado por sus enemigos, por sus rivales― que lo único que lo sostenía era el prestigio, y el prestigio se compraba con un chorro continuo de dinero.

    El día anterior le había pedido una cita a Elinor Wardes. En esos momentos, se dirigía a su casa.

    «Lo que agota ―se decía― es tener que tratarla con guante blanco. Elinor, antes tan franca y brutal, se creerá obligada a andarse con rodeos y mentiras. ¡Que el diablo se lleve a estas mujeres!»

    Era extraño que él, que nunca había pensado en Elinor como en una mujer, se sintiera arrastrado hacia ella no sólo por el interés, sino también por una peculiar curiosidad.

    Ahora se hallaba tan obsesionado por el deseo amoroso que todas las mujeres le provocaban una especie de comezón, la necesidad de demostrarse a sí mismo su poder.

    Elinor lo recibió enseguida. Llevaba una larga bata violeta, su color preferido, porque resaltaba su cabello pelirrojo, peinado a la moda, con rizos estilo 1900 sobre la frente. Estaba más delgada. En esos trece años había envejecido. Parecía menos altiva y más segura. Reía poco, pero había conservado la sutil y extraña sonrisa de sus finos y pintados labios, que se torcían hacia un lado y dejaban ver el brillo de los largos y afilados dientes.

    ―Mi querido doctor... ―dijo tendiéndole la mano―. Lo he llamado a propósito de Philippe. Ha vuelto de Suiza muy deprimido. Lamento tanto aquel enfado entre ustedes...
    ―No puede hablarse de enfado ―respondió Darío sonriendo―. Llamarlo abandono repentino sería más ajustado a la realidad. Un buen día dejó de venir. Lo esperé a la semana siguiente, pero tampoco apareció.
    ―¡Pobre Philippe! Ya conoce sus prontos.

    Aunque hasta ese momento hubiera desaprobado los hipócritas acercamientos de Elinor, Darío iba encontrando imperceptiblemente en la conversación con ella un placer casi deportivo de jugar a aquel juego siguiendo determinadas reglas, desvelando la verdad poco a poco, con precaución, dejándola entrever y disimulándola a la vez. Se trataba del juego oriental ―regateos, cambalaches, trueques― del que siempre había vivido.

    ―¡Sí, pobre Philippe! ¿Cómo está, señora Wardes?
    ―La verdad es que me tiene preocupada.
    ―¿Han vuelto los ataques de angustia?
    ―Por desgracia nunca desaparecieron.
    ―Sin embargo, cuando yo lo trataba experimentó una sensible mejoría, teniendo en cuenta su estado...
    ―Doctor, yo soy una profana, una ignorante, una pobre mujer. Lo admiro profundamente, se lo aseguro. No pretendo juzgar, ni siquiera comprender su tratamiento, la famosa teoría creada por usted. Por muy duramente que la critiquen sus colegas (y no estoy descubriéndole nada nuevo), sé lo mucho que tiene de extraordinaria. Desde luego, hace trece años, cuando se hallaba usted al comienzo de su carrera, yo no podía sospechar que me encontraba ante un pionero. El otro día vi a Florence de Leyde y Bárbara Green, que no cuentan más que maravillas de usted... Pero volviendo a mi marido, ¿no cree que el descanso, el simple descanso físico, sería tan necesario para él como ese tratamiento psíquico que usted llama, si no me equivoco, la sublimación del yo? Nunca le prohibió usted el alcohol ni el juego ni las mujeres.
    ―Los excesos, las fuertes emociones del juego, son en cierto modo el absceso de fijación de un alma enferma ―repuso Darío entornado los párpados―. A un profano, eso puede parecerle paradójico, incluso inmoral. Sin embargo, en rigor, usted sólo puede juzgar un tratamiento cuando se ha seguido de manera escrupulosa de principio a fin. Pero ¿qué hizo Philippe? Lo sabe tan bien como yo, Elinor. Se sometió de mala gana a unas semanas de tratamiento al año, cuando para erradicar por completo su enfermedad habrían sido necesarios cuidados constantes escalonados durante varios años seguidos. Ése es el principio de mi doctrina. En cambio, ¿qué hizo el enfermo? Lo veía presentarse de pronto, suplicándome que lo curara, que lo liberara de sus obsesiones y pesadillas. Al cabo de algún tiempo, tres o cuatro semanas como mucho, ponía como excusa sus negocios o las objeciones de usted respecto a mí para desaparecer durante más de un año. Esa inconstancia por sí sola bastaba para malograr el fruto de mis esfuerzos y de su escasa paciencia. Según mis teorías, el enfermo debe poner su alma en manos del médico. Repito, sólo un tratamiento a largo plazo y sin interrupción puede resultar eficaz.
    ―Doctor, mi marido debería seguir un tratamiento distinto de los que usted practica habitualmente, nada de absoluta libertad.

    Darío inclinó la cabeza. Poco a poco, con la edad, su cambiante rostro de levantino había adquirido la serenidad, la impasibilidad de una máscara. Ni siquiera le temblaban los labios. Juntó las manos cruzando los dedos y apoyó la barbilla en ellos. Tenía los ojos entornados. Elinor hablaba en tono suave y uniforme, pero finas gotitas de sudor le resbalaban por las maquilladas sienes, delatándola.

    ―Como bien sabe, mi marido representa intereses considerables. En mil novecientos veinte, un negocio podía tener a la cabeza un hombre como Philippe... genial y demente. Pero ¿en mil novecientos treinta y seis? En tiempos de bonanza, todo lo que fuera publicidad, incluso escandalosa, lo beneficiaba. Pero hoy... Hace años que no ha dado que hablar. Si volviera a sus extravagancias sería nuestra ruina. Un médico es como un confesor; confío en usted. La empresa ya está fuertemente comprometida. Sólo puede salvarla un trabajo encarnizado. Y Philippe no está en condiciones de llevarlo a cabo.
    ―Admiro su capacidad, señora.
    ―Cuando su marido es un ser débil, enfermo, el deber de una mujer es sustituirlo en la medida de sus fuerzas.
    ―Es usted muy fuerte, Elinor.
    ―¿Eso cree, Darío? En el fondo lo único que pide una mujer es que la protejan, que la guíen. ¿Es culpa mía si Philippe...? Pero no se trata de eso, doctor. Estoy exponiéndole la situación con toda franqueza. Mi pobre marido ya no puede ocuparse en persona de sus negocios. Si se resignara a la inactividad, aún podría salvarse la situación. Pero es el propietario legal de la empresa. Y ocurre lo siguiente: desaparece, se recluye en alguna clínica de Suiza u otro sitio, hasta que un buen día regresa, vuelve a hacerse cargo de sus negocios y todo peligra. ¿Puede llegar a convencerlo mediante su tratamiento de que debe permanecer al margen de sus empresas?
    ―Difícilmente.
    ―¿Podría hacer que se plantee, de forma voluntaria, un retiro prolongado?
    ―Prolongado, tal vez. Indefinido, no.
    ―Doctor, ¿no le parece que hay casos en que el deber exige tomar decisiones penosas?

    Darío se reclinó en el sillón y apoyó la cabeza en el respaldo. Una leve sonrisa de cansancio afloró a sus labios y volvió a desaparecer como una onda en la superficie del agua. Luego su rostro adoptó de nuevo una expresión serena e inescrutable.

    ―¿Ha medido bien sus palabras, Elinor? ¿Sabe lo que está pidiéndome?
    ―Philippe está loco.
    ―En cualquier caso, es posible actuar como si usted lo creyera.
    ―Con su ayuda, doctor...
    ―Queda claro que Philippe permanecerá bajo mi vigilancia. ―Ella asintió, ligeramente pálida―. Por desgracia, no poseo un sanatorio adecuado ―añadió Darío y suspiró.
    ―Tiene La Caravelle. ―Elinor sonrió―. Sí, me enteré de que la había comprado. Nunca olvidaré mi llegada a esa casa. Wardes estaba borracho y esa misma noche su mujer se fue. Jamás he visto a nadie aceptar el desastre con tanta dignidad. La Caravelle le iba más a ella que a mí o a usted, mi querido amigo. Cuando supe que había comprado la propiedad, pensé: «En el fondo, nadie conoce al doctor Asfar.» Es usted un sentimental, Darío. ¿Sigue siendo amigo de Sylvie Wardes?
    ―Si fuera así, no estaría aquí ―respondió él con dureza.

    Elinor se encogió de hombros.

    ―Volvamos a Wardes... ¿No le parece que La Caravelle puede ser el sanatorio perfecto?
    ―Temo que me veré obligado a venderla.
    ―¿De veras? ¿Por qué?
    ―Necesito dinero con urgencia. Sin embargo, había pensado convertirla en una clínica, aunque con fines puramente altruistas. Había proyectado admitir a enfermos de condición modesta. No se piensa lo suficiente en la clase media, en la admirable burguesía de este país. He buscado capital, ayuda de los poderes públicos o privados, pero en vano.
    ―No obstante, podría encontrar un mecenas, doctor... ¿Qué cantidad le haría falta?
    ―Un millón ―respondió Darío.


    24


    Al año siguiente, en las vacaciones de Semana Santa, Daniel se marchó solo a La Caravelle. Acababa de cumplir diecisiete años; había crecido muy deprisa. Darío quería que descansara tres semanas. Ni su madre ni su padre podían acompañarlo: él estaba atareado con sus negocios y sus amores, y ella se reponía de una enfermedad.



    Desde hacía algún tiempo, Daniel se entretenía solo. Estaba volviéndose huraño y callado, pensaba Darío, que no obstante sabía que su hijo veía casi a diario a Claude y Sylvie Wardes.

    Hizo el viaje con un amigo, que lo dejó ante la verja de La Caravelle y siguió su camino hacia el pueblo italiano donde lo esperaban. Daniel cogió su ligero equipaje y subió andando hasta la casa. Mientras pasaba entre los viejos pinos y las magnolias, gruesas gotas de sudor le resbalaban por el cuello y la cara. Se decía que Sylvie había paseado por aquel sendero y cruzado muchas veces la rosaleda que se extendía ante la casa. ¡Dios mío! ¿Por qué no la habría conocido de joven? Claude era preciosa, pero no había mujer tan hermosa ni tan encantadora como Sylvie, aunque tuviera la edad de su madre. Sí, a ojos de Daniel era una mujer madura. Pero si sentía hacia ella una admiración casi religiosa, también era sensible a la belleza y nobleza de sus rasgos y actitudes, a cuanto había seducido a su padre antes que a él, aunque Daniel lo ignorara. La tierna admiración que le inspiraba Sylvie era al mismo tiempo la de un hijo y un enamorado.

    Estaba en esa edad en que el hombre todavía es tan maleable, tan femenino, en que su personalidad está tan poco formada, que lo que busca ante todo es obedecer, respetar, someterse, ya sea a un amigo, a un maestro o a una mujer. Los únicos que no pueden ejercer ninguna influencia sobre el alma adolescente son los padres. Pero las palabras de Sylvie, su ejemplo, la dignidad de su vida, sus gustos, eran para Daniel el alimento insustituible con que nutría su necesidad de entrega y admiración. Por otra parte, Claude se parecía a Sylvie.

    Daniel podía admitir sin sentirse ridículo ni sacrílego que amaba a Claude, pero se esforzaba en ver el mundo con los ojos de Sylvie, en vivir de acuerdo con las estrictas exigencias morales de ésta. Y le resultaba tanto más fácil cuanto que de ese modo saciaba los oscuros resentimientos que albergaba hacia su padre. Darío concedía gran importancia a la riqueza y la vanidad. Nada de eso existía para Sylvie, y al reconocer su superioridad moral Daniel satisfacía al mismo tiempo su conciencia y esa sorda aversión, ese irritado desprecio hacia su padre, que había surgido en él con la vida misma, como una gota de veneno mezclada con su sangre.

    En la maleta había escondido los libros que le había dado Sylvie y una foto de ella y Claude.

    Llegó ante la casa. No había ninguna luz encendida y la puerta estaba cerrada. Llamó. Hacía tres años que no iba a La Caravelle. No reconoció al criado que le abrió ni al hombre corpulento de rostro grueso y tez enrojecida que apareció tras él.

    ―¿El señorito Daniel? Me disculpará, pero no hemos oído el coche... ¿Ha parado al pie de la colina?
    ―Sí, me ha traído un amigo que tenía prisa y no podía acompañarme hasta aquí ―respondió el joven.
    ―¿El señorito Daniel ocupará su antigua habitación?
    ―Sí. No creo haberlo visto aquí cuando estuve hace tres años...
    ―Sólo llevo uno en La Caravelle. El doctor Asfar, que me conocía, tuvo la bondad de darme el puesto de administrador y hombre de confianza. Me llamo Ange Martinelli. Fui jefe de comedor en la región durante muchos años. Luego me vi en una situación difícil, y fue entonces cuando apelé al buen corazón del padre del señor. ¿El señorito Daniel tiene cuanto necesita? ―le preguntó Ange tras acompañarlo a su habitación.
    ―Sí, gracias.

    Abrió la ventana. Escuchaba y reconocía los inconfundibles sonidos de sus vacaciones en La Caravelle: la profunda y uniforme respiración del mar, el lejano silbido de un tren...

    Los primeros ocho días fueron tranquilos y felices. Se bañaba y descansaba en la pequeña playa privada en la que terminaba el parque. A veces se llevaba la comida y almorzaba tumbado al sol, que ya calentaba y resplandecía. Jugaba con los guijarros, que utilizaba como tejos; abandonaba la lectura para nadar en el mar y luego se adormilaba sobre el libro abierto. Por la tarde daba largos paseos por el campo, siempre a solas con los perros, ingenuamente orgulloso de su vida solitaria, lanzando miradas desdeñosas a los coches y las mujeres con que se cruzaba. Después de cenar, se encerraba en su habitación y escribía a Claude y Sylvie.

    A la semana de su llegada, el tiempo, tan bueno hasta entonces, se estropeó. El primer día de lluvia Daniel dio un largo paseo. Merendó en Niza, en una pequeña y oscura pastelería inglesa donde flotaba el olor a jengibre y el fino aroma del té negro. Volvió de noche; se encerró con sus libros y se sintió completamente feliz. A la mañana siguiente seguía lloviendo. La jornada se le hizo más larga. Bajo la lluvia, la región era tan triste como una mujer maquillada llorando. Al día siguiente llovió de nuevo, y en las grandes habitaciones de La Caravelle hacía frío. Daniel se había resfriado y tenía un poco de fiebre. Pasó la tarde delante de su ventana, mirando con melancolía el cielo gris y los pinos, zarandeados por el viento. Era una tarde plomiza y triste. A las cinco, Martinelli llamó a su puerta.

    ―Le ruego me disculpe, señorito Daniel ―dijo, ocultando con sus abultados párpados el brillo de sus penetrantes ojos negros―, pero he pensado que estaría mejor abajo. Este lado de la casa se encuentra más expuesto. He pedido que sirvan el té en la biblioteca y me he tomado la libertad de mandar encender la chimenea. ¡La chimenea encendida en la costa, en Semana Santa! Es un escándalo, señorito Daniel, pero como suele decirse, a mal tiempo buena cara. Si el señorito desea bajar...

    Daniel cogió sus libros y descendió. La biblioteca era una habitación encantadora, el antiguo saloncito de Sylvie, que habían adornado con libros. Las paredes estaban pintadas de un relajante verde pálido. El servicio de té se hallaba junto a la chimenea, con pasteles de castaña coronados con nata ligera. El fuego chisporroteaba y silbaba alegremente.

    ―Se lo agradezco mucho, Ange ―dijo Daniel alzando los ojos y sonriendo.

    El antiguo jefe de comedor lo miraba disimuladamente, con una atención profunda y casi tierna.

    ―¿Me permite que le sirva el té, señorito Daniel?
    ―Se toma usted demasiadas molestias por mí.
    ―Nada de eso, señorito. Me alegra poder servir al hijo del doctor, que tan bueno ha sido conmigo, y me atrevo a confesarle que me recuerda a mi propio hijo, y que lo hago todo con mucho gusto para la comodidad del señorito Daniel.
    ―¿Está casado, Ange?
    ―Soy viudo. Mi pobre mujer murió hace mucho tiempo, dejándome un hijo.
    ―¿Y dónde está ahora?
    ―Hace mucho que no lo veo.
    ―¿No vive en Francia?
    ―Sí ―respondió Ange con amargura―. Incluso viene a menudo a Montecarlo, como cliente del hotel donde yo trabajaba. Pero ahora es rico. Cuando tenía la edad del señorito Daniel, me hubiera gustado que fuera cocinero. Es un buen oficio, pero había tenido una enfermedad y estaba delicado de los pulmones. En esa época, su padre de usted lo trató, y debo decir que lo curó milagrosamente. Luego me dio miedo que se metiera en las cocinas y los sótanos, entre fogones. Nunca hubo nada lo bastante bueno para él. Le hice estudiar. Le encontré trabajo en una fábrica de calzado, en Lille. ¿Y sabe lo que hizo? Dejó embarazada a la hija del dueño y se casó con ella. ¡La empresa de calzado más grande de allí! Lloré de alegría, señorito Daniel. Pero Dios me castigó por alegrarme del dolor y la deshonra de otro padre. Desde que se vio en una buena situación, mi hijo se avergonzó de mí. Perdí todo mi dinero intentando abrir una sala de baile aquí, en Niza. Ahora que ya no espera heredar mis cuatro perras, no volveré a verlo ni cuando esté moribundo. Pero le pido disculpas. Estoy aburriendo y entristeciendo al señorito. El fuego ha prendido bien... El té aún está caliente... ―Martinelli se alejó lentamente hacia la puerta. Con la mano en el pomo, preguntó―: ¿Desea el señorito Daniel el fonógrafo, si está cansado de los libros? Hay discos muy buenos.
    ―Sí, gracias.

    Ange fue a buscar el aparato.

    ―El señorito tampoco lo había visto cuando vino hace tres años...
    ―¿El fonógrafo? No; es verdad.
    ―Es del señor Wardes. Lo dejó aquí cuando se marchó el mes pasado.
    ―¿Cómo? ¿Wardes? ¿Ese pobre loco? Entonces, ¿estaba... encerrado aquí?
    ―Sí, señorito Daniel.

    Ange cogió una caja llena de discos y la abrió delante de Daniel. El chico los miró sin tocarlos. Philippe Wardes era el padre de Claude... Había sido el marido de...

    De pronto sintió una curiosidad irresistible, casi dolorosa.

    ―¿Cómo es? ¿Es un hombre viejo? ¿Enfermo?
    ―¿Viejo? Eso depende de lo que el señorito Daniel entienda por viejo. Cincuentón. Y enfermo... no puede decirse que lo estuviera.
    ―¿Tenía momentos de lucidez de vez en cuando?

    El sombrío rostro de Ange adoptó una expresión de ironía casi descarada que sorprendió a Daniel, pero el antiguo jefe de cocina se rehizo y respondió en el tono más neutro posible:

    ―De vez en cuando.
    ―¿Lo conocía antes de la enfermedad?

    Ange soltó un suspiro que pareció una risa ahogada.

    ―He conocido a mucha gente, señorito Daniel. He conocido a algunos que ahora son ricos y famosos, que dan un trozo de pan por caridad, pero antes venían a casa mendigando dinero: «¡Sálveme, Ange! No tengo a nadie más que a usted, Ange...» He conocido al señor Wardes cuando todo el mundo le besaba la mano y lo trataba como a un rey, y lo he visto aquí, solo, con guardianes, como un animal, abandonado por todos, repitiéndome: «¡No estoy loco, Ange! Usted es el único que me cree, ¿verdad?» También conocí a sus mujeres, la segunda, que ha prosperado mucho desde los tiempos de que le hablo. Una mujer de armas tomar. Y conocía a la primera señora Wardes. En aquella época se decía... Ruego que el señorito Daniel me excuse, pero ya es un hombre y comprende las cosas. Se hablaba mucho de su intimidad con el padre del señorito; pero nadie la culpaba: su marido la tenía abandonada.

    Daniel tuvo la sensación de que la sangre abandonaba su cuerpo y acto seguido volvía a llenarlo de golpe y le inundaba el corazón.

    ―Siento mucho respeto por la señora Wardes, Ange ―dijo al fin en voz baja―. Le ruego que no me hable de ella.

    En ese instante, cayó en la cuenta de que desde hacía una semana todas las noches confiaba a Ange su carta a la señora Wardes para que saliera con el primer correo de la mañana siguiente.

    ―Perdón... ―murmuró humildemente Ange.

    Luego se agachó y atizó el fuego. Encorvado, jadeaba ligeramente mientras metía ramitas secas bajo los troncos. Entre el pelo negro y el cuello de la camisa se le veía una franja de nuca rojo oscuro, casi púrpura.

    Se levantó con dificultad y fue a cerrar la puerta vidriera, entreabierta al parque. Caminaba sin hacer ruido, de un modo en extremo silencioso y leve para un hombre de su corpulencia, pero a cada paso sus zapatos producían un imperceptible crujido. Se acercó al sillón de Daniel y miró la taza, medio vacía.

    ―Llévese esto ―dijo el joven.

    Ange cogió la bandeja y se marchó, dejándolo solo.


    25


    Aunque durante los días siguientes Daniel se las arregló para no encontrarse con Ange, no podía olvidar sus semiconfidencias. «Mentiras odiosas», se decía. ¿Qué podían tener en común un hombre como su padre y Sylvie Wardes? Nunca se le habría ocurrido que entre ellos pudiera haber algo. ¿Cómo lo había llamado Ange? ¿Intimidad? Daniel sentía una repugnancia casi física que le hacía temblar y apretar los dientes con furia cuando estaba a solas.



    Comprendió que ya no podía quedarse solo. Buscó a unos amigos que vivían en Cannes, y todas las mañanas salía de La Caravelle para no volver hasta la noche. A veces veía fugazmente a Ange en un ángulo oscuro de la galería, como acechando su llegada. Aparecía un instante en el hueco de la puerta, le susurraba una orden al criado que atendía a Daniel y volvía a desaparecer.

    Las vacaciones se acababan. Daniel tenía que regresar el domingo de Cuasimodo.

    Un día se quedó hasta tarde en Cannes. Por primera vez en su vida, había bebido un poco y jugado. Estaba cansado y sobreexcitado. Se acostó, pero una vez en la cama se sintió aún más despierto y nervioso. Permaneció un rato inmóvil, tumbado en la oscuridad. ¿Era posible que su padre y Sylvie...? Y esa historia del encierro de Wardes... Por el relato de Ange, se había percatado perfectamente de que la locura de Philippe Wardes era extraña, sospechosa.

    «Eso no es asunto mío ―pensó con desesperación―. En su día, tendré mis fallos, mis pasiones, mi propia vida... ¡Qué me importa mi padre! Además, seguramente son viles habladurías, calumnias de recocina. Mi padre es feo y viejo. Mi padre es un hombre cínico y sin escrúpulos. Sylvie, esa santa, no ha podido poner los ojos en él. En cuanto a Wardes... Vamos, ¿qué estoy sospechando? ¿Qué creo exactamente? ¿Que se trate de un encierro arbitrario con la complicidad de Elinor Wardes?»

    Eso era posible. Esa mujer le parecía capaz de todo. Ahora se relacionaba mucho con sus padres. Los invitaba a su casa y cenaba en la de ellos asiduamente. Salían juntos.

    Se levantó. Se sentó en el alféizar de la ventana, confiando en que la ligera brisa nocturna lo serenara.

    Pensó en el odio que Ange les profesaba a ciertas personas. ¿Se refería a su padre cuando mencionó a «los que ahora son ricos y famosos y antes venían a mi casa a mendigar dinero»? ¿Su padre había sido tan... pobre? ¿Y por qué se negaba a volver a ver a Sylvie? Las sospechas, las suposiciones formuladas a medias lo desgarraban.

    Le entró sed y apuró la jarra de la mesilla de noche. Pero aquella agua era insípida y estaba caliente. Lo que le apetecía era un poco de Perrier, ¡agua con gas, helada! Miró la hora: las dos. Los criados dormían en otra zona de la finca. Si llamaba acudiría Ange. Su habitación estaba abajo, junto a la antecocina. Aparte de Ange y él, en la casa no había nadie. Una vez Ange le había dicho: «Si el señorito Daniel se siente indispuesto durante la noche, no dude en llamarme. Nunca tengo sueño.»

    «Si lo despierto y viene, le pediré una botella de agua con gas ―pensó Daniel―. Están en el frigorífico. Por la noche, la antecocina debe de estar cerrada. No tengo llave. Cuando venga, quizá... Le haré una pregunta, una sola. Pero no hablará. Teme que lo despidan. Él mismo lo dijo. Está "en una situación difícil". Le interesa mentir y ocultar lo que hizo mi padre. Sí, pero... no se trata de lo que le interesa. Es un hombre astuto, rencoroso. Me doy perfecta cuenta, lo intuyo, ya no soy un niño: le tiene una envidia terrible a mi padre, seguramente por su dinero, o por su buena suerte... Además, aunque no quiera decirme nada adivinaré la verdad por su mirada, por sus reticencias, por esos suspiros roncos que suelta.»

    ¿Qué verdad? El pasado con Sylvie, el presente con Wardes... Llamó y esperó.

    Esperó mucho rato. No apareció nadie. Llamó más fuerte. Salió de la habitación. La galería se hallaba a oscuras; la escalera, desierta. La casa nunca le había parecido tan inmensa y silenciosa. Volvió a llamar una y otra vez. Abajo, los perros despertaron, se lanzaron contra la puerta y empezaron a golpearla con la cabeza y las patas. Ange no daba señales de vida. Daniel se inclinó sobre el pasamanos, escrutó la oscuridad del vestíbulo y llamó:

    ―¡Ange! ¡Venga! ¡Suba! ¿Está ahí? ¡Me encuentro mal! ¡Lo necesito!

    Nada. Cruzó el vestíbulo corriendo y abrió la puerta que separaba la cocina, la antecocina y la zona en que vivía Ange del resto de la casa. Vio luz en la cocina. Entró. Ange estaba sentado a la mesa, ante una botella de aguardiente vacía. Tenía la cabeza apoyada en los brazos, cruzados sobre el tablero, y parecía profundamente dormido.

    «¡Borracho! ¡Así es como pasa las noches! "Nunca tengo sueño, señorito Daniel."»

    Le dio un ataque de risa nerviosa. Él también sentía que el whisky que había bebido seguía corriéndole por las venas como fuego. Cogió a Ange de un hombro y lo sacudió. El antiguo jefe de comedor levantó la cabeza y la dejó caer hacia atrás con tanta fuerza que Daniel, temiendo que su corpachón se precipitara al suelo, se apresuró a sujetar la silla.

    ―¡Ange! ―le gritó inclinándose hacia él―. ¡Ange! ¡Soy yo, el señorito Daniel, no tenga miedo!

    Los ojos del hombre se abrieron lentamente. Ange miró el rostro descompuesto de Daniel y, en voz baja pero clara, dijo:

    ―Estaba seguro de que vendrías, muchacho.

    Daniel volvió a soltar una carcajada. Oyó sorprendido su propia risa, ronca y temblorosa, y pensó: «Es curioso oírlo llamarme "muchacho". ¡Qué gracioso resulta todo esto!»

    ―¿No queda ni una gota de aguardiente, Ange? ―preguntó.
    ―¿Quiere beber?
    ―¡Sí, hombre, por qué no!
    ―Se burla usted de mí, ¿eh? ―le espetó Martinelli de pronto con el ceño fruncido y la cara congestionada―. Usted también me desprecia, ¿no? Pero ¿por qué, Dios mío, por qué? Toda mi vida se han burlado de mí. La gente que me estrechaba la mano con la punta de los dedos cuando era jefe de comedor, que me saludaba meneando un poco la cabeza, así... «¿Qué tal, Ange?» ¡Y no eran mejores que yo! Yo hacía mi trabajo muy tranquilo. Pero oía cómo se burlaban de mí a mis espaldas. ¡Y su padre! ¡Ah, cómo me acuerdo de ése! ¿Cree que me ofreció una silla, que me tendió la mano? Supongo que tenía prisa. Prisa, ¿para qué? ¿Para ir a pedir dinero? ¿Para ir a engatusar a alguna con los billetes? ¿Para hacer alguno de sus sucios chanchullos, como encerrar a gente que no está más loca que usted o que yo? ―Se tambaleó en la silla. Era evidente que se había asustado de sus propias palabras―. Pero eso no es asunto suyo. Además, es usted un niño inocente, se ve a la legua. Un niño inocente... Qué suerte, qué alegría para su padre tenerlo todavía, verlo cuando le apetece. Con esas mejillas tan frescas y esa cara de niño inocente que te roba el corazón. ¡Un hijo, Dios mío, un hijo! ¿Le contará que bebo, que me emborracho por las noches? ¿Eh? ¡Bah! Tarde o temprano se habría dado cuenta. Todos lo saben. Todos me desprecian. Sé perfectamente que me pondrá en la calle. Ya se lo he dicho: no tengo suerte. Y usted tampoco. ¿Quiere beber? Tome, aquí tiene un vaso. Ahí, detrás de mí, en el armario, que el señorito Daniel me disculpe, encontrará vino, whisky o champán del bueno: Clicquot mil novecientos seis... Tiene que quedar algo, el pobre Wardes lo bebía de la mañana a la noche. Y el señorito Daniel, que no es orgulloso, será tan amable de servirse él mismo.

    Daniel abrió la puerta del armario, cogió una botella de champán y la dejó en la mesa. Pero ninguno de los dos se decidía a descorcharla. Se quedaron sentados uno frente a otro, en silencio.

    ―¿Qué quería saber? ―dijo al fin Ange―. ¡Vamos, vamos, aproveche! ¡Esta noche puede preguntarme lo que desee! ¡Ya ve que estoy borracho! Por seguir aquí, frente a un chico tan parecido al mío (al mío de antes, porque ahora está calvo y ha echado barriga), por seguir aquí y contemplar esos hermosos ojos y esos labios frescos, fíjese lo que le digo, le contaré cuanto quiera, todo lo que le apetezca saber. ¿Qué le interesa? Saber lo que era papá, ¿eh? En el caso de mi chico, seguro que hay una mujer, una familia, que le repite todo el santo día: «Tu padre no tenía estudios, no tenía cultura. A tu padre hay que despreciarlo, olvidarlo, maldecirlo...» ¡Bueno, pues a los hijos de los otros siempre habrá alguien para decirles «Tu padre era un mercachifle, uno de esos chicos levantinos que vienen aquí muertos de hambre y se van millonarios»! ¿Que se van? ¡Ni por ésas! Están demasiado a gusto aquí como para marcharse. Mueren aquí. Llevan el trapicheo en la sangre. Unos venden fotos obscenas; otros, coca. Su padre es un charlatán. Trapichea con la desgracia de la gente. Bueno, ¿qué más quiere saber? ¿Si lo que le dije sobre la señora Wardes y él es verdad? Eso, señorito Daniel, jamás lo sabrá. Piense lo que quiera. Imagine lo que guste. Sueñe. Yo también sueño, todas las noches de Dios. Pero no con las historias de los demás, no... Con las mías, con mi sangre, con lo que me toca de cerca. Usted también sueña con su sangre... Sólo te hace sufrir la propia sangre, la sangre de la que has salido, la carne y la sangre que te ha engendrado. Los líos de mujeres, los líos de dinero, eso pasa, se olvida; pero cuando están mezclados los tuyos, una sola gota de sangre común lo envenena todo. Puede que fuera el amante de la señora Wardes y puede que no. Yo no sé nada. De todas formas, es curioso que viniera noche tras noche y se quedara horas enteras con ella en el salón, mientras Wardes estaba enfermo ahí arriba... En cuanto a Wardes... Eso también le interesa, ¿eh? Bueno, pues escuche... Le diré lo que sé. Luego usted verá.


    26


    Daniel pasaba su primera noche de vuelta en París. Al llegar había encontrado a Clara levantada. Nunca sabría lo enferma que había estado. Su padre también lo esperaba. Clara y él lo habían besado y festejado, mimado e interrogado. Parecía cansado: ¿no habría abusado de los baños de mar? Y en esa época del año, el agua todavía debía de estar fría... Había escrito poco. Había dado otro estirón.



    Ahora estaba al fin solo, lejos de ellos, en su habitación y con la puerta cerrada. Iba de un lado para otro, de una pared a la de enfrente. Aquella perpetua inquietud, aquella sorda fiebre en la sangre y los huesos, era la herencia de Darío.

    Era tarde, casi medianoche. Oyó los pasos de su padre en el piso de abajo y luego el ruido de la puerta cochera, que chirriaba, se abría de par en par y volvía a cerrarse de golpe.

    Sabía que su padre pasaba casi todas las noches fuera. Nunca se había preguntado qué negocios, qué diversiones lo arrastraban lejos de casa, a menudo hasta la mañana siguiente. De pronto pensó que, instintivamente, siempre había evitado imaginar los comportamientos de su padre a lo largo de su vida, como quien se aleja del borde de un lago de aguas tenebrosas y profundas.

    ¿Qué haría? ¿Hablaría con él de Wardes? «Me engañará ―se dijo―, me embaucará, me contará sólo lo que quiera que sepa, y todo seguirá como antes.» Y su madre, ¿ignoraría...? Daniel sabía cuánto ayudaba a su padre, cuánto se ocupaba de sus asuntos. Estaba al tanto de todo. ¿Quién llevaba el libro de visitas? ¿Quién reclamaba los honorarios devengados? ¿Quién atosigaba a la señorita Aron, la secretaria, para que exigiera los pagos atrasados? Su padre y ella parecían muy unidos. Sin duda, lo quería tanto que se había visto obligada a aceptar cuanto había de oscuro e ilícito en la vida de su marido. A veces, Daniel había pensado (y todavía lo pensaba) que Clara incluso estaba al corriente de las aventuras amorosas de su marido. No sólo eso: es más, seguramente las toleraba. Una vez la había sorprendido encargando flores por teléfono para una mujer que, a ojos de todo el mundo, era la amante de su padre.

    «Pero no puede saber toda la verdad sobre Wardes ―pensó―. Porque eso significaría que es... que son cómplices.»

    ―Pero es mamá, ¡es mamá! ―murmuró como si la defendiera de alguien que, riendo entre dientes, le hubiera susurrado al oído: «Lo sabe todo. Y lo acepta porque lo ama y no es una mujer como Sylvie, que tiene una ley interior, un Dios. Tu madre sólo tiene una ley, un Dios: ¡tu padre!»

    Por otra parte, la propia Sylvie... ¿No había insinuado, más bien afirmado, Ange que había sido la amante de su padre? Daniel ocultó el rostro entre las manos. Seguro que su madre también estaba enterada... Nunca le había gustado que le hablara de Sylvie. ¡Ah, tenía que confiarse a Clara! Solo ella podía ayudarlo. Quería conocer la verdad de sus labios. Puede que todo aquello no fuera más que una invención de Martinelli, una injuria, el desatino de un borracho. Su madre lo atraería a sus brazos, lo besaría, le acariciaría la frente... A su lado creería una vez más en la bondad del mundo. Ella le explicaría que se equivocaba. Le daría pruebas de la locura de Wardes, de la inocencia de Sylvie. Ya le parecía estar oyendo sus palabras: «Pero qué imaginación, hijo, qué imaginación...»

    Como las noches en que despertaba de una pesadilla y se veía en su cama, con la cabeza apoyada en el pecho de su madre. Ella se inclinaba hacia él, con su largo camisón blanco y el pelo gris cayéndole sobre las mejillas, fiel, cariñosa, sonriente, solicita.

    ―Sólo es un mal sueño, cariño mío, mi Daniel ―le decía. Se sentó en la cama con las piernas temblando. ¿Cómo iba a atreverse a hablarle? La quería, la respetaba. Pero justo porque la quería, tenía que ponerla en guardia.

    «Hablar con mi padre no servirá de nada ―se repitió―. ¿Qué soy a sus ojos? Un niño. Amenazará a Ange, le tapará la boca, se deshará de él con una suma de dinero y no soltará a Wardes. Sabe bien que no lo denunciaré. Pero mi madre conseguirá encontrar las palabras necesarias para asustarlo, mencionarle el posible escándalo, el delito, la prisión, yo qué sé... O le hablaré yo en nombre de ella. Porque él la quiere.»

    Pero no se movía. Seguía allí, debatiéndose entre el miedo y el deseo de ir a buscarla, cuando de pronto, al otro lado de la puerta, oyó sus suaves pasos, un tanto vacilantes. Clara llamó.

    ―Te he oído dar vueltas... ¿No duermes, cariño?
    ―No, mamá; entra.

    Su madre se acercó a la cama, entrecerrando los miopes ojos.

    ―Pero... aún no te has desvestido. ¿Por qué no te has acostado, Daniel? ¿Te encuentras mal? Qué pálido estás... Ya te noté raro cuando llegaste. ¿Te pasa algo? ¿Tienes alguna preocupación? Ahora casi eres un hombre ―añadió mirándolo con temor y ternura, pensando: «Se parece muy poco a su padre, pero cuando está triste, cuando tiene frío, cuando tiembla como ahora, es como si volviera a ver a Darío...» Se sentó en la cama y le rodeó los hombros con el brazo―. ¿Qué ocurre, hijo?
    ―Nada, mamá.
    ―No me mientas. ¿Estás enfermo? ―Le puso la mano en la frente, lo atrajo hacia sí y le rozó la mejilla con los labios. Siempre había notado de ese modo la menor subida de la fiebre. Daniel temblaba, entrechocaba los dientes y tenía las manos heladas, pero Clara sabía que no estaba enfermo. Suspiró. En el fondo, eso era lo único importante, la salud, la vida... Lo demás...―. Cuéntame lo que te preocupa, cariño ―le susurró al oído―. Puedo escuchar y comprenderlo todo.

    Sí, era verdad. Comprenderlo todo, aceptarlo todo sin una palabra de reproche. Se acordó del Darío de antaño, acercándose a ella, confiándose a ella, que tal vez tras un fugaz escrúpulo de conciencia lo perdonaba y, si necesitaba ayuda, se la brindaba. Hacía la vista gorda.

    ―¡Oh, mamá, mamá! ―exclamó Daniel con un hilo de voz

    Su madre lo miró asustada.

    ―Pero ¿qué ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Has perdido dinero? ¿Tienes una aventura con una mujer?
    ―No se trata de mí, mamá.

    ¡No se trataba de él! Benditas palabras... Sí, su hijo tenía diecisiete años, una edad en que uno se toma a pecho las deudas de los demás, las penas de los otros. ¡Y él era tan bueno y tan generoso! De niño nunca había soportado que castigaran a un compañero ni ver que maltrataban a un animal o pegaban a un niño. «¡Ay, eso es porque jamás ha tenido piedad de sí mismo! ―pensó―. Por eso le queda tanta para los demás. Mi pequeño, tan feliz, tan bien alimentado, tan mimado...»

    ―Se trata de padre, mamá.

    Clara palideció y se apartó un poco. Se produjo un largo silencio.

    ―¿De tu padre? ―dijo la madre al fin―. No entiendo.
    ―Mamá, ¿estás enterada de la locura y la reclusión de Wardes?
    ―Sí. Qué desgracia... Pobre hombre.
    ―Mamá... ¿nunca has pensado que... bien, que ese ataque de locura tras el que hubo que encerrarlo resultaba providencial para Elinor Wardes?
    ―¿Qué quieres decir? ―Clara dudó. Pronunció cada palabra con precaución, con repugnancia, temblando.
    ―En fin, mamá, Wardes no hacía más que extravagancias y ya no podía dirigir el negocio. Pero hasta entonces nunca se había dicho que estuviera loco...
    ―Pero, cariño, tu padre conoce a Wardes desde hace muchos años, lo trata desde... no sé, tú todavía eras muy pequeño cuando vino a casa por primera vez. Sabes muy bien que tu padre trata las enfermedades nerviosas. Así que no podía ser un hombre mentalmente sano.
    ―Era nervioso y violento... pero no se trata de la salud. Sin duda tenía fobias, angustias, pero no sé cuántas veces le he oído decir a padre: «No está loco. Nunca estará loco.»
    ―¿Quién te ha hablado de Wardes?
    ―No puedo decírtelo, mamá.
    ―¿Por qué?
    ―Porque... lo he prometido.
    ―Daniel, Daniel... Eso no es asunto tuyo.
    ―¿De veras? Y cuando se descubra el asunto, cuando se sepa que Wardes no estaba loco, que padre lo hizo encerrar a petición de su mujer, cuando se calcule el dinero que recibió por esa bonita faena, entonces ¿dirás a la policía, a los periodistas, a mí, que no es asunto nuestro? Cuando se comete un delito es asunto, en primer lugar, de quienes lo descubren, y su deber es avisar a la policía.
    ―Pero ¿cómo vas a denunciar a tu padre?
    ―Entonces, ¿es verdad?
    ―¡No! ¡Claro que no! ―Clara lo cogió por los hombros y lo sacudió―. ¡No entiendo de dónde has sacado eso! ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? ¡Te aseguro que te equivocas, que son meras imaginaciones, Daniel!
    ―Mi padre es un...
    ―¡Cállate! ―ordenó Clara.

    Se levantó de un salto y ella, que nunca le había pegado de niño, lo abofeteó con todas sus fuerzas, que no eran muchas; luego vaciló y cayó sobre la cama de su hijo. Al cabo de un instante, Daniel se inclinó hacia su madre, cogió la mano que acababa de golpearlo y la besó. Clara lo rodeó con los brazos y lo estrechó contra su pecho.

    ―Mamá, perdona... ¡Perdona, mamá! ―Daniel oía latir su corazón alocadamente y fue incapaz de añadir nada.
    ―No pienses en eso ―le rogó ella en voz muy baja―. Olvídalo. Estoy segura de que tu padre no ha hecho nada malo, nada reprobable. Pero aunque hubiera robado o matado, aunque el mundo entero lo abandonara, nuestro deber sería protegerlo, quererlo y ayudarlo.
    ―¡Pero yo no puedo, mamá, ni siquiera por amor a ti! No puedo acallar mi conciencia. Hablaré con él.
    ―Como quieras ―asintió Clara con cansancio.
    ―¿Crees que será lo bastante hábil, lo bastante fuerte para engañarme? Si es así, acudiré a otros...
    ―Pero ¿en qué te ha ayudado Wardes? ¿Qué le debes? Ni siquiera lo conoces. Tu padre te ha querido, se ha sacrificado por ti...
    ―¡No se trata de Wardes! ¡No se trata de la persona, mamá, sino del delito! Porque es un delito, sabes perfectamente que lo es...
    ―Escucha, Daniel, te doy mi palabra de honor de que Wardes saldrá de allí.
    ―¿Y cómo podrás hacer eso, mi pobre madre?
    ―Te he dado mi palabra.
    ―Hablarás con padre. Pero te dará tanta pena que...

    Clara lo rechazó suavemente y se levantó.

    ―Lo que yo sienta no es asunto tuyo. Te lo he prometido. Ahora duérmete, hijo mío.


    27


    Darío no volvió hasta la mañana siguiente. Clara no estaba acostada, sino que lo esperaba en su habitación. Él pensó que había sufrido una de sus crisis cardíacas, que a veces se producían durante las últimas horas de la noche. Angustiado, la rodeó con los brazos.



    ―Clara, amor mío, ¿qué te pasa? ¿Estás enferma? ―Ella respiraba penosamente. Con suavidad, él la obligó a sentarse a su lado―. No tiembles de ese modo. No es nada. Ya verás como te curamos.
    ―¡No estoy enferma, Darío! Escucha. Te suplico que me digas la verdad. Me han contado que Wardes tiene la mente perfectamente sana, que su mujer y tú lo hicisteis encerrar porque Elinor quería tener las manos libres... ―Por toda respuesta, él se levantó y se alejó de su mujer―. ¡Mírame, Darío! ¡No es posible, tú no has podido hacer algo así! ¡Nunca me has mentido! Si supieras quién me lo ha contado... Ha sido... ―No consiguió pronunciar el nombre de su hijo, sólo señaló su habitación con la mano.
    ―¿El chico? ―preguntó Darío en voz apenas audible.
    ―Entonces, ¿es verdad, Darío? ―Clara se pasó el pañuelo por los labios con una expresión triste y azorada―. Es mejor que me digas la verdad, como siempre, como antes... Sabes que no puedes ocultarme nada. Estamos demasiado unidos. ―Le cogió la mano y lo atrajo hacia sí con la misma ternura con que horas antes había estrechado a su hijo contra su pecho―. ¿Quisiste hacerle un favor a Elinor? ¿Pagarle una deuda? Respóndeme. Apiádate de mí. Ese desgraciado no está loco, ¿no es así?
    ―Si estuviera libre, moriría como un perro a causa del alcohol y las drogas, o se mataría después de una noche de juego. Encerrado me ha supuesto un millón.
    ―Es un delito, Darío.
    ―No. A mis ojos, no.
    ―Ese dinero... Pero ¡si en dos años ganas tanto o más, y de manera honrada!
    ―Clara, amor mío, hace diez años que no gano un céntimo honradamente. Pero lo peor es que aun así no consigo levantar cabeza. Ese millón ha saldado otras deudas. ¡Y otra vez estoy sin blanca! ¡Otra vez me encuentro con el agua al cuello!
    ―¡Pues véndelo todo! ¡Vende cuanto tienes!
    ―¿Y después qué hago? ¿Te imaginas al doctor Asfar en un pisito de Batignolles, con una criada para todo y sin coche? ¿Y quién acudirá a mí? Es la maldición que me persigue. Vivo de la locura y la codicia de la gente, y si dejo de halagar su locura, me darán la espalda y me arruinarán. Necesito dinero. Para defenderme, para vivir, para hacerte vivir.
    ―¿Para mí? ―repuso Clara apretándole la mano con suavidad―. Donde voy no me hará falta nuestro dinero. Sabes que no tengo salvación.
    ―Me hablas de tu muerte, Clara ―dijo Darío tras unos instantes de silencio―. Pero yo me siento tan cansado, tan viejo, que lo que temo por encima de todo es que la mía llegue antes de haber podido asegurarle el porvenir a Daniel. Incluso si supiera que sólo me quedan seis meses de vida, durante ese tiempo al menos intentaría tener dinero, aunque fuera a costa de cometer un crimen. Perdóname, Clara. Te hablo como hablaría ante Dios. Nada me aterra más que la pobreza. No sólo porque la conozco, sino por las generaciones de desgraciados que la han sufrido antes que yo. En mí vive toda una raza de muertos de hambre que todavía no están satisfechos, ¡que nunca lo estarán! ¡Jamás tendré bastante calor! ¡Nunca me sentiré lo bastante seguro, lo bastante respetado, lo bastante querido, Clara! ¡No hay nada más terrible que no tener dinero! ¡Nada más odioso, más vergonzoso, más irremediable que la pobreza! Clara, si fuera necesario moriría por ti, te lo juro; pero no renunciaría a Wardes ni siquiera por ti. Jamás dejaré libre a Wardes!
    ―No lo entiendo, Darío. Si recibiste el dinero que necesitabas, ese desgraciado ya no te es de ninguna utilidad. Devuélvele la libertad con cualquier excusa. ¡Reconoce que te has equivocado! ¡Di que está curado! Pero no sigas cargando con ese delito sobre la conciencia. ¡Nos traerá la desgracia!
    ―Pero es que sigue siéndome útil, amor mío.
    ―¿Para qué?
    ―Su mujer me paga por mantenerlo encerrado. Vivimos de eso.
    ―¿Y los pacientes? ¿Y tus consultas?
    ―Cada año peor. Año tras año, el fisco y las deudas se lo llevan todo por adelantado.
    ―¡Pero cualquier día ese hombre puede matarse en un acceso de desesperación! ―exclamó Clara cogiéndole las manos.
    ―Está bien vigilado ―aseguró él encogiéndose de hombros.
    ―Sí. Aunque si ocurriera una desgracia, sin duda te lo pagarían bien...
    ―Naturalmente.
    ―Me horrorizas.

    Darío volvió a encogerse de hombros con una expresión de cansancio y lástima.

    ―Pobre Clara, parece que estés recitando una lección. No son palabras tuyas, sino las de nuestro hijo. A él seguro que lo horrorizo, si lo sabe, si lo ha adivinado. ¿Podría ser de otro modo? Recuerda mi vida a su edad. Él... Mira, no te diré más que una cosa, así lo comprenderás: siempre ha tenido suficiente para comer. Por eso no podemos entendernos. ―Darío se paseaba agitadamente por la habitación―. Está mimado, mimado... ¿Sabes lo que decía mi padre? «Cuando un niño duerme en un colchón en vez de en el suelo, ya está mimado; es débil, incapaz de luchar como hace falta.»
    ―¿Y por qué luchar, Darío?
    ―¿Por qué? ¿Y a mí me lo preguntas? ¿Qué habría sido de mí si no hubiera sabido defenderme? ¿Recuerdas que éramos pobres, dos muertos de hambre, dos míseros emigrantes, y ahora somos ricos, respetables y poderosos? ―repuso con orgullo paseando la mirada por los elegantes muebles, el alto techo y las lujosas colgaduras, como si quisiera reafirmarse contemplando los signos externos de su éxito―. ¿Qué habría sido de Daniel si me hubiera dejado llevar por los escrúpulos o la compasión?
    ―¡Cállate! ¡Hablas contra tu corazón, contra tu verdadera naturaleza! ¡Antes no eras así! ¿Qué ha pasado?
    ―La vida ―respondió él con un suspiro.
    ―Darío ―dijo Clara en ruso, y su marido la miró sorprendido, porque hacía muchos años que entre sí sólo hablaban en francés―. Me has dado el pan de cada día, luego la riqueza, un hijo que ha vivido y la felicidad, sí, la felicidad, porque a tu manera me has querido. Ahora ya sólo puedes darme la paz en el momento de morir. Tengo miedo.
    ―¿Del escándalo? Tranquilízate, Clara, no lo habrá. Elinor es una mujer rica y poderosa. Sabe repartir dinero donde se requiere y en la cantidad necesaria. Con ella puede uno estar tranquilo. Además, en su momento todo se hizo con las máximas precauciones.
    ―Daniel podría denunciarte ―repuso Clara bajando la voz.
    ―¡Eso nunca! ¡Lo sabes perfectamente! No lo hará por ti.
    ―¿No te avergonzarás delante de él?
    ―¡Bah! ¡Déjalo hablar! El día que me muera, si es rico me perdonará que fuera un canalla. Créeme, si el mejor de los padres deja a sus herederos únicamente el recuerdo de sus virtudes, lo critican sin contemplaciones: «¡Sí, claro que era honrado! Nunca se pudo hablar mal de él. Pero ¿por qué no pensó en mí? ¿No tendría que haber sabido apañárselas? Era débil... Demasiado honrado...» Los hijos son así, Clara. No, amor mío, mi vieja y fiel amiga, no soltaré a Wardes ni por ti ni por mi hijo.


    28


    ―¿Cuánto, doctor? ―murmuró la paciente.


    ―Quinientos francos ―respondió Darío Asfar.

    La mujer de mediana edad entreabrió el bolso y le dio el dinero con los labios apretados y una mirada entre indignada y desesperada que parecía decir: «¡Qué cara vendes la esperanza, charlatán!»

    Pero en su fuero interno creía en él. Los ojos, la voz, la sonrisa de Darío inspiraban confianza. ¡Y había oído hablar tanto de sus milagrosas curaciones! Trataba exclusivamente aquellas extrañas enfermedades del sistema nervioso, que se prestaban a mil interpretaciones, a mil terapias. Y si la dolencia parecía remitir pero volvía a surgir con otra forma, nadie culpaba al doctor. Se le estaba agradecido por haber vendido unos meses, unos años de respiro.

    Con los billetes en la mano, Darío levantó la cortina que ocultaba la puerta del salón y franqueó el paso a aquella paciente de tez amarillenta, ojos hundidos y paso vacilante. La mujer se marchó. El salón estaba medio vacío. Una mujer vestida de negro esperaba cerca de la puerta. Darío le indicó que era su turno.

    Cuando pasó por su lado con el rostro en la penumbra, no llegó a reconocerla, pero aun así se estremeció. En el mundo, sólo una mujer tenía aquellos andares tranquilos y aquel largo y delgado cuello, que entrevió bajo el sombrero negro.

    ―¡Señora Wardes!

    Era Sylvie. No la había visto en quince años. Ahora tendría unos cincuenta y era una mujer madura.

    Ella se sentó y Darío encendió la lámpara del escritorio para verla mejor. Era un día primaveral, oscuro y tormentoso. Él miró aquel rostro sin una pizca de maquillaje, el rostro de una mujer que ya no pensaba en gustar, aquel noble y delicado cutis apenas ajado por los años, aquellos grandes ojos de mirada tan serena y tan sabia.

    Estaba pálido, atento, a la expectativa. Pero al cabo de un instante sus párpados temblaron y se entornaron.

    ―¡Usted, Sylvie! Cuánto tiempo, Dios mío...
    ―Mucho ―murmuró ella.

    Había palidecido un poco. Lentamente, cruzó las manos sobre las rodillas. De pronto, Darío se dijo que le gustaría quitarle aquellos guantes negros que le ocultaban los dedos. Qué hermosas eran sus manos... ¿Seguiría llevando aquel diamante que antaño lo fascinaba?

    ―Sabe que conozco a Daniel, ¿verdad? Viene a casa a menudo. Somos buenos amigos. ¿No se lo ha dicho?

    Darío meneó la cabeza.

    ―Lo mencionó en una ocasión, hará más de un año. Luego no ha vuelto a hablarme de usted. Daniel no es muy comunicativo conmigo.
    ―No obstante, vengo de su parte.
    ―¿Ah, sí?
    ―Míreme ―dijo Sylvie. Darío alzó hacia ella los hermosos ojos con largas pestañas de mujer, extraños en aquel macilento y sardónico rostro de viejo oriental―. Vengo de su parte y en nombre de mi marido. Su hijo me pidió que comprobara si lo que le habían contado sobre el internamiento arbitrario de Philippe era cierto. He visto a Ange Martinelli. He conseguido que me escribiera una carta. Darío, si lo que teme es un escándalo, un juicio, deje libre a Philippe. Yo haré que guarde silencio.

    Con esfuerzo, porque sus labios no parecían poder articular palabra, él respondió:

    ―Olvídese de Philippe. Se presenta usted aquí sin más arma que las incoherencias de un viejo borracho. Un juicio no me asusta.
    ―Los médicos franceses se pondrán en su contra. Sabe que lo acusan de charlatán. También tendrá en su contra a los psiquiatras de la Escuela de Viena, que afirman que plagió sus teorías y que los desacredita. Y por último, tendrá en su contra las deudas y la vida que lleva.
    ―Lo sé. Pero tengo de mi parte el dinero de Elinor, la corrupción del mundo, la influencia y las relaciones. Eso, mi querida Sylvie, es mejor, pesa más.
    ―Será su perdición, Darío.
    ―Bueno. Habré jugado y perdido.
    ―Si salgo de aquí sin su compromiso, pondré una denuncia.
    ―Es como si amenazara con la hoguera a un hombre que está ahogándose. En cuanto se viera libre, sería Wardes quien me denunciaría.
    ―No, no lo hará. Yo respondo de eso. Conozco bien a Philippe. Los juicios, los informes periciales, los meses de espera, la prensa malintencionada o burlona le dan más miedo que a usted. Una vez esté libre y haya recuperado su fortuna, acabará sus días fuera de Francia, estoy segura. No volverá a oír hablar de él.
    ―¿Qué ha hecho Wardes por usted? La engañó y abandonó. Es débil, corrupto, cruel. Si no está loco, hace al menos veinte años que se halla al borde de la locura. ¿Qué bien puede hacer? ¿De qué puede servir? Recuerde aquella noche en La Caravelle, a Claude, que por entonces era una niña, enferma, y usted, abandonada... ¿Por qué, en nombre de qué, de qué amor tendría que perdonarlo? La obligaba a compartir su sucia vida ―prosiguió, bajando la voz―. A veces me preguntaba si sería tan brutal con usted como con las desgraciadas a quienes recogía en la calle. ¿Nunca le pegó?
    ―Sí ―respondió Sylvie sin titubear―. Más de una vez ―añadió con serenidad; pero su rostro pareció más pálido y delgado, como si hubiera envejecido de repente.
    ―¡Es un enfermo! ¡Un loco!
    ―No. La diferencia entre esos dos calificativos sólo es de matiz, quizá, pero en ese matiz radica la verdad. Hay que tratarlo, pero no así. No puede aislársele del resto de los mortales porque moleste a la mujer con quien vive y a usted. Sería demasiado fácil.
    ―¡Ah, cómo la admiro! ―ironizó Darío―. Tiene una ley no escrita e infalible en el fondo del corazón. Yo no soy así. Lo que veo es la realidad: a un hombre que le ha hecho todo el mal posible y que en libertad sería tan dañino como una fiera salvaje. Y a su hija, cuyo nombre se vería empañado por el escándalo de un juicio, y por el fango, la vergüenza, pues saldría a relucir toda la vida íntima de Wardes. A mí, que siempre he sido su amigo fiel y abnegado, Sylvie, sus revelaciones me causarían la ruina. Y por último veo a mi hijo, que es por completo inocente de todo esto y merece piedad. ¡Cuánto envidio que usted siempre sepa dónde está la verdad!
    ―Me ilumina una luz que nunca engaña ―respondió Sylvie con suavidad.
    ―¿Se refiere a Dios? Sé que es usted creyente. ¡Oh, ustedes son todos hijos de la luz! No albergan más que pasiones nobles, son infinitamente hermosos... En cambio, yo estoy hecho de tinieblas, del limo de la tierra. No me interesa el cielo. Necesito los bienes terrenales y no pido otra cosa.
    ―Deje libre a Philippe, se lo ruego ―repitió Sylvie―. No cargue con ese crimen sobre la conciencia. Repárelo en la medida de lo posible. ¡Hágalo por su hijo!
    ―Daniel... ―murmuró Darío encogiéndose de hombros―. ¡Pobre inocente! Me gustaría verlo dentro de cinco o seis años, cuando yo esté muerto y no le haya dejado más que deudas, cuando piense en la fortuna que habría podido ser suya si yo no la hubiera complacido.
    ―Acéptelo, mi pobre Darío ―dijo Sylvie sonriendo―. Daniel no se preocupa únicamente de los bienes terrenales...
    ―Si yo hubiera tenido su suerte, puede que fuera como él ―respondió Darío con amargura.
    ―En nombre del amor que sentía por mí, le suplico...

    Darío permaneció en silencio largo rato.

    ―Es la primera vez que utiliza un arma de mujer ―dijo al fin―. Mi amor por usted... Nunca pareció advertirlo. ¿Por qué mencionarlo tan tarde?
    ―Porque ahora ya no hay peligro ―repuso ella bajando la voz.
    ―¿Sabe, Sylvie, hasta qué punto la amaba? Nunca había conocido a nadie como usted. Ésa es mi desgracia, que viene de muy lejos, de mi infancia. Creía de todo corazón que el mundo estaba poblado por monstruos. ¿Qué otra cosa puede esperarse cuando no se ha visto más que miseria, violencia, rapiña y crueldad? Con los años, la vida no consigue hacerte cambiar de opinión. A veces lo intenta. Derrama sobre ti los bienes de este mundo: riqueza, honores, incluso afectos sinceros. Pero hasta el último día sigues viéndola con los ojos del niño: como una lucha espantosa. Pero usted habría podido cambiar mi corazón ―añadió con tono sordo y ronco, sin mirarla.
    ―No ―aseguró Sylvie con suavidad―. Usted tiene un corazón hambriento que nunca se sentirá saciado.
    ―De acuerdo, Sylvie. En recuerdo de mi amor por usted, renunciaré a mi propósito. Me las arreglaré para liberar a Wardes, el cuerpo de Wardes, pero su alma volverá a buscarme. Ha estado tanto tiempo en mi poder... No me mire así. No soy un demonio, pero no puedo liberarlo de ese poder. Es un hombre débil, acabado, un desgraciado que perdió el alma hace mucho, y lo que la reemplaza, sus impulsos, sus deseos, sus actos, sus mismos sueños, se los dicto yo. Me ha dado su palabra: sé que usted velará para que no haga nada contra mí. Pero Wardes volverá a ponerse en mis manos, y entonces...
    ―No volverá.


    29


    Wardes volvió a los dos años. No era día de consultas. Le dijeron que el doctor no estaba en casa, pero que regresaría hacia las siete. Consiguió que le permitieran esperarlo.



    El criado lo acompañó al gran salón, desierto y oscuro, y quiso encender las arañas, pero Wardes le pidió que no lo hiciera: era marzo y aún había un poco de luz. Ahora lo horrorizaban las luces fuertes. Dio unos pasos, se sentó ante la chimenea vacía y permaneció allí sin moverse y hundido en el sillón hasta las siete.

    A esa hora, Darío llegó para cambiarse. Cuando supo que Wardes estaba esperándolo, pensó: «Lo lógico sería que me matara al instante como a un perro.»

    No pudo evitar estremecerse, pero a veces el mismo exceso de una emoción le producía un vivo e intenso regocijo. Antes de recibir a Wardes fue a vestirse, para prolongar esos instantes de incertidumbre, tan apreciados por los jugadores, en que la angustia y la esperanza, llevadas al extremo, se confunden.

    A continuación hizo pasar a Wardes a su despacho. Los dos se miraron en silencio largo rato.

    ―Actuó usted conmigo de una manera atroz, infame ―dijo al fin Wardes con voz sorda―. Si lo hubiera denunciado, ningún tribunal del mundo lo habría eximido.
    ―¿Por qué no lo hizo?
    ―Lo sabe muy bien. Porque cuando alguien sale de sus manos, ya no puede decir que su alma le pertenece. Me arrebató la fuerza, la voluntad, el instinto de defensa. Lo sabía perfectamente. Cuando me soltó, contaba con eso.
    ―¿A qué ha venido? Espere. No mienta. Va a decirme que le gustaría insultarme, matarme, pero la verdad es que me necesita.
    ―¡No! ―exclamó Wardes.
    ―¿No? ―Darío se le acercó y le cogió el brazo con suavidad―. Acaba de decir algo muy interesante: que su alma ya no le pertenece. Pero su salvación, y puede que su cura si usted quiere, está en ella. En otros tiempos vino con el alma atormentada, como quien confía al cirujano un cuerpo enfermo, diciéndome: «Cúreme. Ahuyente mis demonios.» Mientras estaba en mis manos, como usted dice, era libre.
    ―¡No y mil veces no!
    ―Entonces, ¿por qué ha vuelto? Wardes no respondió―. ¿Ha reanudado su vida normal?
    ―Así es.
    ―¿Qué puedo hacer por usted?
    ―Escuche. Desde hace dos años todos los cuidados, todos los tratamientos han fracasado donde usted, en cierta medida, obtuvo éxito. Comprenderá mi desesperación, puesto que hoy vuelvo a estar ante usted. No le temo. Ya no le temo ―se corrigió―. Sé que apostó por un juego que no sale bien dos veces. Por otra parte, he escrito una carta a una persona de confianza, que pondrá una denuncia en el mismo instante en que... si alguna vez... ―explicó, y la sangre se le agolpó en el rostro.
    ―Cálmese ―pidió Darío con tono suave pero firme―. Y cállese. Se intoxica moralmente con palabras e ideas de odio.
    ―Fue idea de Elinor, ¿verdad? ―preguntó Wardes bajando la voz―. En el fondo, no puedo quejarme; en mi ausencia, dirigió el negocio de maravilla, con mano maestra. Pero, aun así, lo que hicieron ustedes dos...
    ―Wardes, ha venido a insultarme e implorarme a la vez ―lo atajó Darío―. Sé en qué estado se encuentra, créame. Esperaba su visita. Sólo yo puedo aliviarlo.
    ―Sí, en el fondo creo que es usted un hombre vil, capaz de planear y ejecutar fríamente un crimen. En lo que a mí respecta, lo cometió. Pero sólo usted puede salvarme, ¡como un estupefaciente, como el alcohol o alguna sucia droga!
    ―Su acusación es una calumnia infame ―repuso Darío con suavidad―. O el delirio de un enfermo.
    ―No. Soy su paciente, pero también soy... también fui Philippe Wardes. Sé lo que es el dinero. Usted me vendió, me entregó a mi mujer atado de pies y manos por un millón, del que ella sólo pagó la tercera parte; el resto debió de desembolsarlo mi consejo de administración, que quería deshacerse de mí y de mis métodos, demasiado arriesgados en tiempos de crisis. Ésa es la verdad.
    ―Cumplí con dolor y firmeza mi deber de médico. El aislamiento, incluso forzoso, le era necesario. Usted mismo admite que empeoró desde que me dejó.
    ―¿Me toma por un niño? ―exclamó Wardes negando colérico con la cabeza―. La alimentación sana, el aire puro y la abstinencia del alcohol me sentaron bien, pero sabe perfectamente lo que tanto yo como muchos otros venimos a buscar aquí: el secreto para seguir viviendo como nos gusta sin sufrir por ello.
    ―Comerse la uva verde y no tener dentera ―murmuró Darío entornando los ojos―. Vaya al grano, al grano... Es tarde. He de cenar en la embajada de Inglaterra. No tengo tiempo que perder. ¿Quiere que continúe el tratamiento?
    ―¡Quiero intentar lo que sea! ¡Quiero curarme! Pero le repito que he puesto en manos de mi notario una denuncia ante la fiscalía. Al primer paso, al primer acto hostil contra mí, estallará el escándalo. Estoy tranquilo al respecto, pues a sus colegas les encantará hacerle pagar la riqueza y los honores que lo abruman ―ironizó Wardes mirando las condecoraciones de Darío―. Esta vez pagaría cara, muy cara, cualquier tentativa similar. Pero sé que no hará nada. Es una jugada que sólo sale una vez.
    ―Le repito que esa siniestra conspiración sólo ha existido en su mente enferma ―replicó Darío en tono glacial―. Usted sufre. Acude a mí. Yo puedo aliviarlo. Esta misma noche dormirá sin miedo, sin un momento de angustia. ¿Qué clase de vida lleva actualmente?
    ―La vida más normal en apariencia, pero han reaparecido las crisis nocturnas, más fuertes y más penosas que antes.
    ―¿Más frecuentes? ¿Dos, tres veces al mes?
    ―Ahora, todas las noches ―respondió Wardes, con una palidez cadavérica y temblándole la boca―. La angustia ha tomado una forma que sólo es, creo, la exacerbación de un temor muy común a la humanidad: le tengo miedo a la muerte. ―Se esforzó en reír―. ¿Se lo imagina, doctor? A mi edad, esa fobia de adolescente... Sin embargo, luché en la guerra. Usted sabe que soy valiente, incluso temerario. ¡Miedo a la muerte! Miedo... ¡Qué palabra tan débil! Me acuesto y no puedo permanecer tumbado, pues me pongo a pensar en la forma del ataúd. No puedo estar a oscuras: pienso en la noche, en la tierra. No puedo cerrar los ojos: tengo miedo de no volver a abrirlos. Si la sábana me tapa la boca... Temo subir a un coche, a un tren, a un avión. Y para rematarlo, siempre tengo el mismo sueño. ―Se pasó la mano por la frente lentamente―. Sueño que estoy en una ciudad destruida por los obuses, que los edificios son pasto de las llamas, que voy por una calle devastada, destrozada por las bombas, entre casas que explotan envueltas en llamas... En fin, le ahorraré la descripción; lo peor no es eso. Oigo gritos de mujeres, de heridos... Sobre todo, el grito de una horrible chica pintarrajeada, un alarido... ―Se estremeció―. Un grito que aún resuena en mis oídos. Luego veo a una mujer que se asoma a una ventana y me hace señas... Esa mujer cambia de rostro. A veces la veo como Sylvie de joven. Subo, le digo que me persiguen, le pido que me esconda... Después la pesadilla se vuelve confusa y aterradora, se puebla de monstruos... No sé por qué, pero acuso a esa mujer de haberme delatado. Siento que en mí va creciendo la ira, ya sabe, esa rabia, ese frenesí de destrucción que se apodera de uno. Empujo a la mujer hacia la ventana abierta, pero antes de verla caer, de precipitarla al vacío, siempre despierto... Aunque eso no es nada, tengo alucinaciones peores. Yo ...

    Darío se levantó y posó la mano con suavidad en el hombro de Wardes.

    ―Túmbese ahí, en ese diván. No hable. Ni una palabra más. ¿Ve? Le pongo las manos en la frente. Lo calmo. Escuche mi voz. No desespere. Al revés, alégrese. Va a curarse. Va a salvarse.


    30


    Darío se detuvo un instante en el vestíbulo del club nocturno. Con los ojos cerrados, aspiró el cálido olor de los abrigos de pieles, impregnados de perfume. Tenía una cita con Nadine Suklotin. La joven lo engañaba. Siempre lo había engañado, y él lo sabía, pero hasta entonces lo había hecho con cierta discreción, con cierta decencia. Una mujer a quien todavía le importa un hombre tiene una forma de serle infiel que es distinta del modo en que lo engañará cuando le dé igual que la deje, y dada su experiencia con las mujeres, Darío podía reconocer ese cambio de tono en su relación, como el aficionado a la música identifica desde las primeras notas una melodía que conoce.



    Entró en la pequeña sala, estrecha y larga, de paredes grises y canapés violetas. Las mesas estaban muy juntas. Nadine todavía no había llegado. Pero ¿vendría?

    En la mesa de al lado había dos hombres y dos mujeres. Altos, gruesos, condecorados, ellos hablaban entre sí en voz baja con evidente animación. Habían acercado las sillas. Intercambiaban nombres de valores y cifras, y tras pronunciarlos callaban y se miraban con expresión feliz, como los amantes de la naturaleza o el arte hablarían de un paisaje o un cuadro y, entendiéndose con pocas palabras, lo recordarían y suspirarían conmovidos.

    Saltaba a la vista que las mujeres eran las legítimas. Parecían ricas; iban cubiertas de joyas que lucían con la orgullosa y serena dignidad de la mujer honrada que se ha ganado su lujo sin esfuerzo y, considerándolo su justo pago, concede a los diamantes y las perlas el mismo valor que a su cuenta bancaria o a una herencia y llega a convertirlos en algo rutinario, sólido, serio. Mientras que para las amantes cada joya es el recuerdo de un combate y una victoria, como las medallas ganadas bajo el fuego enemigo, aquellas mujeres exhibían las suyas como la Legión de Honor, que sólo habla de relaciones y componendas y se lleva en el pecho sin emoción, simplemente para singularizarse.

    «Bien alimentadas», pensó Darío, que cuando veía a un desconocido lo clasificaba de inmediato en una de estas dos categorías: los saciados y los hambrientos.

    También ellas hablaban entre sí y, para hacerse oír por encima de la música de la orquesta, empleaban un tono de voz extraordinariamente agudo. Al principio Darío, que sólo pensaba en el retraso de Nadine, las oía sin escucharlas. Pero de pronto distinguió su nombre: «Darío Asfar... el doctor Asfar...» Una de las dos incluso dijo: «El profesor Asfar.» Aquellas mujeres estaban hablando de él.

    ―Ya no está de moda ―aseguró una de ellas en ese tono tajante e inapelable que utilizan las mujeres de la buena sociedad, sobre todo cuando hablan de lo que no comprenden, compensando así alegremente su ignorancia con insolencia.

    Darío inclinó un poco la cabeza, mientras hacía girar entre las manos la copa de champán, en la que apenas había mojado los labios. Ahora escuchaba a ambas mujeres con vivo interés. Aquel chismorreo, captado entre el guirigay de la gente y la música, era mucho más que la cháchara banal de dos comadres ignorantes y bobas. Era la respuesta a una pregunta que Darío llevaba formulándose cuatro años, la pregunta más angustiosa para quien vive de los demás ―de la fantasía, de los caprichos, de la credulidad de los otros―, la única pregunta importante para el charlatán en que se había convertido (era lo bastante cínico para confesárselo sin avergonzarse).

    «Así que ya no estoy de moda...»

    Darío no desdeñó aquella advertencia del destino. Miró a sus vecinas. La luz violeta iluminaba sus maquilladas caras: la de una, ancha, gruesa y estropeada, con los mofletes son rosados y la boca, pequeña y cruel, pintada de rojo oscuro en forma de arco de Cupido. Al inclinarse, se le veía el nacimiento de los empolvados pechos por el escote del vestido dorado. Rubia, iba peinada como una niña, con ricitos en las sienes. La otra era alta, delgada, brusca, y llevaba el largo cuello cubierto de perlas. Mientras hablaban, observaban a los hombres que bailaban frente a ellas. Sus ojos eran duros y despectivos, pero tan golosos como puede serlo una boca, unos ojos que saben lo que buscan, lo que quieren, unos ojos que comparan, que recuerdan. Al acabar una pieza, un chico joven se detuvo por un instante junto a ellas, que lo miraron con la expresión experta, tranquila y voluptuosa a un tiempo con que el gourmet de cierta edad contempla un plato que ya ha disfrutado y lo saborea mentalmente, con cierta gratitud y, al mismo tiempo, con la insolente certeza de poder probarlo de nuevo cuando desee.

    Las dos mujeres habían callado. El joven se alejó. Ellas reanudaron la conversación interrumpida.

    ―Estuvo en boga, eso es innegable.
    ―¡Mire aquella mujer de rosa! ¡Es Lily! ¡Cómo ha engordado la pobre, Dios mío! El chico italiano que la acompaña no está mal.
    ―Por supuesto, Asfar es un charlatán. Se cuentan cosas de él que no pueden ser inventadas. El hijo de una amiga mía fue a ver a ese tal médico, y aunque no recuerdo la cifra exactamente, creo que el precio que le dijo era de cinco o seis mil francos por cierto número de sesiones. Ese chico no dispone de mucho dinero y trató de negociar. Entonces, Asfar tuvo la desfachatez de asegurarle que, para ser eficaz, el tratamiento exige que el paciente tenga la sensación de estar haciendo un esfuerzo, un sacrificio doloroso, y que en su caso, puesto que no es rico, el sacrificio más doloroso era afrontar el pago de una elevada suma de dinero.
    ―Pues ¿sabe que no ha inventado nada nuevo? Ése es uno de los dogmas del psicoanálisis.
    ―Sí, pero el psicoanálisis es una teoría seria, científica. Ese Asfar, ese «maestro de las almas», no se sabe ni de dónde ha salido.

    En ese momento sus voces quedaron ahogadas bajo el sonido súbitamente estruendoso de la orquesta. Darío inclinó más la cabeza, procurando mantener el rostro en la penumbra.

    ―... desde hacía seis meses, Henriette ya no soportaba a los hombres ―estaba diciendo la rubia―. Me lo explicó en confianza. No aguantaba que se le acercara su marido ni su amante. Eso le causaba un sufrimiento espantoso; compréndalo, es una mujer todavía joven, pero ya con una edad en que una no puede permitirse dejar escapar un solo momento de placer...
    ―Pobrecilla.
    ―Pero ¿por qué la compadece? En el fondo, ¿vivir sin pasiones es una desgracia tan grande? Primero acudió a un importante psicoanalista de la Escuela de Viena...
    ―Yo ya no creo en el psicoanálisis, es algo pasado.
    ―Personalmente, nunca he tenido nada que ver con él, gracias a Dios ―afirmó la rubia, que estaba sentada cerca de Darío, posando la blanca mano cargada de anillos sobre el nacimiento de su hermoso pecho, que subía y bajaba lentamente.
    ―Pero ¿y Henriette? ¿La curó? ―preguntó con avidez la morena del vestido rojo, cuyo rostro, debido al calor, había perdido el primer lustre del maquillaje e iba adquiriendo el aspecto sombrío, insatisfecho y consumido que por lo común debía de tener.
    ―Ese Asfar debe de ser inmensamente rico ―dijo la rubia por toda respuesta.
    ―No lo crea, no tiene un céntimo.
    ―Ya no se puede gastar como antes, ésa es la verdad. A mí me trata nuestro médico de cabecera, el bueno del doctor Gingembre, a sesenta francos la visita. Vio nacer a mi marido, y a mí tampoco me va mal con él.
    ―Sí, esos extranjeros abusan de nuestra credulidad.
    ―¿Sabe que hay un médico nuevo, éste realmente bueno, que trata las enfermedades mediante una modalidad de hipnotismo muy novedosa?
    ―Pero ¿qué enfermedades?
    ―Todas, creo.
    ―¿Quién le ha hablado de él?
    ―Ya no lo recuerdo. Si le interesa, conseguiré su dirección. Sólo sé que es joven y muy guapo. Y además tiene mucho éxito.

    Darío suspiró levemente y volvió a llenarse la copa, que rebosó sobre el tapete. La moda, el éxito... Malas pécoras... Cotorras tontivanas... Era lo que le faltaba para hundirse del todo: que otras diez mujeres las escucharan y repitieran: «Pues Henriette Durand ya no va a ver a Darío Asfar. Nadie requiere ya a Darío Asfar.» Como si fuera un actor, el gerente de un club nocturno o una fulana.

    «La verdad es que no he abusado de su credulidad de manera consciente ―se dijo―. Las he aliviado a menudo y curado a veces, pero se lo he hecho pagar al precio más alto, y es eso lo que no me perdonan, aunque, si Dios me da vida, ¡seguirán pagando una y otra vez!»


    31


    Eran las tres de la mañana. Elinor Wardes, acompañada por unos amigos, un grupo de estadounidenses borrachos, entró en el club nocturno. Reparó en Darío casi enseguida. No lo veía desde el día que le había dicho que barruntaba un escándalo, que temía un juicio, que había que liberar a Wardes. Ahora, su marido había vuelto a caer en manos de Darío, en sus garras.



    «Bien jugado», se dijo Elinor.

    ¡Cuánto admiraba un carácter tal! Que un hombre nunca se diera por vencido, que sacara partido de todo, que desde la misma derrota hubiera trepado con dificultad, ensangrentándose los dedos, cayendo y volviendo a levantarse milagrosamente, por la dura escalera del éxito... Nada podía gustarle más. ¡El éxito! Elinor sabía lo que significaba, lo poco que influía la suerte, cuántos esfuerzos, cuántas luchas, cuántas lágrimas costaba una carrera como la de Darío, o como la suya...

    Pero qué triste y agobiado parecía. No le gustaba verlo así. Al pasar junto a él, le tocó el brazo.

    ―¿Está solo?
    ―¡Elinor! ¡Usted por aquí! ―murmuró el médico, y le besó la mano―. Sí, estoy solo. Siéntese conmigo. Haga una obra de caridad... ―Ella tomó asiento a su lado―. Esperaba a alguien que no ha venido ―explicó Darío.
    ―¿A esa Nadine Suklotin? ¿Cuánto le ha costado?
    ―No me hable de dinero, Elinor.
    ―Pero ¡si usted sólo ha vivido para el dinero! ―exclamó ella, echándose a reír.
    ―Me sorprende, Elinor. Creía que si había una mujer en el mundo que podía entenderme, era usted. Coja un animal hambriento y acosado, con una hembra y cachorros que alimentar, y póngalo en un buen redil, entre tiernos corderos, en un verde prado... Sin embargo, saciado habría sido tan manso e inofensivo como cualquiera. Sólo una mujer puede dar su vida por dinero.
    ―Así que cree que lo único que cuenta en mi vida son los negocios y el dinero... ―murmuró Elinor.
    ―Eso y los amores sin importancia...
    ―Sin embargo, soy una mujer como las demás ―respondió Elinor―. Me habría gustado encontrar a un hombre que fuera mi igual. Pero me persigue una maldición, o quizá sea una parte de mi naturaleza demasiado viril, que busca, aunque me pese, hombres débiles, femeninos, supeditados a mí. Nunca he podido encontrar otro tipo de hombre. Primero, Mitenka. ¿Se acuerda de aquel infeliz? Luego Wardes... Y los demás... Buscaba (y encontraba) hombres bien parecidos, físicamente sanos, fuertes, de los que saben estrechar a una mujer entre sus brazos; pero parece que hay algo en mí que pide más, que nunca está satisfecho... Y no me refiero sólo al cuerpo...
    ―Yo tampoco. Nunca me he topado con una mujer que estuviera totalmente a mi nivel, a mi altura. ―Sonrió débilmente―. Viviendo en otro universo, situada lejos de mí, quizá... Pero parecida a mí, jamás.

    Elinor encendió un cigarrillo y fumó en silencio.

    ―¿Cuándo vio a Wardes por última vez? ―preguntó al fin.
    ―Ayer.
    ―¿Va a su casa a diario?
    ―Casi. Me acosa.
    ―Y.. ¿ningún cambio?
    ―¿En cuanto a su estado mental?
    ―Sí.
    ―¡Oh, lo mismo de siempre! ―respondió Darío con cautela―. Unas veces parece totalmente sano; otras, al borde de la locura, a la que da la impresión de que el menor movimiento lo precipitará.
    ―Y nunca lo precipita.
    ―No obstante, hay síntomas de empeoramiento.
    ―¿Sí?

    Darío miró inquieto alrededor, pero todo el mundo estaba bailando. A esas horas de la noche, en que reinan el amor y el alcohol, sólo ellos permanecían lúcidos.

    ―Ahora tiene impulsos de suicida... mezclados con su antiguo terror a la muerte.
    ―Pero se controla... a tiempo.
    ―Sí. Lo que lo contiene, lo creo sinceramente y se lo digo sin vanidad, soy yo.
    ―¿Usted? ―murmuró Elinor sonriendo.
    ―Las sesiones conmigo, los largos análisis, sus confesiones, que lo torturan y alivian, son su vida. Los absorbe como si se drogara.

    Las luces, atenuadas durante la pieza de baile, se intensificaron en un tono rosa. Instintivamente, las mujeres aprovecharon la favorecedora iluminación para abrir el bolso y mirarse en el espejo. Elinor le echó un vistazo al suyo y suspiró.

    ―Me estoy haciendo vieja. No ―repuso atajando las protestas de Darío―, me doy perfecta cuenta, y no sólo porque lo vea aquí ―añadió señalando el espejito―. Todo esto me aburre. Estos sitios, estas caras, siempre las mismas... la perspectiva de un trabajo agotador mañana, sin la ayuda de un hombre prudente, sensato, experimentado y con intereses parecidos a los míos. Es un signo de decrepitud, lo sé.
    ―Este sitio es odioso ―dijo Darío esbozando una leve mueca de asco―. Pero le aseguro que hay momentos en que ya no me quedan fuerzas para estar en casa, viendo morirse poco a poco a mi mujer, aguantando la presencia de Daniel, que delante de mí ya ni abre la boca. Me reprochan que vea a Nadine. Pero Nadine es una muchacha joven y fresca, rebosante de salud y alegría, que consigue hacerme olvidar esa fúnebre casa. Es curioso constatar hasta qué punto los sentimientos más naturales forman el fondo y la sustancia de lo que la gente considera en nosotros turbio y corrompido. El doctor Asfar y Elinor Wardes sólo aspiran a la vida más burguesa, a la unión más tierna.

    En sus copas quedaba un poco de champán. Se las llevaron a los labios y las apuraron lentamente, en silencio.


    32


    A1 final del verano, Darío aconsejó a Wardes que se marchara de París. Como lugar de reposo ideal, le recomendó un pequeño balneario en Auvernia. Desde allí debía enviarle todas las semanas largas descripciones por escrito de las sensaciones más insignificantes de su cuerpo y las menores alteraciones de su alma.



    A principios de septiembre ―el tiempo de otoño era cálido y tormentoso― le prescribió lo siguiente: «Viva en el hotel que prefiera, pero en el más estricto aislamiento. Medite. Descanse. Escríbame. Espere mi llegada, que no tardará. Lo examinaré y regresaremos juntos a París.»

    Pasado algún tiempo, Darío dejó de contestar a las cartas de su paciente. Wardes esperó, siguió escribiendo y, al final, le telegrafió. Le respondieron que el doctor estaría ausente unos días. Wardes siguió esperando. Desde luego, nada habría sido más fácil que coger el tren o un coche una mañana y volver a París, o ir a instalarse a otro sitio; pero la costumbre de obedecer a Darío en todo, su lenta despersonalización, el abandono de su alma en manos de su médico, habían acabado dando sus frutos. Se sentía encerrado por la voluntad de Darío en un círculo mágico del que no era capaz de escapar. Con impaciencia, con cólera, con sorda rabia, esperó.

    Empezaron las lluvias de otoño. Wardes vivía con la única compañía de un secretario amedrentado por su violencia, que desde hacía mucho tiempo lo consideraba un «loco peligroso», pero dado que tenía apego a su medio de sustento seguía asistiéndole. Todos los días suplicaba a Wardes que volviera a París, pero éste se negaba. Poco tiempo después ni siquiera se molestó en negarse; se encerró en un sombrío mutismo.

    Wardes odiaba a Darío y al mismo tiempo lo temía, como un poseso puede temer a quien logra ahuyentarle los demonios del cuerpo. Sólo dormía tranquilo cuando su médico le había ordenado por carta o verbalmente que durmiera, que se relajara. Darío era el único capaz de apaciguar sus inexplicables angustias: tenía miedo de encontrarse entre una multitud, de cruzar un puente, de subir a un coche o a un tren. Aquella enfermedad mental, que oscilaba entre la melancolía y accesos de violencia, enfermedad lenta, casi invisible para los demás, pero terrible y a la que en sus cartas Wardes denominaba «cáncer del alma», había culminado en un período de depresión, de profunda apatía, hecha de una inmovilidad y un silencio cadavéricos que acaban por satisfacer la mente, que deja de buscar una salida y se sume en una profunda modorra.

    El hotel era confortable, con espaciosas y bonitas habitaciones, pero había sido construido y decorado antes de la guerra. Las oscuras paredes, los pesados muebles, las colgaduras de felpa, en definitiva, todo le daba un aspecto vetusto y solemne que encogía el corazón. En esa época del año estaba casi vacío: las lluvias de septiembre habían ahuyentado a los últimos clientes. Ahora hacía frío. Habían encendido las calderas de los radiadores, pero el vestíbulo era tan grande y tan alto y estaba tan vacío que el calor se perdía. Los desocupados botones vagaban tristemente de salón en salón. Wardes vivía en el bar. Aunque no le habían prohibido el alcohol ―nada le estaba prohibido―, él solo se maniataba constantemente con prohibiciones, escrúpulos y miedos. Las sesiones con Darío eran lo único que lo liberaba.

    «En realidad su tratamiento ―se decía― consiste en llegar al momento en que se muestran las vergonzosas heces del alma, a eso que no se confesaría a un padre, al mejor amigo. Es extraño que Sylvie fuera la única que en otros tiempos me sonsacaba las confidencias de un modo parecido... Pero luego la odiaba.»

    Cuando no se encontraba en el bar, estaba en el vestíbulo. Interpelaba a un botones en tono desabrido y quejumbroso:

    ―Aquí se hiela uno.

    Al final, acudía el director, que le aseguraba que el hotel estaba en muy buenas condiciones. Le mostraba que los radiadores se hallaban al máximo; le pedía que acercara la mano al metal cadente y, abriendo los brazos en gesto de pesar y resignación, añadía:

    ―Es el tiempo, caballero... Y eso que en nuestras montañas el final de temporada suele ser espléndido. Pero este año... ¡No ha tenido usted suerte!

    A Wardes no le gustaba ―nunca le había gustado― la frase «No ha tenido suerte» aplicada a él. Darío había exorcizado los ataques de ira ―o eso creía su paciente―, pero los había sustituido una vegetación parasitaria de manías, miedos y supersticiones. Eso en los buenos momentos, porque en otros se hundía en una melancolía tan desesperanzada, tan funesta, que echaba de menos las ciegas rabietas del pasado.

    Sólo Darío era capaz de galvanizarlo y obligarlo a hacer determinada gestión, escribir determinada carta o cruzar determinada puerta. Solamente él podía ahuyentar a sus demonios. Sin su médico, el miedo se enseñoreaba del alma del enfermo. Cada uno de sus movimientos quedaba paralizado por una angustia de la que únicamente él conseguía librarlo. En ausencia de Darío, de los ritos, de los encantamientos mágicos, las prohibiciones que se imponía él mismo lo maniataban a tal punto que los actos más triviales le resultaban inconcebibles. No podía cruzar ciertas calles. No conseguía ingerir ciertos alimentos. La oscuridad, la luz, la soledad, la multitud, el ruido, el silencio... Todo era un peligro, un problema, un obstáculo. Esperaba a su médico angustiosamente. Así pasaron los últimos días de septiembre.

    La víspera no había llovido; durante la jornada había reinado una lúgubre semioscuridad y al atardecer una claridad pálida había iluminado la cima de las montañas. Ese día volvía a diluviar.

    Wardes acababa de almorzar. Deambulaba por el vestíbulo solitario, paseándose de arriba abajo. Contaba las flores de las alfombras, las bombillas de las lámparas, las viejas moscas del otoño, medio muertas en los cristales, que de vez en cuando se espabilaban y dejaban oír sus monótonos zumbidos.

    Escuchó el repiqueteo de las gotas de lluvia en las ventanas. Miró los grandes y sombríos pinos y sus rojizos troncos, relucientes bajo el aguacero. ¡Qué silencio! Se oía el crujido del periódico que hojeaba el barman, pero eso tampoco duró: el camarero se metió en el chiribitil adyacente al bar donde echaba una cabezada durante las horas flojas, y Wardes volvió a quedarse solo. ¿Qué podía hacer? ¿Subir a la habitación? ¿Habría algún sitio más siniestro que esas estancias de hotel tan bien cerradas, tan bien aisladas, tan bien protegidas del exterior que nadie acudiría en tu auxilio aunque estuvieras muriéndote? Se imaginó que se desmayaba, que tenía una hemorragia... Se veía perdiendo sangre sobre aquella alfombra púrpura, sin fuerzas para llegar al timbre. Se estremeció. Había que mantener el miedo a raya. ¡Pero el único que podía hacerlo era Darío! Nadie más tenía ese poder. ¿Dónde estaba?

    Desde hacía dos años, al menor gesto suyo acudía. «¿Y cómo no va a hacerlo? Para eso le pago.»

    Intentó calcular cuánto le había costado el médico. Más caro que un yate, más que una cuadra de purasangres, más aún que un harén; pero, al menos hasta ahora, siempre había estado a su lado. Día y noche, en cuanto la primera sombra que anuncia las tinieblas, el frío, la nada de la angustia se extendía sobre su espíritu, allí estaba Darío. Pero por una parte Wardes lo despreciaba y odiaba. «Me explota. Vive y engorda a mi costa.» Y por la otra tenía una fe ciega en él. «Lo necesito. Sin él, me moriría.»

    De pronto se levantó, se acercó al escritorio, redactó un telegrama y se lo entregó al portero. Era el tercero que enviaba a Darío en día y medio. El doctor le había ordenado que esperara pacientemente; pero se le había acabado la paciencia. Enloquecería. Se mataría. Necesitaba aquella aura de paz que creaban las palabras de Darío. A veces, intentando librarse del poder que ejercía sobre su alma con astucia, lo recordaba en 1920, cuando una casualidad ―o Ange Martinelli― había hecho aparecer por primera vez junto a la cabecera de su cama al mísero medicucho extranjero de chaqueta raída y brillante en los codos, con aquella expresión inquieta y mirada ávida.

    «¡Pero me alivió! ¡Me liberó! ¿Cómo?»

    Sólo Darío había sabido identificar y revestir con la apariencia de la seguridad, de la paz y el perdón, la necesidad de dependencia y humildad connatural al hombre que el descreído Wardes únicamente podía satisfacer con ayuda humana. Pero ahora lo había abandonado, y Wardes se sentía tan perdido como un niño indefenso.

    Sintió un súbito y ciego ataque de rabia.

    «Pero ¿por qué no viene? Asqueroso charlatán... Quiere hacerse desear. Quiere hacerse pagar aún más caro. ¡Como si escatimara con él!»

    Por décima vez esa tarde, le hizo una seña al portero.

    ―¿Ningún telegrama?
    ―Nada, señor Wardes.

    Desde que por consejo de Darío dejara la dirección de sus negocios totalmente en manos de Elinor, lo tenían olvidado, lo trataban como un cero a la izquierda. ¡Pues era el dueño! Cuánto echaba de menos la incesante correspondencia de antaño...

    Recuperó el tono duro y seco de su juventud para decir:

    ―Espero un telegrama. Hará que me lo entreguen de inmediato, ¿verdad?
    ―Por supuesto, señor Wardes ―contestó con suavidad el portero, convencido de que aquel huésped esperaba a una mujer.

    Wardes se quedó de pie ante la puerta giratoria, viendo llover sobre la terraza desierta.

    El secretario se le acercó con discreta humildad. Su jefe le inspiraba un miedo cerval. «Te aseguro que es un loco, un loco peligroso», escribía a su mujer. Y comparando su suerte con la de la señora Wardes, la esposa del secretario se alegraba: «Yo en cambio me he casado con un inútil, con un imbécil; pero más vale eso que estar unida a un loco.» Lo único que empañaba su alegría era el recuerdo de las confidencias de la mecanógrafa; según ésta, la señora Wardes no se hacía mala sangre, llevaba la empresa ella solita y era la amante de un médico famoso, una especie de aventurero, un charlatán llamado Darío Asfar.

    ―Qué tiempo ―se lamentó Wardes.
    ―Sí, señor... ¿No le apetece... salir un poco?
    ―¿Es que no ve cómo llueve?
    ―Sí, señor Wardes... Yo pensaba... el coche...
    ―¿El coche? ¡No! ―respondió Wardes con una expresión casi desencajada.

    Sólo Darío lo entendía y sabía exorcizar aquel miedo al coche que había brotado en él de repente, porque antes no había automóvil lo bastante rápido para Wardes. Le tenía miedo al coche, miedo al tren... ¡Oh, qué angustia cuando la máquina suelta su largo, lúgubre silbido, y uno imagina, con una visión aguda y cortante (sí, a veces los pensamientos atraviesan la mente como cuchilladas), uno imagina la catástrofe, el estrépito de los cristales rotos, el siseo de la caldera volcada, los gritos de los heridos y hasta el crujido de los cuerpos aplastados bajo el vagón! Y con el coche, lo mismo. Y con la oscuridad, y con los incendios... «No, no, nada de eso es verdad ―se dijo volviendo de golpe a la realidad―. Son imaginaciones, delirios de enfermo. Darío, Darío, Darío...»

    ―Dígame... usted... ―Había olvidado el nombre de su ayudante; hizo un esfuerzo terrible, doloroso y vano por recordarlo, mientras el secretario enrojecía de cólera, porque aquel olvido le parecía una ofensa, una muestra del desprecio de los ricos por los asalariados―. ¿Seguro que ha telefoneado al doctor Asfar?

    «Es la tercera vez que me lo pregunta desde esta mañana», pensó el secretario reprimiendo un suspiro.

    ―Sí, señor Wardes. El doctor estaba fuera.

    De pronto, Wardes empujó la puerta y salió. ¿Qué otra cosa podía hacer? No le quedaba más recurso que aquel mísero casino familiar, en el que estaba solo con los crupieres en la sala de juegos. Al cabo de un rato entró una mujer. La invitó a tomar una copa en el bar desierto. No era guapa, una rubia de piel ya un poco ajada y surcada por finas arrugas, una piel marchita, estropeada como la de los melocotones en otoño. Salieron juntos y caminaron un rato por la orilla del río, bajo la lluvia. Wardes le propuso encontrarse el día siguiente, sabiendo que no acudiría. Volvió al hotel.

    ―Botones, ve a ver si tengo algún telegrama.
    ―No hay nada, señor.

    Wardes escribió otro: «Con extrema urgencia, le ruega encarecidamente, le ordena que venga. Wardes.»

    El día siguiente transcurrió sin respuesta.

    A las once de la noche, Wardes levantó de la cama al secretario.

    ―Mañana por la mañana a primera hora telefonee al doctor a París. Tiene que estar aquí mañana por la noche.

    Wardes estaba en mangas de camisa. Se había quitado el cuello y la corbata, que estrujaba en la mano. Hablaba y respiraba con dificultad, y el cuello le palpitaba rápidamente, como el corazón de un pájaro asustado. Tenía los ojos brillantes de fiebre.

    Al secretario le dio tanta lástima que se sobrepuso al miedo y el resentimiento natural de un hombre humilde hacia la persona a la que debe el pan.

    ―Señor, perdóneme... Escuche. Permítame darle un consejo. Vámonos. Aquí no hacemos nada. Este tiempo y este siniestro hotel pueden empujar a cualquiera a la locura, al suicidio... Escuche, señor... ¡Vámonos! ¡Vayámonos mañana mismo!

    Wardes lo miró y de pronto soltó una carcajada.

    ―¡Dígame! ―exclamó con una voz extraña, tan aguda como la de una histérica―. ¡Dígame! ¿Es verdad que cuando se traza un círculo alrededor de un ave de corral, aunque no sea una barrera sino un signo, un dibujo hecho en el suelo con la punta de un bastón, la gallina (o el pato, ya no lo recuerdo) agita las alas y chilla como una loca pero no se decide a salir? ¿Es cierto eso?
    ―No lo sé, señor... ―Wardes se quedó callado. Estaba de pie, con la espalda apoyada contra la puerta―. Señor... ―musitó el secretario.
    ―Váyase.

    Y el asistente volvió a su cuarto.

    ―Lo oí dando vueltas por la habitación durante toda la noche ―contaría más tarde―. Al día siguiente me respondieron al teléfono que el doctor se había marchado para un largo viaje sin dejar ninguna dirección. Suponía que cuando me viera obligado a decirle la verdad, el señor Wardes me cubriría de insultos. Esperaba a ese charlatán como a Dios bendito. Wardes era un hombre violento. Pero no dijo nada. Me pasé todo el día en mi habitación para no encontrarme con él. Para cenar pidió una botella de champán. Al parecer, antes bebía mucho, aunque en los dos años que llevaba con él no lo había visto tomar más que una copa de vino en las comidas y una extraordinaria cantidad de agua con gas. Esa noche desde mi habitación, que estaba separada de la suya por un cuarto de baño, oí el ruido de los tapones de Perrier que saltaban hasta el techo. Apuró la botella de champán y me dijo: «Ya estoy curado. Ya no tengo miedo. Nunca me he sentido tan bien, tan feliz, tan libre.» Después de cenar, quiso salir. Hacía un tiempo de mil demonios. Por supuesto, fuera no había un alma. Me ofrecí a acompañarlo. Me lo prohibió, y cuando hablaba en ese tono, seco como un puñetazo, no había más que callar y obedecer. Sin embargo, parecía alegre y estaba exaltado como un borracho. Se marchó. Sin duda, se dirigió a la parte baja de la ciudad, al río. ¿Se le fue el pie? ¿Lo confundió la niebla? ¿Sufrió un ataque de locura, como aseguraron los médicos? Al amanecer, vinieron a notificarme que se había ahogado y habían sacado el cadáver del agua.


    33


    La cena en casa de Darío acababa de empezar. Clara había ocupado su sitio en la mesa, entre el ministro y el académico. Se trataba de una de las últimas cenas de la temporada, una de las más importantes, en la que se depositaban grandes esperanzas. Pese a los ruegos de Darío, su esposa se había empeñado en levantarse, ocuparse de todo y presidir la mesa.



    Estaba tan débil que había momentos en que el largo tablero, iluminado y adornado con flores, se velaba ante sus ojos y las voces de los invitados le parecían lejanas y apenas inteligibles. Por fortuna, ya no hacía falta que hablara; una sonrisa maquinal pero cortés le bastaba para recibir, con idéntica indiferencia, las ocurrencias del ministro y las pesimistas reflexiones del académico, que anunciaba la guerra para el comienzo de la primavera. Pero ambos estaban encantados con su anfitriona porque ambos estaban encantados consigo mismos. Los dos camareros cumplían su cometido correctamente: uno servía los platos y el otro, el pan y las salsas. En casa de Darío las cosas se hacían bien.

    Clara no miraba a ningún invitado. Había tenido a tantos hombres ricos e influyentes, escritores, estadistas e incluso importantes médicos (que despreciaban al charlatán... pero su mesa era excelente: ya lo despellejarían al salir) sentados a su lado que ahora ni siquiera le inspiraban curiosidad. Era de esas mujeres que sólo ven a un hombre en el mundo; a sus ojos, los demás ni existían. No encontraba atractivo ni inteligencia en quien no fuera Darío; los otros sólo le interesaban en la medida en que podían beneficiar a su marido. Les reconocía sensibilidad y cualidades si querían a su esposo, si lo admiraban o le resultaban útiles.

    En aquellas cenas tan largas y agotadoras había una sola pausa, un momento de descanso entre dos platos, durante el cual su mirada se encontraba con la de Darío por encima del centro de mesa repleto de rosas y Clara veía su sonrisa, imperceptible para los demás, aquella mueca tenue, tierna y burlona con que le daba las gracias y compensaba todos sus esfuerzos.

    El servicio, las flores... todo era impecable e impersonal: Clara y Darío tenían la sensatez de desconfiar de sus propios gustos y seguían la moda ciegamente. Esa noche estaban cenando sobre un mantel de lamé de oro cubierto con un tapete de encaje rosa que a ambos les parecía horroroso. Pero era lo que se llevaba. A la derecha de Darío, se hallaba sentada Elinor, la viuda de Philippe Wardes. De vez en cuando, Clara la miraba y le sonreía. Agradecía a Dios de corazón que Elinor existiera. Sabía lo que ocurriría cuando ella, Clara, no estuviera. Sabía lo que ocurría en ese momento. Qué felicidad poder estar al fin tranquila sobre el futuro de Darío y Daniel. Nadie conocía mejor que ella la situación de Darío, espantosa, sin salida, más negra a medida que se acercaba a la vejez, con las deudas, los vicios, las terribles necesidades de dinero. Se casaría con Elinor. Sería feliz con ella; aquella mujer fría y hábil para los negocios le aseguraría el porvenir. Lo protegería de las aventuras azarosas, que la vejez vuelve degradantes. Elinor era libre desde la muerte de su lamentable marido. Que pusiera su dinero a disposición de Darío y de su hijo, ¿por qué no? Hacía mucho tiempo que Clara ya no sentía celos. Era vieja y estaba cansada. ¿Qué importaba el cuerpo? Sólo suponía motivo de sufrimiento cuando aún podía ser motivo de disfrute.

    Sabía perfectamente que pese a sus infidelidades Darío le había dado lo que nadie más tendría: su ternura más auténtica. Y ahora que ya era una anciana, eso le bastaba.

    Respondía a sus vecinos en la mesa lenta pero amable y oportunamente, haciendo esfuerzos sobrehumanos para sonreír, mientras pensaba en la factura de la floristería a final de mes, en las cajas de champán, que se habían acabado esa noche, en los sueldos de los jardineros de La Caravelle, en su enfermedad, en la hora final y, por encima de todo, incluso de Darío, en su hijo, en su niño, en su pequeño Daniel, que apenas tocaba la comida que le servían y cuya vehemente mirada, llena de odio y desprecio, se clavaba en Darío y Elinor.

    «¡Que el niño no monte un escándalo! ―rogaba a Dios―. ¡Que guarde silencio! ¡Dios mío, inspírale indulgencia, amor a su padre...! Señor, te ofrezco mis tristes noches, mis dolores, todos mis sufrimientos, pero haz que Darío crea que su hijo todavía lo quiere, haz que su hijo lo perdone, como siempre he perdonado yo de todo corazón a mi marido, queriéndolo aún más por la gran piedad que sentía por él, como Tú lo perdonarás, Dios mío. Quería el bien con más fuerza, con más ardor que nadie, pero no tiene la culpa de que le hayas dado esa sangre, esos deseos, esa fiebre, esa capacidad de amar y odiar con mayor intensidad que los demás. Está hecho del limo de la tierra, no de espíritu puro, pero, Señor, Tú que lo has creado así, ¡ten piedad de él! ¡Darío, Daniel, mis dos amores! ¡Haz que todo les vaya bien, Dios mío!»

    De vez en cuando salía de su ensimismamiento y seguía al camarero con la mirada. La salsa verde no era tan consistente como debería. A ver, ¿qué habían servido con el salmón en casa de la duquesa de Dino? En cuanto a la cocina, estaba tranquila. La decoración y el servicio no siempre eran... pero en lo tocante a la cocina, estaba tranquila. Había pocas casas en París donde la comida fuera tan exquisita, selecta, variada y, al mismo tiempo, sana. El ministro y el académico repetían de cada plato. Qué cena tan larga... Con disimulo se llevaba el pañuelo, hecho un rebujo, a la sienes y se enjugaba el sudor frío.

    Por fin, el ministro se comió el último cuarto de naranja que le quedaba en el plato y el académico apuró hasta la última gota del Bollinger 1914. La cena había acabado.

    Ahora estaban los tres solos, los padres y el hijo, en el salón, donde las luces seguían encendidas. Como mujer ahorrativa, a Clara le habría gustado apagarlas, pero no le quedaban fuerzas. Le costaba reprimir las quejas de mortal agotamiento que le afloraban a los labios. Daniel estaba de pie ante la ventana.

    Clara cometió la torpeza de preguntarle con voz suave:

    ―¿Lo has pasado bien, hijo? ―Sabía que no. Sabía que lo reconcomía alguna pena; pero el amor incondicional es torpe y vacilante. Seguramente esperaba un milagro, una respuesta agradable, una sonrisa. Su Daniel se había vuelto tan serio... Jamás reía, con lo alegre y cariñoso que era de niño―. ¿Lo has pasado bien, hijo? ―insistió.
    ―¿Sí? ¿Estás contento? ―le preguntó Darío―. He invitado a ese novelista al que admiras por ti.
    ―¿Ves qué bueno es tu padre? ―intervino ella en tono débil, implorando a su hijo con la mirada.

    «Que le diga una frase de agradecimiento, no, ni eso, que le hable con voz afectuosa, alegre... Pobre Darío... ¡Qué cansado está! ¡Qué mala cara tiene! Está preocupado por mí. Preocupado por el dinero. No ha tenido un momento de tranquilidad en toda su vida. Los hijos son implacables.»

    ―Yo sólo he visto a esa... a esa mujer ―dijo Daniel con su joven y sonora voz impregnada de vergüenza y asco―. ¡A esa Elinor Wardes! No he podido ver a nadie más en vuestra mesa. ―Sus padres no respondieron. Consternados, púdicos, buscaban con desespero otro tema de conversación; pero Daniel se volvió hacia su madre―. ¿Por qué recibís en casa a esa mujer? ―preguntó―. ¿No os da vergüenza?
    ―¡Daniel! ―exclamó Darío en tono amenazador.

    El muchacho se volvió hacia ellos, retándolos con la mirada.

    ―Os da miedo la verdad ―dijo en tono desafiante―. Me callaría, os lo aseguro, si por un instante tuviera la esperanza de que mamá no conoce vuestra relación. Pero, en fin, mamá, no es posible que ignores lo que está en boca de todos, que papá y esa mujer mataron a Wardes, que esa mujer da dinero a mi padre.
    ―¿Quién te ha contado eso? ―murmuró Darío, cuyos labios habían palidecido.
    ―¡Ya te lo he dicho! ¡Todo el mundo, todos! Oía murmurar a los invitados a tus espaldas, los veía sonreír... ¡Mamá, si me quieres, hazlo por mí! ¡Te suplico que no sigas permitiéndolo, que no sigas soportándolo!
    ―Pero, Daniel, estás loco... Jamás...
    ―¿Tan crédulo, tan ingenuo me creías? ¿Creías que te consideraba realmente lo que pretendías ser a mis ojos, un importante médico, un inventor genial, casi un segundo Freud? ¡Un charlatán, eso es lo que eres! ¡Un triste especulador, y de la peor calaña! Los otros especulan con el bolsillo y el cuerpo de la gente; tú, con sus almas.
    ―¡Cállate, Daniel, cállate! Me habías prometido que callarías... Es tu padre. No puedes juzgarlo. No tienes derecho a juzgarlo. ¡Es Sylvie Wardes quien te pone en contra nuestra!

    Pero padre e hijo se volvieron hacia ella como un solo hombre.

    ―¡Ni una palabra sobre Sylvie Wardes!
    ―Pero ¡es ella! ¿Es que no lo comprendes, Darío? Es por ella por quien nos desprecia, nos rechaza...
    ―¡No, mamá, a ti no!
    ―¿A mí? ―preguntó Darío esforzándose en sonreír; pero sentía la profundidad de aquella herida hasta en los huesos, hasta en el corazón―. ¡Idiota! ―masculló―. ¿Por quién me empeñé en hacerme rico? Por tu madre y por ti. ¡Para darte una vida mejor que la mía! Para que no conocieras el hambre, las tentaciones, la miseria, para ti y para tus hijos, cuando llegue el momento de que te paguen centuplicada toda la alegría que hoy me das a mí. Para que puedas ser honrado, noble, bueno, intachable, como si hubieras nacido en una de esas familias en las que el honor se hereda. Tú no estabas destinado a ser un hombre honrado, como tampoco lo estaba yo; pero te he dado todo eso, te he regalado la cultura, el honor, la nobleza de sentimientos... Tú, mi hijo, bien alimentado, colmado de bienes materiales y espirituales, tú no puedes comprenderme. Pero ni me sorprende ni me preocupa. Es lo normal. Me hieres, me rompes el corazón, mas si fuera necesario volvería a hacer lo que he hecho desde el principio, engañaría y traicionaría, robaría y mentiría, si de ese modo pudiera alimentarte, darte una vida más fácil y esa virtud que me condena. No me defenderé. Es indigno de mí. Seguiré recibiendo a Elinor Wardes, puesto que lo hago con la aprobación de tu madre...
    ―¡Te juro...! ―gritó la madre―. ¡Te juro que te equivocas, Daniel! ¡Te juro que no hay nada entre ellos! Te prohíbo, ¿me oyes, Daniel?, te prohíbo que...

    Clara quiso cogerle las manos, pero volvió a derrumbarse sobre los cojines del canapé sollozando y gimiendo. Darío tomó a su hijo por los hombros y lo echó del salón.


    34


    A la mañana siguiente, Clara quiso levantarse como de costumbre, pero sufrió un síncope, y pronto fue evidente que su corazón no aguantaría y que iba a morir.



    Cuando pidió ver a su hijo, Darío abandonó toda esperanza. Estaba en la habitación de su mujer, junto a su cama, inclinado sobre ella; intentaba en vano hacerla revivir con pastillas e inyecciones. Pero esa misma noche todo acabaría.

    La doncella fue a avisar a Daniel, con el aire misterioso y solemne que suelen adoptar los criados para anunciar una mala noticia.

    ―Señorito Daniel, la señora está muy mal. El señor le pide que vaya.

    Daniel nunca había imaginado que la vida de su madre estuviera en peligro, y corrió a su habitación temblando de miedo.

    «Pero ¿qué he hecho, qué he hecho?», se repetía llorando, convencido de que había matado a su madre. Le habían ocultado su enfermedad con tanto esmero que sólo recordaba su fragilidad, su palidez, la delgadez de sus manos... El desorden de la habitación lo dejó impresionado. La cama estaba cubierta de paños y frascos; habían encendido todas las luces y retirado la pantalla de la lámpara de la mesilla, para que alumbrara más durante los pinchazos. Era otoño, y hacía un día gris.

    Darío le indicó que se acercara, pero Daniel, avergonzado, se arrimó a la pared y se quedó allí como un niño castigado. Vio que su madre volvía lentamente la cabeza hacia él. Apenas pudo reconocerla.

    «Cuánto puede cambiar un ser humano en dos horas... ―se dijo con estupor―. Con tal que no me exija que abrace a mi padre y le pida perdón...», pensó de pronto. Nada le parecía demasiado difícil o humillante si se trataba de tranquilizar a su madre, pero ¡qué mentira tan degradante, qué comedia tan indigna!

    Pero ella no le pidió nada. Al parecer, lo único que deseaba era su presencia, no sus palabras, ni siquiera su último beso. No apartaba los ojos de su marido, como la madre que descuida a sus otros queridos hijos por el más débil, enfermo o amenazado. Poco a poco, Daniel fue acercándose a la cama, se arrodilló torpe y silenciosamente y, sin darse cuenta, empezó a rezar en voz alta. Darío, y quizá también Clara, oían lo que murmuraba.

    ―Perdóname, Dios mío... ―repetía sin cesar en su doloroso estupor.

    Pero como en otros tiempos, cuando lloraba o jugaba junto a sus padres, y ellos seguían hablando sin oírlo, esa noche sus oraciones y sus lágrimas no llegaron hasta los esposos.

    Su madre, a la que siempre había visto pálida, con un cerco amarillento bajo los ojos, había enrojecido de repente. Parecía haber recuperado parte de sus fuerzas. Dándose cuenta de que una segunda inyección sería inútil, Darío apagó todas las luces salvo la de la mesilla. Quiso poner de nuevo la pantalla, pero las manos le temblaban tanto que desistió. Durante un instante se quedó inmóvil, mirando a Clara con desesperación.

    ―Déjalo... ―murmuró ella débilmente.

    Pero Darío apretó la mandíbula con rabia y siguió afanándose, pensando tal vez que era el último servicio que podría prestarle. Mas acabó renunciando. Horas antes, Clara, quejándose de que tenía calor, había dejado caer de sus hombros una chaqueta de lana con forro de seda; Darío la cogió y la colocó sobre la lámpara.

    Luego Daniel vio que su padre se sentaba en el borde de la cama y acariciaba la mano de su mujer. De vez en cuando se la besaba con pasión, sin decir nada; pero acto seguido prevalecía el hábito profesional, y le tomaba el pulso; en esos momentos, su rostro adoptaba una expresión atenta y glacial.

    Cuando se acercaba el final, Clara empezó a delirar. Había olvidado dónde se encontraba. Hablaba en ruso. Daniel no la entendía.

    Asistía, sin comprenderla, a la última conversación entre sus padres. Clara miraba las paredes de la habitación; a sus debilitados oídos llegaba el rumor de la avenida Hoche, pero con su pensamiento estaba en Oriente, en la tienda de su padre, el relojero.

    ―¡Entra! ―susurró de pronto cogiéndole la mano a su marido―. ¡Corre! Mi padre no está. ¿Has comido? ¿Quieres pan? ¡Qué cansado estás, mi pobre Darío! ¡Qué pálido y delgado! Cuánto has tenido que andar... ―La moribunda se echó a llorar―. Han vuelto a pegarte... han vuelto a humillarte... Mi Darío... ―En ese momento recobró la lucidez y prosiguió en francés. Con voz suave, pidió que la levantaran y la recostaran en los almohadones. Quiso beber. Luego, mezclando pasado y presente, murmuró―: ¡Qué bueno has sido siempre conmigo y con el pequeño, Darío! ¿Quién se apiadará de ti cuando yo no esté? ―preguntó de pronto con seria sencillez, e inclinó la cabeza―. Yo te amo. Habría robado por ti. Por ti y por el niño habría matado. Por eso tú eres mío, mío, no de ella. Déjala. Sylvie Wardes no te salvará. Los que son como nosotros no pueden salvarse. ¡Oh, elige a cualquier otra, pero no a ésa! ―Jadeaba. Darío inclinó la cabeza hacia sus labios para recoger sus últimas palabras y su último aliento―. No a ésa...
    ―¡Sólo te he querido a ti! ―exclamó Darío, como si alzando la voz esperara hacerse oír por su mujer, que no podía oírlo desde hacía rato.

    Sin embargo, poco después, Clara levantó la mano con un esfuerzo terrible y la posó en la cabeza agachada de su marido, en un gesto de bendición y caricia. Murió esa noche.


    35


    Era la segunda noche después del entierro. Darío entró en la habitación de su hijo con un tubo de somníferos en la mano.



    ―Vas a tomarte esto. No puedes dormir, ¿verdad?
    ―Claro que sí ―mintió Daniel, que no había pegado ojo en cuarenta y ocho horas.

    Pero ¿cómo lo sabía su padre?

    Recordó que la noche anterior había oído unos pasos leves al otro lado de la puerta. En su exasperante insomnio, nada lo había irritado tanto como aquellas silenciosas pisadas. Su padre siempre había andado sin hacer ruido, como un animal salvaje. Incluso en la época en que aún lo quería, sus sigilosos movimientos le provocaban un profundo malestar.

    Darío llenó un vaso de agua y echó dos pastillas.

    ―Vas a bebértelo, pero antes quería decirte que no te imagines que has matado a tu madre. Es muy propio de un niño como tú maldecir y acusarse implacablemente a continuación. Tu madre estaba desahuciada. No debería decírtelo, tal vez sería más sensato dejarte con la impresión de esa... lamentable coincidencia, para que en el futuro seas más indulgente, más tolerante. Pero no puedo verte sufrir. Te quiero, hijo.
    ―Papá, estoy desesperado, destrozado, pero aun así siento que mamá está presente... ―dijo Daniel bajando la voz.

    Los dos se estremecieron e, involuntariamente, se volvieron hacia los rincones en penumbra de la habitación.

    ―No te preocupes ―murmuró al fin Darío―. Cuando alguien a quien se ha querido muere, siempre se tiene esa sensación. Es falsa. No es nada. ¿Qué querías decirme, hijo?
    ―Te ruego que seas duro conmigo. Tu dureza me será más fácil de soportar que tu bondad. No puedo quererte. Odiar a los padres no es terrible. Lo terrible es esforzarse en vano en quererlos.
    ―Pero ¿por qué, Dios mío, por qué? ―exclamó Darío con amargura; en realidad no habría querido preguntarlo, pero las palabras habían salido de su boca contra su voluntad.
    ―Si fueras un hombre pobre, miserable, abandonado, si siguieras siendo el insignificante medicucho que provoca abortos para ganarse la vida... (ya ves que lo sé todo, que no me han ahorrado detalle) si fueras el vendedor de alfombras o nueces garrapiñadas que estabas destinado a ser en algún bazar oriental, podría quererte. Si fueras vulgar, inculto, si ignoraras que haces mal... Pero ser lo bastante fuerte, lo bastante astuto para venir de tan lejos, para subir desde tan abajo, y poner tu inteligencia, tu cultura, doblemente valiosa puesto que la has adquirido con tanta dificultad, al servicio del éxito y el dinero, eso... ¡eso es un crimen! Y esas mujeres, esa Elinor, ese hatajo de locas que vienen a confiarte sus sucios secretos, todo eso es espantoso, me repugna...
    ―Claro, por supuesto, porque a ti no te gustan ni el éxito ni el dinero.
    ―No, no y mil veces no ―respondió Daniel con una expresión de cansancio y asco.
    ―¡Cállate!
    ―Odio el éxito según tú lo entiendes ―repuso el muchacho. Darío se encogió de hombros―. Odio el dinero.
    ―¡Pche! ¡Cállate! ―le ordenó Darío―. ¡Pche! ―repitió. Para expresar desprecio en los momentos de emoción, cuando olvidaba los buenos modales, soltaba aquel bufido de gato salvaje―. Pero ¿sabes lo que estás diciendo? ¡Muérete de hambre, como yo, con una mujer y un hijo en los brazos! ¡Sabiéndote abandonado, sabiéndote solo, sin nadie para ocuparse de los tuyos si mueres, sin familia, sin amigos, sospechoso ante todos, extranjero! Cuando hayas visto morir a tu primer hijo casi de hambre, cuando tengas otra miserable boca que alimentar (¡la tuya, Daniel!), cuando hayas pasado semanas pegado a la ventana esperando a pacientes que no vienen, cuando te hayas arrastrado de Belleville a Saint―Ouen para pedir lo que te deben sin conseguir un céntimo, cuando tus vecinos te llamen sucio extranjero, meteco y charlatán sin que hayas hecho nada para merecerlo, entonces podrás hablar de dinero y éxito con conocimiento de causa. Y si entonces dices «No necesito dinero», te respetaré, porque sabrás de qué tentación hablas. Pero hasta entonces, ¡cállate! ¡Sólo un hombre tiene derecho a juzgar a otro hombre!
    ―No hablamos el mismo idioma ―murmuró Daniel―. Apenas somos de la misma raza.
    ―Yo también creía que no era de la misma raza que mi padre, sino de otra infinitamente superior. Tú me has enseñado lo contrario. Son cuestiones que sólo el tiempo puede ayudar a resolver.

    Darío se acercó y le besó la frente con suavidad, sin que pareciera advertir el estremecimiento de su hijo. Con firme ternura, lo obligó a tomarse el somnífero y se marchó con sigilo, como había llegado.


    36


    La boda de Darío Asfar y Elinor Wardes se celebró, como suele decirse, «en la más estricta intimidad», debido a la edad de los contrayentes, su reciente y doble luto y, sobre todo, a que ambos estaban extraordinariamente ocupados y no tenían tiempo que perder. No obstante, habían decidido descansar ocho días en La Caravelle. Darío no veía el momento de estar allí, de contemplar la casa y el jardín que amaba, sabiendo que nunca se los arrebatarían, que conservaría su inalienable disfrute hasta la muerte y que después pertenecerían a Daniel. Como Elinor no tenía hijos, a petición de Darío había hecho testamento en favor de Daniel, al que nombraba su heredero.



    Se sentía débil y enfermo, pero al mismo tiempo feliz, con la humilde felicidad física de quien se dispone a disfrutar de un reposo al final de una larga y dura jornada. Su más vivo deseo era morir en aquella terraza, donde antaño esperaba a Sylvie. Sí, aquél era el final de uno de esos viajes largos, agotadores y llenos de peligros que hacen parecer aún más grato el alto a resguardo de un techo, el calor de una casa y el placer de una comida, antes de proseguir el camino desconocido que se interna en la noche.

    Era de esperar que algunos amigos pasaran por su casa para felicitarlos y tomar una copa de champán a su salud; pero Darío y Elinor no tenían amigos como el común de los mortales, sino un enjambre de relaciones, una corte, porque ¿qué persona un poco conocida en París no vive rodeada de una especie de corte? Como no querían desairar ni excluir a nadie, al regreso de la alcaldía del octavo distrito, en la avenida Hoche los esperaba un gran número de invitados.

    Elinor llevaba un ramo de orquídeas en la mano y una sola, pálida y con el largo cáliz violeta oscuro, casi púrpura, prendida al corpiño, un largo vestido de terciopelo violeta, un sombrero negro, un espléndido abrigo de pieles y algunas joyas muy hermosas pero nada ostentosas. Junto a Darío, así se había presentado ante el alcalde, encargado de casarlos. Su mano desenguantada estaba un poco crispada. Aunque fuera su tercer matrimonio, Elinor era un ser humano: estaba emocionada. Apretaba contra su costado, en un gesto sin duda inconsciente, el bolso de terciopelo violeta con cierre de diamantes, que entre otros documentos importantes contenía la copia del testamento exigido por Darío. Bajo la piel, discretamente maquillada, su dura mandíbula estaba tensa, y sus labios entreabiertos dejaban ver los hermosos y afilados dientes, un poco más largos de lo normal. Su cabello pelirrojo relucía bajo el sombrero negro.

    Ahora, en su casa, se mostraba amable con todos. Miraba sonriendo a quienes la rodeaban. Estaban todos allí, la gente a la que se mima y se halaga, la gente de la que uno se sirve, los útiles, los poderosos, los elegidos.

    «Pero en realidad ya no los necesito», pensó Darío con asombro, como si viera caer unas cadenas. Aunque, si ya no eran clientes suyos, seguirían siéndolo de Elinor: comprarían motores de la marca Wardes.

    La generala Muravin también se encontraba entre los presentes. Ahora manejaba millones: podía ser invitada. De pronto Darío se acordó de la noche en que había nacido Daniel, cuando estaba delante de aquella mujer, hambriento, tembloroso, miserable, incapaz de decir otra cosa que «Necesito dinero...» una y otra vez. Toda su vida había repetido y parafraseado esas palabras. No podía creer que eso hubiera acabado, que no volvería a pronunciarlas ante nadie. ¡Cómo lo admiraba ahora todo el mundo! Los ingenuos lo creían casi un genio. Los demás lo respetaban, porque en definitiva era rico, había conquistado a la mujer de Wardes.

    ―El pobre Wardes... ¿Cómo se desharían de él?
    ―No, exagera usted; a su mujer, la pobre Clara, sí, sin duda la mató él. Pero ¿a Wardes?

    Le parecía estar oyéndolos.

    Entre los murmullos de la gente que lo rodeaba, ¿qué no oiría si aguzaba el oído? «Darío Asfar, el charlatán... ¡Cuántos crímenes sobre su conciencia! ¿Sabía esto...? ¿Y lo otro...? ¿Y lo de más allá...?» Pero de repente una voz tímida protestaba: «Todo lo que ustedes quieran, pero curó a mi cuñada.» Siempre hay alguien (el fiel a ultranza, el alma cándida, el último y obstinado esclavo) que replica: «Pero curó a mi cuñada.»

    No obstante, poco a poco iba adoptando una expresión sombría y preocupada. Había confiado en que Daniel se presentara, aunque sólo se quedara un instante. El día anterior todavía le había suplicado: «Sólo un momento, hijo.» Y al final el chico había murmurado de mala gana: «De acuerdo.» Darío había prohibido a Elinor que diera a Daniel el regalo que le había comprado: una pitillera demasiado bonita, demasiado cara. Después de gastarse tanto dinero, a cambio ella habría esperado y exigido, demasiado visiblemente, el agradecimiento y la amistad de Daniel.

    «Hijo mío... ―Pensó Darío con dolorida ternura―. Ahora sufres Y me desprecias. Pero por desgracia conozco el corazón humano. Un día heredarás la fortuna de Elinor y entonces me juzgarás con menor dureza. Y si deseas ofrecérsela a Claude Wardes, puede que incluso bendigas mi recuerdo...»

    Pero Daniel no aparecía. Por fin, los invitados se marcharon.

    Darío aprovechó el primer instante que estuvo solo para preguntarle al criado:

    ―¿Está mi hijo en casa?
    ―El señorito Daniel ha llegado hace una hora. Ha subido a su habitación. Me ha parecido oír que volvía a irse. ¿Quiere el señor que vaya a ver?
    ―No ―respondió Darío a su pesar.

    Se dirigió a la habitación de su hijo. Daba dos pasos, se paraba y se llevaba la mano al corazón. No sabía exactamente qué temía. Al ver la habitación vacía soltó un profundo suspiro. Sí, era lo que se imaginaba: el chico se había marchado. Se había llevado la fotografía de Clara. Darío abrió un cajón. Vio que había cogido alguna prenda interior. Buscó con la mirada el neceser, regalo de su madre. Había desaparecido. Buscó una carta. Nada. ¡No había nada! Pero Sylvie sabría dónde estaba y le daría noticias suyas.

    «Si aún me quedara mucho tiempo de vida ―pensó Darío―, tendría la oportunidad de volver a verlo. Se hará mayor y se volverá más cínico y sensato. Pero cuando me muera todavía será un niño. Aún no me habrá perdonado. No volveré a verlo.»

    Estaba en medio de la habitación, sombrío y cabizbajo. Elinor entró y se acercó a él.

    ―¿No está Daniel?
    ―No. Se ha ido.
    ―¡Oh! ―murmuró ella tras un breve silencio. Darío se dio cuenta de que se alegraba, aunque sus duros ojos se esforzaron en adoptar una expresión compasiva―. ¡Oh! ¡Pobre Darío! Qué terrible...
    ―Volverá ―anunció Darío―. Por la herencia.


    Epílogo
    La condenación del doctor Asfar


    El 18 de mayo de 1939 el «semanario parisino, político y literario» Gringoire iniciaba la publicación por entregas de Les Échelles du Levant,1 la última novela de Iréne Némirovsky, «la gran novelista eslava», que publicaba regularmente en sus páginas desde 1933.



    Con el nombre de «escalas de Levante» se conoce a las factorías comerciales, las ciudades y puertos de Oriente Próximo enclavados en las encrucijadas de las especias y la seda, la miseria y los pogromos, que siempre han articulado a Europa con Asia. Durante el período de entreguerras, cuando Francia conoció las mayores cotas de inmigración de su historia con la llegada de refugiados de toda Europa Oriental y también de España, las «escalas» simbolizan ese flujo demográfico, que da origen a una mutación de la xenofobia, al contaminar el viejo antisemitismo cristiano con el rechazo más general del «meteco». En su uso peyorativo, el término había aparecido a finales del siglo anterior, en la estela del escándalo de Panamá y del caso Dreyfus. Para quienes lo emplean, es sinónimo de extranjero, de apátrida, de judío. El héroe de El maestro de almas es un meteco. Su apellido, Asfar, de origen cartaginés, aún se halla en la actualidad extendido por Oriente Próximo. En árabe significa «viajero», pero también parece remitir a la figura universal de Ahasverus, el Judío Errante, personaje clave del imaginario novelesco de entreguerras y la historia contemporánea, como prueba, en el momento que apareció Les Échelles du Levant, la trágica odisea del Saint―Louis, muchos de cuyos pasajeros judíos, rechazados a ambos lados del Atlántico, acabaron en campos de concentración nazis.

    En la época en que arranca la acción de la novela, el año 1920, un curioso debate agita al Senado francés. Una misteriosa epidemia, un «microbio anárquico», amenaza con transformar París en una «necrópolis». Un senador describe el agente patógeno: «Una invasión de extranjeros de ínfima categoría», «extenuados y comidos por los piojos», que se abaten sobre París por «cientos de miles». Por supuesto, esos invasores son «judíos que llegan en incesantes oleadas de Europa Oriental»2 Las «escalas de Levante» son también pasarelas de abordaje lanzadas al barco de Occidente (no es casualidad que la propiedad de Wardes en Niza se llame La Caravelle, «la Carabela»), el ascensor social, «la dura escalera del éxito» que Asfar desespera de ascender, temiendo su ineluctable naufragio: «He venido de tan lejos, he subido desde tan abajo...»

    Llegada de muy lejos también ella, Irma Irina Némirovsky no subió desde tan abajo. No salió de la misma clase de «fango» que Asfar, por ejemplo del podol judío de Kiev, cuya miseria describe en Los perros y los lobos, sino que sus padres vivían en los barrios residenciales del Petchersk y hablaban francés. Sus abuelos maternos, Iona y Roza, eran del barrio judío de Odessa, a dos pasos del gueto de la Moldavanka, donde, como atestiguan los borradores, Asfar inició su vida de niño salvaje. Pero Iona, titulado, trabajaba en un banco, y Roza provenía de una familia acomodada. Entregaron una elevada dote a Léon Némirovsky, el padre de Iréne, que no la necesitaba: se movía en los círculos de las altas finanzas y formaba parte del grupo de los afortunados judíos considerados persona grata en San Petersburgo. No obstante, el ascenso literario de Iréne Némirovsky en la Francia de posguerra, a la que sus padres habían llegado huyendo de los desórdenes revolucionarios, no deja de recordar la epopeya del doctor Asfar, que en quince años pasará de la categoría de «joven medicucho extranjero» a la de «maestro de almas». Categoría que sólo lo protege parcialmente de la sospecha, espada de Damocles respecto a la cual la autora es sumamente consciente a lo largo del libro. Porque incluso habiendo logrado el éxito, Asfar sigue estando a merced de la moda, es decir, del capricho de burguesas ignorantes y, sobre todo, de las habladurías; sigue siendo el animal acosado que Clara, su mujer, nunca ha dejado de ver en él. «El mundo que lo rodea es un mundo de locos, el que yo he conocido ―precisa Iréne Némirovsky―, el mundo de los ricos, pero de los ricos conformistas.»

    Libro terrible, insistente, presuroso, El maestro de almas es el relato de una integración indigna comprada con una abjuración, el mito de Fausto trasladado al mundo de la inmigración. El médico que se vende es el doctor Darío Asfar, un Knock sobornable nacido en Crimea «de sangre griega e italiana». Iréne Némirovsky había considerado la posibilidad de llamarlo Papadopoulos y hacerlo originario de una «aldea perdida» griega o incluso de Estados Unidos; al final, lo convirtió en su propio hermano. Abortista por necesidad, parásito por obligación pero también por naturaleza, Asfar, nacido como un «lobo hambriento», morirá como un «animal salvaje». Definido desde las primeras líneas por «el tipo levantino» y rasgos «diferentes de los de allí», heredero de «toda una raza de muertos de hambre», se halla marcado por el atavismo, el brazo que mantiene agarrado al extranjero en su hez: «Creo que estaba condenado a ser un sinvergüenza, un charlatán, y que no escaparé. Nadie escapa a su destino.» Sus ansias de «una carrera honrada» son una ilusión que el trato con las clases adineradas disipa rápidamente. Objeto de lástima o desprecio, irá perdiendo los escrúpulos. Por su parte, la inmaculada Sylvie Wardes, icono virginal de un Occidente consolador, no es en ningún momento más que un fantasma piadoso, el opio del extranjero. Desengañado respecto a la corrupción del «mundo», Asfar se resigna a seguir siendo un desaprensivo, «un vagabundo miserable», en una palabra, a seguir sus inclinaciones y convertirse de «presa» en «cazador»: lógica implacable de la novela nemirovskiana, reducción del naturalismo de Zola a su expresión más feroz. El hombre es un lobo para el hombre, y la rapacidad y el engaño prevalecen tanto en los guetos de Ucrania como en las villas de Neuilly o la Riviera. Philippe Wardes y Darío Asfar son dos depredadores que sobreviven el uno a expensas del otro. Tarde o temprano, rico o pobre, francés o no, ambos se entregan a la caza mutua, que es lo propio de la especie humana.

    Iréne Némirovsky tuvo la oportunidad de observar los efectos de esa ferocidad durante el tiempo en que Bernard Grasset fue su editor, de 1929 a 1934. Desde los años veinte, ese animal herido que era Grasset aliviaba en Divonne―les―Bains sus preocupantes trastornos nerviosos, hasta el punto de abandonar durante largos meses la dirección de sus negocios. De 1927 a 1931 tuvo que someterse a los cuidados del doctor René Laforgue, uno de los pioneros del psicoanálisis, al que acabó calificando de «charcutero del alma»; luego, tras prorrumpir en imprecaciones sobre sus colaboradores, hundirse en el alcoholismo y probar la camisa de fuerza, acusó a su familia de «asesinato moral» y «secuestro» con el fin de apartarlo de su editorial. En 1932, en Tolón, el doctor Angelo Hesnard le concedió un respiro al poner coto a los «fantasmas del hechizo judeo―germánico» ―léase, el psicoanálisis― para someterlo a una cura de desculpabilización. En realidad, Bernard Grasset parecía estar bajo su yugo, y todo París lo consideraba un enajenado. Exasperados, los accionistas sugerían ponerlo bajo tutela. Presionada por éstos, la propia familia de Grasset entabló un pleito por incapacidad contra el editor de David Golder. Iréne Némirovsky fue uno de los pocos escritores que, en noviembre de 1935, le prestó su apoyo.

    Este asunto, que conmocionó al mundo editorial parisino,3 es una de las fuentes de inspiración de El maestro de almas. Pero, para redondear el personaje de Wardes, la autora mezcló los rasgos de carácter de Bernard Grasset, «el hombre que triunfa en todo y que tiene el alma enferma», con los de un jugador compulsivo llamado André Citröen. En cuanto a Asfar, está compuesto de una multitud de rasgos de personas reales, entre ellas el médico Pierre Bougrat, condenado a prisión en 1927 tras un sonado proceso. Tampoco es aventurado ver en el «maestro de almas» a un doble de la novelista: «Tiene imaginación. No sólo ve una flebitis, una parálisis general, etcétera. También ve al hombre. Le interesa el hombre. Al que desea seducir, vencer o engañar es al hombre, no a la enfermedad.» Tanto es así que, cuando en marzo de 1938 Iréne comienza a redactar la novela, con el título provisional de El charlatán, como de costumbre empieza por idear la biografía completa de cada uno de los personajes.

    Novela sobre la sangre, que no puede negarse, sobre la «flecha de Oriente», que no puede desviarse, para decirlo en palabras de Paul Morand, El maestro de almas cuenta la vida de un «salvaje» ávido de respeto, éxito y riqueza, que se convertirá en vampiro para sorber almas, pero también para gozar de cuerpos jóvenes. No en vano Elinor, que representa la llamada de la raza, es un emblema de Oriente, término que en Maurras, en Léon Daudet, en Céline, pero también en Martin Buber, es sinónimo de judío. Y no en vano Asfar cita a Ezequiel en el capítulo 29. ¿Será El maestro de almas la versión dramática ―o melodramática― de France―la―doulce, novela de Morand que en 1934 describía en tono burlón la invasión de los platós franceses por una «hormigueante purria» y «algunos de los piratas, naturalizados o no, que se han abierto camino por las tinieblas de la Europa Central y Oriental hasta las luces de los Campos Elíseos», lo que poco más o menos es el tema que aborda Iréne Némirovsky? Nuestra autora ha leído France―la―doulce, de cuya «comicidad» da cuenta en una nota personal. Por otra parte, ese mismo año Morand publica en Gallimard cuatro de sus novelas cortas «cinematográficas», con el título Films parlés. Y por último, ¿cómo no relacionar David Golder (1930) y Lewis et Iréne (1924), dos «novelas de las finanzas», la primera de las cuales comienza «―No ―dijo Golder» y la segunda «―Quince ―murmuró Lewis»? Es también el arranque de El maestro de almas: «―¡Necesito dinero! ―Le he dicho que no.»

    En suma, era natural que Iréne Némirovsky fuera recibida con los brazos abiertos en Gringoire, el semanario francés más importante, que en esa época tiraba más de medio millón de ejemplares. En 1939 nadie ha olvidado el extraordinario éxito de David Golder, que ocho años antes se habían disputado el teatro y el cine. El primer gesto amistoso había procedido de Gaston de Pawlowski, que en el número del 31 de enero de 1931 situaba a la novelista al lado de Tolstoi y Dostoievski en el «bosque literario». No obstante, ese mismo día Le Réveil Juif emitía un veredicto totalmente distinto, irritado porque los tópicos sobre los grandes plateros judíos que aparecen en David Golder «agradan a los numerosos antisemitas». Por lo demás, también era natural que Iréne Némirovsky, expulsada de Rusia por el bolchevismo, fuera acogida en un semanario cuyo antimarxismo, antes del antisemitismo que lo gangrenó, era el caballo de batalla de su propietario, Horace de Carbuccia. Por otra parte, fue la orientación mussoliniana de Gringoire lo que en 1935 llevó a desvincularse de la publicación a su director literario, Joseph Kessel, que sin duda había auspiciado la colaboración de Iréne en el semanario. No obstante, ella se quedará. Y es que hasta la respetable y conservadora Revue des Deux Mondes había rechazado sus relatos, calificados un tanto precipitadamente de sospechosos de «antisemitismo» según René Duomic. Por el contrario, Gringoire, deseoso de abrirse a todas las corrientes, no teme descarriarse. Si en mayo de 1934 Marcel Prévost había denunciado en el semanario la «persecución de los judíos» y saludado el temperamento eslavo y la claridad francesa de Iréne Némirovsky, el 10 de noviembre de 1938 la misma publicación proclamaba: «Fuera los extranjeros.» En julio de 1939, al tiempo que publica en sus páginas El maestro de almas, Gringoire abre sus puertas a un nuevo editorialista de un antisemitismo recalcitrante, Philippe Henriot. También es cierto que ―tirada obliga― la flor y nata de París gravita alrededor de Horace y Adry de Carbuccia, desde Jean Cocteau hasta Pierre Drieu la Rochelle, por ceñirnos a los escritores.

    De hecho, Iréne Némirovsky no carecía de admiradores en la prensa antibolchevique y antisemita. En 1932, Robert Brasillach había alabado en L’Action Française la «poesía, tan conmovedora y auténtica», de Las moscas del otoño. Jean Pierre Maxence, próximo al movimiento Acción Francesa, saludaba en 1939 sus «conmovedoras historias», lentamente maduradas;4 un año antes, aplaudía en Gringoire el «grito de la sangre» de Bagatelles pour un massacre, delirante panfleto de Louis―Ferdinand Céline contra todas las manifestaciones de lo judío. Y es cierto que el cliché de «joven judía rica, elegante, de nariz larga y puntiaguda en un rostro pálido y delgado [...] con ojos ávidos» había aparecido ya a raíz de la publicación de Le Malentendu, cuando Iréne Némirovsky contaba veintitrés años. En cuanto al bimensual Fantasio, donde en el verano de 1921, siendo todavía estudiante, había publicado sus primeros «Dialogues de Nonoche et Louloute», se distinguía por la estupidez y la vulgaridad de su chovinismo. ¿Basta eso para calificar de novelista antisemita, como se apresuró a hacer Léon Poliakov, a alguien que siempre evitó las generalizaciones y sólo esbozó seres singulares? Si recurría conscientemente a tópicos que son los de esos autores no era para juzgar a sus criaturas, sino para imponerles una fatalidad, un peso dramático suplementario. «Humillar, empequeñecer a los personajes protagonistas», ése será, por lo demás, el arte poético de la autora al margen de Suite francesa. Siempre pagará con ese tipo de malentendidos su libertad como escritora, su estilo corrosivo y su voluntad, a menudo falseada, de no producir la obra que se esperaba de una novelista de «origen ruso y judío a un tiempo, emigrada a Francia tras la Revolución de 1917», como la presentaba Robert Brasillach a sus lectores. Porque Iréne Némirovsky siempre se cuidó de no caer en la beatífica «novela judía» ilustrada en los años 1920 por la serie de los «judíos de hoy» de Jacob Lévy. Le repugnaba que su talento fuera sospechoso de empatía. Prohibirse ensombrecer a un personaje, aunque dicho ensombrecimiento la condujera al masoquismo, sería pecar de subjetividad. ¿Es ése el precio que hay que pagar por convertirse en una escritora francesa? ¿No fue Emmanuel Berl, movido por los mismos escrúpulos, el primero en publicar France―la―doulce,5 que da el tono de Bagatelles: «Realmente, Francia es el campo de concentración de Dios»?

    Para unos, valiéndose de la perspectiva histórica y entristecidos por el hecho de que la propia Iréne Némirovsky fuera una inmigrante, y además judía, el sórdido folletón balzaquiano de El maestro de almas es una imperdonable caricatura del «extranjero mal vestido y mal afeitado», dotado de atributos rebuscados entre los muchos estereotipos de una época pródiga en ellos: Asfar, el miserable «joven extranjero de tez amarillenta y ojos febriles», el animal «salido de su madriguera», el «joven levantino de los tugurios», de «rasgos atormentados» y «piel morena» característicos de la «máscara de oriental», es el prototipo de la «raza oscura», hecha con el «limo de la tierra». Alguien culpable de tener mala pinta, diríamos hoy.

    ¿Hasta tal punto ignora Iréne Némirovsky la amenaza antisemita que es capaz de hablar de «purria levantina» con tanta ligereza como lo hace en este libro? No son palabras anodinas en una época en que Bagatelles pour un massacre obtuvo el reconocimiento popular: publicado en los últimos días de 1937, este panfleto que denigra entre otros a los judíos llegados de los «cenagales de Ucrania» había logrado vender ochenta y cinco mil ejemplares. ¿Y no sueña Asfar con arrancarse el «fango» oriental que lleva pegado a la piel, del mismo modo que los cineastas de France―la―doulce tiemblan ante la idea de ser devueltos a los «barrizales de Ucrania» de los que salieron? Iréne Némirovsky sabía muy bien que, como escribía Bernard Lecache en un estremecedor reportaje publicado en 1927, su Ucrania natal es «la tierra de los pogromos», donde entre 1919 y 1921 habían sido sacrificados en el altar de la guerra civil decenas de miles de judíos.

    ¿Se trata, pues, de una negación de sus raíces? Bien al contrario, la temática judía de sus libros prueba que Iréne Némirovsky no cesa de hurgar en ellas. «Nunca se me ha ocurrido ocultar mis orígenes ―protesta―. Siempre que he tenido ocasión, he proclamado que soy judía. ¡Incluso lo he clamado!»6 ¿Se critica a Mauriac por sus biliosos retratos de la burguesía bordelesa? Lo que se finge reprocharle a ella no se le echa en cara a Isaac Babel, que en sus Cuentos de Odessa retrata a la gente humilde del gueto sin contemplaciones, ni a Shalom Asch, que en Pétersbourg no duda en hablar del «tipo judío» o el «capital judío». ¿Por qué esta diferencia? Porque Némirovsky no escribe ni en yidis ni en ruso, sino en francés, la lengua del antisemitismo literario, la de Drumont, el Antijudío, Maurras e incluso Julio Verne, que lo convierten en un modismo del estilo nacional, que puede rastrearse en los autores más respetables, por ejemplo en André Gide. A riesgo de la comparación, nuestra autora se torna amable a los lectores franceses, del mismo modo que en sus primeras tentativas literarias acumulaba fórmulas de la novela sentimental: ¿qué artista no ha empezado colocando su caballete en un museo?

    Iréne Némirovsky no debería haber leído tanto a los buenos autores franceses en su adolescencia. No se ha hecho el suficiente hincapié en que el estereotipo del financiero como «rey del mundo» que aparece en David Golder es el mismo que encarna Gundermann en El dinero de Zola o Andermatt en Mont―Oriol de Maupassant. Pero si Iréne Némirovsky toma prestados esos personajes, la señalan con el dedo. Sin embargo, fueron los lectores antisemitas de David Golder quienes lo volvieron sospechoso, del mismo modo que serán los nazis quienes proyectarán el antisemitismo en El judío Süss de Lion Feuchtwanger. La autora es tan consciente de ello que en la época en que escribe esta novela todavía duda en abordar una obra «tremendamente provocadora», una suma que había previsto titular Le Juif. Al final renunciará por miedo a no ser comprendida: «Evidentemente, lo mejor sería Le Juif, pero en mi temor se mezclan consideraciones extraliterarias.» ¿Cabe mayor claridad? En las novelas de Iréne Némirovsky los judíos no son carne de panfleto; son su magdalena, formidables catalizadores del imaginario. «Muerte a los judíos», pone en boca de uno de sus personajes, un ruso, un regocijado Morand. Ése es el tipo de indignidad ausente de las novelas de nuestra autora. Porque ¿quién llama «sucio extranjero» a Asfar? Sus distinguidos vecinos de la avenida Hoche. ¿Quién lo acusa de llevar «el trapicheo en la sangre»? Ange Martinelli, a quien reconcome el resentimiento social.

    Por lo demás, la ola xenófoba y antisemita que afectó al estamento médico francés durante los años treinta es muy real. ¿Qué reprocha en 1930 a sus colegas de origen extranjero el secretario general de la Confederación de los Sindicatos Médicos, por ejemplo, sino que practiquen abortos clandestinos, proporcionen estupefacientes a los drogadictos y «vendan la medicina entre nosotros como se venden alfombras en las terrazas»?7 En 1933 y 1935 dos paquetes de medidas legislativas restringirán el derecho a ejercer la medicina, subordinado desde ese momento a diversos certificados de calidad franceses.

    Así pues, Iréne Némirovsky no crea estereotipos infames ―forman parte de la panoplia literaria francesa desde Voltaire y la Ilustración, como ha probado Arthur Hertzberg―,8 sino que les da la vuelta. Pero sus personajes, antes que judíos son exiliados; sus dificultades son resultado de la violencia económica, racial e ideológica. Ciertamente hay ingenuidad, todavía intacta respecto a la barbarie nazi, en la despreocupada descripción de los ambientes de las finanzas judías de David Golder, cuyos dramas pretende conocer la autora. Pero esos clichés de segunda mano traslucen más piedad que repulsión. Siempre hay un momento en que la compasión se explicita: «¡Oh, pobre Darío!... No tiene la culpa de que le hayas dado esa sangre.» ¿Acaso Shylock, el prototipo del tópico antisemita, es culpable de ser un usurero judío? Sin embargo, ¿no sangra como cualquiera?

    Iréne Némirovsky toma prestados esos estereotipos para subvertirlos. En su puesta en escena, el personaje del extranjero enriquecido entra en contradicción consigo mismo. Del mismo modo que Golder se halla dispuesto a arruinarse por su hija y vuelve sosegado junto a sus antepasados, así Asfar sólo acepta vender su alma para alimentar a los suyos, aunque lo olvida. Pese a haber sido modelados sobre caricaturas, Golder y Asfar rebosan humanidad, sufrimiento y belleza. Asfar ayuda a la señorita Aron, joven y pobre, convirtiéndola en su secretaria. Se envilece para salvar a su hijo de la maldición. Su condena es un sacrificio. En realidad, Asfar no es despreciable; es despreciado. Tiene hambre: hambre de honor, de respeto, de comprensión. La novelista se limita a trasladar al escenario «racial», que es el decorado de su época, resortes que son propios de la novela psicológica.

    Así como hay cien maneras de ser antisemita, hay otras cien de no serlo, y una de ellas implica no abandonar a los Asfar y los Golder a los xenófobos. Pero a Iréne Némirovsky no se le tolera que manifieste tan poca identificación gregaria, lo que supone un prejuicio más. De «odio a uno mismo», se la acusa entonces. Mas, aparte de que nadie está obligado a adorarse a sí mismo, Némirovsky no se menosprecia, sólo presenta la imagen que le devuelve una Francia llena de espejos deformantes, periódicos, novelas y panfletos. En El maestro de almas no es a Asfar a quien condena, sino a la indigna criatura a que lo reduce la «expresión de cordialidad, compasión y desprecio» que es la esencia de la hipocresía. Como matiza él mismo, Asfar no es un meteco, sino «lo que ustedes llaman un meteco». La autora no había leído en vano El retrato de Dorian Gray a los quince años. El tema del reflejo odiado se halla presente en toda su obra, desde Golder, que se ve envejecer ante el espejo, a Asfar, que se asusta de «su sombrío y ansioso rostro, sus puntiagudas orejas, sus largos dientes» reflejados en los escaparates de las tiendas. ¿Odio hacia uno mismo? Más bien odio hacia el reflejo de uno mismo. Si El maestro de almas es un autorretrato de una «sórdida negrura» es porque su autora mojó la pluma en la tinta de sus futuros perseguidores.

    El maestro de almas es un cuento que recurre a los recursos propios del género: Asfar es «un animal salvaje perdido lejos del bosque» y más tarde «un hechicero». Se trata del cuento del licántropo, el híbrido al que la prensa de la época declara «inasimilable», como primer estadio hacia una lenta deshumanización. Es el cuento de las raíces que no pueden arrancarse: los personajes de Iréne Némirovsky se levantan con la esperanza puesta en Occidente, pero se acuestan siempre en Oriente, como Clara, que en el lecho de muerte cree haber vuelto a casa de su padre. El cuento podría empezar así: «Coja un animal hambriento y acosado, con una hembra y cachorros que alimentar, y póngalo en un buen redil, entre tiernos corderos, en un verde prado...» ¿No será El maestro de almas la sátira del «desprecio burgués», de esa Francia que ya no es la madre hospitalaria de los huérfanos de la tierra? El 2 de febrero de 1939, la Iglesia se dignó conceder el bautismo a Iréne Némirovsky, pero el Estado le negó la naturalización, pese a que Brasillach, hijo deforme del antisemitismo, ponía el talento de la autora como ejemplo para las novelistas francesas.

    «¡Inútiles melindres de Europa!» Esta novela es una respuesta a las mentiras de Occidente. «Si nos ofendéis, ¿no habremos de vengarnos?», observa Shylock. En las páginas precedentes, los retratos de burgueses y mujeres de la buena sociedad no están exentos de crueldad; se los presenta ignorantes, arrogantes, codiciosos, hipócritas, taimados... Del psicoanálisis, que es uno de los temas de El maestro de almas y cuyo objeto es precisamente remover «las vergonzosas heces del alma», Iréne Némirovsky había retenido lo esencial: el principio universal del ego. Y de igual modo que lo han ilusionado con palabras pérfidas («Pero usted lleva en Francia mucho tiempo... ¡Casi es uno de nosotros!»), Asfar el humillado, Asfar el ofendido, se venga con falsas promesas. «Me gusta sentir que está muy por encima de mí ―le confiesa a la inaccesible Sylvie―. Y a veces la odio. Pero el resto del tiempo la amo.» ¿Es Iréne Némirovsky quien se dirige a Francia de ese modo?

    La publicación por entregas finalizó en agosto de 1939, unos días antes del inicio de la guerra. ¿Había previsto el editor Albin Michel sacarla en formato de libro? Por el momento, consideraba más urgente asegurar su apoyo a la autora en aquellas «horas angustiosas», teniendo en cuenta que su ascendencia «rusa y judía» podría crearle «problemas». En abril de 1940, antes de la ofensiva alemana, apareció su testamento literario, Los perros y los lobos. Una vez más, Iréne Némirovsky lleva a cabo un retrato nada complaciente, no de los judíos franceses, sino de judíos llegados «del Este, de Ucrania o Polonia», los mismos a quienes la prensa califica de «judíos salvajes». No obstante, consciente del odio que persigue a los judíos, y del que todavía se cree a resguardo, juzga necesario incluir una advertencia: «¿Por qué iba a negarse un pueblo a ser visto como es, con sus virtudes y sus defectos? Creo que ciertos judíos se reconocerán en mis personajes. Puede que me lo reprochen. Pero sé que digo la verdad.» Seis meses más tarde, el primer Estatuto de los Judíos la obligará a publicar sus novelas cortas con seudónimo. En las dos novelas que terminó entonces y en la que dejará inacabada, los personajes judíos desaparecen: en una época que ama las caricaturas, la sutileza ya no está de moda. El 15 de julio de 1942, cuando tras dos días de arresto Iréne Némirovsky es internada en el campo de Pithiviers, la última novela corta que publicará en vida aparece en el semanario petainista Présent. En esta obra, la desilusión de la autora es patente: «Míreme. Ahora estoy sola. Pero mi soledad no es elegida, buscada, sino humillada, amarga, la peor de todas, la del abandono, la de la traición.»9 En noviembre de 1942 su marido Michel Epstein, que llevaba casi tres meses sin noticias suyas, consigue reunirse con ella mucho más lejos de lo que pensaba, en Europa Oriental: en Oswiecim, Polonia, Auschwitz en alemán. ¿Dónde están ahora los lobos, dónde los bárbaros, dónde los salvajes?

    «¿Qué me está haciendo este país, Dios mío?», escribía la autora en junio de 1941, como un eco de la desgarradora declaración de Asfar: «Sí, a todos vosotros que me despreciáis, franceses ricos, franceses felices: lo que yo quería era vuestra cultura, vuestra moral, vuestras virtudes, cuanto es más noble que yo, diferente de mí, diferente del lodo en que nací.» Ella no había nacido en el barro, pero justo es decir que aspiraba al reconocimiento literario de Francia. Esa Francia obsesionada por el fantasma del Otro y cuya mueca de terror siguen reflejando las brillantes novelas de Iréne Némirovsky setenta años después.

    FIN

    OLIVIER PHILIPPONNAT
    PATRICK LIENHARDT 10


    1.- La coincidencia con una novela de Amin Maalouf (1996) ha motivado que para la presente edición se haya elegido el título El maestro de almas (Master of souls), sobrenombre con que se conoce a Asfar en París. (N. del E.)
    2.- Véase Michaél Prazan, «L'entre―deux―guerres et Paffaire de la "maladie nº 9"», en L’Écriture génocidaire, Calmann―Lévy, París, 2005.
    3.- Véase Jean Bothorel, Bernard Grasset. Vie et passions d un éditeur, Grasset, París, 1989.
    4.- Jean―Pierre Maxence, Histoire de dix ans, Gallimard, París, 1939; Editions du Rocher, París, 2005, p. 225.
    5.- France―la―doulce se prepublicó en Marianne, el semanario político y literario que Berl dirigía por encargo de Éditions Gallimard.
    6.- L'Univers Israélite, julio de 1935.
    7.- Ralph Schor, L’Antisémitisme en France dans I'entre―deux guerres, Complexe, París, 2005, p. 149.
    8.- Arthur Hertzberg, Les Origines de l ántisémitisme moderne, Presses de la Renaissance, París, 2005.
    9.- Denise Mérande [Iréne Némirovsky], «Les Vierges», Présent,15 de julio de 1942.
    10.- Olivier Philipponnat y Patrick Lienhardt son autores de una biografía sobre la autora: La vie d’IréneNémirovsky, Grasset/Denoél, París, 2007.

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)