Publicado en
noviembre 21, 2010
Nº 2 de Molly Moon
ARGUMENTO Molly Moon tiene un ojo lesionado y no puede trabajar en el teatro, así que ella y su perrita Pétula se han tomado el día de vacaciones. Pero nada más salir del hotel, observa cómo un arrogante ricachón trata de engañar a un mendigo, así que decide utilizar sus poderes hipnóticos para que intercambien sus vidas durante un día.
¿Cómo conseguirá Molly que ambos aprendan la lección?
Molly Moon llevaba dos días en la cama con las cortinas echadas. No era porque el frío de noviembre hubiera hecho que pillara una gripe. Tampoco había enfermado de comer tantos perritos calientes en las calles de Nueva York. Molly estaba en la cama a oscuras porque se había hecho daño en la córnea.
Le dolía mucho el ojo derecho cuando lo movía. Y, por supuesto, mover el izquierdo, al que no le pasaba nada, hacía que el derecho también se moviera, así que había tenido que mantener ambos inmóviles durante dos días. Se había quedado en su habitación, sin poder ver absolutamente nada, con un parche sobre el ojo dañado y un pañuelo a su vez sobre los dos, escuchando la televisión. Sentía mucha lástima de sí misma, y deseó tener una madre o un padre que la consolara; aunque, desgraciadamente, no los tenía, ya que no solo era una niña fugada, sino además, huérfana.
Pero sí tenía a Pétula, su perrita carlina. Pobrecita Pétula. Llevaba esperando pacientemente en el ambiente cargado y oscuro de la habitación, mientras Molly daba vueltas inquieta entre las sábanas de seda de su gigantesca cama. Y es que Molly y Pétula vivían en una suite tremendamente suntuosa en la planta superior del Hotel Bellingham, de Nueva York.
Molly se sentía preocupada. Lo que más miedo le daba era haber perdido la visión en su ojo derecho. Su segunda preocupación resultaba bastante fantástica. Se trataba de una inquietud que ni tú ni yo tendríamos. Resulta que los ojos de Molly eran algo más que herramientas para ver: eran hipnóticos.
El hipnotismo. En eso consistía el talento especial de Molly. Y sus ojos hipnóticos le habían abierto todas las puertas para vivir a lo grande. Gracias a ellos pudo viajar a Estados Unidos, vivir en ese hotel en la parte más lujosa de Manhattan, y conseguir el papel estelar en un musical de Broadway llamado Estrellas en Marte. Molly era muy patosa para bailar y su voz era tan quebradiza como una patata frita, pero había hipnotizado a todas y cada una de las personas que estaban en el teatro para que creyeran que era una maravillosa estrella revelación. Ahora bien, si sus ojos hipnóticos dejaban de funcionar, las cosas se iban a poner muy, pero que muy difíciles. Estaba frita. O más bien, almidonada.
Almidón. El almidón es una sustancia que contienen las patatas y que se usa para que la ropa quede extremadamente bien planchada. Puedes hacer que una tela quede tan tiesa como una tabla si le rocías encima mucho almidón y luego la planchas. Por eso, los restaurantes usan almidón: dejan sus servilletas muy lisas y bien dobladas. Pues bien, si te dan repelús ciertos detalles, seguro que no te va a hacer gracia saber cómo Molly se había hecho daño en el ojo. Pero te lo voy a contar de todas maneras.
La noche en la que Molly tuvo su accidente, ella y Pétula habían estado cenando en un restaurante carísimo con manteles de color rosa. Las dos tenían mucha hambre, después de un ajetreado día en el teatro. Molly había estado ensayando los bailes y las canciones, y había pasado la tarde entera practicando una secuencia de claque con un calamar gigante alienígena que bailaba muy deprisa. Así que ella, sobre todo, estaba hambrienta.
Cuando llegó el camarero, Molly pidió un sándwich de ketchup y una ración de caviar para ella, y un plato de carne picada para Pétula. Entonces tomó la servilleta doblada en forma de ave que estaba sobre la copa que tenía delante y, de un modo inocente, le dio una buena sacudida con un fuerte movimiento de la muñeca. No sospechaba que esa servilleta era peligrosa. Mortífera. Estaba tan almidonada que sus bordes, una vez planchados, cortaban como el filo de una navaja.
Y en el momento en que Molly sacudió la servilleta para abrirla, ese filo de navaja le dio en el ojo.
Si alguna vez te han dado un pinchazo en el ojo, entenderás el tremendo dolor que experimentó Molly. Llamaron a una ambulancia que la llevó directamente al Hospital Oftalmológico de Manhattan.
Los médicos le dijeron que tenía un pequeño corte en la córnea del ojo derecho. Le dieron dos tipos distintos de analgésico para calmar el dolor, una dotación de parches negros y un consejo: que se quedara en cama durante tres días.
La primera noche, Molly tuvo pesadillas horribles. Soñó que estaba en el escenario del Teatro Manhattan con cinco calamares que bailaban claque. Daban vueltas a su alrededor, zapateando con sus tentáculos verdes, y cuanto más bailaban, más pies parecían tener. Pronto había cientos de pies con aspecto de algas marinas bailando ruidosamente en torno a ella, demasiados pies para que Molly pudiera acompasar el paso con ellos. Siguió bailando con desgana en el centro hasta que uno de los alienígenas soltó un chillido ensordecedor.
—Mi-rad-la —dijo con voz de pavo—. Es una im-im-im-postora. No sabe bailar.
En su sueño, Molly intentó dirigir su mirada hipnótica hacia el monstruo viscoso, pero descubrió que no podía mover los ojos. Cuanto más se le acercaban los alienígenas, haciéndose cada vez más reales, más sentía Molly que sus ojos estaban muertos y le eran inútiles. Entonces, en un momento aterrador, se le cerraron del todo, de modo que no pudo ver nada.
A su alrededor, las voces enfadadas de los calamares borboteaban y se mezclaban con las del público del teatro que gritaba: «¡Es una mentirosa! ¡Es una farsante engañadora! ¡Hay que mandarla otra vez al orfanato de Briersville!».
* * * Todavía con el pañuelo impidiéndole la visión, Molly se quitó de encima el edredón de satén y meneó las piernas flacuchas y pálidas. Arrugó su nariz con forma de patata y olfateó el denso ambiente de la habitación, que olía a una mezcla de calcetines sucios, perro y orquídeas aromáticas, que formaban parte de un ramo enviado por el productor de Estrellas en Marte con una nota en la que le deseaba una pronta recuperación. No aguantaba más estar encerrada como una gallina de granja y se sentía muy mal porque Pétula no saliera. Con mucho cuidado, se quitó el pañuelo que le envolvía la cabeza y, poco a poco, abrió el ojo bueno. Se alegró al darse cuenta de que el ojo lesionado, todavía cubierto por el parche, ya le dolía algo menos al moverlo. Miró con precaución la desordenada mesilla que tenía junto a la cama. Ya no quedaba en su burbuja de plástico ni una sola pastilla roja de las que le había dado el médico para el momento de máximo dolor. Ahora debía tomar las pastillas moradas, que eran las de la convalecencia. ¡Eso era genial! Significaba que ya se estaba poniendo bien. De ninguna manera se quitaría el parche, pero al menos ya podría usar el ojo izquierdo. Y eso significaba que podría salir.
En este caso, salir sería algo distinto. Por desgracia, Molly se tendría que portar como una niña normal. No podría hipnotizar. Le sería imposible poner en trance a nadie con un solo ojo. Ni siquiera le apetecía intentarlo, ya que si miraba hipnóticamente con su ojo bueno, el ojo lesionado palpitaría bajo el parche y eso haría que se volviera a abrir la herida. Solo pensar en ello hizo que Molly se estremeciera. Tendría que tomarse unas vacaciones de hipnotismo. Por supuesto, no podía arriesgarse a visitar el teatro. Si se encontraba con alguien conocido, tendría que estar en plena forma. Así que mejor llevaría a Pétula a pasear por Central Park. Quizá podrían ir al zoo.
—¿Sabes, Pétula? —dijo, mientras apretujaba cariñosamente el arrugado cuello de la perrita—. Para compensarte, hoy vamos a tomarnos un día de fiesta. ¿Qué te parece? ¿Quieres ver leones marinos? Quizá lleguemos a tiempo para verlos comer.
Cuando Molly se levantó de un salto, Pétula soltó un ladrido de entusiasmo y empezó a correr en círculos. Luego se metió en su cesta para recuperar una piedra que había estado chupando.
Molly se movió entre montones de ropa nueva envuelta en papel tisú, tropezando con varias cajas que contenían zapatos recién comprados, y se acercó a la ventana. Se armó de valor y abrió las pesadas cortinas de color crema. La dura luz invernal inundó la habitación.
Afuera, Nueva York estaba resplandeciente, toda de acero, cristal y piedra, y sus enormes rascacielos parecían una multitud de gigantes de hormigón. Veinte plantas más abajo, el duro asfalto de la calle se extendía de izquierda a derecha y atravesaba las demás en ángulo recto, siguiendo el sistema cuadriculado de las ciudades estadounidenses. Molly tenía una vista de pájaro de los coches relucientes que se movían por la calle como insectos.
No se iba a molestar en bañarse. Para ella era urgente estirar las piernas. Así que se quitó el pijama y se puso unos vaqueros y una sudadera. Se metió algunos dólares en el bolsillo, encontró las zapatillas debajo del televisor de plasma y su gorro de lana en el cajón donde lo había guardado la señora de la limpieza. Cogió la llave de la habitación y finalmente se puso a buscar el collar y la correa extensible de Pétula.
En seguida encontró la correa; estaba enrollada en una pata de la mesa de la terraza. Pero el collar no apareció por ninguna parte. Al menos, Molly no lo pudo encontrar entre todo el desorden. Tenía que llevar a Pétula con correa. Se iba a emocionar tanto al estar fuera que podría salir corriendo y meterse entre el tráfico.
Molly siguió buscando cinco minutos, y luego se dio por vencida.
—Ya sé lo que vamos a hacer, Pétula. No encuentro tu collar normal, pero como hoy es un día de fiesta, no sé por qué no puedes llevar tu collar de fiesta.
Fue a la caja fuerte y tecleó su número secreto: 3 0 0 7. Molly usaba este número porque pensaba que el tres de lado parecía una eme, los ceros parecían oes y el siete de lado casi podría ser una ene. La caja emitió un suave sonido electrónico y se abrió. Dentro había montones de billetes de cien dólares y una cajita plana cubierta de terciopelo. Molly sacó la cajita y volvió a cerrar la caja fuerte.
Dentro de la cajita había dos cosas. La primera era el ostentoso collar con cuatro diamantes que el rico productor de Estrellas en Marte le había regalado a Pétula. Molly se inclinó y se lo colocó a la perrita.
—Es buena idea usarlo —dijo—. Si te atropellara un autobús sin habértelo puesto nunca, sería una pena.
Pétula meneó la cola para indicar que estaba de acuerdo.
El otro objeto de la cajita era un regalo que Molly se había hecho a sí misma, después de ganar el concurso de habilidades de Briersville.
Era un péndulo de oro muy costoso, aunque para Molly constituía más un recuerdo que un instrumento hipnótico, ya que hipnotizar con péndulo no era su especialidad. Tenía tanta prisa que no quiso volver a abrir la caja fuerte, así que se lo colgó al cuello con su cadena de oro.
* * * Al salir a la calle con su nuevo abrigo de cuero rojo, se detuvo un momento y dejó que Pétula estirara la correa para ir a olfatear una boca de incendios.
Al otro lado, justo enfrente de la escalera de mármol del hotel, estaba sentado alguien conocido: un joven esmirriado de unos veinte años que vivía en la calle. Se acomodaba en ese sitio con frecuencia, y hasta dormía ahí, porque había una rejilla en la acera por donde salía aire caliente de la estación de metro; además, los clientes ricos del Bellingham, como Molly, a menudo le daban dinero. Molly lo llamaba el Hombre del Dominó, ya que entre sus pocas posesiones se encontraban dos bolsitas llenas de fichas de dominó. Solía desplegar las fichas delante de él y retar a los que pasaban.
Ese día, un coche deportivo naranja había aparcado frente a él, y el Hombre del Dominó escuchaba en cuclillas a un individuo con cuerpo atlético que proyectaba sobre él una sombra oscura. El hombre que estaba de pie agitaba los brazos mientras hablaba; su forma de gesticular indicaba que le gustaba ser el centro de atención.
Molly silbó a Pétula, recogió la correa y ambas cruzaron en el semáforo. Se detuvieron junto a un cubo de basura y Molly hizo como que leía un cartel medio roto que tenía pegado en un costado, que anunciaba el Circo de Coney Island.
Por el rabillo de su ojo bueno, vio como el hombre bronceado y bien vestido tenía una billetera en una mano y con los dedos de la otra frotaba un montón de billetes.
—O sea —decía acaloradamente— que quieres que juegue al dominó contigo, y si tú ganas, te doy todo lo que llevo en la cartera, y si yo gano, no me das nada.
—Tendrá el placer de ganar. Yo no tengo mucho que darle —dijo el indigente mientras se daba una palmada en el bolsillo roto.
—En eso tienes razón. Tienes tanto como una mofeta que vive en un vertedero. Y tienes el mismo aspecto. Me imagino que habrás intentado tener perro, pero que todos se te escapan porque hueles fatal.
—Mi perro se murió —dijo el indigente.
—¿Porque no le dabas de comer?
El indigente apartó la vista, y entonces volvió a mirar los zapatos relucientes del hombre que tenía delante.
—Entonces, ¿juega o no juega?
—Te diré lo que voy a hacer —dijo el otro hombre mientras sacaba del bolsillo de la americana un par de guantes de cuero—. Voy a hacer un trato contigo: si ganas, te doy todo lo que llevo en la cartera, como dices. Y te irá bien, porque anoche gané en el casino.
—¿Y por qué iba usted a arriesgar todo su dinero en un juego de dominó?
—Porque no es todo mi dinero, basurero andante. Para mí, esto es como una gota de agua en el mar. Y me gusta apostar, me da gustillo. Pero te olvidas de tu parte del trato. Si yo gano, me pagas entreteniéndome.
—¿Y cómo voy a hacer eso? —replicó el indigente con inseguridad—. Yo no soy un cómico.
—Ya lo sé. Se te nota que eres un perdedor de los pies a la cabeza. Tienes el talento de una cucaracha. La forma en que me vas a entretener es corriendo.
—¿Corriendo?
—Sí, te vas a quitar toda la ropa y vas a correr desnudo hasta que alguna anciana te diga que va a llamar a la policía.
—Pero entonces me ficharían.
El neoyorquino trajeado estaba perdiendo la paciencia.
—Y cuando la anciana, o quien sea, haya gritado, te metes en esa fuente y te bañas. Porque realmente apestas. Eso es lo que me das si yo gano.
—¿Y a eso lo llama entretenerse?
El indigente había contemplado al otro hombre con expresión de incredulidad, pero entonces miró su billetera. Pensó que podía valer la pena arriesgarse a pasar vergüenza. Así que se decidió, metió las fichas en una de las bolsas y se la entregó al otro hombre.
—Tome sus fichas. Quince cada uno.
Y así empezó la tensa partida. Molly se acercó hasta que se convirtió en su público. Ninguno de los dos jugadores le prestó mucha atención, ya que estaban concentrados en el juego.
Una a una, las fichas negras de madera con sus puntos blancos empezaron a extenderse por la sucia acera. El hombre rico ganó durante un tiempo, y entonces, para deleite de Molly, la diosa Fortuna empezó a favorecer al indigente. De repente, el dueño de la billetera tuvo cuatro turnos seguidos en los que no contaba con la ficha necesaria y se vio obligado a sacar otra ficha de la bolsa. Con cada revés se enfadaba más. El indigente lo miró como pidiéndole perdón cuando puso en el suelo su última ficha. Había ganado. Al otro hombre le quedaban ocho fichas.
Ninguno de los dos habló. El hombre rico se quedó tieso de rabia. Entonces, se relajó. Casi con movimientos de bailarín de ballet, y con un destello de maldad en los ojos, estiró la pierna y movió una de las fichas con la punta del pie. Luego tumbó otra que estaba de lado, dándole un leve puntapié.
—No nos hemos dado la mano al apostar, ¿sabes?
Entonces se dirigió hacia su coche.
Molly estaba asombrada. Con la boca abierta observó primero al indigente, pobre como una rata, y luego al hombre trajeado del coche deportivo. No podía salirse con la suya. Miró a su alrededor para ver si alguien más había presenciado la injusticia que se había cometido, pero la calle estaba llena de personas absortas en sus propios asuntos, que iban al trabajo a toda prisa.
Al ver que no contaría con ayuda, Molly miró hacia el hotel, por si el portero podía intervenir, pero estaba ocupado llevando adentro un baúl. Pensó en llamar a la policía, pero un instante después se percató de que era una idea ridícula: se reirían de ella. No era asunto de risa. Al Hombre del Dominó le habían robado un dinero que había ganado justamente. ¡Necesitaba ese dinero! Molly no sabía qué hacer.
No era asunto suyo, se dijo a sí misma. Se suponía que era su día de fiesta y tenía que divertirse, no ir por ahí llevando a cabo buenas acciones. Pero a la vez se sentía furiosa por la crueldad y la injusticia del caso. Por su mente pasaron una serie de recuerdos sobre su propio pasado, cuando a ella se la trataba injustamente. ¡Cómo le hubiera encantado contar con un hada madrina que se le apareciera de repente y enderezara las cosas! Ella podría ser el hada madrina del Hombre del Dominó, o al menos una buena samaritana. ¿Pero sería capaz de hipnotizar al hombre rico?
Molly conocía otras formas de hipnotizar sin usar los ojos. Una era únicamente con la voz. Así había logrado hipnotizar a su primer sujeto, el viejo cocinero del orfanato, que tenía cara de trucha. Pero hacía mucho que no practicaba. Otra manera era con el péndulo. Molly lo había hecho solo una vez.
Si salía mal, podría causar serios problemas. Pero incluso si funcionaba, ¿no tendría que hipnotizar también al indigente? No había tiempo para meditar sobre las ventajas y desventajas de cada cosa, ya que el hombre estaba buscando las llaves de su coche deportivo. Sin pensarlo dos veces, Molly se le acercó.
El péndulo era un bello objeto hecho de oro sólido grabado con una espiral negra que salía de su centro. Extendió la mano y dejó que colgara de la cadena.
—Perdone. Me gustaría saber si quiere comprarme esto por… em… diez dólares. Vale una fortuna. Quizá si lo mira atentamente, verá que es algo muy especial y se dará cuenta de que ha tenido usted mucha suerte.
El hombre miró el péndulo y luego se sintió confundido al ver a la niña con el parche de pirata.
—Vale una fortuna —repitió Molly—. Si lo mira, empezará… a ver… su valor. Mire la espiral.
El ojo izquierdo de Molly empezaba a latir hipnóticamente, invitándola a usar su poder, pero ella se reprimió, pues había decidido que no quería correr el riesgo de que la superficie de su ojo derecho se volviera a abrir. Así que, en lugar de eso, se concentró al máximo y empezó a balancear el péndulo suavemente, de lado a lado. No estaba segura de que funcionase.
—Mire… la espiral —entonó rítmicamente—. Tan solo mire… verá… que es muy valioso… el colgante… si tan solo mira.
—¿Y tú quién eres? —dijo el hombre en tono burlón—. ¿Una vendedora ambulante?
Durante unos momentos, Molly pensó que lo había perdido, pero entonces notó que no apartaba los ojos del péndulo.
Molly se sintió feliz, pero se propuso no dejar que eso la distrajera. Empezó a hablar con una voz más intensamente hipnótica, y acentuó ligeramente el balanceo del péndulo.
—Mire fijamente la espiral —dijo—. Verá… y se sentirá… muy tranquilo. Abra su… mente. Viaje por… la espiral. Y se olvidará… de lo que ha sucedido aquí… Sentirá una gran tranquilidad… y un agradable calor interior… y el balanceo… de la espiral… lo atrae cada vez más… adentro… así… y ahora usted está… justo en el centro… de la espiral.
Los ojos del hombre miraban fijamente. Molly podía ver la espiral reflejada en sus pupilas. Sintió que era el momento de culminar.
—Adentro, adentro… siga mirando… hasta que esté… completa… y absolutamente… bajo… mi… poder.
Molly sintió en su interior unas cálidas ondas que se expandían desde los dedos de sus pies y a través de sus venas. Era la sensación de fusión, ese cosquilleo que permitía a Molly saber que alguien estaba hipnotizado. Pasó a través de su cuerpo como espuma caliente. ¡El péndulo había funcionado! ¡Era estupendo! El disco de oro reflejó la luz del sol y pareció hacerle un guiño amistoso. A Molly le encantaba la sensación embriagadora de tener a alguien bajo su poder. De repente, la idea de tomarse unas vacaciones del hipnotismo, y no solo del teatro, le pareció absurda. Molly llevaba el hipnotismo en la sangre, como los artistas de circo llevan la acrobacia.
El hombre trajeado estaba de pie delante de ella, inmóvil como un centinela que aguarda órdenes. Y como se trataba de un imbécil, ¡menudas órdenes le iba a dar! Antes de irse con Pétula al zoo para disfrutar de su día de descanso, quería darle una lección.
—Vale, amigo —dijo con tono severo—. Me temo que va a ser un día algo incómodo para usted, así que agárrese a su sombrero.
Con una expresión preocupada, el hombre hipnotizado hizo ademán de coger un sombrero imaginario.
—Por la forma grosera en la que ha tratado a este hombre, y por la forma… esto… —durante unos momentos no se le ocurría la palabra— la forma deshonesta en la que se ha zafado de pagar la apuesta, he decidido que hoy va a aprender una lección.
Molly miró al indigente de pelo alborotado y sonrió.
—Dentro de unos segundos, me va a seguir hasta el hotel de enfrente y va a intercambiar su ropa con este… em… caballero. Pensará que el trato que hizo con él consistía en darle no solo el contenido de su billetera, sino también el contenido de su vida, durante todo el día. Mientras él descubre cómo es ser usted, usted estará aquí, descubriendo cómo es ser él. Y pensará en lo horrible que habrá resultado para él encontrarse con un listillo engreído como usted.
En ese momento, el joven sentado en la acera empezó a expresar sus objeciones.
—Perdona, no creo que debas hacer eso. Si no estoy equivocado, acabas de… de hipnotizar a este tío. Yo no he apostado por el contenido de su vida. De ninguna manera.
—Escucha —dijo Molly— este es el que te acaba de decir que hueles como una mofeta de vertedero y que tienes el talento de una cucaracha.
Al observar la cara sucia e insegura del indigente, Molly pensó que evidentemente tenía la autoestima muy baja. De repente pensó que podría ser muy gratificante ayudar de verdad a alguien utilizando el hipnotismo. Hasta ese momento, solo se había ayudado a sí misma. Así que estaba ante una oportunidad estupenda. Sintiéndose llena de bondad, decidió abandonar del todo su plan de tomarse un día de vacaciones. Iba a dedicar el día a ayudar al desafortunado Hombre del Dominó a mejorar su vida. Si hacía falta, podría usar el péndulo. A Pétula no le importaría.
—Tú tienes —dijo mientras le tendía la mano al indigente para ayudarle a levantarse— una enorme necesidad de aumentar tu confianza en ti mismo. Tu autoestima es tan baja que ni siquiera sabes qué es eso de la confianza. No deberías haber dejado que este idiota te insultara. Así que, ya que no tengo nada mejor que hacer, y puesto que mi confianza en mí misma antes era del tamaño de una pulga, pero ya no lo es, hoy vamos a darte un buen repaso.
—¿Sí?
—Claro que sí —respondió Molly.
—Pero no puedes ir por ahí reorganizando las cosas como dices —objetó el indigente—. Si haces que empiecen a caer las fichas de dominó, ¡quién sabe qué podría pasar!
Molly se preguntó de qué estaría hablando. Por lo que ella podía ver, las fichas de dominó estaban desplegadas en el suelo.
—Confía en mí —dijo, sonriente—. Esto va a estar genial.
Y llamando con un silbido a Pétula, que investigaba la mochila del indigente, recogió la correa y llevó a los dos hombres de la mano hasta el otro lado de la calle.
—Bueno, ¿cómo te llamas? —preguntó Molly mientras subían por los escalones de la entrada del Hotel Bellingham.
—Maximillón Magno.
—Usted no.
El indigente se sorprendió al darse cuenta de que alguien le hacía una pregunta.
—Eh, pues… me llamo… em…
—¿Em?
—No, me llamo… em… Pepín. Pepín Tontínez.
—Vaya —Molly asintió con la cabeza, pensativa—. Me imagino que ese nombre habrá sido el comienzo de tus problemas.
Dos horas más tarde, el trío salía del fastuoso hotel, acompañado por Pétula. El hombre bronceado de pelo negro brillante llevaba ahora los vaqueros sucios, los dos andrajosos jerseys gruesos y la chaqueta llena de grasa que habían pertenecido al otro. El hombre sin hogar estaba limpio y afeitado, y olía a aceite de baño de cítricos. El peluquero del hotel le había cortado la enmarañada melena y Molly le había quitado los piojos. Ella había tenido piojos a menudo y era una experta en su eliminación. Había echado los setenta y ocho bichos por el desagüe, así que en ese momento estarían nadando en las cañerías que había debajo del hotel, buscando algún ser calentito y peludo donde vivir.
Aunque ekín era demasiado delgado para la ropa del hombre musculoso, tenía su misma altura, así que, con la ayuda de unos cordones ocultos, el traje resultaba solo un poco holgado. Y ahora que estaba limpio, pensó Molly, no era feo. Sin la barba, ahora era posible ver la delgadez de su cara. Su nariz era un poco puntiaguda, pero tenía unos profundos ojos azules que hacían que su rostro resultara atractivo.
ekín se sentía como en un sueño. Era el primer baño que tomaba en varias semanas, y nunca había usado ropa hecha de telas tan suaves y costosas, ni zapatos tan cómodos. A Molly le sorprendió que no le hubiera hecho ni una sola pregunta sobre por qué vivía en el Bellingham, o cómo se las había arreglado para hipnotizar a Maximillón Magno. Pensó que su autoestima era tan baja que ni siquiera se sentía con derecho a hacer preguntas. Dándole vueltas a ese pensamiento, llevó a los dos hombres al lugar de la acera donde estaban las fichas de dominó. El viento había desplazado un poco algunas, pero las demás seguían en su sitio.
—Te veremos mañana por la mañana —le dijo a Maximillón—. Hasta entonces, tú serás ekín. Buena suerte. Si necesitas bañarte, siempre te queda la fuente, ¿recuerdas? A ekín le sugeriste que se metiera en ella. El agua estará un poco fría y llena de cacas de paloma, así que no sumerjas la cabeza.
El indigente bronceado y afeitado asintió obedientemente y se sentó en la acera. Pétula le olisqueó los zapatos.
—Bien, ekín —le dijo Molly a su nuevo alumno mientras se dirigían hacia el Lamborghini naranja—, la primera lección de hoy es esta: tú eres tú y tienes derecho a llamarte como te dé la gana. Si no te gusta tu nombre, cámbiatelo. Si tus padres te pusieron un nombre que no suena muy… em… bien, tienes derecho a abandonarlo. ¿Cómo quieres llamarte?
—Pues… no lo sé.
Molly le dio unos momentos para pensárselo y tiró de la correa de Pétula.
—Podrías ser Pepe o José. Puedes ir pensando en eso, para empezar —Pétula fue hacia ellos—. Pero por hoy tu nuevo nombre será Maximillón Magno.
Molly metió la mano en el bolsillo de la americana del nuevo Maximillón para buscar la billetera del Maximillón verdadero. Cuando la encontró, sacó de ella dos tarjetas de crédito.
—Hoy son tuyas. Y esta es tu agenda —le entregó un librito negro—. Conviene que la mires para ver qué es lo que tienes que hacer hoy.
El falso Maximillón miró nervioso a su alrededor.
—No estoy seguro de que deba hacer esto. Quiero decir que no podemos suplantar a ese tipo durante un día. No es correcto. Además, las personas que le conocen sabrán que yo no soy él.
Molly quedó impresionada: al menos estaba objetando.
—Creo que deberías enfocarlo imaginándote que se trata de una medicina tanto para él como para ti —dijo ella—. Él necesita una fuerte dosis de lo que le va a pasar, y tú también. Déjame a mí los problemas. Solo hace falta que hagas como si la agenda fuera tuya. Venga, mírala.
Sintiéndose culpable, ekín pasó las finas hojas de la agenda, buscando la fecha.
—Lunes, veinticuatro de noviembre —le recordó Molly, consciente de que si vives en la calle, no te hace mucha falta saber la fecha.
—Aquí está.
—¿Qué pone?
—Dice Estudios Nube, calle Wooster, Estefanía Rompeolas. Mira, no estoy muy seguro de esto. Quiero decir, no sé qué es lo que tiene que hacer.
Molly le gritó al hombre sentado en la acera:
—¿A qué se dedica el resto de los días, menos hoy?
—Soy… modelo —respondió.
De repente, su postura, con los hombros echados hacia adelante para hablar, resultó tener un porqué. Era un tipo egoísta y arrogante, pensó Molly, pero suficientemente bien parecido para ser modelo.
Durante unos momentos, Molly titubeó. Miró con detenimiento a su alumno. Las dudas casi la hicieron desistir, pero entonces se acordó de lo fea e inútil que ella se sentía antes de aprender a hipnotizar, y se sintió aguijoneada por el desafío. Volvió a poner la mano en el bolsillo de la elegante americana y encontró las llaves del coche.
—Vale, colega. ¿A qué esperamos? ¿Sabes conducir?
ekín asintió ligeramente con la cabeza y se giró a mirar la bestia de color naranja fuego que les aguardaba junto al bordillo.
—¿Ves? Tienes un talento.
—Casi todo el mundo sabe conducir en Estados Unidos.
—Pues yo no. Venga, vámonos.
Molly, Pétula y Pepín pronto se acomodaron en los asientos de terciopelo rosa del coche deportivo italiano, y miraron el mundo a través de las ventanillas de cristal anaranjado. Con cautela, Pepín giró la llave de encendido y el coche dio tres saltos hacia adelante. Pétula se golpeó el morro contra el salpicadero.
—Perdón, perdón. Es que hace cuatro años que no conduzco. El último vehículo que conduje fue una camioneta…
Pepín agarró el volante con tanta determinación que se le pusieron los nudillos blancos. Luego, empezaron a desplazarse por la avenida Madison.
—Ese tipo es muy raro —dijo Molly mientras sacaba unas gafas de sol de la guantera—. O sea, a mí me gusta el color naranja, mi bebida favorita es el zumo de naranja concentrado, pero a este tipo le vuelve loco el naranja. Su coche es naranja, las ventanillas son naranjas, hasta sus gafas de sol tienen cristales naranjas.
Molly siguió rebuscando en la guantera, examinando los objetos personales del Maximillón auténtico. Llevaba tres espejos distintos, una máquina de afeitar, un broche que ponía «Soy demasiado para mi cuerpo» en letras rojas, un frasco de colonia, un lápiz de labios naranja, unas píldoras para la diarrea, una polvera, un recipiente de película fotográfica lleno de recortes de uñas —¡PUAJ! ¿Y eso para qué lo guarda?—, un montoncito de fotos suyas, unos caramelos de menta llamados Mentolines, unos cuantos CD y algo más de dinero. Molly apretó el claxon y, como era de esperar, el coche emitió un fabuloso «BAAAARPP» a todo volumen. Pepín, sobresaltado, hizo un brusco zigzag.
Molly encendió el reproductor de CD. De repente, una voz que cantaba «Soy el número uno, nena, así es, soy un superhombre» invadió el coche.
Pepín bajó el volumen.
—No estoy seguro de que esto esté bien —insistió nervioso por séptima vez, y casi chocó con la parte trasera de un puesto de bocadillos. Molly miró las nubes a través del techo solar del coche. Deseó que Pepín cogiera el toro por los cuernos en lugar de preocuparse todo el tiempo. «Soy el número uno, nena, así es, soy un superhombre», cantaba la voz del CD.
—No me identifico con esta música —siguió diciendo Pepín—. Yo no soy el número uno, sino el menos un millón, y me parezco tanto a un superhombre como un pingüino se parece a… un… a un águila.
Molly respiró hondo. Entendió que Pepín se preocupaba precisamente porque su confianza en sí mismo era tan escasa que no creía ni siquiera tener derecho a imaginarse que era un superhombre. Y eso suponía estar realmente muy mal.
—Muy bien, don Menos Un Millón, si eso es lo que crees que eres —señaló—. Está claro que tienes que practicar algo de gimnasia mental. Y la única forma de arreglarte la cabeza rápidamente es hacer que pienses de forma distinta sobre ti mismo. Para el coche.
Pepín hizo lo que le indicó Molly y el Lamborghini se detuvo derrapando.
—¿Qué me vas a hacer? ¿Hipnotizarme, como has hecho con Max?
—No. Pero en cierto sentido sí vas a ser hipnotizado. Te vas a hipnotizar tú solo. ¿Has oído de ese dicho que algunos se repiten una y otra vez cada mañana, que dice: «todos los días, en todos los sentidos, me estoy haciendo cada vez mejor»?
—Sí, me suena.
—Bueno, es un dicho muy viejo, inventado en 1915 por un famoso psicólogo francés llamado Emile Coué. Es una forma de autohipnosis. Si lo piensas, está claro que eso es lo que es. El señor Coué lo llamó afirmación positiva. Si lo repites una y otra vez, al final acabas mejorando más y más —Molly se giró para ver de frente a su alumno—. Así que hoy vas a empezar a practicar la afirmación positiva. Vas a empezar a borrar esas cosas negativas que piensas sobre ti mismo. Vas a reprogramarte.
—Pero no soy un ordenador. ¿Cómo voy a hacer eso?
—Para empezar, vas a llamarte de verdad, Maximillón Magno, porque eso es lo contrario de Menos Un Millón, y no debes pensar que eres eso. Y vas a hacer lo que obviamente hace el Magno ese, que es empezar a convencerte de que eres el número uno. Repítete una y otra vez que eres un superhombre. ¿Vale, Maximillón Magno? Pues repite después de mí: soy el número uno.
Pepín miró a Molly con desconfianza.
—Venga —insistió ella—, inténtalo. No te puede hacer daño, ¿verdad?
Pepín puso cara de aversión, y luego, con una expresión de asco, como si se le hubiera metido una babosa por la nariz, balbuceó:
—Soy el número uno.
—Muy bien. Ahora di: soy un superhombre.
La voz del cantante se hacía eco de las palabras de Molly.
—Esto es una tontería —objetó Pepín, arrugando la nariz como si tuviera una tijereta arrastrándose por su interior. Pero cuando Molly puso cara de enfado, hizo lo que ella le había pedido.
—Soy un superhombre —dijo en voz muy baja.
—Ahora dilo todo junto.
El nuevo Max se resistía, pero finalmente cedió.
—Soy el número uno. Soy un superhombre.
—Estupendo.
Cuando puso en marcha el coche, aunque él no se daba cuenta, estaba pisando el acelerador ligeramente más fuerte.
Cuando llegaron a la calle Wooster, Pepín ya estaba diciendo que era el número uno y un superhombre tan fuerte como el número 32 del control de volumen del reproductor de CD.
Y lo asombroso era que cuanto más lo repetía, mejor se sentía.
Sin embargo, cuando aparcaron el Lamborghini en el callejón de entrada de los Estudios Nube, cubierto de hiedra y con el suelo de adoquines, se empezó a sentir como un intruso y un impostor. De golpe, la idea de hacer el trabajo de modelo del verdadero Maximillón Magno echó por tierra toda su autosugestión positiva y le hizo sentirse tan asqueroso como un sapo.
—A ti te da igual, claro —le dijo a Molly, mientras oteaba en todas las direcciones como si buscara una excusa para no entrar—. A ti te toca mirar, pero yo me he de poner delante de las cámaras. ¿No puedo hacer alguna de las otras cosas de la agenda de Magno y olvidarme de ser modelo?
—Escucha, Pepín —le dijo Molly mientras le daba palmaditas en la espalda—, ya te había dicho que esto es como una medicina. Hay muchas medicinas que saben fatal. Vas a tener que aguantarte.
Molly llamó al telefonillo.
—Venimos a ver a Estefanía Rompeolas —dijo—. Venga, Max, confía en mí.
Así que el delgado e inseguro joven siguió a Molly y a Pétula por las escaleras grises hasta la primera planta.
* * * Dentro, el estudio era blanco y luminoso. Tenía un gran techo abovedado con tragaluces y un rollo gigante de papel blanco del tamaño de una moqueta que cubría la pared y la mitad de la habitación. Dos personas estaban de pie al fondo. Uno era un hombre rechoncho con pantalón negro acampanado y botas de tacón alto, que repasaba con una plancha de vapor algunas prendas de vestir colgadas en perchas. La otra persona era una mujer que estaba junto a un tocador con espejo, armada con un pincel y una serie de polvos de maquillaje. En una mesa, en el extremo opuesto de la habitación, una ayudante de fotografía le ponía carrete a una cámara.
Desde detrás del rollo de papel blanco una voz mandona gritó ásperamente:
—Venid por aquí.
Estefanía Rompeolas tenía una cara curiosa: su expresión severa nunca cambiaba, y parecía que se había tragado una anguila viva e intentaba no vomitarla. Cuando vio a Molly y al nuevo Max, quedó perpleja.
—¿Vosotros quiénes sois? Yo esperaba a Maximillón Magno.
—Bueno, pues en su lugar ha venido... esto... Alberto Atope —dijo Molly rápidamente.
Estefanía Rompeolas no parecía muy convencida, así que, por seguridad, Molly sacó su péndulo.
—¿Alguna vez ha visto uno de estos? —susurró—. Es un colgante con una cámara.
—¿En serio? —dijo Estefanía Rompeolas, con demasiada curiosidad como para no mirar al péndulo—. ¿Una cámara? Es asombroso. Pero ¿cómo funciona y dónde está la lente?
—La lente está justo en el centro de la espiral. Si se fija, la verá.
En dos minutos, la fotógrafa estaba tan lánguida como una galleta mojada.
—Pues bien, este es Maximillón Magno —le dijo Molly.
—Vale, lo que tú digas.
—¿Y ahora qué se hace?
—Zacko es ese de ahí —le explicó Estefanía Rompeolas, que ahora tenía los ojos vidriosos—. Zacko va a... vestir a Maximillón, y Bamby... la de ahí... le arreglará el pelo y lo maquillará... y después... Ling encenderá las luces... y entonces yo... tomaré las fotos.
En unos minutos, todo estaba en marcha.
Bamby, Ling y Zacko miraron al falso Maximillón con desconfianza, pero nadie protestó, porque la que mandaba era Estefanía. Zacko hizo lo que le pagaban por hacer: se llevó al Max impostor detrás de una cortina y lo vistió.
—Estefi, cariño —dijo al apartar la cortina—, a Maxi le queda toda la ropa un poco grande.
Pepín salió tímidamente de detrás de la cortina, con unos pantalones de neopreno a rayas negras y blancas y un suéter sin mangas a juego, todo enorme para él.
—Estoy como una cebra con piel fláccida —le susurró a Molly.
—Oye, Zacko, improvisa... ¿vale? —dijo Estefanía pausadamente—. Tenemos que... hacer... las fotos.
Así que mientras Bamby le arreglaba el pelo, poniéndoselo de punta con gel, y mientras Pepín miraba a Molly con expresión de súplica, rogándole en silencio que lo sacara de allí, Zacko recogió la ropa con alfileres para que le quedara más ajustada.
—¿Estás seguro de que has hecho esto alguna vez? —preguntó Bamby cuando Pepín se apartó del pincel con maquillaje por quinta vez—. No te voy a ensartar con esto, ¿sabes?
Cuando Bamby fue a buscar un brillo especial de su bolsa de maquillaje, Molly le dio la vuelta a la silla giratoria de Pepín. Sus pelos de punta hacían que pareciera que le había caído un rayo encima.
—Bien —susurró Molly—, te voy a dar otra lección de hipnotismo, así que escucha. Hay otra cosa hipnótica que debes conocer. ¿Has oído hablar de la gente encantadora? —Pepín dijo que sí con la cabeza—. Estupendo. El encanto es muy parecido a la hipnosis. En serio. Resultar encantador a los demás es un poco como lo que hacen los encantadores de serpientes. Si activas tu encanto, te sorprenderá ver cómo te quiere la gente. Estarán como hipnotizados por ti. Inténtalo.
—Pero yo nunca he encantado a nadie en mi vida. No sé cómo hacerlo —dijo Pepín con la voz ronca—. Soy tan encantador como... como esos hongos que les salen a las personas entre los dedos de los pies.
—¿Te refieres al pie de atleta?
Pepín asintió con tristeza.
Durante unos segundos, Molly estaba desconcertada. Nunca había pensado en cómo hay que actuar, exactamente, para ejercer tus encantos sobre los demás. La verdad era que a ella nunca se le había dado demasiado bien. Pero había visto cómo lo hacían otras personas. Por eso sabía que funcionaba. Pero al pensarlo se dio cuenta de que hay muchas maneras de encantar a los demás.
—Si los haces reír, les resultarás encantador —empezó.
—No soy muy gracioso —dijo el nuevo Max refunfuñando.
—Seguro que te sabes algunos chistes.
Pepín se puso a pensar.
—O si no, hay otra forma. Les puedes halagar. Pero eso funciona si eres sincero. Simplemente fíjate en algo bueno de cada persona y suéltalo de forma natural, cuando estés hablando. O encántalos haciéndoles una pregunta interesante sobre sí mismos. Se sentirán emocionados porque te hayas molestado en preguntarles.
Así que eso fue exactamente lo que hizo Pepín.
Primero, recuperó un chiste que tenía en lo más profundo de su memoria.
—¿Os cuento un chiste?
—Oooh, sí —dijo Zacko—. Venga, haz que nos tronchemos de risa.
—¿Cómo se dice diarrea en africano?
Nadie sabía la respuesta.
—Abunda lakaka.
Molly fue la única que se rió.
—Puaaajjj. Escatológico. Qué asco —comentó Bamby.
Zacko arrugó la nariz como si hubiera olido una patata podrida. Ni siquiera sonrieron. Pepín no se dio por vencido y probó otras formas de ejercer su encanto. Le preguntó a Bamby si pintaba, ya que la forma en que sujetaba el pincel le recordaba a un pintor que había visto en la tele. A Zacko le preguntó si alguna vez había trabajado como modelo. Expresó su admiración por Ling, diciéndole que hacía falta ser muy lista para saber cuál era la iluminación correcta para que una foto saliera bien. Pronto se esfumó la desconfianza de la cara de todos ellos.
De pie, delante del fondo blanco y parpadeando por la luz de los focos, Pepín se sentía tan pequeño e insignificante como una bacteria a rayas bajo la lente de un microscopio. Pero al ver a Molly sonriéndole y diciéndole en silencio, con el movimiento de sus labios, «soy el número uno, soy un superhombre», recuperó su confianza en sí mismo. Se esmeró por obedecer las instrucciones de Estefanía.
Primero tuvo que levantar una roca de poliuretano pintado.
—Haz como si fuera muy pesada —le indicó Estefanía.
Después le pusieron unos pantalones de ciclista color rosa brillante y le aplicaron polvos de maquillaje en el huesudo pecho. Estefanía le pidió que sujetara una bicicleta que colgaba del techo con alambres invisibles a la vez que se comía un helado de fresa de cuatro bolas en un cucurucho.
—Por favor, deja de mancharte toda la boca —le pidió Bamby.
A medida que transcurrían lentamente los minutos, Pepín aprendió algo asombroso. Con solo decidir que no se iba a sentir abochornado y fingir que era un modelo de primer orden, empezó a sentirse como un profesional.
—Fan...tás...ti...co —dijo Estefanía en su trance hipnótico mientras seguía haciendo fotos—, tienes... un estilo... natural. Estás muy atractivo. Estupendo. Maravilloso… cariño.
Molly pensó que ojalá Estefanía pudiera hacer buenas fotos estando hipnotizada.
CLIC, CLIC, CLIC, hacía su enorme cámara negra.
—¡Eres asombroso! —dijo Zacko, meneando emocionado su melena rubia y sacudiendo el trasero como si nunca hubiera visto a alguien con talento.
Cuando llevaban gastados veinte carretes de película, Pepín se apartó por fin de las luces.
—¡Fiu!
—Estoy ansiosa por ver las fotos —comentó una sonriente Molly, y luego preguntó—: ¿Para qué son?
—Son para la campaña publicitaria… de este año del Centro… Sueños de Acero —contestó Estefanía, batiendo cuatro veces las pestañas.
—¿Y eso qué es?
—Es una gran cadena… de gimnasios para… ponerse en forma.
—¿Ponerse en forma? ¿Cómo levantar pesas y cosas así?
—Sí —respondió Estefanía con lengua de trapo—. Las fotos son… para que la gente… vaya al Centro Sueños… de Acero… a hacer… ejercicio.
—Pero yo no tengo músculos —comentó el nuevo Max.
—No, no tienes… músculos —asintió Estefanía.
—¿Pero vuestras fotos no tienen que ser de alguien con aspecto de, qué se yo, de gladiador o algo así… muy fuerte y musculoso?
—Sí, esa era la idea —comentó Estefanía, totalmente inconsciente de los problemas que la aguardaban.
—¿Así que has tomado unas fotos que no sirven para nada? —preguntó Max.
Como si le hubiera preguntado si el mundo era redondo, Estefanía respondió que sí.
—Vaya —dijo Molly—. ¡Madre mía!
Por su culpa, era muy probable que Estefanía se quedara sin trabajo. Aunque era una mujer tan agria como una manzana verde, no merecía que la despidieran. Molly empezó a alarmarse. Arrastró a Max hasta detrás del fondo de papel.
—¿Qué vamos a hacer, Max ?
—¿Qué quieres decir con vamos? Esto ha sido idea tuya, Molly. Yo te había dicho que una vez que haces caer una ficha de dominó, todas empiezan a caer.
A Molly no le gustaba lo que estaba pasando. De repente, todo parecía más caótico de lo que ella había previsto. Corrió hacia la ventana. Afuera, en la calle, había mucha gente. Desesperada, examinó el tamaño y complexión de cada persona que pasaba, por si había alguno que se ajustara al ideal del Centro Sueños de Acero.
Cuando Molly bajó la escalera y salió a la calle corriendo, seguida por Pétula, chocó con una anciana que a su vez se dio contra un hombre mayor que la acompañaba. La barra de pan que llevaba el anciano en una bolsa de papel de estraza cayó al suelo y fue a parar a un charco.
Pum, pas, catadas, paf, chof.
—¡A ver si se fija por dónde va, joven! —la riñó—. ¿Se cree que quiero que mi pan se empape con agua sucia?
Molly le recogió el pan.
—Lo siento mucho —dijo mientras los dos jubilados se marchaban enfadados.
Molly siguió buscando por la calle. Pepín tenía razón, el efecto dominó sí existía, y al hipnotizar a Maximillón había iniciado una reacción en cadena. Debía corregirlo lo antes posible. Tendría que encontrar un modelo mejor. Vio a un hombre fornido que iba hacia un bar al otro lado de la calle. Se dirigió hacía él rápidamente, pero cuando él se giró, vio que tenía un tatuaje de telaraña que le cubría toda la cara. Seguramente su imagen no sería lo que el Centro Sueños de Acero requería. Un hombre bajito y fibroso con mono de pintor salió del bar con un bocadillo en la mano. Tampoco era adecuado: era demasiado delgado. Ni un tipo musculoso con la cara sucia, sentado en su moto comiéndose un donut, porque tenía una cara demasiado amenazadora.
Finalmente, Molly vio a su salvador. De pie, junto a una farola, un hombre vestido de azul se ajustaba la hebilla del cinturón. Tenía un buen perfil. Sintiéndose aliviada, Molly se acercó. Pero cuando el hombre se puso la gorra, se dio cuenta de que se trataba de un policía. Titubeó. Le empezaron a sudar las manos. Molly nunca había hipnotizado a alguien que llevara pistola.
Pero, por otro lado, había metido a Estefanía Rompeolas en un lío y ahora tenía que ayudarla. Y en esos momentos el único modelo adecuado en esa calle era el policía.
Pensaba que no debía utilizar su péndulo, ya que alguien podría ver lo que estaba haciendo y seguramente sería delito poner en trance a un policía. Tendría que depender de su voz hipnótica. Hacía mucho tiempo que no la utilizaba. Aspiró profundamente.
—Esto, perdone —empezó Molly, e intentó pensar en algo que le fuera a tomar mucho tiempo para explicar. El policía tenía la piel del color del azúcar moreno, y eso le dio una idea.
Se tranquilizó, estabilizó su voz y estiró el cuello para poder mirar al policía directamente a los ojos.
—¿Alguna vez ha pensado —comentó con una expresión neutra— en la cantidad de colores de piel que hay? —El hombre ya le estaba prestando atención. Ahora empezó a hablar más despacio—. Probablemente hay cientos, quizá... miles, que van desde el negro azulado... más oscuro... hasta una piel tan blanca que... recuerda... la superficie... de la luna. —Dentro de su cabeza, su propia voz sonaba como el zumbido de una máquina.
El policía miró a Molly con interés, preguntándose qué habría hecho que se pusiera a hablar de esa manera. Pensó que era una apuesta, e intentó ver sí había otros niños en la calle observando si la niña del parche en el ojo se atrevía a hacer lo que estaba haciendo. No los había. Como le hizo gracia, asintió con la cabeza y sonrió. Además, de repente sintió un gran sopor, tanto como un burro al sol.
—Quiero decir —prosiguió Molly, hablando con un tono uniforme, pero levantando un poco la voz y envolviendo con ella algunas de las palabras que salían de su boca—, quiero... decir... que... si... piensa... piensa... profundamente... ahora... en... lo... más... profundo... de... su... mente... tranquilamente... verá... que... usted... no... es... negro... es... del... color... del... caramelo... como... el... color... de... un... sillón... de... cuero... marrón... en... el... que... podría... quedarse... dormido... quedarse... dormido... cuando... está... muy... tranquilo... o... marrón... como... el... agujero... blando... hecho... de... corteza... donde... duerme... un... lirón... duerme... y... yo... no... soy... realmente... blanca... soy... más... del... color... de... una... almohada... en... una... cama... blandita... donde... usted... se... relaja... blanco... rosado... como... un... champiñón... blandito... y... aterciopelado.
Hizo una pausa, impresionada porque sus palabras estaban ejerciendo el efecto deseado sobre el policía. Parecía que se estaba quedando dormido. Sintió que había llegado el momento y empezó a ponerlo en trance.
—Todos... somos... iguales... en... el... fondo... bajo... nuestra... piel... todos... nos... relajamos... de... la... misma... manera... muy... en... el... fondo... todos... nos... relajamos... cuando... muy... muy... dentro... de... nosotros... nos... sentimos... completa... y... totalmente... en... trance... y... ahora... usted... está... completamente... bajo... mi... poder... y... cuando... yo... chasquee... los... dedos... usted... actuará... de... forma... normal... y... me... seguirá... y... hará... todo... lo... que... yo... le... ordene.
Y la cálida sensación de fusión recorrió el cuerpo de Molly, indicándole que tenía el control total. El policía sonrió tan satisfecho como una abeja en un panal, y Molly chasqueó los dedos.
Pétula ladró, impresionada. Los diamantes de su collar destellearon como si estuvieran de acuerdo.
—Gracias, Pétula, yo también lo creo —respondió Molly. Luego le dijo al policía—: Bien... esto, caballero, si hace el favor de seguirme...
Dentro del edificio, subiendo por la escalera gris, Molly iba dando instrucciones a su sujeto.
—Además, deje la pistola en algún lugar seguro. Cuando haya acabado su trabajo, puede volver a la calle y seguir haciendo de policía. Hoy, usted va a ser el nuevo rostro del Centro Sueños de Acero, así que les va a mostrar sus músculos. Usted tiene músculos, ¿verdad?
—Síiii —respondió el policía, flexionando su bíceps derecho.
* * * —Estefanía, aquí tienes a tu nuevo modelo —dijo—. Este sí que es lo bastante guapo como para ser el rostro del Centro Sueños de Acero, ¿no?
Estefanía Rompeolas levantó la vista de la lente que estaba limpiando. Y entonces sucedió algo horrible. Como si la anguila que Molly se había imaginado dentro de su garganta fuera real, Estefanía Rompeolas abrió la boca y la asquerosa anguila imaginaria habló, y entonces volvió a desaparecer dentro de ella.
—Pero es negro —dijo.
Durante unos momentos, Molly quedó confundida.
—¿Y qué?
—Pues que a mí... no me gusta... fotografiar a negros.
Ahora parecía que la anguila estuviera meneándose dentro de ella, como intentando salir de nuevo a respirar.
—Estefanía, me das asco —dijo Molly.
—Hay gente así. Una vez un hombre me escupió por no ser chino —dijo Pepín, que ya se había vuelto a poner su holgado traje. Entonces susurró—: Yo, en tu lugar, usaría la hipnosis para quitarle eso.
—Claro que lo voy a hacer —respondió Molly y, acercándose a ella, le ordenó bruscamente—: sígueme.
Detrás del fondo de papel, Molly le dio a Estefanía una serie de instrucciones para mejorar su vida.
—Bien, de hoy en adelante, Rompeolas, si vuelves a tener pensamientos imbéciles como el que acabas de tener cuando has visto a este modelo, vas a mugir como una vaca. ¿Entiendes? Y cada vez que lo hagas, pensarás que todos los colores de piel son igual de buenos y que las personas, dentro de esa piel, son todas iguales, seres humanos. Y además, dejarás de poner esa cara horrible que hace que parezca que te has tragado una anguila.
Inmediatamente, la expresión de la cara de Estefanía Rompeolas se relajó.
—Muuuu —dijo, al volver adonde estaban los demás.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Zacko.
Pero por el cerebro de Estefanía Rompeolas ya corría una serie de pensamientos nuevos, y le dijo afectuosamente al policía:
—Muuuu. Cariño, bienvenido. Eres perfecto para este trabajo. Gracias por haber venido. Venga, vamos a tomar las fotos. Zacko, vístelo.
Cuando el policía salió de detrás del fondo, vestido con la ropa deportiva a rayas, con sus grandes bíceps relucientes por el aceite que le había dado Bamby, estaba realmente en el papel, mucho mejor de lo que habría estado Maximillón Magno. Una vez delante de las luces, brillando como una superestrella, Molly se acercó a Pepín.
—¿Lo ves ? A veces el efecto dominó produce buenos resultados —dijo Molly, y Pepín asintió—. Bueno, ¿hay más citas en la agenda de don Modelo?
El nuevo Max sonrió y abrió el pequeño libro negro.
—Nada.
—Vale. ¿Qué te parece si vamos a comer?
Pepín, Molly y Pétula salieron del estudio. Cuando pasaron por delante del motorista, que seguía sentado sobre su moto comiéndose otro donut, Pepín le preguntó a Molly:
—Espero que no te moleste mi curiosidad, pero ¿qué te ha pasado en el ojo?
—Me corté la córnea.
Pepín hizo un gesto de aprensión.
—Pero ya casi estoy bien —le dijo Molly—. Me tengo que tomar unas pastillas moradas.
—Mmm. ¿Has probado remedios naturales? Una vez tuve problemas en un ojo, y unas pastillas a base de cambronera de la China me sanaron muy rápido. Antes de ir a comer, ¿qué te parece si vamos a una farmacia y compramos un frasco para ti?
—¿Cómo sé que no me van a poner peor? —preguntó Molly nerviosa.
Finalmente, fueron a una farmacia que había en la misma calle. Molly dejó a Pétula fuera, olisqueando una caja vacía. Compró un frasco de pastillas de cambronera de la China y se tomó una.
Justo en el momento en que se tragaba la pequeña píldora azucarada, oyó ladrar a Pétula.
Molly se quedó helada. No se trataba del ladrido alegre que normalmente soltaba cuando estaba emocionada. Ahora había ladrado pidiendo ayuda. Le estaba sucediendo algo terrible. Molly salió corriendo y bajó a saltos los cuatro escalones a la entrada de la farmacia. Pétula volvió a ladrar y Molly le vio la cara. Pero solo un momento, ya que, un segundo después, el hombre de los donuts le introdujo la cabeza dentro de una caja sujeta a la parte posterior de su moto.
Cuando puso en marcha la moto y se alejó rápidamente, Molly chilló. Entonces empezó a buscar frenéticamente a alguien que la ayudara.
—¡Auxilio, policía! —gritó—. Por favor, que alguien me ayude. ¡Ese hombre ha robado a mi PERRITA!
Pero no había ningún policía en la calle. La gente miraba a Molly como si estuviera loca. Algunos se giraron para ver la moto en el momento en que giraba la esquina, dejando una nube de humo que se disipaba en el aire rápidamente.
Pepín estaba junto a Molly.
—¿El tío ese se ha llevado a tu perro?
—Sí, sí. Esto es terrible. Y no hay ningún policía en la calle que pueda perseguirle. Ay, esto es una pesadilla, no me puede estar pasando. ¿Por qué se la habrá llevado? ¿Qué le quiere hacer?
Molly empezaba a ponerse histérica. Así que cogió a Pepín por el brazo y tiró de él con todas sus fuerzas para llevarlo al Lamborghini naranja.
—Vale, Pepe, no hagas preguntas. No digas que no. No seas cobarde, no seas lento... métete en el coche y, por favor, ¡conduce como si tu vida dependiera de ello!
Molly le metió la mano en el bolsillo, sacó las llaves del coche y lo empujó al asiento del conductor.
—Arranca —gritó ella.
Con un rugido, el motor se puso en marcha y en un momento Molly y Pepín iban veloces detrás de la estela de humo del motorista.
—¿Es nece... es necesario que hagamos esto? —preguntó Pepín, una vez más, tembloroso.
—¿De qué hablas? —respondió Molly—. Pétula está en esa caja, con la tapa cerrada como un ataúd. ¡No me lo puedo creer! Si ese poli no estuviera en el estudio luciendo sus músculos, esto no habría pasado.
—O sea, que es culpa tuya.
—No hace falta que me lo restriegues. El efecto dominó y todo eso. Ya lo sé. Pepe, no es momento para echarme la culpa. Es momento para que muestres de qué estás hecho. Tienes que atraparlo. Pétula necesita que seas un héroe. Un verdadero héroe. Conduce, Pepe, conduce.
Así que Pepín condujo, y se tomó muy en serio su trabajo. Por el rabillo del ojo, Molly podía ver que movía la boca ligeramente. En su mente, Pepín repetía su nuevo mantra: «Soy un superhéroe, soy un superhéroe».
El coche cambió de dirección bruscamente y fue serpenteando por tres carriles llenos de tráfico para mantenerse detrás de la moto.
—¿Pero para qué iba a querer un motero de Manhattan a Pétula? —preguntó Molly casi llorando—. Las carlinas son raras, pero no tanto. Yo quiero a Pétula más que a nadie, pero él ¿para qué la quiere?
—Mmm —reflexionaba Pepín mientras giraba en un semáforo— quizá ese tío se ha creído que los diamantes del collar son auténticos.
—¡Es que son auténticos!
—¿Sí?
De repente, todo estaba claro. Molly se sintió muy tonta por no haberse dado cuenta hasta ese momento de lo atractivos que resultarían los diamantes de Pétula para un ladrón. ¡Valían muchos miles de dólares!
Después de seis minutos agitados y tensos, en los que se preguntaban hasta dónde iría el ladrón, mientras se mantenían a una distancia prudencial, Molly y Pepín observaron que, tras girar en una esquina, la moto reducía su velocidad.
El motorista aparcó en mitad de una manzana, en un barrio de aspecto siniestro, frente a una tienda de pelucas y junto a otra de telas. Se bajó de la moto y en tres rápidos movimientos abrió la caja, sacó a Pétula, que luchaba por escapar, y buscó en uno de sus bolsillos la llave del portal de un enorme bloque de pisos.
Aunque el Lamborghini naranja todavía no se había detenido del todo, Molly abrió la puerta, ya que para entrar en el edificio tendría que introducir el pie antes de que la puerta se cerrara. Así que saltó del coche y empezó a correr por la acera. Los siguientes momentos transcurrieron a cámara lenta en la mente de Molly. El portal estaba tan lejos que parecía imposible llegar a tiempo.
Dentro del edificio, con el cuerpo lleno de adrenalina por la emoción del robo y todavía con el casco puesto, el motorista entró en el ascensor y presionó el botón de la planta dieciocho. Las puertas se cerraron. Se rió al acordarse de los gritos de la niña rica que obviamente era la dueña del chucho mimado. Hizo un gesto de desprecio al pensar en lo ridículo que era ponerle diamantes a un perro. Sujetando a Pétula para que no se moviera y quitándose el casco para ver mejor, volvió a examinar el collar.
Abajo, en la entrada del edificio, el dispositivo neumático que impedía que la puerta se cerrara de golpe soltó un silbido y permitió que la puerta se acabara de cerrar. Molly nunca había corrido tan rápidamente. Entonces, una figura delgada y alta la adelantó a toda velocidad. Pepín saltó hacia la puerta, extendiendo los dedos de la mano para impedir que se cerrase.
—¡Ay! Es la primera vez que me pillo los dedos intencionadamente.
—Gracias, Pepe —dijo Molly al llegar, respirando con dificultad—. ¡Eres estupendo!
—¿Y ahora qué?
Molly miró hacia el ascensor y las escaleras. Vio los números que se iluminaban sobre la puerta del ascensor.
—No podemos seguirle sin más, puede que vaya armado —señaló Pepín.
—Vamos allá, Pepe.
—Pero yo no soy Pepe, soy Pepín.
Pepe estaba tan nervioso que se le escapó un pedo.
Molly puso cara de asco.
—Vale. Solo por eso, tienes que entrar conmigo.
La mente de Molly funcionaba a toda velocidad. Si lograban subir, entonces Pétula estaba casi salvada. ¿Sería posible? ¿Funcionaría el péndulo con un ladrón desconfiado y culpable? ¿Funcionaría su voz hipnótica? Se volvió a Pepín. Era evidente que iba a tener que animarle.
—Pepe, acuérdate de una cosa. Hoy estás ejercitándote. Es lo que hacen los actores cuando experimentan con un papel nuevo. Hoy tú representas un papel. Y ahora mismo vas a hacer como si fueras muy, pero que muy valiente, y eso te va a enseñar cuánto valor tienes realmente dentro de ti.
—Vaya, Molly, tienes una forma muy rara de hacer las cosas. Ya te he explicado el efecto dominó. Mira lo que ha pasado. Esto puede acabar muy mal.
—Escucha —dijo Molly con firmeza—. En la vida a veces te tienes que arriesgar. No seas tan negativo. Quizá el día salga bien. Además, si no rescatamos a Pétula, no sé qué voy a hacer. Hoy se suponía que era un día de fiesta para ella, y mira cómo ha acabado. ¡Piensa cómo se sentirá! Me tienes que ayudar.
Pepín echó un vistazo al coche aparcado fuera.
—Bueno, hoy tú has hecho mucho por mí, Molly, así que voy a confiar en ti. Pero solo una vez más.
Al decir eso, levantó los brazos e hizo como si se estuviera poniendo un jersey invisible.
—¿Qué haces ?
—Me estoy vistiendo de valor.
—Bueno, pues si a ti te funciona eso, perfecto, pero no lo hagas delante de otras personas —le aconsejó Molly—. No todo el mundo tiene la mente tan abierta como yo.
El ascensor llegó. A cada planta que subían, Molly iba perdiendo la seguridad de estar haciendo lo correcto. Cuando llegaron a la planta dieciocho, estaba decidida a volver a bajar. Pero pensar en Pétula hizo que superara la crisis. Pepín la siguió.
Salieron a un pasillo pintado con esmalte blanco brillante. Al final había una puerta, y junto a ella arrancaban unas escaleras que subían, seguramente, a la terraza. La puerta del final de la escalera estaba abierta, y desde ahí llegaban voces con un fuerte acento del Bronx.
Molly subió sigilosamente y, tal como lo haría una tortuga asustadiza, asomó la cabeza por la puerta para ver lo que sucedía. Sentía la respiración de Pepín en la nuca.
La terraza tenía una vista espectacular. Molly observó que, a poca distancia, asomaba la parte superior del edificio Empire State, con su pináculo con adornos en forma de abanico. Alrededor había una panorámica de rascacielos que se elevaban hacia las alturas. Algunos tenían cuarenta plantas más que el edificio donde estaba Molly, y sus paredes de cristal reflejaban el cielo en tonos plateados. Otros eran de una altura parecida. Muchos de los tejados estaban coronados por depósitos de agua de color verde. La terraza del edificio del ladrón estaba ajardinada, pero muy descuidada. Tenía grandes macetones en los que crecían malas hierbas y, sobre un suelo de madera astillada y descolorida por el sol, yacían desperdigados muebles de jardín rotos y medio podridos. En el centro había una enorme plataforma de hormigón sobre la que se levantaba un depósito de agua cilíndrico, del tamaño de un remolque, capaz de contener los miles de litros que necesitaban los habitantes de los pisos. Tenía encima un tejado inclinado de color verde, que servía para mantener el agua limpia.
De pie sobre la plataforma del depósito había ocho personas, tres mujeres y cinco hombres, de veintitantos años. Todos iban vestidos de cuero negro, y aunque la temperatura era glacial, cuatro llevaban chaquetas sin mangas, como haciendo ver que eran tan duros que no sentían el frío. Sus brazos desnudos estaban llenos de tatuajes y casi todos llevaban algún piercing. Tenían piercings en narices, mejillas y, como pudo ver Molly cuando uno le hizo una mueca a otro, en la lengua. Las mujeres parecían llevar una tienda de bisutería entera en las orejas. Uno de los hombres llevaba tornillos en la cabeza a manera de cuernos. Todos se arremolinaban alrededor del motorista.
—Uff. No me gusta la pinta de esos tíos —gimoteó Pepín—. Parecen de esos que se vuelven locos, Molly, como lobos con luna llena. Son peligrosos.
Molly no le hizo caso. Miraba horrorizada lo que sucedía junto al depósito de agua. El motorista le estaba dando la espalda. El hombre de los cuernos, una mujer gorda y un tipo muy feo miraban con avaricia lo que les estaba enseñando. Sin duda se trataba de Pétula y su collar.
Repentinamente, uno de los hombres, que tenía la cabeza rapada y una cresta teñida, trepó al depósito, abrió una compuerta y, sin previo aviso, se quitó las botas y la ropa de cuero y se tiró al agua. Salpicó tan ruidosamente que las dos mujeres más delgadas se rieron a carcajadas. Una de ellas, que llevaba unas botas altas negras, subió y se asomó por la compuerta. El hombre que nadaba en el depósito para lucirse, gritaba de frío como si estuviera en el océano Ártico.
Molly aprovechó ese momento de distracción para correr a través de la terraza y ocultarse detrás de un enorme macetón.
Desde allí se dirigió a la parte posterior de la plataforma, se subió, y quedó a la altura de los otros. Agazapada tras un arbusto marchito, pudo ver a Pétula. La perrita captó el olor de Molly y la miró con ojos de terror. Ladró para pedirle a su ama que la rescatara. Pero esta no sabía qué hacer. No podía hacer nada, realmente, aunque intentó transmitirle pensamientos tranquilizadores: Te voy a sacar de esta, Pétula, de verdad que sí. Te lo prometo.
La puso furiosa ver lo mal que la trataba el motorista. Le había puesto una mano debajo del vientre y la sujetaba como si fuera un peluche que no sentía nada. Molly ahora podía oír claramente la conversación.
El hombre que estaba en el agua se llamaba Verdugo. Tenía frío y quería salir.
—Venga, que alguien me ayude. Me estoy congelando.
—Tengo una idea —sugirió un hombre feo, bajito y gordo que estaba junto al motorista—. Vamos a cerrarle la compuerta.
—Atrévete y te mato, D.T.
—Fuera de ahí, imbécil —dijo una de las mujeres, que tenía unos pechos enormes.
—Ya lo he dicho, Doris, no puedo salir —gritó Verdugo.
—¡Vaya por Dios! —dijo Doris la Grande, y se inclinó para darle la mano. Con la fuerza de un león, sacó a Verdugo del agua como si fuera un niño de preescolar.
—¡Mira el que se quería lucir con las tías! —se burló un hombre musculoso que llevaba un brazo vendado.
Verdugo le empujó a un lado para bajar a su piso a secarse.
Molly se preguntó dónde estaría Pepín, y empezó a buscarle preocupada. Esperaba que no se encontrase cara a cara con Verdugo.
—Dabuti, Tuercas —dijo Doris mientras le daba una palmadita en la cabeza al motorista—, lo has hecho muy bien. Esos diamantes seguro que valen una pasta. Quítale el collar para echarle un vistazo.
—Mi madre usaba collar —comentó el hombre de los cuernos—, pero el suyo tenía pinchos.
—¡Qué tierno! —comentó Doris.
Se sentó en una caja de madera vieja mientras Tuercas intentaba quitarle el collar a Pétula. Una de las mujeres delgadas, que tenía un cigarro entre los dientes, sujetaba a Pétula para que no se moviera. Cuando le cayó ceniza caliente encima, la perrita soltó un chillido.
—¡Cállate, chucho mimao y forrao! —a la mujer le pareció muy gracioso lo que había dicho, y le dijo a Tuercas—: ¿Has oído? Mimao y forrao. ¿A que mola?
A Molly le dio un vuelco el corazón. No tenía ni idea de cómo iba a hipnotizar a todos esos locos.
De repente, Doris gritó:
—Oh, Cobra, mi nene, ven con mamá.
Durante un momento, Molly pensó que vería a un niño pequeño que se acercaría a la corpulenta mujer, pero luego pensó que probablemente Cobra sería un hombre mayor. A menos, claro, que fuera una serpiente. Molly tuvo cuidado de estar bien oculta detrás del arbusto. Entonces, se quedó helada.
—He tenido que soltarlo —explicó Verdugo, que llevaba una toalla al cuello—. Tenía que salir.
Cuando Molly logró ver distintas partes de Cobra, una gran boca llena de dientes, un cuerpo monstruoso y unas garras como de pantera, se dio cuenta de que lo que tenían era un dóberman. Y con la misma rapidez, Cobra comprendió en la parte olfativa de su cerebro canino que había otro perro y un humano que no conocía. Podía oler un pequeño cócker spaniel, o carlina, y a una niña. Salió disparado hacia Pétula, pero el hombre de los cuernos lo detuvo.
—¡Quieto! Espera un poco. Primero le tenemos que quitar el collar.
Frustrado, Cobra se quedó parado. Luego le llamó la atención el otro olor nuevo, levantó la cabeza y empezó a olisquear el aire. Molly buscaba desesperadamente a Pepín, y vio que se había marchado. ¡Había huido! No podía creerlo. ¡Con que se había vestido de valor! Y sin embargo, era de esperar: Pepín no era un superhombre, por mucha imaginación que le echaras. Un segundo después, el perro asesino estaba ladrando.
—¿Por qué ladras, cariño? —le preguntó Doris, mirando hacia el borde de la plataforma—. Qué perrito más tonto. Te voy a tener que llevar al parque, aquí te estás volviendo loco. Ahí no hay nada, cariño.
Pero Cobra siguió ladrando y empezó a dar saltos con tanta fuerza que el hombre de los cuernos casi no podía retenerlo. Ahora ya estaban todos pendientes de él.
—¿Qué pasa, Cobra? ¿Has visto un lindo gatito? A por el lindo gatito, Cobra.
Molly se agachó más. En cuestión de un momento, Cobra se pondría histérico de curiosidad. Ella no quería acabar siendo la cena de Cobra, así que, sin dudarlo más, se levantó y salió de su escondite.
Todos se quedaron en silencio, atónitos, durante unos segundos. Molly estaba delante de ellos, con su abrigo de cuero rojo, el parche negro sobre el ojo, y el pelo revuelto de loca. Pero su desconcierto duró poco. Verdugo saltó a la plataforma y en tres zancadas llegó adonde estaba Molly, la levantó y se la lanzó a D.T., que la atrapó y la tiró al suelo, a los pies de Doris. Molly se raspó las manos.
Pétula empezó a ladrar, pero nadie le hizo caso, ni siquiera Cobra, que empezó a gruñir a Molly.
—¿Y quién demonios es esta? —preguntó Doris con tono siniestro.
Desde su poco decorosa posición en el suelo, Molly comprendió dos cosas: la primera, que aquella pandilla vivía, sin lugar a dudas, en un estado de aburrimiento permanente. La segunda, que Molly era su juguete. Se sintió como un ratón rodeado por ocho malvados gatos.
—La pequeña pirata tendría que aprender modales —dijo Doris, torciendo los labios de forma juguetona.
Molly no tenía absolutamente nada con qué defenderse. Ahora no le servían el péndulo y la voz hipnótica. Verdugo la levantó como si fuera una pieza de carne.
—Vaya, vaya. ¡Qué ropa tan bonita! —le dijo en tono burlón—. Seguro que te sirve para nadar.
Dando un paso hacia adelante, lanzó a Molly al interior del depósito de agua.
* * * Durante un segundo, el mundo de Molly se volvió negro y extremadamente frío. El agua gélida se le metía por la nariz. Estaba encima y debajo de ella. Le llenaba los oídos. Le empapaba la ropa hasta la piel y el pelo hasta el cuero cabelludo.
Entonces, salió a la superficie, empezó a toser y se orientó. Se sentía como si estuviera flotando en una cubitera gigantesca.
Un rayo de luz entraba por la compuerta, pero el cuerpo de Verdugo lo tapaba en parte. Verdugo señalaba con el dedo y reía a carcajadas, como si ver a Molly medio ahogada en el agua helada fuera una de las cosas más graciosas que había visto en su vida. Molly escupió el agua que le llenaba la boca. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se desabrochó el abrigo y se lo quitó con gran esfuerzo. Se apartó el pelo mojado de la cara y trató de pensar con claridad. El parche se le había caído y flotaba en el agua delante de ella. Molly mantuvo cerrado el ojo lesionado. Los dientes le castañeteaban intensamente, las piernas se le empezaban a entumecer, pero no tenía ningún deseo de salir a la guarida de leones que había en el exterior. Podría estar casi congelada en el agua, pero al menos estaba segura. Entonces pensó en Pétula y en el dóberman feroz y empezó frenéticamente a buscar una manera de escapar.
Afuera, el resto de los miembros de la pandilla se acercaron para ver a Molly. Como si fuera un pez contando chistes, se asomaban al interior del oscuro depósito y se reían.
Finalmente, Doris dijo:
—Vale, Verdugo, sácala o va a necesitar anticongelante.
El grueso brazo de Verdugo se introdujo en el depósito y fue tan bien recibido como si se tratara de una escalera.
* * * Molly estaba de pie junto al depósito de agua, tiritando, empapada como un gatito. A su izquierda, Pétula, ahora sin collar, se escondía acobardada detrás de dos macetones de barro, donde no la pudiera alcanzar el dóberman agresivo, que ladraba e intentaba llegar hasta ella.
Todos los matones estaban juntos, mirando a Molly como si fuera un fenómeno de feria.
Entonces sucedió.
Hubo un fortísimo chillido y Molly vio lo que parecía un Supermán delgado y trajeado, que volaba por los aires. Pepín, con dos grandes sacos de tierra para macetas en las manos, se había lanzado desde la parte superior del depósito. Aterrizó sobre la espalda de Verdugo, que cayó de bruces sobre la chica que estaba delante de él. El golpe fue tan fuerte que ella cayó violentamente de lado contra Tuercas y le cortó la respiración. Este chocó contra la mujer de las botas altas, que perdió el equilibrio y soltó un chillido con su voz ronca al quemarse con su propio cigarro. Fue un ejemplo muy espectacular del efecto dominó. En tres segundos, cuatro miembros de la pandilla estaban en el suelo sin poderse defender. Pepín estaba aturdido. Entonces, al contemplar el resultado de su valiente acción, una expresión de felicidad le cruzó la cara.
Doris miró con odio a Molly, y Cobra gruñó. Molly deseaba ser capaz de hipnotizarlos con el péndulo o con la voz, pero no podía. La hipnosis con la voz tomaría tiempo, y eso era algo que ella no tenía. La hipnosis con el péndulo sería imposible con Doris, ya que estaba demasiado enfadada y, además, aunque funcionara con ella, no funcionaría con los demás, que verían lo que estaba pasando con Doris.
—Bueno —dijo Doris con las mejillas mantecosas temblándole—, así que no eres una niña pirata tuerta. Te habías puesto eso solo porque te parecía guay. ¿De dónde has sacado a tu cómplice? Por lo que se ve, le gusta volar. Esta noche lo vamos a llevar al puente de Brooklyn, a ver si vuela.
Molly estaba tan asustada que ya no sentía el frío; el miedo había hecho explosión en su interior y ahora ardía como un reactor nuclear. Desde luego, ella y Pepín se iban a ahogar si los tiraban al río desde el puente de Brooklyn. Observó la cara gorda de la mujer, que se contorsionaba y deformaba de pura maldad, y parpadeó para intentar no desmayarse. Y al hacerlo, se dio cuenta de que sin querer había abierto el ojo lesionado y que lo estaba usando. ¡Podía ver con él!
La mente de Molly funcionaba a toda velocidad. ¿Significaba eso que ahora podía usarlo hipnóticamente? No estaba segura. Sabía que cuando hipnotizaba a alguien, sus ojos experimentaban movimientos oscilatorios que podrían ser malos para su córnea. Si se le volvía a abrir, quedaría cegada por ese terrible dolor. Pero tendría que arriesgarse. De lo contrario, quizá ella, Pepín y Pétula acabarían muertos. Si alguna vez había necesitado realmente utilizar sus ojos hipnóticos, esa era la ocasión. Aspirando profundamente y concentrándose en una lata de cerveza que había cerca de sus pies, activó la parte hipnótica de sus ojos. En unos segundos, estos palpitaban con la energía de su interior.
—¿Qué miras, enana? —gruñó Doris—. Mírame cuando te hablo.
Molly levantó la vista. Sus ojos penetraron en los de Doris enganchando sus pupilas con una mirada hipnótica verde. Como discos metálicos atraídos por un imán, los ojos saltones de Doris quedaron cautivados, absorbidos, apresados. En pocos segundos, la mujer estaba completamente hipnotizada, tan indefensa como un motor sin una gota de gasolina.
Molly supo que todo saldría bien.
Con tanta facilidad como si estuviera tirando balones a una canasta, se puso delante de cada uno de los matones y los sumergió en un trance profundo. Cada vez que hipnotizaba a uno, una cálida sensación de fusión recorría el cuerpo de Molly. Pepín se frotaba los ojos con incredulidad. Estaba asombrado de ver a cada uno de los desconcertados miembros de la pandilla ponerse delante de ella y enmudecer al mirar fijamente en sus ojos.
Era fantástico. Uno a uno se quedaron tiesos como muñecos de nieve bajo el cielo glacial.
Finalmente, Cobra se tumbó de espaldas. Molly soltó un respiro de satisfacción y alivio. Más tarde les diría a sus sujetos hipnotizados lo que tendrían que hacer. Pero había cosas más importantes en ese momento. Extendió los brazos y Pétula salió corriendo de su escondite, saltó sobre ellos y empezó a lamerles la cara.
—Eres extraordinaria —dijo Pepín al ver a Molly retozando en el suelo con Pétula—. No hago más que pensar que debo estar soñando —y arrebató el collar con diamantes de las garras de Doris.
Molly abrazó a Pétula y levantó la mirada.
—Bueno —dijo tiritando—, he hipnotizado así muchas veces, y realmente no es tan extraordinario como parece —hizo una pausa y entonces una enorme sonrisa le llenó la cara—. Pero tú, tú sí que has hecho algo extraordinario. ¡Realmente eres estupendo! —Pétula ladró con alegría y Molly se levantó y golpeó a Pepín en el hombro—. Pepe, ¿te das cuenta de lo que acabas de hacer? Hoy has roto tu molde. Hoy sí te has portado de verdad como un superhombre. Realmente, has crecido hasta convertirte en algo más. Es verdad, Pepe —Molly estornudó—. Y quiero felici...tar...tar...
En ese momento, los dientes de Molly empezaron a castañetear con gran fuerza.
—Vale, Molly, vámonos adentro antes de que pilles una pulmonía. ¿Estos tipos van a seguir, ya sabes, hipnotizados?
—Tanto como un helado sigue frío cuando está en el congelador —respondió Molly.
La terraza ajardinada pertenecía a un piso enorme y lujoso. Este tenía una habitación diáfana alargada que ocupaba casi la planta entera del edificio, con unas vistas estupendas del perfil de Manhattan. Por las ventanas del fondo, el Empire State relucía como un adorno de Navidad. En el extremo opuesto de la habitación había una cocina abierta con los mejores electrodomésticos, y la zona central servía como salón, con varias alfombras y unos sofás peludos con forma de salchicha. Ahí era donde estaba sentada Molly, con Pétula en las piernas y Pepín a su lado.
Molly ya había dado a cada uno de los matones unas órdenes muy precisas. Ahora, tan diligentes como robots, estaban limpiando todo el piso. Montones de latas de cerveza vacías iban a parar a bolsas negras de basura, y los cientos de colillas que estaban por todo el suelo como excrementos de animales estaban siendo barridas. Verdugo, con delantal, quitaba el polvo de las estanterías, mientras que D.T. pasaba el aspirador y el hombre de los cuernos, con guantes de goma de color rosa, limpiaba los armarios de la cocina. Habían fregado los suelos, y todo el piso empezaba a tener un aroma limpio de limón. Pronto terminarían, y entonces, siguiendo sus instrucciones, se marcharían para no volver nunca, y cada uno se dedicaría a una profesión que lo alejara del crimen. Doris estaba sentada delante de Molly, Pétula y Pepín como una alumna aplicada.
—¿Así que ocupasteis este piso hace seis meses? —preguntó Molly.
—Sí... el dueño es... un... tío chalado... que tiene mucha pasta... tiene casas por todo el mundo... y se ha marchado... quién sabe... igual nunca vuelve.
Molly miró los cuadros al óleo de las paredes y las esculturas antiguas de mármol a las que les faltaban los brazos. Se volvió para hablar con Pepín.
—¿Por qué no vives aquí durante una temporada, Pepe? Puedes considerarlo tu pago por ayudar al propietario a librarse de estos tipos, y tu recompensa por atrapar a ocho gamberros de Manhattan. Si volviera el dueño, me llamas y vendré a tratar con él.
Las cejas de Pepín subían y bajaban como orugas pasando por encima de una piedra.
—Es que —continuó Molly— no puedes seguir viviendo en la calle siempre. Imagínate lo frío que va a ser este invierno. Te congelarías. A menos que te guste vivir en la calle. ¿Es así?
—En realidad, no.
—Pues eso, si te quedas en este piso una temporadita, podrás estar limpio y calentito y aclarar un poco tus ideas. A mí me pagan mucho en el teatro, así que puedo ayudarte con dinero sin que eso suponga un esfuerzo —Molly permaneció callada un momento—. Piénsalo: si utilizas las dos formas de hipnotismo que te he enseñado, ya sabes, el encanto y la autohipnosis («todos los días, en todos los sentidos, me estoy haciendo cada vez mejor»), te va a ir muy bien, de verdad, Pepe —Molly sonrió—. Pepe, te lo vas a pasar pipa. Es que he estado pensando, y me parece que hay dos formas de enfocar la vida usando el dominó. Una dice que la vida es un juego de azar y que solo ganas al dominó de la vida si tienes suerte. Pero la otra forma de verlo es que también es importante hacer caer algunas fichas. Ya sabes, el efecto dominó. Si sigues sentado en la acera y nunca haces nada, nunca sucederá nada. Tienes que hacer algo. Esa será la primera ficha de dominó que hará que caiga otra ficha, lo que te llevará a otra cosa, y así sucesivamente —Molly hizo una pausa, sorprendida de estar echándole un sermón a un adulto. Estaba preocupada por el futuro de Pepe, por eso lo estaba haciendo. Entonces le soltó la gran pregunta—: ¿Tienes alguna idea del tipo de trabajo que podrías desempeñar para empezar a tumbar las fichas? Es que tienes que ganarte la vida, Pepe.
Pepín cambió de postura mientras pensaba cómo explicarle lo que pensaba.
—Molly, a ti te puede parecer que lo que yo hacía no es nada. Pero en realidad, tengo mi primera ficha y está a punto de caer. Sí, he estado trabajando —Molly puso cara de sorpresa—. Verás, viviendo en la calle he observado algo de lo que desde hace tiempo quiero comunicar al alcalde, solo que al no tener domicilio fijo, no había forma de que me contestase. Y también tiene algo de relación con el dominó.
Molly asintió con la cabeza.
—Sigue.
—Llevo viviendo en la calle cuatro años y he notado ciertas cosas. Como que si las losas del suelo están sueltas o torcidas, es fácil que la gente tropiece. He visto ancianas y corredores salir volando. He notado lo que sucede cuando las calles no están limpias, sobre todo lo que les sucede a los ciegos. Una vez vi a un ciego pisar un helado derretido y salpicarse toda la pierna del pantalón, y el pobre nunca supo por qué estaba tan pegajoso. Y vi a otro que pisó una cosa peor y sentí mucha pena por él. He visto a madres con el carrito de su bebé, y cómo se les atoran las ruedas en las grietas. Una vez vi a un hombre caerse en una alcantarilla y romperse la pierna. Pero lo que creo que le va a interesar al alcalde es algo que observé precisamente porque me encanta el dominó.
Molly le escuchaba sin moverse. Pepín miraba hacia el cielo mientras recordaba.
—Una vez estaba mirando la forma en que están puestas las losas de las aceras y me di cuenta de que no están ordenadas de forma muy inteligente. Tengo muchas piezas de dominó y se me ocurrió que podría idear una forma de ponerlas que fuera más lógica. Y descubrí que hay un gran error en la manera de distribuirlas. En cada calle donde me ponía me acostumbré a analizar la disposición de las aceras. Y he descubierto que Manhattan usa tres losas de más por cada acera. Las cortan en los sitios equivocados y malgastan mucha piedra. Algún tío del siglo XIX habrá dicho cómo se tenían que poner, y desde entonces hasta nuestros tiempos, los operarios que colocan las losas siguen el mismo patrón. Pero está mal. Piensa en la cantidad de aceras que tiene Nueva York. Yo podría ahorrarle al alcalde mucha pasta, si tan solo me escuchara.
Molly estaba boquiabierta.
—¡Oh! Parece que eres una especie de genio de las mates —dijo. La cara de Pepín se sonrojó.
—No soy un genio, solo un tipo con mucho tiempo libre. Pero me alegro de que te guste la idea.
—Si a mí me gusta, ¡imagínate cuánto le va a gustar al alcalde! —respondió Molly—. Salgamos a cenar, para celebrarlo. ¡Y luego puedes escribir tu carta al alcalde!
Al día siguiente, el auténtico modelo, Maximillón Magno, despertó en la acera delante del Hotel Bellingham, helado y deprimido. Su coche estaba aparcado y él tenía las llaves en la mano. No tenía idea de por qué había pasado en la calle esa noche tan terrible, ni por qué llevaba puesta una ropa apestosa. Un hombre de negocios bien vestido pasó a su lado, le escupió y dijo:
—¡Trabaja, vago!
Entonces se acordó con remordimiento de su propia conducta del día anterior.
—¡No tienes ni idea! —le gritó al hombre de negocios—. No tienes ni idea de todo lo que me ha pasado. Ni del frío que hace en la calle. ¿Te crees que me gusta dormir aquí?
—¡Ah, piérdete, perdedor! —le dijo el hombre trajeado y le dirigió una mirada cruel.
Max se puso de pie. Tenía las piernas tan entumecidas por el frío que casi no podía caminar. Fue cojeando hacia su coche y, al sentarse en el asiento del conductor, se echó a llorar.
A la semana siguiente, Molly y Pétula volvieron al teatro. Molly se estaba probando su traje espacial plateado cuando alguien llamó a la puerta del camerino.
—Correo —dijo un conserje del teatro y le entregó un sobre. Molly lo llevó a su tocador y se sentó para leer la carta. Era de Pepín. Al abrir el sobre, algo le cayó sobre las piernas. Era una foto de él con traje negro con motitas blancas irregulares.
Querida Molly:
He pensado que te gustaría ver una foto mía con mi traje nuevo. Al alcalde le ha encantado mi idea y, después de contarle todo, me ha nombrado Inspector Jefe de Aceras. ¿Te lo puedes creer? Mi trabajo consiste en examinar las aceras de Manhattan para que sean seguras y estén limpias. Él considera que voy a ahorrarle dinero al ayuntamiento, ya que si no hay accidentes, no habrá gente que demande al municipio. También piensa que a largo plazo mi sistema para poner las losas va a ahorrar una fortuna. Ya ha llamado a los alcaldes de Chicago, Los Ángeles y Washington, que son amigos suyos, y tienen mucho interés por saber más al respecto. Los va a traer el próximo martes y yo voy a hacer una presentación. Estoy muy nervioso.
De vez en cuando me pongo a pensar en todo lo que ha pasado tan rápidamente y siento que estoy soñando. Estoy tumbando fichas de dominó tan deprisa que se me van de las manos. Quién sabe, tal vez todas las ciudades de Estados Unidos acaben teniendo un Inspector Jefe de Aceras.
Te quería dar las gracias, Molly, por ayudarme a tumbar la primera ficha. Si no fuera por ti, todavía estaría durmiendo en la calle.
Ya sabes donde estoy. Llámame, o si no, quizá nos encontremos en la acera algún día.
¡Sigue alineando esas fichas de dominó!
Un abrazo, José Tontínez M.
Molly se dio la vuelta y buscó a Pétula. En el suelo había ocho bolsas vacías. Eran las bolsas donde venían las fichas de dominó que le había regalado Pepín. Las fichas estaban de pie, alineadas por el suelo como pequeñas personas que estuvieran haciendo cola.
Pétula estaba sentada al comienzo de la fila. Ladeó la cabeza y gimoteó como suplicando. Molly se echó para atrás en su sillón de ruedas, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y se cruzó de brazos. Entonces, sonrió.
—Vale, Pétula, a por todas.
La perrita levantó una pata y con delicadeza hizo caer la primera ficha. Y las doscientas fichas de dominó, que formaban una fila serpenteante por toda la habitación, empezaron a caer, una a una.
Fin