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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
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    Imágenes Guardadas y Personales
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    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
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    B6
    B7
    B8
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    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LA INCREDULIDAD DEL PADRE BROWN (G. K. Chesterton)

    Publicado en noviembre 07, 2010
    Título original The Incredulity of Father Brown
    © 1999
    Ediciones Encuentro, Madrid
    Traducción Isabel Abelló de Lamarca
    Revisión Cristina Ansorena
    Colección dirigida por Guadalupe Arbona Abascal
    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
    Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
    Redacción de Ediciones Encuentro Cedaceros, 3-2Q - 28014 Madrid - Tel. 532 26 07


    índice

    La resurrección del padre Brown .............. 3
    La saeta del cielo......................................... 16
    El oráculo del perro..................................... 34
    El milagro de la «Media Luna» ............... 49
    La maldición de la cruz dorada................... 67
    El puñal alado ........................................... 85
    El sino de los Darnaway ............................ 101
    El espectro de Gideon Wise ...................... 119
    LA RESURRECCIÓN DEL PADRE BROWN

    Hubo un corto período en la vida del padre Brown durante el cual éste disfrutó o, mejor dicho, no disfrutó de algo parecido a la fama. Anduvo, por espacio de unos días, convertido en la sensación periodística: fue el tópico usual de las controversias de semanario; sus hazañas se comentaron con intensidad e inexactitud en el mundillo de cafés y tertulias, especialmente en América. Y, aunque pueda parecer extraño a las personas que lo conocieran, sus detectivescas aventuras llegaron incluso a dar materia a los relatos breves de los «magazines».
    Por una extraña coincidencia, todo aquel brillo pasajero recayó en su persona cuando estaba en el más oscuro, o por lo menos el más apartado, de sus lugares de residencia. Pues se le había enviado a desempeñar un papel, entre misionero y párroco, en uno de aquellos países septentrionales de Sudamérica donde existen sectores que soportan inquietos la autoridad de las potencias europeas, o que amenazan de continuo con alzarse en repúblicas independientes bajo la gigantesca sombra del presidente Monroe. La población de estas regiones es de raza cobriza, morena y con pintas rosadas: quiero decir, que está integrada por hispanoamericanos y, en grado mayor aún, por criollos, a pesar de la infiltración continua y creciente de norteamericanos, ingleses, alemanes y demás. El trastorno parece haberse producido a raíz de la llegada de uno de dichos extranjeros. Una vez en tierra firme, sumido en la honda preocupación por la pérdida de una de sus maletas, se acercó al primer edificio que tenía a mano, que resultó ser nada menos que la casa de la misión con su capilla anexa. Recorría la fachada de dicho edificio una larga terraza y una también larga hilera de postes por los que trepaban oscuras y retorcidas lianas de hojas achatadas y enrojecidas por el otoño. En el interior del recinto se apreciaba asimismo, en hilera, cierto número de seres humanos, tan rígidos como los postes, cuyo color recordaba de algún modo al de las lianas. Pues mientras sus sombreros de ala ancha eran tan negros como sus ojos, abiertos sin la más leve sombra de pestañeo, la tez de casi todos ellos parecía tallada en la oscura madera de aquellos bosques transatlánticos. Fumaban en su mayor parte cigarros largos, delgados y negros; y bien se podría decir que en aquel grupo de fumadores lo único que se movía era el humo. Probablemente, el forastero les habría clasificado a todos como nativos, aun cuando algunos parecían enorgullecerse de su sangre española. Sin embargo, no era él la persona indicada para establecer distinciones sutiles entre españoles y cobrizos, y sí, más bien, para obviar, una vez percibidas las características que veía en los naturales del lugar, a quien hubiese clasificado como indígenas.
    Nuestro personaje era un periodista de la ciudad de Kansas, hombre delgaducho, cabello claro y lo que Meredith habría llamado una ««nariz intrépida»; se podía presumir de ella que se abría camino tanteando los objetos y que se movía como la trompa de un oso hormiguero. Se apellidaba Snaith y sus padres, después de una concienzuda meditación, le pusieron por nombre de pila Saúl, hecho que, muy acertadamente, ocultaba cuando le era posible. Por cierto que había acabado por adoptar el nombre de Pablo, aunque por una razón que nada tenía que ver con la que indujera a hacerlo al Apóstol de los Gentiles. Por el contrario, de haber sido mayor su conocimiento de la materia, se habría dado cuenta de que el aspecto que mejor le cuadraba era el de perseguidor, pues consideraba a las religiones sistemáticas con cierto desprecio convencional, más fácil de aprenderse en Ingersoll que en Voltaire. Y el caso es que, vestido con tal característica secundaria de su personalidad, se enfrentó con la misión y el grupo estacionado ante la terraza. Algo, en su indiferencia e imposible comportamiento, inflamó su furia; y, al no obtener respuesta adecuada a sus primeras preguntas, empezó a preguntarse y a responder a todo por sí mismo.
    Inmóvil en su sitio bajo el ardiente sol, figura impecable con su panamá y su espléndido traje, y aguantando con puño de hierro por el asa su bolsa de mano, comenzó a vociferar dirigiéndose a la pacífica concurrencia que permanecía a la sombra. Empezó a explicarles, en voz muy alta, la razón por la que eran perezosos, marranos, brutalmente ignorantes y más rebajados que los animales inmundos, en el supuesto caso de que ese problema hubiese podido ocupar alguna vez sus mentes. En su opinión, todo se debía a la nefasta influencia del clero, que tan miserablemente pobres les había hecho y tan sin esperanza les había oprimido, hasta hacer posible que se sentaran como lo estaban en la sombra, fumando y sin ocuparse de nada.
    —¡Y que seáis una multitud poderosa y dúctil para ser embaucados por semejantes ídolos vanidosos, con sólo ir de acá para allá con sus mitras, sus tiaras, sus capas pluviales y demás parafernalia, mirándolo todo por encima del hombro como si fuese basura; embaucados, sí, por coronas, palios y paraguas santos, como cabritillos de saltimbanquis; sólo porque un pomposo y viejo Sumo Sacerdote de la Conchinchina se cree el dueño absoluto de la tierra! ¿Cuál es vuestra opinión? ¿Qué tenéis que añadir por vuestra cuenta, pobres inútiles? Ya os digo yo que por esta razón os quedáis rezagados en la barbarie y no sabéis ni leer, ni escribir, ni...
    En aquel preciso instante el Sumo Sacerdote de la Conchinchina aparecía con aturdimiento carente de toda gravedad por la puerta de la casa de la misión, no bajo la forma del verdadero señor de la tierra, sino más bien como un lío de oscuros trapos viejos abrochados alrededor de un almohadón de escasa altura con aires de mamarracho. En el supuesto de que la tuviese, no llevaba entonces su tiara, sino en todo caso un sombrero ancho, que apenas difería de los que llevaban aquellos hispano indios, echando para atrás con ademán de fastidio. Parecía disponerse a dirigir la palabra a los inconmovibles indígenas cuando vio al extranjero y le dijo sin tardanza:
    —¡Oh! ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea usted entrar?
    El señor Paul Snaith entró, en efecto, y fue su entrada la fuente de donde comenzó a manar una inagotable información periodística sobre las más variadas materias. Es de presumir que su instinto periodístico fuera más poderoso que sus prejuicios, como le sucede en realidad a todo periodista inteligente; así que expuso una cantidad enorme de preguntas, cuyas respuestas le sorprendieron, a la vez que despertaron su interés. Descubrió que los indios sabían leer y escribir por la sencilla razón de que el sacerdote les había enseñado, y que, no obstante, se limitaban a hacerlo en ocasiones estrictamente necesarias, puesto que preferían comunicarse directamente a cualquier otro procedimiento.
    Aprendió también que aquellas extrañas gentes, acostumbradas a sentarse en las terrazas sin mover uno solo de sus cabellos, podían trabajar con ahínco su propia tierra. Especialmente aquellos en que predominaba la sangre española, e incluso llegó a saber, con mayor asombro todavía, que todos ellos poseían parcelas de tierra de su propiedad. Ésta era una tradición de última hora que había arraigado profundamente entre los naturales del país. También el sacerdote había tenido que ver con ello; y, al hacerlo, se había adjudicado el más importante y decisivo papel en la política local, si es que podía considerarse únicamente como política local. Acababa de atravesar como un huracán por todo el país una de esas epidemias anárquicas y ateas que irrumpen de vez en cuando en las naciones de cultura latina, una de esas epidemias que arrancan, por lo general, de una sociedad secreta y acaban en guerra civil, como poco. El cabecilla local del partido iconoclasta era un individuo llamado Álvarez, aventurero pintoresco de nacionalidad portuguesa y, según sus enemigos, de origen oscuro. El jefe de innumerables logias y templos de iniciación, que disfrazan el ateísmo con un ropaje místico. El jefe del partido conservador era una persona mucho más vulgar, un propietario rico llamado Mendoza, dueño de muchas fábricas y a quien se respetaba considerablemente, a pesar de ser muy poco atractivo. Todo el mundo opinaba que la ley y el orden se habrían perdido totalmente al no haberse adoptado medidas más populares y adjudicado a todos los campesinos algún lote de tierra en propiedad; dicho movimiento había partido, desde su misma base, de la pequeña misión donde residía el padre Brown.
    Mientras éste hablaba con el periodista, el cabecilla conservador, Mendoza, entró en el recinto. Se trataba de un hombre grueso, moreno, cabeza calva de melón y cuerpo redondo, también como un melón; fumaba un aromático cigarro, que arrojó con gesto tal vez algo teatral al encontrarse en presencia del sacerdote, como si hubiese entrado en una iglesia; saludó con una inclinación tan pronunciada que maravillaba en sujeto tan enorme. Era extremadamente grave en sus modales, y, especialmente, cuando se relacionaba con instituciones religiosas. Era uno de esos seglares que son más clericales que los mismos clérigos. Todo este comportamiento, en especial cuando era llevado a la vida privada, al padre Brown le molestaba.
    —Me parece que yo soy bastante anticlerical —solía decir el curita sonriendo—; estoy seguro de que no habría ni la mitad de clericalismo si lo dejaran en manos de los clérigos.
    — ¿Y bien, señor Mendoza? —exclamó el periodista, más animado—. Me parece que usted y yo tenemos ya el gusto de conocernos. ¿No estaba usted, el año pasado, en el Congreso Mercantil de México?
    Los pesados párpados del señor Mendoza se movieron un poco en señal de consentimiento, mientras sonreía perezosamente, diciendo:
    —Ya recuerdo.
    — ¡Buen trabajo el que se hizo allí en una o dos horas! —exclamó Snaith con fruición—. Todo cambió, y supongo que también usted. ¿No es cierto?
    —He de reconocer que me fue muy bien —dijo Mendoza con modestia.
    — ¡Y aún dirá que no cree en la suerte...! —exclamó el entusiasta Snaith—. La suerte se alía con aquellas personas que saben acogerla oportunamente, y usted se agarró con fuerza a ella. ¡Ah! Pero espero no interrumpir sus asuntos.
    —En absoluto —afirmó el otro—. Tengo el honor de venir a menudo a conversar con el padre; nada más que para hablar un rato.
    En cierta manera, esta familiaridad entre el padre Brown y el afortunado e incluso famoso hombre de negocios dio fin a la obra de reconciliación del práctico Snaith con el sacerdote. Sintió, como es de suponer, que esta relación daba mayor respetabilidad al lugar y al edificio del misionero, y se mostró dispuesto a pasar por alto todo recuerdo que se relacionara con la existencia de religión, capillas y casas parroquiales. Se entusiasmó con el programa del cura, por lo menos en su parte seglar y social, e hizo saber que se prestaba desde aquel momento a actuar de portavoz para transmitirlo al mundo entero. Fue entonces cuando el padre Brown comenzó a preocuparse más por la simpatía del periodista que por su reciente hostilidad.
    Mr. Paul Snaith se puso a realzar con todas sus fuerzas la figura del padre Brown. Remitía a su periódico del Middle-West largos y altisonantes elogios del sacerdote. Hacía fotografías del infortunado clérigo, ejercitándose en sus labores más triviales, y las exhibía a gran tamaño en los enormes periódicos dominicales de Estados Unidos. Convertía sus frases corrientes en lemas y no cesaba de presentar al mundo los inagotables mensajes del reverendo de Sudamérica. Cualquier público menos fuerte y probablemente receptivo que el norteamericano estaría un poco harto de tanto padre Brown. En cambio, éste recibió elegantes e insistentes proposiciones para dar un ciclo de conferencias por Estados Unidos; y en cuanto rechazó estas ofertas, se levantó un aire de reverente admiración. Un buen número de anécdotas acerca del clérigo, siguiendo la pauta trazada por las historias de Sherlock Holmes, brotaron de la mente de Mr. Snaith y fueron presentadas a nuestro héroe con el fin de que las apoyara y patrocinara. Como el sacerdote comprendió que acababa de iniciar aquel camino, no se le ocurrió otra cosa, para satisfacer al demandante, que sugerirle que no siguiera. Y de esto, a su vez, Mr. Snaith aprovechó para comenzar una encuesta acerca de si sería o no conveniente que el padre Brown desapareciese por un tiempo detrás de una roca, como el héroe del doctor Watson. El padre se veía obligado a llenarse de paciencia y a contestar por escrito a todas aquellas demandas alegando que no podía consentir, bajo ningún pretexto, que aparecieran tales historias y añadiendo, por fin, el ruego de que se dejara pasar un cierto intervalo de tiempo antes de que volvieran a aparecer. Las cartas que contestaba se hacían cada vez más cortas y, cuando escribió la última, lanzó un suspiro.
    No es preciso decir que este bombo que se le dio en el Norte repercutió en la pequeña localidad donde el padre Brown había pensado vivir olvidado y en solitario destierro. La población inglesa y americana, que había aumentado considerablemente, comenzó a enorgullecerse de contar con un personaje tan universalmente anunciado como lo era el padre. Los turistas americanos que llegaban a Inglaterra pidiendo a gritos que deseaban ver la Abadía de Westminster, desembarcaban también aquí, en esta lejana costa, pidiendo a voz en grito ver al padre Brown. Se llegó incluso a organizar trenes de excursionistas que bautizaron con su nombre, y a reunir grupos de personas que afluían a su residencia como si se tratara de visitar un monumento público. Quienes realmente le molestaron fueron los activos y ambiciosos comerciantes del lugar, que no cesaban de acosarle incansablemente para que probara sus productos y les recomendara con fines publicitarios. Y cuando no eran las cuestiones de propaganda comercial, era la correspondencia lo que le robaba el tiempo, con la plena convicción de que sólo la requerían los coleccionistas de autógrafos. Como era una persona bondadosa, accedía con bastante regularidad a las solicitudes, y así contestó con pocas palabras, escritas apresuradamente, a la demanda de un comerciante de Francfort llamado Eckstein, carta que iba a marcar en su vida un terrible momento crucial.
    Eckstein era un hombrecillo meticuloso, con cabello revuelto y lentes, que estaba terriblemente empeñado en que el sacerdote probara su vino medicinal, y que demostraba un interés desorbitado por saber en qué lugar y momento lo bebería al recibir la muestra.
    El sacerdote no se mostró muy sorprendido por la petición, ya que había dejado, desde hacía ya mucho tiempo, de sorprenderse ante las extravagancias publicitarias. Escribió algunas palabras de contestación y pasó después a trabajar en un asunto que le pareció más sensato. Volvieron a llamar, y una nota que procedía nada menos que de su enemigo político, Álvarez, volvió a interrumpir su trabajo. Dicho señor le rogaba que asistiera a una entrevista en la que esperaba llegar a un acuerdo sobre un punto determinado, para lo cual le proponía encontrarse aquella noche en un café de las afueras del lugar. Contestó también a esta tarjeta aceptando la invitación, la entregó a un mensajero de aspecto militar que aguardaba la contestación y, como le quedaban todavía un buen par de horas hasta la cita, se entregó de nuevo a su trabajo en aquello que era realmente de su incumbencia. Transcurridas las dos horas, llenó un vaso con el vino de Mr. Eckstein y, mirando humorísticamente al reloj, se tomó la bebida y salió para perderse entre las sombras de la noche.
    Una intensa claridad lunar resplandecía sobre la pequeña ciudad española, de forma que cuando llegó a la pintoresca puerta de acceso, con su arco, de un marcado rococó, y un fantástico fleco de hojas de palmera, tuvo la sensación de estar en un escenario de ópera española. Una larga hoja de palma de puntas pronunciadas se perfilaba sobre el fondo de la luna, visible desde la otra parte del arco; tenía el aspecto de la mandíbula de un cocodrilo negro. La imagen hubiera persistido agradablemente en su mente si otra cosa no hubiese llamado la atención de su ojo avizor. El aire se sumergía en una calma mortal y no se percibía ni una ráfaga; sin embargo, él pudo apreciar claramente que algo imprimía un ligero movimiento a la hoja de palmera.
    Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba solo; acababa de dejar atrás las últimas casas, cerradas en su mayoría y con las persianas echadas. Avanzaba entre dos largas paredes de piedras lisas y desiguales, salpicadas aquí y allá con las peculiares hierbas espinosas del país. El camino entre paredes conducía hasta la puerta del pueblo. No podía divisar las luces del café del otro lado de la puerta; probablemente debía de estar demasiado lejos. No distinguía otra cosa que una extensión de terreno, pálido bajo la luna, con unos resistentes arbustos de púas acá y allá. Le pareció intuir algo peligroso; sintió una rara opresión física, y, sin embargo, en ningún momento pensó en volver atrás. Su valor, que era considerable, es posible que no llegara a tanto como su curiosidad. Durante toda su vida había obedecido a los impulsos de una verdadera necesidad intelectual por conocer la verdad, incluso en las cosas más insignificantes. Con mucha frecuencia, tenía que dominarse en nombre de la medida, pero invariablemente persistía en dicho impulso.
    Atravesó decididamente el umbral y, al pasarlo, un hombre saltó del árbol como un mono y arremetió contra él con un cuchillo. Al mismo tiempo, otro hombre se deslizó por la pared blandiendo una porra que descargó sobre su cabeza. El padre Brown se volvió, pataleó un poco y acabó por desplomarse hecho un ovillo, pero al dejarse caer apareció en su cara redonda una expresión de apacible e inmensa sorpresa.
    En el pueblecillo vivía por aquel entonces un joven americano, muy distinto de Mr. Paul Snaith. Su nombre era John Adams Race, ingeniero electricista, contratado por Mendoza para surtir al lugar de los más modernos adelantos. Estaba mucho menos familiarizado con la ironía del chismorreo internacional que el periodista americano. Por cierto, América posee un millón de hombres del tipo moral de Race contra uno del tipo de Snaith. Era único, por ser excepcionalmente bueno en su trabajo, pero en todo lo demás era sencillamente vulgar. En el comienzo de su vida fue ayudante de un boticario, y gracias a su disposición y buen hacer se había abierto camino; todavía consideraba a su pueblecillo natal como si fuera el ombligo del mundo. Se le había inculcado, desde las rodillas de su madre, un cristianismo muy evangélico y puritano, cuya raíz encontraríamos en la Biblia familiar, y, cuando le quedaba tiempo para pensar en asuntos de religión, aquélla seguía siendo la suya. Entre todas las deslumbrantes luces y más recientes e imprevistos descubrimientos, cuando llegaba al límite del experimento, haciendo milagros con luces y sonidos, como un dios que crea nuevas estrellas y sistemas solares, jamás dudaba ni por un solo instante de que «las cosas de casa» eran las mejores del mundo: su madre, la Biblia familiar y la quieta y extravagante moral de su pueblecillo. Tenía un concepto serio y noble de la santidad de su madre, como si hubiese sido un francés frívolo. No dudaba de que la religión de la Biblia era la mejor, aunque la dejaba a un lado en cuanto se metía en el mundo moderno. No podía esperarse de él que simpatizara con las demostraciones religiosas de los países católicos, y en la aprensión que sentía por mitras y báculos coincidía con el señor Snaith, aunque no de forma tan presuntuosa. Le disgustaban enormemente los saludos y adulaciones de Mendoza, y, por otra parte, no se sentía nada tentado por el masónico misticismo del ateo Álvarez. Tal vez esa vida semitropical fuera demasiado para él: rasgos de indio bermejo salpicados de oro español. De todas maneras, cuando decía que no había nada que pudiera compararse con su vida casera, no alardeaba. Quería dar a entender que existía, donde fuera, algo sencillo, natural y conmovedor, que él respetaba por encima de todo lo demás. Tal era la actitud de John Adams Race en aquel lugar de América del Sur. Se apoderaba de él, desde hacía tiempo, una sensación rara que contradecía todos sus prejuicios y con la cual no contaba. La verdad era ésta: la única cosa que no había encontrado en sus viajes y que menos le recordaba los viejos montones de madera, las propiedades rurales y la Biblia sobre las rodillas de su mamá, era (por razones inescrutables) el rostro redondo y el destartalado paraguas negro del padre Brown.
    Sin notarlo, solía observar insensiblemente la vulgar, e incluso cómica, figura negra afanándose de un lado para otro; la observaba con enfermiza fascinación, como si fuera un enigma errante o un contrasentido. Representaba todo lo que él odiaba, pero en el fondo de esta persona había encontrado algo que inevitablemente le atraía; era como si hasta entonces hubiese sido tentado por insignificantes diablos y, al topar con el verdadero, cayera en la cuenta de que, al fin y al cabo, el Demonio era una persona bastante normal.
    Sucedió, pues, que estando asomado a su ventana aquella noche vio pasar al diablo, al culpable de infinidad de cosas; vestía un ancho sombrero negro y su larga sotana negra y, arrastrando los pies por la calle, se dirigía hacia el portalón. Lo miraba con un interés que él mismo no podía explicarse. Le entró una viva curiosidad por saber adonde se dirigía y qué asunto llevaba entre manos. Luego vio otra cosa, que despertó más aún su interés. Dos hombres, que pudo reconocer pasaron ante su ventana como ante un escenario iluminado. Un rayo azulado de la luna dibujó un halo espectral alrededor del enmarañado cabello del pequeño Eckstein, el comerciante de vinos, y delineó una silueta más alta y oscura, de perfil aguileño y extravagante y anacrónico sombrero de copa negro, que le daba un aire extraño al conjunto, como una pantomima de sombras chinescas. Race se lamentó por dejar que su fantasía siguiese tales derroteros a la luz de la luna; cuando volvió a mirar, reconoció el bigote caído, negro y español, y las facciones pronunciadas del doctor Calderón,, un médico eminente de la ciudad, a quien había visto cuidar a Mendoza. Había algo en el modo en el que los hombres se hablaban por lo bajo y fisgaban la calle que le resultó extraño; por un impulso súbito saltó por su ventana baja y sin sombrero les siguió calle abajo. Los vio desaparecer por el oscuro portalón y un momento después oyó un grito terrible: era agudo y desgarrador y removió la sangre de Race, puesto que le hablaba de algo muy concreto en un lenguaje para él desconocido.
    Instantes después, oyó el ruido de pasos presurosos, de gente que chillaba y de una confusión tal que hizo estremecer las piedras y las copas de las altas palmeras de alrededor; hubo un movimiento entre la muchedumbre que se había congregado que le indicó que se disponían a cruzar el portal. En aquel instante, desde la entrada oscura retumbó, con una resonancia inaudita, inteligible esta vez, pero con el timbre de algo que suena a fatalidad, un grito proferido por alguien:
    — ¡El padre Brown ha muerto!
    Nunca supo lo que pasó por su mente o por qué le falló de repente algo sobre lo que descansaba; fue corriendo hacia el umbral y se encontró con que su paisano, el periodista Snaith, salía del lóbrego antro con una mortal palidez en su rostro y chasqueando los dedos muy agitado.
    —Es absolutamente cierto —exclamó Snaith en un tono de voz que para él era casi de reverencia—. Está muerto. El doctor le ha examinado y no hay nada que hacer. Alguno de esos malditos mestizos le ha aporreado cuando cruzaba el portal... ¡Sabe Dios por qué! Será una gran pérdida para el lugar.
    Race no contestó, o tal vez no podía hacerlo. Se puso a correr hacia el lugar del suceso. La pequeña figura negra yacía en el suelo sobre anchas piedras salpicadas acá y allá por pequeños cactus; el creciente grupo era apartado por los ademanes de una figura gigantesca. Había muchos que se doblaban y movían al son de sus vaivenes, como si se tratara de un prestidigitador.
    Álvarez, el dictador y demagogo, era un sujeto alto, generalmente vestido con trajes muy llamativos. En aquel momento llevaba uno verde, con serpientes de plata bordadas cruzándose por todas partes. De su cuello pendía una condecoración colgada de una cinta color pardo subido. Su corto cabello rizado era ya gris y en contraste con su piel, que para sus amigos era color oliva y para sus enemigos color cetrino, parecía de oro, como si llevara una máscara de ese metal. Su rostro largo, generalmente vivo y jocoso, estaba en aquel momento a la altura de las circunstancias. Declaró que había estado esperando al padre Brown en el café cuando oyó un ruido, un golpe, y a su salida halló el cadáver tendido sobre las losas.
    —Ya sé lo que la mayoría de ustedes piensa... —dijo echando una mirada altanera—, y si ustedes me temen, como veo, lo diré yo en su lugar. Soy un ateo, y no tengo un Dios a quien poner por testigo de mis palabras frente a los que no me creen. Pero a todos digo, en nombre del más profundo honor que pueda tener como soldado o como hombre, que no he tenido parte alguna en todo esto. Si los causantes de este crimen se pusieran al alcance de mi mano, me regocijaría colgándolos de aquel árbol.
    Sus palabras provocaron un silencio impresionante.
    —Naturalmente que nos alegramos de oírle decir semejantes cosas —dijo el viejo Mendoza, serio y solemne al lado del cuerpo de su coadjutor muerto—. Este golpe ha sido demasiado importante para que podamos ahora expresarlo adecuadamente. Sería, en mi opinión, más decente y correcto levantar el cadáver de mi amigo y dar fin a esta inesperada convocatoria. Comprendo —añadió dirigiéndose gravemente hacia el doctor—: no queda, por desgracia, lugar a dudas.
    —No hay, en efecto, lugar a dudas —dijo el doctor Calderón.
    John Race se volvió a su alojamiento triste y con un peculiar sentimiento de vacío. Le parecía inaudito echar de menos a una persona a quien nunca había tratado. Se enteró de que el funeral iba a ser al día siguiente, ya que todos consideraban que era preferible zanjar la cuestión lo antes posible, porque se preveían disturbios que serían más probables cuanto más tiempo discurriera. Snaith había visto a los cobrizos alineados en la baranda como una hilera de antiguas imágenes aztecas talladas en madera de color rojo zorruno. Pero jamás les había visto como cuando se enteraron de la muerte del sacerdote.
    Se mostraron dispuestos a revolucionarse y a linchar al cabecilla republicano si el respeto que debían al ataúd de su director espiritual no se lo hubiese impedido. Y los verdaderos asesinos, a quienes hubiera sido más natural linchar, se habían desvanecido en el aire como el humo. Nadie conocía sus nombres ni sabían si el muerto había logrado ver sus rostros. Aquella expresión de sorpresa, que aparentemente fue su última mirada terrenal, pudo deberse a que los había reconocido. Álvarez no cesaba de repetir con violencia que no habían sido maquinaciones suyas y estuvo presente en el entierro, caminando detrás del ataúd con su espléndido traje de color verde y plata, haciendo gala de un aire de raro acatamiento.
    Detrás de la balconada, había una escalinata de piedra que trepaba por una pendiente verde muy pronunciada. La escalera estaba bordeada de cactus. El ataúd se colocó sobre dicho promontorio bajo el gran crucifijo que dominaba la calle y el camposanto. En el exterior había un verdadero océano de gente lamentándose y rezando el rosario; un pueblo huérfano que acababa de perder a su padre. A pesar de tantos detalles suficientes para provocarlo, Álvarez se comportó con respeto y mesura, y todo habría salido a pedir de boca —pensó Race— si los demás no le hubieran pinchado.
    Race pensó con tristeza que el viejo Mendoza se había comportado siempre como un viejo loco y que, indudablemente, ahora lo seguía haciendo. Siguiendo una costumbre de los pueblos más primitivos, el ataúd estaba abierto y el rostro del difunto destapado, lo que constituía un espectáculo patético para aquellas gentes sencillas. Aquel espectáculo tradicional habría carecido de consecuencias si alguien, inoportuno al máximo, no hubiese añadido al acto la costumbre de los librepensadores franceses de pronunciar discursos ante la tumba. Mendoza pronunció su discurso, bastante largo, por lo que el espíritu de John Race y las simpatías por la religión cuyos ritos presenciaba se iban enfriando más y más. Desplegó ante el auditorio una lista de cualidades santas y anticuadas con la pesadez típica de orador de sobremesa que no sabe cuándo sentarse. Esto en sí era ya bastante malo; pero resultó de una estupidez descontrolada que Mendoza comenzara a reprochar e incluso a provocar a sus adversarios. En tres minutos, montó una escena tal que resultó un escándalo extraordinario.
    —Con razón podemos preguntarnos —profirió lanzando una mirada retadora a su alrededor—, con razón podemos preguntarnos, digo, ¿cómo es posible concebir tales virtudes en aquellos que han abandonado la fe de sus padres? Es en el momento en que existen ateos entre nosotros, cabecillas ateos, e incluso, bien puedo decirlo, gobernantes ateos, cuando vemos a su infame filosofía dar sus frutos en crímenes como el que lloramos. Si preguntásemos quién asesinó a este santo varón, encontraríamos, sin duda alguna...
    El África salvaje asomó a los ojos de Álvarez, el híbrido aventurero, y a Race le pareció ver en él, de pronto, al hombre que a fin de cuentas no es más que un bárbaro que carece del pleno dominio de sus instintos; era posible vislumbrar que su «iluminado» trascendentalismo tenía ribetes de vudú. De cualquier modo, Mendoza no pudo continuar, pues Álvarez se había puesto en pie y vociferaba contra él, ahogando con su voz la de su rival y valiéndose de la fuerza infinitamente superior de sus pulmones.
    — ¿Quién lo mató? —rugía—. ¡Lo mató vuestro Dios! ¡Su propio Dios! En vuestra opinión, envía la muerte a todos sus fieles e ineptos servidores, como la envió a ése.
    Y acompañando tales palabras hizo un gesto violento, señalando no al ataúd, sino al crucifijo.
    Con apariencia de dominarse algo más, continuó en tono enojado aún, pero más persuasivo:
    —Yo no creo en ello, pero vosotros sí. ¿No es infinitamente preferible no tener Dios que tener a uno que os robe de esta manera? No temo, por mi parte, deciros que Dios no existe. No hay poder alguno en todo ese ciego universo a la deriva que pueda oír vuestras plegarias o devolver a vuestro amigo. Por más que roguéis al cielo que lo levante, no resucitará. Por más que desafiéis al cielo a moverle, no lo moverá; lo afirmaré en cualquier parte: no creo en el Dios que no se presenta a despertar al hombre entregado al sueño eterno.
    Hubo un silencio sobrecogido, señal de que el demagogo había logrado el efecto que pretendía.
    —Ojalá hubiésemos sabido —afirmo Mendoza con voz sombría y entrecortada— que un hombre de su calaña...
    Una nueva voz interrumpió sus palabras; una voz aguda y penetrante, con marcado acento norteamericano.
    — ¡Callen, callen! —exclamó el periodista Snaith—. ¡Algo sucede! Juraría que le he visto moverse!
    Subió corriendo los peldaños y se echó encima del ataúd, al propio tiempo que las multitudes se movían con indescriptible frenesí. El joven se volvió totalmente asombrado, y haciendo un gesto con el dedo llamó al doctor Calderón, que se apresuró a ponerse junto a él. Cuando los dos hombres se retiraron del lado del ataúd, todos pudieron comprobar que el difunto había cambiado la cabeza de posición. Un murmullo de entusiasmo comenzó a levantarse de la multitud y, de repente, quedó cortado. El sacerdote, con un quejido, se incorporó apoyándose sobre un codo y mirando con ojos legañosos y parpadeantes a la multitud.
    John Adams Race, que hasta entonces sólo había presenciado milagros científicos, no ha llegado jamás a describir el trastorno de los días siguientes. Le parecía haber salido del mundo temporal y espacial y vivir en el imposible. En media hora, el pueblo y su comarca se había convertido en algo no visto desde hacía millares de años. Personajes de la Edad Media convertidos en una sociedad de monjes ante un milagro portentoso; una ciudad griega, a la que acabase de descender un dios. Miles de personas se prosternaban por las calles; cientos de ellas hacían promesas en aquel lugar, e incluso los dos espectadores norteamericanos no pudieron hablar ni pensar en otra cosa, durante los días siguientes, que sobre el inaudito milagro. El mismo Álvarez estaba conmovido, como es lógico, y se sentó con la cabeza entre las manos.
    Y en medio de este felicísimo desenlace, un hombrecillo se debatía por hacerse oír. Su vocecita era débil y baja y el ruido ensordecedor; hacía pequeños ademanes que daban más la imagen de un hombre irritado que de cualquier otra cosa. Se acercó a la orilla del parapeto y levantó las manos hacia la multitud para apaciguarla; sus movimientos parecían el aleteo de las cortas alitas de los pingüinos. El ruido se acalló un poco, y entonces el padre Brown, por primera vez, llegó al máximo de indignación contra su rebaño.
    — ¡Oh, gente necia! —pudo exclamar al fin con voz fuerte y acalorada—. ¡Oh, necios, más que necios!
    De pronto, pareció recuperar el dominio de sí mismo y se dirigió hacia la escalera por la que comenzó a bajar con su porte habitual.
    — ¿Adonde va usted, padre? —dijo Mendoza, con más veneración de la acostumbrada.
    —A la oficina de telégrafos —dijo el padre Brown, presuroso—. ¿Qué? No, claro que no es un milagro. ¿Por qué razón ha de ser un milagro? Los milagros no son tan frecuentes.
    Bajó a empellones las escaleras, pues la gente se postraba ante él, pidiendo su bendición.
    —Benditos seáis, benditos seáis —repetía el padre Brown, presuroso—. Dios os bendiga y os dé más sensatez.
    Salió con una prisa extraordinaria hacia la oficina de telégrafos y una vez allí telegrafió al secretario del obispo: «Por aquí corre el bulo de un milagro; espero que Su Eminencia no le preste oídos. Es un rumor infundado».
    Al volver en sí de su esfuerzo, sintió que las piernas le flaqueaban y John Race le tomó por el brazo.
    —Permítame que le acompañe a su casa; merece muchas más atenciones de las que esta gentuza le otorga.
    John Race y el sacerdote estaban sentados en el despacho parroquial; la mesa aún estaba abarrotada de papeles, en los que había trabajado el cura el día anterior; la botella de vino y el vaso vacío estaban aún sobre la mesa donde los había dejado.
    —Y ahora —dijo el padre Brown con cierto enojo—, ahora puedo pensar.
    —Yo, en su lugar, no pensaría demasiado —dijo el americano—; es mejor que descanse. Además, ¿sobre qué va usted a pensar?
    —Me he visto en el caso de tener que investigar algunos asesinatos —dijo el padre Brown—, y ahora me veo en el caso insólito de investigar mi propio asesinato.
    —Le digo que yo en su lugar tomaría un poco de vino —insistió Race.
    El padre Brown se levantó y llenó el vaso, lo tomó en su mano, miró pensativo a lo lejos y lo volvió a dejar; a continuación se sentó y prosiguió diciendo:
    — ¿Sabe usted lo que sentí cuando me moría? Puede usted no creerlo, pero me sentí invadido por una gran sorpresa.
    —Claro —repuso Race—, supongo que estaría usted sorprendido de que alguien le aporreara en la cabeza.
    El padre Brown se acercó a John Race y le cuchicheó:
    —Me sorprendí precisamente de que no me golpearan en la cabeza.
    Race le miró unos instantes con la sospecha de que realmente había sido eficaz el aporreamiento; no obstante, dijo sencillamente:
    — ¿Y qué quiere usted decir?
    —Cuando aquel hombre blandió con todas sus fuerzas la porra, me maravilló de que no parara sobre mi cabeza y que ni tan sólo la tocara, de la misma manera que el otro sujeto armado de un cuchillo arremetió como para maltratarme y ni siquiera me hizo un rasguño. Era como si representáramos una obra de teatro. Eso es. Pero lo que siguió fue realmente extraordinario —se fijó pensativo en los papeles que había sobre la mesa, y continuó diciendo—: a pesar de no alcanzarme ni cuchillo ni porra, sentí que se me doblaban las piernas y que la vida me abandonaba. Sabía que algo me había tocado, pero algo que no eran aquellas armas. ¿Sabe usted a qué creo que se debió?
    Y, extendiendo la mano, indicó el vaso de vino que estaba encima de la mesa.
    Race lo tomó, lo miró y lo olfateó.
    —Creo que está en lo cierto —dijo—. Yo empecé en una farmacia y estudié química. No se lo puedo asegurar sin antes haber hecho un análisis, pero creo que hay algo raro en este mejunje. Existen drogas que, según recetas asiáticas, pueden producir un aletargamiento temporal parecido a la muerte.
    —Eso es —exclamó el padre con calma—. Todo el milagro fue tramado por la razón que se quiera. La escena funeraria fue escogida y planeada. Creo que forma parte de esa manía publicitaria que se ha apoderado de Snaith; pero me resisto a creer que llegara a tanto sólo por esa razón. Al fin y al cabo, no ha hecho más que hacerme pasar por una farsa a lo Sherlock Holmes y...
    Mientras hablaba, el rostro del sacerdote varió de expresión, sus parpadeantes párpados se cerraron de pronto y se levantó como si se hubiese atragantado. Alargó finalmente el brazo como si quisiera llegar a tientas a la puerta.
    — ¿Adonde va usted? —preguntó su compañero sorprendido.
    —Ya que me lo pregunta —exclamó el padre Brown, que había palidecido por completo—, iba a rezar. O mejor dicho, a alabar.
    —No lo comprendo: ¿qué es lo que le sucede?
    —Iba a agradecer a Dios por haberme salvado de una manera tan extraña e inconcebible. Me salvó por un centímetro.
    —Naturalmente; está claro —dijo Race—; no profeso su religión, pero créame, tengo la suficiente fe para comprenderlo. Es muy natural que dé usted gracias a Dios por haberle salvado de la muerte.
    —No —exclamó el sacerdote—. No de la muerte, sino de la desgracia.
    Su compañero continuaba sentado, mirándolo boquiabierto, y las palabras que oyó después fueron proferidas como un sollozo.
    —¡Si sólo hubiese sido mía la desgracia! Era la ruina de todo lo que yo represento, el anonadamiento de la fe lo que ellos pretendían. ¡Lo que hubiera podido suceder! El mayor y más espantoso escándalo que jamás se ha cernido sobre nosotros desde que se ahogó la última mentira en la garganta de Titus Oates(1).
    —Pero, ¿de qué me está usted hablando? —preguntó su compañero.
    —Será mejor que se lo diga de una vez —exclamó el sacerdote sentándose y disponiéndose a hablar con más calma—. Se me ocurrió de repente, cuando mencioné los nombres de Snaith y Sherlock Holmes. Recuerdo lo que una vez escribí sobre su absurdo proyecto; era un comentario muy natural, y me inclino a creer que tramaron la cosa de forma que no pudiera escribir otra cosa, sino esas precisas palabras. Decían, más o menos: «Estoy dispuesto a morir y a volver a la vida como Sherlock Holmes, si es esto lo que conviene». Y, en el instante en que me he dado cuenta de ello, he comprendido que me habían hecho escribir una cantidad de cosas parecidas a ésta y encaminadas todas a un mismo fin. Escribí, como si me dirigiera a mi propio cómplice, una tarjeta diciendo a qué hora tomaría la droga. ¿Comprende usted ahora?
    Race se puso de pie y exclamó:
    —Sí, me parece que empiezo a comprenderlo.
    —Ellos habrían voceado el milagro a los cuatro vientos, luego habrían descubierto la farsa y, lo que es peor, habrían probado mi complicidad en el asunto. Se habría convertido entonces en nuestra farsa milagrera. Eso es todo. Y espero que jamás ni usted ni yo estemos tan cerca del infierno.
    Prosiguió, después de una pausa, con voz queda, diciendo:
    —Hay que reconocer que habrían sacado mucho tema de mí.
    Race miró a la mesa y añadió frunciendo el ceño:
    — ¿Cuántos de esos canallas cree usted que están implicados?
    El padre Brown meneó la cabeza y dijo:
    —Me temo que hay más de los que quisiera imaginarme. Espero que algunos sólo actuaran de instrumento. Álvarez puede tener la opinión de que en la guerra todo es lícito. Su mente es muy peculiar. Mucho me temo que Mendoza sea un hipócrita empedernido; no me fié nunca de él y él aborrecía mi actuación en asuntos comerciales. Para todo habrá tiempo. Ahora tengo que ir únicamente a dar gracias a Dios por haber escapado, y en especial por haber telegrafiado enseguida al obispo.
    John Race estuvo muy pensativo.
    —Me ha explicado usted muchas cosas que yo desconocía —exclamó al fin—, y me siento obligado a decirle lo único que usted ignora. Puedo imaginarme lo bien que calcularon estos individuos. Creían que cualquier hombre, despertándose en su ataúd y hallándose canonizado y convertido en un milagro ambulante para que todos le admiraran, no titubearía en caer fascinado por sus adoradores y en aceptar la corona de gloria que le venía del cielo. Y veo que sus cálculos eran lo bastante acertados por lo que toca a la psicología de la mayor parte de la gente. He visto infinidad de hombres en infinidad de lugares distintos y le digo con toda franqueza que no creo que haya uno solo entre mil que pudiera despertar en la completa posesión de sus facultades. Y que hablando, casi en sueños, tuviera la ingenuidad, sencillez y humildad de... —Race quedó muy sorprendido al ver que se conmovía y que le temblaba la voz.
    El padre Brown le miraba abstraído mientras dirigía los ojos de una manera bastante zumbona a la botella que estaba sobre la mesa.
    —Veamos —dijo— lo que le parece una botella de vino verdadero.


    LA SAETA DEL CIELO

    Presumo que un buen centenar de historias detectivescas deben de empezar con el descubrimiento del asesinato de un millonario norteamericano al que, por una u otra razón, se considera como una grave calamidad. La presente historia, me alegra confesarlo, va a comenzar también con el asesinato de un millonario; o mejor dicho, el caso es que debe comenzar con tres millonarios asesinados, cosa que a algunos les parecerá un embarras de richesse. A esta coincidencia o continuidad de crímenes se debió, básicamente, que el asunto siguiera otro camino que el común a todas las cosas criminales y se convirtiera en este enigma tan extraordinario.
    La opinión pública se inclinaba por pensar que todos ellos habían sido víctimas de cierta venganza o castigo inherente al hecho de poseer un cáliz, con incrustaciones de piedras preciosas y conocido vulgarmente con el nombre de «el vaso copto». Su origen era poco conocido, y, sin embargo, según conjeturas verosímiles, debió de haberse aplicado a usos religiosos, por lo que algunos llegaban a atribuir el desdichado fin de sus poseedores al fanatismo y celo de un supuesto cristiano oriental, horrorizado de ver la reliquia en manos tan profanas. Con todo, el misterioso asesino, se tratase o no en realidad de un fanático, había llegado a adquirir una figura extravagante y sensacionalista para el mundo periodístico y de las habladurías. Al misterioso ser se le había adjudicado un nombre, o apodo. En la presente historia intentaremos estudiar el caso de la tercera víctima, el único en que tiene la oportunidad de intervenir un tal padre Brown, personaje de estos sencillos relatos.
    Tan pronto como el padre Brown descendió del transatlántico y puso el pie en tierra americana, descubrió, como les sucede a muchos ingleses, que su persona era mucho más importante de lo que había imaginado. Su baja estatura, su porte poco distinguido y propio del que es corto de vista, con sus raídas ropas negras de clérigo, le permitían pasar inadvertido en su propio país por todas partes, sin llamar la atención por ningún concepto extraordinario, como no fuera por su inusitada insignificancia. ¡Ah, pero América tiene un ingenio especial para alentar el crecimiento de la fama! El haber participado en la solución de uno o dos problemas criminales y el hecho de su larga asociación con Flambeau, ex delincuente y detective, le habían valido en América una reputación real, cuando en Inglaterra: no pasaba de ser un vago rumor. Su cara redonda palideció de sorpresa al verse rodeado en el muelle por un enjambre de periodistas que, como una banda de malhechores, le asediaban con preguntas acerca de todas aquellas cuestiones en las cuales se había creído menos competente, como algunos detalles del vestido femenino, o sobre las estadísticas criminales del país que acababa de pisar. Debía de ser el contraste con la oscura agitación de aquel grupo lo que hacía más vivida a una figura, algo distante, de pie y completamente aislada y oscura, bajo el deslumbrante sol de aquel luminoso lugar y estación: la figura de un hombre alto, de tez amarillenta, con grandes gafas, que con un gesto lo paró después de que los periodistas cumplieran su cometido, diciendo:
    —Perdone usted; creo que está buscando al capitán Wain.

    Debemos ser benévolos con el padre Brown, teniendo en cuenta que él lo hubiera sido para con cualquiera que se hubiese encontrado en su caso; debemos tener en cuenta que por primera vez se enfrentaba con América, y, sobre todo, que jamás había visto aquella clase de gafas con montura de concha, pues la moda no había llegado aún a Inglaterra. Su primera impresión fue la de hallarse ante un monstruo marino con gafas de bucear, cuya cabeza le sugería la imagen vaga de un casco de submarinista. Por lo demás, el hombre iba exquisitamente vestido; y a Brown, con toda su inocencia, las gafas le parecieron el objeto más extravagante en la figura de un dandy. Era como si un dandy, con un toque de exquisita elegancia, se hubiese adornado con una pata de palo. Hay que decir que la pregunta que le acababa de dirigir le dejó también un poco aturdido. Era cierto que un aviador llamado Wain, amigo de unos amigos franceses, coincidía con una de las personas anotadas en la larga lista de los que deseaba ver durante su visita a América; pero nunca había imaginado encontrarle tan pronto.
    —Perdone —dijo, titubeando—, ¿es usted el capitán Wain? ¿Le... conoce usted?
    —Creo estar bastante seguro de que no soy el capitán —dijo el hombre de las gafas y cara de pocos amigos—. Me convencí de ello al ver al capitán, esperándole a usted allá abajo, en el coche. Pero debo confesarle que la otra pregunta que me ha dirigido es algo más problemática. He de contestar que sí conozco al capitán Wain y a su tío y también al viejo Merton. Conozco al viejo Merton, aunque el viejo Merton no me conoce a mí. Y él cree que me lleva la ventaja, creyendo yo, a mi vez, que se la llevo. ¿Comprende?
    El padre Brown no comprendía gran cosa. Tenía los ojos puestos en el radiante pedazo de mar, en las torres de la ciudad y luego los dirigió al hombre de gafas. No era sólo el enmascaramiento de los ojos lo que daba en éste la sensación de impenetrabilidad, sino algo también de su rostro amarillento, de aspecto asiático e incluso chino; por otra parte, su conversación parecía consistir en yacimientos estratificados de ironía. Era un tipo de los que aparecen de vez en cuando en el seno de aquella población sociable y cariñosa; era el tipo del americano inescrutable.
    —Me llamo Drage —dijo—, Norman Drage; soy ciudadano americano, con lo que queda todo explicado; por lo menos, yo creo que su amigo Wain tendrá la amabilidad de explicar el resto; así es que dejaremos para otra ocasión lo del 4 de julio.
    El padre Brown se dejó arrastrar, sin salir de su asombro, hacia un coche no muy distante en el que un joven con mechones de cabello rubio desordenado y semblante atrevido e indómito le saludó de lejos, presentándose como Peter Wain. Antes de que el sacerdote pudiera saber dónde se encontraba, estaba ya sentado en el coche y atravesando a considerable velocidad las calles y afueras de la ciudad. No estaba acostumbrado al carácter impetuoso y expeditivo de las cosas de América, así que se sintió tan sobrecogido como si se le condujese en un carro tirado por dragones al país de las hadas. Bajo el efecto de estas desconcertantes condiciones, gracias a los largos monólogos de Wain y a algunas frases de Drage, pudo conocer la historia del vaso copto y de los dos crímenes relacionados con él.
    A juzgar por su relato, Wain tenía un tío llamado Crake que estaba asociado con un señor apellidado Merton, el tercero en la serie de potentados a los que había pertenecido la joya. El primero de ellos, Titus P. Trant, el rey del cobre, había recibido cartas amenazadoras de un sujeto que firmaba como Daniel Doon. Dicho nombre era con probabilidad un seudónimo que representaba a un personaje muy conocido, pero no muy popular, algo así como una mezcla entre Robin Hood y Jack el Destripador. Pues pronto se puso en claro que el autor de los anónimos no se limitaba a advertir, sino que llegaba a amenazar de muerte. En resumidas cuentas, el resultado fue que se encontró el cadáver del viejo Trant con la cabeza bañada en su propia sangre y sin que apareciera la menor huella del asesino. Afortunadamente, el vaso copto estaba depositado en el Banco y pasó, con el resto de sus bienes, a su primo Brian Horder, hombre también muy rico que, a su vez, fue amenazado de idéntica forma por el singular enemigo. Brian Horder fue hallado muerto al pie de una roca, delante de su residencia, donde se cometió también un robo a gran escala. Aunque el vaso copto estaba de nuevo a salvo, robaron suficientes resguardos y valores como para dejar en situación crítica los asuntos de Horder.
    —La viuda de Brian Horder —explicó Wain— tuvo que vender la mayor parte de sus bienes, y, según creo, Brander Merton debió de comprar el vaso entonces porque ya lo tenía cuando le conocí. No obstante, puede usted adivinar por lo dicho que no es algo que se tenga cómodamente.
    — ¿Ha recibido Mr. Merton alguna vez cartas amenazadoras? —preguntó el padre Brown tras un corto silencio.
    —Por supuesto —dijo Mr. Drage. Y algo en su voz hizo que el sacerdote se volviera a mirarlo con curiosidad, hasta notar que el hombre de las gafas se estaba riendo por lo bajo con una risa que estremeció al forastero.
    —Seguro que las ha recibido —dijo Peter Wain, caviloso—. Confieso que jamás he visto tales cartas. Las ve únicamente su secretario, pues Merton es muy reservado en todo lo que atañe a sus negocios, cosa frecuente en los grandes comerciantes. Sin embargo, le he visto realmente fuera de sí y trastornado por la lectura de algunas cartas y he visto también cómo rompía otras antes de que su secretario las viera. El mismo secretario anda nervioso y cree que alguien acecha al viejo, por lo que, en resumidas cuentas, le agradeceríamos mucho un pequeño consejo sobre el particular. A oídos de todos ha llegado su reputación, padre Brown, y el secretario me ha pedido que usted considere la posibilidad de ir directamente a casa de Merton.
    —Ya veo —contestó el padre Brown, que comenzaba a aclararse sobre el significado del rapto—. Aunque no veo en qué puedo ser eficaz si ustedes no lo son. Ustedes están en el lugar y deben de tener mil detalles más en los que basar una conclusión científica que los que yo pudiera aportar en una visita de paso.
    —Sí —dijo Mr. Drage con aspereza—, nuestras conclusiones son demasiado científicas para ser ciertas. Me he convencido de que si algo hirió mortalmente a Titus P. Trant fue algo venido del cielo y que no se presta a una exposición sistemática: fue lo que generalmente llaman un castigo de Dios.
    — ¿No querrá decir que su muerte fue sobrenatural? —gritó Wain.
    No se podía adivinar fácilmente lo que Mr. Drage tenía intención de contestar, pues si decía que alguien era un tipo estupendo, probablemente quería dar a entender que era un loco. Mr. Drage mantuvo una típica compostura oriental hasta que el coche se detuvo en el lugar que indudablemente era su punto de destino. Se trataba de un sitio muy particular. Habían viajado por una zona cubierta de bosque despejado, que se abría a una desahogada llanura en la cual se descubría un edificio consistente en una altísima pared circundando algo semejante a un campamento romano con visos de aeródromo. La tapia no parecía hecha de piedra ni de madera, y cuando el padre Brown la miró detenidamente, advirtió que estaba hecha de metal.
    Se bajaron todos del coche y, después de manipular en una puertecita como si fuera una caja fuerte blindada, la abrieron con cautela. Ahora, con gran sorpresa del padre Brown, el individuo llamado Norman Drage no pareció dispuesto a entrar, sino que se despidió de ellos con un regocijo siniestro.
    —No quiero entrar —dijo—. Sería un placer demasiado intenso para el viejo Merton y a lo peor se muere de la emoción.
    El hombre se marchó y el padre Brown, sorprendiéndose cada vez más, cruzó el umbral de acero cuya puerta se cerró de golpe tras él. El recinto era un jardín grande y cuidado, con matas de alegres y variados colores, aunque sin árboles, arbustos ni flora de ninguna clase. En su centro se levantaba una casa de construcción elegante y a la vez sorprendente, pero tan alta y estrecha que parecía una torre. El sol resplandecía acá y allá sobre las tejas de cristal. La parte baja parecía no tener ventanas. Sobre todo ello se destacaba aquella limpidez y resplandor características de la clara atmósfera americana. El recibidor estaba adornado con mármoles, metales y esmaltes de brillantes colores, pero no había escalera, sino únicamente el hueco para un ascensor, guardado por dos poderosos y fornidos hombres que parecían policías de paisano.
    —Una protección muy estudiada, ¿verdad? —dijo Wain—. Quizás se sonría usted, padre Brown, ante el hecho de que Merton tenga que vivir en una fortaleza así, sin un árbol en el jardín para impedir que alguien pueda esconderse detrás. Sin embargo, no sabe usted todo lo que la gente de este país puede llegar a ingeniar. Y tampoco, tal vez, sospechará usted lo que significa el nombre de Brander Merton; es un personaje de aspecto apacible, que pasaría inadvertido por las calles, aun cuando ahora no tenga muchas oportunidades de hacerlo, pues puede salir solamente alguna que otra vez y en coche cerrado. Y si le sucediera algo a Brander Merton, habría terremotos desde Alaska a las islas de los Caníbales. Yo creo que no ha habido jamás un rey o emperador que tuviera tanto poder sobre las naciones como él. Si le hubiera propuesto a usted visitar al zar o el rey de Inglaterra, no dudo que, al menos por curiosidad, usted hubiera aceptado; no es que me figure que tiene usted especial interés por los zares o millonarios, sino que sólo lo digo porque el poder siempre despierta curiosidad. Y espero que no sea ir contra sus principios visitar a una especie de emperador moderno como Merton.
    —Nada de eso —dijo el padre Brown—, mi deber es visitar a prisioneros y demás hombres desgraciados que se encuentran en cautividad.
    Se hizo un silencio y el joven frunció el entrecejo, adoptando su rostro una expresión extraña y furtiva. Luego dijo con brusquedad:
    —Debe usted recordar que no son presentimientos vulgares o la mano negra lo que va contra él. Este Daniel Doon se parece mucho al mismísimo diablo. Si no, fíjese usted en la manera cómo se deshizo de Trant en su propio jardín y de Horder frente a su casa, sin dejar la menor huella.
    El último piso del edificio, rodeado de muros de enorme grosor, consistía en dos habitaciones: una antesala, a la que entraron, y una habitación que era el sancta sanctorum del multimillonario. Mientras entraban en la antesala, dos visitas salían de la habitación. Peter Wain saludó a una de ellas como su tío: era un hombre bajo, pero muy fuerte y activo, con la cabeza afeitada y una cara tan curtida que era demasiado oscura para haber sido blanca alguna vez. Era el viejo Crake, vulgarmente conocido como Hickory Crake, en recuerdo del famoso viejo Hickory, por su fama en las últimas guerras con los pieles rojas. Su compañero ofrecía a su lado un contraste muy singular; era un caballero muy apuesto y elegante con un cabello tan oscuro como si le hubiesen dado barniz negro y con una cinta negra sujeta al monóculo: era Bernard Blake, el abogado del viejo Merton, que había estado discutiendo con los dos socios los negocios de la casa. Los cuatro hombres se saludaron en el centro de la antesala y sostuvieron una pequeña conversación de cumplido, mientras unos esperaban marcharse y otros entrar en la sala contigua. Entre tanto, otra persona permanecía sentada en el umbral de la habitación interior, grande e inmóvil en la penumbra proyectada por la ventana del otro aposento; un hombre con cara de negro y espaldas enormes. Era la imagen de lo que el criticismo americano llamaría el hombre malo; sus amigos le llamaban guardaespaldas y sus enemigos matón.
    Este hombre no se movía para saludar a nadie; pero, al verle en la antesala, Peter Wain pareció volver a sus pasados temores.
    — ¿Hay alguien con el jefe? —preguntó.
    —No te pongas nervioso, Peter —dijo su tío—. Wilton, el secretario, está con él; supongo que no hay problema. Wilton no pega ojo con tal de vigilar a Merton. Es más eficaz que veinte guardaespaldas. Y es rápido y silencioso como un indio.
    —Tú lo sabes mejor que yo —repuso el sobrino, riendo—. Recuerdo las jugarretas de los pieles rojas que me contabas cuando era niño y me gustaba leer las historias de sus hazañas, aunque en ellas parecían llevarse siempre la peor parte.
    —En realidad no era así —dijo el viejo malhumorado.
    — ¿Ah, no?—preguntó el pulido Mr. Blake—. Creí que eran poco más o menos impotentes ante nuestras armas de fuego.
    —He visto a un indio frente a cien escopetas y, sin otra arma que un cuchillo, matar con él a un hombre que estaba a mi lado sobre una fortaleza —dijo Crake.
    — ¿Y cómo lo hizo? —preguntó el otro.
    —Lanzándole el cuchillo —dijo Crake—; lo arrojó con presteza antes de que una bala lo alcanzara. No sé dónde debió de aprender el truco.
    —Espero que no lo tengas que aprender tú —dijo su sobrino, riendo aún.
    —Me atrevería a decir —dijo el padre Brown pensativo— que esta anécdota pudiera tener una moraleja.
    Mientras hablaban, el secretario, Mr. Wilton, salió de la habitación interior y tomó la postura de quien espera. Era un hombre pálido y rubio, de mentón cuadrado y ojos serenos, con la mirada de perro; no era difícil comprender que poseía el ojo avizor de un perro guardián.
    Dijo únicamente:
    —Mr. Merton estará a su disposición dentro de diez minutos.
    Estas palabras fueron la señal de partida para el grupo. El viejo Crake pretextó que debía marcharse y su sobrino salió con él y su acompañante, dejando al padre Brown con el secretario, puesto que el gigante negro, en el otro extremo de la habitación, no se hacía sentir como viviente; estaba sentado, inmóvil, de espaldas a ellos, mirando hacia la otra habitación.
    —Todo está dispuesto de una manera consciente, ¿verdad? —dijo el secretario—. Con seguridad conocerá usted la historia de Daniel Doon y la razón por la que no es seguro dejar al jefe mucho tiempo solo.
    —Pero ahora está solo, ¿no? —dijo el padre Brown.
    El secretario le miró con ojos graves.
    —Quince minutos —dijo—, el reducido espacio de quince minutos cada veinticuatro horas, los únicos momentos de soledad de que disfruta, e insiste en gozar de ella por una razón muy convincente.
    — ¿Y cuál es la razón? —preguntó el padre Brown.
    El secretario Wilton no abandonó su mirada fija y la expresión de su boca, que hasta entonces había sido sería, se volvió adusta.
    —El vaso copto —repuso—. Puede que haya usted olvidado cuanto hace referencia al vaso copto; sin embargo, él no lo ha olvidado. No se fía de ninguno de nosotros en lo concerniente a aquél. Está encerrado en algún sitio de la habitación y sólo él puede hallarlo. No quiere sacarlo mientras no estemos todos fuera. Debemos aceptar el riesgo de un cuarto de hora para que él pueda adorarlo. He de confesarle que es la única cosa que adora. No hay verdadero riesgo, pues he convertido este lugar en una verdadera ratonera y no creo que ni siquiera el mismo diablo pudiera entrar o, menos aún, salir de ella. Si este infernal Daniel Doon nos hace una visita, le juro que se quedará a cenar y algún ratito más. Durante estos quince minutos estoy en vilo. En el mismo instante en que sonara un tiro o concibiera la sospecha de que alguien se peleaba, apretaría este botón y una corriente eléctrica circularía por la tapia del jardín, de forma que cruzarla o trepar por ella significaría la muerte. La idea de un tiro debe ser desechada, pues éste es el único camino, y la única ventana es la que está en su habitación encaramada sobre una torre tan resbaladiza como un palo grasiento. Y, además, estamos todos armados, y si Doon entrara en aquella habitación puede estar seguro de que no saldría con vida de ella.
    El padre Brown miraba la alfombra, estudiándola de una manera muy browniana. Al cabo, dijo de pronto como si le hubieran sacudido:
    —Espero que no le disguste que diga, sin embargo, lo que pienso, pero se me acaba de ocurrir una cosa en este mismísimo instante. Es sobre usted, señor Wilton.
    —Vaya —exclamó Wilton—, ¿y qué es ello?
    —Creo que usted es hombre de ideas fijas —dijo el padre Brown— y me perdonará si le digo que está usted más preparado para capturar a Daniel Doon que para defender a Brander Merton.
    Wilton se sorprendió un poco y continuó observando a su compañero; en su boca de expresión ceñuda se dibujó una rara sonrisa.
    — ¿Cómo pudo usted...?, ¿qué es lo que le hizo pensar en ello?
    —Usted dijo que si oía a alguien disparar un tiro podía inmediatamente electrocutar al enemigo que huyese —observó el sacerdote—. Supongo que debe de haber pensado usted que el tiro pudiera ser fatal para su jefe antes que mortal para su enemigo. No quiero decir que no desee usted proteger al señor Merton en cuanto le sea posible, pero me ha parecido comprender que dicha idea quedaba en segundo plano. Los preparativos, como usted ha dicho, están cuidadosamente detallados, y creo entender que han sido idea suya, pero me parecen más propios para coger al asesino que para salvar a un hombre.
    —Padre Brown —dijo el secretario, que había recuperado su tono tranquilo—, es usted muy perspicaz, pero hay algo más en usted que esa natural agudeza. Usted es uno de esos hombres a quienes les gusta decir la verdad; y, ahora, me parece que tendrá que oírla, pues hasta cierto punto esto viene a ser una ironía contra mí. Todo el mundo dice que tengo la monomanía de perseguir a ese hombre y me parece que está en lo cierto. Y voy a confesarle una cosa que los demás ignoran. Mi verdadero nombre es John Wilton Horder.
    El padre Brown sonrió y asintió con la cabeza como si estas palabras no hubiesen constituido una importante revelación; pero el otro continuó hablando aún:
    —Ese sujeto, que se llamaba a sí mismo Doon, mató a mi padre, a mi tío y arruinó a mi madre. Cuando Merton buscaba un secretario fui a ofrecerme pensando que, allí donde se encontrara el vaso, se presentaría, tarde o temprano, el criminal. Yo no sabía quién era y lo único que he podido hacer es aguardarle; mi intención ha sido siempre servir a Merton con fidelidad.
    —Ya comprendo —dijo el padre Brown, con dulzura—; ¿y no sería ya hora de que entrásemos a verle?
    — ¡Es verdad! —exclamó Wilton, saliendo de su sopor, hasta tal punto que el sacerdote concluyó que su manía le había tenido preso otra vez—. ¡Entre usted!
    El padre Brown avanzó sin tardanza hacia la otra habitación. No se oyó a nadie saludar; todo estaba envuelto en un silencio de muerte. Y, segundos después, el sacerdote reapareció en la puerta.
    En ese preciso instante, el guardián silencioso sentado cerca de la entrada se movió de repente; y era como si un enorme mueble hubiese cobrado vida. La figura del sacerdote parecía predecir algo; su cabeza se dibujaba contra la luz que entraba de la otra habitación y su cara permanecía en la sombra.
    —Supongo que ahora apretará el botón —sugirió lacónicamente.
    Wilton pareció despertar de sus recónditos pensamientos y saltó, diciendo con voz entrecortada:
    —Pero no ha habido tiro.
    —Bien —dijo el padre Brown—, eso depende de lo que usted entienda por tiro.
    Wilton se adelantó y pasaron a la otra habitación juntos. Ésta era relativamente pequeña y amueblada con sencillez, aunque con elegancia. Se abría ante ellos una amplia ventana desde donde se dominaba el jardín y, más allá, la llanura cubierta de bosque. Junto a la ventana había una silla y una mesita, como si el prisionero hubiese deseado gozar de tanta luz y aire como le fuese posible durante aquellos breves instantes de soledad.
    Sobre la mesita estaba el vaso copto. Era evidente que su propietario lo había estado admirando a plena luz, y la verdad es que bien valía la pena: la diáfana claridad del cielo convertía sus piedras preciosas en llamaradas polícromas, de manera que hubieran podido servir de modelo para el Santo Grial. Hay que reconocer que merecía la pena contemplarlo, pero Brander Merton no lo hacía ya; su cabeza había caído sobre el respaldo de la silla, su cabello blanco colgaba por detrás, su barbita plateada y aguda señalaba al techo y de su garganta asomaba una larga flecha pintada de marrón con un adorno de plumas rojas en el extremo.
    —Un tiro silencioso —dijo el padre Brown en voz baja—. Hace poco que estuve pensando en las nuevas invenciones para amortiguar el ruido del disparo; pero ésta es una invención muy antigua e igualmente silenciosa.
    Luego añadió:
    —Me parece que está muerto, ¿qué va usted a hacer ahora?
    El asustado secretario se puso de pie, y dijo:
    —Voy a apretar el botón, claro está. Y si esto no basta para Daniel Doon, me voy a buscarle hasta el fin del mundo para dar con él.
    —Tenga usted cuidado, no vaya a ser fatal para alguno de nuestros amigos —observó el padre Brown—. No pueden andar muy lejos; sería mejor llamarlos.
    —Todos ellos saben lo de la pared —contestó Wilton—; no intentarán saltar a no ser que alguno de ellos tuviese mucha prisa.
    El padre Brown se asomó a la ventana por la que indudablemente había entrado la flecha. El jardín, con sus bajos lechos de flores, se veía muy lejano y parecía un mapamundi bellamente matizado. Tuvo la impresión de que era tan grande y vacío y la torre tan alta, tan cercana al cielo que, mientras estaba admirándola, le vino una frase a los labios.
    —Castigo de Dios —dijo—. ¿Qué es lo que hace poco se dijo sobre una saeta disparada desde lo alto y de la muerte que viene del cielo? Mire usted qué lejano parece todo; parece extrañísimo que una saeta pueda provenir de tan lejos, como no sea del cielo.
    Wilton había regresado ya, pero no contestó, y el sacerdote continuó su soliloquio.
    —Se le ocurre a uno pensar en la aviación. Debemos preguntarle al joven Wain... sobre eso de la aviación.
    —Hay muchos aviones por ahí —dijo el secretario.
    —Éste es un caso que hace pensar en métodos muy antiguos o muy modernos —observó el padre Brown—. Su anciano tío conocerá algunas, supongo. Hay que preguntarle todo lo que sepa sobre flechas. Esto parece una saeta india. Pero no sé desde dónde pudo haberla disparado. ¿Recuerda usted la anécdota contada por el viejo a la que yo añadí que tenía una moraleja?
    —Si la tiene —dijo Wilton con acaloramiento—, no puede ser otra que la de que un auténtico piel roja pueda arrojar una cosa mucho más lejos de lo que uno pudiera imaginar. Y me parece muy absurdo que pretenda ahora sugerir un paralelismo.
    —Lo que a mí me parece es que no ha acertado usted con la moraleja —dijo el padre Brown.
    A pesar de que todas las apariencias mostraban que al día siguiente el curita se había desvanecido entre los millones de habitantes de Nueva York, sin otro propósito que el de ser uno más en una calle numerada, anduvo en realidad atareadísimo durante los quince días siguientes, con el encargo que se le había hecho, pues temía que la justicia no quedara a salvo. Sin hacerse violencia alguna pudo fácilmente entrevistarse con las dos o tres personas que podían estar complicadas en el enigma, y especialmente sostuvo con el viejo Hickory Crake una conversación curiosa e interesante. Se desarrolló en un banco de Central Park, donde se sentaba el viejo apoyando sus huesudas manos y arrugando rostro sobre el curioso puño de un bastón de madera rojo oscuro, posiblemente modelado sobre un hacha de guerra india.
    —Pudo haber sido un tiro largo —observó el viejo moviendo la cabeza—; pero yo le aconsejaría que no tomara demasiado en serio el alcance de una flecha piel roja. He visto a algunas salir disparadas como una bala y, a pesar de todo, dar de lleno en el blanco con precisión asombrosa, considerando el tiempo de su permanencia en el aire. Hoy día es raro oír hablar de pieles rojas con arcos y flechas y es aún más raro llegar a ver a un piel roja por ahí. No obstante, si por casualidad estuviera por estas tierras uno de esos viejos tiradores con uno de sus antiguos arcos y permaneciera escondido tras uno de esos árboles, a cientos de metros de la tapia de la torre Merton, en tal caso..., pues en tal caso no me parecería extraño que el noble salvaje pudiera mandar la saeta por encima de la tapia hasta la última ventana de Merton e incluso hasta Merton mismo. He visto cosas tan excepcionales como ésa, en otros tiempos.
    —Sin duda alguna —dijo el sacerdote— ha hecho usted cosas tan inverosímiles como las que explica.
    El viejo Crake sonrió y dijo:
    — ¡Oh, eso son ya cosas antiguas!
    —Algunas personas cifran su especial placer en estudiar las cosas antiguas —dijo el padre Brown— y supongo que podemos decir que nada de su historia se relaciona con ese desagradable incidente.
    — ¿Qué insinúa usted? —inquirió Crake, bollándole los ojos con fiereza por primera vez en su rostro colorado, que parecía el puño de un hacha india.
    —Es que está usted tan bien enterado de las mañas y artificios de los pieles rojas... —comenzó a insinuar el padre Brown.
    Crake, que hasta entonces se había mantenido en posición encorvada y casi podía decirse un poco tímida, apoyando la barbilla sobre el curioso puño, se puso ahora de pie en medio del camino, como un matón, esgrimiendo el bastón en la mano como si fuera un garrote.
    — ¿Qué diablos está usted sugiriendo? ¿Quiere insinuar que yo puedo haber tomado parte en el asesinato de mi propio cuñado?
    De otros bancos se levantó gente para acercarse a los que disputaban en medio del camino, cara a cara: el viejecito calvo, blandiendo su bastón como si fuera un arma, y la otra persona vestida de negro y gruesa que le miraba inconmovible, salvo sus párpados, que pestañeaban. Parecía que de un momento a otro la figura rechoncha, de negro, iba a ser golpeada en la cabeza y muerta en el acto con verdadera pericia de piel roja. En el mismo instante, se vio la silueta enorme de un policía irlandés aproximarse al grupo. El sacerdote contestó a los apasionados argumentos, respondiendo plácidamente, como si contestara a una pregunta trivial.
    —Me he formado ciertas conclusiones acerca del caso, aunque no creo oportuno hacer alusión a ellas hasta el momento de mi informe.
    El viejo Hickory, inducido probablemente por los pasos del policía, se puso el bastón bajo el brazo y se caló el sombrero refunfuñando. El sacerdote le dio los buenos días y con paso tranquilo salió del parque, encaminándose hacia el hotel donde le esperaba Wain. El joven se apresuró a saludarle; su aspecto era aún más descuidado y desaliñado que antes, como si alguna preocupación le estuviese consumiendo; y el sacerdote conjeturó maliciosamente que su joven amigo se había dedicado, durante los últimos tiempos, con demasiado éxito, a burlar la última ley de la constitución americana (2). A las primeras palabras que pronunció sobre su pasión y ciencia favorita, se puso en guardia y procuró concentrarse. El padre Brown se las había compuesto para hacer recaer, como por azar, el tema de la conversación en si se volaba mucho por aquel distrito y le contó que había confundido la forma circular de la tapia de la torre del señor Merton con la del aeródromo.
    —Es realmente extraño que no viera usted ningún aparato cuando estuvo allí —contestó el capitán Wain—. Hay veces que parecen un enjambre de moscas; aquel espacio sin árboles es tan adecuado para volar que incluso llego a imaginar que será el criadero principal, hablando figuradamente, para mis futuros pajarracos. Yo mismo he volado mucho por aquellos lugares y conozco a la mayoría de los pilotos de por allí que volaron en la guerra. Pero también hay mucha gente nueva que no conozco. Pronto alcanzará el avión la popularidad del coche y llegará el día en que todo ciudadano de Estados Unidos poseerá uno.
    —Supuesto que el hombre está dotado por su Creador del derecho a la vida, a la libertad y a la manía del volante o del avión —dijo el padre Brown sonriendo con indulgencia—. De todo lo cual deduzco que un aeroplano de más cruzando por cualquier lugar de vez en cuando no llamaría la atención de nadie.
    —No —contestó el joven—, supongo que no.
    —Y aunque el piloto fuese conocido, supongo que podría pilotar un aparato que no le perteneciese. Por ejemplo, si usted volase como de costumbre, es posible que el señor Mentón y sus amigos le reconocieran enseguida. Pero podría usted acercarse mucho a la ventana con un aeroplano de distinto modelo, o como le llamen, lo suficiente para la consecución de sus fines.
    —Sí, así es —profirió el joven casi a su pesar; pero de repente se contuvo y se quedó mirando boquiabierto al sacerdote, con unos ojos que parecían querer salirse de las órbitas—. ¡Dios mío, Dios mío! —dijo en voz baja. Se levantó pálido, temblando de pies a cabeza y sin dejar de mirar al sacerdote fijamente—. ¿Está usted loco? —dijo—. ¿Está usted rematadamente loco? —y volvió a enmudecer para acabar balbuciendo—: Ha venido usted para insinuar...
    —No; he venido únicamente a recoger insinuaciones —dijo el padre Brown, levantándose—. Puedo haberme formado alguna conclusión prematura que me parece mejor guardar de momento —y saludando al joven con idéntica rigidez convencional, salió del hotel a continuar su extravagante peregrinación.
    El anochecer lo sorprendió bajando por las sucias y tortuosas callejas y peldaños que llevan al río, en aquella parte de la ciudad que era más antigua e irregular. Bajo un farolillo rojo, que indicaba la entrada de un restaurante chino, vio una figura que no le era desconocida aunque su aspecto distaba mucho del que había conocido antes.
    Mr. Norman Drage continuaba plantando cara al mundo detrás de sus enormes gafas que parecían ocultar su rostro como tras una máscara oscura de cristal. Excepto en lo que se refiere a las gafas, su indumentaria había sufrido un cambio notorio durante el mes que siguió al asesinato. Entonces, el padre Brown se había fijado en que iba vestido impecablemente, hasta el punto en que la diferencia entre un maniquí de sastre y un dandy llega a hacerse sutilísima. Ahora, su pinta era muchísimo peor; parecía como si el maniquí de sastre se hubiese convertido en un espantapájaros. Seguía llevando su sombrero de copa, aunque abollado y viejo; sus ropas estaban muy usadas, su cadena de reloj y otros adornos habían desaparecido y, a pesar de todo, el padre Brown lo saludó como si se hubiesen acabado de separar, y no esperó a que le ofreciera sentarse en uno de los bancos de la casa de comidas. No obstante, no fue él quien inició la conversación.
    — ¿Qué hay, pues? ¿Ha podido usted vengar a su santo y sagrado millonario? Todos sabemos que los millonarios son santos y sagrados; en la prensa del día siguiente al de su muerte se descubre siempre cómo vivían según las enseñanzas de la Biblia, que habían leído en brazos de su madre. ¡Je, je! Si hubiera llegado a leer alguno de sus pasajes, me parece que la madre se habría sorprendido un poco, y el millonario también. Esos viejos libros están llenos de grande y bárbara sabiduría que no encaja con las costumbres de hoy; una sabiduría de la edad de piedra que parece estar encerrada bajo las pirámides. Suponga usted que alguien hubiese echado al viejo Merton por la ventana y que hubiese permitido que lo comieran los perros. Su muerte no hubiera sido peor que la de Jezabel. Y Agag, ¿no fue hecho pedazos, a pesar de haber vivido ricamente? Merton vivió así durante toda su vida, ¡maldito él!, hasta que fue demasiado rico para dar un paso. Con todo, el dedo del Señor lo encontró como hubiera podido suceder en uno de esos libros, le truncó la vida en la cima de una torre para que fuera un escarmiento para su pueblo.
    —El dedo, por lo menos, era material —añadió su compañero.
    —Las pirámides también son poderosas y oprimen las cabezas de los reyes —murmuró el hombre de las gafas—. Yo creo que hay mucho que estudiar en esas viejas religiones materialistas. Hay relieves antiguos, viejo legado de los tiempos, que representan a sus dio-
    ses y emperadores sosteniendo arcos extendidos entre sus manos, que parecen poder doblegar arcos de piedra. Materialista, no lo niego..., ¡pero de qué materiales! ¿No le ha sucedido a usted que, mirando esos antiguos dibujos de Oriente, le viene la sensación de que aquel viejo Dios y Señor vuela como un oscuro Apolo lanzando negros rayos de muerte?
    —Si así es —contestó el padre Brown—, podía llamársele por otro nombre. Pero yo dudo que Merton muriera por efecto de esos oscuros rayos o de una piedra santa.
    —Me parece —dijo Drage— que usted cree que es san Sebastián asesinado por una saeta. Un millonario debe ser un mártir. ¿Cómo sabe usted que no merecía serlo? Creo que desconoce muchas cosas de su millonario. Pues bien, permítame que le diga que se lo merecía con creces.
    —Y, entonces, ¿por qué no lo asesinó usted? —preguntó el padre Brown.
    — ¿Quiere usted saber por qué no lo hice? —preguntó el otro, mirándole perplejo—. ¡Vaya sacerdote fantástico!
    —Nada de eso —contestó él como si quisiera rehuir un cumplido.
    —Esta debe de ser su manera de afirmar que fui yo —dijo Drage, gruñendo—. Tendrá que demostrarlo, eso es todo. Yo, por lo que a él atañe, creo que no es ninguna pérdida.
    —Sí lo ha sido —dijo el padre Brown con súbita intuición—. Ha sido una pérdida para usted. Por eso no le ha matado usted.
    Y salió de la habitación, dejando al hombre de las gafas boquiabierto.
    Había transcurrido casi un mes cuando el padre Brown volvió a visitar la casa donde el tercer millonario había sucumbido a la venganza personal de Daniel Doon. En ella se celebraba una reunión de las personas interesadas en el caso. El viejo Crake presidía la mesa, con su sobrino a la derecha y el abogado a la izquierda. El hombre corpulento de rasgos africanos, cuyo nombre resultó ser Harris, hacía notar su presencia aunque sólo fuera como testigo material; un individuo apellidado Dixon, pelirrojo y de nariz aguileña, representaba a Pinkerton; el padre Brown se sentó modestamente en un lugar vacío que quedaba a su derecha.
    La prensa mundial se hacía eco de la catástrofe que acaeció al coloso de las finanzas, al que había organizado la economía mundial; pero el pequeño grupo que lo rodeó a la hora de la muerte podía aportar poca información. El tío, el sobrino y el abogado se hallaban muy distantes de la verja cuando se dio la señal de alarma, y los guardianes de ambas puertas, después de varias contestaciones confusas y contradictorias, afirmaron lo mismo. Al parecer, sólo había una complicación: hacia la hora en que tuvo lugar el asesinato, poco antes o después, habían encontrado a un extranjero que pidió ver a Mr. Merton. Los criados habían tenido ciertas dificultades para comprenderle, pues su lenguaje era muy oscuro, y les pereció también raro, sobre todo después de que hubiera hablado de que un hombre malo sería destruido por una palabra del cielo. Peter Wain se apoyó sobre la mesa, con un brillo desacostumbrado en los ojos de su rostro cansado, y dijo:
    —Juraría que es Norman Drage.
    — ¿Y quién es Norman Drage? —le preguntó su tío.
    —Eso es lo que quisiera saber —contestó el joven—. Se lo pregunté sin rodeos, pero tiene un poder tan maravilloso para esquivar toda pregunta intencionada que es como si uno quisiera acometer una empresa con un caballo de concurso. No hizo más que insinuarme cosas sobre la nave del futuro, tema al que jamás he dado crédito.
    —Pero, ¿qué clase de hombre es? —preguntó Crake.
    —Es un mistagogo —dijo el padre Brown con inocencia—. Existen muchos individuos de su tipo: son aquellos que se os acercan en un cabaret o café parisienses y os dicen que han encontrado el misterio de Stonehedge o que han levantado el velo de Isis. Y para casos como éste seguro que tienen una u otra explicación sobrenatural.
    La oscura y plantada cabeza de Mr. Bernard Blake, el abogado, estaba inclinada atentamente hacia el que hablaba, mientras se dibujada en su rostro una sonrisa incrédula.
    —No hubiera supuesto nunca, señor, que iba a rechazar una explicación sobrenatural.
    —Por el contrario —replicó el padre Brown amigablemente—, ésta es cabalmente la razón por la que puedo pelearme con ellos. Cualquier abogado podrá enredarme, pero no le enredaría a usted, que también es abogado. Cualquiera podría disfrazarse de indio y le tendría por el mismo Hiawatha; Mr. Crake, por el contrario, notaría inmediatamente el fraude. Un timador podría hacerme creer que sabía muchas cosas de aeroplanos y, en cambio, no tendría el mismo éxito con el capitán Wain. Pues bien, esto me sucede a mí de manera aproximada. Precisamente porque he estudiado un poco el tema del misticismo, los mistagogos no pueden burlarme. Los verdaderos místicos no esconden los misterios, sino que los aclaran. Sacan las cosas a relucir y aun después siguen siendo un misterio, pero los mistagogos lo esconden en las mayores tinieblas y, una vez lo descubrís, resulta la cosa más simple del mundo. En el caso de Drage, me parece que tenía un sentido más práctico cuando hablaba del fuego que vendría del cielo y de saetas celestes.
    — ¿Y qué sentido era? —preguntó Wain—. Me parece que, sea cual sea, debemos analizarlo con calma.
    —Pretendía —contestó el sacerdote midiendo las palabras—, pretendía hacernos creer que el asesinato fue milagroso, pues sabía que no lo era.
    — ¡Ah! —exclamó Wain, haciendo con la respiración un pequeño silbido—, lo estaba esperando. Hablando en plata: él fue el criminal.
    —Hablando en plata, él es el criminal que no ha cometido el crimen —repuso el padre Brown con perfecta calma.
    — ¿Y a eso lo llama hablar en plata? —preguntó Blake, con sorna.
    —Estoy seguro de que ahora está usted pensando que el mistagogo soy yo —dijo el padre Brown, un poco azorado, pero sonriendo francamente—. Ha sido algo muy casual. Drage no cometió el crimen, quiero decir este crimen. Su único crimen fue el de encubrir a alguien y por ello rondaba la casa, pero, probablemente, no quería que el secreto se hiciera público ni que terminara el asunto con la muerte. Podemos hablar de él luego; ahora pretendo únicamente que le dejemos de lado.
    — ¿Para poner en claro qué?
    —Para poner en claro la verdad —contestó el sacerdote mirándolo tranquilamente y con los ojos entornados.
    — ¿Es que quiere darnos a entender que conoce usted la verdad? —balbuceó el otro.
    —Me parece que sí —dijo el padre Brown sin alardes.
    Se hizo un silencio súbito, que interrumpió Crake diciendo, de pronto, con voz entrecortada y rasposa:
    — ¿Cómo? ¿Y dónde está ese secretario, ese señor Wilton? Debería estar aquí.
    —Sigo en comunicación con el señor Wilton —dijo el padre Brown con seriedad— y precisamente le he pedido que me telefonease aquí mismo dentro de unos instantes. Puedo anticiparles que, en cierto modo, él y yo hemos sacado la hebra de todo este enredo.
    —Si han estado trabajando juntos... supongo que no se puede objetar nada —refunfuñó Crake—; ya sé que él siempre ha tomado la parte del sabueso en la persecución de este individuo, y no me parece mal la idea de que se haya asociado con él. Pero si usted conoce la verdad del asunto, ¿de dónde diablos la sacó?
    —Pues de usted —dijo el sacerdote, sin conmoverse, mirando inocentemente al sulfurado veterano—. Me explicaré mejor. Empecé a conocer el camino por una anécdota que refirió usted acerca de un indio que arrojó su cuchillo e hirió a un hombre que estaba en la cima de una fortaleza.
    —Ya se lo he oído decir muchas veces —dijo Wain caviloso—. Sin embargo, no le veo la semejanza, salvo en que este último arrojó una saeta a un nombre que estaba en la cima de una casa muy parecida a una fortaleza. Pero, naturalmente, la saeta no fue arrojada, sino disparada, y podía ir mucho más lejos. Llegó, en realidad, muy lejos, y, con todo, no sé cómo nos puede ayudar esto.
    —Me temo que ha equivocado el sentido de la anécdota —dijo el padre Brown—. No es que si una cosa puede ir lejos haya otra que pueda ir aún más lejos, sino que una herramienta mal empleada puede herir siempre. El sujeto de la anécdota de Crake pensó en llevar un cuchillo con la idea de emplearlo en la lucha cuerpo a cuerpo, y luego se le ocurrió emplearlo como jabalina. Otras personas que conozco pensaron en un instrumento que se pudiera utilizar como jabalina; olvidaron que, al fin y al cabo, podía usarse también, corrientemente, como una lanza. En resumen, la moraleja de la anécdota es que, ya que un puñal se puede convertir en saeta, de la misma manera una saeta se puede convertir en puñal.
    Todos le observaron, y, no obstante, él continuó hablando en su tono sencillo:
    —Todos nos preocupábamos mucho en explicarnos quién podría haber arrojado una saeta a través de la ventana, en si había sido desde muy lejos y en otras muchas cosas..., pero la verdad es que nadie arrojó la saeta. Nunca entró por la ventana.
    — ¿Y cómo se explica usted que la halláramos aquí? —interrogó el abogado con cara bastante compungida.
    —Alguien la trajo consigo, supongo —dijo el padre Brown—. La verdad es que no era difícil de llevar ni de esconder; alguien la tenía en la mano, mientras estaba con Merton en su misma habitación. Alguien la introdujo en la garganta de Merton como si fuera un puñal y tuvo la bonísima intención de arreglar las cosas de manera que todos presumiéramos que había entrado por la ventana, como un pajarillo.
    — ¿Alguien? —dijo el viejo Crake, arrastrando las letras como si fueran de piedra.
    El teléfono sonó de una manera estridente, con terrible insistencia y, aunque estaban en la otra habitación, el padre Brown llegó antes que nadie lo hiciera.
    — ¿A qué demonios viene esto? —exclamó Peter Wain, que parecía muy afectado.
    — ¿No nos ha dicho que esperaba que Wilton, el secretario, le llamase? —contestó su tío con la misma apesadumbrada voz.
    —Debe de ser Wilton el que llama —observó el abogado hablando con el único móvil de llenar el silencio. Pero nadie contestó a su insinuación hasta que el padre Brown reapareció de pronto e inesperadamente aportando la respuesta.
    —Señores —dijo cuando se sentó—, ustedes fueron quienes solicitaron que investigara este asunto y, ya que he descubierto la verdad, me siento obligado, ahora, a exponérsela sin pretender aminorar su sorpresa. Me temo que el que mete las narices en asuntos de esta índole no puede andarse con consideraciones personales.
    —Supongo —dijo Crake cortando el silencio que se había hecho— que esto quiere decir que se acusa a alguno de nosotros o bien que se sospecha de nosotros.
    —Todos somos sospechosos, incluso yo mismo, que descubrí el cadáver.
    —Naturalmente que sospecha de nosotros —intervino Wain, enfadado—. El padre Brown tuvo la amabilidad de explicarme cómo pude hacerlo valiéndome de un aeroplano.
    —No —contestó el sacerdote, sonriendo—, usted mismo me describió cómo podría haberlo hecho, y precisamente ésa fue la parte interesante.
    —También le pareció posible —refunfuñó Crake— que yo le hubiese podido asesinar con una flecha india.
    —En verdad, no me había parecido muy verosímil —dijo el padre Brown, poniendo una cara muy fastidiada—. Les ruego a ustedes que me excusen si hice mal; debo confesar, sin embargo, que no vi otro camino para ventilar la cuestión y hay pocas cosas tan improbables como la de que Mr. Wain estuviera pilotando un enorme aeroplano ante la ventana de Merton en el momento del asesinato, sin que nadie lo hubiese notado, como improbable es que un vejete pudiera estar jugando a pieles rojas con un arco y una flecha y matase desde detrás de un arbusto a una persona a la que habría podido asesinar de mil diferentes maneras. Con todo, era mi obligación dilucidar si habían tomado parte en ello, con objeto de poder probar su inocencia.
    — ¿Y cómo lo ha demostrado usted? —preguntó el abogado Blake, avanzando el cuello con avidez.
    —Solo por la manera como reaccionaron cuando les acusé —contestó el otro.
    — ¿Qué quiere usted decir exactamente?
    —Le ruego que me permita explicarme —contestó el padre Brown cortésmente—: yo no titubeé en aceptar que debía dudar de ellos y de todo el mundo. Sospeché de Mr. Crake y del capitán Wain, pues aceptaba hasta cierto punto la posibilidad o probabilidad de su culpa. Yo les dije que me había formado mis ideas sobre el particular y ahora les voy a indicar cuáles fueron. Estaba seguro de su inocencia por cómo pasaron de la despreocupación a la imaginación. Hasta el momento en que pensaron que yo podía sospechar de ellos, fueron suministrándome materiales para reforzar la acusación. Llegaron casi a explicarme cómo hubieran podido cometer ellos el crimen. Entonces, comprendieron de pronto, encolerizados, que yo podía acusarles; lo notaron mucho después de cuando yo en realidad podía haberles acusado, pero mucho antes de que lo hiciese.
    Usted se hará cargo de que ninguna persona culpable podría haber obrado así; se mostraría más bien enojada y recelosa desde un principio, o simularía ignorancia e inocencia hasta el fin, pero nunca proporcionaría material en contra suya, ni daría después un gran salto y empezaría a negar lo que antes había ayudado a afirmar. Esto sólo podía ser consecuencia de que nunca se le hubiese ocurrido realizar lo que estaba sugiriendo. La conciencia de un asesino estará siempre sobre aviso para no dejarle olvidar su conexión con el asunto, y para recordarle, además, que debe negarla. Y así, yo les descarté a ustedes por otras razones que no tengo necesidad de discutir ahora. Por ejemplo, estaba el secretario...
    «Pero no quiero hablar de esto por ahora. Acabo de hablar con Wilton por teléfono y me ha dado permiso para darles a conocer algunos detalles importantes. Supongo que todos ustedes sabrán quién era Wilton y lo que perseguía.
    —Sé que iba detrás de Daniel Doon y que no descansaría hasta encontrarlo —contestó Peter Wain—. He oído decir también que era el hijo del viejo Horder y que quería vengar su sangre; de todas maneras, no dudo que va tras el hombre llamado Doon.
    —Pues bien —dijo el padre Brown—: le ha encontrado.
    Peter Wain dio un salto y exclamó nervioso:
    — ¡El asesino! —dijo—. ¿Está el asesino encerrado ya?
    —No —repuso el padre Brown con expresión grave—, me parece haberles dicho que las noticias eran importantes y creo no haberlo ponderado bastante.
    «Me temo que el pobre Wilton ha tomado una responsabilidad tremenda sobre sus hombros y que también nos hace a nosotros partícipes de ella. Acorraló al criminal y cuando por fin lo tuvo bien situado..., pues bien, entonces tomó la Ley por su propia mano.
    — ¿Quiere esto decir que Daniel Doon...? —insinuó el abogado.
    —Quiere decir que Daniel Doon está muerto —dijo el sacerdote—. Parece ser que hubo una pequeña lucha y Wilton lo mató.
    —Lo tuvo bien merecido —gruñó Hickory Crake.
    —No se puede culpar a Wilton por haberse cargado a ese criminal. Considerando además la enemistad que le tenía —afirmó Wain—; es algo así como destrozar a una víbora.
    —No estoy de acuerdo con ustedes —dijo el padre Brown—: me parece que todos nos dejamos llevar demasiado por nuestro romanticismo cuando hablamos en defensa de los linchadores y de cuanto queda fuera de la ley y temo que, si perdemos nuestras leyes y libertades, llegará un tiempo en que todos saldremos perdiendo. Creo, además, que es perfectamente ilógico defender a Wilton en el asesinato que nos ocupa sin haber indagado antes las razones que tenía Doon para cometer sus crímenes. Llego a dudar que Doon fuese un asesino vulgar; podría haber sido un maníaco que iba detrás de la copa, exigiéndola con amenazas y matando a sus poseedores sólo después de una lucha. Ambas víctimas fueron asesinadas justamente ante sus casas. La única objeción que se me ocurre a cómo actuó Wilton es que nunca podremos oír la parte de Doon.
    — ¡Oh! Todos estos paliativos sentimentales para con esos indignos y bribones asesinos me agotan la paciencia —gritó Wain acalorado—. Si es cierto que Wilton acabó con el asesino, hizo, realmente, un magnífico trabajo; y esto es lo definitivo.
    —Exacto, exacto —dijo su tío asintiendo.
    El rostro del padre Brown adoptó una expresión más grave al repasar con su mirada el de los asistentes.
    — ¿Son todos ustedes de la misma opinión? —preguntó.
    Y, al decirlo, se dio cuenta de que era inglés y desterrado. Notó que se encontraba entre extranjeros aun siendo amigos. Corría por ellos una llama inquieta que de ninguna manera era propia de sus conciudadanos; el espíritu más joven de esta nación occidental que es capaz de rebelarse, linchar y, por encima de todo, conspirar. Sabía que ellos ya se habían unido para una alianza.
    —Por tanto —dijo el padre Brown lanzando un suspiro—, debo llegar a la conclusión de que ustedes absuelven decididamente el crimen de este infortunado sujeto, o mejor, este acto de justicia privada, o llámese como se quiera. En tal caso, no será en perjuicio suyo si les cuento algo más acerca de lo ocurrido.
    Se puso súbitamente de pie y, aunque los demás no captaron el significado de su acción, pareció cambiar, o helar, el ambiente de la estancia.
    —Wilton mató a Doon de una manera bastante notable —empezó.
    — ¿Cómo lo hizo? —preguntó Crake con brusquedad.
    —Con una saeta —dijo el padre Brown.
    La penumbra comenzaba a adueñarse de la vasta habitación, y la luz del día iba desvaneciéndose hasta ser un tenue reflejo que procedía de la amplia ventana de la habitación interior donde había muerto el multimillonario. Casi de una manera instintiva, los ojos del grupo se volvieron poco a poco en aquella dirección, aunque ningún ruido se oyó hasta entonces. Después, la voz de Crake se destacó cascada, aguda y senil, semejante a un parloteo de gallos.
    — ¿Qué insinúa usted? ¿Qué es lo que usted pretende? Brander Merton ha muerto por una flecha; ese bribón murió por el efecto de una flecha...
    —Por la misma flecha —dijo el sacerdote— y en el mismo instante.
    Volvió a pesar sobre el ambiente un silencio compungido, pero incontenible y a punto de romperse, y el joven Wain comenzó:
    — ¿Se refiere usted...?
    —Me refiero a que su amigo Merton era Daniel Doon —dijo el padre Brown con firmeza—, el único Daniel Doon que jamás encontrarán ustedes. Su amigo
    Merton había vivido obsesionado por el vaso copto; acostumbraba a adorarlo como a un ídolo todos los días, y en su loca juventud había matado, para poseerlo, a dos individuos, aunque me siento inclinado a creer que las muertes fueron, en cierto modo, accidentes del hurto. El caso es que lo obtuvo; y ese tal Drage conocía la historia y le presionaba con amenazas. Sin embargo, Wilton lo perseguía por razones muy distintas; presumo que descubrió solamente la verdad cuando entró en esta casa. Fue en ella y en la habitación contigua donde terminó su redada y donde mató al asesino de su padre. Durante largo tiempo nadie profirió una palabra. Y se oía el teclear de dedos de Crake sobre la mesa, musitando:
    —Brander debió de volverse loco, debía estar loco.
    —Pero, válgame Dios—exclamó Peter Wain—. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué hemos de decir? ¡Oh! El asunto ha tomado un cariz muy distinto. ¿Qué dirán los periódicos y la gente de negocios? Brander Merton es algo que está a la altura del presidente o del Papa de Roma.
    —Me parece presentir que el asunto es otro —insinuó Bernard Blake, el abogado, en voz baja—. La diferencia entraña una completa...
    El padre Brown golpeó la mesa de suerte que los vasos resonaron; y se adivinaba un eco espectral procedente del misterioso cáliz que permanecía aún en la habitación contigua.
    —No —gritó con voz semejante a un pistoletazo—. No habrá diferencia. Yo les he dado la oportunidad de apiadarse del pobre diablo mientras creyeron que se trataba de un criminal común. No quisieron prestar oídos entonces y todos se decidieron por la venganza privada: todos afirmaron que estaba bien que fuera descuartizado como un animal salvaje, sin escucharlo ni llevarlo ante un tribunal, y se limitaron a decir que había encontrado su merecido. Pues bien, si Daniel ha encontrado su merecido, Brander Merton ha encontrado también el suyo. Si aquello era adecuado para Doon, Santo Dios, también esto es lo merecido en el caso de Merton. Decídanse ustedes por la justicia perentoria o por la achacosa legalidad; pero, en nombre del Todopoderoso, yo les intimo a que apliquen una misma arbitrariedad o una misma justicia legal.
    Nadie contestó, a excepción del abogado, y aun éste lo hizo con algo que semejaba un gruñido:
    — ¿Qué dirá la policía si se entera de que estamos decididos a pasar por alto un crimen?
    — ¿Qué dirá si le digo que ya lo han pasado por alto?—repitió el padre Brown—. Su respeto por la Ley llega un poco tarde, Mr. Bernard Blake.
    Después de una pausa, continuó en tono más suave
    —Yo, por mi parte, estoy dispuesto a confesar la verdad si las autoridades competentes me lo preguntan; y ustedes pueden seguir la conducta que mejor les parezca. De hecho, no cambiará mucho la situación. Wilton me ha llamado para decirme que contaba con su autorización para exponerles a ustedes lo que me había confesado, pues, cuando lo supieran, estaría ya fuera de su alcance.
    Paseó lentamente por la habitación interior y se paró ante la mesilla junto a la cual muriera el millonario. El vaso copto permanecía aún en el mismo lugar, y él estuvo todavía un buen espacio de tiempo con los ojos fijos en el conjunto de todos los colores del arco iris y, más allá, en la azul inmensidad de cielo.


    EL ORÁCULO DEL PERRO

    —Sí —dijo el padre Brown—, me gustan los perros; me gustan siempre que no se les tome por lo que no son.
    Los que hablan muy deprisa acostumbran a ser, por lo general, los que escuchan con menos detenimiento. Su elocuencia llega a producir, a veces, el efecto de la estupidez. El amigo y compañero del padre Brown era un joven muy entusiasta, apellidado Fiennes, que poseía un caudal inmenso de ideas y anécdotas; sus ojos eran inteligentes y llevaba el cabello rubio cepillado hacia atrás, no sólo por un cepillo de pelo, sino también por el viento que soplaba mientras él corría por el mundo. Se detuvo, no obstante, en la cascada de su charla para pescar al vuelo el significado de la sencillísima frase del padre Brown.
    — ¿Se refiere usted a que la gente les da excesiva importancia? —propuso—. No sé. Son criaturas maravillosas, y algunas veces creo que saben mucho más de lo que nosotros sabemos.
    El padre Brown no dijo nada y continuó tocando la cabeza del enorme sabueso de una manera abstracta, pero acariciadora en apariencia.
    —Ahora pienso —dijo Fiennes volviendo a reanudar su monólogo— que había un perro en el caso acerca del cual he venido a consultarle, el caso que designan con el nombre de «El asesino invisible». Un caso rarísimo en el cual, desde mi punto de vista, el perro juega un gran papel. Naturalmente que, en primer termino, se ofrece el misterio del crimen en sí y de cómo el viejo Druce pudo morir asesinado estando, como estaba, solo en una glorieta.
    La mano que acariciaba al perro cesó por un instante en su rítmico vaivén, y el padre Brown dijo con calma:
    — ¡Ah!, ¿conque era una glorieta?
    — ¡Creí que se habría enterado ya del caso por los periódicos! —exclamó Fiennes—. Un momento; creo tener a mano un recorte que le dará los menores detalles. —Y sacando de su bolsillo un pedazo de periódico, lo alargó al sacerdote, que empezó a leer manteniéndolo a poca distancia de sus chispeantes ojos a la par que la otra mano continuaba acariciando de una manera maquinal al perro: parecía una personificación de la parábola del hombre que deseó que su mano derecha ignorase lo que hacía la izquierda.
    —Muchas historias misteriosas que versan sobre asesinatos cometidos con puertas y ventanas cerradas, o sobre asesinos que huyen sin tener por dónde, han resultado ciertas en los extraordinarios hechos ocurridos en Branston, ciudad de la costa de Yorkshire, donde el coronel Druce fue asesinado por la espalda con un puñal desaparecido por completo de la escena, e incluso, al parecer, del vecindario.
    »El acceso a la glorieta en que murió el coronel Druce se practica a través de una puerta, abierta a la avenida principal que conduce a la casa. Por casualidad, que podríamos llamar coincidencia, en el momento de ocurrir el suceso parece ser que tanto el camino como la puerta estaban vigilados. Una serie de testigos corroboran este punto. La glorieta está situada en un extremo del jardín, en el que no existe ni entrada ni salida de ninguna clase. El camino principal, que cruza el jardín, es una avenida bordeada por dos hileras de delfiniums, en pleno desarrollo, y tan pegados unos a otros que cualquiera que intentase pasar entre ellos debía dejar huellas forzosamente; tanto las plantas como el camino van a dar exactamente a la puerta de la glorieta, de manera que quien pasara por aquel camino tenía que ser visto, y es inimaginable otro medio de entrada que no sea éste.
    —Patricio Floyd, secretario del asesinado, declara haber permanecido siempre en una posición dominante sobre la totalidad del jardín desde el instante en que el coronel Druce apareció por sus propios medios en la puerta de la glorieta hasta el momento en que lo hallaron muerto. El dicho Floyd se hallaba encaramado en una escalera de mano, recortando el seto que circunda el jardín. Joan Druce, hija del difunto, confirma las precedentes manifestaciones, diciendo haber estado en la terraza de la casa durante todo el tiempo y haber observado a Floyd mientras trabajaba. A su vez, vuelve esto a ser confirmado por Donald Druce, hermano de la declarante, que estuvo asomado, en batín, a la ventana de su habitación, pues se había levantado bastante tarde. Prestan, por último, validez a las anteriores versiones, el doctor Valentín, un vecino que se acercó a hablar un rato con Miss Druce, en la terraza, y el abogado del coronel, Aubrey Traill, la última persona que, al parecer, vio con vida a la víctima, salvo, naturalmente, el asesino.
    «Todos coinciden en que los acontecimientos se desarrollaron de la siguiente forma: hacia las tres y media de la tarde, Miss Druce fue a preguntar a su padre cuándo querría el té. El caballero no quería té, pues esperaba a su abogado Traill, a quien, en cuanto llegara, debían conducir a la glorieta. La joven se encontró en el camino con Traill, a quien transmitió la orden de su padre, que éste cumplió sin demora. Al cabo de una media hora, volvió a aparecer acompañado del coronel, que salió por unos instantes a la puerta disfrutando en apariencia de excelente salud e incluso de buen humor. Durante la mañana, había estado caviloso pensando en las horas irregulares en que volvía su hijo, pero entonces parecía haber recuperado su buen humor e incluso se había mostrado ocurrente al recibir a otras visitas, entre ellas a sus dos sobrinos venidos a pasar el día. Por darse el caso de que estos últimos habían estado de paseo, no pudieron atestiguar nada. Se dice que el coronel no se llevaba muy bien con el doctor Valentín; sin embargo, este último caballero tuvo sólo una breve entrevista con la hija de la casa, a quien, según se dice en el vecindario, le hacía la corte.
    «Traill, el abogado, declara que dejó al coronel sin compañía, en la glorieta, y en su apoyo viene la declaración de Floyd, que, por su posición dominante, habría visto a cualquiera que hubiese entrado por la única entrada. Diez minutos más tarde, Miss Druce volvió a salir al jardín y, apenas llegó al extremo del camino; divisó a su padre, al que delataba el color blanco de su chaqueta, hecho ya un ovillo en el suelo. Profirió un grito que, oído por los demás, les hizo correr hacia el lugar y hallaron el cadáver del coronel, caído junto a su silla de mimbre, la cual también estaba en tierra. El doctor Valentín, que no andaba lejos, apreció que la herida había sido causada por una especie de estilete que, introduciéndose por la paletilla, había perforado el corazón. La Policía ha realizado pesquisas para dar, por los alrededores, con un arma semejante, pero dicha investigación ha resultado hasta ahora infructuosa».
    — ¿De manera que el coronel Druce iba de blanco? —dijo el padre Brown doblando el recorte del periódico.
    —Un truco que aprendió en los trópicos —contestó Fiennes no sin maravillarse—. Había tenido allí algunas aventuras por su cuenta y me imagino que si no le gustaba el doctor Valentín era porque también él había estado en los trópicos. Se trata de un lío fantástico. El relato del periódico es bastante exacto; yo no vi la tragedia en el momento en que se descubrió, puesto que paseaba con los dos sobrinos y el perro... El perro de quien intenté hablarle..., ¿recuerda? Pero puedo imaginarme la escena como está ahí descrita: la recta avenida bordeada de flores azules hasta la misma puerta, el abogado andando por ella vestido de negro, con sombrero de seda, y la cabeza pelirroja del secretario destacándose por encima del seto verde que iba recortando con sus tijeras de jardinero. Nadie podía confundir su cabeza, no importa lo lejos que se hallara; y si la gente dice que le vieron allí puede estar seguro de que allí estaba. El tal Floyd, el secretario pelirrojo, es todo un carácter, una persona inquieta y turbulenta, que hace siempre el trabajo de los demás, como en aquel momento estaba haciendo el del jardinero. Me parece que es americano. Por lo menos, su modo de tomarse la vida, lo que ellos llaman «punto de vista», válgame el cielo, es americano.
    — ¿Y qué me dice del abogado? —preguntó el padre Brown.
    Hubo un silencio y Fiennes tomó de nuevo la palabra, expresándose muy reposadamente para lo que acostumbraba.
    —Traill me pareció un hombre excepcional. Con su elegante ropa negra daba la impresión de ir siempre demasiado acicalado, aunque no se podría decir que vistiera a la moda, porque llevaba un bigote negro, largo y abundante, como no se ha visto desde los tiempos de la reina Victoria. Su rostro era fino y serio, al igual que sus ademanes, y parecía que, de vez en cuando, se acordaba de sonreír. Cuando mostraba sus blancos dientes, perdía un poco de su dignidad, como si hubiera algo de vil en su persona. Podía deberse tan sólo a que era tímido, pues tampoco cesaba de tocarse la corbata y el alfiler, que eran elegantes y excepcionales como él mismo. Si tengo que pensar en alguien..., pero de qué sirve. Toda suposición resulta inverosímil. Nadie sabe quién lo hizo, nadie sabe cómo pudo ser. Ahora bien, yo haría una sola excepción, y por eso he empezado a contarle la historia. El perro lo sabe.
    El padre Brown suspiró y dijo sin darle importancia:
    —Usted había ido allí como amigo de Donald, ¿no es cierto? ¿No salió usted de paseo con él?
    —No —contestó Fiennes sonriendo—. El joven sinvergüenza se había ido a la cama por la mañana y se levantó por la tarde. Así, pues, salí de paseo con sus primos, dos jóvenes oficiales de la India. Nuestra conversación resultó extraordinariamente trivial. Recuerdo que el mayor, cuyo nombre creo que es Herbert Druce y que, según parece, es una autoridad en la cría de caballos, hablaba de una yegua que había comprado y del carácter moral del hombre que se la había vendido. Su hermano Henry, por otra parte, pensaba sólo en la mala suerte que había tenido en Montecarlo. Cuento únicamente estos detalles para hacerle ver que nuestras conversaciones durante el paseo fueron completamente normales y que no tuvieron nada de psíquicas. El perro era el único místico del grupo.
    — ¿Qué clase de perro era? —preguntó el sacerdote.
    —De la misma raza que éste—contestó Fiennes—, Al decir usted que no creía demasiado en las creencias referentes a los perros ha despertado en mí el deseo de contarle esta historia. El perro del relato es un gran sabueso llamado Nox, nombre sugestivo donde los haya, pues, según creo, ha dado lugar a un misterio más oscuro incluso que el del asesinato. Ya sabe usted que la casa de Druce y el jardín están situados junto al mar; cuando paseábamos, nos alejamos casi un kilómetro y por fin dimos la vuelta. Pasamos cerca de una roca muy curiosa llamada la Roca de la Fortuna, conocida en toda la vecindad por ser ejemplo de una piedra maciza sobre otra, de forma que un golpecito bastaría para echarlas todas abajo. No es, en realidad, muy alta, pero la vista de su atrevida suspensión produce escalofríos; por lo menos así me lo pareció, pero no creo que a mis alegres compañeros les preocupara lo pintoresco del paisaje. Es muy posible que yo comenzara a sentir entonces algo así como un ambiente de desgracia, pues en
    aquel mismo instante surgió la cuestión de si sería o no hora de ir a tomar el té, e incluso entonces me parece recordar que tuve la sensación de que el tiempo apremiaba. Ni Herbert ni yo llevábamos reloj y llamamos a su hermano, que se había quedado unos pasos atrás encendiendo su pipa, para preguntarle la hora. Nos contestó en voz alta que eran las cuatro y veinte minutos, y a mí me pareció que el elevado tono de su voz proclamaba algo tremendo. Su inconsciencia me pareció aumentar el efecto; las predicciones siempre ocurren así; aquella tarde, especialmente, las horas hicieron cosas muy raras. Según el doctor Valentín, el malogrado Druce había muerto alrededor de las cuatro y media.
    «Pensamos que no era preciso volver a casa hasta pasados unos diez minutos. Continuamos, pues, paseando por la playa sin hacer nada de particular; tirábamos piedras para que el perro nos las trajera, o unos palitos al mar para que se echara al agua y nos los devolviera nadando. En cuanto a mí, la caída de la tarde me oprimía extrañamente y la sombra de la Roca de la Fortuna pesaba sobre mí como una losa. Entonces ocurrió lo extraordinario. Nox acababa de traer del mar el bastón de paseo de Herbert, y su hermano también había echado el suyo: el perro volvió a salir, pero en el preciso instante en que debían de ser las cuatro y media cesó de nadar, retornó a la orilla y, parándose ante nosotros, levantó la cabeza y lanzó un aullido o grito de dolor, si es que alguna vez he oído algo así en toda mi vida.
    — ¿Qué demonios le sucede al perro? —preguntó Herbert. Ninguno de nosotros pudo contestarle. Después que cesaron los lamentos del perro, se hizo un prolongado silencio en la orilla que al final alguien rompió. Por mi vida puedo asegurar que fue roto por un quejido distante y débil, semejante al quejido que profiriere una mujer desde detrás de los setos. En aquel entonces no supimos lo que era, pero luego nos enteramos: era el grito que dio la joven al ver el cuerpo de su padre.
    —Supongo que entonces regresarían. ¿Y qué sucedió luego? —preguntó el padre Brown con paciencia.
    —Ahora le diré lo que sucedió —dijo Fiennes con ceñudo énfasis—. Cuando regresamos al jardín, lo primero que vimos fue al abogado Traill. Puedo verlo todavía con su sombrero y su bigote negro destacándose sobre la perspectiva de flores azules que conducían a la glorieta. La puesta de sol y la silueta de la Roca de la Fortuna servían de fondo. Su rostro y figura se dibujaban oscuramente sobre el cielo iluminado, pero podría jurar que enseñaba los dientes blancos y sonreía.
    »En el momento en que Nox vio a aquel hombre, corrió hasta el centro del camino y se plantó ante él ladrándole locamente, como a un asesino, lanzando juramentos que parecían hablados, con un odio descomunal. El hombre no pudo soportarlo y se alejó corriendo entre las flores.
    El padre Brown se puso de pie, lleno de impaciencia.
    —De manera que el perro lo denunció, ¿eh? —exclamó—. El oráculo del perro lo condenó. Y dígame usted, ¿no se fijó en qué clase de pajarillos revoloteaban por allí y si lo hacían a la derecha o a la izquierda? ¿No consultaron a los adivinos acerca del resultado de los sacrificios? Seguro que querrían abrir el vientre del perro y consultar la posición de las entrañas. Ésta es la clase de pruebas científicas que los paganos humanitarios tienen por infalibles cuando se trata de quitarle a un hombre su vida y su honor.
    Fiennes se quedó asombrado por unos instantes, hasta que encontró aliento para decir:
    —Pero, ¿qué le sucede a usted? ¿Qué falta he cometido ahora?
    Un brillo de ansiedad iluminó los ojos del sacerdote: la ansiedad y perplejidad del hombre que tropieza con un poste en la oscuridad y se pone a pensar si le ha hecho daño o no.
    —Lo siento muchísimo; le ruego que me perdone por haber sido tan brusco; perdóneme, se lo ruego —dijo el padre Brown con verdadera pena.
    Fiennes lo miró con curiosidad.
    —Algunas veces creo que es usted el mayor misterio de todo lo misterioso —dijo—. De todas maneras, si no cree usted en el misterio del perro, no puede negar el del hombre. No puede usted negar que en el instante en que el animalejo salió del mar y aulló, el alma de su dueño era separada del cuerpo por algún poder invisible que ningún mortal adivina ni concibe. En cuanto al abogado, no le juzgo sólo por el perro; hay, además, otros detalles curiosos. Me chocó porque era una persona dúctil, sonriente y equívoca; una de sus tretas me pareció reveladora. Como ya sabe, el doctor y la Policía llegaron al lugar del suceso muy pronto. Valentín acababa de salir de la casa cuando le encontraron y telefoneó inmediatamente a la Policía. El hecho de que la casa estuviera aislada, la poca gente y el espacio reducido dio lugar al que se pudiera registrar a todo el mundo que se encontraba por los alrededores y averiguar con detenimiento el paradero del arma. Toda la casa, jardín y costa, fueron registrados para encontrarla. La desaparición de ésta es casi tan inexplicable como la desaparición del asesino.
    — ¡La desaparición del arma! —dijo el padre Brown moviendo la cabeza. Y parecía interesarse de pronto por el asunto.
    —Bien —continuó Fiennes—. Ya le he dicho que aquel sujeto, Traill, tenía una manera muy especial de jugar con su corbata y alfiler, particularmente con este último. Su alfiler, como él mismo, era a la vez presuntuoso y pasado de moda. Estaba adornado con una de esas piedras que forman círculos concéntricos de color y que parecen un ojo; la atención que le prestaba me excitó los nervios, como si se hubiese tratado de un Cíclope con un solo ojo en medio del cuerpo. El alfiler no era sólo de gran tamaño, sino desmesuradamente largo, y me pareció pensar que su interés por ajustarlo se debía a que era más largo aún de lo que parecía a primera vista; casi tan largo como una daga.
    El padre Brown asintió caviloso:
    — ¿Y no se ha pensado en otro instrumento? —preguntó.
    —Hubo otra idea; la dijo uno de los jóvenes Druce: me refiero a uno de los primos. Ni Herbert ni Henry Druce podían tenerse a priori por personas de utilidad en la búsqueda científica; Herbert era realmente el clásico militar del cuerpo de Dragones, no preocupándose sino de caballos y de ser un adorno en la guardia montada; su hermano Henry había trabajado en la Policía india y conocía un poco el asunto. Me parece que, a su manera, es bastante inteligente; e incluso pienso que en este caso se mostró demasiado interesado, pues dejó a la Policía seguir sus metódicas investigaciones y emprendió él algunas por su cuenta. Ejerció de detective fuera de servicio y se lanzó al trabajo con más ardor que un principiante. Tuve con él una pequeña discusión sobre el arma, una discusión que nos llevó a algo nuevo. Comencé por el relato de cómo el perro había ladrado a Traill y él contestó que cuando un perro está más irritado no ladra.
    —Es completamente cierto —observó el sacerdote—: gruñe.
    —Mi joven amigo continuó diciendo que si nos tuviéramos que atener a eso había oído a Nox gruñir ante muchas otras personas y ante Floyd, el secretario; contesté que su sugerencia caía por su propio peso, puesto que su crimen no podía adjudicarse a dos o tres personas a la vez y menos que a nadie a Floyd, que era más inocente que un atolondrado colegial y a quien todo el mundo había visto, a la hora consabida, en el seto que circundaba el jardín, con su abanico de cabello rojo tan llamativo como una cacatúa escarlata. «Ya sé que se ofrecen dificultades (dijo mi colega), pero desearía que bajase usted conmigo al jardín unos instantes y le enseñaré algo que creo que nadie ha visto». Esto sucedió el mismo día del asesinato y el jardín estaba tal cual, la escalera de mano apoyada en el seto y, justamente debajo de donde ésta se apoyaba, mi compañero se agachó y sacó algo de entre las hierbas altas. Eran las tijeras que usaba para recortar los arbustos, en una de cuyas puntas aparecía una mancha de sangre.
    Se hizo un breve silencio, que el padre Brown rompió preguntando de pronto:
    — ¿Por qué estaba el abogado allí?
    —Nos dijo que el coronel le había llamado para modificar su testamento —contestó Finnes—. Tendré que explicarle otra cosa relacionada con el testamento. No lo firmaron aquella tarde en la glorieta.
    —Ya lo supongo —dijo el padre Brown—; se hubieran necesitado dos testigos.
    —El abogado había ido el día anterior y se había firmado, pero al viejo se le presentaba una duda sobre uno de los testigos y quería cerciorarse.
    — ¿Quiénes fueron los testigos?—preguntó el padre Brown.
    —A eso es precisamente a lo que voy. Los testigos fueron el secretario Floyd y el doctor Valentín, ese cirujano extranjero o lo que sea; los dos están peleados. Tengo que decir que el secretario es un entrometido. Es uno de esos caracteres inconsecuentes y apasionados que por desgracia se vuelven suspicaces y de mal genio; desconfía de la gente en lugar de confiar en ella. Ese sujeto pelirrojo y de carácter ardiente es, siempre, totalmente confiado o totalmente incrédulo, y algunas veces ambas cosas a un tiempo. No sólo es conocedor de todos los oficios, sino que sabe más que todos los demás. Todo esto debe tenerse en cuenta al decir que sospechó de Valentín; aunque me inclino a creer que parecía basar su acusación en algún hecho cierto. Dijo que Valentín se llamaba en realidad De Villon. Nos expuso que podía dejar sin efecto el testamento y se puso a explicar al abogado cómo actuaba la ley sobre este punto; en consecuencia, tuvieron una terrible disputa.
    El padre Brown sonrió:
    —Hay mucha gente que se queja cuando se les hace actuar de testigos en un testamento, ya que por este hecho no pueden participar en ningún legado. ¿Y qué dijo el doctor Valentín? Diría sin duda que ese secretario universal sabía más sobre el nombre del doctor que el propio interesado. De todas maneras, éste también podía saber algo de ello.
    Fiennes estuvo unos momentos pensando antes de contestar.
    —El doctor Valentín se lo tomó de una manera muy curiosa. Él en sí es un hombre muy peculiar, su aspecto es chocante, y sin duda es un aspecto de extranjero. Joven, con una barba recortada, rostro pálido, terriblemente pálido y terriblemente serio. Sus ojos tienen un brillo de dolor como si tuviera que usar gafas o tuviera dolor de cabeza de tanto pensar. Es elegante, viste con mucho esmero, sombrero de copa, abrigo oscuro y una pequeña rosa en el ojal. Su ademán es orgulloso y frío y tiene una manera de mirar que desconcierta. Cuando lo inculparon por haber cambiado el nombre contestó sin inmutarse, con una pequeña sonrisa, que ya suponía que los americanos no tenían apellidos y que, por eso, no podían intercambiárselos. Al llegar a este punto, el coronel Druce montó en cólera y le dijo todo tipo de disparates al doctor, tanto más cuanto que éste pretendía entrar a formar parte de la familia. No hubiera pensado más en eso si no recordara unas palabras que oí casualmente durante las primeras horas de la tarde en que ocurrió la tragedia. Tampoco quisiera hacer comentarios sobre ellas, pues no son palabras para ser repetidas ni querría pasar por cotilla. Al dirigirse a la puerta de entrada con mis dos compañeros y el perro, oí voces y comprendí que el doctor Valentín y Miss Druce se habían retirado unos momentos a la parte sombría de la casa, al amparo de unas matas en flor, y se hablaban con un cuchicheo apasionado... Algunas veces era únicamente un siseo, pues sostenían a la par que una pelea amorosa, una cita de enamorados. Por lo general, nadie repite la mayor parte de las palabras que oye; pero, en asunto tan desgraciado como éste, me veo obligado a descubrir que repitieron más de una vez que debían matar a alguien. Me pareció que la joven le rogaba que no matara a la referida persona diciéndole que ninguna provocación podía justificar la muerte de nadie. Me parece un tema completamente extraño para ser tratado con una persona que ha venido a tomar el té.
    — ¿Recuerda usted —preguntó el sacerdote— si el doctor Valentín estaba muy enfadado después de la escena con el secretario y el coronel sobre actuar de testigo del documento?
    —De ninguna manera. Él no estaba tan enfadado como el secretario, que salió rabiando después de firmar el testamento.
    —Y ahora dígame cómo es ese testamento —dijo el padre Brown.
    —El coronel era una persona rica y su testamento era importante. Traill no quiso decirnos en qué habían consistido los cambios, pero he oído decir, precisamente esta mañana, que la mayor parte del dinero fue transferida del hijo a la hija. Ya le he dicho antes que Mr. Druce estaba furioso contra mi amigo Donald por su vida desordenada.
    —La cuestión del motivo ha sido descuidada por la cuestión de método —observó el padre Brown preocupado—. Aparentemente, Miss Druce es la que ganaba más con la muerte inmediata, después de firmado el nuevo testamento.
    — ¡Buen Dios, qué manera tan fría de hablar! —exclamó Fiennes mirándole atónito—. ¿No querrá usted decir que ella...?
    — ¿Tiene intención de casarse con el doctor Valentín? —le atajó el padre Brown.
    —Algunas personas se oponen, pero a la gente del lugar les gusta y lo respetan; por otra parte, es un cirujano hábil y amante de su profesión.
    —Tan amante —dijo el padre Brown—, que llevaba instrumentos quirúrgicos para ir a una cita con una joven a la hora del té. Parece que usó un bisturí u otra cosa parecida y, al parecer también, no llegó a marcharse nunca a su casa.
    Fiennes se puso de pie y le miró buscando la solución:
    — ¿Acaso sugiere usted que ha usado la mismísima...?
    El padre meneó la cabeza:
    —Todo esto son fantasías, por ahora —dijo—; el problema no consiste en estos momentos en qué o quién lo hizo, sino en cómo se hizo. Podríamos encontrar a muchos culpables, e incluso muchas herramientas probables: alfileres, tijeras y bisturíes ¿De qué manera entró el hombre en la glorieta? Y, ¿de qué manera pudo introducir un solo alfiler?
    El padre Brown estaba mirando detenidamente el techo mientras hablaba, y al hacerlo su ceja izquierda se enarcó como si acabara de percibir una mosca extraña en el techo.
    — ¿Qué haría usted? —preguntó el joven—. Usted que posee tanta experiencia, ¿qué nos aconsejaría ahora?
    —Me parece que poco podría hacer —dijo el padre Brown suspirando—. No puedo decir gran cosa sin haber estado en el sitio y haber conocido a las personas. De momento, proseguiría investigando por la vecindad. Según creo, su amigo el de la Policía india está más o menos encargado de las investigaciones. Pues bien, yo comenzaría por ir a informarme de cómo van. Vea qué ha conseguido como investigador aficionado. Puede que haya alguna noticia nueva, ahora mismo.
    Cuando los huéspedes del padre Brown, bípedo y cuadrúpedo, desaparecieron, el sacerdote tomó la pluma y continuó su interrumpida ocupación de planear un curso de conferencias sobre la encíclica Rerum Novarum. El tema era de envergadura y tuvo que rehacerlo más de una vez, de forma que andaba todavía ocupado en él cuando al cabo de dos días volvió a entrar en escena el perro grande y negro que, correteando por la habitación, se acercó a él con entusiasmo y vivacidad. El dueño, que seguía de cerca al perro, compartía su excitación, pero no su entusiasmo, precisamente. La excitación lo conmovía de una manera menos placentera, pues sus ojos azules parecían saltar de su cabeza y su ansioso rostro palidecer aún más.
    — ¿No me dijo usted que viera lo que Henry Druce hacía? —-dijo bruscamente y sin preámbulos—. ¿Sabe usted lo que ha hecho?
    El sacerdote no contestó y el joven continuó hablando a trompicones:
    —Pues voy a decírselo. Se ha suicidado.
    Los labios del padre Brown se movieron lentamente y lo que iba murmurando eran frases nada prácticas: cosas que no conciernen a esta historia ni al mundo.
    —Algunas veces me pone usted los pelos de punta —dijo Fiennes—. ¿Esperaba esto?
    —Lo creí posible —dijo el padre Brown—, y por ello le dije que fuera a ver lo que estaba haciendo; esperaba que no llegara usted demasiado tarde.
    —Fui yo quien lo encontró; es la cosa más horrible y fea que he visto. Al llegar al jardín algo me dijo que había otras novedades aparte del asesinato. Las flores continuaban meciendo al viento sus corolas en apiñadas masas a cada lado de la lóbrega entrada de la vieja glorieta gris; las flores azules celeste me parecieron demonios azules bailando ante una caverna del subsuelo. Miré a mi alrededor y observé que todo estaba en orden. De todas formas, el presentimiento no me dejó y había algo extraño en la misma forma del cielo. Entonces vi lo que era. La Roca de la Fortuna, que siempre se había levantado detrás del seto del jardín contra el cielo, ahora no estaba allí.
    El padre Brown levantó la cabeza y escuchó atentamente.
    —Era como si una montaña se hubiese escapado de un paisaje o como si la luna hubiese caído del cielo; no olvidaba, sin embargo, que un solo golpecito, en cualquier momento, hubiera bastado para hacerla caer. Algo me sobrecogió y me lancé corriendo a través del jardín, al otro lado del seto que semejaba una tela de araña. En realidad no era muy espeso, pero podía suplir con eficacia a una pared por el cuidado que habían puesto en él. En la orilla estaba la roca caída de su pedestal y bajo ella el cuerpo de Henry Druce. Uno de sus brazos la abrazaba como sugiriendo la idea de que él mismo la hubiese desprendido; y sobre la arena estaba escrita en grandes letras la siguiente leyenda: «La Roca de la Fortuna cae sobre el incauto».
    —La culpa de todo ello la tuvo el testamento del coronel —interrumpió el padre Brown—: el joven se empeñó en aprovecharse de la mala situación en que se encontraba Donald, justamente porque su tío le había mandado a buscar el mismo día que al abogado y lo había recibido con tantas muestras de afecto. No podía confiar en nada más. Había perdido su empleo de policía; en Montecarlo le habían saqueado y, al final, se mató al darse cuenta de que había asesinado a su pariente sin motivo ninguno.
    — ¡A ver, a ver —exclamó sorprendido Fiennes—, corre usted demasiado para mí!
    —Hablemos del testamento —continuó el padre Brown con calma—. Antes de que se me olvide o de enfrascarnos en cosas más importantes, me parece que la explicación es lo bastante sencilla, por lo que se refiere al nombre del médico; yo también he oído los dos apellidos antes. El médico es un hombre francés que tiene el título de marqués de Villon. Pero es también un republicano convencido y ha abandonado su título para tomar el olvidado apellido de su familia.
    —Con su ciudadano Riquetti ha preocupado a Europa durante diez días».
    — ¿Qué significa esto? —preguntó el joven despistado.
    —No importa —contestó el sacerdote—. El noventa por ciento de las veces resulta mal cambiarse el nombre, pero esta vez es fruto de un fanatismo elevadísimo. Su contestación de que los americanos no poseyeran nombres era muy sarcástica, pues quería decir que no poseían títulos. Ahora bien, en Inglaterra el marqués de Hartington nunca es llamado Mr. Hartington; en cambio, en Francia, al marqués de Villon se le llama Monsieur de Villon. Y así se explica lo que podía parecer un cambio de nombres. Por lo que se refiere a las frases que oyó usted de matar a alguien, me imagino que sería algo de la etiqueta francesa. El doctor hablaba de retar a Floyd a un duelo, y la joven intentaba disuadirlo.
    — ¡Ah, bien! Ahora comprendo lo que ella quiso decir.
    — ¿Y qué es? —preguntó el padre Brown, sonriendo.
    —Pues algo que me sucedió pocos minutos antes de encontrar el cuerpo de mi pobre amigo: la catástrofe me había quitado el incidente de la cabeza. Supongo que a todo el mundo le resulta difícil recordar un pequeño idilio romántico cuando lo envuelve una tragedia. Mientras andaba por el camino que conduce a la residencia del malogrado coronel me encontré a su hija paseando con el doctor Valentín. Ella, como es natural, iba vestida de negro y él vestía del mismo color, como si fuera de funeral; lo que no puedo asegurar es que sus rostros fueran de funeral. Jamás he visto a dos personas proseguir su camino más alegres y sosegadamente radiantes. Se pararon para saludarme y la joven me comunicó que se habían casado, que vivían en una casita en los alrededores de la ciudad y que el médico continuaba con el ejercicio de su profesión. Esto me sorprendió bastante, ya que sabía que su anciano padre le había dejado, por testamento, la mayor parte de sus bienes. Se lo insinué con delicadeza, diciéndole que me dirigía a la casa de su padre y que había esperado encontrarla allí; ella sonrió con sencillez y dijo: «Oh, ya hemos abandonado todas esas tonterías. A mi marido no le gustan las herederas». Luego descubrí, no sin sorpresa, que verdaderamente había insistido en devolver la propiedad al pobre Donald, de manera que supongo que esto le habrá producido una sorpresa saludable y que lo sabrá administrar con acierto. En realidad, no es malo; lo que sucedía es que era muy joven y su padre no muy inteligente. Entonces, hablando sobre estas cosas, dijo algo que no acabé de comprender, pero que ahora me parece verlo claro. Ella dijo con una inusitada y espléndida arrogancia, completamente altruista: «Supongo que esto hará callar a ese loco pelirrojo. ¿Es que cree que mi marido, un hombre que ha renunciado por principios a un yelmo y corona que datan del tiempo de las Cruzadas, podría matar a un pobre viejo en una glorieta por un testamento así?». Después rió y prosiguió diciendo: «Mi marido no mata más que en el ejercicio de su profesión. Y tampoco pidió a sus amigos que fueran a ver al secretario». Naturalmente, ahora comprendo a lo que se refería.
    —Pues sólo alcanzo a comprenderlo en parte —dijo el padre Brown—. ¿Qué quería decir con eso de que esperaba que el secretario dejaría de enredar en el testamento?
    Fiennes sonrió al contestar:
    —Desearía que conociera usted al secretario, padre Brown; sería para usted una diversión verle hacer zumbar las cosas, como él dice. Hizo zumbar la casa de duelo; rodeó el funeral de todo el ajetreo de un brillantísimo acontecimiento deportivo. No hay manera de aguantarlo cuando algo ha sucedido realmente. Ya le he dicho a usted cómo vigilaba al jardinero, cuando arreglaba el jardín, y de qué manera instruía al abogado en la ley. No hay necesidad de subrayar que ha dado también lecciones de cirugía al cirujano y, al tratarse del doctor Valentín, terminó la discusión acusándole de algo peor que de poca destreza. Al secretario se le había metido en su propia cabezota que el médico era el autor del crimen y, al llegar la Policía, estuvo sencillamente sublime. ¿Es necesario que le diga que se convirtió al momento en el más adiestrado de los detectives aficionados? Nunca dominó Sherlock Holmes sobre Scotland Yard con tan titánico orgullo y desdén intelectual como el secretario privado del coronel Druce sobre la policía que investigaba la muerte del propio coronel. Le digo a usted que era un espectáculo verle. Se paseaba con aire distraído, meciendo su penacho de cabello colorado y dando respuestas cortas e impacientes. Naturalmente, fue su comportamiento lo que sentó tan mal a la hija de Druce y, como es lógico, se había fabricado una teoría para el caso. Es la teoría que nos gustaría encontrar en un libro y Floyd es de esos hombres que tendrían que estar en uno. Sería más divertido y ocasionaría menos quebraderos de cabeza que en la realidad.
    — ¿Cuál es su teoría?
    — ¡Oh! Era de lo más entretenida —contestó Fiennes, cansado—; hubiera sido material precioso si se hubiera podido mantener durante diez minutos más. Dijo que el coronel estaba aún vivo cuando lo hallaron en la glorieta, y que el doctor lo había matado con un instrumento quirúrgico al pretender cortarle la ropa.
    — ¡Ah! —exclamó el sacerdote—. Supongo que estaría de bruces en el suelo, echándose una buena siestecita.
    —Es maravilloso lo que la precipitación puede llegar a hacer —contestó su interlocutor—; me imagino que Floyd habría llegado a ver su teoría por las páginas de los periódicos y que tal vez habría visto al médico arrestado, pero su teoría se vino abajo en cuanto se descubrió al suicida bajo la Roca de la Fortuna. Y éste es el punto en el que nos volvemos a encontrar después de todo el rodeo. Supongo que el hecho de suicidarse es casi una confesión. Nadie conocerá nunca la verdadera historia.
    Hubo un momento de silencio y el sacerdote continuó con modestia:
    —Tengo la impresión de que sé cómo ocurrió todo.
    Fiennes le miró, sorprendido:
    —Oiga usted —dijo—: ¿cómo puede usted saber toda la historia y tenerla por cierta? Usted ha estado aquí escribiendo un sermón a cien millas del lugar, ¿y pretende decirme que conoce lo sucedido? Y si realmente ha llegado a la conclusión, ¿por dónde comenzó? ¿En qué se basa para tener su propia versión?
    El padre Brown se irguió presa de una excitación desacostumbrada y su primera frase surgió como una explosión.
    — ¡El perro! —dijo—. Naturalmente que fue el perro. Tenía usted en su mano toda la solución con sólo haber observado al perro, de manera adecuada, en la playa.
    Fiennes le miró con mayor asombro aún.
    —Pero si hace poco me dijo usted que mis sentimientos por el perro eran tonterías y que al perro no le incumbía para nada el asunto.
    —El perro tenía mucho que ver con él —dijo el padre Brown—, y usted hubiera podido comprobarlo tratando al perro como perro y no como si fuera Dios todopoderoso dispuesto a juzgar las almas de los hombres.
    Volvió a hacer una pequeña pausa, algo embarazosa, y continuó en un tono patético, con el que parecía querer disculparse:
    —La verdad es que yo soy muy aficionado a los perros, y me ha parecido siempre que en toda esta exuberante trama de supersticiones caninas nadie se acuerda en realidad del pobre perro. Empecemos a investigar por qué ladraba al abogado y gruñía ante el secretario. Usted me ha preguntado cómo podía saber las cosas con tanta exactitud, si he estado tan lejos; pero he de confesarle honradamente que lo debo todo al crédito que usted me inspira, pues describe a las personas con tanta exactitud que puedo decir que conozco los tipos. Un hombre como Traill, que casi siempre frunce el ceño y sonríe de pronto, un hombre que se entretiene con las cosas, especialmente con las que lleva alrededor del cuello, es un sujeto nervioso y propenso a la depresión. No me extrañaría que Floyd, el expeditivo secretario, fuera nervioso y asustadizo también. Estos americanos suelen tener esa característica. De no ser así no se habría cortado con las tijeras ni se le habrían caído al oír el grito de la señorita Druce.
    -Como es sabido, los perros aborrecen a la gente nerviosa, no sé si porque les hacen ponerse nerviosos también o porque, no siendo el perro más que un bruto, es muy fanfarrón; o acaso porque su vanidad canina, que es colosal, se siente ofendida al ver que no se le hace caso. Sea como sea, nada había en el pobre Nox que le hiciera protestar contra tales personas, excepto que no le gustaban porque le tenían miedo. Ya sé que usted es terriblemente perspicaz, y nadie que tenga un poco de sentido común se burlará de la inteligencia. Pero a veces creo que es usted demasiado inteligente para comprender a los animales. Demasiado inteligente para comprender a los hombres cuando se comportan como animales. Los animales son muy sencillos; viven en un mundo de perogrulladas. Fíjese si no en el caso que voy a exponer: un perro ladra a un hombre, y el hombre huye del perro. Creo que usted no es lo bastante sencillo para traslucir el sentido de todo esto: el perro ladraba porque no le gustaba el individuo y el hombre huyó porque se asustó del perro. No tenían otro motivo ni lo necesitaban tampoco. Pero usted no se contenta con ello, sino que introduce en el caso misterios psicológicos con la suposición de que el perro tiene motivos paranormales y que actuaba como misteriosa voz del destino. Por eso, usted cree, según su teoría, que el hombre no huía del perro, sino del muerto. Con sólo fijarse usted en su teoría vería lo importante que es toda esta psicología profunda. Si un perro fuera capaz de comprender la muerte de su amo, yo creo que no se contentaría con lanzar unos cuantos aullidos, como le haría a un cura que hubiera ido a tomar el té. Lo más probable es que se le tirara al cuello. Por otra parte, ¿cree usted realmente que una persona cuyo corazón se ha endurecido de tal manera que puede haber matado a su antiguo compañero y luego sonreír a los familiares de su amigo difunto se sentiría con la conciencia turbada, sólo por los ladridos de un perro? Podría comprender el sentido irónico, podría conmoverse, de igual manera que cualquier otra cosa podría provocarle esta misma reacción. Pero en ningún caso se pondría a correr por el jardín para escapar del único testimonio de su delito, que nunca podría delatarlo. La gente se sobresalta de esta manera cuando están asustados, no por efecto de ironías, sino de unos colmillos. Es demasiado sencillo para que usted pueda comprenderlo.
    -Cuando nos enfrentamos con lo sucedido en la playa, las cosas se hacen más interesantes. Cuando usted empezó a explicarlo, no comprendí por qué el perro se adentraba en el mar y volvía a salir una y otra vez: me pareció poco perruno. Si Nox se hubiese sentido perturbado por alguna otra cosa, se había negado rotundamente a ir a buscar los palitos. Lo más probable es que hubiese levantado la cabeza y olfateado en la dirección en que suponía el mal. Pero cuando un perro se dispone a cazar algo, un conejo, una piedra o un bastón, sé por experiencia que no dejará de hacerlo salvo por una orden muy rígida y, algunas veces, ni siquiera obedecerá; que abandonara su cometido porque se le antojaba otra cosa me parece completamente improbable.
    —Pues le aseguro que lo hizo —insistió Fiennes—. Volvió sin el bastón.
    —Si lo hizo fue por la más sencilla razón del mundo, que es porque no podía encontrarlo. Gruñía y estaba nervioso precisamente por eso. Por este tipo de cosas precisamente los perros acostumbran a gruñir y a ladrar. Son unos ritualistas empedernidos. Son tan cargantes en la repetición precisa de su juego como lo es un niño cuando se le cuenta un cuento. En este caso algo fallaba en el juego. Volvía una y otra vez para decirles que el bastón no se comportaba como era debido. Jamás le había sucedido cosa semejante. Jamás tan distinguido y eminente perro había sido tratado de aquella forma por un viejo bastón.
    — ¿Qué había hecho, pues, el bastón? —preguntó el joven.
    —Se había hundido.
    Fiennes no contestó y siguió mirando con asombro; fue el sacerdote quien volvió a tomar la palabra:
    —Se había hundido porque no era un bastón de verdad, porque era un acero con una punta muy fina, metido en una funda de caña. En otras palabras, era un bastón estoque. Creo que nunca un asesino se ha librado con un proceso tan original y sencillo de su sangrienta arma: tirándola al mar para que un perro juegue con ella.
    —Empiezo a comprender, aunque no comprendo todavía cómo se utilizó, aun siendo un bastón de estoque.
    —Tuve desde el principio la intuición de ello, cuando usted nombró por primera vez la palabra glorieta. E incluso volvió a ocurrirme lo propio cuando dijo que Druce llevaba un traje blanco. Si sólo pudiéramos pensar en una daga como única arma posible, la solución no sería fácil, pero suponiendo que el arma sea la que yo digo, la explicación se resuelve por sí misma.
    El padre Brown estaba bien recostado en el respaldo de su silla y miraba distraídamente al techo, cuando retrocedió a las primeras palabras del presente relato.
    —Toda discusión referente a historias detectivescas como la del misterioso cuarto amarillo, donde se habla de un hombre muerto en una habitación cerrada a la que nadie podía llegar, no es aplicable al presente caso, puesto que la habitación referida es una glorieta. Cuando hablamos del cuarto amarillo o de cualquier otra habitación, nos referimos siempre a un espacio limitado por paredes homogéneas y por sí mismas impenetrables. En cambio, una glorieta no está construida en esta forma; la mayoría de las veces está formada, como en el caso que nos ocupa, por una serie de ramitas entrelazadas y pedazos de madera, entre los cuales queda siempre algún hueco. Precisamente había uno detrás de la silla que Druce apoyaba contra la pared, que también era de rejilla, lo cual quiere decir que no ofrecía una superficie compacta. Por último, la glorieta quedaba muy cerca del seto que rodeaba el jardín. Cualquiera que se encontrara fuera podía ver, a través de las ramas, la chaqueta blanca del coronel como el blanco de una diana.
    -Usted no precisó mucho la geografía, pero es posible, de todas maneras, atar cabos. La Roca de la Fortuna no era muy alta; no obstante, según dijo usted, constituía un lugar que dominaba el jardín; en resumen, estaba muy próxima al extremo del mismo, aunque su largo paseo les había llevado ante ella con un largo rodeo. Tampoco es posible que la joven señorita lanzara un chillido tan fuerte que se oyera a medio kilómetro a la redonda. Lo más probable es que profiriera una exclamación fuerte, involuntaria, y ustedes pudieran oírla desde la playa. Recuerdo que también me hizo saber otra cosa importante. Harry Druce se había rezagado un poco para encender la pipa detrás de un arbusto.
    Fiennes tembló ligeramente y dijo:
    — ¿No creerá usted que estando allí tiró de la espada y dio en el blanco? Me parece casual y muy repentino; además, me parece que no tenía motivos suficientes para creer con seguridad que el viejo le había dejado todo su dinero. Como en realidad ha sucedido.
    El rostro del padre Brown se animó.
    —Usted no se ha fijado bastante en el carácter de su amigo —dijo el padre Brown como si él mismo hubiese conocido al sujeto de toda la vida—. Es un carácter muy peculiar, pero no desconocido. Estoy seguro de que si hubiese tenido la completa seguridad de que todo el dinero era para él, no habría cometido el asesinato; le habría parecido una cosa muy fea.
    — ¿No es esto muy paradójico? —preguntó el joven. —Aquel hombre era un jugador y un desgraciado, por haber corrido riesgos y haberse saltado órdenes. Es probable que fueran cosas poco escrupulosas; todo policía del Imperio se asemeja mucho más a un policía secreto ruso de lo que creeríamos conveniente. Aquél había sobrepasado los límites y sucumbió. Es un tipo de hombre a quien le gusta hacer una cosa inconsecuente porque cree que el riesgo será magnífico. Quiere poder decir siempre: «Nunca nadie podía haber tomado sobre sí tal riesgo ni oportunidad, porque todos, a excepción de mí, son incapaces de comprenderlo. ¡Qué maravillosa intuición tuve cuando puse en relación todos los acontecimientos! Donald en desgracia; el abogado que está a punto de llegar; Herbert y yo mandados venir a un tiempo, y, para colmo, la manera como el viejo me recibió, me sonrió y me estrechó la mano. Nadie diría que me he arriesgado en vano. Pero así se hacen las grandes fortunas cuando uno está lo suficientemente loco como para saberse anticipar a las cosas». En resumen, no es más que la vanidad del que adivina una cosa, la principal manía del jugador. Cuanto más inverosímil sea la coincidencia, más rápidamente se toma la decisión y más probable es alcanzar la fortuna. El accidente, la simple nadería de ver un puntito blanco a través del seto, lo llenó de un frenesí inexplicable. ¡Nadie que tuviera el poder suficiente para notar este detalle puede ser lo bastante cobarde para no obrar en consecuencia! Así habla el demonio a los jugadores. Ni el mismo diablo se hubiera atrevido a inducir a aquel infeliz a que se acercara a matar a su viejo tío, del cual había esperado siempre algo. Sería demasiado pedir.
    Cesó de hablar por unos instantes y luego reanudó su charla con cierto énfasis.
    —Ahora, intente usted representarse la escena. Imagíneselo dudando sobre si aprovechar o no la diabólica oportunidad; miraría después a su alrededor y levantando la cabeza vería una peña recortada de manera atrevida y que podía ser la imagen de su alma en aquel momento; una gran roca oscilando sobre otra, como una pirámide balanceándose peligrosamente sobre su vértice; entonces recordó que la llamaban la Roca de la Fortuna. ¿Comprende usted cómo interpretaría aquel hombre la señal? Yo creo que fue esto lo que le movió a actuar. El, que creía poder ser una torre, no debía temer ser una torre oscilante. Sea lo que fuera, se dispuso a actuar. Su preocupación inmediata fue la de borrar las huellas; sería fatal para él que le encontraran con un bastón estoque y además ensangrentado en el registro que sabía que se iba a hacer. No podía dejarlo por ahí porque era probable que lo encontraran y que lograran saber quién era su dueño. Incluso tirándolo al mar podría ser sospechoso; lo notarían si no encubría el hecho con una apariencia más explicable. Como usted sabe, pensó en algo muy genial. Como era el único de ustedes que llevaba reloj, les dijo que era todavía temprano y empezó el juego de tirar palos al mar para que el perro los fuera a buscar. Cuánto debió sufrir hasta dar con la solución del perro. ¡Cómo debieron de vagar sus ojos desesperados por aquella playa!
    Fiennes sacudió la cabeza y miró al vacío. Su mente pareció volver a otro tema menos práctico.
    —Tiene gracia —dijo— que el perro haya tenido algo que ver con la historia.
    —El perro, si hubiera hablado, podría haberla contado —dijo el sacerdote—. Lo que encuentro curioso es que, sin poder hablar, fabricara su propia historia y la contara con la lengua de los arcángeles y de los humanos. Esto ilustra muy bien algo que vengo diciendo mucho en los últimos tiempos; aparece en los rumores periodísticos, en conversaciones cogidas al azar... Siempre es algo arbitrario que no llega a tener autoridad alguna. La gente no vacila en tragarse cualquier opinión no comprobada sobre esto, aquello o lo de más allá. Ahora el arraigado escepticismo y racionalismo de la época se echa encima como un mar y lleva el nombre de superstición —se levantó bruscamente dibujándose en su rostro una seriedad que le comunicaba pesadez y continuó hablando como si estuviera solo—. Es el primer paso que se da cuando no se cree en Dios; se pierde el sentido común y se dejan de ver las cosas como son en realidad. Cualquier cosa que opine el menos autorizado afirmando su sentido profundo, se propaga indefinidamente como si fuera una pesadilla. Así un perro resulta una predicción; un gato un misterio, un cerdo una mascota, un bicho una insignia, resucitando con ello toda la ménagerie del politeísmo egipcio y de la antigua India: el perro Anubis, el gran ojiverde Pasht y las sagradas y mugidoras vacas de Bashan; hasta caer en los dioses cuadrúpedos de los primitivos, comprendiendo elefantes, serpientes y cocodrilos; y todo ello por temor a tres palabras: «Se hizo Hombre».
    El joven se levantó un poco embarazado como si acabara de oír un soliloquio. Llamó al perro mientras se despedía con algunas frases vagas, pero espontáneas. Tuvo que llamar al perro dos veces, pues el animal se había quedado rezagado e inmóvil mirando seriamente el rostro del padre Brown, como hizo el lobo con San Francisco.


    EL MILAGRO DE LA «MEDIA LUNA»

    Se denominaba «“La Media Luna»» con intención de ponerlo a la altura romántica de su nombre; y lo que acaeció en él no dejaba de tener también sus visos de romanticismo. El edificio era, por decirlo ya de una vez, una muestra brillante del genuino elemento sentimental «histórico y semiheroico» que no sabemos cómo se las compone para persistir en medio del florecimiento comercial de las más antiguas ciudades situadas en el litoral Este de América. Consistía en un semicírculo de arquitectura neoclásica que recordaba efectivamente el ambiente del siglo XVIII, en el cual hombres como Washington y Jefferson habían pasado por republicanos, debido a su acendrado carácter de aristócratas. Cuando se iba a los viajeros con la socorrida pregunta de qué pensaban de la ciudad, éstos entendían que equivalía a pedirle su opinión acerca de nuestra «Media Luna». Los grandes contrastes que oscurecían su armonía original fueron precisamente la causa misma de su supervivencia.
    Las ventanas de uno de los extremos de «“La Media Luna»» daban al recinto de un parque particular con árboles y setos, tan convencional como el jardín de la reina Ana. Pero las ventanas del otro lado, pertenecientes a la misma habitación, o, mejor dicho, apartamento, se abrían sobre la lisa superficie de la pared de un almacén, dependencia de una fábrica antiestética. Los apartamentos de aquella ala del edificio habían sido concebidos según el molde invariable de los hoteles americanos y se levantaban a una altura tan considerable que, a pesar de ser más bajos que el colosal almacén, en Londres los habríamos llamado rascacielos. No obstante, el pórtico que recorría la fachada de la calle estaba enmohecido y teñido de gris por la humedad; no era difícil imaginarse que, de un momento a otro, iban a desfilar por él los espectros de los padres de la República. El interior de las habitaciones era, por el contrario, tan aseado y moderno como Nueva York lo habría podido desear y, sobre todo, en las de la parte norte que daban sobre el jardín y la deslumbrante pared de la fábrica. Constituía, en bloque, un conjunto de pequeños pisos, como diríamos en Inglaterra, compuesto cada uno de una salita, dormitorio y cuarto de baño. Eran tan idénticos entre sí como las celdas de una colmena. En uno de ellos, el renombrado Warren Wynd estaba sentado ante su mesa de escritorio revisando cartas y dando órdenes con una rapidez sorprendente, que sólo admite parangón con un tifón controlado.
    Warren Wynd era un personaje bajito, con el cabello gris y suelto y barba puntiaguda; de aspecto frágil, pero terriblemente activo. Tenía unos ojos bellísimos, más brillantes que estrellas y más sugestivos que dos talismanes, inolvidables para quien los viera una sola vez. Y en su trabajo de reformador y apóstol de muchas obras buenas, había demostrado que tenía un buen par de ojos en la cara. Contaban de él todo tipo de anécdotas y algunas leyendas sobre la milagrosa rapidez con que era capaz de formarse un juicio acerca del carácter de una persona. Se decía que había elegido a la esposa y compañera de tantos años sacándola de un regimiento de mujeres de uniforme que desfilaron ante él con motivo de dirigirse a una recepción oficial, y de las que unos sostenían que eran «Girl Guids» y otros «Mujeres Policías». La segunda de las anécdotas que se contaban era que se habían presentado una vez ante él tres jóvenes que, por la suciedad y miseria, no se distinguían uno de otro; habían ido a pedirle limosna; sin titubear ni un instante mandó a uno de ellos a un hospital dedicado al tratamiento de individuos de una cierta enfermedad nerviosa, al otro le remitió con una carta de recomendación a un hospital donde se recluían alcohólicos y al tercero le asignó un buen sueldo tomándolo a su servicio, cargo que desempeñó con éxito durante varios años. Había también, como es natural, anécdotas acerca de su rápido criticismo y agudas respuestas de cuando se había entrevistado con Roosevelt, Henry Ford, Mr. Asquith y todas aquellas personalidades con quienes todo americano célebre debe tener una entrevista histórica, al menos en la prensa. Realmente, él no debió de sentirse muy impresionado ante tales personajes, pues en el momento al que nos referimos continuaba imperturbable en su centrífugo remolino de papeles en presencia de una persona que por lo menos era tan importante como él, Silas T. Vandam, el millonario y magnate de los aceites, era un hombre esbelto, de rostro amarillento y alargado y cabello negro con reflejos azules, colores que son los menos sospechosos, pero que, al resaltar su rostro y figura sobre la ventana y pared blanca del almacén, parecían en la sombra más siniestros y recortados; llevaba un elegante abrigo abrochado hasta el cuello, adornado con tiras de astracán. El rostro atento y ojos brillantes de Wynd estaban iluminados de lleno por la luz que llegaba de la ventana abierta sobre el pequeño jardín, ya que su silla y escritorio estaban ante ella; y aunque su expresión era preocupada, no parecía que el millonario fuera la causa. El ayudante de Wynd o su asistente personal, que era un hombre alto y corpulento, con cabello rubio y estirado, estaba detrás del escritorio de su jefe sosteniendo en la mano un montón de cartas; y el secretario particular de Wynd, un joven pelirrojo aseado, con rostro vivaz, tenía ya su mano en la empuñadura de la puerta como si hubiera adivinado u obedecido algún gesto de su jefe. No sólo estaba limpia la habitación, sino que era tan austera que podía calificarse de medio vacía; pues Wynd, para conseguir esto, había alquilado el piso superior, que usaba como almacén, donde tenía, en cajas y líos y atados con cuerdas, todos sus papeles y otros enseres.
    —Wilson, entregue esto al conserje del piso —dijo Wynd al criado que tenía las cartas—. Y luego vaya a buscarme el trabajito sobre los clubes nocturnos de Minneápolis; lo encontrará en el bulto marcado con una G. Lo necesitaré dentro de una media hora, pero no entre hasta entonces. Verdaderamente, Mr. Vandam, su proposición me parece muy aceptable, aunque no me es posible darle una contestación definitiva hasta haber estudiado el informe. Creo que puede llegarme mañana por la tarde y, en cuanto llegue, le telefonearé. Siento no poder comunicarle nada definitivo en este momento.
    A Vandam le pareció que aquélla era una manera muy política de quitárselo de en medio; y la expresión dibujada sobre su lívido y melancólico rostro debió de ser de ironía.
    —Luego debo retirarme ya —dijo.
    —Ha sido usted muy amable en venir, Mr. Vandam —dijo Wynd con deferencia—. Me perdonará usted si no lo acompaño hasta la puerta, pero tengo entre manos un asunto que debo resolver sin falta. Fenner —añadió, dirigiéndose al secretario—, acompañe usted a Mr. Vandam a su coche y no vuelva a entrar hasta dentro de media hora. Deseo resolver por mí mismo el asunto; a continuación venga a echarme una mano.
    Los tres hombres salieron juntos a la antesala y cerraron la puerta tras de sí. El corpulento criado, Wilson, recorrió el pasillo en busca del conserje y los otros dos fueron en dirección opuesta hacia el ascensor; pues hay que decir que el apartamento de Wynd estaba en el piso decimocuarto. No se habían separado aún medio metro de la puerta por donde acababan de salir, cuando cayeron en la cuenta de que, llenando el espacio del pasillo, un hombre de aspecto impresionante se dirigía hacia ellos. Era muy alto y de espaldas anchas, y su robustez resaltaba más por el hecho de ir vestido de blanco o de un gris tan claro que parecía blanco. Como sombrero, un anchísimo panamá, también blanco, y una amplia franja o halo casi tan blanco como el resto rodeaba su cara. A pesar de tal aureola, su rostro era vigoroso y bello, como el de un emperador romano, salvo en su expresión juvenil, infantil casi, que escapaba del brillo de sus ojos, y la beatitud de su sonrisa.
    — ¿Está Mr. Warren Wynd? —preguntó en tono cordial.
    —Mr. Warren Wynd está ocupado —dijo Fenner—; no puede interrumpírsele bajo ningún pretexto. Puedo decirle, no obstante, que soy su secretario y se me permite recibir toda clase de encargos.
    —Mr. Warren Wynd no está visible ni para el Papa ni para sienes coronadas —dijo Vandam, el rey de los aceites, con una sonrisa amarga—. Mr. Warren Wydn es muy particular. Acabo de ofrecerle la insignificancia de veinte mil dólares bajo ciertas condiciones y me ha dicho que volviera otro día, como si yo fuera el chico de los recados.
    —Pues no está tan mal esto de ser un chico —dijo el extraño— y menos todavía lo de llevar recados; y justamente yo traigo uno al cual no podrá dejar de atender. Es una misión que viene del grande y magnífico país del Oeste, donde se está plasmando la verdadera América, mientras todos ustedes están roncando por ahí. Anúnciele usted que Arte Alboin, de la ciudad de Oklahoma, ha venido para convertirle.
    —Ya le he dicho a usted que ahora no puede recibir a nadie —dijo el pelirrojo secretario, con viveza—. Ha dado órdenes terminantes de que no se le interrumpa hasta dentro de media hora.
    —Ustedes, paisanos del Este, se andan siempre con esas monsergas de estorbar e interrumpir —dijo el garboso Mr. Alboin—, pero, lo que es yo, tengo ya previsto un fuerte vendaval del Oeste que vendrá a estorbarles. Estará calculando cuánto dinero le va a costar todas esas religiones antiguas; pero yo les digo que cualquier plan que deje de lado al nuevo Gran Espíritu del Movimiento de Texas y Oklahoma descuida la religión del futuro.
    —Ya me he enterado de esas religiones del futuro —dijo el millonario con desdén—; las he mirado con lupa y me he convencido de que eran más sarnosas que un perro pardo. Ahí tenéis, por ejemplo, a aquella mujer llamada Sophia, que, por cierto, a mi modo de ver, debiera de haberse llamado Sáfira. Y no resultó más que un fraude. Hilos y cordeles atados a todas las mesas y taburetes. Después, llegaban aquellos de la vida invisible: decían que podían desaparecer en cuanto quisieran, y ¡vaya si lo hicieron!: con cien mil dólares míos. También conocí al Jesús Júpiter allá en Denver; le vi por espacio de muchas semanas, y no pasó de ser un vulgar sinvergüenza. Igual que el Profeta de la Patagonia; le apuesto a usted a que debe de haber armado un buen lío por esa Patagonia. No, no, señor, tengo de sobra con todo esto: de hoy en adelante, sólo creeré en lo que vea. Me parece que a esto le llaman ateísmo.
    —Creo que no me ha comprendido usted bien —dijo el de Oklahoma, con vehemencia—; me parece que puedo afirmar que soy tan ateo como usted. En nuestro movimiento no hay nada de sobrenatural ni de supersticioso, es ciencia pura y simple. La única y verdadera ciencia que existe, la ciencia designada con el nombre de salud; y la única verdadera salud que existe es la de poder respirar con desahogo. Llene usted sus pulmones con el aire libre de la pradera y se sentirá usted con fuerzas para precipitar con un soplo en el mar a todas las ciudades levantinas. Podría usted derribar como una brizna de hierba a cualquiera de sus hombres más estupendos. Esto es lo que tratamos de conseguir con nuestro movimiento, allá en mi tierra: respirar. Nosotros no rezamos; nosotros respiramos.
    —Estoy convencido de que lo hacen —dijo el secretario, agobiado. Su rostro, que reflejaba agudeza e inteligencia, no podía ocultar la molestia que aquello le causaba; y, no obstante, había escuchado los dos monólogos con admirable paciencia y educación (al revés de lo que nos cuentan sobre la impaciencia e insolencia con que en América se escuchan tales monólogos).
    — ¡Nada, nada de sobrenatural! —continuó Alboin—. Sólo los grandes hechos naturales, contra todas las fantasías sobrenaturales. ¿Para qué querían los judíos a un Dios, sino para que soplara por los orificios de la nariz de los hombres el aliento vital? Nosotros, en Oklahoma, respiramos por nosotros mismos. ¿Qué significa la palabra espíritu? Es, cabalmente, la palabra griega que describe el acto de inspirar. Vida, progreso, profecía; todo es respiración.
    —Algunos lo llamarían viento —dijo Vandam—, pero me alegra, en todo caso, que se hayan librado ustedes de las divinidades gimnásticas.
    Al inteligente rostro del secretario, bastante pálido en contraste con su cabello rojo, asomó una llamarada de extraño entusiasmo que parecía encubrir una secreta amargura.
    —Yo no me alegro —dijo—, pero estoy seguro. Parece agradarle a usted la idea de ser ateo, pues de este modo puede usted seguir creyendo lo que tanto le agrada creer. No obstante, yo desearía un Dios, que hubiera un Dios, y no hay ninguno. Ésta es mi fatalidad.
    Sin oír ruido ni rumor alguno, tuvieron conciencia en aquel preciso momento de que el grupo de la puerta de Wynd había aumentado en un cuarto personaje. Ninguno de los animados interlocutores podía afirmar cuánto tiempo llevaba allí y, sin embargo, todos advirtieron que tenía el aire del que espera respetuosamente y hasta con cierta timidez la oportunidad de decir algo apremiante. Para sus constituciones nerviosas parecía haber surgido del suelo de pronto como una seta. Y, en efecto, daba la impresión de una gran seta negra, pues su bajito y rechoncho talle quedaba casi eclipsado por un gran sombrero de teja. El parecido habría resultado más completo si las setas tuvieran la costumbre de llevar un paraguas en la mano, aunque fuera muy deforme y viejo.
    Fenner, el secretario, se sorprendió, además, al ver que la persona en cuestión era un sacerdote; no obstante, cuando éste levantó su cara redonda y solicitó con ingenuidad ver a Mr. Warren Wynd, se vio obligado a darle la misma respuesta negativa, en un tono menos atento que antes. A pesar de ello, el sacerdote volvió a insistir.
    —Tengo vivos deseos de ver a Mr. Wydn —dijo—. Parece raro, ¿verdad? Pero es justamente lo que deseo. No deseo hablarle. Únicamente deseo verle. Deseo únicamente verle, si es que está ahí dentro.
    —Ya le digo yo que está ahí, pero que no está visible —dijo Fenner con creciente mal humor
    — ¿Qué pretende usted al decir que desea verle si es que está ahí dentro? ¡Claro que está! Lo dejamos hace cinco minutos y no nos hemos movido de su puerta.
    —Bien. Entonces deseo ver si le ha ocurrido algo —dijo el clérigo.
    — ¿Por qué? —preguntó el secretario, exasperado.
    —Porque tengo razones muy serias, casi diría solemnes —dijo el sacerdote con gravedad—, para dudar que esté bien.
    — ¡Cielos! —exclamó Vandam, furioso—¡Basta ya de supersticiones!
    —Estoy pensando que me veré obligado a dar mis razones —dijo el sacerdote con la misma gravedad—. Me imagino que no puedo esperar de usted ni siquiera, el permiso para mirar por la rendija de una puerta sin haberle contado antes la historia entera.
    Reflexionó unos instantes y, sin hacer caso de los rostros interrogativos de sus interlocutores, continuó:
    —Iba yo paseando por el pórtico cuando vi a un hombre harapiento que doblaba a todo correr la esquina de «“La Media Luna»». Después avanzó por la misma acera que yo en dirección contraria a la mía, mostrando una enorme figura huesuda y un rostro que no me era desconocido. Ambos pertenecían a un despistado irlandés a quien había socorrido en varias ocasiones, cuyo nombre no diré. Cuando me vio, perdió casi el equilibrio y exclamó: « ¡Por todos los santos! ¡Si es el padre Brown! ¡El único hombre cuyo rostro era capaz de asustarme hoy!». Al momento, comprendí que debía de haber estado realizando alguna fechoría, y no me acabé de creer que le asustaba porque después de su exclamación empezó a contarme lo que había hecho. Y verdaderamente me sorprendió. Quiso saber si conocía a Warren Wynd y le contesté que no le conocía, aunque sabía que vivía en uno de los pisos más altos de esta casa. Él continuó hablando: «Se trata de un hombre que se cree un enviado celestial; pero si supiera lo que yo digo de él, me parece que no titubearía en colgarse». Y repitió como en un ataque histérico por dos o tres veces: -Sí, sí, señor: se prepararía para colgarse». Entonces le pregunté si había hecho daño a Wynd, y su respuesta fue muy rara. Dijo: «He cogido una pistola y no la he cargado con balas ni cartuchos, sino con una maldición». Lo único que hizo fue bajar por el callejón que separa este edificio de la pared de la fábrica y disparar contra la tapia, con una pistola cargada únicamente con un poco de pólvora, como si pretendiera con ello derribar el edificio. «Al hacerlo —prosiguió él— le he echado una gran maldición: que la justicia del Señor le tomase por los cabellos y la venganza del infierno por los pies; que fuese partido en dos, como Judas, y que nunca más hubiera quien le recordase». No importa ahora lo que yo le dije a aquel pobre loco. Se fue algo más sosegado y yo me dirigí a la parte trasera del edificio con el fin de inspeccionarlo. Vi que al pie de la pared lateral del mismo, en la pequeña avenida, había una pistola vieja llena de herrumbre. Estoy lo bastante familiarizado con pistolas para conocer que había estado cargada únicamente con un poco de pólvora. Sobre la pared se notaban las huellas del humo causado por la explosión, e incluso la señal de la boca del cañón, pero no se veía la de ninguna clase de bala o balín. No dejó otra huella de destrucción; no dejó huella ninguna, salvo las marcas negras y la maldición que había lanzado hacia arriba. Así pues, he venido a ver a ese Warren Wynd y a comprobar que se encuentra bien.
    El secretario Fenner rió y dijo:
    —Puedo solucionarle enseguida semejante dificultad. Le aseguro que está completamente bien; lo hemos dejado ante su escritorio hace unos minutos. Estaba solo en su despacho, a unos cien metros sobre el nivel de la calle, y, por tanto, ningún tiro podría alcanzarle, aunque no hubiese sido falso, como el de su amigo. No hay otro acceso a las habitaciones más que el de esta puerta, y nosotros no nos hemos movido de aquí.
    —No obstante, me gustaría entrar y verlo todo con mis propios ojos —dijo el padre Brown con gran serenidad.
    —Pues, sencillamente, no puede —replicó el otro—. ¡Cielos, no vaya usted a decirme ahora que cree en estas tonterías!
    —Usted se olvida —dijo el millonario con desprecio— que todo el trabajo de este reverendo señor se reduce a dar bendiciones y maldiciones. Y dado que es así, ¿por qué no le bendice usted para que salga? ¿De qué valen entonces sus bendiciones si no pueden contrarrestar el efecto del juramento lanzado por un irlandés de la piel del diablo?
    — ¿Es que queda aún quien crea en tales bobadas? —exclamó el del Oeste.
    —Por lo que veo, el padre Brown cree en muchas cosas —dijo el millonario, cuyo genio se había agriado con el pasado desaire y la presente disputa—. El padre Brown cree que un ermitaño cruzó un río sobre un cocodrilo sacado de la nada y que cuando llegó a la orilla opuesta le dijo que se muriera, y está seguro de que el cocodrilo le obedeció. Cree también que el santísimo cadáver de no sé qué santo al morir se convirtió en tres, para surtir a las tres parroquias de los tres pueblos que se disputaban el honor de ser su cuna. El padre Brown cree asimismo que el asno santo tenía seis patas y que la casa de Loreto voló por los aires. Cree en centenares de vírgenes de piedra que se pasan el día derramando lágrimas o haciendo guiños. Y para él no es nada inverosímil aceptar que un hombre escape por el ojo de una cerradura o desaparezca de una habitación cerrada. Me parece que no somete sus conocimientos a las leyes de la Naturaleza.
    —Yo, a pesar de todo, debo atender a las leyes y disposiciones de Warren Wynd —dijo el secretario, fastidiado—, y una de sus leyes es que se le deje solo cuando lo dice. Wilson os asegurará lo mismo.
    El criado corpulento al que mandaron a buscar la reseña bajaba plácidamente por el corredor, llevando un papel en la mano, y, sin mirar siquiera a la puerta, pasó delante de ella.
    Fenner prosiguió:
    —Ahora irá a sentarse en aquel banco, al lado del conserje, se cruzará de manos y hará que los pulgares vayan dibujando círculos, uno alrededor del otro, hasta que se le llame. Descuide usted, que no irá antes; ni yo tampoco. Me parece que los dos sabemos a la perfección lo que nos conviene y les aseguro de buena fe que me colgaría una buena cantidad de los ángeles y santos del padre Brown antes de que me lo hicieran olvidar.
    —En lo que se refiere a santos y ángeles... —empezó el sacerdote.
    — ¡Todo estupideces! —dijo Fenner—. Y que conste que no he querido decir nada molesto; no obstante, todo está muy bien para los altares, claustros y toda clase de parajes abiertos a la luz de la luna. Pero, ¡ah!, hay espectros que no pueden pasar por la puerta cerrada de un hotel americano.
    —Y, sin embargo, los hombres pueden abrir una puerta, aunque sea la de un hotel americano —sostuvo el padre Brown, que ya se había armado de paciencia—, y me parece que lo más sencillo en este momento sería hacerlo.
    —Sería suficiente para que yo perdiera mi puesto de trabajo —contestó el secretario—. A Warren Wynd no le gusta que sus secretarios sean tan simples, que sean tan idiotas como para creer en esos cuentos chinos que usted parece creer.
    —Es cierto —dijo el sacerdote— que creo con firmeza muchas cosas que usted probablemente no acepta. Pero nos llevaría mucho tiempo enumerar todas las cosas que creo y las razones que tengo para obrar así y creer que estoy en lo cierto. En cambio, bastarían dos segundos para abrir esa puerta y comprobar que estoy equivocado.
    Algo en esta frase pareció agradar al inquieto y original espíritu del hombre de Oklahoma.
    —He de admitir que me encantaría comprobar que está usted equivocado —y antes de que pudieran detenerle se abalanzó hacia la puerta, diciendo—: y voy a hacerlo.
    Abrió de par en par la puerta que daba al apartamento y paseó la mirada por la habitación. El primer golpe de vista le convenció de que la silla de Wynd estaba vacía, y el segundo, de que también lo estaba la habitación.
    El joven Fenner, poseído de un súbito arranque, tomó la delantera y se introdujo en la
    habitación contigua.
    —Estará en el dormitorio —dijo con sequedad—; por lo menos, tendría que estar allí.
    Mientras desaparecía por la otra estancia, los demás se quedaron en la salita exterior examinando lo que había. Los muebles sencillos y severos, que ya habían podido observar, parecían responder a su mirada inquisitiva con una firme recusación. En aquel lugar no cabía preguntar dónde podía esconderse un ratón y —ni que decir tiene— un hombre. No había cortinas y, contra lo habitual en una decoración americana, tampoco visillos.
    El propio escritorio consistía en una sencilla mesa, con cajón, cuya tapa poseía una ligera inclinación. Las sillas eran duras. Al cabo de un momento volvió a aparecer el secretario, después de haber registrado las dos habitaciones interiores. En su rostro y ojos se dibujaba la negativa y sus labios parecían moverse mecánicamente al decir:
    —Por aquí no ha salido. ¿Verdad?
    Los demás creyeron innecesario contestar a la pregunta. Sus mentes habían llegado a un estado semejante al de la pared del almacén, que a medida que iba cayendo la tarde pasaba del color blanco al gris. Vandam se acercó al repecho de la ventana contra el que se había apoyado hacía media hora y, ya que estaba abierta, se asomó al exterior. No había tubería, escalera de incendios ni repisa alguna hasta llegar al suelo de la avenida, y lo mismo ocurría con la pared de enfrente, que se elevaba aún bastante sobre el nivel de aquella ventana. En cuanto a las aberturas que daban a la otra calle, tenían las mismas características; la única vista que había era el muro encalado de la pared de enfrente. De todas formas, se asomó y miró hacia abajo, como si esperara ver al desaparecido filántropo hecho un lío sobre el pavimento. No pudo ver nada, fuera de un diminuto objeto oscuro, empequeñecido por la distancia, que bien pudiera ser la pistola de la que había hablado el clérigo. Mientras tanto, Fenner se asomaba por la otra ventana, abierta sobre una pared igualmente lisa e inaccesible y con vistas a un pequeño parque ornamental, en lugar de dar a la calle. Un espesor de árboles impedía ver el suelo del mismo; dichos árboles, no obstante, llegaban sólo a escasa altura comparada con la que los hombres habían construido. Se volvieron a un tiempo hacia el interior de la habitación y sus rostros se sumieron en la luz crepuscular. Los últimos rayos plateados del día se quebraban en las brillantes superficies de pupitres y mesas y sus reflejos palidecían paulatinamente. A Fenner pareció irritarle aquella claridad, echó mano del interruptor y la escena adquirió un singular relieve bajo el influjo de la luz eléctrica.
    —Como usted mismo dijo hace poco —opinó Vandam, con aspereza—, no es posible que un tiro disparado desde abajo pudiera haberle alcanzado, en el caso de estar la pistola cargada. Y aun suponiendo que la bala lo hubiera tocado, no habría desaparecido como una burbuja.
    El secretario, que estaba más pálido que nunca, miró, irritado, al rostro bilioso del millonario.
    — ¿Y qué es lo que le ha inducido a pensar en tales necedades? ¿Por qué hablar de balas y de burbujas? ¿Por qué razón no ha de estar vivo?
    — ¿Y por qué lo ha de estar? —repuso Vandam—. Si me dice usted dónde se encuentra ahora, yo le diré cómo llegó allí.
    Después de una pausa, el secretario murmuró:
    —Creo que tiene razón. Nos encontramos de lleno en el caso del que hace unos momentos estábamos hablando. Sería curioso que usted y yo empezáramos a creer que hubo algo de cierto en lo de la maldición. Pero, ¿quién pudo haber dañado a Wynd, estando encerrado aquí?
    El señor Alboin, de Oklahoma, había estado de pie, con las piernas algo separadas, en mitad de la habitación; su blanco halo barbudo, al igual que sus ojos redondos, parecía irradiar la más viva sorpresa. Y, al llegar a este punto, empezó a hablar sin miramientos con la insolencia de un enfant terrible.
    —No estuvieron muy de acuerdo usted y él, ¿verdad, Mr. Vandam?
    La cara larga y amarilla de Mr. Vandam pareció alargarse más aún a medida que se iba poniendo más siniestra, a la par que sonreía y contestaba indiferentemente:
    —Si empezamos a hacer conjeturas, fue usted, según me parece recordar, quien dijo que un viento del Oeste derribaría a nuestros hombres más poderosos como si fueran un hierbajo.
    —Ya sé que lo he dicho —dijo el occidental con candor—, pero de todas maneras, ¿cómo diablos podía haber ocurrido?
    El silencio fue interrumpido por Fenner, que dijo con una brusquedad que rozaba la violencia:
    —Queda sólo una manera de enfocar el asunto. No ha sucedido nada, sencillamente. Nada puede haber sucedido.
    — ¡Oh, sí! —dijo el padre Brown desde un rincón—. Ya lo creo que ha sucedido.
    Las últimas palabras causaron vivo sobresalto en los presentes, que, a decir verdad, se habían ya olvidado del insignificante hombrecillo, aunque fuera él quien les indujo a abrir la puerta de la habitación. Y al volverles aquel detalle a la memoria, variaron su disposición de ánimo; recordaron, de pronto, que le habían echado de su lado, calificándolo de soñador supersticioso, por haber sugerido exactamente lo que había ido desarrollándose después ante sus ojos.
    — ¡Lagarto! —exclamó el impetuoso Oklahoma, como el que habla sin tener completo dominio de sí mismo—. Supongan ustedes que, al fin y al cabo, haya algo de verdad en todo esto.
    —He de confesar—dijo Fenner, mirando con preocupación hacia la mesa— que las predicciones del reverendo resultaron, en apariencia, fundadas, y me gustaría que ahora nos dijera algo más.
    —Creo que podría decirnos —dijo Vandam con sarcasmo— lo que deberíamos hacer ahora.
    El pequeño sacerdote pareció aceptar con modestia la proposición, pero enfocándola desde un punto de vista práctico.
    —Lo único que se me ocurre pensar —dijo— es comunicarlo primero a las autoridades del lugar y buscar luego si hay algo que nos indique la pista de mi amigo, el que disparó la pistola. Lo vi desaparecer por el ala opuesta de «La Media Luna», en dirección al jardincito que hay allí. Tiene algunos bancos y constituye uno de los lugares predilectos de los vagabundos.
    Hubo consultas con la dirección del hotel, que desembocaron en otras consultas indirectas con las autoridades policíacas y que les tomaron bastante tiempo; era ya de noche, cuando salieron al largo y clásico pórtico de forma semicircular. “La Media Luna» parecía tan fría y cavernosa como el astro que les prestaba su nombre, y la luna misma se iba levantando luminosa, pero espectral, detrás de las negras copas de los árboles según se acercaban al pequeño jardín público. La noche mantenía velado mucho de lo que en el parque era sólo urbano y artificial y, al adentrarse en la sombra de los árboles, tuvieron la extraña sensación de estar a muchas millas de sus casas. Cuando llevaban un rato andando en silencio, Alboin, que tenía algo de ingenio, rompió, de pronto, diciendo:
    — ¡Me doy por vencido! ¡Me rindo! Jamás pensé que íbamos a llegar a este extremo; pero, ¿qué se puede hacer cuando las cosas le suceden a uno así? Le ruego me perdone, padre Brown, reconozco que solamente dejo de estar de acuerdo con usted en lo que se refiere a sus cuentos chinos. Después de esto, seré yo quien los invente. Usted mismo, Mr. Vandam, dijo que era un ateo y que sólo creía en lo que sus ojos habían visto. Y bien, ¿qué es lo que ha visto? O mejor: ¡lo que no ha visto!
    —Ya sé —repuso Vandam y movió la cabeza de manera sombría.
    —Todo se debe a la luna y a los árboles, que le ponen a uno los nervios de punta —dijo Fenner obstinado—. Los árboles siempre parecen muy raros a la luz de la luna con sus ramas extendidas acá y allá. Mire usted aquélla...
    —Sí —dijo el padre Brown parándose a mirar la luna a través del grupo de árboles—. Es una rama bien particular, ésa.
    Cuando volvió a hablar, como para sus adentros, dijo:
    —Creí que era una rama rota.
    Sin embargo, ahora el tono de su voz poseía una inflexión especial que dejó a todos sus oyentes helados. Algo que parecía una rama muerta estaba colgando de un árbol que se recortaba contra la luna, pero no era una rama muerta. Al acercarse para ver lo que era, Fenner volvió a soltar un sonado juramento. Después se dio prisa en desatar la cuerda del cuello del hombrecillo cuyo cuerpo se balanceaba y que tenía un mechón de cabellos grises. Antes de bajarlo del árbol, había comprendido que se trataba de un cadáver. Una larguísima soga se hallaba enredada en las ramas del árbol y una parte realmente corta de la misma colgaba de la rama de la que pendía el cuerpo. Un barril quedaba a unos pasos de sus pies y parecía haber sido el soporte que el suicida empujó cuando tuvo la cuerda pasada por el cuello.
    — ¡Oh, Dios mío! —exclamó Alboin en una forma que tanto podía ser plegaria como imprecación—. ¿Qué es lo que aquel hombre dijo de él...? «Que si Wynd llegase a saberlo no titubearía en colgarse». ¿No fue esto lo que dijo, padre Brown?
    —Sí —contestó éste.
    —Digo, nunca esperé ver o tener que proferir cosa semejante. Pero, ¿qué otra cosa puede uno afirmar sino que la maldición ha surtido su efecto?
    Fenner estaba cubriéndose el rostro con las manos. El sacerdote se le acercó poniendo una de las suyas sobre su brazo y diciéndole con suavidad:
    — ¿Le tenía usted mucho aprecio?
    El secretario dejó caer sus manos y su rostro pareció mortalmente pálido a la luz de la luna.
    —Lo odiaba como al infierno —dijo—, y si es cierto que ha muerto por efecto de alguna maldición, casi me atrevería a decir que ha sido por efecto de las mías.
    La presión que la mano del sacerdote ejercía sobre su brazo aumentó, al propio tiempo que éste aseguraba, con una fuerza que hasta entonces no había exteriorizado:
    —No fueron sus maldiciones; le ruego que se calme.
    La Policía del distrito tuvo bastantes dificultades para interrogar a los cuatro testigos del caso. Todos eran personas respetables y dignas además de crédito en el sentido usual de la palabra; uno de ellos incluso era persona de bastante poder e importancia: Silas Vandam, del consorcio del petróleo. El primer policía que se permitió exponer algunas observaciones escépticas sobre los hechos hizo saltar chispas del acero del que estaba hecha la mente de aquel magnate, con una rapidez increíble.
    —No intente usted explicarme que debemos atenernos a los hechos —dijo el millonario con aspereza—. Yo me he atenido a muchos hechos antes de que usted hubiese nacido y muchos han tenido que atenerse a lo que yo dijera. Yo le diré lo que sucedió y cómo sucedió, si usted quiere anotarlo.
    El policía en cuestión era joven y sumiso y tenía la vaga idea de que el millonario era demasiado político para que se le pudiera tratar como a un ciudadano corriente; así es que él y sus compañeros lo remitieron a uno de sus más expertos superiores, un tal inspector Collins, hombre algo canoso y dotado de agradable y seria conversación, como una persona ingeniosa, pero que no podía soportar tonterías de ninguna clase.
    —Bien, bien —dijo éste mirando con ojos centelleantes a los tres personajes que tenía ante sí—. Me parece un relato extraordinario.
    El padre Brown había salido para dedicarse a su trabajo cotidiano; pero Silas Vandam había suspendido incluso el gigantesco negocio de los mercados durante un par de horas para atestiguar su extraordinaria experiencia. El trabajo de Fenner como secretario había concluido, por de pronto, al morir su jefe. El gran Art Alboin, no teniendo otra cosa que hacer en Nueva York ni en ninguna otra parte del mundo, sino extender el Aliento de la Vida o Religión del Gran Espíritu, no le cabía obligación alguna que le impidiera asistir al trabajo policial. Así, estaban los tres, alineados uno al lado del otro, en la oficina del inspector, preparados para corroborar los hechos mutuamente.
    —Será mejor que les diga, para comenzar ya de una vez —dijo el inspector alegremente—, que no sirve de nada que me vengan con historias de milagros. Yo soy un hombre práctico y además policía, con lo que queda dicho que dejo a los curas y párrocos lo que se refiera a todo eso. Según he llegado a comprender, este sacerdote que interviene les sugestionó con explicaciones acerca de una terrible historia sobre la muerte y el juicio; pero estoy decidido a apartarle a él y a sus creencias. Si Wynd salió de la habitación, hubo alguien que lo dejó salir. Y si se le halló colgado de un árbol, alguien debió de ser quien lo colgara en él.
    —Eso es —dijo Fenner—, pero nosotros venimos a aseverar, con nuestro testimonio, que nadie, absolutamente nadie, lo vio salir, por lo cual queda en pie la pregunta de cómo pudo alguien haberlo colgado entonces.
    — ¿Y cómo es que tenemos una nariz en la cara? —dijo el inspector—. Pues bien, tenía una nariz en la cara y una soga alrededor del cuello. Éstos son hechos; y, como he dicho, yo soy hombre práctico que me atengo únicamente a los hechos. Suponiendo que no puede haberse producido por un milagro, necesariamente tiene que haberlo hecho un hombre.
    Alboin se había mantenido hasta aquel momento en segundo término; y realmente su ancha figura parecía el fondo adecuado para las dos más delgadas y vivarachas que tenía delante. Su blanca cabeza estaba inclinada, como si pensara; pero al sentar el inspector aquella última afirmación, la levantó sacudiendo su cabellera como si fuese una melena y, mostrándose aturullado, pero despierto, se adelantó hasta los dos que tenía delante para plantarse entre ambos. Ellos tuvieron la vaga impresión de que era más grande que antes. Se habían precipitado demasiado al considerarle un desequilibrado o un charlatán; pero no mentía cuando dijo que tenía una gran reserva pulmonar y vital, comparable a un vendaval del Oeste que podría barrer cualquier cosa sin peso.
    —De manera que es usted un hombre práctico, Mr. Collins —dijo con voz dulzona y un poco tarda—. Me parece que es la tercera o cuarta vez que ha afirmado, en esta breve conversación, que es usted un hombre práctico, por lo que no puedo equivocarme al decirlo. Y verdaderamente es una cualidad que, quien se encargue de escribir su vida, cartas y conversaciones de sobremesa, acompañándolas de un retrato de usted a la edad de cinco años, un daguerrotipo de su abuela y una vista de la antigua casa de sus antepasados, estoy seguro de que no dejará de mencionar, como tampoco dejará de aludir a que usted tenía una nariz chata con una verruga en ella y que su volumen era casi excesivo para poder andar. Y supuesto que usted es un hombre práctico, me temo que continuará practicando hasta devolver la vida a Warren Wynd y hallar la manera cómo un hombre práctico se salta a la torera los pactos o conveniencias secretas. A pesar de todo, me parece que lo enfoca usted mal. Usted no es un hombre práctico, usted es una broma pesada práctica; eso es lo que es. El Todopoderoso estaba de broma cuando le hizo a usted.
    Con un sentido muy propio del drama, fue acercándose a la puerta antes de que el sorprendido inspector pudiera contestar, y todas las recriminaciones que le lanzó después no pudieron arrebatarle la apariencia de triunfo sobre el policía.
    —Creo que tiene usted toda la razón— dijo Fenner—; si éstos son los hombres prácticos, déme usted sotanas.
    Se hizo todavía otro intento de darle al hecho una versión oficial, tan pronto como las autoridades cayeron en la cuenta de quiénes eran los testigos y cuáles las acusaciones. La prensa se había dedicado a comentarlo de la forma más sensacionalista e incluso descarada. Las entrevistas en las que Vandam relataba su maravillosa aventura y los artículos sobre el padre Brown y sus intuiciones místicas, acabaron por inducir a quienes se sienten responsables de guiar al público a querer guiarlo por un camino más sabio.
    En la siguiente ronda, se les interrogó de forma más cautelosa. Se les dejó caer que el profesor Vair tenía un gran interés en experiencias parecidas y que estaba muy intrigado con un caso tan sorprendente como aquél. El profesor Vair era un psicólogo muy conocido, famoso por su interés por la criminología. Un tiempo más tarde, pudieron saber que tenía relación con la Policía.
    El profesor Vair era un caballero muy cortés, que vestía de gris sin ninguna ostentación, llevaba una corbata artística y el apéndice de una barbita rubia y puntiaguda. Aquel que no estaba familiarizado con su manera de arreglarse tenía la impresión de que era un pintor. No sólo tenía el aire atento, sino campechano.
    —Sí, sí, ya sé —dijo sonriendo—; me doy perfecta cuenta de lo que han tenido ustedes que soportar. Los policías no brillan por sus interrogatorios psicológicos, ¿verdad? Naturalmente, el viejo, mi querido viejo Collins, les dijo que sólo quería hechos. ¡Qué fallo tan absurdo! En un caso como éste, además de hechos, necesitamos atender a las impresiones personales.
    — ¿Quiere usted decir que todo lo que nosotros tenemos por hechos han sido sólo impresiones personales? —preguntó Vandam con gravedad.
    —En absoluto —aseguró el profesor—. Estoy convencido de que la Policía acredita exclusivamente su inocencia por creer que en esta clase de asuntos puede dejarse a un lado el elemento psicológico. Naturalmente, el elemento psicológico es el todo de todo, aunque sólo ahora se comience a entender. Para establecer ya algo en concreto tomemos, por ejemplo, el
    elemento llamado personalidad. Yo he oído hablar hace tiempo de ese sacerdote llamado Brown y debo decirles que es uno de los hombres más notables de nuestra época. Hombres de su clase llevan consigo un ambiente especial y nadie sabe cuánto influyen sobre los nervios y los sentidos. Hipnotizan a la gente. Sí, señor, la hipnotizan; pues el hipnotismo, como todo lo demás, no es sino cuestión de grado; tiene una pequeña parte en todas nuestras conversaciones cotidianas; no precisa que sea producido por un hombre vestido de frac, en la plataforma de un escenario. La religión del padre Brown ha tenido en cuenta siempre la psicología de los ambientes, y sabe perfectamente echar mano de todo a la vez; incluso, por ejemplo, del sentido del olfato. Tiene en cuenta también el misterioso influjo que produce la música sobre animales y seres humanos; puede...
    — ¡Basta, basta ya! —protestó Fenner—. ¿No pretenderá usted decirnos que salió por el pasillo llevando a cuestas un órgano de capilla?
    —Seguro que sabe hacer muchas cosas más —dijo el profesor Vair riendo—. Sabe cómo concentrar la esencia de todos estos sonidos espirituales, visiones e incluso olores, con algunos gestos acompasados; es un arte o nueva escuela de proceder. Puede con su sola presencia concentrar su pensamiento sobre lo sobrenatural y que las cosas naturales abandonen sus mentes por uno y otro lado, sin que puedan darse cuenta. Es preciso también que sepan ustedes —prosiguió, volviendo a su tono alegre— que cuanto más nos adentramos en su estudio, tanto más misteriosa nos parece la cuestión de las percepciones humanas. No hay un solo hombre, entre veinte, que perciba realmente algo. No hay uno entre cien que capte las cosas con verdadera precisión. Realmente, no hay ni siquiera uno entre cien que primero capte las cosas, luego las retenga y, al final, las conozca. Se han hecho varios experimentos científicos para probar que cuando varios hombres se hallan bajo el influjo de una sugestión, creen que una puerta está cerrada cuando en realidad está abierta y que está abierta cuando permanece cerrada. Se da el caso de hombres que han disentido sobre el número de puertas y ventanas de un edificio que estaba ante ellos. Otros han sufrido ilusiones ópticas a plena luz solar. Y esto les ha sucedido sin el hipnótico efecto de la personalidad; ahora bien, en este caso contamos con una personalidad muy poderosa y persuasiva que desea sólo fijar en sus mentes una imagen: la imagen del rebelde irlandés, levantando la pistola hacia el cielo y disparando aquella salva en el aire cuyos ecos eran el trueno de las nubes.
    —Profesor —exclamó Fenner—, yo sería capaz de jurar en mi lecho de muerte que aquella puerta no se abrió jamás.
    —Nuevos experimentos —prosiguió el profesor con calma— han llegado a suponer que nuestra conciencia no es continua, sino una sucesión rapidísima de impresiones que la hacen semejante a una cinta cinematográfica; y es posible que alguien o algo, por así decirlo, pueda escapar entre dos de estas escenas si actúa sólo en el instante en que la cortina está echada. Es posible que toda la palabrería de los prestidigitadores y todas las modalidades del juego de manos dependan de lo que podemos llamar estas fases negras de ceguera intercaladas entre otras de visión clara. Ahora bien, ese apóstol y predicador de cosas trascendentales les había llenado a ustedes de una imagen trascendental: la imagen del celta que al igual que un titán sacudía la torre con su solo conjuro. Probablemente, acompañó sus palabras con algún ademán sugerente, encaminado a surtir algún efecto sobre sus ojos y mentes y desviar su fantasía en la dirección del desconocido destructor de profundidades. O puede que sucediera otra cosa, o que alguien pasara.
    —El criado Wilson —refunfuñó Alboin— entró en el recibidor para sentarse en un banco pendiente de lo que sucedía, pero creo que no nos distrajo mucho.
    — ¡Ah!, esto es precisamente lo que no llegará usted a saber: cuánto les distrajo —repuso Vair—. Pudo haber sido esto, o con mayor seguridad, algún ademán del sacerdote mientras relataba su cuento mágico y, en todo caso, tuvo que coincidir con uno de esos puntos negros el momento en que Mr. Warren Wynd salió por la puerta y se encaminó hacia su muerte. Ésta es la explicación más plausible. Es un ejemplo que corrobora los últimos descubrimientos. La mente no es una línea continua, sino más bien una línea de puntos.
    —De infinidad de puntos —replicó Fenner con desaliento—, por no decir puntillosa.
    —No me querrá hacer creer usted—contestó Vair— que su jefe estaba encerrado en una habitación como en una caja.
    —Lo prefiero a pensar que me tienen que encerrar en una habitación para locos —dijo Fenner—. Por esto me quejo de sus sugerencias, profesor. Me siento más inclinado a creer en un sacerdote que hable de milagros que en un hombre que no tiene ninguna razón para creer en nada. El sacerdote me dice que puedo pedir la intercesión de un Dios del que nada sé, con el fin de que me vengue mediante las leyes de una justicia superior, de la que tampoco conozco nada. Si debo decir algo es que no sé nada del tema. Pero si la imprecación de aquel pobre irlandés y su pistola pueden haber sido oídas desde un mundo superior, he de decir que ese mundo reacciona de una manera que nos parece muy rara. Usted me pide que no crea en la realidad de estos mundos que aparecen claros a mis cinco sentidos. Según su parecer, toda una procesión de irlandeses llevando escopetas podían pasar por esta habitación mientras hablamos, con sólo que tuvieran el cuidado de deslizarse sobre los puntos negros de nuestra imaginación. Los milagros de veta frailuna, como materializar un cocodrilo o colgar un abrigo de un rayo de sol, me parecen muy sanos comparados con el de usted.
    — ¡Ah, bien! —dijo el profesor Vair—. Si está usted empeñado en creer a su cura y a su irlandés milagrero no puedo añadir nada más. Me parece que no ha tenido usted ocasión alguna de estudiar psicología.
    —No —dijo Fenner con sequedad—, pero he tenido la oportunidad de estudiar a algunos psicólogos.
    Y saludando cortésmente condujo a la pequeña comitiva fuera de la habitación y no dijo ni una palabra hasta llegar a la calle. Entonces lo hizo de una manera bastante desahogada.
    — ¡Locos! ¡Locos de remate! —exclamaba Fenner rabioso—. ¿Qué diablos creen que le puede suceder a la Humanidad si toda ella creyese en que no sabe si ha visto una cosa o no? Le hubiera arrancado la cabeza de los hombros con una carga falsa y le explicaría luego que lo había hecho en uno de los momentos oscuros. El milagro del padre Brown puede ser o dejar de ser milagro, pero por lo menos él dijo que sucedería y sucedió. Todo lo que estos malditos impostores pueden hacer es ver una cosa y decir luego que no la han visto. Miren ustedes, me parece que le debo al padre Brown la gratitud de poder testimoniar lo que sigue: somos hombres normales, íntegros, que nunca hemos creído en nada. No estábamos bebidos. No somos creyentes. Y la cosa sucedió como él había predicho.
    —Estoy de acuerdo con ustedes —dijo el millonario—. Esto puede ser preludio de grandes acontecimientos espirituales; pero, sea lo que sea, este hombre está familiarizado con lo espiritual. El padre Brown, sin duda, por esta vez, ha cumplido con su cometido.
    Pocos días después, el padre Brown recibió una tarjeta muy atenta firmada por Silas T. Vandam, rogándole la asistencia, en una hora prefijada, a la reunión que debía celebrarse en el despacho del difunto para tratar de reconstruir el maravilloso hecho. El suceso comenzaba a ser materia de comentario psicoético y a destacarse en los círculos ocultistas, según lo que el padre Brown pudo ver cuando se dirigía hacia «La Media
    Luna» en alguno de los artículos de fondo titulados «Suicidio de un desaparecido» y «La maldición de un hombre ahorca a un filántropo». Subió las escalinatas y se dirigió hacia el ascensor. Encontró al pequeño grupo poco más o menos como cuando lo había dejado: Vandam, Alboin y el secretario; pero su manera de hablar y la actitud que adoptaron frente a él estaba llena de un inusitado respeto y convencimiento. Se hallaban cerca del escritorio de Wynd, sobre el cual había un papel enorme y plumas.
    —Padre Brown —dijo el de Oklahoma, que se había convertido en portavoz de los demás y a quien la responsabilidad hacía más reposado—. Le hemos pedido que venga para presentarle ante todo nuestras excusas y agradecimiento. Reconocemos que fue usted el primero que acertó en darle al asunto un carácter sobrenatural. Todos estábamos revestidos de una dura coraza de escepticismo; ahora, sin embargo, nos hemos convencido de que el hombre ha de romper esa coraza si quiere llegar a las cosas extraterrenales. Usted está en el mundo para afirmar estas cosas paranormales, y nosotros no tenemos más remedio que reconocerlas. Y le hemos llamado, además, por creer que este documento no adquirirá todo su valor sin su firma. Hemos relatado con exactitud los hechos, en este documento, para mandarlo a la Sociedad de Investigación Psíquica, ya que las noticias de los periódicos no son muy exactas. Hemos expuesto cómo fue proferida la maldición en la calle; que el hombre estaba herméticamente encerrado en esta habitación, como si fuera una caja, y cómo le convirtió la maldición al momento en algo etéreo, para después, de una manera inimaginable, volverlo a materializar bajo el aspecto de un suicida ahorcado en una rama. Esto es la único que podemos decir, ya que es lo único que sabemos y lo único que hemos visto con nuestros propios ojos. Ahora bien, como usted fue el primero de los cuatro en creer en milagros, creemos que debe ser el primero en firmar el documento.
    —No, ciertamente no —dijo el padre Brown, embarazado—; creo poder decir que no sería de mi gusto.
    — ¿No quiere usted firmar el primero?
    —No, no, quiero decir que mi intención es no confirmarlo de ninguna manera —dijo el padre Brown con sencillez—. Comprenderán ustedes que un hombre que está en mi posición no desea bromear con los milagros.
    — ¡Si fue usted quien nos aseguró que era un milagro! —dijo Alboin pasmado.
    —Lo siento mucho —respondió el padre Brown—; me temo que ha habido alguna confusión por parte de alguien. Me parece que nunca he pretendido que fuera un milagro. Lo único que me atreví a afirmar fue que podía llegar a suceder: usted me replicó que si sucedía se consideraría un milagro. Al cabo sucedió. Entonces creyó usted que debía de ser un milagro. Pero yo no pronuncié ni una sola palabra referente a cosa milagrosa ni mágica, ni nada por el estilo, en todo el rato que estuve aquí.
    —Pensé que usted creía en los milagros —interrumpió el secretario.
    —Sí —contestó el padre Brown—, creo en ellos. Creo que un hombre puede ser devorado por un tigre, aunque no lo esté viendo en todas partes ni a todas horas. Si deseo un milagro verdadero, ya sé dónde ir a buscarlo.
    —No puedo comprender cómo mira usted las cosas desde ese punto de vista —dijo Vandam con firmeza—. Todo esto me parece muy estrecho y usted, aunque lleve sotana, no me lo parece mucho. ¿No comprende usted que un milagro de esta índole echaría por tierra de una vez para siempre el materialismo? Esto serviría para hacer ver al mundo entero en letras de molde que los poderes espirituales pueden actuar y actúan. Y usted prestará un servicio a la religión que nadie ha prestado todavía.
    El sacerdote dio muestras de estar un poco ofendido y su diminuta figura se revistió de una dignidad inconsciente e impersonal.
    —Bien —dijo—, ¿no pretenderá usted que sirva a la religión diciendo lo que yo sé que es mentira? No llego a comprender bien el significado que entrañan sus afirmaciones; y si se me permite expresarme con toda sinceridad, tengo que decirles que me parece que ustedes tampoco lo saben. Mintiendo podría servir a mi idea, pero nunca al Señor. Y ya que ustedes sondean con tanta insistencia en mis creencias, ¿no sería hora de que yo les pidiera a mi vez que escucharan una versión verídica?
    —Creo que no he comprendido del todo —observó el millonario con énfasis.
    —Eso me parece a mí —dijo el padre Brown—. Usted ha afirmado que en la consumación del hecho intervinieron las potencias espirituales. ¿Qué potencias espirituales? No creerá usted que los Santos Ángeles lo transportaron y colgaron de un árbol del jardín, ¿verdad? Y que fueron los ángeles malos..., tampoco, no, no, no. Los hombres que lo hicieron cometieron una verdadera fechoría, pero no sobrepasaron su maldad; no eran lo bastante depravados para estar poseídos de poderes sobrehumanos; a través de mis pecados he podido conocer un poco a Satanás, me he visto obligado a conocerlo. Sé cómo es, cómo actúa siempre. Es orgulloso y ladino. Le gusta mostrarse superior, llena de horror al inocente con cosas que comprende a medias y pone la piel de gallina a los niños. Por eso Satanás es tan amigo de misterios, iniciaciones, sociedades secretas y todo lo demás. Sus ojos miran hacia dentro y, por más grande y grave que quiera aparecer, oculta siempre una sonrisa alocada.
    Se estremeció de pronto como si acabara de pasar una ráfaga de aire helado y continuó:
    —No se preocupen ustedes; créanme, nada tiene que ver con todo esto. A aquel pobre irlandés, amigo mío, que bajaba a todo correr por la calle, que me dijo la mitad de la historia en cuanto me vio y que de pronto volvió la cara a un lado y echó a correr para no decir más, ¿cree usted que Satanás va a confiarle secretos?:
    Puedo afirmar que tuvo parte en la conjura, probablemente junto con dos hombres mucho peores que él; de todas maneras, cuando se adentró por la calleja y disparó la pistola y la maldición, estaba poseído de una furia sin límites.
    — ¡Por todo lo que hay verdadero en la tierra, dígame qué pretende usted decir! —continuó Vandam—. El simple hecho de que él disparara una pistola de hazmerreír y una maldición de dos duros no podía afectar a nadie si no fuera por un medio milagroso. No bastaría, en sí, para hacer que Wynd desapareciera como un hada. Ni sería tampoco suficiente para hacerle reaparecer, a un cuarto de milla lejos, con una soga atada al cuello.
    —No —dijo el padre Brown con energía—. ¿De qué sería capaz, pues?
    —No lo comprendo; sigo sin comprenderle —dijo el millonario con aire grave.
    —He dicho que, ¿qué sería capaz de hacer? —repitió el sacerdote mostrándose por primera vez poseído de una animación que casi lindaba con el enojo—. No hace más que repetir que un tiro falso no sería capaz de hacer esto, ni aquello y que si no intervinieron otras causas el asesinato no habría sido, o el milagro no podía suceder. Y, según veo, no se le ocurre preguntarse qué es lo que podría suceder. ¿Qué le sucedería a usted si un pobre loco disparara su pistola sin ton ni son bajo su ventana? ¿Qué es lo que sucedería?
    Vandam pareció cavilar unos segundos y replicó:
    —Me parece que me haría asomar a la ventana.
    —Sí —corroboró el padre Brown—, usted miraría por la ventana. Ésta es ciertamente la historia. Es una historia triste en verdad, pero que ya ha terminado; y ha habido en ella algunas circunstancias atenuantes.
    — ¿Y cómo le pudo perjudicar que se asomara a la ventana? —preguntó Alboin—. No se cayó, porque, entonces, le habríamos encontrado hecho un montóncito en el suelo de la avenida.
    —No —dijo el padre Brown en voz baja—, no se cayó. Fue hacia arriba.
    Había algo en su voz que recordaba el sonido de un gong, una nota fatal, aunque prosiguió hablando sin delatar emoción ninguna.
    —Fue hacia arriba, pero no sobre alas; no sobre alas de ángeles puros o impuros. Una soga alrededor del cuello le levantó exactamente como le vieron ustedes en el jardín; en el instante en que se asomó por la ventana, un lazo pasó por su cabeza. ¿No recuerda usted a Wilson, aquel criado suyo, tan alto y robusto ante el cual Wynd era un insignificante renacuajo? ¿Y no fue Wilson al piso superior para buscar un trabajito en una habitación llena de bultos, donde había montones y montones de sogas? ¿Alguien ha visto a Wilson desde aquel día? Me parece que nadie.
    — ¿Quiere usted decir —preguntó el secretario— que Wilson lo izó desde la ventana como una trucha en la punta de una caña?
    —Sí, y lo volvió a bajar por la otra ventana, la que da al parque, donde el tercer cómplice lo colgó de una rama. Recuerden ustedes que la alameda trasera está siempre desierta. Recuerden que la pared de enfrente era completamente lisa; y que todo se ejecutó en los tres minutos que siguieron a la alarma lanzada por el loco. Tres eran los hombres que tramaron el asesinato y me gustaría saber si ustedes adivinan quiénes fueron. Los tres hombres estaban boquiabiertos, mirando a la sencilla ventana cuadrada y a la pared de enfrente, desprovista de aberturas; ninguno contestaba.
    —De todas maneras, no vayan ustedes a creer que les echo en cara que hayan llevado las conclusiones a un terreno sobrenatural. La razón es siempre muy sencilla, créanme. Todos ustedes juraron que eran materialistas empedernidos; y, a pesar de ello, se inclinaron a creer cualquier cosa. Hay millares de personas que hoy día se encuentran en el mismo punto de ustedes, pero en una orilla muy estrecha e inconfortable para sentarse. No hallarán reposo hasta que no crean en algo. Por ello Mr. Vandam ha ido con una lupa estudiando las nuevas religiones y Mr. Fenner se queja del Dios en quien no cree. Aquí es donde todos ustedes se equivocan; lo natural es creer en cosas sobrenaturales. No es natural aceptar sólo lo que vemos y palpamos, pero, aunque sólo les faltaba a ustedes un empujoncito para creer en lo sobrenatural de estas cosas, ha resultado ahora que no sólo eran naturales, sino de una simplicidad irrisoria. Me imagino que nunca ha habido historia más sencilla que ésta.
    Fenner sonrió, pero su expresión era pensativa.
    —No comprendo una cosa —dijo—. Si fue Wilson, ¿cómo pudo Wynd tener un hombre como ése en un cargo de tanta confianza? ¿Y cómo pudo ser asesinado por un hombre a quien había visto durante muchos años, día tras día? Todos sabemos que era famoso por sus certeros juicios sobre los hombres.
    El padre Brown golpeó el suelo con su paraguas con una fuerza que rara vez demostraba.
    —Sí —dijo con apasionamiento—, por esta razón le mataron. Únicamente por esta razón. Fue asesinado por juzgar a los hombres.
    Todos lo miraban con interés, pero él prosiguió como si no hubiera nadie en la habitación.
    — ¿Qué es un hombre para convertirse en arbitro de los demás? —preguntó—. Esos tres eran aquellos mendigos que se personaron ante él y sin más ni más fueron rápidamente distribuidos a derecha, a izquierda, a una y otra parte; como si para ello no existiera manto de cortesía, grados de intimidad o libertad de escoger los amigos. Y veinte años no han servido para atenuar la indignación natural del inconmensurable insulto que sintieron cuando él se atrevió a conocerlos con una simple mirada.
    —Sí —dijo el secretario—, comprendo... y comprendo por qué comprende usted tantas cosas.
    —Pues a mí, que me aspen si lo entiendo —dijo el airoso caballero de Oklahoma—. Su Wilson y su irlandés no me parecen sino un par de asesinos sanguinarios que mataron a su bienhechor. En mi concepto de la moral no cabe un asesinato sombrío y sanguinario, sea religión o no lo sea.
    —Sin duda alguna fue un asesinato sombrío y sanguinario —corroboró Fenner tranquilamente—. No le defiendo; supongo que incumbe al padre Brown rogar por todos los hombres, incluso cuando se trata de...
    —Sí —asintió el padre Brown—, tengo que pedir por todos los hombres, incluso por el hombre que fue Warren Wynd.


    LA MALDICIÓN DE LA CRUZ DORADA

    Seis personas estaban sentadas alrededor de una mesita. Y el hecho de que estas seis personas se encontraran allí reunidas parecía casi tan fortuito y accidental como si hubiesen naufragado, cada una por su parte, cerca de una misma isla desierta. El mar, por lo menos, les rodeaba; pero, aquella vez, su pequeña isla se hallaba involucrada en otra isla, una isla grande y voladora como Laputa (3). Porque la mesilla era uno de los innumerables veladores espaciados por el comedor de un enorme buque, el Moravia, que surcaba velozmente, a través de la noche, la vacía inmensidad del Atlántico. Los componentes del pequeño grupo no tenían otra afinidad entre sí que la de viajar, procedentes de América, rumbo a Inglaterra. A dos de ellos, por lo menos, se les podía considerar famosos; a uno o dos más oscuros, y a los restantes casi podríamos decir que de carácter dudoso.
    El que más se destacaba era el conocido profesor Smoill, una autoridad en estudios arqueológicos referentes al antiguo imperio bizantino. Las conferencias que daba en una Universidad americana se tenían por la última palabra en la materia, aun en las cátedras más ilustres de Europa. Sus trabajos literarios estaban concebidos en términos tan amables y con tanta simpatía para Europa que su acento americano sorprendía con frecuencia a quienes le oían hablar por primera vez. No obstante, sus maneras eran muy americanas; llevaba el cabello rubio peinado hacia atrás dejando libre una espaciosa frente cuadrada, las facciones eran rectas y largas y delataban una curiosa mezcla de preocupación y de actitud de hombre que actúa con la suficiencia y presteza típicas del león que prepara, sin fijarse mucho, su siguiente salto.
    En el grupo había una sola dama; y era (como con frecuencia habían repetido de ella los periodistas) una auténtica anfitriona; dicho papel, por no decir el de emperadora, siempre estaba dispuesta a representarlo en aquella o en cualquiera otra mesa. Era Lady Diana Wales, la célebre Lady, viajera incansable de los trópicos y otros países, pero en su porte, a la hora de comer, no había nada de masculino ni de áspero. Su belleza era de un gusto casi tropical: tenía una cabellera abundante, de un vivo color rojizo, su vestido era de un corte que los periodistas calificarían de atrevido; y, sin embargo, su rostro era inteligente y sus ojos tenían la apariencia brillante de los de aquellas mujeres que suelen hacer preguntas en las reuniones políticas.
    Los restantes personajes parecían sombras ante su esplendorosa presencia; pero, observados más de cerca, se veía que no eran iguales. Uno de ellos era un joven que estaba apuntado en el registro del barco como Paul T. Tarrant. Se trataba de un tipo americano que, con más acierto, podríamos llamar el antitipo americano. Estoy seguro de que cada nación posee su antitipo: algo así como una excepción extrema que confirma la regla general. Los americanos respetan el trabajo, como los europeos respetan la guerra. Lo han rodeado de un halo de heroísmo y al que retroceda le consideran indigno de llamarse hombre. El antitipo es real, aunque muy raro. Es el señorito, el derrochador de fortunas, que encarna pobremente el tipo de malvado en muchas novelas americanas. Paul Tarrant parecía no tener otra cosa que hacer que cambiarse de ropa, por lo menos seis veces al día, cambiando su americana, de exquisito color gris claro, por otras de tonos más pálidos o fuertes. A diferencia de los americanos, llevaba una cuidada barba rizada; y a diferencia también de la mayor parte de los señoritos, aun de los de su propio tipo, parecía más bien retraído que farolero. Algo había casi byroniano en su silencio y postración.(1)

    Los dos restantes viajeros quedaban, naturalmente, clasificados juntos por la sencilla razón de ser ambos conferenciantes ingleses que regresaban de una gira por América. Uno de ellos era Leonard Smith, calificado al parecer de poeta menor y en realidad periodista mayor, cabeza larga, cabello claro, perfectamente vestido y con perfecta capacidad de cuidar de sí mismo. El otro formaba con él un contraste bastante cómico, pues era bajito y ancho, con su bigote parecido al de las morsas, y tan taciturno como el otro locuaz. Sin embargo, como había sido culpado de robo y ensalzado por el salvamento de una princesa rumana amenazada por un jaguar desde la jaula donde viajaba, había adquirido cierta fama por figurar en un hecho del que se habló mucho. Dejando aparte lo dicho, se tenía la impresión de que sus ideas sobre Dios, el progreso, su propia juventud y el futuro de las relaciones angloamericanas podían tener gran interés y valor para los habitantes de Minneápolis y de Omaha. El sexto y menos señalado de los personajes del grupo era un sacerdote inglés que viajaba con el nombre de Brown. Atendía a la conversación con un interés respetuoso y se formaba en aquellos momentos la impresión de que algo curioso estaba ocurriendo en ella.
    —Me parece, profesor, que sus estudios sobre Bizancio —decía Leonard Smith— prestarían alguna ayuda a la tarea de aclarar la historia de la tumba hallada en la Costa Sur; creo que cerca de Brighton, ¿no?
    Aunque Brighton queda muy lejos de Bizancio, claro está. Sin embargo, algo leí sobre que el modo de estar enterrado y embalsamado el cadáver, o lo que sea, se supone que es de origen bizantino.
    —En realidad los estudios bizantinos tienen que adelantar mucho —contestó el profesor secamente—. Se viene hablando mucho de especialistas, aunque por mi parte he de confesar que la especialización es la cosa más difícil del mundo. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, ¿cómo puede un hombre conocer algo de Bizancio mientras no sepa todo lo referente a Roma, que le precede, y al Islam, que le sigue? La mayoría de las artes árabes arrancan de las bizantinas. Por ejemplo, tomen ustedes por caso el álgebra...
    —No quiero saber nada del álgebra —dijo la Lady con decisión—. Jamás lo hice ni pienso hacerlo. Por el contrarío, estoy vivamente interesada en los embalsamamientos. Fui con Gatton a la apertura de las tumbas de Babilonia. Desde entonces, el tema de las momias, cuerpos embalsamados y cuanto a ellos se refiere me parece muy emocionante. Explíquenos lo que sepa de ellos, por favor.
    —Gatton era un hombre interesante —contestó el profesor—. Su familia lo era también. A aquel hermano suyo que llegó al Parlamento se le podía considerar como algo más que un político corriente. No llegué a comprender el fascismo hasta que oí su discurso sobre Italia.
    —De todas maneras, profesor, el objeto de este viaje no es Italia —dijo Lady Diana con insistencia— y supongo que el objeto del suyo es ir allí donde se ha descubierto esa tumba. Sussex, ¿verdad?
    —Sussex es bastante grande para lo que son en general los condados ingleses —comentó el profesor—; podría uno vagar por él durante largo tiempo, y, por cierto, es un país a propósito para hacerlo. Resulta maravilloso ver lo altas que parecen sus pequeñas colinas, subido a ellas.
    Se hizo un silencio absoluto, y entonces Lady Diana murmuró:
    —Voy a cubierta —lo que efectivamente hizo, seguida por los demás hombres. Pero el profesor hizo ademán de quedarse y el sacerdote bajito fue el último en hacerlo, pues se entretuvo en doblar cuidadosamente su servilleta. Cuando estuvieron solos el profesor preguntó a su compañero:
    — ¿Qué impresión ha sacado usted del tema de que hablábamos?
    — ¡Ah! —dijo el padre Brown sonriendo—. Ya que usted me lo pregunta, debo confesar que hay algo en todo ello que me divierte bastante. Podré estar equivocado; pero me ha dado la impresión de que los que estaban con nosotros han intentado por tres veces hacerle hablar del cuerpo embalsamado hallado en Sussex y que usted, por su parte, ha desviado con mucha cortesía la conversación para hablar primero del álgebra, después de los fascistas y, por último, del paisaje de Downs.
    —Resumiendo, pues —dijo el profesor—, usted pensó que estaba dispuesto a hablar sobre cualquier tema menos sobre ése. Pues está usted en lo cierto.
    El profesor dejó de hablar y estuvo mirando al mantel; luego reanudó su charla con un impulso rápido, que sugería el salto de un león.
    —Sepa usted, padre Brown —empezó diciendo—, que le considero el hombre más inteligente y honrado que he conocido.
    El padre Brown era muy inglés. Y en aquel trance se sentía poseído del embarazo nacional propio de cuando se encuentra uno ante un cumplido serio y sincero espetado a la manera americana. Su contestación se redujo a un ininteligible murmullo; y el profesor continuó con la misma seguridad:
    —Bajo cierto punto de vista, el caso es bien sencillo; verá usted: una tumba cristiana de la alta Edad Media, al parecer de un obispo, ha sido hallada bajo los cimientos de una pequeña iglesia en Dullham, en la costa de Sussex. El párroco de la aldea es un buen arqueólogo y habrá descubierto seguramente mucho más de lo que yo en este momento conozco. He oído decir que el cuerpo estaba embalsamado a la manera peculiar de griegos y egipcios, desconocida, no obstante, por los pueblos occidentales, en especial en aquel entonces. En consecuencia, Mr. Walters, el pastor protestante, supone influencias bizantinas; y menciona en su informe otra cosa que a mí me interesa mucho más.
    Sus facciones graves y alargadas parecieron acentuar su tamaño y gravedad al mirar, frunciendo el entrecejo, al mantel. Sus largos dedos iban trazando dibujos sobre el mantel como si se tratara de planos de ciudades enterradas, con sus templos y cementerios.
    —Voy a explicárselo a usted y a nadie más, pues debo poner el mayor cuidado al hablar del asunto ante gente tan heterogénea; y cuanto más interés demuestran ellos en hablar del tema, tanto mayor debe ser mi precaución. Según cuentan, en el sarcófago se ha encontrado una cadena con una cruz colgada de ella, de aspecto bastante vulgar, pero con un símbolo secreto en el dorso que sólo aparece en otra cruz. Es uno de los misterios de la Iglesia primitiva y se supone que representa a san Pedro tomando posesión de su sede en Antioquia, antes de su viaje a Roma. Sea como sea, estoy persuadido de que sólo hay otra que se parezca, y se encuentra en mi poder. He oído también decir que sobre esta cruz pesa una maldición. ¡Ah, eso no me preocupa lo más mínimo! Exista o no la supuesta maldición, lo que sí hay en realidad es una conspiración aunque no sea más que en la idea de un hombre.
    — ¿De un hombre? —repitió el padre Brown.
    —Un loco, a mi juicio —dijo el profesor Smoill—. Es una historia larga, y probablemente algo tonta.
    Volvió a hacer una pausa, sin dejar de trazar planos con su dedo sobre el mantel, y prosiguió:
    —Tal vez fuera mejor contársela desde el principio, por si usted encuentra en ella algún detalle, para mí insignificante, que encierre la solución. Comenzó hace muchísimos años, cuando realicé unas investigaciones sobre las antigüedades de Creta e islas griegas. Hice muchas cosas por mi propia mano, ayudado a veces por naturales del país, y, en otras ocasiones, completamente solo. En las antedichas circunstancias, descubrí un día un conjunto de pasillos subterráneos convergente en un montón de riquísimos escombros: objetos rotos y piedras preciosas esparcidas por allí, que tuve por los restos de un altar, y entre los cuales hallé la extraña cruz de oro. La miré por el reverso y vi el «Ichthus» o pez, uno de los símbolos más antiguos del cristianismo, aunque de una forma y trazado distintos de los que se dan comúnmente: me pareció más realista en su detalle que lo común, como si el arcaico dibujante hubiese pretendido darle más la apariencia de un pez real que la forma o nimbo convencionales. Me pareció observar, también, un aplastamiento hacia uno de sus extremos, que no era una mera decoración geométrica, sino una especie de rueda o incluso una salvaje representación zoológica.
    »Para explicarle en pocas palabras la razón por la que creí haber hecho un hallazgo importante, debo decirle el objeto de mis excavaciones. En algunos aspectos parecían ser excavaciones de otras excavaciones. No buscábamos sólo las antigüedades, sino las huellas de los anticuarios de la antigüedad. Teníamos ciertas razones para presumir, o mejor dicho, creíamos tener razones para asegurar que esos subterráneos, pertenecientes en su mayor parte al período minoico, como el tan famoso subterráneo identificado en el laberinto de Minotauro, no habían sido ignorados ni inexplorados desde la época del Minotauro hasta hoy. Teníamos razones para creer que esos subterráneos, me atrevería a decir, esas ciudades y pueblos subterráneos, habían sido pisados por algunas personas existentes en algunos de los años intermedios. Acerca de los motivos, había diversas opiniones: algunos sostenían que los emperadores habían ordenado exploraciones de carácter oficial por mera curiosidad científica; otros, que el desenfrenado apasionamiento de finales del Imperio Romano por todas las clases de lujuriosas supersticiones asiáticas había dado origen a alguna innominada secta maniquea o de otra clase, que vivía en las cavernas en orgías tales que debían mantenerse alejadas de la faz del sol. Yo pertenecía a otro grupo que se inclinaba por la opinión de que tales cavernas habían sido utilizadas con fines análogos a los de las catacumbas. En resumen, sosteníamos que durante algunas de las persecuciones, que se habían propagado como la pólvora por todos los ámbitos del Imperio, los cristianos se habrían refugiado en aquellos antiguos y paganos laberintos de piedra y me llenó de un entusiasmo sin límites descubrir y recoger la cruz dorada y apreciar el dibujo que mostraba. Y con mayor arrebato de felicidad, al volverme para salir de la cueva, vi dibujada en una de las paredes desnudas, que se multiplicaban hasta lo infinito por los achatados pasillos, en un diseño rudo, pero inconfundible, la forma de un pez.
    -Algo de su diseño hacía pensar en un pez u otro organismo rudimentario fijado para siempre en un mar de hielo. No podía analizar aquel parecido, sin conexión alguna, por otra parte, con un simple dibujo trazado sobre la piedra, hasta que me di cuenta de que iba repitiéndome en mi subconsciente que los primeros cristianos debían parecerse mucho a los peces, mudos habitantes de un mundo caído en tinieblas y silencio, relegado muy por debajo de los pies de los hombres y moviéndose en la oscuridad y las sombras de un mundo sin ruidos.
    «Todo el que haya caminado por pasillos de piedra experimenta la sensación de que le siguen pasos de fantasmas. El eco precede algunas veces y sigue otras, de forma que para el que está solo llega a hacerse imposible creer en su soledad. Me había acostumbrado ya a los efectos producidos por el eco y no me perturbaban lo más mínimo hasta el momento que vi el dibujo simbólico sobre la pared de piedra. Me paré y al mismo tiempo pareció que lo hacía mi corazón. Pues sabía que mis pies estaban parados y, por el contrario, el eco persistía.
    -Empecé a correr y me pareció que los pasos invisibles corrían también, aunque no con aquella precisión absoluta que entraña la reproducción idéntica del sonido. Me detuve y los pasos hicieron lo propio; con todo, podría haber jurado que lo habían hecho con algún retraso; di un grito y obtuve idéntica respuesta, pero no de mi voz.
    -Procedía del recodo de una roca situada ante mí y, en mi desenfrenada carrera, comprobé que se encontraba siempre a una distancia constante y a esta distancia se paraba y reposaba. El reducido ámbito que iluminaba mi linterna de bolsillo estaba siempre vacío, como una habitación sin nadie. En estas condiciones sostuve una conversación que duró hasta la boca del corredor, con un sujeto desconocido de quien al llegar a la abertura no pude percibir la más mínima huella. La boca del laberinto estaba tapada por muchas piedras y escombros, y, no obstante, le habría sido difícil volver hacia atrás y esconderse en el mundo subterráneo de las cavernas. Sólo sé con certeza que salí sin mi interlocutor a los escalones de una gran montaña semejante a una terraza de mármol, a cuya monotonía prestaba un poco de variedad la vegetación verde, de aspecto algo más tropical que la fría desnudez de la roca, como aquella invasión oriental que se ha extendido esporádicamente por encima de las ruinas de la clásica Hélade. Pude ver un mar de límpido azul, un sol que brillaba firmemente sobre la completa soledad y silencio, sin que una brizna de hierba se agitase con el revuelo de la huida ni la sombra de un hombre.
    Había sido una conversación terrible, por lo íntima, individual y, en cierta manera, tan casual. Aquel ser sin cuerpo, rostro, ni nombre, que se dirigía a mí llamándome por el mío propio, me había hablado en la cripta y ruinas donde estábamos enterrados vivos, sin poner en su conversación más entusiasmo ni melodrama que si hubiera tenido lugar estando sentados en dos sillones de un café. Pero me dijo que irremisiblemente habría de matarme a mí o a aquel que poseyera la cruz con el símbolo del pez. Me confió con toda franqueza que no estaba lo bastante loco para atacarme en aquel laberinto, sabiendo que llevaba un revólver cargado y que él corría el mismo riesgo que yo. Sin embargo, me hizo saber, con la misma naturalidad, que planearía mi asesinato con todas las posibilidades de éxito, habiendo previsto hasta el más mínimo detalle y alejado el menor riesgo, con esa artística perfección que un miniaturista chino o un bordador indio presta a su trabajo artístico que dura toda su vida. A pesar de todo, no era oriental; estoy seguro que es un hombre blanco y sospecho que incluso paisano mío.
    «Desde entonces, he ido recibiendo señales y curiosas notas anónimas que me han acabado de convencer de que si aquel hombre no es maníaco, es por lo menos un monomaniaco. Me comunica, de esa manera tan desenfadada, que los preparativos para mi muerte y entierro están llevándose a cabo satisfactoriamente; y que de la única manera que yo puedo impedir que terminen con éxito es dándole las reliquias que poseo, la cruz que hallé en la cueva. Me parece que está desprovisto de todo sentimiento religioso o fanático sobre la cruz en cuestión; parece dominarle la sola pasión de coleccionar curiosidades. Ésta es una de las razones que corrobora mi idea de que es un occidental y no un oriental. Pero esta cruz parece haberlo enloquecido por completo.
    Por fin ha llegado hasta mí este informe, aún sin comprobar, sobre la existencia de un doble de la reliquia, descubierto junto a un cadáver embalsamado de una tumba en Sussex. Si se había mostrado interesado antes, esta noticia debió de convertirlo en un poseso de los siete diablos. Que hubiera una cruz y perteneciera a otro hombre era ya bastante malo, pero que hubiera dos y ninguna fuera suya llegó a ser para él una tortura insoportable. Sus malvadas esquelas empezaron a caer con rapidez y multitud como un aguacero de saetas improvisadas, y cada una de ellas anunciaba, en tono apremiante, que la muerte me alcanzaría en el preciso instante en que alargara mi indigna mano hacia la cruz que estaba en la tumba.
    «—Nunca me conocerá usted —escribía el sujeto—, nunca pronunciará mi nombre; no verá mi rostro; morirá y no sabrá quién lo ha matado. Puedo estar en la forma de cualquiera de los que le rodean, en la que menos sospecha.
    »Por tales amenazas, deduzco que es muy probable que vaya siguiendo mi sombra en este viaje e intente robar la reliquia o hacerme algún daño. Nunca he visto a ese hombre; puede ser uno de los que he saludado de un tiempo a esta parte. Razonando lógicamente, puede ser alguno de los camareros que sirven nuestra mesa. O puede ser alguno de los pasajeros que comen con nosotros...
    —Puede ser yo —interrumpió el padre Brown, alegremente, olvidando la corrección gramatical.
    —U otra persona cualquiera —repuso Smoill, con seriedad—. Eso es lo que yo quería decirle ahora mismo. Pero usted es el único hombre de quien no sospecho.
    El padre Brown se quedó algo turbado y, sin embargo, reponiéndose, dijo con una sonrisa:
    —Pues aunque parezca raro, no lo soy. Lo que hemos de estudiar es la manera de echarle la mano, si realmente está aquí, antes de que... Bueno, antes de que se haga desagradable.
    —Yo creo que nos queda una posibilidad de dar con él —observó el profesor, con cierta sequedad—. Cuando lleguemos a Southampton, tomaré un coche y, costeando, me dirigiré enseguida al lugar; me gustaría mucho que me acompañara. Seguro que el pequeño grupo con quien nos reunimos se dispersará al tocar tierra. Si volvemos a encontrar a alguno de ellos en el pequeño patio de la iglesia de Sussex, sabremos que él es mi enemigo.
    El programa trazado por el profesor se llevó a cabo con una puntual escrupulosidad, por lo menos hasta el momento de llegar el coche y su ocupante extra en la forma de padre Brown. Siguieron la carretera que bordeaba la costa, teniendo a un lado el mar y al otro las montañas de Hampshire y Sussex, sin que sus ojos pudieran ver sombra alguna perseguidora. Al aproximarse al pueblecito de Dulham, cruzó su camino un hombre que habría podido tener conexión con el asunto; se trataba de un periodista que acababa de visitar la iglesia, atendido cortésmente por el pastor en los lugares recién explorados; pero sus observaciones y juicios parecieron los de un periodista vulgar. De todas maneras, el profesor Smoill, quizás un poco preocupado, no podía apartar la idea de que este sujeto tenía el aspecto un poco extraño y descorazonador; era alto y desgarbado, de nariz aguileña, ojos hundidos y unos bigotes que caían con languidez; parecía estar animado tan sólo por la emoción de lo que acababa de ver; parecía huir de allí con mucha rapidez cuando ellos le pararon para preguntarle.
    —Se funda todo sobre una maldición —dijo—, una maldición que pesa sobre el lugar, según el libro guía o el pastor o el habitante más viejo de la aldea o no sé qué autoridad; y, verdaderamente, parece que sea así. Maldición o no maldición, estoy contento de encontrarme fuera.
    — ¿Cree usted en las maldiciones? —preguntó con curiosidad Smoill.
    —No creo en nada; soy periodista —contestó el melancólico sujeto—. Soy Boon, del Daily World. Pero en esa cripta hay algo que hace sentir hormigueo; y yo nunca negaré que sentí un escalofrío —y diciendo esto se dirigió a grandes pasos hacia la estación.
    —Este individuo tiene el aspecto de un cuervo o una corneja —observó Smoill, volviéndose en dirección al cementerio parroquial—. ¿Qué se dice de un pajarraco de mal agüero?
    Entraron despacio en el patio de la iglesia; los ojos del arqueólogo americano se entretuvieron gozosamente observando el atrio desierto de la puerta de Lícnide y la negra y fantasmagórica altura del techo, que parecía la noche retando al día. El camino se iba empinando por entre montones de hierba, en los cuales había losas sepulcrales esparcidas de cualquier manera que parecían balsas de piedra echadas sobre un mar verde, hasta el límite del verdadero e inmenso mar gris que corría como una barra de hierro con pálidos reflejos semejantes a los del acero. Casi a sus pies, la mullida alfombra de hierba se convertía en una de acero marino que terminaba en la arena gris y amarillenta; y dibujada exactamente contra el acerado mar, a unos dos o tres pasos del acebo, había una figura inmóvil. De no ser por su atavío gris oscuro, se habría podido tomar por una estatua sepulcral, pero el padre Brown vio enseguida algo conocido en la elegante comba de los hombros y en el pronunciado saliente de la barba corta.
    — ¡Cielos! —exclamó el profesor de arqueología—. Pero si es aquel hombre, Tarrant, si es que se le puede llamar hombre. ¿Creyó usted, cuando hablaba en el barco, que mi sospecha iba a ser confirmada tan pronto?
    —Yo pensé entonces que podía usted hallar demasiadas respuestas —contestó el padre Brown.
    — ¿Por qué? ¿Qué pretende usted insinuar? —preguntó el profesor echándole una mirada por encima del nombro.
    —Quiero decir —contestó el otro, con calma—, que me pareció haber oído voces detrás de aquel eco. Me parece que el señor Tarrant no está tan solo como su posición sugiere; me atrevería incluso a afirmar que no está en realidad tan solitario como él mismo quería aparecer.
    Al volverse Tarrant despacio y con su pose afectada, la exactitud de los supuestos del padre Brown se confirmó. Otra voz, dura y chillona, pero inconfundiblemente femenina, estaba diciendo con socarronería:
    — ¿Y cómo iba yo a saber que estaría él aquí? Al profesor Smoill no le cupo la menor duda de que esta alegre observación no se refería a su persona; así es que se vio obligado a aceptar por fuerza, con algún embarazo, que había aún allí otra persona. Al salir Lady Diana Welles, radiante y decidida, advirtió con enfado que iba seguida de su sombra viviente. La silueta fina y vivaracha de Leonard Smith, aquel insinuante hombre de letras, apareció al poco de haberlo hecho la otra rutilante figura, sonriendo, con la cabeza inclinada a un lado, como un perro.
    — ¡Caramba! —refunfuñó Smoill—. ¡Pero si están todos aquí! o casi todos; falta sólo aquel hombrecito cómico de bigotes morunos.
    El profesor oyó al padre Brown reír por lo bajo a su lado; y, verdaderamente, su situación iba haciéndose algo más cómoda. Parecía capaz de enloquecer a cualquiera y convertirse, en sus propias narices, en una jugarreta de teatro; pues a medida que iba emitiendo el profesor sus juicios, parecía que alguien replicaba a sus palabras con la más cómica contrariedad. La cabeza redonda, con la grotesca media luna negra por bigote, había asomado, súbita e inesperadamente, de una fosa. Momentos después se convencieron de que la fosa era grande y que conducía por una escalera hasta las entrañas de la tierra: era, en realidad, la entrada de lo que deseaban visitar. El hombrecito fue el primero en dar con la entrada y empezaba a bajar uno o dos de los peldaños cuando sacó la cabeza para llamar a su compañero. Parecía un sepulcro cómico de una parodia de Hamlet. Dijo, un poco por lo bajo, detrás de sus espesos bigotes: «Está ahí». Todo el grupo tuvo, de pronto, la impresión de que, aunque se habían sentado con él a la misma mesa, no habían oído nunca su voz, y, aunque suponían que era un conferenciante inglés, hablaba con un misterioso acento extranjero.
    —Verá usted, querido profesor —gritó Lady Diana con un arrebato de alegría—. No estábamos dispuestos a perdernos su momia bizantina. No podía vivir sin verla; y estoy segura de que a estos señores les sucedió igual. Ahora nos tiene que explicar todo lo que sepa.
    —Pues no es mucho —dijo el profesor con gravedad, por no decir con sequedad—. En algunos puntos no sé todavía de qué se trata, en absoluto. En realidad, me parece muy extraño que nos hayamos vuelto a reunir tan pronto; pero parece que el afán de instruirse de hoy día no tiene límites. Ahora bien, si hemos de visitar el lugar todos a un tiempo, propongo que lo hagamos de una manera responsable, y, si me lo permiten ustedes, bajo alguien de responsabilidad. Hemos de notificarlo a quien está encargado de las excavaciones; probablemente entonces deberemos, por lo menos, firmar en el libro de registro.
    Algo parecido a un altercado sin palabras tuvo lugar entre la impaciencia de la Lady y las sospechas del arqueólogo; pero la insistencia de este último en defensa de los derechos del párroco y de la Policía local acabaron por vencer. El hombrecillo de los bigotes salió con desgana de la tumba y se conformó con descender menos impetuosamente. Gracias a Dios, el propio sacerdote apareció en escena, un señor de aspecto agraciado y cabello gris, con la cabeza ligeramente inclinada, ademán que parecía acentuar sus lentes de doble cristal; y, mientras establecía una cordial relación con el profesor, por ser aficionado a las antigüedades al igual que él, parecía no conceder a los demás del heterogéneo grupo ningún sentimiento más hostil que el de divertirse con ellos.
    —Espeto que ninguno de ustedes sea supersticioso —dijo, riendo—. Creo que tengo que decirles, para empezar, que se supone que hay toda clase de agüeros y maldiciones suspendidos sobre nuestras cabezas, por querer investigar sobre el asunto. Recientemente he descifrado una inscripción latina, hallada a la entrada de la capilla, y parece que, por lo menos, hay tres maldiciones: una, por entrar en la cámara sellada; otra, por abrir el sarcófago; y otra, y más terrible, por tocar la reliquia dorada que se descubrió dentro. Me he hecho acreedor a las dos primeras maldiciones —añadió sonriendo—, y me temo que ustedes incurran en lo mismo, si pretenden ver algo. Según la historia, tales maldiciones actúan con lentitud, en largos períodos de tiempo y en ocasiones muy distantes. No sé si esto resultará un consuelo para ustedes. —Y el reverendo Mr. Walters sonrió de nuevo a su manera benévola y sin entusiasmo.
    —Historia —respondió el profesor Smoill—. ¿Y qué historia es ésa?
    —Es una historia bastante larga, con sus variantes, como la mayor parte de las leyendas locales —contestó el pastor—. Pero es sin duda alguna coetánea de la tumba; y su sentido se resume en la inscripción que más o menos viene a ser así: Guy Gisors, señor del castillo y tierra de Dulham a principios del siglo XIII, se había encaprichado de un magnífico corcel negro, propiedad de un legado de Génova. Dicho legado no quería vender el caballo sino por un elevadísimo precio. Guy, impelido por el afán de lucro, llegó hasta el crimen de saquear el recinto sagrado y, según otras versiones, hasta asesinar al obispo, residente entonces en su territorio. Fuera como fuera, el obispo pudo proferir una maldición que pesa sobre el que, arrancándola de su lugar en la tumba, posea la cruz de oro, o sobre el que, vuelta la cruz a su lugar, hiciera lo posible por arrancarla. El señor feudal obtuvo el dinero para adquirir el caballo vendiendo la reliquia de oro a un platero del lugar, pero el primer día que lo montó el animal se encabritó, lo arrojó ante el portal de la iglesia y lo desnucó. El platero, que hasta entonces había sido rico y tenía un negocio próspero, se arruinó por una serie de acontecimientos inexplicables y cayó en poder de un prestamista judío habitante del castillo. El infortunado platero, cuya única perspectiva era la de morir de hambre, se colgó de un manzano. La cruz dorada, con sus restantes bienes, su casa, tienda y herramientas, hacía tiempo que habían pasado al prestamista. El hijo y heredero del señor feudal, sorprendido por la maldición de que se había hecho acreedor su blasfemo antepasado, se convirtió en una persona devota y, encerrado en el austero y rígido espíritu de su época, se creyó en el deber de perseguir toda herejía e incredulidad entre sus vasallos. De esta manera, el judío, que hasta entonces había sido cínicamente tolerado por su padre, fue despiadadamente quemado por orden del hijo; con lo que, tocándole a él sufrir las consecuencias de la posesión de la cruz y conocedor de los ejemplos citados, la devolvió a la tumba del obispo. Desde aquella ocasión, ningún ojo la ha visto y ninguna mano de hombre la ha tocado.
    Lady Diana Wales se emocionó mucho más de lo que se podía haber esperado.
    —Me da escalofríos pensar que vamos a ser los primeros en pisar el lugar después del párroco.
    El explorador de grandes dotes, y de mal acento inglés, no descendió al fin por su escalera favorita, que sólo habían usado algunos de los trabajadores durante la excavación, pues el sacerdote les condujo a una entrada mayor y más apropiada, a unos cien metros de allí, de la que acababa de salir después de hacer unas investigaciones subterráneas. El descenso a la misma se efectuaba por una pendiente bastante suave, sin otro inconveniente que la oscuridad, que aumentaba a cada paso; pronto anduvieron en fila india por un túnel negro como un pozo y tuvieron que esperar algunos instantes para ver una luz ante ellos. En una ocasión, durante su silenciosa marcha, se dejó oír un ruido como el de alguien que contiene la respiración pero era imposible decir quién fue; más tarde se oyó un juramento como una sombría explosión, proferido en lengua desconocida.
    Llegaron a una cámara circular, semejante a una basílica, limitada por arcos de herradura; la capilla había sido construida antes de que la primera arcada ojival del gótico perforara nuestra civilización como una lanza. Un destello verdoso entre dos columnas señalaba el lugar del otro camino que llevaba al mundo. Daba la impresión de que se hallaba uno en el fondo del mar, sensación corroborada por una o dos semblanzas accidentales o posiblemente imaginadas, pues el dibujo normando de los colmillos de perro reseguía levemente el contorno de los arcos, sugiriendo las bocas de monstruosos tiburones. En el centro, la oscura masa de la tumba, con su tapa de piedra levantada, podía haberse tomado por las fauces de alguno de aquellos leviatanes.
    No sé si por creerlo más adecuado o por falta de material moderno, el clérigo arqueólogo había dispuesto la iluminación de la capilla con cuatro grandes velas, dispuestas en candelabros de madera, sobre el suelo. Una de éstas ardía cuando entraron, esparciendo una tenue luz sobre los impresionantes motivos arquitectónicos. Cuando todos se reunieron, el clérigo encendió las tres velas restantes y el aspecto e interior del gran sarcófago se hizo más visible.
    Todas las miradas se dirigieron primero al rostro del muerto, conservado con la expresión de un viviente, durante todos esos siglos, por algún procedimiento secreto traído de Oriente, heredado de la antigüedad pagana y desconocido en los sencillos cementerios de nuestra isla. El profesor apenas pudo sofocar una exclamación de sorpresa; pues, aunque la cara era pálida como una máscara de cera, parecía la de un hombre durmiendo que acabase de cerrar los ojos. La cara era de tipo ascético, con los huesos salientes; iba vestido con una capa pluvial de oro y llevaba magníficos atavíos; en la base del cuello, en el extremo de una corta cadena dorada, estaba la famosa cruz de oro. El sarcófago había sido abierto retirando la tapa por la parte de la cabeza y manteniéndola en alto por medio de dos gruesas vigas de madera ancladas sobre las esquinas del sarcófago. Por lo tanto, la parte de los pies era poco visible, pero la luz de la vela daba de lleno sobre el rostro y, en contraste con su color marfileño, la cruz de oro parecía brillar como el fuego.
    Desde que el profesor Smoill había oído la historia de la maldición contada por el pastor, su rostro estaba surcado por una arruga pensativa o posiblemente de preocupación. Pero la intuición femenina, no desprovista de algunos toques de histeria, supo comprender el significado de su cavilosidad mejor que ninguno de los hombres que le rodeaban. El silencio de aquella cueva iluminada por velas, fue turbado por un grito que lanzó Lady Diana:
    — ¡No lo toque, hágame caso!
    El hombre, sin embargo, ya había iniciado uno de sus movimientos felinos hacia el cuerpo. Al momento, los demás comenzaron a echarse unos hacia delante y otros hacia atrás, pero todos con el mismo sentimiento de horror, como si el cielo se desplomara.
    Cuando el profesor puso su mano en la cruz de oro, los soportes de madera, que cedían un poco bajo la presión de la losa de piedra, parecieron saltar y enderezarse. El reborde de la piedra se escurrió de los soportes y todas las almas y estómagos de los circundantes se sintieron llenos de una sensación desoladora, como si sobreviniera una catástrofe, como si todos hubieran sido lanzados al vacío. Smoill había retirado con rapidez su cabeza, pero no a tiempo, y yacía desmayado junto al sarcófago, en medio de una mancha de sangre roja que manaba de su cráneo o de la envoltura del mismo. Y la vieja tumba de madera estaba cerrada como lo había estado por espacio de siglos; sólo que ahora dos o tres astillas sobresalían de la tapa, sugiriendo la horrible imagen de unos huesos triturados por un ogro. El leviatán había cerrado sus fauces de piedra.
    Lady Diana seguía contemplando con ojos animados por un brillo eléctrico, como los de un lunático; su cabello rojizo parecía escarlata, en contraste con la palidez de su cara, verdosa a la media luz. Smith continuaba mirándola con un no sé qué de canino en la postura de su cabeza, aire que era ahora el de un perro que contempla la desgracia de su amo y que sólo puede participar parcialmente en ella. Tarrant y el extranjero se habían mantenido en sus malhumoradas y consabidas actitudes, pero sus rostros estaban blancos como la cal. El párroco parecía haberse desvanecido y el padre Brown se arrodillaba al lado del profesor, intentando hacerse cargo de su estado.
    Ante la expectación general el byroniano haragán, Paul Tarrant, se adelantó para ayudarlo.
    —Sería mejor subirle al aire libre —dijo—. Me parece que le queda una remota posibilidad de salvarse.
    —No está muerto —dijo el padre Brown en voz baja—, pero me parece que es grave. ¿Por casualidad es usted médico?
    —No, pero he tenido que aprender muchas cosas en el transcurso de mi vida —contestó el otro—. Sin embargo, no se preocupe por mí ahora. Estoy seguro de que mi verdadera profesión le sorprendería.
    —No lo creo —replicó el padre Brown, con una leve sonrisa—. Me lo imaginé hacia la mitad del viaje: usted es un detective que vigila a alguien. Pero la cruz está ahora fuera del alcance de los ladrones.
    Mientras hablaban, Tarrant recogió con energía y destreza el cuerpo frágil del caído y se lo llevó hacia la salida. Por encima del hombro, contestó:
    —Sí. Realmente, la cruz está a salvo.
    — ¿Quiere usted decir que nadie más lo está? —dijo el padre Brown—. ¿Piensa también en la maldición?
    El padre Brown estuvo sumido, durante las dos horas siguientes, en una perplejidad enojosa, producida por algo ajeno al trágico accidente. Ayudó a transportar a la víctima hasta el pequeño mesón que había frente a la iglesia, cambió impresiones con el médico, que calificó la herida de grave y peligrosa, aunque no fatalmente irremediable, y llevó la noticia al pequeño grupo de viajeros que se congregaron alrededor de la mesa en el salón de la fonda. Por donde iba, llevaba consigo la sombra de preocupación, que parecía oscurecerse más cuanto más profundamente pensaba. El misterio central se le hacía cada vez más y más misterioso, a medida que los misterios que le envolvían se iban aclarando en su mente. Es verdad que conocía perfectamente ahora la personalidad de los componentes del variado grupo. Leonard Smith había venido detrás de Lady Diana, y ella había venido porque se le había antojado así. Entre ellos existía uno de esos indefinidos flirteos, de sociedad, que son tanto más absurdos cuanto más quieren que parezcan intelectuales.
    El romanticismo de la señora tenía algunas pinceladas de superstición, y ahora se hallaba muy postrada por el terrible final de la aventura. Paul Tarrant era un detective privado que con seguridad seguía la marcha del flirteo a petición de alguna esposa o marido, o tal vez venía siguiendo al conferenciante extranjero de los bigotes, que aparentaba ser un sujeto indeseable. Pero si él o cualquier otro intentaba robar las reliquias, el intento se había frustrado. Y lo que lo había impedido era, al parecer, o una coincidencia increíble o la obra de la antigua maldición.
    Mientras se hallaba en mitad de la calle, pensativo, como era costumbre en él, y se encontraba a mitad del camino de la fonda a la iglesia, le sorprendió ver que avanzaba a su encuentro una silueta que había conocido recientemente, pero que, desde luego, no esperaba encontrar inesperadamente. Era el señor Boon, el periodista, que a la luz del sol parecía muy desaliñado, ya que en la claridad se veía su estropajoso vestido, con apariencia de espantapájaros. Sus ojos oscuros y hundidos, muy cercanos a su alargada nariz, miraban fijos al sacerdote. Éste dirigió hacia él por dos veces la mirada antes de darse cuenta de que su poblado y oscuro bigote escondía una sonrisa.
    —Creí que se marchaba —dijo el padre Brown con un poco de rudeza—; pensé que se había marchado usted en el tren que salió de aquí hace dos horas.
    —Pues ya ve que no fue así —contestó Boon.
    — ¿Y por qué ha vuelto usted? —preguntó el sacerdote, casi con severidad.
    —Éste no es un pequeño paraíso rural que un periodista pueda dejar de cualquier manera —contestó el otro—. Las cosas suceden aquí con demasiada rapidez como para que apetezca volver a un lugar tan monótono como Londres. Además, usted no puede impedirme que me mezcle en este segundo asunto. Fui yo el que encontró el cuerpo, o por lo menos las ropas. Mi conducta se hace un poco sospechosa, ¿verdad? Usted puede haber creído que yo quise vestirme con sus ropas. ¡Qué párroco tan gracioso hubiera sido! ¿No?
    Y el delgado charlatán de nariz larga se puso de pronto a hacer un gesto cómico, en medio de la plaza, extendiendo sus brazos y abriendo sus manos enguantadas de negro con ademán de hacer una bendición burlesca, diciendo:
    — ¡Oh, queridos hermanos y hermanas, estoy dispuesto a abrazaros a todos...!
    — ¿De qué está usted hablando? —dijo el padre Brown, golpeando ligeramente el adoquinado con su panzudo paraguas, pues sentía menos paciencia que de costumbre.
    — ¡Oh! Ya sabrá usted a qué me refiero si se lo pregunta a los demás componentes de su grupo —contestó Boon desdeñosamente—. Ese Tarrant parece sospechar de mí por haber sido yo quien encontró las ropas; aunque faltó un minuto para que las encontrara él...
    Pero hay muchos misterios en este asunto. El hombrecito de los bigotes puede ser algo más de lo que aparenta. Y, por otra parte, no sé por qué no podía haber sido usted el que mató al pobre hombre.
    El padre Brown no se molestó en lo más mínimo ante las sugerencias, pero parecía estar muy pensativo y desconcertado por la observación.
    — ¿Quiere usted decir que fui yo quien intentó matar al profesor Smoill? —preguntó el cura, con sencillez.
    —Nada de eso —contestó el otro, haciendo un ademán de suficiencia con la mano—. Hay muchos muertos entre los que puede usted escoger. No se limite al profesor Smoill. Pues, ¿no sabe usted que ha aparecido otra persona mucho más muerta que el profesor Smoill? Y no sé por qué no podía haber sido usted quien lo hubiera hecho sigilosamente. Diferencia de religiones, ¿comprende...?, la lamentable desunión de la cristiandad... Supongo que no habrán abandonado nunca el deseo de recuperar las parroquias inglesas.
    —Perdón; me vuelvo a la fonda —contestó tranquilamente el sacerdote—. Dice usted que los que están allí reunidos saben a qué se refiere usted y puede que ellos me lo expliquen.
    Cuando el padre Brown supo esta nueva calamidad, sus preocupaciones dejaron momentáneamente de perseguirlo y, al pisar el saloncito donde estaban los demás reunidos, la palidez de sus rostros le dijo que les afectaba algo más reciente que lo ocurrido en la tumba. Al entrar, oyó que Leonard Smith decía:
    — ¿Cómo acabará todo esto?
    —Ya te digo yo que no va a terminar —repitió Lady Diana, mirando al vacío con ojos vidriosos—, no terminará hasta acabar con nosotros. Uno tras otro caeremos bajo el peso de la maldición; con lentitud, como dijo el pobre párroco, poco a poco, pero implacablemente, nos hará desaparecer a todos, como lo ha hecho con él.
    — ¡Por todos los santos, díganme lo que ha sucedido! —impetró el padre Brown.
    Tarrant, con voz que sonaba un poco falsa, dijo:
    —Mr. Walters, el pastor, se ha suicidado. Supongo que fue la sorpresa lo que le sacó de quicio y me parece que no hay lugar a dudas; acabamos de encontrar sus hábitos y sombrero negro sobre una roca que se adentra en el mar; parece ser que se ha arrojado a él. Cuando le miré, creí que estaba algo trastornado; deberíamos haberle prestado algo más de atención; pero, ¡había que atender tantas cosas!
    —No podrían haberlo remediado —dijo la señora—. ¿No ve usted que todo esto es efecto de la maldición de una manera terrible? El profesor tocó la cruz, y fue el primero en caer; el párroco había abierto la tumba, y fue el segundo; nosotros sólo entramos en la capilla, y...
    -— ¡Basta ya! —Gritó el padre Brown, con una desacostumbrada violencia en su voz—. Hay que poner fin a todo esto.
    Su rostro parecía aún surcado por una expresión cavilosa, inconsciente, pero en sus ojos ya no había la nube de perplejidad de antes, sino un brillo de lucidez.
    — ¡Y qué necio soy! —refunfuñó—. Debía haberlo comprendido mucho antes. La historia de la maldición debía habérmelo hecho comprender.
    — ¿Es que cree usted —inquirió Tarrant— que podemos morir por efecto de algo ocurrido en el siglo XIII?
    El padre Brown movió la cabeza negativamente y contestó con un énfasis dulzón.
    —No voy a discutirles si algo que sucedió en el siglo XIII puede ser la causa de nuestra muerte. Pero estoy convencidísimo de que no podemos sucumbir bajo algo que no tuvo lugar en el siglo XIII, ni ha sucedido jamás.
    —Bien —dijo Tarrant—; no es normal encontrarse con un sacerdote que se muestre tan escéptico en cosas sobrenaturales.
    —Nada de eso —contestó el sacerdote, con frialdad—. No es de lo sobrenatural de lo que dudo. Es de lo natural. Me encuentro exactamente en la posición de aquel hombre que dijo que podía creer lo imposible, pero no en lo improbable.
    —Es lo que llaman una paradoja, ¿verdad? —preguntó aquél.
    —Es lo que yo llamo sentido común, hablando con propiedad —repuso el padre Brown—. Es mucho más lógico creer en una historia sobrenatural que en una historia verosímil que contradiga cosas que podemos conocer. Si usted me dice que el gran Mr. Gladstone (4), en sus últimas horas, fue rondado por el fantasma de Parnell, yo me mostraré agnóstico. Pero si usted me, dice que Mr. Gladstone, cuando fue presentado a la reina Victoria, no se quitó el sombrero al entrar, golpeó a la reina en la espalda y le ofreció un cigarrillo, entonces no seré agnóstico. No es imposible; es sólo increíble. Y, sin embargo, tengo mayor certeza de que no tuvo lugar que de que el fantasma de Parnell no se apareciese, pues aquello infringe las leyes del mundo que conozco. Lo mismo me sucede con la historia de la maldición. No es de la leyenda de lo que desconfío, sino de la historia.
    Lady Diana se había repuesto un tanto de su enajenamiento casándrico, y su eterna curiosidad por las novedades volvió a irradiar en sus brillantes y prominentes ojos.
    — ¡Qué persona más curiosa resulta usted! —dijo—. ¿Y por qué duda de la historia?
    —Pues dudo de la historia porque no es historia —replicó el padre Brown—. Para quien posea algún conocimiento de la Edad Media, el cuento le parecerá tan improbable como la anécdota de Gladstone ofreciendo un cigarrillo a la reina Victoria. Pero, ¿sabe alguno de ustedes algo sobre la Edad Media? ¿Saben ustedes lo que era un gremio? ¿Han oído ustedes hablar del salvo vanagio sito? ¿Saben ustedes qué clase de gente era los Serví Regís?
    —Claro que no lo sé —dijo ella, un poco molesta—. ¡Qué cantidad de palabras latinas!
    —Naturalmente que no —exclamó el padre Brown—. De haber sido Tutankhamon o una colección de africanos momificados lo que se hubiese conservado, Dios sabe cómo, al otro lado del mundo; si hubiese sucedido en Babilonia o China, o afectado a alguna raza tan remota y misteriosa como la del hombre de la luna, sus periódicos les habrían dado cuenta hasta el último detalle del último descubrimiento, ya fuera un cepillo de dientes o la cuenta de un collar; pero de los hombres que han construido sus parroquias y dado los nombres a sus ciudades y oficios y a las calles por donde pasean ustedes, ¡ah!, de éstos no se les ha ocurrido nunca averiguar nada. No quiero preciarme mucho de enterado, pero conozco lo suficiente para comprender que aquella historia es una mentira monumental. En la Edad Media no estaba permitido que un prestamista embargase la tienda y herramientas de un hombre. Es casi imposible creer que el gremio no hubiese salvado a un hombre de su total ruina, y en especial cuando el causante de la desgracia era un judío. Aquellos hombres tenían también sus vicios y tragedias; algunas veces torturaban y quemaban a la gente. Pero la idea de un hombre sin Dios o sin esperanza en el mundo, encerrándose para morir, porque a nadie le importaba que siguiera viviendo, eso no es una idea medieval. Éste es un producto de nuestra ciencia económica y de nuestros progresos. El judío no habría sido vasallo del señor feudal. Los judíos, por lo regular, tenían el especial concepto de servidores del rey. Y, ante todo, no pudieron haberle quemado vivo por causa de su religión.
    —Las paradojas van multiplicándose —observó Tarrant—; pero no llegará usted a negarme que se les perseguía en la Edad Media.
    —Y yo le digo a usted que se acercaría más a la verdad si dijera que los judíos eran las únicas personas no perseguidas en la Edad Media. Si usted quisiera satirizar a la Edad Media, tendría un punto de agudeza por decir que algún pobre cristiano podía ser quemado vivo por caer en el homousianismo, mientras un rico judío podía andar por las calles burlándose de Jesús y de la Virgen. Pues bien: así es la historia. No fue nunca una historia medieval, ni una leyenda de aquel tiempo. Ha sido urdida por alguien de mentalidad formada en periódicos y novelas y, probablemente, fabricada sobre la marcha.
    La concurrencia se quedó asombrada por la digresión histórica y se mostró un tanto sorprendida de que el sacerdote le concediese tanta importancia y le diera un lugar preeminente en la solución del problema; sin embargo, Tarrant, cuya profesión era precisamente la de sacar consecuencias prácticas de las cosas, por muy enredadas que estuviesen, se puso alerta. Su barbado mentón se adelantó más que nunca, pero sus ojos apagados estaban ya despiertos.
    — ¡Ah, urdida sobre la marcha!
    —Tal vez eso sea un poco exagerado —dijo el padre Brown con calma—, pero sí me atrevo a decir al menos que fue tramada de un modo más casual que el resto de un plan, pocas veces tan premeditado. No obstante, el conspirador no pensó que los detalles iban a importar a nadie. Y sus cálculos no iban desencaminados, como la mayor parte de las suposiciones.
    — ¿Los cálculos de quién? ¿Quién llevaba la razón? —preguntó la Lady con súbito calor impaciente—. ¿Quién es esa persona de quien nos habla? ¿No hemos pasado ya bastante para que usted se entretenga en erizar nuestros cabellos con sus despersonificaciones?
    —Estoy hablando del asesino —dijo el padre Brown.
    — ¿Qué asesino? —preguntó ella con viveza—. ¿Nos quiere usted decir ahora que el profesor fue asesinado?
    —Pues —dijo el boquiabierto Tarrant para sus barbas—, no podemos decir asesinado, porque no está muerto.
    —El asesino mató a otra persona que no era precisamente el profesor Smoill —-dijo el sacerdote, con gravedad.
    — ¿A quién más pudo haber asesinado? —preguntó el otro.
    —Mató al reverendo John Walters, el párroco de Dulham —contestó el padre Brown con todo detalle—. Su interés se cifraba en matar solamente a esos dos, pues ambos poseían unas reliquias de dibujo curioso. El asesino era una especie de monomaniaco.
    —Parece muy extraño —dijo entre dientes Tarrant—. No podemos jurar tampoco que el párroco esté muerto. No hemos visto su cadáver.
    — ¡Oh, sí que lo han visto! —dijo el padre Brown.
    Se hizo un silencio tan repentino como el toque de un gong; un silencio durante el cual aquel trabajo de adivino silencioso, tan activo y preciso que es propio de la mujer hizo que ésta profiriera un grito.
    —Eso es lo que ha visto usted —continuó el sacerdote—; ustedes han visto su cuerpo; a él, al hombre viviente, no le han visto, pero a su cadáver sí. Lo han mirado con detención a la luz de cuatro grandes velas, yaciendo pomposamente como un príncipe de la Iglesia en una tumba construida antes de las Cruzadas.
    —En pocas palabras —dijo Tarrant—, nos pide usted que creamos que el cuerpo embalsamado era en realidad el cadáver de un hombre asesinado.
    El padre Brown no contestó nada durante unos momentos, y después dijo con aire ausente:
    —Lo primero que me chocó fue la cruz, o, mejor dicho, el cordón al que estaba sujeta. Naturalmente, para la mayoría de ustedes era una sarta de cuentas, sin nada de particular. Y también, como es natural, me chocaba más a mí que a ustedes. ¿Recuerdan ustedes que la cruz estaba muy pegada al cuello, viéndose sólo algunas cuentas de la sarta, como si el collar fuera corto? Pero es que las cuentas que se veían estaban dispuestas de una manera muy peculiar: al primer vistazo me percaté de que era un rosario, un rosario corriente, con una cruz a su extremo. Pero un rosario tiene por lo menos cinco decenas y algunas cuentas más y, naturalmente, empecé a pensar dónde podrían encontrarse las demás, que eran un número suficiente como para rodear el cuello del difunto, con más de una vuelta. Entonces no pude comprenderlo, y sólo después adiviné dónde estaría lo que faltaba. Estaba enrollado alrededor del soporte de madera que aguantaba la tapa. De manera que cuando el pobre Smoill cogió la cruz, el soporte se movió de su sitio y la tapa cayó como una porra de piedra sobre su cráneo.
    — ¡Caramba! —dijo Tarrant—. Empiezo a creer que debe de estar usted en lo cierto; es una historia muy curiosa si resulta verdadera.
    —Cuando me di cuenta de ello —continuó el padre Brown—, pude deducir, con mayor o menor precisión, la verdad. Recuerden, ante todo, que nunca ha habido una autoridad arqueológica que investigara el asunto. El padre Walters era un honrado arqueólogo que se había propuesto abrir la tumba con el fin de averiguar si había algo cierto sobre la leyenda de los cuerpos embalsamados. Todo lo demás fueron rumores del carácter de los que acostumbran a anticiparse o exagerar tales hallazgos. Se encontró, pues, con que el cuerpo no había sido embalsamado, sino que había sido reducido a polvo por la acción del tiempo.
    — ¡Ah —dijo Lady Diana, conteniendo la respiración—. Ya sé lo que quiere usted decirnos. Usted da a entender que nos hemos encontrado con el asesino y le hemos dejado que nos embauque con su leyenda romántica para dejarle, al fin, escapar impunemente.
    —Abandonando su disfraz clerical sobre una roca —acabó el padre Brown—. Resulta todo terriblemente sencillo. Este hombre se adelantó al profesor en su carrera hacia el cementerio, con seguridad mientras éste estaba hablando con aquel desconcertante periodista. Sorprendió al viejo clérigo junto a la tumba vacía y lo mató. Después se disfrazó con sus ropas, lo amortajó con las que se habían hallado, lo puso en la tumba y preparó lo del rosario y el madero como he dicho. Una vez preparada la trampa para su segundo enemigo, salió a la luz del sol y nos saludó con una afectuosa acogida, como corresponde a un clérigo rural.
    —Se arriesgó mucho —interrumpió Tarrant—, pues alguien podía conocer a Walters de vista.
    —Estoy seguro de que estaba medio loco —dijo Brown—, y no me negará usted que valía la pena arriesgarse, pues le ha salido bien, después de todo.
    —Verdaderamente, es preciso admitir que tuvo suerte —gruñó Tarrant—. ¿Y quién diablos era?
    —Como usted dice, ha tenido mucha suerte —contestó el padre Brown—, y no sólo en lo hablado, pues nunca llegaremos a saber su nombre.
    Frunció el ceño, mirando detenidamente a la mesa, y prosiguió luego:
    —Ese sujeto ha estado rondando y amenazando al profesor durante varios años, pero ha tenido mucha reserva en guardarse su nombre y ha continuado haciéndolo en esta ocasión. Pero si el desgraciado Smoill se repone, como pienso, hay muchas probabilidades de que oigan ustedes bastantes cosas más.
    — ¿Qué puede hacer el profesor Smoill? —preguntó Lady Diana.
    —Yo creo que lo primero que debería hacer —dijo Tarrant— es encargar a unos detectives que sigan la pista de este diablo asesino, como perro tras la presa. Me gustaría emprenderla yo mismo.
    —Pues yo —dijo el padre Brown sonriendo de pronto, a continuación de su arrobamiento ceñudo— sé muy bien lo que debería hacer.
    — ¿Y qué es? —preguntó Lady Diana atentamente.
    —Debería pedirles perdón a ustedes —dijo el padre Brown.
    Éste no era el tema de conversación que el padre Brown sostuvo con el profesor Smoill durante la lenta convalecencia del famoso arqueólogo. Ni fue el padre Brown el que llevaba con más frecuencia la conversación, pues aunque se le había puesto límite al profesor en el estímulo de la conversación, lo reservaba en su mayor parte para aquellas entrevistas con su amigo el sacerdote. El padre Brown tenía un gran talento para que su silencio resultase un acicate, y esto daba ánimo a Smoill para hablar de muchas cosas extrañas que no siempre resultaba fácil decir; tales como las mórbidas fases de la convalecencia y los terribles sueños que van acompañados con frecuencia de delirio. A menudo, resulta perjudicial cuando uno se repone de una herida en la cabeza; y cuando la cabeza es tan interesante como la del profesor Smoill, estos desarreglos y distorsiones llegan a ser originales y curiosos. Sus sueños representaban atrevidos y vastos dibujos sacados de alguno de los que pueden admirarse en las impresionantes pero arcaicas manifestaciones del arte que él había estudiado; estaban llenos de santos extravagantes, con aureolas triangulares o cuadradas, coronas doradas y nimbos alrededor de sus oscuros y achatados rostros, águilas orientales y hombres con barbas y peinados altos como de mujer; y como decía con frecuencia a su amigo, había un sueño más sencillo y menos enredado que se presentaba con mayor frecuencia a su imaginativa memoria. Una y otra vez se repetían y volvían a esfumarse dibujos bizantinos, como el apagado reflejo del oro sobre el que se destacaban, y sólo quedaba de ellos la límpida pared de piedra con la silueta brillante del pez que parecía trazado mojando el dedo en la luminiscencia de los peces; pues aquél era el símbolo que vio en el momento de oír la voz de su enemigo procedente de una esquina del lóbrego laberinto.
    —Y ahora, por fin —dijo—, he encontrado el valor del símbolo y de la voz, que son de una índole que jamás había comprendido. ¿Por qué he de preocuparme si un loco de entre millones de hombres cabales, que forman un pelotón contra él, se propone perseguirme o matarme? El hombre que trazó en la oscura catacumba el símbolo secreto de Cristo era perseguido de una manera distinta. Era el loco solitario; el mundo se había reunido conspirando contra él y no para salvarlo, sino para destruirlo. Me he atormentado algunas veces intentando indagar si este o aquel hombre era mi perseguidor; si era Tarrant; si Leonard Smith; si era alguien más. Supóngase usted que fueran todos. Suponga que fueran todos los hombres de a bordo, todos los del tren y los del pueblo. Y suponga que, en lo que concierne a mí, fueran todos asesinos. Yo creía tener derecho a alarmarme, pues caminaba a través de las oscuras entrañas de la tierra y había un hombre que pretendía destruirme. ¿Qué habría sucedido si el perseguidor hubiese estado al aire libre, bajo la luz del sol, hubiese poseído el mundo entero y tuviese bajo su voluntad a todos los ejércitos y multitudes? ¿Y si hubiese tenido el poder para detener el mundo o convertirme en humo y aniquilarme en el instante en que salía de la cueva? ¿Qué podría hacerse tratándose de un asesino así? El mundo ha olvidado estas cosas, como hace poco olvidó la guerra.
    —Sí —corroboró el padre Brown—, pero la guerra ha llegado. Al pez se le puede meter bajo la tierra, pero volverá a salir de nuevo. Como dijo humorísticamente san Antonio de Padua: «sólo los peces sobreviven al diluvio».


    EL PUÑAL ALADO

    Hubo un período en la vida del padre Brown en que le resultaba muy difícil colgar el sombrero de una percha sin sentir un ligero escalofrío. El origen de esto fue en realidad un detalle sin importancia dentro de una serie de acontecimientos mucho más complejos; pero debe de ser éste, con seguridad, el único de ellos que persistió por largo tiempo en su agitada vida. Para hallar su origen, es preciso remontarse al momento en que el doctor Boyne, médico del cuerpo de Policía, tuvo necesidad de pedir su parecer en una mañana muy fría de diciembre.
    El doctor Boyne era un irlandés corpulento y curtido, uno de aquellos irlandeses desconcertantes de los que hay algunos ejemplares diseminados por el mundo, que hablan sin parar sobre el escepticismo científico, sobre el materialismo y el cinismo, pero que ni por asomo intentan aludir a nada que tenga que ver con el ritual religioso, como no sea de la religión tradicional de su país. Es una tarea ardua dilucidar si sus creencias religiosas son puro barniz exterior o si, por el contrario, constituyen un sustrato fundamental de su ser; aunque lo más probable sea que algo haya de ambas cosas, con su buen tanto por ciento de materialismo. De todas formas, cuando pensó que en aquel caso podía haber algún punto tocante a su credo rogó al padre Brown que fuera a visitarle, dejando bien claro que hubiera preferido que no tuviera que ver con las creencias.
    —Todavía no estoy seguro de que necesite de usted —fue su saludo—. No estoy seguro de nada. ¡Que me cuelguen si puedo afirmar que éste es un caso propio de policía, médico o sacerdote!
    —Pues bien, dado que es usted a la vez policía y doctor, quedo yo entre la minoría —dijo el padre Brown sonriendo.
    —Así es, en efecto. Y, no obstante, usted es lo que los políticos llaman una minoría especializada —repuso el doctor—; yo le he convocado porque sé que usted toca un poco nuestros asuntos, sin dejar los que le son propios. Pero es terriblemente difícil decir si este caso le concierne a usted o simplemente a los tribunales de locos. Acabamos de recibir la carta de un hombre que vive en la vecindad, en aquella casa blanca sobre la colina, pidiendo auxilio contra una persecución homicida. Hemos ventilado la cuestión de la mejor forma..., aunque creo que será preferible, tal vez, comenzar desde el principio la narración de lo sucedido.
    »Un caballero apellidado Aylmer, rico propietario del Oeste, se casó, ya bastante entrado en años, y tuvo tres hijos: Philip, Stephen y Arnold. Cuando era soltero, pensando que no iba a tener descendencia, adoptó a un chico en quien creía ver cualidades muy brillantes y prometedoras, que llevaba el nombre de John Strake. Su origen parece oscuro; se dice que procedía de un orfanato y otros sostienen que era gitano. Yo creo que lo último ha sido una invención de la gente, debida en parte a que Aylmer, en sus últimos tiempos, se dedicó a toda clase de ocultismos, incluso a la quiromancia y la astrología; y sus tres hijos aseguran que Strake promovía esta pasión, amontonando otras muchas acusaciones: que Strake era un sinvergüenza sin límites y, sobre todo, un mentiroso de mucho cuidado; que tenía un ingenio vivísimo para urdir ficciones improvisadas, con tal maña, que despistarían a cualquier detective. Sin embargo, semejantes afirmaciones pudieron explicarse tal vez como consecuencia natural de lo que aconteció.
    Quizás usted se lo ha imaginado ya, poco más o menos. El viejo dejó casi toda su herencia al hijo adoptivo y a su muerte los hijos legítimos impugnaron el testamento. Sostenían que su padre había hecho aquella cesión de bienes por efecto de graves amenazas y, además, como hecho final, alegaron que el hijo adoptivo lo había llevado a una total e importante idiotez. Dijeron que Strake tenía una manera peculiarísima y siempre nueva de llegarse a él, a despecho de la familia y enfermeras, y atemorizarlo en su propio lecho de muerte. Sea como sea, algo pudieron probar, al parecer, acerca del estado mental del enfermo, por lo que el tribunal declaró nulo el testamento y los hijos heredaron. Se dice que Strake reclamó de la forma más violenta imaginable y que juró que iba a matar a sus tres hermanos, uno tras otro, y que nada les libraría de su venganza. Se trata ahora del tercero y último de los hermanos, Arnold Aylmer, que pide protección a la Policía.
    — ¿El tercero y último? —preguntó el sacerdote con gravedad.
    —Sí —dijo Boyne—, los otros dos están muertos. —Antes de proseguir, hizo una pausa—. Ahí comienzan las dudas. No hay ninguna prueba de que hayan sido asesinados, pero tampoco hay razón suficiente para creer que no lo fueran. El mayor de los hermanos se hizo juez de paz y se supone que se suicidó en su jardín. El segundo se dedicó a la industria y una máquina de su propio taller le golpeó la cabeza; de la misma manera que podría haber puesto un pie en falso y caído. Pero si fue Strake el que los mató realmente es muy hábil en su manera de trabajar y desaparecer luego. Por otra parte, me parece más probable que todo esto sea una mera presunción fundada en algunas coincidencias. Mire usted, lo que pretendo es esto: que alguien, dotado de un poco de sentido común y que no sea agente oficial, obtenga una entrevista con Mr. Arnold Aylmer y se forme una impresión acerca de él. Usted conoce de sobra cómo es un hombre loco y el rostro de un hombre cuando dice la verdad. Quiero que usted sea el inspector antes de que tomemos en nuestras manos el asunto.
    —Me parece raro —dijo el padre Brown— que no se hayan preocupado antes del asunto, pues, si hay algo en todo esto, me parece que hace ya mucho tiempo que dura. ¿Hay alguna razón para que les pida ayuda a ustedes precisamente ahora, y no antes o después?
    —Ya lo había pensado, como usted puede imaginarse —dijo el doctor Boyne—. Alegó, efectivamente, una razón; pero debo confesarle que es una de las cosas que me hace pensar que en el fondo de todo este asunto no hay más que la manía de un cerebro medio trastornado. Nos dice que todos sus criados se han declarado en huelga, abandonándolo, y que tiene que acudir a la Policía para que guarde su casa. Yo he hecho indagaciones y he comprobado que realmente ha habido una emigración de criados en la casa de la colina; el pueblo está lleno de chismorreos que, he de confesar, son muy parciales. La versión que aquéllos dan es que el señor había llegado a un punto completamente insoportable en sus temores, inquietudes y exigencias; que quería que guardasen su casa como centinelas y que no se acostaran, como si fueran enfermeras en un hospital, y que no tenían un momento para estar solos, ya que siempre debían hacerle compañía. Y así todos dijeron a voz en grito que era un maniático y se marcharon. Naturalmente, esto no prueba que sea un maníaco, pero es ya bastante, para hoy día, que un hombre quiera hacer de su mayordomo o doncella un guardián.
    —Y ahora —dijo el sacerdote riendo— quiere que un policía haga las veces de doncella, porque su doncella no quiere hacer las de policía.
    —También he pensado yo que esto era un poco extraño —corroboró el médico—; pero no puedo negarme rotundamente sin haber intentado antes un arreglo, y usted va a ser el mediador.
    —Muy bien —dijo el padre Brown—. Iré ahora, si usted quiere.
    El paisaje que se extendía alrededor del pueblo estaba sellado y cubierto por la escarcha, y el cielo era claro y frío como el acero, excepto en la parte nordeste, por donde las nubes empezaban a subir rodeadas de lívidos halos. Contra tales oscuros y más siniestros colores se recortaba la casa de la colina con una hilera de columnas pálidas formando un pequeño pórtico de estilo clásico. Un sinuoso camino llevaba hasta ella subiendo la cuesta, pasando por una masa de oscuros setos. Ante éstos, le pareció que el aire se hacía más y más frío, como si se acercara a una fábrica de hielo o al Polo Norte. Sin embargo, como era una persona muy práctica, no dejó que sus pensamientos tomaran mayores proporciones que las de una fantasía. Únicamente levantó los ojos hacia una gran nube espeluznante que subía por detrás de la casa y objetó con vivacidad:
    —Va a nevar.
    Se introdujo en el jardín por una verja de hierro no muy alta, de estilo italiano, y se encontró en un espacio donde reinaba la desolación típica de los lugares que, habiendo estado ordenados, se han sumido después en el abandono. Frondosidades verde oscuro adquirían ahora un tono gris por efecto del leve polvo de la escarcha, largos hierbajos contorneaban los arriates como dos flequillos, y la casa permanecía inmutable en la cima de un bosque enano de hierbajos y matas. La mayor parte de la vegetación consistía en plantas de hoja perenne o muy resistente y, aun siendo tan oscura y abundante, era de un tipo demasiado nórdico para que le vaya bien el epíteto de exuberante. Se podía describir como una selva ártica. Sucedía algo parecido con la casa misma, que, con su columnata y fachada clásica, podía haber mirado sobre el Mediterráneo, aunque en realidad pareciera marchitarse ahora bajo el viento del mar del Norte. Adornos clásicos dispersos acá y allá acentuaban el contraste; cariátides y máscaras de la comedia o tragedia vigilaban desde los ángulos del edificio sobre la gris confusión de los senderos, pero incluso sus caras parecían haberse helado. Y era también posible que las volutas de los capiteles se hubiesen retorcido por efecto del frío.
    El padre Brown subió los herbosos peldaños hasta llegar a un pórtico cuadrado que flanqueaban gruesas columnas y llamó a la puerta. Cuatro minutos después volvió a llamar y desde entonces estuvo de espaldas a la puerta, observando el paisaje que poco a poco iba ensombreciéndose. La causa del oscurecimiento era la gran mole de sombra de la nube que declinaba hacia el Norte y, al fijar la mirada en las columnas del pórtico, que le parecieron altas y macizas en la semioscuridad, pudo apreciar el opaco ribete de la gran nube asomar por encima del tejado y descender hacia el pórtico como si fuera una colcha. La colcha gris, con sus bordes ligeramente coloreados, parecía pesar más y más sobre el jardín hasta que del cielo, que hasta entonces había sido de un color claro y pálido propio del invierno, no quedaron más que algunas vetas de plata y jirones como de una débil puesta de sol. El padre Brown continuaba aguardando, sin que oyera, procedente del interior, ningún ruido. Entonces bajó rápidamente los peldaños y dio la vuelta a la casa para buscar otra entrada. Encontró una, auxiliar, en la pared sin luces, y volvió a golpear y a esperar. Al final, intentó abrirla, aunque renunció a hacerlo al darse cuenta de que la puerta estaba cerrada o atrancada por un medio u otro y, ya seguro de ello, continuo su ronda pensando si el excéntrico señor Aylmer no se habría encerrado con demasiadas precauciones y le era imposible oír a quienes llamaran; o si estaría aún encerrándose más por suponer que la llamada provenía del vengativo Strake. Cabía la posibilidad de que los criados emigrantes hubiesen abierto sólo una puerta, aquella mañana, y que su amo la hubiera cerrado después; pero, en todo caso, era inverosímil que, por la forma en que había sucedido todo, hubiesen tenido la precaución de mirar con interés la defensa de su dueño. Prosiguió, pues, en su ronda del edificio. No era de grandes proporciones, aunque sí algo presuntuoso, y pronto observó que le había dado una vuelta completa. Mirando a su alrededor halló lo que suponía y buscaba; una ventana semioculta entre enredaderas que, por descuido, estaba abierta; encaramándose por ella, se encontró en una habitación central, amueblada con cierto lujo, aunque algo pasada de moda, una escalera a un lado y una puerta al otro y, frente a él, otra puerta con cristalillos rojos, cuyo aspecto chocaba un poco con el gusto de la época; daba la impresión de una figura vestida de rojo y recortada en vidrio de color. Sobre una mesa redonda, a su derecha, había un recipiente lleno de agua verde, dentro del cual se movían algunos peces y otras cosas parecidas, como si estuvieran en un estanque: frente a frente, había una planta de la especie de las palmeras, con hojas verdes muy grandes. Tenía un carácter tan polvoriento y Victoriano que el teléfono, visible en la alcoba oculta por unos cortinajes, resultaba una sorpresa.
    — ¿Quién va? —resonó una voz algo fuerte y alterada hasta cierto punto, que provenía de detrás de la puerta de cristales.
    — ¿Podría saludar a Mr. Aylmer? —preguntó el sacerdote, excusándose.
    La puerta se abrió y un señor, envuelto en una bata de color verde loro, apareció con un rostro inquisitivo. Su cabello era bastante hirsuto y descuidado, como si hubiera estado en la cama o viviendo en un constante desasosiego, pero sus ojos, sin embargo, no sólo estaban despiertos, sino alerta, y determinadas personas los habrían podido calificar de alarmados. El padre Brown sabía de sobra que esa expresión podía darse en cualquier hombre que, bajo la amenaza o aprensión de un peligro, se hubiese arruinado. Tenía un bello rostro aguileño, cuando se le miraba de perfil, pero en cuanto se le miraba de frente sugería la sensación de desorden, aumentado incluso por el descuido peculiar de su barba color castaño.
    —Yo soy Mr. Aylmer —dijo—, pero he perdido ya la costumbre de esperar visitantes.
    Algo en la incierta mirada que le dirigía Mr. Aylmer hizo que el sacerdote atacara su cometido sin preámbulos pensando en que, si la persecución de aquel hombre era sólo una monomanía, no se iba a mostrar ofendido.
    —Estaba justamente preguntándome —dijo el padre Brown con suavidad— si sería cierto que usted no espera nunca a nadie.
    —No anda usted equivocado —contestó el dueño de la casa sin titubear—, espero siempre una visita. Y, en caso de llegar, podría muy bien ser la última.
    —Confío en que no llegue nunca —dijo el padre Brown—; por lo menos, me alegra pensar que yo no me parezco en nada a él.
    Mr. Aylmer se estremeció con una sonrisa sarcástica.
    —Verdaderamente no se parece —dijo.
    —Mr. Aylmer —manifestó el padre Brown con franqueza—, comenzaré pidiéndole excusas por haberme tomado esta libertad, pero algunos amigos míos me han dicho que se hallaba usted en un apuro y me han rogado que subiera, por si podía ayudarle. La verdad es que tengo una cierta experiencia en asuntos de este tipo.
    —Pues no se parece a ningún otro —dijo Aylmer.
    — ¿Quiere usted decir que las tragedias que han tenido lugar en su desgraciada familia no han sido muertes naturales?
    —Quiero decir más; que ni los asesinos fueron normales —contestó el otro—. El hombre que nos está acorralando hacia la muerte es un perro infernal y su poder emana de Satanás.
    —El mal tiene un solo origen —afirmó el sacerdote con gravedad—. Pero, ¿cómo sabe usted que no eran crímenes normales?
    Aylmer contestó con un ademán, invitándole a sentarse, y luego hizo él lo propio en otra silla, frunciendo el entrecejo y apoyando sus manos sobre las piernas. No obstante, cuando levantó el rostro, la expresión que se reflejaba en él era más suave y pensativa, y su voz tenía un tono cordial y contenido.
    —Señor mío —dijo—, no quiero que me tenga, ni por un momento, por una persona que no se halla en su sano juicio. He llegado a estas conclusiones siguiendo una lógica estricta, pues, desgraciadamente, la razón nos conduce a este resultado. He leído bastante acerca de las cuestiones aludidas, pues soy el único que ha heredado las nociones de mi padre acerca de este tipo de sucesos oscuros e incluso su biblioteca. Sin embargo, lo que voy a decirle no se basa en mis lecturas, sino en lo que yo mismo he visto.
    El padre Brown asentía; y el otro continuó su relato como quien elige con cuidado las palabras:
    —En el caso de mi hermano mayor, tuve mis dudas. No había señales ni huellas en el lugar donde se le encontró muerto con la pistola a su lado. Pero acababa de recibir una carta amenazadora de nuestro enemigo, sellada con un puñal alado, que es uno de sus cabalísticos e infernales emblemas. Y un criado afirmó que había visto moverse algo por la pared del jardín y que era sin duda demasiado grande para tratarse de un gato. Ya no sé más; todo lo que puedo decir es que en caso de ser el asesino, no dejó huellas de su venida. Pues bien, cuando murió mi hermano Stephen, todo ocurrió de una manera distinta y desde entonces no me queda ya lugar a dudas. La máquina trabajaba al aire libre bajo la torre de la fábrica, a la que yo mismo subí después que él había sucumbido bajo el martillo de hierro que le golpeó la cabeza; no vi que le tocara otra cosa, pero también puedo decirle que vi lo que vi.
    —Una gran humareda de la chimenea de la fábrica me ocultó la torre y, sin embargo, a través de un claro pude distinguir una forma humana cubierta por una capa negra. A continuación vino otro golpe de humo, y, cuando se hubo desvanecido, miré hacia la chimenea y no vi a nadie. Soy un hombre racional y quiero preguntar, a todos los que los son, cómo pudo aquél alcanzar con sólo el poder humano tales alturas inescalables, y cómo bajó de ellas.
    Se quedó mirando entonces al sacerdote con un aire de reto y, al cabo de un corto silencio, dijo bruscamente:
    —Los sesos de mi hermano quedaron desparramados por los suelos, pero su cuerpo no sufrió graves daños, y en su bolsillo encontramos uno de aquellos mensajes que le prevenía, con fecha del día anterior, y que llevaba el sello con el mencionado puñal alado.
    «Estoy seguro —prosiguió con gravedad— de que el símbolo alado no es algo meramente arbitrario o accidental; no hay nada en ese hombre aborrecible que sea casual. Todo en él tiene una intención; aunque hay que reconocer que es una de las intenciones más oscuras e intrincadas que se pueda concebir. Su mente se rige no sólo por planes complicadísimos, sino por toda suerte de lenguas secretas, signos y mudas señales, y por imágenes sin nombre que representan cosas que no pueden nombrarse. Se trata de la peor clase de hombres que el mundo conoce; es el místico malvado. No pretendo saber de momento todo lo que entraña semejante símbolo; pero parece indudable que algo tiene que ver con los aspectos más notables e increíbles de los movimientos de ese hombre desde que ha acechado a mi familia. ¡Dígame si no hay conexión entre la idea de un puñal alado y la misteriosa manera como Philip fue asesinado en su propio jardín sin que la más leve huella indicase su paso por encima del polvo o hierba! ¡Y dígame si no hay conexión entre un puñal con plumas,
    volando como una saeta emplumada, y aquella figura suspendida en la más alta de las chimeneas, que llevaba una capa con alas!
    —Luego, ¿cree usted —dijo el padre Brown, pensativo— que está continuamente en estado de levitación?
    —Simón Mago —contestó Aylmer— lo alcanzó, y una de las predicaciones más extendidas respecto a los oscuros tiempos venideros es que el anticristo podrá volar. Como quiera que sea, apareció el signo de la daga sobre la carta. Si podía volar o no, lo ignoramos, aunque sabemos que por lo menos podía herir.
    Su rostro imperturbable rompió a reír.
    —Usted mismo lo verá —dijo Aylmer molesto—, pues precisamente acabo de recibir uno esta mañana.
    Ahora estaba echado hacia atrás en su silla, con sus largas piernas extendidas ante sí asomando de la bata, un poco demasiado corta para su talla, dejando descansar un barbudo mentón sobre el pecho. Sin perder esta actitud, introdujo una mano en el bolsillo de la bata y sacó un pedacito de papel, que tendió con brazo rígido al sacerdote. Toda su actitud mostraba una especie de parálisis, rigidez y colapso.
    Pero la observación formulada por el sacerdote tuvo el poder sorprendente de despertarle.
    El padre Brown estaba mirando con su peculiar manera el papel que le había entregado. Era un papel grueso, pero no vulgar, del que acostumbran a emplear los artistas para hacer bocetos; en él aparecía, dibujada con habilidad, con tinta, una daga provista de alas, como el caduceo de Hermes, con la leyenda: «La muerte te llegará mañana, al igual que a tus hermanos».
    El padre Brown tiró el papel al suelo y se irguió en su asiento mientras decía:
    —No debe usted consentir que esas necedades le reduzcan a la impotencia —formuló con decisión—; esos diablos intentan siempre reducirnos a la impotencia arrebatándonos incluso la esperanza.
    Con gran sorpresa suya, las palabras pronunciadas parecieron operar una fuerte reacción en la postrada figura de su interlocutor, que se levantó de la silla como si acabase de despertar de un letargo.
    — ¡Tiene usted razón, tiene usted razón! —exclamó Aylmer con vivacidad un poco insegura—. Ya se darán cuenta, al final, de que no estoy tan indefenso ni tan desesperado. Es posible que tenga mis razones para abrir el espíritu a la espera y mejor ayuda de la que usted mismo puede suponer.
    Permanecía de pie ante el sacerdote, frunciendo el entrecejo y con las manos en los bolsillos. El padre Brown tuvo unos momentos de duda, creyendo que la amenaza de aquel constante peligro podía haber trastornado el cerebro del hombre. Pero cuando se dispuso a hablar lo hizo de forma muy reposada.
    —Creo que mis desgraciados hermanos sucumbieron porque usaron un arma completamente inútil. Philip llevaba un revólver, y por eso dijeron que su muerte había sido un suicidio. Stephen se rodeó de policías, pero, al ver que resultaba un tanto ridículo, no dejó que un policía lo acompañase por la escalera de mano hasta una pequeña plataforma donde sólo debía permanecer unos segundos. Ambos eran unos irreverentes, reaccionando con escepticismo frente al extraño fervor místico de mi padre en sus últimos tiempos. Yo, en cambio, siempre creí que había en mi padre más de lo que ellos podían comprender. Es verdad que por sus estudios sobre la magia acabó creyendo en la magia negra: la magia negra de ese sinvergüenza de Strake. Pero mis hermanos se equivocaron en el antídoto. El antídoto de la magia negra no es el soez materialismo y la sabiduría mundana. El antídoto de la magia negra es la magia blanca.
    —Todo depende de lo que usted entienda por magia blanca —dijo el padre Brown.
    —Me refiero a la magia de plata —dijo el otro en voz baja y misteriosa, como si revelara un secreto—. ¿Sabe usted lo que quiero decir cuando habló de magia de plata? Perdóneme un instante.
    Se volvió, abrió la puerta vidriera y desapareció por un pasillo. La casa tenía menos profundidad de la que Brown había supuesto; en lugar de abrirse aquella puerta en habitaciones interiores, desembocaba en un pasillo que, por lo que el sacerdote pudo ver, terminaba en otra puerta que se abría al jardín. La puerta de una de las habitaciones daba a dicho pasillo; y el clérigo pensó que era la del dueño, ya que había salido precipitadamente de ella con la bata puesta. No había en aquel lienzo de pared nada más que un insignificante paragüero, con su acostumbrado cúmulo de sombreros viejos y sobretodos; pero al otro lado había algo más interesante: un aparador de caoba oscura, con algunos objetos de plata, sobre el que colgaba un trofeo lleno de armas antiguas. Arnold Aylmer se paró ante ella, levantó los ojos, escogió una pistola larga y vieja, con el cañón en forma de campana.
    La puerta que daba al jardín estaba entreabierta y por la rendija entraba un haz de luz blanquísima. El sacerdote poseía un instinto muy agudo para los fenómenos naturales y algo en la inusitada luz le dijo lo que había sucedido fuera. No era más que lo que había profetizado al acercarse a la casa. Pasó rápidamente ante su sorprendido compañero y abrió la puerta para encontrarse con algo que era una llamarada y una fría extensión. Lo que había visto brillar a través de la rendija no era sólo la blancura negativa de la luz solar, sino la más positiva blancura de la nieve. Todo el paisaje se hallaba cubierto por aquel pálido brillo, tan atrevido e inocente a la vez.
    —Por lo menos, aquí tenemos magia blanca —dijo el padre Borran alegremente, y al volverse hacia el salón murmuró—: y también magia de plata, supongo —pues el haz de luz que entraba por la puerta dio sobre los objetos de plata, encendiéndolos con singular esplendor e iluminando algunas partes de las enmohecidas armas. La cabeza desaliñada de Aylmer pareció rodearse de un halo de fuego plateado mientras se volvía, con su rostro recatado en la sombra y la ridícula pistola en su mano.
    — ¿Sabe por qué he escogido esta anticuada pistola? Porque puedo cargarla con este tipo de bala.
    Cogió una cucharita de las que tienen en el mango un Apóstol repujado y con destreza quitó la figura.
    —Vamos a la otra habitación —dijo—. ¿No ha oído usted hablar nunca de la muerte de Dundee? —preguntó cuando habían vuelto a sentarse. Se hallaba ya repuesto del agobio que le había producido la inquietud del sacerdote—. Graham de Claverhouse, ¿sabe?, el que persiguió a los firmantes del pacto escocés de la reforma religiosa y que tenía un caballo negro que podía subir por encima de un precipicio; ¿no sabe usted que únicamente podía sucumbir a una bala de plata, porque se había vendido al diablo? Por lo menos sabe usted suficientes cosas del diablo como para creer en él.
    — ¡Oh, sí! —contestó el padre Brown—, creo en el diablo. Pero en quien no creo es en el tal Dundee. Quiero decir, en el supuesto Dundee de las leyendas de la reforma religiosa y en la maravilla de su caballo negro. John Graham era sólo un soldado profesional del siglo XVII y bastante más notable que la mayor parte de los otros. Y si combatió como dragón, era por ser del cuerpo de dragones, pero no un dragón. Ahora bien: mi experiencia me enseña que no son esta clase de espadachines fanfarrones los que se venden al diablo. Los adoradores de Lucifer que he conocido son de otra clase. No voy a citar nombres, que podrían causar un revuelo social, sino que me limitaré, por ejemplo, a un hombre del tiempo de Dundee. ¿Ha oído usted hablar de Dalrymple de Stair?
    —No —contestó el otro molesto.
    —A pesar de todo conocerá usted de oídas lo que hizo, y que fue mucho peor que todo lo que llegó a hacer Dundee; debe agradecer al olvido que le haya librado de la infamia. El fue el autor de la matanza de Glencoe (5). Era un personaje muy culto y un abogado conocido, un hombre de Estado con vastas y profundas ideas de Gobierno, un hombre reposado, con facciones refinadamente intelectuales. Los hombres de esta clase son los que se venden al diablo.
    Aylmer se levantó casi de la silla con entusiasmo para corroborar la tesis del sacerdote.
    — ¡Por Cristo, y cuánta razón tiene usted! —exclamó—. Un rostro refinadamente intelectual. ¡Así es el rostro de John Strake!
    Se levantó y fijó la mirada en la cara del sacerdote con especial concentración.
    —Si tiene la bondad de aguardar aquí unos instantes —dijo— le enseñaré algo.
    Salió por la puerta vidriera, cerrándola tras de sí, y se dirigió —supuso el sacerdote— hacia el viejo aparador o a su habitación. El padre Brown permaneció sentado, mirando distraídamente la alfombra, en la que brillaba un pequeño reflejo rojo de la puerta vidriera. Una vez pareció encenderse como un rubí y volvió a apagarse como si el sol de aquel tempestuoso día hubiese pasado de una nube a otra. Nadie se movía, salvo los seres acuáticos, que flotaban de acá para allá en el recipiente verde. El padre Brown se sumió en intensas meditaciones.
    No habían transcurrido aún dos minutos cuando se levantó, dirigiéndose sin hacer ruido a la estancia, donde había visto el teléfono, para llamar a su amigo el doctor Boyne.
    —Le llamo para hablarle del asunto Aylmer; es una historia muy rara, pero me parece que en ella hay algo de verdadero. Si yo estuviera en su puesto, mandaría aquí a cuatro o cinco de sus hombres para que guardasen la casa, pues si sucede algo, creo que va a ser en forma de fuga.
    Colgó el aparato y volvió a sentarse en el mismo lugar donde estaba; continuó observando la alfombra y vio de nuevo encenderse un brillo sanguíneo que procedía de la puerta vidriera. Algún detalle de aquella luz filtrada le hizo llevar de golpe su pensamiento hacia campos lejanos, en los confines del pensamiento, que, como la primera luz del día, antes de asomar la aurora, se muestra alternativamente luminoso o velado, adoptando formas simbólicas de ventanas y puertas.
    Un aullido inhumano, producto de una voz humana, resonó al otro lado de la puerta, casi al mismo tiempo que el ruido de un pistoletazo. Sin que se desvanecieran los ecos del mismo por completo, la puerta se abrió con una violencia inaudita y el dueño entró tambaleándose en la habitación, con su bata desgarrada y la anticuada pistola echando humo. Parecía que todos sus miembros temblaban, aunque el temblor procedía de unas carcajadas siniestras.
    — ¡Gloria a la magia blanca! —exclamó—. ¡Gloria a la bala de plata! El sabueso infernal ha salido de caza demasiadas veces y ha llegado por fin la hora en que mis hermanos han sido vengados.
    Se dejó caer en una silla y la pistola resbaló de sus manos al suelo. El sacerdote se levantó precipitadamente, abrió la puerta de cristales y se fue por el pasillo. Puso la mano sobre el puño de la puerta de la habitación, como si intentase entrar, se agachó, como si quisiera examinar algo, y luego se abalanzó sobre la puerta que comunicaba con el jardín y la abrió de par en par.
    Sobre el campo nevado, cuya superficie había sido lisa y blanca hacía unos instantes, aparecía un objeto negro. A primera vista, parecía un murciélago enorme. Una segunda mirada convencía de que era una figura humana caída de bruces, con la cabeza cubierta por un ancho sombrero de color negro, que tenía algo de sudamericano. La impresión de alas procedía de las anchas mangas del sobretodo, extendidas a uno y otro lado en toda su amplitud. Las manos quedaban ocultas, pero el padre Brown creyó deducir la posición de una de ellas y, muy cerca, bajo el pliegue del gabán, vio el brillo de un arma blanca. El conjunto era exactamente el de una de esas fantasías de la heráldica: parecía un águila negra sobre campo blanco. Pero andando a su alrededor y levantando por fin el sombrero vio la cara, que tenía en realidad los trazos refinadamente intelectuales con visos de aséptica y austera: era, sin duda, la cara de John Strake.
    — ¡Estamos arreglados! —refunfuñó el padre Brown—. Parece un vampiro que se ha abatido como un ave.
    — ¿Y de qué otra manera podía haber venido? —exclamó una voz procedente de la puerta; y el padre Brown vio a Aylmer que lo miraba fijamente desde el zaguán.
    — ¿No pudo haber venido caminando?
    Aylmer extendió el brazo hacia las próximas veredas y dijo:
    —Mire usted la nieve; está intacta, tan pura como la magia blanca a la que usted mismo hace poco la ha comparado. ¿Hay por ventura otra mancha que la de ese barro caído ahí? No hay otras huellas que las de usted y las mías; no hay ninguna que se aproxime a la casa.
    Miró al sacerdote con una peculiar y concentrada expresión y dijo:
    —Le voy a advertir aún algo más. El abrigo que utiliza para volar es demasiado largo para usarlo normalmente. No era un hombre muy alto; y por esta razón habría arrastrado la prenda detrás de él como una cola real. Extiéndalo usted sobre su cuerpo y verá.
    — ¿Y qué hubo entre ustedes dos? —preguntó el padre Brown, de pronto.
    —Fue demasiado rápido para poderlo describir —contestó Aylmer—. Yo había salido para mirar fuera y, al volver la espalda, sentí algo semejante a un remolino de viento junto a mí y como si un remolino me zarandeara en medio del aire. Me las arreglé para dar la vuelta, tiré sin saber dónde y vi lo mismo que usted ve. Estoy seguro de que, en caso de no haber tenido la pistola cargada con la bala de plata, no le vería usted donde le ve ahora. Sería otro el que yacería en su lugar.
    —Perdone que le interrumpa: ¿quiere usted dejarlo ahí en la nieve o prefiere que lo llevemos a su habitación? Supongo que la que da al pasillo es su habitación.
    —No, no —contestó Aylmer con rapidez—. Debemos dejarlo ahí hasta que la Policía lo haya visto. Tengo ya bastante por ahora y, suceda lo que suceda, voy a tomar un trago. Después pueden ahorcarme si les place.
    En el salón, entre la palmera y el acuario, Aylmer se dejó caer en una silla; estuvo a punto de volcar el acuario cuando entró en la habitación, pero acabó encontrando una botella de coñac después de haber mirado muchos armarios y rincones. No parecía una persona metódica, pero también es cierto que en aquel instante parecía haber llegado al colmo de su agitación. Sorbió un trago largo y empezó a hablar apresuradamente, como si quisiera llenar el silencio con sus palabras.
    —Veo que no está aún convencido, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos. Créame, había algo más que la simple pelea entre el espíritu de Strake y el de la casa Aylmer. Además, a usted no le sienta nada bien ser un incrédulo. Usted debería ponerse del lado de todas esas cosas que las personas estúpidas llaman supersticiones. Vamos, ¿no cree usted que hay mucha verdad en lo que dicen las viejas acerca de la suerte, encantos y otras cosas, incluyendo las balas de plata? ¿Qué opina usted de esto, como católico?
    —Pues le digo que soy agnóstico —contestó el padre Brown sonriendo.
    —Tonterías —pretendió Aylmer impaciente—, su tarea no consiste más que en creer cosas.
    —Pues naturalmente que creo algunas cosas —concedió el padre Brown—; y por ello, como es natural, dejo de creer en otras.
    Aylmer había adelantado su cuerpo y le estaba mirando con la fuerza de los que pretenden hipnotizar.
    —Usted lo cree —dijo—. Usted lo cree todo. Todos creemos en todo aunque lo neguemos. Los que niegan creen. ¿No siente usted en su corazón que estas contradicciones no se contradicen? ¿Que hay un cosmos que lo contiene todo? El alma gira sobre una rueda estrellada y todo vuelve de nuevo; podría ser que Strake y yo hubiésemos luchado en otra forma, bestia contra bestia, pájaro contra pájaro, quizás sigamos luchando así por toda una eternidad. Y desde el momento en que nos buscamos y somos imprescindibles el uno para el otro, entonces incluso este odio eterno se convierte en un eterno amor. El bien y el mal giran sobre una rueda que es una sola cosa y no varias. ¿No acepta usted en su ser más interno, no cree usted, a pesar de todas sus creencias, que hay una sola verdad y que nosotros somos únicamente sombras de ella; y que todas las cosas no son más que aspectos de una cosa única, un centro en el cual los hombres se funden en el Hombre y el Hombre en Dios?
    —No —dijo el padre Brown.
    En el exterior, el crepúsculo comenzaba a declinar, en esa fase de las tardes nevadas en las que la tierra parece más brillante que el cielo. En el pórtico principal, el padre Brown pudo distinguir a través de una ventana velada por una cortina una figura bastante corpulenta de hombre. Miró luego a la ventana por la que había entrado y vio ante ella la silueta de otros dos hombres inmóviles. La puerta interior con los cristales rojos estaba entornada y pudo vislumbrar en el corredor los extremos de dos largas sombras, exageradas y deformes por la luz horizontal de la puerta; ambas podían tomarse por la caricatura de unos hombres. El doctor Boyne había obedecido a su llamada telefónica. La casa estaba guardada.
    — ¿De que le sirve a usted decir que no? —insistió el dueño con la misma mirada hipnotizadora—. Usted mismo ha visto parte del eterno drama. Usted ha visto a John Strake amenazar de muerte a Arnold Aylmer por la magia negra. Usted ha visto a Arnold Aylmer matar a John Strake por la magia blanca. Usted ve a Arnold Aylmer vivo y conversando con usted mismo. Y a pesar de todo esto usted sigue sin creer.
    —No, no le creo —dijo el padre Brown, levantándose como el que está dispuesto a poner fin a una entrevista.
    — ¿Y por qué no? —preguntó el otro.
    El sacerdote levantó algo más la voz, que resonaba como un toque de trompeta por toda la sala.
    —Porque usted no es Arnold Aylmer —dijo— y porque sé de sobra quién es. Su nombre es John Strake; y acaba usted de asesinar al último de sus hermanos, que yace ahí en la nieve.
    Un círculo blanco se dibujó alrededor de la pupila de aquel individuo, que parecía hacer un esfuerzo postrero para hipnotizarlo. Después se apartó a un lado y, al moverse, se abrió la puerta que tenía a su espalda y dos policías de paisano le pusieron una mano sobre los hombros. La otra mano colgaba a su lado, empuñando un revólver. Miró desesperado a su alrededor y pudo ver que no había salida posible.
    Aquella noche el padre Brown tuvo una larga conversación con el doctor Boyne sobre la tragedia de los Aylmer. No quedaba ya lugar a dudas sobre el punto principal de la misma, ya que el propio Strake había confesado su identidad y, lo que es más, sus crímenes, aunque sería más certero decir que se había vanagloriado de sus victorias, haciendo gala de haber coronado la obra de su vida con la muerte del último Aylmer; todo lo demás, incluyendo su propia existencia, parecía indiferente.
    —El hombre parece un monomaniaco —dijo el padre Brown—, porque no le interesa ningún otro asesinato. Tuve que repetirme esta observación varias veces, esta tarde, para calmar mis temores. Pues, como sin duda se le habrá ocurrido a usted, le hubiera sido más fácil pegarme un tiro y largarse elegantemente que entretenerse inventando toda esa ingeniosa máquina sobre vampiros y balas de plata. Le aseguro que esta idea me ha perseguido con verdadera insistencia.
    — ¿Y por qué no lo hizo? —observó Boyne—. No lo comprendo, pero en realidad aún no comprendo nada. Sin embargo, ¿cómo lo descubrió usted y qué es lo que ha descubierto?
    —Usted mismo me dio una información preciosísima —contestó el padre Brown con modestia—; me dijo usted precisamente lo que para mí ha tenido un valor decisivo. Usted afirmó que Strake era un embustero de gran imaginación y que tenía un gran aplomo al decir sus embustes. Esta tarde se vio en la necesidad de usar de su habilidad y estuvo a la altura de las circunstancias; yo creo que su única falta fue escoger una historia demasiado sobrenatural; creía que porque yo era un sacerdote estaba dispuesto a tragarme cualquier cosa. Hay muchas personas que se equivocan en este mismo punto.
    —No puedo aún ver el principio y el fin; debe usted empezar por lo primero —dijo el doctor.
    —Lo primero fue la bata, un disfraz realmente bueno. Cuando uno entra en una casa y se encuentra con un hombre en bata no duda en considerarle el dueño. Esta misma reflexión me hice yo, pero después comenzaron a suceder cosas, pequeños detalles, algo raros. Cuando escogió la pistola, la amartilló primero, como lo haría el que quiere asegurarse de si está o no cargada; yo imaginé que él debía saber si las pistolas de su propia casa estaban cargadas. Tampoco me gustó la manera en que se puso a buscar el coñac, ni cómo al entrar en la habitación estuvo a punto de volcar el acuario; pues el hombre que tiene habitualmente un objeto tan frágil en su habitación adquiere un hábito mecánico de evitarlo. Con todo, estas anomalías podían haber sido mera imaginación. En la primera cosa en que vale la pena fijarse es en lo siguiente: salió de un pasillo que tenía una puerta a cada lado y en el pasillo mismo sólo había una que daba a una habitación; yo deduje que
    era el dormitorio de donde acababa de salir el dueño. Me acerqué a la puerta e intenté abrirla, pero vi que estaba cerrada. Me pareció raro, miré por la cerradura y vi que la habitación estaba vacía, sin cama ni mueble alguno. Por lo tanto, no había salido de ninguna habitación, sino de la casa. Y cuando vi esto me lo imaginé ya todo.
    «El pobre Arnold Aylmer dormía sin duda y vivía tal vez en el primer piso; había bajado en bata y pasado por la puerta de cristales rojos. Al final del pasillo, recortado en negro, contra la luz invernal, vio al enemigo de la casa. Vio a un hombre alto, con barba, con un sombrero negro de ala ancha y un gran abrigo negro. Me parece que poca cosa vio el pobre Arnold de este mundo. Strake se abalanzó sobre él, clavándole un puñal o ahogándolo; no podemos asegurarlo hasta que no esté hecha la autopsia. Después, Strake, en el estrecho pasillo, entre el paragüero y el viejo zócalo, mientras miraba triunfalmente al último de sus enemigos, oyó algo que no había esperado: oyó pasos en el salón. Era yo, que acababa de entrar por la ventana.
    »Su disfraz fue un milagro de presteza. No sólo hacía las veces de disfraz, sino que surtía un efecto novelesco. Se quitó su gran sombrero negro y su abrigo y se puso la bata del muerto. Después hizo una cosa espantosa, algo que para mí es más espeluznante que lo demás. Colgó el cadáver, como si fuera un gabán, de una de las perchas. Lo tapó con su largo abrigo que colgaba bastante por debajo de los pies y cubrió su cabeza con el sombrero ancho que llevaba. Ésta era la única manera posible de esconderlo en aquel estrecho pasillo con una puerta cerrada; pero tengo que reconocer que fue una manera muy ingeniosa de nacerlo. Yo mismo pasé por delante de él sin darle más importancia que la que se da a un perchero. Creo que este despiste mío me producirá siempre escalofríos.
    «Podía haberlo dejado como estaba, pero quedaba aún el peligro de que yo lo descubriera, y un cadáver colgado de esta forma pediría a gritos una explicación. Optó, pues, por lo más atrevido: descubrirlo y explicarlo por sí mismo.
    «Entonces, en la extraña y sobrecogedora fertilidad de su mente, tomó cuerpo la posibilidad de invertir los papeles. Él mismo optó por la forma y el nombre de Arnold Aylmer; ¿y por qué no hacer que el muerto representara a John Strake? Debió de haber algo, en el intercambio de personalidades, que le gustó a la macabra fantasía de aquel hombre. Era como si los dos enemigos tuvieran que ir a un monstruoso baile de máscaras, disfrazados el uno del otro. Sólo que el baile de máscaras iba a convertirse en una danza de muerte; y uno de los bailarines debía aparecer muerto. Por eso imagino que le agradó y puedo imaginármelo sonriendo.
    El padre Brown miraba al vacío con esos grandes ojos grises que, cuando no permanecían ocultos por su manía de cerrar los párpados, eran la única cosa notable de su rostro. Continuó hablando con sencillez y seriedad.
    —Todas las cosas provienen de Dios; y, muy especialmente, la razón y la imaginación, que son los grandes dones hechos al alma. Son buenos en sí mismos, y no debemos olvidar su origen, aun cuando se haga mal uso de ellos. Ahora bien, este hombre poseía una cualidad muy adecuada para ser pervertida: el poder de inventar historias. Era un gran novelista; sólo que había desviado sus aptitudes hacia un fin práctico y perverso: engañar a los hombres con argumentos falsos en lugar de verdaderos. Empezó seduciendo al viejo Aylmer con complicados argumentos y mentiras ingeniosamente razonadas; pero, al principio, fueron sólo mentirijillas y cuentos de un niño que con la misma facilidad puede decir que ha visto al rey de Inglaterra que al rey de las Hadas. Tal vicio se reforzó en él a través del que exagera y perpetúa a todos los demás: el orgullo. Fue enorgulleciéndose más y más de su presteza en producir historias, de su originalidad y de la sutileza con que las desarrollaba. A esto se referían los Aylmer cuando dijeron que podía haber embaucado a su padre; y era cierto. Se trata del mismo sortilegio que la narradora usó con el tirano de Las Mil y Una Noches. Y al fin atravesó el mundo con el orgullo del poeta; y con el falso, pero inconmensurable brío, que posee el embustero. Se veía con mayor aptitud aún para producir cuentos fantásticos cuando tenía la cabeza en peligro. Y hoy la tenía.
    «Pero estoy seguro que ha disfrutado haciéndolo como si fuera una fantasía y a la vez una conspiración. Se propuso contar la verdadera historia, aunque al revés: tratando al muerto como vivo y al vivo como difunto. Se había puesto ya la bata de Aylmer, ahora iba camino de ponerse su cuerpo y su alma. Miraba al cadáver que yacía en la nieve como si fuera el suyo propio. Al fin, extendió el abrigo de manera que sugiriera el aterrizaje de un ave de presa y no sólo procuró encubrirlo bajo su propia prenda de vestir, oscura y holgada, sino también inventando un cuento de hadas acerca del pájaro negro que sólo podía sucumbir a una bala de plata. No sé si fue el brillo de los objetos de plata del aparador o la nieve que brillaba en la campiña lo que sugirió a su extraordinario temperamento de artista el tema de la magia blanca y el metal blanco que se usa contra los hechiceros. Pero sea cual fuere su origen, lo desarrolló como un poeta, improvisándolo como hombre práctico que era. Remató el intercambio y sustitución de las partes tirando el cadáver sobre la nieve como si fuera el cuerpo de Strake. Hizo lo mejor que pudo para presentar a Strake como una figura inquietante, como algo que estuviera rondando por el aire, como una arpía de alas veloces y garras de muerte, para explicar la ausencia de huellas sobre la nieve y otras cosas. Como ejemplo de bellaquería artística, lo admiro intensamente. Al presentarse una contradicción la utilizó como argumento; y dijo que, siendo el abrigo del cadáver demasiado largo para él, probaba que jamás había andado por el suelo como los demás mortales. Pero me miró con tal intensidad al decirlo que algo me indujo a pensar que intentaba hacer prevalecer una gran mentira.
    El doctor Boyne parecía pensar.
    — ¿Había descubierto la verdad ya entonces? —preguntó—. Hay algo muy raro y es que los nervios delatan la terrible verdad, pienso yo, siempre que nos encontramos frente a algún caso que afecta a la identidad. No sé si será más fatal llegar a adivinarlo de esta manera tan rápida o por etapas. Me gustaría saber cuándo le entró a usted la sospecha y cuándo estuvo seguro.
    —Me parece que empecé a sospechar con algún fundamento cuando le telefoneé. Y lo que me dio pie para ello no fue otra cosa que el reflejo rojo de la puerta vidriera sobre la alfombra encendiéndose y apagándose. Parecía una mancha de sangre que al pedir venganza se encendiera. ¿Por qué razón sufría esos cambios? Estaba seguro de que el sol no había salido; y sólo podía atribuirse a que la puerta que daba al jardín se abriera y se volviese a cerrar. Si hubiese descubierto entonces a su enemigo habría chillado, y, sin embargo, la crisis tardó en suceder aún unos pocos minutos. Empezó a ganarme la sensación de que había salido a hacer algo..., a preparar algo... Pero cuándo adquirí la completa seguridad, eso ya es otra cosa. Sabía que al final intentaba hipnotizarme con el arte negro de sus ojos, actuando de talismanes, y con su voz que surtía el efecto de un conjuro. Seguro que hacía lo mismo con el viejo Aylmer. Pero no sólo era la manera como lo hacía, sino lo que decía. Era su religión y su sistema filosófico.
    —Me temo que soy un hombre muy práctico —dijo el médico un poco molesto— para preocuparme demasiado por la religión y la filosofía.
    —Pues bien, nunca llegará a ser usted un hombre práctico hasta que se preocupe de ello —dijo el padre Brown—. Mire usted, doctor: usted me conoce lo bastante para saber que yo no soy un fanático. Usted sabe que no desconozco que hay toda clase de hombres en todas las religiones, buenos en las malas y malvados en las buenas. Pero existe un pequeño hecho que he aprendido debido a que soy un hombre práctico, un hecho totalmente práctico aprendido por experiencia, como las jugarretas de un animal o el sabor peculiar de un buen vino. Casi nunca he encontrado a un criminal que no filosofase. Que no filosofase sobre las huellas del orientalismo, la reencarnación y la reaparición, sobre la rueda del destino y la serpiente que se muerde su propia cola; la práctica me ha enseñado que una maldición pesa sobre los servidores de aquella serpiente: sobre sus abdómenes andarán y del polvo comerán. No he visto nunca un sinvergüenza o disipado que no discurriera sobre espiritualidades semejantes. Podría no haber sido así en sus verdaderos orígenes religiosos, pero en nuestro mundo actual ésa es la religión de los malvados; y así comprendí que estaba hablando con uno de ellos.
    — ¿Y cómo? —dijo Boyne—. Yo creía que un malvado cualquiera podía profesar la religión que le viniera en gana.
    —Sí —asintió el otro—. Podría profesar cualquier religión; podría acatar la forma religiosa que quisiera si todo fuese mera suposición. Si fuera sólo hipocresía y nada más, sin duda entonces podría aparentarlo con un mero proceso hipócrita. Un rostro cualquiera puede cobijarse bajo la máscara que esconde. Todo el mundo puede aprender ciertas palabras o afirmar aquellas que son sus puntos de vista. Yo mismo puedo salir a la calle y sostener que soy un metodista wesleyano, o sandemanio, aunque me temo que lo haría sin gran fuerza. Pero estamos hablando de un artista; y para que un artista pueda disfrutar, necesita que la máscara que se pone esté poco más o menos moldeada según su rostro. Lo que quiere aparentar debe corresponder a algo que siente; sólo puede moldear sus acciones con materiales de su propia alma. Supongo que él podía también haber afirmado que era un metodista wesleyano, pero nunca habría resultado un metodista tan elocuente como pudo llegar a ser un elocuente místico y fatalista. Estoy hablando del ideal que los hombres de esa clase imaginan, si es que realmente intentan ser idealistas. Todo su afán, cuando hablaba conmigo, tendía a parecer lo más idealista posible; y siempre que esa clase de hombres se afanan por conseguirlo hallaremos en general que están moldeados según este ideal. Siempre pueden, aunque estén chorreando sangre, decir con toda sinceridad que el budismo es mejor que el cristianismo. Más aún, os dirán con toda sinceridad que el budismo es más cristiano que el cristianismo. Esto por sí solo basta para comprender su idea de cristianismo.
    — ¡Por vida mía! —exclamó el médico riendo—. No sé aún si le está denunciando o le defiende.
    —Decir que un hombre es un genio no es defenderle —dijo el padre Brown—. Antes al contrario. Que un artista tiene siempre algo de sinceridad es un hecho psicológico. Leonardo de Vinci no dibujaría si no hubiese tenido la capacidad para hacerlo. Aunque lo intentase sería siempre una parodia muy fuerte de una cosa muy débil. Este hombre habría convertido el metodismo wesleyano en algo demasiado terrible y maravilloso.
    Cuando el sacerdote salió y se encaminó a su casa el frío se había hecho más intenso y, a pesar de todo, era embriagador. Los árboles parecían candelabros de plata dispuestos a celebrar una Candelaria de Purificación increíblemente fría. Aquel frío era penetrante, como la espada de plata del más puro dolor que una vez atravesó el corazón mismo de la pureza. No era, a pesar de ello, un frío mortal, salvo en que parecía matar cuantos obstáculos mortales se oponen a nuestra inmortal o inconmensurable vitalidad. El cielo verde pálido del anochecer, en el cual brillaba una sola estrella, como la de Belén, semejaba, por alguna extraña contradicción, un portal de claridad. Era como si pudiera existir una verde llamarada de frío que tuviera el poder de comunicar a las cosas igual vitalidad que el calor, y cuanto más se hundieran en esos fríos y cristalinos colores tanto más ligeros como seres alados y transparentes se sentirían, como un cristal de color. Resplandecía con la luz de la verdad y deslindaba como una hoja de hielo la verdad del error; todo cuanto sobrevivía a la prueba jamás se habría sentido tan lleno de vitalidad. Era como si la encarnación de la felicidad fuera una alhaja escondida en el corazón de un iceberg. El sacerdote no podía llegar a comprender lo que le sucedería al hundirse más y más en aquella verde llamarada, sorbiendo cada vez con mayor intensidad aquella virginal vivacidad del aire. Parecía que dejaba tras de sí enmarañados problemas y morbideces, o, mejor, que la nieve los borraba como había hecho con las huellas del criminal. Y, al acercarse a su casa, moviendo con pena los pies sobre la nieve, murmuró para sí:
    —No se equivoca al decir que hay una magia blanca. ¡Si supiera tan sólo dónde buscarla!


    EL SINO DE LOS DARNAWAY

    Dos pintores estaban mirando un mismo paisaje, que resultaba ser un paisaje marino, y parecían ambos muy impresionados por él, aunque sus impresiones no eran de la misma clase. Para uno de ellos, un artista cuyo nombre empezaba a cotizarse en Londres, tenía el valor de algo nuevo y extraordinario. Para el otro, un pintor de la localidad, con algo más de fama que la meramente local, el paisaje resultaba un tema familiar, aunque, quizá por lo que conocía de él, mucho más extraordinario.
    En cuanto al tono y la forma que estos hombres veían, se reducía a dos extensiones paralelas, una de arena, la otra de cielo en puesta de sol, y el conjunto bañado en tintes oscuros: verde mortecino, bronce, pardo y un color ceniciento que no llegaba a ser apagado, sino que en cierto modo brillaba con reflejos más misteriosos que si fueran de oro. Lo único que interrumpía la continuidad de estas dos líneas era un edificio alargado que, partiendo de los campos próximos, iba a terminar en la playa, de forma que su halo de hierbajos y juncos parecía entrelazarse con las algas marinas. Pero lo que más llamaba la atención en él era que toda su parte superior presentaba el aspecto de una completa ruina y que la perforaban tantos huecos de amplias ventanas y grietas que parecía un oscuro esqueleto en el contraluz de la apasionante claridad; la parte inferior del edificio no presentaba casi ninguna abertura, siendo la mayoría de ellas figuradas o bien tapiadas, y por esta razón se percibían sólo vagamente a la débil media luz. Sin embargo, una ventana por lo menos continuaba siéndolo y lo más raro del caso era que se hallaba iluminada.
    — ¿Existe alguien capaz de vivir en esa vieja cáscara? —exclamó el londinense, que era un hombre de aspecto bohemio y corpulento, joven, pero con una enmarañada barba rojiza que le daba apariencia de más edad; en Chelsea se le conocía familiarmente por Harry Payne.
    —Igual supones que son fantasmas —contestó su amigo Martin Wood—. Pues bien, los que viven ahí parecen verdaderos fantasmas.
    Era una paradoja que el londinense se mostrara casi bucólico en su asombro y apreciaciones ingenuas, mientras el artista local se mostraba más astuto y experimentado y observaba al otro con madura y amigable complacencia; en realidad, este personaje era una figura más grave y convencional, usaba ropas más oscuras y mostraba su rostro cuadrado e impasible cuidadosamente afeitado.
    —Se trata sólo de una señal de los tiempos, naturalmente —prosiguió—, o mejor dicho, de la época que sucumbe, y con ella las rancias familias del pasado. En ese edificio viven los últimos miembros del linaje de los Darnaway; y pocos de los pobres de hoy día lo son tanto como ellos. Ni siquiera pueden rehabilitar el último piso y tienen que vivir en los sótanos de esta ruina, como si fueran murciélagos o lechuzas. Poseen retratos familiares que datan de la Guerra de las Dos Rosas, obra de las primeras firmas inglesas, y algunos de ellos notabilísimos; he llegado a saberlo porque pidieron mi opinión cuando los quisieron examinar. Hay uno, en especial, uno de los primitivos, que es tan bueno que, al contemplarlo, me siento como fuera de mí.
    —Me parece que todo el lugar te emociona vivamente —repuso Payne.
    —Es cierto —dijo su amigo.
    El silencio que siguió fue turbado por un ligero movimiento de los juncos que crecían junto al foso; y les hizo, con razón, sobresaltarse nerviosamente cuando vieron que una figura negra avanzaba por la ribera, con rápidos movimientos, casi de pájaro asustado. En resumen, no era más que un hombre que andaba a buen paso con un maletín negro en la mano; un hombre de cara larga y amarillenta, con ojos de mirar agudo que observaron al londinense de una manera vagamente sospechosa y oscura.
    —Pero si es el doctor Barnet —dijo Wood con un suspiro de satisfacción—. Buenas noches, doctor. ¿Se dirige usted a casa de los Darnaway? Espero que no haya nadie enfermo.
    —Todo el mundo está siempre enfermo en un lugar como aquél —refunfuñó el doctor—, sólo que algunas veces lo están demasiado para comprenderlo; incluso la atmósfera del paisaje es algo que marchita: una verdadera peste; créame que no envidio al joven australiano.
    — ¿Y quién es ese joven australiano? —preguntó Payne, de sopetón y algo distraído.
    — ¡Ah! —dijo el doctor—. ¿No se lo ha explicado aún su amigo? Por cierto, creo que llega hoy. Una verdadera novela al viejo estilo melodramático: el heredero vuelve de las colinas a su castillo arruinado, sin que falte ningún detalle, incluso el viejo compromiso familiar de casarse con la señora que le espera en su torre enramada. Una historia muy anticuada, ¿verdad? Pero que algunas veces llega a suceder. El sujeto tiene algún dinero, lo cual constituye el único punto brillante que jamás hubo o ha habido en este tenebroso asunto.
    — ¿Qué piensa Mis Darnaway, en su torre enramada, acerca de tal negocio? —preguntó Martin Wood secamente.
    —De la misma manera que opina en todo lo demás —contestó el doctor—; no piensa en esa vieja y algosa madriguera de supersticiones; sólo sueña y se deja llevar a la deriva. Creo que acepta el compromiso familiar y el marido ranchero como parte del sino de su familia, ¿comprenden? Creo incluso que si resultase ser un negro jorobado con un solo ojo y que tuviera la manía del homicidio, pensaría que éste era el detalle final que cuadraba a semejante escenario sombrío.
    —No describe usted de manera muy halagüeña a mis amigos rurales —dijo Wood, sonriendo—. Tenía la intención de llevar a mi amigo allí, porque ningún artista debiera dejar de ver esos retratos, si se le presenta la oportunidad de hacerlo. No obstante, tal vez sería preferible dejarlo para otra ocasión, si están ahora en plena invasión australiana.
    — ¡Oh!, entre a verles, por amor de Dios —rogó el médico con calor—. Cualquier cosa que alegre sus mohosas vidas ayudará a mi labor; necesitaríamos de muchos parientes coloniales para alegrar un poco las cosas, me parece; cuantas más visitas, más resultados alegres. Venga usted, amigo, le presentaré yo mismo.
    En cuanto se acercaron más al caserón se les apareció como una isla ceñida por un foso de agua nauseabunda, que atravesaron por un puente. Al otro lado se extendía un ancho embarcadero de piedra, recorrido por grandes hendiduras con matas de hierba y abrojos. A la media luz plateada, la plataforma aparecía enorme y desierta y Payne se resistía a creer que un rincón tan pequeño pudiera condensar hasta tal punto el espíritu de la soledad del yermo. Dicha plataforma avanzaba por un lado, lo que le daba el aire de un gigantesco umbral, y tras él se levantaba la puerta; un corredor de bóveda muy baja, al estilo de los Tudor, se abría ante ellos, oscuro como una cueva.
    Cuando el decidido doctor les condujo por él, sin ceremonias, Payne tuvo una nueva decepción. Se había imaginado más bien subiendo por una torre completamente en ruinas, por una escalera estrecha y que daba muchas vueltas, pero nunca, como en aquel caso, que los peldaños que conducían a la casa descendieran. Bajaron dos o tres tramos de peldaños rotos y entraron en amplias y sombrías habitaciones que, a no ser por las hileras de oscuros retratos y polvorientas estanterías, podían haberse confundido muy bien con los tradicionales calabozos que existen bajo el foso de un castillo. Acá y allá había una vela encendida en un antiguo candelabro, que realzaba tal o cual polvoriento y trivial detalle de una belleza ya muerta; pero el visitante no se impresionó o deprimió tanto por la luz escasa y artificial como por el solo y pálido reflejo de la luz del día. Al cruzar la enorme estancia, vio la única ventana de aquella pared, un curioso ventanillo oval al estilo decadente del XVII. Pero lo curioso era que no miraba directamente al espacio, sino sólo al cielo reflejado en el foso; una débil franja de luz del día aprisionada en el fondo del agua, bajo la sombra colgante de la orilla. Payne se acordó de la señora de Shallot, que no había visto el mundo más que a través de un espejo. La señora del tal Shallot no sólo veía el mundo a través de un espejo, sino, además, vuelto al revés.
    —No sólo parece que la casa de los Darnaway se derrumba literalmente, sino incluso metafóricamente —dijo Wood en voz baja—; es como si estuviera hundiéndose poco a poco en un pantano o en unas arenas movedizas hasta cubrirla el mar como un techo verde.
    Incluso el robusto doctor Barnet se sorprendió un poco al oír los pasos silenciosos del que venía a recibirles. Realmente, el silencio de la habitación era tan profundo que todos se admiraron al comprobar que no estaba vacía. Había tres personas inmóviles, tres sombras quietas en la oscuridad del lugar, vestidas de negro, semejantes a sombras negras. Cuando la que se hallaba más próxima se acercó a la débil luz de la ventana, pudieron ver un rostro casi tan gris como el cabello que lo enmarcaba.
    Era el viejo Vine, el mayordomo, que había quedado in loco parentis desde la muerte del excéntrico padre de familia que fuera el último Lord Darnaway. Si le hubiera faltado la dentadura entera podría haber pasado por un agradable vejete. Pero le quedaba un único diente que, al hablar, daba un aspecto siniestro a su expresión. Recibió al médico y a sus amigos con una respetuosa cortesía y los condujo al lugar donde estaban sentados los otros dos personajes de negro. A Payne le pareció que uno de ellos aportaba un toque más a la lóbrega antigüedad del castillo, ya que era un sacerdote de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, que pudiera haber salido de un escondite de la Baja Edad Media. Payne se lo imaginaba rezando entre dientes o pasando el rosario, tocando la campana o haciendo un sinnúmero de cosas indistintas y melancólicas en aquel melancólico lugar. Se podía intuir, con bastante acierto, que el sacerdote se hallaba allí para derramar consuelos y, a pesar de ello, todo hacía pensar que aquel consuelo no era muy alentador. Por lo demás, el sacerdote era un personaje casi insignificante, de facciones vulgares y poco expresivas; pero la señora era totalmente distinta. Su rostro distaba mucho de ser vulgar e insignificante; se destacaba de la negrura de su traje, cabello y fondo con una palidez casi cadavérica, pero con una belleza casi tétricamente contrastada. Payne la miró durante tanto tiempo como le pareció correcto; y tendría la posibilidad de mirarlo mucho más antes de morir.
    Wood intercambió con ellos sólo las frases que la cortesía hizo necesarias para pedirles ver los cuadros. Se excusó por haber ido un día en que, según le informaron, debía ser de regocijo familiar; pero pronto se convenció de que la familia estaba bastante contenta por tener quien les distrajera o mitigase lo abrupto de la entrevista. No titubeó entonces en llevar a Payne, a través del salón principal, hasta la biblioteca, donde estaba colocado el retrato, pues tenía especial interés en mostrarlo no sólo por su valor pictórico, sino también porque le resultaba un enigma. El sacerdote los siguió, porque parecía tener algún conocimiento sobre viejas pinturas, como lo poseía también sobre antiguas plegarias.
    —Estoy bastante orgulloso de haber descubierto este lienzo —dijo Wood—: me parece que es un Holbein. Si no lo es, hubo alguien en su tiempo que era tan grande como él.
    El cuadro aludido era un retrato ejecutado con la dureza y sinceridad características de aquella época; representaba a un hombre vestido con ropa negra ribeteada de oro y pieles, con un rostro lleno, pesado y bastante pálido, al que animaban unos ojos penetrantes.
    — ¡Qué lastima que el arte no se haya detenido para siempre en esta época de transición —exclamaba Wood—, dejando ya de evolucionar! ¿No ven ustedes que posee el realismo preciso para dar la impresión de lo verdadero? ¿No se dan cuenta de que el rostro gana en relieve por el hecho de estar encuadrado por cosas ejecutadas con pincel más parco, y que la mirada tiene aún mayor realce que el rostro? ¡Por mi vida, que los ojos son demasiado reales para ese rostro! Parece como si esos ojos vivos y socarrones estuvieran surgiendo de una gran máscara inexpresiva.
    —Me parece incluso que esta inexpresividad se extiende un poco por toda la figura —añadió Payne—. Cuando el Medievo tocaba a su fin, los pintores no se habían familiarizado con la anatomía, por lo menos en el Norte, y creo que esa pierna izquierda se aparta mucho del canon por esta razón.
    —No soy de tu opinión —contestó Wood—. Los pintores que ejecutaron sus obras cuando comenzaba a descubrirse el realismo y antes que éste hubiera sobrepasado los límites eran, con frecuencia, mucho más realistas de lo que pensamos. Ponían detalles verdaderos en aquello que decimos ser mera convención. Podrían objetar que las cejas de este individuo, o sus órbitas incluso, están un poco descentradas, pero les aseguro que si lo hubieran conocido habrían visto cómo una de sus cejas se levantaba un poco más que la otra. Y no me extrañaría que el sujeto tuviera una pierna anquilosada y que esa que está representada estuviera torcida adrede.
    — ¡Parece un viejo diablo! —exclamó Payne de pronto—. Ruego que el reverendo perdone mi lenguaje.
    —Creo en el diablo, gracias —repuso el clérigo con un rostro inmutable—, y es bastante curioso que corra por ahí una leyenda de que el diablo era cojo.
    — ¡Caramba! —interpuso Payne—. ¿No querrá hacernos creer que se trata del mismo diablo? Pero le confieso que me gustaría saber quién diablos era.
    —Era Lord Darnaway, personaje influyente en los reinados de Enrique VII y VIII —respondió su compañero—. Se cuentan acerca de él infinidad de historias, y hay una que aparece inscrita alrededor del marco y desarrollada después en las notas contenidas en un libro que encontré aquí. Vale la pena leerlas.
    Payne estiró el cuello para leer la inscripción del marco.
    Dejando a un lado la anticuada ortografía, llegaron a la conclusión de que se trataba de unos versos que aproximadamente decían así:
    «Volveré cuando el séptimo heredero y partiré con el toque postrero de las siete. Ninguno retendrá mi mano, ni obtendrá a la que tanto quiero».
    —Me parece muy sobrecogedora —dijo Payne—, pero debe de ser porque no comprendo ni jota de lo que dice.
    —Es bastante espeluznante cuando se llega a comprender —dijo Wood en voz baja—. La reseña inscrita en aquel otro libro que encontré es de fecha más reciente y explica cómo esta belleza logró suicidarse de tal forma que luego acusaron a su esposa de homicidio. Otro párrafo conmemora una tragedia posterior. Siete generaciones después, en el reinado de los Jorges, otro Darnaway se suicidó habiendo dejado antes veneno en la copa de vino de su esposa. Por otra parte, se dice que ambos suicidios tuvieron lugar a las siete de la tarde. Supongo que la conclusión es que el signo recae sobre cada séptimo heredero y presenta las cosas de manera tan agradable como consigna el verso para la incauta señora que se case con él.
    —Si así es —contestó Payne—, revestirá su gravedad para el próximo séptimo heredero.
    La voz de Wood sonó más hosca cuando dijo:
    —El nuevo heredero es el séptimo.
    Harry Payne levantó de pronto sus espaldas y llenó su robusto pecho como un hombre que se sacude un peso de encima.
    — ¡De qué tonterías estamos hablando! —exclamó—. Supongo que todos somos hombres educados en esta época racionalista. Antes de entrar en esta condenada y enmohecida atmosférica no había pensado que pudiera hablar de tales cosas, si no era para reírme de ellas.
    —Estás en lo cierto —dijo Wood—; si vivieras lo suficiente en este sótano acabarías por pensar de otra manera acerca de muchas cosas. Yo he empezado a sentirme de manera distinta ante este cuadro después de haberlo manoseado tanto, colgándolo, llevándolo de un sitio para otro. Me parece incluso, a veces, que el rostro de la pintura es mucho más real que los ojos inexpresivos de la gente que vive aquí: he llegado a pensar que era algún talismán o imán que rige los elementos, y desvía de sus destinos a los hombres y cosas. Me imagino que esto debe de parecerte muy fantástico.
    — ¿Qué es ese ruido? —exclamó Payne de pronto.
    Se pusieron todos a escuchar y no les pareció oír otra cosa que el distante ruido del mar; después, les invadió la sensación de otro ruido que se mezclaba con él; parecía una voz que llamase, oscurecida al principio por el ruido del mar, pero que iba acercándose luego más y más. Pronto no hubo duda de que alguien estaba chillando en la oscuridad exterior.
    Payne se asomó al ventanillo que tenía a sus espaldas para mirar; no obstante, sólo se divisaba el foso, reflejando la propia orilla y el cielo. Pero el espectáculo invertido que ahora tenía delante no era el mismo. De la sombra de la orilla, que descendía sobre el agua, partían los dos oscuros trazos de los pies y piernas de alguien que se hallaba en ella. Por aquella estrecha abertura sólo era posible distinguir las dos piernas negras recortadas contra la mortecina y pálida luz de la puesta de sol. Pero el hecho, precisamente, de permanecer oculta la cabeza como si la escondieran las nubes, daba una nota tenebrosa al sonido que siguió; eran las palabras de un hombre clamando a voz en grito algo que no podían llegar ni a oír ni a comprender. Payne, que se había asomado a la ventana, dijo con la voz y el rostro demudados:
    — ¡Se tiene en pie de una manera muy rara!
    —Nada de eso, nada de eso —dijo Wood—; a veces las cosas aparecen así al ser reflejadas. Es el movimiento del agua el que te hace creerlo.
    — ¿Creer qué? —preguntó el clérigo con aspereza.
    —Creer que tiene la pierna izquierda torcida —dijo Wood.
    Payne había hecho de la ventana oval, en su imaginación, un espejo mítico; y le pareció ver en él otras imágenes inescrutables del destino. Junto a la figura, había algo que no llegaba a comprender: eran tres patas negras delgadas, visibles a contraluz, que parecían ser de una araña o pájaro monstruoso, inmóvil al lado del extranjero. Y se le ocurrió que había visto un trípode así en los oráculos paganos; al poco, desapareció la cosa misteriosa aquélla y las piernas del ser humano salieron del alcance de su vista.
    Al volverse, se encontró con el pálido rostro del mayordomo, que esperaba con ansiedad decir algo, enseñando su único diente.
    —Ha venido —dijo—. El vapor llegó de Australia al amanecer.
    Mientras salían de la biblioteca y entraban en el salón principal oyeron los pasos del recién llegado, que bajaba los peldaños arrastrando detrás de sí un pequeño y ligero aparato. Cuando Payne lo vio sonrió con alivio. El enigmático trípode no era más que el soporte de su máquina fotográfica, plegable y de fácil manejo; y el hombre que lo llevaba parecía desenvolverse según principios igualmente sólidos y normales. Vestía ropas austeras, pero descuidadas y propias de vacaciones; su camisa era de lana gris y el crujir de sus botas resonaba fuertemente en las habitaciones silenciosas. Cuando se acercó a saludar a sus nuevos amigos, su paso recordaba sólo vagamente una posible cojera. Pero Payne y sus amigos estaban pendientes del rostro del recién llegado y apenas podían apartar sus ojos de él.
    Era notorio que éste se sentía un poco sorprendido por la acogida que le dispensaban, pero los presentes jurarían que ni siquiera él mismo sabía a qué podía obedecer. La joven, que se suponía que estaba relacionada con él, era lo bastante bonita como para atraer su atención; se notaba que la presencia del extraño la turbaba. El anciano mayordomo se acercó tributándole un homenaje casi feudal, pero con el mismo recelo que si se tratara del espectro de la familia. El sacerdote continuaba observándole con rostro imperturbable y, tal vez por esta misma razón, más enervante. Sobre el rostro de Payne comenzaba a dibujarse una nueva apariencia de ironía. Había imaginado al extranjero como un demonio, y en realidad había resultado peor, ya que encarnaba un destino inconsciente: parecía caminar detrás del crimen con la monstruosa inocencia de Edipo. Se había acercado a la casa de sus antecesores lleno de un espíritu tan ciegamente abierto que le había permitido retratar su primera impresión del edificio; y, aun así, el trípode que soportaba la máquina fue tenido por el de una trágica pitonisa.
    Payne no tardó en despedirse y, al acercarse al australiano, vio con sorpresa algo en él que le hizo caer en la cuenta de que no era tan extraño a cuanto le rodeaba como había creído. En voz baja, y cautelosamente, el joven le dijo:
    —No se vaya... o vuelva usted pronto. Usted parece un ser humano. Para serle franco: este lugar me da miedo.
    Cuando Payne emergió de aquellas estancias casi subterráneas al aire del anochecer y a la fragancia del mar, tuvo la sensación de que acababa de salir del subsuelo de los sueños, donde las cosas se suceden en forma inquietante y a la vez irreal. La llegada del misterioso pariente había sido tan insatisfactoria como poco decisiva. El doble de la cara del retrato y la llegada del nuevo personaje lo atormentaban como un monstruo bicéfalo. Y todo, en realidad, no había sido un sueño: ni era aquel rostro, tal vez, lo que había percibido con mayor claridad.
    —¿No ha dicho usted —preguntó Payne al médico, mientras andaban por la playa adornada por vetas de sombra, bajo el oscuro mar— que aquel joven se halla ligado a Miss Darnaway por un convenio familiar o algo análogo? Me parece demasiado novelesco.
    —Pero esta vez la novela es histórica —contestó el médico—. Los Darnaway cerraron su órbita hace ya unos siglos, cuando se hacían las cosas de una manera que sólo leemos en las novelas. Sí, he llegado a comprender que existe una tradición familiar por la que todos los primos de segundo o tercer grado se casan entre sí cuando sus edades se lo permiten, con el fin de que la fortuna familiar no se desperdigue. Es una tradición completamente tonta, pues en este casarse entre sí podríamos ver los principios hereditarios de su decadencia.
    —Yo no me atrevería a decir que hayan ido degenerando todos —dijo Payne un poco molesto.
    —El joven, por lo menos, no lo parece —contestó el médico—, aunque sea cojo.
    — ¡El joven! —exclamó Payne, que se había enfadado de pronto sin razón aparente—. Pues si a usted le parece que la señorita joven tiene el aspecto un tanto podrido, le digo que me parece que tiene usted muy podrido el gusto.
    La cara del doctor se volvió hosca y amargada y dijo:
    —Creo que de eso sé algo más que usted.
    Dieron fin a su paseo en silencio, sintiendo en su fuero interno que habían sido muy irrazonablemente maleducados y que habían sido merecedores de la misma mala educación. Payne se quedó solo cavilando sobre la cuestión y su amigo Wood se quedó en la casa para terminar su trabajo con los cuadros.
    El joven Payne aprovechó la invitación del primo extranjero sin grandes miramientos, ya que quería tenerlo cerca para mirarlo. Y durante las tres semanas siguientes pudo contemplar ampliamente el interior de la casa Darnaway; aunque puedo anticipar ya desde este momento que no se dedicaba de lleno a animar al primo de las colonias. La melancolía de la señorita era algo más arraigado y que necesitaba seguramente de más optimismo; y él enseguida se ofreció a ayudarla. Su conciencia le reprochaba y le hacía ver su situación con dudas y molestias. Pasaron las semanas y nadie podía deducir del comportamiento del recién venido Darnaway si se consideraba comprometido por el antiguo pacto o no. Atravesaba como un lunático los pasillos oscuros y se paraba de vez en cuando a observar el siniestro retrato. Las sombras de aquella casa prisión empezaban a ceñirse a su alrededor, de manera que poco le quedaba de su seguridad australiana. Pero Payne no lograba saber nada de lo que más le interesaba. Procuró sincerarse una vez con su amigo Martin Wood, mientras éste andaba, como era su costumbre, colgando cuadros; pero ni siquiera pudo obtener de él mayor explicación.
    —Me parece que no puedes hacerte a la idea de este matrimonio —le dijo Wood secamente.
    —Claro que, si hay compromiso, no voy a meterme en medio —contestó el amigo—; pero, ¿lo hay? Yo no le he dicho palabra a ella, naturalmente, pero a juzgar por las suyas me ha parecido ver que no se sentía muy comprometida, aunque pudieran pensar que lo estaba. Tampoco él lo ha afirmado, ni ha llegado a insinuar que debiera hacerlo, y me parece que todos estos tomas y dacas son muy injustos para todo el mundo.
    —Especialmente para ti —profirió Wood algo huraño—, pero si quieres te diré que me parece que el hombre anda algo asustado.
    — ¿Qué motivo puede tener? ¿El temor, acaso, de ser despreciado? —preguntó Payne.
    —No, antes al contrario —contestó el otro—. No me hagas decir disparates... No a la mujer, naturalmente: a lo que teme es al retrato.
    — ¡Que le da miedo el cuadro! —repitió Payne.
    —Por lo menos tiene miedo del destino fatal —dijo Wood—. ¿No recuerdas la leyenda sobre el destino que recaería sobre él y sobre ella?
    —Sí, pero no es posible que el destino de los Darnaway triunfe en cualquiera de los dos casos. Me dices, primero, que no podré colmar mis ansias a causa del pacto y luego que el pacto no podrá llegar a realizarse a causa de la maldición. Y si ésta es lo bastante poderosa para destruir el pacto, ¿por qué ha de ligarse ella a dicho compromiso? Si tienen miedo de casarse uno con otro, están libres de hacerlo con quien les dé la gana, y de esta manera acabaría de una vez para siempre el enredo. ¿Por qué he de sufrir yo las consecuencias del cumplimiento de algo que ellos están lejos de cumplir? Tus opiniones me parecen absurdas.
    —Esto es un lío —dijo Wood enfadado, mientras se desahogaba picando un marco.
    Una mañana, cuando menos lo esperaba, el nuevo heredero rompió su largo y desconcertante silencio. Lo hizo de una manera algo rara y brusca, como era su costumbre, pero con el deseo inequívoco de hacer lo que debía. Pidió consejo, pero no de esta o aquella persona, como Payne había hecho, sino del grupo. Cuando se decidió a hablar lo hizo como cuando un hombre de estado se despide para ir de vacaciones al campo. Él lo llamó una aclaración. Gracias a Dios, la joven dama no se hallaba presente y Payne tembló al pensar lo que ella sentía. El australiano era muy sincero y pensó que lo natural era pedir ayuda e información, reuniendo un pequeño consejo de familia ante el que puso las cartas sobre la mesa. La imagen adquiriría mayor relieve si dijésemos que arrojó las cartas; pues lo hizo con actitud desesperada, como el que ha sido molestado día y noche por la inminente solución de un problema. Durante aquel corto lapso de tiempo, las sombras del espacio ventilado únicamente por bajas ventanas y los suelos hundidos lo habían desfigurado considerablemente y le habían aumentado el parecido que anidaba tenaz en su memoria.
    Los cinco hombres, incluyendo al doctor, estaban sentados alrededor de una mesa redonda; y Payne se había puesto a pensar que el color claro de su traje deportivo y su cabello rojo eran los únicos tonos brillantes existentes en la habitación, puesto que el sacerdote y el mayordomo iban de negro; Wood y Darnaway acostumbraban a vestirse de color gris oscuro, que con la oscuridad parecía negro. Pensó que el joven australiano podía haber notado tal excepción cuando días atrás lo calificó de ser humano. En aquel momento se ponía a hablar y, a los pocos segundos, el atónito artista se dio cuenta de que estaba hablando sobre la cosa más extraña y horrible que en el mundo existía.
    —Díganme, ¿hay algo de verdad en estas suposiciones? —estaba preguntando—. Es esto lo que me he venido repitiendo casi hasta el punto de enloquecer.
    Jamás hubiera creído que podía detenerme en pensar tales cosas; y, con todo, no paro de pensar en el retrato, en la leyenda y en las coincidencias, o como se llamen, y me entran escalofríos. Díganme, ¿hay algo de verdad en ello? ¿Existe ese sino de los Darnaway o es sólo una maldita coincidencia? ¿Tengo derecho a casarme o, haciéndolo, haré caer del Cielo algo muy grave y horrendo, acerca de lo que nada sé, sobre mí y sobre otra persona?
    Sus ojos saltones iban de un lado a otro de los circunstantes y acabaron posándose sobre la cara vulgar del sacerdote a quien parecía dirigirse en especial.
    El sentido práctico de Payne estaba en contra de que un juez tan supersticioso fuera a sentenciar un problema supersticioso. Y, sentado al lado de Darnaway, antes de que el clérigo pudiera expresar su opinión, dijo:
    —Admito el hecho de que las consecuencias sean realmente peculiares —dijo en tono que quería parecer alegre—, pero no debemos... —y se paró como fulminado por un rayo. Darnaway, al oírle hablar, volvió vivamente la cabeza por encima de su hombro y, al hacerlo, su ceja izquierda se enarcó formando una curva más pronunciada que la otra, de forma que se le apareció la misma cara del retrato con una exageradísima semblanza espectral. El resto de los asistentes también la vieron y todos se conmovieron profundamente al creer que habían comprendido de pronto. El anciano mayordomo aventuró con un horrible gruñido:
    —No vale la pena molestarse más. Estamos tratando de una cosa demasiado terrible.
    —Eso es —asintió el sacerdote en voz baja—; estamos dilucidando un asunto terrible, la cosa más terrible que conozco, y su nombre es necedad.
    — ¿Qué ha dicho usted? —preguntó Darnaway mirándole a los ojos.
    —He dicho necedad —repitió el sacerdote—. Hasta ahora no he querido hacer ninguna afirmación concreta, puesto que no era asunto que me concerniera; estaba de sustituto, por una temporada, aquí, en la vecindad, y Miss Darnaway me hizo llamar. Ahora, ya que usted me pregunta de una manera directa y haciéndome servir de blanco, voy a declararle por qué la solución es sumamente sencilla. Queda fuera de duda que no existe semejante maldición que le prive a usted de casarse con quien tenga usted razones suficientes para hacerlo. No hay ningún hombre que esté sujeto a caer en el más leve de los pecados veniales, y ni que decir tiene en crímenes tales como el suicidio y el homicidio. Comprenda usted que por el mero hecho de ser su nombre Darnaway no va a venir obligado a cometer ningún acto perverso contra su voluntad, ni más ni menos que lo estoy yo por ser mi nombre Brown. El sino de los Brown —añadió con sorna—. El encantamiento de los Brown, sonaría mejor.
    — ¿Y usted precisamente —dijo el australiano embobado— me dice que considere el asunto de esta forma?
    —Yo le digo que piense en otras cosas —dijo el sacerdote con desenfado—. ¿Qué hay del naciente arte de la fotografía? ¿Cómo está su máquina? Ya sé que estas habitaciones son un poco oscuras, pero el desvencijado piso de arriba podría convertirse con facilidad en un magnífico estudio fotográfico. Unos pocos trabajadores le podrían poner un techo de cristal en un periquete.
    —En mi opinión, debería ser usted el último de la tierra que comerciara de tal manera con esos bellísimos arcos góticos, lo mejor que su religión ha hecho en este mundo —dijo Martin Wood sofocado—; creí que había en usted algún sentimiento artístico y no veo por qué razón se le ha metido a usted en la cabeza eso de la fotografía.
    —Ni más ni menos que porque tengo metida en la cabeza la luz del sol —contestó el padre Brown— y especialmente en este tenebroso asunto; la fotografía tiene por lo menos la virtud de depender de la luz solar y si cree usted que yo no sería capaz de reducir a polvo finísimo todos los arcos góticos del mundo por salvar el alma de un solo hombre, sabe usted mucho menos de mi religión de lo que cree.
    El joven australiano se puso en pie de un salto, como hombre rejuvenecido.
    — ¡Caray! ¡Ésa sí es manera de hablar! —dijo—. Aunque nunca hubiera creído que saliera de la boca de un sacerdote. Le diré lo que voy a hacer, reverendo señor: voy a hacer una cosa que le hará comprender que, a pesar de todo, no he perdido el humor.
    El viejo mayordomo continuaba mirándolo con absoluta fijeza, como si presintiera algo de desequilibrio en lo que el joven iba a decir:
    — ¡Oh! —exclamó—. ¿Qué es lo que va a hacer ahora?
    —Voy a fotografiar el retrato —dijo Darnaway.
    No había transcurrido aún una semana cuando la tormenta pareció arreciar de nuevo, oscureciendo el sol de vitalidad que el clérigo había predicado en vano y sumiendo al caserón otra vez en las tinieblas del destino de los Darnaway. Se había levantado con facilidad el nuevo estudio y su interior se parecía a cualquier otro estudio, vacío, excepción hecha de la blanca luz que lo inundaba. Al que llegaba de las ensombrecidas habitaciones le sugería de la manera más natural la idea de adentrarse en una nueva claridad tan cegadora como el futuro. Y siguiendo las instrucciones de Wood, que conocía bien el castillo y que además había dejado a un lado sus preocupaciones estéticas, hicieron de una pequeña habitación que estaba intacta, entre las ruinas del primer piso, una habitación oscura a la que iba Darnaway a trabajar bajo una lámpara roja. Wood había dicho que esa lámpara roja le había reconciliado con el espíritu de lo vándalo, ya que aquella rojiza oscuridad resultaba tan romántica como el antro de un alquimista. En el día elegido para reproducir el misterioso retrato, Darnaway se había levantado con el alba. Lo mandó subir de la biblioteca por la única escalera, de caracol, que unía los dos pisos. Lo colocó en un caballete bajo la plena luz del sol y frente a aquél colocó su trípode con la máquina. Dijo que tenía verdadero interés por mandárselo a un gran anticuario que quería estudiar las antigüedades de la casa, aunque todos sabían que era sólo un pretexto que encubría pensamientos más recónditos. Si no un desafío entre Darnaway y el diabólico lienzo, era por lo menos un duelo entre Darnaway y sus propias dudas. Quería enfrentar la luz del retrato con aquella tenebrosa obra muestra de la pintura e intentar que el sol del nuevo arte desvaneciera para siempre las tinieblas del antiguo.
    A esta razón achacaron el que prefiriera hacerlo a solas, aunque algunos de los detalles parecían tomarle más del tiempo debido. De todas maneras, logró sacudirse a los pocos que visitaron su estudio en el día del experimento y que lo hallaron enfocando y atareado, con un comportamiento impenetrable y que no daba lugar a la compañía. El mayordomo le dejó la comida en una bandeja, porque había rehusado bajar. Volvió el viejo a subir unas horas después y encontró la comida intacta. No obstante, cuando se la trajo, sólo había recibido un gruñido por gracias. Payne subió también para ver cómo proseguía el trabajo, pero viendo que el fotógrafo era totalmente refractario a conversar, bajó de nuevo. El padre Brown subió con un pretexto más directo: para llevar a Darnaway una carta del anticuario a quien quería mandar la fotografía, pero volvió dejando la carta en una bandeja y quedándose para sí lo que pensaba de aquella gran habitación de cristales, llena de luz, y sancta sanctorum de un maniático, mundo aquel del cual él mismo se sentía creador. Tuvo razón suficiente para recordar pronto que él había sido el último en bajar por la solitaria escalera que unía los pisos, dejando un hombre solo y una habitación vacía tras de sí. Los demás se hallaban en el salón que conducía a la biblioteca, sentados bajo el gran reloj negro de caoba negra que parecía un ataúd gigantesco.
    — ¿Cómo seguía Darnaway —dijo Payne— cuando usted le dejó?
    El sacerdote se pasó una mano por la frente y dijo:
    —No vayan a creer ustedes que me vuelvo maniático —dijo con sonrisa tristona—. Parece como si la luz de aquella habitación me hubiese atontado, de manera que no me fue posible ver las cosas bien. Pero francamente, he sentido como una inspiración de que había algo muy desagradable en la manera en que Darnaway estaba ante la máquina.
    —Eso es la cojera —dijo Barnet servicial—, lo sabemos todos.
    — ¿Lo sabe usted? —dijo Payne, bajando la voz—. Y, sin embargo, yo pienso que no lo sabemos todo y acaso no sepamos nada. ¿Qué le sucede a su pierna? ¿Qué le sucedía a la pierna de su antepasado?
    —Algo de eso se explica en aquel libro que estaba leyendo, allí en los archivos familiares —dijo Wood—. Voy a traerlo —y pasó al otro aposento.
    —Me atrevería a pensar —dijo el padre Brown— que Mr. Payne debe tener alguna razón para preguntarlo,
    —Y yo por mi parte puedo decírselo ya, de una vez —dijo Payne casi con un murmullo—. La razón es perfectamente asequible. Un hombre venido de cualquier parte del mundo podría haberse disfrazado como el retrato. ¿Qué sabemos de Darnaway? Está comportándose de una manera muy extraña.
    Todos, menos el sacerdote, que parecía tomárselo con mucha calma, lo miraban fascinados.
    —Tengo entendido que el viejo retrato no ha sido fotografiado nunca —dijo— y por eso quiere hacerlo. No me parece nada raro.
    —Es, en verdad, una cosa muy normal —dijo Wood, que acababa de llegar sonriente, con el libro en la mano. Y mientras hablaba, el mecanismo del enorme reloj que estaba a sus espaldas empezó a lanzar a través de la habitación agudas campanadas. Fueron siete.
    Con la última se sintió un golpe en el piso superior que resonó por la casa como un trueno; y el padre Brown había subido ya dos peldaños de la escalera de caracol cuando cesó el estrépito.
    — ¡Dios mío! —exclamó Payne, involuntariamente—. ¡Pero si está allí solo!
    —Sí —dijo el padre Brown, sin volverse, desapareciendo escaleras arriba—. Vamos a encontrarle solo.
    Cuando los demás, recobrados de su primer asombro, le siguieron sin vacilación por los peldaños de piedra y buscaron a tientas su camino hacia el estudio, fue cierto que lo hallaron solo: lo hallaron hecho un ovillo junto al trípode de su máquina fotográfica, que también se había venido a tierra, con sus tres patas abiertas grotescamente en direcciones contrarias; Darnaway, el propio Darnaway, había caído sobre ella con una pierna negra y retorcida, estirada sobre el suelo, señalando al cuarto ángulo de la habitación. En conjunto, parecía como si se hubiese liado en lucha desigual contra una enorme y horripilante araña. Les bastó poco menos que una mirada y poner la mano encima de él para comprobar que estaba muerto. Sólo el retrato seguía intacto sobre el caballete y uno podía llegar a figurarse que los ojos brillaban sonrientes.
    Una hora después, el padre Brown, ayudando a calmar la confusión que se había apoderado de la casa, dio con el viejo mayordomo que murmuraba casi tan mecánicamente como había sonado el reloj en la hora fatal. Sin llegar a oírle con precisión, pudo adivinar que estaba musitando:
    Volveré con el séptimo heredero y partiré con el toque postrero de las siete.
    Cuando iba a decir algo amable, el viejo pareció despertar y se mostró enfadadísimo; sus cuchicheos se cambiaron en un grito feroz:
    — ¡Usted —gritó—, usted y su luz solar! ¡Ahora, ni usted mismo podrá negar que hay un sino sobre los Darnaway!
    —Mi opinión sigue en pie —dijo el padre Brown.
    Tras de una pausa, añadió:
    —Espero que cumplirá la última voluntad del pobre Darnaway y cuidará de que aquel retrato sea mandado a su destino.
    — ¡El retrato! —dijo el doctor vivamente— ¿De qué va a servir? Por cierto que es bastante curioso, pero no hay fotografía; parece que, después de andar ocupado todo el día en los preparativos, no llegó a hacerla.
    El padre Brown se volvió y dijo con severidad:
    —Entonces, tómenla ustedes mismos. El pobre Darnaway estaba en lo cierto: es de la mayor importancia que la fotografía llegue a realizarse.
    Todos los reunidos, el médico, el sacerdote y los dos artistas salieron, uno tras otro, en negra y desalentada procesión, a través de las pardas y amarillas arenas, silenciosos de momento, como si algo les hubiera aturdido. Y en realidad se había dado algo muy semejante al chasquido del trueno en un cielo azul, al cumplirse plenamente la olvidada superstición, en el preciso instante en que más olvidada la tenían: mientras que el doctor y el sacerdote habían llenado sus cabezas de racionalismo, de la misma manera que el fotógrafo había llenado sus habitaciones con sol. Y podían ser ellos los racionalistas que pretendieran, pero era evidente que el séptimo heredero había vuelto a plena luz solar y, bajo la misma claridad, a la hora séptima, había sucumbido.
    —Me temo que todo el mundo va a creer en la superstición de los Darnaway —dijo Martin Wood.
    —Yo sé de uno que no —-dijo el doctor, contundente—. ¿Por qué he de creer en esta superstición porque haya alguien que quiera suicidarse?
    — ¿Luego usted sospecha que el pobre Darnaway se suicidó? —preguntó el sacerdote.
    —Estoy seguro de ello —contestó el médico.
    —Es posible —asintió el otro.
    —Él, como sabemos, se hallaba solo y tenía un almacén de veneno en su habitación. Por lo demás es cosa muy propia de los Darnaway.
    —No vaya a decirme que cree en el cumplimiento de la maldición familiar.
    —Sí —dijo el doctor—; creo por lo menos en un sino, y es en la constitución física de la familia. Ya le he dicho otras veces que era algo hereditario y que todos ellos estaban medio locos. Si detenéis la expansión de vuestro linaje y hacéis que sólo crezca por fecundación de sus propios miembros, la familia degenerará mal que os pese. Las leyes de la herencia no pueden ser eludidas, ni la verdad de la ciencia negada. Las mentes de los Darnaway se derrumbaban como sus marchitas vigas y piernas, corroídas por el mar y el salitre del aire. ¡Suicidio...! Naturalmente que cometió suicidio; me atrevo a decir que todos cometerían suicidio. Y quién sabe si no es lo mejor que puedan hacer.
    Mientras hablaba el científico, se dibujó con inusitada claridad en la mente de Payne el rostro de la hija de los Darnaway, un trágico antifaz pálido sobre una inconmensurable negrura, pero, en sí, de una cegadora belleza más que mortal. Abrió la boca en ademán de hablar, pero parecían faltarle las palabras.
    —Ya comprendo —dijo el padre Brown al médico—, así, usted, al fin y al cabo, cree en la superstición.
    — ¡Qué significa esto...! ¿Creer yo en supersticiones? Yo creo en el suicidio, por necesidad científica.
    —Bien —dijo el sacerdote—, no veo la más mínima diferencia entre su científica superstición y la otra superstición fantástica. Ambas parecen estribar en hacer de los hombres unos paralíticos que no son capaces de mover sus propias piernas ni brazos, ni de salvar sus propias vidas o almas. La leyenda indicaba que el destino de los Darnaway era morir asesinados, y el texto
    científico nos dice que su destino es matarse. Tanto en un caso como en otro están esclavizados.
    —Pero, ¿no dijo usted mismo que miraba todas estas cosas desde el punto de vista racional? —dijo el doctor Barnet—. ¿Es que no cree usted en las leyes de la herencia?
    —Ya he dicho que creo en la luz del día —contestó el sacerdote en voz alta y perceptible— y no quiero pararme en escoger entre dos túneles de superstición subterránea, que acaba en la oscuridad. Y la prueba es ésta: que todos ustedes están completamente a oscuras respecto de lo que allí sucedió.
    — ¿Lo del suicidio? —preguntó Payne.
    —Lo del asesinato, afirmo yo —dijo el padre Brown y, aunque sólo había levantado un poco la voz, pareció llenar por completo el espacio—. Ha sido un asesinato y siempre será ésta una cosa que Dios dejó a la libre voluntad del hombre.
    Lo que los demás contestaron ha permanecido para siempre ignorado por Payne; pues la palabra había ejercido en él un efecto decisivo, conmoviéndolo como el toque de una trompeta y clavándolo en su lugar; por ello dejó que los demás prosiguieran su camino mientras él quedaba solo en medio de la llanura arenosa; sintió fluir la sangre por sus venas y aquella sensación que se conoce vulgarmente con la expresión «ponerse los pelos de punta»; y, a pesar de todo, sentía una nueva y sobrenatural felicidad. Un proceso psicológico demasiado rápido y complicado para poderse seguir le había llevado a una conclusión imposible de analizar, pero que le llenaba de una agradabilísima sensación de gozo.
    Al cabo de unos momentos de permanecer en aquella actitud, se volvió para desandar lo andado, hacia la casa de los Darnaway.
    Cruzó el foso con un paso tan firme que hizo temblar el puente, descendió por la escalera y atravesó las vastas habitaciones con andar decidido, hasta encontrarse ante Adelaide Darnaway que, enmarcada por el halo de luz de la ventana oval, semejaba un santo abandonado al olvido en la tierra de perdición. Levantó la cabeza, y la sorpresa que se dibujó en su rostro la hizo aparecer aún más maravillosa.
    — ¿Qué sucede? —dijo ella—. ¿Por qué ha vuelto?
    —He venido por la bella durmiente —dijo en tono grave en el que se mezclaba la risa—; este caserón hace tiempo que se durmió, como expresó el médico, pero es una necedad que usted pretenda ser tan vieja. Salga a la luz del día y escuche la voz de la verdad. Llevo conmigo una palabra que es terrible, pero que tiene el poder de romper su cautiverio.
    Ella no entendió ni palabra, pero algo hubo que la movió a levantarse y dejarse llevar por él a través de los amplios salones y la escalera, hasta llegar donde se extendía el cielo vespertino. Las ruinas de un jardín muerto se prolongaban hasta el mar y una vieja fuente con la figura de un tritón, verde por el moho, permanecía inalterable sin arrojar nada al vacío surtidor a través de su seco conducto nasal. Repetidas veces, al pasar, había visto aquella figura recortada contra el cielo vespertino y le había parecido que para más de un caso era símbolo de los reveses de la fortuna. Sin duda, dentro de poco esas vacías fuentes las llenarían con el agua verde pálida y amarga del mar y las flores serían ahogadas y estrujadas por las algas marinas. De semejante manera, se había dicho, la hija de los Darnaway podía unirse en matrimonio, pero en ese caso lo haría con la muerte y con un destino tan sordo e implacable como el océano. Por el contrario, ahora puso su mano sobre el tritón de bronce y, al hacerlo, le pareció la de un gigante, y tal era la fuerza con que lo sacudía que semejaba quererlo destronar, como si se tratara de un ídolo o del dios del mal del jardín.
    — ¿Qué es lo que va a decirme? —preguntó ella sin inmutarse—. ¿Cuál es esa palabra que tendrá el poder de liberarnos?
    —La palabra es homicidio —dijo—, y la libertad que trae es tan nueva y fresca como las flores de la primavera. No, yo no he asesinado a nadie. Pero el hecho de que alguien pueda ser asesinado es en sí una buena noticia, después de los malos sueños que has vivido. ¿No comprendes? En aquel ensueño que era tu vida, todo lo que te sucedía partía de tu interior. La suerte de los Darnaway estaba concentrada en ellos mismos e iba desplegándose como una monstruosa flor. Ni un lance feliz podía liberaros. Todo era inevitable, tanto si era Vine con sus comadreos como Barnet con sus teorías sobre la herencia; pero ese hombre que acaba de morir no ha sido víctima de ningún sortilegio, ni de ninguna locura heredada. Fue asesinado; y para nosotros no ha de ser más que un homicidio, un simple hecho; sí, requiescat in pace, para nosotros resulta un incidente afortunado. Es un rayo de luz porque procede del exterior.
    Entonces, ella sonrió.
    —Sí, me parece comprenderlo; me pareces un loco, pero lo comprendo. Sin embargo, ¿quién le asesinó?
    —No sé —contestó Payne con indiferencia—. Me parece que el padre Brown lo sabe. Y, como él dice, el homicidio, por lo menos, es un acto de voluntad, y por ello tan libre como este viento que sopla del mar.
    —El padre Brown es una persona magnífica —dijo ella después de un corto silencio—; ha sido el único ser que ha alegrado mi existencia hasta que...
    — ¡Cómo! ¿Qué vas a decir? —preguntó Payne, abalanzándose hacia ella con ímpetu y apartando el monstruo de bronce hasta hacerlo bambolearse.
    —Pues, hasta que tú viniste —dijo ella volviendo a sonreír.
    De semejante manera despertó aquel palacio durmiente, el proceso de cuyo desarrollo no atañe al presente relato, aunque gran parte de él se desarrollara antes de caer la oscuridad sobre la orilla del mar. Cuando Harry Payne regresó a su casa, atravesando aquella oscura franja de arena que recorría otras veces con ánimo distinto, se sentía en el punto álgido de la felicidad que nos es dado alcanzar en nuestra vida mortal y el rojo mar de sus venas llegaba al momento culminante de su marea. Podía imaginarse sin dificultad todo aquel paraje revestido de nuevas galas, al tritón de bronce brillando como un dios de oro y la fuente chorreando agua o vino. Toda aquella luminosidad y vida se habían desplegado para él al conjuro de la sola palabra —homicidio—, y esta palabra continuaba siendo algo que no entendía. La había tomado sin desconfianza y no había andado equivocado; pues era una de esas personas que posee un olfato finísimo para distinguir el aspecto de la verdad.
    Transcurrido algo más de un mes, regresó Payne a su casa de Londres, donde se procuró una entrevista con el padre Brown, a la que llevó consigo la fotografía que le había pedido. Su noviazgo seguía floreciendo cuanto era posible a la sombra de aquella tragedia y, debido a ello, dicha sombra le agobiaba más; porque resultaba difícil convencerse de que no existía otra cosa que un mal agüero familiar. Había estado ocupado en diversos quehaceres y en tanto que no había vuelto todo a su fría rutina y no se había colocado de nuevo el retrato en la biblioteca, no le resultó posible hallar el momento de fotografiarlo valiéndose de la luz del magnesio. Antes de mandarlo al anticuario, como se había determinado en principio, lo llevó al sacerdote que tanto interés había mostrado.
    —No puedo comprender su actitud en este asunto, padre Brown —dijo—. Usted se comporta como si ya hubiese resuelto de alguna forma el problema.
    El sacerdote movió la cabeza tristemente y contestó:
    —Nada de eso; debo de ser muy estúpido, pero estoy completamente a oscuras; a oscuras sobre el punto más esencial. Es un asunto extraordinariamente raro, sencillo hasta cierto punto, y a partir de éste... ¡Permítame echar un vistazo a la fotografía, por favor!
    La acercó a sus ojos miopes y entornados y acabó por pedir una lupa.
    Payne se la dio y el sacerdote estuvo observando el retrato con atención durante largo tiempo, al cabo del cual exclamó:
    — ¡Veamos el título de aquel libro que está en el extremo de la estantería, al lado mismo del marco del retrato! Es la historia del papa Juan. Ahora bien, me extraña. Sí. Y el que está encima dice no sé qué de Islandia. ¡Cielos! ¡Qué manera tan inesperada de obtener la solución! ¡Qué necio y bobo fui en no darme cuenta de ello durante mi estancia en la casa!
    —Pero, ¿qué es lo que ha descubierto? —preguntó Payne con impaciencia.
    —El último eslabón —dijo el padre Brown—, y tengo ya el carro fuera del pedregal. Me parece haber dado con la explicación de cómo se ha desarrollado esta triste historia desde el principio hasta el fin.
    — ¿Pero cómo? —insistió el otro.
    —Pues —dijo el clérigo con una sonrisa— la librería de los Darnaway contenía libros sobre el papa Juan e Islandia, por no mencionar este otro que aquí veo sobre La religión de Federico.
    Pero observando que Payne se sentía molesto, la sonrisa desapareció de su rostro y prosiguió con mayor seriedad.
    —Por cierto, este último eslabón, aunque sea el que remata el asunto, no es el principal. Hay en el caso detalles mucho más importantes que el mencionado. Uno de ellos es de evidencia poco común. Permítame que comience por comunicarle algo que estoy seguro que no dejará de causarle sorpresa. El joven Darnaway no murió a las siete de la tarde. En aquella hora hacía ya un día entero que había muerto.
    —Decir sorpresa es poco —replicó Payne, ceñudo—; usted y yo le vimos andar durante el día.
    —No, no le vimos —repuso el padre Brown—; creemos que le vimos, o, mejor, pensamos haberle visto atareado, enfocando la máquina. ¿No tenía la cabeza bajo el trapo negro cuando usted pasó? Así estaba cuando yo le vi. Y por eso noté algo peculiar en la habitación y en su persona. No era que la pierna estuviera torcida, sino todo lo contrario, esto es, que en realidad la pierna no estaba torcida. Iba vestido con las mismas ropas negras; pero si usted mira a una persona y en su lugar hay otra que quiere hacerse pasar por aquélla, siempre notará algo raro en su posición violenta.
    — ¿Cree usted —dijo Payne con un ligero escalofrío— que era algún extraño?
    —Era el asesino —dijo el padre Brown—. Había matado a Darnaway muy de mañana y lo había escondido en el cuarto oscuro... Era un escondite excelente, pues casi nunca entra nadie en él y, si lo hace, poca cosa puede ver. Y lo dejó caer al suelo a las siete, para que todo pareciera realizarse según la letra de la leyenda.
    —Sigo sin comprenderlo —dijo Payne—. ¿Por qué no lo mató a las siete en lugar de estar catorce horas suplantando al muerto?
    —Permítame que le haga a mi vez otra pregunta: ¿por qué no se tomó la fotografía? Pues porque el asesino cuidó de matarlo antes de que pudiera hacerlo. Era para él esencial que el retrato no llegase a manos del anticuario especializado en los tesoros de los Darnaway.
    El sacerdote hizo una breve pausa y luego continuó:
    — ¿Ve usted qué sencillo es? Precisamente usted se dio cuenta de un punto importantísimo; pero es mucho más sencillo de lo que usted imaginaba. Usted nos dijo que un hombre podía disfrazarse de tal manera que llegase a parecerse a una pintura. ¿Y no es mucho más sencillo que un retrato se parezca a un hombre determinado? Hablando francamente, queda demostrado que no existió la maldición. No había tal retrato antiguo, ni leyenda, ni la versión popular de un hombre que había causado la muerte de su esposa. Pero sí es verdad que había un hombre muy listo y malvado que deseaba causar la muerte de otro para robarle a su prometida.
    El sacerdote miró a Payne con una sonrisa un poco forzada, pero encaminada a darle ánimos.
    —Supongo que debe de imaginarse que me refiero a usted —dijo—, pero no era usted la única persona que rondaba la casa con miras sentimentales. Usted conoce al hombre o, mejor dicho, creía conocerlo. Pero hay dobleces en el alma de Martin Wood, artista y anticuario, que ninguno de sus conocidos en el arte podía adivinar fácilmente. Recuerde usted que le pidieron que criticase y catalogase las pinturas, lo que en jerga aristocrática no significa otra cosa que enumerar a los Darnaway los tesoros artísticos que poseían. No iban a mostrarse sorprendidos al ver que eran dueños de cosas de las que antes no se habían dado cuenta. Debía ejecutarse a la perfección y así fue, y no anduvo equivocado al decir que, de no haber sido Holbein, alguien, por lo menos tan ingenioso como él, había sido su autor.
    —Estoy completamente confundido —dijo Payne—, pero queda todavía una docena de cosas que no veo con claridad. ¿Cómo se había familiarizado con el parecido del joven Darnaway? ¿Cómo llegó a matarlo? Los médicos andan muy preocupados acerca de este punto.
    —Yo mismo vi una fotografía que el australiano le había enviado a la señorita poco antes de llegar —dijo el padre—. Y hubo muchas maneras de llegar a conocer detalles del nuevo heredero. El que nosotros ignoremos tales detalles no es óbice para que otro llegara a saberlos. Recuerde usted que era Wood quien acostumbraba a ayudarle en el cuarto oscuro, que me parece un lugar ideal para pinchar a un hombre con un alfiler envenenado, teniendo tantos venenos a mano. No, estos hechos no ofrecen dificultades. La dificultad que yo no acertaba a resolver fue cómo podía Wood estar en dos sitios a la vez. ¿Cómo podía sacar el cuerpo del cuarto oscuro y aguantarlo contra el trípode para que cayera al cabo de unos segundos sin bajar las escaleras y mientras se hallaba en la biblioteca buscando un libro? Y fui tan bobo que nunca me dio por ir a mirar los libros que había en la biblioteca; y sólo por esta fotografía, y por una inmerecida suerte, he visto una cosa tan sencilla como este título del papa Juan.
    —Pues se ha guardado el mejor acertijo para el final —dijo Payne ceñudo—. ¿Qué tiene que ver el papa Juan con todo esto?
    —No olvide el libro sobre no sé qué de Islandia —le advirtió el clérigo—, o la religión de una persona llamada Federico. Lo que queda por preguntar es qué clase de hombre era el difunto Lord Darnaway.
    — ¿Ah, sí? —observó Payne fastidiado.
    —Era, a juzgar por los indicios, un excéntrico cultivado y humorista —prosiguió el padre Brown—, y siendo como era un hombre de letras sabía perfectamente que no existió el tal papa Juan. Siendo además un humorista, podía haber imaginado un título como Las serpientes de Islandia u otra cosa inexistente. Y me atrevo a terminar de construir el tercer título: La religión de Federico el Grande, que tampoco ha existido jamás. Ahora bien: ¿no le parece que eran precisamente los títulos adecuados para grabar sobre los lomos de libros inexistentes y otros libros, colocados en una estantería que no era tal?
    — ¡Ah! —exclamó Payne—, ahora lo veo claro. Había una escalera secreta que...
    —Que conducía a la estancia que Wood mismo seleccionó para cuarto oscuro —dijo el sacerdote, asintiendo—. Lo siento. No puedo evitarlo. Es terriblemente trivial y estúpido; tan estúpido como he sido yo en este caso de tan deliciosa trivialidad.
    »Sin embargo, estábamos tan imbuidos de una vieja y enmohecida leyenda de aristocracia arruinada y de la caída de una casa que era demasiado llegar a suponer que podríamos escapar de un pasillo secreto. Era el escondite del sacerdote, y merezco que se me deje en él.


    EL ESPECTRO DE GIDEON WISE

    El padre Brown consideraba este caso uno de los más típicos para ilustrar una teoría de la coartada; la teoría que sostiene, en contra del ave mitológica irlandesa, que es imposible para un ser hallarse, a la vez, en dos sitios distintos. Para comenzar, sentaremos que James Byrne, un periodista irlandés, era acaso lo que mejor puede compararse con el mítico pájaro. Se encontró lo más cerca posible de estar en dos sitios a un tiempo, y estos dos sitios eran los más opuestos del mundo político y social, en el reducido espacio de veinte minutos. El primero de ellos constituían los salones fastuosos de un gran hotel, punto de reunión de tres magnates de los negocios, decididos a cerrar unas minas de carbón bajo la apariencias de una huelga; el segundo de los curiosos lugares era una taberna con fachada de frutería, donde se congregaban el subterráneo triunvirato de quienes se habrían regocijado en dar al cierre la forma de huelga y a la huelga la forma de revolución. El reportero pasaba de un conciliábulo a otro, de los tres millonarios a los tres bolcheviques, con la inmunidad de un heraldo moderno o de un nuevo emperador.
    Encontró a los tres magnates mineros ocultos por una selva de plantas en flor y un verdadero bosque de columnas estriadas y floridas de yeso dorado; jaulas, también doradas, pendían de las pintadas cúpulas entre la altísima fronda de las palmas y en ellas había pájaros de abigarrados colores y variadísimos timbres de voz. Jamás pájaro alguno cantó en el desierto con menos auditorio para su melodía, ni flor alguna desperdició su perfume en la estepa de lo que las flores de aquellas altísimas plantas desprendieron en vano el suyo sobre aquellos agudos y desalentados hombres de negocios, americanos en su mayoría, que conversaban e iban de acá para allá en el vasto ámbito de los salones. Y allí, entre el despilfarro de decoración rococó a la que jamás se dirigía la mirada, entre el gorjeo de aquellas aves exóticas que nadie escuchaba, entre el esplendor de la más fastuosa tapicería y un laberinto de lujosa arquitectura, se sentaban los tres hombres comentando que el éxito depende del pensamiento, rapidez, vigilancia de la economía y dominio de sí mismo. Uno de ellos no hablaba tanto como los demás, pero les observaba con sus brillantes ojos inmóviles, que parecían unidos por sus quevedos, mientras su persistente sonrisa, bajo sus estrechos bigotes negros, estaba muy cerca de reflejar un desprecio permanente. Éste era el famoso James R Stein, que no hablaba sino cuando tenía algo que decir. Pero su compañero, el viejo Gallup, de Pennsilvania, un hombre alto y grueso, con pelo cano y rostro de boxeador, hablaba sin cesar. Se sentía lleno de un humor jovial y estaba medio burlándose, medio atormentando al tercer millonario, Gideon Wise, un hombre duro, seco, un pajarraco anguloso, un tipo de esos que sus compatriotas comparan con el nogal americano; llevaba una perilla tiesa encanecida, y sus maneras y ropas eran como las de cualquier campesino de las llanuras del centro. Entre Wise y Gallup había entablada una antigua discusión sobre las competencias y combinaciones. El viejo Wise se inclinaba aún por la manera de proceder del antiguo leñador; algo, en sus opiniones, se inclinaba a favor de los viejos principios individualistas; pertenecía a la escuela de Manchester y Gallup intentaba convencerle de que dejara la competencia a un lado y concentrara los recursos mundiales.
    —Tarde o temprano se verá usted obligado a reconocerlo, mi viejo amigo —estaba diciendo Gallup con viveza al entrar Byrne—. Ésta es la manera de andar ahora y no es posible ya volver al trabajo individualista. Es preciso recurrir al esfuerzo mancomunado.
    —Si me permiten expresar mi parecer —dijo Stein a su manera tranquila— diría que existe algo más importante que el que nos mantengamos comercialmente unidos. Lo que tenemos que hacer es unirnos desde el punto de vista político y por dicha razón he rogado a Mr. Byrne que venga a reunirse con nosotros hoy. Debemos combinar políticamente nuestras acciones por la sencillísima razón de que nuestros mayores y más peligrosos enemigos están ya unidos.
    —Estoy, desde luego, conforme en todo cuanto se refiere a la unidad política —gruñó Gideon Wise.
    —Aproxímese usted —indicó Stein al periodista—; ya sé que usted, Mr. Byrne, tiene acceso a la información de esos lugares curiosos y querría que nos hiciera usted un favor extra oficialmente. Usted sabe dónde se reúnen esos hombres; hay tan sólo dos o tres de ellos que pesan: John Elijah, James Halket, a cuyo cargo corre el discurso, y podría ser que también contase ese poeta llamado Horne.
    — ¡Cómo...! ¡Si ese Horne era amigo de Gideon! —dijo el alegre Gallup—. Solía ir a la catequesis de Wise.
    —En aquel entonces él era cristiano —repuso el viejo Gideon con solemnidad—, pero cuando alguien frecuenta el trato con ateos, no se sabe cómo va a acabar. Lo veo todavía, alguna que otra vez. Y no tuve inconveniente en ayudarlo durante la guerra para impedir su aislamiento y algunas cosas más, pero la cosa cambia de aspecto si empieza a relacionarse con los bolcheviques.
    —Perdonen ustedes —interrumpió Stein—. La cuestión es bastante importante, por lo que ruego me excusen de exponerla sin tardar a Mr. Byrne. Mr. Byrne, puedo decirle en tono confidencial que poseo información o, mejor dicho, pruebas que podrían retener a esos sujetos en prisión durante mucho tiempo; me refiero a materia de conspiraciones tramadas por ellos durante la pasada guerra. No tengo intención de hacer uso de dichas informaciones, pero deseo que vaya usted a verlos y les diga que estoy decidido a hacer uso de ellas mañana, si no cambian de actitud.
    —Bien —contestó Byrne—. Lo que usted me pide es que intervenga en el encubrimiento de un delito que podría también llamar chantaje. ¿No le parece a usted un poco arriesgado?
    —Creo que el peligro les amenaza a ellos —dijo Stein con evidente mal humor— y lo que yo quiero es que vaya usted a comunicárselo.
    —Bien, bien —dijo Byrne levantándose con una media sonrisa humorística—. Lo incluiré en mi programa de trabajo; pero si me ocurre algo le prevengo que intentaré meterle a usted también.
    —Lo intentará usted, muchacho —afirmó el viejo Gallup con una buena carcajada.
    Del gran sueño de Jefferson y de lo que los hombres llaman democracia queda tanto aún en aquel dichoso pueblo que, mientras los ricos gobiernan como tiranos, los pobres no se expresan como esclavos, sino que entre oprimido y opresor existe una candidez maravillosa.
    El lugar de reunión de los revolucionarios era una habitación blanca de cuyas paredes pendían uno o dos dibujos toscos y desequilibrados, en blanco y negro, al estilo de lo que se supone que es el arte proletario, pero que sin duda ni un proletario entre un millón hubiera podido comprender. La única afinidad entre ambos puntos de reunión residía en el hecho de que violaban la Constitución americana bebiendo demasiado. Cócteles de múltiples colores se ofrecían a los tres millonarios. Halket, el más violento de los tres bolcheviques, pensaba que sólo el vodka era una bebida digna. Era un individuo largo, de aspecto amenazador y agresivo en su mismo perfil, como un perro; su nariz y labios eran prominentes y sobre el superior llevaba un bigote rojizo y mal arreglado, que se erizaba en perpetuo desafío. John Elijah era un hombre oscuro y observador que llevaba gafas y una barbilla puntiaguda y negra; había aprendido a valorar el gusto de la absenta en muchos cafés europeos. La primera y última sensación que tuvo el periodista fue lo mucho que se parecía a James P. Stein. La semejanza entre sus rostros, pensamientos y ademanes era tal, que uno podía imaginarse que el millonario, habiendo desaparecido por una puerta falsa del babilónico hotel, se había presentado de improviso en el reducto de los bolcheviques.
    El tercer hombre era también peculiar en sus bebidas; éstas constituían casi un símbolo de su persona. El vaso que estaba ante el poeta Horne era de leche y su propia inocuidad parecía siniestra en aquel ambiente, como si su opaca e incolora sustancia hubiese sido de carácter mucho más venenoso que el verde mortecino de la absenta. Realmente, la inocuidad de Henry Horne era bastante notable, pues había llegado al campo revolucionario por caminos muy distintos de los de Jake, el vulgar dinamitero, y los de Elijah, el cosmopolita saboteador. Horne había disfrutado de una educación esmerada; de niño había frecuentado la Iglesia y guardaba una abstinencia tal en la cuestión de bebidas, que no pudo deshacerse de aquel prejuicio cuando se sacudió los del cristianismo y el matrimonio. Su cabello era rubio y su rostro delicado recordaba al de Shelley, de no haber achicado su mentón dejándose una barba de flequillo. La barba, sin saber por qué, le daba un aspecto afeminado; era como si sus pocos cabellos rubios fueran lo más que pudiese dar de sí.
    Cuando el periodista entró en la trastienda, el célebre Halket estaba hablando, como de costumbre. Horne acababa de proferir una exclamación casual y convencional, como «el cielo no lo permita» o «Dios nos libre» u otra cosa por el estilo, que resultó suficiente para que Halket empezara a decir una serie de irreverencias.
    — ¡Dios nos libre! Eso es todo lo que sabe hacer —dijo—. El cielo no hace nunca otra cosa que prohibir eso, aquello o lo de más allá. Nos prohibe ir a la huelga, nos prohibe luchar y nos prohibe fusilar a esos condenados usureros y chupadores de sangre dondequiera que se hallen. ¿Por qué a ellos no les prohibe algo el cielo durante un tiempo? ¿Por qué tus condenados clérigos y párrocos no se ponen a decir verdades sobre esos brutos, sólo por variar? ¿Por qué su preciado Dios...?
    Elijah suspiró suavemente, como si estuviese fatigado, para interrumpirle.
    —Los sacerdotes —dijo— pertenecían, como ya dijo Marx, a la etapa feudal del desarrollo económico y ahora no son, en realidad, parte del problema; el papel que un día jugara el sacerdote, lo juega hoy el capitalista experto y...
    —Eso es —interrumpió el periodista con su seca e irónica imparcialidad—, y ha llegado la hora de que sepáis que algunos de ellos son muy expertos desempeñando su papel. —Y sin desviar sus ojos de los brillantes, pero mortecinos, de Elijah, les refirió la amenaza de Stein.
    —Ya preveía yo algo parecido —dijo el sonriente Elijah sin moverse—. Puedo decir que estaba absolutamente preparado.
    — ¡Perros! —reventó Halket—. Si un pobre hombre se atreviera a decir algo semejante, se le sometería a dura prisión. Pero os aseguro que irán a algún sitio peor antes de que puedan imaginárselo. Si no van al infierno, no sé adonde irán...
    Horne hizo un movimiento de protesta, seguramente no tanto por lo que el hombre venía diciendo, cuanto por lo que iba a decir; entonces Elijah le interrumpió resumiendo con frialdad.
    —Es completamente innecesario —dijo mirando a Byrne fijamente a través de sus espejuelos— lanzar
    amenazas y retos a los del otro lado. Nos basta con que sus amenazas no surtan efecto por lo que a nosotros respecta. Hemos tomado también nuestras medidas y algunas de ellas no se conocerán hasta el momento de entrar en acción. Por lo que a nosotros se refiere, una ruptura inmediata y una tentativa externa de fuerzas encajan con nuestros planes.
    Mientras hablaba sin perder su tono reposado y digno, algo en su impasible rostro amarillento hizo que el periodista sintiera subir un escalofrío por su espina dorsal. El rostro salvaje de Halket podía parecer iluminado por una mueca de desprecio peculiar, al observársele de perfil, pero, si se le miraba de frente, el reto rabioso de sus ojos aparecía con un brillo de ansiedad, como si el complejo ético y económico fuera demasiado para él; y Horne parecía pender aún más de los hilos de agobio y de crítica de sí mismo, pero aquel tercer hombre de lentes que hablaba con tanta sencillez y precisión tenía algo de misterioso, era como un muerto que hablaba sentado en torno a la mesa.
    Cuando Byrne salió con su mensaje de reto y atravesaba el estrecho pasillo que conduce a la frutería, halló la boca del mismo cerrada por una figura singular, aunque extrañamente familiar; un individuo, grueso y muy raro visto a contraluz, con la cabeza redonda y el sombrero ancho.
    — ¡Padre Brown! —profirió atónito el periodista—. Me figuro que se ha equivocado usted de puerta. No creo que participe de la conspiración de ahí dentro.
    —La mía data de mucho más tiempo —contestó el padre Brown sonriente— y resulta que está mucho más extendida.
    —Bien —replicó Byrne—, no irá usted a pensar que ninguno de los que están ahí pueda estar ni a cien millas de su cometido.
    —No resulta siempre tan fácil afirmarlo —contestó el padre—, pero hay una persona aquí que sólo se aparta un centímetro de mi cometido.
    Desapareció por el oscuro pasillo y el periodista continuó su camino muy preocupado. Dicha preocupación aumentó al sucederle un pequeño percance cuando volvía al hotel para dar la contestación a sus clientes capitalistas. Descendía por los peldaños de la escalera un joven activo, de cabello negro y nariz respingona, con una flor en el ojal, que lo cogió del brazo y lo llevó a un lado antes de que pudiera subir las escaleras.
    —Óigame —dijo el joven en voz baja—, yo soy Potter, el secretario del viejo Ged, ¿sabe? Hablando entre nosotros, ¿no es verdad que se está tramando una muy gorda?
    —He llegado a la conclusión —contestó Byrne con cautela— de que los cíclopes tienen algo sobre la mesa, pero recuerde usted que el cíclope, siendo gigante, tiene un solo ojo... Pienso que el bolchevismo es...
    Mientras hablaba, el secretario escuchaba con un rostro que tenía algo de la inmovilidad mogola, a pesar de la movilidad de sus piernas y vestido. Pero cuando Byrne pronunció la palabra bolchevismo, los ojos penetrantes del joven se movieron con rapidez y dijo:
    — ¿Qué tiene eso que...? ¡Ah, sí!, es lo que se está tramando; perdone usted mi falta. Es tan fácil decir yunque, cuando se quiere decir refrigerador...
    Con eso, el extraordinario joven desapareció escaleras abajo y Byrne continuó subiéndolas, mientras aumentaba más y más la confusión en su mente.
    Encontró el grupo aumentado hasta el número de cuatro personas, por la presencia de una que tenía rostro de gallina con muy poco cabello color pajizo y que llevaba monóculo. Hacía las veces de consejero cerca del viejo Gallup y debía de ser seguramente su abogado, aunque no oyó que le llamaran así. Su nombre era Nares y todas las preguntas que hizo a Byrne se encaminaban principalmente, por una u otra razón, al número de los posibles alistados en la organización revolucionaria. Como Byrne sabía poco acerca de tales cosas, dijo aún menos; y los cuatro hombres se levantaron a un tiempo de sus sillas. El último en dirigirle la palabra fue el que había estado más callado.
    —Mil gracias, Mr. Byrne —dijo Stein doblando sus quevedos—; me queda sólo por decir que todo está preparado; en este punto coincido con Mr. Elijah. Mañana, antes del mediodía, la Policía habrá detenido a ese señor por hechos que yo mismo les habré planteado y esos tres por lo menos estarán en la cárcel antes de anochecer. Como todos ustedes saben, he intentado rehuir tal acción. Creo, señores, que no se puede decir nada más.
    A pesar de todo, Mr. James P. Stein no pudo presentar su informe al día siguiente, por una sencilla razón que ha interrumpido a menudo las actividades de tan expeditos caracteres: no lo pudo hacer porque estaba muerto; y ninguno de los restantes puntos del programa pudo llevarse a término por esta razón, que se hizo evidente para Byrne al verlo anunciado en grandes letras de molde en el periódico de la mañana: «Espeluznante y triple asesinato: tres millonarios muertos en una noche». A renglón seguido, en tipos más o menos cuatro veces el normal, seguían frases sensacionalistas que subrayaban las características del misterio, como el hecho de que los tres hombres habían sido asesinados no sólo al mismo tiempo, sino en sitios muy distantes: Stein en su lujosa y artística casa, a unas cien millas al interior. Wise frente a su pequeño bungalow en la costa, donde disfrutaba de los aires del mar y llevaba una vida sencilla; y el viejo Gallup junto a un seto a la entrada del pabellón de su gran casa en el extremo opuesto del país. En ninguno de los tres casos cabía duda de que la muerte había seguido a una lucha violenta, aunque el cuerpo de Gallup no fuera hallado hasta el segundo día, con toda su masa y fealdad apoyadas en las ramas del seto sobre el que se dejara caer como un bisonte al correr contra las lanzas; a Wise lo habían arrojado al mar no sin resistencia por su parte, pues las huellas de lucha podían seguirse hasta la misma orilla. La primera señal de la tragedia había sido un gran sombrero de paja flotando sobre las olas, que se podía ver desde el risco. El cuerpo de Stein había sido igualmente escondido ante probables pesquisas, hasta que un hilillo de sangre guió los pasos de la Policía hacia un baño de tipo romano que había estado construyendo en su jardín, pues no sólo había sido un hombre de gustos experimentales, sino que también le gustaban las antigüedades.
    Por mucho que pensaba Byrne, tuvo que admitir que no había ninguna prueba legal en contra de nadie, estando las cosas como se presentaban. No bastaba con tener un motivo para cometer un crimen. Tampoco bastaba tener cierta propensión psíquica. No podía concebir al joven y pálido pacifista Henry Horne descuartizando a otro hombre con violencia brutal, aunque podía imaginarse al blasfemo de Halket e incluso al judío despectivo capaces de cualquier cosa. La Policía y un hombre que les ayudaba (que no era otro que el misterioso hombre del monóculo presentado como el señor Nares) adoptaron la misma actitud que el periodista; sabían que, por ahora, los conspiradores bolcheviques no podían ser perseguidos ni encarcelados, ya que había de entrañar un error notorio y sensacional la posibilidad de que fueran perseguidos y absueltos. Nares empezó con un habilidoso candor por invitarles a un consejo, que debía ser una reunión privada, y les dijo que dieran sus opiniones francamente para bien de la Humanidad. Habría empezado sus investigaciones en la escena más próxima de la tragedia, el bungalow de junto al mar; a Byrne se le permitió estar presente en el curioso espectáculo, que era a la vez un debate pacífico de diplomáticos y un juicio velado, o, mejor dicho, un intento de objetivizar las sospechas. Con bastante sorpresa de Byrne, en el complejo grupo sentado alrededor de una mesa del bungalow costeño, aparecía la rechoncheta figura y cabeza lechuguina del padre Brown, aunque su conexión con este asunto no aparece hasta después. La presencia del joven Potter, el secretario del difunto, parecía más natural; pero su comportamiento, en verdad, no lo fue tanto. Era el único que estaba familiarizado con el lugar y en cierto modo tenía que hacer los honores de la casa; no obstante, sirvió de poca ayuda y de menos información. Su rostro de naricita respingona tenía una expresión más de contrariedad que de pena.
    Jake Halket, como de costumbre, era el que más hablaba; no era de esperar que un hombre de su tipo se aviniera a mantener la educada actitud del que ignora que él y sus amigos son acusados. El Joven Horne, en su manera más suave, intentó refrenarlo cuando se disponía a culpar a las víctimas, pero Jake estaba siempre dispuesto a vociferar tanto contra sus amigos como contra sus enemigos. En medio de un torrente de blasfemias, descargó de su alma una esquela muy poco oficial sobre el difunto Gideon Wise. Elijah conservaba su aspecto imperturbable e indiferente tras los lentes que escondían sus ojos.
    —Me parece que es inútil —dijo Nares con frialdad— sostener que sus observaciones son indecentes. Podría afectarle más la noticia de que sus exclamaciones pueden ser imprudentes. Prácticamente, afirma usted que odiaba al muerto.
    — ¿Va usted a ponerme a la sombra por eso? —exclamó el demagogo—. Muy bien, pero tendrán que construir una prisión con capacidad para un millón de personas si quiere usted encarcelar a toda la pobre gente que tenía razones para odiar a Gideon Wise. Y usted sabe, como yo sé, que lo que afirmo es una verdad como un templo.
    Nares estuvo callado y nadie habló, hasta que Elijah comenzó a hacerlo con su clara voz algo ceceante.
    —Me parece que ésta es una discusión de muy poco provecho para ambas partes —dijo—. Ustedes nos han traído aquí, o para buscar información sobre el asunto, o para sondearnos. Si ustedes se fían de nuestra palabra, hemos de confesarles que carecemos de toda informa-ción. En caso de no tener confianza en nosotros deben participarnos de qué se nos acusa o tener la amabilidad de llevar el asunto entre ustedes. Nadie ha podido sugerir la más leve presunción de que nosotros tengamos que ver con esta tragedia, ni más ni menos que con el asesinato de Julio César. No se atreven a detenernos y, por otra parte, no nos quieren creer. ¿De qué sirve, pues, permanecer aquí por más tiempo?
    Se levantó, abrochándose el abrigo con calma y sus amigos hicieron lo propio. Mientras se dirigían hacia la puerta, el joven Horne volvió a los investigadores su rostro pálido y fanático.
    —Quisiera decirles —aclaró— que estuve encerrado en un sucio calabozo durante toda la guerra porque me negué a matar a un hombre.
    Tras decir esto salió, dejando a los miembros del grupo sombríos, mirándose entre sí.
    —Me sería difícil pensar —dijo el padre Brown— que salgamos victoriosos a pesar de la retirada.
    —Nada me importa —dijo Nares—, salvo que me ponga el pie encima ese matón blasfemo de Halket. Horne es un caballero. Pero digan lo que quieran, estoy seguro hasta la tumba de que saben algo; que están en ello, si no todos, la inmensa mayoría, Y estuvieron cerca de admitirlo cuando se mofaron diciendo que no podíamos probar nada positivo, pero no que estuviéramos equivocados. ¿Qué piensa usted sobre todo esto, padre Brown?
    La persona a quien iba dirigida la pregunta miró a Nares con una mirada casi desconcertada, gris y meditativa.
    —Es cierto —dijo— que hay una persona que sabe más del asunto de lo que nos ha dicho. Pero me parece mejor no decir nombres por ahora.
    A Nares se le soltó el monóculo y se puso alerta:
    —Esto es extraoficial —dijo—, pero supongo que sabrá que si más adelante oculta información puede encontrarse en una situación comprometida.
    —Mi actitud es muy sencilla —replicó el sacerdote—: estoy aquí para defender los intereses legítimos de mi amigo Halket. Yo creo que será de su interés, en estas circunstancias, si les digo que creo que no persistirá por mucho tiempo en la organización y que dejará de ser un socialista en el sentido de hoy. Tengo abundantes razones para creer que acabará convirtiéndose al catolicismo.
    — ¡Halket! —saltó el otro con incredulidad—. Pero, ¿cómo, si maldice las sotanas desde la mañana a la noche?
    —Me parece que no comprende usted bien a esta clase de hombres —dijo el padre Brown lleno de paciencia—. Jura y perjura contra los sacerdotes porque fracasan (en su opinión) en hacer frente a la justicia del mundo. ¿Por qué habría él de esperar que hicieran frente a la justicia, si no hubiese intuido remotamente que son lo que son? Pero no nos hemos reunido para discutir la psicología de las conversiones. He mencionado sencillamente eso para simplificar su tarea... Para limitar su búsqueda.
    —Si lo que dice es cierto, limitaría mi búsqueda a la estrecha cara de ese bandido de Elijah... Y no me extrañaría, pues nunca he visto a un diablo más desdeñoso, de mayor sangre fría y aspecto más espeluznante que ése.
    El padre Brown suspiró y dijo:
    —Siempre me recuerda al pobre Stein; creo que, en mayor o menor grado, era pariente suyo.
    —Ya comprendo —empezaba a decir Nares, cuando su protesta quedó cortada en seco al ver que la puerta se abría, dibujándose en ella la figura y el pálido rostro del joven Horne. Pero su rostro no reflejaba su palidez natural, sino otra nueva y bastante innatural.
    — ¡Hola! —exclamó Nares poniéndose su monóculo—. ¿Por qué ha vuelto?
    Horne cruzó la habitación muy nervioso y, sin decir palabra, se dejó caer en una silla. Luego dijo, como en sueños...
    —Perdí a los otros... y el camino, y creí mejor volver.
    Los restos de las bebidas que habían tomado estaban sobre la mesa y Henry Horne, aquel empedernido defensor de la ley seca, se sirvió un vaso de coñac y lo bebió de un trago.
    —Me parece que está usted impresionado —dijo el padre Brown.
    Horne se llevó las manos a la cabeza y por entre ellas empezó a hablar, en voz baja, como si sólo se dirigiera al sacerdote.
    —Será mejor que lo diga. He visto un fantasma.
    — ¿Un fantasma? —repitió Nares asombrado—. ¿El espectro de quién?
    —El de Gideon Wise, dueño de esta casa —contestó Horne un poco repuesto—. Estaba de pie, al borde del risco por el que cayó.
    — ¡Oh, vaya tonterías! —dijo Nares—. Nadie con dos dedos de frente cree ya en los fantasmas.
    —Esto no es del todo exacto —dijo el padre Brown sonriendo—. Hay pruebas de casi tantos espectros como crímenes se han cometido.
    —Mi obligación es perseguir a los criminales —objetó Nares con un poco de acritud—, y dejo a cargo de otros el huir de los fantasmas. Si hay alguien que a esta hora del día quiera ser asustado por fantasmas, es asunto suyo.
    —Yo no he dicho que me asustara, aunque admito la posibilidad de que pudieran asustarme —dijo el padre Brown—. Nadie lo sabe hasta que lo prueba. Yo he dicho que creía en ellos lo bastante para interesarme por éste. ¿Qué es exactamente lo que vio usted, Mr. Horne?
    —Allí, sobre el borde de aquella escarpada orilla; allí donde hay una especie de agujero o zanja, junto al lugar donde fue despeñado. Los demás marchaban algo delante y yo cruzaba el llano hacia el camino que sigue la orilla. He recorrido con frecuencia dicho sendero, ya que me gusta ver la mar embravecida precipitarse contra aquellas peñas. No le di gran importancia esta noche, aunque me extrañó que hubiera tanto oleaje, ya que la noche era tan clara. Podía ver las pálidas crestas de espuma aparecer y desaparecer a medida que las grandes olas barrían las puntas salientes. Por tres veces percibí la blanca espuma brillar a la luz de la luna y luego algo indefinible. Un cuarto relámpago plateado parecía haberse detenido en el cielo. No se desprendía y esperé con una intensa emoción a que lo hiciera. Me imaginé que estaba loco y que el tiempo se había detenido misteriosamente para mí o que se había prolongado. Me acerqué más y entonces grité. Pues aquella espuma suspendida como si fuera de copos de nieve se había convertido en un rostro y en una silueta blanca como el leproso de la leyenda, y terrible a la vez como un relámpago cuajado.
    — ¿Y usted dice que era Gideon Wise?
    Horne asintió con la cabeza, sin proferir palabra, y hubo un profundo silencio roto bruscamente por Nares al ponerse en pie; tan bruscamente, que hizo caer la silla.
    — ¡Qué sandeces! —dijo—. De todas formas, será mejor que salgamos y veamos.
    —No iré —dijo Horne montando en cólera—. Jamás recorreré aquel sendero.
    —Esta noche tendremos que pasar por él a la fuerza —dijo el sacerdote con gravedad—; no negaré que ha sido un camino peligroso... para más de una persona.
    —Yo no iré... ¡Dios mío!, déjenme en paz—exclamó Horne. Sus ojos empezaron a moverse de una forma extraña. Se había levantado con los demás, pero no se movió hacia la puerta.
    —Mr. Horne —dijo Nares con firmeza—; yo soy un agente de Policía y creo preferible decir, por si lo ignora, que esta casa está rodeada por la Policía. He intentado hacer la investigación de una manera amistosa, pero me veo obligado a inspeccionar los menores detalles, incluso cosas tan absurdas como un fantasma. Le pido que me lleve al lugar donde lo ha visto.
    Se hizo otro silencio, durante el cual Horne estuvo luchando con ineludibles temores. Luego, se dejó caer otra vez en su silla y empezó a hablar con un tono de voz completamente distinto y mucho más sereno:
    —No puedo; de todas formas, estoy dispuesto a decirles el porqué. Más tarde o más temprano lo descubrirían. Yo lo maté.
    El silencio que siguió a sus palabras fue tal, que semejaba el del momento en que un rayo cae sobre una casa ocasionando la muerte de todos sus moradores. Se oyó la voz del padre Brown que sonaba muy débil en medio de aquel silencio, como el chillido de un ratón.
    — ¿Lo mató usted deliberadamente? —preguntó.
    — ¿Cómo puede uno contestar a esta pregunta? —contestó el hombre, que estaba sentado en su silla mordiéndose un dedo—. Debí de obrar en un momento de locura. Reconozco que él se puso intolerablemente insolente. Yo estaba en su propiedad y creo recordar que me golpeó; de todas maneras, llegamos a las manos y él cayó por el precipicio. Cuando me alejé del lugar, se me hizo como una súbita claridad en el cerebro y comprendí que acababa de cometer un crimen que me separaba para siempre de los hombres; el sello de Caín me quemaba la frente e incluso el cerebro; y en aquel instante comprendí, por vez primera, que había matado a un hombre. Me daba cuenta de que me vería precisado a confesarlo tarde o temprano. —Se irguió en la silla, y continuó—: Estoy dispuesto a no decir nada contra nadie; es inútil que me vayan preguntando por cómplices o planes... No diré nada.
    —Teniendo en cuenta los demás asesinatos —dijo Nares—, es difícil creer que éste no fuera premeditado. Seguro que cumplía órdenes de alguien.
    —He dicho que no diré nada contra aquellos con quienes yo trabajaba —dijo Horne con orgullo—. Soy un asesino, pero no quiero ser un soplón.
    Nares se interpuso entre el hombre y la puerta y llamó con autoridad a alguien que permanecía fuera.
    —Iremos todos al lugar —dijo Nares al secretario en voz baja—, pero este hombre debe ir custodiado.
    Todos los que integraban el grupo tenían la sensación de que ir a fisgar sobre una peña era algo muy tonto y extemporáneo, ya que el asesino había confesado. Pero Nares, a pesar de ser el más escéptico y desdeñoso de todos, creyó que su deber le obligaba a no dejar piedra por remover, pues, a fin de cuentas, aquella peña era la única losa que reposaba sobre la líquida tumba del malogrado Gideon Wise. Nares, siendo el último en salir, cerró con llave la puerta de la casa y siguió a los demás a través de la llanura que se extendía hasta la peña. Se sorprendió entonces al ver que el joven Potter, el secretario, se dirigía hacia él con el rostro pálido como la luna.
    — ¡Por todos los santos, señor! —exclamó dejando oír por primera vez su voz en aquella noche—. Es verdad que hay algo, y es exactamente como él.
    — ¿Está usted loco? —dijo el detective—, todo el mundo está loco.
    — ¿Cree usted que no puedo reconocerlo cuando le veo? —exclamó el secretario con amargura—. Tengo mis razones para reconocerlo.
    —Es posible —dijo el detective con agudeza—. Usted es de los que tienen motivos para odiarlo, como dijo Halket.
    —Podría ser —dijo el secretario—; pero lo conozco bien y le digo que pude verle allí, derecho y mirándonos a la luz de esta luna maldita.
    Y señaló a una hendidura de la peña, donde se destacaba algo semejante a un rayo de luz o a un poco de espuma del mar, aunque de aspecto más sólido. Se acercaron unos pasos y continuó sin moverse; parecía una estatua de plata.
    Nares empalideció ligeramente y comenzó a titubear en su decisión. Potter estaba tan asustado como el mismo Horne, e incluso Byrne, que era un reportero endurecido, no estaba dispuesto a acercarse más. Se sorprendió de que el único hombre que pocos minutos antes había dicho que podía asustarse de los fantasmas se mostrara como el más decidido. El padre Brown andaba con aplomo, con su paso firme, como si fuera a consultar un tablón de anuncios.
    —Me parece que no le preocupa mucho —dijo Byrne al sacerdote—. Y yo creía que era usted el único que daba por seguras estas cosas.
    —Ya que hablamos de ello, le diré que yo esperaba que no le darían ustedes la más mínima importancia. Creer en espectros es una cosa, y creer en uno determinado es otra.
    Byrne se sintió interesado y empezó a escudriñar las peñas que se amontonaban a su alrededor bajo la fría claridad de la luna, como los acompañantes de la visión o ilusión.
    —No creí en ello hasta que lo vi —dijo.
    —Y yo creí en ello mientras no lo vi —dijo el padre Brown.
    El periodista lo contempló atravesar con paso tardo el espacio que lo separaba del macizo partido en dos y semejante a la vertiente de una colina partida por la mitad. Bajo la pálida luna, la hierba parecía un cabello gris peinado hacia un lado por el viento, y parecía que ésta señalaba también el lugar en donde la agrietada peña mostraba reflejos lechosos sobre la superficie gris verde, el preciso lugar donde estaba la pálida silueta o brillante sombra que no podían aún explicarse. La desvaída figura continuaba dominando el triste panorama que, a no ser por la espalda cuadrada y el ademán resoluto del sacerdote al acercarse a aquel lugar, ofrecía un aspecto de completa desolación. El cautivo Horne se deshizo de sus guardianes y con un grito estridente corrió a adelantarse al sacerdote y, cayendo de rodillas ante el espectro, le imprecaba:
    —Ya he confesado, ¿por qué has vuelto para decirles que fui yo?
    —He venido para decirles que no fuiste tú —dijo el fantasma, y le tendió la mano. El hombre que estaba arrodillado se levantó, profiriendo un grito totalmente distinto; todos comprendieron que aquella mano era de carne y hueso.
    —Fue el caso más notable de muerte que se recuerda —declararon el experto detective y el no menos experto periodista.
    Hasta cierto punto era un caso extremadamente simple. Esquirlas y fragmentos de la roca venían desprendiéndose continuamente y quedaban en parte detenidos en la enorme grieta, de suerte que habían llegado a formar un pequeño reborde o saliente allí donde se había supuesto una negra línea atravesando el oscuro espacio hasta llegar al mar. El viejo, un viejo muy tozudo, fuerte y nervioso, había caído sobre dicho reborde y había pasado unas horribles veinticuatro horas esforzándose en subir por los pequeños salientes que a cada momento cedían al peso de su cuerpo; logró excavar una pequeña escalerilla de evasión. Esto nos explicaría la ilusión óptica de Horne, cuando dijo que una ola blanca aparecía y desaparecía y que por último se quedó quieta. En cualquier caso, allí estaba Gideon Wise, en carne y hueso, con su cabello blanco, sus polvorientos vestidos campestres y sus pronunciadas facciones campesinas que, sea por lo que sea, eran mucho más blancas que de costumbre. Es posible que resulte beneficioso para los millonarios pasar veinticuatro horas en un arrecife a dos pasos de la eternidad. En todo caso, no sólo libró al criminal de toda acusación, sino que dio una versión verídica del accidente que modificó por completo el asunto. Wise declaró que no le habían tirado en manera alguna, sino que el suelo, que en aquel lugar se desmenuzaba constantemente, cedió bajo su peso y que incluso Horne había hecho algunos movimientos encaminados a salvarle.
    —Sobre aquella providencial repisa de roca —dijo con solemnidad—, prometí al Señor perdonar a todos mis enemigos; y el Señor me juzgaría muy mezquino si no perdonara este accidente tan trivial.
    Horne tuvo que salir custodiado por la Policía. El detective sabía que si le era impuesto algún castigo había de ser insignificante. ¡No todos los asesinos pueden llevar al asesinado como testigo de descargo!
    —Es un caso rarísimo —dijo Byrne mientras el detective y los otros se apresuraban hacia el pueblo.
    —Lo es —asintió el padre Brown—: no es asunto que nos concierna, pero desearía que se quedara usted un poco conmigo para comentarlo.
    Después de una breve pausa, Byrne dijo de pronto:
    —Supongo que pensaba usted en Horne al manifestar que alguien decía menos de lo que sabía.
    —Cuando lo dije, estaba pensando en el silencioso Potter, el secretario del ya no difunto o lamentado Gideon Wise.
    —A decir verdad, la única vez que Potter me habló creí que estaba trastornado —confesó el asombrado Byrne—, pero nunca se me ocurrió que pudiera ser un criminal. Comenzó a decirme que todo se reducía a un refrigerador.
    —Sí, ya dije que conocía algo del asunto. Pero no he dicho nunca que tuviera que ver con el asunto... Supongo que Wise es realmente lo bastante fuerte para haber escalado por sí mismo aquella oquedad.
    —Pero, ¿qué quiere usted decir? —exclamó el asombrado reportero—. Naturalmente que salió de allí; ¿no estaba con nosotros?
    El sacerdote dejó incontestada la pregunta y preguntó bruscamente a su vez:
    —¿Qué piensa usted de Horne?
    —No se le puede llamar con absoluta propiedad un criminal. No se parece al menos a ninguno de los criminales que yo he visto, y tengo alguna experiencia; pero, naturalmente, Nares la tiene mucho mayor. Me parece que nunca nos satisfizo la idea de considerarlo criminal.
    —En cambio, yo no le juzgué nunca capaz de otra cosa —añadió el sacerdote—. Debe saber usted mucho más que yo sobre criminales. Pero hay una clase de personas de las cuales yo, probablemente, sé más que usted e incluso que Nares, pongamos por caso. He conocido a muchos y conozco sus truquillos.
    —Otra clase de personas —repitió Byrne confuso—. ¿Qué clase de personas?
    —Arrepentidos.
    —No acabo de comprender —objetó Byrne—. ¿Usted no cree en su crimen?
    —No creo en su confesión —dijo el padre Brown—. He oído muchas confesiones, pero ninguna confesión espontánea ha sido como la de Horne. Demasiado romántica, sacada en su totalidad de libros. ¿No se fijó usted en cómo habló del sello de Caín? Eso lo ha sacado de un libro. Nadie que hubiese hecho una cosa así lo habría pensado. Suponga usted, por un momento, que fuera un honrado pasante o dependiente y que se viera sorprendido por la sensación de que había robado dinero. ¿Se le podía ocurrir, acaso, pensar en que su acción era la misma que la de Barrabás? O suponga que hubiese usted matado a un niño, preso de una cólera nefasta. ¿Se pondría a repasar la historia hasta llegar a identificar su acción con la del aquel potentado idumeo llamado Herodes? Créame: nuestros crímenes son, con mucho, demasiado repugnantemente privados y prosaicos para que se nos ocurra pensar enseguida en paralelismos históricos, por muy inteligentes que seamos. ¿Y por qué cree usted que saltó diciendo, sin ton ni son, que no delataría a nadie? ¿No cree usted que con sólo decirlo ya los estaba delatando, pues nadie le había preguntado nada, y lo más sencillo era no delatar a nadie? No, no creo que fuese sincero y, si estuviera en mi mano, no le absolvería. Bonitas se pondrían las cosas si empezáramos a perdonar a la gente por delitos que no habían cometido.
    El padre Brown miró con detenimiento el mar.
    —No comprendo adonde quiere ir a parar —exclamó Byrne—. ¿De qué sirve rodearlo de suposiciones cuando ya ha sido perdonado? De ésta ya ha escapado. Ahora le veo completamente a salvo.
    El padre Brown giró como una peonza y tomó a su amigo por el brazo con un entusiasmo inexplicable y del todo inesperado.
    — ¡Eso es —exclamó con énfasis—, nos han engañado a todos! ¡Está completamente seguro y ya se ha salvado por esta vez! Precisamente por eso es la clave del enigma.
    — ¡Por Dios! —exclamó Byrne pasmado.
    —Quiero decir —insistió el rechonchete sacerdote— que está en el fregado porque se ha salido de él. Ésta es la única y total explicación.
    —Y, verdaderamente, una explicación muy clara —dijo Byrne.
    Estuvieron mirando al mar unos instantes en silencio. Luego el padre Brown prosiguió alegremente:
    —Y ahora llegamos a lo de la nevera o refrigerador. Donde todos ustedes se han equivocado desde un principio en el presente caso es en el mismo punto donde la mayor parte de hombres públicos y periodistas se equivocan. Todos ustedes ven tan sólo que contra lo único que hay que luchar en el mundo de hoy día es contra el bolchevismo. Esta historia no tiene nada que ver con el bolchevismo, salvo quizá el tenerlo como fondo.
    —Pues yo no lo entiendo así —dijo Byrne—; por un lado, tiene usted a los tres grandes millonarios metidos en aquel negocio, asesinados...
    — ¡No! —exclamó el sacerdote con voz aguda—. ¡No lo comprende usted! Ése es precisamente el quid. No hay tres millonarios asesinados. Hay sólo dos asesinados y un tercero muy vivo e inquieto, dispuesto a pisar a quien sea. Y ahí tiene usted delante al tercer millonario, libre para siempre de la amenaza que pesaba sobre su cabeza, expresada naturalmente con frases muy finas y despreocupadas en la conversación misma que usted me explicó que se desarrolló en el hotel; Gallup y Stein amenazaron al viejo, anticuado e independiente mercachifle con la posibilidad de que si no entraba en el juego le harían el vacío, dejándolo helado. Por esta razón dijeron lo de la nevera o refrigerador.
    Después de una pausa continuó:
    —Indudablemente, en el mundo moderno existe un movimiento bolchevique, que sin duda hay que contrarrestar; pero no creo mucho en la manera común de oponerse a él. En lo que nadie cae en la cuenta es en otro movimiento igualmente moderno e igualmente arrollador: el gran movimiento hacia el monopolio, o el que convierte todas las industrias en gigantescos trusts. Esto también es una revolución que desemboca en lo que la revolución desemboca. Los hombres se matarán por esto y contra esto, de la misma manera que lo hacen a favor y en contra del comunismo. Tiene sus ultimátums, sus invasiones y sus ejecuciones. Estos magnates de los sindicatos tienen sus cortes como los reyes, sus guardaespaldas y sus matones; tienen también sus espías en los campos enemigos. Horne era uno de los espías del viejo Gideon en uno de sus campos enemigos; pero fue usado contra otro enemigo: los rivales que le estaban arruinando porque no se unía a ellos.
    —Sigo sin ver cómo lo usó —dijo Byrne— o de qué sirvió.
    — ¿No comprende usted —exclamó el padre Brown enojado— que se echaron una mano el uno al otro?
    Byrne lo seguía mirando con aire de incredulidad, aunque la expresión de inteligencia empezaba a iluminar sus facciones.
    —Eso es lo que quiero decir —prosiguió el otro— cuando digo que estaban en el asunto precisamente porque estaban fuera de él. La mayoría de las personas opinarán que se les debe absolver de los otros dos crímenes porque se ha probado que no estaban en éste. Y, en realidad, estaban en aquéllos, aunque no estaban en éste, ya que éste jamás se perpetró. Una coartada muy improbable y rara, esto es, improbable y por ello impenetrable. La mayor parte de los hombres dirá que quien confiesa un asesinato debe ser sincero y que quien perdona a su asesino también lo es. Nadie creerá que nunca llegó a existir tal crimen, de manera que el uno no tiene nada que perdonar y el otro nada que temer. Se habían dado cita aquí, para aquella noche, con objeto de eludir una historia que iba contra ellos mismos. Pero lo cierto es que no estuvieron aquí en la noche de autos; Horne estaba matando al viejo Gallup en el bosquecillo, mientras Wise estaba estrangulando al pequeño judío en su bañera romana. Por eso me he preguntado si Wise era lo realmente fuerte para resistir la ascensión que nos contó.
    —Pues, desde luego, la historia estaba muy bien pensada —contestó Byrne decepcionado—Cuadraba con el tono del paisaje y era muy convincente.
    —Demasiado convincente para convencer —dijo el padre Brown moviendo la cabeza—. ¡Qué vivida era la espuma coronada por la claridad lunar que se levantaba en el aire y se convertía en un espectro...! ¡Qué literaria! Horne es un sujeto ruin e indeseable, un truhán, pero no olvide usted que, como muchos de los truhanes y granujas de la historia, también es un poeta.

    FIN

    1 Nacido en Inglaterra (1649), de orígenes oscuros, simuló una conspiración del Papa y los católicos ingleses para asesinar al Rey y destruir el protestantismo. Los católicos sufrieron violentas persecuciones hasta que en 1685 Oates fue encarcelado, acusado de perjurio. Murió en 1705 (N del T).
    2 Referencia a la XVIIIa enmienda, vigente en los años 20 y comienzos de los 30, también conocida como -Ley Seca-, que prohibía la fabricación, transporte y venta —y, por tanto, también el consumo— de bebidas alcohólicas (nde).
    3 Isla en la que se desarrolla la acción del libro tercero de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift (nde).
    4 Político inglés del siglo XDC, jefe del partido liberal y partidario de la autonomía de Irlanda. Firmó un pacto con el político irlandés Charles Parnell, quien más tarde fue acusado de terrorismo. Pese a ello, Gladstone mantuvo su política conciliatoria con Irlanda (nde).
    5 El 13 de febrero de 1692, siguiendo órdenes del Gobierno británico, inspiradas al parecer —como hace constar aquí Chesterton— por el subsecretario de asuntos escoceses, Dalrymple de Stair, el ejército a las órdenes de John Graham de Claverhouse, vizconde de Dundee, atacó por sorpresa a los McDonald de Glencoe, que se habían negado a jurar fidelidad al monarca británico Guillermo III a la muerte del rey escocés Jaime II (nde).

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