Publicado en
octubre 03, 2010
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Traducido del francés por Wenceslao Carlos Lozano
Alianza Editorial
Título original: La part du mort
© Editions Julliard, París, 2004
© de la traducción: Wenceslao Carlos Lozano González, 2005
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2005
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 913938888
www.alianzaeditorial.es
ISBN: 84-206-4568-0
Depósito legal: M-37.654-2005
Composición: Grupo Anaya
Impreso en Fernández Ciudad, S. L.
Printed in Spain
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PRIMERA PARTE
Undécimo mandamiento:
Si los Diez Mandamientos no han conseguido salvar tu alma, y si persistes en no respetar nada, convéncete de que no vales gran cosa.
Capítulo 1
Es como si la Tierra hubiese dejado de dar vueltas.
Tengo la sensación de estar descomponiéndome con el paso de los minutos, de que cada instante se lleva consigo un jirón de mi ser.
Una calma desesperante aplasta la ciudad. Esto es una balsa de aceite, la gente se dedica a lo suyo, las ancianitas están encantadas de la vida y no hay dramas en la calle.
Para un polizonte dinámico, esto es como estar en dique seco.
Desde que se neutralizó a Dab1, Argel se siente aliviada. La gente se acuesta tarde, y rara vez se levanta. El Estado Providencia se regodea en el far niente con el mismo desapego que sus gerifaltes. De sol a sol, el pueblo llano se mueve indolente de aquí para allá, hurgándose la nariz y mirando al vacío. Todo el mundo nota que algo terrible se está gestando, pero a nadie le importa un pepino. Los argelinos sólo reaccionamos en función de lo que nos ocurre, jamás en previsión de lo que pueda ocurrir.
Mientras llega o no el diluvio, hacemos carantoñas. Nuestros santos patronos están ojo avizor, nuestras basuras rebosan de vituallas y la crisis económica que se cierne sobre el planeta es, aquí, para nosotros, un simple cometa.
O sea, que esto es jauja.
Ha estado lloviendo durante toda la noche. El viento anduvo desmelenado hasta la madrugada. Luego, el cielo se despejó y un sol digno de Rembrandt se despelotó por encima de los edificios. El invierno no ha acabado de despachar su grisura y ya está aquí el verano, pasando por alto la primavera y todo lo demás. Por las calles desembarradas, las chicas se cruzan por las mentes como estrellas fugaces, con su jubiloso palmito y su trémula grupa. Una auténtica delicia. Si tuviera veinte años menos, me casaría con todas.
Intento dar con una anomalía en la pared para meditar sobre ella. Hace meses que estoy de brazos cruzados. Ni una casa asaltada, ni siquiera un cachorro raptado. Cualquiera diría que Argel se niega a cooperar.
He lamido el fondo de mi taza de café, descifrado, uno a uno, los incontables arabescos que garabateo distraídamente sobre mi papel secante; no hay manera de que se meneen las agujas del reloj de la pared. Son las tres y cuarto y estoy aburrido.
El rais, muy serio dentro del marco dorado que tengo enfrente, me mira con insolencia. Me he levantado mil veces para descolgarlo, y otras tantas he temido desatar la furia divina. Me tranquilizo y me lo tomo con paciencia, en espera de que una próxima revolución nos imponga un dios eólico menos deshidratador.
Y, de pronto, entra Lino atropelladamente en mi cuchitril sin ni siquiera molestarse en llamar:
—Oye, comi, ¿qué te parece? —me pregunta a voces y desfilando como un modelo, encantado con su look.
El teniente va vestido como un príncipe monegasco.
Radiante, deja de contonearse, se planta en pleno centro del despacho y se quita con desparpajo sus gafas imperialistas.
—Hoy estoy como una rosa —me declara.
—Pues para un capullo no está nada mal. Se parte de risa.
Frunce el ceño, me mira de hito en hito.
—¿No te gusto?
Le enseño mi anillo de boda.
Suelta una risotada, va hacia la puerta vidriera y se contempla en ella. Satisfecho, se pone las gafas, se pasa un dedo suave por la pelambre engominada, con una austera raya en medio, y, para deslumbrarme, me enseña el forro de su chaqueta y recita:
—Pierre Cardin: 8.500. Sin descuento ni remisión. Pantalón Lacoste: 4.500. Camisa Kenzo, pura seda: 2.245. Zapatos Dodoni, ¡auténtico cocodrilo, viejo!: 9.990.
—Ahora comprendo por qué algunas rebeliones acaban por falta de municiones: ¿Lotería o chantaje?
—Tengo la paga y la hucha bajo candado. El dinero haram? no es lo mío, viejo... ¿Cómo me ves?
—Raro.
—Qué aguafiestas eres, jefe. Por cierto, adivina dónde voy a cenar esta noche.
—Ni idea.
—Al Sultanato Azul, lo más selecto de la bahía. Allí te miman tanto el condumio que lo que sobra se añade sin reciclar al menú de las comidas rápidas.
—¿Seguro que no te ha tocado la lotería?
—¡Que no! Bueno, es cierto que me ha tocado el gordo, pero se trata de una grata compañía. Estamos citados para dentro de media hora.
—Pues llévate una silla.
Lino me ve venir. Encoge la nariz, ladea los labios y gruñe:
—No la voy a necesitar, comi, no me van a dejar plantado. Esta vez va en serio.
—Entonces debe tratarse de un travesti.
Lo he ofendido.
Se le corta de sopetón el buen rollo y se le ensombrece la reluciente jeta. Desanimado por mi mueca, mete el índice por el cuello de la camisa, la da un tironazo, da media vuelta y se abre.
Pero no se lleva su sombra consigo, pues se acaba de velar la claridad que mecía mi despacho.
Las tres y diecinueve minutos, machaca el mortífero reloj.
Agarro el teléfono y llamo al jefe, en el tercer piso.
Lo coge el inspector Bliss, lo cual me agudiza la crisis de almorranas.
—¿Qué pasa?
—Comisario Llob al aparato.
El muy cerdo suspira.
Para quienes aún no conocen a Bliss, vaya por delante el aviso: un granuja de mucho cuidado, capaz de robarle un dedo a quien le eche una mano.
—¿Qué quieres? —masculla.
—¿Qué puñetas estás haciendo en el despacho del jefe?
—Pues... de jefe.
—Déjate de idioteces y pásame al dire.
—¿Cómo has llamado al señor director?
Me dan ganas de meter el brazo por el auricular y arrancarle la piel del pescuezo.
—Mira, Llob, yo tengo mucho que hacer. El señor director está de inspección durante dos días. Si tienes un mensaje, suéltalo ya.
—O sea, que también estás sustituyendo al contestador.
Me cuelga en las narices, saltándose mi edad y mis galones. Me lo pienso un par de segundos y me sereno, poniendo al mal tiempo buena cara. Pero paso de quedarme un minuto más en el despacho, y menos con una BMG2 cubriendo la interinidad.
Ya que el jefe está fuera, recojo mi chaqueta, doy un brinco y me pierdo por ahí, como todo argelino que se precie.
Mi deriva me lleva hasta la librería de Mohand. Deduzco que quizá el azar me esté preparando una sorpresa y decido prestarme a su juego. Monique está colocando una pila de libros en las estanterías. Se tambalea en lo alto de un taburete, con la falda muy subida. De entrada, compruebo que no está dispuesta a cambiar un ápice sus costumbres: sigue empeñada en usar calzoncillos. Carraspeo en mi puño para no desasosegarme. Tanto la entusiasma mi visita que casi se me cae en los brazos. Regresa a tierra firme, me salta al cuello y me suelta un beso capaz de excitar hasta un pedúnculo.
—¡Hace la tira de tiempo, tú! ¿Qué te trae por aquí?
—El olfato. De toda la vida, las librerías dan cobijo a conciliábulos subversivos. Como últimamente estoy en paro forzoso, he venido a curiosear tras las cortinas.
—¿Traes una orden de registro?
—¿Por qué me tendrán siempre que hacer preguntas que no entiendo?
Aunque sea alsaciana por los cuatro costados, Monique tiene un toque familiar normando. Me saca un par de cabezas. Por eso siempre intento no salir en fotos a su lado.
Me aúpa con sus brazos para contemplarme como si fuera un calzón de boxeador, menea de izquierda a derecha la cabeza, me escruta y, ya satisfecha, me felicita:
—Parece que estás en forma.
—Es que me falta fondo.
—Haz el favor, no te pases de gracioso. Por una vez que traes una pinta más aceptable, disfrutemos de ello.
Opto por no aguarle su felicidad e improviso un amago de sonrisa.
Me increpa.
—¿Te has equivocado de camino?
—Mis lectores opinan que no hay bastantes mujeres en mis novelas.
Me agarra por los hombros, se supone que para entonarme.
—Me estás tomando el pelo, Brahim.
—Me he dejado las tijeras en el despacho.
Monique suelta una carcajada que suena como si un establo al completo estuviese cantando al caer la noche sobre las verdes praderas.
—¿De verdad de la buena vas a hablar de mí en tu próximo libro?
—Te prometo que se lo comentaré a mi negro.
—Podías haber avisado, me habría peinado un poco.
Conocí a Monique en 1959, en Ighider, donde daba clases de geografía e historia. También su padre era maestro. Tras la guerra y las horrendas oleadas de represalias posteriores, su familia se exilió a Francia. Monique se quedó. Se casó con Mohand, un d'arguez? de las altas montañas amante de los libros. Al parecer, la noche de bodas, mientras los amigos esperaban en el patio que se les enseñara las enaguas manchadas de sangre, ambos tortolitos estuvieron traduciendo poemas de Cabilia hasta el amanecer. Luego, como el aduar se les quedó pequeño para su pasión, se compraron una pequeña librería venida a menos, en Bab El Ued, y desde entonces pasan más tiempo leyendo que haciendo cualquier otra cosa.
—Mohand, mira quién está aquí —suelta Monique hacia la trastienda.
—Sólo conozco a un tipo que apeste tanto —contesta una gangosa voz en off.
Me acerco a Monique y le murmuro:
—Debería desinfectarse el bigote.
Suelta otra de sus carcajadas ancestrales.
No hay nada como la risa de una mujer para quedarse uno como nuevo. Se aparta una cortina y Mohand emerge de su ratonera. Es un hombrecito de cincuenta kilos, impuestos incluidos, con la nariz arrogante y gafas de montura metálica. De no ser porque la naturaleza lo ha agraviado con tan alarmante calvicie, casi darían ganas de adoptarlo.
—Brahim Llob en carne y hueso —dice barriéndome con la mano de arriba abajo—. O sea que ya nos hemos olvidado de los amigotes.
—Ando un tanto olvidadizo.
—Me va a mencionar en su próximo libro —le señala Monique, contoneándose de alegría.
—Eso no va a hacer que mejore el negocio.
Mohand finge estar mosqueado. Sé que me quiere mucho y que se toma muy a mal que no le haga caso. Erudito bilingüe, es en sí mismo una formidable enciclopedia. Ningún autor lo deja indiferente ni se le escapa una novedad. Se sabe de memoria a El Munfaluti, a Confucio, los ensueños de Rousseau y los controvertidos vaticinios de Nostradamus. Antes visitaba con regularidad su librería, y él ponía a mi disposición su tesoro libresco. A él debo el grueso de mis lecturas y buena parte de mis hazañas literarias. De hecho, a él le debo mi amor a una tradición de cada cultura y a una deidad de cada mitología.
—¿Vienes a renovar tu suscripción?
—Así es. Últimamente ando escaso de inspiración, y me dije que quizá rebuscando entre tus viejos libros me topara con algo plagiable.
Me pone cara larga durante un par de segundos y luego me invita a pasar a la trastienda. Allí hay obras como para mantener vivo el fuego de un ejército de vándalos acampados durante todo un invierno. No tenemos más remedio que andar en fila india para que no se produzca la avalancha. Mohand empuja un minúsculo taburete hacia una fila de libracos de tapas mohosas, aparta una telaraña, busca y rebusca y se baja con un dedo pegado a la sien.
—Yo tenía un Akkad en alguna parte.
—Ve con cuidado, que no soy trapecista —le recuerdo.
—¿Y qué?
—Que no pongas el listón demasiado alto.
Arquea la ceja y se dirige hacia un stock de novelas empaquetadas en un rincón.
—Esto iba para papel reciclado —me dice indignado—. El hermano de Monique los ha recuperado. ¿Te das cuenta? Hacen papilla miles de obras por falta de compradores cuando basta con regalarlas a una biblioteca del Sur para hacer feliz a una nación.
—Ya te mandan bastantes sacos de arroz.
—En la vida, no todo es comer... Mira, aquí tenemos algo interesante, añade proponiéndome un tocho. A este Rachid Uladj no se le conoce mucho por aquí, pero pronto oiremos hablar de él.
—¿No es ése el fulano que habla tan mal del FLN?
—Digamos que no es cariñoso con el sistema.
Rechazo el libraco con gesto de asco.
—Te lo puedes quedar. Conozco de sobra a esos pequeños reaccionarios por encargo que de pronto descubren desde la isla San Luis de París que tienen talento, y te aseguro que no es como para empalmarse...
—¿Qué me estás contando si ni siquiera le has echado una ojeada?
—No hace falta. Conozco el molde del que ha salido.
A Mohand le indigna mi patanería.
No me apeo del burro. En realidad, me limito a amoldarme a los usos de todo escritor local ante el éxito editorial de un congénere, sobre todo si arrasa en Francia. Si algún día yo, Brahim Llob, funcionario incorruptible y genio aséptico, llegara a brillar entre las estrellas del firmamento, seguro que se me trataría de plumífero a sueldo del régimen —sólo por ser madero—, o de chico para todo si los medios de comunicación de ultramar me diesen coba. Así son las cosas en Argelia, y no de otro modo. Experimentamos un placer insano asociando el éxito de los demás con la herejía y la felonía. Ese prejuicio nos produce una comezón a la vez dolorosa y sabrosa, y no renunciaríamos a ella aunque nos tuviésemos que rascar hasta sangrar. ¿Qué le vamos a hacer? Hay gente así: marrullera por su incapacidad para mantenerse erguida, malvada por haber perdido la fe, desgraciada porque es algo que les encanta congénitamente. No hay argelino que pueda recordar haber intentado reconciliarse realmente con nuestra verdad. ¿Y qué salvación se puede prescribir a una nación cuando la élite de sus retoños, la que se supone debería sacudir las conciencias, empieza enmascarando la suya?
Pero bueno...
Tras haber rebuscado un rato, me quedo con un Driss Chraïbi y me apresuro a salir de allí, pues el olor a humedad está empezando a dañar seriamente mi principal instrumento de trabajo.
Mina se ha pintado un poco los labios y se ha puesto un poco de kohol en los ojos. Es su manera de redimirse. Ayer no nos fueron bien las cosas. Por una tontería. Yo estaba de mal humor y me dejé llevar un poco.
Me gratifica con su sonrisa de madona y se adelanta para quitarme la chaqueta. Yo pongo cara de mosqueo. Soy consciente de mi falta de delicadeza, pero es algo que me supera. Cuando era crío, admiraba mucho a mi padre. No recuerdo haberlo visto sonreír. Era un auténtico d'arguez, severo y sempiternamente estreñido. Por menos de nada, volcaba la sopa sobre el regazo de la vieja y luego cogía su garrote. Y mi madre, que se echaba a temblar con sólo oír sus pasos en la calle, lo veneraba doblemente por ello. Así que cuando se le ocurría dar las gracias, para ella es como si estuviese oyendo piar a un ángel del cielo.
Creo que de ahí me viene mi machismo.
Mis dos retoños mayores están en el salón. Murad se ha adormilado, fulminado por el programa de la tele nacional. Ronca con la boca muy abierta y el cuello doblado sobre el brazo del sillón. A su lado, su hermano mayor Mohamed está tumbado sobre la banqueta acolchada, con las manos tras la nuca y la mirada clavada en el techo. Por su pinta me doy cuenta de que está a punto de estallar por dentro. Si por él fuera, recogería sus cuatro trastos y ahuecaría el ala hacia un improbable Jauja.
—¿Has visto al empresario? —le pregunto.
—Sí —contesta con gesto de asco por tener que volver a manifestar su amargura.
—¿Te ha atendido mal?
—Ha sido cortés, pero no tenía gran cosa que proponerme.
—¿Por ejemplo?
—Subalterno.
—Debiste aceptar, mientras encuentras algo mejor.
Se alisa la nariz para no tener que afrontar mi mirada.
—Mira, papá, no me he estado matando para nada durante cuatro años en la universidad. Por favor, que soy diplomado por Benaknún y primero de mi promoción.
Me siento frente a él para captar el fondo de sus pensamientos.
—¿Te parece que no hago bastante para colocarte, hijo?
—No he dicho eso.
—Pero lo piensas.
—Sé que no es culpa tuya, papá —gruñe alterado—. Lo que me pone enfermo es este país.
—No tienes otro.
Da un respingo para incorporarse y se mira el hueco de las manos. Suelta un suspiro, me deja ahí plantado y se mete en su dormitorio refunfuñando:
—No puedes entenderlo, papá.
Y Mina:
—¿Qué es lo que no puede entender tu padre? Te prohíbo que le hables en ese tono, ¿me oyes?
Veo la sombra de mi hijo esbozar un gesto de hastío, por el pasillo, antes de desaparecer.
Salim, el pequeño, aparece por el hueco de la puerta con un cuaderno pegado al pecho.
—¡Ah!, ya has vuelto, viejo. Llevo horas esperándote —añade soltándome el cuaderno sobre las rodillas—. Esta vez, el maestro se ha pasado. Fíjate, nos ha pedido que describamos un oasis. ¿Cuándo he puesto yo los pies en el Sahara? (Se asegura de que su madre no lo está oyendo y me susurra): Vamos a hacer un trato, ¿vale? Me echas una manita y yo te lavo el coche este fin de semana.
—De eso nada. Es tu tema, así que te las apañas solo.
—En ese caso, llévame ahora mismo al desierto. Las redacciones son para mañana.
—Vuelve a tu habitación para acabar tus deberes y deja de darle la lata a tu padre —vuelve a intervenir Mina, superprotectora.
Salim no le da más vueltas. Recoge su cuaderno y se bate en retirada, maldiciendo al cielo por haberle encasquetado unos padres tan egoístas como poco atentos a su desamparo.
Me levanto a mi vez y voy a la cocina para meterme un poco con Nadia. Nadia es mi niña, sólo mía. Con diecinueve años, trae de cabeza a todos los jovenzuelos del barrio. Cierto es que sus zapatos siempre llevan una moda de retraso, que compra sus trapitos en el ropavejero de la esquina, pero le basta con una leve caída de pestañas para robarle el puesto a Cenicienta en una noche de fábula.
Se seca las manos en el delantal para abrazarme.
—¿Qué nos estás preparando para cenar?
—Judías.
—¿Y mi sopa de cebollas?
Me señala mi cazuela personal, que cascabelea sobre el fuego.
—¿Sabes lo que me gustaría? —le susurro.
—No.
—Un pequeño viaje por Taghit, o si no por el Hoggar, solos tú y yo.
—¿Y mamá?
—Mamá se quedaría en casa. Alguien tendrá que recibir nuestras postales.
Nadia se muere de risa.
Cuando mi hija se ríe me dan ganas de perdonarlo todo. Pero su alegría es tan breve que ni siquiera me da tiempo a inspirarme.
Capítulo 2
—Buenos días, señor comisario.
Pego un bote.
Normal, estaba adormilado, como cada vez que la ciudad ignora que dispone de comisarías y que no es rascándose la barriga como un polizonte puede adquirir experiencia. Pero por mucho que intento llamar la atención del dire sobre la necesidad de improvisar sospechosos y de inventarnos puros montajes para estimular nuestra vigilancia, no hay manera de animarlo.
El inspector Serdj espera en la puerta a que le invite a pasar.
—He acabado el informe —me farfulla para hacerse perdonar que profane, sin previo aviso, mi ascesis.
Le señalo una silla con gesto condescendiente.
Coloca una carpeta de cartón sobre mi mesa y su huesudo trasero sobre el asiento.
Serdj no para de trabajar. Tiene las mejillas tan ahuecadas que se le adhieren a las reservas mentales. Con el pelo blanco y el bigote caído, no es más que un pingo embutido en un traje que daría lástima hasta a un vagabundo.
Le digo, compasivo:
—No tenías por qué tirarte toda la noche con esto.
—Pensé que era urgente.
—No era para tanto.
Humilla la testuz.
Me hundo en mi sillón, acerco la carpeta y ojeo el informe.
Serdj espía mis muecas.
—¿Algún problema, comisario?
—¡Hum!
—Si quiere, le puedo dar más cuerpo.
—Tus informes son siempre correctos. El problema está en otra parte.
—¿Dónde?
Le miro fijamente a los ojos.
—¿Quién es el destinatario?
—El señor director del Servicio de Inteligencia Argelino...
—¿Y quién es?
—Pues, un superior.
Niego con la cabeza, como un maestro desconcertado ante la desmemoria de sus calamitosos alumnos.
—¿Ves? Siempre se te olvida la lección. Lo de «superior» es cosa de monjas. Dentro de nuestra jerarquía, en cada escalafón tenemos a un pequeño dios con todas las de la ley. Son unos fulanos muy susceptibles y estrictos respecto al protocolo. Les gustan tanto los regalitos que, para ellos, todo lo que viene a parar sobre su mesa lo es. Y un informe, para que huela a ofrenda, debe estar perfumado, bien empaquetado con su cinta y todo. ¿Y tú qué me haces, Serdj? Me redactas tu jerigonza sobre papel cebolla, áspero al tacto, que te deja como caspa en la punta de los dedos. Eso no es razonable. El señor director del SIA lo va a considerar una falta de respeto. ¿Te gustaría que se te tachara de reaccionario?
—No, comisario.
—Entonces, coge tu borrador y vuelve a pasarlo sobre un papel adecuado.
—Está bien, comisario.
Recoge su papelucho y se levanta, estoico.
Cuando alcanza la puerta, le suelto:
—Búscate un papel extra strong de primera calidad, perfectamente blanco y cortante como una cuchilla de afeitar... por si al jefazo le da por limpiarse el culo con él.
Asiente y se eclipsa, furtivo como una sombra.
En su jaula de al lado, mi secretaria, Baya, ronronea como una gata sentada sobre una anguila. Me la imagino retorciéndose como un gusanillo, con el teléfono sujeto entre la barbilla y el hombro. El tipo con el que está hablando parece conocer el percal.
Virgen con treinta y cinco años, a Baya no le quedan esperanzas de encontrar un pretendiente y parece resignarse, cada vez más, al teléfono rosa. Por supuesto, para salvar las apariencias, da a entender que es ella la que no quiere ponerte la soga al cuello. En primer lugar porque su independencia es prioritaria para ella; luego, y sobre todo, porque le resulta humillante que una mujer tenga que hacer todas las noches las veces de tabaco para que el señorito se digne a pasárselo pipa. Sin embargo, cada vez que suena el teléfono, Baya se da un retoque antes de descolgar. Si sigue siendo el obseso de turno, vuelta a los gemidos, a los crujidos de silla y al sedoso estremecimiento de las enaguas.
La conversación dura una eternidad. Mientras el obseso está empalmado, a Baya se le olvida traerme el correo para la firma.
Pierdo la paciencia y le doy un timbrazo.
Baya se toma su tiempo y, muy tiesa y con la punta de la nariz hacia arriba, se presenta con su cuadernillo, midiendo al milímetro sus andares, cual azafata de avión desfilando para un espacio publicitario que ponderase la seriedad de su compañía.
—¿Me ha llamado, comisario?
—¿Tú qué crees?
Sonríe.
—Le estoy escuchando, comisario.
Se ha puesto demasiado carmín en los labios, infligiendo a su boca una obscena configuración; y su pelo, que la víspera era más negro que un tizón, ahora es rubio platino.
—¡Menudo look más incendiario! —exclamo.
—No me tome el pelo, comisario —cloquea con un meneo de caderas. Luego me mira fijamente a los ojos—: ¿le parece?
—Como sigas así, la comisaría central acabará saltando por los aires.
Tiene que apretarse los muslos para contenerse.
Antes, Baya era bonita. Vestía sencillamente y pretendía ser discreta. Por entonces, los hombres tenían debilidad por las mujeres discretas, pues lo que se estilaba era la chica de buena familia, esto es, predispuesta al estatuto de bestia de carga, lo cual venía a ser, en una sociedad de tradición esclavista, una buena inversión. Luego, las mentalidades cambiaron de rumbo. Hoy se prefiere a las chicas emancipadas, que sepan reírse a carcajadas y descaderarse, zarandeando tabúes y envidias. En Argel a nadie se le ocurre ya vivir para sí mismo. Eso suena demasiado a indigenismo. Lo que está de moda es la ostentación. Como solamente se vale por lo que se suscita en los demás, cada cual se desvive para no pasar desapercibido, aunque para ello tenga que despelotarse en una mezquita. Baya se presta al juego de buena gana. Ahora que está casi segura de acabar solterona, intenta guardar la cara cambiando de cabeza según el orden del día.
—¿Cuál es el programa para hoy?
Vuelve a ponerse seria y se baja la falda hasta la rodilla. Pero la apertura es tan considerable que hasta un topo se fijaría en los dibujos de su braguita.
—Sidi Abbas ha anulado la cita, señor comisario. Le ruega que lo disculpe y le promete reanudar el debate cuanto antes —me lee doctamente de su agenda—. El inspector Reduán llegó sin problema a su destino. Estará de regreso a finales de semana... Su señora esposa le pide que no olvide pasar a recogerla a las seis de la tarde... Y finalmente le recuerdo que tiene cita a las once con el profesor Aluch.
Miro mi reloj:
—¿Qué hora es?
—Las nueve y veinte, señor comisario.
—Esa misma hora tengo yo. Lino quizá se haya creído que hoy es día de asueto pagado.
Baya se golpea la frente con la palma de la mano:
—Es culpa mía. Se me olvidó decirle que el teniente ha telefoneado esta mañana. Dice que está enfermo. Una gripe de caballo.
Aprieto las mandíbulas.
—Si vuelve a llamar, dígale que me traiga un certificado médico cuando se reincorpore. Ya está empezando a inflármelos con sus estados febriles. Espero que no se haya quedado con el bólido.
Baya agacha la cabeza, confusa.
—¡El muy cabrón! ¿Y cómo me voy a mover yo? Mi Zastava lleva tres días en el taller.
—Coja el coche del inspector Serdj —me propone.
Baya siempre ha estado algo encaprichada con Lino. Una especie de afecto, a veces amistoso, a veces audaz cuando me doy la vuelta. Se lo perdono porque levanta un poco la moral del equipo. Pero si esa solidaridad se acaba mudando en complicidad hasta el punto de afectar a mi autoridad, ahí ya no les sigo el rollo. Por ello le señalo que le falta un botón a la raja de su falda, para que quede claro que más le valdría ocuparse de la flor de su secreto antes que hacerle carantoñas a un viejo jardinero amargado.
El profesor Aluch es un eminente psicoanalista.
Fue amigo de Frantz Fanon.
Pero qué puede hacer un erudito en un país revolucionario donde el carisma se empeña en ser enemigo jurado del talento y donde se trata al genio como si fuera un delincuente.
Autor de un montón de libros, todos editados en Francia a falta de ofertas en el terruño (tanto entonces como hoy y sin duda mañana, la élite del serrallo cuidaba escrupulosamente de que el cociente intelectual de los argelinos se mantuviera a la altura del de sus dirigentes, esto es, más o menos a la altura de la bragueta), tuvo no pocos problemas con las autoridades, que veían, en sus trabajos científicos, maniobras subversivas. Sin duda, resulta difícil explicar a un burrero que un libro no es forzosamente un instrumento antirrevolucionario, pero en la Argelia de los chalanes el exceso de celo pretendía ser la máxima expresión de la vigilancia, y la injuria, la culminación del juramento. No hay nada más vigorizador que oír el ruido de las botas desde las mazmorras subterráneas de las villas sospechosas. Al igual que otra gente de buena voluntad sometida a los desvelos de una pandilla de golfos mesiánicos, el profesor Aluch fue varias veces objeto de rapto, secuestro, vejación y simulacro de ejecución, y hasta se le obligó a exiliarse. Su estancia en Europa no se le subió a la cabeza, a pesar de haberse convertido en referencia mundial y de haber conseguido muchas distinciones. Si bien nadie es profeta en su tierra, tampoco nadie es maestro en la de los demás. Muy pronto nuestro eminente sabio se dio cuenta de que las consideraciones de sus colegas occidentales no eran sino suculentas trampas, de que los premios que se le otorgaban tenían un regusto de pago anticipado y de que sus eruditos trabajos acababan connotándose políticamente, puesto que pasaba más tiempo merodeando por las salas de redacción y los salones de las ONG que en los seminarios universitarios. Se dejó de aplaudir sus investigaciones, lo que privaba eran sus firmes planteamientos contra la dictadura que imperaba en su tierra. Los que iban a escucharlo tenían cara de bestias y repartían a diestra y siniestra documentos plagados de sellos oficiales. O sea, que se le manipulaba como a una vulgar marioneta. Eso le afectó mucho. Entre la probidad intelectual y las gesticulaciones politiqueras, la patria hundida y la cartera a flote, el debate debía quedar zanjado de manera clara y precisa. En modo alguno podía mantenerse con el culo al aire, tanto más que se había pasado la mayor parte de su vida tomando por el mismísimo. El profesor no se anduvo por las ramas. Devolvió a Clodoveo lo que era de la Galia, y, como el salmón que jamás se deja turbar por la embriaguez oceánica, regresó para comulgar con su río natal, donde los guijarros no tienen la magnificencia coralina pero donde los juncos saben sugerir su nobleza pese a la trivialidad tentacular de las adelfas. Impartió docencia en la universidad hasta el día en que el saber quedó arrumbado. Los módulos académicos se negociaron sobre bases estrictamente pornográficas y los diplomas se expidieron en las casas de citas. Horrorizado, el profesor Aluch intentó salvar algunos muebles, lo cual desagradó profundamente a sus colegas, que se negaban a cepillarse a sus alumnas directamente sobre el suelo... Para resumir, la era de la gangrena se adelantó a la del ordenador. En alguna parte de las altas esferas, se asentaron las bases de la deriva que el profesor Aluch denunció en un periódico francés. Como premio, seis meses de cárcel por entenderse con el antiguo ocupante.
Cuando salió del trullo, sus facultades estaban muy mermadas. Se le evacuó a un asilo y allí lo olvidaron.
Ahora, el profesor Aluch no es capaz de distinguir si está en consulta o si sigue en observación. Tiene un despacho al final de un pabellón insalubre, una habitación en el piso superior, y se dedica por entero a sus pacientes, pues cualquier iniciativa por su parte resultaría, cuando no aleatoria, descaradamente suicida.
Me lo encuentro esperándome en el aparcamiento del centro psiquiátrico, con las manos a la espalda y la mente en sus preocupaciones. Su bata blanca añade a su desgarbada silueta un toque espectral. Encaramado como está sobre sus patas de zancudo, el espinazo adopta una inclinación cada vez más preocupante. Su larga melena canosa le revolotea alrededor de la cara como una aureola de humo. Sin embargo, por mucho que se guarde sus penas, su desamparo es tan estridente que su pudor resulta ridículo.
—Un minuto más y pillo una insolación —me dice.
—Mal asunto para una chola grillada.
Recoge con un dedo el sudor que le cae de la frente y lo suelta de un papirotazo, luego señala con el pulgar el sol, que está dejando el cielo desangrado:
—Como si estuviéramos en julio.
—¿El cinco o el catorce?
—Hablo de la temporada.
—Ah...
Frunce el ceño y me mira de soslayo:
—Oye, no estás de muy buen humor...
—Es que soy así.
—¿Debo entender que no te alegras de verme?
—Al contrario. En el manicomio es donde mejor me encuentro a mí mismo.
—En ese caso, estoy dispuesto a albergarte.
Me abro la chaqueta hasta el tirante de la funda de mi revólver.
—Ya llevo camisa de fuerza.
Acaba sonriendo y me tiende una mano tan limpia que me lo pienso antes de apretarla.
Me pide que lo acompañe. Como he aprendido a no dar la espalda al enemigo, y aunque el profesor no figure en mi lista negra, le cedo el paso. Se encoge de hombros y pasa delante, con la nuca carmesí y el paso vencido por la canícula.
El manicomio cubre un amplio espacio. El lugar idóneo para que se te vaya la olla. Aparte de un anciano que se hurga la nariz a la sombra de un árbol, todo lo demás es abandono. Unos pabellones sórdidos, lúgubres como tumbas, intentan destacarse en medio de una vegetación salvaje. Las puertas cerradas con candados resultan chocantes, y los barrotes de las ventanas afligen. Parecen deshabitados, a pesar de la naturaleza alborotada de sus inquilinos. Aquí, seres rechazados por la sociedad se ocultan en espera de que se les entierre. Los adivino, tras los tabiques de los barracones, con la mirada perdida y las manos asidas a la penumbra, acechando, entre dos sobredosis de sedantes, a ese sepulturero al que le repele hasta cavarles una fosa.
Siempre me he sentido a disgusto en un cementerio, pero el manicomio me produce más lástima que un osario.
No hay peor infierno que un moridero atestado de vivos.
—Son imprevisibles, aunque no traicioneros —dice el profesor como si me leyera el pensamiento—. Algunos de ellos fueron en su día valiosos cuadros del partido.
—A veces, la locura resulta de un exceso de trascendencia.
—¿Recuerdas a Cherif Wadah?
—¿El Che Guevara africano?
—Pues él también está aquí.
—No me lo puedo creer.
—Te lo aseguro. Tuvo sus más y sus menos con la Familia revolucionaria. Por cuestiones de principios. Lo pusieron en cuarentena, y luego empezaron a acosar a su familia. Una mañana, salió de su casa y no supo cómo regresar. Se lo encontraron por Staoueli, harapiento, con un garrote en la mano, insultando a voz en grito a dioses y hombres. No recuerda a nadie. Sus hijos y su mujer vienen a verlo. Se niega a estar con ellos. A veces, se pasa días enteros sin articular una sílaba. Otras, se arranca y suelta unas diatribas ininteligibles hasta caer redondo.
—Menuda desgracia.
—Fíjate, un monumento como él.
—Argel no cree en los héroes, profesor. Prefiere a los mártires.
Se detiene y me da la razón con el índice.
—Espero que no me hayas llamado para dejarme la moral por los suelos —añado—. Tengo chavales y no me haría gracia olvidarme de ellos.
Asiente con la cabeza.
Llegamos hasta un pequeño patio cubierto con gravilla, trente a un edificio desasosegante. Hay un hombre sentado en el umbral del portón, con las piernas cruzadas y un sombrero de papel en forma de acento circunflejo. Al vernos se incorpora a medias, junta las manos bajo la barbilla y nos saluda a la manera de un monje budista.
El despacho del profesor cabría en un pañuelo. Apenas más grande que un trastero, me recuerda esas habitaciones oscuras, en el sótano de las comisarías, donde se tortura a los duros de pelar. Una mesa de formica, un sillón destripado, una silla metálica y, en la pared, un dibujo de niño que representa a un perro con dos cabezas. Detrás, sobre una estantería, un viejo magnetófono ruso, grotesco con sus enormes rollos y su tapa de cartón.
La ventana, sin cortinas, da a un estanque para riego en ruinas. Más allá, sobre una tapia ruinosa, un tarado se toma por un surtidor. Con el pantalón a la altura de los tobillos, orina girando sobre sí mismo.
—Se ha autoproclamado rey de las bestias —me explica el profesor—. Todos los días, a las once y media en punto, viene para delimitar su territorio.
—Tiene razón.
—¿Un café?
—No, gracias.
—¿Entonces un té?
—¿Estoy aquí como amigo o como profesional?
—Como ambas cosas.
—En ese caso, bastará con un vaso de agua.
El profesor toma nota pero no llama a nadie. Entiendo que su presupuesto es limitado y que todas esas delicadezas son pura y simbólica formalidad. Por lo demás, no veo taza ni jarra a mi alrededor, ni siquiera un cenicero. De no ser por algunos folios arrugados, un recetario y un permiso de salida sin rellenar, cualquiera puede confundir este lugar con un meadero.
—Ahí está —me dice poniéndome delante un expediente del que extrae la foto de un joven más bien pijo.
Acto seguido, se acomoda en su sillón y cruza los brazos sobre el pecho como quien ha acabado su exposición.
Empiezo manoseando la foto. En su reverso, un bolígrafo borroso menciona una fecha, un número de serie y unas anotaciones. Ojeo algunos folios del expediente. Se trata de informes médicos, de recomendaciones a un director de prisión, una ficha descriptiva. En resumen, una literatura incompatible con el calor que me está desecando la sesera.
—¿Debo entender que me las tengo que apañar solo para adivinar de qué va el asunto?
—No obligatoriamente.
Fuera, el paciente ha acabado de orinar. Ahora se ha puesto frente a la ventana y exhibe su sexo como si fuera una cimitarra.
El profesor, condescendiente, pone los codos sobre la mesa y consiente en instruirme.
—Nadie sabe de dónde viene, solo que un día lo trajo la cigüeña. Lo que ha vivido desde que dejó de chuparse el pulgar hasta hacer de las suyas, eso es el apagón general. Ni nombre, ni filiación, ni dirección. Se pensó en un caso de amnesia, pero el fulano tiene una memoria de elefante. Se pensó en un caso de locura, pero el paciente resulta ser más listo que un brujo. Entonces, ¿de qué se trata? No hay nadie capaz de aventurar una hipótesis. Un buen día, nuestro hombre decidió presentarse en comisaría. Por entonces, de eso hace más de diez años, tenía un careto más bien simpático, algo más de veinte años y una mirada profunda. Cuando me lo trajeron, dije que ese tío era de buena familia. Mucha clase, mucha calma. Incluso demasiada. Pero convincente. ¿Un universitario? Se buscó sin encontrar nada. ¿Un joven cuadro? Se buscó sin encontrar nada. En el atestado alguien había apuntado: se niega a proporcionar su identidad. Más adelante, otro escribió SNP3. No protestó. ¿Qué quería? Que lo encerrasen en una fortaleza para que dejara de cometer atrocidades. Declaró haber matado a un montón de gente, pero no recordaba dónde había enterrado o abandonado los cuerpos. Sus primeras víctimas fueron dos ancianos que no conocía de nada. Había sufrido una avería a la entrada de una granja. Era de noche. Llamó a una puerta para pedir ayuda. Lo alojaron durante la noche. Por la mañana, salió muy temprano dejando allí su coche. Un vehículo robado. Dos días después, un vecino fue alertado por el olor a descomposición. Los gendarmes descubrieron a la pareja de ancianos en las letrinas. Fue en 1970... Dos meses después, lo recogieron en autoestop por un camino perdido. Un guarda forestal encontró la camioneta oculta bajo un árbol, en un bosque. En su interior, el cadáver de un tratante de ganado. Y luego, una noche, se presentó en el puesto de policía que le pilló más cerca para que se le detuviera. Confesó siete asesinatos, luego diez, y veinte. Aparte de la pareja de ancianos y del tratante de ganado, ninguna indicación sobre las demás víctimas.
De repente, parece que el fulano de la foto se ha puesto a reír. Me apresuro a cubrirla con una ficha de cartulina.
—Si me has hecho venir hasta aquí con la intención de impresionarme, te ha salido fatal —le aviso—. En el fondo de mis cajones tengo unos informes mucho más aterradores. De los asesinos en serie no hablamos para no indisponer a nuestros queridos dirigentes, nuestros zaím?, pero los tabúes no detienen ni su proliferación ni su malignidad. Por mis locales han desfilado a punta de pala, unos más fundidos que otros. Con algunos he llegado a echar un rato de palique. Total, que una de cada dos noches tengo pesadillas.
—¡Éste es distinto!
El profesor ha gritado. Ha dado un puñetazo sobre la mesa. Lo que leo en su mirada me induce a tomármelo con más calma. Le pido que argumente.
—¿De qué va exactamente esta historia?
Recupera su puño, lo desliza bajo la mesa y se da un discreto masaje. Tras un largo rato, me confiesa con la voz descompuesta:
—El trauma de mi vida profesional.
—Supongo que yo también debo estar aterrado.
—Desde luego.
—¿Tan insólita es esa historia o es que estás cagado de miedo?
—Ambas cosas.
—¿Y nuestro hombre?
—No me deja pegar ojo.
—¿Crees que se lo está pasando bien?
—Si es así, lo disimula bien.
Escruto mis uñas para hacer como si estuviera reflexionando en serio sobre el asunto y sigo adelante con el debate:
—¿Dónde está ahora?
—En la cárcel.
—¿Y yo qué tengo que ver con este barullo?
El profesor entrecruza sus dedos para ilustrar su apuro.
Se levanta y pone en marcha el magnetófono.
—Escucha esto, Brahim.
Los rollos chirrían. De inmediato resuena por toda la habitación una voz cavernosa:
«Se ha rizado el rizo. Otra vez me veo en la casilla de salida. Debí sospecharlo. No había nada que ver, debía moverme. Desde el principio saltaba a la vista. El fela?? que hizo una carnicería con los miembros de mi familia quería sin duda demostrarme algo. ¿Qué exactamente? Lo ignoraba. No tenía explicación que darme. Tener una razón particular para matar no era necesariamente suficiente para legitimar el asesinato. Debí fijarme en mi torpeza infantil: si no me enteraba del alcance del horror que se había abatido sobre mí, quizá fuera porque no había explicación. Demasiado fácil. Tenía una absoluta necesidad de comprender. ¿Para tener la conciencia tranquila, para volver a una vida normal? ¿Se puede volver a apreciar la vida tras haber asistido a la masacre de la propia familia? Puede ser, pero no ha sido mi caso. Algo fallaba. Entonces decidí aclararme. Quería comprender. Ahora, ya es cosa hecha. Ha durado, ha sido infernal, pero lo he conseguido: ¡lo he entendido!».
El profesor: «¿Y qué es lo que has entendido?».
La voz cavernosa: «Que no había nada que comprender. Nada... Todas esas matanzas sólo habrán servido para darle vueltas al tema. Me la han pegado. Me empeñaba en hallar una respuesta a una pregunta que ni siquiera había que plantearse. ¿Por qué se mata? Cuando se mata no se hacen preguntas, se actúa. El gesto se convierte en la expresión única. La ejecución empieza cuando ya no se espera explicación. Si no, uno se abstiene. ¿No es así? Se mata para no intentar comprender. Es el desenlace de un fracaso, la nota al margen de una desautorización. El asesinato es la incapacidad del asesino para razonar, el instante en que el hombre recupera su condición de fiera salvaje, en que deja de ser una entidad pensante. El lobo mata por instinto. El hombre mata por vocación. Pueden darse todas las motivaciones posibles, pero nada justificará su gesto. No siendo la vida de su incumbencia, ¿cómo se atreve a disponer de ella como le da la gana? Su decisión no se apoya en ningún argumento de recibo, sino que nace de su insignificancia. Quien no respeta la vida ajena no ha entendido para nada la suya. De la nada a la nada, de la opacidad a las tinieblas, se busca y no se alcanza. ¿Acaso no se dice: Silencio, aquí se está matando? ¿Por qué pedir silencio cuando el universo se dispone a vibrar con gritos insoportables? A menudo he creído poseer la fuerza de los dioses hasta el punto de acabar convencido de ser dueño del destino de mis víctimas. Resultado: la víctima se muere y todo se me escapa. Y me veo tan solo en el mundo como el cielo al día siguiente del Apocalipsis... Al fin y al cabo, ¿qué he ganado con esto? Pongamos que me he enterado, pero ¿dónde me encuentro? Exactamente donde todo empezó. Tanto estropicio para tamaño fracaso. Encarno mi propia quiebra. No valgo más que los cadáveres que he dejado por el camino. Una perfecta nulidad, un asesino cuya alma se ha extraviado tras haber perdido sus referencias. En este mismo punto me encuentro yo. Me desprecio ahora que ya nada me interpela. He dejado de existir. Soy una rata reventada, una basura en estado de descomposición. Soy el abismo que me aspira y a la vez me desintegra».
El profesor detiene el magnetófono y se vuelve a sentar.
Se agarra la barbilla con la mano.
—Esto lo dijo tras una primera estancia en el trullo. La dirección de la cárcel me lo envió para ver si había recuperado la memoria y si se había calmado. Parece que de repente dejó de montar follones.
—¿No era ésa tu opinión?
—No.
—¿Deliraba?
—En cierto modo.
—¿Lo devolviste al trullo?
—De ninguna manera. Me interesaba. Se quedó siete años en mi asilo. Cada vez que me creía a punto de penetrar en su personalidad, se las arreglaba para atrincherarse tras otra, más compleja, más aterradora... Escucha también esto. Son sus palabras, tres años después de lo que acabas de oír.
Nuevamente, los rollos arrancan y regresa la voz, esta vez clara:
«¿Sabes por qué Dios no permite que ángeles y demonios se maten entre sí? Porque si llegaran a declararse la guerra, no sabría clasificarlos ni identificarlos. Cuando el odio se asienta en alguna parte, todo se endemonia, tanto los justos como los pecadores. La guerra no es una partida de ajedrez. Es un jaque mate. Un momento que la gente de paz jamás conseguirá delimitar. Es muy bonito condenar la violencia con un vaso de Martini en la mano o desde un salón confortable. ¿Pero qué sabemos realmente de ella? Nada. Nos indigna, y protestamos, nos llevamos las manos a la cabeza, ¡tozz! La violencia tiene su propia lógica. Es tan razonable como la defecación. También tiene sus valores y su moral; unos valores que no tienen nada que ver con los convencionales y una moral que para nada se amolda a la Moral, pero que son igual de válidos y leales. En el momento mismo en que la voluntad de matar se impone como única vía de salvación, las bestias más salvajes huyen ante la ferocidad humana. Porque, entre todas las hidras, los hombres son los únicos que saben cómo se cruzan las fronteras de la animalidad manteniéndose lúcidos. No hay peor monstruosidad que la cólera humana. Es perfectamente consciente de su ignominia, lo cual la hace más atroz que el sufrimiento que inflige. Es lo que se llama barbarie, o sea, lo que ni hienas ni ogros están en condiciones de concebir, y aun menos practicar. ¿Y a mí me preguntas por qué la boca que antes besaba se pone de repente a morder, y la mano que acariciaba a devastar? Mato precisamente porque no tengo la respuesta. Mato para comprender. Y seguiré matando hasta enterarme de lo que conduce a un ser humano a sobresalir en el arte de prodigar a su prójimo la peor sevicia. Quisiera saber, saber lo que impide que un hombre resista a la llamada de su locura, cómo consigue encarnarla tan admirablemente».
El profesor apaga el magnetófono y me mira a los ojos. Se da inmediatamente cuenta de que no le sigo, se le crispan los labios y se deja caer sobre su asiento.
—Después de esto, me dio miedo que permaneciera aquí. Mis pacientes ya no estaban seguros y mis guardas no estaban en condiciones de vigilarlo. Lo devolví a la dirección penitenciaria... Cuando está en la cárcel, se aísla. Del todo. No abre la boca durante meses. Y luego, una mañana, me lo vuelven a confiar. Entonces me encuentro con un desconocido. Un santo, puro fervor y piedad, con las manos juntas bajo la barbilla, de rodillas frente a un tragaluz, rezando hasta caer agotado. Hasta el mismísimo Frantz Fanon habría arrojado la toalla.
—¿Cayó en el islamismo?
—Ignora lo que es eso.
—¿Puede que alguien lo haya adoctrinado?
—Te digo que no tiene nada que ver con el movimiento islamista. Es un caso excepcional.
—¿Tienes alguna idea?
—Tengo varias. Ahora voy de vacío. SNP se escurre de mis trampas como un nudo corredizo.
—¿Y luego qué?
—Vuelta a la cárcel. Cinco años de piedad. Dócil. Pero taciturno. Limpio. Siempre haciendo sus abluciones... Te juro que me dejó patidifuso. Cuando lo tengo delante de mí se me suelta la tripa... Este hombre —añade barriendo con la mano la ficha de cartulina— está convencido de que está en este mundo sólo para hacer sufrir al prójimo.
—Sigo sin saber lo que esperas de mí.
—Te propongo que consumas un par de litros diarios de café. Porque a partir de ahora no te conviene despistarte. Nuestro hombre se ha beneficiado del indulto presidencial. Quedará libre el primero de noviembre... Cuando me enteré de la noticia, fui de inmediato a ver al director de la cárcel. Me dijo que la lista fue elaborada por una comisión de expertos que ha declarado que se puede soltar al sujeto. He escrito a dicha comisión. No se ha dignado contestarme. Me he puesto en contacto con el Ministerio de Justicia. Me han replicado que la comisión es soberana. He alertado al Ministerio del Interior. Nada. He informado a la prensa. Vino a verme una periodista. Ningún resultado. Pasa el tiempo y SNP ya está pensando en sus próximas víctimas. Por todo esto acudo a ti, Brahim.
—A ver si me he enterado, ¿debo ir a ver al rais y pedirle que aplace el decreto?
—Esto es muy serio, Brahim.
—¿Y qué puedo hacer yo, un madero de poca monta, cuando un decreto presidencial está firmado, profesor; cuando los ministerios afectados no menean un dedo; cuando se la suda al mundo entero? ¿Que lo intercepte al salir de la cárcel para endiñarle una multa y volver a encerrarlo? No veo cómo debo cortarle el camino a alguien que la justicia ha rehabilitado.
—Vigílalo.
—¿Con qué, durante cuánto tiempo, en nombre de qué? Sinceramente, profesor, ¿crees que esto puede colar?
—Te digo que va a volver a las andadas.
—¿Tienes alguna prueba?
—Soy psiquiatra, ¡narices! Ese individuo es mi paciente. Es extremadamente peligroso.
—¿Ha hecho de las suyas en el talego?
—¿Qué es un rapaz enjaulado sino un gorrión grandullón y tullido? SNP es muy listo. Está tranquilamente esperando su propia carnaza. Una vez suelto, se va a poner las botas. Es un predador. Lo que le gusta es planear como un mal presagio por encima del rebaño, elegir su presa, preferiblemente sin ningún criterio, y caer en picado sobre ella. Hay que escucharle cuando cuenta cómo decidía, de repente, así porque sí, que el individuo que se cruzaba en su camino, el chaval o la vieja campesina que el azar había puesto a la vuelta de un sendero, debía desaparecer. No por una actitud reprensible cualquiera, sino porque había decidido que así tenía que ser. Lo que le hace feliz, lo que más feliz le hace es pillar desprevenida a su víctima, sin el menor motivo, sencillamente para ser consciente de su absoluta libertad, esa misma que lo libra de las más elementales cavilaciones. Es un caso único, el más grave y el más preocupante que me haya tocado examinar, Brahim.
Capítulo 3
Salgo, pues, de ver al profesor Aluch con un montón de espinas clavadas en la espalda. A pesar del calor, tengo frío y me voy entumeciendo de la cabeza a los pies. He conducido hasta Ben Aknún en tercera, con el pedal del acelerador a fondo. En ningún momento he oído el descompuesto estertor de las válvulas. No tengo una razón particular para ponerme así; sin embargo, algo está fermentando en el hueco de mi vientre, dejándome un desagradable sabor de boca. Lo malo es que cada vez que me viene un presentimiento de esta naturaleza, puedo estar seguro de que va a ocurrir una desgracia.
Cuando llego a la Central me topo con el inspector Bliss. Nada más verlo se me pone la carne de gallina. Cuando Bliss te recibe en la entrada del paraíso, hay que entender que el infierno se ha mudado.
—Lino ha telefoneado —me anuncia—. Pide tres días de permiso.
—¡Niet!
—Dice que tiene un problema.
—Creí que estaba enfermo.
—Quizá tenga un problema de salud.
—Me importa un pepino. Mañana lo quiero en mi despacho.
Bliss tuerce el hocico y me confía:
—No creo que mañana esté aquí. Lino ha pedido permiso para ausentarse por puro reflejo profesional. Desde hace algún tiempo sólo hace lo que se le pasa por la cabeza, eso suponiendo que aún le quede algo de ella.
Se lleva con impertinencia un dedo a la sien, baja la escalinata a la carrera y se dirige hacia su coche.
—¿Y tú adónde vas?
—El jefe me ha encargado un asuntillo delicado. Así es la vida —añade para darme por saco, apartando los brazos—, estamos los que nos lo curramos para llegar a fin de mes, aunque tengamos que echar el bofe. Y luego están los que ordeñan la vaca con guantes.
—Ten cuidado, enano, que hay vacas con una sola teta.
—Yo siempre examino el terreno antes de meter mano. Por cierto, se me olvidaba —dice chasqueando repentinamente los dedos—, a partir de ahora, si me necesitas, pídeselo antes al jefe. Así lo ha decidido.
Y se aleja, como un genio maléfico bajo el efecto de sus hechizos.
Al día siguiente, a primera hora, encuentro a Lino en su despacho, pomposamente inclinado sobre unos folios, redactando algo. Pretende que un cabileño espabilado como yo se crea que está trabajando a lo bestia, pero una simple ojeada sobre su trajín me basta para comprender que se está aplicando en copiar, palabra por palabra, un viejo informe desechado por impresentable. Por supuesto, Lino persevera en su comedia de memo: saca la lengua para realzar las mayúsculas, se apoya sobre una coma, se rasca tras la oreja para dar con el vocablo apropiado, tan absorto que pega un bote cuando me descubre ante él.
—¿Ya son las ocho? —exclama el muy embustero y bellaco.
—¿Debo deducir que te has tirado toda la noche con tu papelucho?
—Ya sabes, comi, que yo el curro me lo tomo muy en serio.
Lo miro de hito en hito:
—Al parecer, tienes un pequeño problema.
—Sí, pero de los gordos. He pedido un permiso. Baya me ha dicho que me lo has denegado. Así que he vuelto a mi puesto. No soy tan rebelde.
—Me conmueves.
Desvía la mirada.
—Deja ya tu papeleo de holgazán y sígueme. Tenemos faena.
Lino se sobresalta:
—¿Va para largo?
—Depende, ¿por qué?
—Es que esta tarde tengo una urgencia, comi.
—Me la trae floja.
Se pone la chaqueta de mala gana y me sigue a la carrera por el pasillo. Ya en el coche, le pregunto:
—¿Por qué no me das la receta de tu elixir?
—¿Qué elixir?
—El que te ha curado esa gripe de caballo en el tiempo que dura una sesión de hipnosis.
Sonríe. Lino sonríe siempre que le gano la partida. Una cuestión de nervios. Le apunto con el dedo. Se pone manos arriba para rendirse, mete la primera y arranca a toda mecha.
La cárcel de Serkadji me devuelve a una época que no me gusta demasiado recordar. Así que ahorraré detalles. Un penal horrendo, y eso es todo. El carcelero —al que, al parecer, el Señor sólo concibió para hacer de soporte a un inextricable juego de llaves— tira de varios pestillos antes de abrir la verja y llevarnos de paseo por una hilera de pasillos execrables que recuerdan los meandros del abismo. Es gordo como un pecado mortal, alto como tres aros yuxtapuestos —su jeta, su bartola y su culo—, lo cual proporciona a sus andares tres razones para no valer nada. De vez en cuando, gira la cabeza para comprobar que lo seguimos y se enfurruña al ver que no hemos dado media vuelta.
Por fin se detiene ante una puerta maciza, la golpea y se aparta a un lado para no ser catapultado por una voz capaz de erizar el vello a una momia:
—¿Qué pasa?
El carcelero nos anuncia. La voz se aplaca y nos recibe un mamífero parapetado tras un bigote anticonstitucional.
Hay hombres convencidos de que la virilidad del macho depende de la fuerza de su apretón de manos. Nuestro huésped es de ésos. El suyo pretende ser gallardo; el mío, más bien susceptible.
—¿Y bien? —nos suelta, expeditivo.
Observo que, aparte de su trono de cuero acolchado, no hay más asiento en el despacho. Deduzco que el fulano tiene por sus visitantes la misma consideración que por la chusma que alberga y a la que, a todas luces, putea con insaciable deleite.
—¿Podemos relajarnos un poco y charlar un rato? —pregunto.
—Esto es un centro carcelario, no un salón de té, comisario.
—¡Ah!
Estupefacto por la acogida, Lino bambolea los ojos a diestra y siniestra a la vez que rumia su indignación.
El director se lleva los puños a la cadera con cara de fastidio.
—¿De qué quieren hablar conmigo?
—Si está usted abrumado de trabajo, volveremos más tarde.
—Yo siempre estoy abrumado de trabajo. Es mejor que acabemos de una vez.
—De acuerdo, Kong, de acuerdo —mascullo, a punto de tirarle un viaje.
—Mi nombre es señor Bualem.
—Bien, señor Bualem. Me han dicho que algunos de sus huéspedes van a ser puestos en libertad a partir del primero de noviembre.
—¿Se opone usted a las decisiones del rais?
Ahí pretende hacerme decir lo que no he dicho. Para desconcertarme. Respiro a fondo, me inspiro en las deflagraciones que retumban en mis sienes, arrugo los ojos para catalizar mi exasperación y le confío:
—Esto muy entre nosotros, señor Bualem, que le den por el mismísimo al rais, a sus eunucos y a todos aquellos que piensan que un poli no tiene derecho a calentar a esos asquerosos canallas que pretenden que se les tome por los guardianes del Templo —esta vez retrocede, lo cual me da más cancha—. Cierto, es usted quien manda aquí, en esta jaula de fieras, pero yo soy un bicho aparte y odio a los aprendices de domador. Por tanto, reserve para su zoológico su afanoso estilo, ¿vale? Yo estoy aquí por motivos profesionales.
En realidad, el paso atrás del gorila no era sino un repliegue táctico, pues lo convierte en impulso y vuelve a la carga, haciendo como si se tirara un pedo:
—¡Tozz!
Lino, que está a mi lado, no acaba de creérselo. No por la agresividad del gorila sino más bien por las reticencias de mi réplica, pues, de costumbre, cuando mis berridos no acaban de convencer, los acompaño con hostias. Pero Lino no es de los que suelen pedir ayuda a sus neuronas. No sabe hacer nada sin un esquema. Si hubiese echado una ojeada a su fichero en lugar de plagiar viejos informes para impresionarme, se habría enterado de que el señor Bualem es cuñado de un mandamás venenoso y que es director de prisión para avenirse a la vocación familiar de meter en cintura a los recalcitrantes para, luego, humillarlos a su avío.
Digo con una sangre fría que desconocía en mí:
—Se trata de SNP...
—¿Otra vez?
—El profesor Aluch...
—El profesor Aluch es un tarado. Un chiflado, ido de la olla y alucinado. Una comisión de expertos ha estudiado, caso por caso, al conjunto de los internos propuestos para ser liberados en el marco del indulto presidencial. SNP ha sido auditado, auscultado, puesto a prueba, sometido a distintos reactivos y declarado re-di-mi-ble. Por una comisión oficial, competente y creíble, formada por eminentes psicólogos y ejecutivos íntegros. Para mí es más que suficiente. Comisario, hay un decreto presidencial firmado. Usted es funcionario del Estado y debe comprender lo que es este tipo de decreto.
—Bueno... ¿Podemos ver al redimible?
—¿Trae usted una orden?
—Sólo una tarjeta de crédito.
—Lo siento, los carceleros no son tan generosos como los cajeros, comisario.
—Estoy dispuesto a hipotecar mi camisa. No tardaré. Quiero verlo.
Menea la cabeza con desprecio.
—¡Ni hablar!
Nos da la espalda.
Lino percibe el borboteo de mi ira. Me agarra por el codo en un intento de evitar lo irreparable. Lo dejo hacer. No me faltan ganas de inflar a patadas en el culo a ese pedazo de patán, pero no veo la necesidad. A veces se puede enderezar la sinrazón, pero jamás las mentes retorcidas. Es una cuestión de mentalidad.
El profesor Aluch me telefonea justo cuando me voy a meter en la cama. Mina me alcanza el auricular y se quita de en medio. Espero a que cierre la puerta para iniciar el debate:
—Dime.
—Llevo todo el día intentando dar contigo en tu despacho. Tu secretaria me dijo que no estabas.
Me doy cuenta de que es su manera particular de preguntar si era yo el que negaba con la cabeza a Baya.
—No te ha mentido, profesor. Estaba alarmándome siguiendo tus consejos.
Se le enardece la voz:
—¿Has ido a ver al preso?
—Su director me lo ha impedido.
—¿Por qué?
—Mi camisa no bastaba como aval.
El profesor refunfuña algo que queda solapado por un ruido de fritura, resopla y prosigue durante cinco segundos con su soliloquio.
—Por lo demás —lo tranquilizo—, he tenido una charla con un amigo abogado. Ha sido atento, cortés, pero categórico.
—¿Es decir?
—SNP será indultado dentro de cinco días.
—¿Cómo puede ser? —se rebela el profesor, carraspeando.
—Creo que está claro: nuestro presunto demente volverá a su casa y a llevar una vida normal.
El profesor suelta un rosario de tacos que remata con un suspiro de desconcierto:
—Es horrible. Están cometiendo un error monstruoso. No se puede tomar a la ligera un expediente tan explosivo. ¿Por qué no se me quiere hacer caso?
—Menudo favor nos habrías hecho si te lo hubieses cargado.
—No lo dirás en serio.
—Quizá, pero estoy cansado.
Una ojeada al reloj de pared me revela que no voy a tardar diez segundos en quedarme roque.
Tras una retahíla de protestas indignadas, el profesor pregunta:
—¿Qué piensas hacer, Brahim?
—Dormir.
Capítulo 4
Estoy en el fondo del pasillo y llevo un buen rato observando a Lino, que hace carantoñas a su reflejo en el espejo del váter. Se contempla desde todos los ángulos, aplastando por aquí un pelo, verificando por allá los pliegues de su chaqueta, tan fascinado por la geometría olímpica de su perfil que ni siquiera repara en mí.
Ya por aburrimiento, y para no tirarme así el resto del día, me pego a él por detrás y lo arrullo muy cerca de la nuca:
—Espejito, espejito, ¿cuál es el pollito argelino que mejor sabe hacer el ganso?
Lino me mira de arriba abajo. No le agrada mi intrusión y empiezo a resultarle pegajoso.
—¿Cuál es tu problema, comi?
—Tú tienes un problema, muchacho.
—¿Y se puede saber qué te importa?
—Digamos que siento interés.
Me mira fijamente en el espejo.
—¿No tienes bastante con los tuyos, comi?
—No estamos solos en el mundo, así que no hay más remedio que interesarse por lo que nos rodea.
—No entiendo.
—Corre un rumor por la ciudad...
—Déjalo que corra —me interrumpe secamente—. Para eso están los rumores.
—Sí, pero el tuyo lo llevas a rastras como si fuera una cacerola.
Se le contrae la mandíbula. Empieza a mosquearse. No me dejo impresionar.
Lino tiene claro que conmigo no da la talla. Como buen subalterno, arroja la toalla, se echa a un lado para que la corbata no se le enganche con mi cinturón y se dirige hacia la salida.
—¡Intenta que no te desplumen en el catre!
Medita sobre mis palabras y vuelve a alisar la seda de su camisa granate a escasos centímetros de mi raída chaqueta.
—¿Puedo hacerte una pregunta, comisario?
No es la primera vez que me llama así, pero jamás en ese tono.
Me abro de brazos:
—¿Por qué no?
—¿No te importaría dejar de darme la vara?
—No me gustaría que te arreasen con ella.
Cabecea, harto de mis abusos de autoridad, se peina con los dedos y se larga.
Lino no se encuentra bien. Habitualmente, cuando me meto con él, lo encaja con estilo. Desde hace unos días parece que ya no traga a nadie. Llega por la mañana con pinta de mosqueo, se agazapa tras su mesa y se aísla en sus pensamientos. Esto no es muy suní. Mujeriego impenitente, Lino dedica la mayor parte de su tiempo a recorrerse los lugares de perdición en pos de una fulana guapa de cara y no muy cara. A veces, le da por plantarse con alguna conquista medio presentable en un asador antes de beneficiársela por la vía rápida allá donde le pille, tras un matorral o por los bosques de Baïnem. Al día siguiente, dedica la mañana a relatar su proeza coital y se enorgullece de hacer babear a los pasmas recalentados que se apiñan a su alrededor. La cosa nunca va más allá. Por la tarde, me encuentro con mi teniente sumido en sus expedientes, laborioso y metódico, tan digno que de buena gana le confiaría a mi hermana para el fin de semana. Pero Lino ha cambiado. Está más pendiente de la raya que le divide el pelo por la mitad que de la concordancia verbal de sus informes. Además, ya casi nunca está aquí. Aparece con dos horas de retraso, revuelve sus cajones sin la menor convicción, se toma a la carrera un café y, cuando me doy la vuelta, se volatiliza.
Lo miro alejarse. Hay algo en su aspecto que me disgusta. Si piensa que ya es mayor para navegar solo, él sabrá cómo lleva el timón. Al fin y al cabo, ¿en qué me meto? Sólo que mi intuición de Pequeño Gran Hermano forjado en las más puras tradiciones del FLN me dice que la brújula de mi aprendiz de navegante está trucada y que, como no lo vigile muy de cerca, lo más probable es que acabe encallando en orillas tenebrosas.
Ese sentimiento se acrecienta cuando a mediodía, en la cantina de la Central, el inspector Bliss viene a aguarme el almuerzo. Pone su bandeja sobre la mesa y se sienta frente a mí con una sonrisa abyecta.
—Espero no molestarte.
—Molestarías hasta a una momia en su sarcófago —le digo.
El muy rastrero hace caso omiso de la repugnancia que me inspira, mira a diestra y siniestra, como todos aquellos que tienen un fantasma pisándoles los talones, y se inclina sobre mi postre para murmurarme:
—El pescado no está fresco. Hace un rato vi salir un gato de la cocina y parecía enfermo.
—Quizá fuera por haber visto tu jeta.
Aparta su vomitivo rostro de mi yogur. Como es el niño bonito del director, es capaz de faltarme al respeto, y lamentaría torcerme la muñeca contra su cara de desgraciado, yo que he conseguido conservar las manos limpias en el estercolero que no paro de remover a lo largo del día. Sus dedos manosean el tenedor, luego la raja de pescadilla, y recogen una espina con pinta sospechosa antes de desalojar una aceituna de debajo de una hoja de lechuga. Comprendo que está buscando las palabras y me pongo a tamborilear el borde de mi plato con el cuchillo para desconcertarlo.
—Llob, hermano —suspira—, si me he sentado contigo no es porque tu compañía me abra el apetito. Sé lo que piensas de mí y sabes lo que pienso de ti; para qué vamos a volver sobre ello. Sólo quiero llamarte la atención sobre tu imbécil de Lino... No tengo por costumbre salvar in extremis a nadie, y tampoco me faltan ganas de contárselo al jefe: Dios sabe hasta qué punto me estimula ese tipo de oportunidades. Sin embargo, si he optado por dirigirme a ti en primer lugar, que eres mi superior inmediato, es porque eres el único capaz de hacer que espabile...
—¿No puedes abreviar? El lenguado se me está pasando.
Risa burlona de Bliss. Las hienas no le llegan ni al tobillo. Su falsedad me produce escalofríos en cadena por la espalda. De repente, el trozo de tomate que estaba saboreando invade mi paladar con una secreción biliosa.
—¡Qué estúpido eres! —gruñe.
Recoge su bandeja y se levanta. Para sus adentros, ha cumplido con su deber; lo demás le importa un rábano. Hasta disfruta como un enano ante la idea de hacerme responsable de lo que le pueda ocurrir a mi principal compañero de equipo. Para rematar la faena, añade con voz suficientemente alta para que se enteren los demás:
—Creía que tenías mayor consideración por tus hombres...
Luego, con una mueca cortante como una cuchilla, se larga y se sienta con un grupo de agentes claramente asqueados por mi actitud.
—Deberías hacerle caso —me dicen por detrás.
Me doy la vuelta. El teniente Chater, jefe de la sección especial, me hace un guiño. Percibo la fugitiva chispa de su mirada y cruzo el brazo sobre el respaldo de mi asiento.
—Tú también pareces estar muy al tanto del tema.
Chater, que ha acabado de almorzar y está a punto de volver al trabajo, hace una pausa para sopesar los pros y los contras.
—¿Qué ocurre?
—Lo mejor será hablarlo con él, comisario. Lino necesita que le hagan caso.
—¿Es decir?
El malestar de Chater es evidente, pero la gravedad de la situación se impone.
—Nadie en esta casa de putas quiere que le gasten una putada, ¿entiendes?
—¿Por qué os andáis todos con rodeos?
—Los chicos cotorrean en la Central. Les parece que, para ser un pequeño funcionario con una paga justa para no pasar hambre, Lino está exagerando. Se cambia de traje más que una estrella.
—¿Y qué?
—Pues que no sé qué decir. Tu teniente es libre de ligar con la reina Isabel, si piensa que tiene posibilidades de sortear la vigilancia de su guardia pretoriana. Desgraciadamente, la dama con la que se junta no tiene guardia pretoriana, y no hay manera de frenar a Lino en su carrera hacia los follones.
Con eso se despide.
Una vez solo, me doy cuenta de que se me han pasado las ganas de comer y deduzco que el pescado, efectivamente, no debía de estar muy fresco.
Por la tarde, sorprendo a Lino conminando al inspector Serdj a que se meta en sus asuntos. Están en el despacho de Baya, y la discusión se va envenenando en medio de un revoloteo de papeles y un rechinar de sillas. Serdj intenta calmar las cosas con su voz rampante. Se apoya en la pared, con las manos hacia delante y el cuello entre los hombros. Lino lo tiene arrinconado y menea el índice con furia. Baya, por su parte, no consigue soltar una palabra. Se da cuenta de que la situación está a punto de degenerar y, como hembra sin voz ni voto, sólo le quedan los ojos para implorar a ambos hombres.
Siente alivio al verme en el hueco de la puerta.
—¿Qué mierda de follón es éste? —rujo.
Serdj se traga convulsivamente la saliva. La veneración que siente por mí, conjugada con la grosería que acabo de soltar, por poco consiguen que se atragante. En cuanto a Lino, sigue tomando su dedo por un machete y pasa olímpicamente de mi rugido intimatorio. Sus ojos llameantes se clavan en los del inspector como si pretendiera destrozarlo. Debo agarrarlo por el hombro para contenerlo.
—Tranquilo, gafitas. Cuando el jefe dice «¡Se acabó!», todo el mundo se achanta, ¿está claro? Aquí mando yo y no tolero que nadie grite más alto que yo.
Lino acaba retrocediendo sin dejar de clavar su mirada en el inspector. Restriega su muñeca por los labios convulsos, se estremece durante cinco segundos, resopla hasta reventarse la napia y vuelve a la carga:
—Ya soy mayorcito y estoy curado de espanto —berrea hacia Serdj—. No admito lecciones de nadie, y menos de un cateto como tú. Mi vida es cosa mía. Salgo con quien me da la gana y me visto como me parece. ¿Acaso he echado mano a tus ahorros?
—Vale —admite Serdj, conciliador—, retiro lo que he dicho. No pretendía ser desagradable.
—Has estado más que desagradable, tío, has estado dando por culo. ¿Te he pedido algo a ti?
—No.
—Entonces, ¿por qué te metes?
Lino se acuerda de mi mano sobre su hombro. La retira con dos dedos, como si se tratara de un detonador. La indelicadeza de su gesto me quita el hipo, pero lo paso por alto. El teniente está a punto de estallar y no me apetece recogerlo con cucharilla. Me ametralla la cara con su respiración desbocada y le borbotea por las comisuras una saliva lechosa. Cierto es que, al igual que sus congéneres, Lino salta con nada, como una gota de nitroglicerina, pero es la primera vez que le da un ataque como éste.
—¿Puedo hablar contigo? —le pido.
—¿Acerca de qué?
—Ven a mi despacho.
—No tengo tiempo.
—Deja de hacer el imbécil y sígueme. No tardaremos.
—No estoy de humor, comisario. Prefiero que dejemos así las cosas. Estoy cansado y necesito volver a casa.
—Aún no es hora de cierre.
Lino se obstina. Vuelve a fulminar a Serdj con una mirada voraz, se recompone el cuello de la camisa, casi me empuja y enfila la salida de la Central.
—Te he dicho que aún no es la hora.
—No estoy sordo —masculla para que me entere de que pasa de mí.
Cuando se ha ido el teniente, pido a Serdj que me ponga al tanto. El inspector intenta minimizar el incidente. Doy un puñetazo sobre la mesa y él claudica. Como si tan sólo estuviese esperando eso para vomitar todo lo que se le había atragantado, empieza explicándome que Lino lleva un tiempo comportándose de manera muy rara, más concretamente desde que se ha enamoriscado de una señora fina con pasta.
—Me pidió dinero. Me prometió devolvérmelo a primera hora del día siguiente. Aquí me tienes esperando... Dos días después, se camela a Baya y le saca la mitad de su paga, con la excusa de que tiene proyectos. Unos proyectos productivos, pues Lino ya no distingue a un colega de un socio capitalista. Cualquiera le parece bueno. Al cabo de tres semanas, la mitad de los chicos de la Central le reclaman la pasta, pero él no se desanima... Esta señora no está al alcance de su cartera. Pensé que iba a percatarse y quitarse de en medio, pero ha adoptado la política del avestruz. Le está tomando cada vez más gusto al lujo y a la extravagancia. Los compañeros están preocupados por él. Están convencidos de que a este ritmo acabará metiendo la pata, y en plan serio, a ver si me entiende usted. Total, que he ido a hablar con él a ver si se avenía a razones. Y ya ha visto usted cómo se ha puesto. Lino se está volviendo chaveta.
Me agarro la barbilla con el pulgar y el índice para reflexionar sobre el asunto mientras Baya vigila el frunce de mi entrecejo. Al cabo de una meditación, le digo a Serdj:
—¿Y quién os autoriza a pensar que a Lino le está gorroneando una virgen falsa? ¿Conocéis a la señora? ¿La tenemos fichada como tanguista, tenéis pruebas de que lo está manipulando?
Serdj infla las mejillas:
—Realmente, no.
—En tal caso, ¿a qué viene tanto drama?
—Eso es lo que todo el mundo presiente en la Central, comisario. Lino vive por encima de sus posibilidades. Si ahora anda con la lengua fuera es porque no consigue mantener el ritmo. Está de los nervios desde que se levanta hasta que se acuesta. Eso no es normal.
—Tampoco creo que sea para tanto —aventuro.
—Yo no pienso igual —insiste Serdj, irritado—. Lino está perdiendo los papeles. Lo conozco. Cuando reacciona como acaba de hacerlo, es que ya no da pie con bola.
Con un gesto de la mano, ruego a Serdj que no pierda los estribos.
—Hombre, querido amigo Serdj, ¿acaso no te das cuenta de que por fin Lino está negociando su auténtica crisis de pubertad? Está más claro que el agua: está enamorado, y punto... Lino está e-na-mo-ra-do.
—¿Usted cree? —Salta a la vista. Serdj es escéptico.
Le explico:
—El amor es una deliciosa inverosimilitud, un formidable quebradero de cabeza, un maravilloso desastre. Y Lino está metido de lleno. Está descubriendo a la otra parte, ¿captas la onda? Está explorándose a sí mismo, tomando consciencia de su auténtica dimensión, y, encantado con su suerte, se comporta como un capullo. Como hacen todos los enamorados desde la noche de los tiempos.
—Ha ocurrido todo tan rápidamente, comisario. Veo mucha precipitación en todo esto, y Lino es torpe.
—Es el flechazo. No da tiempo de afinar el disparo. Y nada se puede hacer.
—¿Flechazo? —apunta con mala cara Serdj, que, por supuesto, no sabe de qué va el tema puesto que se casó con diecisiete años con una chavala que no conocía de nada, como se acostumbra a proceder en las familias conservadoras.
Ahí se me muda el semblante.
¡Flechazo!
La resonancia de tamaño vocablo, dentro de un cuchitril tan romántico como una consulta de dentista, me catapulta a un mundo de ensueños. Sin querer, la voz me flaquea, todo mi ser cede como un sauce llorón y me oigo a mí mismo:
—Yo también tuve un flechazo. Es peor que una insolación. Lo recuerdo: el país conseguía la independencia y Argel se chutaba bronca por las venas. Nos reíamos, caracoleábamos, nos emborrachábamos a lo bestia entre dos linchamientos; total, que volvíamos a nacer con fórceps. Era a la vez absurdo y pasmoso. Y en medio del delirio y de los colorines, estaba esa estación de trenes de cercanías, gris como una isla perdida más allá de todos los naufragios. Una estación callada. Otra gente menos afortunada se disponía a exiliarse hacia el abismo. Entre las familias amontonadas junto a sus petates, entre las miradas ateridas y la sombra de los silencios, allí estaba ella, sentada sobre un banco, en una esquina aparte, suspensa entre el alborozo callejero y la pesadumbre de los muelles. La luz del ventanal la cubría con una reverberación que jamás he conseguido definir. Era una francesa de entre veintitrés y veinticinco años, absolutamente preciosa, con unos ojos más grandes que el Mediterráneo. No llevaba pendientes, pero sí un triste gorrito. En su maleta de cartón debía llevar casi toda su fortuna. El vestido negro le llegaba a los tobillos, y la chaquetilla corta quedaba casi oculta tras unos enormes botones acolchados. El tejido no era de la mejor calidad, pero el corte era impecable. Únicamente una mano fina y tranquila como la suya podía haber combinado tanta humildad y perfección... Aquel día creí ser el más feliz de los mortales. Había bailado por todos los bulevares y bebido en todas las tabernas antes de ir a buscar vaya uno a saber qué en lo más hondo de aquella estación de cercanías donde no tenía motivos para ir. Quizá estuviese allí por ella, estremecido por su vaga sonrisa, incapaz de mantenerme en pie un día de gran victoria. Fuera, el sol se negaba a irse. En la estación ya era de noche. De repente, alzó su mirada hacia mí. Fue como si una ola me arrollara...
Me callo. Brutalmente. Con un nudo en la garganta. Serdj baja la cabeza, emocionado. Baya lloriquea imperceptiblemente, con el pañuelo en la nariz. A nuestro alrededor cecea un mosquito. Conmovido por la evocación de aquel recuerdo, me refugio en la contemplación de mis manos.
—¿Y qué ocurrió luego? —me pregunta Serdj con la voz descompuesta.
—Luego... —contesto meneando la cabeza—. Luego, Mina me dio un codazo en los riñones y me despertó.
Capítulo 5
La calzada, huérfana desde tiempo atrás de sus adoquines, se ha convertido en un camino de cabras que un callejón sin salida intenta contener tras una barricada de basuras. A ambos lados, unos edificios ajados esperan la siguiente sacudida telúrica para sepultar, de una vez por todas, a los espíritus inquietos que los habitan. Un brigada me localiza mientras hago acrobacias entre los montones de basura. Me sugiere con la mano que me aparte. Asiento con la cabeza y dejo mi cacharro junto a una farola decapitada.
—Por aquí, comisario.
Me conduce entre carriles hasta un caserón y se pone a berrear a los mirones agrupados en la planta baja:
—¡Dejen pasar al señor comisario!
Un ama de casa gruesa se da la vuelta para ver cómo es una autoridad local. Mi tripón y mis mofletes la tranquilizan. Se pone a su vez a pedir a voces a los demás que se aparten.
Me abro paso entre el gentío como un monarca en medio de su corte y subo los quejumbrosos escalones. El suelo de los rellanos está tan desvencijado que podría verse con una cerilla lo que ocurre en el piso de abajo. Me desplazo a tientas, con una mano pegada a la pared y la otra a la nariz por el pestazo ambiental. Inútil buscar el interruptor de la luz, no hay nada que se le parezca.
Un poli monta guardia delante del piso, al final del pasillo, con la nariz tapada; tengo que apartarlo para poder pasar. En la sala atestada de míseros trastos, una mujer está sentada sobre un jergón, con tres niños asustados contra su pecho. Su enmarañada pelambre y su mirada inexpresiva me hielan las entrañas.
Serdj levanta una cortina mugrienta y se reúne conmigo en el vestíbulo. Me extraña encontrármelo allí. Normalmente, es a Lino a quien corresponde hacerse cargo de este tipo de situación. Pero desde que comparte afinidades con Narciso, no hay quien dé con él. Serdj capta mi hartura y se encoge levemente de hombros, como dándome a entender que cuando a un colega le da por perderse un poco, tampoco pasa nada si uno le cubre las espaldas, aun a riesgo de quedarse sin nada que ponerse.
—El teniente está atendiendo otro asunto —me miente.
—¿Qué asunto?
Serdj adivina que no estoy de humor. Se traga la saliva para expulsar el cuajarón que pretende sustituir a su nuez.
—En realidad, no he conseguido dar con él —contesta rajándose.
—Le tocaba guardia.
—No sé dónde se ha metido.
—Ya veo.
Serdj agacha la cabeza.
—¿Y esto de qué va?
La vuelve a levantar y se me adelanta hacia el fondo del piso, donde unos agentes intentan sin convicción razonar con alguien parapetado tras una puerta atrancada.
—Se llama Rachid Hamrelaine, cuarenta y seis años, cinco críos, dos de ellos huidos de casa. Los vecinos dicen que es un tipo decente, discreto y nada problemático. Lleva más de cinco horas encerrado en su habitación. Al principio, gritaba que lo dejaran tranquilo. Ahora está callado. Creo que ya no le quedan fuerzas para gritar.
—¿Cómo está?
—He mirado por la cerradura. Está perdiendo mucha sangre.
—Supongo que no se puede echar la puerta abajo.
—Ha jurado que se tiraría por la ventana.
—Quizá sea un farol.
—Quizá, pero ¿quién se atreve a averiguarlo?
Miro por una ventana con los cristales rotos, veo la botella de butano colocada de cualquier manera en una alcoba acondicionada como cocina, las cacerolas abolladas y las gruesas capas de mugre que enmohecen las paredes. El piso no tiene nada que envidiar a un establo. Aquí, la miseria se siente como en casa y hasta se ha permitido instalarse a sus anchas.
—Cierto que esto no es la casa de la alegría, pero ¿por qué optar por lo peor?
Serdj me ruega que lo siga hasta un secadero horrendo, para que no lo oigan los niños.
—Trabajaba como repartidor en una empresa estatal. En uno de sus desplazamientos, tuvo un accidente de tráfico y perdió una pierna. Lleva ocho años sin poder regularizar su situación con el seguro social de su ministerio. Ni siquiera le han dado una pensión provisional. Le retuvieron el sueldo de la noche a la mañana. Según los vecinos, lo ha intentado todo, incluso varias huelgas de hambre; en vano. Hace unos días, recibió una orden de expulsión de la casa. Eso ya era el colmo. Esta mañana habló con su mujer y con sus hijos y les dijo que, puesto que nadie quería hacerle caso aquí abajo, ya sólo le quedaba exponer su caso ante Dios. Se recluyó en su dormitorio y se abrió las venas. Cuando llegamos ya estaba medio desangrado. Intentamos hacerle entrar en razón. Se niega a hacernos caso.
—¿Se ha tomado algo?
—Su mujer asegura que jamás ha probado la bebida ni los barbitúricos. Es un tipo piadoso.
—¿Habéis llamado a una ambulancia?
—Está en camino.
—Bueno, voy a hablar con él, aunque sea para mantenerle despierto hasta que lleguen los camilleros...
De repente, un estrépito. Se oyen unos berridos desde la calle. Salimos corriendo al balcón. El infeliz ha acabado tirándose al vacío. Yace, tres pisos más abajo, boca abajo, con los brazos en cruz y, a su lado, su prótesis retorcida.
No he pegado ojo en toda la noche.
He llegado al despacho por la mañana antes que el ordenanza y me he tirado al menos diez minutos vagando por los pasillos en busca de vaya uno a saber qué. Luego, cuando empezaron a aparecer los subalternos, me encerré a cal y canto en mi cuartillo e intenté relajarme no pensando en nada. Llegó Baya, maquillada como un dragón chino. Me dijo algo que no pillé bien y, ante mi aspecto lúgubre, optó por regresar a su nicho y hacer como que no estaba. Tras una inacabable apnea, empiezo a emerger e intento reponerme. No hay manera. No se me va de la cabeza el cuerpo descoyuntado de aquel desgraciado. Vuelvo a cerrar los ojos y a chapotear en el fango de mis fijaciones.
El teléfono se mete por medio.
Es el dire:
—¿Brahim?...
—Señor director...
—¿Tienes un minuto?
—Por supuesto.
—Pues menea tu corpachón y plántate en el tercero, volando.
Cuando el dire se sube a la parra es porque hay follón a la vista. No me equivoco. Al señor director le sobran razones para abusar de sus prerrogativas: tiene como huésped al mismísimo Hach Thobane, o sea, a una inagotable reserva de sobornos y atropellos.
Hach Thobane es un personaje influyente en el Gran Argel. Un histórico. Según él, fue quien le dio la patada en el culo a De Gaulle. Por supuesto, en mi país, este tipo de mito es tan duro de pelar que ni siquiera se le arrimaría un rinoceronte. Sin embargo, a pesar de la evidente inverosimilitud de sus hazañas, Hach Thobane tiene, al menos, dos méritos; uno filosófico y otro alquímico. Primero, hace añicos la famosa teoría de Darwin según la cual el hombre desciende del mono. Hach Thobane desciende directamente de su árbol. Segundo, para que no se lo lleve el viento cuando viene soplando fuerte, se llena los bolsillos las veinticuatro horas del día, y si saca un fajo de billetes es para canjearlo sobre la marcha por un corrupto, de modo que cuando suenan sus monedas toda la ciudad se pone a menear el rabo como un perrito faldero. Con él, nada se echa a perder y todo se recupera; tanto los hombres como la historia, incluso la mano que me niego a tenderle. No obstante, a pesar del asco que me produce su especie, me siento casi encantado de encontrármelo allí, en el despacho del dire, tan a gusto en su sofá como una cobra real sobre el turbante de un fakir. Por muy podridas que estén en el patio, las grandes fortunas se redimen admirablemente en el jardín, lo cual tiene la ventaja de sacarnos de vez en cuando de la depresión ambiental; siempre que se aparquen los principios revolucionarios, claro está.
El dire me presenta:
—Es nuestro Brahim.
Hach Thobane me dirige una sonrisa supuestamente encantadora. Como me he dejado las gafas sobre la mesa, me quedo más frío que una rodaja de salchichón. ¿Cuántas veces nos habremos cruzado Hach Thobane y yo, cinco, diez? Quizá algunas más. Al menor engorro se planta aquí, pues es muy amigo del jefe. Sin embargo, hace como si no recordara haberme visto antes. Cierto es que, comparado con esa especie de tiburón, uno no deja de ser simple morralla, pero tampoco hay que exagerar.
El dire me ofrece un sillón. Su deferencia me alarma. Me siento frente al nabab y aprieto los muslos, como haría cualquier mosquita muerta que se negase a creer que todos los ginecólogos son impotentes.
—Tienes buen aspecto —me halaga el dire uniéndose a nosotros.
—Gracias, señor director.
—¿A que no le echaría cincuenta y cinco tacos, Hach?
Hach Thobane pone cara de incredulidad.
—¿En serio?
—Le aseguro que nuestro Brahim festejó su cincuenta y cinco cumpleaños hace menos de una semana.
Hach Thobane se echa hacia atrás, estupefacto y admirativo. Yo me mantengo sobre aviso, pero siguiendo la corriente para no ofuscar al jefe. Desde que he pedido un préstamo social, me comporto para merecérmelo.
—También es escritor —añade el dire.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que escribe libros.
—No me lo puedo creer.
—Que sí, se lo aseguro. Hasta lo han elogiado en la prensa.
Hach Thobane abre los ojos como lo haría con el hocico un hipopótamo encenagado. Su estima lo impulsa a levantarse para darme un apretón de manos.
—Un poli escritor, ¿habrase visto algo más revolucionario? —exclama.
—A propósito de revolución —observa juiciosamente el señor director—, Sidi Brahim es un antiguo muyahid?.
Eso ya es demasiado para Hach Thobane. Literalmente subyugado, me da un abrazo. Si por él fuera, soltaría una o dos lágrimas para demostrarme hasta qué punto se siente feliz y orgulloso de abrazar a un guerrillero, es decir, a un héroe de verdad, aunque no haya triunfado en los negocios, como los rentistas del Día de los Difuntos, en que se inició la revolución. Mientras me hace polvo la espalda con sus entusiásticos manotazos, intento no tomarme en serio su exaltación. Sin duda, a veces me da por flirtear con los arrullos, pero jamás hasta el punto de creer que un zaím multimillonario de la envergadura de Hach Thobane pueda abrazarme sólo para felicitarme. Es más: sigo convencido de que me está sopesando para ver en qué bolsillo —el de la chaqueta o el del pantalón— me va a tener que guardar.
—Es maravilloso —jadea—. El milagro de nuestra gloriosa revolución lo encarna este hombre que ha sabido, a pesar de la incompatibilidad de ambas profesiones, conciliar el oficio de poli con el talento del poeta. Es sin duda la primera vez que asisto a un eclipse de este tipo. No creo que pueda darse bajo otros cielos. ¡Un comisario novelista! Desde luego, es..., es...
—¿Contra natura? —aventuro.
El señor director suelta una carcajada para disimular mi sandez y, de paso, suplicarme que no agüe un momento tan solemne. Sé muy bien que tiene algunos problemas financieros para acabar la obra de su chalé, y deduzco que la caridad del multimillonario depende exclusivamente de mi cortesía.
Hach Thobane se va quedando sin aliento, para mi alivio. Se hunde en el sillón, cruza las piernas y pone las manos encima. Sus ojos, que antes chisporroteaban, ahora se han quedado quietos y sus rasgos recobran la expresión de su rapacidad. Entiendo que ha acabado el entreacto y que ha llegado el momento de ir al grano.
—Bueno, veamos —empieza con esa metódica aproximación que recuerda la de una orea dando vueltas alrededor de su presa—, siento importunarle tan temprano, señor Brahim, pero se trata de un oficial que usted conoce...
—No conozco a ningún oficial —le digo sin miramientos—, ni en el ejército, en caso de que esté esperando de mí que intervenga a favor de alguno de sus protegidos, ni en la aduana, en caso de que le hubiesen bloqueado unos contenedores en los servicios portuarios...
Mi excesivo celo escandaliza al dire, que por poco se traga la dentadura postiza. En cuanto a Hach Thobane, mi inconveniencia lo ha dejado estupefacto. Consulta con la mirada al jefe, como preguntándole si no estoy medio grillado, y luego su mirada de dios interino se posa de nuevo en mí para aplastarme con el peso del anatema.
—Lo encuentro muy impulsivo, señor Brahim Llob. Eso no es prudente para alguien tan torpe. ¿De verdad se cree que me dirigiría a un simple comisario de policía de sus hechuras si tuviese algún problema con el ejército o la aduana? Yo soy Hach Thobane, puedo hacer que me traigan a cualquier ministro en pijama, ¡pequeño! Ahora mismo, con sólo chasquear los dedos.
Supongo que cuando la fortuna ya ni se mide, no se está obligado a medir las palabras. Me apunta con el índice:
—Tiene usted una percepción errónea de su persona, señor Llob. Debería usted aguar un poco su vino.
—Soy musulmán.
—En ese caso, eche ámbar gris en el agua de sus abluciones. No he venido aquí para echar mano de sus habilidades. Muy entre nosotros, necesitaría un microscopio para localizarle. Lo que ocurre es que a un oficial de su servicio le ha dado por armar follón en mis restaurantes...
El paticorto se vuelve a poner de pie.
—Si por mí fuera, lo habría agarrado por la oreja y tirado a la basura con mucho cuidado para no mancharme los dedos. Pero tras investigar, ha resultado ser un teniente de la policía destinado en Comisaría Central. Como soy muy amigo de su director, señor Llob, y como no me gustaría que un desgraciado oficial echase a perder una amistad de diez años, me ha parecido oportuno venir hasta aquí para poner término a este malentendido con discreción y buenas maneras.
El dire está rojo como un tomate. Como le ha pillado desprevenido, ya no sabe si debe abalanzarse sobre mí o arrojarse a los pies de su huésped para suplicarle que se quede un poco más. Hach Thobane no se demora un minuto más. Aparta el sillón y se dirige hacia la puerta, con sus gruesas venas serpenteándole por el cuello como lombrices.
Se gira de sopetón en medio del salón y me vuelve a apuntar con el dedo.
—Dígale a su teniente que no se ponga al alcance de mi escupitajo, comisario Llob. Las cucarachas de su especie se diluyen en él como un grano de sal. Dígale sobre todo que su placa de madero no tiene curso legal en mis establecimientos y que, la próxima vez, lo flamearé con ella.
El dire intenta reponerse, pero demasiado tarde: el nabab sale por el pasillo y se mete en el ascensor. Con la mano, le pide a su pelotillero que no le acompañe. Las puertas correderas se cierran y la caja se lo lleva hacia abajo. Durante unos largos segundos, el dire parece destrozado, con las manos en la cabeza y las mandíbulas en tensión. Farfulla un rosario de imprecaciones y se vuelve hacia mí. La nariz se le junta de sopetón con las cejas en un berrido de animal herido:
—¡Lo que acabas de hacer no tiene nombre!
¿A quién se lo cuenta? Y eso que he intentado conservar la calma.
Deglute para disciplinar su jadeo, se vuelve hacia mí y me murmura, en un tono que, sílaba a sílaba, se va convirtiendo en atroz aullido:
—Debí desconfiar de mis santos y abstenerme de incluirte en nuestra charla... Sabía que estabas pagado de ti mismo, pero ignoraba que fueras el rey de los gilipollas. ¿Qué mosca te ha picado, comisario? Tu cretinismo ha sido espantoso... ¡Silencio! No quiero oírte añadir una sola imbecilidad más. Si piensas ponerme a mal con mis amigos, te has equivocado. Mis amigos sí tienen capacidad de discernimiento. ¡Eso de entrada! Segundo: vas a convocar de inmediato a ese majadero de Lino en tu despacho y le vas a tirar de las orejas hasta que se le meta la nariz dentro de la cara. Hace ya un tiempo que vengo oyendo hablar de sus calaveradas. Peor aún: se aprovecha de sus galones de teniente de la policía para pavonearse con sus putas y, consecuentemente, está arrastrando a la institución, a toda la institución, por el barro.
—Señor director...
—¡Cierra el pico! Estoy al tanto de lo que ocurre en la Central, y de lo que se trapichea fuera de ella, comisario. Tengo informes tenebrosos sobre todo lo que se dice y se hace. Las tribulaciones del capullo de Lino ya constituyen todo un tocho. No me apetece entrar en detalles. Pero sí te ordeno que lo pongas en su sitio de inmediato.
—¿Debo entender que soy responsable de sus aventuras extraprofesionales?
—Por supuesto.
—No estoy de acuerdo. El teniente Lino es mayor de edad y está curado de espanto. Su vida privada es asunto suyo.
—No cuando va avasallando por ahí con su placa de polizonte.
Agacho la cabeza, agotado.
—Veré lo que puedo hacer, señor director —gruño sólo para despedirme.
—Otra cosa: dile a tu pichón que puede que la paloma con la que se exhibe deje pasmado a todo el mundo, pero que yo en su lugar desconfiaría de su gorjeo. Lo va a desplumar. Y luego, ya no se atreverá a gallear sin hacer el ridículo.
—Está claro, señor director.
—En cuanto a ti, comisario, la próxima vez que montes un número delante de uno de mis huéspedes, te juro..., te juro...
Un ataque de tos le arrasa el gaznate y le deja doblado por la mitad. Con la cara congestionada y los dedos alrededor del cuello me despide con la otra mano y se dirige a trompicones hacia una jarra de agua mineral.
Ahueco el ala antes de que la espiche entre mis manos.
Cinco minutos después, Bliss invade mi despacho con la falsa ligereza de un sortilegio a la caza de un espíritu embotado. Fingiendo interesarse por el techo, se rasca la barbilla y, como si nada, indaga:
—Me ha parecido oír que un Míster Hyde rondaba por el tercero.
—¿Y quién es Míster Hyde?
—Alguien que provoca alaridos allá donde se manifiesta. Estaba con la secretaria del jefe cuando he oído el griterío. Pregunté a la secretaria si se había declarado un incendio y me dijo que lo ignoraba. Eché una ojeada al pasillo y vi a Hach Thobane fuera de sus casillas. Pocas veces he visto gritar así.
—Quizá se pillara el pubis con la cremallera de su bragueta.
—No habría gritado tanto. Además, tenía a un tipo redondo delante. Hach iba seguramente tras él.
—¿Cómo era de redondo ese tipo?
—Pues de esos que impiden a los polis buenos relacionarse inteligentemente con la gente con clase.
Lo veo venir.
Dejo mi lápiz sobre el secante y gruño:
—¿Qué quieres, gusano?
Se vuelve a coger la barbilla con los dedos, como para dar con las palabras adecuadas, y luego concentra su mirada en la mía con intención de destrozarla.
—No nos visita a diario un maná del cielo, Llob. Me parece injusto que un malhumorado eche a perder los deseos de sus colegas porque se ha levantado con el pie izquierdo. En la Central vivimos a gusto. Ponemos buena cara, y eso nos permite aliviar algo nuestras deudas. Si prefieres caminar con babuchas, te las daremos gratis, pero deja que nosotros nos pongamos las botas.
Hemos profanado la integridad territorial de todos los cabarés del litoral, provocando ataques de apoplejía en el lustroso rebaño del Gran Argel. Hacia las once de la noche, llegamos al Sultanato Azul, un coto de caza privado erigido sobre una roca, en el paseo marítimo. Pido al inspector Serdj que me espere en el coche y subo la escalinata de mármol veteado del prestigioso establecimiento.
El eunuco enjaezado que ejerce de guardia en la entrada está en un tris de palmarla de indignación. Cada escalón que subo le sienta como una estocada. Cuando llego a su altura, intenta cortarme el paso al estilo alabardero.
—¿Está usted seguro de que sabe dónde va, señor?
—No del todo, Casimiro, pero lo conseguiré.
Le enseño el tirante de mi Beretta 9 mm, lo aparto como si fuera una cortina y cruzo el vestíbulo con la valentía de un oso paseando por un campamento de exploradores. Unos putones pintarrajeados hipan de susto y se apresuran en ponerse a resguardo. Las ignoro y prosigo en mi trayectoria hasta un patio paradisíaco poblado de magníficas parejas que se deslumbran mutuamente en torno a una piscina.
Un aristócaca se sobresalta al descubrirme a su lado. Me mira de hito en hito y luego mira hacia el cielo, buscando el planeta de donde parezco haber caído.
—Bonita velada —le susurro.
—¡Y usted que lo diga! —se atraganta, alejándose probablemente para dar aviso al equipo de descontaminación.
Me arreglo una corbata imaginaria y dejo mi mirada titubear entre las grandes fortunas. Allí están mis tortolitos, apalancados en un rincón muy tranquilo, dando la espalda al mundo entero. Me he topado con un montón de sirenas por las orillas de mi país, he quedado deslumbrado un sinfín de veces ante las egerias de Cabilia, pero la hurí que está ahí sonriendo, en la terraza del Sultanato Azul, alumbra por sí sola el mirador mejor que un fuego sacro. Es tan bella, con su melena crepuscular y sus ojos incandescentes, que no entiendo cómo el asiento que le hace de trono tarda tanto en incendiarse.
¡No! No los voy a molestar. Están tan encantadores, parecen tan felices. Aun cuando, junto a su compañera, Lino parece una sombra chinesca, no recuerdo haberlo visto tan lozano, relajado y contento consigo mismo. Los observo un rato, me sorprendo sonriendo cuando ríen, retorciéndome los dedos cuando sus manos se fusionan, enternecido, casi avergonzado de pisar con mis asquerosos zapatos el feudo de su idilio.
Sin hacer ruido, cuidando de no hacerme notar, doy media vuelta y regreso junto a Serdj al coche.
Capítulo 6
Desde hace un par de decenios, cada 31 de octubre, ya puede llover o ventear, amontono a Mina y a los críos en mi cafetera y pongo rumbo hacia el terruño. Incluso cuando estoy de servicio, me las apaño para que me sustituyan. Por nada del mundo me perdería la oportunidad de conmemorar con los míos el aniversario del inicio de la revolución. El primero de noviembre de cada año me reúno con mis antiguos compañeros de armas de Ighider. Acuden desde todas partes del mundo, algunos al volante de sus enormes cochazos, otros a bordo de vehículos desvencijados, y se juntan en el patío del decano del pueblo. Tras los abrazos homéricos y el tradicional vaso de té, desfilamos por el pueblo y el campo para depositar, en lo alto de la colina, una enorme corona al pie del monumento a los mártires. Allí se observa un minuto de silencio en memoria de los Ausentes, tras el cual a muchos de nosotros nos cuesta levantar la cabeza. Luego, el imán clausura el acto y todo el mundo regresa a casa del decano para hacer honor al mechuí?.
Creo que para el aduar, el día más edificante del año sigue siendo el primero de noviembre. Hasta Da Achur, que no sale prácticamente nunca de su caleta debido a su obesidad, se las apaña para reunirse con nosotros. Se desentierran los años muertos, las epopeyas del maquis, las bombas de napalm y las aldeas sepultadas; se alaba el carisma de tal muyahid, el patriotismo de tal tribu; se recuerda a aquellos que pagaron con su vida esa libertad que nuestros dirigentes de hoy intentan usurparnos; se suspira evocando los ideales que han ido al desguace, los juramentos hoy apresuradamente rescindidos; se recuentan las afrentas en que se han convertido nuestros silencios y nuestras renuncias; salen a relucir las quejas contra nuestros retoños entregados a los peligros de nuestras incertidumbres y, justo cuando se empieza a rozar la apostasía, todo el mundo se serena. Todos juntos, cogidos de la mano, nos apoyamos y nos prometemos proseguir la lucha hasta el final. Así, la tribu renueva sus compromisos ancestrales y renace de sus cenizas como una soberbia salamandra. Durante veinticuatro horas recupero mi dignidad. Ésta es la razón por la cual jamás me pierdo esa cita, que es, para mí, más que una peregrinación, una imprescindible absolución.
Es también, y sobre todo, por ese motivo por el que estoy a punto de reventar de cabreo en esta mañana de primero de noviembre del año de gracia presidencial, mientras me muero de asco metido en mi coche, frente a la cárcel de Serkadji, esperando que una escoria de asesino tarado se reincorpore a la sociedad porque una comisión de maricas incompetentes cree que el laxismo y la demagogia son los mejores avales de la reinserción, que cuanto más amable se es con un caimán, más posibilidades se tiene de amansarlo.
Una llovizna solloza sobre la ciudad mientras un viento desamparado se estrella la jeta contra los muros de las lamentaciones en que se han convertido nuestras murallas. Una leve bruma tiende su ropa sucia en la esquina de la calle. Diríase que toda la depresión del mundo se ha dado cita en nuestro país para hundirnos la moral. Como es día festivo, son muy pocos los que se ven tentados de cambiar el fétido calor de sus sábanas por el frío cortante de las aceras de tiendas cerradas y sediciosos baches. Aparte del agente de guardia delante del portón de la cárcel, patético en su solemnidad de farola que espera que un perro se acerque a mear a su pie, no se ve ni la sombra de un espectro. Sólo son las seis y cuarenta y dos minutos, y ya la mañana se arrepiente de haberse aventurado por este barrio de mierda en el que hasta los gatos observan una tregua. De no ser por el chisporroteo de la llovizna sobre las bolsas de basura destripadas, se oiría roncar al diablo.
Mecida por tanta monotonía, mi mirada empieza a ondear hasta no saber distinguir el vaho del parabrisas de la niebla que cubre mis pensamientos. Poco a poco, mis párpados van cayendo como un cierre metálico y los miembros se me agarrotan. La cabeza se me cae sola en alguna parte entre Mina y Morfeo... El zumbido de un motor me espabila; observo que la ceniza del pitillo se me ha caído sobre la bragueta y que el inspector Serdj se ha destrozado los dedos de tanto tamborilear sobre el volante.
Según el comunicado oficial, los felices beneficiarios del indulto presidencial quedarían en libertad a partir de la medianoche. Pronto serán las siete y el portón de la fortaleza se niega a escupirlos fuera. Serdj no está nada contento. La noche ha sido dura, gélida. Como el asiento está hundido, acabó durmiéndose contra la puerta, roncando como un descosido. Me dio pena. Debí ahorrarle este sufrimiento, pero no hubo manera de dar con Lino.
—Voy en busca de café, comisario. ¿Quiere un cruasán o pan con mantequilla?
—Esos pajarracos no van a tardar en salir.
Serdj consulta su reloj, haciendo una mueca evasiva:
—Todavía tenemos una horita por delante.
—¿Y eso?
—A los presos se les suelta a las ocho en punto.
Pego un bote:
—¿Cómo lo sabes?
—Llamé ayer al servicio permanente. Me dijeron que no era prudente abrir las compuertas del penal a la hora del crimen, que había que esperar hasta la mañana.
—¿Pero qué me estás contando? ¿Y no me dijiste nada?
—Pensé que ya lo sabía.
—¿Acaso crees que me he tirado toda la noche en esta asquerosa cafetera por gusto?
Serdj se siente turbado. Se frota la nariz y medio lloriquea:
—Pensé que quizá tuviera pensada alguna idea, señor.
—Piensas demasiado, inspector. Eso no es bueno para un poli.
El café sabe a enjuagadura, pero me ayuda a recomponer las ideas. Enfrente, el policía de guardia se ha volatilizado. Un grupo de fantasmas surge de no se sabe dónde, envueltos como momias en unos velos de un blanco dudoso. Se trata de mujeres, madres o esposas llegadas hasta aquí para recoger a sus queridos internos a la salida del penal, algunas acompañadas por chavales con los ojos hinchados de sueño. Caminan rozando las paredes, con la mirada perdida, y se acuclillan a ambos lados de la garita. Luego aparecen unos cuantos hombres, se agrupan lo más lejos posible de las mujeres y, con un pie apoyado contra la empalizada y la mano acariciándose la barbilla, acechan a los primeros indultados. Un extraño silencio, nacido de un malestar insondable, se cierne sobre la calle. Luego, en menos de treinta minutos, un enorme gentío invade la plaza. Un furgón maniobra hasta torcerse el chasis para abrirse paso en medio del barullo; es el equipo de televisión que ha venido a cubrir el acontecimiento. Un tipo grandullón salta sobre el asfalto con su cámara al hombro y pronto se le une una amazona desmelenada, con el micro bien a la vista para que se sepa que está ahí para currar, y no para que la zurren los carceleros. El grandullón empieza a filmar, hace un barrido por el montón de infelices, se detiene en un anciano al que la locutora acosa con preguntas estúpidas sobre la misericordia presidencial. El anciano mira a su alrededor, sin saber qué contestar. Una vieja lo empuja para colocarse ante la cámara y, quitándole de las manos el micro a la periodista, suelta una larga letanía. Cuenta los años que ha pasado sin su retoño, los trabajos infames que ha tenido que hacer para no morir de hambre, ella, una inválida de guerra. La periodista le señala que la generosidad del rais ha sido faraónica. La vieja lo admite de inmediato y, con las manos juntas, suplica al Señor que destine todas sus bendiciones al Padre de la nación. La periodista, encantada, la anima con la cabeza a que siga en esa línea. Detrás se oye un chirrido; todo el mundo se queda paralizado. Se entreabre la puerta y se vuelve a cerrar antes de abrirse del todo con un crujido. Van saliendo los primeros indultados. Extrañamente, nadie va a su encuentro. La periodista aprovecha ese momento de indecisión para abalanzarse sobre un superviviente envuelto en una barba de asceta que se presta doctamente al juego de preguntas y respuestas. Manifiesta su alivio por recuperar a los suyos, a sus amigos, las calles de su ciudad y la mezquita, que Dios ha cumplido sus deseos y que a partir de ahora va a servirlo y no decepcionarlo. Con respecto al indulto presidencial, añade que es Dios el que pone la bondad en el corazón de los hombres, y que el rais no tiene más mérito que el de no obstinarse en su extravío. A la periodista no le hace gracia y ordena a su cámara que deje de rodar. Acabada la entrevista, las familias acuden en tropel junto a los suyos. Los críos se echan al cuello de sus padres; los ancianos a los brazos de sus pillastres; las mujeres, púdicas, se limitan a sollozar.
Serdj vigila a los liberados, saltando de la foto que nos proporcionó el profesor Aluch a las caras desgreñadas que desfilan bajo el pórtico de la cárcel. Por fin aparece SNP, empaquetado en un kamis? impecable. Es grande como un forzudo de feria, con dos ojos inexpresivos incrustados en una cara maciza. Se echa a un lado para no taponar la entrada y espera, con los brazos cruzados sobre el pecho. El gentío empieza a dispersarse; la calzada recupera sus baches. El furgón de la tele se va, seguido por el racimo de periodistas. Pronto, sólo queda en la acera un grupúsculo de liberados un tanto desorientados. Un coche negro se detiene ante la cárcel y se abre una de sus puertas. SNP entra en la parte trasera, junto a alguien que lo está esperando.
—Síguelos —suelto a Serdj.
De pie delante de la ventana, finjo mirar la ciudad arropada por su contaminación. En realidad, estoy espiando el reflejo de Lino en la ventana. El teniente, con las manos en los bolsillos y la boca ladeada, parece disgustado. Lleva una chaqueta de ante auténtico, una camisa satinada abierta que deja al descubierto una imponente cadena de chulo, rutilante sobre el vello de su pecho. Su pantalón de impecable raya luce un cinturón dorado y sus zapatos recién abrillantados relucen como soles. No necesito cuidar mi resfriado para advertir que se ha echado un tarro de perfume encima.
Desde que se ha prendado de su vampiresa, Lino está cada vez más coñazo. Lo que más me fastidia es constatar que mi autoridad empieza a flaquear en la Central, pues ni siquiera consigo meter en cintura a mi colaborador más directo.
Finjo interesarme por las callejuelas encenagadas para ver lo que puede aguantar mi perillán. Lo conozco, sus convicciones carecen de fuelle, y no es pavoneándose en plan vacilón como me va a convencer de que se las sabe todas.
Lino siente que le estoy observando. Procura mantener la boca ladeada y la ceja en alto. Al cabo de esa ineficaz desenvoltura, consiente en sacarse las manazas de los bolsillos y agarrarse las caderas con ellas.
—¿Puedo saber por qué se me obliga a perder el tiempo en esta jaula de fieras, comisario?
Meto el dedo por el cuello de mi camisa para que se entere de lo poco que vale. El teniente menea la cabeza, hincha las mejillas y exhala un suspiro. Se vuelve a meter las manos en los bolsillos.
Ya harto de luchar, se acerca a mi mesa.
—¿Se puede saber lo que tienes conmigo, comisario Brahim Llob?
Me doy por fin la vuelta, el dedo inapelable:
—Tus fintas de cateto advenedizo te las guardas para los botones, ¿te enteras? Cuando se ha faltado y se tiene un mínimo de civismo, se pide perdón.
—¿Qué he hecho esta vez? —pregunta el muy hipócrita.
Me tiembla el dedo y, ante tan desesperante cretinismo, me doy por vencido.
—Es cierto que me ausento de cuando en cuando —reconoce—, pero por eso no se acaba el mundo. Aquí, en la Central, nadie es asiduo.
Para no perder la calma, me limito a sacar un folio de la carpeta y se lo acerco:
—En veinticinco días has faltado diecisiete veces, te han cubierto cinco veces las guardias, te has escaqueado otras tantas durante una misión, jamás has dado cuenta de tus movimientos y ni una sola vez te has dignado justificar tus retrasos. Desde luego, en la Central nadie se mata a trabajar, pero la Central tiene un director, y no soy yo. Yo llevo un servicio de investigación y no quiero que se me tome por el pito del sereno. Soy tu superior, tu jefe, tu manitú —ahí Lino ríe sarcástica y ostensiblemente—. Y exijo que me des razón de tus ausencias y que me digas dónde estás, allá donde te lo estés montando. Si te parece que esto es mucho pedir, ya sabes lo que te queda por hacer.
—¿Y qué me queda por hacer?
—Un folio, un bolígrafo y me redactas tu dimisión.
—No tengo intención de echar a perder mi carrera en un momento tan bueno.
—En ese caso, debes adaptarte al reglamento.
Lino mueve la cabeza. Como buen camandulero, se aprieta las sienes con los dedos, haciéndose el ofendido, mientras encuentra un pretexto solvente, y suelta:
—¿Joder, por qué nadie intenta comprenderme?
Me dirige una tierna mirada:
—Es normal que los demás la tomen conmigo. Pero tú no, comi... ¿Acaso no ves que estoy viviendo el mejor momento de mi perra vida? Sólo por eso me merezco una mayor indulgencia.
—Eso no es motivo. Eres un poli y tienes tus obligaciones.
—Esto se irá normalizando, comi. Volveré a mi vida normal. De momento, me siento como catapultado a un cuento de hadas. Es como si caminara sobre las nubes.
—En las nubes hay agujeros.
—¡Qué se le va a hacer!
—En ese caso, debes elegir: las nubes o la calle.
El teniente está aterrado. Se le dilatan las ventanas de la nariz y le llamean las pupilas.
—Me da mucha pena, comi.
—No puedo hacer nada para evitártelo.
Ante mi firmeza, vuelve a suplicar:
—¡Narices, que estoy enamorado! Me he topado con mi alma gemela. Me siento colmado, feliz, estoy viviendo un sueño, un maravilloso ensueño.
—Tan maravilloso que no te das cuenta de que la cadena de tus acreedores está creciendo como una tenia.
Ante eso se queda petrificado. Se le descompone el semblante y le invade la ira. Tiembla de pies a cabeza, se destroza los dedos, hace lo imposible por no romperme la cara.
—Ya veo que las malas lenguas han dado con un bonito tema de conversación. ¿Quieres mi versión, comi? Son unos envidiosos. Mi felicidad les da unos celos de muerte. En cuanto a mis acreedores, pronto les pagaré. Otra cosa, no soy un primo. Cierto es que gasto pasta, pero sólo para maquearme. No pago nada, ni una factura. Los restaurantes, los clubes, las salidas, ella es la que afloja. Mi chica está forrada. No le interesa un asqueroso sueldo de poli; ni siquiera el poli, sino el hombre que hay detrás. Ha dado con su hombre. Lo trata con mucho miramiento. ¿Sabes cuánto vale esta sortija de sello? Un riñón. Me la regaló ella. Y esta cadena de oro macizo, de gran marca parisina, ¿sabes cuánto cuesta? Un huevo. Me la regaló ella. Y este reloj Rolex, ¿sabes cuánto cuesta...?
—A mí me la pela lo que cueste. Aquí tampoco se trata de factura, sino de un teniente de la policía que demuestra una abrumadora falta de sesera. Me parece cojonudo que estés viviendo el gran amor de tu vida. Pero de ahí a creerte que estás solo en el mundo me parece imperdonable. Tienes un despacho, y mucho que hacer; tienes que cumplir con tu tarea, y punto. Te sobra el tiempo para lo demás, y puedes hacer con él lo que quieras.
—Yo...
—¡Basta, teniente Lino! A partir de hoy, quiero verte en tu despacho en tus horas de servicio. ¡Y ahora, aire!
Lino se queda boquiabierto durante un minuto, tras el cual comprueba que su alegato no ha funcionado. Se aparta el mechón, se da la vuelta y abandona el despacho dando un portazo tan fuerte que Baya suelta un grito desde el despacho de al lado.
El inspector Serdj llega justo en el momento en que Lino se va. Despeinado por la borrasca, se queda plantado en la misma entrada, con su agenda pegada al pecho, sin saber si debe entrar o volver más tarde. Me tomo el tiempo de digerir la afrenta del teniente, y luego le señalo una silla. El inspector se sienta, encogiéndose todo lo que puede. Su respeto por mí se parece tanto al temor que aún sigo sin saber dónde situarlo. Adelanta la silla con un crujido que le afila la nariz, deja su cuadernillo sobre la mesa y se pone a revisar sus notas para que me vaya calmando.
—¿Qué? —lo zarandeo.
Se rasca la sien, se enreda durante cinco segundos y dice:
—Nos faltan efectivos, señor comisario. La sección del teniente Chater está en un cursillo de perfeccionamiento. Hemos hecho algunas punciones en las demás secciones, incluso en la de tráfico y entre los recién llegados. La tarea lo requiere. No podemos establecer una vigilancia permanente en el domicilio de SNP. Por supuesto, he movilizado a tres confidentes. Se hacen pasar por vendedores de cacahuetes o de tabaco, pero, al caer la noche, no tienen más remedio que largarse para no llamar la atención. Nuestros equipos de vigilancia tienen diez hombres, dos de los cuales son agentes de investigación. Al cabo de una semana, están agotados. Normal, las guardias son de ocho horas, y las recuperaciones, casi nulas, puesto que regresan a sus puestos al acabar su turno de guardia.
—¿Esto qué significa, que lo dejamos?
—Me limito a exponerle a grandes rasgos nuestras dificultades, señor comisario.
—No me convence. Puedes encontrar otros hombres. No hay más que echar una ojeada por los pasillos de esta jaula de grillos que es la Central. Aquí sólo se menean cuando están extorsionando a los vendedores sin licencia.
—Los demás jefes de servicio se niegan a colaborar. Dicen que necesitan una orden escrita y firmada por el director.
—Pues nos las apañaremos sin su jodida cooperación.
—¿Con qué?
—Ése es tu problema, inspector.
Serdj agacha la cabeza. Veo su nuca despeinada, donde sus canas se retuercen en el pescuezo. Es la nuca más lamentable que haya tenido ocasión de examinar.
—Veré lo que puedo hacer, señor comisario.
Asiento con un gruñido y le pido un informe completo de la situación del chalado.
—No ha salido una sola vez de su escondrijo —cuenta el inspector—. Ni siquiera al patio. Desde que se ha encerrado a cal y canto, evita acercarse a las ventanas.
—¿Hay alguien con él?
—No hemos visto a nadie.
—¿Pero cómo narices vive? Tendrá que comer, que aprovisionarse en alguna parte. ¿Estás seguro de que está vivo? A lo mejor la espichó mientras tus hombres estaban mirándose el ombligo.
—No está muerto, comisario. No se acerca a las ventanas, pero le hemos visto con prismáticos cuando rezaba. Una sola vez, al segundo día de su liberación, apareció el cochazo negro. Entró en el garaje y salió al cabo de una media hora. Había dos tipos en su interior. No vimos gran cosa.
—Motivo por el cual debes arreglártelas para obtener un máximo de información sobre esa escoria psicopática.
—He conseguido hacerme con una copia de su expediente. La prensa de la época lo llamaba el Dermatólogo.
—¿Era un auténtico dermatólogo?
—En sentido propio y en el figurado: acababa con el pellejo de sus víctimas, y luego los despellejaba como conejos. Y no con un cuchillo, ni con un cepillo metálico, ¡con las manos, sólo con las manos! Aparte de esto, el tío es un enigma. Ni parientes, ni amigos, nada.
—Sin embargo, se le juzgó y condenó.
—Fue, a todas luces, una chapuza. Da la impresión de que ni la policía ni la justicia se entretuvieron demasiado con el caso. Un hombre se entrega, confiesa unos asesinatos que nadie comprueba. Se le lleva de inmediato ante los tribunales. Se le encierra con una condena a perpetuidad, y caso archivado. Por entonces, el nivel de competencia institucional dejaba mucho que desear, pero aquí, realmente, se pasaron. El informe apenas consta de unos cuantos folios, con unas actas hechas con los pies. Ni siquiera se molestaron en averiguar de una vez por todas la identidad real del acusado.
—¿Y la casa?
—Pertenece a un tal Jaled Bachir, un rico tratante de ganado, de condición altruista. Antes de cobijar a SNP, servía para hospedar a los imanes de la ciudad. Su propietario la ha puesto a disposición de la mezquita.
Apoyo la nuca sobre el respaldo de mi sillón e intento poner en orden mis ideas.
Me pregunto si el profesor Aluch no se ha pasado un poco.
Con un trozo de lápiz dibujo un círculo sobre mi papel secante, luego otros dos minúsculos en su interior, luego dos semicírculos de cada lado del círculo inicial; observo que no adelanto nada, suelto el lápiz, junto los dedos debajo de la barbilla y miro fijamente al inspector.
—¿A ti qué te parece todo esto, Serdj?
—No sé, comisario.
Abro los brazos, descuelgo mi chaqueta y me apresuro a ahuecar el ala.
Capítulo 7
En casa todo resulta de lo más banal. Mohamed se ha metido en la cama antes del anochecer. Al parecer, se ha pasado el día de arriba abajo en busca de un empleo decente. Los otros dos están de malas en su habitación. Mina y Nadia se diluyen entre las pringosas emanaciones de sus ollas. Me arrastro hasta el salón, me desato los cordones y me quito los zapatos. Muy pronto, un olor a pies se expande por la sala. Me hundo en el diván y aprieto el mando de la tele. La pantalla de mi viejo televisor Sonelec tarda una eternidad en encenderse y me propone un insípido documental sobre el complejo siderúrgico de El-Hadjar, florón del proyecto socialista a la argelina, edificado a golpe de eslóganes triunfalistas y de malversaciones por parte de todos. Mis hijos me reprochan que me niegue a instalar una antena parabólica en casa. Es cierto que las cadenas extranjeras son atractivas, pero, con las obscenidades gratuitas que abundan en los platós y las escenas de sexo, que son la base de la inspiración cinematográfica, es imposible verlas en familia. Como no tengo medios para comprar otra tele, me hago el devoto inflexible y obtuso.
Mina llega con café y un plato lleno de pasteles. Me sirve y se sienta enfrente sobre un puf ajado; sus ojos de esposa abnegada me comen.
—¿Quieres que te prepare un baño?
—¿Hay agua en los grifos?
—No, pero aparté un par de bidones para ti.
—No merece la pena gastar nuestra reserva de agua potable. Además, ya me duché la semana pasada.
Luego, susceptible como una urticaria, arremeto contra sus reservas mentales e indago:
—¿Por qué quieres que me bañe? Piensas que empiezo a oler mal.
Se golpea el pecho, indignada.
—Brahim, ¿a qué vienen esas interpretaciones?
Parece sincera.
Para hacerme perdonar, le propongo:
—¿Qué te parece si salimos esta noche? Iremos al paseo marítimo para mirar los barcos, o bien a la calle Larbi Ben M'hidi para ver escaparates. Necesito tomar un poco el aire.
—¿Solos tú y yo?
—Los niños ya son mayorcitos para apañárselas solos. No tardaremos. Me apetece invitarte a un bocadillo de merguez? o a un gran sorbete en Ice Krim.
Mina me toma las manos.
—Me arreglo un poquito la cara, me cambio de vestido y soy toda tuya.
—No te pintes demasiado los labios. Ya sabes cómo me pongo cuando te miran más de la cuenta.
—Ya, pedazo de zalamero, soy demasiado mayor para llamar la atención de los mirones.
Se levanta y va a ponerse guapa.
Nada más tomarme el café, llaman a la puerta. Es Furulú, Un chaval que vive en el sexto piso. Mueve el pulgar por encima de su espalda y me informa de que un moreno grasiento y canoso me espera abajo y quiere charlar conmigo.
El fulano que me espera en la calle es una especie de sapo-búfalo, muy en boga en el país en estos años de vacas flacas. De esos que se zampan un kilo de lechugas y cagan diez. Contrariamente a la rana de Jean de la Fontaine, ha conseguido de manera magistral su mutación bovina. Rematado por una enorme cabeza de becerro, blanca y rapada, como las que exponen en sus escaparates las carnicerías francesas, ostenta, un bocio más abajo, una panza capaz de contener dos airbags, un globo sonda y, con un poco de buena voluntad, un buen paquete de arpilleras. A pesar de las gafas oscuras que le ocultan el rostro a la manera de un parabrisas de coche oficial y su traje italiano de estreno, a pesar del rutilante Mercedes que conduce con la gracia de un hipopótamo encajonado en un acuario y de la bella y sonriente señorita sentada a su lado, no consigue despojarse de su aspecto de cateto arribista y maloliente. Pero el muy cerdo está forrado, y no lo oculta.
Sin salir de su carroza, acciona la ventanilla eléctrica y me tiende una mano ensortijada, como lo haría un sultán dando su beneplácito al juramento de fidelidad de su corte.
—Espero no molestarte —muge, pérfido.
—Molestarías a una rata en su tumba.
Su panza se estremece con una breve risa, que lo deja sin aliento.
—Maldito Brahim, como siempre, tan cortés como un pedo en una sesión de yoga.
—Eso demuestra que el mundo no ha cambiado.
—¿Estás seguro?
—No pretenderás hacerme creer que el fango ha dejado de fascinarte.
Mira hacia su compañera para asegurarse de que no está conmocionada por mis palabras, le suelta algunos consejos, abre la puerta y me aleja de su Dulcinea.
—Deberías cuidar tu lenguaje, Brahim.
—La Seguridad Social no cubre ese tipo de terapia. ¿Por qué has venido a aguarme la tarde, Hadi Salem? ¿No te parece que tu amiguito el dire ya me persigue bastante?
Hadi Salem fue compañero de promoción. Eligió convertirse en polizonte y ampararse tras la ley para darle mejor por culo. Pero era una nulidad en los estudios y, al final de nuestras prácticas de formación en la escuela de policía, sus pésimas notas y sus aleatorias predisposiciones profesionales imposibilitaron que se le destinara a un servicio operativo sin preparar previamente el terreno para las catástrofes. Se le envió a una oficina auxiliar, donde su tarea se limitaba a clasificar las facturas y las declaraciones manifiestamente falsas en el sótano de los archivos. Y allí, en la penumbra propiciatoria de los cuartuchos, que no tardó en influir en la negrura de sus intenciones, aprendió a trapichear, luego a maniobrar con más holgura, y se descubrió una vocación que encandiló a todos los jefes turbios y a los aprendices de corruptos de su unidad: se convirtió en el hombre de los casos oscuros. Su olfato de sabueso fracasado iba a alejarlo de las pistas criminales y a atraerlo a las de los apetitos personales. Sus galones de inspector consolidaron su tráfico de influencias. Empezó a vérsele mucho más con los alcaldes turbios y en los bares fraudulentos que con una lupa en la mano tras las huellas de un delincuente. Poco a poco fue conociendo a gente interesante, penetrando en sus secretillos e interviniendo, aquí y allá, para archivar un expediente explosivo y hacer desaparecer los cuerpos del delito. Cuando se hizo con un pequeño capital, se introdujo en el sector inmobiliario para blanquear su dinero. Detenido una vez, obtuvo el beneficio de la duda. A su vez, se puso a untar a sus superiores, quienes, agradecidos o engolosinados, cerraron los ojos ante sus artimañas. Su fama de Midas llegó hasta la alta jerarquía. Los jefazos de la policía lo juzgaron discreto y eficaz, un negociador emérito, y le confiaron la gestión de sus pequeños negocios paralelos. En diez años consiguió enriquecer al conjunto de los cuadros influyentes del Ministerio del Interior y fue trepando con la facilidad de un jerbo. Comisario, y luego comisario de división, llegó al gabinete del ministro en calidad de consejero pluridisciplinar, experto en todo tipo de chanchullos. Hoy, Hadi Salem dirige una empresa de seguridad muy importante y posee una fortuna tentacular cuyas ramificaciones han traspasado las fronteras del país.
Abre un paquete de cigarrillos americanos y me ofrece uno:
—Son auténticos Marlboro, comprados en París.
—No gracias, perjudican gravemente la salud.
—¿Has dejado de fumar?
—No obligatoriamente, pero en mis paquetes argelinos no vienen indicaciones disuasorias.
Suelta una risotada, enciende un mechero de oro macizo y me echa el humo a la cara.
Adopta un tono serio y preocupado:
—Brahim, he venido a hablarte como un hermano.
—Ignoraba que mi madre tuviese otros amantes.
—Por favor, deja tu sarcasmo en la dentadura postiza e intenta ser amable. Tengo un amigo que está preocupado. Está viviendo un dilema. Le encantan los polis y lamentaría tener que escacharrar a unos cuantos por un quítame allá estas pajas. Es un tipo cojonudo, muy generoso y desinteresado. Muy amigo de nuestros jefes. Y no entiende por qué un madero de tres al cuarto se mete con él. Esta mañana ha venido a verme a mi despacho. Su relato me ha conmovido, te lo aseguro. Me dio tanta lástima, y me avergoncé tanto de nuestra institución, que deseé que me tragara la tierra. Cuando nosotros, los altos ejecutivos de la policía, hacemos lo indecible para dar lustre a la profesión, unos maderillos sin apenas galones escupen en la sopa y dejan al ministerio a la altura del betún. He preguntado a ese amigo por qué no ha acudido directamente al ministro, que es colega suyo. Agárrate; el buen hombre me ha declarado que no quería echar a perder la carrera de un joven oficial sólo porque se haya pasado un poco. Se me saltaron las lágrimas, wallah laadim?. Sin embargo, tiene mucho poder. Le basta con chasquear los dedos para aplastar al más duro de nosotros. ¡Pero no! Se niega a abusar de su notoriedad, sólo quiere que se haga entrar en razón a esa oveja negra...
—Supongo que tu buen samaritano es Hach Thobane.
—Has dado en el blanco.
—Y que el oficial poco delicado es Lino.
—No se te puede ocultar nada.
—Es porque la vergüenza ya no ofusca a nadie, Hadi.
—Eso es exactamente lo que le he dicho a Hach Thobane. ¡Menudo idiota!
—¿He soltado alguna gilipollez, Brahim?
Cabeceo, desesperado.
—Se te ha subido a la cabeza el tocino de la panza.
Se pone rojo. Sus mofletes aletean como las orejas de un elefante. Suelta un suspiro capaz de hinchar una vela y gime:
—¿Ves? Te niegas a atender a razones. Contigo, siempre hay algún problema. Vengo en plan amigo y me recibes como si fuera un indeseable. Te hablo de un malentendido y tú lo conviertes en un diálogo de sordos. Intento ser amable y aprovechas para ser desagradable.
—¿Se puede saber para qué has venido a verme?
—Para que pongas límite a las indelicadezas de tu teniente... si es que lo sigues apreciando.
—Ya lo puse en su sitio esta tarde.
Se quita las gafas para verme mejor, busca la trampa y no la ve por ninguna parte. De repente, se le animan los mofletes de alegría.
—¿Le has hablado del tema?
—He sido firme con él.
—¿Y qué piensa hacer? Quiero decir, ¿acepta renunciar a Nedjma?
—¿Qué Nedjma?
—La chica con la que sale.
—¿Se llama Nedjma?
—Eso no tiene importancia. Lo más importante es que tu teniente pase página y se vaya a husmear a otra parte. Tampoco vamos a permitir que nuestros subalternos atenten contra nuestra integridad.
Le pido con un gesto que aparte su pitillo imperialista, que me está irritando los ojos, y le explico en tono sosegado:
—He dicho a mi teniente que a partir de ahora tiene que llegar a su hora al trabajo, que no toleraré ninguna ausencia ilegal y que no voy a permitir que me pise los callos.
—Excelente. ¿Crees que se ha enterado?
—¡Y tanto!
—Fantástico. Voy a tranquilizar inmediatamente a Hach Thobane.
—Ojo, Hadi. Le he echado una bronca al teniente, no al gigoló.
Frunce el ceño, aplasta su pitillo contra la pared de mi edificio. Le tiembla la mano y hace unas muecas muy feas con los labios.
—¿Qué significa esa jerigonza?
—El teniente tendrá que llegar a su hora al trabajo. Lo demás, sus veladas, sus fines de semana, sus putillas, eso es su vida privada. Ya es mayorcito para saber lo que hace.
—Me temo que tu mequetrefe no da la talla. Hach lo va a aplastar como a una mosca.
—No es asunto mío.
—Sí, será culpa tuya. No habrás hecho nada para disuadir a tu cachorro. Y, de rebote, de alguna manera te va a salpicar el escándalo que este asunto va a provocar. Te recuerdo que Hach Thobane tiene mucha manga. Es un gran revolucionario.
—Puede hacerse un pilón con su revolución y sentarse encima. Eso es asunto entre él y Lino y no me quiero meter.
—¿Cómo te atreves a hablar así de uno de nuestros más valientes muyahidin?
—Es el vuestro, no el mío. Para mí, no es más que un pedazo de capullo de falso devoto que roba con la misma facilidad con la que respira y que no se merece más respeto que un follacabras al que se le ha quedado pillado el pito entre los dientes de un macho cabrío.
—¡Oh! —se indigna Hadi.
Retrocede hasta su Mercedes, muy disgustado, me mira intensamente durante diez segundos, se mete dentro y arranca haciendo chirriar los neumáticos.
—Eso es, gilipollas —refunfuño—, lárgate y no vuelvas por aquí a viciar mi oxígeno.
Mina va muy peripuesta. Se ha puesto el último vestido que le regalé, es decir, hace tres años, algo de rímel para suavizar su embelesadora mirada y una imperceptible capa de polvo en las mejillas. Está preciosa. Pero nada más ver la cara que traigo al regresar, comprende que su velada se ha echado a perder. Estoica, relega su entusiasmo como quien retira una denuncia y se da la vuelta hacia su dormitorio para ponerse de nuevo el delantal.
—¿Dónde vas? —le pregunto.
—Pues a cambiarme.
—¿Por qué?
—Te han vuelto a poner nervioso.
—Es verdad que me han puesto nervioso. Pero no vamos a permitir que unos desgraciados nos perturben.
Le ofrezco mi brazo.
Mina titubea. Luego, al ver renacer mi sonrisa como si fuera un amanecer de ensueño, me rodea el codo con la mano y me sigue hasta la calle. Esta noche, Mina y yo nos vamos de marcha a ponernos hasta las patas.
Llego a la oficina a las ocho y cuarto. Lino ya está ahí, con la camisa arremangada hasta los hombros y lápiz en mano. Está apoyado sobre una pila de asuntos pendientes y trabaja. Al verme llegar, echa una mirada significativa al reloj de pared.
—Siempre va adelantado —gruño para mandarle a paseo.
Lino suelta una risotada, vuelve a sus papelotes y finge ignorarme. Junto a su máquina de escribir humea todavía su taza de café y, al alcance de la mano, una colilla agoniza dentro de un precioso cenicero de concha. Lo cual demuestra que lleva allí menos de veinte minutos. Lino se fuma tres pitillos por hora. Suelto a mi vez una risa cáustica y mando al ordenanza por café.
El primer asalto entre el teniente y yo es de pura observación, asimismo el segundo y el tercero. Él se niega a sustraerse a sus expedientes, yo me prohíbo dar el primer paso. Cuando regresa el ordenanza, y tras un buen pitillo negro con sabor a pelo de gato, llamo a Baya y le pido que se siente frente a mí. Obedece y abre su agenda en la página del día.
—Es para un parte de servicio —le digo.
—Le escucho, señor comisario.
—Objeto: las ausencias...
Lino acusa el golpe. Se le estremece el mechón. Pero se recupera y se concentra en sus folios.
Dicto el parte de servicio a la secretaria, articulando debidamente e insistiendo en las palabras adecuadas. Satisfecho con la disposición de mis frases cortas y afiladas, con mis juiciosas comas y la firmeza de mis advertencias, añado:
—Quiero que esta nota figure en todas partes, incluso en el váter. Así, nadie podrá decir que no se había enterado.
Baya echa una furtiva mirada hacia el teniente. Éste le devuelve la pelota, como para decirle que no le impresiono y que piensa tener por mi parte de servicio tanta consideración como por un Kleenex.
Doy a entender a Baya que para mí su presencia ya está de más. Respinga la nariz y se levanta con la agenda pegada a los pechos.
Lino hace chasquear adrede sus expedientes sobre la mesa, uno tras otro. Me está diciendo con ello que los litigios que contienen están resueltos. Por la velocidad con que pasa las páginas, entiendo que tiene la cabeza en otra parte. Hacia las nueve, aparta sus demás papeluchos y se aprieta las sienes con los pulgares. En dos ocasiones se le va la mano hacia el teléfono y se bate en retirada. Suspira, carraspea, saca un periódico, tantea el crucigrama, esboza una caricatura y deforma el dibujo antes de emborronarlo. Las mandíbulas se remueven como poleas en su tenso rostro. Para exacerbarlo aún más, planto los pies sobre mi mesa poniéndole de frente las suelas de mis viejos zapatones. En el despacho, el silencio está cargado de sorda animosidad.
Pasa un coche por la calle, y es como si una descabellada idea se le hubiese cruzado a un alcalde siempre dispuesto a introducir un suplemento de desamparo en la cotidianidad de un populacho cuya deriva viene de lejos. Lino cede, agarra el aparato y, ocultándolo con el brazo, marca un número. El rostro se le sigue contrayendo y flamea cuando descuelgan.
—¿No me echas de menos, cariño...? Como no me has llamado... —consulta su reloj—. Las nueve y treinta y dos, exactamente... ¡Ay!, se me había olvidado que nunca te levantas antes de las doce.
Lino, que pretendía impresionarme llamando a su Dulcinea, se da cuenta de que ha metido la pata. Si me diera por llamar a Mina a las tres de la mañana, jamás se le ocurriría colgarme en seco. Coloca el auricular en su sitio, coge un boli y se dedica a desfigurar, uno por uno, los retratos del periódico.
De repente, por el pasillo resuenan unos taconazos furibundos. El teniente azuza el oído como un animal en celo que olisquea la cercanía de una hembra. El martilleo se intensifica, se acerca, se bifurca y se mete en el despacho de Baya. Unas sillas se apartan brutalmente. Oigo a mi secretaria gritar: «¡Oiga, que no está usted en su casa!». Una voz cortante le replica: «¡Lo sé!». De inmediato, se abre atropelladamente la puerta de mi imperio a pesar del valor de Baya. Se me viene encima una dama y estrella su puño de majorette contra mis papeles.
—¿Es usted el comisario Llob?
No me gustan nada esos modales. Sin embargo, aguanto el chaparrón. La dama me interesa. Es de las que saben cabrearte como nadie. Me recuerda mis años juveniles de militante del FLN. Todo su ser irradia una energía cibernética. Me llaman la atención la firmeza de sus puños, la agudeza de su mirada y la severidad de su moño. Esa pequeñaja, ceñida en un austero traje de chaqueta, con sus gafas de sindicalista y su frente alta, oculta una auténtica bomba. Conozco a las argelinas: son de cuidado. De modo que, cuando a una se le ven a las claras las intenciones de montar el número, es una estupidez plantarle cara. Así pues, me repantingo en mi sillón, me llevo las manos a la barriga y me limito a contemplarla. Es magnífica, y su ira constituye por sí sola un hechizo. Lino, en su rincón, también está bajo el efecto de su encanto, salvo que con la mirada gacha.
—¿Es usted? —pregunta apuntándome con el dedo.
—¿Quién me honra con su presencia?
—La Justicia.
—No le veo la venda.
—Está claro que es usted quien la lleva puesta, ya que no sabe dónde se mete. No me voy a andar con rodeos. Éste es mi último aviso. Si, en la próxima media hora, no levanta usted el estúpido dispositivo de acoso que ha desplegado en torno a mi cliente, lo arrastraré por los tribunales hasta que la panza se le quede pegada al espinazo. Le recuerdo que el señor SNP se ha visto favorecido por el indulto presidencial. Nada le autoriza a cuestionar o tomarse a broma esta medida, señor comisario. Por ahora, me limito a dirigirme directamente a usted para recriminarle su abuso de poder. La próxima vez me saltaré ese trámite, y entonces oirá hablar de la señora abogada Wahiba.
Dicho esto, se da media vuelta y se va como vino, como un torbellino.
—¡Vaya por Dios! —dice Lino.
Capítulo 8
Monique nos ha invitado a cenar. Insistió mucho. Le dije que no tenía por qué tomarse la molestia. En realidad, estaba reventado y tenía ganas de plantarme frente a la tele para ver con tranquilidad el partido JSK-Olympique El Jrub, para la eliminatoria de la Copa de Argelia. Monique me recordó que tenía tele en casa y que Mohand estaría encantado de echar un rato de palique conmigo. Me hice de rogar durante un minuto, indeciso, y luego, cuando la alsaciana empezó a enumerar los platos regionales que estaba cocinando, acabé cayendo en la tentación.
Tampoco Mina tenía ganas de salir. Puso por pretexto una migraña para escabullirse. Le señalé que si quería ahorrar algo, ésta era una oportunidad. La última vez que sacudimos nuestra hucha tuvimos antes que limpiarle las telarañas que la tenían momificada. Se lo pensó y, razonablemente, se puso el vestido y se apresuró a alcanzarme en la escalera.
Nos metimos en nuestro cochecito y fuimos a comprar unos pasteles a la pastelería más barata del barrio para no llegar a casa de nuestros anfitriones con las manos vacías. Como aún era de día, decidimos dar un paseo por la ciudad para hacernos un hueco en la panza y almacenar, en una velada, lo suficiente para seguir rumiando hasta las próximas elecciones.
Argel se deja vivir. No es una ciudad que persevere en sus ideas especialmente, pero, igual que un condenado la víspera de su martirio, intenta sacar provecho de los escasos momentos de respiro que los duendes le conceden. Diríase que evita mirarse de frente. Quizá porque no haya nada que ver. Además, a la gente le importa un pepino. La calle Larbi Ben M'hidi está atestada de campesinos venidos de las regiones más lejanas para sobornar a subalternos listos y golosos. Unos golfos se pavonean por las aceras, con la camisa abierta y gruesas cadenas de oro; otros van por la vida de escaparates y se molestan cuando las señoritas no se detienen para mirarlos. Y otros, menos ricos, exhiben el vello de su tórax olvidando que los prominentes huesos suspensos sobre su famélico vientre comprometen seriamente sus posibilidades de seducir a una cartomántica falta de lubricación. A Mina le hacen gracia sus pantomimas, y sonríe. Debe de traerle un montón de recuerdos. Yo, con veinte años, era más temerario. En aquella época pesaba tanto el honor de la tribu que para cepillarte a una falsa virgen tenías que cumplir previamente con tus oraciones. Recuerdo que la primera vecina que me beneficié en el lavadero de mi tía era veinticinco años mayor que yo. Era tan peluda que no paraba de estornudar cada vez que mi dedo conseguía abrirse paso hasta la carne firme. Así y todo, apenas me había bajado los calzoncillos, su pelambre se había vuelto a enmarañar con tal rapidez que perdía mis puntos de referencia. Cuando le cuento esta historia a Mina, se pone tan triste que lamenta habérselo pensado tanto antes de acceder a casarse conmigo. Pero aquellos tiempos ya no son los de hoy. Las pasiones yerran su objetivo y los sueños se fabrican en otra parte. Argel no ha perdido del todo su alma, pero, mires donde mires, percibes que las cosas no van bien. Uno se muere de ganas de pasear hasta la orilla del mar, pero, una vez allí, en lo único que piensa es en regresar cuanto antes a casa. Los destellos que hasta hace poco inspiraban a uno, ahora, de repente, le preocupan. Todos aquellos pequeños detalles que realzaban el encanto de la ciudad han desaparecido. Los cafés parecen madrigueras, los cines están precintados, las explanadas y parques deteriorados y a merced de los desengaños. Al pobre diablo sólo le queda recorrer a paso largo las calzadas leprosas, durante todo el día, con el oído asaltado por obscenidades y la nariz magullada por el tufo de los figones. Imposible sentarte a una mesa sin que un amargado te imponga su mala sombra, imposible asomarte por una rampa sin tener la tentación de saltar al vacío. El Bahja sufre. Ya no le queda pudor para ocultar su ajamiento. Su dolor es flagrante, su hartura sobrepasa los límites. Aquí y allá unos policías desaliñados se dedican a fastidiar a la gente, eso cuando una pelea no congrega a una enorme muchedumbre en cualquier espacio público. Un insondable malestar está pervirtiendo las mentes. La invectiva pretende ser valiente, y la blasfemia, sísmica. Estos síntomas no engañan, son signos precursores de una desgracia. Es verdad que aún no se ha puesto el dedo en la llaga. Sin embargo, nadie, universitario o ferroviario, médium o zoquete, sinvergüenza o cretino, entiende por qué en un país donde hay de comer y beber para todos el pueblo entero se muere de hambre; nadie puede explicar por qué, bajo el diluvio de luces que derrama ese entrañable sol argelino, los íntegros caminan a ciegas, los valientes andan rozando las paredes y los jóvenes se empeñan en buscar en la penumbra de los portones la espantosa negrura de los abismos.
Mina rumia todo esto sin decir palabra. La mirada se le ha nublado. No cabe duda: la patria se está hundiendo a simple vista. Las buenas voluntades se estrellan contra las murallas de los apetitos desaforados, la renuncia empieza a afianzarse en los militantes, y los recién diplomados reclaman a voz en grito una parte del pastel que parece que jamás van a probar. Un día de éstos, sin previo aviso, el polvorín va a pillar desprevenidos hasta a los más sagaces. El hundimiento se anuncia grandioso, y los desperfectos, irreversibles.
Para animar a mi pasajera, le doy un codazo de afecto en el costado y le susurro:
—¿Recuerdas el Argel de los años de la baraka?
—Intento no remover demasiado el pasado —suspira.
—Son las mismas calles, las mismas gentes, las mismas luces. ¿Qué es lo que ha podido cambiar?
—Las mentalidades.
—¿Las mentalidades?
—Antes se compartía todo.
—Eso que no teníamos gran cosa.
—Le poníamos corazón.
—¿Crees que nuestra desgracia viene de que ya no le ponemos corazón?
—Así es. Cuando el colono se fue, nos perdimos de vista. A fuerza de querer alcanzar a toda costa la luna, hemos renunciado a lo esencial: la generosidad. Brahim, los hombres son como los elefantes. Como den un paso fuera de la manada, van a su ruina. Nos hemos vuelto egoístas. Y hemos cortado las amarras. Creemos que marcamos las distancias con los demás y en realidad vamos a la deriva. Al aislarnos, hemos descuidado nuestros flancos, de modo que cualquier golpe nos sacude de arriba abajo como una estocada. Nos estamos descomponiendo porque hemos elegido maniobrar en solitario. Por mucho que nos desgañitáramos hasta quedarnos sin voz, nadie vendría en nuestra ayuda, pues cada cual escucha solamente su propio canto de sirena.
—Oye, que yo pensaba que no tenías más que problemas domésticos. ¿Dónde has aprendido a hablar así?
—Remendando tus calcetines.
—Debiste intentar entrar en la universidad cuando aún podías.
—Imposible. Ya en el liceo, todos los días, al salir de clase, había un joven vacilón que me esperaba en la acera de enfrente. Me seguía y me galanteaba hasta que llegaba a mi barrio. Como era policía, creía que todo le estaba permitido. Me hablaba de un apartamento en un tercer piso para él solo, con un montón de ventanas, alfombras por todas partes y una bonita nevera. Decía que era un auténtico paraíso, y que por la tarde, antes de retirarse, el sol vertía su oro sobre la habitación del fondo del pasillo, un dormitorio grande como un imperio, con un armario de estreno con espejos, una cama con almohadas bordadas y sábanas sedosas bajo las cuales se concebía a los niños más hermosos del mundo.
—Reconóceme que aquel polizonte era un encantador de mucho cuidado, puesto que la víspera de tus exámenes, en lugar de estudiar, recitabas de memoria sus cuentos chinos.
—Era encantador como un fakir. Lo que pasa es que mi padre, que era sordo de un oído, le prestaba de buena gana el otro en vez de escucharme.
Me doy una palmada en la rodilla y suelto una carcajada.
A menudo me he preguntado qué habría sido de mí si no me hubiese casado con Mina. Es más que mi esposa, es mi buena estrella personal. Sólo tenerla a mi lado me produce una seguridad increíble. La quiero con locura, pero, en un país donde lo prohibido disputa al harén las palpitaciones del alma, sería mayor locura declarárselo.
El viejo edificio donde vive Monique se encuentra detrás de una plazoleta cuyos bancos están destrozados. Por un lado, unas construcciones de una fealdad agresiva le cortan el camino hacia el mar. Por el otro, la austera tapia de un colegio lo mantiene a raya. Encajonado entre la miseria de unos y el jaleo de otros, intenta mantenerse incólume. Contrariamente a las casuchas cercanas, su fachada principal está recién pintada, tiene un portón digno, rellanos con luz y un ascensor aún operativo, y todo ello, considerando la ruina circundante, tiene algo de milagroso. Los escalones están limpios y las paredes, aunque dañadas por la humedad, no están cubiertas de pintadas. Estamos en casa de gente educada.
Llegamos al quinto sin novedad. El piso de Monique está a la izquierda. Un felpudo permite limpiarse las suelas embarradas. Mina aprecia la seriedad del rellano con una leve mueca, pues en su casa los vecinos no perdonan nada y lo mismo se llevan los cubos de basura que las colillas mal aplastadas.
Llamo al timbre.
Una cerradura chirría y la puerta se abre para mostrar a un Mohand patético con su traje de proletario ilustrado.
—¿Os habéis extraviado? —gorgotea mirando el reloj.
—Solo un pinchazo. Lo malo es que el vulcanizador tenía un brazo escayolado.
—Un gran problema, efectivamente.
—¿Nos dejas pasar?
—¡Oh, ustedes perdonen! —se sobresalta apartándose.
Mina pasa delante. Le piso los talones. El interior de la morada se parece a lo que ya hemos visto en la librería. Libros por todas partes, en las estanterías, sobre los asientos, en los rincones. Encima de la chimenea, un retrato de Kateb Yacine flirtea con un cuadro de Issiakhem; luego, en medio de un desbarajuste de estatuillas y de vetusteces indefinibles, libros, manuscritos y más libros.
Mohand coge la caja de pasteles y nos señala un sofá raído bajo la ventana.
—Todavía no ha empezado el partido —me tranquiliza.
—Mejor. ¿Dónde se ha metido tu vaca lechera?
—Aquí estoy —muge Monique desde la cocina—. Dadme un par de segundos.
Antes de sentarse, Mina me mira con cara de desaprobación. Le hago un guiño para rogarle que se guarde en el bolso sus complejos. Si voy a casa de Monique, es sobre todo por el cachondeo.
Mohand regresa con una silla de mimbre, se instala en un rincón y cruza los brazos como un escolar en espera de su merienda. Con él no hay manera de divertirse. Se puede tirar horas sin abrir la boca, hundido en su asiento, con la cabeza en otra parte y la mirada perdida. Lo que menos me gustaría en este mundo es quedarme a solas con él en una isla desierta. Incapaz de meterse en la cama sin un texto pegado a la cara, las malas lenguas cuentan que cuando Mohand le mete mano al mismísimo de Monique, es que se está mojando el dedo para pasar la página.
—¿De verdad te gusta el fútbol? —le pregunto.
—¿Qué te has creído?
—¿Hay más cosas que me estés ocultando?
—Depende de lo que quieras ver —contesta sin ironía.
—¿Te he contado ya el chiste del sepulturero que quiso hacerse espeleólogo?
—No creo.
—Si a tu mujer le parece bien, me lo reservo para los postres.
—Perfecto.
Lo observo detalladamente durante un rato. Sus labios parecen cicatrices y tiene el entusiasmo por los suelos. Me va a resultar duro animar al JSK a su lado.
Apenas me he quitado el abrigo y ya está sonando el teléfono. Lo coge Mohand. Su «diga» suena a «señoría», escucha y suelta una frase de cortesía antes de mirar hacia mí.
—Sí, señor, se lo paso.
Me tiende el aparato.
Cuando reconozco la voz aguda del inspector Serdj, se me revuelve la sangre.
—¿Es que ya no se puede respirar un momento?
—Lo siento, comisario, llamé primero a su casa. Su hijo me ha dado este número.
—¿Qué pasa ahora?
—Uno de nuestros chicos, que estaba vigilando la casa de nuestro amigo, acaba de ser agredido. He pedido una ambulancia. Llegará dentro de diez minutos.
—¿Es grave?
—He preferido no correr riesgos.
—Bueno, voy para allá.
Mina intenta protestar. La negrura de mi mirada la deja petrificada. Mohand está consternado, pero se calla su apuro.
—Tengo que ir —les explico—. Acaban de sacudir a uno de mis hombres. Se trata de una operación que he montado sin el visto bueno de los altos mandos. Una iniciativa que podría complicarse.
Aparece Monique, peinada y con los labios pintados. Las tetas le bailan debajo de su camisa de forzudo.
—¿Ya te vas?
—El deber me reclama.
—¿Y no puedes pedir que alguien te sustituya? Mira lo guapa que me he puesto para tu negro.
—Debo ir allá forzosamente para impedir que este asunto se difunda. Esto es muy serio. Os prometo estar de regreso antes de que acabe el primer tiempo.
La ambulancia ya está ahí. Su puente de señales ametralla la callejuela con destellos azules. Todo está a oscuras y la única farola lleva lustros difunta. Hay dos coches de la policía encallados sobre la acera, y unos camilleros acaban de atar las correas sobre el herido. El inspector Serdj está desconcertado.
—Un asunto feo —me anuncia a bocajarro.
Me inclino sobre la camilla. El infeliz parece anquilosado. Aunque tiene los ojos abiertos, no parece darse cuenta de lo que está ocurriendo. Le han puesto un collarín y un grueso turbante de gasas en la cabeza.
—¿Quién es el matasanos? —pregunto.
—Yo —contesta un mequetrefe manoseando su estetoscopio.
—¿Cómo está?
—Tengo que hacerle radiografías. De entrada, el golpe en la cabeza no es nada bonito. El aplastamiento de las vértebras quizá se deba a la violencia del choque. No hay gran pérdida de sangre, pero el chichón es gordo.
—¿Ha dicho algo?
—No. ¿Puedo irme, comisario? Cuanto antes lo llevemos al hospital, más posibilidades tendremos de que se reponga. No se puede descartar una hemorragia interna.
—Gracias, doctor. Confío en usted para que se recupere.
La ambulancia sale disparada, con la sirena ululando.
Me vuelvo hacia Serdj.
—Te dije que había que poner dos hombres por turno —empiezo, para hacerle cargar con el mochuelo.
—Eran dos.
La frialdad de su tono amortigua mi rabia. Procedo de modo distinto:
—Cuéntame.
—Llevaban aquí unas cuatro horas. En un momento dado, uno fue a buscar café aquí al lado. Cuando regresó, se encontró con la puerta del coche abierta y su compañero caído sobre el volante, con el cuello torcido.
—No tardé mucho —dice el superviviente—. Quizá cinco o diez minutos. El café está justo ahí, en la esquina. Regresé pronto y vi a Murad con la cara pegada al salpicadero. Pregunté a la señora de la casa de enfrente si había visto algo. No había advertido nada. Corrí hasta la esquina, ahí delante, y nada. Comprobé si habían robado algo del coche. No tocaron nada. Ni siquiera la pistola de Murad, que estaba en la guantera.
—De acuerdo —lo tranquilizo—. Nos largamos y ya hablaremos de esto mañana, a primera hora, en mi despacho. Serdj, regresa tú también con el equipo. Que quede claro que esta historia jamás ha ocurrido. Localiza a un pariente del herido para que lo atienda en el hospital.
Serdj espera que se vaya el primer coche de policía para confiarme:
—Como la Central se entere de esto, se nos ha caído el pelo.
—Se me ha caído el pelo. Soy yo el que he montado este tinglado y no acostumbro a escaquearme cuando empiezan los follones.
—No era lo que quería decir, comisario.
—Vuelve a tu casa, Serdj.
—¿Qué va a hacer usted?
—Voy a tener una conversación con ese fantasma.
—Es una pésima idea. No tenemos pruebas de que haya sido él. Además, puede perfectamente presentar una denuncia contra nosotros, y entonces todo el mundo se va a enterar de nuestro chanchullo. Y no sólo la Central, comisario. La wilaya?, el ministerio y... la presidencia. En mi opinión, ya hemos metido bastante la pata. Ahora, nos largamos. Sabía desde el principio que esto iba a acabar mal.
—Vuelve a tu casa, Serdj, e intenta dormir.
El inspector se percata de que ni siquiera un tanque podría detenerme. Menea la cabeza, cada vez más preocupado, y, con gesto cansado, me señala la villa tras una tapia alambrada.
Llamo al timbre.
Vuelvo a hacerlo un par de minutos después.
El interfono empotrado en el hueco de la puerta chisporrotea. Me presento. Suena el disparador de la cerradura y la puerta se abre.
Cruzo un pequeño patio embaldosado, subo tres escalones, empujo una segunda puerta de roble y accedo a una gran sala vacía y mal alumbrada. Algo se mueve en el fondo. Es SNP, envuelto en una túnica sahariana, con un tocado en la cabeza y la barba abierta en abanico. Se parece a uno de esos personajes de pinturas fenicias. Está sentado sobre una estera, con las manos sobre las rodillas y el busto erguido. Parece un montón de trapos olvidado en un muelle. De inmediato, un chorro de odio fulmina todo mi ser, como cada vez que me veo delante de un asesino arrogante y orgulloso de serlo.
Le gruño con el pulgar señalando por encima de mi hombro:
—¿Eres tú el que ha sacudido a mi poli?
SNP esboza una sonrisa despectiva. Sus ojos se deslizan sobre mí como la sombra de un rapaz, provocándome escalofríos en la espalda.
Tras una inacabable meditación, dice:
—Sabía que la policía fabricaba mentes de poca monta, pero ignoraba que las investigaciones fueran tan desconcertantemente sencillas.
Su voz parece salir de un subterráneo.
—De acuerdo —admito—. Te voy a formular la pregunta de manera más inteligente: ¿Eres tú el hijo de puta que ha dejado hecho polvo al joven policía que estaba de guardia allí fuera?
—Salga de aquí, comisario...
No hay ira en su conminación.
—¿O sea, que sabes quién soy?
—No sea idiota. Váyase de aquí.
Su confianza me pone de mala leche. Pretende sacarme de quicio y debo contenerme para no seguirle el juego.
—Voy a decirte una cosa, escoria. Ya puedes mandarme a tus abogados, a tus ángeles de la guarda, a tus desalmados y a todas las comisiones presidenciales del país, que no por ello voy a flaquear. Me voy a pegar a tu culo hasta que se le desgaste el pellejo.
—Haga usted lo que quiera, comisario, pero no me lo cuente. No le he pedido nada. Ahora, déjeme.
Asiento con la cabeza, a punto de sufrir una apoplejía.
Lo amenazo con el dedo:
—Te conviene mantenerte a raya, criminal.
Ahí siento que acabo de colar el dedo por una pequeña fisura del armazón del gurú. Se le estremece la barba y sus ojos relampaguean.
Se serena, yergue el cuello y decide no volver a dirigirme la palabra. Yo, por mi parte, considero que con esto he visto bastante. Giro en seco sobre mis talones y me dispongo a salir cuando su voz me asalta por detrás.
—¿Qué sabes tú del criminal, comisario? —me tutea de sopetón—. ¿Tu valentía, tu honradez o sólo una manera como otra de ganarte el pan? ¿Crees que por ser madero estás automáticamente del lado de la viuda y del huérfano? ¡Una leche! No eres más que un vulgar esclavo de la función pública, y te conviene no llegar tarde al trabajo si no quieres que tu jefe te ponga como un trapo. Tienes menos consideración por el pobre diablo del contribuyente que un caballo de circo por su público. Esto es un simple reparto de papeles, tan arbitrario como irrevocable. Cada cual a lo suyo, y santas pascuas.
Sigo caminando hacia la salida.
Su voz me persigue, como si saliera de una zanja de desagüe:
—No hay por qué tomárselo así. Todos somos dignos de la misma compasión. Tú tienes los mismos impulsos criminales que cualquier otro predador, comisario. Tú acosas a tu presa cumpliendo con tu deber, y yo lo hago cumpliendo con mi vocación. Eso a ti te convierte en un héroe y a mí en un fuera de serie.
Alcanzo la puerta.
Su voz sube una octava, me agarra por el cuello de la camisa y jadea en el hueco de mi cogote:
—La vida y la muerte, el Bien y el Mal, el azar y la fatalidad, lo mismo da que da lo mismo; estúpidas teorías empeñadas en suplantar los destinos, prejuicios que sustituyen a las auténticas preguntas. Así va girando la rueda, acarreando el revoltillo de millones de clones que conforman los eslabones de la cadena, tan unidos en el drama como los dedos de la mano que empuña el arma del crimen. ¿Qué somos, comisario? Sólo seres sometidos, a pesar de ellos, a esa marejada soberana e inmutable que es el destino, sólo vulgares peones en el ajedrez del Señor. A ti mismo te habría gustado ser otro, una eminencia, un comendador, un ídolo o bien el mismísimo Creso. Desgraciadamente, el último guión del que disponemos es el que nos impone la fatalidad, e intentamos amoldarnos a él. Luego decimos que estamos orgullosos de ser esa u otra sombra chinesca. ¡Pamplinas! No tenemos el menor mérito, y tampoco ninguna culpa. Dios creó el mundo así de retorcido. ¿Y quién se atreve a preguntarse por qué? Lo único que sé es que Dios tiene toda la libertad para dar los retoques que le apetezca. Si no menea un solo dedo, sus razones tendrá. Entonces, ¿en qué te metes?
Me doy la vuelta y le miro de frente durante un momento.
Se le ha ido la sonrisa de la cara.
No sé cómo valorar esta primera confesión, pero, tal como están las cosas, algo es algo.
Capítulo 9
Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, jamás ha pisado un colegio. Aprendió en el tajo y sigue convencido de que para ser experto hay que trabajárselo, lo que explica su manía por los parlanchines académicos. Para él, el hombre no se hace con la cabeza sino con las manos. Si maña viene de mano, es porque nada se puede hacer sin ellas, y porque todo se supera a pulso. Como prueba, y sin necesidad de consultar ningún manual, ejerció de artificiero durante la guerra de liberación e hizo volar por los aires tantos raíles y puentes que la red ferroviaria argelina jamás consiguió recuperarse. Cuando la independencia, se conformó con el grado de cabo primera en una unidad del cuerpo de Ingenieros y se pasó la mayor parte del tiempo galleando en el pueblo, con un pitillo Bastos en la boca, el cinturón de combate en bandolera y la guerrera abierta sobre su panza de borracho chulesco y peleón. Por aquel entonces no pululaban las golfillas por las calles y los reclutas iban directamente a los burdeles, donde se cultivaban en cantidades industriales las blenorragias y las ladillas. Hocine no era un tacaño. Se llevaba bien con la patrona y a veces la ayudaba a calmar a los soldados con eyaculación precoz que acusaban a las chicas de incumplimiento. Eso sí que era vida. De día puteaba a los pelapatatas y de noche le daba al alpiste a cuenta de las candorosas chicas del Caméléa contándoles cómo, él solito y sin que nadie se lo mandase, les daba caña a los paracas franceses. Después empezó a llegar al cuartel material sofisticado, y el asunto empezó a complicarse. Ya no se trataba sólo de chapucear artefactos explosivos para hacerlos saltar al paso de un camión enemigo. Los instructores soviéticos manejaban unos manuales de cojones e insistían en la necesidad de atenerse estrictamente a las instrucciones de uso. Hocine ni se enteraba. Era demasiado para él. Le mandaron a una escuela especializada a que se chupara un curso de reciclaje. Allá, con las neuronas fundidas por tanta fórmula sabia y tanto cálculo esotérico, comprendió que debía rendirse a la evidencia, por lo que devolvió su casco, sus botas y su petate para incorporarse a la vida civil. Fue aparcacoches, repartidor y prestamista antes de alquilar un pequeño vapor. Le enchironaron por abuso de dinamita en sus incursiones pesqueras. Las alarmantes condiciones de su detención llegaron a oídos de su antiguo jefe de partida —ya convertido en dios interino—, que acudió a toda mecha, puso patas arriba el penal y declaró a quien quisiera escucharle que eso de meter en el trullo a un héroe de la revolución era el colmo de la ingratitud y de la ignominia. Hocine El-Uahch quedó libre de inmediato. Se alistó al punto en la policía para vengarse de sus carceleros. Primero se le vio, hacia finales de los años sesenta, regular el tráfico de carretas en la plaza del Primero de Mayo, y luego repartir leña a los seguidores del Muludia en la entrada del estadio Bologhine. Su fama de matón no tardó en extenderse por los barrios bajos. Madero durante el día, proxeneta de noche, sus trapicheos prosperaban a la vista de todos sin que se le opusiera la menor objeción. En la policía, el espíritu de cuerpo primaba sobre cualquier otra consideración. Eso le animó a superarse. Con un gran talento. Conocía su margen de actuación, jamás se pasaba y se cuidaba mucho de profanar los cortijos ajenos... Un día, sin previo aviso, se le vio de chófer de un alto ejecutivo de la nación —famoso por despotricar contra el buró político—, que desapareció del mapa de manera tan sospechosa que muchos nababs estimaron prudente conducir ellos mismos su vehículo oficial. Hay que decir que durante aquel periodo de lucha contra el desviacionismo antirrevolucionario, las desapariciones de este tipo eran casi un fenómeno social: tras la fuga de cerebros vino la fuga de capitales, y un montón de aparatchiks, perjudicados o beneficiados, prefirieron ahuecar el ala antes de enredarse en conspiraciones. Las huidas en masa generaron puestos vacantes y los oportunistas se pusieron las botas. Así fue como Hocine El-Uahch, conocido como la Esfinge, llegó como okupa a la Oficina de Investigación, tras la trágica desaparición de su director. Curiosamente, ningún ujier ordenó el desalojo. En realidad, en el mercado negro nacional, Hocine El-Uahch era el candidato ideal para el puesto. La jerarquía se empleaba a fondo en todo tipo de especulaciones y qué mejor, para el buen funcionamiento del chanchulleo, que confiar la Oficina de Investigación a un cretino fiel a la vez que emérito fullero. No es que fuera tonto: era sólo analfabeto. Cumplió como nadie, firmando a diestra y siniestra, para enorme satisfacción de sus superiores, facturas falsas, cerrando casos, reteniendo expedientes, cambiando fechas de informes, proporcionando falsos testimonios, etc. De la noche a la mañana no podía dar un paso sin verse rodeado por los efluvios sulfurosos de un séquito de cortesanos. Se hizo muy rico, lo que le valió la absolución de sus pecados, y muy influyente, por lo que quedó elevado al rango de las deidades locales. Hoy en día, Hocine El-Uahch es un zaím con todas las de la ley. Sigue sin saber leer un periódico, pero cada vez que un licenciado le exhibe sus títulos pidiendo un mínimo de consideración, Hocine le vuelve a bajar los humos levantándose la camisa para enseñarle sus heridas de guerra y desgranando con su rosario de falso devoto sus incontables hazañas bélicas, sin las cuales Argelia seguiría hoy viviendo bajo la bota francesa.
Está claro que en algunos sitios la Historia es el peor enemigo del Porvenir.
No me las he tenido que ver personalmente con la Esfinge. Hace mucho que nos conocemos y mantenemos relaciones normales. Eso no significa que le tenga respeto, pero opino que no tengo por qué avergonzarme del oprobio de mis compañeros. Para mí, la Esfinge tiene una bala de cañón en vez de cabeza, y no tengo ningún motivo para esperar de él el menor atisbo de inteligencia. Por ello, cuando vi su nombre entre los de los miembros de la comisión para el indulto presidencial, casi se me atragantó la nuez. Primero pregunté a Serdj si se trataba efectivamente de Hocine El-Uahch, alias la Esfinge. Serdj hizo algunas llamadas y me lo confirmó. Estuve dándole vueltas toda la tarde tratando de entender qué pintaba ese necio en un equipo de afamados psiquiatras. Por la noche no hubo manera de pegar ojo. Por la mañana, incapaz de hacerme a la idea de que un país pueda estar jodido hasta el punto de que un panel de eruditos se halle bajo la tutela de un ignorante, decidí acercarme a verle. Quién sabe, quizá haya cambiado desde entonces.
Llego a la Oficina de Investigación sobre las nueve y media. Me indican que la Esfinge sólo empieza a espabilar tras tomarse una decena de tazas de café y montar tres buenas broncas. Así que me lo tomo con calma. Comisqueo un bollo en un cafetucho, echo una ojeada al periódico, que no aporta novedades, y, tras un segundo pitillo, voy a lo serio. El edificio administrativo que gestiona Hocine El-Uahch parece una fortaleza fantasmal. Ni un solo ordenanza por los pasillos. Los funcionarios se ocultan tras sus papeles y hacen como si no existieran. Sólo rompe ese penoso silencio el intermitente carraspeo que la Esfinge emite para hundir aún más a su servidumbre tras sus máquinas de escribir. A mi paso se alzan algunas cabezas, todas con cara de perro apaleado. Sin embargo, cualquiera de esos perritos falderos con categoría de patéticas acémilas se convierten en bestias inmundas cuando los sueltan contra el pobre contribuyente. De repente, sus colmillos de vampiros rivalizan en agresividad con sus cuernos de demonios, tan abyectos que ni con el más eficaz lanzallamas se podría purificar sus almas.
Ghali Saad, el secretario perpetuo de la OI, me espera en el umbral de su santuario con una ancha sonrisa y la mirada chispeante. Nunca me ha caído bien ese fulano. Cada vez que se cruzan nuestros caminos me da como un mareo y me corren escalofríos por la espalda. Lo conocí cuando recogía pelotas en un club de tenis. ¿Cómo ha conseguido llegar tan pronto hasta la Esfinge? Ni él podría decirlo. En Argelia, las puertas de la salvación son tan imprevisibles como las trampillas por las que se sale para no regresar. Es cuestión de baraka. Unos nacen con estrella y otros estrellados. Ghali Saad debe de estar emparentado con el duende de Aladino: donde pone el dedo se topa con una pepita de oro. Todo le sale bien: mujeres, cochazos, rifas, inversiones bursátiles, amistades de postín, zancadillas. O sea, que tiene buena estrella, y encima la naturaleza lo ha mimado. Es un morenazo alto de olímpica belleza, de lo más cortés y exquisitamente galante. En las recepciones oficiales todos están pendientes de su elegancia. Su sonrisa obra milagros. Adulado por todos, soñado por todas, las malas lenguas cuentan que conserva en su guardarropa bragas de las señoras de mayor alcurnia de Argel, así como algunos calzoncillos con bragueta, talla XXL.
—Hoy es día de bendiciones —me suelta apartando los brazos para abrazarme.
—Déjate de polladas —le contesto.
—No todos los días aparece por aquí un monumento de integridad con su honradez a rastras. Tu olor a santidad va a purificar el recinto. También acabo de enterarme de que nuestro querido ministro abandona el hospital esta tarde, ya de pie y sin muletas.
—¿Piensas que tengo algo que ver? Pues de ser así, voy a tener que invertir mis oraciones.
Ghali echa la cabeza atrás con una risa tan refinada que casi me la creo a pies juntillas.
—Siempre tan deliciosamente terco —me dice invitándome a entrar en su jaula de oro.
El despacho de Ghali es sin duda uno de los espacios más resplandecientes de la institución. No es posible describirlo sin que se te considere un alucinado. Maderas nobles, una cristalería delicadísima, cortinas de terciopelo, moqueta celeste y, en las paredes, cuadros tomados del Museo Nacional sin comprobante ni devolución posible. El secretario perpetuo es consciente de la fascinación que ejerce su fasto en los visitantes de categoría que pasan por allí. Cuando no comenta nada es porque el decorado habla por sí solo. Mientras espía de reojo mi reacción, me conduce amablemente hasta un sillón capaz de relajar el trasero de una pensionista estreñida.
—Tengo prisa —le digo.
—No te agobies. Te tomarás una taza de café conmigo. El señor El-Uahch está hablando con la presidencia. Cuando se apague la bombilla roja y se encienda la verde, será todo tuyo. Se va a alegrar de volver a verte. Sabes lo mucho que te aprecia.
—Vas a conseguir que me acompleje.
Ghali se apoya contra el borde de su mesa, cual dios hollywoodiano posando sobre un filón, coloca sus muy cuidadas manos sobre una rodilla y me contempla desde lo alto de su esplendor.
—Un grupo de comisarios va a ir de prácticas a Bulgaria. La lista sigue abierta. Si te interesa, puedo dar un toque al Servicio de Extranjería.
—Estoy a gusto con mis críos.
—Piénsalo en lugar de decir tonterías. No se trata de una expedición amazónica. En cuestión de pasta es un chollo. Nueve meses en una escuela de mucha fama. El peculio en divisas te dará sin problema para dos coches cuando regreses. Hasta podrías montar un negocio. ¿Cuánto te falta para la jubilación?
—No tengo intención de arrojar la toalla.
—Brahim, no vas a rejuvenecer. Hay limitaciones de edad por ley. Un buen día te puedes encontrar con una mala noticia en tu buzón. Mala porque haces mal en no anticiparte. En mi opinión, hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan. Bulgaria es un país bonito. La gente es magnífica, y la vida, barata para un cursillista retribuido en dólares. Nueve meses no son nada. Pero su rentabilidad es máxima.
—No hablo búlgaro.
—¿Quién está hablando de lengua, Brahim? Hablamos de pasta.
—Cedo mi puesto a la juventud.
—La juventud tiene el porvenir por delante. Son los viejos los que tienen que disfrutar un poco del reposo del guerrero. Llevas decenios currando como un burro, Brahim. Soy de los que piensan que te mereces el máximo respeto del mundo. Aprecio tu rectitud, tu compromiso, tu patriotismo y tu honradez. De verdad, los polis de tu talla escasean hoy. Estaría encantado de serte útil en algo.
—Eres muy amable.
—Soy sincero.
Le miro de frente pausadamente. No rehúye mi mirada, para demostrarme su buena fe. En ese mismo momento una esplendorosa señorita embutida en un precioso traje de chaqueta entra con una bandeja rutilante. Lleva varias capas de maquillaje y su escote pone al descubierto unos pechos tan valientes que mi pudor queda descalificado de oficio. Me pone delante una taza de porcelana y echa dos dedos de café con una delicadeza infinita. Ghali le da las gracias mientras coge su taza y la despide. Antes de salir, me mira en el fondo de los ojos con tanta profundidad que algo se remueve en mis entrañas.
—Se llama Noria —me informa Ghali—. Nos llega de la Sorbona. Doctorado de Estado con premio extraordinario.
—Ignoraba que la OI exigiera tanto título para regentar un tugurio.
Ghali se da cuenta de que ha dicho una tontería. Se pasa una mano por la cara enrojecida y carraspea. Estoy a punto de darle la puntilla cuando se enciende la luz verde. Salvado por el campanazo, el playboy me anuncia de inmediato ante su gerifalte para librarse de mí.
La Esfinge no se levanta para saludarme. Hasta parece molestarle mi presencia. Su conversación con el presidente parece habérsele atragantado. Mira el teléfono durante un buen rato con el ceño fruncido. Aprovecho para mirarlo con detenimiento. Jamás conseguiré acostumbrarme a su perfil. Hocine El-Uahch no tiene un milímetro de napia. Es como si de chaval un golpe de aire le hubiese estrellado la puerta de una caja fuerte en los morros. Si se le pusiera una regla de albañil sobre el hocico, la burbuja se quedaría clavada en pleno centro. No se le ha puesto ese mote por casualidad. Es difícil ser más feo. Para atenuar la inconveniencia de sus rasgos, se ha dejado crecer un gran bigote reforzado por una barba de charlatán que haría palidecer de envidia el pubis de una tendera. Sin embargo, lo más chocante en nuestro yeti mediterráneo son sus manos, repugnantes y velludas como tarántulas gigantes. Las mantiene tan juntas y apretadas que parece un parapolicía a punto de moler a un sospechoso.
—Ese dichoso Brahim Llob, siempre tan afectuoso como un piojo —ganguea tras echar una ojeada al reloj de pared—. No hay manera de que te apartes del punto de mira.
—Eso demuestra que soy un auténtico argelino.
No ve la relación, medita mis palabras unos segundos y vuelve al debate.
—¿Y eso qué significa? —suelta desconfiado.
Le explico:
—Lo propio de un argelino es no pasar desapercibido: si no consigue fascinarte te monta un pollo.
—El problema es que te excedes y te expones.
—¿Eso te parece?
—Si tengo en cuenta lo que acabo de oír, sí.
—¿Y qué te han contado de mí?
—De todo lo peor que se puede contar. ¿Has tenido que vértelas últimamente con una tal abogada Wahiba?
—Vino hace unos días a mi despacho para cerrarme el pico.
—Pues ándate con cuidado. Esta señora es nitroglicerina. Allí donde se pone a gotear, hay inundación segura. Adivina con quién he estado hablando por teléfono hace tres minutos. Con el jefe del gabinete del rais. Está liado con ella. Ha estado esperando a que él vuelva a metérsele en la cama para echártelo encima. Al parecer, la cosa está que arde. Ha intentado localizarte en tu despacho. Le dijeron que venías para acá. Me las he visto negras para calmarlo. Me ha encargado que te advierta sobre tu abuso de autoridad. Ésta te la pasa, pero la próxima vez que metas la pata te manda descuartizar en la plaza pública.
Acaba reparando que estoy de pie en medio del salón, traga saliva y me pide que me siente sobre una silla acolchada. Me dejo caer sobre el asiento y cruzo las piernas con cara de disgusto.
Hocine se serena.
Menea su rosario, lo hace girar alrededor de su índice y reflexiona.
—¿Tanto te divierten los follones, Brahim?
—Intento merecerme el sueldo.
Suelta el rosario, se alisa la barba y me mira con agudeza.
—¿Para qué has venido, comisario?
El tono es expeditivo.
—Me temo que un peligro público se ha beneficiado del indulto presidencial.
—¿Y qué?
—Llevo semanas intentando comprender lo que no cuadra en este asunto. ¿Pero a quién me dirijo? Y, de repente, me entero de que un compañero estaba en la comisión presidencial. Entonces he venido a ver hasta qué punto podría aclarármelo.
—¡Dios mío! —suspira, ya harto.
Se coge la cabeza con las manos, se sacude la barba y, tras imprecar en silencio, confiesa:
—Lo tuyo es penoso, Brahim. Hay que ver la pena que me da ver lo mal que envejece un antiguo resistente, héroe de la mayor revolución del siglo.
—Sólo el vino mejora con el tiempo.
—No te sientas obligado a tener respuesta para todo.
—Es que no lo puedo evitar.
—Encima te crees gracioso. Mira, te voy a poner al loro, comisario. ¿Eso es lo que quieres, verdad? Tú eres tu propio problema. Ya ni te aguantas a ti mismo. Vas buscando bronca con la esperanza de que te cierren el pico de una vez por todas. El otro problema es que nadie se digna darte leña. ¡La gente anda metida en sus cosas, narices! —profiere dando brazadas en el aire con su rosario—. Espabila ya. Hay sol, las terrazas están llenas, hay jardines en todas las esquinas. Los críos se divierten, las abuelas se chutan en las perfumerías, los jóvenes revolotean por los colegios como enjambres y las chavalas están para comérselas. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Se acabó la guerra. El enemigo se fue. El país va de maravilla. No hay asesinatos, ni atentados ni toma de rehenes; esto es una balsa de aceite. Pero por desgracia, si eso tranquiliza al pueblo, fastidia al comisario Llob, nacido para la bronca, cuando no para provocar tormentas en un vaso de agua. Ahí es donde te aprieta el zapato, en tu insatisfacción. A falta de casos que resolver, acosas a tu propia amargura. Y, de paso, vas pisando los callos a los demás. Pues hazte a la idea de que ésa no es la solución. No sólo no provocas tormentas, sino que te empeñas en ahogarte en el vaso. Si quieres un consejo de amigo, tómate unos días de descanso y haz una cura en Hammam Rabbi. No hay nada que tenga que cuadrar en esta historia. Si a la comisión le ha parecido razonable que un detenido se beneficie del indulto presidencial, es porque se lo merece. Los expertos son científicos eminentes, elegidos entre los mejores. Además, estaba yo allí para supervisar el trabajo. La gente con título tiene sus conocimientos; yo, mi experiencia. Conozco como nadie el factor humano. Llevo décadas mandando en los hombres, formando y reformando a todo tipo de gente.
—Hace décadas que yo también soy poli. A mí lo que me espolea es la intuición, no el aburrimiento. Estoy seguro de haber dado con algo y no pienso soltarlo.
Hocine la Esfinge se siente desconsolado. Mi terquedad le deja destrozado. Aparta los brazos en señal de abdicación y gruñe:
—Haz lo que quieras.
—Necesito echar una ojeada a su expediente.
—¿De quién hablas exactamente?
—De SNP.
Frunce el ceño.
—¿Estás seguro de que su caso se ha estudiado en mi comisión?
—Que me ahorquen si miento.
Vuelve a encoger las cejas e intenta recordar. Tras una vana indagación mental, ablanda los labios.
—No me suena para nada.
—SNP, alias el Dermatólogo. En prisión desde 1971. Por una serie de asesinatos espantosos...
—No insistas, estoy saturado. Mi comisión ha estudiado mil trescientos cincuenta y siete expedientes. Caso por caso y a conciencia. No ha habido influencias externas ni decisiones a la ligera. Si hemos liberado a tu sospechoso es porque nos ha parecido que está perfectamente capacitado para volver a la sociedad y rehacer su vida. Dices que estaba en el trullo desde 1971. O sea que desde hace diecisiete años. Cuando uno se ha tirado tantos años de su vida tras los barrotes, ya no tiene secretos para sus vigilantes. Por consiguiente, si la dirección penitenciaria le ha propuesto para una eventual liberación, y si los expertos han dado por válida la propuesta, eso demuestra que el preso tiene derecho a una segunda oportunidad. No hay gato encerrado, Brahim. Ni siquiera se oye un maullido. Estás fantaseando con un pobre diablo que sólo pretende volver a empezar de cero.
—Puede ser. No estoy pidiendo la luna, tan sólo quiero echar una ojeada a su expediente. Las escasas informaciones que he conseguido recabar sobre su perfil son demasiado inconsistentes para elaborar un retrato robot fiable.
—No tengo ningún expediente de ese tipo en mis oficinas.
—Quizá pudieras decirme...
—No tengo nada que decirte —me corta en seco—. ¿Acaso pretendes hacer un peritaje de comprobación?
—Pretendo impedir que un asesino haga una carnicería con gente inocente.
—Espera primero que pase a la acción y luego le lees sus derechos constitucionales. No hay ley que nos permita encerrar a un fulano sólo porque no nos gusta su cara.
—Pues a ver si espabila la ley.
La Esfinge se sobresalta. Estira los labios, decepcionado, y refunfuña:
—Estás completamente chalado. No pienso pedir otra comisión de expertos para estudiar tu caso. Está claro que has pillado un buen catarro mental y, a todas luces, no tienes la menor gana de curarte. Te he concedido diez minutos de mi tiempo. He sido hasta muy simpático. Ahora, hazme el favor, tengo que hacer unas cuantas llamadas.
Me levanto.
Ya tiende la mano hacia el teléfono. Cuando llego a la puerta, dice:
—A propósito, ¿estás seguro de que tu teniente Lino está bien de la olla?
—Tiene buena cara, y con eso le basta.
—En ese caso, ¿por qué no se busca otra nena por ahí?
—Ya tiene una.
—Precisamente, pero no es de su medida.
—Mientras se la sepa tomar a ella...
—Pues yo en su lugar mediría las distancias.
—No hay nada como estar muy pegaditos.
—Siempre que no te den por culo.
Me doy la vuelta y lo miro de hito en hito:
—¿Quién sabe? Quizá el teniente sea un poco mariquita.
Mi pugnacidad lo desconcierta. No está acostumbrado a que se le plante cara y le irrita quedarse sin aliento. ¿Quién no conoce a la Esfinge? Una palabra de más y quedas sistemáticamente borrado del mapa. Ha arruinado un montón de hogares y llevado a la depresión a decenas de mandos valiosos que cometieron el error de pensar que su deber de ciudadanos y de profesionales era insistir cuando Hocine El-Uahch se equivocaba.
Suelta el aparato y se me queda mirando. Su mirada amenazadora se cubre con un velo oscuro.
Masculla:
—Espero que sepas lo que haces.
Veo en su cara cómo le rechinan los dientes.
Lo miro fijamente durante tres segundos y le digo:
—Sé sobre todo lo que me queda por hacer: comprar ya mismo mucho papel higiénico porque esta historia apesta a cagada.
Capítulo 10
Para cambiar de siglo en Argel basta con cruzar la calle. Pero si tiene que salir de la ciudad, no se vaya a extrañar si, en algunos lugares, su coche se convierte en máquina del tiempo. Por eso no salté de alegría cuando el profesor Aluch me sugirió que eludiera el estruendo de Bab El Ued y me diera una vuelta por su casa. Le dije que no tenía la menor intención de volver a poner los pies en su purgatorio. Me replicó que no era ninguna obligación y me citó en el café Lassifa, en un poblacho antediluviano a un par de kilómetros del manicomio.
Debí preguntar tres veces para llegar a un aduar podrido, tras un forúnculo de colina donde uno no se llevaría ni a su cuñado para darle un susto. Sin duda, el culo del mundo. Cuando uno encalla por allí, le inunda un insondable sentimiento de frustración. Esto no tiene nombre. Casuchas pegadas a sus corrales, callejuelas retorcidas, arroyos fétidos y una enorme sensación de descomposición mental. Si la gente no tomó en marcha el tren de la revolución, fue porque ni siquiera pasó por aquellos parajes. Una vez que se fue el colono, ya considerablemente a mantener la aldea en la indigencia y el estancamiento. Los escasos testarudos que descartaron la huida siguen consumiendo sus últimas convicciones en una política de espera sin porvenir. Como se tomaron en serio las promesas, sobreviven de ilusiones y de un agua sospechosa. A eso se le llama ingenuidad. Su longevidad no se debe a la ineficacia de los tratamientos sino a una enconada propensión a la asistencia providencial. Sin duda, los discursos oficiales son contundentes; pero, a pesar de la demagogia chillona y de haber experimentado tantas decepciones, el pueblo llano se niega a admitir que sus representantes puedan tomarle el pelo.
Existen mentalidades así concebidas, tan desoladoras que dan ganas de tirarse por un acantilado. El problema es que ese sacrificio no cambiaría en nada las cosas.
Escupo por superstición dentro de mi camisa antes de internarme con mi cacharro en el gueto. Aquí y allá, amontonados a la entrada de las chozas, unos ancianos en las últimas me miran pasar como si fuera una incongruencia que se les acabara de ocurrir. Los saludo y mi gesto no hace sino intrigarlos aún más.
La plaza es lúgubre, apenas una lengua arcillosa delimitada por aceras medio invadidas por regueros de barro. De no ser por una vieja furgoneta desguazada y un chasis de tractor que semejan desechos acarreados por una especie de cataclismo itinerante, se podría jurar que la civilización se tomó a pecho no darse a conocer por aquellos lares.
El café Lassifa está cerca de una tienda de comestibles acordonada por una pandilla de gatos famélicos. El mocoso que sustituye a su padre junto al cajón de las monedas se aburre como una ostra. Ni un cliente a la vista. El cafetín está sitiado por una caterva de mozos mortalmente aburridos.
Llevan allí desde la noche de los tiempos, mirando el edificio de enfrente y acechando a ese Mahdí del que hablan las profecías y que vendrá a poner patas arriba el revolcadero de los prevaricadores.
Bajo del coche.
Miro de frente los alrededores.
En la pared, un cartel milagrosamente intacto propone una jeta de timador para el cargo municipal. No hay más candidatos potenciales, a no ser que se hayan destrozado sus carteles. Empiezo a entender por qué el pueblo está tan de capa caída. Pero lo que me apena no es la miseria de un pueblo bueno y valiente, traicionado por sus santos patronos. Esta vez, no cabe duda, mi reverenciado psiquiatra me demuestra a las claras que no tiene mucho que envidiar a sus pensionistas. Hay que tener la perola hecha polvo para elegir como lugar de encuentro un poblacho tan traumatizante.
El profesor está acodado al mostrador, absorto en las historias del cafetero. Sigue con su bata, y tampoco se ha quitado las zapatillas. Con las mejillas metidas en el hueco de las manos, escucha al pobre diablo, que le cuenta las perrerías de su vida. Al lado, dos campesinos con turbante se compadecen y rezan en silencio para que recuerde que han pedido algo de beber.
El cafetero levanta la cabeza y me ve en medio de la sala. De inmediato, intuye al poli tras mi placidez de buen padre de familia y se pone a sacar brillo a su alrededor.
El profesor me ve a su vez y suelta un ¡ah!, como si no esperara encontrarme allí. Luego echa una ojeada a su reloj para comprobar que he sido puntual.
—Por una vez, caes a pique.
—Depende sobre qué.
—¿Tienes tiempo de tomar una taza de café?
—Acabo de salir de una disentería.
—¿Qué significa tu insinuación? —truena una voz a mi espalda.
Me doy la vuelta.
Un viejo campesino se pavonea sobre una silla de mimbre, bajo un orificio dentado que pretende pasar por una claraboya. Lleva un vestido reluciente y tiene las mejillas rosadas y la barba cuidada. Sobre las rodillas, un garrote a modo de cetro. Debe de ser el amo del lugar.
Viendo que me callo, sigue dando caña.
—¿Has probado mi café?
—Estoy tieso —le digo para guardar la cara porque lo que veo ante mí es un auténtico beduino, modelo de época, orgulloso y susceptible, de puño rápido, listo para romperle a uno la cara por poco que se pase.
—Entonces, que te zurzan en otra parte.
Lo calmo con la mano, agarro con la otra al profesor y me apresuro a quitarme de en medio.
La voz del viejo me sigue acosando por la calle:
—Porque vienen de la ciudad se toman por colonos. ¿Acaso ha probado mi café?
—No, Hach —contesta en coro la clientela.
Y el viejo, sentencioso:
—En mis tiempos, por menos que esto se cargaban a una tribu entera.
—Desde luego, Hach...
Me meto en mi trasto con ruedas y salgo pitando del pueblo.
—Podías haber propuesto algo mejor como punto de encuentro —digo a mi pasajero.
El profesor mira a un pastorcillo corretear tras una oveja extraviada y, con los labios muy apretados, me confía:
—Hace cuatro años que no pongo los pies en una ciudad.
—Quizá hoy habría sido una oportunidad.
Suspira, y su mano transparente se crispa.
—En vuestra infecta y caótica ciudad, no las veis venir. Demasiado ruido y demasiado bullicio. Estáis atrapados en la marabunta de los días y de las preocupaciones, y os empeñáis en dar un sentido a lo que os supera. Aquí, en el campo, no se necesita un pergamino para saber adónde llevan los caminos trillados. Lo que descubro cada día del Señor me hiere el alma. Me basta con mirar a un adolescente sentado sobre la acera, con echar una ojeada a la espuerta de un ama de casa, observar durante un par de segundos a un pobre diablo encerrado en sí mismo en el fondo de un café para entender lo que les da vueltas en la cabeza. Estoy preocupado, Brahim.
—Deberías acudir a la consulta de algún colega.
Se suena en un pedazo de papel cebolla. Las lágrimas le arrasan los ojos.
—Lo mismo opinan algunos altos cargos. Me encierran en el asilo y piensan que el asunto está resuelto... Las cosas no son así. No basta con ignorar el drama para mantenerlo a distancia. Tú mismo solías decir que cuando se le da siempre la espalda a la desgracia, ésta te la acaba metiendo por detrás.
Delante de mí, un bache lleno de agua me corta el camino y me obliga a desviarme por la derecha. Subo por un terraplén, choco con un pedrusco y vuelvo a caer sobre la pista, esparciendo agua embarrada alrededor del capó.
—Ésos que has visto en el aduar no son mendigos ni malditos —prosigue—. Son sólo hombres normales, que soñaban con una vida decente. Llevan años haciendo de tripas corazón, convencidos de que recuperarán algún destello del sol que les fue confiscado. Hace un decenio venía por aquí los fines de semana para verlos disfrutar hasta hartarse. Estaban contentos y sus risas tronaban en kilómetros a la redonda. Ni siquiera necesitaba presentarme. Me llamaban hakim4 y me profesaban un respeto religioso. No eran ricos, pero eso no les impedía invitarme a unos festines memorables. Por entonces se consideraba una vergüenza ver pasar a un forastero y no brindarle hospitalidad. Pero hoy la mirada que escruta al forastero ha cambiado. Y la gente también. Por culpa de la miseria. Juzgan toda intrusión en su intimidad como una profanación. Por ello se encierran en su silencio y en su hostilidad, para preservar las migajas de pudor que les quedan. Y allí, recluidos en su mala vida, se hacen unas preguntas espantosas. ¿Qué han hecho para caer tan bajo? ¿En qué han fallado, a qué santo han ofendido? A menos respuestas, menos cordura. Están perdiendo los estribos. Dentro de muy poco, irán hasta el infierno en busca de una explicación. Una vez que hayan dado ese paso, no veo cómo será posible aplacarlos. Entonces, Argelia conocerá la pesadilla dentro del horror más absoluto.
—Tampoco hay por qué agobiarse, doctor. Todos estamos pasando por un mal momento, eso es todo.
—Sabes perfectamente que no es cierto.
Por fin llegamos a la carretera asfaltada. Mi coche recobra su brío y se traga los kilómetros como un hambriento la sopa boba.
Digo a mi aguafiestas:
—Nací en una aldea peor que tu aduar y arrastro las secuelas. Gracias a ellas, me mantengo firme.
—¿Debo tomarme en serio tus palabras?
—No estoy de broma.
—En ese caso, no retiro nada de lo que he dicho.
—Si eso te divierte. Pero ¿puedo saber por qué me has sacado de mi infecta y caótica ciudad?
—Gira a la izquierda, por la próxima carretera de empalme.
Un camino asfaltado nos adentra en la maleza. El sol juega al escondite entre el follaje. El frescor de los árboles es como un himno a la quietud. Muy a lo lejos, sobre los cerros, un contingente de aves se despide del lugar antes de emprender el gran viaje. El profesor se deja llevar por sus ensueños. De repente, se le relaja el rostro y en sus ojos, libres ya de pena, surge un remoto fulgor.
El camino serpentea por medio de un campo en barbecho, rodea una pequeña colina y se vuelve a enderezar hasta desembocar directamente en una granja rodeada de cipreses. Una jauría de perros ladradores surge tras un seto y nos escolta hasta el pórtico, donde un anciano harapiento acaba de reparar una carretilla.
Aparco el coche bajo un árbol.
El profesor baja primero para anunciarnos y regresa a buscarme.
En el umbral de un jardín nos espera un mozalbete fortachón. Nos pide que le sigamos y desaparece, dejándonos solos en medio de la vegetación.
—Qué día más bonito, ¿verdad? —dice un hombre en el que no había reparado, oculto tras unos rosales.
Está en cuclillas, casi emboscado tras sus flores, con un sombrero de paja calado hasta las orejas. Su mono de tela vaquera parece nuevo y sus botas, aunque salpicadas de barro, relucen exageradamente. Deduzco que se trata de un aprendiz de jardinero que debería regresar a su piltra de nabab en vez de empeñarse en arañarse las manos con las espinas de las rosas. Una ojeada al cuello de su inmaculada camisa blanca, el brillo de su nuca y su corte de pelo me confirman en esa idea. Por lo que se ve, el fulano pretende impresionarme, pero no lo consigue. Su actitud y su manera de cuidar las plantas desvelan al mamífero apalancado, educado en el odio al esfuerzo físico y a las manualidades; el típico rentista sobrado de todo e incapaz de moverse por su palacio sin una silla de ruedas, o de tomar algo sin llamar con campanilla. En resumen, el típico señorito rodeado de cortesanos y de servidumbre para quien recoger un pañuelo o limpiarse las gafas no deja de ser un gesto subalterno y degradante.
Guarda sus cizallas en una caja, se quita el guante y se incorpora para darnos la mano.
—El hakim me ha hablado a menudo de usted, comisario Llob.
Frunzo el ceño. Su fisonomía me suena pero no consigo ubicarla. Es un hombre pequeño con los rasgos muy marcados y las sienes canosas. Debe de tener unos sesenta años y sobradas razones para mantener una mirada alerta y fulminante. La mano que me tiende es apenas más grande que la de un niño, pero su apretón semeja una punzada de taladrador.
Nos señala con obsequiosidad unas sillas de mimbre bajo un eucalipto. Sobre una mesa, una máquina de escribir junto a una cesta repleta de folios escritos. Me parece estar en la casa de un poeta y casi me avergüenza molestarle.
—¿Cómo van esas memorias? —le suelta el profesor instalándose a la sombra.
—Van poquito a poco. ¿Quieren tomar algo?
—Para mí, un zumo de naranja.
—¿Y usted, comisario?
—Un zumo de frutas.
Nuestro anfitrión se vuelve hacia una cabaña.
—Tráenos zumo de frutas, Joe.
El forzudo de antes aparece con una bandeja repleta de vasos y de frutos secos. Nos sirve y se retira.
—¿Se llama Joe? —pregunta el profesor.
—Le encanta que lo llamen así. Estuvo una vez en Chicago y aún no lo ha superado. Por entonces boxeaba como Dios y ambicionaba convertirse en campeón del mundo. Le tocó uno más fuerte que él. Su mánager le suplicó que arrojara la toalla, pero se negó. Aguantó hasta el final, pero se dejó en el cuadrilátero buena parte de su lucidez. Alguna tarde que otra se pone el chándal y se pierde por el bosque durante días. Cuando regresa, es incapaz de recordar dónde se ha metido. Está un poco tocado del ala pero es un buen chico. Cuando el tejado de mi casa amenaza con venirse abajo, él me lo repara. No me molesta. No tengo motivos para prescindir de él.
Luego, dirigiéndose a mí:
—¿Hace tiempo que está usted en la policía, comisario?
—Desde la independencia.
—¿No está usted un poco harto?
—He visto peores cosas en otras partes.
Asiente con la cabeza.
El profesor se lleva el vaso a la boca, lo vacía de un trago y mete mano a los frutos secos. Oímos su voraz masticación durante tres largos minutos. Luego, carraspeo y me adelanto:
—El profesor no me ha hablado todavía de usted, señor...
—¿Cómo? —se sobresalta Aluch—. ¿No le reconoces?
Le recuerdo en ese preciso momento. Dios, qué cabeza tengo. Cierto que ha envejecido —a su edad, está en su derecho—, pero de ahí a no reconocerlo, es como para preocuparse.
—¿El señor Cherif Wadah, el Che africano?
—Con lo de Cherif basta. No creo merecerme lo de Che. Siéntese, comisario. Aquí no cabe protocolo ni zalemas. Estamos entre amigos, y es mucho mejor así.
—Me siento un poco confuso.
—No pasa nada. De tú a tú, no me quejo de ello. Si he optado por aislarme, es para tener tiempo y fuerza para mirarme a la cara, sin escolta ni aliados. Yo a solas con el que creo ser. Uno únicamente se recupera a sí mismo cuando consigue sustraerse a las miradas ajenas. Las adulaciones son tan peligrosas como las enemistades. Aquí, en mi rincón, me libro de las interpretaciones. Me hallo ante mí mismo y lo afronto sin reserva. Resulta imperativo para un hombre como yo, que ha sido objeto de atenciones exageradas antes de padecer canalladas inimaginables, hacerse un montón de preguntas y contestarlas solo. El mundo ha dejado de ser lo que era. Los hombres, sobre todo, han echado a perder bastantes cosas. Yo incluido. ¿Acaso sigo siendo el personaje de antaño? Si es así, ¿en qué medida y para qué? Las dudas están ahí, rodeándonos, como ejércitos de fantasmas. ¿Cuáles de nuestros compromisos hemos cumplido, adónde hemos llevado el país? ¿Por qué los clarines del alba nos sobresaltan en vez de lanzarnos a la conquista del día, como ocurría antes? ¿En qué hemos fallado? Porque es evidente que hemos fallado. Hoy resulta casi vergonzoso haber sido un zaím. No hay más que ver cómo se comportan nuestros héroes. Han pasado la página revolucionaria para cambiar mejor de chaqueta. Cada mañana se levantan como si fueran insultos a la memoria de los ausentes; cada noche se acuestan como perros sobre el felpudo de los juramentos. Me dan ganas de vomitar cuando pienso en ello.
—Éste es además el tema de la obra que está escribiendo —estima necesario señalarme Aluch—. Va a ajustar las cuentas a esos macacos privilegiados.
—Cuando se trata de ajustar cuentas, el revolucionario no escribe, sino que dispara.
El Che habla con serenidad, pero con suficiente firmeza para poner al profesor en su sitio. De inmediato se hace un silencio plomizo. Aluch deglute, sin poder librarse del trozo de almendra que se le ha atragantado.
El viejo guerrillero está enfadado, aunque lo disimula. Examina sus uñas durante un largo rato, con los labios reducidos a la mínima expresión y la mirada opaca.
Luego, como si no hubiera pasado nada, me vuelve a mirar:
—¿Qué decía usted, comisario?
—Le estaba escuchando, señor.
Arruga el entrecejo. Con la uña de su pulgar raspa una mancha de la mesa, metódicamente, laboriosamente.
Tras una inacabable meditación, levanta la barbilla y confiesa:
—He perdido el hilo. ¿De qué hablaba?
—De compromiso, señor.
Su labio inferior se mueve. Ya no se acuerda.
Se levanta y me tiende la mano:
—Encantado de conocerle, comisario Brahim Llob.
—Yo también, señor.
—Aprecio su rectitud.
—Gracias, señor.
Da un paso atrás y, sin mirar al profesor, regresa junto a sus rosales y nos olvida. Ya está ahí Joe para acompañarnos.
En el coche, mientras nos alejamos del cortijo, observo que mi pasajero está lívido.
—No entiendo —le digo.
Se agita en el asiento del copiloto, turbado.
—Es imprevisible, sabes. A veces es exquisito, y otras se parapeta tras sus ambigüedades y todo le resulta hostil.
Rodeo un bache antes de gruñirle:
—¿Por qué me has llevado a su casa?
—Me he enterado de que estás hecho un lío, de que tu investigación sobre SNP no avanza. El otro día, durante una conversación banal, conté a Cherif la historia de nuestro hombre. Comentábamos las torpezas del rais y acabamos hablando del indulto presidencial, que ha puesto a miles de golfos en la calle. Le dije que desaprobaba totalmente esa medida y, como argumento, cité a SNP y la amenaza que supone. Sidi Cherif me escuchó atentamente y luego me dijo que la historia de ese muchacho no le era desconocida.
—¿Hasta qué punto?
—Lo ignoro. Hoy debía contarnos algo más.
—Y has metido la pata.
—Lo siento.
Subo la ventanilla, enciendo la radio y no añado una palabra más.
Capítulo 11
—Tengo una excelente noticia para ti, Llob —me anuncia el inspector Bliss por teléfono.
—¿No me digas que me llamas desde el más allá?
—Para eso ya puedes esperar sentado. Yo mismo cavaré tu tumba. Gratis. Sólo por gusto.
—Presumo que el dire está a tu lado.
—Exacto. Sabes perfectamente que, sin su muy cercana protección, ya me habrías cortado los cojones.
Su insolencia me deja pasmado. Pero me sobrepongo, convencido de que uno de estos días se tragará el anzuelo. Ese día se va a enterar de lo que es bueno, y no pienso quedarme corto. Abundan los mierdecillas lameculos como él. Se creen que van a gozar de la baraka de sus jefes hasta el final de los tiempos, y abusan todo lo que pueden. Luego, un buen día caen en la cuenta de que nada dura eternamente para el común de los mortales. El palo que entonces se llevan es capaz de dar un vuelco a la tierra.
—¿Sigues ahí, Llob?
—Como todos los espíritus, perrito faldero. ¿Qué quieres de mí?
—Hay bronca en el Sultanato Azul.
—¿Y ésa es la excelente noticia?
—Pues sí, a juzgar por el tiempo que llevas dándonos por saco con tu depresión. ¿Acaso no es lo que esperabas para menear tu barrigón?
Cuelgo. Bliss está en forma y yo no. Plantarle cara sólo lo entonaría, como buen cabrón que es. Lo conozco: al menor síntoma de flaqueza, se envalentona y se abalanza sobre su víctima con el valor de una hiena contra un león moribundo.
Me despego de mi sillón y me encamino al dormitorio para cambiarme.
Mina se me acerca, intrigada.
—¿Qué ocurre?
—El deber me reclama.
—¿A las once de la noche?
—El deber es un aguafiestas, querida. Su especialidad es amargar la vida al prójimo. El problema es que no hay imbécil que pueda prescindir de él. Alcánzame mi abrigo, si no te importa.
Un relámpago raya el cielo justo cuando saco mi coche del garaje. En pocos minutos grandes nubarrones cubren la ciudad, empujados por la ventolera. Las primeras gotas de lluvia caen sobre mi parabrisas, como constelaciones abriéndose en las reverberaciones de las farolas. Hay poca gente por las calles. Las tiendas han bajado sus cierres metálicos, así como los figones y los cafés. Las aceras quedan a merced de pandillas de desocupados a la deriva. Cruzo las avenidas a toda mecha, saltándome los semáforos uno tras otro.
Llego al Sultanato Azul. Ya están ahí dos coches de la policía, y un corro de gente gesticula en la calle. Reconozco al cabo Lazhar entre el gentío. Está tomando notas en su cuadernillo, exageradamente atento a los testimonios que prorrumpen aquí y allá. Me acerco a él con las manos en los bolsillos para que quede claro que aquí el que manda soy yo.
—No se queden fuera, por favor —suelto para hacerme con la situación—. Aparte del gerente del local, no quiero ver a nadie.
El gerente finge alivio al enterarse de quien soy. Dispersa con deferencia a la gente y me lleva hasta su despacho.
—Por poco se arma una gorda —me dice de entrada mientras se enjuga delicadamente el sudor con un pañuelo de seda—. Sacó su arma, señor comisario. Cuando vieron la pistola, las mujeres se pusieron histéricas y se volcaron las mesas. Algunos se tiraron al suelo y otros a la piscina. Indescriptible. La gente corría por todas partes. ¿Se da usted cuenta, señor comisario? Gente bien que había venido a pasar un rato agradable con nosotros y, sin previo aviso, el horror... Ese oficial ha ido demasiado lejos. No tiene ni idea de lo que va a caerle encima. Aquí sólo vienen ejecutivos de renombre, hombres de negocios y dignatarios del régimen; gente que está en las antípodas de la violencia y que no va a perdonar que se les moleste de esa manera. El Sultanato es algo así como su microcosmos. Muy selecto y muy caro, para espantar a los indeseables. Y ¡catapún!, en pleno espectáculo, un oficial de la policía nos monta su numerito. Estoy avergonzado —me confiesa contoneándose—. Si supiera usted el apuro que he pasado. Sólo deseaba que me tragara la tierra. ¡Dios mío, qué escándalo! Ya nadie querrá volver por aquí. Creo que me va a dar algo...
El señor gerente está hundido. Como una auténtica señorona que descubre una miga de pan negro en su bollo.
Casi me dan ganas de ofrecerle mi hombro para que se alivie sollozando.
—Siéntese e intente calmarse —le recomiendo.
Se derrumba en un sillón y se seca con su pañuelo la comisura de los labios.
—Le ruego que perdone mi emoción, señor comisario. Es la primera vez que veo un comportamiento tan deplorable en un lugar tenido por el más prestigioso del país. Hay sitios para los gamberros y otros para la crema de la sociedad. Me resulta imperdonable que alguien frecuente un ambiente distinto del que por su propio rango social le corresponde.
—Tiene usted razón —amaga el cabo Lazhar para significarse.
Lo detengo con la mano y le ruego que se esfume. El cabo se siente ofendido. Masculla su descontento y se va protestando por el pasillo. Cierro la puerta y pido al gerente que desembuche de una vez.
—¿Por qué no me lo cuenta desde el principio?
El gerente traga saliva, sin saber por dónde empezar, y, siempre con el pañuelo pegado a su boca afilada como la de una morena, me dice con voz chillona:
—Desde que lo vi por primera vez, aprecié en él una evidente falta de clase. Iba limpio, pero nada más. Ropa barata, una mezcla de imitación y de ingenuidad. El típico guaperas salido del pueblo llano que se empeña en escalar peldaños sociales por su cara bonita, no sé si me entiende. Me opuse a que se adhiriera al club. En el Sultanato somos muy mirados con estas cosas. Elegimos a nuestra clientela con mucho esmero. Ni siquiera se admite a los nuevos ricos. El dinero por sí solo no basta. Aquí aspiramos a proteger a las grandes familias de los peligros de la promiscuidad y la falta de respeto de los arribistas. Por desgracia, nuestro hombre es oficial de la policía. Y nosotros sentimos un respeto reverencial por nuestras instituciones, señor comisario.
Me llevo la mano a la boca para reprimir un bostezo que amenaza con abrirme la cara de par en par. Al gerente le indigna mi grosería, pero su respeto por las instituciones resulta mayor que el que alberga por la corrección.
—Perdóneme —le digo—, a partir de medianoche me sale la vena hipopotámica. Intente atenerse a los hechos: ¿quién es el oficial, por qué desenfundó la pipa, dónde está ahora?
Me pide con el índice que espere y aprieta un botón. Se presenta un sirviente con esmoquin, la pajarita suelta, el cuello de la camisa sucio y la cara medio tapada por un trapo ensangrentado.
—El señor Tahar es nuestro mayordomo. Le contará mejor que yo lo que ha ocurrido.
—Le escucho, señor Tahar.
El mayordomo advierte que no me voy a compadecer de su dolor. Retira su nariz magullada del trapo, constata que su herida me deja frío y va al grano:
—El teniente llegó hacia las ocho de la tarde, con su novia. Habían reservado la mesa 69. Yo mismo la preparé. El teniente quería festejar debidamente el cumpleaños de su compañera. Estaba muy satisfecho con la decoración de su mesa. Cenaron en plan enamorados, ambos muy apasionados. Hacia las diez, él me hizo una señal, que habíamos acordado la víspera. Su novia no debía darse cuenta. Quería darle una sorpresa. Apagamos las luces y llevamos la tarta hasta su mesa, con los aplausos del personal. Se trataba de una espléndida tarta gigante, hecha por el mejor pastelero del Gran Argel. La novia se emocionó mucho. Sobre todo cuando sus vecinos de mesa se pusieron a ovacionarles. Cortaron la tarta con mucha solemnidad. Cuando volvimos a encender las luces, la sonrisa de los tortolitos se esfumó. El señor Hach Thobane se hallaba en la entrada del restaurante. Espléndido como una deidad. Levemente apoyado sobre su bastón de caoba. Miraba a la novia del teniente con mucho cariño. En la sala se hizo un silencio inaudito. Todos los gestos quedaron en suspenso. Se notaba que algo extraordinario iba a ocurrir. Estaba claro que los tortolitos no se sentían a gusto. Se miraban como si el fin del mundo estuviese llamando a las puertas de su idilio. Entonces fue cuando el señor Hach Thobane apartó sus brazos, que, entre tanta perplejidad, parecían más anchos que el horizonte. Ignoro lo que pudo ocurrir. Estábamos todos en estado de estupor. La novia del teniente dejó caer su trozo de tarta y, movida por una fuerza irresistible, soltó bruscamente la mano de su novio, que intentaba retenerla, y corrió a acurrucarse entre los brazos de Hach Thobane. Fue algo tan increíble que nadie sabía si aplaudir o sentir lástima. Hach Thobane apretó contra él a la joven durante un largo rato y luego se fueron, abrazados, hacia un coche de lujo que los esperaba en la entrada. Aquí estábamos todos alucinados. Nuestros clientes no se atrevían a seguir con su cena. Todas las miradas convergían hacia el teniente. Nadie, por nada en el mundo, se habría puesto en su lugar. Ni siquiera él se daba cuenta de lo que acababa de caérsele encima. Estaba grogui, casi se tambaleaba mirando alelado la puerta por la que su novia acababa de largarse. Estuvimos una eternidad acechando su reacción. Se derrumbó sobre su silla y se agarró las sienes con ambas manos. Aprovechamos ese momento para ordenar a la orquesta que volviera a tocar, pero era imposible hacer como si nada hubiese ocurrido... El teniente mantuvo la cabeza gacha. Se bebió copa tras copa, botella tras botella. Ya borracho, se puso en mitad de la sala y empezó a tratar a la clientela de asquerosos burgueses y de catetos advenedizos. Intentamos calmarlo. Cada intento por nuestra parte lo ponía aún más fuera de sí. Cuando me pegó, mis hombres lo agarraron y lo sacaron fuera. No sé cómo consiguió zafarse de ellos, pero regresó y sembró el pánico con su pistola. Ni siquiera una explosión habría producido tanto espanto, pánico y pesadilla. Luego el teniente se percató de la que estaba armando. Sin enfundar su arma, nos trató de ricachones de mierda y de farsantes y se fue tambaleándose, vaya uno a saber dónde.
Planchado por lo que acabo de oír, siento a mi vez que las piernas me flaquean y caigo en un sillón.
¡En qué jodido follón acabas de meterte, teniente Lino!
Lo he estado buscando durante toda la noche, y he movilizado a todas las patrullas de la ciudad: aviso a comisarías y registro a fondo de tugurios. Lino se ha volatilizado. Mi preocupación aumenta al máximo cuando el teniente sigue sin dar señales de vida durante todo el día siguiente. Se me ocurren las hipótesis más espantosas. Como los jóvenes argelinos padecen un claro déficit afectivo, y como el teniente, a pesar de sus treinta años, sigue siendo emocionalmente un adolescente, y por tanto frágil e imprevisible, mucho más tras el desengaño de la víspera, es capaz de pegarse un tiro o de arrojarse desde lo alto de una torre sin paracaídas.
Envío a gente a los hospitales, a los depósitos de cadáveres, y cada llamada telefónica me hiela la sangre. Al anochecer, mis sabuesos regresan con el rabo entre las piernas y las manos vacías.
Lino tampoco ha regresado a su casa. Nadie le ha visto en su barrio.
Me quedo en mi despacho hasta muy avanzada la noche, dando vueltas a la cucharilla en mis cafés con la mano temblorosa y haciendo rogativas a los santos patronos de la ciudad. Nada.
Al día siguiente, doy parte al dire de la desaparición de Lino. Propina un puñetazo a la mesa y me tira un periódico a la cara. El incidente del Sultanato Azul está en primera plana.
—El cerdo de tu teniente sale en toda la prensa esta mañana —me anuncia a bocajarro—. Supongo que estarás orgulloso.
—Ni mucho menos, señor.
Está a punto de arrancarse los pelos, se lo piensa, intenta conservar la calma. Tras unos cuantos gruñidos, se le deshilacha la voluntad. De repente, se le desinfla el cuerpo y se tambalea tras su mesa de despacho.
—¿Por qué, Brahim? ¿Qué pretende demostrar Lino? ¿De qué va? ¿Quiere joderme del todo?
—Lo siento mucho, señor.
Está en mangas de camisa, con la corbata aflojada. Las arrugas surcan su macilento rostro. Mi estoicismo le tiene perplejo. Esperaba que me lo tomase a mal y pensaba aprovechar la oportunidad para pagarla conmigo. Pero no he entrado al trapo y eso le fastidia.
—Te dije que lo llevaras a la perrera, Brahim —prosigue.
—Es cierto, señor.
—A ver cómo manejamos ahora este desastre. ¡Por tus muertos, dímelo! ¿Cómo se le ocurrió montar ese follonazo en el Sultanato? Allí ni siquiera me atrevo a ir yo. Sólo van ricachones y suripantas. ¿Y qué va a ser de mí ahora?
—No lo sé, señor.
—La jerarquía está fuera de sus casillas —me informa, trémulo—. He hablado hace un par de minutos con el wali?. Me ha dado tal repaso que creí que me faltaba el aire. El ministro en persona ha ordenado que se constituya un consejo disciplinario. Se lo van a comer con patatas, y a nosotros también.
—Lo entiendo, señor.
Menea la cabeza, totalmente destrozado; luego, se da la vuelta y me ruega que me quite de su vista.
Dos días de búsqueda, y Lino sin aparecer.
Y, a la mañana siguiente...
Aparco la tartana en la esquina de la calle Baba Arruj, una callejuela tan estrecha que apenas deja correr el aire. A ambos lados, unos edificios desvencijados defecan en las mismas aceras. Por ahí no ha pasado la sombra de un basurero desde los tiempos del voluntariado estudiantil de los años setenta. Hay que abrirse paso a machetazos para superar el hedor a cloaca. Me topo con una tasca medieval agazapada tras su escaparate, más sospechosa que una guarida de truhanes. En la misma puerta, el patrón dormita sobre una silla. El hotel está justo al lado, apretujado bajo su rótulo luminoso: El Oasis (ya puestos, entre hermanos, ¿por qué no soñar?).
Surge un chaval entre dos furgonetas, garrote en mano, con un brazalete deslavazado en el brazo. Tiene unos doce años y es más escuálido que sus posibilidades en la vida. Lleva un pantalón ajado, un jersey hecho jirones y a sus espaldas buena parte de la miseria nacional. Chavales como él abundan. Se pasan la vida en la calle. Como ya no son limpiabotas —una actividad considerada degradante y por tanto abolida por los aparatchiks—, intentan buscarse la vida haciendo de aparcacoches, y saben escaquearse como nadie cuando aparece por ahí un madero.
—¿Le vigilo el coche, señor? —me propone.
—No hace falta. Es un coche trampa.
El chaval no insiste. Se coloca el garrote bajo el sobaco y regresa a su puesto.
Subo la escalinata del hotel y me doy la vuelta en el último escalón:
—¡Oye, nene...!
El chaval regresa meneando el rabo como un cachorro. Le lanzo una moneda que agarra al vuelo.
—¡Eso es tener clase! —me agradece.
Entro en el hotel.
El recepcionista está hurgándose la nariz detrás del mostrador. Su destartalado cuchitril no parece acomplejarle. Le asusta mi intrusión, me echa primero un ojo y el otro se le desencaja como si yo hubiese salido de la lámpara de Aladino:
Le enseño la placa.
—¿Tú eres el que ha llamado?
—Depende...
—Comisaría Central.
—¡Ah!
Observa detenidamente mi placa, se sale de su mostrador y se me planta delante. Es un hombrecillo torcido como dos sandías siamesas. La tripa le llega a las rodillas y el culo a las pantorrillas. Su acento chillón revela al bereber montañés varado en Argel tras una gran riada y que no consigue regresar a las fuentes.
El hotelucho es una pocilga surcada por una serie de pasillos estrechos comunicados por escaleras putrefactas. Si los turistas no quieren saber de nosotros, no es porque no seamos hospitalarios, sino por nuestra desabrida condición. Llegamos a la puerta 46, en el fondo de un pasillo cubierto con una moqueta sobre la que podría recogerse la huella digital de un legionario de la quinta del 58. El recepcionista sacude su manojo de llaves con un tintineo lúgubre. En el interior de la habitación, la oscuridad es total. Busco el interruptor. Una luz agresiva inunda la habitación. Un individuo está atravesado sobre la cama, con los brazos en cruz y la boca abierta. Algunas botellas de whisky, tiradas sobre la moqueta dan idea de la magnitud del desastre.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Tres días. Llegó una noche y exigió que no se le molestara.
—¿Lleva tres días aquí metido sin dar señales de vida y ni siquiera te has preocupado?
—Yo soy un profesional, señor agente. En mi oficio, la discreción es fundamental. Cuando el cliente dice no disturb, no se le «disturba».
Me inclino sobre el durmiente, le tomo el pulso. Lino aún respira. Ha vomitado y también se ha cagado encima.
—Esta mañana —cuenta el recepcionista al ver las consecuencias de su negligencia— me pregunté «¿qué estará haciendo el de la 46? No ha salido a comer desde que llegó. No ha llamado ni telefoneado. Eso no es suní. Quizá se haya largado sin que me dé cuenta», y me preocupé. A menudo ocurre que un mal cliente aprovecha un momento de descuido para escaquearse sin pagar la cuenta. No tenía más remedio que comprobarlo y subí a ver qué pasaba. Estaba exactamente como está ahora, en el mismo estado. Ahí, ya no me anduve por las ramas. Yo siempre he sido correcto con Dios y con la policía, hermano. Lo registré para saber quién era y encontré su placa...
Me pregunta con un nudo en la garganta:
—¿Cree usted que está muerto, señor?
—Llama a una ambulancia.
El recepcionista se cuadra y corre al galope escaleras abajo.
Ya solo, me pongo en cuclillas para reflexionar, con el índice sobre la sien. Empiezo buscando la pistola del teniente, la encuentro en el cajón de la mesilla de noche y me la guardo en la cintura.
Luego me quito la chaqueta, me remango el jersey y le cambio los pañales a mi oficial antes de que lleguen los camilleros.
SEGUNDA PARTE
El polvo y las flores
se confunden
en nuestras llagas abiertas,
en la coartada del tiempo.
DJAMEL AMRANI
Capítulo 12
Lino se recupera de su fracaso amoroso como lo haría una campesina recién violada sobre la paja; o sea, azorado, mancillado, humillado.
Ya restablecido, se atrinchera en su despacho, enfurruñado e inasequible, resentido con la humanidad entera, como si todos fuésemos responsables de su infelicidad. Viene a la Central más para buscar camorra con los ordenanzas que para hacer acto de presencia y está empezando a amargarnos la existencia.
He intentado cien veces hacerle entrar en razón y cien veces su dedo me ha conminado a quedarme en mi sitio, amenazando con atravesarme de parte a parte. Le he propuesto que se vaya a su casa e intente superar su desengaño, y me ha lanzado a la cara un paquete de folios, refugiándose en el aseo hasta bien avanzada la noche.
He ido a ver a un amigo psicólogo. Al enterarse, Lino me ha montado un pollo de mucho cuidado delante del personal de la Central y me ha jurado que, como siga metiéndome en su vida, puede que me abandone mi buena estrella.
Su manera de ponerse en evidencia me tiene consternado.
Va a la deriva, no hay manera de hacerle entrar en razón. Cada vez que se cruza con un cochazo de ricachón se lía a patadas con él. Cuando el conductor protesta, Lino se abalanza sobre él con la intención manifiesta de comérselo vivo. Está claro que esto va a acabar mal. ¿Cómo evitar lo peor?
Serdj me saca de la cama para avisarme de que el teniente está montando un número en un local encopetado. Al llegar allí, debo pedir refuerzos para que el ambiente se relaje un poco. Entre los agredidos, unos pijillos y unas putillas de postín. Casi debo ponerme de rodillas para suplicarles que no denuncien ni llamen a sus padres.
Me lo llevo a rastras hasta el paseo marítimo para que espabile. Está borracho como una cuba. Mientras intento sermonearle, se cachondea de mí señalándome con el dedo y llamándome cateto patético, lameculos y pobre idiota. Mi compañero de equipo tiene los plomos tan fundidos que lo apropiado sería encerrarlo en un manicomio. No puedo soportar verlo en ese estado, riendo a carcajadas para incordiar a la ciudadanía, asomándose peligrosamente por la baranda para vomitar su bilis. Al mismo tiempo siento un gran resentimiento contra Hach Thobane, sus putas incendiarias y ese desfase social que hace que en este país ningún infeliz pueda rozar con las yemas de los dedos un simulacro de felicidad sin electrocutarse.
Lino se queda sin aliento. Lo siento en un banco, frente al puerto, para que se vaya recuperando. Echa la cabeza hacia atrás y frunce el ceño al descubrir tantos millones de estrellas en el cielo. Quizá esté buscando la suya, pues una sonrisa tonta le estira la comisura de los labios. Su nuca cede y la barbilla se le hunde blandamente en el hueco del cuello. Le respinga un hombro una vez, luego otra, y suelta un sollozo desgarrador que me atraviesa el corazón como un proyectil.
Evito tocarlo. Lo que de verdad necesita es llorar hasta hartarse sin que lo molesten.
Se desahoga durante unos minutos, se limpia los mocos con la manga y, de sopetón, abre el absceso.
—Me ha estado utilizando... Te das cuenta, me llevaba como un vulgar paquete a cualquier parte donde la conocieran. Lo único que pretendía era fastidiar a su amante, ponerlo celoso como un jabalí. Y yo, gilipollas de mí, entraba en su juego dándomelas de duro.
Me mira con los ojos enrojecidos.
—¿Cómo se le puede tomar el pelo así a la gente, Brahim?
—Nadie lo sabe mejor que tú.
—Me han dado por culo de lo lindo, ¿no es así?
—Cualquiera en tu lugar habría picado de la misma manera.
Asiente con la cabeza y, sorbiéndose los mocos, mira hacia las luces del puerto.
—No puedes hacerte idea de lo que la quería, Brahim. No, nadie puede imaginarlo. Habría dado mi vida por ella.
—Habría sido una pésima idea, Lino. El sacrificio no consiste en morir por alguien o por una causa. Te diré incluso que es, sin duda, la iniciativa menos razonable. El auténtico sacrificio consiste en seguir amando la vida, a pesar de los pesares.
Lino no está de acuerdo.
Se vuelve a pasar la muñeca por la nariz y dice:
—Estos ricachones de mierda no nos han dejado nada de nada, ni las migajas, ni siquiera las ilusiones. Nos han robado nuestra historia, nuestras oportunidades, nuestras aspiraciones, nuestros sueños y hasta nuestra ingenuidad. Ni siquiera tenemos derecho a fracasar con dignidad, Brahim. Se han quedado con todo, hasta con nuestra desgracia.
—No es cierto, Lino. La vida es así, hay ricos y pobres, y cada comunidad existe en función de la otra.
—Esos asquerosos ricos son los responsables de nuestra desgracia.
—Otros opinan que es culpa de la fatalidad.
—¿Y en qué leches consiste la fatalidad?
Me siento a su lado en el banco. No me rechaza, tampoco se aparta. Lo noto cansado y estoico. Sin duda, su pena y su ira siguen librando una lucha titánica, pero es como si las contemplara a distancia, con cierta perplejidad. Su respiración ahogada lo mantiene en una suerte de expectativa. Está claro que no sabe cómo aplacar sus sufrimientos, y por tanto espera.
Un benéfico silencio nos acerca.
Contemplamos un barco que manda señales desde la bahía.
El mar está negro como el malhumor.
—Odio a esos ricachones de mierda —gruñe apretando los dientes.
—Razón de más para ignorarlos.
—No quiero ignorarlos.
—Eso es lo que crees. En realidad, te equivocas de blanco. Lo que odias es tu infortunio, no su dinero. Hay que aprender a controlar la envidia.
Vuelve a cabrearse. Pega un bote y se me planta delante, con el dedo más agresivo que una pistola:
—Me paso por el forro tus peroratas. No trago a esos burgueses de los cojones, y no va a atenuar mi aversión por ellos tu sabiduría de vejestorio capado. Se han forrado a costa del contribuyente mientras nosotros cantábamos Qassaman desfilando con los exploradores. Hoy se creen muy listos y con todos los derechos. Yo soy poli y tampoco me voy a quedar atrás. Al primer ricachón que caiga en mis manos le expido su certificado de defunción antes de leerme su declaración.
—Esa gente ignora para qué sirve un poli. Para ellos es alguien que regula el tráfico, un monigote que espanta a los golfos. Ni se te ocurra pisarles los callos porque pasarán sobre tu cadáver sin apenas fijarse. Y no te lo cuento para sacarte de tus casillas. No pertenecemos al mismo mundo, y punto. Si no he triunfado en mi oficio, no es por no haberlo intentado. Sólo puedo culparme a mí mismo. Llegamos a este mundo pobres y en pelotas. Luego cada cual se las apaña como puede. Se puede abrir los ojos en una choza y cerrarlos para siempre en un palacio. Nacer rodeado de escudos nobiliarios no exime de acabar estirando la pata en un vertedero. Cada cual tiene su destino. Por tradición, el orgullo es una actitud legítima. Lo justo es que también lo sea la humildad. El error, el peor de los errores, consiste en culpar a los demás de nuestras desdichas.
El dedo de Lino vibra. Con la cara arrasada por una concatenación de espasmos, acaba escupiendo de lado para poner fin al debate. Al verle alejarse tambaleándose comprendo que no merece la pena correr tras él.
Bliss oculta con su presencia el chorro de luz que invade mi despacho. Su hechura de retaco resulta ridícula en el marco de la puerta, pero es suficiente para espantar la claridad del día. Con las manos en los bolsillos, apoya un hombro contra la pared y se queda un rato mirándome.
—¿Seguro que estás bien, Brahim?
—¿Acaso me estoy quejando?
—Te he visto aparcar hace un rato. Tu maniobra dejaba mucho que desear.
—Pensaba en otra cosa —reconozco.
Se estira para ponerse derecho y, sin sacar las manos de los bolsillos, aventura un paso dentro de mi guarida. Curiosamente, parece preocupado.
—He echado una ojeada al correo esta mañana. Soy miembro de la comisión disciplinaria que lleva el caso de tu teniente.
—Ya tienes lo que querías.
—Déjate de gilipolleces. Estoy muy preocupado. Lino está deprimido. No podrá afrontar esta prueba adicional. Es como dejar a un gato jugar con una granada.
—¿Para cuándo lo habéis convocado?
—Para principios de la semana que viene.
—Efectivamente, de aquí a entonces no se habrá recuperado.
Bliss está ahora al alcance de mi escupitajo. Finge interesarse por el retrato del rais colgado de la pared. Como quien no quiere la cosa, se deja caer sobre una silla y cruza las piernas.
—He dicho al jefe que no era el momento de atosigar a Lino. Está de acuerdo, pero no ve cómo aplazar la reunión del consejo disciplinario. He propuesto que le renueve la baja por convalecencia, para ir soltando lastre. Ha prometido que se lo pensará. No va a ser fácil, ya que el denunciante no es un cualquiera. Mira que te lo advertí. Tu protegido se estaba metiendo con un rinoceronte y, claro, éste lo ha pisado como si fuera una caca.
—A lo hecho, pecho.
—El problema es que lo más gordo está todavía por llegar.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Yo, a ninguna parte. Me preocupo por Lino, eso es todo.
—Déjalo ya, que me estás partiendo el corazón.
Bliss se saca las manos de los bolsillos y las sube hasta los hombros.
—Veo que eres tan corto de luces como él.
Se levanta.
—¿Jamás se te ocurre ser cortés?
—Jamás con las mentes retorcidas.
Hace una mueca, sacude la cabeza y se va.
Voy tras él y cierro la puerta.
En la cantina, observo que nadie se sienta a mi lado. Deduzco que la cara que traigo indispondría a mi propia madre. Ni siquiera toco mi bandeja y decido cambiar de ambiente.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Son más o menos las diez de la noche cuando me llaman de la Central. Media hora después, aparco a la altura del número 7 del Camino de las Lilas. La calle está en parte sumida en la oscuridad. Una ambulancia, dos furgones y no menos de siete coches policiales atestan el lugar. Los fisgones, algunos en bata, se agolpan en las aceras y observan en silencio el barullo. A ambos lados de la calzada se han desplegado cordones de seguridad. Varios policías de paisano se mueven en busca de indicios. Por el suelo, cuatro círculos de tiza señalan los casquillos. De rodillas al pie de una farola apagada, con un trozo de rama en la mano, Bliss remueve concienzudamente una mata de hierba. Hace señas a un fotógrafo para que se acerque y le pide que saque unas fotos de una huella de zapato.
Serdj me ve. Guarda en el bolsillo de la chaqueta su cuadernillo y se acerca a mí. Me señala con el pulgar el coche de lujo detenido delante del portalón del palacio, con el parabrisas reventado.
—Acaban de cargarse al chófer de Hach Thobane. Tres balazos en la cara, y dos en la nuca y el hombro. El agresor se ocultaba detrás del arbusto. Probablemente fue quien destrozó las dos farolas para aprovechar la oscuridad.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace unos tres cuartos de hora. El señor Thobane llegaba de su despacho.
—¿Hay testigos?
—Por ahora no.
—¿Habéis interrogado a los vecinos?
—Es que acabamos de llegar. Si alguien ha visto algo, seguro que lo contará.
—No siempre, Serdj, no siempre. A menudo no hay más remedio que ir en su busca. Quiero que se interrogue a todo el vecindario, sin excepción.
—Así se hará, comisario.
Echo una ojeada en el interior del Mercedes. El fulano está en el asiento del copiloto, con el busto caído sobre la palanca de cambio. Tiene gran parte del cráneo destrozada y media cadera, así como el brazo derecho, cubiertos de sangre. Con la boca y los ojos muy abiertos, parece no entender lo que le ha ocurrido.
—¿Dónde está el señor Thobane?
—En su chalé, con nuestro director y algunas autoridades locales. La noticia ha corrido como la pólvora. Está a punto de llegar el ministro del Interior.
Bliss se une a nosotros, con un casquillo de bala en una bolsita transparente.
—Beretta 9 mm —comenta.
Dejo que mis hombres recopilen toda la información posible para la investigación y entro en el chalé. El señor Thobane está derrumbado en su trono, más blanco que un sudario. Conmocionado, su mano temblorosa aferra un vaso de whisky. El dire, de pie a su lado, también está lívido. Con los brazos cruzados sobre el pecho, me espera a pie firme. Algo apartado, el jefe de la Oficina de Investigación, Hocine El-Uahch, conversa con su secretario, Ghali Saad. No se aclaran.
—¡Ah, por fin apareces! —me recrimina el dire—. Llevo una eternidad intentando localizarte.
Él es así. Cada vez que se ve desbordado la paga con un subalterno. Conservo la calma y le pido explicaciones.
—Han disparado contra el chófer del señor Thobane.
¡Será idiota!
—A quien buscaban era al señor Thobane —precisa Ghali Saad.
Hach Thobane se sobresalta, como si la observación del secretario le hubiese espabilado. No se percata de que se ha volcado sobre el traje la mitad de su vaso de whisky.
Ghali Saad se aparta de su patrón y pone una mano solidaria sobre el hombro del superviviente.
—¿Se puede saber lo que le permite suponerlo, señor Saad?
—No es una suposición, comisario. Es más que evidente.
—Exacto —confirma el nabab—. Ahora que lo pienso, soy yo el que debería estar en la camilla ahora. No suelo conducir yo. En el sótano de mis oficinas nos encontramos con una rueda pinchada. El pobre Larbi se fastidió la muñeca al cambiarla, por lo que me puse yo al volante. El asesino quería matarme. Disparó contra mi chófer por error.
—¿Cómo era?
—El señor Thobane aún no se ha recuperado —me increpa el dire.
—Estoy perfectamente lúcido —se rebela el nabab—. No voy a perder los papeles por culpa de un vulgar cabrón.
—No quise decir eso, señor Thobane.
—Entonces, cierre el pico. Parece olvidar que acabo de ser objeto de un atentado. Alguien quiere mi pellejo. ¿Se da usted cuenta?
—Por supuesto, señor.
—Eso es lo que usted se cree.
Hach Thobane estira los labios y hace una mueca voraz, como si fuera a comerse crudo al dire. Éste hunde el cuello, no sabiendo dónde meterse. Frente a él, Hocine la Esfinge le ordena con la mano que no se meta.
El nabab descubre con horror la mano de Ghali Saad sobre su hombro.
—Y tú, quítame la pata de encima. Porque un desgraciado de mierda se haya atrevido a agredirme no se me va a tratar como un trapo.
Ghali recupera su mano y regresa junto a su patrón.
—De todos modos, desgraciado o no, se le ha caído el pelo —gruñe el nabab—. Ya puede esconderse en el infierno que daré con él. ¿Dónde se ha metido ese maricón de ministro? —aúlla lanzando su vaso contra la pared—. ¿Es que su madre no ha acabado de parirlo, o qué?
—Está en camino —farfulla Ghali Saad, conciliador—. No tardará en llegar.
—Quiero que toda la policía le pise los talones a ese cerdo. Quiero su pellejo antes del amanecer.
—Yo me encargo personalmente, señor Thobane —le garantiza la Esfinge—. Su agresor será detenido en las próximas horas, puede contar conmigo.
Se abre una puerta en el primer piso. Nedjma, la amiguita del multimillonario, aparece en el rellano. Viste un traje de seda de color rojo sanguíneo que destaca con fuerza las curvas perfectas de su cuerpo de sirena. Su mirada apenas nos roza. Es tal la impresión que da de estar flotando que parece hallarse sobre una nube.
—¿Estaba con usted? —pregunto.
Hach Thobane no se da cuenta del espectáculo que nos ofrece su nena. La mira fijamente a los ojos; ella remolonea ostensiblemente antes de retirarse a su habitación.
—Estaba solo con mi chófer. Cuando me disponía a cruzar el portón de mi casa, un energúmeno surgió de detrás del arbusto y vació su cargador sobre Larbi. Lo primero que vi fue el parabrisas saltando en pedazos. Al principio, pensé que había chocado contra algo o que había atropellado a un borracho. Todo estaba oscuro. Han debido sabotear la farola. Mi calle está siempre alumbrada y jamás hay cortes de electricidad por aquí. Me encargo personalmente de ello. Sólo cuando la cabeza de Larbi cayó sobre mi hombro me di cuenta de que nos acababan de tirotear. Al levantarlo, vi que ya no podía hacer nada por él. Ese hijo de puta no le dio la menor oportunidad.
—¿Puede usted describirnos al agresor?
—¡Todo ocurrió tan rápidamente! Soy incapaz de decirle si era alto o bajo. Apenas entreví una sombra entre los destellos del tiroteo. Intenté ver su cara. Se dio la vuelta para huir y no pude distinguir su perfil. Su cabeza era redonda y lisa como si llevara una media o un pasamontañas. Quizá fuera una falsa impresión, la verdad es que no estoy muy seguro, pero eso fue lo que me pareció durante unos segundos.
Gira de una pieza hacia la Esfinge, con los ojos desorbitados.
—¿En qué país vivimos, señor Hocine?
—Estamos en Argelia, señor Thobane.
—¿Y desde cuándo, en esta tierra, hay armas al alcance de cualquiera? Que yo sepa, aparte del caso Bulfred, que dio que hablar lo suyo en los años sesenta, jamás han pillado por aquí a un golfo con un arma. No irá usted a decirme que nos han invadido los colombianos.
—Seguro que hay una explicación para esto, señor Thobane.
—Más vale que me la dé.
—La tendrá usted, señor.
En ese momento llega el ministro del Interior, tan desconcertado que tropieza con la alfombra y está a punto de medir el suelo.
—Acabo de enterarme del tremendo desastre —empieza diciendo con voz despavorida—. Espero que no esté usted herido. ¡Dios mío! No es posible. ¿Quién se habrá atrevido a atentar contra Hach Thobane?
—Eso es usted quien tiene que decírmelo, Reda. Usted y nadie más. Si no, le prometo que jamás se volverá a oír hablar de usted.
El ministro se queda como fulminado, como si el cielo se le hubiera caído encima. Se pone rojo, y luego gris, antes de verse invadido por una enorme tristeza. Tras varias pasadas raspándole el gaznate, la nuez se le detiene justo en mitad del cuello. Durante un momento, viéndole titubear, me parece que se va a caer redondo.
Asqueado por el servilismo de unos y la inconsistencia de otros, me apresuro a reunirme con mis hombres en la calle.
Cuando regreso a casa, ya muy avanzada la noche, Mina me está esperando en el salón, con los ojos entumecidos. La falta de sueño junto con las tareas domésticas acabarán derrengándola. Pero percibo su alivio al verme llegar sano y salvo.
—¿Es verdad que han disparado contra un ministro?
—¿Sabes qué hora es? ¿Por qué no estás en la cama?
—Han estado hablando del atentado en la radio. Hasta el locutor estaba temblando. ¿De qué va esta historia? Desde Khemisti, aquí nunca se ha disparado contra un ministro.
—Es mucho más que un ministro. Se trata casi de una deidad. No ha muerto. Se han cargado a su chófer.
Mina se golpea el pecho, espantada.
—¡Dios mío! Si, además de todas las desgracias que se nos vienen encima, empiezan a tirotear a la gente...
—Esto no es el fin del mundo, Mina. Ahora te metes en la cama y te callas. Tengo la cabeza a punto de estallar.
Mina comprende que no estoy para bromas. Se levanta tambaleándose.
—Te voy a calentar la cena.
—No es necesario. Lo que sí me apetece es tomar un baño.
—Esta noche tampoco ha llegado agua al barrio.
—¡Otra vez!
Mina abre los brazos.
Cuelgo mi chaqueta en el perchero para mantener la calma. Una vez en la cama, dejo de pensar para recapitular mentalmente lo que ha ocurrido esta noche. Al cabo de unas cuantas piezas, el puzle empieza a resultarme pesado. Demasiado agotado por las horas extra, pongo las manos bajo la nuca y cierro los ojos. Mina se mueve a mi lado y nuestra vieja piltra gime ahogadamente. Sé que no se dormirá antes que yo.
A las seis de la mañana ya estoy de pie, no del todo repuesto de mis insomnios pero decidido a sacarle el mayor partido posible al día. Tras un desayuno con mucho azúcar, empiezo por el número 7 del Camino de las Lilas. Quiero volver a inspeccionar el lugar del atentado ahora que estoy más descansado, por si la luz del día me revela lo que la negrura de la noche me ocultó. La víspera me fijé en dos vecinos, un joven y una anciana, que no dejaban de intercambiar miradas de fastidio cada vez que un polizonte los rondaba. Creo que debieron de ver algo.
El día se presenta espléndido. Ni una dichosa nube fastidia la pureza del cielo. Detrás de la colina, el sol promete superarse. Hoy es viernes y las calles, en este fin de semana musulmán, están desiertas. El traqueteo de mi Zastava rebota pomposamente contra los edificios, otorgando al silencio matutino una especie de gallardía que no estoy dispuesto a asumir. Atravieso varios barrios sin ver un solo bicho viviente. Hasta los semáforos están en intermitente. Llego a Hydra en menos de veinte minutos, sin mirar siquiera las villas señoriales que expiden un sentimiento de beatitud extrema. Aquí la gente no folla sino que se dan placer. Representan lo que la burguesía argelina ha conseguido con mayor éxito, a la sombra de las mimosas y de la impunidad. Para un buen creyente como yo, cruzar estos espacios es hacerse una idea del edén que le espera a uno post mortem. Me sorprendo prometiéndome seguir siendo honrado, cumplir con mis cinco oraciones diarias a rajatabla, jamás despotricar del prójimo, etc.
Cuando llego al Camino de las Lilas, mis ensueños se esfuman, huyen despavoridos. No podré inspeccionar el lugar estando más descansado. Hay un montón de gente a la altura del número 7, pisoteando el escenario del crimen y comprometiendo mis posibilidades de toparme con un indicio intacto. Los dos furgones de la víspera siguen ahí. Otros coches han llegado después; algunos, grandes como paquebotes, están cruzados en las aceras. Un policía de paisano me ordena que dé media vuelta. Me presento, pero no hay nada que hacer, no queda un puñetero sitio para aparcar mi cacharro. Decido abandonar mi Zastava de cualquier manera y seguir a pie.
Quien me intercepta es el comisario Dine, del Observatorio de los Servicios de Seguridad, el equivalente del FBI en Estados Unidos. Se estaba tomando tranquilamente un vaso de café en su coche cuando me vio. Abre la puerta y me pide que me acerque. Observo que ha echado tripa y que su traje tiene un toque más sofisticado de lo habitual. Deduzco que está empezando a sacar partido de sus nuevos galones.
—¿Qué andas buscando por aquí? —me pregunta saliendo de su asiento.
—Anoche se me extravió la moral por aquí. He venido a ver si quedan algunas migajas.
Suelta su carcajada de cachondo mental y me sepulta entre sus brazos.
—Siempre me alegra mucho verte, Brahim. Me he topado antes con tu inspector Serdj y le he preguntado por ti. Me dijo que te fuiste cinco minutos antes de que yo llegara.
—¿Estás aquí desde las cuatro de la mañana?
—Todo el mundo está aquí desde la noche de los tiempos. Han atentado contra Thobane, amigo mío. Tratándose de gerifaltes de esta envergadura, hay que proclamar el estado de alarma general en el país. El ministro acaba de largarse. Ha organizado personalmente todo el dispositivo. Todos los servicios están en pie de guerra y las patrullas están registrando a fondo la ciudad. Esto, ya entre nosotros, me parece un excelente ejercicio. Después de tanto tiempo tocándonos las narices, nada como un buen susto para espabilarnos. ¿A ti cómo te va?
—Tal como van las cosas.
Me agarra por el codo y me aparta de oídos indiscretos.
—¿Qué pasa aquí, Brahim?
—Ni idea.
—Es la primera vez que se agrede de este modo a una deidad nacional.
—Hay una primera vez para todo. Ya que se ha recurrido al OBS, entiendo que la investigación ya no compete a la Central.
—¿Tú crees que Hach Thobane va a confiar este asunto a la morralla? No se ha movilizado exclusivamente al OBS; además, para que se sepa lo que es bueno, el patrón de Investigación está dentro del chalé, haciéndole la pelota al zaím. Hace una hora salió para echar una bronca a sus hombres. Ni te cuento. Está pasando el peor rato de toda su jodida carrera.
—Supongo que, en vista de la que se ha montado, algo se sabe ya.
—Aún no se ha confirmado, pero al parecer están a punto de detener a un sospechoso. Los muchachos de Investigación han encontrado una media de mujer no muy lejos de aquí. Se supone que es la máscara que el asesino llevaba cuando la agresión. Los casquillos que se han recuperado provienen de una Beretta 9 mm, idéntica a la que usa la policía.
—¿Mis hombres siguen ahí?
—Les han dicho que se vayan. Esto es un asunto de Estado. Todavía no nos han dado instrucciones claras, pero, con toda seguridad, va a intervenir el OBS con los medios técnicos del Servicio de Investigación.
—Supongo que ya no pinto nada por aquí.
—Ya nada te obliga.
—¡Menuda suerte! —digo, chasqueado—. Esta tarde podré ir a la mezquita a rezar.
—También podrás dormir como un lirón, si te apetece.
El ambiente que reina en la Central está en las antípodas de la tremenda agitación del Camino de las Lilas. El edificio está como aplastado por un enojoso silencio. En la entrada, el policía de guardia opta por atarse los zapatos cuando paso en vez de saludarme. No hay el menor jaleo por el pasillo. Cierto que es viernes, pero tampoco es para tanto. El ruido de mis pasos resuena por los pasillos como disparos lejanos. Me pregunto si habrán evacuado el local por una alarma de contaminación.
Empujo la última puerta con que me topo. Ahí siguen los subalternos, fingiendo trabajar tras sus máquinas de escribir.
—¿Todo va bien?
—¿Y por qué no iba a ir bien, comisario? —me replican.
¡Pues bueno! Cierro la puerta y me dirijo hacia mis cuarteles, algo menos estresado.
Baya está de vacaciones, la sustituye un joven en prácticas. Como es muy ambicioso, trabaja con tesón en los crucigramas de su periódico. Al verme aparecer ante él, pega un bote como si fuera un muelle y por poco echa abajo las estanterías que tiene a sus espaldas.
—Con cuidado, muchacho, que apenas acabas de llegar y el presupuesto ya no da ni para el café de la mañana.
—Lo siento, comisario.
Observo que está a punto de desfallecer. Le sonrío para que se recupere del susto y cambio de tema:
—¿Ha llamado alguien?
—Nadie, señor... El inspector del tercero vino a preguntar por usted.
Lo dejo ahí plantado y me meto en mi despacho.
Apenas me da tiempo de abrir mis cajones y ya me está llamando el director. No reconozco su voz. «Sube rápido», jadea. Por tres veces intenta colgar.
Me lo encuentro ante su mesa de operaciones, en mangas de camisa, la corbata aflojada y la cabeza entre las manos. Muchas veces ha pasado noches en blanco en su despacho sin descomponerse. Esta mañana parece totalmente perdido. Se revuelve y se agarra el pelo nerviosamente, como si se lo quisiera arrancar. En la otra punta de la sala, de pie contra el ventanal, con los dedos enlazados a su espalda, Bliss observa la ciudad. Su rigidez me eriza la nuca.
—Señor director —digo.
El jefe parece estar oyendo voces. Levanta la cabeza, mira a su alrededor, alelado, y luego me ve como entre la niebla. Tarda en reconocerme, se mueve con torpeza.
Los brazos se le desploman y, tras ellos, la barbilla sobre el teléfono.
—¿Se encuentra usted indispuesto, señor director?
—¡Y tanto! —masculla Bliss sin darse la vuelta.
—¿Por qué no me ponéis al loro?
—Ponte tú solo, Brahim Llob. Esto es un siniestro total, que se puede llevar por delante todo lo que hemos ahorrado en estos años, y también nuestros proyectos.
El director consigue serenarse. Se limpia el sudor con la corbata, respira hondo y me pide que me siente.
—Ha ocurrido algo terrible, Brahim —me anuncia con la voz entrecortada—. Terrible, terrible, terrible. Y lo peor es que me va a caer encima a mí. ¿Qué le he hecho yo al Todopoderoso para merecerme esto, a mi edad, con una hoja de servicios ejemplar?
Bliss comprende que el jefe no está en condiciones de soltar prenda. Gira sobre su eje y se acerca a mí.
—Acaban de detener a un sospechoso. Resulta que es un oficial de la Central.
—¡No! —suelto despavorido.
—Sí... los muchachos de Investigación lo han enchironado hace una hora.
—No es posible, seguro que es un error. Lino jamás haría algo así.
—¿Ves? —gime el director—. A ti también se te ha escapado. Ha bastado con que hable de un oficial de la policía para que le pongas un nombre. Llevo un rato intentando convencerme de que se trata de un error, de que jamás uno de mis hombres se atrevería a arrastrar así, por el fango, a la institución... Y sin embargo, señor comisario, a quien acaban de encerrar es efectivamente al teniente Lino, de la sección criminal. Es sospechoso de haber atentado contra la vida de Hach Thobane y asesinado a su chófer.
Ya apenas oigo los gemidos del director, tampoco consigo contener las convulsiones que me asaltan las manos, las mejillas, las entrañas, la espalda. De repente, la noche se apodera de la sala antes de anclarse en mi interior. Con la garganta reseca y las sienes zumbándome, me voy quedando sin respiración.
Bliss me mira con desprecio.
Tengo la impresión de haber encogido a la altura de sus pies.
Capítulo 13
Al día siguiente pido ver a Hocine la Esfinge. El servicio de guardia de Investigación me comunica que tiene una cita fuera. Acudo a su secretario, Ghali Saad. Éste se lo piensa un momento antes de citarme en su despacho a una hora que a mí me viene bien. Más o menos a mediodía. Necesito estar seguro de que todo el personal está en la cantina para poder hablar con Ghali sin que nos molesten.
A las doce y diez no queda un pelmazo por los pasillos ni un rezagado por los despachos. Llego hasta la puerta de la secretaría y la golpeo. No hay respuesta. Espero treinta segundos y repito. Nada. Sin embargo, los chicos de la recepción me han asegurado que el señor Saad no ha salido del edificio. Además, cuando el señor Hocine El-Uahch está fuera, su secretario particular tiene prohibido hasta darse un garbeo por los pasillos. Si no viene a mí, iré yo a él. Abro la puerta y echo una ojeada a la sala. Nadie. Cuando estoy a punto de retirarme, oigo un chillido agudo detrás de una puerta oculta, que empujo lentamente. Primero veo por el suelo una falda y unas bragas de encaje, luego una chica medio en pelotas tumbada boca abajo sobre una mesa, con las nalgas generosamente abiertas mientras Ghali Saad, con el pito a modo de termómetro, le toma la temperatura.
Abrumado por el espectáculo que acaba de echar a perder mis abluciones, me apresuro a regresar al pasillo en espera de que me silben.
Al cabo de cinco minutos, la chica sale del despacho y se pierde por el pasillo. Me parece oportuno esperar otros cinco antes de anunciarme.
En plena forma tras su sesión de gimnasia, Ghali me recibe con cierta condescendencia.
—Lo siento por la Central —dice—. Este asunto va a afectar a su reputación durante un tiempo. Seguro que van a rodar cabezas, y esto es sólo el principio... Me he enterado de que no paran de hacerle perfusiones a vuestro director desde que han detenido al teniente. Me da pena. Es un buen chico y no se merece esto.
—Se trata de un lamentable malentendido.
—Ésa no es la opinión general.
—Eso es un disparate.
—Ten cuidado, Brahim, que están llevando el caso nuestros mejores sabuesos.
—No tiene sentido.
Ghali me pide que conserve la calma y se sienta en el pico de su mesa. Echa los labios hacia atrás, balancea un momento la barbilla para reflexionar y dice:
—No te oculto que se sospechó de él desde el principio.
—¡No me digas!
—Todas las pistas conducen a él. Tu teniente es mal perdedor. No ha superado su fracaso amoroso con Nedjma, la amiguita de Thobane. Todos los testimonios coinciden, convergen sobre él y lo acusan. Sacó su arma en el Sultanato Azul y amenazó al personal del restaurante, así como a la clientela. Tras este escandaloso incidente, se perdió por ahí para pillarla, hasta que acabó en el hospital. Está claro que la cura de desintoxicación no ha dado resultado. Apenas recuperado, se volvió a perder por los tugurios. Cuando no se lía a hostias, hay que recogerlo por las alcantarillas como si fuera un vagabundo. Todos los informes que nos han llegado lo tachan de depresivo e imprevisible.
—No era más que cabreo, una decepción mal asimilada. Lo conozco, es un bocazas, pero no pasa de ahí. Grita mucho porque no sabe llegar hasta donde alcanzan sus gritos. Además, no es un golfo...
—En cualquier caso, poco le falta. En mi opinión, se la tenía jurada a Thobane. No paraba de darle vueltas al asunto, y sus borracheras explican sus intenciones. Estaba claro que acabaría metiendo la pata.
—Haz el favor de no enterrarlo tan pronto. Quien te oiga pensará que ni siquiera hace falta un juicio para pasarlo por las armas.
Se levanta para darme a entender que ya me ha concedido bastante tiempo. Me niego a dar mi brazo a torcer:
—Tengo que hablar con él. ¿Dónde está? ¿Dónde lo han encerrado?
—Me temo que eso es imposible, Brahim. El teniente está siendo interrogado por la cúpula de la jerarquía.
—No permitiré que se lo carguen. Esto es un malentendido. Es verdad que el asunto, tal como se presenta, no lo favorece nada, pero Hach Thobane tiene otros enemigos.
—Totalmente de acuerdo, salvo que ninguno ha ido dejando sus huellas por ahí. Tu teniente, sí.
Frunzo el ceño.
—¿Es decir?
Ghali me agarra por el hombro y me empuja con amabilidad hacia la puerta.
—De los cinco casquillos recuperados allí mismo, tres no servían para la investigación, por distintos motivos, pero los otros dos estaban intactos. Llevaban las huellas del teniente Lino.
Otra vez, en el espacio de veinticuatro horas, siento como si el cielo —el cielo entero, con sus tormentas, sus oraciones, sus cometas y sus sondas espaciales— se me cayera encima.
Aparco mi trasto en una esquina y me cuelo, entre el gentío, en la plaza de los Tres Relojes. Hace una temperatura agradable y los cafés están atestados. A menudo me he preguntado qué sería de nuestro país si, por una cabezonada, una fatwa o un decreto presidencial, mandaran cerrar todos los cafés. En otros tiempos, uno se topaba con algunos cines, algún que otro teatro, y corros alrededor de un charlatán o de un saltimbanqui. No es que fuera para morirse de gusto, pero tampoco estaba mal. Una gracia por aquí, un rato de diversión por allá, y al menos, cuando se regresaba al cuchitril, no se tenía la impresión de hacerlo con las manos vacías. Hoy, aparte del café, donde la gente se mira con hostilidad, ya que no es capaz de hacerlo de frente, por todas partes se topa uno con el mismo sentimiento de nulidad. Por mucho que uno rectifique sus muecas ante los escaparates, por mucho que intente creerse que ya no son las mismas caras las que tiene ante sí, no hay manera de que se le pase el disgusto. Uno se pasea por la ciudad y ésta se zafa y lo aísla; lo deja más solo en medio de la muchedumbre que una mosca muerta en un hormiguero.
Incapaz de superar el desasosiego que me invade, me sorprendo conduciendo a tumba abierta por la Moutonnière. No recuerdo cómo he conseguido huir del barullo de Bab El Ued ni cómo he sido capaz de sortear la frenética circulación en hora punta. En Argel las nueve de la mañana son ya hora punta. Por el permanente estruendo de cláxones y refriegas entre conductores, cualquiera diría que la gente trabaja en su coche.
Por la ventanilla bajada me llegan a la cara ráfagas de viento que poco a poco me van reanimando. Para empezar, intento ubicarme. Vengo por el este, como si regresara del aeropuerto. ¿Dónde me había metido? No tengo ni zorra idea. El mar está en calma y, repantigada en su bahía, Argel le hace ascos a sus miserias. Aprovecho que la velocidad se va moderando para echarme a un lado y aparcar donde puedo; bajo para desperezarme al sol y, con los zapatos en la mano, camino por la arena húmeda de la playa cuidando de no cortarme las plantas de los pies con un casco roto de botella. Algunos jóvenes desocupados pululan por grupos, unos volubles y otros meditabundos. Como el relente de los bulevares les vicia el alma, vienen acá para aplacar su amargura. A la sombra de un barco encallado, dos diminutos chavales se meten por la nariz alguna porquería para aguantar el tirón. Ya desahuciados con doce años, no esperan nada de su infancia ni de la vida. Como por aquí no se aventura la pasma, se dedican a esnifar pegamento y a envenenarse con brebajes impensables con la esperanza de acelerar el desgaste de las últimas amarras, antes de alcanzar por fin el nirvana.
Me siento sobre una duna, enciendo un pitillo y contemplo el mar. A lo lejos, unos barcos esperan con paciencia que algún pez gordo confunda su ancla con un anzuelo. Las gaviotas revolotean, como un enjambre de muecas, sobre las olas. Me apoyo sobre un codo y me dejo arrastrar por la desolación.
El dire sigue igual de destrozado. Hasta un sauce llorón le aventajaría en brío. Derrumbado tras su mesa de despacho, con unos medicamentos al alcance de la mano, se le nota que ya no da para más. Ha vuelto a fumar. Antes, y sólo alguna que otra vez, para relajarse tras un buen almuerzo, como mucho se fumaba un buen puro, preferentemente habano para cumplir con su condición de rentista de la república. Esta noche chupetea unos pitillos negros proletarios, probablemente para ir acostumbrando al cuerpo a los duros tiempos que se avecinan. Ya se ve destituido, sin un céntimo y con las tarjetas de crédito confiscadas. No resulta fácil volver a pisar la tierra cuando se ha vivido sacando pecho a lomos de una nube. Casi me da pena.
En Argelia, cuando te desplomas desde tu pequeño imperio por una de esas trampillas, hasta el más negro abismo se te hace pequeño. El dire lo sabe de sobra. Ha visto a compañeros suyos caer rodando desde su Olimpo de privilegios y convertirse en guiñapos cacoquímicos. Ahora se imagina a su vez caído en desgracia, sin protector ni amigos —pues los amigos tienen esa enojosa manía de esfumarse cuando se presagia un descenso a los infiernos—. No para de darle vueltas al tema, con las tripas encogidas y la náusea a flor de boca. Ya no soporta la mirada de los demás, ni su silencio; ya no se soporta.
Se ha quitado la camisa y está en camiseta, empapada de sudor frío. Tiene erizado el vello canoso de sus hombros, los ojos hinchados y la boca arrugada. Su cara parece una máscara mortuoria.
Está con otros cargos superiores, que han venido para acompañarle en su desdicha. Bachir, de la célula científica, una eminencia gris que se pasa la vida en el sótano de la Central bregando como un mulo. Es la primera vez que lo veo en el tercer piso. Ni él mismo parece saber lo que está pintando en esas alturas del edificio. Desterrado, se encoge en su sillón e intenta pasar desapercibido. A su lado, el teniente Chater, jefe de la sección de intervención especial, contempla un cuadro firmado por Denis Martínez. Se limita a hacerme una pequeña señal con la mano y vuelve a replegarse tras su bigote. Frente a él, visiblemente a disgusto, el informático Ghauti tiene puestos sus interrogantes en remojo. Un poco más allá, Bliss se examina las uñas.
—¿Cuánto va a durar el velatorio? —pregunto con cara de asco.
El dire aplasta su colilla en el cenicero. No parece haberme oído.
—¿Me ha conseguido el permiso para ver a Lino?
—Siéntate, Brahim.
—¿Me lo ha conseguido o no?
—¿Para qué?
—Quiero hablar con él. Es el único que puede aclararnos este asunto.
Bliss esboza un meneo de pestañas.
El dire agarra un nuevo pitillo, le da varias vueltas entre los dedos, como ausente, y luego se lo lleva a los labios. Ghauti se levanta y le tiende su mechero. El dire pega una interminable chupada, suelta el humo por la nariz y su mirada se derrumba sobre mí.
—Pierdes el tiempo, Brahim. A nuestro teniente Lino le ha caído tal cantidad de mierda encima que nos va a salpicar a todos. Una vez verificados los datos, queda confirmado: las huellas de los casquillos son efectivamente las suyas.
—¿Qué dice balística?
Bliss se levanta de un bote. Con las manos en los bolsillos, pasa por detrás de mí y se planta junto al director. Dice:
—Balística espera que aparezca el arma para pronunciarse. Ahora bien, nuestro teniente declara que ha extraviado su pipa. No recuerda dónde la ha perdido o dejado olvidada. Se ha registrado su casa, y nada.
Aprovecha mi turbación para darme la estocada.
—Llob, el exceso de coincidencias va minando el terreno de la casualidad. Lino no nos deja ningún margen de maniobra para que le saquemos del atolladero en que se ha metido. Ya sólo le queda confesar, para que así podamos volver a casa. Ni siquiera tiene coartada. Fíjate qué mala pata. La noche del atentado nuestro teniente estaba colocado. Dice que estaba por ahí empinando el codo. ¿Dónde? ¿En casa de quién? No lo recuerda. Dice que ha perdido su pipa. ¿Dónde? ¿Cuándo? Se rinde, ni siquiera lo sabe. He ido personalmente a Bab El Ued con la esperanza de dar con uno de esos insomnes, por si lo hubiesen visto la noche del atentado. No le ha visto ni un gato. Este asunto es demasiado turbio como para que Lino quede limpio de las sospechas que recaen sobre él. Con el expediente que tiene, a ver quién le salva el pescuezo.
Voy con Serdj al barrio de Sustara para ver a Sid Alí, un poli retirado que ahora tiene un figón. A veces se juntan allí algunos compañeros para tomarse tranquilamente unas copas en su trastienda, lejos de los chivatos. Como Lino conoce el lugar, pienso que hay que empezar por allí. Quizá le consigamos una coartada.
Sid Alí separa sus aletas de cachalote al vernos llegar. Me suelta un par de besos con sus gruesos labios salivosos.
—¿Qué le pasa a un poli cuando ve un pedazo de madero? —me suelta.
—No lo sé.
—Que se le hace la boca agua.
Al comprobar que su acertijo me deja impávido, recoge sus pestañas en gesto de consternación.
—Brahim, si has perdido tu sentido del humor, es que la cosa va mal.
—Si quieres que te diga la verdad, estoy fuera de órbita —le confieso—. ¿Has visto a Lino estos días atrás?
Sid Alí se aprieta las sienes con el pulgar y el índice para intentar recordar. Durante cinco segundos, su bigote de escobilla palpita bajo su abultada napia. Me agarro a sus labios, cual náufrago a su tabla de salvación, y rezo para que se le ilumine el rostro. Muy a mi pesar, niega con la cabeza, hundiéndome un poco más en la desesperanza.
—Es muy importante —le animo.
—Hace semanas que no lo veo. ¿Qué ocurre? ¿Ha desaparecido del mapa?
—Está de mierda hasta el cuello, y tengo que saber con exactitud dónde se ha metido estos últimos días, con quién estuvo y, sobre todo, qué hizo la noche del jueves al viernes.
—No me gusta nada el tono de tus palabras, Brahim. Espero que sólo se trate de una escapada.
—Es algo más que una deserción, pero ahora no estoy para contártelo. Tengo que saber dónde se ha metido estas noches pasadas. ¿No se te ocurre nada? A veces venía por aquí para echar unas copas.
—Sólo cuando estaba tieso. Ya no le queda crédito aquí. Desde que he empezado a darle la bulla por la pasta que me debe, ni aparece. Pero sé de un tugurio donde recala de cuando en cuando. Allí el vino está menos adulterado que el mío, y las fulanas son legales, no como aquí.
Serdj saca su cuadernillo para tomar nota.
—¿Está lejos?
—A una decena de calles de aquí, frente a la antigua fábrica de gaseosa. Primero cogéis por la izquierda y, a la salida de la rotonda, seguís por la antigua avenida. Cuando lleguéis delante de la fábrica, tomad a la derecha. La calle se llama Hermanos Murad.
El callejón sin salida Hermanos Murad se parece a su historia, una auténtica pocilga. Tiene una calzada ancha, cubierta con adoquines seculares, unas aceras altas y las fachadas agrietadas. Sus casuchas datan de la era otomana, achaparradas y sombrías bajo unos tejados ruinosos. El bar se encuentra en un ángulo cerrado, escudado tras un cartel desvaído donde, con algún esfuerzo, se puede descifrar El gato negro. En tiempos del reinado del dey, era un hammam? donde los dignatarios turcos iban a soltar grasa. Tras la invasión de julio de 1830, los soldados franceses, envalentonados por su conquista, lo convirtieron en burdel de campaña. Tuvo una larga carrera como casa de citas, con sus grandes orgías, crímenes pasionales y buenos sifilazos antes de que el FLN lo cerrara a tiro limpio, durante la batalla de Argel. Así se mantuvo hasta el final de los años sesenta, cuando lo arrendó una vieja prostituta. Tras una serie de asesinatos, lo volvieron a cerrar. Hoy en día es un tugurio clandestino, tan siniestro como la pinta de su clientela, con un mostrador que más parece una trinchera y tenebrosos rincones.
Como cierra de día, espero la noche para darme una vuelta por allí. Serdj viene conmigo, por motivos de seguridad. Porque eso de meterse solo de noche en un callejón sin salida no puede sino dar a los borrachos contumaces un montón de ideas escabrosas.
El cachas que custodia la entrada tiene una cara de cabreo permanente. Al menor lapsus, seguro que se le dispara el puño. Mi placa de madero no le impresiona lo más mínimo. Se aparta con desgana para dejarnos pasar.
Serdj no puede disimular su malestar. El lugar le repugna profundamente. Una decena de individuos andan desperdigados por la sala, algunos en compañía de fulanas y otros dándole palique a sus propias alucinaciones. Un anciano vestido con mono de trabajo se ríe mientras juguetea con sus manos. Al vernos entrar, abre su boca desdentada y nos señala con el dedo. En la barra, un negro gigantesco inclinado sobre su vaso, con unos hombros como murallas.
El barman pasa el trapo a su alrededor, con un palote de regaliz entre los dientes.
—Aquí no se fía —dice al ver mi placa.
—Me viene bien, lo que quiero es enmendarme.
Serdj interviene para evitar que se arme antes de tiempo:
—Un colega nuestro, el teniente Lino, suele venir por aquí. Queremos saber si ha venido a copear estos últimos días.
El barman cuelga por ahí su trapo y, como si no existiésemos, se va a charlar con un cliente a la otra punta del mostrador. Serdj le sigue, tranquilo y cortés:
—Es grande, moreno, más bien guapo, y viste muy a la moda.
El barman sigue charlando con su cliente. Su descaro me subleva. Cuando regresa en busca de una botella, lo agarro por el cuello y lo atraigo hacia mí.
—Estamos hablando contigo, maricón.
Mi embestida no le inmuta; me mira fijamente con desprecio y dice:
—Tío, que apenas quedan planchas en el país.
—¿Y qué?
—Que tus sucias manazas están arrugando el cuello de mi mejor camisa.
Comprendo por su mirada que no podré sacarle nada. Le empujo hacia sus estanterías. En ese momento, el negro gigantón menea su carcasa y se me enfrenta peligrosamente.
—¿Tú de qué vas, idiota?
—Déjalo, Musa —le dice el barman—. Es un polizonte de mierda.
Pero Musa, cada vez más encima:
—¿Un polizonte de mierda? ¿Pero dónde coño estoy, en comisaría?
—Estás en tu casa —le señala el viejo mellado—, en El gato negro. Es el polizonte de mierda el que no lo está.
Musa me domina desde sus hechuras de ogro. Su nauseabundo aliento se me viene encima hasta casi asfixiarme.
—¡Aquí no pintas nada, tú, asqueroso madero! ¿Acaso estamos haciendo pintadas sobre nuestra hartura en los muros de la república? ¿Acaso nos estamos manifestando por las calles, o haciendo una huelga de hambre, o despotricando contra el sistema corrupto que nos gobierna?
—Sólo estamos tomándonos una copa —añade el viejo—. No molestamos a nadie.
—¿Entonces por qué viene a darnos por culo este polizonte de mierda? ¿Por qué no nos deja tomar una copa en paz?
—Déjalo, Musa —dice el barman sin insistir demasiado.
Musa se tambalea. Tiende el brazo hacia la puerta:
—¡Aire!
Me agarra con el otro brazo por el cuello de la chaqueta y se dispone a catapultarme por la sala. Entonces giro en seco, desequilibrándolo un poco, doy un paso atrás y le meto con todas mis ganas una patada en la entrepierna. Mi técnica pilla de sorpresa al coloso de ébano, cuyos ojos saltones se le desencajan al tiempo que se cubre las partes con las manos y cae de rodillas, con un dolor que le desfigura la cara:
—Este hijoputa me ha reventado los huevos —gime.
—Lo siento —contesto—, creí que los tenías de bronce.
Seguimos buscando por varios bares sin conseguir nada. Hacia la medianoche, Serdj se rinde.
—No damos pie con bola, comisario. Será mejor que busquemos por otra parte. Sin Lino no vamos a parar de dar vueltas en vano.
—¿Qué propones?
—Tiene usted a alguien en el Observatorio. Podría echarnos una mano.
—¿Te refieres al comisario Dine?
—¿Por qué no?
El comisario Dine se ha quitado de en medio. Aún no ha regresado, me repite su secretaria con voz monocorde. Está en el trabajo, me dice su esposa. O sea, que intenta escaquearse. Pero yo no soy de los que sueltan la presa así como así. Conozco a mi hombre, tiene sus costumbres y por ahí es por donde lo pienso pillar. Dine le da a la botella. Por las noches, antes de volver a casa, se mete en el Lotus y se toma dos o tres cervezas. Le pillo en la barra lamiendo la espuma de su brebaje. No le hace gracia descubrirme detrás de su hombro.
—¿Te persigue el diablo o qué?
—Así es el trabajo, Brahim. Mi secretaria me ha pasado tus mensajes.
—Podías haberme llamado.
—No me he atrevido.
Recoge su vaso y me lleva a un rincón discreto del fondo de la sala.
—¿Por qué no te has atrevido?
—No nos andemos por las ramas. En estos momentos, nadie está localizable. Nadie quiere saber nada. Si quieres mi opinión, deja que las cosas sigan su curso. Sé hasta qué punto te importa Lino, pero en este caso no da la talla. Tampoco la dan los que pretenden demostrar lo contrario. Éste es un asunto muy chungo. El hecho de que no haya por donde cogerlo da a entender que, de una manera o de otra, se encontrará uno con un nido de víboras. Metes el dedo y pierdes el brazo. Somos viejos amigos, las hemos pasado moradas, hemos tocado fondo juntos y nos hemos llevado algunas satisfacciones. Esta vez no es lo mismo. Se trata de Hach Thobane, y eso no es moco de pavo.
—No es Dios.
—Dios es clemente y misericordioso, Brahim. Hach Thobane jamás perdona una.
Le miro directamente a los ojos.
Rehúye mi mirada e intenta ahogarse en su vaso de lo mal que lo está pasando.
—Para mí, no es más que un cabrón con mucho morro.
—Lamento no ser tan inconsciente como tú. Yo me cago encima con sólo pensarlo. Eso, por si te interesa mi opinión.
—La mía me basta.
Dine deja de manosear su vaso y me mira de frente.
—¿Qué quieres, Brahim?
—Recuperar a mi teniente.
—¿Cómo?
—Se lo han llevado a los locales del OBS.
Se le sobresalta un pómulo, que casi le cierra el ojo.
—¿Quieres que me maten?
—Quiero hablar con mi compañero de equipo. Apáñatelas para que lo pueda ver. Te prometo que no tardaré.
Traga saliva, mira a su alrededor para asegurarse de que nadie nos ha oído y añade con un temblor en la nariz:
—Lo que me estás pidiendo es pura locura. Primero, Lino no está en nuestros locales; luego, aunque estuviera, no te llevaría hasta él. Eso no es bueno ni para ti ni para mí. Te recuerdo que tu teniente se ha metido con...
—Es inocente —le interrumpo.
—Hach Thobane está convencido de que ha atrapado a su «hijoputa».
—Me cago en él.
—Pues eres el único.
—Te digo que no es más que un cabrón con mucho morro. En este país hay leyes. Y también procedimientos judiciales.
Dine alucina conmigo.
Respira hondo para recuperarse un poco, se inclina hacia mí y me grita:
—¿De qué leyes me estás hablando, y de qué procedimientos?
Su grito se estrella contra las paredes y deja un inmenso vacío en la sala. Todas las caras se vuelven como una sola hacia nosotros.
Dine se reajusta la corbata, se pasa una mano trémula por la cabellera y espera que regrese la confusión de voces para confiarme:
—No vas a decir a un verdugo cómo tiene que ponerse la capucha, Brahim; a ti no te voy a dar lecciones. Sabes muy bien cómo funciona el país. Nuestras estupendas carreras se pueden ir al carajo con un simple chasquido de dedos. Más que de un hilo, aquí la vida pende de una llamada telefónica. ¿Qué me estás contando a mí? Aquí no hay Carta Magna ni Constitución que valgan, ni ley ni equidad. Si nuestra justicia lleva una venda en los ojos, es porque le da vergüenza mirarse a la cara. No servimos a un país, sino a hombres. Dependemos del humor que tengan y nos atenemos a su santa voluntad. Siento el mismo pánico que tú, estoy muy preocupado por Lino. ¡Pero joder, ni siquiera se defiende! He conocido a tipos más duros que no han encajado los reproches de los gerifaltes. No habían matado, ni siquiera habían intentado cargarse a una mosca; lo único que pretendían era cumplir correctamente con su deber. Y como tanto celo resultó ofensivo para la jerarquía, se los follaron por delante y por detrás. Por lo que respecta a Lino, ha cometido un sacrilegio. Se enamora de la putita de una deidad, luego se pone en plan pistolero del oeste en el feudo de los capitostes y se niega a colaborar. O sea, que se condena a sí mismo. En cuanto a ti, Brahim, no es hinchándote como un globo como vas a conseguir medirte con Hach Thobane. Es un zaím, te guste o no, y hace y deshace a su antojo. Que nos cuente esas patrañas sobre su pasado de Gran Revolucionario, sosteniéndonos la mirada, no lo convierte en cabrón con mucho morro; eso sólo significa que muchos de nosotros no tenemos gran cosa que envidiarle en cuanto a moralidad.
Dine tiene razón. Quizá a Hach Thobane le dé algún día un derrame cerebral o se atragante con un hueso, y un montón de gente voceará sobre su tumba que la Historia no puede menospreciar a sus héroes. Los veremos convertirse en biógrafos oficiales, o en embalsamadores de momias, aun a riesgo de que los encierren vivos en el mismo sarcófago que a nuestra entidad faraónica. Y allí, una vez cerrada la tapa, por fin comprenderemos por qué a una patria tan prestigiosa como Argelia le queda todavía un buen trecho para salir del atolladero.
Intento detectar en la mirada de Dine un reflejo de esperanza. Mira hacia otra parte. Entiendo que mi presencia a su lado le tiene muy incómodo y, consecuentemente, que no puedo contar con él.
Capítulo 14
El pelirrojo cuenta que el sospechoso sacó su pistola y se lanzó sobre Thobane. Salvo que no se trataba de Thobane, sino de un suboficial del OBS disfrazado. No había caminado el sospechoso diez metros cuando se vio deslumbrado por unos proyectores. «¡Policía! —le gritaron por altavoz—. Estás rodeado. Suelta el arma y túmbate boca abajo.» Sorprendido, el sospechoso disparó primero hacia un proyector antes de que el falso Thobane lo alcanzara en una pierna. Cuando intentaba zafarse, se dio de bruces con el pelirrojo. «Era él o yo —dice el pelirrojo—. Cuando vi que me apuntaba, disparé.»
Cuando llegué al lugar, los sabuesos del OBS seguían dándose palmadas en el hombro, muy orgullosos de su éxito. Me llamó la atención. Había tardado entre diez y quince minutos en llegar. Creía ser el primer mirón, aparte de la gente que estaba en el restaurante y que ahora, asustada por el tiroteo, se agita en los escalones a distancia prudente. Una ojeada al teatro de operaciones me basta para convencerme de la inconsistencia de la puesta en escena: esto apesta a encerrona hecha con los pies, del tipo «puro formalismo»; además, la ambulancia está ahí, lo que demuestra que ya lo estaba antes.
Me acerco al cadáver. En efecto, tiene la cabeza reventada y empuña una Beretta 9 mm.
Es más de medianoche y me pregunto qué están esperando para acordonar el aparcamiento y proceder a las primeras investigaciones. El equipo no parece tener prisa en ponerse a trabajar en serio; en cuanto a los camilleros, están tranquilamente fumando dentro de su ambulancia, con las puertas muy abiertas.
Sigo de pie delante del fiambre, con las manos en los bolsillos. Una segunda ojeada me confirma que nuestro sospechoso eligió el peor lugar para montar su show. El panel tras el cual se agazapó apenas puede ocultar a un niño. En cuanto a los proyectores, dispuestos en torno al aparcamiento, hasta un miope se habría fijado en ellos. No sé por qué esta historia no me pone nada cachondo. Reconozco que siempre he tenido celos de los éxitos clamorosos del OBS, pero esta vez estoy seguro de que no tiene nada que ver.
—¿Qué tal, Llob? —me susurra en la nuca el capitán Yusef.
—Buena caza —le digo.
—Así es. ¿Estabas en el restaurante?
—Andaba por aquí.
—¿Y has venido a felicitarnos?
—Habéis hecho un buen trabajo. Casi como en las prácticas.
El capitán Yusef arquea una ceja, al acecho de alguna indirecta. Es un tío eficaz, cuando no temible. Trabajó para el Servicio de Investigación durante los años fríos con Marruecos antes de meter la pata en Francia cargándose a un oponente. Su nombre se publicó en un periódico parisino y hubo que quitarle de en medio durante una temporada, por Oriente. Cuando las aguas volvieron a su cauce, regresó a sus sótanos del OBS. Lleva los asuntos delicados que, de cuando en cuando, preocupan a las altas esferas.
Nos conocemos desde el asunto de los tres espías franceses que intentaron poner una bomba en el periódico del partido, allá por los años setenta. Por entonces yo era todavía inspector y él un joven oficial de mirada avispada y mente retorcida, a imagen de sus golpes. Yo estaba investigando la muerte de la dueña de un hostal. Los tres espías, dos argelinos y un pied-noir?, se habían alojado allí. De modo que, en un momento dado de la investigación, tuve que entregar el caso al oficial, pues ya no incumbía a la Criminal al haberse convertido descaradamente en una crisis diplomática. Yusef consiguió atrapar a los enemigos de la revolución. Como en este país no se reparten medallas, como premio lo mandaron a Europa. Tras ser expulsado de Alemania por coquetear con un grupo terrorista occidental, aterrizó en París dos años después. Allí un oponente le estaba tocando las narices al régimen a base de apariciones en la tele y visitas a las redacciones de los periódicos franceses para remover la mierda de la nomenclatura del FLN. Como no paraba de berrear y no dejaba que nuestros zaím se follaran a sus putas en paz, se pidió a Yusef que le cerrara la boca. Pero éste metió la pata al encargar ese trabajo sucio a un golfo de barrio: el matón no supo cerrar el pico, se lo contó a su amiguita, que no le vio la gracia y lo mandó a paseo tras un asunto de cuernos y de celos con una rival. Desde entonces, Yusef no ha vuelto a poner los pies en su antigua madre patria.
—¿Se puede saber quién es el fulano que se está echando una siesta sobre el asfalto?
—No eres bienvenido, Llob. Ni tenemos nada que declarar ni, además, es asunto tuyo. Aquí sólo tienen derecho a estar los muchachos del OBS y los del Servicio de Información. Así que te vuelves a meter en tu cacharro y te largas sin mirar por el retrovisor. La Esfinge está a punto de llegar. Se mostró encantado cuando le dieron la noticia. Como te vea por aquí, le vas a aguar la fiesta y, por tu culpa, nos vamos a quedar sin caramelos.
Me contoneo in situ para calentarme.
—¿Has visto su pipa? —le pregunto—. ¿No es una Beretta 9 mm?
—No se te puede ocultar nada.
—Lleva un chándal y un K-Way sin bolsillos.
—¿Y qué?
—No resulta práctico para cargar con una pistola.
—Quizá la tuviera escondida por aquí.
—Quizá... Tampoco veo su linterna. El pelirrojo dice que vio cómo apuntaba hacia el Mercedes con la linterna.
—No hemos acabado el trabajo.
—Ya decía yo. Por lo que se ve, ibais tras él. Parece como si la trampa estuviese estudiada al milímetro.
—Lo cual demuestra que en la Central deberíais reciclaros.
—Soy demasiado viejo para volver al parvulario.
—Deberías jubilarte, Llob. Las cosas ya no funcionan como antes. Ya no vivimos en los árboles ni en cuevas.
Le sonrío para que observe hasta qué punto me gusta jugar limpio y, como si nada, vuelvo a la carga:
—¿De verdad no quieres decirme quién es?
Creo que lo he ablandado, pues deja caer su labio superior y me confía:
—Aún no lo sabemos. Desde hace cinco días nos venían señalando con regularidad que un tipo raro andaba rondando al señor Thobane. Pero el dispositivo de seguridad que articulamos en torno a nuestro protegido mantenía al predador fuera de nuestro alcance. Cada vez que nos acercábamos, se volatilizaba. Así que se nos ocurrió un pequeño montaje para que picara. El sargento Kader se prestó a disfrazarse de señor Thobane. Fuimos tres veces al restaurante Marhaba para ver qué pasaba, reduciendo sensiblemente la vigilancia. Esta noche el pez ha mordido el anzuelo. Ahora que tenemos el cuerpo, no tardaremos en ponerle un nombre. Después, será coser y cantar.
—¡Qué apasionante! Apuesto que un golpe tan magistral debe valer, tirando por lo bajo, un montón de caramelos. ¿Opinas que esto tiene algo que ver con el atentado del jueves? Porque, mira tú por donde, tengo a un oficial que ya tiene que estar apestando en vuestros calabozos y me muero por comprobar que no tiene nada que ver.
Yusef cruza los brazos sobre su pecho, como un cerrajero que no entiende cómo ninguna de sus llaves le abre la puerta. Sus labios articulan una mueca de aflicción.
—Llob, eres desesperante, como todos los gilipollas que se niegan a admitir que lo son. Recoge tus trastos y lárgate antes de que llegue la Esfinge. Se ha tirado una semana vomitando de pavor y, como se tope con la jeta que traes, seguro que devuelve hasta la primera papilla.
Levanto los brazos en señal de rendición y regreso hasta mi coche.
A una manzana de la Central hay un café donde, a veces, me refugio para evadirme un poco. La clientela está formada por una serie de abuelos en las últimas, y el camarero es tan lento que empieza a recordar los pedidos de la mañana a última hora de la tarde. Es un lugar deprimente, con un mobiliario putrefacto y el váter atascado, pero su terraza permite formarse una idea muy interesante de la regresión que afecta a nuestras capas sociales más desfavorecidas. Hace un par de décadas era una calle animada, todos los negocios funcionaban, las carnicerías estaban llenas y las amas de casa cargaban con espuertas repletas. Hoy, salvo una tienda de comestibles desvencijada y una lechería insalubre, reconocible por los tentáculos cremosos que se ramifican por la calle, el comercio está de capa caída y los monederos vacíos. Los escasos transeúntes que deambulan por allí tienen los ojos más grandes que la tripa; su mundo se empobrece con mayor rapidez que sus expectativas, y sus esperanzas se han largado a hacerse un lifting. Yo anduve mucho por la zona cuando inicié mi carrera. Por entonces sólo tenían derecho a café el director y sus invitados. A la morralla no se nos daba ni un vaso de agua. En la cantina se comía una auténtica bazofia, y a menudo nos preguntábamos si vivíamos en un penal, por lo que, cuando el jefe de guardia se daba la vuelta, nos largábamos al figón de la esquina. No me gustaban esos lugares, pensaba que me merecía algo mejor. Con el culo bien enfundado en mi vaquero, mi camisa vaquera abierta sobre mi vello rubio, me saltaba la comida y venía a vacilar por aquí, a ver si me ligaba a alguna mocita. La gente notaba que me pasaba un poco, pero no me lo tenía en cuenta. En aquellos tiempos, la exuberancia ya era de por sí una fiesta; todos, jóvenes y mayores, disfrutaban de ella. Pero yo sabía hasta dónde podía llegar. Cuando me percataba de que mi estilo rozaba el exhibicionismo primario, me metía en la primera cafetería y me pedía un café bien cargado que jamás pagaba. Cada vez que me llevaba la mano al bolsillo, el cafetero se negaba con un gesto, explicando que alguien ya había pagado. ¡Ah, querido barrio de Dzair, cuánto has cambiado! Éramos una auténtica tribu, y no era necesario pactar alianzas para sentirnos unidos. La gente se respetaba, hasta se tenía afecto, y a menudo su generosidad iba por delante de su pensamiento. Todo era tan...
—Comisario.
El inspector Serdj está de pie delante de mí, hurtándome mi rayo de sol y echando a perder mi rato de asueto. No me gusta la cara que trae.
—¿Qué pasa ahora?
—Hay novedades.
—Te escucho.
—Aquí no, comisario. Vayamos a estirar las piernas, si le parece bien.
Dejo un par de monedas sobre la mesa y lo sigo. Caminamos en silencio hasta la avenida y, una vez allí, me anuncia:
—Los chicos del OBS se cargaron ayer a un sospechoso.
—Estoy al tanto.
Casi se le borran las cejas.
—Andaba por la zona cuando sonaron los disparos —le explico—. Fui hacia allá sin hacerme demasiadas preguntas.
—¿Le dijeron quién era el fiambre?
—Espero que me lo digas tú.
Serdj se rasca la sien antes de fulminarme.
—SNP.
—¿Qué?
—Lo han identificado esta mañana.
De repente, sin saber bien lo que hago, dejo ahí plantado al inspector y salgo corriendo como un descosido hacia mi coche.
—El señor El-Uahch no puede recibir a nadie en este momento —me dice Ghali Saad, irritado al verme aterrizar en su reino sin visado de entrada—. Está con Hach Thobane. No están para bromas. Anoche, nuestros chicos se cargaron a un sospechoso. Figúrate que se trata de un condenado a perpetuidad que se acababa de beneficiar del indulto presidencial hace menos de un mes. La que hay liada en el despacho de al lado es de órdago. Thobane ha venido para exigir explicaciones al patrón, ya que éste encabezó la comisión nacional encargada de la amnistía.
Miro hacia la puerta acolchada como si quisiera traspasarla. Entre mis sienes redoblan una decena de tambores.
Ghali Saad observa mi cólera sin turbarse lo más mínimo. Está sentado tras su mesa, con los dedos cruzados sobre un cartapacio y un gran control de sí mismo. Sus ojos azules sostienen mi mirada con desenvoltura.
—Sin duda, esto se está poniendo cada vez más feo —me reconoce—. Pero tampoco es como para pegarse un tiro. Al contrario, hay que mantener la cabeza fría si no queremos que nos la corten. Te aseguro que este asunto no me deja dormir. Anoche me sacaron de la cama a las dos y me he tirado toda la noche aquí, haciendo el tonto. Estoy reventado. Y esta mañana, cuando identificaron al fulano, al Servicio de Investigación se le vino el mundo encima. Primero, el ministro. Llegó antes que el ordenanza. Con eso te lo digo todo. Luego el jefe, que se arrancaba los pelos. Cuando llegó Thobane, creí que esto se acababa. Si me aceptas un consejo, Llob, regresa a tu puesto y reza con todo el fervor del que dispongas. Porque no van a tardar en darte un repaso a ti también. Según un informe, instalaste un dispositivo de vigilancia en torno a ese individuo nada más salir del talego. Sin ni siquiera consultarlo con la jerarquía. ¿Por qué? Supongo que tendrás una justificación de peso para esa iniciativa estúpida. Como no sea así, me temo que te van a alojar junto a tu teniente: en el banquillo de los acusados. Y nadie pasará a verte por el locutorio. Ni tus hijos ni tus amigos. Con la actual esquizofrenia ambiental, cualquier protesta será considerada insubordinación declarada, y la espada de Damocles caerá para atajar el debate. En resumen, comisario, la mierda te llega al cuello.
Por mi espalda corre un sudor helado. Ni por un momento, ni siquiera una fracción de segundo, me había planteado esa posibilidad. Desvariando como estaba por el calvario que debía de estar pasando Lino, no se me ocurrió para nada que se pudiesen invertir los papeles de tal modo. Un principio de pánico me retuerce las tripas. Mi mano se aferra sola al sillón.
—¿Qué leches está pasando aquí? —me oigo farfullar.
—Esto va a peor, Llob. La Beretta que pillaron al asesino era efectivamente la de tu teniente. Ahora te voy a poner exactamente al loro de cómo se presenta el asunto: Lino no superó su fracaso amoroso con Nedjma y quería lavar su afrenta con la sangre de Thobane. Necesitaba a un matón. Tenía uno a mano: SNP, un asesino psicópata. Debió de conocerle mientras le seguía los pasos, con tu bendición, y proponerle un trato. Eso era lo que necesitaba SNP para volver a las andadas. Lino le prestó su arma para que hiciera el trabajo sucio. Las cosas salieron mal, y el resultado es el tinglado que tenemos ahora.
Esta vez, la mano no basta para sostenerme. Me desplomo en el sillón y busco febrilmente en mis bolsillos el paquete de tabaco. Ghali se digna incorporarse para darme fuego.
Me confía:
—En cuanto al tema de ese estúpido dispositivo en torno a la vivienda del sospechoso, el jefe aún no lo sabe, ni tampoco Thobane ni el ministro. El informe sigue en mi cajón.
Lo miro con cara de perro apaleado:
—No te entiendo.
—Te aprecio mucho, Brahim. Sé que no tienes nada que ver con esta basura. Deja que tu teniente se las apañe solo.
—Qué quieres decirme con que «el informe sigue en mi cajón».
—Que no quiero entregárselo al jefe, al menos de inmediato. No haría sino envenenar una situación ya de por sí explosiva. He decidido contemporizar, darte un margen de maniobra y un respiro.
—¿Harías eso por mí?
—¿Por quién me tomas?
Tengo la garganta seca y el sabor infecto de mi pitillo me arrasa el paladar.
—Ésta te la debo.
—No creo que tengas mucho que ofrecerme, comisario. Confórmate con rentabilizar la prórroga que te concedo. Si quieres que te sea sincero, no lo hago por tu cara bonita. Actúo así para poner a salvo la honorabilidad de tu director. Me he enterado de que esta mañana tuvieron que ingresarle en el hospital. Los últimos acontecimientos han podido con él. Si me arriesgo a escamotear el informe, es sobre todo por él. Ahora, lárgate de aquí. Nuestros dos ogros no van a tardar en despedirse. Como te pillen en este sillón, te van a comer crudo, y a mí también.
Asiento con la cabeza y me levanto.
A pesar del cable que me está echando Ghali, me cuesta serenarme.
—Ghali —le digo—, si quieres que rentabilice la prórroga que me has concedido, tienes que hacerme otro favor.
—¿Cuál?
—Que me consigas una entrevista con mi teniente.
Mueve imperceptiblemente la barbilla, sin descruzar los dedos.
—No me pienso meter para nada en tus asuntos, Brahim.
—No más de cinco minutos.
—Quiero conservar mis privilegios.
—Sin su versión no puedo hacer nada.
—No insistas.
Hacia la una de la madrugada, Mina me sacude para señalarme que el teléfono está a punto de despertar a todo el vecindario. Antes de dar con el aparato, mi mano va tirando lo que encuentra sobre la mesilla de noche.
—¿Diga?
—Soy Ghali, ¿te molesto?
—Depende de lo que me vayas a contar.
Silencio al otro lado de la línea, luego la voz del secretario se anima:
—No sé adónde me va a llevar esto, pero veré lo que puedo hacer para tu entrevista con el teniente.
Me despejo del todo.
Ghali cuelga antes de que me dé tiempo a darle las gracias.
Alguien me ha quitado el sitio en el aparcamiento de la Central. Pienso primero bloquearlo aparcando detrás, pero como se trata de un cochazo, prefiero no meterme en más líos con otro capitoste. Doy vueltas en vano en busca de una plaza vacía y, furioso, acabo bloqueando el cochazo, dispuesto a vérmelas con el mismísimo Azrael?. En pleno centro del aparcamiento, uno de nuestros coches se ha quedado embarrado en un hoyo. El conductor, con la guerrera abierta sobre su panza de tragaldabas, se lía a patadas con la rueda atascada, visiblemente falto de iniciativa. Algunos colegas lo observan pero ninguno se digna echarle una mano, lo cual no hace sino cabrearlo más. Está sudando la gota gorda y suelta espumarajos por la comisura de los labios. Al verlo tan hecho polvo me dan ganas de arrojar la toalla.
Me apresuro a llegar a mi sector.
Una extraña calma reina en el vestíbulo de la comisaría, en vez del tradicional frenesí. Los agentes se callan a mi paso.
Voy primero a ver a Serdj para interesarme por la salud del dire. Serdj me anuncia que éste ha sufrido un ataque de ansiedad y que está en observación en el hospital militar de Aín Naadja. Le sugiero que le lleve unas flores y una caja de bombones de importación. Menos da una piedra.
Baya, mi secretaria, suelta ruidosamente el teléfono al oírme llegar. Tras alisarse la falda, esboza una sonrisa bastante indefinible.
—El comisario Dine ha llamado tres veces.
—¿Te ha dicho para qué?
—No, pero ha dicho que volverá a llamar.
—Pónmelo por la 2.
—Ahora mismo, señor.
Justo cuando estoy colocando mi chaqueta sobre el respaldo de mi silla resuenan los balidos del teléfono. Dine se acalora al oír mi voz. Empieza preguntándome dónde me he metido, como si acabara de perder la oportunidad de mi vida. Luego se tranquiliza y me pide que vaya a verlo al número 66 de la calle de los Sóviets. Yo solo, insiste.
Efectivamente, me está esperando en el lugar señalado, sentado sobre el capó de su coche y con los brazos cruzados. Él también está solo. Por su cara de alegría adivino que, por una puñetera vez, las noticias van a ser buenas.
—Deja aquí tu trasto —me dice—. Yo conduciré.
Me abre la puerta, me ayuda a sentarme con una delicadeza exagerada, se sienta al volante y arranca.
—¿Adónde vamos?
—He conseguido ablandar a una autoridad jerárquica. Me ha costado pero me he salido con la mía: tenemos permiso para ver a nuestro amigo Lino.
¡Mentiroso!
Dine es un tipo cojonudo, pero lo suyo no es meterse en berenjenales por los demás. Me cuesta creer que haya ablandado a nadie. Se está limitando a obedecer órdenes. Ghali Saad ha cumplido con su palabra. Cómo lo ha conseguido es asunto suyo. Me da igual que Dine intente sacar partido del asunto. Finjo estar agradecido, pues lo importante es poder por fin ver a mi teniente.
—Sabía que podía contar contigo.
—Estos son tiempos muy jodidos y hay que echarse una mano.
—Por supuesto que sí.
Atravesamos media ciudad, cortando por callejuelas cada vez más tortuosas. Por un momento, tengo la impresión de que mi guía está intentando despistarme. Ya puesto, podría ponerme una venda en los ojos. No pasa nada. Estoy tan excitado ante la idea de volver a ver a Lino que no quiero aguarme la fiesta. Media hora después, nos adentramos en un barrio arbolado, con enormes empalizadas, algunas rematadas con alambre de espino. Ni un solo caminante por los senderos, y un silencio aplastante y lleno de interrogantes. Dine toma una calle sombreada y sigue hacia un portalón que se desliza a medida que nos acercamos. Nos recibe un coro de gorjeos en un amplio patio. Algo muy parecido a un calvero edénico, si no fuera por el forzudo que nos está esperando junto a una fuente en ruinas, con los brazos caídos y la jeta atrincherada tras unas gafas opacas. Parece un verdugo esperando a pie firme su presa.
—Final de trayecto —me avisa Dine—. Todo el mundo fuera.
El forzudo no viene hacia nosotros. Ni siquiera se inmuta, aunque siento que su mirada me está radiografiando de arriba abajo, quedándose con mis segundas intenciones y mis obsesiones. Lleva un traje negro de estreno, hecho a medida, pero su rictus de predador, sostenido por unos colmillos salivosos, hace pensar en un moloso atado que se desvive por acometer.
Me siento mareado; saco un pañuelo y me seco la frente.
El guardián del templo se limita a abrir la puerta que está detrás de él. Sin zalemas ni gruñidos. Nos hace pasar, cierra tras él y se nos adelanta por un pasillo siniestro. A ambos lados, celdas bajas y oscuras. No se ven inquilinos, sólo espeluznantes ratoneras enrejadas. Más adelante, unas escaleras sórdidas se hunden hacia un sótano terrorífico donde enmohecen más celdas bajo espesas capas de salitre. Un hedor agresivo me irrita los ojos y la garganta. No hay tragaluz ni ventilación, sólo muros de piedra que rezuman secreciones mohosas, y esa impresión de estar errando por entre la bruma maléfica del purgatorio sin la menor posibilidad de salir indemne de allí.
Se me sigue helando la espalda y mi viejo reúma arrecia.
El forzudo toquetea la cerradura de una especie de cuarto trastero, abre dos cerrojos y enciende una lámpara de techo. Algo se mueve en el fondo del cuartucho, una forma humana encogida en el suelo. Es mi Lino. O lo que queda de él. Tiene la cara totalmente desfigurada, los labios reventados y sus ojos son dos enormes hinchazones violáceas. Un horror.
—Nos lo trajeron así —dice el gorila—. Aquí nadie se ha acercado a él desde que llegó.
Me invade la ira, pero conservo la calma. No puedo ni montar un follón ni desvelar mis intenciones. Estoy en territorio enemigo.
Me arrodillo junto a mi compañero de equipo, retiro lentamente la ligera y mugrienta manta con la que se cubre para hacer acopio de algo de calor. Le han quitado la camisa y el jersey, y lleva un pantalón de recluso del que salen unos pies sucios y tristes hasta agrietársele a uno el alma. Su cuerpo famélico está veteado de listados pardos producidos por garrotazos o fustazos con, en algunas partes, anchas desolladuras purulentas. Parece como si se lo hubiera tragado una trituradora y luego lo hubiese arrojado fuera.
Lino no me reconoce. Intenta sin éxito abrir los ojos. Tiene las narices taponadas por grumos de sangre. Levanta una mano laminada que no consigue llegar hasta mí. La agarro y la aprieto contra mi pecho.
—Soy yo. ¿Ves?, he conseguido dar contigo.
Siento una onda de choque que sacude al teniente de los pies a la cabeza. Intenta moverse algo más, pero se ahoga y se abandona a su sufrimiento. Intenta sonreírme para que sepa lo contento que está de volver a verme, pero las llagas de su boca sangran de inmediato.
—Estás demasiado magullado, chaval. Reserva tus energías.
Dine está patidifuso. Sin duda, esperaba algo así, pero esto lo supera todo.
Le pido con la cabeza que me deje solo con mi oficial.
—Estoy al final del pasillo —farfulla alejándose.
El forzudo no se mueve.
—No os lo voy a robar —le digo.
Medita durante tres segundos, acentúa su rictus y, sin duda animado por Dine, consiente en quitarse de en medio.
—Me han puesto guapo, ¿verdad, comi? —lloriquea Lino.
—Se han despachado a gusto.
De nada le sirvieron sus galones de oficial. En Argelia, ya se puede ser ministro o mozo de cuerda, eminencia gris o eminencia oscura, al que cae en manos de las fuerzas parapoliciales le hacen picadillo. Se le confisca la dignidad para prepararlo mejor para lo peor y se le arrastra por el fango hasta la muerte. Si, por algún milagro, consigue sobrevivir, es sólo para que se lo piensen quienes se sientan tentados de pasarse de listos con el régimen.
—¿Qué día es? —pregunta con voz temblorosa.
—Se acerca el día del Señor.
Se mueve para incorporarse, se cansa y vuelve a caer sobre su jergón. Le paso mi brazo por la cintura y lo levanto con cuidado; su aliento lucha por abrirse camino entre sus gemidos y sus muecas de atormentado añaden a sus deformidades faciales una fealdad bíblica.
—Debí reventar entre sus manos como un forúnculo.
—Cálmate.
Sus heridas se estremecen de rabia. Hunde el cuello entre los hombros y se pone a sollozar. Si en ese mismo momento el macaco hubiese entrado a echar una ojeada, le habría sacado los ojos con un palillo de dientes. Pero nadie entra a molestarnos.
—Te sacaré de aquí, Lino.
—No podré aguantar mucho más.
—Sí, no puedes decepcionarme.
Un ataque de tos lo sacude violentamente.
Su mano me busca para aferrarse a mi muñeca.
—Estoy metido en un follón —le confieso—. Tienes que ayudarme. Quiero saber lo que te ocurrió aquella noche. ¿Dónde te metiste, qué hiciste y cómo perdiste tu arma? Algún detalle recordarás, por insignificante que parezca, algo que nos pueda llevar a alguna parte. ¿Estuviste de verdad en un bar la noche del jueves al viernes? Estabas hasta las patas cuando te detuvieron.
—¿Es cierto que se han cargado al sospechoso?
—Es cierto.
—¿No será un farol?
—Yo estaba allí y lo vi, le dispararon a quemarropa. No lo reconocí en el momento porque se había cortado el pelo y afeitado la barba, pero su identificación es definitiva. Se trata de SNP.
—Jamás vi a ese individuo. Cada vez que me tocaba turno de vigilancia, me ponía de acuerdo con mi compañero y salía corriendo a ver a Nedjma.
—El arma que le encontraron es la tuya, la misma que sirvió para el atentado contra Thobane y que mató a su chófer. Tienes que recordar cómo la perdiste.
Sus dedos ascienden por mi brazo y buscan un punto de apoyo. Quiere tomarse su tiempo, pero no se lo permito.
—Lino, no me van a permitir volver a verte. Así que no tendremos oportunidad de recordar tranquilamente lo que te ocurrió aquella noche. Éste es el momento de refrescar la memoria, pues no habrá otro.
Lino asiente con la cabeza. Un hilo de sangre sale de un absceso reventado en la sien y corre por su mejilla.
—No he parado de pensar en aquel día, Brahim. No pienso en otra cosa desde que me encerraron. Sé que una chispa bastaría para aclarar todo este asunto.
Sacude la barbilla desesperadamente:
—Lo siento, es como un agujero negro.
Regresa el macaco, con el ojo puesto ostensiblemente en su reloj. Me levanto. Lino comprende que la visita ha acabado. Se agarra a mi brazo. Lo que leo en su mirada me traspasa como un puñal. Su boca se estremece en medio de sus resquebrajaduras, intenta decirme algo pero, consciente de mi enorme desazón, cambia de opinión y se tumba en su rincón con los ojos mirando al suelo.
Capítulo 15
—Pienso que lo drogaron —dice Serdj dándole una calada a su colilla—. ¿Cómo quieres que recuerde algo después de lo que le han hecho? Estaba grogui cuando lo entregaron a sus torturadores. Estoy seguro de que ni siquiera le dieron tiempo para comprender lo que le estaba ocurriendo. Con los golpes que le han dado en la cabeza y las humillaciones por las que ha pasado no me extraña que no recuerde nada.
Miro mi taza sin abrir la boca.
Nos encontramos en la terraza de un café de Belcourt, lejos de mis colegas y de mi gente, dándole vueltas y más vueltas al hipotético balance de nuestras investigaciones en torno a un imbebible café de puchero.
Serdj aplasta su colilla en el cenicero.
Está agotado.
Llevamos seis días correteando, cada cual por su lado, tras un testigo providencial que pueda aportar alguna esperanza a nuestras pesquisas. Nada de nada. Serdj se ha metido en un centenar de tugurios con la foto de Lino por delante. Ni un barman, ni un borracho, ni una prostituta han arqueado la ceja. Yo, por mi parte, he vuelto a la casilla de salida para reconstituir la cronología de los hechos. Dos vecinos de Hach Thobane, una anciana y un joven cantante melódico, me han asegurado que el tipo que acechaba el regreso del zaím a su casa, emboscado muy cerca del número 7 del Camino de las Lilas, usaba un walkie-talkie. Cinco minutos antes de que llegara la víctima, oyeron el chisporroteo del aparato y algunos fragmentos de instrucciones incomprensibles, por lo que se supone que el matón tenía al menos un cómplice. Esa posibilidad, en vez de animarme, me fastidia. Hasta ahora, mi afecto por Lino y el temor de no poder sacarlo del atolladero en que se había metido no me sirvieron de mucho. Mis sentimientos se imponían a mi imparcialidad y no me permitían ver las cosas con claridad. Luego, una noche, decidí adoptar otra actitud. Si quería avanzar, tenía que aparcar mis cuitas y plantearme las cosas con mayor rigor. Soy poli, y un poli se mueve por lógica: ¿y si Lino estuviese metido en este asunto? ¿Y si realmente se hubiese dejado llevar por su odio y sus celos? ¿Al fin y al cabo, por qué no? No colabora, se escuda en una amnesia discutible, sabía quién era SNP, su arma es el cuerpo del delito, tenía móvil y ninguna coartada... Es triste plantearse ese tipo de hipótesis pero, desde un punto de vista profesional, el puzle resulta menos caótico. Lino no estaba sereno en aquel momento. Quizá acabara tomándose en serio sus amenazas. Desde ese punto de vista, el asunto se desenmaraña algo y no se presta a tanta confusión. Si se descarta este aspecto, nos mantenemos en la indefinición y no sabemos por dónde tirar. Lo que no veo nada claro es la chapucera puesta en escena del aparcamiento del Marhaba. ¿Por qué liquidaron a SNP? Acorralado como estaba, le podían haber esposado. Quizá fuera para poner término a un escándalo molesto para todo el mundo, especialmente para Hach Thobane, que, según las últimas noticias, ha puesto una denuncia a todos los periódicos que se hicieron eco del caso. Esta manera de funcionar es muy propia de nuestra tierra. Cualquier cotilleo susceptible de perjudicar el avance de la revolución se yugula de inmediato. Dentro del desafuero político ambiental, el rumor no tarda en convertirse en cataclismo. Así, el régimen sólo debe su longevidad al letargo en que mantiene al pueblo llano...
He vuelto dos veces a ver al profesor Aluch. Necesitaba conocer mejor a SNP. El profesor Aluch me ha puesto otras grabaciones, que tampoco me han permitido conocer mejor al personaje. Su identidad se va desgranando al compás de sus delirios. Su expediente es tan pobre como el examen de un pésimo alumno. Sin filiación ni pasado, sigue siendo un enigma.
—¿Va a tomar otra cosa? —me pregunta un camarero con la bandeja en la mano.
Consulto a Serdj:
—Yo nada —me dice.
—Yo tampoco.
El camarero no se mueve, como molesto.
—¿Y bien? —le pregunto.
—Pues que llevan ustedes aquí varias horas y sólo han consumido una vez.
—¿Y qué?
—Que si todos los clientes hicieran lo mismo, acabaríamos cerrando.
Serdj echa atrás su silla.
—Tienes razón, nos largamos.
Me levanto a mi vez y pago. Antes, este tipo de descortesía me sacaba de quicio. Está claro que estoy de capa caída, pues ya no me lo tomo tan en serio.
Serdj propone dejarme en casa. Como mi reloj marca las tres y treinta y ocho, y no pinto nada a esta hora en casa, le pido que me lleve a la oficina.
Me encuentro con Baya espolvoreándose el morrito tras una pila de asuntos pendientes. Pone mala cara porque pretendía largarse en seguida. Suelta su bolso y pospone sus proyectos de fin de jornada. A veces, la obligo a quedarse conmigo hasta muy tarde. Antes esto le fastidiaba sus proyectos orgiásticos y el disgusto le duraba varios días. Pero desde que Lino está consumiéndose en las mazmorras del SI y del OBS, es capaz de renunciar a la cita de su vida con tal de sentirse útil.
—Si quieres, puedes irte.
—No tengo prisa.
—¿No fue al albino al que vi la otra noche?
No cabe en su propia timidez:
—No es albino, es pelirrojo.
—Qué suerte tienes. Dicen que los pelirrojos son unos sementales de cuidado. Por eso les arde hasta la cara.
Se le diluye la sonrisa en el fuego de sus pómulos, y clava su mirada en el suelo:
—Apenas acabamos de conocernos, comisario. No sabemos nada el uno del otro. Por favor, yo no me embarco en una aventura así porque sí. Ya no me chupo el dedo.
—Hay algo más que el dedo.
Baya se me pone carmesí. Aunque finja indignación por mis palabras, sé que le encanta que hablemos así de cuando en cuando. A ella y a sus propios fantasmas.
—¿Hay algo nuevo?
Me dice sin levantar la cabeza que el profesor Aluch quiere hablar conmigo.
—Ponme con él y luego lárgate. Esta tarde no te necesito.
Asiente con la cabeza.
El profesor está sobreexcitado.
Casi se me sale del auricular.
—Ojo —me previene—, que esto no es un festín, sólo un aperitivo.
—Se me hace la boca agua. ¿Cuál es el menú?
—No por teléfono, Brahim. ¿Puedes pasar por mi casa hacia las seis de la tarde? Conozco a alguien que te podría interesar.
—¿Por qué no ahora mismo?
—Ahora mismo está ocupado.
—De acuerdo. ¿Podemos vernos en un lugar menos siniestro? En tu jaula de grillos no me puedo concentrar.
—Te garantizo que estaremos mejor que en cualquier otra parte. Es muy, muy importante.
Llego al manicomio al anochecer. Por encima de los alojamientos, hay nubarrones con ganas de bronca. Las alamedas están desiertas y el aparcamiento vacío. El viento se envalentona intermitentemente, da un serio meneo a los arbustos y, sin previo aviso, se desvanece en la oscuridad. Las escasas habitaciones ocupadas pueden localizarse por su luz amarillenta y triste como la abstinencia. Más allá se oye un grito desgarrado, pronto acallado por una retahíla de intimidaciones obscenas. En seguida vuelve a reinar la calma.
El profesor Aluch no está solo en su despacho. Hay una señora harta de esperar, sentada sobre una silla con una carpeta de cartón pegada al pecho. Es una morena con ojos inmensos, bonita y coqueta, labios carnosos y un precioso lunar en una mejilla. Sus treinta y cinco o cuarenta años añaden a su evidente clase una madurez que induce más a la salivación que a la reflexión.
—Bueno —dice el profe—, te presento a Soria Karadach. Da clases de historia en la Universidad de Ben Aknún y colabora en varias revistas especializadas de aquí y del extranjero.
Me tiende una mano firme, que contrasta con la dulzura de su sonrisa:
—Encantada de conocerle, comisario Llob. He oído hablar mucho de usted.
El profesor me adelanta un asiento.
—Conozco a Soria desde hace varias semanas —me señala—. Ya te hablé de una periodista que estaba interesada en el caso SNP, la primera vez que nos vimos para el asunto de indulto presidencial. Es ella. Vino a verme cuando empecé a acudir a las autoridades y a la prensa para avisar del peligro que suponía mi paciente. Luego desapareció y pensé que se había rajado. Pero estaba equivocado. La señora Karadach es tenaz. Ha seguido investigando. Creo que tiene revelaciones importantes que hacernos.
—Más que novedades —prosigue la señora—, se trata de una serie de detalles en mi opinión bastante pertinentes. En realidad, llevo años interesándome por los personajes carismáticos de nuestra revolución. Les he dedicado la mayor parte de mis estudios, y actualmente estoy preparando un documento sobre sus actividades militares, que pienso publicar. Me topé por casualidad con el caso SNP. Estaba trabajando en el periodo posterior a 1962 cuando me dejó descolocada el caso del asesino en serie. La prensa le dio por entonces el pomposo mote de Dermatólogo, y por supuesto lo condenó sin juicio previo. El procedimiento judicial fue de lo más expeditivo, así que se cerró el caso antes de abrirse. Cuando el profesor Aluch escribió a nuestra redacción para protestar contra la excarcelación de un recluso potencialmente peligroso, me puse de inmediato en contacto con él. Yo ya sabía algo del tema. Me pareció que era una buena oportunidad para recabar más datos de los que ya tenía, pero no fue así. Al margen del aspecto psicoanalítico del individuo, no había novedad. Luego ocurrió lo del atentado contra el señor Thobane y la posterior implicación de SNP. Eso ya era otra cosa.
—¿Qué otra cosa, señora? —le pregunto encendiendo un pitillo.
—Creo que hay una relación. Ínfima, sin duda, pero real.
—¿Sabe usted que mi colaborador principal está implicado en este asunto, señora?
—Por supuesto.
—¿Y cómo es que lo sabe? No se ha permitido a la prensa mencionar el caso.
La mujer se queda desconcertada ante la brutalidad de mi pregunta. Mira un par de segundos al profesor antes de serenarse. Sus ojos lanzan destellos y me pone sobre aviso:
—Señor Brahim Llob, soy historiadora y me dedico al periodismo de investigación. Tengo todo tipo de amigos en el Gran Argel. Mis fuentes son más creíbles que las reseñas de prensa amañadas para la propaganda oficial por la censura y la cerrazón mental. Estoy aquí para hacer un trato con usted, no para delatar ni para perder el tiempo. Podría proseguir a solas con mis investigaciones. Desgraciadamente, en nuestra sociedad, el hecho de ser mujer te descalifica de antemano. Antes de que prosigamos, quiero aclararle algo: yo me he metido en este asunto. O me admite usted en su equipo o me vuelvo a casa, y si te he visto no me acuerdo.
—Yo quiero ver primero.
Esgrime su carpeta de cartón:
—Aquí tengo una lista de nombres que podrían rematar su trabajo y el mío. En mis fichas, SNP tiene nombre, apellido y lugar de nacimiento. Resulta que el señor Thobane nació en el mismo pueblo. Tengo testigos que están dispuestos a cooperar. Si está usted de acuerdo, decidamos de inmediato cuáles son nuestros papeles y compromisos recíprocos para seguir adelante en esto, juntos y sin trampas. Si no...
El profesor está petrificado.
Supongo que yo tampoco sé disimular mis emociones.
—¿Ha conseguido usted identificar a SNP? —pregunta el profesor, casi sin aliento.
—Puede ser. Ahora nos toca confirmar o desestimar. Sé que lo conseguiré, pero yo sola puedo tardar meses, si no años, y claro, el tema perdería su actualidad e interés. Con el señor Brahim Llob y su experiencia, podemos trabajar en caliente. Él tiene que rehabilitar a su teniente y yo rectificar un suceso histórico.
Contemplo la enorme brasa de mi cigarrillo.
—Nacer en el mismo lugar no obliga a compartir un destino —le señalo.
—Es que hay más, comisario.
El profesor me considera intensamente, escandalizado por mis tergiversaciones.
—El que la sigue la consigue —me señala.
Finjo reflexionar. En realidad, no sé qué decisión tomar. La señora parece estar muy segura. Su manera de agarrar su carpeta denota una convicción implacable. Quizá sea esto lo que más me desconcierta; me siento como retraído frente a su seguridad, con una guerra de retraso y demasiado achacoso para ponerme a su altura. También tengo la impresión de haberme esforzado inútilmente en demasiados frentes y tras unas pistas que finalmente no eran tales. Mis fracasos me producen una sensación de ineptitud y se me hace muy cuesta arriba volver a empezar.
La señora está acechando mi reacción. No la ve llegar, pero tampoco renuncia. Intuye que no me queda otra alternativa y que mi enfermiza curiosidad se saldrá con la suya.
Aplasto mi pitillo con el zapato, mucho después de que agonizara el último rescoldo, y le digo:
—Hasta aquí, sólo he oído lo que usted quería que oyera.
—Tengo dos testigos que están dispuestos a hablar con nosotros. Un ex recluso que ha compartido celda con SNP en los años setenta y un cabo que recuerda a ese chico que se presentó para entregarse por haber cometido una serie de asesinatos que nadie verificó.
De entrada, el primer testigo de Soria Karadach me da muy mala espina. Apergaminado, con unos brazos demasiados largos y las orejas muy peludas, cara de truhán y mirada torva, es de los que pisarían el cuerpo de su madre con tal de alcanzar el tarro de mermelada.
Se llama Ramdane Cheij y tiene una tienda de comestibles en uno de los barrios más insalubres de Blida. En muy poca estima hay que tenerse para irse a vivir a un lugar como ése.
El fulano está dormitando tras un mostrador surrealista, con sus estanterías atestadas de latas de conserva, de paquetes de lentejas, de bayetas, bidones de aceite, detergentes, galletas, zapatillas, bombonas de gas polvorientas, de matarratas, de barras de pan y demás marranadas, sin fecha de caducidad ni instrucciones de uso, compradas de rebajas a vendedores ambulantes y que, a falta de otra cosa, se confunden peligrosamente sin que a los parroquianos les preocupe demasiado, y menos aún a los servicios municipales de sanidad pública.
—¡Vaya, aquí tenemos otra vez a la señora! —ríe desperezándose.
Soria me presenta:
—Éste es el amigo del que le he hablado.
El tendero me mira de frente. Al entreabrirse, su belfo descubre una boca de alcantarilla que asfixiaría hasta a un buzo.
—Tu amigo tiene cara de madero, señora.
—Exacto —reconozco—. ¿Pasa algo?
Se encoge de hombros.
—No pasa nada. A mí me da igual un polizonte que un repartidor de pizzas. ¿En qué puedo servirles, señora y señor?
Clavo mis ojos en los suyos.
—La señora dice que conoce a SNP.
—Así es. Me tiré siete años en el trullo, tres con ese porculero.
—¿Se puede saber por qué lo condenaron?
Las cejas se le juntan de indignación.
—¿Y qué más? Si le parece, también le cuento cómo me casé. La hice y la pagué, lo demás no es asunto suyo. ¿Viene a preguntar por mí o por otro?
—Por SNP.
Tiende la mano a Soria.
—Misma tarifa, señora.
—Ya he pagado.
—No se puede volver a ver la misma película con una sola entrada.
—Hay cines de sesión continua —le señalo.
Pone mala cara. No esperaba tanta pertinencia por mi parte.
—Pero en ésos no echan mi película —me replica.
—No es prudente extorsionar a un poli.
Se le desorbitan sus ojos de batracio, echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
—Escúchame bien, madero. Yo me paso por el forro a los polizontes, a los chivatos y las leyes de la república. Cuando no tengo donde caerme muerto, al cerdo del alcalde le importa un pito. Y cuando no tengo para pagar el alquiler, no hay un puto cabrón que me eche una mano. Cada cual lleva sus asuntos a su manera y se las apaña como puede. A mí no me vaciles. Si quieres que hablemos, suelta la pasta; y esto es lo que hay, que no estoy para bromas. Para serte sincero, si la señora llega a decirme que eres un pasma, no habría aceptado verte. No por miedo o cosas así, sino por principio: no trago a los maderos. Cada vez que veo a uno, me dan mareos durante varios días.
Mira a Soria:
—La pasta, señora.
Saca dos billetes de su bolso.
—El madero también. Aquí no hay favoritismos.
Me dan ganas de machacarle la jeta, pero temo fastidiarme la muñeca por lo dura que la tiene.
Soria obedece.
El fulano examina los billetes frente al sol para comprobar su autenticidad, los dobla y guarda en un bolsillo. Se le ensancha la sonrisa y sus ojos manifiestan un insano regocijo.
—¿Qué quieren saber?
—Lo que sepas de SNP. Te aviso que, como no me quede contento, voy a recuperar nuestro dinero.
Hace una mueca, me enseña su dentadura podrida y desembucha.
—Como ya le dije a la señora, conocí a SNP en la cárcel. Por entonces, le habían echado la perpetua. Tenía entre veinte y veintidós tacos. Más o menos. Sabíamos por qué lo habían enchironado. Los guardias nos informaban de lo que contaba la prensa. Como se le consideraba muy peligroso, se le aisló. El tiempo justo para comprobar cómo se comportaba. Como no lo hizo mal, acabaron metiéndolo en mi celda. El director me tenía manía. Quizá intentaba que se me liquidara al más puro estilo carcelario. Durante las primeras noches me mantuve alerta. Ya me dirá, con la fama que tenía. Cuando se levantaba para mear, yo me ponía de espaldas a la pared. Con el tiempo, como no se pasaba conmigo, me fui confiando. A los dos meses, ya sabía que mi compañero de celda no era ningún peligro. Por supuesto, no me interesaba que se supiera. Todos estaban cagados de miedo, y yo tan tranquilo. Hasta contribuí a consolidar su leyenda contando por ahí que el fulano era totalmente imprevisible: pobre del que le tocara el día en que se le cruzaran los cables. Mientras tanto, SNP no salía de su mutismo. No decía esta boca es mía. Ni hola ni adiós. No hay duda de que estaba completamente grillado. Rumiaba sus intenciones y se las guardaba para él. Una vez, en las duchas, le pasé mi pastilla de jabón. No esperaba que la aceptara. No me dio las gracias, pero me quité un gran peso de encima. Una noche, sin que me lo esperara y sin motivo, me dijo cómo se llamaba, de dónde venía, y me habló vagamente de una matanza a la que había asistido. No me lo podía creer. Al día siguiente, mientras comíamos en el refectorio, vino por detrás y me clavó un trozo de cristal de diez centímetros en el costado. Nunca entendí por qué. Me ingresaron en la enfermería en estado de coma. Cuando salí, SNP ya no estaba allí. Lo aislaron durante una temporada y luego lo trasladaron a un asilo para deficientes mentales.
Soria abre su cuadernillo de apuntes y lee:
—Se llamaba Belkacem Talbi, ¿no es así?
—Así es. También sé que nació en Sidi Ba y que perdió a toda su familia en una matanza.
—¿Cómo puede ser que recuerdes su nombre después de tantos años? —le pregunto atropelladamente.
—La única vez que he estado a punto de irme para el otro barrio ha sido por el pinchazo que me dio. Si hay una cara que no puedo olvidar, es la suya.
—¿Te obligó a que no desvelaras su secreto?
—A mí no me obliga nadie. Si me hubiese vuelto a encontrar con ese hijoputa al regresar a mi celda, me lo habría cargado de inmediato. Esto jamás se lo perdonaré... Si hasta ahora me he callado, es porque no veía motivos para hablar. Sólo cuando vino a verme la señora a remover mi pasado, vi que algo le podía sacar.
—¿Y de la matanza?
—Ocurrió de noche. Unos energúmenos armados irrumpieron en su casa. Les dijeron que venían para protegerles, a él y a toda su familia. Se los llevaron a un bosque y allí los degollaron uno tras otro. SNP aprovechó la confusión para huir. Lo persiguieron dos hombres sin conseguir darle alcance.
—¿Contó el motivo de la matanza?
—No, era como si delirara. No creo que se dirigiera a mí en particular. Hablaba, eso es todo.
—¿No dio nombres, hizo alusión a algo, a algún acontecimiento que justificara tal matanza?
El tendero reflexiona.
—¿Quiénes eran esas gentes armadas? —le pregunta Soria.
—No se lo pregunté. En mi opinión, eso ocurrió durante la guerra de liberación. Sólo entonces la gente iba armada hasta los dientes.
—¿Recibía visitas?
—¿Él? Ni una sola vez. Era un extraterrestre.
Soria me mira para saber si tengo más preguntas. Ya no me quedan, pero el individuo me ha entonado. Le digo que volveré.
—Ya conoces la tarifa, madero. Si quieres un abono, hasta puede que te haga un precio especial.
El segundo testigo se llama Habib Gad y vive en Muzaia, una minúscula localidad colonial, al oeste de Blida, donde dirige una empresa de subcontratación de obras.
No le hace la menor gracia ver cómo invadimos su ámbito chanchullero.
Se trata de un anciano bastante bien conservado, alto y fino como un mástil, con cara afilada y mirada de gavilán. Nos invita —mucho más para librarse de indiscreciones que por caridad musulmana— a que lo sigamos a una especie de cajón de madera contrachapada que llama su despacho.
Con un gesto de la cabeza, manda a paseo a una secretaria, que sale corriendo como si fuera un ratón, y luego, tras respirar hondo para contenerse, cierra la puerta y se apoya contra ella.
—¿Estamos locos o qué, señora? Le hago una vez un favor y vuelve usted al día siguiente para amargarme la vida.
Soria, pillada de sorpresa, se muestra desconcertada por la actitud del cabo. Intenta comprender en qué ha metido la pata.
El anciano se quita los mocos con la muñeca, nervioso. Aspira por la nariz y menea la cabeza.
—Como esto siga así, señora, pronto se me vendrá encima un regimiento de chupatintas, y, ya puestos, ¿por qué no la radio y la tele? —protesta—. Creía que estaba trabajando en un libro.
—Es la verdad —le contesta ella.
Su brazo traza un arco fulgurante que se detiene en mí.
—¿Entonces, qué hace este tipo aquí? Lo conozco, es un poli de Argel.
—¿No es usted cabo? —le señalo.
—Ex..., ex cabo, si no le importa. Me jubilé hace diez años. Ahora trabajo por mi cuenta y no quiero problemas.
—¿Qué pasa? —le pregunta Soria—. La última vez estuvo usted muy amable y dispuesto a colaborar.
—La última vez pensaba que estaba ayudando a una historiadora. Pero me ha mentido —se abalanza sobre un archivero metálico, agarra un periódico y lo suelta con fuerza sobre la mesa—. Usted no está preparando un libro, señora, lo que busca es un pelotazo televisivo —su dedo barre un titular de primera plana: Hach Thobane, víctima de un atentado—. Apuesto que es suyo.
—Le aseguro que no.
—Me da igual. Jamás se me habría ocurrido que SNP pudiese tener algo que ver con este atentado. Si lo llego a saber, ni le dirijo la palabra. Bastantes preocupaciones tengo con los impuestos, el municipio, los clientes, los acreedores y mis propios hijos.
Está fuera de sí.
Sólo mi presencia le impide agarrar a Soria de los pelos y arrastrarla por el suelo. La mira con rencor, y contiene sus fauces para no morder.
Soria intenta apaciguarlo, pero él la detiene con un gesto perentorio.
—¡Lárguense de aquí ahora mismo! Y por las buenas. No quiero volver a verlos, ¿está claro?
—¿Le han amenazado?
Mi pregunta le irrita ferozmente y desencadena una larga serie de tics en la barbilla.
—¿Amenazas..., dónde estamos? Le digo que no quiero que se me mezcle en esta historia. Hasta el último gato sabe quién es Hach Thobane. Eso no le conviene a mi negocio.
—Nadie le está pidiendo que se las vea con él.
—Dios me libre. A mí me trae al fresco este atentado. ¿Acaso es mi problema que se lo cargue un antiguo presidiario o un conductor borracho? Me niego a que mi nombre se relacione por cualquier motivo con el de Hach Thobane en titulares. Trae mala suerte. Ese fulano tiene mal fario. No quiero que mi nombre figure junto al suyo ni para una fiesta de gala, ni para una circuncisión, ni para recibir honores, ni para la galería. Así de sencillo. He trabajado como un burro para montar a trancas y barrancas esta empresa, y no voy a mandar todo a paseo ahora que estoy a punto de consolidarla. Lárguense de aquí de inmediato. En cuanto a usted, señora, en mi puta vida la he visto.
—Le prometemos que...
Abre la puerta con gesto huraño y gruñe:
—¡Váyanse, se lo ruego!
No insistimos y regresamos al patio, donde un camión está descargando cemento de contrabando. Soria se mete en su coche, me abre desde el interior y arranca. Su manera de tratar las válvulas me da idea del cabreo que lleva encima. Saca sus gafas de sol de la guantera y se las pega a la cara.
Echo una ojeada hacia atrás y sorprendo al cabo vigilándonos desde su cabina, con los brazos cruzados y mirada de odio.
—Le aseguro que su cambio de comportamiento me tiene estupefacta, comisario —me reconoce, una vez el coche en marcha—. La primera vez que nos vimos estuvo de una corrección y deferencia ejemplares.
—¿Eso cuándo fue?
—Hace unos ocho días.
—No estaba al corriente.
—Por lo que se ve, no. Estaba totalmente dispuesto a ayudarme y me dejó dos números de teléfono para que pudiese localizarle en cualquier momento. Se sentía muy halagado porque le prometí citarlo en mi libro. ¿Cree que lo han amenazado?
—Lo dije por decir algo... A propósito, ¿cómo dio con él?
Adelanta primero a una furgoneta y luego contesta:
—Elemental. SNP fue juzgado y condenado, ¿no? Pues para eso están los archivos. Busqué la fecha y lugar de su detención, lo demás vino solo. El cabo Gad fue agente, entre 1969 y 1973, en El Afrún. Fue el primero en interrogar a SNP Aquella noche estaba de guardia. Al principio, pensó que era un chiflado. Pero SNP se negó a salir de la comisaría e insistió en que lo encerraran. El cabo tuvo que dar parte a su jefe.
—¿Qué le contó que valga la pena?
—Que no se creía esa historia de asesino en serie. Desde luego, por aquella época una serie de crímenes enlutaron la comarca. Según Gad, se trataba de ajustes de cuenta entre familias rivales. Hubo cierta psicosis y las autoridades locales, más irritadas que preocupadas, fueron conminadas por Argel a poner término a esa sangría que perjudicaba la buena marcha de la revolución. La prensa se hizo eco del tema, y se montó un culebrón rocambolesco para entretener a unos lectores embrutecidos por discursos oficialistas y demagógicos. No se tardó en hacer del Dermatólogo el coco del triángulo Tipaza-El Afrún-Cherchel. El jefe de Gad se convirtió en el cazador oficial de la Bestia y, de ahí, en el niño mimado del culebrón. Cuando SNP se presentó en comisaría para entregarse, fue como un regalo del cielo. El comisario vio la oportunidad de su vida y no reparó en medios para ir quemando etapas. Según Gad, fue él quien obligó a SNP a confesar una serie de asesinatos, algunos de los cuales jamás fueron comprobados, y ni siquiera se produjeron en la zona. Gad está convencido de que SNP habría confesado cualquier cosa con tal de que lo encerraran. Le aterraba la idea de que lo soltaran. Se ocultaba cada vez que alguien entraba en la comisaría, como si se sintiera perseguido. Al comisario esa actitud no le preocupaba; por el contrario, condujo la investigación por los cauces que a él le convenían. Argel, encantada de acallar unos rumores que iban adquiriendo proporciones desmesuradas, dio por buenas las declaraciones del policía y el caso quedó cerrado tras una llamada telefónica.
—¿No le parece que se trata de una versión demasiado simplista?
—No estoy de acuerdo, comisario. En este país todo se decide por una cabezonada o una llamada, tanto los grandes proyectos como las purgas. Yo misma he tenido acceso a unos expedientes tan inverosímiles que resultan hilarantes. Y eso que eran tan oficiales como mi documento de identidad. Algo me dice que SNP no se ha cruzado en el camino de Hach Thobane por casualidad. Tampoco se ha inventado nada Ramdane Cheij. Estuve en el ayuntamiento de Sidi Ba, dos días después de hablar con él, y busqué a Belkacem Talbi en el registro municipal. Lo encontré. Nacido el 27 de octubre de 1950, dado por desaparecido en 1962, con el resto de su familia: su padre, su madre, sus cuatro hermanos y su hermana.
—¿Y qué tiene que ver Hach Thobane en esto?
Frena y aparca el coche a un lado de la carretera y se detiene junto a un árbol. Mira durante un largo rato un morabito en lo alto de una colina. Se lo piensa durante un rato, apaga el motor y me mira de frente.
—Comisario, si no estuviera convencida de haber dado con algo gordo, ya lo habría dejado. No soy de las que se ahogan en un vaso de agua. Soy perfectamente consciente de las repercusiones que puede tener un asunto como éste; nadie queda impune tras meterse con un zaím, por lo que no me puedo permitir meter la pata. Pero confío en usted. Le mentiría si le dijera que no he husmeado en su expediente. Éste es un caso hecho a su medida. Ahora bien, no tengo la intención de encarrilarle a usted para que luego me deje en la estacada. Este asunto me pone a tope. Si se apunta, no me pienso despegar de usted. Le proporcionaré toda la información de que dispongo. Y usted no me ocultará ningún detalle susceptible de consolidar mi trabajo de historiadora y periodista. ¿Presta usted juramento ahora o necesita varios días para pensárselo?
—A Lino no le haría gracia que perdiera el tiempo.
Me tiende una mano rosácea:
—Ya me quedo tranquila, comisario, y también encantada.
—Sí, pero sigue sin contestar a mi pregunta.
Hunde su mirada hasta el fondo de la mía, como si intentara descubrir en mí alguna intención oculta. No me inmuto. Asiente con la cabeza y dice:
—Hach Thobane fue jefe militar de la comarca de Sidi Ba durante la guerra de liberación. Se cuenta que las hizo pasar moradas a las poblaciones civiles y a los harkis?. Me juego la cabeza a que SNP no atentó contra su vida por casualidad. El modo en que ha hecho que lo eliminaran me ha dejado atónita. Aquí hay gato encerrado, comisario, y no me baso sólo en mi olfato de periodista de investigación. Quizá deberíamos darnos una vuelta por Sidi Ba y empezar a barrer para dentro. Me han dado algunas direcciones, y ahora nos toca a nosotros ver adónde nos llevan.
—¿Y se puede saber quién se oculta tras ese plural?
Me ofrece su mejor sonrisa, vuelve a arrancar, mete la primera y me susurra:
—Gente creíble e íntegra, que prefiere conservar el anonimato para que la verdad tenga un máximo de posibilidades de salir adelante. Confío tanto en ellos como en usted, y usted también debe creer en mí.
Capítulo 16
La señal que indica el pueblo ha sido modificada. Alguien ha tachado la palabra welcome y la ha sustituido por «wilkum5 en Sidi Ba», una localidad que se ha convertido en pocos años en un enorme y deforme burgo encajonado entre montañas picudas, entre Argel y Medea.
Para llegar hasta allí hay que sortear un millar de curvas peligrosas, subir cientos de colinas, cada cual más retorcida, y soltar un taco cada cinco segundos por los baches que tienen minada la carretera, cargándose los amortiguadores de nuestro vehículo y el cartílago de nuestras vértebras. Lo peor es que, al final, uno constata personalmente que el paseo no merecía la pena. Sidi Ba es el típico lugar que le quita a uno las ganas de viajar. Un pueblo feo y tonto donde, nada más llegar, sólo se piensa en el momento de salir pitando.
He visto un montón de estupideces en mi vida, pero la que encarna Sidi Ba se merece una mención especial: demuestra que, tras haber alcanzado un punto álgido de genialidad, la humanidad se ve falta de imaginación y está rehaciendo, con el mismo entusiasmo que los primeros trogloditas, la aventura humana en sentido inverso, es decir, el retorno a la Edad de Piedra. Pero en Sidi Ba, la inauguración de la era del declive se ha prolongado en una anarquía urbanística que sobrepasa al entendimiento. Unos edificios hechos a patadas y a la carrera para reabsorber una demografía galopante, cuya construcción ha movilizado a todos los crápulas locales, estimulada por una administración fundamentalmente canalla, que se ha pringado hasta el alma en unos chanchullos que no se le habrían ocurrido ni al diablo. Empresas fantasmas creadas de la noche a la mañana, al amparo de predadores municipales secundados por arquitectos de dudosa titulación. Y apártate, que ahora me toca a mí ponerme las botas.
Al abrir la ventana de la habitación del hotel se me viene encima un torrente de disonancias, y luego el espectáculo traumatizante de un espacioso gueto de leprosas calzadas, tiñosas aceras y repelentes callejuelas cuyo enmarañado desorden produce mareo. No hay un palmo de espacio verde ni un edificio razonable; sólo casas rudimentarias, empalizadas combadas y cuchitriles superpuestos que se saltan todas las reglas de la albañilería. En medio del caos de cemento, un hormiguero tentacular fluye por todas partes, exacerbando la demencial agitación de las carretas y los coches.
—No se me ocurriría escribir aquí mi próximo libro —comento.
—¿Es usted escritor, señor Llob?
—No me diga que no lo sabía.
—Pues no lo sabía. ¿Qué escribe usted?
—Novelas policiacas.
—No es lo mío, pero haré una excepción por tratarse de usted.
—Muy amable, señora.
Soria se acerca a la ventana y contempla el bullicio de la plaza.
—Lo siento, es el único hotel de la ciudad.
—Y suerte que haya uno.
Cierro la ventana.
Es una habitación exigua, con las paredes tapizadas con un papel descolorido, sin mantas ni cortinas. Una cama pensada para alguien en huelga de hambre, con un colchón podrido y, encima, unas sábanas dobladas de dudoso color. Enfrente, un armario metálico junto a una mesa mutilada y un lavabo espantoso.
—Esperemos que haya agua corriente.
Soria esboza un gesto de apuro. Llegó la víspera para reservar las habitaciones y preparar el terreno y se siente culpable por no haberme encontrado nada mejor.
—No es grave —la tranquilizo—, he traído unos guijarros para mis abluciones.
—Hay unos baños a dos pasos de aquí.
—Me alegra saberlo. ¿Y qué tal su suite imperial?
—Más de lo mismo, salvo que la ventana da a una carpintería con mucha actividad.
—¿En qué piso?
—En este mismo. Es la habitación de al lado.
Enciendo un pitillo y le digo:
—Es usted muy imprudente. ¿No sabía que soy sonámbulo?
—Y yo padezco insomnio.
No sé cómo tomarme la réplica. La mirada franca de Soria tampoco me ayuda. No insisto.
—¿Tengo derecho a echar una cabezada?
—Por supuesto, señor Llob. Le dejo descansar. Ha sido un viaje duro, y lo que nos espera tampoco es moco de pavo.
Me saluda con la mano y se eclipsa.
La primera dirección nos propone una escala en el barrio viejo de Sidi Ba. No pueden pasar los coches, así que vamos a pie. De entrada, el populacho no está acostumbrado a los contoneos de las señoras que llevan las nalgas enfundadas en pantalones estrechos. Los chavales dejan de jugar, maravillados. Algunos nos toman por turistas occidentales, se encogen de hombros y siguen a lo suyo; otros, menos emancipados, se apartan de nuestro camino para evitar los sortilegios que ven gravitar en torno a nuestras sombras con cuernos. Asoman por las ventanas y puertas, por encima de los hombros, algunas cabezas escandalizadas. La agitación se va atenuando a medida que nos acercamos a una tienducha y desaparece del todo cuando la mayoría de las miradas converge hacia los ancianos sentados en la terraza de un café. Éstos, muy serios con sus turbantes, apartan la vista a nuestro paso y escupen al suelo uno tras otro.
Soria es consciente del desconcierto que va provocando a su paso. Ya no se mueve con la misma soltura, pero es demasiado tarde para echarse atrás.
Se oculta tras sus gafas.
Un mecánico está destripando la carcasa oxidada de un coche. Doblado bajo el capó, echa pestes contra una pieza calcificada que se niega a ceder. No deja de menear su culo gordo, exasperado por la tenacidad de tan recalcitrante pieza. Me llevo la mano a la boca y toso. Se yergue con rapidez y se golpea en la cabeza con el borde del capó. La sorpresa de encontrarse frente a frente con una mujer de la ciudad hace que el dolor se le pase de inmediato.
—¿Ya no venden hidjab? en su tierra? —me reprocha dando significativamente la espalda a Soria.
—¿Aquí viven los Omari?
—Sí. ¿Qué quieren de ellos, son ustedes de los impuestos?
—Venimos de Argel, quisiéramos hablar con Hamu, Hamu Omari.
Arquea las cejas, se limpia las manos llenas de grasa con un trapo que lleva colgado del bolsillo trasero de su mono de trabajo.
—¿Es usted médium? —me pregunta.
—No necesariamente.
Me tritura con su mirada torva. Se limpia la nariz con la manga y refunfuña:
—Mi padre murió hace tres años.
Dicho lo cual, vuelve a meter su cuerpo bajo el capó y sigue ensañándose con la pieza del motor.
—Ya ve por qué es tan difícil para una mujer llevar a cabo una investigación —suspira Soria una vez de regreso al hotel—. Aquí solamente se habla a los hombres y entre hombres. Ayer, ningún figón aceptó servirme. No se admiten mujeres en lugares públicos, aunque vayan acompañadas. El propio recepcionista tuvo que ir a buscarme algo de comer.
Extenuado, me guardo mis comentarios. Los pies me arden dentro de los zapatos. Hemos estado caminando toda la tarde para nada. Hamu Omari murió, y también Hach Ghauti. El tercer testigo se ha mudado y el cuarto, un tal Rabah Alí, está de viaje en Medea y no regresará hasta finales de semana.
—Sus fuentes deberían ponerse un poco al día —le digo con cierta amargura.
—Hace mucho que no vienen por Sidi Ba.
—Muy listos.
Me derrumbo sobre la cama y me quito los zapatos.
Soria reflexiona en la entrada de la habitación.
—¿Está pensando que no debimos venir?
—Debimos haberlo discutido antes.
Cruza los brazos sobre su abundante pechuga y echa la cabeza hacia atrás con un gesto seco de la nuca. Es muy hermosa. Tiene unos ojos espléndidos.
—¿Qué hacemos? —me pregunta, melindrosa.
—Aquí estamos y aquí nos quedamos. No regresaré a Argel con las manos vacías.
Asiente y esboza un paso de baile sobre la punta de sus pies.
—Bueno —dice—. Estoy en mi habitación. Si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.
Al día siguiente, regreso solo al barrio viejo. La experiencia de la víspera se me ha quedado atragantada. Soria no ha protestado. Su presencia junto a mí reduce nuestras posibilidades de avanzar, y lo sabe. En Sidi Ba las mentalidades necesitan experimentar unos cuantos cataclismos antes de empezar a evolucionar. Aquí, cuando se habla de una mujer, se dice «con perdón».
El antiguo guerrillero, cuyo seudónimo era En-Nems, me recibe muy solícito en su taller. Cuando comprende que sus batallitas pueden entusiasmarme, despide a sus dos empleados, cierra la puerta y corre las cortinas para tenerme para él solo. Es un tejedor consumido, casi viejo, con unas gafas de culo de botella. Tiene el rostro demacrado y surcado por unas arrugas muy profundas, pero su dentadura, asombrosamente blanca, aguanta el tirón. Como todos aquellos a los que se presta atención tras haber sido ignorados durante tiempo, adopta una actitud tan solemne como exagerada.
Mantiene la cara muy alta y afecta dignidad.
—Si es para una película, estoy de acuerdo. Si es para un libro, no me interesa —me dice de entrada.
—El cine se inspira mucho en los libros —le digo para engatusarlo.
—Por aquí no. Además, tampoco me entusiasma demasiado el cine. No hay cines en Sidi Ba. El más cercano se encuentra a ochenta kilómetros. Así y todo, no echan más que bodrios. A mí, lo que me va es la tele. Todo el mundo tiene tele...
Se mete dos dedos en la boca y se ajusta la dentadura postiza.
—Jamás olvidaré la película El Superviviente de Jenien Burezg —argumenta—. Eso sí que es un documental. Al valiente muyahid lo detiene el ejército francés, y tras darle una paliza se lo llevan a un vertedero para pegarle un tiro en la cabeza. La administración lo da por muerto y los hermanos lo inscriben en el registro de los mártires. Quince años después, el que se salvó por milagro cuenta su historia a millones de telespectadores asombrados. Se convirtió en objeto de culto en una noche... Si es para un documental televisivo con una audiencia así, estoy de acuerdo, y empezamos ahora mismo. Si es para un libro, no me interesa.
—Todo dependerá del testimonio que me vaya a proponer.
Hincha el pecho como un gallo y describe un gran círculo con el brazo:
—No encontrará a nadie mejor en cientos de kilómetros a la redonda. Fui el colaborador más cercano del comandante El Zurdo. El Zurdo no se andaba con chiquitas, una leyenda viva, una epopeya. Toda Francia temblaba al oír su nombre. ¡Joder! Cuando aparecía por alguna parte, con su máuser en bandolera, es que iba a haber follón. Era un auténtico torbellino atacando a las tropas enemigas. Antes de pegar un solo tiro ya habían salido pitando los paracas para cruzar el Mediterráneo a nado y refugiarse bajo las faldas de sus madres... Yo ingresé en el ELN en el 55. Casi a la vez que El Zurdo. Él me reclutó. No me hice de rogar. Sabía que con gente como él no había más remedio que ganar. Por entonces, no éramos más de quince los guerrilleros de Sidi Ba. Y ni siquiera había armas para todos. Cuando bajábamos a las aldeas para aprovisionarnos, envolvíamos pequeños troncos de árboles en lonas para que la gente se creyera que eran bazucas. El engaño funcionaba siempre y se alistaban más voluntarios. Yo llevaba una pistola en la cintura sin una bala dentro. Pero así y todo, iba a buscar bronca con los colonos. No temía a nadie ni retrocedía ante nada. Sólo tras la emboscada de 1956, en que nos cargamos a una veintena de soldados franceses, pudimos hacernos con un equipo adecuado...
Se lanza en una epopeya diarreica. Historietas así, tan rocambolescas como incomprobables, se cuentan a montones, y de todos los colores; sólo hay que tener ganas de escucharlas. La parafernalia propagandística en vigor alienta su proliferación y exhorta a todos esos ruines oficialistas a inventárselas en cantidades industriales para garantizar la supervivencia de la legitimidad histórica.
No me parece oportuno dejar que la entrevista se disuelva en estériles elucubraciones y voy al grano:
—A mí lo que me interesa es lo que ocurrió tras el 5 de julio de 1962, señor En-Nems.
Se sobresalta, incrédulo, ofendido por mi falta de interés por la etapa fundacional no sólo de la nación argelina sino también, y sobre todo, del concepto de libertad en los pueblos oprimidos de África y de todas partes.
—¿Qué? Señor mío, tras el 5 de julio no hay nada. La revolución se detuvo en esa fecha. Prueba de ello es que desde entonces vamos hacia atrás.
—¿Conoció usted a un tal Talbi?
Se queda de piedra y la cara se le convierte en máscara mortuoria.
—¿Qué Talbi? —me grita con la voz descascarillada.
—Vivió en Sidi Ba hasta agosto del 62. Luego se le dio por desaparecido, junto con su familia.
En-Nems deglute y se pone lívido. En el silencio del taller, su respiración semeja el silbido de una caldera.
Apunta la puerta con el dedo y aúlla.
—¡Váyase de aquí!
Mi pregunta sobre los Talbi provoca las mismas reacciones con otros testigos. Empiezan entusiasmados ante la idea de sacar a relucir sus hazañas bélicas y se les muda el semblante cuando pronuncio el nombre de Talbi; como si hubiera destrozado de una patada su castillo de arena. Uno me pidió que no volviera a poner los pies en su casa, otro me juró que me destrozaría la cabeza con su pico si volvía a repetir el nombre de «ese asqueroso cerdo traidor».
De regreso a mi hotel, encuentro a Soria liada con sus notas y sus informes. Debía verse con una muyahida, que se echó atrás cuando oyó pronunciar el nombre de los Talbi.
—No hemos adelantado un paso en tres días.
—Al menos hemos levantado la liebre —me replica.
—Admiro su optimismo, pero no veo liebre por ninguna parte.
—Yo sí. Al menos sabemos que los Talbi molestan a mucha gente.
Al atardecer me anuncian una visita en recepción. Pido a Soria que me espere en su habitación y bajo las escaleras al galope.
Con unos cincuenta años y el pelo de color sal y pimienta recogido sobre la frente, el visitante que me espera en el salón no parece estar de humor. Tiene buena pinta, trajeado y encorbatado, los zapatos le relucen como si fueran botas de oficial. Un bigote fino subraya su mirada, que es dulce y franca a pesar del acento circunflejo de sus cejas.
Se levanta con rapidez cuando observa que el recepcionista me manda hacia él.
—Soy Rabah Alí —se presenta con voz torturada—. Mis hijos me han dicho que me andaban buscando. Espero que no sea nada grave.
Su manera de colgarse de mis labios desvela la angustia que lo consume desde que sus hijos le han dicho que he preguntado por él. Apuesto que, nada más regresar, ha venido directamente al hotel para saber de qué va el tema. Debe de ser uno de esos seres atormentados, siempre en alerta como un animal acosado, un maniaco-depresivo de los que tanto abundan en este país.
Al darme la mano, le tiemblan los dedos, sudorosos y ateridos.
—No es ninguna urgencia —me apresuro a tranquilizarlo—. No trabajamos ni para la justicia ni para el fisco. Mi colega y yo recogemos testimonios de antiguos muyahidin para un estudio histórico.
Se relaja. De inmediato, se le vuelve a colocar la nuez en su sitio y recobra cierto color.
—Creí que no volvería hasta el fin de semana, señor Alí.
—Mi viaje de negocios no ha salido del todo bien.
Vuelve a enredarse, un rosario de tics le arrasa un pómulo. Respira con fuerza para recuperarse, molesto por la agudeza de mi mirada.
—Lo siento —farfulla—, resulta ridículo perder los nervios sin motivo, pero actualmente paso por una mala racha y ando falto de energías.
—No es usted el único en estresarse por cualquier cosa, señor Alí. En este país, nadie está realmente tranquilo, ni en la calle ni en su conciencia.
Asiente a la vez que se muerde el labio, me mira de frente durante unos segundos, como esperando y viéndolas venir.
—Nos han dicho que es usted un hombre de palabra, por eso le pedimos su ayuda.
—No hay que creerse todo lo que cuentan, ¿señor...?
—Llob, Brahim Llob.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Llob?
—Lo que pueda.
Con gesto aún febril, saca un pañuelo y se seca la frente.
—Eso no significa gran cosa.
Le pido que se siente en el destripado sofá. Acepta de buen grado pero echa una ojeada a su reloj.
—No tardaré mucho, señor Alí.
—Le escucho.
—Se trata de lo que ocurrió aquí entre julio y agosto de 1962.
Medita un momento mientras se mordisquea una uña. Mi interés por esa época no lo altera para nada. Sólo se siente incómodo. Vuelve a mirarme de frente.
—Me temo que no le voy a poder ser de mucha utilidad, ¿señor...?
—Llob —repito—, Brahim Llob.
—No le oculto que el tema me desagrada. Personalmente, no tengo cargo de conciencia. Hice la guerra desde el principio hasta el final, sin excesos y sin trampas. Yo también he visto cosas tremendas. Pero no me apetece remover el cuchillo en la herida, señor Llob. Aquí la gente carga con secuelas irreversibles. Todavía hoy, el eco de esos dramáticos acontecimientos reaviva a veces algunos rencores y la sangre vuelve a correr. Tengo fama de ser una persona tranquila. En realidad, no tengo fuerzas para asumirlo. Quizá sea cobardía. En mi opinión, es sobriedad. Hay actitudes que, aunque puedan sorprender a los demás, sosiegan a quienes las adoptan.
Se levanta.
—Siento decepcionarle, señor Llob.
—Respeto su punto de vista. Pero tenemos un problema. No tenemos intención de exhumar a los muertos ni de reabrir cicatrices. Nuestro trabajo es muy importante, créame.
—No lo dudo.
Me tiende la mano para despedirse. La agarro sin soltarla. Rabah Alí intenta zafarse pero no lo consigue.
—¿Puede, al menos, indicarnos a gente susceptible de sernos útiles en nuestras pesquisas?
Sigue intentando zafarse sin conseguirlo.
Me dice:
—Hay un montón de supervivientes locos por ponerse delante de un micro y dar el espectáculo. ¿Cuántos de ellos son sinceros? Con que lo pida una vez, le lloverán a espuertas testimonios sobre la lucha y el honor. Quizá nuestra desgracia provenga de lo orgullosos que estamos de ello. Por eso he decidido pasar página para siempre.
Nuestras miradas se enfrentan; él se rinde primero.
—Si me promete no mencionarme, conozco a alguien que sigue pagando el pato. Vive en el bosque.
—El bosque es muy grande, señor Alí —le digo apretando aún más la mano.
—Cuando llegue a la primera bifurcación, tome a la derecha, tras pasar el puente romano por la salida norte de Sidi Ba. Siga la pista hasta el final. Unos siete u ocho kilómetros. Es una granja, más exactamente un gran hangar donde se crían pollos.
—¿Hay alguien en la granja?
—Se llama Yelul Labras. No tiene pérdida. Es un hombre correcto, además de muy buena persona.
—¿Piensa usted que tiene cosas interesantes que contar?
La nuez le sube y baja por el cuello.
—Así es, señor Llob.
Aflojo la mano; él recupera la suya, se da la vuelta para irse, se arrepiente, vuelve hacia mí e insiste:
—No le diga usted que va de mi parte.
—Prometido y jurado.
El Lada de Soria se bambolea por la pista, se adentra en un bosque joven y zigzaguea entre obstáculos durante kilómetros hasta alcanzar, mal que bien, una carretera con baches. Dominamos un valle absolutamente impresionante. A lo lejos, un embalse relumbra bajo el sol. Algunos rebaños de corderos pastan en los prados verdes y un jinete galopa a todo tren en pos de sus arrebatos.
Soria baja la ventanilla y se deja desmelenar por el viento. Sus gafas de sol caen con gracia sobre su perfil y se le ensancha la sonrisa ante tanto talento paisajístico.
Subimos por varias colinas y acabamos llegando a una granja perdida en el fondo del bosque. Un individuo fortachón, vestido con mono de trabajo, anda atareado en el corral, con las piernas enfundadas en unas botas de caucho. Está echando de comer a un tropel de pollos.
Se detiene al oírnos llegar. Como nuestro coche no le resulta familiar, sigue repartiendo puñados de granos.
Soria aparca bajo un árbol y me espera en el coche.
Me acerco al corral con las manos en los bolsillos.
—¡Salam! —suelto.
—Buenos días —me dice el granjero.
Bastante alto, con la barba recortada, aparenta unos sesenta años bien llevados. Las estrías blancas que surcan sus sienes y su barbilla no parecen indisponerle. Es rápido de gestos y tiene un rostro saludable.
—Buenos pollos.
—Gracias... Y eso que el veterinario decía que se me iban a morir todos.
—Sería un charlatán.
—Yo no diría tanto.
Ahuyenta con una finta a un gallo demasiado goloso y suelta una nube de mijo sobre un pelotón de polluelos enternecedores en su pugnacidad.
—¿Es para una entrega? —se informa.
—No especialmente. Mi colega y yo estamos de paso por la comarca. Hacemos un trabajo de investigación para la universidad.
—¿Arqueólogos?
—Historiadores.
Levanta el pulgar:
—¡Bravo! Por aquí pasan cada vez menos intelectuales. Me agrada constatar que la ilusoria cultura de relumbrón no ha cegado a todo el mundo.
—En la vida hay asuntos más serios.
Asiente antes de destripar otro saco de mijo.
—¿Vive usted por aquí? —le pregunto.
—Nací aquí. ¿Se puede saber qué anda buscando?
—Mi colega y yo estamos investigando unos acontecimientos que tuvieron lugar en estas montañas justo después de la independencia.
—¿Han llegado hasta aquí por casualidad o los han orientado?
—Ambas cosas. Vamos prácticamente de puerta en puerta. Algunos testigos nos interesan. Otros menos. Alguien nos aconsejó que fuéramos a verle.
—¿Tiene nombre?
—No nos quedamos con él. ¿Le importaría dedicarnos parte de su tiempo?
Echa una ojeada a Soria, que acaba de salir del coche, me mira durante un momento y, como nuestras caras no le crean desconfianza, sonríe:
—Si no les importa esperar hasta que haya dado de comer a mis pollos, lo haré con mucho gusto. Bajo este eucalipto hay una mesa baja con dátiles y un tazón de leche cuajada. Sírvanse mientras tanto.
—Es usted muy amable, señor.
Soria me acompaña hasta el eucalipto. Contemplamos la llanura y las ondulaciones boscosas que la circundan. El azul del cielo es sencillamente sublime. Me recuerda mis años de niñez, en Ighider, cuando, con la chechia? sobre la cabeza y la gandura?? descosida, me zafaba de la vigilancia de mi madre y subía a lo más alto de la colina. Me gustaba gandulear sobre la Roca Grande, con un dedo metido en la nariz y las piernas colgando en el vacío, y quedarme allí hasta el anochecer, contemplando el mágico rompecabezas de los cultivos y viendo regresar a los pastores tras sus rebaños ahítos. Cuando el endeble Arezki Naít Wali6 —que un día se convertiría en ilustre pintor— se reunía conmigo en mi torre, me veía entusiasmarme con el menor murmullo entre los matorrales, el menor gorjeo que trajera la brisa. A veces, me plantaba sobre mis pantorrillas de escalador impenitente, colocaba las manos delante de la boca a modo de embudo y pegaba grandes gritos por encima del valle, que rebotaban a lo lejos imitándose a sí mismos, en una especie de ballet surrealista. Arezki no hacía caso del eco. Su mirada iba tras las luces y sombras de los bosquecillos, las pintaba en su cabeza y soñaba con cuadros más intensos que el hambre que le retorcía las entrañas. Éramos pequeños y pobres, pero teníamos ojos para ver y para imaginar reinos resplandecientes que sólo nosotros conocíamos; dos chavales deslumbrados, uno poeta en cierne y el otro artista incipiente, y aunque tampoco nos pasáramos la vida juntos, que otras cosas había que hacer, compartíamos el mismo amor por los cerros que se alineaban como eslabones hasta el horizonte, por los huertos que se extendían hasta perderse de vista, los almendros nevados, los taciturnos olivos, el campanilleo de las cabras, el río que culebreaba por entre las escotaduras de las colinas y la hierática montaña que cuidaba de la tribu.
Eso de pensar que el propio país es el más bonito del mundo está muy bien, pero no quiere decir que se lo merezca.
El granjero se reúne con nosotros y se limpia las manos en sus muslos.
—¿No es suntuoso? —exclama—. La naturaleza tiene carácter; son los hombres quienes la desfiguran para que se parezca a ellos. Miren el pueblo de allá abajo. Parece un manchurrón sobre una alfombra voladora. Jamás se me ocurriría vivir en un revolcadero así. Aquí tengo un trabajo sano, aire puro y paz. No tengo vecinos, y por tanto ni alboroto ni litigios. Y por la noche, cuando me tumbo en mi cama, a veces oigo cómo el planeta da vueltas.
—Es usted un poeta, señor Labras —le dice Soria.
—Sólo un hombre primitivo, señora. Me gusta comulgar con la naturaleza. Me siento en mi elemento y no tengo la sensación de esperar o echar de menos algo. Tuve la suerte de no ir al colegio y, ya metido en años, conocí a gente ilustrada que me enseñó a leer y a escribir. Aproveché para limitarme a lo esencial.
—¿No había colegio en su pueblo?
—Digamos que mi padre necesitaba a un pastor. No esperé que me obligara a ello. Me encantan los animales. Pero también siento pasión por los libros. Siendo de condición ermitaña, se han convertido en mis profetas.
—¿Vive usted solo?
—Estuve casado hace treinta años. Mi esposa murió muy joven. Fue muy duro y no me atreví a repetir... ¿Qué quieren saber exactamente?
Soria pasa detrás de mí para acercarse a él.
—Estamos trabajando en un estudio histórico —le dice—. Concretamente, en las derivas que ensangrentaron el país tras el 5 de julio de 1962.
Labras se retuerce la boca. Dolorosas evocaciones ensombrecen su mirada. Hunde la barbilla y, con la punta de su bota, desentierra una piedra oculta bajo la hierba.
—¿No les parece que es un tema muy conflictivo? Pocos son los que lo abordan sin sufrir represalias. Espero que sepan por dónde pisan.
—Ya va siendo hora de dar por cerrada esta guerra. La única manera de conseguirlo es mirarla cara a cara. El daño ya está hecho. Para conjurarlo, primero hay que reconocerlo. Tanto mi colega como yo estamos convencidos de ello. Tenemos un deber con respecto a la memoria y nada nos apartará de ese camino, ni anatemas ni hogueras.
El granjero levanta la cabeza. Los argumentos de Soria le producen destellos en la mirada.
—Parece usted sincera, señora —añade con tristeza—. Eso no es corriente hoy día.
—Quizá sea por lo que nos callamos.
—Puede ser... Algunos silencios resultan insoportables. Con el tiempo, uno intenta acostumbrarse, pero no basta con eso. A fuerza de mentir, se deja de ser uno mismo para convertirse en su propio desconocido.
Se agacha, recoge la piedra que ha desenterrado y la lanza lejos.
—¿Nunca ha pensado en largarse de aquí? —le pregunto para disipar un cierto malestar que su tristeza ha instalado entre nosotros.
—A veces lo pienso, pero me dura menos que un pitillo. No me veo lejos de estas montañas. Y sin embargo soy incapaz de decirles lo que me retiene aquí. Antes, esto era terrible; ahora, solamente aciago.
—Lo mismo pienso yo —le confieso.
Eso le estimula. Desentierra otra piedra, la sacude dentro de la mano y se pone de pie.
—Sin embargo, aquí se vivía muy bien antes. Sin duda, éramos míseros, pero no miserables, como ahora. Luego vino la guerra. Nadie se libró de ella. La instauración del alto el fuego alivió a todo el mundo. Desgraciadamente, la fiesta duró poco. Nada más empezar a largarse los franceses, volvieron a recrudecerse las atrocidades. Familias enteras fueron acosadas a todas horas del día y de la noche por sus supuestos libertadores. Los campesinos estaban desatados; quemaban las casas y los campos de los vencidos; las ejecuciones sumarias eran el pan de cada día, tras unas purgas inauditas. Todas las mañanas, antes de cortarles el cuello, hacían desfilar por las callejuelas a los «traidores», a quienes habían cercenado previamente la nariz y los labios en la plaza del pueblo. Jamás olvidaré esa carnicería de cientos de cuerpos que se descomponían en los huertos, esos pobres diablos caídos en manos de la vindicta popular, que los chiquillos lapidaban a la vez que les escupían encima, aquellas mujeres con sus críos huyendo por los montes, de donde jamás regresarían.
—¿Se refiere usted a la matanza de los harkis?
Se estremece ante mi pregunta.
Me mira de arriba abajo, horrorizado, como si acabara de conocerme.
—¿Qué es un harki? —pregunta indignado—. ¿Qué es exactamente? Vamos, dímelo tú. ¿Qué es un harki?
Viendo que no contesto, se estremece antes de proseguir:
—Es alguien que, por mala pata, eligió mal cuando todo le iba mal. Eso es un harki. El hazmerreír, y luego el chivo expiatorio de la Historia... Quien agarra al diablo por la cola ya no puede arrimar el ascua a su sardina, señor historiador. Acaba vendiendo su alma, o haciéndose patear. Es el fracaso total, la derrota, la ignorancia pura y dura. Salvo para algunos letrados y un puñado de nacionalistas iniciados, nuestro nacionalismo era puro esoterismo. ¿Qué éramos entonces? Unos franceses musulmanes tan doblegados por el yugo colonial que acabamos comiendo hierba junto con nuestros burros. Indígenas, eso éramos; unos pobres desgraciados harapientos y magullados, con las manos estriadas por las labores ingratas y con los calzones tan remendados que nos pesaban como bolas de cañón. Éramos espectros despavoridos cuyas esposas iban todos los viernes a encender velas al morabito local para apaciguar los sortilegios mientras sus mocosos pordioseaban hasta la extenuación a la sombra de todas las maldiciones. La gente se mataba para no morir de hambre y a menudo la muerte les tomaba la palabra. Algunos se hacían mozos de caballerizas, siervos, pastores o cazadores de moscas, otros se alistaban para servir al ejército ocupante, como espahí o como zuavo, no tanto para guerrear como para poder llenar de cuando en cuando la olla familiar. ¡Menudos tiempos aquellos! La gente se iba quedando tirada por el camino de su vida y nuestros críos caían como moscas. De verdad, ¿quiénes éramos? ¿Parientes pobres o indígenas, expropiados o abortos ilegítimos? Nuestras madres, para que no se nos encogieran las tripas, se inventaban una leyenda. Lo que sabíamos de nuestras tribus no iba más allá de nuestros cementerios. A nuestros tatarabuelos los hicieron picadillo en 1870 para mayor gloria de Francia; nuestros abuelos fueron gaseados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial para salvar a Francia; a nuestros padres se los cargaron en todos los frentes durante la Segunda por el honor de Francia. A modo de agradecimiento, los supervivientes fueron exterminados como ganado contaminado el 8 de mayo de 1945?, cuando el mundo entero, una vez librado del nazismo, coreaba por doquier: «¡Nunca más!». Para cualquier basurero o limpiabotas, para el campesino embrutecido y para el tendero de pueblo, Francia era la madre patria. Sin duda, las desigualdades clamaban al cielo, algo no cuadraba en medio de tanto eslogan y juramento, pero éramos demasiado pobres y estábamos demasiado embrutecidos por nuestras miserias para dar con la clave del asunto. La única referencia que teníamos era aquella foto amarillenta y cada día más encogida, torpemente clavada con una chincheta en la pared de adobe, que rememoraba la epopeya de tal o cual familiar ceñido en su uniforme francés, con un bigote tan grande como su orgullo y el pecho cubierto de medallas. Cuando estalló la revolución del primero de noviembre, pocos fueron los que se la tomaron en serio. Eso de alzarse contra su madre, para colmo una de las grandes potencias mundiales, sonaba a puro disparate. Y cuanto más arreciaba la guerrilla, menos se sabía de qué iba el tema. Por un lado, los campesinos extorsionaban cada vez más a los indecisos, y por otro, la pacificación manipulaba a los más indefensos. Todo estaba patas arriba y no había manera de que nadie se aclarara dentro de ese maldito barullo. Fue una guerra atroz, inmunda, absurda, y a nadie se le ocurría pensar que estaba en el lado malo.
—¿Cuál era el suyo? —le pregunto.
Mi pregunta lo deja cortado como si le hubiera dado un garrotazo. Como si una tormenta se hubiese declarado repentinamente y una chapa de plomo aplastara la cima donde nos encontramos. Soria se queda de piedra. Mira al granjero con la boca abierta. Éste, cuyo discurso le ha dejado exhausto, jadea como si acabara de echarse una carrera, pálido, con la boca seca y la mirada perdida.
—¿Por qué han venido a fastidiarme el día? —suspira.
Su pena es tan evidente que Soria opta por quitarse de en medio. Agacha la cabeza y se encamina hacia el coche.
Me percato de mi metedura de pata y de sus consecuencias.
Intento hacerme perdonar.
—Lo propio de una guerra es ser sucia, señor Labras.
No me oye. Tras mirar un buen rato hacia un cerro pelado al pie de la montaña, asiente con la cabeza y, sin fijarse en mí, vuelve con sus pollos, que se agitan al verlo acercarse.
Capítulo 17
—Señor Llob —me increpa Soria ya en el coche—, no le pido que sea diplomático, pero sí, al menos, mínimamente cortés.
—Se me ha escapado —le reconozco.
Sus ojos fulminan. Todas nuestras iniciativas han fracasado. Por una vez que nos topamos con alguien agradable y con ganas de cooperar, soy yo el que echa a perder la oportunidad.
Soria arremete contra los pedruscos de la carretera. Los baches espolean su descontento. Me grita:
—Estamos chapoteando en las salpicaduras de una formidable vomitona histórica, señor Llob. Y ésta nos concierne a todos. De acuerdo, es usted un antiguo guerrillero y no le resulta fácil contenerse frente a sus enemigos de entonces; pero hoy nuestra obligación es recordar atrocidades inimaginables y escuchar tanto a quienes las perpetraron como a quienes las padecieron. No se trata de perdonar o de condenar, sino de reconstruir los hechos para enterarnos de lo que no sabemos. Por mi parte, antes de meterme en esto, aparqué mis prejuicios para garantizarme una objetividad imprescindible en todo trabajo serio.
—Ya le he dicho que se me ha escapado —la vitupero, fuera de mí.
—¡No estoy sorda! —me dice a gritos, a la vez que da un violento volantazo.
El coche sale brutalmente despedido hacia un lado, tropieza con un matorral y chocamos el uno contra el otro. Paso el pie por encima de la palanca de cambios y piso con rabia el de Soria a la vez que el pedal del freno. El coche se queda clavado.
—¡Le prohíbo que me levante la voz! —le grito.
Me empuja, escandalizada por mi grosería.
—No soy su subordinada, comisario. Usted no tiene nada que prohibirme.
Nos miramos duramente a los ojos en medio de un silencio eléctrico. Las estridencias del campo chisporrotean en nuestras sienes en ebullición.
Cuando se despeja la polvareda en torno al coche, Soria se serena. Aparta el mechón que le ha caído sobre el ojo derecho y se relaja.
—Vale —se rinde—. Ambos estamos reventados. Intentemos comportarnos como adultos.
Asiento con un gruñido y me rindo a mi vez.
Un quinteto de señores patibularios acecha nuestra llegada desde el salón del hotel. Se levantan a una para interceptarnos. El más achaparrado, identificable como el cabecilla por su mandíbula saliente, se planta delante de mí y echa los labios hacia atrás para enseñarme su dentadura de oro.
—¿Señor Llob?
—¿Sí?
—¿Podemos hablar entre hombres?
Soria se aplica el cuento y ahueca el ala con gesto de desprecio. Cuando se ha perdido tras la escalera, el achaparrado me pide que lo acompañe al fondo del salón. Su guardia pretoriana cierra la marcha.
—¿A quién debo el honor?
—A las autoridades locales, señor Llob. Una localidad que está empezando a preguntarse a qué viene su presencia entre la población. Me llamo Jaled Frid, presidente de la asociación de antiguos muyahidin y de mutilados de la guerra de liberación. También soy comisario político, diputado y alcalde de Sidi Ba.
—O sea, que es usted todo un parlamento nacional. ¿Y quiénes son estos señores?
—Antiguos oficiales del ELN, miembros del Partido. Han querido acompañarme para enterarse de qué va esto. Nuestras fuentes de información dicen que usted y su ayudante están removiendo las aguas turbias para hacer subir el lodo. Eso no nos hace gracia porque, precisamente, nuestro empeño está en evitarlo. Nuestra comarca sufrió mucho en la guerra colonial y no estamos dispuestos a que vengan por aquí forasteros a abrir nuestros ataúdes para abuchear a nuestros muertos. No sé quién es usted. Ayer llamé a Argel, y también esta mañana, y no hay nadie capaz de decirnos lo que están ustedes tramando aquí, ni quién anda detrás de sus manejos. De entrada, le diré que sus ocupaciones aquí apestan a malevolencia, y no tenemos ganas de estar con las narices tapadas hasta que se larguen de aquí. Resumiendo, no son bienvenidos y sus sórdidas intenciones exacerban enormemente nuestra susceptibilidad.
Los demás pautan el discurso de su jefe con un asentimiento de cabeza que confiere a su seriedad teatral un toque grotesco.
—No veo por qué un trabajo de carácter histórico les tiene que indisponer.
—Usted puede llamar a esto como quiera, pero para nosotros es subversión. Estoy seguro de que no tiene ni idea de lo que está haciendo ni de sus consecuencias para usted si insiste. Por lo tanto, en nombre de la ciudadanía de Sidi Ba y de los miembros de la asociación que presido, le ruego que se largue de aquí y regrese a su tierra.
—¿Debo entender que me está amenazando?
—Usted sabrá.
Mira su reloj, se inspira del solemne silencio de sus acompañantes y decreta, en tono suficientemente claro para que no se preste a malentendido:
—Aquí no tenemos por tradición expulsar a los forasteros. No obstante, cuando se comportan con un descaro como el suyo, les concedemos, como mucho, una hora para que salgan pitando. Es la una menos ocho minutos de la tarde. Alguien volverá a pasar a las dos menos siete para asegurarse de que se han ido de verdad. No es necesario que paguen la cuenta del hotel. Ya me he hecho yo cargo.
No me da tiempo a contestar. El fulano se da la vuelta y se va, seguido por sus cuatro payasos.
Me quedo pensativo en medio del salón vacío.
Desde su mostrador, el recepcionista me observa de reojo. Ni una sola vez me mira de frente.
Hacia las dos, alguien llama a mi puerta. Se trata de un gorila repelente y brutal, con el hocico palpitante y brazos que le llegan a los tobillos. Es tan ancho que tapona el pasillo. Empieza por colocar sus manazas peludas sobre sus caderas, y sacar pecho, me mira de frente y, ladeando la boca, se mosquea:
—¿Sabes qué hora es, amigo?
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¿Seguro que estás bien de la olla? No irás a decirme que eres amnésico.
—¿Y tú, seguro que sabes dónde llamas?
—¿No eres Llob?
—Exacto.
—Entonces sé dónde llamo, señor mío. Además, jamás me equivoco. Son las dos y tú sigues dándole coba a las sábanas.
—¿A ti qué te importa?
—¿A mí qué me importa? ¿Tú estás seguro de que no estás loco, amigo? He venido a echarte de aquí.
Soria abre su puerta. El gorila la mira con espanto. Vuelve a dirigirse a mí y sigue con sus idioteces.
—¿Has liado tu petate, amigo?
Pido a Soria con un gesto de la cabeza que vuelva a meterse en su habitación y, tras empujar con un dedo la abultada panza del cretino, le señalo:
—Te has equivocado de circo.
Y le cierro la puerta.
Antes de que me haya dado la vuelta se oye un estruendo. El mono gigantón acaba de invadir con una coz mi integridad territorial. Acto seguido, me levanta y me aplasta contra la pared. Mis piernas bailotean en el aire.
—A mí nadie me deja plantado, amigo.
Me lanza a través de la habitación.
—¡Tu petate, y al galope!
Coge mi bolsa de aseo del lavabo y me la tira a la cara, abre el armario, agarra mi maleta y amontona mis cosas dentro. En ese momento nota algo metálico pegado a su nuca, se da la vuelta y se topa de frente con mi Beretta.
He visto camaleones cambiar de color, pero ignoraba que los gorilas también tuviesen esa facultad. A Kong se le ensanchan tanto las ventanas de la nariz que casi se le ven las larvas del cerebro. A todas luces, es la primera vez que se baja de su árbol y se tropieza con la civilización.
—El señor alcalde no me habló de pistola.
—Quizá también él ignore lo que es.
Retrocede hacia el pasillo con los brazos en alto.
—Tranquilo, amigo. Te advierto que esos chismes se disparan solos. ¿No te importa apartar un poco el cañón?
—De ti depende. Si prometes regresar a tu selva y no volver a salir de ella, me guardo la pipa y se acabó todo. En cambio, si vuelves por aquí a hacerme perder el tiempo, el señor alcalde ya no podrá premiarte con tu ración de plátanos.
Asiente con su cabezón y sale disparado escaleras abajo, más asustado que un forzudo de feria ante una avispa.
Soria me aplaude, apoyada en el marco de la puerta, con el pelo suelto hasta el nacimiento de las nalgas. Está tan orgullosa de mí que olvida abotonarse el camisón. Su pecho redondo y bello como una pera divina me deja turbado. Sin previo aviso, siento a la altura del ombligo un estremecimiento picudo cuyas ondas se van expandiendo por todo mi ser. Como no consigo apartar la mirada del pecaminoso esplendor medio oculto tras los encajes del escote, me apresuro a guardarme la pistola en la cintura para impedir que se me desborde la cosa.
Kong casi se desvanece cuando me ve entre el barullo de gente que se atropella en el vestíbulo de la alcaldía. Piensa que he ido allí para ajustarle las cuentas y huye por una salida de urgencia. Otro gorila intenta impedirme subir al piso. Le enseño mi placa. Afortunadamente, en las zonas rurales los polis aún gozan de cierto prestigio, y se deshace de inmediato en reverencias a la vez que me abre paso hasta una puerta acolchada. Una secretaria pintarrajeada deja de limarse las uñas y me echa una mirada golfa. Intuye que ando con prisas y me orienta con la barbilla por un pasillo, al final del cual me encuentro con una sala grande, de un lujo hortera, donde tres hombres berrean alrededor de una mesa atestada de teléfonos.
Los dos energúmenos que me dan la espalda hacen girar sus asientos y se ponen tiesos, pasmados ante mi intrusión. El más grueso cierra de golpe la tapa de un maletín lleno de billetes; el otro se limita a agazaparse tras sus grandes gafas de sol. No necesito una echadora de cartas para adivinar lo que está ocurriendo en el despacho del alcalde. Los dos mangantes apestan a chanchullo a kilómetros a la redonda. Los trajes idénticos, negros con rayas finas, la ridícula corbata de un amarillo espantoso y los zapatos acharolados delatan a los nuevos ricos del socialismo científico a la argelina, esto es, a esa cofradía de canallas visionarios que han conseguido convencer a los aparat-chiks de la necesidad de abusar de sus prerrogativas para erigir imperios financieros que nos permitan acceder al nuevo orden mundial mejor equipados y preparados.
—Podía usted haber esperado su turno, señor Llob —refunfuña el alcalde—. ¿No ve que estoy ocupado?
Los dos energúmenos olfatean el peligro. Recogen sus cosas y se largan. El alcalde, muy afectado por mi falta de tacto, se coge la barbilla con una mano y me mira con animosidad.
—No soporto a los descarados —me declara.
—Y yo no soporto que me atropellen. No debió mandarme a su gorila al hotel. Por su culpa no he podido echarme la siesta y no estoy de buenas.
—Ignoraba que estaba usted cumpliendo una misión. Normalmente, cuando es así pasan primero a verme a mí. Jamás lo han lamentado. Les pongo a su disposición mis recursos humanos y materiales y hago todo lo posible para que tengan una estancia agradable.
Se levanta, pasa por delante de la mesa y me agarra por la muñeca. En Argelia, esto es una actitud conciliadora. Cuando tu adversario te coge la muñeca y te lleva tras su estela, es que quiere enterrar el hacha de guerra, y a ti con ella.
—De haber sabido que es usted de la Muhafada?...
—Soy de la policía.
Frunce el ceño.
—¿De la policía? ¿Acaso se ha cometido un asesinato en mi ciudad sin que yo me haya enterado, inspector?
—Comisario.
Me ofrece una silla y me sirve un vaso de té.
—No le entiendo, comisario.
Le tiembla la mano.
El pitbull que antes amenazaba con comerme de un bocado en el salón del hotel se ha quedado sin colmillos. Opta por discutir.
—Estoy investigando los acontecimientos de julio-agosto de 1962.
—No veo qué tiene que ver eso con la policía.
—No es necesario, señor Jaled... ¿Operaba usted en la comarca durante la guerra?
—Por supuesto. Me uní al FLN al principio de la insurrección armada. Primero trabajé como enlace. Mi papel consistía en proporcionar ayuda y asistencia a nuestros comandos que estaban de paso por aquí. A veces los hospedaba y también hacía de guía. En 1956, un chivato me denunció. Me detuvieron, me torturaron y me echaron cinco años. Conseguí evadirme con un grupo de presos. En 1958 estuve en el maquis de Chréa, pedí que me volvieran a destinar por aquí y el comandante de zona me mandó a las montañas de Sidi Ba. Ejercí como secretario de compañía, bajo las órdenes del Zurdo. En 1959 mataron a nuestro jefe de batallón durante un encontronazo con los paracas franceses. El Zurdo lo sustituyó, pero permanecí en la compañía hasta el final de la guerra.
—¿Llegó a conocer a los...?
—¿Talbi?
Mi asombro le hace gracia. Me explica:
—Toda la ciudad está al corriente, comisario.
—¿Los conoció?
—¡Y tanto que los conocí! Por entonces, Sidi Ba era un pueblo muy pequeño. Todo el mundo se conocía. Éramos casi de la misma tribu. Los Talbi vivían en una casita cercana al puente romano. Era gente tranquila. El padre, Kadur, era tratante de ganado. El hijo, Ameur, que tenía aproximadamente mi edad, estudiaba en un colegio de la ciudad. No éramos amigos pero alguna vez que otra nos tomamos un café juntos. Cuando murió el padre durante una inundación, el hijo se encontró endeudado hasta las cejas. Los acreedores de su padre lo arruinaron. Xavier Lapaire, el colono que gestionaba la mayor plantación de la comarca, lo contrató como contable. Que yo sepa, Ameur no eligió su bando; no estaba ni contra la revolución ni a favor de la pacificación. Las purgas de 1962 no le afectaron. No recuerdo haber oído a ningún muyahid echarle en cara algo.
—¿Así que no era un harki?
—Que yo sepa, no.
—¿Entonces, por qué lo asesinaron junto con su familia?
—Le repito que no los molestaron. Aquí, la masacre de harkis se hizo a la carrera. En tres días y tres noches el asunto quedó resuelto. Cuando los soldados franceses se largaron, en las alturas de Sidi Ba, los harkis intentaron irse con ellos. Pero El Zurdo se había puesto de acuerdo con el teniente Barrot sobre lo que había que hacer. El oficial francés no debía llevarse consigo a ningún árabe. Nuestros muchachos registraron los vehículos de su unidad y se encontraron con un traidor. El Zurdo se enfadó y lo quemó vivo allí mismo. Ese mismo día se abrió la veda contra los felones. Al final de la tercera noche, sólo en el municipio de Sidi Ba cayeron ciento cincuenta y nueve. Los Talbi no estaban entre las víctimas.
—Los mataron a primeros de agosto.
—¿Quién le ha contado esa historieta, comisario? Mientras no se demuestre lo contrario, los Talbi están dados por desaparecidos. Jamás se supo de ellos, ni cadáveres ni nada.
—Nuestros testigos cuentan que unos tipos armados fueron a buscarlos por la noche y se los llevaron a alguna parte, de la que no regresaron.
—Puede ser, pero no para matarlos. No hubo más masacres. Cuando se cometió algún exceso, hubo órdenes expresas para que cesaran las expediciones de castigo contra las familias felonas. Además, los harkis detenidos posteriormente no fueron ejecutados, sino encerrados en las mazmorras de la república. Eso no excluye que algunas familias indeseables fueran obligadas a irse de aquí. Quizá les ocurriera eso a los Talbi. En mi opinión, se instalaron en otra parte, como otros miles de familias que se sentían amenazadas allá donde vivían.
—¿Qué se reprochaba exactamente a Ameur Talbi? Me ha dicho que no colaboró con el ejército francés.
—Quizá que fuera muy amigo de Xavier Lapaire, el colono. El Zurdo odiaba a los franceses, y mucho más a los árabes que se juntaban con ellos.
—Dicen que uno de los hijos de Talbi, Belkacem, que por entonces tenía unos doce años, consiguió zafarse de sus raptores aquella noche.
—Yo también lo he oído, pero no estoy seguro de que sea verdad, porque nadie volvió a ver al chaval.
—Sin embargo, es cierto. Yo he dado con su pista.
El alcalde se encoge de hombros.
—Bueno, ¿y eso qué cambia?
—Muchas versiones.
—Entonces, dígale que pase y no se hable más.
No me cree, o intenta hacerme creer que, como tiene la conciencia tranquila, este asunto ni le va ni le viene.
—En su opinión, señor Jaled, ¿por qué tuvo que huir el crío si sólo se trataba de una mudanza?
—Le confieso que no tengo respuesta para eso. Desde luego, si lo que se pretendía era que aquella familia se fuera de Sidi Ba, no había motivo para que el crío huyera. Tanto más teniendo en cuenta los horrores que se estaban cometiendo por la zona. Pero no se volvió a saber del niño y nada demuestra que esto no sea sino una divagación de enemigos de la revolución que intentan, como sea, sembrar el desconcierto y empañar las páginas de nuestra historia.
—Lo he encontrado.
—Antes que usted, otros lo pregonaron sin éxito. Se han dicho tantos disparates sobre este asunto que ya nadie se cree nada. En Sidi Ba estamos convencidos de que la historia del pequeño Belkacem Talbi es un invento de los descontentos para desprestigiar a Hach Thobane.
—¿Qué tiene que ver Hach Thobane?
—Hach Thobane es El Zurdo.
Saco mi cuadernillo y garabateo «Hach Thobane = El Zurdo». Sin duda, un gesto fantasioso, cuando no impropio de un madero que trabaja por instinto, pero al menos me permite ocultar mi estupefacción.
—¿Quién querría perjudicar a un héroe nacional?
—La revolución no sólo engendra valientes, comisario. Las luchas intestinas que han hecho tantos estragos en nuestras filas siguen vigentes hoy. Dentro de un mismo partido hay gente que se odia y que conspira. Se odia a los triunfadores. El Zurdo ha triunfado. Tiene una colección de envidiosos y de detractores. Intentan desmitificarlo, sacar a relucir su pasado, poner en duda su carisma. En Sidi Ba somos conscientes de ello y sufrimos por ello. En cierto modo, están atentando contra nuestro símbolo, ¿comprende? Hach Thobane es un señor. Es inmensamente generoso. Aquí, todo el mundo le debe la mayor parte de su bienestar. Gracias a él, este pueblucho ha salido de su marasmo económico. Nuestro aduar está a punto de convertirse en una ciudad, quizá en la capital de la provincia. Las malas lenguas denuncian nuestro regionalismo y nuestro nepotismo. Les parece que nuestro héroe es demasiado rico, demasiado ambicioso, demasiado asfixiante. Eso no es cierto. Hach Thobane es un hombre de bien, sensible y caritativo. Yo, personalmente, lo venero.
Me llevo a la boca el vaso de té, lo olisqueo y lo vuelvo a soltar sin probarlo. El alcalde acusa el golpe sin quejarse por el ultraje. Debo de caerle cada vez peor porque su bigote, que al principio tenía caído, empieza a erizársele.
Enciendo un cigarrillo y contemplo el hilo de humo que sube hacia el techo.
—¿De qué manera la historia de ese chico podría empañar la imagen de Hach Thobane, señor Jaled? —le suelto de sopetón—. ¿Hay alguna relación entre los Talbi y nuestro héroe?
Mis preguntas no lo desconciertan. Se sirve una taza de café para ganar tiempo y aprovecha para reflexionar. Dice:
—Como Hach Thobane el Zurdo fue responsable militar de la comarca durante la guerra, pretenden endosarle todas las meteduras de pata y todas las historias raras que ocurrieron. Ésa es la relación. Una vulgar sarta de mentiras. La guerra acabó, señor Llob. A lo hecho, pecho. Por lamentables que fueran algunos acontecimientos, ya no se puede hacer nada. Queremos pasar página y reconstruir el país. Lo demás, las fabulaciones y estúpidas insinuaciones, no deben desviarnos de nuestro camino. Le aseguro que él no tuvo nada que ver. Si está empeñado en comprobarlo por sí mismo, pues adelante. Pero ándese con cuidado, aquí las susceptibilidades están a flor de piel.
Al secarse la frente, el alcalde cae en la cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos por conservar la flema y por expresarse con moderación, el tembleque de su mano persiste. Se guarda el pañuelo y se levanta.
—¿Por qué no viene usted a cenar a mi casa esta noche, comisario? Hablaremos de todo esto con la cabeza más sentada. Tengo un montón de expedientes administrativos que resolver ahora mismo y este despacho está acabando con mi salud.
—Lo siento, pero tengo problemas de colesterol.
En el pasillo, los dos mangantes siguen esperando a que me vaya para volver junto al alcalde. El más gordo, cuya camisa apenas puede contener su panza, me lanza una sonrisa tan falsa como su cinturón Lacoste.
Me acerco a él y le digo al oído:
—Deberías ponerte unos calzoncillos en la cabeza.
Un hombre me espera delante del coche, en el aparcamiento municipal. Está mal vestido, sin afeitar y parece bastante borracho. Apenas me ve, se cuadra y se lleva la mano a la sien, en saludo muy reglamentario.
—¿Eres tú el que busca las cosquillas a la gente de Sidi Ba?
—Depende —le contesto abriendo la puerta.
El hombre echa el pulgar por encima de su hombro:
—Este alcalde es un hijo de puta de mucho cuidado. Se considera Dios y cree que todo el pueblo es suyo. Lo conocí cuando tenía veinte años. Es un destripaterrones, un blandengue y un fracasado. Va contando por ahí que estuvo en la cárcel por sus actividades revolucionarias. Es mentira. Jamás militó en el FLN. Ni siquiera sabía lo que era eso antes de la independencia. Era un cuatrero, un vulgar ladrón de ovejas, y nada más. Lo detuvo un granjero cuando intentaba colarse en su corral.
Arranco el motor.
El hombre me da un empujón y corta el contacto.
—No estoy hablando con una pared, ni soy un retrasado mental. ¿Te parece bien así? Yo hablo y tú escuchas. Con el tiempo que llevo esperando toparme con un tío de verdad, que no se acojona y que se mete en un campo minado sin protegerse los huevos ni ponerse chaleco antibalas, ¿no irás a decepcionarme, verdad?
Vuelvo a arrancar el motor. Se echa sobre el salpicadero y vuelve a cortar el contacto.
—No soy un chalado. ¿Acaso te he pedido dinero?
—¿Qué quieres?
—He oído decir por la ciudad que andas tras la verdad. Yo conozco una parte. No me vayas a tomar por un colgado. Es verdad que parezco un trapero, pero no siempre he sido así. Yo he tenido un puestazo y he llevado coches de lujo. Ya sabes cómo es la vida en las repúblicas abortadas. Un día te inciensan y otro te ahúman. Si he caído en desgracia, ha sido por mi integridad. La gente honrada tiene poco porvenir al lado de predadores y oportunistas. Éste es el motivo de mi decadencia, amigo. Me partieron en dos por ser recto. Como no he sido el único, no me contradigas. ¿Te sigue interesando esa asquerosidad de verdad?
Como titubeo, no sabiendo cómo tratarlo, se mete la mano bajo su viejo abrigo y se saca un paquete de papeles unidos por una goma.
—Aquí tienes mi documento de antiguo guerrillero. Estuve en las filas del ELN. Quizá se me haya cambiado la cara, pero sigo conservando mi nombre y mi filiación. Ésta es mi tarjeta de miembro del partido. Fui responsable político a nivel regional. Y éste es mi nombramiento cuando el propio rais me hizo subgobernador, en 1963...
Se va formando un corro a nuestro alrededor, primero unos chiquillos, a los que se van añadiendo unos curiosos, intrigados por las pantomimas de mi interlocutor, que, a juzgar por las risas y carcajadas que se empiezan a oír, no debe de tener buena prensa en el barrio. Kong se acerca a su vez, con un garrote en la mano, para dispersar a los entrometidos. No consigue que todos se asusten.
—Sube —digo al desconocido.
El hombre vuelve a guardarse sus papelotes y hace un corte de mangas al respetable antes de sentarse a mi lado.
—¡Cerdos! Tendrán noticias mías.
—¿Adónde vamos?
—Adonde quieras. De todos modos, paso de toda esta gente.
—¿A mi hotel?
—Por qué no.
El gentío no se aparta. Unos chavales, probablemente azuzados por los mayores, nos lanzan algunos proyectiles. Meto la marcha atrás y tomo una dirección prohibida, encuentro una salida y salgo disparado, huyendo de las vociferaciones que nos persiguen.
—No vaya a creerse que aquí no apreciamos a los forasteros —me dice mi pasajero—. Esa gente es incapaz de pensar nada por sí misma. Si alguien les cuenta algo feo sobre ti, te escupen de inmediato a la cara; si se les dice que eres un enviado del cielo, se te echan a los pies, ¿comprendes? Son veletas que funcionan con el viento. Cuando hay calma chicha, ni siquiera parecen seres de carne y hueso que respiran.
—¿Crees que les han calentado la cabeza contra mí?
—Aquí todo se manipula. Toda la ciudad sabe por qué estás aquí con tu chica. Cuentan que habéis venido a desacreditar la ciudad, que sois comunistas, ateos y enemigos de la revolución; que escribís guarradas y pretendéis arrastrar por el fango a nuestros héroes. Siempre la misma historieta cada vez que unos forasteros meten sus narices en nuestros trapos sucios. Entonces soliviantan a la muchedumbre y dejan que la ira actúe. Si ocurre una desgracia, no se puede castigar a la muchedumbre.
—¿Ya ha ocurrido?
—¿La desgracia? Ésta es su patria.
Soria se ha quitado el camisón. Ahora lleva una camisa granate de cuello Mao, abrochada hasta arriba. El pelo recogido en moño le despeja su frente ancha, y sus ojos sombreados de rímel brillan como si fueran joyas. Está todavía más guapa enfundada en un pantalón de terciopelo que destaca sus caderas de una forma impecable. Esta señora me impide concentrarme. Caigo en la cuenta de que llevo varias noches sin pensar en Mina. Me prometo no volver a meter a ninguna mujer en mi equipo.
—¿No te importa que se quede con nosotros? —pregunto a mi invitado—. Es colega mía y lo que vamos a hablar nos interesa tanto a ella como a mí.
—¿Por qué tendría que molestarme? No soy machista.
Se lo agradezco y le pido que se siente sobre mi cama. Soria se sienta sobre la única silla. Me apoyo contra la mesa.
—No se dejen intimidar por ese maricón de alcalde —nos aconseja el desaliñado—. Es un bocazas, con menos conocimientos que un burrero. Por supuesto, contando dinero supera a una calculadora electrónica, pero, aparte de eso, es incapaz de escribir un parte de servicio.
—Da la impresión de montárselo bien.
—Es muy listo. Sus frases se las aprende de los discursos oficiales y luego las suelta doctamente para parecer un letrado. Jamás ha pisado un colegio, se lo digo yo. Este alcalde es un analfabeto trilingüe y firma de cualquier manera documentos que es incapaz de leer. Lo conozco. Crecimos juntos en el mismo cobijo. Era un mocoso maloliente que llevaba los mismos harapos en verano y en invierno y que saqueaba todos los corrales en cincuenta kilómetros a la redonda. Era lo único que sabía hacer: robar rebaños que luego vendía en otra parte diez veces por debajo de su precio. A finales de 1961 salió de la cárcel. El 19 de marzo de 1962, como la independencia ya se olía, se alistó en las tropas del ELN como simple recluta. El muy cerdo vio que cambiaban las tornas y se adelantó. Le salió redondo.
—¿Participó en las matanzas de harkis?
—Sin duda. Esto fue una merendola, amigo. Todo el mundo se apuntó a la fiesta.
—¿Tú también?
—Yo no operaba en la comarca. Y tampoco esperé al 19 de marzo para tomar las armas. Fui uno de los escasos letrados que ingresaron en el maquis. Estudiaba en el liceo y prendí fuego a mi centro antes de ir a guerrear. En 1957, para que lo sepa. Me hirieron dos veces (se abre el abrigo con orgullo y se sube el jersey para enseñarme dos agujeros parduzcos en su pecho). En 1960 me nombraron adjunto del comandante de mi compañía en Melaab, en el Uarsenis. Regresé a Sidi Ba una semana después de las masacres. Pero estaba aquí cuando el asunto de los Talbi.
Soria se estremece de pies a cabeza.
—Me llamo Zubir, señora, Tarek Zubir. Es usted historiadora, ¿cierto? Al menos es lo que dicen en la ciudad.
—Es cierto.
—Quiero ayudarles. Hay que meter mano a esta gentuza. Son prevaricadores, seres inmundos, perros y lobos hambrientos. A pesar de toda la pasta que han amasado, siguen arrasando. Esta región era el granero del país en tiempos de los franceses. De aquí salía el cuarenta por ciento de la carne roja que se vendía en el norte de África. Por intentar salvarla, me destituyeron y me soltaron sus perros. Di la señal de alarma en 1970. Dije que esta región tenía una vocación pastoril. No se debía desnaturalizarla con fábricas. Redacté un informe que preparé junto con un formidable equipo de expertos. No hubo nada que hacer, Hach Thobane estaba empeñado en industrializar su terruño. Para él, eso significaba emancipación. Quería abolir el estatuto de pastor que le recordaba su antigua condición. Me opuse a sus proyectos. De un papirotazo, me mandó destituir y dio instrucciones para que se me amargara la vida. Por su culpa estoy tocando fondo hoy.
—¿Y si nos hablaras de los Talbi?
—A eso voy. No estaban únicamente los Talbi en este asunto. También estaban Kaíd Allal y su familia, que tenían tierras por toda la llanura y fueron asimismo dados por desaparecidos. Y los Bahass, que producían el mejor aceite de las Mesetas Altas: desaparecidos. Lo mismo que los Ghanem, que poseían varios miles de cabezas de ganado. En una sola noche, sin dejar huellas ni señales de vida. Como si se los hubiera tragado la tierra. La gente de aquí sospecha lo que ocurrió pero no se atreve a decirlo. Les da miedo pensarlo, recordarlo. Hubo otras desapariciones de ese tipo en los primeros años de la independencia. No gente con dinero, sino simples curiosos que intentaron averiguar lo que ocurrió aquella noche del 12 al 13 de agosto de 1962. No se volvió a saber de ellos. Yo no tengo miedo. Tampoco nada que perder. No tengo hijos, y mi mujer me dejó por un notable hace más de veinte años. No tengo una verdadera vida, ni ganas de prolongarla. Ojalá hubiese caído en el maquis. Esto ya no es vida. Por lo tanto, si hay que morir, más vale que sea por una buena causa. Con tal de hundir a Hach Thobane, que me corten el cuello ahora mismo. Es un criminal y un cabrón de altos vuelos. Me juego lo que sea a que su imperio financiero procede directamente de la purga nocturna de agosto de 1962.
—Lo que estás diciendo es muy grave.
—Esto no es nada al lado de lo que ha hecho.
—¿Lo has conocido personalmente?
—¡Y tanto!
—¿Piensas que está estrechamente vinculado a este asunto?
—Tan estrechamente como al diablo.
Esbozo una mueca evasiva.
—No se hace desaparecer a gente sólo para quedarse con sus bienes. Tiene que haber algo más; si no, la gente ya habría empezado a largar.
—Eran familias acomodadas y por eso se las cargaron.
—¿Porque se les tenía envidia?
—Porque querían quedarse con su fortuna. Una vez alcanzada la liberación, también había que buscarse la vida. Para seguir adelante, había que quedarse con lo de los demás, señor historiador. Los Thobane eran unos andrajosos. Antes de la guerra no tenían donde caerse muertos. El padre trabajaba como mozo de caballerizas en la granja de los Lapaire. Dicen que lo mató un caballo desbocado. Su hijo, Hach, era pastor con los Ghanem. Dos de sus hermanos murieron en Indochina, en el ejército francés. Hach heredó una miseria increíble. Lo recuerdo muy bien. Solía rondar los cuarteles para pillar latas de racionamiento. Para él, así empezó la guerra. Hizo amistad con soldados musulmanes y consiguió convencer a unos cuantos, con quienes organizó una emboscada contra un camión militar de aprovisionamiento. Un éxito total. Su primera hazaña, con siete soldados muertos como prima y el abastecimiento desviado al maquis. El Zurdo acababa de entrar en la leyenda por la puerta grande. Desde entonces, reinó de manera absolutista en toda la comarca, que, tras la guerra, convirtió en su sultanato particular. Se quedó con las tierras de Kaíd Allal, con los molinos de los Bahass y el ganado de los Ghanem, y a nadie le pareció desmesurado. ¿Acaso no era el salvador de Sidi Ba?
—¿Y cuál era la fortuna de los Talbi? —le pregunta Soria.
—Ése es el punto oscuro de este asunto, señora. Que yo sepa, los Talbi estaban arruinados. Eran más bien pobres. Es cierto que el padre trabajaba como contable para los Lapaire, pero no ganaba mucho. ¿Por qué fueron a por ellos la noche del 12 al 13 de agosto? Eso sigue siendo un misterio. Ningún viejo de aquí puede contestar a esa pregunta, pues Talbi no pertenecía a ningún bando. Tenía una esposa inválida e hijos enfermos, así que lo dejaban en paz. Pero quizá alguien pueda ayudarle. Un veterano asesino de la revolución, hoy borracho con dedicación exclusiva, un tal Rachid Debbah. Vive recluido en el bosque. Como está tieso y es alcohólico, si le sueltan algo puede que haga un esfuerzo y recupere la lucidez.
—¿Nos puedes llevar hasta donde vive?
—Por supuesto. Primero debería yo hablar con él. Es desconfiado y testarudo cuando decide no cooperar.
—Le pagaremos lo que pida —dice Soria.
Se levanta para irse.
—Si me prometen que van a seguir con esto hasta el final, iré ahora mismo a verlo. Así, mañana lo encontrarán despejado y en mi casa. Vivo a diez kilómetros de Sidi Ba, por la carretera de Medea. No tiene pérdida, mi casa se ve desde la carretera. Cuando pasen la gasolinera, a más o menos un kilómetro a su izquierda, verán un morabito. Más arriba se divisa una ruina al borde la pista. Mi casa está justo encima. No hay más casas por allí. Los estaré esperando con Rachid.
—¿A las nueve? —le propongo.
—Tan temprano, no. Rachid no se levanta antes de mediodía. Digamos a las dos de la tarde.
Le tiendo la mano, agradecido. No me tiende la suya.
—Nos daremos la mano cuando hayamos acabado con esa gentuza asquerosa, señor historiador. No antes. Quiero que esa carroña pague y que el país se libre para siempre de ellos. No piense que es por simple venganza. Quizá también haya algo de ello, pero no se trata sólo de ajustar cuentas. Quiero a este país. No tiene por qué creerme, eso a mí me da igual. Lo único que me importa es ayudarlos para que puedan llegar hasta el final. Porque si se echan atrás como gallinas, esto será el fin del mundo, para mí y para todos aquellos que piensan que sigue habiendo justicia en esta tierra.
—Es cierto que a veces me pringo en asuntos turbios, pero no soy un gallina.
—Lo comprendí cuando te vi salir de la alcaldía.
—Hasta mañana.
—Eso es, hasta mañana, historiador. No faltes.
Le acompaño.
Cuando regreso, me encuentro con Soria de pie junto a la ventana, con gesto de consternación. Contempla la efervescencia de la plaza, con los ojos medio cerrados y una extraña arruga en la frente. Sin darse la vuelta, me dice:
—¿Me puede dar un cigarrillo, señor Llob?
Capítulo 18
Efectivamente, la casa de Tarek Zubir se puede ver desde la carretera. Para llegar a ella, basta con tomar la pista que conduce al morabito cuya cúpula verde y blanca domina la colina. Nos adentramos por un sendero retorcido y seguimos una hilera de arbustos. Son las dos menos diez. El sol abrasa en la campiña. Conduce Soria, con la cara apergaminada. Se ha pasado la noche dando vueltas en su habitación y escribiendo interminables notas en sus cuadernos. Por la mañana seguía enfrascada en sus papeles, tan absorta que no me oyó llamar ni entrar. No es fácil saber lo que le pasa por el magín. No ha dicho gran cosa desde la víspera y ha perdido buena parte del entusiasmo, como si, de repente, esta historia empezara a hartarla. Por supuesto, intenta disimular, pero la sombra que vela su mirada no engaña.
En el patio de Tarek Zubir no se oye nada. Soria toca el claxon. No sale nadie. Esperamos un par de minutos, luego me apeo del coche y llamo a la puerta de madera carcomida. Escucho atentamente y no oigo nada del otro lado. Llamo al hombre; mi voz rebota contra las paredes de adobe y se apaga sin suscitar el menor interés. Abro el pestillo. Veo, por la puerta entreabierta, un trozo de patio interior y un perro tumbado en el suelo. No se mueve. Es normal, tiene la cabeza reventada. Soria se sobresalta cuando me ve desenvainar mi arma. Le ruego que no salga del coche y entro de puntillas en la casa. En la entrada, observo una mesilla volcada y un zapato abandonado. Sigo adelante, con la espalda pegada a la pared, al acecho del menor ruido. La ventana está abierta de par en par. Da a un mísero salón. El escaso mobiliario está patas arriba como si hubiera habido una pelea. Sigo avanzando, paso por encima de una banqueta apuntando hacia delante con mi Beretta y me meto en una habitación completamente revuelta. Levanto la cabeza y me lo encuentro. Tarek Zubir está colgado de una viga, con el cuerpo desnudo lleno de moratones y los brazos caídos. Tiene sangre ramificada por la barbilla y el pecho. Mira fijamente un rincón de la habitación, con la nuca partida por el nudo de la cuerda y parte de la lengua fuera. Su verdugo le ha cortado la nariz antes de ahorcarlo.
Recorro las demás habitaciones, regreso al patio, inspecciono los alrededores. No hay bicho viviente.
Soria se acerca, intrigada.
—No te recomiendo que sigas adelante —le digo.
Aparta mi brazo y se precipita hacia el salón. La retengo por el puño.
—¡Quítame tu pata de encima! —me grita, irreconocible.
—No es nada bonito.
—He visto cosas peores.
Se mete en la habitación.
Esperaba que regresara a la carrera o que se pusiera a vomitar. Soria aguanta el tipo. De pie, muy tiesa, mira de frente el cadáver mutilado con una tranquilidad que me pone la carne de gallina.
—Mala suerte —gruñe.
—Eso parece.
Se cubre la cara con las manos sin dejar de mirar al ahorcado. La ira le hincha los párpados. En el silencio de la casa, su respiración se amplifica como un rumor. Noto que está a punto de estallar. Tras meditar sobre nuestra mala suerte, me mira de frente con la cara descompuesta y me dice.
—Le han cortado la nariz.
—Ya lo he visto.
—¿Sabe lo que significa?
En Argelia, la nariz es el órgano del orgullo. Durante la guerra de independencia, los guerrilleros cortaban la nariz a quienes consideraban traidores y luego los hacían desfilar por las calles para que la gente aprendiera debidamente la lección. En aquellos tiempos, la firma y el mensaje eran claros. Verlos de nuevo veintiséis años después me ofusca.
—¿Piensa que se trata de una broma, comisario?
—En cualquier caso, de pésimo gusto.
—Intentan asustarnos.
—¿Está usted asustada, señora?
—No, ¿y usted?
—Un poco, pero no como para echarme atrás.
El comisario de Sidi Ba está hecho una furia. Pretende intimidarme, pero no da la talla. Es un alfeñique reseco, con el rostro tallado en granito, que habla con las manos y con los pies, y que pega un bote, como si fuera un muelle, cada vez que quiero colocar una palabra. Debe de ser muy malvado, pues sus berridos provocan una desbandada en la sede de la policía, un caserón destartalado a imagen de su función. Los dos inspectores que lo asisten se mantienen muy erguidos. El más grande, un gigantón de torva mirada, me tiene ganas por sacar de quicio a su jefe. El otro, un gordinflón grasiento, no deja de rascarse el trasero. Él también parece malvado, y orgulloso de su bigote de soldado del cuerpo de tiradores y de su tripa de tragaldabas empedernido. En el pequeño despacho, cuya puerta vidriada da a un patio cubierto de grava, suena la alarma general. Las llamadas telefónicas se suceden una tras otra. Es el gordinflón quien contesta. Cuando no es el alcalde, es su secretaria. El malestar del comisario desvela el de las altas instancias, cada vez mayor. El comisario se niega a ponerse al aparato. «¿No ves que estoy ocupado?», grita cada vez que el inspector le tiende el aparato. Yo, por mi parte, me dedico a pensar en las musarañas. He hecho bien dejando a Soria en el hotel. Con semejantes energúmenos en la policía, acabaría perdiéndome el escaso aprecio que me tiene.
—Ya la tenemos liada —me suelta enfurecido el comisario de Sidi Ba—. Apareces por aquí y empieza a caer la gente. Con lo tranquilos que estábamos, en la gloria, y nos vienes en plan superagente para ponernos la casa patas arriba. Esto no es Argel, camarada. Esto es mi ciudad. Si tienes problemas, te diriges a mí. No tienes derecho a pisarme el terreno. Existe un reglamento y una circunscripción administrativa.
—¿Por qué no bajas un poco el volumen?, se te oye en toda la ciudad —le digo.
Se queda cortado.
El comisario detesta que se le falte al respeto delante de sus subordinados. Por poco le da un ataque.
—Me parece que no he entendido —gruñe con la esperanza de que le pida perdón.
—No me extraña.
Ya muy mosqueado, la paga con mi barriga. Me amenaza Con su dedo estremecido:
—Tu chulería te la guardas para la morralla, mequetrefe. Yo me las sé todas. Me desayuno a diario unos cuantos listillos como tú. Pero ya no me hace gracia. Así que tranquilo.
—Que te den por el saco.
Está a punto de abalanzarse sobre mí, pero se contiene in extremis. Está que arde. Se muerde los labios con voracidad y le tiemblan las manos.
Cambia de táctica.
—¿Crees que me vas a impresionar porque vienes de Argel?
—Más o menos.
La nuez le chasquea dentro de su cuello congestionado. Comprende que no puede conmigo y que no le conviene seguir por ese camino. Ordena prudentemente a sus inspectores que se quiten de en medio. Cuando nos quedamos solos, se desabrocha la camisa y regresa tras su mesa.
El duro se raja.
—Voy a dar parte al ministerio, señor Llob.
—Por mí puede darle un toque a la presidencia, si eso le divierte. Estoy aquí para trabajar. Por otra parte, le prohíbo categóricamente que me trate como acaba de hacerlo. Ya sé que lleva su casa a su manera, con toda discreción y por tanto con total impunidad, pero eso no le autoriza a andarse con chulerías conmigo. Confórmese con su chanchulleo habitual y dé gracias a Dios que no esté pudriéndose tras unos barrotes. Mi corta estancia en su magnífico burdel me da idea de sus artimañas. No se la coge con papel de fumar y eso es todo un mérito. Pero no se preocupe, no estoy aquí para aguarle la fiesta. Por tanto, si quiere que mi investigación no cambie de rumbo, le recomiendo que no se me cruce entre las piernas.
El fulano ha dejado de respirar. Se queda petrificado en su sillón, con la mano en alto sobre el teléfono. Por su manera de mirarme, debe de preguntarse si le estoy vacilando. Nuestras miradas se enfrentan durante un largo rato, buscándose mutuamente las fisuras. Sin duda, la escoria que tengo delante es un tipo listo, pero no lo bastante temerario para atreverse a comprobar lo que se oculta tras mi audacia.
—Supongo que está bien respaldado, señor Llob.
—No faltaría más.
—¿Puedo ver su orden de misión?
—Yo, en su lugar, me abstendría.
Aparta el teléfono.
—Vale —suspira gimiendo.
—Si no es mucho pedirle, ¿me puedo ir ya?
Aparta los brazos, rindiéndose.
Antes de salir, echo una mirada por encima de mi hombro. Prefiero no contarles lo que veo.
Al día siguiente, Soria y yo nos adentramos en el bosque, en busca de Rachid Debbah, el famoso matarife que Tarek Zubir quería presentarnos en su casa. Acabamos dando con su cobijo, ya avanzada la tarde, gracias a unos pastorcillos. Vive al otro lado de la colina, en medio de matorrales y de escombros. El Lada no cabe por el sendero de cabras que lleva hasta su casa. Dejamos el coche junto a un huerto y escalamos el terraplén a pie. Soria corre más que yo, como si temiera llegar demasiado tarde.
Allí debieron de vivir varias familias antes de que todo quedara incendiado. Por el estado ruinoso de los cuchitriles, la mala hierba y las ratas, el siniestro debe remontarse a la noche de los tiempos. De un estanque quebrado fluye un reguero fétido que se pierde tras una muralla de chumberas. Ahí también el cadáver de un perro está a punto de descomponerse. Un poco más allá, la casucha. La puerta ha sido arrancada y tirada a una zanja. El zumbido de las moscas nos da muy mala espina. Soria está abatida. Suelta un taco y se sienta sobre una piedra.
—No puede ser —gime—. No puede ser.
Se pone a llorar.
Entro en el cuchitril.
Rachid Debbah está acurrucado sobre un jergón, en el fondo de una habitación vacía e invadida por una luz agresiva. El único mobiliario es un cajón colocado boca abajo a modo de mesilla de noche. Encima, una vela ahogada en su cera y una botella de vino vacía. El durmiente apesta; no se ha bañado desde el diluvio de Noé. Sus pies descalzos, que la minúscula manta no llega a cubrir, están negros de mugre. Me agacho para apartar la manta y veo la cabeza del pobre diablo: alguien le ha hundido el cráneo tan profundamente que la pared está salpicada de grumos de su cerebro.
Soria está exangüe. Se calla para contener la rabia que la invade. «No me toque», me suelta cuando le propongo ayudarla a bajar por el abrupto sendero. Y ni una palabra más. Sólo los espasmos de sus mandíbulas masticando en vacío, triturando ferozmente los gritos que escapan de su garganta. Renuncia a conducir. Lo hago yo, mirando de frente, mientras ella mira a lo lejos, terca y encogida, cruzada de brazos, como una cría enojada.
Un mutismo tormentoso nos acompaña durante todo el camino de regreso a Sidi Ba. La menor chispa lo haría saltar todo por los aires. Tengo la impresión de que me considera responsable de nuestra mala pata, de que piensa que tengo gafe.
La dejo en el hotel y voy a aparcar el coche en el patio de la carpintería. Es de noche. Una farola tuerta acentúa la oscuridad del suelo. Apago el motor y enciendo un pitillo. Justo cuando abro la puerta, se me echa encima una sombra profiriendo «hijo de puta». Recibo un golpe en la nuca, otro en la mandíbula y pierdo el conocimiento.
Cuando me despierto, reconozco el techo de mi habitación. Estoy tumbado en mi cama, con una barbacoa pegada a la sien. A mi alrededor, las paredes ondean lentamente. Me llevo la mano a la cara, me topo con zonas ardientes y chichones debajo de la oreja y en las mejillas. Intento levantarme, pero no consigo sino intensificar mi migraña y renuncio de inmediato. Sólo entonces comprendo que he sido agredido.
Soria viene con una cacerola llena de cubitos de hielo. Se sienta a mi lado, empapa unas compresas en agua fría y las pone con cuidado sobre mis magulladuras.
—¿Qué ha ocurrido?
—El recepcionista le oyó gritar. Si no llega a acudir, esos dos canallas le habrían linchado. La emprendieron a patadas con sus riñones mientras estaba en el suelo.
—¿Podría identificarlos?
—Todo estaba muy oscuro. Huyeron cuando le vieron aparecer.
Me duele tremendamente la mandíbula. De repente, busco mi pistola bajo el cinturón y no la encuentro. Soria me tranquiliza.
—La he guardado... ¿No le dio tiempo a verlos?
—No vi nada.
—Se está usted haciendo viejo, comisario.
—Yo también lo creo.
Lleva una bata vaporosa, blanca y transparente, dentro de la cual se mueve un cuerpo espléndido. Sus pechos de embrujo, bien recogidos en su sostén bordado, parecen dos soles saliendo tras una nube. Cuando se inclina sobre mí para aplicarme las compresas, se agitan como la gelatina y casi se me vuelcan encima. Es verdaderamente una real hembra. Ahora que parece haber digerido su cólera, tiene el rostro relajado, y sus ojos, esas relucientes joyas, me tienen fascinado. Su perfume me trastorna; tengo la vaga sensación de fluir corriente abajo hacia alguna ribera encantada. Se vuelve a inclinar y se le sale ligeramente el pecho más cercano a mí, con su pezón cual cereza sobre un pastel. De repente su mirada sorprende la mía y la desconcierta. Intento batirme en retirada como si fuera un chiquillo pillado con las manos en la masa. Me arrincona con su sonrisa, me desarma, me desnuda. No hay manera de hallar fuerzas para luchar contra esa extraña onda que me inunda por completo. Soria se percata de mi desasosiego y abusa de él impunemente. Sus dedos abandonan las compresas y se desperdigan por mi rostro, alisan el filo de mi nariz, se deslizan por mis labios, atizando una multitud de escalofríos por entre mis carnes y otras tantas llamaradas en mi espíritu. Ahora su seno se ha salido del todo y sobrevuela mi pecho como si fuera un fruto sagrado. Se me seca la garganta y mi corazón se desboca en su jaula como si fuera un gorrión asustado. Se inclina cada vez más, inundando mi cara con su pelo; nuestros alientos se mezclan en un silencioso baile; su mano va descendiendo hacia mi vientre, lúcida y soberana, sigue deslizándose sin el menor recato, movida por una fuerza irrefrenable. Me estremezco y me agito, totalmente desbordado. Los labios de Soria rozan los míos, neutralizando su temblor y bebiendo su desasosiego. El vértigo me vence y me apresa un delicioso tormento. Justo cuando inicio mi inmersión, sus manos se abalanzan brutalmente sobre mi bajo vientre y rompen el encantamiento. La agarro por la muñeca:
—Mina no me lo perdonaría.
—No tiene por qué enterarse —me murmura con su boca pegada a la mía.
—Pero yo sí lo sabría. No podría volver a mirarla con los mismos ojos. Con el tiempo lo iría sospechando y quedaría muy afectada, y yo jamás me lo perdonaría.
No insiste.
—Mina tiene mucha suerte —dice levantándose.
Capítulo 19
Kong sale del ayuntamiento a las cinco y media de la tarde. Se dirige a pie al centro de la ciudad, a pasos pesados y con la espalda encorvada. Basta con observarle para darse cuenta de que es un bruto. La gente cambia de acera cuando va a cruzarse con él; los chiquillos recogen su pelota y salen corriendo cuando se les acerca; los tenderos le hacen zalemas. En resumen, es una intimidación con patas. Cuando llega al zoco, se pide unos pinchos en un chiringuito, se los come en el mismo mostrador y se va sin llevarse la mano al bolsillo. A esto se le llama montárselo a expensas de la república. Luego se mete en un cafetín con mala pinta, expulsa a un jugador de dominó y ocupa su lugar. Al cabo de la tercera partida, la toma con su contrincante, que no ha sabido negociar su revancha. Al anochecer, se abastece en una tienda de comestibles y, con los brazos cargados de compras que no ha pagado, sube una callejuela infame y se mete en un edificio horrendo. Justo cuando abre la puerta de su pocilga, lo empujo hacia dentro y le golpeo la cara con mi pistola. Se derrumba como un oso electrocutado y sus paquetes se estrellan contra el suelo, llenándolo de clementinas y de huevos rotos.
—¿Qué tal, Kong? Pensaba que vivías en un árbol, y veo que prefieres vegetar en una jaula. Oye, estás muy evolucionado para tu especie.
Se sacude la cabeza para recuperarse del golpe.
Mi 43 fulgura y lo vuelve a tumbar de narices.
—¡Al suelo!
Enciendo la luz, cierro la puerta y me acuclillo junto a él, apuntándolo con mi Beretta.
—¿Qué quiere usted de mí?
Le señalo las magulladuras de mi cara.
—¿Ahora cómo voy a ligar con la cara que me has dejado? ¿Tú crees que eso está bien?
—No entiendo lo que me dice.
—Me vas a matar de pena, Kong.
—Le juro que no entiendo.
Le agarro los pelos y tiro con fuerza hacia atrás. La nuca le cruje y se le salen los ojos de dolor.
—Tu amiguito y tú habéis cometido un grave error.
—Se equivoca, comisario. No estoy loco. La primera vez, no sabía quién era usted. Pero me mantengo a raya desde que sé que es policía. Sé hasta dónde puedo llegar.
Me incorporo e inspecciono el cuchitril. Es un cuartucho ruinoso donde pocas veces se hace la limpieza. Su mobiliario se compone de una cama metálica, un banco, una mesa baja atestada de vasos y de platos sucios, una tele polvorienta sobre un baúl y una nevera. Sobre las paredes llenas de humedad, en medio de un montón de fotos de tías en pelotas, un cartel electoral con la foto sonriente del alcalde de Sidi Ba.
Kong aprovecha mi distracción para saltar. Sus brazos intentan desarmarme. Lo esquivo y le doy una serie de puñetazos con la izquierda que apenas le afectan. Vuelve a la carga y se me echa encima aullando. Su puño me fulmina la oreja, justo donde más me está doliendo. El dolor incrementa mi ira. Pego a ciegas y con todas mis fuerzas con la culata de mi arma. Kong se desmorona. Sigo dándole leña. Cada golpe refuerza mi sentimiento de estar contribuyendo a la salvación de la humanidad y, en consecuencia, haciendo un gran favor al cielo.
—Vale, vale, me rindo —me dice en un estertor.
Le ordeno que se pegue a la pared. Obedece, se encoge en un rincón y se limpia los mocos con la manga. Le he reventado una ceja y roto la napia. Tiene la cara llena de sangre.
—Los dos fulanos que le atacaron no son de aquí. Llegaron de Argel hace tres días y dicen ser de la Seguridad Militar. El alcalde los recibió en privado.
—¿Cómo son?
—Pues, como todo el mundo. Le hundo mi 43 en la tripa.
—Los he visto una vez, lo juro.
—Descríbemelos.
—Cuadrados, con las sienes afeitadas y la nariz rota. Los típicos matones. Uno tiene una cicatriz en el labio superior, y el otro, paticorto, cojea un poco. Nada más verlos se me pusieron los pelos de punta.
—¿Cómo llegaron?
—¿Qué?
—¿Su coche?
—Un Peugeot 405 gris, matriculado en Argel.
—¿Ellos se cargaron a Tarek y a Debbah?
Kong se remueve. Le empujo con la punta del zapato.
—Eso no es asunto mío, comisario. Yo soy ordenanza del ayuntamiento. Claro que a veces hago algún que otro encargo, pero nunca cosas serias. Ignoro quién está tras el asesinato de esos pobres diablos. Pero aunque lo supiera, no se lo contaría. No juego con fuego.
—Vamos a hacer un trato.
—¡Que no! No quiero verme metido en esto. No cuente conmigo.
—Quiero sus nombres.
—Ya sabe usted que este tipo de gente no tiene nombre, ni dirección, ni filiación. Sólo un mote. Aunque se pase toda la noche machacándome, perderá el tiempo. No diré nada. Ni siquiera recuerdo quién es usted y jamás ha venido a mi casa.
Me da la espalda, agarra un trapo que se pasa por la cara y se acurruca miserablemente en su rincón.
Soria escucha sin interrumpirme el relato de mi entrevista con Kong. La arruga que surca su frente me indica que está preocupada por cómo me estoy tomando este asunto. Contiene la respiración, las manos sobre un paquete de folios.
—No le voy a obligar a correr más riesgos, señor Llob. Es libre de adoptar la decisión que le parezca más adecuada. Pero yo no me pienso detener a estas alturas. Ni siquiera un ejército de barbudos matones podría detenerme. Seguiré hasta el límite de mis fuerzas.
—No soy un blandengue.
—Eso no tiene nada que ver. Uno puede retirarse si considera que no le compensa. No hay por qué avergonzarse.
—¿Se puede saber qué la motiva tanto?
—Lo que le motiva a usted cuando está cumpliendo con su deber, comisario: la verdad. Jamás me he sentido tan motivada por un tema. Es ya un asunto personal.
—¿Por qué?
—Odio la injusticia. Se han cargado a gente...
—Dados por desaparecidos.
—Vamos, comisario. ¿Qué significa eso de dados por desaparecidos?
Son las diez de la noche y la ciudad se oculta tras un silencio impenetrable. Las calles están desiertas y las tiendas cerradas. Pasa algún coche, como por casualidad, y desaparece de inmediato. Soria tiene ojeras. Con su pequeña grabadora de bolsillo al alcance de la mano, sigue actualizando sus notas, confirmando algunas informaciones y poniendo enormes puntos de interrogación sobre otras.
—Me voy y la dejo tranquila —le digo.
—Tiene razón. Nos vendrá bien una buena noche de descanso.
La dejo prometiéndole no roncar tan alto.
Una vez en mi habitación, le quito el seguro a mi Beretta y la dejo sobre la mesilla de noche. Esta noche no pienso dormir a pierna suelta. No paro de darle vueltas a la presencia de los dos tipos de Argel en Sidi Ba. Si están relacionados con el asesinato de Tarek y de Debbah, nada les impedirá hacerme una visita a mi hotel. Enciendo la lamparilla y, con la mano detrás de la nuca, me quedo indefinidamente tumbado sobre la cama.
Por la mañana, decido ir solo a la ciudad. La única manera de aclararme un poco es localizando el Peugeot 405 gris con matrícula de Argel. Busco sin éxito. Merodeo por el ayuntamiento y luego me sitúo cerca de la comisaría hasta mediodía. Mis agresores no aparecen. He observado que, mientras prosigo con mis indagaciones, me están siguiendo. Se trata de la bola de sebo que entreví en el despacho del comisario de Sidi Ba. Intenta ser discreto, pero la desbandada que provoca a su paso entre los vendedores ambulantes no le ayuda.
Tras el recodo de una callejuela me planto ante él, lo agarro por el cuello y lo aplasto contra la pared.
—Es por tu bien —me dice medio asfixiado pero sin defenderse.
Lo suelto. Se recompone el cuello de la camisa y me dice:
—Si por mí fuera, estaría echando un polvo antes que corretear como un cachorro detrás de ti para evitar que el populacho te linche. Lo que pasa es que el comisario está empeñado en que no te tengamos que recoger con cucharilla. No quiere problemas en su circunscripción, ¿comprendes? Te juro que no es por espíritu de equipo ni por tu cara bonita.
—¿De verdad que, con dos fiambres y dos locos peligrosos sueltos por la ciudad, no tienes nada mejor que hacer que olisquearme el culo?
—Los muertos ya están enterrados y la investigación sigue su curso. En cuanto a los cabrones que te agredieron, ya se han largado.
—¡No me digas!
—Aunque no lo parezca, no tenemos nada que ver con esos matones. Somos polis y cumplimos con nuestra tarea con los escasos medios de que disponemos.
—¡Qué emocionante!
Me mira con aversión.
—No suelo faltar al respeto a mis colegas, pero me muero de ganas de hostiarte.
—Pues muérete ya y acabemos de una vez.
Se ríe con una mueca de desprecio.
—¡Pobre idiota!
Cuando voy a darle con el puño izquierdo, lo salva un grupo de mujeres que sale de un patio. Nos enganchamos con la mirada. Se raja primero, menea la cabeza y retrocede, con el dedo erguido:
—Ándate con cuidado, comisario. Te estás pavoneando en un campo de minas.
—¿Y por qué no te pavoneas tú delante de un espejo?
Recupera su dedo para agarrarse las pelotas y se aleja contoneándose.
Por la tarde, Soria insiste en que regresemos a casa de Labras, el de la granja de pollos. Acaba convenciéndome. La obligo a seguir un itinerario complicado con la esperanza de ver el Peugeot 405 gris en mi retrovisor. Tras recorrer unos kilómetros de pista, comprobamos que no nos están siguiendo. Regresamos al puente romano y tomamos por el bosque para ir a la granja de Yelul Labras. Lo vemos sentado sobre una roca en el borde de la carretera, como si estuviese esperando nuestra visita. Nos acoge con cierta frialdad. Soria me pide que la deje a ella, y sale del coche. Desde mi asiento, los veo negociar una entrevista. El granjero no está muy por la labor. Sus gestos de hastío y las miradas que me dirige son desalentadores. Soria no se rinde. Se emplea a fondo, recurriendo a sus encantos y a sus argumentos. El otro se va ablandando, cada vez menos atento a lo que le dicen. Al final, no sé por qué milagro, se levanta y se dirige al eucalipto. Soria me hace una señal para que la siga. Asunto resuelto.
El granjero dispone tres sillas plegables en torno a la mesa, al pie del árbol. No me dirige la palabra. Evita mirarme. Me siento al lado de Soria; él se mantiene un poco al margen. Dice de sopetón:
—He estado en el entierro de Tarek Zubir. Su muerte me ha afectado mucho. Era un tipo decente.
—¿Lo conocía?
—Sí... Es cierto que había caído muy bajo, pero en otros tiempos fue una persona respetada. Fue una autoridad local allá por los años sesenta. Idealista y limpio. Creía en el renacer de Argelia. Su compromiso no pudo hacer frente por mucho tiempo a la codicia de los carroñeros. De tanto oponerse a los proyectos mafiosos del Zurdo, que se había adueñado de la comarca, acabó en la alcantarilla. Así y todo, tuvo suerte de que no se lo cargaran antes... Tengo esta granja gracias a él. No tenía donde caerme muerto. Nadie quería contratarme. Nadie me tragaba, ni en la ciudad ni fuera de ella. Era un apestado, y lo sigo siendo aunque ya no me tiren piedras. No tenía trabajo, ni parientes, ni apoyos, mi casa fue confiscada por los felagas?...
¡Felagas! La palabra explota dentro de mí como una bomba, haciéndome perder la compostura. En una fracción de segundo se me enturbia la mirada y se me hinchan las sienes. Estallo de indignación como un volcán:
—¿Cómo has llamado a los luchadores por la libertad?
—Felagas...
Esta vez se me incendia el estómago. Una ira incandescente se apodera de mí.
—Retira esa palabra ahora mismo.
—Eso no los disculparía, ¿sabes? —contesta un tanto intrigado por mi reacción.
—No te permito que hables así de ellos.
—Si te parece, me voy a cortar. No necesito tu permiso, y llamo como quiero a quien quiero. Si para ti eran héroes, para mí eran demonios.
—¿Porque los harkis eran unos angelitos?
—Eran lo que eran, y en el peor de los casos, menos bárbaros que tus felagas.
Se me dispara el puño. Labras lo recibe justo debajo de la oreja izquierda. Cae hacia atrás. Antes de que se sobreponga, le doy con mi 43 en la barbilla. Soria intenta interponerse, pero la mando a volar por los aires. Labras se pone fuera de mi alcance y me apunta con el dedo:
—¿Te atreverías a ponerme la mano encima si no fueras un polizonte? Te aplastaría como a una calabaza podrida. Pero la ley está de tu parte, ¿no es así? La hicieron a tu medida, ¿verdad, comisario? Pegas el primero y luego te amparas en ella. ¿No te resulta facilona esta prueba? Anda, guarda tu placa y tu pipa, y demuéstrame que tienes algo más que mierda en las tripas.
Me quito la chaqueta y dejo placa y pistola sobre el suelo. Me suelta un gancho por sorpresa. Veo las estrellas. Me suelta otro. Me flaquean las piernas pero el orgullo me impide caer. Hago acopio de rabia y me vuelvo a lanzar contra él. Nos enredamos en inextricables contorsiones e insultos. Menuda fuerza tiene el criador de pollos. El aire sano del campo le sienta de maravilla. Muy pronto, mis energías van menguando entre jadeos desbocados; mis agarradas pierden efectividad y precisión, y se diluyen. La contaminación de Argel me agarrota las pantorrillas. Labras comprende que lleva las de ganar e introduce su brazo bajo mi muslo para tirarme; le clavo un dedo en un ojo y le obligo a soltarme. De repente, una detonación nos llama al orden. Es Soria, con mi Beretta entre las manos, apuntándonos:
—¡Basta ya!
Labras y yo nos separamos, hipnotizados por el cañón del arma.
—¡Eh! —digo a la historiadora—, esto no es un juguete para señoras.
—Vosotros dos tampoco. Vuestras peloteras me sacan de quicio. Sois ridículos. Lo que me desespera es que ni siquiera os dais cuenta. El rumbo de los tiempos ha cambiado, señores. Los ideales que defendieron ya no están vigentes hoy, y lo que está ocurriendo en el país está en las antípodas de sus utopías. Apiádense de sí mismos y ahórrenme sus gilipolleces. Estoy llevando a cabo una investigación seria y me importa un rábano la morralla que representan.
—El incumplimiento de los juramentos no es asunto mío. En cambio, no tolero que nadie llame felagas a hombres y mujeres que murieron por su patria.
—¿Y tú que has hecho para honrar su memoria, guardián del templo? —me grita el granjero—. El país por el que murieron está en manos de inútiles y de perros y, aparte de perseguir a los tullidos y de pegar a los mancos, ¿qué has hecho para evitarlo, señor luchador por la libertad?
—Yo no era un felaga.
—¿Has estado al menos en el maquis?
—¿Y esto qué es? —atronó levantando mi jersey para que vea una cicatriz de bala a dos centímetros de mi corazón. ¿Acaso parece una quemadura de cigarrillo?
—¿Y esto qué es? —me replica bajándose el pantalón—. ¿Acaso mi placa de eunuco?
Me quedo sin aliento.
Soria no se da la vuelta. Aunque sorprendida por la desnudez del hombre, se queda pasmada al contemplar el bajo vientre cubierto por un vello espeso, como para ocultar su invalidez: el granjero tiene amputados el pene y los testículos.
Un silencio sepulcral se abate sobre todo el lugar.
Labras se sube el pantalón y se sienta, jadeante pero comedido. Me da la espalda como para expulsarme del universo y se dirige exclusivamente a Soria:
—Debió usted dejarlo en su zoológico, señora. Las fieras se ponen muy nerviosas cuando se las saca al bosque...
—Lo siento muchísimo, señor Labras.
Le guiña un ojo, con tristeza.
—No es grave. En cierto modo es mejor así: al menos, permaneceré fiel a mi difunta esposa hasta el final... Haré una excepción por tratarse de Tarek Zubir—dice cambiando repentinamente de tono—. No se merecía acabar así. Le debo mucho. Fue el único responsable que aceptó recibirme. Me escuchó, y fue él quien me sugirió que me instalara aquí, lejos de los hombres y de su rencor. Si no hubiese intervenido personalmente, el banco no me habría prestado ni para una cuerda con la que ahorcarme. Los canallas que le han matado no se saldrán con la suya. Estoy dispuesto a correr todo tipo de riesgos con tal de que paguen. Dígame lo que quiere saber, señora, estoy listo.
Soria me devuelve la pistola. La guardo en la cintura y me levanto para tomar el aire, pero no tan lejos como para perderme la conversación.
—Tarek Zubir debía presentarnos a un testigo clave el día en que fue asesinado, señor Labras. Era a propósito de la familia Talbi, desaparecida la noche del 12 al 13 de agosto de 1962. Quería cooperar a fondo con nosotros. Desgraciadamente, se nos adelantaron. Y Debbah...
—No me hable de ese perro. Ha muerto como siempre vivió. Era un carnicero, un canalla de la peor especie. Muchos inocentes han pasado por el filo de su cuchilla. Sólo con pensar en él me dan ganas de ir a cagar sobre su tumba.
Soria levanta los brazos.
—Perdón. Ignoraba que lo odiara tanto.
—¿Odiarlo? Eso sería una honra para él.
—De acuerdo, señor Labras, retiro lo que he dicho.
—No merece la pena que nos detengamos en eso, señora. Lo que hay que dar por sentado de una vez por todas es que los dados por desaparecidos fueron ejecutados aquella noche, con excepción de un niño que consiguió escapar y que los hombres del Zurdo buscaron durante meses, quizá años, sin encontrarlo. Yo estaba allí, señora. Jamás olvidaré lo que ocurrió aquella noche. Jamás. Recuerdo todos los detalles, cada uno de los insultos que profirieron los fel..., los esbirros del Zurdo, cada una de las lágrimas en las mejillas de las mujeres y de los niños, cada súplica de los hombres que iban a liquidar... Yo había sido detenido dos días antes, en el bosque donde me ocultaba desde las primeras masacres colectivas, durante las cuales se cargaron a mi mujer, a mi padre y a dos de mis hermanos. Yo esperaba poder alcanzar el puerto y embarcar hacia Francia, pero las tropas del FLN estaban peinando la comarca, tenían controles en todos los cruces de camino y registraban a todo el mundo. Se había abierto la veda del harki. Yo era uno de ellos, y se había puesto precio a mi cabeza. Ignoro cuántos días y noches me mantuve oculto en el bosque, alimentándome de plantas y frutos salvajes. Una mañana, bajé a beber a una fuente y los esbirros del Zurdo me cayeron encima. Unos querían degollarme allí mismo, otros insistían en que se me llevara ante el jefe. Me trasladaron a un puesto de observación abandonado y me ataron dentro de una cueva. Ese mismo día, trajeron a otros tres harkis, uno de los cuales, destrozado, murió de sus heridas al atardecer. Al día siguiente, tras un simulacro de ejecución, nos volvieron a meter en la cueva. Por la noche llegó un tractor bien escoltado. Reconocí a Kaíd y a su familia, así como a los Ghanem. Traían sus pertenencias en maletas e ignoraban lo que se les reprochaba. Unas horas después llegó a pie la familia de Bahass. Recuerdo que el mayor de los hijos llevaba a su abuela a hombros. Inmediatamente después, un camión descargó a Talbi y a su familia. Ninguno de ellos sabía por qué se encontraba allí. Creo que ni los secuestradores lo sabían. Esperaban órdenes del Zurdo. Pero cuando vieron llegar a Debbah el Carnicero, con su bolsa llena de machetes, empezaron a darse cuenta de lo que les esperaba. Más tarde, circuló el rumor de que El Zurdo no podía venir y que había ordenado que se nos ejecutara a todos. Los dos harkis y yo decidimos vender caro nuestro pellejo. Los matarifes empezaron por los Kaíd. Aquello ocurrió en un calvero que la luna llena alumbraba como si fuera de día. Cuando empezaron a atar a los niños, Kaíd gritó: «¡Nos van a degollar!». Pánico general. Las tres familias se dispersaron en medio de una confusión general. Los hombres del Zurdo empezaron a disparar a diestra y siniestra. Yo y mis dos compañeros aprovechamos la refriega para salir huyendo de allí, tras cargarnos al que nos custodiaba en la cueva. Ya había unos cuerpos tumbados en el calvero. La chiquillería y las mujeres alcanzadas por sus perseguidores gritaban de espanto. Las balas silbaban a mi alrededor. Corrí todo lo que pude. No lo tenía fácil con las manos atadas. Tropecé con un tronco de árbol y caí en una fosa. Tres hombres armados dieron conmigo. «Éste es mío», dijo Debbah. Los otros dos me inmovilizaron en el suelo mientras el Carnicero me quitaba el pantalón. Me emasculó allí mismo. Como se oían otros gritos muy cerca, dijo al más joven que me dejara sufrir un poco antes de saltarme la tapa de los sesos. El dolor era tan atroz que no me desmayé. También estaban los aullidos de los ajusticiados. El tipo que debía rematarme temblaba como una hoja. Le supliqué que abreviara mi agonía. Lloraba y se negaba con la cabeza. Ni siquiera conseguía agarrar debidamente su fusil. Me apuntó a la cabeza, luego apartó el cañón y disparó al lado antes de salir corriendo.
—¿Por qué los Talbi? —le presiona Soria.
—No lo sé. A menudo me lo he preguntado. Se han lanzado algunas suposiciones, generalmente elucubraciones. Algunas muy graves, a menudo inverosímiles. Tengo mis principios: este país nos ha acostumbrado a tanta manipulación y desinformación que, para no perder la cabeza, sólo creo en lo que tocan mis manos y ven mis ojos. Lo de los Talbi no lo entiendo. En cuanto a los demás, eran ricos y se les acusaba de no haber apoyado económicamente la lucha armada. Negarse a participar en el esfuerzo de guerra se consideraba alta traición.
—Tarek nos dijo que fue para que El Zurdo se quedase con sus bienes.
—Eso es lo que hizo luego. La versión oficial sigue siendo la primera.
—Los Talbi no tenían dinero.
—Cierto. Ése es el punto oscuro del asunto. Más adelante corrieron algunos rumores al respecto que no duraron mucho.
—¿Cuáles?
—Quizá sólo fuera un chismorreo.
—Dígalo de todos modos.
—No tengo derecho a hacerlo, pero conozco a alguien en mejores condiciones que yo para contestarle.
—¿Vive por aquí?
—Sí, pero ignoro si estará dispuesto a hablar con ustedes. En un momento dado, fue muy amigo de Tarek. Es además una persona íntegra. En mi opinión, él conoce buena parte de la verdad.
—¿Nos puede llevar hasta él?
—Primero tengo que preguntárselo.
Yelul Labras nos recoge en el hotel hacia medianoche. Nos recomienda que dejemos el Lada donde está y que nos deslicemos a pie por un dédalo de callejuelas que se pierden por la ciudad antigua. Se adelanta varias veces para inspeccionar los alrededores. Otras, nos oculta en una puerta cochera y vuelve hacia atrás para comprobar que no nos siguen. No está aterrorizado; sólo toma medidas y no parece estar exagerando. No son medidas para protegernos. Labras ha debido de prometer a nuestro testigo que no le haría correr ningún riesgo. A pesar de mi impaciencia por llegar, le dejo tantear el terreno a su manera.
Un coche nos está esperando. Labras nos pide que nos sentemos en la parte trasera, se pone al volante y empuja el coche hasta la calzada con las luces apagadas. Las enciende cuando ya hemos salido de la parte vieja. Salimos de la ciudad y tomamos la carretera de Medea. La noche está oscura y el cielo tormentoso. No nos cruzamos con ningún coche. El campo está sumido en las tinieblas y no se oye más que algún que otro ladrido de perro salvaje. Llegamos a un cruce, damos unos bandazos debido a un puente dañado por una crecida y alcanzamos una pista. Labras apaga las luces y se apea para escuchar. Regresa al cabo de tres minutos, ya seguro de que no nos siguen.
Vuelve a arrancar con suavidad, siempre con las luces apagadas, y se dirige hacia un bosquecillo. Un relámpago raya la oscuridad, seguido por una ráfaga de viento que se cuela entre los árboles. Unas primeras gotas de lluvia, gordas y dispersas, constelan el parabrisas. Labras enciende las luces en un camino abollado y medio invadido por la maleza. El chirrido de los amortiguadores se sobrepone al rumor del bosque. Soria mira hacia delante y contiene la respiración. Se toca las rodillas con desazón.
—¿Falta mucho? —pregunto.
Labras no me contesta. Maniobra con destreza entre los baches, con un ojo puesto en la pista y otro en el retrovisor. Seguimos adelante unos veinte minutos más, hasta atisbar unos lejanos fuegos fatuos, que señalan unos corrales tan alejados unos de otros como la mentalidad del granjero y la mía. Suenan unos ladridos cuando cruzamos una hilera de pinos esqueléticos. Los ojos del perro relucen en la oscuridad. Se enciende una luz en una casa, detrás de nosotros. Aparece una silueta en el porche y manda callar al animal. Reconozco a Rabah Alí, el hombre que vino a verme al hotel y que me sugirió que contactara con el criador de pollos. Ha cambiado desde el otro día; parece haber recuperado el ánimo. Nada que ver con aquel señor asustado y con ganas de salir pitando. Esta vez, tiene aspecto agresivo y la cara ceñuda. Me pregunto si su aparente gallardía no se debe a su indumentaria de cazador: pantalón de tela gruesa, K-Way de camuflaje encima de un jersey de lana y un imponente cinturón militar claveteado.
Nos hace entrar en un salón cubierto por alfombras chaui? alumbradas por pantallas caladas de bronce. Nos sentamos en unos bancos acolchados. Yelul Labras prefiere quedarse de pie junto a la ventana.
—Para mi familia, estoy cazando perdices —nos explica Rabah con una voz entrecortada que contrasta con su fingido aplomo—. Lo cual tampoco es mentira. Dentro de unas horas llegarán unos amigos míos. A las cuatro de la mañana nos meteremos en el bosque. Toda esta escenificación es para no llamar la atención. Ya se lo he dicho, señor Llob. No quiero tener nada que ver con esta historia, aunque sé que ya va siendo hora de que el tumor reviente. Yelul no ha tenido que insistir mucho para convencerme. Yo mismo estoy hasta las narices, así que acabemos ya de una vez con esto. Pero antes de proseguir, tengo que hacerles algunas preguntas.
—Me parece bien —le digo—. Pero yo también tengo una, absolutamente prioritaria. Luego, le doy la palabra y las riendas.
—Le estoy escuchando, señor Llob.
—La primera vez fue usted quien nos remitió a Labras. Esta noche, es él el que nos trae hasta usted. ¿Puedo saber qué los une?
Yelul levanta la mano para indicar a nuestro anfitrión que quiere contestar por él. Éste acepta. El criador de pollos se dirige a Soria:
—Rabah Alí es el hombre armado al que Debbah mandó que me saltara la tapa de los sesos aquella noche del 12 al 13 de julio.
A Soria la exaspera mi comportamiento. Esos detalles no le interesan. Está impaciente por entrar en el meollo del asunto. Pregunta a Rabah:
—¿Puedo tomar notas, señor Alí?
—Por mí, no hay inconveniente.
—Gracias.
Saca de su bolso un cuaderno de notas y un bolígrafo, poniendo de paso en marcha la grabadora oculta en él. Totalmente dueña de sus gestos y de su mente, abre el debate:
—Estoy esperando sus preguntas, señor Alí.
—¿Sabe con quién se la está jugando?
—Con Hach Thobane, alias El Zurdo, un personaje influyente a escala nacional y miembro del buró político.
—Muy bien, señora. ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar?
—Yo, hasta el final —dice Soria.
—¿Es decir?
—Lo que quiere decir.
—¿Está segura de poder plantar cara a Hach Thobane? De ser así, dígame cómo.
—¿Puedo saber de qué va esto? —gruño.
—¡Haga usted el favor, comisario! —se rebela Soria—. Sé perfectamente de qué va, y tiene razón. Han muerto dos hombres por la investigación que estamos llevando a cabo. Juro que esas muertes no quedarán impunes... ¿Se pregunta usted, señor Alí, cómo pienso enfrentarme a una deidad como Thobane, que campa por sus respetos y no teme a las leyes ni a quienes las aplican? No se preocupe, no estoy sola. Estoy muy apoyada, autoridades importantes que están al tanto de mis investigaciones y dispuestas a defenderlas si consigo algo suficientemente gordo como para ponerle en un apuro. Jamás me habría embarcado en esto si no estuviese segura de movilizar a gente dispuesta a poner la palabra Fin a esta historia.
—Si quiere que se lo diga, lo suponía. Me quedo totalmente tranquilo ahora que me lo confirma, pues voy a revelar cosas que son capitales.
De repente, enronquece. Ha llegado para él el momento tan temido, y acaba de darse cuenta de los peligros que le acechan. Una sombra de duda cruza su mirada. Soria lo mira fijamente, como intentando insuflarle parte de su determinación. A Rabah Alí se le va desvaneciendo el orgullo, titubea, intenta serenarse. Le suda la frente y se le secan los labios.
—Hay que seguir adelante, Sidi Alí —le exhorta el criador de pollos—. Confío en esta señora.
Rabah Alí se queda meditabundo ante la incitación del granjero, consigue superar su confusión y se desplaza al cuarto contiguo. Regresa con un pequeño cuaderno de espiral y lo suelta sobre la mesa delante de Soria:
—He guardado esto durante veintiséis años. Ya no quiero tenerlo conmigo.
—¿Qué es? —pregunta Soria palideciendo.
—Era de Ameur Talbi. A mí me tocó escoltarlos aquella noche. Y digo bien escoltarlos. Ignoraba que iba a producirse una cacería. Tenía apenas veinte años y las manos todavía limpias. Me ordenaron que fuera a casa de los Talbi para invitarles a hacer las maletas. Para esta misión me proporcionaron un camión. Por entonces, yo no sabía ni discutir órdenes ni hacerme preguntas. Llamé a casa de los Talbi a las nueve y media de la noche. Mi fusil no estaba cargado. Con esto les doy a entender lo poco que sabía yo de lo que se avecinaba. Ameur Talbi no se esperaba mi visita. Me dijo que se trataba de un malentendido, que jamás El Zurdo enviaría a nadie a buscarle a su casa. Le dije que había recibido órdenes estrictas y que debía llevarles, a él y a su familia, al puesto 32. Ameur Talbi me contestó que, de todos modos, no podía ir porque su mujer era medio paralítica y su hijo menor tenía cuarenta de fiebre. Yo no tenía radio ni teléfono para comunicarme con mis superiores. Ante mi apuro, me enseñó este registro para demostrarme que estaba equivocándome de persona. Lo abrí y le eché una ojeada. Entonces llegó un todoterreno. Era un suboficial. Sin bajarse del vehículo, me ordenó a voces que me diera prisa. Intenté explicarle que quizá nos estuviésemos equivocando de persona. Me gritó que si no estaba en el puesto 32 antes de las diez, me arrancaría la piel con unas tenazas. Ameur Talbi lo oyó todo. La orden era tajante. Le dije que cuando llegásemos al puesto 32 todo se aclararía y que no se preocupara. Asintió con la cabeza y fue en busca de sus hijos. Dos de mis hombres ayudaron a la madre. Subimos al puesto 32 y allí ya no pude hacer nada. Yelul le habrá contado lo que vino luego.
Soria quiere saber qué tenía El Zurdo contra Ameur Talbi. Azorado por la gravedad de su testimonio y comprendiendo que ya ha ido demasiado lejos como para echarse atrás, Rabah Alí da un manotazo al registro.
—¿Aún no se ha enterado usted? Ameur Talbi era el colaborador más cercano del Zurdo, su hombre de confianza más importante: era su tesorero.
Nos alcanza un rayo. La descarga es tal que a Soria se le rompe el bolígrafo en la mano. Su cara se convierte en efigie de cera.
Me quedo anestesiado, y no oigo las siguientes palabras de Alí. Me conformo con mirar cómo su boca masca su hiel. Oigo en mi interior un silbido cósmico que se traga el tamborileo de la lluvia sobre el tejado y el ruido del viento en los árboles.
Capítulo 20
Me cuesta reconocer a Soria. Una extraña mezcla de cólera y de júbilo intenso desfigura su rostro. No ha dicho esta boca es mía mientras Labras nos llevaba de vuelta al hotel. Sólo percibía el incontenible temblor de su cuerpo transmitido por el cuero del asiento trasero. Ni siquiera dio las gracias al granjero cuando nos dejó. Nada más llegar a su habitación agarró su maleta, presa de un ataque de frenesí, y la llenó desordenadamente.
—¿A qué viene esto? —le pregunto.
—Hago mi maleta y me largo.
—¿Sabe qué hora es? Va a amanecer dentro de nada.
Se pone tiesa y tuerce la boca. Me atraviesa con su mirada desorbitada.
—¿Todavía no se ha enterado, señor Llob? Por vez primera en su vida, ese ogro de Hach Thobane se encuentra en un serio apuro, que tengo la firme intención de convertir en pesadilla. Estas cosas hay que hacerlas en caliente. La menor prórroga, cualquier distracción, una simple pausa para café le pueden dar tiempo para maniobrar a su favor. No le daré esa oportunidad. Antes muerta. Quiero que caiga, y cuanto antes mejor.
—Necesitamos dormir un poco. La carretera es mala y hace un tiempo de perros.
—No hay descanso mientras dura la guerra. Le recuerdo que tiene que sacar a su teniente del agujero donde se está pudriendo, comisario. Está loco por volver a su casa cuanto antes. En su situación, el tiempo vale más que el oro; se trata de sobrevivir. De todos modos, estoy tan excitada que no conseguiría dormirme. Si está cansado, yo conduciré. Le prometo devolverlo entero a su casa.
—¿Y mi coche?
—Déme las llaves y los papeles. Mandaré a alguien a buscarlo mañana.
No hay manera de hacerla entrar en razón. Ya está en otra parte. Hago de tripas corazón y vuelvo a mi habitación para recoger mis cosas.
No aguanto mucho. Al cabo de un centenar de kilómetros, me quedo adormilado en mi asiento. Soria me despierta al llegar a Argel. En estado semicomatoso, la oriento para llegar a mi casa. Me deja delante y desaparece, olvidándose mi equipaje en el maletero del Lada.
Mi reloj señala las cinco de la mañana. Subo como puedo los escalones. En el rellano del tercer piso intento en vano dominar mi vértigo. Llevo dos noches seguidas sin pegar ojo. Mina me abre, con la cara abotargada de sueños frustrados. Me derrumbo entre sus brazos y me abandono a sus cuidados. Tengo la vaga sensación de que me está quitando los zapatos. La cabeza se me hunde en una almohada, y me arrastra de inmediato consigo por un maravilloso abismo.
He dormido como un lirón. Me he despertado a media tarde. Mina me sonríe, sentada en el borde de la cama. Se ha puesto guapa, con las pestañas marcadas con kohol.
—Te he preparado un baño —me dice con voz de pajarito.
—Lo necesito más que nada.
Mientras me enjabona la espalda, le pregunto si alguien ha llamado.
—Nadie, aparte de Monique.
—¿Qué quería?
—Hay una boda este fin de semana. Le dije que lo pensaría.
Al anochecer, ya no aguanto más. Soria no ha dado señales de vida. Lo que más rabia me da es que en ningún momento se me ha ocurrido quedarme con su teléfono. Tampoco sé dónde vive. La mudez de mi teléfono aumenta mi mal humor. Estoy tan contrariado que ni siquiera toco la cena. Hacia medianoche, me vuelven a zumbar las sienes. Mina me suplica que me meta en la cama. Me niego obstinadamente. Al final, me quedo dormido en el salón sobre una banqueta acolchada.
Más de lo mismo al día siguiente. Me paso la mañana mirando el teléfono, como si fuera el perro de La Voz de su Amo. Nada, aparte de las llamadas de siempre. Soria se ha propuesto olvidarme. He llamado a Baya para preguntarle si alguna señora ha intentado localizarme en el despacho. Su respuesta aviva mi malestar.
Mina evita la confrontación. Ha aprendido a no meterse conmigo cuando mis mofletes le recuerdan los de un dogo estreñido.
Al atardecer, Furulú, el hijo de la vecina, me informa de que una mujer me espera abajo en su coche. Si me llegan a cronometrar mientras me visto, seguro que acabo figurando en el Guinness. Antes de que a Mina le dé tiempo a reaccionar, ya estoy en la calle.
Soria está arreglada de pies a cabeza. Seguro que le ha ido bien. Enfundada en un traje de chaqueta que quita el hipo, el pecho provocador y un aspecto espléndido, me planta un beso voraz en la mejilla.
—Tenga cuidado —la calmo—. ¿Quiere que mi mujer la lleve ante los tribunales?
Echa la cabeza hacia atrás y suelta una risotada de felicidad. Me da un fuerte manotazo en el muslo y exclama:
—Me ha tocado el gordo. Estuve todo el día de ayer llamando a distintas puertas y mis ruegos han surtido efecto. Ya de entrada, tenemos tres apoyos inflexibles. Dos políticos y el magistrado más relevante del país. No se echarán atrás. De hecho, a eso deben su fama. Y eso que no les he contado todo. Saben que tengo al toro agarrado por los cuernos y se alegran. Le garantizo que no nos van a dejar en la estacada. Pero ésa no es la mejor noticia. Adivine quién acaba de llamarme hace menos de dos horas.
—No tengo la menor idea.
—¡El Che!
—¿Cherif Wadah?
—El mismo.
Me espabilo del todo.
—Si tenemos a este hombre de nuestra parte, la partida está ganada de antemano —le digo.
—Lo tenemos. Nos espera en su casa.
—¿Cuándo?
—Ahora.
Arranca a la carrera.
No recuerdo haber visto a nadie tan eufórico, salvo quizá al inspector Bliss tras uno de sus exitosos chanchullos.
—Vamos a destrozar a ese tigre de papel, comisario. Le juro que tendrán que recogerlo con cucharilla.
—No hay que dejar el coche en la calle —nos recomienda Joe tras mirar a diestra y siniestra para asegurarse de que el camino está despejado—. Les abro el garaje.
Se abre un pesado portón de hierro sobre un patio adoquinado. Soria pone la marcha atrás y coloca el coche bajo un embovedado de buganvillas. Joe nos señala dónde debemos aparcar y cierra apresuradamente el portón.
Cherif Wadah aparece en lo alto de una pequeña escalinata, muy serio dentro de su bata de color verde botella y con las manos en los bolsillos. Ha engordado ligeramente. Afeitado, con el pelo peinado hacia atrás, ha recobrado el carisma de antaño. Al dirigirme hacia él, abre los brazos:
—Ese querido comisario Llob.
Nos damos unos abrazos dignos de los veteranos de guerra que somos. Se alegra mucho de verme. Soria espera su turno detrás de mí, con su cartera pegada al pecho. Nuestro huésped la acoge contra su pecho y ella no se hace de rogar.
—Estás magnífica, preciosa —le susurra—. Si tuviese veinte años menos, me casaba cuatro veces contigo.
—Eso se lo dirá a todas —replica la historiadora muerta de risa.
—No sabía que se conocieran —digo, algo celoso.
—Soria es para mí como un hada —me cuenta el viejo zaím—. La quiero como si fuera mi hija. Nos conocimos hace cinco o seis años...
—Ocho —precisa Soria.
—Me ha dedicado varios estudios, y hasta ha escrito un libro sobre mí.
—Dos —corrige la universitaria—. Una biografía y una recopilación de entrevistas.
—Así es.
Nos lleva a un inmenso salón totalmente cubierto de alfombras de artesanía. En las paredes, muchas fotografías grandes en blanco y negro, muy antiguas, donde se ve a nuestro huésped ya vestido de guerrillero, con la metralleta en bandolera, ya con traje de proletario, sin corbata, junto con grandes figuras de la revolución. En algunas aparece el difunto presidente Huari Bumedián, en otras el presidente yugoslavo Tito, el general vietnamita Giap, Fidel Castro, el rey Faisal Ibn Saud, el monarca jordano Hussein, el líder libio Muammar el Gadafi y el presidente egipcio Nasser. Cherif Wadah está tomado desde todos los ángulos posibles junto a esas eminencias, a veces riendo a carcajadas con ellas. Impresionante.
—Bueno, princesa, ¿qué buenas noticias tienes para mí? Me han llamado esta tarde. Al parecer, traes contigo una bomba atómica.
Soria despliega el contenido de su cartera sobre un velador.
—No se lo va a creer, querido Che.
Empieza dándole a leer sus folios. El Che los consulta atentamente mientras la historiadora va esgrimiendo sus argumentos. Al cabo de media hora, el anciano deja de asentir con la cabeza. Conmocionado por las revelaciones, se coge la cabeza con ambas manos y escucha el informe de Soria sin abrir la boca. Las arrugas surcan su frente. De vez en cuando, intervengo para contarle las distintas etapas y las dificultades que hemos tenido en nuestras indagaciones. La historia de Tarek Zubir parece afectarle. Suelta un suspiro de despecho y levanta la cabeza. La mirada le arde y sus pómulos se estremecen de asco.
—Increíble, increíble —balbucea.
Se levanta y da vueltas por el salón, con las manos tras la espalda, a la vez furioso y trastornado. Dice exaltado:
—Dios dio a los hombres lo mejor de sí mismo. Concibió el mundo como una acuarela para que su mirada se abriera a la belleza, dispuso las estrellas para que se orientaran, y a su alrededor unos horizontes fascinantes para estimularles. Pero omitió poner freno a su necesidad de crueldad, y toda Su generosidad se vino abajo... Dios no debió confiar precisamente en aquellos que son expertos en desfigurar Su imagen. No debió creerse que somos incapaces de ser ingratos. Todas las desgracias del mundo proceden de esa inmerecida confianza.
Soria saca ahora su grabadora portátil.
—Y ahora viene lo mejor de todo —anuncia apretando el botón.
El Che vuelve a sentarse. La voz de Alí Rabah invade el salón como una corriente de lava. A su alrededor, el universo retrocede, se descompone, se disipa. No existe nada sino la pequeña cinta dando vueltas dentro de su caja, liberando segundo a segundo el insostenible relato de nuestro testigo clave de Sidi Ba. El Che tarda unos minutos en percatarse de que la cinta se ha detenido. Llama a Joe, con una expresión insondable en la cara, y le pide que le traiga sus píldoras. El ex boxeador obedece. Tras haberse tomado su medicamento, el anciano pide que lo dejen un rato en su despacho para reflexionar. Ordenamos nuestros documentos y esperamos una eternidad. Por la ventana, se han eclipsado las últimas luces del día. La ciudad desaparece bajo una noche sin luna.
El Che nos pilla aburridos como ostras. Ha recobrado su color y se le nota relajado. Decreta:
—Ni Argelia ni Dios nos perdonarían que diésemos carpetazo a este asunto. Estas monstruosidades no quedarán impunes.
Soria suspira de alivio. El anciano le sugiere que no se haga ilusiones.
—Esto no va a ser coser y cantar.
—Tenemos pruebas de sobra para acabar con él —exclama la historiadora.
—Hach Thobane no es un ciudadano ordinario y no puede uno plantarse en su casa con una orden de arresto y unas esposas. Se trata de un miembro permanente del buró político.
—También es usted miembro del buró político —le recuerdo—. Su influencia es tan colosal como su carisma.
—En las altas esferas las cosas no funcionan tal como usted imagina. Es algo más complicado. Los intereses personales están íntimamente ligados, así como las complicidades y las tramas. Si cae un pilar, se produce un efecto dominó. Muchos dinosaurios del régimen se sentirían directamente apuntados si uno de ellos se viera en peligro, ya sea aliado o disidente. El Sistema debe su longevidad al hermetismo del microcosmos que ha construido a su medida. En buena lid, en esos centros de decisión pueden no estar de acuerdo entre sí y torpedearse alguna vez que otra, pero cuando la amenaza es externa, todos los antagonistas se apoyan mutuamente, como una piña compacta y solidaria. Por lo demás, un peso pesado como Thobane no sólo tiene intereses; dispone de un contingente de discípulos y de peones que no están dispuestos a quedarse sin su maná. No nos va a resultar fácil bajarle de su peana.
—Fácil, no, pero es posible —dice Soria—. No es más que un canalla con las manos ensangrentadas. Es fuerte porque la gente no sabe cómo ha llegado hasta donde está. La información que tenemos lo va a dejar en pelotas frente a la opinión pública. Sus mejores amigos se apartarán de él. Cuando se ha dado la estocada, cada uno intenta ponerse a salvo. Estoy segura de ello. Es cierto lo que usted dice, Sidi Cherif, pero sólo cuando la conspiración se descubre o se aborta. Cuando el daño está hecho, cada cual se mete en su cascarón, y si te he visto no me acuerdo. Allá arriba, en las altas esferas, los vuelcos son tremendos. No nos dejemos intimidar. Estamos a punto de conseguir nuestro objetivo. Sigamos adelante. Ya tengo escrito el artículo para mi periódico. Si cuenta con su apoyo, mi director aceptará publicarlo. Sabe perfectamente que nadie traga a ese abyecto y asqueroso engendro, ni siquiera su propia familia. A ese crápula no se le venera, sino que se le teme más que a la peste. El país nos agradecería que lo libráramos de él. Sería horrible no seguir adelante tras tantos esfuerzos.
—¿Quién ha hablado de arrojar la toalla? —pregunta el Che con calma—. Si hay alguien aquí dispuesto a seguir adelante, ése soy yo. Sé lo que este individuo supone para el porvenir de la nación: el peor de los cataclismos. El problema es otro. La pregunta es cómo podemos ser más eficaces. Si damos un paso en falso se nos echarán todos encima. Él saldría fortalecido y ya jamás nadie se atreverá a meterse con él. Nos jugamos el todo por el todo.
—¿Está dispuesto a ayudarme a publicar mi artículo?
—En los principales periódicos —recalca—. En árabe, en francés, en chino si te apetece. Pero no será bastante.
—También necesitaré un equipo de televisión. Mañana regreso a Sidi Ba para filmar el desentierro de los cadáveres. Labras me llevará hasta allí. Filmaremos la exhumación de los cuerpos y todo el mundo podrá verlo por el telediario.
—Ante todo, no hay que precipitarse —dice el Che.
—De acuerdo, pero hay que actuar con mucha rapidez. El factor tiempo es la clave de nuestro éxito. Si ese canalla llegara a sospechar algo grave, se nos adelantaría y nos cortaría el paso.
—¿Piensa que no está al tanto? —pregunto.
—Ignora lo más gordo. Cree que hemos fracasado, que hemos provocado una tormenta en un vaso de agua. Si no, ya nos habría soltado los perros.
El Che nos pide calma. Nuestro conciliábulo dura unas cuantas horas: Soria tendrá su equipo de televisión y su artículo saldrá en los principales periódicos del país. Pero, para ello, se impone una prueba añadida, sin la cual nuestra empresa fracasaría. «Y ahí es precisamente cuando entra usted en acción, comisario», me confía el Che. Tras lo cual nos encerramos en su despacho para ultimar los detalles de nuestro complot.
Argel está radiante, inspirada por la pureza de su cielo. Se complace en la vida, inmersa en su luz, y su bahía parece una enorme sonrisa. El sol saca pecho en la plaza y yo camino pavoneándome. Me encuentro bien en mi cabeza y en mi pellejo; estoy a punto de expulsar a una deidad de su Olimpo y, por ese mismo motivo, de entrar en la mitología. Para asegurarme de que nada me va a fallar, verifico con regularidad si mi Beretta sigue en su sitio y el micro debidamente pegado bajo mi jersey.
Hach Thobane me ha citado a las tres en punto. A las tres en punto aparco mi Zastava delante del número 7 del Camino de las Lilas. La verja tintinea justo cuando corto el contacto, confirmándome que se me espera con impaciencia. Un fulano achaparrado, muy ancho de espaldas, obstruye la entrada y se aparta para dejarme pasar. Cuando cierra la puerta procede a registrarme.
—No estamos en el aeropuerto de Roissy —le señalo.
No atiende mi observación, palpa la carpeta que llevo conmigo, registra con sus manazas expertas mis tobillos, mi entrepierna y descubre lo que anda buscando debajo de mi axila.
—¡Aquí no entran armas de fuego! —me ladra tendiendo la mano.
—Estoy de servicio.
—Por favor, entrégueme su arma.
—¡Ni hablar! Un poli no entrega su arma ni aunque se la estén metiendo.
Otro tipo cuadrado, de guardia en el porche, le hace una señal para que no insista. El gorila gruñe y se adelanta, renqueando ligeramente. Como un fogonazo, se me cruzan por la mente las palabras de Kong a propósito de los dos matones del Peugeot 405 gris de Sidi Ba: el otro, paticorto, cojea un poco... Atravesamos la propiedad de Hach Thobane, que me desvela todas sus maravillas. Toda una patria: avenidas de mármol en medio de un bosque tropical, pequeñas tapias de piedra tallada alrededor de palmeras enanas, hileras de farolas esculpidas, magníficos cuadros de flores delimitados por susurrantes riachuelos, un pequeño parque zoológico donde se contonean unos pavos reales entre un grupo de cuadrúpedos: una pareja de gacelas, una cierva, dos zorros del Sahara enjaulados, una joven cebra y otros adorables bichos traídos de países lejanos.
Hach Thobane está sentado sobre una imponente silla de mimbre, frente a sus animales de compañía. Está vestido con una gandura, la panza le llega a las rodillas y se está fumando un buen puro. A sus pies se extiende la piscina más bonita que jamás he visto en mi perra vida. Despide a su escolta con un dedo.
—¿Quería hablar conmigo, comisario? —truena en tono expeditivo.
No me dejo espantar. Por el contrario, meto una mano en el bolsillo y me tomo mi tiempo admirando el paisaje.
—Añádase a esto una bandera, y adiós república —le sugiero.
Le palpita una ceja. Gira lentamente la cabeza hacia mí y se me queda mirando.
—¿Ha ido usted a ver un médico, señor Llob?
—Sí. Me ha dicho que estoy hecho polvo.
—Lo mismo opino yo.
—Pues yo no, señor Thobane.
—¿Está seguro de tener opinión?
—¿Por qué no?
Aplasta su puro en un cenicero de marfil con forma de concha. Se refugia en un silencio inquietante, de los que preceden a las tormentas.
—He estado en Sidi Ba —le cuento—. Lástima que una región de pastoreo haya optado por una industrialización salvaje. La ha privado de su poesía y ha podrido las mentalidades. Pero no me he aburrido.
—Estoy al corriente. Antes que usted, ya fueron otros allá para destrozar mi leyenda. Se quedaron sin voz y sin dientes a la vez.
Me acerco a él. La indignación le convulsiona el semblante. O bien es hipocondríaco o bien no puede soportar la cercanía de la escoria.
—No obstante, se trata de una comarca que sufrió mucho durante la guerra —prosigo indiferente—. Basta con arañar la tierra al azar para desenterrar restos humanos.
—¿Acaso cree que la libertad se reparte como las pizzas, señor Llob? La de Argelia costó no menos de un millón y medio de mártires.
—Y algunos otros que no eran mártires.
—No tengo en cuenta las bajas del enemigo. Ésa no es nuestra historia.
—Hay más que las bajas del enemigo.
Se gira enteramente hacia mí, con la esperanza de ponerme en mi sitio. Le guiño un ojo para que compruebe hasta qué punto me siento motivado. Su mirada me radiografía. Por su manera de mover la ceja izquierda entiendo que empieza a oler a chamusquina. Nadie se atrevería a hablarle con tanto descaro. Salvo un chalado. Eso es lo que pensó de mí al principio. Pero la transparencia de mi discurso desecha de un papirotazo esa hipótesis. Hach Thobane sabe que estoy aquí buscando guerra. Lo que lo desconcierta es desconocer la naturaleza de mis armas y su poder de alcance. Ignora si detrás de mí hay un vulgar cazador furtivo o el mismo bosque, un oso o un zorro a punto de salir huyendo, un tirador emboscado o un comando de élite. Mi insolente, cuando no afanosa, seguridad en mí mismo es toda una monumental mueca. ¿Por qué?, se pregunta. ¿Se trata de una trampa o de una vulgar torpeza? Acostumbrado a berrear para imponer el silencio a su alrededor, sin haber encontrado apenas resistencia ni réplica durante decenios de abusos y de sevicias cometidos en la más fastuosa impunidad, ve claramente que hay gato encerrado en mi pugnacidad, pero no sabe cómo maniobrar. Así que espera que yo tropiece. Y aguanta el tirón. De hecho, me sorprende mucho su estoicismo. ¿Se deberá a la edad o al desgaste por sus excesos? En cualquier caso, me parece increíblemente desconcertado, como si un devastador presentimiento le estuviera minando secretamente la moral.
—¿Por qué no va directamente al grano, señor Llob?
—También fueron sacrificados muchos inocentes.
—Por favor, eso era inevitable. Todas las revueltas producen estragos.
Su filosofía no me convence. No intento ocultárselo. Adivina que le va a costar mucho ablandarme. Me ve venir, descodifica a la perfección la red de mis insinuaciones. Su mirada intenta larga y vanamente doblegar la mía. Suspira y consiente en justificar lo injustificable.
—Estábamos en guerra. No había ni culpables ni inocentes, ni verdugos ni víctimas, sino quienes estaban en el lugar equivocado en el momento preciso y quienes se los cargaban para salvar su propio pellejo. Por supuesto, algunos se pasaron de rosca, con su triunfalismo. En realidad, eran el juguete de su propia pesadilla. Al fin y al cabo, no hubo vencedores ni vencidos, sólo quienes lo perdieron todo y quienes salieron adelante, aunque escaldados.
Me obstino:
—Algunos inocentes no pasaban por allí por casualidad, señor Thobane, ni tenían tan mala pata.
—Ocurrió, desgraciadamente, pero así son las cosas.
—Lo peor es que a los verdugos jamás se les molestó.
—¿De qué serviría? No se puede resucitar a los muertos. A lo hecho pecho. Hoy, desde cierta perspectiva, sabemos que, con un mínimo de sentido común, pudieron evitarse muchos excesos. Pero por entonces no había lugar para el sentido común. El odio y la ira estaban al mando, y nadie podía evitarlo. Nos urgía acabar cuanto antes y arrasábamos todo a nuestro paso. Ni siquiera teníamos que hacernos preguntas. Un único horizonte nos guiaba: la independencia de nuestro país. El resto, nuestras vidas, nuestras conductas, nuestros errores y nuestras dudas, se lo llevó la crecida de nuestra entrega. Nadie se detenía en el camino, nos lanzábamos de cabeza hacia la libertad y no pedíamos perdón cuando lo rompíamos todo a nuestro paso y pisábamos el cuerpo de un amigo. Tampoco ellos nos iban a pedir perdón, y nos habrían pisoteado a nosotros. Así eran las cosas. Cuando la gente se alza en armas, se toma las cosas como vienen. Sean buenas o malas, no hay más remedio que asumirlas. Es la única manera de forzar el rumbo del destino... Además, no le estoy diciendo nada nuevo. Ha sido guerrillero y sabe lo que fue esto.
—Cierto, he sido guerrillero, pero sus motivaciones y las mías no tenían nada que ver. Yo luchaba por la independencia, no por lo que pensaba hacer con ella después. Para mí, sobrevivir a la guerra era el mejor regalo que Dios podía concederme. Me hacía ilusión recuperar a mi gente, mi casa y mis manías. Otros veían más allá. Ya estaban pensando en repartirse las fortunas huérfanas de dueños, los puestos de mando y los privilegios que proporcionan. Admita que no es lo mismo. No bastaba con una bandera en lo alto de los nuevos ayuntamientos. Algunos querían convertirse en lo que ésta simbolizaba y adueñarse del país. Como antes habían sido pastores, no supieron ser gobernantes y siguieron considerando al pueblo su rebaño. Pero éste no es el tema que nos ocupa, señor Thobane... Estoy aquí para remover su propia mierda.
Esperaba que saltara de sus casillas o que ordenara a sus hombres que me dieran una paliza antes de echarme a patadas. Se limita a concederme una mirada patética y cansada, la mirada de una vieja deidad que empieza a ser consciente de su finitud. Ni siquiera lo ha impresionado la vulgaridad de mi tono. Parece haber comprendido que mi fuerza no procede de mis argumentos como investigador, sino de la oculta movilización que se ha operado detrás de mí y de cuya determinación yo soy sólo una pequeña muestra. Hach Thobane es un fullero de primera. Ha superado más pruebas que un titán y desbaratado conjuras en cantidades industriales. Si ha sobrevivido hasta la fecha, en un país donde las maquinaciones tienen una precisión quirúrgica y las traiciones se maduran a la vez que se calculan, no se debe sólo a su buena estrella.
—Váyase, comisario. Le juro que no sospecha ni la centésima parte de los disgustos que está a punto de padecer.
—Ha metido usted en el calabozo a un teniente de la policía, señor Thobane. Lo acusa de haber intentado matarle por celos. Resulta que ese pobre madero no tiene nada que ver en esto. Ha sido usted víctima de su pasado, que ha acabado alcanzándolo. Ignoro cómo se hizo con el arma de mi colega, pero a su agresor le sobraban motivos para tenerle ganas. Intentaba vengarse, y vengar a los suyos, ejecutados por orden suya la noche del 12 al 13 de agosto de 1962, en los alrededores de Sidi Ba, donde usted reinaba con el apodo del Zurdo. Aquella noche también fueron liquidadas otras tres familias, pero ninguno de sus miembros consiguió librarse. Los Kaíd, ricos terratenientes; los Ghanem y los Bahass, la gente más rica de la comarca. Ni supervivientes ni herederos. Sus bienes fueron considerados botín de guerra, que fue a su vez malversado en beneficio propio: el suyo. La otra familia, la de los Talbi, tuvo su superviviente: Belkacem, internado desde 1971 bajo las iniciales de SNP y que se benefició del indulto presidencial el pasado mes de noviembre. Aquel chico, que tenía unos doce años cuando la matanza colectiva, sólo sobrevivió para dar con usted y ajustarle las cuentas. Él ha fallado, pero yo no voy a fallar.
—Las familias que ha citado colaboraron con el enemigo. Fueron juzgadas y condenadas por el Tribunal militar del FLN. Su fortuna no nos interesaba. Los Talbi eran más pobres que Job. Eso lo sabe todo Sidi Ba. Entonces, ¿por qué los iban a ejecutar si el objetivo de aquella operación era exclusivamente la fortuna de los condenados?
Esgrimo mi carpeta antes de tirársela sobre las rodillas.
Con toda calma, saca de ella un paquete de fotocopias.
—¿Qué es?
—Lea, se le va a refrescar la memoria.
Se da la vuelta hacia el interior de la villa y pide que le traigan sus gafas. El gorila cojitranco acude de inmediato. Hach Thobane se pone las gafas, cuyos cristales le agrandan exageradamente los ojos, y hojea los documentos, que no parecen impresionarle.
—No veo lo que significa esto, comisario.
—Se trata de una copia del libro de contabilidad que Ameur Talbi llevó durante la guerra. Aquí está registrado el conjunto de los depósitos en metálico que gestionaba en provecho de su batallón, así como los descargos firmados por usted. Resulta sencillo evaluar las entradas y salidas de dinero, la suma de los distintos donativos, colectas y contribuciones financieras de la ciudadanía, musulmanes y cristianos —incluida la extorsión—, recaudados en la comarca de Sidi Ba de marzo de 1956 a junio de 1962. A saber, cuarenta y cinco millones de francos antiguos en metálico, mil ciento treinta y siete luises de oro, doce kilos de oro, cincuenta y dos joyas por una suma de tres millones... En resumen, la totalidad de un botín de guerra que jamás ha declarado al FLN y que se quedó cuando acabó la guerra.
—Váyase...
—Ameur Talbi era su tesorero secreto. Lo mandó ejecutar, así como a su familia, para no dejar testigos...
Se rompe el puente. Hach Thobane se pone de pie, conmocionado, completamente derrumbado, con una pistola en la mano.
—Llevo un micro oculto, y hay bastante gente siguiendo con interés nuestra conversación en este preciso momento. Lo siento, pero tenía que tomar algunas precauciones. Esta semana han sido eliminados dos hombres en Sidi Ba por menos que esto. Su asesino olvida —como todos los asesinos— que se puede matar a miles de testigos, pero que jamás se puede matar del todo la verdad.
Los nudillos de su puño armado se tornan blanquecinos a la vez que se estremecen.
—¡No irá a dispararme!
—No me perdonaría mancharme las manos con la sangre de un perro —refunfuña—. Hay gente que se encarga de ese tipo de trabajo.
—Me andaré con cuidado.
—Demasiado tarde.
—¿Cree usted que he hecho muy mal en hacerle esta visita, señor Thobane?
—Lárguese de aquí. Vaya en busca de su premio antes de que sus amos cambien de opinión.
Los dos gorilas me agarran por los hombros y me conducen a empellones hacia la salida.
Me tuerzo el cuello para mofarme de la deidad plebeya:
—Puede quedarse con el documento como recuerdo. El original está en lugar seguro. Hasta muy pronto.
—Ahueca el ala —me escupe el gorila en la nuca.
Hach Thobane observa, con una mirada tenebrosa, cómo sus hombres me llevan a rastras por la selva tropical. Debe de estar haciéndose dos preguntas fundamentales: con qué salsa me va a cocinar y cuándo piensa comerme.
Soria me llama para anunciarme su regreso de Sidi Ba y que todo fue muy bien. Su artículo de tres páginas saldrá mañana en los principales diarios nacionales. Me aconseja que me quede clavado en mi sillón y que no pierda de vista la pantalla de mi televisor; su reportaje saldrá en el noticiario de las ocho de la tarde. A las ocho menos cinco decreto el toque de queda en casa. Mina y nuestros hijos se reúnen conmigo en el salón, tan tensos como yo. No les he dicho nada, pero mi agitación les ha puesto la mosca detrás de la oreja. El pequeño es el único que se queda en su habitación, echando pestes contra sus deberes escolares. Las noticias se abren con un único titular: Hallada una fosa común en Sidi Ba, veintisiete restos humanos desenterrados, entre ellos quince niños. Las imágenes muestran una excavadora removiendo la tierra, a hombres exhumando cráneos humanos y varios montones de huesos, a testigos contando su versión de los hechos, todos la misma, la saben de memoria; una vista panorámica de las montañas de Sidi Ba, un zoom de la ciudad aderezado con un comentario abrumador. Unas imágenes de archivo remiten a los años de la guerra: pelotones de muyahidin avanzando por la nieve, aviones de combate del ejército francés bombardeando con napalm pueblos musulmanes, rostros quemados, campesinos huyendo de sus aldeas devastadas, mujeres y niños apiñados con sus hatos en carretas improvisadas; luego, vuelta a la fosa común, donde un anciano tambaleante cuenta el drama a la vez que señala un sendero y los alrededores. Reaparece el periodista para desarrollar el testimonio de las personas consultadas y se eclipsa, dando paso a una foto reciente de Hach Thobane, e inmediatamente después a otras, más antiguas, tomadas en el maquis, en las que aparece el famoso Zurdo exhibiendo una emisora de campaña tomada al enemigo durante una emboscada, pasando revista a su regimiento, apuntando con su subfusil, todo comentado en tono cavernoso de oración fúnebre... A mi alrededor, un silencio sideral. Mis dos hijos mayores y mi hija están anonadados. Mina tiene las manos pegadas a las mejillas y los ojos inundados de lágrimas. Ha dejado de oírse el ruido de los vecinos de al lado; habitualmente, a esta hora, sólo se oyen broncas y carreras de niños. Todo el edificio parece estar conteniendo la respiración. Pienso que lo mismo debe ocurrir en el resto del país.
—¡Papá! —grita el pequeño desde su habitación—, ¿cómo quieres que haga los deberes con este follón? El teléfono lleva una hora sonando.
Tengo la impresión de estar emergiendo de un abismo, y me lleva mi tiempo asimilar los gritos de mi hijo. Al final percibo el ruido del teléfono. Llego hasta él y descuelgo; es Hach Thobane.
—Imbécil —me dice con una voz extraordinariamente serena.
Y añade, tras una pausa:
—Diga a sus comanditarios que no hay que vender la piel del oso antes de haberlo cazado.
Cuelga.
Mina me encuentra hecho un cascajo en nuestro dormitorio, con el auricular en la mano y la mirada perdida.
A las seis menos cuarto de la mañana, el teléfono me saca de un bote de la cama.
Es Nedjma, la amiguita de Hach Thobane:
—Venga rápidamente —me dice sollozando—, ha ocurrido una desgracia.
TERCERA PARTE
Morir es el peor favor que se pueda hacer a una Causa. Porque impepinablemente habrá, por encima de los escombros y de los sacrificios, una raza de buitres lo suficientemente espabilados para hacerse pasar por aves fénix. Éstos no dudarán un segundo en utilizar las cenizas de los mártires como abono para sus jardines edénicos, en construir con las tumbas de los ausentes sus propios monumentos y en convertir en agua para sus molinos las lágrimas de las viudas.
BRAHIM LLOB
El otoño de las quimeras
Capítulo 21
El día se despereza con cautela en el Camino de las Lilas. Parece que la noche ha sido movida por aquí. Algunos se han atiborrado de tranquilizantes para poder pegar un ojo. Normal, cuando linchan a un vecino es que anda rondando la ira popular. Me imagino la impresión de los nababs de Argel cuando encendieron su tele la víspera. No es tanto el escándalo de Hach Thobane lo que les ha encogido las tripas como el hecho de comprobar que nadie está del todo a salvo. Si se han atrevido a dejar en pelotas a un mito viviente, es que se puede desplumar sin problema a cualquier reyezuelo. Esto explica por qué la gente se resiste a abandonar las sábanas en esta parcela del paraíso. No saldrán de casa sin haber llamado por teléfono a diestro y siniestro para evaluar la magnitud del maremoto que va a devastar la ciudad. Mientras tanto, ya que las calles han dejado de estar seguras, prefieren quedarse calentitos en la cama, husmeando sus sábanas y olisqueando su transpiración.
Fuera, el cielo está lívido. No hay la menor nube que se preste a velarle la cara. Muy pronto el sol alumbrará con su antorcha el desastre en toda su amplitud. No todos los días se consigue arrastrar por el fango a un dinosaurio. Las gigantescas salpicaduras van a llegar muy lejos. Se siente curiosidad por saber qué tipo de follón se va a montar.
Aparco mi Zastava delante del número 7. Aquí especialmente el silencio tiene algo de irreversible. Se parece un poco al que le invade a uno cuando de repente se da cuenta de que se halla en medio de un campo de minas. No me dejo llevar por el desaliento. Apago la colilla en el cenicero y me bajo del coche dando un portazo para darme ánimos. Me siento lúcido, en perfecto dominio de mis facultades. Va a hacer sol. Algunos pájaros afinan sus cuerdas vocales, ocultos en el follaje. Que no cunda el pánico.
Nedjma me abre antes de que haya acabado de acariciar el timbre. Duchada, maquillada y peinada, no parece estar dispuesta a llevar el luto. Con su ropa de casa, exhalando delicados perfumes, semeja un hada surgida de una voluta de humo. Sus ojos de hegeria resplandecen como joyas, sus labios encarnan todas las tentaciones. Ahora que me permito mirarla de cerca, no recuerdo haber contemplado una belleza tan depurada. Su frescor encumbra sus veinticinco años como si fuera una diadema. Todo en ella roza la perfección: la pureza de sus rasgos, la posición de sus pómulos, la limpieza de su mirada y la excelente configuración de su silueta. Un pedazo de mujer.
—¿Qué tal? —le pregunto.
—Aún no me lo he planteado, comisario.
Me ruega que la siga. Lino la habría seguido hasta el infierno. Cuando se va detrás de esta mujer, el resto del mundo queda oculto, sobre todo sus trampas y artimañas. Si se pusiera a caminar sobre las aguas, uno se sorprendería haciendo lo mismo. Su gracia es una delicia y su garbo una epopeya.
Intento no perder la cabeza, pero me resulta imposible sustraer mi mirada al hipnótico contoneo de sus caderas.
Busco a los gorilas, o a algún lacayo apostado en espera de una orden o una señal. No hay un alma en el jardín.
—¿Está usted sola?
—Sí.
—¿Dónde se han metido los guardaespaldas?
—Hach los despidió a todos ayer.
Entramos en el palacio. Hasta el rey de Jordania se moriría de envidia si se diera una vuelta por aquí. Tanto fasto encelaría incluso a los dioses subidos en sus cometas. Es increíble lo que los hombres son capaces de amasar en torno a su mísera persona para vivir una vida tan efímera. Aún más increíble que, tras tanta ostentación y fortuna blasfematoria, consientan en pudrirse en un agujero oscuro por toda la eternidad.
Nedjma me lleva directamente a la guarida privada de su amante. Allí está Hach Thobane, rodeado de sus tesoros de caoba, sus objetos artísticos de cristal y sus cuadros pagados en divisas. Está sentado sobre una silla acolchada, en bata, con el pecho caído sobre la mesa de su despacho, con la cabeza sobre el brazo derecho doblado encima de un periódico y el brazo izquierdo caído por encima del brazo de la silla, con una enorme pistola en la mano. La bala le ha reventado la sien y arrancado parte del cráneo, cuyos fragmentos salpican la pared formando una especie de adobe de seso y sangre.
Me acerco.
El periódico está abierto en una doble página dedicada a la fosa común de Sidi Ba.
—Creo que la lectura de este artículo lo ha rematado —suspira Nedjma.
—Eso es lo que salta a la vista de entrada —reconozco—. ¿Puede contarme qué ha ocurrido?
—Estaba durmiendo cuando oí un disparo. Bajé corriendo y me lo encontré tal como lo está viendo. No he tocado nada.
—¿Y la servidumbre?
—Ya se lo he dicho. Hach echó a todo el mundo ayer. Quería estar solo. Me pidió que me fuera. Me negué a dejarlo solo en el estado en que estaba.
—¿Cómo estaba?
—Raro.
—¿Cómo?
—Cuando empezaron a machacarle en la tele, ni siquiera se movió. Tampoco dijo nada. Tan sólo pidió un vaso de agua. Permanecía en su sillón, tranquilo, como si estuviese viendo cualquier asunto banal. Por supuesto, no se perdió una palabra de todo lo que soltaron a lo largo del telediario. Pero era como si estuviesen ensañándose con alguien que no conocía. Después, apagó y pidió a sus guardias y a la servidumbre que se fueran a su casa. Estaba tranquilo. Quería estar solo y meditar sobre lo que se le venía encima. Se acercó a mí, me besó en la frente y me pidió que me largara de aquí. Me negué. No insistió. Era como si de repente se hubiera cansado de la vida. Cuando se fue el personal, le llamó a usted por teléfono, luego colgó y se encerró en su despacho. Pensé que si me había quedado, no era para encerrarme en mis aposentos y dejarle solo con su pena. Fui, pues, a su despacho a consolarle. Estaba de pie junto a la puerta acristalada, con las manos tras la espalda, y miraba la luna. Creo que esperaba que le llamara algún que otro amigo. A veces, se volvía hacia el teléfono y lo contemplaba largamente. Como nadie llamaba, levantó el auricular para comprobar que funcionaba y lo volvió a soltar sonriéndome. Jamás he visto una sonrisa más triste. Aquello me dejó trastornada y corrí a refugiarme en sus brazos. Sentía más pena por el abandono de sus amigos que enfado contra los que habían conspirado contra él... Ya sabe usted cómo son las cosas en nuestro país. A las deidades se las venera mientras no se demuestre su vulnerabilidad. De repente, los que te han lamido las botas se abalanzan para devorarte por los pies. Eso lo entristeció mucho.
—¿Estuvo toda la noche en su despacho?
—Conseguí llevarlo al salón. Hablamos de los días que hemos compartido juntos. Quería saber si tenía algo que reprocharle, si no había sido correcto conmigo, si me había herido de algún modo. Le dije que era yo la que no había sabido ser digna de su amabilidad y de su generosidad, que me había mimado tanto que había estado a punto de echar a perder nuestra felicidad. No le mentí, comisario. Era un hombre bueno, caritativo y sensible. No soportaba ver sufrir a los demás y cualquiera podía pedirle ayuda. La gente que le ha impulsado a suicidarse son unos perros. Se los comerán sus pulgas antes que sus remordimientos.
Vamos al salón. Ordenado como para una ceremonia. Ni la menor señal de violencia ni la menor nota discordante.
—¿Por qué me ha llamado a mí?
Aparta los brazos.
—Yo era la amante de Hach, no su secretaria. No conozco su agenda. Tampoco a sus amigos, y tenía prohibido coger el teléfono cuando sonaba. No es que fuera celoso, sino púdico. Cuando lo descubrí en medio de un charco de sangre, me quedé aterrada. ¿A quién podía llamar? No conozco a sus parientes. Entonces recordé la última llamada que hizo. Fue a usted. Le di al botón «bis» y usted contestó.
—¿Debo entender que nadie está al corriente de este drama?
—Nadie.
—Pues va a haber que menear a todo el mundo.
—Haga lo que tenga que hacer, comisario.
—¿Cuánto tiempo se quedaron en el salón?
—No sé. Quizá hasta medianoche.
—¿Y luego?
—Subimos a nuestro dormitorio. Me daba cuenta de que algo horrible le rondaba por la cabeza.
—¿Como qué?
—Su calma me tenía intrigada. No solía ser así. Se enfadaba por cualquier cosa. Hasta era impulsivo. Su cólera le daba confianza en sí mismo. Tras una buena bronca se quedaba más tranquilo. Esta noche su silencio me tenía asustada. Me temía lo peor.
—¿Tenía usted la impresión de que iba a matarse?
—De que iba a reaccionar de una manera extremadamente violenta. Matarse o matarnos a los dos. Lo conozco muy bien. Jamás lo había visto como estaba anoche. Resultaba muy, muy angustioso. Se tumbó en la cama. Puse un somnífero en su agua con gas y me quedé junto a él hasta que se durmió. Ya conoce usted lo demás. Me despertó un disparo. Hach acababa de suicidarse.
—¿También se durmió usted?
—¡Ya me dirá, después de una noche así!
—¿Nadie vino mientras tanto?
—Nadie.
—Quizá no lo oyera usted.
—Imposible. Si alguien hubiese venido, el timbre me habría despertado. El interfono está en mi mesilla de noche.
—¿Entonces, quién le trajo el periódico a una hora en que los quioscos están cerrados?
Nedjma se enreda. Ya iba siendo hora. Su sobriedad me estaba resultando excesiva para una amante que acaba de perder a su santo patrono. Frunce sus deliciosas cejas, rebusca con rapidez en su cabeza, pero no encuentra escapatoria. Al mirarme me doy cuenta de que tiene los labios descompuestos, retorcidos por una mueca de incomodidad.
—Es verdad —reconoce—. Quizá salió mientras yo dormía.
—Los quioscos no abren hasta dentro de media hora.
—A veces, cuando se trata de asuntos importantes, llama a la imprenta. Sabía que lo de la tele iba a salir en la prensa escrita.
—Eso no se sostiene. Si hubiese llamado al impresor, lo habría usted llamado a él cuando apretó la tecla «bis».
—En ese caso, alguien se lo debió de traer esta mañana —me concede.
Nedjma no está a gusto en su pellejo.
Le ruego que me lleve al dormitorio donde pasaron la noche. Obedece con la cabeza en otra parte. El tema del periódico la tiene preocupada. No le había prestado la debida atención. La sigo por un pasillo tapizado con frescos revolucionarios que ponderan el valor de nuestra guerrilla; unas pinturas de escasa calidad pero suficientemente patrioteras para infundir respeto. Nedjma camina delante de mí. Su porte ya no es tan noble; no se sabe si pretende huir o sobreponerse.
El dormitorio es inmenso, con no menos de cuatro puertas vidriadas tapadas por cortinas de terciopelo recogidas con imponentes cordones dorados. En el centro, una gran cama con baldaquín cubierto de sederías, flanqueada por dos mesillas de noche y un sofá a la romana. Enfrente, un espejo monumental refleja la luz del día por toda la habitación. Las paredes son de color blanco roto. En cuanto a las dos arañas que caen en cascada del alto techo, son puras maravillas que deben de costar el riñón de un millar de funcionarios íntegros.
Nedjma me pide permiso para ausentarse un par de segundos, que le concedo de buena gana. Ya más tranquilo, inspecciono el lugar a mis anchas. Distingo sobre una cómoda las gafas de Hach Thobane, un vaso sobre la mesilla de noche —que deslizo en el bolsillo de mi abrigo—, una libreta al pie de una lamparilla. Curioseo en los cajones, remuevo algunas pilas de informes, me topo con algunas naderías, nada demasiado interesante. El ruido de la cadena del váter despierta mi atención. Nedjma me pilla contemplando un óleo que representa al difunto en sus mejores tiempos.
—Es de Alessandro Cutti, un famoso pintor italiano —me informa con una pizca de agresividad.
—Me hubiese extrañado que fuera de Denis Martínez.
—¿Quién es?
—Un famoso pintor argelino.
El timbre de la puerta nos interrumpe. Nedjma pone cara de extrañeza antes de contestar por el interfono.
—Debe de ser el equipo científico de la Central —le señalo—. Yo les pedí que vinieran.
—¿Por qué un equipo científico, comisario? Se trata de un suicidio.
—Una simple formalidad, señora —la tranquilizo.
A Hach Thobane lo han enterrado en menos de veinticuatro horas. Ignoro si por respeto a la tradición musulmana o por pasar rápidamente página sobre un episodio odioso de la leyenda revolucionaria, el caso es que ha sido muy rápido. Un certificado de inhumación expedido por un desaliñado ordenanza municipal, unos cuantos palazos en la tierra, un par de ridículas baldosas a modo de lápida, y se acabó la ceremonia fúnebre... Ni fanfarria ni pelotón de honor, ni siquiera una corona de flores. Los notables de Sidi Ba no han sido convocados, ni siquiera su alcalde. Poca gente, unos cincuenta paletos polvorientos traídos a la carrera de su pueblo, un grupo de antiguos combatientes seniles y ajados, y un siniestro imán que se da mucha importancia y no para de liarse con los versículos. Algunos visitantes pasan una y otra vez delante del grupo hurgándose la nariz. Los camilleros esperan con impaciencia que les devuelvan la camilla para largarse. Sólo un vejete lloriquea, un poco apartado, sostenido por un chico. Debe de ser el hermano del difunto. Algunos compañeros intentan sin convicción consolarlo y alguno que otro le reprocha que esté dando la nota.
Se abrevia el ceremonial hasta quedar reducido a la mínima expresión. Se está allí para comprobar que el ogro ha estirado realmente la pata, no para comentar sus maldades. Tampoco se han dignado aparecer los altos cargos del partido. El difunto no tiene derecho a la consideración que corresponde a su rango; el escándalo le ha hecho caer oficialmente en desgracia. Distingo a un par de periodistas y a un fotógrafo bizco. En la prensa vespertina apenas se le concederá una pequeña nota junto a la sección de necrológicas. Lo justo para confirmar el rumor y dar que pensar a los supervivientes.
Cuando introducen sus restos en la fosa, me doy la vuelta y me dirijo hacia el aparcamiento, donde Serdj está montando guardia junto a mi cacharro. No ha querido asistir a las honras fúnebres. Dice que las tumbas lo ponen enfermo.
—¿Qué hacemos? —pregunta.
—Tú mandas.
Me propone que tomemos un café en el paseo marítimo. Me encojo de hombros. De camino, se percata de que tengo una depresión para desempalmar a un tanque y estima que lo mejor es llevarme a casa.
Didu me espera en la entrada de mi casa, con la cara descompuesta.
—¿Qué ocurre ahora?
Didu es taxista. No pasa semana sin que lo multen.
—Te juro que esta vez no tengo nada que ver —empieza diciéndome—. Llevaba a un pasajero y, en un cruce de calles, me topé con un atasco. El que iba detrás de mí se puso a darle al claxon y a ametrallarme con sus luces. Parecía tener prisa, pero no podía ni adelantar ni echarme a un lado. Entonces me puso como un trapo. Te juro que ni siquiera reaccioné. Seguí tus consejos.
—No del todo, por lo que veo. Prueba de ello es que sigues dándole vueltas a lo que quieres pedirme.
Didu se quita su andrajosa gorra y la arruga entre sus manos. Mi impaciencia lo indispone y no le gusta andarse por las ramas.
—Era un cabo, Brahim. Me ha confiscado los papeles y ha metido mi ganapán en el depósito. No tengo con qué dar de comer a mis niños. Te juro que no tengo nada que ver. Había un atasco...
Luego me mira con esa cara de perro apaleado a la que jamás he sabido resistirme. Me sorprendo prometiéndole que resolveré su problema a primera hora de la mañana. Didu se siente tan aliviado que me agarra la cabeza con las manos y, casi entre sollozos, me da un beso en la coronilla.
Así es Argelia: un tirano menos y mil que toman el relevo sobre la marcha. En nuestro país, el abuso no es una desviación sino una cultura, una vocación, una ambición.
Mina me ha preparado un festín: tortilla con setas salvajes. Me como mi parte, la suya y un pellizco de la de los niños; luego me encierro en mi dormitorio para digerir a mis anchas. Cuando estoy en lo más profundo del sueño, mi hija me sacude.
—Papá, es la Central.
Voy titubeando hasta el vestíbulo y cojo el aparato.
—¿Sí?
—Los muchachos del laboratorio piden que se ponga en contacto con ellos —me informa Serdj.
—¿Qué hora es?
—Las tres y veinte.
—¿Te importaría pasar a buscarme? Tengo el coche en el mecánico.
—Estaré abajo dentro de un cuarto de hora.
El laboratorio de la policía científica se encuentra en el sótano de un edificio administrativo en medio de la Comisaría Central. Antes era un almacén donde se guardaba de todo, una especie de enorme trastero donde podían llegar a parar archivos comprometedores, máquinas de escribir en desuso, cualquier tipo de antigualla y hasta unos borceguíes sin estrenar. Luego, debido a una inundación, hubo que limpiar a fondo los sótanos. Como la policía acababa de adquirir un nuevo material de investigación, sofisticado y codiciado por las demás direcciones, la jerarquía decidió crear allí un laboratorio. Desde entonces los muchachos que apencan aquí abajo pillan todo tipo de enfermedades, y nadie sabría decir si se debe a la maquinaria con que trabajan o a la humedad.
Bachir, el director, nos recibe en su cuartucho. Sobre su mesa, bien a la vista, está el vaso que me llevé la víspera de casa de Hach Thobane. Por su manera de parpadear, entiendo que ha descubierto el pastel.
—¿Entonces qué? —le pregunto.
—Tenías razón, Brahim. En el contenido del vaso había la suficiente dosis de tranquilizantes para tener a una mula roncando durante un par de días.
—¿Estás seguro?
—El análisis es categórico. Se trata de Stilnox, un medicamento de aúpa. Con un solo comprimido puedes vivir un cataclismo sin enterarte.
—En cualquier caso, él no le ha sobrevivido. ¿Y en cuanto al arma?
—Solamente las huellas del difunto.
Agarro a Serdj por el codo y salgo corriendo al aire libre. Esto es lo que me estaba temiendo. Habría preferido que las aguas se amansaran y poder volver a mi vida normal. Mala suerte. El caso Thobane va a seguir coleando y no me veo con la suficiente agilidad para andar correteando tras él.
—¿Algo va mal, comisario? —se preocupa Serdj.
—¿Y si me llevaras al paseo marítimo? Necesito una buena taza de café para recomponer mis ideas.
—¿Está seguro de que bastará con una sola taza?
—Siempre que no pague yo...
Me abre una criada de cierta edad, recién salida de su envoltorio. Me identifico. No entiende mi verborrea y me ruega que repita. Le aconsejo que avise a su señora de que el comisario Llob desea verla. Regresa al cabo de unos minutos y me lleva a la piscina. Nedjma está sobre una tumbona, con sus gafas de sol colocadas sobre el pelo. Está leyendo una revista de moda con su albornoz abierto sobre sus piernas perfectas.
—Buenos días, comisario.
—Buenas, señora.
—Qué día más bonito, ¿verdad?
—Para quien se lo pueda permitir.
Suelta su revista y me mira de frente, con el codo apoyado sobre un cojín. No me canso de repetirlo: esta chica es la forma de Tentación más vehemente que conozco. Sus ojazos me embrujan. Siento cómo se me estremecen las pantorrillas bajo mi carcasa.
Me pide que ocupe la otra tumbona que hay a su lado. ¿Por qué no?, me digo. No está prohibido soñar. Me desabrocho la chaqueta para liberar mi panza y me tumbo junto a sus sulfurosos influjos. De inmediato, mi tumbona se convierte en alfombra voladora.
La criada viene con una bandeja repleta de zumos de fruta y de galletas de importación. La deja sobre una mesilla de mármol y se larga.
—¿Es argelina?
—Creo que es yemení. Ha sido cocinera en la embajada de Argelia en Adén. Me la recomendó un amigo diplomático. Lo sabe hacer todo. Es extraordinaria.
Miro a la criada alejarse.
Nedjma se incorpora para servirnos. Se le abre el albornoz por el escote, dejando a la vista unos senos rotundos como manzanas cogidas en el jardín del Edén. Intento interesarme por una pareja de gacelas, pero no hay manera de apartar la vista de tanto esplendor al alcance de mis dedos. Nedjma adivina mi trastorno, que se intensifica en mi alma y conciencia. Se tapa un poco con un gesto falsamente púdico.
Me tiende un vaso de zumo de naranja.
Tomo un trago y chasqueo la lengua admirativamente.
—Excelente.
—¿Verdad que es extraordinario?
—Aquí todo es extraordinario.
Me gratifica con una sonrisa capaz de poner de pie a un tullido sin piernas.
—¿Lo piensa sinceramente, comisario?
—¡Cómo no!
Vuelve a tumbarse, se cubre la mirada con sus gafas y, sin llevar su néctar a sus labios chispeantes, dice:
—¿Andaba de paso por aquí?
—Para serle sincero, señora, jamás estoy de paso por los lugares encopetados. Me aventuro por ellos cuando no tengo más remedio. Odio a la gente con pasta. Su felicidad me saca de quicio.
—Lástima.
—¿Lástima por qué, señora?
—No merece la pena sufrir por la felicidad ajena.
—Sepa que está a menudo trucada.
—¿A quién le importa si tiene para comer y para beber?
Renuncia a su brebaje, que pone sobre la mesa. Siente un repentino desprecio por mí.
—¿Se puede saber qué lo obliga a venir a deprimirse por estos pagos, comisario?
—Estoy aquí para aclarar tres o cuatro puntos borrosos de mi investigación.
—¿Investigación sobre qué?
—Sobre la muerte de Hach Thobane, por supuesto.
Frunce el ceño. Vigilo sus manos que acusan el golpe con mucho talento. Pienso que esta mujer tiene carácter, sabe lo que quiere y cómo obtenerlo.
—¿Lo dice usted en serio, comisario?
—¿He dicho alguna tontería?
—Claramente, ya que se trata de un suicidio. La prensa lo ha dicho...
—La prensa dice lo que se le pide que diga, señora. No olvide que estamos en Argelia, en la era socialista.
—¿Dónde está el socialismo, en esta casa paradisíaca?
—En las prácticas corrientes, señora.
Se echa la melena hacia atrás. Su perfil de diosa extiende su gracia hasta su pecho alto y lleno antes de ahuecarle majestuosamente el vientre adornado por un ombligo tan refinado que parece la mismísima señal del Señor.
—¿Por qué le da tantas vueltas a ese suicidio?
—Por un montón de ángulos muertos.
—¿Por ejemplo?
—La pistola en la mano derecha.
—¿Y qué?
—Hach Thobane era zurdo. Por eso le llamaban así en el maquis.
—Lo he visto usar ambas manos sin problema.
—Puede ser. ¿Pero le había visto usted leer un periódico sin gafas?
Se sobresalta.
—Sus gafas no estaban sobre su mesa, al lado del periódico, señora. Estaban en su dormitorio, sobre su mesilla de noche.
—Quizá las dejara allí cuando fue a buscar la pistola.
Esta Nedjma nunca dejará de asombrarme.
La vivacidad de su ingenio es para mí una fiesta.
—Eso también puede ser. El problema está en cómo pudo despertarse tras la dosis de somnífero que le administró usted. Según los análisis, no le habría sobrevivido ni un penco de los montes Aurès. Hach Thobane no podía despertarse ni arrastrarse hasta su mesa de despacho, menos aún tener la menor sobriedad para darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Apenas podía mover el dedo meñique para rascarse.
—¿Adónde quiere usted ir a parar, comisario?
—A lo siguiente: no hay quien se trague su historia. Hach Thobane ha sido asesinado, señora. Con o sin su colaboración.
Nedjma se incorpora y se agarra las rodillas con las manos. A pesar de que ocultan la expresión de su rostro, sus gafas dejan ver el temblor de sus pómulos. Vuelve a montar en cólera, un hervidero que no intenta contener.
—¿Se da cuenta de lo que está soltando?
—Del todo.
—Lo dudo, comisario.
Se levanta y, negándose a perder un segundo más junto a mi pinta de aguafiestas endomingado, recoge su toalla y sale disparada hacia sus aposentos.
Al ver llegar a la criada, alzo las manos y me apresuro a bajarme de mi alfombra voladora.
—No se moleste por mí —le digo—, conozco el camino.
No me quedan fuerzas para consultar mi correo. Entre el teléfono y el cartapacio, tres expedientes se mueren de aburrimiento sobre mi mesa. Llevan ahí días, sellados como un juramento. De vez en cuando, Baya se acerca para averiguar si sigo vivo. Le preocupa la cara que traigo. Por dos veces ha intentado recordarme algo y se ha echado atrás. Frente a mí, el retrato del rais parece estar tomándome el pelo. Cuando nuestras miradas se cruzan, mi corazón suelta un extraño hipo. No sé qué hacer con mi tiempo. Ayer, tras salir de casa de Nedjma, estuve caminando por el paseo marítimo. Anduve kilómetros sin darme cuenta. No hay duda, Argel es un azar ciego; huye turbiamente de las preocupaciones a la vez que se ensanchan tras el paseante desengañado los abismos de su desazón.
Aún no ha vuelto el dire. Sus cortesanos dicen que le queda convalecencia para rato. A pesar de la caída de Hach Thobane, su tensión se niega a bajar una décima. Pensé en ir a visitarlo a su casa, pero temí provocarle una recaída. Así soy de torpe cuando se trata de ser cortés.
En ausencia del jefe, Bliss se ha hecho el amo. Gestiona el gallinero con mucha garra, gritando más alto que la bandera que hay en la fachada del edificio. No es más que un inspector de poca monta, sin clasificación en la escala jerárquica; sin embargo, el personal se achanta y no protesta. En este país, la interinidad se adjudica a menudo a los hombres de confianza —a los lameculos y a los caguetas—, rara vez a quienes corresponde por el grado.
Echo de menos a mi Lino.
Curiosamente, me llama Ghali Saad justo cuando mi mirada se detiene en la mesa de despacho del teniente. Con su habitual jovialidad, comienza felicitándome por el trabajo que he llevado a cabo, me habla de la bonanza que empieza a espantar la grisura de los años de plomo, del alivio de las masas trabajadoras por fin libres de un tirano, de su convicción de que el país recuperará su magia de antaño... Al ver que no reacciono, pregunta si sigo al aparato. Le aseguro que sigo ahí, cual ahorcado, aunque me haya quedado sin cuerda. La metáfora le parece excesiva y la aparta con una risa almibarada. El teléfono me pesa en la mano. Tengo ganas de colgar y largarme lejos, donde nadie pueda dar conmigo. Ghali Saad va al grano. Primero me señala que se ha desollado el puño de tanto llamar a los despachos de los grandes jefes para que lo escuchen, y que tras asombrosos alegatos, basados en informes bien documentados y emotivas declaraciones, ha conseguido lo que pretendía: ¡Lino está libre!
Mi teniente ha cambiado su fosa séptica por una clínica de la parte alta de Argel.
He atravesado la ciudad a toda mecha, provocando insultos en cadena tras cada maniobra. Me he saltado dos o tres semáforos. El portero de la clínica levanta la barrera cuando oye chirriar los neumáticos de mi coche. Un médico solícito me explica que el oficial llegó de madrugada en un estado indescriptible y que se encuentra en la mejor habitación del centro, en manos de facultativos excelentes. Pido ver para creer. Hace una llamada y me pone en manos de una enfermera gigantesca que anda de puntillas, como si pretendiera tocar el techo.
Cruzamos una serie de pasillos rutilantes. Por aquí y por allá van cojeando algunos enfermos, bajo la atenta mirada de un matasanos con pinta de matón. Lino no está en su habitación. Nos informan de que un enfermero lo ha sacado en silla de ruedas a que se oxigene. Volvemos sobre nuestros pasos y nos dirigimos al jardín. Lino está ahí, bajo un árbol, con una manta sobre las piernas. Parece un condenado a la silla eléctrica. Con los brazos blandamente cruzados sobre las rodillas, la espalda vencida por la pesadilla que ha padecido en esas mazmorras que no existen, contempla inmóvil un trozo de césped. En su ascético rostro, marcado para siempre por la infamia humana, la expresión de la desgracia se supera a sí misma. El guaperas de Bab El Ued ya no es más que un guiñapo cacoquímico. Si hubiese venido solo no lo habría reconocido.
—Conseguiremos que se recupere muy pronto —me promete la enfermera.
Me doy la vuelta para largarme cuanto antes.
—¿Ya no quiere verlo, comisario? La miro.
—No en el estado en que está —le digo con la garganta encogida—. Me lo tendría en cuenta.
Asiente con la cabeza.
—Sí, lo comprendo —suspira.
Pero ya me he ido.
Para no aislarme en mi ira, recojo a Mina y vamos a casa de Monique. No me apetece nada encerrarme en mi habitación y darle vueltas a la imagen que me ha quedado de Lino. En una situación como ésta, un careo conmigo mismo me dejaría hecho polvo.
Monique nos acoge con su acostumbrada camaradería. Se alegra de volver a verme y no para de soltar chorradas para disipar el atrabiliario velo que me nubla la cara. Intento morder su anzuelo pero no consigo encontrarlo en las turbias aguas de mi pesadumbre. Mohand me observa desde su rincón. Adivina que estoy a punto de estallar como una bomba y prefiere no arrimarse demasiado a mí. Las anécdotas de Monique se van espaciando y se estrellan contra mi desdicha. Cenamos en medio de un mutismo desconcertante. Hacia las diez, Mina me pide permiso para que volvamos a casa. Mi actitud la ha decepcionado. Nuestros anfitriones estaban joviales y les hemos aguado la velada.
Ya en el rellano, cuando me dispongo a bajar los primeros escalones, Mohand me suelta:
—Sigues sin haberme contado el chiste del sepulturero que quiso hacerse espeleólogo.
Le suelto un guiño y refunfuño:
—¿No te has enterado?
—No —contesta.
—Ha cambiado de opinión.
Tras lo cual bajo la escalera con el sentimiento de estar diluyéndome en mi pena.
Al día siguiente, me entero de que Nedjma ha tomado un avión para Frankfurt, por lo que los ojos ya sólo me sirven para llorar.
A pesar de ello, regreso al número 7 del Camino de las Lilas. Quiero saber lo que ha ocurrido realmente. La criada se lo piensa mucho antes de dejarme pasar. Como su señora se ha volatilizado, hace como si se sintiera del todo en casa. Se ha quitado el delantal, se ha soltado el pelo y está viviendo un sueño a pleno sol. A juzgar por sus ojos enrojecidos y su piel morena, debe de pasarse el día chapoteando en la piscina y tomando el sol a la vez que interminables jarras de zumos de frutas. Mi inesperada visita parece aguarle la fiesta. Peor todavía, la vive como un caso de conciencia: se siente culpable de abusar de los privilegios de la señora hallándose ésta fuera.
Aprovecho su subordinación interna para desconcertarla:
—¿A qué hora se marchó exactamente?
—Apenas una hora después de que se fuera usted.
—Sin embargo, no daba la impresión de estar a punto de tomar un avión. ¿Usted estaba al tanto?
—No, señor.
—¿Cree que fue por culpa mía?
—No lo sé, señor. Cuando se fue usted, se metió en su habitación. Seguramente para llamar por teléfono, porque me pidió de inmediato que le hiciera las maletas.
—¿Cómo estaba?
—¿Qué quiere decir?
—Que si estaba nerviosa, excitada, tranquila...
—Normal, como de costumbre. Ni tenía prisa ni estaba enfadada. Se duchó mientras le preparaba las maletas. La ayudé a peinarse y a maquillarse. Estaba tranquila. Cuando vinieron a buscarla, ya estaba lista.
—¿Era un taxi?
—No, un coche grande negro con las ventanas ahumadas. Un señor grande cogió su equipaje y lo metió en el maletero. Luego le abrió la puerta a la señora y se fueron de inmediato.
—¿Le dijo adónde iba?
—No.
—¿O cuándo pensaba regresar?
—La señora nunca me dice nada.
—¿Se llevó muchas maletas?
—Las suficientes para una larga estancia.
Me agarro la barbilla con el pulgar y el índice para que la criada note que la situación me plantea un problema serio. Ante mi apuro, se traga la saliva y se tritura los dedos. Elijo ese instante para ir al grano:
—¿Puedo ir a su dormitorio?
Se sobresalta, como si la pillara por sorpresa, y mira a su alrededor.
—No sé si esas cosas se pueden hacer, señor.
—Soy poli y tengo todos los derechos.
Eso no me lo discute, pero intenta salvar la cara. Su voz casi me emociona cuando me pregunta con la boca pequeña:
—¿Puedo acompañarle?
—Por supuesto, sólo quiero hacer una llamada.
—Hay un teléfono en el vestíbulo.
—Soy alérgico a las corrientes.
Ella levanta los brazos en señal de rendición.
Me meto en la habitación, donde todo está muy recogido, cojo el teléfono y aprieto la tecla «bis». Una voz de sirena me pía justo después de la primera llamada:
—Secretaría General de la Oficina de Investigación, buenos días.
Cuelgo con brusquedad, como si acabara de levantar una trampilla y de toparme de frente con el fantasma de mi bisabuelo. La brutalidad de mi gesto sorprende a la criada. La tranquilizo con la mano:
—No pasa nada. Llamaré desde mi despacho, es más seguro.
Capítulo 22
Para entender lo que ocurre en Argelia hay que remitirse al siguiente cuadro: una vez desertado el Olimpo en sus altas esferas, y en ausencia de Dios, cuatro demonios intentan hacerse con la interinidad: Belcebú, Lucifer, Mefisto y Satanás. Abajo, el pueblo, reducido a un vulgar tráfico de influencias, está entregando el alma, que quieren condenar todas y cada una de las mentadas entidades demoniacas.
El comisario Dine no me sigue. Para él, la literatura y la filosofía representan el lado gagá de la estupidez humana. Según propia confesión, jamás ha ojeado un libro, salvo libros científicos y manuales. Le producen horror, y casi siente pena por mí cuando me pilla retocando un manuscrito. Curiosamente, esta vez se le estremece la glotis. Se ha dado cuenta de inmediato de que se trata de un disparo de prueba. Es verdad que la cara que pongo erizaría los bigotes a un gato callejero, pero lo que le incomoda sobre todo son las brasas incandescentes de mis pupilas. De haberlo sabido, el pobre se habría quedado en su casa comiendo lechuga hasta convertirse en conejo; pero prefirió invitarme a un señor almuerzo, y ahora se da cuenta de lo que le va a costar la dolorosa. Está que se muerde los puños. Yo siempre salgo caro. Entonces, le suelto todo lo que llevo guardado dentro. De una tacada. Le pillo desprevenido y no le da tiempo a proteger su sonrisa. Primero frunce el ceño y luego contrae la nariz. A medida que voy desembuchando, se le ponen los pelos de punta, incluidos los de las orejas.
—¿Tanto me odias, Brahim?
—No te odio.
—¿Entonces, por qué vienes a fastidiarme con tu historia gilipollesca? Sólo quería volver a verte y bromear ante un buen almuerzo.
—Pensé que te interesaría conocer la verdad.
—¿La qué...? Tú eres el que está dando la espalda a la puta verdad. En mi opinión, lees demasiado y eso te aleja de la realidad. La verdad verdadera es que no eres más que un asqueroso pulgón hinchado de aire al que le encanta frotarse con espinas. Por fuerza tienes que pasarte de listo. Aunque ya no quede nada que rascar, a Brahim Llob le seguirá picando. ¿A qué viene toda esta mierda? Hasta el mismísimo diablo se rendiría. Te aviso desde ya que no he venido aquí a escuchar pamplinas. Me bastan y sobran las de mi mujer.
—Sin embargo, se lo han cargado.
Dine se descompone.
—Baja la voz —me suplica.
—Para mí, Hach Thobane ha sido asesinado de todas todas —remacho, incorregible.
—Ya lo he oído..., por amor de Dios, habla más bajo.
Rozo la mesa con la barbilla y le susurro:
—Ha sido a-se-si-na-do.
—Vale, ahora cierra el pico.
Mira de reojo hacia los escasos clientes sentados a nuestro alrededor. Están todos muy a gusto tomándose su postre.
La chica del fondo nos dirige una sonrisa codificada. No puede oírnos, salvo que tenga una trompetilla muy sofisticada. El camarero nos ignora y espera, mirando hacia la cocina, que salga un plato.
Dine respira hondo.
—Brahim, estás delirando.
—Puede ser...
—Hach Thobane se suicidó.
—¡Que no!
—¡Que se suicidó de verdad, por favor!
—No es cierto, se lo cargaron.
Dine se pasa la servilleta por el cuello de la camisa para secarse el sudor que le está borboteando. Mi testarudez lo tiene aterrado. En este pequeño restaurante de Belcourt donde me ha invitado para festejar la liberación de Lino —a la que me da a entender que no es ajeno—, cada palabra mía produce en todo su ser una serie de escalofríos urticantes.
—Tú no estás bien de la perola, Brahim. Se te ha fundido un plomo. Hach Thobane se pegó un tiro en la cabeza. Los dinosaurios no sobreviven al incendio de su universo. No se esperaba este cataclismo, eso es todo. Jamás pensó que le pudiera ocurrir y no estaba preparado para ello. Se había colocado por encima del barullo, al margen de cualquier enojoso imponderable. ¡Y pumba! Le hicieron caer del caballo. No consiguió reponerse. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Defenderse? Ignoraba lo que era eso. ¿Desmentir? Era inútil. ¿Seguir con su vida como si la cosa no fuera con él? Esa gente no sabe pedir perdón. O se quedan con todo, o lo mandan todo a paseo. Thobane no podía resignarse a que lo abuchearan. Sobre todo después de la coba que le estuvieron dando durante decenios. Jamás habría soportado que le sostuvieran la mirada, que se cuestionara su legitimidad histórica. Sabía que las cartas ya estaban sobre la mesa y que no tenía escapatoria. O todo o nada, ésa es la ley de las hidras que nos gobiernan. Una ley que no se anda por las ramas, como tampoco quienes la han adoptado. Thobane ha muerto justo cuando su aura lo dejaba en la estacada. Ese extremismo no es sino la prolongación natural de un proceso de renuncia. Eligió morir tal como había elegido vivir: de manera inapelable.
—Ésa es la sinopsis. La puesta en escena está más elaborada.
—Sólo en tu retorcida mente.
—¿Por qué te niegas a reflexionar durante un par de segundos, Dine?
—Odio ese tipo de gimnasia mental. Siempre se te acaba yendo de las manos. Personalmente, me la suda lo que haya pasado de verdad en el número 7 del Camino de las Lilas. ¿A mí qué me va a reportar, aparte de follones de muerte?
Dine está que se sale de sus casillas. Creía que me iba a ofrecer un momento de relax, y resulta que lo embarco en una pesadilla. Siento mucho decepcionarle, pero no es culpa mía. Para mí, es importante saber si puedo contar con mis amigos. Yo solo no podré avanzar más allá de la punta de mi nariz. Y lo cierto es que me muero de ganas de liarla. En este asunto no he pasado de ser una marioneta y no paro de darle vueltas durante el día y la noche. ¿Por qué yo? ¿Por qué Lino? No consigo convencerme de que el idilio de Lino fuera un simple flechazo, como esos que se tienen cada dos por tres en estos años de graves frustraciones sexuales. A Lino se le ha encarrilado intencionadamente hacia Hach Thobane. Su pistola fue encontrada junto al cadáver de SNP siguiendo un plan de engañabobos.
¿Y quién es el rey de los bobos?
Probablemente un viejo madero cascarrabias que estaba hasta las narices de no dar golpe y dispuesto, con tal de cumplir, a abalanzarse sobre cualquier caso sonado. ¿No querías caldo?, pues toma dos tazas. Sin el menor miramiento. Además, con recochineo. Si no, a qué viene ese rosario de torpezas cometidas. Esas ejecuciones sumarias, llevadas a cabo «como si fueran simples formalidades», no tienen por qué ser obra de aficionados. Quizá se deban a un exceso de confianza, como si los matones y quienes los enviaron no tuvieran por qué temer un vuelco de situación.
—Brahim —me suelta Dine, destrozado—, esto ya es agua pasada.
—¿Qué quieres decir?
—Cierra el caso y vuelve a casa con los tuyos.
—Me han estado utilizando.
Una risa breve y cansada le sacude la tripa.
—Siempre se utiliza a alguien, Brahim. Así funcionan las cosas. No tienes por qué sentirte estafado. Cuando se lleva el uniforme, el amor propio se deja colgado en el perchero. Además, se trata de dos actitudes inconciliables. De nada sirve reconcomerse. Eres poli, y como todos los polis, vas allá donde te mandan. Cuando estás llevando a cabo una investigación, cumples con una profesión, no necesariamente con una vocación. Ni se te ocurra husmear lo que hay detrás. El vértigo te hará caer en picado.
—No soy un instrumento.
—Ése es tu error, Brahim. No somos más que peones en un tablero de ajedrez. Pongamos que sea cierto, que Hach Thobane haya sido asesinado... ¡Dios, qué espanto me produce esa suposición! —gruñe secándose la frente—. ¿Cuál es tu problema? Es un asunto de peces gordos, y la morralla no pinta nada aquí. La gente que se mueve por las alturas hace reformas a su manera en su serrallo. ¡Joder! Hacen lo que les da la gana, están en su casa. Se te ha pedido que colabores un poco en esta purga. Ya han tirado de la cadena. Ahora, te limpias el culo, vuelves a tu casa y cierras la puerta a cal y canto. ¡Tampoco es tan difícil entenderlo, narices!
—¿Y tú eres el que me suelta ese discurso, Dine?
—¿Y qué soy sino un corneta, Brahim? ¿Qué esperabas, que te felicitara por tu sagacidad? Si has venido para que te glorifique y te anime a meterte en la boca del lobo, te has colado. Tengo críos y una esposa en casa. Mi cometido acaba justo donde empieza el territorio de los dioses. Sigo adelante mientras mis jefes me piden que lo haga. Cuando le dan al botón de apagar, se me enciende una luz roja en la cabeza. Conozco mis límites. Yo también he tomado veredas sinuosas. A veces, resulta que llegas a un calvero prohibido. Entonces toca retirarse, y te aseguro que soy el primero en largarme cuanto antes. No soy profeta ni justiciero. Soy comisario y obedezco órdenes, y punto.
Me agarra por las muñecas.
—De tú a tú, Brahim, ¿crees que das la talla para medirte con ellos? Acaban de eliminar al hombre que se suponía que no podía ser destronado. Así, de un papirotazo. Ese fulano era un gurú. Tenía amigos en todas partes y un ejército de fieles. Estaba mejor protegido que una fortaleza sagrada, y fíjate en qué ruina lo han convertido. Es como si, de la noche a la mañana, jamás hubiese existido... Esto tiene demasiada tela para nosotros. Demasiada para enanos como nosotros. Los asuntos que están en juego son colosales, y nosotros microscópicos. Créeme, Brahim, déjalo ya. No eres más que una mosca revoloteando alrededor del culo de una vaca; un simple pedo te haría pedazos. Si aceptas otro consejo, no cuentes a los demás lo que me acabas de contar. En nuestro país, la confianza es el primer paso hacia la perdición.
El camarero nos trae nuestros filetes con patatas y se eclipsa. Dine se sigue secando el sudor con su servilleta, sus labios están blancuzcos. Empuja su plato con la otra mano.
—Me has cortado el apetito.
—Lo siento —le digo clavando mi tenedor en un trozo de patata.
—Sinceramente, Brahim, ¿qué es lo que te atrae tanto de los follones?
—Digamos que tengo un sentido de la honradez algo distinto del tuyo.
—Soy honrado.
—¡No me digas!
—En primer lugar, conmigo mismo. Conocer los límites propios supone, por lo pronto, no abusar de uno mismo.
Se levanta.
—¿Te vas?
—Me largo, Brahim. Voy ahora mismo a pedirme un par de semanas de vacaciones para protegerme de tus imprudencias. No tengo ganas de que se me quiten las ganas de comer cada dos por tres.
Suelta su servilleta como quien arroja la toalla, va a pagar la cuenta y sale del restaurante sin mirarme.
Me siento desamparado como una espora extraviada en plena naturaleza. Soria Karadach no ha vuelto a dar señales de vida, dicen que Cherif Wadah está en el extranjero, el dire se ha apalancado en las aguas termales de Righa, la Central parece un cercado abierto a los cuatro vientos y Argel una camisa de fuerza. He vuelto a la clínica para ver a Lino. Aún no ha recuperado su color, pero la vida va poco a poco aflorando en él. No hablamos mucho. Me senté en el borde de su cama y nos miramos sin encontrar palabras. El médico se nos acercó. Tras unas cuantas palabras amables, se dio cuenta de que no estábamos para bromas. Se fue mirándonos con extrañeza por encima del hombro, preguntándose si sólo hemos nacido para aguar las escasas alegrías que le quedan al mundo.
He vuelto al tajo como volvió la proverbial Halima a sus costumbres de toda la vida. Ni demasiado temprano por la mañana ni demasiado tarde de noche. Aunque sigo estando muy irritable, no me parece oportuno hacer una montaña de todo. El futuro nos dirá lo que oculta el presente. Eso no significa que me haya rendido. En la vida no basta con saber lo que se quiere; lo importante es conseguirlo. Por ahora, no sé cómo. Así que me armo de paciencia.
Serdj se ha hecho cargo de los expedientes que estaban pudriéndose en mis cajones. Es un muchacho muy servicial. Si se me extraviara la dentadura postiza, se ofrecería para masticar por mí. He visto a inspectores entregarse sin escatimar esfuerzos, pero ninguno le llega a la suela de los zapatos.
Baya ha engordado ligeramente. Se le ha ensanchado el pecho y la opulencia de su grupa tiene al personal cada vez más trastornado. Llega cada mañana con el bolso repleto de chocolatinas suizas. Deduzco que su nuevo semental se ha aprendido mejor la lección que los anteriores. ¡Menudos son estos pelirrojos! Se adelantan tanto en la premeditación que hasta se les chamusca el pelo.
En cuanto a Bliss, se lo ha tomado realmente en serio. Dirige este gallinero con inusual devoción. La interinidad le ha abierto el apetito. Desde que el dire estuvo a punto de irse para el otro barrio, Bliss se comporta como dueño y señor. Se ha comprado un lustroso traje con chaleco, unas gafas Ray-Ban auténticas y luce su austera corbata con la cara muy alta. Me lo he cruzado una vez por el pasillo. Se indignó porque pasé de largo sin saludarle. Hay que ver cómo las alturas se le suben a uno a la cabeza, sobre todo cuando su reino es aleatorio. Unos minutos después, me llamó para que le hiciera de recadero. Ahí me di cuenta de que habrá que llamarle al orden, pues, de seguir así, me acabará tendiendo la mano para que se la bese. Afortunadamente, las cosas no van a tardar en racionalizarse. Al parecer, el dire está como una rosa: lo han pillado lamiéndole la almeja a una enfermera, lo cual demuestra que está recuperando tanto su lucidez como su afición por los sabores pecaminosos.
Una mañana, a las diez menos cuarto, alguien me llama por teléfono. Su voz tiene graves goteras. Al principio sus jadeos me impiden enterarme de nada; habla tan rápido que no consigo alcanzarle. El fulano me explica que tiene que cortar y me suplica que nos veamos en el café Nedroma, no lejos de la Central. Le pregunto quién es. Insiste en la cita y cuelga. Sopeso los pros y los contras. De todos modos, hace mucho calor en mi despacho y el aire acondicionado no funciona. Diez minutos después, acelerando la marcha, llego al café señalado, frente a la estación de autobuses. Una escasa clientela abigarra su interior: ancianos tullidos, algunos viajeros pendientes de la llegada de su autocar y un par de chicos desencantados. Aparte del cajero gordo que me vigila desde su mostrador, nadie parece reparar en mí.
Miro mi reloj. No me he retrasado.
Aparece un hombre con un par de espuertas sobre los hombros, busca entre las mesas una cara conocida y se va echando pestes.
Éste no es.
Al cabo de tres minutos, el teléfono aúlla. El cajero descuelga, escucha distraídamente y gruñe:
—Te has colado, colega. Éste no es tu número.
Apenas cuelga y ya está sonando otra vez el teléfono. Esta vez, el cajero se despabila. Se le va congestionando la cara a medida que el chisporroteo se alarga.
—¡Oye! —se mosquea el cajero—, no te he colgado en las narices, ¿vale? Me he limitado a decir que éste no es tu número. Esto es un café y no la centralita de una comisaría. Tu poli no trabaja en mi casa, ¿vale? Así que deja de rebuznar porque no lo soporto.
Le quito de las manos el auricular.
—¡Oye, tú...!
Le enseño la pipa debajo de mi chaqueta, lo que se considera el gesto más inteligente de dar a conocer por la vía rápida tu identidad profesional. El cajero retrocede hasta pegarse al espejo y levanta las manos.
—Esto no es un atraco —le digo—. Ni siquiera he traído una bolsa para llevarme tu calderilla.
Asiente con la cabeza sin atreverse a bajar los brazos.
Al otro lado de la línea, el desconocido sigue reprochando al cajero su inconveniencia. Está cabreado y grita tan fuerte que temo que reavive mi otitis.
—Ya está bien, soy Llob. ¿Por qué no estás en el café?
El desconocido se calma.
Se sorbe los mocos un par de veces y luego me suelta con voz chillona:
—No puedo ir al café.
—¿Qué pasa, me citas y luego te quedas en casa?
—No es eso, comisario. Quería hablar contigo. No me fío de los teléfonos oficiales. Están todos pinchados. No tenía intención de ir al café. Lo que pretendía era conversar contigo desde un aparato más fiable.
—¿De qué?
—Estoy de mierda hasta el cuello, comisario. Pretenden quitarme de en medio. Llevo tres semanas huyendo. Me estoy volviendo loco. Ni puedo volver a mi casa ni meterme en un hotel. No tienes idea de lo hecho polvo que estoy.
—¡Ni siquiera sé quién eres!
Le oigo jadear, percibo el ruido de un tráfico intenso y de gente que se llama a voces. Debe de estar telefoneando desde una cabina pública.
—Mi nombre no te diría nada —me declara carraspeando—. No estoy fichado.
—¿Cuál es el problema?
—Me he cargado a un tipo.
— ...
—Quiero entregarme.
—¿Necesitas la dirección de la comisaría más cercana?
—No me tomes el pelo, comisario —dice mosqueado—. Esto va en serio. Van a por mí los de la jet y necesito que alguien me proteja. Quiero entregarme ahora mismo, pero no de cualquier manera.
—Dime primero qué es eso de la jet.
—¡La jet set, hombre!
—No entiendo.
—¡Las altas esferas, narices!
—Sigo sin entenderte, buen hombre. Me lloriquea al teléfono. El bramido de un camión ahoga su gemido.
—No puedo seguir así mucho tiempo, comisario. Me encontrarán y me matarán. Eres mi única oportunidad. Me entrego a ti y me garantizas un juicio justo.
Por su tono enfebrecido, entiendo que el diablo le anda pisando los talones.
—De acuerdo, te espero en mi despacho.
—Deja ya de tomarme el pelo, comisario. Como asome la nariz me apiolan.
—¿Qué propones?
—Que vengas a buscarme. Solo. No quiero a nadie contigo. Y ven ahora mismo. Y digo bien ahora mismo, pues si no me largo. No intentes urdir un plan, comisario. No lo necesitas puesto que me entrego. A ti y a nadie más.
—¿Qué tengo yo que no tengan los demás?
—No eres un corrupto. Tú no me conoces, pero yo a ti sí. Eres de fiar.
—¿Por dónde andas?
—Por el barrio de los Castores.
—No es un sitio para irse de excursión.
—Desde luego.
—¿Crees que puedo fiarme de ti?
—Te juro que no es una encerrona.
—Los Castores es muy grande.
—Por la parte norte hay una antigua obra, dos edificios inacabados. Es fácil encontrarla. Si llegas de Bab Ez-Zuar, te pilla a la izquierda. Después del descampado te topas con ella.
—Ya veo dónde es.
—Muy bien, comisario. Ya te estoy esperando. Y sobre todo, ni escolta, ni amigos, ni colegas. Controlo toda la zona. Como note algo raro, ahueco el ala.
Se le quiebra el jadeo y casi solloza:
—¿Vas a venir a buscarme, comisario? Dime, por los tuyos, si puedo contar contigo.
—Como si fuera tu línea de crédito.
La obra ocupa la mitad de un descampado, al final de un barrio periférico que parece salir de una nube nuclear. La pista que conduce hasta allí cruza un vertedero municipal y luego se da de bruces con un barracón sin techumbre y con las ventanas desvencijadas. La fealdad del lugar hace pensar en el desconsuelo que produce la desesperanza. Los montículos de escombros crecen en medio de la desolación como si fueran forúnculos monstruosos, tan lastimosos que no hay gato que se les acerque. Miro detenidamente a mi alrededor. Una ratonera de cuidado. Mi mano comprueba instintivamente que la pipa está en su funda. La frialdad de la culata me tranquiliza. Aparco mi carro tras una garita esquelética y espero, con el oído alerta. A mi izquierda, una hormigonera abandonada está acabando de descomponerse entre montones de chatarra y de maderos podridos. Una alambrada desgarrada hace lo que puede para delimitar el recinto, en parte alzada por oscilantes estacas y en parte tumbada. A mi derecha, una cohorte de matorrales cubre un centenar de metros hasta un pequeño bosque de árboles hirsutos. Frente a mí, los dos edificios a medio construir, horribles como la desgracia, grisáceos, esqueléticos, afligidos.
Una silueta surge tras un fárrago de malas hierbas.
Esperaba encontrarme con un hombre y me hallo ante un espectro.
Aterrado, con la ropa arrugada y sucia, los zapatos destrozados, el individuo haría salir corriendo a un conjurado como si se tratara de una redada. Lleva su larga y mugrienta melena pegada a las sienes, enmarcando un rostro descompuesto y macilento como el de un moribundo. Sus ojos tumefactos no paran de moverse.
Se arrastra con recelo hasta el capó de mi coche.
Abro la portezuela y salta hacia atrás, a la defensiva.
—¿No quieres subir?
—Ahora mismo no —gruñe limpiándose los mocos con el brazo—. Puede que lleguen tus colegas.
—He venido solo.
—No tengo por qué creerte.
—¿Ya no confías en mí?
Retrocede a la vez que hace con la boca un rictus lamentable.
—En mi oficio, eso es pecado mortal.
—¿Y a qué te dedicas?
Se pone de puntillas para escrutar los alrededores y concentra su mirada en el bosquecillo. Su pavor me ofusca. Me mira de hito en hito y suelta, desalmado:
—Asesino ocasional.
—¿Sólo eso?
Carraspea y lanza muy lejos un escupitajo. Su mirada, que parecía perdida, se endurece. Me dice con voz gélida:
—Cada cual hace lo que puede para llegar a fin de mes.
—¿Qué es un asesino ocasional?
Se mete las manos en los bolsillos, con las cejas caídas. Debe de preguntarse si le conviene seguir con la conversación. Ahora que me tiene enfrente, ya no está seguro de nada. Hace caso omiso del hilillo elástico que le cuelga de la nariz.
Retrocede unos cinco metros, ametrallando el entorno con una mirada de acosado.
—Comisario —insiste—, entérate bien de que quiero entregarme. Me he cargado a gente, pero ahora quiero pagar. Sin remisión de pena.
—Estás en tu derecho.
—La gente que me paga me anda buscando para eliminarme. Eso no venía en el contrato y no voy a dejar que me pesquen.
—Apiádate del poco seso que me queda y dime primero quién eres y por qué quieren tu pellejo.
—A mí me reclutó gente que manda en las alturas. En tiempos en que hacía y deshacía en Tilimli al frente de una pandilla de golfos, me cargué a un rival. Me detuvieron y creí que me ajusticiarían. Entonces me propusieron trabajar para la gente de arriba a cambio de ser absuelto. Era una buena oferta. No sólo podía volver a empezar de cero, sino que además había subido en el escalafón. Con veinte años no se puede despreciar una propuesta así. Me empleé a fondo sin pensármelo dos veces. Buena paga, buena ropa, buena casa. Y encargos fáciles: amantes molestas, chulos entrometidos, sirvientes indiscretos. Iba en su busca y me los cargaba. Asuntos poco complicados. Volvía a casa y recogía el sobre en mi buzón. El resto del tiempo me dedicaba a gastarme el dinero como un señorito. Me he tirado diez años viviendo esta vida de terciopelo. Era de lo más cumplidor, no ponía pegas a nada. Y, de repente, resulta que mis patronos quieren liquidarme. No creo haberme saltado las reglas. No tengo idea de lo que está ocurriendo. Hace tres semanas raptaron a mi amiga. Pensé que se había largado. ¡Qué va! Mis patronos me dijeron que si quería volver a verla con vida, tenía que presentarme ante ellos. ¿Acaso me estaba ocultando? Como no tenía nada que reprocharme, supuse que se trataba de un malentendido y me presenté. Me llevaron a una casa de campo y me dijeron que esperara allí tranquilamente, que las cosas se habían puesto feas, que debía salir del país y que me estaban preparando un pasaporte. Vale, les dije. Luego se presentó un gorila. Le pregunté si traía el pasaporte. Me dijo que sí, sacó su pistola y añadió, enroscando un silenciador: «Te traigo hasta el visado». No necesité rellenar ningún formulario. Le metí un viaje. Mi amiga Warda y yo salimos corriendo hacia un bosque. El gorila y otro macaco nos persiguieron. Disparaban a la vez que nos ordenaban que nos detuviéramos. Warda recibió un balazo en el muslo. No pude hacer nada por ella, ni sé lo que le ha ocurrido. Yo seguí adelante al galope. Así llevo veinte días. No puedo volver a mi casa. No tengo dónde ir y vivo como un perro.
—¿Cuál fue el último que te cargaste? Quizá sea ése el origen de tus problemas.
—Al chófer de un nabab. El revolucionario que se suicidó hace poco.
—¿Thobane?
—Algo así. El trato era que lo esperara delante de su villa y que me cargara a su chófer. Así lo hice exactamente. No entiendo por qué quieren ahora deshacerse de mí.
—No fuiste tú, hombre —le digo para ganar tiempo y salir de mi asombro, pues lo que acabo de oír me ha dejado estupefacto—. El asesino se llamaba SNP y salía de la cárcel. Ya lo han neutralizado.
—Mentira barata. Yo me cargué al chófer. Y no podía fallar.
Busco febrilmente en mis bolsillos el paquete de tabaco. El frenesí de mis gestos lo espanta, cree que pretendo sacar el arma y se dispone a salir pitando.
—Sólo un pitillo —le grito enseñándole el paquete—. ¿Quieres uno?
—Lo mismo lleva droga.
—Tú eliges.
—No, no me arriesgo.
Enciendo mi pitillo y chupo con avidez. Las primeras caladas me aclaran las ideas y atenúan mi temblor de manos.
—¿Entonces, por qué disparaste al otro asiento y no al del volante, si ibas a por el chófer?
—Me dieron una contraorden por radio. Durante el camino, tuvieron un pinchazo; el chófer se fastidió la muñeca al cambiar la rueda. Me llamaron de inmediato para avisarme de que ya no conducía él. Lo demás fue pan comido.
Ha salido airoso de la prueba. Un tropel de ideas se hace sitio a codazos en mi cabeza, y se agarran entre ellas. Ninguna consigue desmarcarse. Pierdo el rumbo y me sorprendo deseando varias cosas a la vez, como un borracho que estuviese ganando al jackpot. Este individuo es la pieza que necesito para rematar el puzle. A la vez, no sé cómo hacerme cargo de él ni cómo ganármelo. Tengo la certeza de hallarme ante una bomba devastadora, pero resulta que no soy artificiero. De repente me doy cuenta de lo cargadas de sentido que estaban las palabras de Dine, en el restaurante de Belcourt. Siento como si me estuvieran pasando por el estómago una plancha al rojo vivo. El sudor me cae a chorros por detrás de las orejas, me empapa el cuello de la camisa y me roe la nuca.
—Me caigo del guindo —exclamo para dominar el pánico que me está entrando—. ¿Te lo cargaste con tu arma?
—Yo nunca he tenido arma. Mis patronos me entregan una en cada misión.
—¿Sabes que el arma que utilizaste pertenecía a un poli?
—Eso no es asunto mío. En mi oficio, cuanto menos preguntes más posibilidades tienes de despertarte tras una buena noche de sueño.
—¿Cómo la consiguieron?
—No puedo contestar a eso, comisario. El tipo me la entregó dentro de una bolsita de plástico. Insistió en que la mantuviera intacta. Había huellas encima, y era para que no me pillaran. Debía llevar guantes al usarla y volver a ponerla de inmediato en la bolsita antes de soltarla en un cubo de basura determinado...
Viendo que me quedo sin aliento, sospecha que le estoy preparando alguna faena.
—¿Qué pasa, comisario, no le interesa mi historia?
—No es eso.
—¿Entonces qué es?
—Estoy pensando.
—¿En qué?
—En lo que me acabas de contar.
—Si me prometes que me protegerás, lo confesaré todo ante un tribunal.
Le pido con la mano que cierre el pico un momento, hasta que consiga ventilar mi cerebro.
—¿Bueno, qué pasa? —se impacienta—. No me voy a tirar todo el día aquí.
Se me quema el pitillo entre los dedos. Lo he quemado en menos de diez caladas. El gaznate me arde y tengo el paladar amargo de nicotina.
—¿Podrías identificar a tus patronos?
—No al cien por cien. Se trata de un par de fulanos que sólo aparecen de noche y que se mantienen en la sombra cuando tratan conmigo. Llevo años currando para ellos y jamás me los he cruzado en la calle, en una playa, en un aeropuerto o en un restaurante. Y eso que no paro de moverme de un lado a otro. Jamás me he topado de frente con ellos. Pero ellos siempre saben encontrarme cuando me necesitan.
—Si ni siquiera eres capaz de reconocer a unos fulanos que llevan años utilizándote, no hay manera de que tu historieta salga adelante. Se trata de un asunto muy serio. Aquí no valen valoraciones si no hay dios que las verifique.
Levanta la cabeza y se saca las manos de los bolsillos.
—¿Qué es esta mierda?
Me doy la vuelta para seguir su mirada.
Tras un terraplén surge una nube de polvo seguida de un zumbido de motor.
—Perro asqueroso —se cabrea el espectro—, me prometiste...
Por la pista aparece un coche que se nos echa encima a toda pastilla.
—No sé quién es —le digo.
—¡Cabrón, sois todos iguales!
El coche, un endiablado cacharro negro, se precipita ferozmente hacia nosotros. El fulano se pone verde:
—Son ellos. Me han localizado.
Antes de que me dé tiempo a bajarme del carro, sale disparado hacia los árboles. Amago una persecución y renuncio sobre la marcha. Mi asesino ocasional tiene un cohete en el culo. Alcanza de una zancada lo alto de un montículo de escombros, bordea la alambrada y echa a correr hacia adelante como un descosido. Su chaqueta aletea al viento. Me vuelvo enseñando mi Beretta hacia el coche enloquecido. El conductor me descubre en medio de la pista y pega un frenazo en seco que no consigue controlar. Los neumáticos humean, patinan y se descontrolan en su derrape. Sorprendido por la estupidez de la maniobra, me quedo plantado en medio de la polvareda. El enorme trasto casi me embiste, gira sobre sí mismo, pasa a un metro de mí y se estrella contra la hormigonera haciendo crujir toda aquella chatarra.
Espero, alucinado, que se disperse el polvo para calibrar la magnitud del desastre.
El conductor abre la puerta del coche, sonado pero ileso. No es más que un crío.
—No le había visto, señor.
—¿Qué haces con este coche, lo has robado?
—Por supuesto que no, señor, es de mi padre. A veces me deja que lo lleve para que vaya aprendiendo por aquí que no hay nadie. Le juro que no le vi, señor.
Corro hacia el arbolado con la esperanza de que mi testigo se haya detenido. Le doy voces para que se tranquilice, pero no aparece. A estas alturas ya debe andar por la otra punta de la ciudad.
Regreso a mi despacho y espero. Al día siguiente me planto allí de madrugada y pido que se me deje a solas con mi teléfono. El desconocido no vuelve a llamar. Tampoco los días siguientes. Ya harto de esperar, me rindo a la evidencia: la suerte no llama dos veces a la puerta del mismo idiota. Me resigno y opto por no agobiarme más de la cuenta. Por la noche, me doy una vuelta con Mina para despejarme un poco. De día, intento dar sentido a las cosas de la vida. Ayer, el médico me garantizó que Lino luchaba por salir adelante. Sigue desconfiando de las enfermeras, pero en cambio se lleva de maravilla con los enfermos. Menos da una piedra.
En la madrugada del jueves, Serdj me anuncia que han descubierto un fiambre en un depósito de chatarra. Vamos juntos allá. Se encuentra por la carretera de Tizi Uzú, a la salida de la ciudad. Llegamos tras una hora zigzagueando y soltando tacos. Está detrás de una colina, en un terreno desahuciado donde hasta los pájaros se niegan a anidar. En menos de una hectárea se amontonan un centenar de coches, algunos casi de estreno y otros en un estado indescriptible. Una verja rematada con alambres de púas da a un patio en cuyo centro una garita se muere de tedio. Doy un bocinazo para avisar. Sale un guarda de mirada torva que nos da la espalda para recoger sus llaves. Es un cachas achaparrado y sombrío que saca pecho bajo su camiseta amarillenta por las manchas de sudor. Le sigue un perro canijo que no se puede permitir chulear sin hacer el ridículo.
Va hacia la puerta, abre el grueso candado chino y retira la cadena.
—Ya me iba a sobar —nos reprocha porque le molestamos.
—Ni siquiera son las nueve de la mañana —le señalo.
—Tengo turno de noche.
Aparta la puerta de un manotazo para que pasemos. Llevo el coche hasta la garita y corto el contacto. Serdj baja primero y me pego a él. El guarda ahuyenta a su perro y nos sigue. Su pinta patibularia no suscita la menor simpatía, ni menos aún lo pretende. Pasa por delante sin mirarnos, envuelto en su pestazo a bestia hidrófoba. Más o menos cien kilos para un metro sesenta, con espaldas de cemento y caderas capaces de arrastrar un remolque. Su cabeza rapada se asienta sobre una nuca morcillona, cual bola de cañón medieval sobre un amortiguador desvencijado.
—¿Usted lo ha descubierto? —le pregunto.
—Aquí no somos precisamente ciento y la madre. Ni siquiera tengo sustituto.
Nos pasea por un laberinto de carcasas de coches. El suelo retumba bajo sus pasos. Está loco por acabar con el tema y meterse en la piltra.
—¿Por qué tarda tanto la ambulancia? —refunfuña.
—Viene de camino.
—Espero que los camilleros no se detengan para echar el bocata. Lo que quiero es que me quiten de encima cuanto antes esta marranada.
—¿Lo de ser tan feo es por tus musculitos? —le pregunto exasperado.
—No te he pedido que te cases conmigo —me contesta sin aminorar el paso.
—Pon tus huevos en remojo, gordito. No me gusta que me hablen así.
—No suelo hablar, sino dar leña.
—¿A tu perro?
Se para en seco y arrima su cara a la mía.
—Oye tú, condecorado, ¿me andas buscando las cosquillas?
—Ya está bien —interviene Serdj.
Al guarda se le disloca la mirada.
—Yo no busco nada con nadie —me avisa—. Yo tengo mi apalanque, ¿vale? Yo no doy por culo a nadie, así que apártate de mi puño, condecorado. A mí me la suda que seas un hukuma7 o que te dediques a despiojar monos. A mí nadie me achucha, ¿está claro? Soy guarda, no una puerta de servicio.
Serdj se cuela entre nosotros para apaciguar el búfalo y preservar la vaca. El guarda se envaina su agresividad y sigue adelante. Llega ante lo que queda de una caravana y se lleva las manos a la cadera.
—Ahí está. Os apañáis para llevároslo de aquí. Yo me vuelvo a seguir sobando.
—No te des tanta prisa —le recomiendo—. Tenemos que hacerte algunas preguntas.
—Yo no me lo he cargado. No necesito cuchillo para trabajar, amigo.
—¿Acaso no lo has encontrado tú?
—Ha sido mi perro. Pregúntele a él. Yo no he visto ni oído nada. Max aulló y me acerqué. Ahí estaba el muerto, tal como está ahora. No he tocado nada. Llamé a la dirección y ésta les llamó a ustedes. Eso es todo... Cierren la puerta cuando se vayan.
Se aleja con la nuca hundida en sus hombros encorvados. Se le acerca su perro meneando el rabo. Le pega una patada en el costado y lo increpa:
—¡Siempre tienes que meter el hocico en todas partes!
Dejo de hacerle caso y me acuclillo ante el cadáver.
Se trata de mi «asesino ocasional».
Está atado de pies y manos con alambre, descamisado y con la garganta abierta de lado a lado.
Capítulo 23
Las huellas digitales del fiambre no han revelado nada. Tampoco ha servido de nada repartir su foto por las comisarías de Argel y de la periferia. He enviado a Serdj y a otros inspectores a husmear, sin éxito, por los bares de copas y las discotecas pijas donde van a dejarse la pasta los jóvenes golfos que la tienen. Lo mismo le ocurre al contingente de soplones que he movilizado para el caso. No hay dios que conozca a mi «asesino ocasional». Recordé lo de Tilimli, donde, según me contó, cuando era un joven ratero se creía el amo del barrio, y he ido allí hasta cuatro veces esta semana. A quienes pregunté sobre el sujeto se les escurrían las muecas por la barbilla. Harto de dar bandazos sin conseguir nada, he acudido a la prensa. Más de lo mismo. Tampoco en la sección «Ayude a identificar» de los diarios más importantes del país la foto del desconocido ha encontrado tomador. Un bromista ha llamado una vez a la centralita para confundirnos.
Mi ajetreo acaba llamando la atención del inevitable Bliss. Ahora que el dire está a punto de reincorporarse, el chivato oficial desea darle más enjundia al informe que le va a presentar. Por supuesto, ha tomado nota de las ausencias injustificadas de sus colegas, de las pequeñas broncas y comportamientos irregulares, pero no le basta con eso. Se ha coscado de la actividad frenética de mi equipo y está empeñado en enterarse de qué va. Así podrá demostrar a su amo que está al loro de todo, así como sus extraordinarias dotes de perro guardián.
Se me acerca de puntillas, limpiándose las Ray-Ban con el forro de su corbata granate. Tras unos rodeos, va directamente al grano.
—Ayer pedí el coche 14, y el jefe del parque me dijo que lo habías requisado.
—¿Y cuál es el problema?
Se ajusta las gafas en su jeta ratonil.
—El coche 14 es intocable, Llob. Se saca del garaje por orden expresa y exclusiva del ministerio. Pensé que hubo que llevar a alguna parte a una delegación VIP. Pero no era el caso. Me pregunté cómo le había dado al comisario por llevarse un coche blindado, reservado para misiones específicas, sin permiso del alto mando de la policía.
—¿Y vienes a por la respuesta?
—Exactamente.
Lo miro de frente un rato. Parece recién salido de un instituto de belleza. Va vestido de punta en blanco, muy afeitado —lo que ahueca aún más sus mejillas de gnomo—, y apesta a perfume como diez putas juntas. Los zapatos que luce bajo sus pantalones muy lisos son de marca extranjera; jamás los he visto en las tiendas donde voy a comprar.
—¿El propio dire te dejó la clave de su caja fuerte?
—No cambies de tema, Llob. Un coche para uso específico del parque de la Central ha salido sin que se me haya notificado. Eso es una grave infracción al reglamento.
—Mi coche está averiado y los coches de mi servicio no andan mucho mejor. Tenía una investigación que llevar a cabo y cogí el 14 para la mañana. Si te parece un buen tema para tu informe al jefe, aprovéchalo.
—¿Me hablas de una investigación? —pregunta quitándose las gafas.
Sus ojos amarillos brillan como los de una serpiente que acabase de descubrir un ratón regordete en un agujero. Se relame con su lengua de reptil, ensanchando la nariz y tendiendo las orejas.
—Eso es lo que has oído —le contesto.
—¿Qué investigación?
Echo hacia atrás mi sillón para aliviar la presión de la mesa contra mi tripa y le provoco.
—Creo que ya hablamos el otro día, Bliss. Que el jefe te haya encomendado la custodia de su trono no quiere decir que seas el soberano. Además, sería una gilipollez que te lo creyeras. Hay una jerarquía en nuestra casa de putas. Un escalafón tan escarnecido como nuestros valores, pero que sigue vigente. Todos somos parte de este organigrama, desde el jefazo hasta el último ordenanza, y nos pagan en función de un orden de batalla claro y preciso sin el cual nos estaríamos comiendo vivos los unos a los otros. Yo soy comisario y tú estás haciendo el payaso unos cuantos escalones más abajo. Si te apetece olvidarlo, es tu problema y no el mío. Pero aquí estás en mi servicio. Y no eres bienvenido. Yo, en tu lugar, regresaría al tercer piso para seguir ejerciendo de perro faldero y esperar con paciencia que me silben.
—Hay una nota de servicio que estipula que en ausencia del señor director la interinidad queda a cargo del inspector Nahs Bliss.
—Efectivamente, había una en mi sección. Me gustó tanto que me limpié el culo con ella. Otra cosa, inspector. Conozco el reglamento, y cuando un director estúpido se lo pasa por el forro, no tengo por qué aplaudirle. Tu nombramiento como jefe de la Central es ilegal. A mí no me molesta que te la machaques de gusto; pero como se te ocurra atreverte a venir a mi despacho para recordarme la anarquía que reina en nuestra administración, te garantizo que vas a salir escaldado. Te voy a dar un consejo muy sencillo: que te follen, pero no se lo cuentes a nadie.
Bliss retrocede contoneándose. Me amenaza con un dedo impertinente y se retira soltando una risotada.
Cuando llega a la puerta, se da la vuelta:
—Se me olvidaba. Tengo una excelente noticia para ti. Te vas de cursillo a Bulgaria. El telex llegó esta mañana. Lo firma el mismísimo Ghali Saad. Eso sí que es un chollo. Está claro que tienes un enchufe de primera. Y yo que pensaba que odiabas tanto a esos mandamases...
—No les he pedido nada.
—¿No me digas?
—No me interesa ese cursillo. Te lo cedo.
—Desgraciadamente, aún no soy comisario.
—Eso es lo más inteligente que has soltado por la boca desde que nacionalizaron los hidrocarburos.
Me hace un guiño y se quita de en medio.
Aparece Baya con sus tacones de aguja. Viene teñida de diosa rubicunda y con los labios pintados de rojo incendiario. Sus pechos van dando botes dentro de su escueto escote como dos conejos regordetes atrapados en una red. Espera que se alejen los pasos de Bliss para expresar su entusiasmo:
—¿Es cierto lo que acabo de oír?
—Depende del tiempo que hayas estado escuchando con la oreja pegada a la puerta.
—No es usted justo, comisario. No me meto en los asuntos de los superiores.
Pone sobre mi cartapacio un sobre grande.
—Llegó por correo —me explica.
—No veo remite.
—En cualquier caso, no he sido yo.
Recoge un expediente por archivar y se lo pega con fervor al pecho como haría una colegiala con su tebeo.
—¿Está lejos Bulgaria?
—No está a la vuelta de la esquina.
—Debe de ser un país simpático.
—¿Y eso por qué?
—Pues..., seguro que sí. Va usted a refrescarse las ideas, a ver otras caras, otras ciudades, otras mentalidades. Yo me apuntaría para donde fuera. Necesito de verdad largarme de aquí.
—Te sienta muy bien esa falda abierta.
Se sonroja, encantada.
—¿Se había fijado usted, comisario?
—¡Cómo no! Ahora, ponte a resguardo, preciosa. Lo mismo se trata de un paquete bomba.
Asiente y regresa a su despacho.
Rasgo el sobre y saco una vieja foto arrugada en la que aparecen cinco guerrilleros saludando hacia el objetivo con el fusil en bandolera. El escenario es un calvero, y detrás de ellos se ve una especie de casamata o de cueva camuflada con ramajes. Los cinco fulanos son jóvenes y parecen estar contentos de serlo. El más alto lleva un pequeño bigote. Alza el pulgar en señal de satisfacción. Los demás parecen estar orgullosos de posar junto a él. La ampliación, sin duda a partir de la foto original y no del cliché, agrava sus defectos. Intento identificar a los personajes, pero ninguna cara me suena. No tengo mayor éxito con la lupa. No lleva nada escrito, ni siquiera los comentarios habituales que suelen recordar el momento. Pido a Serdj que venga. La mira por todos lados antes de devolvérmela.
—Quizá se trate de un antiguo compañero de armas que cree haberte reconocido en ella —me sugiere.
—Me habría escrito alguna nota.
—Es cierto, qué tontería.
—Mírala bien. ¿No te suena ninguna de esas fisionomías?
Vuelve a coger la foto y mira detenidamente a los cinco combatientes.
—No se me ocurre nada.
—¿Crees que se trata de un mensaje codificado?
—¿Qué quieres decir?
—Que tenga que ver con los últimos acontecimientos.
Serdj examina por tercera vez la foto.
—Puede ser cualquier cosa, comisario. Un simple error, un descuido. Lo mismo se le olvidó al remitente meter la carta. Yo no me preocuparía.
—¿Acaso te parece que se me está yendo la olla? —le grito.
—No quise decir eso.
—Entonces, corta el rollo. Te he pedido tu opinión sobre la foto, no sobre mi estado de ánimo.
Serdj se da cuenta de su metedura de pata y sale pitando.
Echo una última ojeada a la foto, la meto en un cajón y llamo a Baya para que me traigan un café bien cargado.
Dos días después, una llamada me pilla en casa. Con esto podrán hacerse una idea de hasta qué punto, en nuestro país, la muerte, la vida, el destino profesional, la exclusión, las declaraciones de guerra, las rupturas amorosas, en fin, todo depende de una simple llamada. Una voz con un fuerte acento del este del país me pide que no le cuelgue en las narices.
—Antes tendría que verlas —le contesto acabando de masticar mi trozo de pollo.
La voz se anima.
—Gracias por escucharme hasta el final.
—Eso no se lo puedo garantizar. Acabo de sentarme a comer.
—Siento interrumpir su comida. ¿Prefiere que vuelva a llamar?
—No es necesario. Sea breve y nos apañaremos.
Carraspea y va al grano:
—¿Ha recibido usted la foto?
—¿Cuál, señor...?
—Mi nombre no le dirá nada. Le mandé un sobre por correo hace una semana. Había una foto dentro.
—Se le olvidó meter la carta.
—No había carta.
—¿De qué va su historia?
—Es una historia demasiado larga, comisario. ¿Podemos vernos? Tengo unas revelaciones que le van a interesar.
—¿Sobre qué tema?
—Por teléfono, no, Sidi Brahim. Es muy, muy importante.
—Estoy todas las mañanas en mi despacho.
—Por la mañana estoy ocupado. Le propongo que nos veamos mañana, a las ocho, en el restaurante Las Pirámides.
—No sabría qué traje ponerme para ir a un lugar tan selecto.
—No es ninguna obligación. ¿Puedo reservar una mesa, señor Llob?
—Si no le importa que le gorronee un madero.
—Para mí es un honor invitarle a cenar.
—Perfecto. Mañana, a las ocho, en Las Pirámides.
—Se lo agradezco de todo corazón, Sidi Brahim. Nos vemos.
Mina, que se ha quedado parada para vigilarme, busca en mi rostro cualquier señal susceptible de preocuparla. Le suelto una sonrisa para tranquilizarla.
—Un alma caritativa que me invita mañana a un restaurante de mucho postín. Me voy a poner hasta las botas de platos suculentos.
—¿Te parece que no te cebo bastante?
—Digamos que variaré un poco el rancho habitual.
Mina arquea la ceja en señal de desaprobación.
—No pretenderás que te sirva como a un rey con lo que me das, con cuentagotas y tras interminables negociaciones.
—¿Debo entender que soy un avaro?
—No, pero sigues siendo pobre.
—No es verdad —protesta el pequeño—, mi padre no es pobre, es honrado.
—Lo mismo da que da lo mismo —le señala el hermano mayor.
Mina levanta la cabeza para llamar al orden a la chiquillería. Me vuelvo a sentar y mordisqueo mi pata de pollo mientras pienso en el intríngulis de esta extraña llamada.
Al atardecer del día siguiente me pongo la camisa menos estropeada que tengo, mi único traje —que no uso más que en caso de fuerza mayor—, mi corbata con el escudo de un club inglés, comprada a un ropavejero de Bab El Ued, y llego a las ocho en punto a uno de los restaurantes más asépticos de Argel. El recepcionista no ve la relación entre mis mocasines desgastados y mi pantalón de franela, rebusca por dos veces para localizarme en su registro y por poco me pide los papeles. Cuando se da cuenta de que, en efecto, se trata de mí, me despacha de una tacada con un pingüino arrogante encargado de acomodar a la clientela. Éste acata la orden con la resignación de quien hubiese agotado todas sus posibilidades. Su obsequiosa mano me ruega que lo siga. Mi mesa está en el fondo de la sala, en una recámara con cortinas satinadas, un cuadro grande en el fondo y una vista privilegiada sobre las idas y venidas. El lacayo me pregunta, en un francés académico, si no me importaría quitarme la chaqueta. Luego, con una confusa mirada hacia mis vecinos de mesa —como para pedir perdón por verse obligado a colocar a un cateto a proximidad de su quietud—, se aleja sin apartarme la silla. Mis vecinos más cercanos, dos nababs taciturnos flanqueados por una gorrina cubierta de sedas y de joyas, me miran de hito en hito, alucinados por las escandalosas incoherencias de mi atavío. Les dirijo una sonrisa de fiera y me siento, ignorándoles con soberbia.
Una camarera pintarrajeada y con unos pechos tan grandes como su trasero me presenta una carta donde se recuentan unas pasmosas suculencias sugeridas mediante una fraseología de exquisita delicadeza, para espolear las apetencias y, a la vez, para que la gente se desternille de risa: solomillo de cordero con camisa a la salsa de tomillo, jaspeado con foie-gras de pato al magré ahumado, y demás selectas marranadas que me recuerdan mi atraso en materia de emancipación. Como no consigo descifrar el menú, propongo que esperemos la llegada de mi huésped.
—¿Y de aperitivo? —me sigue acosando.
—¿Cómo?
—¿Una copa de champán?
—¡De ninguna manera, soy practicante!
—¿Un poco de agua?
—De acuerdo.
—¿Con o sin gas?
¿Por qué me hostiga así?
—Pues... con gas —suelto al azar.
—¿Mouzaïa o Perrier?
—Señorita —le suplico, cada vez más horrorizado por la ostensible indiscreción de mis vecinos—, tengo el paladar tan entumecido por la bazofia de las cantinas que no sabría distinguir entre pasta de almendras y plastilina. Así que déjese de historias, ¿vale?
Se le eclipsa la sonrisa con tal rapidez que se queda sin voz. Me confisca la carta y me abandona a mi suerte.
Espero unos quince minutos entre ruido de cubiertos y roces de cortina. Una sigilosa algarabía mece el ambiente, pautada por risas de sirenas en busca de un Ulises que descarriar. La gente guapa me deja aislado en mis frustraciones y, como mi misterioso huésped tarda en manifestarse, empieza a hacérseme larga la espera. He comisqueado las galletas saladas y las rebanadas de pan untadas con vaya uno a saber qué, que se le derrite a uno en la lengua antes de desvelar su secreto. No aparece nadie. Y, de repente, el pingüino acude para recibir a una pareja de ensueño, visiblemente asidua de estos lares. Se me bloquea la nuez tras el nudo de la corbata, y por poco me atraganto con un trozo de pan. Al paso del hombre, elegante en exceso, algunas cabezas se giran con reverencia. Es alto, seductor y parece imponer un inmenso respeto. Su compañera, vestida con un magnífico traje de chaqueta, resplandece como el sol. Lo que más me desconcierta no es su gran belleza, sino su manera de pegarse a su hombre como si quisiera confundirse con él. Y lo que me intriga sobremanera es la razón por la cual una señora tan extraordinaria como Soria Karadach, esa afamada universitaria que para mí encarna la probidad moral e intelectual, puede arrimarse tanto, y a la vista de todo el mundo, a un individuo tan poco recomendable como Ghali Saad.
El pingüino los conduce a la otra punta de la sala, tras un tabique de caoba, para preservar su intimidad del mal de ojo. Antes de desaparecer, Ghali coge por la cintura a la historiadora, que, agradecida por tanto afecto, deja caer con suavidad su cabeza sobre el hombro de quien hace y deshace en la oficina de Investigación y, en consecuencia, en los centros neurálgicos de la república.
Me sobresalto cuando la camarera, que no he visto acercarse, me tiende el teléfono.
—Es para usted, señor.
Aún estupefacto, me cuesta reconocer la voz al teléfono.
—¿Sidi Brahim?
—Sí.
—¿A que se ha quedado sin hipo?
—¡Y tanto! —le digo ya despabilado—. ¿Es usted mi huésped?
—Siento haberme retrasado, comisario. Además, no pienso llegar, así que no me espere. Esta noche va a cenar solo. No se preocupe, la cena está pagada.
—¿A qué viene esta broma?
—Le toca a usted averiguarlo, comisario. Eso es asunto suyo. Confiese que no se lo esperaba. La ilustre historiadora Soria Karadach del brazo de una escoria como Ghali Saad. ¿A que le resulta inconcebible? No pretendo manipularle, Sidi Brahim. Ya le han utilizado bastante desde que se inició la superchería y no pienso abusar a mi vez de su ingenuidad. Hasta me da usted pena. Es cierto que le he odiado a muerte, pero, en situaciones inextricables, el sabio da prioridad a la razón frente a los arrebatos del sentimiento. Sabemos que no está compinchado con los perros que han llevado al suicidio a un valiente hijo de la revolución como Hach Thobane. Ha participado en este complot a regañadientes. Tenía que salvar a su teniente. Además, su compañero de equipo no estaba allí por casualidad. Le pusieron una trampa para que usted cayera en ella. Quienes manejaban los hilos sabían que la única manera de embarcarlo en esta historia era ponerle como señuelo a uno de sus hombres. Como la suerte de su teniente dependía de su compromiso, tenía la obligación de llegar hasta el final. Prueba de ello es que le han liberado sin juicio ni acusación, como si no hubiera pasado nada. ¿A usted le parece eso normal? Oiga, ¿sigue ahí?
—Siga, me interesa el tema.
—Somos muchos los que sospechamos el complot y lo condenamos. Eso ha estado muy feo. Sin duda, a menudo se declaran disidencias en las altas esferas, eso es comprensible; pero de ahí a provocar la muerte de un antagonista, eso es romper la baraja.
—O sea, que para usted esto es un juego.
—Es una manera de hablar.
—¿Ha hablado usted de complot?
—¡Vamos, eso salta a la vista! Una historiadora que, de repente, tiene la osadía suicida de profanar el secreto de los dioses, oiga, eso no se ha visto en la vida. Ella no podía actuar sola. No tenía la menor oportunidad de abrir una sola trampilla sin caer en el abismo. Está superprotegida, y no le cuento ya usted mismo... ¿Ha leído sus libros?
—Ninguno.
—Le recomiendo que les eche una ojeada. No escamotea elogios a ninguno de nuestros gobernantes, les hace semblanzas fabulosas, los coloca en pedestales y describe su itinerario revolucionario como si fueran unos Mao o unos Ghandi. Sin embargo, hay un zaím que jamás ha sido objeto de su devoción. No lo cita en sus estudios ni en sus artículos de prensa.
—¿Hach Thobane?
—¡En la diana, comisario! Veamos: ¿Por qué le tenía tanta manía, por qué lo detestaba hasta el punto de negarle el derecho de figurar entre nuestros héroes, a él que es indisociable de la epopeya de noviembre de 1954, y por qué sórdida casualidad resulta que es ella la artífice de su desgracia?
—¿Piensa usted que ha sido ella la que ha instigado...?
—No pienso nada, me hago preguntas.
—Es lo mismo.
—Señor Llob, no le oculto que odio a esa señora. Ha contribuido a una desgracia que está a punto de conmocionar nuestras vidas.
—¿Es una pregunta o una certidumbre?
—Yo no tengo ningún cargo de conciencia, señor Llob. No he deseado ni propiciado la muerte de nadie. Usted sí debería estar arrepentido. Sin darse cuenta, ha abierto la caja de Pandora. Dentro de poco las tinieblas van a ensombrecer nuestro porvenir y convertir nuestras plazas en campos de batalla.
—Lástima que no le pueda ver la cara. Me cae usted de maravilla.
—Mi nombre no le diría gran cosa. No represento a ningún clan ni a ningún grupo de opinión. Sólo soy un argelino que se preocupa por el porvenir de su patria. Sé que se ha declarado una guerra en las altas esferas y que sus repercusiones van a resultar nefastas para todos nosotros.
—¿Hay alguna relación entre su pesadumbre y la foto que me ha mandado?
—Esa foto no tiene ningún valor. Sirvió sólo para suscitar su curiosidad y traerle hasta este restaurante. Quería que viera con sus propios ojos a la historiadora y al cerdo ese juntos y arrimados. Son amantes desde hace varios meses y todos los lunes cenan juntos en Las Pirámides. Se trata de dos personas visceralmente materialistas, y los sentimientos no entran para nada en sus cálculos. Este tipo de gente no conoce el amor, sólo los une la complicidad y los hermana el interés. ¿Cuáles son sus respectivos papeles? El de Soria Karadach es un tanto ambiguo. En cuanto a Ghali Saad, sus ambiciones profesionales no tienen límite. Fíjese cómo va quemando etapas. Su presencia no es fortuita. Estamos convencidos de que no es ajeno a esta situación...
—¿Estamos? Me pareció entender que iba por libre.
—Es una manera de hablar.
—¿En qué se basan sus sospechas?
—Para enterarse de eso, señor Brahim Llob, le bastará con retomar esta historia desde el principio.
Cuelga.
Doy un silbido al pingüino y le pregunto si mi cena está pagada. Va a comprobarlo y regresa para confirmármelo. Le pido entonces que me proporcione el nombre y los datos de mi benefactor. Me informa de que no está autorizado a proporcionarme este tipo de información. Como le amenazo con montar un escándalo, sale corriendo en busca del gerente. Éste, un calvo afeminado con hechura de zancudo, me explica que la persona que me ha invitado no desea darse a conocer y que uno de los pilares de Las Pirámides es la escrupulosa observancia de las recomendaciones de su clientela. Su sonrisa es afable, pero la intensidad de su mirada, en patente contraste con la fragilidad de su lifting, me da a entender que tendría más posibilidades de sobrevivir a la mordedura de una cobra que a un abrazo suyo.
—Bueno, me he enterado —digo resignado.
—Sería muy comprensivo de su parte si se fuera a cenar a otro sitio, señor.
—Soy comisario de policía —le señalo.
—Ahora mismo hay aquí dos ministros y tres altos dignatarios del régimen. Todos desean pasar una excelente velada, y para eso estamos nosotros, señor.
—¿Cree que ya no tengo derecho a mi cena pagada?
—Mucho me temo que no, señor.
Los dos nababs y su acompañante nos observan con interés, encantados de ver cómo el gerente me pone en mi sitio. La gorrina rutilante está a punto de levantarse para condecorarle.
—Vale —asiento, fingiendo apartar la mesa.
Satisfecho, el gerente pone la nariz en alto y espera, firme y hierático, que ahueque el ala. ¡Craso error! Mi mano se mete de repente por debajo del mantel, se cuela entre sus muslos y lo agarra por los testículos. El pobre imbécil se estremece, se le vuelca el cuerpo hacia atrás, petrificado por el fulgurante dolor en sus partes bajas, y su rostro empieza a llamear y se acaba abrasando. No pudiendo gritar ni defenderse, adopta una postura grotesca, a medio camino entre la genuflexión y la voltereta del fakir. La gorrina cloquea de indignación, pero sus compañeros no la oyen, estupefactos como están por la obscenidad de mi gesto.
Sigo apretando para obligar al gerente a inclinarse ante mí. Cuando tiene la oreja a la altura de mis labios, le susurro:
—Paso de tus ministros. Tanto tus cojones como tu destino me pertenecen. ¿Qué eliges, pedirme excusas y servirme con la mayor diligencia o bien volver a tu casa con una tortilla babosa en los calzoncillos?
—Señor —me gime con voz lastimera—, se lo ruego, compórtese...
—Ésa no es la canción que te he pedido.
Se traga la saliva tiritando de dolor, intenta resistir y acaba poniendo una rodilla en tierra:
—Le presento mis excusas, señor —me dice.
—Señor comisario —le murmuro.
—Señor comisario.
—¿Señor comisario qué?
—Le presento mis excusas, señor comisario.
—Bien, veo que te has enterado.
Lo suelto, me levanto y salgo de la sala con señorío.
Al cruzar el patio exterior, paso delante de un ventanal tras el cual nuestros dos tórtolos están brindando. Al llevarse la copa a la boca, Soria me descubre. Se le ensombrece la mirada. Le hago un guiño y me eclipso antes de que Ghali Saad se dé la vuelta.
Me he tirado tres días estudiando a fondo el expediente de Soria Karadach. No hay nada comprometedor. Por el contrario, el currículum de la universitaria es una alfombra de laureles. Una brillante escolaridad en un orfanato —como hija de chahid8—, y premio extraordinario de su promoción en Ben Aknún. Ha frecuentado las más prestigiosas universidades europeas. Patrocina una asociación militante llamada «El Relevo». Amadrina pequeños movimientos entre la juventud revolucionaria. Una reputación intachable tanto en el ámbito privado como en el profesional. Su redactor jefe la venera. El rector se inclina ante sus méritos. Total, una auténtica joya.
¿Puede una santa acostarse con un íncubo sin perder su alma?
He dado vueltas en vano a los motivos que puede tener una eminencia gris para enamoriscarse de una eminencia oscura como Ghali Saad.
A éste no se le conoce por su erudición. Dejó el colegio con apenas un certificado de estudios generales y se matriculó como simple agente administrativo en la escuela de Staoueli, que depende del Observatorio de los servicios de seguridad. Luego pasó a ser subalterno en una dirección auxiliar. Su jefe se encaprichó con él —las malas lenguas hablan de un flechazo—, lo cubrió, en todas las acepciones de la palabra, y lo mandó al extranjero para que siguiera unos cursos de dirección de empresa. A su regreso, Ghali fue nombrado secretario en alguna sección del Ministerio del Interior. Entonces se casó con la hija de un alto funcionario y ascendió como una flecha en el escalafón. Encantador, astuto, sus detractores le reprochan su incultura y ponen en duda su autoridad. Pueden permitírselo porque los puso a todos de patitas en la calle. Tiene fama de maquiavélico tras su fachada cortés. Sus colaboradores más cercanos le duran lo que un tejemaneje. A la menor sospecha, se los quita de encima. Las mujeres no se le resisten, y está implicado en los más apestosos asuntos de cuernos del Gran Argel. Su fama de mujeriego es tal que una señora tan refinada como Soria Karadach no podía sino intentar evitarlo. Es cierto que los sentimientos no se asientan en criterios racionales, pero, como he visto de cerca a la historiadora y conozco el asco que le dan los canallas, no consigo hacerme una idea exacta de qué tipo de pareja se trata.
Al cuarto día, me empecino en mi porfía y decido sacudir el árbol para hacer caer la fruta podrida. Ya fuera de horario laboral, llamo a la puerta de Soria Karadach. Su sirvienta me informa de que no volverá antes de las ocho. Le ruego que le diga que he pasado a verla y que regresaré al anochecer.
Soria me está esperando.
Me recibe hacia las nueve en su salón, que —dicho sea de paso— no tiene nada que envidiar al de un nabab. Conocedor de las miserias de los universitarios de mi país y de la mendicidad de nuestros periodistas, que ni siquiera tienen donde caerse muertos, me quedo deslumbrado ante el fasto que derrocha nuestra dama. Pero los caminos del Señor son impenetrables, y Dios da y quita a los mortales lo que quiere sin tener que justificarse.
Soria lleva ropa de casa. Está desmaquillada y su pelo suelto le cae sobre la espalda como si estuviera a punto de meterse en la cama. Me recibe con sencillez. Está claro que piensa desembarazarse de mí cuanto antes. Tengo la impresión de que las ve venir desde que nuestras miradas se engancharon en Las Pirámides.
Parece relajada, dueña de sí misma, y mi visita no le infunde el menor recelo. Ha dejado de ser la audaz historiadora que compartía mis riesgos y cabreos en Sidi Ba. Su mirada es fría y su actitud inexpresiva.
—¿Quería verme, comisario?
Su voz me hiela la nuca.
—¿La estoy molestando?
—Siempre se me molesta cuando no se viene a mi casa como amigo.
—¿Dónde ha visto el hacha de guerra? —le pregunto abriendo los brazos para que vea que estoy desarmado.
—En sus ojos, comisario.
No me invita a sentarme en el sofá. Nos quedamos de pie el uno frente al otro, ella cerca de la mesa grande y yo en medio de una alfombra persa.
—Me ha alegrado mucho trabajar con usted, pero ya todo acabó. Ahora cada cual sigue su vida.
—Me ha estado utilizando —le suelto a bocajarro.
¡No he dado en la diana! No se inmuta lo más mínimo. Esboza una sonrisa distante.
—Hicimos un trato, comisario.
—Su proyecto era doble.
—Quizá, pero, en cualquier caso, mi objetivo era el mismo. Hemos tenido éxito en nuestra misión. Ahora, cada cual le saca provecho como le parece mejor.
Su seguridad me irrita y me descompone los nervios. Tengo la impresión de que me está provocando y, a la vez, mandando a paseo.
—¿Cómplice o manipulada? —le pregunto.
—¿Perdón?
Su ceja se afianza sobre la arcada para dar más agudeza a su mirada, que sostengo de hito en hito. Mi vigilancia le impide cualquier maniobra de distracción; sabe que no he venido para hacerle carantoñas y que estoy muy disgustado.
Su boca sanguínea se estira ligeramente, de repente indecisa, cuando no desconcertada. Pretende reasumir el papel de historiadora de Sidi Ba, enérgica y fascinante. No lo consigue. Mis ojos la tienen acosada, la aplastan, la inmovilizan. Una extraña expresión le recorre la cara. Se da cuenta de que está empezando a perder terreno e intenta reponerse. No la ayudo y me limito a cruzarme de brazos.
—Parece como si tuviera algo contra mí —me suelta con tono inseguro—. ¿He hecho algo malo?
Me niego a soltar lastre.
—¿Cuánto te han pagado?
—¡Cómo no, ya estamos! —grita sacudiendo la cabeza.
—He tardado, pero aquí estoy.
Mi brutalidad no la impresiona demasiado. Curiosamente, la estimula. Pasa del calor al frío con una facilidad que me deja patidifuso. Seguro que ha estado ensayando. Esta señora es pura inteligencia, sin grasa ni huesos. ¡Qué clase, qué talento, qué fuerza de la naturaleza!
Da un paso adelante, decidida a reventar el absceso.
—¿Qué quiere saber?
—Cuánto han soltado para comprarla.
—No necesitaban comprarme. Habría vendido mi alma para participar en la operación. Creen haberme manipulado, y mejor así. En realidad, he seguido el juego porque el guión estaba hecho a mi medida.
—¿No puede echarme una mano?
Noto que me estoy hundiendo.
—No hay tanta profundidad, Brahim. Fíjese en sus piernas y verá cómo hace pie.
—Desgraciadamente, me veo patas arriba.
—No lo creo. Se está complicando la vida usted solo. Hemos dado un golpe maestro y nos sobran motivos para estar orgullosos de ello.
—El orgullo es un autoconsuelo que no soluciona gran cosa. A lo más que llega es a halagar nuestro propio descrédito desfigurando nuestras aspiraciones, a falta de poder transfigurarlas.
—Puede ser. Por lo que a mí respecta, he alcanzado mis objetivos y me alegro de ello. He contribuido a quitar de en medio al peor canalla que andaba suelto por el país.
—Los canallas de su estilo abundan. Neutralizas a uno y se apuntan cien. Mucho me temo que la eliminación favorece la proliferación de la especie.
Sonríe.
¿Por qué tendrá que afligirme esa sonrisa de diadema? ¿Por qué la inmensidad de sus ojos, la suntuosidad de sus rasgos, la voluptuosidad de su silueta me producen una pena tan abrumadora y a la vez tan inasequible? ¿Qué será lo que hace tan venenoso el fruto de su gracia, y tan mortal la opacidad de lo que me oculta?
Noto cómo se me cierra el puño, se me aprietan las mandíbulas y tengo ganas de ser desagradable. Me asusta la insidia de lo que me está ocurriendo, me está consumiendo por dentro y entrecortando el aliento. Parezco un cornudo que empieza a percibir la inexorable intrusión de su desgracia, hasta el punto de que cada latido de su corazón le arranca un trozo de alma.
Soria es una mujer sagaz. Conoce el tema mejor que nadie y no necesita ningún esquema para darse cuenta de lo que me está turbando la voz y oscureciendo la mirada. Coge con decisión un cigarrillo de una caja de caoba, lo enciende y mira cómo el humo se va enredando lentamente a la vez que sube hacia el techo. Al cabo de varias buenas caladas, se deja caer sobre el sofá, enseñando la tersura de sus piernas largas y musculosas.
Hace caso omiso de su desnudez y sigue fumando con sus ojos clavados en los míos.
—¿Por qué? —le pregunto a bote pronto.
—Soy historiadora. Algunos hechos históricos no estaban bien ubicados y los he colocado en su sitio.
—¿Y cuál es el suyo en nuestra historia?
—El que he decidido adjudicarle.
Sin previo aviso, se le debilita la voz y la pena se va adueñando de sus labios, sus ojos, sus mejillas, de todo su ser.
Me cuenta:
—He estado toda mi vida esperando este momento. Digamos que sólo he sobrevivido en esa espera. Elegí la especialidad menos prestigiosa de la universidad. Querían que hiciese medicina o economía. Dije que historia. Necesitaba saber de dónde venía, quién era y hacia dónde iba. Tenía que ajustar cuentas con el pasado de mi país, que falseaba mi presente y comprometía mi porvenir. Siendo historiadora, podía tener acceso a los documentos que me faltaban para completar el rompecabezas y que para mí eran como heridas abiertas. Así fue como abrí las puertas prohibidas y conocí el espacio de los dioses. Los que reinan en este país comparten una debilidad: su glorificación. Fui a verles para magnificar sus hazañas bélicas, y por ello me adoraron. Les dediqué unos estudios estupendos, seminarios tan sonados como sus justas oratorias, y conté sus historias en libros faraónicos. Me acabé convirtiendo en su eternidad, y su felicidad pendía de un solo pelo mío. Así fue como conquisté al Che, al rais, a los zaím y a sus eunucos. Sin embargo, siempre hubo una divinidad que jamás gozó de mi favor. No lo oculté para que todo el mundo lo supiera, pues sabía que, algún día, mi enfurruñamiento acabaría llevándolo a la ruina.
—¿Hach Thobane?
—El difunto Hach Thobane, ojalá se pudra en el infierno...
—¿Lo mató usted?
—Fui la causante de su perdición y eso me colma de satisfacción. Supuse que desaparecería, pero lo hizo mejor: se suicidó. Como el cobarde que siempre fue.
—¿Cree en la tesis del suicidio?
—¿No irá a decirme que se mató accidentalmente? Me chafaría la fiesta.
No hay equívoco en su sinceridad: Soria cree en la tesis del suicidio.
—¿Sabía que tenía los días contados?
—Eso esperaba con todas mis ganas. Hasta que llegó su hora. Sus enemigos necesitaban un par de guantes para desalojarlo de su puesto. Yo era uno de ellos, hecho a medida. Y usted era el otro, comisario. La Historia y la Ley. Dos relucientes marionetas. Usted, para salvar a su teniente, y yo para sanear la revolución. Un individuo carismático había decidido elevar su peana sobre un montón de cadáveres. No era el mejor suelo. ¿Qué secreto, qué gloria había en esa matanza? Se había ejecutado a gente sin juicio previo, como si fuera ganado contaminado. Quise saber si el lugar era apropiado para ellos o se encontraban estrechos, si se merecían pudrirse en una fosa común, sin lápida ni epitafio, o por el contrario ser transferidos a un auténtico cementerio, con sepulturas decentes; un cementerio donde se pudiese rezar sobre sus tumbas sin tener que ocultarse. Esas preguntas me acosaban día y noche. No estaba segura de nada y tenía que tomar una decisión. Tenía la esperanza de poder hacer justicia; si no, me habría sentido muy desgraciada. Las revelaciones de Rabah, aquella noche en Sidi Ba, sobrepasaron mis esperanzas. No me arrepiento de haber hecho trampa, aunque un poco sí, con usted. Pero no tanto como para obsesionarme. Estoy en paz con los demás. Me pusieron el cebo y mordí en el anzuelo con gula. Han orientado mis investigaciones como si fueran un punto de mira. Me dieron las direcciones que necesitaba para triunfar, ignorando que su triunfo era también el mío. Hoy están convencidos de haberme utilizado, y espero que se lo crean toda la vida.
—¿Piensa que lo sabían todo acerca de aquella matanza?
—Algunos llegaron a participar en ella.
—¿Por qué exhumar esos muertos después de tantos decenios de silencio cómplice?
—Porque Hach Thobane se había vuelto demasiado molesto y comprometía sus proyectos.
—¿Qué proyectos?
—Eso sólo lo saben ellos y el diablo.
—Si Thobane era tan molesto, ¿por qué no matarlo simplemente? Tenían para elegir: accidente, envenenamiento, cualquier cabronada de esas les venía al pelo. ¿Por qué toda esa mascarada, esa manera de remover la mierda histórica y ese escándalo tan grande?
—Los revolucionarios tienen su propio estilo para ajustar cuentas entre ellos. Una muerte accidental o un asesinato atribuido a un desequilibrado mental habrían acabado con el hombre, pero no con su leyenda ni con sus discípulos. Tenía que morir en carne propia y en la estima ajena. ¿Quién podría hoy presumir de ser de la escuela de Hach Thobane, quién se atrevería a jactarse de haber sido su íntimo o su confidente? El escándalo lo ha arrasado todo a su alrededor. Como una nube radiactiva. Hasta los que vivían a su costa van a tener que ir afilando sus colmillos en otra parte. El oprobio acompañará a Hach Thobane allá donde se mencione su nombre. La Historia acaba de renegar de él, la memoria de la nación no quiere que se le vuelva a mencionar. Ya no es sólo un abyecto perjuro: es el olvido. Su imperio no tendrá ruinas, pues jamás ha existido. De este modo nuestra gloriosa revolución podrá volver a marcar el paso con la conciencia limpia, hermosa como una recién casada.
—Lo que no entiendo es su ensañamiento. ¿Por qué tanto odio por un hombre que no era mucho peor que la mayoría de aquellos cuyo valor usted ha alabado en sus escritos?
Aplasta su cigarrillo en un cenicero de cristal y se levanta. Su aliento me sumerge. Su nariz se topa con la mía y sus labios dan la impresión de estar a punto de devorarme crudo.
Dice:
—En la noche del 12 al 13 de agosto de 1962, uno de los miembros de la familia Talbi consiguió efectivamente escapar de la matanza. Los asesinos lo estuvieron buscando durante meses, quizá años. A veces pasaron a su lado sin reconocerlo. Buscaban a un chico. Pero el superviviente no era un chico, sino una chica...
Ni siquiera el martillo de Tor me habría machacado de tal modo. No reconozco mi voz cuando exclamo:
—¿Usted?
Capítulo 24
He estado dando vueltas en mi cama como un gusano en su fruta. No se me va de la cabeza el bolígrafo que se le rompió entre las manos a Soria, en aquella cabaña oculta en el fondo del bosque, por los alrededores de Sidi Ba; ni su voz, que, unas horas atrás, parecía provenir de ultratumba: Los gritos de mi hermano siguen golpeando mis sienes. Corrí por el bosque, corrí y seguí corriendo. Las ramas me arañaban el rostro, me hacían cortaduras en las piernas y me arrancaban los pelos sin frenar mi huida desenfrenada. Aquella noche la luna estaba llena como una urna. Me apuntaba con su antorcha para orientar a mis perseguidores. Por mucho que corriese, siempre la tenía encima, como un mal presagio. De haber tenido alas no habría corrido tanto con la cara vuelta hacia el calvero donde estaban rematando a lo que más quería en el mundo. Desde aquella noche jamás he podido volver a mirar hacia adelante. Vaya donde vaya, haga lo que haga, no consigo apartar la mirada de aquello. En el orfanato, en la universidad, en Argel, en Barcelona, estudiando, dando clase, mi cabeza siempre ha estado vuelta hacia ese calvero, agarrotada por un tortícolis que me cercenaba el cuello como un collar de hierro... Tenía que remontar el tiempo, volver a la casilla de donde partieron mis desgracias, destripar esa fosa común, sacar a los míos de su encierro, liberarles de su pena, darles por fin descanso y, en consecuencia, sosegar mi alma...
—¿Por qué no duermes? —gime Mina.
—Quizá porque no he hecho otra cosa en mi vida.
Aparto las mantas, me pongo las zapatillas y voy a la cocina en busca de un vaso de leche. Veo la nevera, un montón de vasos en el fregadero, pero ni una gota de leche. Alguno de mis retoños ha llevado la osadía hasta comerse la naranja que había apartado para mí. Regreso a mi dormitorio. Mina se enrosca en las sábanas con la cara descompuesta. Decido no fastidiarle el sueño y me meto en el salón. Fumo pitillo tras pitillo, tumbado sobre el banco acolchado. Son las dos de la mañana. Fuera, un malcriado va dando bocinazos a vaya uno a saber qué, sin preocuparse por los niños que duermen como benditos ni por los convalecientes. Me acerco a la ventana. El malcriado sigue armando follón durante un par de minutos antes de lanzar su cacharro a tumba abierta por el barrio. Probablemente sea un borracho que ya no sabe volver a su casa. Vuelve el silencio, alelado tras su largo paseo. En la acera, una mendiga cubre a sus críos como puede con sus escasos trapos para preservarlos del frío. Un perro pasa a su lado mirando hacia otra parte, hasta tal punto la indigencia humana sobrepasa toda forma de entendimiento... ¡Dios mío, es para morirse de pena!
¿Y tú, Argel, por qué te resulta tan triste la vida?
Regreso a mi banqueta y apago el cigarrillo en un platillo de taza de café. Intento, con la cabeza entre las manos, poner en orden mis ideas.
Si Soria es el superviviente Belkacem Talbi, y el verdadero Belkacem Talbi había muerto, ¿quién era SNP? Por supuesto, un ilustre anónimo, un pasado virgen, una página en blanco sobre la cual se podían permitir escribir cualquier historia. Por lo que se le adjudicó la de aquellos ajusticiados. Así fue como se urdió toda la trama. Exactamente como les pareció a ellos. Ya sólo quedaba creérsela. Y yo me la creí de pe a pa. ¡Menudo estúpido! Yo, que presumía de experto en los incontables engranajes que habían pretendido triturarme, que pensaba que las había visto de todos los colores sin convertirme en daltónico, me veo de nuevo con el culo al aire.
—¿Quieres que te prepare café?
¡Mi pobre Mina! Siempre complicándose la vida por culpa de mis tormentos.
—¿Te he vuelto a despertar?
—No pasa nada. De todos modos, no tengo sueño.
—Ven a mi lado.
Obedece. Mi brazo le rodea el cuello. La aprieto contra mi pecho. Sus manos vacilantes y púdicas se buscan antes de abrazarme por la cintura. Hundo mi cabeza en su cuello y me dejo disolver en su aliento. Fuera, el malcriado regresa con su claxon. Ya puede alborotar a toda la ciudad que no estoy para nadie.
Mina se adormece en mis brazos. La tumbo sobre el banco acolchado con infinita precaución, la cubro con una sábana y voy a mi cuarto a cambiarme. Yo también debo reventar a toda costa el absceso.
Circulo por la ciudad dormida sin detenerme en los semáforos. Las calles desiertas me dan alas. Voy flechado hacia adelante, apretando a fondo el acelerador.
Llego al manicomio hacia las cuatro de la mañana. Detengo el coche en el aparcamiento y me bajo. Desde la montaña baja un viento epileptoide, cargado de polvo y de hojas secas, que se abalanza sobre los árboles como un drogado sobre sus alucinaciones. Arriba en el cielo, donde empieza a dispersarse una horda de nubes panzudas, la luna está más crecida que su propio espanto. Diríase que la noche no le inspira nada bueno. Muy lejos, en el horizonte, una tormenta amaga una fiesta, pero su algarabía no consigue apagar el rumor de los vergeles.
Encorvado para protegerme de las ráfagas, llego titubeando hasta los dormitorios envueltos en tinieblas. Tengo la impresión de estar cruzando el limbo de mi locura.
Llego hasta el alojamiento del profesor Aluch. No se ve luz tras las persianas. Doy puñetazos a la puerta hasta desollarme los nudillos.
—¡Ya abro! —grita una voz gargajosa—. No estoy sordo.
Una llave abre la puerta.
El profesor casi se cae de espaldas al verme en la entrada.
—¡Brahim! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Estoy de paso. ¿Te molesto?
Mira por encima de mi hombro.
—¿Estás solo?
—Como un chico mayor, profesor.
—¿Sabes qué hora es?
—Pensaba que para los amigos no había hora.
—Sí, siempre que no se pasen. Supongo que tienes un buen motivo para sacarme de la cama tan temprano.
—En casa no conseguía pegar ojo.
Me mira con extraño semblante y se aparta para dejarme pasar.
—¿Qué ocurre, Brahim? —pregunta encendiendo la luz del techo.
Está en pijama, con medio culo asomando fuera del pantalón. Su camiseta de tirantes desgastados flota sobre un torso macilento del que sobresalen las costillas, evidenciando la labor de zapa de su avanzada edad. Mi amigo el profesor es ya casi historia pasada, y me avergüenzo un poco de tener que volver a sacarla a relucir.
Me mira con ojos de perro moribundo.
—Pareces desorientado, comisario. ¿Qué te ocurre?
Le señalo una silla.
—Siéntate, profesor, para que no te caigas de culo.
—¿Tan grave es?
—Haz el favor de sentarte.
Obedece tras un titubeo.
—Dime.
Le pido con el dedo que tenga paciencia. Asiente con la mano. Mi aliento ratea y me tomo una pausa para disciplinarlo. Cuando consigo concentrarme en el tema, inicio las hostilidades.
—Puedes detenerme cuando quieras, profe. ¿Estás listo?
— ...
—Cogemos a un preso sin memoria, que llamamos SNP. Le injertamos el pasado que conviene a nuestros amigos y nos las arreglamos juntos para que se beneficie del indulto presidencial. A la vez, alborotamos la ciudad para que se crea que esa liberación es un despropósito, pues el susodicho es un peligro potencial para la sociedad. Total, que todo el mundo está sobre aviso. Empezando por cierto comisario de policía. Así se pone en marcha el dispositivo. Una vez libre, nuestro SNP recupera repentinamente la memoria. Recuerda al hombre que destrozó su vida y la de su familia y decide matarlo. Mala suerte: se equivoca y se carga al chófer de su víctima. Ahora bien, no se trata de una víctima cualquiera. Hach Thobane está en tal estado que el propio Estado se echa a temblar. Pelotones de sabuesos salen a la caza del asesino. Consiguen cargárselo. Pero, de pasada, un teniente de la policía se chupa el marrón. Como se ignora qué hacía su pistola junto al cadáver del asesino, se da prioridad a la teoría de la complicidad. El viejo comisario Llob no tiene más remedio que sacar a su subordinado del avispero en el que se ha metido. Para disculpar a su compañero de equipo, intenta establecer una relación entre el asesino y su objetivo. Y ahí es donde se verifica el pasado injertado al detenido desmemoriado que hemos llamado SNP. No hay como un amnésico para inventarle una historia a medida, ¿no es así? Si, además, no tiene familiares ni conocidos, se le puede quitar de en medio sin dejar rastro. ¡Un trabajo fino! El crimen perfecto. Tanto más si resulta que el comisario tiene otras preocupaciones: su amigo se pudre en las mazmorras de irás y no volverás. Cuanto más tiempo pasa, peor para el pobre infeliz. Es un asunto de lo más urgente. Hay que ir quemando etapas e ir directamente al grano. Hace tiempo que el terreno está abonado y el viejo madero sólo tiene que seguir las orientaciones que le van marcando. Hasta la matanza de Sidi Ba. Una matanza horrorosa y un escándalo de cuidado. El macabro descubrimiento se cuenta con todo lujo de detalles en la tele, y la prensa escrita se encarga de aderezarlo a gusto del consumidor. Hach Thobane, el exterminador de la familia de SNP, incapaz de asumir su monstruoso pasado, se suicida. Normal. ¿Qué otra cosa podía hacer? Está acabado y era irrecuperable, por lo que la nación lo vomita de su seno. Así se toma su revancha el Bien contra el Mal. Exactamente como en los seriales didácticos. Entierran al canalla como si fuera un perro. Se ha hecho justicia. El teniente de la policía queda rehabilitado. Cae el telón, se acabó el espectáculo y cada cual regresa a su casa... ¿Qué te parece mi sinopsis?
—No veo a qué viene todo esto, Brahim.
—¿No me digas?
—Cuando te vi llegar a esta hora tan rara, me dije que no estabas del todo bien de la cabeza. No me equivoqué.
El profe aguanta bien el chaparrón, como si le hubieran dado instrucciones.
Se pasa la mano por sus greñas canosas y estira los labios. No por ello deja de sentirse incómodo.
—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Aluch?
—Muchísimo —suspira.
—Has pasado por altibajos, ¿no es así?
—No ha sido un camino de rosas.
—¿Ha cambiado una sola vez mi actitud con respecto a ti?
—Eres un hombre decente, Brahim. Has sido igual de atento conmigo en los mejores y en los peores momentos.
—¿Piensas que se debe a un cretinismo congénito?
—¿Cómo puedes decir tal disparate?
—Porque ésa es exactamente la pregunta que me estoy haciendo, profesor. Me pregunto si mi rectitud no demuestra mi idiotez, pues hay que ser un auténtico tarado para seguir queriendo y confiando en un país donde cada cual se empeña en abusar del prójimo para sobrevivir.
—¡Vaya por Dios, qué deprimido estás!
—No te pongas la bata blanca, que tú eres el que está tumbado en el sofá, profesor. No he venido para una sesión de hipnotismo.
—¿Entonces, para qué has venido? —truena una voz detrás de mí.
Me doy la vuelta.
Cherif Wadah está de pie junto a la puerta de la habitación contigua, acabando de ponerse una bata. Su rostro, aún abotargado de sueño, se estremece espasmódicamente.
—¿Señor Wadah? —digo—. Creía que estaba en el extranjero.
—También lo creen mis enemigos, y mejor así.
—¿Y éste es su escondite?
—Métase en sus asuntos, comisario. ¿Qué está usted contando al profesor? ¿A qué vienen esas elucubraciones? ¿Se da cuenta de la incongruencia de sus palabras?
Pretende intimidarme, pero no me dejo dominar.
—La incongruencia está en los hechos tal como se han producido, señor Wadah. ¡Menuda torpeza!
Cherif Wadah se anuda el cinturón de la bata y avanza hacia mí. Está furioso e intenta conservar la calma. Coge un despertador y lo mira.
—¡Joder, son las cuatro de la mañana! Hay que estar mal de la cabeza para venir a esta hora a contar chorradas a gente que lo que quiere es dormir.
Me mira de hito en hito, adelantando la mandíbula.
—Está usted perdiendo el hilo de la historia, señor Llob. Ya sé que ha pasado por tragos muy malos, pero ya acabó todo. En su lugar, me dedicaría a pensar en otra cosa. El país está empezando una nueva vida. Debería alegrarse de ello. Ha hecho usted un trabajo soberbio. Ha estado fantástico. ¿Por qué poner en duda lo que ha emprendido con tanta abnegación e inteligencia?
—Cuidado, me está dando coba. Voy a caer en éxtasis.
—Se merece todas las consideraciones del mundo. Y las tendrá, una tras otra, sin que le falte una sola. Me encargaré personalmente de ello. Gracias a usted, va a nacer una nueva era... No busque respuestas allá donde ni siquiera hay preguntas. Eso le aleja de lo esencial y de la estima de la gente. Olvide esta historia y váyase a Bulgaria...
—¿No me diga que también está al corriente?
—Fui yo quien se lo pedí a Ghali Saad para usted.
—Me podría haber consultado.
—Quería darle la sorpresa.
—Lo que me sorprende es que no consigo quitarme de encima a Ghali Saad. Me lo encuentro en todos los caminos que tomo, y eso ya me tiene aburrido.
—Va usted desencaminado, comisario, se lo aseguro. No hay complot. A Hach Thobane lo ha atrapado su pasado. Decidimos no ayudarle, eso es todo. Era un ser inmundo. Ha causado enormes preocupaciones a la patria, la impedía avanzar, se oponía a las reformas, al conjunto de iniciativas susceptibles de mejorar las condiciones de trabajo y de vida de nuestros conciudadanos, tenía al pueblo secuestrado. Consideraba que cualquier propuesta política o económica atentaba contra su imperio financiero y se empeñaba en mantener a la sociedad en el marasmo y en la descomposición mental. Le aseguro que su trabajo ha sido una bendición. ¡Por Dios, usted lo conocía! No irá a decirme ahora que lo lamenta. Ese hombre debía desaparecer de una manera o de otra. O él o Argelia. La Historia ha decidido. El muy cobarde se pegó un tiro en la cabeza, y la vida sigue.
—¿Así que se pegó un tiro?
—¿Por qué, acaso lo duda?
—Quizá lo ayudaran.
Cherif Wadah se pone hecho una furia. No controla los espasmos de sus mejillas. De repente, agarra el despertador y lo estrella contra la pared.
—Ahí se le ha ido a usted la chaveta, comisario. ¡Cuidado, que eso es muy, muy grave! El informe del forense es categórico: Hach Thobane se suicidó. Esto es oficial y no tiene vuelta de hoja. Y además es la verdad. Resulta peligroso adelantar hipótesis fantasiosas sin calibrar su alcance.
Tiene los ojos inyectados. Por la comisura de los labios le sale una baba merengada.
Algo en mí empieza a ceder. Una garra invisible oprime mis entrañas y las pantorrillas me flaquean. No recuerdo haber sentido jamás un estremecimiento como el que me está invadiendo.
El profesor Aluch siente compasión por mí. Lo he defraudado. Se calla, da la vuelta a la mesa y se derrumba sobre su silla, abrumado por mis «elucubraciones».
—Brahim, te lo ruego —me dice con voz temblorosa y un dedo pegado a la sien—, Sidi Cherif dice la verdad. Deberías estar contento. Has hecho un trabajo formidable.
—Tú, un profesor, un erudito —le digo—. ¿Cómo un sabio como tú se ha embarcado en esta historia?
Sonríe con tristeza y me echa una mirada lastimosa.
—¿Un erudito, Brahim, un profesor? ¿Acaso sabes lo que eso significa en un país dominado por megalómanos y rentistas bulímicos? El conocimiento es la peor desgracia que le puede ocurrir a un hombre en una república gobernada por charlatanes. Has visto cómo actúan, comisario, los has visto destrozarme, y destrozar a quienes no son como ellos. ¿Mis altibajos, Brahim? Muy pocas ovaciones para tanto abucheo. Si alguien debía embarcarse en «esta historia», ése era yo. Más que un deber, era una obligación, un asunto de supervivencia. ¿Acaso te han sacado de la cama un puñado de esbirros sobreexcitados que se plantan en tu casa cuando les da la gana, apabullando y luego espantando a tu mujer y a tus hijos, todas las noches durante años? ¿Te imaginas ese tipo de infierno? Te llevan a empellones por la escalera, en pijama, descalzo, y, mientras tanto, tus hijos sollozan ocultándose la cara con los puños. Tú intentas tranquilizarles y no lo consigues porque un pobre imbécil te está pegando y llamando perro. Cuántas veces habré vivido en plena noche ese circo que sacaba al balcón a mis vecinos, que veían cómo los para-militares me metían en el maletero de un coche y me llevaban a tumba abierta a través de mis delirios. Me torturaron, me encadenaron, me humillaron, se mearon en mí y me arrastraron por mis excrementos. Me obligaban a sentarme sobre botellas. Estaba tan desfigurado, tan miserable, que mi mujer se vino abajo. Ya no soportaba verme hecho una caca, Brahim, estaba harta de compartir mis fantasmas. Un buen día cogió a los niños y desapareció. Jamás ha vuelto a dar señales de vida. Ignoro desde hace más de diez años dónde está y qué ha hecho con mis hijos. ¿Y me preguntas qué pinta un erudito en este asunto? Este asunto no tendría ningún sentido si no fuera por él... Me niego ya a que los mejores de entre nosotros sean perseguidos por los peores y a que mis trabajos sirvan de papel higiénico. Porque eso me ha ocurrido, Brahim. Me han obligado a limpiarme el culo con mis libros, a pedir perdón a mi torturador y a llamar «maestros» a unos miserables guardianes. Y todo porque era alguien culto, honrado, concienzudo, que ofrecía sus servicios a unos gurús que no sabían qué hacer con ellos. ¡Pues se acabó el reinado de los incultos! Me niego a que siga habiendo abusos, a que los valientes se caguen encima cuando un canalla se fija demasiado en ellos.
Como me he quedado sin voz, baja los ojos y se apoya sobre la mesa. No consigue levantarse, renuncia y se limita a concluir:
—Haces mal en comerte la moral, Brahim. Te aseguro que te sobran motivos para alegrarte. Sidi Wadah no te está dando coba. Lo que has hecho no tiene precio. Gracias a ti se está operando en nuestro país un saludable metabolismo. Por fin, el Bien se adelanta al Mal.
—¿El Bien?
—Sí, el Bien.
—Entonces dime por qué cada vez que pienso en quienes se ofrecen para dárnoslo me entran ganas de vomitar. Dime por qué su bondad me produce espanto, por qué temo que intenten salvarnos.
Fuera, estalla una tormenta y el viento arremete con más fuerza contra el barracón del asilo.
Cherif Wadah menea la cabeza:
—O sea, que no percibe el cambio que la nación estaba esperando...
—Nadie se cree su palabrería, señor Wadah —lo interrumpo—. Ha puteado usted tanto a la esperanza con su demagogia que ya no le quedan fuerzas para prestarse a su juego. Y no se le ocurra hablarme de nación, pues usted ignora lo que es eso. La única oportunidad que le queda al país es que se largue de él, y cuanto antes mejor. Estamos hartos de sus estúpidos discursos. Es cierto que el mundo cambia, pero no allá donde se encuentra usted. El bloqueo está en su mentalidad. Si realmente piensa que la muerte de Thobane ha sido lo mejor que podía ocurrir, siga su ejemplo y deje a las jóvenes generaciones hacerse cargo de su destino. No se puede organizar un festín con las sobras de la víspera, señor Wadah.
—¡Es nuestra Argelia! —estalla echándoseme encima.
—¿Cuál? —grito para repelerlo—. ¿Aquella que inspiraba a los poetas o la que deja el alma helada? ¿Aquella donde las delegaciones extranjeras eran recibidas por pintores y poetas o la que tiene encadenados a sus cantores en mazmorras? ¿Aquella donde los gigantes se prosternaban ante sus monumentos o la de los colosos con pies de barro? ¿Aquella que veneraban Tito, Giap, Myriam Makeba y Che Guevara, el auténtico, o la que daba cobijo a Carlos y a las organizaciones terroristas?
Está consternado.
Se lleva un momento la mano al corazón y luego se repone para hacerme frente hasta el final.
—Siento pena por usted, Sidi Brahim. Creo que no tenemos nada más que decirnos; váyase ahora.
—Eso es lo que pensaba hacer, señor. Sólo vine a recordarle que no hay crimen perfecto. Ya puede usted interferir y sembrar la confusión, trastocar indicios y rastros, cegar mentes y ojos; tarde o temprano, inevitablemente, como a Hach Thobane, la verdad le dará alcance.
—¿De qué verdad está hablando, Sidi Brahim? Jamás ha existido. Eso se le ha escapado.
Se le dilatan y le aletean las narices. La frente le brilla de sudor y masca su resentimiento con cara de picapedrero.
No sabe si argumentar o dejar el tema.
Para indignación del profesor, opta por lo menos adecuado: disertar. Me planta su jeta de predador delante de las narices. Me acosa con el aliento e intenta disolverme en la hoguera de su mirada.
—No somos más que un tejido de mentiras, señor Llob. Creemos saber dónde vamos, y sin embargo nadie es capaz de adivinar lo que le espera a la vuelta de la esquina. Caminamos a ciegas a plena luz del día, deslumbrados por el espejuelo de nuestras vanidades, cuando no fascinados por los espejismos de nuestra perdición, y sólo nos fiamos de nuestro instinto de alucinados, como los ñus cuando buscan a galope tendido unos improbables pastos repletos de trampas, de muertes violentas y de locura. Somos tan dignos de lástima como los ñus, comisario. Las trampas del pasado no nos han enseñado nada. Nuestra memoria no conserva nada de lo que nos ha destruido. Jamás hemos dejado de mentirnos. Quizá en ello esté el secreto de nuestra supervivencia, en nuestra negativa a enmendarnos.
Levanta la mano a la altura de mi cara y mueve los dedos, como si fuera una araña panza arriba, y luego la convierte en puño arrollador:
—¿Quién ha cambiado desde el asesinato original, quién se ha calmado desde el diluvio de Noé? Seguimos corriendo hacia nuestra perdición y nos importa un pito lo que nos pueda ocurrir... Guerras que se van empalmando una tras otra, miseria a más no poder, dramas y accidentes para dar y regalar. ¿Por qué? ¿Por qué tanta desgracia, tan terribles e inútiles sufrimientos? Ésa es la cuestión. Desgraciadamente, quien tiene la respuesta no tiene la solución.
Abre el puño y lo hace girar a la vez que libera sus dedos:
—¿Entonces, dónde está esa jodida santa verdad, comisario? ¿En la lección que los hombres jamás han sabido asimilar? ¿En la banalización de las tragedias, hasta que las generaciones de supervivientes se consideren afectadas y reclamen su parte de condenación eterna? ¿En la piedad que espera de las estrellas lo que la tierra le niega a diario? Si una mañana de éstas la Verdad viniera a unirse a nosotros, al anochecer nos tendría muertos de aburrimiento. La mentira es lo que nos permite aguantar. Sólo ella nos entiende y se apiada de nosotros... La Mentira es nuestra salvación. ¿Qué es la esperanza, la tolerancia, el sueño; qué es la fraternidad, la equidad, la fidelidad; qué es el perdón, la justicia, el arrepentimiento sino esa exquisita mentira que nos permite pasar varias veces por la misma derrota sin que se nos colapse el cerebro?
La perorata lo deja sin aliento. Echa el pecho hacia atrás para recuperarlo. No lo suelto y, mirándolo fijamente a los ojos, le digo a quemarropa:
—Frecuenta usted demasiado este manicomio, señor Wadah.
En ese momento, como si mi grosería lo hubiese sacado de quicio, surge Joe de vaya uno a saber dónde y me apunta en la sien con una escopeta de caza.
—¿Le salto la tapa de los sesos?
Joe está como loco. Las muecas le arrasan la cara y le cuesta contener el dedo sobre el gatillo.
—Suelta el arma, hijo —le recomienda su protector.
—Te ha faltado al respeto. No permito que nadie te falte al respeto. Ni siquiera mi madre. Sólo es un polizonte de mierda. No tiene derecho a levantarte la voz.
—¡He dicho que sueltes la escopeta!
Joe se estremece ante la orden de su padrino. Sus ojos me acribillan las entrañas. Tengo la sensación de estar convirtiéndome en humo. Un sudor frío me chorrea por la espalda. Tras un largo estremecimiento se le calma el dedo, que se va paulatinamente alejando del gatillo y replegando sobre sí mismo. No obstante, espero que haya apartado completamente el cañón de mi sien para reponerme del susto.
Furtivo como un espectro, Joe retrocede a regañadientes y desaparece tras una puerta.
—Ya veo que aquí todo el mundo está dispuesto a liarla, señor Wadah.
—Ya le dije que no tiene la cabeza del todo bien.
—Por desgracia, no es el único.
—Deja las cosas como están, comisario —me suelta el profesor—. Un tren se dispone a lanzarse por una nueva vía, y el que se ponga por medio sabe que lo tendrán que recoger con cucharilla. Hay asuntos que escapan al contribuyente de a pie. A menudo, no se da cuenta de que es por su bien, y por el bien de las generaciones venideras. La muerte de un hombre no debe desbaratar las oportunidades de una nación entera. Cuando Hach Thobane estaba vivo, las impedía todas. Ahora queda por ocupar su espacio de poder, algo que vamos a hacer de inmediato.
—Yo, en su lugar —prosigue Cherif Wadah para tenerme para sí solo—, volvería a mi casa para hacer las maletas. Bulgaria es un país bonito.
—No necesito cursillos.
—Le buscaremos otro destino: Francia, Italia, Rusia, Estados Unidos...
—Yo no como de esa mano, señor.
—Lástima.
Cuando llego a la puerta, la voz de Wadah me agarra por el oído.
Me tutea:
—No tienes el menor motivo para poner en duda nuestro programa, Brahim. Está inspirado en los errores y pretende recuperar el tiempo perdido. El país va a renacer, bello y sano. La gente competente volverá a tener un ámbito de acción y se valorarán los méritos. La nueva política nos devolverá al concierto de las naciones. Regresarán a casa los cerebros que tuvieron que exiliarse por culpa del egoísmo y de la fatuidad de algunos dirigentes. Nuestras escuelas y universidades recuperarán su nobleza vocacional. Nuestros artistas se lo van a pasar bomba y todos los talentos tendrán medios para expresarse plenamente. Cada cual tendrá su oportunidad. Los mejores serán puestos por las nubes. Se acabaron el despotismo y los discursos estereotipados, el nepotismo y los atropellos, el favoritismo y la exclusión. Van a nacer partidos como hongos —no es una utopía, te garantizo que ya se están constituyendo en secreto— y el poder tendrá enfrente una oposición efectiva que le pedirá cuentas y lo tendrá controlado. La democracia es la madurez de las repúblicas, la auténtica solución. Haces mal en ser tan escéptico, comisario. Tenemos la salvación al alcance de la mano; basta con hacerse con ella.
—Ahí también estará de acuerdo conmigo, señor Wadah, en que no hay nada más seductor que la mentira.
Se le estrecha la sonrisa.
Abro la puerta. Fuera, una luna radiante galantea a los vergeles abrasados por la sequía. Hace un tiempo espléndido para sonámbulos e insomnes, pero para el campesino de manos cuarteadas la cosecha ya se intuye desastrosa.
Antes de alcanzar mi coche, me quedan fuerzas para darme la vuelta, mirar al profeta de los amaneceres siniestros y decirle:
—No todo lo que brilla es oro, eso es una norma. Quiero a mi país y a su gente. Soy desgraciado cuando las cosas van mal, y a menudo me da por rezar para que nos libremos sin demasiados palos de los asuntos feos. Yo también sueño con una patria bella y sana, y estoy dispuesto a echar toda la carne en el asador para que mejore nuestra grisura cotidiana, aunque sea un mínimo, pero, por fervorosa que sea mi fe, no me permito someterme a las profecías que legitiman el asesinato.
Ignoro lo que he hecho el resto del día. Sólo recuerdo haber estado caminando como un enajenado, con las manos a la espalda y la mirada velada. Me dolía la cabeza y sobre todo el vientre. El rumor de la ciudad revoloteaba a mi alrededor. No sabía dónde ir pero seguía con mi deriva, convencido de que era el único modo de tomar distancia con respecto a mis incertidumbres. Quizá esperara así poder contemplar mis propias convicciones con cierta perspectiva y comprobar si eran capaces de darme alcance. La noche me sorprendió acodado a una barandilla del paseo marítimo. Necesité una eternidad para recordar dónde había dejado aparcado el coche. Regresé a casa como quien viene de lejos pero aún no ha visto la salida del túnel.
Son más de las once de la noche y Argel se ahoga de calor. Diríase que el infierno se ha instalado justo a la salida de la ciudad. Acurrucado en mi sillón, con la panza sobre las rodillas y los pies sobre un puf medio destripado, intento repetidamente emborracharme con una Hammud Bualem, la gaseosa nacional de la que estamos tan orgullosos a pesar de que no consiga subírsenos a la cabeza.
Puedo ver las luces de la Casbah por la ventana. En aquel secular barrio, la noche parece un renunciamiento. La gente, sofocada por el bochorno, tiene la mente al rojo vivo. Sus preocupaciones perturban su memoria y sus suspiros son como huidas hacia delante. Se han pasado el día consumiendo a crédito en los cafetines, maldiciendo el aguachirle que les han servido y el futuro que parece mirar hacia otra parte. Las callejuelas están vacías y mortalmente tristes, y se apresuran a perderse por los recovecos para ocultar a las estrellas sus horribles reptaciones. Los tenderos han cerrado su quiosco y el parloteo se ha ido difuminando. El silencio lo cubre todo y retumba tontamente contra las persianas.
Más abajo, Bab El Ued se traga su propia bilis, agazapada tras sus penumbras, y espera con paciencia que los debates se enreden en su telaraña. Las farolas están apagadas, pero no por pudor sino porque el negro es el color preferido de los complots. Bab El Ued tiene una vieja cuenta que saldar. Le importa un pito lo que se piense de su susceptibilidad o de la higiene de su amor propio. Va consolidando su amargura sin preocuparse de lo demás, y con los medios que están a su alcance: unos cuantos maltrechos principios, un orgullo rudimentario y una patética tenacidad. No es como para erigir una estela, pero suficiente para levantar un montón de cadalsos.
Enfrente, el Mediterráneo se va ensanchando mar adentro de los sueños repudiados, oscuro como un presagio que se carcome. Para animarse, algunos paquebotes agitan sus linternas como si fuesen jefes de estación, y un faro va paseando su torva mirada por entre las tinieblas en busca de sortilegios para fecundar.
Antes, cuando me asomaba a mi balcón, Argel me emocionaba. Observaba las cosas con apego y los ruidos del barrio me tenían en vilo. Me resultaba difícil mirar una calle sin entrever el sentido que tenía para mi vida. Tenía la impresión de conocer todos los edificios y el peso de cada adoquín.
Ni siquiera necesitaba salir de casa para viajar. Argel era un paseo del que uno jamás se cansaba. El olor a merguez y el barullo de los figones daban un hambre canina a mis pensamientos. Para saciar mi sed me bastaba con clavar mi mirada en la de los chiquillos.
Qué bella era Argel durante las temporadas azules. Con nada nos sentíamos colmados y cualquier canto nos glorificaba. Éramos tan jóvenes como nuestras vocaciones y nos tomábamos en serio las promesas más peregrinas. Teníamos vigor en la mano, el corazón dispuesto a la faena y una franca ingenuidad; nuestras ambiciones eran humildes y nuestras esperanzas confiadas; sólo queríamos vivir y estar a gusto aquí, entre la oración de las mezquitas y los berridos de los borrachos, buscar nuestra imagen en la simpatía de los demás, tocar con la punta de los dedos nuestros sueños infantiles, coger con una mano la flor que íbamos a regalar y contener en la otra todas nuestras palabras. Nos hacían muy felices los días por venir y nos maravillaba reconocerlos a pesar de tantas noches caóticas; nos emocionábamos mucho cuando nos daban las gracias, pues no había como una sonrisa para que nuestras heridas cicatrizaran. ¿Por qué todo ha cambiado hoy? ¿Qué es lo que nos está amargando la vida? ¿Qué impide a Mina remover el pasado y quién nos ha dado gato por liebre? Cuántas preguntas asesinas a la hora de hacer balance, cuántas penas inmensas al cabo de tantos esfuerzos en vano...
No hay peor trinchera que una boca que quiere morder, ni peor imprudencia que prestarle atención.
Esta noche, me prometo, cuando Mina se acueste junto a mí le tendré la mano cogida hasta la mañana.
Unos meses más tarde, el 5 de octubre del mismo año (1988), tras un extraño discurso presidencial que incitaba a la sublevación nacional, un amplio movimiento de protesta inundó las grandes ciudades del país. Los enfrentamientos arrojaron un balance de quinientos civiles muertos. Para contrarrestar la ira popular, que reclamaba trabajo y un mínimo de decencia, el gobierno ofreció el multipartidismo y una democracia sulfurosa que favorecieron el advenimiento del integrismo islamista, creando así las condiciones ideales para que se desencadenara una de las guerras civiles más atroces que haya conocido la cuenca mediterránea...
FIN
México — Aix-en-Provence
1 Le dingue au bistouri (El chalado del bisturí), Flammarion, 1999. Las notas numeradas son del propio autor.
? Ilícito, desde el punto de vista religioso. Se opone a halal, lícito. [N. del E.]
2 Basura Modificada Genéticamente
? Un hombre duro. [N. del E.]
3 Sin Nombre Patronímico (iniciales con que se designaba a los huérfanos de la guerra de independencia en los años sesenta).
? Líder, personaje carismático. [N. del E.]
?? Campesino. [N. del E.]
? Combatiente. [N. del E.]
? Cordero asado. [N. del E.]
? Túnica blanca y larga, sin capucha. [N. del E.]
? Salchicha especiada. [N. del E.]
? Por Dios todopoderoso. [N. del E.]
? División administrativa urbana encabezada por un wali. [N. del E.]
4 Sabio, título que los autóctonos otorgan a los médicos rurales.
? Prefecto. [N. del E.]
? Baños árabes. [N. del E.]
? Europeo nacido o residente en el Magreb francés. [N. del E.]
? Ángel de la muerte para los musulmanes. [N. del E.]
? Argelinos que se mantuvieron fieles al poder colonial francés. [N. del E.]
5 «Ay de vosotros».
? Velo femenino. [N. del E.]
? Bonete, gorro de fieltro rojo. [N. del E.]
?? Túnica con capucha usada por los hombres. [N. del E.]
6 Véase El otoño de las quimeras.
? Sangrienta represión tras las manifestaciones nacionalistas de Setif y Gulma. [N. del T.]
? Comisariado político, órgano ejecutivo del FLN. [N. del. E.]
? Maqui argelino, combatiente por la independencia. Al comenzar la guerra el término pasó a ser sinónimo de terrorista. [N. del E.]
? Bereber argelino. [N. del E.]
7 Funcionario, esbirro del régimen.
8 Mártir de la guerra de independencia. [N. del E.]