Publicado en
octubre 17, 2010
Traducción: C. Peraire del Molino
Eso es! —observó Jorge Rowland con rencor contemplando la imponente fachada oscurecida por el humo del edificio que acababa de abandonar. Podía decirse que representaba adecuadamente el poder del dinero... y el dinero, representado por William Rowland, tío del antes mencionado Jorge, había expresado su opinión con toda libertad. Durante el curso de diez breves minutos, de ser la niña de los ojos de su tío, el heredero de su fortuna, y un joven con una prometedora carrera ante él, se había convertido en un miembro que formaba en las filas del vasto ejército de los sin trabajo. —Y con estas ropas ni siquiera me darán comida —reflexionó Rowland con tristeza—, y en cuanto a escribir versos y venderlos en la esquina a dos peniques (o «lo que usted quiera darme, señora»), la verdad es que ni eso sabría. Cierto que Jorge iba embutido en un verdadero triunfo del arte del buen vestir. Llevaba un traje exquisitamente cortado. Poco tenía que envidiar a Salomón y los lirios del campo, pero el hombre no vive sólo de trajes... a menos que sea un experto cortador... y Rowland se daba perfecta cuenta de ello. «Y todo por culpa del lamentable espectáculo de anoche», reflexionó con pesar. El lamentable espectáculo había sido un baile en el Covent Garden. Rowland había regresado un poco tarde... o mejor dicho bastante temprano... aunque a decir verdad no podía asegurar que recordase exactamente la hora de su vuelta. Rogers, el mayordomo de su tío, era un individuo útil, que, sin duda, podría dar más detalles al respecto. Y el resultado: la cabeza espesa, una taza de café muy cargado, y la llegada a la oficina a las doce menos cinco, en vez de a las nueve y media, había precipitado la catástrofe. El señor Rowland, su tío, que durante veinticuatro años se había comportado como un pariente lleno de tacto, había abandonado de repente esta actitud, revelándose bajo un aspecto totalmente distinto. La incongruencia de las contestaciones de Jorge (cuya cabeza seguía abriéndose y cerrándose como cualquier instrumento de la Inquisición) aún le encolerizaron más. William Rowland estaba ya más que harto, y en pocas palabras puso a su sobrino de patitas en la calle, y volvió a ocuparse del interrumpido repaso de unos campos petrolíferos del Perú. Jorge Rowland sacudió el polvo de la oficina de su tío de sus zapatos, y salió a la ciudad de Londres. Jorge era un individuo práctico, y consideró que una buena comida era necesaria para revisar la situación. Y la tuvo. Luego dirigió sus pasos hacia la mansión familiar. Rogers le abrió la puerta, y su rostro no demostró la menor sorpresa al ver a Jorge a aquella hora desacostumbrada.
— Buenas tardes, Rogers. ¿Quieres preparar mis cosas? Memarcho de aquí.
— Sí, señor. ¿Sólo por pocos días, señor?
— Para siempre, Rogers. Esta tarde salgo para las colonias.
— ¿De veras, señor?
— No tengo preferencias. Cualquiera me da lo mismo. DigamosAustralia. ¿Qué te parece la idea, Rogers?Rogers carraspeó discretamente.
— Pues, señor, estoy seguro de haber oído decir que allí haysiempre sitio para cualquiera de desee trabajar de veras.Rowland le contempló con interés y admiración.
— Muy bien expuesto, Rogers. Precisamente lo que yo estabapensando. No iré a Australia... por lo menos hoy. Búscame un A. B.C., ¿quieres? Escogeremos algo que esté más a mano.Rogers le trajo el libro que le pedía, y Jorge lo abrió al azar yenfrascóse a volver las páginas con mano rápida.
— Perth... demasiado lejos... Putney Bridge... demasiado cerca.¿Ramsgate? Creo que no. Reigate también me deja frío. Vaya...¡qué cosa más extraordinaria! Existe un sitio llamado Castillo deRowland. ¿Lo habías oído nombrar, Rogers?
— Creo, señor, que puede usted ir con Waterloo.
— Eres un hombre extraordinario, Rogers. Lo sabes todo. ¡Bien,bien, Castillo de Rowland! Quisiera saber qué clase de lugar es.
— Yo diría que no es muy grande, señor.
— Tanto mejor; así habrá menos competencia. Esas tranquilasaldeas campesinas conservan todavía parte del antiguo espíritufeudal. Los últimos Rowland debieran recibirme con inmediatoagrado. No me extrañaría que me eligieran alcalde dentro de unasemana.Cerró el A. B. C. con un golpe brusco.
— La suerte está echada. Prepárame una maleta pequeña,¿quieres, Rogers? Y después de presentar mis respetos a lacocinera, dile que le agradecería me prestara el gato. Cuando unose propone ser alcalde, un gato es imprescindible.
— Lo siento, señor, pero el gato no está disponible.
— ¿Cómo es eso?
— Esta mañana acaba de tener ocho gatitos.
— No me digas. Yo pensaba que se llamaba Peter.
— Yo también, señor. Ha sido una gran sorpresa para todos.
— Un caso de bautismo equivocado... confusión de sexo, ¿verdad?Bueno, bueno, tendré que irme sin gato. Prepárame las cosas en
seguida, ¿quieres?
— Muy bien, señor.Rogers desapareció para reaparecer diez minutos después.
— ¿Quiere que llame un taxi, señor?
— Sí, haz el favor.Rogers tuvo un instante de vacilación y luego dio un paso haciadelante.
— Me perdonará la libertad, señor, pero yo en su lugar no haríamucho caso de lo que el señor Rowland dijera esta mañana.Anoche fue a una de esas cenas y...
— No digas más — dijo Jorge— . Comprendo.
— Y como padece de gota...
— Lo sé, lo sé. Habrá sido una noche terrible para ti, Rogers,gracias a nosotros dos, ¿verdad? Pero me he propuestodistinguirme en el Castillo de Rowland... la cuna de mi razahistórica... esto quedaría bien en un discurso, ¿no te parece? Y untelegrama, o un discreto anuncio en los periódicos de la mañana,me recordará en cualquier momento que se prepara estofado deternera. Y ahora ¡a Waterloo...! como dijo la noche de la históricabatalla.La estación de Waterloo no estaba aquella tarde tan animada comootras veces. Rowland encontró el tren que debía llevarle a sudestino, pero era un tren anodino... vulgar, un tren en el que nadieparecía tener interés en viajar. Jorge encontró un vagón de primeraclase para él solo, a la cabeza del tren. La niebla iba descendiendosobre la metrópoli... y sus jirones ora se abrían, ora se espesaban.El andén estaba desierto, y sólo la respiración asmática de lamáquina rompía el silencio.Y entonces, de pronto, empezaron a ocurrir cosas con rapidezsorprendente.Primero apareció una muchacha, que abriendo la puerta penetró enel compartimiento en el momento en que Rowland empezaba adormirse, y exclamó:
— ¡Oh! Escóndame... ¡Oh! Escóndame, por favor.Jorge era un hombre de acción por excelencia... nunca preguntabael porqué de las cosas, y aquello parecía cuestión de vida o muerte.Sólo hay un lugar donde poder esconderse en un compartimientodel tren... debajo del asiento. En siete segundos la joven se habíarefugiado allí, y la maleta de Jorge, colocada como por descuidojunto a un extremo, cubría su retirada. No fue demasiado pronto. Unrostro iracundo asomó por la ventanilla.
— ¡Mi sobrina! Usted la ha ocultado aquí. Quiero a mi sobrina.Jorge, un tanto falto de respiración, estaba reclinado en un rincón,
absorto en la columna deportiva del periódico de la tarde, treinta y una edición. Lo dejó a un lado con el aire de un hombre que vuelve de muy lejos.
— ¿Cómo dice usted, señor? — le preguntó cortés.
— Mi sobrina... ¿qué ha hecho usted con mi sobrina?Considerando que la política del ataque es siempre mejor que la dedefenderse, Jorge entró en acción.
— ¿Qué diantre está diciendo? — exclamó con una magníficaimitación de los modales de su tío.El otro se interrumpió un instante sorprendido por su repentinaferocidad. Era un hombre grueso, que todavía jadeaba un pococomo si hubiera estado corriendo. Llevaba el cabello cortado enbrosse, y un bigote a lo Hohenzollern. Su voz era decididamentegutural, y la rigidez de su tórax denotaba que se encontraba máscómodo dentro de su uniforme que fuera de él. Jorge sentía elprejuicio instintivo de un verdadero británico contra los extranjeros...y una repulsión especial por los germánicos.
— ¿Qué diantre está diciendo? — repitió enojado.
— Ella entró aquí — dijo el otro— . Yo la vi. ¿Qué es lo que ha hechocon ella?Jorge dobló el periódico y asomó la cabeza y los hombros por laventanilla.
— De manera que es esto, ¿verdad? — rugió— . Chantaje. Pero seha equivocado de persona. Esta mañana he leído todo lo referentea usted en el Daily Mail. ¡Aquí, guardia, guardia!Un agente se acercó corriendo.
— Oiga, guardia — dijo Rowland con ese aire de autoridad queadoran las clases inferiores— . Este individuo me está molestando.Si es necesario le denunciaré por intento de chantaje. Dice quetengo a su sobrina escondida aquí. Hay una banda de extranjerosque se dedican al chantaje. Debieran impedirlo. Lléveselo, ¿quiere?Aquí tiene mi tarjeta por si la desea.El guardia miró primero al uno y luego al otro, y pronto se decidió.Le habían enseñado a despreciar a los extranjeros, y a respetar yadmirar a los caballeros bien vestidos que viajaban en primera.Apoyó su mano en el hombro del intruso.
— Vamos — dijo— , usted se viene conmigo.En aquel momento falló el inglés del extranjero y se puso a maldeciren su lengua nativa
— Basta — dijo el guardia— . Apártese ya, ¿quiere? El tren va a salir.Se dio la señal con la bandera, sonó el silbato y con una sacudida eltren salió de la estación.Jorge permaneció en su puesto de observación hasta que hubieron
dejado atrás el andén, y entonces retiró la cabeza de la ventanilla, y cogiendo su maleta la colocó en la red.
— Está bien. Ya puede salir — dijo en tono tranquilizador.La muchacha obedeció.
— ¡Oh! — exclamó— . ¿Cómo puedo agradecérselo?
— No tiene importancia. Ha sido un placer, se lo aseguro — replicóJorge galante.Le sonrió para tranquilizarla. En sus ojos vio una expresiónligeramente intrigada... como si echara de menos algo a lo queestaba acostumbrada. En aquel momento, viéndose en el cristal,contuvo el aliento.No se sabe a ciencia cierta si los encargados de la limpieza limpian
o no debajo de los asientos de los trenes. Las apariencias son deque no lo hacen, pero es posible que las partículas de polvo ycarbonilla se abran camino como una paloma mensajera. Jorgeapenas había tenido tiempo de fijarse en la apariencia de la joven,tan repentina fue su llegada y tan breve el espacio de tiempotranscurrido antes de meterse en su escondite, pero estaba segurode que era una muchacha joven, pulcra y bien vestida la quedesapareciera debajo del asiento. Ahora su sombrerito rojo estabaabollado y sucio, y su rostro desfigurado por largos tizones depolvo.
— ¡Oh! — exclamó la muchacha.Y empezó a revolver en su bolso. Jorge, con el tacto de unauténtico caballero, permaneció con la mirada fija en la ventanillaadmirando las calles londinenses al sur del Támesis.
— ¿Cómo podré agradecérselo? — volvió a decir la joven.Considerando que aquello era una indirecta para reanudar laconversación, Jorge retiró la vista de la ventanilla para volver acontarle galantemente, pero esta vez con algo más de calor.¡La joven era realmente encantadora! Jorge tuvo que confesar quenunca había visto una muchacha más adorable. El empressementde sus modales se hizo más acentuado.
— Ha estado usted magnífico — dijo ella entusiasmada.
— En absoluto. Ha sido la cosa más sencilla del mundo. Estoy muysatisfecho de haberle sido de utilidad — murmuró Jorge.
— Estuvo magnífico — repitió la joven.Sin duda es agradabilísimo ver a la muchacha más adorable delmundo mirándose en nuestros ojos y diciéndonos que nosencuentra magníficos, y Jorge disfrutó tanto como cualquiera.Luego se hizo un silencio embarazoso. Parecía que la jovennecesitaba explicarse, y enrojeció ligeramente.
— Lo más desagradable — dijo nerviosa— , es que no puedo
explicarme.Le miró con aire lastimero.
— ¿No puede explicarse?
— No.
— ¡Espléndido! — dijo Rowland con entusiasmo.
— ¿Cómo dice?
— He dicho, «espléndido». Es como esas novelas que le mantienena uno despierto toda la noche. La protagonista siempre dice «nopuedo explicarme» en el primer capítulo. Y claro está, se explica enel último, y nunca hay una razón verdadera para que no lo hicieradesde el principio... como no sea que estropearía la historia. Nopuedo decirle lo que celebro verme mezclado en un auténticomisterio... no sabía que existieran estas cosas. Espero que tengaalgo que ver con documentos secretos de inmensa importancia, y elexpreso de los Balkanes. Adoro el expreso de los Balkanes.La joven le miró con recelo.— -¿Por qué ha dicho usted el expreso de los Balkanes? — preguntóintrigada.— -Espero no haber sido indiscreto — se apresuró a responderJorge— . Tal vez su tío viajaba en él...
— Mi tío... — se detuvo y luego volvió a decir sin terminar— : Mi tío...
— Cierto — dijo Jorge con simpatía— . Yo también tengo un tío.Nadie debiera ser responsable de sus tíos. La naturaleza es muycaprichosa... así es como yo lo veo.La joven se echó a reír impulsivamente, y al hablar, Jorge observósu ligero acento extranjero. Al principio la había tomado por inglesa.
— Qué persona más tranquilizadora y original es usted, señor...
— Rowland. Jorge para mis amigos.
— Me llamo Isabel...Se detuvo bruscamente.
— Me gusta ese nombre — dijo Jorge para disimular su momentáneaconfusión— . ¿No la llamarán Belita, o cualquier otra cosa horrible,supongo?Ella meneó la cabeza.
— Bien — continuó Jorge— , ahora que nos conocemos, será mejorque pasemos a tratar de negocios. Si se levanta le sacudiré laespalda de su abrigo.Ella obedeció y Jorge cumplió bien su cometido.
— Gracias, señor Rowland.
— Jorge. Recuerde, Jorge para mis amigos. Y no es posible queentre usted en mi departamento, se esconda debajo del asiento, meinduzca a mentir a su tío, y luego se niegue a que seamos amigos,¿no le parece?
— Gracias, Jorge.
— Así está mejor.
— ¿Estoy bien ahora? — preguntó Isabel intentando mirar porencima de su hombro la espalda de su abrigo.
— ¡Está bien...! ¡Oh! Sí... ahora está perfectamente — dijo Jorgeconteniéndose.
— Comprenda, ha sido todo tan repentino — exclamó la joven.
— Debe haberlo sido.
— El nos vio en el taxi y luego en la estación. Yo me metí aquísabiendo que me seguía de cerca. A propósito, ¿a dónde va estetren?
— Al Castillo de Rowland — replicó Jorge en tono firme.La muchacha pareció extrañarse.
— ¿El Castillo de Rowland?
— Claro que después de varias paradas. Pero confidencialmente, yoespero llegar allí antes de medianoche. La antigua compañía Sur-
Oeste... era de confianza..., lenta pero segura... y estoy convencidode que los ferrocarriles del sur conservan las antiguas tradiciones.
— No sé si debo ir al Castillo de Rowland — dijo Isabel pensativa.
— No me ofenda. Es un lugar delicioso.
— ¿Ha estado alguna vez allí?
— Pues, exactamente, no. Pero hay muchísimos otros sitios a dondepuede ir, si no le atrae el Castillo de Rowland. Tal vez prefieraWokin, Wedbridge o Wimbledon. Seguro que el tren se detiene enalguno de ellos.— -Ya. Sí, podría apearme allí, y tal vez regresar a Londres encoche. Creo que ése sería el mejor plan.Mientras hablaba, el tren comenzó a disminuir su marcha y Rowlandla miró con ojos suplicantes.
— Si puedo hacer algo...
— No, ya ha hecho usted bastante.Hubo una pausa y al fin la joven volvió a romper el silencio.
— Yo... ojalá pudiera explicarme. Yo...
— ¡Por lo que más quiera, no lo haga! Lo estropearía todo.
— Pero escuche, ¿no hay nada que yo pueda hacer? Llevar lospapeles secretos a Viena... o algo por el estilo? Siempre haydocumentos secretos. Déme una oportunidad.El tren se había detenido e Isabel bajó precipitadamente al andén.Luego volvió su rostro ansioso y le habló a través de la ventanilla.
— ¿Habla usted en serio? ¿Querría hacer algo por nosotros... pormí?
— Haría lo que fuese por usted, Isabel.
— ¿Aunque no pudiera explicarle los motivos?
— ¡Al diablo los motivos!
— ¿Aunque fuese... peligroso?
— Cuanto más peligroso, mejor.Tras vacilar unos instantes pareció tomar una determinación.
— Inclínese fuera de la ventanilla y mire el andén como si enrealidad no lo mirara — el señor Rowland apresuróse a obedeceraquella orden tan difícil— . ¿Ve usted a ese hombre que sube altren... que lleva una pequeña barba negra... y un abrigo claro?Sígale, y vigile lo que hace y a dónde va.
— ¿Eso es todo? — preguntó Rowland— . ¿Qué he de...?Ella le interrumpió:
— Luego le enviaremos más instrucciones. Vigílele... y guarde esto
— puso en su mano un paquete sellado— . Guárdelo con su vida. Esla clave de todo.El tren siguió adelante y Rowland permaneció contemplando por laventanilla la figura alta y graciosa de Isabel, que se alejaba por elandén. En su mano aprisionaba el paquetito sellado.El resto de su viaje fue monótono y aburrido. El tren era muy lento yse detenía en todas partes. En cada estación, Jorge se asomaba ala ventanilla, para ver si se apeaba su presa. Cuando la paradaprometía ser larga, se bajaba al andén para asegurarse de que elhombre seguía allí.El destino eventual del tren era Portsmouth, y fue allí donde se apeóel sujeto de la barba. Se dirigió a un pequeño hotel de segundaclase, donde le dieron habitación, y Rowland hizo lo propio.Las habitaciones estaban en el mismo pasillo, separadas sólo pordos puertas. Aquello satisfizo a Jorge. Era un completo novato en elarte de la persecución, pero estaba deseando aprender y justificarla confianza de Isabel.Para cenar, dieron a Jorge una mesa próxima a su presa. Elcomedor no estaba lleno y la mayoría de los comensales leparecieron viajantes de comercio... hombres muy respetables queengullían los alimentos con apetito. Sólo un hombre atrajo suatención... uno menudo, de cabellos y bigotes rubios, y aspecto dehombre acostumbrado a tratar con caballos. También él parecíainteresarse por Jorge, y cuando terminaron de cenar le propuso unapartida de billar, pero Jorge había visto que el hombre de la barbanegra se ponía el sombrero y el abrigo, y se negó cortésmente.. Alminuto siguiente estaba en la calle en pos de aquel sujeto. Lapersecución fue larga y pesada... y al fin pareció no conducir a partealguna. Después de deambular por las calles de Portsmouth porespacio de cuatro kilómetros, el hombre regresó al hotel, y Jorgepisándole los talones. Una duda asaltó a nuestro héroe. ¿Era
posible que aquel hombre se hubiera percatado de su presencia?Mientras discutía esta cuestión, de pie en el vestíbulo, se abrió lapuerta principal y entró el hombrecillo de cabellos rubios. Al parecer,también él había salido a dar un paseo.Jorge se dio cuenta en el acto de que la hermosa damisela queestaba en conserjería se dirigía a él.
— El señor Rowland, ¿verdad? Dos caballeros han venido a verle.Dos extranjeros. Están en el saloncito del final del pasilloUn tanto asombrado, Jorge buscó la estancia en cuestión. Los doscaballeros que se hallaban sentados allí, se pusieron de pie parasaludarle ceremoniosamente.
— ¿El señor Rowland? No me cabe la menor duda, señor, de queadivina nuestra identidad.Jorge miró primero a uno y luego al otro. El que había hablado erael mayor de los dos, un caballero ceremonioso de cabellos grisesque hablaba un excelente inglés. Su acompañante era un jovenalto, rubio, de rostro granujiento y constitución germánica, que noperdía atractivo a pesar del ceño fiero que ostentaba en aquellosmomentos.Bastante aliviado al ver que ninguno de sus visitantes era elcaballero que encontrara en Waterloo, Jorge adoptó su aire máscortés.
— Por favor, siéntense, caballeros. Encantado de conocerles.¿Quieren tomar algo?El más anciano alzó ligeramente la mano en son de protesta.
— Gracias, lord Rowland... Sólo disponemos de poco tiempo... elpreciso para que usted responda a una pregunta.
— Es usted muy amable al darme ese título — repuso Jorge— . Ylamento que no quieran tomar nada. ¿Cuál es esa pregunta tantrascendental?
— Lord Rowland, usted salió de Londres en compañía de ciertadama. Y llegó aquí solo. ¿Dónde está la dama?Jorge se puso en pie.
— No comprendo su pregunta — dijo en tono frío, imitando en todo loposible a un héroe de novela— . Tengo el honor de desearles muybuenas noches, caballeros.— Pero usted sí que la entiende. La comprende perfectamente —exclamó el más joven interviniendo de improviso— . ¿Qué ha hechousted de Alexa?
— Cálmese, señor — murmuró el otro— . Le ruego que conserve lacalma.
— Puedo asegurarle — dijo Jorge— , que no conozco a ningunadama de ese nombre. Debe haber algún error.
El más anciano le miraba de hito en hito.
— No es posible — replicó en tono seco— . Me tomé la libertad deexaminar el libro de registro del hotel. Usted se inscribió como J.Rowland del Castillo de Rowland.Jorge se vio obligado a ruborizarse.
— Una... una pequeña broma mía — explicó.
— Una excusa muy trivial. Vamos, déjese de rodeos, ¿Dónde estásu alteza?
— Si se refiere a Isabel...Con un arrebato de furor el joven volvió a adelantarse.
— ¡Insolente! Hablar de ella en esos términos.
— Me refiero — dijo el otro despacio— , como usted sabe muy bien, ala gran duquesa Anastasia Sofía Alexandra María Elena Olga Isabelde Catonia.
— ¡Oh! — exclamó Rowland sin poder contenerse.Trató de recordar todo lo que sabía de Catonia... Que él supiese,era un pequeño pueblo de los Balkanes, y tenía idea de que habíahabido allí una revolución. Volvió a la realidad con un esfuerzo.
— Evidentemente nos referimos a la misma persona — dijoalegremente— , sólo que yo la llamo Isabel.
— Tendrá que darme una satisfacción — gruñó el más joven— . Nosbatiremos.
— ¿Batirnos?
— En duelo.
— Yo nunca me bato — replicó Rowland con determinación.
— ¿Por qué no? — preguntó el otro en tono desagradable.
— Tengo demasiado miedo de que me hieran.
— ¡Ah! ¿Por eso? Entonces por lo menos me daré el gusto de tirarlede la nariz.Y el joven avanzó con fiereza. Lo que ocurrió es algo difícil deexplicar, pero describió un repentino círculo en el aire para luegocaer al suelo pesadamente.Se levantó aturdido ante la mirada sonriente de Rowland.
— Como iba diciendo — observó— , siempre temo que me hieran.Por eso creí conveniente aprender jiu-jitsu.Hubo una pausa. Los dos extranjeros contemplaron vacilantes aaquel joven de aspecto amable, como si hubieran comprendido depronto que tras sus modales corteses se escondía una cualidadpeligrosa. El joven teutón estaba lívido de ira.
— Se arrepentirá de eso — siseó.El anciano recuperó su compostura.
— ¿Es su última palabra, lord Rowland? ¿Se niega a comunicarnosel paradero de su alteza?
— Lo ignoro.
— No esperará que lo crea.
— Temo que sea usted de naturaleza incrédula, señor.El otro limitóse a mover la cabeza, murmurando:
— Este no es el fin. Volverá a saber de nosotros — y los hombres sedespidieron.Jorge se pasó la mano por la frente. Los acontecimientos seprecipitaban con rapidez sorprendente. Sin duda se hallabamezclado en un escándalo europeo de primera categoría.
— Tal vez represente otra guerra — pensó Jorge esperanzado,mientras se volvía para ver lo que había sido del hombre de labarba negra.Para su tranquilidad le descubrió sentado en un extremo del salón.Jorge ocupó la esquina opuesta, y al cabo de tres minutos elhombre de la barba se levantó yendo a acostarse. Jorge le siguióhasta verle entrar en su habitación y cerrar la puerta. Entoncesexhaló un suspiro de alivio.
— Necesito descansar — murmuró— . Lo necesitodesesperadamente.Entonces le asaltó un temor. Suponiendo que el hombre de la barbahubiera comprendido que le seguía los pasos... ¿Y si escapabadurante la noche mientras Jorge dormía el sueño de los justos?Unos minutos de reflexión bastaron a Rowland para encontrar unmedio de vencer aquella dificultad. Deshizo uno de sus calcetineshasta tener una hebra de lana lo bastante larga, y luego, saliendosigilosamente de su habitación, pegó uno de sus extremos en lapuerta del desconocido con un pedazo de papel de goma, y luegohizo llegar hasta su propio dormitorio. Allí cogió el otro extremoatándole una campanilla de plata... recuerdo de la juerga de lanoche anterior. Hizo todos estos preparativos con gran satisfacción.Cuando el hombre de la barba negra intentara abandonar lahabitación, le avisaría instantáneamente el tintineo de la campanilla.Una vez hechos estos arreglos, Jorge no perdió tiempo y se acostó.Colocó el paquete sellado cuidadosamente debajo de la almohada,y luego se entregó a un ejercicio mental. Sus pensamientos podíantraducirse así:“Anastasia, Sofía, María, Alejandra, Olga, Isabel. Diantre, me heolvidado uno. Quisiera saber...”Fue incapaz de dormirse inmediatamente, pues se lo impedía suafán de desentrañar la situación. ¿Qué significaba todo aquello?¿Qué relación había entre la gran duquesa fugitiva, el paquetesellado y el hombre de la barba negra? ¿De qué huía la granduquesa? ¿Sabían los dos extranjeros que el paquete sellado
estaba en su poder? ¿Qué contenía? Dando vueltas a estas cuestiones e irritado por no ver cercana la solución, Rowland se quedó dormido. Le despertó un ligero tintineo de la campanilla. No era de esos hombres que entren inmediatamente en acción al despertarse, y necesitó un minuto y medio para hacerse cargo de la situación. Entonces saltó de la cama, se puso las zapatillas y abriendo la puerta con sumas precauciones, salió al pasillo. Una leve sombra moviéndose por el centro del mismo le indicó la dirección de su hombre, y avanzando en el mayor silencio, le fue siguiendo. Llegó con el tiempo justo para ver cómo el barbudo desaparecía en el cuarto de baño. Aquello era muy extraño, pues había otro precisamente al lado de su habitación. Acercándose más a la puerta, que estaba entreabierta, Jorge atisbó por la rendija. El barbudo estaba de rodillas junto a la bañera haciendo algo en el borde de la misma. Permaneció allí durante unos cinco minutos y luego se puso en pie, momento que fue aprovechado por Jorge para emprender una prudente retirada. Una vez a salvo en la penumbra de su habitación, observó desde allí cómo el otro entraba en la suya.
— Bien — díjose-. Mañana por la mañana habrá que investigar elmisterio del cuarto de baño.Se metió en la cama, deslizando su mano debajo de la almohadapara asegurarse de que el paquete sellado seguía allí. Al minutosiguiente estaba revolviendo frenéticamente toda la ropa de la camapresa de pánico. ¡El paquete había desaparecido!A la mañana siguiente fue un triste Jorge el que se sentó adesayunar huevos con jamón. Había defraudado a Isabel,permitiendo que le arrebataran el precioso paquete que ella leconfiara y lo del «misterio del cuarto de baño» fue un trucomiserable. Sí, no cabía duda de que Jorge había hecho el ridículo.Después de desayunar, volvió a subir. En el pasillo encontró a unacamarera con aspecto perplejo.¿Le ocurre algo? — le preguntó Jorge amablemente
— Se trata del caballero de esta habitación, señor. Me pidió que lellamara a las ocho y media, y no me contesta y la puerta estácerrada.
— No me diga — replicó Jorge.Una extraña inquietud le fue invadiendo y corrió a su habitación.Cualesquiera que fuesen los planes que estuviera trazando fuerondejados de lado ante la vista de algo inesperado. Allí, sobre lacómoda, estaba el paquetito que le habían robado la noche anterior.Jorge lo cogió para examinarlo. Sí, sin duda era el mismo, pero el
sello había sido roto. Tras, un minuto de vacilación lo desenvolvió. Si otras personas habían visto su contenido, ¿por qué razón no podía también él? Además, era posible que hubieran robado su contenido. Al quitar el papel que lo envolvía descubrió una cajita de cartón, de las que emplean los joyeros. La abrió. En su interior, sobre un lecho de algodón en rama, había un sencillo aro de boda. Lo cogió, examinándolo. No llevaba ninguna inscripción en su interior... nada que lo diferenciara de cualquier otro anillo de oro. Jorge escondió la cabeza entre las manos, exhalando un gemido.
— Es una locura — murmuró— . Eso es lo que es. Una locura. Notiene sentido.De pronto recordó la declaración de la camarera, y al mismo tiempoobservó que fuera de la ventana había un ancho parapeto. Era algoque normalmente no hubiera hecho, pero, tentado por la curiosidady el coraje, estaba dispuesto a hacer frente a las dificultades. Saltóal repecho de la ventana, y pocos segundos después se asomaba ala de la habitación ocupada por el hombre de la barba negra. Laventana estaba abierta y la habitación vacía. Un poco más alláhabía una escalera de incendios. Era evidente que su presa yahabía tomado las de Villadiego.Jorge saltó al interior del dormitorio. Las pertenencias del fugitivoestaban esparcidas por doquier. Tal vez entre ellas hubiese algoque iluminara su perplejidad. Empezó a buscar, comenzando por elcontenido de una maleta desvencijada.Fue un ruido el que interrumpió su registro... un ruido muy ligero,pero que sin duda había sonado en la habitación. Jorge dirigió lavista hacia el gran armario guardarropa, y acercándose a él abrió lapuerta de golpe. Al hacerlo, un hombre saltó de su interior, cayendosobre él. Rodaron por el suelo abrazados. No era un contrincantedespreciable, y todos los trucos conocidos por Jorge le valieron debien poco. Al fin se separaron casi exhaustos y por primera vezpudo ver quién era su adversario. ¡El hombrecillo del bigote rubio!
— ¿Quién diablos es usted? — le preguntó Jorge.Por respuesta el otro le entregó una tarjeta que Jorge leyó en vozalta.
— «Detective inspector Jarrold, de Scotland Yard».
— Eso es, señor. Y ahora hará bien en decirme todo lo que sepa deeste asunto.
— ¿Usted cree? — dijo Jorge pensativo— . ¿Sabe usted, inspector?Creo que tiene razón. ¿No podríamos ir a un lugar más alegre?En un apacible rincón del bar, Jorge desnudó su alma, mientras elinspector Jarrold le escuchaba con simpatía.
— Muy extraño, como bien dice usted, señor — observó cuando
Jorge hubo terminado— . Hay muchas cosas que no tienen ni pies ni cabeza, pero hay uno o dos puntos que puedo aclararle. Yo vine aquí siguiendo a Mardenber (su amigo de la barba negra), y su aparición y su vigilancia me hicieron entrar en sospechas. Anoche me introduje en su habitación, cuando usted había salido, y fui yo quien le quitó el paquetito sellado de debajo de la almohada. Al abrirlo vi que no era lo que yo andaba buscando y aproveché la primera oportunidad para devolvérselo.
— Desde luego, eso aclara un poco las cosas — repuso Jorgepensativo— . Parece que no he hecho más que ponerme en ridículo.
— Yo no diría eso, señor. Lo hizo muy bien para ser un principiante.¿Dice que visitó el cuarto de baño esta mañana y se llevó lo quehabía escondido detrás de la bañera?
— Sí. Pero es sólo una estúpida carta de amor — dijo Jorge conpesar— . ¡Maldita sea! No era mi intención meterme en la vidaprivada de ese pobre diablo.
— ¿Le importaría dejar que la viera, señor? Jorge sacó la cartadoblada de su bolsillo y se la entregó al inspector, que se dispuso aleerla.
— Una vulgar carta amorosa, como usted dice. Pero me parece quesi trazara líneas desde el punto de una i a otra, obtendría unresultado muy distinto. Vaya, Dios le bendiga, señor, éste es elplano de las defensas del puerto de Portsmouth.
— ¿Qué?
— Sí. Hace tiempo que habíamos echado el ojo a ese caballero,pero era demasiado listo para nosotros. Tiene a una mujer que haceel trabajo más sucio.
— ¿Una mujer? — dijo Jorge aturdido— . ¿Cuál es su nombre?
— Se la conoce por muchos, señor. El más corriente es BettyBrighteyes. Es una mujer muy atractiva.
— Betty... Brighteyes — dijo Jorge— . Gracias, inspector.
— Perdóneme, señor, ¿no se encuentra bien?
— No. Estoy muy enfermo. En resumen, creo que será mejor quetome el primer tren para regresar a la ciudad.El inspector consultó su reloj.
— Me temo que sea un poco lento, señor. Será mejor que espere alexpreso.
— No importa — replicó Jorge con voz lúgubre— . Ninguno será máslento que el que me trajo ayer.Sentado una vez más en un departamento de primera clase, Jorgerepasó perezosamente las noticias del día. De pronto se irguiósobresaltado ante lo que leían sus ojos.«Una boda romántica tuvo lugar ayer en Londres. Lord Rolando
Gaigh, segundo hijo del marqués de Exminster, contrajo matrimonio con la gran duquesa Anastasia de Catonia. La ceremonia se mantuvo en el más absoluto secreto. La gran duquesa había estado viviendo en París con su tío desde la sublevación de Catonia. Conoció a lord Rolando cuando era secretario de la Embajada británica en Catonia y su noviazgo data desde entonces.»
— Vaya, que me...Rowland no supo encontrar nada lo bastante fuerte para expresarsus sentimientos, y continuó mirando fijamente al vacío. El tren sedetuvo en una pequeña estación y subió una dama que fue asentarse delante de él.
— Buenos días, Jorge — le dijo con voz dulce.
— ¡Cielos! — exclamó Jorge— . ¡Isabel! Ella le sonrió. Estaba másbonita que nunca, si ello fuera posible.
— Escuche — suplicó Jorge, llevándose las manos a la cabeza— .Dígame, por amor de Dios, ¿es usted la gran duquesa Anastasia oBetty Brigtheyes?Ella le miró.
— Ninguna de las dos. Soy Isabel Gaigh. Ahora puedo explicárselotodo, y también disculparme. Comprenda. Rolando (es mi hermano)siempre había estado enamorado de Alexa...
— ¿Se refiere a la gran duquesa?
— Sí, es así como la llaman en familia. Pues bien, como le decía,Rolando siempre estuvo enamorado de ella, y ella de él. Y entoncesvino la revolución, y Alexa estuvo en París, y ya iban a arreglarlotodo cuando el viejo Stüum, el canciller, se presentó insistiendo enllevarse a Alexa y obligarla a casarse con el príncipe Karl, su primo,un ser sencillamente horrible... y presuntuoso.
— Me parece que le he conocido — replicó Jorge.
— A quien ella odiaba. Y el viejo príncipe Osric, su tío, le prohibióvolver a ver a Rolando. De manera que huyó a Inglaterra, y yo vinea reunirme con ella, y telegrafié a Rolando, que estaba en Escocia.Y en el último momento, cuando nos dirigíamos al Registro Civil enun taxi, nos encontramos frente a frente con el viejo príncipe Osric,que iba en otro taxi. Claro que nos siguió, y estábamosdesesperados sin saber qué hacer, porque hubiera hecho unaescena terrible, y además es su guardián. Entonces se me ocurrióla brillante idea de cambiarme con ella. Hoy en día no se ve nadamás que la punta de la nariz de una joven. Me puse el sombrerorojo de Alexa y su abrigo castaño, y ella el mío gris. Entoncesdijimos al taxista que nos llevara a Waterloo, y allí yo me apeéentrando apresuradamente en la estación. El viejo Osric siguió elsombrero rojo, sin pensar ni un momento en la otra ocupante del
taxi que permanecía acurrucada en su interior, pero naturalmente no debía ver mi rostro. Así que me introduje en su departamento y me abandoné a su clemencia.
— Lo demás ya lo sé — dijo Jorge— . Me lo merecía.
— No diga eso. Tengo que disculparme. Espero que no estéenfadado. Comprenda, parecía tan interesado por vivir unverdadero misterio... como en las novelas, que no pude resistir latentación. Escogí un hombre de aspecto siniestro que había en elandén y le dije a usted que le siguiera. Y luego le entregué elpaquete.
— Conteniendo un anillo de boda.
— Sí. Alexa y yo lo compramos porque Rolando no debía llegar deEscocia hasta el momento de la boda. Y naturalmente, yo sabía quecuando pudiera regresar a Londres ya no lo necesitarían... Habránutilizado una argolla de cortina o cualquier otra cosa.
— Comprendo — dijo Jorge— . Es lo que ocurre siempre... ¡es tansencillo cuando se sabe! Permítame un instante, Isabel.Y quitándole el guante exhaló un suspiro de alivio al ver su dedoanular desnudo.
— Estupendo — observó— . Al fin y al cabo este anillo servirá paraalgo.
— ¡Oh! — exclamó Isabel— . ¡Pero si yo no sé nada de usted!
— Sabes lo simpático que soy — replicó Jorge— . A propósito, acabade ocurrírseme que tú debes ser lady Isabel Gaigh, naturalmente.
— ¡Oh! Jorge, ¿acaso eres un snob?—A decir verdad lo soy bastante. Mi mejor sueño fue uno en el queel rey Jorge me pedía prestada media corona para pasar el fin desemana. Pero estaba pensando en mi tío... el que me ha despedido.El sí que es un snob terrible... ¡Cuando sepa que voy a casarmecontigo me convertirá en seguida en su socio!
— ¡Oh, Jorge! ¿Eres muy rico?
— Isabel, ¿acaso eres interesada?Mucho. Me encanta gastar dinero. Pero estaba pensando en mipadre. Tiene cinco hijas pletóricas de belleza y sangre azul y estádeseando encontrar un yerno rico.
— ¡Um!... — replicó Jorge— . Será uno de esos enlaces preparadospor el cielo y aprobados en la tierra. ¿Viviremos en el Castillo deRowland? Seguro que me hacen alcalde, siendo tú mi mujer. ¡Oh,querida Isabel! Es probable que lo prohíban las leyes de laCompañía, pero no puedo remediarlo, he de besarte.
FIN