Publicado en
octubre 17, 2010
.jpg)
SOBRE EL AUTOR
Nació en Schwaberndorf (Galitizia rusa), en 1894, de padre austríaco y madre rusa. Siendo muy joven se trasladó a Viena, y tenía veinte años cuando estalló la Primera Guerra Mundial. A los veinticuatro presenció la malograda revolución alemana, después de haber asistido al cambio de la estructura social implantada en Rusia. Testigo privilegiado de estos hechos que transformarían la faz de Europa, reflejó esta experiencia en el conjunto de su obra. Durante mucho tiempo fue conocido únicamente como periodista y crítico literario. Contaba ya algo más de treinta años cuando se decidió a iniciar su labor de creación. De origen judío, J. Roth se refugió en Paris donde se suicidó en 1939, a la entrada de los nazis en Francia.
SOBRE EL LIBRO
En dramática analogía con la leyenda del Job bíblico, relata Joseph Roth en su novela homónima la historia de una familia judía de Europa Oriental que emigra a los Estados Unidos. La saga del justo sobre el que se abaten toda suerte de penurias e infortunios y cuya piedad acaba convirtiéndose en abierta rebelión contra su Dios, es narrada en un lenguaje de patética inmediatez y hondas resonancias poéticas. Un insólito final iluminará los últimos años del atribulado protagonista. La obra, una de las más difundidas de su autor, se adscribe al período de transición entre el expresionismo y la Nueva Objetividad.
Primera Parte
1
Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mendel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común y corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notable resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera.
Insignificante como su persona era también su cara pálida. Una barba de un negro común y corriente la enmarcaba, cubriéndole la boca. Sus ojos eran grandes, negros, perezosos y se hallaban semiocultos por los pesados párpados. Siempre llevaba puesta una gorrita de reps de seda negra, ese tejido del que a veces se hacen corbatas de escaso precio y pasadas de moda. Vestía uno de esos caftanes judíos tan comunes en aquella zona y que cubren medio cuerpo, cuyos faldones aleteaban cada vez que Mendel Singer apretaba el paso por las callejuelas, batiendo recia y acompasadamente las cañas de sus altas botas de cuero.
Parecía un hombre más bien falto de tiempo y lleno de quehaceres urgentes. En realidad, su vida era pesada y a veces incluso calamitosa. Debía vestir y alimentar a una mujer y tres niños (ella estaba embarazada del cuarto). Dios sólo había dado fertilidad a su naturaleza, serenidad a su corazón y pobreza a sus manos, que no tenían oro que pesar ni billetes de Banco que contar. Pese a lo cual su vida discurría sin pena ni gloria, como un pobre arroyuelo entre míseras orillas. Cada mañana Mendel agradecía a Dios el sueño que le había dado, el despertar y el día que empezaba. Al ponerse el sol oraba nuevamente, y por tercera vez cuando despuntaban las primeras estrellas. Incluso antes de acostarse sus labios cansados, pero solícitos, murmuraban una breve oración. Su sueño era profundo y limpia su conciencia. Era casto de alma: nada tenía de que arrepentirse y tampoco deseaba nada. Quería a su mujer y se deleitaba con su carne. Devoraba sus comidas con rapidez y saludable apetito; y pegaba a sus dos hijitos Jonás y Schemarjah cuando eran desobedientes, pero acariciaba a menudo a la más joven, su hija Miriam. Esta había sacado el cabello negro de su padre, así como los mismos ojos negros, perezosos y dulces. Sus miembros eran delicados y sus articulaciones frágiles: una joven gacela.
Mendel enseñaba a leer y a recitar de memoria la Biblia a doce alumnos de seis años, cada uno de los cuales le pagaba veinte copecks cada viernes. Esta era la única renta de Mendel Singer. Contaba sólo treinta años, pero sus perspectivas de ganar más eran escasas, y acaso inexistentes. A medida que crecían, sus alumnos lo iban abandonando en busca de maestros más sabios. La vida se encarecía año tras año. Las cosechas resultaban cada vez más pobres y las zanahorias cada vez más pequeñas; los huevos salían hueros; las patatas se helaban; la sopa era aguada e insípida; las carpas eran magras; los sollos, pequeños; los patos, flacos; las ocas, duras, y las gallinas, descarnadas.
Quejábase de todo ello Deborah, la esposa de Mendel Singer. Era mujer, y a veces tenía el diablo en el cuerpo. Miraba con malos ojos los bienes de los acaudalados y envidiaba sus ganancias a los comerciantes. A sus ojos Mendel Singer era un hombre demasiado insignificante. Le echaba en cara el lastre de los hijos, el embarazo, la carestía de la vida, la exigüidad de sus ingresos e incluso el mal tiempo. Los viernes eran los días en que lustraba el suelo hasta dejarlo amarillo como el azafrán. Entonces sus anchos hombres se agitaban con un movimiento regular, sus manos fuertes frotaban cada tabla en todas las direcciones y sus uñas hurgaban entre las rendijas y extraían la negra mugre, destruida luego por el oleaje que ella misma hacía salir del cubo. Se arrastraba por la sencilla habitación pintada de azul como una enorme montaña móvil. Fuera, ante la puerta, se oreaban los muebles: la cama de madera marrón, los colchones de paja, una mesa cepillada, dos bancos largos y estrechos que no pasaban de un par de tablas horizontales clavadas sobre otras dos verticales. Cuando las primeras luces del crepúsculo se reflejaban en las ventanas, Deborah encendía las velas en los candeleros de alpaca, escondía la cara entre las manos y rezaba. Su marido llegaba a casa vestido de negro y veía brillar el suelo amarillo como un sol fundido: su cara relucía más blanca que nunca y su barba parecía más negra que los otros días. Se sentaba, entonaba una cancioncilla y en seguida padres e hijos sorbían la sopa caliente y sonreían a los platos sin decir una palabra. La habitación se iba caldeando. El calor salía de las ollas, de las fuentes, de los cuerpos humanos. Las velas baratas no podían resistirlo y comenzaban a curvarse en los candeleros de alpaca. Gotas de estearina caían en el mantel a franjas azules sobre fondo de color ladrillo, formando en el acto una costra. Entonces abrían la ventana y las velas se animaban y volvían a arder pacíficamente. Los niños se acostaban sobre los colchones de paja, cerca de la estufa, y los padres se quedaban mirando con inquieta solemnidad las últimas llamas azules que brotaban de los candeleros para caer otra vez, tranquilamente, como en una fuente de fuego. Consumida la estearina, hilos de humo, azules y delgados, subían de las mechas carbonizadas hacia el techo.
—¡ Ay ! —suspiraba la mujer.
—No suspires —le suplicaba Mendel Singer.
Y ambos se callaban.
—Acostémonos, Deborah —ordenaba él.
Y al punto comenzaban la oración de la noche.
Así empezaba el sábado al terminar cada semana: con silencio, velas y cantos. Pasadas veinticuatro horas se sumergía otra vez en la noche que iniciaba el gris cortejo de los días laborables, dispuestos como en una ronda de fatigas. Un caluroso día de verano, hacia las cuatro de la tarde, Deborah dio a luz a un niño cuyos primeros vagidos se sumaron a la monótona cantilena de los doce alumnos. Todos volvieron a sus casas con siete días de vacaciones. Así tuvo Mendel su cuarto hijo: un varón. Ocho días después fue circuncidado y se le llamó Menuchim.
Menuchim no tenía cuna. Se balanceaba en un cesto de mimbre suspendido por cuatro cuerdas a un gancho del techo, como una araña. De vez en cuando Mendel Singer lo empujaba levemente con un dedo no exento de ternura, y el cesto comenzaba a balancearse. Este movimiento calmaba a ratos a la criatura, pero no era un medio muy seguro para imponerle silencio: sus berridos dominaban las voces de los doce alumnos, gravitando penosamente sobre las santas sentencias de la Biblia. Entonces Deborah se subía a un taburete y bajaba al niño. De la blusa abierta de la madre emergía un pecho blanco, colosal y turgente que atraía poderosamente las miradas de los otros chicos. Deborah parecía amamantar a todos los presentes. Sus tres hijos mayores la rodeaban celosos y concupiscentes. Y en medio del silencio se oía al niño chasquear la lengua.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y doce meses hicieron un año. Menuchim seguía alimentándose de la leche de su madre, una leche acuosa y transparente. Deborah no lo podía destetar. En su decimotercer mes de vida comenzó a hacer muecas, a lanzar gemidos sordos como un animal, a respirar apresuradamente y a jadear como nunca lo había hecho. Su enorme cráneo colgaba pesadamente de su fino cuello como una calabaza. Su frente ancha se arrugaba en varias direcciones como un pergamino ajado. Sus piernas permanecían encorvadas y sin vida como dos arcos de madera. Sus brazos, muy delgados, se contraían espasmódicamente, y su boca balbuceaba sonidos ridículos. Cuando le daba el ataque lo sacaban del cesto y lo sacudían hasta que se quedaba casi sin aliento y la cara se le ponía azul. Entonces se recuperaba lentamente. Le aplicaban té hervido (en varias bolsitas) sobre el escuálido pecho, y tusílago alrededor del fino cuello.
—No tiene importancia —decía su padre—. Es cosa del crecimiento.
—Los hijos —decía la madre— salen a los hermanos de la madre. Mi hermano tuvo esto durante cinco años.
—Es porque está creciendo —repetían los conocidos.
Hasta que un día se declaró la viruela en la ciudad. Las autoridades ordenaron la vacunación masiva y los médicos entraron en las casas de los judíos. Muchos se escondieron, pero Mendel Singer, el Justo, no temía ningún castigo de Dios. Y aceptó, resignado, la vacuna.
Una mañana cálida y soleada pasó la Comisión por la calleja en que vivía Mendel, cuya casa era la última entre las de los judíos. El doctor Soltysiuk, con el bigote rubio temblando en su cara morena y unos quevedos de oro sobre la nariz enrojecida, caminaba a grandes zancadas acompañado por un agente de policía que tenía un libro bajo el brazo. Llevaba polainas de color amarillo y, debido al calor, se había echado negligentemente la americana sobre su rubaschka1 azul de modo que las mangas parecían otros dos brazos dispuestos a vacunar. Así llegó el doctor Soltysiuk a la calleja de los judíos. Lo recibieron los lamentos de las mujeres y los chillidos de los niños que no habían podido esconderse. El policía iba sacando mujeres y niños de bodegas profundas y de altos graneros, de habitaciones pequeñas y de grandes cestos. Tenía que vacunar nada menos que a 176 judíos. En silencio daba gracias a Dios por cada uno que se le fugara o se le escondiera. Al llegar a la cuarta casita pintada de azul, le hizo una seña al agente para que no pusiera tanto empeño en la busca. Cuanto más avanzaba el doctor, mayor era el griterío, que parecía flotar ante sus pasos. Los aullidos de los que aún tenían miedo uníanse a las blasfemias de los ya vacunados. Cansado y confuso, Soltysiuk se dejó caer en un banco en la habitación de Mendel, al tiempo que emitía un gemido y pedía un vaso de agua. Su mirada recayó entonces sobre el pequeño Menuchim; levantóle la cabeza al enfermo y dijo:
—Será un epiléptico.
El miedo invadió el corazón del padre.
—Todos los niños tienen espasmos —observó la madre.
—No es lo mismo —dijo el médico—. Pero quizá pueda curarle; hay vid en sus ojos.
Quiso llevarse al pequeño a un hospital. Deborah se mostró conforme.
—Lo curarán gratis —dijo.
Pero Mendel contestó:
—Cállate, Deborah. No hay médico que pueda curarlo si Dios no lo quiere. ¿Ha de crecer esta criatura entre niños rusos, sin oír ni una palabra sagrada? ¿Ha de beber leche y comer carne y gallinas asadas con manteca, como dan en el hospital? Somos pobres, pero jamás venderé el alma de Menuchim sólo por curarlo gratuitamente. Nadie se cura en los hospitales extranjeros.
Y como un héroe, Mendel ofreció su brazo blanco y delgado para ser vacunado. Mas no dejó que se llevaran a Menuchim. Resolvió implorar la ayuda de Dios para su hijo menor, y ayunar dos veces por semana: los lunes y los jueves. Deborah se propuso visitar el cementerio para pedir a los huesos de sus antepasados que intercedieran ante el Todopoderoso. Así Menuchim se curaría y no sería un epiléptico.
Sin embargo, desde aquella vacunación masiva, el miedo se cernió sobre la casa de Mendel Singer como un monstruo, y la aflicción empezó a circular por los corazones como un viento ardiente y punzante. Deborah podía suspirar sin que su marido la censurase. Al rezar, escondía su cara entre las manos más tiempo que de costumbre, como si pudiese crear para sí sola noches en las que enterrar su temor o tinieblas en las que hallar la gracia. Porque estaba convencida de que, tal como está escrito, la luz de Dios refulge en las tinieblas y su bondad ilumina la oscuridad. Pero los ataques de Menuchim no cesaban. Los niños mayores crecían y crecían, y su salud de hierro fue tomando a los ojos de la madre el aspecto de un enemigo de Menuchim, el valetudinario. Era como si los hijos sanos extrajeran sus fuerzas del enfermo; Deborah odiaba sus gritos, sus mejillas coloradas, sus miembros rectos. Peregrinaba al cementerio con lluvia o con sol y golpeaba con la cabeza las piedras de gres musgosas que crecían de los huesos de sus abuelos. Invocaba a los muertos, cuyas mudas respuestas creía oír. De regreso a casa, temblaba con la esperanza de encontrar a su hijo sano. Descuidaba sus quehaceres en la cocina y dejaba que la sopa se desbordase del puchero; las ollas de barro se rompían y las cacerolas se oxidaban; los vasos verdosos se cascaban con un ruido seco; el tubo de la lámpara de petróleo se ennegrecía con el humo; la mecha se carbonizaba; la suciedad de muchas suelas y muchas semanas se iba acumulando sobre las tablas del piso: la manteca de vaca se derretía en la marmita y los botones se desprendían de las camisas de los niños como el follaje de los árboles al acercarse el invierno.
Cierto día, una semana antes de las grandes fiestas (el verano habíase convertido en lluvia y la lluvia quería convertirse en nieve), Deborah cogió el cesto con su hijo, lo cubrió con mantas de lana, lo instaló en el carretón del cochero Sameschkin y se dirigió a Kluczysk, donde vivía el rabino. La tabla sobre la que iban sentados bailaba sobre la paja y se deslizaba con el traqueteo del carro. Sólo con su peso Deborah la mantenía firme: más que tabla, parecía un ser vivo que quisiera saltar. El camino, estrecho y sinuoso, se hallaba cubierto de un lodo gris plata en el que se enfangaban las altas botas de los viandantes y las ruedas del carretón. La lluvia ocultaba los campos, pulverizaba el humo sobre las cabañas solitarias y molía con infinita paciencia todo lo que se mostraba consistente: la piedra caliza que asomaba a trechos por entre la negra tierra como un diente blanco, los troncos cortados a la orilla del camino, la fragante madera amontonada a la entrada de una sierra hidráulica, e incluso el pañuelo de Deborah y las mantas de lana debajo de las cuales yacía Menuchim recostado. Ni una gota debía mojarlo. Calculó Deborah que aún quedaban cuatro horas de viaje; si la lluvia no cesaba tendría que parar en una posada para secar las mantas, tomar una taza de té y comerse las rosquillas, ya en parte mojadas. Esto podría costarle cinco copeks, cinco copeks que no debía gastar frívolamente. Pero Dios tuvo compasión y la lluvia cesó. Durante una hora pudo verse entre jirones de nubes un sol pálido, que desapareció definitivamente en un crepúsculo profundo.
La negra noche descansaba ya sobre Kluczysk cuando Deborah llegó. Mucha gente desorientada se había dado cita ahí para ver al rabino. Kluczysk se componía de unas dos mil casas bajas cubiertas de paja y tejas, y de una plaza de un kilómetro de ancho que parecía un lago seco rodeado de edificios. Los carros que en ella había, semejaban cascos de buques varados: pequeños y ridículos, se perdían en la vasta redondez del espacio. Los caballos desenganchados relinchaban junto a los carros y piafaban cansinamente sobre el lodo viscoso. Unos cuantos hombres deambulaban con linternas temblorosas y macilentas por la oscuridad nocturna, buscando una manta olvidada o algún paquete con vajilla y comida. Los recién llegados se habían distribuido en las dos mil casuchas. Dormían en tarimas improvisadas junto a las camas de los lugareños: eran tísicos, paralíticos, locos, idiotas, enfermos del corazón, diabéticos, gente que tenía un cáncer en su cuerpo o que padecía un tracoma, mujeres de vientre estéril, madres con hijos deformes, hombres amenazados por la prisión o el servicio militar, desertores que querían asegurarse una fuga feliz, gente desahuciada por los médicos, proscrita por la sociedad, maltratada por la Justicia terrena, afligidos, ansiosos, hambrientos y hartos, embaucadores y gente honrada, todos, todos, todos…
Deborah se alojó en casa de unos parientes que su marido tenía en Kluczysk. No durmió; se pasó toda la noche acurrucada junto al cesto, en un rincón, cerca del fuego. La habitación estaba a oscuras; a oscuras estaba también su corazón. No se atrevió a invocar a Dios, que entonces le pareció demasiado alto, demasiado grande, demasiado lejano, como perdido tras un cielo infinito; creyó necesitar una escalera de millones de oraciones para alcanzar la orla de la túnica de Dios. Pensó en sus protectores muertos; invocó a sus padres, al abuelo de Menuchim (de su mismo nombre), a los patriarcas de los judíos, Abraham, Isaac y Jacob, a los huesos de Moisés y, finalmente, a las mujeres justas de la Biblia. Envió un suspiro a todos aquellos seres de quienes cabía esperar una intercesión. Llamó a cien tumbas, a cien distintas puertas del Paraíso. Temía no llegar temprano a casa del rabino al día siguiente (la cantidad de suplicantes era enorme), e imploró al cielo ese favor antes que ningún otro, como si la curación de su hijo ya no fuera en realidad sino un juego de niños. Por fin vio los primeros rayos del día filtrarse por las rendijas de los negros postigos. Se levantó rápidamente. Encendió las astillas secas que aún quedaban en el fuego, buscó y encontró una marmita, sacó el samovar de la mesa, puso debajo las astillas ardientes y añadió carbón al fuego. Luego, cogiendo el recipiente por las dos asas, se inclinó y sopló hasta que las cenizas revolotearon enloquecidas, crepitando alrededor de su cara. Parecía actuar según las normas de un rito misterioso. Cuando el agua hirvió y el té estuvo listo, la familia entera se levantó y al poco rato se hallaba sentada ante las tazas de barro oscuro, bebiendo. Deborah sacó a su hijo del cesto. El niño lloriqueaba. La madre lo besó rápidamente varias veces, con una ternura rabiosa; sus labios húmedos chasquearon sobre la cara grisácea, las manitas secas, los muslos encorvados y el vientre hinchado del pequeño. Era como si su amante boca maternal estuviera vapuleando al niñito. Luego lo envolvió, ató una cuerda alrededor del paquete y se colgó a su hijito alrededor del cuello, con el fin de tener las manos libres. Las necesitaría para hacerse un sitio ante la puerta del rabino.
Lanzando un penetrante aullido se precipitó entre el gentío que aguardaba y avanzó apartando con sus crueles puños a los débiles: nadie era capaz de detenerla. Si alguna de sus víctimas se volvía con la intención de rechazarla, quedaba deslumbrada por el dolor tan ardiente que leía en su cara; por su boca abierta y encarnada, de la que parecía salir un vapor abrasador; por el brillo cristalino de las gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas, rojas como llamas; por las venas gruesas y azules de su cuello extendido, en el que se acumulaban los gritos antes de estallar por los labios. Deborah flameaba como una antorcha, De pronto, lanzando un chillido agudo tras el cual se derrumbó el silencio horrible de todo un mundo muerto, postrose al fin ante la puerta del rabino, sujetando la manija en su mano derecha. Con la izquierda se puso a tamborilear sobre la madera parduzca. Menuchim se deslizó hasta el suelo frente a ella.
Alguien abrió la puerta. El rabino se hallaba en la ventana, de espaldas a la suplicante, reducido todo él a una angosta línea negra. De repente se volvió. Deborah permaneció en el umbral, ofreciendo a su hijo con ambos brazos como si se tratase de una víctima propiciatoria. Percibió un resplandor en el pálido rostro del rabino, que parecía confundirse con su barba blanca. Se había propuesto mirar al santo varón a los ojos para convencerse de que en ellos brillaba realmente una gran bondad. Pero en aquel instante un río de lágrimas nubló su vista y divisó al buen hombre a través de una onda blanquecina de agua y sal. Él alzó la mano y Deborah creyó entrever dos dedos secos, instrumentos de la bendición. Sin embargo, oyó muy cerca la voz del rabino que sólo habló en un susurro:
—Menuchim, hijo de Mendel, sanará. En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte. Sus ojos serán grandes y profundos, y sus oídos, claros y musicales. Su boca callará, pero cuando abra los labios anunciará cosas buenas. No tengas miedo y vuelve a casa.
—¿Cuándo, cuándo, cuándo sanará? —murmuró Deborah.
—Dentro de muchos años —dijo el rabino—; pero no me preguntes más, que no tengo tiempo ni sé más cosas. No abandones a tu hijo aunque sea una gran carga para ti. No lo abandones, pues de ti ha nacido, como cualquier hijo sano. Y ahora vete.
Afuera, el gentío la dejo pasar. Sus mejillas estaban pálidas, sus ojos secos y sus labios entreabiertos, como si sólo respirasen esperanza. Volvió a casa con la gracia en su corazón.
2
Cuando Deborah llegó a su casa, encontró a su esposa junto al hogar, ocupado con el fuego, la olla y las cucharas de madera. El sentido común de Mendel inclinábalo hacia las cosas reales y le impedía aceptar milagros. Sonrió al pensar en la fe que su simple esposa tenía en el rabino. Su sencilla piedad no necesitaba de un poder intermediario entre Dios y los hombres.
—Menuchim sanará, pero dentro de mucho tiempo.
Con estas palabras entró Deborah en su casa.
—¡ Dentro de mucho tiempo ! —repitió Mendel como un eco maligno.
Suspirando colgó Deborah el cesto nuevamente en su lugar. Poco después entraron los tres hijos mayores y al notar la canasta, que habían echado de menos los últimos días, comenzaron a zarandearla con violencia. Mendel cogió con ambas manos a los chicos, Jonás y Schemarjah. Miriam, la niña, buscó refugio cerca de su madre. Singer pellizcó en las orejas a sus hijos, que empezaron a berrear. Luego se quitó el cinturón y lo agitó en el aire. Como si el cuero fuese una parte de su cuerpo, como si fuera la prolongación de su propia mano, sintió Mendel cada golpe que asestaba en las espaldas de sus hijos. Sintió un zumbido siniestro en la cabeza. Los gritos de advertencia de su mujer se ahogaban en el ruido que él mismo producía. Era como arrojar vasos de agua a un mar embravecido. Mendel hacía chasquear el cinturón y golpeaba las paredes, la mesa y los bancos, sin saber que lo alegraba más, si los golpes fallidos o los que alcanzaban a sus hijos. Al fin dieron las tres en el reloj de pared. Era la hora en que sus alumnos solían llegar para la lección de la tarde.
Con el estómago vacío (pues no había probado bocado), y una sofocante excitación en la garganta, comenzó Mendel a recitar palabra por palabra un pasaje de la Biblia. El diáfano coro infantil iba repitiendo el texto palabra por palabra y frase por frase; era como si la Biblia fuera pregonada por muchas campanas a la vez. Y los cuerpos de los alumnos se balanceaban también como campanas, mientras sobre sus cabezas se columpiaba, siguiendo casi el mismo ritmo, el cesto de Menuchim. Aquel día los hijos de Mendel tomaron parte en la lección. La ira del padre se fue enfriando hasta calmarse del todo, pues sus hijos superaron a los otros en la salmodia. Al final, el resto del coro acabó dirigido por las voces de los hijos. Mendel podía confiar en ellos.
Jonás, el mayor, era fuerte como un oso, y Schemarjah, el más joven, astuto como un zorro. Con la cabeza gacha, las manos caídas, las mejillas mofletudas, siempre hambriento, el cabello rizado escapándosele por debajo de la gorra, Jonás caminaba pesadamente. Su hermano Schemarjah lo seguía casi deslizándose, con su perfil anguloso, sus claros ojos siempre alerta, sus brazos delgados y las manos enterradas en los bolsillos. Nunca peleaban entre ellos; sus caracteres eran demasiado diferentes y sus dominios se hallaban demasiado alejados. Existía entre ambos una alianza. Schemarjah sabía hacer maravillas con latas, cajas de cerillas, cacharros, cuernos y varas de mimbre. Jonás podía destruir todas aquellas cosas con un soplo, pero admiraba la tierna habilidad de su hermano. Sus pequeños ojos negros brillaban como chispas entre sus mejillas, curiosos y alegres.
Unos días después de su regreso, Deborah consideró conveniente descolgar del techo el cesto de Menuchim. Lo hizo, no sin cierta solemnidad, y confiando el enfermo a sus otros hijos, les dijo:
—Tenéis que llevarlo a pasear. Cuando se canse, cogedlo en brazos. ¡No lo dejéis caer! El santo rabino ha dicho que sanará. ¡No le hagáis daño!
Y en aquel instante comenzó el calvario de los niños.
Llevaban a Menuchim por la calle como se arrastra una desgracia; lo ponían en el suelo o lo dejaban caer. Soportaban indignados las burlas de los demás chiquillos que corrían tras ellos cuando sacaban a pasear a su hermanito. Su obligación era llevarlo entre los dos. Pero el crío no apoyaba los pies como un ser humano. Se bamboleaba sobre sus piernas como si fuesen dos arcos ratos, permanecía un instante erguido y se caía. Al final, Jonás y Schemarjah lo abandonaban en el suelo, o bien lo instalaban en un rincón, dentro de un saco, y allí jugueteaba Menuchim con excrementos de perro o de caballo, o con guijarros. Lo devoraba todo; raspaba la cal de las paredes para llenarse la boca con ella, y luego tosía hasta que la cara se le ponía azul. Cuando estaba en un rincón era como un montón de basura. A veces rompía a llorar y los chicos mandaban a Miriam para que lo calmara. Delicada y coqueta, cimbreándose sobre sus piernuchas flacas, la niña se aproximaba a su ridículo hermano, aunque en su corazón sintiera repugnancia y odio. La ternura con que acariciaba la cara cenicienta de la criatura tenía algo de impulso homicida. Miraba cautelosamente a su alrededor y pellizcaba al enfermo en una pierna; el niño chillaba y atraía las miradas de los vecinos. Entonces Miriam comenzaba a hacer pucheros y todos la compadecían y se interesaban por ella.
Un día de verano —estaba lloviendo— los chicos arrastraron a Menuchim fuera de casa y lo metieron en un barril lleno de agua de lluvia, acumulada allí desde hacia medio año. En ella nadaban gusanos y flotaban frutos podridos y cortezas de pan enmohecido. Lo cogieron por los pies y sumergieron su ancha cabezota gris en el agua unas diez veces, con la horrible y dichosa esperanza de tener un muerto entre las manos. Pero Menuchim sobrevivió. Tuvo estertores y vomitó agua, gusanos, frutos podridos y pan enmohecido; pero sobrevivió. Con gran sigilo y muy asustados, llevaron al enfermo a casa. Un miedo enorme ante el meñique de Dios, que acababa de hacerles una leve señal, apoderose de los dos chiquillos y de la niña. Permanecieron mudos todo el día. Sus lenguas estaban paralizadas; abrían los labios para formar una palabra, pero no lograban articular ni una sílaba. Cesó de llover, salió el sol, y por las calles corrieron diminutos arroyos. Era el tiempo más propicio para hacer navegar barquitos de papel y ver cómo se dirigían al canal. Mas nada de eso ocurrió. Los niños se escondieron en la casa como perros y pasaron toda la tarde esperando la muerte de Menuchim. Pero éste no murió.
Menuchim no murió. Siguió viviendo convertido en un robusto inválido. A Deborah se le secaron el vientre y los pechos. Menuchim había sido su último fruto, deforme, y su vientre parecía negarse a producir más desgracias. Había momentos en los que abrazaba a su marido, pero eran muy breves, como esos relámpagos que se divisan a lo lejos en el horizonte estival. Las noches de Deborah eran largas, crueles e insomnes. Una invisible pared de frío cristal la separaba de su esposo. Sus pechos se marchitaban, el vientre se le hinchó como un escarnio a su esterilidad, las piernas se le hicieron más pesadas y de sus pies parecía colgar plomo.
Una mañana estival despertó más temprano que Mendel, desvelada por un gorrión que piaba frente a la ventana. Aún tenía el gorjeo en el oído, junto con el recuerdo de un sueño y de una indefinible sensación de felicidad, como la voz de un rayo de sol. La cálida aurora penetraba ya por los poros y rendijas de los postigos de madera, y Deborah veía todo claramente a pesar de que las últimas sombras de la noche borroneaban aún los contornos de los muebles. Sintió la mente despejada y el corazón frío. Le echó una mirada a su marido, que dormía al lado, y descubrió las primeras canas en su barba negra. Mendel carraspeó ligeramente y empezó a roncar. Deborah se levantó de un salto y se plantó frente a su viejo espejo. Apartó con sus fríos dedos los ralos mechones de su cabellera, a fin de buscarse las primeras canas. Cuando creyó haber encontrado la única, se la arrancó con dos dedos previamente convertidos en poderosas tenazas. Abrió su camisa y se contempló sus pechos fláccidos, que levantó y dejo caer; pasó la mano sobre su vientre hinchado, aunque vacío, observó asimismo las venas azules de sus piernas, y decidió acostarse nuevamente. Al volverse notó, asustada, que su marido mantenía el ojo abierto.
—¿Qué estás mirando? —exclamó.
Pero él no le contestó. Era como si el ojo abierto no le perteneciese, pues aún dormía. Se le había abierto sin que su voluntad interviniera. La parte blanca del ojo parecía más blanca que de costumbre, y la pupila era diminuta. Aquel ojo evocó en Deborah un lago helado con un punto negro en el centro. Apenas si estuvo abierto un minuto, pero a ella le parecieron diez años. Al final volvió a cerrarse el ojo de Mendel, que siguió respirando plácidamente: estaba dormido, sin duda alguna. Se oyó le lejano trinar de millares de alondras sobre la casa y bajo los cielos. El calor de la mañana entraba ya en la habitación oscura. Dentro de poco darían las seis y Mendel Singer se levantaría. Deborah no se movió. Permaneció de pie en el mismo sitio donde estaba cuando se volvió hacia la cama, de espaldas al espejo. Nunca se había parado a escuchar de esa manera, sin necesidad, sin curiosidad, sin ningún ánimo. Nada esperaba, pero era como si de pronto se viese obligada a esperar algo extraordinario. Como nunca, esta vez había alertado todos sus sentidos, auxiliados por otros nuevos y desconocidos. Veía, oía y sentía mil veces más. Y no pasó nada. Tan sólo que una mañana de verano comenzaba; que las alondras trinaban allá lejos, a gran distancia; que los rayos solares se abrían paso por las rendijas de los postigos y que las anchas sombras de los muebles se iban haciendo más y más estrechas. También se oía el tictac del reloj a punto de dar las seis, y la respiración del marido. Los niños yacían silenciosamente en el rincón, junto al fuego, como instalados en otro espacio. No ocurría nada. Y, sin embargo, era como si una infinidad de cosas fuesen a ocurrir. El reloj redentor dio finalmente las seis y Mendel Singer se despertó, se sentó en la cama y miró asombrado a su mujer.
—¿Por qué no estás acostada? —le preguntó mientras se restregaba los ojos.
Tosió y escupió. Nada en sus palabras o en sus gestos hacía suponer que había tenido un ojo abierto. Quizá no se acordaba ya; o tal vez Deborah se hubiera engañado.
Desde aquel día se acabó el placer entre Mendel Singer y su esposa. Se acostaban igual que dos personas del mismo sexo, dormían durante la noche y despertábanse sin más por la mañana. Sentían vergüenza mutua y permanecían silenciosos como en los primeros días de su matrimonio. El pudor que se hiciera presente en los preludios del placer conyugal, aparecía nuevamente a las finales.
Pero al poco tiempo lo vencieron y se hablaron otra vez sin desviar las miradas. Sus cuerpos y sus rostros envejecían al unísono como los rostros y los cuerpos de dos mellizos. El estío era pesado e irrespirable, y trajo escasas lluvias. Tenían abiertas puertas y ventanas. Los niños estaban en casa raras veces. Crecían rápidamente afuera, vivificados por el sol fecundo.
Incluso Menuchim crecía. Sus piernas seguían encorvadas, pero era evidente que se iban alargando. También su tronco se desarrollaba. Una mañana emitió un grito agudo, como jamás lo había hecho. Después guardó silencio. Y al cabo de un momento dijo con voz clara e inteligible:
—¡ Mamá !
Deborah se precipitó sobre él, y de sus ojos, secos desde hacía mucho tiempo, fluyeron lágrimas calientes, fuertes, grandes, saladas, dolorosas y dulces.
—¡ Dí, mamá !
—¡ Mamá ! —repitió el pequeño.
Y si él repitió diez veces la palabra, Deborah la repitió al menos cien. Sus oraciones no habían sido en vano. ¡ Menuchim hablaba ! Y esta única palabra del niño deforme fue sublime como una revelación, poderosa como un trueno, cálida como el amor, benéfica como el cielo, amplia como la tierra, fértil como el campo y dulce como un fruto dulce. Valía más que la salud de los niños sanos. Significaba que Menuchim sería fuerte y grande, sabio y bondadoso, tal como lo habían anunciado las palabras de la bendición.
Sin embargo, de la garganta del pequeño no siguieron brotando más sonidos inteligibles. Esta sola palabra, proferida después de un silencio tan terrible, significó durante mucho tiempo comer y beber, dormir y querer, alegría y dolor, cielo y tierra. Y aunque sólo repitiera «mamá» una y otra vez, su madre lo encontraba tan elocuente como un predicador y tan expresivo como un poeta. Comprendía todas las palabras que se escondían tras aquella única palabra. Y empezó a despreocuparse de sus hijos mayores y a alejarse de ellos. Sólo tenía un hijo, un único hijo: Menuchim.
3
Para el cumplimiento de una bendición se necesita tal vez más tiempo que para el de una maldición. Diez años habían transcurrido desde que Menuchim pronunciara su primera y única palabra. Y aún no era capaz de decir otra.
A veces, cuando Deborah se quedaba sola en casa con su hijo enfermo, cerraba la puerta con cerrojo, se sentaba en el suelo al lado de Menuchim y lo miraba fijamente a la cara. Recordaba aquel terrible día de verano en el que la condesa se detuvo frente a la iglesia. Volvía a ver la puerta de la iglesia abierta y el brillo áureo de mil velas en torno a las imágenes policromadas; veía a los tres curas revestidos, de pie allá en el fondo, junto al altar, con sus barbas negras y sus manos blancas, y todo ese resplandor llegaba hasta la plaza polvorienta y blanqueada por el sol. Deborah estaba en su tercer mes de embarazo. Tenía de la mano a la pequeña Miriam, y Menuchim se agitaba en sus entrañas. De pronto se oyó un griterío que acalló el canto de los feligreses en la iglesia y fue seguido por el seco trotar de unos caballos; se levantó una nube de polvo y el coche azul oscuro de la condesa se detuvo ante la iglesia. Los hijos de los campesinos empezaron a chillar de alegría. Los mendigos y mendigas que había en las gradas avanzaron hacia el carruaje para besar las manos de la condesa. De pronto, Miriam se le soltó a su madre de la mano y despareció. Deborah se quedó temblando, helada en medio del calor.
—¿Dónde está Miriam?
Interrogó uno por uno a todos los hijos de los campesinos. La condesa ya se había apeado. Deborah se aproximó a la calesa. El cochero, envuelto en su librea azul con botones de plata, se hallaba tan arriba que podía verlo todo…
—¿No ha visto usted correr a la pequeña? —le preguntó Deborah alzando la cabeza y enceguecida por el brillo del sol y de la librea.
El cochero señaló la iglesia con su mano izquierda, enfundada en un guante blanco. Allí había entrado Miriam. Deborah reflexionó un momento antes de precipitarse hacia la iglesia y perderse entre el brillo del oro, los cánticos religiosos y el resonar del órgano. Miriam estaba a la entrada. Deborah cogió a la niña, la sacó a rastras hacia los escalones calentados por el sol y huyó como alguien que se escapa de un incendio.
—No le digas nada a papá —dijo jadeante —; ¿entiendes, Miriam?
Desde aquel día supo Deborah que ocurriría una desgracia, que ella llevaba una desgracia en sus entrañas. Lo supo y se lo calló.
Volvió a correr el cerrojo. Llamaron a la puerta y entró Mendel. La barba de Singer ya era gris. También habían envejecido la cara, el cuerpo y las manos de Deborah. Fuerte y lento como un oso era el hijo mayor, Jonás: astuto y ágil como un zorro el segundo, Schemarjah; coqueta e irreflexiva como una gacela, Miriam, la hermana. Cuando iba a hacer recados y echaba a correr por las callejuelas, delgada y esbelta —una sombra brillante, una cara morena, con la boca grande y encarnada, un pañuelo color oro rematado en dos alas bajo la barbilla y dos ojos viejos en medio de la juventud morena de la cara—, caía dentro del campo de visión de los oficiales de la guarnición y se metía en sus cabezas despreocupadas y lascivas. Algunos la seguían. Pero de sus acosadores sólo lograba percibir lo que al paso y por fuera captaban sus sentidos; una metálica estridencia de armas y de espuelas, un olor a pomada y a jabón de afeitar, y los súbitos destellos de botones dorados, de galones de plata y correajes de un rojo encendido. Era poco, pero suficiente. Tras el umbral de sus sentidos se agazapaba la curiosidad, esa curiosidad que es hermana de la juventud y mensajera del placer. Huía la muchacha delante de sus perseguidores con un temor ardiente y dulce. Sólo por sentir aquel miedo excitante prolongaba su fuga más de lo preciso. Con la sola esperanza de tener que huir salía a la calle más de lo que hacía falta. En las esquinas se detenía y echaba miradas seductoras a sus cazadores. Era su único goce. Aunque hubiera tenido alguien a quien confiar sus sentimientos, no habría abierto la boca. Pues los goces son tanto más intensos cuanto más en secreto permanecen. Aún no sabía Miriam qué horribles relaciones llegaría a tener con el mundo extraño y amenazador de la milicia, ni presentía el funesto destino que empezaba a cernirse sobre las cabezas de Mendel Singer, su mujer y sus hijos. Porque Jonás y Schemarjah estaban ya en edad de ir al servicio militar con arreglo a la ley, y debían evitarlo según las tradiciones de sus antepasados. La bondad de Dios había concedido a otros jóvenes algún defecto físico que no los hacía sufrir mucho y los protegía contra cualquier mal. Unos eran tuertos, otros cojos, aquél padecía de ataques convulsivos o tenía una hernia, éste tenía el corazón o los pulmones débiles, aquel otro un defecto en los oídos, el de más allá tartamudeaba y alguno hasta podía demostrar una debilidad general orgánica.
Pero en la familia de Mendel Singer diríase que el pequeño Menuchim había reunido en sí todos los males que una naturaleza más benigna hubiera tal vez repartido entre cuantos la componían. Los hijos mayores de Mendel eran sanos y no presentaban defecto alguno en todo el cuerpo. Y entonces, aunque la guerra contra el Japón había terminado, tuvieron que empezar a atormentarse, a ayunar y a beber café muy cargado, en espera de que apareciese una debilidad cardiaca, por lo menos temporal.
De este modo comenzaron los suplicios. No comían casi nada ni dormían. Deambulaban débiles y vacilantes, temblando noche y día, con los ojos rojos e hinchados, los cuellos más delgados y las cabezas pesadas. Deborah volvió a quererlos y a peregrinar al cementerio por sus hijos mayores. Pero esta vez imploraba una enfermedad para Jonás y Schemarjah, así como antes había rezado por la salud de Menuchim. El ejército se erguía ante sus preocupados ojos como una montaña árida y negra, pródiga de hierro y de martirios. Veía cadáveres y más cadáveres. Veía al zar muy alto y resplandeciente, removiendo a espolazos la sangre roja y esperando el sacrificio de sus hijos. Muy pronto iban a entrar en maniobras y ése era su mayor temor. Ni siquiera pensaba en una nueva guerra. Se enojaba con su marido. ¿Quién era Mendel Singer? Un maestro; un maestro estúpido de niños estúpidos. Ella había tenido otras ilusiones cuando aún era una muchacha.
Por su parte, Mendel Singer no estaba menos apenado que su mujer. Los sábados, en la sinagoga, una vez terminada la oración que por ley debía dedicarse al zar, pensaba Mendel en el futuro inmediato de sus hijos. Los veía con el odioso uniforme de dril de los reclutas, comiendo carne de cerdo, y tratados a latigazos por los oficiales. Llevarían fusiles y bayonetas. Muchas veces suspiraba sin razón aparente en medio de la oración, en medio de las lecciones, en medio del silencio. Hasta los extraños lo miraban compasivamente. Nadie le había preguntado nunca por su hijo enfermo y todos le preguntaban por sus hijos sanos.
El 26 de marzo los dos hermanos se dirigieron finalmente a Targi. No tuvieron suerte. Eran sanos y se les declaró aptos para el servicio. Los autorizaron a pasar el verano en su casa: su incorporación a filas tendría lugar en el otoño. Se les reconoció un miércoles; y al domingo siguiente emprendieron el viaje de regreso a su casa.
Por su situación militar tenían billetes gratuitos en el ferrocarril. Ya viajaban por cuenta del zar. Muchos jóvenes se hallaban en idéntica situación. El tren avanzaba despacio. Los dos hermanos iban sentados en bancos de madera, entre campesinos borrachos que cantaban. Todos fumaban un tabaco negro cuyo humo dejaba percibir un lejano olor a sudor. Se contaban historias unos a otros. Jonás y Schemarjah no se separaban ni un momento. Aquél era su primer viaje en tren. Cambiaban muchas veces de sitio, porque los dos querían ir junto a la ventanilla, para ver el paisaje. Schemarjah encontraba el mundo muy grande; pero a Jonás le resultaba monótono y lo aburría. El tren atravesaba los campos deslizándose como un trineo sobre la nieve. Las campesinas, vestidas de diversos colores, les hacían señas; cuando aparecían en grupo eran saludadas por los hombres con una especie de aullido. Los dos judíos, tímidos y afligidos, seguían en su rincón, intimidados por la presunción de los borrachos.
—Me gustaría ser campesino —dijo de pronto Jonás.
—A mí no —respondió Schemarjah.
—Me gustaría ser campesino —volvió a decir Jonás—. Me gustaría emborracharme y acostarme con aquellas chicas.
—Yo quiero ser lo que soy —dijo Schemarjah—; un judío como mi padre, Mendel Singer, y no un soldado ni un borracho.
—Yo me alegro un poquitín de ser soldado —dijo Jonás.
—¡ Ya tendrás tus oportunidades de alegrarte ! —le contestó su hermano—. Yo preferiría ser rico y ver la vida.
—¿Qué es la vida —preguntó el primero.
—La vida —aseguró Schemarjah— es ver grandes ciudades; los tranvías que corren por las calles. Las tiendas que son tan grandes como el cuartel de la guarnición, y los escaparates, que son incluso mayores. Me han enseñado tarjetas con vistas de muchas ciudades. No hacen falta puertas para entrar en una tienda. Las ventanas llegan hasta el suelo.
—¡ Eh ! ¿Por qué estáis tan tristes? —exclamó de pronto un campesino que iba sentado en el rincón de enfrente.
Jonás y Schemarjah fingieron no oírlo, como si la pregunta no estuviera dirigida a ellos. Habían aprendido a hacerse los sordos cuando un campesino les dirigía la palabra. Desde hacía miles de años era siempre un mal negocio que un judío contestara a un campesino.
—¡ Eh ! —dijo el campesino levantándose.
Jonás y Schemarjah se incorporaron a su vez.
—Sí, os he hablado a vosotros, judíos —dijo el tipo—. ¿No habéis bebido todavía?
—Ya hemos bebido —afirmó Schemarjah.
—Yo aún no —declaró Jonás.
De debajo de su chaqueta sacó entonces el campesino una botella tibia y resbaladiza, que olía más al campesino que a su propio contenido. Jonás se la llevó a la boca. Abrió sus labios gruesos, de un rojo encendido, y dejo ver sus dientes blancos y fuertes a ambos lados de la botella oscura. Jonás bebió sin sentir la mano leve de su hermano que le daba palmaditas en el brazo. Sostenía la botella con ambas manos, como un enorme niño de pecho. Por los codos empinados se le veía la camisa blanca a través de la tela raída. Su manzana de Adán subía y bajaba regularmente bajo la piel del cuello, como el émbolo de una máquina. Un ligero ruido, como de gárgaras, salió de su garganta. Todos miraban como bebía el judío.
Jonás terminó. La botella vacía deslizóse de sus manos sobre el regazo de Schemarjah, y él mismo la siguió en su caída, como si algo lo obligara a seguir ese mismo camino. El campesino extendió el brazo y reclamó su botella sin pronunciar una sola palabra. Luego acarició con su bota los anchos hombros de Jonás, que ya dormía.
Llegaron a Podworks, donde tenían que bajarse. Les quedaban siete verstas de camino hasta Jurki; sólo Dios sabía si hallarían algún carro en el camino. Todos los viajeros ayudaron a incorporar al robusto Jonás, que se recuperó cuando estuvo al aire libre.
Echaron a caminar. Era de noche. La luna se escondía tras unas nubes lechosas. Sobre los campos nevados se percibían manchas de tierra, irregulares y oscuras como bocas de cráteres. Del bosque parecía emanar un hálito de primavera. Jonás y Schemarjah avanzaban de prisa por un sendero angosto. Oían el tenue crujir del hielo bajo sus botas. Llevaban a hombros sus bastones, de los que colgaban sus líos blancos y redondos. Schemarjah intentó varias veces entablar una conversación con su hermano. Pero Jonás no contestaba. Sentía vergüenza de haberse emborrachado y desplomado como un campesino. Cuando la estrechez del sendero les impedía caminar lado a lado, Jonás se rezagaba. Hubiese preferido que su hermano fuera siempre por delante. Cuando el camino volvía a ensancharse, aminoraba el paso con la esperanza de que Schemarjah siguiera avanzando sin esperarlo. Pero el joven parecía temer que Jonás se le perdiera. Desde que lo vio borracho, perdió la confianza en él. Dudaba de la razón de su hermano mayor y se sentía en cierto modo responsable de su suerte. Jonás adivinó lo que pensaba su hermano. Su corazón hervía de ira.
«Schemarjah es ridículo —pensó—. Es flaco como un espectro: no puede sostener bien el bastón y el lío se le va a caer al barro.»
Y ante la idea de que el lío blanco de Schemarjah pudiera caerse del bastón al lodo negro del camino, Jonás se echó a reír a carcajadas.
—¿De qué te ríes? —preguntó Schemarjah.
—Me río de ti —contestó Jonás.
—Pues yo tendría más derecho a reírme de ti —replicó Schemarjah.
Callaron de nuevo. El bosque de pinos se alzaba ante sus ojos, negro y silencioso. De él, y no de ellos mismos, parecía provenir el silencio. De cuando en cuando se levantaba el viento en una u otra dirección; un sauce se mecía en sueños, crujían las ramas secas y las nubes avanzaban presurosas por el cielo.
—Sea como sea, ahora somos soldados —dijo de pronto Schemarjah.
—Exacto —repuso Jonás—; ¿y qué hemos sido hasta ahora? No tenemos profesión. ¿Hacernos maestros como nuestro padre?
—¡ Mejor que ser soldados ! —exclamó Schemarjah—. Aunque a mí me gustaría ser comerciante e ir por el mundo.
—Los soldados también van por el mundo, y yo no podría ser comerciante —opinó Jonás.
—Estás borracho.
—Estoy tan sobrio como tú. Puedo beber sin emborracharme. Puedo ser soldado y ver el mundo. Me gustaría ser campesino. Te lo digo… y no es que esté borracho.
Schemarjah se encogió de hombros. Siguieron andando. Al amanecer oyeron cantar los gallos en granjas lejanas.
—Será Jurki —dijo Schemarjah.
—No, es Bytók —replicó Jonás.
—Pues que sea Bytók —concluyó Schemarjah.
Oyeron traquetear un carretón tras una curva del camino. La mañana era tan pálida como lo había sido la noche. No había diferencia entre el sol y la luna. Empezó a caer nieve, una nieve blanda y caliente. Los cuervos alzaban el vuelo graznando.
—Mira esas aves —dijo Schemarjah, buscando un pretexto para reconciliarse con su hermano.
—¡ Son cuervos ! —respondió Jonás. Y añadió con un remedo irónico—: ¡ Aves !
—Como quieras —dijo Schemarjah—: ¡ cuervos ! —recalcó.
Era, ciertamente, Bytók. Aún les quedaba una hora hasta su casa.
A medida que avanzaba el día, la nieve se iba haciendo más blanda y espesa, como si surgiera del sol naciente. Al cabo de unos minutos todo el campo estuvo blanco. Los sauces a orillas del camino y los grupos de abedules también quedaron blancos, blancos, blancos. Sólo los dos caminantes judíos eran morenos. La nieve, que también caía sobre ellos, parecía derretirse más de prisa en sus espaldas. Ondeaban sus largas levitas negras, que batían recia y acompasadamente las cañas de sus altas botas de cuero. Cuanta más nieve caía, más aprisa caminaban. Los campesinos que iban encontrando avanzaban muy despacio y con las rodillas dobladas. La nieve se posaba sobre sus hombros como sobre ramas gruesas: ligera y pesada al mismo tiempo. Familiarizados con ella, se movían como por un terreno conocido. A veces se detenían a mirar a los dos jóvenes morenos como si fuesen una aparición extraordinaria, pese a que ver a un judío no les resultaba nada raro.
Sin aliento llegaron los hermanos a su casa. Ya estaba oscureciendo. Desde lejos oyeron la letanía de los niños. Aquello fue para ambos como un canto maternal, como una palabra dicha por su padre: les devolvió toda su infancia, todo cuanto habían visto, oído, olido y palpado desde los primeros días de su vida. Aquella cantilena de los alumnos de Mendel condensaba el olor de todas las comidas calientes y sazonadas, el brillo entre blancuzco y negruzco que emanaba del rostro y de la barba paternos, el eco de los suspiros de la madre y los lloriqueos de Menuchim, el susurro de los rezos de Mendel Singer por la tarde, y otros mil sucesos innombrables, cotidianos y extraordinarios. Ambos hermanos acogieron, pues, con idéntica emoción la melodía que les llegaba a través de la nieve mientras se acercaban a la casa paterna. Sus corazones comenzaron a latir al unísono. La puerta se abrió violentamente ante ellos: Deborah, su madre, los había visto acercarse hacía rato.
—¡ Nos han declarado aptos ! —dijo Jonás, sin saludar.
Un terrible silencio se impuso de pronto en la habitación donde minutos antes había resonado el coro de vocecitas infantiles: un silencio sin límites, mucho más poderoso que el espacio del que se había adueñado y, sin embargo, surgido simplemente de la palabra «aptos», que Jonás acababa de pronunciar. Los niños interrumpieron su lección en medio de una frase recién memorizada. Mendel, que había estado recorriendo la habitación de un extremo a otro, se detuvo de improviso, lanzó una mirada al vacío, alzó los brazos y los dejó caer de nuevo. La madre, Deborah, se sentó sobre uno de los dos taburetes colocados siempre junto a la estufa, como a la espera de algún instante propicio para recibir a una madre afligida. Miriam, la hija, había retrocedido a tientas hasta una de las esquinas. Su corazón latía tan fuertemente que pensó que todos lo oirían. Los niños estaban como clavados en sus asientos. Sus piernas, envueltas en medias de lana de muchos colores, se habían columpiado sin parar durante la lección y ahora colgaban inmóviles bajo la mesa. Afuera seguía nevando sin interrupción, y el pálido reflejo de los copos penetraba a través de la ventana, iluminando los rostros silenciosos. A ratos podía oírse el crepitar de la leña carbonizada en la estufa y el ligero traqueteo de los puntales de la puerta, sacudidos esporádicamente por el viento. Con los bastones aún sobre los hombros, y los blancos líos colgando de ellos, los dos hermanos se habían quedado junto a la puerta, mensajeros e hijos de la desgracia. De pronto exclamó la madre:
—Mendel, ve corriendo a pedir consejo a la gente.
Mendel se alisó la barba. El silencio había sido conjurado; las piernas de los niños volvieron a balancearse lentamente, los hermanos dejaron sus hatos y sus bastones y se acercaron a la mesa.
—¿Qué tonterías dices? —replicó Mendel Singer—. ¿Adónde quieres que vaya? ¿Quién podrá darme un consejo? ¿Quién querrá ayudar a un pobre maestro y con qué podrá ayudarme? ¿Qué ayuda esperas tú de los hombres cuando Dios nos ha castigado?
Deborah no contestó. Permaneció sentada un rato más, en completo silencio. De pronto se levantó, dio un puntapié al taburete como si hubiera sido un perro, haciéndolo rodar ruidosamente, alzó su pañuelo marrón que había estado en el suelo como un montículo de lana, se envolvió en él la cabeza y cuello y se anudó las puntas en la nuca con un gesto de ira, como si quisiera estrangularse. Tenía la cara colorada y siseaba como una tetera llena de agua hirviendo. De pronto lanzó un escupitajo blanco que, cual proyectil envenenado, fue a caer a los pies de Medel Singer. Y como si con ese gesto no hubiera demostrado suficientemente su desprecio, dejó escapar tras el esputo un chillido que sonó como un «¡ puah !», pero que nadie supo interpretar exactamente. Antes de que los circunstantes se repusieran de su sorpresa, abrió la puerta. Una ráfaga maligna arrojó unos cuantos copos en la habitación, golpeó a Mendel Singer en la cara y azotó las piernas de los niños. La puerta volvió a cerrarse estrepitosamente. Deborah se había ido.
Corrió sin rumbo fijo por el centro de las callejuelas; como un coloso parduzco avanzaba de prisa entre la blanca nieve, hundiéndose de vez en cuando en ella. Se enredaba en su propio vestido, se desplomaba y volvía a levantarse con una agilidad sorprendente. Seguía corriendo sin saber adónde iba, aunque tenía la impresión de que sus pies la encaminaban a una meta que su cabeza ignoraba. El crepúsculo caía más rápidamente que los copos de nieve; las primeras luces empezaron a encenderse, amarillentas, y los pocos hombres que salían de sus casas para cerrar las persianas volvían la cabeza hacia Deborah y la seguían largo rato con la mirada, aunque sintieran frío. Deborah corría en dirección al cementerio. Cuando llegó a la rejilla de madera, volvió a derrumbarse. Se incorporó bruscamente: la puerta se negaba a ceder debido a la nieve amontonada en su base. Deborah la empujó con los hombros hasta que por fin cedió. Ya estaba dentro. El viento aullaba sobre las tumbas. Aquella vez, los muertos parecían más muertos que nunca. Del crepúsculo fue surgiendo la noche, una noche negra, negra e iluminada por el resplandor de la nieve. Deborah se dejó caer ante una de las primeras tumbas de la primera fila. Con sus rígidos puños la liberó de la nieve, como queriendo cerciorarse de que su voz llegaría con mayor facilidad hasta el muerto no bien apartase la capa que se interponía entre su plegaria y los oídos del difunto. Luego lanzó un grito, que resonó como si saliera de un cuerno en el que alguien hubiera colocado un corazón humano. Todo el pueblo oyó ese grito, pero lo olvidó en seguida. Pues ya no pudo oír el silencio que vino después. Deborah se limitó a gemir a intervalos breves, y su gemido leve y maternal fue devorado por la noche y enterrado por la nieve. Sólo los muertos la oyeron.
4
En Kluczysk, no lejos de los parientes de Mendel Singer, vivía Kapturak, un hombre de edad indefinible, sin familia ni amigos, muy activo, siempre ocupado y familiarizado con las autoridades. Deborah hizo toda clase de esfuerzos por obtener su ayuda. De los setenta rublos que Kapturak pedía por adelantado a sus clientes, ella tenía apenas veinticinco, ahorrados secretamente tras largos años de miseria. Guardábalos en un bolsito de cuero, escondida bajo una tabla del suelo que sólo ella conocía. Cada viernes la levantaba suavemente al fregar la habitación. Los cuarenta y cinco rublos de diferencia se le antojaban a su esperanza maternal de menor cuantía que los veinticinco que ya poseía; porque a éstos les sumaba los largos años que invirtió en juntarlos, llenos de privaciones y miserias, y la alegría cálida y silenciosa con que siempre los contaba.
En vano intentó hablarle Mendel Singer de la inviabilidad de su propósito, del duro corazón de Kapturak y de su hambriento bolsillo.
—¡ Qué quieres que haga, Deborah ! —decíale Mendel—. Los pobres son impotentes: Dios no les arroja piezas de oro desde el cielo, nunca se sacan la lotería y deben sobrellevar su suerte con resignación. A unos les da y a otros les quita. No sé por qué a nosotros nos castiga: primero con Menuchim, el enfermo, y ahora con nuestros hijos sanos. Así es de miserable la suerte del pobre cuando peca o se halla enfermo. Pero debe aceptarla sin protestas. Deja que nuestros hijos hagan el servicio. ¡ No se perderán ! No hay fuerza alguna que se oponga a la voluntad del cielo. «De él viene el trueno y el rayo, él se cierne sobre la tierra y nadie puede escapársele.» Así está escrito.
Mas Deborah, apoyando una mano en su cadera, sobre el manojo de llaves oxidadas, le contestó:
—El hombre ha de ayudarse y Dios le ayudará. Así está escrito, Mendel. Siempre sabes de memoria las frases equivocadas. Se han escrito miles de sentencias y tú no conoces más que las inútiles. Te has vuelto tonto a fuerza de enseñar a esos niños. Tú les pasas toda tu inteligencia y ellos te dejan su ignorancia. ¡ Eres un maestro, Mendel, un maestro !
Mendel Singer no estaba orgulloso de su inteligencia ni de su oficio, pero las palabras de Deborah lo ofendieron. Los reproches que ella le hacía fueron socavando lentamente su bondad de corazón, y en su interior comenzaron a brotar las llamas blancuzcas de la rebeldía. Se apartó para no seguir mirándole la cara a su mujer. Tuvo la impresión de haberla conocido mucho tiempo atrás, mucho antes de su boda, quizá desde su infancia. Durante largo tiempo le había parecido la misma que el día de la boda. No había advertido cómo la carne de sus mejillas se cuarteaba igual que la argamasa enjalbegada de una pared; cómo la piel se le tensaba en torno a la nariz para colgar tanto más fláccida bajo el mentón; cómo los párpados se le iban arrugando por encima de los ojos hasta formar auténticas redecillas, y cómo el negro de sus pupilas se iba transformando en un tono pardo más bien frío, prosaico, calculador y desilusionado. Un día, no recordaba cuándo —quizá aquella mañana en que, aunque dormido, sorprendió a Deborah frente al espejo con sólo un ojo abierto—, un día se le iluminó el cerebro. Estaba viviendo algo así como un segundo matrimonio, pero esta vez con la fealdad, la amargura y la senilidad progresiva de su mujer. La sentía más próxima que nunca, casi como en su propio cuerpo, inseparable y eterna; pero insoportable, atormentadora y hasta un poco odiosa. De una mujer con la que sólo se unía en la oscuridad, se había transformado en una enfermedad unida a él día y noche, que le pertenecía totalmente, que ya no necesitaba compartir con el mundo y cuya fiel enemistad lo iba aniquilando. El no era, en realidad, nada más que un maestro. Lo mismo que habían sido su padre y su abuelo. No podía haber sido otra cosa. Denigrar su oficio era, pues, atacar su existencia, borrarlo de la lista de los vivos. Y Mendel Singer se oponía a ello.
A decir verdad, lo alegraba que Deborah se fuera. Ya durante los preparativos del viaje, la casa se quedaba vacía. Jonás y Schemarjah deambulaban de un lado a otro por las calles; Miriam se iba a casa de algún vecino o salía de paseo. Al mediodía, antes de que sus alumnos volviesen, Mendel Y Menuchim se quedaban solos en la casa. Mendel tomaba una sopa de cebada preparada por él mismo, y dejaba en su plato de barro una buena ración para Menuchim. Corría el cerrojo para evitar que el niño gateara hasta la puerta, como era su costumbre. Luego se sentaba en un rincón, ponía al chico en sus rodillas y le daba de comer.
Amaba esas horas tranquilas. Le gustaba quedarse a solas con su hijo. A veces pensaba si no sería mejor quedarse solo con él, sin madre ni hermanos. Después de hacerle tomar la sopa cucharada a cucharada, sentaba a Menuchim sobre la mesa y contemplaba con tierna curiosidad su cara pálida y ancha, su frente surcada de arrugas, sus párpados igualmente ajados y su fláccida papada. Hacía esfuerzos por adivinar qué podía ocurrir en ese enorme cráneo, por escrutar el cerebro a través de las ventanas de sus ojos y arrancarle al idiota un indicio verbal cualquiera, ya fuera en voz alta o en voz baja. Pronunciaba diez veces seguidas el nombre de Menuchim, dibujando lentamente los sonidos con sus labios para que el niño los mirase por si no podía oírlos; pero Menuchim no se movía. Entonces cogía Mendel una cucharilla y la hacía sonar contra un vaso. Al punto volvía Menuchim la cabeza hacia aquel lado, y en sus ojazos grises y saltones se encendía una luz tenue. Mendel proseguía y empezaba a entonar una canción y a marcar el compás con la cucharilla. Menuchim daba entonces claros signos de inquietud, movía su enorme cabezota y columpiaba sus piernas al tiempo que repetía:
—Mamá, mamá.
Mendel se levantaba, buscaba el volumen negro de la Biblia, abría la primera página ante los ojos negros del niño y entonaba con la misma voz con que enseñaba a sus alumnos:
—Al principio creó Dios los cielos y la tierra.
Aguardaba un momento con la esperanza de que Menuchim repitiera esas palabras. Pero Menuchim no se movía. Únicamente persistía en sus ojos la luz aquella. Mendel dejaba la Biblia, miraba a su hijo con tristeza y continuaba con la monótona letanía:
—Oye, Menuchim, estoy solo. Tus hermanos son mayores y ya los siento extraños: se van a unir a los soldados. Tu madre es mujer y ¿qué puedo pedirle? Tú eres mi hijo menor, y en ti he sembrado mi última esperanza. ¿Por qué te callas, Menuchim? ¡ Tú eres mi verdadero hijo ! Óyeme bien, Menuchim, y pronuncia estas palabras: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra…»
Mendel esperaba un momento, pero Menuchim no se movía. Entonces hacía sonar de nuevo el vaso y, aprovechando la luz que se avivaba en los ojos del enfermo, canturreaba otra vez:
—¡ Óyeme, Menuchim !¡ Ya soy viejo, sólo me quedas tú de todos mis hijos, Menuchim ! Óyeme y repite: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra…»
Pero Menuchim no se movió.
Lanzando un gran suspiro puso un día Mendel en el suelo a su hijo enfermo. Abrió la puerta y salió a esperar a sus discípulos. Menuchim le siguió gateando hasta el umbral. De pronto dieron las siete en el reloj de la torre: cuatro campanadas profundas y tres agudas. Al punto exclamó Menuchim:
—¡ Mamá, mamá !
Y al volverse, Mendel vio que el pequeño estiraba el cuello como si desease respirar el eco de las campanadas.
—¿Por qué me habrán castigado? —preguntábase Mendel. Escudriñaba su memoria en busca de algún pecado, pero no hallaba ninguno grave.
Llegaron los alumnos y Mendel entró con ellos en la habitación. Mientras iba de un lado a otro amonestando a éste, dándole a aquél un golpecito con el dedo y al de más allá una leve palmadita en las costillas, seguía pensando sin cesar: «¿Cuál será mi pecado? ¿Cuál será?»
Entretanto, Deborah había ido a casa del cochero Sameschkin para preguntarle si, dentro de algunos días, podría llevarla gratis a Kluczysk.
—Sí —respondió el cochero Sameschkin.
Estaba sentado en un banco, junto a la chimenea con los pies envueltos en un par de sacos amarillos, y olía a aguardiente de fabricación casera. Para Deborah, aquel olor era una especie de enemigo. Era el olor más peligroso de los campesinos, el emisario de pasiones incompresibles y el compañero inseparable de los progroms.
—Sí —respondió Sameschkin—; si los caminos estuvieran en mejor estado.
—Ya me llevaste una vez en otoño, cuando los caminos estaban peores.
—No recuerdo —dijo Sameschkin—. Te equivocas; habrá sido un día seco, de verano.
—De ningún modo —contestó Deborah—; fue en otoño, llovía y yo iba a casa del rabino.
—Ahí tienes —dijo Sameschkin, columpiando suavemente sus pies, pues su banco era muy alto y él de estatura muy baja—; ahí tienes; cuando fuiste a casa del rabino era uno de vuestros días de fiesta y yo te llevé. Pero esta vez no vas a casa del rabino.
—¡ Voy por un asunto importante ! —dijo Deborah—. ¡ Jonás y Schemarjah no deberán ser nunca soldados !
—Yo también he sido soldado —se excusó Sameschkin—; siete años, y dos de ellos los pasé en la cárcel por robar. ¡ Una bagatela, además !
Deborah estaba desesperada. La historia del cochero no hacia más que evidenciar la distancia que lo separaba de ella y de sus hijos, que jamás robarían ni ingresarían en la cárcel. Por eso, decidió actuar con rapidez.
—¿Cuánto debo pagarte?
—Nada; no quiero dinero ni me apetece hacer el viaje. El caballo blanco es viejo, y el tordo ha perdido dos herraduras de golpe. En cuanto corre dos verstas se pasa todo el día comiendo avena. No puedo mantenerlo; quiero venderlo. No es vida ésta de cochero.
—Jonás llevará el caballo tordo al herrador —insistió Deborah— y pagará él mismo las herraduras.
—¡ Así la cosa cambia ! —contestó Sameschkin—; pero si Jonás quiere llevarlo, tendrá que hacer reparar también una rueda.
—También lo hará —dijo Deborah—; viajaremos la semana próxima.
De este modo, viajó a Kluczysk a visitar al terrible Kapturak. En realidad hubiera preferido visitar al rabino, ya que una palabra de su santa y fina boca valía mucho más que la protección de Kapturak. Pero el rabino no recibía entre la Pascua de Resurrección y Pentecostés, salvo casos urgentes, cuando se trataba de vida o muerte.
Encontró a Kapturak en la taberna rodeado de campesinos y judíos. Se hallaba sentado junto a la ventana, en un rincón, y escribía. Su gorra, con el forro vuelto hacia arriba, yacía sobre la mesa, junto a los papeles, como una mano extendida; en su interior veíanse ya muchas monedas de plata que llamaban la atención de todos los presentes. Kapturak le echaba una mirada de vez en cuando, pese a estar convencido de que nadie osaría robarle un solo copek. Escribía instancias, cartas de amor y giros postales para los analfabetos. (También sabía sacar muelas y cortar el pelo.)
—Necesito hablar contigo sobre un asunto importante —le dijo Deborah, alzándose sobre las cabezas de los circunstantes.
Kapturak apartó sus papeles con un solo gesto y los demás clientes salieron. Luego cogió el dinero de la gorra, lo echó en el cuenco de su mano y lo envolvió en un pañuelo. Por último invitó a Deborah a tomar asiento.
Ella observó sus ojillos duros, que parecían dos botones transparentes de carey.
—Mis hijos tienen que enrolarse —dijo.
—Tú eres una mujer pobre —contestó Kapturak con una voz ligeramente cantarina, como si le estuviera leyendo las cartas—. No has podido ahorrar dinero y nadie podrá ayudarte.
—Sí, he ahorrado algo.
—¿Cuánto?
—Veinticuatro rublos y setenta copeks. Pero he gastado un rublo en venir a verte.
—Quedan veintitrés rublos.
—Veintitrés rublos y setenta copeks —corrigió Deborah.
Kapturak estiró los dedos medio e índice de su mano derecha y preguntó:
—¿Son dos hijos?
—Dos —dijo en voz baja Deborah.
—Veinticinco rublos por cada uno.
—¿Aún tratándose de mí?
—Aún tratándose de ti.
Negociaron durante media hora. Kapturak se comprometió a ocuparse de uno de los hijos por la suma de veinticinco rublos.
«Por lo menos uno», pensó Deborah.
Pero estando ya en camino, sentada en el carro de Sameschkin y con el traqueteo de las ruedas repercutiéndole en el vientre y en su pobre cabeza, su nueva situación parecíole aún peor que la anterior.
¿Cómo había podido establecer una diferencia entre sus hijos? ¿Jonás o Schemarjah?, preguntábase incesantemente. Mejor uno que los dos, decía su corazón; pero su corazón gemía.
Cuando llegó a casa y empezó a contarles lo ocurrido fue interrumpida por Jonás, el mayor, con estas palabras:
—Entraré en filas con gusto.
Deborah, Miriam, Schemarjah y Mendel Singer guardaron silencio y esperaron. Por último, viendo que Jonás no añadía una sola palabra, Schemarjah exclamó:
—Eres un hermano, un verdadero hermano.
—No —replicó Jonás—; es que quiero ser soldado.
—Tal vez puedas volver a casa a los seis meses —lo consoló el padre.
—No —contestó Jonás—, no quiero volver a casa; ¡ quiero ser soldado !
Rezaron todos juntos la oración de la noche y se desnudaron en silencio. Miriam, en camisón, fue de puntillas a apagar la lámpara y se acostaron.
A la mañana siguiente Jonás había desaparecido. Lo buscaron hasta el mediodía. Sólo al caer la noche lo vio Miriam. Iba montado en un caballo blanco, y llevaba una levita de color marrón y una gorra militar.
—¿Ya eres soldado? —exclamó Miriam.
—Todavía no —respondió Jonás deteniendo su caballo—. Recuerdos a papá y mamá —añadió—. Estaré en casa de Sameschkin hasta incorporarme al regimiento. Diles que ya no aguantaba vivir entre vosotros, aunque os quiero mucho.
Y haciendo silbar una vara de mimbre, tiró de las riendas y se alejó.
Desde aquel día trabajó como mozo de cuadra en casa del cochero Sameschkin. Almohazaba al caballo blanco y al tordo, dormía con ellos en la cuadra y respiraba con fruición el olor acre y penetrante de la orina y el sudor de las bestias. Les daba de comer y de beber, les arreglaba los arreos, les recortaba las colas, les colgaba cascabeles nuevos en el yugo y les cambiaba el heno húmedo por otro más seco. Además bebía samogonka con Sameschkin, se emborrachaba y hacía el amor con las criadas.
En su casa lo lloraban, considerándolo como a un hijo pródigo, mas no dejaban de pensar en él. Pronto llegó el verano ardiente y seco. Los días se alargaban, ocultando perezosamente sus reflejos dorados en el horizonte. Jonás solía sentarse frente a la cabaña de Sameschkin y tocar el acordeón. Estaba casi siempre muy borracho y no reconocía ni a su propio padre, que a veces pasaba por allí tímidamente, deslizándose como una sombra, extrañado de que aquel hijo hubiera salido de sus entrañas.
5
El veinte de agosto llegó a casa de los Singer un mensajero de Kapturak para llevarse a Schemarjah. Todos lo esperaban por aquellos días, pero cuando se presentó se quedaron sorprendidos y aterrados. Era un hombre normal, de estatura y apariencia también normales, con una gorra azul de militar en la cabeza y un cigarrillo muy fino en la boca. Cuando lo invitaron a sentarse y a tomar el té, se negó.
—Prefiero esperar afuera —dijo en un tono que indicaba su hábito de aguardar frente a las casas.
Esta resolución del recién llegado produjo, al parecer, una alarma aún mayor en la familia Singer. Todas las miradas convergieron en ese hombre de gorra azul apostado ante la ventana como un centinela. Estaban haciendo el equipaje de Schemarjah: una cesta de provisiones, un cuchillo de pan, un traje y las filacterias. Miriam iba y venía con las cosas, y Menuchim, estiraba estúpidamente la barbilla y repetía sin cesar la única palabra que sabía: «Mamá, mamá». Mendel Singer, de pie junto a la ventana, tamborileaba con los dedos sobre el cristal. Deborah lloraba en silencio, y sus ojos enviaban lágrima tras lágrima a su boca torcida. Cuando el equipaje estuvo listo, lo encontraron muy pobre y miraron alrededor con ojos desamparados en busca de algún nuevo objeto. Hasta entonces no habían intercambiado palabra alguna. Cuando el blanco paquete fue depositado al fin sobre la mesa, junto al bastón, Mendel Singer se apartó de la ventana y dijo a su hijo:
—Envíanos noticias tuyas enseguida y cuantas veces te sea posible; ¡ no te olvides !
Deborah comenzó a sollozar en voz alta, abrió los brazos y abrazó a su hijo largamente. Schemarjah se liberó luego de los brazos de su madre, y dirigiéndose a su hermana, la besó ruidosamente en las dos mejillas. Su padre extendió las manos sobre él para bendecidlo y murmuró algo ininteligible. Con cierto temor aproximase entonces Schemarjah a Menuchim, que observaba todo con ojos desorbitados. Era la primera vez que abrazaba al niño enfermo, y tuvo la impresión de no abrazar a un enfermo, sino a un símbolo que no daba contestación alguna. Todos hubieran querido decir algo, pero nadie encontraba palabras. Sabían que Schemarjah se despedía para siempre. En el mejor de los casos, llegaría sano y salvo al extranjero. En el peor, sería capturado en la frontera y fusilado en el acto por los centinelas. ¿Qué se puede decir a los que se despiden para siempre?
Schemarjah se echó su lío al hombro y abrió la puerta con el pie. No volvió la cabeza. Al momento de salir procuró olvidar su casa y a toda su familia. Tras él se oyó de nuevo un fuerte grito de Deborah. La puerta se cerró. Con la sensación de que su madre se había caído desmayada, Schemarjah se aproximó a su compañero. El hombre de la gorra azul le dijo:
—Detrás del mercado nos esperan los caballos.
Al pasar frente a la casa de Sameschkin, Schemarjah se detuvo y miró el jardincillo y la cuadra vacía, cuya puerta estaba abierta.
Jonás no estaba allí. Pensó con tristeza en su hermano perdido que, en su opinión, se había sacrificado por él. «Es un palurdo, pero noble y valiente», se dijo Schemarjah. Luego prosiguió su camino al mismo paso que su compañero.
Detrás del mercado, encontraron los caballos, tal y como el hombre le había anunciado. No tardaron menos de tres días en llegar a la frontera, pues tuvieron que evitar el tren. En el camino, el compañero de Schemarjah demostró ser un excelente conocedor del país. Iba señalando las torres de las iglesias lejanas y le decía el nombre de la aldea respectiva. Conocía las casas de campo y el nombre de sus propietarios. Se apartaba muchas veces de la carretera para tomar rápidamente un atajo. Era como si hubiera propuesto enseñarle a Schemarjah su patria por última vez antes de que el joven partiera en busca de una nueva. Y fue sembrando para siempre la nostalgia en el corazón de Schemarjah.
Una hora antes de la medianoche llegaron a una taberna fronteriza. Era una noche serena. Esa taberna era la única casa; una casa perdida en el silencio nocturno, negra, muda, con las ventanas cerradas y sin el menor asomo de vida detrás de ellas. Millares de grillos cantaban formando un coro rumoroso en medio de la noche. No se oía nada más. El campo era llano: el cielo estrellado formaba un círculo perfecto y oscuro, interrumpido sólo hacia el noroeste por una línea blanca, como un anillo azul engastado en plata. Sentíase el lejano olor a humedad de los pantanos que se extendían hacia el oeste y el vientecillo que lo traía.
—Una auténtica noche de verano —dijo el enviado de Kapturak, y habló por primera vez del asunto—: En estas noches tranquilas no siempre resulta fácil cruzar la frontera. Para lo nuestro es preferible la lluvia.
Con estas palabras infundió un poco de miedo a Schemarjah. Como la taberna estaba a oscuras, Schemarjah no se fijó en ello hasta que su compañero dijo:
—¡ Entremos ! —en el tono de alguien dispuesto a afrontar el peligro. Y después—: No te des mucha prisa; tendremos que esperar aquí un buen rato.
—Sin embargo, se acercó a la ventana y llamó suavemente a las persianas de madera. La puerta se abrió y dejo escapara una estela de luz amarilla. Entraron. Detrás del mostrador, dentro del círculo de luz de la lámpara, se hallaba el tabernero, que los saludó. En el suelo yacían varios hombres acurrucados jugando a los dados. Ante una mesa se hallaba Kapturak con un hombre en uniforme de sargento. Nadie alzó la mirada. Se podía oír el tictac del reloj y el ruido de los dados. Schemarjah se sentó y su compañero pidió algo de beber. Schemarjah bebió aguardiente y se tranquilizó; sabía que estaba viviendo una de aquellas horas extraordinarias en las que el hombre tiene tanto poder sobre su suerte como la Instancia suprema que se la otorga.
Poco después de medianoche pudo oírse un tiroteo breve, pero intenso, y un eco prolongado. Kapturak y el sargento se levantaron. Era la señal convenida mediante la cual el centinela indicaba que el control nocturno del oficial fronterizo había terminado. El sargento desapareció. Kapturak dio la señal de partida. Todos se levantaron, se echaron sus hatos al hombro y, atravesando el umbral, se adelantaron uno a uno en la noche. Tomaron el camino de la frontera. Algunos intentaron cantar, pero el propio Kapturak se los prohibió. No se sabía si iba al frente, en medio o detrás. Marchaban silenciosamente por entre el canto de los grillos y el azul de la noche. Pasada una media hora la voz de Kapturak ordenó:
—¡ Todos a tierra !
Se dejaron caer sobre el suelo húmedo y permanecieron inmóviles, con sus corazones palpitantes pegados a la tierra. Era la despedida que el corazón daba a la patria. Kapturak ordenó que se levantaran. Llegaron a una ancha fosa y divisaron, a la izquierda, la luz del puesto de guardia. Atravesaron la fosa. Cumpliendo lo convenido, el centinela disparó, pero sin apuntar.
—¡ Ya estamos fuera ! —se oyó gritar a alguien.
En ese momento el cielo empezaba a clarear por el este. Volvieron los hombres el rostro hacia su patria, sobre la cual pesaba aún la noche, y luego siguieron su viaje hacia el día y el extranjero.
Alguien empezó a cantar y todos lo acompañaron. Así prosiguieron su camino. Schemarjah era el único que no cantaba. Iba pensando en su futuro inmediato (no tenía más que dos rublos) y el amanecer en su casa. Dentro de dos horas su padre se levantaría, rezaría una oración, carraspearía, haría unas gárgaras, iría al lavatorio y derramaría un poco de agua. Su madre soplaría el samovar. Menuchim balbucearía algo, y Miriam se quitaría con el peine unas cuantas plumillas blancas de la almohada, adheridas a su negro pelo.
Schemarjah vio todo aquello claramente, como jamás lo había visto cuando aún se hallaba en casa y era a su vez parte íntegramente de ese despertar en familia. Apenas oía la canción de sus compañeros; únicamente sus pies llevaban el compás.
Una hora más tarde vio la primera ciudad extranjera, el humo azul que salía de las chimeneas y un hombre con un brazalete amarillo que los esperaba. Dieron las seis en el reloj de un campanario.
En el reloj de pared de los Singer también dieron las seis. Mendel se levantó, hizo unas gárgaras, carraspeó un poco y murmuró una oración, Deborah se puso al lado de la chimenea y sopló el samovar. Menuchim balbuceó algo ininteligible en un rincón y Miriam peinó sus cabellos ante el espejo ciego.
Deborah, de pie junto a la estufa, sorbió su té caliente y preguntó de pronto:
—¿Dónde estará Schemarjah a esta hora? —Todos pensaron en él.
—Que Dios le ayude —dijo Mendel. Y así comenzó el día.
Y así comenzaron los días siguientes, días vacíos y tristes. «Una casa sin hijos —pensaba Deborah—. Los he traído al mundo, los he criado, y un viento los ha esparcido en varias direcciones.» Buscaba a Miriam con la mirada, pero Miriam estaba poco en casa. Sólo le quedaba Menuchim que estiraba sus brazos siempre que la madre pasaba por su rincón. Y cuando ella lo besaba, él buscaba su pecho como un niño de teta. Con pena pensaba Deborah en la bendición que tanto tardaba en cumplirse, y dudaba de si llegaría a ver sano al pobre Menuchim.
La casa enmudecía cuando terminaba la lección de los niños. Quedaba muda y oscura. El invierno había llegado nuevamente. Para ahorrar petróleo se acostaban temprano, sumiéndose en brazos de la bondadosa noche. De vez en cuando, Jonás enviaba recuerdos. Estaba haciendo el servicio militar en Pskow, gozaba de una espléndida salud y no tenía contratiempo alguno con sus superiores.
Así pasaron los años.
6
Una tarde, hacia finales del verano, llegó un forastero a casa de Mendel Singer. La puerta y las ventanas estaban abiertas. Las moscas negras, satisfechas y perezosas, se pegaban a las paredes calentadas por el sol, y la cantilena de los niños salía de la casa a la blanca calleja. De pronto advirtieron al forastero en el umbral y se callaron. Deborah se levantó del taburete. Desde la acera opuesta de la calle corrió Miriam con Menuchim de la mano. Mendel Singer se plantó ante el forastero y lo examinó. Era un hombre muy extraño. Llevaba un gran sombrero negro de Calabria, pantalones anchos y claros, sólidas botas amarillas y una corbata color rojo vivo que ondeaba como una bandera sobre su camisa verde oscuro. Sin moverse, pronunció unas cuantas palabras —probablemente un saludo— en un idioma desconocido. Parecía hablar con una cereza en la boca, a juzgar por los rabillos verdes que asomaban de los bolsillos de su levita. Levantó lentamente un larguísimo labio superior y puso al descubierto una hilera de dientes fuertes y amarillos, que recordaban la dentadura de un caballo. Los niños se rieron y Mendel también sonrió. El forastero sacó una carta muy doblada y leyó la dirección y el nombre de los Singer de una manera tan extraña que todos volvieron a reírse.
—América —dijo, y le entregó la carta a Mendel.
Un feliz presentimiento iluminó la cara del padre.
—¡ Schemarjah ! —exclamó. Y con un movimiento de la mano, como quien ahuyenta moscas, despidió a sus alumnos, que se marcharon corriendo. El extranjero se sentó. Deborah puso té, dulces y limonada en la mesa. Mendel abrió la carta. Deborah y Miriam también se sentaron. Y Mendel comenzó a leer lo siguiente:
«Querido padre, querida madre, querida Miriam y buen Menuchim. No incluyo a Jonás, pues sentó plaza de soldado. Os ruego que tampoco le enviéis directamente esta carta, pues el hecho de mantener correspondencia con un hermano desertor podría traerle problemas. Por eso mismo he esperado tanto tiempo para escribiros, no queriendo enviar mi carta por correo, hasta que por fin se presentó la ocasión de mandárosla por medio de mi buen amigo Mac. El os conoce por referencias mías pero no podrá cambiar una sola palabra con vosotros, pues no solamente es americano, sino que sus padres nacieron ya en América. No es judío, pero vale más que diez judíos.
»Y ahora quiero contaros todo, desde el principio hasta hoy: Cuando atravesé la frontera no tenía nada que comer y llevaba sólo dos rublos en el bolsillo, pero pensé que Dios me ayudaría. Un hombre de la Compañía de Navegación de Trieste, que llevaba una gorra con galones, nos recibió en la frontera. Éramos doce. Los otros once tenían dinero para comprar papeles falsos y los pasajes, y el agente los condujo al tren. Yo pensé que ningún mal me traería acompañarlos, y que en todo caso vería lo que ocurre cuando la gente emigra a América. Me quedé solo con el agente, que se extraño mucho de que yo no viajara. Yo le dije: “No tengo un solo copek.” Me preguntó si sabía leer y escribir. “Un poco —le contesté—; pero creo que es suficiente” Bueno; para abreviar mi relato les diré que aquel hombre tenía trabajo para mí. Me encomendó ir cada día a la frontera para recibir a los desertores, comprarles todo y convencerlos de que América era el país de la leche y de la miel. Así empezó mi trabajo y el agente me daba el cincuenta por ciento, pues yo era sólo un subagente. Él tenía una gorra con el nombre de la compañía bordado en oro, y yo tenía sólo un brazalete. Dos meses después le dije que necesitaba el sesenta por ciento o renunciaba al trabajo, y me lo dio. En la casa donde me hospedaba conocí a una muchacha preciosa. Se llama Vega, y ahora es vuestra nuera. Su padre me dio algún dinero para empezar un pequeño negocio, pero yo no podía olvidar a aquellos once que emigraron a América mientras yo me quedaba ahí solo. Me despedí de Vega, y como entiendo mucho de barcos, pues es mi oficio, viajé a América. Y aquí estoy, Vega vino hace dos meses, nos casamos y somos felices. Mac lleva fotografías en el bolsillo. Al principio cosía botones a pantalones, luego planchaba —también pantalones—, después empecé a coser forros de mangas y por poco me convierto en sastre, como casi todos los judíos en América. Pero entonces conocí a Mac, en una excursión a Long Island, cerca del Fort Lafayette. Cuando estéis aquí ya os enseñaré el sitio. Él y yo empezamos a trabajar en toda clase de negocios. Trabajamos en el ramo de seguros. Yo aseguro judíos, y él, irlandeses; pero he asegurado incluso a unos cuantos cristianos. Mac os dará diez dólares de mi parte, con lo que podréis compraros algo para el viaje, pues dentro de poco os mandaré los billetes de barco, si Dios quiere.
»Os mando un fuerte abrazo y muchos besos.
»Vuestro hijo, Schemarjah. (Aquí me llamo Sam.)»
Cuando Mendel terminó la carta, se produjo un elocuente silencio que parecía mezclarse a la tranquilidad de aquel día estival y en medio del cual todos los miembros de la familia creyeron oír la voz del hijo emigrado: como si Schemarjah mismo hablase desde ahí, desde América, muy lejos, donde a aquella hora tal vez era de noche o de mañana. Por unos instantes olvidaron a Mac. Era como si se hubiese ocultado detrás del remoto Schemarjah, como un cartero que desaparece una vez entregada la carta. El mismo americano tuvo que recordar a todos su presencia. Se levantó como un ilusionista que se apresta a realizar un número, y sacó de un bolsillo del pantalón diez dólares y unas fotografías en las que se veía a Schemarjah unas veces en un banco, en compañía de su esposa Vega, y otras en traje de baño en la playa: un cuerpo y una cara entre una docena de cuerpos y caras extraños; ya no era Schemarjah, sino Sam. El extranjero entregó el billete de diez dólares y las fotografías a Deborah, después de examinar a todos brevemente, como queriendo convencerse que eran gente de fiar. Deborah arrugó el billete en una de sus manos, y con la otra colocó las fotografías sobre la mesa, al lado de la carta. Todo esto duró algunos minutos, durante los cuales no se interrumpió el silencio. Por fin, Mendel Singer posó el índice sobre una fotografía y dijo:
—Es Schemarjah.
«¡ Schemarjah !», repitieron los demás, y el mismo Menuchim, que era ya un poco más alto que la mesa, soltó una especie de relincho y lanzó una mirada tímida y oblicua sobre las fotografías.
De repente, Mendel tuvo la impresión de que el extranjero ya no lo era y que él podía entender su idioma.
—Cuéntame algo —dijo a Mac.
Y el americano como si hubiese comprendido las palabras de Mendel, comenzó a mover su gran bocaza y a contar cosas ininteligibles, afanoso y alegre, como si mascara algún manjar sabroso con gran apetito. Contó a los Singer que había ido hasta Rusia para abrir un negocio de lúpulo y que se ocupaba de instalar fábricas de cerveza en Chicago. Pero los Singer no entendieron nada. Como ahora se hallaba en Rusia —continuó el americano, no dejaría de visitar el Caúcaso, ni sobre todo de subir al Ararat, sobre el que había leído muchas cosas en la Biblia. A los presentes, que habían seguido con gran ansiedad la narración de Mac para captar al menos una sílaba entre todo ese magma sonoro, les tembló el corazón al oír la palabra «Ararat», muy familiar a todos ellos, pero tan alterada por el forastero que pareció salir de su boca como un terrible y peligroso trueno. Sólo Mendel sonreía sin cesar. Le era grato oír la lengua en la que hablaba ya su hijo Schemarjah, y mientras Mac hablaba, intentó imaginarse el aspecto de su hijo al pronunciar esas palabras. Y al poco tiempo le pareció que era la voz de su propio hijo la que salía de la alegre boca del extranjero.
El americano acabó su explicación, dio una vuelta alrededor de la mesa y estrechó la mano a todos cordial y fuertemente. Luego levantó de golpe a Menuchim, contempló su cabeza torcida, su cuello delgado, sus manos azulinas e inertes y sus piernas encorvadas y volvió a depositarlo en el suelo con cierta ternura despectiva, como queriendo indicar que una criatura tan extraña debía estarse allí, en el suelo, y no en la mesa. Inmediatamente después se marchó, ancho, alto y un poco vacilante, con las manos en los bolsillos, por la puerta abierta. Tras el salió toda la familia. Todos se hicieron visera con las manos para ver alejarse a Mac por la calleja llena de sol, en cuyo extremo volvió él a detenerse y les envió un breve saludo. Se quedaron fuera mucho tiempo, incluso cuando Mac ya había desaparecido. Con las manos sobre los ojos miraban los polvorientos rayos de sol en la calle vacía. Finalmente dijo Deborah:
—Se ha marchado.
Y como si el extranjero hubiera desaparecido en ese instante, entraron todos y, apoyando un brazo en el hombro del otro, miraron las fotografías colocadas sobre la mesa.
—¿Cuánto son diez dólares? —preguntó Miriam, y empezó a calcular.
—Da lo mismo —dijo Deborah—, porque no nos compraremos nada.
—¿Y por qué no? —repuso Miriam—. ¿Acaso vamos a llevar nuestros harapos?
—¿Quién habla de viajar y adónde? —repuso la madre.
—A América —contestó Miriam sonriendo—; el mismo Sam lo ha escrito.
Era la primera vez que alguien de la familia llamaba Sam a Schemarjah; y fue como si Miriam hubiera pronunciado intencionalmente el nombre americano del hermano para reforzar su petición de que toda la familia emigrase a América.
—¡ Sam ! —exclamó Mendel Singer—. ¿Quién es Sam?
—¡ Sam ! —dijo Miriam sin dejar de sonreír—. ¡ Sam es mi hermano en América: vuestro hijo !
Los padres guardaron silencio.
De pronto llegó desde un rincón la voz aguda de Menuchim.
—Menuchim no puede viajar —dijo Deborah en voz muy baja, como temiendo que el enfermo pudiera comprenderla.
—¡ Menuchim no puede viajar ! —repitió Mendel Singer en voz igualmente baja.
El sol descendía al parecer rápidamente. Sobre la pared de la casa de enfrente, que todos miraban a través de la ventana abierta, comenzó a subir la sombra negra, como el mar rebasa sus propias orillas cuando sube la marea. Sopló una ligera brisa y la ventana empezó a chirriar.
—Cierra la puerta, que hay corriente —dijo Deborah.
Miriam se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se detuvo un momento y asomó la cabeza en la dirección por la que Mac se había ido. Luego cerró la puerta con un golpe seco y dijo:
—Ha sido el viento.
Mendel se instaló junto a la ventana. Vio como la sombra de la noche iba trepando por la pared. Alzó la cabeza y observó el remate dorado de la casa de enfrente. Y así permaneció un buen rato, des espaldas a la habitación, a su mujer, a su hija Miriam y a Menuchim el enfermo. Los sentía a todos y adivinaba cada uno de sus movimientos. Sabía que Deborah había apoyado la cabeza en la mesa para llorar, que Miriam tenía el rostro vuelto hacia la chimenea y que sus hombros se agitaban a intervalos a pesar de que no estaba llorando. Sabía que su mujer sólo esperaba que él tomara su libro de oraciones y se dirigiera a la sinagoga a rezar la plegaria vespertina, y que Miriam se pusiera el pañuelo amarillo y fuera a visitar a los vecinos. Entonces Deborah cogería el billete de diez dólares que aún tenía en la mano y lo escondería bajo una de las tablas del suelo. Mendel sabía qué tabla era. Cada vez que la pisaba, la tabla crujía revelando su secreto y le recordaba el gruñido de los perros que Sameschkin tenía atados en su cuadra. Evitaba caminar sobre ella cuando se paseaba por la habitación, durante las lecciones, para no pensar continuamente en los perros negros de Sameschkin que le resultaban siniestros como los símbolos mismos del pecado. Cuando vio el dorado rayo reducirse y pasar al tejado y de allí a la chimenea blanca, le pareció sentir, por primera vez en su vida, el transcurrir traidor y sigiloso de los días, la engañadora perfidia de la eterna alternancia entre día y noche y entre verano e invierno, y el deslizarse de la vida, uniforme a pesar de todos los terrores previstos e imprevistos. Estos iban brotando en las orillas del camino y Mendel iba pasando por entre ellos. Venía un hombre desde América, traía una carta, unos dólares y unas fotografías de Schemarjah, y desaparecía de nuevo tras el velo de la distancia. Sus hijos habían desaparecido; Jonás servía al zar en Pskow y ya no era Jonás; Schemarjah se bañaba en el océano y ya no se llamaba Schemarjah; Miriam seguía con los ojos al americano y quería irse a América. Sólo Menuchim seguía siendo lo que era desde el primer día de su vida: un inválido. Y él mismo. Mendel Singer, también era lo que siempre había sido: un maestro.
La estrecha calleja se oscureció y se fue animando al mismo tiempo. La gruesa mujer del vidriero Chaim y la nonagenaria del difunto cerrajero Jossel Kopp sacaron sendas sillas de sus casas para sentarse ante la puerta y disfrutar del fresco de la tarde. Los oscuros judíos se dirigían presurosos a la sinagoga, musitando saludos al pasar. Mendel Singer se volvió, dispuesto a ponerse en marcha, y pasó junto a Deborah, cuya cabeza seguía apoyada en la mesa. Su rostro, que Mendel no podía soportar hacía años, se hallaba oculto y como enterrado en la madera dura, y la oscuridad que empezaba a inundar el cuarto ocultaba asimismo la dureza y timidez de Mendel. Su mano rozó la ancha espalda de la esposa: aquella carne que tan familiar le había sido en otros tiempos, resultábale ahora muy extraña. Ella se levantó y dijo:
—¡ Vas a rezar !
Y como estaba pensando en otra cosa, cambió un poco el tono de la voz y repitió con voz lejana:
—¿Vas a rezar?
Con su padre salió también Miriam, que ya se había puesto el pañuelo amarillo e iba a la casa vecina.
Era la primera semana del mes de Ab. Los judíos se reunieron después de la oración vespertina para festejar la luna nueva. Y como la noche era agradable y tenía un efecto balsámico tras el bochorno del día, todos siguieron con más animación que de costumbre los dictados de su fe y el mandamiento de Dios que ordenaba celebrar el renacimiento lunar desde un sitio amplio y descubierto, donde el cielo se extendiera más que sobre las estrechas callejuelas del pueblo. Avanzaban de prisa, morenos y silenciosos, formando grupitos desordenados detrás de las casas. A lo lejos divisaron el bosque negro y silencioso como ellos, pero eterno en su esencia de raíces; vieron también los velos de la noche sobre los campos lejanos y finalmente se detuvieron. Alzaron la mirada al cielo, buscando la plateada curvatura del astro que esa noche renacía una vez más como en el día de su creación. Se unieron hasta formar un grupo muy compacto, abrieron sus devocionarios, cuyas páginas lanzaron blancos destellos y cuyas letras negras y angulosas permanecieron inmóviles bajo la azul claridad nocturna, y empezaron con un murmullo su saludo a la luna, balanceando sus cuerpos como si una tempestad invisible los agitase. El balanceo fue aumentando y el murmullo de las plegarias también, hasta que al final lanzaron al remoto cielo, con ánimo belicoso, sus palabras antiquísimas. La tierra en la que se hallaban les resultaba extraña; hostil el bosque que los miraba fijamente, y odioso el ladrido de los perros cuyo receloso oído habían despertado. Sólo les era familiar la luna, que pronto nacería en ese mundo como en el país de sus antepasados, y el Señor que vigilaba en todas partes, tanto en la patria como en el exilio.
Con un ruidoso «amén» concluyeron las bendiciones y se dieron mutuamente las manos, deseándose un mes feliz, prosperidad en los negocios y salud para los enfermos. Luego se dispersaron, dirigiéndose aisladamente a sus hogares y desapareciendo en las callejas tras las puertecitas de sus cabañas oblicuas. Sólo un judío quedo rezagado: Mendel Singer.
Hacía pocos minutos que sus compañeros se habían despedido, pero él tuvo la impresión de llevar ahí una hora larga. Respiró la paz imperturbable de la libertad, anduvo unos cuantos pasos y se sintió agotado. Le entraron ganas de echarse al suelo, pero tuvo miedo de esa tierra desconocida y de los peligrosos insectos que probablemente albergase. Pensó en Jonás, su hijo pródigo, que estaría durmiendo en un cuartel, sobre el heno de alguna caballeriza o acaso junto a los caballos. Su otro hijo, Schemarjah, vivía allende el océano. ¿Cuál estaba más lejos, Jonás o Schemarjah? Deborah habría escondido ya los dólares y Miriam estaría contando a los vecinos la visita del americano.
La joven luna difundía ahora un fulgor intenso y plateado, y fielmente acompañada por la estrella más reluciente, flotaba a través de la noche. De vez en cuando aullaban los perros, aumentando la inquietud de Mendel y turbando la paz nocturna. Aunque se hallara a sólo cinco minutos de las casitas del pueblo, sentíase muy lejos del mundo habitado por los judíos, terriblemente solo y rodeado de peligros, pero incapaz de volver a su casa. A su derecha se extendían muchas verstas de pantano con uno que otro sauce plateado. A su izquierda, los campos cubiertos por un velo opalino. A ratos le parecía percibir voces humanas provenientes de distintas direcciones. Oyó hablar a gente desconocida y creyó comprenderla. Recordó entonces que había oído esos susurros hacía ya mucho tiempo. Y comprendió que los de ahora eran tan sólo un eco en su memoria.
De repente oyó un murmullo en el campo de trigo, a pesar de que no había viento. El ruido se fue aproximando y Mendel pudo ver que las espigas, de la altura de un hombre, se movían. Algo debía avanzar entre ellas, un hombre o un animal enorme, algún monstruo. Lo mejor hubiera sido huir, pero Mendel esperó dispuesto a morir. Pronto saldría de entre el trigo un campesino o un soldado que lo acusaría de robo y lo mataría, tal vez con una piedra. También podía ser un vagabundo, un asesino o un delincuente que no quisiera ser visto.
—¡ Dios santo ! —dijo Mendel en voz baja.
Entonces oyó voces. Eran dos los que pasaban por el campo de trigo; el que no fuera uno solo tranquilizó a Mendel, aunque se dijo a sí mismo que podían ser dos asesinos. No, no eran asesinos: era una pareja de enamorados. Una voz de muchacha decía algo y un hombre se reía. &También una pareja e enamorados podía ser peligrosa; había ejemplos de que un hombre podía enfurecerse al notar a algún testigo de su amor. Dentro de breves instantes saldrían al campo. Mendel Singer venció la repugnancia que le inspiraban los insectos y se tumbó en el suelo, dirigiendo su mirada al trigo. Se abrieron las espigas y salió un hombre: un hombre uniformado, un soldado con gorra azul y botas con espuelas cuyo metal brillaba. ¡ Detrás de él brilló un pañuelo amarillo, un pañuelo amarillo, un pañuelo amarillo ! Se oyó una voz, la voz de la muchacha. El soldado se volvió, puso sus brazos en los hombros de la chica y el pañuelo amarillo se abrió; luego se paró detrás de la muchacha sin sacarle sus manos de los pechos, y ambos avanzaron muy pegados el uno al otro. Mendel cerró los ojos y dejo pasar su desgracia en la oscuridad. Tuvo ganas de taparse los oídos, pero el temor de traicionarse se lo impidió. Y tuvo que oírlo todo: palabras terribles, la estridencia metálica de unas espuelas, una risita leve y la risa profunda de un hombre. Esperó ansiosamente el aullido de los perros. ¡ Si al menos empezaran a aullar, a aullar muy fuerte ! ¡ O salieran asesinos del trigal para matarlo ! Las voces se alejaron. Volvió a reinar el silencio. No había sido nada.
Mendel se incorporó de prisa, lanzó una mirada alrededor, se recogió con ambas manos los faldones de su larga levita y echó a correr en dirección al pueblo. Los postigos ya estaban cerrados, pero aún había unas cuantas mujeres charlando ante las puertas. Para no llamar la atención, Mendel dejó de correr, pero siguió sosteniéndose los faldones con las manos. Se detuvo frente a su casa y llamó a la ventana. Deborah le abrió.
—¿Dónde está Miriam? —preguntó Singer.
—Aún está paseándose —contestó Deborah—. ¡ Siempre anda de paseo ! Se va a pasear día y noche, y en casa se está apenas media hora. Dios me ha castigado con los hijos, está visto.
—¡ Calla ! —la interrumpió Mendel—. Cuando Miriam vuelva dile que he preguntado por ella. Yo no volveré a casa esta noche, sino mañana temprano. Hoy es aniversario de la muerte de mi abuelo Zallel, y voy a rezar.
Y se alejó sin esperar una respuesta de su esposa.
No habrían transcurrido aún tres horas desde que abandonó la sinagoga, pero al entrar de nuevo en ella tuvo la impresión de que habían pasado ya muchas semanas. Acarició con una ternura la tapa de su antiguo atril, celebrando en cierto modo un reencuentro. Luego lo abrió y sacó su viejo libro de oraciones, negro, pesado y tan familiar para sus manos que lo hubiera reconocido sin vacilar entre miles de libros iguales. Totalmente familiares le resultaban la encuadernación de cuero liso con sus redondas islas de estearina en relieve —restos solidificados de innumerables velas consumidas tiempo atrás—, y los cantos inferiores de las páginas porosas, amarillentas, grasientas y abarquilladas por la acción constante, a través de largas décadas, de los dedos humedecidos de muchos lectores. Mendel podía encontrar cualquier oración en el momento necesario. Todas se hallaban grabadas en su memoria con los rasgos precisos que tenían en aquel libro, con el número de sus líneas, el tipo y las dimensiones de los caracteres y el color exacto de las páginas.
Reinaba una semipenumbra en la sinagoga, pues la luz amarillenta de las velas dispuestas en la pared del lado este, junto al armario donde se guardaban los rollos de la Thora, no lograba disipar la oscuridad, sino más bien parecía ocultarse en ella. A través de las ventanas se podía ver el cielo y unas cuantas estrellas, y en el interior se distinguían todos los objetos: los atriles, la mesa, los bancos, los recortes de papel en el suelo, los candelabros en la pared y algunos tapices con franjas doradas. Mendel Singer encendió dos velas, las pegó a la madera desnuda de su atril, cerró los ojos y empezó a rezar. Con los ojos cerrados podía reconocer dónde acababa una página, y pasaba mecánicamente a la siguiente. Su cuerpo empezó a oscilar poco a poco y a intervalos regulares, como lo había hecho siempre. Todo él participaba en la oración: los pies frotaban las tablas del suelo, y las manos, convertidas en puños, golpeaban como dos martillos el atril, el libro, el pecho de Mendel y el aire. Un judío sin hogar dormía sobre el banco de la estufa y su respiración acompañaba el canto monótono de Mendel, un canto ardiente perdido en el desierto amarillo y familiarizado con la muerte. Su propia voz y la respiración del durmiente ensordecían a Mendel y expulsaban de su corazón los pensamientos; ya no era un hombre, sino una máquina de rezar, un recipiente vacío, un embudo por el que las oraciones subían al cielo.
El día se asomó a las ventanas. Las luces se volvieron trémulas y macilentas, y tras las cabañas se levantó el sol, llenando de rojas llamas las dos ventanas del lado oriental. Mendel apagó las velas, guardó el libro, abrió los ojos y salió. Sintió el lodo de los pantanos que se secaban y del verdor que se despertaba. Los postigos permanecían aún cerrados. La gente seguía durmiendo.
Mendel llamó tres veces a su puerta. Estaba tan fresco como si hubiese dormido toda la noche. Sabía muy bien lo que debía hacer. Deborah le abrió.
—Hazme un té —le dijo Mendel— y luego te diré una cosa. ¿Está Miriam en casa?
—¡ Naturalmente que sí ! —contestó Deborah—. ¿Dónde va a estar? ¿Acaso ya en América?
Zumbaba el samovar, y Deborah sopló en un vaso y lo limpió. Luego bebieron ambos a pequeños sorbos para no quemarse. De pronto dijo Mendel:
—Nos iremos a América. Menuchim tendrá que quedarse aquí. Nos llevaremos a Miriam. Puede ocurrir una desgracia si nos quedamos.
Guardó silencio un momento y añadió en voz baja:
—Sale con un cosaco.
El vaso se desprendió de las manos de Deborah, cayendo ruidosamente al suelo. Miriam se despertó y Menuchim se agitó en su profundo sueño. Volvió a reinar el silencio. Millares de alondras trinaban sobre la casa y bajo el cielo.
Con un claro relámpago apareció el sol en la ventana, hirió el samovar de lata y lo convirtió en un espejo convexo.
Así empezó el día.
7
Para ir a Dubno bastaba con el carro de Sameschkin; para ir a Moscú bastaba con el ferrocarril; para ir a América no bastaba con un barco: hacían falta documentos. Y para obtenerlos era preciso ir a Dubno.
Por eso Deborah fue a buscar a Sameschkin, pero el cochero no estaba en su banco al lado de la chimenea; no estaba en casa. Era jueves, día del mercado del cerdo, y Sameschkin no volvería antes de una hora.
Impaciente se paseaba Deborah ante la cabaña de Sameschkin, pensando sólo en América.
Un dólar vale más que dos rublos, un rublo tiene cien copeks, dos rublos son doscientos copeks. ¿cuántos copeks, Dios mío, tendrá un dólar? ¿Y cuántos dólares nos enviará aún Schemarjah? América es un país bendito. Miriam sale con un cosaco. En Rusia puede hacerlo, pero en América no hay cosacos.
Rusia es un país triste. América es un país libre y alegre. Mendel ya no será maestro; será el padre de un hijo rico.
Transcurrió una hora, dos; sólo al cabo de tres horas oyó resonar las botas claveteadas de Sameschkin.
Era tarde, pero aún hacía calor. El sol oblicuo ya había tomado un color amarillo, aunque se negaba a desaparecer. Muy lento era el ocaso aquel día. Deborah estaba sudando de excitación, de calor y de cientos de ideas extraordinarias.
Cuando Sameschkin se aproximó, ella sintió más calor todavía. El cochero llevaba una gorra de piel de oso que en parte ya había perdido el pelo, una pelliza corta y unos pantalones sucios, que en parte se perdían en sus pesadas botas. Sin embargo, no sudaba. En el momento que lo vio, Deborah también lo olió, pues el tipo apestaba a aguardiente. Trabajo iba a tener Deborah, porque tratar con Sameschkin era difícil aún cuando no estuviese borracho.
El lunes habría mercado del cerdo en Dubno. Era una desventaja que Sameschkin hubiese tenido aquí mercado. Ya no tendría motivos para ir a Dubno; el viaje le costaría mucho dinero.
Deborah salió al encuentro del cochero. El tipo se tambaleó, pero sus pesadas botas lo sostuvieron. «¡ Por suerte no va descalzo !», pensó Deborah con cierto desprecio. Sameschkin no reconoció a la mujer que le cerraba el paso.
—¡ Fuera las mujeres ! —exclamó, haciendo un movimiento del brazo como para golpear o coger algo.
—¡ Soy yo ! —dijo Deborah valientemente—. El lunes iremos a Dubno.
—¡ Que Dios te bendiga ! —exclamó Sameschkin en tono amable. Y, siempre de pie, apoyó un codo sobre el hombro de Deborah, que no se movió por miedo a que el cochero se cayera. El tipo pesaría sus buenos setenta kilos y todo su peso reposaba ahora en ese codo, que a su vez gravitaba sobre el hombro de Deborah. Primera vez que tenía tan cerca a un hombre extraño. Sintió miedo, pero pensó que ya era vieja; pensó en el cosaco de Miriam y en el tiempo que había pasado sin que Mendel la tocara.
—¡ Sí, querida mía ! —dijo Sameschkin—; el lunes iremos a Dubno y en el camino nos acostaremos.
—¡ Puaf ! Eres un vejestorio —respondió Deborah—. Se lo diré a tu mujer. Seguro que estás borracho.
—No estoy borracho —replicó Sameschkin—; sólo estoy bebido. ¿Qué quieres hacer en Dubno si no piensas acostarte conmigo?
—Sacar documentos —dijo Deborah—. Nos vamos a América.
—El viaje te costará cincuenta copeks si no te acuestas conmigo, y treinta si te acuestas. Te haré un hijo, y así en América tendrás un recuerdo de Sameschkin.
Deborah se estremeció pese al calor.
Y al cabo de un minuto dijo:
—No me acostaré contigo y te pagaré treinta y cinco copeks.
Sameschkin sacó el codo del hombro de su interlocutora y pareció entrar en razón.
—Treinta y cinco copeks —dijo con voz firme.
—¿El lunes por la mañana, a las cinco?
—El lunes por la mañana, a las cinco.
Sameschkin entró en su casa y Deborah volvió lentamente a la suya.
El sol se había puesto y el viento soplaba del oeste. En el horizonte se iban acumulando nubarrones violáceos: al día siguiente llovería. Deborah pensó «mañana lloverá», sintió un dolor reumático en la rodilla y lo saludó como a un viejo enemigo. «La gente envejece —pensó—, y las mujeres envejecen más aprisa que los hombres.» Sameschkin era tan viejo como ella o incluso mayor. Miriam era joven y salía con un cosaco.
Deborah tembló al oír la palabra «cosaco», que acababa de pronunciar en voz alta, como si sonido le diese una idea de lo terrible que era salir con cosacos. Al llegar a su casa vio a Miriam y a su esposo Mendel. Estaban sentados a la mesa, sumidos en un silencio tan obstinado que Deborah entendió en seguida que se trataba de un silencio ya viejo, secreto y consolidado.
—He hablado con Sameschkin —empezó—, y el lunes a las cinco iré a Dubno por los documentos. Pide treinta y cinco copeks.
Y añadió, no sin cierta vanidad:
—Ese precio es sólo por tratarse de mí.
—Tú no puedes ir sola —dijo Mendel con voz cansada y miedo en el corazón—. He hablado con muchos judíos que conocen este asunto y me han dicho que tengo que ir yo mismo a hablar con el uriadnik2.
—¿Quieres hablar tú con el uriadnik?
En efecto, no era fácil imaginar a Mendel Singer en un despacho público. En su vida había hablado con un uriadnik, jamás pudo cruzarse con un agente de policía sin temblar. Esquivaba cuidadosamente a cuantos llevaban uniforme, así como a los caballos y a los perros. ¿Y Mendel quería hablar con el uriadnik?
Deborah le dijo:
—No te ocupes de estas cosas, que puedes estropearlas. Ya lo arreglaré todo sola.
—Todos los judíos —objeto Mendel— me han dicho que debo ir yo personalmente.
—Entonces vamos juntos el lunes.
—¿Y dónde dejaremos a Menuchim?
—Miriam se quedará con él.
Mendel miró a su mujer; quiso encontrar su mirada, pero ella la ocultó bajo sus párpados. Miriam, que los estaba observando desde un rincón, advirtió la mirada del padre y su corazón latió con más violencia. El lunes tenía una cita. Lo tenía todo muy bien combinado para aquel verano caluroso y tardío. Su amor florecía entre las altas espigas. Temía que llegase la cosecha. A veces oía a los campesinos prepararse y afilar sus hoces en las piedras azules. ¿Adónde podría ir cuando los campos quedasen desnudos? Tendría que irse a América. Una idea confusa del amor libre en América, entre esos grandes edificios, la consolaba y calmaba un poco sus temores ante la inminente cosecha. No podía perder tiempo. Amaba a Stepan, que se quedaría en el pueblo. Amaba a todos los hombres. Su impetuosidad y sus manos gruesas encendían llamas en los corazones. Los hombres se llamaban Stepan, Iván y Vselovod. Seguro que en América habría muchos más hombres.
—No quiero quedarme sola en casa —dijo Miriam—; tengo miedo.
—Tendremos que apostar un cosaco ante la puerta para vigilarla —replicó Mendel.
Miriam se ruborizó. Le pareció que su padre veía su rubor aunque ella estuviese a la sombra, en un rincón. La cara se le puso como una lámpara encendida; la escondió entre sus manos y rompió a llorar.
—Ya es tarde —dijo Deborah—; ve a cerrar los postigos.
La joven salió prudentemente, haciendo visera con las manos. Una vez fuera, se detuvo un momento. Millares de estrellas parecían aguardar a Miriam, cercanas y vivas. Su áureo brillo reflejaba el esplendor del gran mundo libre: esas estrellas eran espejitos en los que se reflejaba el resplandor de América.
Se aproximó a la ventana y miró hacia adentro, intentando leer en las caras de sus padres lo que estaban hablando. Nada pudo adivinar. Soltó los ganchos de hierro de los postigos y cerró las dos alas como se cierra un armario. Pensó en un ataúd. Había enterrado a sus padres en aquella casa pequeñita. No sintió tristeza. Mendel y Deborah Singer estaban enterrados. El mundo era grande y vivo. Vivian Stepan, Iván y Vselovod. Vivía América al otro lado del océano, con sus grandes edificios y sus millones de hombres.
Cuando entró en la habitación, su padre le dijo:
—No sabes ni cerrar los postigos, necesitas media hora para hacerlo.
Mendel se levantó dando un quejido y se dirigió a la pared donde colgaba la lamparilla de petróleo. Era un cacharro azul oscuro con un tubo ennegrecido por el humo y un espejo redondo y roto, destinado a aumentar la escasa luz sin gastos adicionales. La abertura superior del tubo sobrepasaba la cabeza de Mendel Singer, que intentó en vano apagar la luz. Parado de puntillas sopló varias veces, pero la mecha resistía. Por último se subió a un sillón y consiguió apagarla. Entretanto, Deborah había encendido una velita amarilla que dejo sobre el fogón de ladrillos. Miriam se acostó en un rincón, al lado de Menuchim. Quería desnudarse cuando todo estuviera a oscuras. Esperó con los ojos cerrados a que su padre acabara de rezar la oración de la noche. Por una rendija del postigo vio la luz azul dorada de la noche. Al desnudarse se palpó los senos. Le dolieron. Su piel tenía memoria propia: cada una de sus zonas recordaba las manos duras, gruesas y calientes de los hombres. Su olfato tenía memoria propia y recordaba el olor a sudor de los hombres, el olor a aguardiente y a cuero, con una fidelidad constante y dolorosa.
Oyó los ronquidos de sus padres y los estertores de Menuchim. Envuelta en su camisón y descalza, Miriam se levantó y dejo caer hacia adelante sus pesadas trenzas, que le llegaban hasta los muslos. Luego abrió la puerta y se lanzo a la noche misteriosa. Respiró profundamente, y tuvo la impresión de respirar la noche entera y de comerse las estrellas de oro. Las ranas croaban y los grillos cantaban. Hacia el noroeste, el horizonte mostraba una línea de plata que parecía encerrar la mañana. Miriam pensó en el campo de trigo, su lecho de bodas. Dio una vuelta a la casa. A lo lejos resplandecían los muros blancos del cuartel, enviando débiles reflejos hacia donde ella estaba. Allí en una gran nave, dormían Stepan, Iván, Vselovod y muchos otros hombres.
Al día siguiente era viernes. Había que preparar todo para el sábado: las albóndigas, el sollo y el caldo de gallina. Empezarían a hacer pan a las seis de la mañana. Cuando la línea plateada del horizonte adquirió un tono rojizo, Miriam volvió con cautela a la habitación. Ya no pudo dormir. A través de las rendijas vio las primeras llamas del sol. El padre y la madre se agitaban ya medio despiertos. Así empezó la mañana.
Transcurrió el sábado. Miriam pasó el domingo en el campo de trigo con Stepan. Fueron hasta la próxima aldea y ella bebió aguardiente. En su casa la buscaron todo el día. No le importaba. Su vida valía mucho y el verano era corto. Pronto empezaría la cosecha. En el bosque volvió a acostarse con Stepan. Al día siguiente, lunes, su padre iría a Dubno por los documentos.
El lunes, a las cinco, se levantó Mendel Singer. Tomó té, rezó, guardó las filacterias en su lugar y se dirigió a casa de Sameschkin.
—Buenos días —saludó desde lejos.
Parecióle a Mendel que en ese momento empezaban sus relaciones con las autoridades y se creyó obligado a saludar a Sameschkin como a un uriadnik.
—¡ Preferiría ir con tu mujer ! —dijo Sameschkin—. Todavía tiene buen aspecto, pese a sus años, y un busto respetable.
—Vamos —dijo Mendel.
Los caballos relincharon y se golpearon las grupas con sus colas.
—¡ So ! ¡ So ! —gritó Sameschkin haciendo restallar el látigo.
A las once llegaron a Dubno.
Mendel tuvo que esperar. Cruzó el espacioso portal gorra en mano. El portero llevaba un sable.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—Quiero ir a América. ¿A quién debo dirigirme?
—¿Cómo te llamas?
—Mendel Mechelovich Singer.
—¿Y qué quieres hacer en América?
—Ganar dinero; aquí las cosas me van mal.
—Anda al número 84 —dijo el portero—; adentro hay muchos esperando.
Se hallaban sentados en un gran pasillo abovedado de color ocre. Varios hombres de uniforme azul guardaban las puertas. Adosados a la pared había unos bancos marrones, todos ocupados. Cuando llegaba uno nuevo, los hombres de uniforme azul hacían un gesto con la mano, y los que estaban sentados se apretaban más unos contra otros para que el recién llegado tomara asiento. Todos fumaban, escupían, comían pipas o roncaban. Allí el día no era día. La lejana luz que entraba por el vidrio opaco de una ventana muy alta daba una vaga idea del día. De algún lugar llegaba el tictac de varios relojes que, en cierto modo, avanzaban al margen del tiempo, detenido en esos corredores.
De vez en cuando, uno de los hombres de uniforme azul pronunciaba un nombre en voz alta. Todos los durmientes se despertaban. El interesado se levantaba, avanzaba con paso vacilante, arreglándose el traje, y entraba por una de aquellas puertas altas de doble batiente, que en vez de manija tenían un pomo blanco. Mendel pensó un momento como haría para abrirla. Se incorporó para desperezarse, pues las extremidades le dolían de tanto estar sentado y encogido entre esa gente; pero nada más levantarse uno de los uniformados se le acercó y le gritó:
—¡ Siéntate !
Mendel encontró su sitio ocupado y se paró al lado del banco, pegándose a la pared. Hubiera deseado ser tan liso como ella.
—¿Esperas el número 84? —le preguntó uno de los uniformados.
—Sí —contestó Mendel, convencido de que ahora lo echarían definitivamente a la calle. En tal caso, Deborah tendría que volver a Dubno. Cincuenta copeks y cincuenta copeks hacen un rublo.
Pero el hombre del uniforme azul no tenía la intención de echar a Mendel a la calle. Quería que todos permanecieran sentados para poder vigilarlos, pues el que se levantaba podía lanzar una bomba. «Los anarquistas —pensaba el portero— suelen disfrazarse algunas veces.» Llamó a Mendel, lo cacheó y le pidió sus papeles. Como todo estaba en regla y Mendel no tenía asiento, le dijo:
—Mira: ¿ves aquella puerta de vidrio? Puedes abrirla porque es el número 84.
—¿Qué buscas aquí? —le gritó un hombre de espaldas muy anchas, sentado detrás de su escritorio. Se hallaba justamente bajo un retrato del zar. Usaba bigote, era calvo y usaba charreteras y botones. Parecía un busto muy hermoso tras su gran tintero de mármol—. ¿Quién te ha dado permiso para entrar así? ¿Por qué no te has hecho anunciar? —bramó una voz desde el busto.
Mendel Singer hizo una profunda reverencia. No esperaba tal recibimiento. Por eso se inclinó y dejo pasar el trueno sobre sus espaldas. Quiso reducirse al mínimo, quedar a ras del suelo como si una tempestad lo hubiera sorprendido a campo raso. Los faldones de su larga levita se abrieron y el funcionario pudo ver parte de los raídos pantalones de Mendel, así como el deslucido cuero de las cañas de sus botas. Esta visión mitigó un poco la furia del empleado.
—¡ Acércate ! —ordenó, y Singer se acercó inclinando la cabeza hacia adelante, como si quisiera arremeter contra el escritorio. Sólo la alzó ligeramente cuando se vio ya casi al borde de la alfombra. El empleado sonrió y le dijo: —¡ Dame los papeles !
Se produjo un silencio. De algún lugar llegaba el tictac de un reloj. Por las persianas se filtraba la luz dorada del atardecer. Se oyó un crujido de papeles. El funcionario se quedaba meditando a ratos, la mirada perdida en el vacío, y pescaba de pronto alguna mosca con la mano. Mantenía al minúsculo animalito encerrado en su enorme puño, que iba abriendo con precaución. Luego le arrancaba un ala, después la otra, y observaba como el insecto mutilado se arrastraba sobre el escritorio.
—¿La solicitud? —preguntó de improviso—. ¿Dónde está la solicitud.
—No sé escribir, Excelencia —se disculpó Mendel.
—Ya lo sé, idiota, ya sé que no sabes escribir. No te he pedido tu certificado de estudios, sino tu solicitud. ¿Por qué crees que tenemos un escribiente, eh? En el primer piso, despacho número tres, ¿eh? ¿Para qué paga el Estado un escribiente? Para ti, que eres un burro y que no sabes ni escribir. Anda al despacho número tres, donde se escriben las solicitudes. Di que vas de parte mía para que no tengas que esperar y te atiendan en seguida. Luego vuelve a verme. ¡ Pero mañana ! En lo que a mí respecta, podrás irte mañana por la tarde.
Mendel volvió a hacer una venia. No se atrevió a darle la espalda al funcionario y caminó de espaldas; larguísimo le pareció el trayecto del escritorio a la puerta. Tuvo la impresión de haber andado una hora. Por fin llegó, puso la mano en el pomo, lo hizo girar a la izquierda primero, luego a la derecha, y volvió a hacer otra venia. Se hallaba de nuevo en el pasillo.
En el número tres había un funcionario subalterno, sin charreteras. Era una habitación mal ventilada y baja, con mucha gente agolpada en torno a una mesa y un escribiente que escribía y escribía, sumergiendo la pluma en el tintero con gran impaciencia. Escribía velozmente, pero nunca podía acabar. Cada vez llegaban más clientes. No obstante, se dio tiempo para observar a Mendel.
—Me envía su Excelencia, el señor del número ochenta y cuatro —dijo Mendel.
—¡ Acércate ! — repuso el escribiente.
Le abrieron paso a Singer.
—¡ Un rublo para el sello ! —dijo el tipo.
Mendel sacó un rublo de su pañuelo azul, un rublo duro y reluciente. El escribiente no cogió la moneda: esperaba una propina de al menos cincuenta copeks. Pero Singer no advirtió los deseos, por lo demás harto evidentes, del empleado, que empezó a irritarse.
—¿A esto le llamas papeles? —dijo—. ¡ Son pingajos que se te deshacen en las manos !
Y, como quien no quiere la cosa, rompió uno de los documentos en dos partes iguales, que luego intentó pegar con goma arábiga. Mendel Singer temblaba.
Como la goma estaba demasiado reseca, el escribiente escupió en el frasquito y le echó aliento. Pero nada. De pronto tuvo una idea, y todos notaron que había tenido una idea repentina. Abrió un cajón, guardó en él los papeles de Mendel Singer y volvió a cerrarlo. Luego arrancó de un bloc una hojita verde, le estampó un sello, se lo dio a Mendel y le dijo:
—¿Sabes una cosa? Ven mañana a las nueve, que estaremos solos y podremos hablar tranquilamente. Tus papeles se quedarán aquí. Mañana los recogerás. Enseña esta hojita al entrar.
Mendel salió. Sameschkin lo esperaba afuera, sentado en una piedra junto a los caballos. El sol ya se ponía, y la noche llegaba.
—Nos iremos mañana —dijo Mendel—, a las nueve tengo que volver.
Buscó una sinagoga donde poder pernoctar. Compró un trozo de pan y dos cebollas y se guardó todo en el bolsillo. Luego paró a un judío y le preguntó por la sinagoga.
—Ven conmigo —le dijo el judío.
Por el camino, Mendel le contó su historia.
—En nuestra sinagoga —dijo su acompañante— podrás conocer a un hombre que te arreglará el problema. Ya ha enviado a América a muchas familias. ¿Conoces a Kapturak?
—¿A Kapturak? ¡ Por supuesto ! Ya ayudó una vez a mi hijo.
—¡ Cliente antiguo ! —dijo Kapturak al verlo. Solía pasar las últimas semanas del verano en Dubno, y tenía sus consultas en la sinagoga—. Aquella vez vino a verme tu mujer. Aún me acuerdo de tu hijo. Le va bien, ¿verdad? Kapturak tiene buena mano.
El tipo se mostró dispuesto a ocuparse del asunto. De momento cobraría diez rublos por cabeza. Pero como Mendel no podía darle el adelanto de diez rublos, Kapturak tuvo una idea: le pidió la dirección del joven Singer. En cuatro semanas podrían llegarle la respuesta y el dinero, si el hijo tenía realmente la intención de llevarse a sus padres.
—Dame la hojita verde, la carta de América y confía en mí —dijo Kapturak. Los allí presentes hicieron un gesto de aprobación—. Aún estás a tiempo de volver hoy día a casa. Dentro de unos días pasaré yo a veros. ¡ Confía en Kapturak !
Y algunos de los presentes insistieron:
—¡ Ten confianza en Kapturak !
—Ha sido una suerte —dijo Mendel— encontraros justamente aquí.
Todos estrecharon su mano y le desearon buen viaje. Singer volvió a la plaza del mercado, donde lo esperaba Sameschkin. El cochero estaba a punto de echarse a dormir en su carro.
—Sólo el demonio es capaz de llegar a un acuerdo con un judío —dijo—. Bueno, partamos en seguida.
Y partieron.
Sameschkin se ató las riendas a una de las manos para dormir un rato. Iba cabeceando de verdad, cuando los caballos se asustaron súbitamente con la sombra de un espantapájaros que un niño travieso había sacado del campo y colocado al borde del camino. Los animales partieron al galope, despavoridos, y el carro parecía elevarse por los aires. «Pronto —pensó Mendel— empezará a batir las alas.» También su corazón empezó a galopar precipitadamente, como si quisiera salírsele del pecho y perderse en la lejanía.
De pronto, Sameschkin lanzó una maldición. El coche se deslizó a un foso, mientras que los caballos aún llegaban a apoyar las patas delanteras en el borde del camino.
Sameschkin yacía sobre Mendel Singer. Se levantaron. La lanza del carro estaba desecha, se había aflojado una rueda, y a la otra le faltaban dos radios. Tendrían que pasar la noche allí. A la mañana siguiente ya se vería.
—Así empieza tu viaje a América —dijo Sameschkin—. ¿A qué vais vosotros por todas partes del mundo? El diablo os envía de un sitio a otro. Nosotros nos quedamos en el lugar donde nacemos, y sólo cuando hay guerra nos vamos al Japón.
Mendel Singer guardó silencio. Estaba sentado al borde de la carretera, junto a Sameschkin. Por primera vez en su vida se encontró sentado en el suelo, en plena noche, junto a un campesino. Miró hacia arriba, vio el cielo y las estrellas. Y pensó que ocultaban a Dios. «El Seño creo todo eso en siete días, y cuando un judío quiere ir a América tarda años.»
—¿Ves que bonito es el país? —dijo Sameschkin—. Dentro de poco vendrá la cosecha. Es un buen año, y como no se tuerza, en otoño me compraré otro caballo. ¿Has recibido noticias de tu hijo Jonás? Sabe mucho de caballos. Es un hombre muy distinto a ti. Y tu mujer, ¿ya te ha engañado alguna vez?
—Todo es posible —contestó Mendel.
Todo le pareció de pronto fácil, comprensible. La noche lo liberó de todos sus prejuicios. Se reclinó incluso contra Sameschkin como si fuese un hermano.
—Todo es posible —repitió—; las mujeres no valen nada.
De repente empezó a sollozar, a llorar en medio de la noche, junto a Sameschkin. El campesino se apretó los ojos con los puños, pues sintió que él también iba a llorar.
Después pasó su brazo sobre los huesudos hombros de Mendel y dijo en voz baja:
—¡ Duerme, querido judío, duerme !
El cochero permaneció largo rato despierto. Mendel Singer dormía y roncaba. Las ranas croaron hasta el amanecer.
8
Dos semanas después se detuvo ante la casa de los Singer, en medio de una gran nube de polvo, un pequeño carruaje de dos ruedas que traía un visitante: Era Kapturak.
Les comunicó que los documentos estaban listos y que si en cuatro semanas llegaba de América la respuesta y el dinero de Schemarjah, alias Sam, la partida de la familia Singer era cosa hecha. Kapturak añadió que había ido para informarlos de todo esto y que prefería la entrega inmediata de veinte rublos a tener que deducirlos cuando llegara el dinero de América.
Deborah se dirigió en seguida a la trastienda de madera anexa al patio, se levantó la blusa, sacó un pañuelo anudado de su seno y contó ocho monedas de un rublo. Luego se bajó la blusa, volvió a la habitación y dijo a Kapturak:
—Es todo lo que he podido pedirle a un vecino. Dese usted por satisfecho.
—Hay que tener paciencia con un cliente antiguo —dijo Kapturak. Y montando en su ligero cochecito amarillo, desapareció al poco tiempo envuelto en otra nube de polvo.
—Kapturak ha estado en casa de los Singer —comentaba la gente del pueblo—; Mendel se va a América.
Y, efectivamente, comenzaron los preparativos del viaje de Mendel Singer a América. Todos le indicaban remedios contra el mareo. Un par de compradores vinieron a ver la casita y le ofrecieron mil rublos, cifra por la cual Deborah hubiese dado cinco años de su vida.
Pero Mendel Singer dijo:
—¿No sabes acaso, Deborah, que Menuchim ha de quedarse en casa? ¿Con quién podríamos dejarlo? La hija de Billes se casará el mes próximo con Fogl, el músico. Hasta que tengan su primer hijo pueden cuidar a Menuchim. Y, a cambio, les dejaremos la casa sin cobrarles nada.
—Pero ¿es seguro que Menuchim se quedará? Aún faltan varias semanas para nuestra partida, y hasta entonces Dios puede hacer un milagro.
—Si Dios quiere hacer un milagro —contestó Mendel— ten la seguridad de que no te lo anunciará. Hay que esperar. Si no vamos a América, le ocurrirá una desgracia a Miriam. Y si vamos, tendremos que dejar aquí a Menuchim. ¿O quieres enviar a Miriam sola a América? ¿Quién sabe qué haría en el camino y en la misma América? Menuchim está tan enfermo que sólo un milagro podría curarlo; y si ese milagro se produce, podrá seguirnos. Es cierto que América está muy lejos, pero no fuera del mundo.
Deborah se calló. Volvió a oír las palabras del rabino de Kluczysk: «No abandones a tu hijo; quédate a su lado como si fuera un niño sano.» Y ella no se quedaría. Había esperado el milagro durante muchos años, día y noche, hora tras hora. Los muertos no le ayudaban desde el otro mundo, el rabino tampoco la ayudaba y hasta Dios le negaba su ayuda. Había llorado un mar de lágrimas. Era de noche en su corazón y cada una de sus alegrías ocultaba una pena desde que nació Menuchim. Todos los goces se le habían convertido en tormentos, y todos los días festivos, en día de duelo. Para ella no había primavera ni verano; todas las estaciones se llamaban invierno. Salía el sol, pero no calentaba. La esperanza era lo único que no quería morir.
—Se quedará inválido —decían todos los vecinos. Porque ellos no habían tenido esa desgracia, y el que no la sufre no cree en los milagros.
Pero tampoco el que la sufre cree en ellos. Los milagros existían en los tiempos antiguos, cuando los judíos vivían aún en Palestina. Desde entonces ya no se producían. Pero ¿no se hablaba de los extraños hechos del rabino de Kluczysk? ¿No era él quien había devuelto la luz a varios ciegos y curado a más de un paralítico? ¿Qué había ocurrido con la hija de Nathan Piczenik? ¿No estaba loca? Se la llevaron a Kluczysk. El rabino la miró y pronunció un ensalmo. Luego escupió tres veces, y la chica volvió a su casa libre, y en posesión de todas sus facultades.
«Hay gente con suerte —pensó Deborah—. Incluso para los milagros hay que tener suerte. Pero los hijos de Mendel Singer no la tienen. Son hijos de un maestro.»
—Si fueras un hombre razonable —le dijo a Mendel—, irías mañana a Kluczysk a pedirle consejo al rabino.
—¿Yo? —preguntó Mendel—. ¿Qué puede hacer tu rabino? Ya fuiste a verlo una vez y bien puedes ir otra. Si crees en él, podrá darte un consejo. Ya sabes que no le tengo fe. Ningún judío necesita intermediarios para dirigirse a Dios. Él oye nuestros ruegos si no hacemos ningún mal. ¡ Pero si cometemos una mala acción, puede castigarnos !
—¿Y por qué nos castiga ahora? ¿Qué mal hemos hecho? ¿por qué es tan cruel?
—Estás blasfemando, Deborah; déjame en paz, que no podemos seguir hablando.
Y Mendel se concentró en un libro piadoso.
Deborah cogió su bufanda y salió. Afuera, Miriam, iluminada por el resplandor rojizo del crepúsculo, con un vestido blanco que en aquel momento parecía anaranjado y un brillo dorado en sus negros cabellos, miraba el poniente con sus grandes ojazos, también negros, que mantenía abiertos aunque la luz del sol debía de cegarla.
«Es preciosa —pensó Deborah—; yo también fui tan bella como mi hija; pero ¿quién soy ahora? Soy la mujer de Mendel Singer, y mi hija sale con un cosaco. Ella es bonita y quizá tenga razón.»
Miriam no pareció ver a su madre. Observaba con atención apasionada el sol, que empezaba a ponerse tras una pared de nubes violáceas. Hacía días que aquella pared aparecía en el horizonte por las tardes, anunciando tempestad y lluvia, pero desaparecía al día siguiente.
Miriam había notado que en cuanto el sol se ponía los soldados empezaban a cantar en el cuartel. Una compañía entera entonaba siempre la misma canción: palyubil ya tibia za tvai krazatu3. El servicio había terminado y los cosacos saludaban al atardecer. Miriam repetía la letra de la canción, de la que conocía solamente las dos primeras estrofas: «He llegado a quererte por tu belleza» ¡ Toda una compañía la cantaba para ella, centenares de hombres la entonaban sólo para ella ! Dentro de media hora se encontraría con uno de ellos, tal vez con dos. A veces venían tres.
Vio a su madre y se quedó inmóvil; sabía que Deborah pasaría de largo. Hacia semanas que la madre no se atrevía a llamar a Miriam. Le parecía que su hija emanaba también una parte del terror que rodeaba a los cosacos; como si la joven estuviese ya bajo la protección de ese cuartel extraño y salvaje. No, ya no la llamaría.
Pero esta vez se le acercó. Deborah con su raído pañuelo, vieja, fea y temerosa, se detuvo delante de Miriam bañada en la luz dorada del sol. Y se paró al borde de la acera, como siguiendo las prescripciones de una antigua ley que ordenaba a las madres feas pararse siempre a media versta por debajo de sus hijas bonitas.
—Tu padre está enojado, Miriam —dijo Deborah.
—¡ Déjalo estar ! —contestó Miriam—. ¡ Siempre con tu Mendel Singer !
Por primera vez escuchó Deborah el nombre del padre en uno de sus hijos. En ese instante tuvo la impresión de haber hablado con una extraña y no con la hija de Mendel. ¿Y por qué una extraña tenía que decir «padre»?
Deborah quiso volverse. Se había equivocado. Había hablado con una persona extraña.
—¡ Quédate ! —ordenó Miriam.
Y por primera vez notó Deborah la dureza de voz de su hija.
«Una voz de cobre», pensó. Una voz que le recordaba una de las campanas de la iglesia, tan odiadas y temidas.
—Quédate aquí, madre —repitió Miriam—. Deja solo a tu marido y vente conmigo a América. Deja aquí a Mendel Singer y a Menuchim, el idiota.
—Le he pedido que vaya a ver al rabino, pero no quiere. Yo no pienso ir sola a Kluczysk. Tengo miedo. Ya me prohibió abandonar a Menuchim, aunque su enfermedad durase años. ¿Qué debo decirle, Miriam? ¿Debo decirle que nos vamos por tu culpa, porque tú…, tú sales…?
—Porque salgo con un cosaco —terminó Miriam sin moverse—. Dile lo que quieras, no me importa. En América haré lo que me dé la gana. No creas que porque te casaste con un Mendel Singer me obligarás a mí a hacer lo mismo. ¿Tienes acaso algún marido mejor para mí? ¿Tienes una dote para tu hija?
Miriam no levantó la voz. Sus preguntas no parecían preguntas. Era como si estuviese hablando de cosas insignificante, como si hablase de los precios de las legumbres o de los huevos.
«Tiene razón —pensó Deborah—. Que Dios nos ayude: tiene razón.»
E invocó a todos los buenos espíritus, pues sintió que su hija tenía razón, que quien hablaba por boca de la hija era ella, su propia madre. Y empezó a sentir miedo de sí misma, como minutos antes se había asustado de su hija. Nubes amenazadoras se cernían sobre ella. El canto de los soldados seguía llegando desde el cuartel. Un trozo de sol rojo rebasaba aún las nubes color violeta.
—Me marcho —dijo Miriam. Y con un paso ligero y coqueto, como una mariposa blanca, avanzó por la calle en dirección al cuartel, al encuentro de la canción de los cosacos.
A unos cincuenta metros del cuartel, en el sendero que unía el bosque al campo de trigo de Sameschkin, la esperaba Iván.
—¡ Nos vamos a América ! —dijo Miriam.
—No me olvides —contestó Iván—. A esta hora, cuando el sol se ponga, piensa en mí y no en los otros. Te seguiré si Dios quiere. Escríbeme, que Pavel me leerá tus cartas. Y no cuentes muchas cosas íntimas de nosotros dos, porque me avergonzaría.
Besó a Miriam con pasión y muchas veces. Sus besos resonaron como tiros en la placidez de la tarde. « ¡ Un demonio de chica ! —pensó—. Cuando se vaya a América tendré que buscarme otra. Tan hermosas como ella no las hay, y me quedan todavía cuatro años de servicio.»
Era un muchachón grande, fornido y tímido. Sus enormes manos temblaban al acercarse a una muchacha. Inexperto en el arte de amar, Miriam le había enseñado todo. ¡ La de cosas que sabía !
Se abrazaron como hacía dos días y como la víspera, en medio del campo, entre los frutos de la tierra, rodeados y cubiertos por las pesadas espigas, que se inclinaron complacientes cuando Iván y Miriam se dejaron caer. E incluso antes de que los amantes se acostaran, parecieron hacerlo las espigas. Su amor fue aquella tarde más breve, violento y temeroso, como si Miriam debiera partir a América al día siguiente. Temblaba ya la despedida en ese amor. Aun al estrecharse el uno al otro empezaron a sentirse lejanos, con un océano de por medio. «¡ Suerte la mía que me voy !, y suerte que éste se queda aquí», pensó Miriam.
Permanecieron echados largo rato, exhaustos, mudos, como dos heridos graves. Miles de ideas cruzaron por sus cerebros. No sintieron la lluvia que empezaba a caer. Había comenzado lenta y silenciosamente, y las pesadas gotas tardaron bastante en atravesar la masa dorada de las espigas. De pronto se encontraron a merced del agua. Se levantaron y echaron a correr. La lluvia los desconcertó, transformando totalmente el mundo y haciéndoles perder la noción del tiempo. Les pareció que debía ser muy tarde e intentaron oír las campanadas de la torre. Pero sólo se oía el aguacero, que caía cada vez más fuerte: los otros sonidos de la noche habíanse apagado. Se besaron en las caras empapadas y se apretaron las manos, pero había agua entre los dos y no pudieron sentir sus cuerpos. Se despidieron de prisa, sus caminos se separaron e Iván desapareció entre la lluvia.
«No lo veré más —pensó Miriam al correr hacia su casa—. Va a empezar la cosecha. Mañana se asustarán los campesinos: una lluvia suele traer varias.»
Llegó a la puerta de su casa y esperó un momento en el umbral, como si fuera posible secarse en pocos minutos. Por último decidió entrar. La habitación se hallaba a oscuras; todos estaban durmiendo. Se acostó sin hacer ruido, con el vestido mojado para que se le secase sobre el cuerpo. No se movió en toda la noche. Afuera se oía llover.
Todos sabían ya que Mendel se iba a América. Sus alumnos fueron dejando de asistir uno tras otro. Al final quedaron sólo cinco chicos, y aun éstos asistían irregularmente. Kapturak no había traído aún los papeles ni Sam había enviado los pasajes. Pero la casa de Mendel Singer empezaba ya a desmoronarse.
«¡ Qué podrido debía estar todo esto ! —pensaba Mendel—. Estaba podrido y nadie lo sabía. Quien no puede estar atento es como un sordo, peor que un sordo. Así está escrito en alguna parte. Aquí mi abuelo fue maestro, aquí fue maestro mi padre y aquí he sido yo maestro. Ahora me voy a América. A mi hijo Jonás se lo llevaron los cosacos, y ahora quieren llevarse también a mi hija Miriam. Y Menuchim… ¿Qué será de Menuchim?»
Esa misma noche fue a casa de los Billes. Era ésta una familia feliz, que siempre había tenido suerte (inmerecida, a juicio de Mendel). Todas las hijas estaban casadas, excepto la más joven, a la que pensaba ofrecerle su casa. Ninguno de los tres hijos había hecho el servicio militar y todos habían recorrido el mundo: uno vivía en Hamburgo, el otro en California y el tercero en Paris. Era una familia feliz, sobre la que reposaba la generosa mano de Dios. El viejo Billes siempre estaba alegre. Mendel había dado lecciones a todos sus hijos, y el viejo Billes había sido alumno del viejo Singer. Como hacía tantos años que se conocían, Mendel creía tener cierto derecho a participar en la suerte de la familia. Los Billes, que tampoco vivían en la abundancia, aceptaron complacidos la oferta de Mendel Singer. La joven pareja se instalaría en la casa y cuidaría de Menuchim.
—No da mucho trabajo —dijo Mendel; y cada año hace progresos. Pronto sanará, con la ayuda de Dios. Y entonces vendrá mi hijo Schemarjah en persona, o enviará a alguien a buscarlo.
—¿Y qué noticias tienes de Jonás? —le preguntó el viejo Billes.
Hacía tiempo que Mendel no sabía nada de su cosaco, como le llamaba en su interior no sin cierto desprecio, pero tampoco sin una pizca de orgullo. Sin embargo, contestó:
—Cada vez mejores. Ha aprendido a leer y a escribir y lo han ascendido. Si no fuera judío, quién sabe si no sería ya oficial.
Resultábale penoso a Mendel presentarse con toda su sobrecarga de infortunios ante una familia tan dichosa; de ahí que quisiera fingir un poco de felicidad.
Se acordó que Mendel Singer cedería su casa a la joven pareja en presencia de unos cuantos testigos de la familia Billes, y sin intervención de las autoridades, que sólo hubieran costado dinero. Bastaba con tres o cuatro judíos honrados para actuar como testigos. Entregaron a Mendel un anticipo de treinta rublos, ya que sus alumnos no venían y en su casa no tenían dinero.
Una semana más tarde vino Kapturak en su cochecito amarillo. Todo había llegado: el dinero, los pasajes, los pasaportes visados, la fianza e incluso los honorarios de Kapturak.
—¡ Un pagador puntual ! —dijo Kapturak—. Vuestro hijo Schemarjah, alias Sam, es muy puntual en sus pagos. Un «gentleman», como se dice allí…
Kapturak debía acompañar a la familia Singer hasta la frontera. Cuatro semanas después zarparía el vapor Neptuno de Bremen a Nueva York.
Los Billes fueron a casa de Mendel para hacer un inventario. Deborah se llevaría la ropa de cama, seis almohadas, seis sábanas y seis fundas a cuadros rojos y azules. Dejaría las tarimas de paja y la escasa ropa de cama de Menuchim.
Aunque no tenía mucho que embalar y recordaba perfectamente todas sus pertenencias, Deborah se hallaba siempre ocupada. Hacía y deshacía los bultos. Contaba una y otra vez los cacharros y utensilios de cocina. Menuchim rompió dos platos. Parecía ir saliendo paulatinamente de su estúpido letargo. Llamaba a su madre más que nunca, valiéndose de la única palabra que sabía y repitiéndola docenas de veces incluso cuando ella estaba ausente. ¡ Era un idiota el pobre Menuchim, un idiota ! Decir esto es muy fácil, pero ¿quién podría expresar la tempestad de miedos y tribulaciones que el alma de Menuchim, escondida por Dios bajo el impenetrable velo de la estupidez, debía de estar sufriendo en esos días?
Sí, Menuchim, el inválido, tenía miedo. Salía a veces de su rincón para tumbarse al sol en el umbral de la casa, como un perro enfermo, y mirar a la gente que pasaba, de la cual sólo parecía ver la botas, los pantalones, las medias o las faldas. Otras veces se aferraba de improviso al delantal de su madre y gruñía. Deborah lo cogía en sus brazos a pesar de que pesaba ya bastante. Lo mecía y le cantaba una vieja canción de cuna, dos o tres estrofas inconexas que tenía ya casi olvidadas, pero que acudían a su memoria en cuanto sentía en brazos a su infortunado hijito. Luego volvía a depositarlo en el suelo y reanudaba la tarea de embalar y contar las cosas de la casa. A veces abandonaba de nuevo su labor y, con unos ojos no muy diferentes a los de Menuchim, se ponía a meditar. Así de muertos y desamparados eran esos ojos que buscaban en una lejanía ignota las ideas que su cerebro se negaba a suministrarles. Caía entonces su mirada sobre el saco en el que había que coser los almohadones. «Tal vez sea posible coser a Menuchim dentro de un saco», pensaba. Pero en el mismo instante se echaba a temblar pensando que los aduaneros pudieran pinchar los sacos de los pasajeros. Deshacía nuevamente los líos y resolvía quedarse con Menuchim, como el rabino de Kluczysk se lo había ordenado: «No lo abandones; cuídalo como si fuera un hijo sano.»
No tenía ya la fuerza necesaria para creer; poco a poco la iban abandonando también las que se necesitan para soportar la desesperanza.
Era como si Deborah y Mendel no hubieran tomado ellos mismo la decisión de irse a América, sino como si América les hubiera caído encima con Schemarjah, Mac y Kapturak. Cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde. Ya no podían librarse de América. Habían recibido los papeles, los billetes de barco y el dinero.
—Pero ¿qué pasaría si Menuchim sanara de repente hoy o mañana? —preguntó un día Deborah.
Mendel movió la cabeza y replicó:
—Si Menuchim sanara, vendría con nosotros.
Y ambos abrigaban en silencio la esperanza de que Menuchim pudiera sanar de un día a otro, de que se levantara con los miembros sanos y empezara a hablar normalmente.
La partida estaba fijada para un domingo. Aquel día era jueves. Por última vez se hallaba Deborah en su hogar preparando la comida para el sábado, el pan blanco y los panecillos trenzados. El fuego chisporroteaba alegremente y el humo iba llenando la habitación, como cada jueves desde hacía treinta años. Afuera llovía. La lluvia rechazaba el humo de la chimenea; y la mancha de humedad volvió a aparecer en el techo de cal. Hacía diez años que hubieran debido revocar aquella parte del tejado; ahora lo haría la familia Billes. El baúl grande ya estaba listo y cerrado con una barra de hierro y un par de candados nuevos y brillantes. A ratos, Menuchim se arrastraba hasta el baúl y hacía oscilar los candados, que chocaban contra los aros de hierro y se negaban a calmarse. Y el fuego chisporroteaba alegremente, y el humo iba llenando la habitación.
El sábado por la noche, Mendel Singer se despidió de sus vecinos. Bebieron el aguardiente amarillo-verdoso que ellos mismos preparaban, echándole setas secas. Así, además de fuerte, era amargo. La despedida duró más de una hora. Todos desearon dicha y prosperidad a Mendel. Unos lo miraron con ciertas dudas y otros con envidia. Pero todos coincidieron que Estados Unidos era un país espléndido. Un judío no podía desear nada mejor que irse a América.
Esa noche Deborah se levantó y, en camisón y con una vela en la mano, se acercó a la cama de Menuchim. Yacía el chico boca arriba, y su pesada cabezota reposaba sobre una manta gris enrollada. Los ojos, semiabiertos, dejaban ver una blanca córnea. Al respirar le temblaba todo el cuerpo; sus dedos dormidos se movían constantemente. Ambas manos descansaban sobre el pecho. Durante el sueño, su cara era aún más pálida y fofa que de día. Tenía abiertos los labios azules, y en las comisuras se veía una espuma blanca. Deborah apagó la luz, se arrodilló unos segundos junto a su hijo y volvió a acostarse. «Nunca será nada», pensó, y ya no pudo conciliar el sueño.
El domingo a las ocho de la mañana llegó un mensajero de Kapturak. Era el mismo hombre de la gorra azul que ayudó a Schemarjah a cruzar la frontera. También esta vez se quedó frente a la puerta y no aceptó tomar el té. Luego ayudó a sacar el baúl y a colocarlo sobre el carro, un carro cómodo, con sitio para cuatro personas. Los pies podían apoyarse sobre el heno blando. El carro despedía un olor a verano tardío. Los lomos de los caballos relucían como espejos curvos de color castaño. Un yugo con cascabeles de claro timbre combábase sobre sus cuellos altivos y esbeltos. Aunque era de día, se veían las chispas levantadas por las herraduras al chocar contra las piedras.
Por última vez tomó Deborah en sus brazos a Menuchim. Allí estaba reunida toda la familia Billes, que no cesaba de hablar con Mendel. Éste se había instalado al lado del cochero, y Miriam apoyaba su espalda contra la de su padre. Sólo Deborah permaneció un momento en la puerta de casa, con Menuchim en brazos. Súbitamente lo colocó en el suelo como se mete un cadáver en un ataúd, se incorporó y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Estaba decidida. Su hijo se quedaba y ella se iría a América. No se había operado el milagro.
Subió llorando al carro. No vio las caras de la gente cuyas manos apretaba. Sus ojos eran dos mares llenos de lágrimas. Oyó el chasquido de las herraduras. Ya estaban en marcha.
Lanzó un grito sin enterarse siquiera: su corazón tenía boca propia, y de ella salió el grito. El carro se detuvo, y Deborah saltó a tierra con la agilidad de una joven. Menuchim seguía en el umbral. La madre se dejo caer a su lado.
—¡Mamá ! ¡Mamá ! —balbuceó el niño. Ella no se movió.
La familia Billes levantó a Deborah, que gritó, se defendió, y al final se calmó. La subieron de nuevo al carro, que salió rápidamente con dirección a Dubno.
Seis horas después se hallaban en el tren: un correo lento y lleno de desconocidos, que avanzaba por entre prados y campos donde se veían campesinos y campesinas cosechando. Cabañas y rebaños saludaban al convoy. La monótona canción de las ruedas adormecía a los viajeros. Deborah no había pronunciado una sola palabra. Dormitaba. Pero las ruedas del tren repetían incesantemente: «¡ No lo abandones ! ¡ No lo abandones !»
Mendel Singer se puso a rezar. Rezaba de memoria y mecánicamente, sin pensar en el significado de las palabras. Su solo sonido era suficiente y Dios comprendería aquellos rezos. Así adormecía su tremendo miedo al agua, a la cual llegaría en unos cuantos días. De cuando en cuando le echaba una mirada a Miriam, que iba sentada junto al hombre de la gorra azul. Mendel no vio como la chica se apoyaba contra el hombre. Este no le habló: esperaba el breve cuarto de hora que mediaba entre la caída de la noche y el instante en que el revisor encendiera la minúscula lamparilla de gas. De este cuarto de hora y de la noche, cuando volvieran a apagar las luces, se prometía toda suerte de placeres.
A la mañana siguiente se despidió de los viejos Singer con indiferencia, sólo apretó cordialmente la mano de Miriam. Habían llegado a la frontera. Los revisores recogieron todos los pasaportes, cuando llamaron a Mendel, éste se echó a temblar sin motivo, pues todo estaba en orden. Pasaron la frontera.
Cambiaron de tren. Vieron otras estaciones y otros uniformes y oyeron otras campanadas. Tuvieron que hacer transbordo dos veces más y pasaron tres días en el ferrocarril. Al tercer día por la tarde llegaron a Bremen. Un empleado de la Compañía de Navegación gritó: «Mendel Singer.» Y la familia Singer se acercó. El empleado esperaba nada menos que a nueve familias. Las puso en fila, las contó tres veces, fue leyendo los nombres de todos y a cada uno le dio un número. Luego se marchó, prometiendo volver pronto. Y las nueve familias, compuestas por veinticinco personas, permanecieron en fila, inmóviles, con los números de hojalata en la mano y sus líos a los pies. En el extremo de la izquierda estaba Mendel Singer, que se había presentado muy tarde.
Durante todo el viaje apenas si había intercambiado palabra con su mujer y con su hija. Las dos mujeres permanecieron mudas. Pero ahora Deborah parecía no poder soportar más el silencio.
—¿Por qué no te mueves? —preguntó a su marido.
—Nadie se mueve —contestó Mendel.
—¿Por qué no preguntas a la gente?
—Nadie pregunta.
—¿Qué estamos esperando?
—No lo sé.
—¿Crees que podré sentarme en el baúl?
—Siéntate en el baúl.
Pero en el momento en que Deborah se alzaba la falda para sentarse, apareció el empleado de la Compañía y anunció en ruso, polaco, alemán y yiddish que iba a acompañar a las nueve familias hasta una barraca del puerto, donde tendrían que pasar la noche, y que el Neptuno zarparía a la mañana siguiente, a las siete.
En la barraca, en Bremenhaven, se acostaron con sus números de hojalata en los puños cerrados, sin soltarlos mientras dormían. Los ronquidos y los movimientos de los veinticinco durmientes en sus duros camastros hacían temblar las vigas y las minúsculas bombillas eléctricas. Estaba prohibido prepararse té, y todos se acostaron con la garganta reseca. Miriam, a la que un peluquero polaco había regalado caramelos rojos, se adormeció con una bolita pegajosa en la boca.
Mendel se despertó a las cinco. Bajó con dificultad de la yacija de madera en la que había dormido y buscó el grifo de agua. Luego salió para ver dónde quedaba el este y entró de nuevo. Se instaló en un rincón y se puso a rezar. Estando en su piadoso cuchicheo le sobrevino un dolor tan violento al corazón que gimió en voz alta en medio de sus rezos. Un par de durmientes se despertaron y sonrieron al ver al judío que, en aquella esquina, agitaba su cuerpo y bailaba penosamente en honor a su Dios.
Aún no había acabado Mendel cuando el empleado abrió la puerta bruscamente. La brisa del mar entró en la barraca.
—¡ Arriba ! —gritó varias veces en todos los idiomas del mundo.
Llegaron temprano al buque. Se les permitió echar una mirada a los comedores de primera y segunda clase antes de pasar al entrepuente. Mendel Singer no se movía. Estaba sobre el peldaño más alto de una estrecha escalera de hierro, de espaldas al puerto, a la patria, al continente, al pasado.
El sol relumbraba a la izquierda, El cielo era azul y el agua, verde. Un marinero ordenó a Singer que bajase y éste calmó al marinero con un bondadoso gesto de su mano. No tenía miedo. Lanzó una rápida mirada al mar y bebió consuelo de la infinitud del agua agitada. Era eterna. Mendel reconocía que Dios mismo la había creado. La había arrojado de sus fuentes abundantes y secretas. Se hallaba ahora entre dos continentes. En el fondo se agitaba Leviatán, el pez sagrado, que el día del juicio alimentaría a los piadosos y justos.
El barco en que viajaba Mendel se llamaba Neptuno. Era una nave grande; pero en comparación con Leviatán, con el mar, con el cielo y con la sabiduría del Eterno, resultaba muy pequeña. No, Mendel ya no sentía miedo. Calmo al marinero, él, un pequeño judío moreno metido en un gran buque y a las puertas del océano eterno; se volvió y musitó en voz baja la bendición que debe pronunciarse a la vista del mar:
—¡ Alabado seas, eterno Señor nuestro, que creaste los mares para separar los continentes !
En aquel momento las sirenas anunciaron la salida. Comenzó el fragor de las máquinas, y el aire, el barco y las personas empezaron a temblar. Sólo el cielo permanecía tranquilo y azul, azul y tranquilo.
9
En la decimocuarta noche de travesía relucieron las señales luminosas que salían de los buques-faros.
—Ahora aparecerá la estatua de la Libertad —dijo un judío que hacía el viaje por segunda vez—. Tiene una altura de ciento cincuenta y tres pies, está vacía por dentro y lleva alrededor de la cabeza una corona de rayos. Con la mano derecha sostiene una antorcha que permanece encendida de noche y nunca se consume, pues su alumbrado es eléctrico. Cosas así sólo se hacen en América.
Desembarcaron en la mañana del decimoquinto día. Deborah, Miriam y Mendel se estrecharon al máximo por miedo a perderse. Llegaron varios hombres uniformados que a Mendel le parecieron un poco peligrosos pese a que no llevaban sable. Algunos llevaban trajes blancos como la nieve y parecían mitad guardias, mitad ángeles. «Son los cosacos de América», pensó Mendel, y miró a su hija Miriam.
Los iban llamando por orden alfabético y cada uno se plantaba frente a su equipaje, que nadie se cuidaba de pinchar con un instrumento. «Tal vez —pensó Deborah— hubiésemos podido traer a Menuchim.»
De repente vieron a Schemarjah delante de ellos. Los tres se asustaron de idéntica manera. Volvieron a ver simultáneamente su vieja casita, al Schemarjah de antes y al nuevo Schemarjah, alias Sam.
Vieron a Schemarjah y a Sam al mismo tiempo, como si un Sam transparente envolviera a Schemarjah.
Sin duda era Schemarjah, pero también era Sam.
Eran dos. Uno llevaba una gorra, traje negro y botas altas, y en sus mejillas aparecían las primeras sombras negras del vello. El otro llevaba una americana gris, una gorra muy blanca, pantalones amarillos, una camisa brillante de seda verde y tenía la cara lisa como una losa sepulcral.
El segundo era casi un Mac.
El primero habló con su voz antigua y familiar. Ellos sólo reconocieron la voz, mas no entendieron las palabras.
El segundo palmoteó fuertemente sobre los hombros de su padre, y ellos oyeron las palabras: «Halloh, old chap ! », que no comprendieron.
El primero era Schemarjah; el segundo era Sam.
Sam abrazó primero al padre, después a la madre y luego a Miriam. Los tres notaron el olor de su jabón de afeitar, una extraña mezcla de muguete y ácido fénico. Les recordó un jardín y un hospital al mismo tiempo.
En su interior se repitieron varias veces que Sam era Schemarjah. Sólo después se alegraron.
—Todos los demás —dijo Sam— tendrán que entrar en cuarentena. Vosotros no. Mac lo ha arreglado todo. Tiene dos primos que trabajan aquí.
Media hora más tarde apareció Mac. Tenía el mismo aspecto que cuando paso por el pueblo. Ancho y alto, gritaba en una lengua ininteligible y llevaba los bolsillos llenos de confituras, que repartió en seguida, empezando a comer él mismo, Su corbata, de un rojo muy vivo, ondeaba como una bandera sobre su pecho.
—Entrarán ustedes en cuarentena —dijo, pues había exagerado un poco su influencia. En realidad sus primos sólo eran empleados de Aduana—. Pero yo los acompañaré, no tengan miedo.
Y en efecto, no había por qué tener miedo. Mac iba diciendo a todos los empleados que Miriam era su prometida y Mendel y Deborah sus suegros.
Cada tarde, a las tres, el americano se escapaba hasta el recinto en que se hallaba la familia Singer y les daba a todos la mano a través de las rejas, pese a que estaba prohibido. Al cuarto día logró liberarlos. No les dijo cómo. Pues era típico de él, contar detallada y afanosamente las cosas que inventaba, y callarse las que realmente habían ocurrido. Insistió en que, antes de dirigirse a casa, todos vieran Nueva York detenidamente desde un carromato que pertenecía a su empresa.
Instalaron, pues, a Mendel Singer, a Deborah y a Miriam en el carruaje, y los llevaron a pasear.
El día era claro y caluroso. Mendel y Deborah iban sentados en la dirección de la marcha; frente a ellos se acomodaron Miriam, Mac y Sam. El pesado carromato rechinaba por las calles con furia violenta, como si quisiera pulverizar adoquines y asfalto para siempre, además de estremecer los fundamentos de las casas. El asiento de cuero le quemaba a Mendel bajo el cuerpo como una estufa. Pese a que avanzaban a la sombra de unos muros altísimos, el calor infernal atravesaba como plomo derretido la vieja gorra de reps negro de Singer y le fundía el cerebro, produciéndole una sensación de ardor húmedo, viscoso y sumamente doloroso. Desde su llegada apenas había dormido, había comido poco y casi no había bebido. Aún llevaba sus chanclos de goma pegados a las pesadas botas, y los pies le ardían como si se los hubiese puesto en fuego. Entre sus rodillas sostenía nerviosamente el paraguas, cuyo mango de madera parecía más bien hecho de hierro candente y no se podía tocar. Ante los ojos de Mendel flotaba un espeso velo de hollín, polvo y calor. Pensó en el desierto por el que sus antepasados peregrinaron durante cuarenta años. «Pero al menos lo hicieron a pie», se dijo a sí mismo. La velocidad a la que ahora avanzaban levantó un poco de viento, pero era un viento caliente, un abrasador soplo del infierno. En vez de refrescar, quemaba. Aquel viento no era viento. Lo integraban miles de gritos y de ruidos: era un ruido que soplaba. Lo integraban el repiqueteo agudo de cientos y cientos de campanas invisibles; el fragor metálico y peligroso de cientos de tranvías; el estrépito de innumerables bocinas; el vehemente chillido de las ruedas en las curvas de las streets; los bramidos de Mac, que a través de un gigantesco embudo iba explicando a los viajeros lo que veían; el murmullo de la gente que los rodeaba; las estruendosas carcajadas de un viajero desconocido que iba detrás de Mac, y el interminable discurso que Sam lanzaba a su padre y que éste no comprendía, pero al cual respondía con un cabeceo afirmativo y con una sonrisa amable y temerosa al mismo tiempo, que se aferraba a sus labios como una dolorosa grapa de hierro.
Pues aunque hubiera tenido el valor de permanecer serio, como correspondía a su situación, no habría podido deshacerse de aquella sonrisa. Carecía de la fuerza necesaria para cambiar de expresión. Los músculos de la cara se le habían paralizado. Hubiera querido llorar como un niñito. El acre olor a alquitrán del asfalto que se derretía y el polvo seco y áspero que flotaba en el aire; el repugnante olor de las alcantarillas y de las queserías; el olor caústico de las cebollas y aquel otro, más dulzón, de la gasolina de los coches; el vaho pestilente de las pescaderías, mezclado al de los muguetes y al de fenol que despedían las mejillas de su hijo, todos esos olores se sumaban, formando un vaho cálido y nauseabundo, al ruido ensordecedor que amenazaba con romperle el cráneo. Al poco tiempo ya no supo que había que ver, oír u oler. Seguía sonriendo y asintiendo con la cabeza. América penetraba en él, América lo rompía, América lo estaba haciendo polvo. Al cabo de unos minutos cayó desmayado.
Volvió en sí en un lunch-room al que lo condujeron de prisa para reanimarlo. En un espejo redondo y coronado por un sinnúmero de diminutas bombillas divisó su barba y su nariz huesuda, y en un primer momento creyó que esa nariz y aquella barba eran de otro. Sólo se reconoció a sí mismo al verse rodeado de sus familiares. Y se avergonzó ligeramente. Abrió los labios con dificultad y pidió a su hijo que lo perdonase. Mac cogió una de sus manos y se la sacudió, como felicitándolo por un buen número de ilusionismo o por haber ganado una apuesta. La grapa de hierro de la sonrisa volvió a aferrarse a su boca, y una fuerza desconocida lo impulsó nuevamente a mover la cabeza, como si él quisiese afirmar alguna cosa. Contempló a Miriam. Sus negros cabellos yacían en desorden bajo el pañuelo amarillo, tenía una mancha de hollín sobre las pálidas mejillas y una larga paja entre los dientes. Deborah, ancha y muda, se hallaba sentada en un sillón redondo y sin espaldar. Sus pechos se agitaba, jadeantes, y las alas de la nariz se le hinchaban intermitentemente. Al verla se hubiera dicho que iba a desplomarse al suelo de un momento a otro.
«¿Qué tengo yo que ver con esta gente? —pensó Mendel—. ¿Qué tengo yo que ver con toda América, con mi hijo, con mi esposa, con mi hija y con este Mac? ¿Sigo siendo Mendel Singer? ¿De veras soy el mismo Mendel Singer? ¿Dónde está mi hijo Menuchim?» Tuvo la impresión de haber sido expulsado de sí mismo y de que en el futuro viviría separado de su propio ser. Tuvo la impresión de haber sido abandonado en Zuchnow, al lado de Menuchim. Y mientras sus labios sonreían de nuevo y su cabeza volvía a temblar, su corazón se fue enfriando lentamente y empezó a latir como un mazo metálico contra una superficie helada. Ya estaba solo Mendel Singer, ya estaba en América…
Segunda Parte
10
Hacía varios siglos que uno de los antepasados de Mendel Singer había emigrado, probablemente de España, y se había instalado en Volhinia. Tuvo un destino más feliz y normal, aunque menos conocido que el de su descendiente; por eso no sabemos si necesito muchos o pocos años para aclimatarse en el país extranjero. Pero de Mendel Singer sí sabemos que al cabo de unos cuantos meses se sentía en Nueva York como en su propia casa.
Pues sí, ya era casi un americano. Sabía que old chap quería decir padre, y old fool, madre, o viceversa. Conocía ya a unos cuantos comerciantes del Bowery que tenían relaciones con su hijo. Conocía la Essex Street, en la cual vivía, y la Houston Street, donde quedaba la tienda de su hijo, de su hijo Sam. Sabía que Sam era un american boy; que la gente educada tenía que decir goodbye, how do you do y please; que un comerciante de la Grand Street podía hacerse respetar y a veces vivir en el River, aquel River con el que Schemarjah también soñaba. Le habían dicho que América era el God’s own country, el país de Dios, como en otros tiempos lo fue Palestina, y que Nueva York era the wonder city, la ciudad de los milagros, como la antigua Jerusalén. La oración se llamaba service, lo mismo que la beneficencia. El hijito de Sam, nacido una semana después de la llegada del abuelo, se llamaba nada menos que Mac Lincoln, y al cabo de pocos años —el tiempo vuela en América— ya era todo un college boy. La nuera trataba a su hijo de my dear boy. Ella aún se llamaba Vega, curiosamente. Era rubia, dulce y tenía un par de ojos azules que, a juicio de Mendel, revelaban más bondad que inteligencia.
¡ Qué importaba ! Las mujeres no necesitaban inteligencia. Que Dios las proteja y amén. Entre las doce y las dos se tomaba el lunch, y entre las seis y las ocho, el dinner. Mendel hacía caso omiso de estos horarios. Seguía comiendo a las tres de la tarde, y a las diez de la noche, como en su casa, aunque tal vez en su casa fuese de día cuando en Nueva York se sentaba a cenar, o quizás viceversa. ¡ Quién podía saberlo ! All right quería decir de acuerdo, y en lugar de «sí» se decía yes. Si uno quería desearle a alguien algo bueno, no le deseaba felicidad ni salud, sino prosperity. Sam pensaba alquilar pronto un nuevo piso en el River, con un parlour. Ya tenía un gramófono. Miriam se lo pedía a veces a su cuñada y lo llevaba a casa en brazos, por la calle, como a un niño enfermo. En el gramófono se podían oír valses, pero también Kol-Nidre. Sam se lavaba dos veces al día y llamaba a su traje de noche dress. Deborah ya había ido diez veces al cine y tres al teatro. Tenía un vestido de seda azul oscuro, regalo de Sam. También llevaba al cuello una gruesa cadena de oro, como una de esas concubinas de las que hablan las Sagradas Escrituras. Miriam trabajaba como vendedora en la tienda de Sam. Regresaba a casa pasada la medianoche, y salía a las siete de la mañana. Decía: «Buenas noches, padre» ó «buenos días, padre». A veces, Mendel podía entender, por las conversaciones que fluían a sus oídos como una corriente de agua a los pies de un anciano, que Mac acompañaba a Miriam a pasear y al baile, y que iban a bañarse y a hacer gimnasia juntos. Mendel Singer sabía que Mac no era judío, como tampoco eran judíos los cosacos. Dios lo ayudaría: cuestión de tener paciencia. Deborah y Miriam vivían en buena armonía; la paz reinaba en la casa. A veces, madre e hija se quedaban cuchicheando después de medianoche, y Mendel fingía dormir. Podía hacerlo con facilidad porque él dormía en la cocina y la madre en la alcoba, con su hija. Tampoco en América se vivía en palacios. Vivir en un primer piso era una suerte. En un segundo, tercero o cuarto, tampoco estaba mal. La escalera era sucia, tortuosa y muy oscura. Hasta de día se necesitaban cerillas para poder ver claro. Olía a humedad y a gatos. Cada tarde había que poner veneno para ratas y vidrio molido en todos los rincones. Deborah fregaba el suelo todas las semanas, pero nunca lo dejaba con aquel color azafrán del de su casa ¿A qué se debería? ¿Estaría demasiado débil? ¿O sería demasiado perezosa? ¿Habría envejecido? Todas las tablas crujían cuando Mendel caminaba por la habitación; era imposible adivinar donde escondía su esposa el dinero. Sam les daba diez dólares cada semana. Pero Deborah se enfadaba. Era mujer y a veces se le metía el diablo en el cuerpo. Su nuera, Vega, era muy tranquila y sencilla; pero Deborah decía que se daba muchos lujos. Siempre que Mendel la oía quejarse, le decía:
—Cállate, Deborah, y vive contenta de tus hijos. ¿No eres aún lo suficientemente vieja como para callarte? ¿Te apena no poder echarme en cara que no gano mucho, y te atormenta no poder reñir conmigo? Schemarjah nos ha traído aquí para que nos hagamos viejos y muramos a su lado, y su mujer nos da el trato honroso que ambos merecemos. ¿Qué más quieres, Deborah?
Ella no sabía a ciencia cierta lo que le faltaba. Quizás había esperado encontrar en América un mundo absolutamente nuevo, en el que fuera posible olvidarse del pasado y de Menuchim. Pero aquella América no era un mundo nuevo. Ahí había más judíos que en Kluczysk; era un Kluczysk en mayor escala. ¿Para qué todo ese recorrido a través del océano, si un corto viaje en el carro de Sameschkin bastaba para llegar a Kluczysk? Las ventanas daban a un patio oscuro en el que merodeaban niños, gatos y ratones. A las tres de la tarde, incluso en primavera, era preciso encender la lámpara de petróleo. No tenían luz eléctrica ni un gramófono propio. En Rusia al menos Deborah tenía aire y luz suficiente. También era verdad que iba de vez en cuando al cine con su nuera y que en dos oportunidades había tomado el metro. Miriam era toda una señorita distinguida, con sombrero y medias de seda. Se había vuelto muy juiciosa y ganaba dinero. Mac se ocupaba mucho de ella, y era preferible a los cosacos. Era el mejor amigo de Schemarjah. No entendían una sola palabra de cuanto decía, pero ya se acostumbrarían. Él solo era más hábil que diez judíos juntos, y tenía la ventaja de no exigir dote alguna. En suma, América era otro mundo. Un Mac americano no era un Mac ruso. Aquí tampoco le alcanzaba a Deborah el dinero que recibía. La vida aumentaba visiblemente, pero tampoco podía prescindir del dinero. Bajo una tabla del suelo había escondido ya dieciocho dólares y medio. Las zanahorias eran cada vez más pequeñas; los huevos salían hueros; las patatas se helaban; la sopa era aguada e insípida; las carpas eran magras; los sollos, pequeños; los patos, flacos; las ocas, duras, y las gallinas, descarnadas.
No, no sabía lo que le faltaba. Echaba de menos a Menuchim. A menudo, tanto en sueños como de día, cuando iba de compras, en el cine o en sus labores, lo oía exclamar: «¡ Mamá !, ¡ mamá !» La única palabra que sabía; ya la habría olvidado seguramente. Oía cómo llamaban otros niños a sus madres y veía que ellas acudían siempre. Ninguna madre abandonaba voluntariamente a su hijo. No debieron haberse ido a América. Pero siempre podían volver.
—Mendel —decía a veces—, ¿no crees que debiéramos volver para ver a Menuchim?
—¿Y el dinero para el viaje y para vivir? ¿Crees que Schemarjah puede darnos tanto? Es un buen hijo, pero no un Vanderbilt. Quizá éste sea nuestro destino. Quedémonos. Veremos a Menuchim aquí, cuando esté sano.
Pero la idea del viaje perseguía a Mendel Singer y no lo abandonaba nunca. Un día, en el despacho de su hijo (estaba sentado tras la puerta de cristales y vio llegar a unos clientes, a los cuales bendijo en su interior), dijo a Schemarjah:
—Seguimos sin tener noticias de Menuchim. En su última carta, Billes no nos decía una sola palabra de él. ¿No crees que deberíamos ir a verlo?
Y como Schemarjah, alias Sam, era todo un american boy, le contestó:
—Padre, no me parece práctico. Si fuera posible traer aquí a Menuchim, seguro que lo curarían. La medicina está más adelantada en América que en el resto del mundo; acabo de leerlo en el periódico. Se curan cientos de enfermedades con inyecciones, con simples inyecciones. Pero no siendo posible traerlo aquí ¿a qué gastar tanto dinero? No quiero decir que sea algo imposible. Pero justamente ahora estamos preparando un negocio importante con Mac, y como andamos justos de dinero, más vale ni hablar del asunto. Espera unas cuantas semanas. Confidencialmente te diré que Mac y yo estamos especulando con terrenos. Compramos una casa vieja en Delancy Street, y ya la hemos mandado derribar. Te aseguro que un derribo sale casi tan caro como una construcción, pero no podemos quejarnos. El negocio va bien. ¡ Cuando pienso que empezamos con seguros ! Subiendo y bajando escaleras. Y ahora hemos montado este negocio, este almacén, puede decirse. Ahora vienen a verme a mí los agentes de seguros. Cuando los veo, pienso para mí: «Conozco el negocio», y los echo a todos a la calle. ¡ A todos !
Mendel Singer no comprendía bien porque Sam echaba fuera a los agentes de seguros, ni por qué se alegraba tanto de ello. Sam lo adivinó y le dijo:
—¿Quieres tomar un breakfast conmigo, padre?
Fingió haber olvidado que su padre comía únicamente en casa. Le gustaba acentuar la distancia que lo separaba de las costumbres de su patria. De pronto se dio un golpe en la frente, como solía hacer Mac, y exclamó:
—¡Es verdad, lo había olvidado ! ¿Pero al menos podrás comerte un plátano?
Y mandó a traer un plátano para su padre.
—Por lo que a Miriam se refiere —continuó mientras comía—, ha aprendido muchísimo. Es la girl más guapa de la tienda. Si estuviera en otra casa ya sería maniquí desde hace tiempo; pero yo no quiero que mi hermana luzca en su cuerpo los vestidos que han de ponerse otras. Y Mac tampoco.
Esperó a ver si su padre quería decirle algo sobre Mac, pero Mendel Singer calló. No era desconfiado, y apenas había oído la última frase. Admiraba mucho a sus hijos, especialmente a Schemarjah. Era inteligente, pensaba con rapidez y hablaba fluidamente el inglés. Por su manera de apretar los timbres o de reñir a los botones se veía que era un boss.
Fue a la sección camisería a ver a su hija.
—Buenos días, padre —le dijo ella en voz alta, en medio de los clientes.
La verdad era que lo respetaba mucho más que en Rusia. Probablemente no lo quería, pero tampoco estaba escrito: «¡ Querrás a tu padre y a tu madre !», sino: «¡ Honrarás a tu padre y a tu madre !» Mendel la saludó y salió. Se dirigió a su casa. Estaba contento. Caminaba lentamente por el centro de la calle, saludaba a los vecinos y disfrutaba viendo a los niños. Aún llevaba su gorra de reps de seda negra, la levita bastante larga y las botas altas. Pero los faldones de su levita ya no golpeaban recia y acompasadamente las cañas de sus botas de cuero. Porque Mendel Singer había aprendido justamente en América, donde todo el mundo tiene prisa, a caminar despacio.
Y así se iba aproximando a la vejez, de la oración de la mañana a la de la noche, del desayuno a la cena, del despertar al sueño. Por la tarde, a la hora en que en Rusia llegaban a verlo sus alumnos, se recostaba en el sofá, dormía una hora y soñaba con Menuchim. Luego leía un poco el periódico y se iba a la tienda de la familia Skovronnek, donde se vendían gramófonos, discos, cuadernos de música y textos de canciones, y donde además se tocaba y se cantaba. Allí se reunían todos los viejos del barrio para hablar de política y contarse anécdotas de su patria. A veces, cuando se hacía tarde, pasaban a la habitación de Skovronnek y rezaban velozmente la oración de la noche.
Cuando Mendel emprendía el camino de vuelta, que a veces alargaba un poco, se imaginaba que en su casa lo esperaba una carta. En ella le dirían claramente que Menuchim se había curado por completo y que a Jonás lo habían licenciado del ejército por una enfermedad insignificante, y quería venirse a América. Sabía Mendel que esa carta no había llegado todavía, pero en cierto modo intentaba darle una oportunidad para hacerlo. El corazón le latía más de prisa cuando llamaba a su puerta; pero nada más verle la cara a Deborah, sabía que la carta no había llegado; sería una noche más, igual a las anteriores.
Un día en que dio un breve rodeo para ir a su casa, vio en una esquina a un chiquillo que, de lejos, le pareció conocido. Estaba el muchachito apoyado en una puerta, llorando. Mendel oyó el suave gimoteo desde el otro lado de la calle, y el sonido le resultó familiar. Se detuvo, decidido a acercársele para consolarlo, y echó a andar. De pronto, el gimoteo se hizo más fuerte. Mendel volvió a detenerse en medio de la calle. Entre las sombras del anochecer y del portal, el chiquillo pareció adquirir de repente la silueta y el porte de Menuchim. Sí; así había gimoteado muchas veces el pobre Menuchim en Zuchnow, en el umbral de su vieja casa. Mendel dio unos cuantos pasos hacia la puerta. Pero el niño desapareció en el oscuro portal de la casa.
Mendel siguió andando hacia la suya lentamente. No fue Deborah la que le abrió la puerta, sino Sam. Mendel permaneció un momento en el umbral. Aunque llegaba preparado para recibir una alegre sorpresa, tuvo miedo de que hubiera ocurrido una desgracia. Sí; se hallaba tan acostumbrado a las desgracias que la menor cosa lo asustaba. «¿Qué sorpresa agradable —pensó— puede llegarle a un hombre como yo? Todo lo repentino es malo; lo bueno llega siempre lentamente.»
La voz de Schemarjah lo tranquilizó en seguida.
—¡Entra ! —dijo Sam tirando a su padre de la manga hacia la habitación.
Deborah había encendido dos lámparas. Su nuera Vega, Miriam y Mac estaban sentados alrededor de la mesa. Toda la casa le pareció distinta a Mendel. Las dos lámparas —eran iguales— parecían mellizas, y más se alumbraban mutuamente que a la habitación. Daban la impresión de sonreírse, cosa que a Mendel lo alegró.
—Siéntate, padre —dijo Sam.
Y Mendel, que nada tenía de curioso, temió que le contaran una de aquellas historias americanas que hacían las delicias de todos menos las suyas. «¿Qué habrá ocurrido? —se preguntó—. Quizá me hayan regalado un gramófono, o hayan arreglado una boda.»
Se sentó ceremoniosamente. Todos guardaron silencio. De pronto dijo Sam —y fue como si se encendiese una tercera lámpara—:
—¡ Padre, hemos ganado quince mil dólares de golpe !
Mendel se levantó y les dio la mano a todos. Luego se acercó a Mac y le dijo:
—Se lo agradezco sinceramente.
Sam tradujo sus palabras al inglés y Mac también se levantó y abrazó a Mendel. Después empezó a hablar y no paró en toda la tarde. Deborah hizo cálculos para saber a cuántos rublos ascendía aquella cifra, y no lograba adivinarlo. Vega pensó en un nuevo apartamento con muebles nuevos, y sobre todo con un piano para que su hijo tomara clases. Mendel pensó en un viaje a Rusia. Miriam oía sólo a Mac, y se esforzaba por comprenderlo al máximo. Al no lograrlo, supuso que Mac hablaba en un lenguaje demasiado culto para ella. Sam reflexionaba sobre si debía invertir o no todo el dinero en su tienda. Solo Mac pensaba poco, no se preocupaba, ni hacía proyectos. Decía lo primero que se le ocurría.
Al día siguiente fueron todos juntos a Atlantic City.
—¡ Qué hermosa naturaleza ! —dijo Deborah.
Mendel sólo vio el agua. Recordó aquella terrible noche que pasara con Sameschkin en la cuneta de la carretera, y aún creyó oír el canto de los grillos y el croar de las ranas.
—En nuestro país —dijo— la tierra es tan ancha como el agua en América.
En realidad hubiera preferido no decirlo.
—¿Habéis oído lo que dice vuestro padre? —observó Deborah—. Se está haciendo viejo.
«Sí, sí —pensó Mendel—, estoy envejeciendo.»
Al llegar a casa encontraron una voluminosa carta que el cartero había dejado ante la puerta al no poderla pasar por debajo.
—Ya veréis —dijo Mendel— como esta carta trae buenas noticias. La felicidad sigue llegando. Un golpe de suerte suele traer otro. ¡ Alabado sea Dios ! ¡ Y que siempre nos ayude !
Era una carta de la familia Billes y, en efecto, traía buenas noticias. Traía la noticia de que Menuchim había empezado a hablar.
«El doctor Soltysiuk lo vio —decía la familia Billes— y no podía creerlo. Menuchim será enviado a San Petersburgo, porque los grandes doctores quieren estudiar el caso. Un día, era jueves, que él estaba solo en casa cayó de la chimenea un leño encendido que acabó quemando todo el suelo. (También habrá que blanquear las paredes, lo que costará un dineral.) Menuchim corrió a la calle, pues ya puede correr muy bien, y gritó: “¡ Incendio !” Y desde entonces ha aprendido unas cuantas palabras.
»¡ Lástima que esto ocurriera una semana después de la partida de Jonás ! Porque Jonás estuvo aquí de vacaciones. Es un gran soldado, y no sabía que vosotros os habíais ido a América. También os escribe algo en la otra página.»
Mendel volvió la página y leyó:
«¡ Querido padre, querida madre, querido hermano y querida hermana ! ¡ De modo que estabais ya en América ! La noticia me ha caído como un rayo, pero la culpa es mía, pues solo os escribí una vez. De todos modos no importa, pues me va muy bien. Todos son buenos conmigo y yo soy bueno con todos. Sobre todo soy bueno con los caballos. Ya sé montar como el mejor de los cosacos, y al galope puedo levantar con los dientes un pañuelo desde el suelo. Estas cosas me gustan y la vida militar también. Me quedaré incluso cuando termine el servicio. Te dan de comer, las órdenes te llegan desde arriba, y no se necesita pensar. No sé cómo escribiros para que me comprendáis bien. Tal vez no podáis comprenderlo. La cuadra es caliente y me gustan mucho los caballos. Cuando algunos de vosotros venga a Rusia, que venga a visitarme. El capitán me ha dicho que si sigo siendo un buen soldado, podré presentar una instancia al zar, quiero decir a Su Majestad, para que perdonen a mi hermano Schemarjah por haber desertado, Me daría una alegría enorme ver a Schemarjah una vez más en este mundo, pues los dos crecimos juntos.
»Sameschkin os envía recuerdos. Le va muy bien. Aquí se dice que va a estallar una guerra. En caso de que así fuera, debéis estar preparados para recibir la noticia de mi muerte como yo estoy preparado para morir, pues soy un soldado. Abrazo a todos para siempre. Pero no estéis tristes, porque tal vez salga con vida. Vuestro hijo: Jonás.»
Mendel se quitó las gafas. Vio que Deborah lloraba, y por primera vez desde hacía un año, cogió las manos de su mujer y dijo solemnemente:
—Ahora, Deborah, el Señor nos ha ayudado. Coge tu pañuelo, baja y tráenos una botella de Met.
Y, sentados a la mesa, bebieron el Met en los vasos de té, mirándose el uno al otro y pensando lo mismo.
—El rabino tenía razón —dijo Deborah.
El recuerdo le dictó claramente las palabras que habían dormido en su conciencia durante mucho tiempo: «¡ El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte !»
—Nunca me había dicho eso —dijo Mendel.
—Lo había olvidado.
—Hubiéramos podido ir a Kluczysk con Jonás; pero Jonás quiere más a los caballos que a nosotros.
—Aún es joven —lo consoló Deborah—; tal vez sea bueno que quiera a los caballos.
Y como no podía desperdiciar una ocasión de ser siquiera un poquitín maligna, añadió:
—Su amor por los caballos no le viene de ti.
—No —dijo Mendel, y sonrió pacíficamente.
Empezó a pensar en un viaje a su patria. Quizá dentro de poco podría trasladar a Menuchim a América. Encendió una vela, apagó la lámpara y dijo:
—Acuéstate, Deborah. Cuando Miriam llegue a casa le enseñaré esta carta. Yo no me acostaré.
Sacó del baúl su viejo libro de oraciones, tan familiar a sus manos, abrió de golpe la página en la que comenzaban los salmos y se puso a cantarlos uno a uno. Había sentido la gracia y estaba feliz. También sobre él había extendido Dios su mano bondadosa. Cantó varios salmos de alabanza. La llama de la vela se agitana en el aire que el cuerpo de Mendel producía al balancearse. Con los pies fue marcando el ritmo de los diferentes salmos. Su corazón rebosaba de júbilo, y su cuerpo tenía que bailar.
11
Por vez primera abandonaron las preocupaciones la casa de Mendel Singer. Hasta entonces le habían resultado familiares, como hermanas aborrecidas. Había cumplido cincuenta y nueva años, y hacía ya cincuenta y ocho que las conocía. Las preocupaciones le abandonaron y la muerte empezó a rondarlo. Tenía la barba blanca y los ojos débiles, la espalda encorvada y las manos temblorosas. Su sueño era ligero, y largas sus noches. Llevaba su felicidad como un vestido prestado. Su hijo de mudó al barrio de los ricos; pero Mendel se quedó en su calle, en el mismo apartamento, con su lámpara azul de petróleo, entre los vecinos pobres, los gatos y los ratones. Era piadoso, temeroso de Dios y sencillo: un judío común y corriente. Muy pocos le hacían caso, y muchos ni siquiera reparaban en él. De día visitaba a unos cuantos viejos amigos: a Menkes, que tenía un negocio de verduras; A Skovronnek, el de la tienda de instrumentos de música; a Rottenberg, el copista de la Biblia, y a Groschel, el zapatero. Una vez por semana lo visitaban sus dos hijos, su nieto y Mac. No tenía nada que decirles. Contaban historias de sociedad, de teatro y de política. Él escuchaba un poco y se dormía. Entonces Deborah lo despertaba y él decía, abriendo los ojos:
—No estaba durmiendo.
Mac se reía. Sam sonreía y Deborah y Miriam cuchicheaban. Al cabo de un rato, Mendel volvía a dormirse. Y soñaba; y en su sueño confluían recuerdos de su patria y cosas de las que había oído hablar en América: anécdotas de la vida teatral, acróbatas y bailarinas vestidos de oro y rojo, el presidente de los Estados Unidos, la Casa Blanca, el millonario Vanderbilt, y siempre, siempre, la figura de Menuchim. El pequeño inválido se mezclaba con el oro y rojo de las bailarinas y emergía entre los pálidos rayos de la Casa Blanca como una pobre mancha gris.
Como era demasiado viejo para observar las cosas con mirada lúcida, Mendel creía en lo que sus hijos le decían; es decir, que América era la tierra de Dios; Nueva York, la ciudad de los milagros, y el inglés, el idioma más bello del mundo. Los americanos eran sanos y las americanas bonitas; el deporte, muy importante; el tiempo, algo muy valioso; la pobreza, un vicio; la riqueza, un mérito; la virtud, un éxito a medias, y la fe en uno mismo, un éxito completo; el baile, higiénico; patinar, una obligación; la beneficencia, una inversión de capital; el anarquismo, un crimen; los huelguistas, enemigos de la humanidad; los rebeldes, aliados de Satanás; las máquinas modernas, una gracia del cielo, y Edison, el más grande de los genios. Pronto los hombres volarían como los pájaros, nadarían como los peces, verían el futuro como los profetas, vivirían en eterna paz y perfecta armonía, y elevarían rascacielos hasta las nubes. «El mundo llegará ser muy hermoso —pensaba Mendel—: ¡ suerte de mi nieto que lo verá todo !» A su admiración por el futuro se unía, sin embargo, cierta nostalgia por Rusia, y lo tranquilizaba saber que moriría antes de ver realizadas las proezas de los vivos. No lograba explicarse por qué se tranquilizaba de ese modo. Ya era demasiado viejo para gozar de lo nuevo, y demasiado débil para celebrar triunfos. Sólo le quedaba una esperanza: ver a Menuchim. Sam o Mac podrían ir a buscarlo; o tal vez incluso Deborah.
Era verano. Los bichos se multiplicaban incesantemente en su cuarto, pese a que las ruedecillas de hojalata de las camas se hallaban sumergidas en petróleo día y noche, y a que Deborah pasaba una fina pluma de ave impregnada de trementina por todas las rendijas de los muebles. Las chinches bajaban en filas largas y ordenadas por las paredes, y esperaban la oscuridad para dejarse caer rápidamente sobre las personas que dormían. Las pulgas saltaban de las negras junturas de las tablas sobre los vestidos, las almohadas y las mantas. Las noches eran calurosas y pesadas. Por la ventana abierta llegaba de vez en cuando el pitazo lejano de trenes desconocidos, los truenos breves y regulares de un mundo atareado y gigantesco, y las turbias emanaciones de las casas vecinas, de los basureros y de las alcantarillas. Los gatos maullaban, los perros sin dueño aullaban y los críos berreaban en la noche. Y sobre la cabeza de Mendel retumbaban los pasos de los desvelados, los estornudos de los griposos y el penoso bostezo de los fatigados. Una noche, Mendel Singer encendió la vela colocada sobre una botella verde junto a la cama y se asomó a la ventana. Vio los reflejos rojizos de la activa noche americana y los plateados rayos que un enorme reflector lanzaba al cielo como buscando a Dios desesperadamente. Vio también unas cuantas estrellas aisladas y lastimeras, y recordó las noches de Rusia, el azul profundo de su ancho cielo constelado, la hoz plateada de la luna, el lúgubre rumor de los pinos del bosque, y el canto de los grillos y de las ranas. Le pareció en aquel momento algo muy fácil salir de su casa y caminar toda la noche hasta donde pudiera oír el canto de las ranas y los grillos, y los gemidos de Menuchim. Allí, en América, esos gimoteos se sumaban a la infinidad de voces con las que su patria le hablaba y cantaba, al canto de los grillos y al croar de las ranas. «Pero entre América y la patria —pensó Mendel— se interpone el océano.» Había que subirse a un barco y viajar veinte días con sus noches. Sólo entonces llegaría a casa, junto a Menuchim.
Sus hijos trataban de animarlo a que dejase el barrio. Él tenía miedo. No quería ser presuntuoso. Ahora que todo comenzaba a ir bien, no se debía provocar la ira de Dios. Nunca había llevado tan buena vida como entonces. ¿Para qué cambiar de barrio? ¿Qué ventajas le ofrecía el cambio? Los pocos años que le quedaban de vida podía muy bien pasarlos en compañía de las alimañas de su casa.
Se volvió hacia la habitación. Deborah dormía. Miriam había dormido antes en ese cuarto, pero ahora vivía en casa de su hermano. «O quizás en casa de Mac», pensó Mendel para sus adentros. Deborah dormía como una reina, semidescubierta y con una amplia sonrisa dibujada en su amplio rostro. «¿Qué tengo yo que ver con ella? —se dijo Mendel—. ¿Por qué seguiremos viviendo juntos? Nuestro placer ya se acabó y nuestros hijos son mayores. ¿Por qué tengo que hacerle compañía y comer lo que prepara? Escrito está que no es bueno que el hombre viva solo, y juntos vivimos.»
Llevaban muchos años viviendo juntos y ahora se trataba de ver cuál de los dos moriría primero. «Probablemente yo —pensó Mendel—. Ella tiene buena salud y pocas preocupaciones. Aún esconde su dinero bajo una tabla. Ignora que eso es un pecado. ¡ Que lo siga escondiendo !»
La vela de la botella se iba consumiendo. Había pasado la noche. Los primeros ruidos matinales se oían incluso antes de que el sol apareciese. Alguien abrió una puerta y se oyeron pasos ruidosos en la escalera. El cielo estaba gris; de la tierra subía un vapor amarillento, procedente de las alcantarillas, en el que se mezclaban el polvo y el azufre. Deborah se despertó con un leve sollozo y dijo:
—Va a llover. Sube mal olor de las alcantarillas. Cierre las ventanas.
Y así comenzaron los días de verano. Esa tarde Mendel no pudo dormir en casa. Se fue al parquecito donde los niños jugaban. Unos cuantos mirlos lo alegraron con su canto. Sentado en un banco, fue trazando extrañas líneas con la contera del paraguas. El ruido del agua con la que regaban el césped refrescó su cara. Creyó sentir el agua y se quedó dormido. Soñó con el teatro, con acróbatas vestidos de oro y rojo, con la Casa Blanca, con el presidente de los Estados Unidos, con el millonario Vanderbilt y con Menuchim.
Un día llegó Mac y le dijo (Miriam lo acompañaba como intérprete) que a fines de julio o primeros de agosto partiría a Rusia en busca de Menuchim. Mendel sospechó los móviles que animaban a Mac. Probablemente deseaba casarse con Miriam, y hacía todo lo posible por ayudar a los Singer.
«Si yo me muriese —pensó—, Mac se casaría con Miriam. Ambos esperan mi muerte. Pero aún hay tiempo. Yo espero a Menuchim. Estamos en junio, un mes caluroso y particularmente largo. ¿Cuándo llegará julio?»
A fines de julio, Mac reservó un pasaje. Escribieron a la familia Billes. Mendel fue a la tienda de Skovronnek para contar a sus amigos que su hijo menor, Menuchim, también iba a venir a América.
En la tienda se había reunido mucha más gente que de costumbre. Todos tenían un periódico en la mano: en Europa había estallado la guerra.
Mac no viajaría a Rusia. Y Menuchim no vendría a América. La guerra había estallado.
Pero ¿acaso las preocupaciones no acababan de abandonar a Mendel Singer? Sí, y cuando lo abandonaron, llegó la guerra.
Jonás estaba en esa guerra y Menuchim en Rusia.
Dos veces a la semana, por la tarde, Miriam, Sam, Vega y Mac visitaban a Mendel Singer. Hacían todo lo posible por ocultarle la muerte de Jonás, que daban por segura, y los peligros que amenazaban la vida de Menuchim. Creían poder apartar la mirada que Mendel fijaba en Europa, y dirigirla hacia su propia existencia, feliz y segura. En cierta medida se interponían entre Mendel Singer y la guerra. Y mientras él parecía escuchar y aprobar las conjeturas de sus familiares, de que Jonás trabajaba en una oficina pública y Menuchim se hallaba bien atendido en un hospital de San Petersburgo, en su interior veía caer a su hijo Jonás con caballo y todo, y quedarse clavado en una de esas alambradas que tan vívidamente describían los diarios. Y veía asimismo su casita de Zuchnow en llamas y a Menuchim quemándose en un rincón. De vez en cuando pronunciaba una frase corta:
—Hace un año, cuando llegó la carta, yo mismo debí haber ido a buscarlo —decía.
Nadie sabía qué contestarle. Cuantas veces decía esta frase, recibía el mismo silencio por respuesta. Parecía que al pronunciarla apagase la luz de la habitación, que se quedaba a oscuras sin que nadie pudiera ver ya absolutamente nada. Y esa vez, tras un silencio prolongado, todos se levantaron y salieron.
Pero Mendel cerró la puerta tras ellos, mandó a la cama a Deborah, encendió una vela y comenzó a entonar los salmos uno a uno. Solía cantarlos cuando daba las gracias al cielo o cuando le tenía miedo. Los movimientos oscilantes de su cuerpo eran siempre los mismos, y únicamente su tono de voz permitía adivinar si Mendel, el Justo, estaba agradecido o temeroso.
Aquella noche el miedo lo sacudía como el viento a un árbol viejo. La inquietud le prestó su voz y se puso a cantar los salmos en un tono extraño. Terminó, cerró el libro, se lo llevó a los labios, lo besó y apagó la vela. Pero no logró calmarse. Seguía diciéndose a sí mismo: «He hecho demasiado poco, demasiado poco.» A ratos temía que su único medio de persuasión, el canto de los salmos, no fuera suficiente para apaciguar la violenta tempestad en la que Jonás y Menuchim perecerían. «Los cañones retumban —pensaba—, las llamas son poderosas y mis hijos se quemarán. ¡ La culpa es mía, sólo mía ! Y yo sigo cantando salmos. ¡ Eso no basta, no basta !»
12
Todos los que en las veladas políticas de Skovronnek apostaron por la neutralidad política de Estados Unidos perdieron sus apuestas.
Llegó el otoño. Un día Mendel se despertó a las siete de la mañana. A las ocho ya estaba en la calle, frente a su casa. La nieve aún estaba dura y blanca, como en Zuchnow, aunque aquí se derretía muy de prisa. En América sólo duraba una noche. Desde muy temprano, los vendedores de periódicos la iban apisonando con pies furtivos. Mendel Singer esperó a que pasara alguno, le compró un diario y entró de nuevo en su casa. La lámpara azul de petróleo se hallaba encendida e iluminaba la mañana, tan oscura como la noche. Mendel abrió el periódico, que estaba húmedo, viscoso y grasiento, y apestaba como la lámpara. Leyó los partes de guerra dos, tres y cuatro veces. Se enteró de que quince mil alemanes habían sido hechos prisioneros de golpe, y de que los rusos habían reanudado su ofensiva en Bucovina.
Mas todo aquello no le bastaba. Se quitó las gafas, las limpió y se las puso otra vez. Su mirada se fue filtrando por entre las líneas. ¿No tropezaría con los nombres de Sam Singer, Menuchim y Jonás?
—¿Qué novedades trae el periódico? —preguntó Deborah.
—Ninguna —contestó Mendel—; que los rusos ganan y los alemanes van cayendo prisioneros.
Se hizo un silencio. Se oyó hervir el té casi como en el samovar de la antigua casa. Pero ahí el té tenía otro sabor, un sabor más bien rancio. Era té americano, pese a que venía envuelto en papel de China.
—Ni siquiera puede tomar uno buen té —dijo Mendel. Y él mismo se extraño de haber dicho semejante minucia. Quizá hubiera debido decir otra cosa. Ocurrían tantas cosas importantes en el mundo, y Mendel se quejaba del té. Los rusos ganaban y los alemanes caían prisioneros. Pero de Sam no se decía nada; y de Menuchim tampoco.
Dos semanas antes Mendel les había escrito. La Cruz Roja le informó a su vez que Jonás había desaparecido. «Probablemente haya muerto», pensaba Deborah secretamente. Y lo mismo pensaba Mendel. Pero ambos discutieron largo rato sobre el significado de la palabra «desaparecido», como si ésta excluyese la posibilidad de la muerte, y convinieron repetidas veces en que «desaparecido» podía significar prisionero, herido o bien, desertor.
¿Pero por qué Sam no escribía? De él tampoco tenían noticias. Tal vez estuviera en una larga marcha o en una «redistribución» de tropas. Hacía tiempo que en la tienda de Skovronnek se hablaba de la importancia de esas redistribuciones.
«Es algo que no puede decirse en voz alta —pensaba Mendel—, pero Sam no debió irse.»
Y decía la segunda parte de la frase en voz alta. Deborah lo oía y replicaba:
—Tú no entiendes esas cosas, Mendel.
Todos los argumentos con los que Deborah justificaba la participación de Sam en la guerra americana se los había oído a Miriam.
—América —decía— no es Rusia. América es una patria. Y todo hombre honrado debe ir a la guerra por su patria. Mac se enroló y Sam no podía quedarse aquí. Además está, a Dios gracias, en la plana mayor. Allí no muere nadie, porque están todos los jefes de más alta graduación y si los mataran no se podría vencer. Y Sam está, a Dios gracias, entre ellos.
—¡ Le he dado un hijo al zar: es suficiente !
—El zar es una cosa y América es otra.
Mendel no seguía discutiendo. Todo lo tenía oído. Recordaba el día en que los dos, Mac y Sam, se marcharon. Ambos habían cantado una canción americana en medio de la calle. Aquella misma tarde, en la tienda de Skovronnek comentaron que Sam, pese a no haber sido llamado, era un gran soldado.
Acaso fuera América una patria; la guerra, un deber; la cobardía, una vergüenza, y la muerte, algo imposible en la plana mayor. «Mas a pesar de todo —pensaba Mendel—, yo soy el padre. Debí decirle: “¡ Quédate Sam ! He esperado muchos años para gozar un poco de felicidad. Jonás está en la guerra, no sabemos que podrá ocurrirle a Menuchim, y tú tienes una esposa, un hijo y un negocio. ¡ Quédate Sam !” Y tal vez se hubiera quedado.»
Mendel se instaló como de costumbre, junto a la ventana, de espaldas a la habitación. Enfrente, en el primer piso, vio la ventana de los Lemmel, que tenía un cristal roto y remendado con papel marrón. Debajo quedaba la tienda del carnicero judío, con un rótulo escrito en caracteres hebreos, de un color blanco sucio sobre fondo azul pálido. El hijo de Lemmel también estaba en la guerra. Toda la familia iba a la escuela vespertina a estudiar inglés. Se los veía a todos yendo por la tarde a clase con sus cuadernos como niñitos. Quizás hacían bien. Quizá Mendel y Deborah debieran ir también a la escuela vespertina. América era una patria.
Todavía nevaba un poco: unos cuantos copos lentos, húmedos y malolientes. Los judíos se paseaban por la calle con sus negros paraguas abiertos. Cada vez llegaban más y los últimos restos de nieve se derretían bajo sus pies, como si limpiar la calle caminando fuera allí obligación de los judíos. Desde su ventana Mendel no podía ver el cielo, pero sabía que estaba oscuro. En todas las ventanas de enfrente veía los reflejos rojizos y amarillentos de las lámparas. El cielo estaba oscuro, y a oscuras se hallaban todas las viviendas.
De vez en cuando se veía el busto de alguna vecina por una ventana abierta. En muchas solían colgar ropa de cama roja y blanca, y almohadones amarillentos y sin funda, los cual daba a la calleja un aspecto muy alegre y animado. Las vecinas saludábanse con animadas voces, y de los interiores salían ruidos de vajilla y griterío de niños. Se hubiera dicho que reinaba la paz, si los gramófonos de la tienda de Skovronnek no hubiesen pregonado todo el tiempo marchas militares por la calle.
«¿Cuándo llegará el domingo?», pensaba Mendel. Antes vivía de sábado a sábado; ahora, de domingo a domingo. Los domingos lo visitaban Miriam, Vega y su nieto. Le llevaban cartas de Sam y otras noticias. Estaban enteradas de todo, pues leían todos los periódicos. Dirigían la tienda juntas. Las cosas seguían yendo bien. Tenían muchos ingresos y esperaban el regreso de Sam.
Miriam llegaba acompañada a veces por un señor, Glück, el director, que también iba a bailar y a bañarse con ella. «Un nuevo cosaco», pensó Mendel, pero no dijo nada.
—¡ No puedo ir a la guerra, y lo siento mucho ! —se quejaba míster Glück—. Sufro de una lesión cardiaca, lo único que heredé de mi difunto padre.
Mendel observaba sus rosadas mejillas, sus pequeños ojos castaños y el tupido y coqueto bigote que llevaba, desafiando los dictados de la moda. Glück solía sentarse entre Miriam y Vega. Un día en que Mendel en plena conversación, se levantó de la mesa, creyó ver que el señor Glück había puesto su mano derecha en el seno de Vega, y la izquierda sobre la pierna de Miriam. Mendel salió a la calle y esperó a que se marchasen los huéspedes.
Cuando volvió, Deborah le dijo:
—Te comportas como un judío ruso.
—Soy un judío ruso —contestó Mendel.
Un día de entre semana, a comienzos de febrero, Mendel y Deborah estaban almorzando, se presentó Miriam.
—Buenos días, madre —dijo—; buenos días, padre.
Y se quedó de pie.
Deborah dejo su cuchara sobre la mesa y apartó el plato. Mendel miró a las dos mujeres y sintió que algo extraño había sucedido. Miriam se les presentaba un día laborable y a una hora en que debía estar trabajando en la tienda. El corazón del padre latió con violencia, aunque él estaba más bien sereno. Le pareció haber asistido ya a la misma escena. Ante él se hallaba Miriam, con un abrigo negro, silenciosa, y Deborah, que apartó su plato hasta el centro de la mesa. Afuera caía una nieva blanda y maloliente. La lámpara, que arrojaba una luz macilenta y olía a grasa, estaba ya luchando con el día oscuro, cuya luz pálida bastaba, sin embargo, para iluminar de color gris la habitación. Mendel recordó muy bien aquella luz. Había soñado ya esa misma escena y sabía también lo que vendría luego. Lo sabía como si hubiese ocurrido mucho tiempo atrás y el dolor se hubiera trocado ya en duelo. Mendel estaba tranquilo.
El silencio duró unos cuantos segundos. Miriam no hablaba, como esperando que su padre o su madre la liberasen de su grave obligación con alguna pregunta. Permaneció de pie y callada. Ninguno de los tres se movía.
Al fin se levantó Mendel y dijo:
—Ha ocurrido una desgracia.
Entonces Miriam dijo:
—Mac ha regresado. Y ha traído el reloj de Sam y sus últimos recuerdos.
Deborah se quedó tranquila en su silla, como si nada hubiera pasado. Sus ojos estaban secos y vacíos como dos trozos de vidrio oscuro. Sentada junto a la ventana, parecía contar los copos de nieve.
De nuevo reinó el silencio, interrumpido sólo por el tictac del reloj. De pronto empezó Deborah a mesarse los cabellos con las manos. Las crenchas se derramaron sobre su cara pálida e inmóvil como una escayola hinchada. Luego se fue arrancando un mechón tras otro, siguiendo casi el ritmo de los copos de nieve al caer en la calle. En su cabeza aparecieron pronto dos o tres islotes blancos del tamaño de una moneda pequeña, con unas cuantas gotitas de sangre roja. Nadie se movió. Seguía oyéndose el tictac del reloj, la nieve caía, y Deborah se iba arrancando poco a poco los cabellos.
Miriam cayó de rodillas, enterró la cara en el seno de su madre y no se movió. Ni un solo rasgo se había alterado en el rostro de Deborah. Con las dos manos se iba arrancando mechones de pelos, con dos manos que parecían dos animalitos pálidos, carnosos y de cinco patas, que se alimentaban de cabellos.
Mendel permaneció de pie, con los brazos cruzados sobre el espaldar del sillón. Deborah empezó a cantar. Cantó con una voz profunda y masculina, como si un cantor invisible hubiera entrado en el cuarto. Aquella voz extraña entonaba una canción antigua hebraica, sin palabras: una elegía para niños difuntos.
Miriam se levantó, se arregló el sombrero, fue a la puerta e hizo entrar a Mac, que parecía más alto vestido de uniforme. En sus manos traía como si fueran platos, el reloj, la cartera y el monedero de Sam.
Puso los objetos en la mesa, delante de Deborah. Luego se acercó a Mendel, y posando sobre los hombros del anciano sus largas manos, lloró en silencio. Sus lágrimas cayeron como una lluvia sobre el uniforme.
Volvió a reinar el silencio. Deborah había terminado su canción. Se oyó otra vez el tictac del reloj; la tarde caía, la lámpara no daba ya un reflejo amarillento sino blanco, el mundo era negro detrás de los cristales y ya no se veían copos de nieve.
Un sordo estertor brotó de pronto del pecho de Deborah, algo así como un residuo de la melodía que acababa de cantar. Luego, se desplomó de la silla, quedando en el suelo como una masa encorvada y fofa.
Mac abrió la puerta, salió y la dejó abierta. El frío penetró en la habitación.
Al poco rato volvió acompañado de un médico, un hombre pequeño y vivaz, de cabello entrecano.
Miriam estaba de pie frente a su padre. Entre Mac y el médico llevaron a Deborah a su cama. El médico se sentó junto al lecho y dijo:
—¡ Está muerta !
«También Menuchim habrá muerto solo, entre extranjeros», pensó Mendel.
13
Siete días redondos estuvo sentado Mendel Singer en un taburete, junto al armario, con la mirada fija en la ventana, de la que colgaba un retal de paño blanco en señal de duelo, y junto a la que ardía una de las dos lámparas azules de petróleo día y noche. Transcurrieron siete días redondos como grandes círculos negros, sin principio, ni fin. Sus vecinos lo visitaban por turno: Menkes, Skovronnek, Rottenberg y Groschel le traían huevos duros y panecillos redondos. Todos eran alimentos redondos, sin principio ni fin, redondos, como esos siete días de duelo.
Mendel hablaba poco con sus visitas. Apenas advertía sus llegadas y partidas. La puerta estaba abierta día y noche, con los cerrojos descorridos. Quien quería entrar, entraba, y quien quería salir, salía. Uno que otro pretendía a veces entablar una conversación, pero Mendel Singer no le contestaba. Mientras sus visitas hablaban de seres vivos, él hablaba con su difunta esposa:
—Tú estás bien, Deborah —le decía—; lástima que no hayas dejado ningún hijo detrás de ti. Yo mismo soy quien debo rezar la oración fúnebre, pero me moriré dentro de poco, y ya no habrá nadie que nos llore. Desapareceremos como dos granos de polvo. Como dos pequeñas chispas nos apagaremos. Engendré hijos que salieron de tu vientre, y la muerte se los ha llevado. Tu absurda vida estuvo llena de miseria. De joven busqué el placer en tu carne y luego la desprecié. Quizás éste fue nuestro pecado. Como el calor del amor ya no existía entre nosotros, sino sólo el hielo de la rutina, todo se fue muriendo a nuestro alrededor. Pero tú estás bien, Deborah. El Señor se apiadó de ti. Yaces muerta y enterrada. Pero de mí no se compadece, porque soy un muerto y estoy vivo. Él es el Señor y sabe lo que hace. Si puedes, reza por mí, para que me borre de la lista de los vivos. ¿Ves, Deborah, como me visitan los vecinos para consolarme? Pero a pesar de que son muchos y se esfuerzan, nada encuentran que me pueda consolar. Aún late mi corazón, mis ojos todavía ven, mis miembros se siguen moviendo y mis pies caminan. Como y bebo, rezo y respiro. Pero mi sangre se detiene, mis manos están marchitas y mi corazón, vacío. Ya no soy Mendel Singer, sino un resto de Mendel Singer. América nos ha matado. América es una patria, pero una patria mortal. Lo que en nuestro país era día, aquí es noche; lo que era vida en nuestra casa, aquí es muerte; el hijo que en nuestra casa se llamaba Schemarjah, aquí se llamó Sam. Estás enterrada en América, Deborah. Y también a mí, Mendel Singer, me enterrarán en América.
A la mañana del octavo día, cuando Mendel se levantó de su duelo, vino su nuera Vega, acompañada por míster Glück.
—Míster Singer —dijo míster Glück—, tenemos el coche abajo. Debe usted acompañarnos, porque algo le pasa a Miriam.
—Bueno —contestó Mendel con indiferencia, como si le hubiesen dicho que era necesario empapelar su habitación—. Bueno, alcáncenme mi abrigo.
Bajaron. Míster Glück lo instaló en el coche y partieron sin hablar una palabra. Mendel no preguntó que le había ocurrido a Miriam. «Probablemente haya muerto también —pensó tranquilamente—. La habrá matado Mac por celos.»
Por primera vez entró en el apartamento de su difunto hijo. Allí, sobre una cama blanca, yacía Miriam. Sus cabellos, de un negro brillante y azulino, se derramaban por las blancas almohadas. Tenía la cara colorada y los negros ojos circundados de rojo, como rodeados por círculos ardientes. A su lado había una enfermera sentada, y Mac, grande e inmóvil, se hallaba en un rincón como un mueble cualquiera.
—Ahí está Mendel Singer —exclamó Miriam extendiendo una mano hacia su padre y echándose a reír.
Aquella risa duró algunos minutos. Se parecía a las señales sonoras e intermitentes del ferrocarril; era como si golpeasen mil vasos de cristal con mil varillas de latón. De repente cesó. Hubo un segundo de silencio, y luego Miriam rompió a llorar. Apartó las mantas y empezó a agitar sus piernas desnudas cada vez más de prisa, golpeando el suave colchón con los pies, mientras —siguiendo el ritmo de las piernas— sus puños asestaban golpes al aire. La enfermera la sujetó fuertemente y consiguió calmarla.
—Buenos días, Mendel Singer —dijo Miriam—; tú eres mi padre y por eso te lo puedo contar todo. Quiero a Mac, que está ahí de pie, pero lo he engañado. Me he acostado con míster Glück, sí, con míster Glück. Glück4 es mi felicidad y Mac es mi Mac. Tú también me gustas, Mendel Singer, y si quieres…
En ese momento la enfermera le tapó la boca y logró hacerla callar. Mendel seguía de pie en la puerta, y Mac aún estaba en su rincón. Los dos hombres se miraron un largo rato. Como no podían entenderse verbalmente, se hablaban por medio de miradas. «Está loca —decían los ojos de Mendel Singer a los de Mac—. No podía vivir sin hombres, y ahora se ha vuelto loca.»
Vega entró y dijo:
—Hemos llamado al médico, y va a llegar de un momento a otro. Desde ayer Miriam está hablando incoherencias. Había ido a dar un paseo con Mac, y cuando volvió empezó a dar señales de perturbación. El doctor está por llegar.
Llegó el médico. Era alemán y podía entenderse con Mendel.
—La llevaremos a un sanatorio —dijo—. Lo siento mucho, pero su hija tendrá que ingresar en un manicomio. Espere un instante, que voy a darle algo para calmarla.
Mac seguía de pie en el cuarto.
—Haga el favor de sujetarla —le dijo el médico.
Mac agarró con sus enorme manos a Miriam, que dormía ya. Mendel, Mac y Vega la acompañaron.
Por el camino, Mendel le iba diciendo a su esposa Deborah:
—Tú no has vivido esto, yo sí; lo estoy viviendo, pero ya lo sabía. Lo supe desde aquella noche que vi a Miriam salir de un campo de trigo en compañía de un cosaco. Tiene al demonio en el cuerpo. Reza por nosotros, Deborah, para que el Maligno la abandone.
Poco después se hallaba Mendel en la sala de espera del manicomio. Había otras personas, sentadas frente a unas mesitas cubiertas de flores amarillas, típicamente estivales, y pequeñas estanterías llenas de revistas. Pero nadie hacía caso de las flores ni hojeaba las revistas. A Mendel le pareció que todos los que se hallaban a su alrededor, él incluido, estaban locos. A través de la puerta vidriera que separaba la sala de espera de un pasillo enjalbegado, vio a unos cuantos hombres y mujeres con capuchones a rayas azules. Iban de dos en dos. Primero pasaban las mujeres, después los hombres. A veces, uno de los enfermeros lanzaba una mirada a la sala de espera, mostrando una cara salvaje, maligna y convulsionada. Todos los presentes se estremecían; el único que no se inmutaba era Mendel. Le parecía algo extraño y curioso que quienes se encontraban con él en la sala no llevasen capuchones a rayas azules, y que él mismo no llevase ninguno.
Estaba sentado en una butaca de cuero, con su gorro de reps de seda negra en la rodilla, y al lado su fiel compañero, el paraguas. Iba pasando su mirada de los presentes a la puerta vidriera, y de las revistas a los enfermos, que seguían pasando fuera (los llevaban a bañarse), y a las flores doradas de los jarros. Eran primaveras amarillas y Mendel recordaba haberlas visto en las praderas verdes de su patria. Esas flores venían de allí. Pensó en su patria con cariño. Había allí prados con flores como éstas; allí había paz, allí había pasado su juventud y vivido su pobreza, que le era tan familiar. En el verano el cielo allí era muy azul, el sol, muy caliente y el trigo muy amarillo; las moscas eran de un verde caliente y zumbaban cálidas canciones, y muy alto, bajo el cielo azul, las alondras trinaban sin cesar. Y Mendel, mirando esas primaveras, olvidó que Deborah había muerto, que Sam había caído en la guerra, que Miriam estaba loca y que Jonás había desaparecido. Tuvo la impresión de haber salido de su patria muy poco antes, dejando en ella a su hijo Menuchim, el más querido de todos sus muertos, el más lejano y el más próximo de todos sus muertos. «Si nos hubiéramos quedado ahí —pensaba—, no habría sucedido nada; Jonás tenía razón; Jonás, el más torpe de mis hijos. Le gustaban los caballos, el aguardiente y las muchachas, y ahora ha desaparecido. Jonás, no volveré a verte nunca; nunca podré decirte que tuviste razón al irte con los cosacos. “¿Por qué andáis tanto por el mundo?”, le había preguntado una vez Sameschkin. “El diablo os manda de una parte a otra.”»
Y era un campesino aquel Sameschkin, un campesino inteligente. Mendel nunca tuvo la intención de irse a América. Deborah, Miriam y Schemarjah, sí; querían recorrer el mundo. Quedarse hubiera sido mejor; querer a los caballos, beber aguardiente, quedarse en los prados, dejar que Miriam saliera con los cosacos, y querer a Menuchim.
«Yo también me he vuelto loco —se dijo Mendel—. ¿Cómo puedo pensar estas cosas? ¿Acaso un viejo judío piensa así? Dios me ha confundido las ideas, y es el diablo el que piensa por mí, así como habla por mi hija Miriam.»
Vino el doctor, se llevó a Mendel a un rincón y le dijo en voz baja:
—Sea usted fuerte; su hija está muy enferma. Ahora hay muchos casos como el de ella. La guerra, usted me entiende, la miseria general… Sí, son malos tiempos. La medicina aún no sabe curar estas enfermedades. Uno de sus hijos es epiléptico, según tengo entendido. Usted disculpe, así se dice en lenguaje vulgar. Nosotros los médicos la llamamos psicosis degenerativa. Puede curarse, pero también puede convertirse en una enfermedad que nosotros denominamos demencia, dementia precox, aunque ni siquiera estos nombres son exactos. Sin embargo, éste de su hija es uno de los raros casos que no podemos curar. Usted es un hombre piadoso, míster Singer, Dios puede ayudarla. Rece usted… ¿Quiere ver otra vez a su hija? Venga.
Se oyó un ruido de llaves, una puerta se cerró de un golpe seco, y Mendel atravesó un largo pasillo delante de muchas puertas blancas con números negros, semejantes a ataúdes colocados verticalmente. Nuevo ruido de llaves, y uno de los ataúdes se abrió. Dentro, Miriam dormía y Mac y Vega estaban a su lado.
—Ahora nos marcharemos —dijo el médico.
Y Mendel ordenó:
—Conducidme directamente a casa, a mi calleja.
Su voz fue tan dura que todos se asustaron y lo miraron. Su apariencia no había cambiado, pero era otro hombre. Seguía vistiéndose como en Zuchnow y como en todo el tiempo que llevaba en América. Llevaba la misma levita, las botas altas y la gorra de reps de seda negra. ¿En qué podía radicar el cambio? ¿Por qué parecía más grande e imponente que todos? ¿Por qué de su rostro emanaba ese brillo tan terriblemente blanco? Parecía casi más alto que Mac.
«Su Majestad el Dolor —pensó el médico— se ha encarnado en el viejo judío.»
Ya en el coche comenzó a decir Mendel:
—Una vez me dijo Sam que la medicina en América era la mejor del mundo, y ahora no puede ayudarme. ¡ Dios puede ayudarle !, ha dicho el doctor. Pero ¿acaso has visto, Vega, que Dios haya ayudado alguna vez a un Mendel Singer? «¡ Dios puede ayudarle !»
—Vivirás con nosotros —dijo Vega sollozando.
—No viviré con vosotros, hija mía —contestó Mendel. Tú te casarás de nuevo. No debes estar sin marido, ni tu hijo sin padre. Yo soy un judío viejo, Vega, y me moriré dentro de poco. ¡ Óyeme, Vega ! Mac era amigo de Schemarjah, y Miriam lo quería mucho. Sé que no es judío, pero debes casarte con él y no con míster Glück. ¿Me oyes, Vega? ¿Te extraña lo que estoy diciendo? Que no te extrañe, no estoy loco. Soy viejo: he visto sucumbir dos mundos y por fin he llegado a ser sabio. Toda la vida he sido un maestro insensato. Ahora sé lo que digo.
Al llegar, bajaron a Mendel y lo condujeron a su habitación. Mac y Vega no sabían que hacer. El viejo se sentó en un taburete al lado del armario, y dijo a Vega:
—No olvides lo que te he dicho. Podéis marcharos, hijos míos.
Lo dejaron. Mendel se aproximó a la ventan y los vio entrar en el coche. Se sintió casi obligado a bendecidlos, como a niños que emprenden juntos un camino muy feliz o muy difícil.
«No los veré más —pensó—, y tampoco quiero bendecirlos. Mi bendición podría transformarse en una maldición, y su encuentro conmigo, en una desventaja.»
Se sintió aliviado, sí, más aliviado que en toda su vida. Había roto todos sus vínculos. Se dio cuenta que en realidad estaba solo hacía muchos años. Estaba solo desde que entre él y su mujer cesó todo placer. Ahora estaba solo, muy solo. Su mujer y sus hijos habían vivido con él, impidiéndole sobrellevar su dolor. Habían sido como emplastos inútiles que, aplicados sobre sus llagas, las ocultaban sin curarlas. Y ahora gozaba por fin de su dolor con cierta sensación de triunfo. Le quedaba todavía un lazo por romper; y se puso manos a la obra.
Entró en la cocina, cogió algunos periódicos y astillas y encendió un fuego junto al trashoguero. Cuando todo ardía ya a satisfacción, se dirigió con pasos seguros al armario y cogió el saquito de terciopelo rojo en el que guardaba sus filacterias, su manto litúrgico y sus libros de oraciones. Imaginó cómo arderían aquellos objetos. Las llamas se apoderarían del manto de lana amarillenta y pura, y sus lenguas puntiagudas, voraces y azuladas destruirían el tejido. La brillante cenefa de hilos de plata se carbonizaría lentamente formando pequeñas espirales incandescentes. El fuego arrollaría las hojas de los libros, convirtiéndolas en una ceniza gris plata, y por un instante prestaría un tono rojizo a las negras letras. Los cantos de cuero de las portadas se levantarían como extrañas orejas por las que los libros oirían el epílogo que Mendel iba a pronunciar. Sería una canción terrible.
—Se acabó todo para Mendel Singer —gritó al tiempo que empezaba a dar patadas contra el suelo, haciendo retumbar las tablas y tintinear las ollas contra la pared—. Mendel Singer no tiene hijos, no tiene hija, no tiene mujer, no tiene patria, no tiene dinero. Dios dice: «He castigado a Mendel Singer.» ¿Por qué lo castiga Dios? ¿Por qué no a Skovronnek? ¿Por qué no a Menkes? Sólo castiga a Singer, a Mendel Singer. Sobre Mendel arroja la muerte, la locura y el hambre, a Mendel le llegan todos los dones de Dios. ¡ Se acabó, se acabó todo para Mendel Singer !
Así permaneció de pie frente al fogón abierto, bramando y pataleando. Tenía en su mano el saquito de terciopelo rojo, pero no lo arrojó a las llamas. Por momentos levantaba el brazo y lo dejaba caer otra vez. Su corazón estaba enfurecido contra Dios, pero en sus músculos aún vivía el temor de Dios. Durante cincuenta años, día tras día, aquellas manos habían abierto y vuelto a doblar el manto litúrgico, habían colocado las filacterias alrededor de su cabeza y de su brazo izquierdo, y habían abierto y cerrado el libro. Ahora las manos se resistían a obedecer los dictados de la ira. Sólo la boca, que tantas veces había rezado, no se negaba. Sólo los pies, que tantas veces habían saltado en honor de Dios con el Aleluya, pateaban ahora al ritmo del furioso cántico de Mendel.
Cuando los vecinos lo oyeron gritar y vieron salir por las rendijas el humo gris azulado, llamaron con insistencia rogándole que abriese. Pero él no los oía. Sus ojos sólo veían el humo del fuego, y en sus oídos retumbaba un doloroso júbilo. Los vecinos ya estaban dispuestos a llamar a la policía, cuando uno de ellos dijo:
—Llamemos a sus amigos. Están en casa de Skovronnek. Acaso ellos lo hagan entrar en razón.
Cuando llegaron sus amigos, Mendel, efectivamente, se calmó. Descorrió el cerrojo y los hizo entrar, uno tras otro, como era su costumbre: Menkes, Skovronnek, Rottenberg y Groschel. Obligaron a Mendel a sentarse en la cama, ellos mismos se sentaron a sus lados y delante de él, y Menkes dijo:
—¿Qué te sucede Mendel? ¿Por qué has encendido fuego? ¿Por qué quieres incendiar la casa?
—Quiero quemar —contestó él— algo más que una casa y que un simple hombre. Os vais a quedar asombrados cuando os diga lo que realmente quería quemar. Os asombraréis y diréis: Mendel también se ha vuelto loco, como su hija. Pero yo os aseguro que no estoy loco. Lo he estado. Durante más de sesenta años he sido un loco; ahora ya no lo soy.
—Dinos entonces; ¿qué es lo que quieres quemar?
—¡ Quiero quemar a Dios !
De los labios de los cuatro amigos brotó un solo grito. Ninguno de ellos era tan piadoso y temeroso de Dios como Mendel lo había sido siempre. Los cuatro llevaban ya mucho tiempo en América, trabajaban los sábados, pensaban sólo en el dinero, y el polvo gris del mundo había ido formando una capa alta y espesa sobre su antigua fe. Habían olvidado muchas costumbres, faltado a muchos mandamientos y pecado de pensamiento y de obra. Pero Dios vivía aún en sus corazones. Y cuando Mendel blasfemó contra Dios, tuvieron la sensación de que los descarnados dedos de su amigo habían lacerado sus corazones desnudos.
—No blasfemes, Mendel —dijo Skovronnek tras un largo silencio—. Tú sabes mejor que nosotros, puesto que has aprendido mucho más, que los golpes de Dios tienen un sentido oculto. Nunca sabemos por qué nos castiga.
—Pero yo si lo sé, Skovronnek —contestó Mendel—. Dios es cruel, y cuanto más lo obedecemos, más severo se muestra con nosotros. Es más poderoso que todos los poderosos y capaz de aniquilarnos con la uña de su meñique, pero no lo hace. Prefiere destruir a los débiles. La flaqueza de un hombre excita su fuerza, y la obediencia, su ira. Es un gran ispravnik5 cruel. Si acatas sus mandamientos, dice que sólo los acatas por tu conveniencia. Y si dejas de acatar alguno de ellos, te persigue con mil castigos. Si intentas sobornarlo, te abre un proceso. Y si actúas honestamente con él, acecha tu intento de soborno. ¡ En toda Rusia no hay un ispravnik peor que Él !
—Acuérdate, Mendel —comenzó Rottenberg—, acuérdate de Job. Él sufrió tanto como tú. Yacía en la tierra desnuda, con ceniza sobre la cabeza, y sus llagas le dolían tanto que se revolcaba como un animal. Él también blasfemó contra Dios. Pero todos sus males eran sólo una prueba. ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasa arriba? Acaso el espíritu del mal haya ido hasta Dios, como en aquellos tiempos, y le haya dicho: «Hay que tentar a un justo.» Y quizá Dios le haya respondido: «Tienta a mi siervo Mendel.»
—¡ Y ya ves —añadió Groschel— que tu reproche no está justificado, pues Job no era un débil cuando Dios empezó a someterlo a esas pruebas, sino un poderoso. Y tú tampoco eras un débil, Mendel. Tu hijo tenía un almacén y cada año se hacía más rico. Tu otro hijo, Menuchim, estaba casi sano y a punto de venirse a América. Tú gozabas de buena salud, así como tu mujer; tu hija era hermosa, y casi habías encontrado un buen marido para ella.
—¿Por qué atormentas mi corazón, Groschel? —contestó Mendel—. ¿Por qué me recuerdas cuanto ha sido ahora que ya no es? Mis heridas aún no están bien cicatrizadas y tú las abres nuevamente.
—Tiene razón —dijeron los otros tres casi al unísono.
Y Rottenberg empezó:
—Tu corazón está desecho, Mendel, ya lo sé. Pero podemos hablar contigo sobre cualquier tema, y tú sabes que participamos de tu dolor como si fueras nuestro hermano, no te irritarás contra nosotros si te pedimos que pienses en tu hijo Menuchim. Tal vez, querido Mendel, intentaste desbaratar los planes de Dios abandonando a Menuchim. Tuvisteis un hijo enfermo y actuasteis con él como si hubiera sido un mal hijo.
Se produjo un silencio. Durante un buen rato Mendel no hizo nada. Cuando empezó a hablar nuevamente, lo hizo como si no hubiese oído las palabras de Rottenberg, pues se dirigió a Groschel diciéndole:
—¿ Y de qué sirve tu ejemplo de Job? ¿Acaso habéis visto milagros con vuestros propios ojos? ¿Milagros como los que se cuentan en la historia de Job? ¿Acaso mi hijo Schemarjah podrá levantarse de su tumba, allá en Francia? ¿Podrán encontrar vivo a mi hijo Jonás, el desaparecido? ¿Saldrá mi hija Miriam del manicomio con salud? Y si saliera, ¿podría encontrar un buen marido y vivir con él tranquilamente como si nunca hubiera estado loca? ¿Se levantará mi mujer de su tumba, que todavía está húmeda? Y en cuanto a mi hijo Menuchim, aún en el caso de que se halle vivo allá, en medio de la guerra, en Rusia, ¿podrá llegar hasta aquí? Y no es verdad —añadió volviéndose ahora a Rottenberg—que yo haya abandonado a Menuchim para castigarlo como a un mal hijo. Tuvimos que salir de Rusia por otras razones. A causa de mi hija, que comenzó a salir con cosacos, sí, ¡ con cosacos ! ¿Y por qué Menuchim nació enfermo? ¿No era ya su enfermedad una prueba de que Dios estaba irritado conmigo y me enviaba el primero de estos castigos que nunca he merecido?
—Aunque Dios todo lo puede —comenzó Menkes el más prudente de los allí reunidos—, es lícito suponer que ya no hace grandes milagros porque el mundo actual no los merece. Y si quisiera hacer una excepción contigo, los pecados de los demás se opondrían a ello. Pues los otros no son dignos de ver un milagro hecho por Dios en favor de un justo. Por eso tuvo Loth que emigrar, y Sodoma y Gomorra fueron destruidas sin que pudieran ver el milagro en favor de él. Hoy día el mundo está poblado en todas partes, y aunque emigrases, los periódicos darían cuenta de lo que te aconteciera. Esta es la razón por la que Dios no hace ahora sino milagros menores. ¡ Aunque bastante grandes son, alabado sea su nombre ! Tu mujer, Deborah, no puede salir de su tumba, como tampoco puede hacerlo tu hijo Schemarjah. Pero probablemente tu hijo Menuchim viva todavía y puedas verlo al terminar la guerra. Tal vez tu hijo Jonás sea ahora prisionero de guerra y también puedas verlo al terminar la guerra. Tu hija Miriam puede curarse y volver del manicomio más hermosa que nunca, y casarse y darte nietos. Y ya tienes un nieto, el hijo de Schemarjah. ¡ Reúne todo el amor que repartías entre los otros y concéntralo en tu nieto ! Y te consolarás.
—El lazo que me unía a mi nieto se ha roto —contestó Mendel—, porque Schemarjah, mi hijo y padre de mi nieto, está muerto. Mi nuera se casará con otro hombre, y mi nieto tendrá un nuevo padre que no será hijo mío. Ya la casa de mi hijo no es mi casa. Nada tengo que hacer allí. Mi presencia trae desgracia y mi amor atrae la maldición como un árbol solitario en medio del campo atrae al rayo. Y en cuanto a Miriam, el propio doctor ha dicho que no puede curarla. Probablemente Jonás haya muerto. Menuchim seguía enfermo, aunque hubiera mejorado un poco; además, en Rusia y en una guerra tan peligrosa, también habrá sucumbido. No, amigos míos, estoy solo, y solo quiero estar. Siempre he amado a Dios y él me ha odiado. Siempre le he temido; ahora ya no puede hacerme más daño. Todas las flechas de su aljaba me han herido. Sólo le queda matarme, pero es demasiado cruel para hacerlo. ¡ Seguiré vivo, vivo, vivo !
—Pero su poder abarca este mundo y el otro —observó Groschel—. ¡ Ay de ti, Mendel, cuando mueras !
Al oír esto se echó Mendel a reír con toda su alma y respondió:
—¡ No le temo al infierno ! Mi piel ya está quemada, mis miembros están ya paralizados y los malos espíritus son amigos míos. Ya he sufrido todos los tormentos del infierno. Satanás es más bondadoso que Dios, pues no siendo tan poderoso, tampoco puede ser tan cruel. No tengo miedo alguno, amigos míos.
Entonces sus amigos enmudecieron. Pero no querían abandonar a Mendel y permanecieron allí en silencio. Groschel, el más joven, salió para decir a las mujeres de los otros tres y a la suya que no irían a sus casas por la noche. Buscaron a otros cinco judíos para completar el número de diez y poder rezar la oración de la noche. Empezaron a rezar. Mendel Singer no tomó parte. Permaneció sentado en la cama, sin moverse. Tampoco rezó la oración a los muertos y Menkes la dijo por él. Los cinco judíos desconocidos se marcharon, pero los cuatro amigos se quedaron. Una de las dos lámparas azules estaba aún encendida con el último resto de mecha y otro de aceite en el fondo. Reinaba un silencio total. Todos se fueron durmiendo en sus asientos; a ratos roncaban y se despertaban con sus propios bufidos, pero en seguida volvían a dormirse.
El único que no dormía era Mendel. Con los ojos muy abiertos miraba por la ventana, tras la cual empezó a huir la espesa negrura de la noche. En la habitación dieron las seis. A esa hora se despertaron los amigos uno a uno, y sin ponerse previamente de acuerdo, alzaron a Mendel por los brazos y lo sacaron de su apartamento. Se lo llevaron a la trastienda de Skovronnek y lo echaron sobre la cama.
Y allí se quedó dormido.
14
Desde aquella mañana Mendel se quedó en la casa de los Skovronnek. Sus amigos vendieron sus escasos muebles y le dejaron únicamente la ropa de cama y el saquito de terciopelo rojo con los objetos litúrgicos que él había estado a punto de quemar. Mendel no volvió a tocar el saco. Lo tenía colgado de un gran clavo en la trastienda de los Skovronnek, gris y cubierto de polvo. Mendel ya no rezaba. Cuando lo necesitaban como décimo hombre para completar el número de orante prescrito, exigía que le pagasen su presencia. De vez en cuando prestaba también sus filacterias por unos pocos céntimos. Incluso se rumoreaba que a veces iba al barrio italiano a comer carne de cerdo sólo para irritar a Dios. La gente que lo rodeaba empezó a hacer causa común con él en su lucha contra el cielo. Pese a ser creyentes, hubieron de darle la razón al judío: Jehová lo había tratado con excesiva dureza.
Proseguía la guerra mundial. Con excepción de Sam, el hijo de Mendel, todos los del barrio judío que habían combatido estaban vivos. El hijo de Lemmel era ya oficial y había tenido la suerte de perder la mano izquierda. Con tal motivo había vuelto, licenciado, y era el héroe del barrio. Otorgaba a los judíos el derecho a considerar América como una patria. Se había quedado en la base militar para instruir a los reclutas. A pesar de la gran diferencia que existía entre el joven Lemmel y el viejo Singer, los judíos del barrio los colocaban en una situación análoga. Les parecía que todas las desgracias destinadas, en principio, a la comunidad entera, se habían repartido entre ellos dos. Mendel había perdido algo más que la simple mano izquierda. Y si Lemmel había luchado contra los alemanes, Mendel luchaba contra las fuerzas sobrenaturales. Pese a estar convencidos que Mendel había perdido el juicio, los judíos sentían por él una compasión unida a una admiración por la sacralidad de su locura. Mendel era sin duda uno de los elegidos. Vivía entre los demás como un triste ejemplo del poder cruel de Jehová. Durante mucho tiempo había vivido oscuramente, respetado por muy poca gente e inadvertido por la gran mayoría. Pasaba la mayor parte del día en la calleja. Era como si su destino consistiese no sólo en padecer una desgracia sin precedente, sino también en cargar con su dolor como una bandera. Y como un guarda de sus propias desgracias paseábase por la calleja y era saludado por todos. Muchos le daban pequeñas limosnas y todos le hablaban. Él no agradecía las limosnas y apenas contestaba a los saludos. A las preguntas respondía con un sí o con un no. Por las mañanas levantábase temprano. A la trastienda de los Skovronnek no entraba la luz, pues carecía de ventanas. Mendel percibía la mañana por las rendijas de los postigos; la luz del nuevo día hacia un largo recorrido hasta llegar a él. Cuando sonaban en la calle los primeros ruidos, comenzaba el día para Mendel. Preparaba el té y se lo tomaba con un pedazo de pan y un huevo duro. Lanzaba una mirada tímida y aviesa al saquito que contenía los objetos sagrados y que parecía una protuberancia de la sombra azul oscuro de la habitación. «No rezaré», se decía Mendel. Y le dolía no rezar. Le dolían también su ira y la impotencia de su ira. Pese a que él estaba a mal con Dios, Dios seguía gobernando el mundo. Ni el odio ni la piedad podían alcanzarlo.
Con la cabeza llena de ideas de este tipo empezaba Mendel su día. Recordaba que, en otros tiempos, despertar le resultaba algo muy fácil. La alegre inminencia de su oración lo despertaba, así como el deseo de renovar su consciente proximidad a Dios. Pasaba del amable calor del sueño al brillo aún más misterioso e íntimo de la oración como si entrase en un salón espléndido y al mismo tiempo familiar, donde vivía el Padre omnipotente y bondadoso. «Buenos días, Padre», solía decir Mendel al asomarse por allí; y creía oír una respuesta. Pero todo había sido una ilusión. El salón era tan espléndido como frío, y el padre tan omnipotente como malo. De sus labios no salía otra voz que la del trueno.
Mendel abría la tienda y colocaba las partituras, los textos de las canciones y los discos en el estrecho escaparate, antes de subir las persianas metálicas con una vara muy larga. Luego se llenaba la boca de agua, la esparcía por el suelo, cogía la escoba y barría la basura del día anterior. Arrojaba al fuego los pedazos de papel que recogía y salía a comprar unos cuantos periódicos que repartía en las casas del vecindario. Encontraba al lechero y al panadero, los saludaba y volvía al «negocio». Poco después llegaban los Skovronnek. Era la hora en que le encomendaban recados. Todo el día le decían: «¡ Mendel, ve a buscar un arenque ! ¡ Mendel, aún no has guardado las pasas ! ¡ Mendel, que se te ha olvidado la ropa ! ¡ Mendel, le falta un vidrio a la linterna !» «Mendel, ¿dónde está el sacacorchos?» Y Mendel salía, compraba el arenque, guardaba las pasas, traía la ropa, arreglaba la escalera, llevaba la linterna al vidriero y encontraba el sacacorchos. Los vecinos lo llamaban muchas veces para que cuidase a sus niños pequeños cuando había algún estreno en el cine o llegaba alguna compañía de teatro.
Y Mendel cuidaba a los niños ajenos; y así como en otros tiempos había hecho balancear el cesto de Menuchim con un dedo tierno y delicado, mecía ahora con el pie, también tierna y delicadamente, las cunas de todas esas criaturas ajenas cuyos nombres ignoraba. En tales ocasiones entonaba una canción muy vieja: «Repite, Menuchim: al principio creó Dios los cielos y la tierra; ¡ repítelo, Menuchim !»
Corría el mes de Ellul, y las grandes festividades comenzaron. Entre los judíos del barrio era unánime improvisar una sinagoga en la trastienda de Skovronnek, pues no les gustaba ir a la sinagoga grande.
—Mendel —le dijo un día Skovronnek—, rezaremos en tu habitación. ¿Qué te parece?
—Rezad tranquilamente —contestó Mendel. Y se puso a observar como se reunían los judíos y encendían las enormes velas amarillas. Él mismo ayudó a los comerciantes a bajar las persianas metálicas y a cerrar las puertas. Vio como todos se ponían los capotes blancos, que les daban cierto aspecto de cadáveres resucitados para seguir alabando al Señor. Todos se quitaban los zapatos y se quedaban en calcetines. Caían de rodillas y se levantaban otra vez. Los cirios amarillos y las velas blancas de estearina se curvaban y dejaban caer sobre los mantos ardientes lágrimas que en seguida formaban una costra. Los blancos judíos también se curvaban también como las velas y sus lágrimas caían al suelo y se secaban. Pero Mendel Singer permanecía mudo y negro con su traje de diario, al fondo, junto a la puerta, inmóvil. Alzóse el canto del Kol Nidre como un viento caliente. Pero los labios de Mendel Singer no se abrieron y su corazón continuó duro como una piedra. Negro y mudo, con su traje de diario, permaneció al fondo, junto a la puerta. Nadie le hacía caso. Los judíos procuraban no mirarlo. Era un extranjero entre ellos. Uno que otro pensaba a ratos en él y rezaba. Pero Mendel Singer permanecía erguido, junto a la puerta, enfadado con Dios. «Todos rezan porque temen —pensaba—, pero yo no tengo miedo. ¡ No tengo miedo !»
Cuando todos se marcharon, se acostó en su duro sofá que conservaba aún el calor de los otros cuerpos. Cuarenta velas seguían ardiendo en la habitación. No osó apagarlas aunque le impedían dormir. Y pasó la noche insomne, imaginando toda suerte de blasfemias. Se imaginó a sí mismo yendo al barrio italiano a comprar carne de cerdo en un restaurante para luego volver y comérsela ahí, en compañía de esas velas silenciosas. Desanudó su pañuelo, contó las pocas monedas que tenía, pero no salió ni comió nada. Se quedó echado en el sofá, vestido, con los ojos muy abiertos y murmurando: «¡ Se acabó, se acabó todo para Mendel Singer ! ¡Ya no tiene hijos ni hija; no tiene mujer ni dinero; no tiene casa ni Dios ! ¡ Se acabó, se acabó todo para Mendel Singer !»
Las llamas doradas y azules de las velas temblaban ligeramente. Sus ardientes lágrimas de cera caían sobre la base de los candelabros, la arena amarilla de los morteros de latón y el vidrio verde oscuro de las botellas. El cálido aliento de los judíos llenaba todavía la habitación. Sobre los improvisados asientos yacían aún sus blancos mantos litúrgicos, esperando la mañana siguiente y la continuación de los rezos. Había olor a cera y a mechas carbonizadas. Mendel abandonó la habitación, abrió la puerta y salió a la calle. Era una clara noche de otoño. No se veía a nadie. Singer empezó a pasearse ante la tienda. Pero al oír los pasos lentos y largos del policía de turno, el viejo volvió a la tienda. Todavía esquivaba a cuantos llevaran uniforme.
Habían pasado ya los días festivos, comenzaba el otoño, y la lluvia cantaba. Mendel compraba arenques, fregaba el piso, traía la ropa, reparaba la escalera, encontraba el sacacorchos, guardaba las pasas y se paseaba por en medio de la calleja. Apenas agradecía las limosnas, no contestaba los saludos y no respondía a las preguntas más que con un sí o con un no. Por las tardes, cuando la gente se reunía a leer los periódicos o a hablar de política, Mendel se recostaba en el sofá y se dormía. La charla de los otros no lo despertaba. Nada le importaba la guerra. Las novedades discográficas le daban sueño. Sólo el se despertaba cuando a su alrededor se imponía el silencio y los demás desaparecían. Entonces intercambiaba unas cuantas palabras con el viejo Skovronnek.
—Tu nuera —le dijo un día Skovronnek— se va a casar de nuevo.
—Hace bien —contestó Mendel.
—¡ Pero se casa con Mac !
—Se lo aconsejé yo mismo.
—Les va bien en el negocio.
—No es mío.
—Mac nos ha dicho que quiere darte dinero.
—No quiero dinero.
—Buenas noches, Mendel.
—Buenas noches, Skovronnek.
Los periódicos que Mendel solía comprar casa mañana, publicaban noticias terribles. Las publicaban y él, contra su voluntad, percibía sus lejanos ecos. Ya no reinaba el zar en Rusia. Bueno, por Mendel, que no reinase más. Lo cierto era que esos diarios no decían nada de Jonás ni de Menuchim. En casa de Skovronnek se apostaba a que la guerra acabaría antes de un mes. Bueno, ¡ que terminase ! Schemarjah no volvería. La dirección del manicomio escribió notificando que el estado de Miriam seguía estacionario. Vega envió la carta a casa de Skovronnek, y éste se la leyó a Mendel.
—Bueno —dijo Mendel—; Miriam no se curará,
Su vieja levita negra tenía un brillo verduzco en los hombros, y la costura de la espalda parecía un dibujo en miniatura de su columna vertebral. Mendel se iba reduciendo más y más, mientras que los faldones de su levita se iban alargando y ya no golpeaban las cañas de sus botas, sino casi, casi los tobillos. La barba que antes sólo le cubría el pecho, llegábale ahora hasta el último botón de la levita. La visera de su gorra, que había sido de reps negro y ahora estaba también verduzca, se había soltado y le cubría prácticamente los ojos. Mendel Singer se guardaba en los bolsillos muchas cosas: paquetitos que tenía que levar a alguna parte, periódicos, herramientas diversas con las que arreglaba los objetos estropeados en casa de Skovronnek, hilos de colores, papel de embalar y pan. Todo aquel peso encorvaba todavía más sus espaldas; y como la mayor parte de las cosas iban en su bolsillo derecho, su hombro derecho era el más vencido. Así anda por la calle, inclinado y desvencijado, una ruina humana con las rodillas dobladas y las suelas resbaladizas. Las noticias del mundo, los días laborables y las fiestas pasaban a su lado como carros por delante de una casa vieja y solitaria.
Un día acabó la guerra de verdad. El barrio quedó desierto. Los hombres se habían ido a ver las fiestas de la paz y el regreso de los combatientes. Muchos le encargaron a Mendel que vigilase sus casas. Iba él de un piso a otro examinando las manijas y las cerraduras, y volvía luego a su trastienda. Le pareció oír muy a lo lejos el rumor de la alegría popular, el estallido de los fuegos artificiales y las risotadas de miles de personas. Se rizó la barba con los dedos, a sus labios asomó una sonrisa burlona y una risita maliciosa brotaba de su garganta a intervalos breves.
«Mendel también hará su fiesta», se dijo: y por primera vez se acercó a la caja marrón del gramófono. Había visto cómo se manejaba el instrumento. «Un disco, un disco», se dijo. Esa misma mañana, uno de los soldados que volvían había traído de Europa media docena de discos nuevos. Mendel colocó uno de ellos en el aparato, intentó por un momento recordar cómo se accionaba y al final puso la aguja sobre el disco. El aparato carraspeó un instante y en seguida empezó la canción. Era casi de noche, y Mendel se hallaba a oscuras junto al gramófono. Día tras día escuchaba canciones alegres y tristes, confusas y claras, vivaces y tranquilas, pero jamás había oído una canción como esa de ahora. Fluía como un arroyuelo murmurante y como el mar rugiente. «Es el mundo entero —pensó Mendel—el que oigo ahora. ¡cómo es posible que el mundo entero esté grabado en un pequeño disco?» Y cuando oyó una flauta de dulces sonidos, acompañada por violines de notas aterciopeladas, Mendel volvió a dar cuerda al aparato y la repitió tres veces. A la cuarta acompañó la melodía con su voz ronca, tamborileando con los dedos sobre la caja del aparato.
En ese momento entró Skovronnek. Paró el gramófono y le dijo:
—Mendel, enciende la lámpara. ¿qué estabas tocando?
Singer encendió la lámpara.
—Mira cómo se titula la canción.
—Son los nuevos discos —dijo Skovronnek—; los he comprado hoy. La canción se titula —y Skovronnek se caló las gafas, puso el disco a la luz de la lámpara y leyó—, se titula: «La canción de Menuchim.»
Mendel se sintió sumamente débil. Tuvo que sentarse, y se quedó mirando fijamente el disco que Skovronnek tenía en sus manos.
—Ya sé en qué estás pensando —dijo Skovronnek.
—Sí —murmuró Mendel.
Skovronnek volvió a darle cuerda al aparato.
—Una canción preciosa —dijo; en inclinando la cabeza, se puso a escuchar.
La tienda se fue llenando poco a poco. Ninguno de los que entraba decía una palabra. Todos escuchaban la canción, marcando el compás con la cabeza. Y la oyeron dieciséis veces, hasta aprendérsela de memoria.
Mendel se quedó solo en la tienda. La cerró cuidadosamente por dentro, sacó las cosas del escaparate y empezó a desnudarse. Sus pasos se ajustaban a la melodía de la nueva canción. Cuando empezaba a adormecerse, le pareció que aquella melodía azul plateada lo aproximaba al tenue quejido de Menuchim, a la única canción de su Menuchim, no oída desde hacia muchos años.
15
Los días comenzaron a alargarse. Las mañanas eran ya tan claras que la luz se filtraba a través de las persianas cerradas en la habitación sin ventanas de Mendel. En el mes de abril, la calleja despertábase una hora más temprano. Mendel puso agua a hervir, llenó su pequeña palangana azul, sumergió la cara dentro y se secó con un extremo de la toalla colgada en la manija de la puerta. Luego abrió las persianas metálicas, se llenó la boca de agua y la escupió cuidadosamente sobre las tablas del suelo, observando los arabescos que el diáfano chorro asperjado por sus labios dibujaba en el polvo. De pronto hirvió el agua. Aún no habían dado las seis cuando Mendel estaba ya frente a su casa. Las ventanas de la calle empezaban a abrirse como accionadas por manos invisibles. La primavera había llegado.
Sí, la primavera. La gente se preparaba para las fiestas de Pascua y Mendel ayudaba en todas las cosas. Con un cepillo remozaba las mesas de madera, liberándolas de las profanas manchas de comida de todo el año. En los escaparates colocaba los paquetitos cilíndricos de papel carmesí que contenían el pan de Pascua, y limpiaba de telarañas las botellas de vino de Palestina, guardadas largo tiempo en las frescas bodegas. Sacaba una por una las camas de sus vecinos a los patios, donde el cálido sol de abril hacía salir a los bichos y los dejaba a merced de la bencina, el aguarrás y el petróleo. Con unas tijeras hacia franjas y orificios decorativos en papel de color rosa o azul celeste y los clavaba con chinchetas a las repisas de las cocinas para adornar la vajilla. Ponía al fuego una bolas de hierro, y cuando estaban al rojo vivo las sumergía en los barriles y las cubas, previamente llenos de agua caliente, de modo que quedaran limpios según prescribe la ley. Molía los panes de Pascua en morteros enormes y los vertía en sacos limpios que luego anudaba con cintas azules.
En su país también había hecho todo aquello. Pero allá la primavera llegaba más lentamente que en América. Mendel recordó la nieve gris que orlaba las aceras de madera en Zuchnow; los carámbanos cristalinos que colgaban de los canilleros; las lluvias finas que llegaban de improviso y cantaban en el canalón toda la noche; el trueno lejano que retumbaba tras el bosque de pinos; la blanca escarcha que cubría tiernamente las mañanas azul claro; Menuchim, a quien Miriam metió una vez en un enorme barril para liquidarlo; y la esperanza de que al fin ese año llegase el Mesías. Mas no llegó. «No llega —pensó Mendel—, ni llegará nunca.» Que los otros lo esperasen, Mendel no lo esperaría.
Pese a todo, a los ojos de sus amigos y vecinos Mendel había cambiado en esa primavera. A veces lo sorprendían tarareando una canción, y percibían una dulce sonrisa bajo su barba blanca.
—Se está infantilizando, ya es viejo —decía Groschel.
—Lo ha olvidado todo —decía Rottenberg.
—Es la alegría que precede a la muerte —opinaba Menkes.
—Skovronnek, que lo conocía mejor, se callaba. Sólo una vez, antes de acostarse, dijo a su mujer:
—Desde que llegaron los discos nuevos, Mendel se ha transformado. Lo he sorprendido varias veces dando cuerda al gramófono. ¿Tú qué piensas?
—Me parece —contestó la señora Skovronnek con cierta impaciencia— que Mendel ya está chicheando y que dentro de poco no servirá para nada.
Hacía ya un buen tiempo que estaba descontenta con Mendel, y su compasión por él disminuía a medida que Singer avanzaba en edad. Fue olvidando poco a poco que él había sido un hombre acomodado, y su compasión, que se había alimentado de respeto (pues su corazón era mezquino), se fue desvaneciendo. Ni siquiera le decía, como al principio «Míster Singer», sino sencillamente Mendel, como casi todos. Y si antes le daba los recados con una reserva más bien cortés, pues la docilidad de Mendel la honraba y la avergonzaba al mismo tiempo, ahora empezó a dárselos con tal impaciencia que su descontento por la sumisión del anciano resultaba demasiado evidente. Aunque Mendel no andaba mal de oídos, la señora Skovronnek alzaba la voz como si temiera no ser bien comprendida y como dando a entender con sus gritos que Mendel no cumplía debidamente sus órdenes. Gritaba como tomando precauciones, y esto era lo único que ofendía a Mendel. Porque él, que había sido degradado por el cielo, no hacía mucho caso de las burlas necias de los hombres, y sólo cuando alguien dudaba de su capacidad de comprensión se sentía ofendido.
—De prisa, Mendel —así comenzaban todas las órdenes de la señora Skovronnek. Aunque él hiciera las cosas con rapidez, ella lo encontraba demasiado lento.
—No grite tanto —contestaba Mendel de vez en cuando—; ya la he oído.
—Pero es que usted nunca se da prisa. Siempre le sobra tiempo.
—Me sobra menos tiempo que a usted, señora Skovronnek. Tan cierto como que soy más viejo que usted.
Y la señora Skovronnek, que no entendía la segunda intención de la respuesta y en seguida se sentía herida, le decía a la persona que hubiera en la tienda:
—¡ Qué quiere usted ! Nuestro Mendel ha envejecido.
Hubiera querido atribuirle otras «cualidades», pero se contentaba con aludir a su avanzada edad, que consideraba como un vicio. Siempre que Skovronnek oía estos comentarios, decía a su mujer:
—Todos envejecemos. Yo soy tan viejo como Mendel y tú tampoco vas para joven.
—Pues ya puedes irte buscando una joven —contestaba la señora.
La alegraba encontrar finalmente un motivo para disputar con su marido. Y Mendel, que sabía cómo evolucionaban estas disputas y no ignoraba que la mujer acabaría descargando su ira sobre el marido y su amigo, temblaba por su amistad con Skovronnek.
Aquel día estaba particularmente enojada con Mendel.
—¡ Imagínate ! —le dijo a su marido—. Hace días que no veo el cuchillo de la carne. Podría jurar que lo ha cogido Mendel; y cuando le pregunto por él, dice que no lo ha visto. ¡ Cada día está más viejo: es como un niño !
En realidad, Mendel Singer había cogido el cuchillo de la señora Skovronnek y lo había escondido. Hacía tiempo que tenía un plan secreto, el último de su vida. Una noche le pareció propicia para llevarlo a cabo. Fingió dormirse en el sofá mientras los vecinos charlaban con Skovronnek, aunque en realidad estaba despierto. Escuchó con los ojos cerrados hasta que se marchó el último invitado. Luego sacó de debajo de un cojín del sofá el cuchillo, lo escondió bajo su levita y salió a la calleja, ya de noche. Aún no habían encendido las farolas, y de muchas ventanas salían rayos de luz amarilla. Mendel se detuvo ante la casa en que viviera con Deborah, y miró a la ventana del piso que había habitado. Allí vivía ahora el matrimonio Frisch, que había abierto en los bajos una heladería. En ese momento el joven matrimonio salía de casa y estaban cerrando la tienda. Se iban a un concierto. Eran ahorrativos, casi podría decirse avaros, pero muy hacendosos y aficionados a la música. El padre del joven Frisch había dirigido una orquesta de bodas en Kowno. Aquel día se presentaba una orquesta filarmónica recién llegada de Europa. Frisch venía hablando de ella hacía días.
Salieron si ver a Mendel, que se deslizó furtivamente a la casa, subió a tientas la vieja escalera familiar y sacó del bolsillo las llaves de los vecinos que le encomendaban vigilar sus casas cuando iban al cine. Abrió la puerta sin dificulta, la cerró con cerrojo tras de sí, y una vez hecho esto se tumbó en el suelo y comenzó a golpear las tablas una a una. Cuando se cansaba, hacía una breve pausa y reanudaba luego el trabajo. Al fin sonó a hueco: justo en el lugar donde hacía años estaba la cama de Deborah. Mendel extrajo la mugre de las junturas y, valiéndose del cuchillo, aflojó la tabla y la levantó. No se había equivocado, encontró lo que buscaba. Metió lo hallado en su pañuelo, que ocultó bajo la levita, volvió a poner la tabla en su lugar y salió silenciosamente. Nadie había en la escalera; nadie lo había visto. Cerró la tienda más temprano que de costumbre. Luego bajó las persianas metálicas, encendió la lámpara grande y se instaló bajo el cono de luz. Abrió el pañuelo y contó su contenido, Deborah había ahorrado sesenta y siete dólares en moneda y papel. Era mucho, pero no lo suficiente, y Mendel sufrió un desengaño. Añadiendo sus pequeños ahorros, producto de las limosnas y gratificaciones por sus diversos servicios en las casas, llegó a reunir noventa y seis dólares. No le alcanzaba.
«Unos cuantos meses más —murmuró—. Aún tengo tiempo.»
Sí, tenía tiempo y debía vivir muchos años más. Ante él se extendía el gran océano. Debería atravesarlo nuevamente. Todo ese inmenso mar esperaba a Mendel. Toda la ciudad de Zuchnow y sus alrededores lo aguardaban: el cuartel, el bosque de pinos, las ranas de los pantanos y los grillos de los campos. Menuchim, aunque estuviera muerto, lo esperaría en el pequeño cementerio. En él también reposaría Mendel. Primero pasaría por casa de los Sameschkin y no le tendría miedo al perro. Podían echarle un lobo de Zuchnow y no lo asustarían. A pesar de los gusanos, de las ranas y de las langostas, Mendel sería capaza de acostarse sobre la tierra desnuda. Sonarían las campanas y le harían recordar la lucecilla que de pronto brillaba en los ojos alelados de Menuchim. Mendel saludaría: «He regresado, querido Sameschkin. ¡ Que otros sigan recorriendo el mundo ! Mis mundos están muertos y he regresado dispuesto a dormir aquí para siempre.» La noche azul se combaría sobre él, las estrellas brillarían, las ranas croarían, y allá lejos, en el bosque oscuro, alguien entonaría la canción de Menuchim.
Así se durmió Mendel esa noche, con el pañuelo en la mano.
A la mañana siguiente entró en casa de Skovronnek, puso el cuchillo sobre el fogón aún frío y dijo:
—He encontrado el cuchillo, señora Skovronnek.
Quiso marcharse inmediatamente, pero la señora Skovronnek comenzó:
—¡ Cómo no iba a encontrarlo ! ¡ No era difícil si usted mismo lo escondió ! Además, ayer tuvo usted el sueño pesado. Estuvimos llamando a la puerta de la tienda. ¿No la escuchó? Frisch, el de la heladería, tiene algo importante que decirle. Vaya a verlo en seguida.
Mendel se asustó. Alguien debió de haberle visto la noche anterior. Quizá se hubiera cometido un robo en el piso de Frisch y las sospechas recaían en él. Quizá lo que se había cogido no eran los ahorros de Deborah, sino los de la señora Frisch. Le temblaban las manos.
—Permítame que me siente —dijo a la señora Skovronnek.
—Puede sentarse unos minutos —contestó ella—; pero después tengo que cocinar.
—¿Qué noticia importante puede ser? —preguntó Mendel, sabiendo de antemano que la mujer no le diría nada.
Ella se alegró al ver la curiosidad de Singer y guardó silencio. Pasados unos minutos, decidió mandarlo fuera.
—No suelo meterme en asuntos ajenos. Vaya a ver a Frisch —le dijo.
Mendel se marchó dispuesto a no entrar en la casa de Frisch. Sólo algo malo podía esperarlo. Fuera lo que fuera, se sabría a su tiempo. Y esperó. Pero esa tarde vinieron de visita los nietos de Skovronnek y la señora envió a Mendel a por tres raciones de crema de fresas. Mendel entró tímidamente en la heladería. Míster Frisch no estaba por suerte,. Su mujer le dijo:
—Mi marido tiene algo muy importante que comunicarle. ¡ Vuelva esta misma tarde !
Mendel fingió no haber oído nada. El corazón le palpitaba velozmente y quería salírsele del pecho. Él lo retuvo con amabas manos. Algo malo le amenazaba. Tuvo ganas de decir la verdad. Acaso Frisch le creyese. En caso contrario, lo meterían en la cárcel. ¡ Qué importaba ! Moriría en la cárcel. Ya no en Zuchnow.
Permaneció en las inmediaciones de la heladería. Mientras iba de un extremo a otro, vio entrar a Frisch. Quiso esperar más, pero sus pies lo encaminaron a la tienda. Abrió la puerta, que hacía sonar un timbre muy agudo, y como no halló fuerzas para cerrarla de golpe, el timbre siguió sonando sin cesar. Mendel permaneció como aturdido en medio del violento timbrazo, incapaz de moverse. El mismo míster Frisch cerró la puerta. Y en el silencio que siguió, Mendel oyó que míster Frisch decía a su mujer:
—Rápido, una soda con frambuesa para míster Singer.
Hacía mucho tiempo que nadie lo llamaba míster Singer. Y en aquel momento de dio cuenta que de un tiempo a esta parte sólo le decían «Mendel», por ofenderle. «Será una cruel burla de Frisch —pensó—; todo el barrio sabe que este muchacho es un avaro, y a él mismo le consta que yo no puedo pagar una soda. No la beberé.»
—Gracias, gracias —dijo; no bebo nada.
—Espero que nos aceptará al menos esto —dijo la mujer de Frisch con una sonrisa.
—No irá usted a rechazármelo —añadió Frisch.
Condujo a Mendel hasta una de las mesitas de hierro fundido y le ofreció una gran butaca de mimbre. El mismo se sentó en una silla de madera, se aproximó a Mendel y le dijo:
—Como usted sabe, ayer estuve en el concierto, míster Singer.
El corazón se le paralizó un instante a Mendel. Se apoyó en el respaldo y tomó un trago para no morirse.
—Bueno —prosiguió Frisch—, yo he oído ya mucha música, pero la de ayer fue algo incomparable. Había treinta y dos músicos, y casi todos de nuestra región en Rusia, ¿me entiende? Y tocaron melodías hebraicas, ¿me entiende? Se me ensanchó el corazón y lloré, como todo el público. Al fin tocaron la canción de Menuchim, míster Singer, que usted conoce por haberla oído en el gramófono. Una hermosa canción, ¿no es cierto?
«¿Adónde irá a parar?», se dijo Mendel. Y dijo en voz alta:
—Sí, sí, una hermosa canción.
—En uno de los descansos estuve hablando con los músicos. El pasillo estaba abarrotado. El que menos encontraba entre ellos a un amigo, y a mí me sucedió lo mismo, míster Singer.
Frisch se calló un momento. Entró gente, y el timbre lanzó un chirrido agudo.
—De pronto me encuentro —continuó míster Frisch—, ¡ pero beba usted, beba, míster Singer !, me encuentro con un primo carnal mío, un tal Berkovitsch, de Kovno. Es hijo de un tío mío. Nos abrazamos y empezamos a hablar. Y de buenas a primeras me dice Berkovitsch: «¿Conoces a un señor llamado Mendel Singer?»
Frisch observó un momento a Mendel, pero éste no se movió. Se limitó a tomar nota de que un tal Berkovitsch había preguntado por un señor llamado Mendel Singer.
—Sí —prosiguió Frisch—; le contesté que conocía a un Mendel Singer, de Zuchnow . «Es él —dijo entonces Berkovitsch—. Nuestro director es un gran compositor, todavía joven, y un verdadero genio, autor de casi todo lo que tocamos. Se llama Alexei Kossak, y es también de Zuchnow.»
—¿Kossak? —repitió Mendel—. Mi mujer se apellidaba Kossak. Debe ser algún pariente.
—Sí —dijo Frisch—, y parece que Kossak lo anda buscando. Sin duda querrá decirle algo. Me encargaron preguntarle si quería usted verlo. O pasa usted por el hotel, o yo le doy su dirección a Berkovitsch.
Mendel se sintió más aliviado y ala vez más triste. Bebió su soda y dijo:
—Se lo agradezco, míster Frisch, pero no tiene importancia. El tal Kossak me contará todas las cosas tristes que yo ya conozco. Y, además, voy a decirle la verdad: yo tenía pensado pedirle a usted un consejo. Su hermano tiene una agencia de navegación, ¿verdad? Pues me gustaría ir a Rusia, a Zuchnow. Aquello ya no es Rusia, el mundo entero ha cambiado, y… ¿cuánto cuesta ahora la travesía? ¿Qué papeles necesito? Hable usted con su hermano, pero no le diga nada a nadie.
—Me informaré —contestó Frisch—; aunque quizá usted no tenga dinero suficiente. ¡ Y a su edad ! Es posible que Kossak le diga algo. Acaso hasta puede llevárselo. Va a estar muy poco tiempo en Nueva York. ¿Le doy su dirección? Lo digo porque le conozco a usted bien y sé que no querrá pasar por el hotel.
—No —dijo Mendel—, no pasaré por el hotel. Puede usted escribirle, si desea.
Y se levantó.
Frisch lo retuvo un momento, diciéndole:
—Le he traído el programa. Aquí está la fotografía de Kossak.
Sacó de su bolsillo un gran programa, lo desplegó y lo puso ante los ojos de Mendel.
—¡ Hermoso joven ! —dijo Mendel.
Miró atentamente la fotografía. Aunque el papel estaba estropeado y sucio, y el retrato parecía deshacerse en miles de diminutas moléculas, la imagen del joven apareció muy viva ante los ojos de Mendel. Quiso devolverlo en seguida, pero se quedó mirándolo fijamente. La frente brillaba ancha y blanca bajo los negros cabellos, como una piedra pulida al sol. Los ojos, grandes y claros, se hallaban como fijos en Mendel y lo tenían cautivo. Sintió que aquellos ojos lo alegraban y aliviaban a la vez. Vio brillar la inteligencia en ellos. Eran viejos y jóvenes al mismo tiempo: lo sabían todo. Y reflejaban el mundo entero. Mendel Singer tuvo la conciencia de que lo rejuvenecían y que a través de ellos podría aprenderlo todo. Ya los había visto o soñado de pequeño. Hacía muchos años, cuando empezó a aprender la Biblia, los ojos de los profetas eran cómo estos. Los hombres con los que el mismo Dios ha hablado tienen este tipo de ojos. Lo saben todo, pero nada revelan; y la luz habita en ellos.
Largo tiempo pasó Mendel mirando el retrato. Luego dijo:
—Lo llevaré a casa, si usted me lo permite, míster Frisch.
Dobló el programa y se marchó.
Al volver la esquina, desplegó el programa para mirarlo una vez más, y se lo guardó luego en el bolsillo. Le pareció que había pasado una eternidad desde que llegara ala heladería. Entre ese momento y el de ahora se interponían los miles de años que brillaban en los ojos de Kossak, y aquellos otros en que Mendel era tan joven que aún podía imaginarse lo rostros de los profetas. Sintió ganas de volver y preguntar en qué teatro tocaba la orquesta para ir a escucharla. Pero tuvo vergüenza. Entró en la tienda de Skovronnek y contó que un pariente de su mujer lo buscaba en América y que él había autorizado a Frisch a darle su dirección.
—Mañana por la noche cenarás con nosotros, como todos los años —dijo Skovronnek.
Se refería a la primera noche de Pascua. Singer aceptó. Hubiera preferido quedarse ene su trastienda, pues conocía de sobra las miradas oblicuas de la señora Skovronnek y los cálculos que sus manos hacían al servirle a Mendel la sopa y el pescado. «Es la última vez —pensó—. Dentro de un año estaré en Zuchnow, vivo o muerto. Mejor sería muerto.»
A la noche siguiente fue el primero en llegar, pero se sentó a la mesa el último. Estuvo allí desde temprano para no molestar a la señora Skovronnek, y se sentó el último para dar a entender que se consideraba también el último entre todos los presentes. Se sentaron finalmente la mujer y las dos hijas de Skovronnek, con sus maridos y sus hijos, un vendedor de partituras y Mendel, que se instaló a un extremo de la mesa, a la que se había añadido una tabla cepillada para agrandarla. Singer tenía que cuidar no solamente del mantenimiento de la paz, sino también del equilibrio entre el tablero de la mesa y su prolongación, que él sostenía con ambas manos cuando colocaban encima alguna fuente o plato. Seis gruesos cirios blancos brillaban sobre otros tantos candelabros de plata, y su luz se reflejaba en el intenso blanco del mantel. Como guardianes de plata se erguían esos cirios ante Skovronnek, el dueño de la casa, que estaba sentado con su manto blanco sobre un cojín también blanco, especie de rey inmaculado sobre un trono inmaculado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que Mendel, con ese mismo manto y de la misma manera, había presidido la mesa y la fiesta? Hoy estaba sentado a un extremo de la mesa, encorvado y castigado, con su levita brillante y verdosa, como el último de los presentes, preocupado por su propia modestia: un pobre adorno de la fiesta. Los panes de Pascua yacían ocultos bajo una servilleta blanca: una colina nevada junto al verde oscuro de las hierbas, el rojo de las zanahorias y el subido amarillo de los rábanos silvestres. Los libros con los relatos del éxodo de Egipto se hallaban abiertos frente a cada comensal. Skovronnek iba entonando la leyenda y todos repetían luego en coro sus palabras, salmodiando aquella amable melodía, esa enumeración cantada de los distintos milagros que indicaban siempre los mismos atributos de Dios: grandeza, bondad, misericordia, su gracia para con los israelitas y su ira contra el Faraón. Incluso el vendedor de partituras, que no podía leer la escritura ni entendía esas costumbres, se mostró encantado con la envolvente melodía y, sin darse cuenta, empezó pronto a seguirla. También Mendel, al oírla, se sintió menos enojado contra un Cielo que cuatro mil años antes se había mostrado tan pródigo en milagros; era como si el amor de Dios por su pueblo hubiera casi reconciliado a Singer con su propio destino miserable. Todavía no cantaba, pero su cuerpo ejecutaba ya los movimientos rítmicos mecido por el canto de los otros. Oyó cantar a los nietos de Skovronnek con sus claras voces y recordó las de sus propios hijos. Volvió a ver a Menuchim, desamparado en una silla altísima y sentado a la solemne mesa. Sólo él, el padre, solía lanzar de vez en cuando una mirada furtiva a su hijito menor; sólo él había advertido cómo el pequeño luchaba penosamente por comunicar lo que pasaba en su interior y por cantar lo que oía. Era la única noche del año en la que Menuchim, al igual que sus hermanos, llevaba un traje nuevo y un cuello blanco con adornos rojos bajo su doble papada. Cuando Mendel le ofrecía vino, el pobre se bebía ávidamente medio vaso, tosía y hacía una mueca que nadie sabía si era de llanto o de risa.
En eso iba pensando Mendel mientras se balanceaba siguiendo el cantar de los demás. Vio que habían avanzado ya bastante y, pasando unas cuantas páginas, se preparó a levantarse y a sacar los platos de la tabla para evitar un accidente cuando tuviera que soltarla. Pues había llegado el momento de llenar de vino los vasos rojos y de abrir la puerta por si quería entrar el profeta Elías. Los seis vasos brillaban ya con sus rojos reflejos. La señora Skovronnek le hizo una seña a Mendel y éste se dirigió a la puerta y la abrió. Skovronnek cantó la invitación al profeta. Mendel aguardó a que terminase para no hacer dos veces el mismo camino. Luego cerró la puerta, sentóse nuevamente y sostuvo la tabla con un puño. El canto prosiguió.
Apenas habría pasado un minuto cuando alguien llamó a la puerta. Todos oyeron la llamada, pero pensaron que sería una ilusión, pues en una noche como aquélla los amigos se quedaban en sus casas, y las calles del barrio estaban desiertas. Una visita a esa hora era imposible. Seguramente había sido el viento.
—Mendel —dijo la señora Skovronnek—, seguro que no ha cerrado bien la puerta.
En aquel instante oyeron otra llamada, esta vez más clara y prolongada. Todos permanecieron expectantes. El olor de los cirios, el vino, la iluminación poco habitual y el antiguo canto había excitado de tal modo a niños y mayores que, en espera de un milagro, todos contuvieron la respiración unos instantes y se miraron perplejos y pálidos, como preguntándose si realmente querría entrar el profeta. Se produjo un silencio y nadie se atrevió a moverse. Por último, Mendel volvió a empujar los platos hacia el centro, se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió. En el umbral vio a un forastero de buena estatura, que le dio las buenas noches y pidió permiso para entrar. Skovronnek se incorporó con cierta dificultad de sus cojines, se llegó a la puerta, miró al forastero y le dijo:
—Please! —tal como había aprendido en América.
El forastero entró. Llevaba un abrigo oscuro con el cuello levantado y no se quitó el sombrero, probablemente por respeto a la fiesta y porque todos los presentes estaban cubiertos.
«Es un hombre educado», pensó Skovronnek y, sin decir una palabra, le desabrochó el abrigo. El hombre hizo una venia y dijo:
—Me llamo Alexei Kossak. Ustedes disculpen: me han dicho que un tal Mendel Singer, de Zuchnow, vive con ustedes. Desearía hablarle.
—Servidor de usted —dijo Mendel levantando la cabeza y acercándose al huésped.
Su frente llegaba a los hombros del forastero.
—Señor Kossak —continuó Mendel—, ya he oído hablar de usted. Es pariente mío.
—Quítese el abrigo y siéntese en la mesa con nosotros —dijo Skovronnek.
La señora Skovronnek se levantó. Todos se estrecharon para hacerle sitio al forastero, y uno de los yernos de Skovronnek acercó otra silla a la mesa. El huésped colgó su abrigo en una percha y tomó asiento frente a Mendel. Alguien le sirvió un vaso de vino.
—No se molesten y sigan rezando —pidió Kossak.
Ellos continuaron. Mendel miraba al huésped, que permanecía sentado frente a él, y tampoco dejaba de mirarle. Así estuvieron sentados uno frente al otro, envueltos en el canto de los demás, pero separados de ellos. A ambos les resultaba agradable no poder hablar debido a los otros. Mendel buscaba los ojos del forastero. Cuando éste los cerraba, a Mendel le entraban ganas de rogarle que los mantuviera abiertos. Su cara le era totalmente desconocida; sólo sus ojos le resultaban familiares detrás de las gafas. No podía dejar de mirarlos, como alguien que al volver a casa intenta ver las luces conocidas y ocultas tras las ventanas, y él volvía del país extraño que era aquella cara juvenil, delgada y pálida. Tenía cerrados sus labios lisos y delgados.
«Si fuera su padre, le diría: ¡ Sonríe, Alexei !», pensó Mendel. Sacó en silencio el programa del bolsillo, lo desplegó bajo la mesa para no molestar a los otros, y se lo entregó al forastero. Éste sonrió tiernamente por espacio de un segundo.
Se interrumpió el canto y comenzó la comida. La señora Skovronnek le sirvió también al forastero un plato de sopa caliente y Skovronnek le rogó que comiese. El vendedor de partituras comenzó a hablar con Kossak en inglés; Mendel no entendía nada. En seguida el vendedor les dijo a todos que Kossak era un genio joven, que estaría sólo una semana en Nueva York y que enviaría billetes para el concierto de su orquesta a todos los presentes. Pero la conversación seguía siendo lánguida. Todos comían con muy poca solemnidad para ser final de fiesta, y cada bocado era acompañado por una palabra cortés del forastero o de sus anfitriones. Mendel no decía nada. Para no enfadar a la señora Skovronnek, comió más de prisa que los otros. Todos se pudieron muy contentos al terminar de comer y reanudaron ansiosamente el canto de los milagros. Cada vez era más vivo el ritmo de Skovronnek, y pronto las mujeres ya no pudieron seguirlo. Pero al llegar a los salmos cambió de tono, de tiempo y de melodía, y las palabras que ahora entonaba eran tan solemnes que el mismo Mendel empezó a acompañar cada versículo con un «¡ Aleluya, aleluya !» Movía la cabeza, su larga barba rozaba las hojas del libro abierto, y aquel ligero roce parecía indicar que la barba quería participar en la oración a la que la boca se negaba.
Al final acabó el canto. Los cirios se habían consumido a la mitad, y ya la mesa no estaba como al comienzo, impoluta y solemne. Sobre el mantel blanco se veían manchas y restos de comida, y los nietos de Skovronnek bostezaban ya. Skovronnek pronunció en voz alta el deseo tradicional: «¡ El próximo año en Jerusalén !» Todos lo repitieron, cerraron los libros y se volvieron hacia el huésped desconocido. Ahora era Mendel quien debía interrogar al visitante. El viejo carraspeó levemente, sonrió y dijo:
—Y bien, señor Alexei, ¿qué tenía usted que decirme?
Y el forastero comenzó a decir a media voz:
—Habría usted tenido noticias mías hace tiempo, señor Mendel Singer, de haber sabido yo su dirección. Pero después de la guerra nadie la sabía. El yerno de Billes, el músico, murió de tifus, y la casa que usted tenía en Zuchnow quedó vacía, pues la hija de Billes se refugió en la de sus padres, que vivían en Dubno. Su casa de Zuchnow fue ocupada por soldados austríacos. Terminada la guerra, escribí a mi agente aquí, pero sus gestiones no fueron muy hábiles: me contestó que nadie le daba razón de usted.
—¡ Lástima lo del yerno de Billes ! —dijo Mendel pensando en Menuchim,
—Y ahora — añadió Kossak— quiero darle una grata noticia. Yo le compré su casa al viejo Billes, ante testigos y previa tasación oficial, y quiero entregarle a usted el importe.
—¿A cuánto asciende? —preguntó Mendel.
—A trescientos dólares —contestó Kossak.
Mendel se pasó la mano por la barba, peinándola con dedos temblorosos.
— Se lo agradezco —dijo.
— Respecto a su hijo Jonás —prosiguió Kossak— desapareció el año 1915. Nadie ha podido darme noticias de él, ni en San Petersburgo, ni en Berlín, ni en Viena, ni en la Cruz Roja de Suiza. Estuve haciendo pesquisas por todas partes; pero hace dos meses encontré a un joven de Moscú que se había fugado por la frontera polaca (pues ya sabrá usted que Zuchnow pertenece ahora a Polonia). Pues bien: este joven, que había servido en el mismo regimiento de Jonás, confesó haber oído decir casualmente que Jonás vivía y estaba luchando en el ejército blanco. Naturalmente ahora es muy difícil tener noticias de él, pero no debe usted perder las esperanzas.
Mendel sintió un deseo casi incontenible de preguntar por Menuchim. Pero su amigo Skovronnek lo adivinó, y temiendo que una mala noticia entristeciera a Mendel y pusiera sobre la alegría de esa noche un sello melancólico, se adelantó diciendo:
—Bien, señor Kossak; ya que tenemos el honor de albergar en nuestra casa a un hombre tan famoso, nos daría usted un gran gusto contándonos algo de su vida. ¿Cómo logró escapar a los peligros de la guerra y la revolución?
Indudablemente el forastero no esperaba esta pregunta, pues tardó en contestar. Entornó los ojos como alguien que se avergüenza o quiere reflexionar y dijo, tras un largo silencio:
—Nada extraordinario hay en mi vida. De niño estuve mucho tiempo enfermo. Mi padre era un maestro como el señor Mendel Singer, de cuya esposa soy pariente. No es ésta la ocasión de detallar el parentesco. Muy pronto debido a mi enfermedad y a nuestra pobreza, me llevaron al Instituto Médico de una gran ciudad, donde me trataron muy bien. Un médico me tomó cariño y en cuanto estuve sano, me llevó a su casa. Estando en ella —y aquí Kossak bajó los ojos y la voz, dirigiéndose a la mesa, lo cual hizo que los presentes respirasen apenas para no perderse una sola de sus palabras—, un día me senté al piano y toqué de memoria canciones compuestas por mí. La esposa del médico transcribió en el pentagrama lo que yo había tocado. Después, la guerra me trajo buena suerte, porque entré en una banda militar y me hice luego director de orquesta. Permanecí en San Petersburgo todo el tiempo y toqué varias veces ante el zar. Más tarde, cuando estalló la revolución, me fui con mi orquesta al extranjero. Unos cuantos músicos me abandonaron; pero otros los sustituyeron. En Londres firmé un contrato con una agencia, y así creé mi orquesta.
Todos permanecieron un rato más a la escucha, aunque el forastero había terminado. Sus palabras siguieron resonando en la habitación, y algunos de los presentes sólo las captaron entonces. Porque Kossak hablaba muy mal el dialecto de los judíos, mezclándolo con frases rusas; tanto Mendel como los Skovronnek sólo podían entenderlas dentro del contexto general, no aisladamente. Los yernos de Skovronnek que habían llegado a América muy niños, las comprendían sólo a medias, y sus esposas les traducían al inglés el relato del forastero. El vendedor se repitió varias veces la biografía de Kossak a fin de memorizarla. Las velas se habían casi consumido en los candelabros, la habitación ya estaba a oscuras y los nietos de Skovronnek dormían en los sillones, pero nadie parecía dispuesto a irse. Lejos de ello, la señora Skovronnek fue a buscar otros dos cirios y los pegó sobre los restos de los anteriores, reanudando la velada. Su antiguo respeto por Mendel Singer volvió a despertarse. El huésped de aquella noche, un hombre célebre que había tocado ante el zar, que llevaba una extraña sortija en el dedo meñique y una perla en su corbata, vestido con un traje de excelente tela europea —de eso entendía ella, pues su padre había sido comerciante en paños—, un huésped de tal envergadura no podía retirarse con Mendel a la pequeña trastienda. Con gran sorpresa de su marido dijo:
—¡ Ha sido una suerte, míster Singer, que hoy nos haya acompañado ! Otras veces —añadió dirigiéndose a Kossak— es tan modesto y delicado que no acepta mis invitaciones. Pero siempre lo consideramos como el niño más viejo de nuestra casa.
Skovronnek la interrumpió:
—Prepáranos un té.
Y cuando ella se levantó le dijo a Kossak:
—Conocemos sus canciones hace mucho tiempo. «La canción de Menuchim» ¿también es suya?
—Sí —respondió Kossak—; también es mía.
No pareció muy de su agrado la pregunta. Miró a Mendel Singer y le preguntó:
—¿Ha muerto su esposa?
Mendel hizo una seña afirmativa.
—¿Y le queda a usted una hija, si no estoy mal informado?
Fue Skovronnek quien contestó en lugar de Mendel:
—Desgraciadamente, a raíz de la muerte de su madre y de su hermano Sam, perdió la razón y está en un manicomio.
El forastero dejo caer la cabeza. Mendel se levantó.
Deseaba preguntarle por Menuchim, mas no tuvo el valor. Sabía de antemano cuál sería la respuesta. Se puso él mismo en el lugar del huésped y se contestó: «Menuchim murió hace mucho tiempo. Pereció de una muerte miserable.» Se grabó esta frase en la memoria para sentir anticipadamente toda su amargura y conservar serenidad en caso de oírla realmente. Como aún sentía en lo más hondo de su corazón una tímida esperanza, intentó matarla.
«Si aún viviera Menuchim —se dijo a sí mismo—, este forastero me lo habría dicho en seguida. No, Menuchim está muerto. Se lo preguntaré ahora mismo para terminar con esta estúpida esperanza.»
Pero no se atrevía a preguntar. Se dio un pequeño plazo, y el ruido que hacía la señora Skovronnek al preparar el té en la cocina le ofreció la ocasión de ir a ayudarla como de costumbre. Pero esta noche ella lo envió de vuelta al comedor. Singer tenía trescientos dólares y un pariente distinguido.
—No es un trabajo digno de usted, míster Singer —le dijo—. ¡ No deje solo a su pariente !
Además, ya había terminado. Con los vasos de té dispuestos en una bandeja, entró en la habitación seguida por Mendel, que ahora estaba resuelto a preguntar por Menuchim. Skovronnek también comprendió que no podía retardar más el momento y decidió hacer él mismo la pregunta. Así al menos le evitaría a Mendel, su amigo, el dolor de formular una pregunta cuya respuesta podía ser ya muy amarga.
—Mi amigo Mendel tenía otro pobre hijo enfermo, llamado Menuchim. ¿Sabe usted algo de él?
El forastero volvió a guardar silencio. Hurgó con su cucharilla en el fondo del vaso hasta deshacer el azúcar, miró un momento el vaso como si quisiera leer la respuesta en el té y, sosteniendo la cucharilla entre el pulgar y el índice y moviendo delicadamente su mano fina y morena, dijo finalmente en voz alta, como quien toma de pronto una resolución:
—¡ Menuchim vive todavía !
Sus palabras no sonaron como una respuesta, sino como una llamada. En ese mismo instante brotó una carcajada del pecho de Mendel. Todos miraron al viejo, asustados. Estaba sentado en el sillón, con un ataque de risa. Tan encorvada era su espalda que no lograba tocar todo el respaldo. Entre el respaldo y la nuca de Mendel (cortos mechones de cabello blanco rizábanse sobre el raído cuello de la levita) mediaba bastante distancia. Su larga barba se agitaba como una bandera y también parecía reírse. Seguía brotando la risa del pecho de Mendel. Todos se asustaron. Skovronnek se levantó con dificultad de los cojines y, embarazado por su largo manto blanco, dio la vuelta a la mesa, se llegó hasta Mendel e inclinándose sobre él, le cogió ambas manos. Entonces la risa de Mendel se transformó en llanto, y de sus viejos ojos semiocultos bajaron unas cuantas lágrimas hasta la barba enmarañada, perdiéndose entre su maleza, mientras otras quedaban prendidas en sus cabellos como gotas de cristal, redondas y llenas.
Por fin se calmó. Miró a Kossak de hito en hito y repitió:
—¿Menuchim vive todavía?
El forastero miró tranquilamente a Mendel y le dijo:
—Menuchim vive, sanó y se encuentra muy bien.
Mendel juntó las manos y las elevó tan alto como pudo hacia el techo. Quiso levantarse. Sintió que debía levantarse, agradecer, crecer más y más hasta tocar el cielo con sus manos. Ya no pudo separarlas. Miró a Skovronnek, y su viejo amigo se dio cuenta que debía seguir preguntando en lugar de Mendel.
—¿Y dónde está ahora Menuchim? —preguntó Skovronnek.
Y, muy lentamente contestó Alexei Kossak:
—¡ Menuchim soy yo !
Todos se levantaron de golpe. Los niños se despertaron y empezaron a llorar. Mendel se incorporó tan bruscamente que el sillón se desplomó tras él con gran estrépito. Corrió, o más bien, saltó, hacia Kossak, el único que permaneció sentado. Se produjo un gran revuelo en la habitación. Las llamas de los cirios oscilaron como movidas por un viento, y en las paredes flotaron las sombras de los que estaban de pie. Mendel cayó de rodillas a los pies de Menuchim, que seguía sentado, y con su boca temblona y su barba flotante buscó las manos de su hijo y lo besó en las rodillas, en los muslos, en el chaleco. En seguida se levantó, alzó las manos y, como ciego, empezó a palpar con dedos ávidos la cara de su hijo. Sus viejos y gastados dedos deslizáronse sobre el cabello de Menuchim, sobre su frente ancha y lisa, sobre los fríos cristales de sus gafas y sobre sus finos labios cerrados. Menuchim permaneció sentado. Todos los presentes le rodearon: los niños lloraban, las llamas de las bujías oscilaban y las sombras flotantes formaban densos nubarrones en las paredes. Nadie habló. Al fin se oyó la voz de Menuchim que dijo:
—¡ Levántate, padre !
Él mismo levantó a su padre y se lo sentó en las rodillas, como a un niño. Los demás se apartaron y Mendel se quedó sentado en las rodillas de su hijo, sonriéndoles a todos. De pronto susurró:
—«¡ El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte !»
Así lo había dicho Deborah. Aún le parecía oír su voz.
Skovronnek abandonó la mesa, se quitó el manto, se puso el abrigo y dijo:
—¡ Vuelvo en seguida !
¿Adónde iba Skovronnek? Todavía no era tarde, apenas las once, y los amigos estarían aún de sobremesa. Fue de casa en casa, visitando a Groschel, a Menkes y a Rottenberg, todos de sobremesa.
—¡ Ha ocurrido un milagro ! —les iba diciendo—. Vengan a mi casa a verlo.
Y condujo a los tres a ver a Mendel. En el camino se encontraron con la hija de Lemmel y le contaron todo. También el joven Frisch, que estaba dando un paseo con su mujer, oyó la noticia. Como prueba de ella vieron frente a la casa de Skovronnek el automóvil que había traído a Menuchim. Algunos vecinos abrieron sus ventanas para verlo. Menkes, Groschel, Skovronnek y Rottenberg entraron en la casa. Mendel salió a su encuentro y les estrechó la mano silenciosamente. Menkes, el más sereno de todos, tomó la palabra.
—Mendel —dijo—, hemos venido a verte gozar de tu dicha así como te vimos sufrir tus desgracias. ¿Te acuerdas de lo golpeado que estabas? Te consolábamos sabiendo que era inútil. Y ahora tú mismo vives el milagro. Y así como entonces compartimos tu tristeza, así también ahora compartimos tu alegría. Los milagros del Eterno son tan grandes hoy como hace miles de años. ¡ Alabado sea su nombre !
Todos estaban en pie. Las hijas de Skovronnek, los niños, los yernos y el vendedor se pusieron sus abrigos y se despidieron. Los amigos de Mendel, no se sentaron, pues sólo habían ido a felicitarlo. Más pequeño que todos, con su espalda encorvada y su levita brillante y verdosa, Mendel se hallaba entre ellos como un rey con un vestido humilde. Tenía que estirarse para ver los rostros de los demás.
—Os lo agradezco —dijo—. Sin vuestra ayuda no habría visto esta hora. ¡ Mirad a mi hijo !
Y lo señalaba con la mano, como temiendo que sus amigos no lo vieran bien. Las miradas de todos se posaron en la tela del traje de Menuchim, en su corbata de seda, en la perla, en sus finas manos y en la sortija. Y luego dijeron:
—Un joven distinguido. Se ve que es un fuera de serie.
—No tengo casa —dijo Mendel a su hijo—. Vienes a ver a tu padre y no sé dónde ofrecerte una cama.
—Quiero llevarte conmigo, padre —contestó el hijo—. No sé si podrás ir en coche por ser hoy día festivo.
—Puede ir en coche —dijeron todos como por una sola boca.
—Creo que puedo ir contigo en coche —opinó Mendel—. He cometido grandes pecados y el Señor ha hecho la vista gorda. Le he llamado ispravnik y se ha tapado los oídos. Es tan grande que nuestra vileza resulta siempre muy pequeña. Puedo ir contigo en coche.
Todos acompañaron a Mendel hasta el coche. Algunos vecinos miraban por las ventanas. Mendel buscó las llaves, abrió la puerta de la tienda, se dirigió a su trastienda, descolgó de su gancho el saquito de terciopelo rojo, lo sopló por todas partes para quitarle el polvo, y con él bajo el brazo volvió al coche, no sin antes cerrar todo y entregarle las llaves a Skovronnek. Se oyó el rugido del motor, se encendieron los daros y desde las ventanas varias voces le gritaron:
—¡ Hasta la vista, Mendel !
Mendel Singer dijo a Menkes:
—Mañana durante la oración, anuncia que daré a los pobres una limosna de trescientos dólares. ¡ Adiós !
Y se fue con su hijo en dirección del número cuarenta y cuatro de Broadway, al hotel Astor.
16
Modesto y encorvado con su levita brillante y verdosa y el saquito de terciopelo bajo el brazo, entró Mendel Singer en el hall. Contempló la luz eléctrica, al rubio portero, el busto blanco de un Dios desconocido colocado al pie de la escalera y el negro que se ofreció a cargarle el saquito. Entró en el ascensor, se miró en el espejo junto a su hijo y cerró los ojos, pues sintió un ligero vértigo. Ya estaba muerto y volaba hacia el cielo. No quería que terminase la ascensión. Su hijo lo cogió de la mano, el ascensor se detuvo y Mendel atravesó un largo pasillo sobre alfombras silenciosas. No abrió los ojos hasta llegar a la habitación. Siguiendo su costumbre, se acercó inmediatamente a la ventana. Por primera vez vio de cerca la noche de América. Vio el cielo enrojecido, las letras ardientes, rutilantes, chispeantes, rojas, azules, verdes, doradas y plateadas. Oyó la estruendosa canción de América, las sirenas, las bocinas, los silbidos, los chillidos y los aullidos. Frente a la ventana en que estaba acodado aparecía cada cinco minutos la cara sonriente de una muchacha hecha de chispas y puntitos luminosos, con la dentadura brillante como una pieza de plata fundida. A un lado de su cara emergía un vaso rebosante de un líquido color rubí, que vertía su contenido en la boca de la muchacha. Luego desaparecía para reaparecer otra vez lleno del mismo líquido color rubí. Era la propaganda de un nuevo refresco. Mendel admiró aquello como el colmo de la dicha nocturna y la salud. Sonrió, vio aparecer y desaparecer la imagen unas cuantas veces, y se volvió hacia el interior de la habitación. Allí estaba, preparada, su cama blanca, y su hijo Menuchim se columpiaba en una mecedora.
—No dormiré esta noche —dijo Mendel—. Acuéstate y me sentaré a tu lado. En nuestra casa de Zuchnow dormías en un rincón, junto al hogar.
—Recuerdo perfectamente un día —empezó Menuchim quitándose las gafas, de suerte que Mendel pudo ver por primera vez los ojos de su hijo, que le parecieron cansados y tristes—; me acuerdo muy bien de una mañana en la que el sol brillaba y la habitación estaba vacía. Tú viniste, me levantaste, me sentaste en una mesa y empezaste a dar golpecitos en un vaso con una cucharilla. Era un sonido maravilloso, que me gustaría poder orquestar e interpretar. Luego empezaste a cantar, y después repicaron unas campanas muy viejas, y era como si varios cucharones golpearan pesadamente enormes vasos.
—¡ Sigue, sigue ! —dijo Mendel.
También él recordaba muy bien ese día, en el que Deborah salió de casa para preparar su viaje a casa de Kapturak.
—¡ Es lo único que recuerdo de mis primeros años ! —dijo Menuchim—. Luego vino el tiempo en que el yerno de Billes tocaba el violín. Lo tocaba a diario, me parece. Cuando acababa de tocar, yo lo seguía oyendo día y noche.
—¡ Sigue, sigue ! —le pidió Mendel en el mismo tono en que solía animar a sus alumnos.
—Pasó un buen tiempo. Un día vi un terrible incendio, rojo y azul. Me tiré al suelo y me arrastré hacia la puerta. Alguien me levantó. Me encontré fuera, con gente que gritaba desde la acera opuesta. Algo gritó de mi interior: «¡ Fuego, fuego !»
—¡ Sigue, sigue ! —insistió Mendel.
—No recuerdo nada más. Después me dijeron que estuve enfermo e inconsciente mucho tiempo. Sólo recuerdo la época de San Petersburgo, una sala blanca con camas blancas, muchos niños en las camas, un harmonio u órgano que sonaba y yo cantaba en voz alta. Y un buen día el doctor me llevó a su casa en coche. Una señora alta, con un vestido azul pálido, tocaba el piano. Se levantó, me aproximó al piano y las teclas sonaron. De repente toqué los cantos que había oído en órgano y todo lo que podía cantar.
—¡Sigue, sigue ! —insistió Mendel.
—No recuerdo nada que me interese más que aquellos pocos días. Recuerdo a mi madre. Sentía calor cuando estaba a su lado. Me parece que tenía una voz muy profunda y una cara ancha y redonda como un globo terráqueo.
—¡ Sigue, sigue ! —pedía Mendel.
No me acuerdo de Miriam ni de Jonás. Sólo supe de ellos mucho más tarde, por la hija de Billes.
Mendel suspiró y repitió:
—¡ Miriam !
Se la imaginó ante él, con su pañuelo amarillo, su cabello negro azulado, ágil y ligera como una gacela. Tenía sus mismos ojos.
—He sido un mal padre —dijo Mendel—. A ti te traté mal, y a ella lo mismo. Y ahora la he perdido y no hay medicina que pueda curarla.
—Iremos a verla —dijo Menuchim—. ¿Acaso no me he curado yo mismo?
Menuchim tenía razón. «El hombre nunca está contento —se dijo Mendel—. Acaba de ver un milagro y ya espera impaciente el segundo. Espera, espera, Mendel Singer. Mira a Menuchim, que era un inválido. Sus manos son delgadas, sus ojos, inteligentes y frescas sus mejillas.»
—Acuéstate, padre —dijo el hijo.
Se dejo caer al suelo y le quitó las botas. Miró el viejo cuero remendado, las suelas rotas, los calcetines zurcidos y el pantalón deshilachado. Desnudó a su padre y lo acostó. Luego salió de la habitación para buscar un libro, volvió, se sentó en la mecedora junto a la cama, encendió la lamparita verde y se puso a leer. Mendel fingió dormir, pero por entre los párpados entornados miraba a hurtadillas a su hijo. Éste dejo el libro y le dijo:
—Estás pensando en Miriam, padre. La visitaremos. Haré que la vean buenos médicos. La curarán. Aún es joven. ¡ Ahora duerme padre !
Mendel cerró los ojos, pero no pudo dormir: pensaba en Miriam, oías los ruidos del mundo, tan extraños para él, y a través de sus párpados distinguía los reflejos rojizos, en el cielo. No dormía, pero se sentía bien y descansaba. En un insomnio sosegado, con el cuerpo en reposo y el pensamiento vigilante, aguardó la mañana.
Su hijo le preparó el baño, lo vistió y le preparó el coche. Viajaron largo rato por entre calles ruidosas, hasta que salieron de la ciudad y cogieron un camino ancho y bordeado de árboles. Zumbaba el motor, y la barba blanca de Mendel ondeaba al viento. Permanecía en silencio.
—¿Quieres saber a dónde vamos? —le preguntó su hijo.
—No —dijo Mendel—, no quiero saber nada. Tu camino será siempre el mío.
Llegaron a un mundo en que la arena era amarilla, el ancho mar, azul y todas las casas, blancas. Sobre la terraza de una de esas casas, ante una mesita blanca, se sentó Mendel. Bebió a sorbos un té dorado. Sobre su espalda encorvada brilló el primer sol caliente de aquel año. A su lado saltaban mirlos cuyos parientes trinaban en la terraza. El mar enviaba rítmicamente sus olas a la playa, y en el cielo se veían unas cuantas nubecillas blancas. Bajo un cielo así le fue fácil imaginar que Jonás volvería y que Miriam sanaría y que sería otra vez «más guapa que todas las mujeres», según citaba para sus adentros. Él mismo, Mendel Singer, fallecería pasados muchos años de una muerte benigna, rodeado de sus nietos y «satisfecho de la vida», como estaba escrito en el libro de Job. Sintió una extraña necesidad de quitarse la gorra de reps negro para que los rayos del sol brillasen sobre su viejo cráneo. Y pro vez primera en su vida, Mendel Singer se descubrió por voluntad propia, así como hasta entonces sólo lo había hecho en los oficios y en el baño. Un viento de primavera agitó sus escasos cabellos grises como si fueran plantas raras.
Así saludó Mendel Singer al mundo.
Y una gaviota pasó como una flecha plateada bajo el toldo de la terraza. Mendel observó su vuelo raudo y la blanca estela que iba dejando en el azul del aire.
Díjole su hijo entonces:
—La próxima semana tengo que ir a San Francisco y después a Chicago, donde tocaremos unos diez días. Calculo, padre, que saldremos para Europa dentro de cuatro semanas.
—¿Y Miriam?
—Iré a verla hoy mismo y hablaré con los médicos. Todo se arreglará, padre. Tal vez nos la llevemos; quizá se cure en Europa.
Entraron de nuevo en el hotel, y Mendel se encaminó a la habitación de su hijo. Estaba cansado.
—Recuéstate un rato en el sofá —le indicó Menuchim—. Volveré dentro de dos horas.
Mendel obedeció. Sabía adónde iba su hijo. A visitar a la hermana. Era un hombre extraordinario: la gracia de Dios moraba en él, y curaría a Miriam.
Mendel vio una gran fotografía enmarcada en rojo sobre la mesita.
—Dame esa fotografía —pidió.
La miró un buen rato. Contempló a la mujer joven y rubia que, con un vestido claro, claro como el día, se hallaba sentada en un jardín donde el viento agitaba hierbas y arbustos. Dos niños, un chico y una chica, estaban de pie junto a un carrito tirado por un burro, como los que suelen usarse en los parques infantiles.
—¡ Que Dios los bendiga ! — dijo Mendel.
El hijo se fue. Quedóse el padre solo en el sofá y puso la fotografía a su lado. Sus ojos cansados se pasearon por la habitación hasta llegar a la ventana. Desde el sofá alcanzaba a ver un trozo de cielo sin nubes. Miró de nuevo a la muchacha: era su nuera, la mujer de Menuchim, con sus nietos, los hijos de Menuchim. Volvió a mirar la foto con más atención y creyó ver la imagen de Deborah joven. Deborah estaba muerta; con ojos extraños, desde el otro mundo, quizá estuviese viendo el milagro. Mendel recordó con gratitud el calor de su cuerpo joven, con el que había gozado en otros tiempos, sus mejillas de color rosa y sus ojos entornados que brillaban en la oscuridad de sus noches de amor como dos luces seductoras. ¡ Deborah muerta !
Se levantó, acercó una butaca al sofá y puso sobre ella la fotografía. Luego volvió a acostarse. Mientras sus ojos se iban cerrando lentamente, trasladaron toda la alegría azul del cielo hasta su sueño, junto con los rostros de los nuevos hijos. Y a su lado, sobre un fondo grisáceo, surgieron los de Jonás y de Miriam. Mendel se durmió. Y descansó del peso de la dicha y de la magnitud de los milagros.
FIN
1 Camisa, en ruso. (N. del T.)
2 Uriadnik: Cabo de policía, en ruso.
3 Comencé a amarte a causa de tu belleza, en ruso.
4 Juego de palabras intraducible. Glück significa dicha o felicidad en alemán.
5 Ispravnik: Jefe de policía distrital en la Rusia zarista.