CATEGORIA: LIBROS-RELATOS CORTOS
El juez Comyn se acomodó en el asiento del rincón del compartimiento de primera clase, desplegó el Irish Times del día, miró los titulares y lo dejó sobre su regazo.
Ya tendría tiempo de leerlo durante el largo viaje de cuatro horas hasta Tralee. Observó perezosamente a través de la ventanilla el bullicio de la estación de Kingsbridge en los minutos que precedían a la salida del tren de Dublin a Tralee, que le llevaría descansadamente a su destino en la ciudad principal de Country Kerry. Confió vagamente en que tendría el compartimiento para él solo y podría dedicarse a repasar sus papeles.
Pero no fue así. Apenas había cruzado esta idea por su cabeza cuando se abrió la puerta del compartimiento y alguien entró en el mismo. El juez se abstuvo de mirar. La puerta se cerró y el recién llegado arrojó una maleta sobre la rejilla. Después, el hombre se sentó frente al juez, al otro lado de la lustrosa mesita de nogal.
El juez Comyn le echó una mirada. Su compañero era un hombre bajito, insignificante, de cabellos rubios erizados y revueltos y con los ojos castaños más tímidos y tristes que pudiera imaginarse. Llevaba un traje grueso y peludo, con chaleco haciendo juego y corbata de punto. El juez pensó que debía tener algo que ver con los caballos, aunque quizá no fuera más que un oficinista, y volvió a mirar por la ventanilla.
Oyó la llamada del empleado de la estación al conductor de la vieja locomotora que resoplaba en algún lugar, sobre la vía, y después el estridente ruido de su silbato. Pero, cuando la máquina bufó con fuerza y el vagón empezó a moverse hacia delante, un hombre gordo y enteramente vestido de negro pasó corriendo por delante de la ventanilla. El juez oyó el crujido de la puerta del vagón al abrirse a pocos pasos de distancia, y el ruido de un cuerpo al saltar sobre el pasillo. Segundos después, con gran acompañamiento de jadeos y bufidos, el negro personaje apareció en la puerta del compartimiento y se dejó caer, aliviado, sobre el asiento del rincón más lejano.
El juez Comyn miró de nuevo. El recién llegado era un cura de rostro colorado. El juez volvió a mirar por la ventanilla; habiendo sido educado en Inglaterra, no deseaba entablar conversación.
—¡Por todos los santos! Lo ha pillado por los pelos, padre -oyó que decía el pequeñajo.
Hubo más resoplidos por parte del de la sotana.
—Me llevé un buen susto, hijo mío -respondió el cura.
Por fortuna, guardaron silencio después de esto. El juez Comyn observó cómo se perdía de vista la estación y era sustituida por las desagradables hileras de casas tiznadas de humo que, en aquellos tiempos, constituían los suburbios occidentales de Dublín. La locomotora de la «Great Southern Railway Company» adquirió velocidad, y se aceleró el compás del golpeteo de las ruedas sobre los raíles. El juez Comyn levantó su periódico. El titular y el artículo de fondo se referían al Primer Ministro, Eamon de Valera, que el día anterior había prestado pleno apoyo a su ministro de Agricultura en la cuestión del precio de las patatas. Al pie de la página, una breve noticia daba cuenta de que un tal señor Hitler se había apoderado de Austria. El director, pensó el juez Comyn, tenía un concepto definido de las prioridades. Poco más había de interés en el periódico y, al cabo de cinco minutos, lo dobló, sacó un fajo de documentos legales de su cartera y empezó a hojearlos. Los verdes campos de Kildare desfilaron al otro lado de las ventanillas al alejarse el tren de la ciudad de Dublín.
—Señor -dijo una voz tímida delante de él.
«¡Vaya! — pensó-, ahora tiene ganas de hablar.» Su mirada se encontró con los ojos perrunos y suplicantes del hombre que tenía enfrente.
—¿Le importaría que usase una parte de la mesa? — preguntó el hombre.
—En absoluto -dijo el juez.
—Gracias, señor -contestó el hombre, con perceptible acento del sur del país.
El juez volvió al estudio de los papeles relativos a un complicado pleito civil que tenía que fallar en Dublín a su regreso de Tralee. Confiaba en que la visita a Kerry, que realizaba para presidir, como juez transeúnte, las vistas trimestrales, no ofrecería tantas complicaciones. Sabía, por experiencia, que los pleitos rurales eran muy simples, aunque los jurados locales dictaban casi siempre unos veredictos asombrosamente faltos de lógica.
No se molestó en mirar cuando el hombrecillo sacó una baraja de naipes no demasiado limpios y dispuso algunos de ellos en columnas para hacer un solitario. Sólo un poco después le llamó la atención una especie de cloqueo. Levantó de nuevo la mirada.
El hombrecillo se mordía la lengua, como sumido en honda concentración -y esto era lo que había producido aquel ruido-, y contemplaba fijamente las cartas descubiertas al pie de cada columna. El juez Comyn observó en seguida que un nueve rojo no había sido colocado sobre un diez negro, a pesar de que ambas cartas estaban a la vista. El hombrecillo, que no había advertido la coincidencia, sacó tres cartas más. El juez Comyn contuvo su irritación y volvió a sus papeles. No cuentes conmigo, dijo para sus adentros.
Pero hay algo hipnótico en los solitarios, sobre todo cuando el que los hace juega mal. Al cabo de cinco minutos, el juez había perdido todo su interés por el pleito civil y miraba fijamente las cartas descubiertas. Por último, no pudo aguantarse más. Había una columna vacía a la derecha y, en la columna tercera, un rey descubierto que hubiese debido pasar al espacio libre. Tosió. El hombrecillo le miró, alarmado.
—El rey -dijo amablemente el juez-. Debería ponerlo en el espacio libre.
El jugador de cartas bajó la mirada, vio la oportunidad y movió el rey. La carta que volvió después resultó ser una reina, y la puso sobre el rey. Antes de terminar, había hecho siete movimientos. La columna que había empezado con el rey terminaba ahora con un diez.
—Y el nueve rojo -dijo el juez-. Puede ponerlo encima.
El nueve rojo y sus seis cartas siguientes pasaron sobre el diez. Ahora podía descubrirse otra carta; salió un as, que fue colocado en su sitio.
—Me parece que lo va a sacar -dijo el juez.
—Oh, no, señor -repuso el hombrecillo, sacudiendo la cabeza de ojos tristes de sabueso-. Todavía no he sacado uno en mi vida.
—Siga jugando, siga jugando -dijo el juez Comyn con creciente interés.
Y, con su ayuda, el hombrecillo sacó el juego y se quedó mirando con asombro el problema solucionado.
—Ya lo ve; lo ha sacado -dijo el juez.
—Gracias a la ayuda de Su Señoría -contestó el hombre de ojos tristes-. Es usted muy hábil con las cartas, señor.
El juez Comyn se preguntó si el hombre de los naipes podía saber que él era juez, pero en seguida pensó que sólo había usado un tratamiento común en aquellos tiempos en Irlanda, cuando alguien se dirigía a una persona merecedora de cierto respeto.
Incluso el sacerdote había dejado a un lado su libro de sermones del difunto y gran cardenal Newman, y estaba mirando las cartas.
—¡Oh! — exclamó el juez, que jugaba un poco al bridge y al póquer con sus compañeros del «Kildare Street Club»-. No soy buen jugador.
En su fuero interno, sostenía la teoría de que teniendo una buena mentalidad jurídica, con dotes de observación y deducción, y buena memoria, siempre se podía jugar bien a las cartas.
El hombrecillo dejó de jugar y repartió distraídamente manos de cinco cartas, las cuales examinó antes de recogerlas. Por último, dejó la baraja y suspiró.
—Es un largo viaje hasta Tralee -dijo, reflexivamente.
Más tarde, el juez Comyn no pudo recordar quién había pronunciado exactamente la palabra póquer, pero sospechaba que había sido él mismo. Sea como fuere, tomó la baraja y se dio unas cuantas manos, advirtiendo, con satisfacción, que una de ellas era un ful de sotas y dieces.
Con una media sonrisa, como asombrado de su propio atrevimiento, el hombrecillo se dio cinco cartas y las sostuvo delante de él.
—Le apuesto, señor, un penique imaginario a que no coge usted una mano mejor que ésta.
—De acuerdo -dijo el juez, tomando cinco cartas y mirándolas.
No era un ful, sino una pareja de nueves.
—Veámoslo -dijo el juez Comyn. El hombrecillo asintió con la cabeza. Descubrieron las cartas. El hombrecillo tenía tres cincos.
—¡Ah! — exclamó el juez-. Pero yo no he pedido cartas, como podía haber hecho. Probemos otra vez, amigo.
Volvieron a dar. Esta vez, el hombrecillo pidió tres cartas, y el juez, dos. Ganó el juez.
—He recobrado mi penique imaginario -dijo.
—En efecto, señor -convino el otro-. Tenía un buen juego. Tiene usted buena mano para los naipes, cosa que no puedo decir de mí. Lo vi en seguida.
—Sólo se trata de razonar un poco y de calcular el riesgo -le corrigió el juez.
Llegados a este punto, se presentaron, declarando sólo el apellido, como solía hacerse en aquellos tiempos. El juez omitió su título, presentándose sólo como Comyn, y el otro dijo que se llamaba O'Connor. Cinco minutos más tarde, entre Sallins y Kildare, iniciaron un póquer amistoso. Cinco cartas cubiertas parecía el sistema más adecuado, y así se acordó tácitamente. Desde luego, no jugaban con dinero.
—Lo malo es -dijo O'Connor después de la tercera mano- que nunca recuerdo lo que ha apostado cada cual. Su Señoría tiene buena memoria.
—Ya sé lo que vamos a hacer -dijo el juez, sacando de la cartera de mano una caja grande de cerillas.
Le gustaba fumar un cigarro después del desayuno y otro después de comer, y por nada del mundo habría usado un encendedor de gasolina para un cigarro habano de cuatro peniques.
—Una magnífica idea -dijo O'Connor, maravillado, mientras el juez repartía veinte cerillas para cada uno.
Jugaron una docena de manos, bastante interesantes, y quedaron más o menos empatados. Pero es aburrido jugar al póquer entre dos, pues, si uno tiene una mano pobre y quiere «pasar», el otro no puede hacer nada. Justo al salir de Kildare, O'Connor preguntó al cura:
—Padre, ¿no quiere usted jugar con nosotros?
—¡Oh, no! — respondió, riendo, el rubicundo sacerdote-. Soy muy malo para las cartas. Aunque -añadió-, he jugado un poco al whist con los muchachos, en el seminario.
—Es el mismo principio, padre -dijo el juez-. Una vez aprendido, ya no se olvida. Cada cual recibe una mano de cinco cartas; si no le satisfacen las que tiene, puede pedir otras nuevas hasta cinco. Entonces, hace su apuesta, según la calidad de sus naipes. Si tiene un buen juego, puede aumentar la apuesta de los otros; si no, puede pasar y tirar las cartas.
—No me gusta apostar -dijo, vacilando, el cura.
—Sólo son cerillas, padre -repuso O'Connor.
—¿Y hay que hacer bazas?-preguntó el sacerdote.
O'Connor arqueó las cejas. El juez Comyn sonrió, con aire protector:
—No se recogen bazas -dijo-. La mano que usted tiene se aprecia según una escala fija de valores. Mire...
Hurgó en su cartera y sacó una hoja de papel en blanco. Después sacó del bolsillo interior un lápiz de oro y con muelle. Empezó a escribir en la hoja. El cura se endino para mirar.
—Lo más valioso es la escalera real -explicó el juez-. Esto quiere decir tener cinco cartas seguidas del mismo palo y encabezadas por el as. Como deben ser seguidas, esto significa que las otras cartas deben ser el rey, la dama, la sota y el diez.
—Sí, claro -dijo cansadamente el cura.
—Después viene el póquer, o sea, cuatro cartas del mismo valor -dijo el juez, escribiendo la palabra debajo de la escalera real-. Esto quiere decir cuatro ases, cuatro reyes, cuatro damas, cuatro sotas y así sucesivamente hasta cuatro doces. La quinta carta no importa. Y, desde luego, cuatro ases son mejores que cuatro reyes y que cualquier otro cuarteto. ¿Entendido?
El cura asintió con la cabeza.
—Entonces viene el ful -dijo O'Connor.
—No exactamente -le corrigió el juez Comyn-. Entonces viene la escalera de color, amigo mío.
O'Connor se golpeó la frente, como reconociendo su propia estupidez.
—Es verdad -dijo-. Mire, padre, la escalera de color es como la real, salvo que no está encabezada por el as. Pero las cinco cartas deben ser del mismo palo y seguidas.
El juez anotó la descripción bajo la palabra «póquer».
—Ahora viene el ful que decía Mr. O'Connor. Se compone de tres cartas del mismo valor, y dos de otro valor, o sea cinco en total. Si hay tres dieces y dos damas, se llama ful de dieces y damas.
El sacerdote asintió de nuevo.
El juez continuó la lista, explicando cada combinación: «color», «escalera», «trío», «doble pareja», «pareja«o el «as» como carta más alta.
—Ahora bien -dijo, cuando hubo terminado-, es evidente que una pareja o sólo un as, o una mano de cartas que no liguen entre sí, son juegos tan pobres que no hay que apostar con ellos.
El padre miró la lista.
—¿Puedo guiarme por esto? — preguntó.
—Desde luego -dijo el juez Comyn-. Guárdese la lista, padre.
—Bueno, ya que sólo jugamos con cerillas... -dijo al sacerdote, preparándose a jugar.
A fin de cuentas, los juegos de azar amistosos no son pecado. Sobre todo, jugando con cerillas. Repartieron éstas en tres montoncitos iguales y empezó el Juego.
En las dos primeras manos, el cura pasó en seguida y observó las puestas de los otros. El juez ganó cuatro cerillas. En la tercera mano, el semblante del cura se iluminó.
—Esto es bueno, ¿verdad? — preguntó, mostrando su mano a los otros dos.
Y era bueno: un ful de sotas y reyes. El juez tiró sus cartas con disgusto.
—Sí, es un juego muy bueno, padre -dijo pacientemente O'Connor-, pero no debe mostrarlo, ¿sabe? Pues, si sabemos lo que usted tiene, no apostaremos nada con una mano de menos valor que la suya. El juego debe ser..., bueno, como el confesionario.
El cura comprendió.
—Como el confesionario -repitió-. Sí, ya lo entiendo. No hay que decir una palabra a nadie, ¿no es así?
Se disculpó, y empezaron de nuevo. Durante sesenta minutos, hasta llegar a Thurles, jugaron quince manos, y el montón de cerillas del juez fue subiendo. El sacerdote estaba casi en las últimas, y al triste O'Connor sólo le quedaba la mitad del montón. Cometía demasiados errores; el buen padre parecía completamente despistado; sólo el juez jugaba un póquer reflexivo, calculando las probabilidades y los riesgos con su adiestrada mente de jurista. El juego era una demostración de su teoría de que la inteligencia vence a la suerte. Poco después de Thurles, O'Connor pareció distraído. El juez tuvo que llamarle la atención en dos ocasiones.
—Creo que no es muy interesante jugar con cerillas -confesó, después de la segunda advertencia-. ¿No será mejor que lo dejemos?
—¡Oh!, confieso que me estaba divirtiendo -dijo el juez, porque los que ganan suelen divertirse.
—O podríamos hacerlo más interesante -sugirió O'Connor, en tono de disculpa-. Por naturaleza, no soy jugador; pero unos pocos chelines no perjudican a nadie.
—Como usted quiera -dijo el juez-, aunque observo que ha perdido bastantes cerillas.
—¡Ah, señor! Puede que mi suerte esté a punto de cambiar -repuso O'Connor, con su sonrisa de enanito.
—Entonces, yo debo retirarme -dijo rotundamente el cura-. Pues temo que sólo llevo tres libras en mi bolsa, y tienen que durarme para todas las vacaciones con mi madre en Dingle.
—Pero, padre -dijo O'Connor-, sin usted no podemos jugar. Y unos pocos chelines...
—Incluso unos pocos chelines son mucho para mí, hijo mío -dijo el cura-. La Santa Madre Iglesia no es lugar adecuado para los hombres que blasonan de llevar mucho dinero en el bolsillo.
—Espere -dijo el juez-. Tengo una idea. Usted y yo, O'Connor, nos repartiremos las cerillas por partes iguales. Entonces, cada uno de los dos prestará al padre una cantidad igual de cerillas, que ahora tendrán un valor. Si él pierde, no le reclamaremos la deuda. Si gana, nos devolverá las cerillas que le prestamos y se quedará la diferencia.
—Es usted un genio, señor -dijo O'Connor, con asombro.
—Pero yo no puedo jugar por dinero -protestó el sacerdote.
Reinó un triste silencio durante un rato.
—¿Y si sus ganancias las destinase a una obra caritativa de la Iglesia? — sugirió O'Connor-. Seguro que el Señor no se lo reprocharía.
—Pero me lo reprocharía el obispo -replicó el cura-, y es probable que me encuentre antes con éste que con Aquél. Sin embargo..., está el orfanato de Dingle. Mi madre prepara allí las comidas, y los pobres asilados pasan mucho frío en invierno, con el precio a que se ha puesto el combustible...
—¡Un donativo! — exclamó el juez, con aire triunfal. Se volvió a sus pasmados compañeros-. Todo lo que gane el padre, por encima de la cantidad que le prestemos, lo donaremos los dos al orfanato. ¿Qué les parece?
—Supongo que ni siquiera nuestro obispo podría rechazar un donativo al orfanato... -dijo el cura.
—Y el donativo será un obsequio nuestro, a cambio de su colaboración en una partida de cartas -dijo O'Connor-. Es perfecto.
El sacerdote accedió y empezaron de nuevo. El juez y O'Connor dividieron las cerillas en dos montones. O'Connor señaló que, con menos de cincuenta cerillas, alguien podría acabarlas pronto. El juez Comyn resolvió también este problema. Partieron las cerillas por la mitad; las mitades con la cabeza de azufre valdrían el doble de las otras.
O'Connor declaró que llevaba encima algo más de 30 libras, para sus días de fiesta, y sólo jugaría hasta ese límite. En cuanto a Comyn, los dos aceptarían un cheque si perdía; saltaba a la vista que era un caballero.
Entonces prestaron al cura diez cerillas con cabeza y cuatro sin ella, por mitad entre los dos.
—Y ahora -dijo el juez Comyn, barajando las cartas-, ¿en cuánto fijamos la puesta? O'Connor levantó media cerilla sin cabeza.
—¿Diez chelines? — sugirió.
Esto impresionó un poco al juez. Las cuarenta cerillas que había sacado de la caja se habían convertido en ochenta mitades y representaba 60 libras esterlinas, cantidad apreciable en 1938. El cura tenía, pues, 12 libras delante de él, y los otros, 24 libras cada uno. Oyó que el cura suspiraba.
—Quien juega un penique, juega una libra. Y que el Señor me ayude -dijo el sacerdote. El juez asintió bruscamente con la cabeza. No hubiese debido preocuparse. Ganó las dos primeras manos y, con ellas, casi 10 libras. En la tercera mano, O'Connor pasó en seguida, perdiendo su puesta de 10 chelines. El juez Comyn miró sus cartas; tenía ful de sotas y sietes. Tenía que envidar. Al cura sólo le quedaban 7 libras.
—Veo sus cuatro libras, padre -dijo, empujando las cerillas hacia el centro-, y subo cinco más.
—¡Oh! — exclamó el cura-. Estoy casi arruinado. ¿Qué puedo hacer?
—Sólo una cosa -dijo O'Connor-, si no quiere que Mr. Comyn suba de nuevo a una cantidad que usted no puede igualar. Poner cinco libras y pedir que se vean las cartas.
—Veré las cartas -dijo el cura, como recitando un ritual, mientras empujaba cinco cerillas con cabeza hasta el centro de la mesa.
El juez mostró su ful y esperó. El cura tenía cuatro dieces. Recobró sus 9 libras, más las 9 del juez y los 30 chelines de las apuestas iniciales. Con las 2 libras que le quedaban, tenía ahora veintiuna y diez chelines.
De esta manera llegaron al empalme de Limerick, que, como es de rigor en el sistema ferroviario irlandés, no estaba cerca de Limerick, sino muy próximo a Tipperary. El tren dejó atrás el andén principal y después retrocedió, porque no podía arrimarse a él en la dirección que llevaba. Unas cuantas personas bajaron o subieron, pero nadie interrumpió la partida ni entró en el compartimiento de nuestros hombres.
En Charleville, el cura le había ganado 10 libras a O'Connor, el cual parecía preocupado, y el juego se hizo más lento. O'Connor tendía ahora a pasar, y muchas manos terminaron con otro jugador pasando igualmente. Poco antes de llegar a Mallow, y por mutuo acuerdo, eliminaron todos los naipes pequeños, conservando de los sietes para arriba, con lo que la baraja sólo tuvo treinta y dos cartas. Entonces, e! juego volvió a animarse.
En Headford, el pobre O'Connor había perdido 12 libras, y el juez, 20, en beneficio del cura.
—¿No sería una buena idea que les devolviese ahora las doce libras con que empecé? — preguntó el sacerdote.
Los otros dos convinieron en ello y recobraron sus 6 libras cada uno. Al cura le quedaban todavía 32 para seguir jugando. O'Connor continuó jugando con precaución, y sólo una vez envidó fuerte y recuperó 10 libras con un ful que ganó. a una doble pareja y a un color. Los lagos de Killamey desfilaron más allá de la ventanilla, sin que nadie tos admirase.
Al salir de Farranfore, el juez vio que al fin tenía la mano que había estado esperando. Después de pedir tres cartas, observó, entusiasmado, que tenía cuatro damas y el siete de tréboles. O'Connor debió pensar que tenía también buen juego, pues siguió cuando el juez cubrió las 5 libras del cura y subió 5 más. Pero, cuando el cura cubrió las 5 libras y subió otras 10, O'Connor se rajó y tiró las cartas. De nuevo estaba perdiendo 12 libras.
El juez se mordió el dedo pulgar. Después, aumentó en 10 libras la puesta del cura.
—Cinco minutos para Tralee -dijo el revisor, asomando la cabeza en la puerta del compartimiento.
El sacerdote observó el montón de cerillas en el centro de la mesa y su propio montoncito, equivalente a 12 libras.
—No sé -dijo-. ¡Oh, Dios mío! No sé qué tengo que hacer.
—Padre -dijo O'Connor-, no puede subir más; tendrá que cubrir la apuesta y ver las cartas.
—Supongo que sí -dijo el cura, empujando 10 libras en cerillas hasta el centro de la mesa y quedándose sólo con 2-. Con lo bien que me iba. Hubiese tenido que guardar las treinta y dos libras para el orfanato cuando aún las tenía. Ahora sólo podré darles dos.
—Yo las completaré hasta cinco, padre -dijo el juez Comyn-. Mire. Tengo cuatro damas.
O'Connor silbó. El cura miró las cartas extendidas y, después, su propio juego.
—¿No valen más los reyes que las damas? — preguntó, confuso.
—Así es, si tiene usted cuatro -dijo el juez. El sacerdote volvió las cartas sobre la mesa.
—Pues los tengo -dijo. Y era verdad-. ¡Válgame Dios! — jadeó-. Me imaginaba que había perdido. Suponía que debía usted tener esa escalera real.
Recogieron los naipes y las cerillas al entrar en Tralee. O'Connor se guardó las cartas. El juez tiró las cerillas rotas en el cenicero. O'Connor contó doce billetes de una libra y los dio al cura.
—Que Dios se lo pague, hijo mío -dijo el sacerdote.
El juez Comyn sacó a regañadientes su talonario de cheques.
—Creo que son cincuenta libras exactas, padre -dijo.
—Lo que usted diga -respondió el sacerdote-. Yo no recuerdo siquiera con qué cantidad empecé.
—Le aseguro que debo cincuenta libras al orfanato -dijo el juez. Se dispuso a escribir-. ¿Dijo usted el Orfanato de Dingle? ¿Debo poner este nombre?
El sacerdote pareció perplejo.
—No creo que tengan cuenta en el Banco, ¿sabe? Es una institución tan modesta... -explicó e) padre.
—Entonces lo extenderé a su favor -dijo el juez, esperando que le diese su nombre.
—Yo tampoco tengo cuenta en el Banco -dijo, aturrullado, el cura-. Nunca manejo dinero.
—No se preocupe por esto -dijo cortésmente el juez. Escribió rápidamente, arrancó el talón y lo dio al sacerdote-. Lo he extendido al portador. El Banco de Irlanda en Tralee se lo hará efectivo, y llegará con tiempo justo. Cierran dentro de media hora.
—¿Quiere decir que, con esto, me darán el dinero en el Banco? — preguntó el cura, sosteniendo cuidadosamente el talón.
—Desde luego -dijo el juez-. Pero no lo pierda. Es pagadero al portador, y cualquiera que lo encontrase podría cobrarlo. Bueno, O'Connor, padre, ha sido un viaje interesante, aunque un poco caro para mí. Les deseo buenos días.
—Y para mí -dijo tristemente O'Connor-. El Señor debió darle las cartas, padre. Nunca había visto tanta suerte. Pero habrá sido una buena lección. Nunca volveré a jugar a las cartas en el tren, y menos con la Iglesia.
—Cuidaré de que el dinero esté en el orfanato, que bien lo merece, antes de ponerse el sol -dijo el sacerdote.
Se despidieron en el andén de la estación de Tralee, y el juez Comyn se dirigió a su hotel. Deseaba acostarse temprano, teniendo en cuenta los juicios de mañana.
Los dos primeros juicios de la mañana fueron muy sencillos, pues los acusados de delitos menos graves se declararon culpables, y les impuso una multa en ambos casos. Los miembros del jurado de Tralee permanecían sentados, en forzosa ociosidad.
El juez Comyn tenía la cabeza inclinada sobre sus papeles cuando llamaron al tercer acusado. Los asistentes sólo podían ver la parte de arriba de la peluca del juez.
—Hagan pasar a Ronan Quirk O'Connor -tronó el secretario del tribunal.
Hubo un ruido de pisadas. El juez siguió escribiendo.
—¿Es usted Ronan Quirk O'Connor? — preguntó el secretario al acusado.
—Sí -dijo una voz.
—Roñan Quirk O'Connor -dijo el secretario-, se le acusa de hacer trampas en el juego, incurriendo en el delito previsto en la sección 17 de la Ley sobre el Juego de 1845. Según la acusación, usted. Ronan Quirk O'Connor, el día 13 de mayo de este año, se apropió en su propio beneficio de una cantidad de dinero de Mr. Lurgan Keane, en el Condado de Kerry, haciendo trampas en el juego o empleando una baraja marcada. Con lo que defraudó al susodicho Lurgan Keane. ¿Se declara usted culpable, o inocente?
Durante esta perorata, el juez Comyn dejó su pluma con desacostumbrado cuidado, contempló fijamente sus papeles, como deseando continuar el juicio de este modo, y por fin levantó los ojos.
El hombrecillo de ojos perrunos le miró con aturdido asombro. El juez Comyn miró al acusado con igual espanto.
—Inocente -murmuró O'Connor.
—Un momento -dijo el juez.
Toda la sala guardó silencio, mirándole fijamente, mientras él seguía sentado, impasible, detrás de su mesa. Ocultos tras la máscara de su semblante, sus pensamientos giraban en torbellino. Hubiese podido suspender la vista, alegando que conocía al acusado.
Después se le ocurrió pensar que esto significaría un nuevo juicio, con mayores gastos para el contribuyente. Todo se reducía, se dijo, a una cuestión. ¿Podría celebrar el juicio honradamente y bien, e instruir lealmente al jurado? Resolvió que podía hacerlo.
—Que el jurado preste juramento, por favor -dijo.
El secretario tomó juramento al jurado y, después, preguntó a O'Connor si tenía abogado que le defendiese. O'Connor dijo que no, y que deseaba defenderse él mismo. El juez Comyn maldijo para sus adentros. La justicia exigía que se pusiese de parte del acusado contra las alegaciones del fiscal.
Éste se levantó para exponer los hechos, que, a su decir, eran muy sencillos. El 13 de mayo último, un abacero de Tralee, llamado Lurgan Keane, había tomado el tren de Dublín a Tralee para volver a casa. Se daba la circunstancia de que llevaba encima una cantidad de dinero importante, unas 71 libras.
Durante el viaje, y para pasar el rato, había jugado a las cartas con el acusado y otra persona, empleando una baraja que sacó el propio acusado. Sus pérdidas habían sido tan considerables que empezó a sospechar. En Faranford, la estación antes de Tralee, se apeó del tren con una excusa, se dirigió a un empleado de la compañía del ferrocarril y le pidió que requiriese la presencia de la Policía de Tralee en el andén de esta población.
El primer testigo fue un sargento de Policía de Tralee, hombre alto y vigoroso, que explicó la detención. Declaró, bajo juramento, que, debido a una información recibida, se presentó en la estación de Tralee el 13 de mayo último, a la llegada del tren de Dublín. Allí se le había acercado un hombre, que más tarde supo que era Mr. Lurgan Keane, el cual le había señalado al acusado.
Había pedido al acusado que le acompañase a la comisaría de Policía de Tralee, y así lo había hecho el hombre. Allí le pidieron que vaciara sus bolsillos. Entre su contenido, había una baraja de naipes que Mr. Keane identificó como la que había sido empleada en la partida de póquer en el tren.
Las cartas, dijo, habían sido enviadas a Dublín para su examen y, una vez recibido el dictamen, O'Connor había sido acusado del delito.
Hasta ahora, la cosa estaba clara. El siguiente testigo era miembro de la brigada de fraudes de la Garda de Dublín. «Sin duda estaba ayer en el tren -pensó el juez-, aunque en tercera clase.»
El detective declaró que, después de un examen minucioso, se había establecido que los naipes estaban marcados. El fiscal le mostró una baraja, y el detective las identificó por las señales que en ellas había puesto. Entonces, el fiscal le preguntó cómo se marcaban las cartas.
—Dé dos maneras, señor -explicó el detective, dirigiéndose al juez-. Por «sombreado» y por «recorte». Cada uno de los cuatro palos se indica en el reverso de los naipes recortando los bordes en diferentes sitios, pero en ambos extremos, de manera que no importa que la carta esté colocada hacia arriba o hacia abajo. El recorte hace que la franja blanca entre el borde del dibujo y el borde del naipe varíe en anchura. Esta diferencia, aunque muy ligera, puede observarse desde el otro lado de la mesa, indicando así al estafador los palos que tiene su adversario. ¿Está claro?
—Muy ingenioso -dijo el juez Comyn, mirando fijamente a O'Connor.
—Las cartas altas, desde el as hasta el diez, se distinguen entre sí por un sombreado, el cual se consigue empleando un preparado químico que oscurece o aclara ciertas zonas del dibujo del reverso de las cartas. Las zonas así alteradas son sumamente pequeñas, a veces no mayores que la punta de una espira del dibujo. Pero es suficiente para que el fullero lo distinga desde el otro lado de la mesa, porque éste sabe exactamente lo que busca.
—¿Es también necesario que el fullero haga trampa al repartir las cartas? — preguntó el fiscal.
Se daba cuenta de la atención del jurado. Esto era muy diferente del robo de caballos.
—Puede hacerse trampa al dar las cartas -reconoció el detective-, pero no es absolutamente necesario.
—¿Puede ganarse contra un jugador de esta clase? — preguntó el fiscal.
—Es completamente imposible, señor -respondió el testigo, mirando al juez-. El fullero se limita a no apostar cuando sabe que su oponente tiene una mano mejor, y a jugar fuerte cuando sabe que es mejor la suya.
—No tengo más que preguntar -dijo el fiscal. Por segunda vez, O'Connor se abstuvo de repreguntar al testigo.
—Tiene derecho a hacer al testigo las preguntas que desee, con referencia a su declaración -dijo el juez Comyn al acusado.
—Gracias, señor -dijo O'Connor, pero siguió en su actitud.
El tercer y último testigo de la acusación era el abacero de Tralee, Lurgan Keane, el cual entró en el compartimiento de los testigos como un toro en la plaza, y miró a O'Connor echando chispas por los ojos.
A preguntas del fiscal, refirió su historia. Había realizado un negocio en Dublín aquel día, y esto explicaba la cantidad de dinero que llevaba encima. En el tren, había sido engatusado a jugar una partida de póquer, juego en el que se considera experto, y, antes de llegar a Farranfore, le habían birlado 62 libras. Había recelado, porque, por muy prometedora que fuese su mano, siempre había otra mejor y acababa perdiendo.
En Farranfore, se había apeado del tren, convencido de que le habían estafado, y había pedido la intervención de la Policía de Tralee.
—Y no me equivoqué -gritó, dirigiéndose al jurado-. Ese hombre jugaba con cartas marcadas.
Los doce miembros del jurado asintieron solemnemente con la cabeza.
Esta vez, O'Connor se levantó, pareciendo más triste que nunca y tan inofensivo como un corderillo, para repreguntar al testigo. Mr. Keane le dirigió una mirada furibunda.
—¿Ha dicho usted que yo saqué la baraja? — preguntó, como excusándose.
—Sí, y lo hizo -dijo Keane.
—¿Cómo? — preguntó O'Connor. Keane pareció desorientado.
—La sacó del bolsillo -respondió.
—Sí, del bolsillo -convino O'Connor-. Pero, ¿qué hice con las cartas? Keane pensó un momento.
—Empezó a hacer solitarios -dijo.
El juez Comyn, que casi había empezado a creer en una ley de coincidencias notables, experimentó de nuevo este turbador sentimiento.
—¿Fui yo el primero en hablarle -preguntó el acusado- o fue usted quien me habló primero? El corpulento abacero pareció alicaído.
—Yo le hablé -dijo, y, volviéndose al jurado, añadió-: pero el acusado jugaba tan mal que no pude evitarlo. Tenía cartas rojas que podía poner sobre las negras, o negras que podía poner sobre las rojas, y no lo veía. Por esto le hice un par de indicaciones.
—Pero, pasando a lo del póquer -insistió O'Connor-, ¿fui yo o fue usted quien sugirió una partida amistosa?
—Fue usted -dijo acaloradamente Keane-, y también fue usted quien sugirió que lo hiciésemos más interesante jugando un poco de dinero. Pero sesenta y dos libras son mucho dinero.
Los del jurado volvieron a asentir con la cabeza. Desde luego, era mucho dinero. Casi lo bastante para que un obrero pudiese subsistir durante un año.
—Yo afirmo -dijo O'Connor a Keane- que fue usted quien sugirió el póquer, y que fue usted quien propuso jugar con dinero. ¿No es verdad que empezamos jugando con cerillas?
El abacero pensó profundamente. La honradez se reflejaba en su semblante. Algo rebulló en su memoria. No mentiría.
—Es posible que fuese yo -admitió, pero se le ocurrió otra cosa y se volvió al jurado-. Pero en esto consiste su habilidad. ¿No es esto lo que hacen los fulleros? Engatusan a su víctima para que juegue.
Por lo visto le gustaba la palabra «engatusar», que no figuraba en el vocabulario del juez. Los miembros del jurado asintieron con la cabeza. Era evidente que tampoco a ellos les gustaba que les engatusaran.
—Una última cuestión -dijo tristemente O'Connor-. Cuando pasamos las cuentas, ¿cuánto dinero me pagó?
—Sesenta y dos libras -respondió furiosamente Keane-. ¡Con lo que me había costado ganarlas!
—No -dijo O'Connor desde el banquillo-. ¿Cuánto me pagó, personalmente, a mí?
El abacero de Tralee pensó furiosamente. Después, palideció.
—A usted no le pagué nada -dijo-. Fue aquel granjero quien ganó.
—¿Y le gané algo a él? — preguntó O'Connor, que parecía a punto de llorar.
—No -contestó el testigo-. Usted perdió unas ocho libras.
—No haré más preguntas -dijo O'Connor. Mr. Keane se disponía a bajar del estrado cuando le detuvo la voz del juez.
—Un momento, Mr. Keane. Ha dicho usted que había ganado «aquel granjero». ¿Quién era exactamente este granjero?
—El otro hombre que viajaba en el compartimiento, señor. Era un granjero de Wexford. No jugaba bien, pero tenía la suerte de cara.
—¿Consiguió averiguar su nombre? — preguntó el juez Comyn.
Mr. Keane pareció perplejo.
—No lo intenté -dijo-. Era el acusado quien tenía las cartas. En todo caso, trataba de estafarme.
Terminadas las pruebas de la acusación, O'Connor subió al estrado para declarar en su propio interés. El secretario le tomó juramento. Su declaración fue tan sencilla como quejumbrosa. Se ganaba la vida comprando y vendiendo caballos, lo cual no era un delito. Le gustaba jugar a las cartas con los amigos, aunque era bastante torpe con ellas. Una semana antes de su viaje en tren del 13 de mayo, estaba tomando una cerveza en un pub de Dublín cuando sintió un bulto en el banco de madera, debajo de su muslo.
Era una baraja, sin duda abandonada por un anterior ocupante del banco, y, ciertamente, no era nueva. Pensó en entregarla al hombre del bar, pero se dio cuenta de que una baraja tan usada no tenía ningún valor. Por esto la guardó, para distraerse haciendo solitarios en sus largos viajes en busca de un potro o una yegua para sus clientes.
Si las cartas estaban marcadas, él lo ignoraba en absoluto. No sabía nada de los sombreados y de los recortes de que había hablado el detective. Ni siquiera habría sabido qué buscar en el reverso de unos naipes encontrados en un banco de un pub.
En cuanto a hacer trampas, ¿no ganaban los tramposos?, preguntó al jurado. Él había perdido 8 libras y 10 chelines durante aquel viaje, en beneficio de un desconocido. Se había portado como un imbécil, pues el desconocido tenía la suerte de cara. Si Mr. Keane había apostado y perdido más que él, quizá se debió a que Mr. Keane era aún más atrevido que él. Negaba en absoluto haber hecho trampa, o no habría perdido un dinero ganado a costa de muchos sudores.
Al interrogarle, el fiscal trató de destruir su historia. Pero el hombrecillo se aferró a ella con cortés y modesta tenacidad. Por último, el fiscal tuvo que sentarse sin obtener mayores resultados.
O'Connor volvió al banquillo y esperó. El juez Comyn le miró desde el estrado. «Eres un pobre diablo, O'Connor -pensó-. O lo que has dicho es verdad, en cuyo casi tienes mala suerte con las cartas: o no lo es, y en ese caso eres el fullero más incompetente del mundo. Sea como fuere, has perdido dos veces, con tus propias cartas, en provecho de dos viajeros desconocidos.»
Sin embargo, al resumir el debate, no podía plantear aquel dilema. Señaló al jurado que el acusado sostenía que había encontrado la baraja en un pub de Dublín y que ignoraba que los naipes estuviesen marcados. Él jurado podía creerlo o no creerlo; pero lo cierto era que la acusación no había podido probar lo contrario y, según la ley irlandesa, la prueba incumbía a la acusación.
En segundo lugar, el acusado había dicho que había sido Mr. Keane, y no él, quien había sugerido la partida de póquer y jugar con dinero, y Mr. Keane había reconocido que esto podía ser verdad.
Pero, más importante aún, la acusación sostenía que el acusado había ganado dinero al testigo Lurgan Keane haciendo trampas en el juego. Tanto si hubo como si no hubo trampas, el testigo Keane había reconocido bajo juramento que el acusado no había recibido dinero alguno de él. Tanto el testigo como el acusado habían perdido, aunque en muy diferentes cantidades. Considerando esta cuestión, la acusación no podía prosperar. Su deber era recomendar al jurado que absolviese al inculpado. Y, como conocía a su gente, señaló también que sólo faltaban quince minutos para la hora del almuerzo.
Tiene que ser un caso muy grave para que un jurado de Kent retrase la hora del almuerzo; por consiguiente, los doce hombres buenos volvieron al cabo de diez minutos, con un veredicto de inocencia. O'Connor fue absuelto y se alejó del banquillo.
El juez Comyn se quitó la toga en el vestuario del tribunal, colgó la peluca en una percha y salió del edificio, en busca de su propio almuerzo. Sin toga y sin peluca, cruzó la acera de delante del tribunal sin que nadie le reconociese.
Y a punto estaba de cruzar la calzada, en dirección al principal hotel de la población, donde le esperaba un suculento salmón del «Shannon», cuando vio que salía del patio del hotel un hermoso y resplandeciente automóvil de buena marca. O'Connor iba al volante.
—¿Ve usted aquel hombre? — preguntó una voz asombrada junto a él.
El juez se volvió y se encontró con que el abacero de Tralee estaba a su lado.
—Sí -dijo.
El automóvil salió del patio del hotel. Sentado junto a O'Connor, había un pasajero vestido de negro.
—¿Y ve al que está sentado a su lado? — preguntó Keane, aún más asombrado.
El coche avanzó en su dirección. El clérigo protector de los huérfanos de Dingle sonrió con benevolencia a los dos hombres de la acera y levantó dos dedos rígidos. Después, el automóvil se alejó calle abajo.
—¿Ha sido una bendición clerical? — preguntó el abacero.
—Puede que sí -dijo el juez Comyn-, aunque lo dudo.
—¿Y por qué va vestido de esa manera? — preguntó Lurgan Keane.
—Porque es un sacerdote católico -dijo el juez.
—¡Qué va a ser! — exclamó acaloradamente el abacero-. Es un granjero de Wexford.
Fin