Publicado en
octubre 31, 2010
Siempre me dije que debía escribir un diario íntimo, pero la verdad es que el día en que abrí un cuaderno y anoté algo, el resultado fue tan patético que mejor era quedarse calladito y seguir pasando entre la gente como el sonriente peruano que lleva una andanada de años en Europa y, sin embargo, sigue mirando las cosas de este mundo, e incluso narrándolas, en novelas, cuentos, artículos, antimemorias, y hasta en conferencias, como si jamás hubiera salido de su tierra natal. Y créanme que yo me entiendo cuando digo que, el día en que por primera vez puse un pie en Europa -había cumplido ya los veinticinco años-, en realidad lo que hice fue poner, por primerísima vez en mi vida, un auténtico pie en el Perú-país y en el Perú-problema. O, mejor dicho: puse un pie en el Perú entero y auténtico, el día de mi desembarco en Europa.
¿Qué cómo y que por qué? Pues por un millón de razones, del tipo conócete a ti mismo, o: lo suyo es una verdadera empresa de autodescubrimiento, y sí: claro que tiene toda una vida por delante, pero lo malo es que también tiene toda una vida por detrás... Sin olvidar tampoco, por supuesto, aquello de los vasos comunicantes y lo de las coplas esas, de alma, corazón, entendimiento, redescubrimiento y vida, que en España se conocen como cantes de ida y vuelta. And last but not least, aquellas palabras de un tango que, más que a premonición o experiencia, suenan un poco a todo un programa de vida y un mucho a tremenda maldición:
«Pero el viajero que huye...» Y ahora que me llegó el momento de volver al Perú geográfico, de pronunciar una y un millón de veces frasecitas cursis, del tipo «La tierra tira, finalmente, Los peruanos somos como las ballenas: nos alejamos mucho de nuestras playas, pero siempre volvemos para morir en ellas, Hay que viajar mucho, y muy lejos, pero amando siempre la casa de uno», o «No, señores periodistas, quiero dejar bien claro, en esta rueda de prensa, que no he venido a morir en el Perú, sino a vivir el resto de mi vida en los brazos de mi amada»... pues sí, ahora que me llegó el momento de regresar
al Perú, lo hago con la profunda convicción de que, no bien aterrice mi avión en el aeropuerto Jorge Chávez de la ciudad de Lima, habré llegado por fin a Europa. Me conozco, me entiendo, me vasocomunico, pido confianza, y, sobre todo, pido que no se me exijan más explicaciones que
las que ya he dado acerca de mi llegada a la Europa geográfica, hace la friolera de treinta y cuatro años, pues sería como repetirse y repetirse uno, pero al revés.Ahora bien: aparte de que este texto tiene un carácter profundamente autobiográfico, y, por consiguiente, es imposible que no se refleje en él todo lo concerniente a mi retorno al Perú, poco o nada tiene que ver lo anteriormente dicho con lo que esta tarde quiero contar.
Rebobino, pues, hasta quedarme en que no tengo un patético diario íntimo.
Por ello, a menudo, me es difícil recordar con precisión el año, el mes, el día, en que me ocurrieron cosas importantísimas. Y nada saco con indagar, con consultar, con cotejar, por la simple y sencilla razón de que, en mi caso, las emociones intensas se tragan los calendarios. Por chiquititos que sean, los acontecimientos que han ido marcando mi vida siguen anidando en todos los almanaques, año tras año, como una canción que ha terminado, pero cuya melodía nos persigue eternamente, despiertos, dormidos, soñando, y también de pesadilla en pesadilla.
Año tras año, esos acontecimientos son lo mismo que fueron, incluso décadas atrás, y traen la misma carga de ternura, de infinita alegría, de nostalgia y de amor. Y traen también, cuando cabe, el eterno remordimiento, la insoportable culpa de los seres que nacieron
malditamente culposos, y, lo que es peor, que nunca terminan de purgar la autocondena que se aplicaron tras una pequeña infamia, por ejemplo. Nunca.
Por más lágrimas que derramen. Por más lágrimas que sigan derramando aún décadas después.
¿Me acuerdo, no me acuerdo, en qué año fue...? Fechas del diablo.
En todo caso, resumo al máximo: París estaba cada día más linda y Maggie estaba cada día más linda en París, cuando cotejablemente, por supuesto, nos casamos un día de enero de 1967. Después, una noche, a Maggie la atropelló un auto, y nuestro gran amigo Ángel Berenguer la trajo cargadita y con el pie roto al departamento en que, mañana tras mañana, nos sorprendía felices la constatación de que nos habíamos enamorado en Lima, cuatro o cinco años antes, y ahora despertábamos día tras día casados en París, como si continuáramos soñando.
Debo reconocer que mis reacciones son a menudo exageradas. Porque Maggie ya estaba incluso enyesada cuando Ángel Berenguer la trajo cargadita y sufriente, y yo, en vez de ayudar siquiera en algo, como que no pude soportar que le doliera el pie –ni nada- al ser que más amaba en mi vida, y empecé a pegar de alaridos mientras huía del departamento, escaleras abajo, ante la atónita mirada de Ángel y de mi amor cargadito, dolido, fracturado. La realidad no tenía por qué hacerme estas cosas. Que la realidad se encargase pues de la realidad, mientras yo me lanzaba a las nocturnas calles de París, en loca búsqueda del vehículo que le había pisado el pie a Maggie, para incendiarlo con chofer adentro y todo, y,
simultáneamente, intentaba autoconvencerme de que había vivido una fugaz pesadilla y de que la escena que acababa de presenciar jamás había tenido lugar, por la sencilla razón de que Maggie no tenía el más mínimo derecho de hacerme sufrir así.Media hora más tarde, volvía avergonzadísimo al pequeño departamento en que sala y dormitorio eran la misma cosa, entremezcladamente. Ángel continuaba haciéndole compañía a Maggie, y ella cesaba de llorar no bien me veía regresar con la dura realidad bien asumida.
-No soporté la idea de verte herida, amor... Perdóname, por favor...
-Ay, Alfredo, tú cada día más loquito...
-¿Y por qué tienes la pierna en alto?
-Porque así tiene que ser. Un mes y medio en cama con la pierna en alto.
Después ya creo que me sacarán el yeso.
-Yo me ocuparé de todo, amor.
-Pues no te queda más remedio, amigo- interrumpió Ángel Berenguer, poniéndose de pie para despedirse, y agregando-: Tendrás que aprender a cocinar, a lavar, a planchar...
Le dimos las gracias al gran Ángel y le deseamos también las buenas noches. Después, con sumo cuidado, fui a tenderme un rato al lado de Maggie, para llorar tranquila y demostrativamente ante ella, solidario con su fractura, repleto del más enorme cariño, de la más inmensa pena, del interminable horror que sentía sólo de imaginarla atropellada por un salvaje, de mi total disponibilidad para ayudarla en todo aquello que su patita rota le impidiera hacer.
Después, le expliqué más detenidamente el vergonzoso episodio de mi huida.
Le conté hasta qué punto yo hubiera deseado que ese automóvil me atropellara a mí, jamás a ella. Al fin y al cabo, yo ya estaba acostumbrado al dolor, a todo tipo de padecimientos físicos. Yo ya me había roto muchos huesos, y mi infancia estuvo marcada por unos cólicos atroces. Y ni qué decir de mi adolescencia y esa otitis que, año tras año, me ocasionaba tremendos dolores en el oído derecho, no bien terminaba el verano y, con él, mis zambullidas en las olas de La Herradura o en la piscina del Country Club. Definitivamente, Maggie, ese automóvil debió atropellarme a mí.
-Ay, Alfredo, tú cada día más loquito...
-Si supieras, amor, lo mal que me siento.
-Pero, ¿por qué, Alfredo? Acaso...
-Diablos, Maggie, si supieras cómo me habría gustado pertenecer a una de esas tribus aborígenes en que, mientras las mujeres dan a luz, los hombres braman de dolor en una hamaca colgada entre dos árboles, en plena jungla.
En cambio aprendí a cocinar. Desde la cama, con su patita en alto, Maggie me decía paso a paso lo que había que hacer, y en la cocina-comedor-escritorio que formaba la segunda habitación del departamento de dos piezas, yo seguía sus instrucciones al pie de la letra, en vista de que la distancia era mínima y su voz me llegaba con meridiana claridad. Además, hacía la compra, lavaba, planchaba, mantenía el departamento impecable, aunque en esto siempre nos habíamos repartido las tareas ella y yo.
Menos el dolor y el espanto que me produjo ver a Maggie herida y el episodio de mi fuga y sus auténticas razones, todo lo demás se había borrado de mi memoria. Por ello me sorprendió mucho leer una semblanza que Jean Marie Saint Lu –antiguo colega en la universidad de Nanterre, París,
gran amigo, y actualmente mi traductor al francés-, había escrito sobre mí, en una revista universitaria publicada muchos años después, en Montpellier. Hasta creí que se había vuelto loco, Jean Marie, ya que en ella hablaba del excelente cebiche peruano que yo preparaba. No sólo no
tengo la menor idea de cómo se prepara un cebiche: es que cuando leí el texto de mi amigo Saint Lu, ni siquiera recordaba que alguna vez había sabido cocinar ese plato. Sin duda alguna, lo aprendí a hacer para Maggie, y lo dejé de hacer el día en que me abandonó. La canción había terminado para siempre, pero también para siempre quedó la melodía. La canción era mi famoso cebiche a la peruana. La melodía es Maggie.
Y así seguramente ocurrió también con muchos otros platos y cosas que aprendí a hacer con todo el amor del mundo, para una muchacha con el pie roto y permanentemente en alto, tendida durante semanas.
FIN