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septiembre 05, 2010
Pulpo
El hombre se entera que esta noche, en el Verde, hay cazuela de pulpo, así que decide no perdérsela y ahí está acodado a la barra, esperando y dispuesto a disfrutar de una buena cena ya que se trata de uno de sus platos favoritos. Aparece Romero, un carpintero del barrio. Saluda y se le sienta al lado. El hombre contesta amablemente, aunque este encuentro no lo haga feliz. Pensaba comer en paz y sabe que Romero tiene el vicio de la comunicación, práctica que el hombre no reprueba, salvo cuando intentan experimentarla con él. Efectivamente, Romero se larga a hablar y a contarle de su vida. Está realizando un trabajo importante, en la casa de una turca, viuda, que vive con tres hijas cuyas edades oscilan entre los veinte y los treinta años.
Mientras escucha, el hombre advierte que alguien se ha sentado del otro lado, a su izquierda. Reconoce a Pierre Fontenelle, el Exorcista. Lo ha visto una sola vez, pero es inconfundible con su sobretodo negro y la polera blanca en la noche calurosa. El hombre se pregunta si volverá a repetir la ceremonia de la hostia.
Romero, mientras tanto, sigue con su historia: teniendo en cuenta que el trabajo encomendado se prolongará bastante tiempo y que él vive solo, un mediodía la turca mayor le propone que ocupe momentáneamente una piecita en la terraza de la casa. Romero acepta. Por lo tanto se muda, trabaja, almuerza y cena con las mujeres. Una noche, tarde, se abre la puerta de la pieza donde duerme y en la claridad lunar advierte que está recibiendo la visita de la turca mayor. Tienen un encuentro muy acalorado, después la turca se va y sigue la rutina de siempre.
A la noche siguiente, vuelve a abrirse la puerta. Romero piensa que se trata nuevamente de la turca mayor, pero esta vez la que acude es una de las turquitas. Posteriormente aparece la segunda turquita y luego la tercera. Durante el día nadie habla del asunto y es como si se tratara de un gran secreto. Romero trabaja duro, se alimenta bien, se acuesta y espera.
El hombre oye, a su izquierda, la voz del Exorcista que recita: "La amada se desliza a través de la noche con andar de gacela y sus labios son dulces como el néctar de las flores". Aclara: "Cantar de los Cantares."
Pide perdón por la interrupción, estira la mano por delante del hombre y se presenta a Romero: "Pierre Fontenelle." Inmediatamente pregunta si las cuatro mujeres son lindas. Romero contesta que son ardientes y que según su modesta opinión, en cuanto a mujeres fogosas, no hay nada que supere a una turca fogosa, no importa la edad que tenga. El hombre percibe que hacia la izquierda, por el lado del Exorcista, acaba de aumentar considerablemente la temperatura ambiente. Por fin llega la cazuela.
Apresado entre dos fuegos, el hombre se resigna y empieza a comer. De pronto advierte que el Exorcista extrae una hostia del bolsillo, la sostiene en la mano y la aprieta un poco con el pulgar en la parte superior, de manera que se ahueque y tome forma de cuchara. Después introduce la hostia en la cazuela, la maneja con habilidad y consigue llevarse un buen trozo de pulpo. Se chorrea salsa sobre la solapa del sobretodo y se limpia con una servilleta de papel. Al hombre esto no le gusta nada y está a punto de ponerse un poco maleducado. Pero recapacita y se dice que nada ni nadie conseguirá arruinarle la cena, así que se dirige al Exorcista y solamente pregunta: "¿Ya no las come con vinagre?" "Según la hora", contesta Pierre Fontenelle.
Mientras tanto, Romero sigue con su historia y confiesa que si bien la situación con las turcas le agrada, está comenzando a sentirse un poco raro, como si se encontrase apresado en una tela de araña y se lo estuviesen devorando lentamente. El Exorcista vuelve a interrumpirlo y, disculpándose, opina que en esa casa reina una enorme confusión, un gran extravío y que esas mujeres, sin duda, necesitan un guía espiritual. Por lo tanto se ofrece para efectuar una visita desinteresada a las turcas, esa misma noche si Romero lo desea. Ahí nomás le pide la dirección. Romero se hace el tonto y no contesta. El Exorcista declama: "Si entras en casa de mujer sola y esa mujer se enseñorea sobre tu cuerpo y espíritu, no deseches la ayuda del hombre sabio. Agustín, Confesiones." Vuelve a pedir la dirección de las turcas y Romero sigue haciéndose el distraído.
El hombre, de reojo, ve que en la mano del Exorcista acaba de aparecer una cosa blanca y redonda que pretende avanzar hacia el pulpo. Entonces toma rápidamente la cazuela y se muda a una mesa. Automáticamente, el Exorcista y Romero se sientan con él. El hombre se corre hasta quedar arrinconado contra la pared. Protege la cazuela con la mano izquierda, mientras come con la derecha.
El Exorcista insiste: "Cuando tropieces con cuatro mujeres y adviertas que sus almas están muy confundidas, acude inmediatamente a un hombre del Señor, porque él, sólo él y únicamente él podrá aportar ayuda a las extraviadas hijas del Levante. Pablo, Epístola a los Corintios."
Romero sigue sin largar prenda. El hombre, siempre en la posición de defender su pulpo, oye la última frase de Pierre Fontenelle y se dice que esa carta, seguramente, los Corintios no la recibieron nunca.
Golpe de calor
a Raúl Santana
Después de la noche en que defendiera tan angustiosamente su cazuela de pulpo ante las oscuras intenciones de Pierre Fontenelle, apodado el Exorcista, el hombre no había vuelto a toparse ni con Pierre ni con el carpintero Romero. Hasta hoy, cuando ve al carpintero parado en la esquina, jugueteando con unas tuercas que va pasando de una mano a la otra. Romero ostenta una mirada maligna y las tuercas son de grueso calibre. Charlan un rato y el hombre se entera que Romero sigue enquistado en el hogar de la turcas y que cada noche, en aquella piecita de la terraza, va recibiendo ordenadamente los favores de las cuatro fogosas hijas del Levante.
Mientras escucha, el hombre deduce que la casa en cuestión debe quedar cerca, ya que ésta es la segunda vez que encuentra a Romero dando vueltas por el barrio y es sabido que nadie arriesgaría alejarse demasiado del lugar donde viven y lo aguardan cuatro fogosas hijas del Levante. De todos modos, como se vio, la dirección es algo difícil de conseguir y es probable que el paradero de la turca mayor y las tres turquitas siga permaneciendo un misterio para todos y para siempre.
O para casi todos. Porque resulta que hace exactamente dos días, alrededor de las once de la mañana, desde la terraza, Romero descubrió a un tipo parado en la vereda de enfrente, quieto bajo el sol, con un libro abierto y en actitud de orar más que de leer. De tanto en tanto el fulano levantaba la vista y miraba la casa. A Romero no le costó trabajo identificar a Pierre Fontenelle, fundamentalmente porque llevaba puesto el inconfundible sobretodo negro. Cómo llegó hasta ahí, a qué tortuosos recursos apeló para averiguar la dirección, es algo que jamás se sabrá. Después de media hora, un poco más, el Exorcista se fue. Regresó al día siguiente–ayer–, oró, mantuvo una guardia prolongada y partió.
Anoche, pensando y pensando, Romero recordó que cuando chico era insuperable en el arte de voltear pájaros a hondazos. Por lo tanto se fabricó una buena horqueta, consiguió dos tiras de goma, un pedazo de cuero y armó una sólida honda. Pasó por una obra en construcción , revolvió en una pila de canto rodado y se proveyó de un puñado de proyectiles bien contundentes.
Como era de prever, esta mañana, poco antes del mediodía, volvió a aparecer el Exorcista. Se detuvo en la vereda de enfrente, abrió el libro e inició su ceremonia. En la terraza, oculto detrás de unas macetas, Romero tomó puntería y disparó. Fue un impacto entre ceja y ceja. El Exorcista cayó hacia atrás y quedó desparramado en el suelo. Acudieron unas muJeres que regresaban del mercado, lo apantallaron con un diario y trataron de reanimarlo. Una de ellas golpeó en la casa de las turcas y pidió un vaso de agua Mientras tanto, las otras lo levantaron y lo ayudaron a cruzar la calle para sacarlo del sol. Apareció el vaso de agua, apareció una silla, el Exorcista entró al patio de la casa de las turcas y terminó sentado a la sombra de una parra. Una de las mujeres comentó que seguramente se trataba de un golpe de calor y que ese señor estaba excesivamente abrigado teniendo en cuenta los treinta y dos grados de temperatura.
El Exorcista tenía una expresión beatífica, pero seguramente no se debía al hecho de que se sintiera bien, sino a que el hondazo lo había dejado medio tonto Cuando consiguió hablar declaró, en tono profético haber sido tocado por un rayo, algo sobrenatural venido desde arriba, un impacto terrible, pero al mismo tiempo benéfico, porque había sido justamente esa luz lo que le había permitido franquear la puerta de la casa.
Después tomó café y una copita de licor. Repuesto, con una sonrisa de comprensión iluminándole la cara, relató una dudosa variante de la historia del Buen Samaritano . Ya era la hora de almorzar, las turcas lo invitaron amablemente a quedarse y el Exorcista aceptó. Bendijo la comida y seguidamente deslumbró a las dueñas de casa con abundantes citas en latín, inmediatamente traducidas, para gran regocijo de las cuatro turcas, que no paraban de llenarle el plato y la copa y se sentían evidentemente felices y honradas con la presencia de un huésped tan distinguido.
El que no se sentía feliz era Romero, que desde el otro extremo de la mesa elaboraba planes sumamente sórdidos. Llegaron al final del almuerzo y hubo más café y más licor y hacia el atardecer el Exorcista anunció que se retiraba, pero que volvería al día siguiente y aseguró una vez más que lo sucedido en la calle no había sido un accidente sino una señal auspiciosa, y nientras besaba a las damas en ambas mejillas les prometió que jamás las privaría de su apoyo espiritual.
Ni bien el Exorcista desapareció, Romero se dedicó a perfeccionar su honda y consiguió unas tuercas con las que se podría voltear un caballo. Son las mismas que va pasando de una mano a la otra, mientras explica que ya eligió un lugar estratégico donde interceptará la marcha del intruso hacia la casa de las turcas.
Ahí está, sopesando los proyectiles, en la esquina de Paraguay y Reconquista, el carpintero Romero, insuperable en el manejo de la honda, firmemente decidido a convertir a Pierre Fontenelle, el Exorcista, en una moderna versión del gigante Goliat.
El mejor alimento
Ayer a las cuatro de la tarde, cuando acababa de cruzar la calle Paraguay, mientras subía a la vereda, el octogenario don Honorio, viejo vecino del barrio, se desplomó y murió. Alguien se ocupó de llamar por teléfono, apareció una ambulancia, cargaron al minúsculo cuerpo del anciano sobre una camilla, lo cubrieron con una sábana, lo metieron en el vehículo y adiós don Honorio.
Esta mañana, frente al puesto de verduras del mercado de la calle San Martín, un grupo de clientas comenta lo ocurrido. El hombre está presente, escucha, comparte. Las mujeres lamentan la triste suerte de don Honorio. Una, con énfasis, señala la ineficacia del servicio de ambulancias, ya que la de ayer tardó media hora en aparecer y cuando llegó, claro, don Honorio estaba muerto, pero hasta unos minutos antes seguía vivo, ella puede asegurarlo porque estaba ahí. Todas opinan, se quejan. Mientras tanto, del otro lado del mostrador, don Yaco, el verdulero, las apura: "La siguiente, vamos que no tenemos todo el día." Una de las señoras señala que don Honorio era muy creyente porque siempre se lo encontraba en la primera misa, comulgando en la Basílica del Santísimo Sacramento, que está ubicada detrás del edificio Kavanagh. Otra confirma la religiosidad de don Honorio porque también ella solía verlo comulgando, pero en la iglesia Santa Catalina de Siena, en San Martín y Viamonte. Una tercera agrega un detalle curioso: cierta vez se lo cruzó muy temprano en una iglesia del barrio, pero más tarde, de visita en casa de una parienta, por Constitución , y habiéndola acompañado a misa, volvió a toparse con don Honorio, comulgando por segunda vez en el mismo día.
Un anciano que hasta ahora no habló, pide permiso para intervenir y asegura que nadie, salvo él, conoce la verdadera historia de don Honorio. Las mujeres le ceden la palabra. Don Honorio– relata el anciano– vivía en una piecita, en la terraza de uno de los edificios de la calle Reconquista, cobraba una pensión miserable que no le alcanzaba ni para pagar la luz. Así que, imposibilitado de trabajar y negándose a mendigar, tuvo que inventar algo para sobrevivir y no morirse de hambre. Decidió alimentarse de hostias. En su piecita tenía un mapa de la ciudad y, marcadas con cruces rojas, todas las iglesias. Una flecha señalaba el camino más corto para ir de una a otra. Así que cada mañana don Honorio partía de madrugada, con su paso lento, apoyándose en el bastón, recorría todas las iglesias posibles y comulgaba. De esta forma, al cabo de la jornada, conseguía echar un poco de alimento en su maltratado estómago. "De todos modos–concluye el anciano–, no es improbable que haya muerto de inanición."
La historia causa impresión en las mujeres y agrega un matiz nuevo a la charla. Una, escandalizada, sostiene que don Honorio estaba cometiendo pecado. Otra, comprensiva, considera que dadas las circunstancias, sería imposible culparlo. Una tercera, gorda, autoritaria, dice: "Creo que es uno de los casos en que el cuerpo del Señor ha sido bien utilizado." Una cuarta apoya el criterio de la gorda: "Bien mirado, el cuerpo de nuestro Señor es el mejor alimento."¿Cuántas hostias podría consumir por día?", pregunta otra. Se oye la voz de don Yaco: «No muchas, a esa edad se come como un pajarito." Una anciana que está con su nieta razona: "¿Cómo podría morir de inanición alguien que se alimenta de eso?" La nena, que ha estado escuchando todo con atención, interviene: "¿No se habrá intoxicado?" La abuela le pega un tirón de pelos y la hace callar. La nena se queja, se frota la cabeza, murmura: "Y bueno, si comía tantas a lo mejor se intoxicó."
La primera mujer: "Seguro que para hacer las cosas más rápido las masticaba y eso sí es pecado." Nuevo aporte del anciano que contó la historia de don Honorio: "Oí decir que una vez intentó profanar el sagrario para llevarse las hostias; para mí que ya no podía comer otra cosa." Don Yaco: "Se había convertido en adicto, toda adicción es mala." Otra mujer: "Profanar el sagrario es una herejía, no me digan que no." Nuevas interpretaciones. Ahora más acaloradas. La cosa promete durar y ponerse interesante. De tanto en tanto, el aporte de don Yaco que sigue arrojando frutas y verduras sobre la balanza: "¿Por qué no consultan con el Vaticano?" Y así va transcurriendo la mañana.
FIN