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septiembre 26, 2010
MARTIN BECK, 1
INTRODUCCIÓN
Leí Roseanna apenas salió publicada, allá por 1965. Ahora cuando releo la novela, me doy cuenta de que han pasado cuarenta años desde entonces; yo tenía sólo diecisiete. Me cuesta creerlo. ¿Cuántos libros habré leído hasta hoy? ¿Y por qué me acuerdo tan bien de Roseanna? Tengo un intenso e incuestionable recuerdo de que —por aquella época— consideré esta novela sencilla y clara, una historia convincente presentada con una estructura igual de convincente. Hoy, aquella impresión sigue vigente. El libro apenas ha envejecido. Incluso el lenguaje parece vivo y lleno de energía. Lo que ha cambiado ha sido la realidad, y yo también. Por entonces la gente fumaba sin parar y no había teléfonos móviles, usábamos los teléfonos públicos. Todos íbamos a comer a restaurantes de autoservicio, nadie guardaba en el bolsillo minúsculas cintas de grabar, y los ordenadores eran prácticamente desconocidos. La sociedad sueca aún tenía más vínculos con el pasado que con el futuro. Las enormes oleadas de inmigrantes todavía no habían comenzado. Llegaban obreros para trabajar en algunas grandes industrias, pero no las continuas avalanchas de refugiados que llegan ahora. Y todo el mundo enseñaba su pasaporte en la frontera, incluso aquellos que sólo viajaban a Noruega o Dinamarca.
Per Wahlöö lleva muerto mucho tiempo, mientras que Maj Sjöwall se ha hecho mayor conmigo y con todos los lectores a los que ambos alcanzaron hace una generación. Y hoy, un día de diciembre, cuarenta años después de su publicación vuelvo a leer Roseanna. Había olvidado, por supuesto, gran parte de ella, pero sigue siendo consistente. Está bien pensada, bien fundamentada. Es evidente que Sjöwall y Wahlöö se prepararon meticulosamente para llevar a cabo su plan: escribir diez libros sobre la Brigada de Homicidios; ficción basada en casos reales.
Ya desde la primera nota, el estilo está definido. Desde la primera página, por ejemplo, los autores presentan un minucioso examen de la relación entre las distintas autoridades públicas y su jerarquía en la toma de decisiones sobre la organización del dragado en una zona del Canal de Gota bloqueada por el lodo. Su deseo de rigurosidad se mantiene a lo largo de toda la novela. El intento de los autores es evidente: ganarse la confianza de sus lectores presentando descripciones meticulosas, y precisamente por eso creíbles, de varias instituciones y estructuras de la sociedad sueca, tal como eran a mediados de los sesenta. Un país gobernado por el primer ministro Tage Erlander y en el que todavía se conducía por la izquierda.
Hay un pequeño detalle en el tercer párrafo de la novela que me fascina ahora que vuelvo a toparme con él. La historia comienza a primeros de julio, la fecha se especifica claramente. Una draga entra en el canal, en la provincia de Östergötland. Los autores escriben: «La draga amarró en Borenshult ante la admiración de los niños del pueblo y de un turista vietnamita». ¡Un turista vietnamita en la Suecia de 1965! Algo así sólo podría haber sucedido en alguna rara ocasión, pero aquí los autores están haciendo un guiño al mayor acontecimiento de mi generación, la guerra de Vietnam. Era el período de la posguerra en Suecia, momento en el que el mundo empezaba a abrirse. Merece la pena destacar este detalle, porque los autores tenían una intención políticamente radical para esta serie de novelas sobre la Brigada de Homicidios. Pretendían usar el crimen y la investigación criminal como un espejo en el que se reflejara la sociedad sueca, para más tarde incluir al resto del mundo. Su propósito nunca fue escribir una novela policíaca como forma de entretenimiento. Se dejaron influir e inspirar por el escritor americano Ed McBain. Vieron que había un considerable territorio inexplorado, en el cual las novelas negras podían constituir el marco de historias que contenían una crítica social.
No sabría decir cuántas veces me han preguntado qué han significado para mí los libros de Sjöwall y Wahlöö. Creo que cualquiera que haya escrito sobre crímenes como reflejo de una realidad social ha sido inspirado, de una manera u otra, por ellos. Rompieron con las tendencias preexistentes en la novela policíaca. Stieg Trenter dominó el mercado en Suecia en los años cincuenta, junto a Maria Lang y H. K. Ronnblom. Todos ellos cultivaron historias de detectives en las que la resolución del misterio era el asunto principal. En los libros de Trenter, las calles, los restaurantes y bares y la comida se describen con gran detalle, pero el escenario queda sólo en eso, en un escenario, nunca se establece un vínculo directo ni real entre el crimen y el lugar donde sucede. La tradición británica en cuanto a novelas de detectives constituyó la fórmula dominante hasta la publicación de Roseanna. Tuvo particular importancia el hecho de que Sjöwall y Wahlöö se apartaran de las descripciones absolutamente estereotipadas de los personajes, tan extendidas. Ellos mostraron tipos que evolucionaban ante los ojos del lector.
Antes de 1965, había leído varias novelas de Per Wahlöö. Recuerdo especialmente El camión, que se desarrollaba en la España fascista. Escribía bien, usaba un lenguaje claro y sencillo que proporcionaba a la historia cierta fuerza e impulso. Me gustaba aquella literatura, pero la publicación de Roseanna marcó algo muy diferente. No sé exactamente qué significó el hecho de que Maj Sjöwall se convirtiera en su colaboradora, excepto que debió ser fuente de gran inspiración. Recuerdo haber vuelto a leer Roseanna dos semanas después. Nunca había hecho algo así antes.
Per Wahlöö y Maj Sjöwall han declarado que encontraron la inspiración para su trabajo en Estados Unidos. Ya he mencionado a Ed McBain. Pero sospecho que lo más probable es que buscaran la inspiración retrocediendo aún más en el tiempo, al menos hasta Edgar Allan Poe, en el siglo XIX. Muchos consideran las historias de Poe, de mediados del XIX, la base de las modernas novelas policíacas. Yo no estoy de acuerdo. Existe una curiosa falta de entendimiento, que ha llegado incluso hasta nuestros días, sobre las raíces de la novela negra, pues van mucho más lejos. ¡Lean las tragedias clásicas griegas! ¿Sobre qué versan? La gente y la sociedad se ven enredadas en una serie de conflictos que llevan a la violencia, al asesinato y al castigo. Naturalmente, existe un ingrediente del espejo del crimen también en los trabajos de Shakespeare. Es cierto que no hay ningún policía, pero sí investigaciones, análisis e intentos de comprender quién y qué están detrás de los crímenes más brutales. Somos continuadores de la tradición, seamos o no conscientes de ello.
Por muchas razones, Roseanna es un libro increíblemente fascinante. No tengo intención de discutir la trama o la resolución del asesinato, pero permítanme decir que, con toda probabilidad, es una de las primeras novelas policíacas en las que el tiempo juega claramente un papel principal. Hay largos períodos en los que nada sucede, cuando la investigación sobre quién asesinó a Roseanna y la arrojó al Canal de Gota se estanca. Luego avanza unos pocos centímetros y se vuelve a detener. Está claro que para Martin Beck y sus colegas el transcurso del tiempo es a la vez frustrante y un mal necesario. El investigador de homicidios impaciente carece de armas.
Les lleva seis meses resolver el crimen. Por entonces, nosotros, como lectores, sabemos que también podría haberles llevado cinco años y no se habrían dado por vencidos. El libro describe la virtud fundamental de la policía: la paciencia.
No he contado cuántas veces Martin Beck se siente indispuesto en Roseanna, pero le sucede a menudo. No puede desayunar porque no le sienta bien. Los cigarrillos y los viajes en tren le marean. Su vida personal también le enferma. En Roseanna, los investigadores de homicidios emergen como personas normales. No hay nada heroico en ellos. Hacen su trabajo y se sienten indispuestos. No recuerdo ahora cómo reaccioné hace cuarenta años, pero creo que fue una revelación ver a unas personas tan reales como los oficiales de policía de Roseanna.
La historia sigue siendo actual. Está llena de vida, mantiene la tensión y su desarrollo narrativo está hábilmente planteado.
Sin duda es un clásico moderno. Fue el primer libro de una serie de diez que Maj Sjöwall y Per Wahlöö tenían proyectados. Y ya con el primero de ellos dieron en el blanco.
HENNING MANKELL
* * *
Capítulo 1
Consiguieron recuperar el cadáver el día ocho de julio pasadas las tres de la tarde. Estaba casi intacto, no debió de estar en el agua mucho tiempo.
Hallaron el cuerpo por casualidad. Fue un golpe de suerte encontrarlo tan pronto y debería haber facilitado la investigación policial.
Bajo la sucesión de esclusas de Borenshult, hay un rompeolas que protege el acceso de las agitadas aguas del lago cuando sopla viento del este. Al abrir el canal al tráfico aquella primavera, la entrada empezó a llenarse de lodo. A los barcos les costaba maniobrar y sus hélices levantaban del fondo densas nubes de fango gris amarillento. No fue difícil darse cuenta de que había que hacer algo y, por el mes de mayo, la compañía del canal solicitó un dragado al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales. La solicitud pasó por las manos de unos cuantos funcionarios indecisos, hasta que finalmente fue remitida a la Administración Marítima de Suecia, que consideró que el trabajo debía realizarse con una de las dragas de cucharón que poseía el Servicio Nacional de Carreteras; institución que concluyó que este tipo de dragados dependía, en efecto, de la Administración Marítima. En un gesto desesperado, alguien intentó remitir el asunto a las autoridades portuarias de Norrköping, quienes inmediatamente devolvieron la petición a la Administración Marítima; ésta, a su vez, la dirigió al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales, momento en que alguien cogió el teléfono y marcó el número de un ingeniero que realmente entendía de dragas de cucharón. Sus amigos le llamaban Limpiafangos. Sabía, por ejemplo, que de las cinco dragas de cucharón de almeja que existen sólo una tenía las dimensiones adecuadas para atravesar las esclusas. Su verdadero nombre tenía ecos mitológicos, Grifo, pero la gente lo llamaba, por supuesto, Guarro, y dio la casualidad de que se encontraba en el puerto pesquero de Gravarne, en la costa oeste. La mañana del cinco de julio la draga amarró en Borenshult ante la admiración de los niños del pueblo y de un turista vietnamita.
Una hora más tarde, un representante de la compañía del canal subió a bordo para hablar del procedimiento, lo cual llevó su tiempo. Al día siguiente, sábado, el barco quedó anclado junto al rompeolas, mientras el personal pasaba en casa el fin de semana. La lista de la tripulación era la habitual para una draga: un capataz, que era también el comandante al mando que debía llevar el barco a altamar, un operador de grúa y un grumete. Estos dos últimos, oriundos de Gotemburgo, cogían el tren nocturno de Motala. El jefe vivía en Nacka, su mujer lo recogía en coche. A las siete de la mañana del lunes todos se encontraban otra vez a bordo y una hora más tarde empezaban con el dragado. Sobre las once, la bodega estaba llena y se alejaron hacia el interior del lago para vaciarla. A la vuelta tuvieron que desviarse para dejar pasar a un vapor blanco que atravesaba el lago Boren en dirección oeste hacia la esclusa. A lo largo de su barandilla se agolpaban turistas extranjeros, quienes con un entusiasmo al borde de la histeria saludaban con las manos a los circunspectos hombres de la draga. El barco de pasajeros subió lentamente por la esclusa hacia Motala y el lago Vättern. A la hora de comer, el gallardete del mástil más alto había desaparecido tras la compuerta superior. Volvieron a dragar a la una y media.
Los acontecimientos se desarrollaron como sigue: hacía buen tiempo, suaves y caprichosas ráfagas de viento y nubes veraniegas avanzaban a la deriva perezosamente. Podían verse algunas personas en el rompeolas y en las laderas del canal. La mayoría tomaba el sol, otras pescaban con caña y dos o tres observaban la draga. El cucharón acababa de zamparse otro bocado de lodo del fondo del Boren y estaba saliendo del agua. El operario, desde su cabina, realizaba las maniobras acostumbradas de forma mecánica, el capataz tomaba café en la cocina del barco y el grumete, con los codos apoyados en la engrasada barandilla, escupía al agua. El cucharón ya casi había salido del agua.
Cuando por fin emergió a la superficie, un hombre en el muelle se levantó y se acercó unos pasos hacia el barco. Agitó los brazos y gritó algo. El grumete se incorporó para oír mejor.
—¡Hay alguien en el cucharón! ¡Pare! ¡Hay alguien en el cucharón!
El grumete miró confundido al hombre, luego al cucharón, que en ese momento entraba girando lentamente sobre la bodega de carga para vomitar el contenido. No paraba de chorrear agua sucia cuando el operario detuvo el cucharón justo encima de la bodega. Entonces el grumete vio lo mismo que el hombre del rompeolas. Entre las fauces del cucharón de almeja sobresalía un brazo blanco desnudo.
Los siguientes diez minutos resultaron largos y transparentes. Se tomaron una serie de medidas y desde el muelle alguien repetía una y otra vez:
—No hagan nada, no toquen nada, déjenlo todo como está hasta que llegue la policía...
El operario de la excavadora salió y miró todo con detenimiento, luego volvió a su cabina y se sentó en la silla, refugiándose tras la relativa seguridad de sus palancas. Hizo girar la grúa y entreabrió el cucharón. El capataz, el grumete y un pescador entrometido recogieron el cuerpo.
Era una mujer. Quedó tendida boca arriba sobre una lona doblada en el extremo del rompeolas. Alrededor se congregó un grupo de curiosos que la observaban, entre ellos algunos niños que no deberían haber estado allí, pero a nadie se le ocurrió echar. Todos habían presenciado lo mismo y tenían algo en común: jamás olvidarían el aspecto de aquella mujer.
El grumete le echó encima tres cubos de agua. Mucho tiempo después, cuando la investigación policial se encontraba atascada, hubo quien se lo reprochó.
Estaba desnuda y no llevaba joyas. La piel del pecho y bajo vientre era más clara, como si hubiera tomado el sol en bikini. Tenía las caderas anchas y los muslos fuertes; el vello púbico, negro, mojado y tupido. Pechos pequeños y flácidos, y pezones grandes y oscuros. Un rasguño rojizo le recorría la cintura hasta la cadera. Por lo demás, una piel lisa y sin manchas ni cicatrices, pies y manos pequeños y uñas sin pintar. Con la cara tan hinchada, resultaba difícil decir cómo habría sido su verdadero aspecto. Tenía cejas oscuras y marcadas, y la boca parecía ancha. Su media melena negra se le pegaba a la cabeza. Sobre el cuello le caía un mechón.
Capítulo 2
Motala es una ciudad sueca de tamaño medio. Está situada en la provincia de Östergötland, en la parte norte del lago Vättern, y tiene unos 27.000 habitantes. El más alto cargo policial es el de fiscal de la ciudad, que también desempeña la labor de fiscal. Por debajo de él está el comisario, jefe ejecutivo de la Policía de Seguridad Ciudadana y de la Policía Criminal. También hay un subinspector primero de la policía criminal —el decimonoveno puesto en la escala salarial—, seis policías y una mujer policía. Uno de ellos es, además, fotógrafo; para exámenes médicos se suele contratar a alguno de los médicos de la ciudad.
Una hora después del primer aviso, la mayoría de los policías citados se habían congregado en el muelle de Borenshult, a unos metros del faro. Había poco espacio alrededor del cadáver y los hombres de la draga ya no podían ver lo que estaba pasando. Seguían a bordo a pesar de que su barco se encontraba amarrado con el estrave de babor junto al rompeolas.
Al otro lado del cordón policial, junto al estribo, el número de personas arremolinadas se multiplicaba por diez. En la orilla opuesta del canal había unos cuantos coches, cuatro pertenecían a la policía, y una ambulancia blanca con cruces rojas en las puertas traseras. Junto a ella, dos hombres con mono blanco fumaban. Parecían ser los únicos a quienes no les interesaba aquella gente junto al faro.
En el rompeolas, el médico comenzó a recoger sus cosas. Mientras tanto hablaba con el comisario, un hombre alto y canoso llamado Larsson.
—Por ahora no puedo decir gran cosa —concluyó el médico.
—¿Tenemos que dejarla aquí?
—Eso más bien debería preguntárselo yo a ustedes —respondió el médico.
—Es poco probable que sea éste el lugar del crimen.
—Bien, pues que la trasladen a la morgue. Le llamaré.
Se levantó, cerró su maletín y se fue.
—Ahlberg —dijo el comisario—, mantendrás la zona acordonada, ¿no?
—Hombre, claro.
El fiscal de la ciudad no dijo nada allí, en el faro. No tenía costumbre de entrometerse en la fase preliminar de las investigaciones. Pero de camino a la ciudad, comentó:
—Unos feos moratones.
—Sí.
—Mantenme informado.
Larsson ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza.
—¿Dejas a Ahlberg al mando?
—Ahlberg es bueno —contestó el comisario.
—Sí, claro.
La conversación se interrumpió.
Llegaron, se bajaron del coche y se dirigieron a sus despachos. El fiscal de la ciudad hizo una llamada a la capital de la provincia, Linköping, para hablar con el fiscal provincial, máxima autoridad de la policía y de la fiscalía en la región.
—Quedo a la espera —dijo el fiscal provincial.
El comisario mantuvo una breve conversación con Ahlberg.
—Tenemos que averiguar quién es.
—Sí —contestó Ahlberg.
Entró en su despacho, llamó a los bomberos y solicitó dos buceadores. Luego leyó un informe sobre un robo en el puerto. Pronto estaría resuelto. Ahlberg se levantó y se fue a buscar al agente de guardia.
—¿Hay alguna denuncia por desaparición?
—No.
—¿Alguna orden de búsqueda y captura?
—Ninguna que encaje.
Volvió a su despacho.
Esperó.
El teléfono sonó al cabo de quince minutos.
—Tenemos que solicitar una autopsia —dijo el médico.
—¿Ha sido estrangulada?
—Creo que sí.
—¿Violada?
—Eso parece.
El médico hizo una breve pausa. Luego añadió:
—Y con ensañamiento.
Ahlberg se mordió la uña del dedo índice. Pensó en sus vacaciones, que iban a empezar ese mismo viernes, y en lo contenta que se pondría su esposa... El médico malinterpretó el silencio.
—¿Está sorprendido?
—No —contestó Ahlberg.
Colgó y se fue a ver a Larsson. Juntos se dirigieron al despacho del fiscal de la ciudad.
Diez minutos más tarde, el fiscal de la ciudad pidió un examen médico forense al Gobierno Civil, que a su vez se puso en contacto con la Dirección Nacional de Medicina Forense. La autopsia fue realizada por un catedrático de setenta años. Llegó en el tren nocturno de Estocolmo y parecía estar en plena forma. Estuvo trabajando ocho horas sin apenas interrupciones.
Luego entregó un informe preliminar que decía así: «Muerte por estrangulamiento asociada a violencia sexual extrema. Hemorragias internas severas».
A estas alturas, los informes y las actas de los interrogatorios empezaban a amontonarse en la mesa de Ahlberg. Podían resumirse en una sola frase: una mujer muerta había sido hallada en la presa de la esclusa de Borenshult.
No existía ninguna denuncia por desaparición ni en la ciudad ni en los distritos policiales colindantes. Tampoco existían órdenes de búsqueda que encajaran.
Capítulo 3
Eran las cinco y cuarto de la mañana y estaba lloviendo. Martin Beck llevaba ya un buen rato cepillándose los dientes con mucho esmero para deshacerse del sabor a plomo en el paladar y parecía que iba a conseguirlo.
Luego se abrochó el cuello de la camisa y se hizo el nudo de la corbata mirándose apático al espejo. Se encogió de hombros, fue para el recibidor, entró en el salón y al pasar contempló con melancolía la maqueta a medio terminar del buque escuela Danmark, que le había tenido ocupado demasiado tiempo la noche anterior. Entró en la cocina.
Se deslizaba suave y silenciosamente, en parte por costumbre, en parte para no despertar a los niños.
Se sentó a la mesa de la cocina.
—¿Y el periódico? —preguntó.
—Nunca llega antes de las seis —contestó su esposa.
Fuera ya había amanecido, pero estaba nublado, y la luz de la cocina era gris y espesa. Su mujer no tenía la lámpara encendida. Lo llamaba ahorrar.
Abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin pronunciar palabra. Sólo provocaría una discusión y no le pareció un buen momento.
En vez de hacerlo, se puso a tamborilear lentamente los dedos sobre la mesa revestida de formica mirando la taza vacía con un dibujo de rosas azules, una muesca en el borde y una grieta marrón debajo. Esa taza los había acompañado durante casi todo el matrimonio. Más de diez años. Ella no solía romper nada, por lo menos nunca de manera irreparable. Lo raro era que los niños fueran como ella.
¿Se podían heredar rasgos tan específicos? No lo sabía.
Ella apartó la cafetera del fuego y sirvió el café. Él dejó de golpear la mesa.
—¿Quieres un sándwich? —le preguntó.
Él bebía con cuidado dando pequeños sorbos. Estaba sentado en el extremo de la mesa algo encorvado.
—La verdad es que deberías comer algo —insistió ella.
—Ya sabes que no puedo tomar nada por la mañana.
—Deberías, de todas maneras —le repitió—. Especialmente tú, con ese estómago que tienes.
Se pasó la mano por la mejilla y notó algunos pelos de la barba, muy pequeños y afilados. Bebió un poco más de café.
—Te puedo preparar una tostada —le ofreció ella.
Cinco minutos más tarde dejó la taza sobre el platillo, en silencio, levantó la mirada y observó a su mujer.
Llevaba un albornoz rojo lleno de pelotillas encima de un camisón de nailon, apoyaba los codos en la mesa y la barbilla en las manos. Era rubia, de piel clara, ojos redondos y algo saltones. Solía teñirse las cejas, pero en verano se le aclaraban y ahora las tenía casi tan rubias como el pelo. Le sacaba un par de años y, a pesar de que había engordado bastante durante los últimos tiempos, la piel del cuello empezaba a arrugársele.
Al nacer su hija, hacía doce años, dejó su trabajo en un estudio de arquitectura y nunca se preocupó de encontrar otro. Cuando el niño comenzó el colegio, Martin le propuso que buscara un empleo de media jornada, pero ella hizo cálculos y llegó a la conclusión de que no merecía la pena. Además, tenía buen carácter y se sentía feliz con su vida de ama de casa.
Bueno, pensó Martin Beck levantándose. Empujó el taburete azul bajo la mesa sin hacer ruido y se quedó junto a la ventana viendo caer la lluvia.
Por debajo del parking y de una pendiente de hierba, se extendía la autopista, brillante y vacía. Se distinguía una débil luz en algunas ventanas de los bloques de apartamentos de la colina, detrás de la estación de metro. Un par de gaviotas daban vueltas bajo el bajo cielo gris, pero por lo demás ni un alma.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—A Motala.
—¿Vas a quedarte muchos días?
—No sé.
—¿Es por esa chica?
—Sí.
—¿Crees que te llevará mucho tiempo?
—No sé gran cosa, sólo lo que ha salido en los periódicos.
—¿Por que tienes que coger el tren?
—Los demás se fueron ayer. Al principio yo no iba a ir.
—Te estarán tomando el pelo, como siempre.
Respiró hondo y miro fijamente al exterior. Pareció que escampaba.
—¿Dónde te alojarás?
—En el Stadshotellet.
—¿A quien llevarás contigo?
—A Kollberg y a Melander. Se marcharon ayer, como te dije.
—¿En coche?
—Sí.
—¿Y tú tienes que ir hasta allí traqueteando?
—Sí.
A su espalda, la oyó fregar la taza con la muesca en el borde y las rosas azules.
—Tengo que pagar la factura de la luz y las clases de equitación de la pequeña esta semana.
—¿No tienes suficiente?
—Es que no quiero ir al banco, ya sabes.
—Claro.
Sacó la cartera del bolsillo interior de la americana y echó un vistazo dentro.
Extrajo un billete de cincuenta coronas, lo observó, lo volvió a meter y se guardó la cartera en el bolsillo.
—Odio sacar dinero —insistió ella—. Es el comienzo del fin cuando uno empieza.
Sacó el billete de nuevo, lo dobló, se dio la vuelta y lo dejó encima de la mesa de la cocina.
—Te he hecho la maleta —dijo ella.
—Gracias.
—Cuídate la garganta. El tiempo es traicionero en esta época del año, sobre todo por las noches. Y llueve.
—Sí.
—¿Vas a llevarte esa horrible pistola?
«Sí, no... Pito, pito, colorito...», pensó Martin Beck.
—¿De qué te ríes? —preguntó ella.
—De nada.
Entró en el salón, abrió el cajón de la cómoda con la llave y sacó el arma. La introdujo en uno de los bolsillos de la maleta y lo cerró.
Era una Walter de 7,65 milímetros, fabricada con licencia en Suecia. No servía para casi nada, y además él no tenía buena puntería.
Salió al recibidor y se puso la gabardina. Cuando estaba con su sombrero negro en la mano, echaron el periódico por la ranura de la puerta que cayó a sus pies.
—¿No te vas a despedir de Rolf y de la pequeña?
—Es ridículo llamar «pequeña» a una niña de doce años.
—Me parece muy mono.
—Me da pena despertarlos. Además, ya saben que me voy.
Se puso el sombrero.
—Hasta luego. Te llamaré.
—Hasta luego, ten cuidado.
Estaba en el andén esperando el tren de cercanías mientras pensaba que no le importaba viajar a pesar de haber dejado a medias el buque Danmark.
Martin Beck no era jefe de la Brigada Nacional de Homicidios y no aspiraba a serlo. A veces incluso dudaba si llegaría a comisario algún día, aunque lo único que realmente lo podría impedir sería la muerte o alguna falta grave derivada de su puesto. Tenía el cargo de subinspector primero de la Policía Criminal de la policía estatal y llevaba ya ocho años en la brigada. Había gente que le consideraba el mejor interrogador del país.
Había pasado media vida en la policía. A los veintiún años empezó a trabajar en la comisaría del distrito de Jakob, y después de seis años patrullando como agente en distintos distritos del centro de Estocolmo hizo el curso de subinspector en la Academia de Policía. Quedó entre los mejores de su promoción y al acabar el curso fue promocionado a subinspector de la Policía Criminal. Tenía veintiocho años.
Su padre murió aquel año y volvió a su barrio, Soder, a la casa de su madre, para cuidar de ella. Abandonó la habitación que tenía alquilada en Klara. El verano de ese mismo año conoció a su mujer. Había alquilado una casa de campo junto con una amiga en una isla del archipiélago, adonde él llegó con su barco de vela. Se enamoró profundamente y en otoño, cuando ya estaban esperando un niño, se casaron en el Ayuntamiento; él se fue a vivir al pequeño apartamento de ella en Kungsholmen.
Un año después del nacimiento de su hija ya no quedaba gran cosa de aquella chica alegre y vital de la que se había enamorado y el matrimonio se vio abocado a la rutina.
Martin, sentado en un banco verde de escay del vagón de metro, miraba al exterior a través de una ventana salpicada de gotas de lluvia. Pensaba perezosamente en su matrimonio, pero cuando se dio cuenta de que estaba autocompadeciéndose, sacó el periódico del bolsillo de la gabardina e intentó concentrarse en la página del editorial.
Tenía cara de cansado y su bronceada piel parecía amarillenta con la luz gris del día. Rostro fino, frente ancha y mandíbula bastante pronunciada. Su boca, bajo una nariz recta y corta, era delgada y larga con dos profundos surcos en las comisuras de los labios; al sonreír se le veían los dientes, blancos y sanos. De cabello oscuro y peinado hacia atrás, tenía el nacimiento del pelo recto y aún sin canas; la mirada de sus ojos gris azulado era clara y tranquila. Estaba delgado, no era especialmente alto y andaba un poco encorvado. Había mujeres que le encontraban atractivo, pero la mayoría lo consideraba normal y corriente. Nunca vestía de forma llamativa, sino más bien demasiado discreta.
El vagón estaba cargado y hacía bochorno, sintió un ligero malestar, como le ocurría a menudo en el metro. Al entrar en la Estación Central, ya esperaba junto a las puertas con la maleta en la mano. Odiaba ir en metro, pero los coches le gustaban aún menos y el piso céntrico soñado seguía siendo una quimera, así que se veía condenado a este medio de transporte.
El tren expreso a Gotemburgo salía a las siete y media de la Estación Central. Martin Beck hojeó el periódico, pero no halló ni una sola línea sobre el asesinato. Volvió a la página de cultura y se puso a leer un artículo sobre el antropósofo Rudolf Steiner, pero en Stuvsta se durmió.
Se despertó justo a tiempo para hacer transbordo en Hallsberg. Le volvió ese sabor a plomo a pesar de los tres vasos de agua que bebió.
Llegó a Motala a las diez y media, entonces ya no llovía. Como era la primera vez, preguntó en el quiosco de la estación por el camino al hotel, y aprovechó para comprar un paquete de Florida y el periódico local.
El hotel estaba en la plaza mayor, a unas pocas manzanas de la estación, y el corto paseo le espabiló. Una vez en la habitación, se lavó las manos, deshizo la maleta y se bebió una botella de agua mineral Medevi que había comprado al recepcionista. Permaneció un rato junto a la ventana mirando a la plaza, con una estatua que suponía que era Balizar von Platen. Luego abandonó la habitación para dirigirse a la comisaría. Como sabía que estaba justo enfrente, no se llevó la gabardina.
Se presentó al policía de guardia en la recepción y le llevaron enseguida a un despacho de la primera planta. Ponía «Ahlberg» en la placa de la puerta.
El hombre sentado tras la mesa era ancho, achaparrado y ligeramente calvo. Tenía colgada la americana en el respaldo de la silla y bebía café en un vaso de papel. Un cigarrillo se consumía en el borde del cenicero, donde se amontonaban bastantes colillas.
Martin Beck tenía la habilidad de atravesar las puertas sin ser visto, costumbre que molestaba a algunos. Alguien dijo que dominaba el arte de entrar en una habitación después de cerrar la puerta tras de sí, a la vez que llamaba a esa misma puerta desde fuera.
Al hombre de la mesa le cogió desprevenido. Posó el vaso y se levantó.
—Me llamo Ahlberg —dijo.
Había algo en su actitud que le hacía estar a la expectativa. Martin Beck lo había notado antes y sabía a qué se debía. Él era el experto de Estocolmo y el hombre tras la mesa un policía de provincias que se había quedado estancado en una investigación. Los próximos dos minutos iban a ser decisivos para su colaboración.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Martin Beck.
—Gunnar.
—¿Qué hacen Kollberg y Melander?
—Ni idea. Algo que se me habrá olvidado a mí, supongo.
—¿Llegaron con aire de «esto-lo-arreglamos-en-un-plis-plas»?
El otro se rascó su pelo ralo. Luego dibujó una sonrisa torcida en la cara y se sentó en la silla giratoria.
—Más o menos —dijo.
Martin Beck se sentó frente a él, sacó el paquete de Florida y lo dejó en la mesa.
—Pareces cansado —observó.
—Mis vacaciones se han ido a la mierda.
Ahlberg vació el vaso de café, lo apretujó y lo tiró debajo de la mesa en dirección a la papelera.
El desorden del escritorio resultaba llamativo. Martin Beck recordó el suyo en Kristineberg, con un aspecto bien distinto.
—Bueno —dijo—, ¿cómo van las cosas?
—No van —se lamentó Ahlberg—. Después de más de una semana sólo sabemos lo que nos han contado los forenses.
Por costumbre, pasó a la típica jerga.
—Extinta por estrangulamiento con dosis de una brutal violencia de naturaleza sexual. Su autor, un salvaje. Indicios de inclinaciones perversas.
Martin Beck sonrió. El otro le miró inquisitivamente.
—Has dicho extinta. Yo también empleo esos términos de vez en cuando.
—Redactamos demasiados informes...
—Joder con los condenados informes.
Ahlberg suspiró y se rascó la cabeza.
—La sacamos hace ocho días —recordó—. Desde entonces no hemos descubierto nada. No sabemos quién es, no tenemos ni lugar del crimen ni sospechoso. No hemos encontrado ni una sola pista que pudiera tener alguna relación razonable con ella.
Capítulo 4
«Extinta por estrangulamiento», pensaba Martin Beck.
Estaba repasando un montón de fotografías que Ahlberg había recuperado entre el desorden de su mesa. Las fotos mostraban la presa de la esclusa, la draga, el cucharón en primer plano, el cadáver sobre la lona y sobre la camilla de la morgue.
Martin Beck le enseñó a Ahlberg la foto que tenía en la mano y dijo:
—Podemos hacer siluetear y retocar esta foto en la que se la ve más limpia. Luego ponemos en marcha un dispositivo de visitas puerta por puerta. Si es de por aquí, alguien tendrá que reconocerla. ¿Cuántos hombres podrías destinar?
—Tres como mucho —contestó Ahlberg—. Ahora mismo nos falta gente. Tres de los chicos tienen vacaciones y uno está en el hospital con la pierna rota. Aparte del fiscal, Larsson y yo mismo, sólo hay ocho hombres en comisaría.
Contaba con los dedos.
—Bueno, de los cuales una es mujer. Y alguien debe de ocuparse del resto de las tareas.
—De acuerdo, en el peor de los casos, podemos ponernos nosotros mismos. Llevará tiempo. ¿Y cómo estáis de delincuentes sexuales?
Ahlberg golpeaba pensativo el bolígrafo contra los dientes. De repente rebuscó en el cajón del escritorio y sacó un papel.
—Hemos tomado declaración a uno. Un tipo de Vastra Ny. Violador. Lo arrestaron en Linköping anteayer, pero tenía coartada para toda la semana, según este informe de Blomgren. Él se ha encargado de buscar en las cárceles.
Metió el papel en una carpeta verde que descansaba sobre la mesa.
Permanecieron un rato en silencio. A Martin Beck le hacía ruido el estómago y pensó en su esposa y en cómo le daba la lata con lo de las comidas regulares. Llevaba veinticuatro horas sin probar bocado.
El ambiente estaba cargado de humo. Ahlberg se levantó y abrió la ventana. Desde una radio cercana se oyeron las señales horarias.
—Es la una —dijo—. Si tienes hambre puedo pedir algo. Yo tengo un hambre de mil demonios...
Martín Beck asintió con la cabeza y Ahlberg descolgó el teléfono. Al cabo de un rato llamaron a la puerta y una chica con una bata azul y delantal rojo entro con una cesta.
Cuando Martin Beck se termino el bocadillo de jamón y el café, que se bebió sorbo a sorbo, dijo:
—¿Cómo crees que pudo acabar allí?
—No lo sé. Durante el día siempre hay gente en las esclusas, así que es poco probable que ocurriera entonces. Es posible que la arrojaran al agua desde el muelle o el rompeolas, y que la fuerza de atracción de los barcos la hubiera arrastrado fuera. O que la hubieran lanzado desde algún barco.
—¿Qué tipo de embarcaciones pasan por las esclusas? ¿Pequeños barcos y veleros de recreo?
—Algunos, pero tampoco tantos. En general, se trata de tráfico de mercancías. Barcos de carga. Y luego los barcos del canal, claro. El Diana, el Juno y el Wilhelm Tham.
—¿Podemos bajar hasta allí para verlo? —propuso Martin Beck.
Ahlberg se levantó, cogió la foto que Martin Beck había elegido y dijo:
—Venga, vámonos ahora mismo. De camino dejaré esta foto en el laboratorio.
Habían dado casi las tres cuando volvieron de Borenshult. El tráfico de las esclusas era intenso y a Martín Beck le habría gustado quedarse entre los veraneantes y los pescadores deportivos del muelle para ver los barcos.
Habló con la tripulación de la draga, salió al rompeolas y vio la presa de la esclusa. A lo lejos, en el lago Boren, divisó un velero navegando con la animada brisa y empezó a sentir nostalgia del suyo, que había vendido hacía unos años. En el camino de vuelta a la ciudad hizo memoria y recordó sus travesías veraniegas por el archipiélago.
Sobre la mesa de Ahlberg encontraron ocho copias recién salidas del laboratorio fotográfico. Uno de los agentes, que también era fotógrafo, había retocado la foto y el rostro de la chica casi parecía el de alguien vivo.
Ahlberg las reviso, guardó cuatro copias en la carpeta verde y dijo:
—Muy bien, las distribuiré entre los chicos para que se pongan en marcha enseguida.
Cuando volvió unos minutos más tarde, Martin Beck estaba junto al escritorio frotándose el entrecejo.
—Pensaba hacer unas llamadas —dijo.
—Puedes meterte en el despacho del final del pasillo.
La habitación era más grande que la de Ahlberg y tenía ventanas en dos de las paredes. Estaba amueblada con dos mesas, cinco sillas, armarios archivadores y una mesa para la máquina de escribir, una vieja y destartalada Remington.
Martin Beck se sentó, dejó el paquete de tabaco y las cerillas sobre la mesa, abrió la carpeta verde y empezó a repasar los informes. No le aportaron mucho más de lo que ya le había contado Ahlberg.
Hora y media más tarde, se le acabó el tabaco. Había mantenido un par de conversaciones telefónicas infructuosas y había conocido al fiscal y al comisario Larsson, los dos parecían cansados y nerviosos. Justo cuando aplastaba la cajetilla de tabaco vacía le llamó Kollberg.
Diez minutos después se vieron en el hotel.
—Joder, vaya pinta lúgubre que traes —dijo Kollberg—. ¿Quieres un café?
—No gracias. ¿Qué has hecho?
—He hablado con un tipo del periódico de Motala, un redactor local de Borensberg. Creyó que se le había ocurrido algo ingenioso. Resulta que hay una tía de Linköping que debía haber empezado un trabajo en Borensberg hace diez días, pero no se presentó. Parece ser que viajó desde Linköping el día anterior y desde entonces no se ha sabido nada de ella. Nadie se ha molestado en denunciar su desaparición, por lo visto no era de fiar. El tipo del periódico conocía a su jefe e hizo sus propias averiguaciones, pero no se le ocurrió indagar sobre su aspecto. Yo lo hice y no se trata de la misma tía. Ésta es gorda y rubia. Y sigue desaparecida. Me ha llevado todo el día.
Se reclinó en la silla mientras se escarbaba los dientes con una cerilla.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ahlberg ha mandado a algunos de sus hombres a llamar a las puertas. Tendrás que echarles una mano. Cuando aparezca Melander tendremos una reunión con el fiscal y Larsson. Sube a ver a Ahlberg y él te dirá qué hacer.
Kollberg apuró su vaso y se levantó.
—¿Me acompañas? —le preguntó.
—No, ahora no. Dile a Ahlberg que estoy en mi habitación si quiere algo.
Ya en su cuarto, Martin Beck se quitó la chaqueta, los zapatos y la corbata, y se sentó en el borde de la cama.
El cielo se había despejado y unas nubes blancas que parecían de pelusa lo recorrían. El sol de la tarde iluminaba la habitación.
Martin Beck se levantó, entreabrió la ventana y corrió las finas cortinas de lana. Luego se tumbó en la cama con las manos debajo de la cabeza.
Meditaba sobre la chica del fondo fangoso del lago Boren. Al cerrar los ojos la vio ante sí con el mismo aspecto que en las fotos. Desnuda y desamparada, con los hombros no muy anchos, el pelo negro y un mechón cayéndole sobre el cuello.
¿Quién era, qué pensaba, cómo había vivido? ¿Con quién se había encontrado?
Era joven y sin duda había sido guapa. Alguien tenía que haberla querido. Alguien cercano que ahora se preguntaba qué le había ocurrido. Debió de tener amigos, compañeros de trabajo, padres, tal vez hermanos. Nadie, y especialmente una mujer joven y bella, puede estar tan solo que no haya quien le eche de menos si desaparece.
Martin Beck reflexionó sobre esto durante un buen rato: que no la buscaran. Le daba pena aquella chica a quien no echaban en falta y no entendía por qué. ¿Tal vez no dijo que se iba de viaje? En ese caso podría pasar mucho tiempo hasta que empezaran a preguntarse adónde había ido.
La cuestión era cuánto...
Capítulo 5
Eran las once y media de la mañana y el tercer día de Martin Beck en Motala. Se había levantado temprano sin saber por qué, no le había servido de nada. Llevaba ya un rato sentado en el pequeño escritorio hojeando su cuaderno de notas. Había manoseado el teléfono un par de veces con la idea de llamar a casa, pero al final, por dejadez o por la razón que fuera, no lo hizo.
Como tantas otras cosas.
Se puso el sombrero, cerró la puerta de su habitación con llave y bajó las escaleras. Los sillones del vestíbulo estaban ocupados por algunos periodistas y en el suelo se podían ver dos bolsas con equipamiento fotográfico y trípodes plegados y atados con cuerdas a las bolsas.
Apoyado en la pared de la entrada, uno de los fotógrafos estaba fumando, un hombre muy joven que se llevó el cigarrillo a la comisura de los labios, levantó su Leica y miró por el visor.
Al pasar junto al grupo, Martin Beck se bajó el ala del sombrero, encogió los hombros y aligeró el paso. Fue un acto reflejo, aunque siempre hay alguien que se molesta, ya que uno de los reporteros saltó en un tono sorprendentemente irónico:
—Oye, ¿entonces esta noche cenamos con los jefes de la investigación?
Martin Beck murmuró algo, ni él mismo sabría decir qué, y siguió andando hacia la salida. Un segundo antes de abrir la puerta escuchó un pequeño chasquido, el fotógrafo le acababa de hacer una foto.
Caminó sin aminorar el paso por la acera hasta que consideró que había salido de su campo de visión. Entonces se detuvo indeciso tal vez durante diez segundos. Tiró un cigarrillo a medias a la calzada, se encogió de hombros y cruzó la calle en dirección a la parada de taxis. Se dejó caer en el asiento trasero y se rascó la punta de la nariz con el dedo índice de la mano derecha, mientras miraba de reojo la entrada del hotel. Por debajo del ala del sombrero vio al tipo que se había dirigido a él en el vestíbulo. El periodista estaba plantado en medio de la puerta siguiendo con la mirada al taxi que se alejaba. Pero fue sólo un momento, luego él también se encogió de hombros y entró en el hotel.
Los periodistas y los de la brigada nacional de homicidios se alojaban a menudo en el mismo hotel, y si la investigación concluía con rapidez y éxito solían cenar juntos y beber bastante la última noche. Con el tiempo, aquello llegó a convertirse en una costumbre. A Martin Beck no le gustaba, pero la mayoría de sus colegas no compartían su opinión.
Había aprendido bastante acerca de Motala durante estos dos días, aunque su estancia, por lo demás, no hubiera sido demasiado provechosa. Al menos reconocía el nombre de las calles por las que iba pasando: Prästgatan, Drottninggatan, Östermalmsgatan, Borensvägen, Verkstadsvägen. Le pidió al taxista que le dejara en el puente, le pagó y se bajó. Apoyó las manos en la barandilla y miró abajo, al canal, que se abría paso cortando la larga pendiente verde como una escalera. Mientras lo observaba, se dio cuenta de que había olvidado pedir al taxista que le escribiera la ruta en el recibo; si la apuntaba con su letra, tal vez tendría que aguantar alguna disputa estúpida cuando pasara a cobrarlo por caja. Lo mejor era escribir aquellos datos a máquina, parecía más serio.
Caminaba por el lado norte del canal sumergido aún en esos pensamientos.
Habían caído un par de chaparrones por la mañana y se respiraba un aire sano y ligero. Se detuvo en medio de la cuesta para disfrutarlo. Percibió el aroma fresco y puro a flores silvestres y a húmedo verdor. Recordó su infancia como un rosario de las mismas sensaciones, pero eso fue antes de que el humo del tabaco y de los coches y sus desgastadas mucosas le hubiesen privado de la agudeza de los sentidos. Ahora sensaciones como aquélla le llegaban muy de vez en cuando.
Martin Beck pasó de largo las cinco esclusas y continuó andando a lo largo de la pared del muelle, cubierta de revestimiento. Unos pequeños barcos estaban amarrados en la presa de la esclusa, junto al rompeolas, y más allá, en el lago Boren, navegaban dos barcos de vela. A cincuenta metros del extremo del rompeolas, y controlada por unas gaviotas que planeaban perezosamente en amplios círculos, la draga de cucharón retumbaba y chirriaba. Las cabezas de los pájaros se movían de un lado a otro esperando lo que el cucharón de la draga pudiera sacar del fondo. La atención y la capacidad de observación de las gaviotas le resultaron admirables, igual que su perseverancia y optimismo. «Me recuerdan a Kollberg y a Melander», pensó Martin Beck.
En el extremo del rompeolas volvió a detenerse. Aquí estuvo ella. O mejor dicho: sobre una lona doblada, depositaron el cuerpo malherido y lacerado de alguien, prácticamente expuesto a los ojos de todo el mundo. Al cabo de unas horas, fue trasladada en camilla por dos señores serios de uniforme, y después un viejo que lo tenía por oficio la abrió y destripó, volvió a cerrarla por decoro, cosiendo sólo lo imprescindible, y fue a parar a un congelador de la morgue. En cuanto a él, no lo había visto. Debería estar agradecido, reflexionó.
Martin Beck se dio cuenta de que tenía las manos cruzadas en la espalda mientras se mecía sobre las plantas de los pies, una costumbre de los años de patrulla tan difícil de evitar como insufrible. Además, se había quedado mirando fijamente a un trozo de suelo de cemento gris que carecía de interés, pues la lluvia había borrado hacía mucho tiempo los últimos restos de la silueta trazada con tiza en la primera investigación rutinaria. Aparentemente, debió de quedarse un buen rato en esa posición, pues el entorno sufrió ciertos cambios. El más llamativo era un pequeño barco blanco de pasajeros que se dirigía hacia la esclusa a considerable velocidad. Al pasar la draga, una veintena de cámaras enfocaron hacia esta extraña embarcación; en respuesta, el operario de la draga salió de su cabina e hizo una foto a los pasajeros. Martin Beck siguió la nave con la mirada al dejar atrás el extremo del rompeolas y reparó en ciertos detalles repugnantes. El casco, de líneas puras, tenía el mástil cortado y la chimenea original, que sin duda debió ser alta, recta y bella, había sido sustituida por un extraño capuchón aerodinámico de metal. En las entrañas, donde la maquinaria debería dar golpes rítmicos, ronroneaba algo que probablemente fuera un motor diesel. La cubierta se encontraba abarrotada de turistas. Casi todos parecían viejos o de mediana edad, y algunos llevaban sombreros de paja con cintas de flores.
El barco se llamaba Juno. Recordó que Ahlberg le había mencionado este nombre ya el primer día que se conocieron.
Ahora había una llamativa cantidad de gente en el rompeolas y en ambas orillas del canal. Algunos pescaban con caña y otros tomaban el sol, pero la gran mayoría se dedicaban a observar el barco. Por primera vez en varias horas, Martin Beck tuvo un motivo para decir algo.
—¿Siempre pasa a la misma hora?
—Sí, si sale de Estocolmo. A las doce y media, eso es. El que va en la otra dirección llega más tarde, a las cuatro y pico. Se encuentran en Vadstena. Atracan allí.
—Mucha gente por aquí..., quiero decir en tierra...
—Bajan a ver el barco.
—¿Siempre hay tanta gente?
—Normalmente, sí.
El hombre con el que hablaba se sacó la pipa de la boca para escupir en el agua.
—Menudo entretenimiento —comentó. Quedarse mirando boquiabierto a unos malditos turistas.
Cuando Martin Beck regresaba por la orilla del canal, volvió a pasar aquel barco de pasajeros. Había superado ya la mitad de las esclusas y chapoteaba apaciblemente en la tercera. Muchos pasajeros habían bajado a tierra. Algunos estaban fotografiando la embarcación, otros hacían cola en los puestos de recuerdos, donde compraban banderines, tarjetas postales y recuerdos turísticos de plástico fabricados, sin duda, en Hong Kong. Martin Beck no consiguió convencerse a sí mismo de que tenía prisa y por el respeto acostumbrado a los recursos económicos del estado, volvió en autobús.
No había periodistas en el vestíbulo ni mensajes en recepción. Subió a la habitación, se sentó a la mesa y miró por la ventana a la plaza. En realidad tenía que regresar a la comisaría, pero ya había estado dos veces antes de comer.
Media hora después telefoneó a Ahlberg.
—Hola. Me alegro de que hayas llamado. Está aquí el fiscal provincial.
—¿Y?
—Va a dar una conferencia de prensa a las seis. Parece preocupado.
—¿Sí?
—Quiere que vayas.
—Voy.
—¿Te llevas a Kollberg? No me ha dado tiempo a avisarle.
—¿Y Melander?
—Ha salido con uno de los míos a comprobar una pista.
—¿Te pareció que podía ser importante?
—¡Qué va!
—¿Y por lo demás?
—Nada. Al fiscal le preocupa la prensa. Llaman por el otro teléfono.
—Vale. Hasta ahora.
Se quedó sentado fumando apáticamente hasta que terminó el paquete. Luego miró el reloj, se levantó y salió al pasillo. Se detuvo tres puertas más allá, llamó y entró, a su manera, en silencio y como un rayo.
Kollberg estaba tumbado en la cama leyendo el periódico vespertino. Se había quitado los zapatos y la americana, y tenía desabrochada la camisa. Su arma reglamentaria descansaba sobre la mesilla, enredada en la corbata.
—Hoy hemos retrocedido a la página doce —dijo—. Están jodidos los pobres, no es fácil.
—¿Quiénes?
—Los malditos periodistas, quiénes van a ser. «El misterio en torno al brutal asesinato de una mujer en Motala sigue sin resolverse. No sólo la policía local sino también los curtidos inspectores de la Brigada de Homicidios buscan a ciegas en las tinieblas más impenetrables.» ¿De dónde sacan todo eso?
Kollberg era corpulento y daba la impresión de ser impasible y cordial, lo que había llevado a mucha gente a cometer errores fatales.
—«Al principio pareció un caso rutinario, pero se complica por momentos. El equipo que dirige la investigación se muestra sumamente reservado, se siguen varias líneas de investigación. La belleza desnuda del lago Boren...»
—Bah, que se jodan.
Echó una ojeada al resto del artículo y luego dejó caer el periódico al suelo.
—Me cago en diez. Menuda belleza. Una tía patizamba de lo más normal con mucho culo y pocas tetas.
Martin Beck recogió el periódico y se puso a hojearlo como ausente.
—Hay que reconocer que tenía un buen coño —comentó Kollberg.
—Que se convirtió en su desgracia —añadió filosóficamente.
—¿La has visto?
—Claro. ¿Tú no?
—Sólo en fotos.
—Pues yo sí la he visto —dijo Kollberg.
—Joder —siguió.
—¿Qué has hecho esta tarde?
—¿Tú qué crees? He leído los informes de los compañeros que han ido llamando a las puertas para recoger información en el vecindario. Una basura. Es una locura mandar a un montón de chavales así, a la deriva. Todos se expresan de manera diferente y ven cosas distintas. Algunos redactan cuatro páginas porque han encontrado un gato tuerto o críos con mocos, mientras que otros serían capaces de despachar tres cadáveres y una bomba de acción retardada en una oración subordinada de relativo. Además, todos formulan las preguntas a su manera.
Martin Beck no dijo nada. Kollberg suspiró.
—Deberían tener unos formularios —aconsejó—. Nos ahorraría tres cuartas partes del tiempo.
—Sí.
Martin Beck rebuscó algo en los bolsillos.
—Como es bien sabido, yo no fumo —advirtió Kollberg maliciosamente.
—El fiscal provincial da una conferencia de prensa dentro de media hora. Quiere que vayamos.
—Ajá. Sin duda será un acontecimiento muy divertido. Señaló el periódico y propuso:
—¿Y si esta vez preguntamos nosotros a los periodistas? Este tío lleva cuatro días seguidos escribiendo que se espera un arresto en el transcurso de la tarde. Y la tía un día se parece a Anita Ekberg y otro a Sofía Loren.
Se incorporó y se sentó en la cama, se abrochó la camisa y se dispuso a atarse los cordones de los zapatos. Martin Beck se acercó a la ventana.
—Va a llover —dijo.
—Y una mierda —contestó Kollberg bostezando.
—¿Estás cansado?
—Anoche dormí dos horas. Recorrimos los extensos bosques bajo la luz de la luna buscando a aquel tipo del manicomio de Sankt Sigfrid.
—Es verdad.
—Pues sí. Y cuando llevábamos siete horas arrastrando el culo por ese maldito póster turístico, alguien se tomó la molestia de decirnos que los compañeros del distrito de Klara ya habían cogido a ese cabrón anteayer en el parque de Berzeln.
Kollberg se terminó de vestir y se enfundó el arma. Echó un rápido vistazo a Martin Beck y dijo:
—Pareces deprimido. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Venga, vamos. La prensa mundial nos espera.
Ya había una veintena de periodistas en la sala donde iba a celebrarse la rueda de prensa, además del fiscal provincial, el fiscal de la ciudad, el comisario Larsson y un fotógrafo de la televisión con cámara y dos focos. A Ahlberg no se le veía. El fiscal provincial, sentado tras una mesa, hojeaba pensativo los papeles de una carpeta. Casi todos los demás se encontraban de pie. No había suficientes sillas. Todo el mundo hablaba a la vez y se quitaban la palabra unos a otros. Había poco espacio y el ambiente estaba cargado. Martin Beck, que odiaba las aglomeraciones, dio unos pasos hacia atrás y se colocó de espaldas a la pared, en la zona fronteriza entre los que contestaban y los que hacían las preguntas.
Al cabo de unos minutos, el fiscal provincial se dirigió al fiscal de la ciudad y le dijo algo. Éste se volvió hacia Larsson y le preguntó en un susurro de apuntador que se abrió paso entre tantas voces:
—¿Dónde demonios se ha metido Ahlberg?
Larsson cogió el teléfono y cuarenta segundos más tarde Ahlberg entró en la sala con los ojos rojos, sudando y la americana a medio poner.
El fiscal provincial se levantó y dio unos golpecitos sobre la mesa con su estilográfica. Era alto y fuerte, y vestía de manera sumamente correcta, rayando en la elegancia.
—Señores míos, me alegra ver a tantos periodistas en esta improvisada sesión informativa. Distingo representantes de todos los medios de comunicación, prensa, radio y televisión.
Hizo una ligera reverencia hacia el cámara de televisión, aparentemente el único entre los presentes que era capaz de identificar con seguridad.
—Asimismo, me alegra poder decir sin dudarlo que su manera de tratar esta trágica y... delicada historia, ha sido, en general, correcta y responsable. Por desgracia, hay también algunas excepciones, el sensacionalismo y las especulaciones sin fundamento están fuera de lugar en casos tan... lamentables como...
Kollberg bostezó exageradamente y ni se molestó en taparse la boca con la mano.
—Como comprenderán ustedes, y seguramente no hará falta que vuelva a insistir en ello, esta investigación es de una naturaleza especialmente... delicada y...
Desde el otro extremo de la sala, Ahlberg observaba a Martin Beck con sus claros ojos azules llenos de un triste entendimiento.
—Y precisamente estos... casos tan especiales exigen, como es lógico, un tratamiento más que prudente.
El fiscal provincial continuaba hablando. Martin Beck miró por encima del hombro al periodista de delante y vio cómo dibujaba una estrella en su cuaderno con maestría. El cámara de televisión estaba apoyado en el trípode.
—... y naturalmente no queremos, bueno, ni queremos ni podemos ocultar que estamos muy agradecidos por toda la ayuda recibida en esta... delicada investigación. En resumen, necesitamos la ayuda de lo que solemos llamar «el público, el gran detective».
Kollberg bostezó. La cara de Ahlberg ya sólo mostraba desesperación.
Finalmente, Martin Beck se atrevió a mirar a los presentes en la sala. Conocía a tres de los periodistas, eran mayores y venían de Estocolmo; reconoció a dos más. Casi todos parecían muy jóvenes.
—Así, pues, señores míos, el equipo que dirige esta investigación está a su entera disposición —concluyó el fiscal y se sentó.
Con aquella intervención, por lo visto había dicho todo lo que tenía que decir. El comisario Larsson contestó al principio a las preguntas. La mayoría las hacían tres jóvenes reporteros que se interrumpían entre ellos sin cesar. Martin Beck reparó en que algunos de los periodistas permanecían en silencio y no tomaban notas. La actitud que demostraban hacia la dirección de la investigación parecía mostrar compasión y comprensión. Los fotógrafos bostezaban. La sala estaba ya muy cargada por el humo del tabaco.
PREGUNTA: ¿Por qué no se ha convocado una rueda de prensa hasta ahora?
RESPUESTA: El equipo que dirige la investigación se ha visto desbordado por una sobrecarga de trabajo. Además, ciertos datos sustanciales son de tal género que no se pueden hacer públicos sin arriesgar la investigación.
PREGUNTA: ¿Se prevé algún arresto inminente?
RESPUESTA: Es posible, pero de momento, desafortunadamente, no podemos dar una respuesta concreta.
PREGUNTA: ¿Realmente tienen alguna idea en este caso?
RESPUESTA: Todo lo que les puedo decir es que se está siguiendo una línea específica en la investigación.
(Después de esta asombrosa serie de medias verdades, el comisario dirigió una mirada triste al fiscal provincial, absorto en sus propias uñas.)
PREGUNTA: Acaban de criticar a algunos de mis colegas, ¿acaso cree el equipo de investigación que los periodistas, de manera más o menos intencionada, hemos distorsionado los hechos?
(La pregunta fue hecha por un reportero, conocido por sus fabulaciones sin fundamento, cuyos artículos habían hecho una profunda impresión en Kollberg.)
RESPUESTA: Sí, desgraciadamente.
PREGUNTA: ¿Y no ha sucedido más bien que la policía nos ha dejado a los periodistas en la estacada al no facilitarnos información objetiva e, intencionadamente, nos ha abandonado a nuestro propio albedrío?
RESPUESTA: Hummm...
(Algunos de los periodistas menos habladores empezaron a dar muestras de incomodidad.)
PREGUNTA: ¿Han identificado a la víctima?
(El comisario Larsson pasó la pelota a Ahlberg con una rápida mirada en su dirección, se sentó y con gesto ostensivo sacó un puro del bolsillo del pecho.)
RESPUESTA: No.
PREGUNTA: ¿Es probable que provenga de la ciudad o de los alrededores?
RESPUESTA: No parece probable.
PREGUNTA: ¿Por qué?
RESPUESTA: En caso de que así fuera, habríamos podido determinar su identidad.
PREGUNTA: ¿Es ésta la única razón para suponer que la víctima proviene de alguna otra parte del país?
(Ahlberg miró sobriamente al comisario, quien dedicaba toda su atención al puro.)
RESPUESTA: Sí.
PREGUNTA: ¿Ha dado resultado la búsqueda en el fondo del canal, junto al rompeolas?
RESPUESTA: Hemos hallado algunos objetos.
PREGUNTA: ¿Se pueden relacionar estos objetos con el crimen?
RESPUESTA: Resulta difícil de decir.
PREGUNTA: ¿Qué edad tenía?
RESPUESTA: Probablemente entre veinticinco y treinta años.
PREGUNTA: ¿Exactamente cuánto tiempo llevaba muerta cuando fue encontrada?
RESPUESTA: Tampoco es sencillo de precisar. Entre tres y cinco días.
PREGUNTA: La descripción que se ha hecho pública parece difusa. ¿No pueden ser más precisos?
RESPUESTA: Hemos realizado una nueva descripción. Tenga. Asimismo, se ha retocado una foto de su rostro que les agradecería que publicaran.
(Ahlberg cogió una pila de papeles de la mesa y empezó a repartirlos. El ambiente de la sala resultaba pesado y sofocante.)
PREGUNTA: ¿No tenía en el cuerpo alguna marca particular?
RESPUESTA: Por lo que sabemos, no.
PREGUNTA: ¿Qué quiere decir?
RESPUESTA: Pues que no tenía marcas, simplemente.
PREGUNTA: ¿El examen de la dentadura ha dado alguna pista?
RESPUESTA: Que sus dientes estaban sanos.
(Siguió una pausa larga y tensa. Martin Beck vio que el reportero de delante continuaba perfeccionando su estrella.)
PREGUNTA: ¿Qué han concluido tras la operación puerta a puerta?
RESPUESTA: Se está trabajando con ese material.
PREGUNTA:¿Sería posible que el cuerpo hubiera sido lanzado al agua lejos de aquí y que la corriente lo hubiera arrastrado hasta el rompeolas?
RESPUESTA: No lo veo probable.
PREGUNTA: En resumen, ¿podemos decir que la policía se encuentra ante un misterio?
Contestó el fiscal provincial:
—La mayoría de los delitos parecen misterios al principio.
Y así concluyó la conferencia.
Cuando abandonaban la sala, uno de los periodistas mayores se acercó a Martin Beck, le puso la mano en el brazo y le preguntó:
—¿No sabéis nada?
Martin Beck negó con la cabeza.
En el despacho de Ahlberg dos agentes estaban repasando todos los informes de las entrevistas de la operación puerta a puerta.
Kollberg se acercó a la mesa, echó un vistazo a un par de páginas y se encogió de hombros.
Entró Ahlberg. Se quitó la americana y la colgó en el respaldo de la silla. Luego se volvió hacia Martin Beck y dijo:
—El fiscal provincial quiere hablar contigo. Continúa ahí dentro.
El fiscal provincial y el fiscal de Motala estaban aún sentados en la mesa.
—Beck —empezó el fiscal provincial—, ya no considero necesaria su presencia aquí. Simplemente no hay trabajo para ustedes tres.
—Estoy completamente de acuerdo.
—Además, creo que gran parte del trabajo pendiente puede realizarse en otro lugar.
—Es posible.
—En resumen, no quiero retenerle aquí, sobre todo si su presencia resulta más necesaria en otro sitio.
—Soy de la misma opinión —se sumo el fiscal de la ciudad.
—Yo también —convino Martin Beck.
Se dieron la mano.
En el despacho de Ahlberg seguía remando el silencio.
Martin Beck no lo rompió.
Después de un rato entró Melander. Se quito el sombrero, lo colgó y saludó serio con un movimiento de cabeza. Luego se acercó a la mesa, a la máquina de escribir de Ahlberg, metió una hoja de papel y escribió unas líneas. Lo firmó y lo archivó en una de las carpetas de la estantería.
—¿Tienes algo? —preguntó Ahlberg.
—No —respondió Melander.
No se había inmutado desde que entró.
—Regresamos mañana —dijo Martin Beck.
—Menos mal —contestó Kollberg bostezando.
Martin Beck dio un paso hacia la puerta, se dio la vuelta y miró al hombre de la mesa.
—¿Me acompañas al hotel? —le propuso.
Ahlberg inclinó la cabeza hacia atrás y miró al techo. Luego se levantó y se puso la americana.
En el vestíbulo del hotel se despidieron de Melander.
—Ya he cenado. Buenas noches.
Melander era un hombre de costumbres sanas. Además, economizaba el dinero de las dietas y se mantenía fundamentalmente a base de perritos calientes y refrescos.
Los otros tres entraron en el comedor y se sentaron.
—Un gin tonic —dijo Kollberg—. Gordon y Schweppes.
Los demás pidieron filete, cerveza y aguardiente. Le trajeron a Kollberg su bebida y la apuró en tres tragos. Martin Beck sacó la nueva descripción y la leyó.
—Me voy a la cama —dijo Kollberg.
—¿Me haces un favor?
—Siempre dispuesto.
—Quiero que redactes otra descripción especialmente para mí. No sólo de las características físicas sino una descripción más completa. No la de un cadáver sino la de una persona. Cómo podría haber sido cuando vivía. No hay prisa.
Kollberg se quedo callado un rato.
—Entiendo lo que quieres decir —aseguro—. Por cierto, hoy nuestro amigo Ahlberg mintió a los medios de comunicación internacionales convocados. Ella de hecho tenía un lunar en la parte interna del muslo izquierdo. Marrón. Con forma de cerdo.
—No reparamos en eso —reconoció Ahlberg.
—Yo sí —replicó Kollberg.
Antes de marcharse, dijo:
—No te preocupes. Uno no puede verlo todo. Además, ahora es tu homicidio. Olvida que he estado aquí. Fue un espejismo. Hasta luego.
—Hasta luego —se despidió Ahlberg.
Cenaron en silencio. Pasado un buen rato, Ahlberg, sin levantar la vista de su coñac, añadió:
—¿Piensas dejar esto ahora?
—No —contestó Martin Beck.
—Yo tampoco —dijo Ahlberg—. Nunca jamás.
Media hora después se despidieron.
Cuando Martin Beck entró en su habitación, se encontró una hoja de papel doblada que alguien había metido por debajo de la puerta. La abrió y enseguida reconoció la letra de Kollberg, ordenada y de fácil lectura. Conocía bien a Kollberg desde hacía mucho tiempo, así que no se sorprendió.
Se desnudó, se lavó de cintura para arriba con agua fría y se puso el pijama. Luego sacó los zapatos al pasillo, colocó los pantalones debajo del colchón, apagó la luz del techo, encendió la lámpara de la mesilla y se metió en la cama. Kollberg había escrito:
En lo que se refiere a la mujer que ocupa tus pensamientos se puede concluir lo siguiente:
1. Media 1,67 (como ya sabes), tenía ojos azul grisáceo y el pelo castaño oscuro. Los dientes completamente sanos, sin marcas de cicatrices por intervenciones quirúrgicas ni ningún otro tipo de marcas en el cuerpo, con la excepción de un lunar en la parte alta de la cara interna del muslo izquierdo, a cuatro o cinco centímetros de la ingle. Marrón, del tamaño de una moneda de diez céntimos y con forma oval, parecía un pequeño cerdo. Tenía veintisiete o veintiocho años (según la opinión que conseguí sonsacarle por teléfono al forense). Pesaba aproximadamente cincuenta y seis kilos.
2. Su constitución: hombros delgados y cintura bastante fina, caderas anchas y glúteos bien desarrollados. Sus medidas debieron de haber sido, aproximadamente: 82-58-94. Los muslos: fuertes y largos. Las piernas: pantorrillas musculosas, espinillas relativamente fuertes, aunque no gruesas. Los pies apenas tienen deformaciones, con dedos largos y rectos. Ausencia de callos, pero con fuertes durezas en las plantas de los pies, como si anduviera mucho descalza y el resto del tiempo en sandalias o botas de goma. Tenía mucho vello en las piernas, probablemente las llevaba desnudas la mayoría del tiempo. Forma de las piernas: defectuosa. Sin duda andaba juntando las rodillas y con los dedos de los pies apuntando hacia fuera. Tenía bastante masa corporal, pero no era obesa. Brazos delgados. Manos pequeñas, pero dedos largos. Número de calzado: 37.
3. El bronceado del cuerpo indica: había tomado el sol en bikini y con gafas de sol. Había calzado sandalias de tiras.
4. El sexo bien desarrollado con abundante vello oscuro. Los pechos pequeños y nacidos. Los pezones grandes y de color marrón oscuro.
5. El cuello bastante corto. Rasgos de la cara bien definidos. Boca grande con labios carnosos. Cejas rectas, pobladas y oscuras, pestañas de un color más claro, no muy largas. Nariz recta, corta y bastante ancha. No hay rastro de maquillaje en la cara Las uñas de manos y pies duras y probablemente cortas. No hay restos de esmalte.
6. En el informe de la autopsia (que ya has leído) me fijé en que no había dado a luz ni había tenido ningún aborto. El crimen no se relacionaba con un coito convencional (no hay rastro de esperma). Había comido de 3 a 5 horas antes de morir: carne, patatas, fresas y leche. No hay rastro de enfermedades o cambios orgánicos. No fumaba.
He pedido que me despierten a las seis. Hasta luego.
Martin Beck leyó el resumen de Kollberg dos veces antes de doblar el papel y dejarlo sobre la mesilla. Luego apagó la lámpara y se dio la vuelta hacia la pared.
Había empezado ya a clarear cuando se durmió.
Capítulo 6
El calor flotaba sobre el asfalto al salir de Motala. Era temprano y la carretera se extendía lisa y vacía. Kollberg y Melander iban delante, Martin Beck atrás con la ventanilla bajada para que el viento le diera en la cara. Estaba mareado por el café que se había tomado a toda prisa mientras se vestía.
A Martin Beck le pareció que Kollberg conducía mal, y aceleraba y desaceleraba pero por lo menos no hablaba, algo poco habitual en él. Melander miraba aburrido por la ventanilla y mordía la pipa con fuerza.
Cuando llevaban tres cuartos de hora en silencio, Kollberg señaló con la cabeza un lago que se asomaba entre los árboles por la izquierda.
—El lago Boren —dijo—. Boren, Roxen y Glan. Que yo recuerde, eso es más o menos lo único que aprendimos en el colegio, joder.
Los otros dos permanecieron en silencio.
Pararon en una cafetería de Linköping. Martin Beck seguía sintiéndose mal y se quedó en el coche mientras sus compañeros desayunaban.
El desayuno animó a Melander y durante el resto del viaje, los dos hombres de delante intercambiaron ocasionalmente algunas frases sueltas. Martin Beck continuaba callado. No le apetecía hablar.
Al llegar a Estocolmo, se marchó directamente a casa. Su mujer estaba tomando el sol sentada en el balcón. Sólo llevaba puesto unos pantalones cortos y al darse cuenta de que se abría la puerta, cogió el sujetador de la barandilla del balcón y se levantó.
—Hola —dijo—. ¿Qué tal?
—Mal. ¿Dónde están los niños?
—Se han ido con las bicicletas a bañarse. Tienes mala cara. No habrás comido bien. Te voy a preparar el desayuno.
—Estoy cansado —dijo Martin Beck—. No me apetece desayunar.
—Pero te lo preparo en un momento. Siéntate y...
—No quiero desayunar. Voy a echarme un rato. Despiértame dentro de una hora.
Eran las nueve y cuarto. Entró al dormitorio y cerró la puerta. Cuando lo despertó, tuvo la sensación de que apenas había dormido un par de minutos.
Era la una menos cuarto.
—Te dije una hora.
—Parecías muy cansado. Te llama el comisario Hammar.
—Joder.
Una hora más tarde se presentó en el despacho de su jefe.
—¿Habéis avanzado algo?
—No. No hemos averiguado nada. Ni quién es, ni dónde la mataron y menos aún quién lo hizo. Sabemos más o menos cuándo y cómo sucedió, eso es todo.
Hammar había posado las palmas de las manos sobre la mesa y estudiaba sus uñas con el ceño fruncido. Le sacaba quince años a Martin Beck, un hombre bastante grueso, de pelo canoso y abundante, y cejas muy pobladas. Era un buen jefe, tranquilo, a veces incluso un poco lento, y se llevaban bien. El comisario Hammar cruzó las manos y alzó la vista hacia Martin Beck.
—Mantente en contacto con Motala. Probablemente será como tú dices, la mujer se marchó de vacaciones y la gente cree que está de viaje, tal vez en el extranjero. Pueden pasar por lo menos quince días hasta que alguien la eche de menos. Eso calculando que disfrutaba de tres semanas libres. Pero me gustaría disponer de tu informe cuanto antes.
—Lo tendré listo esta tarde.
Martin Beck entró en su despacho, quitó la funda a la máquina de escribir, pasó un rato hojeando las copias que le había dado Ahlberg y se puso a escribir.
A las cinco y media sonó el teléfono.
—¿Vienes a cenar?
—Creo que no.
—¿No hay más policías que tú? —se quejó su esposa—. ¿Es que debes hacerlo todo? ¿Cuándo tienen previsto que veas a tu familia? Los niños preguntan por ti.
—Intentaré estar en casa a las seis y media.
Un par de horas más tarde terminó el informe.
—Vete y acuéstate —le dijo Hammar—. Pareces cansado.
Martin Beck lo estaba. Cogió un taxi para ir a casa, cenó y se fue a la cama. Se durmió enseguida.
A la una y media de la madrugada, sonó el teléfono.
—¿Estabas durmiendo? Siento despertarte. Sólo quería avisarte que ya está resuelto. Se presentó voluntariamente.
—¿Quién?
—Holm, el vecino. Su marido. Se vino abajo. Celos. ¿A que es raro?
—¿El vecino de quién? ¿De quién estás hablando?
—De la tía de Storängen, ¿de quién va a ser? Sólo quería decírtelo para que no te quedaras despierto toda la noche comiéndote la cabeza... ¡Dios mío! ¿Me he equivocado?
—Sí.
—Joder, es verdad. Tú no estuviste. Fue Stenstrom. Lo siento. Hasta mañana.
—Gracias por llamar, ha sido un detalle.
Volvió a la cama, pero ya no pudo dormir. Se quedó mirando el techo escuchando los ronquidos de su mujer. Se sentía vacío y desesperado.
Cuando los rayos de sol iluminaban el dormitorio, se dio media vuelta pensando: mañana hablaré con Ahlberg.
Llamó a Ahlberg al día siguiente y otras cuatro o cinco veces durante aquella semana, pero ninguno de los dos tenía gran cosa que decir. La procedencia de la chica seguía siendo un misterio. Los periódicos dejaron de informar sobre el caso y Hammar no volvió a preguntar. No llegaba ninguna denuncia de desaparición que encajara con la víctima. A veces daba la sensación de que no existía. Todos parecían haberla olvidado, menos Martin Beck y Ahlberg.
A primeros de agosto, Martin Beck cogió una semana de vacaciones y se fue al archipiélago con la familia. Al volver siguió ocupándose de los asuntos rutinarios que se le amontonaban. Se sentía deprimido y dormía mal.
Una noche a finales de agosto yacía en la cama con la mirada perdida en la oscuridad.
Ahlberg le había llamado tarde. Estaba en el Stadshotellet y le pareció algo bebido. Hablaron durante un rato del asesinato y antes de colgar, Ahlberg dijo:
—Sea quien sea y esté donde esté, lo cogeremos.
Martin Beck se levantó y salió descalzo y sigiloso al salón. Encendió la lámpara del escritorio y contempló la maqueta del Danmark. Todavía le quedaban los aparejos.
Se sentó en el escritorio y saco una carpeta de la cajonera. Dentro guardaba la descripción de la chica que había escrito Kollberg y las copias de las fotos que el fotógrafo de Motala había tomado hacía menos de dos meses. Aunque se la sabía casi de memoria, la repasó lenta y minuciosamente. Luego extendió las fotos delante y las estudió durante mucho tiempo.
Cerró la carpeta y apagó la luz: «Fuera quien fuera ella y viniera de donde viniera, lo averiguaré.»
Capítulo 7
—La Interpol, me cago en diez —se quejó Kollberg.
Martin Beck no dijo nada. Kollberg lo miró por encima del hombro.
—¿Encima esos cabrones escriben en francés?
—Sí. Es de la policía de Toulouse. Tenían una denuncia por desaparición.
—La policía francesa —insistió Kollberg—. Tramité una denuncia por desaparición con ellos hace un par de años a través de Interpol. Una niña bien de Djursholm. Ni una palabra en tres meses y de repente llega una carta larguísima de la Gendarmería de París. No me entero de nada, así que mando traducirla y al día siguiente leo en el periódico que un turista sueco encontró a la chica. Bueno, «encontró», la vio en ese café tan famoso donde les gusta pasar el día a todas las putas suecas baratas...
—Le Dôme.
—Eso es. Allí estaba sentada tranquilamente con el tipo árabe con quien vive y resulta que va allí todos los dichosos días desde hace casi seis meses. Por la tarde me llega la traducción y leo que no se la ha visto en Francia en los últimos tres años y que, con toda seguridad, no se halla en el país actualmente. Al menos viva. Me comunican que las desapariciones «corrientes» se resuelven siempre en un plazo de dos semanas, por lo que en este caso, por desgracia, habrá que pensar en un crimen.
Martin Beck dobló la carta, la cogió por un extremo entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha, y la dejó caer en uno de los cajones.
—¿Qué pone? —preguntó Kollberg.
—¿De la chica de Toulouse? La policía española la encontró hace una semana en Mallorca.
—Parece mentira que se necesiten tantos sellos y tanta palabrería rara para decir tan poco.
—Ya —contestó Martin Beck.
—Al final va a resultar que la mujer es sueca. Como pensamos todos desde el principio. Es extraño.
—¿Qué?
—Que nadie la eche de menos, sea quien sea. Incluso yo pienso en ella de vez en cuando.
El tono de Kollberg fue cambiando gradualmente.
—Me molesta —admitió—. Me molesta muchísimo. ¿Cuántos chascos te has llevado?
—Con éste, veintisiete.
—Te llevarás más.
—Sin duda.
—Bueno, no le des más vueltas.
—No.
Resulta más fácil dar consejos bienintencionados que recibirlos, pensó Martin Beck. Se levantó y se acercó a la ventana.
—Bueno, pues tendré que volver con mi homicida —dijo Kollberg—. No hace más que lloriquear y comer bocadillos. Menudo comportamiento. Primero se bebe un litro de colonia barata y mata a la parienta y a los críos con un martillo-hacha, acto seguido intenta prender fuego a la casa y cortarse el cuello con una sierra. Para colmo, al final, se va corriendo a la poli y se pone a llorar y a quejarse de la comida. Esta tarde sin falta lo mando al manicomio.
—Joder, qué maravillosa es la vida —exclamó, y cerró la puerta de un portazo.
El verdor del camino entre la comisaría y el hotel de Kristineberg había empezado a palidecer. Una cortina de lluvia barría un cielo bajo y gris, la tormenta desgarraba las nubes y los árboles ya habían perdido gran parte de su espléndida hojarasca. Por la fecha, veintinueve de septiembre, el otoño estaba llegando de forma definitiva e irreversible. Martin Beck contempló con desdén su cigarrillo Florida a medio fumar, mientras pensaba en sus sensibles vías respiratorias, y en el primer y formidable constipado invernal que pronto cogería.
«Pobrecita, ¿quién eres tú?», se preguntó a sí mismo.
Sabía que cada día que pasaba sus oportunidades se reducían. Quizá nunca descubrirían quién era aquella mujer, ni mucho menos atraparían al culpable si no actuaba de nuevo. La mujer que yació bajo el sol sobre una lona en el rompeolas poseía al menos una cara, un cuerpo y una tumba sin nombre. Del asesino no se conocía nada, ni siquiera su aspecto, era algo nebuloso. Y las figuras nebulosas no tienen deseos ni armas afiladas. Tampoco manos de estrangulados Martin Beck se estremeció. «Recuerda que posees tres de las principales virtudes de un policía —pensó para sí mismo—. Eres tozudo y lógico. Y muy sereno. No pierdes los estribos, tu compromiso en una investigación, sea del tipo que sea, debe ser única y exclusivamente profesional. Palabras como detestable, horror o crueldad pertenecen a los periódicos, no al mundo de tus pensamientos. Los asesinos son gente completamente normal, sólo que más infelices e inadaptados.»
Aunque no había vuelto a ver a Ahlberg desde aquella noche en el hotel de Motala, hablaban a menudo por teléfono. La última vez la semana pasada, y recordó su frase final:
«¿Vacaciones? No hasta que esté resuelto el caso. Dentro de poco terminaré de comprobarlo todo; seguiré aunque tenga que rastrear yo mismo el lago entero.»
Últimamente Ahlberg mostraba una gran tozudez, pensaba Martin Beck.
Joder, joder, joder, murmuraba golpeándose la frente con el puño.
Luego volvió a la mesa y se sentó, giró la silla hacia la izquierda y miró sin especial interés el papel de la máquina de escribir, mientras intentaba recordar lo que se disponía a escribir justo antes de que le interrumpiera Kollberg con la carta de la Interpol.
Seis horas más tarde, a las cinco menos dos minutos, se puso el sombrero y el abrigo, y empezó a odiar el vagón repleto del metro en dirección sur. Seguía lloviendo y le pareció percibir el olor viciado a ropa mojada y aquella sensación claustrofóbica de ir estrujado entre una masa compacta de cuerpos extraños.
A las cinco menos un minuto entró Stenström. Como siempre, abrió la puerta de repente, sin llamar. Le molestaba, pero resultaba soportable en comparación con los golpecitos de pájaro carpintero de Melander y los ensordecedores martillazos de Kollberg.
—Aquí hay un mensaje para el departamento de mujeres desaparecidas. Pronto tendrás que mandar una tarjeta de agradecimiento a la Embajada americana. Es la única que se porta bien.
Estudio el telex de color rojo claro.
—Lincoln, Nebraska. ¿De dónde procedía la última vez?
—Astoria, Nueva York.
—¿Fueron los que enviaron una descripción de tres páginas y se les olvidó mencionar que se trataba de una mujer negra?
—Sí —contestó Martin Beck.
Stenström le pasó el papel y le dijo:
—Aquí hay un número de teléfono de alguien de la embajada. Parece que te toca llamar.
Contento —aunque con cierto sentimiento de culpabilidad—, por cualquier excusa que le permitiera retrasar el tormento del metro, volvió a la mesa, pero ya era tarde. El personal de la embajada se había marchado.
Al día siguiente, miércoles, hacía peor tiempo que nunca. El correo de la mañana incluía una tardía denuncia por desaparición de una asistenta de veinticinco años de un lugar que se llamaba Räng. Por lo visto se encontraba en la provincia de Escania. No había regresado después de las vacaciones.
Durante toda la mañana se enviaron copias de la descripción de Kollberg y de las fotos retocadas al fiscal de la ciudad de Vellinge, en Escania, y a un tal teniente detective Elmer B. Kafka, Homicide Squad, Lincoln, Nebraska, Estados Unidos.
Después de comer, Martin Beck sintió cómo se le inflamaban las amígdalas y cuando llegó a casa por la noche ya le costaba tragar.
—Mañana la policía criminal se tendrá que arreglar sin ti, si no se las verán conmigo —le advirtió su esposa.
Abrió la boca para contestar, pero echó un vistazo a los niños y la cerró sin decir nada.
Ella no tardó en darse cuenta de su triunfo y siguió por la misma línea.
—Es que tienes la nariz completamente congestionada. Abres la boca para coger aire como una perca en tierra.
Dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, murmuró un «gracias por la comida» y se encerró con los aparejos de la maqueta de su buque. Al cabo de un rato, se sintió más relajado. Trabajaba lenta y metódicamente, y no le pasaban por la mente pensamientos ajenos. Si le llegaba algún ruido de la televisión de la habitación contigua, ni lo registraba. Después de un tiempo difícil de determinar, su hija se presentó ante la puerta, enfadada y con rastro de chicle en la barbilla.
—Te llama un tío por teléfono. En medio de Perry Mason... qué oportuno... Maldita sea, hay que cambiar de sitio el teléfono.
Maldita sea, hay que empezar a encargarse ya de la educación de los hijos.
Maldita sea, ¿qué le dices a una hija que acaba de cumplir trece años, adora a los Beatles y ya tiene tetas?
Entró con sigilo en el salón como si pidiera perdón por existir, echó una mirada apacible al gran abogado defensor Perry Mason, cuyo rostro perruno y decrépito llenaba en ese momento la pantalla de la televisión, y se llevó el teléfono al recibidor.
—Hola —dijo Ahlberg—. Oye, creo que tengo algo.
—¿Sí?
—¿Recuerdas que hablamos de los barcos del canal? Los que pasan por aquí durante el verano a las doce y media y a las cuatro.
—Sí.
—He intentado comprobar el tráfico de barcos pequeños y de barcos de carga durante aquella semana, es prácticamente imposible dar con todos los que vinieron por aquí. Pero hace una hora, de repente, uno de los chavales de la policía se acordó de que el verano pasado vio un barco de pasajeros por el mausoleo de Baltazar von Platen en dirección al oeste en plena noche. No me supo decir exactamente cuándo, ni se le ocurrió comentármelo hasta ahora. Tenía una patrulla especial por esa zona algunas noches. Parece disparatado, pero jura que es verdad. Se fue de vacaciones al día siguiente y se le olvidó.
—¿Reconoció el barco?
—No, espera. He llamado a Gotemburgo, a un par de funcionarios de la compañía naviera. Y uno de ellos me comentó que podría ser cierto. Creía que el barco se llamaba Diana y me dio la dirección del capitán.
Hubo un breve silencio. Se oyó cómo Ahlberg encendía una cerilla.
—Conseguí contactar con el capitán. Me dijo que por supuesto se acordaba, aunque habría preferido olvidarlo. Primero tuvieron que pararse durante tres horas a causa de la niebla en Havringe y luego se rompió un tubo de vapor del motor...
—Máquina.
—¿Qué?
—De la máquina. Del motor, no.
—Vale. De todas maneras estuvieron detenidos más de ocho horas en Söderköping hasta que lo repararon. Significa que se retrasaron casi doce horas y que pasaron Borenshult después de medianoche. No atracaron ni en Motala ni en Vadstena, sino que fueron directamente a Gotemburgo.
—¿Cuándo ocurrió eso? ¿Qué día?
—El segundo viaje de vuelta después de la fiesta de San Juan, es decir, la noche del cinco.
Los dos permanecieron en silencio por lo menos durante diez segundos.
Luego, Ahlberg recordó:
—Cuatro días antes de encontrarla, volví a llamar al chico de la compañía naviera para verificar las horas. Quería saber por qué, y entonces me aseguré de que todos los de a bordo habían llegado bien. ¿Y quién pudo no llegar bien? me preguntó. Pues no lo sé, le contesté. Habrá pensado seguramente que estoy loco.
Hubo otro silencio.
—¿Crees que puede significar algo? —preguntó Ahlberg al final.
—No lo sé —contestó Martin Beck—. Tal vez. De todas maneras has hecho un buen trabajo.
—Si resulta que todos los que subieron a bordo llegaron a Gotemburgo, no aportará gran cosa.
Su voz revelaba una peculiar mezcla de decepción y modesto triunfo.
—Tenemos que comprobar todos y cada uno de los datos —añadió Ahlberg.
—Por descontado.
—Hasta luego.
—Hasta luego. Te llamaré.
Martin Beck se quedó un rato con la mano en el auricular, luego frunció el ceño y cruzó el salón como un sonámbulo. Cerró la puerta despacio y se sentó delante de la maqueta, llevó la mano derecha hasta uno de los estays del mástil de mesana, pero la dejó caer enseguida.
Siguió allí una hora más; hasta que su mujer entró y le mandó a la cama.
Capítulo 8
—No tienes muy buen aspecto que digamos —comentó Kollberg.
Efectivamente, Martin Beck no se sentía bien. Estaba constipado, le dolían la garganta y los oídos, y tenía pitidos en los bronquios. Siguiendo la evolución habitual, el resfriado había entrado en su fase más dolorosa. Aun así, había desafiado deliberadamente la enfermedad y la guerra en casa, pasando todo el día en su despacho. Había escapado de los cuidados asfixiantes que le hubieran caído encima de haberse quedado en cama. Desde que los niños se habían hecho mayores y no la necesitaban tanto como antes, su esposa, con entusiasmo fervoroso e inoportunidad enfermiza, había asumido el papel de enfermera del hogar y los recurrentes períodos gripales de su marido constituían para ella eventos tan importantes como los cumpleaños y períodos festivos.
Además, por alguna razón, le daba cargo de conciencia quedarse en casa.
—¿Qué haces aquí si no estás bien?
—No me pasa nada.
—No le des tantas vueltas a esa historia. No ha sido precisamente nuestro primer fracaso. Ni será el último, lo sabes tan bien como yo. Y eso no nos hace ni mejores ni peores. Por cierto, ¿es algo que merece la pena? ¿Ser un buen poli?
—No estoy pensando en eso.
—No te comas la cabeza. Es malo para la moral.
—¿La moral?
—Sí, imagínate la cantidad de mierda que uno puede llegar a pensar si sólo se dedica a eso. Las cavilaciones son la madre de la ineficacia —sentenció Kollberg, y se marchó.
Terminó siendo un día aburrido y sin acontecimientos, lleno de estornudos, escupitajos y gris rutina. Llamaron a Motala dos veces, más que nada para animar a Ahlberg, quien a la luz del nuevo día, se había dado cuenta de que su descubrimiento no servía de nada mientras no se pudiera relacionar con el cadáver de la presa de la esclusa.
—Supongo que resulta fácil sobrestimar las cosas cuando se lleva mucho tiempo trabajando como un perro sin resultado.
Ahlberg lo dijo herido y apesadumbrado. Su voz casi partía el corazón.
La chica desaparecida de Räng seguía sin dar señales de vida. No le preocupaba. Medía ciento cincuenta y cinco centímetros y tenía el pelo teñido y peinado al estilo de la Bardot.
A las cinco cogió un taxi para volver a casa, pero se bajó a la salida del metro y anduvo el último trecho; cualquier cosa antes que aguantar otra destructiva discusión sobre dinero, consecuencia sin duda de que su mujer le viera llegar en taxi.
No fue capaz de comer nada, pero se tomo sorbo a sorbo una manzanilla. «Sólo faltaba que me doliera también el estómago», pensó Martin Beck. Luego se fue a la cama y se durmió casi enseguida.
A la mañana siguiente se sentía algo mejor, se bebió con estoica tranquilidad una taza de agua con miel muy caliente y se comió un panecillo. La discusión sobre su estado de salud y las absurdas exigencias a los funcionarios con cargo por parte de las autoridades estatales se alargaron y cuando llegó a Kristineberg ya eran las diez y cuarto.
Había un telegrama sobre su mesa.
Un minuto más tarde Martin Beck, por primera vez durante sus ocho años de servicio, entró en el despacho de su jefe sin llamar, a pesar de que la lucecita roja de su puerta estaba encendida.
El omnipresente Kollberg estaba sentado en el borde del escritorio estudiando el plano de una planta en un edificio de apartamentos.
Hammar se encontraba donde siempre, en su silla, con su pesada cabeza apoyada entre las manos. Los dos miraron pasmados al recién llegado.
—He recibido un telegrama de Kafka.
—Vaya alegría ya por la mañana —ironizó Kollberg.
—Se llama así. Policía criminal de Lincoln, en Estados Unidos. Ha identificado a la mujer de Motala.
—¿Puede hacerse por telegrama? —preguntó Hammar.
—Eso parece.
Lo dejó sobre la mesa. Los tres leyeron el texto: THAT'S OUR GIRL ALL RIGHT. ROSEANNA MCGRAW, 27, LIBRARIAN. EXCHANGE OF FURTHER INFORMATIONS NECESSARY AS SOON AS POSSIBLE. KAFKA, HOMICIDE.
—Roseanna McGraw —repitió Hammar—. Bibliotecaria. ¿A que no lo esperabais?
—Yo tenía una teoría —reconoció Kollberg, que era de Mjölby—. ¿Dónde está Lincoln?
—En Nebraska, en algún lugar del interior —contestó Martin Beck—. Creo.
Hammar volvió a leer el mensaje.
—Bueno, supongo que habrá que ponerlo todo en marcha de nuevo —concluyó—. Ahora tiene mejor pinta. ¿Pero cómo pudo acabar aquella mujer en Motala?
Devolvió el telegrama.
—Enviarán más datos por carta, supongo. Esto no aporta gran cosa.
—De sobra para nosotros —agradeció Kollberg—. Hasta ahora nadie nos había mostrado demasiada consideración.
—Muy bien —dijo Hammar tranquilamente—, primero tú y yo tenemos que arreglar esto.
Martin Beck volvió a su despacho, estuvo un rato masajeándose el nacimiento del pelo con las puntas de los dedos. La primera sensación sobrecogedora de éxito, en cierta medida, se había desvanecido. Les costó tres meses conseguir una información que solían tener gratis desde el principio en noventa y nueve casos de cada cien. Ahora quedaba el verdadero trabajo.
La embajada y el fiscal provincial tenían que esperar. Se acercó el teléfono y marcó el prefijo de Motala.
—Sí —contestó Ahlberg.
—Ha sido identificada.
—¿Seguro?
—Eso parece.
Ahlberg no dijo nada.
—Era americana. De un lugar llamado Lincoln, en Nebraska. ¿Lo estás apuntando?
—Ya lo creo.
—Se llamaba Roseanna McGraw. Deletreo: RUDOLF-OLOF-SIGURD-ERIK-ADAM-NIKLAS-NIKLAS-ADAM, otra palabra: MARTIN mayúscula-CESAR-GUSTAV mayúscula-RUDOLF-ADAM-WILHELM. ¿Lo tienes?
—Completo.
—Tenía veintisiete años y era bibliotecaria. Es todo lo que puedo decirte de momento.
—¿Cómo lo has sabido?
—Rutina. Al final denunciaron su desaparición. No a través de la Interpol, sino de la Embajada.
—El barco —dijo Ahlberg.
—¿Qué?
—El barco. ¿De dónde saldría un turista americano sino de un barco? Quizá no del mío precisamente, pero de algún yate. De vez en cuando pasan yates.
—No sabemos si era turista.
—Es verdad. Me pondré enseguida. Averiguaré en veinticuatro horas si conocía a alguien aquí o vivía en la ciudad.
—Vale. Te llamaré en cuanto sepa algo más.
Martin Beck terminó la conversación estornudando a Ahlberg en el oído.
Cuando iba a pedirle disculpas, ya había colgado.
A pesar de que el dolor de cabeza no había cedido y de que tenía los oídos taponados, hacía mucho tiempo que no se encontraba tan bien. Se sentía como un corredor de maratón antes del pistoletazo de salida. Sólo había dos cosas que le preocupaban. El asesino había salido antes de la señal y les llevaba una ventaja de tres meses, y Martin Beck ni siquiera sabía en qué dirección correr.
En algún lugar bajo esta superficie de inquietantes perspectivas y especulaciones en valores desconocidos, su cerebro de policía había comenzado a planificar la investigación rutinaria de las próximas cuarenta y ocho horas. Daría algunos resultados, eso lo sabía de antemano. Tan seguro como que la arena cae en un reloj de arena.
La verdad es que durante tres meses apenas había pensado en otra cosa. El momento en el que por fin empezaría la investigación. Había sido como avanzar chapoteando en un pantano en la más absoluta oscuridad. Ahora podía sentir el primer trozo de tierra firme bajo sus pies. El siguiente no estaría lejos.
No esperaba resultados rápidos. Si Ahlberg descubría que la mujer de Lincoln había trabajado en Motala o se había alojado con unos conocidos, o el simple hecho de que hubiera estado alguna vez en la ciudad, quedaría tan sorprendido o más que si el asesino entrara por la puerta de su despacho y dejara encima de su mesa la prueba definitiva.
Sin embargo, confiaba bastante en las informaciones complementarias de Estados Unidos, aunque no se sentía demasiado impaciente. Pensó en todos los datos que había que tramitar con el colega de América, y luego en la tozuda insistencia de Ahlberg, sin fundamento alguno, de que la mujer había llegado en barco. Lo lógico era naturalmente que el cuerpo hubiera sido trasladado hasta el agua en coche. El automóvil representaba el nuevo dios del hombre; había asumido la mayoría de las funciones, incluso la de transporte ilegal de cadáveres.
Poco después se preguntó qué aspecto tendría el teniente detective Kafka, y si la comisaría en la que trabajaba se parecería a las que se solían ver en la tele. También preguntó qué hora sería en ese momento en Lincoln, dónde había vivido la mujer, y si en su casa, cerrada con llave y con fundas blancas sobre los muebles, reinaba el silencio; si el aire de allí dentro estaría viciado y contaminado de un fino polvo estancado.
Se dio cuenta de que sus conocimientos geográficos sobre América del Norte eran muy difusos. No tenía ni idea dónde se encontraba Lincoln y Nebraska no le decía mucho más que otro montón de nombres propios.
Después de comer se fue a la biblioteca y echó un vistazo al mapamundi. Pronto encontró Lincoln, era una ciudad del interior, en realidad no podía estar más en el centro de Estados Unidos. Probablemente se trataba de una ciudad bastante grande, pero no pudo consultar ningún libro con datos sobre urbes estadounidenses. Con la ayuda de su agenda de bolsillo, calculó la diferencia horaria, siete horas. Ahora eran las dos y media de la tarde, así que en casa del agente de Lincoln habían dado las siete y media de la mañana y probablemente Kafka estuviera todavía en la cama leyendo el periódico matutino.
Permaneció algunos minutos delante del mapa, luego puso el dedo en un punto negro del tamaño de la cabeza de un alfiler en el extremo sureste del estado de Nebraska, cerca de los 100° de longitud Oeste de Greenwich, y se dijo a sí mismo:
—Roseanna McGraw.
Repitió el nombre unas cuantas veces más para fijarlo en su memoria.
Al volver, Kollberg, en la silla de su despacho, se entretenía enganchando clips en una interminable cadena.
Antes de que les diera tiempo a decir nada, sonó el teléfono. Era la centralita.
—La central telefónica avisa de una llamada desde Estados Unidos. Llegará dentro de unos treinta minutos. ¿Puede contestar entonces?
De manera que el teniente detective Elmer B. Kafka no estaba en la cama leyendo el periódico. Otra conclusión precipitada más.
—Desde Estados Unidos, joder —exclamó Kollberg.
La llamada llegó más o menos a los tres cuartos de hora. Al principio sólo se oía un ruido confuso y muchas teleoperadoras hablando a la vez, luego llegó una voz sorprendentemente clara y nítida. Mantuvieron la conversación en inglés.
—Sí, Kafka al habla, ¿es usted señor Beck?
—Sí.
—¿Le llegó el telegrama?
—Sí, gracias.
—Está todo claro, ¿no?
—¿No hay duda de que es la mujer que buscamos?
—Hablas como un nativo —dijo Kollberg.
—No, señor, es Roseanna. La identifiqué en menos de una hora, gracias a su excelente descripción. Incluso lo he comprobado dos veces. Se la di a su amiga y a ese ex-novio suyo de Omaha. Ambos estaban seguros. De todas maneras le he enviado fotografías y algunas otras cosas suyas.
—¿Cuándo se marchó?
—A primeros de mayo. Su idea era pasar unos dos meses en Europa. Se trataba de su primer viaje al extranjero. Hasta donde yo sé, viajaba sola.
—¿Sabe algo de sus planes?
—No demasiado. De hecho, nadie aquí lo sabe. Sólo puedo darle una pista. Escribió una postal desde Noruega a su amiga, contándole que se iba a quedar una semana en Suecia y luego iría a Copenhague.
—¿Y no escribió nada más?
—Bueno, dijo algo de coger un barco sueco. Algún tipo de crucero por los lagos atravesando el país o algo así. Eso no está demasiado claro.
Martin Beck aguantó la respiración.
—¿Señor Beck? ¿Sigue ahí?
—Sí.
La conexión iba empeorando por momentos.
—Entiendo que fue asesinada —dijo Kafka a voces—, ¿tienen al tipo?
—Todavía no.
—No le oigo.
—Dentro de poco, espero, pero todavía no —repitió Beck.
—¿Le disparó?1
—¿Que hice qué? No, no, no le he disparado...
—Sí, le oigo, disparó a ese bastardo —alzó la voz el hombre desde el otro lado del Atlántico—. Genial. Se lo comunicaré a los periódicos de aquí.
—No me está entendiendo —gritó Martin Beck.
Como un débil susurro entre el ruido, oyó las últimas palabras de Kafka:
—Sí, le entiendo perfectamente. No voy a olvidar su nombre. Hasta luego. Tendrá noticias mías. Bien hecho, Martin.
Martin Beck colgó. Se quedó de pie toda la conversación. Jadeaba y el sudor se había abierto camino en la frente.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kollberg—. ¿Crees que tienen tubos acústicos hasta Nebraska?
—No se oía bien al final. Creyó que yo había matado al asesino. Me aseguró que lo iba a comunicar a los periódicos.
—Estupendo. Mañana serás allí el héroe del día. Pasado mañana te harán ciudadano de honor y en Navidad te mandarán la llave de la ciudad. Dorada. Martin el Pistolero, el vengador de Bagarmossen. Los compañeros se troncharán de risa.
Martin Beck se sonó la nariz y luego se secó el sudor de la frente.
—Bueno, ¿qué más ha dicho tu sheriff? ¿O sólo hablaba de ti y de lo bueno que eres?
—El que más elogios se llevó fuiste tú por tu descripción. Excelente —dijo.
—¿Estaba seguro de la identidad?
—Sí, definitivamente, lo había comprobado con su amiga y con una especie de ex novio.
—¿Y qué más?
—Salió de viaje a principios de mayo. Para pasar dos meses en Europa. La primera vez que iba al extranjero. Viajaba sola. Mandó una postal a su amiga desde Noruega y le contó que se quedaría allí una semana para luego ir hasta Copenhague. Me ha dicho que ya me ha enviado fotografías y otras cosas de ella.
—¿Es todo?
Martin Beck se acercó a la ventana y miró al exterior. Se mordió la uña del pulgar.
—En la postal decía que iba a hacer un viaje en barco. Una especie de crucero por los lagos recorriendo Suecia.
Se dio la vuelta y observó fijamente a su colega. Kollberg ya no sonreía y aquel destello de picardía en sus ojos se había apagado. Después de un rato dijo muy despacio:
—Llegó en el barco del Canal. Nuestro amigo de Motala lleva razón.
—Eso parece —reconoció Martin Beck.
Capítulo 9
Martin Beck respiró profundamente cuando salió a la plaza desde la boca de metro de Slussen. Como siempre, el viaje en un vagón abarrotado le había mareado.
El aire estaba limpio y alto, y la brisa fresca del mar inundaba la ciudad. Cruzó la calle y compró un paquete de tabaco en el estanco bajo el elevador Katarinahissen. Se detuvo en la cuesta hacia Skeppsbron, encendió un cigarro y apoyó los codos en la barandilla. Un crucero de bandera inglesa se encontraba anclado en el muelle de Stadsgårdskajen. No podía leer su nombre a tanta distancia, pero le pareció que se trataba de Devonia. Una bandada de gaviotas se peleaba graznando por unos desperdicios que flotaban en el agua. Se quedó un rato observando el barco, luego continuó hacia el muelle.
Dos hombres con aspecto lúgubre estaban sentados sobre unos troncos. Uno de ellos intentaba meter restos de cigarrillo en una boquilla de madera, pero como le temblaban tanto las manos, no podía; su compañero, a quien le temblaban menos, le ayudaba. Martin Beck miró el reloj. Las nueve menos cinco. Seguro que no tenían ni un duro, pensó, si no a estas horas estarían pegados a la puerta de la tienda de licores esperando a que abrieran.
Pasó de largo el Bore II, amarrado en el muelle de carga, y siguió por la acera de enfrente del Hotel Reisen. Le llevó unos minutos romper la infinita caravana de coches y conseguir cruzar la calzada.
En la oficina de la compañía naviera del canal no disponían de la lista de pasajeros del Diana del día tres de julio, la tenían en Gotemburgo, pero se la enviarían lo antes posible. Sin embargo, la lista de la tripulación y la relación de empleados podían proporcionárselas enseguida. Al salir cogió un par de folletos, que fue leyendo camino de Kristineberg.
Melander ya estaba sentado en el sillón de visitas.
—¿Qué tal? —saludó Martin Beck.
—Buenos días —contestó Melander.
—Esa pipa apesta, pero no te preocupes, tú quédate aquí contaminando el ambiente. Yo invito. ¿O querías algo?
—Fumar en pipa retrasa el cáncer. Por cierto, tengo entendido que los Florida son los cigarrillos más peligrosos que existen. Al menos eso es lo que dicen por ahí. Por lo demás, estoy a tus órdenes.
—Comprueba la American Express, correos, cheques, teléfonos, contactos, bueno, ya me entiendes, ¿no?
—Sí, creo que sí. ¿Cómo se llamaba la señorita?
Martin Beck apunto el nombre en un papel, ROSEANNA MCGRAW, y lo arrastró sobre la mesa hacia Melander.
—Fíjate, qué curioso que se apellide Grav2, ¿no? ¿Cómo se pronuncia? ¿Gro?
Cuando salió, Martin Beck abrió la ventana. Entro un aire frío, el viento tiraba de las copas de los árboles y revolvía las hojas del suelo. Al cabo de un rato cerró la puerta, colgó la americana en el respaldo de la silla y se sentó.
Cogió el teléfono y marcó el número de la sección de Extranjería. Si ella se había registrado en algún hotel, tenía que estar fichada. La verdad es que debía figurar allí de todas maneras. Esperó bastante tiempo hasta que alguien contestó a su llamada y luego otros diez minutos hasta que la chica volviera. Trajo la ficha. Roseanna McGraw se alojó en el Hotel Gillet del treinta de junio al dos de julio.
—Envíenos una fotocopia —pidió Martin Beck.
Pulsó unos botones del teléfono y quedó a la espera con el auricular en la mano hasta que oyó el clic que indicaba que la comunicación se había cortado. Luego pidió un taxi y se puso la americana. Se guardó en el bolsillo la foto retocada de Roseanna McGraw y abandonó el despacho. Diez minutos más tarde se bajó del taxi en la plaza de Brunkeberg, pagó y atravesó las puertas de cristal del hotel.
Delante del mostrador del recepcionista había un grupo de seis hombres. Llevaban una placa con su nombre en la solapa y hablaban todos a la vez. El recepcionista no parecía muy contento y hacía continuos gestos de lamento con los brazos. La discusión se alargaba y Martin Beck se sentó en uno de los sillones del vestíbulo.
Aguardó hasta que el hombre consiguió convencer de lo que fuera a los participantes del congreso y dejo que desaparecieran por el ascensor antes de acercarse a la recepción.
El recepcionista hojeó estoicamente el registro hasta que encontró el nombre al final de una de las páginas. Dio la vuelta al libro para que Martin Beck pudiera leerlo. Ella había escrito con letras mayúsculas elegantes y regulares. Lugar de nacimiento: DENVER, COL, US. Lugar de residencia: LINCOLN, NEBR, US. Último lugar de estancia: NEBR, US.
Martin Beck comprobó todos los huéspedes que se habían registrado en torno al día treinta. Encima de Roseanna McGraw figuraban los nombres de al menos ocho estadounidenses. Excepto los dos primeros, todos indicaron algún lugar de Estados Unidos como último lugar de estancia. La primera de la lista se llamaba Phyllis, el resto del nombre resultaba ilegible. Había escrito Nordkap, Sweden, como lugar más reciente de estancia. El de debajo, Nordkap, Norga, en la misma columna.
—¿Fue un viaje organizado? —quiso saber Martin Beck.
—Déjeme ver —dijo el recepcionista inclinando la cabeza a un lado—. La verdad es que no me acuerdo, pero es muy probable. Solemos tener grupos de estadounidenses de vez en cuando. Vienen con el tren-dólar desde Narvik.
Martin Beck le enseñó la foto, pero el hombre negó con la cabeza.
—Lo siento, es que pasan tantos huéspedes por aquí...
Nadie la reconoció, pero aun así la visita mereció la pena. Ahora sabía dónde se había alojado, encontró su nombre en el registro e incluso pudo ver su habitación. El dos de julio abandonó el hotel.
«¿Y luego? ¿Adónde iría?», se preguntó a sí mismo en silencio.
Las sienes le palpitaban y ardían, y le dolía la garganta. Seguramente tenía algunas décimas de fiebre.
Quizá cogió un barco en el canal y subió a bordo un día antes de dejar Estocolmo. En el folleto de la compañía naviera había leído que se podía pasar en el barco la noche anterior a la partida. Cada vez estaba más convencido de que había viajado en el Diana, aunque de momento no había ningún indicio claro.
«Dónde se encontrará Melander», pensó, y justamente cuando se estiraba hacia el teléfono para marcar su número, se oyó un golpeteo nítido en la puerta.
Melander se quedó en el umbral.
—No —dijo—, en American Express no saben nada de ella. Ahora me voy a comer, si no te importa.
No tenía nada que objetar, así que Melander desapareció.
Llamó a Motala, pero Ahlberg no estaba.
Su dolor de cabeza empeoraba. Después de un rato buscando aspirinas, subió al despacho de Kollberg para pedirle unas cuantas. En la puerta le dio un aparatoso ataque de tos que le impidió hablar hasta pasado un buen rato.
Kollberg inclinó la cabeza y le miró con gesto preocupado.
—Suena peor que dieciocho damas de las camelias. Ven aquí y deja que tu doctor te eche un vistazo.
Observó a Martin Beck a través de la lupa.
—Si no obedeces a tu médico, vas a acabar mal. Vete a casa, métete en la cama y tómate un par de vasos gigantes de ponche. Mejor tres. Ponche de ron, es lo único que ayuda. Luego a la camita y te despertarás sano como una rosa.
—¿Y eso qué es? Además, no me gusta el ron —se quejó Martin Beck.
—Pues háztelo con coñac. No te preocupes por Kafka. Si llama yo me ocupo de él. Mi inglés es excelente.
—No creo que llame. ¿Tienes aspirinas?
—No, pero te puedo dar una chocolatina.
Martin Beck volvió a su despacho. El aire estaba espeso y viciado, pero no ventiló para evitar que entrase frío.
Media hora después volvió a llamar a Ahlberg, seguía sin aparecer. Buscó la lista de la tripulación del Diana. Incluía dieciocho nombres y direcciones de distintos lugares del país. Seis de ellos eran de Estocolmo y dos de los nombres no tenían dirección. Otros dos vivían en Motala.
Cuando dieron las tres y media, decidió seguir el consejo de Kollberg. Recogió la mesa, y se puso el sombrero y el abrigo.
De camino a casa, compró aspirinas en la farmacia.
Encontró un poco de coñac en la despensa, lo echó en una taza de caldo y se la llevó al dormitorio. Cuando su mujer le llevó un poco más tarde la estufa, ya estaba dormido.
Se despertó temprano al día siguiente, pero se quedó en la cama hasta las ocho menos cuarto. Luego se levantó y se vistió. Se sentía bastante mejor y el dolor de cabeza había desaparecido.
A las nueve en punto entraba en su despacho. Sobre la mesa vio un sobre con la pegatina roja de urgente. Lo abrió con el dedo índice sin quitarse el abrigo.
El sobre contenía la lista de pasajeros.
Enseguida se fijó en su nombre.
McGraw, R., señorita, EE UU, camarote individual A7.
Capítulo 10
—Yo sabía que llevaba razón —dijo Ahlberg—. Lo intuía. ¿Cuántos pasajeros iban a bordo?
—Sesenta y ocho según la lista —contestó Martin Beck, remarcando con el bolígrafo el número sobre el papel.
—¿Tenemos sus direcciones?
—No, sólo las nacionalidades. Va a ser un trabajo de chinos localizar a toda esta gente. Bueno, podemos eliminar a algunos, como niños y mujeres mayores, por ejemplo. Además, hay que localizar a los empleados y a la tripulación. Son dieciocho personas más, dispongo de sus direcciones.
—Dijiste que Kafka pensaba que viajaba sola. ¿Tú qué crees?
—Pues no es muy probable que la acompañara nadie. Estaba sola en su camarote que, según el plano de cubierta, se encontraba en el extremo de la popa, en la cubierta mediana.
—Debo reconocer que eso no me dice mucho —reconoció Ahlberg—. Aunque todos los veranos veo pasar esos barcos varias veces a la semana, la verdad es que no sé muy bien cómo son por dentro. Nunca he subido a ninguno. Los tres me parecen iguales.
—No son del todo idénticos, por supuesto. Creo que debemos echar un vistazo al Diana. Voy a averiguar dónde se encuentra —dijo Martin Beck.
Le contó su visita al Hotel Gillet y le dio las direcciones del segundo de a bordo y del jefe de máquinas —ambos vivían en Motala— y prometió volver a llamar en cuanto supiera dónde se hallaba amarrado el Diana.
No llevó la lista de pasajeros al despacho de su jefe hasta que acabó de hablar con Ahlberg.
Hammar le felicitó y le pidió que fuera a ver el barco cuanto antes. Mientras tanto, Kollberg y Melander se encargarían de la lista de pasajeros.
La tarea de conseguir las direcciones de sesenta y siete personas desconocidas y dispersas por todo el mundo no entusiasmó demasiado a Melander. Estaba sentado en el despacho de Martin Beck con una copia de la lista en la mano haciendo un rápido cálculo por encima.
—Quince suecos, de los cuales cinco se apellidan Andersson, tres Johansson y tres Pettersson. Parece prometedor. Veintiún americanos, menos una, claro. Doce alemanes, cuatro daneses, cuatro ingleses, un escocés, dos franceses, dos sudafricanos —a éstos habrá que buscarlos con un tam-tam—, cinco holandeses y dos turcos.
Vació la pipa en la papelera con unos golpecitos y se guardó el papel en el bolsillo.
—Turcos. En el Canal de Gota —murmuró al abandonar la habitación.
Martin Beck llamó a la compañía naviera. El Diana estaba amarrado en Bohus, un pueblo junto al rio Gota älv, a unos veinte kilómetros de Gotemburgo. Alguien de las oficinas de Gotemburgo les recibiría para mostrarles el barco.
Telefoneó a Ahlberg para decirle que cogería el tren de la tarde para Motala. Acordaron salir a las siete de la mañana del día siguiente para llegar a Bohus sobre las diez.
Por una vez no volvía a casa a la hora punta y el vagón del metro iba casi vacío.
Su esposa había empezado a darse cuenta de lo importante que era este caso para su marido y sólo se atrevió a protestar débilmente cuando le dijo que se iba de viaje. Disgustada, le hizo la maleta en silencio; Martin Beck fingió no percatarse de su ostentoso enfado. Le dio un beso furtivo en la mejilla y salió de casa una hora antes de que partiese el tren.
—No me he molestado en reservarte una habitación en el hotel —dijo Ahlberg, que le estaba esperando dentro del coche en la estación de Motala—. Tenemos un sofá estupendo donde dormir.
Aquella noche se quedaron charlando durante mucho tiempo y, al sonar el despertador a la mañana siguiente, se sentían todo menos despejados. Ahlberg llamó al Instituto Nacional de Investigaciones Criminológicas y se comprometieron a mandar dos hombres a Bohus. Luego bajaron a coger el coche.
La mañana era fría y desapacible, y después de un rato conduciendo comenzó a lloviznar.
—¿Conseguiste hablar con el segundo de a bordo y con el jefe de máquinas? —pregunto Martin Beck cuando habían dejado atrás la ciudad.
—Sólo con el jefe de maquinas —contestó Ahlberg—. Duro de pelar. Le fui sacando las palabras de una en una. De todas maneras, parece ser que apenas tuvo contacto con los pasajeros. No vio ni oyó nada que pueda relacionarse con el crimen. Y precisamente durante aquella travesía, por lo visto, estuvo muy liado, ya que algo pasaba con el motor... perdón, con la máquina. Puso mala cara en cuanto le mencioné ese viaje. Pero me dijo que le pusieron a dos chicos para ayudarle y que, por lo que él sabía, poco después de la última travesía con el Diana se enrolaron en un barco que iba para Inglaterra y Alemania.
—Bueno —dijo Martin Beck—, daremos con los dos tarde o temprano. Habrá que verificar las listas de personal de las compañías navieras.
Cada vez llovía con más fuerza y al llegar a Bohus, el agua caía a mares sobre el parabrisas. No vieron gran cosa del pueblo, ya que la intensa lluvia se lo impedía, pero parecía bastante pequeño, con unas pocas fábricas y unos cuantos edificios que se extendían a lo largo del río. Encontraron el camino hacia la ribera del río y cuando llevaban un rato conduciendo muy despacio aparecieron los barcos. Tenían aspecto de estar abandonados, fantasmales, y hasta que no se acercaron justo al final del muelle no pudieron distinguir sus nombres, pintados de negro debajo del muelle.
Se quedaron dentro del coche buscando con la mirada al hombre de la compañía naviera. No había nadie a la vista, pero un poco más allá había un coche aparcado. Al acercarse descubrieron a un hombre sentado al volante mirando en dirección a donde venían.
Dieron un giro y aparcaron a su lado. El hombre bajó la ventanilla y gritó algo. Pudieron oír sus nombres entre el ruido de la lluvia y Martin Beck asintió con la cabeza mientras bajaba la ventanilla.
El hombre se presentó y propuso que desafiaran la lluvia y subieran a bordo enseguida.
Era bajo y rechoncho, al abrir el camino hacia el Diana con paso ligero parecía avanzar rodando. Atravesó la borda con cierta dificultad y, protegido bajo la cubierta del puente de mando, esperó a Martin Beck y a Ahlberg, que venían detrás.
El hombre menudo abrió una puerta cerrada con llave a estribor y entraron en una especie de guardarropa. Al otro lado se veía una puerta idéntica que conducía a la cubierta de paseo de babor. A la derecha se abrían dos puertas de cristal que comunicaban con el comedor y entre ellas un gran espejo. Frente al espejo, una escalera empinada desaparecía hacia la cubierta inferior. Descendieron por ella y luego por otra más. Allí abajo había cuatro cabinas y un salón con sofás de escay a lo largo de unos mamparos. El hombre menudo les mostró cómo se separaban los sofás con la cortina.
—Cuando tenemos pasajeros de cubierta solemos permitirles dormir aquí —dijo.
Volvieron a subir por la escalera hasta la siguiente cubierta. Allí había camarotes para los pasajeros y la tripulación, lavabos y cuartos de baño. El comedor se ubicaba en la cubierta mediana. Constaba de seis mesas redondas para seis comensales cada una, un bufé en el mamparo de popa y un pequeño cuarto de servicio con un montaplatos hasta la cocina de abajo. Al otro lado del guardarropa se situaba un salón para leer y escribir con vistas a proa a través de unos grandes ventanales.
Al salir a la cubierta de paseo, ya apenas llovía. Caminaron hacia popa. A estribor había tres puertas, la primera daba al cuarto de servicio, las otras dos a los camarotes; a popa, una escalera hasta la cubierta superior y el puente de mando. Junto a la escalera, el camarote de Roseanna McGraw.
La puerta del camarote daba a popa. El hombre la abrió y entraron. La cabina era pequeña, aproximadamente de tres metros por uno y medio, y carecía de ojo de buey. El respaldo de la litera podía convertirse en una litera superior. Por lo demás, un lavabo con un armario y una palangana con tapa de caoba. Del mamparo sobre el lavabo colgaba un espejo y un estante para el vaso y los utensilios de aseo. El suelo estaba enmoquetado y debajo de la litera quedaba sitio para guardar las maletas. A los pies había un espacio vacío con ganchos para colgar ropa.
El hombre de la compañía naviera enseguida se dio cuenta de que allí dentro no cabían tres personas. Salió y se sentó encima del arcón de los salvavidas y se miró con el ceño fruncido los zapatos llenos de barro, que balanceaba a una buena distancia del suelo.
Martin Beck y Ahlberg examinaron el pequeño camarote. No esperaban encontrar ninguna huella de Roseanna, eran conscientes de que el camarote habría sido limpiado un sinfín de veces desde que ella lo ocupara. Ahlberg se tumbó con cuidado sobre la litera y comprobó que difícilmente podía considerarse un lugar de descanso lo suficientemente espacioso para un adulto.
Dejaron la puerta abierta al salir y se sentaron junto al hombre encima del arcón de los salvavidas.
Cuando llevaban un buen rato observando el camarote en silencio, un gran coche negro llegó hasta el muelle. Eran los hombres del Instituto Nacional de Investigaciones Criminológicas. Subieron entre los dos una gran bolsa negra y no tardaron en ponerse a trabajar.
Ahlberg dio un empujón a Martin Beck en el costado señalando con la cabeza en dirección a la escalera. Subieron a la cubierta superior. Allí se guardaban dos botes salvavidas a cada lado de la chimenea, un par de cajas para tumbonas de cubierta y mantas, pero por lo demás, la cubierta estaba vacía. En el puente de mando había dos cabinas de pasajeros, un trastero y el camarote del capitán detrás de la sala de mando.
Martin Beck se detuvo al pie de la escalera y saco el plano de los camarotes cabinas que le habían proporcionado en la compañía naviera. Con aquel plano como guía repasaron de nuevo el barco. Cuando volvieron a popa, en la cubierta mediana, el hombre menudo seguía sentado sobre el arcón, contemplando con cara de tristeza a los dos policías que, de rodillas en el camarote, sacaban los clavos de la moqueta.
Eran ya las dos cuando el gran coche negro de la policía tomó por la carretera hacia Gotemburgo, una cascada de lodo chorreaba por las ruedas. Los investigadores forenses se habían llevado todas las piezas sueltas del camarote, lo cual no era gran cosa. No creían que fueran a demorarse mucho los resultados de los análisis.
Martin Beck y Ahlberg dieron las gracias al hombre de la compañía naviera y él les estrechó la mano con un entusiasmo exagerado, aparentemente agradecido por poder salir por fin de allí.
Cuando su coche desapareció tras la primera curva, Ahlberg dijo:
—Estoy cansado y tengo hambre. Vamos a Gotemburgo y pasamos la noche allí, ¿no?
Media hora más tarde, aparcaron delante de un hotel en Postgatan. Reservaron cada uno una habitación, descansaron una hora y luego salieron a cenar.
Mientras cenaban, Martin Beck hablaba de barcos y Ahlberg de un viaje que había hecho a las Islas Faeroe.
Ninguno mencionó a Roseanna McGraw.
Capítulo 11
Para ir de Gotemburgo a Motala hay que coger la carretera 40, dirección este, por Borås y Ulricehamn hasta Jönköping. Allí se toma la Carretera Europea 3, dirección norte, hasta Ödeshög, luego la 50 por Tåkern y Vadstena. El trayecto es de doscientos setenta kilómetros y esa mañana Ahlberg lo recorrió en poco más de tres horas.
Salieron hacia las cinco y media de la madrugada, mientras las máquinas de limpieza, los repartidores de periódicos y algún que otro policía seguían reinando en las calles resplandecientes por la lluvia, pero tuvieron que desaparecer muchos kilómetros de carretera gris bajo el coche hasta que uno de los dos rompió el silencio. Poco después de pasar Hindis, Ahlberg carraspeó y dijo:
—¿Crees realmente que ocurrió allí? ¿Dentro de aquel cuchitril?
—¿Dónde si no?
—¿Con gente a sólo unos centímetros al otro lado de la pared en el siguiente camarote?
—Del mamparo.
—¿Qué?
—De la pared no, del mamparo.
—¡Bah! —rezongó Ahlberg.
Diez kilómetros más tarde, Martin Beck dijo:
—Tal vez la mató precisamente por eso.
—Para impedir que gritara.
—Ya.
—¿Pero cómo pudo hacerla callar? Debió de estar... ocupado bastante tiempo.
Martin Beck no contestó. Cada uno recordó el pequeño camarote y sus características casi espartanas. Ninguno pudo evitar que se le disparara la imaginación. Ambos experimentaron la misma sensación de irremediable y escalofriante malestar. Se palparon los bolsillos buscando tabaco y fumaron en silencio.
Al contemplar un extremo del lago Åsunden, Martin Beck recordó al rey regente de la Edad Media, Sten Sture, que en 1520 había estado tumbado allí abajo, vencido, sobre una camilla, mientras los remolinos de nieve jugaban sobre sus heridas y él acuñaba aforismos inmortales sobre la muerte. Su rostro del color de la pálida cera, apacible y desangrado. Cuando entraron en Ulricehamn, dijo:
—Puede que las lesiones más importantes se produjeran estando ya muerta, o al menos inconsciente. Hay indicaciones en el informe de la autopsia que así lo sugieren.
Ahlberg asintió con la cabeza. Sin necesidad de comentarlo, sabían que esa idea les aliviaba a los dos.
Pararon a tomar café en un autoservicio de Jönköping. Martin Beck se sentía mareado, como siempre, pero al mismo tiempo algo le levantó el ánimo. A la altura de Gränna, Ahlberg soltó lo que ambos llevaban pensando durante horas:
—No la conocemos.
—No —reconoció Martin Beck sin desviar la mirada del paisaje de la isla Visingsö, tierras del conde Per Brahe, envuelto en brumas pero hermoso.
—No sabemos quién era. Lo que quiero decir...
Se calló.
—Sé lo que quieres decir.
—¿A que no? Cómo vivía, cómo solía comportarse. El trato que tenía con la gente. Cosas así.
—Ya.
Todo aquello era verdad. La mujer tendida sobre la lona tenía un nombre, una dirección y una profesión. Pero nada más.
—¿Crees que los investigadores forenses encontrarán algo?
—Esperemos que sí.
Ahlberg le echó una rápida mirada. No, no hacían falta palabras. Lo único que podían esperar razonablemente de la investigación forense era que al menos no contradijera la teoría según la cual el camarote n° A7 fue el lugar del crimen. El Diana había hecho veinticuatro viajes por el canal desde que la mujer de Lincoln estuvo a bordo. Eso significaba que el camarote se había limpiado a conciencia el mismo número de veces; que la ropa de cama, las toallas y otras pertenencias se habían lavado una y otra vez y mezclado con las de otros camarotes. También quería decir que entre treinta y cuarenta personas habían pasado por ese camarote después de Roseanna McGraw. Todos habían dejado su huella, naturalmente.
—Quedan las declaraciones de los testigos —comentó Ahlberg.
—Sí.
Ochenta y cinco personas de las cuales probablemente una era la culpable y las demás posibles testigos, como pequeñas piezas de un gran puzzle. Ochenta y cinco personas repartidas en cuatro continentes. Sólo localizarlas constituía un trabajo de Sísifo. ¿Cómo se las apañarían para tomarles declaración y analizar luego todos aquellos informes? No quería ni pensarlo.
—¿Y Roseanna McGraw? —preguntó Ahlberg.
—Sí —dijo Martin Beck. Y después de un rato—: Como yo lo veo, sólo hay una manera.
—¿Aquel tipo estadounidense?
—Sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Kafka.
—Un nombre raro. ¿Te parece un buen poli?
Martin Beck recordó su absurda conversación telefónica de hacía unos días y eso le inspiró la primera sonrisa de aquel día sombrío.
—Difícil de determinar —contestó.
A medio camino entre Vadstena y Motala, Martin Beck pensó en voz alta:
—Las bolsas, la ropa, los utensilios de aseo, el cepillo de dientes, los souvenirs que había comprado. El pasaporte, el dinero, los cheques de viaje.
Ahlberg apretó el volante mirando fija y adustamente al camión que tenía delante desde hacía veinte kilómetros.
—Voy a peinar el canal —dijo—. Primero entre Borenshult y el puerto, luego al este del lago Boren. Las esclusas ya están, pero...
—¿Y el lago Vättern?
—Bueno. No tenemos muchas posibilidades de encontrar algo allí; además, es probable que la draga lo haya enterrado todo en el Boren. A veces tengo pesadillas con aquella condenada máquina, me despierto en mitad de la noche y me levanto de la cama blasfemando. Mi mujer piensa que estoy loco.
—Pobrecilla —dijo al frenar delante de la comisaría. Martin Beck le observó con una sensación de envidia que se transformó en desconfianza y al momento en respeto. Diez minutos más tarde, Ahlberg estaba sentado a su mesa en mangas de camisa, como siempre, hablando con el Instituto Nacional de Investigaciones Criminológicas. Larsson entró en el despacho, le estrechó la mano levantando inquisitivamente las cejas. Ahlberg colgó.
—Algunas manchas de sangre en el colchón y en la alfombra. Catorce para ser exactos. Están analizándolas.
Si no hubieran aparecido esas manchas de sangre, la teoría sobre el camarote como lugar del crimen habría sido desestimada.
El comisario ni siquiera se percató del alivio que esto suponía para los dos inspectores. La onda por la que transcurría su comunicación silenciosa le era bastante ajena. Volvió a arquear las cejas y preguntó:
—¿Eso es todo?
—Algunas huellas dactilares antiguas —respondió Ahlberg—. No muchas. Se limpian bien.
—El fiscal provincial está en camino —dijo Larsson.
—Es, por supuesto, muy bienvenido —añadió Ahlberg.
—Faltaría más —apostilló Larsson.
Martin Beck regresó en el tren de las 17:20 por Mjölby. El viaje duró cuatro horas y media, y durante todo el trayecto estuvo trabajando en la carta para América. Al llegar a Estocolmo, tenía las ideas más claras. No le contentaba del todo, pero debía servir. Para ganar tiempo, cogió un taxi hasta la comisaría del distrito de Nikolai, entró en un despacho y pasó la carta a máquina. Mientras la leía, podía oírse a los borrachos vociferar y proferir blasfemias y maldiciones desde la sala de cacheo, y a un agente que decía:
—Tranquilos, tíos, tranquilos.
Por primera vez en mucho tiempo se acordó de la época en que patrullaba, de la intensidad con la que había detestado esa triste rutina de los sábados.
A las once menos cuarto llegó a la oficina principal de correos de Estocolmo, en Vasagatan. La tapa de latón del buzón se cerró de golpe.
Fue andando despacio en dirección sur bajo una fina lluvia, pasó por delante del Hotel Continental y de los nuevos grandes almacenes. En las escaleras mecánicas del metro de T-centralen pensó en Kafka y se preguntó si aquel hombre al que no conocía, entendería realmente lo que quería decirle.
Martin Beck estaba cansado y se durmió en la estación de Slussen, confiado en que no tenía que bajarse hasta final de trayecto.
Capítulo 12
A los diez días, la respuesta de Estados Unidos estaba sobre la mesa de Martin Beck por la mañana. Vio la carta enseguida, antes de cerrar la puerta. Mientras colgaba el abrigo se topó con su cara en el espejo junto al marco de la puerta. Le pareció pálida y ojerosa, con bolsas oscuras bajo los ojos, y no se debía ya a la gripe sino a la falta de sueño. Abrió el sobre grande y marrón de un tirón y sacó dos actas de declaración, una carta escrita a máquina y una hoja con datos biográficos. Hojeó los papeles con curiosidad, pero frenó su impulso de leerlos inmediatamente. En su lugar, se dirigió a la sección de documentos copia y pidió una traducción urgente y tres copias. Subió a la planta superior, abrió una puerta y entró en el despacho de Kollberg y Melander. Estaban trabajando en sus respectivas mesas dándose la espalda.
—¿Habéis cambiado los muebles de sitio?
—Es la única manera de aguantar —dijo Kollberg.
Al igual que Martin Beck, estaba pálido y con los ojos enrojecidos. El imperturbable Melander conservaba el mismo aspecto de siempre.
Kollberg tenía delante la copia de un informe en un papel amarillo fino. Siguiendo las líneas con el dedo índice leyó:
—Aquí la señora Lise-Lott Jensen, de sesenta y un años. Dijo a la policía danesa de Vejle que hicieron un viaje agradable, que le gustó el bufé libre, que llovió un día entero y una noche, que el barco se retrasó, y que aquella noche de lluvia, la segunda a bordo, se mareó. Aun así, el viaje resultó maravilloso y todos los demás pasajeros resultaron ser amables. No se acuerda de la simpática señorita de la foto. Cree que no se sentó en su misma mesa, pero el capitán le pareció encantador. Su marido dijo que le fue imposible probar toda la exquisita comida, así que es probable que muchos pasajeros no participaran en todas las comidas. Les tocó un tiempo muy bueno, excepto los días en que llovió. No tenían ni idea de la belleza de Suecia. Pues yo tampoco, joder. La mayoría del tiempo jugaron al bridge con una pareja sudafricana encantadora, los señores Hoyt procedentes de Durban. No obstante, las literas eran un poco pequeñas y la segunda noche —aquí hay algo— se encontraron un edderkop grande y peludo en la cama. A su marido le costó Dios y ayuda echarlo de la cabina. Menos mal. Edderkop significa obseso sexual, ¿no?
—Significa araña —aclaró Melander sin sacarse la pipa de la boca.
—Me encantan los daneses. No han visto, ni oído, ni reparado en nada fuera de lo normal y finalmente escribe el agente Toft, de Vejle —que les ha tomado declaración—, que «difícilmente se pueda encontrar algo en el testimonio de esta simpática pareja que arroje luz sobre el caso». Su arte de deducción resulta realmente devastador.
—A ver, a ver —masculló Melander para sí mismo.
—Por el bien de los pueblos hermanos3 —concluyo Kollberg y se estiró para coger la perforadora.
Martin Beck, con los hombros torcidos, estaba de pie delante de la mesa rebuscando entre los papeles. Murmuraba algo inaudible. Después de diez días de trabajo habían conseguido localizar dos tercios de los pasajeros del Diana. De una manera u otra, se habían puesto ya en contacto con cuarenta y en veintitrés casos tenían en su poder actas de declaración en toda regla. En conjunto, un resultado más bien escaso. Lo único que recordaban de Roseanna McGraw todos los que habían sido interrogados hasta el momento era que creían haberla visto a bordo en alguna ocasión durante el viaje.
Melander se sacó la pipa y preguntó:
—Karl Åke Eriksson, tripulante. ¿Lo hemos encontrado?
Kollberg comprobó una de sus listas.
—El fogonero. No, pero algo sabemos. Se enroló en la Casa del Marinero de Gotemburgo hace tres semanas. En un barco de carga finlandés.
—Atención a la elección del verbo enrolarse —puntualizó mirando con orgullo a Martin Beck.
—Hummm —musitó Melander—, ¿y tiene veintidós años?
—Sí, ¿qué quieres decir con ese hummm?
—Su nombre me suena de algo. Tú también deberías acordarte. Pero no se llamaba así entonces.
—Sea lo que sea lo que recuerdes, seguro que llevas razón —reconoció Kollberg con resignación.
—El cabrón tiene memoria de elefante de circo —aclaró a Martin Beck—. Es como compartir despacho con una máquina de tarjetas perforadas.
—Ya lo sé.
—Además fuma la peor picadura del mundo —añadió Kollberg.
—Pronto me acordaré —aseguró Melander.
—No me cabe duda —dijo Kollberg y siguió—, joder, estoy hecho polvo.
—Duermes poco —observó Melander.
—Sí.
—Deberías asegurarte de que descansas bien. Yo duermo ocho horas. Caigo dormido en el momento en que poso la cabeza en la almohada.
—¿Y tu mujer qué dice?
—Nada. Ella se duerme antes que yo, a veces ni siquiera nos da tiempo a apagar la luz.
—Qué divertido. Bueno, yo no soy así.
—¿Y eso?
—Yo qué sé... Simplemente no duermo.
—¿Y qué haces?
—Me quedo pensando en lo cabrón que eres.
Kollberg se puso con el correo de la mañana. Melander vació su pipa mientras miraba fijamente al techo. Martin Beck, que lo conocía bien, sabía que estaba alimentando con nuevos datos el valiosísimo fichero de su memoria, donde almacenaba todo lo que había visto, leído u oído.
Media hora después de la comida, una de las chicas de la sección de documentoscopia llegó con la traducción.
Martin Beck se quitó la americana, cerró la puerta con llave y se puso a leer.
Empezó con la carta. Decía así:
Querido Martin:
Creo que entiendo lo que quieres decir. Las actas de declaración que te envío han sido pasadas a máquina directamente de las grabaciones magnetofónicas. No he hecho cambios m resumen alguno. Puedes, por lo tanto, juzgar el material por ti mismo. Si quieres intentaré buscar a más gente que la conociera, pero estos dos son los mejores, creo. Espero por Dios que cojáis al diablo que lo hizo. Cuando descubráis el rastro del condenado perro (¿?), no olvidéis darle recuerdos también de mi parte. Te mando un resumen de todos los datos biográficos que he sido capaz de reunir y un comentario de las actas.
Saludos, Elmer.
Dejó a un lado la carta y cogió las actas. En la primera se leía como encabezamiento:
Interrogatorio a Edgar M. Mulvaney realizado en las oficinas de la Fiscalía, Omaha, Nebraska, el 11 de octubre 1964. Interrogador: Teniente de la Policía Kafka. Testigo: Sargento Romney.
KAFKA: Usted es Edgar Moncure Mulvaney, de 33 años, residente en 12th East Street, en esta ciudad. Tiene el título de ingeniero y desde hace un año está empleado como jefe de departamento adjunto en Northern Electrical Corporation, en Omaha. ¿Es correcto?
MULVANEY: Sí, es correcto.
K: No le tomamos declaración bajo juramento y su testimonio no será registrado ante notario. Algunas de las preguntas que le voy a hacer conciernen a detalles íntimos de su vida privada y quizá le resulten incómodos. Esta declaración es meramente informativa, y nada de lo que usted diga se hará público ni será usado en su contra. No puedo obligarle a contestar, pero quiero recalcar lo siguiente: si contesta la verdad a todas las preguntas y de la forma más detallada posible, contribuirá activamente a que la persona o personas responsables del asesinato de Roseanna McGraw sean detenidas y castigadas.
M: Lo hare lo mejor que pueda.
K: Hasta hace once meses usted vivía en Lincoln. También trabajaba allí.
M: Sí, como ingeniero en la administración técnica municipal, en la sección de iluminación de la vía pública.
K: ¿Dónde vivía?
M: En el edificio 83 de Greenock Road. Compartía piso con un compañero de trabajo. Los dos éramos solteros entonces.
K: ¿Cuándo conoció a Roseanna McGraw?
M: Hace casi dos años.
K: En otras palabras, ¿en otoño de 1962?
M: Sí, en noviembre.
K: ¿En qué circunstancias se conocieron?
M: Nos conocimos en casa de uno de mis compañeros de trabajo, Johnny Matson.
K: ¿En una fiesta?
M: Sí.
K: Ese Matson, ¿solía relacionarse con Roseanna McGraw?
M: No creo. Era una fiesta abierta donde entraba y salía mucha gente. Johnny la conocía un poco de la biblioteca donde trabajaba. Había invitado a todo tipo de personas, sabe Dios dónde consiguió a tanta gente.
K: ¿Cómo conoció a Roseanna McGraw?
M: No sé, simplemente nos conocimos.
K: ¿Fue a esa fiesta decidido a conseguir compañía femenina?
(Pausa)
K: ¿Quiere contestar a la pregunta, por favor?
M: Intento recordar. Es posible, no tenía ninguna relación estable por entonces. Pero más bien fui allí porque no tenía otra cosa mejor que hacer.
K: ¿Y qué pasó?
M: Roseanna y yo nos conocimos por casualidad, como he dicho. Hablamos un rato. Luego bailamos.
K: ¿Cuántos bailes?
M: Los dos primeros. La fiesta acababa de empezar.
K: Por lo tanto, ¿se conocieron enseguida?
M: Sí, así debió pasar.
K: ¿Y?
M: Le propuse que nos fuéramos de allí.
K: ¿Después de sólo dos bailes?
M: Concretamente durante el segundo baile.
K: ¿Y qué contestó la señorita McGraw?
M: Contestó: «Sí, venga, vámonos».
K: ¿Así sin más?
M: Sí.
K: ¿Qué le animó a hacerle semejante propuesta?
M: ¿Tengo que responder a ese tipo de preguntas?
K: Si no lo hace, esta conversación no tendrá sentido.
M: De acuerdo, me di cuenta de que ella se excitaba mientras bailábamos.
K: ¿Se excitaba? ¿De qué manera? ¿Sexualmente?
M: Sí, claro.
K: ¿Cómo se percató?
M: No lo sé (pausa) explicar muy bien. Fue obvio, de todas maneras. Por su comportamiento. No lo puedo precisar más.
K: ¿Y usted? ¿Estaba excitado sexualmente?
M: Sí.
K: ¿Había bebido?
M: Un martini.
K: ¿Y la señorita McGraw?
M: Roseanna nunca bebía alcohol.
K: Así que abandonaron juntos la fiesta. ¿Luego qué ocurrió?
M: Ninguno de los dos tenía coche. Cogimos un taxi hasta su casa, en Second South Street 116. Sigue viviendo allí. Vivía, quiero decir.
K: ¿Le permitió que usted la acompañara a su casa sin más?
M: Supongo que tonteamos un poco. Las bromas de siempre, ya sabe. No recuerdo las palabras exactas. Pero la verdad es que sólo parecía aburrirla.
K: ¿Tuvieron algún tipo de acercamiento en el taxi?
M: Nos besamos.
K: ¿Ella opuso resistencia?
M: En absoluto. He dicho nos besamos.
(Pausa)
K: ¿Quién pagó el taxi?
M: Roseanna. No pude evitarlo.
K: ¿Y luego?
M: Entramos en su apartamento. Era muy bonito. Me acuerdo de que me sorprendió. Tenía un montón de libros.
K: ¿Qué hicieron?
M: Bueno...
K: ¿Mantuvieron relaciones sexuales?
M: Sí.
K: ¿Cuándo?
M: Prácticamente enseguida.
K: ¿Quiere hacer el favor de explicar qué es lo que ocurrió lo más detalladamente posible?
M: Pero ¿qué coño pretende? ¿Es esto alguna especie de informe Kinsey privado?
K: Lo lamento. Le recuerdo lo que le dije al principio de la conversación. Esto puede ser importante.
(Pausa)
K: ¿Le cuesta recordar?
M: No, no, por Dios.
(Pausa)
M: Me siento raro revelando detalles íntimos de una persona que no ha hecho nada malo y que además está muerta.
K: Entiendo sus sentimientos. Si sigo insistiendo es porque necesitamos su ayuda.
M: Bueno, pregunte.
K: Entraron en el apartamento. ¿Qué pasó?
M: Se quitó los zapatos.
K: ¿Y luego?
M: Nos besamos.
K: ¿Y luego?
M: Ella pasó al dormitorio.
K: ¿Y usted?
M: La seguí. ¿Quiere detalles?
K: Sí.
M: Se desnudó y se acostó.
K: ¿Encima de la cama?
M: No, dentro de la cama. Debajo de la manta y de la sábana.
K: ¿Estaba completamente desnuda?
M: Sí.
K: ¿Parecía tímida?
M: En absoluto.
K: ¿Apagó la luz?
M: No.
K: ¿Y usted?
M: ¿Y usted qué cree?
K: ¿Y luego mantuvieron relaciones sexuales?
M: ¿Pero qué coño cree que hicimos? ¿Cascar nueces? Lo siento, pero...
K: ¿Cuánto tiempo se quedó?
M: No lo recuerdo muy bien, hasta la una o las dos. Luego me fui a casa.
K: ¿Era la primera vez que veía a la señorita McGraw?
M: Sí, la primera vez.
K: ¿Qué pensaba de ella cuando salió de allí? ¿Y al día siguiente?
(Pausa)
M: Pensé... que era una fulana del montón, aunque no me dio esa impresión al principio. Luego pensé que era ninfómana. Una idea más loca que la otra. Ahora, aquí, teniendo en cuenta sobre todo que ha fallecido, pues parece absurdo haber pensado algo así.
(Pausa)
K: Escúcheme, amigo mío. Le aseguro que a mí me resulta tan incómodo hacerle estas preguntas como a usted contestarlas. No lo habría hecho si no fuera porque hay una intención. Desgraciadamente, no hemos terminado todavía, ni de lejos.
M: Siento haber reaccionado así antes. Es que no estoy acostumbrado a este ambiente. Resulta absurdo estar en esta jaula de cristal contando cosas de Roseanna que nunca antes le he contado a nadie. Con polis fuera corriendo de un lado para otro, el magnetófono rodando y rodando, y un sargento ahí sentado mirándome. Por desgracia no soy un cínico, y menos cuando se trata de...
K: Jack, baja las persianas. Luego, espera fuera.
(Pausa)
ROMNEY: Adiós.
M: Le pido disculpas.
K: No tiene por qué. ¿Qué es lo que realmente ocurrió entre usted y la señorita McGraw después de su primer encuentro?
M: La llamé dos días después. No tenía ganas de verme entonces, me lo dijo claramente, pero podía volver a llamarla si quería. La volví a telefonear una semana después más o menos. Me pidió que fuera.
K: ¿Y...?
M: Sí, me acosté con ella. Luego seguimos así. Una o dos veces por semana. Nos veíamos siempre en casa de Roseanna. A menudo los sábados. Luego empezamos a pasar los domingos juntos cuando no trabajábamos.
K: ¿Cuánto tiempo duró su relación?
M: Ocho meses.
K: ¿Por qué se rompió?
M: Me enamoré.
K: Me temo que no le entiendo muy bien.
M: Realmente es muy sencillo. A decir verdad llevaba mucho tiempo enamorado de ella. La quería de verdad. Pero nunca hablamos de amor, y yo no comenté nada.
K: ¿Por qué?
M: Porque no quería perderla. Luego, cuando se lo dije... Bueno, todo acabó enseguida.
K: ¿Cómo ocurrió?
M: Sabe, Roseanna era la persona más honesta y honrada que he conocido jamás. Yo le gustaba bastante, y sobre todo le gustaba acostarse conmigo. Pero no quería vivir conmigo. Nunca lo ocultó. Tanto ella como yo sabíamos condenadamente bien por qué nos veíamos.
K: ¿Cuál fue su reacción cuando le confesó que la amaba?
M: Se puso triste. Luego me dijo: «nos acostamos una vez más y mañana te vas y luego se acabó. No nos vamos a hacer daño».
K: ¿Lo aceptó usted así, sin más?
M: Sí. Si usted la hubiera conocido tan bien como yo, entendería que no tenía nada que hacer.
K: ¿Cuándo ocurrió esto?
M: El tres de julio del año pasado.
K: ¿Y así terminó la relación entre los dos?
M: Sí.
K: ¿Estuvo con otros hombres durante el tiempo que duró su relación?
M: Sí y no.
K: En otras palabras, ¿le dio la impresión de que ella se veía con otros de vez en cuando?
M: No tenía ningún de tipo de impresión sobre nada. Lo recuerdo. En marzo hice un curso de cuatro semanas en Filadelfia. Antes de marcharme me avisó de que no esperara que se mantuviese... fiel durante tanto tiempo. Al volver se lo pregunté y me dijo que lo había hecho una vez, al cabo de tres semanas.
K: ¿Había mantenido relaciones sexuales?
M: Sí. Por cierto, vaya expresión. Quise saber con quién, por estúpido que parezca.
K: ¿Qué contestó?
M: Que no era asunto mío. Y no lo era, claro, por lo menos según su manera de ver las cosas.
K: Durante los ocho meses que salieron juntos, mantuvieron rela..., se acostaron con regularidad, si le he entendido bien.
M: Sí.
K: Pero las noches que no dormían juntos, ¿qué hacía ella entonces?
M: Se quedaba sola. Estaba a gusto sola. Leía muchísimo, además trabajaba por las noches. Escribía algo, no sé qué. No lo comentó conmigo. Sabe, Roseanna era muy independiente. Además, no compartíamos los mismos intereses. Excepto una cosa. Pero nos sentíamos bien juntos. Es la verdad.
K: ¿Cómo puede tener la seguridad de que estaba sola cuando usted no se encontraba con ella?
M: Yo... en ocasiones sentía celos. Algunas veces cuando no me quería ver, vigilaba la entrada de su edificio. En dos ocasiones me quedé allí toda la noche hasta que se marchó por la mañana.
K: ¿Le dio dinero?
M: Nunca.
K: ¿Por qué no?
M: No necesitaba mi dinero, lo dejó claro desde el principio. Cuando alguna vez salíamos, ella pagaba su parte.
K: ¿Y cuando dejaron de verse? ¿Qué hacía ella entonces?
M: No lo sé, no la volví a ver. Al poco tiempo encontré un nuevo trabajo y me mudé aquí.
K: ¿Cómo describiría su carácter?
M: Era muy independiente, como dije antes. Sincera. Completamente natural. Por ejemplo, no usaba maquillaje y nunca llevaba joyas. Parecía tranquila y relajada la mayoría de las veces, aunque una vez me confesó que no quería verme tan a menudo, porque sabía que acabaría poniéndola nerviosa. Le pasaba con todos, reconoció, y en nuestro caso era innecesario.
(Pausa)
K: Ahora le voy a hacer algunas preguntas de carácter muy íntimo.
M: Adelante. A esta altura contesto a lo que sea.
K: ¿Tiene alguna idea de cuántas veces estuvieron juntos?
M: Sí. Cuarenta y ocho.
K: ¿Lo sabe? ¿Exactamente?
M: Sí. Incluso le puedo explicar por qué. Cada vez que nos veíamos y nos acostábamos, lo marcaba en mi agenda del despacho con un pequeño círculo rojo. Justo antes de tirarla, conté los días.
K: ¿Diría que su comportamiento sexual era normal?
M: Era muy sexual.
K: ¿Tenía la suficiente experiencia para juzgar eso?
M: Yo tenía treinta y un años cuando nos conocimos. No me faltaban experiencias.
K: ¿Solía ella llegar al orgasmo cuando mantenían relaciones?
M: Sí. Siempre.
K: ¿Acostumbraban tener varios coitos seguidos?
M: No. Nunca. No hacía falta.
K: ¿Usaban métodos anticonceptivos?
M: Roseanna tomaba una especie de píldora, una cada mañana.
K: ¿Solían hablar de temas sexuales?
M: Nunca. Sabíamos lo que necesitábamos saber.
K: ¿Hablaba a menudo de sus experiencias anteriores?
M: Nunca.
K: ¿Y usted?
M: Una sola vez. No le pareció interesar lo más mínimo y no volví a sacar el tema.
K: ¿De qué hablaban?
M: De todo. En general de cosas cotidianas.
K: ¿Con quién se relacionaba, aparte de usted?
M: Con nadie. Tenía una amiga, una compañera de la biblioteca, pero se veían muy poco fuera del trabajo. Roseanna era una solitaria, como dije.
K: ¿Pero sí que fue a aquella fiesta donde se encontraron?
M: Sí, para conocer a alguien con quien acostarse. Entonces, llevaba mucho tiempo... de castidad.
K: ¿Cuánto tiempo?
M: Más de seis semanas.
K: ¿Cómo lo sabe?
M: Me lo dijo.
K: ¿Resultaba difícil satisfacerla?
M: Por lo menos no para mí.
K: ¿Era exigente?
M: Exigía lo que todas las mujeres normales. Tomarla hasta que no quedara nada de ella. No sé si me entiende.
K: ¿Tenía algunas particularidades?
M: ¿En la cama?
K: Sí.
M: La ley de Harrison no se aplica aquí en Nebraska, ¿verdad?
K: No, no tiene nada que temer.
M: No importa. Sólo tenía una particularidad que posiblemente podría considerarse especial. Arañaba.
K: ¿Cuándo?
M: Más bien todo el tiempo. Especialmente en los orgasmos.
K: ¿Cómo?
M: ¿Cómo?
K: Sí, ¿cómo arañaba?
M: Vale. Entiendo. Con todos los dedos de las manos. Como garras. Desde las caderas subiendo por la espalda hasta el cuello. Sigo teniendo marcas. Probablemente no se me quiten nunca.
K: ¿Era imaginativa durante su actividad sexual?
M: Qué expresiones más jodidas emplea. No, en absoluto. Siempre yacía de la misma manera. Boca arriba con un cojín debajo del culo y las piernas muy separadas y muy subidas. Era completamente natural, directa y sincera, en eso como en todo lo demás. Quería hacerlo muchas veces, durante mucho tiempo y de una vez, sin detalles ni distracciones, y de la única manera que le resultaba natural.
K: Entiendo.
M: A estas alturas, debería tenerlo todo muy claro.
(Pausa)
K: Sólo una cosa más. Por lo que ha dicho, me ha dado la impresión de que durante su relación, era usted el que constantemente se ponía en contacto con ella. Usted la llamaba y ella contestaba que subiera o que no tenía ganas y que llamara otro día. Entonces, ¿siempre decidía ella si quería verle y cuándo?
M: Supongo que sí.
K: ¿Alguna vez ella le llamó y le pidió que fuera?
M: Sí, cuatro o cinco veces.
(Pausa)
K: ¿Resultó difícil perderla?
M: Sí.
K: Ha sido de gran ayuda. Y sincero. Gracias.
M: Espero que entienda que esta conversación debe ser confidencial. Conocí a una mujer aquí las navidades pasadas y me casé con ella en febrero.
K: Naturalmente. Se lo dije al principio.
M: De acuerdo. Entonces quizá pueda apagar ya el magnetófono.
K: Por supuesto.
Martin Beck apartó el informe grapado y quedó pensativo mientras se secaba el sudor de la frente y de las palmas de las manos con un pañuelo doblado. Antes de retomar la lectura fue al servicio, se lavó la cara y bebió un vaso de agua.
Capítulo 13
La segunda acta no era tan extensa como la primera. Además, tenía otro tono.
Interrogatorio a Mary Jane Peterson realizado en la Jefatura de Policía de Lincoln, Nebraska, el 10 de octubre de 1964. Interrogador: Teniente de policía Kafka. Testigo: Sargento Romney.
ROMNEY: Le presento a Mary Jane Peterson. Es soltera, tiene 28 años y vive en Second South Street 62. Trabaja en la biblioteca municipal de esta ciudad, aquí en Lincoln.
KAFKA: Siéntese, por favor, señorita Peterson.
PETERSON: Gracias. ¿De qué se trata?
K: Algunas preguntas.
P: ¿Sobre Roseanna McGraw?
K: Correcto.
P: Ya he dicho todo lo que sé. Recibí una postal suya. Eso es todo. ¿Me han hecho dejar mi trabajo y venir aquí para que lo vuelva a decir?
K: ¿Usted y la señorita McGraw eran amigas?
P: Sí, claro.
K: ¿Vivían juntas antes de que la señorita McGraw tuviera su propio apartamento?
P: Sí, durante catorce meses. Ella vino desde Denver y no tenía adónde ir. Le dejé quedarse conmigo.
K: ¿Compartían los gastos de la casa?
P: Por supuesto:
K: ¿Cuándo se separaron?
P: Hace más de dos años, en la primavera de 1962.
K: ¿Pero seguían viéndose?
P: Pues nos veíamos todos los días en la biblioteca.
K: ¿También se veían por la noche?
P: No mucho. Teníamos suficiente la una con la otra durante la jornada laboral.
K: ¿Qué opina acerca del carácter de la señorita McGraw?
P: De mortuis nihil nisi bene.
K: Jack, encárgate tú. Vuelvo dentro de un momento.
R: El teniente Kafka le ha preguntado su opinión sobre el carácter de la señorita McGraw.
P: Lo he oído y he contestado: De mortuis nihil nisi bene. Es latín y significa «de los muertos sólo lo bueno».
R: La pregunta es ésta: ¿Cómo era?
P: Eso tendrán que preguntárselo a otro. ¿Me puedo ir ya?
R: Inténtelo y vera.
P: Es usted un maleducado. ¿Nadie se lo ha dicho?
R: Si yo fuera usted, no lo quiera Dios, tendría mucho cuidado con mis palabras.
P: ¿Por qué?
R: Puede que no me gusten.
P: Ja, ja.
R: ¿Cómo era la señorita McGraw?
P: Pienso que debería preguntárselo a otro idiota.
K: Está bien, Jack ¿Señorita Peterson?
P: ¿Qué?
K: ¿Por qué se separaron usted y la señorita McGraw?
P: Había poco espacio. Por lo demás no veo que sea asunto suyo.
K: Eran buenas amigas, ¿no?
P: Claro.
K: Tengo aquí un informe de la policía del distrito 3, registrado el 8 de abril de 1962. A la una menos diez de la madrugada, varios inquilinos del inmueble situado en Second South Street 62 denunciaron gritos, ruidosas discusiones y alboroto constante en un piso del cuarto. Cuando los agentes Flynn y Richardsson se presentaron en el lugar de los hechos diez minutos más tarde, no les abrieron la puerta, por lo que tuvo que abrir el conserje con una copia de la llave. Usted y la señorita McGraw se encontraban en la casa, la señorita McGraw llevaba puesto un albornoz y usted unos zapatos de tacón alto y un vestido blanco que Flynn describió como de cóctel. A la señorita McGraw le sangraba la frente. Reinaba el desorden en el piso. Ninguna de ustedes quiso formalizar una denuncia, y en cuanto volvió la calma, eso dice en el informe, los agentes abandonaron el piso.
P: ¿Qué pretende sacando a relucir ahora ese incidente?
K: Al día siguiente la señorita McGraw se mudó a un hotel, y una semana más tarde consiguió su propia vivienda unas manzanas más arriba en la misma calle.
P: Le pregunto una vez más: ¿por qué trae ahora aquella vieja historia? Como si no me hubiese causado ya el suficiente disgusto.
K: Intento convencerla sobre la necesidad de contestar a nuestras preguntas. Además conviene que diga la verdad.
P: Vale, la eché. ¿Por qué no iba a hacerlo? El apartamento era mío.
K: ¿Por qué la echó, como dice usted?
P: ¿Y qué importa eso hoy? ¿A quién le importa una vieja discusión entre dos amigas?
K: Por lo visto, todo lo relacionado con Roseanna McGraw es de interés público. Parece ser, como puede comprobar en la prensa, que no hay mucho que escribir sobre ella.
P: ¿Quiere decir que podrían filtrar esta historia a los periódicos si quisieran?
K: Este informe es un documento público.
P: En ese caso, me parece muy raro que nadie se haya hecho con él ya.
K: Es posible que tenga que ver con que el sargento Romney lo encontrara primero. En el momento en que lo devuelva al archivo central, cualquier persona es libre de leerlo.
P: ¿Y si no lo hace?
K: Entonces, evidentemente, la situación sería otra.
P: Las actas de esta declaración, ¿también se convertirán en documento público?
K: No.
P: ¿Puedo fiarme?
K: Sí.
P: De acuerdo, ¿qué quieren saber? Dense prisa para que pueda salir de aquí antes de que me dé un ataque de histeria.
K: ¿Por que obligó a la señorita McGraw a mudarse?
P: Porque me ponía en ridículo.
K: ¿De qué manera?
P: Roseanna era una puta. Como una perra en celo. Y se lo comenté.
K ¿Qué contesto?
P: Mi querido teniente, Roseanna no contestaba a ese tipo de groserías. Las ignoraba. Lo único que hacía era quedarse tumbada en la cama leyendo a algún filósofo Y te miraba. Con los ojos muy abiertos, indulgentes, como si no fuera con ella.
K:¿Tenía mucho temperamento?
P: No, ninguno.
K: ¿Cual fue la causa directa de que la ruptura resultara tan violenta?
P: Saque sus propias conclusiones. Incluso usted debería ser capaz de imaginarlo.
K: ¿Fue por un hombre?
P: Un miserable canalla con el que ella decidió acostarse mientras yo lo esperaba en un pueblo de mala muerte a 50 kilómetros de distancia. Él me entendió mal, encima era tonto, y pensó que tenía que recogerme en casa. Cuando llegó, yo ya me había ido. Roseanna, claro, se encontraba en casa. Siempre estaba en casa. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Gracias a Dios que el hijo de puta se había largado ya cuando llegué, si no, a estas alturas, yo estaría cosiendo sacos en la penitenciaría de Sioux City.
K: ¿Cómo se enteró de lo que había ocurrido?
P: Por Roseanna. Siempre decía la verdad. ¿Por qué lo has hecho? Querida Mary Jane, porque quise hacerlo. Además era muy lógica: Querida Mary Jane, eso sólo demuestra que él no merecía la pena.
K: ¿La consideraba su amiga a pesar de todo?
P: Sí, por raro que parezca. Si Roseanna tenía una amiga, ésa era yo. Nos fue mejor cuando se marchó y no nos veíamos todos los días. Cuando llegaba, de la universidad, siempre estaba sola. Sus padres habían muerto en Denver poco antes y casi al mismo tiempo. No tenía hermanos, ni familia, ni amigos. Además, andaba escasa de dinero. Había algún problema con la herencia y pasaron años sin que pudiera recibirla. Luego, por lo visto, le llegó por fin el dinero, poco después de irse a aquel apartamento.
K: ¿Cómo describiría su carácter?
P: Creo que sufría algún complejo de independencia, que se manifestaba de manera extraña. Por ejemplo, se vestía de forma muy descuidada y alardeaba de su aspecto horrible. En el mejor de los casos, iba en panty y con jerseys anchos y sueltos. Le costaba Dios y ayuda ponerse un vestido cuando iba a trabajar. Tenía ideas muy raras. Casi nunca llevaba sujetador y eso que le hacía más falta que a la mayoría. Odiaba llevar zapatos.
En general, decía que no le gustaba la ropa. Cuando no trabajaba, podía andar por la casa desnuda todo el día. Nunca usaba camisón ni pijama. Me sacaba de quicio.
K: ¿Cree que era dejada?
P: Sólo con su apariencia, pero estoy segura de que lo hacía a propósito. Fingía no darse cuenta de que existían productos cosméticos, peluquerías o medias de nailon. Pero con otras cosas resultaba casi pedante, sobre todo con sus libros.
K: ¿Qué intereses tenía?
P: Leía mucho y a veces escribía, no me pregunte qué, porque no lo sé. En verano pasaba horas fuera. Decía que le gustaba andar. El que lo quiera creer que lo crea. Y los hombres. Más intereses no tenía.
K: ¿Era la señorita McGraw una mujer atractiva?
P: En absoluto, eso le debería haber quedado claro si me prestó atención. Pero la volvían loca los hombres y eso da para mucho.
K: ¿No tenía ninguna relación estable?
P: Cuando se fue de mi casa tengo entendido que salía con alguien que trabajaba en la administración municipal. Estuvieron medio año o así, le vi un par de veces. Dios sabrá cuántas veces le fue infiel a ése, probablemente centenares.
K: ¿Mientras vivían juntas, llevaba hombres a casa a menudo?
P: Sí.
K: ¿Qué quiere decir con «a menudo»?
P: ¿Y usted?
K: ¿Sucedía varias veces por semana?
P: Ah no, hay un límite para todo.
K: ¿Con qué frecuencia ocurría? Conteste.
P: No me hable en ese tono.
K: Yo empleo el tono que me da la gana. ¿Con qué frecuencia llevaba hombres a casa?
P: Una o dos veces al mes.
K: ¿Siempre hombres distintos?
P: No lo sé. No los veía siempre. Ni siquiera la mayoría de las veces. Había épocas en que ella iba a su aire. A menudo aprovechaba cuando yo salía a bailar o algo.
K: ¿No solía acompañarla cuando usted salía?
P: Nunca. Ni siquiera sé si sabía bailar.
K: ¿Puede darme el nombre de alguno de los hombres con los que se relacionó?
P: Hubo un estudiante alemán que conocimos en la biblioteca. Yo les presenté. Creo recordar que se llamaba Mildenberger. Uli Mildenberger. Lo llevó a casa tres o cuatro veces.
K: ¿Cuánto tiempo?
P: Un mes, tal vez cinco semanas. Pero la llamaba todos los días, y me imagino que se veían también en algún otro sitio. Vivió aquí, en Lincoln, un par de años, pero volvió a Europa la primavera pasada.
K: ¿Qué aspecto tenía?
P: Guapo. Alto, rubio y ancho de hombros.
K: ¿Usted misma mantenía relaciones íntimas con ese Mildenberger?
P: ¿Y a usted qué le importa?
K: ¿Cuántos hombres cree que llevó a casa durante el tiempo que vivieron juntas?
P: Pues unos seis o siete.
K: ¿Le atraía algún tipo de hombre en particular?
P: En eso era completamente normal. Quería hombres guapos. Esos que, por lo menos, tienen aspecto de hombres.
K: ¿Qué sabe de su viaje?
P: Sólo que llevaba mucho tiempo planificándolo. Pensaba ir en barco a Europa y luego viajar por allí un mes y ver lo más posible. Después quería quedarse en algún lugar el resto del tiempo, en París o Roma, o una ciudad así. ¿Por qué pregunta todo esto, por cierto? Un policía de por allí mató al asesino de un tiro, ¿no?
K: Ese dato, desgraciadamente, resultó ser falso. Se debió a un malentendido.
P: ¿Puedo irme ya? Tengo, de hecho, un trabajo.
K: ¿Cómo reaccionó cuando se enteró de lo que le había ocurrido a la señorita McGraw?
P: Al principio me quedé verdaderamente conmocionada, pero tampoco es que me sorprendiera mucho.
K: ¿Por qué no?
p: ¿Y me lo pregunta usted? ¿Con esa vida que llevaba?
K: Es suficiente. Adiós, señorita Peterson.
P: No se olvide de lo que me ha prometido.
K: No le he prometido nada. Puedes apagar el magnetófono ahora, Jack.
Martin Beck se mecía en la silla giratoria, se llevó la mano izquierda a la boca y se mordisqueó la articulación del centro del dedo índice.
Luego cogió la última hoja de papel que quedaba de Lincoln y repasó por encima los comentarios de Kafka.
Roseanna Beatrice McGraw, nacida el 18 de mayo 1937 en Denver, Colorado. Su padre, pequeño agricultor. La granja situada a 30 kilómetros de Denver. Formación: College de Denver, después tres años en la Universidad de Colorado. Su padre y su madre murieron en el otoño de 1960. La herencia, aproximadamente 20.000 dólares, se pagó en julio de 1962. La señorita McGraw no ha dejado testamento y, por lo que sabemos, no tiene herederos.
En cuanto a la fiabilidad de los testigos: mi impresión es que Mary Jane Peterson, en algunos aspectos, distorsionó la realidad y calló algunos detalles, probablemente el tipo de cosas que podría dañar su reputación. He tenido oportunidad de cotejar el testimonio de Mulvaney en algunos puntos. El dato de que R McG sólo se vio con un hombre más entre 1962 y julio de 1963 parece ser correcto. Esto queda claro por una especie de diario que encontré en su apartamento. Fue el 22 de marzo y las iniciales del hombre son U. M. (¿Uli Mildenberger?). Siempre anotaba sus relaciones de la misma manera, con una especie de código basado en fechas e iniciales. No he podido encontrar falsedades o errores en la declaración de Mulvaney.
Acerca de los testigos: Mulvaney mide aproximadamente 1,85 metros, es bastante corpulento, ojos azules, pelo rubio. Parece sincero, quizás algo cándido. Mary Jane Peterson es una mujer «despampanante» (quite a girl), elegante, vestía con clase.
Llamativamente esbelta y bien formada. Ninguna de las dos están en nuestros archivos, aparte de por aquella pelea ridicula en su piso en 1962.
(Firma)
Martin Beck se puso la americana y quitó el cerrojo de la puerta. Luego volvió a su sitio. Extendió todos los papeles y se quedó inmóvil con los codos sobre la mesa y la frente apoyada en las manos.
Capítulo 14
Martin Beck levantó la vista de las actas de declaración al entrar Melander a su despacho sin llamar. Ocurría muy pocas veces.
—Karl-Åke Eriksson-Stolt —dijo Melander—, ¿no te acuerdas de él?
Martin Beck se quedó un momento pensativo.
—El fogonero del Diana, quieres decir. ¿Se llamaba así?
—Ahora se llama Eriksson. Hace dos años y medio se llamaba Eriksson-Stolt. Entonces fue condenado a un año de cárcel por mantener relaciones sexuales con una menor de apenas trece años. ¿No te acuerdas? Un canalla prepotente y sinvergüenza de pelo largo.
—Sí, creo que me acuerdo. ¿Estás seguro de que se trata del mismo tipo?
—Lo he comprobado con la agencia de empleo de los marineros. Es el mismo hombre.
—No recuerdo muy bien qué ocurrió. ¿No vivía en Sundbyberg?
—En Hagalund. Con su madre. Ocurrió un día mientras la madre se encontraba fuera trabajando, él no hacía nada. Se llevó a la hija del portero a su casa. No había cumplido aún los trece años, luego resultó que era un poco retrasada. La engañó para que bebiera alcohol, aguardiente y zumo, creo recordar, y cuando estaba lo suficientemente bebida abusó de ella.
—Tengo entendido que fueron los padres de la niña los que le denunciaron.
—Sí, yo fui a buscarlo. Durante los interrogatorios intentó hacerse el duro y declaró que pensaba que la niña tenía la «edad de consentimiento» y había querido hacerlo. En realidad, su aspecto era el de una niña de once años a lo sumo, además parecía muy infantil para su edad. El médico que la examinó temió que le quedaran secuelas de por vida, pero no sé. De todas maneras, Eriksson fue condenado a un año de trabajos forzosos.
Martin Beck sintió un escalofrío en todo el cuerpo sólo de pensar que aquel hombre hubiera coincidido con Roseanna a bordo del Diana.
—¿Dónde está ahora? —preguntó.
—En un barco de carga finlandés. Creo que se llamaba Kalajoki. Voy a averiguar dónde se encuentra ella. ¿Te has dado cuenta de que he dicho «ella»?
Mientras Melander cerraba la puerta, Martin Beck cogió el teléfono y llamó a Motala.
—Hay que atraparlo —comentó Ahlberg—. Llámame en cuanto hayas hablado con la compañía naviera. Lo quiero aquí aunque tenga que ir yo mismo nadando a por él. El otro fogonero también se ha enrolado en un barco, pero pronto conseguiré localizarlo. Además, volveré a visitar al jefe de máquinas. Ha abandonado el mar, ahora trabaja en Electrolux.
Colgó. Martin Beck se quedó un rato parado, pensando qué hacer. De pronto se puso nervioso y subió a la planta de arriba.
Melander acababa de colgar el teléfono cuando Martin Beck entró. Kollberg no estaba.
—Aquel barco, el Kalajoki, ha zarpado de Holmsund. Pasará la noche en Söderhamn. La compañía confirma que se encuentra a bordo.
Martin Beck volvió a su despacho y llamó de nuevo a Motala.
—Me llevo a uno de mis hombres y subimos en coche a buscarlo —dijo Ahlberg—. Te llamaré cuando lo tengamos aquí.
Se hizo un largo silencio. Luego Ahlberg preguntó:
—¿Crees que es él?
—No lo sé. Puede ser una casualidad, claro. Sólo lo vi una vez hace más de dos años, poco antes de ser condenado. Un tipo bastante repugnante.
Martin Beck pasó el resto de la tarde en su despacho. Se sentía incapaz de trabajar, pero consiguió liquidar un par de asuntos rutinarios que llevaban tiempo sobre su mesa. Sólo pensaba en el barco finlandés que iba rumbo a Söderhamn. Y en Roseanna McGraw.
Una vez en casa, intentó trabajar en la maqueta del barco, pero después de un rato se quedó sentado con los codos apoyados en la mesa y las manos cruzadas. Seguramente no sabría nada de Ahlberg hasta la mañana siguiente, al final se fue a la cama. Durmió mal y a las cinco se despertó.
Cuando llegó el periódico matinal, ya estaba afeitado y vestido. Iba por la sección de deportes cuando llamó Ahlberg.
—Lo tenemos aquí. Se hace el duro. No dice nada. No me cae precisamente bien. Por cierto, he hablado con el fiscal provincial. Me dijo que si necesitábamos un interrogador experto, te pidiéramos a ti que vinieras. Y creo que resulta indispensable.
Martin Beck echó un vistazo a su reloj. Se sabía de memoria el horario de trenes.
—Vale, me da tiempo a coger el tren de las siete y media. Nos veremos. Hasta luego.
Pasó antes por Kristineberg con el taxi para recoger la carpeta con las actas de declaración y los expedientes personales. A las siete y veinticinco estaba en el tren.
Karl Åke Eriksson-Stolt nació en la parroquia de Katarina hace veintidós años. Su padre murió cuando tenía seis años y al año siguiente, su madre y él se mudaron a Hagalund. Era hijo único. Su madre, de profesión costurera, lo cuidó hasta que terminó el colegio. El único profesor que se acordaba de él lo describió como un chico nada listo, revoltoso e insolente. Después del colegio, tuvo varios empleos, la mayoría como mensajero u obrero de la construcción. Al cumplir los dieciocho años, se enroló de marinero, su primer viaje como grumete, luego de fogonero. Los oficiales del barco no tenían nada especial que decir acerca de él. Un año más tarde volvió a casa de su madre, quien lo mantuvo hasta que unos meses después tuvo que hacerlo el Estado. En abril de 1963 salió de la cárcel de Långholmen.
Martin Beck había estudiado las actas de declaración el día anterior, pero las volvió a repasar con detenimiento una vez más. En la carpeta había también un informe de un psiquiatra forense. Redactado de forma bastante escueta, hablaba fundamentalmente de inestabilidad, letargo y frío emocional. Además, Karl Åke Eriksson-Stolt tenía predisposición psicopática y un instinto sexual fuertemente desarrollado, combinación que podía generar comportamientos anormales.
Martin Beck fue andando desde la estación de tren directamente hasta la comisaría y a las once menos diez llamó a la puerta del despacho de Ahlberg. El comisario Larsson estaba con él. Se les notaba cansados y preocupados, y parecían aliviados de poder pasar la pelota a otra persona. Ninguno de los dos había conseguido sacarle nada a Eriksson, excepto alguna que otra palabrota.
Ahlberg echó una ojeada a los expedientes personales. Al cerrar la carpeta, Martin Beck preguntó:
—¿Conseguiste localizar al otro fogonero?
—Sí, en cierta manera sí. Trabaja en un barco alemán que está ahora en Hoek van Holland. Llamé a Amsterdam esta mañana y hablé con un comisario que sabía un poco de alemán. Tendrías que oír mi alemán. Si no he entendido mal, hay un chico que habla danés en La Haya que podría encargarse del interrogatorio. Si es que él me ha entendido bien a mí. En ese caso, mañana tendremos noticias.
Ahlberg pidió que les subieran café y después de tomar dos tazas Martin Beck dijo:
—Venga, empecemos. ¿Dónde vamos a estar?
—En el despacho de aquí al lado. Allí hay magnetófono y todo lo que puedas necesitar.
Eriksson conservaba más o menos el mismo aspecto que Martin Beck recordaba. Aproximadamente un metro ochenta de alto, delgado y larguirucho. Rostro oval y estrecho, ojos azules muy juntos, largas pestañas curvas, y cejas pobladas y rectas. Nariz larga y recta, boca pequeña, labios finos y barbilla metida. Pelo negro, largo por detrás y una gran onda que le caía sobre la frente. Patillas largas y un pequeño bigote negro que Martin Beck no recordaba de la última vez. Tenía una mala postura, los hombros encogidos y la espalda redondeada y encorvada. Vestía vaqueros desgastados, un jersey de lana azul marino, chaleco de cuero negro y zapatos negros con puntera fina y reforzada.
—Siéntese —dijo Martin Beck señalando con la cabeza la silla al otro lado de la mesa—. ¿Un cigarrillo?
Eriksson aceptó, le dio fuego y se sentó. Con el cigarrillo en la comisura de los labios, se acomodó en la silla deslizándose hacia abajo y colocó el pie derecho sobre su rodilla izquierda. Luego se metió los dedos pulgares por debajo del cinturón y, sin dejar de mover el pie, se quedó mirando la pared por encima de la cabeza de Martin Beck.
Martin Beck lo observó durante un rato, encendió el magnetófono, colocado sobre una mesa baja a su lado, y empezó a leer.
—Eriksson, Karl Åke, nacido el veintitrés del once de mil novecientos cuarenta y uno. Marinero, último enrolamiento en el barco de carga finlandés Kalajoki. Lugar de residencia Hagalund, Solna. ¿Es correcto?
Eriksson hizo un vago movimiento con la cabeza.
B: He preguntado si es correcto. ¿Son correctos estos datos? Conteste. Sí o no.
E: Sí, joder.
B: ¿Cuándo se enroló en el Kalajoki?
E: Hace unas tres o cuatro semanas.
B: ¿Qué hizo anteriormente?
E: Nada.
B: ¿Dónde no hizo nada?
E: ¿Qué?
B: ¿Dónde vivía antes de enrolarse en el barco finlandés?
E: En casa de un colega en Gotemburgo.
B: ¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en Gotemburgo?
E: Un par de días. Una semana tal vez.
B: ¿Y antes?
E: Con la vieja.
B: ¿Trabajaba entonces?
E: No, estaba de baja.
B: ¿Qué enfermedad sufría?
E: Estaba enfermo, simplemente. Hecho polvo, con fiebre y eso.
B: ¿Dónde trabajaba antes de caer enfermo?
E: En un barco.
B: ¿Cómo se llamaba el barco?
E: Diana.
B: ¿Qué tipo de trabajo tenía en el Diana?
E: Fogonero.
B: ¿Cuánto tiempo estuvo en el Diana?
E: Todo el verano.
B: ¿Desde...?
E: Desde el uno de julio hasta mediados de septiembre. Luego lo dejan. O sea, guardan el barco. Sólo trabajan en verano. De un lado para otro con un montón de turistas horteras. Para aburrirse como una ostra. Pensé dejarlo enseguida, pero mi colega quería seguir y, en fin, necesitaba la pasta.
(Después de este descomunal esfuerzo de oratoria, Eriksson parecía totalmente exhausto y se hundió aún más en la silla.)
B: ¿Quién es su amigo? ¿En qué trabajaba en el Diana?
E: Fogonero. Éramos tres en las calderas. Yo, mi colega y el jefe de máquinas.
B: ¿Conocía a alguien más de la tripulación?
Eriksson se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo en el cenicero.
—Pero ¿qué clase de interrogatorio es éste, joder, un tercer grado o qué? —se quejó apoyándose en el respaldo de la silla—. Yo no he hecho nada. Consigo un trabajo y todo, y luego unos malditos maderos te cogen y...
B: Debe contestar a mis preguntas. ¿Conocía a alguien más de la tripulación?
E: No cuando empecé. Entonces sólo conocía a mi compañero. Pero luego, claro, uno va conociendo a los demás. Había un chaval muy majo que trabajaba en cubierta.
B: ¿Conoció a alguna chica durante los viajes?
E: Sólo había una que no estaba mal del todo, pero se lió con el cocinero. El resto eran viejas brujas.
B: ¿Y entre los pasajeros?
E: A ésos no se les veía mucho. No conocí a ninguna mujer, punto.
B: ¿Los tres encargados de las máquinas trabajaban por turnos?
E: Sí.
B: ¿Recuerda si alguna vez ocurrió algo extraño a bordo durante el verano?
E: No, ¿cómo que extraño?
B: ¿Algún viaje no fue como los demás? ¿No se estropeó la máquina en alguna ocasión?
E: Ah sí, es verdad. Se rompió un tubo de vapor. Tuvimos que quedarnos en Söderköping y repararlo. Tardamos mucho tiempo. Pero no fue por mi culpa, eh.
B: ¿Se acuerda de cuándo ocurrió?
E: Un poco después de Stegeborg, creo.
B: Vale. ¿Pero qué día?
E: Y yo qué sé, joder. Eso me la trae floja. No fue culpa mía que se parara la condenada máquina. Por cierto, no era mi turno. Yo estaba sobando.
B: ¿Pero cuándo zarparon de Söderköping? ¿Estaba trabajando en ese momento?
E: Sí. Y antes también. Tuvimos que currar como locos los tres para volver a hacer arrancar el barco. Trabajamos toda la noche y luego yo seguí currando al día siguiente. El jefe de máquinas y yo.
B: ¿Cuándo terminó su turno aquel día?
E: ¿El día después de Söderköping? Bastante tarde, creo.
B: ¿Qué hacía mientras estaba libre?
(Eriksson fijó una mirada vacía en Martin Beck y no contestó)
B: ¿Qué hizo cuando terminó de trabajar aquel día?
E: Nada.
B: Algo tuvo que hacer. ¿Qué?
(La misma mirada hacia el vacío.)
B: ¿Dónde se encontraba el barco cuando acabó su turno?
E: No sé. En el lago Roxen, creo.
B: ¿Qué hizo cuando se terminó su turno?
E: He dicho que nada.
B: Tuvo que haber hecho algo. ¿Vio a alguien?
(Eriksson parecía aburrido y se pasó la mano por el cuello grasiento.)
B: Haga memoria. ¿Qué hizo?
E: Qué pesado, joder. ¿Qué cree que se puede hacer en un maldito cascarón? ¿Jugar al fútbol? Ese condenado barco de mierda estaba en medio de la puta agua, joder. Pues no, tío, en aquella barcaza lo único que se podía hacer era zampar y sobar.
B: ¿Vio a alguien aquel día?
E: Sí, claro, estuve con Brigitte Bardot. ¿Cómo coño voy a saber si vi a alguien? De eso hace años, coño.
B: Vale, lo retomamos. El verano pasado, cuando trabajó en el crucero Diana, ¿conoció a algún pasajero?
E: No conocí a ningún pasajero. Dicho sea de paso, no está permitido. Y aunque lo hubiese estado, no tenía ganas. Un montón de turistas bordes. A mí qué me importaban.
B: ¿Cómo se llama su amigo, el que también trabajaba en el Diana?
E: ¿Por qué? ¿De qué va esto? No hemos hecho nada.
B: ¿Cómo se llama?
E: Roffe.
B: Nombre y apellido.
E: Roffe Sjöberg.
B: ¿Dónde está ahora?
E: Estará en algún barco alemán. Yo qué coño sé dónde está. Por mí como si está en Kuala Lumpur. Yo qué sé.
Martin Beck se rindió. Apagó el magnetófono y se levantó. Eriksson empezó a desplegar sus largos miembros con dificultad para poder levantarse de la silla.
—¡Quédese ahí sentado! —gritó Martin Beck—. Manténgase sentado hasta que yo le diga que puede incorporarse.
Llamó a Ahlberg, cinco segundos más tarde estaba en la puerta.
—Levántese —ordenó Martin Beck, y salió del cuarto.
Cuando Ahlberg volvió a su despacho, Martin Beck estaba sentado a la mesa.
Alzó la mirada y se encogió de hombros.
—Ahora vamos a comer —dijo—. Luego lo intentaré de nuevo.
Capítulo 15
A las ocho y media de la mañana siguiente, Martin Beck hizo llamar a Eriksson por tercera vez. El interrogatorio duró dos horas y el resultado fue tan decepcionante como los dos del día anterior.
Eriksson salió del cuarto con paso lento y despreocupado, y un joven agente lo arreó, entonces Martin Beck rebobinó la cinta del magnetófono y fue a buscar a Ahlberg. Escucharon en silencio, aunque de vez en cuando Martin Beck interrumpía con breves comentarios.
Unas horas más tarde, sentados de nuevo en el despacho de Ahlberg:
—Bueno, ¿qué piensas?
—No fue él —concluyó Martin Beck, casi seguro—. Primero, no es lo suficientemente listo para mantener la compostura. Simplemente no entiende de qué va el asunto, no finge.
—Quizá tengas razón —admitió Ahlberg.
—Segundo, hay una cosa que sólo puedo atribuir a lo que se suele llamar sentido común, pero aun así, estoy convencido. Conocemos un poco a Roseanna, ¿no?
Ahlberg asintió con la cabeza.
—Y me cuesta mucho imaginar que ella se liara por propia voluntad con Karl-Åke Eriksson.
—Tienes razón. Le gustaba, aunque no con cualquiera. Pero, ¿quién dice que lo hiciera voluntariamente?
—Yo. Debió de ocurrir así. Conoció a alguien con quien se quiso acostar, y cuando el tema llegó lo suficientemente lejos para darse cuenta de su error ya era demasiado tarde. Pero no fue Karl-Åke Eriksson.
—Pudo ocurrir de otra manera —dijo Ahlberg dudando.
—¿Cómo? ¿Allí, en ese pequeño camarote? ¿Alguien que fuerce la puerta y se tire sobre ella? Habría peleado y chillado, y la gente la habría oído.
—Quizá la amenazó. Con una navaja o con una pistola.
Martin Beck asintió pausadamente con la cabeza ante Ahlberg. Luego se levantó bruscamente y se acercó a la ventana. Ahlberg le seguía con los ojos.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Ahlberg—. No podemos retenerlo mucho más.
—Quiero hablar con él una vez más. De hecho, no creo que sepa por qué está aquí. Ahora se va a enterar.
Ahlberg se levantó y se puso la americana. Luego salió. Martin Beck se quedó un rato meditando, después llamó para que le trajeran a Eriksson, cogió su maletín y entró en el cuarto contiguo.
—¿Qué coño está pasando? —se quejó Eriksson—. No he hecho nada. No me pueden retener aquí si no he hecho nada. Joder...
—Cállese hasta que yo le diga cuándo puede hablar. Conteste sólo a mis preguntas —le advirtió Martin Beck.
Sacó la fotografía retocada de Roseanna McGraw y se la enseñó a Eriksson.
—¿Reconoce a esta mujer? —preguntó.
—No —respondió Eriksson—, ¿quién es esa tía?
—Mire bien y luego conteste. ¿Ha visto a la mujer de la fotografía?
—No.
—¿Está absolutamente seguro?
Eriksson apoyó el codo en el respaldo de la silla y se pasó el dedo índice por debajo de la nariz.
—Sí. Nunca he visto a esta tía.
—Roseanna McGraw, ¿el nombre le dice algo?
—Qué nombre más jodido, eh. ¿Es una actriz?
—¿Ha escuchado el nombre de Roseanna McGraw alguna vez?
—No.
—Entonces le contaré algo. La mujer de la fotografía es Roseanna McGraw. Era estadounidense y pasajera durante el primer viaje del Diana desde Estocolmo el tres de julio de este año. Durante aquella travesía el Diana se retrasó doce horas, primero debido a la niebla al sur de Oxelösund y luego por una avería de la caldera. Usted ya ha confirmado que trabajó a bordo en esa travesía. Cuando el barco atracó en Gotemburgo, Roseanna McGraw ya no estaba allí. Fue asesinada la noche del cuatro al cinco de julio y la encontraron muerta tres días más tarde en la dársena de la esclusa de Borenshult.
Eriksson se enderezó en la silla y puso la espalda recta como un palo. Se agarró a los reposabrazos y le tembló la comisura izquierda de los labios.
—¿Por eso...? Creen que yo...
Juntó las palmas de las manos y se las metió entre las piernas, presionándoselas con las rodillas, luego se inclinó hacia delante hasta dar casi con la barbilla en la mesa. Martin Beck notó cómo le palidecía la piel del tabique nasal.
—¡Yo no he matado a nadie! ¡No he visto a esa tía en mi vida! ¡Lo juro!
Martin Beck guardó silencio. Mantuvo la mirada clavada en el rostro de aquel hombre y vio crecer el terror en sus pesados ojos, abiertos como platos.
Al hablar, su voz sonaba seca y desprovista de entonación.
—¿Dónde se encontraba y qué hizo la tarde del cuatro de julio y la noche del cuatro al cinco de julio?
—En el camarote. ¡Lo juro! ¡Dormía en el camarote! ¡No he hecho nada! ¡Nunca he visto a esa tía! ¡Es la verdad!
Puso voz de falsete y se golpeó contra el respaldo de la silla. Se llevó bruscamente la mano derecha a la boca y empezó a morderse el nudillo del pulgar sin desviar la vista de la foto que tenía delante. De repente su mirada se estrechó y su voz se hizo tensa e histérica.
—Intentan engañarme. ¿Creen que no me doy cuenta, eh? Eso de la tía es sólo un invento. Han hablado con Roffe y el cabrón ha dicho que fui yo. Ha cantado el hijo de puta. Fue él. Yo no hice nada. Es la verdad. Yo no hice nada. Roffe le dijo que fui yo, ¿no? ¿Es eso lo que ha dicho?
Martin Beck no desvió la mirada de su cara.
—¡El muy hijo de puta! Fue él quien se encargó de la cerradura y se llevó el dinero.
Se inclinó hacia delante y su voz subió de tono. Las palabras le salían a chorros por la boca.
—Me obligó. Él había trabajado en ese dichoso sitio. Él lo montó todo. Yo no quería. Se lo dije. Lo rechacé. No quiero participar en ningún jodido robo, le comenté. Pero él me obligó, ese maldito cabrón de mierda. Cantó, el hijo de puta...
—Vale —dijo Martin Beck—. Roffe ha cantado. Ahora quiero oír de ti toda la historia.
Una hora más tarde reprodujo la cinta para Larsson y Ahlberg. Se trataba de un informe completo sobre un robo que Karl-Åke Eriksson y Rolf Sjöberg cometieron en un taller de Gotemburgo un mes antes.
Cuando Larsson salió para llamar a la policía de Gotemburgo, Ahlberg comentó:
—Por lo menos sabemos dónde estará por un tiempo.
Permaneció en silencio un rato tamborileando los dedos sobre la mesa.
—Por lo tanto, nos quedan unas cincuenta personas —se lamentó Ahlberg—. Si partimos de la teoría de que el asesino se encuentra entre los pasajeros.
—Podemos descartar ya a algunos. De eso se ocupan Kollberg y Melander. Disponen de un material ingente. Utilizan el método de eliminación, según Melander, al principio todos son sospechosos, incluyendo niños y viejas profesoras de manualidades.
Martin Beck se calló y miró a Ahlberg, sentado con la cabeza baja estudiándose las uñas de los pulgares. Parecía igual de abatido que Martin Beck cuando se dio cuenta de que el interrogatorio con Eriksson no daba resultado.
—¿Estás decepcionado? —preguntó.
—Sí, tengo que reconocer que sí. Por un momento creí que lo habíamos conseguido y ahora resulta que volvemos al principio.
—Bueno, hemos avanzado un poco. Gracias a Kafka.
Sonó el teléfono y Ahlberg se lanzó sobre él. Permaneció en silencio un buen rato con el auricular pegado al oído. De repente gritó:
—Ja, ja, ich bin hier. Ahlberg bier.
—Amsterdam —le dijo a Martin Beck, y éste abandonó discretamente el despacho.
Mientras se lavaba las manos, pensó «an, auf, hinter, in, neben, über, unter, vor, zwischen» y recordó el olor dulce de una habitación hace mucho tiempo, una mesa redonda con un mantel verde y una vieja profesora con una gramática alemana desgastada entre sus gruesas manos. Cuando volvió, Ahlberg acababa de colgar.
—Maldita lengua —dijo—. Sjöberg no estaba en el barco. Se enroló en Gotemburgo, pero nunca subió a bordo. De momento es problema de Gotemburgo.
Martin Beck se quedó dormido en el tren y se despertó cuando se detuvo en la estación central de Estocolmo, pero no se espabiló del todo hasta que se acostó en su propia cama de Bagarmossen.
Capítulo 16
A las cinco y diez Melander hizo un redoble de tambor en la puerta y esperó cinco segundos antes de asomar su alargado y sombrío rostro:
—Pensaba irme ya —dijo—. ¿Te parece bien?
No había ninguna razón formal para que lo hiciera, pero aun así este proceder se repetía cada día. En cambio, nunca anunciaba su llegada por la mañana.
—Claro —contestó Martin Beck—. Hasta luego.
Después de un rato añadió:
—Gracias por el día de hoy.
Martin Beck se quedó sentado en la silla escuchando cómo agonizaba otra jornada laboral. Primero dejaron de sonar los teléfonos, luego las máquinas de escribir, después las voces y, al final, el ruido de pasos en los pasillos.
A las cinco y media llamó a casa.
—¿Te esperamos para cenar?
—No, cenad vosotros.
—¿Vas a llegar tarde?
—No lo sé. Es posible.
—Hace años que no ves a los niños.
Por supuesto que los había visto y oído hacía menos de nueve horas, y eso lo sabía ella tan bien como él.
—Martin...
—¿Sí?
—Te noto raro. ¿Te pasa algo?
—No, nada. Hay mucho trabajo.
—¿Eso es todo?
—Sí, claro.
Ella volvió a su estado normal. El momento pasó. Algunas frases desgastadas y la conversación acabó. Todavía distraído, se quedó con el auricular del teléfono pegado al oído hasta que la escuchó colgar. Un clic y un silencio vacío. Era como si ella se encontrara a miles de kilómetros. Hacía años que no hablaban.
Frunció el ceño, suspiró y recorrió con la mirada los papeles de su mesa. Cada uno de ellos decía algo sobre Roseanna McGraw y sobre los últimos días de su vida. De eso no le cabía la menor duda. Aun así no revelaban nada.
Repasarlo todo una vez más parecía no tener sentido, pero probablemente lo haría de todas formas, aquí y ahora. Empezaría enseguida. Estiró la mano para coger un cigarrillo, pero la cajetilla estaba vacía.
La tiró a la papelera y buscó otra en la americana. Durante las últimas semanas había fumado el doble de lo habitual, y lo había notado tanto en la garganta como en la cartera. Al parecer, ya había consumido todas sus reservas, porque lo único que encontró en el bolsillo interior fue algo que no reconoció a la primera.
El extraño objeto era una postal, comprada en un estanco de Motala. Representaba una vista aérea de la sucesión de esclusas de Borenshult. Al fondo se veía el lago y el rompeolas, y en primer plano dos hombres que estaban a punto de abrir las compuertas de la esclusa para dejar pasar un barco de pasajeros que subía. Aparentemente se trataba de una fotografía antigua, porque ese barco ya no existía. Se llamaba Astrea y hacía ya mucho tiempo que había sucumbido a las sierras y los sopletes en algún desguace del astillero.
Pero en aquella ocasión, cuando el fotógrafo de postales de la empresa Almquist y Cöster llegó a Motala, era verano y de repente se acordó del fresco y ácido aroma a flores y húmedo verdor.
Martin Beck abrió un cajón y sacó la lupa. Tenía forma de cucharón y llevaba una pila en el mango. Al pulsar un botón, el objeto de estudio se iluminaba con una bombilla de 2,5 vatios. La foto era de buena calidad y se podía distinguir claramente al capitán en el ala de babor del puente de mando, y a algunos pasajeros apoyados en la barandilla de cubierta. La cubierta de proa estaba repleta de mercancías amontonadas, otra prueba más de que se trataba de una imagen poco reciente.
Acababa de desplazar el campo de visión unos centímetros a la derecha cuando Kollberg dio un puñetazo a la puerta y entró como el estampido de un trueno en Nochebuena.
—Hola, ¿te he asustado?
—Me has dado un susto de muerte —reconoció Martin Beck, sintiendo todavía cómo las bujías de su corazón no hacían contacto.
—¿No te habías ido?
—Sí, claro, ¿no me ves?, estoy en mi casa de Bagarmossen cenando pölsa.4
—¿Sabes cómo llaman a ese chisme los chicos de la brigada antivicio? —le preguntó Kollberg señalando la lupa.
—No.
—El buscaescarabajos Marie-Louise.
—¿Ah sí?
—¿Y por qué no? Igual que la paleta de tarta Johanna, con esa manía que tienen ahora de poner nombre a todo... ¿Has oído lo último en ofertas?
—No.
—Comprando el contador de billetes Marcus, te regalan la barra de pan Ajax.
—Pues cómpralo, joder.
—¿Para que pueda contar mi billete de diez coronas? Por cierto, ¿cuándo nos pagan?
—Mañana, espero.
Kollberg se desplomó en el sillón de visitas.
—Y venga a darle a la lengua —dijo.
—Y sin llegar nunca a nada.
Permanecieron un rato en silencio. El intercambio de palabras había sido del todo automático y ninguno de los dos intentó siquiera fingir que les entretenía. Al final Kollberg dijo:
—O sea, que no conseguiste nada del macarra ese al que le apretaste las clavijas.
—No fue él.
—¿Estás completamente seguro?
—No.
—¿Te sientes seguro?
—Sí.
—Eso es suficiente para mí. Pensándolo bien, hay cierta diferencia entre abusar de una niña borracha de doce años y asesinar a mujeres adultas.
—Sí.
—Además, ella nunca se habría interesado por un tipejo así. Si he entendido bien a Kafka.
—No —dijo Martin Beck con convicción—, nunca lo habría hecho.
—¿Y qué le pareció al tío de Motala? ¿Se ha llevado una decepción?
—¿Ahlberg? Sí, un poco. Pero es cabezota. Por cierto, ¿qué ha dicho Melander?
—Nada. Conozco a ese cabrón desde antes de la guerra y lo único que le ha deprimido en su vida ha sido el racionamiento de tabaco.
Kollberg sacó un cuaderno con tapas negras y lo hojeó pensativo.
—Mientras tú estabas fuera repasé todo una vez más. Luego intenté hacer un resumen.
—¿Sí?
—Me pregunté, por ejemplo, lo que Hammar nos preguntará mañana: ¿Qué sabemos?
—¿Y qué te has contestado?
—Espera, mejor respóndeme tú. ¿Qué hemos averiguado de Roseanna McGraw?
—Bastante. Gracias a Kafka.
—Correcto. Incluso me atrevo a decir que conocemos todo lo esencial acerca de ella. Sigo: ¿qué sabemos del asesinato?
—Tenemos el lugar del crimen y también cómo y cuándo se cometió aproximadamente.
—¿Hemos descubierto realmente dónde ocurrió?
Martin Beck tamborileó los dedos en el borde de la mesa. Luego dijo:
—Sí. En el camarote A7 del Diana.
—Es cierto que el grupo sanguíneo parece coincidir, pero nunca será suficiente para dictar un auto de procesamiento.
—No, pero estamos seguros —insistió Martin Beck con firmeza.
—Vale. Fingimos que lo sabemos. ¿Cuándo?
—El cuatro de julio por la noche. Al caer la noche. Por lo menos después de la cena, que se terminó de servir a las ocho. Es probable que en algún momento entre las nueve y la medianoche.
—¿Cómo? Bueno, para eso disponemos del informe forense. Podemos suponer también que ella misma se desnudó. Voluntariamente. O bajo amenazas, pero no parece probable.
—No.
—Y lo primero y lo último: ¿qué tenemos sobre el autor del crimen?
El propio Kollberg contestó después de unos veinte segundos:
—Que el susodicho es un sádico y un pervertido sexual.
—Que es un hombre —añadió Martin Beck.
—Sí, con toda probabilidad. Y bastante fuerte. Roseanna McGraw no parecía tonta.
—Sabemos que se encontraba a bordo del Diana.
—Sí, partiendo de la base de que nuestras anteriores suposiciones son correctas.
—Que debe pertenecer a una de estas dos categorías: pasajeros o tripulación.
—¿Estamos realmente seguros de eso?
Se hizo un silencio en el despacho. Martin Beck se masajeó el nacimiento del pelo con las yemas de los dedos. Al final concluyó:
—Tiene que ser así.
—¿De verdad?
—Sí.
—Vale, de acuerdo. En cambio desconocemos su nacionalidad. No tenemos huellas dactilares ni pruebas que le puedan relacionar con el crimen. No sabemos si conocía previamente a Roseanna McGraw, de dónde vino, dónde fue o dónde se encuentra en estos momentos. —Kollberg se puso muy serio—. Sabemos muy poco, Martin. Ni siquiera si Roseanna McGraw bajó del barco sana y salva en Gotemburgo. ¿Se te ha pasado por la cabeza que, de hecho, podría haber sido así? Que alguien pudo matarla después. Alguien que sabía de dónde venía y luego trasladó su cuerpo de vuelta a Motala y lo arrojó al agua.
—Sí que lo he pensado. Pero es demasiado absurdo, las cosas no ocurren así.
—Mientras no averigüemos el menú que se sirvió aquellos días, sería posible, al menos en teoría. Aunque vaya en contra del sentido común. Incluso si consiguiéramos probar, probar realmente, que nunca llegó a Gotemburgo, hay otra posibilidad: que ella saltara a tierra en el paso por la esclusa en Borenshult y fuera víctima de algún loco que merodeaba por allí.
—En ese caso deberíamos haber encontrado algo.
—Sí, pero «deberíamos» es una palabra confusa. Hay detalles que me están volviendo loco. ¿Cómo diablos pudo desaparecer a mitad de camino sin que nadie se diese cuenta? ¿Ni siquiera la señora que limpiaba los camarotes o los que servían en el comedor?
—Quien la mató tuvo que quedarse a bordo. Arregló el camarote de manera que pareciera que había sido usado. Sólo se trató de una noche.
—¿Y dónde fueron a parar las sábanas? ¿Y las mantas? Todo debió de mancharse de sangre. No creo que se pusiera a lavar en medio de todo. Y si lo tiró al agua, ¿de dónde sacó nuevas sábanas y mantas?
—Probablemente no hubo mucha sangre, el forense así lo cree. Y si el asesino conocía el barco, pudo coger ropa de cama del almacén.
—¿Un pasajero puede moverse con tanta facilidad en el barco? ¿Y nadie se daría cuenta?
—No resulta tan difícil. ¿Has viajado en un barco de pasajeros por la noche?
—No.
—Todos duermen. Se queda vacío y en completo silencio. Los armarios y los almacenes suelen cerrarse sin llave. Mientras el barco atravesaba el lago Vättern, sólo había tres personas despiertas —que sepamos con certeza—. Los que estaban de imaginaria, dos en el puente de mando y uno en las máquinas.
—¿No debería haber notado alguien que ella no bajara en Gotemburgo?
—No hay ningún procedimiento especial a la llegada. El barco atraca en el puerto de Lilla Bommen, cada uno coge sus bártulos y se apresuran a atravesar la pasarela. En esta ocasión, la mayoría iba con prisa por el retraso. Además, aunque no es lo habitual, había anochecido cuando llegaron.
Martin Beck se calló y se quedó mirando fijamente a la pared durante un rato.
—Lo que me irrita es que los pasajeros del camarote contiguo no se dieran cuenta de nada —dijo.
—Te lo puedo explicar desde hace dos horas. En el camarote A3 se alojaba una pareja holandesa. Los dos tienen más de setenta años y están prácticamente sordos como tapias. —Kollberg pasó la página y se tiró del pelo—. Por lo tanto, nuestra teoría, por llamarlo de alguna manera, sobre cómo, dónde y cuándo se cometió el crimen se basa fundamentalmente en principios de probabilidad, suposiciones lógicas y en una especie de mezcla de diversas teorías psicológicas. Las pruebas concluyentes brillan por su ausencia. Pero nos aferramos a nuestra reconstrucción, ya que es lo único que tenemos. Entonces podríamos tratar la estadística de la misma manera, ¿no?
Martin Beck inclinó la silla hacia atrás y cruzó los brazos.
—A ver —dijo.
—Sabemos los nombres de las ochenta y seis personas que estuvieron a bordo. Sesenta y ocho pasajeros más dieciocho de la tripulación. A día de hoy, sólo hemos podido localizar o contactar de alguna manera con once, aunque incluso en lo referente a esos once, conocemos su nacionalidad, sexo y, a excepción de tres, edad. Ahora usemos el principio de exclusión. Primero eliminaremos a Roseanna McGraw. Quedan ochenta y cinco. Luego a todas las mujeres, ocho tripulantes y treinta y siete pasajeras. Quedan cuarenta. Entre ellos hay cuatro niños menores de diez años y siete ancianos de más de setenta. Quedan veintinueve. Seguimos con el capitán y el timonel: estuvieron de guardia entre las ocho y medianoche, y tienen coartada. Difícilmente les dio tiempo a asesinar a nadie. Con el personal de máquinas la cosa no está tan clara. Menos dos, la suma da veintisiete. Por lo tanto, disponemos de los nombres de veintisiete hombres de edades comprendidas entre los catorce y los sesenta y ocho años. Doce suecos, de los cuales siete son de la tripulación, cinco estadounidenses, tres alemanes, un danés, un sudafricano, un francés, un inglés, un escocés, un turco y un holandés. La dispersión geográfica es aterradora. De los estadounidenses, uno vive en Oregón y otro en Texas; el inglés es de Nassau, en las islas Bahamas; el sudafricano de Durban; y el turco de Ankara. Menudo viaje le toca al que les vaya a interrogar. Además, cuatro de estos veintisiete siguen sin ser localizados. Un danés y tres suecos. No hemos podido probar que ninguno de los pasajeros viajara anteriormente en estos barcos del canal, a pesar de la tortura a la que se ha sometido Melander, que ha repasado las listas de pasajeros de los últimos veinticinco años. Mi teoría es que no pudo hacerlo ninguno de los pasajeros. Sólo cuatro de ellos viajaban en camarotes individuales, los demás estuvieron más o menos vigilados por sus parejas, o con quien fuera que compartieran la cabina. Nadie poseía suficiente conocimiento acerca del barco, las rutinas de a bordo y los trayectos para poder llevar a cabo un asesinato. Quedan los ocho tripulantes, el segundo de a bordo, los dos fogoneros, un cocinero y tres hombres en cubierta. Al jefe de máquinas ya lo hemos descartado por su edad. Mi teoría es que tampoco pudo hacerlo ninguno de ellos. De alguna manera todos se observaban y las posibilidades de fraternizar con los pasajeros parecen limitadas. Según mi teoría, ninguno de ellos asesinó a Roseanna McGraw. Pero tiene que ser errónea. Mis teorías son siempre una mierda. El peligro de pensar.
Se hizo un silencio de medio minuto. Luego Kollberg prosiguió:
—Y aquel macarra de Eriksson... Joder, ha sido una suerte que por lo menos hayas conseguido arrestar a ese cabronazo. ¿Me oyes? ¿Has oído lo que te he dicho?
—Sí, claro —dijo Martin Beck ausente—. Claro que te escucho.
Era verdad. Estaba prestando atención, aunque durante los últimos diez minutos la voz de Kollberg le había parecido cada vez más lejana. Dos ideas muy dispares le habían cruzado la mente. Una de ellas, cierta asociación de ideas sobre algo que había oído decir a alguien, volvió a hundirse en el fango de sus pensamientos incompletos y olvidados enseguida. La otra, en cambio, era más concreta, un nuevo plan para abordar el problema y, por lo que él entendía, factible.
—Tuvo que haber conocido a alguien a bordo —se dijo a sí mismo.
—Si es que no fue un suicidio —replicó Kollberg con una cansada ironía.
—Alguien que no pensara matarla, por lo menos al principio, y que no tenía por qué mantenerse oculto...
—Claro, eso es lo que creemos, pero de qué nos sirve...
Martin Beck visualizó nítidamente una escena de su último día de julio en Motala. El feo Juno esquivaba la draga y se dirigía hacia la dársena del puerto.
Se enderezó, cogió la vieja postal y la miró fijamente.
—Lennart —dijo—. ¿Cuántas cámaras de fotos se dispararon durante aquellos días? Por lo menos veinticinco, más bien treinta, tal vez cuarenta. En cada esclusa algunas personas bajaron corriendo a tierra para fotografiar el barco y luego los unos a los otros. Hay fotos de aquel viaje pegadas en veinte o treinta álbumes de familia. Todo tipo de imágenes, las primeras del muelle de Riddarholmen de Estocolmo y las últimas del puerto de Lilla Bommen en Gotemburgo. Imagina que veinte personas exponen treinta fotogramas cada una durante tres días. Calculando por lo bajo, un rollo por persona. Y algunos utilizaron películas de 16 milímetros. Lennart, tiene que haber por lo menos seiscientas fotografías... entiendes... seiscientas. A lo mejor mil.
—Sí —respondió Kollberg lentamente—, entiendo lo que quieres decir.
Capítulo 17
—Claro, eso significa un trabajo enorme —reconoció Martin Beck.
—No será peor de lo que ya estamos haciendo.
—Tal vez sea una idea precipitada, quizá me equivoque.
Llevaban muchos años jugando al mismo juego. Martin Beck dudaba y necesitaba apoyo. Conocía de antemano la respuesta que le iba a dar y, además, que Kollberg sabía que él lo sabía. Aun así se mantuvieron fieles al ritual.
—Algún resultado obtendremos —insistió Kollberg.
Y al cabo de unos segundos añadió:
—Además, ya no partimos de cero. Hemos averiguado dónde se encuentran, con pocas excepciones, y hemos contactado con la mayoría.
A Kollberg se le daba bien parecer convincente. De hecho era una de sus especialidades.
Después de un rato, Martin Beck preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las siete y diez.
—¿Hay alguien que viva cerca?
Kollberg estudió su cuaderno.
—Más cerca de lo que puedes imaginar —contestó—. Norr Mälarstrand. Un coronel jubilado y su parienta.
—¿Quién les visitó? ¿Tú?
—Melander. Me dijo que parecían buena gente.
—¿Nada más?
—No.
El asfalto estaba mojado, brillante y resbaladizo. Kollberg empezó a soltar tacos amargamente cuando su coche derrapó en la rotonda de la plaza de Lindhagen. Se retrasaron tres minutos.
Abrió la señora del coronel.
—Axel, son dos señores de la policía —gritó hacia dentro de la casa.
—Invítalos a pasar —rugió el coronel—. ¿O quieres que salga yo hasta la escalera?
Martin Beck se quitó el agua de lluvia del sombrero con unos golpes y entró. Kollberg se secó los pies con una energía conmovedora.
—Estamos de maniobras —bramó el militar—. Los señores deben disculparme por no levantarme.
En la mesita de al lado tenía una partida de dominó a medias, una copa de coñac y una botella de Rémy Martin. A dos metros de distancia, en el televisor —a un volumen más alto de lo imaginable— un episodio de un día en la vida de la familia Jetson, que ya en circunstancias normales resultaba ensordecedor.
—En fin, tiempo de maniobras, como he dicho. ¿Quieren un coñac? Es lo único que ayuda.
—Yo tengo que conducir —voceó Kollberg con una mirada apesadumbrada a la botella.
Pasaron diez segundos antes de que ganara el sentimiento de solidaridad de Martin Beck. Se estremeció de pena y negó con la cabeza.
—Habla tú —le pidió a Kolberg.
—¿Cómo? —aulló el hombre del sillón.
Martin Beck consiguió reproducir una sonrisa y un gesto defensivo. Cualquier intento de participar en la conversación inutilizaría sus cuerdas vocales durante toda la semana siguiente, de eso estaba convencido. La conversación continuó.
—¿Fotografías? No, nosotros ya no hacemos fotos. Yo no veo muy bien y a Axel siempre se le olvida pasar el carrete. Por cierto, eso también nos lo preguntó aquel joven tan simpático que estuvo aquí hace quince días. Un muchacho encantador.
Martin Beck y Kollberg se intercambiaron una rápida mirada, no sólo asombrados por la peculiar descripción de Melander.
—Pero por extraño que pueda parecer —atronó el coronel—, el comandante Jentsch... Bueno, ustedes no saben quién es, claro. Él y su esposa fueron compañeros de mesa durante el viaje. Oficial de intendencia, un hombre estupendo. Incluso resultó que éramos de la misma promoción, aunque el desgraciado final de la campaña contra los bolcheviques puso fin a su carrera. Ya saben, los ascensos llegaban rápido durante la guerra, pero después de 1945 todo terminó para los pobres diablos. Bueno, Jentsch por lo visto no lo pasó tan mal. Era oficial de intendencia, valía su peso en oro durante la reconstrucción. Llegó a ser director de una empresa de alimentación en Osnabrück, creo recordar. La verdad es que teníamos bastantes cosas en común, mucho de qué hablar, el tiempo ha pasado rápido. El comandante Jentsch vio bastante en la guerra. Bastante, bastante. Durante nueve meses, quizá llegaron a once, bueno, de todas maneras fue oficial de enlace en la División Azul, ¿conocen la División Azul? Las tropas españolas de elite que Franco mandó contra los bolcheviques. Y debo decir que aquí, a menudo, medimos a italianos, griegos, españoles y demás... Bueno, a ver si me entienden, los medimos a todos con el mismo rasero, pero tengo que decir que aquellos chavales, o sea, los de la División Azul, ellos sí que sabían...
Martin Beck giró la cabeza y miró a la pantalla del televisor con angustia en el corazón, que en esos momentos emitía un reportaje —sin duda grabado hacía meses— sobre la recogida de la remolacha en la provincia de Escania. La señora dirigía su atención en la misma dirección y, por lo demás, parecía no ser consciente de lo que ocurría a su alrededor.
—Entiendo —se desgañitó Kollberg.
Luego inspiró aire profundamente y siguió con una potencia de voz y una determinación admirables:
—Coronel, había empezado a decir algo acerca de las fotografías: ¿«por extraño que pueda parecer...»?
Durante poco menos de un minuto, reinó todopoderosa la voz del experto en la recogida de la remolacha. Fue un alivio.
—¿Cómo? Sí, iba a decir que por extraño que parezca el comandante Jentsch era un hacha con la cámara. Aunque no oía ni veía mucho mejor que nosotros, tiraba fotos sin parar y hace sólo unos días nos mandó un montón de fotografías del viaje. Me parece muy amable de su parte, debe de haberle costado bastante. Endiabladamente bonitas las fotografías. Un simpático recuerdo, en cualquier caso.
Martin Beck se levantó y bajó un poco el volumen de la televisión. Una acción que se produjo de manera instintiva, en defensa propia, sin que realmente supiera lo que estaba haciendo. La señora le observó sin entender nada.
—¿Qué? Sí, por supuesto. Minina, quieres buscar las fotografías que nos mandaron de Alemania. Se las voy a enseñar a estos caballeros.
Martin Beck contempló con el ceño fruncido a la mujer a quien llamó Minina, acababa de levantarse con mucho esfuerzo de la silla frente al televisor.
Las fotos eran copias en color de 12x12. Estaban ordenadas en montones de veinte, y el hombre del sillón los sostenía entre el pulgar y el dedo índice de la mano izquierda. Martin Beck y Kollberg se inclinaron hacia delante, uno a cada lado del hombre.
—Estos, pues, somos nosotros y aquí está la señora Jentsch y mi esposa... Bueno, éste soy yo. Esta foto se tomó arriba, en el puente de mando. Es el primer día, yo estoy charlando con el capitán, como pueden ver, quizá. Y aquí... desgraciadamente yo tampoco veo muy bien... ¿Me quieres dar la lupa, por favor, cariño?
El coronel dedicó mucho tiempo a limpiar la lupa con esmero antes de seguir analizando las fotos.
—Sí, eso es, aquí pueden ver al propio comandante Jentsch, a mi esposa y a mí... La señora Jentsch debió de hacer esta foto, está un poco más borrosa que las demás. Y aquí estamos de nuevo, en la misma ocasión, pero desde un ángulo un poco diferente, creo. Y... a ver..., la señora con la que converso aquí se llamaba Frau Liebeneiner, alemana también. Dicho sea de paso, compartía mesa con nosotros, un encanto de mujer, muy digna, pero desgraciadamente algo entrada en años. Perdió a su marido en El Alamein.
Martin Beck aguzó la vista y contempló a una señora viejísima y rolliza con un vestido de flores y un sombrero rosa. Estaba de pie, muy acicalada, al lado de uno de los botes salvavidas con una taza de café en una mano y un trozo de bizcocho en la otra.
El análisis continuaba. Los motivos eran parecidos. A Martin Beck le empezó a doler la región sacra de la columna. A estas alturas, sabía más allá de toda duda el aspecto que tenía la señora Jentsch de Osnabrück.
La última fotografía descansaba encima de la mesa de caoba, delante del coronel. Se trataba de una de esas cuya existencia Martin Beck había previsto. El Diana visto desde la popa en ángulo oblicuo, amarrado en el embarcadero del islote de Riddarholmen en Estocolmo, con el edificio del Ayuntamiento al fondo y dos taxis parados junto a la pasarela.
La fotografía parecía haber sido tomada poco antes de zarpar, ya que había mucha gente a bordo. A popa del bote salvavidas de estribor, en la cubierta shelter, se veía a la señora Jentsch de Osnabrück y, justo debajo de ella, a Roseanna McGraw. Inclinada hacia delante, con los antebrazos descansando en la barandilla y los pies muy separados. Llevaba sandalias, gafas de sol y un vestido amarillo ancho de tirantes. Martin Beck se acercó todo lo que pudo para intentar distinguir a los que se encontraban cerca de ella. Al mismo tiempo escuchó silbar entre dientes a Kollberg.
—Sí, sí, bueno —dijo el coronel impasible—, éste es el barco en Riddarholmen, y aquí tenemos la torre del Ayuntamiento. Y ahí arriba se puede ver Hildegard Jentsch. Eso fue antes de conocernos. Y, sí, es curioso, esta niña también se sentaba en nuestra mesa algunas veces. Holandesa o inglesa, creo. Tengo entendido que luego la cambiaron a otra mesa para que nosotros, los oldboys, tuviéramos más sitio para apoyar los brazos.
Un dedo índice grueso y canoso, aún más grande a través de la lupa, descansaba sobre la mujer de las sandalias y el vestido amarillo amplio.
Martin Beck inspiró antes decir algo, pero Kollberg se adelantó.
—¿Qué? —dijo el coronel—, ¿seguro? Claro que estoy seguro, maldita sea. Se sentó por lo menos cuatro o cinco veces a nuestra mesa. No dijo nunca nada, que yo recuerde.
—Pero...
—Claro que su colega me enseñó unos retratos, pero sabe..., no me acuerdo de su cara, sino del vestido. O, mejor dicho, tampoco es que fuera precisamente por el vestido...
Se giró a la izquierda y clavó su enorme dedo índice en el pecho de Martin Beck. El dolor le resultó insoportable.
—El escote —dijo en un susurro como el estampido de un trueno.
Capítulo 18
Eran las once y cuarto cuando regresaron al despacho de Kristineberg. Un fuerte viento arrojaba ruidosos goterones de lluvia que repiqueteaban sobre los cristales de las ventanas.
Martin Beck había extendido frente a él las veinte fotografías. Dejó a un lado diecinueve y escudriñó, quizá por quincuagésima vez, a Roseanna McGraw dentro del círculo de luz de la lupa.
Tenía el aspecto que siempre había imaginado. Parecía dirigir su mirada hacia arriba, probablemente hacia el reloj de la torre de la iglesia de Riddarholmen, y parecía saludable, relajada e inconsciente, aunque le quedaban exactamente treinta y seis horas de vida. A su izquierda se veía el camarote A7. La puerta estaba abierta, pero en la foto no se veía el interior.
—¿Te has dado cuenta de que hoy hemos sido afortunados? —dijo Kollberg—. Por primera vez durante toda esta puñetera investigación. La suerte llega siempre, tarde o temprano. Esta vez ha tardado demasiado.
—Y algo de mala suerte también.
—¿Porque fue a parar a la mesa de dos viejos soldados sordos como tapias y tres viejas medio cegatas? No es mala suerte, sólo la más que conocida ley de Murphy. Vamos a casa y a la cama. Yo te llevo. ¿O prefieres ir en el metro?
—Primero hay que mandar un telegrama a Kafka. El resto de las cartas las escribiremos mañana.
Media hora más tarde habían terminado. Kollberg conducía rápido y sin precaución bajo la intensa lluvia, pero Martin Beck no parecía darse cuenta, a pesar de que los coches normalmente le incomodaban. Permanecieron callados todo el camino. Cuando llegaron al edificio de Bagarmossen, Kollberg se sacudió y dijo:
—Bueno, así que ahora toca pensar en esto toda la noche. Hasta luego.
En el piso reinaba la oscuridad y el silencio, pero al pasar por el dormitorio de su hija oyó un sonido apagado de música en la radio. Probablemente tenía el transistor debajo de la almohada. Cuando él era pequeño, solía leer novelas de aventuras en el mar con una linterna bajo la sábana.
En la mesa de la cocina encontró pan, mantequilla y queso. Se preparó un bocadillo de queso y fue a buscar una cerveza al frigorífico. No había. Se comió su frugal cena de pie, junto al fregadero, y la regó con medio vaso de leche.
Luego entró en el dormitorio y se metió en la cama con mucho cuidado. Su mujer se dio la vuelta medio dormida e intentó decir algo. Él se quedó inmóvil de espaldas, conteniendo la respiración. Después de un par de minutos, la respiración de ella volvió a ser regular e inconsciente. Se relajó, cerró los ojos y empezó a pensar.
Roseanna McGraw había aparecido en una de las primeras fotos. Además, esas fotos identificaban claramente a otras cinco personas, los dos militares jubilados, sus esposas y la viuda Liebeneiner.
Podía contar tranquilamente con veinticinco o treinta series de fotografías más, la mayoría más extensa que ésta.
Rastrearían cada negativo, obligarían a los fotógrafos a que indicaran detalladamente todos los que aparecían en sus fotos. Tenía que funcionar, por fin podrían reconstruir el último viaje de Roseanna McGraw. Lo verían ante sí como una película.
Una gran parte del plan dependía de Kafka y de lo que él pudiera conseguir de ocho familias distintas repartidas por el continente americano. Los estadounidenses derrochan carretes, ¿no son conocidos por eso? Y además, si alguna otra persona —aparte del asesino— había estado en contacto con la mujer de Lincoln, sería lógico que fuera uno de sus compatriotas. Tal vez también deberían buscar al asesino entre sus compatriotas. Quizás un día de estos se quedaría con el teléfono pegado al oído escuchando la voz de Kafka entre el ruido de fondo: Yeah, I shot the bastard.
En medio de esa reflexión, Martin Beck se durmió de una manera más repentina y natural que en mucho tiempo.
Al día siguiente seguía cayendo esa llovizna gris, y las últimas hojas amarillas se pegaban mustias contra las paredes de las casas y los cristales de las ventanas.
Como si los pensamientos nocturnos de Martin Beck hubiesen llegado hasta él, Kafka le mandó un lacónico telegrama urgente: «Envíe todo el material posible».
Dos días después, Melander, a quien nunca se le olvidaba nada, se sacó la pipa de la boca y comentó tranquilamente:
—Uli Mildenberg está en Heidelberg. Ha pasado allí todo el verano. ¿Quieres que le interroguen?
Martin Beck meditó cinco segundos.
—No.
Estuvo a punto de añadir: «pero apunta la dirección». Se calló en el último momento, se encogió de hombros y bajó a su despacho.
Durante estos días le había ocurrido más de una vez que no tenía nada especial que hacer. La investigación había entrado en una fase en la que —en gran parte— avanzaba por su propia dinámica, y a la vez se propagaba por el mundo como el argumento de una novela folletinesca anticuada. Desde Ahlberg en Motala, una «línea roja» le unía a él en Kristineberg, y desde aquí se extendía en forma de abanico hasta una serie de puntos en el mapa: de Cabo Norte a Durban en el sur y Ankara en el este. La línea más importante sin comparación conducía al despacho de Kafka en Lincoln, casi diez mil kilómetros al oeste. Desde allí se ramificaba a media docena de lugares en el continente americano muy distantes entre sí.
Con este enorme operativo a su disposición, ¿no serían capaces de descubrir el rastro y acorralar al asesino? Por desgracia, la respuesta lógica era negativa. Martin Beck guardaba dolorosos recuerdos de la investigación de otro asesinato con móvil sexual. Se había cometido en el sótano de un edificio de los suburbios de Estocolmo. Descubrieron el cuerpo enseguida y la policía se presentó en el lugar en menos de una hora. Varias personas vieron al asesino y pudieron hacer una descripción detallada, el hombre dejó huellas, colillas, cerillas e, incluso, se le habían caído unos cuantos objetos. Además, su manera de tratar a la víctima ponía de manifiesto un grado de perversidad muy poco frecuente. Pero no fueron capaces de atraparlo. Lentamente, el optimismo se convirtió en impotencia, todas las pistas desembocaban en nada. Siete años más tarde, el mismo hombre fue declarado culpable de un intento de violación en otra parte del país al ser detenido in fraganti. Durante los interrogatorios se vino abajo de repente y confesó aquel viejo crimen.
Para Martin Beck, tanto aquel asesinato como su resolución muchos años después, habían sido episodios con una incidencia marginal en su vida. Pero para uno de sus colegas de más edad tuvo una importancia vital. Recordaba muy bien cómo, mes tras mes, año tras año, mucho después de que se cerrara la investigación, se quedaba en su despacho hasta bien entrada la noche, repasando y analizando todos los documentos y testimonios por quingentésima o quizá milésima vez. Cuántas veces se lo había encontrado en lugares sorprendentes y ambientes inesperados —en ocasiones estando fuera de servicio o incluso de vacaciones— siempre a la caza de nuevas pistas en una investigación que se convirtió en la tragedia de su vida. Al cabo de algún tiempo enfermó y se prejubiló, pero aun así no se rindió. Por fin le llegó el día de la liberación, cuando una persona sin antecedentes penales, que nunca había sido sospechoso de ningún delito, rompió a llorar de repente ante un estupefacto fiscal de distrito rural en la provincia de Halland, y confesó un asesinato por estrangulamiento cometido siete años atrás. Entonces también se arrojó luz sobre las ridículas casualidades y descuidos que impidieron que la policía lo detuviese enseguida. En ocasiones, Martin Beck se preguntaba si aquella solución realmente había traído la paz al viejo policía criminalista.
Así son las cosas. Y eso que aquella mujer del sótano había sido lo que Roseanna McGraw definitivamente no era: una ruina humana, desarraigada, errante y cuya condición de excluida social resultaba tan evidente como agravante el contenido de su bolso.
Martin Beck meditó mucho sobre aquel caso mientras aguardaba a que algo ocurriera.
En Motala, Ahlberg se dedicaba a molestar a las autoridades estatales con su insistencia para que buceadores de la Marina y hombres rana inspeccionaran el canal palmo a palmo y el fondo del lago metro a metro. Raramente se ponía en contacto con Martin Beck, aunque siempre confiaba en que sonara el teléfono.
Al cabo de una semana, llegó un nuevo telegrama de Kafka. El texto resultaba críptico y sorprendente: You will have a break any minute now.
Martin Beck llamó a Ahlberg.
—Dice que nos cambiará la suerte en cualquier momento.
—Querrá animarnos —imaginó Ahlberg.
Kollberg discrepó:
—Este hombre no ve más allá. Sufre de un mal llamado intuición.
Melander no dijo nada.
Pasados diez días les llegaron copias de unas cincuenta fotos más y casi el triple de negativos. Muchas no eran de muy buena calidad, por lo que sólo pudieron localizar a Roseanna McGraw en dos, ambas en el muelle de Riddarholmen, también se encontraba sola en la popa de la cubierta A, a un par de metros de su camarote. En una de ellas estaba inclinada hacia delante rascándose el tobillo derecho, eso era todo. Por lo demás, identificaron a veintitrés pasajeros más. Con ello el número total ascendía a veintiocho.
Melander se encargaba de analizar las fotos minuciosamente, luego se las pasaba a Kollberg, quien intentaba organizarLas por orden cronológico. Martin Beck estudiaba el montón de fotos horas y horas, pero no comentaba nada.
Los días siguientes recibieron un par de docenas de fotos más, pero Roseanna McGraw no aparecía en ninguna.
En cambio, les llegó por fin una carta de la policía de Ankara. Estaba encima de la mesa de Martin Beck la mañana del decimotercer día —según el nuevo calendario—, pero hasta dos días después la Embajada no les proporcionó la traducción en inglés. Contra todas las expectativas, esta carta significó el primer avance en mucho tiempo.
Uno de los pasajeros turcos, el estudiante de medicina Günes Fratt, de veintidós años, admitió conocer a la mujer de las fotos, en cambio no sabía nada ni de su nombre ni de su nacionalidad. Después de «intensos interrogatorios» conducidos por un coronel de policía cuyo largo nombre prácticamente sólo se componía de las letras ö, ü y z, reconoció también que la encontró atractiva y que intentó dos «acercamientos verbales» en inglés durante el primer día de viaje, pero fue rechazado. La mujer no le contestó ni una palabra. Algún tiempo después creyó verla junto a un hombre y sacó la conclusión de que estaba casada, y que sólo casualmente y por imprudencia (¿?) se había dejado ver sola. Lo único que pudo decir el testigo acerca del aspecto de aquel hombre fue que «parecía ser alto». Durante la recta final del viaje, el testigo no volvió a ver a la mujer.
El tío de Günes Fratt, que fue interrogado «de manera informal» por el coronel de policía con el nombre largo, aseguró que, durante el viaje entero, mantuvo a su sobrino bajo una estricta vigilancia y que nunca lo dejó solo más de diez minutos seguidos.
La embajada añadió el comentario de que estos dos viajeros pertenecían a una familia acomodada y muy respetada.
La carta no animó mucho a Martin Beck. Era como si supiera que tarde o temprano aparecería un mensaje con ese significado. Ya habían dado un paso adelante y, mientras luchaba contra las insufribles líneas telefónicas con Motala, pensaba más que nada en cómo sería someterse a un interrogatorio intenso por un coronel de policía turco.
En la planta de arriba, Kollberg recibió la noticia con compostura.
—¿Los turcos? Sí, los tengo fichados. Varias personas los han señalado en sus informes.
Rebuscó entre sus listas.
—Las fotos número 23, 38, 102, 109...
—Es suficiente.
Martin Beck hojeó el montón de fotografías y encontró una en la que se veía muy claramente a los dos hombres. Se quedó observando un momento el bigote blanco del tío y luego se centró en Günes Fratt, de baja estatura, pero elegantemente vestido, lucía un fino bigote negro y rasgos armoniosos. No tenía mal aspecto.
Desgraciadamente, Roseanna McGraw no compartió esta opinión.
Era el decimoquinto día después de la idea de las fotografías, ya habían podido identificar con certeza a cuarenta y un pasajeros, los cuales aparecían en una o más fotos. Además, las series se habían ampliado con dos fotos más de la mujer de Lincoln. Ambas sacadas en el canal de Södertälje. En una se la veía al fondo, borrosa, dando la espalda al fotógrafo; en la otra de perfil junto a la regala, con el puente del ferrocarril al fondo. Tres horas menos para su muerte y Roseanna McGraw se había quitado las gafas oscuras y entornaba los ojos al sol. El viento mecía su oscuro cabello y tenía la boca entreabierta, como si quisiera decir algo o acabara de bostezar. Martin Beck la estudió con la lupa durante mucho tiempo. Al final dijo:
—¿Quién ha hecho esa foto?
—Una danesa —dijo Melander—. Vibeke Amdal, de Copenhague. Viajaba sola en un camarote individual.
—Averigua lo que puedas acerca de ella.
Media hora más tarde cayó la bomba.
—Telegrama urgente de Estados Unidos —dijo la mujer de telégrafos—, ¿se lo leo? «STRUCK GOLDMINE YESTERDAY. TEN ROLLS EIGHT MILLIMETER COLOR FILM AND 150 STILLS. YOU WILL SEE A LOT OF ROSEANNA MCGRAW. SOME UNKNOWN CHARACTER SEEMS TO BE WITH HER. PANAMERICAN GUARANTEES DELIVERY STOCKHOLM THURSDAY. KAFKA.» ¿Quiere que intente hacerle una traducción?
—Sí, por favor.
—«Me topé con una mina de oro ayer. Diez rollos de película de ocho milímetros en color y ciento cincuenta fotografías. Verán mucho a Roseanna McGraw. Una figura desconocida parece estar junto a ella. Panamerican garantiza la entrega en Estocolmo el jueves.» Firmado Kafka.
Martin Beck se desplomó en la silla. Se masajeó el nacimiento del pelo y echó un vistazo a la agenda de su mesa.
Era el día de Katarina. Miércoles, 25 de noviembre de 1964.
Fuera caía una lluvia afilada y fría. La nieve no tardaría en llegar.
Capítulo 19
Vieron la película en un laboratorio enfrente de la Estación del Norte. Había muy poco espacio en la sala de proyección, incluso en ocasiones como ésta a Martin Beck le costaba superar su aversión a las aglomeraciones.
Estaban presentes el comisario jefe y el fiscal provincial de Linköping. Larsson, Ahlberg y el fiscal de la ciudad habían venido en coche desde Motala. Además, Kollberg, Stenström y Melander.
Incluso Hammar, que había visto más crímenes en su vida que todos los demás juntos, se mantenía callado, tenso y en actitud expectante.
Las luces se apagaron.
El proyector empezó a sonar.
—Ajá, sí, sí... bien, bien.
Kollberg no se podía callar, como siempre.
Se vio el desfile del cambio de guardia pasar por la plaza de Gustav Adolf y entrar en el puente Norte. La cámara fotografió una vista en contrapicado de la fachada del Teatro de la Ópera.
—No tienen estilo —dijo Kollberg—. Parecen policías militares.
El fiscal provincial le mandó callar.
El barco naufragado Vasa envuelto en una cortina de agua. Guapa chica sueca con el pelo tan cardado como un montón de heno y nariz chata, sentada en la escalera del auditorio Konserthuset. Plaza Hötorget. Lapón con traje regional a la entrada de una cabaña lapona en el museo al aire libre de Skansen. Castillo de Gripsholm con bailarines folclóricos en primer plano. Mujer estadounidense de mediana edad con labios color violeta y montura de gafas de estrás. Hotel Reisen, puente Skeppsbron, popa del Svea Jarl, ferry de la isla de Djurgården. Barco de pasajeros grande anclado en Strömmen, visto desde un barco turístico en movimiento.
—¿Qué barco es ese? —preguntó el fiscal provincial.
—El Brasil, de la compañía Moore-McCormack —respondió Martin Beck—. Viene todos los veranos.
El museo de Waldemarsudde, la mujer de labios violetas. Danvikshem.
—¿Qué edificio es ese? —volvió a preguntar.
—Es una residencia de ancianos —contestó Kollberg—. Al pasar por delante Haile Selassie hizo disparar una salva desde su barco oficial cuando vino de visita antes de la guerra. Pensó que era el Palacio Real.
Gaviota meciendo sus alas artísticamente, centro del suburbio Farsta, cola de gente subiendo a un autobús azul con techo acristalado. Pescadores mirando a la cámara con ojos siniestros.
—¿Cómo se llama el fotógrafo? —preguntó el fiscal.
—Wilfred S. Bellamy junior, de Klamath Falls, en Oregon —respondió Martin Beck.
—No me suena —comentó el fiscal.
Calle Svartmangatan, fotograma subexpuesto de la bomba del pozo Brunkeberg.
—Por fin —suspiró el fiscal.
El Diana en el muelle de Riddarholmen. Desde la popa, en ángulo recto, Roseanna McGraw en una postura bien conocida y con la mirada dirigida hacia arriba.
—Ahí está —precisó el fiscal.
—Dios mío —exclamó Kollberg.
Entra por la izquierda la mujer de labios violetas y dientes brillantes. Lo tapa todo menos la banderita de la compañía naviera y la torre del Ayuntamiento. Vista sobre el muelle. Puntos blancos. Centelleo. Sombras de color marrón rojizo. Negro.
Se encendió la luz y un hombre con bata blanca entreabrió la puerta.
—Sólo un momento. Un pequeño problema con el proyector.
Ahlberg se dio la vuelta y miró a Martin Beck.
—La película se ha prendido y ha sido consumida por las llamas —explicó el subinspector de la policía criminal, Lennart Kollberg, quien sabía leer el pensamiento.
En ese mismo momento, las luces se volvieron a apagar.
—Ahora hay que aguzar la vista, chicos —pidió el fiscal.
Panorama de la pendiente entre el muelle y el Ayuntamiento, espaldas de turistas, puente Västerbron. La cámara enfoca hacia arriba en el arco del puente. Estela de espuma, bandera sueca, un velero se aleja navegando de popa con rumbo contrario. Larga secuencia de la señorita Bellamy tomando el sol con los ojos cerrados en una tumbona de cubierta.
—Atención al fondo —advirtió el fiscal.
Martin Beck reconoció a varias personas al fondo; ninguna era Roseanna McGraw.
La esclusa de Södertälje, el puente de la carretera, el puente del ferrocarril. El mástil visto desde abajo, con la bandera de la compañía naviera ondeando suavemente en el cielo azul. Motoveleros en dirección contraria con toneles en la cubierta, el ayudante del cocinero saludando con la mano. Los mismos motoveleros, vistos desde popa, perfil arrugado de la señorita Bellamy a la derecha de la imagen. Oxelösund desde el mar, la moderna torre de la iglesia perfilándose bajo el cielo, la fábrica siderúrgica con sus chimeneas echando humo, un buque de carga junto al muelle con mena de hierro. La imagen se movía arriba y abajo, al compás del largo y suave vaivén del barco, pero tenía un color verde grisáceo algo borroso.
—Ahí empeoró el tiempo —intervino el fiscal.
Toda la pantalla se veía de color gris claro, nuevo enfoque de cámara, una parte de la cubierta del puente de mando; la cubierta de proa, vacía a excepción de una espalda brillante con impermeable de marinero. La bandera de Gotemburgo cuelga mojada y caída en el asta, en el extremo de la proa. Aparece en la imagen el segundo de a bordo balanceando una bandeja, desciende por la escalera del castillo de proa.
—¿Y esto qué es? —preguntó el fiscal.
—Están en Hävringe —respondió Martin Beck—, alrededor de las cinco o las seis de la tarde. Se han detenido a causa de la niebla.
La cámara enfoca a la popa de la cubierta shelter, tumbonas vacías, gris claro, humedad. No hay nadie.
La cámara enfoca ahora a la derecha, luego vuelve al punto de partida tras un ligero tirón. Roseanna McGraw sube la escalera desde la cubierta A, todavía con las piernas desnudas y sandalias, pero con un fino impermeable de plástico sobre el vestido, lleva puesta la capucha. Pasa de largo el bote salvavidas en dirección a la cámara, echa un vistazo rápido e indiferente al fotógrafo, rostro tranquilo y relajado, sale de la imagen por la derecha. Cambio rápido. Roseanna McGraw de espaldas, apoyada en la barandilla, el peso de su cuerpo descansa sobre el pie derecho; de puntillas, se frota el tobillo izquierdo en el talón derecho.
Apenas veinticuatro horas antes de su muerte. Martin Beck contuvo la respiración. Nadie en la sala dijo nada. La mujer de Lincoln desapareció pálida, mientras la pantalla era invadida por unos puntos blancos. El rollo se había acabado.
Ya no había niebla. Sonrisa violeta forzada. Una pareja mayor en las tumbonas de cubierta cubriéndose las piernas con mantas. No hacía sol, pero tampoco llovía.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó el fiscal.
—Son dos estadounidenses —aclaró Kollberg—. Los Anderson.
El barco en una esclusa. Imagen tomada desde el muelle a la cubierta de proa, muchas espaldas. Una defensa del barco para evitar golpes vista desde arriba, la nave se mece al chocar el tablón contra el refuerzo de piedra de la pared de la esclusa, astillas largas y mojadas desprendidas de la madera de pino caen revoloteando al agua negra. Un miembro de la tripulación en tierra, inclinado hacia delante, haciendo rodar los tornos de las compuertas de la esclusa. La cámara enfoca al camarote de proa, las compuertas de la esclusa se abren. Papada arrugada de la señorita Bellamy vista desde abajo, con el puente de mando y el nombre del barco al fondo.
Nueva foto desde la cubierta del puente de mando. Otra esclusa. La cubierta de proa llena de pasajeros. Imagen de un hombre con sombrero de paja hablando.
—Cornfield, un estadounidense, viajaba solo —comentó Kollberg.
Martin Beck se preguntó si era el único que había visto a Roseanna McGraw en la imagen anterior. Se encontraba junto a la barandilla de estribor apoyada, como siempre, vestida con pantalones y jersey oscuro.
Las imágenes de la esclusa se sucedían, pero ella no se dejaba ver.
—¿Dónde puede ser esto? —se preguntó el fiscal.
—Es Karlsborg —contestó Ahlberg—. No se trata de la ciudad junto al lago Vättern, también hay un pueblo con ese nombre un poco al oeste de Söderköping. El barco zarpó de Söderköping sobre las diez menos cuarto. Esto debió de ser alrededor de las once.
Una nueva esclusa, otra vista de la cubierta de proa. Allí aparece de nuevo. El jersey negro es sin duda de cuello vuelto. Hay mucha gente a su lado. Vuelve la cara hacia la cámara, parece risueña. Corte abrupto. Estela. Una larga secuencia de la señorita Bellamy y los Anderson durante la cual, en una ocasión, se ve la figura borrosa del coronel marcial de Norr Mälarstrand pasar lentamente por delante de la cámara.
Martin Beck sudaba. La quedaban diez horas. ¿Había estado riéndose?
Un primer plano de la cubierta de proa, sólo tres o cuatro personas. El barco se encuentra en un lago. Puntos blancos. Fin del rollo.
El fiscal se movió.
—¿El lago Roxen?
—El Asplången —aclaró Ahlberg.
Puente levadizo. Edificios en las orillas. Gente en tierra saludando y mirando.
—El pueblo de Norsholm —dijo Ahlberg—. Son las tres y cuarto.
La cámara sigue enfocando a la orilla. Árboles, vacas, casas. Una niña de siete u ocho años caminando por el dique del canal. Vestido de verano azul, coletas y zuecos. Alguien le tira una moneda desde el barco. Ella la recoge y hace una tímida y disimulada reverencia. Más monedas, la chica las va recogiendo. Corre un trecho para alcanzar el barco. La mano de una mujer con una brillante moneda de medio dólar entre dos dedos nervudos y uñas de color carmesí. La cámara retrocede, la señorita Bellamy con gesto entusiasta arrojando la moneda. La niña del dique con la mano derecha llena de monedas y muy desconcertada, mirada azul de asombro. Martin Beck no lo vio. Oyó a Ahlberg inspirar profundamente y a Kollberg enderezarse en la silla.
Detrás de la mujer de Klamath Falls, Oregon, en pleno ejercicio de la caridad, Roseanna McGraw atraviesa la cubierta shelter de izquierda a derecha. No va sola. A su izquierda, muy arrimada a ella hay otra persona. Un hombre con una gorra de deporte. Le saca una cabeza y durante una décima de segundo se perfila sobre un fondo claro. Todo el mundo lo vio.
—Detén la película —ordenó el fiscal.
—No, no —dijo Ahlberg.
La cámara no enfocó más al barco. Una hermosa orilla reverdecida aparecía ante la cámara. Praderas, frondosa vegetación, juncos ondeando inclinados al paso del barco, hasta que el paisaje veraniego va desapareciendo detrás de columnas de puntos blancos.
Martin Beck se sacó un pañuelo del bolsillo del pecho, lo dobló y se secó la nuca.
La imagen que invadió la pantalla resultaba nueva y sorprendente. El canal por su parte inferior trazaba una larga y suave curva entre las riberas pobladas de árboles. A lo largo de la orilla izquierda, se abría un camino y más arriba, a la izquierda, unos caballos pastaban tras una cerca. Un grupo de personas se acerca por el camino. Ahlberg se anticipó al fiscal.
—Ahí se encuentran en el oeste del lago Roxen. El barco ha pasado ya las esclusas de Berg. Mientras tanto, el fotógrafo se ha adelantado hasta Ljungsbro. Ahí tenemos las últimas esclusas antes de la de Borensberg. Son aproximadamente las siete de la tarde.
La blanca proa con la bandera de Gotemburgo aparece al fondo, tras la curva.
Los que caminan por la senda se van acercando.
—Gracias a Dios —dijo Ahlberg.
Sólo Martin Beck sabía lo que quería decir. El hombre que llevaba la cámara podía haber decidido acompañar al guía, que aprovechaba la interrupción de la esclusa para mostrar el monasterio de Vreta.
Ahora se podía ver todo el barco virando lentamente en el canal, envuelto en una perezosa nube de humo blanco grisáceo que reflejaba la luz sesgada de la tarde.
Pero nadie en la sala de proyecciones se fijaba ya en el barco. El disperso grupo de pasajeros del camino se había acercado tanto que se podían distinguir ciertos detalles. Martin Beck identificó enseguida a Günes Fratt, el estudiante de medicina de veintidós años de Ankara. Iba a la cabeza, gesticulando con el que tenía más cerca.
Luego la vio a ella.
Tal vez quince metros más atrás del grupo principal, aparecieron dos figuras más. Una de ellas era Roseanna McGraw, todavía con pantalones de color claro y jersey oscuro. A su lado, dando pasos largos, caminaba el hombre de la gorra de deporte.
Seguían estando lejos.
«Ojalá haya suficiente película», pensaba Martin Beck.
Se iban acercando. El encuadre de la cámara seguía manteniéndose.
¿Podrían distinguir esas caras?
Se vio cómo aquel hombre alto la cogía del brazo para ayudarla a salvar un charco en medio del camino.
Centelleo. Fin. Se encienden las luces.
Tras quince segundos de silencio absoluto, el comisario Hammar se levantó de la silla y se dirigió al fiscal provincial, al fiscal de la ciudad de Motala y a Larsson.
—Hora de comer, señores. Invita el Estado.
Miró inexpresivamente a los demás y dijo:
—Me imagino que os quedaréis un ratito más. Stenström también les acompañó. En realidad, él estaba ocupado con otro caso.
Kollberg lanzó una mirada inquisitiva a Melander.
—No, nunca había visto a ese hombre.
Ahlberg ocultaba la cara con la mano derecha.
—Un pasajero de cubierta —dijo. Se dio la vuelta hacia Martin Beck.
—¿Te acuerdas del chico que nos enseñó el barco en Bohus? Aquella cortina que se podía correr por si algún pasajero de cubierta quería descansar en los sofás...
Martin Beck asintió.
—El ciclomotor no estaba desde el principio. La primera vez que lo vi fue en las esclusas después de Söderköping —explicó Melander.
Sacó su pipa y la toqueteó con el pulgar.
—El hombre de la gorra de deporte también aparecía allí —dijo—. Una vez, al fondo, en ángulo.
Al proyectar de nuevo la película, comprobaron que tenía razón.
Capítulo 20
Las primeras nieves del invierno habían empezado a caer. Grandes copos mojados chocaban contra las ventanas y se derretían enseguida dejando anchos rastros sobre los cristales. Los canalones susurraban y unas pesadas gotas de agua salpicaban al caer en el alféizar.
A pesar de que sólo eran las doce del mediodía, el despacho estaba ya tan oscuro que Martin Beck tuvo que encender la lámpara de mesa. Difundía una luz agradable sobre la carpeta abierta encima de la cubierta del escritorio. El resto de la habitación quedó en penumbras.
Martin Beck apagó su último Florida, levantó el cenicero y sopló para limpiar la ceniza de la mesa.
Tenía hambre y se arrepintió de no haber acompañado a Kollberg y a Melander a la cafetería.
Habían pasado diez días desde que vieron la película que envió Kafka y seguían esperando que ocurriera algo. Como todo lo demás en la investigación, esta nueva pista se había perdido en una selva de declaraciones y testimonios dudosos. Los interrogatorios habían sido llevados casi en su totalidad por Ahlberg y su gente, con habilidad y gran energía, pero sin demasiados resultados.
Lo más positivo que se podía concluir era que, de todo lo descubierto hasta ahora, no había nada que rebatir acerca de que un pasajero de cubierta subiera al barco en Mem, Söderköping o Norsholm y permaneciera en él hasta llegar a Gotemburgo. Tampoco había indicios que pudieran negar que aquel pasajero era de constitución normal, más alto que la media y con gorra, americana de tweed color gris, pantalones grises y zapatos marrones. Ni que poseyera un ciclomotor azul de la marca Monark.
El segundo de a bordo, cuyo testimonio fue el más fructífero, creyó haber vendido un billete a un hombre que recordaba al de la película. No sabía cuándo, ni siquiera con seguridad si fue precisamente el verano pasado. También pudo ocurrir alguna de las temporadas anteriores. Sin embargo, guardaba un vago recuerdo de que aquel hombre —si realmente era la misma persona— probablemente subió con una bicicleta o ciclomotor y, además, con unas cañas de pescar y otros utensilios, lo cual podía indicar que se trataba de un pescador aficionado.
Ahlberg le tomó declaración personalmente y llevó al testigo al límite. En la carpeta de Martin Beck había una copia de las actas.
AHLBERG: ¿Resulta habitual que haya pasajeros de cubierta en los cruceros?
TESTIGO: Era más frecuente antes, pero siempre hay algunos.
A: ¿Donde suelen subir a bordo?
T: Dónde atraque el barco o al pasar por una esclusa.
A: ¿Cuál es el trayecto más común de un pasajero de cubierta?
T: Ninguno especial. A menudo viajan con nosotros desde Motala o Vadstena, turistas que van en bicicleta o hacen excursiones a pie y tienen que cruzar el lago Vättern.
A: ¿Y si no?
T: Bueno, qué quiere que le diga. Antes solíamos aceptar excursionistas entre Estocolmo y Oxelösund, o entre Lidköping y Vänersborg. Pero eso se acabó.
A: ¿Por qué?
T: No había sitio. Los pasajeros que viajan en camarote pagan un precio considerable. No queremos quitarles el poco espacio del que disponen por un montón de marujas y críos corriendo de un lado a otro con sus termos y bolsas de merienda.
A: ¿Hay algo que impida que un pasajero de cubierta suba a bordo en Söderköping?
T: En absoluto. Puede subir en cualquier lugar. En alguna esclusa. Hay sesenta y cinco en el trayecto. Además, atracamos en varios sitios.
A: ¿Cuántos pasajeros de cubierta puede haber?
T: ¿A la vez? Actualmente no suelen ser más de diez. En general, sólo dos o tres. A veces, ninguno.
A: ¿Qué tipo de gente es? ¿Suelen ser suecos?
T: Qué va. A menudo son extranjeros, cualquier tipo de persona, en su mayoría supongo que se trata de gente a la que le gustan los barcos y se molestan en buscar el horario de salidas y llegadas.
A: ¿Y no se les incluye en la lista de pasajeros?
T: No.
A: ¿Pueden comer a bordo?
T: Sí, comer y cenar con los demás si quieren. En general, en otro turno extraordinario, después de los dos ordinarios. Hay precios fijos para esas comidas. Å la carte, no sé si me entiende.
A: Ha dicho antes que no guarda ningún recuerdo de la mujer de las fotos, y ahora dice que cree recordar al hombre. Como no hay sobrecargo a bordo, supongo que usted se ocupa especialmente del cuidado de los pasajeros.
T: Compruebo su billete cuando llegan y les doy la bienvenida. Luego les dejo en paz. La idea de estos cruceros no es hacer de guía turístico dando voces. De eso ya tienen bastante de otros sitios.
A: ¿No resulta raro que usted no reconozca a estas personas? Pasó tres días con ellos.
T: Para mí todos los pasajeros son iguales. Además, veo dos mil cada verano. En diez años son veinte mil. Y mientras trabajo me encuentro en el puente de mando. Sólo somos dos los encargados de los turnos de guardia, doce horas al día.
A: Aun así, este viaje fue especial, con sucesos llamativos.
T: Me tocaba guardia doce horas al día de todas formas. Y, dicho sea de paso, había venido mi mujer.
A: Ella no aparece en la lista de pasajeros.
T: No, ¿por qué iba a estar? Los oficiales tenemos derecho a llevarnos a nuestros familiares en algunos viajes.
A: El dato según el cual había ochenta y seis personas a bordo en este trayecto es, por lo tanto, erróneo. Con los pasajeros de cubierta y familiares pudieron llegar a cien.
T: Sí, claro.
A: Bueno, el hombre del ciclomotor, el que aparece en estas fotos, ¿cuándo bajó?
T: Ni siquiera sé si lo vi, ¿cómo coño voy a saber cuándo dejó el barco? Los que llevaban prisa para coger trenes, aviones u otros barcos, desembarcaron a las tres de la madrugada, al llegar a Lilla Bommen, en Gotemburgo. Otros se quedaron durmiendo y abandonaron el barco en algún momento durante la mañana.
A: ¿Dónde subió su mujer?
T: En Motala. Vivimos aquí.
A: ¿En Motala? ¿En mitad de la noche?
T: No, de camino a Estocolmo cinco días antes. Luego desembarcó en el siguiente viaje de vuelta, el ocho de julio a las cuatro de la tarde. ¿Contento?
A: ¿Cuál fue su reacción al pensar en lo que ocurrió durante ese viaje?
T: No creo que haya pasado tal y como ustedes afirman.
A: ¿Por qué no?
T: Alguien se habría dado cuenta. Imagínese, cien personas en un pequeño barco de treinta metros de largo y cinco de ancho. Y cabinas del tamaño de una ratonera.
A: ¿Alguna vez ha tenido otro tipo de relación con los pasajeros que no fuera la estrictamente profesional?
T: Sí, con mi mujer.
Martin Beck sacó las tres fotografías del bolsillo interior. Dos de ellas copias de la película, la otra una ampliación de una fotografía en blanco y negro de un aficionado que le envió Kafka. Tenían dos cosas en común: representaban a un hombre alto con gorra y americana de tweed, y eran de muy mala calidad.
A estas alturas, centenares de agentes de Estocolmo, Gotemburgo, Söderköping y Lidköping contaban con copias de aquellas fotos. Además debían estar en todas las oficinas de los fiscales de los distritos rurales y en la mayoría de comisarías desde Karesuando, en el norte, hasta Smygehuk en el sur. También en numerosos lugares del extranjero.
No eran de muy buena calidad, como ha quedado dicho, pero alguien que realmente conociera al hombre debería ser capaz de reconocerlo.
Quizás. En la última reunión, Hammar comentó:
—A mí me recuerda a Melander.
Luego añadió:
—Esto no parece una investigación, sino un concurso de adivinanzas. ¿Hay algún indicio de que sea sueco?
—El ciclomotor.
—Que no sabemos si le pertenecía.
—Ya.
—¿Eso es todo?
—Sí.
Martin Beck volvió a guardarse las fotos en el bolsillo interior de la chaqueta.
Cogió las actas de Ahlberg y leyó de nuevo la declaración hasta que encontró la línea que buscaba:
T: Sí, comer y cenar con los demás si quieren. En general, en otro turno extraordinario, después de los dos ordinarios...
Hojeó los papeles y buscó la relación del personal de los barcos del canal durante los últimos cinco años. Repasó la lista, sacó el bolígrafo de su base e hizo una marca junto a uno de los nombres. Decía:
Göta Isaksson, camarera, Polhemsgatan 7, Estocolmo. Empleada del restaurante SHT desde 15/9/1964. Diana 1959-1961, Juno 1962, Diana 1963, Juno 1964.
No había ninguna nota que indicara que Melander o Kollberg la hubieran entrevistado.
Los dos teléfonos para pedir un taxi comunicaban y después de rechazar la idea del coche patrulla, se puso el abrigo y el sombrero, se levantó el cuello y se dirigió al metro desafiando el mal tiempo.
El maître del SHT parecía nervioso e irritado, pero le acompañó hasta una de las mesas de la señorita Göta, justo al lado de las puertas giratorias de la cocina. Martin Beck se sentó en un sofá y le dieron una carta. Cuando terminó de leerla, alzó la vista y observó el comedor.
Casi todas las mesas estaban ocupadas y entre los comensales apenas había mujeres. En varias mesas se sentaban hombres solos, la mayoría entrados en años. A juzgar por su cordial trato hacia las camareras, se trataba de clientes habituales.
Martin Beck miraba a las camareras que entraban y salían apresuradamente por las puertas giratorias. Se preguntó quién de ellas sería la señorita Göta y le llevó casi veinte minutos enterarse.
Tenía una cara amable y redonda, grandes dientes ralos, pelo corto y despeinado, y de un color que Martin Beck hubiera definido como color pelo.
Pidió un sándwich, un filete marinero y una Amstel y comió despacio mientras esperaba a que el ajetreo de la hora punta fuera disminuyendo. Terminó de comer y, después de cuatro cafés, el resto de los clientes de la señorita Göta ya se habían ido. Ella se acercó a su mesa.
Le informó del asunto y le enseñó la foto. Ella la miró un rato, la dejó sobre la mesa y se estiró la chaqueta, blanca y ajustada.
—Sí —dijo—, lo reconozco. No tengo ni idea de quién es, pero ha viajado en los barcos más de una vez. Tanto en el Juno como en el Diana, creo.
Martin Beck se enderezó, cogió la foto y la sostuvo delante de ella.
—¿Está usted segura? —preguntó—. La foto no es muy clara, puede que se equivoque.
—Sí, estoy segura. Por cierto, siempre vestía así. Reconozco esa americana y la gorra.
—¿Se acuerda si le vio el verano pasado? Estuvo usted en el Juno por entonces, ¿verdad?
—A ver, déjeme pensar. La verdad es que no lo sé. Es que una ve a tanta gente... Pero el verano anterior sí que lo vi varias veces. Por lo menos en dos ocasiones. Trabajaba en el Diana y mi compañera, la otra camarera, lo conocía. Recuerdo que solían hablar. Creo que no era un pasajero de camarote y que sólo hizo un tramo del trayecto. O sea, como pasajero de cubierta. De todas maneras comía en el segundo o tercer turno, aunque no todas las comidas. Si no me equivoco, bajaba normalmente en Gotemburgo.
—¿Dónde vive su amiga?
—Yo no la llamaría amiga exactamente, sólo éramos compañeras de trabajo. No sé dónde vive, pero tengo entendido que acostumbraba a ir a Växjö cuando acababa la temporada.
La señorita Göta se apoyó en el otro pie y cruzó los brazos por encima del estómago mientras entornaba los ojos hacia el techo.
—Sí, eso es. Växjö. Será de allí, supongo.
—¿Sabe qué relación mantenía con aquel hombre?
—No, la verdad es que no lo sé. Creo que le gustaba. Parece ser que se veían de vez en cuando fuera del trabajo, aunque en realidad nos está prohibido relacionarnos con los pasajeros. Él tenía pinta de simpático. Atractivo, de alguna manera...
—¿Podría describirme su aspecto? Quiero decir, color de pelo, ojos, altura, edad...
—Bueno, era bastante alto. Más alto que usted. Ni gordo ni delgado, de constitución fuerte, se podría decir, hombros bastante anchos. Ojos azules, creo. Pero de eso no estoy segura. Pelo claro, rubio ceniza, me parece que se llama así, un poco más claro que el mío. Bueno, a menudo llevaba gorra, así que no se le veía mucho el pelo. Tenía los dientes bonitos, de eso sí me acuerdo. Los ojos redondos, creo recordar que un poco saltones. Pero decididamente era bastante guapo. Yo le echaría entre treinta y cinco y cuarenta años.
Martin Beck le hizo unas cuantas preguntas más, pero ya no se enteró de gran cosa. Al volver a su despacho, repasó de nuevo la lista y pronto encontró el nombre que buscaba. No se indicaba ninguna dirección, sólo una nota que decía que había trabajado de camarera en el Diana entre 1960 y 1963.
Le llevó poco más de dos minutos encontrarla en la guía telefónica de Växjö, pero tuvo que esperar mucho tiempo antes de que contestara. Ella se mostró muy reacia a recibirle para una entrevista, pero no pudo negarse.
Martin Beck cogió un tren nocturno y llegó a Växjö a las seis y media de la mañana. Todavía estaba oscuro, el aire era suave y neblinoso. Dio una vuelta por las calles mientras se despertaba la ciudad. Sobre las ocho menos cuarto volvió a la estación de tren. Había olvidado los chanclos de goma y la humedad le penetraba ya por las finas suelas de los zapatos. Compró un periódico en el quiosco y lo leyó sentado en un banco de la sala de espera con los pies apoyados en el radiador. Al rato salió, buscó una cafetería abierta, se tomó un café y esperó.
A las nueve se levantó y pagó. Cuatro minutos más tarde se encontraba delante de la puerta de la mujer. En una chapa de metal ponía Larsson y encima había una tarjeta de visita con el nombre de Siv Svensson escrito con una letra muy barroca.
Abrió la puerta una mujer corpulenta envuelta en un albornoz azul claro.
—¿Señorita Larsson? —preguntó Martin Beck.
La mujer soltó una risita y desapareció. Desde dentro del piso se oyó su voz:
—Karin, hay un señor en la puerta que pregunta por ti.
No hubo respuesta, pero la mujer corpulenta volvió y le pidió que pasara.
Luego desapareció.
Se quedó de pie en el pequeño y oscuro recibidor con el sombrero en la mano. Pasaron varios minutos hasta que se descorrió una cortina y una voz le invitó a entrar.
—No le esperaba tan temprano —comentó la mujer desde dentro.
Tenía el pelo negro con mechas grises, recogido con descuido en la nuca.
Su cara era fina y parecía pequeña en relación con el cuerpo; de rasgos regulares y armoniosos, pero cutis apagado, pues no le había dado tiempo a maquillarse. Se le notaban restos de rimmel en sus ojos marrones ligeramente achinados. Llevaba un vestido verde muy ceñido al pecho y a sus anchas caderas.
—Trabajo hasta muy tarde por la noche, así que no suelo tener por costumbre madrugar —explicó con tono de reproche.
—Le ruego que me disculpe —dijo Martin Beck—. He venido a pedirle ayuda en un asunto relacionado con su empleo en el Diana, ¿ha trabajado allí este verano también?
—No, este verano estuve en un barco que va a Leningrado —contestó la mujer.
Seguía de pie, mirando a Martin Beck con actitud expectante. Él se sentó en uno de los sillones de flores. Luego le enseñó la foto. La cogió y la miró. Un cambio apenas perceptible le recorrió el rostro, sus pupilas se dilataron durante una fracción de segundo, pero cuando le devolvió la fotografía, su cara se mostró tensa y reacia de nuevo.
—¿Y?
—Conoce a este hombre, ¿verdad?
—No —replicó sin asomo de duda.
Cruzó la habitación y sacó un cigarrillo de una caja de cristal que estaba en una mesa de azulejos delante de la ventana. Encendió el cigarrillo y se sentó en el sofá frente a Martin Beck.
—¿Por qué? Nunca lo he visto. ¿Por qué pregunta?
Mantuvo la voz tranquila. Martin Beck la observó un momento.
Luego contestó:
—Sé que lo conoce. Lo conoció en el Diana el verano pasado.
—No, no lo he visto en mi vida. Ahora debe irse. Tengo que dormir.
—¿Por qué miente?
—¿Ha venido aquí para decir impertinencias? Le repito que se marche.
—Señorita Larsson, ¿por qué no reconoce que sabe quién es? Sé que no dice la verdad. Si no lo admite ahora, le puede traer problemas más adelante.
—No lo conozco.
—Puedo probar que la han visto en compañía de este hombre en varias ocasiones, así que sería mejor que fuera sincera. Necesito saber quién es el hombre de la foto y usted puede decírmelo. Sea sensata.
—Es un error. Se equivoca. No sé quién es. Haga el favor de dejarme en paz.
Mientras se producía este intercambio de palabras, Martin Beck estudiaba a la mujer detenidamente sin desviar la mirada. Estaba sentada en un extremo del sofá dando golpecitos al cigarrillo sin parar, aunque no tenía ceniza. Su cara le pareció tensa y notó cómo los huesos de su mandíbula se movían bajo la piel.
Estaba asustada.
Permaneció sentado en el sillón de flores intentando hacerla hablar. Pero ella no abrió la boca, se quedó rígida en el sofá quitándose el esmalte de uñas de color naranja. Al final, se incorporó y se puso a deambular por el salón de un lado a otro. Después de un rato Martin Beck también se levantó, cogió su sombrero y se despidió. Ella no contestó, se mantuvo recta, remisa, dándole la espalda.
—Volveré a ponerme en contacto con usted —dijo.
Antes de irse, dejó su tarjeta sobre la mesa.
Al llegar a Estocolmo ya era de noche. Se dirigió directamente al metro y se fue para casa.
A la mañana siguiente, llamó a Göta Isaksson. Tenía turno de tarde, así que podía visitarla cuando quisiera. Una hora más tarde se presentó en su pequeño apartamento de Kungsholmen. Ella estaba haciendo café en su cocina americana, lo sirvió y se sentó, entonces él dijo:
—Ayer estuve en Växjö entrevistándome con su compañera. Negó que conociera al hombre. Y parecía que estaba asustada. ¿Sabe usted por qué no habrá querido admitir que lo conocía?
—Ni idea. Sé muy poco de ella. No era muy conversadora. Y eso que trabajamos juntas tres veranos, pero raramente contaba nada de sí misma.
—¿Recuerda si ella solía hablar de hombres durante el tiempo que estuvieron juntas?
—Sólo de uno. Recuerdo que me comentó que había conocido a un hombre simpático en el barco. Debió de ser el segundo verano.
Movió la cabeza haciendo cálculos para sí misma.
—Sí, eso es. Tuvo que ser el verano del sesenta y uno.
—¿Hablaba de él a menudo?
—Lo mencionaba en alguna ocasión. Tengo entendido que lo veía de vez en cuando. Él debió de estar en el barco en algunos viajes o quizá se reunía con ella en Estocolmo o Gotemburgo. Quizás era un pasajero. O a lo mejor viajaba en el barco por ella. Yo qué sé.
—¿Nunca lo vio?
—No. Ni he pensado jamás en esa historia hasta ahora que me pregunta. Puede que sea el de la foto, aunque creo que a ése lo conoció dos veranos después. Y nunca comentó nada de él.
—¿Qué le contó acerca de él el primer verano? ¿O sea el de 1961?
—Pues nada en especial. Que le parecía simpático. Creo que dijo elegante, de alguna manera. Supongo que se refería a su buena educación y a su cortesía, o algo así. Como si la gente normal no fuese suficientemente fina para ella. Pero luego dejó de hablar de él. Supongo que se acabó o que pasó algo, porque durante un tiempo pareció bastante abatida, fue hacia el final del verano.
—Al verano siguiente, ¿se volvieron a encontrar ustedes dos?
—No, ella repitió en el Diana, yo estuve en el Juno. Nos vimos un par de veces en Vadstena, creo, los barcos coinciden allí, pero no hablamos. ¿No quiere otro café?
Martin Beck notó que su estómago había empezado a protestar, pero no supo decir que no.
—¿Es que ha hecho algo? ¿Por eso pregunta tanto?
—No —aclaró Martin Beck—, ella no ha hecho nada, pero nos gustaría contactar con el hombre de la foto. ¿Recuerda si dijo o hizo algo el verano pasado que pudiera tener que ver con este hombre?
—No, que yo recuerde. Compartíamos cabina y a veces ella salía por la noche. Supongo que se veía con algún hombre, pero yo no me meto en asuntos ajenos. Lo que sí sé es que no parecía muy contenta. Si estaba enamorada de alguien, debería haberse mostrado feliz, pero no, se encontraba más bien triste y nerviosa. Casi rara. Puede que tuviera que ver con su enfermedad. Se dio de baja antes de terminar la temporada, un mes antes, creo. Una mañana simplemente no apareció y tuve que trabajar ese día entero hasta que llegó una suplente. Oí que había ingresado en el hospital, pero nadie supo por qué. De todas maneras, aquel verano no volvió. Desde entonces no la he visto.
Sirvió más café y le puso a Martin Beck unas pastas mientras hablaba, mucho y con ganas, sobre la rutina del trabajo, y sobre los compañeros y pasajeros que recordaba. Pasó una hora más antes de que pudiera salir de allí.
El tiempo había mejorado. Las calles estaban casi secas y el sol brillaba en un cielo despejado. Martin Beck se sentía mareado de tanto café y volvió a Kristineberg andando. Mientras caminaba a lo largo del paseo de Norr Mälarstrand, reflexionaba sobre lo que sabía de las dos camareras.
De Karin Larsson no había averiguado nada, pero aun así la visita a Växjö le había convencido de que conocía al hombre, aunque no se atreviera a admitirlo.
Por Göta Isaksson sabía:
Que Karin Larsson había conocido a alguien a bordo del Diana el verano de 1961. Posiblemente un pasajero de cubierta que quizá viajara en ese barco varias veces durante aquel verano.
Que dos veranos después, en 1963, conoció a un hombre, probablemente un pasajero de cubierta que cogía ese barco de vez en cuando. Según Göta Isaksson, podría ser el de la foto.
Que aquel verano se mostró deprimida y nerviosa, y que un mes antes de terminar la temporada, o sea a principios de agosto, dejó su trabajo y fue ingresada en el hospital.
Desconocía por qué. Tampoco sabía en qué hospital ni durante cuánto tiempo. La única opción parecía ser preguntárselo a ella misma.
Marcó el número de Växjö en cuanto llegó al despacho, pero no hubo respuesta. Sin duda dormía o tenía turno de mañana. Durante la tarde llamó varias veces, y volvió a hacerlo dos veces más por la noche. En su séptimo intento, a las dos del día siguiente, contestó una voz que imaginó era de la mujer corpulenta del albornoz.
—No, se ha ido de viaje.
—¿Cuándo?
—Anteayer por la noche. ¿De parte de quién?
—De un amigo. ¿Adónde se ha ido?
—No me lo dijo. Pero la escuché llamar para preguntar por los trenes a Gotemburgo.
—¿Oyó algo más?
—Me dio la impresión de que pensaba empezar a trabajar en un barco.
—¿Cuándo decidió irse?
—Debe de haber sido todo muy rápido. Se presentó un señor aquí anteayer por la mañana y luego parece que se le ocurrió lo del viaje. No era la misma.
—¿Sabe en qué barco?
—No, no lo oí.
—¿Estará fuera mucho tiempo?
—No me lo dijo. ¿Quiere que le deje algún recado si sé de ella?
—No, gracias.
Se había marchado precipitadamente. Estaba seguro de que se encontraba ya a bordo de un barco camino a algún sitio más allá de su alcance. Y ahora sabía con certeza lo que antes sólo había sido una suposición.
Estaba muerta de miedo por alguien o algo y tenía que descubrir por qué.
Capítulo 21
La recepción del hospital de Växjö reaccionó con gran rapidez.
—Larsson, Karin Elisabeth, sí, es correcto, una persona con ese nombre estuvo ingresada en la planta de ginecología desde el nueve del agosto hasta el primero de octubre del año pasado.
—¿Por qué?
—Eso tiene que preguntárselo al médico jefe.
El médico jefe de la planta de ginecología dijo:
—Sí, es posible que me acuerde. Le llamaré en cuanto haya echado un vistazo a su historial.
Mientras Martin Beck esperaba, observó las fotos y leyó la descripción que había redactado después de las conversaciones con Gota Isaksson. Resultaba aún insuficiente, pero era bastante mejor que la de hacía unas horas.
Altura: aproximadamente 186 centímetros. Constitución física: normal. Color de pelo: rubio ceniza. Ojos: probablemente azules (verdes o grises), redondos, algo saltones. Dientes: blancos, sanos.
La llamada se produjo una hora después. El médico había encontrado el historial de la paciente.
—Sí, era lo que pensaba. Llegó por su propio pie la noche del nueve de agosto. Recuerdo que estaba a punto de irme a casa cuando me pidieron que la reconociera. La habían llevado a observación y sangraba mucho por los genitales. Aparentemente llevaba ya un tiempo así, porque había perdido bastante sangre y no se encontraba en muy buen estado. Pero no tenía afectado ningún órgano vital. Al preguntarle qué le había ocurrido, se negó a contestar. No es la primera vez que las pacientes de esta planta se niegan a explicar qué les ha causado las hemorragias. Naturalmente, la razón puede deducirla usted mismo, aunque la verdad es que, en la mayoría de los casos, se lo sacamos tarde o temprano. Pero ella no dijo nada al principio y luego mintió. ¿Quiere, comisario, que lea directamente del historial? Si no, puedo darle una versión más sencilla.
—Sí, por favor —le rogó Martin Beck—. El latín no es mi fuerte.
—Ni el mío, dicho sea de paso —contestó el médico.
Procedía del sur de Suecia, de la provincia de Escania y hablaba con calma, ordenada y metódicamente.
—Como decíamos, sangraba abundantemente y le dolía, así que le pusimos una inyección. La hemorragia provenía del útero y de heridas en la vagina. Localizamos heridas en la boca del útero y en la pared posterior de la vagina, debieron producirse con un objeto duro y afilado. En torno al esfínter, en la desembocadura de la vagina, descubrimos unos cortes que indicaban que el instrumento también debió ser considerablemente grueso. No es inusual este tipo de lesiones graves en mujeres a las que se les realiza un aborto de forma negligente, o en aquellas que intentan abortar por su cuenta. Pero le puedo decir con toda seguridad, señor comisario, que nunca jamás había visto nada parecido. Quedó prácticamente descartado que ella se pudiera haber hecho a sí misma una intervención de ese tipo.
—¿Fue eso lo que comentó? ¿Que se lo había causado ella misma?
—Sí, fue lo que nos contó cuando habló por fin. Intenté que me explicara cómo, pero mantuvo todo el tiempo que se lo había hecho ella. No le creí, ella lo sabía, y al final ni siquiera se molestó en parecer convincente, simplemente repetía su versión: me lo hice yo misma, me lo hice yo misma, como un disco rayado. Lo raro es que ni siquiera había estado embarazada. Es cierto que tenía el útero dañado, pero si hubiese estado embarazada tendría que haber sido en una fase tan temprana que resulta imposible pensar que lo supiera.
—¿Qué le ocurrió, según usted?
—Algún loco perverso. Parece demasiado siniestro y jodido, hablando claro, pero estoy casi seguro de que intentaba proteger a alguien. Me preocupaba, así que la retuvimos hasta el uno de octubre, aunque podríamos haberle dado el alta antes. Además, yo nunca abandoné la esperanza de que admitiera la verdad. Pero lo negaba una y otra vez hasta que al final tuve que dejarla salir. No pude hacer nada más. Por cierto, comenté el asunto con conocidos de la policía y algo intentaron, pero tampoco les fue posible esclarecer el asunto.
Martin Beck guardó silencio.
—No sé exactamente cómo ocurrió, como le decía —siguió el médico—. Fue con algún tipo de objeto, pero no resulta fácil determinarlo. Tal vez una botella. ¿Le ha ocurrido algo?
—No, sólo quería hablar con ella.
—Me temo que va a ser complicado.
—Ya —dijo Martin Beck—. Gracias por su ayuda. Se guardó el bolígrafo en el bolsillo sin haber apuntado nada.
Martin Beck se masajeó el nacimiento del pelo con las puntas de los dedos mientras miraba la foto del hombre de la gorra.
Pensó en la mujer de Växjö, su temor le había hecho ocultar la verdad de forma insistente y con obstinación, y la había llevado a huir. No podía desviar la mirada de la foto y murmuró «¿por qué?», aunque sabía que sólo había una sola respuesta a aquella pregunta.
Sonó el teléfono. Era el médico.
—Se me olvidó comentarle algo que puede que le interese. La paciente en cuestión había sido ingresada anteriormente en el hospital, en concreto a finales de diciembre del sesenta y dos. Se me olvidó, porque por entonces yo estaba de vacaciones, y porque trabajaba en otra planta. Pero leí su historial al convertirse en mi paciente. Aquella vez se había fracturado dos dedos de la mano izquierda, el índice y el del corazón. Estaban rotos en la primera articulación, o sea cerca de la mano. También en aquella ocasión se negó a confesar lo que le había ocurrido. Le preguntaron si se había caído por las escaleras y entonces respondió que sí, que eso había pasado. Pero según el colega que se ocupó de ella eso no era posible. Los dedos se le habían roto hacia atrás, hacia el dorso de la mano; no había otros daños. No sé mucho más, recibió el tratamiento habitual con escayola, etcétera, y la curación llevó el proceso normal.
Martin Beck le agradeció la llamada y colgó, volvió a coger el teléfono enseguida y marcó el número del restaurante SHT. Pudo oír el bullicio de la cocina y alguien que gritaba «tres filetes Lindström» justo al lado del auricular. Pasaron unos minutos antes de que se pusiera Göta Isaksson.
—Hay mucho ruido por aquí —dijo—. ¿Que dónde nos encontrábamos cuando se dio de baja? Sí, claro que me acuerdo, en Gotemburgo. Cuando partimos por la mañana ella ya no estaba y la suplente no se incorporó hasta llegar a Töreboda.
—¿Dónde se alojaron en Gotemburgo?
—Yo solía quedarme en la pensión del Ejército de Salvación, en Postgatan, pero ella no lo sé. Probablemente a bordo o en un hotel. Lo siento, pero tengo que salir corriendo. Los comensales me están esperando.
Martin Beck llamó a Motala y Ahlberg escuchó en silencio.
—Así que se fue al hospital de Växjö directamente desde Gotemburgo —concluyó—. Hay que averiguar dónde pasó la noche del ocho al nueve de agosto. Tuvo que suceder entonces.
—Se encontraba bastante mal —dijo Martin Beck—. Es extraño que pudiera trasladarse a Växjö en ese estado.
—Quizás el que lo hizo vivía en Gotemburgo. En ese caso, habría ocurrido en su casa.
Permaneció en silencio un rato. Luego añadió:
—Si lo vuelve a hacer, lo cogeremos. ¿Por qué no nos dio su nombre, maldita sea, si sabe quién es?
—Estaba asustada —contestó Martin Beck—. Temía por su vida.
—¿Crees que es demasiado tarde para localizarla?
—Sí —aseguró Martin Beck—. Sabía lo que hacía cuando se fue, podría estar fuera de nuestro alcance durante años, y ahora nosotros también sabemos lo que pretendía.
—¿Qué? —preguntó Ahlberg.
—Huir para salvar su vida —dijo Martin Beck.
Capítulo 22
Una gruesa capa de nieve sucia y acuosa cubre las calles y los tejados de las casas, caen gotas de las estrellas de Navidad grandes y amarillas suspendidas entre las fachadas de los edificios de Regeringsgatan. Llevan colgadas un par de semanas, a pesar de que falta casi un mes para la Navidad. La gente camina nerviosa y apretujada por las aceras, y en la calzada el tráfico fluye con dificultad en una lenta corriente. De vez en cuando, un coche pisa el acelerador y adelanta algunos puestos de la caravana, salpicando sucia aguanieve con las ruedas. El agente Lundberg parece ser el único que no tiene prisa. Pasea por Regeringsgatan con las manos en la espalda en dirección sur junto a los escaparates navideños. El agua de la nieve derretida en los tejados cae en pesadas gotas sobre la gorra del uniforme y el aguanieve bajo sus chanclos de goma. Llega hasta Smålandsgatan, donde ni hay tanta aglomeración de gente ni la circulación es tan densa. Baja la cuesta con prudencia para no resbalarse y se detiene ante el edificio que antiguamente albergaba la comisaría del distrito de Jakob; se sacude el agua de la gorra. Es joven, lleva poco tiempo en el cuerpo de policía y no se acuerda de la vieja comisaría, cerrada hace años, cuyo distrito pertenece ahora a la comisaría de Klara.
El agente Lundberg es de la policía de Klara y tiene una gestión que realizar en Smålandsgatan. En la esquina con Norrlandsgatan hay una pastelería. Entra. Le han encargado recoger un sobre de una de las camareras, pero no sabe lo que contiene. Mientras espera, se apoya en la barra y echa un vistazo a su alrededor.
Son las diez de la mañana y sólo están ocupadas tres o cuatro mesas. En el sofá de enfrente hay un señor sentado ante una taza de café. A Lundberg le suena de algo e intenta hacer memoria. El tipo está rebuscando dinero en los bolsillos, mientras mira como ausente al policía. A Lundberg se le eriza el pelo de la nuca. ¡El hombre del Canal de Gota!
Está casi seguro de que es él. En la comisaría ha visto las fotografías varias veces y tiene su imagen grabada en la memoria. Preso de la emoción, casi se olvida del sobre, pero se lo dan en el mismo momento en que el hombre se levanta y deja unas monedas encima de la mesa. No se cubre la cabeza, ni lleva abrigo y, al acercarse a la puerta, Lundberg constata que su estatura, constitución física y color de pelo encajan con la descripción.
A través de la puerta de cristal, le ve girar a la derecha, levanta la mano con un rápido movimiento hacia la visera de la gorra para despedirse de la camarera y se apresura a seguirlo. El hombre sube la calle una decena de metros, luego tuerce a la derecha y entra a un pasaje abovedado, Lundberg llega justo a tiempo para ver cómo se cierra una puerta que da a aquel pasadizo. En la puerta hay un letrero que dice: J. A. ERIKSSON TRANSPORTES Y MUDANZAS. OFICINA.
En la parte superior de la puerta hay un cristal. Lundberg entra lentamente al pasaje. Al pasar intenta echar un vistazo a través del cristal, pero sólo logra ver otro cristal en ángulo recto con la puerta. En el patio hay dos camiones, en cuyas puertas está escrito en letras blancas: J. A. ERIKSSON TRANSPORTES.
Se da la vuelta y vuelve a pasar por delante de la puerta de la oficina. Esta vez más despacio aún, con el cuello estirado y muy atento. Al otro lado de los cristales se encuentran dos o tres módulos separados por tabiques y cuyas puertas dan al pasillo. En la puerta más cercana, que conduce al módulo menor, consigue leer CAJA en una ventanilla corrediza abierta en el cristal. En la siguiente puerta pone OFICINA SR. F. BENGTSSON.
El hombre alto se encuentra de pie allí dentro, al otro lado del cristal, hablando por teléfono. De espaldas a Lundberg, está mirando hacia una ventana pintada de blanco. Se ha cambiado la chaqueta por una bata negra y tiene una mano metida en el bolsillo. Un hombre vestido con mono y gorra de visera entra por una puerta al fondo del pasillo. Lleva unos papeles en la mano. Al abrir la puerta del despacho, mira hacia la salida, Lundberg sigue tranquilamente por su camino y sale a la calle.
Acaba de realizar su primer seguimiento.
—Por fin, joder —exclamó Kollberg—. Me apunto al primer turno.
—Probablemente come a las doce —dijo Martin Beck—. Date prisa y llegarás a tiempo. Un chaval espabilado, ese Lundberg, si es que ha acertado. Llámame esta tarde en cuanto puedas y enviaré a Stenström para que te releve.
—Creo que hoy me puedo arreglar solo. Si quiere, que me sustituya esta noche.
—Hasta luego.
A las doce menos cuarto Kollberg estaba in situ. Enfrente del edificio de la empresa de transportes, había una cervecería donde se sentó junto a la ventana. Sobre la mesa, una taza de café y una pequeña maceta pintada de rojo con un tulipán marchito, una ramita de abeto y un polvoriento papá Noel de plástico. Se dispuso a tomar su café tranquilamente y no desvió la mirada del portal de enfrente. Llegó a la conclusión de que las cinco ventanas de la izquierda pertenecían a la empresa de transportes, pero no pudo distinguir nada tras los cristales, ya que la mitad inferior de todos ellos estaba pintada de blanco.
Un camión con el nombre de la empresa salió por el pasaje, Kollberg miró el reloj. Las doce menos tres minutos. Dos minutos más tarde la puerta de la oficina se abrió y salió un tipo alto con un abrigo gris oscuro y sombrero negro. Kollberg dejó una corona y cincuenta céntimos en la mesa, se levantó y se puso el sombrero sin desviar en ningún momento la mirada del hombre, que bajó de la acera y cruzó la calle en diagonal pasando de largo la cervecería. Cuando Kollberg salió, le vio dar la vuelta a la esquina hasta Norrlandsgatan. Le siguió, pero no hizo falta caminar mucho. A unos veinte metros de la esquina, entró en un restaurante autoservicio.
Había cola y el hombre esperó con paciencia. Al llegar al mostrador, cogió una bandeja, una pequeña botella de leche, pan y mantequilla, pidió algo en la ventanilla, pagó y se sentó en una mesa vacía de espaldas a Kollberg.
Cuando la chica de la caja gritó «trucha asalmonada», se levantó y fue a buscar su plato. Comió lentamente y con concentración, sólo alzó la vista del plato cuando se llevó a la boca el vaso de leche. Kollberg fue a por una taza de café y se sentó de tal manera que pudiera verle la cara. Después de un rato, se convenció de que efectivamente se trataba de la misma persona de la película.
Ni tomó café ni fumó después de la comida, sólo se limpió con esmero con la servilleta, se puso el sombrero y el abrigo, y se marchó. Kollberg le siguió hasta Hamngatan, donde cruzó la calle hasta los jardines de Kungsträdgården. Caminaba bastante rápido y Kollberg se mantenía una veintena de metros por detrás mientras atravesaban la alameda oriental del parque. Al lado de la fuente de Molin, giró a la derecha, pasó de largo la fuente, cuyo estanque estaba hasta la mitad de un aguanieve gris y sucio, y siguió subiendo por la alameda occidental. Kollberg le siguió pasando por el Restaurante Victoria y el Café Blanche, cruzó a los grandes almacenes NK, bajó por Hamngatan, cogió Norrlandsgatan, donde atravesó Smålandsgatan y desapareció por el portal.
«Bueno —pensó Kollberg—, vaya asco de aventura.»
Miró su reloj. La comida y el paseo habían durado exactamente tres cuartos de hora.
Durante la tarde no pasó nada especial. El camión volvió vacío, la gente iba y venía, salió otra furgoneta y volvió, luego dos camiones y cuando regresaba uno de ellos estuvo a punto de chocar con la furgoneta que salía.
A las cinco menos cinco vio abandonar la oficina a uno de los camioneros, acompañado de una mujer gruesa de pelo canoso. A las cinco al otro, el tercero aún no había vuelto con el camión. Otros tres hombres salieron del portal poco después y cruzaron la calle. Entraron en la cervecería y pidieron cerveza a voces, les sirvieron y se las bebieron en silencio.
A las cinco y cinco apareció el alto. Se detuvo delante de la puerta, sacó un llavero del bolsillo y cerró con llave. Luego se guardó de nuevo las llaves, se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada y se marchó.
Mientras Kollberg se ponía el abrigo, oyó comentar a uno de los bebedores de cerveza:
—Ahora se va Folke a casa.
Y otro se preguntó...
—¿Para qué? Si nadie le espera en casa. No sabe la suerte que tiene. Teníais que haber oído a mi parienta cuando llegué a casa anoche... Menuda bronca me echó sólo porque me tomé un par de cervezas después del curro. Joder, es que...
A Kollberg no le dio tiempo a escuchar más. El alto, quien con absoluta certeza se llamaba Folke Bengtsson, había desaparecido de su campo de visión. En Norrlandsgatan volvió a descubrirlo abriéndose paso entre una aglomeración de gente para dirigirse a Hamngatan, donde fue hasta la parada de autobús frente a NK.
Cuando Kollberg se puso en la cola, había cuatro personas entre él y Bengtsson. Confió en que el autobús no viniese tan lleno que no pudieran subir los dos. Bengtsson mantuvo en todo momento la mirada hacia delante, parecía observar la decoración navideña de los escaparates de NK. Al llegar el autobús, subió dando un saltito, Kollberg consiguió por poco apretujarse detrás de las puertas justo antes de que se cerraran.
El hombre bajó en Sankt Eriksplan. La circulación era densa y le llevó un rato salvar todos los semáforos hasta el otro lado de la plaza. En Rörstrandsgatan entró en un supermercado.
Siguió caminando por Rörstrandsgatan, pasó Birkagatan, cruzó la calle en diagonal y entró en un portal. Después de un rato, Kollberg se acercó a leer los letreros de los nombres. Había dos escaleras, una para el edificio del patio y otra para el de la calle. Kollberg se consideró afortunado al descubrir que la casa de Bengtsson daba a la calle, en la segunda planta.
Se colocó delante de un portal del otro lado de la calle y levantó la vista hasta la segunda planta. Detrás de cuatro de las ventanas colgaban unas cortinas blancas de tul con bordes plisados y un bosque de macetas. Gracias a los hombres de la cervecería sabía que Bengtsson era soltero y le pareció poco probable que aquellas ventanas pertenecieran a su piso.
Concentró su atención en las otras dos. Una estaba entreabierta y, mientras la observaba, se encendió la luz en la otra, supuso que sería la de la cocina. Pudo ver el techo y la parte superior de las paredes, de color blanco. En un par de ocasiones distinguió a alguien, pero no lo suficiente para determinar si se trataba de Bengtsson.
Al cabo de veinte minutos, se apagaron las luces de la cocina y se encendió una lámpara en la habitación contigua. Después de un rato, Bengtsson se acercó a la ventana. La abrió de par en par y se asomó. Luego la cerró, echó el pestillo y bajó el estor. Era amarillo y se transparentaba la luz, Kollberg vio cómo la silueta de Bengtsson desaparecía hacia el interior. La ventana seguramente no tenía cortinas, porque a ambos lados del estor salían anchos haces de luz.
Kollberg fue a telefonear a Stenström.
—Está en casa de momento. Si no te llamo antes de las nueve, vienes a relevarme, ¿vale?
A las nueve y ocho minutos se presentó Stenström. Lo único que había ocurrido era que la luz se había apagado a las ocho y desde entonces sólo salía un débil resplandor azulado por ambos lados del estor.
Stenström llevaba un periódico vespertino en el bolsillo y comprobaron que echaban una película americana en la tele.
—Es buena —dijo Kollberg—, la vi hace diez o quince años. El final es fantástico, todos mueren menos la tía. Me largo ya, a ver si llego a tiempo de verla. Si no me llamas antes de las seis, aquí estaré.
Era una mañana fría y estrellada cuando Stenström, nueve horas más tarde, caminaba deprisa hacia Sankt Eriksplan. Desde que la luz se apagó a las diez y media en el dormitorio de la segunda planta no había pasado nada.
—Ten cuidado de no congelarte —le aconsejó Stenström antes de marcharse, y cuando el portal se abrió y el hombre alto salió, Kollberg agradeció poder moverse por fin.
Bengtsson llevaba el mismo abrigo que el día anterior, pero se había cambiado el sombrero por una gorra gris de lana de Crimea. Caminaba apresuradamente y le salía vaho por la boca, como humo blanco. En Sankt Eriksplan cogió el autobús a Hamngatan y un par de minutos antes de las ocho, Kollberg le vio desaparecer por la puerta de la empresa de transportes.
Un par de horas más tarde salió de nuevo, dio los pocos pasos que separaban la pastelería del edificio de al lado, tomó café y dos panecillos. A las doce se fue al restaurante y después de comer dio una vuelta alrededor del edificio de Citypalatset y regresó a su oficina. A las cinco y pico, cerró la puerta con llave, cogió el autobús a Sankt Eriksplan, compró pan en una panadería y se fue para casa.
A las siete y veinte volvió a salir. En Sankt Eriksgatan giró a la derecha, pasó el puente y entró en Kungsholmsgatan, donde desapareció por una puerta. Kollberg se detuvo un momento delante de la palabra bolera iluminada con grandes letras rojas. Luego entró.
La bolera tenía siete pistas y detrás de un bordillo había un bar con pequeñas mesas redondas y sillas con asientos de hule. Las voces y las risas hacían eco en la sala y de vez en cuando se oía el sonido de bolas rodando y bolos cayendo.
Kollberg no vio a Bengtsson en ningún sitio, sin embargo enseguida reconoció a dos de los tres hombres de la cervecería del día anterior. Estaban sentados en una mesa del bar y Kollberg se retiró hacia la puerta para que no lo reconocieran. Después de un rato, el tercer hombre se acercó a la mesa acompañado por Bengtsson. Cuando empezaron a jugar, Kollberg abandonó el local.
Al cabo de un par de horas los cuatro jugadores salieron de la bolera. Se despidieron en la parada del tranvía de Sankt Eriksgatan y Bengtsson volvió solo por el mismo camino por donde había venido.
A las once se apagó la luz en el piso de Bengtsson, por entonces Kollberg ya descansaba en la cama, mientras su relevo, bien abrigado, caminaba de un lado a otro de Birkagatan. Stenström estaba resfriado.
El día siguiente, miércoles, transcurrió más o menos como el anterior. Stenström desafió al resfriado y pasó gran parte del día en la cervecería de Smålandsgatan.
Por la noche Bengtsson fue al cine. Cinco filas más atrás Kollberg sufría mientras un Señor América rubio y medio desnudo luchaba contra monstruos prehistóricos de Cinemascope.
Los dos días siguientes fueron idénticos. Stenström y Kollberg se turnaron para vigilar la existencia de un hombre desprovista de acontecimientos y estrictamente rutinaria. Kollberg volvió a visitar la bolera y se enteró de que Bengtsson era bueno y que desde hacía mucho tiempo jugaba allí todos los martes con sus tres compañeros de trabajo.
El séptimo día, un domingo, sucedió lo único interesante que había ocurrido en todo este tiempo, según Stenström: un partido de hockey sobre hielo entre las selecciones de Suecia y Checoslovaquia, que presenció junto con Bengtsson y unas diez mil personas más.
La noche del domingo al lunes, Kollberg encontró en Birkagatan un nuevo portal donde resguardarse.
Cuando por segundo sábado consecutivo vio salir a Bengtsson, cerrar con llave la puerta a las doce y dos minutos y empezar a caminar en dirección a Regeringsgatan pensó: «Ahora vamos a Löwenbröu a tomarnos una cerveza». Al abrir Bengtsson la puerta del Löwenbröu, Kollberg se situaba en la esquina de Drottninggatan alimentando su odio.
Por la noche, subió a su despacho de Kristineberg para ver las fotos de la película. Había perdido la cuenta de cuántas veces las había analizado.
Estudió cada foto detenidamente durante un buen rato y, por mucho que le costara creerlo, seguía viendo al hombre de cuya tranquila vida llevaba siendo testigo dos semanas.
Capítulo 23
—Está claro que no puede ser nuestro hombre —se lamentó Kollberg.
—¿Ya te has cansado?
—No me malinterpretes. No tengo nada en contra de dormir de pie en un portal de Birkagatan noche tras noche, pero...
—¿Pero qué?
—Durante diez días de catorce ha pasado lo siguiente: a las siete sube el estor. A las siete y un minuto abre la ventana. A las ocho menos veinticinco deja la ventana entreabierta. A las ocho menos veinte sale del portal, camina hasta Sankt Eriksplan y coge el autobús cincuenta y seis hasta el cruce de Regeringsgatan con Hamngatan, va andando hasta la empresa de transportes y a las ocho menos medio minuto abre la puerta. A las diez se dirige a la pastelería City, donde se toma dos tazas de café y un bocadillo de queso. A las doce y un minuto se marcha a uno de los dos restaurantes. Come...
—¿Qué come? —preguntó Martin Beck.
—Pescado o carne asada. Termina de comer a las doce y veinte, da un rápido paseo por los jardines de Kungstrådgården o una vuelta por la plaza Norrmalmstorg y regresa al trabajo. A las cinco y cinco cierra con llave y se va a casa. Si el tiempo está jodido coge el cincuenta y seis. Si no, recorre las calles Regeringsgatan, Kungsgatan, Drottninggatan, Barnhusgatan, Upplandsgatan, Observatoriegatan, pasa por el parque de Vasa, atraviesa en diagonal Sankt Eriksplan, atraviesa Birkaplan y llega a casa. De camino hace la compra en algún supermercado donde no haya demasiada gente. Compra leche y galletas todos los días, y pan, mantequilla, queso y mermelada regularmente. Se ha quedado en casa viendo la caja tonta ocho de las catorce noches. Dos miércoles consecutivos ha ido al cine, a la sesión de las siete en Lorry. Una mierda de películas las dos veces, me tocaron a mí. A la vuelta del cine se come un perrito caliente con mostaza y ketchup. Los domingos coge el metro hasta el Estadio de Hielo para ver un partido de hockey. Eso le tocó a Stenström, claro. Dos martes consecutivos ha ido a la bolera de Kungsholmsgatan y ha estado jugando durante dos horas con tres tíos de la empresa. Los sábados trabaja hasta las doce. Luego va al Löwenbräu y se toma una jarra de cerveza. Además, pide una ensaladilla de salchichas. Luego callejea tranquilamente hasta casa. Por la calle no mira a las tías, sólo a veces carteles de películas y escaparates, sobre todo de tiendas de deporte y ferreterías. No compra periódicos y no está suscrito a ninguno. En cambio, se suele llevar dos revistas, Rekord Magasinet y una de pesca de esas anticuadas. La verdad es que se me ha olvidado cómo se llama. Un descuido. En el sótano de su edificio no hay ningún ciclomotor azul de la marca Monark, pero sí uno rojo Svalan. Es suyo. Pocas veces recibe correo. No se relaciona con los vecinos, pero los saluda en la escalera.
—¿Cómo es?
—¿Cómo coño voy a saber cómo es? Dice Stenström que es de un equipo de hockey sobre hielo, del Djurgården.
—Venga, en serio.
—Da la impresión de ser un hombre sano, tranquilo, fuerte y aburrido. Deja la ventana entreabierta todas las noches. Se mueve con comodidad, viste bien, no parece nervioso. Nunca tiene prisa pero tampoco pierde el tiempo. Debería fumar en pipa. No lo hace.
—¿Ha notado vuestra presencia?
—No creo. La mía, desde luego, no.
Permanecieron en silencio un rato observando la nieve, que caía en forma de grandes copos mojados.
—¿Sabes? —comentó Kollberg—, me da la sensación de que podríamos seguir así hasta que volviera a tener vacaciones. Es un espectáculo fascinante, pero ¿el estado puede permitirse el lujo de tener así a dos personas bastante competentes...?
Se paró en medio de la frase.
—Hablando de competencia, anoche había un borracho que me soltó un «uuuh» mientras estaba allí plantado medio dormido. Casi me da un infarto...
—¿Entonces se trata de nuestro hombre?
—Bueno, se parece bastante al de la película.
Martin Beck se mecía en la silla.
—Vale, vamos a buscarlo.
—¿Ahora?
—Sí.
—¿Quién?
—Tú. Después del trabajo. No queremos que desatienda sus obligaciones en la oficina. Llévale a tu despacho y le preguntas los datos personales. Cuando hayas acabado, me llamas.
—¿Línea suave?
—Por supuesto.
Dieron las nueve y media el catorce de diciembre. El nombre del día según el calendario era Sten y Martin Beck había soportado la celebración tardía de Santa Lucía organizada por la policía, un bollo de azafrán pastoso y dos copitas de un soso glögg sin apenas alcohol.
Llamó al fiscal provincial de Linköping y a Ahlberg de Motala y, con cierta sorpresa, les oyó decir a los dos: «Voy para allá».
Se presentaron sobre las tres. El fiscal había pasado por Motala a recoger a Ahlberg. Intercambió unas palabras con Martin Beck y se fue a ver a Hammar.
Ahlberg estuvo sentado en el sillón de visitas durante dos horas, pero no se comentó nada de interés. Ahlberg preguntó:
—¿Crees que es él?
—No lo sé.
—Tiene que serlo.
—Ya.
A las cinco menos cinco llamaron a la puerta. Eran el fiscal provincial y Hammar.
—Estoy convencido de que llevas razón —reconoció el fiscal—. Emplea el método que te parezca más apropiado.
Martin Beck asintió con la cabeza.
A las seis menos veinte sonó el teléfono.
—Hola —dijo Kollberg—, ¿puedes subir? El señor Folke Bengtsson, ya te hablé de él, está aquí.
Martin Beck colgó y se levantó. Ya en la puerta, se dio la vuelta y miró a Ahlberg.
Ninguno pronunció palabra alguna.
Subió las escaleras muy despacio. A pesar de los miles de interrogatorios que había realizado en su vida, sintió un extraño estremecimiento en el diafragma y en la parte izquierda del pecho.
Kollberg se había quitado la americana y tenía los codos apoyados en la mesa, se mostraba tranquilo y jovial. Melander les daba la espalda, mientras se ocupaba tranquilamente de sus papeles.
—Éste es Folke Bengtsson —dijo Kollberg poniéndose de pie.
—Beck.
—Bengtsson.
Un apretón de manos rutinario. Kollberg se puso la americana.
—Yo me voy. Hasta luego.
—Hasta luego.
Martin Beck se sentó. Había un papel en la máquina de escribir de Kollberg. Lo subió un poco y leyó: Folke Lennart Bengtsson, director administrativo, nacido el 6 de julio de 1926 en la parroquia Gustav Vasa, Estocolmo. Soltero.
Observó al hombre. Ojos azules, una cara bastante corriente. Algunas canas en el pelo. Ausencia de nerviosismo. En general, nada especial.
—¿Sabe usted por qué le hemos pedido que viniera?
—La verdad es que no.
—Es posible que nos pueda ayudar con un asunto.
—¿Y de qué asunto se trata?
Martin Beck dirigió la mirada hacia la ventana y dijo:
—Empieza a nevar en serio.
—Sí, desde luego.
—¿Dónde se encontraba usted la primera semana de julio de este año? ¿Se acuerda?
—Debería. Tenía vacaciones. La empresa donde trabajo cierra cuatro semanas a partir de San Juan.
—¿Y?
—Estuve en varios sitios, dos semanas en la costa oeste, por ejemplo. Suelo ir a pescar cuando tengo vacaciones. En invierno también al menos una semana.
—¿Cómo viajó? ¿En coche?
El hombre sonrió.
—No, no tengo coche. Ni siquiera permiso de conducir. Fui en ciclomotor.
Martin Beck se quedó callado un momento.
—No está nada mal, yo mismo he tenido ciclomotor durante varios años. ¿Qué marca conduce?
—Entonces tenía un Monarped de Monark, pero cambié este otoño.
—¿Se acuerda cómo pasó sus vacaciones?
—Sí, claro. Al principio me quedé una semana en Mem, en la costa este, justo en el nacimiento del Canal de Gota. Luego me fui a Bohuslän.
Martin Beck se levantó y se acercó a la garrafa de agua, que estaba encima del archivador, al lado de la puerta. Echó un vistazo a Melander. Volvió. Quitó la funda al magnetófono y conectó el micrófono. Melander se guardó la pipa en el bolsillo del pecho y se marchó. El hombre se quedó mirando al aparato.
—¿Fue en barco desde Mem hasta Gotemburgo?
—No, desde Söderköping.
—¿Cómo se llamaba el barco?
—Diana.
—¿Qué día subió a bordo?
—No me acuerdo demasiado bien. En los primeros días de julio.
—¿Ocurrió algo fuera de lo normal durante el viaje?
—No, que yo recuerde.
—¿Está seguro? Haga memoria.
—Sí, es verdad, hubo una avería en las máquinas, pero fue antes de que yo subiera a bordo. Iba retrasado. Si no, no me hubiera dado tiempo a cogerlo.
—¿Qué hizo en Gotemburgo?
—El barco llegó muy temprano por la mañana. Me dirigí a un pueblo que se llama Hamburgsund. Allí tenía una habitación reservada a través de una agencia.
—¿Cuánto tiempo se quedó?
—Dos semanas.
—¿Qué hizo durante esas dos semanas?
—Pescar todo lo que pude. Hizo mal tiempo.
Martin Beck abrió el cajón de Kollberg y sacó las tres fotografías de Roseanna McGraw.
—¿Reconoce a esta mujer?
El hombre miró las fotos, una tras otra. Ni se inmutó.
—Me parece familiar —reconoció—. ¿Quién es?
—Estaba a bordo del Diana.
—Sí, creo recordarla —dijo el hombre con indiferencia.
Volvió a mirar las fotos.
—Pero no estoy seguro. ¿Cómo se llama?
—Roseanna McGraw. Era estadounidense.
—Ahora me acuerdo. Sí, es verdad. Iba a bordo. Hablé con ella alguna vez. Lo mejor que pude, claro.
—¿No ha visto ni oído su nombre desde entonces?
—No, la verdad es que no. O sea, hasta ahora.
Martin Beck captó la mirada del hombre y la retuvo. Era fría, tranquila e inquisitiva.
—¿No sabe que Roseanna McGraw fue asesinada precisamente durante ese viaje?
Un sutil aunque perceptible cambio de expresión recorrió el rostro del hombre.
—No —aseguró al final—, la verdad es que no lo sabía.
Arqueó las cejas.
—¿Es verdad eso? —preguntó de repente.
—Parece muy extraño que no haya oído hablar del asunto. Sinceramente no le creo.
A Martin Beck le dio la sensación de que el hombre había dejado de prestarle atención.
—Claro, ahora entiendo por qué me han buscado.
—¿Ha oído lo que le he dicho? Me parece extraño que no se haya enterado de nada de lo que se ha escrito acerca de este suceso. Simplemente no le creo.
—Si hubiese tenido idea del asunto naturalmente que me habría presentado voluntariamente.
—¿Se habría presentado?
—Sí, como testigo.
—¿De qué?
—Para contarles que la había conocido. ¿Dónde la mataron? ¿En Gotemburgo?
—No, en el barco, en su camarote. Mientras usted se encontraba a bordo.
—Parece imposible.
—¿Por qué?
—Alguien tuvo que haberse dado cuenta. Todos los camarotes estaban ocupados.
—Me parece aún más imposible que usted no haya oído hablar del tema. Me cuesta creerlo.
—Espere, puedo explicárselo. Nunca leo los periódicos.
—Se ha hablado mucho del asunto también por la radio, y en las noticias de la televisión. Precisamente estas fotografías se han difundido en el telediario Aktuellt. Varias veces. ¿No tiene televisor?
—Sí, claro. Pero sólo veo documentales sobre naturaleza y películas.
Martin Beck se quedó en silencio observándolo detenidamente. Después de un minuto preguntó:
—¿Por qué no lee los periódicos?
—No informan de nada que me interese. Sólo política y... sí, precisamente ese tipo de cosas que usted ha mencionado, asesinatos, accidentes y otras miserias.
—¿No lee nunca nada?
—Sí, algunas revistas. De deporte, pesca, vida al aire libre, quizás alguna que otra novela de aventuras.
—¿Qué revistas?
—Idrottsbladet, prácticamente todos los números. Suelo comprar All-Sport, Rekord Magasinet y Lektyr. La leo desde que era pequeño. A veces también compro revistas estadounidenses de pesca deportiva.
—¿No tiene costumbre de hablar de los sucesos del día con sus compañeros de trabajo?
—No, me conocen y saben que no me interesa. Hablan entre ellos, claro, pero no suelo prestar atención. Ésa es la verdad.
Martin Beck no dijo nada.
—Entiendo que le parezca raro. Pero repito que es la verdad. Tiene que creerme.
—¿Es usted religioso?
—No. ¿Por qué lo pregunta?
Martin Beck cogió un cigarrillo y acercó el paquete al hombre.
—No, gracias, no fumo.
—¿Bebe alcohol?
—Me gusta la cerveza. Suelo tomar una o dos los sábados, después del trabajo. Nunca bebo nada más fuerte.
Martin Beck le contemplaba sin desviar la mirada. El hombre no hizo ningún intento por evitarla.
—Bueno, le hemos encontrado al final. Eso es lo importante.
—Sí. ¿Cómo lo consiguieron? Quiero decir, averiguar que yo iba a bordo.
—Ah, una casualidad. Alguien le reconoció. Ahora la situación es la siguiente: hasta el momento usted es la única persona con la que hemos contactado que habló con esta mujer. ¿Cómo la conoció?
—Creo que... ahora me acuerdo. Dio la casualidad de que estaba a mi lado y me preguntó algo.
—¿Y?
—Le contesté. Lo mejor que pude. Mi inglés no es muy bueno.
—Pero suele leer revistas estadounidenses, ¿no?
—Sí, y precisamente por eso suelo aprovechar la ocasión para conversar con ingleses y estadounidenses. Para practicar. No ocurre muy a menudo. Una vez por semana suelo ir a ver alguna película estadounidense, la que sea. Y habitualmente veo las series policíacas de la tele, aunque el contenido no me interesa.
—Así que habló con Roseanna McGraw. ¿De qué?
—Pues...
—Intente recordar. Puede ser importante.
—Me contó algunas cosas de ella.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Dónde vivía, pero no lo recuerdo.
—¿Pudo ser Nueva York?
—No, mencionó algún estado de Estados Unidos. Quizá Nevada. La verdad es que no me acuerdo.
—¿Y qué más?
—Dijo que trabajaba en una biblioteca. De eso estoy completamente seguro. Y que venía de Cabo Norte y Laponia. Que había visto el sol de medianoche. También me preguntó algunas cosas.
—¿Pasaron mucho tiempo juntos?
—No, realmente no. Hablé con ella en tres o cuatro ocasiones.
—¿Cuándo? ¿Durante qué momento del viaje?
El hombre se tomó su tiempo.
—Debió de suceder el primer día. Recuerdo que nos hicimos compañía entre Berg y Ljungsbro, donde los pasajeros suelen andar un trecho por tierra mientras el barco pasa por la esclusa.
—¿Conoce el canal y los entornos?
—Sí, bastante bien.
—¿Ha viajado antes por el canal?
—Sí, varias veces. Suelo aprovechar y viajar un tramo cuando encaja con mis planes de vacaciones. No quedan muchos barcos antiguos de ese tipo y es un viaje bonito.
—¿Cuántas veces?
—No le sabría decir. Deje que lo piense. Sin duda una decena de veces a lo largo de los años. Diferentes trayectos. Sólo una vez hice todo el recorrido completo, de Gotemburgo a Estocolmo.
—¿Como pasajero de cubierta?
—Sí. Los camarotes hay que reservarlos con mucha antelación. Además, resulta bastante caro ir como pasajero de crucero.
—¿No resulta incómodo viajar sin camarote?
—No, en absoluto. Se puede dormir en algún sofá, en los salones de debajo de cubierta si se quiere. De hecho yo no necesito grandes comodidades.
—Así que conoció a Roseanna McGraw. Ha afirmado que estuvo con ella en Ljungsbro. Pero el resto del viaje...
—Creo que coincidí con ella en alguna ocasión más.
—¿Cuándo?
—No me acuerdo.
—¿La vio durante la última parte del viaje?
—Que yo recuerde, no.
—¿Sabe dónde estaba su camarote?
No hubo respuesta.
—¿Ha oído la pregunta? ¿Dónde estaba su camarote?
—Intento recordar. No, creo que nunca lo supe.
—¿Nunca estuvo en su camarote?
—La verdad es que no. Dicho sea de paso, los camarotes son muy pequeños, además se alojan dos personas en cada uno de ellos.
—¿Siempre?
—Bueno, algunos irán solos, supongo. Pero no muchos, sale muy caro.
—¿Sabe si Roseanna McGraw viajaba sola?
—No. No me dijo nada, que yo recuerde.
—¿Y nunca la acompañó al camarote?
—No, la verdad es que no.
—¿De qué hablaron en Ljungsbro?
—Recuerdo haberle preguntado si quería ver la iglesia del monasterio de Vreta, está muy cerca. Pero no quiso. Por cierto, no estoy seguro de que entendiera lo que intentaba proponerle.
—¿De qué más hablaron?
—No lo recuerdo. Nada en especial. No creo que nos dijéramos gran cosa. Fuimos caminando ese tramo a lo largo del canal. Mucha gente hizo lo mismo.
—¿La vio en compañía de alguna otra persona?
El hombre se quedó en silencio. Miró inexpresivamente hacia la ventana.
—Es una pregunta muy importante.
—Lo entiendo. Intento recordar. Sin duda habló con otros mientras yo estuve con ella, con algún que otro estadounidense o inglés. No recuerdo a nadie en particular.
Martin Beck se levantó y se acercó a la garrafa de agua.
—¿Quiere beber algo?
—No, gracias. No tengo sed.
Bebió y regresó. Pulsó un botón debajo de la mesa. Rebobinó la cinta y paró la grabadora.
Al cabo de un minuto, entró Melander y se acercó a su mesa.
—Oye, llévate esto y archívalo, por favor.
Melander cogió la cinta y salió.
El hombre que se llamaba Folke Bengtsson estaba sentado completamente rígido en su silla mirando a Martin Beck con sus inexpresivos ojos azules.
—Como le comentaba, usted es el único que conocemos que recuerda o admita haber hablado con ella.
—Entiendo.
—¿No habrá sido usted, por casualidad, quien la mató?
—No, claro que no. ¿Usted lo cree?
—Alguien tiene que haberlo hecho.
—Ni siquiera sabía que estaba muerta. Y tampoco su nombre. No pensará que yo...
—Si hubiese esperado una confesión no le habría formulado la pregunta con ese tono —explicó Martin Beck.
—Entiendo... creo. ¿Estaba bromeando?
—No.
El hombre se quedó callado.
—Si le digo que sabemos con certeza que usted estuvo en el camarote de esa mujer, ¿qué me contestaría?
La respuesta llegó a los diez segundos.
—Que deben haberse equivocado. Pero no lo dirían si no estuviesen seguros, ¿verdad?
Martin Beck guardó silencio.
—Y en ese caso, debí de haber estado allí sin saberlo.
—¿Suele ser consciente de lo que hace?
El hombre arqueó un poco las cejas.
—Sí —respondió.
Luego afirmó con contundencia:
—No estuve allí.
—¿Sabe? —confesó Martin Beck—, este caso es sumamente desconcertante.
«Gracias a Dios que esto no se ha grabado» pensó.
—Entiendo.
Martin Beck apretó la boquilla de un Florida y luego lo encendió.
—¿No está casado?
—No.
—¿Tiene relación estable con alguna mujer?
—No. No puedo imaginar abandonar mi vida de soltero, estoy acostumbrado a vivir solo.
—¿Tiene hermanos?
—No, soy hijo único.
—¿Y creció con sus padres?
—Con mi madre. Mi padre murió cuando yo tenía seis años. Apenas lo recuerdo.
—¿Nunca tiene relaciones con mujeres?
—Naturalmente no es que carezca de experiencia. Tengo casi cuarenta años.
Martin Beck le observaba.
—Cuando necesita compañía femenina, ¿suele recurrir a prostitutas?
—No, nunca.
—¿Puede darme el nombre de alguna mujer con la que haya estado durante cierto tiempo?
—Quizá podría, pero no quiero.
Martin Beck abrió el cajón del escritorio unos veinte centímetros, bajó la mirada hacia él y se pasó el dedo índice por el labio inferior pensativo.
—Estaría bien si pudiera mencionar algún nombre —dijo en un susurro.
—La última, la que más tiempo..., con la que he estado más comprometido, ella... Bueno, ahora está casada y ya no tenemos contacto. Resultaría muy incómodo para ella.
—Aun así, estaría bien —insistió Martin Beck sin levantar la mirada.
—No quiero causarle molestias.
—No va a sufrir ninguna molestia. ¿Cómo se llama?
—Si pueden garantizarme... Su nombre de casada es Siv Lindberg. Pero le ruego encarecidamente....
—¿Dónde vive?
—En Lidingö. Su marido es ingeniero. No sé su dirección, en algún lugar de Bodal, creo recordar.
Martin Beck echó una última mirada a la fotografía de la mujer de Växjö. Luego cerró el cajón y se disculpó:
—Gracias. Siento tener que hacerle preguntas de ese tipo. Pero, desgraciadamente, forma parte del procedimiento.
Melander entró y se sentó en su mesa.
—¿Le puedo pedir que espere un par de minutos? —preguntó Martin Beck.
En el despacho de abajo, la grabadora acababa de reproducir las últimas palabras.
Martin Beck estaba escuchando de pie apoyado en la pared.
«—¿Quiere beber algo?
—No, gracias. No tengo sed.»
El fiscal provincial fue el primero en romper el silencio.
—¿Bueno?
—Suéltalo.
El fiscal levantó la mirada al techo, Kollberg la bajó al suelo y Ahlberg miró a Martin Beck.
—No le has presionado demasiado —observó el fiscal—. Tampoco ha sido un interrogatorio muy largo.
—No.
—¿Y si lo detenemos? —propuso el fiscal.
—Tendrás que soltarlo a esta misma hora el jueves —contestó Hammar.
—Eso no lo sabemos.
—No —admitió Hammar.
—De acuerdo —concluyó el fiscal.
Martin Beck asintió con la cabeza. Salió del despacho, subió la escalera y volvió a sentir el mismo estremecimiento en la parte izquierda del pecho.
Melander y el hombre que se llamaba Folke Bengtsson no parecían haberse movido desde que los dejó y nada indicaba que hubieran hablado.
—Siento haberle molestado. ¿Le puedo ofrecer un coche para volver a casa?
—Cogeré el metro, gracias.
—Tal vez sea lo más rápido.
—Sí, seguramente.
Martin Beck lo acompañó a la planta baja, pura rutina.
—Bueno, adiós.
—Adiós.
Un apretón de manos rutinario.
Kollberg y Ahlberg seguían sentados con la mirada clavada en la grabadora.
—¿Mantenemos la vigilancia? —preguntó Kollberg.
—No.
—¿Crees que es él? —preguntó Ahlberg.
Martin Beck estaba en medio del despacho mirándose la mano derecha.
—Sí —sentenció—. Claro que es él.
Capítulo 24
El edificio de apartamentos, en lo fundamental, le recordaba al suyo en Bagarmossen. Una escalera sin decoración alguna, el nombre en placas estándar en las puertas y las trampillas entre plantas para tirar la basura. Se encontraba en Bodalsvägen, en la isla de Lidingö, había llegado en el tren de cercanías.
Eligió el momento con mucho cuidado. A la una y cuarto los funcionarios suecos están en la oficina y los niños pequeños duermen la siesta. Las amas de casa tienen la radio puesta y escuchan música mientras toman café con sacarina.
La mujer que le abrió era de baja estatura, rubia y con ojos azules. De unos treinta años y bastante guapa. Se agarró nerviosa a la manija de la puerta, como preparándose para cerrarla cuanto antes.
—¿La policía? ¿Ha ocurrido algo? Mi marido...
Tenía cara de asustada, de desconcierto; y muy bonita, pensó Martin Beck. Le enseñó la placa, lo cual pareció calmarla.
—No entiendo cómo le puedo servir de ayuda, pero entre, por favor...
El mobiliario resultaba impersonal, aburrido y pulcro, pero la vista del archipiélago era fantástica. Se veía la bahía de Lilla Värtan y dos barcos remolque que se disponían a tirar de un buque de carga hacia el muelle. Martin Beck hubiera dado lo que fuera por cambiar su casa por ésta.
—¿Tiene hijos? —preguntó para desviar la atención.
—Sí, una niña de diez meses. Acabo de acostarla.
Sacó las fotografías.
—¿Conoce a este hombre?
Se sonrojó enseguida y se quedó con la mirada perdida, asintió vacilante.
—Sí, lo conocí. Pero hace varios años. ¿Qué ha hecho?
Martin Beck no contestó al momento.
—Sabe, esto me resulta muy desagradable. Mi marido...
Le costaba encontrar las palabras adecuadas.
—¿Nos sentamos? —preguntó Martin Beck—. Perdone por proponérselo.
—Sí. Claro.
Ella se acomodó en el borde del sofá, tensa y rígida.
—No tema nada ni se preocupe. Sucede lo siguiente: este hombre nos interesa como testigo por ciertos motivos. En todo caso, no tiene que ver con usted. Pero es importante para nosotros conseguir alguna información acerca de su carácter por parte de alguien que, de una manera u otra, haya tratado con él.
Eso no pareció tranquilizarla mucho.
—Es muy desagradable —insistió—. Mi marido, sabe usted, llevamos casi dos años casados y él no sabe nada de... Folke, no le he contado nada acerca de ese hombre... aunque, claro, como usted entenderá, tiene que imaginarse que he estado con otros hombres antes...
Se sentía cada vez más confusa y azorada.
—Nunca hablamos de eso —precisó.
—Puede estar absolutamente tranquila. Sólo le pido que me conteste a algunas preguntas. Ni su marido ni nadie se van a enterar de lo que usted me cuente. Por lo menos nadie que usted conozca.
Asintió con la cabeza, pero seguía desviando la mirada.
—¿Por lo tanto conoce usted a Folke Bengtsson?
—Sí.
—¿Cuándo y dónde lo conoció?
—Yo... Nos conocimos hace más de cuatro años, en una empresa donde éramos compañeros de trabajo.
—¿Transportes Eriksson?
—Sí, yo trabajaba en la caja.
—¿Y mantenía una relación con él?
Asintió mirando para otro lado.
—¿Cuánto tiempo?
—Un año —musitó en un tono apenas audible.
—¿Fueron felices juntos?
Le echó una mirada rápida e insegura y abrió las manos en un gesto de desamparo.
Martin Beck dirigió sus ojos hacia la ventana, por encima de su hombro, al cielo invernal, sombrío y gris.
—¿Cómo empezó todo?
—Bueno, nos... veíamos todos los días, nos hacíamos compañía para tomar café por la mañana y luego para comer. Y... sí, me acompañaba a casa algunas veces.
—¿Dónde vivía?
—En el barrio de Vasastan, cerca de Upplandsgatan.
—¿Sola?
—Oh, no, seguía viviendo con mis padres por entonces.
—¿Subió con usted alguna vez?
Dijo que no con la cabeza enérgicamente, todavía sin mirarlo.
—¿Y luego qué pasó?
—Me invitó al cine un par de veces. Y entonces... bueno, me llevó a cenar.
—¿A su casa?
—No, al principio no.
—¿Cuándo?
—En octubre.
—¿Cuánto tiempo llevaban saliendo entonces?
—Varios meses.
—¿Así que iniciaron una verdadera relación?
Volvió a quedarse callada un buen rato. Al final dijo:
—¿Realmente tengo que contestar?
—Sí, es importante. Es mejor que conteste aquí y ahora. Se ahorrará muchas incomodidades.
—¿Qué quiere saber? ¿Qué quiere que le diga?
—Mantenían relaciones íntimas, ¿no?
Asintió.
—¿Cuándo empezaron? ¿La primera vez que estuvo allí?
—Ah no... tal vez después de cuatro o cinco veces. Cinco, creo.
—¿Y se repitió?
Ella le miró desamparada.
—¿Con qué frecuencia?
—No muy a menudo, creo.
—¿Pero cada vez que subía allí?
—Ah no, en absoluto.
—¿Qué solían hacer cuando estaban juntos?
—Bueno... de todo, comer, hablar, ver la tele y los peces.
—¿Los peces?
—Tenía una gran pecera.
Martin Beck inspiró profundamente.
—¿Le hizo feliz?
—Yo...
—Intente contestar.
—Usted... usted hace preguntas muy difíciles. Sí, creo que sí.
—¿Era cruel con usted?
—No entiendo.
—Quiero decir cuando estaban juntos. ¿Le pegó?
—Ah no.
—¿Le hizo daño de alguna otra manera?
—No.
—¿Nunca?
—No, nunca. ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Hablaron de casarse o de irse a vivir juntos?
—No.
—¿Por qué?
—Nunca jamás dijo nada parecido.
—¿No tenía miedo de quedarse embarazada?
—Sí. Pero siempre teníamos mucho cuidado.
Martin Beck se obligó a observarla. Seguía sentada totalmente recta en el borde del sofá, con las rodillas muy pegadas y los músculos de las piernas tensos. Estaba sonrojada, no sólo por el rostro sino también por el cuello y en lo poco que se podía ver de los hombros. En el nacimiento del pelo, se apreciaba una línea de pequeñas y finas gotas de sudor.
Volvió a tomar impulso.
—Lo intenté describir como hombre. Sexualmente hablando...
La pregunta la desconcertó por completo. Movió las manos muy nerviosa. Al final murmuró:
—Amable.
—¿Qué quiere decir con amable?
—Él... quiero decir que creo que necesitaba mucha ternura. Y yo, yo soy, supongo que yo era igual.
Aunque sólo se encontraba a medio metro de ella, tenía que esforzarse para oírla.
—¿Usted le quería?
—Creo que sí.
—¿Él le satisfacía?
—No lo sé.
—¿Por qué terminó su relación?
—No lo sé. Simplemente acabó.
—Hay otra cosa más que debo pedirle que me conteste. Cuando mantenían relaciones íntimas, ¿siempre era él quien tomaba la iniciativa?
—Sí... Qué quiere que diga... Supongo que era así, pero así suele ser, ¿no? Además, yo siempre estaba de acuerdo.
—¿Cuántas veces ocurrió en total?
—Cinco —susurró.
Martin Beck se quedó quieto observándola. Iba a preguntarle: ¿era el primer hombre con el que estuvo? ¿Solía desnudarse? ¿Tenían la luz encendida? Alguna vez él...
—Adiós —dijo levantándose—. Perdone las molestias.
Cerró la puerta él mismo. Lo último que la oyó musitar fue:
—Discúlpeme, soy un poco tímida.
Martin Beck deambulaba sobre el aguanieve por el andén mientras esperaba el tren, llevaba las manos metidas en los bolsillos del abrigo y los hombros encogidos. Desafinaba al silbar, como ausente.
Por fin sabía qué hacer.
Capítulo 25
Hammar dibujaba figuras en un trozo de papel secante mientras escuchaba.
Esa costumbre se solía considerar como buena señal. Luego dijo:
—¿Y de dónde vas a sacar a una mujer?
—Tiene que haber alguna en el cuerpo.
—Mejor búscala antes.
Diez minutos más tarde, Kollberg preguntó:
—¿Y dónde piensas encontrar a una tía?
—¿Quién se ha pasado dieciocho años con el culo encima de las mesas de sus compañeros del cuerpo? ¿Tú o yo?
—No sirve cualquiera.
—Nadie conoce a la gente del cuerpo mejor que tú.
—Como decía, podría dar una vuelta, a ver...
—Eso es.
Melander no mostró ningún interés. Sin darse la vuelta, ni sacarse siquiera la pipa de la boca, precisó:
—Vibeka Amdal vive en Todbodgade, tiene cincuenta y nueve años, y es la viuda de un fabricante de cerveza. No recuerda haber visto a Roseanna McGraw más que en la foto que le hizo en Riddarholmen. Karin Larsson se escapó del barco en Rotterdam. Pero la policía sostiene que ya no está allí. Probablemente cogió otro barco con papeles falsos.
—Un barco extranjero, claro —añadió Kollberg—. Es lista. Nos puede llevar un año encontrarla. O cinco. Y al final no soltará prenda. ¿Ha contestado Kafka?
—Todavía no.
Martin Beck bajó la escalera y llamó a Motala.
—Sí —reconoció Ahlberg tranquilamente—. Probablemente sea ésa la única manera. Pero ¿dónde conseguirás a la chica?
—En el cuerpo. En tu comisaría, por ejemplo.
—No, ella no encaja.
Martin Beck colgó. Sonó el teléfono. Era alguien de la patrulla civil de Klara.
—Hemos hecho exactamente lo que nos dijiste.
—¿Y?
—El hombre parece seguro, pero créeme, está en alerta. Vigilante, se da la vuelta, se para a menudo. Será muy difícil seguirlo sin que se dé cuenta.
—¿Es posible que os haya reconocido a alguno?
—No, éramos tres y no le seguimos, nos quedamos parados y le dejamos pasar. Además nuestro trabajo es precisamente que no nos descubran. ¿Podemos hacer algo más por ti?
—De momento no.
La siguiente llamada procedía del distrito de Adolf Fredrik.
—Soy Hansson, del quinto. He estado vigilándolo en Bråvallagatan desde esta mañana, ya se ha ido para casa.
—¿Cómo se ha comportado?
—Tranquilo, pero me dio la impresión de que estaba ojo avizor.
—¿No se dio cuenta de nada?
—En absoluto. Esta mañana me quedé en el coche y la otra vez había mucha gente. La única ocasión que me he acercado a él ha sido ahora, delante del quiosco de prensa en Sankt Eriksplan. Me coloqué dos personas por detrás de él en la cola.
—¿Qué compró?
—Periódicos.
—¿Cuáles?
—Un montón. Los cuatro periódicos matutinos y dos vespertinos.
Melander llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—Pensaba irme ya. ¿Hay algún problema? Tengo que comprar regalos de Navidad —se excusó.
Martin Beck asintió con la cabeza mientras colgaba el teléfono y pensó, Dios mío, los regalos, pero enseguida se borró de su mente esta idea.
Se marchó a casa tarde, pero aun así no pudo evitar el gentío. Las aglomeraciones navideñas estaban en pleno apogeo y las tiendas abrían hasta más tarde, por lo visto.
En casa, su mujer se quejó porque parecía ausente, pero no le prestó atención y se le escaparon sus palabras.
Al tomar el café a la mañana siguiente, ella le preguntó:
—¿Libras entre Navidad y Nochevieja?
No sucedió nada hasta las cuatro y cuarto, hora en que Kollberg irrumpió ruidosamente exclamando:
—Creo que he encontrado a alguien que puede valer.
—¿Del cuerpo?
—Trabaja en Bergsgatan. Viene mañana a las nueve y media. Si está por la labor, Hammar podrá hacer gestiones para que nos la dejen.
—¿Cómo es?
—Me dio la impresión de que se parecía a Roseanna de alguna manera. Tiene mejor tipo, es un poco más guapa y seguramente más lista.
—¿Sabe algo?
—Lleva un par de años en el cuerpo. Una chica tranquila que vale mucho. Sana y fuerte.
—¿Cómo es que sabes tanto de ella?
—Apenas la conozco.
—¿Y no está casada?
Kollberg sacó un papel escrito a máquina del bolsillo interior de su americana.
—Aquí está todo lo que necesitas saber. Ahora me voy a comprar regalos de Navidad.
Los regalos, recordó Martin Beck mirando el reloj, las cuatro y media.
Preso de un repentino impulso, se acercó el teléfono y llamó a la mujer de Bodal.
—Ah, es usted. Por favor...
—¿Le llamo en mal momento?
—No..., mi marido no llega a casa hasta las seis menos cuarto.
—Sólo una pregunta. ¿Le dio algo al hombre del que hablamos ayer? Quiero decir, algún regalo, un recuerdo o algo así.
—No, regalos no. No nos hicimos nunca regalos. Sabe usted...
—¿Era tacaño?
—Más bien yo diría que era austero. Yo también lo soy. Lo único...
Silencio. Casi pudo percibir cómo se sonrojaba.
—¿Le dio usted algo?
—Un... pequeño amuleto... Sólo una baratija...
—¿Cuándo se lo dio?
—Cuando nos despedimos... Le gustaba... Yo lo llevaba casi siempre puesto.
—¿Él se lo quitó?
—Sí, pero no me importó. Siempre nos gusta guardar recuerdos..., incluso..., de todo, quiero decir...
—Muchas gracias. Adiós.
Telefoneó a Ahlberg.
—He comentado el asunto con Larsson y con el fiscal de la ciudad. El fiscal provincial está enfermo.
—¿Qué te han dicho?
—Que adelante. Se han dado cuenta de que no hay ningún otro camino. Es cierto que no parece muy ortodoxo, pero...
—Se ha hecho otras veces, aquí en Suecia también. Lo que pienso proponerte ahora resulta considerablemente menos ortodoxo aún.
—Suena interesante.
—Redacta un comunicado de prensa donde quede claro que el asesinato está a punto de resolverse.
—¿Ahora?
—Sí, enseguida. Hoy mismo. ¿Entiendes lo que digo?
—Sí, un extranjero.
—Eso es. Más o menos de este estilo: «Según nuestra información, una persona en busca y captura por la Interpol acusada del asesinato de Roseanna McGraw, ha sido detenida por la policía estadounidense».
—¿Y hemos sabido siempre que el culpable no se encontraba en Suecia?
—Por ejemplo. Lo importante es que sea rápido.
—Entiendo.
—Luego vente para acá.
—¿Enseguida?
—Cuanto antes.
Un mensajero entró en el despacho. Martin Beck sujetó el auricular del teléfono con el hombro izquierdo y abrió el telegrama al instante. Era de Kafka.
—¿Qué pone? —preguntó Ahlberg.
—Sólo tres palabras: «Tendedle una trampa».
Capítulo 26
La verdad era que la agente de policía Sonja Hansson tenía cierto parecido con Roseanna McGraw. Kollberg llevaba razón.
Estaba sentada en el sillón de visitas de Martin Beck con las manos cruzadas sobre las rodillas, observándole con una mirada gris y tranquila. De pelo oscuro, peinado liso y flequillo cayéndole suavemente sobre la ceja izquierda. Su rostro era fresco y abierto, y no parecía usar maquillaje. No aparentaba más de veinte años, aunque Martin Beck sabía que tenía veinticinco.
—Ante todo debes saber que esto es voluntario —dijo—. O sea, puedes negarte si quieres. Te hemos elegido para esta misión porque cuentas con las mejores condiciones para llevarla a cabo con éxito. Primero por tu aspecto físico.
La chica del sillón se apartó el flequillo de la frente mirándolo inquisitivamente.
—Segundo —siguió Martin Beck—, vives en el centro y no estás casada ni convives con una pareja, como se suele decir hoy en día, ¿verdad?
Sonja Hansson negó con la cabeza.
—Espero poder ayudarle —dijo—. Pero ¿qué pasa con mi aspecto físico?
—¿Te acuerdas de Roseanna McGraw, la mujer de Estados Unidos que fue asesinada en el Canal de Gota el verano pasado?
—Claro que sí. Trabajo en la sección de mujeres desaparecidas y estuve con ese caso durante un tiempo.
—Sabemos quién lo hizo y se encuentra aquí, en la ciudad. Le he interrogado, admite haber estado en el barco cuando ocurrió y que la conocía, pero asegura que ni siquiera se enteró del asesinato.
—¿No le resulta inverosímil? Quiero decir, se escribió tanto sobre el caso en la prensa...
—Afirma que no lee los periódicos. No conseguimos llegar a nada con él, da la impresión de ser completamente franco y parece contestar con sinceridad a todas las preguntas. Así que no pudimos retenerle y dejamos de seguirlo. Nuestra única oportunidad es que lo vuelva a intentar, y aquí entras tú. Si estás por la labor y crees que puedes... Vas a convertirte en su próxima víctima.
—¡Qué bien! —exclamó Soma Hansson mientras buscaba un cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta.
—Te pareces bastante a Roseanna y queremos que sirvas de anzuelo. Lo haremos de la siguiente manera: él trabaja de encargado en las oficinas de una empresa de transporte en Smålandsgatan. Irás allí y contratarás un porte, coquetea con él y asegúrate de que se queda con tu dirección y número de teléfono. Intenta despertar su interés. Luego sólo podremos esperar confiados.
—¿Pero le habéis interrogado? ¿No estará alerta?
—Hemos publicado unos comunicados para tranquilizarlo.
—O sea, ¿debo ligármelo? ¿Como diablos voy a hacer eso? ¿Y si lo consigo?
—Entonces no tienes por qué temer nada. Estaremos cerca en todo momento. Pero primero estudia cada detalle del caso. Examina todo el material que hemos reunido. Es importante. Tienes que ser Roseanna McGraw. Quiero decir, parecerte a ella.
—Es cierto que hacía teatro en el cole, pero sólo papeles de angelito o de seta.
—Bueno, si es así seguro que te saldrá bien.
Martin Beck permaneció callado unos segundos. Después añadió:
—Es nuestra única oportunidad. Él sólo necesita un estímulo y nosotros vamos a dárselo.
—De acuerdo, lo intentaré. Espero conseguirlo. No va a ser fácil.
—Ponte a repasarlo todo, informes, películas, actas de las declaraciones, cartas, fotografías. Luego hablaremos otra vez.
—¿Ahora?
—Sí. Hoy. Hammar se encargará de los trámites de tu traslado de Bergsgatan hasta que todo haya acabado. Y otra cosa. Tenemos que ir a tu casa y ver cómo es. Además nos hace falta una copia de tus llaves. El resto, más adelante.
Diez minutos más tarde, la dejó en un despacho junto a Kollberg y Melander. Se quedó sentada con los codos apoyados en la mesa leyendo el primer informe.
Por la tarde llegó Ahlberg. Apenas le había dado tiempo a sentarse cuando Kollberg irrumpió a toda prisa y le empezó a dar tantas palmadas en la espalda que casi lo tira de la silla.
—Gunnar regresa mañana —recordó Martin Beck—. Antes de irse, sería bueno que echara un vistazo a Bengtsson.
—Pues tendrá que hacerlo con mucha cautela —replicó Kollberg.
—Pero a mí no me conoce —señaló Ahlberg.
—Podríamos pillarle cuando salga del trabajo —sugirió Kollberg.
—Entonces tenemos que salir ya. Todos los habitantes de esta ciudad más la mitad del resto de la población está dando vueltas por ahí comprando regalos de Navidad.
Ahlberg chasqueó los dedos y se golpeó la frente con la palma de la mano.
—Los regalos. Lo había olvidado por completo.
—Yo también —admitió Martin Beck—. Mejor dicho, pienso en ellos de vez en cuando, pero no me he movido mucho que digamos.
El atasco resultó desesperante. A las cinco menos dos minutos dejaron a Ahlberg en Norrmalmstorg y le vieron desaparecer entre la multitud por Smålandsgatan.
Kollberg y Martin Beck pararon delante de Berns y se quedaron dentro del coche esperando. Veinticinco minutos más tarde, Ahlberg subió al asiento de atrás y dijo:
—Sin duda es el de la película. Ha cogido el autobús cincuenta y seis.
—Hasta Sankt Eriksplan. Luego compra leche, mantequilla y pan y se va a casa. Cena, ve la caja tonta y se acuesta en la camita —resumió Kollberg—. ¿Dónde os dejo?
—Aquí. Ahora tenemos la gran oportunidad de buscar los regalos —propuso Martin Beck.
Una hora más tarde, en el departamento de juguetes, Ahlberg se lamentó:
—Kollberg se equivocó. La otra mitad de la población también está aquí.
Tardaron casi tres horas en elegir y una más en llegar a Bagarmossen.
Al día siguiente, Ahlberg conoció a la chica que iba a hacer de anzuelo. Sólo había repasado una mínima parte del material sobre el caso.
Por la noche se fue a Motala a celebrar la Navidad. Acordaron poner en marcha el plan después de Año Nuevo.
Capítulo 27
Fueron unas navidades grises. El hombre llamado Folke Bengtsson pasó las fiestas con su madre en Södertälje. Martin Beck no dejó de pensar en él, incluso durante la misa del gallo o sudando a mares tras la máscara de Papá Noel. Kollberg abusó de la comida y estuvo ingresado tres días en el hospital de Söder.
Ahlberg llamó al segundo día de las vacaciones, estaba ebrio.
Los periódicos habían publicado algunas columnas confusas y desapasionadas donde se insinuaba que el asesinato del canal se estaba resolviendo en Estados Unidos, y que la policía sueca ya no tenía motivos para seguir trabajando en el caso.
El tradicional asesinato de Nochevieja sucedió en Gotemburgo y se esclareció en menos de veinticuatro horas. Kafka envió una postal enorme y repugnante de color morado que representaba a un ciervo ante una puesta del sol. Ahlberg, policía de la ciudad de Motala, pasó a depender temporalmente de la de la Brigada Criminal del Estado.
El día siete de enero tenía el aspecto de todos los sietes de enero. Las calles llenas de gente corriente, congelada y sin un duro en el bolsillo.
Las rebajas habían empezado, pero las tiendas se hallaban prácticamente vacías. Además, el día amaneció nublado y muy frío.
El siete de enero era el día D.
Por la mañana, Hammar inspeccionó sus tropas. Luego preguntó:
—¿Cuánto tiempo durará este simulacro?
—Hasta que tenga éxito —respondió Ahlberg.
—Eso es fácil de decir para ti, que estás en comisión de servicios.
Hammar pensó en todos los imprevistos que podían surgir. Cuando necesitara a Martin Beck y a Kollberg para otras tareas. O a Melander y a Stenström, quienes, por lo menos a ratos, también estarían ocupados en esta misión. Sin duda pronto empezarían también las broncas con la tercera sección para que le devolviéramos a la agente Hansson.
—Buena suerte, niños —concluyó.
Al rato sólo quedó Sonja Hansson. Estaba resfriada y se sonaba la nariz en el sillón de visitas. Martin Beck la miraba. Llevaba botas, un traje sastre y leotardos negros.
—¿Vas a ir así? —refunfuñó.
—No, iré a casa a cambiarme primero. Pero quiero dejar claro una cosa. El tres de julio del año pasado era verano y ahora es invierno. Puede que parezca un poco raro si irrumpo en una empresa de transportes con gafas de sol y bikini pidiendo que me trasladen una cómoda.
—Hazlo lo mejor que sepas. Lo importante es que entiendas bien la idea.
Se quedó en silencio un momento.
—Si es que lo he entendido yo mismo —añadió.
La mujer le observó pensativa.
—Creo que lo comprendo —reconoció al final—. He leído cada palabra que se ha escrito sobre ella una y otra vez. He visto la película por lo menos diez veces. He elegido ropa y llevo horas practicando delante del espejo. Pero parto con poca ventaja, su carácter era totalmente diferente. Sus costumbres también. Ni he llevado su vida ni lo voy a hacer. Pero lo haré lo mejor que pueda.
—Está bien —dijo Martin Beck.
Parecía inaccesible y no resultaba fácil sintonizar con ella. Lo único que sabía de su vida privada era que tenía una hija de cinco años que vivía en el campo con sus abuelos. Por lo visto, nunca había estado casada. Pero a pesar de que no la conocía muy a fondo, le caía bien. Se trataba de una chica lista y con los pies en tierra, y se tomaba su trabajo muy en serio. Eso le bastaba.
A las cuatro de la tarde volvió a saber de ella.
—He estado allí. Me fui directamente a casa, no sé si te parece bien.
—Bueno, no creo que vaya corriendo a por ti enseguida. ¿Qué tal te fue?
—Pienso que bien. No se puede pedir más. La cómoda me la llevan mañana.
—¿Cómo le caíste?
—No lo sé. Por un momento tuve la sensación de que le interesaba. Es difícil de decir cuando no se conoce a la persona.
—¿Te resultó complicado hacerlo?
—Sinceramente no mucho. El tipo me pareció bastante simpático. Además, de alguna manera, guapo. ¿Crees de verdad que es él? Es cierto que no tengo experiencia con asesinos, pero me cuesta imaginar que él matara a Roseanna.
—Pues yo estoy seguro. ¿Qué te dijo? ¿Le diste tu número de teléfono?
—Sí, apuntó la dirección y el teléfono en un papelito suelto. Y le expliqué que tenía portero automático, pero que no acostumbraba a contestar si no esperaba a nadie, por eso era mejor que llamara antes de ir. Y no mucho más.
—¿Estuvisteis solos en la habitación?
—Sí. Había una señora gruesa al otro lado del cristal, pero ella no pudo oírnos. Lo sé porque estaba hablando por teléfono y yo no la oía a ella.
—¿Tuviste la oportunidad de hablar con él de algo que no fuese la cómoda?
—Sí, le comenté que hacía un día triste y gris, él contestó: «Uf, sí, es verdad». Luego le dije que era un alivio que hubiera pasado ya la Navidad, y entonces me contestó que de hecho él pensaba lo mismo. «Cuando se está sola como yo, las navidades son un aburrimiento», añadí.
—¿Y entonces qué respondió?
—Que también se encontraba solo y la Navidad le aburría bastante, aunque la solía celebrar con su madre.
—Suena muy bien —reconoció Martin Beck—. ¿Hablasteis de algo más?
—No, creo que no.
Se quedó callada un rato. Luego agregó:
—Sí, le pedí que me apuntara la dirección y el teléfono de la empresa para que no tuviera que buscarlo en la guía telefónica. Me dio una tarjeta.
—¿Y luego te fuiste?
—Sí, no podía quedarme más tiempo allí tonteando de esa manera, pero tardé bastante en marcharme. Me había desabrochado el abrigo para que me viera con el jersey ajustadito. Por cierto, le dije que si no les daba tiempo a llevarme la cómoda hasta tarde que no importaba, porque yo apenas salía por las noches, que las pasaba esperando que alguien me llamara. Pero él me aseguraba que irían por la mañana.
—Muy bien. Oye, habíamos pensado ensayar esta noche. Estaremos en la comisaría del distrito de Klara, Stenström hará de Bengtsson y contactará contigo. Lo coges, luego me llamas y vamos a tu casa a esperar a Stenström. ¿Me sigues?
—Sí, te llamo en cuanto me telefonee Stenström. ¿Sobre qué hora más o menos?
—No te lo voy a decir. Tú no sabrás a qué hora te llamará Bengtsson.
—Vale. Oye, Martin.
—Sí.
—La verdad es que posee algún tipo de encanto. No da en absoluto la impresión de desagradable ni de loco. Pero, claro, Roseanna debió de creer lo mismo.
La sala de descanso de la comisaría del cuarto distrito en Regeringsgatan estaba limpia y recogida, pero ofrecía muy pocas posibilidades de entretenimiento.
A las ocho y pico Martin Beck había leído los periódicos de la tarde dos veces, prácticamente todo menos los deportes y los anuncios. Ahlberg y Kollberg llevaban dos horas enzarzados en una partida de ajedrez que, aparentemente, les había quitado las ganas de hablar, Stenström dormía con la boca abierta en una silla al lado de la puerta. Estaba disculpado, pues había trabajado en otro caso la noche anterior. Además, sólo iba a hacer de malo y no era preciso que vigilara.
De vez en cuando, entraban agentes uniformados que se habían librado del turno de guardia, y querían descansar un rato con las piernas en alto delante de la televisión. Algunos miraban fijamente y con curiosidad a los hombres de la policía criminal del estado.
A las ocho y diez, Martin Beck se acercó a Stenström y le tocó.
—Vamos.
Stenström se levantó, se dirigió al teléfono y marcó un número.
—Hola —dijo—. ¿Puedo subir? ¿Sí? Bien.
Luego volvió a su silla y le sobrevino el sopor.
Martin Beck miró el reloj. El teléfono sonó al cabo de cincuenta segundos.
Estaba conectado a una línea directa y reservada. Nadie más tenía permiso para usarla.
—Aquí Beck.
—Soy Sonja, hola. Acaba de llamar. Llega dentro de treinta minutos.
—Entendido.
Colgó.
—Manos a la obra, chicos.
—Ríndete —sugirió Ahlberg.
—Vale —aceptó Kollberg—. Uno-cero a tu favor.
Stenström abrió un ojo.
—¿Por dónde quieres que entre?
—Por dónde tú quieras.
Bajaron al aparcamiento, en el patio de la comisaría. Cogieron el coche privado de Kollberg, él conducía. Cuando enfiló Regenngsgatan dijo:
—Me pido el guardarropa.
—No, no, eso es trabajo de Ahlberg.
—¿Por qué?
—Es el único que puede acceder al edificio sin arriesgarse a que le reconozca.
Sonja Hansson vivía en Runebergsgatan, en la segunda planta de un inmueble que hacia esquina con la plaza Erikbergsplan.
Kollberg aparcó entre el Pequeño Teatro y Tegnérgatan. Se separaron. Martin Beck cruzó la calle, se metió en los arriates y se situó a la sombra cerca del busto de Karl Staaf. Desde ahí disponía de una buena vista de la casa y, además, controlaba la plaza y los tramos más importantes de las calles adyacentes. Vio pasear a Kollberg por la acera sur de Runebergsgatan con una despreocupación exquisita. Ahlberg se dirigió al portal con determinación, lo abrió y entró. Como un vecino que llega a casa. Cuarenta y cinco segundos después, Ahlberg estaría dentro del apartamento y Kollberg en su puesto, en la pasarela por debajo de Enksbergsgatan. Martin Beck paró el cronómetro y calculó el tiempo. Habían transcurrido cinco minutos y diez segundos desde que colgó tras la llamada de Sonja Hansson.
Estaba destemplado y el frío le calaba hasta los huesos, se subió el cuello del abrigo murmurando amenazas a un borracho que le pidió un pitillo.
Stenström hizo un trabajo excelente.
Por una parte, llegó doce minutos antes; por otra, desde una dirección totalmente inesperada. Se coló por la esquina de la escalera del parque de Eriksberg, llena de gente que iba al cine. Martin Beck no le vio hasta que entró a escondidas por el portal.
En apariencia, Kollberg también había funcionado satisfactoriamente, ya que él y Martin Beck coincidieron delante de la puerta.
Entraron juntos, abrieron con llave la puerta interior acristalada. Ninguno de los dos dijo nada.
Kollberg fue por la escalera. Tenía instrucciones de quedarse medio tramo por debajo del apartamento y de no avanzar hasta que le dieran la señal. Martin Beck intentó llamar al ascensor, pero no funcionaba. Subió corriendo y pasó de largo a un sorprendido Kollberg, ya en la primera planta. El ascensor se hallaba en la segunda, como cabía esperar, Stenström había dejado la verja interior abierta. Con esta maniobra consiguió arruinar la parte del plan que preveía que Martin Beck subiera hasta la planta superior y se aproximara a la puerta de la casa desde arriba.
El apartamento seguía en silencio, pero Stenström por lo visto apostó por la rapidez, ya que a los treinta segundos se oyó un grito apagado y un ruido. Martin Beck tenía la llave preparada y diez segundos más tarde se encontraba en el dormitorio de Sonja Hansson.
La chica estaba sentada sobre la cama y Stenström en mitad de la habitación bostezando, Ahlberg lo había inmovilizado doblándole el brazo derecho hacia la espalda.
Martin Beck silbó y Kollberg irrumpió en el apartamento como una locomotora exprés. Con las prisas tiró la mesa del recibidor. No había tenido que abrir ninguna puerta.
Martin Beck se frotó la nariz y miró a la chica.
—Bien —dijo.
Ella había optado por una actuación realista, como Martin Beck esperaba. Estaba descalza y con las piernas desnudas, y vestía una fina bata de algodón de manga corta que le llegaba por encima de las rodillas. Sin duda no llevaba nada debajo.
—Me pongo algo y os preparo café —propuso.
Entraron en la otra habitación. Se unió a ellos casi al momento, vestía sandalias, vaqueros y un jersey marrón. Diez minutos más tarde el café estaba servido.
—Mi llave no abre bien —advirtió Ahlberg—. Tuve que hacer unas maniobras del diablo.
—Tampoco importa —intervino Martin Beck—. Nunca tendrás tanta prisa como nosotros.
—Te he oído en la escalera —observó Stenström—. Justo cuando ella abría.
—Suelas de goma —sugirió Kollberg.
—Abre antes —replicó Martin Beck.
—La mirilla del guardarropa está bien —dijo Ahlberg—. Te he podido ver casi todo el tiempo.
—Saca la llave la próxima vez —aconsejó Stenström—. Si supieras la tentación que he tenido de encerrarte...
Sonó el teléfono. Todos se quedaron petrificados.
La chica lo cogió.
—Diga... hola... no, esta noche no... bueno, voy a estar ocupada un tiempo... ¿Qué si he conocido a un hombre...? Bueno, algo así.
Colgó desafiando sus miradas.
—No era nada —dijo.
Capítulo 28
Sonja Hansson estaba en el baño aclarando la ropa. Al cerrar el grifo y enderezarse, oyó sonar en el salón el timbre del teléfono. Entró corriendo y levantó el auricular aún con las manos mojadas.
Era Bengtsson.
—La cómoda está en camino —informó—. La furgoneta llegará dentro de un cuarto de hora.
—Gracias, ha sido muy amable en llamarme. Como le comenté, no suelo abrir y no pensaba que me la fueran a traer tan pronto. ¿Quiere que vaya a la oficina a pagar, o...?
—Puede pagárselo al conductor, no hay problema. Él lleva la factura.
—Gracias, así lo haré. Y gracias por su amabilidad, señor...
—Bengtsson. Espero, señorita Hansson, que quede complacida con nuestros servicios. Como le decía, dentro de un cuarto de ahora estarán allí. Gracias y adiós.
Cuando colgó, marcó el número a Martin Beck.
—La cómoda llega en quince minutos. Acaba de llamar. He estado a punto de no oírlo, aunque en cierta manera me ha venido bien, porque me he dado cuenta de que cuando abro el grifo de la bañera no oigo el teléfono.
—Pues tendrás que dejar de bañarte durante algún tiempo —dijo Martin Beck—. No, en serio, no te alejes del teléfono. Ni subas al desván ni bajes al cuarto de la lavandería ni nada por el estilo.
—Sí, ya lo sé. ¿Voy a verle a la oficina en cuanto llegue la cómoda?
—Me parece bien. Luego me llamas.
Martin Beck estaba en su despacho con Ahlberg, quien arqueó las cejas inquisitivamente en cuanto Beck colgó.
—Irá para allá dentro de una media hora más o menos —informó Martin Beck.
—Entonces sólo nos queda aguardar. Es una buena chica, me cae bien.
Al cabo de dos horas de espera, Ahlberg se inquietó:
—No le habrá pasado nada...
—Tranquilo —lo calmó Martin Beck—. Llamará.
Media hora después, telefoneó.
—¿Lleváis mucho tiempo esperando?
Martin Beck soltó un gruñido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó aclarándose la garganta.
—Te lo contaré desde el principio. Dos tipos de la empresa se presentaron aquí con la cómoda veinte minutos después de nuestra conversación. Apenas la miré, sólo les indiqué donde quería colocarla. Al irse, descubrí, como acordamos, que se habían equivocado de cómoda y fui a la empresa para presentar una queja.
—Has tardado mucho.
—Sí, es que estaba atendiendo a un cliente cuando llegué. Aguardé al otro lado del cristal, me miró varias veces y la verdad es que me pareció que intentaba meter prisa al cliente. Pareció muy apenado, pero le dije que se trataba de un error del que la empresa no era culpable y casi discutimos buscando a quién echar la culpa. Luego salió para averiguar si alguien podía llevarme la cómoda esta misma noche. Pero no ha sido posible. De todas maneras me prometió que pasarían mañana por la mañana sin falta. Me aseguró que habría ido él mismo con la cómoda, yo le contesté que eso era mucho pedir, aunque habría sido agradable.
—Bien. ¿Y a continuación te fuiste?
—Pues no, me entretuve un poco más todavía.
—¿Era de difícil conversación?
—No especialmente. Parecía algo tímido.
—¿De qué habéis hablado?
—Sobre el intenso tráfico que hay en la ciudad y de que en Estocolmo se vivía mucho mejor antes. Yo le he dicho que no es una ciudad adecuada para el que vive solo, y él me ha dado la razón aunque, de hecho, estaba a gusto viviendo así.
—¿Te dio la impresión de que le gustaba hablar contigo?
—Creo que sí. Pero no me podía quedar todo el día. Me dijo que le gustaba ir al cine, pero que aparte de eso no solía salir mucho. Y ya no paso mucho más, así que me marché. Me acompañó hasta la puerta y se mostró en todo momento muy educado. ¿Que hacemos ahora?
—Nada. Esperar.
Dos días más tarde, Sonja Hansson volvió a las oficinas de la empresa de transportes.
—Sólo quería agradecerle su ayuda y decirle que la cómoda llegó bien. Siento haberle causado tantas molestias.
—No ha sido ninguna molestia —insistió Folke Bengtsson—. Señorita Hansson, será bienvenida cuando quiera. Estaré siempre a su servicio.
Luego se presentó un hombre en el despacho, aparentemente el jefe, y les interrumpió.
Al abandonar el despacho, sintió que Bengtsson la seguía con la mirada y cuando ya había traspasado la puerta se dio la vuelta y buscó sus ojos a través del cristal.
Pasó arrastrándose pesadamente una semana gris y desapacible antes de que repitieran el simulacro. De nuevo el pretexto fue un porte. No hacía mucho que se había instalado en el piso de Runebergsgatan y continuaba trayéndose viejas herencias y otras cosas de distintos desvanes repartidos por la ciudad.
Transcurridos cinco días, volvió a presentarse en la oficina. Faltaban pocos minutos para las cinco, pasaba por allí por casualidad y se le ocurrió entrar a verle.
Sonja Hansson parecía desanimada por teléfono.
—¿Sigue sin reaccionar?
—Muy poco. No creo que sea él.
—¿Por qué no?
—Parece tímido, eso es todo. Y se muestra un poco indiferente. Estas últimas veces he ido a por todas, con proposiciones prácticamente abiertas. Siete hombres de diez se habrían quedado rondando delante de mi puerta y aullando como lobos desde hace ya una semana. Supongo que no tengo ni pizca de atractivo. ¿Qué hago?
—Insiste.
—Creo que deberíais buscar a otra.
—Tú sigue.
Seguir, pero ¿por cuánto tiempo? Cada día que pasaba, la mirada de Hammar se volvía más interrogante y la cara con la que se enfrentaba al espejo más pálida y ojerosa.
El tic-tac del reloj eléctrico de pared de la sala de la comisaría de Klara fue testigo de tres noches más sin incidentes. Habían transcurrido tres semanas desde el ensayo general. El plan se había perfeccionado, pero nada indicaba que fuera a ponerse en marcha alguna vez. No había ocurrido absolutamente nada. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson llevaba una vida tranquila y ordenada, se tomaba su yogur, hacía su trabajo y dormía sus nueve horas diarias. En cambio, ellos mismos estuvieron a punto de perder el contacto, tanto con la vida normal como con el mundo exterior. Los perros se azuzaban unos a otros sin que la presa ni siquiera se diera cuenta. Un orden de las cosas un tanto peculiar, pensó Martin Beck.
Tenía la mirada clavada en el teléfono negro, que llevaba tres semanas sin emitir ni una sola señal. La mujer del piso de Runebergsgatan no lo usaría excepto en un caso concreto. Ellos le hacían dos llamadas de comprobación todas las tardes a las seis y por las noches a las doce. Aquellas llamadas eran lo único que pasaba.
En casa se respiraba un ambiente tenso. Su mujer no le dijo nada, pero el destello de duda de sus ojos era cada vez más patente cuando él la miraba. Hacía ya mucho tiempo que desconfiaba de esa extraña misión que nunca daba resultado, pero que mantenía alejado a su mando de casa noche tras noche. Él ni podía ni quería explicárselo.
Kollberg no lo pasaba tan mal. Cada tres noches se dejaba relevar por Melander o Stenström. En detrimento de Ahlberg, que tenía que jugar al ajedrez consigo mismo o, más bien, resolver jugadas. Hacía tiempo que se habían agotado todos los temas de conversación.
Martin Beck perdió definitivamente la concentración con un artículo de periódico que fingía leer. Bostezo y observó a sus colegas de piedra, como estatuas, que, eternamente callados, estaban sentados uno frente a otro con la cabeza baja por el peso y la profundidad de sus pensamientos. Miró el reloj. Las diez menos cinco. Volvió a bostezar, se levantó con las piernas entumecidas y se dirigió al baño. Se lavó las manos y se echó agua fría en la cara. Regresó. A tres pasos de la puerta sonó el teléfono.
Kollberg ya había terminado la conversación y acababa de colgar el auricular.
—¿Ha...?
—No —dijo Kollberg—. Pero está en la calle delante del edificio.
Durante los siguientes tres minutos, Martin Beck analizó el plan con detalle. Fue un imprevisto, pero eso, en principio, no cambiaba nada. El hombre no podía forzar la puerta y, aunque lo hiciera, difícilmente le daría tiempo a subir las escaleras antes de que ellos llegaran.
—Debemos ser cuidadosos.
—Sí —dijo Kollberg.
Frenó poco a poco y se paró delante del teatro. Se dispersaron. Martin Beck se situó en el pequeño arriate. Al entrar Ahlberg en el portal, miró el reloj. Habían transcurrido exactamente cuatro minutos desde que telefoneó. Pensó en la mujer sola del apartamento de la segunda planta. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson no se dejaba ver.
Treinta segundos después, se encendió la luz en una ventana de la segunda planta. Se apago. Ahlberg estaba en posición.
Aguardaron en silencio junto a la ventana del dormitorio. La habitación se hallaba a oscuras, pero por debajo de la puerta entraba un fino haz de luz. Había encendido la lámpara del salón para indicar que se encontraba en casa. La ventana del salón daba a la calle y desde la del dormitorio se veía la plaza de Enksbergsplan, la parte más baja del parque —que se extendía hacia arriba y daba la vuelta a la casa—, parte de Birger Jarlsgatan, Regeringsgatan y Tegnérgatan y, por debajo, en diagonal, el principio de Runebergsgatan.
Bengtsson permanecía de pie en la parada del autobús de la esquina, al otro lado de la vía. Con la vista fija en su ventana. Estaba solo y, después de un rato, dirigió su mirada hacia el principio de la calle. Luego cruzó lentamente a la isleta de peatones que dividía en dos el final de la calle. Allí desapareció tras una cabina telefónica.
—Ahora —dijo Ahlberg haciendo un movimiento en la oscuridad.
Los dos vieron cómo el autobús pasaba de largo la parada y giraba para entrar en Tegnérgatan, al otro lado de la plaza, pero Bengtsson seguía sin aparecer. Resultaba imposible comprobar si había entrado en la cabina. Ahlberg agarró a Sonja del brazo mientras esperaban la señal.
Pero el teléfono no sonaba y, al cabo de unos minutos, el hombre se acercó de nuevo cruzando la calzada.
A lo largo de la acera se extendía un muro de piedra bajo que terminaba en la pared del edificio bajo su ventana. Sobre el muro se extendía una pendiente de césped que llegaba hasta la casa, justo debajo había dos servicios a los que se accedía desde la calle a través de unas puertas abiertas en el propio muro.
Cuando llegó a la acera, el hombre volvió a detenerse y alzó la vista a la casa.
Luego echó a andar lentamente hacia el portal.
Desapareció del campo de visión y Ahlberg mantuvo la mirada fija en la plaza antes de descubrir a Martin Beck, completamente inmóvil y pegado a un árbol del arriate. El tranvía de Birger Jarlsgatan lo tapó durante unos segundos y cuando pasó, Martin Beck ya no estaba.
Transcurridos cinco minutos, descubrieron otra vez a Bengtsson.
Había caminado tan arrimado al muro que no lo vieron hasta que salió a la calzada por debajo del parque y empezó a caminar en dirección a la parada del tranvía en medio de la plaza. Se paró en un puesto y compró un perrito caliente. Mientras se lo comía, se quedó al lado del puesto sin desviar la mirada de las ventanas. Luego se puso a deambular de un lado a otro por la parada con las manos en los bolsillos. De vez en cuando alzaba la vista hacia ellos.
Un cuarto de hora más tarde, Martin Beck reapareció junto al mismo árbol.
La circulación se había intensificado y un río de gente pasaba bordeando el parque. Los cines habían terminado.
Perdieron de vista a Bengtsson durante algunos minutos, pero volvieron a localizarlo entre un grupo de personas que salía del cine e iba camino de casa. Se dirigió hacia la cabina de teléfonos, pero se detuvo de nuevo a pocos metros. Luego comenzó a andar de pronto con paso apresurado hacia el arriate. Martin Beck le dio la espalda y se alejó despacio.
Bengtsson pasó de largo el pequeño parque, cruzó la calle hacia el restaurante y desapareció en Tegnérgatan. Al cabo de un par de minutos, apareció en la otra acera y dio una vuelta por la plaza.
—¿Crees que ha estado aquí antes? —preguntó la mujer de la bata de algodón—. Porque lo he descubierto esta noche por pura casualidad.
Ahlberg estaba fumando junto a la ventana apoyado en la pared. Observó a la chica, que miraba por la ventana. Tenía los pies separados y las manos en los bolsillos, con el tenue reflejo de la luz de la calle sus ojos parecían hoyos oscuros en medio de su blanco rostro.
—Quizá viene por aquí todas las noches —conjeturó.
Cuando el hombre había pasado junto a la estatua de Tegnér en su cuarta vuelta a la plaza dijo:
—Si sigue así toda la noche me volverá loca, y Lennart y Martin se congelarán.
A las doce y veinticinco llevaba ocho vueltas a paso cada vez más ligero. Se paró debajo de la escalera del parque, alzó la mirada hacia la casa y cruzó la calle casi corriendo hasta la parada del tranvía.
Un autobús entró en la parada, se detuvo y cuando volvió a arrancar Bengtsson había desaparecido.
—Mira. Allí está Martin —exclamó Sonja Hansson.
Ahlberg se estremeció al oír su voz. Durante todo este tiempo habían estado susurrando y ahora, por primera vez en dos horas, hablaba en un tono de voz normal.
Vio a Martin Beck cruzar la calle a toda prisa y sentarse en el coche, que esperaba sobre el Pequeño Teatro. Arrancó antes de que le diese tiempo a cerrar la puerta y se alejó en la misma dirección que el autobús.
—Gracias por acompañarme esta noche —comentó Sonja Hansson—. Me voy a la cama.
—Haces bien —contestó Ahlberg.
A él tampoco le habría importado irse a dormir, pero diez minutos más tarde entraba por la puerta de la comisaría de Klara. A los dos minutos llegó Kollberg.
Habían tenido tiempo de hacer cinco jugadas más antes de aparecer Martin Beck.
—Cogió el autobús a Sankt Eriksplan y se fue a casa. Apagó la luz casi enseguida. Probablemente ya duerme.
—Fue pura casualidad que ella le viera —comentó Ahlberg—. Puede que haya estado rondando por ahí otras veces.
Kollberg estudiaba el tablero de ajedrez.
—¿Y aunque así fuese? No prueba nada.
—¿Cómo?
—Kollberg tiene razón —reconoció Martin Beck.
—¿A que sí? Yo también he dado vueltas como un gato en celo delante de casas con tías dispuestas dentro.
Ahlberg se encogió de hombros.
—Pero era más joven, claro. Considerablemente mucho más joven.
Martin Beck guardó silencio. Los demás intentaron seguir con su partida sin ningún éxito. Después de un rato, Kollberg hizo tablas al repetir la jugada, a pesar de que iba ganando.
—Joder —se quejó—. Ese cabrón me ha hecho perder la concentración. ¿Por cuánto me ganas?
—Cuatro puntos —respondió Ahlberg—. Doce y medio contra ocho y medio.
Kollberg se levantó y se puso a deambular por el despacho.
—Le volvemos a coger, haremos un buen registro domiciliario y le apretaremos las clavijas lo que podamos —propuso.
Nadie contestó.
—¿Y si le seguimos de nuevo con tíos más frescos?
—No —objetó Ahlberg.
Martin Beck no paraba de morderse el nudillo del dedo índice. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Ha empezado a sentir miedo?
—No lo creo —opinó Ahlberg—. No es una chica que se ponga nerviosa fácilmente.
Roseanna McGraw tampoco, pensó Martin Beck.
No intercambiaron muchas palabras más, pero seguían completamente despiertos cuando el ruido del tráfico de Regeringsgatan les indicó que su jornada laboral había acabado y se iniciaba la de los demás.
Algo había ocurrido, pero Martin Beck no sabía bien qué.
Otro día más como los anteriores. Ahlberg aumentó su ventaja con otro punto.
Eso fue todo.
El día siguiente era viernes. Faltaban tres días para el primer cambio de mes del año y el tiempo continuaba templado; lluvia y penumbra hasta el crepúsculo y luego caía la niebla.
A las nueve y diez, el estallido del teléfono rompió el silencio. Martin Beck cogió el auricular.
—Ha vuelto. Está en la parada.
Se presentaron en el lugar quince segundos antes que la última vez, a pesar de que Kollberg aparcara en Birger Jarlsgatan. Medio minuto después, Ahlberg avisó que se encontraba en su puesto en el dormitorio de Sonja Hansson.
La repetición resultó casi aterradora. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson estuvo rondando por Eriksbergsplan durante cuatro horas. Hasta cuatro o cinco veces titubeó ante la cabina del teléfono, se tomó un perrito caliente. Luego volvió a casa. Kollberg le siguió.
Martin Beck estaba helado. Caminaba a paso ligero bajando por Regeringsgatan con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo.
Kollberg se presentó al cabo de media hora.
—Todo tranquilo en Rörstrandsgatan.
—¿Te ha descubierto?
—Andaba como un sonámbulo. No creo que hubiera visto a un rinoceronte a dos metros de distancia.
Martin Beck marcó el número de la agente Sonja Hansson. Intuía que si no pensaba en ella como policía, con el distintivo de rango correspondiente, no aguantaría más.
—Mañana es sábado, mejor dicho, hoy. Trabaja hasta las doce. Intenta pillarlo cuando salga. Pasa junto a él medio corriendo, como si fueras de camino a algún lugar, cógele del brazo y dile: Hola, te he estado esperando. ¿Por qué no me llamas algún día? O algo así. Más o menos en ese plan. Nada más. Luego aléjate. No te abrigues demasiado.
Hizo una breve pausa.
—Esta vez tienes que darlo todo.
Acabó la conversación. Los otros dos le miraban fijamente.
—¿Quién hace mejor los seguimientos? —preguntó como ausente.
—Stenström.
—Desde el momento en que salga de su casa mañana por la mañana quiero que le sigáis. Que se encargue Stenström. Que informe de todos sus movimientos. En el otro teléfono. Dos de nosotros tenemos que estar aquí siempre. Sólo podremos abandonar el despacho de uno en uno.
Ahlberg y Kollberg continuaban con la mirada clavada en él, pero no se dio cuenta.
A las ocho menos veintidós minutos se abrió la puerta de Rörstrandsgatan, la misión de Stenström había comenzado.
Se mantuvo por los alrededores de la empresa de transportes de Smålandsgatan hasta las once y cuarto, a esa hora entró en la cervecería y se sentó a esperar junto a la ventana.
A las doce menos cinco vio a Sonja Hansson en la esquina de Norrlandsgatan.
Vestía un fino abrigo de tweed azul desabrochado con un cinturón bien apretado que le marcaba la cintura. Le sobresalía un jersey negro de cuello vuelto. Llevaba la cabeza descubierta y guantes, pero iba sin bolso. Las medias y las botas negras parecían demasiado finas para la época del año.
Cruzó la calle y desapareció de su campo de visión.
El personal de la empresa de transportes empezó a salir por el portal hasta que finalmente apareció el hombre que se llamaba Folke Bengtsson y cerró la puerta con llave. Bajó de la acera, y cuando había avanzado un par de metros en la calzada, Sonja Hansson se acercó corriendo hasta él. Lo detuvo, le cogió de la manga y le dijo algo mientras le miraba a los ojos. Le soltó casi enseguida y siguió hablando mientras se alejaba, luego se dio la vuelta y continuó corriendo.
Stenström vio su cara, expresaba entusiasmo, alegría y súplica. Aplaudió por dentro su actuación.
El hombre no le quitó ojo de encima. Hizo ademán de seguirla, pero al final, cambió de opinión, se metió las manos en los bolsillos y continuó su camino lentamente con la cabeza baja.
Stenström cogió el sombrero, pagó en la barra y asomó la cabeza con cautela por la puerta. Cuando Bengtsson dobló la esquina, salió de la cervecería y fue tras él.
En la comisaría de Klara, Martin Beck tenía fijos sus melancólicos ojos en el teléfono. Ahlberg y Kollberg habían abandonado el ajedrez momentáneamente y se escondían en silencio tras sendos periódicos. Kollberg luchaba con un crucigrama mordiendo ansioso el lápiz.
Al sonar por fin el teléfono, le pegó tal mordisco que lo partió en dos.
Martin Beck se pegó el auricular al oído antes de que terminase la primera señal.
—Hola. Soy Sonja. Creo que me ha salido bien. Hice lo que me dijiste.
—Bien. ¿Viste a Stenström?
—No, pero seguro que ha merodeado por aquí cerca. No me atreví a darme la vuelta y seguí corriendo hasta llegar a la esquina con NK.
—¿Estás nerviosa?
—No. En absoluto.
Era la una y cuarto cuando volvió a sonar el teléfono.
—Estoy en Jäntorget, en el estanco de la plaza —comentó Stenström—. Sonja lo ha hecho muy bien. Por lo visto lo ha dejado inquieto. Hemos atravesado los jardines de Kungstradgården, pasamos el puente Strömbron y desde entonces está errando por el casco viejo.
—Ten cuidado.
—No te preocupes. Camina como un muerto viviente, ni ve ni oye nada a su alrededor. Ahora debo darme prisa para no perderlo.
Ahlberg se había levantado y deambulaba de un lado a otro.
—No es un trabajo muy agradable que digamos el que le hemos encargado a Sonja.
—Se las arregla muy bien —le tranquilizó Kollberg—. Y el resto lo hará también estupendamente. Espero que Stenström no haga ninguna tontería y espante a Bengtsson.
—Stenström también es bueno, claro —añadió al cabo de un rato.
Martin Beck se calló.
El reloj de pared marcaba las tres y pico cuando Stenström volvió a contactar con ellos.
—Estamos en Folkungagatan. No hace más que caminar, recorre las calles una tras otra sin parar y sin darse la vuelta. Parece apático.
—Tú sigue —ordenó Martin Beck.
Hacía falta bastante para alterar la calma exterior de Martin Beck, pero después de tres cuartos de hora con los ojos entre el reloj y el teléfono se levantó de golpe y salió.
Ahlberg y Kollberg se intercambiaron una mirada. Kollberg se encogió de hombros y se dispuso a colocar las piezas en el tablero de ajedrez.
En el servicio, Martin Beck se lavó las manos y la cara con agua fría y se secó con esmero. Al salir al pasillo, se abrió una puerta y un agente en mangas de camisa le avisó que tenía una llamada.
Era su esposa.
—No te he visto el pelo en años y ahora ni siquiera te puedo llamar por teléfono. ¿Qué estás haciendo? ¿Cuando vienes a casa?
—No lo sé —murmuró con cansancio.
Siguió hablando y su voz cambió, se hizo más estridente, la interrumpió en medio de una frase.
—No tengo tiempo ahora mismo —dijo irritado—. Hasta luego. No me llames aquí.
Se arrepintió de su tono al colgar, pero se encogió de hombros y se unió a sus colegas, jugadores de ajedrez.
La tercera llamada de Stenström llegó desde Skeppsbron. Eran las cinco menos veinte.
—Acaba de entrar en el Zum Franciskaner. Está sentado solo en un rincón bebiendo cerveza. Hemos recorrido todo el barrio de Söder. Sigue comportándose de forma muy extraña.
Unas molestias en el diafragma le recordaron a Martin Beck que llevaba todo el día sin comer nada. Pidió que les trajeran comida del restaurante de enfrente. Al terminar, Kollberg se durmió en la silla y empezó a roncar.
Cuando sonó el teléfono, se despertó sobresaltado. Eran las siete.
—Ha estado en el bar todo este tiempo, lleva cuatro jarras de cerveza. Ahora se dirige al centro otra vez. Ha aligerado el paso. Te llamaré en cuanto pueda. Hasta luego.
A Stenström parecía que le faltara aliento, como si hubiera estado corriendo, y colgó antes de que a Martin Beck le diera tiempo de preguntar nada.
—Va para allá —dijo Kollberg.
La siguiente llamada se recibió a las siete y media, y fue aún más corta. No había cambiado nada.
—Engelbrektsplan. Se encamina hacia Birger Jarlsgatan bastante deprisa.
Esperaron. Con la mirada fija en el reloj o en el teléfono.
Las ocho y cinco. Martin Beck levantó el auricular en el momento en que sonó.
Stenström parecía decepcionado.
—Entró a Eriksbergsgatan y cruzó el viaducto. En ese momento nos dirigimos a la plaza Odenplan por Odengatan. Supongo que ya se va para casa. Empieza a caminar más despacio.
—¡Mierda! Llámame en cuanto llegue a casa.
Transcurrió media hora antes de que Stenström llamara de nuevo.
—No se ha ido a casa, está en Upplandsgatan. No parece notar que tenga pies. Anda sin parar. Los míos no aguantarán mucho más.
—¿Dónde estás ahora?
—En la plaza Norra Bantorget. Acaba de dejar atrás el Teatro de la Ciudad.
Martin Beck pensó en el hombre que en esos momentos estaba pasando delante del teatro. ¿Qué le pasaría por la cabeza?, si es que guardaba algo dentro. ¿Quizá sólo caminaba, hora tras hora, gobernado por algún oscuro instinto? ¿Qué sentía? Llevaba más de ocho horas dando vueltas, inconsciente de su entorno, encerrado en sí mismo y con una idea torturándole, una decisión que iba madurando.
Durante las tres horas siguientes, Stenström llamó cuatro veces desde distintos puntos. El hombre caminó todo el tiempo por las calles de los alrededores de Eriksbergsplan, pero nunca se acercaba lo suficiente como para poder ver la casa de Sonja.
A las dos y media, Stenström avisó desde Rörstrandsgatan que Folke Bengtsson por fin se había ido a casa y acababa de apagar la luz de su dormitorio.
Martin Beck mandó a Kollberg a relevarlo.
A las ocho de la mañana del domingo, Kollberg volvió, despertó a Ahlberg, que estaba durmiendo en un sofá, se tumbó en el mismo sitio y se durmió enseguida.
Ahlberg entró a ver a Martin Beck, que se encontraba sentado junto al teléfono, meditaba.
—¿Ha llegado Kollberg? —preguntó alzando la vista y mirándole con los ojos rojos.
—Está durmiendo. Cayó como un toro apaleado. Stenström permanece en su puesto.
Sólo tuvieron que esperar dos horas antes de recibir la primera llamada del día.
—Ha vuelto a salir. Camina hacia el puente a Kungsholmen.
—¿Qué aspecto tiene?
—El mismo. Viste igual. Dios sabrá si ha dormido vestido.
—¿Camina rápido?
—No, lentamente.
—¿Has podido dormir algo?
—Poco. Pero no me siento precisamente como Superman.
—Menos mal.
Hasta las cuatro de la tarde, Stenström contactó con ellos a intervalos regulares de aproximadamente una hora Folke Bengtsson llevaba en movimiento seis horas con dos breves paradas en una cafetería. Había recorrido Kungsholmen, Söder y el casco viejo. Ni siquiera se había acercado a la vivienda de Sonja Hansson.
A las cinco y media, Martin Beck estaba dormido en la silla delante del teléfono.
Un cuarto de hora más tarde, Stenström le despertó.
—Estamos en la plaza de Norrmalm. Va camino de Strandvagen y ahora parece diferente.
—¿De qué manera?
—Como si se hubiese despertado. Va como acelerado.
Hora y media después:
—Ahora tengo que tener más cuidado. Acaba de llegar a Sveavagen desde Odengatan. Está mirando a las chicas.
A las nueve y media.
—Karlavägen-Sturegatan. Pasea lentamente hacia la plaza Stureplan. Parece más tranquilo y sigue mirando a las chicas.
—Ten cuidado —le advirtió Martin Beck.
De repente sintió que estaba despierto y descansado, a pesar de que apenas había dormido en dos días.
Estaba estudiando el plano donde Kollberg había intentado reconstruir el errático itinerario de Bengtsson con un rotulador rojo, cuando sonó el teléfono.
—Es la décima vez que llama hoy —comentó Kollberg.
Martin Beck cogió el auricular a la vez que miraba el reloj de pared.
Las once menos un minuto.
Oyó la voz de Sonja Hansson. Sonaba ronca y un poco temblorosa.
—¡Martin! Ha vuelto.
Apretó fuerte al auricular.
—Vamos —dijo.
Sonja Hansson colgó el auricular y miró la hora. 23:01. Dentro de cuatro minutos Ahlberg entraría por la puerta y la liberaría de aquel irremediable y escalofriante malestar enquistado en una sensación de soledad.
Le sudaban las palmas de las manos y se las secó con la bata de algodón. Al hacerlo, la tela se le ajustó por las caderas.
Entró en silencio al oscuro dormitorio y se acercó a la ventana. El parqué le resultó duro y frío bajo sus pies descalzos y se puso de puntillas, apoyó la mano derecha en el parteluz y miró furtivamente a través de la fina cortina. Había algo de movimiento allí abajo, sobre todo delante del restaurante del otro lado de la calle, pero le llevó al menos minuto y medio descubrirlo. Salió de Runebergsgatan en la dirección opuesta a su portal, pasó arrimado al muro bajo y fue hacia la calzada de Birger Jarlsgatan. En medio de las vías del tranvía giró bruscamente a la derecha. Después de medio minuto más o menos desapareció de su campo de visión. Se había movido muy rápido deslizándose con pasos largos y parecía dirigir la mirada al frente, como si no reparara en el entorno ni pensara en nada.
Regresó al salón, que por lo menos tenía algo que ofrecer: luz, calor y algunas cosas que le gustaban. Encendió un cigarrillo e inhaló el humo profunda y largamente. A pesar de ser muy consciente de lo que estaba haciendo, siempre sentía el mismo alivio cuando él se marchaba sin entrar en la cabina telefónica. Ya llevaba demasiado tiempo esperando aquella ruidosa llamada que rompería en pedazos su paz interior e introduciría un elemento irracional e inquietante en su hogar. Tenía la esperanza de que no llegara nunca. De que todo fuera un error y le permitiesen volver a la misma rutina de siempre para no pensar nunca más en aquel hombre.
Recogió el jersey de lana que llevaba tejiendo tres semanas. Se acercó al espejo y se lo puso por encima. Dentro de poco lo acabaría. Volvió a mirar el reloj. Ahlberg ya llevaba unos diez segundos de retraso. Hoy no batiría ningún record. Sonrió, porque sabía que le molestaría. Se enfrentó a su tranquila sonrisa ante el espejo y observó una hilera de pequeñas gotitas de sudor que brillaban a lo largo del nacimiento del pelo. Sonja Hansson atravesó el vestíbulo y entró en el baño. Separó los pies sobre los gélidos azulejos y se puso a lavarse la cara y las manos con agua fría, inclinada hacia delante.
Al cerrar el grifo, oyó cómo Ahlberg intentaba abrir el cerrojo con la llave. Ya llevaba un minuto de retraso.
Con la toalla todavía en la mano dio un paso hacia el vestíbulo, estiró la mano, desenganchó la cadena de seguridad y abrió la puerta.
—Gracias a Dios, es un alivio que hayas venido —dijo.
No era Ahlberg.
Todavía con una sonrisa en los labios retrocedió lentamente hacia el interior del piso. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson no le quitó la vista de encima mientras cerraba tras de sí y echaba la cadena a la puerta.
Capítulo 29
Martin Beck era el último, estaba a punto de abandonar el despacho cuando el teléfono sonó de nuevo. Volvió corriendo y cogió el auricular.
—Me encuentro en el vestíbulo del hotel Ambassadör —informó Stenström—. Le he perdido entre el barullo de gente. Hará unos cuatro o cinco minutos como mucho.
—Ya se ha ido para Runebergsgatan. Vete para allá lo más rápido que puedas.
Tiró el auricular y alcanzó a los demás, que iban bajando las escaleras. Se subió a la parte de atrás del coche salvando con dificultad el respaldo del asiento delantero de Ahlberg. Siempre ocupaban los mismos asientos; era importante que Ahlberg saliera el primero.
Kollberg metió la marcha, pero tuvo que soltar el embrague al momento para esquivar una furgoneta de la policía que estaba entrando. Por fin pudo seguir y entró girando en Regeringsgatan entre un Volvo verde y un Skoda beige. Martin Beck, con los brazos apoyados en las rodillas, se quedó mirando al frente fijamente, a la lluvia fría y cortante que caía fuera. Sentía una gran tensión física y mental, pero iba centrado y bien preparado. Como un deportista entrenado para batir un récord.
Dos segundos más tarde, el Volvo verde chocó contra una furgoneta que salía en dirección prohibida, por el cruce de David Bagaresgata. El Volvo dio un giro cerrado a la derecha justo un instante antes de la colisión, y Kollberg, que ya había iniciado el adelantamiento, tuvo que realizar la misma maniobra.
Reaccionó rápido y ni siquiera rozó al coche de delante, pero los vehículos se pararon en paralelo atravesando el cruce y pegados el uno al otro. Kollberg ya había metido la marcha atrás cuando el Skoda beige se estampó con un fuerte golpe contra la puerta delantera derecha. El conductor había frenado en seco, un gran error teniendo en cuenta el estado de la calzada.
No se trataba de un accidente grave. Dentro de diez minutos un par de agentes de la policía de tráfico aparecerían con sus cintas métricas, apuntarían la matrícula y el nombre, pedirían el permiso de conducir, el documento de identidad y la licencia de la radio, luego escribirían «daños en la chapa» en sus libretas, se encogerían de hombros y se marcharían. Si ninguno despedía olor a alcohol, la gente que ahora gritaba y gesticulaba bajo la lluvia, subiría en sus «dioses de chatarra» abollados y desaparecería cada uno en una dirección.
Ahlberg maldijo su suerte. Martin Beck tardó diez segundos en darse cuenta de por qué. Se encontraban atrapados. Las dos puertas estaban bloqueadas, tan eficazmente como si las hubiesen soldado.
En el mismo segundo en que Kollberg tomó la desesperada decisión de dar marcha atrás para alejarse de aquel tumulto, un autobús de la línea 55 se detuvo justo detrás de ellos. La única vía de escape quedaba obstruida. Para colmo, el conductor del Skoda beige había salido de su coche bajo la lluvia, probablemente hirviendo de rabia y cargado de argumentos. Quedó fuera de su campo de visión, sin duda se hallaba ya al otro lado de los coches.
Ahlberg colocó los dos pies contra la puerta, tomó impulso y presionó hasta dar un gemido, pero el Skoda seguía con la marcha puesta y no se movió ni un milímetro.
Transcurrieron tres o cuatro minutos de pesadilla. Ahlberg gritó y gesticuló. La lluvia formó una capa congelada y gris sobre el cristal trasero. Fuera vieron a un agente borroso con un impermeable negro brillante.
Por fin, algunos de los curiosos parecieron darse cuenta de la situación y se dispusieron a empujar el Skoda beige. Sus movimientos eran torpes y lentos. El agente trató de impedírselo. Al cabo de un rato, él mismo intentaba ayudar. Consiguieron separar los coches un metro, pero las bisagras se habían dañado y la puerta estaba atascada. Ahlberg empujaba mientras blasfemaba. Martin Beck notaba cómo el sudor le resbalaba por la nuca, descendía por debajo del cuello de la camisa y confluía en un frío reguero entre sus omóplatos.
La puerta se iba abriendo lentamente chirriando.
Ahlberg salió dando tumbos. Martin Beck y Kollberg intentaron librarse los dos a la vez hasta que lo consiguieron.
El agente estaba preparado con su libreta en la mano.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Cállate —aulló Kollberg.
Afortunadamente lo reconoció.
—Corre —gritó Ahlberg cinco metros por delante.
Unas cuantas manos trataron de detenerles. Kollberg, en su carrera, derribó a un asombrado vendedor ambulante de perritos calientes con su cajón colgado sobre el estómago.
Cuatrocientos cincuenta metros, pensaba Martin Beck. Sólo un minuto para un deportista entrenado. Pero ellos no lo eran. Y no corrían en una pista de atletismo, sino sobre una calle asfaltada bajo una lluvia que se congelaba al tocar la gélida superficie de la calzada. Al cabo de cien metros, el pecho parecía que iba a estallarle. Ahlberg les sacaba cinco metros de ventaja, pero en Jutas Backe se resbaló y casi se cae. Le costó sus metros de ventaja y bajaron la cuesta hacia Eriksbergsplan prácticamente uno al lado del otro. Unos puntitos brillantes bailaban ante los ojos de Martin Beck. Atrás, en diagonal, oía los pesados jadeos de Kollberg.
Dieron la vuelta a la esquina y atravesaron el arriate a toda velocidad con pasos pesados y ruidosos. Lo descubrieron los tres a la vez en la segunda planta del edificio de Runebergsgatan. Un tenue rectángulo iluminado indicaba que había luz en el dormitorio y el estor bajado.
Los puntitos luminosos desaparecieron y dejó de sentir el dolor en el pecho. Cuando iba por Birger Jarlsgatan, Martin Beck sabía que ésta era la carrera más rápida de toda su vida, aun así Ahlberg le sacaba tres metros y Kollberg iba a su lado. Al llegar, Ahlberg ya había abierto la puerta.
El ascensor no estaba abajo, pero ni se les pasó por la cabeza llamarlo. En el primer rellano notó dos cosas: ya no le entraba aire en los pulmones y Kollberg no se encontraba con ellos. El plan funcionaba, el maldito plan perfecto, pensó según subía el último tramo de la escalera llave en mano.
La metió en la cerradura, giró, apoyó todo su cuerpo contra la puerta y se abrió diez centímetros. La cadena de seguridad estaba echada y desde dentro de la casa no llegaba ningún ruido humano, sólo el incesante sonido de un timbre de teléfono extrañamente metálico. El tiempo se detuvo. Vio el dibujo de la moqueta del vestíbulo, una toalla y un zapato.
—Aparta —dijo Ahlberg con voz ronca, aunque con sorprendente calma.
Cuando Ahlberg disparó a la cadena, se escuchó un estallido como si el mundo entero saliera volando en pedazos.
Martin Beck seguía empujando la puerta, hasta que, a punto de caerse, atravesó el vestíbulo del fuerte impulso y llegó hasta el salón.
La escena resultaba irreal y tan estática como un cuadro de la cámara de los horrores de Madame Tussaud. Parecía petrificada como una fotografía sobrexpuesta, bañada en una fluida luz blanca. Fue registrando cada uno de los macabros detalles.
El hombre llevaba el abrigo puesto. Su sombrero marrón descansaba en el suelo, medio tapado con una bata azul claro hecha jirones.
Este era el tipo que había matado a Roseanna McGraw. Inclinado sobre la cama, con el pie izquierdo apoyado en el suelo y la rodilla derecha en el colchón, presionaba pesadamente sobre el muslo izquierdo de la mujer, justo por encima de su rodilla. Su enorme mano le cubría la barbilla y la boca, y con dos dedos de la mano izquierda le apretaba la nariz. La mano derecha buscaba su cuello y lo acababa de encontrar.
La mujer yacía boca arriba. Podían verse sus ojos muy abiertos entre los dedos de él. Un fino hilo de sangre le resbalaba por la mejilla. Había levantado la pierna derecha y hacía presión con el pie contra el pecho del hombre. Se agarraba con las dos manos a la muñeca de la mano derecha de él. Estaba desnuda. Tenía tensos todos los músculos de su cuerpo; los tendones se dibujaban tan claramente como en una lámina de anatomía.
Una centésima de segundo, lo suficiente para que cada uno de los detalles se grabaran en la conciencia y quedaran allí para siempre. Luego el hombre del abrigo la soltó, se incorporó, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta, todo en un solo movimiento rápido como el rayo.
Martin Beck vio por primera vez al hombre que llevaba persiguiendo seis meses y diecinueve días. Se llamaba Folke Bengtsson, pero sólo guardaba un vago parecido con aquel señor que había entrevistado en el despacho de Kollberg una tarde antes de Navidad.
Su rostro se mostraba severo y desnudo, las pupilas contraídas, los ojos errando de un lado para otro como los de una marta atrapada. Se inclinó con las rodillas flexionadas meciendo el cuerpo rítmicamente.
Duró una décima de segundo, luego se lanzó hacia delante emitiendo un sollozo sofocado en el fondo de la garganta, en ese momento Martin Beck le golpeó en la clavícula con la mano derecha rígida y Ahlberg se arrojó encima de él desde atrás intentando agarrarle los brazos.
Ahlberg se vio impedido por su propia pistola y Martin Beck pareció sobrecogerse ante la virulencia del ataque, en parte porque lo único que fue capaz de pensar era en la mujer que yacía sobre la cama, que debería moverse y no quedarse ahí flácida y tumbada con la boca abierta y los ojos medio cerrados.
El hombre le golpeó con la cabeza en el diafragma con una fuerza tan descomunal que le despidió hacia atrás, contra la pared, al mismo tiempo aquel demente lograba zafarse de Ahlberg y salía raudo hacia la puerta, aun agachado y con una velocidad en sus zancadas tan inverosímil como todo en este absurdo escenario.
Durante todo este tiempo no paró de sonar un timbre de teléfono.
Lo más cerca que estuvo Martin Beck de él fue medio tramo de escaleras y la distancia iba en aumento.
Podía oír al fugitivo por delante, pero no lo vio hasta llegar a la planta baja. Entonces, el hombre ya había atravesado la puerta acristalada y se hallaba muy cerca de la relativa libertad de la calle.
Kollberg había soltado el botón del portero automático y dio dos pasos para separarse de la pared. El hombre del abrigo se disponía a asestarle un fuerte golpe en la cara.
En ese preciso momento, Martin Beck supo que el fin estaba cerca y, como cabía esperar, un segundo después oyó un grito de dolor seco y salvaje cuando Kollberg le cogió el brazo y le rompió la articulación del hombro con una rápida e implacable llave. El hombre del abrigo yacía indefenso sobre el suelo de mármol.
Martin Beck se apoyó en la pared mientras escuchaba el sonido de las sirenas, que parecía provenir de varios lugares al mismo tiempo. La furgoneta de la policía ya había llegado y en la acera, delante del edificio, unos agentes de uniforme alejaban a empujones a un grupo de curiosos que se iba disolviendo de mala gana.
Observó al hombre que se llamaba Folke Bengtsson, seguía medio tumbado en el suelo, en el mismo lugar donde había caído, con la mejilla apoyada en la pared y las lágrimas resbalándole por las mejillas.
—Está aquí la ambulancia —avisó Stenström.
Martin Beck subió en el ascensor. Ella estaba sentada en un sillón vestida con unos pantalones de pana y un jersey de lana. La observó angustiado.
—Está aquí la ambulancia. Enseguida suben.
—Puedo bajar yo misma —musitó sin fuerzas.
En el ascensor, dijo:
—No pongas esa cara. No fue culpa tuya. Además, tampoco estoy tan mal.
Fue incapaz de mirarla a los ojos.
—Si hubiese intentado violarme, a lo mejor habría podido con él. Pero no se trataba de eso. No pude hacer nada. Nada.
Se sacudió.
—Diez o quince segundos más y... O si al de abajo no se le hubiera ocurrido llamar al telefonillo, eso fue lo que le desconcertó. De alguna manera, rompió el aislamiento. Dios mío. Qué horror.
Cuando se acercaron a la ambulancia añadió:
—Pobre hombre.
—¿Quién?
—Él.
Un cuarto de hora más tarde, sólo quedaban Kollberg y Stenström delante del edificio de Runebergsgatan.
—Llegué justo para ver cómo le abatías. Estaba al otro lado de la calle. ¿Dónde has aprendido eso?
—Hombre, uno no ha sido paracaidista para nada. No lo suelo usar mucho.
—De todas maneras, es lo más impresionante que he visto nunca. Con esa llave podrías con cualquiera.
—«En agosto nació el chacal, / en septiembre caen las lluvias. / ¡No puedo recordar, dice, / tremenda lluvia como ésta!»
—¿Eso qué es?
—Una cita —dijo Kollberg—. De un tal Kipling.
Capítulo 30
Martin Beck observó al hombre, desplomado en una silla delante de él con un brazo en cabestrillo. Mantenía la cabeza baja, no levantaba la mirada.
Llevaba esperando este momento seis meses y medio. Se inclinó y encendió la grabadora.
—Usted se llama Folke Bengtsson, nació en la parroquia de Gustav Vasa, el seis de agosto de 1926 y vive en Rörstrandsgatan, en Estocolmo. ¿Es correcto?
El hombre asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
—Tiene que contestar en voz alta —le pidió Martin Beck.
—Sí —dijo el hombre que se llamaba Folke Bengtsson—. Sí, es correcto.
—¿Se confiesa culpable de la violación y el asesinato de la ciudadana Roseanna McGraw la noche del cuatro al cinco de julio del año pasado?
—Yo no he matado a nadie —respondió Folke Bengtsson.
—Más alto.
—No, no lo confieso.
—Usted ha reconocido anteriormente que conoció a Roseanna McGraw el cuatro de julio el año pasado a bordo del barco de pasajeros Diana. ¿Es así?
—No lo sé. No sabía su nombre.
—Tenemos pruebas de que estuvo con ella el cuatro de julio. La estranguló por la noche en su camarote y la arrojó por la borda.
—¡No, no es verdad!
—¿La asesinó de la misma manera que intentó acabar con la vida de la mujer de Runebergsgatan?
—No la quería matar.
—¿A quién?
—A aquella chica. Me vino a ver varias veces. Me pidió que fuera a su casa. No lo decía en serio. Sólo quería humillarme.
—¿Roseanna McGraw también quiso humillarlo? ¿Por eso la mató?
—No sé.
—¿Entró en su camarote?
—No lo recuerdo. Quizás estuve allí. No lo sé.
Martin Beck se quedó en silencio observando al hombre. Al final preguntó:
—¿Está muy cansado?
—No, no mucho.
—¿Le duele el brazo?
—Ya no. Me han puesto una inyección en el hospital.
—Cuando anoche vio a aquella mujer, ¿no le recordó a la del verano pasado, la mujer del barco?
—Esas dos no eran mujeres.
—¿Qué quiere decir? Claro que lo eran.
—No... más bien animales.
—No entiendo lo que quiere decir.
—Son como animales, abandonadas a merced de...
—¿Abandonadas a merced de qué? ¿De usted?
—Por Dios, no se burle de mí. Abandonadas a merced del deseo. De su inmundicia.
Treinta segundos de silencio.
—¿Realmente eso es lo que cree?
—Así deben pensar todas las personas de verdad, menos las viciosas y degeneradas.
—¿No le gustaron esas mujeres? Roseanna McGraw y la chica de Runebergsgatan, no me acuerdo cómo se llama...
—Sonja Hansson —escupió su nombre.
—Eso es. ¿No le gustó?
—La odio. Odié a la otra también. No me acuerdo muy bien. ¿No ve cómo se comportan? ¿No se da cuenta de lo que significa ser hombre?
Hablaba rápido y acaloradamente.
—No. ¿Qué quiere decir?
—Uf. Son repugnantes. Brillan y triunfan con su depravación y luego son insistentes y descaradas.
—¿Suele recurrir a prostitutas?
—No son tan asquerosas ni tan desvergonzadas. Y cobran, por lo menos hay un mínimo de honra y dignidad en ellas.
—¿Se acuerda de lo que me contestó cuando le hice esta misma pregunta la otra vez?
El hombre parecía consternado y nervioso.
—No...
—¿Se acuerda de que le pregunté si solía acudir a prostitutas?
—No, ¿lo hizo?
Martin Beck volvió a guardar silencio. Se frotó la nariz.
—Quiero ayudarle —dijo al final.
—¿Cómo? ¿Ayudarme? ¿Cómo me va a ayudar? ¿Ahora? ¿Después de esto?
—Quiero ayudarle a recordar.
—Sí.
—Pero tiene que intentarlo usted también.
—Sí.
—Procure recordar qué pasó después de subir a bordo del Diana en Söderköping. Llevaba su ciclomotor y los aparejos de pesca, y el barco llegó con bastante retraso.
—Sí, me acuerdo. Hacía buen tiempo.
—¿Qué hizo después de subir a bordo?
—Creo que desayuné. No había comido antes, recuerdo que pensaba tomar algo a bordo.
—¿Habló con sus compañeros de mesa?
—No, creo que estaba solo. Los demás ya habían desayunado.
—¿Y luego? ¿Después de desayunar?
—Supongo que salí a cubierta. Sí, eso. Hacía muy buen tiempo.
—¿Habló con alguien?
—No, me encontraba solo en la proa. Luego llegó la hora de la comida.
—¿Comió solo también?
—No, había algunos comensales más sentados en mi mesa, pero no hablé con nadie.
—¿Compartía Roseanna McGraw su misma mesa?
—No me acuerdo. No reparé mucho en los de alrededor.
—¿Se acuerda de cómo la conoció?
—No, la verdad es que no.
—La última vez me dijo que ella le preguntó algo y empezaron a hablar.
—Sí, de hecho, ahora me acuerdo. Me preguntó cómo se llamaba el sitio por el que estábamos pasando.
—¿Cómo se llamaba?
—Norsholm, creo.
—¿Y luego se quedó hablando con usted?
—Sí. No me acuerdo de casi nada de lo que me dijo.
—¿Le cayó mal ya desde el principio?
—Sí.
—¿Entonces por qué habló con ella?
—Se metió. Simplemente se puso a hablar y a reír. Era igual que las demás. Una desvergonzada.
—¿Qué hizo luego?
—¿Luego?
—Sí, ¿no bajaron a tierra juntos?
—Ella me acompañó cuando bajé a tierra.
—¿De qué hablaron?
—No me acuerdo. De todo. De nada en particular. Recuerdo que me pareció un buen ejercicio para mi inglés.
—Al volver al barco, ¿qué hicieron?
—No lo sé. La verdad, no me acuerdo. Quizá cenamos.
—¿Se sentaron en la misma mesa?
—No creo. No me acuerdo.
—Inténtelo.
—No, no lo sé.
—¿La vio luego por la noche?
—Recuerdo que estuve un rato en la proa cuando se hizo de noche. Pero me parece que solo.
—¿No la vio por la noche? Intente recordar.
—Creo que sí. No lo tengo muy claro, pero creo que estuvimos sentados en un banco de popa hablando. Yo quería que me dejara en paz, pero se entrometió.
—¿Le invitó a su camarote?
—No.
—Más tarde, por la noche, la mató, ¿verdad?
—No, yo no he hecho nada de eso.
—¿Realmente no se acuerda de que la mató?
—No. ¿Lo hice?
—Sí. Sé que la asesinó.
—¿Por qué me tortura? No repita más esa palabra. Yo no he hecho nada.
—No quiero torturarle.
¿Era verdad? Martin Beck no lo sabía. En cambio, sospechaba que aquel hombre volvía a estar a la defensiva, estaba a punto de aislarse otra vez en su propio mundo, y resultaba más difícil sacarlo de él cuanto más se esforzaba uno en hacerlo.
—Bueno, no tiene importancia.
La mirada del hombre volvió a perder lucidez, se volvió huidiza y errante.
—No me entiende —se quejó con la voz empañada.
—Intento hacerlo. Entiendo que no le gusten algunas personas, que le inspiren aversión.
—¿Y no lo comprende? Las personas pueden ser repulsivas.
—Sí. Y hay una categoría de personas que le disgusta especialmente, sobre todo las mujeres que llama desvergonzadas. ¿Verdad?
El hombre no dijo nada.
—¿Es usted religioso?
—No.
—¿Por qué no?
Se encogió de hombros algo confuso.
—¿Suele leer revistas o libros religiosos?
—He leído la Biblia.
—¿Cree en lo que dice?
—No, hay demasiadas cosas que no se pueden ni explicar ni ignorar.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Todo lo impuro.
—¿Piensa que mujeres como Roseanna McGraw y la señorita Hansson también son impuras?
—Sí. ¿No está de acuerdo? Mire todo lo repulsivo que pasa a nuestro alrededor. Leí los periódicos durante unas semanas a finales del año pasado, y siempre estaban llenos de cosas inmundas. ¿Y a qué cree que se debe?
—¿Supongo que usted no querrá tener nada que ver con esas personas impuras?
—No, la verdad es que no.
Aguantó la respiración un instante y añadió:
—En absoluto.
—Vale, de acuerdo, le disgustan. Pero mujeres como Roseanna McGraw y Sonja Hansson, ¿no ejercen una fuerte atracción sobre usted? ¿No desea verlas y tocarlas? ¿Palpar sus cuerpos?
—No tiene derecho a decirme eso.
—Ver sus piernas y sus brazos. Acariciar su piel.
—¿Por qué lo dice?
—¿No quiere tocarlas? ¿Quitarles la ropa? ¿Verlas desnudas?
—No, no, así no.
—¿No quiere sentir sus manos sobre su cuerpo? ¿Que le toquen?
—Calle —gritó el hombre haciendo ademán de levantarse de la silla.
Jadeó por el brusco movimiento e hizo una mueca de dolor. Probablemente le dolía el brazo lesionado.
—Bueno, bueno. No pasa nada, no es nada raro. Es perfectamente normal. Yo mismo puedo llegar a pensar así cuando veo a ciertas mujeres.
El hombre le miró fijamente.
—¿Insinúa que no soy normal?
Martin Beck no contestó.
—¿Me está diciendo que no soy normal sólo porque tengo un poco de pudor?
No hubo respuesta.
—Tengo derecho a mi propia vida.
—Sí, pero no a la de otros. Anoche vi con mis propios ojos cómo casi mata a una persona.
—No ha visto nada. Yo no he hecho nada.
—Nunca afirmo algo si no estoy seguro. Intentaba asesinarla. Si no hubiéramos llegado a tiempo, ahora tendría la vida de una persona cargando sobre su conciencia. Sería un asesino.
Por extraño que parezca, esto le impactó. El hombre movió los labios un buen rato. Finalmente musitó casi imperceptiblemente:
—Ella se lo merecía. Fue culpa suya, no mía.
—Perdón, no le he oído...
Silencio.
—¿Quiere hacer el favor de repetir eso?
El hombre seguía con la mirada clavada en el suelo.
De repente, Martin Beck dijo:
—Está mintiendo.
El hombre negó con la cabeza.
—Aseguró que sólo compraba revistas sobre deporte y pesca. Pero también tiene revistas de mujeres desnudas.
—No es verdad.
—Se olvida de que yo nunca miento.
Silencio.
—Hay más de cien revistas de esas apiladas en su chimenea francesa.
Su reacción fue muy violenta.
—¿Cómo lo sabe?
—Tenemos a gente que está registrando su piso. Encontraron las revistas en la chimenea. Y muchas más cosas. Por ejemplo, un par de gafas de sol que pertenecían a Roseanna McGraw.
—Entran en mi casa y violan mi intimidad. ¿Entonces, de qué sirve?
Después de unos segundos volvió a repetir la última frase. Y añadió:
—No quiero tener nada que ver con usted. Es detestable.
—Bueno, no está prohibido ver fotos de mujeres desnudas —dijo Martin Beck—. En absoluto. No hay nada de malo en eso. Las mujeres de esas revistas tienen más o menos el mismo aspecto que todas las demás. No hay grandes diferencias. Si las fotos hubieran sido de Roseanna McGraw, Sonja Hansson o Siv Lindberg...
—Calle —gritó el hombre—. No diga eso, no mencione ese nombre.
—¿Por qué no? ¿Qué haría si le dijera que Siv Lindberg ha sido fotografiada para una de esas revistas?
—¡Miente, maldito hijo de puta!
—Conteste a lo que le acabo de preguntar. ¿Qué es lo que haría?
—La castigaría... Y a usted le mataría también por decirlo...
—A mí no me puede matar. ¿Qué haría con aquella mujer? ¿Cómo se llamaba? Ah sí, Siv.
—Castigarla, yo la..., yo la...
—¿Sí?
El hombre abría y cerraba las manos.
—Sí, eso haría —reconoció.
—¿Matarla?
—Sí.
—¿Por qué?
Silencio.
—No puede decir eso —respondió el hombre.
Una lágrima resbaló por su mejilla izquierda.
—Ha destrozado muchas de las fotos —comentó Martin Beck sereno—. Las ha rajado con una navaja. ¿Por qué lo ha hecho?
—En mi casa... han estado en mi casa. Fisgando, metiendo sus narices...
—¿Por qué ha hecho cortes en esas fotos?
El hombre miró a su alrededor nervioso.
—¿De qué sirve? —repitió—. Cómo puede uno vivir cuando todos...
—¿Por qué ha hecho cortes en esas fotos? —insistió Martin Beck subiendo el tono.
—Eso a usted no le importa —replicó histérico—. ¡Hijo de puta! ¡Cerdo lascivo!
—¿Por qué?
—Castigar. Le voy a castigar a usted también.
Dos minutos de silencio. Luego Martin Beck explicó con amabilidad:
—Mató a la mujer del barco. No se acuerda, pero yo le voy a ayudar a recordar. El camarote era muy pequeño y estrecho, estaba poco iluminado. El barco pasaba por un lago, ¿verdad?
—El Boren —aclaró el hombre.
—Estuvo en su camarote y allí le quitó la ropa.
—No. Ella misma lo hizo. Empezó a desnudarse. Quería contagiarme su impureza. Era repugnante.
—La castigó —afirmó Martin Beck sereno.
—Sí. La castigué. ¿No me entiende? Ella tenía que ser castigada, era obscena e indecente.
—¿Cómo la castigó? ¿La mató, verdad?
—Ella merecía morir. Quería ensuciarme a mí también. Hacía alarde de su desvergüenza. No lo entiende —gritó—. Tenía que matarla. Tenía que matar su cuerpo impuro.
—¿No temía que pudieran verle a través de la portilla?
—No había portilla. No tenía miedo. Sabía que hacía bien, la culpa fue suya. Se lo merecía.
—Cuando la asesinó, ¿qué hizo con ella?
El hombre se desplomó en la silla murmurando:
—No me torture más. ¿Por qué tiene que hablar de eso sin parar? No me acuerdo.
—¿Salió de la cabina después del asesinato?
La voz de Martin Beck sonaba suave y tranquilizadora.
—No. Sí. No me acuerdo.
—Se encontraba desnuda en la litera, ¿verdad? Usted la había matado. ¿Se quedó en el camarote?
—No, salí. No lo sé.
—¿Dónde estaba el camarote?
—No me acuerdo.
—¿Debajo de la cubierta?
—No, al fondo..., al fondo de... en el extremo de la popa, en la cubierta.
—¿Qué hizo con ella una vez muerta?
—No me haga esas preguntas —se quejó como un niño pequeño—. No fue mi culpa. La culpa la tuvo ella.
—Sé que la mató y lo ha reconocido. ¿Qué hizo luego con ella? —insistió Martin Beck amablemente.
—La tiré al agua, no soportaba verla —gritó el hombre con vehemencia.
Martin Beck le observó tranquilo.
—¿Dónde? —preguntó—. ¿Dónde se encontraba el barco en ese momento?
—No lo sé. La tiré al agua, simplemente.
Se desplomó y se puso a llorar.
—No soportaba verla. No soportaba verla —repetía de forma monótona mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Martin Beck apagó el magnetófono, levantó el auricular y llamó a los agentes de guardia.
Cuando se hubieron llevado al hombre que había matado a Roseanna McGraw, Martin Beck encendió un cigarrillo. Se quedó inmóvil con la mirada perdida en el vacío.
Los ojos le escocían y se los restregó con el pulgar y el índice.
Sacó el bolígrafo de su base y escribió:
GOT HIM. CONFESSED ALMOST EMMEDIATELY IMIDIA EMED.
Metió el bolígrafo en su base, estrujó el papel y lo tiró a la papelera. Decidió llamar a Kafka después de dormir, cuando estuviera más descansado.
Martin Beck se puso el abrigo y el sombrero y se marchó. Había empezado a nevar alrededor de las dos y una capa de nieve de más de treinta centímetros cubría el suelo. Los copos eran grandes y húmedos. Caían con suavidad, densa y copiosamente, en forma de remolinos largos y perezosos, sofocando todos los sonidos y transformando el entorno en algo lejano e inaprensible. El verdadero invierno había llegado.
Roseanna McGraw había viajado a Europa. En un lugar llamado Norsholm conoció a un hombre que viajaba a la provincia de Bohuslän a pescar maragota. No le habría conocido si la máquina no se hubiera averiado y el personal del restaurante no la hubiera cambiado a otra mesa.
Luego la mató por casualidad. Igual pudo ser atropellada por un coche en Kungsgatan o caerse por la escalera del hotel rompiéndose el cuello. Una mujer que se llamaba Sonja Hansson quizá nunca más podría sentirse del todo segura, ni dormir en paz con las manos entre las rodillas —como las colocaba desde pequeña— sin tener pesadillas. Aun así, ella realmente no tuvo nada que ver con todo esto. Estuvieron en Motala, en Kristineberg y en Lincoln, Nebraska, y llevaron a cabo la investigación recurriendo a métodos que nunca podrían hacerse públicos. Lo recordarían siempre, pero difícilmente con orgullo.
Silbando, Martin Beck atravesó una blanca y palpitante niebla en dirección a la estación de metro. Los que le vieron quizá se habrían sorprendido al saber en qué estaba pensando.
Aquí llega Martin Beck, nieva sobre su sombrero,
¡camina cantando, camina con música!
¡Hola, mis queridos hermanos de juerga!
Rechina bajo los tacones, noche de invierno.
Oye, si quieres, dímelo ¡y vamos a Söder!
En el metro. A Bagarmossen y a Vantör.
Iba camino de casa.
FIN
* * *
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
MAJ SJÖWALL & PER WAHLÖÖ
Maj Sjöwall nació en Estocolmo (Suecia) el 25 de septiembre de 1935, mientras que su esposo Per Wahlöö nació en la ciudad de Goteborg (Suecia) el 5 de agosto de 1926. Ambos eran escritores y periodistas, estando Wahlöö especializado en asuntos criminales.
Comunistas declarados, en 1962, tras conocerse al coincidir sus trabajos en la misma editorial, Maj y Per contrajeron matrimonio. Poco después conjuntamente crearon al inspector Martin Beck, quien apareció por primera vez en la novela Roseanne (1965), a la que siguieron otras nueve más. El objetivo de Sjöwall y Wahlöö era utilizar los recursos de la novela policiaca para describir su sociedad desde un punto de vista crítico: no era oro todo lo que relucía en la idílica Suecia del bienestar y la socialdemocracia: «Teníamos las mismas ideas y queríamos escribir novelas duras y críticas, nada burguesas, pero que también atraparan al lector». Novelas policiacas destacadas por su tratamiento psicológico y la minuciosidad en el detalle de la investigación.
Sus libros son precursores de futuros autores de intriga criminal suecos, entre ellos Henning Mankell, (el comisario Wallander, de Henning Mankell, recuerda bastante a Beck). Los libros de Martin Beck han sido traducidos a más de 30 idiomas y de cada uno de ellos se ha vendido más de un millón de ejemplares. Cuatro de los volúmenes se han llevado a la gran pantalla, y la adaptación más conocida es San Francisco, ciudad desnuda, protagonizada por Walter Matthau. Por su novela Den skrattande polisen obtuvieron el premio Edward Allan Poe a la mejor novela de misterio en 1971.
Wahlöö, quien en solitario también ha escrito libros de ciencia-ficción y otros policiales sin la presencia de Beck, falleció a la edad de 48 años el 23 de junio de 1975. Sjöwall volvió a su trabajo de traductora tras la muerte de su marido. Traduce del danés, del noruego, del alemán y del inglés al sueco. Tiene un gran prestigio.
ROSEANNA
El cuerpo de una joven aparece en el precioso lago Vättern, en Suecia. Tres meses después, el inspector Martin Beck apenas sabe que su nombre era Roseanna, que vino de Lincoln, Nebraska, y que pudo haberla estrangulado cualquiera de las ochenta y cinco personas que viajaban con ella en barco.
Roseanna es la primera novela de la serie del inspector Beck, que goza del reconocimiento de la crítica mundial especializada en literatura policial como la mayor obra del género escrita en las últimas décadas.
«Sjöwall y Wahlöö fueron pioneros en el procedimiento policial moderno... Sus novelas aún brillan con inteligencia, humor, autenticidad y emoción.» THE TIMES
«Roseanna, es un libro increíblemente fascinante.» del prólogo de HENNING MANKELL
MARTIN BECK
1. Roseanna(1965) / Roseanna
* * *
© 1965, Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Título original: Roseanna
Traducción de Cristina Cerezo y Martin Lexell
Editor original: Norstedt / Stockholm, 1965
© 2007, RBA Libros, S.A.
Primera edición de bolsillo: noviembre 2007
Composición: David Anglès
Impreso por Cayfosa-Quebecor (Barcelona)
ISBN: 978-84-89662-73-5
Depósito legal: B-49096-2007
1 Aquí se produce un malentendido entre short y shot que lleva a Kafka a entender que habían eliminado al asesino (N de los T)
2 Juego de palabras grav es «tumba» en sueco y Melander pronuncia el apellido McGraw como la palabra grå, que significa «gris» (N de los T)
3 La expresión Brödrafolkens val, aquí traducida como «por el bien de los pueblos hermanos», fue el lema de Oscar II, rey sueco de la Union Suecia-Noruega. Tras la disolución de la Union en 1905 fue sustituida por Sveriges val, «Por el bien de Suecia» (N de los T)
4 Plato típico del norte de Suecia. Hay muchas variantes pero la base es una mezcla de productos de casquería y restos de carne sobrante tras la matanza del cerdo, todo ello mezclado con granos de cebada. (N. del T.)