Publicado en
septiembre 12, 2010
MARK TARTAGLIA, 01
Para Clio y Louis.
Capítulo 1
La lápida medía casi dos metros de altura. El tiempo había hecho mella en ella y el liquen había empezado a invadir la piedra. Un par de querubines mofletudos enmarcaban la inscripción: «¡Qué corta es la vida, qué pronto llega la muerte!». ¡Qué pronto llega la muerte! Era tan cierto… Su prometida, la mujer que sería su compañera «hasta que la muerte os separe», llegaba con retraso, más de diez minutos tarde, comprobó, echando otro vistazo a su reloj. ¡Qué insensible! ¿Es que acaso no le importaba que él estuviera allí, de pie, esperándola aterido de frío? Pronto anochecería. La gente empezaría a salir de sus trabajos para dirigirse a sus hogares, y entonces ellos habrían perdido su oportunidad.
Miró hacia la entrada del patio de la iglesia. El viento se llevó el pálido vaho de su aliento. Ni rastro de ella. Intentó calentarse los pies dando pataditas a una lápida que había en el suelo. Se embutió las manos en los bolsillos del abrigo y se cobijó bajo el porche de la iglesia. Había pensado en ensartarse una flor en el ojal para tener un aire más solemne, pero finalmente descartó la idea. Habría resultado demasiado llamativo y, además, detestaba las flores.
¿Dónde diablos estaría? Quizá nunca hubiera pensado seriamente en acudir a la cita. Quizá llevaba todo aquel tiempo tomándole el pelo. Se clavó las uñas en las manos al pensarlo e imaginó lo que le haría si lo dejaba plantado. En un intento por convencerse de que no había razón para preocuparse, examinó con atención la gruesa madeja de telarañas que colgaba como un velo entre los pilares del porche. Le llamó la atención un moscardón muerto atrapado en aquella malla pegajosa. Vendría. Tenía que venir. No se atrevería a fallarle.
Detectó un movimiento con el rabillo del ojo y giró sobre sus talones para mirar hacia la carretera. La vio allí, en lo alto de los escalones, recortada bajo el arco de hierro forjado que se erguía al final del sendero. Lo miraba asustada. Su rostro blanco, enmarcado por largas ondas de pelo, parecía una luna llena, desprovisto de rasgos. Notó que le sudaban las manos. Una oleada de emoción le sacudió el cuerpo. Un escalofrío le recorrió la columna y se le erizó el vello de la nuca. Respiró hondo. Se humedeció los labios con la lengua y se atusó el cabello con los dedos mientras la observaba franquear la puerta y dirigirse hacia él por el sendero. Caminaba a saltitos, como un pajarillo, nerviosa, dubitativa, sin apartar en ningún momento la mirada de él. Era más joven de lo que había imaginado; no tendría más de catorce o quince años. Su doncella, su prometida. Era perfecta. De repente le costaba respirar y se sentía incapaz de articular palabra.
Iba vestida de negro integral, tal como él le había pedido. Llevaba una vieja gabardina que le quedaba varias tallas grande; parecía prestada o comprada en una tienda de segunda mano. Por debajo asomaba el dobladillo irregular de una falda larga y unas botas gruesas con una correa y una hebilla de plata en el tobillo. Repasó todos los detalles y le complació que hubiera satisfecho todos sus designios.
Ella se detuvo a unos pasos de distancia, dubitativa, lo escudriñó con la mirada y le pregunto:
—¿Eres Tom?
Tenía la voz aguda y la articulación propia de una niña. Detectó en ella un ligero acento que no pudo reconocer. Con emoción contenida, emergió de entre las sombras, sonrió y alargó el brazo para darle la bienvenida.
—Gemma.
Temblorosa y titubeante, ella le tendió su mano menuda, que sobresalía bajo la manga arremangada de la gabardina. Él se llevó sus dedos flácidos a los labios. Estaban helados. Al rozar su piel percibió un ligero perfume a jabón Pears y, de repente, le asaltaron recuerdos desagradables del pasado. Dejó caer su mano con excesiva celeridad y ella apartó la mirada, avergonzada, y se abrazó a sí misma con fuerza. Con mucha delicadeza, él la tomó por el codo y la atrajo hacia sí.
—Querida Gemma. Eres preciosa, ¿sabes? Mucho más de lo que había imaginado. Infinitamente más. Eres tan bonita…
Con la vista aún clavada en sus pies, Gemma se sonrojó. Sintió un tímido estremecimiento de placer. Era la primera vez que alguien le decía algo así.
—¿Estás segura de que quieres seguir adelante? —preguntó él.
Gemma levantó la mirada y buscó con sus ojos de pestañas claras un gesto en el rostro de él que la zafase de su angustia, o quizás algo más. ¿Le gustaría lo que veía? ¿Lo encontraría guapo? Claro que sí. Sus ojos se lo decían. Él era justo lo que ella esperaba, y mucho más. Había sido el hombre de sus sueños durante tanto tiempo y ahora… allí estaba, el Príncipe Azul, de pie frente a ella, en carne y hueso.
«En una cálida noche estival, ¿ofrecerías tu cuello al lobo con las rosas rojas?» ¿Por qué no podía quitarse esa canción del pensamiento? «¿Me ofrecerá él su boca? Sí. ¿Me ofrecerá sus dientes? Sí. ¿Me ofrecerá sus mandíbulas? Sí. ¿Me ofrecerá su hambre? Sí. ¿Se morirá de hambre sin mí? Sí.» El hambre. El ansia. Era tan difícil de controlar. «¿Me ama? Sí.» Él le había confesado que la amaba.
Se inclinó para besarla como era debido. De nuevo el tufillo a Pears. ¿Acaso se había frotado todo el cuerpo con aquel maldito jabón? Conteniendo la respiración, observo cómo ella emitía un leve suspiro y apretaba los ojos con fuerza mientras le ofrecía los labios en una mueca tensa, como una niña que no supiera besar. Le sorprendió su inexperiencia. La mayoría de las chicas de su edad eran poco menos que unas putillas.
Volvió a besarla, recreándose en sus labios un instante, rozándole la boca levísimamente con la lengua, y sintió cómo ella se ablandaba entre sus brazos mientras la contemplaba. Se detuvo en sus cejas sin depilar, en el vello dorado de sus mejillas y en las tenues pecas que le salpicaban la nariz. La luz invernal la hacía parecer aún más blanca y le imprimía una palidez mortecina. Estaba convencido de que era virgen, aunque eso no tenía ningún atractivo especial para él.
Tras lo que consideró un tiempo prudencial, retrocedió un paso. Gemma abrió los ojos. Eran de color azul claro, su mejor atributo. Eran unos ojos confiados, cálidos e ingenuos. No cabía duda: era perfecta. Se sonrió por su buena suerte, mostrando a Gemma su dentadura blanca e impecable.
—¿De verdad estás segura? ¿No me estarás haciendo perder el tiempo?
Gemma desvió la vista como si la mirada de él la incendiara, sin dejar de toquetear un hilo que colgaba del dobladillo de la manga de su gabardina.
—Hablo completamente en serio —continuó él con los ojos clavados en ella—. ¿No irás a decepcionarme, verdad?
Gemma meneó la cabeza lentamente, pero él seguía sin estar convencido. Le levantó la barbilla con delicadeza para obligarla a mirarlo a los ojos.
—Venga. Dime, estamos juntos en esto ¿verdad? «Juntos para siempre, tú y yo.»
Aquellas palabras pertenecían a una canción, pero eran la clase de perogrulladas que a ella le gustaban. Era fácil de complacer. Se había regodeado en las poesías que él le había enviado, todas acerca del amor y la muerte. Parecía haberle tocado la fibra sensible y haber abierto las compuertas de la confesión y la necesidad en ella. Haber dado rienda suelta al dolor, la soledad y el triste catálogo de abandono e infelicidad. La entendía a la perfección. Él era su alma gemela, su primer y único amor.
—Nosotros. Juntos. Nunca nos separaremos. ¿Es lo que quieres, verdad? Es lo que dijiste —dijo él, clavando en ella la mirada e intentando inyectar algo de calidez a su expresión y aplacar su impaciencia—. No pertenecemos a este mundo. Sabes que es la única manera.
Gemma tragó saliva y asintió lentamente con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Bien. He traído todo lo que necesitamos —continuó él mientras daba unos golpecitos a su mochila y se la echaba al hombro. Se inclinó hacia delante y volvió a besarla, un beso fugaz esta vez—. Vamos, cariño, ha llegado el momento.
La rodeó con un brazo y la condujo hacia el interior tenuemente iluminado de la iglesia.
El aire estaba viciado; la humedad se mezclaba con el hedor de las rosas blancas y los crisantemos marchitos que había distribuidos a intervalos a lo largo del pasillo. Tom no acertaba a imaginar por qué alguien elegiría aquella iglesia para casarse. Aquel interior tenebroso y austero de losas de mármol, placas conmemorativas a los héroes de guerra e hileras anónimas de bancos marrones no tenía nada de especial, nada que pudiera atraer a los turistas, ni siquiera a los feligreses de la parroquia. Era un lugar dejado de la mano de Dios, un lugar apenas frecuentado ni querido. La seguridad brillaba por su ausencia, si bien tampoco había nada digno de ser robado. Había hecho sus pesquisas y lo había escogido con todo el cuidado del mundo. Las tardes de entre semana estaba desierto. Era la opción ideal para lo que tenían previsto.
Gemma permanecía de pie, paralizada por el terror, con la mirada absorta en el vitral redondo que decoraba el ábside de la nave, sobre el altar, con sus colores nacarados iluminados por la tenue luz procedente del exterior. «El martirio de san Sebastián, de principios del siglo XIX», recordó él al leer el folleto de la iglesia. Santa Catalina y santa Juana habrían compuesto un trasfondo más idóneo, pero las mujeres mártires no eran santo de devoción entre los londinenses. La tomó del brazo y tiró de ella.
—Apresúrate. ¡Podría venir alguien en cualquier momento, no podemos arriesgarnos a que nos interrumpan!
Gemma se dejó arrastrar hasta el arco cerrado con densas cortinas situado cerca del pulpito. Detrás se abría un largo tramo de escaleras que conducía hacia el órgano y la galería del nivel superior, que recorría la nave en toda su longitud. Cuando Tom descorrió la cortina, Gemma se detuvo en seco y contempló aquella inmensa estancia oscura.
—¡Qué techos más altos! —exclamó, recalcando la palabra «altos» llena de asombro.
En aquel instante, Tom supo que tendría problemas. Le habría gustado decirle que precisamente lo interesante era que fueran «altos», como muy bien sabía ella. El elemento clave era la «altura». Habían discutido hasta el último detalle largo y tendido. No era momento de dudar. Por un instante, la imaginó revoloteando sobre él, dando vueltas en el aire, con los faldones de su gabardina negra desplegándose a su espalda como las alas de un inmenso cuervo. Podía oír el aleteo del impermeable. Sintió un arrebato de emoción casi febril.
—Venga, ya casi hemos llegado —dijo, al tiempo que la asía de la muñeca y la arrastraba hasta el primer tramo de escaleras.
Gemma intentó zafarse de su mano.
—Me haces daño.
Él percibió la confusión en los ojos de ella y la soltó.
—Lo siento mucho, cariño. Estoy un poco nervioso. Nada más. Llevo tanto tiempo aguardando este momento. Esperándote. ¿Quieres que vaya detrás de ti?
La observó mientras subía a trompicones las escaleras. Una vez llegó arriba del todo, Gemma se tambaleó y se derrumbó en el descansillo. Se llevó las manos a la cabeza y se hizo un ovillo. El cabello le cayó sobre el rostro y las piernas como un elegante manto marrón. Medio asfixiada, empezó a sollozar.
Vaya. Lo que faltaba. Aunque intentara reprimir el llanto, alguien podía oírla. Le dieron ganas de taparle la boca, pero no quería asustarla. Se arrodilló en el escalón que había justo debajo de ella y apoyó las manos en sus rodillas, que Gemma apretaba con fuerza. Haría lo que fuera para que se callara. Lentamente empezó a acariciarle los muslos a través de las gruesas capas de lana de su falda.
—Todo va a salir bien. Si no quieres hacerlo, lo dejamos —la tranquilizó, le tomó la cabeza entre las manos y le besó el cabello una y otra vez, casi preocupado—, Pero, por favor, deja de llorar. Confía en mí, no pasa nada. Soy feliz sólo por haberte conocido. —Tomó las frágiles manos de ella entre las suyas y se las apartó del rostro para obligarla a levantar la cabeza, pero Gemma seguía con los ojos cerrados—. Mírame, Gemma. Haremos lo que tú quieras. De verdad… Hablo en seno. Te quiero.
Gemma abrió los ojos muy despacio y le regaló una de sus sonrisas más dulces; se apartó el cabello mojado y pegajoso del rostro, y se enjugó los mocos y las lágrimas con la manga de la gabardina.
—No quiero… —susurró temblando mientras lo miraba—. No quiero…
Se sentía incapaz de concluir la frase. Morir. «Muere conmigo. Sé mía para siempre.» Eso era lo que él le había dicho.
Tom se puso en pie y se sentó junto a ella, en el mismo escalón. La rodeó con el brazo, la atrajo hacia sí con fuerza y le ofreció su hombro para que apoyara la cabeza.
—Yo tampoco, cariño mío, yo tampoco —la reconfortó, acariciándole el suave cabello y besándole la coronilla—. No ahora que te he encontrado. ¿Tú sientes lo mismo?
Ella asintió y hundió la cabeza en la manga del abrigo de él.
—Me has salvado, ¿sabes? Eres muy especial, mi pequeña Gemma. ¿Quieres que sigamos adelante con la ceremonia? Lo tengo todo preparado. ¿Quieres que nos intercambiemos los anillos, tal como habíamos planeado?
Gemma emitió un ligero chillido de aprobación, enterró la cabeza aún más en el abrigo de él y le acarició el hombro con la nariz como una gata.
—Eres muy especial —repitió él, sin dejar de acariciarle el pelo, intentando sosegarla—, muy, muy especial.
De repente, Gemma se sobresaltó, como si le hubiera picado un bicho, y se llevó la mano a la boca mientras lo miraba.
—¿Qué ocurre?
—La nota. He dejado una nota tal como me dijiste. ¿Qué ocurrirá si mamá la encuentra?
¿Eso era todo? Él sonrió aliviado.
—No te preocupes. Podemos regresar o… —dejo la frase en suspense antes de añadir— o puedes instalarte conmigo en mi casa. Entonces no importara. No tienes que regresar a tu casa si no quieres. No nos encontrarán. Te lo aseguro.
Gemma se sonrojó, lo observó con el rabillo del ojo y sonrió. Por un instante, pese a tener los ojos hinchados y la cara llena de manchas, le pareció casi bonita.
—Solucionado, entonces. Creo que la galería te gustará. Es muy íntima, un lugar muy especial. Nadie nos molestará allí.
Se levantó y la ayudó a ponerse en pie; le alisó los pliegues de la gabardina y le sacudió los restos de polvo y suciedad del suelo que se le habían enganchado. Apenas incapaz de refrenarse, la tomó de la mano y la besó una última vez, cerrando los ojos brevemente mientras imaginaba lo que iba a acontecer. Era suya. Toda suya. No le cabía ninguna duda.
Capítulo 2
La vida es injusta. El inspector de policía Mark Tartaglia miró a través del ojo de buey que había en la puerta de la habitación de cuidados intensivos donde su superior, el inspector jefe Trevor Clarke, permanecía postrado en cama en medio de un amasijo de tubos y cables. Salvo por la oscura línea de bigote que se vislumbraba bajo la mascarilla de oxígeno, era imposible reconocer a Clarke. Llevaba en coma desde el accidente. Tenía la cabeza sujeta con un collarín cervical para protegerle la columna vertebral, que había resultado dañada, y la pelvis y las piernas fracturadas e inmovilizadas con férulas metálicas. Por suerte llevaba puesto el casco y ropa adecuada cuando había salido disparado de la moto, pero el pronóstico no era muy alentador.
Sally-Anne, la prometida de Clarke, estaba sentada junto a la cama, con la cabeza gacha y una mano de su novio entre las suyas. Iba vestida con un traje rosa y blanco. Llevaba su larga melena rubia recogida en una coleta atada con una cinta dorada. Tartaglia no la había visto el día anterior, cuando se había pasado por allí, y no le hacía ni pizca de gracia encontrársela ahora. Por un instante pensó en regresar más tarde. Pero ¡qué diablos!, Clarke era uno de sus mejores amigos; tenía todo el derecho del mundo de estar allí. Golpeó con los nudillos el panel de vidrio, abrió la puerta y entró.
Sally-Anne volvió la vista fugazmente. Tenía los ojos enrojecidos y el rimel corrido. Tartaglia no estaba seguro de si lloraba por Clarke o por ella. Cualquier mujer capaz de recoger sus bártulos y abandonar a dos hijos pequeños y un marido por otro hombre, aunque se tratara de alguien tan encantador como Clarke, era egoísta hasta lo indecible. Y, además, había ocurrido todo en tan poco tiempo… Impulsivo como siempre, Clarke nunca hacía las cosas a medias. La que un día había presentado como su última conquista, alguien con quien tomar una copa o salir a cenar esporádicamente, había pasado a mudarse sin más a su apartamento de Clapham y se había convertido en cotitular de su hipoteca y de sus cuentas bancarias. Y ahora que Sally-Anne había obtenido por fin el divorcio, habían empezado a hacer planes de matrimonio. Sin embargo, todo aquello había ocurrido antes del accidente. Quizá Tartaglia se estuviera excediendo en su crudo análisis de la situación, pero le costaba trabajo imaginar a Sally-Anne cuidando de un parapléjico el resto de su vida.
—¿Alguna mejoría? —preguntó Tartaglia mientras avanzaba hasta los pies de la cama.
La enfermera de Clarke le había informado en sentido contrario, pero no se le ocurría qué más decir. Cuanto más tiempo permaneciera Clarke en coma, probablemente más agoreras fueran las secuelas.
Sally-Anne sacudió la cabeza, mientras le acariciaba la mano a Clarke con sus largas uñas rosas y miraba fijamente lo que podía ver de su rostro, como si esperara que en cualquier momento abriera los ojos y empezara a hablar. Tartaglia se preguntó cuánto tiempo llevaría allí y qué le estaría pasando por la mente. Darle conversación parecía inútil. Se quedó de pie tras ella, incómodo, con el silencio interrumpido tan sólo por los pitidos que emitían los monitores que había alrededor de la cama y por el murmullo discontinuo del ventilador.
Al poco, Sally-Anne susurró algo a Clarke que sonó a un «hasta luego», le posó con delicadeza la mano encima de la sábana, le dio una palmadita y se puso en pie. Se alisó la minifalda, agarró su bolso y se volvió hacia Tartaglia con los ojos llenos de lágrimas.
—Odio los hospitales. Detesto cómo huelen. Me recuerdan a cuando de niña me operaron de apendicitis y me sentía como una inútil. ¿Qué sentido tiene venir? ¿Qué puedo hacer? Ni siquiera sabe que estoy aquí.
Tartaglia, evitando su mirada, se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos. Él había ido a ver a Clarke porque quería a aquel pobre diablo. Era evidente que no serviría de nada, dado el estado en que se encontraba, pero eso no era lo importante. De hecho, por muy inútil que fuera aquel gesto, para él era una muestra de su amistad y del respeto que le profesaba.
Sally-Anne sacó un pañuelo del bolso y se sonó la nariz. Clavó los ojos en el casco de moto que Tartaglia llevaba bajo el brazo.
—Maldito estúpido. ¿Por qué diablos tuvo que comprarse Trevor esa condenada moto? Con los años que hacía que no conducía…
Su voz despedía amargura y Tartaglia se preguntó si tal vez lo culparía a él de aquella desgracia, sabiendo como sabía que era buen amigo de Clarke y el único otro miembro del equipo de homicidios que iba en moto. Por un instante pensó en el brillo de la Ducati 999 roja estacionada en el aparcamiento del hospital y se sintió casi culpable. Pero si Sally-Anne creía que él había llevado a Clarke por el mal camino, estaba muy equivocada. La causante era la crisis de los cuarenta. Al menos, ésa era la broma que corría por la oficina. Seis meses después de que su mujer lo abandonara por su profesor de yoga, más o menos el tiempo transcurrido hasta entonces, Clarke había comenzado a hacer dieta y se había apuntado a un gimnasio. Luego vinieron la moto, las lentillas, las camisas estridentes y la chaqueta de cuero… por no hablar de aquel mostacho a lo años setenta que se negaba a afeitarse. Empezaba a parecer un componente de los Village People. De hecho, justo cuando todos empezaban a preguntarse si Clarke no estaría a punto de salir del armario, irrumpió en su vida Sally-Anne, que por edad bien podría ser su hija, y su breve segunda temporada como soltero tocó a su fin. Clarke era plenamente consciente de la opinión de sus colegas, pero no parecía importarle. Se sentía feliz y en paz con el mundo. Y eso debería haber sido lo único que importara, pero a Tartaglia le preocupaba que su amigo saliera escarmentado de toda aquella historia.
Sally-Anne seguía con la vista clavada en Tartaglia, con el bolso abrazado contra el pecho.
—¿Quieres que te confiese algo? No pierdo la esperanza de que abra los ojos de un momento a otro. Es lo único que pido. Sólo quiero saber que sigue aquí, con nosotros. Lo demás ya aprenderemos a sobrellevarlo juntos.
Sus palabras parecían sinceras, cosa que sorprendió a Tartaglia. ¿Se habría equivocado con respecto a ella? Quizás amara realmente a Clarke.
—¿Has pensado en ponerle algo de música? —le preguntó un tanto avergonzado, por proponer al menos algo que fuera útil—. No sé, una melodía que pudiera reconocer. Dicen que a veces funciona.
—No me parece mala idea. Nada se pierde con probar. No le va a hacer daño. Pero el walkman queda descartado —respondió ella, tragó saliva y miró con una sonrisa irónica en dirección a Clarke—. Sería imposible encontrar un hueco para ponerle los cascos.
Estaba en lo cierto. Apenas si era posible entreverle los ojos… y de sus orejas no había ni rastro.
—¿Y qué me dices de traer uno de esos reproductores portátiles con altavoces?
Sally-Anne asintió con lentitud, considerando las palabras de Tartaglia.
—Tenemos uno en la cocina de casa. Lo traeré esta noche con unos cuantos CD. A Trev le encanta Céline Dion, por algún motivo que no alcanzo a comprender. Quizás el sonido de su voz lo despierte, aunque el mío no lo consiga.
Tartaglia hizo una mueca.
—¡Joder, se me había olvidado el mal gusto que tiene para la música! En tu lugar, yo intentaría encontrar algo que odie de verdad, como Eminem o 50 Cent. Ya sabes las malas pulgas que gasta. Deberías ponérselo a todo volumen junto al oído y aguardar a ver qué pasa. Si hay algo que puede funcionar, sin duda será eso.
Sally-Anne sonrió con nostalgia.
—Me lo imagino perfectamente gritándome que apague la música. Estaría bien que pasara, ¿no crees?
Buscó en la mirada de él un gesto tranquilizador. Aunque el rostro se le había iluminado por momentos, podía romper a llorar de nuevo en cualquier instante. Pese al maquillaje y sus ropas sofisticadas, parecía una jovencita. Sally-Anne dudó, inclinó la cabeza hacia un lado y estuvo a punto de añadir algo más, pero un segundo después puso una mano en el brazo de Tartaglia y se dirigió hacia la puerta con sus tacones de vértigo chirriando sobre el linóleo. Al abrirla, volvió la vista de nuevo.
—Quizá nos veamos mañana. Si hay algún cambio antes, te lo comunicaré.
Al tiempo que la puerta se cerraba a espaldas de Sally-Anne sonó el teléfono móvil de Tartaglia. A pesar de los cientos de carteles de advertencia pegados por todo el hospital, se le había olvidado desconectarlo. Lo abrió y escuchó la sutil voz del superintendente Clive Cornish al otro lado del hilo.
—¿Estás con Trevor?
—Sí, pero estaba a punto de irme.
—¿Alguna mejoría?
—Me temo que no —contestó Tartaglia, dándose media vuelta y susurrando al micrófono, por si Clarke podía oírlo—, pero al menos sigue con vida.
Cornish suspiró hondo. Clarke era un hombre querido y respetado por todos, incluso por Cornish, quien no destacaba precisamente por su calidez o compasión hacia los demás.
—Algo es algo, supongo. De todos modos, te necesito en Ealing, en la iglesia de Saint Sebastian. Está en South Street, cruza con la calle principal. Donovan te esta esperando allí. Ha habido una muerte sospechosa y, con Trevor fuera de combate en el futuro previsible, ahora serás tú quien ejerza de inspector jefe.
La iglesia de Saint Sebastian estaba ligeramente apartada de la carretera, en una zona residencial arbolada, rodeada por un muro alto con verjas de hierro. Bajo el resplandor de la luz invernal parecía una parroquia corriente de líneas simples y elegantes con altos pilares de piedra a ambos lados de la entrada. «Georgiana», dedujo Tartaglia, tirando de los escasos conocimientos de arquitectura que tenía. Contrastaba en medio de aquel entramado infinito de casas aterrazadas con decoración eduardiana que la rodeaba, como si la hubieran recortado de algún otro sitio y la hubieran plantificado en pleno Ealing por error.
La sargento Sam Donovan estaba acurrucada junto a la puerta principal, con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo, los ojos llorosos y la nariz roja por el frío.
—Veo que te lo has tomado con calma —comentó, castañeteando los dientes—. Hace un frío de mil demonios. Apuesto lo que sea a que he agarrado un buen constipado.
Enjuta y bajita, el cabello castaño extraordinariamente corto y en punta le enmarcaba su hermoso rostro. Llevaba puesto un abrigo de color morado, unos pantalones anchos y unas botas Doc Martens; apenas se le veía la barbilla, enterrada bajo los gruesos pliegues de una larga bufanda de lana de color verde lima que llevaba enrollada con varias vueltas al cuello.
—Lo siento. El tráfico estaba imposible. Vengo del Saint Mary. He ido a visitar a Trevor.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó ella mientras se agachaba para pasar bajo la cinta que delimitaba el escenario del crimen y lo conducía hasta las escaleras que ascendían hacia el campo santo.
—Por desgracia, no hay ningún cambio, pero ya te pondré al día después. —Empezaron a ascender lentamente por el largo y serpenteante sendero que llevaba hasta la puerta de la iglesia—. Cornish me ha comentado que tenemos una muerte sin explicación.
La sargento Donovan asintió, saco del bolsillo un pañuelo de papel arrugado y se sonó la nariz con estruendo, como si intentara dejar algo claro.
—El inspector Duffey del equipo móvil de interrogatorios me ha dado una descripción detallada. La víctima es una muchacha de catorce años llamada Gemma Kramer. Cayó hace dos días de la galería del órgano situada en el interior de la iglesia. En un principio, el Departamento de Criminología de Ealing pensó que se trataba de un accidente o de un suicidio.
—¿Dejó alguna nota?
—No, pero no encontraron nada sospechoso en su muerte y, tras realizar un examen forense bastante somero del lugar en el que impacto, levantaron la escena del crimen.
—¿Qué la levantaron? —preguntó Tartaglia, deteniéndose en seco en medio del camino y volviendo la vista hacia ella.
—Me temo que sí. Según parece, el párroco y algunos lugareños presionaron para que reabrieran la iglesia porque había programado un bautizo.
Tartaglia sacudió la cabeza y reemprendió la marcha, con Donovan al lado. Ocuparse de que nadie traspasase el cordón policial tendido alrededor de la escena de un crimen durante las veinticuatro horas del día era caro y, como siempre andaban haciendo malabarismos con los presupuestos, aquélla no era la primera vez que ocurría tal cosa… ni sería la última.
—¿Y qué les ha hecho cambiar de opinión?
—Justo después de limpiar la parroquia y volverla a abrir para los servicios habituales, apareció una testigo casual explicando que vio a la muchacha entrar en la iglesia con un hombre un par de horas antes de que encontraran su cuerpo. Entonces alguien tuvo la brillante idea de pedir un análisis toxicológico completo y, cuando llegaron los resultados, cundió el pánico. La chica tenía restos de alcohol y somnífero GHB en el organismo.
—¿GHB? ¿Abusaron sexualmente de ella?
—Según me ha indicado el inspector Duffey, no. La escena del crimen volvió a sellarse en el acto y se llevó a término una exhaustiva investigación forense en toda la iglesia. La habían limpiado sólo por encima, de modo que es de esperar que no se borraran muchas huellas.
—Supongo que debemos dar gracias a Dios por estas pequeñas misericordias —replicó Tartaglia, deteniéndose de nuevo un instante y echando una ojeada al cementerio para orientarse.
Las tumbas estaban tan apiñadas que la zona al completo parecía estar pavimentada; apenas si asomaban unas briznas de hierba. Las lápidas estaban muy gastadas y la mayoría de las inscripciones resultaban casi ilegibles. Daba la sensación de que no habían enterrado a nadie allí en muchos años. Tartaglia sacó un cigarrillo del paquete de Marlboro que llevaba en el bolsillo y se colocó de espaldas al viento para encenderlo; el sol le acarició el rostro unos instantes.
—¿La muchacha es de por aquí? —preguntó, le dio una calada larga y profunda al pitillo y observó cómo las volutas de humo se desvanecían en el aire frío.
—No. Es de Streatham. Y nadie sabe lo que estaba haciendo aquí.
—Háblame de la testigo.
—Acabo de estar con ella. Se trata de la señora Brooke. Debe de rondar los setenta años y vive a un par de manzanas de aquí. No dejes que su edad te desaliente —añadió, al ver la mirada escéptica de Tartaglia—. Trabajaba comprando colecciones de ropa femenina para los almacenes de lujo Selfridges y es sumamente detallista. Me ha parecido bastante de fiar.
Tartaglia sonrió.
—Vale, me fío de ti. ¿A qué hora la vio?
—Pasadas las cuatro de la tarde. La señora Brooke se dirigía a tomar el café con una amiga y estaba sentada en el refugio que hay al otro lado de la carretera esperando el autobús.
Tartaglia se dio media vuelta y vio una marquesina destartalada a unos veinte metros de distancia, ensombrecida parcialmente por una densa hilera de lápidas y un vetusto tejo.
—Según la señora Brooke, Gemma venía de allí —continuó Donovan, señalando hacia la izquierda de Tartaglia—. El metro está en esa dirección, de manera que hemos supuesto que fue así como llegó a Ealing. Gemma cruzó la carretera y subió los escalones que conducen al campo santo. La siguiente vez que la señora Brooke miró en esta dirección, estaba besando a un tipo justo aquí, frente al porche. La señora Brooke dice que le desconcertó un poco porque Gemma parecía muy joven y el hombre era bastante mayor que ella. Luego entraron juntos en la iglesia.
—¿Y la señora Brooke vio todo esto desde donde estaba sentada?
—Eso dice.
Tartaglia recorrió a grandes zancadas el camino que conducía hasta el porche y giró sobre sus talones.
—Según ella, estaban aquí, ¿no es cierto?
—Exacto.
Tartaglia miró al otro lado del cementerio, hacia la carretera que pasaba justo por delante. A las cuatro de la tarde habría empezado a oscurecer, pero la línea de visión hasta la parada del autobús seguía siendo relativamente nítida y pensó que la señora Brooke debía de tener una buena vista.
—¿Qué edad ha dicho que tenía el hombre? —preguntó Tartaglia, dándole otra calada al cigarrillo mientras Donovan le daba alcance.
—Unos treinta y tantos, tal vez cuarenta y pocos, pero no estaba segura. Era mucho más alto que Gemma, tanto que tuvo que agacharse para besarla. Aunque, teniendo en cuenta que Gemma medía más o menos como yo, eso no es decir mucho… —comentó Donovan con una sonrisa.
Donovan debía de medir poco más de un metro cincuenta, y estaba orgullosa de ello.
Tartaglia volvió a mirar en dirección a la parada de autobús. Incluso a aquella hora del día, el interior estaba en penumbra. Desde donde él se encontraba era prácticamente imposible discernir si había alguien dentro. Quizá Gemma y su amigo no se dieron cuenta de que los observaban, o quizá no les importase que lo hicieran.
—¿Tenemos una descripción del hombre?
—Blanco, de pelo moreno e iba vestido con un abrigo o una chaqueta oscura. Debía de estar esperando a Gemma en el cementerio, porque la señora Brooke no lo vio llegar.
—¿Lo vio marcharse?
Donovan sacudió la cabeza.
—No, al cabo de unos minutos llegó el autobús y se subió a él. No había vuelto a pensar en todo ello hasta que vio los carteles del Departamento de Criminología en los que se solicitaba la cooperación de posibles testigos. Hasta el momento es la única que se ha presentado.
—¿Qué ha encontrado el equipo forense?
—Lo de siempre: condones, envoltorios de golosinas y colillas. Pero no te emociones demasiado: nada de ello es reciente.
—Con el tiempo que hemos tenido últimamente no me sorprende.
—No sabía que el frío fuera un factor disuasorio —apostilló Donovan con una sonrisa irónica—. Si nos quedamos aquí, voy a pillar una gripe de mil demonios. ¿Entramos?
Tartaglia asintió, apagó la colilla, empujó una hoja de la pesada puerta pandada y la sostuvo abierta con el brazo estirado mientras Donovan se colaba por debajo.
El interior de aquella iglesia recordaba a una cochera con altos techos abovedados. La luz penetraba a través de varios vitrales que proyectaban un caleidoscopio de colores y estampados sobre las paredes y el suelo de mármol blanco y negro. La temperatura era casi tan fría como a la intemperie, y un desagradable olor a moho mezclado con un extraño hedor acre impregnaba el aire húmedo. «Descomposición», pensó Tartaglia. Apestaba a podredumbre. Atufaba a abandono y roña. Como tantas iglesias de Inglaterra, aquel lugar olía a pasado, a un pasado con poca relevancia o conexión con el presente que se reflejaba en los adornos de bronce deslustrados, los reclinatorios bordados raídos y deshilachados, y las placas conmemorativas de las paredes dedicadas a personas desaparecidas y olvidadas hacía ya largo tiempo.
Pese a haberse criado en el seno de una familia católica de Edimburgo, Tartaglia había dejado de ser practicante hacía ya tiempo, y no era algo que le quitara el sueño. Sin embargo, recordaba las parroquias de su juventud como lugares cálidos, concurridos y reverenciados que formaban parte integral de la vida familiar y comunitaria, muy distintas de aquella parroquia de Saint Sebastian. La última vez que había puesto el pie en un templo se remontaba a un año atrás, cuando su hermana, Nicoletta, lo había arrastrado a la misa de domingo en Saint Peter, la iglesia italiana de Clerkenwell, antes de uno de sus maratonianos banquetes para amigos y familiares. El ambiente en aquella parroquia era completamente distinto. Un olor a incienso invadía el aire, las filas de lámparas de araña resplandecían, todas las superficies se habían encerado y relucían, y los adornos de metal estaban pulidos, y los bancos, abarrotados de feligreses, todos ellos vestidos de domingo. Era un estallido de color y abundancia. Después de la misa, cientos de personas se habían congregado en el patio exterior, habían intercambiado cotilleos y habían ido deteniéndose en los muchos bares y cafeterías locales para beber un café expreso o una grapa. Al echar un vistazo al lúgubre interior de la iglesia de Saint Sebastian, no pudo imaginar que allí tuviera lugar una escena como aquélla. Era un lugar triste y solitario para que muriera una muchacha.
Siguió a Donovan por la nave hasta detenerse frente a una gran mancha verde que se extendía de forma imprecisa por el suelo de mármol.
—Según parece, aquí fue donde cayó.
Para señalar el punto donde Gemma Kramer había fallecido, el equipo forense había usado gas metano líquido, una sustancia química que permite revelar los rastros de sangre. Alrededor de la mancha se apreciaban claramente salpicaduras y huellas de una fregona y algún tipo de cepillo utilizado para frotar el suelo. Los bordes de la mancha verde presentaban un pálido tono cardenillo sobre el que incidía una intensa luz azul y amarilla procedente de una de las inmensas ventanas ojivales. Tartaglia alzó la vista para contemplar la galería, que abarcaba la nave en toda su amplitud en el piso superior y estaba protegida por una balaustrada tallada con motivos decorativos. Se estremeció al pensar en la chica cayendo desde aquella altura. Sólo un milagro habría permitido que alguien sobreviviera a aquel impacto.
—¿A qué hora encontraron el cuerpo? —preguntó, sin apartar la vista del sombrío espacio de la galería, en cuyo fondo se distinguían los altos tubos dorados del órgano.
—Justo después de las seis, cuando alguien vino a preparar la iglesia para la misa de la tarde. Los miércoles celebran la Sagrada Comunión a las siete y cuarto.
—¿No entró nadie entre las cuatro y las seis?
Donovan negó con la cabeza.
—Según Duffey, el párroco deja la iglesia abierta para que venga a rezar quien quiera, pero normalmente por las tardes está vacía. No creo que tengan muchos feligreses ni visitas.
Tartaglia, sorprendido por el hecho de que dejaran la parroquia abierta, sobre todo dado su aparente estado de desuso, se preguntó qué habría impulsado a la joven a acudir a aquel lugar. ¿Habría sido la casualidad? ¿O sabían ella y aquel hombre que la iglesia no se cerraba?
—¿Cómo se sube a la galería? —preguntó.
—Sígueme —respondió Donovan, encaminándose hacia un estrecho arco que había a un lado del pulpito.
Al descorrer la pesada cortina de terciopelo rojo que lo tapaba, soltó una nube de polvo y las motas quedaron suspendidas en el aire, visibles en un rayo de luz solar que penetraba por una ventana. Donovan buscó a tientas unos interruptores tras la cortina hasta que por fin encendió unas cuantas luces e iluminó la escalera y la galería.
Tartaglia empezó a subir el largo y angosto tramo de escaleras, con Donovan resollando a sus espaldas.
—¿Sabes una cosa? Deberías dejar de fumar —le aconsejó cuando al fin llegó al descansillo.
Donovan le sonrió, sin haber recuperado aún el aliento.
—¡Mira quién fue a hablar! Además, ya he probado los parches, pero ahora creo que también me he vuelto adicta a ellos.
—A mí tampoco me funcionaron —comentó él, al tiempo que se palpaba como por instinto el bolsillo para comprobar si llevaba su paquete de cigarrillos.
Donovan lo fulminó con la mirada. Tartaglia se dio media vuelta y echó un vistazo a la galería. Salvo por el órgano y el patio de butacas para el coro, estaba vacía. Se acercó a la balaustrada, se aferró a la robusta barandilla de madera y comprobó si cedía en algún punto. Parecía sólida como una roca. Además, medía cerca de un metro y veinte centímetros de alto. No había modo alguno de que aquella joven hubiera podido precipitarse al vacío de forma accidental. Clavó la mirada en la amplia mancha verde que había en el suelo del piso inferior. La zona presentaba ahora vetas de luz dorada y rojo intenso y, por un momento, se la imaginó allí tumbada, una forma pequeña y oscura desmoronada sobre el pavimento de mármol. Fuera lo que fuese lo ocurrido, sin duda se trataba de una muerte violenta y espantosa. Volvió la vista hacia Donovan.
—¿Hay indicios de forcejeo?
Donovan asintió.
—Sí, han encontrado varios mechones de pelo largo cerca del borde del palco que posiblemente pertenezcan a Gemma. El cabello estaba arrancado de raíz, de modo que podrán cotejar el ADN. También han encontrado restos de cera de vela e incienso y algo que parece una mancha de vino tinto en el suelo.
Tartaglia se encogió de hombros.
—Bueno, al fin y al cabo, estamos en una iglesia. ¿Están seguros de que es reciente?
—El lunes por la noche la coral vino a ensayar, pero, según parece, el suelo se fregó el martes por la mañana. El párroco dice que desde entonces nadie había subido a la galería. Han enviado las muestras al laboratorio; no creo que tardemos en recibir los resultados.
La combinación de incienso, cera de velas y vino le hizo pensar al instante en una misa u otra clase de ritual. «Tal vez se trate de magia negra o de algún tipo de ceremonia new age», pensó Tartaglia. Una muchacha joven y un adulto. Aunque no parecía haber indicios de abusos sexuales, la presencia de GHB en el organismo de Gemma hacía sonar las alarmas. El somnífero, comercializado con nombres como Rohypnol, empezaba a utilizarse con una frecuencia creciente en los casos de violación. Se preguntó si la elección de una iglesia como ubicación tendría alguna trascendencia. ¿Habría participado voluntariamente Gemma en aquel ritual, o la habrían obligado a hacerlo? ¿Aquel tipo la habría arrastrado o la habría agarrado del pelo por algún motivo? ¿Se habría rebelado ella? ¿Habría luchado? Con suerte, los resultados de la autopsia arrojarían nuevas pistas. La principal incógnita era saber qué había sido de aquel sujeto.
—Si crees que ya has visto suficiente, será mejor que nos vayamos —apuntó Donovan, tras comprobar la hora en su reloj de pulsera—. Tenemos una reunión con la forense dentro de media hora, en Victoria.
—¿Quién le ha practicado la autopsia? —preguntó Tartaglia, mientras retomaban el camino de regreso hacia las escaleras.
—La doctora Blake.
Tartaglia se tensó y lanzó una mirada furtiva en dirección a Donovan, pero no apreció en su compañera ningún destello de ironía. Siendo realistas, era imposible que ella estuviera al corriente de los acontecimientos recientes. De hecho, era improbable que nadie supiera nada. O, al menos, eso esperaba. Suspiró. Maldita sea. ¿Por qué tenía que ser precisamente Fiona Blake?
Capítulo 3
La última vez que Tartaglia había visto a Fiona Blake yacía desnuda junto a él en su cama. Había ocurrido hacía alrededor de un mes y, desde entonces, apenas había intercambiado unas palabras con ella.
Llevaba un remilgado traje gris, el cabello castaño rojizo cepillado hacia atrás y recogido en un moño prieto, y una blusa blanca abotonada hasta el cuello, como si procurara ocultar todo rastro de su feminidad o debilidad.
—No hay indicios de abusos sexuales —aclaró con su habitual precisión—. De hecho, Gemma Kramer era virgen.
Fiona lo miró desde el otro lado de la mesa escritorio, como a un completo desconocido, y, por un momento, Tartaglia tuvo que rememorar la intensidad de sus sentimientos recientes. Fiona los había tenido esperando en el pasillo, a él y a Donovan, durante casi media hora. Estaba convencido de que lo había hecho a propósito y había conseguido que se sintiera más incómodo y nervioso por verla en un contexto oficial, sobre todo con Donovan por allí. Sin embargo, en aquellos momentos agradeció que su colega estuviera sentada junto a él, a modo de escudo protector, e inhibiera con su presencia cualquier posibilidad de una conversación más personal.
—Tengo entendido que han encontrado rastros de GHB en su organismo —apuntó Donovan.
—Sí, y también alcohol. Había una pequeña cantidad de vino tinto en su estómago. Ingirió ambas sustancias poco antes de su muerte.
—El GHB no se conoce como «sueño plácido» porque sí… —intervino Tartaglia—. ¿Está segura de que no sufrió ningún tipo de abusos?
Blake lo miró con ojos penetrantes.
—Como he dicho, inspector, no he encontrado indicios de ningún tipo de actividad sexual.
El hecho de que lo llamara por su cargo le sentó como un tiro. Era él quien debería estar molesto. Pese a su brevedad, su idilio había sido bonito mientras había durado, algo más que bonito, a decir verdad. Tartaglia decidió ponerle fin tras descubrir por terceros que Fiona tenía un novio oficial llamado Murray, algo, que ella jamás había mencionado. Tartaglia recordaba su última conversación telefónica, una conversación lacónica durante la cual ella, pasando por alto el tema de Murray, como si fuera totalmente irrelevante, le sugirió que se citaran como siempre. Él le había respondido a gritos, le había dicho que lo dejara en paz y que dejara de telefonearle. Tan enfadado consigo mismo como con ella, terminó colgando el teléfono de forma impetuosa antes de que Fiona pudiera contestar nada. Sólo entonces había comprendido por qué ella únicamente podía verlo en horas extrañas, por qué solamente podían encontrarse en el piso de él y por qué el teléfono móvil de Fiona estaba invariablemente apagado de noche y durante los fines de semana.
—Supongo que es imposible saber si el GHB se había diluido en el vino antes de beberlo o si se ingirieron por separado.
Blake se removió incómoda en su silla y desvió la vista hacia la ventana.
—Intuyo qué buscan, pero no puedo ayudarles. Quizá se mezclara el somnífero con el vino, pero es imposible determinarlo. Como bien saben, mucha gente toma GHB por diversión.
Tartaglia sacudió la cabeza.
—Pero esa muchacha sólo tenía catorce años, y una iglesia no parece el lugar más idóneo para colocarse.
Mientras pronunciaba aquellas palabras detectó un anillo con un único y gran diamante en el dedo anular de Blake. Parecía un anillo de compromiso. Tal vez consciente de su mirada, Blake apartó las manos y las apoyó en su regazo, tras el escritorio.
—¿Cree que la joven era consciente de lo que ocurría a su alrededor? —preguntó Donovan.
Blake la miró con una media sonrisa y contestó:
—Como cualquiera un poco ebrio.
—¿Eso es todo?
—En dosis adecuadas, el GHB produce placidez, sensualidad y una leve euforia. La ansiedad da paso a una sensación de calidez emocional, bienestar y agradable somnolencia.
—¿Entonces Gemma se habría desinhibido? —continuó Donovan, al tiempo que miraba a Tartaglia en busca de confirmación; era obvio que ambos barajaban la misma hipótesis.
Tartaglia asintió.
—Sí, y además se habría despojado de sus miedos.
—Realza la sensación del tacto, y aumenta el rendimiento y el goce sexual tanto en hombres como en mujeres —añadió Blake, sin tener en cuenta adonde les conducían aquellas reflexiones.
—Lo cual me conduce una vez más a la motivación sexual —objetó Tartaglia, mientras tamborileaba los dedos en el borde del escritorio—. Imaginemos la siguiente composición de lugar: Gemma queda con un hombre mucho mayor que ella. Se encuentran en la puerta de la iglesia, supuestamente por mutuo acuerdo. Se besan, de modo que no eran desconocidos, y entran juntos. La capilla está vacía. A esa hora no suele haber feligreses y es más que probable que ellos lo supieran. A mí todo esto me huele a una preparación meticulosa. Suben hasta la galería y se sientan o se tumban en el suelo. Prenden velas, queman incienso y beben vino, todo lo cual debieron de llevar con ellos hasta allí. Y luego la chica se precipita al vacío y muere, y el hombre se desvanece.
—¿Qué quiere que le diga, inspector? —preguntó Blake, con rostro inexpresivo.
Desde el punto de vista de Tartaglia, a Blake se le escapaba lo más evidente. Los médicos forenses son tan literales, tan clínicos. Únicamente se basan en los hechos puros y simples, no intentan interpretarlos, por no hablar de ejercitar la imaginación.
—Estamos hablando de una adolescente de catorce años —insistió él, sin apartar la mirada de ella—, de una virgen, según usted misma ha aclarado. Todo esto estaba premeditado, no es algo que ocurriera por casualidad. ¿Y por qué se metería alguien en todo este lío si no pretendía obtener algo a cambio? La muchacha es la sierva en toda esta historia, la víctima inocente. Y ahora está muerta y presenta restos de GHB en el organismo. No me diga que no había una intención sexual.
Blake sacudió la cabeza lentamente.
—Eso no son más que especulaciones. No disponemos de ninguna prueba física que apunte a una relación sexual.
Exasperado por no obtener la respuesta que deseaba, Tartaglia suspiró y se reclinó en la butaca con tanta violencia que ésta crujió con estrépito.
—¿Han buscado indicios de forcejeo? ¿Rasguños, moratones, arañazos…? ¿Han revisado bien sus uñas?
Blake pareció indignada.
—Por supuesto. Yo misma me he encargado de realizar la autopsia, pero no he encontrado nada sospechoso. Todos los detalles figurarán en mi informe, que tendrán en su mesa por la mañana.
Se aclaró la garganta y cruzó los brazos, como para poner fin a la conversación. Por un instante, Tartaglia imaginó su piel blanca, sus senos generosos, el pelo desparramado sobre la almohada y su cara somnolienta. Pero todo aquello formaba ya parte del pasado y se enfadó consigo mismo por permitir que sus pensamientos erraran en esa dirección.
—Está bien, pero volviendo al GHB —insistió, en un esfuerzo por volver a instalarse en el presente—, ¿de qué cantidad estamos hablando?
—De ninguna especialmente elevada, un par de gramos apenas. Aunque incluso una cantidad mínima de alcohol multiplicaría el efecto sedante. Gemma debió de sentirse feliz y relajada, pero probablemente encontrara dificultades para mantenerse despierta.
—¿Con qué rapidez se manifiestan los síntomas? —preguntó Donovan.
—Depende de la dosis y de la pureza del medicamento. Pero para alguien del tamaño de Gemma y con el estómago vacío, diría que con bastante rapidez, sobre todo teniendo en cuenta la presencia de alcohol. A los diez o quince minutos a lo sumo…
—¿Cree que podría haber sentido el impulso de saltar de la galería? Me refiero a si es posible que tuviera un mal viaje o algo similar…
Blake negó con la cabeza.
—El GHB no provoca alucinaciones.
—¿Habría sido capaz de trepar por la barandilla por sí sola en ese estado?
—¿Cuánto mide la barandilla? Lo he olvidado.
—Un metro veinte más o menos —respondió Tartaglia—. Y es muy robusta.
Blake se sumió en sus pensamientos, se deslizó un dedo por los labios durante unos instantes, apoyó la barbilla en las manos y contestó:
—En mi opinión, es muy improbable. Gemma medía poco más de un metro cincuenta y es probable que se sintiera mareada al ponerse de pie. Quizás incluso sintiera náuseas a causa del efecto combinado de la droga y el alcohol. Poco a poco debió de ir perdiendo el control de sus movimientos. No creo que dispusiera de coordinación suficiente para trepar esa altura, ni con ayuda ni sin ella.
Tartaglia regresó un momento con el pensamiento a la iglesia y la lóbrega galería que se elevaba sobre la nave y donde había tenido lugar aquel extraño suceso. ¿Qué lógica tenía emplear aquella droga si no había motivación sexual? Aquello no tenía sentido. La única certeza era que la muerte de Gemma no había sido accidental.
Se puso en pie, y Donovan lo imitó. Mientras cogía la chaqueta, detectó un par de fotografías enmarcadas sobre el armario archivador. En una aparecía un hombre ancho de espaldas con el rostro bronceado, gafas de sol y ropa de esquí sonriendo abiertamente sobre un fondo de montañas nevadas. Debía de rondar los treinta y muchos o cuarenta y pocos, y tenía el pelo grueso y rubio platino de un escandinavo. Al lado había otra foto del mismo individuo, esta vez con la tez más pálida, con una de esas estúpidas pelucas y togas que llevan los abogados. «Maldito Murray», pensó. ¿Cómo había podido Fiona reírse de él de aquella manera?
Los ojos de ambos se encontraron. Era consciente de que ella lo había visto observar las fotografías. Tartaglia se obligó a sonreírle, se inclinó sobre el escritorio para acercarse a ella y le preguntó:
—¿Hay algo más que considere que yo debiera saber, doctora Blake? ¿Algo importante que pueda habérseme pasado por alto o haya olvidado preguntarle? Todos los detalles, por nimios que sean, cuentan. No olvide que siempre hay que leer la letra pequeña.
Fiona se sonrojó y una chispa de emoción le veló el rostro.
Sorprendido pero reconfortado por haber suscitado en ella tal reacción, Tartaglia reparó de repente en la presencia de Donovan y se maldijo por haber pronunciado aquellas palabras.
—Entiendo adonde quiere llegar —replicó Blake con voz sosegada—. Todo está recogido en mi informe. Pero hay un dato sobre el que tal vez debería atraer su atención, a la vista del escenario que me describen, pues podría tener alguna relevancia: a la joven le habían cortado un mechón de pelo.
—Encontraron cabellos en la escena del crimen pero, según el intendente del caso, se los habían arrancado de raíz —intervino Donovan.
Blake meneó la cabeza.
—No, se trata de algo distinto. No sé cuándo ocurrió, aunque sin duda muy recientemente. Estaba cortado justo por el cuero cabelludo. Había una capa sin pelo de unos cinco centímetros de ancho y se había rasgado con una cuchilla afilada.
—¿En qué parte de la cabeza?
—Justo en la nuca. Nos dimos cuenta por casualidad al colocar a la muchacha boca abajo.
Una vez fuera, Tartaglia dijo a Donovan:
—Yo iré a ver a Barnes y daré instrucciones al equipo. Tú ve a hablar con los padres de Gemma. Es evidente que conocía a ese hombre. Tenemos que encontrarlo.
Y sin dar tiempo de responder a Donovan, giró sobre sus talones y se dirigió con decisión hacia su moto, que estaba aparcada un poco más abajo en la misma calle.
Llena de curiosidad, Donovan abrió la puerta de su coche y se subió en él. Mark Tartaglia y la doctora Fiona Blake. Estaba desconcertada. Tartaglia siempre escondía bien su baza, pero al final ella siempre se las apañaba para averiguar si estaba saliendo con alguien. Ni en un millón de años habría adivinado que podía interesarle Blake. No es que Blake fuera fea, admitió de mala gana, pero era una de esas mujeres irritantes que se creen superiores a los demás por el mero hecho de tener un montón de títulos. ¡Hombres, quién los entienda que los compre! Son un desafío al sentido común. Siempre detrás de una cara bonita, sin importarles el interior de las personas…
Donovan sacó un callejero de la guantera del coche y buscó la dirección de los padres de Gemma. Calculó que no tardaría más de media hora en llegar a Streatham. Encendió el motor y esperó unos minutos antes de arrancar, hasta que la calefacción se puso en funcionamiento. No dejaba de pensar en Tartaglia y Blake. Su idilio debía de ser reciente, porque a tenor de las conversaciones que había mantenido con Tartaglia hacía un par de meses había deducido que no salía con nadie. Por supuesto, por mucho que Blake le diera mala espina, no la culpaba por sentirse atraída hacia Tartaglia. Era un hombre guapo. De hecho, era injusto que existieran hombres como él en el mundo, con esa mirada oscura y perturbadora y esos labios carnosos tan apetecibles. En ocasiones, su semblante adquiría un matiz asombrosamente serio e intenso. Pero, cuando sonreía, se le iluminaba la cara. El único consuelo es que parecía ajeno al efecto que provocaba en los demás. Donovan dudaba sinceramente que supiera lo que pensaba de él. Al principio le había costado sudor y esfuerzo camuflar sus sentimientos y, ahora que ya se conocían mejor, había dejado de desearlo. Eran amigos, buenos amigos, y no le interesaba poner en riesgo esa relación por algo que sabía que no duraría. Aparte de que a eso se le sumaba el hecho de que Tartaglia era un hombre imposible, demasiado independiente y resuelto, cosa que la habría hecho sentir insegura. Además, ¿quién en su sano juicio habría querido entablar una relación con un detective de un equipo de homicidios, siempre en guardia y trabajando día y noche, fines de semana inclusive? Una relación así estaba abocada al fracaso.
Con todo, le intrigaba saber qué habría ocurrido entre Tartaglia y Blake. Estaba claro que habían reñido; el aire en aquella estancia se podía cortar con un cuchillo. Al principio, Donovan había dado por sentado que sólo se trataba de diferencias profesionales, pues todo el mundo sabe que los médicos forenses, en el mejor de los casos, son seres muy difíciles. Sin embargo, justo antes de irse, la situación cobró un grado de intensidad que evidenciaba que allí pasaba algo más, algo personal. Tartaglia se había inclinado sobre Blake y había dicho algo. Donovan no recordaba exactamente qué, pero le pareció bastante inocuo, y pese a ello a Blake le había cambiado la expresión de manera harto reveladora.
Mientras intentaba reconstruir la conversación en su memoria, intentando reproducir las palabras exactas, empezaron a sonar las primeras notas de su tema preferido del CD Songs About Jane de Maroon 5, «She Will Be Loved». Se dejó llevar por la música unos instantes. Tartaglia podía confiar en ella. No se lo contaría a nadie, si eso era lo que le preocupaba. Ahora bien, le fastidiaba que él pretendiera fingir que no ocurría nada, sobre todo después de la escena que acababa de presenciar.
Capítulo 4
Llegar a Streatham le llevó más tiempo del previsto, pero encontró la dirección de los Kramer sin problema. Aparcó en una línea amarilla frente a la puerta. Los Kramer vivían en una casa pareada moderna con una cuidada zona de césped a un lado y un sendero pavimentado y recto que conducía entre dos arriates hasta la puerta principal. En el camino de entrada que llevaba hasta el garaje había aparcado un taxi negro típicamente londinense, que Donovan asumió que pertenecía al padre de Gemma. Las cortinas estaban corridas, pero vislumbró luz en el interior.
Daba gracias por no tener que ser ella quien comunicara la triste noticia a la familia. Ésa era la parte de su trabajo que más detestaba, sobre todo si el muerto era un menor. Ya le parecía bastante terrible tener que conversar con los padres de la joven, sabiendo que su muerte no había sido ni un suicidio ni un mero accidente. A diferencia de algunos de sus colegas, a Donovan le costaba mantenerse al margen y le resultaba imposible no compadecer a quienes acababan de perder a un ser querido. En muchas ocasiones se había planteado qué la había movido a unirse al equipo de homicidios de Clarke y había acabado por responderse que la satisfacción de atrapar a los responsables, facilitar que se hiciera justicia y compensar en la medida de lo posible el dolor causado.
Respiró hondo y pulsó el timbre. El hombre que abrió la puerta iba vestido con pantalones militares y camiseta, y calzaba zapatillas deportivas. Llevaba una cadena gruesa con una estrella de David dorada colgada del cuello. Iba rapado, cosa que realzaba la redondez de su rostro, y no aparentaba tener más de cuarenta y cinco años. Bajito, rechoncho y fornido, con una barriga cervecera incipiente, a Donovan le recordó a un bulldog al verlo plantado en medio del sendero que conducía hasta la entrada, como un perro guardián.
—¿Señor Kramer? Soy la sargento Donovan —lo informó al tiempo que le mostraba su placa—. Pertenezco al equipo que investiga la muerte de Gemma.
El hombre se metió las manos en los bolsillos, sin saber qué hacer con ellas, y miró por encima la identificación de Donovan antes de apartarse a un lado, casi a regañadientes, para franquearle el paso.
—Soy Dennis Kramer, su padrastro. Será mejor que entre —la invitó con voz profunda y ronca, con un acento perfectamente reconocible como del sur de Londres.
El inspector de Ealing no había comentado que Gemma tuviera un padrastro. Los padrastros son sospechosos habituales en este tipo de casos. Sin embargo, fuera cual fuera la relación entre ambos, si la descripción de la señora Brooke era precisa, Kramer quedaba automáticamente descartado. Aunque se podía haber rapado el pelo en el último par de días, no se parecía en nada al hombre que la anciana había descrito.
—¿Está la madre de Gemma en casa?
—Mary está acostada en el piso de arriba. Ver el cadáver de Gemma en la… —informó, mientras intentaba dar con la palabra precisa; al no lograrlo, suspiró y añadió—: Le dije que yo podía encargarme, pero insistió en ir. Eso ha acabado de hundirla.
—Espero que no le importe, pero tengo que hacerles algunas preguntas. ¿Podría hablar con la representante de la familia?
El señor Kramer sacudió la cabeza.
—Me estaba poniendo de los nervios y la he echado. No tiene sentido que esté día y noche merodeando por aquí. El médico ha atiborrado a Mary de tranquilizantes, así que por el momento dudo mucho que pueda hablar con nadie. Si quiere hacer preguntas, tendrá que hacérmelas a mí. Acabo de poner la tetera en el fuego. ¿Le apetece una taza de té?
—Sí, gracias. Con un poco de leche y sin azúcar —contestó Donovan, con el estómago hecho un nudo al imaginar el dolor de la familia.
Se había pasado toda la mañana en el Departamento de Criminología de Ealing y luego con Tartaglia, y se había olvidado por completo de comer. Por suerte el desayuno había sido copioso, aunque ahora no fuera más que un vago recuerdo. Siempre que acometían una nueva investigación ocurría lo mismo. La adrenalina y el café eran lo que la mantenía activa y había que hacer un esfuerzo consciente para recordar comer y comprar un bocadillo o algo de comida preparada por el camino, si se estaba de suerte. Le iba a costar horrores no fumar un pitillo tras otro.
—La sala está ahí, a su izquierda —aclaró Kramer, al tiempo que señalaba con la mano en dirección a la puerta—. Póngase cómoda. Estaré con usted enseguida.
Donovan abrió la puerta y entró en una estancia pequeña de color crema, con el suelo cubierto por una gruesa alfombra y un juego de sofá y dos sillones. Dedujo que la decoración debía de ser cosa de la madre de Gemma, pues no se imaginaba a Kramer eligiendo las cortinas beige y granate con sus pulidos alzapaños, por no hablar de la colección de reproducciones de estampas botánicas que colgaba de una de las paredes. Un televisor con aspecto caro descansaba sobre una mesa de vidrio y metal cromado frente al sofá. Junto a él había una estantería con un par de macetas un tanto mustias, una colección de DVD y una serie de fotografías con marco dorado.
Donovan se acercó hasta ellas, atraída por la imagen de una bonita joven con una melena larga y reluciente de color castaño. Era una fotografía de la escuela. La muchacha llevaba un cárdigan azul marino sobre una camisa de cuadros azules y blancos y el cabello sujeto con una diadema. Debajo de la fotografía podía leerse «Convento del Sagrado Corazón» y la fecha del año anterior. Dio por supuesto que se trataba de Gemma. No aparentaba más de doce años, a juzgar por su sonrisa ingenua y franca, como la de una niña ajena a su incipiente adolescencia. Donovan recordó cómo ella misma se había ocultado de las cámaras a partir de la pubertad, poniendo carantoñas para camuflar su vergüenza cuando la pillaban por sorpresa, pues sabía que su imagen no iba a agradarle.
Acababa de centrar su atención en la fotografía de un par de niños de aspecto travieso cuando Kramer entró en la habitación con una taza de té en cada mano.
—Son Patrick y Liam —explicó, al tiempo que le tendía una taza a Donovan, se desplomaba en el sofá con la suya en la mano y cruzaba los pies bajo la pequeña mesilla de centro de vidrio—. Son mis hijos, los hermanastros de Gemma. Los he tenido que enviar con su abuela hasta que Mary se recupere. Ahora mismo no puede ocuparse de nada.
Donovan se sentó en uno de aquellos sillones de aspecto cómodo y sacó su cuaderno y bolígrafo del bolso.
—No serán más que algunas preguntas de rutina. Dígame: ¿dónde estaba el miércoles por la tarde?
Kramer pareció indignado por un momento.
—¿Yo? ¿Qué tiene esto que ver conmigo?
—No son más que preguntas rutinarias, señor Kramer. Ya sabe cómo va esto. Tenemos que poner todos los puntos sobre las íes —respondió.
Le dio un sorbito al té. Estaba bueno, era fuerte y se sintió reconfortada de repente. Kramer sacudió la cabeza lentamente y, tras aceptar a regañadientes la explicación, contestó:
—Estuve en Gatwick hasta las cinco, más o menos. Tenía que recoger a un cliente habitual, pero su vuelo se retrasó.
Le indicó el nombre del cliente y su número de teléfono, y Donovan los anotó.
—Le agradecería que me diera un poco mas de información, para hacerme una composición de lugar. Antes me ha comentado que es el padrastro de Gemma.
—Así es.
—¿Es usted irlandés? —preguntó Donovan, en un intento por darle pie a explayarse.
—¿Tengo acento irlandés?
—No, pero Patrick y Liam son nombres irlandeses… —balbuceó Donovan, sin dejar de preguntarse por qué se habría irritado de aquella manera.
Kramer sacudió la cabeza y la interrumpió.
—Eso es cosa de Mary. Ella sí nació en Cork, pero llegó a Londres con diez años. Yo nací y me he criado en Elephant and Castle.
—¿Y qué puede decirme del padre de Gemma? De su padre biológico, quiero decir.
—¿Mick? Ese capullo sí que es irlandés. Mary y él habían sido novios desde críos, pero él puso los pies en polvorosa poco después de dejarla embarazada. Mary sólo tenía dieciocho años y Mick desapareció un par de meses antes de que naciera Gemma.
—¿Sabe cómo podemos ponernos en contacto con él?
Kramer se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de por dónde andará. Aparece por aquí cuando necesita dinero, cuando sabe que yo estoy en el trabajo. Mary siempre se apiada de él. Hace más o menos un año lo encontré husmeando por aquí. Regresé pronto de trabajar y tuvimos una buena pelea, a puñetazos. Creo que se lo pensará dos veces antes de volver a pisar esta casa, eso se lo aseguro.
El resentimiento que sentía hacia él era palpable. Donovan sospechó que, tras su instinto protector hacia su mujer, Kramer estaba un poco celoso. Se preguntó cómo encajaría Gemma en aquel triángulo.
—¿Y qué me puede decir de Gemma? ¿Se mantenía en contacto con él?
Kramer negó con la cabeza.
—A ese tipejo no le interesaba. Por lo que sé, tiene un puñado de críos con varias mujeres, las deja preñadas cuando no esta enchironado.
—¿Ahora esta en la cárcel?
—No sé, hace bastante que no tenemos noticias suyas, así que, o bien está en prisión o la somanta que le pegué ha surtido efecto —aventuró, con una expresión de placer manifiesto en el rostro—. Se llama Mick Byrne, por si quiere comprobarlo. B-Y-R-N-E. Seguro que aparecerá en sus ordenadores, dado su pasado delictivo.
Donovan tomó nota. Sería fácil averiguar si el padre de Gemma estaba en prisión.
—¿Por qué está convicto?
—Porque tiene los dedos muy largos. No es capaz de mantener alejadas las manos de las cosas de los demás. Es un estafador, pero no es violento, no sé si me entiende…
—¿Es posible que Gemma lo estuviera viendo en secreto para no molestarlo a usted?
Con una mirada iracunda, Kramer apretó los labios y contestó:
—De ninguna manera. Nunca nos ocultaba nada. Gemma era una buena chica. La he criado desde que tenía cinco años. —Hizo una pausa y tragó saliva—. Para ella, yo era su padre, su único padre. ¿Por qué tiene tanto interés en Mick?
—A Gemma la vieron con un hombre poco antes de morir. Según parece, tenía entre treinta y cuarenta años, y era alto y con el pelo oscuro. Tenemos que encontrarlo.
Kramer hizo una mueca.
—Pues seguro que no es Mick. La última vez que lo vi estaba tan calvo como yo, y no porque se rapara. Perdió todo el pelo durante la última temporada entre rejas. Creo que lo llaman alopecia. Le está bien empleado después de todo el daño que ha causado.
—Gemma estaba con un hombre. Como le he dicho, tenemos que averiguar quién es. Por eso he venido.
Kramer la miró confuso unos instantes.
—¿Qué quiere decir con «estaba con un hombre»?
Donovan respiró hondo.
—La vieron besando a un hombre a las puertas de la iglesia en la que murió. Es probable que lo conociera bastante bien.
—¿Besándolo? —repitió el desconcertado—. Deben de estar equivocados. A Gemma no le interesaban los chicos.
—Era un hombre, no un chico, señor Kramer.
—Gemma no conocía a ningún hombre —contestó él con énfasis. Se mordió el labio y desvió la vista; reposó la mirada en una de las estampas florales que colgaban sobre el televisor—. Era muy guapa, eso sí. Lo había heredado de su madre. Pero no era ninguna fulanilla, como muchas chicas de su edad.
Por un momento, el señor Kramer se ensimismó en sus pensamientos.
—Sólo le digo lo que vio la testigo que tenemos. Es de vital importancia que demos con ese hombre. Tal vez arroje algo de luz acerca de la muerte de Gemma.
Kramer dejó la taza en la mesa y se inclinó hacia Donovan, apoyando las manos en las rodillas.
—Es imposible que Gemma estuviera con un hombre. Era una buena chica, sargento. Una chica excepcional —añadió al tiempo que señalaba con su dedo regordete a la fotografía que había en la estantería—. Mírela bien. Esa foto se la sacaron el otoño pasado. Nadie diría que tenía catorce años, ¿no cree? Parece una niña.
Sin dejar de preguntarse por qué Kramer mostraba tanto interés en convencerla, Donovan deseó decirle que la juventud nunca había impedido a una niña perseguir sus sueños o cometer alguna estupidez. Y sus padres, por buenos y cariñosos que fueran, normalmente eran los últimos en enterarse de ello. Si prefería ignorar la realidad, era problema suyo, sin embargo ella necesitaba confrontar los hechos con él. Era más que posible que Kramer conociera a aquel hombre, al menos de refilón.
—Señor Kramer, una testigo vio a Gemma besando a un hombre mucho mayor que ella. Y estamos hablando de besos de verdad, no de un beso inocente en la mejilla. Luego entraron juntos en la iglesia.
Kramer negaba con la cabeza.
—Es imposible que fuera Gemma. Ya se lo he dicho, la deben de haber informado mal.
—La forense halló restos de un somnífero, el GHB, en su organismo. A veces lo detectamos en casos de violaciones que ocurren durante citas.
Kramer frunció el entrecejo.
—No la… —empezó a decir, pero se le apagó la voz.
—No. No abusaron de ella. Pero estamos casi seguros de que conocía al hombre con quien estaba. Quizás él le suministró la droga. Tenemos que encontrarlo. Esperaba que usted pudiera ayudarnos a hacerlo.
Kramer hizo oídos sordos. Se inclino hacia delante y enterró el rostro entre las manos. Cerró los ojos y se frotó las sienes. Parecía más impresionado por la presencia del hombre que por el hecho de que hubieran drogado a Gemma. Parecía no entender o no querer entender que había algo sospechoso en la muerte de Gemma. Si se negaba a afrontar la realidad, ella no podía obligarlo a hacerlo.
—¿Qué me dice de parientes o amigos de la familia?
Kramer levantó la vista y pegó un puñetazo en la mesa. Las tazas traquetearon.
—¿Qué insinúa? ¿Qué alguno de mis amigos había estado tonteando con Gemma a mis espaldas?
—En algún sitio tuvo que conocer a ese hombre, señor Kramer. Voy a necesitar una lista de todas las personas a las que conoce y con las que Gemma hubiera estado en contacto recientemente.
Kramer suspiró y se desplomó en el sofá. Clavó la mirada en el techo. Mientras sacudía la cabeza lentamente, dijo:
—No doy crédito a lo que oigo. Usted no conocía a Gemma. Ella no era de esa clase de chicas. —Le brillaba la calva a causa del sudor; empezaron a resbalarle algunas gotas por las mejillas—. Tendría que haber estado en la escuela —continuó, cerrando de nuevo los ojos y pellizcándose la punta de la nariz con los dedos, con la cara sonrojada.
—Necesito esa lista lo antes posible. Mientras tanto, ¿quiénes son sus mejores amigas? Quizás ellas sepan con quién se estaba viendo.
Kramer sacó un pañuelo arrugado del bolsillo de sus pantalones, se secó la cabeza y la cara y se sonó la nariz.
—No tenía ninguna amiga íntima. La habíamos apuntado al colegio de monjas la Semana Santa pasada. Antes iba a la escuela pública municipal.
—Tiene que haber alguien cercano, alguien de su misma edad en quien confiara.
Kramer negó con la cabeza y se sonó la nariz de nuevo.
—¿Por qué la cambiaron de escuela?
—La estaban acosando. Era una niña muy lista y muy sensible. Tenía un corazón de oro. Solía trabajar en el refugio de animales del barrio durante las vacaciones.
—¿Y qué ocurrió?
Kramer la miró cansado.
—Lo de siempre. La escuela se desentendió del asunto. Se limitaron a echarles un rapapolvo a sus compañeros, pero eso no cambió nada. Empezaron a meterse de nuevo con ella. Tuvimos que sacarla de allí. Tengo la suerte de ganarme bien la vida, y eso nos permitió ayudarla. Compadezco a los niños pobres que están atrapados en un lugar como ése.
—¿Por qué escogieron el colegio de monjas?
—Mary es católica. Como ya le he dicho, Gemma era una estudiante excelente y pensamos que allí aprovecharía más su potencial. Además, no queríamos que creciera demasiado rápidamente.
Aquélla era la principal razón, pensó Donovan, al tiempo que se preguntaba por qué serían tan protectores con Gemma. ¿Les habría dado motivos para preocuparse con anterioridad? La imagen inocente que le ofrecía Kramer no cuadraba con lo que había ocurrido en la iglesia de Saint Sebastian ni con lo que sabía de otras jovencitas de la edad de Gemma. O bien Kramer ocultaba algo o Gemma había llevado una doble vida secreta.
—¿Había hecho alguna amiga desde que la cambiaron de escuela?
—A veces venía con una niña llamada Rosie y creo que en un par de ocasiones se quedó a dormir en su casa.
—¿Recuerda su número de teléfono?
—Estará anotado en la agenda de Gemma.
—¿Me permite verla?
Kramer se encogió de hombros y se puso en pie despacio.
—Es uno de esos cacharros electrónicos. Está arriba, en su escritorio.
—¿Y tenía también teléfono móvil? —le pregunto Donovan, mientras lo seguía hasta la puerta, interesada en ver la habitación de Gemma.
Un equipo de búsqueda vendría más tarde a efectuar el registro, pero quería echar un vistazo por ella misma.
Kramer sacudió la cabeza.
—No era necesario. Mary la llevaba al colegio y la iba a buscar, y no tenía muchos amigos a los que telefonear.
La mayoría de las chicas de la edad de Gemma iban a la escuela solas y tenían teléfonos móviles. Era muy extraño que sus padres no le hubieran comprado uno. Donovan se preguntó qué pensaría Gemma, si se habría sentido como un bicho raro en su círculo de compañeras de clase.
—¿Y tenía ordenador? ¿Acceso a internet?
Kramer asintió.
—Lo utilizaba para la escuela. Está en su habitación, arriba.
—Será mejor que me lo muestre.
Las escaleras eran estrechas y Kramer parecía desproporcionado mientras ascendía pesadamente por ellas, aferrándose con tal fuerza al delgado pasamanos que éste crujía y temblaba bajo su garra. Donovan avanzaba tras él. Al llegar al primer descansillo, pasaron frente a la puerta entreabierta del dormitorio de la madre de Gemma. En medio de la penumbra, Donovan la atisbo tumbada en la cama, profundamente dormida a juzgar por el sonido de la respiración pesada que procedía de la habitación. Daba gracias al cielo por no tener que atravesar aquel trago con ella.
El dormitorio de Gemma estaba en la planta superior y daba a la fachada delantera de la casa. Al llegar al rellano, Kramer dudó y clavó la vista en el suelo, incapaz de reunir el coraje para mirar hacia la puerta.
—¿Le importa entrar sola? Ahora mismo no soporto ver sus cosas.
—Claro que no, señor Kramer —contestó Donovan—. Cuando acabe me reuniré con usted abajo, ¿de acuerdo? No tardaré mucho.
En cuanto Kramer desapareció de su vista abrió la puerta y entró en la habitación.
La luz de la calle penetraba en amplios haces que proyectaban sombras alargadas en el suelo. Donovan pensó que algún vecino de las casas de enfrente podría estar curioseando, de modo que corrió las cortinas y luego accionó el interruptor que había en la pared. La cama estaba hecha a la perfección, sin una arruga en el edredón ni las almohadas, ambos estampados con florecillas y arcos. Del respaldo de una silla colgaba un cárdigan morado y un par de zapatos negros asomaban bajo la cama, junto a otro par de pantuflas rosas. A Donovan le dio la impresión de haber entrado en una burbuja, ajena al mundo real. Se le hizo un nudo en la garganta. La habitación parecía congelada en el tiempo. El reloj se había detenido el día en que Gemma había fallecido, y la niña no volvería a casa jamás. Donovan siempre había pensado que la muerte de un hijo debe de ser una de las cosas más terribles del mundo, una herida que nunca cicatriza y que contamina y envenena el futuro de uno.
¿Conservarían los Kramer aquella habitación tal cual estaba o la cambiarían? Quizá les resultara insoportable continuar viviendo en aquella casa llena de recuerdos.
Donovan echó un vistazo a su alrededor. Prácticamente todo en aquella habitación era rosa: las paredes, las cortinas, la alfombra, la ropa de cama, e incluso la ristra de bombillas con forma de angelitos que colgaba de un arco sobre la cama. Era la habitación de una niña pequeña. A Donovan no le hubiera sorprendido la muerte en una habitación como aquélla a los catorce años de edad. A los seis quizá sí, cuando una no tiene elección, pero a los catorce jamás. Las paredes de su dormitorio estaban forradas de pósteres y fotografías. En cambio, las de Gemma estaban completamente vacías, salvo por una ilustración enmarcada en dorado de una niña saltando una valla a lomos de un poni.
Ahora bien, aunque la madurez de Gemma parecía haberse detenido, no se había reparado en gastos al equipar la habitación. Además de un ordenador portátil con aspecto de nuevo, Gemma tenía su propio televisor y equipo de música. La reducida colección de discos CD, la mayoría de ellos de bandas de adolescentes y otros grupos anodinos, no habría dado a sus padres motivos de preocupación. Donovan recordó las palabras de Kramer, «No queríamos que creciera demasiado rápidamente», y se preguntó si tal vez no intentarían protegerla de algo. Al menos, a juzgar por las apariencias, a la pobre muchacha no le había quedado más remedio que seguir siendo una niña, envuelta en aquella crisálida de color pastel. Donovan se preguntó cómo se sentiría Gemma por ello, si le importaría. Quizá lo ocurrido en la iglesia respondía a un intento de fuga.
En un rincón de la habitación había un escritorio con un cajón, donde Donovan encontró unos cuantos bolígrafos y lápices de colores, artículos de papelería, un iPod mini y una agenda electrónica con un logotipo de Barbie en la parte delantera. No había cartas ni postales, tampoco ningún diario o cualquier otro objeto personal de interés. Donovan se guardó el iPod y la agenda electrónica en el bolso para examinarlos más tarde. Echó un vistazo a la cajonera, palpando entre los montones de ropa perfectamente doblada, pero no encontró nada oculto.
La estantería que había sobre el escritorio estaba atestada de una mezcla de clásicos infantiles, lo que parecía la colección completa de Harry Potter y Georgette Heyers, además de El hobbit, un pack de regalo de Las crónicas de Narnia y la saga de Artemis Fowl. Aparte de una enciclopedia infantil y unos cuantos libros divulgativos sobre caballos e hípica, el tema predominante parecía ser la fantasía. A Donovan le sorprendió descubrir que Gemma era lectora, dada la ausencia de libros en la sala de estar de sus padres, en la planta baja.
En la mesilla de noche había un ejemplar de Cumbres borrascosas. Donovan lo asió y comprobó que estaba manoseado. Al hojearlo, detectó que había varios pasajes subrayados con rotulador lila, algunos de ellos marcados con una estrella en el margen. Se preguntó si el libro sería materia de estudio en el colegio y leyó por encima algunos de los pasajes resaltados. Todos parecían versar sobre Heathcliff. En una de las páginas había una descripción física de él marcada con varios signos de exclamación y un pequeño corazón dibujado. Le tocó la fibra sensible. Donovan recordó por un instante la profunda sensación de nostalgia que sentía de adolescente, el anhelo de pertenecer a otro mundo y vivir lejos de su familia y sus amigos. Heathcliff era ese amor siniestro y peligroso que también había poblado sus sueños Durante un tiempo le había parecido tan real… Ninguno de los niños apestosos, con granos y el pelo grasiento de su escuela estaban a la altura. Heathcliff había malogrado todas sus oportunidades de romance adolescente y tuvo que reconocer que parte de ella seguía ansiando encontrar a alguien como él incluso en esos momentos.
Miro la hora en su reloj. Eran más de las siete. Regresó al escritorio, desenchufó el ordenador y se lo cargo bajo el brazo. Revisó la habitación una última vez para asegurarse de no haber pasado por alto alguna pista evidente, apagó la luz y bajó al salón. Enviaría a un equipo por la mañana para que registraran el resto de los enseres de Gemma con más detenimiento.
Kramer la acompañó hasta el coche y colocó el ordenador portátil sobre el asiento trasero mientras ella anotaba los artículos que se llevaba. Le aguantó la puerta abierta mientras ella entraba y se sentaba tras el volante, y luego le entregó un trozo de papel plegado.
—Aquí tiene la lista que me ha pedido —dijo—. He anotado un par de nombres, pero no creo que ninguno de ellos pudiera… —añadió, al tiempo que sacudía la cabeza y fruncía los labios, incapaz de concluir su frase.
Donovan intentó reconfortarlo con una sonrisa.
—Gracias, señor Kramer. Entienda que tenemos que comprobar cualquier posibilidad. De otro modo, no haríamos bien nuestro trabajo.
Kramer asintió lentamente, resignado. Con el brazo apoyado con todo su peso en el marco de la puerta, parecía intentar retener a Donovan.
—Entonces, sargento, ¿qué cree usted que le pasó a nuestra Gemma? No fue un simple accidente, ¿no es cierto?
—Es demasiado pronto para sacar conclusiones, señor Kramer —contestó Donovan, sin comprometerse, con la esperanza de que la dejara irse sin indagar más.
Kramer seguía siendo sospechoso, aunque Donovan tenía la corazonada de que no tenía nada que ver con aquello. Puso en marcha el motor, pero Kramer seguía aferrado a la puerta, como si aún no hubiera concluido.
—¿Quiere que le diga algo? Los demás pensaban que se suicidó —confesó entre susurros, inclinándose sobre Donovan por temor a que alguien lo escuchara—, pero yo les dije que eso era imposible. Gemma nunca se suicidaría, porque sabía que eso le habría roto el corazón a su madre.
—No se trata de un suicidio, señor Kramer, de eso puede estar seguro —contestó Donovan, sorprendida de nuevo ante el hecho de que Kramer parecía incapaz de entender que hubiera algo sospechoso en la muerte de Gemma.
Él asintió una vez más con la cabeza, aparentemente aliviado, y se apartó del coche. Hubo algo extraño en su reacción. Donovan lo notó observarla mientras cerraba la puerta. Al girarse para asir el cinturón de segundad, detectó en su rostro un brillo que la desconcertó. Parecía haberse quitado un peso de encima, pero Donovan no acertaba a imaginar por qué.
Capítulo 5
Había caído la noche. La investigación de la muerte de Gemma Kramer había echado a andar. Tartaglia bostezó, clavó la vista en sus dedos, hizo crujir los nudillos y se desperezó para desembarazarse del cansancio que le había sobrevenido de repente. Había tenido que reunir un equipo con personal procedente de otras investigaciones en curso, asignar las distintas operaciones y examinar en detalle el caso con el inspector del Departamento de Criminología de Ealing. Hasta que recibió noticias de Donovan, la prioridad fue la iglesia de Saint Sebastian. Todos los agentes disponibles se destinaron a Ealing para realizar interrogatorios, primero al vicario y los feligreses, y luego puerta a puerta en toda la zona. Habían comprobado los circuitos cerrados de televisión locales, aunque, siendo aquél un barrio residencial, había pocas cámaras y estaban muy distanciadas, lo cual convertía la estación de metro en su principal esperanza. Tenían que dar como fuera con más testigos y obtener una descripción más precisa del hombre que habían visto con Gemma.
Al ser ascendido a inspector jefe, Tartaglia había decidido abandonar el pequeño despacho que normalmente compartía con Gary Jones, el otro inspector del equipo de Clarke, pero no lo hacía a causa de su nueva jerarquía, sino porque necesitaba un lugar tranquilo donde poder ordenar sus pensamientos y pensar sin interrupciones.
De pie, apoyado en el marco de la puerta de su nuevo despacho, se preguntó cuánto tiempo le llevaría poner orden a aquel caos de papeles, archivadores y objetos diversos que Clarke había dejado tras de sí. Sintió una punzada de tristeza al pensar en Clarke tumbado inmóvil en la cama del hospital, pero él no podía trabajar en medio de aquel desorden; de hecho, le resultaba casi imposible imaginar cómo podía hacerlo Clarke.
El despacho era poco más que una caja de zapatos ubicada en la parte delantera del edificio, con una sola ventana mugrienta con vistas a la carretera que conducía desde Barnes Pond hasta los pastos comunales a los que daban los patios traseros de una hilera de casas de época lujosas, con sus cuidados jardines; era el Barnes residencial en su máximo esplendor. A juzgar por la temperatura gélida, la calefacción seguía sin funcionar. Nada en aquel maldito edificio funcionaba bien. Pero al menos no tendría que soportar más la peste a sudor de Jones, ni las llamadas acarameladas de su esposa y el olor de sus bocadillos de atún y cebolla, que Jones parecía comer a todas horas.
Barnes Green no se había concebido como la ubicación permanente para los dos equipos de homicidios que albergaba en aquellos momentos. Cuando Tartaglia se unió al Quinto Equipo de Homicidios Oeste, Clarke le comentó en broma que no se tomara la molestia de desempaquetar sus cosas. Había añadido que aquel bloque de principios de los años setenta y construcción pésima estaba más que caduco y que no tardarían en reubicarlos. Pero habían pasado ya casi tres años y no había indicios de traslado, de modo que se acostumbraron a trabajar en un entorno hacinado y destartalado, apiñados en la primera planta, entre la brigada móvil del piso superior y la unidad de protección de menores de la planta baja. Era un lugar radicalmente distinto a la comisaría de Peel, en Hendon, donde otros cinco equipos de homicidios trabajaban rodeados de un lujo relativo.
Se sintió hambriento y decidió prepararse un café para matar el gusanillo mientras buscaba un espacio en el despacho de Clarke donde colocar sus trastos. El edificio carecía de bar, así que más tarde tendría que salir a comprar algo para comer. Caminó por el pasillo hasta una diminuta estancia interior, en su día utilizada como trastero, que ahora servía de cocina para toda la primera planta. Funcional era el único adjetivo positivo con el que podía describirse, aunque probablemente fuera más preciso calificarla de riesgo para la salud, motivo por el cual Tartaglia la utilizaba lo menos posible y acostumbraba a comprarse la comida y el café en una de las muchas tiendas de comida preparada que salpicaban la zona. Abrió la puerta del frigorífico, pero no encontró leche; tan sólo un envase de margarina que parecía de la prehistoria y una lata abierta de sopa de tomate. No tenía tiempo para salir a comprar nada, así que puso a calentar agua y se preparó un café instantáneo fuerte. Disgustado por lo predecible de la situación, regresó al despacho de Clarke, donde tuvo que hacer malabarismos para encontrar un hueco en el que depositar la taza. Dispuso un montón de papeles y archivos en dos pilas y abrió una barrita de chocolate Kit-Kat que hacía las veces de punto de lectura en el interior de una carpeta.
Acercó la cochambrosa silla de pana marrón que Clarke había tomado prestada de algún sitio y se sentó al escritorio para revisar el expediente. Al estirar las piernas chocó con algo duro. Tras escarbar bajo la mesa sacó una caja de cartón grande con dos pares de zapatillas deportivas viejas y llenas de barro, una ratonera y un calefactor. Tras la caja había embutido un saco de dormir enrollado, que Clarke utilizaba cuando trabajaba día y noche. Al menos él no lo necesitaría. Su piso en Shepherd's Bush estaba a sólo quince minutos en moto. Tras probar el calefactor, que parecía estar estropeado, volvió a meterlo todo en la caja, colocó encima el saco de dormir y la sacó al pasillo para llevársela más tarde. Estaba a punto de sentarse de nuevo cuando le sonó el móvil. Era Donovan.
—Voy de camino. Acabo de estar con el padrastro de Gemma, Dennis Kramer.
—¿Su padrastro?
—No te emociones. No encaja con la descripción de la testigo y, si su coartada funciona, quedará descartado. Tengo el ordenador de Gemma. ¿Está por ahí Dave?
El jefe de sección Dave Wightman tenía un título en algo relacionado con la informática y estaba considerado como el experto interno en la mayoría de cuestiones técnicas.
—Acaba de regresar de Ealing.
—Dile que le acercaré el ordenador dentro de diez minutos. Hay que enviarlo a Newlands Park para que lo analicen, pero Dave es un hacha de la informática. Estaría muy bien si pudiera echarle una ojeada antes. En el dormitorio de Gemma no había nada más de interés. Entre tanto, hay un par de amigos de los Kramer por comprobar —añadió, antes de facilitarle los nombres y las direcciones, que Tartaglia anotó—. He de ir a ver a una niña llamada Rosie Chapple. Parece ser la única amiga de Gemma.
—¿Has visto a la madre de Gemma?
Donovan emitió un suspiro hondo y jadeante.
—No. Estaba dormida, dopada. ¿Te importa que te cuente el resto después de comer algo? Me he saltado el almuerzo y voy a desmayarme si no ingiero algo ya.
Tartaglia comprobó la hora al caer en la cuenta de que tampoco había comido apenas en todo el día. Aún faltaba un rato para que los demás regresaran de Ealing; tenía tiempo de tomar un bocado rápido. Probablemente fuera la única pausa que podría hacer en toda la jornada.
—Nos vemos en el Bull's Head dentro de veinte minutos. Pido por ti. ¿Qué te apetece?
—Me da igual, pero de tamaño grande.
Tras detenerse un momento en la oficina principal para informar al jefe de sección Dave Wightman acerca del ordenador, Tartaglia fue hasta su antiguo despacho en busca de la chaqueta y salió a la calle. Atravesó el aparcamiento situado en la parte posterior del edificio y se dirigió a la puerta principal. Hacía un frío gélido y gruesas volutas de niebla se deslizaban sobre el Támesis empujadas por la corriente. Notó un aire húmedo en el rostro. Olía a hojas marchitas mezcladas con humo de leña; debía de haber alguien cerca prendiendo un fuego como era debido. Al doblar por Station Road divisó el negro páramo de Barnes Common en la distancia, rodeado en su perímetro por una larga franja de farolas naranjas.
Cuando se mudó a Londres procedente de Edimburgo, poco después de graduarse en la universidad, se sintió sobrecogido por su tamaño, por su falta de coherencia y por el ritmo frenético de la vida. Recordaba haber discutido en un pub con un alegre londinense que intentaba persuadirlo de que aquella ciudad no era más que una serie de acogedoras poblaciones anexas. El hecho de haber vivido en Edimburgo toda su vida le impedía ver las cosas de aquella manera, sobre todo porque Hendon, el lugar donde había realizado su formación como cadete de policía, carecía de todas las características de un pueblecito, por no hablar de Oxford Street y sus alrededores, donde había patrullado por primera vez. Londres se le presentaba como una masa gris, mugrienta, hostil y con un urbanismo desaforado. En una época incluso se preguntó por qué había cometido el error de abandonar su hogar. Poco a poco, a medida que había ido conociendo la ciudad, empezó a percibir que la mayoría de las zonas poseían efectivamente una personalidad y una comunidad idiosincrásicas, lo cual hacía la vida más tolerable. Y donde más cierto era aquello era en Barnes, un lugar de postal y tan rústico que podía hallarse perfectamente en la campiña, aunque se encontrara a sólo unos kilómetros del centro de la ciudad.
Atravesó el parque, con su estanque apenas visible en medio de la niebla, a cuya orilla graznaban un par de patos, y tomó la carretera que conducía hasta la estrecha e iluminada calle principal. Algo insólito en Londres, aquella calle no estaba llena de sucursales de grandes marcas y todavía conservaba cierto aire anticuado, con una gama exótica de pequeños comercios, boutiques caras y restaurantes, si bien también contaba con el repertorio habitual de inmobiliarias, las cuales daban fe de que se trataba de un lugar popular, aunque caro, en el que vivir. Escindido del centro de Londres por el río Támesis, Barnes parecía pertenecer a un mundo aparte. Si sus ricos habitantes, entre quienes figuraban algunos rostros célebres del teatro y la televisión, precisaban adquirir algo práctico, como un par de calcetines o ropa interior, tenían que atravesar el puente de Hammersmith y adentrarse en el meollo de la ciudad.
Al aproximarse al río, la niebla se tornó más densa y apenas veía a dos pasos por delante de él. El Bull's Head, envuelto en aquel velo blanco y con vistas al terraplén del río, se hallaba al final de la calle principal, en la puerta contigua a lo que antaño había sido la comisaría de Barnes, un edificio antiguo reconvertido en pisos de lujo.
Como de costumbre, al entrar en aquel espacioso bar de planta abierta, una música estridente procedente de la sala trasera recibió a Tartaglia. El pub era famoso por sus sesiones diurnas de jazz en directo, que en ocasiones contaban con la presencia de músicos célebres, como Humphrey Lyttelton y George Melly. El jazz no era su música predilecta y, además, a veces sonaba a tal volumen que resultaba difícil mantener una conversación. Pero aquella noche los sonidos que se colaban en el bar eran medianamente decentes; alguien con una voz parecida a la de John Lee Hooker cantaba blues acompañado de una guitarra. Había sitios peores para beber y, sin duda, era mucho mejor que los antros de los alrededores de Hendon.
Pidió una pinta de Youngs Special para él y media pinta de cerveza de la casa para Donovan, que prefería las bebidas menos fuertes. Aunque oficialmente podía decirse que aún estaban de servicio, pensó que le importaba un carajo. Había sido un día muy largo y tenía la premonición de que aún le quedaban muchas horas por delante. Se suponía que debía estar con su primo Gianni bebiendo cerveza y comiendo pizza repantigados en el sofá frente al televisor, viendo una película de vídeo, pero habían tenido que cancelar el plan y, por lo que al fin de semana concernía, mejor sería que se despidiera también de él. Pidió dos porciones grandes de lasaña y ensalada y se acomodó en una mesa situada en un rincón, junto a una de las ventanas. Acababa de darle el primer sorbo a su cerveza cuando Donovan franqueó la puerta principal casi sin aliento, con el rostro colorado y el pelo húmedo por el rocío. Depositó la cartera en el suelo y se quitó varias capas de ropa, hasta quedarse en un par de pantalones negros anchos sujetados con tirantes y una camiseta a rayas rojas y negras que a Tartaglia le recordó, para su diversión, a Daniel el Travieso. Le gustaba la forma de vestir de Donovan; le pegaba, aunque no fuera muy femenina. De hecho, podría pasar perfectamente por un chaval.
Donovan se secó el pelo con un extremo de su bufanda, lo cual hizo que se le quedara de punta, y luego se desplomó en la silla que había frente a Tartaglia.
—¡Qué descanso! Por fin. ¡Salud! —brindó, le dio un trago a la cerveza y se secó el labio superior con el dorso de la mano—. Dios, cómo lo necesitaba.
—Estamos investigando a los dos amigos de los Kramer. Viven cerca el uno del otro, lo cual facilita las cosas —le explicó Tartaglia, al tiempo que comprobaba la hora en su reloj—. El informe no tardará en llegar. ¿A qué hora vas a ver a la niña?
—Bastante tarde. Su madre me ha dicho que no regresará antes de las diez, porque es viernes por la noche —contestó, le dio otro sorbo a su cerveza y se reclinó en la silla, con las piernas estiradas por delante—. Va a ser un caso complicado —continuó, pensativa—. Creo que Gemma llevaba una vida secreta a espaldas de sus padres.
Le explicó la conversación que había mantenido con el señor Kramer y su primera impresión acerca de Gemma. Tartaglia la escuchaba con atención, interrumpiéndola esporádicamente para preguntar algo. Cuando Donovan hubo concluido, Tartaglia bebió un trago de su cerveza y guardó silencio unos instantes. Aunque había habido algunos casos famosos en los últimos años, los asesinatos de desconocidos no eran frecuentes en Londres. Normalmente, el asesino siempre resultaba ser alguien del círculo cercano a la víctima, un familiar, un amigo o un colega, y la mayoría de los asesinatos no planteaban mayor dificultad, pues el principal desafío era dar con las pruebas pertinentes para lograr una condena. A tenor de las palabras de la señora Brooke, Gemma parecía conocer al hombre con el que se había citado fuera de la iglesia, de modo que, con un poco de suerte, dar con él sería simplemente cuestión de tiempo.
—¿Qué opinas de Kramer? —preguntó Tartaglia al cabo de un minuto—. Ya sé que me has dicho que no encaja en la descripción, pero…
—Es un tipo raro y sobreprotector hasta lo enfermizo, pero, a menos que sea un actor magnífico, creo que quería de corazón a Gemma. Lo curioso es que parecía incapaz de entender que hubiera algo sospechoso en su muerte. Actuaba como si ya hubiese llegado a una conclusión acerca de lo ocurrido.
—¿O como si supiese qué ha ocurrido?
—No, no creo que hubiera hecho daño a Gemma ni que hubiera permitido, de saberlo, que alguno de sus amigos tuviera una aventura con ella.
Tartaglia la observó con mirada escrutadora; por la expresión de Donovan sabía que había algo más.
—¿Pero?
Donovan meció su vaso casi vacío entre sus manos, haciendo girar la cerveza antes de tomar otro trago.
—Estoy bastante segura de que oculta algo, pero no tengo ni idea de qué es. Le he dado vueltas y más vueltas a lo que hemos hablado, pero no logro dar con ello. No dijo ni hizo nada particular que me llamara la atención. Hasta que nos despedimos, quiero decir. Justo cuando estaba a punto de marcharme, se relajó, aliviado al saber que me iba. Parecía como si hubiera logrado escabullirse de algo. —Le dio el último sorbo a la cerveza e hizo una mueca—. Pero quizás estoy viendo fantasmas donde no los hay.
Tartaglia negó con la cabeza. Normalmente a Donovan no le fallaba el instinto.
—Lo dudo. Hagámoslo venir. Echémosle un poco de formalidad al asunto y subamos la temperatura.
—Él se considera un tipo duro, curtido, al menos por fuera. Quizá, por el hecho de ser mujer, pensó que podía engañarme. Lo que no entiendo es por qué, si quería a Gemma, podría querer proteger a quien le ha hecho daño —añadió, suspiró cansada y se puso en pie—. ¿Otra cerveza?
Tartaglia declinó la invitación con la cabeza y la observó dirigirse hacia la barra. Kramer no era el primero en subestimarla. Su tamaño y su aspecto transmitían una impresión errónea de inocencia y fragilidad. Pero ¿qué podía hacer ella para evitarlo? ¿Calzarse unos tacones de aguja y pintarse los labios de rojo carmín? Probablemente la solución no pasara por ahí. Él la respetaba por afrontar las cosas como si nada importara, aunque sabía que en ocasiones le molestaba. Al margen de lo ocurrido con Kramer, estaba un poco nerviosa, pero no acertaba a averiguar por qué. Se preguntó si habría captado las vibraciones entre él y Blake horas antes. Lo último que le apetecía en aquel momento era convertirse en la diana de los chismes de la comisaría, sobre todo cuando ya no había nada entre ellos. Sin embargo, a diferencia de otros, Donovan no era una cotilla. Tartaglia apenas sabía nada de su vida personal, aparte de que había salido con un tal Richard durante un tiempo, pero luego había dejado de mencionar su nombre y él había preferido no preguntar para no parecer un entrometido. Quizá dejar de fumar le hiciera tener los nervios a flor de piel.
Donovan regresó al cabo de un momento y se sentó. Llevaba en la mano un vaso con hielo y limón y una tónica light.
—He pensado que era mejor tomarme un refresco. Si no, me voy a caer de la mesa, con lo poco que he comido…
Vertió la tónica en el vaso y le dio un trago largo.
—¿Qué te preocupa?
Donovan sonrió.
—Según Kramer, Gemma no tenía vida privada. Dice que no sentía interés por los chicos. Y me da la impresión de que creía sinceramente lo que decía, que no me estaba contando un cuento chino.
—¿Pero?
—Pero estaba pensando en lo que dijo la señora Brooke. Ella está absolutamente convencida de su descripción. Como te dije, parecía muy aguda para su edad. Le pregunté por ella al vicario y me dijo que era una feligresa habitual de la iglesia de Saint Sebastian. Me aseguró que es de fiar.
—De modo que Gemma se citó con ese tipo en secreto. No sería la primera, sobre todo teniendo en cuenta tu descripción de Kramer.
Donovan asintió.
—Quizá su amiga Rosie sepa algo. El hombre tenía que ser alguien en quien Gemma confiara. Al fin y al cabo, lo besó y, por lo que intuyo de ella, no la imagino besando a un cualquiera con quien se tropiece en la calle o conozca en un chat de internet. Esa chica era una romántica, créeme.
Mientras acababa de hablar llegó la comida. Tartaglia acababa de levantar el tenedor y el cuchillo cuando le sonó el teléfono. Contestó, escuchó un momento y lo cerró.
—Maldita sea —exclamó, al tiempo que se ponía en pie y clavaba la mirada un segundo en su plato intacto de lasaña, que desprendía un aroma torturador—. Era Dave. Ha encontrado algo en el ordenador de la chica. Dice que es muy raro. Será mejor que regresemos a la oficina ahora mismo —pero al ver la mirada de desesperación en el rostro de Donovan, añadió—: Bueno, tú come, luego te pongo al corriente. Si no es inconveniente, pídeles que te preparen mi lasaña para llevar.
Capítulo 6
Veinte minutos después, Sam Donovan irrumpió en la oficina principal de planta abierta. A esa hora, aquella estancia alargada y de techos bajos que albergaba a la mayoría de los treinta y tantos detectives que integraban el equipo de Clarke estaba asombrosamente vacía y silenciosa. Abarrotada de escritorios, teléfonos y ordenadores, durante el día era un hervidero de ruido y actividad bastante similar a un gallinero en batería. Sin embargo, ahora que apenas había casos urgentes en curso, todos los agentes que no pertenecían al equipo subordinado a Tartaglia habían regresado a sus casas a pernoctar.
Tartaglia estaba sentado al borde de un escritorio en la parte delantera, junto a la pizarra blanca, mordisqueando un bolígrafo mientras leía unos documentos. Se había quitado la chaqueta y la corbata, se había desabrochado los botones superiores de la camisa y se había arremangado las mangas, dispuesto a pasar la noche. Tenía aire de preocupación y Donovan se preguntó qué habría descubierto exactamente Wightman en el ordenador portátil de Gemma. Wightman estaba de pie junto a Tartaglia. Clasificaba de forma metódica un grueso taco de papeles en varios montones y los iba grapando. Bajito, con rostro alegre y fornido, Wightman debía rondar el final de la veintena, aunque no parecía tener más de dieciocho años, y era la última incorporación al equipo.
Los jefes de sección Nick Minderedes y Karen Feeney entraron en la sala justo después de Donovan; regresaban de realizar el interrogatorio puerta a puerta en Ealing.
—Tomad asiento, por favor —los invitó Tartaglia, alzando la vista—. Estaremos listos en un minuto.
Donovan dejó la bolsa con la cena de Tartaglia sobre un armario archivador que había tras él y ocupó una silla entre Minderedes y Feeney. Feeney estornudó tres veces seguidas, se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con estruendo. Tenía los ojos acuosos y aspecto desaliñado, allí sentada envuelta en su lacio impermeable.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Donovan.
—Sí, sólo estoy cansada —contestó Feeney—. No hay nada más extenuante que patearse las calles durante horas en esta época del año. Y, además, se me ha hecho un agujero en un zapato. —Tenía la voz ronca y nasal, y a Donovan le dio la impresión de que estaba incubando un resfriado. Feeney sacó un espejo del bolso y se observó en él, se pellizcó las pálidas mejillas y se limpió la sombra de rimel de debajo de los ojos—. ¡Mira qué pelos llevo! —exclamó, al tiempo que señalaba con el dedo sus apretados rizos cobrizos—. Basta una gota de lluvia para echar por tierra un buen secado con secador. Gracias a Dios que no tenía previsto hacer nada emocionante después.
—Ya somos dos —contestó Donovan—. Yo tenía una cita tórrida con Jonathan Ross1, pero estoy segura de que lo entenderá.
—Lamento que tengan una vida tan triste, señoritas, pero yo sí tenía algo importante que hacer esta noche —rezongó con melancolía Minderedes—. Y es la tercera vez que me veo obligado a cancelar mi cita con esa chica a causa del trabajo. A este paso, va a tirar la toalla.
Encorvado bajo su abrigo, sacó un chicle del bolsillo, le quitó el envoltorio, se lo metió en la boca y empezó a mascar con vigor, como si pretendiera compensar lo que se estaba perdiendo. Enjuto y nervudo, con el cabello oscuro y cada vez menos espeso, Minderedes tenía aspecto de estar permanentemente hambriento e inquieto, como si nunca se sintiera satisfecho de nada durante mucho tiempo.
—¿Alguien a quien yo conozca? —preguntó Donovan, al tiempo que se desenrollaba la bufanda y se desabotonaba el abrigo, pues el brío de la caminata de regreso a la comisaría le había hecho entrar en calor y se sentía incluso un poco sudada.
—La nueva camarera del Bull's Head. No sé si la has visto, la que tiene el pelo corto y moreno; polaca, con grandes… —contestó dibujando en el aire dos grandes pechos con las manos.
—Pero si casi no sabe hablar inglés… —apuntó Feeney con las cejas enarcadas.
Minderedes sonrió, sin dejar de mascar.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Donovan sacudió la cabeza cansinamente. No entendía el éxito de Minderedes con las mujeres. Tenía la madurez emocional de un adolescente, aunque sabía ser encantador hasta la crueldad cuando quería. Donovan se enorgullecía de ser una de las pocas mujeres de la comisaría que no había sucumbido a sus encantos. En cambio, no estaba segura de si Feeney lo habría hecho o no.
Mientras Wightman hacía circular un juego de documentos a cada uno de los presentes, la jefe de sección Yvette Dickenson entró en la sala con una taza humeante en la mano. Tartaglia la miró y preguntó:
—¿Falta alguien más?
—No, señor —respondió ella—. Están comprobando los nombres que nos ha facilitado el señor Kramer.
Dickenson avanzó hasta donde se hallaban sentados Donovan, Feeney y Minderedes, tomó una silla de un escritorio cercano y se sentó con delicadeza. Bostezó, se quitó las gafas, se frotó los ojos y empezó a limpiar las gruesas lentes con el dobladillo de su falda. Embarazada de casi ocho meses, le costaba sobrellevar el trabajo últimamente, aunque no tenía previsto tomarse la baja hasta al cabo de unas semanas. Donovan se preguntó si aguantaría hasta entonces.
—Bien —dijo Tartaglia al tiempo que daba unas palmadas para atraer la atención de todo el mundo—, pues empecemos. Dave ha encontrado petróleo en el ordenador de Gemma Kramer. Por la mañana tendremos un informe detallado, pero me interesa conocer vuestra opinión sin más dilación —prosiguió y volvió la vista hacia Wightman.
Wightman se aclaró la garganta.
—Las hojas que acabo de entregaros corresponden a correos electrónicos, de Gemma Kramer. Sólo me ha dado tiempo a echar un vistazo rápido, porque el ordenador tiene que enviarse en breve a Newlands Park para efectuar un análisis completo. Sin embargo, creo que he seleccionado la mayor parte del material relevante, si no todo. Como comprobaréis, Gemma había intercambiado cerca de cincuenta mensajes con un tipo llamado Tom durante los últimos tres meses.
—El último mensaje de Tom de esta secuencia se envió el día antes de la muerte de Gemma —añadió Tartaglia—. Y a juzgar por su contenido, es el hombre con quien la vieron en la iglesia.
Al comenzar a leer aquellas hojas, las toses, los resuellos y el crujir de los papeles dieron paso a un silencio generalizado; el único ruido perceptible eran los gorgoteos submarinos que emitía el ordenador de Gemma, que permanecía abierto encima de uno de los escritorios con un salvapantallas de peces tropicales de vivos colores nadando entre un arrecife.
—¿No puedes apagar ese maldito ruido? —preguntó Tartaglia a Wightman transcurridos unos segundos—. No me deja concentrarme.
Wightman se acercó al ordenador, toqueteó el teclado y el salvapantallas desapareció, dejando tras de sí una imagen fija del programa de correo electrónico.
Donovan se quedó absorta unos instantes en aquella pantalla, con las palabras que acaba de leer revoloteándole en el pensamiento como volutas de humo. Al escuchar la voz de Gemma Kramer emerger de aquellas páginas impresas se sintió mareada. Gemma hablaba de su sensación de aislamiento, explicaba que en el colegio se metían con ella, que nadie la entendía y que su madre y su padrastro no la querían. Utilizaba un vocabulario infantil y un tono lastimero y conmovedor. En cambio, las respuestas del tal Tom eran escalofriantes.
El cortejo había sido sutil y progresivo, había ido persuadiéndola con delicadeza, paulatinamente. Donovan volvió a leer una de las páginas que tenía en las manos y fijó su atención en algunas líneas de uno de los mensajes que Tom le había enviado a Gemma y que parecían extraídas de una mala canción pop. Por mucho que hicieran sentir vergüenza ajena, eran exactamente el tipo de cosas calculadas para conmover a Gemma y abrirse camino hacia su pensamiento. Aquel tipo lo había orquestado todo con sumo cuidado, sin perder el control en ningún momento. Como si de una pieza musical se tratara, la intensidad emocional de los correos electrónicos ascendía y decaía, en ocasiones alcanzaba picos poderosos y dramáticos y en otras era sosegada, contenida y casi fina, pero el amor, la muerte y el suicidio eran el hilo conductor de todos ellos. Eran dos amantes malhadados, como Romeo y Julieta, con el cruel mundo en su contra. El tal Tom había comprendido perfectamente la psicología de Gemma y había jugado con ella como un maestro.
Muchos adolescentes sienten fascinación por la muerte. Sin embargo, lo que había comenzado como una idea abstracta en el pensamiento de Gemma, para quien el deseo de quitarse la vida era poco más que el sincero grito de auxilio de una niña, Tom lo había transformado de forma inexorable en una realidad. Era la encarnación misma de la maldad.
Aunque Donovan se hallaba ya en la zona mala de la treintena, se acordaba perfectamente de la sensación de alienación y desespero de una adolescente, si bien en su caso nunca había sido tan poderosa como en el de Gemma. Recordaba a una niña llamada Annette, su vecina en Twickenham, donde ambas habían crecido. Un día, sin previo aviso, Annette había subido a su habitación, había cerrado la puerta y se había colgado. Su muerte había conmocionado a toda la comunidad; nadie parecía encontrarle una explicación. Instantes antes Annette parecía una niña de catorce años normal y corriente, feliz y con todo el futuro por delante, y un segundo después estaba muerta. Y Donovan, que por entonces sólo tenía doce años, tampoco le encontraba sentido. La imagen de Annette, con su larga melena rubia y su flequillo espeso, colgada en su habitación como una extraña muñeca de trapo, la persiguió durante meses.
Tras leer por encima las últimas páginas del dossier de Gemma, Donovan encontró el último correo de la secuencia, enviado por Tom el día antes de la muerte de Gemma.
Gemma querida:
Todo está listo. El amor nos aguarda impaciente. He pensado en telefonearte a casa, pese a saber lo arriesgado que es y que podría hacer que todo saltara por los aires. Quería tranquilizarte, decirte cuánto te deseo. No te preocupes. Todo saldrá bien, ya lo verás. Confía en mí. Te estaré esperando junto a la puerta de la iglesia a las cuatro de la tarde. Sé puntual y no olvides traer el anillo… yo tengo uno muy bonito para regalarte. Pertenecía a mi madre. Nos los intercambiaremos cuando pronunciemos los votos. Y no olvides la nota para tu madre… tienes el texto que te envié. Cópialo con la mejor caligrafía que puedas, pero no la dejes en un lugar demasiado visible. No debe encontrarla antes de que hayamos acabado. Confía en mí, no hay otro modo, no si me quieres. Cuando nos conozcamos, estoy seguro de que haré que tus temores se desvanezcan. Hasta entonces debes recordar algo. Éste es un mundo en el que no merece la pena vivir. Piensa en lo que te pasaría (y en lo que me pasaría a mí) si lo descubrieran. Nunca nos permitirían estar juntos. Tú concéntrate en eso, yo me ocuparé de lo demás. Tal como escribió Shakespeare: «Si he de morir, encontraré en la oscuridad a mi amada», y tú serás la novia más bella que exista. Ni siquiera te merezco.
Muere conmigo, amada mía, y ya nunca podrán separarnos.
Tu novio, que te ama,
TOM
Donovan sintió un escalofrío al leer aquellas palabras e imaginar la altísima y lúgubre galería de la iglesia, y a Gemma y aquel hombre llamado Tom protagonizando una farsa de ceremonia nupcial, con velas e incienso encendidos. Pobre Gemma. La vida no le había dado muchas oportunidades.
Donovan no entendía gran cosa de ordenadores, pero si Tom había sido tan explícito al dejar constancia de sus intenciones por escrito, probablemente creyera que no lograrían seguirle el rastro. Tenía amigos en la policía que habían trabajado desarticulando redes de pederastia y sabía bien que resultaba relativamente fácil que alguien se desvaneciera como por arte de magia.
Feeney y Dickenson seguían leyendo. Minderedes se volvió hacia Donovan, una vez concluida la lectura.
—Pensaba que ya lo había visto todo —susurró, sacudiendo la cabeza—. Me pone enfermo leer estas porquerías. Es increíble.
Donovan asintió en respuesta, justo en el momento en el que Tartaglia se puso en pie.
—En Hendon están comprobando las direcciones de correo electrónico que Tom utilizaba —informó—, aunque estoy convencido de que será imposible rastrearlas. Y también estoy seguro de que el nombre de ese cabrón no es Tom.
Se acercó a la ventana y, al pasar junto a un armario archivador, le dio una palmada y se quedó mirando al vacío unos instantes. Luego dio media vuelta, con el ceño fruncido y las manos en los bolsillos. Bajo la luz de los fluorescentes, una sombra oscura envolvía sus ojos; parecía querer golpear a alguien, dejarlo fuera de combate.
—Tenemos que descubrir cómo se puso en contacto con Gemma —dijo con voz sosegada.
—Posiblemente a través de un chat —sugirió Feeney, alzando la vista de sus papeles.
—O de páginas web sobre suicidios —añadió Dickenson, con un bostezo medio sofocado—. Hace poco vi un programa en la tele sobre extraños que contactan a través de internet para suicidarse juntos. Aparte de alguna llamada esporádica, se trata de personas que no se conocen de nada y que ni siquiera han hablado antes.
—Yo también lo vi —añadió Minderedes.
Todo aquello era repugnante, pensó Donovan, que también recordaba el programa, pues se había retransmitido hacía sólo unas semanas. Pero la policía no podía hacer nada para impedirlo. La Ley de Suicidios, que se remontaba a hacía más de cuarenta años, no había previsto las oportunidades que ofrecía internet. Y por el momento, los servicios de esas páginas web y la información que abastecían para ayudar a los suicidas potenciales no eran ilegales. Las peticiones para reforzar la ley y prohibir ese tipo de sitios web habían caído hasta la fecha en oídos sordos, cosa que a ella le resultaba incomprensible. El mero hecho de que completos desconocidos quedaran para arrojarse de un puente cogidos de la mano o asfixiarse juntos en un coche lleno de monóxido de carbono le parecía una razón suficiente. Ahora bien, lo cierto es que no existía coacción. Se trataba de adultos capaces de tomar sus propias decisiones, si bien, en opinión de Donovan, la idea de querer compañía cuando uno va a suicidarse no dejaba de ser inquietante. Pero los niños y los adolescentes, con sus fértiles imaginaciones, no sólo eran vulnerables, sino también fácilmente influenciables. Necesitaban protección frente a esa índole de ideas y material, y mucho más frente a la posibilidad de quedar expuestos a alguien que pudiera utilizarlos para hacerles daño.
—No he encontrado indicios de que Gemma visitara chats, y mucho menos páginas web sobre suicidios —aclaró Wightman—. Todas las páginas web a las que se conectaba eran educativas o típicas de juegos y cosas para críos.
Donovan hojeó sus documentos hasta el principio.
—Al margen de cómo se conocieran Gemma y Tom, no creo que fueran desconocidos cuando empezaron a intercambiar correos electrónicos.
—¿En qué te basas para afirmarlo? —preguntó Dickenson, al tiempo que se ajustaba sus gafas de montura gruesa con el dedo y miraba a Donovan con cara somnolienta—. Es posible que acabaran de estar chateando a través de internet. Independientemente de lo que diga Dave, yo sigo apostando por esa teoría hasta que tengamos noticias de Newlands Park.
Donovan sostuvo en alto la copia del primer mensaje de la secuencia.
—Bueno, releed el primer correo de Tom. Le pregunta cómo está, si se encuentra mejor. Y luego le pregunta si lo que le dijo, en referencia a algo anterior, tenía sentido. Utiliza un tono íntimo, como si se dirigiera a una amante o una amiga. A mí no me suena en absoluto a desconocido.
—Tienes razón —convino Feeney, repasando los documentos y asintiendo lentamente con la cabeza—. Además, Gemma afirma en uno de los correos del principio que la voz de él la había tranquilizado.
—Y le pide que la vuelva a llamar —añadió Donovan—. Según su padrastro, Gemma no tenía teléfono móvil, de modo que hablaba con Tom desde casa.
—Estamos comprobando las llamadas telefónicas —aclaró Tartaglia en voz baja, como si sólo las escuchara a medias.
Volvió a acercarse hacia la ventana y se quedó mirando el exterior, con el pensamiento en otra parte.
—Tiene que ser alguien a quien conoce bien —aventuró Feeney—. Gemma parece sentirse cómoda expresándole sus sentimientos.
Donovan meneó la cabeza.
—No estoy segura. Lo único que queda claro es que ella cree que él la entiende mejor que nadie. Eso es embriagador para cualquier chica y él lo sabe perfectamente. Sin embargo, si fuera alguien a quien ella conociera, alguien de su círculo de familiares o amistades, o quizás alguien a quien conociera de la escuela o del vecindario, tengo la sensación de que habría alguna referencia en los correos. Y no la hay. Él habla de la familia de Gemma, pero en términos generales. No percibo ninguna sensación de familiaridad en sus palabras.
—Quizá fuera alguien a quien conoce, pero ella no lo supiera —sugirió Wightman—. Quizá su identidad electrónica sea una tapadera.
—Pero entonces, ¿cómo es que ella no le reconoce la voz? —preguntó Feeney—, Si lo conociera, él no podría haberse camuflado durante mucho tiempo.
Donovan estaba a punto de expresar su acuerdo cuando Tartaglia dio media vuelta.
—Karen —dijo, hizo crujir los dedos y regresó a grandes zancadas hasta el frente de la habitación, con un tono repentino de urgencia en la voz—, ¿podrías traer el libro de pruebas instrumentales? El tipo alude a una especie de ceremonia en el correo y habla de regalarle un anillo. Busca en la lista de efectos personales y comprueba si se encontró alguno en el cuerpo de Gemma.
Feeney se puso en pie y salió de la sala para ir en busca del archivo. Tartaglia se volvió entonces hacia Minderedes.
—Nick, quiero que tú y Dave empecéis a revisar los informes que los jueces de instrucción han realizado de los suicidios de mujeres jóvenes en Londres en el último par de años.
Minderedes pareció horrorizado.
—Pero, señor… —se detuvo en seco al ver la expresión de Tartaglia.
Wightman se sonrojó y arqueó sus rubias cejas.
—¿Todos los suicidios, señor?
—Todos los suicidios —recalcó Tartaglia.
Minderedes y Wightman emitieron un quejido ahogado al unísono. Donovan los compadeció. No existía ningún registro centralizado de suicidios; los jueces de instrucción de cada distrito investigaban y archivaban cada caso por separado a nivel local. La única manera de efectuar una búsqueda era ir a cada despacho y examinar los informes a mano de uno en uno. Además, como la labor del juez de instrucción consistía meramente en establecer la identidad de la víctima, el lugar, la fecha y la causa de la muerte, aquellos informes estaban muy lejos de ser completos. Iba a ser una tarea hercúlea y a ella se le escapaba el sentido de encomendarla. Hasta el momento no había ninguna base para pensar que la muerte de Gemma estuviera relacionada con otras.
—Mira —dijo Tartaglia, con la mirada clavada en Minderedes—, sé que va a suponer mucho trabajo. Hablaré con el superintendente Cornish de inmediato y procuraré que se os asignen refuerzos, pero debéis revisarlo todo con detenimiento.
—Pero ¿por qué, señor? —preguntó Minderedes con ojos de escepticismo—. ¿Acaso piensa que haya ocurrido algún otro caso con anterioridad?
Antes de que Tartaglia tuviera oportunidad de responder, Feeney regresó a la sala con el archivo.
—Aparece listado un anillo de oro entre los efectos personales —aclaró—. La muchacha lo llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda.
—Quiero un examen de las huellas digitales ipso facto —ordenó Tartaglia—. Y que comprueben también el sello de contraste y el fabricante. De acuerdo con los mensajes, se intercambiaron los anillos. Supongo que no encontrarían el otro en la escena del crimen, ¿me equivoco?
Feeney revisó la lista de pruebas y negó con la cabeza.
—No se menciona.
—Entonces debemos suponer que lo tiene Tom —sugirió, hizo una pausa y tropezó con la mirada de Donovan—, junto con el mechón de cabello que le cortó a Gemma. Sam, recuerdas lo que dijo la doctora Blake, ¿verdad?
Desconcertada, Donovan lo miró atónita un momento.
—¡Válgame Dios, tienes razón! —exclamó, recordando las palabras de Blake; había estado tan absorta en la tensión entre Tartaglia y Blake que casi lo había olvidado.
Tartaglia se volvió hacia Minderedes.
—Piensa en esto, Nick. Parece que Tom se llevó un anillo de Gemma. Y también parece, a tenor de las informaciones de la forense, que le cortó un mechón de cabello de la nuca, donde era poco probable verlo. A menos que se te ocurra algo mejor, a mí me da la impresión de que está llevándose recuerdos, y no pinta nada bien. Es posible que lo haya hecho antes y nadie se haya dado cuenta porque la muerte se haya registrado como un suicidio.
—Que es lo que ha estado a punto de suceder con Gemma —añadió Donovan, casi a voz en grito—. El Departamento de Criminología estaba a punto de cerrar el caso.
—Sólo un apunte, señor —intervino Wightman, con la vista clavada en una de las hojas—. En el último mensaje, donde Tom habla de los anillos, le dice a Gemma que deje una nota para su madre. Sin embargo, no hemos encontrado nada, ¿no es cierto?
—En los archivos no hay ningún registro de una nota, señor —aclaró Feeney.
Mientras Feeney hablaba, Donovan sintió que algo encajaba de repente y se puso en pie.
—¡Ya lo tengo! Ahora sé qué ocultaba Kramer. Por eso se sintió tan aliviado cuando le aseguré que la muerte de Gemma no era un suicidio. Apuesto lo que sea a que había una nota y o bien la ha destruido o la ha ocultado. Eso también explicaría que mi presencia allí y el hecho de que hubiera algo sospechoso en la muerte de Gemma tampoco despertaran su curiosidad. Él estaba convencido de saber lo ocurrido. Pensaba que Gemma se había quitado la vida y no quería ese estigma para su hija.
El rostro de Tartaglia dibujó una enorme sonrisa.
—Buen trabajo, Sam. Detengamos a Kramer y veamos qué tiene que decir. —Volvió la mirada hacia Feeney—. Telefonea a la comisaría de su barrio y pide que envíen un coche patrulla a buscarlo. Diles que acabaremos pronto. Y también convendría comprobar si reconoce el anillo, aunque creo que podemos aventurar la respuesta a eso —prosiguió con los ojos puestos en Donovan—. ¿Te apetece venir?
Donovan echó una mirada rápida a su reloj, negó con la cabeza y se puso en pie.
—Tengo que ir a ver a Rosie Chapple, la amiga de la escuela de Gemma. Ya llego tarde.
Pobre Kramer. En realidad, Donovan lo compadecía y agradeció tener una excusa para no estar presente. Había leído en un mensaje el texto que Tom había redactado en nombre de Gemma. Aunque se trataba de un texto breve y bastante inocuo que no culpaba a nadie en particular, pensó en el dolor de Kramer y en lo que debió sentir al encontrar la nota y creer que Gemma se había suicidado. Por lo poco que sabía de Kramer, su instinto le decía que había escondido aquella nota para proteger a su esposa, Mary. Era mejor para una madre pensar que su hija había muerto a causa de un accidente o incluso en circunstancias sospechosas que averiguar que había decidido quitarse la vida y abandonar a quienes la amaban. Donovan se preguntó cómo sobrellevarían la situación los Kramer una vez descubrieran lo ocurrido de verdad. Recordó un instante el rostro de Kramer horas antes esa misma tarde, mientras intentaba contener las lágrimas, y se acordó también del bulto inerte de la madre de Gemma tumbada en la cama. Nunca se sobrepondrían a la muerte de su hija, sería algo que los acompañaría el resto de sus vidas.
A Kramer se lo reprendería severamente por lo que había hecho, cuando en realidad deberían darle las gracias. Si no se hubiera apropiado de aquella nota, nadie se habría preocupado de solicitar una autopsia especial y no habría existido ningún informe toxicológico que revelara la presencia de GHB en el organismo de Gemma. Aparte de la testigo, que podría haberse descartado fácilmente, no habría habido nada que levantara sospechas. La muerte de Gemma Kramer se habría consignado como un suicidio y Tom se habría ido a casa de rositas. Caso cerrado.
Capítulo 7
Tom abrió la puerta azul marino desteñida que daba acceso a la pequeña casa adosada y entró. En el interior hacía frío y se respiraba un desagradable olor a moho. Pero andaba con prisa y no tenía tiempo de enchufar la calefacción ni de ventilar las habitaciones. Encendió las luces, subió el corto tramo de escaleras que conducía hasta el vestidor de su abuelo en la primera planta y abrió la puerta de un empujón.
Aunque su abuelo llevaba muerto más de tres años, aquella estancia seguía conservando un familiar olor a medicamentos mezclado con un aire viciado a tabaco que Tom relacionaba con él desde su infancia. Se dirigió a la alta cajonera de caoba, encendió la lámpara y se echó unas gotas del frasco de Trumper's Limes que había sobre una pequeña bandeja, junto con la brillantina, el elixir bucal y los cepillos con mango de madera. Mientras se frotaba las manos con un poco de colonia y se perfumaba la cara dándose unas palmaditas, su vista recorrió la hilera de fotografías del ejército de color sepia que colgaban de la pared. Viejo cabrón. «¿Qué? ¿Dónde está tu gloria ahora?» Le regocijaba utilizar la loción para después del afeitado de su abuelo y pensar en cómo lo habría enojado si siguiera vivo. A título personal, Tom prefería algo más moderno y con fragancia a almizcle, un poco más exótico y provocador. Pero Limes encajaba a la perfección con el papel que estaba interpretando. Esa noche iba a meterse en la piel de un pulcro ex comandante joven y era fundamental emanar cierto aire anticuado. La mujer que había conocido en el club de bridge iba a llevarlo al teatro y luego a cenar. Era un buen plan y, además, su compañía le resultaba tolerable. Ahora bien, esperaba que no quisiera echar un polvo para rematar la noche, porque, de ser así, iba a llevarse una buena decepción.
Se cepilló el cabello hasta tenerlo resplandeciente, luego se cambió los gemelos baratos por un par de oro con monogramas que extrajo del pequeño joyero de piel marrón que había sobre una bandeja, el cual contenía varias varillas para cuello de camisa y pisacorbatas. Casi había acabado. Se abrochó el botón superior, abrió la puertecilla del armario y escogió del estante una corbata sobria del regimiento. La corbata apestaba a naftalina, de modo que la perfumó con unas gotas de Limes antes de anudársela con cuidado al cuello y lavarse las manos en el pequeño lavabo que había bajo la ventana.
Al bajar las escaleras pasó junto a la habitación de su abuela. Como por instinto, aminoró la marcha al pasar ante la puerta cerrada, pisando con sumo cuidado para evitar que las tablas del suelo crujieran. Hacía tiempo que vivía en aquella casa, pero aún se mostraba nervioso, como un niño al que pillan fuera de la cama, arrastrándose por el descansillo para escuchar la conversación de los mayores que tiene lugar en la planta de abajo. Casi esperaba oír el autoritario tintineo de la campanilla que su abuela utilizaba para llamarlo cuando necesitaba algo. Pero esta vez no ocurrió nada, ni siquiera escuchó los golpecitos de su bastón mientras se movía con sigilo por la habitación. Pese a todo, aquel silencio no lo tranquilizó. Ella seguía allí. La había visto muchas veces; algunas de ellas no era más que una sombra, semitransparente y ondulante como la neblina en el aire; otras era más tangible, tanto que podía verle hasta la última arruga y las manchas de vejez que salpicaban su piel ajada. A su abuela le gustaba sorprenderlo, pillarlo con la guardia baja. Pero ya no le tenía miedo.
Por un instante, posó la mano en la manecilla de la puerta. Se preguntó si la atisbaría fugazmente en el interior si la abría y la cerraba rápidamente. Quizás estuviera arropada en la cama escuchando la radio, el radiorreceptor, como a ella le gustaba llamarla, o sentada frente al tocador con su voluminoso camisón, estudiando su reflejo en el espejo mientras se cepillaba su larga melena cana con uno de sus cepillos de plata. Se suponía que los fantasmas no tenían reflejo, pero ella sí y la habitación seguía apestando a su perfume, por mucho que él la limpiara y la frotara. Parte de aquel hedor procedía de las ropas viejas que colgaban como pieles desechadas en su armario y del aire que otrora ella había respirado. Aquel olor empalagoso, una mezcla dulzona a perfume de gardenia, polvos de tocador y anciana, se había infiltrado hasta en el último recoveco de la casa y había conseguido que incluso las paredes olieran a ella. Tom sentía náuseas cada vez que entraba en aquel dormitorio. Había pensado en vender la casa una vez muerta su abuela, persuadido de poder librarse así de ella de una vez por todas. El dinero le vendría bien, pero zafarse de su abuela no le iba a resultar tan fácil. Además, no quería que nadie le hiciera preguntas, que metiera las narices en sus asuntos. Sus asuntos eran suyos. Y lo que era más importante: aquella casa era su escondite secreto.
Esperó un momento más, aguzando el oído para comprobar si detectaba algún ruido dentro de la habitación, pero no se escuchaba nada y continuó bajando las escaleras. El retrato de su abuelo que colgaba en el vestíbulo, vestido con su uniforme, lo recibió con una mirada fulminante y un saludo militar falso. El viejo cabrón seguía teniendo el mismo aspecto de seriedad de siempre, con su parche en el ojo y su bigote. Allí estaba, engalanado como un pavo real y arrogante hasta el paroxismo, tan asquerosamente seguro de sí mismo, y con tan poco derecho a estarlo. Pero todo eso era cosa del pasado. Ahora Tom era quien mandaba.
Tom. Había dejado de pensar en sí mismo como Tom, aunque se veía más como Tom que como cualquiera de los otros. Ahora era Matt o George o Colin, en función de quién estuviera al otro lado. Eran nombres corrientes, pero eso hacía las cosas más fáciles. Antes de Tom había sido Alain, después de haber visto a Alain Delon en una película antigua. Sin embargo, aquella niñata estúpida no sabía pronunciarlo y no dejaba de llamarlo Alan, un nombre que detestaba porque le recordaba a un niño repugnante y seboso de su escuela. Así que había decidido que lo mejor era usar nombres sencillos. Además, no podía imaginarse llamándose Brad, Russell o Jude. No le pegaban y cada detalle era de vital importancia: una nota disonante y olerían a gato encerrado.
Abrió la puerta de la salita de estar, encendió la lámpara de techo y se dirigió hacia una pequeña vitrina junto a las puertas acristaladas que albergaba la colección de cajas de rapé y té de su abuela. Esta las consideraba sus pequeños tesoros y no las había compartido con nadie; cada semana las sacaba con suma delicadeza del armario y las desempolvaba. A él sólo le dejaba contemplarlas a través del vidrio, nunca tocarlas.
Encontró la llavecilla plateada en su escondrijo de la repisa de atrás, abrió la puerta de vidrio y sacó una cajita de té con forma de pera. Era su favorita. De niño le fascinaba; era tan real… Estaba tallada a partir de un solo trozo de madera. Le gustaba acariciar sus curvas suaves y de color marrón amarillento cuando su abuela salía a jugar a las cartas. En una ocasión, ésta había regresado a casa más temprano de lo previsto y lo había pillado in fraganti. Le había dado una paliza y lo había mandado a la cama sin cenar. Después de aquel incidente, su abuela escondía la llave, pero él siempre la encontraba. No importaba dónde la ocultara, él siempre iba un paso por delante de aquel viejo saco de huesos. Siempre. Echó un vistazo al par de urnas negras idénticas que había sobre la repisa de la chimenea. Era extraño pensar en toda aquella energía y odio reducidos a un puñado de polvo gris. A veces le daban ganas de arrojar aquellas cenizas al inodoro y tirar de la cadena. Pero era mejor tenerlas donde pudiera verlas, donde pudiera tranquilizarle la prueba tangible de que ambos estaban realmente muertos.
Destapó la cajita de té y sacó la sortija de sello que Gemma le había regalado. Elaborada en oro rosa viejo, llevaba grabadas las iniciales de alguien y los bordes estaban desgastados por años de uso. Quizá la había comprado en algún puesto de un mercado de antigüedades o tal vez perteneciera a algún pariente. No estaba mal, pensó, teniendo en cuenta que la pequeña sólo tenía catorce años. Aquella zorra tenía buen gusto. Se lo deslizó en el dedo y sacó el largo mechón de cabello que le había cortado cuando yacía medio transpuesta en el suelo de la galería. Había cometido el error de excederse con la dosis, lo cual había entorpecido bastante las cosas, y para entonces la muy idiota ya no era consciente de nada. Se enrolló el largo y sedoso mechón de pelo castaño alrededor del dedo, cerró los ojos y se deleitó en su delicada fragancia mientras lo acariciaba rítmicamente contra su pecho y revivía mentalmente lo ocurrido.
Le había sorprendido cuánto pesaba para ser tan pequeña. «Un auténtico peso muerto», recordó haber pensado entonces con una sonrisa, mientras la levantaba y la llevaba hasta la barandilla. Al contemplarla por última vez, ella había vuelto momentáneamente en sí y Tom pensó que iba a vomitar. Al menos, había dejado de forcejear. Con Gemma en los brazos, se asomó a la oscura zona inferior. Saboreó aquel momento límite. Sintió un escalofrío de placer. Si supiera cómo prolongarlo, cómo conseguir que durase eternamente. Pero, como siempre, una urgencia imperiosa se apoderó de él y no pudo detenerse. Con un último y tremendo empujón, la arrojó al vacío y observó cómo se convertía momentáneamente en un fardo negro y descendía aleteando. Le pareció oírla ahogar un grito al caer. Quizá se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero todo acabó demasiado pronto y volvió a invadirlo aquel doloroso vacío.
Abrió los ojos, enroscó el mechón y lo devolvió junto con el anillo a la cajita, lo depositó en la vitrina, la cerró y guardó la llave en un lugar seguro. Si el espectro de su abuela la buscaba, no tendría suerte, pensó con regocijo mientras se encaminaba hacia el gran espejo dorado que colgaba sobre la chimenea. Se sacó un pañuelo de seda del bolsillo de la chaqueta, limpió la fina capa de polvo del centro y estudió su reflejo. Se detectó una mota de polvo en el hombro, acabó de ajustarse la corbata, se humedeció un dedo con la lengua y se perfiló sus finas cejas al tiempo que repasaba su blanca dentadura. Perfecto. Estaba listo.
Capítulo 8
Rosie Chapple vivía cerca de Gemma, en una casita victoriana de dos plantas situada tras un pequeño y descuidado jardín. Donovan llamó al timbre y al cabo de un momento abrió la puerta una mujer alta y desgarbada, con el pelo gris, encrespado y desaliñado. Llevaba los ojos perfilados con una raya gruesa y tenía aspecto de gitana, con zarcillos largos, pulseras de colores y un vaporoso vestido de retales que le llegaba hasta los tobillos.
—Soy la sargento de policía Donovan —se presentó Donovan, mostrando su placa—. He llamado esta tarde. ¿Ha regresado ya Rosie?
—Soy Sarah Chapple, su madre —contestó la mujer y, al extenderle la mano, los brazaletes titilaron—. Acaba de llegar. Será mejor que me acompañe.
Donovan notó una bocanada de sándalo al seguir a Sarah por el estrecho pasillo que conducía a la cocina de planta abierta situada en la parte trasera. Una niña de rostro pálido con una mata de pelo moreno rizado estaba sentada a una pequeña mesa de pino pulida, engullendo unos cereales de arroz. Alzó la vista y miró a Donovan con cansancio, antes de llevarse la siguiente cucharada a la boca.
La estancia estaba pintada de naranja oscuro y tenía un aire acogedor, con un aparador a un lado, los estantes desbordados de objetos de porcelana y libros, y las paredes abarrotadas de fotografías e imágenes de colores.
—Ella es Rosie —la presentó Sarah, dando unas palmaditas a su hija en la mano mientras se sentaba junto a ella e invitaba a Donovan con un gesto a hacer lo propio en la silla de madera desgastada que había frente a ellas—. Sé que ha venido a hablar de la muerte de Gemma. ¿En qué podemos ayudarla?
—Estamos intentando desentrañar lo ocurrido. Gemma…
—Fue en una iglesia, ¿no es cierto? —la interrumpió Sarah.
—Sí. A Gemma la vieron en la puerta con un hombre antes de morir. Estamos intentando averiguar de quién se trata.
Sarah pareció sorprendida.
—¿Se refiere a un novio?
Donovan asintió.
—Y era considerablemente mayor que Gemma.
—Gemma nunca me mencionó a nadie —comentó Sarah, con una mirada rápida a Rosie, que rebañaba sonoramente los restos de cereales y leche, al parecer ajena a la conversación que las dos adultas estaban manteniendo.
—Es de vital importancia que lo encontremos —explicó Donovan, mientras Rosie soltaba la cuchara en el bol vacío, lo apartaba y clavaba la mirada en la mesa, con los hombros encorvados.
—¿Qué tiene que ver ese hombre con lo sucedido? —quiso saber Sarah—. En la escuela han dicho que Gemma se cayó. Yo pensaba que había sido un accidente.
—No es tan sencillo —respondió Donovan, con la vista fija en Rosie, que se dedicaba a arrancar un pegote de cera adherido a la mesa.
Donovan se preguntó si la presencia de su madre o de una agente de policía la harían sentirse incómoda, o si su malestar se debería a otro motivo.
—¿Sabes algo de ese hombre? —le preguntó, buscando la mirada de Rosie.
Sarah negó con la cabeza.
—Ya se lo he dicho, no sabía que Gemma tuviera un novio.
Donovan intentó refrenar su irritación.
—Gracias, señora Chapple, pero necesito que me conteste Rosie —replicó. Le habría gustado pedirle a Sarah Chapple que las dejara a solas, pero Rosie era una menor y no podía hacerlo. Miró a Rosie con insistencia, intentando forzarla a alzar la vista—. ¿Te dijo Gemma algo acerca de un hombre? Necesito saberlo.
Rosie resopló, desvió la mirada y la clavó en algún punto distante de la pared.
—Por favor, Rosie —insistió Donovan—. Ese hombre podría tener algo que ver con la muerte de Gemma.
Sarah ahogó un grito.
—¡Oh, Dios mío! ¿Quiere decir que la han asesinado?
Al escuchar la palabra «asesinado», Rosie volvió la vista y Donovan vio que tenía los ojos llorosos.
—Su muerte es sospechosa, señora Chapple, por eso necesito que Rosie me diga si sabe algo.
Sarah miró a su hija, le pasó un brazo por encima del hombro y la atrajo hacia así.
—Vamos, cariño. Si sabes algo, será mejor que se lo cuentes a la sargento. No tiene sentido guardar secretos si Gemma ha sido asesinada.
Rosie agachó la cabeza, se tiró de las mangas de su holgado jersey negro hasta taparse sus uñas mordidas y se abrazó a sí misma.
—No hablaba mucho de él —dijo, con una vocecilla aguda, apenas perceptible—. Yo creía que era otra de sus fantasías.
Un velo de horror cubrió el rostro de Sarah.
—¿Se trata de un pederasta? ¿Abusó de Gemma?
Exasperada, Donovan la fulminó con la mirada. Suplicó que aquella mujer cerrara el pico de una vez y dejara hablar a su hija.
—No, señora Chapple, no abusaron de ella. Por favor, deje continuar a Rosie —se volvió hacia Rosie y le preguntó—: ¿Tienes idea de cómo lo conoció?
Rosie negó con la cabeza.
—Nunca me lo dijo.
—Por favor, Rosie, piénsalo bien. Tienes que saber algo más. Todos los detalles, por insignificantes que sean, pueden resultar de gran ayuda. Tenemos que encontrarlo.
Rosie parecía confusa, miraba alternativamente a su madre y a Donovan.
—Hablaba de él como si fuera alguien muy especial, una especie de estrella del pop, actor o algo así. Todas pensábamos que se lo inventaba y nos metíamos con ella. —Lloraba a lágrima viva—. Ahora me siento fatal —confesó, enterrando el rostro en sus brazos.
Sarah le frotó los hombros y le acarició la cabeza.
—No pasa nada, cariño. No tienes por qué sentirte culpable. —La rodeó con el brazo en gesto protector y se volvió hacia Donovan—. Gemma era una niña rara, sargento. La típica niña que invitaba a tomarle el pelo, no sé si me entiende. Yo enseño arte en la escuela y tengo tres hijas, así que conozco bien a las niñas. Gemma tenía buen fondo, pero era muy fantasiosa. A veces resultaba difícil saber si decía la verdad o no. Yo culpo de ello a su inseguridad y al poco tiempo que su madre pasaba con ella. —Dio un apretón a Rosie y la besó en la coronilla—. Las niñas necesitan a sus madres, incluso a esta edad. Pero los hermanos de Gemma son muy traviesos y, por lo que he comprobado, le robaban toda la energía a Mary.
—Siento que todo esto te aflija —consoló Donovan a Rosie—. Nadie va a culparte de nada. Simplemente necesito que me expliques todo lo que sepas.
Rosie levantó la vista, tragó saliva, se limpió la nariz con el dorso de la mano y dijo:
—Decía que se iba a escapar con él.
—¿Alguna vez mencionó el suicidio? —preguntó Donovan.
Sarah se tapó la boca con la mano.
—¿Suicidio? Madre mía, pensaba que había dicho que no estaba clara la causa de su muerte.
—Por favor, respóndeme, Rosie —la instó Donovan, haciendo caso omiso al comentario de Sarah—. ¿Te habló Gemma en algún momento de suicidarse?
Rosie asintió.
—Todo el mundo pensaba que únicamente intentaba llamar la atención, ser diferente. Por eso no le gustaba a nadie.
—Pero a ti sí…
Rosie resopló y afirmó con la cabeza.
—Cuando no se inventaba cuentos era muy buena y a mí me daba lástima.
—¿Sabes si hacía alguna actividad extraescolar? ¿Si asistía a algún club o sociedad?
—Creo que pertenecía a un club de natación —contestó Rosie, frotándose los ojos con los dedos y apartándose los densos rizos de la cara.
—Seguro que toda esa información se la pueden facilitar sus padres —insinuó Sarah.
—Gemma les ocultaba muchas cosas, señora Chapple. Conoció a ese hombre por algún canal y tenemos qué averiguar cómo. ¿Hay algo más que puedas decirme, Rosie?
Rosie suspiró y la miró unos instantes antes de contestar.
—Entonces, ¿ese hombre existe de verdad? —preguntó, con tono de duda, como si se esforzara por asimilar todo aquello—. ¿No mentía sobre él?
—Es real, sí —respondió Donovan y notó cómo Rosie parecía casi aliviada; tuvo el presentimiento de que había mucho más por descubrir—. Por favor, cuéntame todo lo que sepas.
Rosie hizo una breve pausa antes de contestar.
—Gemma me telefoneó el miércoles.
Sarah la miró con los ojos como platos.
—¿Qué? ¿El mismo día que murió? No me lo habías dicho.
—Yo no tenía cobertura y escuché el mensaje ayer. Cuando lo oí, en la escuela ya nos habían dicho que estaba muerta. Fue muy extraño oír su voz.
—¿Qué te dijo? —preguntó Donovan.
Rosie se encogió de hombros.
—Pensé que se trataba de otra de sus mentiras. Decía que iba a encontrarse con ese tal Tom en la iglesia y que iban a casarse. Y que sería la última vez que tendría noticias suyas, pero que debía alegrarme por ella.
—¿Qué más?
Rosie se enjugó otra lágrima con el dorso de la mano.
—También decía que llegaba tarde y que lo había visto junto a la puerta de la iglesia, esperándola. Pero él no la había visto a ella. Parecía muy emocionada. Decía que sólo me llamaba para contármelo y para despedirse.
—¿Desde dónde te llamaba? —preguntó Donovan.
—Supongo que desde una cabina —contestó Rosie—. Los muy tontos de sus padres no la dejaban tener teléfono móvil y se oía el ruido del tráfico de fondo.
Tendrían que comprobar aquel número en el teléfono de Rosie, pero sonaba razonable.
—¿Quieres añadir algo más?
Rosie dudó y miró a Donovan insegura.
—Adelante —la urgió Sarah—. ¿Qué más te dijo?
Rosie suspiró.
—No sé, algo muy raro… dijo que aquel hombre se parecía a Tom Cruise en Entrevista con el vampiro.
Tras intercambiar impresiones con Tartaglia y relatarle su conversación con Rosie, Donovan condujo exhausta la breve distancia que separaba la oficina de la casita que compartía con su hermana, Claire, en Hammersmith. Aquella noche no había nada más por hacer y Tartaglia le había dicho que se fuera a casa, descansara y se recuperase para el día siguiente. Una copa de vino y un baño caliente y relajante le sentarían de maravilla, pensó, mientras entraba por la puerta principal procurando no hacer ruido. Claire estaba en casa; había dejado su bolso y sus llaves sobre la mesa del vestíbulo, junto a una pila de correo a medio abrir y su maletín, y los zapatos a los pies del estrecho tramo de escaleras. Era abogada en un despacho del distrito financiero de la ciudad y trabajaba largas jornadas; debía de hacer rato que se había acostado.
Donovan entró en la cocina y comprobó el contestador, pero no había mensajes y Claire tampoco había dejado ninguna nota para informarla de alguna posible llamada. Decepcionada, aunque no sorprendida, dejó caer las llaves en la mesa y se sirvió una copa de vino blanco de una botella abierta que había en la nevera. No estaba muy bueno, pero no había otro y, al menos, estaba frío. Ni ella ni Claire tenían nunca tiempo para hacer la compra. Haciendo acopio de toda su voluntad para resistir a la tentación de encenderse un cigarrillo, se llevó el vino a la planta de arriba, pasó de puntillas frente a la puerta del dormitorio de Claire y entró en el cuarto de baño. Abrió los grifos y vertió en el agua una buena dosis de la esencia de naranja que Claire había comprado en Body Shop. Se desvistió rápidamente y se sumergió en la bañera, apoyó un pie a cada lado del grifo y dejó que el agua le cubriera los hombros y el cuello mientras se bebía el vino a sorbitos.
La lógica le dijo que no debía albergar la esperanza de tener noticias de Richard. Acababan de ascenderlo a inspector, se había unido a uno de los equipos de homicidios del sur de Londres y trabajaba las veinticuatro horas del día. Había llegado un momento en el que nunca encontraban un hueco para verse. Él le había sugerido que pidiera un traslado a alguna comisaría más próxima a donde él trabajaba. Pero ¿por qué tenía que ser ella quien diera ese paso? No hacía tanto que lo conocía y le gustaba trabajar en el equipo de Clarke. Nunca había habido demasiada química entre ambos. Una pequeña parte de ella anhelaba que él se superpusiera a su orgullo o a la inercia y la llamara. Pero ¿entonces qué? Necesitaba algo diferente, a alguien diferente. Más que nada en el mundo tenía ganas de divertirse y de un poco de emoción, para variar.
A medianoche Tartaglia regresó a casa, un piso en la planta baja de una vivienda adosada en una calle colindante con Shepherd's Bush Road. Empujó la moto por el corto sendero pavimentado que conducía desde la calle hasta la puerta principal y la aparcó fuera de la vista, tras un seto alto, junto a los cubos de basura. Había comprado aquel piso con un dinero que había heredado de su abuelo años atrás. Había tenido que hacer reformas integrales, puesto que la instalación eléctrica, las cañerías, la cocina y el baño eran de los años setenta. Junto con su primo Gianni y un par de tipos de la empresa de construcciones de éste, habían tardado varios fines de semana en acondicionarlo, habían pintado las paredes de blanco, pulido los suelos de madera y renovado la cocina y el cuarto de baño. Aquel piso era su primera vivienda de propiedad, y le resultaba imposible imaginar volver a trasladarse.
En cuanto introdujo la llave en la cerradura, Henry, el gato siamés de la vecina de arriba, Jenny, se le había enroscado en los pies y había comenzado a maullar para que lo dejara entrar. A juzgar por las ventanas a oscuras y las cortinas echadas del primer piso, Jenny se había ido a dormir. Al abrir la puerta de su piso, Henry se coló entre sus piernas y se abrió camino hasta el salón. Por regla general, no le gustaban los gatos, porque el pelo que soltaban le hacía estornudar. Pero Henry se había convertido en una visita asidua y se había mostrado impasible a todos sus intentos de excluirlo, de modo que Tartaglia había acabado por encariñarse de él y con frecuencia dejaba entreabierta la ventana de la cocina, que daba a un lateral de la casa, para que pudiera entrar y salir a su antojo.
Se dirigió al salón, encendió la luz y bajó las persianas para evitar el destello naranja de la farola que había justo enfrente. Arrojó su chaqueta sobre el sofá y comprobó el contestador. Aparte de un pitido tras el cual alguien había colgado, tenía dos mensajes. Uno era de Sally-Anne, quien le informaba de que no había novedades respecto de Clarke. El otro era de su hermana, Nicoletta, para invitarlo a comer el domingo; le decía que quería presentarle a alguien, sin duda otra de sus amigas solteras desesperadas. Por una vez le alivió tener trabajo el fin de semana, pues era una excusa que incluso Nicoletta no tendría más remedio que aceptar.
Sabía que debía intentar dormir. Había una reunión informativa a las siete de la mañana y se presentaba por delante otra larga jornada. Pero los pensamientos se le arremolinaban en la cabeza. Se desató la corbata, se desabrochó el botón superior de la camisa y se dirigió a la cocina en busca de una bebida. ¿Qué les pasaba a las mujeres? No contentas con estar casadas, se pasaban el día entero buscando pareja a los demás. Nicoletta parecía obsesionada con ennoviarlo y su prima Elisa, la hermana de Gianni, no le andaba a la zaga. No dejaban de recordarle que le quedaban pocos años para cumplir cuarenta, una edad que ellas consideraban decisiva, pero que para él no significaba nada. ¿Por qué no eran capaces de entender que era feliz con su vida y lo dejaban en paz?
¿Feliz? Bueno, al menos no era infeliz, pensó, mientras abría una botella de tinto siciliano Nero d'Avola que Gianni le había regalado para su cumpleaños y se servía una copa generosa. El encuentro con Fiona Blake aquella mañana había hecho que afloraran en él todo tipo de sentimientos incómodos. ¿Por qué sentía debilidad por las mujeres complejas a las que no podía acceder? ¿Por qué nunca se sentía atraído por alguien bueno y sincero como Donovan?
El vino tenía un color morado intenso y desprendía un aroma embriagador a especias. Le dio un buen trago, lo paladeó y disfrutó de su sabor acre. Era excelente. Le dio otro sorbo. Gianni era todo un entendido en vinos. Quizás había sido un poco duro con Fiona, pero estaba enfadado. A la porra el tal Murray. Pese a que era tarde, le dieron ganas de telefonearla. Tal vez podía disculparse por lo ocurrido esa mañana. Sería agradable oír su voz. Entonces recordó el anillo en el dedo de Fiona. No tenía sentido. Ella ya había tomado una decisión y tenía que quitársela de la cabeza.
Se dirigió al salón, puso el CD de REM Around the Sun en el reproductor y atenuó las luces. Se repantigó en el centro del gran y cómodo sofá, se quitó los zapatos, apoyó los pies en la mesilla de centro de vidrio y cerró los ojos unos instantes. Henry apareció de la nada y se le subió al regazo de un brinco, ronroneando, y se hizo un ovillo de color beige claro. Tartaglia le dio un trago al vino y se encendió un cigarrillo. Intentó dejarse llevar por la música y relajarse observando las volutas que el humo dibujaba en el aire en su ascenso hacia el techo. El sonido era bueno. Al igual que su moto, aquel reproductor había sido un capricho extravagante, pero no se arrepentía. Al menos tenía la suerte de que nadie le dijera cómo gastarse el dinero.
Donovan lo había llamado para explicarle su encuentro con Rosie Chapple y él había hablado con el superintendente Cornish para resumirle lo que habían descubierto. Cornish no era un hombre dado a mostrar sus emociones, pero había sonado un tanto apurado cuando Tartaglia había expuesto su hipótesis de que la muerte de Gemma podía formar parte de una serie de asesinatos. Cornish se había negado a proporcionarle recursos adicionales para investigar los informes de los suicidios parecidos, alegando que no podía justificar algo así en base a un «mero presentimiento». Pero le había prometido acudir a la reunión que se mantendría en Barnes el día siguiente por la mañana, pues quería conocer de primera mano el asunto, sobre todo a juzgar por lo que Tartaglia le había explicado. Tartaglia esperaba que su participación práctica concluyera ahí. A diferencia de Clarke, Cornish apenas tenía experiencia en temas de homicidios, ya que se había formado en las filas de otros departamentos, prácticamente entre los uniformados. Por lo que a él respectaba, Cornish podía encargarse de hablar con la prensa. Él lo mantendría informado, pero quería asumir el control diario y total del caso.
No había digerido bien la lasaña recalentada del pub y se preguntó si lograría conciliar el sueño. Se dijo que no tenía que habérsela comido, pero se había sentido tan hambriento después de haber interrogado a Kramer que habría engullido cualquier cosa. Kramer, el tipo duro, se había desmoronado al descubrir que la policía tenía constancia de la existencia de una nota de suicidio. Tartaglia lo compadecía profundamente. Kramer les había entregado la nota, escrita en un papel floreado con la caligrafía infantil de Gemma y perfectamente plegado e introducido en un sobre rosa dirigido a su madre. Sin embargo, aquella nota no había desvelado nada nuevo, pues el texto era idéntico al que Tom le había ordenado a Gemma que escribiera. Los dos amigos de Kramer habían confirmado su coartada y lo habían dejado libre tras echarle una buena reprimenda por ocultar pruebas. Kramer era un callejón sin salida. Tendrían que buscar al asesino de Gemma en otra parte.
Capítulo 9
Lunes, seis y media de la mañana. Tartaglia estaba sentado a la mesa de Clarke en su amplia y cómoda silla de pana, esforzándose por concentrarse en el expediente que tenía delante, con una taza de café tibio a medio beber a un lado. No había pegado ojo en las veinticuatro horas previas y mantenerse despierto era todo un desafío. En contra de las esperanzas iniciales de Tartaglia, Cornish le había denegado la asignación de recursos adicionales para revisar los registros de las oficinas de los jueces de instrucción de los distintos distritos londinenses. No estaba claro si ello se debía a que no confiaba en el instinto de Tartaglia o a lo que pudiera encontrarse, aunque Tartaglia sospechaba que se trataba de una combinación de ambas cosas. De modo que el equipo de Tartaglia había pasado el último par de días revisando con suma meticulosidad los libros página a página, dedicando a ello cientos de horas extras y quejándose a gritos de que todo aquello era una absoluta pérdida de tiempo. Al final había resultado que dos suicidios parecían encajar en el patrón. Los archivos se habían extraído de los registros centrales y, después de que Tartaglia leyera atentamente los documentos, Donovan y Dickenson habían sido enviadas de inmediato a entrevistar a las familias.
Laura Benedetti, de quince años, había muerto ocho meses antes, al precipitarse al vacío en una iglesia de Richmond. Una mujer que había acudido a cambiar las flores había hallado su cadáver. Laura vivía en un piso de protección oficial en Islington, a varios kilómetros, muy cerca de la casa de Nicoletta, la hermana de Tartaglia. Según Donovan, Laura era la hija única de una pareja de inmigrantes de Cerdeña que parecía trabajar día y noche, la madre limpiando casas en las elegantes calles de la zona y el padre como encargado de camareros en el restaurante de un hotel del West End. La fotografía que Tartaglia había visto de Laura le recordó inmediatamente a Nicoletta cuando tenía su misma edad, con el rostro ovalado, ojos de color miel y una melena larga y morena, si bien había un velo soñador en la expresión de Laura que la diferenciaba del todo de su hermana. Donovan le había explicado que el padre de Laura había querido regresar a Cerdeña después de la tragedia, pero la madre se había negado hasta la fecha porque se sentía incapaz de abandonar el país en el que su hija había fallecido. Había convertido el diminuto dormitorio de Laura en un santuario y visitaba su tumba casi a diario. Donovan le había parecido más afectada de lo habitual; se le habían humedecido los ojos al afirmar que a algunas personas les resulta imposible sobreponerse a una desgracia como aquélla.
La otra muchacha, Elinor Best, a quien llamaban Ellie, había fallecido cuatro meses después de Laura en circunstancias similares en una iglesia de Chiswick. Su cuerpo lo había hallado un vagabundo que buscaba refugio en su interior durante una tormenta. Ellie vivía a varios kilómetros de distancia, en una zona residencial próspera de Wandsworth, y tenía un hermano y una hermana. Su padre era abogado y su madre periodista, y su situación no podía ser más distinta de las de Gemma y Laura. Tenía dieciséis años, el pelo castaño rojizo, pecas y una naricilla respingona, y había sido una violinista en ciernes a quien semanas antes de su muerte habían seleccionado para tocar en una de las orquestas juveniles de Londres. Sus padres se habían separado recientemente, y Donovan y Dickenson únicamente habían logrado quedar con la madre hasta el momento, que vivía con sus otros dos hijos en la casa de Wandsworth y, aparentemente, culpaba a su ex marido de la muerte de Ellie.
No obstante, lo más sorprendente de todo es que ambas muchachas hubieran dejado una breve nota de suicidio con una redacción prácticamente idéntica a la de Gemma Kramer. No cabía duda de que las había dictado el mismo Tom. No se habían encontrado testigos de las muertes de Laura y Ellie y, puesto que no había nada sospechoso, se había descartado proceder a investigaciones adicionales. Los jueces de instrucción local habían establecido que se trataba de un suicidio y, como las muertes habían ocurrido en dos zonas distintas, nadie había podido percatarse de las similitudes entre ambos casos y enlazarlos.
En su momento, los progenitores de las dos muchachas habían negado categóricamente que sus hijas tuvieran algún motivo para suicidarse. Sin embargo, el Departamento de Criminología local había descubierto que tanto Laura como Ellie habían sufrido acoso escolar grave, cosa que encajaba con lo que el equipo de Tartaglia había averiguado acerca de Gemma. Como ella, ambas muchachas parecían ser inadaptadas sociales. De Laura, demasiado bajita para su edad, reservada y sensible, se burlaban por su mal inglés. Y Ellie era una niña con sobrepeso e insegura; en cuanto a los estudios, únicamente destacaba en música. Según recogía el expediente del caso, el médico de cabecera le había recetado antidepresivos. Pese a que una visita policial meses después resultaría muy dolorosa para las familias, a Tartaglia le reconfortó que tanto los padres de Laura como los de Ellie parecieran aliviados al saber que las muertes de sus hijas iban a investigarse de nuevo.
A Ellie Best la habían incinerado, pero Laura Benedetti había sido enterrada. Su exhumación había tenido lugar poco después de las tres de la madrugada aquel mismo día en un cementerio anónimo del norte de Londres. Tartaglia y Feeney habían estado presentes, junto con Alex James, técnico en procesamiento de escenas del crimen, la doctora Blake y un molesto hombre de mediana edad de la oficina del juez de instrucción que tenía un resfriado galopante y parecía seriamente preocupado por la inconveniencia de perder una noche de sueño. A ninguno de ellos le apetecía estar allí de pie en plena noche alrededor de la tumba, escuchando la lluvia chapotear en las paredes y el techo de la tienda de campaña del equipo forense mientras los sepultureros hacían su trabajo. Pero la complicidad de la noche era imprescindible para reducir las posibilidades de que alguien descubriera lo que estaban haciendo. Lo último que necesitaban eran los ojos fisgones de los lugareños, por no mencionar a la prensa. Los restos de Laura habían sido trasladados al depósito de cadáveres para hacerle la autopsia. Tartaglia debía acudir allí en cuestión de un par de horas para averiguar qué había descubierto Blake.
Se puso en pie y estaba a punto de encaminarse hacia la cocina para prepararse otro café cuando sonó el móvil. Al responder tropezó con su reflejo en el pequeño espejo redondo que había en la pared y que ocasionalmente Clarke utilizaba para afeitarse por las mañanas. Tenía un aspecto espantoso, con barba de un día y profundas ojeras. Intentó atusarse el cabello mientras oía la voz amortiguada del superintendente Cornish al otro lado del hilo.
—¿Se ha efectuado ya la exhumación?
—Sí, ahora mismo le están practicando la autopsia.
Tartaglia sostuvo el teléfono con el hombro mientras apartaba una caja llena de trastos de Clarke que Sally-Anne tenía que pasar a recoger en algún momento. Cerró la puerta de un portazo que eclipsó el ruido de fondo procedente de la oficina principal, situada enfrente, e intentó concentrarse en las palabras de Cornish.
—¿Cuándo tienes previsto recibir los resultados de la autopsia? —preguntó éste.
—Les han dado máxima prioridad, así que, con un poco de suerte, en las próximas veinticuatro horas. Tengo intención de ir a ver a la forense.
La forense. Aquel apelativo tenía un aura agradable de lejanía, justo lo contrario de lo que él sentía, si tenía que ser sincero. Se miró en el espejo y se frotó la gruesa barba negra de la mejilla con los dedos. La reunión matinal estaba programada en breve y no había tenido tiempo de regresar a casa a darse una ducha, afeitarse y cambiarse de ropa antes de encontrarse con Fiona Blake en la morgue. La maquinilla eléctrica de Clarke estaba en una de las muchas cajas que había en el vestíbulo, pero parecía un peligro para la salud y, además, él prefería afeitarse a mano. «Tanto da», pensó, sonriéndose por su coquetería. ¿Por qué tenía que preocuparse de gustar a Fiona? Tendría que aceptarlo tal como era. Se dio media vuelta y se desplomó en la silla. Apoyó los pies en la mesa con un gesto pesado.
—Espero que la prensa no haya recibido ningún soplo —dijo Cornish, masticando algo de forma sonora mientras hablaba.
Tartaglia escuchó el repiqueteo de porcelana y la voz de una mujer de fondo. Cornish debía de estar en casa desayunando.
Conociéndolo, seguro que tomaba muesli, una tostada integral con margarina y una taza de té Earl Grey de su marca de toda la vida. Según Clarke, Cornish no iba a ningún sitio sin su muesli y su té, aunque estuviera de viaje para asistir a una conferencia de trabajo. Era un hombre de costumbres fijas en todos los ámbitos. La imaginación no era su punto fuerte.
—No que yo sepa —respondió Tartaglia, consciente de no contar con toda la atención de Cornish.
—¿Habéis encontrado los anillos? —preguntó Cornish con la boca llena, lo cual hizo que la última palabra sonara a «colmillos».
Había pocas cosas que a Tartaglia le resultaran más irritantes que intentar mantener una conversación con alguien que estaba comiendo, sobre todo después de haber pasado en vela toda la noche y de no haber desayunado. Intentando contener su fastidio, respondió:
—La madre de Laura Benedetti cree que su hija llevaba uno, pero no está completamente segura. Si hubo un anillo, nadie sabe dónde está ahora.
Cornish resopló con fastidio.
—Lástima.
—Pero Ellie Best sí llevaba uno cuando murió y su madre lo conserva. Es idéntico al de Gemma Kramer, de oro liso de dieciocho quilates y con el mismo sello. Parece que Tom debió de comprar unos cuantos. Estamos intentando localizar al fabricante.
—¿Cuándo tendremos noticias de los ordenadores de las niñas?
—También se les ha dado máxima prioridad —aclaró Tartaglia—, pero no me han indicado una hora precisa.
Los ordenadores se habían recuperado de otros familiares, que los habían seguido utilizando, y se habían enviado al laboratorio para su examen. Pero, incluso aunque lograran recuperar los correos electrónicos, era poco probable que fueran de ayuda para dar con el asesino. Según los expertos de Newlands Park, había resultado imposible localizar a Tom desde el ordenador de Gemma.
—¿Estás seguro de que sólo hay dos muertes que encajen con el patrón? —preguntó Cornish, antes de dar un sorbo a lo que Tartaglia intuía que era té.
—Como le dije anoche, hay otra muerte que estamos investigando. Pero no encaja del todo. Marion Spear era soltera y acababa de cumplir treinta años, de modo que era algo mayor que las otras. Cayó de la planta superior de un aparcamiento hace aproximadamente dos años, justo dentro del marco cronológico que hemos analizado. El caso se sometió a investigación, pero no se encontraron testigos ni ninguna nota de suicidio. Sin embargo, al no contar con pruebas concluyentes en sentido contrario, el juez de instrucción dejó abierto el veredicto.
—¿Por qué os preocupáis de ese caso?
—Por el lugar donde se produjo. El aparcamiento estaba a escasa distancia de donde falleció Gemma.
Cornish tosió, como si se hubiera atragantado con algo. Tartaglia oyó el ruido de una silla al ser arrastrada, seguido por el del chorro del agua fría. Cada vez más impaciente mientras Cornish tosía y se aclaraba la garganta, se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro por la pequeña oficina.
—¿Y había algún anillo? —preguntó Cornish al recuperar el aliento.
—Estamos investigando si llevaba uno. Si no, no tiene sentido obtener una orden de exhumación en este momento.
—Así que, aparte de ella, ¿crees que tenemos tres víctimas?
—Debemos aguardar la confirmación de la forense en cuanto a Laura, pero sí. Primero Laura, luego Ellie y por último Gemma.
—¿Sólo ellas tres?
—Por lo que sabemos hasta el momento… —Lógicamente no había manera de estar seguro al cien por cien, pero habían buscado en los informes con la máxima atención, dado el tiempo y los recursos limitados de que disponían. Le vino a la mente el refrán «buscar una aguja en un pajar»—. ¿Quiere que amplíe la investigación, que empecemos a mirar fuera de la zona de Londres? —preguntó, a sabiendas de cuál sería la respuesta.
Cornish le dio otro sorbo sonoro a algo y volvió a aclararse la garganta.
—Sería una apuesta demasiado arriesgada y no tenemos mano de obra suficiente. Además, no quiero exponerme a que se produzca una filtración y la prensa se abalance sobre nosotros y nos pille desprevenidos. Llámame cuando hayas visto a la forense.
Tartaglia, con un pañuelo en la nariz para amortiguar el fortísimo hedor a descomposición, observó los restos consumidos y verdosos de Laura Benedetti extendidos sobre la camilla de acero con ruedas. Ocho meses en un cementerio de Londres la habían reducido a algo apenas reconocible como ser humano; de repente recordó la fotografía de la muchacha que había visto.
Gracias al anillo, estaban seguros de que Ellie Best era otra víctima, pero necesitaban alguna confirmación de Fiona Blake para poder incluir a Laura Benedetti en aquella serie de asesinatos. Blake parecía tomarse su tiempo. Tartaglia acababa de llegar al depósito de cadáveres cuando ella salió apresuradamente al pasillo para responder a una llamada de su móvil. A juzgar por las risas coquetas que oyó a través de la puerta, se trataba de una llamada personal y Tartaglia habría apostado lo que fuera a que era un hombre quien telefoneaba.
Estaba a punto de salir para hacerla regresar y exigirle que le explicara sus averiguaciones cuando las puertas dobles se abrieron de golpe y Blake entró con paso brioso en la sala como si tal cosa, con los zapatos chirriando en el linóleo y la bata blanca abrazándole las caderas.
—Nos enviarán los resultados de toxicología mañana —explicó en tono práctico, acercándose hasta donde él se encontraba con las manos metidas en los bolsillos de la bata—, pero es poco probable que revelen nada, como ya sabes.
Tartaglia no esperaba otra respuesta, dado el estado de descomposición del cuerpo de Laura y el tiempo que había pasado bajo tierra.
—Entonces, ¿insinúas que no hay nada sospechoso en su muerte? —preguntó en tono desapasionado, apartándose un momento el pañuelo de la cara e intentando no inhalar.
Tenía el estómago revuelto y deseó que aquel encuentro concluyera lo más pronto posible.
—La muchacha murió a causa del impacto en una superficie dura, tal como afirma el informe del juez de instrucción. Eso está correcto. Pero sí que hay algo —continuó, buscándole la mirada—. Por suerte yo realicé la autopsia de la última chica, así que sabía lo que buscaba.
Al pasar junto a él para dirigirse a la camilla mientras se enfundaba un nuevo par de guantes quirúrgicos, Tartaglia percibió una ligera y fugaz vaharada de su perfume y por un momento deseó alargar la mano y acariciarle el pelo y la suave piel del cuello.
Con ambas manos, Blake volvió con suavidad los restos de la cabeza hacia un lado y luego levantó la vista para mirarlo a él.
—Observa esto, aquí, en la base del cuero cabelludo —dijo, señalando con un dedo.
Tartaglia volvió a sujetarse el pañuelo sobre la boca y la nariz, se acercó, observó la maraña ennegrecida de cabellos e intentó ver lo que ella le indicaba. Le resultaba casi imposible detectar nada de relevancia. Pero, justo entonces, al aproximarse un poco más, vio la oscura línea rasurada, recortada sobre una masa aún más oscura.
—¿Le cortó un mechón de cabello? —aventuró, mientras la emoción empezaba a hacer presa de él.
—Sí —contestó Blake con una sonrisa de satisfacción, como si acabara de entregarle un regalo maravilloso—. Resulta difícil detectarla por la descomposición y el color del cabello. Pero ¿la ves ahí? —preguntó y, al recorrer la mancha con el dedo, tropezó de nuevo con su mirada.
Por un instante, Tartaglia volvió a preguntarse con quién habría hablado por teléfono.
—Le han quitado un mechón de pelo —continuó Blake, con los ojos clavados en él—. Se lo cortaron limpiamente con una cuchilla afilada, justo como a la otra niña.
Capítulo 10
—Islington, Wandsworth, Streatham, Richmond, Chiswick y Ealing. —Tartaglia señalaba con un bolígrafo el gran mapa de Londres y provincia que Wightman había enganchado a la pizarra blanca de la oficina principal, con dichas localizaciones marcadas con chinchetas de colores—. Ahí es donde Laura, Ellie y Gemma vivieron y fallecieron. Marion Spear también vivió y murió en Ealing. ¿Se os ocurre alguna conexión que podamos establecer por ahora?
Tras una larga pausa, Wightman contestó:
—La escala del mapa hace que estos puntos parezcan bastante cercanos, pero en realidad se trata de una zona enorme. Para mí no tiene mucho sentido.
—Para mí tampoco —convino Donovan—. Laura, de Islington, es hallada muerta en Richmond; Ellie, de Wandsworth, en Chiswick, y Gemma, de Streatham, en Ealing. Aparte del hecho de que está asesinando a muchachas a unos cuantos kilómetros de sus hogares, no se me ocurre ningún patrón de actuación.
La única respuesta por parte de Dickenson fue un carraspeo sonoro. Era casi de noche y Donovan y Wightman estaban recostados en una fila de escritorios vacíos que había cerca de la pizarra. Dickenson estaba sentada a un lado, en una silla, con las piernas estiradas y los dedos de los pies apoyados en el asiento de otra silla. Tenía las manos cruzadas de forma poco elegante sobre el estómago y aspecto de haber dormido pocas horas; le costaba enfocar la mirada y no dejaba de bostezar. Tartaglia se preguntó si no habría sido mejor enviarla a casa, aunque sabía que le habría arrancado la cabeza de habérselo insinuado.
Todos los esfuerzos realizados por su equipo hasta el momento se habían concentrado en analizar la victimología de las tres niñas e intentar encontrar un vínculo entre ellas, ya fuera sus escuelas, clubes, médicos, dentistas o algo por el estilo. Apenas habían transcurrido unos días, pero hasta ahora no habían detectado nada que sugiriera que las vidas de aquellas muchachas se habían cruzado en los dos años previos. Tenía que haber un nexo, pero se les escapaba.
—¿Alguien ha recurrido alguna vez a los servicios de un especialista en perfiles geográficos? —preguntó Tartaglia.
—Una vez, cuando estaba destinada en Lewisham, utilizamos uno para un caso de violaciones —respondió Dickenson conteniendo otro bostezo—. Hizo aportaciones muy interesantes a la investigación.
—¿Se refiere a un especialista como Cracker, señor? —inquirió Wightman.
Tartaglia negó con la cabeza.
—No, él está especializado en perfiles psicológicos. Los perfiles geográficos son algo totalmente distinto. —Dio unos golpecitos con el bolígrafo en el mapa—. Esto no se parece en nada a cómo se procede ahora. En la actualidad todo se procesa en un ordenador y se necesita un mínimo de cinco localizaciones para efectuar un análisis como es debido. Sin embargo, merece la pena visualizar dónde han vivido y muerto las víctimas, por si acaso algo llama la atención a simple vista. Además, la ubicación de un crimen es un dato fehaciente, no está abierto a interpretación y nos aporta mucha información sobre el asesino.
—¿Te refieres a qué llevó a Tom a escoger los lugares en los que asesinó a las tres muchachas? —preguntó Donovan—. ¿Al conocimiento del terreno y este tipo de cosas?
—Exactamente. Los tres asesinatos se produjeron en la zona del oeste de Londres. Las iglesias eran lugares poco frecuentados y perfectos para su ejecución. A tenor de lo que sabemos de él por los correos electrónicos, no escogió estos lugares al azar, lo que implica que o bien los conoce o bien invirtió tiempo en buscarlos.
—Si sirve de algo, todas las iglesias están situadas cerca de estaciones de metro de la línea District —apuntó Donovan—; quizá sea así como se desplaza.
Tartaglia asintió.
—Quizás. Otro aspecto interesante es que los tres homicidios ocurrieron entre semana, entre media tarde y el anochecer. Y eso también encaja con la muerte de Marion Spear. Nuestro asesino tiene que ser alguien que o bien esté en el paro o bien tenga un horario laboral relativamente flexible. Es imposible que se tome tiempo libre sin que se den cuenta. Y tal vez evita el fin de semana porque tiene compromisos, familiares, por ejemplo.
—O quizá porque las iglesias las visita menos gente entre semana —apostilló Wightman.
Donovan aprobó el comentario con la cabeza.
—Y es menos probable que a las niñas las echen de menos sus familias. Se suponía que estaban en la escuela cuando acudieron a las iglesias.
—¿Y qué me decís del hecho de que el escenario de los tres asesinatos fueran iglesias? —preguntó Wightman—. Quizá le exciten las iglesias.
Tartaglia se encogió de hombros.
—Sin duda la iglesia forma parte de todo el ritual que utilizaba para atraer a las niñas, pero, por el momento, no le veo mayor trascendencia.
—¿No cree que las iglesias signifiquen algo para él? —preguntó Dickenson sorprendida.
—Todo es posible —respondió Tartaglia con un encogimiento de hombros—. Pero, aquí sentados, ¿cómo podemos saberlo? Si empezamos a hacernos preguntas sobre su motivación psicológica nos adentraremos en mundos de fantasía. Y, en cualquier caso, aunque las iglesias tengan algún significado especial para él, ¿cómo podría eso ayudarnos a encontrarlo?
—¿Entonces no tenemos tiempo para elaborar un perfil psicológico? —preguntó Dickenson con aire escéptico.
—Por lo que a mí concierne, se trata de un arte críptico y sus predicciones tienen el mismo valor científico que el horóscopo de un periódico. —La miró a la cara un instante y sintió una mezcla de frustración y compasión por ella—. A todos nos gustaría tener una bola mágica y me encantaría poder decir que anteriormente los perfiles han funcionado. Pero basta con echar un vistazo a las meteduras de pata de algunos casos conocidos para saber que pueden inducir a error.
—Entonces, ¿no vas a consultar a ningún experto en trazar perfiles psicológicos? —preguntó Donovan al tiempo que lanzaba una mirada irónica en dirección a Dickenson.
—Tal vez llegado el caso… —contestó Tartaglia sin comprometerse a nada.
Sabía que en algún momento se vería forzado a solicitar la colaboración de un experto, aunque sólo fuera para demostrar a sus superiores que había comprobado todas las opciones. Sin embargo, por el momento cualquier detective decente y con experiencia podía ser igual de valioso que un experto en perfiles psicológicos, aunque no fuera políticamente correcto decirlo.
—Pero nos podrían ayudar a acotar el campo de mira —apostilló Dickenson irritada, sin dar su brazo a torcer.
—En teoría. Pero, como todo lo demás, depende de la calidad de los datos de que dispongamos. Si le damos basura, obtendremos basura.
Tartaglia suspiró y deseó que Dickenson no le hubiera buscado las cosquillas. Pero decidió hablar con honestidad, pese a enfrentarse a la opinión de Cornish, que creía a ciegas en los perfiles psicológicos.
—Mira, te pondré un ejemplo perfecto. El especialista que utilizamos para el caso del estrangulador del norte de Londres fue peor que inútil, pese a contar con una lista de títulos más larga que un día sin pan y estar considerado como uno de los mejores expertos en perfiles psicológicos del país…
—Existen un montón de libros excelentes sobre la materia —le rebatió Dickenson—. Dudo mucho que todos sean basura.
—No digo que lo sean, aunque muchos de los casos de estudio se han reescrito con la perspectiva que da el tiempo. Lo que digo es que no podemos permitirnos distraernos con eso. Regresando al caso del estrangulador del norte de Londres, el experto en perfiles, o analista en investigación del comportamiento, como se supone que hay que llamarlos ahora, como si eso los hiciera parecer más científicos, estaba completamente equivocado. Nos hizo perder un montón de tiempo. Nos indicó que el sujeto al que buscábamos, un violador y asesino violento, rondaba los veinticinco años, sufría alguna disfunción sexual, vivía solo y tenía dificultades para entablar amistades. Resultó ser que Michael Barton casi rozaba los cuarenta, era popular entre sus amigos y un gallito con las mujeres. Su esposa estaba tan satisfecha con su rendimiento en la cama que ni siquiera se preguntaba por qué se levantaba a altas horas de la madrugada para sacar al perro a dar un paseo.
—Pero acabaron atrapándolo —dijo Donovan.
—Sí, pero no gracias al experto en perfiles. De haber seguido sus consejos, aún seguiríamos buscando al asesino y sin duda se habrían producido más víctimas.
—¿Cómo lo detuvieron entonces? —preguntó Wightman.
—El área donde se habían producido los ataques era muy reducida, cosa sorprendente. La mayoría de los asesinos no tienen imposiciones de tiempo. Necesitan sentirse cómodos con el territorio, saber dónde estarán seguros, dónde es menos probable que los molesten y cómo escapar fácilmente. En el caso de Barton, extrajimos nuestras propias conclusiones basándonos en el sentido común. Nos concentramos en los residentes de la zona que, al margen de su edad y trasfondo, tenían condenas previas por asaltos, sobre todo de índole sexual. Barton hizo saltar las alarmas porque ya había estado detenido varios años antes en dos ocasiones acusado de intento de violación, aunque ambas víctimas se negaron a testificar ante un tribunal y los cargos se retiraron, motivo por el cual no contábamos con una muestra de su ADN. Fue antes de que se modificara la ley.
Dickenson seguía pareciendo dubitativa.
—Pero Gemma Kramer, Ellie Best y Laura Benedetti son menores de veinte años. Seguro que eso puede darnos alguna pista sobre el asesino, ¿no es cierto?
Tartaglia meneó la cabeza.
—No necesariamente. Tom podría estar dirigiendo sus ataques contra mujeres de todas las edades, aunque sólo haya conseguido acabar con las de esa franja de edad. Quizá sean ellas las que están reduciendo su campo de acción.
—¿Te refieres a que son jóvenes, inocentes y fáciles de convencer? —preguntó Donovan, con tono de concordar con la hipótesis de Tartaglia—. Además, todas ellas atravesaban un estado de ánimo vulnerable. Sabemos que a las tres las acosaban en la escuela y que una de ellas tomaba Prozac. La gente así no piensa con claridad. ¿Cómo, si no, podría apañárselas para que creyeran que debían subir al altar con él?
Tartaglia asintió con la cabeza.
—Quizá sólo estemos avistando la punta del iceberg. ¿Cuántos fracasos habrá habido por cada víctima? ¿Y cuál será el perfil de todas las dianas fallidas? Quizá también persigue a mujeres adultas, pero éstas no caen en su juego. Es demasiado pronto para extraer una conclusión. Aún no disponemos de información suficiente; por eso no quiero dar por cerrado el caso de Marion Spear.
—Una mujer en la veintena larga o recién entrada en la treintena, como Marion Spear, no se creería esas patrañas, y es más probable que lo denunciara —afirmó Dickenson con vehemencia, removiéndose en su silla con los brazos cruzados—. ¿Por qué iba a arriesgarse?
Donovan sacudió la cabeza.
—Aún no sabemos nada sobre ella. Quizás exista alguna explicación.
—Pese a todo, Marion Spear no murió como las otras tres —apuntó Dickenson con acritud—. Y tampoco se encontró ninguna nota de suicidio. El veredicto fue de muerte accidental.
—Estoy de acuerdo —confirmó Tartaglia—, pero murió cayendo al vacío desde las alturas y vivía y falleció en Ealing, a sólo unas manzanas de distancia de donde Gemma fue asesinada. Personalmente, yo lo considero un dato interesante…, aunque sin duda hay que examinarlo con más detenimiento.
Tartaglia era consciente de que sus palabras tenían poco fundamento, pero también sabía que explicar un presentimiento a algunas personas era algo fútil. De momento, sólo podía coger con pinzas un par de frases de uno de los mensajes electrónicos recibidos por Gemma que continuaban inquietándolo. Tom le había preguntado si le gustaban las alturas, si sentía escalofríos al descender la mirada desde un edificio alto o un precipicio. En un intento más por justificar su intuición de reexaminar la muerte de Marion Spear, Tartaglia había releído el mensaje en cuestión de nuevo esa misma mañana, tras regresar del cementerio.
¿Te atrae el vacío? ¿Sientes atracción cuando te asomas a un lugar alto y sabes que lo único que te separa de la muerte, si así lo deseas, es un segundo?
—¿Va a ordenar exhumar el cuerpo de Marion Spear? —preguntó Wightman, interrumpiendo la cadena de pensamientos de Tartaglia.
Éste negó con la cabeza.
—Tenemos que recabar mucha más información sobre ella. Por el momento, concentrémonos en las tres víctimas confirmadas. ¿Qué me decías de los lugares donde vivían? —Miró a Donovan—. Sam, ¿se te ocurre algo?
Donovan clavó la mirada en la pizarra unos instantes al tiempo que se atusaba el pelo con los dedos.
—Bueno, Gemma vivía a sólo cuatro kilómetros de Ellie, lo cual es una coincidencia, pero no logro ver la conexión con Islington.
—Tal vez el asesino tiene un trabajo que lo obliga a desplazarse a Londres —aventuró Wightman.
—O quizá las conoció a través de internet y el lugar en el que viven fuera irrelevante —apostilló Dickenson, sin moverse ni un ápice de su teoría inicial.
—Ya te lo he dicho, Tom no conoció a Gemma por internet —replicó Donovan, mirando con exasperación a Dickenson—. Al menos, no según los datos del ordenador de Gemma. Había otra conexión. Y su caso podría extrapolarse al de las otras dos niñas.
—Lo sabremos a ciencia cierta cuando obtengamos los resultados del análisis de los ordenadores de Laura y Ellie —intervino Tartaglia en el preciso momento en el que la figura alta y delgada de Cornish se perfilaba en el vano de la puerta.
Portaba un maletín negro brillante de piel que Tartaglia desconocía y exudaba una elegancia propia de un maniquí de pasarela con su traje de color gris plata de corte sastre.
—Mark, perdona la interrupción. Tenemos que hablar.
Cornish parecía tenso. Rara vez recorría el trayecto de Hendon hasta Barnes, y Tartaglia sintió una punzada. Dejó a su equipo especulando acerca de las posibles interpretaciones de las ubicaciones y siguió a Cornish afuera de la estancia y por el pasillo hasta llegar al despacho de Clarke. Cornish cerró la puerta tras ellos y señaló con un ademán la silla de Clarke.
—Siéntate.
—Aquí estoy bien —respondió Tartaglia, cada vez más inquieto—. Siéntese usted. En este edificio escasean las sillas.
Le acercó la silla a Cornish y se sentó en el borde del escritorio. Cornish estudió la silla con aversión, limpió el asiento con la mano y se sentó con cautela. Abrió el maletín, extrajo un ejemplar plegado del diario de edición vespertina Evening Standard y se lo tendió a Tartaglia.
—Será mejor que leas esto.
Mientras lo desplegaba, Tartaglia vio el titular de portada y sintió cómo el estómago se le hacía un nudo. «LA POLICÍA BUSCA A UN ASESINO EN SERIE.» ¿Cómo diablos lo habían averiguado tan rápidamente? Era increíble la habilidad de los periodistas para extender sus hediondos tentáculos hasta los lugares más improbables. El rencor y los celos solían tener algo que ver, y había personas capaces de hacer lo que fuera por una dosis o una comida gratis. Pero sería prácticamente imposible rastrear la fuente. Fuera cual fuese la verdad, el hecho de que la prensa hubiera descubierto la investigación en una fase tan temprana era una noticia nefasta.
—Estoy seguro de que la filtración no ha salido de aquí —afirmó al tiempo que escaneaba los primeros párrafos de la noticia—. Nadie del equipo…
—No, claro que no —atajó Cornish, pese a que su expresión no era en absoluto convincente—, pero definitivamente tiene que tratarse de alguien de dentro. Han conseguido hasta el último detalle.
Tartaglia volvió a leer la página por encima, esta vez hasta el final.
—Salvo lo del mechón de pelo y el GHB.
—Bueno, algo es algo, supongo —replicó Cornish con amargura. Volvió a agarrar el periódico, lo guardó en su maletín y cerró con varias vueltas de llave los seguros, como si estuviera guardando un documento de alto secreto. Depositó el maletín en el suelo, se puso en pie y empezó a andar de un lado para otro por el pequeño despacho con las manos embutidas en los bolsillos del pantalón—. Pero saben lo de los anillos y lo de la falsa ceremonia de matrimonio. Para mí, eso ya es demasiado. —Se volvió unos instantes hacia Tartaglia, con gesto de dolor—. Además, le han puesto un apodo: «El novio», ¿qué te parece?
—Así es como el asesino firmó el último correo electrónico.
—Exactamente, lo cual implica que han hablado con alguien que ha visto los mensajes. Tenemos más fugas que un colador.
Cornish se detuvo delante del espejo de Clarke y se hizo un retoque insignificante en el nudo de su corbata de seda azul celeste. Al ver aquel gesto, Tartaglia estuvo a punto de esbozar una sonrisa. Cornish no podía dejar de preocuparse por su aspecto ni siquiera en un momento como aquél.
—Ya sabe lo difícil que es ocultarle cosas a la prensa, señor. No es la primera vez…
—Incluso especulan con el número de víctimas —continuó Cornish impasible—. Se preguntan cuántos suicidios se habrán diagnosticado erróneamente y si no tendremos otro Shipman entre manos.
Cornish observó su reflejo en el espejo y se alisó suavemente el cabello lacio y cano con la palma de la mano, como si intentara relajarse.
—Eso es ridículo.
—Claro que lo es. —Cornish giró repentinamente sobre sus talones, con gesto de desconcierto—. Estamos seguros de la tercera, ¿no es cierto?
Tartaglia asintió.
—La doctora Blake lo ha confirmado. Es bastante improbable que los resultados de toxicología revelen nada nuevo, pero le falta un mechón de pelo, de eso no hay duda, igual que a Gemma Kramer.
—Pero ¿cómo diablos han podido enterarse de lo de la tercera? Habéis exhumado su cadáver esta madrugada.
—Tal como le he dicho, señor, no es la primera vez que se produce una filtración.
Tenía que dejarlo claro aún a sabiendas de que Cornish no lo escuchaba.
Cornish sacudió la cabeza lentamente.
—Esto es exactamente lo que no quería que ocurriera. ¿Cómo pretenden que hagamos nuestro trabajo sometidos a tanta presión, como si nos estuvieran examinando bajo el microscopio, facilitándole todos los detalles a Fulanito o Menganito?
—¿Ha hablado con el departamento de prensa?
—Claro, pero no pueden hacer nada. El genio ha salido de la lámpara y no hay modo de volver a hacerlo entrar. Nuestro objetivo principal ahora es limitar daños. Estoy haciendo un resumen para los telediarios de la noche. —Hizo una pausa, se sumió en sus pensamientos unos instantes y luego se volvió hacia Tartaglia, girando sobre sus talones, con las manos metidas de nuevo en los bolsillos y gesto de incomodidad—. Escucha, Mark, la situación me obliga a hacerlo, espero que lo entiendas…
—¿A qué se refiere?
—Bueno, voy a tener que solicitarte que dimitas como inspector jefe.
—¿Qué? No puede culparme por esto.
Cornish frunció los labios.
—No lo hago. Pero la situación se nos está yendo de las manos y, con Trevor en el hospital, no me queda otra alternativa.
—Entonces ¿va a asumir usted el cargo?
Cornish negó con la cabeza y cruzó los brazos en gesto defensivo.
—No puedo. No tengo tiempo. Voy a mandar llamar a alguien con experiencia.
Tartaglia sintió una sacudida de ira y notó la sangre agolpársele en el rostro. Miró con dureza a Cornish, que parecía de repente avergonzado.
—Señor, yo tengo experiencia. Usted podría hacer las funciones de inspector jefe y ocuparse de la prensa. Y yo podría rendirle cuentas directamente a usted.
—No puedo hacerlo, Mark. Nos enfrentamos a un asesino en serie. La noticia es una bomba y debo asegurarme de no dejar ningún cabo suelto.
—He trabajado en dos casos de asesinos en serie en los últimos dos años, ambos resueltos con éxito.
—Lo sé. Pero era Clarke quien dirigía el equipo.
Con los puños apretados tras la espalda y las uñas clavadas en las palmas, Tartaglia sacudió la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
—Trabajamos juntos. Clarke se lo confirmaría si estuviera aquí.
Cornish forzó una sonrisa.
—Escucha, Mark, no lo pongo en duda. Eres un profesional excelente. Por eso te ascendí a inspector jefe.
—Sí, y también soy yo quien ha descubierto que hay un asesino en serie por ahí suelto. Puedo ocuparme de la investigación. No tiene que mandar venir a nadie de fuera.
—Pero tengo que hacerlo, por lo que ha ocurrido y porque ahora las cosas están más… —Cornish hizo una pausa mientras buscaba la palabra exacta y se encogió de hombros en ademán de disculpa— … complicadas, digámoslo así, y han cobrado una mayor prominencia. La situación es muy delicada, ¿no te das cuenta? Necesito a alguien con mucha experiencia en este ámbito en Barnes para que asuma el control de todo.
—Insisto en que yo podría informarle a usted —continuó Tartaglia casi a gritos—. Ya se ha procedido antes así.
Cornish parpadeó y masculló entre dientes:
—Ya te lo he dicho, no tengo tiempo.
«Ni experiencia», pensó Tartaglia con amargura. Ahí estaba el quid del asunto. Los demás superintendentes de Hendon no se lo pensarían dos veces, asumirían el control y dejarían a Tartaglia como inspector jefe. Pero Cornish no. No se sentía lo bastante seguro, tenía miedo a fracasar. Era totalmente injusto. Aquélla debería haber sido la oportunidad de Tartaglia, un importante peldaño en el camino para convertirse en jefe de departamento. Había hecho todo el trabajo preparatorio. Había descubierto el tema de las otras niñas. Y ahora, sólo porque Cornish no estaba a la altura, iba a llegar otra persona y quitarle la primicia.
—¿En quién ha pensado? —preguntó Tartaglia, mientras reprimía sus ganas de pegarle un puñetazo.
Cornish respondió en voz baja.
—En la jefa de departamento Carolyn Steele. Quizá ya la conozcas.
Carolyn Steele. Nunca había tratado directamente con ella, pero la conocía de vista. No había muchas jefas de departamento al mando de equipos de homicidios, al menos no con aspecto decente. Calculó que Steele tendría cuarenta y pocos años, era bajita y tenía un cuerpo bien contorneado, de complexión atlética, con el pelo moreno, la tez tan pálida que parecía resplandecer y unos ojos verdes asombrosos. Llevaba un tiempo trabajando en Hendon y se había forjado una buena reputación, aunque eso no hacía sino empeorar las cosas. Antes de eso, Tartaglia creía que había dirigido uno de los equipos de homicidios establecidos en el este de Londres. Lo asaltó un nuevo pensamiento que lo enfureció aún más.
—¿Cuándo lo ha decidido? ¿No ha sido hoy, me equivoco? No está haciendo esto sólo por la filtración.
Cornish meneó la cabeza, esquivando la mirada de Tartaglia, y empezó a tirar de un hilillo que salía de la manga de su chaqueta.
—En cuanto estuvo claro que nos enfrentábamos a un asesino en serie supe que tenía que actuar. Como ya te he dicho, estoy muy ocupado. Es una lástima que no se haya podido proceder de una forma gradual.
Antes de que Tartaglia tuviera tiempo de responder, llamaron a la puerta y Carolyn Steele asomó la cabeza.
—Me han informado de que los encontraría aquí, señor —le dijo a Cornish—. ¿Todo listo?
Cornish asintió.
—Entra, Carolyn. Éste es Mark Tartaglia.
Steele cerró la puerta a sus espaldas y se volvió con brusquedad hacia Tartaglia. Le tendió una mano menuda y firme, fría al tacto, mientras lo estudiaba de un modo que lo enervó al instante.
—Hola, Mark. Estoy ansiosa por trabajar contigo. Tenemos entre manos un caso interesante.
Capítulo 11
Carolyn Steele estaba sentada en el despacho de Clarke leyendo el expediente. Tartaglia le había expuesto un informe pormenorizado y, hasta el momento, ella no había encontrado tacha en la investigación ni en las conclusiones que había inferido. Antes de trasladarse, había pedido referencias de él a varias personas en Hendon. Tartaglia era un hombre con buena reputación, aunque se lo consideraba afín a Clarke, o sea, un tanto obstinado. Sin embargo, al entrar en aquel despacho claustrofóbico y conocerlo, los calificativos que a ella le vinieron a la mente fueron los de arrogante y petulante. El aire apestaba a engreimiento y la animosidad en los ojos de Tartaglia era casi cegadora. A Carolyn la había desconcertado la vehemencia de su reacción. Al fin y al cabo, ella no hacía más que acatar órdenes. No era culpa suya que la hubieran lanzado en paracaídas sobre la cabeza de él.
Tal vez le molestara que fuera una mujer. Quien pensara que el sexismo en la policía urbana era algo del pasado es que no se enteraba de nada. Quizá Cornish no había preparado bien el terreno o, aún peor, tal vez había dicho algo deliberadamente para debilitarla. «No sería la primera vez», pensó, al recordar una investigación anterior en la que su superior se había dedicado a envenenar las aguas sin más. Cornish había parecido aún más incómodo de lo habitual y se había escabullido del despacho para regresar a Hendon casi de inmediato, como si se sintiera avergonzado o tuviera algo que ocultar. Carolyn nunca había trabajado directamente para él y su comportamiento le resultaba incomprensible. Quizá fuera de esas personas a las que les gusta arrojar la piedra y esconder la mano.
Había sido especialmente incómodo solicitarle a Tartaglia que desalojase el despacho de Clarke, otra bofetada en la cara, pero no quedaba más alternativa, pues las instalaciones en Barnes estaban más hacinadas y desvencijadas de lo que a ella le habían inducido a creer, y no cabía ni un alfiler. Había cometido el error de estacionar el coche en el pequeño aparcamiento subterráneo del edificio, antes de que le informaran que era de uso exclusivo para la brigada antirrobos de la segunda planta. Tenía que probar suerte como los demás, batallar por una plaza en el patio trasero al aire libre, a riesgo de acabar bloqueando el coche de otra persona y tenerle que dejar una nota. Por primera vez pensó con un atisbo de cariño en el cubo de vidrio que era su oficina de Hendon. Esperaba no tener que ausentarse durante demasiado tiempo, aunque, con un caso como aquél, todo era posible.
Había dejado a Tartaglia y a su equipo a cargo de la investigación de Gemma Kramer, recabando información sobre el pasado de la muchacha, comprobando los registros telefónicos, los lugares que visitaba a diario y la gente a la que veía, e intentando encontrar un vínculo con las otras víctimas. Gary Jones, el otro inspector, y sus subalternos hacían lo propio con Laura Benedetti y Ellie Best. Por desgracia, el equipo de Clarke contaba con menos recursos de los que Cornish le había participado y sólo tenía dos inspectores, en lugar de los tres habituales, por no hablar de las carencias en las filas inferiores. La falta de recursos era algo que se extendía a toda la policía metropolitana. Y las justificaciones para ello, como es de prever, eran las de siempre: varios miembros del equipo habían solicitado un traslado y su puesto seguía vacante, uno estaba de baja por enfermedad crónica, otra de baja por maternidad y otro debía incorporarse a la unidad en breve. Pero con un caso entre manos tan complejo como aquél, aquello no ayudaba en nada. No era la primera vez que Carolyn se preguntaba si no le habrían entregado un cáliz envenenado.
Comprobó la hora en su reloj. Cornish acabaría de concluir la sesión informativa para los medios de comunicación. La oficina de prensa le había conseguido a Carolyn un espacio de última hora en el programa Crimewatch2 del día siguiente. Era consciente de que probablemente los telespectadores los inundarían a llamadas telefónicas, todas las cuales deberían investigarse, tanto si resultaban útiles como si no, con la consiguiente inversión de tiempo y personal. Pero no quedaba más alternativa. Apenas disponían de datos. Necesitaban urgentemente más información. Una vez las llamadas empezaran a entrar, sería fundamental acotar el campo de estudio en la medida de lo posible. Tenía que mandar llamar a un experto en perfiles psicológicos.
Como de costumbre, ninguno de los dos expertos que trabajaban en plantilla para la policía londinense estaba disponible. Echó un vistazo al puñado de nombres adicionales contenidos en el registro aprobado por la Facultad de Criminología Nacional y comprobó que algunos le sonaban familiares. Pese a ello, era poco probable que pudiera darse el lujo de escoger. Necesitaba la información cuanto antes, pero sabía que sería peliagudo encontrar a alguien con disponibilidad inmediata. Los expertos en la materia estaban diseminados por todo el país y normalmente se encontraban enfrascados en asuntos académicos o clínicos. Sabía por experiencia que uno podía esperar semanas, incluso meses, antes de recibir una opinión y que, cuando ésta llegaba, ya no tenía utilidad alguna.
Había un nombre en aquel listado que no cesaba de atraer su atención. Intentó evitar mirarlo, pero era incapaz de resistir la tentación. Era la solución más evidente. Vivía en Londres y, si había alguien dispuesto a hacerle un favor y dejarlo todo por ella, ése era él. ¿Debía pedírselo? ¿Era sensato? Probablemente no. Descalza, con los pies enfundados en los calcetines y apoyados en el borde del cajón del escritorio, sopesaba los pros y los contras girando lentamente de lado a lado en la vieja silla de Clarke, que no dejaba de chirriar. No, no era sensato, pero no había nadie más a quien recurrir. Además, era justo lo que necesitaban. Ya se atendría después a las consecuencias. Bajó los pies al suelo, buscó a tientas los zapatos, estiró el brazo, tomó el auricular del teléfono y marcó su número. Era inquietante que aún lo recordase de memoria.
—Es un caso insólito, ¿no crees? —preguntó Steele, fingiendo concentrarse en su limonada amarga y dando vueltas a los cubitos de hielo en el vaso mientras estudiaba por el rabillo del ojo la reacción del doctor Patrick Kennedy.
A pesar de que Kennedy se esforzaba por fingir que tenía un interés superficial en lo que le había explicado, Steele sabía que estaba intrigado. La divertía que, pese a sus extensos conocimientos en psicología, Patrick fuera a veces tan transparente e ingenuo. Lo miró y le sonrió con dulzura.
—Como intuirás, pensé en ti por el libro sobre asesinos en serie que estás escribiendo. Me pareció que el caso podría interesarte, de modo que no he hablado de ello con nadie más.
—Te lo agradezco —comentó él, con una sonrisa sincera en su rostro aniñado, tras darle un sorbo a su Sauvignon Blanc—. Únicamente me has dado un perfil somero, pero eso me basta para percibir que se trata de un caso con multitud de aspectos fascinantes.
Estaban sentados en la parte posterior de un bar semivacío de South Kensington, a la vuelta de la esquina del edificio de la Unidad de Psicología Forense en el que trabajaba Kennedy, integrado en la Universidad de Londres. Kennedy era conocido en el entorno de la policía londinense, de modo que ella había sugerido que se encontraran en algún punto cercano a su puesto de trabajo en lugar de en Barnes, puesto que no quería que nadie de su nuevo equipo los viera juntos hasta que se sumara oficialmente al proyecto. Ahora lamentaba haber dejado la decisión en manos de él. A pesar de haber caído ya la tarde, aún flotaba en el ambiente un denso olor a fritanga y humo de tabaco del mediodía. El pelo y la ropa le apestarían si seguían mucho tiempo allí. Esperó que no fuera así.
Kennedy tenía buen aspecto, como siempre. Vestía con aire informal, para variar, con una cazadora de piel, camisa y tejanos. Apenas si tenía una arruga en el rostro y su denso cabello castaño ondulado no presentaba ni una sola cana. Aunque acababa de cumplir los cuarenta, según los breves datos biográficos incluidos en su página web, que Carolyn había vuelto a visitar ese mismo día por la mañana, podía pasar perfectamente por uno de sus estudiantes de doctorado. Había sido un golpe de suerte tropezar con él la semana anterior en la comisaría de Peel, en Hendon, antiguo lugar de trabajo de Steele. Kennedy acababa de impartir una conferencia en la Academia de Criminología de la policía londinense sobre análisis de investigación de conducta, la nueva terminología de moda para designar la confección de perfiles psicológicos. Intentaba dirigirse a una de las cantinas de aquellas instalaciones inmensas y carentes de toda coherencia lógica, pero se había perdido. Había transcurrido un rato hasta que por fin se tropezaron y Patrick se había mostrado dubitativo, casi avergonzado, algo poco usual en él, al invitarla a tomar un café juntos. Carolyn llegaba tarde a una reunión y habían acordado quedar para tomar una copa en breve y ponerse al corriente de sus vidas. Él le había dejado un par de mensajes en el contestador unos días después, proponiéndole un par de citas, pero, por precaución, Carolyn decidió no devolverle las llamadas. Pese a ello, no daba la impresión de que se lo tuviera en cuenta.
—¿Qué me dices, Patrick? ¿Crees que tendrás tiempo para echarle un vistazo?
Lo miró a los ojos para intentar calcular su reacción. Él frunció los labios y le dio un largo trago a su vino, tras hacerlo girar en la copa. Era consciente de ser la mejor baza de Carolyn con tan poco tiempo de antelación. Sabía que nadie podría hacerle un hueco de inmediato. Pero también sabía que no era propio de ella pedir favores personales. Supuso que no le quedaba más opción; necesitaba una opinión sin más demora. Además, no era frecuente que se produjeran casos de esa naturaleza. No podía negarse. Depositó el vaso en la mesa, se encogió de hombros y contestó:
—Ahora mismo estoy muy ocupado, pero dame los detalles.
—Entonces, ¿vas a ayudarnos? —preguntó Carolyn, ansiosa por acelerar los trámites, llegar a un acuerdo con él y salir de estampida de aquel lugar apestoso.
—Por lo poco que me has explicado, no puedo negarte que me intriga. Ahora bien, tendría que hacer malabarismos para encajarlo en mi agenda…
Dejó la frase colgada y la estudió atentamente de un modo que de repente le pareció íntimo y la hizo sentir incómoda. Le daba la sensación de que quería decirle algo, pero ella esperaba que no aludiera a lo que había ocurrido entre ellos en el pasado. Patrick asintió lentamente y sonrió.
—Me alegro de que me lo hayas pedido, Carolyn, y también de volverte a ver, aunque no me devuelvas las llamadas.
—¿Y bien? —preguntó ella pasando por alto el comentario—. ¿Piensas ayudarme?
Patrick asintió de nuevo.
—Sí, creo que podré apañármelas. Es una pena que la prensa haya destapado la noticia tan pronto y que la fuente parezca ser tan precisa. Sin embargo, tengo la impresión de que eso podría favorecernos.
—¿Por qué?
—Porque nos da cierto margen. El reptil tendrá que meterse bajo tierra durante un tiempo. Ninguna virgen con tendencia a ruborizarse va a desfilar hasta el altar junto a él en estos momentos, ¿no crees? ¿Cuándo puedo ver el expediente?
—Mandaré que te envíen una copia de inmediato —respondió Carolyn; garabateó la dirección de Barnes en el dorso de una tarjeta de visita y se la entregó—. Aquí es donde trabajo por el momento.
Mientras se ponía en pie, Patrick la agarró del brazo.
—¿Tanta prisa tienes? ¿Por qué no te quedas y te acabas la copa?
Carolyn le sonrió, pero negó con la cabeza.
—Tengo que irme. Se estarán preguntando por dónde ando. Nos vemos mañana por la mañana. A las ocho en mi despacho. ¿Te va bien?
Patrick le devolvió la sonrisa, pese a que parecía decepcionado, y la saludó a lo militar.
—A sus órdenes, señora. Como tú mandes. Como siempre.
A primera hora de la mañana, Tartaglia se dirigía por el pasillo hacia el despacho que volvía a compartir con el inspector Gary Jones. De camino a la comisaría había comprado un bocadillo de beicon y una taza de capuchino bien cargado en una tienda cercana y ansiaba hincarle el diente sentado a su mesa sin que nadie lo molestara antes de la reunión informativa matinal. Jones no entraba hasta la hora de comer y tendría espacio para estar a solas, para variar. Cuando se acercaba al despacho de Clarke oyó voces y risas procedentes de su interior. La puerta estaba entreabierta y vio a Steele sentada tras el escritorio, hablando con alguien a quien no se veía. Al pasar frente al despacho, Steele volvió la cabeza y sus miradas se cruzaron.
—Mark, ¿estás aquí? ¿Puedes entrar un minuto?
Tartaglia empujó la puerta y, al abrirse, se encontró con un individuo que le resultaba familiar enfundado en un traje de aspecto caro y apoyado con naturalidad en el alféizar, junto a Steele. El tipo le sonrió.
—Eh, Mark. ¿Qué tal te va?
Maldita sea. Era el doctor Patrick Kennedy. El experto en perfiles psicológicos que había estado a punto de echar por la borda el caso Barton. Receloso, Tartaglia aguardó en el vano de la puerta a que Steele dijera algo.
—Patrick me estaba contando que trabajasteis juntos en otro caso.
Kennedy seguía sonriendo.
—Sí, Mark y yo somos viejos amigos.
—Patrick nos va a ayudar —explicó Steele, al parecer sin saber que no era una buena idea.
Tartaglia se vio incapaz de articular ni una palabra y por toda respuesta miró a Kennedy con dureza. No había cambiado en absoluto. Acicalado y petulante, con su densa mata de pelo, una cantidad indecente para un hombre hecho y derecho, en opinión de Clarke, en quien la alopecia empezaba a causar estragos, Kennedy parecía más el invitado a un concurso que un catedrático, y desentonaba sobremanera en el contexto del despacho lúgubre y cochambroso de Clarke. ¿Habría contratado Steele a Kennedy? ¿O habría sido decisión de Cornish, cosa que no le sorprendería en absoluto?
—Patrick necesita ver los lugares en los que murieron las niñas —añadió Steele—. ¿Podrías hacerle una visita guiada?
—Pues la verdad es que esta mañana tenía previsto hablar con la familia de Marion Spear —contestó con la máxima ecuanimidad de la que fue capaz.
—Delégalo en otra persona. Ahora Patrick forma parte del equipo y tú eres el más indicado para ponerlo al corriente de todo.
—No tengo coche —se justificó Tartaglia, a sabiendas de que se trataba de una excusa barata, sin embargo no se le ocurrió nada mejor.
Kennedy sacó un juego de llaves del bolsillo de su americana y las hizo sonar para Tartaglia.
—Vayamos en el mío. Yo conduzco y tú me haces de copiloto. Puedes ponerme al día de camino.
Tartaglia, que cada vez se sentía más impaciente y enfadado, se sentó en el asiento del copiloto del Morgan de color verde oscuro antiguo propiedad de Kennedy, que estaba aparcado frente a la iglesia de Saint Sebastian, escenario del asesinato de Gemma Kramer. Hacía más de tres cuartos de hora que Kennedy estaba inspeccionando el lugar. Había poco que ver en aquella iglesia y Tartaglia estaba convencido de que estaría dilatando su incursión en una exhibición patética de poder. La radio del coche no sintonizaba diales, porque habían arrancado la antena, y lo único que Tartaglia encontró fueron cintas de las bandas sonoras de El fantasma de la ópera y Los miserables; pensó que ambas le resultarían torturadoras. Aparte de realizar llamadas innecesarias o jugar al solitario en su móvil, no tenía nada que hacer. Quizá debería haber entrado en la iglesia con Kennedy, pero ya estaba harto de su presencia y de sus comentarios relativos al caso.
Kennedy le ponía los nervios de punta. Era un tipo interesado, arrogante y seguro de sí mismo hasta el paroxismo. Poco antes habían topado con un reducido grupo de fotógrafos y periodistas que montaba guardia a las puertas del aparcamiento de Barnes y, en lugar de ignorarlos y largarse en su coche como habría hecho cualquiera con dos dedos de frente, Kennedy se había detenido, había bajado la ventanilla para charlar con ellos y había saludado con la mano alegremente a una estrella del celuloide que vivía cerca y había salido a pasear al perro. Tanto daba si aquel actor sabía quién era Kennedy; la prensa estaba encantada. Un periodista le preguntó si iba a trazar el perfil psicológico para el caso de El Novio. Kennedy le guiñó un ojo y le sonrió enigmáticamente con un «sin comentarios» que cualquier profesional decente interpretaría como una confirmación rotunda. Al recordar cómo Kennedy había buscado la publicidad en el caso Barton, Tartaglia se preguntó si no habría dado algún chivatazo a la prensa. Tanto daba, la fotografía del idiota de Kennedy aparecería impresa en todos los diarios de la tarde. Le resultó divertido imaginar qué pensaría de ello Cornish, que detestaba la publicidad.
En el exterior, la temperatura era de sólo unos grados positivos y Tartaglia se había visto obligado a poner en marcha el motor para mantenerse caldeado y evitar que las lunas del coche quedaran cubiertas de escarcha. Aun estando parado, el vehículo hacía ruido y emitía un humo blanquecino a través del tubo de escape. A pesar de la pintura resplandeciente y los adornos cromados, parecía estar en las últimas. A duras penas, sin dejar de dar sacudidas, había conseguido cubrir el recorrido entre las dos iglesias de Londres donde habían fallecido las otras dos muchachas. Cada vez que Kennedy cambiaba de marcha, emitía unos alarmantes chirridos y había estado a punto de calarse en el aparcamiento en el que Marion Spear se había precipitado al vacío. Sin duda debía de pasar gran parte del tiempo en un taller de reparaciones carísimo, pues a Tartaglia le costaba imaginarse a Kennedy con el capó abierto y ensuciándose aquellas manos suyas con una manicura impecable.
Por encima del ruido del motor, Tartaglia oyó cantar a alguien. Al levantar la vista vio a Kennedy que avanzaba a paso lento por el sendero de la iglesia en dirección al coche, balanceando su maletín adelante y atrás como un niño con un yoyó nuevo.
—Vayamos a comer algo. Me muero de hambre —dijo Kennedy con tono alegre, mientras entraba por la puerta del conductor y entregaba su maletín a Tartaglia para que se lo sostuviera.
Se acomodó en el asiento de cuero y puso la primera marcha. Intentó arrancar, pero el coche dio una sacudida y se ahogó. Gruñó.
—Este coche es como las mujeres, puro temperamento.
Tartaglia lo miró de hito en hito.
—¿Cómo las mujeres?
Kennedy dio unos golpecitos al volante y sonrió mientras intentaba volver a encender el motor.
—Sí, mi motor se llama Daisy. Mark, ésta es Daisy —dijo, señalando con una mano en dirección al sensacional capó del coche como si estuviera realizando una presentación formal.
Tartaglia cerró los ojos unos instantes y sofocó un gruñido.
—Tenemos que regresar a Barnes —comentó al tiempo que intentaba pasar por alto los retortijones de hambre que notaba en el estómago.
Eran casi las dos del mediodía y no había comido nada desde primera hora de la mañana, pero prefería morir de inanición a pasar otra hora más en compañía de Kennedy.
—Tengo que comer algo —contestó Kennedy con una insistencia propia de alguien que no está acostumbrado a saltarse comidas—. Estoy seguro de que Carolyn lo comprenderá si no regresamos de inmediato. Conozco un bar de tapas decente justo a la vuelta de la esquina. Lo añadiré a las dietas —agregó, como si eso fuera lo que contara.
Volvió a meter la marcha en el coche y se alejaron de la acera a trompicones.
Carolyn. No era la primera vez que Kennedy había dejado caer su nombre de pila en la conversación, como si quisiera dar a entender algo. Steele también había utilizado el nombre de pila de Kennedy y daba la sensación de que se conocían bien, algo que a Tartaglia había ido molestándolo cada vez más conforme transcurría la mañana.
El bar de tapas se encontraba en una pequeña hilera de comercios situada frente a Ealing Green. Kennedy parecía ser un cliente apreciado, a juzgar por el cordial saludo del español que regentaba el local, que lo recibió como a viejo amigo al que hacía tiempo que no veía y les ofreció bebidas por cuenta de la casa. Tartaglia se sintió un tanto grosero pero insistió en que sólo quería un vaso de agua del grifo, mientras que Kennedy aceptó una buena copa de Rioja. A Tartaglia no le disgustaba beber algo durante la comida, pero temía bajar la guardia y achisparse en compañía de Kennedy. Mientras aguardaban las dos raciones de tapas variadas, Tartaglia buscó un cigarrillo en el bolsillo de su chaqueta para relajarse y llenar el silencio. Al sacar su mechero y un paquete de Marlboro, Kennedy sacudió la cabeza y, con una sonrisa, señaló el pequeño cartel de «PROHIBIDO FUMAR» que había en la pared, justo detrás de Tartaglia. Con una ira contenida, Tartaglia cerró el paquete y bebió un trago de agua. Aquello le parecía una hipocresía, dada la inclinación de la mayoría de los españoles a fumarse un buen puro en cualquier lugar y a cualquier hora del día. Pero puritanos los había en todas partes, pensó. Dentro de poco, cuando la prohibición de fumar entrara en vigor, aquella situación sería moneda corriente, y los idiotas gazmoños como Kennedy camparían a sus anchas.
—¿No te interesa conocer mi opinión? —preguntó Kennedy.
—Por supuesto —contestó Tartaglia, muy educado. No le importaba escucharla. Steele obtendría un informe completo una vez regresaran a Barnes, y tal vez no estuviera de más estar preparado—. Lo que ocurre es que sé que a los expertos os gusta tomaros vuestro tiempo y analizar hasta el más mínimo detalle antes de plantear una hipótesis.
Kennedy se repantigó en su silla.
—Claro, claro. Por ahora sólo tengo los detalles más superficiales. Pero puedo improvisarte algunos comentarios… que podrían serte de ayuda. He pasado en vela toda la noche leyendo el expediente, y debo decir que es un caso fascinante.
Arqueó las cejas en gesto enigmático, a la espera de algún tipo de aliento.
Tartaglia se armó de valor.
—Cuéntame, ¿qué has descubierto hasta el momento?
Kennedy tomó aliento y guardó silencio un instante, como si quisiera medir muy bien sus palabras. Tartaglia no había olvidado aquella costumbre suya. Antes ya le había parecido una impostura y seguía pareciéndoselo, pero no dijo nada. Transcurridos unos momentos, Kennedy se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y enlazó las manos.
—Bueno, el que haya elegido iglesias me parece un aspecto de especial interés.
—¿Qué me dices entonces del aparcamiento?
Kennedy sacudió la cabeza.
—Creo que podemos olvidarnos de ese caso. No encaja en absoluto.
—Sin embargo, Marion Spear murió precipitándose al vacío como las demás, y ocurrió justo a la vuelta de la esquina de donde Gemma Kramer fue asesinada. En mi opinión, eso exige una investigación más pormenorizada, ¿no crees?
—¿Para qué? —preguntó Kennedy con un encogimiento de hombros.
—Esperaba que tú me lo dijeras, doctor Kennedy. Tú eres el dechado en imaginación.
Kennedy sonrió.
—Querrás decir en conocimientos psicológicos. Piensa en Cenicienta. Si el zapato no encaja, por mucho que se lo pruebe, no le cabrá.
Tartaglia apartó la mirada un instante, en un intento por reprimir las ganas de abofetearlo. El hecho de que Kennedy se tomara la licencia de descartar la muerte de Marion Spear de forma tan categórica confirmó sus peores presagios. Kennedy se había equivocado en el pasado y probablemente volviera a hacerlo. Incluso antes de escuchar su hipótesis, Tartaglia había decidido seguir investigando lo ocurrido con Spear, al menos hasta dar con pruebas suficientes para dejarla fuera del caso. Había logrado hacerse con el número de teléfono de su madre y, dijera lo que dijera Kennedy, tenía previsto llamarla tan pronto regresaran a la oficina. Lo único que esperaba es que Kennedy no intentara fastidiarle el caso con Steele.
—Creo que merece la pena estudiarlo —opinó con voz firme, clavando la mirada en Kennedy—, Eso es todo.
Kennedy sacudió la cabeza.
—Es como buscar la cuadratura del círculo. No merece la pena perder el tiempo en ello.
Tartaglia volvió a desviar la mirada y observó al encargado tomar lo que parecía su comida de las manos del estúpido camarero que había tras la barra. «Siéntate, escucha y no discutas», se dijo para sus adentros mientras el encargado trajinaba con sus surtidos de tapas. No merecía la pena arriesgarse a que estallara la Tercera Guerra Mundial.
—Volvamos a las tres víctimas confirmadas —sugirió Kennedy, mientras se llenaba el plato con lonchas de jamón y una porción bastante injusta de calamar en salsa de tomate sin esperar a Tartaglia. Dio un buen bocado al calamar y manifestó su aprobación—. El hecho de que todas fallecieran en iglesias tiene una relevancia especial para nuestro asesino. Llamémoslo Tom, aunque, por supuesto, ése no sea su nombre real —dijo y engulló otro trozo de calamar.
—¿No te parece pura parafernalia, una artimaña para atraer a las niñas y convencerlas de que están participando en una especie de ceremonia religiosa?
Kennedy negó con la cabeza y farfulló algo, aún con la boca llena.
—No. En realidad… creo que… significa algo especial para él… como una especie de signo de victoria frente a la Iglesia y el sistema en general. Estoy seguro de que creció en una familia religiosa y creo que lo que le atrae es la blasfemia. Es como una broma personal.
La hipótesis de Tartaglia era que Tom había elegido actuar en iglesias porque eran lugares que inculcarían a las muchachas una falsa sensación de seguridad. Sin embargo, la idea de Kennedy le pareció interesante y razonable. Se sirvió con la cuchara unas cuantas gambas al ajillo y aguardó a que Kennedy prosiguiera.
—Mira, tenemos tres muchachas, todas ellas de aproximadamente la misma edad —continuó éste, entre bocado y bocado—. Lo que debemos preguntarnos es por qué las escogió precisamente a ellas. ¿Por qué son vulnerables a su ataque? ¿Qué las convierte en posibles víctimas?
Tartaglia se encogió de hombros y se sirvió unas cuantas lonchas de jamón serrano y aceitunas.
—Dímelo tú.
Kennedy guardó silencio un instante, como si estuviera formulando su teoría.
—Evidentemente, la motivación es sexual. Tiene que ver con el control y el dominio. Esas pobres chicas son presas fáciles. Sin duda, el asesino cree que merecen morir. Aunque no abuse de ellas sexualmente, en realidad, matarlas, verlas morir, es una acción equivalente. Tal vez alcance el orgasmo al hacerlo, aunque yo me inclino a creer que es impotente.
—No se han encontrado restos de semen en las escenas del crimen.
—Eso no importa. Tanto si se masturbó mientras morían como si no, la motivación es sin duda sexual. Es como esos pervertidos que ven películas snuff, sólo que a él le apetece ver las muertes en directo. Y ahora se ha enganchado y quiere más. Posiblemente incluso empiece a engendrar una pequeña fantasía conforme perfecciona sus habilidades. Estoy seguro de que cree que es tan inteligente que no lo atraparán.
—¿De verdad? —preguntó Tartaglia con total sinceridad, mientras intentaba hacerse con el poco jamón que Kennedy había dejado en el plato.
Kennedy estaba escupiendo toda la palabrería habitual sobre asesinos en serie que puede encontrarse en cualquier libro superventas de un aeropuerto.
—Tiene agallas —añadió Kennedy, blandiendo su cuchillo en el aire como un puñal—. Eso se lo concedo. Se está arriesgando mucho exponiéndose a que lo pillen, pero posiblemente eso lo excite aún más. Se trata de un tipo muy meticuloso, alguien sosegado y metódico en todo lo que hace. Planifica los asesinatos hasta el último detalle. Además, es un buen comunicador y bastante culto, a juzgar por la redacción de sus mensajes. Los moldea en función de cada niña.
Aunque le molestara, Tartaglia estaba de acuerdo con Kennedy de nuevo, pero habría preferido que le asestaran un puñetazo en plena cara antes que reconocerlo.
—Quizá sí haya recibido una buena educación, pero ¿cómo puede ayudarnos ese dato a localizarlo? ¿Qué me dices de su edad, de su estrato social, de sus experiencias vitales, del pie que calza o de la talla de pantalones que lleva? A eso os dedicáis los expertos en trazar perfiles psicológicos. ¿Qué ves en tu bola de cristal?
—No seas gracioso, Mark. Tú y yo somos viejos amigos. Ambos podemos congratularnos de haber dado caza a Michael Barton.
Tartaglia sacudió la cabeza incrédulo.
—¿En serio crees que puedes congratularte realmente por el caso Barton?
—Por supuesto —respondió Kennedy, con una sonrisa insincera, mientras se limpiaba con la servilleta una mancha de tomate de los labios—. Sé que tuvimos nuestros desacuerdos, pero todos formábamos parte del equipo ganador que atrapó a esa serpiente —al apercibirse de la expresión de Tartaglia, se apresuró a añadir—: En todo caso, mejor no malgastar nuestras energías reviviendo el pasado. En lo que a este caso se refiere, necesitaré algo de tiempo para elaborar un perfil de Tom. Pero nos enfrentamos a un individuo muy distinto a Barton. Nuestro Tom es un psicópata clásico.
Tartaglia suspiró.
—Sí, sí. No siente remordimientos ni empatía con la víctima. Son sólo un medio para conseguir un fin y no es consciente de sus actos. Cuéntame algo que no sepa.
Kennedy forzó una sonrisa indulgente, como un profesor que intentara lidiar con un alumno indisciplinado.
—Bueno, a juzgar por sus correos electrónicos, diría que estudió en el instituto, posiblemente en una escuela privada. Eso nos ayudaría a acotar la búsqueda cuando tengamos a unos cuantos sospechosos.
—Es una teoría interesante —comentó Tartaglia con rotundidad.
Se acabó el jamón que quedaba y se sirvió un poco de ensalada de judías blancas mientras intentaba obviar la presencia de Kennedy y deseaba secretamente haber pedido una copa de vino para sobrellevar mejor aquel trago.
—El problema son los recursos, como siempre, ¿no es cierto? —continuó Kennedy—. Cuando Carolyn aparezca en Crimewatch esta noche, os van a inundar a llamadas. ¿Sabes lo que eso significa? Manejaréis demasiada información, en su mayoría inútil, y no dispondréis de suficientes efectivos ni horas del día. Vais a tener que estrechar vuestra búsqueda. Ya te lo he dicho, no malgastes tiempo en esa joven del aparcamiento —dijo, advirtiendo con un dedo a Tartaglia mientras le dedicaba una sonrisa cómplice—. Te conozco. No has tirado la toalla con ella, ¿verdad? Te aconsejo que te limites a las tres niñas y descubras qué es lo que tienen en común, cómo Tom se puso en contacto con ellas.
—Eso es precisamente lo que estamos intentando —contestó Tartaglia, cogiendo una cucharada de judías y procurando evitar que Kennedy lo irritara aún más.
—Tiene que haber similitudes —subrayó Kennedy. Se bebió el vino de golpe y alzó la copa vacía en el aire hasta que consiguió captar la atención del encargado—. ¿Te apetece una? —preguntó a Tartaglia, mientras el encargado se acercaba con la botella en la mano.
Tartaglia negó con la cabeza.
—Tú tampoco deberías beber más. Tienes que conducir.
—Venga, alegra esa cara, Mark. Por una copa más no va a pasar nada. Soy un tipo corpulento. Puedo permitírmelo.
Kennedy se dio unos golpecitos en el torso con satisfacción mientras observaba al camarero llenarle la copa hasta el borde. Cuando éste se alejó, Tartaglia no pudo contenerse más.
—¿Sabes que Tom va a volver a intentarlo, no es así? Estoy seguro de que tiene a varias víctimas en perspectiva.
—Espera un minuto —lo atajó Kennedy, echándose en su plato los restos de las tapas—. Con toda esa publicidad, ¿qué niña en su sano juicio quedaría con él?
Tartaglia dejó caer con estrépito el cuchillo y el tenedor en su plato.
—Pero es que esas niñas no están en su sano juicio. Por eso son presas tan fáciles.
—De momento lo hemos eliminado. En estos momentos, nadie se va a tragar esas patrañas del suicidio.
—¿Y qué crees tú que va a hacer? ¿Darse por vencido y retomar su trabajo de todos los días? Es un camaleón. Se adaptará a las nuevas circunstancias. Tom disfruta matando. Y va a tener que colmar su necesidad otra vez, como sea, aunque tenga que cambiar su juego.
—Todo el mundo sabe que los asesinos en serie son animales de costumbres.
—Sí, pero éste es más listo que los demás. Piénsalo bien. Esas jovencitas no significan nada para él, le resultan presas demasiado fáciles. Pronto querrá algo que le suponga un mayor desafío. La publicidad que le ha dado la prensa tal vez actúe de catalizador.
—Si estás en lo cierto, eso nos da ventaja. Tal vez cometa un error.
—Ojalá que así sea. Pero me temo que no vamos a tener que esperar mucho para comprobarlo.
Capítulo 12
Tom miraba el televisor con una sonrisa en los labios. La inspectora jefe Carolyn Steele estaba saliendo airosa de la situación: con voz ronca y el tono preciso de gravedad mezclada con emoción hacía un llamamiento a los posibles testigos de los asesinatos. Era una lástima que hubiera decidido llevar una chaqueta tan masculina y una blusa blanca lisa. No le sentaban bien. Quizá pensara que le infundían respetabilidad, pero, si ése era su objetivo, habría sido mejor ir de uniforme. Además, ver a una mujer de uniforme tiene un componente muy estimulante. Por un instante se imaginó a Carolyn desabrochándose lentamente los botones y quitándose la ropa capa a capa al son de la música, hasta llegar a las medias y los ligueros y un escaso sujetador negro y un tanga.
Se acordó de súbito de una despedida de soltero a la que había acudido unos años atrás. Había tres bailarinas de striptease vestidas de agentes de policía con esposas y porras, dos rubias de bote y una morena, tres fulanas de pacotilla que habían superado con creces su fecha de caducidad. Tras quitarse la ropa entre ovaciones indiscriminadas de borrachuzos, la morena se había ido derechita hacia él, había restregado su cuerpo apestoso y resbaladizo por el sudor contra su regazo y le había preguntado si le apetecía algún servicio adicional. Intentó esposarlo a una silla, pero él se había zafado de ella apartándola de un empujón. Al caer al suelo, aquella tipeja se dio un golpe en la cara, comenzó a sangrar, se puso a chillar como una loca y los amenazó con llamar a la policía. Estallaron todos en carcajadas, incluso las otras dos putas. Pero, al final, se había visto obligado a darle a aquella fulana una buena propina para que se callara y lo dejara en paz. Durante varios días no logró quitarse el hedor de su perfume barato.
En cambio, Carolyn Steele no tenía nada de chabacana. Era una mujer con estilo, la clase de mujer que a él le gustaba. La forma en que su melena morena y lacia le enmarcaba el rostro la favorecía y, además, la maquilladora había hecho un trabajo excelente. Parecía una presentadora de televisión; estaba muy guapa.
La cámara dio paso a una reconstrucción de la escena del crimen. Una muchacha, en el papel de Gemma Kramer, se encontraba a las puertas de la iglesia de Saint Sebastian, hablando con un hombre vestido con un abrigo oscuro. Le llevó un par de segundos darse cuenta de que se suponía que el individuo en cuestión era él. ¡Debían de estar de guasa! Mientras que la chica tenía un parecido razonable con Gemma, aquel sujeto no se le parecía en nada. El pelo no era el suyo, ni la ropa ni la complexión. Ni siquiera el lenguaje corporal era similar al que él había empleado al hablar con Gemma. Además, él no había disfrutado al besarla. Aquellos estúpidos sabuesos andaban totalmente perdidos. ¿Acaso no entendían nada? Los detalles eran de vital importancia. Los detalles eran lo que importaba.
La cámara se retiró y encuadró una vista panorámica de la iglesia. Era tal como la recordaba, aunque nunca se había preocupado de admirarla desde esa perspectiva. Apareció en pantalla la fotografía de un primer plano de Gemma. Llevaba puesto el uniforme de la escuela y parecía más joven de lo que él recordaba. Al verla sintió un escalofrío de placer y recordó todo lo ocurrido.
Cerró los ojos, como si de ese modo pudiese no escuchar el monótono relato de los hechos, e intentó concentrarse. Lo daría todo por volver a vivir un momento tan exquisito como aquél. Imaginó a la Gemma de carne y hueso, tan real, y sintió que casi podía tocarla, olerla. Su larga melena castaña, el suave descenso de sus pómulos, su piel pálida y pecosa… Pronto se desvanecería de su memoria, se le borrarían los detalles y se perdería en la nada, como una fotografía vieja, y entonces ya no poseería ningún valor para él. Como había sucedido con anterioridad, necesitaría sustituirla por otra. Pero, por el momento, su recuerdo aún estaba fresco. En su pensamiento, Gemma lo miraba con sus ojos azul claro, le tendía la mano y lo invitaba a acercarse a ella. Él la tomaba entre las suyas y la sentía fría, pero Gemma seguía sonriendo, incitándolo. Al conducirla lentamente al lúgubre interior de la iglesia, sintió de nuevo que le hervía la sangre.
Capítulo 13
Donovan aparcó frente al apartamento de Tartaglia en Shepherd's Bush y apagó el motor. Había estado ocupada todo el día y apenas había puesto el pie en la comisaría. Sólo lo había visto un instante subiendo las escaleras al regresar de su excursión con Kennedy, justo cuando ella salía del edificio para seguir una pista que había vuelto a llevarlos a un callejón sin salida. Tartaglia se había detenido brevemente en el descansillo y le había esbozado en pocas palabras lo ocurrido con Kennedy. Habían acordado verse después del trabajo en el piso de él para tomar una copa y hablar sin interrupciones.
Pese a que ella aún no formaba parte del equipo de Clarke cuando se llevó a cabo la investigación de Barton, no podía evitar estar de acuerdo con Tartaglia: Kennedy parecía un hombre pagado de sí mismo. De alguna manera, los hacía sentir a todos como si estuvieran tratando con una estrella e Yvette Dickenson parecía particularmente impresionada; de hecho, le había pedido que le firmara un ejemplar de su último libro sobre perfiles psicológicos. Él había contemplado su creación con deleite, había mostrado su deslumbrante dentadura blanca al sonreír complacido y le había garabateado una dedicatoria con una caligrafía grande y de trazo arabesco, mientras Yvette lo observaba con ojos de colegiala, pese a estar embarazada. Donovan había sentido ganas de vomitar. Además, Kennedy parecía ajeno a todo el revuelo que estaba provocando, pues dedicaba todas sus atenciones a Steele. Donovan no entendía bien la naturaleza de la relación entre ambos, pero estaba convencida de que excedía el plano de lo profesional, pese a que Steele trataba a Kennedy más como a un viejo amigo que como a un amante. Quizá no fuera consciente de cómo la miraba Kennedy o tal vez no quisiera darse cuenta. Habría que observarlos muy de cerca.
Las luces rielaban a través de la grieta que había en la parte superior de las persianas del salón de Tartaglia, pero nadie respondió a la puerta tras sonar el timbre. Donovan lo telefoneó entonces a casa desde el móvil, pero saltó el contestador. Quizás había creído que no acudiría a su cita o había salido un momento a comprar un cartón de leche o a tomarse una copa solo. Pero estaba segura de que regresaría. No era la clase de persona que olvida una cita. Había empezado a lloviznar, de modo que decidió esperarlo en el coche. Encendió el motor para mantenerse caliente mientras oteaba la carretera que tenía delante.
Tartaglia le había parecido más nervioso de lo habitual cuando se había tropezado con él. Sin duda, las horas que había pasado con Kennedy habían influido en ello, pero Donovan tenía el presentimiento de que había algo más. La tensión entre él y Steele era palpable, como la atmósfera bochornosa previa a una tormenta. Aunque ambos se esforzasen al máximo por parecer educados y se hiciesen deferencias mutuas innecesarias, le recordaban a un par de perros con el pelo erizado, rondando al otro con cautela, a la espera de que estallara una pelea. Lo único que deseaba, por el bien de Tartaglia, es que se las apañara para no perder los estribos y no cometiera ninguna tontería.
Todo aquello era culpa de Cornish. Donovan no le recriminaba a Tartaglia que estuviera resentido; de hecho, nadie en el equipo de subalternos inmediatos de Tartaglia lo hacía. No había ninguna necesidad de mandar llamar a Steele. Pero Cornish no tenía agallas para supervisar el caso por sí mismo y dejar que fuera Tartaglia quien se ocupara de los procedimientos. El instinto de supervivencia era el lema de Cornish, y se había asegurado de que fuera el pescuezo de Steele y no el suyo el que estuviera en la bandeja. Si capturaban al asesino, él sería el que se llevaría los elogios. Y, si no lo hacían, daría un paso atrás y dejaría que las culpas recayeran en Steele. Donovan se preguntaba si Steele era consciente de ello y si había tenido capacidad de decisión en todo aquel asunto.
Aguardó unos minutos más. De hecho, estaba a punto de dejarle una nota a Tartaglia y marcharse cuando lo atisbo fugazmente bajo el haz de luz de una farola, al doblar corriendo por la esquina del otro lado de la calle. Salió del coche, cerró los seguros y se cobijó bajo el paraguas mientras lo observaba subir cansinamente por la acera en dirección a ella. Cuando la divisó, la saludó con la mano.
—Menos mal que he llegado tarde… —dijo ella, cuando Tartaglia le dio alcance al fin entre resuellos.
Tenía el pelo y el rostro empapados. Llevaba unos pantalones cortos de chándal, zapatillas deportivas y una camiseta blanca completamente pegada a la piel por el sudor. Donovan pensó que tenía un aspecto magnífico, incluso en aquel estado, y esperó que él no le leyera el pensamiento.
—Lo siento —se disculpó con la respiración todavía entrecortada, mientras se retiraba el pelo de la cara con la mano y estiraba las piernas—. He pensado que te retendrían y he salido a correr un poco. Me ayuda a aclararme el pensamiento.
Donovan lo siguió por el sendero que conducía hasta la puerta principal.
—¿No sería mejor que dejaras de fumar?
Él volvió la vista y sonrió, aún sin recobrar el aliento.
—¿Cómo tú, quieres decir? Esta mañana te he visto fumarte un pitillo rápido en el aparcamiento. Pensaba que ya lo habías dejado.
—No me sermonees. Ahora mismo necesito fumar. Mira, te he traído un regalo.
—¿Qué es? —preguntó él al ver la bolsa de plástico que Donovan sostenía en la mano mientras se hurgaba el bolsillo en busca de las llaves.
—Una cinta grabada con el llamamiento que han hecho esta noche a través de Crimewatch. He pasado por mi piso a recogerla. A pesar de lo que me has dicho antes, he creído que te gustaría verlo.
Tartaglia la fulminó con la mirada mientras entraban en la portería.
—Lo que siempre había deseado…
Abrió la puerta de su casa y la dejó pasar.
—Steele lo ha hecho muy bien. Ha sabido capear el temporal.
—Espero que al menos consigamos alguna pista —comentó Tartaglia mientras cerraba la puerta tras de sí—. Me voy a duchar. Si suena el teléfono, ¿me haces el favor de contestar? Podría ser Sally-Anne.
—¿Hay novedades?
—Caray, tenía que habértelo dicho. Me ha telefoneado antes para decirme que hace un par de horas que Trevor ha recobrado la conciencia.
—¡Genial! —exclamó ella con una sensación repentina de alivio—. ¡Qué buena noticia!
Tartaglia le sonrió.
—¿Sabes qué? Sally-Anne le puso Eminem a toda pastilla junto al oído y al cabo de diez minutos abrió los ojos.
Donovan soltó una carcajada mientras intentaba imaginarse la escena.
—Típico de Trevor. ¿Le ha gritado que baje la música?
—Es probable. Es la única chispa de luz en las últimas veinticuatro puñeteras horas. Sally-Anne me ha dicho que volvería a telefonear en cuanto averiguara cuándo me dejan visitarlo. —Le señaló el sofá mientras él se dirigía a la puerta que daba al pasillo interior—. Ponte música y acomódate. Creo que hay una botella de vino blanco decente abierta en el frigorífico, y algún tinto en el botellero que hay junto al fregadero. Seré rápido. Luego podemos pedir algo para cenar. Me muero de hambre.
Donovan dejó la cinta sobre la mesa de centro de vidrio y cromo, se quitó el abrigo y entró en la cocina, donde encontró una botella de Gavi italiano abierta en la nevera. Se sirvió una copa, se la llevó a la sala y examinó la extraordinaria colección musical de Tartaglia, que englobaba desde ópera italiana poco conocida hasta hip-hop. Finalmente escogió un disco antiguo de Moby, lo introdujo en el reproductor y se sentó en la cómoda butaca de cuero que había junto a la ventana.
Más relajada, estudió aquella estancia en busca del más mínimo rastro de presencia femenina. No había olvidado la escena en el despacho de la doctora Blake. Pero no detectó ninguna huella reveladora, ni rastro de algo interesante. Como siempre, el piso estaba ridículamente ordenado, sin ninguno de esos detalles caprichosos, inconscientes o deliberados, que había detectado en las casas del resto de sus colegas y amigos del género masculino. Todo tenía un sitio y una función, desde las largas hileras de DVD, CD y libros ordenados alfabéticamente en las estanterías hasta las definidas líneas de copas, vajilla, bebidas y alimentos en los armarios de la cocina. En comparación con la casa acogedora y abarrotada de cosas que ella compartía con su hermana, el piso de Tartaglia se le antojó aséptico. No había fotografías familiares, adornos personales, souvenires ni objetos con un valor sentimental de alguna relación particular. Y, conociéndolo, sabía que no es que a Tartaglia lo trajera sin cuidado crearse un hogar. Su austeridad era voluntaria.
Sin embargo, pese a que le resultaba extraño estar rodeada de tanto orden, le gustaban las paredes desnudas y blancas y la fotografía en blanco y negro de gran formato que colgaba sobre la chimenea. Era la única imagen en todo el salón. Se puso en pie, con la copa en la mano, y se acercó para examinarla más atentamente. Era simple pero evocadora. Una joven paseaba por una calle adoquinada bañada por el sol, con un mechón de cabello moreno revoloteándole por la cara. Parecía preocupada por algo, ajena al fotógrafo. Detrás de ella había una entrada enmarcada por un arco con un rótulo de neones que rezaba «Bar Toto» sobre ella y unas cuantas palabras que le parecieron escritas en latín talladas en la piedra. A juzgar por la ropa y los zapatos de la mujer, era una imagen de finales de los años cincuenta o principios de los sesenta. Le recordó a La Dolce Vita, la única película italiana que había visto en toda su vida. Dedujo que la imagen se había tomado en algún lugar de Italia, pero no tenía ni idea de por qué la había escogido Tartaglia, aunque era muy vistosa.
La contemplaba absorta, metiéndose en la escena e imaginando la historia que escondía, cuando sonó el teléfono. Respondió, con la esperanza de oír la voz de Sally-Anne al otro lado del hilo.
—Hola, ¿está Mark? —preguntó una mujer que tenía un ligero acento escocés.
—Se está duchando —contestó picada por la curiosidad; decididamente, no era Fiona Blake.
Se produjo una pausa.
—¿Tardará mucho?
—No lo sé. Acaba de venir de correr. Soy Sam Donovan. Trabajo con él —aclaró, como si algo en el tono de aquella voz la obligara a dar explicaciones.
—Ah —suspiró la mujer, con un ligero deje de decepción—. Soy Nicoletta, su hermana. ¿Me harías el favor de decirle que he llamado y que lo espero para comer este domingo? Díselo y dile también que no aceptaré excusas. John y los niños tienen ganas de verlo, y Elisa, Gianni y algunos amigos también vendrán. Está todo preparado.
Preguntándose cómo reaccionaría Tartaglia a aquella orden, Donovan colgó el auricular justo cuando éste reapareció, descalzo, con unos téjanos y una camisa holgada, con el cuello abierto, secándose el pelo con una toalla. Donovan le transmitió el mensaje.
—¡Joder! —se quejó él, arrojando la toalla al pequeño pasillo que conducía al resto del piso—. Llevo con la brigada de homicidios casi tres años y, le diga lo que le diga, Nicoletta sigue sin entenderlo. Por lo que a ella concierne, el caso le trae sin cuidado. El domingo es un día sagrado y nada puede obstaculizar una reunión familiar, ni siquiera que haya un cadáver en una morgue. Necesito una copa con urgencia.
Se dirigió a la cocina y regresó con la botella de vino y una copa llena. Se repantigó en el centro del sofá y suspiró sonoramente al tiempo que reposaba los pies en la mesilla.
—¡Vaya día más jodido! Ya sólo me falta que el idiota de Kennedy me dé órdenes. Todo se andará…
Parecía más castigado de lo que Donovan había apreciado antes; tenía unas ojeras tan oscuras que parecían moratones. A tenor de su densa barba, no se había afeitado al menos desde primera hora de la mañana. Tal vez lo único que necesitara fuera unas cuantas noches de dormir bien, aunque eso era poco probable en el futuro inmediato. Esperó que no le ocurriera nada más.
Volvió a sentarse, se descalzó y se inclinó hacia delante para darse un masaje en sus cansados pies.
—Así que Kennedy quiere que detengas la investigación de la muerte de Marion Spear.
Tartaglia asintió.
—En opinión del «experto», no encaja con el perfil de víctimas del asesino. Pero me importa un comino lo que él opine. Yo sigo creyendo que merece la pena investigar el caso.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Tengo una corazonada —dijo, llevándose el puño al corazón y luego al estómago—, algo que los idiotas pusilánimes como Kennedy no saben ni lo que es.
La sorprendió la intensidad de sus ojos negros. Nunca antes lo había visto así y no estaba segura de por qué se implicaba tanto en aquel caso. Tartaglia era un hombre instintivo, pero la idea del policía que resuelve un caso basándose en una premonición era un cliché reservado para las novelas policíacas. Quizás el odio que sentía hacia Kennedy le estuviera enturbiando el pensamiento.
—¿Has descubierto algo más?
—He conseguido encontrar a la madre de Marion. Sigue viviendo en Leicester, de donde Marion era originaria. Me ha dado algunos datos acerca de su hija, pero la mayoría de ellos ya los había leído en el expediente. Según parece, Marion se había mudado al sur para trabajar como agente inmobiliaria, primero en Acton y luego en Ealing. El día de su muerte había llevado a un cliente a visitar un piso. Después de aquello, nadie volvió a verla. Su vivienda estaba muy cerca del aparcamiento en el que murió.
—No me digas que nos enfrentamos a un nuevo Mr. Kipper.
Tartaglia negó con la cabeza.
—Localizaron al tipo y quedó libre de toda sospecha. Aun así, me gustaría volver a hablar con él y con la gente de la inmobiliaria. He leído el expediente y tengo la sensación de que la investigación fue muy somera. Según la madre de Marion, su hija no conocía a mucha gente y se sentía muy sola en Londres. Cuando falleció barajó la posibilidad de regresar a Leicester.
—¿De verdad opinas que merece la pena seguir investigando su caso?
Tartaglia asintió.
—Estamos dando palos de ciego. Han reformateado por completo el ordenador de Ellie Best y el anillo es la única manera de relacionarla con las otras muertes. Esta tarde han llegado las copias de los mensajes de correo electrónico recuperados del ordenador de Laura Benedetti, pero no aportan ninguna información relevante. ¡Sorpresa! Los correos son casi idénticos a los que encontramos en el ordenador de Gemma Kramer, aunque el asesino se hacía llamar Sean en lugar de Tom. Seguimos sin saber cómo contactó con las muchachas ni quién es. No tenemos nada, nada en absoluto.
—Quizá Crimewatch sirva de algo.
Tartaglia se encogió de hombros.
—Normalmente, el público responde muy bien, pero con un caso tan complicado como éste sus pistas no siempre son de ayuda. Acuérdate del caso Barton. Recibimos multitud de llamadas después de que Trevor apareciera en televisión y dedicamos un montón de tiempo a filtrar toda la información y comprobarla. Y, al final, nada de eso ayudó a atrapar a Barton.
Donovan empezaba a deprimirse.
—Sigo sin ver por qué crees que merece la pena investigar la muerte de Marion Spear.
Tartaglia bebió un trago de vino, depositó la copa en la mesa y cruzó los brazos cansinamente.
—Muy sencillo. Porque Laura Benedetti no tiene por qué ser la primera muerte de Tom.
—Pero es la primera que encaja en el patrón que conocemos.
—Tom no apareció de la nada como un psicópata integral. Antes de eso debía haber asesinado a otras víctimas, o al menos haberlo intentado. Por lo común, el sadismo de estos enfermos va a más.
—Pero ya hemos estudiado todos los expedientes.
—No sabemos qué estamos buscando. Es lo mismo que ocurrió con Michael Barton. Empezó siendo un ladrón de medio pelo y acabó convirtiéndose en un violador.
—¿Me estás diciendo que Barton asesinó a una mujer por error?
—Aunque los asaltos de Barton eran cada vez más violentos, cuando esa noche salió a actuar dudo mucho que tuviera planeado asesinar a nadie. No pretendía estrangular a Jane Withers, pero ella no lo dejó salirse con la suya. A diferencia de las demás, Jane no dejó de gritar y forcejear en ningún momento. La autopsia reveló que había luchado con todas sus fuerzas. Tuvo que reducirla y acallarla; de lo contrario, se arriesgaba a que lo pillaran. Pero cuando tuvo las manos en la masa, se dejó llevar y lo que se suponía que iba a ser una violación acabó convirtiéndose en un asesinato.
—Sin embargo, tengo entendido que mató a otras cuatro mujeres. No todas serían accidentes, ¿no es cierto?
—No sabemos lo que le pasó por la mente. El muy capullo no quiso hablar. Pero es probable que en algún momento durante el estrangulamiento de la pobre Jane descubriera que matar lo excitaba de un modo que no conocía. Muchas de las cosas que le hizo las llevó a cabo una vez muerta. Quizá ni siquiera fuera consciente de si estaba viva o no.
Donovan guardó silencio unos instantes mientras se acababa el vino.
—¿Por qué odias tanto a Kennedy? Estoy de acuerdo en que es un imbécil, pero hay otros muchos sueltos por ahí y todos cometemos errores. Además, se ha anotado algunos éxitos en el pasado.
Tartaglia sacudió la cabeza.
—Quizá. Pero para Kennedy el caso de Barton no era más que otro puzzle académico. Se olvidó de que trataba con personas reales, de carne y hueso, con familias, maridos, hijos… —su voz fue apagándose; luego añadió con amargura—: Para él, todo aquello no era más que un juego. Su incapacidad de admitir que podía estar equivocado nos hizo malgastar un tiempo valiosísimo y, desde mi punto de vista, les costó la vida a las dos últimas víctimas.
—No teníais que hacerle caso.
—No, pero resulta difícil bloquear las interferencias, sobre todo cuando proceden de un supuesto «experto». Te hace dudar de tus propios instintos. Además, ¿qué habría pasado si no hubiéramos tenido razón? Lo habríamos tenido muy difícil para explicar a los mandamases por qué habíamos desatendido sus opiniones.
—Es muy fácil hablar con la perspectiva que da el tiempo.
—Ya lo sé, pero Trevor y yo nos culpamos a nosotros mismos. Si no le hubiéramos prestado tanta atención a Kennedy, estoy seguro de que habríamos dado con Barton antes. Por eso, esta vez voy a dejarme guiar por mi olfato. Si Trevor estuviera aquí, me apoyaría, estoy seguro.
—¿De verdad crees que Marion Spear pudo ser una de las primeras víctimas?
—Si te soy sincero, no tengo ni idea. Pero, por el momento, es lo único que tenemos. Debemos encontrar a las primeras víctimas, los intentos chapuzas de Tom antes de perfeccionar su arte. A menos que recibamos una pista reveladora, es nuestra mejor baza para atraparlo.
—Sólo hemos examinado Londres. Quizá Tom empezó a asesinar en otro sitio.
—Es posible. Pero ya sabes lo difícil que resulta buscar algo sin un archivo centralizado. Por el momento, no estoy convencido de que hayamos encontrado a todas las víctimas, pero es imposible ampliar la investigación fuera de Londres. No disponemos ni de los recursos ni de ninguna justificación para hacerlo por ahora. Quizá Crimewatch nos ayude en eso. Pronto sabremos si ha ocurrido algo similar en otras zonas del país.
—¿Piensas que las mata en distintas partes de Londres para dificultar que lo localicen?
—Se me ha ocurrido la idea. Pero ahora mismo, con toda la publicidad, no le resultará tan sencillo salirse con la suya.
Donovan se recostó en la butaca, cerró los ojos y se frotó las sienes con los dedos, sintiéndose de súbito completamente perdida. En el poco tiempo que llevaba en el equipo de Clarke había tenido que lidiar con varios homicidios. Pese a tratarse de casos truculentos y tristes, la mayoría habían sido por violencia doméstica, por rencores familiares o por rencillas con colegas del trabajo o amigos. Nada de lo que había visto hasta entonces la había preparado para algo así.
—No va a detenerse, ¿verdad? —preguntó con voz queda al cabo de un momento.
Tartaglia negó con la cabeza.
—El reloj sigue marcando las horas. A menos que establezcamos una conexión entre Laura, Ellie y Gemma, nuestro único medio alternativo de capturarlo es aguardar a que vuelva a actuar. Y, si lo hace, con toda la presión de los medios que tenemos encima, esperemos que no consiga matar a nadie.
Justo cuando alargaba el brazo para agarrar su copa sonó el teléfono y se puso en pie para ir a contestar. Por el tono de voz de Tartaglia, Donovan intuyó al instante que no era Sally-Anne quien hablaba con él. Tras una breve conversación, Tartaglia tomó un lápiz y un papel de la mesa, anotó algo y luego colgó el teléfono malhumorado. Se desperezó, bostezó y regresó al sofá.
—Era la puñetera Carolyn. Parecía bastante contenta con su aparición en televisión.
—¿Y te llamaba sólo para informarte de eso?
—No, ha llamado un tipo para decir que piensa que vio al asesino de Gemma evaporarse de la iglesia a última hora de la tarde. Las horas coinciden, así que esperemos que nos dé una descripción más precisa de Tom.
—¿Vas a ir a verlo ahora?
Tartaglia negó con la cabeza.
—No, por suerte, no. Lo han convocado mañana por la mañana a las ocho, en la comisaría de Ealing. Al parecer, vive cerca. Me gustaría que vinieras.
Donovan asintió, agradecida de que la cita no estuviera programada para las seis o las siete de la mañana. La descripción del asesino de Gemma facilitada en Crimewatch había sido deliberadamente vaga, así que resultaría interesante averiguar si lo que el espectador había visto concordaba con la declaración de la señora Brooke.
—Lo puedo encajar con la investigación del Mr. Kipper de Marion y con mi visita a la inmobiliaria —dijo Tartaglia, frotándose las manos con una sonrisa en el rostro—. Entre tanto, necesito comer algo. Podemos encargar comida y ver a la pesada de Carolyn en su aparición estelar. Quizá la nominen para un Oscar.
Estaba a punto de descolgar el auricular cuando llamaron al timbre. Donovan lo miró intrigada.
—¿Esperas a alguien?
—No.
Tan sorprendido como Donovan, salió del piso y abrió la puerta principal de la casa, donde encontró a una mujer de pie en la parte baja de los escalones, en medio del sendero, resguardada de la lluvia bajo un gran paraguas. Le llevó un momento caer en la cuenta de que era Fiona Blake. Se la quedó mirando de hito en hito, sin saber qué decir.
—Pasaba por aquí y he visto luz —aclaró ella y, tras un momento de duda, añadió—: ¿Puedo entrar?
Arrastraba ligeramente las palabras al hablar. Vivía al otro lado de la ciudad, por lo que era imposible que simplemente «pasara por aquí». Su rostro quedaba oscurecido por las sombras, pero, por el destello de la luz, Tartaglia apreció que iba vestida con elegancia y llevaba pintalabios y la melena suelta sobre los hombros. Se preguntó qué estaría haciendo en su vecindario. Le hubiera gustado invitarla a entrar, pero sabía que no podía hacerlo. Aún estaba dolido por lo ocurrido entre ellos. Recordó las fotografías en la oficina de Fiona y el anillo que lucía en el dedo. Además, con Donovan al otro lado de la pared, no le quedaba más alternativa. Era una suerte, así no habría modo de sucumbir a la tentación.
—No es buen momento —aclaró y, por la tensa expresión de la cara de Fiona, al instante supo que no había dado la respuesta adecuada.
La vio clavar los ojos en sus pies desnudos y luego subirlos hasta su copa de vino a medio consumir. De repente cayó en la cuenta de la suave música que sonaba como hilo de fondo y pensó en la impresión que debía dar todo aquello.
—Ya veo que estás ocupado —replicó ella con frialdad.
—Trabajo, me temo.
—¿Trabajo? Por supuesto. Tú siempre estás trabajando. Quizás en otra ocasión.
Se colgó el bolso al hombro y comenzó a caminar por el sendero que conducía a la calle.
—Fiona, espera. No es lo que piensas —se sintió estúpido en cuanto pronunció aquellas palabras.
Fiona se detuvo junto a la verja de la entrada y dio media vuelta, tambaleándose ligeramente sobre sus tacones altos.
—¿Qué no es lo que pienso?
—Hay una colega del trabajo en casa. Estamos debatiendo el caso.
No entendía bien por qué le daba todas aquellas explicaciones, pero no pudo evitarlo.
—Pensé que debíamos hablar, eso es todo —aclaró ella, sin dar crédito a las palabras de Tartaglia—. Pero, como bien has dicho, no es buen momento. Lo siento. No debería haber venido.
—Me gustaría charlar contigo. De verdad, me encantaría. Pero ahora no puedo.
Fiona dudó; cambiaba el peso de una pierna a otra, como si los zapatos le hicieran daño.
—¿Cuándo entonces?
—Te llamaré —aseguró él, con la esperanza de calmarla, aunque no estaba seguro de conseguirlo.
Ella sacudió lentamente la cabeza, incrédula, y, sin decir ni una sola palabra más, le dio la espalda y comenzó a descender por la calle.
A Tartaglia se le arremolinaban los pensamientos. Se sintió estúpido e inepto al observarla marcharse, oyendo el taconeo de sus zapatos sobre el pavimento mojado. Aguardó un instante y cerró de un portazo la puerta principal y luego la del piso, en un intento por sofocar las ansias de salir corriendo tras ella.
Donovan seguía sentada en la butaca junto a la ventana, con los pies bajo el trasero y una enorme sonrisa en el rostro. Las paredes de la casa no eran gruesas y seguramente habría oído al menos una parte de la conversación que acababa de concluir.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó, antes de darle un sorbo al vino como si no tuviera intención alguna de hacerlo—. No quiero ser un estorbo, de verdad…
—No lo eres —aseguró él tajante, mientras se dirigía a la mesa para rellenarse la copa.
De repente, Tartaglia se sintió aliviado de que Donovan estuviera allí y le hiciera compañía.
—¿Era la doctora Blake? —inquirió ella transcurrido un momento.
Tartaglia asintió con la cabeza.
Donovan dejó el vaso sobre la mesa, desdobló las piernas y se puso en pie.
—En serio, no tengo inconveniente en marcharme si lo prefieres. ¿Por qué no la llamas para que vuelva?
—No es buena idea.
Donovan suspiró y meneó la cabeza lentamente en ademán comprensivo.
—Vaya, Mark. La vida es dura, ¿no es cierto?
Mark sabía lo que pensaba de él: que se dejaba llevar por el deseo, y probablemente tuviera razón.
—No quiero hablar de ello —la cortó él—. Venga, pidamos el puñetero curry.
Un frío cortante que arrastraba con él una neblina de lluvia gélida soplaba sobre el puente de Hammersmith. Kelly Goodhart se detuvo y cerró los ojos un instante para deleitarse con el silbido del viento al pasar entre las esbeltas torres góticas y deslizarse entre su estructura de hierro forjado. El aire era tan glacial que apenas se notaba los dedos de los pies dentro de las botas empapadas, por no hablar de los dedos de las manos. Pero pronto todo aquello dejaría de importar. Era cerca de media noche y ya no tendría que esperar mucho.
La última vez que había permanecido allí de pie, prácticamente en el mismo punto, había sido con Michael. Habían dado un largo paseo por el camino de sirga y se habían detenido en el puente para contemplar la puesta de sol. Después habían ido a un bar llamado The Dove en Hammersmith para tomar un par de copas antes de regresar a casa a cenar. Era un domingo por la tarde de finales de otoño y hacía un tiempo inusitadamente cálido para esa época del año. Se habían sentado al aire libre, en una coqueta terraza con vistas al río que había en la parte posterior y habían observado los botes de remo surcar el agua, admirando con satisfacción cómo la oscuridad iba perfilando los contornos y los campos de juego de la escuela de Saint Paul que se alzaba en la otra orilla, donde Michael había estudiado de niño.
Al oír el zumbido perenne de un avión sobrevolarla, abrió los ojos, se reclinó sobre la balaustrada de hierro forjado y se quedó contemplando el agua. Divisó el bar que había entre la franja de casas antiguas en la orilla opuesta, gracias a que sus luces seguían encendidas pese a la hora que era. El recuerdo de tiempos felices hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, que se mezclaron con las gotas de lluvia. Todo aquello parecía tan lejano…
Para alejar aquellos pensamientos de su mente, giró sobre sus talones y se puso de cara al viento. Proyectó la mirada río abajo, aferrándose a la barandilla de madera mientras contemplaba los fastuosos modernos edificios de oficinas y las remodelaciones de antiguos almacenes que se perfilaban en la distancia recortadas contra el nebuloso cielo nocturno. El río llevaba bastante caudal y las luces de sodio que bordeaban la orilla se reflejaban en sus ondulantes aguas negras, que parecían engañosamente sosegadas desde la distancia. Luego giraba abruptamente hacia la derecha para dirigirse hacia Fulham, Chelsea y la siguiente sucesión de puentes, que quedaban ocultos de la vista. La orilla opuesta estaba oscura y era prácticamente imposible divisar dónde acababa el río y empezaba la tierra, ya que la única luz que destellaba entre los frondosos árboles que se mecían por el viento procedía de las casas adosadas cuya fachada posterior daba al sendero de sirga.
Las anticuadas farolas que flanqueaban el puente proyectaban haces intermitentes de luz amarilla rosada sobre las agitadas aguas que corrían furiosamente a sus pies, arrastrando con su fuerza todo tipo de residuos. Miró hacia abajo y vio un arbolito arrancado de raíz o una rama tendida como una huesuda mano abierta pasar momentáneamente bajo un arco de luz antes de desaparecer bajo el puente. Era como si todo aquello le hiciera señas; sintió la atracción invisible del agua invitándola, llamándola. Por suerte, la oscuridad que la envolvía desde hacía tanto tiempo no tardaría en desvanecerse.
Oyó la vibración de las ruedas de un coche que se aproximaba en su dirección cuyos faros la cegaron por un instante. Se escondió en la sombra de uno de los inmensos contrafuertes y se metió las manos en los bolsillos para entrar en calor. A aquellas horas apenas había tráfico; según había contado, sólo habían pasado cuatro coches en los últimos diez minutos, y un único peatón, un anciano paseando a su perro labrador que se resguardaba del frío con un gorro calado hasta los ojos y el cuello del abrigo alzado y que ni siquiera la había mirado al pasar junto a ella.
Incapaz de permanecer quieta, a causa de los nervios y también del frío, empezó a recorrer el puente, escuchando el ruido sordo de sus pisadas sobre el pavimento. Repasó una vez más su lista mentalmente: la nota y el dinero para la mujer de la limpieza las había dejado en la mesa de la cocina junto con las llaves de su coche y la carta para su hermano, donde había indicado todos los detalles de sus cuentas bancarias y otros activos, su testamento con su breve herencia y las instrucciones para su entierro. Había tantos cabos sueltos por atar… Pero ahora todo estaba en orden, se tranquilizó. No había olvidado nada.
Había leído que ahogarse era una forma agradable de morir. Conforme los pulmones se iban llenando de agua, uno experimentaba una sensación de euforia y flotabilidad. En una noche como aquélla, si no se ahogaba al instante, moriría de hipotermia, que tenía unos efectos similares. No era buena nadadora, así que probablemente se ahogaría, aunque le daba igual desaparecer de uno u otro modo. Lo que importaba era hacerlo esa misma noche.
Comprobó la hora en su reloj. Ya era medianoche. Él le había dicho que vendría en metro. Kelly se detuvo y escudriñó la mitad del puente que enfocaba hacia Hammersmith, intentando detectar con sus ojos cualquier indicio de movimiento. Pero no percibió ninguno. Llegaba sólo unos minutos tarde, pero cada instante contaba y empezaba a impacientarse. Cuando habían hablado esa misma mañana, él le había prometido que estaría allí, que no le fallaría. Acarició el anillo de casada con el pulgar, dándole vueltas y más vueltas en el bolsillo, mientras se planteaba qué haría si él no aparecía. Sabía que no sería capaz de hacerlo sola, pero la idea de vivir un día más le resultaba insoportable. No le fallaría.
En un intento por sosegarse, comenzó a caminar de nuevo, pisando con fuerza el pavimento para entrar en calor. Casi había llegado a la otra punta del puente cuando sus ojos detectaron un movimiento en la distancia y divisó una figura pequeña, oscura y vacilante acercándose hacia ella por la acera que conducía hacia la base del puente. Dubitativa, se detuvo una vez más y escudriñó la lejanía, casi sin aliento. Parecía un hombre. Podía ser él. Conforme se aproximaba lentamente, intentó distinguir sus rasgos bajo la luz naranja de las farolas, pero estaba segura de haber reconocido la silueta alta y ancha de espaldas y su característico modo de andar, como si trotara. Con los ojos llenos de lágrimas, exhaló un suspiro de alivio y se abrazó a sí misma con fuerza. Había sido una tonta al preocuparse. Él había venido tal como le había prometido y, recobrado el júbilo, lo observó acercarse.
Capítulo 14
Tartaglia entró con aire resuelto en la sala tres de la comisaría de Ealing, donde un hombre con aspecto aniñado y Donovan estaban sentados frente a frente a una mesa, enfrascados en una conversación.
—Siento haberos hecho esperar —se disculpó, cerrando la puerta de un portazo con el tacón.
Donovan miró inquisitivamente a Tartaglia mientras que el hombre le sonrió y se encogió de hombros con buen humor, dando a entender que tenían todo el tiempo del mundo.
—No se preocupe —lo tranquilizó—. La sargento Donovan ha cuidado de mí. Estaba explicándole lo ocurrido.
—Éste es Adam Zaleski —lo presentó Donovan—. Me estaba hablando del hombre que vio salir corriendo de la iglesia en la que murió Gemma Kramer.
Zaleski sonrió a Donovan, se recostó en su silla y se ajustó sus gafitas con montura de acero. Era joven y delgado, tenía el pelo moreno y corto, mojado a causa de la lluvia, e iba vestido con un sobrio traje gris y una corbata de color azul marino lisa. Era evidente que iba de camino a la oficina.
Tartaglia dejó el casco y los guantes en el suelo, en un rincón, y se bajó a tientas la cremallera de la cazadora, que estaba empapada. Era un alivio podérsela quitar un rato. La sacudió con vigor unas cuantas veces para quitarle las gotas de encima y la colgó en el perchero que había tras la puerta. Pese a ser impermeable, tenía la sensación de que la gélida lluvia le había calado hasta los huesos. Las mejillas se le encendieron al entrar en contacto con el calor recargado de aquella minúscula sala, pero seguía teniendo las manos como un par de bloques de hielo.
Había comenzado el día con mal pie. Se le habían pegado las sábanas y se había despertado con el estómago revuelto y una jaqueca terrible. Sin duda, la grasienta cena que había compartido la noche anterior con Donovan tenía algo que ver, y también la media botella de Barolo que se había bebido solo después de irse ella, en un intento por borrarse del pensamiento a Fiona Blake. Para empeorar las cosas, seguía lloviendo con fuerza cuando había salido de casa esa mañana, todavía era de noche, las carreteras estaban resbaladizas y había mucho más tráfico del habitual.
Detestaba llegar tarde, y también que los demás lo hicieran. Le parecía imperdonable. Al regresar junto a la mesa, comprobó en el reloj que había junto a la puerta que su retraso era mucho peor de lo que imaginaba. Hacía tres cuartos de hora que debería haber llegado. Suspiró y meneó la cabeza, enfadado consigo mismo, mientras tomaba asiento junto a Donovan, frente a Zaleski. Sentía que estaba desconcentrado y fuera de control, desesperado por una buena taza de café fuerte, un cigarrillo (o tres) y algo de comer. Pero eso tendría que esperar hasta que hubieran acabado con Zaleski. Con un poco de suerte, el interrogatorio no duraría mucho.
Sacó una libretita y un bolígrafo de su bolsillo, más por formalidad que por otra cosa, pues comprobó que Donovan ya había tomado copiosas notas. Mientras lo hacía, Zaleski se puso en pie.
—Con su permiso, me quito la chaqueta. Parece que estemos en el Sahara —dijo, con una voz plana y sin acento, algo ronca, como si se estuviera recuperando de un resfriado.
Colgó la chaqueta con cuidado en el respaldo de su silla, volvió a sentarse y enlazó las manos sobre la mesa, listo para responder a las preguntas. Sin la chaqueta, los músculos del tórax y los brazos, más abultados de lo que parecía a simple vista, se le marcaban bajo la ajustada camisa de un blanco impoluto.
Mientras Zaleski se moría de calor, Tartaglia seguía congelado. Se frotó las manos para activarse la circulación y se inclinó sobre la mesa.
—¿Podría ponerme al día acerca de lo que le ha contado a la sargento Donovan, por favor?
—Claro. Es muy sencillo —respondió Zaleski con un nuevo encogimiento de hombros y una sonrisa amable—. Yo iba caminando por la avenida Kenilworth y, justo cuando pasaba frente a la iglesia de Saint Sebastian, vi a un individuo descender por la escalera y salir por la verja. No miraba por dónde iba y casi tropieza conmigo.
—¿«Casi»? ¿Llegó a tocarlo?
Zaleski pareció desconcertado.
—¿A tocarme?
—Si ese hombre resulta ser la persona a la que buscamos y tuvo contacto físico con usted, necesitaremos la ropa que llevaba puesta para someterla a un análisis forense.
Zaleski asintió.
—Ah, entiendo. No, no llegó a tocarme. Sólo me miró un segundo, con aire enfadado, como si fuera culpa mía. Luego dio media vuelta y desapareció. Al cabo de un instante, oí el motor de un coche encenderse algo más abajo de la carretera y marcharse. No vi a nadie más por allí, así que supongo que era su coche.
Zaleski hablaba pausadamente, consciente de la importancia de cada detalle. Causaría buena impresión en un juicio, si es que llegaban a tal extremo.
—¿Vio el coche?
—Sólo los faros traseros. Era de noche.
—Antes me ha comentado que le pareció un coche, no una furgoneta, ¿no es cierto? —apuntó Donovan.
—Exacto. Al menos no sonaba como una furgoneta, no sé si me explico.
—¿Consiguió ver bien a ese hombre? —preguntó Donovan.
Zaleski asintió de nuevo.
—Diría que sí. Estaba muy cerca y hay una farola justo junto a la entrada de la iglesia. Es blanco, iba bien afeitado y debía de rondar mi edad.
—¿Qué es…?
—Treinta y seis años.
Tartaglia estudió a Zaleski. Normalmente solía acertar al ponerle edad a la gente, pero Zaleski no parecía ni llegar a la treintena.
—¿Qué nos dice de su altura?
Zaleski hizo una breve pausa y se frotó la barbilla pensativamente.
—No sé qué decir. Alrededor de un metro setenta y cinco. Es posible que fuera algo más alto, pero no estoy seguro del todo. Todo ocurrió tan rápido…
—¿Y el color del pelo?
—Oscuro. Grueso, diría, y bastante largo.
—¿Castaño?
—Bueno, sin duda más claro que el mío, aunque la luz de la farola era naranja, así que es difícil precisarlo.
Tartaglia asintió. Pese a que Zaleski parecía recordar bien lo sucedido, la iluminación anaranjada de las calles hacía casi imposible percibir los colores con exactitud. La señora Brooke también había descrito al asesino como un hombre de pelo oscuro, pero lo había visto desde lejos y cuando anochecía. Probablemente lo máximo que podían acotar por el momento era un tono castaño medio u oscuro.
—Antes me ha dicho que le vio la cara claramente. ¿Se acuerda del color de sus ojos?
Zaleski pensó unos instantes, mientras tiraba de un hilillo del botón del puño de su camisa.
—Diría que eran claros.
—¿Claros? —preguntó Donovan, comprobando sus notas y garabateando algo.
—Bueno, supongo que si los hubiera tenido oscuros, habrían resaltado, incluso bajo la luz de la farola. Pero, ahora que me lo pregunta, no estoy seguro.
—Teniendo en cuenta que sólo lo vio un instante… —intervino Tartaglia, consciente de que habían exigido demasiado a Zaleski.
A veces, en un intento equivocado por resultar de utilidad, los testigos recordaban cosas que no habían visto. Zaleski parecía ansioso por ayudar y se dio cuenta de que debía ser más preciso.
—¿Por casualidad se acuerda de cómo iba vestido?
Zaleski hizo una mueca.
—Es curioso, pero sólo recuerdo su cara y su forma de mirarme. Eso es lo que se me ha quedado grabado en la mente. El resto está borroso, aunque creo que llevaba un abrigo, como lo retrataban en la reconstrucción, y las manos metidas en los bolsillos. No me acuerdo de sus pantalones ni de sus zapatos. Como he dicho, todo ocurrió muy rápido. Desapareció de mi vista enseguida.
Zaleski parecía entristecido por no recordar las cosas con más claridad, pero la verdad es que estaban progresando. La señora Brooke no había logrado ver los rasgos del hombre desde donde se encontraba, mientras que Zaleski lo había visto de cerca, aunque sólo fuera unos instantes.
—Es perfectamente comprensible. ¿Cree que lo vio suficiente tiempo como para ayudarnos a confeccionar un retrato robot?
—Podría intentarlo.
—Y si partimos del supuesto de que el coche que oyó era el suyo, ¿qué dirección tomó?
—Sur.
Donovan comprobó sus notas.
—Antes me ha dicho que se dirigió hacia Popes Lane.
—Así es.
—¿A qué hora ocurrió todo esto? —preguntó Tartaglia.
—Después de las cinco. Alrededor de las cinco y cuarto, más o menos. Yo me dirigía al garaje por el coche. Lo había llevado a que le hicieran una puesta a punto para pasar la ITV. Cierran a las cinco y media e iba con prisas para llegar a tiempo, porque lo necesitaba esa misma noche. Ya le he dado a la sargento Donovan todos los detalles por si desean comprobarlo. Quizás en el garaje recuerden con más exactitud a qué hora llegué.
Lo verificarían por rutina, pero la hora encajaba a la perfección. Era indudable que Zaleski se había cruzado con Tom. Con un poco de suerte, lo detectaría en una rueda de reconocimiento si lo pescaban.
—¿Por qué no se puso en contacto con nosotros antes? —le preguntó Donovan—. ¿Acaso no había visto los carteles en busca de testigos? Las calles de los alrededores de la iglesia están empapeladas con ellos.
Zaleski negó con la cabeza.
—No suelo ir por allí. Vivo en la otra parte de Ealing y trabajo en South Kensington. Descubrí lo ocurrido anoche al ver Crimewatch.
Tartaglia cerró su cuaderno de notas y se lo deslizó en el bolsillo.
—¿A qué se dedica, señor Zaleski?
—Soy hipnotizador.
—¿Monta espectáculos? —le preguntó Tartaglia sin ocultar su sorpresa.
Zaleski no le parecía un fanfarrón ni un actor, atributos que consideraba imprescindibles para ser hipnotizador, que para él era equivalente a ser un prestidigitador de feria. A juzgar por su aspecto, Zaleski podría haber trabajado de contable o abogado en una de las grandes empresas del distrito financiero de Londres. Zaleski sonrió, pues sin duda ya había topado con tal reacción en el pasado.
—No, no es tan glamuroso. No soy Paul McKenna3. Tengo una pequeña consulta. Quizá debería ser más ambicioso, pero disfruto haciendo lo que hago y me da para pagar las facturas, de manera que el director de mi banco está contento.
Tartaglia intentó imaginar cómo alguien podía ganarse la vida con una profesión como aquélla.
—¿Qué hace exactamente?
—Mi principal campo de trabajo es tratar a personas con fobias y adicciones: claustrofobia, miedo a volar y cosas así. La mayoría de mis pacientes simplemente quieren adelgazar o dejar de fumar —explicó, al tiempo que lanzaba una mirada a Donovan y le sonreía con complicidad—. Eso es el pan de cada día. Por suerte, hay mucha demanda y normalmente obtengo buenos resultados. Por lo general, unas cuantas sesiones bastan.
—¿Así de fácil? —preguntó Tartaglia con escepticismo, pensando en el paquete de cigarrillos a medio gastar que llevaba en el bolsillo y muriéndose de ganas de fumar un pitillo.
—Funciona con algunas personas —contestó Donovan, un poco a la defensiva en opinión de Tartaglia, mientras guardaba su libreta y su bolígrafo en el bolso—. La empresa en la que trabaja una amiga pagó las sesiones de hipnosis de todos los fumadores para ayudarlos a dejar el hábito. Ella se fumaba un paquete diario y desde entonces no ha vuelto a tocar el tabaco.
Tartaglia miró a Zaleski de nuevo, sin acabar de convencerse.
—¿De verdad podría ayudarme a dejar de fumar o de beber?
Zaleski sonreía.
—Si tiene ganas de dejarlo, sí. La hipnosis de verdad no es como la de las películas. No puedo obligarle a hacer algo que no quiere. No tengo el poder de controlar su mente.
—Entonces, ¿cómo funciona?
—Mediante sugestión. Me limito a ayudarle a recorrer el camino que usted ya ha elegido —explicó, al tiempo que buscaba su cartera en el bolsillo de la americana, sacaba una tarjeta de visita y se la entregaba a Tartaglia—. ¿Por qué no lo prueba algún día?
—Quizá lo haga, si alguna vez pienso que hay algo que no soy capaz de solucionar por mí mismo. Por el momento, creo que me las puedo apañar. —Se puso en pie, y Zaleski y Donovan hicieron lo propio—. Haré que alguien de mi equipo se ponga en contacto con usted esta misma mañana para elaborar un retrato robot. También necesitaremos que haga una declaración formal. Actualmente nos obligan a grabarlas en vídeo y cinta de audio.
Acompañó a Zaleski hasta la puerta y le indicó con el dedo la dirección en la que se encontraba el mostrador central y la salida. Una vez perdido de vista, Tartaglia hizo una bola con la tarjeta de visita de Zaleski y la lanzó a la papelera que había en un rincón. Falló por poco.
—Eres como mi padre —lo regañó Donovan al tiempo que recogía la pelotita y la arrojaba a la basura—. Siempre lo tiras todo al suelo.
Por lo que recordaba, el padre de Donovan era un antiguo profesor de inglés con sobrepeso y barba cana de sesenta y pocos años, y Tartaglia, que sólo le sacaba unos años a Donovan, se sintió herido por su comentario.
—No creo que me parezca en nada a tu padre. —Descolgó la chaqueta del perchero, donde había estado goteando sobre el linóleo y había formado un charquito, y la sacudió con fuerza para desprenderse de las últimas gotas de agua—. Y mira quién fue a hablar, la Señorita Ordenada. Si no me falla la memoria, tu casa parecía un campamento gitano la última vez que la vi.
—Ya, yo lo intento, pero Claire me gana siempre. No te preocupes. No eres como mi padre —lo reconfortó, dándole unas palmaditas en el brazo y sonriendo como si pudiera leerle la mente.
Tartaglia se dirigió hacia la puerta y se la sostuvo abierta para dejarla pasar. Estaba impaciente.
—Hay un Starbucks en High Street, en la misma calle en la que se encuentra la inmobiliaria para la que trabajaba Marion. Si nos damos prisa, tendremos tiempo para desayunar un bocado rápido antes de que abra.
Capítulo 15
Tras varios cafés fuertes y un plato de cruasanes grasientos, Tartaglia delegó en Donovan la tarea de entrevistar a la propietaria de la inmobiliaria Grafton Estate Agents mientras él iba en busca de Harry Angel, el hombre al que Marion Spear había enseñado el piso y la última persona conocida que la había visto con vida. La lluvia torrencial había dejado paso a una llovizna y tuvo una grata sensación al notar el aire frío y húmedo en el rostro tras la atmósfera viciada de la cafetería: le ayudaría a aclararse el pensamiento mientras recorría las pocas manzanas que lo separaban de la librería en la que trabajaba Angel.
Por lo que podía deducir del magro expediente del caso, la inspección de la muerte de Marion Spear llevada a cabo por el Departamento de Criminología local había sido bastante superficial. Pero, teniendo en cuenta las habituales faltas de recursos y sobrecarga de trabajo, no le sorprendía. A Harry Angel lo habían entrevistado varias veces, pero se había limitado a explicar que había dejado a Marion Spear a las puertas del piso que le había mostrado en Garitón Road, Ealing. No había testigos que contradijeran su coartada, ni ningún motivo aparente que lo vinculara con la escena del crimen, de modo que se habían visto obligados a dar por concluida su investigación.
Tampoco había indicios de juego sucio. Marion o bien se había precipitado al vacío por accidente, cosa que parecía poco probable debido a la altura de las paredes del aparcamiento, o bien se había suicidado. Aunque no se había encontrado ninguna nota, Tartaglia entendía que el suicidio hubiera parecido la conclusión más razonable, a tenor de las declaraciones de la madre y la compañera de piso de Spear, quienes habían afirmado que Marion era infeliz y tenía dificultad para entablar amistades en Londres. Nadie había hecho más indagaciones al respecto ni se había planteado que una joven solitaria como Marion pudiera ser una presa fácil de algo más siniestro.
Recordó la fotografía de Marion del expediente y se preguntó si estaría en lo cierto. Era una mujer atractiva, la típica vecina agradable, con aspecto juvenil para sus treinta años, con una melena rubio ceniza hasta los hombros y una expresión dulce y nostálgica en los ojos. Quizás estaba yendo demasiado lejos en sus suposiciones, pero parecía triste. Seguro que tenía pretendientes, alguien que sintiera interés por ella. Sin embargo, de acuerdo con las declaraciones, Marion era una persona retraída y rara vez salía a divertirse. Kennedy se equivocaba al afirmar que no encajaba en el perfil de las víctimas. Aunque Marion Spear fuera mucho mayor que Gemma, Ellie y Laura, y pese a que hubiera muerto de forma distinta, tenían algo en común: todas se sentían solas, aisladas y vulnerables, cada una a su manera. ¿Habría algo en Marion que hubiera llamado la atención de Tom?
La librería en la que Angel trabajaba estaba en medio de la hilera de tiendecitas frente a Ealing Green, a escasas puertas del bar de tapas en el que Tartaglia y Kennedy habían almorzado el día anterior. Flanqueada por un comercio de alimentos orgánicos resplandecientes y una coqueta cafetería francesa, la librería tenía un aspecto extemporáneo, con la fachada repintada con varias capas irregulares de un negro brillante y el rótulo «Librería de Viejo Soane» escrito en letras doradas descoloridas en la parte superior.
Se asomó un momento al escaparate, que estaba levemente empañado, para echar un vistazo a los libros de arquitectura e historia del arte de segunda mano que había expuestos y luego intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Vio un cartel que indicaba que aún faltaba media hora para que abriera. Sin embargo, percibió luz en la parte posterior del oscuro interior y vio a alguien trajinar de un lado a otro. Tras llamar al timbre varias veces, se dio por vencido y comenzó a aporrear la puerta. Al cabo de un minuto, un hombre larguirucho emergió de la penumbra, observó a Tartaglia con recelo y le señaló el cartel de los horarios, articulando lentamente los labios para que pudiera leer en ellos la palabra «Cerrado». Tartaglia hizo lo propio, pero con la palabra «Policía», al tiempo que mostraba su placa a través del cristal. El hombre dudó, sin saber qué hacer, pero acabó por girar la llave despacio, entreabrió la puerta unos centímetros y leyó la identificación que Tartaglia introdujo a través de la ranura.
—¿Qué desea? —preguntó.
—¿Es usted Harry Angel?
El hombre volvió a dudar y luego asintió.
—Soy el inspector de policía Mark Tartaglia. ¿Me permite entrar? Estoy seguro de que no le apetecerá hablar conmigo desde aquí fuera.
Con una mirada mezquina, Angel abrió la puerta de par en par y lo dejó pasar, mientras la campanilla que había en la puerta tintineaba con violencia.
El interior estaba abarrotado y hacía casi el mismo frío que en la calle. Las paredes rojas estaban forradas de estanterías de libros de tapa dura, algunos de ellos encuadernados en piel. De fondo sonaba una especie de ópera moderna y estridente y Tartaglia percibió el aroma a café recién hecho.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Angel con las manos en jarras.
Era unos centímetros más alto que Tartaglia, debía de rondar el metro ochenta, y llevaba los pies enfundados en unas pantuflas viejas de terciopelo con un emblema dorado en la parte delantera. Iba vestido con unos tejanos raídos y un jersey verde oscuro holgado. Era mayor de lo que en un principio le había parecido, quizá tuviera ya treinta y muchos o acabara de entrar en la cuarentena. Tenía el rostro pálido y huesudo y una mata desmadejada de pelo marrón cobrizo. Aunque su altura no encajase, coincidía a grandes rasgos con la descripción de Zaleski del hombre que había visto salir corriendo de la parroquia de Saint Sebastian. Era dar mucha rienda suelta a la imaginación, y Tartaglia lo sabía, pues no había nada que pudiera vincularlos a ambos, pero no pudo evitar sentir una punzada de agitación.
—He venido a hablar de Marion Spear. Por lo que sé, usted es la última persona que la vio con vida.
—¿Marion Spear? —preguntó Angel titubeante, como si jamás hubiera oído mencionar aquel nombre, pero Tartaglia percibió un destello de reconocimiento atravesarle el rostro.
—Sí, Marion Spear. Falleció al precipitarse al vacío en un parking cerca de aquí poco después de mostrarle a usted un piso en Carlton Road hace poco más de dos años. Estoy seguro de que no lo ha olvidado.
—Maldita sea.
Angel giró sobre sus talones y desapareció a toda prisa de su vista en la trastienda. Un olor a quemado invadió de pronto el ambiente. Tartaglia lo siguió a través de las góndolas de estanterías hasta una cocina larga y estrecha construida en un anexo con vistas a un pequeño jardín desatendido. Angel estaba enjugando lo que parecía leche derramada sobre un viejo hornillo eléctrico con una mueca de disgusto en sus finos labios. Los armarios de color verde lima y el linóleo marrón conferían a la cocina un aspecto retro de los años setenta, pero estaba ordenada y limpia como una patena, lo cual no dejaba de sorprender, a tenor del aspecto desaliñado de Angel.
—Venga, señor Angel. Marion Spear. Seguro que recuerda quién es.
Angel volvió la cabeza y lo fulminó con la mirada.
—Por supuesto que me acuerdo, inspector. Lo que no sé es qué puedo añadir a lo que ya les he explicado.
Enjuagó la bayeta bajo el grifo y volvió a limpiar la superficie del hornillo hasta no dejar ni una mancha de leche.
—Me gustaría oírselo contar de nuevo, si no le importa.
Angel dejó la bayeta con acritud sobre la encimera.
—¿Por qué vuelven a preguntarme por ella?
—Porque hemos reabierto su caso.
Angel arrojó el cazo con la leche al fregadero y lo llenó de agua.
—Ya no me queda más leche —recriminó a Tartaglia—. Si quiere tomar un café conmigo, tendrá que ser solo.
—Gracias, pero no lo necesito —contestó Tartaglia, al ver el líquido de color marrón y aspecto de barro que contenía la pequeña cafetera de vidrio que había junto a los fogones.
El café de Starbucks era aguachirle y el de Angel no parecía mucho mejor. Angel tomó una taza del escurreplatos que había sobre el fregadero y se sirvió un café. Le dio un trago largo, se relamió los labios, se apoyó en el fregadero y, sosteniendo la taza contra el pecho, dijo:
—De acuerdo. ¿Qué quiere saber?
—Empecemos por cómo conoció a Marion Spear.
Angel lanzó un hondo suspiro, como si todo aquello le pareciera una pérdida de tiempo.
—No la conocía, estrictamente hablando. Sólo me había enseñado algunos pisos. —Le dio otro sorbo al café y prosiguió—: ¿Qué culpa tengo yo de que decidiera suicidarse después de citarse conmigo?
—¿Suicidarse? ¿Por qué cree que se suicidó?
Angel se encogió de hombros.
—Es lo que todo el mundo pensó entonces, si no recuerdo mal. Aunque, tal como ya les expliqué a los maderos, parecía perfectamente normal cuando la dejé. Bastante animada, a decir verdad. —Se rascó la nariz—. ¿Ahora piensan que fue un accidente?
—Es posible, aunque improbable.
—Sí, a mí tampoco me pareció normal —lo secundó Angel—. Conozco ese aparcamiento. Las paredes son muy altas, por toda la normativa de seguridad, ya sabe… Construyen muros para que no se pueda ver al otro lado, por no hablar de caer… —Dejó la frase colgada y miró a Tartaglia con sorpresa—. ¿Piensan que haya algo sospechoso en su muerte?
—Digamos que, por el momento, no descartamos ninguna opción.
—¿Han reabierto el caso?
—Bueno, lo estamos reexaminando.
—¿Han encontrado pruebas nuevas?
—Yo no he dicho eso, señor Angel. Simplemente estoy verificando de nuevo la investigación, atando cabos, eso es todo.
Por la manera en que Angel puso los ojos en blanco y sonrió, era obvio que no lo creía.
—Ah, ya veo adonde quiere llegar. Servidor fue una de las últimas personas que la vio con vida y usted piensa que pude estar implicado en su muerte. Como la última vez. Tienen ustedes mucha imaginación.
—Como es lógico, necesito hablar con usted; por eso he venido.
Angel sacudió la cabeza con reprobación.
—Tal como le he dicho, ya he pasado por el aro muchas veces. Seguro que podrían hacerlo mejor… Por ejemplo, ¿cuál sería mi motivo para matarla? ¿O acaso soy un psicópata? —Abrió los ojos y le mostró los dientes, imitando a Norman Bates—. No encontraron ninguna prueba acusatoria contra mí entonces, así que ¿por qué preocuparse de nuevo?
A pesar de que Angel parecía creer que lo habían sometido a una tortura, por lo que Tartaglia había leído en el expediente quedaban muchos interrogantes sin resolver. Además, no se había realizado un examen exhaustivo del pasado de Angel ni se había intentado establecer un vínculo entre él y Marion más allá de lo evidente. Sin duda, conforme la teoría del suicido fue ganando peso, aquello se había descartado por considerarse innecesario. No obstante, por el momento le interesaba disipar los recelos de Angel.
—Aún es muy temprano, señor Angel. Antes de extraer ninguna conclusión, quizá pueda explicarme qué recuerda de Marion Spear.
—Mire, ya hice una declaración entonces y no tengo nada nuevo que aportar.
—He leído su declaración, pero me gustaría escuchar el relato de lo ocurrido con mis propios oídos.
Sin dejar de sonreír, como si todo aquello fuera una broma de mal gusto, Angel le dio otro trago largo a su café y se encogió de hombros.
—Está bien. Por lo que recuerdo, era una joven agradable, alegre. Creo que era nueva en aquel trabajo y se mostraba dispuesta a complacer al cliente, no como esas viejas brujas aburridas de las agencias inmobiliarias de por aquí, que no se molestan en menear su gordo trasero. Me llevó a ver un montón de pisos, pero ninguno me satisfacía por completo.
—¿Y dice que parecía perfectamente normal ese día?
Angel asintió.
—Me mostró un par de viviendas nuevas que acababan de salir al mercado. Eso es todo. Negocios. Lo único malo que supe de ella me lo dijeron ustedes al llamar a mi puerta un par de días más tarde.
El desenfado con que hablaba Angel le pareció un poco impostado; Tartaglia estaba convencido de que ocultaba algo.
—¿Le mencionó qué pensaba hacer después de encontrarse con usted? ¿Le dijo algo más?
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo no era más que un cliente.
—¿Adónde cree usted que iba?
Angel suspiró hondo de nuevo, aburrido.
—Ni idea. Supuse que o bien regresaría a la oficina o bien iría al encuentro de otro cliente. Pero seguro que puede comprobarlo en su agenda.
—No había ninguna anotación más hasta ese mismo día por la tarde. Tenía que regresar directamente a la oficina, pero no lo hizo —le aclaró, mientras lo estudiaba un momento—. Así que ¿no tiene ni la más remota idea de adónde se dirigía?
Angel se acabó el café y dejó la taza con brusquedad en la encimera.
—Claro que no.
—¿Su relación era meramente profesional?
—Yo no me atrevería a llamarlo relación. Aquella señora me llevó a ver algunos pisos, eso es todo.
—¿Nunca la vio en un contexto social?
Angel dudó un segundo.
—Es posible que alguna vez nos tropezáramos por la calle. Quizá viniera a la librería una o dos veces, pero eso es todo.
Tartaglia ocultó la leve punzada de exaltación que sintió al oír aquello, pues, según la declaración inicial de Angel, Marion Spear jamás había puesto los pies en su comercio y sólo se habían encontrado en la inmobiliaria donde ella trabajaba o en los pisos cuya visita habían concertado. Angel había sido categórico en ese punto, pero Tartaglia no tenía previsto recordárselo.
—¿Le interesaban a Marion los libros de segunda mano de arquitectura? —le preguntó con tono informal.
—Por sorprendente que le parezca, inspector, a mucha gente le interesan. En cualquier caso, tenemos libros de muy distinta índole.
—Sí, pero ahora estamos hablando de Marion Spear. ¿Qué la llevaba a venir a su librería?
—Creo recordar que le gustaba leer.
—¿Charlaban sobre libros?
—Quizá.
—Entonces, ¿vino a comprarle un libro alguna vez?
—Es probable. Es lo que la gente suele hacer.
—¿O venía a verlo por otro motivo?
La expresión de Angel se endureció y cruzó los brazos a la defensiva.
—Mire, no me acuerdo. Es posible que ni siquiera viniera.
Tartaglia estaba convencido de que mentía.
—Pero acaba de decirme que sí lo había hecho…
—Le he dicho que tal vez lo hiciera en alguna ocasión, pero desde luego yo no lo recuerdo, ¿queda claro? —preguntó con voz encrespada.
—Es curioso. Algunas cosas las recuerda con total nitidez y otras las ha olvidado completamente.
Angel frunció los labios, pero no dijo ni mu. Tartaglia se recordó que, aunque hubiera mentido, eso no probaba nada y decidió darle una tregua.
—¿Tiene ordenador, señor Angel?
Angel pareció sorprendido.
—Sí, ¿por qué?
—¿Lo tiene aquí o en casa?
—Ésta es mi casa. Vivo arriba.
—¿Dónde está el ordenador?
—En el sótano, donde embalo los pedidos de libros que enviamos por correo. Recibimos muchos encargos a través de internet.
—¿Me permite echarle un vistazo?
Angel lo miró con crudeza un instante y luego se encogió de hombros.
—Acompáñeme, por favor. Pero no veo qué interés puede tener.
Angel parecía casi aliviado, lo cual resultaba desconcertante. Quizás estuviera fingiendo o el tema del ordenador no le preocupara lo más mínimo.
Tartaglia lo siguió por un angosto tramo de escaleras hasta una estancia de techos bajos y sin ventanas que corría a todo lo largo de la tienda. En contraste con el aspecto anticuado de la librería de la planta baja, el centro de operaciones del sótano era moderno y elegante. En el suelo había cajas llenas de libros nítidamente apiladas y etiquetadas en filas, y una estantería que ocupaba toda una pared donde guardaban los artículos de papelería y gruesos rollos de papel de burbujas y de embalar. Había tres mesas de pino baratas con caballetes y dispuestas en fila contra la otra pared sobre las cuales se empaquetaban los pedidos. A juzgar por el número de libros que había por envolver, internet era una fuente de negocios importante y parecía funcionar bien. Había un ordenador nuevo Apple Mac sobre una pequeña mesa en una esquina, con la pantalla inactiva. Aparte de solicitarle a Angel que lo encendiera y le permitiera explorar el disco duro, había poco que Tartaglia pudiera hacer sin una orden de registro, y no contaba con pruebas suficientes para solicitarla. Además, Angel seguía pareciendo curiosamente relajado. Quizá tuviera otro ordenador en algún otro sitio.
—Impresionante —lo felicitó Tartaglia, girando sobre sus talones y observando una torre de sobres acolchados llenos y paquetes perfectamente embalados a la espera de ser enviados. El que estaba encima iba destinado a Canadá—. ¿Envía libros a todo el mundo?
Angel asintió con la cabeza.
—Gracias a internet. No sobreviviríamos sin ella.
—Habla en plural. ¿Tiene algún socio?
Angel negó con la cabeza.
—Es la costumbre. El negocio pertenecía a mi abuelo y siempre habíamos trabajado juntos. Falleció hace tiempo.
—Entonces, ¿se ocupa usted solo de todo esto?
En el expediente no se mencionaba a nadie más, pero, a juzgar por el volumen de negocio, estaba seguro de que Angel contaba con algún tipo de ayuda. Angel dudó un instante.
—Si no quiere decírmelo —continuó Tartaglia—, puedo averiguarlo.
Angel parecía molesto.
—Mire, no tengo nada que ocultar. Hay una mujer que viene a ayudarme un par de días a la semana. Eso es todo.
—¿Me puede dar sus datos?
—¿Qué tiene eso que ver con Marion Spear?
—Yo seré quien lo decida —respondió Tartaglia, picado por la curiosidad ante la reticencia de Angel.
Angel suspiró.
—Se llama Annie Klein. Me ayuda desde hace unos meses. Preferiría que no la molestaran.
—Es probable que no lo hagamos, pero me gustaría tener todos sus datos.
Angel garabateó algo en un trozo de papel y se lo entregó de malas maneras a Tartaglia.
—¿Tenemos que hacer algo más aquí abajo o podemos regresar arriba? Tengo que abrir dentro de poco y aún no he desayunado.
—Gracias, por ahora ya he visto suficiente.
Tartaglia subió primero. Al llegar a la librería se volvió para mirar a Angel.
—Sólo un par de cosas más. ¿Le importaría decirme qué estaba haciendo entre las cuatro y las seis de la tarde del miércoles pasado?
—¿Por qué diantre me lo pregunta?
—Por favor, responda, señor Angel.
Angel tardó unos instantes en contestar, como si estuviera debatiendo si debía hacerlo o no.
—Estuve aquí, por supuesto.
—¿Puede corroborarlo alguien?
—Pero ¿de qué va todo esto?
—Por favor, responda la pregunta, señor Angel.
—Estaba solo. Annie no acostumbra a trabajar los miércoles.
—¿Vino algún cliente a la tienda? Quizás haya alguien que lo viera aquí durante ese intervalo.
—Los miércoles por la tarde suelen ser días tranquilos, pero, si le soy sincero, no me acuerdo.
—Tal vez podría consultarlo en sus libros.
—Perdone, pero ¿qué tiene que ver todo esto con Marion Spear?
—Por el momento, nada en absoluto. —Dejó que sus palabras calaran en Angel antes de añadir—: Pero estamos investigando un homicidio ocurrido en la parroquia de Saint Sebastian, que está a la vuelta de la esquina.
Angel tardó un instante en asimilar la información; cuando lo hizo, puso unos ojos como platos.
—¿A qué se refiere? ¿A esa niña? ¿Piensa que…? —Se llevó las manos a las caderas y miró atónito a Tartaglia, mientras se sonrojaba por una mezcla de ira e indignación. O era un actor excelente o su reacción era sincera—. Escúcheme bien, inspector, he intentado ser de utilidad y he contestado a todas sus preguntas, pero, si me busca las cosquillas, me temo que tendré que llamar a un abogado.
—Tranquilícese, señor Angel. Es usted uno de los residentes. Es una pregunta rutinaria. Estoy seguro de que podrá demostrar que estaba aquí durante esas horas.
Antes de que Angel tuviera tiempo de contestar, el sonido de alguien golpeando con fuerza la puerta atrajo la atención de Tartaglia. Donovan estaba en las escaleras, con la nariz aplastada contra el vidrio.
—¡Será posible? ¿Es que no ve que está cerrado? —farfulló Angel, mirando en dirección a la puerta.
—Es mi sargento. Una última pregunta: ¿tiene usted coche, señor Angel?
Angel volvió el rostro hacia él y lo fusiló con la mirada, con los brazos cruzados.
—Una furgoneta. Y antes de que llegue a una conclusión equivocada, la utilizo para ir a comprar libros.
Tartaglia sonrió.
—¿A qué conclusiones equivocadas se refiere?
Angel se mordió los labios.
—¿Qué clase de furgoneta tiene?
—Una Volkswagen camper. Y, ahora, si eso es todo, tengo trabajo.
—Gracias, señor Angel —dijo Tartaglia, al tiempo que abría la puerta y dejaba que una bocanada de aire gélido y húmedo entrara en la librería—. Haré que uno de mis hombres lo telefonee más tarde para pedirle los detalles del miércoles pasado, y quizá también pueda facilitarle el número de matrícula de su furgoneta. Sólo por rutina.
Sin aguardar una respuesta, Tartaglia salió y cerró de un portazo. La campanilla volvió a sonar con estruendo. Consciente de que Angel los observaba desde el otro lado del escaparate, Donovan y él caminaron por la calle hasta quedar fuera de su campo de visión y se refugiaron de la lluvia bajo el toldo de un comercio mientras le contaba en líneas generales la conversación que había mantenido con Angel.
—Quiero que vayas a ver a esta mujer ahora mismo —ordenó a Donovan al tiempo que le tendía el papel con las señas de Annie Klein y le explicaba lo que le había contado Angel—. Cuando acabes, estaría bien que interrogaras a los dependientes de las tiendas contiguas a la librería de Angel. Averigua si recuerdan haberlo visto salir el miércoles por la tarde.
—A tus órdenes.
—También está la ex compañera de piso de Marion, Karen Thomas. Trabaja por aquí cerca —continuó, alargándole otro papel—. ¿Has descubierto algo interesante de Angela Grafton?
Donovan estaba a punto de responder cuando le sonó el móvil. Escuchó a alguien al otro lado antes de hablar.
—Sí, está aquí. Se lo diré. Ahora mismo. Entiendo —cerró el teléfono y miró entusiasmada a Tartaglia—. Era Steele. Ha intentado ponerse en contacto contigo, pero no respondías al busca y, según parece, tienes el móvil apagado.
—Maldita sea. —Con las prisas de la mañana se había dejado el busca en el bolsillo de su otra chaqueta y había olvidado conectar el móvil tras la entrevista con Zaleski—. ¿Qué quería?
—Anoche, a altas horas, vieron a una mujer forcejeando con un hombre en el puente de Hammersmith. La mujer cayó al agua y el hombre huyó. No han encontrado su cuerpo, pero es probable que esté muerta. El Departamento de Criminología local nos ha llamado y han asignado el caso a Yvette. Tienes que encontrarte con ella en el puente de Hammersmith.
Capítulo 16
—¿Dónde ocurrió? —preguntó Tartaglia pasando por debajo del cordón policial tendido en la cara norte del puente de Hammersmith.
—A medio camino, señor, por el lado de Barnes —respondió Yvette Dickenson.
Sin aliento, con su enorme y repleto bolso resbalándosele constantemente del hombro, había hecho lo que había podido por seguirle el ritmo desde el punto donde se habían encontrado. Impaciente, Tartaglia levantó la cinta para facilitarle el paso. Aunque había dejado de llover, el viento volvía a soplar y la larga melena castaña de Yvette no dejaba de azotarle el rostro; algunos mechones se le quedaban enganchados a las ranuras de las gafas, que estaban salpicadas de gotas de lluvia. Hizo un par de intentos por sujetarse el cabello con una mano enguantada, pero parecía que las fuerzas de la naturaleza se habían empeñado en impedírselo. Envuelta en un amplio abrigo gris que apenas le cubría la barriga, tenía los ojos enrojecidos, la nariz le moqueaba y, en suma, presentaba un aspecto lamentable. Tartaglia se preguntó por qué Steele no le había permitido quedarse en la calidez del despacho y enviado a otra persona a que lo pusiera al corriente del caso. Tampoco atinaba a comprender por qué Dickenson no se quedaba en casa disfrutando del último mes de embarazo en esa relativa tranquilidad que a él se le escapaba, pero sabía que era una decisión propia y que no le gustaba hablar de ello.
Escudriñó el puente a todo lo largo y divisó la tela blanca sacudida por el viento de la tienda de campaña del equipo forense, escondida tras una de las altas torres que sostenían en pie aquella estructura. Cada día atravesaba con su moto ese mismo puente de camino al trabajo, pero hacía tiempo que había dejado de ser consciente de ello. Con la presión de la vida diaria, de llegar del punto de partida al de destino en el menor tiempo posible, había pasado a formar parte del fondo general, al igual que el conjunto de Londres. Sin embargo, al cruzarlo a pie le pareció más sólido y chabacano. A su parecer, debería ser ejecutado el responsable de haberlo pintado con ese tono de verde color excremento de ganso. Sin embargo, seguía siendo un puente bonito, según los parámetros Victorianos, con sus elaborados adornos de hierro pintados de dorado y cuatro altas torres, cada una de ellas similar a una réplica en miniatura del Big Ben. Servía de umbral entre la zona urbana de Hammersmith y la zona rural de Barnes, y era uno de los lugares predilectos de las parejas de enamorados para contemplar las puestas de sol sobre el Támesis… y también para suicidarse. Sin embargo, lo más extraordinario de todo es que había sobrevivido a tres atentados terroristas, aunque Tartaglia no acertaba a imaginar por qué interesaría a alguien volar aquella estructura, pues había para escoger puentes mucho más famosos e importantes que cruzaban el Támesis.
Dickenson se había quedado rezagada; la aguardó un instante, dio media vuelta para protegerse de aquel viento glacial y la esperó con las manos en los bolsillos. El color plomizo del cielo no presagiaba nada bueno. El único destello de luz procedía del horizonte. Tras las lluvias torrenciales, el río iba crecido y era de color de café con leche, arrastraba todo tipo de basura y fluía por los pontones a una velocidad asombrosa. Por la cara sur, el nivel del agua había subido tanto que rozaba la ribera, llegando casi al camino de sirga. Cualquiera que hubiera transitado por él, sobre todo de noche, habría tenido pocas posibilidades de permanecer con vida.
—Estaban de pie justo allí, señor —lo informó Dickenson sin aliento al darle alcance, al tiempo que señalaba hacia un punto algo más adelante, situado al pie de una de las torres cuyo paso peatonal había cerrado el equipo forense.
Justo en ese punto, el sendero bordeaba la torre y formaba un pequeño balcón con vistas al río. Recordó haber estado de pie cerca de allí con unos amigos unos años antes, observando una carrera de remo entre las universidades de Oxford y Cambridge. La zona estaba repleta de andamios y protegida de la intemperie con una tienda temporal en cuyo interior había luz y se percibían las sombras de los agentes del laboratorio criminalístico que recogían pruebas moviéndose de un lado a otro.
Miró a Dickenson y le preguntó:
—¿Dónde se encontraba la testigo cuando vio a la pareja?
—Al otro lado de la carretera, señor. Dijo que el hombre y la mujer estaban de pie, muy juntos. Al principio pensó que se estaban besando, sin embargo, cuando pasó junto a ellos, los oyó discutir.
—¿A qué hora ocurrió?
—Justo después de medianoche. La testigo vive en Barnes y regresaba a su casa.
—¿Oyó lo que decían?
—No las palabras exactas, debido al viento y al ruido del agua, pero asegura que la mujer lloraba y parecía rogarle algo al hombre. Cree que la mujer tenía acento norteamericano, aunque no está segura al cien por cien. Ella se hallaba ya casi en el otro lado cuando oyó gritar a la mujer. Volvió la vista y la vio forcejear con el hombre; luego él la empujó y cayó al agua.
—¿Qué él la empujó? ¿Está segura?
—Eso ha dicho. Dice que creyó oír un «plaf» al caer el cuerpo en el agua y corrió hacia el otro lado, pero el agua estaba tan oscura que no logró ver a la mujer.
—¿Y qué sucedió con el hombre?
—Estaba asomado a la barandilla, mirando hacia abajo. Por un momento, a la testigo le preocupó que también él cayera al río. Parecía hablar solo, ajeno a la presencia de ella, y pensó que estaba colocado. Poco después huyó corriendo hacia Hammersmith.
—¿Nos ha facilitado una descripción?
El puente estaba bastante bien iluminado de noche, de modo que debía de haber buena visibilidad.
—Muy básica. Un hombre alto, delgado y desaliñado. Llevaba un abrigo o una chaqueta con la capucha puesta, así que la testigo no pudo verle la cara con claridad. La mujer era mayor e iba vestida con elegancia. Le pareció que formaban una pareja estrambótica.
Tartaglia se sintió decepcionado ante la vaga descripción del hombre.
—¿Qué dicen los del equipo forense?
—Han encontrado marcas de arañazos en la barandilla y un montón de huellas dactilares, pero algunas son muy borrosas.
Tartaglia asintió.
—Es un lugar popular por sus vistas.
Aunque el puente estaba muy concurrido, si el hombre se había agarrado a la barandilla para mirar hacia abajo, es posible que hubiera dejado alguna huella. Aun así, si se trataba de Tom, ¿por qué había llevado allí a aquella mujer? En los tres homicidios anteriores, Tom había escogido lugares tranquilos y aislados donde el riesgo de que los interrumpieran era mínimo y podía controlar el entorno. El puente, por el que transitaban coches, bicicletas y peatones incluso de madrugada, era un espacio público y matar allí a alguien exigía cierto grado de improvisación. Los asesinatos previos de Tom parecían calculados y perpetrados tras planear hasta el último detalle; el ritual del crimen parecía importante. En opinión de Tartaglia, aquello no encajaba. Hipersensible, dada la publicidad, Cornish había insistido en que investigaran cualquier posible crimen que pudiera guardar relación con el caso. Ahora Tartaglia maldecía la tensión de la situación que lo había llevado hasta allí simplemente porque una mujer había sido arrojada desde las alturas.
—Deduzco que aún no se ha localizado el cuerpo —dijo, a sabiendas de cuál sería la respuesta.
Podían transcurrir días, incluso semanas, antes de que un cuerpo aflorara a la superficie desde las turbias profundidades del Támesis. Y, a juzgar por la virulencia del caudal, a aquellas alturas podía encontrarse ya a medio curso del río, en algún punto cercano a Greenwich.
Dickenson negó con la cabeza.
—Se ha dado la alerta a la policía fluvial y los agentes locales están buscando en ambas riberas. Quizá logró salvarse a nado.
—Es poco probable. La corriente es particularmente fuerte en esta época del año. A menos que fuera una nadadora excelente, lo más factible es que se ahogara enseguida. ¿Has comprobado si alguien ha denunciado su desaparición?
—Hasta el momento nadie. Estoy en contacto con el sargento Daley de Hammersmith, que por ahora está al mando del caso.
—¿Qué me dices de las filmaciones del circuito cerrado de televisión?
—El sargento Daley se está encargando de ello en estos momentos. Es probable que el tipo desapareciera por la parte de Hammersmith. La zona de los alrededores de Broadway está sembrada de cámaras.
Tartaglia volvió a asomarse al puente y contempló el agua arremolinarse a sus pies. Su instinto le decía que estaban perdiendo el tiempo, pero algo lo previno de mostrarse categórico tan pronto. El incidente había sucedido en el puente de Hammersmith, a las puertas del equipo de investigación criminal de Barnes: parecía un desafío. Si Tom era responsable de ello, había modificado su modus operandi. Tendrían que esperar a que el cuerpo aflorara a la superficie para descubrir nuevos datos. Entre tanto, la prioridad era encontrar al asesino.
Tartaglia dio media vuelta y empezó a caminar en dirección a Hammersmith, con Dickenson dando traspiés a sus espaldas.
—¿Cuánto tiempo más va a permanecer cerrado el puente? —preguntó al cabo de un momento.
—El encargado de la escena del crimen calcula que al menos unas horas, señor. Sólo espero que esté abierto para cuando llegue mi hora de regresar a casa.
Dickenson resoplaba a cada paso, como si caminar le supusiera un ingente esfuerzo. Tartaglia pensó en ofrecerle el brazo para que se agarrara, pero descartó la idea de inmediato. Conociéndola, seguro que malinterpretaría el gesto y lo acusaría de protector o de recordarle que le costaba trabajo realizar su trabajo en los últimos meses de embarazo.
—Esta mañana me ha llevado más tiempo de lo habitual llegar a la comisaría —continuó ella irritada—. He tenido que desviarme hasta el puente de Putney para atravesar el río. El tráfico era una pesadilla, créame.
Tartaglia asintió compasivo. Pese al hecho de que la comisaría de Barnes estaba justo al otro lado del puente, a menos de medio kilómetro, iba a tener que dar un buen rodeo para llegar hasta allí. Suerte que iba en moto.
—Es un fastidio tener que dar toda la vuelta. Con un poco de suerte, lo reabrirán dentro de poco. Apuesto a que los respetables burgueses de Barnes han puesto el grito en el cielo.
Dickenson esbozó una sonrisa burlona.
—No han parado de quejarse y ni siquiera es la hora de comer. Parecen convencidos de que hemos cortado el puente para jorobarles el día.
Tartaglia sacudió la cabeza. Con aquella gente no había nada que hacer. Cuando el puente estuvo cerrado durante más de dos años para someterlo a reformas estructurales y acondicionarlo, los médicos, dentistas, escritores, músicos, actores y otros miembros de la clase media de la zona de Barnes habían llevado a cabo una contundente campaña para que lo cerraran de forma permanente a los vehículos y proteger así del tráfico su pequeña y hermosa población. Y ahora no hacía ni un día que estaba cerrado y ya habían montado en cólera. Les importaba un comino que una pobre mujer hubiera muerto o que hubiera sido asesinada.
Donovan introdujo el disco X&Y de Coldplay en el reproductor y metió la primera marcha. Según indicaba el callejero, Annie Klein vivía a unos diez minutos de distancia de la Librería de Viejo Soane, cerca de la autopista M4. Con un poco de suerte, llegaría antes de que Harry Angel hubiera tenido ocasión de llamarla para prevenirla. Aunque no había ninguna prueba de que Marion Spear hubiera sido asesinada, y menos aún de que su muerte estuviera relacionada con la de las otras tres jóvenes, Donovan coincidía con Tartaglia en que Angel merecía ser investigado con más detenimiento.
Mientras avanzaba despacio debido al denso tráfico, recordó la conversación que había mantenido esa mañana con Angela Grafton, la antigua jefa de Marion Spear. Grafton, una mujer de más de cincuenta años, con el rostro sonrosado y enjuto y una melena rubia teñida con forma de casco fijada con laca, había sido franca y útil. Mientras encadenaba un cigarro con otro tras su amplia mesa escritorio y sacudía una larga punta de ceniza en un platillo, le había dicho:
—Es posible que Marion tuviera casi treinta años, pero tenía el sentido común de una cría de dieciséis, o menos aún, si tenemos en cuenta lo avispadas que son las adolescentes de hoy en día.
Hablaba como una cotorra, casi sin necesitar que Donovan le hiciera ninguna pregunta, y lo hacía con vehemencia, como si sus opiniones fueran irrefutables.
—Aunque es comprensible, si una conoce el pasado de Marion. —Miró con complicidad a Donovan, dándole a entender que ella había visto mucho mundo y entendía todos sus tejemanejes—. Era hija única y su padre las había abandonado siendo ella muy pequeña, de manera que su madre había tenido que apañárselas para salir a flote. Recuerdo bien a su madre; la controlaba en todo momento; la tenía todo el día colgada al teléfono, preocupada por ella… No la dejaba madurar y se quejaba continuamente de que se sentía muy sola sin ella. Pasivas agresivas, creo que denominan a este tipo de personas. Quería que Marion tirara la toalla y regresara a su hogar en Leicester. Pobre Marion, recuerdo pensar en más de una ocasión que su caso no tenía remedio. Era una muchacha decente, pero había algo en ella que despertaba compasión y ganas de protegerla. Sin embargo, en estos casos, una no puede hacer mucho.
Entre profundos suspiros, como si Marion hubiera sido un desastre anunciado, había añadido que Marion era muy popular entre los clientes, pero no recordaba que nadie en especial la telefoneara o viniera a verla a la oficina.
—Desde luego, no la recuerdo hablando de ningún novio ni admirador. Aunque, ¿por qué iba a contármelo a mí? —preguntó con un encogimiento de hombros—. Con Marion no hacía confidencias. Era una joven guapa, pero no tenía ninguna oportunidad con esa madre tan espantosa. Una mujer así convertiría a cualquiera en un ser retraído, ¿no cree?
El tráfico continuaba avanzando poco a poco y Donovan escuchó una sirena a lo lejos. Las carreteras seguían patinando a causa de la lluvia y se preguntó si habría habido algún accidente más adelante. Preocupada porque Angel pudiera llamar a Klein en cualquier momento, Donovan tomó el siguiente desvío de la carretera principal y empezó a atajar por las calles secundarías, hasta llegar a Popes Lane, donde los vehículos avanzaban con mayor fluidez. Se detuvo frente a las puertas del cementerio de Brentford para consultar de nuevo el callejero y cinco minutos después aparcó en la calle en la que vivía Klein.
A pesar de encontrarse a menos de un kilómetro de Ealing Green, la zona tenía un aspecto muy distinto, con la pintura de las casas desconchada, los jardines desaliñados y anuncios de venta de viviendas por todos sitios, intercalados con viejos rótulos que ofrecían hospedaje en pensiones familiares. El hogar de Klein estaba en medio de una larga hilera de casas pareadas altas y destartaladas. Bordeó un montón de bicicletas que unos niños habían abandonado en medio de la acera, probablemente de regreso a sus casas a la hora de comer, llegó frente a la puerta de Klein y llamó al interfono. El apellido «Klein» estaba escrito con bolígrafo sobre un trozo de celo pegado al timbre superior. Lo hizo sonar varias veces hasta que le respondió una voz femenina adormilada.
—¿Quién es?
—Busco a Annie Klein. Soy la sargento Donovan.
—¿La policía?
Donovan captó el tono de alarma en la voz de la mujer. Era una reacción habitual, incluso entre los ciudadanos completamente inocentes, que no estaban acostumbrados a tratar con la policía. Intentó sonar lo más cordial posible.
—No tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro. He venido a hablar de Harry Angel.
Se produjo un silencio seguido del chirrido de una ventana de guillotina abriéndose por encima de su cabeza. Donovan asomó el cuello y vio a una mujer con una larga melena pelirroja asomada a la ventana.
—Soy Annie. ¿Harry está bien?
—Sí, perfectamente. ¿Puedo subir?
—¿De verdad es usted policía? —preguntó Annie un tanto escéptica.
Donovan le mostró su identificación, aunque a esa distancia era un gesto inútil.
—Está bien, la creo —dijo Annie—. Tenga, coja esto. —Un par de llaves sujetadas por una anilla cayeron a los pies de Donovan—. El portero automático no funciona. Es el piso superior, suba por las escaleras hasta arriba del todo.
Annie parecía confiada. Al menos no daba la impresión de que Angel la hubiera advertido de que podía visitarla la policía.
El vestíbulo estaba repleto de correo sin abrir y listines telefónicos aún en su funda de plástico apilados de cualquier manera en un rincón. El aire estaba viciado, la alfombra raída y la pintura verde desconchada. Aquel lugar le recordó a los sitios en los que había vivido durante sus años universitarios. Resollando, deteniéndose a recobrar el aliento en cada estrecho descansillo, subió poco a poco las escaleras hasta el cuarto piso. Tenía que dejar de fumar. Sólo tenía treinta y tres años y, de acuerdo con las tonterías que leía en las revistas en las raras ocasiones que iba a la peluquería, debería ser capaz de subir las escaleras al galope como un purasangre y hacer el amor de forma salvaje y apasionada con el apuesto joven que la esperaba en el piso de arriba. «Cuando los elefantes vuelen», pensó, mientras salvaba el último tramo de escalones.
Annie Klein la esperaba con la puerta abierta y los pies descalzos, vestida con una bata deshilachada de seda bordada y poco más. Aún con cara de sueño, bostezó y cruzó los brazos, ajustándose la bata a su esbelta figura.
—Estaba en lo cierto —dijo, sonriendo y repasando a Donovan de arriba abajo con la mirada—. No tiene pinta de policía. Y no es que yo sepa mucho de eso, aparte de ver The Bill4.
Debía de tener veintitantos o treinta y pocos. Tenía una voz agradable, bastante profunda, con un acento norteamericano que sonaba un tanto impostado. El color azul petróleo de su bata realzaba su pálida piel y su larga melena cobriza y rizada. Tenía unos ojos marrón oscuro muy atractivos. Al menos medía un metro ochenta, pensó Donovan, mientras la seguía al interior de la casa y deseaba secretamente no haberse puesto las botas planas esa mañana, pese a que llevar tacones tampoco le habría servido de mucho. Normalmente, no le importaba ser bajita, pero, por algún motivo, en ese momento le pareció una desventaja.
—¿Le apetece una taza de té? —le preguntó Annie—. Estaba a punto de prepararme una cuando ha llamado al timbre.
—Sí, gracias.
Donovan tomó asiento en un sillón hondo y sin muelles cubierto con una tela naranja brillante. Después de todo el café que había bebido esa mañana, estaba hecha un manojo de nervios. Un té le sentaría bien, para variar.
La habitación era bastante espaciosa y muy luminosa, con aleros, dos ventanas y las paredes pintadas de color rosa chillón. Había un espejo colgado sobre una pequeña chimenea decorada con conchas doradas. Una fotografía de una joven, en blanco y negro, de gran formato y aspecto profesional, cubría casi por entero la pared contigua. Donovan tardó algunos segundos en caer en la cuenta de que la modelo era Annie, pues su aspecto con el maquillaje, aquella ropa y la iluminación era muy distinto.
Mientras la contemplaba preparar el té en la diminuta zona asignada a la cocina en un rincón de la estancia, Donovan se sintió intrigada. Annie parecía un ser demasiado exótico para trabajar empaquetando libros para Angel.
—¿Eres modelo? —le preguntó cuando Annie se aproximaba con dos tazas llenas.
—Lo era, pero ahora me interesa más la interpretación —contestó con una mueca—. Por desgracia, la industria no siente gran interés por mí.
Se sentó en el sofá que había frente a Donovan, recogió las piernas con elegancia, las apoyó en el asiento y se remetió los faldones de la bata alrededor de los pies.
—Tengo entendido que trabajas a media jornada en la Librería de Viejo Soane.
Annie dudó, le dio un sorbo al té y contestó:
—Bueno…, no oficialmente. Me refiero a que Harry me paga en efectivo y no lo declaro.
Donovan sonrió con la esperanza de tranquilizarla.
—No te preocupes. Eso no me interesa. ¿Desde cuándo trabajas ahí?
—Hace sólo unos meses. El negocio de internet cada vez atrae más clientes y Harry no puede encargarse solo.
—¿Sabes si alguien lo iba a ayudar en la librería hace un par de años?
Annie sacudió la cabeza.
—No lo creo, pero será mejor que se lo pregunte a él. En todo caso, ¿qué quiere saber?
—Estamos investigando la muerte de una mujer llamada Marion Spear.
Annie pareció dubitativa.
—¿Y qué tiene eso que ver con Harry?
—El señor Angel era uno de sus clientes. Sólo necesito recabar unos cuantos detalles básicos para poderlo descartar como sospechoso.
—¿Harry sabe que ha venido?
—Sí, claro. Él ha sido quien nos ha facilitado tu nombre y tu dirección.
Estaba faltando a la verdad, pero Annie no parecía una mujer desconfiada. Cuando descubriera que a Angel no le había gustado que hablara con la policía sería demasiado tarde.
Annie pareció aliviada y sonrió.
—Bueno, entonces supongo que no hay nada malo en que hable con usted.
—Tal como te he dicho, sólo necesito algunos detalles, eso es todo. Quizá puedas empezar por decirme con qué frecuencia trabajas en la tienda.
—Depende. Ahora mismo tengo mucho tiempo libre y Harry es bastante despreocupado con respecto a cuándo entro y salgo.
—¿Vas la mayoría de los días?
—De forma intermitente cuando hay mucho trabajo y cuando no tengo audiciones.
Parecía un buen acuerdo; a Donovan le dio la impresión de que Harry Angel era más un amigo que un jefe.
—¿Os conocéis desde hace tiempo?
Annie sonrió y le dio otro sorbo al té.
—Hace unos años, a decir verdad.
—¿Fuisteis novios? —preguntó Donovan, al detectar cierto brillo en los ojos de Annie y leer entre líneas.
—Bueno, yo no lo llamaría así. Salimos unas cuantas veces, pero no funcionó.
—¿Por qué?
Annie se refugió en su té.
—Mire, prefiero no hablar de ello. Harry es un tipo decente.
—Pero lo vuestro no funcionó.
Annie suspiró y sacudió la cabeza.
—No. —Le dio otro largo sorbo al té y, al cabo de un momento, añadió—: Harry es demasiado intenso. Se entrega muy rápidamente y yo no buscaba nada serio.
—¿Intenso?
Annie se apartó un largo mechón de pelo que le ocultaba el rostro.
—Sí, ya sabe cómo son algunos hombres.
Aparte de un admirador pecoso que había tenido en séptimo de primaria y que la esperaba a las puertas de la escuela, Donovan no tenía mucha experiencia en ese campo. Desde entonces, sin saber por qué, no había conseguido que ningún hombre sintiera nada intenso por ella. Pero, ahora que reflexionaba sobre ello, tal vez no fuera tan malo. La obsesión es insana, sobre todo cuando es unidireccional. Ella prefería a los tipos normales y con los pies en la tierra. Pero no parecía haber muchos en el patio y, al acordarse de Richard, su ex, pensó que «normal» no era el adjetivo que mejor lo describía.
—¿Puedes ser más concreta? —la instó Donovan.
Annie dudó.
—Bueno, solía dejarme notas y poemas por la noche bajo el limpiaparabrisas del coche. Por aquel entonces tenía coche.
—¿Te refieres a anónimos?
Annie asintió.
—Por la mañana, cuando salía a la calle, me los encontraba ahí. Obviamente, sabía quién los había dejado, aunque él no lo admitía.
—¿Piensas que te controlaba, que te observaba?
Annie se encogió de hombros con gesto indiferente.
—Quizá. Ni siquiera me lo había planteado.
—¿Qué te decía en esas notas?
—Ah, sólo contenían unas cuantas frases… bastante…, no sé cómo expresarlo… —dijo con el ceño fruncido, buscando la palabra exacta—, bastante enigmáticas.
—¿No eran amenazantes?
Annie pareció sorprendida sólo de pensarlo.
—En absoluto. Creo que intentaban ser románticas.
—¿Hizo algo más?
Annie soltó una carcajada.
—Una vez dejó un billete de un dólar bajo el limpiaparabrisas, pero nunca entendí qué quiso decirme con aquello.
La incomodidad que Donovan había sentido al conocer a Annie se desvaneció rápidamente. Annie podía superarla en altura y belleza, pero parecía no tener los pies en la tierra. Aunque el comportamiento de Angel no le hubiera resultado tan peculiar, por no hablar ya de amenazante, para Donovan tenía todas las cartas de ser un acosador. Además, pese a que sólo había visto a Angel fugazmente, coincidía con Tartaglia: con poca luz, Angel podía encajar con la descripción facilitada por Zaleski.
—Entonces, ¿pusiste fin a la relación?
—Sí. El siguió llamándome durante un tiempo, pero al final captó el mensaje.
—¿Cómo restablecisteis la comunicación?
—Yo andaba buscando un empleo de media jornada y respondí a un anuncio que publicó en el periódico local. Me lo pensé dos veces cuando supe quién era, si he de serle franca, pero necesitaba el dinero y él parecía llevarlo bastante bien. —Volvió a soltar una sonrisa tonta, con la mirada clavada en la taza—. Si le soy sincera, tengo la sensación de que sigue bastante colado por mí.
—¿Y eso no te preocupa? —preguntó Donovan, a quien le resultaba imposible comprender la actitud de Annie.
Su carácter era excesivamente abierto y relajado; era demasiado confiada. Le recordó a la descripción que le habían dado de Marion Spear y se sintió cada vez más preocupada.
Annie puso unos ojos como platos y preguntó:
—¿Por qué debería preocuparme? Harry es un encanto, de verdad, y puedo manejar la situación perfectamente. —Se puso en pie y preguntó—: ¿Le apetece otro té?
Donovan negó con la cabeza y dejó la taza en el suelo, junto al sillón. Estaba casi llena; aquel té estaba tan flojo que parecía agua sucia mezclada con leche; además, se le había quedado tibio.
—¿Qué me dices de sus familiares y amigos? ¿Con qué frecuencia los ve el señor Angel?
—La verdad es que no lo sé —contestó Annie, mientras se dirigía a la cocina y encendía la tetera—. Nunca habla de su familia ni de nadie en concreto. Es muy reservado.
—Pero recibirá llamadas de teléfono en el trabajo…
—Yo estoy encerrada en el sótano la mayor parte del tiempo y desde allí no se oye nada. Hay un contestador automático arriba, así que no hay necesidad de recoger los mensajes.
—Entonces, ¿no sabes si tiene novia?
Annie miró a Donovan con una sonrisa en los labios.
—Si la tiene, estoy segura de que no es nada serio. Además, no me lo contaría, porque le haría perder su oportunidad, ¿no cree?
Donovan aguardó mientras Annie acababa de prepararse el té y regresaba al sofá.
—A modo de recapitulación, ¿nunca le has oído mencionar el nombre de Marion Spear?
Annie negó con la cabeza mientras tomaba asiento de nuevo en el sofá.
—Ha dicho que esa mujer murió. ¿Qué sucedió?
Donovan decidió darle todos los detalles. Tal vez así sacara de su inercia a Annie y la ayudara a recordar las cosas con más claridad. O, como mínimo, serviría para ponerla sobre aviso con respecto a Harry Angel.
—Se precipitó al vacío desde la planta superior de un aparcamiento situado cerca de donde trabajaba. Está a escasos metros de la librería. El juez de instrucción determinó que la causa de la muerte quedaba abierta, pero ahora estamos reexaminando el caso.
Annie parecía perpleja.
—No me ha dicho qué tiene que ver Harry en todo esto.
—Intentamos reconstruir los últimos movimientos de Marion Spear. Él fue una de las últimas personas que la vio con vida el día de su muerte. Marion le enseñó un piso en Carlton Road, Ealing, pero no sabemos qué hizo después.
Annie parecía desconcertada.
—¿Qué Harry estaba buscando piso? ¿Está segura de eso?
—¿Por qué te sorprende?
Annie se sonrojó, como si hubiera metido la pata, y empezó a enroscarse un largo mechón de pelo alrededor del dedo.
—Bueno, cuando su abuelo falleció, le dejó la librería en su testamento. Las habitaciones de arriba se habían utilizado hasta entonces como almacén y estaban en bastante mal estado, pero Harry les dio una buena limpieza, una capa de pintura y se mudó allí.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—No estoy segura, pero Harry ya vivía allí cuando nos conocimos. Creo que se había trasladado hacía poco, porque recuerdo que aún olía a pintura.
Según el expediente, Harry vivía en la dirección de la librería cuando Marion Spear falleció.
—Quizá decidiera cambiar de aires.
Annie negó con la cabeza.
—Nunca me ha hablado de querer mudarse. ¿Por qué iba a hacerlo? El espacio que hay encima de la tienda es enorme y lo único que tiene que hacer es bajar a trabajar por la mañana. Ojalá fuera tan fácil para todos.
Con un sentimiento creciente de impaciencia, Donovan se dio cuenta de que tendría que hablar a las claras con Annie.
—Marion Spear murió una hora después de su cita con el señor Angel.
Annie la miró consternada.
—¿Y piensan que Harry tuvo algo que ver en ello? No tiene sentido. Es un poco excéntrico, pero es buena persona. —Empezó a mordisquearse una uña, sacudiendo la cabeza despacio mientras reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar—. No sé qué pretendería al ir a visitar el piso con esa mujer, pero estoy convencida de que no le haría daño ni a una mosca.
—Seguro que estás en lo cierto —dijo Donovan. Había hecho lo que había podido y no tenía sentido seguir azuzando a Annie, porque estaba claro que se negaba a ver nada sospechoso en el comportamiento de Angel. Se puso en pie para marcharse—. Sólo una pregunta más. ¿Trabajaste en la tienda el pasado miércoles por la tarde?
Annie hizo una pausa momentánea para buscar en su memoria. Luego sacudió la cabeza.
—No, el miércoles no, tenía una audición en Hammersmith.
—Entonces, ¿no viste al señor Angel en todo el miércoles?
—No.
—Y cuando tú no estás allí, ¿cómo se las apaña si tiene que dejar la tienda?
—Normalmente pone una nota en la puerta diciendo «Vuelvo dentro de cinco minutos». Es mentira, porque suele tardar bastante más, pero así se asegura de que los clientes regresen.
Donovan recogió su bolso, sacó una tarjeta y se la entregó a Annie.
—Gracias, me has sido de gran ayuda. Si recuerdas algo más, te ruego que me llames.
Annie tomó la tarjeta con la ilusión de un niño al que le dan una golosina. Estaba claro que le tenía cariño a Angel y parecía no ser consciente de las consecuencias de algunas de las cosas que había explicado. Donovan se preguntaba cómo una mujer prácticamente de su misma edad podía ser tan ingenua. Esperaba que Annie no fuera tan estúpida como para repetirle la conversación palabra por palabra a Angel, ya que eso lo pondría en guardia. Por muy simple que Annie fuera, Donovan estaba segura de que al menos en algo estaba en lo cierto: Angel no tenía ningún interés en buscar piso. Lo que le interesaba era Marion Spear, algo que había conseguido ocultar en la investigación anterior.
Capítulo 17
Para: Carolyn.Steele@met.police.uk
De: Tom659873362.@greenmail.com
Apreciada Carolyn:
Espero que no te importe que te llame por tu nombre de pila, pero detesto las formalidades, ¿tú no? Además, tengo la sensación de conocerte, aunque aún no nos hayan presentado… Debo decirte que espero ansioso disfrutar de ese placer en el futuro próximo. Por el momento, no obstante, permíteme felicitarte por tu aparición de anoche en Crimewatch. Estabas muy guapa y, a mi parecer, empleaste el tono de voz idóneo. Hiciste muy bien en ocultar algunos detalles clave al público. No interesa que conozca todos nuestros secretillos, ¿no es cierto? Sólo para que te quede claro que soy yo quien escribe y no ningún imitador mediocre que intenta atraer tu atención, te diré que podrías haber mencionado el adorable mechón de cabello castaño largo y sedoso de Gemma. Pienso en ella cada vez que lo acaricio. La quiero mucho, ¿sabes? Pero soy un tipo voluble. Supongo que tú ya lo sabes, ¿me equivoco? Creo que me entiendes. Quizá contigo sería fiel. Tal vez. Pero podemos hablar de ello en otro momento… cuando nos conozcamos. Me estoy yendo por las ramas… Volviendo al programa de anoche, considero que hay que elogiar a las personas cuando hacen algo bien. Te mereces un beso por tu actuación, y te lo dice un hombre que entiende del tema. Sin embargo, yo también merezco que me halaguen, ¿no crees? Soy muy bueno en lo que hago; ¡estoy saliendo impune de mis asesinatos!
Con mis mejores deseos (quién sabe, quizá también los tuyos).
Tuyo,
TOM
Steele hizo girar la silla para mirar a Tartaglia con expresión.
—¿Qué opinas de todo esto? —preguntó con tono profesional, sin rastro de emoción, como si le estuviera pidiendo opinión acerca de un comunicado corriente y moliente.
Era primera hora de la tarde y lo había requerido en su despacho; se había cuidado bien de cerrar la puerta, cosa poco habitual en ella. Nunca antes hubo nada que quisiera discutir en privado sólo con él, nunca le había solicitado su opinión acerca de nada importante y Tartaglia se sintió sorprendido y un tanto desconcertado porque lo hiciera en ese momento. Aquel mensaje de correo electrónico lo dejó mudo; no se le ocurría nada que decir, aparte de las típicas perogrulladas. Enfadado en nombre de ella, notando una chispa desacostumbrada de preocupación por Steele, le asombró el descaro de aquella misiva. El trasfondo sexual y de gallito de aquel tipo era especialmente repugnante. Tartaglia desconocía si Steele vivía sola o si tenía pareja. Y, a pesar del resentimiento general que sentía hacia ella, de repente le preocupó y se preguntó cómo le afectaría todo aquello siendo mujer, si se sentiría intimidada o no.
Pese a todos los años de experiencia que había acumulado en la policía londinense y a pesar de enfrentarse día a día al lado más oscuro de la humanidad, no era habitual recibir mensajes de un asesino en serie. Sin embargo, Steele no reflejaba ninguna inquietud, sino que trataba aquel asunto con objetividad, como si formara parte de su cotidiana rutina laboral. Tartaglia pensó que tal vez adoptara esa pose frente a él para demostrarle lo dura que podía llegar a ser.
Estaba sentada muy recta, con la boca tensa y el rostro como un lienzo en blanco; lo observaba a la espera de una respuesta. Tartaglia intentó encontrar las palabras acertadas, pero fracasó.
—¿Mencionaste en Crimewatch que se hace llamar Tom?
Ella asintió.
—Decidí hacerlo, por si era su nombre o su apodo de verdad, por si podía hacer que a alguien se le encendiera una bombillita.
—¿Cuándo has recibido el mensaje?
—Hace más o menos una hora y, evidentemente, es imposible rastrearlo.
Tartaglia se metió las manos en los bolsillos, se apoyó en la pared y la estudió con atención. No apreciaba ningún signo de emoción en sus ojos. ¿Hacía una hora? Había estado dándole vueltas a aquello sola, durante toda una hora, sin comunicar nada a los miembros de su equipo que se encontraban en la sala contigua. ¿Cómo podía ser tan reservada? Era una mujer extraordinaria. Clarke habría salido de su despacho como un cohete, saltando como un loco por la emoción o el enfado, o quizá por ambas cosas, deseoso de compartir aquella novedad y de conocer la opinión de todos sus subordinados.
—He hablado con los expertos de Newlands Park. Según dicen, enviar mensajes como éste es facilísimo. Lo único que tiene que hacer Tom es conducir por ahí con el portátil en el coche y buscar una red inalámbrica no protegida. Parece ser que hay miles y miles de puntos con conexión Wi-Fi repartidos por todo Londres, tanto oficiales como extraoficiales.
—¿Y qué dicen de la dirección de correo electrónico?
—Probablemente haya configurado un montón de ellas con esta finalidad. No hay modo de rastrearlas todas.
Tartaglia sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Están completamente seguros?
—Eso es lo que me han dicho. Como es obvio, lo van a intentar, pero me han recomendado que no espere ningún resultado. —Steele suspiró y ahogó un bostezo, de nuevo como si estuvieran hablando de alguna banalidad—. Al parecer, si supiéramos dónde estaba cuando se conectó, podríamos localizar la señal del módem y luego seguir el rastro de éste hasta la tienda donde se adquirió. Pero, incluso dando por supuesto que el ordenador no sea robado, conociendo a nuestro Tom es poco probable que haya facilitado sus señas reales a la tienda, ¿no opinas? Además, si se mueve por ahí, como sospechan los del Departamento de Informática, tampoco serviría de nada.
—¿Se lo has contado a Cornish?
Steele asintió.
—Sí, y ahora te lo cuento a ti y se lo contaré a Gary cuando regrese. Pero nadie más debe saberlo. No puedo arriesgarme a que se produzca otro chivatazo a la prensa.
Entumecida por llevar demasiado rato sentada ante su escritorio, Steele agachó la cabeza, inclinó el cuerpo hacia delante, entrelazó los dedos y estiró los brazos por delante. Delgada y ágil, con aquella lacia melena morena y los ojos verdes, a Tartaglia le recordó a un gato. Y como todos los gatos, era inescrutable. Cumplía sus obligaciones como jefa, pero recelaba de él y mantenía las distancias en la medida de lo posible.
Tartaglia no esperaba que lo tratara como había hecho Clarke, puesto que la relación distendida y gratificante que ambos mantenían se había edificado con el paso de los años, pero sí había esperado algo más de ella. Tenía buenas referencias de Steele de compañeros que habían trabajado a sus órdenes en el pasado. No obstante, por lo que él apreciaba, era como si le hablaran de otra persona.
—Y bien, cuéntame lo ocurrido en el puente —lo instó ella, recostándose en su silla y apoyando los pies sobre el cajón inferior de su escritorio, que estaba entreabierto.
Tartaglia inició su explicación. Imaginó el puente, con el cauce fangoso y crecido discurriendo a sus pies, mientras intentaba darle un sentido a lo ocurrido. ¿Existiría realmente alguna conexión con las otras jóvenes? Era como intentar abrirse camino en medio de una espesa niebla, pensó. Justo cuando uno lograba divisar un contorno familiar y empezaba a orientarse, caía un nuevo manto de niebla y el paisaje volvía a tornarse irreconocible. Ya no estaba seguro de lo que pensaba sobre aquel episodio.
—Entonces, ¿no hay nada que lo conecte con el resto de los asesinatos? —preguntó Steele una vez concluido su relato.
Tartaglia negó con la cabeza.
—No hasta que hallemos el cuerpo.
—¿Por qué nos llamó entonces el Departamento de Criminología?
—Algún listillo leería la prensa y debió de pensar que era mejor no arriesgarse. Si el hombre resulta ser Tom, se colgarán una medalla.
—Pero sólo tenemos lo que nos ha explicado la testigo.
—La filmación del circuito cerrado de televisión confirma su declaración. Es indudable que hubo un accidente, pero no disponemos de una imagen clara del rostro del hombre. Sin embargo, he hablado con los forenses y parece que han recogido algunas huellas dactilares decentes. Esperemos que al menos una de ellas corresponda al asesino.
Steele se quedó meditabunda.
—El modus operandi es muy distinto, pero supongo que no debemos cerrar ninguna puerta. Tom es un capullo listo y seguro que modificará su rutina después de todo lo que la prensa ha publicado.
—No obstante, si Tom es el responsable, ¿por qué no hacía referencia a ello en el correo que te ha enviado? Lo normal sería que alardeara de ello.
Steele se encogió de hombros y volvió a mirar la pantalla.
—Yo he pensado lo mismo al leer esa sandez por primera vez —convino, con aire distraído. Tartaglia percibió cierta tensión en su rostro, un rastro de dolor al leer aquello; quizás en el fondo sí le hubiera afectado—, pero quizá crea que aún no sabemos nada de lo ocurrido en el puente.
Buena observación. En circunstancias normales, el Departamento de Criminología se ocuparía de la investigación hasta que quedara claro que se trataba de un homicidio. Con la cantidad de trabajo que tenía y al no existir un cadáver, era poco probable que el puente se cerrara con tanta celeridad, si es que llegaba a cerrarse. Tal vez Tom contaba con esa baza.
—Sin embargo, si ha sido él, ¿por qué iba a escoger el puente de Hammersmith? —preguntó Tartaglia—. A menos que quiera que lo descubramos…
Steele guardó silencio unos instantes, con la vista clavada en la pantalla y acariciándose la barbilla con los dedos, pensativa. Luego cogió el ratón, cerró el mensaje y volvió la vista hacia Tartaglia.
—Voy a pedirle a Patrick su opinión. Quizás arroje un poco de luz sobre todo esto. Pero antes cuéntame qué has descubierto esta mañana en Ealing —dijo con brío, dando carpetazo al tema de Kennedy—. Tengo entendido que el testigo ha proporcionado información de utilidad.
—Sí, parece que vio bien al hombre. El retrato robot estará listo dentro de poco.
—También me han dicho que has estado incordiando a un hombre llamado Harry Angel. Ha presentado una queja ante el comisario municipal. Te acusa de hostigamiento.
Sorprendido ante el hecho de que Angel hubiera llevado tan lejos las cosas y en tan poco tiempo, Tartaglia se encogió de hombros.
—No le ha gustado mi interrogatorio.
—¿Tiene que ver con el caso de Marion Spear?
Tartaglia asintió.
—¿Por qué sigues con eso cuando tenemos tantas cosas entre manos?
—Ya te lo he dicho: creo que es una víctima anterior.
—Pero Marion Spear no encaja en el perfil.
Era como si Kennedy hablara por su boca.
—Aún no he leído el informe del doctor Kennedy —aclaró Tartaglia intentando reprimir su resentimiento.
—No seas pedante, Mark. Sabes lo que piensa.
—Sí, y también creo que la conclusión a la que ha llegado es errónea.
Steele se tensó como si la crítica se la hubieran hecho a ella.
—A Tom le gustan las adolescentes. Y Marion Spear ya tenía treinta años. No encaja.
—Quizá sea sólo una coincidencia que las tres víctimas de las que tenemos constancia fueran adolescentes. Quizás haya otras que aún no conocemos y que no fueran tan jóvenes.
—No tenemos tiempo para especular con lo que Tom podría haber hecho. Debemos concentrarnos en lo que sabemos.
—Si sólo le gustan las jovencitas, ¿por qué te ha escrito a ti ese mensaje? —preguntó, consciente de que se aferraba a un clavo ardiendo, pero tenía que convencerla.
Steele se ruborizó y su expresión se endureció, como si le hubiera tocado una fibra sensible.
—Es distinto. El mensaje que me ha enviado es una broma para demostrarnos lo listo que es.
—Esperemos que así sea.
—No altera el perfil.
Tartaglia suspiró frustrado.
—Está bien. Si te apetece que discutamos, ciñámonos a las tres niñas. Estoy de acuerdo en que su edad es un factor común, pero hay otro aspecto que el perfil pasa por alto: su personalidad. Todas ellas eran personas solitarias y, según parece, estaban deprimidas. A las tres las acosaban en la escuela y, en el caso de Ellie Best, la situación era tan grave que le habían recetado antidepresivos. Con ese historial, no es de extrañar que fueran personas vulnerables y barajaran la idea del suicidio. Sabemos que Marion Spear también se sentía sola y estaba deprimida. Sí, era mayor, pero quizá su edad sea irrelevante o tal vez Tom fuera menos quisquilloso en el pasado.
—Estamos desbordados de trabajo, incluso dejando al margen el accidente del puente. No tenemos recursos suficientes para investigar todas las posibilidades remotas.
—¿Y cómo si no vamos a dar con él? A menos que recibamos alguna pista nueva a través de Crimewatch, con lo que tenemos de las tres niñas no vamos a ninguna parte. Ha borrado sus huellas a la perfección y ni siquiera hemos conseguido averiguar el vínculo entre ellas. Si Marion Spear fue una de sus primeras víctimas, quizá cometiera algún error.
—Pero no tienes nada, ¿no es cierto? Nada concreto.
—Aún no, pero quiero seguir intentándolo. Tengo un presentimiento.
Nada más pronunciar aquellas palabras supo que había cometido un error.
Steele sacudió la cabeza.
—Eso no basta. Mira, Mark, si insistes en seguir tirando de ese hilo, tendrás que hacerlo en tu tiempo libre.
Tartaglia estaba a punto de contestar que así lo haría cuando alguien llamó a la puerta y Kennedy apareció tras ella.
—Siento llegar tarde —dijo, con una amplia sonrisa—. Como han cerrado el puente, he tenido que dar toda la vuelta a través de Putney para llegar hasta aquí. Espero no interrumpir.
—Claro que no, Patrick —dijo Steele, poniéndose en pie—. Mark y yo ya hemos terminado.
Tras la conversación con Steele, Tartaglia se había retirado a su despacho para intentar sacarse de encima el papeleo del día. Pero no pudo hacerlo. No había manera. La calefacción se había estropeado de nuevo, pero ahora, en lugar de no funcionar, lo hacía a toda mecha y su oficina parecía un horno. No lograba concentrarse y, además, no dejaba de darle vueltas a aquella conversación. Para empeorar aún más las cosas, Gary Jones acababa de regresar de investigar unas cuantas llamadas infructuosas que habían recibido de algunos espectadores de Crimewatch. Habían aparecido varios «testigos» nuevos que aseguraban haber visto a Gemma y Tom, no en la iglesia de Ealing, sino en varios puntos diseminados por la ciudad. Algunos de ellos no eran más que unos cascarrabias con demasiado tiempo libre, mientras que otros tenían mucha imaginación y buena voluntad, pero sus pistas carecían de fundamento. Además, la mitad de las familias de Londres con una hija adolescente que utilizaba internet creía que podía haberse cruzado con Tom en un chat. Y por muy majaderos que parecieran quienes telefoneaban, todas las llamadas debían investigarse como era debido. Sin embargo, por el momento no habían recibido ninguna pista nueva. Al menos, ninguna de las llamadas había arrojado pruebas de que Tom hubiera actuado fuera de la zona de Londres, y eso ya era algo.
Sudando y con los pies descalzos apoyados en la mesa, Jones comentaba por teléfono, y a voz en grito, con su hermano algún encuentro de rugby o algo por el estilo. Con la complexión de un jugador de rugby en decadencia y una mata de pelo claro cada vez más rala, Jones invadía aquel espacio minúsculo con su mera presencia física. Tartaglia sentía claustrofobia y no era capaz de concentrarse con la voz de Jones atronando a su lado. Se puso en pie y se enfundó su mono impermeable, con el pensamiento en mente de ver a Clarke de camino a casa, aunque no sabía si le permitirían hacerlo. Justo cuando estaba recogiendo las llaves y el casco, apareció Donovan por la puerta.
—Acabo de llegar. ¿Te apetece tomar algo? Esta vez corre de mi cuenta.
Diez minutos después estaban sentados en un rincón del The Bull's Head, cada uno con una pinta de cerveza Young's Special en la mano, intentando pasar por alto el zumbido de las especulaciones sobre lo ocurrido la víspera en el puente.
—Maldito Rasputín. Apuesto lo que sea a que le está dando algo más que asesoramiento profesional —le dijo Tartaglia a Donovan con una mirada cómplice y dando un trago a su cerveza.
—Ignóralo.
—Es fácil decirlo.
Donovan lo observó encenderse un cigarrillo. El humo se alzó en volutas en su dirección y, para su sorpresa, descubrió que no le apetecía fumar. En un impulso espontáneo, había recogido la tarjeta de Adam Zaleski de la papelera esa mañana, tras excusarse un momento ante Tartaglia alegando que se había olvidado algo, justo cuando se dirigían a la cafetería. Zaleski había conseguido hacerle un hueco para una sesión rápida de hipnosis de media hora antes de que tuviera que estar de regreso en Barnes. Como sabía lo que Tartaglia opinaba de este tipo de cosas, pensó que era mejor no mencionárselo. Zaleski era un testigo y, en términos estrictos, no debería haberlo buscado, pero no podía negarse que le había parecido un tipo atractivo. Zaleski le había asegurado que sólo necesitaría otro par de sesiones más para sentirse tranquila, casi serena, y controlar la situación. Quizás ésa fuera la clave de la meditación.
Tartaglia le dio una calada a su pitillo y se inclinó hacia ella.
—¿Crees que estoy loco por pensar que el caso de Marion Spear puede estar relacionado?
Donovan sonrió, algo extrañada de verlo dudar tanto de sí mismo.
—Mira, por lo que he descubierto hoy, merece la pena seguir investigando. Por eso quería hablar contigo.
Donovan le relató su charla con Annie. Tartaglia pareció un poco decepcionado.
—Así que Angel no tenía interés en comprar ningún piso, sino en Marion. No podemos inculparlo por eso.
—Pero Annie prácticamente ha admitido que la estaba acosando. Y el hecho de que intentara ocultar su interés por Marion es sospechoso.
Tartaglia sacudió la cabeza.
—Mentir no equivale a asesinar. La gente miente constantemente, incluso los inocentes. Ya lo sabes.
—Sigo pensando que vale la pena continuar con la investigación. Si sólo es culpable de estar interesado en Marion, ¿por qué no lo confiesa sin más? Saber que estamos revisando el caso le ofrecería una oportunidad idónea para enmendar su declaración, sobre todo si es consciente de que estamos investigando los otros asesinatos.
Donovan hizo una pausa y escudriñó a Tartaglia mientras le daba un sorbo a la cerveza. Notó en su cara que estaba tenso y tenía dudas. Si Clarke estuviera allí, sabría qué hacer. Desde que había salido del coma, las noticias que habían llegado del hospital habían sido buenas, pero todo apuntaba a que la recuperación sería lenta. Nadie en el despacho, mucho menos Tartaglia, se había atrevido a verbalizar el pensamiento de que posiblemente Clarke no se reincorporara jamás. Parecía como si no hablar de ello y orillar el tema diera cabida a la posibilidad de que Clarke regresara un día, irrumpiendo con brío en la oficina, apartara a Steele y retomara el timón con el buen humor y la calidez de siempre. Sin embargo, lo más probable es que Clarke no volviera a trabajar nunca más, ni a ponerse al frente de una brigada de homicidios, con toda la presión mental y el estrés físico que eso conllevaba. En el fondo de su corazón, todos lo sabían. Pero no era el momento oportuno para discutirlo con Tartaglia, aunque Donovan tenía la sensación de que él pensaba en ello. No era la primera vez que notaba que echaba de menos a su mentor.
—Tú no eres así, Mark —le dijo, tocándole la mano con dulzura—. No escuches a Steele ni a Kennedy. Piensa en lo que Trevor diría si estuviera aquí. Te aconsejaría que te dejaras guiar por tu instinto, ¿no es cierto? Siempre confió en tu opinión y te respaldó. Tienes que confiar en eso, aferrarte a eso y confiar en ti. Yo lo hago.
Tartaglia sonrió con tristeza.
—Gracias.
—Venga, no pongas esa cara de pena. Quizá tenga algo más para ti. Después de ver a Annie fui a interrogar a la compañera de piso de Marion Spear, Karen.
—¿La que identificó el cadáver?
—Sí. Me ha soltado la misma perorata sobre que Marion era una persona solitaria y me ha asegurado que estaba pensando en regresar al norte junto a su madre. Dice que en muchas ocasiones la invitó a salir con ella y su grupo de amistades pero, según parece, Marion prefería quedarse en casa y ver la televisión. Si te soy sincera, por lo que sé de Marion y después de conocer a Karen, no me sorprende. Yo creo que también preferiría quedarme en casa y ver Gran hermano.
—¿Qué me dices de Angel? ¿Se acuerda Karen de él?
—No, no recuerda que Marion saliera con nadie, pero también me ha dicho que muchas veces ella no estaba en casa, que se quedaba a dormir en el piso de su novio. Ahora bien, cuando la he presionado, ha mencionado a otra chica, llamada Nicola, que había compartido piso con ellas de forma temporal. Karen dice que, aunque Nicola no tenía previsto quedarse mucho tiempo, Marion y ella se hicieron amigas. Según parece, a veces salían juntas al pub o al cine.
—El expediente no menciona a esa tal Nicola en ningún sitio.
—Lo sé. Nicola sólo compartió piso con ellas durante un mes y se mudó antes de la muerte de Marion. Karen no sabe si mantuvieron el contacto después de que se trasladara. Quizás el Departamento de Criminología pensó que la declaración de Karen no bastaba para determinar el estado de ánimo de Marion o tal vez ni siquiera se preocuparon por saber si había alguien más conviviendo con ellas.
—Tenemos que encontrarla.
—Tranquilo, estoy en ello, y no le comentaré nada a Steele. Karen no está segura de adonde se fue Nicola, pero me ha proporcionado el teléfono del propietario del piso. Quizá Nicola dejara una dirección para que le reenviaran el correo. Lo comprobaré mañana por la mañana a primera hora.
Alguien había pasado por detrás de ella portando unas bebidas a una mesa y Donovan había captado las palabras «fantástico» y «ya era hora», seguida de una ronda de vítores y aplausos. Aguzó el oído y descubrió que el puente se había reabierto.
—¡Qué alivio! —exclamó, volviendo la vista hacia Tartaglia—. Pensaba que iba a tardar horas en regresar a casa.
Tartaglia se acabó la cerveza.
—Volviendo a Angel, ¿qué hizo el miércoles por la tarde? ¿Sus vecinos lo recuerdan?
Donovan negó con la cabeza.
—He preguntado en varias tiendas a ambos lados de la calle y nadie se acuerda de si la librería estaba abierta o cerrada. Sin embargo, me han dicho que hace un horario bastante caprichoso. Si lees entre líneas, piensan que es un poco excéntrico. Les he dejado mi tarjeta por si alguien recuerda algo.
Tartaglia suspiró y se pasó la mano por el pelo.
—Angel es una posibilidad muy remota, pero tenemos que seguir investigándolo. Quizá Nicola lo recuerde, si logramos dar con ella. De momento es nuestra mejor baza.
—Querrás decir nuestra única baza.
Capítulo 18
—Vaya, vaya…, de manera que está jugando contigo —exclamó Kennedy mientras pinchaba con el tenedor los ñoquis al gorgonzola que Steele había dejado casi intactos en su plato—. Juega al gato y el ratón. Intenta demostrar quién manda, quién tiene el control. Se cree muy listo. Es obvio que intenta denigrarte, tratándote como un mero objeto sexual. Aunque lo cierto es que para él las mujeres son objetos, algo con lo que satisfacer sus deseos —añadió, dando cuenta de otro puñado de ñoquis.
Steele lo observaba en silencio, sorprendida de que estuviera tan delgado pese a lo mucho que comía. Ella no tenía apetito; las palabras de aquel mensaje seguían arremolinándosele en el pensamiento. Habían acudido al puente de Hammersmith para echar un vistazo y había esperado pacientemente durante cerca de media hora en la calidez del coche de Kennedy mientras el deambulaba de un lado para otro y hablaba a su dictáfono a la par que examinaba hasta el último detalle del puente y sus alrededores. Cuando hubo concluido, le confirmó que era demasiado pronto para pronunciarse sobre si aquel caso encajaba en el patrón que habían definido. Por un lado, el modus operandi había cambiado, pero, por el otro, Kennedy estaba de acuerdo en que la proximidad con la oficina del equipo de homicidios era asombrosa, prácticamente un desafío directo. Hambrienta e irritada porque la hubiera hecho esperar tanto para un resultado tan pobre, tuvo que morderse la lengua para no decirle que Tartaglia ya había llegado a la misma conclusión.
Kennedy parecía estarse tomando todo aquello con mucha calma. Había regresado al coche hablando por los codos, como inmerso en un estado de euforia profesional a causa del mensaje de correo electrónico. A Steele le resultaba muy difícil no implicarse. Se sentía agitada y sucia por las palabras de Tom; le habría encantado pegarle un puñetazo, arrojarlo al suelo y propinarle un par de patadas en la cabeza. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo tenía la desfachatez de hacer algo así? Ella sabía que era un objetivo obvio, pero eso no la aliviaba lo más mínimo; de hecho, la corroía por dentro. La idea de que supiera o hubiera intuido que vivía sola le resultaba especialmente inquietante.
Kennedy alargó el brazo y le dio unas reconfortantes palmaditas en la mano.
—Carolyn, ¿no estarás asustada?
Recelosa de que Patrick se viera alentado por su miedo, apartó la mano, tomó su copa y bebió un sorbito de vino para ocultar su confusión.
—No dejes que esto te afecte —continuó Kennedy, tan insensible como siempre, pasando por alto el rechazo de ella.
—No lo hago —replicó Steele con firmeza.
—Es lo que pretende. Intenta sacarte de quicio. Se tiene en muy alta estima. Para él, esto no es más que un juego. No lo olvides.
Steele le dio otro sorbo a su vino.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
¿Tenía sentido continuar fingiendo? Parte de ella deseaba explicarle sus verdaderos sentimientos. Quizás eso la ayudara a sentirse mejor. Pero, si se sinceraba, sabía que él utilizaría su flaqueza en beneficio propio para acercarse a ella y luego le resultaría imposible volver a apartarlo. Tenía que mantener las distancias. La estrategia más fácil para hacerlo era dejarlo hablar, no interrumpirlo, y oírlo como quien oye llover, sin prestarle atención. Patrick le brindó otra de sus cálidas sonrisas.
—Quizás habría sido buena idea que uno de tus subordinados hubiera aparecido en Crimewatch, aunque, por otro lado, tal vez sea una buena manera de abrir una línea de diálogo con el asesino.
—¿Diálogo? ¿Te parece un diálogo? Creo que no tengo mucha opción a responder. Este cabrón no ha dejado rastro.
—Claro. Ha decidido tener él la última palabra. Es lo que le gusta —explicó Kennedy con una mirada de ternura, aunque también algo inquisitiva, mientras apuraba su copa. Agarró la botella semivacía, se sirvió más vino y le rellenó la copa a ella—. Se adapta perfectamente al patrón, ¿sabes? Es organizado, presuntuoso, tiene una autoestima desmesurada y, además, es manipulador y artero. Es incapaz de sentir empatía, culpa o remordimiento. El resto de los humanos no son para él más que objetos. Y, aunque las etiquetas no sirven de mucho, nos enfrentamos a un psicópata carismático clásico.
—¿Carismático? Debes de estar de guasa.
—Es un subgrupo clínico. Es atractivo, encantador, ingenioso y tiene facilidad de palabra, tal como hemos comprobado en los correos que les enviaba a las niñas, y también en el que te ha mandado a ti. Pero necesita emoción, le gusta asumir riesgos y vivir peligrosamente, por eso te ha escrito. Está subiendo las apuestas y cree que es invencible.
Steele bebió un sorbo de vino y dejó la copa en la mesa con ímpetu.
—Es un asesino despiadado, eso es lo que es.
—Quizá, pero, cuanto más se arriesgue, más oportunidades tendremos de echarle el guante.
Kennedy se puso las gafas con cristales de media luna que utilizaba para leer y desplegó una copia impresa del mensaje. La releyó con mucha atención. Steele nunca lo había visto con gafas y le pareció distinto, mayor y más erudito. Lo encontró extrañamente atractivo, como si las gafas lo hicieran parecer más asequible y humano.
—Es interesante cómo ha cambiado el estilo de escribir —comentó, sin apartar la vista del papel—. Utiliza muchas más florituras que cuando escribía a las niñas. Aunque, lógicamente, contigo se dirige a un público distinto. Es bastante camaleónico, ¿no crees?
—¿Acaso importa eso?
Deseando poder ser tan lógica e imparcial como él, Steele clavó la vista en la mesa, intentó aclararse el pensamiento y reprimir su ira. Pero le resultaba imposible. No acostumbraba a beber y la cabeza le daba vueltas, los pensamientos se le arremolinaban como un torbellino y era incapaz de borrar aquel mensaje de la cabeza. Se sentía fuera de control y temía estallar en lágrimas en cualquier momento.
Kennedy, malinterpretando sus pensamientos, añadió:
—No eres su tipo, así que no deberías preocuparte.
Lo miró, sin saber muy bien si echarse a reír o a llorar.
—Sí, le va la carne tierna, ¿no es cierto?
—No es sólo eso. Tú eres muy atractiva, eso es innegable, pero eres demasiado fuerte para él. Él busca víctimas débiles porque, bajo esa piel de lobo y toda esa petulancia, no es más que un cordero incapaz de enfrentarse a un desafío de verdad. Puede manipular a esas pobres niñas y hacerles lo que quiera, aunque las desprecie por ello. Al enviarte el mensaje a ti, intenta convertirte en una de ellas, pero no puede. Sabe que no eres así. Es interesante que lo que le ha impulsado a enviarte el mensaje haya sido verte en la televisión. Probablemente detesta a las mujeres fuertes más que a las débiles. Es posible que tuviera una madre dominante y controladora que lo asfixiara y ello lo obligara a refugiarse en un mundo de fantasía. Tal vez fuera el único lugar donde él tuviera el control, donde pudiera ser él mismo y jugar sin intromisiones.
—Muchas personas tienen una mala infancia y no por eso se convierten en asesinas.
Patrick sonrió con serenidad, pasando por alto su comentario.
—Apostaría lo que fuera a que es hijo único, o el pequeño de la familia y con una diferencia de edad abismal entre él y el siguiente hermano. Además, diría que era un alfeñique y que en la escuela se metían con él. Pero te lo detallaré todo con pelos y señales cuando acabe el informe escrito.
Steele cruzó los brazos y se reclinó en la silla hasta sentir el frío tacto de la pared.
—Me importa un bledo lo que le ocurriera en la infancia. Lo único que cuenta ahora es que es un asesino.
Kennedy se encogió de hombros.
—Quizá. Pero sea cual sea la verdad, lo que sabemos es que está enfadado, que se ha sentido excluido toda su vida y, tal como creo haberte comentado ya, intuyo que es impotente. Y eso sólo aumenta su enfado y su violencia. Al asesinar recupera el poder. Todo esto gira en torno al control. Tal vez creas que su pasado sólo tiene interés a nivel académico para gente como yo, pero va contra ti precisamente porque eres una mujer. Si hubiera un hombre al mando de este asunto, su reacción no habría sido la misma, no me cabe duda de ello. Te guste o no, es posible que tengas que enfrentarte a él en el futuro, así que conviene que no olvides su psicología en ningún momento.
Steele lo miró horrorizada.
—¿Enfrentarme a él? ¿A qué te refieres?
Patrick pareció sorprendido.
—Va a ponerse en contacto contigo de nuevo, eso es obvio. Quizás incluso quiera que le respondas —tal vez consciente de la repugnancia que aquel mero pensamiento le provocaba, Kennedy añadió—: Pero yo no me inquietaría. No creo que quiera verse contigo cara a cara. Sólo es una fantasía que tiene, parte del juego, intenta convencerse de que, si quisiera, podría entablar una relación contigo.
—Pues se trata de una fantasía enfermiza —atajó ella, mientras el camarero les retiraba los platos y les entregaba la carta de los postres.
Kennedy la repasó por encima y la dejó en la mesa.
—Yo quiero panna cotta. ¿Tú?
Steele sacudió la cabeza.
—Yo no quiero nada, gracias. Se me ha quitado el apetito.
Kennedy se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la camisa. Al cabo de un momento dijo:
—Vas a explicarle a todo tu equipo lo ocurrido, ¿verdad?
—Sólo a Mark y a Gary. No creo que sea buena idea que los demás lo sepan.
—¿Qué te inquieta? Ese mensaje es una pieza importante del puzzle.
—Sí, pero ¿qué ocurrirá si la prensa se entera de su existencia?
—Opino que es un riesgo que merece la pena correr. ¿Por qué no les explicas las novedades en la reunión matinal de mañana y luego les expongo el perfil actualizado? —Al percibir la duda en Steele, se apresuró a añadir—: Lo que te avergüenza es cómo te ha escrito, ¿no es verdad? Te lo has tomado como una afrenta personal.
—Claro que sí —contestó ella con acritud, aliviada porque Kennedy la entendiera.
—Pero esto no va contigo, va con él. Intenta meterte en su piel. Al tratarte como a las demás, en realidad te está despersonalizando.
—Pues yo no tengo esa impresión.
—Entiendo por qué te sientes así, pero…
—No me des la murga con tus conocimientos psicológicos, Patrick. No tienes ni idea de cómo me siento.
Patrick asintió con gesto compasivo, como si tuviera delante a una niña rebelde, cosa que la hizo enfurecer aún más.
—Es evidente que estás alterada… —empezó a decir con aire preocupado.
—¿Alterada? Sí, claro que estoy alterada. Pero para ti esto no es más que un trabajo, ¿no es cierto?
De repente notó que se asfixiaba en aquella sala. Se puso en pie, deseosa de ir a cobijarse en el aseo de mujeres, lejos de su vista, y lavarse la cara, pero él la agarró de las manos y la obligó a sentarse de nuevo.
—Escúchame, por favor, Carolyn. Claro que este caso me fascina. Sería un completo embustero si te dijera lo contrario. Pero sólo lo acepté porque fuiste tú quien me pidió que lo hiciera. No sé exactamente qué sientes, pero puedo imaginármelo. Supongo que debes de estar furiosa, furibunda, y también debes de sentirte vulnerable, ¿me equivoco? Y no son sentimientos cómodos para alguien como tú.
Avergonzada por la calidez de la mirada de Kennedy, Steele apartó las manos y cruzó los brazos de nuevo.
—No necesito que me analicen, gracias.
—No te servirá de nada sentirte aislada en el seno de tu propio equipo. Soy consciente de cuál es la situación con Tartaglia. Es un tipo arrogante y terco, y detesta que tú hayas venido a desplazarlo. Apuesto a que intentará minarte a la mínima y que le gustaría poner al equipo en tu contra. Es un machista. Probablemente no le agrade recibir órdenes de una mujer. En un momento como éste, lo que necesitas es apoyo, no que alguien te declare la guerra. —Hizo una pausa durante la cual se frotó los labios con gesto reflexivo antes de añadir—: No sé cómo funciona, pero, tal vez, si hablas con Cornish, podrías conseguir que lo apartaran del caso o lo transfirieran a otro departamento. Debe de haber alguna medida disciplinaria que puedas aplicarle.
Steele sacudió la cabeza, sin querer entrar a debatir aquella cuestión. Le dolía pensar en ello. Le gustara o no, lo que Kennedy opinaba sobre Tartaglia era una verdad incómoda y se sentía amenazada. Pero sabía que no obtendría la compasión de Cornish. Tener personalidad y ser arrogante no era ningún delito, y Tartaglia era un hombre bien valorado entre los mandamases de Hendon. Si no lograba manejarlo, se desprestigiaría. Y, sin tener en el horizonte ninguna solución al caso, ya pisaba arenas movedizas.
Notó un ligero dolor de cabeza y cerró los ojos; enterró el rostro entre las manos y se masajeó las sienes y el puente de la nariz con los dedos, en un intento por contener las lágrimas. Kennedy tenía razón y eso le molestaba, como le fastidiaba que la viera en aquel estado. Debía parecer patética y débil. El hecho de que él pareciera entenderla, que pudiera interpretar con tanta claridad sus sentimientos, la hacía sentir diez veces más vulnerable y cercana a él, muy a su pesar. No había nadie más con quien pudiera desahogarse y que pareciera preocuparse tanto por ella. Sin embargo, la inquietaba por qué lo hacía. Notó que sus recelos hacia él volvían a aflorar, que sospechaba de sus motivaciones para acercarse a ella, y se preguntó qué perseguiría exactamente. ¿Podía confiar en él?
—Volviendo al tema del mensaje, te sientes frágil, ¿no es cierto? —le preguntó Kennedy.
Steele asintió lentamente, incapaz de mirarlo a los ojos, sin apartar la vista de la llama de la vela que prendía entre ellos.
—Eso es justo lo que quiere Tom —continuó—. Quiere llegar a ti, contaminar tus pensamientos y sueños, jugar con tu mente. Si se lo permites, ganará. Respira hondo e intenta pensar con claridad.
Kennedy alargó el brazo y volvió a tomarla de la mano. La cogió con frialdad y fuerza, y empezó a acariciarla suavemente. Su gesto la tranquilizó y esta vez no apartó la mano de inmediato, aunque seguía sin poder mirarlo a los ojos.
—Estoy a tu lado, Carolyn. Confía en mí. Yo cuidaré de ti y juntos atraparemos a ese cabrón, te lo prometo.
Tartaglia se despidió de Donovan y se dirigió a su moto, que estaba aparcada frente al bar que había junto al terraplén. Soplaba una ligera brisa y el aire de la noche era frío y húmedo. El cielo estaba despejado y la luna empezaba su ascenso sobre el río. Se colocó el casco y puso rumbo a High Street.
Cerca del cruce con Castelnau divisó lo que parecía el Morgan de Kennedy aparcado en una doble línea amarilla en el lado prohibido de la carretera, frente a la hilera de comercios que había justo antes de la intersección. Al reducir la velocidad para comprobarlo, vio a Kennedy y Steele salir de un restaurante. Iban hablando muy cerca el uno del otro, casi rozándose, inmersos en la conversación. Los dejó atrás y aparcó justo a la vuelta de la esquina para espiarlos a través del retrovisor. Kennedy acompañó a Steele hasta el lado del copiloto, abrió la puerta y le tendió la mano para ayudarla a sentarse en aquel asiento tan bajo. Antes de cerrar le comentó algo y le remangó el abrigo. A Tartaglia le pareció un gesto en exceso íntimo e inadecuado. Temiendo que se confirmaran sus peores sospechas, observó a Kennedy caminar hasta el otro lado y subir al coche.
Incluso a través del retrovisor, Tartaglia pudo apreciar la sonrisa de Kennedy. «Como un gato con un tarro de mermelada», pensó. Si tenían una aventura, se lo comentaría a Cornish sin más dilación. Cornish era conocido por su total intolerancia a este tipo de situaciones y, dado el clima tenso en el que vivían, y ante el temor de que la prensa pudiera hacer sensacionalismo con cualquier dato negativo, apartaría del caso a Kennedy, y a ser posible también a Steele, en un abrir y cerrar de ojos. Resuelto a descubrir qué estaba sucediendo, Tartaglia decidió seguirlos.
Kennedy condujo por Castelnau, atravesó el puente y se dirigió hacia Kensington, luego continuó por Hyde Park y enfiló hacia el norte por Edgware Road. Tartaglia no tenía ni idea de dónde vivía ninguno de los dos, pero iban rumbo a Hendon, probablemente a casa de Steele. Manteniendo una distancia prudencial, cada vez que se detenían en un semáforo en rojo, atinaba a ver a Kennedy a través de la diminuta luna posterior, gesticulando y asintiendo, enfrascados en una conversación profunda. Kennedy conducía con notoria lentitud, tal vez preocupado porque lo pararan y le hicieran la prueba de la alcoholemia, y Tartaglia estuvo tentado de llamar a la policía y facilitar su matrícula. Pero Steele también iba en el coche, de modo que descartó la idea. Transcurridos otros diez minutos, giraron por Kilburn High Road, dejaron atrás la estación de metro de West Hampstead y se desviaron por una serie de amplias calles residenciales secundarias, hasta detenerse por fin y aparcar en doble fila frente a una gran casa adosada apartada de la calle y protegida por un muro bajo y un seto.
Tartaglia aparcó detrás de un monovolumen, bajo unos árboles, en la acera opuesta, y apagó el motor. Se mantuvo a la espera. Al cabo de un momento bajó Kennedy, se dirigió hasta el lado de Steele, le abrió la puerta y volvió a tenderle la mano para ayudarla a salir. Intercambiaron unas palabras en la acera y se despidieron con un par de besos en la mejilla. Cuando Steele dio media vuelta para marcharse, Kennedy la cogió de la mano, pero ella se soltó y recorrió el trayecto hasta la puerta. Kennedy se quedó de pie junto a la verja, observándola mientras metía la llave en el paño. Steele se despidió de él con la mano y entró. Poco después se encendieron las luces en la planta del jardín y alguien que Tartaglia presumió que era Steele corrió las cortinas de un ventanal saledizo que daba a la fachada. Kennedy aguardó un instante, con la mirada fija en la casa, luego regreso al coche, arrancó el motor y encendió las luces.
Eso parecía todo. Tartaglia no sabía si sentirse decepcionado o aliviado. Desde luego, no parecía un romance. Por lo que había visto, a Kennedy le gustaba Steele, pero ella lo trataba como a un simple amigo. Imaginar que le dieran calabazas a Kennedy le provocó una breve punzada de satisfacción. Esperó oculto en la sombra, pues no quería encender el motor hasta que Kennedy se hubiera marchado. Pero cinco minutos después éste seguía sentado en su coche, con el motor encendido. Tal vez Steele acabara por salir. Quizás hubiera malinterpretado la situación y ella sólo hubiera bajado a recoger sus cosas para ir a pasar la noche a casa de él.
De repente, Kennedy apagó las luces y el motor. Segundos después, salió del coche y se dirigió hasta la puerta de Steele, pero se demoró en los escalones un instante, al parecer dudando si llamar al timbre o no. Luego se dirigió hasta la ventana, donde se quedó inmóvil. Sólo se le veía la cabeza por encima del seto, alternando el peso entre un pie y el otro, como si intentara ver algo a través de una ranura en las cortinas. Sus movimientos eran furtivos. Al cabo de un momento, regresó a la verja, miró a uno y otro lado de la calle, entró en el jardín y desapareció, supuestamente para dirigirse a la parte trasera de la casa.
Kennedy estaba espiando a Steele. Incapaz de dar crédito a lo que veían sus ojos, el primer instinto de Tartaglia fue seguirlo y pillarlo in fraganti. Sería un momento muy dulce. Pero se reprimió de hacerlo, a sabiendas de las mentiras que farfullaría Kennedy. Tartaglia se lo imaginaba exclamando escandalizado: «Sólo me estaba asegurando de que Carolyn estuviera bien, de que no hubiera nadie en el jardín posterior». El correo electrónico que había recibido justificaría su preocupación y Steele lo creería. Además, ¿cómo diantre iba a explicar Tartaglia su presencia allí? Mientras se hacía todas aquellas preguntas sonó su móvil. Se agachó y lo apretó contra su pecho para atenuar el sonido mientras el nombre de Fiona Blake aparecía de modo intermitente en la pantalla. Tras un segundo de duda, contestó.
—Mark, soy yo. ¿Podemos hablar? —le preguntó con voz ronca.
—¿Cuándo? —susurró él, con los ojos clavados en el jardín frontal de Steele, a la espera de captar cualquier movimiento.
—Te oigo mal. ¿No tienes cobertura? Sé que es tarde, pero ¿te iría bien ahora? ¿Puedo ir a verte?
—No estoy en casa. Estoy ocupado.
—Vaya. —Sonó decepcionada—. ¿Mañana entonces?
—Quizá. Te llamo cuando salga del trabajo. Ahora tengo que colgar.
Al ver a Kennedy regresar por el camino, pulsó el botón rojo de fin de llamada sin darle tiempo a responder.
Con una última y prolongada mirada sobre el hombro en dirección al ventanal de Steele, Kennedy volvió a montarse en su coche y se marchó. Tartaglia esperó unos minutos para asegurarse de que no regresaba, y luego arrancó. Desde luego, no pensaba quitarle el ojo de encima a Kennedy.
Carolyn Steele se descalzó, arrojó su abrigo sobre el respaldo del sofá del salón y fue de habitación en habitación corriendo las cortinas y bajando las persianas, al tiempo que comprobaba que todas las ventanas y tanto la puerta delantera como las puertas de doble hoja de la parte trasera estuvieran bien cerradas. Y todo por aquel estúpido mensaje de correo electrónico. El miedo irracional era uno de los castigos por querer vivir sola, se dijo, y era bastante proclive a él. «Miedo a la oscuridad», así es como lo llamaba su padre cuando, de niña era incapaz de dormirse o se despertaba llorando en medio de la noche. Se debía a unas sustancias químicas del cerebro, según había leído en una revista, pero eso no servía para aplacarlo. ¿Se sentiría reconfortada durmiendo con alguien? Lo dudaba.
Vivía en aquel piso desde hacía más de diez años, y había invertido tiempo y dinero en acondicionarlo a su gusto. Aunque los techos eran bajos, tenía grandes ventanales en la fachada anterior y posterior, casi a ras del suelo, y durante el día era luminoso y estaba bien ventilado. Le había costado muchos esfuerzos convertirlo en un lugar cómodo y acogedor. Había comprado una alfombra de colores para romper la monotonía de la moqueta beige y había sustituido la vieja chimenea de mármol por una de leña de gas, encima de la cual había colgado un espejo antiguo. Había colocado armarios a ambos flancos, con unos cuantos estantes para los libros, los CD y los pocos objetos que tenían valor sentimental para ella, como fotografías de sus sobrinos y el costurero Victoriano con pequeñas piedras de marfil engastadas que había pertenecido a su abuela.
Era el lugar donde más tranquila se sentía, pero, aun así, había algunos rincones oscuros que podían infundirle miedo y de vez en cuando acababa durmiendo con las luces encendidas. Quizá debería haber dejado que Patrick entrara a tomar un café, sólo esa noche, pero se había mostrado demasiado insistente en el coche y le había resultado molesto. Era tan presuntuoso y estaba tan seguro de sí mismo que tenía miedo de que la arrinconara y la manipulara. Quizás habría sido bueno continuar charlando, pero le preocupaba que él quisiera algo más. Prefería ser maleducada a hacer algo impulsivo de lo que luego se arrepintiera.
Le latía con fuerza la cabeza y sacó un par de analgésicos del botiquín que tenía en el cuarto de baño. Se dirigió a la cocina, larga y estrecha. Al buscar en un armario una lata de chocolate, divisó una botella de whisky de malta que un admirador le había regalado hacía dos Navidades. Diseñada para impresionar, lucía una bonita etiqueta y parecía cara. Rara vez bebía alcohol, de modo que la botella sin abrir había quedado rezagada en el armario, tras las legumbres. Sabía que era poco probable que la reconfortara, pero decidió descorcharla y se sirvió un poco de whisky, sólo por probar. Tenía un sabor intenso y ahumado, bastante desagradable, pero estaba resuelta a bebérselo. Tal vez si se emborrachaba lo suficiente se olvidaría de todo y lograría conciliar el sueño. Se llevó el vaso al salón y se sentó un instante en una de las grandes y hondas butacas, buscó un canal de televisión que le interesara y, asqueada, apagó el televisor. Como siempre, no había nada que mereciera la pena.
Apuró el whisky, se dirigió a su habitación y se desnudó. Abrió el grifo de la ducha, entró y cerró los ojos, dejando que el agua caliente la envolviera. Patrick. ¿Cómo había podido cometer el error de solicitarle ayuda para el caso? ¿O era una tonta por ser tan desconfiada? Quizá debería no preocuparse y dejarse llevar. Tenía que admitir que aún lo encontraba guapo y que sus atenciones la halagaban. Además, no es que le sobraran los pretendientes. Detrás de todas sus bravuconadas, Patrick tenía un lado serio, casi glacial en ocasiones, y casi nunca resultaba aburrido. Sin embargo, había algo que la frenaba, aunque no estaba segura de qué era.
Sabía tan poco de su vida, aparte de que era católico y nunca había estado casado. Y para un hombre con cuarenta y tantos, eran datos muy reveladores. En una ocasión le había comentado en broma que nunca se había casado porque no había encontrado a la mujer ideal, pero ella sabía que eso era una tontería. Estaba tan absorto en sí mismo que le costaba imaginárselo preocupándose por otra persona, por no hablar ya de liberarse y enamorarse. Su amiga Lottie siempre parecía escoger hombres así. Ella había observado en numerosas ocasiones el curso de las relaciones de Lottie y se había preguntado por qué su amiga, que en otros aspectos era una persona sensata, era incapaz de ver lo que tenía delante de las narices. Algunos hombres eran desastres con patas y cualquier mujer que se diera el lujo de involucrarse con una persona así estaba pidiendo a gritos que le hicieran daño. Ella no pensaba permitir que eso le sucediera. Sin embargo, aunque la razón dijera lo contrario, la atracción física podía impulsar a la mayoría de personas a perder completamente la cabeza.
Se acordó de la noche que habían pasado juntos, borrachos, hacía casi un año. El sexo había estado bien, a un nivel meramente funcional. Pero ella había esperado que hubiera más conexión, más química. No había chispa. Había sido todo muy impersonal, decepcionante y plano, como una copa de champán desbravado. Tuvo la sensación de haber podido ser cualquiera. Sólo importaba él. Pero cuando se dio cuenta del error que había cometido ya era demasiado tarde. Kennedy parecía ajeno a la reacción de ella y le pidió que pasara con él el fin de semana siguiente. Su negativa le sorprendió, como si nunca nadie le hubiera negado nada, y no había parado de darle la lata para que volviera a cenar con él. Cuanto más insistía, más le decía el instinto que no cediera, y al final había evitado todo contacto con él en el trabajo hasta que dejó de telefonearla.
Lo que no acertaba a comprender es cómo podía ser que, después de todo lo ocurrido, él continuara sintiéndose atraído por ella. Tal vez lo que le gustaba era su independencia, el hecho de que no hubiera caído en sus brazos a la primera de cambio. Seguramente lo único que quería era conquistarla. Para él era como una deuda pendiente, un reto. Patrick sabía mucho de los demás, pero ¿entendía sus propios sentimientos? ¿Era consciente de cómo se comportaba? Sinceramente, Carolyn lo dudaba. Una relación con un hombre así estaba condenada al fracaso. Si alguna vez sentía que flaqueaba, bastaría con recordárselo a sí misma y evitar que la atracción meramente física y la adulación la hicieran perder la cabeza. Pese a ello, tenía la sensación de intentar mantener el equilibrio sobre una pendiente resbaladiza, una pendiente al pie de la cual la aguardaban toda suerte de cosas ingratas y perjudiciales.
Capítulo 19
El Café Montmartre era un local nuevo con mobiliario resplandeciente y paredes recién pintadas. Se habían invertido esfuerzos en recrear un ambiente auténticamente francés, si bien sus paredes lilas, sus encantadores espejos dorados y sus lámparas de latón lo convertían en una parodia barata carente del más mínimo rastro de personalidad. No habían entendido nada, pensó Tom, extendiendo una cucharada colmada de mermelada sobre su cruasán. Por lo que él recordaba, los franceses no comían mermelada para desayunar, sino que elaboraban una desagradable sustancia dulce y empalagosa a base de naranja que no tenía nada que ver con la acidez penetrante de una mermelada inglesa decente. Al menos se la habían servido en un tarrito, a buen recaudo de la contaminación del cuchillo manchado de mantequilla de otro comensal o, aún peor, de migas de pan. Tuvo que admitir a regañadientes que no sabia del todo mal, aunque no tenía ni punto de comparación con la de su abuela, quien acostumbraba a mondar las naranjas muy finas y, en ocasiones, añadía unas gotas de brandy. Aquella mermelada era la mejor que Tom había probado en toda su vida, confeccionada una vez al año con naranjas de temporada de Sevilla, justo antes de Navidad. Recordaba el placer que sentía cuando le permitían lamer el cazo y la cuchara: era magnífico. Por suerte, la vieja bruja había preparado un lote justo antes de que él la estrangulara y aún le quedaban suficientes reservas.
Le dio un mordisco al cruasán. Como era de esperar, la mantequilla era salada, a diferencia de la verdadera mantequilla francesa, pero, aunque estaba un poco correoso, el cruasán era pasable. No ocurría lo mismo con el café, que ya había tenido que devolver dos veces. La camarera parecía bastante molesta; no entendía qué quería y, cuando él insistió en que le pusieran leche caliente y no fría, había puesto cara de fastidio. Le dio la impresión de que era rusa o de algún otro lugar de mala muerte de Centroeuropa. Por eso no le sorprendió que no tuviera ni idea de su oficio, aunque su comportamiento dejara bastante que desear. No tenía intención de dejarle propina y, si tenía el valor de cobrarle el servicio, no pensaba abonárselo.
Había algo en ella que le recordaba a Yolanda, tal vez la forma alegremente ajena con la que asesinaba la lengua inglesa cada vez que hablaba. Era otra de esas idiotas que emigraban a Inglaterra y no hacían ningún esfuerzo por dominar el idioma. Simplemente venían a divertirse; eran todas unas zorras. Y todo gracias a la Unión Europea y a los estúpidos contribuyentes británicos. Sin embargo, en cierto sentido le venía bien. Los periódicos habían intentado ponerle obstáculos y la antigua rutina ya no volvería a funcionarle. Había llegado el momento de introducir algún cambio. Sería entretenido probar algo nuevo. Ahí estaba la pequeña Yolanda, totalmente ajena al mundo que la rodeaba, con el punto de madurez exacto para ser cosechada. Le asombró que alguien la hubiera empleado para cuidar niños. ¿Es que los padres ya no se ocupaban de sus pequeños? ¿O acaso estaban tan enfrascados en su propio trabajo y vida que les importaban un bledo? Era un desperdicio aplicar su talento con ella, pero no iba a dejar pasar la oportunidad. La estúpida putilla lo estaba pidiendo a gritos.
Cogió el periódico de la cafetería, echó un vistazo a los titulares, leyó por encima las primeras páginas y luego lo dejó en el banco de piel sintética roja que había a su lado. La prensa no decía nada sobre él aquel día, lo cual le resultaba un tanto decepcionante. Tal vez era una estratagema deliberada para hacer que se sintiera ninguneado. No le gustaba el apodo que le habían asignado: El Novio. Sonaba bastante mustio, a menos que pensaran en la Muerte como novia. Era innegable que no tenía la misma fuerza que El Destripador de Yorkshire o El Merodeador Nocturno. Tal vez se les ocurriera algo más imaginativo cuando apreciaran mejor su talento. Hasta el momento, no sabían de la misa la mitad.
La camarera dejó de malas maneras lo que parecía un capuchino frente a él. Bebió un sorbo a través de la desagradable superficie espolvoreada con cacao y lo apartó a un lado. Era un gesto inútil, porque aquella zorra ya estaba sirviendo a otro cliente, anotando su pedido y regalándole otra de sus sonrisas baratas y seductoras. La observó con desprecio y la mera visión de su cara grasienta de pudín y su pelo con mechas rubias lo enervó. Iba vestida con una espantosa camiseta escotada y una minifalda tejana y ajustada que dejaba a la vista unas piernas amorfas sin ningún atractivo, unas «patas de piano», como las habría llamado su abuela. No dejaba nada a la imaginación.
Pese a ello, verla lo excitó y reavivó en él ese anhelo tan familiar. Cerró los ojos e imaginó que la llevaba a un lugar tranquilo, que la golpeaba contra la pared, se apretujaba contra ella y le sujetaba las manos a la espalda con una mano mientras con la que le quedaba libre le tapaba la boca y la nariz, como si de una garra se tratara. Era mucho más fuerte que ella. Podía ver el pánico en sus ojos mientras le propinaba patadas, se revolvía e intentaba morderle, con el rostro cada vez más rojo, hasta que ya sólo luchaba por respirar y se ponía morada. Como una mariposa clavada en un alfiler, la sostendría allí tanto tiempo como fuera preciso hasta que perdiera todas las fuerzas. Ese exquisito momento en que se apagaba la luz. Y luego la mirada de sorpresa congelada hasta la eternidad en su rostro mientras él retiraba despacio la mano. Justo como la vieja bruja, su abuela. Aquel recuerdo era para él todo un tesoro.
Había ido a confesarse aquella mañana por primera vez en semanas y la había atisbado en uno de los bancos, vestida de luto, como tantas de las hediondas viejas viudas que infestaban la iglesia, como si no tuvieran nada mejor que hacer con sus vidas. Ella no lo había mirado…, no le importaba que estuviera allí ni lo que pudiera explicarle al sacerdote. Él hizo lo propio y también la ignoró. Caminó hasta el altar para aguardar su turno en el confesionario sin darle la satisfacción de mirarla. Cuando emergió de la cortina, ella ya se había ido. Luego, de regreso en casa, la encontró sentada en su sillón favorito de terciopelo rojo, junto a la chimenea, arrogantemente ajena al hecho de que ésta estuviera vacía y fría. La imagen de su abuela parpadeaba, traslúcida como la llama de una vela, mientras ésta volvía su avinagrado y amarillo rostro hacia él, con los ojos llenos de malicia, y articulaba algo con los labios. «Bastardo.» Eso era lo que le había dicho, estaba seguro. Él había salido de la habitación dándole un portazo en las narices. Se podía ir al carajo. Bastardo. El pequeño bastardo. Así era como lo llamaba siempre. La odiaba con toda su alma. Si pudiera, la estrangularía hasta matarla una y otra vez.
El anhelo había regresado mucho antes que en el pasado, lo corroía por dentro, palpitaba en su interior. El hambre, ese deseo intenso y retorcido, se volvía cada vez más fuerte. Y sólo había una manera de aplacarla. Tendría que cambiar de táctica, alterar un poco el guión, pero no le importaba improvisar y estaba seguro de que le resultaría igual de satisfactorio. Mientras esbozaba mentalmente el escenario para la pequeña Yolanda, el rostro de la policía apareció en su mente de forma inexplicable.
Capítulo 20
Era bastante tarde cuando Tartaglia recibió la llamada del inspector Mike Fullerton del Departamento de Criminología de Hammersmith.
—Ya sabemos quién era la mujer del puente —lo informó Fullerton—. Se llamaba Kelly Goodhart. Era una abogada estadounidense que residía en Londres. Tenía cuarenta y pocos años y vivía sola en Kensington. Su jefe denunció la desaparición y el agente de policía que fue a su piso encontró una nota de suicidio.
—¿Han comprobado sus correos electrónicos?
—Por eso precisamente le llamo. Había acordado suicidarse con un tipo. Pero aún hay más, y no huele nada bien. Será mejor que venga y eche un vistazo usted mismo.
Una hora después, Tartaglia se encontraba sentado frente a Fullerton en su pequeño despacho, junto a Hammersmith Broadway, hojeando las copias de los correos electrónicos recientes de Kelly Goodhart. Fullerton, cuya barriga iba en aumento al tiempo que su pelo rojizo clareaba, tenía previsto jubilarse a finales de ese mes y no parecía estar muy contento con tener entre manos un caso como aquél justo en ese momento.
Su equipo había empezado por analizar los mensajes electrónicos de los últimos tres meses, aunque, si la muerte de Kelly resultaba sospechosa, tal vez fuera necesario someter a examen la correspondencia de años. Aparte de alguna compra esporádica a través de internet o de reservas de entradas para el teatro, la mayoría de sus correos electrónicos iban dirigidos a amigos y familiares en Estados Unidos. Pero durante el último mes Kelly había intercambiado más de una docena de mensajes con alguien que se hacía llamar Chris, la culminación de los cuales había sido el acuerdo de encontrarse en el puente de Hammersmith para suicidarse juntos.
A Tartaglia le sorprendió la diferencia de tono y estilo de los mensajes de Chris con respecto a los que Tom había enviado a las tres niñas. Los correos de Chris a Kelly eran escuetos, casi profesionales. Pese a estar debatiendo el concepto del suicidio y acordar cómo y cuándo se reunirían y se suicidarían, parecían dos personas discutiendo el modo más conveniente de ir al aeropuerto. No había ningún indicio de coacción por parte de Chris y, al menos en un nivel superficial, no recordaba en nada a Tom. Pero tal vez Tom fuera lo bastante inteligente para modificar su modus operandi con alguien como Kelly, que por lo demás estaba claramente decidida a suicidarse sin la persuasión de nadie.
—¿Tiene alguna idea de cómo se conocieron? —preguntó Tartaglia.
Fullerton negó con la cabeza.
—Hasta el momento no está claro, pero supongo que sería a través de una de esas puñeteras páginas web de suicidios. Son como páginas de relaciones personales pero, en lugar de buscar pareja, ponen en contacto a completos desconocidos para suicidarse juntos. Hay cientos de ellas en todo el mundo. En mi opinión, deberían clausurarlas todas. Es imperdonable que alienten a esas pobres gentes infelices y desesperadas explicándoles que hacer y cosas por el estilo.
Tartaglia asintió en ademán de acuerdo mientras hojeaba los correos. Chris le había enviado a Kelly una guía práctica del suicidio extraída de una de esas páginas web adjunta a un correo y le había preguntado qué método la atraía más. Seguía un repertorio de mensajes breves y directos al grano.
¿Tienes alguna preferencia? Los somníferos son muy fáciles de conseguir.
A mi personalmente no me atrae la idea de colgarme…
La bandeja de la barbacoa en el coche parece un modo bastante indoloro de morir Supongo que nos quedaremos dormidos al cabo de poco rato…
Quizá podríamos poner un poco de música agradable, aunque deberíamos concretar cual y sospecho que tenemos gustos distintos.
Sin embargo, si te atrae la idea, seguro que podremos llegar a un acuerdo…
¿Tienes coche? Yo vendí el mío hace un par de meses…
¿Se te ocurre dónde podríamos ir? A mí me gusta la zona de South Downs o cualquier otro lugar junto al mar ¿O prefieres quedarte en Londres?
Si te soy sincera, no me importa. Sólo quiero continuar adelante.
Todo apuntaba a que Kelly había escogido el puente de Hammersmith por «motivos sentimentales» que no parecía dispuesta a detallar.
Fullerton sacó una pipa y un paquete de tabaco del bolsillo superior de su chaqueta.
—Todo esto es tan extraño, ¿no le parece? —preguntó, tras introducir una pizca de tabaco fresco en la cazoleta y prenderlo.
Soltó unas cuantas bocanadas de humo acre en el despacho. Aquel olor hizo que Tartaglia se acordara de repente de su abuelo y tocayo, que había fumado en pipa toda su vida, hasta en el lecho de muerte. Toda la parafernalia que acompañaba a aquel hábito, los estantes, la colección de pipas usadas y limpiadores y los estuches de madera anticuados donde se guardaban las petacas de tabaco se apiñaban ahora en la repisa de la chimenea del pequeño estudio que su abuelo tenía en Edimburgo. Nadie se había atrevido a deshacerse de ellos.
—¿El qué? —preguntó Tartaglia.
—Bueno, entiendo que una persona se deprima y quiera suicidarse. En mi opinión, está en su derecho. Pero me cuesta creer que busque compañía, sobre todo la de un completo desconocido.
—Quizá les preocupe no ser capaces de hacerlo si están solos. Tal vez sólo busquen apoyo moral.
—Es un argumento un poco débil, ¿no cree? —continuó Fullerton, soltando el aire a través de la punta mascada de la pipa—. No sé si usted ha acudido alguna vez a una cita a ciegas, pero a veces es muy incómodo. Uno se presenta en un lugar acordado, llega la otra persona y ninguno se parece en nada a como se había descrito. Puede resultar decepcionante y quizás incluso molesto. ¿Qué se hace entonces? ¿Decirle al otro que ha sido un error y largarse a casa?
—Peor aún: ¿qué ocurre si la otra persona no tiene ningún interés en suicidarse, sino que simplemente le apetece contemplar cómo mueres?
Fullerton, que intentaba volver a encender su pipa, se detuvo en seco, con ella en alto.
—Eso es de enfermos —opinó, sacudiendo la cabeza asqueado.
—Estoy de acuerdo. Pero es muy probable que sea a lo que nos enfrentamos —aclaró Tartaglia, mientras examinaba los mensajes más recientes enviados por Kelly a Chris, escritos apenas un par de días antes del episodio del puente.
Leyó en voz alta algunas frases:
¿Puedo confiar de verdad en ti? ¿Cómo sé que eres quien dices ser y que no me mientes? Perdóname si soy un poco brusca. No me gustaría que me malinterpretases si tus intenciones son sinceras.
Ya te he explicado lo que ocurrió en el pasado y supongo que entenderás que me muestre un poco recelosa. Hay gente muy extraña por ahí suelta. Solo ruego que tu no seas uno de ellos.
¿Te llamas Chris de verdad? ¿O eres Tony e intentas engañarme de nuevo? Por favor, llámame para que me tranquilice. De verdad, quiero llegar hasta el final, y no quiero aguardar demasiado tiempo.
—Chris, Tony, todo esto es muy confuso, ¿no opina? —comentó Fullerton.
—Nuestro tipo se camufla tras varios seudónimos. Es demasiado pronto para saber qué está ocurriendo. Voy a necesitar ver algunos correos electrónicos más de Kelly.
Fullerton suspiró y exhaló una especie de resoplido al dar unas chupadas a su pipa y soltar unas volutas de humo.
—Temía que me lo pidiera. ¿Desde qué fechas le interesan?
—Al menos, los del año pasado, y eso para empezar. ¿Cuándo cree que podrían estar listos?
—Nos pondremos manos a la obra de inmediato, pero vamos cortos de personal en estos momentos y sólo tengo un par de agentes disponibles. ¿Nos puede prestar a alguno?
—Nosotros también estamos haciendo maravillas para apañarnos, pero hablaré con la inspectora jefe Steele para ver si podemos enviarle a alguien. Al menos, ahora hay algo más sólido que justifique nuestra cooperación —añadió Tartaglia, al tiempo que echaba un vistazo a su reloj.
Tendría que telefonear a Steele sin más tardanza. Debía estar en el hospital al cabo de media hora para ver a Trevor y no le daba tiempo de regresar a Barnes. Después de aquello, había accedido de mala gana a quedar con Fiona Blake para tomar una copa.
—¿Hay alguna novedad del equipo forense? —preguntó a Fullerton.
Éste negó con la cabeza.
—Volveré a llamarlos para meterles prisa. Saben que tiene máxima prioridad, como todo últimamente.
Tartaglia se puso en pie, seguido de Fullerton, que lo acompañó hasta la puerta.
—¿Qué sabemos del pasado de Kelly Goodhart?
—He hablado con su jefe —explicó Fullerton—. Él fue quien denuncio su desaparición Sonaba bastante apesadumbrado, aunque ha comentado que no le sorprendía del todo. Según me ha explicado, hacia tiempo que Kelly estaba deprimida y había buscado ayuda médica. Se había casado con un abogado del mismo despacho. Habían pasado la luna de miel en Sri Lanka y los sorprendió el tsunami el día de San Esteban. Su marido falleció y nunca encontraron su cadáver. Al parecer, no lo había superado.
Donovan había tardado casi todo el día en localizar a Nicola Slade. Se había mudado varias veces en los dos años anteriores y ahora estaba instalada en un piso compartido en la planta baja de una amplia casa adosada en Cricklewood. Acababa de regresar tras su jornada en la escuela privada local, donde trabajaba como profesora suplente. Rellenita e igual de bajita que Donovan, tenía una melena fina de color castaño claro que le llegaba a la altura de los hombros, llevaba gafas y parecía rondar los treinta años. Iba vestida con un jersey morado ancho y una falda de pana gris acampanada que le llegaba justo por encima de sus botas de suela gruesa.
Ofreció a Donovan un té y unas galletas de jengibre y se acomodaron en la destartalada sala de estar con vistas a la pequeña extensión de cemento que hacía las veces de jardín frontal. Donovan se sentó en el sofá, mientras que Nicola escogió un gran cojín del suelo, donde se sentó con las piernas cruzadas, tapándose con la falda el regazo como si fuera una manta de viaje. La estancia, adornada con una selva de macetas con fundas de macramé, era lúgubre; la única luz procedía de la solitaria bombilla que colgaba del centro del techo, oculta por un farolillo de papel japonés.
Una vez Donovan le hubo expuesto la situación, Nicola se mostró enérgica y eficiente.
—Claro que me acuerdo de Marion —dijo, al tiempo que ofrecía a Donovan la bandeja de galletas antes de servirse ella misma una y darle un buen bocado—. Permanecimos encerradas en aquel piso diminuto unas cuantas semanas, ya que ninguna de las dos conocía a nadie en Londres. Por suerte, congeniamos.
—¿Cómo puede ser entonces que usted no se enterara de su muerte?
Nicola sacudió la cabeza.
—Es culpa mía, como siempre. Soy un desastre para mantener el contacto. Nos vimos un par de veces después de que yo me marchara de Ealing, pero luego me trasladé a Dulwich para estar más cerca de lo que creí que sería un empleo permanente y había que hacer toda una excursión para quedar. Supongo que sabe a qué me refiero. Es fácil perder el contacto en esta ciudad, incluso con gente que te cae bien. Después de aquello, nos telefoneamos de vez en cuando y nos enviamos postales de Navidad, pero poco más. Ahora me siento culpable. Es terrible que haya muerto. —Nicola se estremeció, se abrazó con fuerza las rodillas y le dio un sorbo al té—. Tal vez debería haberme esforzado más en verla —añadió al cabo de un momento.
—Si la reconforta, no creo que hubiera cambiado en nada lo ocurrido.
—Me ha comentado que al principio todo el mundo creyó que se trataba de un suicidio.
—Sí. De hecho, todavía no estamos seguros de qué sucedió.
—Bueno, ella nunca se habría suicidado, eso se lo aseguro.
—¿De verdad? Tanto Karen como la madre de Marion declararon que estaba deprimida.
Nicola sacudió la cabeza con ademán desdeñoso.
—Usted también lo estaría si tuviera que convivir con esa bruja de Karen. En cuanto a la madre de Marion, creo que la mayoría del tiempo no distinguía el día de la noche. Por lo que pude saber, era un caso perdido, de verdad. Hablé con ella varias veces por teléfono cuando Marion no estaba en casa y agradecí al cielo que no fuera mi madre.
—¿Quiere decir que Marion no estaba deprimida?
—Todo el mundo se siente un poco solo al llegar a Londres, al menos la mayoría de las personas —continuó Nicola, mordisqueando el último trozo de su galleta—. Lo que digo es que, por muy deprimida que hubiera estado, no se habría suicidado. Marion era una mujer religiosa, muy creyente. Iba a la iglesia católica que había en la esquina de casa al menos dos veces por semana. Y, si no me equivoco, además del sexo antes del matrimonio, los anticonceptivos y el aborto, el suicidio es un pecado capital, ¿no es cierto?
Donovan se encogió de hombros. Había crecido en una familia de ateos y tenía una idea muy vaga acerca de la fe católica.
—Es una lástima que los curas no apliquen la misma pena a la pederastia —continuo Nicola, al tiempo que cogía otra galleta y la bañaba en el té—. Son tan hipócritas…
Donovan se acabó la taza de té y la dejó en el suelo, por no haber otro lugar evidente para hacerlo.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvo noticias de Marion?
—¡Santo cielo! Hace una eternidad. Bastante más de dos años, supongo. No he parado de mudarme de casa y me he cambiado de teléfono móvil tropecientas veces. Probablemente Marion no supiera dónde encontrarme. Incluso a mi madre le cuesta dar conmigo…
—Volviendo a Ealing, ¿salían usted y Marion a divertirse juntas?
—Alguna que otra vez íbamos al pub que hay a la vuelta de la esquina a tomar algo o al cine. Pero normalmente nos quedábamos en casa y veíamos la tele o leíamos un libro. Ninguna de las dos tenía mucho dinero, ¿sabe? Karen apenas paraba por casa, a Dios gracias, y a nosotras nos gustaba mucho cocinar, aunque Marion era la que se ocupaba de ello casi siempre. Veíamos uno de esos programas de cocineros famosos y preparábamos alguna de sus recetas. A diferencia de mí, Marion era una diosa de la vida doméstica cuando se ponía a ello.
—¿Recuerda si Marion tuvo algún novio?
—Nadie que apareciera en la mesa a desayunar por la mañana, si es a lo que se refiere, aunque dudo que a Marion le interesara eso. Pero sí tenía pretendientes. Marion era una mujer muy guapa. Siempre que salíamos se le acercaba algún hombre e intentaba darle conversación. Creo que algunos de sus clientes también lo hacían, pero sólo es una impresión.
—¿Se acuerda de alguien en particular? —añadió Donovan, preguntándose si aludiría a Angel.
Nicola hizo memoria.
—Había un hombre, pero era un poco raro. Estaba coladito por ella. Le enviaba flores y chocolatinas. Marion decía que era un tipo encantador y distinto a los demás.
—¿Distinto? —preguntó Donovan con una mirada inquisitiva.
Nicola sonrió.
—Bueno, no intentó acostarse con ella en la primera cita.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Justo antes de que yo me mudara.
—¿Era un cliente?
—Podría ser, pero no estoy segura. Aunque, ¿a quién más podía conocer ella dadas las circunstancias?
Donovan anotó algo en su libreta. No quería transmitir a Nicola la impresión de que tenían un sospechoso en mente. Para llevar una investigación meticulosa, sería bueno contrastar aquello con Grafton y averiguar quién, aparte de Angel, aparecía en sus libros en aquel entonces.
—¿Salía con ese hombre? —preguntó Donovan.
—Como mínimo quedó con él en dos ocasiones. Lógicamente, se sentía adulada por todas sus atenciones, pero recuerdo que me dijo que no jugaba en su liga.
—¿A qué se refería?
—No lo sé. Pese a lo guapa que era, Marion era una mujer muy insegura. No era para nada engreída, motivo por el cual probablemente resultara tan agradable.
—¿Usted lo conoció?
—No, nunca vino al piso. Siempre quedaban en alguna otra parte, en un lugar público, como un pub o un bar. A mí me parecía todo bastante extraño y me preguntaba si él no estaría ocultando algo, si tal vez no estaría casado o tendría novia o algo por el estilo. Marion insistía en lo contrario, pero podía ser asombrosamente ingenua, sobre todo en cuestión de hombres. No era de las que cuentan mentiras, pero al principio me pregunté si aquel individuo no sería producto de su imaginación, como esos novios ficticios que se inventan las niñas en las escuelas. Eso fue hasta que lo vi, claro.
—¿Lo vio? —preguntó Donovan con tono imparcial, sin querer expresar su emoción.
—Una vez, de casualidad. Iba de camino a casa y los divisé a los dos en la acera de enfrente. Creo que estaban en la puerta del cine. Estaban cara a cara y él le tenía cogidas las manos, la miraba a los ojos y le estaba diciendo algo. Me pareció una escena bastante romántica.
—¿Él la vio a usted?
—No, no. Estaba absorto en Marion. Ella tampoco me vio. Estaban tan acaramelados que pensé que era mejor no interrumpir. Luego se subieron a un coche y se fueron, no se adónde.
—¿Podría describírmelo?
—Era guapo. Bastante atractivo, pensé. No era en absoluto el tipo de Marion. Entonces entendí a qué se refería con lo de que ella no jugaba en su liga, pese a que era una mujer lo bastante guapa para conseguir a quien se propusiera.
—¿Qué me dice de su altura, del color de pelo? ¿Se acuerda?
—Diría que era alto, pero no olvide que estaba en la acera de enfrente. Tenía el pelo oscuro, un poco largo, pero bien cortado, diría. Vaya, ahora empiezo a recordar. Me acuerdo de él, contemplándola. Sonreía de oreja a oreja, con una de esas bocas resplandecientes y perfectas, como de anuncio de dentífrico.
Pese a las vaguedades de la descripción, encajaba fácilmente con Angel y Donovan se sintió satisfecha de sí misma. También coincidía con la descripción facilitada por los testigos del hombre visto en la iglesia de Saint Sebastian. Con suerte, habría encontrado el nexo entre Marion y las otras chicas. Y, si estaba en lo cierto, se anotarían un tanto frente a Steele y Kennedy. Tartaglia no cabría en sí de gozo.
—¿Está segura de que es el mismo hombre del que hablaba Marion?
—Sí, claro. Regresó a casa media hora después y se lo pregunté. Me dijo que era él.
—¿Sabe si continuó viéndolo después de que usted se trasladara?
Nicola se quitó las gafas, empañó los cristales con su aliento y los limpió con el dobladillo de la falda.
—No parecía querer hablar de él y me dio la sensación de que todo había quedado en agua de borrajas, pero no me explicó lo ocurrido.
—¿Se acuerda de su nombre?
Nicola se colocó de nuevo las gafas y sacudió la cabeza lentamente.
—No sé. David o Simón o Peter. Soy nefasta para recordar nombres. Mi memoria es como un colador. Sé que me lo dijo. Era un nombre sencillo como ésos, nada extravagante como los nombres que les ponen a los niños hoy en día. Con un poco de suerte, lo acabaré recordando.
—¿Tiene alguna idea de cómo se conocieron?
—No. Marion era un tanto evasiva en cuanto a eso; si no me falla la memoria, daba la sensación de que se avergonzaba. Esa fue una de las primeras razones que me llevó a preguntarme si aquel hombre existía de verdad.
—¿Se acuerda de qué coche tenía?
Nicola soltó una carcajada.
—Se lo pregunta a la persona equivocada. Soy incapaz de distinguir una marca de otra. Además, estaba demasiado ocupada observándolo a él.
—Pero ¿era un sedán o un deportivo?
—Ni idea, lo siento.
—¿Puede que fuera una furgoneta?
—No, una furgoneta no era, de eso estoy segura.
Donovan se preguntó desde cuándo tenía Angel su camper y si dos años antes podría haber utilizado un coche.
—¿Cree que sería capaz de identificarlo?
Nicola dudó unos instantes y luego asintió.
—Si lo volviera a ver, estoy bastante segura de que lo reconocería.
Capítulo 21
Tartaglia regresó de la barra con dos copas de vino y se sentó a la pequeña mesa frente a Fiona Blake. Vestía una sencilla blusa de color crema y un traje chaqueta azul marino que resaltaba su tez pálida y su cabellera por los hombros, que llevaba suelta, como a él le gustaba. Había sido la primera en acudir a la cita. Cuando la besó levemente en la mejilla antes de sentarse, notó un rastro de alcohol en su aliento y presumió que había bebido una copa rápida antes de su llegada, aunque no se veía ningún vaso en la mesa. Quizás estuviera tan nerviosa como él. Aún no estaba convencido de que fuera buena idea verse, y había pensado en llamarla y ponerle una excusa para no ir, pero al final no pudo resistirse a la curiosidad de averiguar por qué quería verlo.
Estaban en una bodega cerca de donde trabajaba Blake. El bar, largo y estrecho, empezaba a llenarse con los empleados de las oficinas de los alrededores y el zumbido de la conversación se mezclaba con el ruido sordo de la música de fondo. Blake era una habitual de aquel local. Allí habían quedado por primera vez hacía un par de meses, cuando empezó todo. Se preguntó si habría sugerido reunirse allí de forma deliberada o si se le habría olvidado. Quizá ni siquiera le diera importancia. Casualmente, incluso estaban sentados a la misma mesa. Pero Tartaglia no era muy sentimental, aunque le resultaba raro estar allí con ella de nuevo, después de todo lo sucedido.
Encendió un cigarrillo mientras la observaba asir su copa llena. Le dio un sorbo y volvió a dejarla en la mesa, enlazando sus pequeñas manos sobre la mesa, como si tuviera algo importante que contarle. Tartaglia se dio cuenta al instante de que no llevaba el anillo de compromiso. Tal vez ella y Murray hubieran roto y fuera eso lo que quería comunicarle. Pero luego pensó que las cosas no podían ser tan fáciles.
Blake respiró hondo.
—Mira, Mark, lamento mucho todo lo ocurrido.
—¿A qué te refieres?
—A lo del otro día en mi despacho y en el depósito de cadáveres. Me resultaba incómodo verte de nuevo y no supe comportarme con normalidad. Actué como una cría. No debería haberlo hecho. Por eso me acerqué a tu casa. Quería disculparme.
—A mí también me resultó incómodo —replicó él.
De hecho, seguía pareciéndoselo, pero no quería que ella notara cuánto le afectaba.
Blake le sonrió nerviosa y se apartó un mechón de cabello cobrizo de la cara.
—Lo siento de veras. Deseaba explicártelo, pero no querías verme. Sé que piensas que no he sido honesta contigo…
Lo miró fijamente, como si esperara que él añadiera algo. Se había sonrojado y sus ojos parecían ahora más azules. Tartaglia le dio un buen trago al vino, un Pinot Grigio, el mejor de la carta, pero era un vino sin cuerpo y ácido y dejó la copa en la mesa. Le dio otra calada al pitillo. ¿Qué se suponía que debía decir? ¿Qué ella le había mentido a conciencia y lo había invitado a creer lo que no era para luego humillarlo? Ya se lo había dicho antes por teléfono. No tenía sentido discutir de nuevo cara a cara. Estaba seguro de que no quena verlo por eso.
Blake suspiró.
—Todo esto me resulta muy difícil, Mark. Pensaba que sabías cuál era la situación.
—¿La situación?
Ella se encogió de hombros.
—Con Murray, quiero decir.
Tartaglia notó que le hervía la sangre.
—¿Cómo se suponía que debía saberlo? No tengo telepatía. Lo descubrí por casualidad, porque me lo dijo alguien.
Ella hizo un gesto de desdén con la mano, quitándole hierro al asunto.
—Es una situación complicada. Ya sabes cómo son estas cosas. Tú y yo apenas nos conocíamos y no sabía cómo explicártelo.
—Es bastante sencillo, Fiona. Bastaba con que me dijeras que tenías pareja. Punto y final.
Blake asintió lentamente.
—Por supuesto, debería haberlo hecho. Ahora me doy cuenta. Y te pido disculpas una vez más. ¿Me perdonas?
Lo miró con un gesto de interrogación, pero, a pesar de su expresión dulce, Tartaglia no podía evitar sentirse molesto y apartó la vista. Le dio otra calada profunda a su cigarrillo. Si le hubiera explicado lo de Murray, nunca habría dejado que las cosas llegaran tan lejos. Y ella lo sabía perfectamente, motivo por el cual se lo había ocultado. Seguía sin ser sincera, ni con él ni con ella misma.
—¿Podemos volver a ser amigos? —le preguntó ella con una voz muy baja.
Amigos. Hacía que sonara tan fácil, pero para él era como una bofetada en pleno rostro.
—Claro, ningún problema —dijo él, mordiéndose el labio.
Era una palabra vacía de significado, otra mentira más. Nunca habían sido amigos. Su breve aventura, que era lo único que habían compartido, había sido puramente sexual; la palabra «amigos» ni siquiera le había asaltado el pensamiento en aquellas pocas semanas vertiginosas. ¿Se refería al emplearla a que a partir de entonces actuarían como si nada hubiera ocurrido, como si todo aquello pudiera apagarse accionando un interruptor, como una lámpara? Él desde luego nunca había tenido esa clase de control sobre sus sentimientos, una vez que se involucraba. Quizá lo que había sucedido entre ellos para ella no significara nada. Pero, si era así, ¿por qué había acudido a su piso, por qué aquella llamada intempestiva en medio de la noche, por qué quedar ahora con él? No tenia sentido. Aunque, de todos modos, nunca había sido muy ducho entendiendo a las mujeres.
Blake sonrió.
—Bien. Me alegro de que estés de acuerdo. Y ahora que lo hemos aclarado, háblame del caso. ¿Prospera la investigación?
Tartaglia dio una calada y sacudió la cabeza, sintiéndose aliviado de repente porque ella hubiera pasado a un nivel menos emocional.
—No prospera en absoluto —contestó, antes de contarle el suceso de Kelly Goodhart.
Blake mostraba un interés sincero, lo escuchaba con atención y le formuló unas cuantas preguntas pertinentes. Él la puso al día de los detalles básicos; le resultaba reconfortante poder hablar con alguien que no estuviera involucrado en el caso.
—Aunque sea otra persona quien realice la autopsia —añadió—, me gustaría que la examinaras en cuanto encontremos el cuerpo. Sabes exactamente lo que buscamos.
—Estaré encantada de ayudar en todo lo que pueda. ¿Crees que se trata de otra víctima del mismo asesino?
—Es demasiado pronto para determinarlo, pero lo que dice en los mensajes me ha puesto sobre alerta.
—¿Qué tal va con Carolyn Steele?
—Bien —respondió él sin comprometerse—. ¿Por qué?
—Por preguntar. He colaborado con ella en unas cuantas ocasiones. Es bastante atractiva, ¿no crees?
—No es mi tipo —contestó él sorprendido.
Las mujeres nunca entendían lo que atraía a los hombres en otras mujeres, y viceversa. Seguía sin explicarse qué veía Fiona en aquel individuo de sonrisa facilona y pelo algodonado de las fotografías que tenía en su despacho.
—¿Tienes novedades del inspector jefe Clarke?
—Está progresando, por suerte.
—¿Cuándo podrá incorporarse de nuevo al trabajo?
Tartaglia se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Sufrió heridas graves y podría llevarle varios meses.
Al menos ésa era la versión oficial, pero él sabía en su fuero interno que las probabilidades de que Trevor se reincorporara eran exiguas. Por supuesto, aún era muy pronto para estar seguro, pero, cuando habló con Sally-Anne esa mañana, había dejado caer la idea de mudarse al litoral en cuanto Trevor saliera del hospital. Le había dado la impresión de que aludía a un traslado permanente, no a unas vacaciones para recuperarse.
—Entonces, ¿es posible que trabajes con Carolyn Steele durante un tiempo?
—Supongo que sí.
Apuró el cigarrillo y de repente se preguntó si Cornish le pediría a Steele que asumiera el cargo de forma permanente. Habría otros candidatos al puesto y es posible que a Steele no le interesara ocupar la vacante. Imaginar a Steele como su jefa a largo plazo se le presentaba como una perspectiva descorazonadora.
—La prensa dice que contáis con una especie de experto en perfiles psicológicos.
La miró con recelo, preguntándose si los cotilleos de la oficina habrían llegado incluso al laboratorio forense.
—Sí, Patrick Kennedy.
—Es bastante reputado, ¿no es cierto?
—Sí, es muy bueno dándose publicidad, si es a lo que te refieres.
—A mí todo él tema de los perfiles psicológicos me parece muy poco científico.
—Depende —opinó él, mientras buscaba el paquete para encender otro pitillo—. El FBI cuenta con un equipo sensacional, pero también tienen mucha más experiencia con los casos de asesinos en serie que nosotros. En comparación, nuestro planteamiento es bastante ad hoc y, como bien dices, poco científico. En este país tenemos a algunos expertos en perfiles psicológicos decentes, pero van buscadísimos.
Blake parecía divertida. Volvió a apartarse el pelo de la cara y se lo remetió por detrás de la oreja.
—Deduzco por tu expresión que el doctor Kennedy no es uno de ellos.
Tartaglia sonrió.
—No es santo de mi devoción, y hasta el momento no parece que esté aportando gran cosa.
Se produjo otro silencio incómodo y Tartaglia se preguntó si debería excusarse y marcharse. Pero Blake aún no se había acabado la copa y no quería parecer maleducado. Una vez más, le dio la impresión de que ella esperaba que añadiera algo, pero no sabía qué. La situación era forzada. Tartaglia recordó de repente que nunca habían hablado de nada que no fuera trabajo, que, de hecho, nunca habían mantenido una conversación normal y corriente y notó que le faltaban las palabras, que no sabía qué decir para que las cosas fluyeran. No tenía ni idea de cuáles eran los intereses de Fiona; a decir verdad, no sabía prácticamente nada de ella, y lo único que le apetecía preguntarle era si aún salía con ese puñetero abogado, pero no se atrevía.
—¿Has visto últimamente alguna película buena en el cine? —preguntó Blake transcurrido un momento.
Tartaglia estuvo a punto de soltar una carcajada al pensar que tal vez a ella le pasara lo mismo y se esforzara por iniciar una conversación trivial.
—No he tenido tiempo. Ya sabes cómo están las cosas.
Blake asintió comprensiva. Tartaglia apreció una mancha de pintalabios en la comisura de su adorable boca y estuvo a punto de estirar la mano para limpiársela, pero se contuvo, por si ella malinterpretaba el gesto. Además, no estaba seguro de poder detenerse ahí.
—¿Sabes algo, Mark? Estoy contenta de verte.
—Me alegro —replicó él e intentó ocultar su sorpresa por la calidez de su tono de voz dándole un sorbo a aquel vino espantoso.
Al menos, ella había tenido la cordura de pedir una copa de tinto.
—Quizá podríamos ir al cine o hacer algo la semana que viene. Hay varias películas que me gustaría ver.
—¿Al cine? Tal vez. —Sin saber muy bien por qué, estaba seguro de que tendrían un gusto muy distinto—. ¿Qué hay de Murray? ¿No le importará? —preguntó, intentando reprimir la amargura de su voz.
Blake hizo un gesto de despreocupación con la mano.
—No, la semana que viene estará fuera por un caso.
Bien, eso respondía a la única pregunta que él quería hacerle. Seguían saliendo juntos.
—La semana que viene no me va bien —comentó él, convencido de que debía excusarse y marcharse sin más tardanza—. Estamos trabajando de sol a sol. De hecho, ni siquiera debería estar aquí.
Ella sonrió.
—Pues más razón aún para agradecerte que hayas venido. —Sin previo aviso, se inclinó hacia delante y empezó a acariciarle la mejilla y luego le deslizó los dedos por el pelo—. Te he echado de menos, ¿sabes? No puedo dejar de pensar en ti.
Confuso, se apartó. Lo había tomado completamente desprevenido.
—¿Qué haces?
Blake pareció sorprendida.
—¿Qué pasa? Me apetece besarte.
—Escucha, Fiona, me parece que no es buena idea…
Ella seguía sonriendo.
—¿Te preocupa que estemos en un lugar público? Antes no te importaba.
—Hace un momento hablábamos de ser amigos.
—Sí, claro que podemos ser amigos, pero me gustas mucho, no puedo evitarlo. He soñado contigo…
—Estás comprometida con otro hombre, si no recuerdo mal —la atajó Tartaglia, intentando refrenar el deseo de estrecharla entre sus brazos.
Blake le dio un sorbo al vino y apartó la mirada. Frunció los labios como si hubiera bebido algo desagradable. Tartaglia encendió otro cigarrillo con la esperanza de que lo contradijera, pero ella rehusó mirarle a los ojos.
—Sigues comprometida con él, ¿no es así? —le preguntó al ver que no respondía. Se produjo un silencio—. Lo interpretaré como un «sí», de modo que volvemos al mismo punto en el que estábamos antes, que, por lo que a mí concierne, carece de todo interés. ¿Por qué te cuesta tanto ser sincera?
Blake plantó el vaso en la mesa y se lo quedó mirando hecha una furia.
—Eres un maldito puritano, ¿sabes? La vida no es blanco o negro, o al menos la mía no. ¿Por qué no podemos volver a vernos? ¿Qué hay de malo, si a los dos nos apetece? Y no me digas que a ti no te apetece.
—¿Te refieres a como nos veíamos antes?
Ella frunció el ceño.
—Quizá no exactamente igual.
—Pero parecido, ¿no? Pues, como muy bien sabes, a mí no me basta. ¿Y qué me dices de Murray? Se supone que te vas a casar con él, por todos los demonios.
Blake suspiró hondo y clavó la mirada en sus manos.
—Por si te interesa, Murray y yo no estamos bien.
—Vaya, eso sí que es una novedad —replicó él, al tiempo que alargaba la mano y le levantaba la mejilla con suavidad—. Pero sigues comprometida con él, ¿sí o no? ¿Por qué no hablas a las claras?
Lo miró hecha una furia.
—Está bien. Si es lo que quieres, aunque para mí no tenga ni la más mínima importancia, sigo oficialmente comprometida con Murray.
Consciente de que estaba a punto de estallar en lágrimas, Tartaglia apagó el cigarrillo y le cogió la mano entre las suyas.
—Siento que no seas feliz, de verdad. Pero yo ya he dejado clara cuál es mi postura. —Le besó los labios con delicadeza y se puso en pie para marcharse—. Tienes que solucionar tu vida, Fiona, y decidir lo que quieres. Como dice el refrán, no se puede tener todo en esta vida.
Capítulo 22
Tom llegaba tarde, y lo hacía a propósito. La puesta en escena era fundamental: al tener que esperarlo, Yolanda se sentiría insegura. Abrió la puerta del Dog and Bone de un empujón y entró. Había ido allí por primera vez hacía muchos años, cuando el local se llamaba de otra manera, cuando no era más que un bar de mala muerte frecuentado por una parroquia de viejos apestosos que tenían por costumbre alargar una pinta toda la noche. Ahora formaba parte de la nueva oleada de pubs que plagaba Londres. Sus paredes de color morado oscuro estaban decoradas con espantosos óleos modernos, todos a la venta; había sofás y sillas por todas partes, en lugar de los bancos fijos de antaño, y grandes y gruesas velas ardían con una luz parpadeante sobre todas las superficies disponibles. Parecía un burdel. Lleno hasta los topes, el ruido era ensordecedor, la música vibraba a través de los altavoces del techo y el ambiente estaba cargado de humo. Tom había escogido aquel lugar meticulosamente. Situado en una zona sórdida de la ciudad, sobre el Regent's Canal, no contaba con una clientela habitual, sino que la mayoría del público eran turistas que se hospedaban en los hoteles baratos que había en los alrededores o población flotante que residía en Londres sólo durante unos meses. Estaba seguro de que Yolanda y él pasarían desapercibidos.
Se abrió camino en aquel interior tenuemente iluminado, comprobando los rostros hasta que al fin divisó a la que supuso que sería Yolanda, la única chica que estaba sola, sentada en el centro de un gran sofá de piel marrón en la parte posterior. Estaba tensa, con las manos a los lados y las piernas cruzadas, como si hubiera acudido allí para una entrevista de trabajo. Al acercarse, tropezó con una mirada fugaz de Yolanda, que le sonrió dubitativa. La vio fumar, algo que no soportaba. Por suerte, si todo salía según lo previsto, no tendría que besarla. Se obligó a sonreír.
—¿Yolanda?
Ella asintió y dejó con torpeza el cigarrillo en el cenicero asqueroso que había en la mesa. Tom vio que tenía las uñas en carne viva de mordérselas, otra cosa que siempre lo había sacado de quicio.
—Hola, soy Matt —se presentó.
Yolanda le respondió con una sonrisa tímida al tiempo que se echaba a un lado para hacerle un hueco junto a ella.
Como le había confesado que le habían encantado las dos películas sobre Jason Borne, había resuelto que «Matt» sería un seudónimo idóneo, aunque era consciente de que no se parecía en nada a Matt Damon. Por la expresión de ella pudo deducir que estaba contenta. ¡Ya podía estarlo! En circunstancias normales, Yolanda ni siquiera se atrevería a soñar con tomarse una copa con alguien como él, por no hablar de nada más. Era menuda, con la piel cetrina y el busto plano como una tabla de planchar, aunque tenía un bonito cabello moreno y brillante (limpio, le agradó comprobar) y unos ojos redondos y grandes que daban la impresión de poder confiar incluso en el mismísimo diablo. Iba vestida con recato, con una camiseta azul de manga larga que había pasado por la lavadora demasiadas veces y una falda de algodón por la rodilla, llevaba medias negras tupidas y unas botas. A diferencia del resto de las zorras que había en el local y que exhibían sus carnes como autenticas profesionales, Yolanda no llevaba ninguna prenda ajustada reveladora. En comparación con el resto de las clientas, parecía timorata apenas llevaba maquillaje y le habían salido unos granitos en la barbilla que no había intentado camuflar. Parecía menor de veintiún años y Tom se preguntó si le habría mentido acerca de su edad, aunque no le importaba lo más mínimo.
—¿Te apetece tomar algo más? —preguntó, al ver un vaso medio vacío de lo que parecía Coca-Cola—. ¿Quizás algo más fuerte?
—Sí, por favor. Gracias —contestó ella con una voz casi imperceptible.
—¿Una copa de vino?
Ella asintió, cogió su cigarrillo, ya casi reducido a una colilla, y le dio otra calada, como si quisiera aprovechar hasta el último milímetro. Asqueado, Tom se puso en pie y se abrió paso a empujones hasta la barra, donde pidió dos copas grandes del vino peleón más barato. No tenía sentido invertir dinero en ella y él no tenía previsto beber mucho. Mientras el camarero descorchaba una botella nueva, Tom volvió la vista por encima del hombro y la divisó a través de la multitud, con los ojos clavados en él y la boca entreabierta. Al tropezar con su mirada, Yolanda se apartó para no ser vista. Habría sido una novia pudorosa magnífica, aunque esa noche no tenía previsto nada de eso. Era una candidata ideal, pensó mientras regresaba junto a ella con las copas de vino, intentando no derramar ni una gota.
Tuvieron una conversación penosa, casi enteramente unidireccional. Tom le preguntó por su trabajo como niñera, por su familia en España, por sus estudios y por todas esas cosas triviales y aburridas que suelen preguntarse. Tenía que gritar para hacerse oír y repetir varias veces las preguntas para que aquella estúpida lo entendiera. Yolanda, con la copa agarrada férreamente, como si temiera que alguien se la fuera a arrebatar, asentía como uno de esos perros que se colocan en la parte posterior del coche. Por lo que recordaba, su inglés no era tan malo, pero parecía que se le había comido la lengua el gato; apenas si contestaba con monosílabos. Todo aquel proceso le estaba resultando agotador y se preguntó cuánto rato más debería soportarlo. Al menos, el vino parecía estar surtiendo efecto. Pese a lo malo que estaba, Yolanda se lo bebía con entusiasmo y empezaba a ponerse coqueta, como una colegiala boba, sin apartar sus ojos redondos de vaca de él en ningún momento, sin dar crédito a su suerte. Si continuaba así, iba a ser coser y cantar. La única dificultad sería cómo llevarla de A a B.
—¿Te apetece ir a un sitio más tranquilo? —gritó Tom al cabo de un rato—. He venido en coche y conozco un lugar muy bonito cerca de aquí donde podremos charlar.
—Coche no, gracias. Me gusta esto —contestó ella con el ceño fruncido, después de obligar a Tom a repetirle tres veces la pregunta hasta entenderlo.
Parecía que le había molestado lo del coche. Tom estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Qué pensaría que quería hacer con ella en él? Preferiría saltar de un avión sin paracaídas que follarse a aquella putilla patética. El mero pensamiento le parecía absurdo. Alargó la mano.
—Venga, Yolanda. Aquí hay demasiado ruido.
Ella negó con la cabeza.
—No. Aquí está bien.
Quizá la estaba presionando demasiado. Tal vez necesitara otra inyección de alcohol para hacer que se relajara. Incluso es posible que tuviera que añadirle unas gotas de GHB si seguía mostrándose tan puñeteramente recelosa, aunque tal vez eso le jorobara un poco los planes.
—¿Otra copa? ¿Quieres? —le preguntó con una sonrisa forzada.
Ella asintió lentamente, con expresión enfurruñada, cosa que lo malhumoró. Debería estarle agradecida porque se dignara a prestarle atención, maldita zorra estúpida. Tom vertió el resto de su vino en la copa de ella y se puso en pie para ir a pedir una segunda ronda.
Yolanda lo observó mientras se abría paso entre la multitud de camino a la barra. Había tanto ruido que le habría apetecido taparse los oídos con las manos. De repente se sintió cansada y muy sola. Londres era un lugar cruel. Todo se le hacía una montaña. Sentía que se ahogaba. «Londres te chupa la vida», le había dicho su amiga Dolores antes de regresar a España para siempre. «Nadie se preocupa por ti. Nadie quiere conocerte, todo el mundo está siempre tenso, con prisas, sin tiempo para nadie. Ni siquiera te miran cuando se cruzan contigo por la calle, por no mentar saludarte», como era costumbre en su país natal. La invadió una oleada de nostalgia y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas ¿Qué estaba haciendo allí con aquel hombre?
Cuando habían conversado por teléfono e intercambiado todos aquellos correos electrónicos, tuvo la impresión de que él la entendía, de que compartía sus sentimientos. Yolanda había acudido a la biblioteca cada día para comprobar si tenía algún mensaje y había sentido una alegría inmensa cuando así era y una profunda desesperación cuando la bandeja de entrada estaba vacía. No había pensado que fuera tan guapo ni tan elegante. Se lo había imaginado más joven, más sensible e inseguro, alguien solitario y lleno de dudas que intentaba encontrarle un sentido a una vida difícil. Pero no había nada de eso en él. Era un hombre seguro de sí mismo y resuelto; mandón, incluso. Se notaba en su comportamiento, en cada uno de sus movimientos y gestos. No podía disfrazarlo. Todo en él le infundía ganas de retraerse de nuevo y alejarse de allí. Los hombres siempre la habían hecho sentir así: incómoda, fea, rebajada por sus atenciones esporádicas y, por más que dijeran, indigna. Eran todos unos mentirosos. Siempre buscaban lo mismo. Eso es lo que le decía su madre, y éste no era distinto. Le había mencionado su coche y ella sabía qué significaba eso. Toda su comprensión no había sido más que una patraña. Cuando no sonreía, cosa que hacía con mucha frecuencia, su mirada la asustaba.
Desde donde estaba sentada no lo veía. Con suerte, él tampoco la vería a ella y tardaría un rato en regresar con las bebidas. Pero volvería. ¿Qué haría ella entonces? ¿Cómo diablos podría escaparse? Él no la iba a dejar marcharse así como así. La seguiría a la calle y allí no estaría segura. Se preguntó si podía pegarse a alguien y echó un vistazo a las mesas de alrededor, pero todo el mundo parecía enfrascado en conversaciones profundas. Nadie tenía pinta de regresar a casa en las próximas horas. Además, ¿qué iba a decirles? ¿Puedo irme con vosotros? ¿Me acompañáis a casa? Probablemente pensaran que era un bicho raro. Hacia calor. No estaba acostumbrada a beber (lo había hecho solo por complacerlo y relajarse un poco) y la cabeza empezaba a darle vueltas. Él regresaría pronto con las bebidas. Sintió un ataque de pánico. Tenía que irse ya. Divisó una salida en la parte posterior del bar, agarró el bolso y la chaqueta, que había colgado en un perchero, y salió disparada.
El aire estaba helado, pero le sentó bien después de respirar el ambiente cargado de humo y sudor del pub. Se agachó al pasar por delante de las ventanas, hasta que se sintió a salvo y entonces arrancó a correr lo más rápidamente posible; resbaló en un par de ocasiones y estuvo a punto de caerse en el breve tramo de escalones que descendían hasta el canal cubiertos como estaban de humedad. Recordó el camino que había tomado para venir. Era la ruta más corta hasta el metro y, de todos modos, no tenía tiempo para detenerse y comprobarlo en el callejero. Si Matt descubría que se había largado, seguro que la perseguiría. Tenía que apresurarse. Poner distancia entre ellos. Con un poco de suerte, no intuiría qué camino había tomado.
El sendero estaba oscuro; las pocas farolas que lo alumbraban estaban muy separadas entre sí y proyectaban haces intermitentes de luz naranja en el suelo. Los ojos le lloraban por el frío y tenía los labios secos por el miedo. Echó a correr. Se oía el eco de sus pisadas en el asfalto. El fétido olor del agua era insoportable, le provocaba náuseas, pero no podía detenerse. El sendero describía una curva a la izquierda, siguiendo el curso del canal. Altos edificios se alzaban a ambos flancos; tan sólo había algunas luces encendidas en las ventanas. No se veía nadie por allí. Al doblar la esquina, percibió una silueta oscura recortada contra la luz del sendero frente a ella. Parecía un hombre, pero no estaba segura. ¿Sería él? Virgen María, madre de Dios, ¿la habría encontrado? Con el corazón latiéndole a mil por hora, casi sin aliento, se detuvo en seco y tuvo que taparse la boca para no dejar escapar un grito. No podía ser él. Estaba comportándose como una niña. Aunque hubiera intuido qué camino había cogido, no podía haberla adelantado. No había tenido tiempo. Quizás aquella persona pudiera ayudarla, acompañarla hasta el metro y asegurarse de que estuviera a salvo.
—Por favor, necesito ayuda —grito.
Al acostumbrársele la vista a la penumbra, comprobó que efectivamente se trataba de un hombre, alto y de espaldas anchas, cuyo pelo desgreñado se perfilaba bajo la luz. Pero no se movía. Permanecía inmóvil en medio del camino, con las piernas ligeramente separadas, los brazos a los lados y el rostro en la sombra. Era tal su quietud que Yolanda se preguntó si no sería una estatua como las esculturas de bronce de personas caminando que había cerca del canal, por la zona de la estación de Paddington. La primera vez que las había visto le habían sorprendido porque parecían tan reales… Pero no recordaba que hubiera ninguna estatua en aquel tramo, sobre todo no en medio del camino. ¿La ayudaría aquel extraño? ¿Debería contarle lo ocurrido? Mientras se dirigía hacia él dubitativa oyó el sonido de unos pies que corrían justo detrás de ella y de repente alguien la tiró al suelo.
Capítulo 23
Había un grupo de australianos medio borrachos en la barra y tardó un rato hasta que le sirvieron. Cuando regresó, no vio a Yolanda por ninguna parte. Pensó que habría ido al lavabo, cosa que no le sorprendió después de todo lo que había bebido. Su bolso había desaparecido, pero las mujeres siempre se llevan el bolso cuando van al aseo. El porqué las mujeres no se separaban nunca de su bolso era uno de los muchos misterios de la vida. Parecía una tabla de salvación. Su abuela rara vez lo soltaba y, además, estaba muy orgullosa del hecho de que fuera de piel de cocodrilo auténtica, aunque, a juzgar por lo estropeado que estaba, a aquel pobre bicho debían de haberlo masacrado hacía un siglo. Tenía un cierre de cristal facetado del color de un ojo de tigre y era duro y recio, extrañamente cursi. Con frecuencia, de niño había sido el objeto que más a mano le quedaba para sus travesuras, y su abuela le había golpeado con él la cabeza demasiadas veces como para no acordarse, muchas incluso hasta hacerle sangre. Los bordes de metal eran como una boca ancha y cruel, y Tom solía tener pesadillas en las que aquel bolso abría sus labios y lo engullía en su interior de piel roja. Recordó haberlo divisado en el suelo junto a su abuela, como un invitado inoportuno, cuando intentaba decidir qué hacer con su cadáver.
Llevaba ya un rato largo esperando a que Yolanda regresara cuando un tipo fornido con la cabeza rapada y brillante por el sudor se plantificó a su lado en el sofá.
—Perdone, pero hay una persona sentada aquí —dijo Tom.
—¿Qué hay una persona sentada aquí? —preguntó el hombre imitando su tono de voz y haciendo ver que examinaba el asiento—. Necesitas gafas, tío. Aquí no hay nadie.
El tipo echó la cabeza hacia atrás, abrió su bocaza y soltó una carcajada por su propia ocurrencia. Estaba borracho, o no muy lejos de estarlo. Tom había aprendido a manejar a matones como aquél y no le habría costado mucho cerrarle el pico, pero no podía arriesgarse a montar una escena, no podía exponerse a que nadie recordara su presencia en aquel bar.
—Hay una amiga sentada aquí —aclaró con voz firme—. Ha ido al servicio.
El hombre soltó otra carcajada y estuvo a punto de derramarse por encima la cerveza mientras se acomodaba en el sofá.
—¿Te refieres a la jovencita con el pelo moreno? Se ha largado por aquella puerta antes de que regresaras —dijo, señalando con la cabeza hacia la salida que había en el otro extremo del bar—. Se te ha escapado, tío —continuó, al tiempo que pasaba uno de sus musculosos brazos por encima a una adolescente calientapollas semidesnuda, con un pendiente en la ceja y otro en el labio superior, que se sentó en su regazo, salida de la nada—. Se habrá percatado de tu jueguecito.
Tom miró fijamente a aquel individuo un segundo y se dio cuenta de que no tenía ningún motivo para mentirle. Yolanda había huido. Furioso, intentando no torcer el gesto, se puso en pie. Nunca le había ocurrido algo así. Nadie se había atrevido jamás a dejarlo plantado.
—Gracias por decírmelo —agradeció con una sonrisa forzada—. Me había dicho que estaba mareada. Será mejor que me vaya a casa.
El tipo lo ignoró y enterró la cara en las tetas de aquella zorra, que se retorcía de placer. A juzgar por su comportamiento, estaba ya bastante ebrio. La noche era joven y por la mañana tendría una memoria difusa de lo ocurrido en el bar, si es que se acordaba de algo.
Tom cogió su abrigo y desapareció a toda prisa por la puerta. Emergió en la fría noche. Tenía que encontrar a Yolanda. Había subestimado a aquella zorra, pensó. Pese a sus lamentos, sus lloriqueos y su aparente aire vulnerable, era una mujer fuerte. No era dulce y complaciente como las demás. Las otras habrían hecho lo que fuera por él, pero ésta no. Toda su cháchara sobre el suicidio no había sido más que una artimaña para llamar su atención. Era una puta mentirosa. Lo había decepcionado. Pensar en ello lo hizo sentir violento. Sintió ganas de estrangularla, de golpearla una y otra vez, de acabar con ella, por muchos riesgos que tuviera que afrontar. No podía permitir dejarla con vida. Yolanda no debía llegar a casa.
El pub estaba situado a un lado de un puente que dominaba parte del Grand Union Canal. La ruta más corta para llegar hasta la estación de metro más cercana era seguir el camino de sirga y, además, había espiado a Yolanda y la había visto llegar por allí. No era en absoluto un lugar agradable para caminar solo por la noche, sobre todo si se es una mujer joven. Pero, estando un poco borracha y siendo una recién llegada a Londres, estaba seguro de que habría tomado el mismo camino de vuelta.
Descendió por los escalones del extremo opuesto del puente que conducían hasta el canal. El aire era frío y húmedo y empezaba a levantarse una ligera neblina que desdibujaba el contorno del sendero. Bordeado por edificios a ambos flancos, el canal avanzaba describiendo meandros como una marea negra. La luna, que salía por entre los bloques de oficinas del horizonte, se reflejaba en la superficie del agua. No veía a nadie por allí. De hecho, el único ruido procedía del tráfico que discurría por un paso elevado que había en las proximidades.
Caminaba deprisa, casi corriendo. La escasa iluminación del sendero le pareció asombrosa. Las farolas proyectaban haces de luz tenue que no hacían más que acentuar las densas sombras que lo envolvían. La peste a pescado de las aguas estancadas del canal era casi insoportable y tuvo que taparse la nariz con la manga del abrigo. Seguro de que Yolanda habría seguido aquel camino (al fin y al cabo, era una niña estúpida sin imaginación), continuó avanzando hasta que oyó un extraño gimoteo unos pasos por delante. Sabedor de su posible origen, redujo el ritmo, ocultándose en la sombra del alto muro que bordeaba el canal. Escudriñó con la mirada la penumbra y divisó la sombra de alguien sentado en el suelo, un poco más adelante.
Se preparó para una sorpresa desagradable, pero, al avanzar con sigilo, la reconoció.
Yolanda. Sintió un escalofrío de emoción. Encogida de miedo contra la pared, con el rostro vuelto hacia él, se lo quedó mirando como un animalillo asustado. Caminó hasta donde estaba sentada y la miró. Estaba temblando, pero percibió un velo de alivio en su cara al reconocerlo. Estaba sentada muy quieta en el suelo, acurrucada bajo su chaqueta, abrazada a sus rodillas, cubriéndose las piernas con la falda. Al mirarla más de cerca, vio que tenía la falda prácticamente hecha harapos. Sus medias también estaban rasgadas y dejaban a la vista la pálida piel de sus rodillas y gran parte de sus muslos. Echó un vistazo a uno y otro lado del sendero para asegurarse de que no hubiera nadie y se arrodilló junto a ella. Le pasaba algo en la cara. Alargó la mano para tocarle una mancha oscura que tenía en la mejilla, pero Yolanda se estremeció y gritó. Lo escudriñaba en la tenue luz y Tom pudo ver que algo que parecía sangre manaba de su frente, nariz y boca.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó con suavidad, aunque, al no ver su bolso por allí, se lo imaginó.
Le estaba bien empleado por escaparse de aquella manera. Así aprendería la lección. Al no obtener respuesta, volvió a preguntarle.
—Hombres. Dos hombres. Él… —balbuceó ella, antes de desviar la mirada y romper a llorar de nuevo—. Tenían… —dijo jadeando, mientras intentaba encontrar la palabra—… un cuchillo —acabó con la mano en el cuello, como queriendo indicarle cómo la habían amenazado.
Por lo que le estaba contando, Tom no estaba seguro de lo ocurrido, pero tampoco le importaba. Al menos la había encontrado, aunque sintiera repugnancia al verla. Tuvo que tranquilizarla para no llamar la atención. Tenía que llevársela de allí antes de que apareciera alguien y telefoneara a la policía. Con los dientes apretados, le acarició la mano. Tenía un tacto frío y húmedo, desagradable.
—Venga, no llores, Yolanda. Ya estoy aquí y no te pasará nada.
No sabía si lo entendía o no, pero su tono de voz pareció sosegarla. Dejó de llorar y se enjugó las lágrimas con la manga de la chaqueta. Al menos había encontrado a aquella estúpida zorra. No era lo que había planeado y se sintió furioso con ella por intentar echar sus planes por la borda, pero al menos la tenía. Por desagradable que le resultara mirarla, no iba a lograr escaparse de él.
—Has sido una boba huyendo de ese modo —le dijo con dulzura—. ¿Por qué lo has hecho?
Ella sacudió la cabeza y al instante vomitó en el suelo. Tom apartó la mirada hasta que hubo terminado; se preguntó cómo iba a convencerla de que se fuese con él. Tendría que llevársela a la fuerza, a rastras incluso, pese a que no le hacía ni pizca de gracia volverla a tocar, y mucho menos llevarla en brazos.
—¿Tienes agua, por favor? —farfulló ella al cabo de un momento.
¿Qué se pensaba que era, una mula? Negó con la cabeza.
—Agua no. —Entonces se le ocurrió una idea—. Tengo brandy. ¿Sabes? Cognac. —Recordó que el término español era parecido al francés. Se sacó del bolsillo una petaca plateada grande que había pertenecido a su abuelo y la agitó delante de ella, con la sonrisa más cálida y magnífica que fue capaz de ofrecerle—. ¿Quieres? Te hará sentir mejor.
La sonrisa, o quizá la perspectiva de beber más alcohol, surtió efecto: Yolanda asintió lentamente.
—Un minuto. No veo. Necesito un poco de luz.
Le dio la espalda, se puso en pie y se acercó al borde del canal. Comprobó una vez más que estuvieran solos, desenroscó el tapón de la petaca, extrajo un frasquito de plástico del bolsillo interior de su abrigo y vertió el contenido en el brandy. Era una pena desperdiciar un buen licor como aquél, pero era la única manera. Por suerte, el GHB era insípido. Regresó y se arrodilló junto a ella. Retiró el vaso ovalado acoplado a la base de la petaca y le sirvió una dosis generosa de brandy. Le acercó el vaso a los labios y fue dándoselo de beber poco a poco. El primer sorbo la hizo resoplar y toser y profirió un grito. Debía de quemarle. Pero pareció gustarle, porque tomó el vaso entre sus manos y lo apuró en unos minutos.
—¿Quieres más?
Yolanda sacudió la cabeza, aferrada al vaso como si le fuera la vida en ello. Tom se lo arrancó de los dedos y sacudió en el suelo las últimas gotas. Yolanda habría dejado impresas sus huellas dactilares en el vaso, de modo que tendría que limpiarlo bien al regresar a casa. De momento lo secó con un pañuelo, volvió a encajarlo en la base de la petaca y se la guardó en el bolsillo. Tenían que largarse de allí. Había experimentado el GHB en sus propias carnes y, cuando se combinaba con algo fuerte como brandy, el efecto era muy rápido, sobre todo en alguien bajito y delgado como Yolanda. Se inclinó sobre ella.
—Tenemos que irnos.
—Llamas a la policía, ¿no?
Había vuelto a acurrucarse contra la pared y parecía dispuesta a permanecer allí toda la noche si era preciso.
—Sí, pero no ahora. No podemos quedarnos aquí. Es peligroso. Peligroso —repitió, con la esperanza de apremiarla.
—¿Crees que volverán?
Percibió con placer la alarma en sus ojos y asintió. La observó hacer acopio de todas sus fuerzas para ponerse en pie, abrazándose y apoyándose contra la pared para no caerse. Cerró los ojos y gimió. Temeroso de que pudiera desmayarse o vomitar de nuevo, Tom dio un paso atrás. Transcurrido un momento, Yolanda pareció recomponerse y dio unos cuantos pasos vacilantes hacia él, pero las piernas le fallaron y cayó hacia delante, de rodillas. Tom supo que iba a tener que ayudarla, aunque la idea de tocarla le hiciera sentir arcadas. La agarró del brazo y la ayudó a levantarse.
—Vamos, Yolanda. Puedes hacerlo.
—¿Dónde vamos?
—Al pub.
—¿Al pub?
—Sí. Allí nos ayudarán.
Ella asintió, dando a entender que le parecía buena idea, y se apoyó en él. Dejó que la condujera hasta el camino. Apestaba a vómito y brandy, pero tendría que soportarlo un rato.
Le pareció que tardaron una eternidad en recorrer aquellos cien metros. Al pasar bajo una farola, la miró y comprobó con disgusto que le había baboseado toda la manga del abrigo. Seguro que también lo había manchado de sangre. Maldita puta. ¿Qué estaba tramando? Intentó apartar el brazo, pero Yolanda iba aferrada a él, dando trompicones y soltando una risita nerviosa. El GHB empezaba a surtir efecto. No podría soltarla, porque podía tropezar y caer por sí misma al agua, y entonces lo echaría todo a perder. Por la mañana tendría que deshacerse de su ropa, cosa que le molestaba profundamente, pero merecía la pena, se dijo. Todo merecía la pena. Estaba segurísimo de ello.
Al bordear el meandro, avistó el pub a lo lejos, sobre las aguas. Estaban cerca de su coche, pero dudaba que Yolanda pudiera recorrer por sí sola la distancia que los separaba de allí. Iba farfullando algo en voz baja en español, con los ojos cerrados y la cabeza dándole vueltas mientras él tiraba de ella, rodeándola con los brazos para impedir que cayera al suelo. Era un peso muerto y empezaba a estar cansado de cargar con ella. Decidió llevarla en volandas hasta el coche. Si alguien los veía de aquella guisa, pensaría que estaba borracha o indispuesta y que él la estaba acompañando a casa. Pero había demasiada policía merodeando por las calles últimamente y no podía permitirse el lujo de arriesgarse.
Escudriñó el horizonte mientras se preguntaba qué hacer. Divisó la silueta oscura de un pequeño puente peatonal a medio camino. Aunque tenía menos altura, era mejor que nada. Al intentar que diera un paso al frente, Yolanda se le escurrió de los brazos y se desmoronó en el suelo, musitando algo para sí misma. Estaba casi inconsciente. Todo sucedía muy rápidamente. Enfurecido, cayó en la cuenta de que tendría que levantarla y llevarla a peso. Le tapó los muslos con los harapos húmedos de la falda, la cogió en brazos y recorrió la corta distancia que los separaba del puente. ¿Por qué pesarían tanto? ¿Qué haría si alguna vez le tocaba alguna de metro ochenta?
Casi iba por la mitad cuando escuchó un timbrazo. Volvió la vista y vio a un ciclista acercándose a ellos por el camino de sirga a toda velocidad. Maldita sea. Lo que le faltaba. Con la esperanza de que no atravesara el puente, dejó a Yolanda en el suelo y la apoyó contra la barandilla de hierro para que se mantuviera incorporada, la rodeó con los brazos, se inclinó hacia delante y la besó. Notó la sangre y el vómito en la boca de ella y sintió arcadas. Aguardó, escuchando con atención, y tras lo que le pareció una eternidad oyó las ruedas zumbando por el sendero y otro timbrazo, algo más adelante, cuando el ciclista se alejaba a toda velocidad.
Se enderezó, escupió en el agua y se limpió la boca en la manga. Sin soltarla, levantó la vista al cielo. Aparte de unas cuantas tenues nubes, estaba despejado y estrellado. Empezó a notar un cosquilleo en la piel. Estaba tan cerca de su objetivo. Quería prolongar aquel momento, registrarlo en su memoria como siempre había hecho. La luna resplandecía en el cielo y, al emerger tras el velo de una nube, iluminó con su luz el puente como un foco. Miró a Yolanda. Tenía los ojos cerrados y su respiración era casi imperceptible. Era totalmente ajena a lo que ocurría a su alrededor. El resplandor de la luna imprimía a su tez un tono azul blanquecino y la hacía parecer irreal, como una muñeca.
A Tom le hervía la sangre. No podía contenerse. Ya casi lo había conseguido. Casi. Sólo faltaba una cosa. Se sacó las viejas tijeras de coser de su abuela del bolsillo. Apoyó la cabeza de Yolanda en el hombro, como si fuera una niña dormida, le cortó un largo y grueso mechón de cabello y se lo guardó en el bolsillo con las tijeras. Estaba listo. La levantó y la sentó en la barandilla del puente, de cara a él, sosteniéndola firmemente por los brazos, para que no cayera sin más. Yolanda dio una cabezada hacia delante y el pelo le cubrió el rostro. Otro inconveniente. Tenía que verle la cara. Sosteniéndola por la nuca con la mano, le retiró el cabello y la miró, prácticamente incapaz de contenerse. Necesitaba congelar aquella última imagen en su mente. Estaba tan quieta… quieta como la muerte.
Inundado por una marea de emoción, cerró los ojos y respiró hondo un segundo. Le vino el recuerdo fugaz del calor y de un jardín en pleno verano. Lo invadió un perfume intenso y dulce; era el perfume de los alhelíes, ¿o eran gardenias? Era embriagador. Igual que la última vez. Volvió a inhalar con ansia. Al cabo de un momento, entreabrió los ojos y la miró una vez más. Sintió la sangre correrle por las venas, la ola de calor que emergía desde su interior y muy despacio le soltó los brazos y la observó caer hacia atrás por encima del puente. Con un estremecimiento, ahogó un grito de placer y cerró los ojos de nuevo para oírla impactar contra el agua.
Capítulo 24
Tartaglia salió del coche y observó a Wightman embutir su Mondeo en un espacio diminuto del garaje, contra la verja, encima del canal. Era entrada la tarde, no tardaría en caer la noche. Por suerte, había dejado de llover, pero el ambiente estaba cargado de humedad y empezaba a levantarse viento. La última vez que había estado allí había sido hacía muchos años, en pleno verano, recién llegado a Londres, cuando se apuntó a una excursión organizada por el camino de sirga del Regent's Canal que conducía desde Little Venice en dirección norte hasta Camden Lock.
Al proyectar la vista sobre la cerca, comprobó que lo único que había cambiado era el horizonte, en el que ahora se alzaba el reluciente conjunto de bloques de oficinas que había brotado alrededor de Paddington Basin. Inmediatamente debajo, una franja de jardines públicos se extendía hasta el camino de sirga y el canal. Más allá se abría el amplio triángulo de aguas oscuras donde confluían tres canales, conocido como el estanque de Browning en honor al poeta Robert Browning, que en su día había vivido justo enfrente. A un lado estaba circundado por una mezcla incongruente de viviendas de protección oficial de los años setenta, y, al otro, hileras de mansiones neoclásicas de color crema, valoradas en muchos millones de libras, convivían con el canal separadas de él por unos setos impecablemente podados. Un cadáver no era lo que uno esperaba encontrar a la puerta de su casa en esta zona de la ciudad. Detectó a varias personas fisgoneando desde las ventanas de sus casas, observando la actividad que había adquirido el canal.
Wightman se unió a Tartaglia y recorrieron juntos la carretera hasta llegar a la zona que se había acordonado, justo delante de donde estaba aparcado el coche fúnebre. Mostraron sus identificaciones a un agente de policía de la comisaría local y descendieron un empinado y resbaladizo tramo de escalones que enlazaba con el sendero y el canal.
Una vez abajo, Tartaglia se detuvo y volvió la vista atrás, intentando imaginar la escena. Aparte del sonido del viento al colarse entre las copas de los árboles y rozar el agua, lo único que se oía eran los graznidos de los gansos del islote que había en medio. Incluso en verano, aquel estanque era como una sopa de color marrón verdoso, densa y desagradable. Pero de cerca, bajo el cielo oscurecido, tenía un aspecto venenoso y compadeció a los submarinistas que se habían encargado de recuperar el cuerpo.
Había dos grandes barcazas amarradas a ese lado de la orilla, una era un teatro de marionetas flotante y la otra, la vivienda de alguien. Justo detrás, el sendero se había aislado y se había levantado una pequeña tienda forense en el pavimento, junto a un barco turístico vacío. Al lado, con sendos vasos de plástico con café o té en las manos, conversaban lo que supuso que serían un par de agentes del Departamento de Criminología local, además del conductor del coche fúnebre y su ayudante. Cuando los vio aproximarse, un joven con una parca oscura se apartó del grupo y se presentó como el sargento Grant.
—Pescamos el cuerpo hace unas horas, señor —le explicó a Tartaglia, al tiempo que señalaba con el dedo hacia el barco turístico.
—He oído que es una joven —dijo Tartaglia.
Grant asintió.
—Se quedó atrapada en la hélice —añadió, indicando con un gesto el extremo opuesto del barco—. El cadáver está en perfecto estado. La doctora Blake la está examinando en la tienda en estos momentos.
Era una suerte que Blake hubiera estado de guardia cuando se halló el cuerpo y le reconfortó que ella se hubiera asegurado de que lo hicieran acudir a la escena. Abrió la tienda y entró. Wightman y Grant se quedaron fuera.
El cadáver estaba tumbado en el suelo, cubierto con una sábana, listo para ser transportado al depósito. Blake estaba arrodillada a su lado y dictaba algo a una grabadora. Levantó la vista y le sonrió fugazmente.
—¡Ah, qué bien! Me alegro de tenerte aquí. Estaba a punto de terminar.
—He recibido tu mensaje. Me han dicho que le falta un mechón de pelo.
Blake asintió y se puso en pie despacio, como si se hubiera quedado entumecida tras llevar arrodillada un rato.
—Igual que a las otras dos, por eso he insistido en que te llamaran. Pero hay una diferencia enorme: a esta chica la apalearon y, a simple vista, sin haberla examinado en profundidad, diría que también abusaron sexualmente de ella. Con bastante brutalidad, a decir verdad.
—¿Abusos? Nunca antes lo había hecho.
Tartaglia se frotó la barbilla sorprendido. Algunos asesinos siempre seguían más o menos el mismo patrón, mientras que otros, como Michael Barton, iban aumentando gradualmente el grado de violencia, como si cada vez necesitaran algo más para darse por satisfechos, cosa que con frecuencia desembocaba en algún error. De hecho, era lo que solía propiciar su detención. Pero nunca había oído hablar de un cambio de modus operandi tan repentino o extremo como aquél. No había empleado la violencia contra ninguna de las chicas, y mucho menos había abusado sexualmente de ellas. Estaba desconcertado.
Blake lo observaba con ojos inquisidores.
—¿Crees que podría tratarse de un imitador?
Tartaglia sacudió la cabeza.
—Nadie sabe lo de los mechones de pelo. Es uno de los pocos detalles que no se han filtrado. ¿Tienes idea de cuánto tiempo llevaba en el agua?
—No está descompuesta, así que intuyo que no mucho. Desde luego, menos de veinticuatro horas, y probablemente la cifra se acerque más a doce.
—Eso nos será de gran utilidad. ¿Estaba muerta antes de caer al agua o se ahogó?
—No estoy del todo segura por ahora. Tengo que llevármela al laboratorio y comprobar cuánta agua tiene en los pulmones. Lo que sí es innegable es que luchó con todas sus fuerzas y, por la gravedad de sus heridas, espero que podamos extraer un perfil del ADN de tu hombre.
—¿Y qué hay del anillo? —preguntó, acordándose de las otras chicas.
—Aparte de una cadena con una medalla de oro, no llevaba joyas.
Tartaglia miró el cuerpo y deseó, una vez más, que los muertos pudieran hablar. Quizás el anillo se le había caído con el forcejeo o en el agua. O tal vez no lo hubiera, en cuyo caso ¿era Tom el asesino? Las piezas no le encajaban.
—¿Estás segura de que le han cortado el mechón de pelo? ¿No se le pudo haber enganchado en la hélice?
Blake negó con la cabeza.
—Algunas de las lesiones que presenta en el torso sí se las ocasionó la hélice después de muerta, pero la cabeza no ha sufrido daños, aparte de algunos moratones que ocurrieron poco antes de morir, al ser atacada, supongo.
Tartaglia, que seguía intentando encontrarle una lógica a todo aquello, guardó silencio. Al no verlo convencido, Blake añadió:
—Si el pelo se le hubiera enredado con algo, se habría arrancado de raíz. Pero este mechón se lo cortaron con una cuchilla afilada, exactamente igual que a las otras dos chicas que he examinado. De otro modo, no te habría molestado. ¿Quieres comprobarlo por ti mismo?
Tartaglia negó con la cabeza.
—No, me fío de ti. Supongo que entonces sí ha sido él, pero es muy extraño. A las otras chicas no les ocasionó ningún daño. ¿Qué lo habrá motivado a hacérselo ahora? Desde un punto de vista psicológico, no tiene sentido.
Blake se encogió de hombros.
—Eso eres tú quien tiene que averiguarlo. Yo me limito a comunicarte lo que descubro. Te llamaré en cuanto la haya examinado como es debido en el laboratorio. Quizás encuentre algo más.
Él asintió; estaba a punto de marcharse cuando ella le tocó el brazo.
—Mark, espera —dijo. Se quitó los guantes—. Sólo quería decirte que tenías razón acerca de lo que dijiste anoche, acerca de mí, me refiero. Sé que debo solucionar mi vida. Sólo necesito que me den una buena patada en el trasero. —Dudó unos instantes y luego añadió—: Gracias por ser honesto. Eso es todo.
Tartaglia sonrió, aliviado al saber que no estaba enfadada con él.
—No pretendía ser brusco.
Ella meneó la cabeza y sonrió compungida.
—Me lo merecía. ¿Seguimos siendo amigos?
Él asintió, aunque la palabra «amigos» volvió a sonarle impropia. Quizás era un eufemismo para algo que él no acababa de entender bien. Pero, significara lo que significase para ella, decidió no echárselo en cara. Antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse, salió de la tienda y se dirigió junto a Wightman y Grant, que estaban conversando de pie en el camino de sirga.
—¿Se sabe quién es? —preguntó Tartaglia a Grant.
—Es posible que se trate de una joven española llamada Yolanda García. Trabaja como niñera para los Everett, una familia de Paddington. Denunciaron su desaparición anoche y la descripción física encaja.
—¿Anoche? Eso coincidiría con lo que la doctora Blake acaba de decirme sobre la hora del crimen —apuntó Tartaglia. Volvió la vista hacia Wightman y le ordenó—: Llama a Sam y dile que vaya a ver a la familia ahora mismo y recabe alguna información sobre la chica y una identificación fiable. Si vivía en Paddington, no estaba lejos. Además, dile a Sam que compruebe si dejó alguna nota de suicidio. —Mientras Wightman se alejaba para telefonear a Sam, Tartaglia se volvió hacia Grant—. ¿Se sabe en qué lugar cayó al agua?
Por lo que recordaba, ese tramo del canal medía unos tres kilómetros. No tenía sentido desperdiciar tiempo y recursos llamando a todas las puertas y peinando los canales en busca de testigos hasta que tuvieran una idea más concreta de lo ocurrido.
Grant negó con la cabeza.
—Dicen que apenas hay corriente, de modo que presumo que debió de ser en un punto cercano, pero será mejor que hable con el capitán del barco, parece una enciclopedia con patas sobre estos canales.
—¿Qué hay de las grabaciones del circuito cerrado de televisión?
—Ya he hablado con las autoridades de las vías fluviales y nos facilitarán todo lo que tengan, pero no hay muchas cámaras en esta sección del canal.
—Supongo que nadie denunció anoche haber visto cómo arrojaban a alguien al río.
Grant volvió a negar con la cabeza.
—No hemos tenido tanta suerte. Ha hecho tanto frío estos días que supongo que todo el mundo estaba en casa.
—¿Dónde está el capitán?
—La última vez que lo vi estaba en aquella cafetería flotante tomándose una taza de té y una porción de pastel casero. —Grant indicó con la cabeza una barcaza anclada en la otra orilla del canal—. Le fastidia bastante no poder retirar su barco y regresar a casa hasta que acabemos.
Tartaglia hizo una mueca.
—La vida es dura, ¿verdad? Debería probar nuestro trabajo para enterarse de lo que vale un peine.
Tartaglia localizó a Ed Sullivan, el capitán del barco turístico, en un rincón de la cafetería dando cuenta de lo que parecía una taza de té recién hecho. Bien entrado ya en la cuarentena, era un hombre enjuto y nervudo, con el pelo oscuro, corto y entrecano y la piel bronceada y cuarteada de alguien que ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre. Después de asegurarle que no podría llevarse el barco de regreso a Camden por el momento, Sullivan pareció resignarse a su destino, se relajó en la silla y se dispuso a narrar lo ocurrido.
—Pasaba bajo ese puente de ahí con el motor apagado —explicó, antes de dar un trago a su té y señalar a través de la ventana en dirección a un pequeño puente que salvaba la entrada al Regent's Canal—. Abrí la escotilla para echar un vistazo a la hélice y, al meter la mano, palpé algo blando y suave, parecido a una alfombra mojada. Pero no conseguí sacarlo, de modo que dejé que la corriente empujara el barco hasta la orilla. Luego salí a echar un vistazo. Escarbé bajo la plataforma con un bichero y saqué un zapato. Entonces fue cuando los llamé. —Le dio otro trago al té—. Tenía a un montón de rusos a bordo. Salieron a cubierta y empezaron a sacar fotografías. ¿No le parece increíble? ¡Hatajo de morbosos! No conseguía desembarazarme de ellos y tuvieron el descaro de pedirme que les reintegrara el dinero abonado, aunque ya casi habíamos llegado al destino y lo único que tenían que hacer era atravesar el condenado puente. Supongo que debo dar gracias porque nadie nos denuncie por daños emocionales.
Tartaglia sacudió la cabeza compasivo, aunque a esas alturas había pocas cosas del comportamiento humano que lo sorprendieran.
—¿Y dice que el cuerpo estaba bajo una plataforma? —preguntó, ya que no sabía nada sobre barcos.
Sullivan asintió.
—Mire allí, en el lado de la izquierda, en el final —le indicó señalando un extremo del barco turístico situado en la orilla opuesta del estanque—. La plataforma se apoya sobre el agua, delante de la sala de máquinas. Desde ahí tripulo el barco. La muchacha estaba sentada en perpendicular, atrapada entre la plataforma y la hélice. —Al notar la expresión confusa de Tartaglia, añadió—: Mire, se lo mostraré.
Sullivan extrajo un bolígrafo de su bolsillo y dibujó un diagrama en el dorso de una servilleta de papel. Tartaglia observó el dibujo un momento.
—Gracias, ahora me parece mucho más claro. —Estudió el rostro castigado de Sullivan, sorprendido por lo poco afectado que parecía ante lo ocurrido—. Parece usted muy sereno. ¿Se encuentra bien?
Sullivan hizo un gesto de despreocupación con la mano.
—Ah, no se preocupe por mí, no es la primera vez que me sucede.
—¿De verdad?
Sullivan asintió con total naturalidad.
—Trabajé en un dragador en uno de los canales de Oxford y también encontramos un cadáver en la hélice. Era un pobre estudiante que se había caído al agua con la bici y se había ahogado. Llevaba en el fondo del canal muy poco tiempo cuando el barco lo enganchó. Me ofrecieron asistencia psicológica y todo eso, pero estoy bien. Uno no puede dejar que estas cosas lo afecten demasiado. Si no, seríamos todos un manojo de nervios.
—Tiene razón —convino Tartaglia, complacido porque, aparte de no estar afectado por lo sucedido, Sullivan no mostraba ninguna curiosidad por cómo había ido a parar la chica al agua. Sin duda pensaba que se trataba de otro accidente—. Dice que el motor estaba apagado cuando pasó bajo el puente. ¿Cree que fue ahí donde cayó la muchacha?
Sullivan se encogió de hombros.
—No necesariamente. Podría haberla atrapado otro barco antes, o quizá la engancháramos por el camino. Regresábamos de Camden y estábamos a punto de atracar cuando el motor se paró, de modo que podría haberse colado en la hélice en cualquier punto de ese trecho.
Tartaglia sacudió la cabeza cansinamente; le costaba hacerse una composición de lugar. Blake había dicho que el cuerpo no llevaba mucho rato en el agua. Apenas había empezado a descomponerse y se había hundido hasta el fondo del canal, en lugar de flotar en la superficie.
—¿Sería tan amable de explicarme algo, señor Sullivan? ¿Cómo puede un cuerpo que yace en el fondo de un canal ser atrapado por un barco? Sin duda el barco cuenta con espacio suficiente para pasar por encima sin rozarlo.
Sullivan lo miró con indulgencia, pues estaba acostumbrado a tratar con personas que no sabían nada de barcos y canales.
—Esto es el barco, ¿de acuerdo? —dijo, señalando el dibujo de la servilleta—. Y esto es la línea de flotación. —La dibujó—. Aquí está el timón, ¿ve? Y aquí la hélice y la plataforma que le mencionaba. Los canales de por estos lares no llegan a los dos metros de profundidad, y en algunas zonas son incluso menos hondos. Los barcos actuales no tienen mucho calado…
—¿Calado? —lo interrumpió Tartaglia.
—Profundidad en el agua. Los barcos modernos flotan sobre la mayoría de las cosas sin problemas. Pero, en los barcos antiguos como éste o el dragador en el que trabajaba en Oxford, la parte sumergida es bastante mayor, de modo que no queda mucha distancia entre la base del barco y el fondo del canal. Por eso, al pasar por encima, el agua se agita, sobre todo si se atraviesa un lugar estrecho y cerrado, como un puente.
—Entiendo. Entonces, ¿cree que debió revolver el cadáver al pasar por encima de él?
Sullivan asintió.
—Es muy fácil que se quede basura atrapada en la hélice. A menudo tengo que parar motores y limpiarla. Es una suerte que no tuviéramos la avería en el túnel de Maida, porque no se ve nada y no hay sendero de sirga. Antiguamente, los barqueros tenían que sacar los caballos, tumbarlos boca arriba sobre la cubierta de la barcaza e impulsarse por el interior del túnel con sus pezuñas. Luego enganchaban los caballos por el otro lado —explicó—. No me gustaría nada quedarme atrapado allí mucho rato, sobre todo con esos rusos arpías y un cadáver, si he de serle sincero.
—¡Vaya, se conoce estos barcos y los canales como la palma de la mano, señor Sullivan! ¿No podría aventurar el punto en el que la joven cayó al agua?
Sullivan sonrió, halagado de que se lo preguntaran.
—Yo diría, pero no es más que una suposición, que cayó cerca de donde la atrapamos. Me parece la hipótesis más probable, pero no me cuelgue si cayó en Limehouse.
—¿No podría precisar un poco más? Le prometo que no lo colgaré si se equivoca. Es muy importante para nosotros averiguar dónde cayó.
Sullivan asintió pensativo, apuró su taza y la dejó en la mesa con un resuello de satisfacción.
—De acuerdo. Si calculamos el tiempo de atraparla bajo el barco y suponiendo que la arrastráramos un poco antes de que se introdujera en la hélice, podría haber caído en el tramo que hay justo antes del túnel de Maida, en la cara este, cerca de Lisson Grove.
Donovan averiguó la dirección de la familia Everett sin dificultad. Vivían en un dúplex de una enorme casa victoriana cerca de la estación de Paddington, a sólo diez minutos de Little Venice. Habían denunciado la desaparición de la chica justo después de medianoche y Judy Everett no pareció en absoluto sorprendida cuando Donovan le explicó que habían localizado el cadáver de una chica que coincidía con la descripción de Yolanda que habían proporcionado.
—¡Qué desgracia! —exclamó Judy Everett mientras intentaba dar una cucharada del contenido rosa y correoso de un potito a un bebé que estaba sentado en una trona con aspecto de que aquello no le gustaba demasiado, y, a juzgar por el aspecto de aquella papilla, Donovan no lo culpaba.
Alta y desgarbada, con una mata de pelo castaño rebelde y una tez limpia y de aspecto saludable, Judy parecía estarse tomando la situación con calma, pese a que aquella cocina espaciosa y aireada estaba sumida en un caos absoluto, con papeles y rotuladores esparcidos por el suelo, el fregadero y el escurreplatos llenos de platos por fregar, y recipientes y bandejas de comida a medio consumir en la encimera.
—Al no regresar Yolanda a casa, enseguida supe que le había pasado algo —explicó Judy, volviéndose hacia Donovan con la mano en la cadera—. Siempre regresaba antes de medianoche. Es una de las reglas de esta casa y nunca se la había saltado.
—¿Desde cuándo vivía con ustedes, señora Everett?
—Desde hace cinco meses aproximadamente.
—Entonces la conocería bastante bien.
—La verdad es que no mucho. Si le soy sincera, era un misterio. Normalmente entablo una relación más o menos amistosa con las chicas mientras viven con nosotros. Nunca se quedan mucho tiempo, pero yo les cojo cariño. Algunas de ellas se han convertido casi en miembros de nuestra familia y mantenemos el contacto.
—¿Y con Yolanda no ocurrió lo mismo?
Judy negó con la cabeza.
—No, no quiero mentirle. —Suspiró cansinamente—. Aunque me parece terrible que le haya pasado algo así. Ahora me siento culpable porque no me gustara. En realidad, no le pasaba nada raro y, de hecho, parecía bastante lista. Nunca tenía que repetirle las cosas. Pero no era la clase de chica con la que una se encariña sin más. Era muy buena con mis dos niños, eso sí, que era lo que importaba. —Suspiró de nuevo, se frotó la cara con la mano y frunció el ceño—. Si es ella, no sé qué voy a decirle a Alex. Es mi hijo mayor. Tiene cinco años y le había tomado mucho cariño.
—¿Cree usted que Yolanda era infeliz?
Judy se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo sé. Era una chiquilla muy seria, no tenía mucho sentido del humor, aunque su inglés no era muy bueno, así que quizá sea injusto afirmar tal cosa. Como le he dicho, hacía bien su trabajo y yo no tenía quejas. Pero no tengo ni idea de lo que le pasaba por la cabeza.
Con la cara roja y los mocos colgando, el niño escupió la última cucharada de papilla y comenzó a golpear el lateral de la trona con su puño regordete y mugriento. Judy se apresuró a secarle la boca y limpiar la bandeja que había delante de él con papel de cocina y le tendió un vaso con tetina con algo que parecía zumo. El niño le dio unos sorbos y luego lo agitó en el aire triunfante como si fuera la Copa del Mundo.
—¿Había trabajado en algún otro sitio antes de venir a esta casa?
—No. Era su primera visita a este país y no parecía conocer a nadie. No salía mucho, aparte de para asistir a sus clases de inglés. Sentía pena por ella, pero en estos casos no se puede hacer nada. Yo no soy su madre. Trabajo cuatro días a la semana y no tengo tiempo para cuidarme de las niñeras. Tienen que aprender a espabilarse por sí solas.
Hablaba un tanto a la defensiva y Donovan se preguntó si en el fondo se sentiría culpable por no haberse interesado más por Yolanda. Por un instante, al recordar lo que le habían contado de Marion Spear, Donovan se compadeció de Yolanda. Ella había crecido en la arbolada zona residencial de St. Margaret's, en Twickenham, a las afueras de Londres, y aún teniendo un círculo de familiares y amigos íntimos, Londres se le había presentado como un lugar inhóspito y solitario en algunas ocasiones. ¿Cómo debía ser para alguien que llegaba allí por vez primera e intentaba forjarse una vida con poco o ningún apoyo? Cualquiera sería vulnerable en tales circunstancias.
—¿Yolanda podía conectarse a internet desde aquí? —preguntó.
El niño tiró el vaso al suelo; Judy se agachó a recogerlo y se lo devolvió sin ni siquiera mirarlo.
—No le dejábamos que se conectara con nuestro ordenador, pero a veces visitaba la biblioteca municipal para enviar mensajes a su casa.
—¿Cuándo la vio por última vez? —continuó Donovan, al tiempo que anotaba mentalmente que deberían comprobar los ordenadores de la biblioteca si resultaba que el cadáver correspondía a Yolanda.
—Anoche les dio la cena a los niños alrededor de las cinco y media. Alex está en casa de un amigo cenando ahora mismo —echó un vistazo a su reloj—, lo que me recuerda que tengo que ir a recogerlo dentro de poco.
—No tardaremos mucho más, señora Everett, pero necesito saber a qué hora salió Yolanda aproximadamente.
Judy reflexionó unos instantes.
—No lo sé. Yo regresé del trabajo en torno a las seis y me quedé con mis hijos, porque era la noche libre de Yolanda. Después no la volví a ver. Normalmente se quedaba en su dormitorio viendo la televisión, incluso los días de fiesta. Instalamos un televisor en la habitación de las niñeras para que se distraigan y, de ese modo, no se pasen la noche aquí, con nosotros.
—Entonces, ¿no la oyó salir?
—No, pero era una chica muy sigilosa, como un ratoncito. Supongo que se marcharía mientras bañaba a los niños, pero no estoy segura. Las paredes de esta casa son muy gruesas.
—¿A qué hora calcula que sería eso?
—En torno a las siete, pero podría haber sido después. No me di cuenta de que había salido hasta que Johnny regresó a casa, poco antes de las ocho.
El bebé había vuelto a tirar el vaso al suelo y empezó a llorar. Judy lo tomó en brazos, se lo apoyó en la cadera y comenzó a mecerlo mientras le limpiaba los mocos con un pañuelo de papel arrugado que se sacó de la manga del jersey.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó.
—Antes que nada, tenemos que asegurarnos de que la chica es Yolanda. ¿Sabe si tiene familia aquí?
Judy negó con la cabeza.
—Todos viven en España. Venía de alguna parte del norte, del litoral. Me temo que no recuerdo bien de dónde, pero probablemente pueda conseguir una dirección o un teléfono si lo necesita —se ofreció mientras sus ojos se posaban en un pequeño escritorio que había en un rincón de la habitación, sobre el cual se acumulaban montones de papeles y libros.
—Lo necesitaré si resulta ser ella. ¿Cree que su marido podría venir al depósito a identificarla?
Judy soltó una risotada áspera.
—Me temo que tendré que ir yo. Johnny se desmayaría con sólo ver un cadáver. Yo, en cambio, soy médico de cabecera, de manera que estoy acostumbrada a estas cosas. Permítame que haga una llamada para comprobar si Alex puede quedarse donde está y luego veré si mi madre puede venir a cuidar de Toby. Imagino que necesita que se lo confirme cuanto antes.
Donovan asintió.
—Sí, cuanto antes, mejor. Si es ella, tendremos que registrar sus pertenencias.
Con Toby colgado de la cadera y muy contento, Judy acompañó a Donovan hasta la puerta del piso.
—Y si se trata de Yolanda, ¿puede explicarme cómo sucedió? ¿Se cayó?
—No estamos seguros de lo ocurrido —contestó Donovan escurriendo el bulto—. Supongo que no habrá encontrado ninguna nota…
—¿Se refiere a una nota de suicidio? —Judy pareció alarmada—. Puedo volver a mirar en su habitación, pero no vi nada cuando entré anoche. Ni siquiera se despidió al salir. ¿De verdad cree que podría haberse suicidado?
—No lo sabemos, señora Everett. El primer paso es identificarla.
Capítulo 25
Tartaglia dejó a Wightman junto a la tienda del equipo forense, a la espera de que llegaran los refuerzos de Barnes y algunos agentes municipales para iniciar la búsqueda de testigos a lo largo del canal. Partiendo de la hipótesis de Sullivan, habían decidido avanzar por el este a partir del túnel de Maida. Sólo esperaba que la conjetura de Sullivan fuera acertada.
La investigación de un homicidio rara vez seguía un rumbo recto. Incluso en los casos que parecían más simples, siempre se producían altibajos y giros bruscos y, en los más complicados, a menudo se daban largos periodos en los que parecía no realizarse ningún progreso. Tartaglia estaba totalmente desconcertado por lo que había visto en el canal. Por el tema del mechón de pelo, tenía que tratarse de Tom. Pero ¿por qué había abusado de la chica? ¿Por qué iba a arriesgarse a dejar su ADN en la escena del crimen? Cuantas más vueltas le daba, menos sentido le encontraba.
Se consoló pensando que Steele no lo haría mejor. Estaba convencido de que su primera reacción cuando supiera lo que él ya sabía sería llamar a Kennedy. Le dio un minuto, a lo sumo cinco, a partir del momento en que él la telefoneó desde el móvil junto al canal para que marcara el número de Kennedy. Pasara lo que pasara entre ellos, parecían uña y carne. Kennedy dedicaría todo el día a investigar sobre el terreno. Tartaglia se lo imaginaba pavoneándose de un lado a otro por la oficina de Steele, farfullando teorías como si fuera Dios. Para evitarse el mal trago de tener que escuchar todas aquellas sandeces, estuvo tentado de explicarle a Steele lo que había visto a las puertas de su piso, pero ¿qué sentido tenía? Había sopesado los pros y los contras, y sabía que ella no lo creería.
Para ser franco, Steele lo intimidaba. Era rematadamente fría y opaca. Cornish tampoco es que fuera un tipo adorable, pero al menos era transparente y predecible, con todas sus flaquezas y vanidades. En comparación, casi le caía simpático, mientras que Steele tenía el encanto de una autómata. Por temor a su reacción, Tartaglia aún no había encontrado el momento oportuno de explicarle lo que Nicola Slade le había contado a Donovan acerca del amante secreto de Marion Spear. Por lo que a él concernía, aunque sólo existiera una sombra de duda que vinculara a Harry Angel con cualquiera de las otras chicas muertas, seguía siendo sospechoso de la muerte de Spear, que a su parecer era un caso claro de homicidio. Ahora bien, prefería aguardar a que la marea de Kennedy se retirase antes de intentar convencer a Steele de que le diera una segunda oportunidad con Angel. Por otro lado, carecía de sentido probar suerte de nuevo hasta que descubrieran adonde llevaba el hilo forense a partir del cadáver del canal. Con un poco de suerte, tendrían noticias de Fiona Blake en menos de cuarenta y ocho horas.
Con todo, lo que más preocupaba a Tartaglia es que había dejado de confiar en su instinto; le daba la sensación de haberlo perdido por completo. Todo le resultaba un enigma y deseó que Clarke estuviera por allí: él sabría cómo abordar la situación. El hospital de St. Mary estaba a un tiro de piedra del Maida Vale y decidió arriesgarse a ir a visitarlo, aun sin saber si podría recibirlo. Además, le sentaría bien no pisar la comisaría de Barnes, al menos hasta la mañana; con un poco de suerte, para entonces Kennedy ya se habría marchado de allí.
—Pensaba que, si me hipnotizaban, me convertiría en un robot o cometería alguna estupidez o algo de lo que pudiera avergonzarme, como en los espectáculos de magia —comentó Donovan.
Adam Zaleski sonrió.
—Eso no es más que teatro. Toda esa gente que se desnuda o cacarea como una gallina lo hace porque quiere. No puedo obligarte a hacer nada que no desees.
Estaban sentados a una mesa en el bar que había en la planta baja del Polish Club, a la vuelta de la esquina de la consulta de Zaleski en South Kensington. Después de la segunda sesión de hipnoterapia de Donovan, realizada a primera hora de la tarde, él la había invitado a tomar una copa rápida. Donovan sentía intriga por Zaleski y le había resultado imposible negarse. Al fin y al cabo, nadie podía culparla por querer tener una vida fuera del trabajo… y cómo si no iba a conocer a alguien que no formara parte del cuerpo de policía.
Con techos de seis metros de altura y unos enormes ventanales con vistas a la Exhibition Road y parte del Imperial College en la acera de enfrente, aquel local era un espacio con una mezcla extraordinaria de estilos: algunas piezas de decoración de los años sesenta y setenta, junto con lámparas de araña, grandes espejos tallados y motivos en tonos dorados envejecidos. El ambiente evocaba una época anterior, más majestuosa y foránea. También había algunos objetos sórdidos, como la alfombra y las cortinas, que recordaban a las de los hoteles baratos y parecían reflejar una falta de presupuesto en los últimos años para mantener la categoría. A través del hilo musical sonaba una especie de jazz de ascensor y la sala estaba casi llena. Todo el mundo hablaba en polaco; de no haber sido por las vistas al otro lado del vidrio, Donovan habría podido imaginar fácilmente que se hallaba en un país extranjero.
Zaleski había insistido en beber vodka y había pedido una variedad especial con aroma a hierbas. Además, se había negado a que ella abonara su consumición, aduciendo que aquél era su territorio. Aunque no era mucho mayor que Donovan, su encanto de hombre anticuado le resultaba atractivo.
—La primera vez era plenamente consciente de lo que me decías —confesó ella—, pero ésta me he dejado ir, como si estuviera dormida. Ahora estoy muy relajada, es maravilloso.
—Es similar a entrar en trance —explicó él mientras el camarero traía dos chupitos de un líquido transparente en una bandeja—. Sin embargo, en realidad te encuentras en un estado superior de conciencia. Tu mente consciente se anula y me comunico directamente con el subconsciente. —Alzó su vaso y brindó con Donovan—. Na zdrowie. Quiere decir: ¡salud!
—¡Salud!
Donovan nunca había bebido vodka a palo seco antes y le dio un sorbito recelosa. Estaba helado y tenía una textura viscosa. No le resultó en absoluto desagradable. Zaleski apuró el suyo de un solo trago.
—Se bebe así —dijo, sonriendo—, pero esta vez te lo perdono, porque para ti es la primera.
Donovan le dio otro sorbito y lo paladeó para apreciar todo su sabor, mucho más intenso que el del vodka que se encontraba en los supermercados; entonces entendió por qué se bebía solo.
—Dime, ¿por qué tengo que llevar auriculares cuando me hipnotizas?
—Utilizo una técnica llamada programación neurolingüística, o PNL, para abreviar. Te evitaré toda la charla científica, pero, básicamente, significa que usar auriculares ayuda a potenciar la concentración, de modo que lo único que escuchas es mi voz y mis palabras.
—Me sigue pareciendo fascinante estar aquí tomándome una copa y no tener ganas de fumarme un pitillo.
—Lo más importante es que quieres que ese cambio ocurra; de otro modo, no funcionaría.
Donovan le dio otro sorbo al vodka, éste más largo. Se sentía feliz consigo misma: si conseguía dejar de fumar, se lo restregaría por la cara al escéptico de Tartaglia.
—Háblame de este sitio —le solicitó, transcurrido un instante—. ¿Hace mucho que está abierto?
—Desde el año catapum. Creo que, al menos, se remonta a la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno polaco en el exilio solía reunirse en la planta de arriba. Pero estaba en plena decadencia hasta que Polonia entró en la Unión Europea. Sigue transmitiendo la sensación de hallarse detenido en el tiempo, pero, al menos, la edad promedia de la clientela se ha reducido en unas cuatro décadas. ¿Sabes que actualmente hay más polacos viviendo en el Reino Unido que en Varsovia?
Era asombroso cómo la Unión Europea había cambiado Londres, con el inmenso flujo de inmigrantes procedentes de la Europa del Este y otros países. Por fin los británicos se habían diluido, algo sumamente positivo, al menos en opinión de Donovan, para quien la mezcla cultural constituía un estímulo para vivir y trabajar en Londres. Apuró su vaso con un último sorbo.
—¿Vienes mucho por aquí?
Zaleski asintió.
—Es un poco anticuado y estrambótico, pero me gusta mucho este lugar. Tiene una terraza en la parte posterior, que en verano resulta muy agradable, y me gusta beberme uno o dos chupitos de vodka tras una jornada laboral intensa. Y ya que sale a colación, ¿te apetece otro? —preguntó, al ver el vaso vacío—. A fin de cuentas, son muy pequeños.
—Sí, gracias —contestó Donovan, que ya notaba una sensación cálida y deliciosa, pero estaba segura de que podía aguantar otro chupito—. ¿Se supone que tenemos que arrojar los vasos vacíos a la chimenea?
Zaleski soltó una carcajada.
—Eso sólo pasa en las películas o en Rusia. Creo que si lo intentaras aquí podrías provocarle un infarto a alguno de los clientes de más edad. Será mejor que dejemos que se los lleven —observó al tiempo que levantaba la mano para atraer la atención del camarero, que apareció casi de inmediato.
—¿Quiénes son? —preguntó Donovan alzando la vista hacia los múltiples retratos que había colgados en las paredes, una vez el camarero les hubo retirado los vasos y tomado nota.
—Son espantosos, ¿verdad? Supongo que todos son polacos, pero, aparte de Rula Lenska, casi no reconozco a ninguno, aunque intuyo que los tipos con boina que hay sobre la barra deben de ser héroes de guerra. Bien mirado, no sé, no creo que tenga mucha lógica, porque también hay una fotografía del duque de Kent sobre la chimenea del comedor, y dudo que ni siquiera tenga una amante polaca.
Donovan soltó una carcajada, echó un vistazo a su alrededor y dijo:
—¡Es una buena colección! Aunque yo me lo pensaría bien antes de colgarla en las paredes.
—Supongo que alguien la legó al club, apostaría a que el propio fotógrafo, y las viejecitas de la comisión debían de ser demasiado educadas para rechazarla.
—¿Y qué me dices del águila dorada de allá, con la corona?
—Es el emblema nacional. Se supone que es un águila blanca. Los comunistas le retiraron la corona cuando ascendieron al poder, pero, por supuesto, ésta sigue luciendo la suya.
Llegaron las bebidas.
—¿Cómo se decía «¡salud!» en polaco? —preguntó Donovan, con el vaso en alto.
—Na zdrowie.
Sonaba tan bien cuando él lo pronunciaba… Intentó imitarlo. Nunca había tenido mucho oído para los idiomas, pero en aquella ocasión la lengua no se le trabó.
—Suena mucho mejor que ¡salud!
—Por no hablar ya de «chinchín» o «pa'dentro» —añadió él con una sonrisa—. A veces vuestro idioma puede ser muy funcional, pero es tan poco romántico, sobre todo en cuestión de bebidas y amor.
Donovan notó que se ruborizaba, y no estaba segura de si era a causa del vodka o por cómo la miraba Zaleski,
—¿Hablas polaco con fluidez? —le preguntó.
—He nacido y me he criado en el Reino Unido, pero en casa siempre hablábamos polaco. —Se bebió el vodka de un trago y le sonrió—. Ahora te toca a ti.
—¿Te refieres a que me lo beba de golpe? Está bien. Allá voy.
Zaleski la observó mientras se bebía el chupito de un trago. Estaba helado y la garganta le ardía, pero le supo incluso mejor que el primero.
—Éste se llama Jebrowska —la informó él—, que significa hierba de bisonte. ¿Te apetece otro más? Tienen un vodka con limón delicioso. Aunque quizá ya has bebido suficiente. Si uno no está acostumbrado, puede ser bastante fuerte.
Donovan dudó. Tenía que preparar la cena para Claire y ni siquiera había ido a comprar todavía. Por suerte, había un supermercado Tesco justo a la vuelta de la esquina de su casa que abría hasta tarde. No estaría bien llegar a casa borracha. Pero ¡qué demonios!, se sentía muy relajada allí con él y le apetecía retrasar el momento inevitable de la despedida.
—Bueno, uno más y me voy.
El camarero no estaba por ninguna parte y Zaleski se acercó a la barra para pedir la última ronda.
—¿Sabes una cosa? No te pareces en nada a como yo creía que eran las policías —comentó él al sentarse de nuevo unos minutos después, con las bebidas.
Donovan rió.
—¿De verdad?
—Que conste que tampoco conozco a ninguna otra. Como mínimo, no de tú a tú, aparte de una que me puso una multa por exceso de velocidad.
—La brigada de homicidios es muy distinta a la de tráfico —aclaró Donovan, con la esperanza de que no le preguntara sobre el caso.
—Me lo imagino. ¿Cuál es tu historia? ¿Qué te hizo alistarte en la policía? No pareces la típica agente.
Donovan se encogió de hombros.
—En realidad, no existe ningún arquetipo, y mucho menos hoy en día. Estudié filología inglesa, pero no tiene muchas salidas, a menos que te dediques a la docencia, como mis padres. Mi padre está suscrito al New Statesman y supongo que entrar en la policía era la única manera de impresionarlo, aunque también podía haberme afiliado a las Juventudes Conservadoras.
Zaleski sonrió.
—Con lo de que no eres la típica agente me refería a que eres femenina y menuda.
—Bajita, ¿quieres decir?
—No, menuda. He escogido la palabra a conciencia.
—No te preocupes, estoy acostumbrada. Estoy muy contenta con mi físico y, por suerte, hoy en día ya no se requiere una altura mínima. Además, mi trabajo no me exige ser físicamente fuerte.
—No, por supuesto. El trabajo del detective es más mental, intuyo. —Brindaron—. Por ti, Sam, y por las investigaciones exitosas.
Sonrió, apuró su vodka y luego dijo algo en polaco.
—¿Qué significa eso?
Zaleski sonrió.
—Que tienes unos ojos muy bonitos.
Donovan notó que se sonrojaba de nuevo. ¿Por qué esas cosas siempre sonaban mejor en otro idioma? Pensó en el personaje de Jamie Lee Curtís en Un pez llamado Wanda, que se excitaba cuando le hablaban en ruso. El polaco le parecía igual de sensual, sobre todo en boca de Adam. Tenía el típico físico que va gustándote más a medida que conoces a la persona. Si se quitase aquellas gafas cuadradas y llevara el pelo un poco más largo, no tendría nada que envidiar a Tartaglia. Tampoco le sentaría mal actualizar su vestuario. Pero a Donovan le gustaba que no fuera presumido y, de hecho, incluso tenía la sensación de que no era consciente de ser tan atractivo.
—Perdona, debería comportarme de un modo más profesional —se disculpó él, sin dejar de sonreír—. Ya sé que eres mi paciente, pero ya sólo te queda una sesión y estarás lista.
—¿De verdad crees que no me volverá a apetecer fumarme otro cigarrillo?
—Ya lo veremos, pero normalmente con eso basta. Tu última sesión es el viernes, ¿no es así?
Donovan asintió.
—Estoy casi seguro de que eres mi última cita, como hoy. ¿Me permites que te invite a cenar después para celebrarlo?
No quería mostrarse demasiado entusiasta, pero no pudo evitarlo.
—Me encantaría. ¿Vendremos aquí?
Zaleski negó con la cabeza.
—No, los polacos sólo comen cerdo, col y patatas. Creo que podemos encontrar un sitio mejor. Déjalo de mi cuenta.
Capítulo 26
Para: Carolyn.Steele@met.police.uk
De: Tom8379zoixye8785@hotmail.com
Mi querida Carolyn:
¿Me has echado de menos? Sé que has estado pensando en mí y debo confesar que yo también he pensado en ti. Mucho, y de una forma que ni siquiera puedes imaginar. ¿Qué es lo que me atrae tanto de ti? ¿Será tu bonita y sedosa cabellera morena y tu piel blanca como la nieve? Adoro tus ojos, son como los de una gata, y las gatas son animales juguetones y sensuales. Pero hay mucho más. No soy una persona superficial, te lo aseguro. Lo que me atrae de ti no es tu físico. Tienes algo muy especial. ¿Te lo ha dicho alguien alguna vez? Seguro que sí, no soy tan ingenuo como para creer que soy el primero. Pero sé que nadie te apreciará tanto como yo. Lo sabes, ¿verdad? ¿Te excita pensar en mí? ¿Me deseas? ¿Pueblo tus sueños? Soy el amante que siempre has deseado, el que nunca te abandonará. ¿Quieres que vaya a verte? ¿Te gustaría? No quiero mostrarme impaciente. No quiero presionarte hasta que estés preparada. Pero sé que va a ser magnífico, tanto que me cuesta contenerme. Cuando estés sola en la cama esta noche, cierra los ojos y piensa que estoy contigo. Soy bueno, muy bueno. El mejor que vas a encontrar. Simplemente cierra los ojos y deja volar tu imaginación. Te aseguro que la realidad será mucho mejor.
TOM
PD: ¿Habéis encontrado ya a la pequeña Yolanda? No fue nada comparado contigo.
Steele clavó la mirada en la pantalla, atónita. Le bailaban las palabras delante de los ojos. Sintió náuseas al leerlas. Había intentado ponerse en contacto con Cornish, pero éste había salido del despacho y aún no había llegado a su casa. Tampoco respondía al móvil, así que le dejó el mensaje de que la llamara urgentemente. Tartaglia y Jones estaban de camino a algún sitio, pero no tenía sentido hablar con ellos hasta que pudieran ver lo que tenía ante los ojos. Además, temía que su voz la traicionara. No quería que ninguno de ellos notara cómo se sentía en realidad.
La mención del nombre de Yolanda era otro pequeño inconveniente. Su cuerpo se había identificado esa misma mañana y las autoridades se habían puesto en contacto con los padres de la joven, que vivían en España. El registró de la habitación de Yolanda no había revelado nada de interés y, a diferencia de las otras niñas, no se encontró ninguna nota de suicidio en el piso. Quizás hubiera cambiado el método o quizás, a juzgar por la escena del canal que Tartaglia había descrito, sus planes se hubieran torcido. Los dos ordenadores de la librería municipal a la que acudía Yolanda habían sido retirados y enviados para su análisis, pero Steele albergaba pocas esperanzas de que les proporcionaran información nueva, por no mentar un vínculo con Tom. Era un experto borrando sus huellas. Era intocable.
Se puso en pie, se acercó a la ventana y se quedó mirando la calle. Había oscurecido y las personas que salían de la estación de Barnes situada algo más arriba se apresuraban a regresar a sus hogares, cargadas con sus maletines del trabajo y bolsas de la compra. Había luces encendidas en la mayoría de las casas de la acera de enfrente y, donde los inquilinos habían olvidado correr las cortinas, atisbo pequeñas escenas domésticas felices, con niños jugando o viendo la televisión, alguien que preparaba la cena o regresaba del trabajo. La invadió la sensación de estar en un lugar remoto, observando un mundo completamente ajeno a ella.
Inexplicablemente, Tom conocía sus puntos débiles. ¿Cómo era posible? ¿Acaso era tan transparente, una mujer típica de su edad e historia? ¿O se trataba de una conjetura afortunada y había dado en el clavo por casualidad? ¿Habría hablado con algún conocido suyo? Se estremeció. Lo sentía acercarse a ella, acortar distancias y describir círculos cada vez más pequeños a su alrededor. Estaba jugando con ella, pero ¿sería capaz de ir en su busca? ¿Debería solicitar protección a Cornish? ¿O tal vez Tom sólo quería asustarla? Estaba segura de que él sabía que la había desestabilizado, que sería así como reaccionaría. Quizás en aquel preciso instante estuviera regodeándose imaginando su inquietud. Se puso furiosa al pensarlo. Se sentía impotente. Sin embargo, por mucho que intentaba luchar contra ello, impedir que la afectara, no lo conseguía. Aquel indeseable conocía sus puntos vulnerables.
A punto de estallar en lágrimas, se dirigió con rapidez a la puerta y comprobó que estuviera bien cerrada. Echó la llave. No podía arriesgarse a que entrara alguien en aquel momento. Se desplomó en su silla y se pellizcó el puente de la nariz, fuerte, hasta que le hizo daño y toda su atención se concentró en el dolor. No iba a llorar, no podía permitirse que la vieran así. Pero tenía que explicárselo a alguien. Necesitaba hablar y sólo había una persona en quien pudiera confiar. Respiró hondo varias veces para tranquilizarse y, una vez creyó que su voz no la delataría, levantó el auricular y marcó el número de Kennedy.
—Estás metido en un berenjenal, ¿no es así, Mark? —preguntó Clarke con una sonrisa forzada, visiblemente halagado porque Tartaglia hubiera ido a pedirle consejo.
—Me alegra que te preocupes, pero ya me conoces: nunca me han gustado las cosas fáciles.
Clarke suspiró hondo.
—No, eres un cabrón exigente… incluso en los mejores momentos.
Tartaglia estaba sentado en el brazo de una silla pequeña e incómoda que había junto a la cama de Clarke y que él mismo había tenido que robar de una sala de espera cercana porque en la habitación no había sillas para las visitas. Clarke estaba tumbado boca arriba, pegado a un gotero, que Tartaglia supuso que sería para aplacarle el dolor, pues aún tenía la parte inferior del cuerpo inmovilizada con un armatoste protector. Rodeado por un mar de tarjetas, flores y cestas de frutas aún envueltas en celofán, Clarke parecía estar de buen humor a pesar de todo. Tenía los ojos inyectados en sangre y el rostro, alargado y huesudo, de color grisáceo. Era un hombre robusto, pero había perdido bastante peso, se había apergaminado casi de la noche al día y se había echado encima al menos diez años. Tartaglia esperaba que su expresión al verlo por primera vez no hubiera revelado sus pensamientos.
Bajo las sábanas, junto a Clarke, había un enorme y esponjoso oso de peluche rosa con una tarjeta que rezaba: «Te quiero, Trevor» sujetada a una cinta de seda atada al cuello. Era una imagen tan curiosa e incongruente que, de no ser porque también era extraordinariamente triste, Tartaglia le habría sacado una fotografía con el móvil para enseñársela al equipo.
Pese a que Clarke ya no estaba en una habitación individual, al menos lo habían trasladado a una pequeña, de cuatro camas, una de ellas vacía, y le habían asignado una junto a una de las ventanas. Tartaglia pensó en correr las cortinas que rodeaban la cama para disfrutar de más intimidad, pero el hombre de al lado roncaba como un tronco y el de enfrente parecía absorto escuchando algo a través de los auriculares, de modo que le pareció innecesario.
—Dime, Trevor, ¿tú qué opinas? —preguntó al cabo de un momento.
Clarke permaneció en silencio, con la vista clavada en el techo. Simulaba estar reconsiderando la situación, pero Tartaglia no se dejaba engañar: había visto el brillo en los ojos de Clarke cuando le había narrado lo ocurrido, sin omitir ni el más mínimo detalle, y Clarke no era lento haciéndose composiciones de lugar. De hecho, solía tener brotes de inspiración que tomaban a todo el mundo por sorpresa y ponían en marcha la persecución. Sin embargo, allí estaba, tumbado casi inmóvil en su cama, saboreando el momento y disfrutando de la ansiedad de Tartaglia. Algunas cosas no cambiaban nunca.
—¿Sabes? Me encantaría que pusieran una puñetera pantalla plana en el techo —dijo Clarke—. Empiezo a hartarme de esta vista.
Hablaba con dificultad, arrastrando las palabras, mientras que normalmente su dicción era como una ráfaga de metralla. Tartaglia se preguntó si se habría equivocado al ir a verlo y molestarlo con aquel asunto.
—Me sorprende que Sally-Anne no haya instalado una. Haría cualquier cosa por ti…
Clarke esbozó una media sonrisa.
—Sí, soy un tío con suerte, ¿no crees? Mucha más de la que merezco. Deberías dejar de hacer el capullo y buscarte una mujer así.
—Déjate de rollos, Trevor, y dime lo que piensas.
Clarke volvió la cabeza lentamente y lo miró.
—¿Acerca de Carolyn Steele?
—Basta de bromas, Trevor. Ve al grano. Te conozco como si te hubiera parido.
—Está bien, está bien. Solucionaremos el asuntillo de Carolyn después. ¿Que qué pienso? Bueno… Aparte de que me muero por fumarme un pitillo y que echo de menos divertirme más de lo que nadie puede imaginarse… creo… que no buscas donde deberías.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Trevor? Puedo venir en otro momento, si lo prefieres.
—No te atrevas ni a insinuarlo —gruñó Clarke—. Esto y Sally-Anne es lo único que me mantiene con fuerzas. —Hizo una pausa y se humedeció los labios—. Como te he dicho, hay algo que no encaja.
—Eso ya lo sé.
—Maldita ley de Murphy. ¿Por qué habré tenido que estrellarme justo cuando la cosa se pone interesante? —Suspiró, alargó una de sus inmensas manos y le dio unas palmaditas en la rodilla a Tartaglia—. Te agradezco que hayas venido a verme. Me preguntaba cómo os las estaríais apañando sin mí. —Movió lentamente los hombros y frunció la boca—. Veamos, empecemos por Marion Spear. Creo que estás en lo cierto al pensar que existe un vínculo con las otras.
Oírle decir aquello lo alivió al instante. Al menos Clarke, el más sabio de todos, no pensaba que era un majadero.
—Pero no hay ninguna razón fehaciente… —objetó Tartaglia.
—Sí que la hay, y lo sabes. Si necesitas que te la recuerde o convencerte, se cayó desde una altura considerable y encaja con el perfil de la personalidad. No me vengas con esas patrañas de Kennedy. Ese tío va de listillo pero confunde el tocino con la velocidad. Es un capullo. —Clarke hizo una pausa antes de continuar—. Dime algo: ¿por qué una muchacha agradable como Marion Spear se tiraría al vacío en un garaje? Tenía a su madre, un trabajo decente y un amante, aunque fuera un maldito psicópata… Ella no lo sabía.
—Quizá fuera él quien la empujara.
—Quizás. O tal vez estuviera tan angustiada que quisiera suicidarse. Aunque, por lo que me dices, creo que se habría inclinado por un método que requiriera menos valor… como unas pastillas o algo menos desagradable. Y una buena chica como ella… con una madre como ésa… habría dejado una nota de suicidio, ¿no crees? Era hija única. Es de sentido común que no se iría sin decirle a su querida mamá por qué.
—¿Qué me dices del amante?
Clarke dibujó un destello de sonrisa.
—Apostaría el cuello a que era Tom.
—Haces que suene muy sencillo.
Clarke hizo una mueca de dolor, sacudió la cabeza despacio y se tomó su tiempo antes de responder.
—No hace falta ser una lumbrera. Basta con tener un par de ojos en la cara, eso es todo. Y es lo que Steele debería estar haciendo por ti, mantener la distancia para permitirte llegar a estas conclusiones.
—Bueno, la verdad es que la distancia la mantiene.
Clarke suspiró.
—Sam ha hecho un trabajo excelente al encontrar a esa compañera de piso. Díselo de mi parte. —Alargó la mano de nuevo y le dio un apretón a Tartaglia—. Os echo mucho de menos.
Tartaglia frunció los labios para intentar disimular la tristeza que sentía al preguntarse si Clarke volvería a trabajar alguna vez con ellos. Sally-Anne le había explicado esa misma mañana que, aunque por fortuna no había quedado inválido, había sufrido lesiones de tal gravedad en las piernas que posiblemente se pasara el resto de la vida en una silla de ruedas o, en el mejor de los supuestos, con muletas, a menos que la medicina y la. fisioterapia obrasen un milagro.
—¿Le has explicado todo esto a Carolyn? —preguntó Clarke al cabo de un instante.
—No, no he encontrado el momento oportuno.
—Ya, no te escucha, ¿no es cierto? Con ese fanfarrón de Kennedy merodeando por ahí… susurrándole chorradas al oído. Me imagino lo que le estará contando de ti y de mí, y no creo que sea nada bueno.
—¿Crees que debería explicárselo? Me gustaría llevar a Angel a la comisaría y comprobar si Nicola Slade y Adam Zaleski lo reconocen.
Clarke guardó silencio unos instantes de nuevo, mientras se frotaba el poblado bigote suavemente con los dedos, como si le agradara notar que todavía estuviera allí.
—Te aconsejo que no te precipites… aunque Carolyn esté de acuerdo…, cosa que posiblemente no ocurra, a juzgar por el cauce que están tomando las cosas. Imagina que uno de ellos lo identifica en una rueda. ¿De qué te serviría? Sabrías que es él, de acuerdo…, que es el maldito culpable, pero ¿qué harías con eso? No puedes llevarlo a juicio sin tener una prueba sólida… más contundente. Es poco probable que tenga un ataque de debilidad y confiese. Necesitas algo más, pero que me zurzan si sé qué.
—Sin embargo, si lo identificaran en la rueda de sospechosos, podríamos conseguir una orden de registro.
Clarke meneó la cabeza y cerró los ojos.
—Trevor, escucha, será mejor que regrese en otro momento —dijo Tartaglia al cabo de un momento.
Clarke volvió la cabeza y miró a Tartaglia por el rabillo del ojo.
—¡Déjate de tonterías! Si te largas, no te vuelvo a dirigir la palabra en la vida. Lo juro.
Su tono y su expresión eran tan fieros que Tartaglia decidió ceder. Era consciente de que aquello significaba más que ninguna otra cosa para Clarke en ese momento.
—¿Qué decías? —preguntó Clarke un minuto después.
—Lo de la orden de registro.
Clarke resopló.
—¿Y qué harías si lograras convencer a Steele y un puñetero juez te autoriza a registrar su domicilio? Ya sabes que siempre me pongo en el peor de los escenarios y avanzo a la inversa. ¿Qué ocurre si registras su piso… y su tienda… y no encuentras nada? ¿Adonde te conduce eso? Por lo que me has explicado, ese tal Tom es un tío listo. Estoy seguro de que no va dejando pistas por ahí para que tú las encuentres. Seguro que borra muy bien sus huellas, que lo guarda todo a buen recaudo, en un lugar seguro, probablemente no en su dirección principal. No. Creo que vas a tener que sentarte, hincar los codos y esperar el momento oportuno… hasta ver qué sale de todo este asunto del canal.
Tartaglia contuvo un suspiro. Clarke tenía razón, como siempre. Para avanzar, necesitaban una oportunidad, pero no sabía dónde ni bajo qué forma iba a presentarse.
—¿Qué opinas de Kelly Goodhart, la mujer del puente de Hammersmith? —preguntó Tartaglia.
—Coincido contigo… Estoy bastante seguro de que nuestro Tom se puso en contacto con ella en algún momento. Si tienes suerte… y siempre has tenido más suerte que el diablo…, no como yo…, es posible que incluso sea el tipo que huyó corriendo. Supongo que el cuerpo aún no ha aparecido…
—No, aún no.
—Típico. ¡Maldito Támesis, no deja de divertirse a nuestra costa! Pero, déjame que te diga algo: estás tan metido en todo este tema que te olvidas de las tres chicas.
—No es cierto.
Clarke meneó la cabeza.
—Claro que sí. Tienes que volver a la casilla número uno, desandar tus pasos, comprobar si has pasado algo por alto.
—Lo hemos verificado todo una y otra vez: las escuelas, los clubes a los que estaban apuntadas, sus amigos, todo.
—¡Venga ya, Mark! No es suficiente, y lo sabes. Tienes que continuar haciéndolo… hasta que encuentres el nexo entre ellas… el hombre de los repartos… taxistas que las puedan haber llevado a algún sitio… dentistas… médicos… todo eso. Ya sabes cómo funciona. Tienes que averiguar hasta el perfume y el champú que utilizaban.
—¿Crees entonces que existe un nexo?
—Claro que sí. Tiene que existir.
Clarke cerró los ojos e hizo otro mohín de dolor. Sudaba copiosamente y Tartaglia se preguntó si debería avisar a una enfermera, pero sabía cuál sería la respuesta de Clarke. Al menos seguía con vida y estaba en plenas facultades mentales. Tartaglia se sentó en la silla, lo más lejos posible, para que no pudiera ver su rostro.
—No las escoge al azar… buscando en el listín telefónico… en eso estamos de acuerdo, ¿no? —continuó Clarke, casi en un susurro—. Pregúntate una vez más qué tienen en común. Olvídate de la edad. Ahí coincido contigo: lo importante es la personalidad, la clase de chicas que son. Eso es lo que hizo que se cruzaran en su camino. Para empezar, todas estaban deprimidas, ¿no es así?, y al menos tres de ellas querían suicidarse con él. Si no fue a través de internet… ¿dónde más se conoce la gente así?
—Hemos probado en el Teléfono de la Esperanza, pero, según los registros telefónicos, la única que se puso en contacto con ellos fue Kelly Goodhart.
—¿Habéis comprobado los registros de las cabinas telefónicas más cercanas a sus casas? Quizá no quisieran telefonear desde allí.
Tartaglia gruñó. Con todo lo que se les echaba encima, tener que revisar los registros del último par de años era lo último que necesitaban. Aún estaban lidiando con las llamadas que habían recibido a raíz de Crimewatch.
—Cierto. Pero, si es así, podrían haber telefoneado desde cualquier sitio, desde cerca de la escuela, del metro, de casa de un amigo, etcétera, etcétera.
—Venga, Mark, ya sé que sólo es una conjetura, pero ¿qué más tienes por ahora? Al menos habla con Carolyn. Intenta convencerla para que Cornish te asigne más hombres.
—No me va a hacer ni caso, créeme.
Clarke exhaló con un sonido áspero.
—Escucha, tío, ¿qué te pasa? El que habla no es el viejo Mark. Tú conoces bien a las mujeres. Sabes cómo hay que tratarlas.
Tartaglia sonrió.
—Intento no perder los estribos, al menos con ésta.
—Eso está bien para empezar, pero tienes que camelártela…, seducirla… Todas tienen sus estrategias. Y ya sé que ésta es tu jefa y que estás molesto porque ha llegado y te ha arrebatado el puñetero caso de las narices. Pero eso es culpa del idiota de Cornish. El problema es que… no te atrae… y por eso te molesta tener que hacer las paces con ella. Pero tienes que tragarte el orgullo e intentarlo. Sabes que tengo razón.
—Es muy fácil decirlo. Es igual de cálida y asequible que una serpiente de cascabel.
Clarke levantó lentamente la mano e hizo un ademán de desdén.
—Se hace la dura, pero sólo es una fachada, créeme. Las mujeres son todas iguales por dentro… salvo las bolleras, claro. Ni siquiera tus encantos servirían con ellas. Pero estoy convencido de que Carolyn no es lesbiana.
—Trevor, no me estás escuchando. Por algún motivo que desconozco, tiene algo en contra de mí.
—¿Te lo ha dicho ella? No lo creo. Lo único que necesitáis es una buena discusión. Probablemente Carolyn…, como el resto de nosotros…, crea que eres un tío petulante…, un arrogante…, un capullo endiosado. Pero tú tienes otra cara: también eres un buen tipo… por eso te queremos.
—Ah, muchas gracias, intentaré recordarlo cuando discuta con Steele.
—Como te he explicado, lo que tienes que hacer es seducirla. Justo como está haciendo ese capullo de Kennedy. Él sí que sabe mostrar su mejor perfil. Carolyn no es mala persona. Intenta hacer las paces con ella. Llévala a tu terreno.
—¿Crees que debería decirle que vi a Kennedy espiándola?
Clarke meditó un instante y luego negó despacio con la cabeza.
—No malgastes el tiempo. Pero sigue a ese tipo muy de cerca. Averigua qué busca. Ese capullo se merece una buena lección. Si lo vuelve a hacer, pásaselo a Cornish. Pero asegúrate de no ser tú quien lo pilla con las manos en la masa. Volviendo al caso, el instinto me dice que hasta ahora no habéis hecho más que chapuzas. No hay ni un solo caso en la tierra sin pistas. Créeme. O estás ciego… y lo tienes delante de las narices… o estás ladrándole al árbol equivocado.
—Gracias, Trevor, me has alegrado el día.
Tartaglia estaba a punto de decirle a Clarke que tenía que irse cuando le sonó el móvil. Como de costumbre, había olvidado seguir las recomendaciones del hospital de apagarlo. Comprobó en la pantalla que era Carolyn Steele. Lo abrió y se dispuso a escucharla. Cuando hubo concluido, volvió el rostro hacia Trevor.
—¡Sí! —exclamó, dando un puñetazo en el aire.
Clarke estiró el cuello para mirarlo.
—¿Qué ocurre?
—Es posible que se haya presentado nuestra oportunidad. Han identificado una huella en el puente de Hammersmith. Corresponde a un tipo llamado Sean Asher y encaja con la descripción del hombre que fue visto con Kelly Goodhart. Van a llevarlo a la comisaría local para interrogarlo y debo ir hacia allí cuanto antes.
Clarke suspiró.
—¡Joder! Olvida todo lo que te he dicho. Eres un suertudo, tío, aunque Carolyn Steele no lo sea. Maldito diablo… Quizás esto te saque de apuros. Espero tus noticias.
Tartaglia tomó aire con un silbido y sacudió la cabeza.
—Lo siento, Trevor, tengo la sensación de que voy a estar muy ocupado. No sé cuándo encontraré un momento para dejarme caer por aquí de nuevo.
Clarke entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa irónica.
—Capullo. Yo aquí postrado y tú ahí dándome cuerda. Pensaba que habías venido a interesarte por mí y no por el maldito caso. Venga, lárgate de aquí y no vuelvas hasta que tengas algo nuevo que contarme. De lo contrario… conseguiré que Sally-Anne lleve rodando mi camilla hasta Barnes y os daré una buena zurra a todos, te lo advierto.
Capítulo 27
Sentados en la sala de reuniones de la comisaría de Paddington Green con la mesa llena de vasos de café frío a medio beber y la cinta y la cámara aún en marcha tras casi dos horas, Tartaglia tuvo la intuición de que le aguardaba otra noche en vela. El interrogatorio estaba resultando largo y frustrante, y la presión de saber que Steele y Kennedy lo observaban desde otra sala a través de las cámaras de vídeo, acompañados por Dave Wightman, no ayudaba.
Habían arrestado a Sean Asher como sospechoso de asesinato, pero el tipo se mostraba impermeable a las tácticas habituales. Parecía resignado a pasar allí toda la noche sentado si era menester. Le arrojaran los cargos que le arrojaran Tartaglia y Nick Minderedes, Asher negaba continuamente haber asesinado a Kelly Goodhart. Hablaba pausada y vehementemente, sin alzar la voz. Incluso había ordenado con mucha educación a su abogada que cerrara el pico cuando ésta había intentado intervenir en un momento dado. A tenor de las circunstancias, Asher mostraba una templanza extraordinaria y no parecía en absoluto alterado. Era como si nada de aquello importase. Era inocente y no necesitaba que nadie cuidara de él. Exhibía la superioridad moral de un mártir.
En la sala hacía calor y el aire estaba viciado. Bajo la chaqueta, Tartaglia notaba la camisa adhiriéndosele a la piel y empezó a molestarle la rozadura del cuello. Se preguntó cuánto tiempo más aguantaría Asher. Éste permanecía sentado impasible frente a él, muy recto, vestido como un estudiante con unos téjanos descoloridos y rasgados, zapatillas deportivas y una camiseta negra de manga corta que dejaba a la vista unos brazos musculosos. A juzgar por la peste que llegaba desde donde estaba sentado, hacía días que Asher no se duchaba. Con treinta y pocos años, era alto y fornido, y su pelo castaño corto y en punta indicaba que no hacía mucho que había pasado por la peluquería. Salvo por la longitud del cabello, encajaba en la descripción general del hombre al que habían visto con Gemma Kramer. Algo blandengue, casi afeminado, con un rostro redondo que desentonaba con su físico fibroso y tenía las uñas manchadas de nicotina y en carne viva de mordérselas, lo cual indicaba una disposición nerviosa y autodestructiva. No se correspondía en absoluto a la imagen que Tartaglia se había hecho de Tom.
La huella dactilar de Asher había saltado en el sistema porque lo habían detenido por una riña sin importancia durante una manifestación en contra de la guerra de Irak unos años antes. Pero por lo demás su expediente estaba limpio y distaba mucho del historial de cualquier asesino en serie de manual. Había algo que no encajaba. Tom no parecía de los que malgastaba el tiempo con ideales. Tartaglia no se lo imaginaba ondeando la bandera más que por sí mismo y, de hacerlo, no sería tan estúpido como para dejarse arrestar por algo tan trivial.
Antes de que el interrogatorio diera comienzo, Steele le había mostrado a Tartaglia una copia del nuevo mensaje electrónico que le había enviado Tom. Había querido transmitir impresión de serenidad, pero a él le había parecido que tras esa fachada de mujer dura empezaba a desmoronarse y, al recordar las frases del mensaje de Tom, le asaltó la duda. No conseguía cuadrar el tono y el vocabulario de lo que había leído con el hombre de rostro débil que tenía sentado enfrente.
La abogada, Harriet Wilson, era una mujer de aspecto cansado mediada la cuarentena con una mata de pelo castaño claro lleno de canas. Permanecía sentada callada junto a Asher, abanicándose el rostro con una libreta y con los ojos clavados en un rincón de la sala mientras su cliente respondía a las preguntas por enésima vez. Sí, había acudido al puente de Hammersmith con Kelly Goodhart. Y, sí, habían hecho un pacto de suicidio para saltar juntos, pero no había intentado matarla. Ella había querido arrastrarlo consigo. La testigo o mentía o estaba ciega. Lo que Asher no entendía era qué lo había movido a querer suicidarse en un primer momento.
—¿De verdad esperas que me crea que intentó arrastrarte con ella? ¡No me vengas con puñetas! —exclamó Minderedes, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza como si tragarse aquella mentira fuera imposible.
Asher se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Es la verdad. Ella estaba decidida, créanme, pero no quería hacerlo sola.
Tenía una voz asombrosamente aguda para un hombre tan alto, una voz nasal, casi aflautada, y se le detectaba un ligero acento del norte.
—Y, según tú, la dejaste seguir adelante.
—¿Qué podía hacer? Como le he explicado, cuando llegué allí se me borró la idea de la mente. Decidí que no podía hacerlo.
—Dices que cambiaste de opinión —intervino Tartaglia—, pero aún no nos has explicado por qué.
Asher arqueó sus finas cejas.
—¿Que por qué? Pues porque me acojoné. ¿Es que acaso está prohibido? Que yo sepa, no había firmado ningún contrato…
A altas horas de la noche, a doce metros de altura en un puente gélido y ventoso, con una completa desconocida… Tartaglia lo entendía. Pero Tom era un tipo listo y sabía que aquélla era la única historia con sentido, aparte de que en realidad fuera inocente.
Minderedes se inclinó hacia delante con la mano en el rostro. Él también sudaba la gota gorda y tenía el pelo, por lo general ahuecado, pegado a la coronilla. Con sus extraños ojos de color verde miel y sus cejas negras y pobladas, lo cierto es que intimidaba.
—Cuéntame otro cuento, Tom, ése no me lo trago… —dijo.
—¿Por qué no deja de llamarme Tom? Mi nombre es Sean.
—Ah, sí, perdona, ¡qué tonto soy! Otra vez me he vuelto a confundir —se disculpó Minderedes—. Sin embargo, a ella le aseguraste que te llamabas Chris, ¿no es cierto?
—Sí, eso ya lo he explicado.
—Efectivamente, has dicho que no querías que supiera tu nombre de verdad, por si era una chiflada.
—Exacto.
—Pero el chiflado eres tú, ¿no es cierto?
Asher sacudió la cabeza.
—¡Qué cínicos son, madre mía! ¡Qué triste!
—Gajes del oficio. Si vieras lo que nosotros vemos cada día… ¡Ah, perdona! Se me olvidaba que tú sí lo haces…
La expresión de Asher se endureció.
—Si quiero suicidarme es asunto mío. De nadie más. Y eso no me convierte en ningún chiflado.
—No, si no intentas implicar a nadie más…
—Yo no intenté «implicarla», como usted dice. Ella actuaba por voluntad propia. Eso no está penado por la ley, que yo sepa, o ¿es que el Gran Hermano vigila ya esa laguna legal? ¡A la porra la libre voluntad! Hay que hacer lo que se ordena. ¿Es así como está la situación?
—¿Crees que cae dentro de una «laguna legal» convencer a la gente para suicidarse delante de ti y empujarla si no tiene el valor de hacerlo? Porque permíteme decirte que, según nuestro código, eso se llama homicidio.
Asher sacudió despacio la cabeza de un lado a otro, sin dar crédito a lo que oía.
—Yo no la empujé y no intenté convencerla. Es lo que quería hacer. ¿Cuántas veces más tengo que decirlo?
Minderedes dio un puñetazo en la mesa y se puso en pie.
—Tantas como sea necesario para que nos cuentes la verdad, amiguito.
—Me rindo. Son ustedes mucho peores que en la tele.
Asher cruzó los brazos y selló los labios, como si no hubiera nada más que añadir. Pero, si pensaba que iban a dejarlo salirse con la suya, se equivocaba.
—Ya he oído bastantes pamplinas —dijo Minderedes, antes de darle la espalda a Asher, dirigirse a grandes zancadas hasta la ventana enrejada que había en un rincón y fingir que miraba a la calle. Era un gesto teatral excelente, si uno no sabía que lo único que se veía desde allí era un aparcamiento.
Tartaglia había permanecido en un segundo plano durante gran parte del interrogatorio y había dejado que fuera Minderedes quien lo condujera. Era un detective excelente y, por lo general, se le daban bien aquellas situaciones, sobre todo porque sabía cómo acorralar al detenido e incordiarlo hasta que acababa metiendo la pata. Sin embargo, Asher parecía inmune a sus tácticas. Había llegado el momento de poner a prueba un planteamiento más sutil.
—Está bien, Sean. Digamos que te creemos por un momento. Hemos leído los mensajes que intercambiabais Kelly Goodhart y tú. ¿Por qué estaba tan recelosa de ti? ¿De qué tenía miedo?
—Ya se lo he dicho, pensaba que yo era otra persona.
—¿Quién?
—Ni idea.
—Es evidente que le dijiste algo para tranquilizarla cuando hablasteis por teléfono; de otro modo no habría accedido a encontrarse contigo.
—Pues no lo recuerdo.
—Tendrás que hacer memoria. A menos que nos convenzas de lo contrario, te vamos a empapelar por asesinato.
La abogada pareció volver a la vida.
—Un momento. Estamos metidos en un círculo vicioso. Por ahora ni siquiera han encontrado el cadáver.
—Vamos, señora Wilson —la increpó Tartaglia—, no empecemos con formalidades. ¿No creerá que Kelly Goodhart ha sobrevivido, no es cierto?
Wilson lo miró atónita.
—Es cuestión de tiempo que el cuerpo aparezca —continuó Tartaglia.
La abogada suspiró.
—De acuerdo, inspector. Digamos que lo hace. Ni en sus sueños más locos podría convertir eso en un cargo de homicidio.
—¿Qué no? La testigo lo vio forcejear con la señora Goodhart y asegura que creyó verlo empujarla por el puente.
—Inspector, a mí no me las da con queso… Usted sabe perfectamente que hay una diferencia abismal entre alguien que piensa que algo puede haber ocurrido y que haya ocurrido de verdad. Lo único que tienen es una sospecha.
—Sí, una sospecha razonable, dadas las circunstancias.
Wilson sacudió la cabeza.
—Desde mi punto de vista, lo que tenemos aquí es un conjunto de circunstancias que pueden interpretarse de dos maneras, como mínimo.
Tartaglia reprimió un resoplido y se secó la ceja con el dorso de la mano. Wilson tenía razón, evidentemente. No sabía cómo, pero con sólo exponer la situación había logrado desinflar incluso la burbuja más pequeña de esperanza. No tenían nada que pudiera admitirse a demanda, a menos que Asher confesara, y parecía muy poco probable que accediera a hacerlo.
—Mi cliente está intentando colaborar, inspector —continuó Wilson—. Pero, si insiste en acusarlo de homicidio sin una prueba sólida, voy a tener que aconsejarle que deje de hablar con ustedes.
Tartaglia no apartó la mirada de Sean, que tenía los ojos clavados en la mesa y una expresión inmutable, como si ya no participara de aquella conversación.
—Ayúdame, Sean, y yo te ayudaré. —Aguardó un instante, durante el cual estudió la cara imperturbable de Asher y se preguntó que le estaría pasando por la mente—. Mira, Sean, buscamos a alguien que estuviera en contacto con Kelly Goodhart y quisiera verla morir. Pero, por si eso no fuera lo bastante retorcido, aún hay más. Digamos que ella también se echó atrás, como tú, y que ese maldito tipo se aseguró de que saltara, quisiera o no. —Asher seguía sin reaccionar—. ¿Cómo te sentirías si alguien te hubiera obligado a seguir adelante? Y no porque quisiera compartir los últimos momentos de su vida, como la señora Goodhart, sino porque es una persona retorcida y demoníaca a quien esa situación le excita. Te hablo de un enfermo. Se excita viendo morir a gente inocente. —Asher alzó la vista y Tartaglia notó que su mirada se suavizaba un poco, aunque era casi imperceptible—. Si tú no eres ese individuo, como sostienes, necesitamos encontrarlo. —Sin apartar la vista de Asher, Tartaglia dejó la frase en el aire antes de retomar el hilo—: Sabemos que lo ha hecho antes, no con mujeres maduras como la señora Goodhart, que estaba convencida de lo que quería, sino con muchachas jóvenes, indefensas y deprimidas.
—No intente alterar los cargos, inspector —atajó la señora Wilson—. Hemos venido a hablar de una cosa, y es lo ocurrido en el puente de Hammersmith.
—El hombre del que me habla es el que sale en los periódicos, ¿no es cierto? —preguntó Asher, pasando por alto el comentario de su abogada y con expresión confusa.
—Sí, creemos que sí —contestó Tartaglia—. Por favor, intenta recordar qué te dijo Kelly Goodhart. Es muy importante.
Asher se frotó el labio inferior. Por un instante, dio la sensación de que iba a decir algo importante. Luego sacudió la cabeza.
—No me acuerdo, lo siento.
Tartaglia suspiró. No lo creía.
—Bien, hagamos un descanso. El interrogatorio se suspende hasta las once menos diez de la noche.
Quería darle a Asher tiempo para reflexionar. Había visto la duda en sus ojos, una leve inflexión, como si finalmente hubiera logrado despertar su interés. Con suerte, sus palabras habrían dado en algún blanco y, además, necesitaba ir al baño, respirar aire fresco y servirse otro café para recargar energías. Y si todo salía a pedir de boca, incluso podría escaquearse un segundo a fumar un cigarrillo sin que Steele lo pillara.
—Bueno, pues por ahora no tenemos nada —observó Steele en un tono casi acusatorio mirando alternativamente a Tartaglia y Minderedes.
—Desde luego, nada sólido —confirmó Minderedes con un encogimiento de hombros—. A menos que encontremos algo suculento al registrar su piso, claro.
Estaban en otra sala de reuniones que había en el mismo corredor en el que tenían retenido a Asher. Steele, Tartaglia, Wightman y Minderedes estaban agrupados en torno a una pequeña mesa, con café y una bandeja de bocadillos manidos de la cantina a medio comer delante de ellos. Kennedy permanecía de pie detrás, como si quisiera marcar distancias con la rutina, apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos y una expresión inescrutable.
La sala también estaba mal ventilada y dentro hacía un bochorno insoportable, que se mezclaba con el olor a sudor de sus cuerpos y las bocanadas esporádicas de loción para después del afeitado que emanaba Minderedes cuando se inclinaba hacia delante para agarrar su café o un bocadillo. Aquello bastaba para provocarle un dolor de cabeza a cualquiera. Ansioso por fumarse un cigarrillo, Tartaglia se preguntó cuánto tiempo más los retendría Steele, aun sabiendo que no iban a llegar a ninguna parte. Quería volver junto a Asher. Sabía que tenía algo interesante que contar.
Lo único sorprendente era el silencio de Kennedy. No era de los que se callan sus opiniones y, sin embargo, parecía no estar allí. O lo estaba haciendo deliberadamente para no importunar, cosa inusitada en él, o estaba desconcertado y no quería admitirlo.
Steele volvió la vista hacia Tartaglia.
—¿Mark?
Tartaglia estaba cada vez más convencido de que Asher no era Tom, pero consideraba que no tenía sentido comunicárselo a los demás. Las premoniciones no tenían ningún valor en aquella sala y se imaginaba lo que diría Steele: «Quiero hechos, no intuiciones». Para ella, todo era blanco o negro.
—Estoy de acuerdo con Nick —dijo Tartaglia, intentando concentrarse en puntos concretos, en cosas que pudieran explicarse con unas cuantas palabras y sin complicaciones—. Todos hemos visto los correos. Kelly Goodhart quería suicidarse. Asher simplemente se apuntó al carro, según ha explicado, y no podemos demostrar lo contrario. La testigo estaba bastante lejos cuando los vio forcejear. Le parece que lo vio empujar a la señora Goodhart por el puente, pero no está segura. No aguantaría un contrainterrogatorio, si es que conseguimos llegar tan lejos, cosa que veo improbable. Tanto si Asher es Tom como si no, si no se mueve de su coartada, se irá a casita tan pancho.
—¿Dave? ¿Tienes algo que añadir?
Wightman sacudió la cabeza. No había nada más que decir.
—¿Y tú, Patrick? —preguntó Steele, volviendo la cabeza y mirando a Kennedy por encima del hombro—. ¿Qué opinas?
Kennedy frunció el entrecejo y los labios y se pasó los dedos por su densa mata de pelo con gesto reflexivo.
—Es peliagudo —empezó a decir lentamente—. Por lo que acabamos de ver, Asher no es de los que ceden a la presión. Lo he observado con mucha atención. De hecho, las tácticas de mano dura parecían reforzar su declaración de inocencia. Pero eso puede interpretarse de dos maneras: o es un chiflado muy listo y sabe que, si se adhiere a su coartada, no tenéis nada contra él, o probablemente esté diciendo la verdad.
Pese a exponer lo evidente, Kennedy lo hacía sonar como si hubiera inventado la rueda.
—¿Piensas que es nuestro hombre? —le preguntó Steele, sin apartar la mirada de él, intentando sonsacarle más información.
Kennedy meditó un momento y luego sacudió la cabeza.
—Es imposible decirlo. En un plano estrictamente académico, no me encaja.
Steele suspiró, entrelazó los dedos y estiró los brazos hacia delante para desentumecerse los codos.
—Aún no podemos soltarlo —dijo—. Es lo único que tenemos. Si no quiere hablar, será mejor que registremos su piso y veamos si encontramos algo. ¿Te ocupas tú de ello, Nick?
Minderedes estaba a punto de responder cuando alguien llamó a la puerta. Harriet Wilson asomó la cabeza tras ella y tropezó con la vista de Tartaglia.
—El señor Asher quiere hablar con usted, inspector, sin micrófonos.
—¿Sin micrófonos? ¿En dónde se cree que está? —preguntó Steele indignada—. ¿En una puñetera sesión de psiquiatría?
Wilson se encogió de hombros.
—Yo sólo soy una mandada. Ni siquiera sé qué quiere explicarle, pero ha dicho que únicamente hablaría con el inspector, y a solas.
—¿Sólo conmigo? —preguntó Tartaglia.
—Sí —contestó—. Tampoco quiere que yo esté presente. Creo que intenta cooperar en serio —añadió al ver a Steele negar con la cabeza—. ¿Por qué en lugar de considerarlo culpable de entrada no le conceden el beneficio de la duda y lo intentan?
—¿Por qué tendríamos que hacerlo? —preguntó Steele sin dobleces—. Es sospechoso de homicidio. No estamos a su entera disposición.
—Sé que no tiene nada que ver conmigo —replicó Wilson—, pero ¿qué pueden perder? El tiempo sigue corriendo y saben que no tienen nada para continuar reteniéndolo.
—Aún no hemos registrado su piso.
—Si es inocente, como afirma, no encontrarán nada, y dudo que quiera hablar con ustedes después de que lo hagan. —Miró a la cara a todos los presentes—. Escuchen, ¿qué daño puede hacer? Tan sólo le robará unos minutos de tiempo al inspector. Y, si no descubren nada nuevo, siempre pueden volver a su plan A, si es que lo tienen.
Tras unas cuantas negociaciones, llegaron a un acuerdo. Ni cinta de cásete ni vídeo, pero Tartaglia, que estaba sentado frente a Asher en la habitación, podía tomar notas. Si, después de todo, estaba equivocado y Asher resultaba ser Tom, aquello podía convertirse en un juego extrañísimo. Le había llevado a Asher un bocadillo y una taza de café, que permanecían intactos sobre la mesa.
—Hablamos por teléfono un par de veces —explicó Asher con tranquilidad—. Al principio se mostraba muy recelosa e intentaba tenderme trampas. Empecé a pensar que no merecía la pena, pero poco a poco fue ganando confianza en mí.
—¿A qué crees que se debió?
Asher hizo una breve pausa, como si intentara precisar un recuerdo.
—Bueno, para empezar, dijo que mi voz era diferente.
—¿Diferente de qué?
—No lo sé. Supongo que el tono era distinto. Tengo la impresión de que el otro tipo tenía un acento un tanto pijo, como los presentadores de telediarios. Al principio Kelly pensó que yo fingía mi acento.
—¿Y la convenciste de que no era así?
—No de buenas a primeras. Me preguntó de dónde procedía y acerca de mi familia, de la escuela y todo eso, lo típico. Tuve la sensación de estar sometiéndome a una entrevista para conseguir un maldito empleo. Tuve que decirle que mi nombre no era Chris. Eso la desanimó un poco. Entonces volvió a telefonearme y me hizo más preguntas.
—¿Te explicó algo sobre ella?
—Me dijo que era abogada. No me sorprendió, por cómo me preguntaba sin cesar. Me molestaba muchísimo, pero, cuando me explicó que su marido había muerto en el tsunami, la compadecí. Entonces me habló del otro tipo y entendí por qué me sometía a aquel interrogatorio.
—¿Y todo esto fue por teléfono?
Asher asintió.
—Pese a ser tan desconfiada de buenas a primeras, no parece que costara demasiado convencerla… ¿Cómo supo que no eras el otro individuo?
—Por instinto, supongo —respondió Asher, casi con demasiada celeridad—. Uno se hace una idea de las personas.
Tartaglia lo miró con dureza, hasta conseguir que apartara la vista.
—¿Hay algo más, no es cierto, Sean?
Asher guardó silencio un momento antes de contestar.
—Sí. Es lo que no quería decir antes. —Miró a Tartaglia—. ¿Tiene un pitillo?
Pese al cartel de prohibido fumar que había en la pared, Tartaglia le ofreció un cigarrillo y se encendió otro. Asher le dio la primera calada como si fuera la última, luego se reclinó en el respaldo de su silla, que emitió un crujido, y suspiró profundamente.
—Será mejor que se lo cuente. Kelly no quiso conocerme hasta que le expliqué por qué quería suicidarme.
Asher volvió a sumirse en el silencio, abrumado por sus pensamientos. Tenía la cara relajada, la boca entreabierta y la mirada extraviada, como si estuviera en otro sitio.
—¿Y bien? —lo alentó Tartaglia.
Asher lo miró.
—Antes era profesor de educación física, hasta hace muy poco, quiero decir. Mi último empleo fue en una escuela de chicas pijas en Surrey. —Hizo una pausa y llenó sus pulmones de humo—. Cometí el terrible error de enamorarme de una de las muchachas. No hice nada indecente —añadió apresuradamente al apreciar la expresión de Tartaglia—, nada obsceno, inspector. No soy ningún pedófilo, de verdad. Lo único que hicimos fue besarnos y toquetearnos, eso es todo.
—Ese cuento ya me lo han contado antes.
—Sé lo que piensa, pero se equivoca. Todos se equivocaban. Su nombre es Sarah y yo la amaba, ¿entiende? La amaba de verdad y quería casarme con ella cuando fuera lo bastante mayor. Tenía quince años, pero aparentaba veinticinco. Era muy guapa y muy madura para su edad. Y mucho más lista que yo, se lo aseguro. —Asher le dio una calada honda al cigarrillo y exhaló el humo en círculos, que ascendieron dibujando volutas hacia la lámpara fluorescente que había en el techo—. Para abreviar, sus padres lo descubrieron, fueron a hablar con la maldita directora de la escuela y me despidieron. No es justo, ¿no cree?
—¿El qué, que te despidieran?
—No, eso no me importó tanto. Lo que me parece injusto es no poder escoger a quien quieres amar.
Tartaglia percibió el dolor en los ojos de Asher y asintió. Tenía toda la razón del mundo. La búsqueda del amor, que carecía de toda lógica y sentido común, era algo que, por mucho que se intentara, resultaba imposible de domeñar: la locura, los puntos álgidos y los terribles bajones. Pensó en su propia vida; recordó todos sus tropiezos y errores de juicio, toda la energía y todo el tiempo malgastados, las esperanzas y el posterior desencanto, y el momento de descubrir que había estado persiguiendo una fantasía. La fría luz del día que invadía el mundo después resultaba tan cruda e implacable… Él nunca había perdido del todo la confianza en la vida y el futuro. Aunque quizá tampoco se hubiera dejado llevar; nunca se había entregado sin reservas. Había personas más proclives a hacerlo que otras. Y, pese a sus diferencias con Sean Asher, lo entendía y lo compadecía por su dolor.
—Entonces, ¿querías suicidarte por ella? —le preguntó Tartaglia.
Asher asintió y se mordisqueó nervioso un padrastro de una uña hasta hacerse sangre, cosa que no pareció importarle.
—Sus padres la sacaron de la escuela y la enviaron al extranjero a pasar el verano. A ella no le costó recuperarse, pero a mí sí. De hecho, aún no lo he conseguido —añadió, transcurrido un momento.
—Tendremos que comprobar todo eso, ¿lo sabes?
Asher se encogió de hombros.
—Como quieran. No tengo nada que ocultar. Pensaba que ella seguía amándome, ¿entiende?, que sólo era cuestión de tiempo que nos volviéramos a encontrar. Pero entonces…
—¿Entonces qué?
Asher suspiró.
—Entonces me escribió. La típica carta de despedida, como suele decirse. Era horrible. Parecía redactada por otra persona, una desconocida. Quizá su madre la obligó a escribirla, pero ella la firmó. Y era su caligrafía. Me hizo muchísimo daño, créame. Cuando Kelly me pidió una prueba de por qué quería suicidarme para comprobar que no mentía, le envíe la carta. Entonces me entendió.
—No la encontramos cuando registramos sus cosas.
—Me la devolvió, lógicamente. Aún la tengo y puedo enseñársela, si quiere.
—Por favor. ¿Por qué no nos has contado todo esto antes?
—Porque no me escuchaban. Estaban demasiado ocupados intentando obligarme a confesar algo que no he hecho. Pensé que no entenderían lo de Sarah, que me juzgarían, que me tomarían por un maldito pederasta y me encerrarían entre rejas. Además, es personal. Es asunto mío y de nadie más.
Asher probablemente estuviera en lo cierto acerca de cuál podía haber sido su reacción. Tartaglia no podía evitar respetar sus motivos para no querer confesar, pero se sentía aliviado porque tenía la sensación de que ahora decía la verdad.
—Volvamos a Kelly Goodhart. Al final lograste convencerla de que ibas en serio.
Asher asintió.
—¿Recuerdas algo más que pudiera haberte dicho acerca del otro hombre que se puso en contacto con ella?
—Sé que no llegaron a conocerse nunca, pero dijo que pensaba que podía confiar en él y demostró no ser así.
—¿Con esas palabras?
—Más o menos. Nosotros sí habíamos quedado antes, ¿sabe? Me dijo que quería verme, cara a cara. Fue la última prueba a la que me sometió. Fuimos a una cafetería que hay cerca de North End Road. Le mostré mi pasaporte, para que comprobara que era quien decía ser. Me explicó que el otro tipo la asustó, que había estado jugando con ella, atusándola, mareándola. Enseguida se dio cuenta de que yo no era así.
Por lo que Asher contaba, sonaba a que Tom había intentado acceder a Kelly Goodhart.
—¿Te explicó cómo se comunicaba con ese otro tipo?
—No.
—¿Hay algo más que puedas contarme de él?
—Lo lamento, pero no.
—¿Recuerdas si Kelly dijo algo más?
—Me explicó que su familia era católica y me preguntó si yo era religioso. Cuando le dije que no, que no había pisado una iglesia desde niño, pareció aliviada. Dijo que la religión era un disfraz para todo tipo de maldades, que la gente la utiliza para conseguir sus objetivos. Eso fue después de hablar del otro tipo, pero no sé si tendría algo que ver con él.
—¿Seguro que no recuerdas nada más?
Asher le dio una última calada al cigarrillo, reducido a poco más que una colilla, y lo arrojó en la taza de café, donde se apagó con un siseo.
—Se lo he contado todo, lo juro. Era una mujer lista, inspector, muy inteligente y agradable. Siento que haya muerto, de verdad.
—¿Por qué no intentaste convencerla de que no se suicidase?
—Porque la comprendía. Comprendía su sufrimiento. Quería ponerle fin a todo aquello y yo respetaba su decisión. Entendía que para ella no había luz al final del túnel y así era como yo me sentía entonces. Pero ella tuvo mucho más valor que yo.
A pesar de todo, tendrían que registrar el piso de Asher para comprobar su coartada, pero Tartaglia estaba convencido de que no encontrarían nada nuevo. Al menos por el momento, al margen de lo que opinaran Steele y Kennedy, sabía que había hecho algún progreso.
Dave Wightman aparcó frente a la dirección de West Hampstead que le había facilitado Tartaglia y apagó el motor. Habían dejado en libertad a Sean Asher justo antes de media noche y Wightman había conducido a toda prisa desde Paddington Green, de modo que estaba al acecho cuando Steele llegó a casa. Si Kennedy iba con ella, Tartaglia le había ordenado que lo vigilara y tomara notas; en caso contrario, podía irse a casa. Cuando Tartaglia le explicó la situación y le comunicó lo que Clarke le había dicho ese mismo día en el hospital, Wightman se mostró más que dispuesto a ocuparse de aquella misión. Si era lo que quería el jefe, eso era lo que haría, sin hacer preguntas. Respetaba a Clarke y a Tartaglia más que a nadie en el mundo, y no le gustaba Kennedy. Le parecía un ser pagado de sí mismo y, además, había algo en él que le daba mala espina, aunque no sabía exactamente qué era. No le sorprendió demasiado descubrir que Kennedy era un maldito mirón. A su parecer, todos los pervertidos deberían destaparse. Steele montaría en cólera si lo descubría. Estaba ciega con respecto a Kennedy y, si había algo extraño en su comportamiento, era preciso sacarlo a la luz.
Wightman comprobó la hora. Era medianoche pasada. Por suerte, nadie lo esperaba en casa, aparte de su madre, que estaba acostumbrada a sus horarios erráticos y haría bastante rato que estaría dormida. Escuchó Radio Corazón unos diez minutos, pero, al divisar el coche de Steele acercarse por la carretera, la apagó. Se agachó cuando pasó por su lado y la observó estacionar algo más adelante, caminar hasta la puerta principal y entrar.
Tartaglia se había marchado de Paddington Green antes que nadie y a los diez minutos ya estaba en casa. Estaba ansioso, los pensamientos se le arremolinaban en la cabeza y, aunque al día siguiente tenía que madrugar, no serviría de nada meterse en la cama. Encendió el equipo de música, sin preocuparse en comprobar qué disco había puesto, descorchó una botella de Gavi que había dejado enfriándose en el frigorífico y se sirvió una copa generosa. Sabía un poco ácido, pero no le importó. Se desabrochó la camisa mientras daba vueltas por el salón sin dejar de pensar en Sean Asher. Algo de lo que le había contado le inquietaba, pero, por mucho que se esforzaba, no conseguía caer en qué era. Intentó reproducir la entrevista en su mente, palabra por palabra, imaginar a Asher sentado frente a él, recrear sus expresiones y sus reacciones. Pero no había manera. La experiencia le decía que no siguiera esforzándose, que ya le vendría a la mente, si es que lo hacía.
Sólo había un mensaje en el contestador automático, de Nicoletta, que volvía a insistir en que asistiera a la comida. Estaba convencido de que tramaba algo e, incordiado por su insistencia, borró el mensaje, se metió en el cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se desvistió. En cuanto el agua salió caliente, entró en el cubículo, abrió aún más el grifo para que el agua cayera con la máxima presión y subió la rueda de la temperatura hasta que el calor le resultó prácticamente insoportable. La ducha se llenó de vapor de forma casi inmediata y respiró hondo varias veces, con los ojos cerrados, en un intento por aclararse el pensamiento.
Recordó el segundo mensaje que Steele había recibido ese mismo día y se preguntó cómo se sentiría al regresar sola a su casa. No se tragaba que aquellas palabras no la afectaran, que no estuviera preocupada. Sin embargo, no tenía sentido ofrecerle ayuda si no la quería. Agarró el bote del champú de la rejilla y se enjabonó la cabeza con un pequeño masaje. Se relajó y continuó frotando, al tiempo que daba gracias al cielo porque su grueso cabello no mostrara síntomas de clarearse conforme se hacía mayor, a diferencia del de su cuñado John, el marido de Nicoletta, que había perdido gran parte del pelo en sólo cinco años.
Salió de la ducha. Acababa de empezar a secarse cuando oyó su teléfono móvil sonar en el salón. Respondió justo antes de que saltara el contestador y escuchó la voz de Wightman al otro lado.
—He hecho lo que me ha dicho, señor —lo informó Wightman—. Ha llegado a casa sola y ha entrado. He aguardado, como me había ordenado, y unos diez minutos después ha aparecido Kennedy. Se ha quedado esperando un rato en la calle y luego ha ido hacia el patio posterior, justo como usted me había indicado. Las luces de Steele seguían encendidas y Kennedy se ha pasado allí un cuarto de hora largo. Luego ha vuelto a salir a la calle y se ha largado.
—¿Lo has anotado todo?
—Sí, con las horas exactas. He esperado un poco más, para asegurarme de que no regresaba y, al ver que no lo hacía, he pensado en ir a echar un vistazo a la parte de atrás yo mismo. Hay una verja más o menos en la mitad del pasaje, pero el candado está roto, de modo que cualquiera puede franquearla. El baño y la cocina de Steele dan a ese lado. Tenía todas las luces encendidas. En el baño estaba bajada la persiana, pero la cocina se veía perfectamente.
—¿Y qué hay de su habitación?
—También da a la parte de atrás. Tenía las cortinas echadas, pero no ajustan bien y podía verla con bastante claridad tumbada en la cama. Creo que tenía la tele encendida, porque se oía un ruido de fondo. Kennedy debe de haberse quedado ahí mirándola.
—Buen trabajo. Tengo la sensación de que volverá otra vez, sobre todo después de verla esta noche. No puede resistir la tentación.
—¿Qué va a hacer con esto, señor?
—Me gustaría que repitieras el operativo mañana por la noche, y creo que estaría bien que fueras acompañado de alguien. Si Kennedy vuelve a las andadas, quiero que me llames y lo detendremos. No tiene sentido seguir investigándolo durante más tiempo.
—No, y además se merece lo que se le avecina.
Capítulo 28
Tom apartó los restos de ensalada de pollo ahumado y aguacate y le dio un sorbito a su vino mientras observaba la cola de la hora de comer desde su asiento en un rincón apartado de la bodega. La mayoría de los concurrentes eran hombres vestidos con trajes mal cortados, corbatas estridentes y litros de gomina en el pelo. Las mujeres lucían un aspecto aún más ridículo: sentadas en los taburetes alrededor de mesas pequeñas y altas, mostraban sus gordos muslos bajo sus faldas cortas y sus tetas bien realzadas bajo sus generosos escotes, y llevaban unos tacones tan altos que apenas podían caminar. Iban maquilladas como zorras. Llevaban un «fóllame» escrito en la cara. Todo era tan obvio, tan falso y asqueroso, pero los hombres parecían dar saltitos a su alrededor como cachorrillos, deleitarse con cada risita tonta, con cada mirada de soslayo barata, con cada movimiento calculado de pelo teñido. En circunstancias normales, haría tiempo que se habría marchado. Pero aquel día tenía cosas más importantes en las que pensar.
La fiebre se le había pasado y volvía a sentirse tranquilo y, por el momento, saciado. Se había comportado como un idiota con Yolanda, pero se recordó que habría sido mucho peor que aquella zorra hubiera vivido para contarlo. Nadie podía escapar. No tenía sentido flagelarse por ello ahora, pero no debía volver a hacer algo tan arriesgado y tan poco planeado nunca más. Se había pasado en vela gran parte de la noche, incapaz de conciliar el sueño. Había visto un fragmento de una película bélica en la televisión y luego, cuando se acabó, había escuchado un poco de música, hasta que el maldito agente de la propiedad inmobiliaria que vivía en la casa contigua aporreó la pared y le gritó que la apagara.
Se sentía cansado, pero, al menos, había tomado una decisión. Había llegado el momento de marcharse un tiempo al extranjero, de tomarse unas largas vacaciones hasta que las aguas volvieran a su cauce. Había lugares en el mundo donde la vida era barata y donde uno pasaba totalmente desapercibido. Cambiarían las reglas del juego, pero podía tener su gracia. Al menos, sería diferente. En la variedad está el gusto, según decían, y había llegado el momento de un cambio. Mucha gente se tomaba años sabáticos, ¿por qué no podía hacerlo él? Además, tenía dinero ahorrado y podía permitírselo. Encontraría un lugar seguro para sus pequeños tesoros y luego pondría rumbo a un país exótico y cálido. Sería agradable descansar en una playa, beber margaritas y broncearse; instalarse en un destino típico de turistas y mochileros, lleno de putillas en busca de un poco de romanticismo hortera y un polvo rápido, un lugar donde los policías fueran una panda de brutos aficionados.
Sólo de pensar en ello sintió de nuevo ese cosquilleo tan familiar. Sería un nuevo principio, tendría la oportunidad de reinventarse. Como un mago, desaparecería en medio de una bocanada de humo y dejaría a la policía londinense persiguiendo una quimera, sin nada que encontrar. El mero pensamiento le hizo sentir una calidez turbadora. No tenía sentido seguir esperando ahora que había tomado una decisión. Su abuela podía continuar merodeando por aquella vieja casa cuanto quisiera una vez él se hubiera ido. Le importaba un comino lo que ella pensara; le estaría bien empleado.
Ahora se le aparecía cada vez con más frecuencia, no sabía por qué. La noche anterior, cuando pasó por allí para dejar el cabello de Yolanda en una de las cajitas de té, había aparecido en el descansillo del primer piso y lo había mirado enfadada por encima del pasamanos, como preguntándole qué demonios hacía allí. Hacía lo que quería. Aquélla era su casa, no la de ella, le había gritado. Pero, como de costumbre, ella no le había hecho ni caso. Llevaba su vestido favorito, el azul con topos crema, el que solía ponerse cuando sus amigas venían a jugar al bridge, y Tom detectó las manchas de colorete en sus mejillas y el pintalabios carmesí en sus labios hundidos. Incluso desde el pasillo percibía su empalagoso perfume y, por una vez, le pareció tan real que estuvo tentado de subir corriendo por las escaleras y tocarla. Le habría dado un susto de muerte. Pero, antes de tener la oportunidad de hacerlo, ella se había desvanecido como por arte de magia.
La muy bruja se llevaría un buen mazazo cuando se diera cuenta de que él se había ido. Decidió comprar los billetes a través de internet esa misma tarde. No le llevaría mucho empaquetar sus cosas. Pero primero había otros asuntos prácticos que debía resolver. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y empezó a anotar una lista en el reverso de un sobre. Además de todas esas cosas mundanas y aburridas, al menos había algo importante de lo que debía ocuparse. En circunstancias normales no se habría preocupado de hacerlo, porque era sumamente arriesgado. Pero ¡qué diablos! Marcó otro puntito, lo subrayó y le colocó al final un gran interrogante. Pero sabía que tenía que hacerlo. El plan había ido cobrando forma en su mente durante los últimos días y le resultaría más fácil que arrebatarle una piruleta a un niño. Lo veía como su acto final, la caída del telón, el canto del cisne. Estaría bien desaparecer con todo un éxito.
Capítulo 29
Cada vez más fastidiado, Tartaglia recorría de un lado a otro el camino de sirga que transitaba paralelo al Regent's Canal, cerca del punto donde sabían que Yolanda García había sido violada. Eran pasadas las cuatro de la tarde y Steele y Kennedy llegaban con cerca de veinte minutos de retraso. Steele lo había telefoneado para decirle que ella y Kennedy querían visitar el escenario del crimen y no le había quedado más remedio que esperarlos, aunque no veía de qué demonios podía servir aquello. Hasta el momento, Kennedy no había extraído ninguna conclusión significativa de los otros escenarios del crimen que había visitado y Steele parecía una cacatúa que se limitaba a repetir sus palabras. Si no aparecían pronto, caería la noche y no habría nada que ver.
Se le había dado máxima prioridad a las muestras extraídas del cuerpo de Yolanda y el ordenador había detectado dos coincidencias de ADN, correspondientes a Lee O'Connor y Wayne Burns, de dieciocho y diecinueve años, respectivamente, ambos con un expediente largo como un día sin pan por todo un repertorio de delitos, incluidos hurtos, atracos y violaciones. Los habían detenido e interrogado, y ambos se habían desmoronado como un castillo de naipes frente a las abrumadoras pruebas forenses y se habían culpado mutuamente de lo ocurrido. Aparte de eso, los detalles relevantes de sus declaraciones más o menos cuadraban. Habían explicado que iban hasta las cejas de alcohol y drogas, habían tropezado con Yolanda en el camino de sirga y le habían dado lo que, a su parecer, la muchacha andaba buscando. Pero ambos negaban en redondo tener nada que ver con su muerte. Al menos esa incógnita se había despejado. A Tartaglia nunca le había parecido psicológicamente probable que Tom hubiera violado a Yolanda antes de asesinarla.
El punto donde Tartaglia se encontraba de pie estaba a menos de un kilómetro del lugar en el que se había encontrado el cadáver de Yolanda, pero podría haber pertenecido perfectamente a cualquier otra ciudad. A diferencia de la zona de los alrededores de Little Venice, con sus mansiones lujosas, sus esbeltos árboles y sus resplandecientes casas flotantes, aquel tramo del canal era un lugar sórdido y de mala muerte, rodeado por las fachadas posteriores de rascacielos de oficinas y viviendas de protección oficial ruinosas. Las pocas casas flotantes que había atracadas en la orilla estaban desvencijadas y llenas de remiendos, y algunas de ellas no parecían ni siquiera habitables. Una serie de puentes pequeños salvaban el canal a intervalos irregulares y parecía que aquel camino de sirga era un atajo frecuentado por ciclistas, gente que sacaba a pasear a sus perros y corredores. Intimidaba incluso bajo la luz del atardecer. Se preguntó cómo alguien podía aventurarse a recorrerlo en la oscuridad y suspiró al imaginar a aquella muchacha sola y recién llegada a la ciudad intentando regresar a casa a través de él.
Tartaglia estaba a punto de tirar la toalla cuando divisó a Steele acercándose por el sendero, en medio de la penumbra. Parecía ir sola.
—Siento llegar tarde —se disculpó en tono práctico al darle alcance—. El tráfico estaba espantoso y me ha costado un riñón encontrar un aparcamiento.
—Pensaba que el doctor Kennedy iba a premiarnos con su presencia —comentó él sin lograr reprimir el sarcasmo.
—He decidido venir sola —atajó ella, sin dar ninguna explicación adicional a su cambio de planes—. ¿Estamos seguros de que fue aquí donde la violaron? —preguntó, con la vista clavada en el punto del sendero en el que trabajaban los agentes de investigación de la escena del crimen.
—Según la declaración de O'Connor y Burns, sí. Viven por aquí cerca y parecen conocerse este sendero como la palma de su mano.
Steele resolló, posiblemente al imaginar lo ocurrido.
—¡Qué macabro! ¿No crees?
—A mí no me gustaría morir aquí, desde luego.
—¿Estás seguro de que no podemos acusarlos del asesinato de Yolanda?
Tartaglia negó con la cabeza.
—Le falta un mechón de pelo y hay GHB en su organismo. ¿Quién más podría ser? En Newlands Park están analizando los ordenadores de la biblioteca desde los que Yolanda enviaba sus correos electrónicos. Le están dando máxima prioridad al caso y tengo la esperanza de que demuestren que también estaba en contacto con Tom, como las demás.
Steele asintió; parecía convencida.
—Y seguimos sin averiguar cómo establecía contacto Tom con ellas…
—Sí.
—¿Tampoco sabemos cómo conoció a Yolanda?
—No —contestó Tartaglia—. Ni O'Connor ni Burns vieron a nadie, aunque, a tenor del estado en que se encontraban, es posible que no se dieran cuenta de si alguien los vigilaba desde lejos.
—¿Y Tom la asesinó aquí?
—No pudo ocurrir muy lejos y tiene que ser del lado de Maida Vale. O'Connor y Burns huyeron corriendo en sentido contrario y aseguran que no se cruzaron con nadie.
Steele miró hacia donde él señalaba y luego en dirección contraria.
—Quizá la mató donde encontramos su cuerpo. Conozco ese tramo, con todas las casas flotantes, es…
—Improbable —la interrumpió Tartaglia antes de que siguiera especulando—. Este trozo del camino de sirga se detiene en el túnel de Maida, un poco más hacia allá. —Hizo un gesto con la cabeza en la dirección indicada—. Para llegar al otro lado, hay que subir unas escaleras muy pronunciadas y recorrer unas cuantas calles. No me imagino a Tom arriesgándose a hacerlo con ella, ¿y tú?
Steele torció el gesto, irritada, y no contestó.
—Será mejor que nos pongamos en marcha; de otro modo, no se verá nada —añadió él, impacientado al comprobar la velocidad a la que se esfumaba la luz del día.
Caminaron en silencio hacia la barrera del cordón policial. Steele parecía absorta en sus pensamientos, quizá se arrepintiera de haber acudido. Tartaglia no entendía por qué se había molestado en hacer aquel viaje. Quizá simplemente buscara una excusa para salir del despacho un rato.
—¿Qué haría Tom aquí? —preguntó Steele con voz queda, hablando para sí misma—. No tiene sentido. El resto de los escenarios del crimen han sido lugares que podía controlar. —Se detuvo, cruzó los brazos, reconstruyó la escena y estudió con atención el escenario del crimen—. Aquí fue donde violaron a la joven; O'Connor y Burns huyeron corriendo y la dejaron, y entonces llega Tom y la asesina. Todo parece muy fortuito, ¿no crees?
Miró a Tartaglia con escepticismo.
—Yo tampoco creo en las coincidencias —convino él, con un punto de acritud—. Estoy seguro de que no estaba aquí por casualidad. Seguro que sabía dónde encontrarla.
Steele asintió lentamente, con los ojos clavados en un punto distante del canal, como ensimismada.
—¿En qué dirección está la estación del metro? —preguntó al cabo de un momento.
—Allí. —Señaló detrás de ellos—. O'Connor y Burns dicen que Yolanda iba en aquella dirección cuando toparon con ella.
Steele se frotó los labios pensativa.
—Entonces no iba al encuentro de Tom. Regresaba a casa —conjeturó.
—Eso creemos. Sabemos que salió de la casa en la que trabajaba entre las siete y las ocho menos cuarto. De acuerdo con las declaraciones de O'Connor y Burns, dando por supuesto que sean creíbles, eran alrededor de las diez cuando la encontraron aquí, por lo que tuvo tiempo más que suficiente para haber quedado con Tom.
Steele lo miró con ojos inquisitivos.
—¿Cuál es tu hipótesis?
Sorprendido por el hecho de que quisiera conocer su opinión, Tartaglia contestó:
—Por lo que sabemos, Tom planea sus asesinatos meticulosamente. No escoge a sus víctimas al azar. De modo que podemos aventurar que Yolanda era la elegida, que Tom la había seleccionado siguiendo su procedimiento habitual y que la forma de establecer contacto con ella siguió un patrón similar al empleado con las otras muchachas.
Steele asintió una vez, para indicarle que coincidía con él.
—Parece lógico.
—Digamos que Yolanda accedió a encontrarse con él en algún punto de los alrededores. Imagino que debió de escoger este lugar porque es una zona bastante sórdida y…
—Entraña pocos riesgos desde el punto de vista de Tom —concluyó Steele.
—Sí. Es un lugar de paso y es poco probable que nadie se acordara de él, o al menos eso debía esperar. El punto de encuentro debía hallarse muy cerca del canal para que la muchacha decidiera tomar este camino. Tenía una cantidad considerable de alcohol en el organismo, así que estamos comprobando todos los pubs y bares de la zona.
Steele guardó silencio un instante y repasó mentalmente la situación en detalle.
—Pero ¿por qué vendría por aquí sin Tom? Si habían quedado, me sorprende que la perdiera de vista.
Era lo mismo que tenía desconcertado a Tartaglia. Al clavar la vista en las sucias aguas marrones del canal, se le encendió una chispa de inspiración y volvió la vista hacia Steele.
—Quizá Tom llegó tarde o ella se acobardó por algún motivo, antes o después de conocerlo.
Steele arqueó las cejas.
—¿Te refieres a que tal vez se largara?
—Es lo único que se me ocurre, por lo que sabemos de él.
Steele se quedó pensativa.
—Eso lo habría enfurecido, sin duda. Mucho. Además, sentiría un ataque de pánico ante la posibilidad de fracasar y dejar rastro. Tendría que encontrarla y acabar con ella como fuera.
—Si Yolanda cayó en la cuenta de lo que se avecinaba e intentó escapar, sería presa del pánico y no pensaría con claridad. Eso también explicaría que estuviera lo bastante desesperada como para caminar por aquí sola de noche.
Steele asintió, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Tenía que encontrarla. No podía dejarla escapar…
—Sean cuales fueran las motivaciones de Tom, debió de intuir qué camino había tomado Yolanda y o bien la encontró después de que la violaran o es posible que lo observara desde lejos y aguardara su oportunidad.
Steele suspiró.
—Si vio cómo la violaban, seguro que no se sentiría impresionado. Alguien como él no conoce la compasión. Todo esto es un juego infame.
Tartaglia la miró sorprendido. Por la amargura que reflejaba su voz supo que no pensaba sólo en Yolanda, sino en los mensajes que ella misma había recibido y parecía tomarse lo ocurrido en el canal de forma personal. Si era así, había sido muy valiente yendo hasta allí e intentando conocer de cerca lo sucedido. Si se descuidaba, podía acabar obsesionándose con todo aquello. A veces era vital mantener las distancias, pero después de todo lo acontecido entre ellos, se mordió los labios y reprimió el deseo de decírselo.
Steele cruzó los brazos y lo miró.
—¿Dónde crees que la mató?
Tartaglia volvió a mirar en dirección a la lengua de agua que discurría hacia la oscura boca del túnel de Maida.
—No creo que fuera muy lejos con ella. Según ha revelado el análisis forense, había una cantidad importante de GHB en el organismo de Yolanda y muy poca agua en los pulmones, de manera que debía estar inconsciente o casi inconsciente cuando cayó al canal. Mi teoría es que la asesinó muy cerca de donde nos encontramos ahora mismo.
Steele siguió su mirada, con expresión distante, imaginando la escena.
—Coincido contigo —dijo con serenidad transcurrido un instante—. Probablemente tuviera planeado algo distinto, pero se quedó sin opciones y se vio obligado a improvisar.
Tartaglia asintió.
—Creo que hay posibilidades de que alguien viera algo. Y, si las hay, las encontraremos.
—¿Está segura de que el señor Harry Angel se ausentó toda la tarde del miércoles? —preguntó Donovan, intentando reprimir su emoción.
—Segurísima —contestó Jenny Evans echando su pequeña y redonda cabeza hacia atrás—. He tenido la gripe, por eso no la he telefoneado antes.
Donovan estaba sentada a la pequeña barra que había en la parte posterior de Wild Oats, una tienda de alimentos orgánicos contigua a la librería de Harry Angel en Ealing. Aquel lugar olía deliciosamente a una mezcla de café y pan recién horneado, y Jenny acababa de servirle un capuchino grande a cuenta de la casa. Jenny, de pelo corto, gris y sedoso, debía rondar los cincuenta y cinco años. Llevaba una camisa de cuadros rosas con las mangas arremangadas y un delantal blanco impoluto sobre una falda de tweed a media pantorrilla y manoletinas planas. Parecía una mujer resuelta y enérgica; a Donovan le recordó a una maestra de escuela de las de antes. Dio un sorbo de café a través de la gruesa capa de espuma y le preguntó:
—¿Está segura de que era exactamente ese miércoles? Cuando vine, nadie parecía recordar nada.
Jenny apoyó su regordete antebrazo desnudo en el mostrador de pizarra y miró de reojo a la joven escuálida ligera de ropa que despachaba queso a un cliente en la parte delantera de la tienda.
—Es imposible que éstas se acuerden de algo. No es su tienda y se pasan la mitad del tiempo pensando en las musarañas, normalmente en chicos y música pop. Es una bendición que la caja registradora sea la que sume y calcule el cambio, porque, de lo contrario, no sé qué sería de mí. Al menos alguien tuvo la sensatez de no tirar su tarjeta de visita a la basura y de dejarla sobre mi mesa para cuando me reincorporara.
—¿Recuerda a qué hora salió el señor Angel, señora Evans?
Jenny le sonrió con frescura.
—Llámeme Jenny. Todo el mundo lo hace. Harry vino y se tomó un bocadillo y un café alrededor de la una del mediodía; dijo que iba a salir un rato. Me preguntó si podía estar atenta.
—¿A qué se refería?
—Bueno, a veces recibe algún pedido. Yo quería mucho a su abuelo, aunque era un viejo huraño, y no me importa firmar por los paquetes y guardarlos aquí si no estamos muy ocupados. Pero me parece excesivo tener que quedarme al tanto de la tienda, sin que ni siquiera me lo soliciten, durante toda la tarde, como ese miércoles.
—Entonces, ¿se ausentó mucho rato? —preguntó Donovan, asombrada de que Angel hubiera tenido la desfachatez de fingir lo contrario cuando Tartaglia lo había interrogado; quizá pensó que no se molestarían en comprobarlo.
—Sí, lo recuerdo perfectamente. No regresó hasta tocadas las cinco. Yo estaba que trinaba. No me había dicho que estaría fuera tanto rato y sus clientes no pararon de entrar en toda la tarde para preguntarme si sabía dónde andaba. Como es natural, pensando que no tardaría en regresar, les aconsejé que lo esperasen o que regresaran más tarde. Algunos de ellos pensaron que intentaba engatusarlos para que me compraran algo a mí.
—¿Sabe dónde estuvo?
Jenny sacudió la cabeza.
—Ni siquiera tuvo la delicadeza de decírmelo al regresar. Simplemente se metió en la librería y retiró el cartel. Cuando supe que había regresado, fui hacia allí y le eché una buena bronca. Ni se inmutó. Incluso tuvo el descaro de decir que no había estado fuera tanto rato. Cuando se dio cuenta de que no colaba, me agradeció que me hubiera ocupado de la tienda y me indicó la dirección de la puerta con todo descaro.
—¿Le preguntó dónde había estado todo aquel tiempo?
—Ni siquiera lo intenté. No me lo habría dicho. Pero me hago una idea.
Donovan la miró con ojos interrogantes.
—Prometo ser discreta, Jenny.
—Bueno… —Jenny abrió sus pequeños y redondos ojos marrones como si fuera a revelar algún secreto, se acercó Donovan por encima del mostrador y susurró—: Tiene que ser sexo. Estoy segura. Apuesto lo que sea a que tiene una especie de amante y va a echar un polvo de vez en cuando a la hora de comer, sólo que éste se prolongó hasta la hora de la merienda.
—¿Y por qué cree eso? —preguntó Donovan, que ahogó una risita y anotó algo en su libreta.
—Porque Harry va detrás de todas las faldas que entran en su tienda. Su abuelo era igual, incluso después de cumplidos los ochenta. Quizá sea genético o quizá sea por vivir entre todos esos libros viejos y polvorientos.
—¿Le viene a la mente alguna mujer en concreto?
Jenny suspiró como si no supiera por dónde empezar.
—Por ejemplo, Saffron —dijo, señalando con la cabeza a la dependienta que atendía el mostrador de la entrada—. Anduvo detrás de ella durante un tiempo; era muy insistente, aunque ella no le dio pie a albergar esperanzas. Por desgracia para él, Saffron considera viejo a cualquiera que supere los veinticinco años y no le interesan los libros en absoluto. Al final, Harry captó el mensaje.
—¿Le daba la lata?
—¡Y tanto! Pero luego llegó la nueva chica que lo ayuda y ya no le hemos vuelto a ver el pelo.
—¿Se refiere a Annie Klein? ¿Alta, con una melena pelirroja? —añadió Donovan para precisar, al comprobar que a Jenny no le decía nada aquel nombre.
Jenny hizo un gesto en el aire con su regordete dedo.
—Exacto. No recordaba su nombre, pese a que viene bastante a tomar café. Sí, Harry parece estar encaprichado con ella ahora, así que Saffron ya ha quedado descartada.
—Pero ¿cree que pueda estar viéndose con alguien más?
—Los tipos como él son así. No pueden pasar sin eso.
—¿Acostumbra a dejar el señor Angel la tienda desatendida?
—Bastante a menudo. Una o dos veces por semana más o menos. Y cuando sale a una de sus excursiones para comprar libros, puede pasarse fuera todo el día. Al menos entonces pone una nota decente en el escaparate informando de que ha salido. Pero, si tiene previsto estar fuera sólo un rato, deja una nota con un «Volveré pronto» o algo así. Es un poco caradura, opino yo, hacer esperar a la gente cuando uno sabe que va a tardar. A veces me pregunto si intenta cubrirse las espaldas por alguna razón.
—Su información ha sido muy útil —dijo Donovan, al notar la mirada de intensa curiosidad de Jenny. Sin duda, como cualquiera que fantaseara con convertirse en un detective aficionado, a partir de entonces se mantendría atenta a todos los movimientos de Angel, cosa que no les vendría mal—. ¿Le importaría firmar una declaración jurada afirmando que el señor Angel estuvo fuera toda la tarde del miércoles?
Jenny sonrió.
—Claro que no, estaré encantada de hacerlo, si es preciso. La verdad siempre por delante. ¿Se ha metido Harry en algún lío?
Por su expresión resultaba evidente que no le sorprendería que así fuera y le encantaría saber de qué se trataba. Por suerte, parecía no tener ni idea de la seriedad del asunto. Donovan sonrió.
—Sólo estoy haciendo interrogatorios rutinarios. No hay nada de qué preocuparse. Pero le agradezco de todo corazón que haya sido tan sincera. Enviaré a alguien a verla más tarde para que le tome declaración.
Capítulo 30
—Esto es ridículo —se quejó Angel, con los brazos cruzados y los ojos clavados en Tartaglia, que se hallaba sentado frente a él al otro lado de la pequeña mesa—. Se aferran a un clavo ardiendo.
Tartaglia se encogió de hombros.
—Quizá. Pero cuando fui a verlo, usted me dijo que estuvo en la tienda toda la tarde del miércoles. Y hemos descubierto que no fue así. Como sabe, hemos obtenido una declaración firmada de una testigo que afirma que usted no estuvo donde dice en el momento en cuestión.
Estaban sentados en una sala de reuniones de la comisaría de Ealing, donde habían llevado a Angel para prestar declaración. Aferrarse a un clavo ardiendo era una descripción idónea. Todavía no disponían de ninguna prueba sólida que vinculase a Angel con ningún crimen y no había resultado fácil convencer a Steele de la necesidad de volver a interrogarlo. Pero habían sacado el cadáver de Kelly Goodhart del Támesis esa mañana, después de que la policía fuera alertada por el capitán de una gabarra que transitaba por su cauce. El cuerpo se había trasladado por agua hasta el pequeño depósito de cadáveres que había en el río, en Wapping, y un examen superficial había revelado que, aunque llevaba un anillo de casada, no le faltaba ningún mechón de pelo. La familia de Goodhart debería identificar el anillo y ya se había encargado un informe toxicológico completo para verificar que no hubiera GHB ni ninguna sustancia similar en su organismo. Pero, al hallar el cadáver, toda sospecha residual de que Sean Asher pudiera ser Tom se había desvanecido. Angel era el único sospechoso que tenían, el único con un mínimo vínculo con Marion Spear, por tenue que fuera, y, debido a la ubicación de su librería, también con el asesinato de Gemma Kramer. Una vez Donovan hubo explicado resumidamente lo que Nicola Slade y Jenny Evans habían revelado, Steele había accedido a la petición de Tartaglia de detenerlo.
Tras la conmoción y la resistencia que presentó en un principio cuando dos agentes uniformados se personaron en su librería para escoltarlo hasta la comisaría municipal, Angel había dado su brazo a torcer al conocer la existencia de la declaración de una testigo y había accedido a cooperar. Wightman debía encargarse de llevar a la comisaría a Adam Zaleski para comprobar si identificaba a Angel como el hombre que había visto huir a toda prisa de la iglesia en la que había fallecido Gemma Kramer. Por su parte, Donovan había puesto rumbo al norte de Londres para localizar a Nicola Slade con la esperanza de que pudiera reconocer a Angel como el misterioso amante de Marion Spear.
La expresión de Angel se endureció.
—Dice que tienen una testigo. ¿De quién se trata? —Esperó un momento la respuesta de Tartaglia antes de añadir—: ¿De Annie?
Llevaba la culpabilidad escrita en el rostro.
Tartaglia negó con la cabeza.
—Por ahora no puedo revelárselo, señor Angel, pero, desde mi punto de vista, el hecho de que usted no estuviera donde dice que estaba esa tarde me parece sospechoso. ¿Por qué mintió? De acuerdo con nuestra testigo, usted no regresó hasta bien pasadas las cinco de la tarde. Como sabe, estamos investigando un homicidio y…
Angel lo interrumpió, indignado por las implicaciones de aquellas palabras.
—Yo ni siquiera conocía a esa joven. ¿Cómo pueden creer que he tenido algo que ver en eso?
—Lo único que tiene que hacer es explicar qué hizo exactamente durante ese intervalo de tiempo. Es así de sencillo.
—Estaba con alguien. ¿Sabe a lo que me refiero? —preguntó Angel con las cejas levantadas, inclinado hacia Tartaglia y con tono de hombre a hombre, como si su palabra en tales asuntos bastara.
—¿Toda la tarde? Me resulta difícil de creer.
Angel se encogió de hombros.
—Bueno, ya sabe cómo son estas cosas. Empezó con una comida y una cosa llevó a la otra…
—Lo único que me interesa es descartarlo de nuestras pesquisas, pero no puedo hacerlo hasta que compruebe su coartada.
Angel lo miró cansado.
—Lo que ocurre es que es una mujer casada. Le diría su nombre, pero no puedo permitirme que anden ustedes merodeando por ahí con sus calibres número doce alterándola, por no mencionar lo que su marido nos haría a ambos si se entera de lo ocurrido. Es un auténtico capullo.
—Le agradezco la consideración, señor Angel, de verdad, pero no me deja más alternativa, a menos que coopere.
Angel se dejó caer en su silla e hizo un gesto con la mano en el aire, como si intentara cazar una mosca.
—De acuerdo, de acuerdo. Pueden hablar con ella, pero, por favor, dígales a sus hombres que sean discretos.
—Por supuesto. Si esa mujer confirma lo que nos ha contado, no habrá necesidad alguna de que su marido se entere —sentenció Tartaglia, aunque, por lo que a él concernía, las coartadas de los amantes casi siempre eran papel mojado.
Angel puso los ojos en blanco en anticipación al desastre que se avecinaba; luego volvió a inclinarse hacia delante y facilitó a Tartaglia un nombre y una dirección entre susurros, como si las paredes pudieran oírlos.
—No vayan por allí antes de las nueve de la mañana o después de las seis de la tarde —añadió—. Entonces es cuando el rottweiler está en casa.
—Gracias —dijo Tartaglia, quien tomo nota de los detalles y pasó por alto las instrucciones relativas a los horarios. Irían cuando les conviniese y, si Angel se metía en líos por correr detrás de las mujeres, se lo tenía bien merecido—. Ha sido usted muy colaborador, señor Angel. Y para concluir, ¿le importaría someterse a una rueda de reconocimiento?
Angel suspiró cansinamente.
—Supongo que no. Quizás entonces me crea cuando afirmo que nunca he estado ni siquiera cerca de esa puñetera iglesia.
Poco después de tocadas las nueve de la noche ese mismo día, Donovan llegó a la comisaría de Ealing acompañada de Nicola Slade. Nicola estaba tomando una copa con unos amigos en un pub cercano y acordaron que Donovan la recogiera en la puerta del bar y la condujera hasta Ealing.
Nada más entrar en la recepción de la comisaría de Ealing se tropezaron con Tartaglia y Adam Zaleski, que salían de la parte de atrás y parecían enfrascados en una conversación. Donovan tuvo un arrebato repentino de vergüenza y se volvió hacia Nicola para explicarle quién era Tartaglia. Sin dejar de hablar, Zaleski le sonrió fugazmente en señal de reconocimiento mientras salía por la puerta principal a la calle junto a Tartaglia. Por fortuna, Zaleski sabía ser discreto. La única persona a la que se lo había contado, aparte de su hermana, era Yvette Dickenson. Por experiencias pasadas sabía que no diría nada. Además, ¿por qué tendría que contárselo a Tartaglia? No había nada entre Zaleski y ella, y Tartaglia no le había revelado nada acerca de su idilio, o lo que fuera, con Fiona Blake. Los dos podían jugar al mismo juego.
Donovan escoltó a Nicola hasta la sala de reuniones donde debía aguardar hasta que tuviera lugar la rueda de identificación. Nicola parecía cansada. Apoyó el bolso en el suelo y se desplomó en una silla, sin preocuparse siquiera de quitarse el abrigo.
—Me resulta curioso regresar a esta zona de la ciudad —explicó con un suspiro, al tiempo que se apartaba el cabello ralo de la cara con la mano—. Me trae muchos recuerdos. Me refiero a lo que le ocurrió a Marion. Aún recuerdo el aspecto que tenía aquel día, cuando la vi con aquel hombre. Parecía auténticamente feliz, estaba resplandeciente. No puedo creer que esté muerta.
—Esperemos haber dado con el hombre correcto —apuntó Donovan.
Nicola asintió con la cabeza.
—Yo también. No he podido pensar en otra cosa desde que vino a verme.
Donovan le propinó unas palmaditas reconfortantes en el hombro.
—No se torture. No hay nada que pudiera haber hecho por ella. ¿Le apetece una taza de café? Hay una máquina en el vestíbulo.
—Por favor. Solo, con dos azucarillos. Necesito algo que me anime.
La máquina expendedora del pasillo era nueva y, a diferencia de las máquinas a las que Donovan estaba acostumbrada, ofrecía un repertorio extraordinario de opciones. Mientras decidía si elegir un «doble expreso» para Nicola o simplemente un «café normal extrafuerte», Tartaglia se personó a su lado.
—¿Qué tal lo llevas? —le preguntó.
—Está en una de las salas de reuniones —respondió Donovan, al tiempo que tomaba la decisión de tomar un expreso grande—. Los sospechosos estarán preparados dentro de un momento. ¿Y vosotros qué? —No se atrevía a mencionar el nombre de Zaleski—. ¿Ha habido suerte?
Tartaglia negó cansinamente con la cabeza.
—Zaleski no ha identificado a Angel. Dudaba. Dice que el hombre que vio salir corriendo de la iglesia no estaba en la rueda de reconocimiento.
—¡Qué lástima! ¿Y qué hay de la señora Brooke? ¿Crees que merece la pena que la llamemos para probar suerte?
—Dave está de camino con ella en estos momentos, pero no albergo muchas esperanzas. Zaleski vio mucho mejor al hombre y estaba segurísimo de que no se encontraba entre los sospechosos. Angel sigue encausado por el homicidio de Marion Spear, pero ahora ya no hay nada que lo vincule con Gemma Kramer.
Donovan suspiró.
—Bueno, tal vez al final tengamos que afrontar el hecho de que ambas muertes no estén relacionadas.
Tartaglia asintió.
—Pero primero comprobemos qué dice Nicola Slade.
Mientras se bebía el café a sorbitos, Nicola observaba a través del vidrio unidireccional a los diez hombres alineados al otro lado. Caminó de lado a lado y luego se detuvo frente a Harry Angel.
—Me suena —dijo, deslizándose las gafas por su naricilla respingona y observándolo más atentamente—. Sin duda lo he visto en algún sitio.
—¿Recuerda dónde? —preguntó Dono van, esforzándose por disimular su interés.
Nicola negó con la cabeza y luego se volvió hacia Donovan, que estaba de pie justo detrás de ella.
—No lo sé, me resulta muy familiar, pero no es el hombre que vi aquel día con Marion.
—¿Está segura? Tómese todo el tiempo que precise.
Nicola suspiró y volvió a clavar la mirada al otro lado del cristal; se mordisqueó el labio mientras hacía memoria. Luego añadió:
—Lo siento. Lo siento de verdad. —Agachó la cabeza y empezó a llorar; extrajo un pañuelo del bolso, se sonó la nariz con estruendo y se enjugó los ojos con el dorso de la mano—. Quería hacer esto por Marion y he fracasado.
—No hay nada de lo que deba arrepentirse —la tranquilizó Donovan.
La rodeó con el brazo, pese a estar decepcionada porque Nicola no hubiera sido más categórica con respecto a Angel. Deseó que pudiera recordar dónde lo había visto y si tenía algo que ver con Marion Spear, pero la memoria a veces nos juega malas pasadas y no tenía sentido presionaría.
—A veces ocurre —continuó, mientras la acompañaba hasta la puerta—. Al menos, lo ha intentado. La acompañaré a casa cuando se reponga. Quizá más adelante recuerde algo.
Steele cerró la puerta de su piso de un portazo y echó todos los cerrojos; dejó su maletín y su paraguas en un rincón, se quitó los zapatos de un puntapié, que estaban empapados, y arrojó su abrigo sobre el respaldo del sofá para que se secara junto al radiador. Fuera hacía un viento terrible, la lluvia caía como chuzos y se había puesto como una sopa en el breve trayecto desde el coche. Al menos, el piso estaba caldeado, pero se sentía andrajosa e incapaz de mantener la compostura por más tiempo. El destello naranja de la farola inundaba la estancia y corrió las cortinas a toda prisa antes de dar la luz. Encendió el televisor y buscó en los canales hasta dar con un telediario. Lo dejó como ruido de fondo, con la esperanza de que el murmullo la hiciera sentirse menos sola.
El contestador parpadeaba. Había cuatro mensajes y accionó el botón de reproducción. En dos ocasiones habían colgado. Luego oyó la voz de Kennedy.
—Carolyn, ¿estás en casa? He intentado llamarte al móvil, pero está apagado. Siento no haber podido hablar contigo hoy, he estado muy ocupado. Son alrededor de las ocho. Si llegas a casa temprano, llámame. Tal vez podríamos tomar una copa juntos. O puedo acercarme hasta tu piso si lo prefieres.
El cuarto mensaje también era de Kennedy; lo había grabado una media hora antes y sonaba cansado o un poco ebrio, tal vez ambas cosas, a juzgar por cómo arrastraba las palabras.
—Soy Patrick. Llámame cuando llegues a casa. Estoy en el piso. Estaré despierto hasta tarde. Tengo un montón de exámenes por puntuar. Me gustaría hablar contigo.
¿Hablar? Los hombres nunca querían hablar, al menos no cuando una lo necesitaba, cuando anhelaba saber qué les rondaba realmente por esa cabeza tan peculiar que tienen. Patrick tenía un lado femenino más desarrollado que la mayoría de hombres, pero ¿de qué iban a hablar? Si era acerca del caso, podía aguardar hasta la mañana siguiente; y si era de cosas más personales, no le apetecía en absoluto. Por lo que a ella concernía, cuantas menos cosas se dijeran, mejor. Patrick estaba intentando aproximársele, abrirse camino a la fuerza, y ella no estaba dispuesta a permitírselo. Había algo en él que la enervaba, tal vez su intensidad o el hecho de que fuera rematadamente insensible y no aceptara un no por respuesta.
Tener líos amorosos entre colegas de trabajo era habitual cuando uno apenas tenía vida personal. ¿Cómo se suponía que podía encontrarse a alguien fuera, alguien que comprendiera toda la presión a la que estaban sometidos y la soportara? Hasta que Patrick se había cruzado en su camino y la había seducido con sus fantochadas y su inteligencia, nunca había dejado que la besara nadie del trabajo, por no hablar de algo más. Nunca había querido ponerse en tal posición de debilidad ni que nadie tuviera ese poder sobre ella. El temor a las bromas y las miradas de complicidad la habían frenado antes de dar pie a que algo siquiera empezase. Patrick había sido su único patinazo. Tal vez, bajo su fachada, estuviera enojado y buscara vengarse. Pero Steele estaba convencida de que no la dejaría marchar tan fácilmente y se sintió furiosa por haberle pedido su colaboración en el caso.
Borró los mensajes y se dirigió a la cocina. Tras rebuscar en el frigorífico y los armarios algo de comer, encontró un envase de musaca vegetariana en el congelador y la metió en el microondas. Era lo último que le apetecía cenar, pero no tenía nada más y se sentía demasiado exhausta para salir a la calle de nuevo. Clavó la vista en la botella de vino tinto por la mitad que había sobre la encimera. Antes de entrar a trabajar en Barnes, casi nunca bebía por la noche. En cambio, ahora se estaba convirtiendo en un hábito. Pero ¿qué más daba? Tenía que relajarse de algún modo. La descorchó, se sirvió una copa generosa, se la llevó al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y empezó a desnudarse.
Si lograba dormir unas cuantas horas, se repondría, pero sabía que eso era harto improbable y temía la batalla consigo misma que anticipaba esa noche. Algunas personas no eran propensas a las preocupaciones, o tal vez no les dieran tantas vueltas a las cosas, y caían dormidas ipso facto, como si las apagaran. En un momento estaban caminando totalmente despiertas y al siguiente yacían comatosas, como si las hubieran sedado. Era injusto. A ella siempre le costaba trabajo dormir, pero su insomnio había empeorado desde que se puso al frente de aquel caso. Llevaba un tiempo desvelándose a las tres de la madrugada, con las ideas arremolinándosele en el pensamiento, y se había sentido incapaz de volver a dormirse hasta casi las cinco, cuando ya era casi demasiado tarde para hacerlo. No era extraño que se sintiera tan fuera de control, con las emociones a flor de piel, incómoda. Un leve roce y comenzaría a sangrar. Y todo por aquellos condenados mensajes de correo electrónico. Casi podía oír aquella voz desconocida, se la imaginaba susurrándole: «¿Pueblo tus sueños? Soy el amante que siempre has deseado, el que nunca te abandonará». Por mucho que intentara no pensar en ellas, aquellas barbaridades la perseguían como un fantasma.
Se duchó en un abrir y cerrar de ojos, se enfundó en la bata de estar por casa y se dirigió a la cocina, donde la musaca burbujeaba y humeaba en el microondas. La olió incluso antes de atravesar la puerta y súbitamente cayó en la cuenta de que estaba hambrienta. Al desmoldarla sobre un plato se quemó las yemas de los dedos. Luego llenó la copa de vino, se preparó una bandeja y la llevó al salón, donde empezaba la emisión televisiva de Melodía de seducción, con Al Pacino. Ya la había visto, pero no importaba. Cualquier cosa serviría. Se hundió en un sillón, apoyó los pies en la mesilla de centro y devoró la musaca sin apartar la mirada de la pantalla, mientras deseaba en su fuero interno haber comprado un envase de mayor tamaño. Acababa de terminársela cuando sonó el teléfono.
Si volvía a ser el puñetero de Patrick, iba a llevarse una buena bronca. Lo dejó sonar hasta que saltó el contestador. Escuchó su propio mensaje seguido de un clic: quienquiera que estuviera al otro lado había vuelto a colgar. Intrigada, se puso en pie y marcó el 1471, el servicio habilitado para conocer el origen de las llamadas, pero una voz le informó de que el número desde el que la habían telefoneado estaba oculto. Era el maldito Patrick, sin duda. Tenía que serlo. ¿Quién si no la llamaría a aquellas horas, sin dejar mensaje y desde un número oculto? Sabía bien lo que Patrick buscaba. La estaba controlando, comprobaba si había llegado a casa. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo diantre se atrevía? Enterró el rostro entre las manos y reprimió las lágrimas.
Tartaglia estaba a punto de irse a dormir cuando Wightman lo telefoneó, poco antes de la medianoche.
—No hay rastro de Kennedy, señor. Y, no sé en su zona, pero aquí llueve a cántaros. Quizá la lluvia lo haya desanimado hoy.
—Tal vez tenga otros planes —dijo Tartaglia, mientras oía la lluvia azotar el ventanal de su salón y se preguntaba por qué Kennedy no habría aparecido aquel día—. ¡Qué lástima! Me apetecía detenerlo. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Casi dos horas, señor. Steele llegó a casa justo después de las diez. Iba sola y no ha aparecido nadie desde entonces. ¿Quiere que espere un poco más?
—¿Sigue despierta?
—Acaba de apagar las luces del salón. Probablemente esté a punto de meterse en la cama. ¿Quiere que vaya hasta el otro lado y lo compruebe?
—No. Tú y Nick regresad a casa y dormid un poco. Ya lo intentaremos de nuevo mañana.
Steele estaba tumbada en la cama en medio de la oscuridad. Había desoído las instrucciones del envase y se había tomado dos Nytol media hora antes, que había ingerido con el resto del vino que quedaba en la botella. Pero ni siquiera sentía somnolencia. Seguía estando tensa, con los músculos como piedras y la cabeza dándole vueltas y más vueltas. ¿Cuándo empezarían a hacerle efecto los somníferos? El viento sacudía con fuerza la vieja ventana de guillotina de su dormitorio y la hacía traquetear con estrépito, como si una mano invisible la agitara. Le iba a resultar imposible conciliar el sueño con tanto barullo, de modo que se puso en pie, tomó unas toallitas del baño y las embutió en los rebordes de la ventana, hasta que ésta encajó al fin y cesaron el ruido y el movimiento.
Al meterse en la cama oyó un portazo en la puerta principal del edificio, seguido por los pesados pasos de su vecino, que vivía en el piso de la planta baja, justo encima de ella. Escuchó sus pisadas por toda la casa y, transcurridos unos minutos, el crujido de las tablas del suelo al entrar en su dormitorio. Las cortinas de Steele no cerraban del todo por el centro y a través de la ranura vio encenderse la luz en el piso de arriba, que iluminó el jardín posterior como si de un foco se tratara. Aguardó a que su vecino bajara las persianas y se metiera en la cama, pero al cabo de un momento lo escuchó salir de la habitación de nuevo. Un minuto después, una música distante empezó a llegarle desde la parte delantera de la casa.
Así no iba a poder dormir nunca. Se levantó e intentó cerrar del todo las cortinas, pero, al unirlas por el centro, quedó una ranura a cada lado, lo cual parecía dejar entrar aún más luz. Eran de color beige claro y más decorativas que prácticas. Su madre se las había confeccionado a modo de regalo de Navidades hacía un par de años, pero había tomado mal las medidas. Además, eran muy finas. Nunca le había preocupado excesivamente hasta entonces, pero pensó que tenía que hacer algo al respecto. Le sabía mal cambiarlas y concluyó que quizá podía instalar unas persianas. Tal vez podía medir la ventana y encargarlas por teléfono. Si de algo estaba segura era de que no encontraría un momento para dejarse caer por una tienda.
Volvió a meterse en la cama y se quedó mirando la luz del exterior. Sintió ganas de salir. Del piso superior procedía un potente sonido de un bajo. Sonaba a rap o algo por el estilo, era despiadadamente repetitivo y se preguntó cuánto tiempo debía darle a su vecino antes de subir y pedirle que apagara aquella maldita música. Estaba a punto de salir de la cama cuando vio una sombra cruzar la ventana. Había alguien en el jardín de atrás. Estaba segura.
Por un momento, se quedó paralizada, pero luego se puso en pie y cogió su bata, que estaba echada a los pies de la cama. Se la puso a toda prisa y se acercó de rodillas hasta la ventana para echar un vistazo. Intentó echar un vistazo a través de la ranura, pero no vio nada. Temblando, de pie tras las cortinas, esperó en la oscuridad, aguzando el oído. «¿Quieres que vaya a verte? ¿Te gustaría?» ¿De verdad estaría ahí fuera? ¿Intentaría entrar en su casa? De la calle llegaban un sinfín de ruidos extraños, pero era imposible determinar si correspondían a pasos o si era el viento.
Buscó con los dedos el seguro de la ventana para cerciorarse de que estaba bien cerrada y de que los dos engastes estaban en su sitio. Aguardó unos minutos, preguntándose si realmente habría alguien al otro lado. Si volvía a ver la sombra, llamaría al 999, pero no había nada. Quizá la había imaginado. Quizá su nerviosismo le había jugado una mala pasada. La sombra podían haberla proyectado los árboles de fuera, azotados por el viento. Quizá. Se acercó a la cama, tiró del edredón y se lo enrolló alrededor del cuerpo. Tras comprobar que el resto de las ventanas del apartamento estaban bien cerradas, fue al salón, se hizo un ovillo en el sofá y permaneció atenta a cualquier ruido.
Capítulo 31
La mañana había empezado mal para Tartaglia. La lluvia no cesaba y la carretera estaba resbaladiza. Al colarse entre el tráfico cerca del puente de Hammersmith, un todoterreno grande y abollado aceleró y cambió de carril sin poner el intermitente, le cortó el paso, lo había obligado a virar bruscamente y casi lo tira de la moto. Lo había perseguido, maldiciéndolo inútilmente en voz alta. Le dio alcance en el siguiente semáforo y frenó justo al lado. Estaba a punto de dar un puñetazo en la luna para echarle un rapapolvo al conductor cuando vio que quien iba tras el volante era una joven y que el asiento trasero estaba lleno de niños. A través del vidrio empañado, ella le devolvió la mirada y le ofreció una sonrisa dulce y fugaz; era evidente que no se había dado cuenta de su imprudencia. Al ponerse en verde el semáforo, el 4x4 salió disparado y Tartaglia se quedo con una humillante sensación de impotencia.
Se sentía como ese griego al que obligaban a subir una roca hasta la cima de una colina cada día para luego dejarla caer rodando hasta sus pies cada noche. No le salía nada bien. Como ni Zaleski ni Nicola identificaron a Angel, se habían visto obligados a soltarlo y la mirada de triunfo y petulancia en el rostro de éste cuando le dijeron que podía marcharse se le había quedado marcada a fuego. Como era de predecir, la amante había corroborado su coartada. Continuarían azuzándola, pero no tenía muchas esperanzas de que alterara su versión, pues parecía bastante colada por Angel, por alguna razón que él no atinaba a comprender. En cuanto a Kennedy, tenía la suerte de los capullos y la noche anterior había decidido no aparecer.
Al cruzar el puente y pasar junto al lugar desde el que Kelly Goodhart había saltado, redujo la velocidad y rezó una oración en voz baja por ella y otra por Sean Asher. Al menos en el caso de este último, aún había esperanza.
Aparcó la moto en el estacionamiento que había detrás de la oficina y subió por las escaleras a la primera planta. Se sacudió la lluvia del casco y, al abrir la puerta, encontró a Cornish vacilando en el pasillo que había tras ella, con las manos en los bolsillos.
—Vaya, estás aquí, Mark. Estaba mirando por la ventana y te he visto llegar. ¿Te importa venir al despacho de Carolyn un minuto? —preguntó, antes de chuparse los labios; por algún motivo, parecía avergonzado.
—Claro. ¿Qué ocurre? —preguntó Tartaglia, pensando que tal vez Steele se hubiera quejado de él.
—Hay otro correo electrónico. —Cornish bajó la voz y, mientras se dirigían hacia el despacho de Steele, le confesó en un susurro—: Entre tú y yo, creo que está un poco afectada. He pensado que quizás a ti se te ocurriera qué decir. Tú la conoces mejor que yo.
Tartaglia estuvo tentado de decirle que no la conocía en absoluto, pero no tenía sentido hacerlo: a Cornish se le escapaban las sutilezas de las relaciones.
Encontraron a Steele sentada a su mesa, leyendo unos papeles. Cuando entraron en el despacho, ella levantó brevemente la vista a modo de saludo. Parecía más pálida de lo habitual, tenía los ojos inyectados en sangre y abotagados, como si llevara días sin dormir.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Cornish, pasándole a Tartaglia un papel que recogió de una esquina de la mesa.
Para: Carolyn.Steele@met.police.uk
De: slwewxnsehTom98342@hotmail.com
Queridísima Carolyn:
Anoche fui a verte mientras dormías. Estabas muy guapa, con tu cabecita morena apoyada en la almohada. Respirabas profundamente. Parecías una niña, tan inocente y perfumada. Me dieron ganas de enroscarme contigo y enterrar mi rostro en tu cuello y en tus pechos. ¿Soñabas conmigo? Seguro que sí. Te observé un rato. No pude resistir la tentación de darte un beso en la mejilla. Tenía que probar tu piel, tocarla con mis dientes, pero lo hice con mucha delicadeza, lo prometo. Tienes una piel muy tersa, y olías a algo dulce y embriagador. ¿Tal vez a rosas? Seguro que notaste mi caricia, porque te removiste y emitiste un ligero gemido. No quería despertarte, así que me fui sigilosamente. Nos encontraremos muy, muy pronto, cariño mío. Ya no tendremos que esperar mucho.
TU TOM
Cualquier mujer que recibiera un mensaje con un texto tan vil y repulsivo estaría furiosa y se sentiría amenazada. Al estudiar las tensas líneas del rostro de Steele y trascender su falta de reacción, Tartaglia comprobó por fin cuánto la había afectado aquello. ¿Habría visitado Tom de verdad su apartamento? Seguramente, de ser así, de haber entrado, ella lo sabría. Parecía otra fantochada rocambolesca, otra broma de mal gusto. De repente, Tartaglia se preguntó si Kennedy tendría algo que ver en todo aquello.
—Es evidente que se lo ha inventado todo —aclaró Cornish con total naturalidad, intentando quitar hierro al asunto para tranquilizar a Steele—. Pero hemos enviado un equipo forense al piso de Carolyn para que lo revise de arriba abajo. Tal vez puedas instalarte con algún amigo hasta que todo esto acabe.
—¿Hasta que acabe? —preguntó Steele con voz ronca, casi afónica—. ¿Y cuándo será eso? No tengo ninguna intención de acobardarme y dejar mi piso.
Tenía los músculos del rostro rígidos y sus labios dibujaban una delgada y dura línea que traslucía su tensión. Tartaglia estuvo tentado de decirle que nadie pensaría nada malo de ella porque aquello la afectase, que todo el mundo la entendería y la compadecería. Pero estaba convencido de que ella malinterpretaría sus intenciones, sobre todo con Cornish allí delante, impertérrito e impoluto en su traje oscuro, como si las vicisitudes de la vida lo esquivaran.
Tartaglia se distrajo observando cómo la lluvia resbalaba en regueros por el cristal de la ventana mientras rememoraba las palabras de Clarke. «Sedúcela, llévala a tu terreno.» Pero pensó que era demasiado tarde para eso.
—Hay algo que ambos debéis saber —dijo al fin.
No encontraría un momento más oportuno. Lenta y cautelosamente les explicó el asunto de Kennedy y lo que tanto Wightman como él habían presenciado fuera del piso de Steele. Conforme hablaba, vio que la expresión de ésta se endurecía; su rostro fue recobrando el color, hasta tener los mofletes encendidos, como si le hubieran propinado un par de bofetadas.
—¿Me habéis estado espiando? —preguntó, con voz entrecortada; miró a Cornish y añadió—: ¿Tú lo sabías?
—Él no sabía nada —aclaró Tartaglia, antes de que Cornish tuviera tiempo de responder—. Iba a explicárselo si volvía a suceder.
—¿Si volvía a suceder?
—Kennedy no apareció anoche. Dave y Nick esperaron durante un par de horas…
Steele parecía horrorizada.
—¿Has metido a Dave y Nick en todo esto?
—Al igual que yo, sólo querían cerciorarse de que estuvieras bien.
—Así que ellos son quienes merodeaban por el jardín de detrás de mi casa anoche.
—¿Entonces había alguien merodeando por tu jardín anoche? Antes no has dicho nada de eso, Carolyn —intervino Cornish, con tono recriminatorio.
Steele apretó los labios y no respondió.
—Ayer ninguno de mis hombres comprobó la parte de atrás —aseguró Tartaglia—. Se limitaron a vigilar la carretera. Puedes preguntárselo a ellos, si quieres.
—Pues había alguien allí —le rebatió Steele—, de eso estoy segura. ¿No vieron a nadie?
Tartaglia negó con la cabeza.
—Tiene que ser Kennedy. De alguna manera logró esquivarlos.
Pese a que estaba visiblemente conmocionada, a Tartaglia le resultó interesante que no intentara defender a Kennedy o negara que pudiera hacer algo así.
—Y dime, ¿cuándo empezó todo esto? —le preguntó Steele con voz temblorosa por la emoción.
—Después de los dos primeros correos electrónicos. Estaba preocupado por tu seguridad.
—Ésa no me la cuelas.
—Vamos, vamos, Carolyn —la sosegó Cornish, tosiendo para disimular su vergüenza—. Todos estamos sometidos a mucha presión en estos momentos. Sé que no es el método ortodoxo y que Mark debería haber hablado conmigo antes, pero…
Steele lo ignoró. Tenía los ojos clavados en Tartaglia.
—Lo que ocurre es que estabas espiando a Patrick…, a Kennedy y a mí, ¿no es cierto? No tiene nada que ver con los puñeteros mensajes.
Tartaglia negó con la cabeza.
—Tal como te he dicho, estaba preocupado por ti y, por suerte, lo hice. De no ser así, no tendríamos ni idea de a qué se dedica Kennedy por las noches. ¿Se te ha ocurrido por un momento que él pueda estar detrás de esos correos?
—¿Patrick? —Steele lo miró de hito en hito y luego ahogó una carcajada—. Ah, claro, así que él es Tom, ¿no es cierto? ¿De verdad lo crees? El doctor Patrick Kennedy, un psicólogo forense reputado, ejerce de psicópata en su tiempo libre… Debes de estar de guasa.
—Aunque él no sea Tom, podría haberte escrito los correos electrónicos. Hazte una pregunta muy sencilla: ¿por qué te has convertido en diana de ese perturbado? ¿Qué finalidad tienen los mensajes? Quien los escribe quiere meterte el miedo en el cuerpo, conseguir que te sientas vulnerable. Podría ser Tom, pero también podría ser otra persona, alguien que intentara utilizar la situación en beneficio propio para acercarse a ti. Y eso es exactamente lo que quiere Kennedy, ¿me equivoco?
—¿Es eso cierto, Carolyn? —preguntó Cornish.
Carolyn movía la cabeza de lado a lado despacio, sin dar crédito a sus oídos.
—Me cuesta imaginar que pudiera hacer algo tan espantoso.
—Los mensajes los ha escrito alguien que conoce los detalles del caso —añadió Tartaglia, con los ojos clavados en ella—, alguien que, además, cree que te conoce y que sabe cómo desestabilizarte. ¿Y quién mejor que Kennedy, con todos sus conocimientos psicológicos?
—No me lo creo… —contestó ella casi sin poder respirar.
Cornish se rascó la barbilla pensativo.
—Coincido en que suena un poco descabellado, pero desde luego Kennedy conoce bien los correos que Tom les enviaba a las otras niñas.
—Sí —convino Tartaglia—. Y es lo bastante listo como para imitar su estilo.
Cornish asintió.
—Además, ya ha habido bromistas por el estilo en otras ocasiones. Piensa en el destripador de Yorkshire.
Steele permanecía muda, sin atreverse a articular palabra.
—Retomando el correo de esta mañana —continuó Tartaglia—. Dice que te observó mientras dormías. Anteanoche, Dave vio a Kennedy espiarte por una ranura que hay en las cortinas de tu dormitorio. Según Dave, la luz estuvo encendida todo el rato. No sé lo que vio Kennedy, pero tú sí puedes imaginártelo. Quizá te observó mientras dormías.
—Si todo esto es cierto, yo misma me encargaré de ahorcarlo —replicó Steele en voz baja.
Cerró los ojos unos instantes y respiró hondo; parecía superada por la situación. Luego se agachó y buscó un pañuelo en su bolso. Se sonó la nariz con estrépito. Tenía los ojos rojos y Tartaglia cayó en la cuenta de que estaba a punto de romper a llorar. Se volvió hacia Cornish y le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer, señor?
—Es complicado. Kennedy es un académico muy respetado. Resulta difícil de creer que alguien como él enviara esos mensajes.
—Estoy de acuerdo, pero de lo que no hay duda es de que la ha estado espiando. Quizá deberíamos detenerlo para interrogarlo.
—Lo negará —dijo Steele, con la vista clavada en Tartaglia—. Dirá que estaba preocupado por mí, igual que tú.
Hablaba con amargura, pero estaba en lo cierto. Aunque le expusieran lo que habían visto fuera del piso de Steele, Kennedy se lo tomaría a risa. No tenían base suficiente para emitir una orden de registro de su casa y llevarse su ordenador para comprobar si era él quien había enviado los correos.
—Pero algo tenemos que hacer, señor —insistió Tartaglia, volviéndose hacia Cornish. Al percibir sus dudas, añadió—: No creo que Kennedy sea Tom, pero lo que está claro es que no tramaba nada bueno y sigo opinando que podría haber enviado esos mensajes. Si no hacemos nada, nos podría salir el tiro por la culata.
Cornish cruzó los brazos y pareció sopesar el asunto, sin duda imaginando que podía salir salpicado de todo aquello.
—Tienes razón, Mark —sentenció al cabo de un momento—. Tenemos que hacer algo. Será mejor que comprobemos si Kennedy ha hecho algo parecido en el pasado. Y quiero a un equipo de vigilancia externo como es debido frente al apartamento de Carolyn durante las próximas noches, con cámaras y un sistema de alarma integral, con botón de emergencia incluido. Después de este último correo, es lo menos que podemos hacer si Carolyn decide permanecer allí. Iré a disponerlo todo ahora mismo.
En cuanto Cornish abandonó el despacho, Steele se puso en pie lentamente y se dirigió hacia donde se encontraba Tartaglia. Estaba temblando y tenía los puños apretados con tanta fuerza que los nudillos se le habían quedado blancos. Por un segundo, Tartaglia pensó que iba a darle un puñetazo.
—¿Por qué no me dijiste lo que estabas haciendo? ¿Acaso no confiabas en mí?
—Si me hubiera presentado aquí y te hubiera explicado lo que vi la primera noche, no me habrías creído.
—Pero ¿por qué diablos fuiste a mi casa?
Tartaglia dudo. ¿Cómo podía explicarle lo que le había impulsado a acudir hasta su apartamento? Estaba enfadado y quería pillarla saliendo con Kennedy. Ahora le parecía algo detestable y feo, pese a lo que había descubierto. Ella tenía razón. No confiaba en ella, o al menos no lo bastante como para confesarle la verdad.
—Tuve una intuición, simplemente.
Steele enarcó las cejas.
—Uno de tus famosos presentimientos, supongo.
—Esta vez ha estado bien comprobarlo —replicó él, sin hacer caso del tono sarcástico de ella.
—Quizá deberías haber hablado conmigo primero.
—Necesitaba más pruebas. Por eso involucré a Dave y Nick. —Contempló el rostro enojado y pálido de Steele y luego añadió—: No tenía sentido hablar contigo. Por lo que respecta a Kennedy, pareces ciega.
Comprobó que había dado en el blanco.
—Tal vez sí haya estado ciega —convino ella transcurrido un instante—, pero soy tu superiora y, como tal, encuentro tu comportamiento inexcusable.
Tartaglia cayó entonces en la cuenta de que, además de todo lo que le había sucedido, la había humillado, y se sintió terriblemente apesadumbrado.
—No quería avergonzarte y me habría gustado no tener que revelar todo esto delante del superintendente Cornish, pero debes entender que no podía callarme después de leer el mensaje.
Steele se dirigió hacia la puerta y la abrió.
—Ahora vete, por favor, necesito estar sola.
Eran casi las dos de la tarde cuando Gary Jones entró en el despacho que compartía con Tartaglia. Había pasado toda la mañana en Old Bailey, donde lo habían requerido para prestar declaración por un viejo caso Dejo caer una pila enorme de papeles frente al ordenador, se acerco sigilosamente adonde Tartaglia estaba sentado, aparto unos archivos y una pila de discos CD nuevos que acababa de llegar de Amazon con el correo de la mañana y se sentó en una esquina de la mesa.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Tartaglia mientras masticaba el último bocado de bocadillo de aguacate y beicon en pan de chapata que había comprado en una tienda a la vuelta de la esquina y se secaba los dedos en una servilleta de papel.
Jones estiró sus cortos brazos en el aire y bostezó.
—Al final, no me necesitaban para nada. El muy capullo se ha declarado culpable.
—Ojalá todo fuera tan fácil.
—He oído que has conseguido que Cornish le busque las cosquillas a Kennedy. ¿Crees que Steele presentará cargos?
—Supongo que depende de lo que encuentren los equipos forense y de vigilancia. Por el momento, es nuestra palabra contra la suya. Estaría muy bien grabarlo todo con una cámara.
—Sí, pero piensa en el banquete que se iba a dar la prensa en caso de llegar el asunto a los tribunales. Apuesto lo que sea a que ella lo dejará correr.
Tartaglia asintió. No la culparía si lo hacía. Ahora había visto lo frágil que era Steele bajo su coraza. El hecho de exponer su vida privada en público probablemente fuera ir demasiado lejos, aunque Kennedy lo mereciera.
—¿Sabes que Steele se puso furiosa al descubrir lo que habíamos averiguado de Kennedy? Es asombroso. Cualquiera habría dicho que se sentiría aliviada.
Jones meneó la cabeza.
—Bueno, al fin y al cabo es mujer, y ya se sabe que la lógica no es su punto fuerte.
—Yo creo que tampoco habría pensado con claridad de estar en su piel.
Jones se encogió de hombros, sin querer perder más tiempo pensando en aquello. Cogió el envoltorio del bocadillo de Tartaglia y leyó la etiqueta de los ingredientes.
—Deberías prepararte tu mismo los bocadillos, tío —le aconsejó—. Nunca se sabe qué les ponen dentro.
—Gracias, lo tendré en cuenta cuando tenga cinco segundos para hacerme un bocadillo en casa.
—Búscate una novia —le recomendó Jones, hizo una bola con el papel y lo lanzo a la papelera—. Ellas se ocupan de todas esas cosas.
—No se si me compensaría —contesto Tartaglia, sin poder evitar pensar en la esposa de Jones, que se pasaba el día requiriendo su atención y llamándolo por teléfono a la oficina, sin importarle si tenían trabajo o no.
En cualquier caso, ninguna de las mujeres en las que Tartaglia estaba interesado parecía tener tiempo para las faenas domésticas, aunque eso no era algo que lo preocupara. Era mejor encontrar una novia con una mente abierta e independiente y sentido del humor que alguien que supiera planchar y preparar la cena, cosas de las que podía encargarse él sólito.
Jones miró la pila de discos CD que había en la mesa, a su lado.
—¿Te has comprado música nueva? ¿Tienes planeada alguna velada en casa?
—Ésa es la técnica que empleas tú, ¿no?
—No paras de comprarte música. Debes de tener una buena colección…
Jones cogió los dos discos superiores, examinó las carátulas y les dio la vuelta.
—¿Charlie Parker y Humphrey Lyttelton? No me digas que ahora te ha dado por el jazz.
—Estoy a punto de cumplir los cuarenta. He pensado que debía darle una oportunidad. Me gusta ser abierto de miras.
—¿Abierto de miras? Sin duda lo eres, por lo que he oído por ahí. —Jones enarcó sus pálidas cejas y dedicó a Tartaglia algo parecido a una mirada de complicidad, aunque éste no tenía ni idea de a qué venía—. Compra un recopilatorio y no te equivocarás, te lo digo yo —añadió Jones.
—Pues si lo dices tú, que Dios me ampare. Estoy empezando a arrepentirme de haberlos comprado.
—Vaya, y aquí tenemos el Réquiem de Verdi, esto sí que es bueno. —Jones observó la carátula y señaló con un dedo regordete una fotografía—. Mira, este tipo de aquí se parece a ti.
Tartaglia echó un vistazo.
—Es Ildebrando D'Arcangelo, un barítono de Pescara.
—Pues es idéntico a ti, deja que te lo diga. Es asombroso. ¿Seguro que no tienes un gemelo?
—Es muy halagador. Por desgracia, carezco de su voz.
Jones asintió con un mohín compasivo.
—A mí también me gusta la ópera. Canto en un coro desde que era un chaval. ¿Qué piensas de nuestro chico, Bryn? Es el mejor, ¿no crees?
—Sólo lo he visto actuar una vez, pero estuvo fantástico. Ojalá pudiera permitirme ir más veces a la ópera.
Jones siguió explorando la pila de discos, examinando cada carátula como si fuera una rareza.
—¿Quién es Ornella Vanoni?
—Una cantante italiana de los años sesenta.
—¿Y Matchbox Twenty? ¿Y The Editors? ¿Me estoy perdiendo algo?
—Tú limítate a las versiones de los Eagles y no le des demasiadas vueltas al coco —le aconsejó Tartaglia, cada vez más irritado y agobiado por la presencia física de Jones. Le arrebató los discos de la mano y los dejó al otro lado de la mesa—. Y ahora, lárgate, Jonesey, y déjame tranquilo. Tengo trabajo que hacer.
Jones se encogió de hombros y se puso en pie. Caminó pausadamente hasta su mochila y sacó un termo y un par de bocadillos caseros envueltos en papel de aluminio.
—Seguro que tienes gustos católicos, Mark —dijo, dejándose caer pesadamente en su silla y abriendo el envoltorio.
Al cabo de unos segundos de darle el primer mordisco a su bocadillo, el habitual olor a atún y cebolla invadió la estancia.
—Soy católico, así que no es de extrañar.
Tartaglia apartó un poco su silla de ruedas para intentar evitar aquel olor. Jones asintió con complicidad.
—Claro, olvidaba que eres católico de nombre y orígenes. ¿Y con las mujeres también se aplica? —preguntó, tras lo cual propinó otro mordisco a su bocadillo y volvió a mirarlo con picardía.
—Sólo con la música… —aclaró Tartaglia, con una leve sospecha de adónde quería ir a parar.
Era asombroso que ni siquiera las cosas más íntimas pudieran mantenerse en secreto. Si Donovan se había ido de la lengua, iba a asesinarla. Estaba a punto de añadir algo más cuando le vino una palabra a la mente. Católico. Un rayo de luz atravesó la penumbra. Eso era lo que Sean Asher había dicho de Kelly Goodhart: que era católica.
—¿Qué hay de las forenses? —preguntó Jones con la boca llena—. ¿Sobre todo de una pelirroja y…?
—Cállate un momento, Gary. —Tartaglia le hizo un gesto de que lo dejara en paz y, sin casi oírlo, con el pensamiento desbocado, las piezas empezaron a encajar—. Tengo algo. Católico. Has dicho católico.
—¿Y qué? —preguntó Jones sin dejar de mascar.
Tartaglia cerró los ojos con fuerza un momento para intentar borrar la presencia de Jones.
—Acabo de recordar que Kelly Goodhart era católica. Y Marion Spear. Y apuesto lo que sea a que también lo eran Yolanda García y Laura Benedetti. Quizás incluso Gemma y Ellie. Tenemos que comprobarlo. Creo que ahí está la conexión y que la habíamos pasado por alto. ¿Cómo hemos podido ser tan estúpidos?
Antes de que Jones tuviera tiempo de responder, Tartaglia había saltado de su silla, había salido de estampida del despacho y había atravesado corriendo el pasillo hasta llegar a la oficina de planta abierta, donde Yvette Dickenson se encontraba sentada a su mesa, acabando de comer.
—¿Dónde está todo el mundo?
Dickenson se encogió de hombros.
—La mayoría sigue en el canal, preguntando puerta a puerta. ¿Por qué?
—Hazlos venir enseguida. A todos los que puedas. Ahora mismo. Pero espera antes de hacerlo —dijo, al verla levantar el auricular del teléfono—, contéstame a una pregunta: ¿sabemos si Gemma Kramer o Elhe Best eran católicas?
Dickenson lo miró perpleja. Probablemente pensara que se había vuelto loco.
—Gemma no lo sé, pero creo que Elhe sí lo era. Recuerdo vagamente a su madre comentar algo sobre eso. ¿Por qué? ¿Es importante?
—Apostaría lo que sea a que Gemma también era católica. Creo que acabamos de descubrir la relación entre todas ellas. Todas las víctimas de Tom son católicas. Llama a las familias de las chicas y pídeles los nombres de cualquier asociación o coral religiosa a las que pudieran pertenecer.
Dickenson pareció dudar.
—Pero, señor, ya hemos indagado en todo lo relativo a clubes y cosas por el estilo y no había ningún nexo.
Tartaglia suspiró. Quizá no fuera tan simple, pero estaba seguro de estar en la buena senda.
—Si lo único que todas las chicas tenían en común es que eran católicas, seguro que tiene algo que ver con ello.
—¿Se refiere a que Tom podría ser un sacerdote, señor?
Tartaglia negó con la cabeza.
—No, las víctimas residían en distintas zonas de Londres. No habrían tenido el mismo párroco. —Se embutió las manos en los bolsillos y clavó la vista a media distancia mientras intentaba solucionar el enigma. Luego se volvió de nuevo hacia Dickenson—. Dime una cosa, si fueras joven, estuvieras deprimida y te sintieras sola, ¿qué harías?
—Hablaría con alguien, al menos yo.
—Exacto. Pero, si no pudieras hablar con tus padres y si no te apeteciera hablar con tu sacerdote, ¿dónde crees que buscarías consuelo?
—Ya comprobé el Teléfono de la Esperanza y no había ninguna conexión.
Tartaglia sacudió la cabeza impaciente.
—Lo sé, pero quizás haya algo que…, algo específicamente católico que se nos haya pasado por alto. —Suspiró hondo. No sería la primera vez—. Consígueme los nombres y las direcciones de las parroquias de las chicas. Voy a ir a hablar con los párrocos.
Capítulo 32
Un olor familiar a incienso y cera de vela recibió a Tartaglia al franquear las pesadas puertas de la iglesia italiana de Saint Peter, en Clerkenwell Road, donde habían descubierto que Laura Benedetti había acudido a misa en una ocasión. Aunque la numerosa comunidad italiana original de Clerkenwell se había dispersado hacía tiempo, aquél seguía siendo uno de los principales lugares de culto para los italianos residentes en Londres, y él lo sabía bien. Era allí donde se había casado su prima Elisa, y Nicoletta y su esposo, John, que vivían en Ishngton, a escasa distancia, también habían bautizado allí a sus dos hijos unos años atrás.
Echó un vistazo a su alrededor para contemplar aquel interior con ornamentación decimonónica, con sus hileras de esbeltos pilares y arcos romanos. Era un estallido de color, con paneles pintados con imágenes de santos, pan de oro y mármol de colores por doquier y cientos de velas prendidas en las pequeñas capillas laterales. Volvió a asombrarlo lo distinta que era aquella iglesia de las parroquias anglicanas en las que Gemma, Laura y Elhe habían sido asesinadas. Se le ocurrió que quizá Tom hubiera escogido deliberadamente lugares con un ambiente muy distinto a los que las muchachas estaban acostumbradas, lugares que no les recordasen ni a sus familias, ni a sus amigos ni a sus comunidades.
Faltaba más de una hora para que se oficiase la siguiente misa. Aparte de unas cuantas ancianitas repartidas por los bancos más próximos al altar que rezaban con la cabeza gacha, no había nadie a la vista. Tartaglia había telefoneado a Nicoletta antes de acudir. Su hermana, gritando para hacerse oír por encima de los chillidos de fondo de su sobrino y su sobrina, que como siempre andaban a la greña, le había facilitado el nombre de su sacerdote, el padre Ignazio, a cambio de la promesa de que acudiría a comer el próximo domingo pasara lo que pasase con «el maldito caso». Puesto que «el maldito caso» parecía estarse caldeando de nuevo, Tartaglia se mordió los labios y no dijo nada. No tenía sentido volver a discutir; ya se preocuparía más delante de inventar una excusa, si era preciso.
Salió de la iglesia, dobló la esquina y se dirigió hacia la entrada de la oficina de la parroquia, que se hallaba en un callejón lateral. Una viejecita lo condujo hasta una sala de espera pequeña y claustrofóbica que había en la planta baja y le indicó que el padre Ignazio lo recibiría en breve. La sala tenía techos altos y suelos de madera oscura y tosca, y estaba pintada de blanco. Una librería gigantesca repleta de obras religiosas latinas e italianas encuadernadas en cuero recorría toda una pared. El único mobiliario adicional era una mesa de refectorio y un juego de sillas de caoba. En un extremo de la sala colgaba un gran crucifijo, mientras que el otro estaba decorado con retratos de san Vincent Pallotti, fundador de Saint Peter, y dos de sus párrocos.
Transcurridos unos instantes, el padre Ignazio irrumpió en la sala.
—Me han dicho que quería verme —dijo, al tiempo que hacía un gesto a Tartaglia para que se sentara a la mesa, frente a él.
Tenia el rostro bronceado y prácticamente sin arrugas. No parecía mucho mayor que Tartaglia, aunque su cabello moreno mostraba los primeros indicios de canas en las sienes. Alto y delgado, caminaba un poco encorvado y llevaba gafas de montura gruesa con unos cristales gordos que le engrandecían sus ojos oscuros. Tartaglia se presentó y comprobó cómo el padre Ignazio dibujaba una amplia y cálida sonrisa al mencionar la conexión de su familia con la iglesia. Cuando el padre Ignazio empezó a hablar de Nicoletta y su familia, a los que parecía conocer muy bien, cambió a su italiano nativo; tenía un marcado acento napolitano y, de buenas a primeras, a Tartaglia le costó seguir la conversación.
—Por desgracia, he venido por temas policiales —lamentó Tartaglia, de nuevo en inglés, una vez el padre Ignazio hubo concluido.
Mientras Tartaglia le explicaba lo que buscaba y la conexión con Laura Benedetti, el padre Ignazio frunció el ceño, suspiró profundamente y se santiguó.
—He leído acerca del caso en la prensa. ¿De verdad cree que guarda alguna relación con nuestra iglesia?
—Es posible que indirectamente sí. Es lo único en común que tenían todas las víctimas.
Tartaglia le hizo un esbozo somero del perfil de las tres muchachas, pero se guardó de mencionar a Marion Spear y Kelly Goodhart: no tenía sentido enredar aún más las cosas.
—¿Cree que el asesino es católico? —preguntó el padre Ignazio, una vez Tartaglia hubo bosquejado la situación.
—Probablemente, o al menos trabaja para algún tipo de organización católica. Puesto que las muchachas vivían en distintas zonas de Londres, tengo la impresión de que no se trata de una institución local.
El padre Ignazio asintió, algo aliviado.
—Todas estaban deprimidas y posiblemente tenían tendencias suicidas, pero las coaccionaron en esa dirección —prosiguió Tartaglia—. Es posible que en algún momento buscaran ayuda. Tal vez, por algún motivo, no querían hablar con sus párrocos y me preguntaba si…
El padre Ignazio volvió a asentir con la cabeza.
—Si, ya entiendo. Eran muy jóvenes. Es natural. Usted quiere saber si hay algún otro sitio donde hubieran podido acudir.
—Exacto, tanto por teléfono como en persona, algún sitio donde pudieran hablar sin salir del anonimato, donde fuera imposible que sus familias las descubrieran.
—¿El Teléfono de la Esperanza, quizá?
—Ya lo hemos investigado. Pensaba en algo más específicamente católico que las chicas pudieran descubrir en sus iglesias o comunidades locales.
El padre Ignazio se rascó la barbilla pensativamente.
—Bueno, yo conozco varias organizaciones pequeñas que funcionan con voluntarios. Acompáñeme. Creo que hay algunos folletos que podrían interesarle en la entrada de la iglesia.
El padre Ignazio se puso en pie y Tartaglia lo siguió hasta el vestíbulo; atravesaron una pequeña portezuela que conducía directamente a la iglesia y descendieron por el pasillo hasta la puerta principal. El padre Ignazio se detuvo frente a un estante de madera lleno de panfletos informativos.
—Aquí hay unos cuantos —lo informó, recogiendo un puñado de ellos del estante. Los estudió con detenimiento, luego devolvió algunos a su sitio y le entregó uno a Tartaglia—. Quizás esto sea lo que busca. Es el único que encaja con lo que me ha explicado. Es como el Teléfono de la Esperanza, pero católico.
Tartaglia echó un vistazo al panfleto. Correspondía a una organización que se hacía llamar AAC, Asociación de Ayuda Católica. «Tus llamadas son confidenciales», anunciaba la propaganda. No se indicaba ninguna dirección de las oficinas, sólo un número de teléfono. Tartaglia nunca había oído hablar de aquella entidad, pero, al leer por encima la nota publicitaria, le pareció auténtica y, tal como el padre Ignazio había dicho, de espíritu muy similar al Teléfono de la Esperanza. Se imaginó a aquellas muchachas deprimidas llamando a aquel número y a Tom contestando al otro lado del hilo. Todo encajaba. Habían analizado con meticulosidad los registros telefónicos de los hogares de las chicas y habían comprobado cada contacto con organizaciones conocidas como el Teléfono de la Esperanza, pero quizá por desconocimiento o por un error humano se les había escapado la relevancia de las llamadas a la AAC. También era posible que las jóvenes hubieran telefoneado desde otros lugares, como la casa de una amiga o una cabina telefónica pública.
—Tiene pinta de ser lo que buscamos —coincidió Tartaglia, volviendo la vista hacia el padre Ignazio—. Gracias. ¿Por casualidad sabe dónde se encuentran las oficinas?
El padre Ignazio negó con la cabeza.
—Lo único que sé es que están en Londres. He visto sus folletos en otras iglesias. No estoy seguro de que tengan una sede. —Acompañó a Tartaglia hasta la puerta principal y descendió con él las escaleras que conducían hasta la calle—. Es terrible imaginar a alguien abusando de una posición de confianza como ésa para… —No pudo concluir la frase. Clavó la mirada en el pavimento unos instantes, sacudió la cabeza incrédulo y luego alzó la vista de nuevo para mirar a Tartaglia y exhalar un profundo suspiro—. Hay personas malas en todos sitios. Seguramente usted se encuentra con muchas más que yo.
Tartaglia asintió.
—Imagino que sí. Muchas gracias por su ayuda. Lo mantendré al corriente si descubrimos algo.
El padre Ignazio sonrió, tomó la mano de Tartaglia entre las suyas y le dio un apretón sincero y caluroso, mientras le buscaba la mirada.
—Sería agradable que viniera a visitarnos algún día, inspector; ¿por qué no se une al resto de su familia?
Tartaglia le sonrió. Pensó que tal vez fuera algo que había pospuesto durante demasiado tiempo.
—Lo haré, padre, se lo prometo. Muy pronto.
Tras abandonar la iglesia, Tartaglia telefoneó a la comisaría y encontró a Yvette Dickenson aún sentada a su mesa. Ante su inminente baja por maternidad, no le importaba hacer horas extra, pese a que, en opinión de Tartaglia, hacía horas que debería estar en casa con los pies en alto. Le dio los detalles del panfleto para su comprobación.
—Llama a este número y descubre la dirección. Luego envía alguien allí de inmediato. Si no se muestran colaboradores, asegúrales que conseguiremos una orden de registro. Quiero una lista de todas las personas que han trabajado para ellos en el último par de años, en cualquier cargo, pero me interesan especialmente las que contestaban al teléfono. Necesitaremos acceso a sus registros telefónicos. Mientras nos ocupamos de eso, será mejor que comprobemos también las demás iglesias para averiguar si hay algo similar. Llámame en cuanto lo tengas todo.
—Nicola Slade ha telefoneado varias veces para hablar con Sam, ha insistido mucho.
—¿Por qué no contesta Sam?
Se produjo un silencio al otro lado.
—Hoy se ha ido a casa pronto.
Tartaglia notó que Dickenson le contestaba con evasivas.
—¿Qué quería Nicola Slade?
—No me lo ha dicho. Se ha limitado a decir que quería hablar con Sam.
—Y bien, ¿dónde está Sam?
Dickenson hizo una nueva pausa antes de contestar.
—Tiene una cita. —Hubo un segundo de duda antes de añadir, como si la justificara—: Tiene derecho a tener una vida personal, ¿no?
¿Una cita? Era la primera noticia que tenía de que Donovan estuviera saliendo con alguien. Siempre la oía lamentarse por la ausencia total de hombres atractivos.
—Claro que tiene derecho a tener una vida personal, pero quizá no sea éste el mejor momento. Estamos en medio de una investigación, maldita sea.
No estaba seguro de si estaba más enojado desde un punto de vista profesional o personal. No era momento de tener citas. Además, Donovan acostumbraba a ponerlo al corriente de su vida privada, de la poca que tenía, y en ocasiones incluso le pedía consejo. ¿Por qué no le habría contado nada de aquello? Ocasiones no habían faltado.
—Sólo es esta noche —aclaró Dickenson con cierta acritud, como si pretendiera justificarla.
—De acuerdo, de acuerdo, entendido —respondió el un tanto irritado. No tenia sentido enemistarse con Dickenson y que las mujeres de la comisaría se alzaran contra él por intentar impedir que una de ellas disfrutara de un poco de diversión. Intercambiaría impresiones con Donovan por la mañana—. Dame el teléfono de Nicola Slade y yo mismo la llamaré.
Anotó los detalles y colgó. Estaba a punto de telefonear a Nicola cuando le vibro el móvil. Wightman le hablaba desde el otro lado del hilo.
—Señor, tenemos algo —le informó—. Estoy junto al canal y hemos encontrado un pub donde Yolanda estuvo la noche en que fue asesinada. Hay un tipo aquí que ha reconocido su fotografía. Asegura que la muchacha estuvo aquí tomando una copa con un hombre y la descripción concuerda con la de Tom.
Tartaglia hizo una breve pausa, en un intento por serenarse y recomponer su pensamiento. Parecía que iban por el buen camino. Lo presentía. Había un viejo refrán sobre los autobuses…, algo así como que uno puede estar aterido de frío esperando en una parada y no viene ninguno y, cuando está a punto de rendirse y marcharse, de repente aparecen tres seguidos. La vida con frecuencia seguía ese mismo patrón, y las investigaciones tampoco eran muy distintas. Esto era lo que habían estado esperando.
—Dame la dirección —dijo, intentando reprimir la emoción—. Voy para allí ahora mismo.
El Dog and Bone estaba encaramado en lo alto de un puente con vistas al Regent's Canal, cerca del tramo de agua donde Tartaglia se había citado con Steele días antes. El bar estaba a rebosar; el ambiente estaba cargado de humo y sudor y la música sonaba con estruendo a través de los altavoces colgados del techo. La clientela parecía estar compuesta en su mayoría por turistas, con un amplio y bullicioso contingente de australianos o neozelandeses cerca de la barra, aunque Tartaglia no distinguía bien de dónde procedían por sus acentos. A juzgar por las risas y su aspecto general, debían de llevar allí ya un rato y se habían tomado varias cervezas.
Encontró a Wightman sentado en un taburete en un extremo de la barra, charlando con un tipo corpulento de unos treinta y cinco años, con la cabeza rapada y los brazos tatuados hasta el último milímetro. Con una pinta en la mano y las piernas estiradas por delante, el tipo estaba apoltronado sobre unos cojines en medio de un gran sofá de terciopelo, como si fuera el dueño del local.
Tartaglia cogió un taburete de otra mesa y se sentó junto a Wightman y frente a aquel hombre.
—El señor Stansfield estaba aquí el otro día —lo informó Wightman, volviendo la vista hacia él—. Recuerda haber visto a Yolanda con un hombre.
—Así es —corroboró Stansfield, tras lo cual dio un trago largo a su cerveza y se secó la boca con el dorso de la mano—. Estaban sentados justo aquí, donde estoy yo ahora. Yo estaba allí de pie, donde están Paul y Mick.
Stansfield indicó con la cabeza a una pareja de hombres que parecían sus clones y que estaban agrupados alrededor de la máquina de cigarrillos, en el extremo opuesto del bar.
—¿Recuerda si llegaron juntos? —preguntó Wightman.
—Ella estuvo aquí sola un rato y luego apareció ese capullo engreído.
—¿Engreído? ¿A qué se refiere? —preguntó Tartaglia.
—Parecía estar encantado de haberse conocido, aunque era un hortera.
—Mediada la treintena, con el pelo oscuro y corto, de altura media y complexión normal… —Wightman leía sus notas—. Parece nuestro hombre, ¿no crees?
—¿Sí? Pues hablaba con mucha corrección.
—¿Habló con él? —preguntó Wightman sorprendido.
—Estaba a punto de decírselo cuando ha llegado el inspector —aclaró Stansfield, antes de darle un sorbo a su cerveza—. Estuvieron charlando un rato, la jovencita y él.
—¿El pub estaba lleno? —preguntó Tartaglia.
—Sí, más o menos.
—¿Y si usted estaba allí de pie con sus amigos, cómo es que se percató de lo que estaban haciendo?
Stansfield dio un golpe en la mesa con el dedo gordo.
—Éste es mi sitio, ¿entiende? Aquí es donde nos sentamos mis amigos y yo. Trabajamos en la carretera y venimos casi todas las noches. Cuando entré y vi a esa muchacha, pensé: «Vale, ningún problema. No lo sabe». Pero me mantuve al tanto. No me pareció de las que se emborrachan y pensé que se marcharía pronto. Pero entonces apareció ese tipo y se pusieron aquí de cháchara, aunque era él quien más hablaba. Y el tipo no dejaba de ir a la barra a pedir bebidas, para intentar emborracharla, ya saben. Poco después miré hacia aquí y la vi largarse por aquella puerta. —Stansfield señaló con la cabeza en dirección a una de las salidas. Alzó sus cejas casi inexistentes—. No la culpo, pobre chica.
—¿De modo que se fue del bar sin él? ¿Sola?
—Sí, recogió su chaqueta y su bolso y puso pies en polvorosa mientras él pedía en la barra. Lo encontré muy divertido.
—¿Nadie la siguió?
Stansfield negó con la cabeza.
—No, entonces regresó el capullo ése y se sentó a esperarla, dándole vueltas a los pulgares. Me reí un rato al verlo. Estaba claro que la chica no iba a regresar, así que me vine para aquí y me senté en su sitio. «Está ocupado», me dijo él, todo estirado. —Stansfield hizo una mueca e imitó su voz—. Le dije que necesitaba unas gafas nuevas, que, si no me engañaba la vista, allí no había nadie sentado. El tipo tardó un segundo en procesar la información y, cuando lo hizo, no pareció muy complacido. En cuanto cayó en la cuenta de que ella se había largado, se dio el piro.
—¿Dijo algo más?
Stansfield intentó hacer memoria mientras apuraba su pinta y dejaba sobre la mesa el vaso vacío con un buen golpe, como si quisiera recalcar algo. Se aclaró la garganta.
—¿Le apetece otra cerveza, señor Stansfield? —le preguntó Wightman con una sonrisa.
Stansfield asintió con la cabeza.
—Encantado, sobre todo si invitas tú, tío. Está bien que la poli se pague algo, para variar.
—Dígame, señor Stansfield, ¿qué le dijo él? —preguntó Tartaglia, mientras Wightman se ponía en pie para dirigirse a la barra.
Stansfield estiró sus cortos y musculosos brazos sobre el respaldo del sofá y se acomodó.
—Bueno, se puso en plan gallito y me contó la chorrada de que ella se encontraba mal o algo por el estilo, pero estaba claro como el día lo que había ocurrido. A ella no le había gustado ese capullo creído y se había esfumado.
—¿Qué ocurrió entonces?
—El tío se largó de aquí como el rayo.
—¿En qué dirección se marchó?
Stansfield meneó la cabeza.
—No lo sé. Había llegado Tanya, mi chica, y después de eso ya no recuerdo nada —contestó, con una sonrisa amplia que dejó a la vista varias mellas en su enorme dentadura.
—Tendremos que tomarle declaración, señor Stansfield, y también necesitaremos su ayuda para reconstruir un retrato robot de ese hombre. Parece que lo vio bien.
—No hay problema. —La sonrisa le desapareció de repente y frunció el ceño—. ¿Es la chica a la que asesinaron junto al canal hace unos días? —preguntó—. ¿La misma que estaba aquí sentada?
Tartaglia afirmó con la cabeza.
—¡Maldita sea! ¿Y creen que lo hizo el tipo al que vi?
—La investigación aún está en una fase preliminar, señor Stansfield.
Stansfield lo miró con complicidad y sacudió la cabeza.
—Claro, claro, ya lo capto. —Suspiró hondo y se examinó una mancha de comida que tenía en la camiseta, como si acabara de descubrirla en ese preciso instante—. En cuanto lo vi supe que no era trigo limpio. «Pobre chavala», pensé, pobrecilla. —Miró a Tartaglia a los ojos—. Espero que le den su merecido cuando lo encuentren. La cárcel se queda corta para esa gentuza.
—Estoy de acuerdo con usted —convino Tartaglia, mientras se ponía en pie.
Y eso que Stansfield no sabía ni la mitad de la historia.
Capítulo 33
—¿Has vivido siempre en el Reino Unido? —preguntó Donovan.
Adam Zaleski asintió.
—Nací y me crié en Londres, aunque nunca me he sentido inglés. Nunca he tenido la sensación de pertenecer de verdad a este lugar, ni a ningún otro, si te soy sincero.
Estaban sentados a una mesa junto a la ventana en un pequeño restaurante francés que había en Ealing, cerca de donde vivía Adam Zaleski. Habían cenado ostras de entrante y rodaballo con salsa holandesa de segundo, pues Zaleski había escogido los mismos platos que Donovan, cosa que ella había encontrado extrañamente reconfortante. Estaba bien descubrir que al menos tenían los mismos gustos para la comida. Pensó que nunca había comido algo tan exquisito, pero quizá fuera la compañía de él lo que hiciera que todo le pareciera espectacular y asombrosamente embriagador. Era buen conversador, relajado e interesante. No había nada chirriante ni extraño en él y parecía sinceramente interesado en ella, no como algunos hombres a los que sólo les preocupaba hablar de ellos mismos. Su terapia de hipnosis había finalizado y Zaleski había pedido una botella de champán caro para celebrarlo. Y lo más increíble de todo es que no sentía ningunas ganas de fumar. De hecho, cuando alguien de otra mesa había encendido un cigarrillo, había experimentado náuseas.
Apareció el camarero y pidieron el postre: sorbete de frutas y un brandy de ciruela para Donovan y queso para Zaleski.
—¿Tus padres son polacos? —le preguntó ella, una vez se hubo marchado el camarero y antes de darle otro sorbito al champán.
—Mi madre sí lo era, pero está muerta. Falleció cuando yo era muy niño y me criaron sus padres, que me dieron su apellido, Zaleski. Nunca conocí a mi padre. La abandonó cuando descubrió que estaba embarazada.
—¡Vaya, lo siento!
Su respuesta sonó estúpida, pero no se le ocurría nada más que decir.
—Mi madre sólo tenía diecisiete años y no estaban casados —continuó él restándole importancia.
Hablaba con naturalidad, pero Donovan se preguntó qué sentiría de verdad por dentro.
—¿Nunca has tenido la tentación de intentar ponerte en contacto con él?
A Zaleski se le endureció la expresión. Negó con la cabeza y, tras hacer una breve pausa, contestó:
—No quiero verlo. Nunca. Por lo que sé, era un verdadero capullo. Si pudiera, me arrancaría sus genes. Dicen que somos como dos gotas de agua, lo cual es irónico, dados mis sentimientos hacia él.
Donovan lo miró inquisitivamente y se preguntó si debería cambiar de tema, pero le pudo la curiosidad.
—¿Y dices que tu madre murió?
Zaleski asintió lentamente e hizo girar el champán en la copa hasta que las burbujas crepitaron a toda velocidad alrededor del borde.
—Se suicidó. Un abandono consumado, ¿no te parece? Por suerte, yo sólo tenía tres años y no me acuerdo de ella, aunque he visto fotografías.
—Lo siento mucho.
Zaleski suspiró.
—No pasa nada. Ya soy lo bastante mayorcito para haberlo superado o, al menos, para tomar un poco de perspectiva. La mayor parte del tiempo intento no pensar en ello. Es inútil. Lo que pasó, pasó. Por fortuna, había alguien para cuidar de mí.
Se quitó las gafas, las dejó en la mesa y se frotó la cara con las manos. Luego alzó la vista y, por primera vez, Donovan recayó en lo bonitos que tenía los ojos. Eran de color almendra, ni verdes ni marrones, de un tono intermedio. Alargó el brazo y la tomó de la mano, mientras su rostro dibujaba una sonrisa.
—Hablemos de temas más alegres. Cuéntame algo sobre ti. ¿De dónde eres?
Donovan pensó que su mano parecía diminuta entre las de él y, aunque le encantaba notar el tacto de su piel, de repente se sintió incómoda y tuvo un arrebato de timidez.
—Como tú, nací y me crié en Londres. Crecí en Twickenham. Mis padres son profesores, aunque ahora ya están jubilados.
—¿Tienes algún hermano o hermana?
—Una hermana, Claire. Es dos años mayor que yo. Ejerce de abogada en una de las grandes empresas del distrito financiero.
—¿Estáis unidas?
Donovan asintió con la cabeza, al tiempo que se zafaba de la mano de él so pretexto de coger la copa de champán.
—Somos muy diferentes, muy, muy diferentes, pero, en general, nos llevamos bien. Vivimos juntas.
—¿En Hammersmith, no?
—Sí. La casa es propiedad de Claire, pero yo la ayudo a pagar la hipoteca.
—¿Os parecéis físicamente?
Donovan soltó una carcajada.
—En absoluto. Nadie adivinaría que somos hermanas. Ella es alta, mide casi un metro ochenta, y tiene el pelo moreno y rizado. Se parece a mi padre, mientras que yo, bueno… —se encogió de hombros sin concluir la frase.
—A mí me pareces muy guapa —dijo Zaleski, mirándola a los ojos, al tiempo que le cogía de nuevo la mano y se la acariciaba suavemente con los dedos—. De verdad, muy guapa. Tienes una piel muy suave y tersa.
Donovan noto que se ruborizaba y estuvo a punto de decir una tontería, pero antes de que pudiera hacerlo apareció el camarero con su sorbete y el queso para Zaleski.
Tartaglia salía del Dog and Bone cuando le sonó el teléfono. Escuchó muy débilmente la voz de una mujer al otro lado del hilo.
—¿Quién es?
—¿Es usted el inspector jefe Mark Tartaglia? —repitió la voz, esta vez más alto.
—Espere un minuto —contestó él—. No oigo nada.
Salió a la calle y se cobijó de la lluvia en una portería, con el teléfono pegado a la oreja. La mujer, que hablaba atropelladamente, con voz entrecortada, se presentó como Nicola Slade y entonces él recordó que había olvidado llamarla.
—He hablado con la agente de la comisaría y me ha dicho que usted me llamaría —lo informó—, pero, en vista de que no lo hacía, me ha facilitado su número. Espero que no le importe.
—Claro que no. Lo siento. Tendría que haberla telefoneado antes, pero he estado interrogando a alguien.
—No habría insistido, pero creo que es importante y no consigo dar con la sargento Donovan. ¿Recuerda al hombre que dije que había visto con Marion? ¿Ese del que estaba tan enamorada? Bueno, estaba en la comisaría de Ealing. No caí en la cuenta de que era él hasta más tarde —comentó como si nada, ajena a las implicaciones de sus palabras—. Anoche soñé con Marion y…, bueno, esta tarde lo he recordado de repente. Ha cambiado mucho de aspecto, ¿sabe? Ha cambiado la forma de vestir y esas cosas.
—¿Se refiere al tipo de la rueda de reconocimiento?
—No. Ya les dije que no era él. Era el hombre que iba con usted cuando nos tropezamos en la recepción con la sargento Donovan. Usted y ese hombre salieron a la calle juntos. ¿Se acuerda?
Conforme ella hablaba, Tartaglia tuvo la sensación de que lo había azotado una ola de aire gélido y le recorrió un escalofrío. Habían tenido la respuesta delante de las narices todo el tiempo. De repente, todas las piezas encajaron. ¿Cómo podían haber sido tan estúpidos, tan condenadamente estúpidos? Marion Spear. Laura Benedetti. Ellie Best. Gemma Kramer. Yolanda García. Todo encajaba. Quizás hubiera otras de las que ni siquiera tenían noticia.
—¿Está completamente segura de que era el mismo hombre, señora Slade? Es fácil cometer errores.
—Ya le digo que ha cambiado mucho de aspecto —añadió ella, intentando justificarse por no haberlo reconocido antes—, pero estoy segura de que es él. Completamente. Si no, no lo habría telefoneado.
Cuando salieron del restaurante, Zaleski volvió a tomar a Donovan de la mano, la miró y le sonrió.
—Si estás cansada, puedo llevarte a casa. —Hizo una pausa—. Si lo prefieres, tengo un vodka polaco exquisito en el frigorífico, si te apetece tomar una última copa en mi casa.
—Me encantaría —contestó ella con una risita—, no estoy cansada.
—Bien. Está a cinco minutos de aquí.
Zaleski la besó en la mejilla y caminaron de la mano por la carretera.
Ni siquiera el aire helado de la noche podía hacerla aterrizar. Estaba eufórica, y se sentía de maravilla. Tenía la sensación de estar haciendo novillos, con el teléfono móvil desconectado, el busca en casa y todas las preocupaciones del trabajo aparcadas por un momento. Se merecía un poco de diversión para variar, y Adam era tan agradable… Tartaglia se pondría furioso si lo descubría, pero no le importaba. Él no era su niñera.
De camino a casa de Zaleski pasaron por delante de la hilera de comercios donde se encontraba la librería de Angel. Al pasar junto a la puerta, Donovan se asomó al escaparate. La tienda estaba a oscuras, pero, al alzar la vista, comprobó que en el piso de arriba había luz; las cortinas estaban abiertas de par en par y vio a Angel y a una mujer rubia caminando por la estancia. Se detuvo a escuchar los acordes lejanos de una ópera que salían de la casa y se preguntó quién sería aquella mujer y qué estaría tramando Angel.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Zaleski.
—Muy bien —contestó ella, aún distraída, preguntándose si no debería telefonear de nuevo a Nicola Slade y comprobar si había recordado algo.
Quizá debería decirle a Zaleski que sería mejor dejar el vodka para otro día. Estaba segura de que lo entendería y, si de verdad le gustaba, la volvería a llamar.
—Venga, pues, sigamos —dijo, dándole un ligero tirón de la mano—. Vamos a pillar un resfriado de muerte si nos quedamos quietos aquí.
Donovan dudó un instante, sin saber qué hacer. Algo le decía que debía llamar a Nicola Slade.
—¿Qué sucede? —le preguntó él con un punto de impaciencia al tiempo que alzaba la vista hacia la ventana de arriba—. ¿Los conoces?
Donovan lo miró y sonrió.
—No, la verdad es que no… es sólo que, bueno, estamos tan liados ahora mismo que estoy un poco preocupada. Quizá debería volver a casa.
Zaleski la tomó de ambas manos y la miró con gravedad, casi ofendido.
—¿Te lo estás repensando?
—No, claro que no.
Se estaba comportando como una tonta. ¿Por qué arruinar la velada con Zaleski por el condenado caso? Era tarde y probablemente a esas horas Nicola ya estaría en la cama.
—Pues entonces, vamos —dijo él, asiéndola con fuerza del brazo.
Donovan volvió a mirar hacia la ventana de Angel y dejó que Zaleski tirara de ella. No tenía sentido preocuparse por aquello en ese momento. Podía esperar hasta mañana por la mañana, cuando fuera a trabajar, con un poco de suerte no demasiado tarde y sin resaca. Entonces telefonearía a Nicola. Cruzaron la calle principal y caminaron un tramo sobre la hierba.
—Ésa es Pitshanger Manor —explicó él, al pasar frente a una gran mansión dieciochesca apartada de la acera y resguardada por una verja de hierro forjado tras la cual se abría un ancho camino de entrada—. Pertenecía al arquitecto sir John Soane. Por desgracia, ahora es propiedad del Ayuntamiento y no alberga nada que merezca la pena ver.
Donovan asintió, pese a que aquel nombre no le decía nada, salvo por la conexión con la librería de Angel. Angel. ¿Por qué no lograba dejar de pensar en él? De repente se sintió cansada y pensó que debería irse a casa. Aunque fuera demasiado tarde para llamar a Nicola Slade, no sería mala idea dormir unas horas. Además, creyó que, dado su estado de ánimo, sería mejor marcharse sola. Se paró en seco y miró a Zaleski.
—Escucha, Adam, ¿te enfadas si me voy a casa?
—¿Qué te preocupa?
—El trabajo, eso es todo. Lo siento. No consigo desconectar.
—¿Estás segura de que eso es todo?
Donovan vio la decepción reflejada en los ojos de él y, de repente, se sintió culpable por haberlo mencionado. Maldito trabajo. Siempre se metía por medio.
—Te lo prometo. Ha sido una velada estupenda. Gracias.
—Si quieres irte a casa, de acuerdo —dijo él—, pero espero que no sea por algo que yo haya dicho…
Donovan sonrió para tranquilizarlo.
—En absoluto. Créeme, es el maldito caso. Estoy algo preocupada, eso es todo.
Él asintió lentamente.
—Lo entiendo. Tu trabajo es muy importante para ti y debe de ser difícil aparcarlo durante la noche.
¿Importante? Claro que era importante, pero se sentía como una tonta por permitir que se inmiscuyera en su vida de aquel modo.
—¿No te apetece ni una copa rápida? —preguntó él, antes de darle tiempo a responder—. Mi casa está aquí mismo y luego puedo pedir un taxi por teléfono.
Donovan dudó, pero, al ver la mirada de desasosiego en el rostro de él, cedió.
—De acuerdo. Una última copa y ya está.
Zaleski volvió a tomarla de la mano y bordearon el muro lateral de lo que parecía un gran jardín contiguo a Pitshanger Manor. Se abrieron camino por una serie de calles residenciales, flanqueadas por casas de ladrillo rojo de estilo eduardiano y escasa altura, algunas de ellas aterrazadas y otras adosadas nítidamente en pares simétricos.
La zona estaba extrañamente desértica. La única persona a la que vieron era una corpulenta mujer de mediana edad abrigada con un anorak mullido paseando a su pequeño jack russell blanco y castaño. Al pasar junto a ella, el perrito se acercó corriendo a Zaleski y empezó a dibujar círculos alrededor de sus pies, saltando y ladrando, y los obligó a detenerse.
—¿Es que no sabe controlar a su perro? —le gritó Zaleski a la mujer, que había proseguido su marcha, dándole empujones con el pie al perro para alejarlo de él—. Debería llevarlo atado con una correa.
—Lo siento —dijo la mujer, acercándose a toda prisa hasta ellos; se agachó y cogió al revoltoso cachorro en brazos—. Fred no suele comportarse así.
Sonaba ofendida, como si achacara la culpa a Zaleski. Giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas, con el perrillo, que seguía intentando soltarse, bajo el brazo.
—Odio los perros —se justificó Zaleski.
Una vez la mujer hubo desaparecido, se sacudió las perneras del pantalón para eliminar cualquier posible rastro, volvió a tomar de la mano a Donovan y reemprendieron la marcha.
—Ese era muy travieso —observó ella, con la esperanza de distender la situación.
Encontraba fascinante que los perros y los gatos siempre perciban a quien no le gustan. A Donovan le encantaban los perros; de hecho, le gustaban todos los animales, y la reacción de Zaleski le pareció un poco desmedida, casi desagradable, pero no tenía sentido ponerse a discutir. Quizá no se hubiera criado con animales.
Zaleski le dedicó una sonrisa tensa y continuaron paseando en silencio. Dos minutos después, se detuvo frente a una casa pareada de baja altura muy parecida a las demás, abrió una portezuela de madera blanca y se la sostuvo para franquearle el paso. A la madera no le habrían venido mal unas capas de pintura, pero el jardincillo delantero estaba bien cuidado y los cubos de la basura estaban guardados en un cobertizo. Un seto alto y bien podado en la parte delantera separaba la casa de la calle.
—Ya hemos llegado —anunció, arrastrándola de la mano por el corto sendero que conducía hasta la puerta delantera—. Ésta es mi casa.
En cuanto terminó su conversación telefónica con Nicola Slade, Tartaglia telefoneó a Dickenson al móvil. Oyó el sonido del tráfico cuando le contestó.
—Necesito que me compruebes un nombre —dijo Tartaglia.
—Estoy atravesando el puente de Hammersmith; voy de camino a casa.
Era tarde y, dado su embarazo, no la culpaba por ello, pero no era el momento idóneo para marcharse.
—¿Hay alguien más en la oficina?
—Dave y Nick acaban de regresar. Están comprobando la información que me ha facilitado antes. Lo siento, pensaba que podía irme.
—Escucha, esto es urgente. Creo que Tom es Adam Zaleski. Llámales y pídeles que comprueben si trabaja en la AAC.
Hubo un breve silencio al otro extremo.
—¡Zaleski? ¿Se refiere al testigo? ¿Al hipnotizador?
—Sí, claro —contestó él con crudeza, sin tiempo que perder en explicaciones.
—¡Mierda! Sam ha salido a cenar con él.
Tartaglia tuvo la sensación de que se le detenía el corazón.
—¿Qué ha salido a cenar con Zaleski? ¿Cómo diablos…? ¿Dónde?
—No lo sé. ¡Oh, Dios mío!
—Llama a Dave y Nick inmediatamente. Necesito la dirección de Zaleski. Ya. Su casa está en Ealing. Debemos tener sus señas en el expediente. Y envía a una patrulla con una orden de registro. Tenemos que encontrarlo antes de que… —se quedó sin habla al pensar en lo que podía ocurrir.
Dio gracias al cielo por tener la moto. Podía llegar a Ealing en menos de veinte minutos o, con un poco de suerte, hasta en un cuarto de hora.
Capítulo 34
Donovan observó a Zaleski abrir la puerta y lo siguió al interior, donde aguardó a que encendiera las luces del recibidor. Olía a humedad y moho, pero el calor le resultó agradable después del frío aire nocturno. Lo primero que vio fue un gran retrato al óleo de un hombre con una boina y uniforme militar colgado en el pasillo, junto a la puerta. Le recordó a los que había visto en el club polaco.
—Es mi abuelo —explicó Zaleski, que estaba justo detrás de ella—. Fue todo un héroe en su día.
Donovan se dio media vuelta.
—No se parece en nada a ti. De hecho, parece bastante violento.
Zaleski sonrió con tristeza.
—Y lo era. Pero por suerte está muerto. Y mi abuela también. Ésta era su casa. Aquí es donde me crié.
La ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó de un perchero que había en la pared, compuesto por una madera barnizada y unos cuernos de un animalillo a modo de perchas. En el centro había una placa de latón con una inscripción, pero estaba demasiado alta para leerla.
Zaleski la condujo hasta una salita que había en la parte delantera.
—Ponte cómoda. Ahora mismo traigo el vodka.
Donovan se sentó en el sofá y, de repente, se sintió incómoda. La casa de su familia en Twickenham, donde había vivido hasta que empezó a ir a la universidad, era similar a la de Zaleski en cuanto a construcción, pero el ambiente que se respiraba en ella era muy distinto: era una casa ruidosa, caótica y alegre, llena de animales, de gente entrando y saliendo, con el consiguiente desorden y la sensación de que siempre ocurría algo. Allí todo parecía tan formal, desde el duro respaldo y los brazos curvos del sofá, cubiertos por una especie de damasco rojo de aspecto caro, que en su casa no habría sobrevivido ni un día, hasta las cortinas de chintz descoloridas, el bastidor del que colgaban o el gran espejo dorado rococó sobre la chimenea, desproporcionado para aquella estancia tan pequeña, claramente concebido para una casa mucho más grande. Un reloj marcaba las horas de manera casi imperceptible sobre una mesa de juego de caoba que había en un rincón e, inmersa en una luz tenue, Donovan tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo, de haberse adentrado en un mundo aparte. Aquella casa era como un museo, un lugar de exposición, no un hogar. Le costaba trabajo imaginar a Zaleski, ya fuera de niño o de adulto, viviendo allí.
Al cabo de unos minutos, Zaleski reapareció con una bandeja de madera en la que portaba una botella de vodka con una etiqueta de un llamativo color amarillo metida en un cubitera plateada y dos chupitos con las paredes empañadas por el frío del licor. Depositó la bandeja sobre un taburete de madera. El asiento estaba cubierto con un bordado en el que predominaban tonos claros de azul y rojo que dibujaban una especie de emblema, posiblemente perteneciente a la familia. Zaleski le entregó un vaso y se sentó junto a ella. Apoyó el brazo con delicadeza en el respaldo del sofá, por detrás de ella. De repente se sintió emocionada por su cercanía y se preguntó si la besaría, y cuándo.
—Na zdrowie —espetó él, alzando su vaso y brindando con ella—. A tu salud, Sam Donovan.
Donovan sonrió y se bebió medio chupito de un trago, en esta ocasión preparada para notar la quemazón, disfrutándola. Se bebió el resto a sorbitos, a la espera de sentir una oleada de calor.
—Sé que no debería preguntar, pero cómo progresa el caso —dejó caer él a la ligera—. ¿Ese hombre a quien queríais que identificara es el sospechoso?
La miró inquisitivamente, a la espera de su respuesta.
—Sí —contestó ella, tras un segundo de duda—. Al menos, es lo que pensamos.
Sabía que no debía explicar nada, pero hasta entonces él no le había hecho ninguna pregunta y su compañía le resultaba tan agradable… Además, era tan guapo… Temerosa de que pudiera leerle el pensamiento, Donovan intentó concentrar su atención en otra cosa. Empezaba a sentirse un poco aturdida. Tenía que tomar las riendas de la situación, explicarle lo mínimo y cambiar de tema. Apuró el último sorbo de vodka y dejó el vaso en la bandeja.
—Por desgracia, hasta ahora no hemos encontrado nada que lo sitúe en la escena del crimen. Es todo un poco decepcionante.
—Siento no haber sido de ayuda —lamentó él con un encogimiento de hombros—. El caso es que no lo reconocí.
—No pasa nada. Sólo puedes decir lo que viste. Lo que ocurre es que…, bueno, creemos que podemos relacionarlo con dos de los asesinatos —dijo sin querer.
—¿Y qué pasa con el último? Leí en la prensa algo de un asesinato junto a uno de los canales. ¿Están relacionados?
—Sí, sí lo están.
Donovan respiró hondo, sorprendida de que él hubiera establecido esa conexión. Por lo que ella sabía, la prensa aún no lo había hecho. Era suficiente. Tenía que dejar de hablar. Debía de cambiar de tema, pero no se le ocurría qué decir. El pensamiento empezaba a nublársele.
Zaleski sacó la botellita de vodka de la cubitera.
—¿Una más para el camino?
Donovan dudó y luego le acercó el vaso.
—¿Por qué no?
—Parece que empieza a gustarte, ¿no? Eso está bien —celebró entre risas; rellenó ambos vasos y le entregó uno a Donovan. Brindó con ella—. Esta vez de un solo trago.
Donovan hizo lo que le dijo, aunque empezaba a notarse bastante ebria. Al inclinarse para dejar el vaso vacío en la bandeja, no atinó a hacerlo y lo volcó.
—Disculpa.
Zaleski enderezó el vaso.
—No te preocupes.
Por algún motivo que no acertaba a comprender, la bebida le estaba afectando más de lo normal. ¿Tanto había bebido? No recordaba haberlo hecho. Vodka después de champán. Eso era. No debería haber mezclado. No más vodka. Quizá debería decirle que le pidiera un taxi, pero se sentía como una tonta. Él la tomaría por una colegiala que no aguantaba la bebida. Quizá si esperaba un minuto se sentiría mejor. Tal vez podía pedirle un café o un poco de agua. Notó los dedos de él acariciándole el hombro con dulzura.
—¿Y qué hacéis si no descubrís nada? —preguntó él—. ¿Os limitáis a vigilarlo?
Donovan asintió con la cabeza. Empezaba a costarle trabajo mantener los ojos abiertos y controlar los músculos de la cara. Él la estudiaba de cerca. Quizás hubiera adivinado que estaba borracha. Deseó que no pensara nada malo de ella. Lo que más curioso le resultaba es que él había bebido prácticamente lo mismo que ella. Claro que él era un hombre, mucho más corpulento, y el efecto de la bebida guardaba relación con la masa corporal.
—¿Qué pruebas tenéis contra él?
Donovan contestó de manera automática.
—Ahí está el problema… No tenemos mucho a lo que agarrarnos.
Notó que arrastraba las palabras.
Zaleski sacudió la cabeza despacio, se quitó las gafas, las plegó con cuidado y las dejó junto a él en el sofá.
—No, supongo que no.
Con la vista clavada en los dedos de sus pies, Donovan soltó una risita tonta. Sabía que no tenía ninguna gracia, pero no pudo reprimirse.
—No, no tenemos nada, nada de nada.
Zaleski se la quedó mirando un momento y luego preguntó:
—No tenéis ni idea, ¿no es cierto?
No fueron sólo sus palabras lo que la hicieron levantar la mirada lentamente hacia él. Fue el cambio de voz. Súbitamente, su tono se tornó frío y desconocido. Donovan entrecerró los ojos para enfocar la vista. Vio a una persona distinta delante de ella. A un desconocido. Su rostro parecía haberse transformado, metamorfoseado en algo irreconocible. Lo que vio la asustó.
—¿Ni idea?
—Sí. Teníais la respuesta delante de las narices todo el tiempo y no os habéis dado ni cuenta.
A través de la densa niebla en que se habían convertido sus pensamientos, Donovan captó lo que estaba ocurriendo.
—Eres tú… ¿no es así? —preguntó, casi incapaz de pronunciar aquellas palabras—. Tú eres Tom.
Intentó ponerse en pie, pero los brazos y las piernas no le respondían. Notó cómo la agarraba de las muñecas y la volvía a sentar en el sofá.
—No te esfuerces, no vas a ir a ningún sitio.
Donovan sabía que no podía luchar con él. Se sentía como anestesiada. Había perdido el control de su cuerpo y los párpados le pesaban como el plomo. Tenía que conseguir mantenerse despierta. Tenía que hacerlo. Iba a matarla. No podía permitírselo. Tenía que ingeniar algo.
—¿Por qué tú no estás…?
Zaleski sonrió.
—¿Borracho o drogado, como tú? ¿Ahora te das cuenta? Los dos nos hemos tomado dos vasos de vodka, pero yo sigo sobrio. ¡Qué enigma! Voy a ser bueno, te voy a contestar, porque veo que te cuesta llegar a conclusiones y no falta mucho para que caigas inconsciente.
Sus palabras sonaban lejanas, como un eco. Se le cayó la cabeza hacia atrás y la apoyó pesadamente sobre el brazo de él. No pudo evitarlo. La habitación le daba vueltas. Tenía ganas de vomitar.
—¿Drogada…?
Zaleski le tomó el rostro entre las manos y la obligó a mirarlo, clavándole los dedos en las mejillas. Pese a ser consciente de lo que le estaba haciendo, le daba la sensación de que le estaba sucediendo a otra persona.
—Sí, GHB, es una sustancia maravillosa. Una vez entra en el organismo, sobre todo si se combina con alcohol, hace efecto enseguida. Te la he echado en el primer vodka. También hay un poco en la botella, por si acaso. Pero hace tanto rato que estás borracha que ni siquiera te has dado cuenta de que yo no he probado el mío. Mira, aquí está. —Sostuvo el vaso lleno delante de sus ojos, moviéndolo de un lado a otro como un péndulo—. ¿Me oyes aún?
—¿Por qué? —articuló ella con los labios, sin estar segura de haber emitido ningún sonido. «No te duermas, no te duermas», se decía para sus adentros—. ¿Por qué…?
Él la apartó de un empujón y Donovan cayó al suelo. Se dio un golpe en la cabeza con el taburete.
—¿Que por qué? ¿Que por qué maté a todas esas niñas tristes? —Se puso en pie y se acercó a ella. Donovan tuvo la sensación de que su rostro estaba muy lejos, de que la miraba desde un lugar distante—. No existe un «porqué». Las cosas son como son.
Fue lo último que oyó.
Tartaglia estaba cerca de Ealing cuando notó vibrar el móvil en el bolsillo interior de su chaqueta. Aparcó en el arcén, comprobó quién era y le devolvió la llamada a Dickenson.
—Señor, la dirección que me ha pedido está en South Kensington —lo informó con voz aguda y llena de alarma—. Lo he llamado antes, pero probablemente estuviera en la carretera.
—¿En South Kensington?
—Sí. Gary y la patrulla ya están allí, pero no hay rastro de Zaleski. De hecho, no hay rastro de nadie. Parece que pertenece a un edificio de oficinas y todo el mundo debe de estar en sus hogares.
—Vuelve a comprobar el archivo. Zaleski vive en Ealing, estoy seguro.
—Ya lo he hecho, señor, pero ésa es la dirección que nos proporcionó.
Con el corazón a mil por hora, Tartaglia intentó serenarse, pensar con claridad y recordar lo que Zaleski le había dicho la primera vez que lo interrogaron. Estaba convencido de que había afirmado vivir en Ealing, lo cual explicaba que estuviera allí cuando Gemma Kramer había fallecido. «Piensa, piensa —se decía—. Por el amor de Dios, intenta recordar.» ¿Qué había estado haciendo Zaleski? ¿Por qué estaba allí? ¿Qué había dicho? Iba de camino a casa. Sí, de camino a casa e iba a dejar el coche en el garaje…, no, iba a recogerlo, eso era, cuando…
—¡Ya me acuerdo! —gritó—. Zaleski iba a recoger su coche al garaje. Sé que lo comprobamos para corroborar la hora. La matrícula debe figurar en el expediente. Búscala en la base de datos y llámame inmediatamente en cuanto tengas su dirección.
Capítulo 35
Tartaglia aguardaba de pie frente a la verja del número 89 de Beckford Avenue. El piso superior de la casa estaba a oscuras, pero a través de las cortinas de la estancia principal de la planta baja se filtraba luz. No sabía qué hacer. Quizás aún estuvieran cenando por ahí. O tal vez Sam ya estuviera en su casa, metida en la cama. Pero, si no era así… ¿Debería llamar al timbre y comprobar qué pasaba? Si Sam estaba allí, Zaleski podía actuar a la desesperada. El factor sorpresa era la única ventaja con la que contaba, combinado con el hecho de que Zaleski no sabía lo que habían averiguado.
Era una casa pareada con una alta verja a un lado que, intuyó, debía de conducir al jardín posterior. Intentó entrar por allí, pero estaba cerrada. Se sacó el casco, la gruesa cazadora y los guantes y los escondió bajo un seto; se propulsó y se agarró a la parte superior de la estructura de la verja, salto por encima y cayó casi sin hacer ruido al otro lado. En el pasaje lateral, al que no llegaba la luz de la calle, la oscuridad era prácticamente total y apenas veía delante de él. Avanzó a tientas, guiándose por el muro de ladrillo de la casa, de cuyas ventanas no salía luz alguna. Llegó al jardín posterior, donde la visibilidad era algo mejor gracias a la pálida luz de la luna. Logró distinguir una pequeña zona con césped, parterres y una franja pavimentada junto a la casa, bordeada por unos cuantos arbustos en grandes tinas. La única luz encendida era la de una estancia en la parte superior de la casa, y no se oía ningún sonido ni movimiento en el interior. Se quedó observando un momento y detectó una sombra cruzar la ventana. Deseó que se tratara de Zaleski, aunque no sabía si vivía solo o no.
Dos puertas lindaban con el jardín; una era acristalada y de dos hojas y la otra tenía la mitad superior de cristal y correspondía a un pequeño anexo. Primero intentó abrir la acristalada, pero las hojas estaban aseguradas y con las cortinas bien corridas. La otra puerta también estaba cerrada con llave. Tartaglia pegó el rostro al cristal y echó un vistazo al oscuro interior, donde consiguió vislumbrar una mesa o escritorio sobre el que había un ordenador cuya pantalla brillaba con luz trémula e intermitente. Quizás alguien se hubiera dejado la llave puesta; de lo contrario, no estaba seguro de lo que haría a continuación.
Echó un vistazo alrededor en busca de algo duro y detectó un desplantador de aspecto sólido clavado en la tierra de una de las macetas que había junto a la puerta. Se quitó el jersey y lo enrolló alrededor del mango del utensilio para amortiguar el ruido. Asestó un primer golpe al vidrio con el mango, pero tuvo que propinarle unos cuantos más antes de que la esquina de éste se hiciera añicos con un tintineo apagado. Fue arrancando pedacitos de cristal con el borde del desplantador hasta que el orificio fue lo bastante grande para introducir la mano a través de él. Se la envolvió en el jersey y buscó a tientas la llave al otro lado de la puerta, rezando porque estuviera allí.
Notó el metal frío y dio gracias al cielo. La giró, abrió la puerta y entró con sigilo en aquel oscuro estudio, pisando los cristales rotos. Una puerta conducía al recibidor. La abrió con suma cautela, prestando atención a cualquier sonido. Aparte del ronroneo del tráfico a varias calles de distancia, reinaba el más absoluto silencio. La luz de la calle se filtraba a través de los paneles de vidrio de colores que enmarcaban la puerta principal. Junto a ella había un envase de plástico de gasolina y una maleta pequeña. ¿Planearía Zaleski marcharse de viaje? ¿Estaría allí, en aquella casa? ¿Y Sam? Todo estaba tan tranquilo…
En el recibidor había dos puertas. Tartaglia dedujo que una conducía a la sala con la puerta acristalada que daba a la parte del jardín y la otra a la estancia de delante de la casa, pues bajo ella se divisaba un estrecho haz de luz. Quizás estuvieran allí, aunque no oía a nadie hablar. Cuando se arrastraba hasta la puerta para amortiguar el sonido de sus botas en el suelo embaldosado, oyó un paso a sus espaldas y notó el borde de algo frío y duro apuntándole como un dedo en la nuca.
—No se gire, es una pistola.
Tartaglia reconoció la voz de Zaleski al instante. Se encendió una luz y el recibidor quedó iluminado.
—Vaya, es usted, inspector —dijo Zaleski desde detrás—. ¿Qué hace entrando a hurtadillas en mi casa? —preguntó, sin apartar el arma de la nuca de Tartaglia.
—¿Dónde está Sam? Está aquí, ¿no es cierto?
—Está arriba empolvándose la nariz. ¿Qué ocurre? ¿Va a montar un numerito de amante celoso? ¿Acaso es su novia? —Zaleski clavó la punta de la pistola en la nuca de Tartaglia—. Pensaba que le gustarían las mujeres un poco más provocativas.
—Sam es amiga mía.
—¿Cómo? ¿Pretende decirme que daría la vida por una simple amiga?
¿Dar la vida? Cayó entonces en la cuenta de que eso era justo lo que estaba haciendo, pero a pesar de ello se sentía extrañamente sosegado.
—Sí, claro que lo haría.
—Sobre gustos no hay nada escrito. Me sorprende que se preocupe tanto por ella. A mí me parece una putilla bastante vulgar, nada especial.
—¿Está bien? —preguntó Tartaglia desapasionadamente, rehusando darle a Zaleski la satisfacción de reaccionar.
Se pregunto si le estaría apuntando con un arma de verdad o con una réplica, pero pensó que no tenia sentido arriesgarse, a tenor de lo que sabía acerca de Zaleski.
—Depende de lo que usted considere bien. Se ha puesto un poco histérica y he tenido que calmarla, aplacarle el ánimo. Eso es lo que hay que hacer con las mujeres.
—¿Se refiere a drogarlas para hacer con ellas lo que a usted le plazca?
—Deje de intentar provocarme, inspector. No le va. ¿Le gustan las armas? Apuesto a que tiene puntería, ¿me equivoco? —preguntó al no obtener respuesta de Tartaglia—. Ésta es una Luger y tiene una bonita historia. Mi abuelo se la arrebató a un alemán muerto durante la Segunda Guerra Mundial. Lo había matado él, claro está. Le encantaba hablarme de ello cuando era niño. Según parece, fue un asesinato bastante truculento. A mí no me gustan especialmente la sangre y las vísceras, pero opino que las armas infunden sensación de poder. ¿Está de acuerdo conmigo?
—No sé qué decirle —contestó Tartaglia con firmeza.
Mientras intentaba buscar una salida a su situación, se preguntó si eso explicaría que Zaleski hubiera matado a las chicas arrojándolas al vacío en lugar de asesinarlas con sus propias manos. Tal vez no le gustase ensuciarse y prefiriera evitar el engorro que rodea una muerte violenta. Pensó que sólo la distancia del brazo separaba a Zaleski del arma…
—Pues sí, dan sensación de poder —continuó Zaleski—. La situación es la que sigue. Yo tengo el arma, de modo que usted va a hacer lo que le ordene. Saltará cuando le diga que salte. ¿Lo ha entendido? Ahora abra la puerta que tiene delante…, ábrala bien, de un empujón, así, muy bien… Colóquese las manos en la cabeza, camine lentamente y siéntese en el sofá. No intente hacer ninguna tontería —añadió, al comprobar que Tartaglia dudaba en el umbral de la puerta, en un momento en que se preguntó si tendría tiempo de cerrársela en las narices a Zaleski y atrincherarse hasta que llegaran los refuerzos.
»La Luger es un poco antigua, pero funciona a la perfección y tengo una puntería endiablada.
Tartaglia abrió la manecilla de la puerta y, en cuanto entro en el salón, echo un vistazo rápido a su alrededor en busca de algún medio para defenderse o huir. No lo había. Era un lugar peculiar, lleno de adornitos y muebles marrones antiguos y espantosos. Un extraño olor a polvo impregnaba el aire e indicaba que la estancia no se utilizaba ni se aireaba habitualmente. Al darse media vuelta y sentarse se encontró de frente a Zaleski por primera vez. Estaba de pie junto a la chimenea, arma en mano, y le apuntaba directamente al corazón.
Zaleski llevaba un abrigo oscuro, bufanda y guantes de piel. Parecía a punto de marcharse. La bolsa junto a la puerta. La gasolina. ¿Qué tendría pensado hacer Zaleski con esa gasolina, si es que lo era? Se había quitado las gafas y tenía un aspecto distinto, mucho más duro y seguro de sí mismo. Su rostro parecía más tosco y afilado, de líneas más pronunciadas. Era un poco más bajo que Tartaglia y posiblemente no fuera tan rápido ni estuviera en tan buena forma física. En circunstancias normales, Tartaglia no habría dudado en abalanzarse sobre él. Pero había un arma. Y estaba Sam.
¿Dónde estaba Sam? ¿Por qué se habría dejado seducir por Zaleski? Las mujeres solteras con demasiada imaginación y tiempo libre para pensar eran un peligro para ellas mismas y para los demás. Deseó que le hubiera explicado algo, cualquier cosa. Pero ¿qué habría hecho él? ¿Reprenderla? ¿Recomendarle que no viera a Zaleski? No habría servido de nada. Sam era una mujer hecha y derecha y lo habría mandado a tomar viento. Al menos, si Zaleski estaba allí, había esperanzas de que siguiera con vida. Posiblemente estuviera en algún sitio en el piso de arriba.
—Es una lástima que se haya colado en mi casa y haya intentado echar a perder mis planes de esta manera —lamentó Zaleski, con un tono repentinamente más urgente—, justo cuando Sam y yo estábamos a punto de entendernos.
—¿Sigue viva?
—No pierda el tiempo preocupándose por ella —le recomendó Zaleski, que se relamió mientras estudiaba a Tartaglia, con el arma aún encañonada a su pecho—. A ver, ¿qué demonios se supone que voy a hacer con usted ahora? Ha sido muy inoportuno de su parte aparecer así. Se va a hacer tarde…, tarde para una cita muy importante. La señorita Donovan está esperando y no quiero decepcionarla.
Era una pregunta retórica, pero Tartaglia quería dilatar al máximo la situación, entretener cuanto pudiera a Zaleski.
—Usted trabaja para la AAC, ¿no es cierto? ¿Fue así como encontró a todas sus víctimas? Es uno de los voluntarios de la línea de ayuda, ¿me equivoco?
Notó la sorpresa en los ojos de Zaleski.
—Vaya, vaya. Veo que ha hecho los deberes. Buen trabajo: ha encontrado la conexión. Veo que está más al tanto de lo que yo creía.
—Acudieron a usted en busca de ayuda y apoyo, y usted las asesinó. ¿Por qué motivo?
—¿Por qué todo el mundo quiere saber el porqué? Es como en la naturaleza. Cuando uno está hambriento, come.
—Eso es una bazofia y usted lo sabe perfectamente.
—Querían morir conmigo. Me lo suplicaron, lo estaban pidiendo a gritos. Yo sólo les puse las cosas más fáciles.
—Lo encerrarán de por vida por lo que ha hecho.
—No se puede colgar a nadie por intentar ayudar. Además, ¿qué pruebas tienen? Si ha leído los correos electrónicos que me enviaron ellas, habrá comprobado que todas querían morir.
—Pero Sam no.
—Esas zorras eran bombas de relojería. Se echaban toda la culpa a la espalda. Yo sólo les hice un favor.
—Marion Spear no quería morir.
Volvió a detectar un destello de sorpresa en el rostro de Zaleski.
—Caramba, inspector, estoy muy impresionado. Debo admitir que la pequeña Marion era distinta, pero no nos pongamos pedantes. Era una de esas pesadas que no lo dejan solo a uno ni a sol ni a sombra. Me hacía sentir claustrofobia. Tuve que buscar una solución.
—Y la mató sin más, sin todas esas patrañas de falso suicidio.
—Al igual que todas las demás, quería morir, eso se lo aseguro. Decía que se suicidaría si la dejaba. Créame, es mejor que esa maldita llorona esté donde está.
—Está enfermo.
—Bueno, ya basta de cháchara. No tengo tiempo. Quédese donde está. No se mueva.
Zaleski se dirigió a toda prisa hacia una pequeña mesa que había en un rincón, con los ojos clavados en Tartaglia, sin un pestañeo. Había allí una cubitera y Tartaglia lo observó sacar una botella de líquido transparente de ella y llenar un vaso de chupito hasta el borde. Sin apartar el arma, depositó el vaso en un taburete que había frente al sofá y lo empujó con cuidado hacia Tartaglia con el pie.
—Bébaselo —ordenó—. ¡Ahora! —gritó al ver que Tartaglia no lo obedecía.
¿Qué demonios podía hacer? Era evidente que aquella bebida contenía droga. Si conseguía que Zaleski se aproximase un poco más, quizá tendría una oportunidad, pero se había alejado de nuevo y volvía a estar junto a la chimenea, apoyado de espaldas y con la cabeza reflejada en el espejo que colgaba sobre ella. Tenía que conseguir tiempo, era su única baza. Conseguir tiempo. Con suerte, su equipo no tardaría en llegar.
Tartaglia se inclinó hacia delante despacio y agarró el vaso. Estaba frío y húmedo al tacto. Al levantarlo, vio un rastro de pintalabios en el borde y se preguntó si sería de Sam.
—¡Bébaselo de una vez! —volvió a gritarle Zaleski—. No tengo tiempo para estupideces.
Tartaglia se llevó el vaso a los labios y probó aquel líquido congelado con la punta de la lengua. Parecía vodka aromatizado. El GHB no tenía sabor. Y no tenía sentido especular con la dosis que había vertido.
—Bébaselo de un solo trago —le indicó Zaleski—. Así es como lo hacemos los polacos, ¿sabe?
Pensó en arrojárselo a la cara a Zaleski, intentando hacer puntería en los ojos y cegarlo un instante para embestirlo y arrebatarle el arma. Pero Zaleski no apartaba la vista de él ni un segundo y no había modo de distraerlo. Si el arma estaba cargada de verdad y funcionaba bien, Tartaglia sabía que no tenía ninguna posibilidad de salir con vida. Sin embargo, si no intentaba nada, si simplemente se bebía el vodka y caía inconsciente, ¿qué sería de Sam? Zaleski la mataría, de eso estaba seguro. Los mataría a ambos. Tenía que entretenerlo. Hacer tiempo. Era la única opción.
—¿Y qué me dice de los correos que usted le envió a Carolyn Steele?
—¿Se refiere a la policía? ¿A la que salió en Crimewatch?
—Sí, le envió varios mensajes.
Zaleski meneó la cabeza, con cara de auténtica sorpresa.
—No fui yo. ¿Por qué iba a hacerlo? No es mi tipo.
Si no había sido Zaleski, tenía que ser Kennedy, aunque Tartaglia no tenía claro si seguiría con vida para comprobar cómo se llevaba su merecido.
—Sam tampoco es su tipo. Suéltela.
Zaleski soltó una carcajada.
—¿Qué no es mi tipo? Vaya, eso sí que es interesante. No lo había pensado. Sin embargo, creo que no tengo un prototipo de mujer, ¿sabe?
—Sí, claro que lo tiene. Le gustan las mujeres débiles y vulnerables, tan solitarias y deprimidas que harían lo que usted les pidiera. Lo mismo le sucede con el arma. Le hace sentir que tiene el control de la situación, ¿no es cierto? Lo hace sentirse más como un hombre de verdad.
La expresión de Zaleski se recrudeció. Blandió la Luger en el aire y gritó:
—¡Cierre el pico! Deje de hablar de esas malditas zorras y bébase eso.
—No es usted más que un cobarde, un pelele sin carácter y pusilánime que…
—¡Cierre el pico de una puñetera vez y beba! —chilló Zaleski.
—Si quiere que me beba esto, tendrá que venir aquí y dármelo usted mismo.
—Vaya, así que ahora va de tipo duro… Debe de haber visto muchas películas de polis. Pero no estamos en una película. Esto es la vida real y usted va a morir. —Zaleski lo observó un instante y sopesó qué hacer a continuación; luego apartó el taburete de un puntapié—. Deje el vaso en el suelo y póngase de rodillas, con las manos en la cabeza.
Apuntó al suelo, delante de él.
Manos en la cabeza, de rodillas… Como si se tratara de una ejecución. Tartaglia supo que no tenia nada que perder.
—¡Al suelo he dicho! —gritó Zaleski.
Ahora. Había llegado el momento. Con la cabeza gacha y los ojos clavados en las piernas de Zaleski, suspiró y empezó a arrodillarse lentamente. Pero a medio camino, se propulsó hacia delante en el aire y lo embistió. Zaleski cayó de espaldas y se dio un golpe con algo. El arma se disparó. Tartaglia notó un dolor agudo en la sien y todo quedó a oscuras.
Capítulo 36
—Vaya, parece que los dos os lo habéis pasado muy bien sin mí —exclamó Clarke con tono desenfadado desde la posición horizontal de su cama de hospital.
—Sí, nos aburríamos sin ti y decidimos echarle un poco de pimienta a la vida —respondió Tartaglia.
Era domingo por la mañana, dos semanas después de lo ocurrido, y Tartaglia y Donovan habían decidido ir a visitar a Clarke de camino a la comida en casa de Nicoletta. Clarke tenía mucho mejor aspecto que la última vez que Tartaglia lo había visto, apenas dos semanas antes. Había recobrado el color y parecía tener bastante más energía y ganas de vivir, aunque apenas podía mover la cabeza. Tartaglia había tomado prestadas dos sillas destartaladas de otra sala del hospital y él y Donovan estaban sentados junto a la cabecera de la cama de Clarke. Tartaglia le estaba narrando los detalles de todo lo ocurrido. Donovan lo escuchaba en silencio prestando mucha atención con la cabeza gacha, sin apenas añadir nada.
—Me alegra que le quitéis hierro al asunto —intervino Donovan de repente—, sobre todo tú, Mark. Me sorprende mucho.
—Lo siento —se disculpó Tartaglia, que la tranquilizó con unas palmaditas en la mano.
Lamentó ser tan animal, tan insensible. Donovan le dedicó una sonrisa irónica y clavó la mirada en el suelo. Tenía los dedos entrelazados con fuerza sobre el regazo.
¿Quitarle hierro al asunto? ¿Qué otra cosa podían hacer? Había sido una metedura de pata de principio a fin. Él… ellos… ambos tenían suerte de seguir con vida. Y Zaleski había huido sin dejar huella. Cuando el equipo llegó a su casa en Ealing, la encontraron ardiendo, llena de humo y gases despedidos por la gasolina, con las llamas lamiendo la puerta principal. De haberse retrasado un cuarto de hora más, habría sido demasiado tarde para Tartaglia y Donovan.
Tras descubrir la moto de Tartaglia aparcada fuera y su chaqueta y casco bajo el seto del jardín delantero, Gary Jones había insistido en entrar a por ellos y se había negado a esperar a que llegasen los bomberos. Él y Nick Minderedes habían echado abajo la puerta principal y, con las chaquetas en la cabeza, habían entrado y encontrado a Tartaglia y a Donovan tumbados uno al lado del otro en el suelo, en el salón, aparentemente muertos.
Aún en estado comatoso, Tartaglia y Donovan habían sido trasladados al hospital. Aparte de la inhalación de humos y un tajo profundo en un lado de la cabeza de Tartaglia que le había provocado de rebote la bala que había salido disparada de la pistola de Zaleski, ninguno de los dos había sufrido ninguna lesión física grave ni duradera. Aunque, cuando Donovan recuperó la conciencia seis horas después, se quejó de padecer la peor resaca de su vida. Ambos habían permanecido hospitalizados en observación un par de días y luego habían recibido el alta.
Pero ahí no acababa todo. Tartaglia no dejaba de reconstruir con el pensamiento aquel episodio una y otra vez. Veía a Zaleski de pie, sonriendo, apuntándole con el arma al pecho y recordaba sus palabras a la perfección: «Es como en la naturaleza. Cuando uno está hambriento, come». Aquélla sería posiblemente la mejor explicación que obtendría nunca. Si la bala no le hubiera rozado la cabeza, habría atrapado a Zaleski, de eso no le cabía duda. Se habría abalanzado sobre él, le habría asestado un par de puñetazos en la cara y lo habría inmovilizado hasta que hubieran llegado los refuerzos. Pero no servía de nada seguir torturándose con lo que podría haber hecho. Las cosas no habían salido de ese modo. Al menos, al atacar a Zaleski consiguió un poco más de tiempo y tanto él como Donovan habían podido salvar la vida. Probablemente aquél fuera el mejor placaje de rugby que había hecho en toda su vida, pese a tratarse de un consuelo minúsculo frente al hecho de que Zaleski hubiera escapado.
Para Donovan la pesadilla tampoco había terminado. Tenía la sensación de que un oscuro nubarrón la había rodeado y no dejaba penetrar el aire ni la luz en su vida. Había rechazado todos los ofrecimientos de ayuda psicológica profesional, parecía haberse replegado en sí misma y tenía el ánimo por los suelos. Por insistencia de Claire y sus compañeros, se había tomado una semana de vacaciones, pero decidió regresar al cabo de tres días, a pesar de que estaba claro que aún no estaba lista para ello. Sin embargo, era peor quedarse en casa, había confesado, sobre todo porque lo que le ocurría no era físico, sino mental. En un momento de paz, le había confesado a Tartaglia que le daba pavor quedarse sola e irse a dormir porque preveía las pesadillas que tendría. Aunque le resultaba doloroso verla lidiar con su vida rutinaria, ir al trabajo y regresar a su casa perdida en su propio mundo, Tartaglia entendía que quisiera seguir como si nada. Extrañamente, Donovan se culpaba por todo lo ocurrido, incluso por la huida de Zaleski, y nada de lo que él o cualquier otra persona le dijera conseguía hacerla cambiar de opinión. Lo único que podía hacer por ella era mantenerla ocupada, distraerla y esperar a que el tiempo la ayudara a sanar.
Al menos la idea de ver a Clarke le había alegrado un poco la cara. También le apetecía acudir con Tartaglia a casa de Nicoletta, para protegerlo de cualquier plan maquiavélico que hubiera urdido su hermana de buscarle novia. En realidad, la idea casi le divertía y sentía curiosidad por conocer a Nicoletta. Por primera vez desde la noche en casa de Zaleski, parecía haber hecho un esfuerzo por ponerse guapa; se había maquillado, llevaba una falda corta y un suéter de cuello cisne negros e iba calzada con unos zapatos de ante morados de tacón de aguja sujetados tan solo por un par de tiras. Tartaglia nunca la había visto con falda antes y comprobó que tenía unas piernas bonitas. Le habría gustado decirle que estaba muy guapa, pero pensó que tal vez lo último que ella necesitara oír fuera algo tan trivial y superficial.
—Entonces, ¿no hay rastro de Zaleski? —preguntó Clarke con un resoplido.
—No —respondió Tartaglia—. Su nombre aparecía en la lista de pasajeros de un vuelo de Air France con destino a París para esa misma noche, pero ahora mismo podría estar en cualquier otro sitio.
Miró de reojo a Donovan y comprobó que seguía con la vista clavada en el suelo y la mente en otra parte.
—Una vez apagado el fuego, registraron su casa en Ealing, así como otro apartamento pequeño que descubrimos que tenía alquilado por la misma zona —continuó—. También inspeccionamos su despacho en South Kensington pero no encontramos nada. El ordenador que debió de utilizar para enviar los correos electrónicos había desaparecido y no había ni rastro de los trofeos, ni de los mechones de pelo ni de los anillos ni de nada que lo relacionase directamente con los asesinatos de las víctimas, aparte del hecho de que trabajaba como voluntario a media jornada para la AAC. Sabemos cómo trababa conocimiento con ellas, pero hemos repasado los registros telefónicos de las chicas una y otra vez y no existe ninguna prueba directa de que llamaran a la organización o hablaran con él. Suponemos que utilizaban un teléfono público o el teléfono de otra persona. Kelly Goodhart es la única que sabemos a ciencia cierta que llamó a la línea de ayuda; lo hizo desde el teléfono de su bufete, aunque nos llevó un tiempo rastrearlo.
—Entonces, ¿no tenemos nada que lo inculpe? —preguntó Clarke con otro resoplido.
—Solo estamos rozando la punta del iceberg. Probablemente haya más mujeres de las que no tentemos constancia y sospecho que probablemente también asesinó a sus abuelos, pero no tenemos pruebas que lo demuestren. Me temo que lo máximo que podemos achacarle es intento de homicidio de dos agentes de policía.
Antes de que Clarke tuviera tiempo de añadir nada, una enfermera fornida de mediana edad irrumpió en la habitación y se acercó a la cama.
—Será sólo un minuto, señor Clarke —dijo, al tiempo que corría con brío las cortinas alrededor del inspector jefe, sin más explicación.
La enfermera tenía un marcado acento irlandés y algo en su forma de proceder y en su físico en general, además del brillo implacable de sus ojos, hizo que Tartaglia se acordase de una monja que en su día le había enseñado el catecismo y le había golpeado los nudillos con una regla cada vez que cometía un error.
—Momento de las abluciones matinales —gruñó Clarke desde el otro lado de aquella pantalla verde—. Es el punto álgido de mi día.
Donovan se excusó para ir al aseo y Tartaglia aguardó pacientemente junto a la cama de Clarke, oyendo todo tipo de ruidos de palmadas y frufrús, acompañados por más gruñidos y resoplidos por parte de Clarke.
—¿Has hecho las paces finalmente con la nueva inspectora jefe? —preguntó Clarke al cabo de un momento.
—Más o menos —contestó Tartaglia, recordando el viernes anterior, cuando Cornish había realizado una visita relámpago a la comisaría de Barnes y había anunciado al equipo congregado que Steele sustituiría de forma permanente a Clarke. No cogió por sorpresa a nadie, pero el silencio interrumpido por murmullos dejó claro que no era un anuncio bien recibido—. Me acordé de tu recomendación y le compré un ramo de flores cuando lo supe. Creo que eso ayudará a tender un puente.
—Muy bien hecho. Veo que estás aprendiendo. Les encantan las flores.
—Tuvo la decencia de darme las gracias y no regodearse en su nombramiento. No sé qué esperaba de ella, pero al menos fue educada. Le dije que deseaba que pudiéramos dejar atrás nuestras discrepancias y me contestó que también ella así lo esperaba, con ese tono de voz cortante que emplea cuando no le interesa algo o tiene prisa.
—Vaya, vaya, así que ya la tienes en el bote.
—Tiene gracia que menciones lo del bote. Cuando regresé a su despacho poco después para tratar otro asunto, vi las rosas en la papelera. No les había quitado ni el celofán. Te juro que me habían costado una fortuna.
Clarke soltó una risotada espasmódica desde detrás de la cortina.
—¡Las mujeres son imposibles! Son todas unas desagradecidas. Cuanto mejor se porta uno, peor se comportan ellas. Al menos lo has intentado…
—Supongo que sigue enfadada por lo de los correos electrónicos y lo sucedido con Kennedy. Aunque no va a denunciarlo por espiarla, es posible que le caiga una pena de cárcel por enviar esos mensajes falsos.
—Es una mujer rara…
—Sí, sabía que vi lo que había hecho con las flores y ni siquiera se disculpó. Cuando fui a su despacho a la mañana siguiente, encontré las flores sobre su mesa, como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Lo ves? Te dije que Carolyn también tenía un lado sensible…
—Es posible —contestó Tartaglia, asintiendo lentamente con la cabeza.
No se había dado cuenta de cuánto le había afectado a Steele toda aquella situación, de en qué medida se había tomado todo aquello como algo personal. Tartaglia no era muy ducho averiguando lo que pensaban las mujeres y Steele en particular le parecía impenetrable. No era la primera vez que se preguntaba si la habría malinterpretado en todo momento y si tal vez él también fuera en parte culpable de los problemas que había habido entre ambos.
—Creo que los del servicio de limpieza se compadecieron de las pobres rosas, las recuperaron y Steele no tuvo las agallas de volverlas a tirar a la basura.
—No, Mark. Apuesto lo que sea a que Carolyn está empezando a cambiar de opinión. Ocurre como con todas las mujeres, que es demasiado complicada y puntillosa y sabe cómo tirar de la cuerda. ¡Ay! —gritó de repente—. ¡Que duele! ¿No podría ser un poquito más cuidadosa, Mary?
Fuera hacía un resplandeciente día invernal, con el cielo de un penetrante color azul y totalmente despejado, un aire frío y una ligera brisa que mecía las ramas deshojadas de los árboles. Tartaglia bajó del coche de Donovan en la calle en la que se encontraba la casa de Nicoletta y la esperó en la acera, dejando que el débil sol le acariciara el rostro. Donovan rebuscaba en los asientos traseros los objetos de su bolso, que se había volcado y había caído al suelo al doblar por una esquina a demasiada velocidad.
Sonó el teléfono de Mark. Pensando que sería Nicoletta preguntándoles dónde andaban, lo sacó del bolsillo y comprobó la pantalla. Vio que quien llamaba era Fiona Blake. Lo dejó sonar y esperó a que saltara el contestador. Donovan estaba comprobando su aspecto en el retrovisor, retocándose el pintalabios o algo así. Le picó la curiosidad de saber qué quería Blake y llamó al buzón de voz para escuchar el mensaje.
—«Mark, soy Fiona. Probablemente no debería llamarte. Sólo quería decirte que he roto con Murray.» —hablaba con tono dubitativo y voz suave. Tras una larga pausa, añadió—: «Si te apetece, podríamos salir a tomar una copa. Llámame. Si quieres, claro. Espero que lo hagas».
La última vez que la había visto y había hablado con ella había sido en la tienda del equipo forense junto al canal, con el cuerpo de Yolanda al lado. Tartaglia había dado por supuesto que todo había acabado entre ellos y había llegado a la conclusión de que tal vez fuera mejor así. Al oír su mensaje, volvió a añorarla y, como ya le había ocurrido antes, se sintió incapaz de frenarse de hacer lo que sabía que haría: acabaría llamándola.
Pero por ahora apagó el teléfono y se volvió hacia Donovan, que salía del coche, bolso en mano. Cerro las puertas y caminó hasta la pequeña verja de hierro forjado de la casa de Nicoletta.
—Déjame que me disculpe de antemano por todo este lío —dijo Tartaglia, sosteniendo la puerta abierta para franquearle el paso.
—¿Qué lío?
—Ya lo verás. Carlo y Anna tienen tres y cinco años, y la casa normalmente es un caos. A Nicoletta no parece importarle y mi cuñado, John, hace como si nada para tener la fiesta en paz.
—Ya me conoces —dijo ella en voz baja—, estoy acostumbrada a las casas caóticas.
—Ah, claro, lo había olvidado. Pero te aseguro que nunca has visto nada como esto. Vigila dónde te sientas, podría haber algo afilado o cortante en el asiento.
Antes de llamar al timbre, Donovan le tocó levemente el brazo y Tartaglia la miró.
—Eres consciente de que me estás pidiendo mucho, ¿verdad? —preguntó.
—Escucha, no tienes que hacerlo si no quieres. Puedo decirle a Nicoletta que te encontrabas mal o algo así. Después de todo lo ocurrido, estoy seguro de que lo entenderá.
Donovan meneó la cabeza con expresión sena.
—No me refiero a eso. Me alegra venir a comer contigo. Me sienta bien distraerme y es muy amable por tu parte haberme invitado. Sólo… que…, bueno, nunca he fingido ser la novia de alguien antes.
Tartaglia la miró y sonrió.
—Gracias, te agradezco el esfuerzo. Pero no todo el mundo te salva la vida. Supongo que un poco especial para ti sí seré.
Volvió a pensar que quitaba hierro a la situación, pero no pudo evitarlo: aquellas palabras salieron de su boca de forma espontánea.
Donovan se encogió de hombros, con gesto de indiferencia, y él la rodeó por el cuello, la atrajo hacia sí y le dio un apretón cariñoso.
—Me importas mucho, Sam, supongo que ya lo sabes.
Sam lo miro a los ojos y sonrió por primera vez en mucho tiempo.
—Lo sé, y significa mucho.
—Por un momento pensé que te había perdido.
—Estuviste a punto.
Tartaglia se inclinó y le dio un beso en la cabeza.
—¿Estás preparada? ¿Seguro que no te importa?
Donovan asintió y él la tomó de la mano.
—De acuerdo, entonces, adelante.
Capítulo 37
Adam Zaleski descendió de la avioneta y fue recibido por una bocanada de calor abrasador y humedad. Incluso a través de los oscuros cristales de sus gafas el cielo presentaba un color azul eléctrico y no había ni una nube. Bolsa en mano, se despidió del piloto y siguió a los otros dos pasajeros hasta la terminal, que se hallaba al final de la breve y polvorienta pista de aterrizaje. El aeropuerto estaba integrado por una colección de destartaladas cabañas prefabricadas. Un rebaño de vacas esqueléticas de aspecto extraño pastaba entre la maleza que había justo enfrente. Estaba a años luz del mundo occidental y eso lo tranquilizaba. Incluso el aire olía diferente. Sintió ganas de brincar de alegría, de echarse a saltar sólo por diversión. Era libre. Totalmente libre. Había huido de todo.
Por el camino se había hecho con un diario británico y había leído la noticia acerca del rescate de Donovan y Tartaglia in extremis. Era lo único que había salido mal y le enojaba sólo pensarlo. Debería haberlos rociado con gasolina. Pero a lo hecho, pecho. Hacía tiempo que había escapado y la fotografía que la prensa había publicado de él era una birria. Nadie lo reconocería con su nuevo aspecto, bronceado, con el cabello corto y teñido de rubio y barba de dos días. A lo sumo se parecía a David Beckham, aunque sus ojos eran de otro color. Además, donde se encontraba ahora no llegaban los periódicos ingleses.
El rostro de Sam Donovan volvió a asaltarle el pensamiento, su pintalabios, colorete y perfume, lista para morir y agarrada a su cuello mientras la bajaba por las escaleras antes de depositarla junto al otro policía. La había vestido con uno de los modelos de seda favoritos de su abuela, pero estaba tan delgada que no dejaba de abrírsele y al final le había tenido que dar dos vueltas con un cinturón para que tuviera un aspecto decente.
Sam. Era una mancha negra en un capítulo por lo demás glorioso. Pensó en ella antes de aquello, la imaginó sentada en el sofá a su lado, con los ojos entrecerrados, musitando, luchando inútilmente por no perder la conciencia. «¿Por qué?», le había preguntado. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? La pregunta aún seguía en el aire, acechándolo, acusándole, gritándole como su maldita abuela. Llevaba sin ver a su abuela un tiempo, pero seguía oyendo su voz, quejándose y llorándole al oído como un condenado espectro. Había pensado mucho en ello desde entonces, había intentado encontrar una respuesta al silencio de la vieja bruja de una vez por todas para devolverla a su tumba junto con el resto de ellos. ¿Por qué hace las cosas la gente? ¿Por qué? Porque quiere. Por eso, maldita idiota, pedazo de zorra estúpida. Porque puede. Así de sencillo.
La pequeña Sam. Era la única que se le había escapado. La única. El imbécil de aquel policía prepotente no le interesaba lo más mínimo. No significaba nada para él. Pero Sam sí le importaba, le importaba mucho y aquel pensamiento lo estaba devorando y no lo dejaría en paz. Había sentido hambre de ella, un hambre glotona, y se merecía un rapapolvo por ello, un buen reglazo en los nudillos. Tendría que haberlo dejado correr después de lo de Yolanda. Pero entonces se presentó aquella guarra suplicándole, ofreciéndosele en bandeja, pobre zorra patética. Habría sido grosero rechazarla, pese a que le había costado lo suyo. Al menos no tenían nada contra él para inculparlo por la muerte de las demás. No había ninguna huella forense. Era un tipo con suerte, a fin de cuentas. Era una pena que Sam hubiera sobrevivido para contarlo. Aún no había acabado con ella. No conseguía dejar de pensar en ella, en su rostro, en su voz, en su olor, ese olor espantoso a gardenias del viejo frasco de perfume de su abuela. Sam lo estaba provocando, se estaba riendo de él. Se le había escapado… pero no por mucho tiempo. Mientras caminaba por aquella corta pista de aterrizaje, se prometió que la encontraría. Pronto. Y entonces haría que esa pequeña zorra lamentara el día en que cató el vodka polaco por primera vez.
FIN
Agradecimientos
Debo mi gratitud a innumerables personas por su asesoramiento experto y deseo presentar de antemano mis disculpas por haberlo desoído en alguna ocasión en beneficio de la ficción. Yo soy la única responsable de cualquier error que haya en estas páginas. Entre la policía londinense, el detective en jefe David Niccol y Tracy Alexander, del equipo forense, merecen una mención aparte por su valiosísima ayuda y su buen humor. También deseo manifestar mi gratitud al superintendente en jefe Andy Murphy, al inspector jefe David Little y al superintendente de detectives Jill McTigue por su colaboración. Gracias también a Jeremy Silewicz, Wayne Kenward y George Andraos por iluminarme en materia de vodka polaco, motos italianas y puntos de conexión inalámbrica Wi-Fi.
Deseo asimismo expresar mi gratitud a mis amigos y también escritores de novelas policíacas Margaret Kinsman, Gerry O'Donovan, Richard Holt, Keith Mulhns, Cass Bonner, Nicola Williams y, en especial, Kathryn Skoyles.
Mi más sincero agradecimiento a mi agente, Sarah Lutyens, a mi editora, Sue Freestone, y a toda la plantilla de Quercus, así como a Lisanne Radice por sus sabias palabras. Por último, estoy en deuda con Stephen Georgiadis y Jeanne Scott-Forbes por su apoyo y críticas durante todo el proceso.
* * *
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
ELENA FORBES
Creció en Londres y posteriormente curso estudios universitarios en Bristol, donde se licenció en francés e italiano.
Tras trabajar en la gestión de inversiones para diversas empresas internacionales se decidió a realizar un cambio en su vida y escribir a tiempo completo. Muere conmigo es su primera novela, avalada por un gran éxito de ventas y de crítica –en especial por su creación del personaje del inspector Mark Tartaglia–, y considerada por la prensa especializada como uno de los mas estimulantes debuts en el panorama de la novela criminal británica en años, entroncando con la mejor tradición de autores como PD James o Ruth Rendell.
En la actualidad, Forbes reside en Londres, con su marido y sus dos hijos.
MUERE CONMIGO
«Confía en mí, no hay otro modo, no si me quieres. Cuando nos conozcamos, estoy seguro de que haré que tus temores se desvanezcan. Hasta entonces debes recordar algo.
Éste es un mundo en el que no merece la pena vivir. Piensa en lo que te pasaría (y en lo que me pasaría a mí) si lo descubrieran. Nunca nos permitirían estar juntos.
Muere conmigo, amada mía, y ya nunca podrán separarnos.
Tu novio, que te ama.»
Londres. Su amigo, mentor y jefe directo hospitalizado tras un accidente de moto, un confuso idilio con una amiga detective en el horizonte y la sempiterna lucha contra los limitados presupuestos del departamento… Sin duda, el inspector de policía Mark Tartaglia no hubiera dudado en elegir cualquier otro momento para enfrentarse a un asesino en serie. La amenaza de un psicópata, sin embargo, no es algo que se pueda prever ni dejar pasar, y menos aún cuando éste va por ahí, seduciendo a chicas para citarse y quitarse la vida juntos, y aprovechar, en el último minuto, para matarlas y disponer una escena del crimen que apunte a un suicidio. Un perfil tan perverso como retorcido; aunque para Tartaglia lo más preocupante se resume en dos puntos: ¿cuánto tiempo puede llevar actuando un asesino que utiliza los suicidios como modus operandi? Y, más importante aún, ¿cómo evitar más muertes si sus víctimas parecen de todas formas dispuestas a morir y acuden por si solas a los brazos de quien les quitará la vida?
Tartaglia deberá emprender una investigación contrarreloj, con un criminal rondando más cerca de lo que pueda imaginar y con dos obstáculos imprevistos: Carolyn Steele, una nueva jefa asignada por unos superiores más preocupados por el acoso de la prensa, y Patrick Kennedy, un experto y arrogante especialista en perfiles criminales, cuya presencia Tartaglia tiene razones de sobra para querer evitar.
MARK TARTAGLIA
1. Die with Me (2007) / Muere conmigo (2009)
2. Our Lady of Pain (2008)
3. Evil in Return (en preparación)
* * *
© Elena Forbes, 2007
Título de la edición original: Die With Me
Primera publicación en Gran Bretaña en 2007 por Quercus Books
© de la traducción: Gemma Deza Guil, 2009
© Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 2009
Diseño: Joan Batallé
Fotografía de la sobrecubierta © Simón Bradfield/Istockphotos
Foto de solapa. © Vibeke Dahl
ISBN 978-84-672-3431-2
N.° 29173
Depósito legal: B. 3282-2009
Barcelona, 2009. Impreso en España
1 Jonathan Ross es un célebre crítico de cine y presentador de radio y televisión británico. (N. de la T.)
2 Crimewatch es un popular y consagrado programa de la televisión británica producido por la BBC que reconstruye crímenes sin resolver con la finalidad de obtener pistas y encontrar testigos entre los espectadores. (N. de la T.)
3 Paul McKenna es un hipnotizador y personaje televisivo británico. Hasta la fecha ha presentado programas de televisión de autoayuda, impartido seminarios, escrito libros, creado productos multimedia y experimentado con hipnosis, programación neurolingúística y otras técnicas de crecimiento personal. (N. de la T.)
4 The Bill es una serie televisiva británica sobre una comisaría londinense que se retransmite por el canal ITV. (N. de la T.)