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septiembre 26, 2010
"Blackmailers Don't Shoot"
1
El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo las luces del Club Bolívar— era alto y tenía ojos algo separados, la nariz estrecha y una mandíbula prominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su cabello era negro y ondulado, con algunas hebras grises casi imperceptibles. El traje se adaptaba a su cuerpo como si tuviera un alma propia y no sólo un pasado dudoso. El hombre se llamaba Mallory.
Sostenía un cigarrillo entre los dedos fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blanco mantel y dijo:
—Las cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado.
Miró muy brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de las mesas vacías hacia el espacio en forma de corazón donde los bailarines se movían bajo las luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los camareros tenían que balancearse como acróbatas entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba Mallory había sólo cuatro personas.
Una mujer morena y esbelta tomaba whisky frente a un hombre cuyo cuello grueso y enrojecido brillaba de humedad. La mujer miraba fijamente su vaso con apatía y manoseaba un gran frasco de plata que tenía en la falda. Un poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban cigarros sin hablar entre sí.
Mallory observó con seriedad:
—Diez grandes es un buen precio, señorita Farr.
Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto negro, exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo de noche. Exceptuando también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba un aspecto muy aniñado. Sus ojos eran azules y tenía la clase de cutis con que suelen soñar los viejos calaveras.
Rhonda replicó en tono desagradable, sin levantar la cabeza:
—Esto es ridículo.
—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory, algo sorprendido y bastante molesto.
Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una mirada dura como el mármol. A continuación sacó un cigarrillo de la caja de plata que había abierto sobre la mesa y lo introdujo en una larga y fina boquilla, también negra. Prosiguió:
—Las cartas de amor de una actriz de cine no valen tanto. El público ha dejado de ser esas dulces ancianitas con bombachas de encaje.
Una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una mirada penetrante..
—Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un perfecto desconocido —observó.
Ella movió en el aire la boquilla y dijo:
—Debí estar loca.
Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.
—No señorita Farr. Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál?
Rhonda Farr lo miró con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo. Levantó una mano, la que sostenía la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como las medias corridas.
Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos apáticos y dejó vagar sus ojos por las mesas que rodeaban la pista de baile. La orquesta seguía tocando música almibarada y monótona.
—Odio estos antros — comentó con voz fina —. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sin ironía. —Posó la mano sobre el mantel blanco. —Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace tan peligrosas, chantajista?
Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con un matiz duro e irritante.
—Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas no sean gran cosa. Sólo una sarta de tonterías eróticas. Las memorias de una colegiala que ha sido seducida y es incapaz de cerrar la boca.
—Eso es desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial.
—Es el hombre al que van dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamente Mallory—. Un estafador, un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipo con quien usted no podría ser vista sin perder su lugar en la sociedad.
—Ya no hablo con él, chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era un buen muchacho cuando lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado que prefiere no recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.
—Con que sí, ¿eh? Y ahora cuénteme una historia de hadas — replicó Mallory con repentino desdén—. Acaba usted de pedir que la ayude a recuperar las cartas.
Rhonda hizo un movimiento espasmódico con la cabeza. Su rostro pareció desintegrarse, convertirse en un grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojos parecieron el preludio de un grito... sólo por un segundo.
Casi instantáneamente recobró el dominio de sí misma. Ahora sus ojos parecían casi tan grises como los de él. Dejó la boquilla negra sobre la mesa con una lentitud exagerada y entrelazó los dedos. Los nudillos estaban blancos.
—¿Tan bien conoce usted a Landrey? — preguntó con amargura.
—Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas... ¿Cerramos el trato o seguimos insultándonos mutuamente?
—¿Dónde consiguió las cartas? — La voz de Rhonda era todavía áspera y amargada.
Mallory se encogió de hombros.
—En mi negocio no se revelan las fuentes.
—Tengo una razón para preguntárselo. Otras personas han intentado venderme esas malditas cartas. Por eso estoy aquí. Sentía curiosidad. Pero supongo que es usted uno más de los que intentan asustarme y hacerme temblar aumentando el precio.
—No, yo trabajo por mi cuenta — repuso Mallory.
Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.
—Eso me consuela. Quizás algún superdotado pensó en hacer una edición privada de mis cartas. Pues no voy a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo si una noche oscura sale usted del anonimato con sus asquerosas cartas.
Mallory arrugó la nariz y bizqueó con aire de gran concentración.
—Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos lleva a ninguna parte.
Ella replicó pausadamente:
—Ni hace falta. Puedo expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mi pequeño revólver con empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además, impunemente. Pero no estoy buscando esa clase de publicidad.
Mallory levantó dos delgados dedos y los examinó críticamente. Parecía divertido, casi satisfecho. Rhonda Farr se llevó la mano a la peluca blanca, la mantuvo allí un momento y la dejó caer.
Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se levantó en seguida y se acercó con rapidez, caminando con pasos ligeros y ágiles y haciendo oscilar un sombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante smoking.
Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo:
—No habrá pensado que iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un club nocturno.
Mallory rió entre dientes.
—No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.
El hombre llegó a la mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba un pequeño bigote, brillante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoran más que los rubíes.
Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de la cigarrera de plata uno de los cigarrillos de Rhonda, que encendió con un gesto ceremonioso.
Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó.
—Es Erno, mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad?
Se levantó con lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió sus labios en triste sonrisa, miró a Mallory y dijo:
—Hola, muñeco.
Sus ojos eran oscuros, casi opacos y había en ellos un ardiente destello.
Rhonda Farr se envolvió en el abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa breve y sarcástica con sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba con la cabeza alta y el rostro tenso y circunspecto, como una reina en apuros. No temeraria, sino reacia a demostrar su miedo. Fue una gran actuación.
Los dos hombres aburridos le dirigieron una mirada de interés. La mujer morena se concentraba, con aire melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habría derribado a un caballo. El hombre del cuello sudoroso parecía haberse dormido.
Rhonda Farr subió los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada, pasó frente a un obsequioso maìtre, pasó entre cortinajes dorados y desapareció.
Mallory la vio desaparecer y miró a Erno.
—Está bien, patán, ¿de qué se trata?
Había hablado en tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; su mano izquierda, enguantada, se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza del cigarrillo que sostenía.
—¿Está bromeando, muñeco? —preguntó enseguida.
—¿Sobre qué, patán?
En las pálidas mejillas de Erno aparecieron unas manchas rojas. Sus ojos se convirtieron en hendiduras negras. Movió un poco la mano derecha, sin guante, y curvó los dedos, haciendo brillar las pequeñas uñas rosadas.
—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se acabó.
Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el cabello negro y ondulado y dijo lentamente:
—Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño.
Erno se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero. Mallory conocía esa clase de risa: en algunos círculos era el preludio de una ráfaga de disparos. Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono cortante:
—Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa pelusa que tienes sobre el labio.
El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas rojas de sus mejillas se intensificaron. Levantó la mano que sostenía el cigarrillo y lo hizo saltar de repente a la cara de Mallory. Este ladeó un poco la cabeza y el cilindro blanco pasó sobre su hombro.
No había expresión en su rostro delgado y frío. Con voz distante y vaga, como si proviniera de otra persona, profirió en tono amenazador:
—Cuidado, patán. La gente muere por cosas como ésa.
Erno soltó la misma risa forzada y metálica.
—Los chantajistas no disparan, muñeco —gruñó— ¿O sí?
—¡Largo, italiano asqueroso?
Estas palabras, el tono burlón y frío, provocaron la furia de Erno, cuya mano derecha se movió como una serpiente. Un revólver salió con ella desde una pistolera de hombro. Mallory se inclinó un poco hacia delante, con las manos aferradas al borde de la mesa. Las comisuras de sus labios, esbozaron una tenue sonrisa. Se oyó un agudo grito procedente de la mujer morena. Las mejillas de Erno palidecieron. Con voz desfigurada por la ira, murmuró:
—Está bien, muñeco. Saldremos afuera. En marcha imbé...
Uno de los hombres aburridos, tres mesas más allá, hizo un movimiento repentino, sin importancia. Fue muy breve, pero aun así llamó la atención de Erno, cuya mirada centelleó. Entonces la mesa se levantó contra su estómago y lo tiró al suelo.
Era una mesa ligera y Mallory era un peso pesado. Se produjo un complicado sonido; tintinearon algunos platos y algunos objetos de plata. Erno yacía en el suelo con la mesa sobre sus muslos. La pistola fue a parar a medio metro de su mano abierta. Su rostro estaba convulso.
Por un instante fue como si la escena estuviese congelada y no fuera a cambiar jamás. Entonces la mujer morena volvió a gritar, esta vez con más fuerza. Todo se transformó en un remolino. Por todas partes había personas levantándose. Dos camareros alzaron los brazos al aire y empezaron a declamar en violento napolitano. Un ayudante sudoroso acudió a toda velocidad, más asustado de maìtre que de una muerte repentina. Un hombre rechoncho de cabello pajizo corrió escaleras abajo agitando un montón de menús.
Erno liberó sus piernas, se puso de rodillas y agarró su revólver. Giró sobre sí mismo, escupiendo maldiciones. Mallory solo, indiferente en el centro de la confusión, se inclinó y propinó un derechazo sobre la mejilla endeble de Erno.
Los ojos de éste se nublaron. El guardaespaldas se desplomó como un saco de papas medio vacío.
Mallory lo observó cuidadosamente durante un par de segundos. Luego recogió su cigarrera de suelo; aún quedaban en ella dos cigarrillos, se puso uno entre los labios y la guardó: Sacó unos billetes del bolsillo del pantalón, dobló uno a lo largo y se lo pasó al camarero.
Se dirigió sin prisa hacia los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada.
El hombre del cuello grueso abrió un ojo vidrioso y precavido. La mujer borracha se puso de pie tambaleándose para ceder a una inspiración: recogió un puñado de cubos de hielo con sus manos enjoyadas y los lanzó contra el estómago de Erno con bastante puntería.
2
Mallory salió de debajo del toldo del club nocturno con el sombrero bajo el brazo. El portero lo miró inquisitivamente y él movió la cabeza y caminó un poco por la acera que bordeaba el semicircular camino de acceso privado. Se detuvo en la oscuridad y al cabo de un rato se deslizó por su lado con mucha lentitud un Isotta — Fraschini.
Era un convertible enorme, incluso para la ostentación de Hollywood. Centelleó como un coro de Ziegfield al pasar ante las luces de la entrada, recobrando luego su tono gris mate. Un chofer con librea iba al volante, tieso como un palo, con la gorra ladeada sobre un ojo. Rhonda Farr estaba en el asiento trasero, con la rígida inmovilidad de una figura de cera.
El coche rodó inaudible por la avenida, pasó entre dos columnas de piedra y desapareció entre las luces del bulevar. Mallory se puso distraídamente el sombrero.
Algo se movió detrás de él en la oscuridad, entre los cipreses. Se volvió y vio la tenue luz que brillaba en el cañón de una pistola.
El hombre que sostenía el arma era muy alto y corpulento. Llevaba un informe sombrero de fieltro, y un abrigo igualmente informe se le abría sobre el estómago. La luz difusa de una ventana revelaba sus cejas tupidas y una nariz ganchuda. Había otro hombre detrás de él.
—Esto es una pistola, compañero —dijo el hombre armado—. Hace pum — pum y los tipos caen al suelo ¿Quieres probar?
Mallory lo miró sin expresión y repuso:
—Crece un poco, enano. ¿Qué juego es éste?
El hombre corpulento se echó a reír. Su risa tenía un sonido sordo, como el de las olas rompiendo contra un acantilado bajo la niebla. Exclamó con sarcasmo:
—El niño prodigio os ha olido, Jim. Uno de nosotros debe parecer un policía — Echó una ojeada a Mallory y añadió—: Te hemos visto vapulear a un hombrecillo ahí dentro. ¿Te parece bien eso?
Mallory tiró el cigarrillo y miró mientras describía un arco en la oscuridad. Respondió con cautela:
—¿Les parecería bien a ustedes por veinte dólares?
—Esta noche, no, señor. Casi todas las noches sí, pero no ésta.
—¿Y un billete de cien?
—Ni siquiera eso, señor.
—En tal caso —dijo Mallory con gravedad—, el asunto ha de ser muy serio.
El hombre volvió a reír y se acercó un poco más. El que estaba a sus espaldas emergió de las tinieblas y plantó una mano sobre el hombro de Mallory. Este se hizo a un lado sin mover los pies. La mano cayó y Mallory dijo:
—¡No me pongas las pezuñas encima, polizonte!
El otro hombre gruñó. Algo silbó en el aire y golpeó con fuerza a Mallory detrás de la oreja izquierda. Este cayó de rodillas y permaneció así un momento, balanceándose y moviendo con violencia la cabeza. Sus ojos se aclararon; vio el dibujo de rombos de la acera. Se puso de pie con bastante lentitud.
Miró al hombre que lo había golpeado con su cachiporra y lo maldijo con una ferocidad concentrada que hizo retroceder al individuo mientras los labios le temblaban como gelatina.
El hombre corpulento reprendió:
—¡Maldita sea, Jim! ¿Por qué diablos has hecho eso?
El hombre llamado Jim se llevó la mano a la boca y se la mordió al tiempo que devolvía la cachiporra al bolsillo del abrigo.
—¡Olvídalo! — replicó —. Llevémonos a éste... y acabemos de una vez. Necesito un trago.
Echó a andar por la avenida. Mallory se volvió despacio y lo siguió con la mirada mientras se frotaba el lado izquierdo de la cabeza. El grandote movió la pistola con gesto rutinario y anunció:
—Vamos compañero. Daremos un paseo a la luz de la luna.
Mallory empezó a andar y el gigante se puso a su lado. El hombre llamado Jim esperó hasta que llegaron adonde estaba él y se sumó a la caminata. Se dio una palmada en la boca del estómago, diciendo:
—Necesito un trago, Mac, estoy muy nervioso. —El hombre corpulento repuso en tono conciliador:
—¿Y quién no lo está, querido?
Llegaron a un coche estacionado en doble fila cerca de las columnas que marcaban el final del camino privado. El hombre que había golpeado a Mallory se sentó al volante. El gigante hizo subir a Mallory al asiento trasero y se sentó a su lado. Colocó la pistola sobre su abultado muslo, se echó el sombrero un poco más hacia la nuca y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Encendió uno trabajosamente con la mano izquierda.
El coche entró en el océano de faros, se dirigió hacia el este durante un rato y luego giró hacia el sur por la gran pendiente. Las luces de la ciudad eran una interminable cascada luminosa. Los letreros de neón se encendían y apagaban. El lánguido rayo de un reflector aparecía entre jirones de nubes.
—Ha ocurrido lo siguiente —explicó el gigante exhalando humo por las anchas ventanas de la nariz—: te hemos pescado tratando de vender unas cartas falsas a esa tal Farr.
Mallory soltó una carcajada breve y áspera.
—Los dos me dan náuseas.
El hombre pareció reflexionar, mirando fijamente hacia delante. Los faros de los coches proyectaban ondas de luz sobre su ancho rostro. Al cabo de unos momentos dijo:
—Eres el mismo tipo, desde luego. Esas cosas se saben en nuestro negocio.
Los ojos de Mallory se entornaron en la oscuridad y sus labios esbozaron una sonrisa.
—¿Qué negocio, polizonte? —preguntó.
El hombre abrió mucho la boca y volvió a cerrarla.
—Será mejor que hables, y no te hagas el tonto. Ahora sería un buen momento. Jim y yo somos bastante sociables, pero tenemos amigos que no lo son tanto.
—¿De qué debo hablar, teniente?
El hombre se estremeció con una risa silenciosa y no contestó. El coche pasó por delante del pozo de petróleo que se yergue en medio del bulevar La Ciénaga y giró hacia una calle tranquila, bordeada de palmeras. Se detuvo a mitad de cuadra frente a un baldío. Jim apagó el motor y los faros y luego sacó una botella plana de la guantera, se la llevó a la boca, suspiró profundamente y la pasó por encima de su hombro.
El gigante bebió un trago, agitó la botella y dijo:
—Tenemos que esperar a un amigo. Hablemos, mientras tanto. Mi nombre es Macdonald, del departamento de detectives. Estabas tratando de chantajear a la chica Farr. Su guardaespaldas se puso delante de ella y tú lo dejaste fuera de combate. Fue una bonita demostración y nos gustó. Pero no nos gustó la otra parte.
Jim alargó el brazo para agarrar la botella de whisky, tomó otro trago, aspiró y explicó de repente:
—Te teníamos puesto el ojo. Pero no pensamos que actuaras tan indiscretamente. No es normal.
Mallory apoyó el brazo en el muslo y miró hacia el firmamento azul, sereno y estrellado. Después replicó:
—Sabe usted demasiado, polizonte. Y no ha sido la señorita Farr quien se lo ha contado. Ninguna estrella de cine iría a la policía por un asunto de chantaje.
Macdonald volvió su voluminosa cabeza. Sus ojos centellaban débilmente en el oscuro interior del vehículo.
— No hemos dicho nada de cómo estamos al corriente. De modo que es cierto lo del chantaje ¿eh?
Mallory contestó con gravedad:
—La señorita Farr es una vieja amiga mía. Alguien intenta chantajearla, pero yo no. Sólo tengo un presentimiento.
Macdonald preguntó con rapidez:
—¿Por qué te sacó la pistola ese italiano?
—No le caía simpático —respondió Mallory con voz cansada—. Me porté mal con él.
—¡Huevadas! —exclamó Macdonald, encolerizado. El hombre del asiento delantero sugirió:
—Dale un golpe en la boca, Mac. ¡Haz que desembuche el hijo de...!
Mallory estiró el brazo hacia abajo, torciendo los hombros, como si estar sentado le causara calambres. Sintió el bulto de su Luger bajo el brazo izquierdo y dijo con lentitud:
—Usted ha dicho que yo intentaba vender unas cartas falsas. ¿Por qué cree que las cartas son falsas? Macdonald repuso con voz suave:
—Quizá sepamos dónde están las auténticas.
—Eso es lo que yo pensé, polizonte —replicó Mallory, y se echó a reír.
Macdonald se movió de repente, levantó un puño cerrado y lo descargó contra la cara de Mallory, pero no con mucha fuerza. Mallory volvió a reír y luego se tocó el lugar dolorido detrás de la oreja, con dedos cautelosos.
—Eso ha dado en el blanco, ¿verdad? —inquirió.
Macdonald masculló una maldición.
—Tal vez seas demasiado listo. Me parece que vamos a averiguarlo dentro de poco.
Enmudeció. El hombre del asiento delantero se quitó el sombrero y se rascó la mata de cabellos grises. Del bulevar que estaba a media cuadra de distancia, llegaba el sonido estridente de las bocinas. Los faros refulgían al pasar por el extremo de la calle. Al cabo de un raro un par de ellos describieron una amplia curva y lanzaron rayos blancos contra las palmeras. Un bulto oscuro recorrió la media cuadra y se deslizó junto a la acera hasta quedar delante del otro coche. Los faros se apagaron.
Un hombre se bajó. Macdonald lo interpeló enseguida:
—Hola, Slippy. ¿Cómo te fue?
El hombre era alto y delgado y su rostro apenas se distinguía bajo el ala del sombrero. Habló con un ligero ceceo:
—Sin novedad. No tuvimos problemas.
—Está bien —gruñó Macdonald—. Deja ese coche y ven a conducir este cacharro.
Jim se trasladó a la parte trasera del coche y se sentó a la izquierda de Mallory, dándole un fuerte codazo. El hombre delgado se sentó al volante, puso el motor en marcha y volvió a La Ciénaga, después a Wiltshire, hacia el sur, y finalmente al oeste otra vez. Conducía de prisa y con brusquedad.
Pasaron de largo un semáforo en rojo y el gran edificio de un cine cuyas luces estaban apagadas en su mayoría y en cuya boletería de cristal nadie vendía entradas; luego atravesaron Beverly Hills. El caño de escape hizo más ruido al subir una colina por una carretera trazada entre dos altos terraplenes. Macdonald habló de improviso:
—Diablos, Jim. He olvidado revisar a este tipo. Sostén mi arma un momento.
Se inclinó hacia Mallory respirando contra su cara una bocanada de whisky. Una gran mano rebuscó en los bolsillos de dentro y fuera de la chaqueta, en los pantalones y luego subió hasta la axila izquierda, donde se detuvo un momento, descansando sobre la Luger enfundada en la pistolera de hombro. Por fin buscó en la otra axila y se retiró.
—Está bien, Jim. El sabihondo va desarmado.
Una chispa de asombro prendió en el cerebro de Mallory, que frunció las cejas y sintió cierta sequedad en la boca.
—¿Puedo encender un cigarrillo? —preguntó tras una pausa.
Macdonald contestó con burlona cortesía:
—Por supuesto, ¿por qué íbamos a prohibirte una tontería como esa, ricura?
3
El edificio se levantaba sobre una colina que dominaba el Westward Village y era nuevo y de aspecto bastante barato. Macdonald, Mallory y Jim se bajaron frente a él y el coche desapareció tras una esquina.
Los tres hombres cruzaron un tranquilo vestíbulo dotado de un conmutador ante el que no había nadie en aquel momento y subieron en el ascensor hasta el séptimo piso. Fueron por un pasillo y se detuvieron ante una puerta. Macdonald se sacó del bolsillo una llave suelta y abrió la puerta. Entraron.
Era una habitación muy nueva, con mucha luz y llena de humo de cigarrillo. Los muebles estaban tapizados con telas de colores chillones y la alfombra tenía confusos cuadros verdes y amarillos. Sobre la repisa de la chimenea se alineaban varias botellas.
Dos hombres se hallaban sentados ante una mesa octogonal con vasos altos frente a sí. Uno era pelirrojo y tenía cejas muy oscuras, rostro blanco y muerto y ojos oscuros y hundidos. El otro tenía una nariz ridícula, parecida a un bulbo, carecía de cejas y su cabello era del mismo color que el interior de una lata de sardinas. Dejó unos naipes sobre la mesa con movimientos muy pausados y cruzó la habitación con una gran sonrisa. Tenía una boca de rictus amable y una expresión cordial.
—¿Algún problema, Mac? —preguntó.
Macdonald se frotó la barbilla y negó con la cabeza. Miró al hombre de la nariz como si lo odiara. El hombre de la nariz continuó sonriendo.
—¿Lo has revisado? —quiso saber.
Macdonald torció la boca para formar una sonrisa despectiva y se acercó a grandes zancadas a la repisa y las botellas. Desde allí replicó en tono insolente:
—El sabihondo no lleva armas. Trabaja con la cabeza. Es muy listo.
Volvió a cruzar súbitamente la habitación y golpeó a Mallory en la boca con el dorso de la mano. Mallory sonrió un poco y se movió; estaba delante de un sofá tapizado de un color parecido al de la bilis, salpicado de chillones cuadros rojos. Las manos le colgaban a los lados y el humo del cigarrillo ascendía desde sus dedos hacia la niebla que ya cubría el tosco y curvado techo.
—No te acalores tanto, Mac —aconsejó el hombre de la nariz—. Ya has interpretado tu papel. Ahora lárgate con Jim.
Macdonald rugió:
—¿A quién crees que estás dando órdenes? No me iré de aquí hasta que este chantajista reciba su merecido, Costello.
El hombre llamado Costello se encogió de hombros brevemente. El pelirrojo de la mesa se volvió un poco en su silla y miró a Mallory con el aire impersonal del coleccionista que estudia un escarabajo sobre un alfiler. Luego sacó un cigarrillo de una caja negra y lo encendió cuidadosamente con un encendedor de oro.
Macdonald volvió a la repisa, se sirvió whisky de una botella cuadrada y lo bebió de un trago. Después se apoyó en la repisa con el entrecejo fruncido.
Costello se plantó delante de Mallory haciendo crujir las articulaciones de sus dedos largos y huesudos.
—¿De dónde saliste? —preguntó.
Mallory lo miró con aire ausente y se puso el cigarrillo entre los labios.
—De McNeil's Island —contestó con cierto regocijo.
—¿Cuándo?
—Hace diez días.
—¿Por qué te encerraron?
—Falsificación —Mallory daba la información con voz suave y complacida.
—¿Habías estado antes aquí?
—Nací aquí —repuso Mallory —. ¿No lo sabías?
La voz de Costello era dulce, casi conciliadora.
—No—o—o —contestó—. No lo sabía. ¿Por qué has vuelto... hace diez días?
Macdonald cruzó de nuevo la habitación, haciendo oscilar sus macizos brazos. Abofeteó otra vez a Mallory en la boca, apoyándose en los hombros de Costello para hacerlo. En la cara de Mallory apareció una marca roja. Sacudió la cabeza hacia delante y hacia atrás; en sus ojos ardía una cólera sorda.
—Oye, Costello, este tipo no viene de McNeil's. Te está tomando el pelo. —La voz potente de Macdonald era atronadora. —El sabelotodo no es más que un barato chantajista de Brooklin o uno de esos lugares calientes donde los policías son todos lisiados.
Costello levantó una mano y empujó suavemente el hombro de Macdonald.
—No te necesitamos en esto —dijo con voz átona.
Dominado por la ira, Macdonald cerró el puño. Enseguida se echó a reír, se abalanzó sobre Mallory y le clavó el taco en el pie. Mallory exclamó "¡Maldita sea!" y se desplomó sobre el sofá.
El aire de la habitación ya no tenía oxígeno. Sólo había ventanas en una pared, y estaban cubiertas por unas pesadas cortinas. Mallory sacó un pañuelo para secarse la frente y los labios. Costello ordenó:
—Tú y Jim lárguense, Mac. —Su voz seguía siendo átona.
Macdonald bajó la cabeza y lo observó fijamente por debajo de las espesas cejas. El sudor perlaba su rostro. Aún no se había quitado el viejo y arrugado abrigo. Costello ni siquiera volvió la cabeza. Al cabo de un momento Macdonald se precipitó de nuevo hacia la repisa, apartó de un codazo al de cabellos grises y agarró la botella cuadrada de whisky.
—Llama al jefe, Costello —rugió por encima del hombro—. Tú no tienes cerebro para este asunto. ¡Por todos los diablos, haz algo en vez de hablar! —Se volvió hacia Jim y le dio una fuerte palmada en la espalda, preguntando en tono burlón: —¿No querías otro trago, polizonte?
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Costello a Mallory una vez más.
—A buscar un enlace. —Mallory le dirigió una mirada perezosa. El fuego se había extinguido en sus ojos.
—Pues lo estás buscando de un modo muy extraño, muchacho.
Mallory se encogió de hombros.
—Pensé que si hacía un poco de teatro podría ponerme en contacto con las personas adecuadas.
—Quizá te has equivocado de pueblo —replicó Costello en voz baja. Cerró los ojos y se rascó la nariz con la uña del pulgar. —A veces es difícil acertar en estas cosas.
La voz áspera de Macdonald resonó en la habitación.
—El sabelotodo no comete errores. No con ese cerebro suyo.
Costello abrió los ojos y miró por encima del hombro al pelirrojo. Este giró levemente en su silla; tenía sobre la pierna la mano derecha, inerte, medio cerrada. Costello desvió la mirada y la dirigió inmediatamente a Macdonald.
—¡Afuera! —dijo secamente, con frialdad—. Afuera inmediatamente. Estás borracho y no quiero discutir contigo.
Macdonald apretó con fuerza los hombros contra la repisa y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su sombrero se ladeaba informe y arrugado, sobre la parte posterior de la cabeza cuadrada. Jim se apartó un poco de él y lo miró con expresión tensa y los labios trémulos.
—¡Llama al jefe, Costello! —bramó Macdonald—. No admito que me des órdenes. No me gustas lo suficiente como para obedecerte.
Costello vaciló y luego se dirigió al teléfono. Clavó los ojos en una mancha de la pared, levantó el auricular y marcó el número de espaldas a Macdonald. Después se apoyó contra la pared y sonrió a Mallory mientras esperaba.
—Hola... si... Costello. Toda va bien excepto que Mac está borracho. Se porta con cierta hostilidad... no quiere largarse. No sé todavía... un forastero. Está bien.
Macdonald hizo un ademán y dijo:
—No cuelgues.
Costello sonrió y dejó el auricular sin ninguna prisa. Los ojos de Macdonald lo miraron con furia concentrada. Escupió sobre la alfombra, en el rincón que había entre una silla y la pared.
—Eso es jugar sucio. Muy sucio. No te puedes comunicar con Montrose desde aquí.
Costello movió vagamente las manos. El pelirrojo se puso de pie, se apartó de la mesa y permaneció a la expectación, tirando la cabeza hacia atrás para que el humo de su cigarrillo no le entrara en los ojos.
Macdonald se balanceaba sobre los talones, furioso. Su mandíbula era una línea blanca y dura en torno a la cara enrojecida. Sus ojos tenían un brillo duro y profundo.
—Supongo que será mejor jugar de esta manera —profirió. Sacó las manos de los bolsillos de modo casual, y su azulado revólver se movió en in arco rígido.
Costello miró al pelirrojo y ordenó:
—Ocúpate de él, Andy.
—El pelirrojo se enderezó, escupió el cigarrillo que tenía en la boca y levantó una mano como un rayo.
Mallory dijo:
—Demasiado despacio.
Se había movido tan de prisa y tan poco que no dio la impresión de moverse. Sólo se inclinó un poco hacia delante en el sofá. La Luger, larga y negra, apuntaba directamente al vientre del pelirrojo.
La mano de éste bajó lentamente de la solapa, vacía. En la habitación reinó el silencio. Costello miró a Macdonald con infinita repugnancia y luego extendió los brazos delante de sí, con las palmas hacia arriba, y las miró con una sonrisa insulsa.
Macdonald habló con lentitud y amargura.
—El secuestro es demasiado para mí, Costello. No quiero tener nada que ver. Voy a abandonar esta banda de pacotilla. Por suerte, el sabelotodo ha acudido en mi ayuda.
Mallory se levantó y se acercó al pelirrojo. Cuando había recorrido la mitad de la distancia, Jim profirió una especie de grito ahogado y se abalanzó sobre Macdonald con la mano en el bolsillo. Macdonald lo miró con asombro, alargó el brazo izquierdo y agarró con violencia las dos solapas del abrigo de Jim. Éste lo atacó con ambos puños y le pegó dos veces en la cara. Macdonald apretó los dientes y gritó a Mallory:
—Vigila a esos tipos.
Con mucha calma, dejó la pistola sobre la repisa, metió la mano en el bolsillo de abrigo de Jim y sacó la cachiporra.
—Eres un canalla, Jim. Siempre fuiste un canalla.
Lo dijo con expresión pensativa, sin rencor. Hizo oscilar la porra y golpeó con ella al hombre canoso en la sien. Éste se desplomó sobre sus rodillas, agarrándose al abrigo de Macdonald, que volvió a golpearlo con la porra, en el mismo sitio, con mucha fuerza.
Jim cayó de lado y quedó en el suelo sin sombrero y con la boca abierta. Macdonald siguió haciendo oscilar la porra. Una gota de sudor le bajaba por la nariz.
Costello exclamó:
—Eres un duro, ¿verdad, Mac? —Lo dijo con mirada ausente, como si le interesaran muy poco los acontecimientos.
Mallory siguió hacia el pelirrojo y cuando estuvo detrás de él, ordenó.
—Arriba las manos, gusano.
Cuando el pelirrojo hubo obedecido, Mallory lo palpó con su mano libre. Desenfundó un revólver de la pistolera de hombro y lo tiró detrás de sí. Buscó en el otro lado , palpó los bolsillos, retrocedió y fue hacia Costello. Éste se hallaba desarmado.
Entonces se acercó a Macdonald y se colocó de modo que tuviera delante a todos los ocupantes de la habitación.
—¿A quién han secuestrado? —preguntó.
Macdonald recogió su arma y el vaso de whisky.
—A la chica Farr —contestó—. Supongo que la sorprendieron cuando volvía a su casa. Lo planearon al enterarse por el guardaespaldas italiano de la cita en el Bolívar. No sé donde se la han llevado.
Mallory separó los pies y frunció la nariz. Sostenía la pistola de manera relajada, con la muñeca floja. Inquirió:
—¿Qué significa tu pequeña representación?
Macdonald repuso con aire sombrío:
—Háblame de la tuya. Te di una oportunidad, al fin de cuentas.
—Claro —asintió Mallory—. Para tu propia conveniencia. Yo recibí el encargo de buscar unas cartas que pertenecen a Rhonda Farr—. Miró a Costello, pero éste seguía impasible.
—Por mí está bien —dijo Macdonald—. Yo ya pensé que debías ser una especie de farol. Por eso me arriesgué. En cuanto a mí, sólo quiero alejarme de esta pandilla, eso es todo—. Hizo un ademán ampuloso, como incluyendo a la habitación y todo cuanto contenía.
Mallory tomó un vaso, lo examinó para ver si estaba limpio y luego se sirvió whisky y lo bebió a pequeños sorbos, paseando la lengua por la boca.
—Hablemos del secuestro —dijo—. ¿A quién telefoneaba Costello?
—A Atkinson. Un importante abogado de Hollywood. Una pantalla para los muchachos. También es el abogado de la chica Farr. Buen muchacho, Atkinson. Una rata de albañal.
—¿Ha tomado parte en el secuestro?
Macdonald se echó a reír y contestó:
—Seguro.
Mallory observó, encogiéndose de hombros.
—Parece un riesgo tonto... para él.
Dejó a Macdonald para ir hacia Costello. Puso la boca de la Luger contra el mentón de Costello y lo obligó a apoyar la cabeza contra la pared.
—Costello es un buen chico —dijo con expresión pensativa—, nunca secuestraría a una chica. ¿Verdad que no, Costello? Un pequeño chantaje, tal vez, pero nada desagradable. ¿Tengo razón, Costello?
Costello puso los ojos en blanco y tragó saliva. Dijo entre dientes:
—Cierra la boca. No me haces gracia.
—Pues cada vez es más gracioso —replicó Mallory—. Pero es posible que tú no lo sepas todo.
Levantó la Luger y la deslizó con fuerza por un lado de la nariz de Costello. Dejó una marca blanca que pronto se convirtió en una línea amoratada. Costello pareció inquietarse un poco.
Macdonald acabó por meterse una botella de whisky casi llena en un bolsillo del abrigo y exclamó:
—¡Déjamelo!
Mallory negó con la cabeza gravemente, mirando a Costello.
—Demasiado ruido. Ya sabes cómo construyen estas casas, Atkinson es a quien debemos ver. Busca siempre al jefe... si puedes encontrarlo.
Jim abrió los ojos y se apoyó débilmente en las manos, tratando de incorporarse. Macdonald levantó un pie y lo plantó sobre la cara del hombre de cabellos grises, que volvió a caer.
Mallory echó una ojeada al pelirrojo y fue hacia el teléfono. Levantó el auricular y marcó torpemente un número con la mano izquierda. Explicó:
—Estoy llamando al hombre que me contrató... Tiene un coche grande y muy rápido. Pondremos a estos muchachos en remojo una buena temporada.
4
El gran Cadillac negro de Landrey ascendía sin ruido por la larga pendiente que conducía a Montrose. Abajo, a la izquierda, en el fondo del valle, refulgían unas luces. El aire era fresco y diáfano, y las estrellas, muy brillantes. Landrey miró hacia atrás desde el asiento delantero y puso un brazo sobre el respaldo, un brazo largo y negro que terminaba en un guante blanco.
Dijo por tercera o cuarta vez.
—De modo que es su propio abogado quien la traiciona. Vaya, vaya, vaya.
Sonrió con suavidad, deliberadamente. Landrey era un hombre alto y pálido, de dientes blancos y ojos muy negros que centelleaban bajo la luz de techo.
Mallory y Macdonald ocupaban el asiento trasero. Mallory no contestó; siguió mirando por la ventanilla. Macdonald tomó un trago de whisky de la botella cuadrada, perdió el tapón en el suelo del coche y lanzó una maldición mientras se agachaba para buscarlo. Cuando lo hubo encontrado, se recostó y miró malhumorado el rostro franco y pálido de Landrey sobre la bufanda de seda blanca.
—¿Todavía tiene esa casa en Highland Drive? —preguntó.
—Sí, polizonte, aún la tengo. Pero no en tan buen estado.
Macdonald gruñó:
—Es una verdadera lástima, señor Landrey.
Entonces apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
El Cadillac salió de la autopista; el conductor parecía saber muy bien lo que hacía. Dio la vuelta y entró en una zona residencial con varias casas aisladas, grandes y lujosas. Las ranas croaban en la oscuridad, y se olía la fragancia del azahar.
Macdonald abrió los ojos y se enderezó.
—La casa de la esquina —dijo al chofer.
La casa estaba bastante apartada por una amplia curva. Tenía un amplio tejado, una entrada que parecía un arco normando y faroles de hierro forjado a ambos lados de la puerta. Junto a la acera había una pérgola cubierta de rosas. El conductor apagó los faros y deslizó el coche con pericia hasta la pérgola.
Mallory bostezó y abrió la puerta del coche. Más allá de la esquina había muchos automóviles estacionados. Las puntas de los cigarrillos de un par de chóferes salpicaban la suave y azulada oscuridad.
—Una fiesta —murmuró. Qué bien.
Se bajó y caminó por un sendero de piedras espaciadas en forma tal que la hierba crecía entre ellas. Se detuvo entre los faroles de hierro forjado y pulsó el timbre.
Una doncella con delantal y cofia abrió la puerta.
—Lamento molestar al señor Atkinson, pero es importante —dijo Mallory—. Me llamo Macdonald.
La doncella titubeó un momento y luego entró en la casa, dejando la puerta entornada. Mallory la empujó tranquilamente y entró en un vestíbulo decorado con alfombras indias en el suelo y las paredes.
Unos metros más allá había una puerta que daba a una habitación sumida en la penumbra, tapizada de libros y saturada por la fragancia de buenos cigarros. Sobre las sillas había sombreros y abrigos. Desde la parte posterior de la casa llegaba música.
Mallory sacó la Luger y se apoyó en el vano de la puerta, dentro de la habitación.
Un hombre vestido de smoking cruzaba el vestíbulo. Era rechoncho y tenía una espesa cabellera blanca y un rostro astuto, sonrosado e irascible. Sus hombros enfundados en un saco de corte perfecto no lograban distraer la atención de un estómago demasiado abultado. Sus tupidas cejas estaban fruncidas. Caminaba de prisa y parecía furioso.
Mallory se plantó ante la puerta y clavó el arma en el estómago de Atkinson.
—Usted me está buscando —dijo.
Atkinson se detuvo, dio un respingo y emitió un grito ahogado. En sus ojos dilatados había un gran sobresalto. Mallory subió la Luger y puso el frío caño contra la garganta de Atkinson. El abogado levantó parcialmente un brazo, como para apartar el arma, y enseguida se detuvo con el brazo en el aire.
—No hable —aconsejó Mallory—, sólo piense. Lo han traicionado, Macdonald ha cantado todo sobre usted. Costello y los otros dos muchachos están encerrados en Westwood. Queremos a Rhonda Farr.
Los ojos de Atkinson eran de un azul turbio, opaco, sin luz. La mención del nombre de Rhonda Farr no pareció impresionarlo mucho.
—¿Por qué viene a verme a mí?
—Creemos que usted sabe dónde está ella —repuso Mallory sin tono—, pero no hablaremos aquí. Salgamos afuera.
Atkinson se removió y farfulló, asustado:
—No... no, tengo invitados.
Mallory dijo fríamente:
—La invitada que queremos no está aquí —y apretó el arma contra la garganta de Atkinson.
En el rostro del abogado apareció una emoción repentina. Retrocedió un paso e intentó apoderarse de la Luger. Mallory cerró los labios, giró con fuerza la muñeca y el caño de la pistola rozó la boca de Atkinson, cuyos labios se tiñeron de sangre y empezaron a hincharse. El abogado palideció.
—No pierdas la cabeza, gordinflón, o no vivirás para contarlo.
Atkinson dio media vuelta y se encaminó directamente a la entrada, de prisa, como un autómata.
Mallory lo tomó del brazo y lo llevó hacia la izquierda, por el jardín.
—Despacito —murmuró.
Rodearon la pérgola. Atkinson extendió los brazos hacia delante y caminó torpemente hasta el coche. Un largo brazo salió de la puerta y lo agarró. Subió al automóvil y cayó contra el asiento. Macdonald le puso la mano sobre la cara y lo obligó a sentarse. Mallory subió y cerró la puerta de golpe.
Los neumáticos chirriaron cuando el coche giró con rapidez y salió disparado. El conductor recorrió una cuadra antes de volver a encender los faros. Entonces volvió un poco la cabeza y preguntó:
—¿Adónde, jefe?
Mallory contestó:
—A cualquier lado. Vuelve a la ciudad y tómatelo con calma.
El Cadillac volvió a la autopista y empezó a bajar la larga pendiente. Una vez más aparecieron las luces del valle, pequeñas luces blancas que se movían con mucha lentitud por el fondo del valle. Faros.
Atkinson se incorporó en el asiento, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la boca. Miró de reojo a Macdonald y dijo con voz casi normal:
—¿De qué se trata, Mac? ¿Extorsión?
Macdonald soltó una carcajada. Luego hipó. Estaba un poco borracho. Con voz espesa, dijo:
—Diablos, no. Los muchachos han raptado a la chica Farr esta noche, y a estos amigos no les gusta. Pero usted no sabe nada de ella, ¿verdad, gordo? —Volvió a reír en son de burla.
Atkinson enunció con lentitud:
—Es gracioso... pero no sé nada. — Levantó un poco más la cabeza y prosiguió. —¿Quiénes son estos hombres?
Macdonald no respondió. Mallory encendió un cigarrillo, protegiendo la llama con las manos. Entonces dijo lentamente:
—Eso no tiene importancia. O nos dice usted dónde está Rhonda o al menos nos da una pista. Piénselo. Tenemos mucho tiempo.
Landrey volvió la cabeza para mirarlos. Su rostro era una mancha pálida en la oscuridad.
—No es mucho pedir, señor Atkinson —observó gravemente. Su voz era serena, suave, agradable. Dio unos golpecitos en el respaldo con sus dedos enguantados.
Atkinson lo miró con fijeza unos instantes y luego volvió a apoyar la cabeza.
—Supongamos que no sé nada de este asunto —dijo con voz cansada.
Macdonald levantó la mano y le pegó en la cara. La cabeza del abogado cayó contra el respaldo. Mallory dijo en un tono frío y desagradable:
—Basta de tonterías.
Macdonald le lanzó una maldición y miró hacia el otro lado. El coche continuó la marcha.
Ahora ya estaban en el valle. El faro tricolor del aeropuerto recorría el cielo a poca distancia. Empezaron a verse laderas arboladas y pequeños valles entre oscuras colinas. Un tren bajaba del túnel de Newhall, aceleró y pasó de largo con ruido ensordecedor.
Landrey dijo algo al conductor. El Cadillac giró hacia un camino sin asfaltar. El conductor apagó los faros y siguió avanzando a la luz de la luna. El camino moría en una extensión de hierba reseca y pequeños arbustos, donde se vislumbraban latas vacías y trozos de periódicos amarillentos.
Macdonald sacó su botella, la levantó y bebió un trago. Atkinson dijo con voz pastosa:
—Estoy algo débil. Dame un poco.
Macdonald se volvió, alargó la botella, gruñó: "¡Vete al infierno!", y se la guardó en el bolsillo. Mallory sacó una linterna de la guantera, la encendió y la enfocó a la cara de Atkinson, ordenando:
—Habla.
Atkinson se puso las manos sobre las rodillas y miró directamente a la linterna. Sus ojos estaban vidriosos y tenía sangre en la barbilla.
—Esto es una trampa de Costello, no conozco ningún detalle. Pero si es obra de Costello, Slippy Morgan ha de tener algo que ver. Posee una casa en la colina cercana a Baldwin Hills. Quizás han ocultado en ella a Rhonda Farr.
Cerró los ojos y una lágrima brilló al resplandor de la linterna. Mallory observó lentamente:
—Macdonald debería saber eso.
Atkinson repuso sin abrir los ojos:
—Supongo que sí. —Su voz era extraña e indiferente.
Macdonald cerró el puño y volvió a pegarle en la cara. El abogado gimió y cayó de costado. La mano de Mallory tembló e hizo temblar la linterna. Su voz vibraba de furia cuando dijo:
—Haz eso otra vez y te meteré una bala en el vientre. Te aseguro que lo haré.
Macdonald se apartó con una risa insulsa. Mallory apagó la linterna y manifestó, ya más calmado:
—Creo que ha dicho la verdad, Atkinson. Iremos a esa casa de Slippy Morgan.
El conductor giró, dio marcha atrás y se dirigió nuevamente a la autopista.
5
Una valla blanca de estacas puntiagudas apareció un momento antes de que se apagaran los faros. Detrás, sobre un promontorio, se perfilaban las sombras espectrales de un par de almenas apuntando al cielo. El coche avanzó a oscuras y se detuvo a la altura de una pequeña casa de madera, en la acera opuesta. No había casas en aquel lado de la calle, sólo el coche y el campo petrolífero. La casa no tenía ninguna luz.
Mallory se bajó y cruzó la calle. Un sendero de grava conducía a un garage sin puerta en la que estaba estacionado un coche. En la parte posterior del terreno había algo que pudo haber sido un cuadrilátero de pasto. En un rincón se veía un alambre para tender ropa y, adosada a la casa, una pequeña galería con una puerta de alambre oxidado. La luna iluminaba todo eso.
Una única ventana daba a la galería; la persiana estaba baja pero se veían dos finas rendijas de luz. Mallory volvió al coche caminando sin ruido sobre el pasto seco y la superficie sin asfaltar del camino. Ordenó:
—Vamos, Atkinson.
Atkinson salió del coche torpemente y cruzó la calle tambaleándose como un sonámbulo. Mallory lo agarraba del brazo. Subieron los escalones de madera y cruzaron el porche en silencio. Atkinson buscó a tientas el timbre y lo apretó. Se oyó un zumbido sordo dentro de la casa. Mallory se pegó a la pared de manera tal que la puerta de alambre tejido no le cerrara el paso al abrirse.
Alguien abrió la puerta interior y su silueta se perfiló detrás de la cortina de alambre tejido. No había luz a sus espaldas. El abogado tartamudeó.
—Soy Atkinson.
El cerrojo se descorrió y la puerta se abrió hacia fuera.
—¿Qué diablos significa esto? —preguntó una voz ceceante que Mallory ya había oído antes.
Mallory se movió, con la Luger a la altura de la cintura. El hombre del umbral giró hacia él, pero Mallory lo interceptó rápidamente, chasqueando la lengua y meneando la cabeza con reprobación.
—No llevarás un arma, ¿verdad, Slippy? —dijo, empujándolo con la Luger —. Date vuelta, Slippy, muy despacio. Cuando sientas algo contra tu espalda, entra. Nosotros te seguiremos.
El hombre flaco levantó las manos y se volvió. Caminó hacia la oscuridad, con el arma de Mallory contra su espalda. La pequeña sala olía a polvo y restos de comida. Bajo una puerta se veía luz. El hombre bajó lentamente una mano y la abrió.
Del centro del techo colgaba una bombilla, y debajo se encontraba una mujer delgada, con un sucio delantal blanco y los brazos colgando a los costados. Unos ojos incoloros miraban bajo la cabellera rojiza. Sus dedos se movían y temblaban en involuntarias contracciones de los músculos. La voz emitió un sonido plañidero, como el de un gato hambriento.
El hombre flaco se colocó contra la pared al otro extremo de la habitación, con las palmas de las manos sobre el papel pintado. En su rostro había una sonrisa fija e insensata.
La voz de Landrey dijo a sus espaldas:
—Yo me encargo de los amigos de Atkinson.
Y entró en la habitación con un gran revólver automático en la mano enguantada.
—Un hogar acogedor —comentó en tono amistoso.
En un rincón de la habitación había una cama de metal y en ella yacía Rhonda Farr, tapada hasta la barbilla con una parda manta del ejército. La peluca blanca sólo cubría parcialmente su cabeza y por debajo asomaban unos rizos dorados y húmedos. Su rostro era de una palidez azulada, una máscara en la que destacaban el colorete y la pintura de los labios. Estaba roncando.
Mallory pasó la mano por debajo de la manta y le tomó el pulso. Luego alzó un párpado y miró la pupila.
—Drogada —anunció.
La mujer del delantal se humedeció los labios. —Le di una inyección de morfina —dijo con voz delgada—, No le hará ningún daño, señor.
Atkinson tomó asiento en una silla que tenía una toalla sucia colgada del respaldo. La camisa del smoking era deslumbrante bajo la luz desnuda. La parte inferior de su rostro estaba salpicada de sangre coagulada. El hombre flaco lo miraba con desprecio mientras daba palmaditas a la pared. Entonces Macdonald entró en la habitación.
Tenía la cara enrojecida y sudorosa. Se tambaleó un poco y apoyó una mano en la puerta.
—Hola, muchachos —saludó sin expresión—. Deberían ascenderme por esto.
El hombre flaco dejó de sonreír. Bajó muy de prisa la cabeza y un arma apareció en su mano. La habitación se llenó de ruido, un ruido atronador, seguido inmediatamente por otro.
El hombre flaco se fue deslizando poco a poco y cayó al suelo. Quedó tendido sobre la alfombra en una posición reposada, inmóvil, con un ojo entornado que parecía mirar a Macdonald. La mujer del delantal abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Macdonald puso la otra mano en el marco de la puerta, se inclinó hacia delante y empezó a toser. Un reguero de sangre roja le bajaba hasta la barbilla. Sus manos fueron resbalando lentamente por el marco de la puerta. Entonces el hombro le hizo un movimiento espasmódico hacia delante, su cuerpo se inclinó como el de un nadador dispuesto a salvar una ola, y se desplomó, de cara, con el sombrero todavía en la cabeza, bajo el que asomaba un mechón castaño.
Mallory dijo: "Dos menos" y miró a Landrey con expresión de repugnancia. Landrey dio una ojeada a su pistola automática y la ocultó en el bolsillo de su fino abrigo negro.
Mallory se agachó sobre Macdonald y le apoyó dos dedos en la sien. No había pulso. Probó la vena yugular con el mismo resultado. Macdonald estaba muerto, y seguía oliendo terriblemente a whisky.
Un humo tenue difuminaba la bombilla desnuda: el acre vaho de la pólvora. La mujer del delantal avanzó hacia la puerta. Mallory le puso una mano enérgica contra el pecho y le dio un empujón, obligándola a retroceder unos pasos.
—Estás muy bien donde estás.
Atkinson se quitó las manos de las rodillas y las frotó una contra otra como si se le hubieran dormido. Landrey se acercó a la cama y tocó los cabellos de Rhonda Farr con su mano enguantada.
—Hola, nena —dijo en tono ligero —. Hacía tiempo que no nos veíamos. Salió de la habitación diciendo: —Traeré el coche.
Mallory miró a Atkinson y preguntó:
—¿Quién tiene las cartas, Atkinson? Las cartas que pertenecen a Rhonda Farr.
Atkinson levantó con lentitud su rostro inexpresivo y parpadeó como si la luz hiriera sus ojos. Habló con una voz vaga y remota:
—No... no lo sé. Costello, quizás. Yo no las he visto nunca.
Mallory soltó una breve y áspera carcajada que no produjo ningún cambio en la acerada expresión de su rostro.
—Sería muy gracioso si resultara cierto.
Se inclinó sobre la cama del rincón y envolvió con la manta a Rhonda Farr. Cuando la levantó, ella dejó de roncar, pero no se despertó.
6
Había luz en un par de ventanas del edificio. Mallory alzó la muñeca para echar una ojeada al reloj. Las manecillas débilmente luminosas señalaban las tres y media. Se volvió hacia el coche:
—Dame unos diez minutos y sube. Yo me ocuparé de las puertas.
La entrada principal del edificio estaba cerrada con llave. Mallory la abrió con una llave maestra y la dejó entornada. El vestíbulo estaba iluminado por una lámpara de pie y un globo de pared sobre el conmutador, junto al cual dormía en una silla un hombre de cabellos blancos, con la boca abierta. Sus ronquidos parecían lamentos de un animal herido.
Mallory subió un tramo de escaleras alfombradas. En el primer piso pulsó el botón del ascensor. Cuando éste llegó desde arriba, entró y apretó el botón del piso 7. Bostezó. La fatiga nublaba sus ojos.
El ascensor se detuvo con una sacudida y Mallory salió al silencioso y bien iluminado pasillo. Se paró ante una puerta gris de madera y aplicó la oreja al panel. Luego metió la llave maestra en la cerradura, abrió la puerta unos centímetros, escuchó otra vez y entró.
La luz provenía de una lámpara de pantalla roja colocada junto a un sillón. En el sillón había un hombre, con la cara a plena luz.
Tenía los tobillos y las muñecas atados con cinta adhesiva y un trozo de la misma cinta le cubría la boca. Mallory cerró la puerta y cruzó la habitación con pasos rápidos y silenciosos. El hombre maniatado era Costello. Sobre la cinta adhesiva que le cerraba los labios, el rostro tenía un tono violáceo. El pecho se movía a sacudidas y la abultada nariz hacía una especie de resoplido al expeler el aire.
Mallory despegó de un tirón la cinta de la boca y puso la mano sobre el mentón de Costello para obligarle a abrir los labios. La cadencia de la respiración cambió un poco. El pecho dejó de dar sacudidas, y el violáceo del rostro palideció. El hombre se movió y exhaló un gemido.
Mallory tomó una botella de medio litro de whisky de la reprisa y arrancó la arandela de metal del tapón con los dientes. Echó la cabeza de Costello hacia atrás, vertió algo de whisky en su boca y lo abofeteó con fuerza. Costello se atragantó y tosió convulsivamente. Algo de whisky le salió por la nariz. Abrió los ojos y los fijó con dificultad. Murmuró algo confuso.
Mallory pasó entre unas cortinas de terciopelo que flanqueaban un umbral al fondo de la habitación y entró en un pequeño vestíbulo. La primera puerta conducía a un dormitorio con camas gemelas, en cada una de las cuales yacía un hombre atado.
Jim, el policía, estaba dormido o todavía inconsciente. El la sien tenía una gran mancha de sangre coagulada. La piel de su rostro tenía un color gris sucio. Los ojos del hombre pelirrojo estaban abiertos de par en par y brillaban de furia. Sus labios se movían bajo la cinta adhesiva, intentando morderla. Se había puesto de lado y casi caído de la cama. Mallory lo acomodó en el centro del colchón y dijo:
—Todo es parte del juego.
Volvió a la sala y encendió más luces. Costello había conseguido incorporarse en el sillón. Mallory sacó un cortaplumas y por detrás le cortó la cinta que maniataba sus muñecas. Costello separó los brazos, gruñó y frotó los lugares donde la cinta le había marcado la piel. Luego se agachó y se arrancó la cinta que le sujetaba los tobillos.
—No hubiera aguantado mucho más —se quejó—. Sólo puedo respirar por la boca. —Su voz era floja, átona y sin acento.
Se incorporó, se sirvió dos dedos de whisky, lo bebió de un trago, volvió a sentarse y se apoyó en el respaldo. La vitalidad había vuelto a su rostro y en sus ojos apagados había una pequeña chispa.
—¿Qué novedades hay? —preguntó.
Mallory rebuscó en una hielera, frunció el entrecejo y bebió el whisky puro. Frotó suavemente el lado izquierdo de su cabeza con las yemas de los dedos, se sentó y encendió un cigarrillo.
—Varias —contestó—. Rhonda Farr está en su casa. Macdonald y Slippy Morgan han muerto. Pero eso no es importante. Estoy buscando unas cartas que tú has intentado vender a Rhonda Farr. Tendrá que dármelas.
Costello levantó la cabeza y gruñó:
—Yo no tengo esas cartas.
—Búscamelas, Costello. Ahora mismo —ordenó Mallory, echando la ceniza con mucho esmero para que cayese en medio de un rombo verde y amarillo del dibujo de la alfombra.
Costello hizo un movimiento impaciente.
—No las tengo —insistió—. No las he visto nunca.
Los ojos de Mallory se volvieron metálicos casi y su voz cobró un tono agudo.
—Es lamentable lo mucho que ignoran ustedes los matones sus propios negocios —observó—. Estoy cansado, Costello, y no me atrae una discusión. Tendrías un aspecto horrible con esa gran narizota hundida en la mejilla por el caño de mi pistola.
Costello alzó su mano huesuda y frotó la piel enrojecida por la cinta adhesiva en torno a su boca. Echó un vistazo a la habitación. Las cortinas de terciopelo se movieron ligeramente, como rozadas por la brisa. Pero no había brisa. Mallory miraba la alfombra con fijeza.
Costello se levantó con lentitud y dijo:
—Tengo una caja fuerte en la pared. Voy a abrirla.
Se dirigió hacia la pared donde estaba la puerta, levantó un cuadro y giró el disco de una caja fuerte circular. Abrió la pequeña puerta redonda y metió la mano dentro.
—Quédate como estás, Costello —ordenó Mallory.
Cruzó la habitación perezosamente y metió la mano izquierda en la caja por debajo del brazo de Costello. Cuando la sacó, tenía un pequeño revólver automático con empuñadura de nácar. Silbó y se guardó el arma en el bolsillo.
—Nunca aprenderás, ¿verdad, Costello? —dijo con voz cansada.
Costello se encogió de hombros y volvió a cruzar la habitación. Mallory metió la mano en la caja fuerte y tiró al suelo todo lo que contenía. Después se acuclilló. Había varios sobres blancos y largos, un fajo de recortes de periódico sujetos con un gancho, un talonario grueso y estrecho, un pequeño álbum de fotografías, una agenda, algunos papeles sueltos y unos informes bancarios con talones dentro. Mallory abrió uno de los sobres largos distraídamente, sin mucho interés.
Las cortinas de la puerta del extremo volvieron a moverse. Costello estaba rígido frente a la chimenea. Entre las cortinas asomó una pistola sostenida por una mano pequeña y muy firme. Un cuerpo delgado siguió a la mano, y una cara blanca con ojos ardientes: Erno.
Mallory se puso de pie y levantó las manos, vacías.
—Más arriba, muchacho —gritó Erno—. ¡Mucho más arriba, muñeco!
Mallory levantó un poco más las manos; tenía en entrecejo fruncido. Erno entró en la habitación con la cara sudorosa. Un mechón de cabello negro y graso le caía sobre una ceja. La sonrisa forzada mostraba su dentadura.
—Creo que vas a recibir tu merecido aquí mismo, soplón.
Su voz tenía una inflexión interrogante, como si esperase la confirmación de Costello.
Costello no dijo nada.
Mallory movió la cabeza. Tenía la boca muy seca. Observaba los ojos de Erno y veía en ellos una gran tensión. Dijo con voz algo pastosa:
—Has sido engañado, primo, pero no por mí.
La sonrisa de Erno dio paso a un gruñido y la cabeza se bamboleó. El dedo del gatillo se paralizó en la primera articulación. Entonces se oyó un ruido detrás de la puerta y ésta se abrió.
Landrey entró en la habitación. Cerró la puerta con un golpe de hombro y se apoyó en ella con un movimiento ampuloso. Tenía las dos manos en los bolsillos laterales de su abrigo. Los ojos, bajo el sombrero negro, eran brillantes y demoníacos. Parecía satisfecho. Movió la barbilla sobre la bufanda de seda blanca que llevaba anudada descuidadamente al cuello. Su rostro pálido y bien parecido daba la impresión de haber sido tallado en marfil.
Erno movió un poco su pistola y esperó. Landrey exclamó en tono alegre:
—¡Te apuesto mil dólares a que tú tocas primero el suelo!
Los labios de Erno temblaron bajo el pequeño bigote. Dos pistolas se dispararon al mismo tiempo. Landrey osciló como un árbol doblado por una ráfaga de viento; la densa detonación de su 45 sonó una vez más, semiahogada por la tela y la proximidad de su cuerpo.
Mallory se zambulló detrás del sofá, rodó y asomó con la Luger en la mano. Pero el rostro de Erno ya no tenía expresión.
Cayó lentamente; su cuerpo ligero parecía atraído hacia el suelo por el peso del arma que sostenía en l mano derecha. Se le doblaron las rodillas al caer, y su espalda se arqueó una vez, antes de quedar inmóvil.
Landrey sacó la mano izquierda del bolsillo de su abrigo y extendió los dedos en el aire como si quisiera librarse de algo. Lentamente y con dificultad, extrajo la gran pistola automática del otro bolsillo y fue estirando el brazo, centímetro a centímetro, girando sobre las plantas de los pies. Inclinó el cuerpo hacia la rígida figura de Costello y apretó de nuevo el gatillo. Un poco de yeso de la pared saltó junto al hombro de Costello.
Landrey sonrió vagamente y exclamó: "Maldición" en voz baja. Puso los ojos en blanco y la pistola cayó de sus dedos y rebotó sobre la alfombra. Landrey cayó suave y armoniosamente, se arrodilló y osciló un momentos antes de desplomarse de costado sin el menor ruido. Mallory miró a Costello y murmuró con voz tensa y airada:
—¡Dios mío, que suerte la tuya!
El timbre zumbaba con insistencia. Tres luces rojas parpadeaban en el panel del conmutador. El viejo de cabellos blancos cerró la boca de pronto y se levantó, adormilado.
Mallory pasó junto al viejo, atravesó corriendo el vestíbulo, salió a la calle, bajó los tres escalones de mármol y vio que el conductor del coche de Landrey ya pisaba el acelerador. Mallory se sentó a su lado, sin aliento y cerró la portezuela de un golpe.
—¡Date prisa —jadeó— y mantente alejado del bulevar! ¡La policía llegará en unos minutos!
El conductor preguntó:
—¿Dónde está Landrey...? He oído unos disparos.
Mallory levantó la Luger y dijo con frialdad:
—¡Muévete, muñeco!
El conductor metió la marcha y aceleró hacia la esquina, mirando la pistola con el rabillo del ojo.
—Landrey tiene el cuerpo lleno de plomo —explicó Mallory—. Está muerto. — Levantó más la Luger y la puso bajo la nariz del conductor. —Pero no lo ha hecho mi pistola. Huélela, amigo. No ha sido disparada.
El conductor exclamó: "¡Diablos!" con voz entrecortada y dobló la curva en maniobra tan cerrada que por escasos milímetros no rozó la acera.
Estaba a punto de amanecer.
7
Rhonda Farr decía:
—Publicidad, querido, sólo eso. Cualquier clase de publicidad es mejor que ninguna. No estoy muy segura de que renueven mi contrato y es probable que la necesite.
Estaba sentada en un sillón, en medio de una habitación enorme. Miraba a Mallory con sus ojos violáceos, perezosos e indiferentes, mientras sostenía en la mano un vaso alto, de cristal traslúcido. Bebió un sorbo.
El piso estaba cubierto de alfombras chinas de suaves colores. Había mucha madera y mucha laca. En las paredes centelleaban marcos de oro y el techo era remoto y vago, como el atardecer de un día agobiante. Una voluminosa radio de madera despedía cadencias ahogadas e irreales.
Mallory frunció la nariz y pareció divertido aunque gravemente.
—Es usted una mujer sin escrúpulos —dijo—. No me gusta.
—Oh, sí, claro que te gusto, encanto. Estás loco por mí —dijo Rhonda Farr.
Sonrió y metió un cigarrillo en una boquilla verde jade que hacía juego con su pijama verde. Después alargó su mano escultural y apretó un timbre empotrado en la superficie de una mesa baja de nácar y madera. Un criado japonés, silencioso y vestido de blanco, entró en la habitación y preparó otro whisky con agua y hielo.
—Eres un chico listo, ¿verdad, querido? —continuó Rhonda Farr cuando el criado se hubo ido —. Y tienes en el bolsillo unas cartas que crees que yo considero inestimables. Pues te equivocas, encanto, te equivocas. — Bebió un sorbo del vaso recién servido. —Las cartas que tienes en tu poder son falsas. Se escribieron hace un mes. Él me devolvió sus cartas hace mucho tiempo... Lo que tú tienes no vale nada. — Se llevó una mano al cabello ondulado. La experiencia de la noche anterior no parecía haberla afectado.
Mallory la miró con atención y preguntó:
—¿Puede probar eso?
—El papel de las cartas... si es que hace falta probarlo. Hay un hombrecillo en la esquina de la Cuarta con Spring que se dedica a analizar esas cosas.
—¿Y la caligrafía? —inquirió Mallory.
Rhonda Farr sonrió.
—La escritura es fácil de falsificar, si se dispone de mucho tiempo. O así tengo entendido. En fin, ésta es la verdad.
Mallory asintió y sorbió su whisky. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un sobre de papel madera. Lo colocó sobre su rodilla.
—Anoche mataron a cuatro hombres por culpa de estas cartas falsas —observó como de paso.
Rhonda Farr lo miró con indulgencia.
—Dos estafadores, un policía traidor, eso es todo. ¿Debo perder el sueño por esa basura? Como es natural, siento lo de Landrey.
Mallory comentó cortésmente:
—Muy amable de su parte.
—Landrey era un chico muy simpático hace años, cuando intentaba entrar en el cine. Pero eligió otra profesión, y en esa profesión hay muchas oportunidades de recibir una bala un día u otro.
Mallory se frotó la barbilla.
—Es curioso que no recordara haberle devuelto a usted las cartas, muy curioso.
—No le importaba, querido. Era esa clase de actor, y le gustaba el espectáculo. Le dio la ocasión de hacer una representación excelente. Seguro que le entusiasmó.
Mallory dejó que su rostro expresara disgusto.
—El empleado me pareció decente. Yo no sabía gran cosa de Landrey, pero él conocía a un buen amigo mío de Chicago. Se le ocurrió un plan para descubrir a los muchachos que la vigilaban a usted, y yo me fié de su criterio. Han sucedido cosas que lo han facilitado, pero que han hecho mucho más ruido.
Rhonda Farr dio unos golpecitos a sus brillantes y pequeños dientes con sus brillantes y pequeñas uñas. Preguntó:
—¿Qué eras tú en tu barrio, querido? ¿Uno de esos rufianes que se hacen llamar detectives privados?
Mallory soltó una seca carcajada, hizo un movimiento vago y pasó la mano por sus cabellos oscuros.
—Suéltelo ya, muñeca —dijo en voz baja—, suéltelo ya.
Rhonda Farr le dirigió una mirada sorprendida y luego se echó a reír.
—Nos impacientamos, ¿verdad? —preguntó con voz dulce, y continuó con voz aguda—: Atkinson me ha estado chantajeando durante años, de un modo u otro. Escribí las cartas y las dejé donde pudiera apoderarse de ellas. Desaparecieron. Pocos días después llamó una voz masculina, de esas que meten miedo y empezó a presionarme. Dejé que la cosa siguiera adelante. Pensé que ya arreglaría las cuentas con Atkinson y que nuestras dos reputaciones juntas servirían para crear un pequeño escándalo que no me haría demasiado daño. Pero el asunto empezó a escapárseme de las manos y me asusté. Se me ocurrió pedirle a Landrey que me ayudara. Estaba segura de que le gustaría.
—Sencilla y directa, ¿verdad? —replicó Mallory con violencia—. ¿Piensa que voy a tragarme eso?
—No sabes mucho del mundo de Hollywood, ¿verdad, querido? —dijo Rhonda Farr. Movió la cabeza y tarareó: —Es una melodía estupenda... Copiada de una sonata de Weber... Aquí, la publicidad tiene que doler un poco. De lo contrario, nadie la cree.
Mallory se levantó con el sobre en la mano y lo depositó en la falda de ella.
—Le va a costar cinco grandes.
Rhonda Farr se recostó en el sillón y cruzó sus piernas verde jade. Una de las pantuflas verdes resbaló de su pie desnudo y cayó a la alfombra, y el sobre cayó tras ella. Rhonda no se movió. Preguntó:
—¿Por qué?
—Soy un hombre de negocios, nena. Mi trabajo tiene su precio. Landrey no me pagó los cinco mil convenidos. Ese era el precio para él y ése es ahora el precio para usted.
Rhonda Farr lo miró vagamente con sus ojos plácidos.
—No hay trato, chantajista. Ya te lo dije en el Bolívar. Agradezco mucho tus servicios, pero mi dinero lo gasto en otras cosas.
—Ésta podría ser una ocasión muy buena para invertir algo de él —insinuó Mallory.
Se inclinó, recogió el vaso de la chica y bebió un sorbo. Cuando lo dejó sobre la mesa, le dio unos golpecitos con las uñas. Una ligera sonrisa curvaba sus labios. Encendió un cigarrillo y tiró el fósforo a un florero de jacintos. Dijo lentamente:
—El chofer de Landrey ha hablado, como era de esperar. Los amigos de Landrey quieren verme. Quieren saber por qué han liquidado a Landrey en Westwood. La poli no tardará en ir a mi casa; estoy seguro de que alguien la pondrá sobre mi pista. Presencié cuatro asesinatos anoche y, como comprenderá, no voy a salirme de ésta tan fácil. Tendré que contar toda la historia. La policía le dará mucha publicidad, nena. En cuanto a los amigos de Landrey, no sé lo que harán, pero supongo que algo muy doloroso.
Rhonda Farr se puso de pie de un salto, buscando con el pie la zapatilla verde. Tenía los ojos muy abiertos.
—¿Me... denunciarías? —susurró.
Mallory se echó a reír. Sus ojos brillaban, implacables, fijos en el área luminosa de una de las lámparas. Contestó con la voz llena de tedio:
—¿Por qué diablos habría de protegerla? No le debo nada. Y su maldita tacañería le impide contratarme. No soy un delincuente, pero ya sabe usted cómo adoran los muchachos de la ley a los hombres como yo. Y los amigos de Landrey sólo verán un asunto sucio que causó la muerte de un buen muchacho. Por todos los diablos, ¿por qué iba yo a defender a una estafadora como usted?
Dio un bufido y en sus mejillas aparecieron dos manchas rojizas. Rhonda Farr, muy quieta ahora, sacudió la cabeza y dijo:
—No hay trato, chantajista... no hay trato. —Su voz era tenue y cansada, pero el mentón conservaba su orgullosa altivez.
Mallory alargó la mano y recogió el sombrero.
—Es usted todo un hombre —aprobó, sonriendo—.
—¡Debe ser difícil convivir con el sexo débil de Hollywood!
Se inclinó de improviso hacia delante, puso la mano izquierda en la nuca de ella y la besó con fuerza en la boca. Luego pasó los dedos por su mejilla.
—Eres una chica simpática... en ciertos aspectos —declaró—. Y una embustera mediocre. Sólo mediocre. Tú no has falsificado ninguna carta, nena. Atkinson no hubiera caído en una trampa como ésa.
Rhonda Farr se agachó, agarró el sobre que yacía en la alfombra y sacó todo lo que contenía —una serie de páginas grises con fino monograma de oro. Las miró fijamente con labios trémulos y murmuró:
—Te enviaré el dinero.
Mallory le puso la mano en la barbilla y empujó su cabeza hacia atrás. Entonces dijo con suavidad:
—Estaba bromeando, nena. Tengo esa mala costumbre. Pero hay dos cosas muy extrañas en estas cartas. No tienen sobres y nada implica la identidad de la persona a quien fueron escritas, nada en absoluto. La segunda es que Landrey las llevaba en el bolsillo cuando lo mataron.
Saludó con la cabeza y se volvió. Rhonda Farr exclamó a sus espaldas, con voz súbitamente aterrada:
—¡Espera!
—Suele pasar, en estos casos. Lo sé —dijo Mallory—. Toma un trago.
Dio unos pasos hacia la puerta y movió la cabeza.
—Tengo que irme; tengo una cita que podría ser mi funeral. Envíame flores. Flores silvestres y azules, como tus ojos.
La puerta se abrió y cerró pesadamente. Rhonda Farr permaneció sentada sin moverse durante largo rato.
8
El humo de los cigarrillos flotaba en el aire. Un grupo de personas sorbía cócteles junto al cortinado que conducía a las salas de juego. Al otro lado la luz inundaba el extremo de una mesa de ruleta.
Mallory puso los codos en la barra. El barman dejó a dos jovencitas vestidas de fiesta y fue hacia él deslizando un paño blanco por la madera.
—¿Qué quiere, jefe?
—Cerveza —contestó Mallory.
El barman se la sirvió con una sonrisa y volvió con las dos muchachas. Mallory bebió despacio, hizo una mueca y miró al espejo, que era tan largo como el bar y estaba un poco inclinado hacia adelante, por lo que reflejaba toda la sala hasta la pared del fondo. En esa pared se abrió una puerta y entró un hombre vestido de smoking. Tenía el rostro moreno y arrugado y el cabello del mismo color que la viruta de acero. Su mirada se cruzó con la de Mallory en el espejo mientras atravesaba la sala.
Soy Mardonne —se presentó—. Muy amable de su parte por venir aquí.
Tenía una voz calma y tersa, la voz de un hombre obeso, pero no era obeso.
—No es una visita social —replicó Mallory.
—Subamos a mi despacho —propuso Mardonne.
Mallory bebió un poco más de cerveza, hizo otra mueca y apartó de sí la copa redonda. Pasaron por una puerta y subieron una escalera alfombrada que se unía con otra escalera a medio camino. Entraron en una habitación iluminada.
Había sido un dormitorio y no se emplearon muchos esfuerzos par convertirlo en un despacho. Tenía paredes grises y dos o tres grabados de marcos estrechos. Había un gran archivo, una buena caja fuerte y varias sillas. Sobre una mesa de madera de nogal había una lámpara con pantalla de pergamino. Un joven muy rubio estaba sentado en un extremo de la mesa con las piernas cruzadas. Llevaba un sombrero de cinta multicolor.
—Está bien, Henry. Estoy ocupado —dijo Mardonne.
El joven rubio se levantó, bostezó y se llevó la mano a la boca con un afectado movimiento de muñeca. En uno de sus dedos refulgía un gran brillante. Miró a Mallory, sonrió y salió despacio de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Mardonne se sentó en una silla giratoria de cuero azul y encendió un cigarrillo delgado. Mallory se sentó en una silla al extremo de la mesa, entre la puerta y dos ventanas abiertas de par en par. Había otra puerta, pero la caja fuerte estaba delante de ella. Encendió un cigarrillo y declaró:
—Landrey me debía algún dinero. Cinco grandes. ¿Hay alguien aquí interesado en pagármelos?
Mardone puso las manos morenas en los brazos de su sillón y se balanceó hacia delante y hacia atrás.
—No se trata de eso —contestó.
—Está bien. ¿De qué se trata?
Mardonne entornó sus ojos pardos.
—De saber cómo ha muerto Landrey.
Mallory se puso el cigarrillo en la boca y juntó las manos en la nuca. Exhaló el humo y habló a la pared que había sobre la cabeza de Mardonne.
—Traicionó a todo el mundo y se traicionó a sí mismo. Interpretaba demasiados papeles y confundió los diálogos. Estaba borracho de pólvora. Cuando tenía un arma en la mano, se veía obligado a disparar contra alguien. Y alguien disparó contra él.
Mardonne siguió balanceándose y dijo:
—Quizá pueda explicarse con más claridad.
—Naturalmente... Podría contarle una historia... sobre una chica que escribió unas cartas una vez. Creía que estaba enamorada. Eran cartas atrevidas, la clase de cartas que escribiría una chica imprudente. Pasó el tiempo y acabaron en manos de un chantajista. Algunos matones empezaron a amenazar a la chica. Nada que pudiera asustarla, pero parece que a la chica le gustan las cosas difíciles. Landrey pensó que podría ayudarla; tenía un plan, y el plan requería a un hombre que supiera llevar un smoking, usara los cubiertos adecuados y no fuera conocido en esta ciudad. Me encontró a mí. Dirijo una pequeña agencia en Chicago.
Mardonne giró la silla hacia las ventanas abiertas y contempló las anchas copas de los árboles.
—Con que detective privado, ¿eh? —gruñó con indiferencia. De Chicago.
Mallory asintió, lo miró un momento y volvió a contemplar la pared.
—Y con fama de hombre honrado, Mardonne, lo cual podría darse a juzgar por la gente con que me he mezclado últimamente.
Mardonne hizo un rápido e impaciente ademán y guardó silencio. Mallory prosiguió:
—Pues bien, acepté el encargo, cometiendo así mi primera equivocación. Estaba progresando un poco cuando la extorsión se convirtió en secuestro. El asunto empeoró. Me puse en contacto con Landrey, que decidió ayudarme. Encontramos a la chica sin muchas dificultades y la llevamos a su casa. Faltaba conseguir las cartas. Mientras yo intentaba arrancárselas al tipo que parecía tenerlas, uno de los rufianes entró por la puerta trasera y quiso usar su arma. Landrey hizo una gran entrada, adoptó su pose y estuvo magnífico eliminando al matón, pero también él detuvo una bala. Fue bonito, si a uno le gustan esos espectáculos, pero me quedé solo, así que tuve que largarme y ordenar mis ideas.
Los ojos pardos de Mardonne se iluminaron con una chispa de emoción pasajera.
—La historia de la chica también podría ser interesante —observó en tono glacial.
Mallory exhaló una pálida nube de humo.
—La drogaron y no recuerda nada. Aunque tampoco hablaría si supiera algo. Y yo ignoro su nombre. No tengo la más remota idea de quien puede haber escrito esas cartas.
—Yo lo sé —replicó Mardonne—. El chofer de Landrey también habló conmigo, de modo que no tendré que molestarlo con esa pregunta.
Mallory siguió hablando, con voz sosegada:
—Ésa es la versión de los hechos, sin mis notas al pie. Las notas al pie le dan mucho más interés... y mucha más suciedad. La chica no pidió ayuda a Landrey, pero éste sabía de la extorsión. Había tenido las cartas, ya que habían sido escritas para él. Su plan consistía en que yo me pusiera en contacto con la muchacha, le hiciera sospechar que tenía las cartas y me citara con ella en un club nocturno donde pudiéramos ser vistos por la gente que la chantajeaba. Ella acudiría, porque no le faltaba valor, e iría vigilada: cerca de ella habría una camarera, chofer o algo parecido. Los muchachos querrían saber quién era yo. Me llevarían con ellos y, si no acababa muerto, podría enterarme de quienes participaban en el chantaje. Precioso plan, ¿no le parece?
—Hay algunas lagunas —opinó fríamente Mardonne—, pero continúe.
—Cuando el señuelo empezó a surtir efecto, comprendí que era una trampa, pero seguí en el juego porque no tenía otro remedio. Al cabo de un rato hubo otro juego sucio, esta vez sin ensayo previo. Uno que recibía dinero de la banda tuvo miedo de repente y los dejó plantados. No le importaba alguno que otro chantaje, pero un secuestro era harina de otro costal. Su traición me facilitó las cosas y no perjudicó en nada a Landrey, ya que el tipo no conocía los secretos de la banda. El matón que liquidó a Landrey tampoco los conocía; era sólo un despechado, que temía no estar recibiendo toda su parte.
Mardonne deslizaba sus manos morenas por los brazos del sillón, como un viajante inquieto durante una conversación de negocios.
—¿Alguien contaba con que usted dedujera todo esto? —preguntó en tono de burla.
—He usado el cerebro, Mardonne. No muy rápido que digamos, pero lo he usado. Tal vez no me contrataron para pensar, pero no me dijeron nada al respecto. Si me daba cuenta antes, sería mala suerte para Landrey, que debería encontrar una salida al asunto. Y si no me convertiría en lo más parecido a un hombre honrado que él pudiera contratar jamás.
Mardonne comentó suavemente:
—Landrey tenía mucho dinero y algo de cerebro. No mucho, pero algo. No creo que ideara un chantaje tan barato.
Mallory rió con aspereza.
—Para él no era tan barato, Mardonne. Quería a la chica. Ella se había elevado demasiado por sobre él y su clase, y como Landrey no podía subir tan alto, tenía que arrastrarla a ella hacia abajo. Las cartas no eran suficientes para conseguirlo. Añadamos un secuestro y un rescate simulado por un antiguo amante convertido en mafioso, y tendremos una historia que ningún diario dejaría de publicar. Y esto bastaría para que la chica perdiera el empleo. Adivine usted el precio de que no se publicara, Mardonne.
Mardonne murmuró "Ya, ya" y siguió mirando por la ventana.
—Pero todo ha terminado —continuó Mallory—. Me contrataron para encontrar unas cartas y las he encontrado... en el bolsillo de Landrey, cuando lo liquidaron. Me gustaría cobrar por mi tiempo.
Mardonne dio media vuelta al sillón y puso las manos sobre la mesa.
—Pásemelas —dijo—. Veré lo que valen para mí.
Los ojos de Mallory expresaron dureza y amargura. —Lo malo de ustedes los rufianes es que no creen que haya nadie honrado. Las cartas están fuera de circulación. Han pasado por muchas manos y están demasiado gastadas.
—Es una idea encantadora —se burló Mardonne—. Landrey era mi socio y le tenía gran estima... Así que usted regala las cartas y yo le pago por dejar que liquiden a Landrey. Me gustaría escribir esto en mi diario. Tengo la sospecha de que ya ha cobrado usted bastante... de la señorita Rhonda Farr.
Mallory replicó con sarcasmo:
—Ya sabía que lo vería de ese modo. Quizá le guste más otra versión de la historia... La chica se hartó de las atenciones de Landrey. Escribió unas cartas y las puso donde su inteligente abogado pudiera robarlas para pasarlas a un hombre que dirige una agencia de guardaespaldas, conocida por el abogado porque suele utilizarla en sus negocios. La chica escribió a Landrey pidiendo ayuda y él me contrató para liquidar a Landrey. Yo simulé trabajar para él hasta que lo puse delante de un matón que pretendía liquidarme. El matón lo dejó seco y yo liquidé al matón con la pistola de Landrey, para que todo saliera redondo. Después tomé un trago y me fui.
Mardonne se inclinó hacia delante y pulsó un timbre que había junto a la mesa.
—Me gusta mucho más esta versión. Me pregunto si podría darle consistencia.
—Inténtelo —contestó Mallory—. No creo que sea la primera vez que trata de pasar un dólar falso.
9
Se abrió la puerta y entró el muchacho rubio. Sus labios dibujaron una sonrisa complacida y la lengua asomó entre ellos. Sostenía en la mano una pistola automática.
—Ya no estoy ocupado, Henry —dijo Mardonne.
El muchacho rubio cerró la puerta. Mallory se levantó y retrocedió lentamente hacia la pared.
—Ahora viene la parte graciosa, ¿eh? —preguntó.
Mardonne levantó sus dedos morenos y se pellizcó la barbilla. Contestó secamente:
—No habrá disparos aquí. A esta casa viene gente muy distinguida. Tal vez no mató usted a Landrey, pero no quiero verlo más. Me estorba.
Mallory continuó retrocediendo hasta que sus hombros chocaron contra la pared. El muchacho rubio frunció el entrecejo y dio un paso hacia él. Mallory dijo:
—Quédate donde estás, Henry. Necesito espacio para pensar. Podrías meterme una bala en el cuerpo, pero no podrías evitar que mi pistola hiciese algo de ruido, y a mí el ruido no me molestaría en absoluto.
Mardonne, inclinado sobre la mesa, miró hacia un costado. El muchacho rubio se detuvo, con la lengua todavía asomando entre los labios. Mardonne dijo:
—Tengo algunos billetes de cien dólares en la mesa. Voy a darle diez de ellos a Henry. Él lo acompañará al hotel, e incluso lo ayudará a hacer las maletas. Cuando lleguen al tren que sale de la ciudad, le entregará el dinero. Si vuelve aquí, habrá un nuevo trato... en el que usted saldrá con los pies por delante.
Bajó lentamente la mano y abrió el cajón de la mesa. Mallory tenía los ojos fijos en el muchacho rubio.
—Henry podría cambiar de plan por el camino —observó como si bromeara—. Henry me parece un poco inestable.
Mardonne se levantó y sacó la mano del cajón. Dejó caer un fajo de billetes sobre la mesa y contestó:
—No lo creo. Henry suele hacer lo que le dicen.
Mallory rió entre dientes.
—Quizá sea eso lo que me inquieta —replicó. Su sonrisa se hizo más irónica. Los dientes brillaban entre sus labios pálidos. —Usted dijo que tenía gran estima por Landrey, Mardonne. Eso es una mentira. Landrey no le importa un comino, especialmente ahora que está muerto. Es probable que se adueñe de su parte en el negocio, sin nadie alrededor que se atreva a hacer preguntas. Usted quiere perderme de vista porque cree que aún puede vender su mierda, en el lugar adecuado, por más de lo que ganaría en este tugurio durante un año. Pero no puede venderla, Mardonne. El mercado no existe. Nadie va a darle un solo céntimo por publicar esa noticia.
Mardonne carraspeó. Estaba en la misma posición, de pie, inclinado sobre la mesa con las manos apoyadas en ella y el fajo de billetes entre las manos. Se lamió los labios y dijo:
—Muy bien, supermente. ¿Por qué no?
Mallory hizo un ademán rápido pero expresivo con el pulgar derecho.
—Yo soy el tonto en este trato y usted es el tipo listo. Le he contado la historia verdadera la primera vez y tengo la sospecha de que Landrey no estaba solo en este primoroso plan. Usted estaba metido hasta el cuello. Pero cometió un error dejando que Landrey se paseara con esas cartas encima. Ahora la chica puede hablar. No mucho, pero lo suficiente para conseguir apoyo de cierta gente que no va a tirar por la ventana una magnífica inversión porque un rufián barato quiera pasarse de listo... Si su ambición le dice otra cosa, acabará recibiendo un susto mayúsculo y siendo la coartada más encantadora que Hollywood se inventó jamás.
Se interrumpió y dirigió una rápida mirada al muchacho rubio.
—Otra cosa, Mardonne. Cuando planee amenazar a alguien en serio, búsquese a un matón que tenga experiencia. Este gallardo caballero ha olvidado quitar el seguro.
Mardonne se inmovilizó. Los ojos del muchacho rubio bajaron hasta su pistola durante una fracción de segundo. Mallory saltó junto a la pared y la Luger apareció en su mano. El rostro del muchacho rubio se puso tenso y su arma se disparó. Inmediatamente se oyó el sonido de la Luger y una bala se empotró en la pared, junto al sombrero de fieltro del muchacho rubio. Henry se agachó con elegancia y volvió a disparar. La bala envió a Mallory contra la pared. Su brazo izquierdo parecía muerto.
Sus labios se retorcieron de ira. Recuperó el equilibrio y disparó dos veces, rápidamente.
El brazo derecho del muchacho rubio se levantó con violencia y la pistola salió disparada contra la parte alta de la pared. Sus ojos se ensancharon, y la boca se le abrió en un grito de dolor. Entonces, dio varias vueltas, abrió la puerta con el cuerpo y cayó con estrépito en el descansillo.
Alguien gritó en alguna parte. Una puerta se cerró de golpe. Mallory miró a Mardone y dijo con voz tranquila:
—Me ha herido en el brazo. Podría haber matado cuatro veces a este bastardo.
La mano de Mardonne se levantó de la mesa empuñando un revólver azulado. Una bala se clavó en el suelo a los pies de Mallory. Mardonne se tambaleó como si estuviera borracho y tiró el arma como si le quemara. Después alzó las manos al aire y las agitó. Estaba muerto de miedo.
—Pase delante de mí, Mardonne —dijo Mallory—. Nos marchamos de aquí.
Mardonne salió de detrás de la mesa con movimientos espasmódicos de marioneta. Tenía los ojos muertos como dos ostras podridas. Dos regueros de saliva le bajaron por el mentón.
Algo apareció en el umbral. Mallory saltó a un costado, disparando a ciegas. Pero el sonido de la Luger fue ahogado por el terrible estampido de una escopeta. Un dolor lacerante en el costado derecho casi dobló a Mallory. Mardonne recibió el resto de la munición; cayó de bruces, muerto antes de llegar al piso.
Una escopeta de caño recortado cayó por la puerta abierta. Un hombre rechoncho que iba en mangas de camisa se desplomó en el umbral, profiriendo un sollozo. La sangre se extendió sobre su camisa.
Abajo se desencadenó un súbito estruendo. Gritos, pasos apresurados, una extraña risa desafinada, un sonido que podría haber sido alarido. Afuera se pusieron en marcha varios coches y los neumáticos chirriaron sobre la grava. Los clientes huían. El cristal de una ventana se hizo añicos en alguna parte.
En el hall iluminado no se movía nada. El muchacho rubio gemía suavemente en el piso, detrás del rechoncho hombre muerto.
Mallory cruzó pesadamente la habitación y se dejó caer en una silla que había junto a la mesa. Se secó los ojos con el dorso de la mano que sostenía el arma. Apoyó el torso en la mesa, jadeando y observando la puerta.
El brazo izquierdo le palpitaba, y la pierna derecha le dolía como una plaga de Egipto. Dentro de la manga fluía sangre que iba a parar a la mano y las yemas de los dedos.
Al cabo de un rato desvió la mirada de la puerta y la posó en el fajo de billetes que había en la mesa, debajo de la lámpara. Alargó la mano y los empujó con el caño de la Luger hasta que cayeron en el cajón abierto. Con los dientes apretados por el dolor, se inclinó lo suficiente para cerrar el cajón. Entonces abrió y cerró de prisa los ojos varias veces apretándolos con fuerza. Esto le aclaró un poco la cabeza. Acercó el teléfono hacia sí.
En la planta baja reinaba el silencio. Mallory dejó la Luger, levantó el auricular y lo puso junto a la pistola.
Dijo en voz alta:
—Lástima, nena... Quizás me equivoqué, después de todo... Quizás el canalla no tenía el valor de hacerte daño... En fin... ahora habrá que hablar.
Cuando empezó a marcar un número, se oyó acercarse el gemido de una sirena.
10
El agente uniformado que estaba detrás de la máquina de escribir terminó de hablar por el interno, miró a Mallory y señaló con el pulgar la puerta de cristal que decía: "Capitán de Detectives. Privado".
Mallory se levantó rígidamente de la silla, cruzó la habitación, se apoyó en la pared para abrir la puerta de cristal y entró.
La habitación tenía un sucio linóleo marrón y estaba amueblada con ese sórdido mal gusto que sólo las comisarías son capaces de mostrar. Cathcart, el capitán de detectives, estaba sentado entre un abarrotado escritorio de tapa corrediza que tenía al menos veinte años y una mesa de roble del tamaño de una de ping—pong.
Cathcart era un corpulento y desprolijo irlandés, de rostro sudoroso y amplia sonrisa. Su bigote blanco estaba manchado de nicotina en el centro. En las manos tenía numerosas verrugas.
Mallory fue hacia él lentamente, apoyándose en un grueso bastón con regatón de goma. Su pierna derecha estaba hinchada y caliente. Llevaba el brazo izquierdo vendado, colgando de un pañuelo de seda negra. Estaba pálido, recién afeitado y sus ojos eran oscuros como el carbón.
Se sentó frente al capitán de detectives, puso el bastón sobre la mesa, golpeó contra ella un cigarrillo y lo encendió. Entonces dijo sin darle importancia.
—¿Qué pasará conmigo ahora, jefe?
—¿Cómo se siente, muchacho? Preguntó a su vez Cathcart, sonriente —. Parece un poco abatido.
—No mucho. Sólo un poco tieso.
Carhcart asintió, carraspeó y rebuscó innecesariamente entre unos papeles que tenía delante.
—Está usted exonerado —contestó—, libre de toda culpa. Chicago recibirá un historial suyo condenadamente limpio. Su Luger eliminó a Mike Corliss, convicto dos veces. Voy a guardármela como recuerdo. ¿Le parece bien?
—Me parece bien —asintió Mallory—. Yo me compraré una 25 con balas de cobre. No para impresionar, sólo porque combina mejor con un elegante smoking.
Carhcart lo observó detenidamente unos momentos y luego continuó:
—En la escopeta descubrimos las huellas de Mike. La escopeta mató a Mardonne. Nadie lo llorará demasiado. El muchacho rubio no tiene heridas graves. El revólver automático que encontramos en el suelo tiene sus huellas y esto lo mantendrá a la sombra durante un tiempo.
Mallory se frotó la barbilla, pensativo.
—¿Qué hay de los demás?
El capitán enarcó sus pobladas cejas; su mirada parecía ausente. Respondió:
—No hay nada ahí que pueda implicarlo a usted. ¿Está de acuerdo?
—Desde luego —repuso Mallory—. Sólo me lo preguntaba.
El capitán dijo en tono concluyente:
—Pues no se lo pregunte. Y no se pase de listo, si alguien le hace preguntas... El asunto de la casa de Baldwin Hills, por ejemplo. A nuestro juicio, Macdonald murió en acto de servicio, llevándose consigo a un traficante de drogas llamado Slippy Morgan. Podríamos acusar a la esposa de Slippy, pero no creo que lo hagamos. Mac no estaba en la brigada de narcóticos, y esa noche era su franco. Pero Mac siempre se distinguió por su actividad en las horas libres. Adoraba su trabajo.
Mallory sonrió cortésmente.
—Seguro.
—Volviendo a lo nuestro, parece ser que el tal Landrey, un conocido tahúr que además era socio de Mardonne, qué curiosa coincidencia, fue a Westwood a recaudar dinero en lo de un tipo llamado Costello que cubría las apuestas de caballos de la Costa Oeste. Jim Ralston, uno de nuestros muchachos, lo acompañó. No tenía que hacerlo, pero conocía bastante bien a Landrey. Hubo algunos problemas con el dinero. Jim recibió un golpe de cachiporra y Landrey y un rufián de poca monta se eliminaron mutuamente. Intervino otro tipo del que no tenemos ninguna pista. Atrapamos a Costello, pero no quiere hablar, y no nos gusta presionar a un tipo de su edad. Supongo que recibirá una reprimenda por lo de la cachiporra, y se defenderá legalmente.
Mallory se acomodó en la silla hasta que la nuca reposó en el respaldo. Envió el humo hacia el techo y preguntó:
¿Y qué hay de la última noche?
El capitán de detectives se frotó con fuerza las mejillas húmedas y luego sacó un enorme pañuelo y se sonó.
—Oh, eso —repuso con negligencia—, no fue nada. El muchacho rubio, Henry, dice que fue culpa suya. Era el guardaespaldas de Mardonne, pero eso no quiere decir que podía disparar a quien se le antojara. El caso es que no vamos a hacerle las cosas muy difíciles, ya que se ha mostrado dispuesto a contarnos toda la historia.
El capitán se interrumpió de improviso y miró fijamente a Mallory, que estaba sonriendo.
—Como es natural, si a usted no le gusta esa historia... —dijo con frialdad el capitán.
Aún no la conozco. Estoy seguro de que será estupenda.
—Está bien —gruñó Cathcart, apaciguado—. Pues bien. Henry dice que Mardonne lo llamó mientras hablaban usted y su jefe. Usted estaba haciendo un reclamo, tal vez sobre una mesa de ruleta "arreglada" de la planta baja. Había dinero sobre la mesa y Anson concibió la idea de que era un soborno. Usted le pareció bastante peligroso y, no sabiendo que era policía, los nervios se adueñaron de él: Se le disparó el arma. Usted no disparó enseguida, pero el pobre idiota disparó otra vez y lo hirió. Entonces usted le puso una bala en el hombro, y quién no lo hubiera hecho... Yo le habría agujereado las tripas. Entonces irrumpe el tipo de la escopeta, dispara sin hacer ninguna pregunta, liquida a Mardonne y recibe una bala de usted. Nosotros pensábamos al principio que el tipo había ido a matar a Mardonne, pero el muchacho dice que no, que tropezó al entrar... Diablos, no nos gusta que usted haya disparado tantas veces, porque no es de aquí y todo eso, pero los hombres honrados, hemos de tener derecho a defendernos de armas ilegales.
Mallory dijo con suave entonación:
—El fiscal del distrito y el forense... ¿Qué de dice de ellos? Me gustaría irme tan limpio como llegué.
Cathcart frunció las cejas mirando el sucio linóleo y se mordió el pulgar como si disfrutara haciéndose daño.
—Al forense le tiene sin cuidado esa basura. Y si el fiscal tiene ganas de revolver el asunto, puedo hablarle de unos cuantos casos que su oficina no aclaró demasiado bien.
Mallory levantó el bastón de la mesa, empujó su silla hacia atrás, se apoyó en el bastón y se puso de pie.
—Tienen ustedes un magnífico departamento de policía —dijo—. Nadie diría que pueda haber criminales por aquí.
Se dirigió hacia la puerta. El capitán preguntó a sus espaldas:
—¿Vuelve a Chicago?
Mallory encogió cuidadosamente el hombro sano.
—Es posible que me quede algunos días —repuso—. Uno de los estudios de cine me ha hecho una proposición. Chantaje, extorsión y cosas parecidas.
El capitán sonrió cordialmente.
—Magnífico —dijo—. Esa gente siempre se ha portado bien conmigo. Un trabajo fácil y agradable, el chantaje. No tiene por qué convertirse en algo turbio.
Mallory asintió solemnemente.
—Sólo un trabajo fácil, jefe. Casi afeminado, si comprende lo que quiero decir.
Salió, llegó al vestíbulo, al ascensor y por fin, a la calle. Subió a un taxi. Hacía calor dentro y Mallory se sentía débil y mareado camino del hotel.
FIN