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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    LA MAGIA MUERDE (Ilona Andrews)

    Publicado en septiembre 26, 2010
    Serie Kate Daniels 01

    Capitulo 1

    Cuando me alcanzó la fluctuación mágica estaba sentada a la mesa de la cocina, prácticamente a oscuras, contemplando ensimismada una botella de limonada fuerte Boones' Farm, Las barreras de protección oscilaron y se colapsaron, despojando a la casa de sus defensas, El televisor se encendió solo, inundando la casa vacía de un sonido poco natural. Enarqué‚ una ceja sin apartar la mirada de la botella y me aposté‚ con esta a que aparecería otro boletín de noticias urgente, La botella perdió la apuesta.
    — ¡Boletín urgente! —anunció Margaret Chang—. El Fiscal General informa a todos los ciudadanos de que cualquier intento de convocar o forzar la aparición por otro medio de un ser sobrenatural puede ser peligroso para uno mismo y para el resto de ciudadanos.
    — No jodas —le dije a la botella.
    — La policía Local ha recibido la autorización para impedir este tipo de actividades con todos los medios a su alcance.
    Margaret continuo parloteando monótonamente mientras yo me concentraba en el bocadillo. ¿A quién querían engañar? Era imposible que la policía pudiera frustrar todos los intentos de invocación que se producían a diario. Solo un brujo cualificado podía detectar una invocación en proceso. Y cualquier idiota que supiera leer medianamente bien y con la suficiente habilidad para utilizar su limitado poder podía intentar una. Antes de darte cuenta tenias a un dios eslavo de tres cabezas causando estragos en el centro de Atlanta, del cielo llovían serpientes aladas y los SWAT pedían más munición a gritos. Aquellos eran tiempos muy inseguros. Aunque si no lo fueran, sería una mujer en paro. En el plácido mundo tecnológico no había lugar para una mercenaria con poderes mágicos, Cuando la gente tenía un problema relacionado con la magia, uno en el que la policía no podía o no deseaba involucrarse, llamaba al Gremio de Mercenarios. Si el trabajo se producía dentro de mi territorio, el Gremio me llamaba a mí. Hice una mueca y me froté‚ la cadera. Aún me dolía después del último trabajo, aunque la herida se había curado mejor de lo que esperaba. Aquella era la primera y última vez que aceptaba enfrentarme al Gusano Impala sin armadura completa. La próxima vez exigiría un traje de contención de nivel cuatro. Me alcanzó una fría oleada de miedo y repugnancia. Se me revolvió el estomago y una sustancia acida se aposento en mi garganta, dejándome un regusto amargo, Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y se me erizó el diminuto vello de la nuca.
    Una presencia maligna en mi casa.

    Deje‚ el bocadillo en el plato y apreté‚ el botón del mando a distancia para silenciar el televisor, En la pantalla, Margaret Chang charlaba con un hombre de rostro pétreo y corte de pelo militar, Un poli. Seguramente de la División de Actividad Paranormal. Apoyo‚ una mano sobre la daga que tenía en el regazo y me quede‚ completamente inmóvil.
    Nueva imagen de mapa de bits.bmp
    Escuchando, Esperando.
    Ningún sonido interrumpió el silencio reinante Se formó una gota de agua en la superficie húmeda de la botella de Boone's Farm y resbaló por uno de sus relucientes costados.
    Algo grande avanzó lentamente por el techo del pasillo hasta la cocina. Fingí no reparar en su presencia. Se detuvo a mi derecha, un poco detrás de mí, de modo que no tuve que fingir demasiado.
    El intruso dudo un instante, se dio la vuelta y se sujeto al ángulo que formaba el techo y la pared. Se quedó allí, aferrado a la madera con sus enormes garras amarillas, inmóvil y silencioso como una gárgola a plena luz del día. Di un rápido trago de la botella y la deje‚ sobre la mesa para poder ver el reflejo de la criatura en ella. Desnudo, sin pelo y con un cuerpo delgado y fibroso. Sin la menor presencia de grasa. Su piel se tensaba de tal modo sobre los duros tendones de sus músculos que parecía estar a punto de rasgarse. Como una delgada capa de cera sobre un modelo de anatomía.
    El típico y amigable Spiderman.
    El vampiro alzo la mano izquierda. Sus garras, afiladas como puñales, rasgaron el aire de un lado al otro, como arqueadas agujas de coser. Torció la cabeza en un gesto animal y me estudio con unos ojos llameantes que trasmitían una locura muy particular, una nacida de la sed de sangre y despojada de cualquier pensamiento o contención. En un solo movimiento, me di la vuelta y lancé‚ la daga.
    La negra hoja penetro limpiamente en la garganta de la criatura.
    El vampiro se quedó petrificado y sus garras amarillas dejaron de moverse. Una sangre espesa y purpúrea se acumuló en la hoja de la daga y, lentamente, resbaló por la carne desnuda del cuello del vampiro, manchando su pecho y chorreando hasta el suelo. Sus facciones se crisparon al intentar adoptar otra fisonomía. Cuando abrió sus fauces, se hicieron visibles dos colmillos curvados como hoces de marfil en miniatura. — Eso ha sido de lo mas desconsiderado, Kate. —La voz de Ghastek me llegó a través de la garganta del vampiro—. Ahora tendrás‚ que darle de comer.

    — Es un acto reflejo. Suena la campana, cojo comida. Veo un muerto viviente, lanzo el cuchillo. Es muy parecido. —El rostro del vampiro se sacudió como si el Señor de los Muertos que lo controlaba intentara entornar los ojos.
    — ¿Que‚ estas bebiendo? —preguntó Ghastek.
    — Boone's Farm.
    — Puedes permitirte algo mejor.
    — No quiero nada mejor. Me gusta el Boone’s Farm. Y prefiero hablar de negocios por teléfono. Aunque contigo, prefiero no hablar de nada.
    — No quiero contratarte, Kate. Tan solo es una visita de cortesía.
    Mire‚ fijamente al vampiro y desee‚ poder clavar mi cuchillo en el cuello de Ghastek. Si pudiera seccionar su carne me sentiría de primera. Por desgracia, Ghastek estaba sentado en una habitación blindada a muchos kilómetros de allí.
    — ¿Te encanta jugar conmigo, verdad?
    — Inmensamente.
    La pregunta del millón de dólares era ¿Por qué?
    — ¿Que‚ quieres? Habla rápido, el Boone's Farm se está calentando.
    — Solo me preguntaba —dijo Ghastek con una seca neutralidad muy propia de el—. Cuando fue la última vez que viste a tu guardián.
    La despreocupación con la que lo dijo hizo que un escalofrío me recorriera toda la espalda.
    — ¿Por qué?
    — Por nada. Como siempre, ha sido un placer.
    Con un único y poderoso salto. El vampiro se separo de la pared y salió por la ventana abierta. Llevándose mi cuchillo con él. Mientras maldecía en voz baja, alargue‚ la mano para coger el teléfono y marque‚ el número de la Orden del Auxilio Misericordioso. Ningún vampiro podía superar mis barreras cuando la magia estaba en pleno apogeo. Como Ghastek no tenia forma de saber cuándo retrocedería la magia, debía de haber estado observando mi casa durante un buen rato, esperando a que mis conjuros defensivos dejaran de ser efectivos. Di un sorbo de la botella. Aquello significaba que un vampiro había estado oculto en algún lugar próximo cuando llegue‚ a casa la noche anterior. Y no lo había visto ni había percibido su presencia. Podía eliminar directamente el de mi carnet de mercenaria.
    Un tono. Dos. Tres. ¿Por qué‚ me habría preguntado Ghastek por Greg?
    El aparato emitió un chasquido y una severa voz femenina pronunció la frase habitual: — Me gustaría hablar con Greg Feldman.
    — ¿Su nombre? —Una sutil nota de ansiedad puntuaba su voz.

    — No tengo que darte mi nombre —le dije al auricular—. Me gustaría hablar con el caballero místico.
    Una pausa, tras la cual, una voz masculina me dijo:
    — Por favor, identifíquese.
    Me estaba entreteniendo, probablemente para rastrear La llamada. ¿Que‚ demonios estaba ocurriendo?
    — No —dije con firmeza—. Pagina número siete de la Carta, tercer párrafo, parte inferior: Como ciudadana, insisto en que me pasen ahora mismo con el caballero místico o me indiquen la hora en que puedo encontrarlo.
    — El caballero místico esta muerto —dijo la voz. El mundo se detuvo. Me deslice‚ a través de su inmovilidad, aterrada e incapaz de mantener el equilibrio. Me ardía la garganta. El corazón me latía desbocado—. ¿Cómo? —Conseguí mantener la calma.
    — Murió en acto de servicio.
    — ¿Quien lo hizo?
    — El caso está siendo investigado. Escuche, si pudiera dejarme su nombre. — Presioné‚ el botón para cortar la llamada y dejé‚ el auricular en su sitio. Mire‚ la silla vacía al otro lado de la cocina.
    Hacia una semana, Greg había estado sentado en esa silla, removiendo el café‚ con una cucharilla. La cucharilla había trazado círculos precisos, no permitiendo nunca que sus lados rozaran la taza. Durante un instante, mientras el recuerdo se resistía a abandonar mi mente, pude visualizarlo allí sentado.
    Greg me observaba con sus ojos oscuros, tristes, como los ojos de una estatua.
    — Por favor, Kate. Deja por un momento de lado el hecho de que no te caiga bien y escucha lo que tengo que decirte, Tiene sentido.
    — No me caes mal. Eso es simplificar mucho las cosas.
    Greg asintió con aquella expresión paciente que solía volver locas a las mujeres, —Por supuesto, No deseo incomodarte ni simplificar tus sentimientos. Solo deseo que nos concentremos en lo realmente importante. ¿Me escucharas?
    Me eche‚ hacia atrás en la silla y me cruce‚ de brazos.
    — Te escucho.
    Introdujo una mano en el interior de su chaqueta de piel y extrajo un rollo de pergamino. Lo dejo sobre la mesa y lo desenrollo lentamente, manteniéndolo extendido con la punta de los dedos.
    — Es la invitación de la Orden.
    Me lleve‚ las manos a la cabeza.
    — Ya esta, se acabo.
    — Permíteme terminar —dijo él. No parecía enfadado.

    No me dijo que estaba comportándome con una cría, aunque yo sabía que lo estaba haciendo. Aquello me puso aun más furiosa.
    — Esta bien —dije.
    — Dentro de pocas semanas cumplirás veinticinco años. Aunque por si solo no sea gran cosa, acarrea ciertas consecuencias por lo que se refiere al protocolo de admisión en la Orden, Es mucho mas complicado ingresar pasados los veinticinco. No imposible, pero más difícil.
    — Lo se‚ —le dije—. Me enviaron el folleto.
    Greg soltó el rollo y se recostó en la silla mientras entrelazaba los dedos. El rollo permaneció abierto pese a que todas las leyes de la física indicaban que tendría que haberse vuelto a enrollar. A veces Greg se olvidaba de la física.
    — En ese caso, conocéis las penalizaciones por la edad.
    No era una pregunta, pero la conteste‚ de todos modos.
    — Si.
    Greg suspiro. Fue un movimiento sutil, solo perceptible para aquellos que le conocían demasiado bien. Por el modo en que estaba sentado, inmóvil, estirando ligeramente el cuello, supe que había previsto mi decisión.
    — Me gustaría que lo reconsideraras —dijo.
    — No voy a hacerlo. —Por un instante pude ver la frustración reflejada en sus ojos. Ambos sabíamos lo que quedaba sin decir: la Orden ofrecía protección. Y la protección era primordial para alguien de mi linaje.
    — ¿Puedo preguntarte por que? —dijo el.
    — No va conmigo, Greg. No me siento cómoda con las jerarquías.
    Para el, la Orden era un lugar donde refugiarse y sentirse seguro, un lugar de poder. Sus miembros estaban completamente comprometidos con los valores de la Orden, y la servían con tal dedicación que, a aquellas alturas, la organización ya no parecía la unión de sus integrantes sino una entidad en si misma; una entidad pensante, racional e increíblemente poderosa. Greg la había aceptado y ella cuidaba de el. Yo la había rechazado y casi me había perdido a mi misma.
    — Cada minuto que pase‚ allí sentía que quedaba menos de mí —le dije—. Como si me estuviera encogiendo, menguando. Tenía que largarme, y no pienso regresar.
    Greg me miro con una terrible tristeza reflejada en sus ojos oscuros. A la tenue luz de la cocina, su belleza resultaba asombrosa. De un modo algo perverso, me alegre‚ de que mi cabezonería le hubiese obligado a venir a verme, y ahora le tenia sentado a menos de un metro de mi, un príncipe elfo de edad indefinible, elegante y afligido. Dios, cuanto me odie‚ a mi misma por aquella fantasía de niña pequeña. — Si me perdonas —le dije.

    Greg parpadeo varias veces, sorprendido por mi formalidad, y se puso en pie lánguidamente.
    — Por supuesto. Gracias por el café.
    Le observe‚ mientras se dirigía a la puerta. Ya había oscurecido y la brillante luz de la luna teñía de plata la hierba del jardín. Junto al porche, las Rosas de Siria resplandecían entre los arbustos como estrellas dispersas.
    Observe‚ como Greg descendía los tres escalones de cemento y se internaba en el jardín.
    — ¿Greg?
    — ¿Si? —Se dio la vuelta. Su magia destello a su alrededor como si se tratara de un manto.
    — Nada. —Y cerré‚ la puerta.
    Era el ultimo recuerdo que tenia de el. De pie frente al jardín, bañado por la luz de la luna, envuelto en su magia.
    Oh, Dios.
    Me rodee‚ el cuerpo con los brazos. Aunque tenía ganas de llorar, las lágrimas no aparecieron. Tenia la boca seca.
    Había perdido el último lazo que me unía a mi familia. No me quedaba nadie. Había perdido a mi madre, a mi padre y ahora a Greg. Apreté los dientes y empecé a hacer la maleta.


    Capitulo 2

    La magia había llegado mientras guardaba en la bolsa lo esencial, de modo que tuve que coger a Karmelion en lugar de mi coche habitual. Karmelion, una furgoneta destartalada, oxidada, de color verde bilis y sin luz delantera izquierda, solo tenía una ventaja: funcionaba con agua inducida por magia y podía utilizarse durante una oleada mágica. Al contrario que el resto de vehículos, la furgoneta no producía los habituales ronroneos, murmullos u otros sonidos típicos de un motor, sino que gruñía, gemía, refunfuñaba y emitía estruendos ensordeceros con deprimente regularidad. No tenía la menor idea de quién la había bautizado con el nombre de Karmelion ni por qué. La había comprado en una chatarrería con el nombre garabateado en el parabrisas.
    Por suerte, habitualmente Karmelion solo debía recorrer los cincuenta kilómetros que separaban mi casa de Savannah. Aquel día, sin embargo, la obligué a circular por la línea de energía, lo que, por sí solo, tampoco le hacía ningún mal, ya que la línea la arrastró directamente hasta las inmediaciones de Atlanta. No obstante, el sendero que cruzaba la ciudad no le sentó demasiado bien. Ahora la furgoneta se estaba enfriando en un aparcamiento mientras chorreaba agua y destilaba magia. El generador tardaría unos quince minutos en volverse a calentar, pero no me importaba. Tenía la intención de quedarme allí durante un tiempo. Odiaba Atlanta. Odiaba las ciudades, punto.
    Mientras esperaba en la acera, eché una ojeada al desvencijado edificio donde supuestamente estaban las oficinas de la Capilla de Atlanta de la Orden de Caballeros del Auxilio Misericordioso. La Orden se esforzaba en ocultar su auténtica dimensión y poder, pero en este caso se habían pasado de la raya. El edificio, un cubo de cemento de tres pisos, parecía una muela picada rodeada de majestuosas casas de ladrillo. Las paredes exteriores lucían manchas herrumbrosas de color naranja producidas por el agua de lluvia desalojada del techo metálico por canalones tachonados de orificios. Las pequeñas ventanas estaban protegidas con gruesas rejas metálicas, y unas pálidas persianas cubrían los polvorientos cristales.
    Tenía que haber otras instalaciones en la ciudad. Un lugar donde trabajara el personal de apoyo mientras los agentes de campo se encargaban de mantener las apariencias. Dispondría de un enorme arsenal de última generación, una red de área local y una base de datos en la que estarían registradas todas las personas con poderes, tanto mágicos como mundanos. En algún lugar de aquella base de datos estaría mi nombre enterrado en su pequeño nicho, el nombre de una marginada, indisciplinada e inútil. Justo cómo me gustaba.

    Apoyé una mano en la pared. A unos seis milímetros de la superficie, mis dedos toparon con una resistencia elástica, como si estuviera estrujando una pelota de tenis. Mi piel emitió un trémulo resplandor plateado y aparté la mano. El edificio estaba fuertemente protegido contra cualquier tipo de magia hostil. Si alguien con la suficiente energía lanzara una bola de fuego contra él, lo más probable es que rebotara sin dejar la más mínima huella en la fachada gris.
    Abrí una de las dos puertas metálicas del edificio y entré en él. Un estrecho pasillo se abría a mi derecha y terminaba en una puerta con un enorme letrero rojo y blanco: Solo personal autorizado. La otra opción era un tramo de escaleras que conducía al primer piso.
    Me decidí por las escaleras, las cuales, descubrí sorprendida, estaban bastante limpias. Nadie intentó detenerme. Nadie me preguntó qué hacía allí.
    Fijaos, somos amables y nada amenazadores. Nuestro objetivo es ayudar a la comunidad, e incluso permitimos que cualquiera entre libremente en nuestras oficinas. Podía entender la necesidad de un edificio sin pretensiones, pero, según el registro público, el personal de la Capilla estaba compuesto únicamente por nueve caballeros: un protector, un místico, un cuestor, tres defensores y tres guardianes. Nueve personas para controlar una ciudad del tamaño de Atlanta. Muy creíble. Las escaleras terminaban en un descansillo con una única puerta pintada de verde pálido. Una pequeña daga brillaba tenuemente en su superficie, a la altura de mis ojos. No me pareció adecuado llamar con los nudillos, de modo que la abrí y crucé el umbral. Ante mí, un largo pasillo bombardeó mis ojos cansados con una descomunal variedad de colores: gris, gris y aún más gris. La gastada alfombra era de un monótono tono gris; las paredes estaban pintadas con dos matices distintos de gris: más claro en la parte superior y de un oscuro gris ceniza en la parte inferior. Las pequeñas verrugas del techo, apliques eléctricos, también eran grises. No era extraño que el diseñador hubiera elegido un cristal ahumado para que armonizara con el resto de la decoración. El lugar estaba impoluto. El pasillo tenía varias puertas, tras las cuales supuse que habría oficinas individuales. Al final del pasillo, un escudo ovalado y esmaltado en negro colgaba de una puerta maciza de madera. En el centro del escudo, la silueta metálica y pulida de un león rampante. El símbolo del caballero—protector. Justo el tipo al que quería ver.
    Recorrí el pasillo en dirección al escudo, echando una ojeada a las oficinas a medida que pasaba frente a ellas. A mi izquierda vi una pequeña armería. Un hombre bajito y musculoso estaba sentado en un banco de madera puliendo una dha.

    La ancha hoja de la espada corta de origen vietnamita brilló ligeramente cuando el hombre recorrió el metal azulado con un paño empapado en algún tipo de lubricante. A mi derecha, una oficina pequeña pero inmaculada. Un hombre negro y corpulento, enfundado en un traje caro, estaba sentado frente a un escritorio, hablando por teléfono. Cuando me vio, me sonrió amablemente con un gesto automático y continuó con la conversación. Si hubiera estado en su lugar, yo tampoco me habría mirado dos veces. Llevaba puesta mi ropa habitual de trabajo: vaqueros lo suficientemente sueltos como para poder patearle el cuello a un hombre más alto que yo, una camisa verde y cómodas deportivas. Asesina descansaba en su vaina a mi espalda, oculta parcialmente por la chaqueta. La empuñadura sobresalía por encima de mi hombro derecho, pero lograba disimularla recogiéndome el pelo en una espesa trenza. Era una solución bastante incómoda: la trenza me golpeaba en la espalda cuando corría y se convertía en un agarradero ideal para mí oponente durante una pelea. Si hubiera sido un poco menos presumida, me la habría cortado tiempo atrás, pero ya había renunciado a la ropa femenina, al maquillaje y a la ropa interior sexy en aras de la funcionalidad. No podría soportar tener que sacrificar también mi pelo. Llegué frente a la puerta del protector y llamé con los nudillos.
    — Un momento, querida —dijo la severa voz femenina que había oído el día anterior a través del teléfono.
    Miré en su dirección y vi una pequeña oficina repleta de archivos. En el centro de la misma había un enorme escritorio y, subida a este, una mujer de mediana edad. Era alta, delicada y extremadamente delgada, con un halo de cabello rizado gris platino sobre su cabeza. Vestía un elegante traje pantalón de color azul. Junto a una pata de la silla, que debía de haber utilizado para subirse al escritorio, un par de zapatos a juego con el traje.
    — Está ocupado con otra persona, querida —me dijo la mujer. Levantó las manos por encima de la cabeza y se dispuso a cambiar la rizada bombilla de la lámpara feérica fijada junto a un aplique eléctrico—. No tienes cita, ¿verdad?
    — No, señora.
    — Bueno, pues es tu día de suerte. Tiene la mañana libre. ¿Por qué no me dices tu nombre y el motivo de tu visita? Así veré lo que podernos hacer por ti. Esperé hasta que terminó de colocar en su sitio la bombilla feérica, le dije que estaba allí por la muerte de Greg Feldman y le entregué mi tarjeta. La mujer la aceptó sin mostrar ningún tipo de reacción y señaló un punto situado detrás de mí.
    — Allí hay una sala de espera, querida.

    Me di la vuelta y me encaminé a la sala de espera. No era más que otra oficina con un sillón negro de piel y dos sillas. Junto a la puerta, sobre una mesa pegada a la pared, había una cafetera cercada por dos pilas de pequeñas tazas de loza. Junto a las tazas, vi un gran azucarero, y junto a este, dos cajas de Donuts Duncan. Mi mano se desvió hacia las donas, pero logré contenerme. Cualquiera que hubiera probado las donas del viejo Scott aprendía rápidamente que resultaba imposible contentarse con uno solo, y presentarse en la oficina del protector con las manos manchadas de crema de chocolate no era el mejor modo de causarle una buena impresión.
    Encontré un lugar seguro junto a la ventana, lejos de las donas, y miré al exterior a través de los barrotes, a la estrecha franja de cielo encapotado y enmarcado por los tejados circundantes. La Orden del Auxilio Misericordioso ofrecía justo lo que su nombre indicaba: auxilio misericordioso a todo aquel que lo pedía. Si la persona podía pagar, la Orden cobraba sus servicios; si el interesado no tenía recursos, mataban pro bono a diestro y siniestro en su nombre. Oficialmente, su misión era proteger a la humanidad contra cualquier amenaza, con la magia o el poder de las armas. El problema era que la definición de amenaza resultaba de lo más flexible y, de vez en cuando, auxilio misericordioso significaba que el cliente acababa con la yugular seccionada. Aunque la Orden siempre lograba salir impune. Su afiliación era demasiado poderosa para ser ignorada, y la tentación de recurrir a ella demasiado grande. El gobierno le había conferido la condición de tercera rama en el triunvirato encargado del orden público. En teoría, la División Policial de Actividad Paranormal, las Unidades de Defensa Paranormal del Ejército y la Orden del Auxilio Misericordioso debían colaborar entre ellas para mantener la seguridad de la población. En la práctica, no todo funcionaba tan bien. Los caballeros de la Orden eran solícitos, competentes y letales. Al contrario que los mercenarios del Gremio, no se dejaban llevar por el interés económico y siempre se mantenían fieles a su palabra. Aunque, al contrario que los mere, también solían hacer juicios de valor y siempre creían estar en posesión de la verdad. Un hombre alto entró en la sala de espera. Su tufo me alcanzó antes incluso de verle, un hedor asquerosamente dulce y persistente a basura en descomposición. El hombre llevaba un amplio impermeable marrón manchado de tinta y grasa y cubierto de tantas variedades de comida y restos de basura que parecía el joven José con su abrigo de innumerables colores. Llevaba el impermeable sin abrochar, por lo que pude distinguir una abominación en forma de camisa: azul y roja con rayas de tartán verdes. Se sujetaba los sucios pantalones caqui con unos tirantes de color naranja. Calzaba unas viejas botas de paracaidista con las puntas metálicas y se cubría las manos con unos guantes de piel con las puntas cortadas a la altura del primer nudillo.

    En la cabeza llevaba un sombrero de fieltro, un Fedora pasado de moda, deteriorado y sucio más allá de lo posible. Bajo el sombrero, un grueso cabello castaño desvaído le enmarcaba el rostro en una maraña lacia y sin vida.
    Al verme, se quitó el sombrero y lo sostuvo entre el dedo índice y el corazón, del mismo modo en que algunas personas sujetan el cigarrillo. Fue entonces cuando reparé en su rostro: facciones duras, barba de tres días y ojos pálidos, ansiosos y fríos. No había nada especialmente amenazador en su modo de mirarme, pero algo tras aquellos ojos me hizo desear levantar las manos y retroceder lentamente hasta que pudiera salir corriendo para salvar el pellejo.
    — Señooooora —dijo el hombre arrastrando mucho la palabra.
    Me puso los pelos de punta.
    — Buenos días —le contesté con una sonrisa. Aunque mi saludo sonó más bien a «taueeeeen perro». Tendría que pasar junto a él si quería salir de la habitación. La recepcionista acudió a mi rescate.
    — Ya puedes pasar, querida —me llamó desde su oficina.
    El hombre se apartó, hizo una pequeña reverencia y pasé por su lado. El lateral de mi chaqueta rozó su impermeable, probablemente recogiendo suficientes bacterias como para aniquilar a un pequeño ejército. Pese a todo, no retrocedí.
    — Encantado de conocerla —me susurró al pasar por su lado.
    — Lo mismo digo —le contesté antes de refugiarme en la oficina del protector. Era una habitación bastante espaciosa, por lo menos el doble de grande que el resto de oficinas que había visto hasta entonces. Las gruesas cortinas de color borgoña que cubrían las ventanas dejaban entrar la luz suficiente para crear una atmósfera confortable. Un descomunal escritorio de madera pulida de cerezo dominaba todo el espacio. Sobre esta, una caja de cartón, un pesado pisapapeles de madera de mezquite con una pegatina de los Rangers de Texas y un par de botas de vaquero marrones. Las piernas dentro de las botas pertenecían a un hombre fornido que estaba recostado en una desproporcionada silla negra de piel con el auricular del teléfono pegado al oído. El caballero—protector.
    Años atrás debió de ser un hombre bastante fuerte, pero ahora sus músculos estaban recubiertos con lo que mi padre llamaba —grasa dura—. Seguía siendo un hombre corpulento y fuerte, y probablemente podía moverse con rapidez si era necesario pese a la antiestética protuberancia de su abdomen. Llevaba vaqueros y una camisa azul con flecos. No sabía que siguieran haciendo aquel tipo de ropa. La indumentaria con la que se conquistó el Oeste —o más bien se sometió— era más indicada para tipos esbeltos. Con ella, el protector parecía Gene Autry con problemas de sobrepeso. El caballero reparó en mi presencia. Tenía un rostro ancho, una sólida mandíbula y unos sagaces ojos azules bajo unas cejas pobladas.

    La nariz torcida de las incontables veces que se la habían partido. El sombrero le ocultaba el pelo, o más bien la ausencia de él, pero me atreví a suponer que lo poco que quedaba debía de ser gris y muy corto.
    El protector señaló una de las sillas rojas, más pequeñas que la suya, frente al escritorio. Al sentarme, aproveché para echar una ojeada al interior de la caja de cartón, contenía una dona de jalea medio comido.
    El caballero continuó con su conversación telefónica, de modo que continué con el repaso visual de la oficina. En la pared de enfrente, una imponente librería, también de madera de cerezo. Sobre esta, un gran mapa de Texas tallado en madera y decorado con cintas o alambre de espino. Bajo ambas piezas, un grabado pregonaba en letras doradas el nombre del fabricante y el año de fabricación. El protector terminó la conversación colgando el aparato sin despedirse de su interlocutor. — Si tienes algún documento que mostrarme, mejor que sea ahora.
    Le entregué mi documento de identificación mere y media docena de recomendaciones. Lo estudió todo por encima.
    — Aguas y Alcantarillas, ¿eh?
    — Sí.
    — Para pasearse hoy en día por el alcantarillado hay que ser duro o idiota. ¿Cuál de los dos eres tú?
    — No soy idiota, pero si le dijera que soy dura, pensaría que intento impresionarle, de modo que me limitaré a sonreír misteriosamente. —Le ofrecí mi sonrisa más misteriosa. No se arrodilló ante mí para besarme los pies y prometerme el mundo entero. Debía de estar oxidándome.
    El protector hizo una mueca al reparar en la firma.
    — Mike Tellez. He trabajado con él. ¿Sueles aceptar sus encargos?
    — Más o menos.
    — ¿Cuál fue el último?
    — A Mike le estaban desapareciendo grandes piezas de maquinaria. Alguien le dijo que tenía a un marakihan recién nacido.
    — Son criaturas marinas —dijo el protector—. Mueren en contacto con el agua dulce. Un vago con problemas de sobrepeso que se alimentaba de donas de jalea espolvoreados con azúcar glasé había identificado a una desconocida criatura mágica sin apenas detenerse a reflexionar. Caballero—protector. Desde luego el camuflaje era extraordinario. — ¿Resolviste su problema? —me preguntó.
    — Sí. El Gusano Impala —le dije. Si le impresioné, no lo demostró.
    — ¿Lo mataste? Muy gracioso.
    — No, me limité a hacerle la vida imposible.
    El recuerdo me golpeó súbitamente. Por un instante volví a avanzar fatigosamente por un túnel mal iluminado, con excremento líquido y basura hasta la cadera. La pierna izquierda me ardía de dolor, pero continué avanzando, arrastrándola con dificultad mientras, detrás de mí, el descomunal cuerpo pálido del Gusano vertía su sangre vital sobre el lodo. La resbaladiza sangre verde se arremolinó en la superficie, cada una de sus células un diminuto organismo vivo consumido por un único objetivo: volver a unirse. No importaba las veces que apareciera aquella criatura, ni la distancia entre una aparición y la siguiente; siempre era el mismo Gusano Impala. Solo había uno y se regeneraba continuamente.
    El protector dejó los documentos sobre el escritorio.
    — ¿Qué quieres?
    — Estoy investigando el asesinato de Greg Feldman.
    — ¿Bajo qué autoridad?
    — La mía.
    — Ya veo. —Se recostó en la silla—. ¿Por qué?
    — Motivos personales.
    — ¿Le conocías personalmente? —preguntó en un tono completamente neutro, aunque el significado implícito era más que evidente. Me alegré de poder decepcionarle. — Sí. Era amigo de mi padre.
    — Ya veo –repitió—. ¿Estaría dispuesto tu padre a hacer una declaración? — Está muerto.
    — Lo siento —dijo él.
    — No es necesario —le dije—. No le conocía.
    — ¿Tienes algo que pueda demostrar tu relación con Greg Feldman?
    Podría haber colaborado fácilmente. Si hubiera comprobado mi expediente, habría descubierto que fue Greg quien apoyó mi solicitud de entrada en la Orden, pero no me apetecía tomar esa dirección.
    — Greg Feldman tenía treinta y nueve años. Era un hombre extremadamente celoso de su privacidad y no le gustaba que le hicieran fotografías —le dije mientras le entregaba una pequeña fotografía rectangular—. Él y yo el día de mi graduación en el instituto. Hay una fotografía idéntica en su apartamento. La tenía en su biblioteca, en el tercer estante de la librería central.
    — La he visto —dijo el protector. Jodidamente perfecto.
    — ¿Puede devolvérmela, por favor?
    Me devolvió la fotografía.

    — ¿Sabes que figuras como beneficiaría de la herencia de Greg Feldman?
    — No.
    No me hubiera venido mal un instante de introspección para dedicarlo a la culpa y la gratitud, pero el caballero—protector no me dio respiro.
    — Ha legado sus activos financieros a la Orden y a la Academia. —Me observó atentamente en espera de mi reacción. ¿Creía que estaba interesada en el dinero de Greg?— Todo lo demás es tuyo: la biblioteca, las armas, los objetos de poder.
    No dije nada.
    — He pedido información al Gremio sobre ti. —Sus ojos azules se clavaron en los míos—. Sé que eres muy eficaz pero que no estás muy boyante de dinero. La Orden estaría dispuesta a hacerte una oferta sustancial por esos objetos. Descubrirás que la cifra es más que generosa.
    Aquello era un insulto y ambos lo sabíamos. Barajé la posibilidad de decirle que si no hubiese sido por las ganas de juerga de los vaqueros de Oklahoma y las putas mexicanas, hoy en día no existirían los texanos, pero pensé que sería contraproducente. No era buena idea llamar hijo de puta al caballero—protector en su propia oficina.
    — No, gracias —dije con una agradable sonrisa.
    — ¿Estás segura? —Sus ojos me evaluaron—. Me parece que no te iría mal un poco de dinero. La Orden te dará más del que conseguirías en una subasta. Un consejo: coge el dinero. Cómprate un par de zapatos decentes.
    Miré mis gastadas deportivas. Me gustaban. Cuando se manchaban de sangre, podía limpiarlas fácilmente con lejía.
    — ¿Cree que debería comprarme algo como eso? —dije señalando sus botas—. Quién sabe, quizá me regalen una camisa vaquera con flecos. O una faja.
    Algo se agitó en sus ojos.
    — Menuda boquita tienes.
    — ¿Quién? ¿Yo?
    — Todo el mundo puede hablar. Lo importante es lo que puedes hacer. ¿Qué puedes hacer tú?
    Hielo inestable. Avanzar con precaución. Me recosté en la silla.
    — ¿Que qué puedo hacer, señor? No haré nada que amenace o que pueda enemistarme con el caballero—protector en su oficina por mucho que él me insulte. Sería estúpido y extremadamente pernicioso para mi salud. Solo he venido en busca de información. Solo quiero saber en qué estaba trabajando Greg Feldman cuando murió. Durante un instante no ocurrió nada; simplemente nos miramos el uno al otro.

    El caballero—protector cogió aire por la nariz produciendo un sonoro silbido y dijo: — ¿Tienes experiencia en labores de investigación?
    — Claro. Molestar a los implicados hasta que el sentimiento de culpa haga que alguien intente deshacerse de ti.
    El protector hizo una mueca.
    — ¿Sabes que la Orden está investigando el caso? En otras palabras, aparta de en medio, pequeña, y deja que gente más competente que tú se encargue de ello. — Greg Feldman era mi única familia –dije—. Descubriré quién o qué le mató. — ¿Y después qué harás?
    — Quemaré el puente en cuanto lo haya cruzado. —El protector entrelazó los dedos de ambas manos formando un único puño.
    — Cualquier cosa capaz de doblegar al caballero—místico debe de tener una buena dosis de poder.
    — No por mucho tiempo.
    Reflexionó un instante sobre aquello.
    — Creo que puedes serme útil —dijo finalmente. Aquello era inesperado. — ¿Para qué demonios me querría? —Me miró con lo que debía de considerar su sonrisa misteriosa. Me recordó a un oso despertándose de su letargo.
    — Tengo mis razones. Esto es lo que haré por ti. Podrás pegar el sello del Auxilio Mutuo en tu documento de identificación, lo que te abrirá muchas puertas. Podrás utilizar la oficina de Greg. Podrás echarle un vistazo al expediente abierto y al informe policial. Expediente abierto significaba que me entregaba el caso en el punto en que lo había dejado Greg: datos áridos y pocos o ningún hallazgo. Tendría que volver sobre los pasos de Greg. Era mucho más de lo que esperaba.
    — Gracias —dije.
    — El expediente no puede salir del edificio —dijo él—. Y no se pueden hacer copias ni tomar notas. Me entregarás un informe, solo a mí.
    — Estoy ligada a la regla de información del Gremio —le dije.
    — Ya me he ocupado de eso —dijo con un gesto de la mano.
    ¿Desde cuándo? El caballero—protector estaba haciendo más de lo que se esperaba de él solo para ayudar a una despreciable mere. ¿Por qué? La gente que me hacía favores me ponía nerviosa. Por otro lado, era de mala educación mirarle los dientes a un caballo regalado. Incluso si quien te lo regala es una salchicha embutida en una camisa con flecos.
    — Oficialmente no tienes ningún estatus —me dijo—. Jódela y te convertirás en persona non grata.
    — Entendido.
    — Hemos acabado —dijo.
    Cuando salí de su oficina, la recepcionista me hizo un gesto para me acercara y me pidió mi documento de identificación. Se lo entregué y observé cómo pegaba sobre él un pequeño adhesivo del Auxilio Mutuo, un —sello— oficial que representaba el interés de la Orden en mi humilde trabajo. Aquello me abriría algunas puertas y haría que muchas otras se cerraran en mis narices. Qué demonios.
    — No le hagas mucho caso a Ted —me dijo la recepcionista al devolverme el documento—
    . A veces es un poco severo. Me llamo Maxine.
    — Y yo Kate. ¿Podrías indicarme dónde está la oficina del caballero—místico?
    — Encantada. La última puerta a la derecha.
    — Gracias.
    Me sonrió y continuó con su trabajo. Una empleada entusiasta.
    Cuando llegué frente a la oficina de Greg, me quedé en el umbral. Algo no encajaba. La luz del sol entraba por una ventana cuadrada y bañaba el suelo, un estrecho escritorio y dos viejas sillas. A mi izquierda, una librería profunda cubría toda la pared, amenazando con venirse abajo por el peso de unos volúmenes meticulosamente ordenados. Cuatro archivadores metálicos tan altos como yo ocupaban la pared de enfrente. Pilas y pilas de carpetas y papeles se amontonaban en los rincones, encima de las sillas y el escritorio.
    Alguien había inspeccionado los documentos de Greg. Y lo había hecho a conciencia. No es que hubieran saqueado la oficina, pero alguien había registrado todos los archivadores y no se había molestado en volverlos a colocar en su sitio, limitándose a apilarlos en la primera superficie horizontal a su alcance. Aquellos eran los documentos privados de Greg. Por alguna razón, me molestó la idea de que alguien hubiera registrado y manoseado sus cosas y leído sus pensamientos tras su muerte. Entré en la oficina y sentí un hechizo protector cerrándose detrás de mí. Símbolos arcanos se hicieron visibles con un brillo anaranjado, formando complejos dibujos sobre la alfombra gris. Unas largas líneas abigarradas conectaban los símbolos, entrecruzándose y serpenteando por toda la habitación. Las intersecciones estaban marcadas con resplandecientes puntos rojos. Greg había sellado su oficina con su propia sangre y me había entregado la llave; de no ser así, no habría podido ver el hechizo. Cualquier tipo de magia que llevara a cabo en aquella habitación permanecería dentro de sus límites, y el eco de la misma no pasaría de la puerta. Un hechizo de aquella complejidad requería semanas de preparación. A juzgar por el intenso brillo de las líneas, debía de absorber una gran cantidad de eco. ¿Por qué se habría molestado en hacer algo así?

    Me abrí paso entre las pilas de documentos hasta la librería. En ella vi una vieja edición del Almanaque de Criaturas Místicas, una edición aún más antigua del Diccionario Arcano, una Biblia, una hermosa edición del Corán encuadernada en piel y con grabados dorados, varios volúmenes de temática religiosa y un diminuto ejemplar de La reina de las hadas, de Spenser.
    A continuación, me acerqué a los archivadores. Estaban vacíos, como esperaba. Los clasificadores estaban marcados con el código personal de Greg, el cual desconocía. Tampoco me importaba. Elegí la pila de documentos que tenía más cerca y coloqué la primera carpeta en el archivador metálico.
    Dos horas después terminaba de ordenar los papeles amontonados en el suelo y las sillas y me disponía a empezar con la montaña de archivos que cubría el escritorio. Y entonces un sobre marrón llamó mi atención. Estaba sobre la pila central, de modo que mi nombre, garabateado con rotulador negro en la cursiva de Greg, era perfectamente visible.
    Dejé los montones de papeles en el suelo, acerqué una silla y vacié el contenido del sobre en el escritorio. Dos fotografías y una carta. En la primera foto aparecían dos parejas posando. Reconocí a mi padre, un hombre corpulento y de cabello rojizo, los enormes hombros extendidos y rodeando con un brazo a una mujer que tenía que ser mi madre. Algunos niños conservan recuerdos de sus padres fallecidos, una voz, la huella de un olor, una imagen. Yo no recuerdo nada de ella, como si jamás hubiese existido. Mi padre no guardaba ninguna fotografía suya —debía de resultar demasiado doloroso para él— y yo solo sabía lo que él me había contado. Me había dicho que era guapa, y que tenía el cabello rubio. Contemplé a la mujer de la fotografía. Era bajita y menuda. Sus facciones armonizaban con su constitución: bien formadas, delicadas, aunque no parecían frágiles. Su pose transmitía seguridad y naturalidad, y su figura estaba envuelta en una especie de encanto mágico que revelaba una aceptación evidente de su poder. Era muy hermosa.
    Tanto mi padre como Greg me habían dicho que me parecía a ella, pero por mucho que estudiara su imagen en aquella fotografía, no podía encontrar ningún parecido entre ambas. Mis facciones eran más marcadas. Mi boca era más grande y de ningún modo podría hacer pucheros con ella. Había conseguido heredar el color de sus ojos, marrón oscuro, pero los míos tenían una forma extraña, almendrados, ligeramente dilatados. Y mi piel tenía un tono más oscuro. Si abusara del perfilador de ojos y del rimel, podría pasar por gitana.
    No todo se acababa ahí: el rostro de mi madre tenía una dulzura muy femenina. El mío no, al menos cuando lo comparaba con el suyo. Si hubiésemos estado una al lado de la otra en una habitación llena de gente, nadie se habría fijado en mí.

    Y si alguien se hubiera detenido para charlar conmigo, ella lo hubiera camelado con una simple sonrisa.
    Guapa... Claro. Te quedaste corto, papá.
    Por otro lado, si aquella misma gente tuviera que elegir a una de las dos para partirle la rodilla a alguien, no me hubiera costado mucho hacerme con todos los votos. Greg estaba junto a mis padres, acompañado de una mujer asiática. Anna. Su primera esposa. Al contrario que mis padres, ellos dos estaban ligeramente separados, manteniendo una distancia casi imperceptible, como si sus cuerpos amenazaran con desprender chispas al menor roce. Los ojos de Greg transmitían una profunda tristeza. Dejé la fotografía boca abajo sobre el escritorio.
    En la otra foto aparecía yo. Debía de tener unos nueve o diez años, y me estaba lanzando a un estanque desde las ramas de un álamo gigante. No sabía quién había tomado aquella fotografía, ni tampoco cuándo.
    Leí la carta, unas cuantas líneas sobre una hoja de papel, un extracto del poema de Spenser.
    “Un día escribí su nombre sobre la arena,
    Pero llegaron las olas y lo borraron: Volví a escribirlo con la otra mano,
    Pero llegó la marea e hizo de mis penas su presa.”
    Bajo el poema, cuatro palabras escritas con la sangre de Greg.
    Amehe Tervan Senehe Ud

    Las palabras centelleaban con un fuego rojo. Un fuerte espasmo me recorrió todo el cuerpo. Se me contrajeron los pulmones, se me nubló la vista y, a través una densa niebla, oí los latidos de mi corazón como si se tratara de la campana de una iglesia. Una maraña de fuerzas se formó a mi alrededor, atrapándome en una rizada marea de corrientes de poder resbaladizas y elásticas. Alargué la mano y las atrapé, y ellas me arrastraron hasta el corazón de la amalgama de luz y sonido. La luz me atravesó y se desbordó en el interior de mi mente, enviando una miríada de chispas a través de mi piel. La sangre en el interior de mis venas fulguraba como si fuese metal líquido. Perdida. Perdida en un torbellino de luz. Abrí la boca y luché por expulsar la palabra.

    Se resistía a abandonarme y pensé que iba a morir, pero finalmente cedió cuando vertí todo mi poder sobre el delicado sonido.
    «Hesaad». Mío.
    La palabra dejó de dar vueltas y encontré mi lugar en ella. Las cuatro palabras esperaban frente a mí, exigiendo ser pronunciadas. Contuve mi poder y las articulé, aceptándolas, obligando a que se convirtieran en parte de mí. «Amehe. Teman. Senehe. Ud.»
    El flujo de poder retrocedió. Frente a mí solo quedó la hoja de papel. Las palabras habían desaparecido y un pequeño charco carmesí manchaba la hoja. Al tocarlo, sentí el cosquilleo de la magia. Mi sangre. Me sangraba la nariz. Me llevé la mano al bolsillo y extraje de él una venda. Siempre llevaba varias conmigo. La presioné contra la nariz para cortar la hemorragia y eché la cabeza hacia atrás. Más tarde me aseguraría de quemar las vendas. Miré el reloj en mi muñeca y vi que eran las 12:17. Había perdido hora y media aunque tenía la sensación de que solo habían pasado unos segundos. Cuatro palabras de poder. Obedece, Mata, Protege y Muere. Palabras tan "primitivas”, peligrosas y poderosas que acarreaban consigo la magia más pura. Nadie sabía cuántas había, de dónde procedían ni por qué atesoraban un control tan formidable sobre la magia. Incluso la gente que jamás las había utilizado, reconocía el significado de aquellas palabras y estaba expuesta a su poder, como si formaran parte de un antiguo recuerdo racial que todos compartiéramos.
    No era suficiente con conocerlas; tenías que poseerlas. En el proceso de adquisición no había segundas opciones. O las conquistabas o morías en el intento. Lo que explicaba por qué había tan poca gente que las dominara. En cuanto las hacías tuyas, te pertenecían de por vida. Debían ser utilizadas con precisión, y al hacerlo, se consumía una cantidad ingente de poder que solía dejarte completamente exhausto. Tanto Greg como mi padre me habían advertido que existía gente capaz de oponer resistencia a las palabras de poder, pero hasta el momento no había tenido la oportunidad de usarlas contra un oponente que supiera hacerlo. Eran el último recurso cuando todo lo demás fallaba.
    Ahora tenía seis palabras. Las cuatro que me había dado Greg y dos más: Mío y Soltar. Mi padre me las había enseñado hacía mucho tiempo. Tenía doce años y estuve a punto de morir durante el proceso de adquisición. Con las de Greg todo había sido demasiado fácil.
    Tal vez el poder de la sangre aumentara con los años. Me hubiera gustado poder preguntárselo a Greg.
    Comprobé las líneas dibujadas en el suelo. Los trazos anaranjados de las barreras de Greg brillaban tan tenuemente que apenas podía verlas.

    Habían absorbido todo el eco posible.
    Las palabras aullaban en mi mente, se sacudían, giraban sobre sí mismas, intentando encontrar su lugar. El último regalo de Greg. Lo más valioso que podía legarme. Lentamente, fui consciente de que alguien me estaba observando. Levanté la cabeza y vi a un esbelto hombre negro en el umbral de la puerta. Me había sonreído al pasar frente a su oficina unas tres horas antes.
    — ¿Te encuentras bien? —me preguntó.
    — Residuos de un conjuro —mascullé con la venda aún taponándome la nariz—. Es normal. Estoy bien. —El hombre me miró atentamente.
    — ¿Estás segura?
    — Sí. —De acuerdo, soy una idiota incompetente, lárgate ya.
    — Te traía el expediente de Greg. —No hizo ademán de entrar en la habitación. Chico listo. Si yo había caído en la trampa de Greg, a él también podría afectarle—. Siento haber tardado tanto. Lo tenía uno de nuestros caballeros.
    Me acerqué a él y cogí el expediente de sus manos.
    — Gracias.
    — De nada. —Me observó durante un segundo antes de marcharse.
    Hurgué en el escritorio de Greg en busca de un espejo. Todo hechicero respetable siempre tenía uno a mano. Muchos conjuros lo requerían. El de Greg era rectangular, enmarcado con una sencilla moldura de madera. Cuando vi mi reflejo en él, estuve a punto de dejar caer la venda. Me brillaba el pelo. Irradiaba una débil luminiscencia color burdeos que centelleó al pasarme las manos por él, como si cada una de las hebras que lo conformaban estuviese recubierta de pintura fluorescente. Agité la cabeza, pero el resplandor no disminuyó. Gruñir tampoco sirvió de mucho; no tenía ni la más mínima idea de cómo deshacerme de aquello.
    Me refugié en el rincón más oscuro de la habitación, donde nadie podría verme desde la puerta, y abrí el expediente. Si no puedes hacer que desaparezca, lo mejor es esperar a que lo haga solo.
    La última vez que asimilé palabras de poder había acabado exhausta. Ahora me sentía excitada, colmada de magia. Me esforcé por contener toda la energía que se agitaba en mi interior. Deseaba saltar, correr, hacer algo. Y, en lugar de eso, debía permanecer oculta en un rincón y concentrarme en el expediente que tenía frente a mí. El expediente contenía el informe del juez de instrucción, un resumen del informe policial, unas cuantas notas apresuradas y diversas fotografías de la escena del crimen. En un plano general aparecían dos cuerpos tendidos en el asfalto: uno demacrado, pálido y completamente desnudo, y el otro, una masa sanguinolenta de tejidos desgarrados y triturados. Primero encontré el primer plano del cuerpo destrozado.

    El cadáver estaba tendido con las piernas y brazos desplegados sobre su propia ropa, la cual estaba empapada de sangre. Algo le había desgarrado el pecho y le había arrancado las costillas con una fuerza desmesurada. La cavidad torácica estaba al descubierto, revelando la húmeda y reluciente masa del aplastado corazón sobre los oscuros restos esponjosos de los pulmones y el blanco amarillento de las costillas astilladas. Tenía el brazo izquierdo completamente dislocado, colgando de un delgado filamento ensangrentado.
    La siguiente fotografía era un primer plano de la cabeza. Unos ojos tristes que me resultaron muy familiares miraban directamente a la cámara y, por tanto, también a mí. Oh, Dios. Leí el pie de foto. Aquella masa destrozada de carne humana era lo único que quedaba de Greg.
    Noté un nudo en la garganta. Luché contra él durante unos cuantos segundos agonizantes y conseguí dominarlo. Aquel no era Greg. Solo era su cuerpo. La siguiente fotografía era un plano corto del otro cuerpo. Parecía intacto, salvo por la cabeza, o mejor dicho, por la falta de ella. Un fragmento astillado de la columna vertebral sobresalía del cuello seccionado, envuelto por tiras ajadas de tejidos desgarrados. No había ninguna otra señal que indicara que alguna vez había tenido una cabeza al final del cuello. Ni rastro de sangre, aunque la lógica indicaba que debía haber unos cuantos litros. El cuerpo estaba de costado y tenía la carótida y la yugular seccionadas. ¿Dónde estaba la sangre?
    Encontré cuatro fotografías más de aquel cuerpo y las dispuse una al lado de la otra en el suelo. La piel del cadáver, tersa y pálida como el mármol, se tensaba sobre la musculatura, como si el cuerpo no tuviera ni un gramo de grasa, solo músculo y tendones. Ni un solo pelo estropeaba su epidermis. El escroto parecía ajado e inusualmente pequeño. Necesitaba una fotografía de la mano pero no encontré ninguna. Alguien se había olvidado de aquel detalle. Aunque tampoco importaba mucho; el resto de indicios no dejaban lugar a dudas. Incluso sin poder echarle un vistazo a las uñas, la conclusión era evidente. Tenía ante mí el cadáver de un vampiro. Por definición, los vampiros ya están muertos, pero la existencia de aquel había concluido. Ni siquiera Ghastek, con todos sus poderes nigrománticos, podía recuperar a un vampiro sin cabeza. La pregunta de los sesenta y cuatro mil dólares era a quién pertenecía aquel. Casi todos los miembros de la Nación marcaban a sus vampiros. Si aquel también lo estaba, la marca no aparecía en ninguna de las imágenes que el idiota del fotógrafo había tomado.
    ¿Qué podría haber aniquilado a un vampiro y a un caballero—místico? El vampiro, con una velocidad y una fuerza capaz de eliminar a un Grupo Especial de Operaciones sin apoyo, ya era una presa suficientemente temible por sí solo. La combinación del vampiro y Greg era prácticamente imposible de superar.

    Y, pese a todo, allí estaban, ambos muertos.
    Me eché hacia atrás mientras pensaba. El asesino tenía que ser muy poderoso. Tenía que ser más rápido que un vampiro, poseer la fuerza necesaria para arrancar de cuajo una cabeza y ser capaz de protegerse de la magia y de la maza de Greg. La lista de posibles asesinos era muy corta.
    En primer lugar, la Nación podría haber querido matar a Greg y haber utilizado a uno de sus vampiros como cebo. Un vampiro veterano en manos de un Señor de los Muertos experimentado era un arma temible. Si habían utilizado a más de uno, podrían haber eliminado a Greg y a su propio chupasangre. Era caro y poco probable, ya que Greg era especialmente efectivo contra los vampiros, pero no imposible. En segundo lugar, el estado en que se encontraba el cuerpo de Greg apuntaba a los cambiaformas. Para producir aquel tipo de lesiones, el asesino tenía que haber utilizado colmillos y garras, y seguramente más de un par de cada uno. Tal vez fuese obra de un Lupo, un cambiaformas trastornado. El cuerpo de aquellos infectados con el Virus Lieos, o Lic—V, siente una sed de sangre irrefrenable mientras la mente intenta contener el impulso. Si la mente logra imponerse sobre el cuerpo, el cambiaforma se convierte en un Hombre Libre del Código y entra a formar parte de la Manada, una organización perfectamente estructurada y disciplinada. Si el cuerpo conquista la mente, el cambiaforma se convierte en un Lupo, un asesino caníbal enloquecido por las hormonas, un ser dedicado exclusivamente a la caza y hostigado por todos. La teoría del Lupo era aún menos probable que la de la Nación. Para empezar, salvo por la herida en el cuello, el cuerpo del vampiro decapitado estaba intacto, y los Lupos desgarran todo lo que está a su alcance con un frenesí maníaco. En segundo lugar, Greg habría conseguido llevarse por delante a más de uno, y en la escena del crimen no había más cuerpos. En tercer lugar, si el asesino era un Lupo, o más de uno, habrían dejado multitud de pistas en la escena: saliva, pelo, su propia sangre... La oficina del forense disponía de muestras genéticas de todos los tipos conocidos de cambiaforma. Por lo que había visto hasta ahora, el informe no hacía ninguna referencia a ADN de cambiaforma en la escena del crimen.
    Me froté la cara con ambas manos pero no me sirvió para ver el caso desde otra perspectiva. Lo más probable es que ninguno de los anteriores tuviera relación con los asesinatos, de modo que por el momento tendría que conformarme con dejar las cosas como estaban.
    El informe de la autopsia confirmaba mis suposiciones sobre el cadáver decapitado: Homo sapiens immortuus. Un vampiro. Un apelativo irónico, ya que el cerebro moría en cuanto el individuo en cuestión se veía afectado por el vampirismo.

    Los vampiros no demostraban tener clemencia ni instinto de supervivencia, no podían disciplinarse y carecían de ego.
    En la escala evolutiva, ocupaban un lugar próximo al de los insectos; aunque poseían un sistema nervioso central, eran incapaces de pensar por sí mismos. Estaban dominados por una insaciable sed de sangre y masacraban todo aquello que se interponía en su impulso por satisfacerla.
    Enarqué las cejas. En el expediente no había ningún escáner—m. Todas las escenas donde se había producido un asesinato o un ataque violento se escaneaban de forma rutinaria en busca de restos de magia. Técnicamente, tanto la policía como la UDPE podían requerir el acceso a aquel expediente y una orden judicial se lo concedería. El hecho de que no hubiera rastro del escáner—m sugería que había algo que la Orden no deseaba revelar a la opinión pública. A no ser que el mismo cretino que había hecho las fotografías lo hubiese tirado a la basura.
    La última hoja del expediente era una lista de varios nombres de mujer. Sandra Molot, Angelina Gómez, Jennifer Ying, Alisa Konova. Ninguno de ellos me resultaba familiar, y no había ninguna explicación relativa a la naturaleza de la lista. Volví a comprobar el estado de mi cabello y comprobé que había dejado de fulgurar. Me abalancé sobre el escritorio y marqué el número de teléfono que aparecía en el informe policial.
    Una voz áspera contestó a mi llamada. Me presenté y pregunté por el detective al mando. — Estoy investigando el asesinato del caballero—místico.
    — Ya hemos hablado con ustedes —dijo el hombre al otro lado del teléfono—. Lea el maldito informe.
    — No han hablado conmigo, señor. Les agradecería sinceramente si pudieran dedicarme unos instantes. No nos llevará mucho.
    El aparato emitió un chasquido y, a continuación, la señal de desconexión. No podía esperarse mucho más de la cooperación entre agencias.
    Comprobé el reloj y vi que eran las 12:58. Tiempo suficiente para hacer una visita al depósito de cadáveres. Aún quedaban muchos días para que expirara el plazo obligatorio de conservación de los vampiros fallecidos y el sello en mi identificación me aseguraba el acceso al cuerpo del chupasangre.
    Cerré el expediente, lo dejé en el archivador más próximo y me largué de allí.

    LA MORGUE ESTABA en el centro de la ciudad. Justo frente a esta, más allá de la amplia extensión de la Plaza Sin Nombre, se elevaba la dorada mole del Capitolio. La vieja morgue había sido destruida dos veces, la primera por un Señor de los Muertos rebelde y la segunda por un golem, el mismo que creó la Plaza Sin Nombre al reducir a escombros cinco edificios en un intento frustrado por superar las defensas del Capitolio. Aunque ya habían pasado seis años, el ayuntamiento se negaba a rebautizar el solar que rodeaba el Capitolio, arguyendo que mientras no tuviera nombre, nadie podría llevar a cabo invocaciones en aquel lugar.
    La nueva morgue había sido construida con el convencimiento de que “a la tercera va la vencida”. Sus modernas instalaciones parecían la progenie bastarda de la unión entre una prisión y una fortaleza, con la pizca adecuada de castillo medieval para darle un toque a la mezcla. Los habitantes del barrio solían comentar jocosamente que la próxima vez que el Capitolio sufriera un ataque, los miembros de la Legislatura del Estado podrían cruzar la plaza y refugiarse en el depósito de cadáveres. Al observarla de cerca, la idea no me pareció muy descabellada. La morgue era un edificio severo y amenazador que destacaba entre las elegantes fachadas de las sedes de diversas corporaciones como lo hubiera hecho la presencia de la Muerte con la guadaña en una fiesta del té. Sus vecinos mercantiles no debían de sentirse muy cómodos con su proximidad, pero tampoco podían hacer nada al respecto. La morgue era, con diferencia, el lugar más transitado de la zona. Otra señal inequívoca de aquellos tiempos. Subí por una amplia escalinata circundada por columnas de granito y atravesé una puerta giratoria que me escupió en un despejado vestíbulo. Pese a que los amplios ventanales dejaban entrar una gran cantidad de luz, no lograban desterrar completamente la penumbra reinante, la cual se acumulaba especialmente en los rincones y junto a las paredes, esperando pacientemente adherirse a las piernas del primer visitante incauto. El suelo estaba cubierto de pulidas baldosas de granito gris. Dos pasillos se abrían al otro extremo del vestíbulo, ambos bañados con la luz azulada que emitían las lámparas feéricas. Las baldosas terminaban en aquel punto, donde habían sido sustituidas por un linóleo amarillento.
    El aire olía a muerte. Aunque no el típico hedor a carne putrefacta, sino algo muy distinto, una mezcla de cloro, formol y medicamentos. Recordaba vagamente al olor de los hospitales, aunque nadie los hubiera confundido. En los hospitales, la vida despliega sus señales inequívocas. En aquel lugar solo podía percibirse su ausencia.

    Un mostrador de información estaba incrustado entre ambos pasillos. Me acerqué hasta él y me presenté ante el empleado enfundado en una bata verde, quien comprobó mi identificación y asintió.
    — Está en el siete C. ¿Sabes dónde es?
    — Sí. He estado antes.
    — Bien, adelante. Enviaré a alguien para que te abra la puerta.
    Cogí el pasillo de la derecha hasta un tramo de escaleras que descendían al sótano. Crucé la sección B y me detuve al final de la misma, donde una puerta metálica se interpuso en mi camino.
    Unos cinco minutos más tarde oí unos pasos apresurados procedentes del pasillo y una mujer con un atuendo médico verde y un manchado delantal apareció de repente por una esquina. En una mano llevaba una gruesa carpeta de tres anillas y en la otra, una tintineante cadena con varias llaves. Unos cuantos mechones de pelo rubio y lacio habían escapado de la red estéril que cubría su cabeza. Tenía unas ojeras más que visibles y la piel del rostro le colgaba ligeramente.
    — Lo siento —dije.
    — No te preocupes —dijo la mujer mientras se peleaba con las llaves—. Necesitaba dar un paseo.
    Abrió la puerta y pasó delante de mí. La seguí hasta una puerta metálica reforzada. Abrió dos cerraduras, retrocedió y gritó:
    — Soy yo, Julianne. Exijo que atiendas mi petición. ¡Abre la puerta!
    La magia vibró sutilmente a medida que el conjuro liberaba la puerta. Julianne la abrió. En el interior, un cuerpo desnudo estaba tendido sobre una mesa metálica remachada al suelo. En contraste con el acero inoxidable, la piel del cadáver tenía una extraña tonalidad blanquecina, casi rosa pálido, como si lo hubieran lavado con lejía. Un arnés de plata a la altura del pecho sujetaba el cuerpo a la mesa. Una cadena tan gruesa como mi brazo se extendía desde el arnés a un aro clavado al suelo. — Normalmente solo los sujetamos con ceñidores, pero este... —Julianne hizo un gesto con la mano.
    — Ya. —Me quedé mirando el muñón del cuello.
    — No es que vaya a levantarse ni nada parecido. No sin cabeza. Pero si algo... —Señaló con la cabeza el círculo azul que rodeaba el botón de emergencia en la pared más próxima—. ¿Vas armada?
    Desenvainé a Asesina. Julianne retrocedió bruscamente ante la reluciente hoja. — Guau. De acuerdo, eso servirá. —Volví a guardar la espada en su vaina.
    — Trajeron otro cuerpo con este.
    — Sí. Es difícil de olvidar.

    — ¿Alguna evidencia?
    — Buen intento. —Julianne sonrió tímidamente—. Es información clasificada.
    — Ya veo —dije—. ¿Y el escáner—m?
    — Eso también es clasificado.
    Suspiré. Greg, con sus ojos oscuros y su rostro perfecto, destrozado y abierto en canal, encerrado bajo llave en algún cubículo de aquel lugar solitario y estéril. Luché contra el impulso de doblarme sobre el estómago y adormecer el vacío que sentía en el pecho. Julianne me tocó en el hombro.
    — ¿Qué relación teníais? —preguntó.
    — Era mi guardián —le dije. Aparentemente, mis esfuerzos por mantener la imparcialidad habían sufrido un estrepitoso fracaso.
    — ¿Estabais muy unidos?
    — No. Al menos no últimamente —dije encogiéndome de hombros—. Crecí y él no pareció darse cuenta. — ¿Tenía hijos? — No. Ni mujer ni hijos. Solo me tenía a mí.
    Julianne miró el cuerpo del vampiro con evidente malestar.
    — Supuse que la Orden tendría la delicadeza de asignar a alguien que no estuviera implicado emocionalmente en el caso.
    — Me presenté voluntaria.
    Julianne me dirigió una extraña mirada.
    — Vaya. Confío en que sepas lo que haces.
    — Yo también. ¿Existe ninguna posibilidad de que me dejes echar un vistazo al escáner? Julianne se mordió los labios con semblante pensativo.
    — ¿Has oído eso? —Negué con la cabeza.
    — Creo que hay alguien en la puerta. Iré a comprobarlo. Dejo aquí mi carpeta, ahora bien, dentro hay informes confidenciales. No quiero que los leas. En especial no quiero que leas los del día tres de este mes. Ni que hagas ninguna copia del contenido de esta carpeta. —Se dio la vuelta y salió de la sala.
    Examiné la carpeta. El día tres había ocho autopsias. No me costó encontrar la de Greg. Las pruebas materiales se reducían a cuatro pelos. En la columna del origen alguien había escrito a lápiz “No id. Psb or. Felino.” No identificado, posible derivado felino. No era un cambiaformas felino. Si lo hubiese sido, lo habrían catalogado como Homo sapiens con un gen felino específico.
    A continuación, la extensa hoja doblada del escáner—m. Obedeciendo a mi mano temblorosa, se desdobló hasta alcanzar casi un metro de longitud, presentando un gráfico con líneas trazadas por las delicadas agujas del escáner mágico.

    Las débiles líneas de colores habían dejado un rastro titubeante, lo que demostraba la colisión de diversas influencias mágicas en un único punto.
    Era poco concluyente, incluso aplicando los criterios menos exigentes, y ningún tribunal lo aceptaría como prueba. Una pequeña anotación en una esquina de la parte superior lo identificaba como una copia. Perfecto.
    Entrecerré los ojos, esforzándome por poner algo de sentido a todo aquello. El cuerpo de Greg había continuado liberando magia incluso después de su muerte y el escáner lo registraba con una línea descendente de color gris, en algunos puntos de unos veinte milímetros de grosor y en otros prácticamente imperceptible. La línea púrpura, profunda e irregular, que la cruzaba tenía que haberla dejado la magia del vampiro. Observé la hoja más de cerca. Había una tercera línea, o mejor dicho, una serie de líneas apenas visibles que aparecían y desaparecían a intervalos regulares a lo largo de la lectura. La más larga tendría unos seis milímetros de longitud y era de un color indefinible. Levanté el gráfico para observarlo a través de la luz del techo. La tinta resaltó inmediatamente. Amarilla. ¿Qué demonios quedaba registrado en color amarillo? Tiré de la hoja, separándola de la franja perforada que la unía a las anillas de la carpeta, y la guardé en mi expediente. Julianne regresó poco después.
    —No había nadie. Bueno, te dejo sola.
    Cogió la carpeta y volvió a marcharse, dejándome sola con el cuerpo del vampiro. Me enfundé un par de guantes esterilizados y me acerqué al cadáver. La ubicación de la marca dependía de la personalidad del Señor de los Muertos en cuestión. Phillian marcaba a los suyos con un gran Ojo de Horus en la frente. Gonstance con una marca en la axila izquierda. Dado que aquel no tenía frente, podía pertenecer a Phillian. En teoría. Me dispuse a buscar la marca.
    En las axilas no encontré nada. Tampoco en el pecho, la espalda, las nalgas, la parte interior de los muslos ni en los tobillos. El último lugar que me quedaba por comprobar era el escroto, de modo que le abrí las piernas al cuerpo. Los testículos empezaban a reducir de tamaño inmediatamente después de la muerte del humano y continuaban disminuyendo durante la vida del vampiro. Había un estudio sobre la posibilidad de precisar la edad de los chupasangres en función del tamaño de sus órganos reproductivos. Aunque no tenía mucho interés en saber la edad de aquel, a juzgar por lo que tenía frente a mí, rondaría los cincuenta. Y estaba limpio. Ninguna marca. Aunque sí tenía una cicatriz que cruzaba la base del escroto por la parte izquierda. Parecía como si alguien se lo hubiera cosido.
    Una rápida ojeada a mi alrededor me dijo que no iba a encontrar un bisturí en aquella habitación. Cuando cogí a Asesina por la empuñadura, vi que estaba humeando.

    Algo lógico ante la presencia de un no—muerto. Filamentos de vaho blanquecino trazaban formas serpenteantes que nacían en la hoja.
    — No empieces a gotear —murmuré antes de aplicar el filo a la herida.
    La piel del cadáver emitió un silbido cuando la hoja seccionó la carne. Dejé que penetrara unos cuantos milímetros y la aparté. Una incisión limpia. Cogiendo entre dos dedos un extremo de piel, tiré con cuidado y esta se separó limpiamente de la ingle, revelando la cicatriz de una quemadura de unos veinticinco centímetros de ancho y unos nueve de largo. En el centro de la quemadura había una pulcra marca chamuscada, una flecha rematada con un círculo en lugar de con una punta de flecha. La marca de Ghastek. ¿Por qué no me sorprendía?
    — ¿Sabes que es un delito mutilar cadáveres? —dijo una voz de hombre.
    Me di la vuelta rápidamente, con la espada aún en la mano. Un hombre alto estaba apoyado en el marco de la puerta. Llevaba puesto el uniforme forense, de modo que tenía más derecho que yo a estar allí.
    — Ten cuidado con eso —me dijo.
    — Lo siento —dije bajando la espada—. No me gusta que me asusten.
    — Ni a mí. Salvo si lo hace una mujer joven y atractiva. —Parecía tener unos treinta años. El galón naranja de su hombro brillaba con fuerza. Autorización de tercer nivel. La etiqueta adherida a su traje lo confirmaba: me había topado con un maldito supervisor de unidad.
    Un supervisor de unidad podía convertirte en persona non grata en la morgue sin darte tiempo a pestañear.
    El hombre esperó hasta que aparté la mirada de la etiqueta y entonces alargó su mano izquierda. — Me llamo Crest.
    Me quité el guante de la mano izquierda sin guardar a Asesina en su vaina y le estreché la mano.
    — Kate. ¿Hay algún nombre que vaya antes de Crest?
    — Sí, pero no me gusta.
    Un tipo gracioso. Tal vez lograra salir de allí sin un ojo morado pese a haber estado jugueteando con un cadáver.
    — Es un vampiro —le dije—. Estaba buscando la marca.
    — ¿La has encontrado?
    — Sí.
    Se acercó hasta la mesa para examinar mi obra de arte. Rodeé la mesa para colocarme frente a él. El Dr. Crest formaba parte del grupo de los interesantes. Cabello castaño rojizo, alto y, a juzgar por los antebrazos, bastante musculoso. Un rostro agradable, franco y honesto, con facciones amplias y bien formadas.

    Ojos castaño claros, bonitos y cálidos. Y, sin lugar a dudas, una boca sensual. Un tipo atractivo, no guapo en el sentido clásico de la palabra, pero aun así...
    Levantó la vista del cuerpo, me sonrió y cambié de opinión. Era guapo en el sentido clásico de la palabra.
    Le devolví la sonrisa, intentando irradiar integridad y un carácter decente. Exacto, seré buena con usted, señor, no me impida la entrada en la morgue. — Interesante —dijo—. Nunca había visto una marca oculta de este modo.
    — Ni yo tampoco.
    — ¿Ves a muchos vampiros en tu trabajo?
    — Por desgracia, sí.
    Le pillé mirándome y bajó la mirada al cuerpo.
    — ¿Dr. Crest?
    — ¿Sí? —dijo parpadeando.
    — ¿Debo informar a Julianne sobre la marca? —Era lo menos que podía hacer. — No. Lo haré yo si no tienes tiempo.
    Una alarma saltó en el interior de mi cabeza. El buen doctor era demasiado complaciente. Debía asegurarme que Julianne recibiera mi mensaje.
    Crest miraba el cuerpo con el ceño fruncido.
    — Un lugar algo tortuoso para poner una marca.
    — Ghastek era un tipo tortuoso.
    — No cabe duda. —Otra pausa.
    — Te acompañaré a la salida —dijo Crest.
    Qué encantador. Se estaba asegurando de que no me dejara llevar por un desenfreno mutilador. Le miré con mi sonrisa más cautivadora.
    — Claro.
    No pareció muy impresionado. Maldita sea, era la segunda vez aquel día que me fallaba. Salimos juntos de la habitación y esperé a que él cerrara la puerta con llave. — Dígame, Dr. Crest, ¿qué hace exactamente aquí? —Hizo una mueca antes de contestar. — Supongo que podríamos llamarlo labores caritativas. —Emití el sonido apropiado. — ¿Caritativas?
    — Sí. Me dedico a la cirugía reconstructiva. —Me miró como si esperara que fuera a pedirle una operación de nariz—. Para que los cuerpos estén presentables. No todo el mundo puede permitírselo, de modo que dos veces por semana lo hago por amor al arte. Asentí.

    — Casi siempre son niños —dijo él—. Cuerpos destrozados, irreconocibles. No es muy agradable. Una lástima.
    Llegamos a la puerta superior. Crest esperó a que el recepcionista hiciera las comprobaciones rutinarias. Cuando terminé de apuntar el número de Julianne, me acompañó hasta la puerta.
    — Bueno, espero que volvamos a vernos pronto —me dijo.
    — Si puede ser no en la mesa de operaciones —le dije antes de salir del edificio. Mientras me dirigía hacia el lugar donde había dejado aparcado a Karmelion, sentí los ojos de Crest clavados en mi espalda.
    Había un hombre apoyado en mi camioneta. Vestía camisa gris, vaqueros negros, botas ligeras y un abrigo negro que se asemejaba bastante a una capa. Mientras estaba en la morgue, el sol había logrado abrirse paso entre las nubes y ahora bañaba las calles de luz. El hombre parecía indiferente a su influjo; era un rectángulo de oscuridad envuelto en una mortaja luminosa.
    La corriente humana que circulaba por la calle lo eludía. La gente no le miraba; de hecho, se concentraban de tal modo en ignorar su presencia que podría haber tirado un billete de veinte dólares en el suelo y habría pasado inadvertido. El hombre me siguió con la mirada. Me detuve a unos cuantos metros de él y le miré. Metió una mano en un bolsillo interior de su abrigo y me lanzó lo que parecía un largo lazo amarillo. Lo cogí al vuelo. El cuerpo suave y frío se enrolló en mi muñeca y la serpiente echó la cabeza hacia atrás para morderme en la cara. Le sujeté el cuello con dos dedos de la mano izquierda y la detuve a escasos centímetros de mi mejilla. La serpiente movió su lengua entre sus labios escamosos. Unas membranas de un rojo intenso con un matiz púrpura brillante aparecieron a ambos lados de su cabeza, extendiéndose como las alas de una enorme mariposa. La pequeña serpiente alada empezó a sacudirse en un intento por echar a volar, pero la sujeté con fuerza. — Lo siento, Jim.
    Jim levantó los brazos e indicó algo de aproximadamente un metro de longitud. El abrigo se abrió lo suficiente para revelar un pecho musculoso bajo la tela de su camisa. — El nido era de este tamaño, Kate. —Su voz tenía el tono suave, casi melódico, de un hombre menos peligroso y más atractivo. No encajaba del todo bien con su rostro de bulldog— Me debías una y me has dejado tirado. Tuve que hacer el trabajo solo. La serpiente se retorció en un débil intento por clavarme los colmillos en el brazo. Aunque los largos dientes triangulares no contenían veneno, el mordisco resultaba igualmente doloroso.
    — Greg está muerto —le dije.
    Hizo una pausa antes de preguntar:
    — ¿Cuándo?
    — Hace dos días. Lo asesinaron.
    — ¿Estás en ello?
    — Sí.
    Permanecimos unos instantes atrapados en un doloroso silencio. Jim se apartó de la camioneta con la líquida gracia animal solo al alcance de un cambiaforma experimentado. — Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme. —Asentí y le seguí con la mirada mientras subía las escaleras de la morgue.
    — ¿Jim?
    Me miró de reojo por encima del hombro.
    — ¿Sí?
    — ¿Qué has venido a hacer a la morgue?
    — Asuntos de la Manada —dijo antes de seguir adelante.
    Últimamente todo el mundo tenía asuntos en la morgue. Incluso Jim. Aún le debía una de cuando el invierno pasado me sacó de un foso embarrado lleno de nieve fundida y de hidras. Era lo más parecido que tenía a un socio. De vez en cuando cooperábamos en trabajillos pagados para el Gremio de Mercenarios. En aquella ocasión le había dejado tirado. Tendría que compensarle. Pero antes debía encontrar al asesino de Greg. Y para hacer eso tendría que descubrir qué hacía el vampiro de Ghastek en la escena del crimen.
    Aflojé la presión en el cuello de la serpiente y la lancé al aire con cuidado. La serpiente cayó en picado y, de repente, echó a volar. Remontó el vuelo, cada vez más alto, sobrevoló los tejados envuelta en la luz del sol y finalmente la perdí de vista.
    CUANDO TENGAS DUDAS y necesites información, encuentra a un soplón y estrújalo hasta que cante. Aquella era una de las pocas técnicas de investigación que conocía. De hecho, esa y “molesta a los implicados hasta que el culpable decida matarte” era todo mi bagaje en aquella cuestión. Cuidado que voy, Sherlock.
    Definitivamente, tenía dudas y necesitaba información respecto al vampiro de Ghastek, y conocía a la persona adecuada que debía estrujar. Tenía el pelo de punta, vestía de cuero negro y se hacía llamar Bono por un cantante que ya nadie recordaba. Además, era el oficial de Ghastek.
    Si disponías de cierto talento para la nigromancia y la necronavegación, la manipulación y conducción de los muertos, estabas cualificado para convertirte en aprendiz. Si además añadías algún que otro conocimiento a la mezcla, te convertías en oficial. Para seguir subiendo en el escalafón necesitabas auténtico poder y espíritu competitivo.

    La mayor parte de los miembros de la Nación nunca se graduaban y continuaban siendo oficiales toda su vida. Bono estaba en su segundo año. Su conocimiento de los muertos era casi enciclopédico.
    La última vez que le vi, me regaló un artículo que había sacado de algún periódico para que lo incluyera en mi Almanaque. Algo relativo a una criatura eslava que se alimentaba de cadáveres llamada upir. Aunque tenía la sensación de que toda la experiencia de Bono terminaba en la teoría. Hubiese apostado algo a que no se convertiría en un Señor de los Muertos en un futuro inmediato. Era fácil dar con Bono. Solía frecuentar el Adriano's, un lugar bastante tranquilo que poco tenía que ver con los establecimientos recientemente reformados de la Atlanta Subterránea, donde los bares solían ser ruidosos y los nombres de la mayoría de los clubes contenían la palabra “dolor”. El Adriano's estaba situado en una zona agradable de la Avenida Euclides, en Little Five Points, y daba de comer a una clientela casi de clase media.
    Su hermoso rostro, su pelo y su chaqueta convertían a Bono en alguien fácil de localizar. Las mujeres disfrutaban de su compañía. Aunque él también disfrutaba de ellas, le interesaba más la cantidad que la calidad. Nunca lo había visto dos veces con la misma mujer. De vez en cuando, alguien intentaba patearle el culo y manchaba con su sangre el suelo y el mobiliario. Cualquiera que hubiera pasado sus años de formación atendiendo un establo de vampiros debía de ser un duro oponente. Podría haber ido directamente a la fuente y preguntarle a Ghastek sobre su vampiro. El problema era que para hablar con Ghastek tendría que entrar físicamente en el Casino, donde la Nación tenía su cuartel general. Entrar en el Casino significaba encontrarse con Nataraja, el gran poobah de la Nación en la ciudad y el jefe y supervisor de Ghastek. Nataraja era una de las peores clases de gusano, pero poseía una extraña sensibilidad para la magia. Tenía la sensación de que Nataraja no sabía muy bien lo que sentía cuando estaba ante mi presencia pero tenía un gran interés en descubrirlo. Cada vez que nos veíamos, intentaba que le hiciera una demostración de mi poder. Algo que no podía permitirme, especialmente ahora, con las cuatro palabras de poder nuevas aún palpitando en mi cabeza. Tendría que hacer una visita al Casino en un momento u otro, pero por ahora tendría que conformarme con estrujar al oficial de Ghastek.
    Eran casi las once de la noche cuando salí hacia el Adriano's. Bono raramente aparecía por allí antes de la medianoche, y había aprovechado el tiempo disponible para regresar a mi casa sobre la línea de energía y traer a Betsi, el viejo y destartalado Subaru, a la ciudad. Tenía la sensación de que pasaría algún tiempo allí. Como la magia acabaría por retirarse, como siempre hacía, necesitaría un vehículo que funcionara durante las horas tec.

    Me costó cincuenta pavos remolcar a Betsy hasta el apartamento de Greg. Me había equivocado de profesión.
    Entré en Adriano's. La barra se extendía a lo largo de la sala, protegida por una hilera de taburetes. Un par de clientes miraban fijamente sus bebidas al otro extremo de la barra. Una rubia con pinturas de guerra sorbía algo afrutado de una copa de margaritas. A través de una puerta arqueada distinguí la sala contigua. Estaba compuesta por reservados de sillones rojos que Adriano debía de haber rescatado de algún restaurante de carretera.
    El barman, un hombre de miembros alargados y cabello oscuro, me hizo un gesto con la cabeza. Delgado y flemático, con un rostro estrecho e inteligente, parecía más un intelectual universitario que un barman. Se llamaba Sergio y siempre colocaba la rodaja justa de lima en la Corona, lo que le convertía en un hombre extremadamente valioso. Le pasé dos billetes de veinte. Sergio me miró con una ceja arqueada. — ¿Para qué es esto?
    — Por los posibles desperfectos. Voy a mantener una pequeña charla con Bono. ¿Está aquí? Sergio señaló con la cabeza la sala de reservados y se encogió de hombros mientras se guardaba los billetes en el bolsillo.
    — Aléjate de las ventanas —me dijo—. Son demasiado caras para ti. La sala contigua estaba débilmente iluminada con lámparas feéricas. Bono solía sentarse en el reservado más alejado de la puerta. Me detuve un instante para examinar la habitación y distinguí su puntiagudo pelo negro. Me dirigí hacia su reservado con las banderas desplegadas y las armas a punto. Bono tenía compañía. A juzgar por la sonrisa misteriosa “hola—cariño—soy—estudiante—de—magia” que iluminaba su rostro, la compañía era femenina. Me daba igual. Detuvo su cortejo para echar una ojeada a su alrededor y reparó en mi presencia. Debió de ver algo que no le gustaba porque la sonrisa desapareció de su rostro. Se sentó más erguido sobre la butaca.
    Me llevé la mano a la espalda, por encima del hombro. Mis dedos rodearon la empuñadura de Asesina y la desenvainaron con un único movimiento fluido. La mano de Bono se perdió bajo la mesa en busca de su pistola. Siempre llevaba una Colt 9mm en el bolsillo de su chaqueta.
    Me detuve bruscamente frente al reservado. Una delgada pelirroja con un vestido corto sin tirantes estaba sentada frente a Bono. Dejé la espada sobre la mesa. Bono —apestaba— a vampiro y la hoja de la espada fulguró débilmente, un rayo plateado de luna contra la madera oscura. La pelirroja abrió mucho los ojos. El rostro de Bono se relajó ligeramente pero su mirada no se apartó ni un instante de la mía.

    —Hola, Bono —dije—. Me alegro de verte. ¿Te has follado algún cadáver últimamente? La última esperanza de pasar una velada tranquila desapareció de su semblante. — Ninguno que te importe.
    La pelirroja se levantó precipitadamente de su asiento y salió del reservado intentando conservar alguna pizca de dignidad. Bono la observó marcharse con ojos melancólicos y después me dirigió toda su atención.
    — La has asustado. No ha estado bien, Kate. —Enarqué una ceja y me acomodé en el sitio que había dejado libre la pelirroja.
    — ¿Has leído el artículo que te di? —me preguntó.
    — No.
    — Deberías hacerlo, Kate. Deberías informarte sobre los upiri.
    Recorrí la hoja de Asesina con un dedo. Sentí un escozor cuando la descarga de magia entró en contacto con mi piel.
    — Quiero que me hables de la muerte del caballero—místico. Quiero saber qué hacía uno de los vampiros de Ghastek en la escena del crimen. Quiero saber quién lo pilotaba y qué vio. Quiero saber qué le arrancó la cabeza de cuajo. Y cualquier otro detalle que desees añadir.
    Bono me mostró los dientes.
    — Estás un poco tensa hoy, ¿verdad?
    Rodeé la empuñadura de Asesina con una mano.
    — No sabes hasta qué punto. —Bono se inclinó hacia adelante.
    — Adelante —dijo—. Hazlo. Te freiré con espada y todo. —Sonreí abiertamente.
    — No puedes hacerme nada, Bono. Inténtalo si quieres. Telegrafías tus movimientos. Has bajado el hombro izquierdo, y además tu pistola no sirve de mucho con la magia en pleno apogeo. Así que, adelante, demuéstrame lo que vales. Miré sus ojos y supe que mi sonrisa se había transformado en una mueca ávida. — Necesito hacerle daño a alguien. Me sentará bien. —Tenía ganas de reír pero hice todo lo posible por con tener aquel impulso—. Dame un motivo. Adelante, Bono. Solo dame un puto motivo.
    La magia se asentó a mi alrededor. Las emanaciones de mi sangre la atrajeron de la atmósfera circundante. Si la magia hubiera tenido color, podría decirse que estaba sentada en un torbellino rojo. Asesina fulguraba con un intenso tono plateado, alimentándose de mi ira. Deseaba seccionar carne fresca y yo estaba a punto de permitírselo. Bono parpadeó, percibió el influjo mágico y se llenó los pulmones con una brusca bocanada de aire.
    — Estás loca.

    — Mucho.
    Su rostro se relajó paulatinamente y supe que nos habíamos alejado del precipicio. Hoy no habría pelea. Bono se inclinó sobre la mesa.
    — ¿Qué pensarías si te dijera que no tenemos nada que ver con la muerte del místico? Aunque tampoco estamos obligados a hablar contigo.
    El proverbial “estamos”. Lo mastiqué unos instantes y le dije:
    — En ese caso, me levantaré e iré hasta la barra, donde haré dos llamadas. Primero llamaré al caballero—protector, para quien trabajo en estos momentos, y le diré que un vampiro de Ghastek está implicado en la muerte del místico. Le diré que se tomaron muchas molestias en ocultar su marca, lo que es ilegal, y que el oficial de Ghastek se negó a hablar del tema conmigo y me amenazó. Después llamaré a Ghastek para informarle que conozco el motivo por el cual todo su mundo se viene abajo. Y la razón eres tú.
    Bono me miró fijamente.
    — Pensaba que nos llevábamos bien. Nos saludamos con la cabeza cuando nos vemos. Nos toleramos mutuamente. Compartí contigo mi investigación.
    Me encogí de hombros.
    — No puedes hacerme esto —me dijo con seguridad—. Sabes perfectamente lo que me haría Ghastek. Eres una buena persona.
    — ¿Qué parte de mi historial te hace pensar que soy una buena persona? No tenía respuesta para aquello, de modo que se limitó a agitar la cabeza.
    — ¿Por qué yo?
    — ¿Por qué no? Dame lo que quiero y me largaré. O te haré daño de un modo o de otro. Bono estaba acorralado. No tenía forma de bajarse del cuadrilátero.
    — Les llaman las sombras —dijo con su hermoso rostro marcado por la resignación—. Vampiros con marcas ocultas. Ghastek no es el único que está utilizándolos, pero el suyo es muy activo, ya sabes a que me refiero.
    — ¿Qué hacía este en particular?
    — Seguir al místico. Desconozco el motivo.
    — ¿Quién lo pilotaba?
    Bono dudó un instante antes de contestar:
    — Merkowitz.
    — ¿Qué vio?
    Bono extendió las manos.
    — No sé mucho más que tú. ¿Sabes lo que le ocurre al navegante cuando muere el vampiro que pilota?
    Tenía una idea aproximada, pero la información extra nunca viene mal.

    — Ilumíname.
    — A menos que estés protegido, mueres por la conmoción. Es como si te arrancaran la cabeza de cuajo, lo que deja algo confundido a tu cerebro.
    Añade a eso toda la mierda que le lanzó el místico y la magia desprendida por el atacante y tendrás una idea aproximada de cómo está Merkowitz. Nunca me cayó bien ese capullo. Debo admitir que le sienta muy bien su nueva vida vegetal. —El corazón me dio un vuelco.
    — ¿Está inconsciente?
    — Tanto como podría estarlo un ladrillo.
    — ¿Cuánto tiempo estará así?
    — Están trabajando en él, pero nadie sabe cuándo se recuperará. Es complicado convencer a alguien que no está muerto cuando su cerebro cree lo contrario. — ¿Tiene la Nación alguna idea de quién puede ser tan poderoso como para convertir en papilla a un místico y a un vampiro?
    Bono clavó la mirada en la pared a mi espalda.
    — Necesito un nombre —le dije.
    — Gorwin. Yo no te lo he dicho. —Se puso en pie con un movimiento fluido y se marchó. Esperé unos minutos, me acerqué a la barra y me bebí una Corona fría con una rodaja de lima. Había conseguido asustar a Bono. Una parte de mí se sentía mal por ello. La otra me recordó que se ganaba la vida pilotando vampiros y que atacaba a sus oponentes cuando estos bajaban la guardia.
    Recordé el rostro de Greg y di un largo trago a la Corona. Me sentía derrotada y agotada. Menudo día... Había esperado obtener algo más de información de Bono, pero al menos tenía un nombre. Y también la base de datos de Greg, con la que podría contrastarlo. El día tampoco había ido del todo mal.

    LA OSCURIDAD ENVOLVÍA la escalera del edificio donde estaba el apartamento de Greg. Ni una sola farola iluminaba los peldaños de cemento. Al llegar al primer descansillo, comprendí el motivo: las bombillas eléctricas habían explotado. Ocurría de vez en cuando, durante una intensa fluctuación, en lugares donde la magia golpeaba con más fuerza. Normalmente, las lámparas feéricas sustituían la electricidad con eficacia —funcionaban mediante la conversión de la magia ambiental en una luz débil y azulada—pero aquella noche tampoco funcionaban. La fluctuación debía de haber sido especialmente intensa y los convertidores de las lámparas debían de haberse sobrecalentado y chamuscado.
    Me sentía un poco extraña regresando al apartamento de Greg. No exactamente incómoda, pero tampoco especialmente feliz.

    Por desgracia, no tenía otra opción. Iba a pasar algún tiempo en aquella horrible ciudad y necesitaba una base de operaciones. El apartamento de Greg era el lugar perfecto: las defensas me reconocían y Greg tenía una colección muy completa de hierbas básicas, libros de referencia y otros recursos útiles.
    Su arsenal era decente, aunque tenía una especial predilección por las armas de impacto, mientras que yo prefería las espadas. Los mazos y los martillos exigían demasiada fuerza física. Pese a ser una mujer fuerte, no me hacía demasiadas ilusiones. En un enfrentamiento de fuerza bruta, un hombre de mi tamaño y con idéntico entrenamiento no tendría muchas dificultades para tumbarme. Por suerte, había pocos hombres tan preparados como yo.
    Subí las lóbregas escaleras mientras soñaba con una buena cena y una ducha caliente. La barrera que protegía la puerta del apartamento se cerró sobre mi mano y esta se abrió con una pulsación azulada. Entré en el apartamento, me deshice de los zapatos y me dirigí a la cocina. Una de las ventajas de tener una espada mágica era que sus secreciones disolvían la carne no—muerta. El inconveniente era que tenía que alimentarla al menos una vez al mes si no quería que acabara demasiado frágil y quebradiza Arrastré una pecera de unos 120 centímetros de profundidad de la parte inferior de un armario y encontré la bolsa de pienso que había dejado en el apartamento de Greg para las situaciones de emergencia. El pienso, de un color marrón grisáceo, parecía una tosca harina de trigo. De hecho, estaba compuesto fundamentalmente de harina de trigo, además de virutas metálicas de cobre, hierro y plata, conchas trituradas, harina de hueso y tiza.
    Llené la pecera de agua, añadí una taza de pienso y revolví la mezcla con una larga cuchara de madera hasta que la solución se enturbió y no quedó nada de pienso en el fondo. A continuación, introduje la espada en la pecera y me lavé las manos. La diminuta luz carmesí del contestador automático titilaba. No tendría que estar haciéndolo, ya que la magia estaba en pleno apogeo. Aunque la magia no siempre se comportaba como uno esperaba. A veces los teléfonos funcionaban y otras no. Me senté en una silla y apreté el botón del contestador. La ansiosa voz de Anna llenó la habitación.
    — Kate, soy yo.
    Me enderecé sobre la silla. Anna nunca sonaba ansiosa. Quizá fuera por la muerte de Greg. Aunque hacía diez años que estaban divorciados, aún debía de sentir algo por él. — Escucha atentamente mientras voy recordando. —Su voz se tiñó de cansancio y comprendí que debía de estar recuperándose de una visión. El hecho de que supiera que estaba en el apartamento de Greg era tan trivial para ella que ni siquiera se molestó en preguntarme por ello. A veces ser una vidente tenía sus ventajas. — Un bosque —dijo la voz de Anna—.

    Muy verde, muy frondoso, finales de primavera o principios de verano. El aire huele a humedad. Bajo algunos árboles hay una especie de ídolos de madera, muy altos. Los ídolos se mueven y cambian de forma. Uno de ellos parece un anciano, pero también un oso con cuernos, y sujeta algo entre las manos... tal vez un platillo con agua.
    Otro anciano está de pie sobre un pescado; creo que en las manos lleva una rueda. Un hombre con tres rostros y con los ojos tapados está sentado entre las sombras. Apenas puedo verle.
    El primero era Veles, el tercero, Triglav. El panteón eslavo. Tendría que buscar al segundo. — Un hombre está frente a ellos, rodeado por sus hijos. No están bien. No encajan; no son humanos ni animales, ni vivos ni muertos. Detrás del hombre están sus sirvientes. Huelen a muertos vivientes. —Anna cogió aire—. El hombre se está masturbando. A su derecha centellea algo que lucha por consolidar su existencia, quizá un niño. A su izquierda estás tú, sentada en el suelo con las piernas cruzadas mientras devoras un cuerpo. Maravilloso. — Sé que Greg ha muerto —me dijo—. Y sé que estás buscando al asesino. Tienes que dejarlo, Kate. Sé que no me harás caso, pero tenía que advertirte. Esto no pinta bien, Kate. No pinta nada bien.


    Capitulo 3

    Desperté ocho horas después, cansada y con una fuerte migraña. Tenía la intención de llamar a Anna, pero no sé bien cómo, en cuanto me tumbé en la cama, mi cuerpo desconectó mi cerebro durante el resto de la noche.
    El teléfono no funcionaba. Me senté sobre la cama y lo miré fijamente. Hasta el momento tenía algunos datos de un cabello pero no al espécimen en cuestión; unas líneas que podían ser o no el resultado de un mal funcionamiento del escáner, y el nombre de un personaje nocturno que me había dado bajo coacción un oficial de la Nación con muchas ganas de deshacerse de mí. Además de todo eso, tenía lo que probablemente era un pelo de felino en el cadáver de un vampiro, lo que colocaba a la Manada y a la Nación en una trayectoria de colisión.
    Imaginé a dos colosos corriendo el uno hacia el otro en medio de la ciudad, como los monstruos de las antiguas películas de terror, y yo, un mosquito, en medio. Sería un baño de sangre al que pocos en la ciudad sobrevivirían. Por tanto, el truco no era sobrevivir, sino evitar que sucediera.
    En el ensueño, el mosquito golpeaba a un coloso en la ingle y laceraba al otro con un corte en la yugular.
    Volví a probar el teléfono. Continuaba sin funcionar. Maldije y fui a vestirme. Una hora más tarde entraba en la oficina de Greg. Nadie me preguntó qué hacía allí. Nadie me miró ni me preguntó por qué demonios no estaba resuelto el caso o por qué llegaba tan tarde. La falta de dramatismo era muy decepcionante. Revisé los datos que había recopilado Greg. En los archivadores no encontré ninguna referencia a Corwin, pero en el último hallé una pila de carpetas con un signo de interrogación en la tapa, de modo que me puse con ellas con la vana esperanza de dar con algo. Cualquier cosa. De no ser así, me vería obligada a coger a gente por la calle y gritarles: « ¿Conoces a Corwin? ¿Dónde está?»
    Las carpetas contenían las anotaciones de Greg, escritas en su código personal. Fruncí el ceño mientras repasaba una entrada indescifrable tras otra. «Glop. Ag. Bls—7». «Bis» tenía que significar balas. «Ag» podía ser Argentium, plata. ¿Pero qué demonios significaba «Glop»?
    Mis esperanzas menguaron a medida que pasaba una página tras otra, de modo que cuando apareció ante mis ojos, mi cerebro estuvo a punto de no registrarlo. En una hoja suelta estaba garabateado «Corwin», y junto al nombre, dos dibujos. Uno era la tosca representación de un guante con afiladas cuchillas sobresaliendo de los nudillos. El otro, una especie de extraño diseño envuelto en un semicírculo oscuro. Observé de cerca el diseño. No me dijo nada.

    El teléfono empezó a sonar.
    Me quedé mirándolo. Volvió a sonar. Me pregunté si debía responder.
    Saltó el interfono y la voz de Maxine dijo:
    —Deberías cogerlo, cariño, es para ti. ¿Cómo lo sabía? Descolgué el auricular.
    — ¿Sí?
    —Hola, cielo —dijo la voz de Jim.
    —Estoy ocupada.
    Coloqué la carpeta de lado y examiné el diseño. Nada.
    —No jodas —dijo él.
    —Muy gracioso. No puedo aceptar ningún caso.
    —No te llamaba por eso.
    Le fruncí el ceño al teléfono y le di la vuelta a la carpeta.
    —Soy todo oído.
    —Alguien quiere conocerte —me dijo.
    —Dile que se ponga a la cola —murmuré. El diseño casi me recordaba a algo. —No estoy de broma.
    —Tú nunca bromeas porque estás demasiado ocupado siendo un capullo. Venga, ¿una capa de piel negra? ¿En plena primavera? ¿En Atlanta? Además, no tengo tiempo para conocer a nadie.
    Jim bajó mucho la voz y pronunció cada palabra con mucho cuidado. —Piénsatelo bien. ¿De verdad quieres que le diga que no al hombre? Algo en el modo en que dijo aquello de «al hombre» me detuvo. Me quedé inmóvil y reflexioné seriamente sobre el tipo de «hombre» que haría hablar a Jim de aquel modo. — ¿Qué he hecho para atraer la atención del Señor de las Bestias? —pregunté secamente. —Estás en la oficina del místico, ¿no es así?
    Touché. El Señor de las Bestias era el Rey de la Manada, el señor de los cambiaformas, y gobernaba a sus hermanos con puño de hierro. Pocos le conocían en persona y la mera mención de su título era suficiente para que el más ruidoso cambiaformas cerrara el pico. En otras palabras, era precisamente el tipo de persona que tanto Greg como mi padre me habían recomendado evitar. Apreté los dientes mientras pensaba en el modo de librarme de la cita. Tarde o temprano tendría que ir a ver a la Nación para interrogarles sobre el vampiro. Pero por el momento nada me empujaba a internarme en la guarida de la Manada.

    —Tu seguridad está garantizada —dijo Jim—. Yo también estaré.
    —No es por eso —murmuré. Debía de haber algún modo de rechazar la invitación. Miré fijamente el tozudo diseño...
    —Mira —dijo Jim, haciendo un evidente esfuerzo por parecer razonable—, ten en cuenta que...
    —Dile que me encontraré con él esta noche en algún lugar privado —le dije—. Responderé a sus preguntas si él responde a las mías.
    —De acuerdo. A las once, en la esquina de Unicornio y la Trece.
    Y colgó. Tamborileé con los dedos sobre el escritorio. Por fin le había encontrado sentido al diseño. La cabeza de un lobo aullante silueteada sobre el semicírculo de la luna. El símbolo de la Manada. Corwin pertenecía a la Manada. Quedaba una pequeña cuestión relativa a Maxine de la que debía ocuparme. Me concentré y susurré en voz tan baja que ni yo podía oírme. Los auténticos comunicadores pueden concentrarse para emitir sus pensamientos sin vocalizarlos, pero yo debía mover los labios como una idiota.
    — ¿Maxine?
    — ¿Sí, querida? — dijo la voz de Maxine en mi cabeza.
    — ¿Hay alguna otra llamada para mí?
    —No. —Gracias. —De nada.
    Guardé la carpeta en su sitio y salí de la oficina. Maxine era telépata. Y una muy poderosa. A partir de ahora debía evitar pensar en aquella oficina.
    Me marché rápidamente y, al llegar a las escaleras, casi eché a correr. Tardaría un tiempo en acostumbrarme a la idea de que alguien escarbara en mi cabeza. Regresé al apartamento. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta, y respiré hondo. Toda mi vida me habían dicho que me mantuviera alejada de todo lo que oliera a poder. No llames la atención. No alardees. Protege tu sangre, porque acabará traicionándote. Si sangras, limpia la sangre inmediatamente y quema la toalla. Quema las vendas. Si alguien logra hacerse con un poco de tu sangre, mátale y destruye la muestra. Al principio era una cuestión de supervivencia. Más tarde se convirtió en simple venganza.
    Encontrarme con el Señor de las Bestias significaba sumergirme de cabeza en la política sobrenatural de Atlanta. Él era uno de los pesos pesados. Aunque podía evitar reunirme con él; lo único que debía hacer era largarme de allí. Sería muy fácil. Tuve una fugaz visión de mí misma en cuclillas junto a un cadáver humano, introduciéndome en la boca trozos de carne mustia.

    El apartamento estaba silencioso y sentí la presencia de Greg. Todo el apartamento estaba impregnado de su fuerza vital, de todo lo que le había convertido en lo que era. Se parecía mucho a mi padre: directo, inflexible, tomando su propio camino sin preocuparse de lo que el mundo pensara de él.
    No podía marcharme. Encontraría al responsable de su muerte y me vengaría, si no por Greg, al menos por mí. De otro modo, no podría seguir mirándome al espejo. Cuando la vida te acorrala en una esquina y no te ofrece salida alguna, cuando tus amigos, tu amante y tu familia te abandonan, cuando estás al borde del precipicio, asustada, sola y a punto de perder la cabeza, sabes que harás cualquier cosa por solucionar tus problemas. Entonces, desesperada y ansiosa, acudirás al Unicornio en busca de salvación en su magia y sus secretos. Harás cualquier cosa, pagarás cualquier precio. El distrito del Unicornio te aceptará, te envolverá en su poder, resolverá tus problemas y se cobrará su precio. Y entonces aprenderás el auténtico significado de «cualquier cosa».
    Toda ciudad que se precie tiene uno de esos barrios —peligroso, siniestro—, tan traicionero que incluso los criminales que extorsionan a otros criminales los evitan. El distrito del Unicornio era uno de esos lugares. Treinta manzanas de largo y ocho de ancho, cortaba como una daga lo que tiempo atrás había sido el centro de la ciudad. Era una zona de rascacielos medio derrumbados, testigos silenciosos de una tecnología del pasado, los cascarones del GLG Grand, el Promenade II y el One Atlantic Center, corroído hasta los cimientos por la magia.
    Las calles estaban repletas de cascotes y las aguas residuales se derramaban de cañerías trinchadas, formando apestosos arroyos sobre la calzada. La magia estaba estancada en aquel lugar, persistiendo incluso durante las oleadas más potentes, y allí encontraban cobijo espantosas criaturas que evitaban la luz entre las oscuras carcasas de edificios destripados. Brujos lunáticos, despiadados y pervertidos que temían morir a manos de la poco comprensiva Manada, satánicos y nigromantes solitarios, todos terminaban en el distrito del Unicornio, ya que si podían llegar allí y sobrevivir, ningún representante de la ley podía obligarles a abandonar el lugar. El distrito del Unicornio tenía sus propias leyes.
    Un lugar infernal para una cita.
    Avancé por la calle Catorce, aparqué a Karmelion en un callejón solitario y recorrí a pie las dos manzanas siguientes. Frente a mí apareció un muro de piedra que se había desmoronado; un lamentable intento por parte de algún idiota del ayuntamiento para contener el distrito del Unicornio. Trepé y dejé atrás los restos del muro. Un gran fragmento de cemento me impedía el paso. Tenía un aspecto resbaladizo, casi viscoso. Salté por encima de él.

    En aquel lugar, incluso la luz de la luna chasqueaba y gruñía como un perro rabioso, y la magia mordía sin previo aviso.
    Cinco minutos después de entrar en el distrito, un letrero en la fachada de una casa abandonada me informó de que había llegado a mi destino, la esquina de la Trece con Unicornio. Delante de mí, un viejo edificio de apartamentos observaba la calle a través de sus ventanas rotas. A mi derecha, un intrincado conglomerado de cemento y estructuras metálicas bloqueaba la calle, sepultando el pavimento bajo una montaña de residuos. La calle estaba abierta a mi izquierda, pero sumida en la oscuridad. Permanecí inmóvil, esperando, escuchando.
    La luz de la luna se derramó sobre las ruinas. Una espesa oscuridad que se parecía más a la tinta se acumuló en los huecos y oquedades y se extendió, fundiéndose con la luz, engendrando tenues sombras y confundiendo la frontera entre lo real y lo ilusorio. El espeluznante paisaje parecía falso, como si los edificios derruidos se hubieran desvanecido, dejando tras de sí traicioneras sombras de sus formas originales. En algún punto de las profundidades de la calle del Unicornio algo empezó a aullar, dando voz a un alma torturada. El corazón dejó de latirme durante un segundo. Algo o alguien me observaba desde las sombras. Sentí su mirada sobre mi cuerpo como si se tratara de algo físico. Dejé pasar unos instantes que se transformaron en minutos. Poco después, miré mi reloj. Se había detenido. En algún lugar de la oscuridad merodeaba el Señor de las Bestias. No sabía qué aspecto tenía ni la especie de su bestia. Poca gente fuera de la Manada afirmaba haberle conocido y nadie parecía muy dispuesto a comentar la experiencia. Lo único que sabía de él era que disponía de un gran poder. Según las últimas estimaciones, comandaba una fuerza de trescientos treinta y siete cambiaformas solo en la ciudad de Atlanta. No estaba al mando porque fuera el más listo o el más popular; encabezaba la Manada porque, de entre esos trescientos treinta y siete individuos, era, incuestionablemente, el más fuerte. Estaba al mando por el derecho que le otorgaba su poder; en resumen, aún no había aparecido nadie capaz de patearle el trasero.
    Entre los cambiaformas, los lobos son los más numerosos, después vienen los zorros, los chacales, las ratas y, por último, las hienas y los felinos más pequeños: linces, gatos monteses y guepardos. Sin olvidar las formas exóticas, los hombres—búfalo y los hombres—serpiente, pero los búfalos tenían su propio Rebaño en el Medio Oeste y las serpientes eran entes solitarios. Todas las formas de bestia eran mayores que sus equivalentes naturales; un cambiaforma estándar en su forma de lobo se acercaba a los cien kilos de peso, mientras que el lobo gris pesaba menos de cincuenta kilos. Desde un punto de vista biológico, la transformación de un humano de setenta y siete kilos a un animal de cien no tenía sentido, pero en lo relativo al cambio de forma, la menor de las anomalías era la masa fluctuante.

    La magia no puede ser medida ni explicada en términos científicos, dado que la magia se extiende mediante la destrucción de los principios naturales en que se basa la ciencia. Otro aullido desgarró la oscuridad, todavía demasiado lejos para representar una amenaza. El Señor de las Bestias, el alfa macho, debía imponer su posición mediante la voluntad y la fuerza física. Debía responder a todo aquel que amenazara su reinado, por tanto, era poco probable que fuera un lobo. Un lobo no tenía muchas opciones frente a un felino. Los lobos cazaban en manada, desangrando a su víctima y persiguiéndola hasta que esta se agotaba, mientras que los felinos eran máquinas de matar solitarias, diseñadas para asesinar con rapidez y precisión.
    No, el Señor de las Bestias tenía que ser un felino, tal vez un jaguar o un leopardo. Quizá un tigre, aunque los únicos casos conocidos de hombre—tigre se habían dado en Asia y podían contarse con los dedos de una mano.
    Había oído rumores sobre el Kodiak de Atlanta. Según la leyenda, se trataba de un enorme oso con numerosas cicatrices que recorría las calles en busca de criminales de la Manada.
    La Manada, como cualquier organización social, tenía a sus infractores de la ley. El Kodiak era su Ejecutor. Tal vez su Majestad se transformara en un oso. Maldita sea. Tendría que haber traído un poco de miel.
    Se me empezó a dormir la pierna izquierda. Cambié el peso del cuerpo de un pie al otro... Un aullido grave y amenazador me obligó a quedarme inmóvil en mitad del movimiento. Procedía de la brecha sumida en sombras en el edificio al otro lado de la calle y se extendió por las ruinas, despertando recuerdos inmemoriales de un tiempo en que los humanos eran criaturas patéticas que se encogían frente a la débil llama del primer fuego y sondeaban la oscuridad con ojos asustados, pues en esta se ocultaban asesinos monstruosos y hambrientos. El subconsciente me envió una señal de alarma. La mantuve a raya e hice crujir el cuello, lentamente, primero un lado y después el otro. Con el rabillo del ojo capté el movimiento fulgurante de una sombra estilizada. A mi izquierda, y por encima de mí, un grácil jaguar se desperezó sobre el protuberante bloque de cemento, una elegante estatua enmarcada por la metálica luz de la luna. Homo Pantera. El asesino que atrapa a su presa con un único salto. Hola, Jim.
    El jaguar me miró con sus ojos ambarinos. Los labios felinos se alargaron trazando una sonrisa extrañamente humana.

    Que riera si quería. No sabía lo que estaba en juego.
    Jim inclinó la cabeza y empezó a limpiarse la pezuña.
    Agarrando con firmeza la espada, crucé la calle y me introduje por el hueco de la pared. La oscuridad me engulló completamente.
    Percibí el penetrante olor almizcleño de los felinos. Así que nada de osos, ¿no? ¿Dónde estaba? Escudriñé el edificio, intentando distinguir algo en la oscuridad. La luz de la luna se filtraba por los agujeros en los muros, creando un espejismo de penumbras y sombras. Sabía que me estaba observando. Disfrutando del momento. La diplomacia nunca ha sido uno de mis fuertes y se me estaba acabando la paciencia. Me puse en cuclillas y grité:
    —Aquí, gatito, gatito, gatito.
    Dos ojos dorados se encendieron en la pared de enfrente. Una silueta se agitó en la oscuridad y se puso en pie, elevando los ojos cada vez más hasta quedar muy por encima de mí. Una enorme pezuña avanzó hacia la zona iluminada por la luz de la luna, levantando el polvo que cubría el suelo. Unas peligrosas zarpas aparecieron y se retrajeron rápidamente. A continuación, un formidable hombro con el pelaje gris manchado por unas débiles rayas ahumadas. El enorme cuerpo siguió avanzando directamente hacia mí; perdí el equilibrio y caí de culo al suelo. Por el amor de Dios, aquello no era un simple león. Aquella cosa debía de medir un metro y medio a cuatro patas. ¿Y por qué tenía rayas?
    El colosal felino empezó a trazar círculos a mí alrededor, entrando y saliendo de las sombras, mientras su melena se agitaba con cada movimiento. Me puse en pie como pude y estuve a punto de chocar con su hocico gris. Nos miramos fijamente, el león y yo, con los ojos al mismo nivel. Entonces me di la vuelta y me dediqué a sacudirme los vaqueros de un modo muy poco digno.
    El león desapareció en un rincón sumido en la oscuridad. Un soplo de poder recorrió la zona, perturbando mis sentidos. No hacía falta ser una especialista para saber que acababa de transformarse.
    — ¿Gatito, gatito? —dijo una neutra voz masculina.
    Di un respingo. Ningún cambiaformas pasaba de bestia a humano sin un periodo de reposo. En la forma intermedia sí, pero el paso de bestia a humano no era sencillo. —Sí — yeah… me has pillado desprevenida. La próxima vez traeré leche y algún juguetito para gatos.
    —Si hay una próxima vez.
    Cuando me di la vuelta, le vi allí de pie, con una camiseta holgada y pantalones de chándal. Un cambiaforma sin aires de grandeza, ¡qué reconfortante! Si no fuera por el brillo húmedo que cubría su piel, nadie sabría que acababa de transformarse.

    Me observó lentamente, con cautela, como si estuviera evaluándome. Podía sonrojarme recatadamente o podía hacer lo mismo con él. Opté por no sonrojarme. Medio centímetro más alto que yo, el Señor de las Bestias transmitía una sensación de poder contenido. Relajado, postura equilibrada. Pelo rubio muy corto. A primera vista, parecía estar en la veintena, pero su físico le traicionaba. La camiseta se tensaba a la altura de los hombros. Su espalda era ancha y musculosa, revelando el poder y la fuerza física que un hombre suele desarrollar a partir de los treinta y tantos. — ¿Qué clase de mujer se presenta ante el Señor de las Bestias con un «aquí, gatito, gatito»? —me preguntó.
    —Una con clase —murmuré la respuesta más obvia. En algún momento tendría que mirarle a los ojos. Mejor pronto que tarde.
    El Señor de las Bestias tenía una mandíbula fuerte y cuadrada. Su nariz era estrecha, con el puente torcido, como si se la hubiera roto más de una vez y nunca se hubiera curado bien del todo. Teniendo en cuenta los poderes regenerativos de los cambiaformas, debían de haberle golpeado en la cara con un mazo. Nuestras miradas se cruzaron. Diminutas chispas doradas bailaron en sus ojos grises. Su mirada me hizo desear inclinar la cabeza y mirar hacia otro lado. Me observaba como si fuera un nuevo e interesante manjar.
    —Soy el Señor de las Bestias —dijo.
    —Sí, lo sospechaba. —Esperaba tal vez que le hiciera una reverencia.
    Se inclinó ligeramente hacia delante, examinándome como si fuera un insecto desconocido. —¿Por qué el caballero—protector contrataría a una mere sin reputación para investigar la muerte de su místico?
    Le miré con mi mejor sonrisa críptica. Él hizo una mueca.
    —¿Qué has descubierto? —me preguntó.
    —No estoy en disposición de responderte a eso. —No con un sospechoso en la Manada. Se inclinó aún más, permitiendo que la luz de la luna le iluminara el rostro. Su mirada era directa, y no era fácil seguir mirando aquellos ojos. Lo conseguí, aunque no pude evitar hacer rechinar los dientes. Cinco segundos de conversación y ya intentaba controlarme con la mirada del alfa. Si empezaba a chasquear los dientes, sería hora de salir por patas. O de presentarle a mi espada.
    —Ahora me dirás lo que sabes —dijo él.
    —¿o? No dijo nada, de modo que me expliqué.
    —Verás, normalmente ese tipo de amenazas llevan un «o» implícito. O un «y». «Dímelo y te permitiré seguir con vida» o algo así.

    Sus ojos llamearon con una tonalidad dorada. Su mirada se hizo insoportable. —Puedo hacer que me supliques para que te deje contarme todo lo que sabes —dijo con una voz que parecía más un gruñido bajo. Sentí cómo si unos dedos de hielo me recorrieran la espalda.
    Apreté la empuñadura de Asesina hasta que me dolió la mano. Sus ojos dorados ardían dentro de mí.
    —No sé —oí cómo decía mi propia voz—, no pareces estar en muy buena forma. ¿Cuándo fue la última vez que te encargaste en persona de los asuntos sucios? Su mano izquierda se tensó. Los músculos se crisparon bajo la piel tirante y los brazos empezaron a recubrirse de pelaje. Las garras se deslizaron bajo unos dedos tupidos. La mano se movió con una rapidez inhumana. Aparté la cabeza y esta pasó a escasos centímetros de mi rostro. Un mechón de pelo, amputado de mi propia cola de caballo, se posó en mi mejilla izquierda. Las garras se retrajeron.
    —Creo que aún recuerdo cómo se hace —dijo él.
    Una chispa de magia recorrió mis dedos hasta la empuñadura de Asesina y se extendió por la hoja, recubriendo el liso metal con un brillo blanquecino. No es que el brillo hiciera nada especialmente útil, pero el aspecto era impresionante. —Cuando quieras invitarme a bailar, no lo dudes —dije.
    Sonrió, lenta, perezosamente.
    —¿Ya no te ríes, pequeña?
    He de reconocer que era imponente. Hice varias estocadas con la hoja para calentar un poco la muñeca. La espada trazó una tensa e incandescente elipse en el aire, despidiendo sobre el suelo sucio diminutas gotas de luminiscencia. Una de ellas cayó cerca del pie del Señor de las Bestias y este se apartó.
    —Tal vez la transformación te ha dejado un poco lánguido.
    —Acerca tu porra y lo descubriremos.
    Dimos varias vueltas uno frente al otro. Nuestros pies levantaban ligeras nubes de polvo del suelo. Deseaba luchar contra él, aunque solo fuera para averiguar hasta dónde era capaz de llegar.
    Abrió los labios y dejó escapar un gruñido. Yo hice oscilar la espada para calcular la distancia entre ambos.
    Si luchábamos, y sobrevivía, nunca descubriría quién mató a Greg. La Manada me despedazaría. Aquello no me llevaba a ninguna parte. No tenía más remedio que perder algo de prestigio. Me detuve y bajé la espada. Aunque las palabras se negaban a abandonar mi boca, las obligué.
    —Lo siento. Me encantaría jugar contigo pero ahora mismo no soy yo misma.

    Él sonrió y yo hice todo lo que pude para ignorar la condescendencia que vi en su rostro. —Me llamo Kate Daniels. Greg Feldman era mi guardián legal y lo más parecido que he tenido en años a una familia. Quiero encontrar a la escoria que le mató. No puedo permitirme el lujo de luchar contigo y presumir de mi magia. Solo quiero saber si la Manada tiene algo que ver con la muerte de Greg. En cuanto dé con el asesino, estaré encantada de darte el gusto.
    Le ofrecí la mano. Él se quedó inmóvil, sopesándome, y entonces el pelaje empezó a retroceder, absorbido por los folículos que lo habían hecho aparecer. El Señor de las Bestias cogió mi mano en su palma humana y la agitó brevemente. —De acuerdo. Yo tampoco soy el de siempre ahora mismo —dijo.
    Supuse que al ser el Señor de las Bestias, no lo sería nunca. La tonalidad dorada de su iris se redujo hasta que no fue más que simples reflejos. Su control era asombroso. Los cambiaformas más expertos podían elegir entre tres formas: la humana, la animal y la bestia—hombre. Transformar una parte del cuerpo en una de esas formas mientras se mantiene el resto en otra, como él había hecho, era algo increíble. Hasta aquella noche, habría dicho que era imposible. El Señor de las Bestias se sentó en el suelo. No me quedó más remedio que imitarle, y me sentí como una idiota por haberme sacudido los vaqueros unos minutos antes. —Si te demuestro que la Manada no tenía ningún motivo para eliminar al místico, ¿compartirás la información?
    —Sí. Introdujo la mano en la sudadera, extrajo una carpeta de piel negra con una cremallera y me la ofreció. Alargué la mano pero él la retiró antes de que pudiera tocar la flexible superficie de piel. Me pregunté si sería más rápido que yo. Sería interesante averiguarlo. —Entre tú y yo —dijo él.
    —Entendido. Cogí la carpeta y abrí la cremallera. Contenía fotografías. Instantáneas de cuerpos, algunos humanos, otros, solo en parte animales, destrozados y ensangrentados. Pese a que el brillante y terrible color carmesí lo dominaba todo y resultaba difícil analizarlas, las repasé todas. Cuerpo tras cuerpo tras cuerpo: desgarrados, desmembrados, bañados en su propia sangre. Se me revolvió el estómago. —Siete —murmuré sosteniendo las fotografías por el margen, como si la sangre pudiera mancharme los dedos—. ¿Son tuyos?
    —Sí, todos. —Alargó el brazo para señalar una de las instantáneas—. Este es Zachary Stone. El alfa—rata. Un tipo duro, despiadado.

    Intenté ver más allá de la sangre, concentrándome en las heridas.
    —Algo le mordió.
    —Algo mordió a cinco de ellos. Y hubiera hecho lo mismo con los otros dos si no hubiera huido, asustado. Se me ocurrió algo.
    —Greg trabajaba en esto.
    —Sí. Y lo mantenía en secreto. La Nación quiere más poder. Lo codician del mismo modo en que sus vampiros codician la sangre. Nos ven como rivales y atacarán cualquier punto débil que tengamos. Admitir que no podemos cuidar de nosotros mismos es una debilidad. Nataraja se mancharía los vaqueros si se enterara. —¿Crees que fueron ellos?
    —No lo sé —dijo él con gesto adusto—. Pero lo descubriré.
    Tenía sentido. La Orden no sentía mucho aprecio por la Manada, demasiado organizada y peligrosa para su gusto, pero si debía elegir entre la Nación y los cambiaformas, la Orden apoyaría a la Manada. Greg podría haber estado siguiendo a un vampiro cuando algo le mató, evitando de ese modo que revelara lo que había visto o lo que estaba a punto de ver. El vampiro podría haberse encontrado en mitad de una pelea sin quererlo. O el vampiro podría haber estado siguiendo a Greg cuando algo le mató porque se había acercado demasiado. O...
    —Me gustaría hablar con Corwin —dije. Su rostro no mostró reacción alguna. —¿Es uno de los sospechosos? No había razón para mentirle.
    —Sí. —Hecho —dijo él—. Tendrás tu charla. En nuestras instalaciones.
    —Me parece bien.
    —Yo he cumplido con mi parte —dijo. Saqué el escáner que me había llevado de la morgue y lo extendí sobre la suciedad que cubría el suelo.
    —¿Qué tengo que buscar? —me preguntó.
    —Esto. —Señalé las líneas amarillas.
    —Parece un fallo del escáner.
    —No lo creo. Frunció el ceño.
    —¿Qué registra el amarillo?
    —No lo sé. Pero conozco a un experto que puede decírmelo.
    —¿Tienes algo más que esto?
    Estaba el pelo, aunque consideré la idea de no comentárselo. Prevenir es curar. Y tampoco me había dado nada que no hubiera podido conseguir del caballero—protector. Teóricamente. Aun así, el Señor de las Bestias me había ahorrado un montón de trabajo, y además dudaba mucho que la textura del pelo de Corwin pudiera alterarse de tal modo que el análisis de ADN no lo identificara con la muestra.

    El Señor de las Bestias observó las fotografías, pasando de una a otra con manifiesta lentitud. Parecía casi humano. Comprendí que estaba siendo parcial. Parcial respecto a Nataraja y su academia de admiradores de la muerte, con su clínica indiferencia a la tragedia y el asesinato. Para ellos, un vampiro eliminado y un oficial comatoso era un menoscabo a su inversión, costoso e inoportuno, pero sin consecuencias emocionales. El hombre frente a mí, por otro lado, había perdido a sus amigos. Era gente a la que conocía muy bien y que se habían puesto en sus manos. La responsabilidad primordial del líder de la Manada era proteger a sus miembros, y les había fallado. Mientras contemplaba las fotos de sus cuerpos, su rostro trasmitía determinación e ira, una ira fría y cristalizada, nacida de la culpa y del dolor. Existía una vieja palabra para definir aquel tipo de sentimiento. Cólera.
    Lo entendía. Era lo mismo que sentía yo cada vez que pensaba en Greg. A partir de entonces debería tener mucho cuidado, porque ya no era neutral. Si el Señor de las Bestias había matado a Greg, tendría que esforzarme más para convencerme de su culpabilidad. Y pensar que había encontrado a un espíritu compasivo en el Señor de las Bestias. Qué conmovedor. La muerte de Greg me estaba haciendo perder la cabeza. Tal vez pudiera rebanarle el cuello al asesino mientras el Señor de las Bestias le sujetaba. —En la escena del crimen había varios pelos —dije—. La oficina del forense no sabe qué hacer con ellos. Contienen fragmentos de secuencias genéticas tanto humanas como felinas. No es ningún tipo de cambiaforma que figure en sus registros. Es extraño del demonio y no, no tengo el listado exacto de los pares de bases. —¿Lo sabe Nataraja?
    —Creo que sí —dije—. Uno de sus oficiales me dio el nombre de Corwin. No me dijo que creyeran que fuera el asesino, pero es obvio que lo creen. Un pequeño músculo se tensó en su mejilla, como si su rostro deseara torcerse con un gruñido salvaje
    —Supongo que sí.
    —¿Estás satisfecho?—le pregunté.
    Asintió. —Por ahora. Te haré llamar.
    —No volveré a este lugar —le dije—. El Unicornio me pone los pelos de punta. Sus ojos volvieron a relucir.
    —¿En serio? Yo lo encuentro relajante. Un lugar pintoresco. La luz de la luna. —Nunca me han gustado mucho los lugares pintorescos. La próxima vez prefiero una invitación oficial.
    Volvió a guardar las fotografías.

    —¿Puedo quedármelas? —le pregunté.
    Negó con la cabeza.
    —No. Es suficiente con que existan. Me di la vuelta para marcharme y me detuve antes de llegar al hueco de la pared.
    —Una última cosa, Su Majestad. Me iría bien tener un nombre para el informe, algo más corto que «El Líder de la Facción de los Cambiaformas del Sur». ¿Cómo puedo llamarte? —Señor. Puse los ojos en blanco.
    Él se encogió de hombros.
    —Es corto.
    Aquella se estaba convirtiendo en una noche bastante complicada, y no mostraba signos de cambiar de rumbo. Salté sobre la montaña de cascotes y reparé en que Jim había desaparecido.
    Algo me tocó en el hombro. Me di la vuelta rápidamente y ví al Señor de las Bestias mirándome desde el orificio que había al otro extremo, a unos tres metros de distancia. —Curran —dijo, como si me estuviera haciendo un favor—. Puedes llamarme Curran. Se fundió con las sombras. Esperé un momento para asegurarme de que se había marchado. Nadie saltó sobre mí desde la oscuridad.
    Más allá del Unicornio, distinguí el resplandor azulado de las lámparas feéricas de la ciudad. Había llegado el momento de llevarle el escáner a mi experto. No solía molestarle las visitas a altas horas de la noche.
    CHAMPION HEIGHTS no era un lugar difícil de encontrar. Era el único edificio alto que aún seguía en pie. En el pasado era conocido como Lenox Pointe, pero había pasado por tantas renovaciones y había cambiado tanto de manos que ya nadie recordaba su antiguo nombre. Enclavado entre coníferas podadas, y astutamente dispuestas, el edificio de diecisiete pisos, de ladrillo rojo y cemento, se elevaba amenazante sobre las tiendas y bares de Buckhead como una torre mística. Una bruma blanquecina estaba adherida a sus paredes exteriores y balcones, desdibujando las cortantes aristas, pues una red de conjuros trabajaba incansablemente para convencer a la mismísima magia que los alimentaba que el edifico no era más que una enorme roca. Una distorsión, el efecto colateral del influjo de los hechizos, se extendía por toda la estructura, y algunas secciones del edificio parecían segmentos de un abrupto acantilado de granito.

    El filtro debió de costar una pequeña fortuna, y pese a que hasta el momento había mantenido en pie al edificio, no existía garantía alguna de que continuara haciéndolo en el futuro. Aunque yo estaba convencida de que lo haría. Toda aquella red tenía la extraña lógica típica de la magia compleja.
    Para comprenderla era necesaria una mente preclara; como ocurría con la física cuántica. Independientemente de lo que el futuro le deparara a Champion Feights, sus propietarios ya habían recuperado su inversión varias veces. Muchas parejas estaban encantadas de pagar el alquiler de un año que exigían por retirarse en aquel lugar. Aparqué a Karmelion entre Cadillacs, distinguidos Lincolns y extraños mecanismos diseñados para transportar a sus propietarios durante las oleadas mágicas. No hay un modo adecuado de transportar la impresión de un escáner, de modo que la plegué y la guardé entre las páginas del Almanaque. Empezó a soplar el aire nocturno, trayendo consigo olores de otros lugares: un leve efluvio a madera quemada, el aroma de la carne asada. Crucé el aparcamiento y subí las escaleras de cemento flanqueadas por pintorescos arbustos hasta la puerta giratoria de cristal. Pese a que el cristal hechizado pierde parte de su transparencia, no me costó distinguir la pesada reja metálica que bloqueaba el vestíbulo y la pequeña caseta con el guarda que me apuntaba con una ballesta. Me dirigí hacia la izquierda y presioné el botón del interfono. Emitió un silbido. —Planta quince, ciento cincuenta y ocho, por favor. La voz del guardia me llegó distorsionada por la estática:
    —Contraseña, por favor.
    —«En la hora de su destino, Scyld, fuerte aún, buscó el amparo de su Señor». —Sin la contraseña, me habría hecho esperar al otro lado de la reja mientras comprobaba mi identidad con el ciento cincuenta y ocho, e incluso así, no hubiera podido entrar en el edificio sin ser cacheada y tras entregar a Asesina. Separarme de mi espada no era una opción. La reja metálica se deslizó hacia un lado.
    —Adelante. La puerta giratoria me escupió en el vestíbulo, bañado por la luz de las lámparas feéricas. Mis pisadas resonaron en el pulido suelo' de baldosas de granito rojo y enviaron pequeños ecos que se perdieron en los rincones. Me aproximé al ascensor. La magia aún no se había retirado, pero ya había visitado antes Champion Heights en mitad de una fluctuación mágica. El ascensor funcionaba en cualquier circunstancia. La planta quince estaba tapizada con una lujosa alfombra verde, mucho más espesa que la mayoría de los colchones que había visto. Hundiéndome en ella, avancé hasta la puerta metálica con el número 158, apreté el timbre y golpeé con los nudillos por si la magia lo había Corto—circuitado. Nadie en casa.

    Una caja metálica de unos quince por siete centímetros con una ranura para leer tarjetas bloqueaba la puerta. Como todo en Champion Heights, el cerrojo no era lo que parecía: magia disfrazada de tecnología. Asesina siseó cuando la saqué de su vaina. Deslicé la hoja por la ranura del lector, me concentré en la espada y apoyé la mano en la hoja. Una sacudida mágica latió desde mis dedos. ¡Ábrete! El cerrojo chasqueó y la pesada puerta cedió a la presión de la palma de mi mano. Tras envainar nuevamente a Asesina, crucé el umbral y cerré la puerta a mi espalda. Encontré a tientas la lámpara feérica, giré la manivela circular y una amplia lengua de luz azulada cobró vida, iluminando el apartamento. Nunca me ganaría la vida como decoradora de interiores. Mi apartamento era un caos confortable; mis muebles no armonizaban entre sí pero eran muy funcionales. Las propiedades estéticas de una pieza en concreto eran secundarias, lo importante era su función práctica, y para mí el lujo significaba disponer de una mesita junto al sofá para colocar sobre ella una lámpara y una taza de café.
    Todo lo contrario a lo que ocurría en aquel lugar. En cuanto entré en el apartamento, supe que su propietario había dispuesto el ambiente con un objetivo deliberado en mente. Ante mí tenía años de adquisiciones selectivas por parte de una persona para quien la palabra «oferta» carecía de significado. El mobiliario, la alfombra, la recargada decoración... todo se fundía para ofrecer una amalgama personal, y contemplarla producía la misma sensación que las reconstrucciones de la sabana en un zoo. Era un hábitat, a un tiempo armonioso y extraño, de cristal, metal y felpa blanca, todo elipses y curvas. La habitación tenía tres puertas: una daba al dormitorio, otra al cuarto de baño, con una pileta doble y una ducha con mampara, y la última al laboratorio. La neblina propia del conjuro no impedía la vista desde el interior, y los grandes ventanales ofrecían un panorama de la Atlanta nocturna bajo un cielo negro inabarcable. La tenue luz de la lámpara feérica acariciaba el cristal, tornándolo invisible, y permeaba la oscuridad del exterior dando la sensación de que el apartamento era una parte más del cielo nocturno, delimitado por cristal y piedra pero no separado del mundo exterior. Si te acercabas lo suficiente al ventanal, tenías la sensación de estar flotando sobre la ciudad...
    Mientras contemplaba la vista. Miles de lucecitas cobraron vida, como joyas sobre una tela de terciopelo negro, y las luces eléctricas inundaron la avenida a mis pies en un amanecer tecnológico. La lámpara feérica titiló y se apagó, y en el interior del apartamento se encendieron brillantes luces eléctricas, anulando la ilusión y separándome de la infinita opacidad.

    El cristal se hizo impenetrable y me quedé confinada al otro lado, como si estuviera enclaustrada en el centro de una caja trasparente. Súbitamente, me sentí vulnerable, de modo que apagué todas las luces salvo una lámpara de mesa de metal y cristal opaco. Me lavé la cara y los brazos hasta el codo, me sequé con una mullida toalla blanca que encontré colgada de un gancho junto al lavamanos, y me acomodé en el ultramoderno sofá. La pregunta de Curran seguía acosándome: ¿Por qué el caballero—protector contrataría a una mere sin reputación para investigar la muerte de su místico? Aparentemente, no tenía sentido. Finalmente logré ver más allá de mi ego. Uno de los miembros de la Orden había sido asesinado, un hombre reconocido con un poder considerable. No podían encargarse ellos. Tendrían que recurrir a un cruzado. Para la Orden, los cruzados eran el equivalente de un bisturí. Tienes un desagradable furúnculo a punto de reventar... envía a un cruzado. Solitarios, experimentados y mortales, los cruzados eran los mejores en su trabajo y, tras cumplir con su tarea, regresaban por donde habían venido. Ted esperaba que «investigara el crimen», es decir, esperaba que hiciera mucho ruido y que atrajera toda la atención mientras el cruzado trabajaba sigilosamente detrás de mi cortina de humo. Durante un par de segundos me sentí indignada, pero comprendí que al final las dos partes conseguían lo que querían: Ted su pararrayos y yo la investigación de la muerte de Greg. Todo el mundo salía ganando.
    Abrí el Almanaque y extraje de entre las páginas del libro el escáner—m y el recorte del artículo que me había dado Bono. Estudié el escáner una vez más antes de dejarlo sobre la mesa de cristal, desdoblé el artículo y empecé a leerlo. El propietario del apartamento no tardaría en llegar. Casi nunca lo hacía más tarde de las dos de la madrugada, pues estaba convencido de que las tres era una hora funesta. Eran caso las dos cuando un taxi avanzó por la avenida frente al edificio. Me llevé los binoculares a los ojos.
    La puerta del taxi se abrió y una rubia bajó de él. Era alta y muy delgada. El vestido negro corto se aferraba a sus estrechas caderas y a su largo talle, estallando elegantemente para acoger unos pechos que resultaban demasiado grandes para su cuerpo. Su pelo, tan pálido que emitía reflejos blanquecinos, le caía hasta los hombros sin ningún rastro de encrespamiento.
    Tenía un rostro perfecto, con mejillas altas y prominentes, nariz aguileña, enormes ojos y una boca generosa. A medida que se aproximaba al edificio, su rostro adoptó una expresión que en una mujer menos atractiva podría haberse calificado como desdeñosa. De belleza elegante, grácil y arrogante, era como un potrillo árabe, altiva y cruel; un reto irresistible para cualquier macho.

    Un peatón solitario se detuvo, pasmado ante semejante visión. Aunque no pude oírlo, supuse que le silbó al pasar por su lado. La rubia le ignoró sin esfuerzo aparente; para ella, aquel tipo simplemente no existía. Aparté los binoculares y regresé a mi Almanaque. Cinco minutos después, el cerrojo de la puerta chasqueó y la rubia entró en el apartamento. Al verme, se quedó inmóvil. La arrogante expresión desapareció de su rostro. —Oh, Dios. Tengo algo para ti.
    Otra vez no.
    Entró en la cocina, cogió varias latas de proteínas de un armario y las dejó sobre la barra. Una bolsa de albaricoques secos se unió a las latas, junto a un paquete de azúcar, una tableta de chocolate y una batidora descomunal. Cogió una caja de huevos de la nevera y los vertió, tras cascarlos, en el vaso de la licuadora. Le siguieron dos puñados de albaricoques, varias cucharadas de azúcar, el chocolate y el contenido de, alíñenos, seis latas de proteínas.
    —Agua —murmuró la rubia, señalando con la cabeza el vaso sobre la mesa—. Podrías haberte servido algo del bar.
    —Quería agua— dije.
    La rubia sonrió, una expresión extraña en su rostro, y conectó la batidora. Las hojas empezaron a girar, convirtiendo el contenido del vaso en una espesa pasta uniforme. Desenchufó la batidora, retiró la tapa con un experto giro de muñeca y bebió directamente del vaso mezclador.
    —¿Cuánto hay ahí? ¿Dos litros? —le pregunté.
    Dejó de beber durante unos instantes.
    —Casi tres, de hecho.
    Se lo terminó y, sin más ceremonias, se quitó el vestido por encima de la cabeza. Volví a concentrarme en el libro.
    —¿Te incomoda? —dijo la rubia, sonriente, mientras se deshacía de las medias. —No, solo te daba un poco de privacidad. —Y evitar el glorioso momento en que mi estómago se retuerce y envía su abrasador contenido hasta mi garganta. —No pasa nada, puedes admitir que te pongo enferma.
    —Eso también.
    —¿Qué te parece? —preguntó la rubia.
    Levanté la vista y la vi desnuda en mitad del salón.
    —No está mal para una reina de las nieves. Los pechos son demasiado grandes La rubia hizo una mueca.
    —Sí, lo sé.

    —¿Por qué una mujer? —me interesé.
    —Porque me dedico a la información, Kate, y los hombres tienden a revelar mejor sus secretos ante mujeres hermosas. —Sonrió—. Como bien sabes.
    —Normalmente tengo que amenazarlos con causarles dolor corporal antes de que me cuenten sus secretos.
    —Entonces lo siento por esos hombres. Es evidente que tienen muy mal gusto. ¿Sabes quién fabrica los convertidores de las lámparas feéricas?
    —No tengo ni idea.
    —Hay cuatro empresas, de hecho. Afínales de semana el ayuntamiento debe decidir cuál de ellas recibe un contrato municipal para los próximos tres años. Ahora mismo hay tres personas en esta ciudad que ya han decidido su voto.
    —Déjame adivinar, ¿tú eres uno de ellos?
    La rubia no contestó, pero su sonrisa se ensanchó ligeramente, revelando una pequeña fracción de su resplandeciente dentadura. Incluso una inútil de las finanzas como yo sabía que el precio de ese tipo de información debía de ser astronómico. Sus músculos se agitaron, alargándose, retorciéndose, como si una maraña de gusanos hubiera aparecido de repente bajo su piel. Se me revolvió el estómago. Apreté los dientes e intenté mantener la comida en su sitio. La pelvis de la rubia se desplazó, los hombros se ensancharon, las piernas se hicieron más densas, mientras que los pechos se disolvían, formando un poderoso pectoral masculino. Madejas de músculos se enrollaron, dando forma a unas fuertes piernas y unos brazos enormes. Los huesos de la cara aumentaron de tamaño, la nariz se hinchó, la mandíbula se hizo más fuerte y cuadrada. El color de sus ojos se oscureció hasta adquirir un penetrante azul intenso. El cabello se disolvió y volvió a crecer, esta vez de un color castaño oscuro. Parpadeé ante el hombre que tenía frente a mí. Musculoso, con la estilizada precisión propia de los culturistas profesionales, resultaba impresionante y muy bien dotado. Unos ojos azules me observaban desde el rostro rotundo propio de un luchador experimentado; Sin ángulos cortantes ni huesos protuberantes que pudieran romperse con un puñetazo. Con unas cuantas piezas de armadura podría haberse ganado fácilmente la lealtad de una horda de bárbaros.
    —¿Qué opinas? —me preguntó con una voz profunda y autoritaria.
    Le miré de arriba abajo.
    —Impresionante, pero excesivo.
    Se inclinó sobre mí. Sus ojos azules llamearon con una promesa que, evidentemente, era muy capaz de cumplir.
    Intenté no pensar en el dormitorio.
    —¿Excesivo?

    —Sí. Me gusta lo amenazador. Es muy masculino, pero este tío tiene pinta de tirarse todo lo que pilla y de llamarme «doncella».
    El rey bárbaro se frotó el puente de la nariz.
    "¿Qué te hace exactamente llegar a esa conclusión?
    —No estoy segura. Algo en sus ojos, creo.
    —¿Entonces no es un no?
    —Sí, es un no.
    —Aún tengo que trabajarlo un poco.
    El bárbaro se desinfló. Su increíble musculatura se comprimió para dar paso a una constitución mucho más escuálida. El cabello desapareció, dejando la cabeza calva, y el rostro se alargó, enmarcando unos inteligentes ojos oscuros y una nariz prominente. El hombre al que conocía como Saiman avanzó hasta la cocina y llenó un vaso con agua del grifo.
    —¿Negocios? —me dijo observando el escáner—m.
    —Sí. Asintió, se bebió el vaso de un trago y volvió alienarlo.
    —No percibo ningún rastro de magia —dije—. Y, aun así, no pareces tener problemas para metamorfosearte. ¿Cómo es posible?
    Me miró con una ceja arqueada. Un gesto tan similar al mío que debía de haberlo copiado de mí. Era probable. Saiman a menudo reproducía los gestos de sus clientes. Lo hacía a propósito, consciente de que les sacaba de quicio.
    —La palabra clave es «parece». En estos momentos, la metamorfosis requiere concentración, mientras que durante la oleada mágica fluye de un modo natural. Pero para responder a la esencia de tu pregunta, creo que mi cuerpo almacena magia. Como una batería. Quizá incluso la produzca.
    Vació el segundo vaso y se acercó al sofá.
    —¿Cuánto tiempo llevas esperando?
    —No mucho.
    Por un instante pensé que haría un comentario sobre la vista, y entonces no podría contenerme y tendría que pedirle que se cubriera su «vista» con algo de ropa. Por suerte se retiró al dormitorio.
    A Saiman le obsesionaba la idea de crear su propio Uberman, un supermacho irresistible para las mujeres. Los aspectos sexuales de dicho proyecto le interesaban mucho menos que la motivación científica tras el deseo de dar forma a la imagen de un ser humano perfecto. Desconocía las intenciones tras aquella búsqueda de la forma definitiva, y no tenía la menor idea de qué pensaba hacer con su Uberman si lo lograba.

    Enfocaba aquel desafío con la misma lógica metódica que aplicaba a todo lo demás, y pretendía recopilar datos de una amplia variedad de sujetos, la mayoría de los cuales no tenían la menor idea de cuál era su auténtico aspecto.
    Tiempo atrás intenté convencerle de que simplemente su Uberman no podía existir. Incluso si lograba crear la imagen del macho ideal, este defraudaría sus expectativas. Existían demasiadas cosas que dependían de la interacción entre dos seres humanos, y en última instancia era esa interacción lo que conducía a las relaciones íntimas. Él defendió con ardor su punto de vista y yo aprendí a no discutir con él en el futuro. Nos habíamos conocido un año antes, durante un trabajo mere en el que tuve que hacerle de guardaespaldas. Todos los meros lo hacían tarde o temprano, y tuve suerte de que a mí me tocara a Saiman. En aquel tiempo estaba postrado en la cama, recuperándose de unas complicaciones postoperatorias de una intervención de estómago. Su cuerpo no dejaba de transformarse mientras combatía la infección y demostró ser alguien difícil de proteger. Conseguí matar a dos de los asesinos enviados para eliminarlo. Él mató al tercero clavándole un lápiz en el ojo. Pensé que la había cagado, pero desde entonces pareció eternamente agradecido. No me quejaba. Sus servicios no eran precisamente baratos.
    Saiman regresó con una prenda de ropa suelta de un azul oscuro con la forma de una simple sudadera pero que parecía demasiado cara para ser denominada de ese modo. Dirigió la mirada al Almanaque abierto sobre mi regazo y al artículo que me había dado Bono hacía unas semanas.
    —Extraído del Volshebstva e Kolduni. Qué titulo más pretencioso. Como si escribir «Hechizos y Brujos» en ruso les otorgara de algún modo mayor credibilidad. No sabía que leyeras esa basura.
    —No lo hago. Un conocido me dio el artículo.
    —El problema con esos periodicuchos es que la gente que los publica no sabe que la magia es algo fluido. Publican información equívoca.
    Era un viejo argumento pero válido. La gente afecta a la magia del mismo modo en que esta afecta a la gente. Si las suficientes personas creen que algo es cierto, a veces la magia capitula y hace que sea cierto.
    Saiman revisó el artículo.
    —Es incompleto y está lleno de basura, corno siempre.
    Catalogan al upir como una criatura no—muerta que se alimenta de cadáveres. Mira, afirman correctamente que el upir tiene un apetito sexual desmesurado, pero no son conscientes de la contradicción: un muerto viviente no siente la necesidad de copular, por tanto, el upir no puede ser un no—muerto.

    También mencionan que intentará copular con cualquier mamífero que les asegure alcanzar el clímax pero se olvidan de apuntar que el producto de una unión de ese tipo normalmente sobrevive para servir al upir —Dejó el artículo, indignado—. Si alguna vez necesitas saber algo más sobre esta criatura, pregúntamelo a mí.
    —Lo haré.
    —Dime, ¿qué te trae por mi humilde morada?
    —Necesito que evalúes un escáner. Volvió a arquear una ceja. Podría acostumbrarme a odiarle.
    —Muy bien. Te cobraré por horas. Menos el descuento habitual... —Comprobó su reloj—. Adelante. ¿Quieres un análisis completo? —preguntó.
    —No, solo el básico. No puedo permitirme el otro.
    —¿Un cliente sin recursos?
    —Por este trabajo no cobro nada. Saiman hizo una mueca.
    —Kate, ese es un hábito terrible.
    —Lo sé.
    Cogió el gráfico y lo sostuvo con delicadeza entre los dedos.
    —¿Qué te interesa?
    —Una serie de pequeñas líneas amarillas hacia el final.
    —Ah. —¿Qué registra el amarillo? ¿Y cuánto me costará la respuesta?
    —Una gran pregunta. Deja que le haga una prueba para descartar que sea un error mecánico. Le seguí al laboratorio. Un bosque de aparatos que hubiera hecho saltar de alegría al personal de cualquier laboratorio universitario descansaba sobre las negras superficies de mesas y tableros ignífugos. Saiman se puso un delantal verde impermeable y unos resbaladizos guantes opacos, e hizo aparecer una bandeja de cerámica de debajo de la mesa. Con un solo movimiento experto, llevó la bandeja hasta un cubo de cristal que había en un rincón.
    —¿Qué estás haciendo? —pregunté.
    —Voy a hacerle un escáner al escáner para captar los residuos de magia. Es hermético. Quiero evitar una posible contaminación.
    —No podré pagarlo.
    —Invita la casa. Me has contagiado tu altruismo. Aunque, por supuesto, tendrás que pagarme por mi tiempo.
    Tocó una palanca y una cadena metálica elevó el cubo. Saiman introdujo la bandeja en la plataforma cerámica e hizo descender el cubo hasta que el cristal cubrió la bandeja. Sus dedos bailaron sobre el teclado y una explosión verde inundó el cubículo.

    Se apagó, volvió a producirse un fogonazo, se apagó y una impresora empezó a castañetear en otra mesa, eructando una hoja de papel.
    Saiman la arrancó y me la entregó. Estaba en blanco. Una prueba para asegurarse de que ningún rastro de magia contaminaba la bandeja.
    Saiman dejó el escáner—m sobre la bandeja, introdujo esta en el cubo y repitió su elaborada danza tecnológica. En aquella ocasión la impresora produjo una copia exacta del escáner—m.
    Saiman la examinó un instante y se apoyó en la mesa, con el escáner—m en la mano. —El problema es que el escáner es imperfecto. El corazón me dio un vuelco. —Entonces es un fallo mecánico.
    —En cierto modo, sí. Los escáneres al uso son instrumentos imperfectos. Registran a los humanos en varias tonalidades que van del azul cielo al plateado, pero con frecuencia no logran documentar los matices más sutiles de su magia. Se les escapa casi todo salvo las variaciones más radicales, como el púrpura para los vampiros o el verde para los cambiaformas. Un vidente y un místico, aproximadamente con el mismo poder, quedarían registrados con idéntico color, a pesar de que sus inclinaciones mágicas difieren. Y —Saiman se permitió una sutil sonrisa—, registran del mismo modo toda la magia/era.
    —¿Fera como en fiera? ¿Te refieres a la magia animal?
    —Toda especie animal destila su propia magia.
    Los escáneres más comunes la registran en blanco, de modo que ni siquiera lavemos. Recientemente, algunas mentes brillantes en Kyoto han examinado una amplia variedad de animales utilizando un escáner hipersensible. Y han demostrado que todas las especies animales producen un color distintivo. Débil, pálido, pero distintivo, y en todos los casos es un derivado del amarillo.
    —¿Entonces las líneas amarillas indican la presencia de un animal? —Con el escáner adecuado, sí. Pero con esta basura lo más probable es que los animales queden registrados en blanco. El único modo en que podrían manifestarse es mezclados con otra influencia mágica.
    —Me he perdido.
    —Mira las líneas. Tienen un matiz anaranjado. Es muy débil pero ese tono anaranjado es el motivo por el que podemos distinguirlas. Significa que estás viendo algo que es casi animal pero que ha sido contaminado con otra cosa.
    Me daba vueltas la cabeza.
    —De acuerdo. Déjame repasarlo. Toda la magia animal se registra en blanco pero en realidad es un amarillo pálido.

    Un amarillo tan tenue que con facilidad queda dominado por el resto de colores. No hay modo de distinguir el amarillo pálido, salvo cuando está mezclado con otro color. El amarillo del lobo mezclado con el azul de un humano crea el verde oscuro del licántropo. Por esta regla de tres, el lobo—hombre, un animal que se transforma en humano, quedaría registrado en verde pálido. ¿Voy bien hasta ahora? Asintió. —El hecho de que pueda ver las líneas amarillas significa que el escáner muestra la presencia de algo con una poderosa magia animal y un toque de algo más. Dado que las líneas son anaranjadas, el sospechoso más probable sería... naranja. Me tropecé en la última palabra. El naranja derivaba del rojo y el rojo era el color de la magia nigromántica.
    Saiman confirmó mi deducción.
    —Se trata de un animal con algún tipo de conexión con la magia nigromántica. No sé de qué tipo. Desde luego no es un zombi animal. Eso quedaría registrado en rojo oscuro. Diviértete.
    Le gruñí.
    —El tiempo es oro —dijo él—, por tanto, te sugiero que dejes para más tarde tus elucubraciones. ¿Tienes algo más para mí?
    —No. Comprobó su reloj.
    —Treinta y siete minutos.
    Le extendí un cheque por novecientos sesenta y dos dólares, lo que dejaba exactamente cuatrocientos dólares y nueve centavos en mi cuenta corriente. Tenía quinientos más en una cuenta de ahorro para situaciones de emergencia. Si no encontraba pronto el modo de ganar algo de dinero, tendría que empezar a pensar en un cambio de residencia.
    Le entregué el cheque y él ni se molestó en comprobar la cantidad.
    —Mantenme informado —dijo con su habitual sonrisa.
    —Serás el primero en enterarte.
    —¡Ah, Kate! Y si cambias de idea sobre mi último prototipo, la oferta sigue en pie. Tuve una fugaz visión de unos penetrantes ojos azules y unos enormes músculos. El territorio de los dragones.
    —Gracias, pero no es probable.
    Mientras salía del apartamento decidí que no me gustaba nada la sonrisa que revoloteaba en los labios de Saiman.


    Capitulo 4

    Desperté en el apartamento de Greg poco antes de las siete y alargué el brazo para coger el teléfono. Marcar el número de Jim se tradujo en tres tonos, un chasquido y un pitido del contestador automático sin ningún mensaje de presentación. Dejé un lacónico «llámame» y colgué. No le iba a gustar. Las mañanas tras una noche de caza solía dedicarlas a la serena contemplación, un momento tan sagrado para los cambiaformas como la meditación para los monjes Shaolin. Atrapados entre el Hombre y la Bestia, los cambiaformas ansiaban el control absoluto sobre ambos y, por tanto, se enfrentaban al amanecer con una profunda introspección. Terminado su momento de autorreflexión, sucumbían a un sueño reparador. No tenía ninguna duda de que la noche anterior Jim se había dedicado a cazar en el Unicornio. Era probable que aún siguiera durmiendo, y el contestador no dejaría de anunciarle con un pitido que tenía un mensaje hasta sacarlo de sus casillas. Sonreí ante aquel pensamiento.
    Me desperecé y trabajé los hombros y la espalda para deshacerme del entumecimiento. Golpeé las sombras de la pared con toda la fuerza de que era capaz pero sin llegar a tocar a mi oponente imaginario. Hice un ciclo completo de golpes básicos, directos, cruzados, ganchos, terminando con formas más elaboradas. Tras diez minutos empecé a sudar y continué durante otros veinte minutos, trabajando sobre todo la fortaleza de brazos, hombros y pecho. Greg no tenía pesas, de modo que utilicé en su lugar una maza llena de plomo. No estaba muy equilibrada pero era mejor que nada.
    Hacía unos cuantos días que no levantaba pesos y me sentí más débil de lo habitual. Aun así, el esfuerzo controlado y decidido me sentó bien y mi estado de ánimo mejoró paulatinamente, de modo que, cuando la ducha empezó a llamarme a gritos, estaba casi derrotada.
    El teléfono sonó en cuanto apoyé la mano en la puerta del cuarto de baño. Giré 180 grados, confiando en que fuera Jim.
    —¿Jim? —Hola —dijo una voz masculina. Era una voz agradable, bien modulada y serena. La había escuchado antes, pero tardé unos segundos en ubicarla.
    —¿Doctor... Grane?
    —Grest. Eso, el trabajador social con nombre de pasta de dientes. ¿Cómo demonios había conseguido el número de teléfono?

    —¿En qué puedo ayudarte?
    —Me preguntaba si querrías comer conmigo. Un tipo persistente.
    —¿Cómo has conseguido mi número?
    —He llamado a la Orden y les he mentido. Les he dicho que tenía información sobre el vampiro muerto y les he dado mis credenciales. Ellos me han dado tu número. —Ya veo.
    —Entonces, ¿comerás conmigo?
    —Estoy muy ocupada.
    —Pero tendrás que comer un momento u otro. Me encantaría volver a verte, en algún lugar menos formal. Dame una oportunidad, y si la comida no funciona, desapareceré de tu horizonte.
    Reflexioné unos instantes y me di cuenta de que quería decirle que sí. Aunque era algo completamente ridículo. Estaba sentada sobre una bomba de relojería y tanto la Manada como la Nación estaban dispuestos a prender la mecha, y allí estaba yo, decidiendo si debía aceptar una cita. ¿Cuándo fue la última vez que había tenido una auténtica cita? ¿Hacía dos años?
    —De acuerdo —dije—. Nos encontraremos entre las doce y las doce y media en Las Colimas. ¿Sabes dónde está? Lo sabía.
    —Ah, y otra cosa, Doctor Crest.
    —Solo Crest, por favor.
    —Crest, por favor, no vuelvas a llamar a la Orden. Esperaba que se mostrara desconcertado, pero, en lugar de eso, dijo alegremente:
    —¡Sí, señora! —y colgó.
    Me metí en la ducha e intenté descubrir por qué había aceptado comer con él. Tenía que haber una razón, algo más aparte de sentirme sola y cansada, y de desear algo de contacto humano normal, contacto humano masculino, el tipo de hombre que no se transfigura en un monstruo ni transmuta sus músculos con la misma facilidad con la que se cambia de ropa. Tal vez podía aprovechar la oportunidad para sacarle información sobre las indagaciones forenses del cadáver del vampiro. Sí, eso era. A mitad de la ducha volvió a sonar el teléfono. Apagué el grifo y fui a contestar, dejando charquitos jabonosos sobre el linóleo.
    —¿Sí? —Soy Maxine, querida.
    —Hola, Maxine.
    —El protector desea verte hoy en su oficina. A las ocho y media.
    —Gracias. —De nada, querida.

    Colgué y regresé a la ducha. El agua caliente me golpeó con un chorro gratificante que me relajó los músculos.
    El teléfono empezó a sonar.
    Gruñí y volví al salón como un torbellino, sin molestarme en apagar el grifo. —¿Qué? —Hay que ser osada para llamarme por la mañana —gruñó Jim.
    —¡Te pido disculpas por haber interrumpido tus dulces sueños! —le respondí con otro bufido. —¿Por qué demonios me has llamado?
    —Quiero que abras bien los ojos y hagas una lista de los asesinatos de la Manada: localización, fecha y todo eso.
    —Sabes que es información clasificada. ¿Quién coño crees que eres?
    —La única persona a la que le importa. Mira por la ventana. ¿Ves a mucha gente haciendo cola para salvar vuestros peludos traseros?
    Colgué el auricular de golpe y volví a la ducha. Aunque la ausencia de vapor tendría que haberme alertado, me metí directamente bajo el chorro de agua helada. Mientras hablaba por teléfono, se había terminado el agua caliente. Estrangulando la tubería no conseguiría que volviera a salir caliente, por muy satisfactorio que resultara, de modo que apagué la ducha y me envolví en una toalla seca. Iba a ser un día muy duro.
    ME SENTÉ EN una de las sillas para las visitas en las profundas entrañas de la oficina del caballero protector. Esta vez Ted no estaba hablando por teléfono. En su lugar, me observó desde detrás de su escritorio como un caballero medieval contemplaría desde lo alto de las murallas a los sarracenos que asedian su castillo.
    Los segundos se convirtieron en minutos.
    Finalmente, dijo:
    —He estudiado tu informe de la Academia. Oh, mierda.
    —Tienes un índice e.E significaba electrum. Nada del otro mundo, en realidad. —¿Sabes cuántos escuderos con índice e han llegado a la Academia en los últimos treinta y ocho años? —me preguntó.
    Lo sabía. Greg me lo había repetido tantas veces que el número me había dejado boquetes en las membranas cerebrales. Sin embargo, provocar al protector no me haría ningún bien, de modo que mantuve la paz.
    —Ocho —dijo él, dejando que la palabra flotara un instante. Incluida tú. Intenté poner cara de solemnidad.
    Ted movió el bolígrafo un centímetro a la izquierda, lo observó detenidamente y volvió a mirarme.
    —¿Por qué te marchaste?

    —Tengo problemas con la autoridad.
    —¿El típico caso de ego de la estudiante brillante?
    —No exactamente. Me di cuenta de que la Orden no era el lugar adecuado para mí y lo dejé antes de hacer algo realmente estúpido.
    En mi mente, la voz de Greg me dijo con una nota de reproche: Y te convertiste en mercenaria, una espada para el mejor postor, sin propósito ni causa alguna.
    —Ahora trabajas para la Orden.
    —Sí. —¿Cómo te sientes?
    —Pues verá, doctor, un poco dolorida y con un hormigueo en todo el cuerpo.
    Desestimó mi ocurrencia con un gesto de la mano.
    —No juegues conmigo. ¿Cómo te sientes?
    —Es agradable tener una base en la ciudad. El sello de la Orden abre algunas puertas. Siento una mayor responsabilidad.
    —¿Te molesta?
    —Sí. Cuando trabajo por mi cuenta, la cago y el cheque se va por el desagüe, así que me alimento de lo que cultivo hasta que aparece el siguiente caso. Ahora la cago y un montón de gente acaba muerta.
    Ted asintió.
    —¿Sientes que la autoridad te asfixia?
    —No. Tu no me has atado en corto. Pero sé que está ahí.
    —Siempre y cuando te detengas a pensarlo.
    —No es algo que se olvide fácilmente.
    —Nataraja me ha hecho llegar una queja —dijo. Me relajé. El viento empezaba a soplar en otra dirección.
    —Oh. —Dice que evitas discutir el tema con ellos. Tiene muchas cosas que contarte.
    —Algo habitual en él. —Me encogí de hombros.
    —¿Sabes por qué está tan inquieto?
    —Sí. Tanto la Nación como la Manada son sospechosos. Quiere demostrar que está dispuesto a cooperar. Ted asintió, sancionando mi conclusión.
    —No tenía ningún motivo para ir al Casino —le dije.
    —Ahora tienes uno.
    —Sí. —Bien. Entonces, en cuanto acabemos, ve allí y ciérrale el pico.
    Asentí. —Cuéntame lo que has averiguado hasta el momento.

    Me descargué. Le hablé del vampiro muerto y de la marca oculta; del encuentro con el Señor de las Bestias, quien deseaba que le llamase Curran, de las líneas amarillas en el escáner—m y del sueño de Anna.
    Él permaneció sentado todo el rato, asintiendo sin expresión alguna en su pétreo rostro. Cuando terminé, dijo:
    —Bien. Comprendí que la audiencia había concluido y salí de su oficina. En esta ocasión los sarracenos habían escapado sin aceite hirviendo sobre sus espaldas.
    Me encaminé a la oficina de Greg. Algo me preocupaba desde la noche anterior, algo que no dejaba de dar vueltas en mi cabeza, y aquella mañana mi percepción se había agudizado como consecuencia de la ducha helada. Finalmente descubrí lo que era: los nombres de mujer en el informe de Greg. Había olvidado completamente aquellos cuatro nombres, arrinconándolos en un rincón de mi mente, algo tanto irresponsable como estúpido. Tendría que haberme esforzado más.
    Tardé cinco segundos en encontrar el archivo y la página con los cuatro nombres. Sandra Molot, Angelina Gómez, Jennifer Ying, Alisa Konova. Busqué los nombres en el archivador de Greg pero no encontré ninguna carpeta dedicada a alguna de aquellas mujeres. Además, como procedían de grupos étnicos muy distintos, no parecían te ner nada en común. Hurgué en el escritorio en busca de un listín telefónico, lo encontré en el último cajón y empecé a pasar páginas. Gómez y Ying eran apellidos muy comunes y Molot no era demasiado extraño, de modo que empecé por Konova. Había dos hombres con el apellido Konova, Anatoli y Denis. En ruso se denota el género femenino añadiendo una vocal final al apellido, así que la forma femenina de Konov sería Konova. Con eso en mente, pensé que valía la pena intentarlo con aquellos nombres. Marqué el primer número y una voz femenina indiferente me informó que el número ya no existía. Lo intenté con el segundo. El teléfono sonó y una mujer mayor con un ligero acento dijo:
    —¿Sí? —Hola, ¿podría hablar con Alisa, por favor? Una larga pausa.
    —¿Señora? —Alisa ha desaparecido —dijo la mujer con tranquilidad—. No sabemos dónde está. Colgó antes de que pudiera preguntarle algo más. Molot era mí segunda mejor opción, de modo que lo busqué en el listín y encontré seis personas con ese nombre. Di en la diana al cuarto intento; un hombre joven me informó que Sandra era su hermana y me dijo sin muchas ganas que también había desaparecido desde el día catorce del mes anterior, pero se negó a decirme nada más, añadiendo que «la policía sigue buscándola».

    Le di las gracias y colgué.
    Llamé a diecinueve personas que se apellidaban Ying y a veintisiete Gómez. No pude encontrar a Jennifer Ying, pero había dos Angelinas entre los Gómez. La primera tenía dos años. La segunda, veinte y había desaparecido.
    No era muy descabellado pensar que Jennifer Ying había seguido el mismo destino que las otras tres mujeres. Consideré la posibilidad de acercarme a la comisaría, pero la parte racional de mi cerebro me dijo que no solo me echarían de allí sin darme ningún tipo de información, sino que, además, atraería demasiado la atención y lo único que conseguiría sería complicar aún más mi trabajo. Los polis respetaban a los caballeros de alto rango, pero no cooperaban con ellos a menos que no hubiera otra opción. Y yo ni siquiera era un caballero.
    Lo más probable es que a las cuatro mujeres les salieran pezuñas y pelo y llamaran «Señor» a Curran, en cuyo caso era lógico suponer que habían desaparecido porque estaban entre los siete cambiaformas asesinados. Llamé a Jim para verificarlo, pero o bien no estaba en casa o había decidido no responder a mis llamadas. No dejé ningún mensaje. Con todo el trabajo hecho, guardé el informe en el archivador. Era casi la hora de comer y tenía una cita con un cirujano plástico.

    ***

    EL decorado de las colimas debía de ser un gran admirador tanto del estilo arquitectónico Azteca primitivo como del más moderno Taco Bell. El restaurante era una chillona amalgama de sillones brillantes, estridentes piñatas y plantas artificiales. Una empalizada para calaveras de resina, modelada según las empalizadas auténticas que los antiguos aztecas llenaban de incontables calaveras de víctimas humanas, coronaba a modo de techo la mesa del bufé. En las repisas de las ventanas había pequeñas réplicas en terracota de arcanas reliquias junto a cuernos de mimbre que desbordaban frutas de plástico.
    El ambiente era lo de menos. En cuanto puse un pie en el comedor, el delicioso aroma me envolvió y dejé atrás rápidamente la atrocidad de terracota de metro y medio que pretendía representar al famoso Xochopilli, el Príncipe de las Flores, y que separaba la entrada de la caja registradora. Una camarera pelirroja se interpuso en mi camino. —Perdone —me dijo con una sonrisa que dejó al descubierto toda su dentadura—. ¿Es usted Kate?

    —Sí. —Le están esperando. Sígame, por favor.
    Mientras me conducía al otro lado de la mesa del bufé, oí una voz masculina que preguntó: «¿Sirven ustedes esto con salsa de carne?»
    Solo en el Sur.
    La camarera me dejó en un reservado situado en una de las esquinas de la sala, donde Crest me esperaba inmerso en la carta.
    —¡La he encontrado, doctor! —anunció la camarera. Los clientes en la mesa de al lado me miraron. Si el restaurante no hubiera estado tan lleno, la habría estrangulado allí mismo. Grest levantó la vista del menú y le regaló una sonrisa a la camarera.
    —Lo has recordado —dijo con voz sorprendida—. Gracias, Grace.
    Ella soltó una risita.
    —¡Llámeme si necesita algo!
    Y se marchó con un contoneo extra de sus caderas. No imaginaba que una mujer con un trasero tan huesudo fuese capaz de zarandearlo de aquel modo, pero Grace me demostró que estaba equivocada.
    Me senté.
    —Se acerca una tormenta —dijo él.
    —Llevas aquí cinco minutos y la camarera ya te agita las pestañas —le dije—. Tienes talento. Crest desenrolló la servilleta, extrajo de esta un cuchillo de sierra e hizo ver que se lo clavaba en el corazón.
    —En realidad no es ningún talento —se explicó mientras daba vueltas al cuchillo. La hoja parecía afilada—. Casi todo el mundo trata a las camareras como si fueran perros. Te traen la comida y te sirven, por tanto, son consideras una clase inferior de ser humano a quienes no les molesta ser hostigadas.
    Le quité el cuchillo de las manos antes de que se hiciera daño y lo dejé sobre la mesa. Grace la pelirroja regresó, nos embelesó con otra sonrisa y nos preguntó si estábamos preparados para pedir. Yo lo hice sin mirar la carta. Crest pidió churrasco con chimichurri en un español sin rastro de acento. Grace le miró con la boca abierta. —Creo que se refiere al flletmignon con salsa de ajo y perejil —dije—. El especial del Chef. Su rostro recuperó el color.
    —¿Y de beber?
    Ambos pedimos agua con hielo y Grace volvió a marcharse, contoneándose indecentemente. Crest hizo una mueca.
    —¿Un repentino cambio de actitud? —pregunté.

    —Detesto la incompetencia. Trabaja en un restaurante que sirve comida latina. Al menos debería saber cómo se pronuncian los nombres. Aunque seguramente hace lo que puede. Miró en derredor—. Debo decirte que este no es precisamente el lugar donde mantener una conversación tranquila.
    —¿Tienes algún problema con mis gustos?
    —Sí, desde luego —dijo él. Me encogí de hombros.
    —Eres bastante... hostil. —Aunque no lo dijo en un tono que diera pie a una disputa. Al contrario, su voz trasmitía cierto regocijo.
    —¿Tendría que haber elegido un lugar tranquilo, elegantemente decorado y muy privado que estimulara las conversaciones íntimas?
    —Bueno, pensé que lo harías.
    —¿Por qué? Como me chantajeaste para que comiera contigo, pensé que al menos podría disfrutar de la comida. Crest intentó atacar por otro frente.
    —Jamás había conocido a alguien como tú.
    —Es bueno saberlo. A la gente como yo no le gusta que la intenten pisotear. Puede que acaben partiéndote las piernas.
    —¿De verdad podrías hacerlo? —dijo con una media sonrisa. ¿Estaba flirteando conmigo? —¿Hacer el qué?
    —Partirme las piernas.
    —Sí, en las circunstancias adecuadas.
    —Soy cinturón marrón de kárate —dijo y comprendí que Crest encontraba divertido el hecho de que fuera una mujer fuerte—. Sabría defenderme. Cada vez era más divertido. Le miré con toda la intensidad de mi peor sonrisa psicótica y le dije:
    —¿Marrón? Impresionante. Pero recuerda que yo me gano la vida partiendo piernas, mientras que tú...
    —¿Arreglo huesos? —ofreció.
    —No, iba a decir que coses cadáveres, pero tienes razón, «arreglas huesos» hubiera sido mejor réplica.
    Nos miramos el uno al otro con una sonrisa en los labios.
    Grace llegó justo a tiempo, con un plato en cada mano. Los dejó frente a nosotros y la llamaron de otra mesa antes de que pudiera cegar a Crest con otra sonrisa deslumbrante. —La comida es maravillosa —dijo Crest tras el segundo mordisco.
    Y barata. Le miré con una ceja enarcada: te lo dije.

    —Dejaré de intentar impresionarte si me prometes que no me partirás las piernas —me sugirió.
    —De acuerdo, ¿dónde aprendiste a hablar español?
    —De mi padre —dijo—. Hablaba seis lenguas con fluidezy entendía Dios sabe cuántas. Era un antropólogo de la vieja escuela. Vivimos dos años en Templo Mayor, en México. Arqueé una ceja, cogí la botella de salsa picante con la forma de una estilizada figurita y la dejé frente a él.
    —Tlaloc —dijo él—. El Dios de la Lluvia. Le sonreí.
    —Cuéntame algo del templo.
    —Era caluroso y polvoriento. —Me habló de su padre, quien intentaba comprender a pueblos largamente desaparecidos, de cómo subía los incontables escalones hasta la parte superior del templo, donde dos santuarios idénticos contemplaban el mundo, de las noches en que dormía bajo el cielo insondable junto a las paredes talladas del templo y soñaba con sacerdotes de pesadilla. De algún modo, su voz se impuso sobre el ruido del restaurante, sofocando las conversaciones del resto de los clientes hasta convertirlas en un murmullo apenas audible. Fue tan extraordinario que habría jurado que se debía al influjo de la magia, pero no percibí poder alguno que emergiera de él. Tal vez era magia, pero de esa clase tan especial propia de los humanos; la magia nacida del encanto humano y de la conversación, esa que tan a menudo descartaba. Mientras él hablaba y yo escuchaba su agradable voz, no dejaba de mirarle. Había algo realmente reconfortante en él, aunque no sabía si era su actitud relajada o su completa inmunidad a mi ceño fruncido. Era divertido sin intentar ser gracioso, inteligente sin intentar parecer un erudito, y trasmitía claramente que no esperaba nada de mí.
    La comida avanzó y, de repente, vi que era casi la una y media, hora de irme. —Me lo he pasado muy bien —dijo él—. Pero solo he hablado yo, así que supongo que es más que obvio. Tendrías que haberme cortado.
    —He disfrutado escuchándote.
    Me miró con la ceja arqueada, incrédulo, y me advirtió:
    —La próxima vez escucharé yo.
    —¿La próxima vez?
    —¿Te gustaría cenar conmigo?
    —Sí —dije sin pensar.
    —¿Esta noche? —preguntó con ojos esperanzados.
    —Lo intentaré —le prometí, y, de hecho, estaba decidida a hacerlo—. Llámame sobre las seis. —Le di mi dirección por si la magia inutilizaba el teléfono.

    Insistí en pagar la cuenta y decliné la oferta de acompañarme hasta el coche. El día que necesitara una escolta, entregaría mi espada a alguien que supiera qué hacer con ella. —EL señor Nataraja estaría encantado de hablar con usted —me informó una refinada voz masculina a través del teléfono—. No obstante, su agenda está extremadamente apretada durante el próximo mes.
    Suspiré mientras repiqueteaba con las uñas sobre la mesa de la cocina de Greg. —Lo siento pero no he entendido tu nombre...
    —Charles Colé.
    —Haremos una cosa, Charles. Pásame con Rowena y no le contaré a Nataraja que has intentado deshacerte de la investigadora designada por la Orden.
    Se produjo un silencio y, poco después, Charles me dijo con voz ligeramente ahogada: —Un momento, por favor.
    Esperé al teléfono, satisfecha conmigo misma. Se produjo un chasquido y la perfecta voz de Rowena me dijo:
    —Kate, mis más sinceras disculpas. Un desafortunado malentendido.
    Uno a cero para mí.
    —No tiene importancia —le dije. Podía permitirme el lujo de mostrarme misericordiosa—. Me han comunicado que Nataraja desea hablar conmigo. —Exacto. Por desgracia, ahora mismo está en el campo. Si hubiese conocido tu intención de visitarle, estoy segura de que lo habría pospuesto. Llegará esta tarde. Estaría eternamente agradecida si pudieses reunirte con nosotros un poco más tarde, ¿digamos a los dos de la madrugada?
    Uno a uno para Rowena.
    —No hay problema.
    —Gracias, Kate —dijo.
    Nos despedimos y colgué el teléfono. Rowena tenía la habilidad de convertir en personal toda conversación, como si el tema en cuestión fuera vital para ella y cualquier negativa a sus peticiones pudiera ofenderla. También funcionaba a la inversa: cuando aceptabas algo, actuaba como si acabaras de hacerle un gran favor personal. Era un arte que me habría gustado dominar. Por desgracia, no tenía ni el tiempo ni la paciencia necesarios.
    Indecisa sobre lo que debía hacer a continuación, continué repiqueteando la mesa con la punta de los dedos. Hasta que me entrevistara con Corwin no podía eliminarlo como posible sospechoso, y por el momento no tenía a más sospechosos. Tal vez si incomodaba lo suficiente a Nataraja, me proporcionara nuevas pistas, pero eso no sucedería hasta aquella noche, lo que me dejaba libre casi doce horas. Eché un vistazo general al apartamento.

    Había perdido su atmósfera inmaculada. Las repisas de las ventanas estaban cubiertas de polvo y había varios platos sucios en el fregadero. Me levanté de la silla y me hice con la escoba, unos cuantos trapos y la lejía. Ahora que lo pensaba, tampoco me sentaría mal dormir un poco. Me esperaba una larga noche por delante. Guando desperté en el apartamento, de nuevo limpio, la luz exterior había adquirido el tono violáceo de la última hora de la tarde.
    Crest no había llamado. Una pena.
    Se me ocurrió algo interesante mientras permanecía tumbada unos preciosos segundos más en la cama, con la vista fija en el crepúsculo al otro lado de la ventana con barrotes. Continué dándole vueltas mientras me dirigía a la cocina y telefoneaba a la Orden, confiando en que Maxine no se hubiera marchado aún. El teléfono se estaba convirtiendo en mi arma preferida.
    Maxine respondió.
    —Buenas tardes, Kate.
    —¿Siempre trabajas hasta tarde?
    —A veces.
    —Si te pidiera que comprobaras algo por mí, ¿lo harías?
    —Para eso estoy aquí, querida.
    Le conté lo de las mujeres desaparecidas.
    —La poli está trabajando en ello, así que debe de haber un informe sobre al menos una de las mujeres, Sandra Molot. Necesito saber si realizaron un hechizo de rastreo general con uno de sus efectos personales. Y también para las otras tres. —Espera un momento, querida. Lo buscaré.
    Conectó la llamada en espera. Aguardé mientras oía los débiles sonidos de la línea telefónica. Había caído la noche, dejando al apartamento, salvo la cocina, en la penumbra. El silencio era aterrador.
    Tap. Tap.
    Algo arañó la ventana de la cocina. Era un sonido casi imperceptible, como el que produce una ramita seca al golpear un cristal.
    Estaba en la tercera planta. Ningún árbol era lo suficientemente alto como para alcanzar la ventana.
    Tap. Sigilosamente, retrocedí hasta el recibidor y empuñé a Asesina, sosteniendo el auricular entre la mejilla y el hombro.
    La línea resucitó y estuve a punto de dar un brinco.
    —Jennifer Ying no tiene ningún informe —dijo Maxine.
    —Aja. —Encendí la luz, sumergiendo la cocina en sombras.
    Tap. Tap.

    Me aproximé a la ventana.
    —Pero sí de las otras tres mujeres.
    Alargué el brazo para agarrar la cortina y la descorrí con un movimiento brusco. Dos ojos ambarinos me observaron desde el exterior, saturados de deseo y avidez. Un rostro mezcla de lobo y humano se apoyó contra el cristal. Las mandíbulas, horriblemente deformes, no acababan de encajar bien y unas largas hebras de saliva colgaban de unos dientes amarillentos y torcidos.
    La piel alrededor de la nariz lobuna se arrugó. La criatura de pesadilla olisqueó el cristal, expulsando aire por los negros orificios de la nariz y formando un pequeño círculo opaco de condensación. Levantó una mano deforme y golpeó la ventana con una uña de dos centímetros. Tap. Tap. Tap.
    —En los tres casos se realizaron hechizos de localización estándares y de alta densidad. Fueron bloqueados y no produjeron resultado alguno. ¿Kate?
    —Muchas gracias, Maxine —dije, incapaz de apartar la vista del monstruo al otro lado del cristal—. Tengo que colgar.
    —A tú disposición, querida. Pásatelo bien con el lobo.
    Colgué el aparato muy lentamente. Con Asesina en la mano, murmuré el conjuro que disolvía la barrera alrededor del cristal y que desbloqueaba la ventana.
    Las garras aferraron el borde de la misma y la levantaron sin esfuerzo aparente. El lobo—hombre se deslizó al interior del apartamento con deliberada lentitud, una peluda y nervuda pierna detrás de la otra, y desplegó sus dos metros y diez centímetros de altura en mitad de la cocina. Tenía la cabeza, hombros, espalda y miembros cubiertos de un denso pelaje gris, dejando el escalofriante rostro y el musculoso pecho corno las únicas zonas despejadas. Distinguí unas oscuras manchas circulares en la piel de sus pectorales.
    —Muy bien, guapo. ¿Qué tienes para mí?
    Se acercó a mí con un gran envoltorio entre las zarpas. Un sello de cera roja con algún tipo de marca aseguraba el sobre.
    —Ábrelo —le ordené.
    El lobo—hombre rompió torpemente el sello, extrajo una hoja de papel con sus garras,
    que dejaron diminutos orificios en el papel, y me la ofreció.
    Cuatro líneas escritas en una hermosa caligrafía:

    Su Majestad Curran
    Electo Señor de las Bestias
    Solicita su presencia en la reunión de la Manada
    De las 22:00 horas de esta noche

    La nota estaba firmada con un garabato.
    —Culpa mía —le dije al lobo—hombre—, Fui yo quien le exigí una invitación formal. El lobo me miró fijamente. Su saliva formó viscosos charquitos en el suelo de linóleo. Pensé en la idea de es tar sola con doscientos monstruos como aquel, todos más rápidos y fuertes que yo, listos para despedazarme ante el mínimo antojo de su líder, y una sensación de desazón se instaló en mi estómago. No quería ir. —¿Debes escoltarme?
    La pesadilla abrió la boca y emitió un gruñido bajo y gutural, el frustrado gemido de una mente dotada con la capacidad del habla encerrada en un cuerpo incapaz de producir los sonidos adecuados. Solo los cambiaformas más experimentados podían hablar en la forma intermedia.
    —Asiente si es un sí —dije. El lobo asintió lentamente.
    —Bien. He de cambiarme. Quédate aquí. No te muevas. Este es un lugar peligroso para un lobo. Asiente si me has entendido.
    Volvió a asentir.
    Salí al pasillo y apoyé la mano en la pared para activar la barrera. Una partición roja translúcida se materializó en el umbral de la puerta, aislando la cocina y al monstruo del resto del apartamento. Fui a vestirme.
    ME decidì por unos pantalones holgados de color gris oscuro y acampanados para ocultar mis pies al soltar patadas. La perspectiva de varias zarpas en mi espalda me hizo valorar la posibilidad de llevar algún tipo de armadura ligera, pero el traje estaba en mi auténtica casa, junto al resto de mis pertrechos, largamente olvidados en el armario. Aunque tampoco me serviría de mucho en medio de la Manada al completo. Me metí en el armario, donde guardaba un par de mudas. Cuando Greg estaba vivo, solo acudía a aquel apartamento como última opción, lo que a menudo significaba que estaba sangrando y que mi ropa estaba destrozada.
    Tanteé en el armario y mis manos rozaron algo de piel. Una chaqueta negra de piel. Recordé vagamente haberla llevado tiempo atrás. Debió de ser durante mis días «¡En, fijaos, soy dura!» Me enfundé en ella y comprobé el efecto en el espejo del dormitorio. Muy amenazador. Y, además, me sentaba bien. De acuerdo. Mejor aquello que nada. Me quité la chaqueta, me cambié la camiseta que llevaba puesta por una gris oscuro sin mangas, deslicé la correa de la vaina negra y volví a ponerme la chaqueta. Toda una matona. Genial. Añade una cola de caballo súper tensa y montones de rímel y lista para interpretar el papel de pareja maligna del súper villano. Tenemos formas de que nos entregues la muestra de ADN.

    Me decidí por mi trenza habitual.
    Tras terminar la trenza, me detuve, medité sobre el arsenal a mi disposición, me até una muñequera con agujas de plata y no cogí nada más aparte de a Asesina. Para abrirme paso entre doscientos cambiaformas enfurecidos necesitaría una caja de granadas y apoyo aéreo. No había razón alguna para ir cargada con el peso de más armas. Aunque quizá debería coger un cuchillo. Solo uno, como simple apoyo. De acuerdo, dos. Pero eso era todo.
    Armada y vestida para matar o, más bien, para morir rápidamente pero con estilo, fui al encuentro del lobo—hombre y juntos bajamos las lúgubres escaleras hasta la calle. Le abrí la puerta trasera de Betsi a mi guía y este se deslizó en el asiento trasero. Cuando salíamos del aparcamiento, me dio un golpecito con su zarpa en el hombro y señaló hacia la izquierda. Capté el mensaje y giré el volante en esa dirección.
    No había prácticamente tráfico. Las calles desiertas, bañadas con el resplandor amarillo de la electricidad, se abrían ante nosotros. Poca gente disponía de vehículos que funcionaran durante las oleadas tec. Dado que la magia estaba ganando claramente la partida, no tenía mucho sentido invertir el dinero en uno. Un viejo Honda azul se detuvo en un semáforo en el carril de la izquierda. Un hombre y una mujer conversaban en el asiento delantero. Del hombre solo podía distinguir su perfil sumido en la oscuridad, pero el rostro de la mujer estaba dominado por una mirada ensoñadora y dichosa, como si estuviera recordando algún momento de felicidad. En el asiento trasero había un niño pequeño de cabello oscuro. Dentro de poco vería al monstruo en mi coche. Me preparé para el grito. El niño entrecerró los ojos y sonrió. Miré por el retrovisor interior y vi que el lobo—hombre fingía jadear, sus negros labios extendidos en una radiante sonrisa canina. La oscuridad del interior del vehículo ocultaba la mayor parte de su rostro. Solo era visible el hocico, iluminado por la luz exterior, y los resplandecientes ojos. El niño dijo algo, y aunque no pude oírlo, debió de parecerse mucho a «Buen perro». El semáforo se puso en verde y el Honda reemprendió la marcha, desvaneciéndose en la noche y llevándose con él al niño, a sus padres y sus recuerdos intactos. Reanudamos la marcha, serpenteando en dirección noreste a través de Suwanee. Tardamos casi una hora en llegar al recinto de los cambiaformas, y para ello tuvimos que salir de la ciudad. Completamente invisible desde la autopista, la fortaleza se levantaba en mitad de un claro y estaba rodeada por un denso muro de arbustos y robles que parecían mucho más viejos que todo lo demás. La única indicación de su presencia era un estrecho camino de tierra que giraba tan abruptamente desde la autopista que me lo salté pese a llevar un guía y tuve que dar media vuelta. El sendero terminaba en un aparcamiento.

    Dejé el vehículo junto a una vieja furgoneta Chevy y le abrí la puerta trasera al lobo—hombre. Este bajó del coche y se detuvo un instante a modo de saludo silencioso frente al edificio. El recinto se elevaba amenazante frente a nosotros, un inexpugnable edificio cuadrado de piedra caliza de casi veinte metros de altura. La oscuridad se acumulaba en las estrechas ventanas abovedadas, protegidas por barrotes metálicos. El lugar se asemejaba más al torreón de un castillo que a una fortaleza moderna. El lobo—hombre levantó su estrecho hocico y dejó escapar un aullido largo y ululante. Los fríos dedos del terror me recorrieron la espalda y se aferraron firmemente a mi garganta. El aullido persistió, rebotando en los muros del edificio y llenando la noche con la promesa de una larga y sangrienta caza. Otra voz se unió a la de mi guía desde la parte superior de la torre, una tercera llegó desde un lado, y una cuarta... A nuestro alrededor, los centinelas aullaron y permanecieron inmóviles en mitad del torbellino de sus gritos de guerra. Aunque demasiado dramático para mi gusto, tuvo el efecto deseado: convertir a una persona agresiva como yo en un simple mono aterrorizado que temblaba en la oscuridad.
    Satisfecho, mi guía se encaminó al torreón, y yo le seguí mientras escuchaba los últimos ecos del himno de sangre perderse en la noche. El lobo—hombre se detuvo frente a la enorme puerta metálica y la aporreó. La puerta se abrió y entramos en una pequeña habitación iluminada con lámparas eléctricas.
    Una mujer menuda con el cabello rubio muy rizado nos estaba esperando. Algún tipo de comunicación no verbal debió de circular entre esta y mi guía y, a continuación, la mujer miró en mi dirección.
    —Sígueme, por favor.
    La seguí a través de otra puerta que daba a una habitación circular. En el centro de la misma, una escalera de caracol que llevaba tanto al piso de arriba como al sótano. —Por aquí, por favor —repitió la mujer antes de empezar a bajar las escaleras. Descendimos trazando varios bucles hasta que mi escolta llegó a un pasillo lateral sumido en sombras. El pasillo terminaba en otra pesada puerta de madera, y, tras abrirla, la mujer me indicó que entrara. La obedecí.
    Una enorme habitación oval se extendía frente a mí, bañada por el confortable resplandor de luces eléctricas matizadas por cristal opaco. La sala se abría elegantemente, como el auditorio de una universidad, para culminar en un estrado bajo. En la parte izquierda del mismo, junto a una puerta, el fuego brillaba con fuerza en el interior de un brasero metálico de unos treinta centímetros de ancho. El humo era succionado por un tubo vertical. Un pasillo con una ligera inclinación recorría la sala desde la puerta al estrado.

    El resto del suelo inclinado formaba una serie de terrazas, separadas entre sí por «escalones» de unos quince metros de ancho, y en estos, sobre mantas azules idénticas, descansaban los cambiaformas. La mayoría estaban en forma humana; algunos solos, otros junto a sus familiares, una familia por manta, como si se hubieran reunido para una especie de picnic clandestino. Consternada, me di cuenta de que había más de trescientos. Muchos más. Y no vi a Curran por ningún lado. La puerta se cerró a mi espalda con un chasquido. Como si fueran uno, los cambiaformas se dieron la vuelta y me miraron.
    Me pregunté cómo reaccionarían si les pedía un poco de azúcar.
    Detrás de mí, la puerta volvió a abrirse y entraron dos machos de gran tamaño que empezaron a respirar sobre mi cogote. Capté el mensaje y empecé a recorrer el pasillo central en dirección al estrado. Delante de mí, varios machos se pusieron en pie y me impidieron el paso.
    El comité de bienvenida. Qué agradable.
    Me detuve frente a los hombres.
    —Estáis en mi camino —dije.
    —¿De verdad? —El chico no debía de tener más de dieciocho años. Tenía un rostro amplio y un pelo oscuro bastante largo. Cuando sus ojos marrones me miraron con sorna, comprendí que me habían tendido una trampa. Y sabía quién lo había orquestado todo. Ellos nunca tomarían la iniciativa sin las preceptivas órdenes de Curran. —De verdad —dije, consciente de lo que se avecinaba.
    —Desde mi punto de vista, eres tú la que estás en nuestro camino —dijo un macho mayor y más fornido. Curvó la comisura de los labios en un intento por ocultar una sonrisa. Estaba disfrutando.
    —Oye, Mik —dijo desde su manta un hombre alto, con una mata pelirroja—, ¿no sabes cederle el paso a una dama?
    —No veo a ninguna dama por aquí. —El hombre fornido me miró lascivamente. Una oleada de abucheos y aullidos recorrió la sala, tan repentina que parecía coreografiada. Mik siguió repasándome de arriba abajo. Hasta su lascivia parecía ensayada. No percibí ningún tipo de amenaza; aquello no era más que una simple prueba para descubrir cómo actuaba. Debía decidirlo rápido y sin recurrir a la violencia porque, si no, la Manada se negaría a cooperar. La absurdidad de la situación me dejó confusa. Los machos cada vez parecían más audaces y el chico sonreía abiertamente. —¿Qué dices, nena? Vayamos a un rincón y te enseñaré lo que es pasar un buen rato. El grupo estalló en carcajadas; aquello debió de ser una improvisación. El chico, orgulloso consigo mismo, alargó un brazo y sus dedos rozaron mi mejilla.

    En cuanto su piel tocó la mía, susurré una sola palabra en voz tan baja que ni siquiera yo pude oírla.
    —Amehe. —Obedece.
    La palabra de poder palpitó en mi piel y viajó hasta la suya. El poderoso torrente mágico que recorrió todo mi cuerpo estuvo a punto de hacerme caer de rodillas. El chico se tensó. El resto de los machos no se percató, absortos como estaban en sus propios gritos.
    —Esa ha sido buena, Derek —dijo Mik—. Creo que podría hacérselo con todos, si no te importa compartir. Miré al chico y dije:
    —Protégeme. Su cuerpo se puso en movimiento súbitamente y la neblina de los fluidos corporales empapó el suelo. Una lustrosa forma lobuna golpeó al macho mayor y le hizo perder el equilibrio. Mik cayó de espaldas y el enorme lobo gris saltó sobre él, acercando unos colmillos visibles a través de una salvaje mueca animal a escasos centímetros de su cuello. —Mantenlo así —dije.
    El lobo emitió un gruñido ronco y sus labios negros se agitaron.
    La sala quedó repentinamente tan silenciosa como una tumba. Confiaba que no fuese la mía.
    —Derek —dijo Mik con voz ronca. El peso del lobo sobre su pecho le impedía hablar con normalidad—. Derek, soy yo.
    El lobo gruñó.
    —No te muevas —le recomendé mientras me llevaba la mano por encima del hombro y desvainaba a Asesina, la cual produjo un suave susurro metálico al abandonar la vaina, y las miradas de los cambiaformas se clavaron en su hoja hechizada. A mi izquierda, una mujer se puso en pie. Sus labios temblaron en un revelador gesto previo al gruñido.
    —¿Qué demonios le has hecho?
    Eché una hojeada a toda la sala. La atmósfera se había transformado. El juego había concluido, y todos los ojos ardían como llamaradas. Se les erizó el pelo sobre sus cabezas y el olor de la caza empezó a inundar la habitación. —Esta es Asesina —dije sosteniéndola en alto para que todos pudieran verla. La hoja borboteaba, y de ella colgaban hebras luminiscentes de humo—. Ha tenido muchos nombres. Entre ellos, Destripalobos. Avanzad un paso más y os mostraré cómo se ganó el nombre.
    —No puedes con todos —gruñó un macho a mi derecha.

    —No es necesario. —Bajé la hoja y apoyé la punta en el cuello del lobo—. Muévete y le mató. Se quedaron completamente inmóviles. Aunque la lealtad de la Manada empezaba a imponerse sobre la ira, estaba dispuesta a estirar un poco más de la cuerda. —Ya es suficiente —dijo la voz de Curran. Los cambiaformas se esfumaron de mi camino y vi a Curran junto al fuego.
    —Ven conmigo —le dije al lobo.
    Con movimientos vacilantes, la bestia apartó sus zarpas del pecho de Mik. Pasé por encima del fornido hombre y caminé al encuentro de Curran, el lobo trotando a mi lado a modo de descomunal perro guardián.
    Subí al estrado. Los iris de Curran desprendían reflejos dorados; estaba cabreado. Ignorándole, me acerqué al brasero, me remangué la manga derecha del jersey y pasé el antebrazo por encima de las llamas. El dolor me lamió el brazo y el hedor a piel quemada y a pelo chamuscado inundó el aire. Un murmullo se extendió por la sala. Había demostrado mi humanidad y mi control ante la Manada, tal y como hubiese hecho un cambiaforma. Los miembros de la Manada que abandonaban su disciplina y permitían que la Bestia tomara el control no podían tocar el fuego. Era un ritual de vital importancia y extremadamente privado, uno que ninguno de ellos esperaba que yo conociera.
    El rostro de Curran no mostró expresión alguna.
    —Ven —dijo, y el lobo y yo le seguimos. Bajamos del estrado, atravesamos una puerta y entramos en otra habitación, mucho más pequeña, donde ocho personas estaban sentadas en sillas acolchadas. Se pusieron en pie al ver a Curran y permanecieron de aquel modo. Había tres mujeres y cinco hombres, y Jim era uno de ellos. De modo que mi viejo compañero era miembro del Consejo de la Manada. Quién lo hubiera dicho. Los ocho miraron al lobo, a mí y después a Curran. Jim abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla.
    —Derek—le llamó Curran.
    El lobo le miró. El resplandor de los ojos de Curran dejó al lobo hipnotizado. Curran emitió un sonido gutural, entre una palabra y un gruñido, pero no me cupo duda de que era una orden. El lobo se estremeció. Curran repitió la orden. El lobo tembló aún más, todo su cuerpo se convulsionó y empezó a lloriquear lastimeramente. El señor de los cambiaformas se dio la vuelta para mirarme.
    —Suéltalo. —¿Es una orden o una petición?
    El rostro de Curran se crispó como si su león interior deseara clavarme sus garras. —Una petición —dijo.

    Me arrodillé junto al lobo e introduje una mano en su espeso pelaje hasta tocar su piel con la yema de los dedos. La bestia empezó a temblar.
    —¿Hay algún conjuro que proteja la habitación? Curran asintió. Miré al lobo y susurré: —Dair. —Suéltalo.
    La intensidad de la palabra de poder me sacudió. Unos círculos rojos bailaron frente a mí y agité la cabeza para aclarar la visión. El lobo se desplomó en el suelo como si sus poderosas piernas hubieran perdido toda su fuerza. Curran gruñó y el animal se desvaneció en una densa neblina, dejando al chico desnudo y empapado en sudor en el suelo.
    —No podía—gimió.
    —Lo sé —dijo Curran—. Tranquilo.
    El chico suspiró y perdió el conocimiento. Una mujer morena de unos treinta años, delgada y con unas piernas larguísimas, le cubrió con una manta.
    Curran se dio la vuelta y me miró fijamente.
    —Vuelve a coger a uno de los míos y te mato —dijo como si estuviéramos manteniendo una agradable conversación, tranquilamente, pero en sus ojos reconocí una certeza que no dejaba lugar a dudas. Si tenía que hacerlo, me mataría. No le haría perder el sueño, ni se lo pensaría dos veces. Lo haría y seguiría adelante, imperturbable ante el fin de mi existencia.
    Aquello me puso los pelos de punta, de modo que me reí en su cara. —¿Crees que la próxima vez podrás hacerlo tú mismo, grandullón? Aunque, pensándolo bien, será mejor que traigas a tus matones para volver a acorralarme... Te estás volviendo muy blando.
    A su espalda, alguien emitió un sonido estrangulado. Ya está, estoy muerta. Un fogonazo en mi mente. Curran movió la cabeza bruscamente. La sed de sangre le poseyó completamente y, con una fuerza de voluntad sobrehumana, volvió a recuperar el control. El esfuerzo fue casi físico. Vi cómo los músculos de la cara se relajaban uno a uno a medida que su ira retrocedía. La furia en sus ojos se desvaneció paulatinamente hasta que su mirada adquirió una simple tonalidad ambarina y su cuerpo se relajó. Jamás había presenciado algo tan asombroso y aterrador. —Por ahora te necesito —dijo y, dirigiéndose a su Consejo, añadió—: ¿Está listo Corwin? —Sí, mi señor —tronó un hombre más mayor. Con un pecho fuerte y corpulento, unos formidables hombros y unos brazos que hubieran sido la envidia de cualquier herrero, tenía aspecto de tener unos cincuenta y tantos. Su barba, espesa y rizada, y su gruesa mata de pelo negro centelleaban con dispersas hebras de pelo canoso. —Bien. Acompáñala hasta la habitación. Me uniré a vosotros en cuanto pueda.

    El hombre barbudo se acercó a la puerta de la izquierda y la mantuvo abierta para mí.
    —Por favor. Salí de la habitación.
    Recorrimos uno al lado del otro un sinuoso corredor, el hombre con la barba negra y yo, —Me llamo Mahon —dijo el hombre. Su voz profunda tenía un sutil deje escocés. —Encantada de conocerte —murmuré mecánicamente.
    —Hubiese sido más agradable en otras circunstancias —dijo con una risita ahogada. —Si hubiese sabido de antemano el recibimiento que me esperaba, habría optado por el Unicornio.
    —Has de entender que Curran no puede permitir que nadie se apropie de algo suyo. Si lo hiciera, cuestionarían su autoridad y algunos se preguntarían si eres capaz de hacer con él lo mismo que le hiciste a Derek.
    —Estoy al corriente de la mecánica de la Manada —dije.
    —Y, además, no perteneces a la Manada, y esta se muestra bastante recelosa con los forasteros. —Soy una forastera humana. La Manada me ha tratado como si fuera una solitaria. Con el permiso de Curran. —En pocas ocasiones un cambiaforma elegia seguir el Código por su propia cuenta, rechazando la protección de la Manada. Esos individuos eran conocidos con el nombre de solitarios. Eran los forasteros definitivos, y la Manada los trataba con desconfianza y aversión.
    Mahon inclinó la cabeza para confirmar mi evaluación de la situación. —Curran nunca hace nada sin un motivo —dijo—. Me han dicho que tuvisteis una cita previa. Puede que le desafiaras inconscientemente.
    ¿Inconscientemente? Le había desafiado a propósito.
    —Tu conocimiento de nuestras costumbres es extraordinario —continuó—. Para una forastera humana. ¿Cómo conseguiste esa información? —Su voz no era recelosa. —Por mi padre —dije.
    —¿Un hombre del Código?
    —En cierto modo. Pero no del vuestro.
    —Aprendiste bien.
    —No —le dije—. Él me enseñó bien. Yo era una alumna difícil.
    —Los niños suelen serlo —dijo él. Nos detuvimos frente a una puerta. —¿Quieres un poco de pomada para tu brazo? Observé la hinchazón rojiza que me cubría la piel.
    —No. A menos que te la apliques enseguida, la pomada no sirve de mucho. Pero te agradezco la oferta. —Sacudí la cabeza—. Dime una cosa, ¿siempre te dedicas a calmar a los invitados airados de la Manada?

    Mahon abrió la puerta.
    —A veces. Supongo que transmito una influencia relajante sobre los niños revoltosos. Por favor.
    Crucé el umbral de la puerta y Mahon la cerró a mi espalda. La habitación era pequeña. Una única lámpara proyectaba un nítido cono de luz sobre una mesa situada en el centro. Junto a la mesa había dos sillas, y la más alejada de la entrada la ocupaba un hombre. Se había colocado de tal manera que la luz no incidía en su rostro. El conjunto me recordó a una de aquellas películas de espías que solía ver de niña. —Ha conseguido apaciguarte, ¿no es cierto? —dijo el hombre. Su voz era ligeramente áspera—. Apuesto a que diez minutos más con él y estarías dispuesta a disculparte. —Creo que no. —Acerqué la otra silla a la mesa. El hombre se inclinó hacia delante, aunque permaneció entre las sombras.
    —No te castigues por ello. Lo hace con todo el mundo. Por eso no hablo con él. —¿Eres Corwin?
    —No, Blancanieves. —Se meció en la silla, balanceándola sobre las patas traseras. —¿Y quién es el hombre que me ha acompañado hasta aquí?
    —Mahon —dijo él—. El Kodiak de Atlanta.
    —¿El ejecutor de la Manada?
    —El mismo. Digerí las noticias.
    —Crió a Curran, ¿sabes? —dijo el hombre.
    —Oh. ¿Y le llama señor, como el resto? El hombre se encogió de hombros.
    —Eso es lo que es.
    —Tiene algunos problemas con el concepto —dijo la voz de Curran a mi espalda.
    Estaba mejorando. Aquella vez no pegué un bote.
    —Puede que seas su señor, pero te aseguro que no eres el mío. Curran estaba apoyado en la pared.
    —¿Dónde están los otros? —pregunté. Tenía que haber más gente observando, probablemente los ocho que me habían recibido en la habitación donde estuve a punto de morir. El alfa macho de la manada de lobos, el cabecilla de las ratas, la persona que hablaba en nombre de los «exploradores», los cambiaformas de menor tamaño y alguien en representación de las bestias más grandes.
    —Nos están observando —dijo Curran al tiempo que señalaba con la cabeza en dirección a la pared.
    Reparé por primera vez en la presencia de un espejo con el anverso opaco.
    Miré a Corwin.
    —¿Por qué no me dejas verte la cara?

    —¿Estás segura?
    —Sí. Se inclinó hacia adelante, permitiendo que la luz incidiera en sus facciones. Tenía un rostro horrible. Unos ojos alargados y duros estaban clavados profundamente en su cráneo, dominados por unas pobladas cejas. Su nariz era enorme, su mandíbula demasiado pesada y prominente para ser humana; daba la impresión de poder atravesar un cable metálico sin dificultad. El cabello, pelirrojo, grueso y con una textura similar a la del pelaje, recogido en una cola de caballo. Unas largas patillas recorrían sus mejillas y le llegaban prácticamente hasta el cuello, enmarcando unas orejas puntiagudas y altas con pequeños mechones de pelo en la punta. El mismo tipo de pelo, aunque algo más corto y espeso, le cubría el cuello y la garganta, dejando su barbilla despejada de un modo tan preciso que daba la sensación de que acababa de afeitarse. Sus manos, apoyadas sobre la mesa, eran deformes y desproporcionadas en relación con el resto del cuerpo. Pese a tener unos dedos cortos y gruesos, cada mano podía envolver mi cabeza. Entre los nudillos le crecía pelo rojizo.
    Corwin sonrió. Tenía unos dientes enormes y afilados. Unas zarpas en forma de hoz se deslizaron de la punta de sus rechonchos dedos. Extendió estos con un movimiento gatuno y arañó la superficie de madera de la mesa.
    —Vaya, chico —dije—. ¿Cómo sacudes la almohada por la noche?
    Corwin se lamió los caninos mientras me estudiaba y, acto seguido, miró a Curran. —Me gusta.
    —Empecemos —dije.
    —Aún no me has preguntado qué soy. —Corwin repiqueteó la mesa con las uñas. —Ya lo averiguaré. —Las familiares palabras de las largas sesiones en la Academia reaparecieron—. Me llamo Kate Daniels. Soy una representante legítima y autorizada de la Orden. Estoy investigando un asesinato y tú eres uno de los sospechosos. ¿Me sigues hasta aquí?
    —Sí —dijo Corwin.
    —He venido para hacerte unas cuantas preguntas y, de ese modo, establecer o eliminar tu naturaleza de sospechoso. Si has cometido este asesinato, podrías incriminarte a ti mismo al contestar a mis preguntas. No puedo obligarte a responderlas. —Él puede —dijo Corwin con su voz ronca y señalando con la cabeza a Curran. —Eso queda entre tú y él. Yo solo quiero que entiendas que no puedo obligarte a cooperar. —Lo entiendo, cariño.

    Le fulminé con una sonrisa.
    —La información que reveles hoy será confidencial pero no privilegiada. —¿Qué significa eso?
    —Significa —dijo Curran— que se la guardará para ella pero que se verá obligada a revelarla si la citan ante un tribunal.
    —Tiene razón. —Miré a Gorwin—. También debo advertirte que si asesinaste a Greg Feldman, haré todo lo posible por matarte.
    Corwin se recostó en la silla y un extraño gorjeo empezó a emanar de su garganta. Tardé un instante en comprender que estaba riéndose.
    —Te entiendo —dijo, su iris de un verde reluciente.
    —Empecemos, entonces. ¿Has participado de alguna manera, directa o indirectamente, en el asesinato de Greg Feldman?
    —No. Repasé todos los puntos importantes. Corwin sabía lo que había en los papeles y poco más. No conocía a Greg ni al vampiro en cuestión. No tenía ni idea de por qué alguien querría matarlos. No sabía quién era Ghastek.
    —¿Te importaría darme un poco de tejido para un escáner—m? —le pregunté para terminar. —¿Tejido? —Sangre, saliva, pelo. Algo que pueda escanear. Se movió hacia adelante con un murmullo bajo en la garganta.
    —Podría darte otra cosa. Algo más que sangre o saliva. Yo también me incliné hacia adelante hasta que nuestras miradas se encontraron.
    —Gracias —le dije—. Pero no estoy disponible.
    —¿Emparejada? —No, ocupada.
    —No lo estarás eternamente.
    Movida por un impulso, alargué el brazo y le rasqué bajo la barbilla. Gorwin cerró los ojos y emitió un ronroneo.
    —De modo que existen los hombres—gato —dije.
    —Sííííí. —Giró la cabeza para ofrecer a mis dedos un mejor acceso a su barbilla. —Y también los gatos—hombre.
    Sus ojos se abrieron ligeramente, irradiando un destello verdoso. —Naciste siendo animal... —dije.
    —Y ahora soy un hombre —continuó él, girando de nuevo la cabeza para que le rascara también la mandíbula—. Un hombre—lince. Me gusta leer. Y las mujeres humanas suelen estar siempre en celo.

    —¿Aún cazas entre los árboles cuando sale la luna, lince? —le pregunté suavemente. —Ven al bosque por la noche —dijo él—, y lo averiguarás por ti misma. Me recosté en la silla.
    —¿Tenéis un escáner—m?
    —Uno portátil —dijo Curran.
    —Servirá. Esperé a que trajeran el portátil, el cual, pese a todo, pesaba más de treinta y cinco kilos. Lo acarreaba una mujer, que lo dejó en un rincón. Era una artilugio de metal y madera con el aspecto de una máquina de coser modificada por un guerrero celta. La mujer lo examinó detenidamente, lo levantó con una mano y lo separó unos centímetros de la pared. A los cambiaformas no les faltaba precisamente fuerza. —¿Sabes cómo funciona? —me preguntó la mujer. Asentí, cogí la bandeja de vidrio del compartimiento interior del escáner y sonreí a Corwin.
    —¿Qué hay de esa muestra de pelo?
    Corwin mantuvo tensa una de sus patillas y desplegó las garras. Una mata rojiza de pelo cayó sobre la bandeja y, a continuación, coloqué esta en su lugar. Se produjo un fogonazo verdoso y la impresora empezó a traquetear. Finalmente, se detuvo y el papel se deslizó por la ranura. Lo recogí. Las líneas estaban allí, una serie de estrías de colores cortas y tenues. Pero en el lugar equivocado. Di vueltas al papel intentando conseguir el ángulo adecuado de luz. Un amarillo verdoso muy tenue. No había coincidencia. Adiós a mi único sospechoso.
    —¿Estás satisfecha? —dijo Curran.
    —Sí. Está limpio.
    Obedeciendo al gesto de Curran, Corwin se levantó y salió de la habitación. —Teníamos un acuerdo —dijo Curran.
    —Lo recuerdo. ¿Qué puedo hacer por ti?
    Curran miró en dirección a la puerta abierta y apareció Derek, aún cojeando. Se apoyó en el marco de la puerta, el rostro desencajado. Parecía necesitar unas cuantas ho¬ras de sueño y una buena comida. Sentí una punzada de culpabilidad. Solo era un chico cansado, atrapado en un combate estúpido entre su jefe y yo. —Puedes llevártelo —dijo Curran.
    —¿Para qué? —dije parpadeando.
    —Como guardaespaldas. Como conexión con la Manada. Elige tú misma. —No. Curran se limitó a mirarme fijamente.
    —Acordamos intercambiar información —dije—. En ningún momento dije que aceptaría una mascota. Además, ¿para qué demonios quiero a un lobo que te informará cada segundo de mis movimientos?

    —Lo ataré con un juramento de sangre. No hará nada que pueda hacerte daño, físicamente o de otro modo. No te espiará.
    Derek se puso tenso junto a la pared y yo intenté ser razonable. —Incluso asumiendo que crea en tu palabra, no puedo llevármelo conmigo. Mírale. Es un crío. Si me meto en una pelea, no sabré qué cuello salvar primero, el suyo o el mío. —Puedo defenderme solo —dijo el chico con voz ronca.
    —No puedes obligarme a hacerlo —dije—. No quiero mancharme las manos con su sangre. —Si no permites que te acompañe, te las mancharás. —Curran cruzó los brazos delante del pecho—. Tú has provocado esto. Tomaste posesión de mi lobo frente a toda la Manada.
    —No me dejaste otra opción. ¿Qué querías que hiciera? ¿Pedirte ayuda a gritos? Vengo aquí con buena voluntad y descubro que me han tendido una emboscada. Tú eres el responsable.
    Curran me ignoró y continuó a la suya.
    —Has sembrado dudas sobre mi autoridad. No puedo pasarlo por alto. Ahora mismo tengo tres opciones. Puedo someterte a una lección pública de humildad, con lo que, por cierto, disfrutaría enormemente. —La expresión de su rostro no dejó ninguna duda de ello—. Sin embargo, debo contenerme porque eres el enlace de la Orden. Puedo castigarle a él, pero no quiero hacerlo. O puedo entregártelo a ti para que la gente sepa que ya te pertenecía antes del último encuentro. Parecías nerviosa y el juramento de sangre hizo que él perdiera el control. Eso le salvaría el cuello. Agité la cabeza.
    —No me lo llevaré.
    —Entonces le mataré —dijo Curran. El chico se quedó completamente pálido. Se apartó de la pared y se quedó inmóvil.
    —Me ha desobedecido —dijo Curran—. Te tocó, así que estoy en mi derecho. —El brazo de Curran empezó a cubrirse de pelo. De sus enormes garras surgieron unas uñas afiladas que colocó bajo la barbilla de Derek. El chico se estremeció. —Me cae bien. —La voz de Curran era poco más que un ronroneo—. No me resultará fácil. —Hazlo y te atravesaré como a un cerdo —le dije con los dientes apretados. —No, lo intentarás. Agitarás la espada y dirás muchas tonterías y te echarás atrás en el último instante. Y entonces yo te rebanaré el cuello, y el suyo.
    Sus afiladas uñas bailaron peligrosamente cerca del débil pulso en el cuello de Derek. Había llegado la hora de aprender a extender cheques que pudiera cubrir. —Usted gana, Su Majestad. Por favor, átale ahora.

    Tengo una cita dentro de tres horas.

    TRES GOTAS ROJAS cayeron sobre las brasas que ardían en el brasero metálico y sisearon al evaporarse. El olor a sangre humana llenó la habitación, alimentando los enmarañados hilos de la magia. Hice una mueca.
    Se estaba llevando a cabo un vínculo, un ritual para agregar el juramento de Derek a la magia de su sangre. El problema era que los juramentos de sangre no garantizaban mucho. Bajo su influencia, Derek sentiría una intensa aversión a incumplir ciertas promesas, pero ahí terminaba todo. Ante el dilema de incumplir un juramento de sangre y una obligación superior, como la lealtad a la Manada, lo más probable es que quebrantara la promesa.
    El alto y esbelto alfa entonó las palabras del compromiso. Derek las repitió y las corrientes de poder recorrieron la habitación ovalada, trazando espirales por las paredes imposiblemente altas hasta el techo oculto en la penumbra. El Consejo, que había formado un círculo alrededor del brasero, pronunció una sola palabra al unísono. Derek colocó una mano sobre las llamas. El lobo alfa le hizo un corte en el antebrazo y la sangre se derramó sobre el fuego del brasero para sellar el pacto. Siguieron multitud de promesas. La sangre del cambiaforma se coaguló rápidamente y el alfa tuvo que volver a abrir la herida aproximadamente cada treinta segundos. El juramento duró unos quince minutos. A mitad del mismo, Derek empezó a apretar los dientes en cuanto el cuchillo tocaba su piel. Debía de tener el brazo completamente dolorido. Escuché los votos. Derek juró protegerme con su vida si era necesario. Juró permanecer a mi lado en el peligro y la calma durante el tiempo que la Manada considerara necesario. Juró defender el honor de la Manada en general y el de su Clan del Lobo en particular. No me estaban proporcionando un guardaespaldas, sino una segunda sombra, y si alguien me miraba mal, Derek estaba obligado por su juramento a despedazarlo.
    Derek permaneció inmóvil, haciendo una mueca de dolor tras otra, con una mirada perdida y lastimera, infinitamente más joven que yo. Me di la vuelta y me alejé en silencio. Salí de la habitación al pasillo sumido en sombras. El aire era frío y todo estaba impregnado de un aroma a limón. Me apoyé en la pared y me tapé la cara con las manos, aislándome un instante del mundo. El juramento de sangre tardaba cierto tiempo en asentarse y Derek tendría que estar a mi lado durante el proceso, de otro modo el compromiso sería inútil. Tendría que dormir en mi apartamento, cenar conmigo y acompañarme al Casino... Casino. Auj.

    —Se te ha revuelto el estómago —dijo Curran a mi lado.
    No pegué un bote. Fue más bien un pequeño brinco.
    —Lo haces a propósito, ¿verdad?
    —¿El qué?
    —No importa.
    Me froté la cara, pero la fatiga se resistía a abandonarme. Tan solo era uno de los efectos de la adrenalina. Se me pasaría en unos minutos y volvería a ser la de siempre. —No estás en tu ambiente —dijo Curran. No jodas.
    —No he llevado muy bien las cosas, ¿verdad?
    —No —dijo él. Su voz no transmitió ningún tipo de compasión.
    Me hubiera gustado disponer de una segunda oportunidad para comportarme de un modo algo más comedido. Menos comunicativa. Por desgracia, en la vida real apenas había segundas oportunidades.
    —En cuanto salga de aquí, iré al Casino. He de saber si puedo llevar a Derek conmigo. A Nataraja le gusta hacerme sufrir. Si aparezco por allí con un lobo, las cosas pueden empeorar. —Por decirlo suavemente.
    —¿Sabes algo del Código?
    —«El Código es el Camino» —cité del Código del Pensamiento—. «Es el Orden en mitad del Caos; es la sensatez en la inconsciencia». —Curran me miró atentamente. ¿Sorprendido, Su Majestad? Sí, lo he leído. Muchas veces—. Sin el Código, los cambiaformas pierden el equilibrio. La Bestia les domina, obligándoles a matar a sus víctimas y a alimentarse de ellas. El consumo de carne humana desencadena una terrible respuesta hormonal. Las tendencias violentas, la paranoia y el impulso sexual toman el mando rápidamente y el cambiaforma se convierte en un lupo; un psicópata que se deja llevar por cualquier perversión imaginable relacionada con la sangre y el sexo. Y eso que la mente humana puede imaginar muchas cosas. Definitivamente, estaba agotada. Me deslicé lentamente por la pared y me senté en el suelo. Que le dieran. Si quería estar por encima de mí, que así fuera. —En Moses Creek, el Gremio hizo una redada en el circo de los horrores de Sam Buchanan —dije. Como una sirvienta demasiado complaciente, mi mente proyectó el recuerdo frente a mis ojos. El jardín delantero del refugio de Buchanan, más de allá de las trincheras y el muro de adobe desde donde su trastornada manada nos había disparado con armas de fuego. El césped recortado, sembrado con los cuerpos de los lupos muertos, una pequeña piscina inflable —azul, con patos de goma amarillos— llena de sangre y de las pálidas ristras de las entrañas, y una mujer, desnuda y empapada de sangre, con dos boquetes negros donde tendrían que haber estado los ojos.

    Extiende las manos ante ella, tropieza con los cuerpos, tanteando a ciegas, agarrándose al tronco de un pino para mantener el equilibrio, y grita, su voz apenas más audible que un suspiro: «¡Megan! ¡Megan!» Y nosotros, dos docenas de mercenarios equipados para la batalla, incapaces de alertarle de la presencia del pequeño cuerpo de cabello oscuro que cuelga de una de las ramas del árbol en la que la mujer se apoya. Apreté los dientes.
    —¿Un recuerdo desagradable? —preguntó Curran.
    —No sabes hasta qué punto —dije con voz ronca antes de recordar con quién estaba hablando—. Aunque es probable que lo sepas.
    Agité la cabeza, deshaciéndome de los recuerdos como un perro se deshace del agua. Aquel fue mi tercer trabajo en el Gremio. Tenía diecinueve años y las pesadillas aún me perseguían. Y Buchanan había logrado escapar, internándose en el bosque mientras convertíamos a sus lupos enloquecidos en una masa húmeda. Jamás le atrapamos. Saber aquello era la peor de las pesadillas.
    Curran me estaba observando. Abrí la boca para preguntarle por qué no había hecho nada con aquel ¡upo rabioso y entonces recordé que el condado de Jackson había impedido que la Manada interviniera. Habían pasado seis años. Hoy en día no se atreverían a hacerlo.
    Como ya tenía la boca abierta, dije:
    —¿Qué tiene que ver todo eso con Derek?
    —Los padres de Derek eran Baptistas del Sur separatistas. Al ser el hijo mayor, le permitieron asistir a la escuela. Al menos por un tiempo, hasta que su padre profundizó aún más en la religión. Derek recuerda la quema de libros en el jardín de su casa, al doctor Seuss y a Sendak.
    Asentí. La transición hacia la «religión profunda» era algo habitual. La mitad de los pueblos de montaña habían experimentado la «profundización» antes de que el movimiento «Vive—la—Vida—con—Dios» les ofreciera un nuevo dogma. Curran se frotó la nuca y sus bíceps palpitaron bajo la manga de su camiseta. —Cuando el chico cumplió catorce años, la familia asistió a una reunión de renacimiento del tipo el—fin—del—mundo y su padre regresó a casa con el Lic—V. Se sentó a mi lado.
    —No tenía la menor idea de qué era aquello ni para qué servía. Ni siquiera sabía lo suficiente para pedir ayuda. Se convirtió en un ¡upo en cuestión de días. Los íupos son altamente contagiosos. La madre de Derek se suicidó tras ser infectada y dejó a su rabioso marido solo con siete hijos. Cinco de ellos eran niñas. Tragué para deshacerme del nudo que se había asentado en mi garganta. —¿Cuánto tiempo?

    —Dos años. —Curran tenía un semblante adusto—. Mataron a un licántropo que pasó por allí a mitad del primer año y Derek encontró el Código en su cuerpo. Eso y la inanición le mantuvieron cuerdo.
    —¿Cómo acabó todo?
    —Como siempre. El chico empezó a competir por las hembras y el padre intentó matarlo. Derek dispone de una buena forma de bestia y puede mantenerla con firmeza. La forma de bestia es la forma del guerrero, superior en todos los sentidos a animales y humanos. La mayoría de los cambiaformas de primera generación tienen problemas con la forma de su bestia al ser incapaces de mantenerla más de unos cuantos segundos. Mejoran con la práctica, pero tras años de esfuerzo y errores.
    —¿Derek mató a su padre?
    —Y prendió fuego a la casa.
    —¿Qué ocurrió con los otros niños?
    —Murieron. Dos de hambre, tres por las atenciones de papá y el último corno consecuencia del incendio. Rebuscamos entre los escombros y enterramos los huesos. —¿Y ahora me lo entregas a mí? ¿Por qué, Curran? No puedo responsabilizarme de él, ni siquiera puedo hacerlo conmigo misma.
    Su mirada contenía el suficiente desprecio como para asfixiarme en él. —Derek puede defenderse solo. No toleraré la más mínima pérdida de control. Ha sido puesto a prueba y no perderá la cabeza cuando huela la sangre. En tu lugar, me preocuparía más por tu propio trasero.
    —Bueno, no estás en mi lugar. —Me puse en pie. Hora de irse. Regresamos a la habitación, donde Curran le dijo algo a Mahony volvió a marcharse. Mahon se acercó a mí.
    —Te acompañaré a la entrada. Derek se unirá a nosotros en la puerta. —Por favor, asegúrate de que se da una buena ducha.—le dije—. Y que se ponga toneladas de colonia. No quiero que nadie de la Nación huela a sangre o a lobo en él. Manon me condujo por otro camino, a través de un laberinto de pasajes mal iluminados y túneles que no dejaban de ramificarse, hasta llegar a una puerta de madera. Manon apoyó una mano en ella y la abrió.
    —Curran quería que vieras esto antes de irte —dijo.
    En la habitación, sobre una mesa metálica y bajo una campana de vidrio resguardada con hechizos protectores, yacía la cabeza de Sam Buchanan.


    Capitulo 5

    Betsi no arrancaba. Un hombre—rata mecánico echó un vistazo bajo el capó, murmuró algo sobre el alternador y señaló en dirección a los establos. Antes de marcharnos, abrí el maletero de Betsi, desanudé las cuerdas que sujetaban el largo rollo de cuero reluciente y lo desplegué: espadas y dagas aseguradas con presillas de piel. Las hojas destellaron bajo la luz de la luna.
    — Guau —dijo Derek.
    Hombres y espadas. Mi padre solía decir que si colocabas a un hombre físicamente capaz, por muy pacífico que este fuera, en una habitación con una espada y un muñeco de prácticas y le dejabas solo, tarde o temprano cogería la espada e intentaría golpear al muñeco. Era la naturaleza humana. Aquel joven lobo no era muy distinto a los demás.
    — Escoge un arma.
    — ¿La que quiera?
    — La que quieras.
    Derek examinó la selección ante él con semblante pensativo. Pensé que se decidiría por la hoja de gran tamaño, pero la ignoró y sus dedos se movieron hacia Bor. Era una buena espada, especialmente para los principiantes. Tenía una hoja de ochenta centímetros y una empuñadura de madera de fresno de unos veinte centímetros de largo. Poseía protecciones metálicas, con los afilados extremos de la guarnición apuntando hacia abajo, y un pomo también metálico tremendamente útil. Como todas mis armas, su equilibrio era extraordinario. Derek la sostuvo en alto.
    — ¡Es ligera! –dijo—. Una vez fui a una feria de espadas y todas las que probé eran muy pesadas.
    — Existe una gran diferencia entre una espada y un objeto con la apariencia de una —le dije—. Lo que viste en la feria eran imitaciones más o menos decentes. Son bonitas y pesadas, y te hacen más lento que una babosa de vacaciones. Esta solo pesa novecientos gramos.
    Derek la hizo oscilar dando unos tajos a modo de prueba.
    — Es una espada ideal para trabajar —dije—. No se partirá ni te cargará el brazo con molestas vibraciones cuando alcances tu objetivo.
    — Me gusta —dijo él—. Es tuya.
    — Gracias.
    Cogí mi bolsa de trabajo y estuvimos listos para irnos. Derek emitió unos sonidos nasales en dirección a la bolsa.

    — Huele a gasolina.
    — Correcto —me limité a decirle. Explicarle que llevaba una gran lata de gasolina por si sangraba copiosamente y tenía que eliminar la sangre rápidamente hubiese sido demasiado complicado.
    La Manada me prestó una yegua llamada frau. EL encargado de los establos me aseguró que, pese a no ser el animal más dócil que tenían, era una montura obediente, fuerte y robusta como el peñón de Gibraltar. Hasta aquel momento, no tenía motivos para dudar de su palabra.
    El caballo capón de Derek aceptó sin mayores problemas que Frau encabezara la marcha. El chico cabalgaba con la rigidez de los jinetes con una experiencia moderada que nunca se han sentido del todo cómodos en compañía de los caballos. Algunos cambia—formas cabalgaban como centauros, pero Derek no era uno de ellos. No habíamos intercambiado palabra desde que dejamos atrás el complejo de los cambia—formas, y de eso ya hacía unos cincuenta minutos.
    Si tenía que trabajar con él, al menos debíamos ser capaces de mantener una conversación. Reduje el ritmo de mi montura y me coloqué a su altura. El repiqueteo de los cascos producía un eco en la calle desierta.
    — ¿Por qué el brazo? —preguntó Derek. Me estaba mirando la quemadura. La costumbre estipulaba que debía colocarse una mano sobre las llamas.
    — Porque no me curo tan rápido como vosotros. Necesito la mano para sujetar la espada.
    — Ah. Ha sido una pregunta estúpida. —Dirigió la mirada hacia la ciudad. Atlanta se extendía ante nosotros, aliviada por haberse deshecho de la magia pero también aprensiva, consciente de que el indulto tan solo duraría unas cuantas horas. La luna brillaba sobre el tejido del cielo nocturno, un rostro plateado tras un velo de sombras. Su delicado resplandor, una maraña de luz y oscuridad, a punto de desvanecerse, sustentado únicamente por la brillante luz del alumbrado público. Las luces eléctricas, como la luz del sol, no comprometen nada. Su brillo no se mezcla con las sombras, no hay dualidad, ni la promesa de profundidades ocultas ni misterios, simplemente es luz.
    — ¿Te has fijado en cómo algunas cosas funcionan durante la magia y otras no? —dijo Derek.
    — ¿Por ejemplo?
    — Los teléfonos. A veces funcionan durante la oleada mágica y otras no. Quería hablar. Seguramente intentaba encontrar un territorio común. Hubiese sido una descortesía no corresponderle.
    — Existen un par de teorías al respecto. Según una de ellas, la intensidad de la magia determina el nivel de colapso de la tecnología.

    — ¿Y la otra? Hice una mueca.
    — La magia es fluida. No es un sistema estricto grabado en piedra. Cada uno de nosotros la filtra a través de su organismo, y nuestras percepciones y pensamientos la transforman y la modifican. Sabes que el Papa es muy poderoso, ¿verdad?
    — Sí.
    — Su poder emana únicamente de la fe de su congregación. Miles y miles de personas creen en su capacidad para curar a los enfermos y eso le permite hacerlo. Los coches, por ejemplo. ¿Cómo funcionan?
    Derek enarcó una ceja.
    — No estoy seguro. Tienen un motor que quema gasolina y la convierte en gas. El gas se expande y empuja algo, una válvula, creo, que hace girar las ruedas. Algo así. –
    Asentí.
    — De acuerdo, ¿y cómo funciona el teléfono? Me miró fijamente.
    — Mmmm, ¿la voz hace vibrar un cable?
    — Sí, pero ¿cómo se pasa del hecho de marcar un número a ponerte en contacto con la persona adecuada? ¿Y si un pájaro se posa en el cable? ¿Sigue vibrando? —Derek se encogió de hombros.
    — No tengo ni idea.
    — Yo tampoco. Casi nadie lo sabe. La gente no se detiene a pensar en cómo funciona un teléfono. Simplemente funciona. Los coches son distintos. Requieren mantenimiento y se estropean más a menudo que un teléfono, y las reparaciones son mucho más caras, de modo que todo conductor se esfuerza por conocer el funcionamiento interno de su coche, al menos hasta cierto punto.
    — Para evitar que les timen —dijo Derek.
    — Exacto. Según esta teoría, hay tanta gente que desconoce la mecánica interna de los teléfonos que, para ellos, podría considerarse algo mágico. Creen ciegamente que funcionará y funciona. Por otro lado, los coches son vistos como una suma de partes mecánicas propensas a estropearse, por tanto, cuando llega la magia, se estropean. — Es una buena teoría —dijo Derek.
    — Por desgracia, complica bastante mi trabajo.
    La fluctuación mágica se extendió a nuestro alrededor. Las luces eléctricas se extinguieron y la ciudad se sumió en una completa oscuridad. Justo cuando mis ojos empezaban a adaptarse a la falta de luz, giramos una esquina y fuimos recibidos por una hilera de lámparas feéricas. Tras la siguiente esquina estaba el Casino. — ¿Sabes adónde vamos? —le pregunté.
    — A la madriguera de la Nación.
    Agité la cabeza mientras me despedía de la última esperanza de mantener la neutralidad con Derek a mi lado.

    — Quiero dejarte algo muy claro. Independientemente de lo que ocurra, quiero que no te transformes a menos que no haya otra opción. Como te has duchado, no pueden olerte. A menos que empieces a sacar pelo, no tienen forma de saber que perteneces a la Manada y me gustaría que las cosas siguieran así.
    — ¿Por qué?
    — Para empezar, me gustaría mantener en secreto el hecho de estar colaborando con la Manada. Resultaría altamente inapropiado.
    — La Nación no se mostraría muy amigable si descubriera que te acompaña un lobo.
    — Exacto. —A Ted tampoco le haría mucha gracia—. Y en segundo lugar, en cuanto empiece la pelea, sentirás la necesidad de alimentarte y necesitarás un lugar seguro para echar una cabezada. No siempre tengo a mano un lugar seguro.
    — Entendido.
    — Bien.
    La ciudad, atrapada en la red de luces y sombras tejida por la gloriosa luna, estaba silenciosa y desierta. Tal vez el asombro del chico lo mantuviera en su pellejo humano. Realmente esperaba que así fuera.
    La Magia tenía un apetito selectivo. En lo referente a los edificios, primero roía los rascacielos, de arriba abajo, y después se lanzaba sobre cualquier cosa grande, compleja y moderna. El Banco de América Plaza fue el primero en caer, seguido por el rascacielos SunTrust. También se desmoronaron el One Atlantic Genter, el Peachtree Plaza, incluso el nuevo edificio de la Coca—Cola. El Georgia Dome cayó antes de que se dispersara la polvareda proverbial, y el resto de los monumentos erigidos en nombre del dominio humano sobre la ingeniería no tardaron en cometer seppuku ante la avalancha mágica. De modo que cuando, un buen día, el Georgia World Congress Center retumbó sobre sus cimientos, sacudido como un diente de leche a punto de caer, y se desmoronó envuelto en una monumental nube de polvo, los habitantes de la ciudad ni siquiera parpadearon.
    Pocos esperaban que la Nación adquiriera el solar. Nadie esperaba que retiraran los escombros y edificaran su propio Taj Mahal sobre las ruinas del antiguo edificio en tan solo cinco años. Y cuando las puertas ornamentadas del palacio mágico se abrieron y el público contempló las relucientes hileras de máquinas tragaperras, bueno, la ciudad que lo había visto todo se quedó muda de asombro. La conmoción solo duró hasta que alguien recordó que llevaba unos cuantos dólares en el bolsillo. Ahora, el Casino era una de las siete maravillas de Atlanta que atraía a multitudes dispuestas a pagar el estúpido impuesto. Por suerte para Derek y para mí, era tarde incluso para los jugadores más degenerados y no tuvimos que pelearnos para abrirnos paso a través de la corriente humana al aproximarnos al modesto nido de Nataraja.

    Aunque había estado muchas veces en el Casino, volvió a cogerme desprevenida. Como un etéreo castillo nacido de un espejismo en las inestables arenas de un desierto, el cuartel general de la Nación se elevaba por encima de la ciudad. De un blanco semejante al alabastro durante el día, por la noche sus paredes brillaban con tonos dorados e índigos, iluminado con potentes lámparas eléctricas o feéricas. La Nación había hecho algunas modificaciones. Ocho esbeltos minaretes, en lugar de los cuatro del original, flanqueaban la parte central, abovedada, del edificio. Unos muros altísimos rodeaban el complejo. Sobre estos, se levantaban con regularidad unos sólidos torreones de vigilancia equipados con lanzacohetes y armamento mágico. Adustos guardas y algún que otro vampiro patrullaban los ásperos parapetos. Todo el lugar fulguraba con magia nigromántica.
    Nos abrimos paso entre las estatuas de latón de extraños dioses asentadas sobre las aguas de fuentes alargadas y rectangulares. Aunque reconocí unos cuantos, la mitología hindú nunca ha sido uno de mis fuertes.
    La estatua de mayor tamaño estaba situada en una fuente circular justo a la entrada. Una figura extraña, inmortalizada en el torbellino de una danza salvaje, se balanceaba con un pie sobre un feo demonio. Dos pares de brazos le sobresalían de los hombros. Una mano sostenía una antorcha, otra aporreaba un tambor, con la tercera se señalaba el pie en alto y la cuarta ofrecía una bendición. Un bailarín cósmico pisoteando la ignorancia del mundo, su cuerpo en llamas, su rostro sereno. Shiva en el papel de Nataraja, el Señor de la Danza.
    Cuando me detuve frente a ella, Derek estudió la estatua y frunció el ceño en dirección al castillo.
    — ¿Se puso el nombre de un dios?
    — Sí.
    En aquella época hacía falta tener agallas para apropiarse del nombre de una deidad. El propietario del Casino no iba corto precisamente de agallas, pero si realmente aspiraba a convertirse en Shiva, le quedaba un buen trecho por recorrer.
    Nataraja era el señor local de la Nación, quienes se consideraban una clase nueva de humano o una realmente antigua, dependiendo de con quién hablabas. Como la Orden, disponían de propiedades en todo el país, pero, al contrario que esta, parecían más interesados en la acumulación del capital necesario para profundizar en los «misterios de la vida y la muerte», citando la expresión que aparecía en sus folletos. Dominaban una gran variedad de campos, tanto tecnológicos como mágicos; la mayoría demostraban una predilección por la nigromancia y la necronavegación: la alteración, el estudio y la salvaguardia de la muerte.
    La Nación era una organización muy poderosa. Y altamente peligrosa.

    Habían convertido la nigromancia en todo un arte, demostrando un alto nivel de profesionalismo en todo lo que hacían, algo que admiraba profundamente. Aunque aquello no impedía que les aborreciera.
    El Casino estaba abierto al público general. Atamos nuestros caballos en la barandilla exterior y entramos en el edificio. La puerta estaba custodiada por dos centinelas idénticos con abrigos oscuros sobre una cota de mallas y una cimitarra en la mano. Las cimitarras tenían un aspecto desgastado, el que se consigue tras pulirlas repetidamente tras haber golpeado con ellas algo muy duro.
    Entramos en la sala principal. Odiaba los casinos. El señuelo del dinero fácil saca a relucir lo peor de cada uno. El aire olía a codicia, decepción y desesperación.
    Derek y yo pasamos junto a las máquinas tragaperras, las cuales habían sido adaptadas para que funcionaran manualmente. Alejados del mundo en su concentración por alimentar a las máquinas con más monedas, los jugadores parecían muertos vivientes que ejecutaban sus movimientos con la monotonía de los autómatas. Una mujer ganó y empezó a saltar frenéticamente frente a la catarata de monedas que amenazaba con desbordar el receptáculo de la máquina. Su rostro, iluminado por el placer, se asemejaba al de un guerrero salvaje, casi loco.
    Pasamos junto a las mesas de cartas, giramos al llegar a una pequeña puerta de servicio, la cruzamos y llegamos a una salita de la que partía una escalera. Dos guardias esbeltos, vestidos con el mismo atuendo que los de la entrada, flanqueaban la escalera. Casi inmediatamente, como si hubiera recibido una indicación, una mujer apareció ante nosotros.
    Medía algo más de metro sesenta, unos quince centímetros más baja que yo. Su vestido color esmeralda no dejaba mucho espacio a la imaginación. No era ni delgada ni esbelta. Cuando los escritores de romances ñoños hablan de «gloriosas curvas disminuyendo gradualmente hasta un pecho moderado» o de «piel sedosa que reclamaba ser explorada», estaban pensando en ella. Su cuerpo y el mío estaban a años luz de distancia. No la envidiaba. Mi cuerpo era el adecuado para mi trabajo: fuerte, resistente y dotado de buenos reflejos, lo que me permitía matar cosas antes de que ellas me mataran a mí.
    En cambio, sí sentía envidia de su pelo. De un color rojizo intenso, se precipitaba en rizos y tirabuzones que producían reflejos dorados hasta la altura de sus caderas. El semblante de Derek se transformó, adoptando una expresión lasciva de primera categoría. Rowena le sonrió como si acabara de leerle un poema.
    — ¡Kate! Me alegro de verte. —Su sonrisa podría haber puesto en órbita una lanzadera espacial. Unida a su voz de contralto y a su sutil acento polaco, aquella sonrisa hacía que los hombres perdieran los últimos retazos de amor propio.

    Miré a Derek. El asombro del chico no se disolvió dejando un montoncito de fluido corporal, pero su mirada no se apartaba del pecho de Rowena. Evitando el contacto visual. Buena estrategia.
    — Siento el retraso.
    — No pasa nada. Por favor, seguidme.
    La seguimos escaleras arriba hasta un largo pasillo.
    — Has estado aquí antes, ¿verdad? —me preguntó Derek, con la vista clavada en el trasero de Rowena, el cual se movía bajo la brillante seda verde a unos pasos por delante de nosotros.
    — Wiggles —le dije.
    En inglés, wiggle significa contonearse, serpentear. (N. del T.) Derek parpadeó varias veces antes de comprender que no me refería al trasero de Rowena.
    — ¿Wiggles?
    — Cuatro metros de largo, cabeza triangular, escamas grises y azules... Comprendí que no entendía a qué me refería.
    — Es la mascota de Nataraja, una serpiente —le expliqué—. Hace unas semanas se escapó y la encontré a petición del Gremio. —Mencionar que había pasado cuatro días enteros acampada junto a una ciénaga, cubierta de barro y estiércol, sin poder cambiarme de ropa hubiera arruinado completamente mi reputación.
    Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y se me erizó el vello de la nuca. Al doblar una esquina, vi al vampiro. Avanzaba por el techo en dirección opuesta. Sus filamentosos músculos se tensaban bajo una piel tirante, seguramente negra cuando aún vivía, pero ahora de un tono violáceo. Rowena le miró de soslayo e hizo un gesto con la mano similar al que la gente en épocas más tecnológicas debía de dedicar a las cámaras de seguridad. Sentí el flujo mágico personal que acompañaba a su gesto. Se me revolvió el estómago y tuve que tragar saliva mientras me esforzaba por contener el vómito.
    El muerto viviente se quedó inmóvil de un modo muy poco natural. El impulso de acabar con él era intolerable. La mano empezó a escocerme ante la necesidad de rodear la empuñadura de Asesina, la cual descansaba en su vaina a mi espalda. Miré aquellos ojos muertos y me pregunté qué se sentiría al hundir la espada en uno de ellos, al zarandear el cerebro que lo dominaba. Hubiera preferido matar al hombre que lo pilotaba.
    El vampiro cambió de posición y se puso en movimiento repentinamente.
    — Por aquí, por favor —dijo Rowena regalándonos otra sonrisa cautivadora. Y no tuvimos más remedio que seguirla mientras el vampiro desaparecía por una de las esquinas del corredor.

    El pasillo terminaba en una colosal puerta abovedada. Se abrió en cuanto nos acercamos a ella, dividiéndose por la mitad. Al otro lado se extendía la sala pentagonal del trono de Nataraja como un sueño de hachís sustraído de la mente de un antiguo rapsoda de Las mil y una noches. Elegantes estatuas bañadas con la luz de lámparas mágicas y con el tenue resplandor que producían los reflejos del trono dorado de Nataraja. El suelo de azulejos italianos estaba cubierto con cojines de terciopelo, y valiosísimas piezas de arte se esforzaban por añadir algo de refinamiento a un conjunto escandalosamente opulento. Nataraja se reclinó sobre su trono, como un sultán de leyenda.
    El muy capullo vestía completamente de blanco, como siempre, y calculé que toda su vestimenta debía de costar más de lo que yo ganaba en seis meses. Privilegios de sultán.
    El trono parecía de oro. Probablemente lo era, pero mi mente se negaba a aceptar que una concentración tal de riqueza se malgastara en sostener el trasero de alguien. Con la forma de un huevo apoyado en el extremo más ancho y cortado por la mitad, el trono medía más de metro ochenta de alto. Estilizados animales exóticos, considerados míticos tiempo atrás y hoy en día simplemente peligroso, cubrían toda la superficie del huevo, tanto en el interior como en el exterior, y las gemas preciosas que hacían las veces de ojos relucían a la luz de las numerosas lámparas.
    Nataraja ocupaba su trono, medio sentado, medio inclinado con un codo apoyado en un mullido cojín blanco. No era fácil determinar su edad. Juzgando únicamente sus facciones, debía de tener poco más de cuarenta años, aunque en aquel tiempo las impresiones visuales ya no tenían la menor importancia. Parecía viejo, mucho más que yo. Doscientos años, tal vez trescientos, o quizá más. Unos años atrás hubiera dicho que aquella longevidad era imposible, ya que hacía cien años la tecnología fluía sin interrupción, pero mis años como mere me habían enseñado a ser muy cauta con las palabras «nunca» e «imposible».
    Nataraja me miró, ligeramente divertido por mi presencia en sus dominios. Delgado y de piel cetrina, irradiaba poder como algunos hombres irradian fuerza. Su pelo, negro azabache y peinado hacia atrás, enmarcaba un rostro anguloso de frente despejada y ancha, pómulos prominentes y barbilla delgada, oculta bajo una barba cuidadosamente recortada. Sus ojos, muy oscuros y penetrantes, poseían un gran magnetismo. Cuando te observaba fijamente, tenías la sensación de que podía ver en tu interior, descubrir tus pensamientos ocultos y las ideas más secretas y apropiarse de ellas. Aquella mirada hacía casi imposible que pudieras mentirle. Yo aún lo conseguía. Wiggles siseó cuando avancé por la sala en dirección al trono.

    Me clavó sus ojos vacíos y recelosos y olisqueó el aire, su larga lengua vibrando a través de la brecha de su boca sin labios. Yo también me alegro de volver a verte, cariño. ¿Recuerdas mi vara de descargas?
    Rowena se acercó a grandes zancadas a la serpiente y apoyó suavemente una mano sobre su cabeza triangular. Wiggles pesaba casi noventa kilos, de modo que uno no podía levantarla del suelo, y suponía que los hombres no eran más que cálidos árboles andantes. Wiggles, no obstante, era una criatura nacida de la magia y de la manipulación genetica. Aunque, según los estándares de los mamíferos, seguía siendo bastante estúpida, sabía que una mano en su cabeza significaba dolor si se movía, de modo que se recogió formando largas y lánguidas espirales a los pies de Rowena. La voz de Nataraja sonó como el susurro de escamas sobre la áspera piedra.
    — Kate.
    — Nate.
    Hizo una mueca.
    — No estoy de humor para que me falten el respeto.
    — No me extraña. Es un poco tarde para alguien de tu edad. ¿No has pensado aún en la jubilación? —Yo sé que lo harás y tú sabes que lo harás. Acabemos con esto. Ponme a prueba, hijo de puta, para que pueda luchar otra vez contigo y después hablaremos.
    Su poder me golpeó, presionando, empujándome contra el suelo. Sus ojos se convirtieron en dos fosas profundas que intentaban dominarme, todopoderosos, arrastrarme a sus recónditos e insondables dominios, prometiéndome esclavitud y dolor.
    Apreté los dientes y lo contuve, intentando proteger también a Derek. Nataraja empujó con más fuerza, su poder desbordándose como una avalancha que distorsionara el mundo, aplastándolo todo salvo su voluntad y la mía, una bloqueando a la otra. Una dolorosa sacudida me recorrió todo el cuerpo. Su rostro se crispó y se mordió los labios.
    — Tranquilo, tranquilo —dije con los dientes apretados.
    — ¿Los cambios de temperamento no son un síntoma de senilidad? —oí cómo decía Derek muy lejos de allí.
    La terrible presión decayó momentáneamente y aproveché la oportunidad para aglutinar toda mi magia, convocando todas mis reservas. Golpea al chico, Nate. Golpéale para que pueda matarte.
    La presión cedió abruptamente y retrocedí a través de un larguísimo túnel negro hasta el mundo real. Nataraja se había retirado al captar el peligro. Maldita sea.
    Miré a Derek. Estaba muy pálido y tenía las manos crispadas formando un puño.
    Nataraja regresó a su papel de huésped encantador.

    — Veo que has traído a una mascota –dijo—. Habla como tú. —Un día, prometía la expresión de su rostro, un día solucionaremos esto.
    — Las malas costumbres son contagiosas—. Cuando quieras.
    Un susurro anunció la llegada de alguien más. Ghastek apareció por las puertas abovedadas portando una maleta y vestido con unos pantalones caqui y un jersey negro de cuello alto. Resultaba tan absurdo comparado con la vulgaridad general de la sala del trono de Nataraja que estuve a punto de soltar una carcajada.
    Ghastek me saludó con una inclinación de cabeza y se situó junto al trono de su señor. Ambos eran de complexión pequeña, aunque Nate era esbelto mientras que Ghastek era más bien escuálido. Con una dieta de filetes y muchas horas en el gimnasio conseguiría cierta esbeltez y vigorosidad, pero dudaba mucho que alguna vez hubiese visto una pesa, no digamos ya levantarla. Se estaba quedando calvo, y la línea de cabello en retirada le estaba despejando la frente. Tenía un rostro vulgar; lo único remarcable en él eran sus ojos oscuros, los cuales revelaban su inteligencia y esa sutil distancia típica de las personas que pasan demasiado tiempo inmersas en sus propios pensamientos.
    — Ahh, Ghastek —dijo Nataraja, como si saludara a su mascota preferida—. Estábamos hablando del nuevo esparcimiento de Kate. Debe de ser su...
    — Aprendiz —concedí.
    — Aprendiz. —Nataraja paladeó la palabra, saboreándola—. Qué modesta. Teniendo en cuenta su edad, resulta de lo más apropiado, aunque le falta un poco de estilo.
    — Siento decepcionarte, pero nuestra relación es estrictamente profesional. La risa de Nataraja contaminó el aire.
    — Por supuesto —dijo, como si le siguiera la corriente a un niño—. Qué poco considerado por mi parte. —Sonreí.
    — Pues sí. Una vez ha quedado establecido tu pésimo gusto, ¿quieres aprovechar la oportunidad de charlar conmigo en tanto representante de la Orden o prefieres que me vaya por donde he venido?
    — De repente solo piensas en negocios. De acuerdo. —Nataraja se inclinó en el trono—. Estoy descontento con el curso que está tomando tu investigación.
    Le enseñé los dientes.
    — Me sorprende, ya que no debo responder ante ti. No dijo nada, de modo que continué hablando:
    — Trabajo para la Orden y, la última vez que lo comprobé, la Orden no informó a Roland.
    Era sorprendente comprobar el efecto que producía aquel nombre. Los dos hombres se pusieron tensos, como si hubiesen recibido una descarga de alta tensión.

    — Como pueden ver, caballeros, tengo acceso a la base de datos de la Orden. —Lo que era una mentira flagrante, aunque ellos no tenían modo de saberlo. El nombre de Roland había cortocircuitado su lógica. Si llegaran a descubrir cómo averigüé el nombre de su líder, ambos sufrirían una apoplejía repentina.
    — Esto es lo que sé y, por favor, corregidme si me equivoco. Un vampiro de Ghastek estaba siguiendo a Greg Feldman. Fue asesinado repentinamente y no habéis podido extraer una imagen del asesino de la mente del oficial que lo pilotaba. No habéis hecho ningún esfuerzo por revelar esta información a la Orden, lo que es comprensible dado que habrías tenido que explicar por qué vuestro vampiro estaba siguiendo al caballero—místico. Lo que no entiendo es por qué os habéis tomado tantas molestias por un simple vampiro.
    Se produjo un largo silencio, tras el cual, Nataraja hizo un movimiento brusco con la muñeca para indicarle a Ghastek que podía hablar. A continuación, apartó la cabeza hacia un lado, como si hubiese perdido todo el interés en la conversación. Rowena seguía en calma, con la mano sobre la cabeza de la serpiente. Me pregunté qué pasaría por su cabeza.
    — No es el único vampiro que hemos perdido —dijo Ghastek.
    — ¿Tenéis pruebas?
    Ghastek abrió una maleta y extrajo un montón de fotografías. Deja— vu. Avanzó para entregármelas. Derek se interpuso entre nosotros, cogió las fotografías sin decir una palabra de su mano y me las pasó.
    Observé la imagen en blanco y negro del cuerpo de un vampiro. El chupasangre estaba hecho un ovillo, su enjuto cuerpo horriblemente destrozado. Una sangre espesa y oscura manchaba su pálida piel. El vampiro estaba completamente bañado en ella, como si alguien se hubiera mojado las manos con su sangre y le hubiera frotado toda la superficie de su tirante piel, como se recubre de aceite un pollo antes de meterlo en el horno. Le habían partido limpiamente el cráneo lampiño y, donde antes debía de estar el cerebro, ahora solo quedaba una húmeda concavidad.
    La segunda fotografía. El mismo vampiro, en esta ocasión de espaldas, lo que permitía ver con más claridad el largo tajo que le separaba el torso, desde los genitales hasta el pecho. Las amarillentas costillas resaltaban contra la negrura de los tejidos corporales. Alguien había utilizado un cuchillo muy afilado para seccionar el cartílago de varias costillas del lado izquierdo, separándolas del esternón. El corte indicaba que no habían sido serradas sino rebanadas con un único movimiento de una fuerza sobrehumana. Debía de haber girado al vampiro sobre uno de sus costados para permitir que la masa fibrosa de sus atrofiados intestinos aflorara al exterior. No había ni rastro de grasa, de modo que el asesino no tuvo que molestarse en cortarla.

    Lo mismo ocurría con la vejiga y el colon; los dos órganos se habían atrofiado durante las primeras semanas posteriores a su transformación, así que tampoco había tenido que preocuparse de aquello.
    El corte en el diafragma era limpio. Lo había hecho para extraer los restos del intestino y acceder al esófago. Debía de haber arrancado el diafragma e introducir una mano por él hasta la cavidad torácica para poder agarrar el esófago y cortarlo. Entonces simplemente tiró del esófago y lo extrajo por el orificio, arrastrando con él los inútiles pulmones empapados de sangre y el protuberante corazón. No era la primera vez que veía algo así. Era el modo en que suele destripase a los ciervos.
    — Se llevó el cerebro, el corazón, los pulmones, lo que quedaba del hígado y los riñones, pero descartó los intestinos —dijo Ghastek.
    Enarqué una ceja al no ver los intestinos por ningún lado y Ghastek murmuró:
    — La siguiente fotografía.
    Al examinarla, vi la húmeda y desagradable masa de entrañas en un charco de sangre. Al no utilizarlos, se habían encogido hasta adquirir el aspecto del cáñamo seco.
    — Una habilidad extraordinaria —dijo Ghastek con frialdad—. Los cortes están hechos casi con precisión quirúrgica. El asesino tiene un conocimiento excelente de la fisiología vampírica.
    — ¿Alguna posibilidad de que haya sido alguien de dentro? Ghastek me miró como si le hubiera acusado de devorar a niños pequeños.
    — No somos estúpidos —dijo, aunque lo que en realidad quería decir era No soy estúpido—. Todos nuestros miembros con ese tipo de destrezas están controlados.
    — Aparte de este y el que apareció junto a Greg, ¿cuántos más habéis perdido? —le pregunté
    — Cuatro.
    — ¿Cuatro? ¿Cuatro vampiros?
    Ghastek se movió incómodo, como si acabara de probar algo amargo y viscoso.
    — No estamos muy satisfechos con la situación.
    — ¿Y las otras fotografías?
    — No tenemos ninguna. Los cuerpos desaparecieron y aún no hemos podido recuperarlos.
    — ¿Qué quieres decir con que desaparecieron?
    — Algo les mató instantáneamente, cortando el enlace entre sus mentes y los navegadores que los pilotaban. Se llevaron los cuerpos de la escena antes de que nuestro equipo de campo pudiera recuperarlos. —Hizo aparecer una hoja de papel con un texto mecanografiado—. Esta es la lista de los lugares, fechas y horas. Derek cogió la lista de su mano y me la entregó. Le eché un vistazo y la guardé en un bolsillo.

    Seis vampiros y siete cambia—formas. Alguien estaba intentando iniciar una guerra entre la Manada y la Nación y por el momento, estaba haciendo un trabajo excelente. ¿Quién se beneficiaría de aquello?
    — Habéis perdido a seis vampiros y solo disponéis de dos cuerpos. ¿Estáis seguros que los otros cuatro no están activos? —La idea de cuatro vampiros sin piloto deambulando por la ciudad me puso los pelos de punta.
    — ¡Han fallecido, Kate! —Nataraja salió de su ensimismamiento con un alarido—. ¿Por qué no le preguntas a Curran y a su mascota lympago qué han hecho con nuestra propiedad?
    Lympago era un término inadecuado para referirse a Corwin, pero Nate parecía tan satisfecho de haber dado con ella que le permití recrearse en su propia ignorancia.
    — He hablado con la Manada –dije—. Y he tenido la oportunidad de eliminar a Corwin de la lista de sospechosos.
    — No es suficiente para mí —dijo Nataraja.
    — Pues tendrá que serlo. —Toda aquella esgrima verbal empezaba a aburrirme—. Su escáner—m no coincidía.
    — Examiné el escáner—m de la escena del crimen —dijo Ghastek volviendo a la vida como un tiburón que huele la sangre en el agua—. No había rastro de magia salvo la de nuestro vampiro y la del místico.
    Mierda. Yo y mi bocaza. Tendría que colgarme un letrero enorme con la frase: «¡Información Confidencial Gratis!» Al menos la gente sabría de antemano con quién estaba tratando.
    — No debiste de examinar el escáner—m correcto. El que vi yo tenía el nítido y poderoso registro del asesino.
    Casi pude ver el formidable cerebro de Ghastek en funcionamiento tras sus ojos.
    — ¿Te importaría facilitarnos una copia de ese otro escáner—m? — ¿Te importaría decirme por qué demonios vuestro vampiro seguía a Feldman?
    — Tal vez quería simplemente tener controlado al místico —dijo Nataraja.
    Fingí que reflexionaba sobre aquello.
    — No. No me lo trago. Mantener a un vampiro activo es demasiado caro para un seguimiento rutinario.
    — La conversación ha concluido —dijo Nataraja.
    — Ha sido un placer —dije.
    — Ghastek, acompaña a la representante de la Orden fuera de nuestro territorio. —Nataraja hizo una mueca—. No querríamos que sufriera un percance. No podría perdonármelo nunca.
    Ghastek me miró de un modo extraño y salió de la sala con nosotros, dejando atrás a Rowena y a Nataraja.

    En cuanto estuve segura de que Nate no podía oírnos, me detuve.
    — No es necesario que me acompañes.
    — Pero lo haré de todos modos.
    — En ese caso, tengo una pregunta. Ghastek me miró detenidamente.
    — Si quisiera contaminar a un animal vivo con magia nigromántica, ¿qué tendría que hacer?
    — ¿Por contaminar te refieres a...?
    No había modo de responder a aquella pregunta sin mostrar mis cartas. Era demasiado estúpida para aquel trabajo.
    — Una cantidad suficiente de magia nigromántica para producir un registro de poder combinado.
    — ¿De qué color?
    Hice un esfuerzo para no hacer rechinar los dientes.
    — Naranja pálido.
    Ghastek reflexionó un instante.
    — Bueno, la respuesta obvia sería alimentar al animal en cuestión con carne imbuida de nigromancia. Si una rata se ha atiborrado de la carne de un vampiro, la magia nigromántica se alojaría en su estómago. Parte de ella pasaría a su sistema sanguíneo. Pero, aunque obvia, la respuesta es errónea. He escaneado a animales que se han alimentado con carne no—muerta y el registro de poder solo mostraba un arco nigromántico.
    — ¿La magia de la carne no—muerta anuló la magia del animal? Ghastek asintió.
    — Sí. Para conseguir un registro de poder combinado, la influencia de la magia nigromántica habría de ser muy sutil. En teoría, y solo en teoría, sería necesaria la reproducción.
    — No lo entiendo.
    — Si me lo pides educadamente, puede que te lo explique —dijo Ghastek. — ¿Podrías ser tan amable de explicármelo, por favor? Es muy importante y te lo agradecería enormemente.
    Ghastek se permitió una sonrisa. Tocó sus labios y desapareció en un suspiro, como si no fuera más que un espasmo muscular. Sonreí mostrándole los dientes.
    — Eres mucho más agradable cuando te comportas como un ser humano —dijo Ghastek. Mi sonrisa no había conseguido ponerle nervioso—. Tu bravuconería es divertida, pero algo cansada.
    Suspiré.
    — Soy una mere. Camino como una mere, hablo como una mere, actúo como una mere.
    — ¿Entonces admites ser un estereotipo andante?

    — Es más seguro —dije honestamente. Por un instante pensé que comprendía el significado profundo de mis palabras. Entonces dijo:
    — ¿Estábamos hablando de ratas?
    — Sí. Y te lo he pedido amablemente.
    — En teoría, si cogiéramos a una rata hembra y la alimentáramos con carne no—muerta, mientras le permitimos aparearse y tener crías, y después repitiéramos el proceso con estas, en algún punto del proceso los descendientes de la rata original podrían presentar rasgos permanentes de magia nigromántica, lo que produciría los registros de poder combinados. Algo parecido al naranja pálido en el escáner—m.
    — Gracias.
    — No, gracias a tí. —Ghastek sonrió.
    El agua de la fuente de shiva era refrescante. Me mojé la cara con ella y resistí la tentación de tumbarme en el encantador suelo de cemento. La pequeña prueba de Nataraja había vuelto a minar mis reservas, pero nuevamente había conseguido evitar hacer una demostración de mi poder, como él siempre intentaba provocar. Me senté en el borde de la fuente.
    — Estoy cansada. Me siento sucia y necesito una ducha. ¿Qué tal estás tú?
    Derek se agarró al borde y sumergió la cabeza en el agua. Cuando volvió a enderezarse, sacudió la cabeza, lanzando gotitas de su pelo húmedo, y se lavó las ventanas de la nariz como hacían los cambia formas cuando querían deshacerse de un olor intenso.
    — Ese lugar apesta a muerte —dijo.
    — Sí. ¿Sabes que no es muy inteligente provocar a Nataraja?
    — Mira quién habla.
    — Él espera que lo haga. Aun así, ha sido muy divertido. ¿Qué te parece Rowena?
    — No quieres saberlo —dijo él.
    — Tienes razón. Probablemente no. A mí me resulta inquietante.
    — ¿Porque es más guapa que tú?
    Hice una mueca.
    — Derek, jamás le digas a una mujer que alguien es más guapa que ella. Será tu enemiga para toda la eternidad.
    — Tú eres más divertida que ella. Y más fuerte.
    — Oh, gracias. Por favor, continúa reforzando el hecho de que ella es más atractiva. Si se te ocurre decir que tengo más personalidad, descubrirás hasta qué punto soy más fuerte que ella.
    Derek sonrió abiertamente. Nos dirigimos hasta donde estaban nuestros caballos.

    —Ten cuidado mientras nos alejamos —le dije. Me miró con semblante desconcertado. — Soy el que debe protegerte. Ten cuidado tú.
    Agité la cabeza. Por fin disponía de mi caballero de la brillante armadura. Una lástima que fuera un hombre—lobo adolescente.
    — ¿Crees que la Nación intentará algo?
    — La Nación no. —Ralenticé el paso—. La Manada y la Nación han perdido más o menos al mismo número de sus miembros y los asesinatos tuvieron lugar en la frontera entre ambos territorios. La sucesión de acontecimientos parece cuidadosamente organizada.
    — ¿Por Nataraja?
    — Por alguien que se beneficiaría de una guerra entre la Manada y la Nación. — ¿Como Nataraja?
    — ¿Puedes olvidarte un segundo de Nataraja? —le dije con el ceño fruncido—. Nate es, por encima de todo, un hombre de negocios. Sí, le encantaría reducir el poder de la Manada. En un conflicto directo, lo más probable es que la Nación saliera victoriosa, pero la dejaría tan debilitada que el eructo de un bebé provocaría su derrumbe. Ahora mismo la guerra no les saldría gratis, por eso nos han invitado al Casino. Pese a toda su fanfarronería, están preocupados. No solo han perdido a seis vampiros, que son costosos de reemplazar; también intuyen la presencia de algo amenazador. ¿Por qué crees que Ghastek nos acompaña a casa?
    — ¿Qué amenaza? —Derek se encogió de hombros. Había olvidado lo agradable que era comentar una teoría con alguien.
    — ¿Conoces la expresión «hacer un Gilbert»? ¿Sabes cuál es su origen?
    — No.
    — Hace unos nueve años, un Señor de los Muertos solitario llamado Gilbert Caillard intentó hacerse con el control de la Nación atrapando a Nataraja en un anillo de esclavitud sexual. Lo que es doblemente irónico, porque dudo que esa serpiente haya practicado sexo alguna vez, y mucho menos promoverlo. En resumen, el razonamiento de Gilbert era que si la Nación se sentía deshonrada y arrestaban a Nataraja, él podría presentarse como la solución y asumir el control. Era extremadamente poderoso y estuvo a punto de conseguirlo.
    — ¿Crees que ha regresado?
    — No, Gilbert está muerto. Nataraja le mató e hizo quemar su cabeza. Aún lleva sus cenizas en un saquito colgado al cuello. Pero lo que está ocurriendo se parece bastante a un Gilbert. No cabe duda de que el plan es brillante: Iniciar una guerra entre la Manada y la Nación y aparecer de repente para tomar el control de manos de un Nate debilitado y moribundo.

    — Me gusta eso de moribundo — dijo Derek.
    — Uno, miembros de la Manada despedazados por animales con registros de nigromancia, probablemente alimentados con carne no—muerta.
    Dos, vampiros desaparecidos a manos de alguien con conocimientos avanzados de la anatomía vampírica. Y tres, Nate está asustado. Echa una ojeada a las almenas. Ha doblado las patrullas. Verás, la Nación codicia el poder por encima de todo. No suelen fomentar este tipo de insurrecciones sangrientas, pero si el vencedor jura obediencia a Roland y hace las proclamaciones adecuadas, lo más probable es que se salga con la suya. Creo que tenemos entre manos a un Señor de los Muertos proscrito. —No podía ser otra cosa. Era lo único que tenía sentido.
    — ¿Quién es Roland? —preguntó Derek súbitamente, colándose en mis pensamientos. — ¿Roland? Es el líder legendario de la Nación. Según ciertos rumores, está vivo desde la primera vez que la magia desapareció del mundo, hace unos cuatro mil años. Se dice que posee un poder extraordinario, casi divino. Algunos aseguran que es Merlin, otros que es Gilgamesh. Parece ser que tiene sus propios objetivos y utiliza a la Nación para conseguirlos, aunque la gran mayoría de ellos no lo han visto nunca. No existe prueba alguna que demuestre su existencia, y la gente profana como tú o yo ni siquiera debería conocer su nombre.
    — ¿Existe realmente?
    — Oh, por supuesto. Es real.
    — ¿Cómo supiste de él?
    — Es parte de mi trabajo. Y confía en mí, chico maravilla, sé mucho más de lo que es recomendable. Conozco sus costumbres. Lo que le gusta comer, el tipo de mujeres que le gusta llevarse a la cama, los libros que lee. Sé todo lo que mi padre sabía sobre Roland. Incluso conozco su auténtico nombre.
    El flujo de gente que se dirigía hacia el arco blanco de las puertas había disminuido. Era tarde o temprano, dependiendo del punto de vista de cada cual.
    Las garras huesudas y frías del miedo se clavaron en mi espalda. El vello de la nuca y de los brazos se me erizó. Un vampiro. Muy cerca.
    El caballo de Derek relinchó, pero Frau permaneció estoica. Me encantaba aquella yegua.
    Me di la vuelta lentamente y vi cómo el chupasangre descendía por uno de los muros blanquecinos del Casino. Gateaba de cabeza para abajo, como una lagartija imitante, sus garras amarillentas clavándose en la argamasa. Su pálido cuerpo, rígido por culpa de los músculos secos y fibrosos, rebosaba nigromancia.
    El vampiro continuó bajando hasta que su cabeza quedó al mismo nivel que la mía e irguió la cabeza. En vida había sido una mujer. La no—muerte había endurecido sus facciones, asemejándola a una víctima de campo de concentración.

    La chupasangre me observó con ojos angustiados. Levantó una mano y vi que en ella llevaba un pequeño objeto. Abrió lentamente la boca y su rostro se crispó al intentar mudar completamente sus facciones.
    — Creo que esto es tuyo —dijo la voz de Ghastek a través de la garganta del vampiro. Los dedos de esta se abrieron y el objeto cayó. Lo atrapé antes de que llegara al suelo: mi daga. Muy considerado. Incluso se había tomado la molestia de eliminar la sangre del chupasangre de su hoja.— Dime una cosa, Kate —dijo Ghastek—. ¿Por qué pintas las dagas de negro?
    — Para que no brillen cuando las lanzo.
    — Ahh. Muy obvio, ahora que lo pienso. —La garganta del vampiro apestaba a muerte.
    — ¿Podemos irnos?
    — Por favor.
    — ¿Adonde nos dirigimos?
    Sabía perfectamente dónde estaba el apartamento de Greg. Seguramente lo vigilaban las veinticuatro horas del día.
    — Llévame hasta el límite de vuestro territorio. La esquina de White y Maple será suficiente. —Recordé demasiado tarde que Greg había muerto en esa intersección—.
    Esto no es necesario, ¿lo sabes, verdad?
    — Lo es. Si murieras tras visitar el Casino, tendríamos que responder a muchas preguntas incómodas.
    Acaricié el cuello de Frau, desaté las riendas y monté en ella.
    — Un caballo —dijo Ghastek con asco—. Debería haberlo imaginado.
    — ¿Tienes algo en contra de los caballos?
    — Soy alérgico. Aunque tampoco importa mucho, dadas las circunstancias.
    Se dedicaba a pilotar vampiros pero un buen caballo le hacía estornudar. — Ve por delante —le dije. El vampiro se puso en movimiento, corriendo en posición vertical pero con pasos torpes y cansinos. Los chupasangres no están acostumbrados a correr por el suelo. Requiere coordinación y respirar correctamente, y para alguien que no necesita respirar, la mecánica se convierte en algo poco natural.
    Apreté suavemente el costado de Frau y la yegua empezó a avanzar hasta estabilizarse en un trote ligero. Derek, montado en su caballo castrado, me seguía de cerca. Tenía la sensación de que si el chupasangre se colocaba a la distancia adecuada, Frau intentaría averiguar qué se siente al pisotear a uno.
    Ghastek hizo avanzar al vampiro hasta la siguiente calle y entonces decidió subirlo a terreno elevado. Gateó por la fachada del edificio y saltó sobre el siguiente, desafiando la ley de la gravedad.

    Su cuerpo demacrado se escurrió por la tercera fila de ventanas, sujetándose con las garras el tiempo suficiente para coger impulso; silencioso, indetectable, un nuevo tipo de horror.
    Derek y yo nos mantuvimos en las calles menos transitadas, evitando las arterias principales. Un jinete pasó a nuestro lado montado en un caballo blanco como la nieve, elegante y de mirada inteligente, una montura entre un millón.
    El jinete vestía una cara chaqueta de piel con el cuello de pelo de lobo. Nos miró detenidamente y siguió adelante mientras se recolocaba la ballesta que llevaba a la espalda. Giré la cabeza para observar la espalda del hombre esperando ver en ella un cartel que proclamara Soy rico, por favor, róbenme. No vi ninguno. Supuse que el hombre pensaría que con el caballo había más que suficiente.
    Frente a nosotros, un grupo de chicos estaban reunidos alrededor del fuego que quemaba en el interior de un bidón metálico. Las llamas anaranjadas lamían los bordes del bidón, iluminando de amarillo sus mugrientos y resueltos rostros. Un muchacho esquelético enfundado en una sucia sudadera y con varias plumas colgando del desgarbado cabello recitaba algo con gran dramatismo y lanzó al fuego lo que me pareció una rata muerta. Hoy en día todo el mundo era brujo.
    Los chicos me observaron cuando pasé por su lado. Uno de ellos me maldijo con entusiasmo, intentando obtener una reacción por mi parte. Me reí suavemente y continué adelante.
    Si realmente teníamos entre manos a un Señor de los Muertos que actuaba por su cuenta, no tenía la menor idea de cómo dar con él. Tal vez si tuviera una gran jaula sobre un poste y atara a uno de los vampiros de Ghastek a este...
    Llegamos a Rufus y nos dirigimos al norte, hacia la calle White. El nombre tenía su origen en la nevada del 14, cuando el feo asfalto de las calles quedó cubierto por diez centímetros de nieve. Diez centímetros de nieve no era algo muy inusual en Atlanta, aunque aquello tuvo lugar en mayo y la nieve no se derritió los meses siguientes pese a que la temperatura alcanzó los treinta y siete grados. Finalmente, se descongeló tres años y medio después, durante un veranillo de San Martín.
    Cuando llegué a la esquina, me detuve. La retorcida figura del vampiro de Ghastek estaba colgada de una farola, enrollado a ella como una serpiente en la rama de un árbol. Me miró con unos ojos rojos que destellaban sutilmente, revelando el influjo de la magia. Ghastek estaba concentrándose para mantenerla activa.
    — ¿Problemas? —pregunté en voz baja.
    — Una interferencia. —La voz de Ghastek sonó como si el aire hubiera pasado á través de unos dientes apretados. Alguien intentaba obstaculizar el control sobre su vampiro.

    Desenvainé a Asesina y la apoyé en el cuello de Frau. El metal humeaba y una delgada capa de humedad hacía brillar la hoja. Podía estar reaccionando ante el vampiro de Ghastek o ante otra cosa.
    Detrás de mí el caballo de Derek relinchó débilmente.
    — No bajes del caballo —le dije.
    Mientras Derek permaneciera sobre la silla, continuaría actuando como un humano.
    Desmonté y até la yegua a una valla metálica. El vampiro de Ghastek se desenroscó de la farola y se deslizó silenciosamente hasta el suelo. Avanzó con pasos inseguros hasta la intersección.
    — Ghastek, ¿adonde vas?
    Un carro tirado por dos caballos apareció por la calle a trote ligero. Los caballos intuyeron la presencia del vampiro y se encabritaron, inclinando el carro hacia un lado pero no lo suficiente como para hacerlo volcar. La rueda izquierda golpeó al vampiro con un sonido de huesos rotos y lo lanzó a unos cuantos metros de distancia. El conductor escupió un conjuro e hizo chasquear las riendas, forzando a los caballos a un galope frenético, y desapareció por el otro extremo de la calle en un abrir y cerrar de ojos.
    El vampiro quedó tendido en el suelo en una postura lamentable y poco natural.
    Perfecto. Empuñando a Asesina, me dirigí hacia la calle.
    — ¿Ghastek? —le llamé en voz baja.
    Di vueltas a su alrededor con la espada en mano. Una mueca desagradable le crispó el rostro. El pie izquierdo se movió con un espasmo.
    — ¿Ghastek?
    Un débil siseó llamó mi atención. Me di la vuelta. Nada. Una gota diminuta de luminiscencia líquida resbaló por la hoja de mi espada y cayó sobre el asfalto.
    Una ráfaga helada de terror me golpeó con la fuerza de un mazo. Giré rápidamente sobre mí misma, dejándome llevar por el instinto, y noté cómo la espada mordía carne justo cuando una figura grotesca se precipitaba sobre mí desde las alturas. La criatura se retorció en el aire para alejarse de la hoja y aterrizó en el suelo suavemente, de costado. El caballo de Derek relinchó y se internó en la noche, llevándoselo con él.
    Retrocedí hacia el cuerpo inerte del vampiro de Ghastek. Aquella cosa me siguió sobre las cuatro patas. Era un vampiro, pero uno tan viejo que no conservaba ninguno de los rasgos que tiempo atrás le habían permitido caminar erguido. Los huesos de la columna vertebral y de la cadera se habían alterado de forma permanente para permitirle andar como un cuadrúpedo.

    La criatura avanzó, esbelto y nervudo como un galgo. Una cresta huesuda de unos siete centímetros coronaba su lomo, formada por el crecimiento excesivo de las vértebras a través de una piel gruesa como el cuero. Se detuvo, bajó la cabeza hasta el suelo un instante y volvió a erguirla, sus ojos rojos como rubíes clavados en mí.
    Su rostro había perdido completamente su apariencia humana. El cráneo sobresalía formando una curva huesuda que se asemejaba a un cuerno para equilibrar unas enormes y desproporcionadas mandíbulas.
    La criatura no tenía nariz, ni siquiera el rastro del puente. Guando abrió la boca, tuve la sensación de que la cabeza iba a descoyuntarse por la mitad. Varias filas de dientes relucieron en la oscuridad. No solo me los clavaría y me desgarraría con ellos, sino que me trituraría.
    Los ojos de la criatura se centraron en los míos. Las pupilas, semejantes a las de un búho, fulguraron con un rojo intenso.
    Se abalanzó sobre mí con rapidez sobrehumana. Apunté a su cuello y fallé. La espada se clavó hasta la empuñadura en su hombro. La cosa me levantó del suelo y volví a caer con un ruido sordo. La cabeza me rebotó en el asfalto y perdí el mundo de vista momentáneamente. Sentí cómo aumentaba la presión en mi pecho y los pulmones empezaron a reclamar su dosis de oxígeno. Me puse en tensión y envié una sacudida de poder a través de la hoja de Asesina.
    La empuñadura se separó de mi mano y la presión desapareció. Aspiré una bocanada de aire y me puse en pie de un salto, con el cuchillo arrojadizo en la mano.
    La criatura se sacudió a unos cuatro metros de mí, aturdida y desconcertada. La delgada hoja de mi espada descollaba por su espalda. Cinco centímetros más abajo y a la derecha y se la hubiera clavado en el corazón. El hombro de la criatura se sacudió y se retorció con un poderoso espasmo a medida que Asesina penetraba cada vez más en el músculo en busca del corazón. La carne alrededor de la hoja adquirió la textura de la cera derretida.
    La criatura giró la cabeza bruscamente para mirarme. Cincuenta centímetros más. Asesina tardaría unos tres minutos en seccionar la carne. Debía sobrevivir tres minutos.
    Ningún problema.
    Lancé la daga. La punta rebotó en el hueso justo por encima de la órbita izquierda. Espectacular.
    La criatura saltó, recorriendo sin esfuerzo aparente los cuatro metros que nos separaban, y una forma peluda colisionó contra ella en mitad del salto. Rodaron por el suelo, el vampiro y el hombre—lobo, uno rugiendo y el otro siseando. Fui tras ellos. Por un instante Derek consiguió inmovilizar al chupasangre clavándole las garras en el estómago, pero el vampiro se deshizo de él con un movimiento brusco.

    Me abalancé sobre él. No esperaba mi ataque, de modo que logré darle una patada limpia en el hombro. Fue cómo golpear una columna de mármol. Oí el crujido del hueso y le lancé dos rápidos golpes en la nuca. La criatura se arrastró hacia mí, rasgándome la ropa en un torbellino de dientes y garras. Lo esquivé lo mejor que pude. El monstruo no emitía sonido alguno. Una de sus garras me alcanzó y un abrasador latigazo de dolor se extendió por mis costillas y estómago.
    Sus colmillos se cerraron a pocos centímetros de mi rostro. Me enderecé, esperando que sus horribles fauces me engulleran, pero el vampiro me dejó ir y retrocedió.
    Un nuevo conjunto de brazos empezó a crecerle en la espalda. Le rodearon el cuerpo y vi al vampiro de Ghastek colgado de su cuello.
    El chupasangre hizo retroceder al monstruo con las uñas clavadas en su formidable cuello. La criatura arañó los brazos que le inmovilizaban y se encabritó. Derek se agarró a sus piernas traseras. El vampiro pataleó, pero Derek se aferró con fuerza. Corrí hacia él y le propiné una patada en su destrozado pecho. Los huesos cedieron. La carne del vampiro se desgarró como una bolsa de agua rebosante, vertiendo sobre el asfalto un torrente de líquidos nauseabundos.
    La criatura chilló por primera vez, un sonido chirriante y enfurecido. Las venas bajo su pálida piel se hincharon y sus ojos ardieron con un rojo intenso, iluminando su rostro. Había sufrido demasiados daños y estaba a punto de sucumbir a la sed de sangre y romper el vínculo que le unía a su señor. Se deshizo del vampiro de Ghastek como un terrier se desharía de una rata. Derek continuó agarrado a sus piernas, ignorante del peligro.
    — ¡Suéltalo! —le dije al hombre—lobo propinándole una patada. Me rugió con furia y volví a patearlo. Se soltó y se acercó a mí rugiendo. Lo aparté de en medio de un empujón.
    La criatura continuó chillando mientras su cuerpo se contraía y se combaba y sus músculos formaban nudos y se estiraban repentinamente. Unas púas huesudas le atravesaron los hombros, curvándose desde su esqueleto como cuernos. Volvió a encabritarse y empezó a golpear el suelo con las zarpas, dejando marcas en el asfalto. Vi a Asesina a través del boquete en su pecho.
    El vampiro se abalanzó sobre mí con una velocidad asombrosa, imposible de detener. Al colisionar, agarré la empuñadura de Asesina y empujé con toda la fuerza que aún me quedaba. Caímos sobre el asfalto y nos deslizamos hasta chocar contra una pared. Fue una suerte que se interpusiera en nuestro camino. De otro modo, lo más probable es que hubiéramos seguido deslizándonos hasta el infinito.
    Me quedé inmóvil. La sangre de la criatura manaba de su destrozado corazón, bañándome con su viscosidad. Unos círculos de luz bloqueaban mi visión.

    Paulatinamente, distinguí dos ojos que brillaban con un amarillo sutil sobre el hombro del vampiro. Parpadeé y mis ojos enfocaron la peluda pesadilla en forma de rostro. — ¿Estás bien? —dijo Derek con voz ronca. Con un breve gruñido, Derek apartó el cuerpo de la criatura y me ayudó a ponerme en pie.
    — Gracias —dije.
    Derek estaba sangrando. Tenía un largo corte en la pierna derecha y marcas dentadas de garras en el hombro.
    Se dio cuenta de que estaba examinando sus heridas y se dio la vuelta con un gruñido antes de que pudiera comprobar el estado de su cadera. También estaba sangrando.
    Una sensación abrasadora me recorrió la cintura y, al doblarme sobre el estómago, el dolor aumentó.
    Apoyé un pie en el cuerpo del vampiro y extraje a Asesina. No opuso la menor resistencia; la carne que rodeaba la hoja se había licuado al entrar en contacto con su magia. Me coloqué en posición, hice oscilar la espada y seccioné el cuello de la criatura. La deformada cabeza rodó sobre el asfalto. Al recogerla, descubrí que el fuego de sus ojos se había a extinguido. Parecían vacíos. Muertos.
    Empapada de sangre nauseabunda y dolorida, miré hacia el lugar donde había dejado a Frau. La yegua seguía impertérrita. No me lo podía creer. Me acerqué a ella, cojeando ligeramente. Por alguna razón desconocida, el mero hecho de andar me resultaba problemático. A medio camino, cambié de dirección y me encaminé hacia donde yacía el vampiro de Ghastek.
    Estaba tendido sobre su estómago, con el rostro en mi dirección. Incliné la cabeza hasta ponerme a su altura y le golpeé en la frente con un dedo.
    — Supongo que esto equilibra las cosas. ¿Qué edad tiene, Ghastek? ¿Trescientos años? ¿Más? El vampiro intentó decir algo. Agité la cabeza.
    — No importa. Ya lo descubriré. Gracias por la ayuda. Puedes decirle a Nataraja que se meta su seguridad por donde le quepa.
    El vampiro movió una mano y me agarró el tobillo. Suavemente, la aparté de mi ensangrentado pie, pasé por encima de él y me dirigí hacia el caballo.
    Derek miró al chupasangre con malicia.
    — Déjalo estar. Hemos de largarnos de aquí antes de que llegue la patrulla de limpieza de la Nación.
    Acaricié a Frau y metí la cabeza en la alforja. La yegua resopló, ofendida por el horrible hedor.
    — Lo siento, cariño.
    Extraje una gran bolsa impermeable del ejército.
    — Gasolina —le dije a Derek como si no fuese capaz de captar el olor.

    Rocié con gasolina al engendro, tiré la bolsa al suelo y saqué la caja de cerillas con dedos temblorosos. Intenté encender una cerilla, dos; al cuarto intento la gasolina prendió. El vampiro de Ghastek soltó un alarido mientras sus indicios y mi sangre se convertían en humo.
    Me interné en la noche montada sobre Frau y mi leal lobo nos siguió, cojeando. Al llegar junto a los chicos que jugaban con ratas muertas, Derek se desplomó. Cayó hacia delante, golpeando el asfalto con el hocico. Los chicos lo miraron sorprendidos pero no se asustaron.
    El hombre—lobo se convulsionó levemente y despidió una neblina, dejando el cuerpo humano desnudo y hecho un ovillo en el suelo. Los chicos continuaron observándolo.
    El tajo en el muslo era más profundo de que lo había creído en un principio. Las garras de la criatura habían seccionado el grueso revestimiento muscular del cuádriceps, penetrando profundamente en la pantorrilla. Eché un vistazo a la herida y vi que tenía la arteria femoral destrozada. La carne alrededor de la herida palpitaba. Vasos sanguíneos desgarrados avanzaban rápidamente entre los músculos que empezaban a fusionarse. El Lic—V había obstruido su conciencia para dedicar toda la energía a las reparaciones.
    El dolor en mi abdomen se intensificó y empezó a subirme por el pecho. Apretando los dientes, puse a Derek boca abajo, pasé un brazo bajo su cadera y deslicé el otro por su pecho. Era más pesado de lo que parecía, sesenta y cinco kilos, tal vez setenta. Daba igual. — ¡Señora! —dijo el chico con plumas en el pelo.
    Se mantenían muy juntos. Debíamos de ser todo un espectáculo: Derek, desnudo y repentinamente sin rastro de pelo, y yo, empapada de sangre y con la espada aún humeando en su vaina.
    — ¿Necesita ayuda? —dijo el chico.
    — Sí —dije con voz ronca.
    Se acercó, cogió a Derek por los pies y giró la cabeza
    — Mike.
    Mike escupió hacia un lado e intentó poner Cara de matón El chico de las plumas le miró fijamente. .
    — ¡Mike!
    Mike volvió a escupir para mantener las apariencias no le quedaba mucha saliva, se acercó y cogió a Derek por los hombros sin mucha pericia.
    — Sujétalo por las axilas — le dije.
    Me miró con miedo reflejado en sus ojos, apretó la mandíbula y me obedeció. — A la de tres –murmuré—. Tres.

    Tiramos de él. El mundo se tambaleó bajo mis pies en un torbellino de dolor, pero logramos colocar a Derek a horcajadas sobre Frau. No le pasaría nada. El Lic—V se encargaría de curarle y mañana por la mañana estaría como nuevo. Yo, por otro lado... Una húmeda mancha de sangre se estaba extendiendo a una velocidad alarmante bajo mi chaqueta. Si la sangre empezaba a gotear, mis problemas se multiplicarían. Al menos seguía notando el dolor.
    — Gracias —les dije a los chicos en un susurro.
    — Me llamo Red —dijo el chico de las plumas. Metí una mano en el bolsillo del pantalón. Mis dedos localizaron la tarjeta. Se la di al chico después de limpiar la sangre que la cubría con la manga de la chaqueta. No era mi sangre, sino la de Derek.
    — Por si alguna vez necesitas ayuda —le dije.
    La aceptó con solemnidad y asintió.
    La escalera estaba completamente sumida en la oscuridad.
    Subí por ella, asegurándome de que la presión constante del cuerpo de Derek estuviese bien distribuida sobre mi espalda. Si me inclinaba ligeramente a la derecha, el dolor era soportable, de modo que subí a Derek y la bolsa un escalón tras otro, intentando mantener el ángulo adecuado y teniendo mucho cuidado donde ponía el pie. No estaba muy segura de si un hombre—lobo sobreviviría a un cuello roto, pero sabía que yo no.
    Me detuve en el rellano para coger aire y eché un vistazo a la puerta de mi apartamento.
    Había un hombre sentado en un escalón, con la cabeza apoyada en la pared. Dejé con cuidado a Derek en el suelo y eché mano de la espada. El pecho del hombre bajaba y subía con un ritmo sutil y regular. Subí el tramo de escalera silenciosamente y con los dientes apretados hasta que pude verle la cara. Crest. No se despertó.
    Le di unos golpecitos en la cabeza con la hoja de la espada. Cuando yo me despierto, lo hago súbita y silenciosamente, y mi mano siempre busca la espada incluso antes de abrir los ojos. Crest despertó como un hombre que no está acostumbrado a vivir peligrosamente, con envidiable lentitud. Parpadeó y reprimió un bostezo mientras intentaba enfocarme.
    Le di un instante para que me reconociera.
    — ¿Kate?
    — ¿Qué estás haciendo aquí?
    — He venido a recogerte para ir a cenar. —Teníamos una cita.
    Mierda. Lo había olvidado completamente.
    — He estado liado hasta las diez –continuó—. Te llamé pero no contestaste al teléfono. Aunque ya era un poco tarde, pensé en pasarme por aquí con la pipa de la paz. —

    Sostuvo en alto una bolsa de papel llena de cajas blancas decoradas con estilizados símbolos chinos en tinta roja—. No estabas en casa, así que decidí esperar un par de minutos, me senté en la escalera... —Su cerebro finalmente registró mi ropa manchada de sangre, la espada y los pegotes de sangre seca que decoraban mi rostro. Abrió mucho los ojos.
    — ¿Estás bien?
    — Viviré.
    Abrí con la llave la puerta de mi apartamento y retiré el conjuro protector. — Hay un hombre desnudo en el descansillo —dije con la esperanza de evitar preguntas al respecto. Voy a subirlo y a meterlo en el apartamento.
    Sin decir una palabra, Crest dejó la bolsa con la comida china en el pasillo del apartamento y bajó las escaleras para recoger a Derek. Le subirnos juntos y lo dejamos sobre la alfombra del pasillo. Cerré la puerta al mundo exterior y dejé escapar el aire.
    Me quité las zapatillas y encendí la lámpara. Me las había vuelto a manchar de sangre. Bueno, nada que un montón de lejía no pudiera solucionar.
    Las diminutas llamas de las lámparas feéricas bañaron el apartamento con una luz suave y confortable. Crest se arrodilló para examinar la pierna de Derek.
    — Necesita atención médica —dijo. Su voz estaba puntuada por el tono distante, breve y profesional que los buenos médicos suelen utilizar bajo presión.
    — No, no la necesita.
    Crest me miró fijamente.
    — Kate, el corte es profundo y está sucio. Y probablemente la arteria esté seccionada. Morirá desangrado.
    Noté un ligero mareo y me tambaleé. Necesitaba sentarme, pero los sofás y las sillas eran más difíciles de limpiar con lejía que el calzado.
    — No está sangrando.
    Crest abrió la boca y volvió a examinar la herida.
    — Mierda.
    — El Virus Lico en acción —le dije antes de dirigirme a la cocina. No encontré hielo, y rascar las paredes del congelador no me pareció la mejor idea en aquel momento, de modo que dejé la bolsa en la pica y me quité la destrozada chaqueta con un latigazo de dolor. El top estaba completamente empapado de sangre. Intenté quitármelo pero estaba pegado a la piel. Busqué unas tijeras en el armario de los trastos, encontré unas e intenté cortar los tirantes.
    Las tijeras quedaron incrustadas a la tela empapada. Lancé una maldición y Crest apareció a mi lado, su mano sobre las tijeras.

    — Si recuerdo bien, tú no tienes el Lie—V —dijo y la camiseta cayó al suelo en una masa pesada y húmeda.
    Crest se agachó para examinar las marcas irregulares que habían dejado las garras en mi estómago.
    — ¿Son muy graves? —le pregunté.
    — Superficiales. Dos laceraciones profundas, aquí y aquí. —Aunque su dedo rozó mi piel con suavidad, no pude evitar hacer una mueca.
    — Duele.
    — Me lo imagino. ¿Quieres que te acompañe a urgencias?
    — No. Hay un botiquín—r sobre la mesa del salón —dije. Con aquel tipo de magia, un botiquín de regeneración era tan útil como un médico de conjuros. Costaba un ojo de la cara, pero valía la pena. Y su magia curaba prácticamente sin dejar cicatrices. Crest me miró.
    — ¿Estás segura? Podríamos coserlo en poco tiempo.
    — Estoy segura.
    Se marchó en busca del botiquín—r. El problema con los tratamientos regenerativos era que, a veces, como ocurría con todo lo relacionado con la magia, se volvían contra uno y acababan consumiendo la herida en lugar de curarla.
    Me deshice de los pantalones, la ropa interior y el sujetador de camino al baño y me metí en la ducha. El agua se llevó la sangre. Me dolía el estómago. Cuando la sangre dejó de acumularse a mis pies, apagué el grifo y le grité a Crest que entrara. Lo hizo, con el rollo de papel marrón en la mano.
    — ¿Sabes cómo se aplica? —le pregunté.
    — Soy doctor en medicina.
    — Algunos doctores en medicina no quieren saber nada de los tratamientos regenerativos.
    — No me dejas muchas más opciones –dijo—. Levanta los brazos.
    Me llevé las manos a la cabeza y recité el conjuro. Crest desató la cuerda que mantenía unido el papel y lo desenrolló. Contenía un vendaje y una tira larga y ancha, embadurnada con un ungüento marrón y cubierta con un papel encerado. Crest retiró el papel y cogió la cinta por los extremos. Seguí recitando. El ungüento obedeció y empezó a licuarse. Un olor intenso a nuez moscada se extendió por la habitación. Crest aplicó la cinta, presionándola contra mi estómago. Esta se adhirió a él y una fresca sensación relajante se extendió por mis músculos, transformándose lentamente en una sensación cálida que se difundió por mi estómago y sofocó el dolor.
    — Mejor —murmuré. Crest me vendó la cintura. Tras un día agotador de trabajo, aquel hombre aparentemente normal recorría media ciudad solo para verme. ¿Por qué?

    ¿Qué se sentiría al regresar a casa tras un día duro de trabajo y, en lugar de lamerme las heridas solas en una casa oscura y vacía, le encontraba a él? Tal vez sentado en el sofá. Leyendo un libro. Quizá lo dejaría sobre la mesa y me diría: «Me alegro de que lo hayas conseguido. ¿Quieres un café?»
    Su mano rozó el tatuaje de mi hombro.
    — ¿Por qué un cuervo?
    — En recuerdo de mi padre.
    Sus dedos siguieron deslizándose suavemente por mi piel.
    — La inscripción que hay debajo, ¿está escrita en cirílico?
    — Sí.
    — ¿Qué pone?
    — Dar Vorona. Regalo del Cuervo. Soy el regalo de mi padre.
    — ¿Para quién?
    — Esa, querido doctor, es otra historia.
    — El cuervo lleva en las patas una espada sangrienta —dijo Crest, pensativo. — No he dicho que fuera un regalo agradable. —Terminó de vendarme y lo examinó detenidamente.
    — Sabes que estas cosas son poco fiables, ¿verdad? —Su voz se vio acentuada por una nota de reproche.
    —Funciona once de cada doce veces. Diría que eso es más fiable que conseguir un orgasmo en una cita a ciegas y las mujeres siguen intentándolo.
    Crest parpadeó y rió débilmente.
    — Nunca sé qué vas a decir a continuación.
    — Yo tampoco.
    Se puso en pie y me rodeó con los brazos. Qué agradable. Resistí el impulso de recostarme sobre él.
    — ¿Tienes hambre?
    — Muchísima —murmuré.
    — La comida debe de estar fría.
    — No me importa.
    Me besó en el cuello. El roce de sus labios provocó una cálida oleada que se extinguió en la punta de los dedos de los pies. Giré la cabeza y volvió a besarme, esta vez en los labios. Estaba tan cansada... Deseaba fundirme contra su cuerpo y permitir que me abrazara. — Estás intentando aprovecharte de una mujer herida y desnuda.
    — Lo sé —me susurró en el oído, atrayéndome hacia él—. Es terrible.
    Por favor, no te sueltes. ¿Qué estoy haciendo? ¿De verdad estoy tan desesperada? Respiré hondo y me aparté de él con delicadeza.

    — Tengo que acabar el trabajo. No creo que te guste verlo.
    — Déjalo para después —susurró y me besó de nuevo. En lugar de deshacerme de él, me acurruqué entre sus brazos. No había nada que deseara más que aquello, estar junto a él, oler el aroma de su piel, sentir sus labios en los míos... Pero entonces la cabeza del vampiro perdería el último rastro de magia y Derek y yo habríamos sangrado por nada. Pobre Derek.
    — No —dije con una mueca en el rostro—. Sería demasiado tarde.
    — Primero el trabajo, ¿no?
    — Esta noche. No siempre.
    — Me quedaré a verlo —dijo él.
    — No te gustará, confía en mí.
    — Es parte de lo que haces. Quiero verlo.
    ¿Por qué? Me encogí de hombros y fui al dormitorio a buscar algo de ropa. Crest no me siguió.
    Dispuse una bandeja de plata sobre la mesa de la cocina. Apoyada sobre cuatro patas, la bandeja quedaba a unos siete centímetros de la superficie de la mesa. Greg tenía una excelente selección de hierbas en su apartamento. Tras combinarlas en la proporción exacta, distribuí la mezcla aromática sobre la bandeja hasta cubrir completamente el metal. Crest estaba sentado en una silla, en un rincón de la cocina, observándome.
    Aflojé la cuerda de la bolsa, extraje la cabeza y coloqué la monstruosidad sobre la mezcla, equilibrándola sobre el inestable cuello.
    — ¿Qué demonios es eso?
    — Un vampiro —dije.
    — He visto fotografías y no se parecen en nada a eso.
    — Este es muy viejo. Calculo que tiene un par de siglos. La no—muerte provoca ciertas transformaciones anatómicas. Algunas son inmediatas y otras tardan más tiempo en desarrollarse. Cuanto más viejo es el no—muerto, más evidentes son las transformaciones. Un vampiro nunca termina de evolucionar. Es una pesadilla en progreso. —Aunque era algo que no dejaba de inquietarme, ya que hace doscientos años, cuando la tecnología estaba en pleno auge, los vampiros no tendrían que haber existido. Ni mi educación ni mi experiencia me ofrecían una explicación plausible a la existencia de aquella monstruosidad, de modo que lo dejé a un lado para futuras elucubraciones.
    Me hice con un recipiente profundo de vidrio, como el que se utiliza para hornear la lasaña, lo situé frente a la bandeja y ligeramente por debajo de esta y vertí en él dos cuartas partes de glicerina. El líquido transparente y viscoso llenó el recipiente y se estabilizó.

    Desenfundé una de mis dagas. Crest sonrió al ver la hoja negra.
    — Curioso.
    — Sí.
    Aquello no iba a ser agradable y tampoco era el tipo de magia al que estaba acostumbrada. Algo dentro de mí se rebeló, algo nacido de las enseñanzas de mi padre y de mi propia visión del mundo y del lugar que ocupaba en él.
    La cabeza descansaba sobre el lecho de hierbas. Dentro de una hora no serviría para nada.
    Me pinché un dedo con la punta de la daga. Una gota de sangre brillante brotó a través de la piel. El poder la hacía palpitar y dejé que cayera sobre las hierbas. El poder de la sangre las inundó, actuando como catalizador, fusionando, dando forma, moldeando la fuerza natural de las plantas secas. Y entonces se elevó a través del muñón del cuello, extendiéndose por los capilares del rostro, envolviendo el cerebro, saturando la carne muerta. Yo lo guié, lo ayudé, hasta que la cabeza al completo quedó inundada de magia. Toqué con el dedo la gruesa piel de la frente del vampiro, dejando una mancha de sangre y enviando una pulsación de poder a través de la carne no—muerta. — ¡Despierta!
    Los ojos extintos se abrieron de repente. La horrible boca se abrió y se cerró sin emitir sonido alguno, contorsionándose con una elasticidad imposible.
    Crest cayó de la silla.
    El vampiro clavó sus imperturbables ojos en los míos.
    — ¿Dónde está tu señor? Muéstramelo. La cabeza despidió magia negra, saturando la habitación con ella. Se hinchó, feroz y cruelmente, como un animal salvaje listo para atacar. En el rincón, Crest dejó escapar el aliento entrecortadamente.
    Un temblor sacudió la cabeza. Los globos oculares se salieron de sus órbitas. La lengua negra, larga y plana, colgó de entre los labios de reptil y los afilados dientes la atravesaron sin verter ni una gota de sangre. Empalada en los dientes, la lengua se irguió obscenamente. Empujé con todas mis fuerzas, imponiendo el peso de mi poder sobre la resistente nigromancia.
    — ¡Muéstrame a tu señor!
    Los ojos del vampiro se cubrieron rápidamente de una sustancia roja. Dos espesos torrentes de sangre oscura empezaron a manar de lo que en otro tiempo fueron los conductos lacrimales. La sangre se abrió paso por sus mejillas y cayó sobre las hierbas, mezclándose con el torrente de sangre que brotaba del cuello seccionado. La apestosa sangre empapó las hierbas y se precipitó sobre la glicerina, formando una mancha irregular y airada sobre su superficie.

    La sangre se oscureció hasta adquirir una tonalidad prácticamente negra, y en ella distinguí la imagen distorsionada pero inconfundible de un rascacielos con el logo circular de la Coca—Cola medio enterrado entre los escombros.
    El distrito del Unicornio. Los huesos del cráneo crujieron como la cascara de una nuez al partirse. La carne empezó a despegarse del rostro, cayendo sobre las hierbas en largas tiras. La expuesta masa gelatinosa del cerebro brilló a través del cráneo fracturado. La cocina se llenó de un hedor putrefacto.
    Cubrí la cabeza con una bolsa de basura y di la vuelta a la bandeja, enviando la cabeza y las hierbas al interior de la bolsa. La até y la dejé en un rincón. La sangre en la glicerina se había coagulado, convirtiéndose en una asquerosa masa pútrida. Lo vacié todo en la pica.
    Crest se frotó la cara.
    — Te he avisado.
    Asintió. Me lavé las manos y los brazos hasta el codo con jabón perfumado y me dirigí al salón tras detenerme a comprobar cómo estaba Derek. Dormía como un bebé. Me senté en el sofá, me recosté y cerré los ojos. Aquel era el punto donde la mayoría de los hombres corrían para ponerse a cubierto.
    Permanecí tumbada, descansando. El apetito sexual había desaparecido, y en aquel momento el deseo que había sentido me pareció irreal, etéreo como un sueño medio olvidado. Oí cómo Crest entraba en el salón y se sentaba a mi lado.
    — Así que te dedicas a esto dijo.
    — Sí.
    Permanecimos en silencio unos segundos.
    — Puedo vivir con ello —dijo él.
    Abrí los ojos y le miré. Él se encogió de hombros.
    — No quiero volver a verlo, pero puedo vivir con ello. —Se inclinó hacia delante, apoyando los hombros en las rodillas—. ¿Alguna vez has conocido a alguien y has sentido...? No sé cómo describirlo... ¿Has sentido que se te escapaba algo? No sé... Olvídalo.
    Sabía a qué se refería. Estaba describiendo el momento en que te das cuenta de que estás solo. Durante un tiempo puedes estar solo y las cosas van bien y nunca te detienes a pensar que podrías vivir de otro modo y entonces conoces a alguien y de repente te sientes sola. Es algo que te golpea, casi como un dolor físico, y te sientes vacía y triste al mismo tiempo; vacía porque deseas estar con esa persona y triste porque no puedes soportar su ausencia.

    Es un sentimiento extraño, muy parecido a la desesperación, un sentimiento que te hace esperar junto al teléfono aun que sabes que aún falta una hora para que te llame. No estaba dispuesta a perder mi equilibrio. Aún no.
    Me acerqué a él y apoyé la cabeza en su hombro. Ambos sabíamos que el sexo quedaba descartado.
    — ¿Te importa si me quedo de todos modos? —me preguntó.
    — No.
    Me dormí recostada en él.


    Capitulo 6

    Desperté porque alguien me estaba observando.
    —¿Sabes que es de mala educación mirar a alguien de ese modo, chico maravilla? Derek miró a Crest con desdeño. El chico maravilla llevaba puestos unos pantalones que no reconocí. No habían salido del armario de Greg, por tanto, debía de haber salido del apartamento. ¿Exactamente adonde había ido? Durante la noche, habíamos adoptado una posición aproximadamente reclinada y estaba tendida sobre el pecho de Crest. Me incorporé.
    —¿No te parece bien? Derek negó con la cabeza.
    —No es asunto mío.
    —Pese a todo, no te cae bien, ¿verdad?
    —Él y tú... —Hizo un gesto con las manos, los dedos extendidos pero sin llegar a tocar los de la otra mano—. No acabáis de encajar.
    —¿Por qué no?
    —Tú eres más dura que él.
    —¿Y qué tiene eso de malo?
    —Se supone que el hombre debe ser el más fuerte de los dos. Para proteger.
    —¿Crees que necesito que alguien me proteja? —El tono amenazador apareció sin pretenderlo. —Nunca te dirá que no —dijo Derek.
    Le miré fijamente hasta que bajó la mirada.
    —Muy poca gente me dice que no —le dije.
    —Lo sé.
    —¿Cómo está tu pierna?
    —Bien. —¿Has salido mientras dormía?
    —Si. A dar una vuelta.
    —Quizá deberías dar otra.
    Se marchó sin decir palabra y desperté a Crest.
    —Hora de irte.
    Se frotó la cara con la palma de las manos.
    —¿Me he quedado dormido?
    —Son las seis y media.

    —El tiempo justo para llegar a casa y cambiarme de ropa. ¿Cuándo volveré a verte? Pensé en el logo de la Coca—Cola medio enterrado entre los escombros y en el vampiro de doscientos años. Tal vez nunca.
    ~¿Qué tal el viernes? Danos un par de dias para recuperarnos.
    —Entonces, hasta el viernes.
    Se marchó. No volvió a besarme.

    FISGONEÉ EN EL envase de papel que contenía el pollo General Tso y toqué un trozo con la punta del dedo. Estaba a temperatura ambiente. Me pasó por la cabeza la idea de verterlo en una sartén y llevarlo a una temperatura que lo hiciera comestible, pero calentarlo al fuego reblandecería las verduras y odiaba profundamente la comida recalentada. Mi padre, un creyente convencido de las propiedades nutricionales de las verduras hervidas y del caldo de carne, solía preparar extraordinarias sopas calientes. Frente a mis ojos pasó el recuerdo fugaz de su rostro mirándome con angustia mientras me entraban arcadas al comer col reblandecida y cebolla medio disuelta. Sonreí al envase y cogí un tenedor del cajón de la cocina. De todos modos la comida caliente estaba sobrevalorada.
    Pinché un trozo de pollo con la punta del tenedor, evitando cuidadosamente el grumo de pimiento verde. De repente, estaba hambrienta.
    Alguien llamó a la puerta.
    Me detuve con el tenedor a mitad de camino de la boca y me quedé mirando la puerta. Los golpes se repitieron. No era Derek. Él hubiera llamado más suavemente, casi disculpándose. Aquel bastardo llamaba como si estuviera haciéndome un favor. Miré el pollo, levanté la vista de nuevo a la puerta, me introduje en la boca un trozo grande de pollo y decidí averiguar quién se atrevía a profanar mi tiempo libre. La puerta se abrió de golpe y Curran apareció en el umbral. Llevaba puestos unos viejos téjanos y una sudadera verde, y con la mano sujetaba una bolsa de papel marrón. Levantó la cabeza y aspiró aire por la nariz, como suelen hacer los cambiaformas. —Tso, delicias de marisco y arroz frito —dijo—. ¿Vas a compartirlo?
    Me apoyé en la pared. Aunque la puerta estaba abierta, la barrera aún le impedía el paso, ofreciéndome un instante de placer.
    —Ah, eres tú. —Introduje el tenedor en el recipiente—. Pensé que era alguien importante Curran dio un paso adelante, rozando el conjuro.
    Un fogonazo carmesí hizo vibrar la barrera mágica y el señor de los cambiaformas se apartó de ella.

    —Un conjuro—dijo él.
    —Y uno muy bueno.
    Apoyó la mano en la barrera y empujó. Una luz roja brotó de sus dedos, extendiéndose por la barrera como las ondas que produce un guijarro al ser arrojado a un estanque en calma.
    —Puedo romperlo —dijo Curran. Enarqué una ceja.
    —Adelante. Los cambiaformas disponen de una resistencia natural a las barreras mágicas, de modo que su promesa tenía cierta credibilidad. Aun así, me había encargado personalmente de reforzar todos los conjuros de Greg. Si Curran lograba romperla, la resonancia del colapso me provocaría una migraña considerable, aunque dudaba que lo consiguiera. Era un buen conjuro.
    Curran se lo pensó un instante. Lo pude ver en sus ojos y, por un momento, pensé que lo haría. Pero, finalmente, se encogió de hombros.
    —Puedo romperlo o podemos comportarnos civilizadamente y dejarme entrar. ¿Cansado de demostraciones de poder, Su Majestad? Retiré el conjuro. Una oleada plateada se deslizó desde la parte superior de la puerta hasta disiparse en el suelo. —Entra. Avanzó a grandes zancadas hacia la cocina y se detuvo a mitad de camino con un gesto de repulsión en el rostro.
    —¿Qué demonios tienes en la despensa? ¿Un vampiro muerto?
    —No. Solo la cabeza. —Había asegurado la bolsa con dos nudos y, aun así, él podía olería. Me senté en el borde de la mesa y señalé con la cabeza los envases de cartón. —Sírvete tú mismo. Hay arroz frito por algún lado.
    Dejó la bolsa de papel en el suelo, cogió un recipiente idéntico a los demás, aceptó la cuchara que le ofrecí y lo abrió.
    —Guisantes —dijo con cara de asco—. ¿Por qué demonios tienen que poner siempre guisantes? —Dime, ¿qué te trae por aquí a estas horas?
    Utilizó la cuchara para extraer los guisantes con esmero y tirarlos a la basura.
    —He oído que tienes algo.
    —¿Chico maravilla se ha chivado?
    —Sí. —¿Cuándo? ¿Esta mañana? Curran asintió.
    —Es parte del juramento de sangre. Por ejemplo, si acabara con la pierna hecha papilla, su obligación sería alertarnos de que ya no puede protegerte con todas sus habilidades. Alguien tenía que venir y evaluar la situación.

    —¿Desde cuándo ese «alguien» eres tú? ¿No tienes a un montón de gallitos dispuestos a hacer el trabajo por ti?
    —Quería comprobar cómo estaba el chico.
    —Ayer por la noche tenía la pierna como si la hubiera metido en una trituradora. No me dejó examinársela, pero creo que el hueso está intacto. —El cuerpo de un cambiaforma cura las heridas en la carne en un par de días. Los huesos tardaban un poco más.
    Curran tragó una cucharada de arroz.
    —Supongo que sí. Es joven. Es importante mostrarte estoico cuando eres joven. ¿No le echaste la bronca, verdad?
    —No. Volverá cojeando dentro de poco.
    —¿Vas a mostrarme lo que le destrozó la pierna?
    —Cuando acabe de comer.
    —¿Problemas de estómago?
    —No. Es un coñazo volver a cerrar la bolsa.
    Alguien golpeó la puerta suavemente, con moderación, y nos interrumpió. Fui a abrir la puerta y dejé entrar a Derek. En cuanto vio a Curran, se detuvo. No se puso exactamente en posición de firmes, pero poco le faltó. Curran le indicó con un gesto que se acercara y Derek apartó una silla por el camino. Miré a Curran.
    —¿Queda arroz? —dije.
    Eligió otro recipiente y me lo pasó. Lo abrí y lo empuje en dirección a Derek.
    —Come. Derek esperó.
    Debía de estar hambriento. La cantidad de calorías que consumía su organismo para repararse a sí mismo aseguraba que empezara a salivar con el simple hecho de ver comida. —Derek, come —dije.
    Sonrió y continuó impertérrito.
    Algo no encajaba. Miré a Curran y sume dos más dos.
    —Esta es mi casa.
    Ambos me miraron con la expresión paciente que los tradicionalistas japoneses adoptan cuando un estúpido gajin les pregunta por qué se toman tantas molestias para tomarse una simple taza de té.
    —No comerá hasta que le diga que lo haga o hasta que yo haya terminado —dijo Curran—. No importa en la casa de quién estemos.

    Dejé el pollo sobre la mesa y me crucé de brazos. Podría discutir con él hasta acabar con el rostro amoratado pero no habría servido de nada. Los lobos de rango inferior no se alimentaban ante la presencia del Rey de la Manada. Era parte del Código. Vivían según sus reglas o perdían su humanidad.
    Curran se llevó otra cucharada a la boca y la masticó con parsimonia. Derek no movió ni un músculo. Sentí un impulso casi insoportable de golpear a Curran. El Señor de las Bestias rascó el fondo del recipiente, lamió la cuchara, alargó un brazo y cogió el arroz de Derek, sustituyéndolo por la bolsa de papel marrón que había traído con él. Derek miró en el interior de la bolsa y extrajo un paquete envuelto en papel encerado y atado con una cuerda. Desató la cuerda y abrió el paquete: un chuletón de dos kilos.
    Curran irguió la cabeza repentinamente en dirección al pasillo.
    —No hagas un espectáculo.
    Derek se puso en pie, cogió la carne y desapareció en las profundidades del apartamento. Miré a Curran.
    —Me gusta el arroz frito —dijo encogiéndose de hombros. Deslizó la cuchara bajo las presillas de papel del otro recipiente de cartón, lo abrió y procedió a retirar los guisantes. Desde algún lugar del apartamento, nos llegó el sonido gutural de un depredador alimentándose. —No hagas tanto ruido —dijo Curran sin levantar la voz. Los gruñidos cesaron. —¿Qué tienes?
    Se lo resumí, terminando con la cabeza del vampiro. La carne no—muerta se había licuado durante la noche, convirtiéndose en una masa putrefacta y negra. El hedor a descomposición era tan intenso que cuando abrí la segunda bolsa de basura tanto yo como el Señor de las Bestias tuvimos que contener las náuseas de un modo muy poco digno. Curran echó un vistazo al distorsionado cráneo y volvió a cerrar la bolsa. —Tendríamos que haberlo hecho antes de comer —comentó cuando terminamos de asegurar la cabeza.
    —Sí. —Abrí la ventana y una fresca ráfaga de viento entró en la cocina. —¿Piensas ocuparte de esto sola? ¿Sin nadie que te cubra las espaldas? —Sí. —¿Informarás a la policía?
    Hice una mueca. Le había estado dando vueltas a aquello desde que desperté. Acudir a la policía significaba involucrar a la División de Actividad Paranormal, y en cuanto la División enviara la preceptiva notificación a la UDPE, los militares intentarían participar y comerse ellos solos el pastel. La División reclamaría su jurisdicción y todo el asunto se alargaría durante días.

    Por entonces, mi amigable némesis podría haber desaparecido o, aún peor, podría haberse hecho con el control de la Nación. El hecho de disponer de un montón de suposiciones y de una extraña cabeza no haría abandonar a las autoridades la rivalidad entre departamentos y acudir en mi ayuda.
    El Gremio no me respaldaría. No había dinero de por medio, y si acudía a la Orden con la historia de un capullo que estaba intentando iniciar una guerra entre la Manada y la Nación pilotando a un vampiro de doscientos años, Ted me apartaría del caso antes de poder siquiera pestañear. Por otro lado, intentar enfrentarse a un Señor de los Muertos sin ayuda era un suicidio. Me gustaba el riesgo, pero no tanto. Me di cuenta de que Curran me estaba observando.
    —No lo sé—le dije.
    —Puedo resolver el problema por ti —dijo él. Me estaba ofreciendo los recursos de la Manada. Hubiese sido una locura rechazar su oferta.
    Enarqué una ceja.
    —¿Por qué?
    —Porque tengo a sesenta y tres ratas que hace tres días enterraron a su alfa. Desde entonces no han dejado de exigir su venganza de sangre, y yo no he podido hacer mucho más que estar sentado y rascarme los huevos.
    —Es un gran riesgo solo para mantener las apariencias. Curran se encogió de hombros. —El poder es poco más que apariencia. Además, ¿quién sabe? Una vez nevó en mayo, así que podrías tener razón. Dejé que el cebo se sumergiera. —¿Y si no?
    —Entonces, al menos lo habré intentado. Aunque de un modo algo extraño, tenía sentido. —¿Quién vendrá?
    —Unos cuantos.
    —Jim? —No. —¿Por qué? —Porque alguien del Consejo debe quedarse para mantener unida a la Manada si muero. El lobo alfa está herido, y Mahon se quedó la última vez. El nuevo alfa de las ratas no tiene suficiente experiencia.
    —¿Qué le ocurrió al lobo alfa?
    —LEGOS. —¿Legos? —Sonaba a griego pero no recordaba ninguna criatura mitológica con aquel nombre. ¿No era una isla?

    —Llevaba un montón de ropa al sótano y resbaló al pisar una pieza de LEGO que sus hijos dejaron en las escaleras. Se rompió dos costillas y una pierna. Estará fuera de juego durante dos semanas. —Curran meneó la cabeza—. Ha elegido el peor momento. Si no le necesitara, le mataría.

    LLEGUÉ AL EDIFICIO de la coca—cola sin incidentes y me oculté bajo la hornacina en sombras de una cabina telefónica abandonada, a media calle del derruido rascacielos. El logo estaba parcialmente enterrado entre los restos de lo que debía de haber sido un edificio magnífico para su tiempo; incluso ahora su esqueleto ocupaba toda la manzana. Solo habían pasado diez años desde su construcción cuando la oleada, una fluctuación mágica especialmente poderosa, lo derribó.
    No veía a los cambiaformas por ningún lado. Al otro lado de la calle, un edificio saqueado surgía del suelo entre montañas de cristales polvorientos que llegaban a la altura de la cintura. Un buen lugar para ocultarse. Me costó un minuto encontrar una grieta en el muro desmenuzado. Pasé a través de él con dificultad para encontrar un grupo de feroces ojos observándome.
    Estaban listos para la batalla. Lenguas rosadas y negras lamían fauces desencajadas y dientes protuberantes, y poderosas garras producían sonidos ásperos en el suelo de cemento. Ocho pares de ojos rastreando en busca de una presa, sedientos de sangre. El instinto primitivo de mi subconsciente aulló y gritó de terror. —Ah, eres tú —dijo Curran en voz baja—. Creía que era un elefante. —No le hagas caso —murmuró una silueta esbelta desde la izquierda—. Nació siendo grosero. —Una hembra lobo en forma intermedia. Aquello rayaba el descaro. O era su pareja principal o la alfa hembra de los lobos.
    A mi izquierda, un lanudo oso Kodiak se elevó sobre sus patas traseras, una montaña oscura de pelo y músculo, el hocico cubierto de viejas cicatrices. Mahon se había transformado completamente. A su lado, también se levantó algo colosal de casi dos metros y medio de altura. Con un aspecto vagamente humanoide, se apoyaba en dos piernas peludas que más parecían dos columnas. Todo su cuerpo estaba tensado por unos músculos poderosos, y una melena desgreñada y grisácea coronaba su cabeza y la nuca de su poderoso cuello. Unas largas estrías le cruzaban el pecho, apagadas como las líneas grises en el pelaje de las panteras.
    Levanté la mirada para observar su rostro y el poder acumulado en sus ojos dorados me clavó al suelo. El vello de mis extremidades se erizó. No podía moverme. Podría haberme golpeado y yo no hubiera podido hacer nada por evitarlo. Los titánicos músculos de su cuello descollaron cuando movió la cabeza hacia un lado y después al otro. Las almohadillas de su labio superior se separaron, revelando unos caninos de siete centímetros de largo.

    El monstruo se lamió los labios, haciendo vibrar unos largos bigotes, y habló con un rugido gutural:
    —Soy hermoso, ¿verdad?
    Curran. En forma intermedia. Aparté la mirada.
    —Adorable. La pesadilla asintió de un modo casi imperceptible y un hombre—rata se escabulló con agilidad sobrehumana, saltó y se agarró al muro desnudo. Continuó trepando hasta la grieta situada a unos tres metros del suelo y se introdujo por ella. El explorador salía de la madriguera.
    Curran se dio la vuelta y avanzó hacia el muro, donde una larga fisura recorría uno de los costados del derruido edificio. Una garra peluda golpeó la desmoronada barrera y el muro estalló hacia el exterior, llenando la calle de cemento y polvo. El Rey de las Bestias se agachó para pasar por la apertura que él mismo había abierto y el resto le seguimos, a fila de a uno.

    CURRAN SE DETUVO. A su izquierda, el oso le imitó con un ruido sordo. A su derecha, Jennifer, la hembra de lobo alfa, apoyó cuidadosamente una zarpa en los cascotes y se quedó inmóvil. Permanecimos en silencio, una colección de estrambóticas estatuas en el patio trasero de la Gorgona, esperando algo que yo no podía ver ni oír.
    El hedor a muerte era insoportable.
    Estábamos en un vestíbulo, el suelo de baldosas en otro tiempo pulido ahora un caos polvoriento de suciedad y escombros. Enormes grietas arrugaban las sucias paredes, rematadas por oscuros e irregulares boquetes. A mi izquierda, una amplia fisura se abría paso hasta el suelo. Delante, el polvo y la basura sepultaban lo que debía de haber sido una espléndida escalera. El nuevo edificio de la Coca—Cola apuraba sus últimos suspiros.
    Desde la izquierda me llegó el débil sonido de unas zarpas sobre la piedra. Unos ojos como ascuas surgieron de la oscuridad de una de las grietas en el muro de cemento y la silueta peluda y lustrosa del hombre—rata llenó el espacio y se dejó caer al suelo. Si los hombres—lobo eran pesadillas andantes, los hombres—rata eran directamente repulsivos. Aquel, delgado y desgreñado, estaba completamente cubierto de pelo, salvo la cara, los antebrazos y las musculosas pantorrillas, donde la piel expuesta tenía una tonalidad rosa pálido y una textura suave, cuasi humana. Tenía unos pies y unas manos enormes, el resultado de unos dedos largos y nudosos rematados por unas afiladas uñas. El extremo del deforme hocico de roedor protegía una boca repleta de irregulares dientes amarillentos.

    Se movía a base de espasmos rápidos y entrecortados, y sus ojos humanos giraban sobre las órbitas para mirar en todas direcciones.
    El hombre—rata recorrió la distancia que le separaba de Curran en rápidos saltitos, sus patas levantando pequeñas nubes de polvo en el suelo del vestíbulo. —Abbajjo —dijo, sus horribles mandíbulas maltratando la palabra—. Gran sala. Le entregó a Curran algo blanco. El Señor de las Bestias tomó el objeto en su enorme mano y lo lanzó en mi dirección. Lo atrapé al vuelo. Un fémur humano. Algo con dientes afilados y mucha paciencia había separado el cartílago que sellaba sus extremos, dejando marcas profundas en el asta. Me di la vuelta, intentando examinarlo a la escasa luz que se filtraba a través de las fisuras en las paredes y del inestable arco de la entrada. El hueso estaba recubierto en dos puntos por tejido conectivo suave y reluciente: la prueba de que el Lie—V había intentado unir el hueso después de que este se hubiera roto. Tenía entre las manos el hueso de un cambiaforma. El hombre—rata volvió a recorrer el vestíbulo en dirección al orificio en el suelo y el resto le seguimos. La brecha tenía unos tres metros de largo por noventa centímetros de ancho en la zona más amplia. Me incliné sobre el borde y eché un vistazo al interior. Había unos dieciocho metros hasta el piso inferior, sin nada que entorpeciera la caída. Detrás de mí, el Oso emitió un sonido gutural. Curran asintió y el enorme Kodiak dio media vuelta. No cabía por el orificio.
    Uno tras otro, todos los cambiaformas se internaron por la ranura hasta que me quedé sola junto al borde. Me senté en el suelo sucio, balanceando las piernas en el agujero, bajé todo lo que pude para reducir la distancia y me dejé caer. La fuerte sacudida al aterrizar sobre el suelo de piedra resonó en mis pies y se extinguió. No me esperaba nadie. Los cambiaformas se habían marchado. Muy amable por su parte. Frente a mí, un largo túnel, estrecho y sumido en la oscuridad, ofrecía un débil resplandor en su extremo más alejado. Detrás de mí, los restos de un aparcamiento subterráneo se extendían en la distancia. Me di la vuelta y me encaminé con cautela y paso ligero hacia el túnel, sorteando los pedruscos de cemento diseminados por el suelo. El túnel terminaba en una amplia habitación de la que poco pude distinguir porque delante de mi se interponía una pared de pelo y espaldas musculosas. El cálido resplandor procedía de una serie de antorchas dispuestas sobre asideros en las paredes. Ardían con un fuego blanco sin humo que debía de ser de origen mágico. El techo era imposiblemente alto, y estaba decorado con yeso moldeado, formando diseños ornamentales.

    En algún tiempo indeterminado, el suelo debió de ser de parqué.
    Una especie de salón de banquetes.
    Una mujer habló con una voz chillona y ligeramente metálica.
    —Bienvenidos al final de vuestro viaje, mestizos. Aquí moriréis como el resto de vuestra especie.
    ¿Mestizo? Una expresión un tanto extraña para referirse aun cambiaforma. Me coloqué junto a Jessica y pude ver al Señor de los Muertos. O, mejor dicho, a la Señora. Estaba de pie en mitad de la habitación, recta y rígida como un mástil, enfundada en un vestido largo y suelto que empezaba siendo blanco alrededor de los hombros, transmutándose en azul a la altura de la cintura, oscureciéndose hasta el violeta y terminando en rojo sangre en los bajos. Llevaba el pelo, largo y de un negro reluciente, recogido en una elaborada trenza y atado con un largo cordel fibroso. Una cascada de pequeños abalorios de plástico colgaban del cordel. Me fijé mejor. Probablemente no eran de plástico. No había mucha gente que hiciera abalorios de plástico en forma de dedos humanos.
    No capté ningún tipo de poder que emanara de ella. Ninguna sombra, ningún indicio, nada. Salvo su edad. Parecía más vieja que Nataraja.
    —Me llamo Olathe —dijo con la misma gravedad que los dioses griegos debían de utilizar para presentarse ante olvidada y descartada, como una rueda usada. Ninguna recompensa tras todos esos años. Olathe retrocedió.
    —He tenido su cuerpo dentro del mío. He probado su carne y él me entregó la bendición de su poder.
    Técnicamente, aquello podía ser cierto. Si habían intercambiado los líquidos corporales, podía haber adquirido alguno de sus poderes.
    —La bendición de su poder —rió Curran, y el eco de sus gruñidos se dispersó por las paredes—. ¿Algún hijo? Olathe permaneció en silencio.
    —Ah, espera —dijo Curran—. Lo había olvidado. El Padre de la Nación no se siente muy inclinado a engendrar hijos de su misma sangre. ¿O quizá pensaba que no disponías del poder necesario?
    Ella empezó a reír. El sonido hueco y grave rebotó en las paredes, dando la impresión de que llegaba de todas partes al mismo tiempo.
    —Oh, no, mestizo. Precisamente de eso no ando escasa.
    Sus defensas cayeron. Percibí las sombras a su espalda, los enfurecidos y hambrientos vampiros, más jóvenes que el ejemplar que había decapitado pero igualmente formidables. La magia negra les envolvía como un manto putrefacto, alimentando su frenesí. Olathe pronunció una sola palabra discordante y los fantasmas detrás de ella emergieron de las sombras, apestando a cadáver y hambrientos de sangre.

    Los cambiaformas se colocaron en formación de combate, dejándome en el centro de la habitación. La charla de Curran nos había permitido avanzar unos seis metros, y la carga de los vampiros se produjo a una velocidad asombrosa. Me tiré al suelo y el primer vampiro voló por encima de mí.
    Giré sobre mí misma para ponerme de espaldas. Otro vampiro saltó sobre mí. Mi espada penetró la carne de su contraído estómago. Una sangre negra manó a borbotones, mojando el suelo a escasos centímetros de mi cabeza. El vampiro se abalanzó sobre Curran haciendo caso omiso de la herida. El Señor de las Bestias rugió. Feliz cacería.
    Me puse en pie de un salto y me lancé en dirección a Olathe, quien se dio la vuelta con un afilado cuchillo en una mano. Con la hoja curva se hizo una incisión en el antebrazo. El poder de su sangre me golpeó y retrocedí, mareada. Giró sobre sí misma, su cabello ondeando, sus ojos salvajes y protuberantes. La sangre que manaba de la herida salió proyectada en todas direcciones, formando un amplio círculo en el suelo. Las gotas carmesí prendieron y un muro de llamas rojas se elevó a su alrededor, encerrándola en un círculo mágico de protección. Una barrera de sangre. El único modo de atravesarla era con la sangre de un familiar o con una magia abrumadora. Mierda.
    Un vampiro me golpeó por el costado. Se agarró a mí y sus fauces intentaron cerrarse en mi carne mientras nos deslizábamos por el suelo. Sentí un dolor intenso en el estómago. ¡Otra vez no! La magia en mi interior empezó a desbordarse. Empuñé a Asesina con una mano, haciendo caso omiso de la quemadura, y se la hundí al vampiro en uno de sus pálidos y muertos ojos. Asesina emitió un siseó, triunfante, y el vampiro se desplomó en el suelo y empezó a retorcerse. Me deshice de él de una patada. Otro monstruo se abalanzó sobre mí. Di un paso lateral, embestí y le laceré el cuello con la punta de la espada. El vampiro se dio la vuelta y me clavó las uñas en la pantorrilla. Le golpeé con Asesina en la garganta, seccionando las arterias y rebanándole los huesos del cuello. La boca del vampiro se abrió completamente y de ella manó sangre. Le propiné un puntapié en la pierna y el hueso se partió con un crujido. El vampiro cayó sobre su estómago, sacudiéndose. Liberé la espada y busqué a Olathe con la mirada. Detrás de mí, el último suspiro de la magia del vampiro se disipó en el aire.
    Un tercer chupasangre saltó sobre mí con su horrible boca abierta de par en par. La hoja de mi espada penetró limpiamente en su pecho, abriéndose paso suavemente entre sus costillas hasta el protuberante saco del corazón, y volvió a salir antes de que su cuerpo tocara el suelo. Continué avanzando.
    La sala estaba cubierta de sangre. Los cambiaformas luchaban de dos en dos, con movimientos coordinados y precisión militar.

    En una esquina, dos cuerpos peludos estaban tendidos en el suelo, y Curran de pie, a su lado, acosado por tres chupasangres.
    Vi a Jennifer y a alguien con franjas similares a las de un leopardo luchando espalda contra espalda, rodeados por cuatro vampiros. Jennifer se agachó y golpeó al primero, lacerándole con sus garras un costado y sacando a la superficie el fragmento sangriento de una costilla. Su compañero cayó sobre el chupasangre y le desgarró el cuello. Más vampiros se arremolinaron a su alrededor.
    Nadie me dedicaba la más mínima atención. En aquella batalla de monstruos, era una simple humana. Continué moviéndome.
    La pared este empezó a sacudirse y una nube de yeso se extendió por media sala, dejando el suelo cubierto de cascotes. Algo enorme arremetió desde el boquete abierto en la pared mientras rugía como un tornado. Cargó con una fuerza terrible sobre el grupo de vampiros. El cuerpo de un vampiro voló por los aires y fue a estrellarse contra una de las paredes. El vampiro se puso en pie con un giro más propio de un reptil y volvió a la carga. Una zarpa colosal lo agarró en mitad del salto y le partió la columna vertebral como si fuera una rama seca. El Oso de Atlanta había llegado. La barrera de sangre de Olathe trepidó a su alrededor. La Señora de los Muertos permanecía detrás de la protección, contemplando la matanza que se desarrollaba ante sus ojos. La sangre que manaba de su antebrazo resbalaba hasta sus dedos, y de estos, chorreaba sobre su vestido. Me miró y sonrió. ¿Por qué coño estaba tan contenta? Continuó riendo, su rostro iluminado por un regocijo enfermizo.
    —¿Te gusta la sangre? —le gruñí—. Te mostraré lo que puede hacerse con ella.
    Me hice un corte con Asesina en el brazo y todos los chupasangres de la sala se detuvieron un instante. Reconocían la sangre, sabían el poder de quién fluía por mis venas. Se quedaron inmóviles, fascinados, rindiendo tributo a la magia, y entonces continuaron arremetiendo contra sus víctimas.
    Introduje mi brazo ensangrentado en el fuego carmesí. Me abrasó y se solidificó, agrietándose como un parabrisas destrozado. La sonrisa desapareció del rostro de Olathe. El fuego carmesí se hizo pedazos y una miríada de llamas diminutas cayó a mis pies. Salté al interior del círculo y arremetí contra ella.
    Olathe no hizo ningún movimiento para evitar mi espada. Le rebanó el estómago con un murmullo húmedo. Deslicé la hoja hacia arriba, rebanándole los intestinos, rajándole el hígado. Olathe se hundió más profundamente en la espada, y en sus ojos distinguí la satisfacción del reconocimiento. Ella también conocía mi sangre. Liberé la hoja y dejé que Olathe cayera hacia adelante.

    Se desplomó sobre el sucio suelo y quedó de espaldas, dando bocanadas cortas y roncas. Una mancha oscura creció en su vestido por encima del ombligo y se extendió por toda la tela. Pese a poseer una vitalidad antinatural, la magia que la sustentaba no tardaría en desvanecerse.
    La expulsaba de su cuerpo con cada una de sus lastimeras bocanadas.
    Observé cómo crecía la mancha y mi ira fue desvaneciéndose. El cansancio se apoderó de mí. Me dolía la pantorrilla y sentía cómo si alguien me hubiera arrancado un trozo de estómago.
    El fuego de sangre había vuelto a resurgir en cuanto penetré en el círculo. Ardería hasta que se secara o se descompusiera la última gota de sangre de Olathe. Al otro lado de la barrera translúcida de llamas color rubí, el salón de banquetes relucía con un rojo intenso. Todo estaba a punto de acabar.
    Eché la cabeza hacia atrás para liberar la tensión del cuello y entendí el motivo de la sonrisa de Olathe.
    El techo rebosaba de vampiros.
    Decenas de ellos, desnudos, retorcidos, revolviéndose obscenamente unos contra otros, apretados como sardinas en una lata. Cubrían de un extremo a otro todo el techo de yeso, como una representación medieval del infierno que hubiera cobrado vida espontáneamente. Y llegaban más, arrastrándose boca abajo desde una oscura abertura en una de las esquinas.
    ¿Cuántos debían ser? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Cuántos de ellos eran anteriores a la Transformación, a la Magia? Intenté llegar a ellos con mi mente y una oleada de odio ciego me golpeó. Al menos veinte.
    La manta de no—muertos se retorció. Una bonita sorpresa que Olathe debía de haber planeado arrojar sobre nosotros cuando nos creyéramos cerca de la victoria. Aunque ahora no tardaría mucho en morir, liberándolos a todos de su control y abandonándolos a un frenesí de sangre.
    Una horda de hambrientos chupasangres regidos únicamente por el anhelo depredador. Moriríamos todos.
    Curran, Mahon, Jennifer. Yo. Y la muerte se extendería cuando aquellas monstruosidades recorrieran las calles después de haber acabado con nosotros. Al otro extremo de la habitación, Curran partió por la mitad a un vampiro y arrojó al suelo los fragmentos desgarrados.
    Cientos de personas que ahora dormían tranquilamente serían aniquiladas, obligadas a contemplar horrorizadas cómo destripaban a sus propios hijos. Me arrodillé y hundí a Asesina en el pecho de Olathe. La carne y los cartílagos se separaron fácilmente ante la hoja y, a continuación, le separé la cavidad torácica como si se tratara de una trampa para osos. La Señora de los Muertos emitió un silbido.

    Introduje un brazo en su pecho y le aferré el corazón con una mano, forjando un vínculo entre ambas. A través de su sangre, percibí un torbellino de mentes de vampiro, asfixiándose en su propia locura.
    Este no es el modo correcto, dijo la voz de mi padre en mi cabeza. No caigas en esto. No existe ningún modo correcto.
    Volví a lacerarme el brazo en el mismo sitio, haciendo más profunda la herida, y dejé que mi sangre se mezclara con la de Olathe. Lentamente, empecé a hacerme con el control. Olathe se sacudió y arañó el suelo con las uñas. Si la dejaba morir, la horda de vampiros quedaría libre y se dispersaría antes de poder controlarlos con mi mente. No disponía del entrenamiento necesario para pilotar a los muertos vivientes, de modo que mi única opción era combinar el poder de ambas a través de un vínculo de sangre, controlando el momento de su muerte para que, cuando esta llegara y Olathe se separara de las mentes de los vampiros, estos me encontraran detrás. Olathe comprendió lo que intentaba hacer. Me mostró los dientes en un gesto felino, pero ya no disponía del poder necesario para oponer resistencia al vínculo de sangre. La magia de mi sangre abrumó la suya. Mi poder se extendió, inundando las mentes de los vampiros. Apreté los dientes y estrujé su corazón, aplastándole el órgano y su vida con él. El poder estalló en mi mano y me obligó a ponerme en pie. Olathe se irguió. Sus ojos volvieron a asentarse en sus órbitas y todo el peso de la horda se asentó sobre mí.
    La habitación se sacudió. Demasiados. Había demasiados.
    Una cinta abrasadora me rodeó el pecho, me envolvió la garganta, la cabeza, y aumentó la presión, estrujándome. Tropecé. Me fallaron las rodillas. La boca se me abrió con un espasmo. No podía respirar. Me faltaba el aire. Pese al vínculo de sangre, sabía que no podía controlarlos a todos. A través del martilleo de sus mentes, percibí la presencia de los rezagados, aquellos que ya estaban dominados por la sed de sangre. Envié la horda contra ellos. El techo se agitó con una oleada de cuerpos desgarrándose unos a otros. Un trozo de yeso se resquebrajó y cayó al suelo, pulverizándose en una nube de polvo a medio metro de mí. Las llamas de sangre obstruían todos los sonidos de la sala. Extendí los brazos para mantener el equilibrio. Miré a través de los ojos de los vampiros y vi una larga fisura en el yeso. Gracias, Dios.
    El techo se estremeció con las docenas de garras que lo aporreaban. Distinguí con dificultad a Jennifer al otro lado de la titilante barrera de llamas. Mis labios formaron una palabra.
    —Vete. Me miró fijamente, incapaz de oírme a través del muro de sangre.

    —Vete. Curran apareció súbitamente a su lado y le dijo algo a Jennifer que no pude oír.
    —Vete. Ahora. Vete.
    Curran metió la mano en el fuego y saltó hacia atrás. El pelaje del brazo se derritió y la piel adquirió la tonalidad rosada que anunciaba futuras ampollas.
    Otro fragmento de techo se estrelló contra el suelo fuera del círculo. El sonido tampoco llegó hasta mis oídos, pero sí a los de Curran y Jennifer. Saltaron a un lado y levantaron la mirada. Jennifer se encogió como un perro asustado.
    Curran me miró fijamente.
    —Marchaos ahora. Marchaos. Marchaos.
    Me entendió. Agarró a Jennifer por el hombro con su poderosa garra y tiró de ella. La mujer—lobo dudó un instante y empezó a correr.
    Se me nubló la vista. Los latidos del corazón me retumbaron en la cabeza como una enorme campana. No me sentía el cuerpo, como si hubiese dejado de existir. Ciega y sorda, permanecí en el centro de la nada, balanceándome, mientras, por encima de mí, los no—muertos derribaban el techo. Se abrieron paso a través del yeso y del cemento hasta el armazón de acero de las vigas que soportaban el peso de los cinco pisos superiores. Cientos de brazos esqueléticos agarraron las vigas y tiraron de ellas con fuerza sobrenatural.
    Dios, no he sido muy buena.
    El metal protestó con un chirrido estridente.
    Podría haberlo hecho mejor. Podría haber sido mejor persona. Me presento ante ti tal cual soy. No puedo justificarme.
    Las vigas cedieron y se curvaron.
    Por favor, ten piedad de mí, Señor.
    Con los ojos de mi mente, vi cómo las enormes vigas se partían. Vi toneladas de yeso, cemento y metal derrumbándose sobre los vampiros, sobre mí, enterrándonos bajo los escombros, sellando una tumba de la que ni siquiera un vampiro podía salir. Sentí sus airadas y hambrientas mentes desvaneciéndose una a una. Finalmente, podía dejarme ir. Solté el terrible peso y la conciencia me abandonó.


    Capitulo 7

    Asesina yacía en su funda sobre la mesita de noche, junto a esta, un hombre leía un viejo libro de bolsillo. En la portada, un hombre con traje marrón sombrero sostenía a una rubia inconsciente enfundada un vestido blanco. Intenté enfocar el título pero las letras blancas se volvieron borrosas.
    El hombre que leía el libro vestía la ropa azul típica de personal sanitario. Había cortado los pantalones a la altura de la pantorrilla y unos vaqueros desgastados asomaban bajo la tela azul. Torcí el cuello para poder echar un vistazo a sus pies: pesadas botas de piel por encima de los vaqueros.
    Volví a recostar la cabeza en la almohada. Mi padre tenía razón: el cielo existía y estaba en el sur.
    El hombre bajó el libro y me miró. De complexión y altura media, su piel era oscura, brillante y con un lustre ébano, y su pelo negro, con un corte estilo militar, empezaba a encanecerse. Los ojos, que me observaban a través de unas gafas de montura delgada, transmitían a un tiempo inteligencia y sentido del humor, como si el hombre acabara de oír un chiste picante e intentara contener la risa.
    — Una mañana maravillosa, ¿no crees? —dijo con las inconfundibles armonías de la costa de Georgia vibrando en su voz.
    — ¿No debería ser “verdad, tío”? —dije. Mi voz sonó muy débil.
    — Solo si eres un idiota sin educación —dijo el hombre—. O si quieres dar la impresión de ser un pueblerino. Y yo soy demasiado mayor para aparentar algo que no soy. Se acercó hasta la cama y me rodeó la muñeca con ambas manos. Sus labios se movieron mientras contaba los latidos y después sus dedos rozaron suavemente mi estómago. Sentí una punzada de dolor. Me estremecí y exhalé un suspiro. — En una escala del uno al diez, ¿qué grado le darías al dolor?
    — Sobre cinco.
    Puso los ojos en blanco.
    — Dios, ayúdame. Otro caso difícil.
    Marcó algo en un bloc amarillo de aspecto oficial. Estábamos en una pequeña habitación de paredes color crema y techo con paneles. Dos amplias ventanas bañaban el suelo con la luz del sol y una sábana de color azul cielo cubría mis piernas. El hombre guardó el bolígrafo.

    — Bien, ahora jovencita, quienquiera que te dijera que puedes aplicarte un vendaje—r y a continuación lanzarte montaña abajo para entrar en combate necesita un buen rapapolvo. En cuanto algo mágico entra en contacto con él, se vuelve loco y arremete contra uno.
    — ¿Se vuelve loco? —dije—. ¿Ese es el término médico?
    — Por supuesto. Sigue el dedo con los ojos, por favor. No muevas la cabeza.
    Movió su dedo índice de un lado a otro y lo seguí con la mirada.
    — Muy bien —dijo—. Ahora cuenta hacia atrás desde veinticinco.
    Lo hice y él asintió, satisfecho.
    — Parece, y fíjate bien, solo parece, que te has librado por los pelos de una conmoción cerebral. — ¿Quién eres?
    — Puedes llamarme Dr. Doolittle —dijo—. He viajado noche y día, durante meses enteros, hasta llegar al lugar donde habitan las criaturas salvajes y ahora soy su médico privado. — Ese era Max. —El dolor se enroscó en mi cadera y dejé escapar un gruñido—. No el Dr. Doolittle. — Ah —dijo él—, es un placer conocer a una mente educada.
    Le miré un instante pero él se limitó a sonreír con los ojos.
    — ¿Dónde estamos?
    — En las instalaciones de la Manada.
    — ¿Cómo he llegado aquí?
    — Alguien te trajo.
    Sentí la necesidad de frotarme la frente y descubrí que una vía colgaba de mi brazo. — ¿Quién?
    — Ah, esa es fácil. Su Majestad te sacó del edificio y Manon te cargó sobre su espalda y te trajo hasta mi puerta.
    — ¿Cómo logró Curran sacarme de allí?
    — Por lo que he podido averiguar, atravesó una especie de fuego, te cogió en brazos y volvió a salir. Lo que explica las quemaduras de tercer grado. Curiosamente, tú no tienes ni una. Una cadera dislocada, diversas heridas graves en el estómago, pérdida de sangre masiva, pero ninguna quemadura. ¿Cómo es posible?
    — Soy especial —dije.
    Curran había atravesado el fuego de sangre. Dos veces. Para sacarme de allí. Idiota. — No me lo dirás.
    — No —le dije.

    — Muy amable por tu parte. —Suspiró con falsa tristeza—. En cuanto llegaste aquí, me pasé cuatro horas restaurando tu cuerpo, y la mayor parte del tiempo —me miró fijamente— lo dediqué a tu estómago.
    — Quemaduras de tercer grado —dije.
    — Sí. No has oído una palabra de lo que he dicho, ¿verdad?
    — Lo he oído todo; cuatro horas, estómago, cadera, pérdida de sangre. No me habrás hecho una transfusión, ¿verdad? —No era necesario recalcar cómo se comportaría la magia en mi sangre con plasma extraño.
    — Perdónala, Señor. Crees que soy un amateur. —Remató la palabra “amateur” con un “tuá”. — ¿Y los vendajes? —Negó con la cabeza.
    — Hice un juramento de magia médica, señorita, y aún ha de llegar el día que lo incumpla. Me encargué de incinerar personalmente tus malditos vendajes, la ropa y todo lo demás.
    — Gracias.
    — De nada.
    — Quemaduras de tercer grado significa que se han quemado todas las capas de la piel —dije. — Correcto. —El Dr. Doolittle asintió—. El aspecto es horrible pero lo peor es el dolor.
    — ¿En una escala de uno a diez?
    — Sobre once. —Cerré los ojos.
    — A nuestro señor le ha salido una adorable costra dorada por todo el cuerpo —dijo el Dr. Doolittle en voz baja.
    Creo que podría conseguir fácilmente un papel en una de esas antiguas películas de terror. Aunque ahora mismo está bastante confortable; flotando, supongo. — ¿Flotando?
    — Le prescribí una temporada en el tanque. Es una especie de pecera enorme, llena de una solución que desarrollé personalmente cuando era joven. Si Su Majestad fuera una persona normal, el único modo de restaurar su epidermis habría sido mediante injertos, pero como no es una persona normal, pasará unos cuantos días flotando en el tanque y saldrá de él con una piel nueva. El hombro tardará más. Lo que me recuerda algo. —Se puso en pie, se acercó a la puerta y sacó la cabeza por ella—. Dile a Oso que nuestra invitada está despierta.
    Volvió junto a la cama y empezó a hurgar entre los viales que había sobre la mesa. — ¿El hombro? —le pregunté.
    — Supongo que un pequeño fragmento de techo tuvo la mala fortuna de caer sobre él. Le aplastó el omoplato.— Se dio la vuelta con una jeringuilla en la mano.
    — No —dije con firmeza.

    — La tec llegó veinte minutos después de que acabara contigo –dijo—. Tienes dolor y voy a administrarte un calmante de los de toda la vida.
    — He dicho que no.
    — Solo es Demerol. Es muy suave.
    — No. No me gusta el Demerol. Me deja atontada. No se contentaba con que estuviera débil y en el recinto de la Manada, también quería juguetear con mi cabeza. — Si te acercas con esa aguja —dije, poniendo en mi voz tanta mala leche como pude—, te la meteré por el culo. —Se puso a reír.
    — Jennifer dijo lo mismo cuando intenté coserle el trasero. Por suerte, a ti no tengo que hacerte lo mismo.
    Me mostró la jeringuilla; estaba vacía. Parpadeé y una sensación relajante me recorrió todo el cuerpo. Debía de haberme inyectado el maldito Demerol a través de la vía. Capullo. Cerré los ojos. Estaba mareada y cansada. Y aún sentía el dolor.
    Unas fuertes pisadas resonaron en la habitación. Tenía una visita y solo había un cambiaforma al que no le importaba moverse como un asesino.
    Abrí los ojos y vi a Manon asentir al buen doctor y decirle en su voz profunda y suave: — Buen trabajo.
    Mahon se acercó, cogió una silla y se sentó junto a la cama, sus sólidos antebrazos apoyados en las piernas. Su inmensa espalda tiraba de la tela negra de una camiseta descomunal, pero aunque le quedaba bastante estrecha a la altura de los hombros, le sobraba un palmo en la parte inferior. Los cambiaformas sentían una especial debilidad por los chándales, y Mahon llevaba unos pantalones de chándal grises sin calcetines. Sus pies peludos descansaban en el suelo bañado por el sol.
    Sus ojos marrones se cruzaron con los míos.
    — La manada agradece tu sacrificio.
    — No ha sido ningún sacrificio. Estoy viva. —Y Curran está chamuscado como una costilla demasiado hecha. Negó con la cabeza.
    — La intención es lo que cuenta y te estamos agradecidos. Te has ganado la confianza y amistad de la Manada. Puedes visitarnos cuando quieras. Puedes pedir ayuda cuando la necesites, y haremos lo que esté en nuestra mano para ayudar. No es algo sin importancia, Kate.
    Seguramente, debería haber dicho algo formal y florido, pero el Demerol seguía enmarañando mis pensamientos. Le di unas palmaditas en su enorme mano y murmuré: — Gracias.
    Mahon me miró con ojos afectuosos.

    — De nada.

    EL VIERNES EMPECÉ a caminar. Vestida con un conjunto de chándal y deportivas grises que me quedaba demasiado grande, ambas prendas cortesía de la Manada, alcancé el pasillo a un ritmo lento pero seguro. Estaba mareada y tuve que resistir la tentación de inclinarme hacia la derecha, pues me habría golpeado la cabeza contra la pared. La brujería de Doolittle había adormecido el dolor en mi estómago, convirtiéndolo en una molestia sorda que me roía por dentro cada vez que me inclinaba en la dirección equivocada. Me prometió que no me quedarían cicatrices en el abdomen y yo le había creído. La pantorrilla era otra historia. El vampiro me había arrancado un trozo de carne, y pese a los esfuerzos de Doolittle, su recuerdo me acompañaría durante el resto de mi vida.
    El pasillo se abría a una amplia habitación del tamaño de un gran gimnasio. En ella había diversos artilugios colocados con pulcritud sobre un suelo de piedra, algunos, producto de la tecnología, otros, de la magia, y unos cuantos más, enrevesados híbridos de ambos.
    Una mujer enjuta, de estatura media y aproximadamente de mi misma edad, estaba sentada sobre un catre cuadrado y acolchado junto a la puerta. El catre parecía un enorme lecho para perros. La mujer mascaba unas galletitas saladas. Probablemente una mujer—gato. Se pasaban el día comiendo.
    La mujer me miró a través de una cascada de diminutas y oscuras trenzas. Un abalorio de madera aseguraba cada una ellas.
    — ¿Sí? —dijo la mujer.
    Cordial. — Tengo una cita —le dije.
    — ¿Y? —dijo ella.
    Me encogí de hombros y pasé por su lado. No me detuvo.
    El tanque estaba situado junto a una de las paredes, medio oculto por un bloque de piedra en el que alguien había trazado símbolos cabalísticos con tiza. Los símbolos no parecían tener ningún sentido: una veve deforme que debería estar trazada en rojo; dos símbolos egipcios, uno que significaba Nilo y otro Canopo, y algo que recordaba vagamente al símbolo japonés del dragón.
    Rodeé aquel espacio desaprovechado y me aproximé al tanque. Medía unos dos metros y medio de alto y tenía forma cúbica. Las paredes de vidrio contenían un líquido opaco y verdoso, y, a través de este, pude distinguir el tenue contorno de una silueta humana flotando inmóvil en su interior.

    Di unos golpecitos en el vidrio. El cuerpo se movió y Curran salió a la superficie chapoteando. Se quitó la máscara de oxígeno de la boca y se aferró al borde con las manos, lo que hizo que el resto de su cuerpo quedara pegado al cristal. Justo lo que necesitaba. Un viscoso Señor de las Bestias completamente desnudo y sumergido en agua estancada.
    Su nueva piel era extremadamente pálida. El ahora denso pelo de su cabeza y pestañas apenas era más largo que una barba de tres días.
    — Gracias —dije, sin apartar la vista de su rostro.
    — De nada.
    Me sentía incómoda, y resistí la necesidad de cambiar el peso de mi cuerpo de un pie al otro.
    — Me voy.
    — ¿Cuándo?
    — En cuanto acabe de hablar contigo.
    — ¿Doolittle te ha dado el alta?
    Recordé la imagen del maduro Doctor observándome con ojos airados.
    — No le dejé muchas más opciones.
    — Si quieres puedes quedarte. —Curran se secó el agua que le resbalaba desde el mentón. — No, gracias. Te lo agradezco y todo eso, pero he de irme.
    — ¿Sitios que visitar, gente que conocer?
    — Algo así.
    — ¿Seguro que no quieres meterte en el tanque conmigo? El agua está perfecta. Parpadeé sin saber qué decir. Curran se rió; era evidente que estaba disfrutando con la situación. — Ahh, no —conseguí decir.
    — No sabes lo que te pierdes.
    ¿Estaba flirteando o simplemente pretendía incomodarme? Probablemente, lo último. Bueno, el juego era más divertido si participaban dos. Bajé la mirada deliberadamente a su cintura.
    — No, gracias —dije—. Sé exactamente lo que me estoy perdiendo.
    Curran hizo una mueca.
    — He venido para hablar de Derek —dije. Curran consiguió encogerse de hombros sin soltarse del vidrio.
    — Le he liberado de su juramento de sangre.
    — Lo sé. Pero él insiste en quedarse a mi lado y yo no quiero. Intenté explicarle que mi trabajo es peligroso y que está muy mal pagado, y que permanecer a mi lado no será bueno para su salud.

    — ¿Y qué dijo él?
    — “Sí, ya, ¿pero se liga mucho?”
    Curran volvió a reír, se sumergió como un delfín y volvió a emerger a la superficie. — Hablaré con él.
    — ¿Podrías hacerlo ahora? Insiste en acompañarme a casa.
    — De acuerdo. Dile a Mila, la chica que está junto a la puerta, que me lo envíe. — Gracias.
    Me di la vuelta.
    — ¿Cómo atravesaste el fuego? —me preguntó. Oh, mierda.
    —No era muy intenso —dije—. Tuve suerte. Aunque no pude volver a hacerlo para salir de él. Supongo que Olathe estaba muy ocupada intentando derrumbar el techo sobre mi cabeza. — Ya veo —dijo Curran. No sabía si me había creído o no. Me giré y le hice una reverencia burlona que envió una punzada de dolor al estómago.
    — ¿Algo más, Su Majestad?
    Me indicó que podía irme con un movimiento de la muñeca.
    — Puedes retirarte.
    Curran era demasiado peligroso. Demasiado poderoso e impredecible, y lo peor de todo, poseía una habilidad innata para sacarme de quicio y hacerme perder el juicio. Con un poco de suerte, nuestros caminos no volverían a encontrarse.
    Un joven lobo cuyo nombre desconocía me acompañó hasta el apartamento de Greg. Le di las gracias y, cuando llegué a la puerta, encontré una pequeña nota clavada en la madera: “Kate, he intentado llamarte pero no respondías. Espero que siga en pie lo de esta noche. He hecho una reserva en Fernando's para las seis. Crest”. Arranqué la nota, hice una pelota con ella y la tiré al suelo. La barrera se cerró detrás de mí. La robusta puerta me separó del resto del mundo y dejé escapar un suspiro de alivio. Tras quitarme las zapatillas que me había prestado la Manada, me metí en la cama y me quedé dormida al instante.

    CUANDO DESPERTÉ, LA última hora de la tarde daba paso lentamente a la noche. Me sentía agotada e inquieta, agitada, como si hubiera olvidado algo importante. Rebusqué en mi cerebro las causas de mi malestar pero lo único que conseguí fue sentirme aún peor.
    Me quedé un rato en la cama, mirando el techo y decidiendo si debía llamar a Crest para decirle que lo olvidara. Era lo más sensato que podía hacer. Por desgracia, la sensatez no era una de mis virtudes. No acudir a la cita era, de algún modo, como rendirse antes de intentarlo.

    Fui hasta el cuarto de baño arrastrando los pies y me lavé la cara con agua fría. No sirvió de mucho.
    Solo tenía un vestido adecuado para llevar a Fernando's. El único vestido formal que tenía y el único que colgaba del armario de Greg. Lo había llevado a una recepción oficial a la que Greg me había arrastrado el pasado noviembre, donde me pasé dos horas escuchando a gente a la que le encantaba el sonido de su propia voz. Saqué el vestido del armario y lo dejé sobre la cama. Fui a la cocina y llené un vaso de agua. Había perdido muchísima sangre. Me obligué a beberlo entero, volví a llenarlo y repetí el proceso, sorbiendo el agua. Los últimos rayos de sol bañaban el vestido extendido sobre las sábanas. De corte simple, tenía un color poco habitual, una tonalidad indescriptible situada en algún punto entre el salmón, el caqui y el dorado. Anna lo había elegido por mí. La recordé husmeando entre los vestidos colgados en perchas, descartándolos sin miramientos uno a uno mientras la dependienta la observaba con angustia. “No necesitas parecer más delgada”, me había dicho Anna, “ni ponerte rellenos. Lo que necesitas es cierta esbeltez, y eso se consigue con el vestido adecuado. Por suerte, tu piel armoniza perfectamente con el color. Hará que parezcas más morena, lo que no está nada mal”.
    Miré el vestido y recordé la inquietante sensación de no reconocerme a mí misma al ponérmelo. Tenía un cuerpo proporcionado, incluso esbelto, pero de ningún modo era delgada. La mayor parte de las mujeres no suelen desarrollar musculatura, pero cuando yo flexionaba el brazo, los músculos quedaban perfectamente definidos. Por mucho que intentara perder peso o masa corporal, lo único que conseguía era aumentar la musculatura, de modo que a los catorce años dejé de intentar alcanzar los estándares de belleza al uso. La supervivencia se impuso a la moda. Evidentemente, no pesaba cincuenta kilos, pero mi estrecha cintura me permitía agacharme sin dificultad y podía partirle el cuello a un hombre de una patada. Aquel vestido ocultaba el músculo e insinuaba una piel sedosa donde no la había. El problema era que no sabía si quería ponérmelo para Crest.
    Pasé la mano por la suave tela y deseé poder hablar con Anna.
    El teléfono empezó a sonar.
    Lo descolgué y la voz de Anna dijo:
    — Hola.
    — ¿Cómo lo haces?
    — ¿El qué? ¿Llamar cuando quieres hablar conmigo? —Parecía sorprendida.
    — Sí.
    — Casi todos los videntes son ligeramente empáticos, Kate. La empatía con la persona hace de puente para las cosas que hacemos.

    Hace mucho tiempo que te conozco; aún recuerdo cuando estabas aprendiendo a andar. Nos une un vínculo permanente. Considéralo como una radio muy especial que está apagada la mayor parte del tiempo. Bebí más agua. Sabía que no me diría nada de la visión a menos que se lo preguntara, y no me sentía con ánimos de hacerlo. — ¿Cómo va la investigación?
    — Encontré al asesino de Greg.
    — Aja. ¿Y qué hiciste con él?
    — Con ella. La destripé y después le estrujé el corazón.
    — Encantador. ¿Y qué te hizo ella a ti?
    — Me dejó una cicatriz en la parte superior de la pantorrilla y una herida en el estómago. Pero al menos esta vez me atendió un médico de verdad.
    Anna suspiró.
    — Supongo que no está mal para una de tus excursiones. ¿Estás satisfecha?
    Abrí la boca para decirle que sí pero me detuve. Comprendí la causa de mi inquietud. — ¿Kate?
    — No, no estoy satisfecha. —Le conté todo lo relativo a Olathe y sus vampiros anteriores a la Transformación—. Demasiados cabos sueltos —le dije—. Para empezar, aún no estoy segura de quién mató a Greg. Pensaba que podría ser uno de los vampiros de Olathe, pero eso no explicaría los registros de poder de origen animal en el escáner—m, y, además, no vi a ningún animal durante la pelea.
    — ¿No hay ningún modo de comprobarlo ahora?
    — No. El edificio está kaput. Y en segundo lugar, ¿dónde están las mujeres desaparecidas y por qué las secuestraron?
    — ¿Para alimentar a los vampiros? —probó Anna.
    — Con cuatro mujeres no hubiera podido mantener a su establo ni un solo día. ¿Por qué no cogió a más?
    — No lo sé.
    Bebí más agua.
    — Yo tampoco. Y el enemigo de tu visión era un hombre. Hay algo más, pero ahora mismo no puedo recordarlo. Tengo la extraña sensación de que me olvido de algo importante. Algo ridículamente obvio.
    Me quedé en silencio. Anna esperó al otro lado del teléfono. — Da igual —dije finalmente—, tendré que esperar a que se me aclare la cabeza.
    — Ah —dijo Anna—. ¿Hay algo más urgente?
    — Un atractivo cirujano plástico me espera en Fernando's a las seis.
    — Aja. ¿Le has mencionado que detestas ese restaurante?

    — No —le dije—. Pero confío en que se dé cuenta. No me van las cenas formales, Anna. — No hace falta que lo jures —murmuró Anna—. ¿Es divertido?
    — ¿Quién?
    — El cirujano plástico. ¿Es divertido? ¿Te hace reír?
    — Lo intenta —dije.
    — No parece que tenga mucho éxito.
    — Creo que he forzado un poco las cosas —dije.
    — ¿El qué? ¿La intimidad o el sexo?
    — Supongo que ambas cosas. —Para mí el sexo casual era un oxímoron. El sexo me colocaba en una posición de vulnerabilidad y no había nada casual en eso. Nunca me había acostado con un hombre en quien no confiara y a quien no admirara. No conocía lo suficiente a Crest para saber si le admiraba o podía confiar en él, y pese a todo había deseado llevármelo a la cama. Me había paseado desnuda frente a él, por el amor de Dios—. Algo me preocupa. Creo que tiene que ver con la muerte de Greg Silencio al otro de la línea. Finalmente, Anna murmuró:
    — ¡Quién lo iba a decir, un desconchado en tu armadura!
    — Esta noche intentaré repararlo.
    — Eres una maximalista, Kate. Todo o nada. Tal vez merezca una oportunidad. — No he dicho que vaya a romper. Tan solo pretendía reconsiderar la situación.
    Intentaré descubrir si es divertido. —Anna suspiró.
    — ¿Te pondrás el vestido que compramos en aquella ocasión?
    — Sí.
    — Un consejo —dijo—. Déjate el pelo suelto.
    ENTRE EN FERNANDO'S con el pelo suelto. Me caía por debajo de la cintura, encuadrando el rostro y suavizando las formas. Con el maquillaje, el vestido y los zapatos de tacón a juego al menos tenía la apariencia del tipo de mujer que suele comer en Fernando's. Los tacones enviaban punzadas de dolor a mis caderas. Le di mi nombre a un camarero impecablemente vestido y este me acompañó a las profundidades del restaurante. Mientras pasábamos junto a las mesas redondas con manteles blancos y recién planchados, mis zapatos producían débiles golpecitos en el suelo de mármol. Hombres enfundados en caros trajes y mujeres muy bien peinadas y con vestidos de un valor aproximado a mi sueldo mensual conversaban y comían despreocupadamente. Diversos emparrados con acres flores blancas nacían de urnas de cerámica. Alguien había dedicado mucho tiempo en disponer los tallos por las paredes con astuta precisión.
    Odiaba aquel lugar.

    Crest estaba sentado en una mesa apartada, estudiando el menú. Parecía abatido. Levantó la cabeza, me vio y se quedó petrificado. Era algo superficial, pero su atontado semblante me hizo sentir mucho mejor.
    Nunca sería hermosa, pero me conformaba con ser llamativa.
    Moviéndose con la elegancia de una bailarina, el camarero retiró la silla y me invitó a sentarme. Le di las gracias —lo que probablemente iba en contra de las normas— y me senté. Crest continuaba mirándome fijamente.
    — ¿Nos conocemos? —le pregunté.
    — Creo que sí —dijo él—. Estás distinta.
    Había llegado el momento de romper el hechizo.
    — ¿Distinta? Espectacular, radiante, preciosa, todo eso hubiera servido, pero no sé qué significa distinta. Funcionó. Dejó de mirarme.
    — Pensaba que no ibas a venir.
    — Tenía trabajo —dije—. Además, como te torturé en Las Colimas, era lo menos que podía hacer para devolverte el favor.
    — ¿No te gusta este sitio?
    No. La atmósfera es acartonada, la comida es mala y lo único que puedo permitirme es un cuenco de sémola de maíz. ¿Servirán aquí eso?
    Me encogí de hombros.
    — No está mal. ¿Vienes a menudo?
    — Cada tres semanas, más o menos.
    Oh, Dios.
    El camarero volvió a aparecer y él y Crest se sumergieron en una conversación que ni entendí ni escuché. Observé al resto de comensales hasta que el camarero murmuró las palabras clave:
    — ¿Y la señora?
    — ¿Qué ensaladas tienen?
    Pedí una ensalada de veintidós dólares y el camarero se marchó.
    — ¿No quieres nada de segundo? —preguntó Crest.
    — Hoy no.
    Se impuso el silencio. Crest parecía contentarse con mirarme mientras yo no tenía ni idea de qué hacer conmigo misma.
    — Estás impresionante —dijo finalmente—. Tan distinta.
    — No es más que una ilusión —le dije—. Sigo siendo yo.
    — Lo sé.
    Sonrió. Por el modo en que me miraba, supe que estaba pensando cómo sería en la cama. ¿Por qué yo no estaba pensando lo mismo de él? Bajo el traje oscuro, parecía tener un buen cuerpo. Unas cuantas mujeres le miraban abiertamente.

    Reparé en que un hombre me observaba desde una mesa cercana. Supuse que debía mostrarme halagada.
    — Entonces, ¿cómo va el trabajo? —dije finalmente para romper el silencio.
    — Estoy planteándome dejar la práctica —dijo él.
    — Oh.
    — Me gustaría dedicar más tiempo al estudio del Lic—V —dijo—. Lo encuentro fascinante, especialmente el modo en que la estructura de los huesos se transforma bajo la influencia de la magia. Si consiguiéramos saber más cosas de esa habilidad, se producirían increíbles avances en la cirugía reconstructiva. Sería el fin de los procedimientos invasivos, de los implantes, de las recuperaciones; la eliminación de las imperfecciones mediante la voluntad.
    Le sonreí. Tal vez un día le presentara a Saiman.
    El camarero llegó con el menú de vinos. Crest eligió uno y continuó exponiéndome la fascinante naturaleza del Lic—V, entrando en más detalles técnicos de los que mi limitada comprensión podía procesar. Le observé detenidamente mientras me preguntaba por qué Olathe habría secuestrado a aquellas mujeres. Algo en todo aquello no terminaba de encajar.
    Crest se quedó en silencio y yo parpadeé, desconectando el piloto automático. — No me estás escuchando, ¿verdad?
    No. — No, por favor, sigue.
    — ¿Te aburro?
    — Un poco.
    — Lo siento —dijo él.
    Me encogí de hombros.
    — Por favor, no te enfades. Tú estás siendo tú mismo y yo estoy siendo yo misma. Para ti, los cambiaformas son una nueva e interesante frontera. Para mí, son parte de mi trabajo. Violentos, a menudo crueles, paranoicos y extremadamente territoriales. Cuando veo uno, solo veo a un posible adversario. Tú te emocionas porque pueden transformar su estructura ósea, mientras que yo me cabreo porque sus mandíbulas no encajan del todo bien en su forma intermedia y llenan el suelo de babas. Y apestan terriblemente cuando están húmedos.
    Crest me miró fijamente.
    — Además, carezco del conocimiento médico para entender una palabra de lo que has dicho en los últimos diez minutos. Odio sentirme como una profana en la materia. Mi frágil ego no lo puede soportar.
    Alargó el brazo y me tocó la mano. Tenía la piel cálida y seca, y por alguna razón desconocida su gesto me reconfortó.

    — Me callaré —prometió solemnemente.
    — No es necesario —dije—. Hablemos de otra cosa. De libros, de música, de algo no relacionado con el trabajo.
    — ¿El tuyo o el mío?
    — Ambos.
    El mundo se sacudió ligeramente con la llegada de la magia. La conversación en todas las mesas se detuvo un instante y volvió a reanudarse como si nada hubiera sucedido. Llegó nuestra cena. Mi ensalada consistía en hojas de lechuga, elegantemente distribuidas para enmarcar unos finos gajos de naranja, y una exuberante variedad de verduras. Pinché la lechuga con el tenedor. Por alguna razón, no tenía hambre. — ¿Qué tal está la ensalada? —preguntó Crest. Cogí un gajo de naranja con el tenedor y me lo llevé la boca.
    — Muy buena.
    Crest sonrió y su semblante transmitió un evidente placer. Recordé el consejo que alguien me había dado tiempo atrás. Si un hombre te lleva a un restaurante de su elección, no le hagas ningún cumplido. Emociónate con la calidad de la comida y estará encantado, porque él te llevo allí. Yo no solía emocionarme fácilmente. Hablamos durante unos minutos sobre nada en particular, pero la conversación se fue extinguiendo. Fuera lo que fuese lo que habíamos conseguido en Las Colimas, había desaparecido y no podíamos recuperarlo. Hurgué en la ensalada, levanté la cabeza y vi que Crest miraba algo por encima de mi hombro.
    — ¿Algún problema?
    — Ese tipo no deja de mirarte —dijo Crest—. Se está pasando de la raya. Creo que me acercaré para preguntarle si tiene algún problema.
    Me di la vuelta y vi una figura familiar dos mesas más allá. Recostado en la silla, medio girado para tener un mejor ángulo de nuestra mesa: Curran.
    ¿Por qué yo?
    Una espectacular mujer asiática con un diminuto vestido negro estaba sentada en la otra silla. La mujer parecía nerviosa, y no dejaba de retorcer la punta de la servilleta con sus estilizados dedos. Me miró sorprendida, como una gacela en un abrevadero, y se dio la vuelta rápidamente. Curran se mostró indiferente.
    Nuestras miradas se encontraron y Curran sonrió abiertamente.
    — No creo que sea una buena idea —dije.
    — ¿Un viejo novio? —dijo Crest.
    — Por Dios, no. Solo nos conocemos profesionalmente. —Le hice un gesto al camarero y este se acercó.
    — ¿Sí, señora?
    Señalé a Curran con la cabeza.

    — ¿Ve a ese hombre de ahí, el del pelo corto? ¿Junto a esa mujer tan guapa?
    — Si, señora.
    — ¿Le importaría servirle un cuenco de leche y expresarle mis mejores deseos? El camarero ni siquiera pestañeó; una demostración del excelente servicio de Fernando's. — Si, señora.
    Crest me miró y reconocí en sus ojos la picazón de la curiosidad.
    El camarero sirvió la leche y le murmuró algo a Curran. Su sonrisa adquirió un rasgo rapaz. Cogió el cuenco y lo levantó a modo de saludo. Sus ojos destellaron con un brillo dorado. El destello apareció y se desvaneció tan rápidamente que si no le hubiera estado mirando a los ojos, me lo habría perdido. Se llevó el cuenco a la boca y empezó a beber.
    — Parece fuera de lugar con esos tejanos —dijo Crest.
    — Confía en mí, no le importa. Y ningún camarero de Fernando's está lo uficientemente loco para tocar el tema. —De hecho, Fernando's no parecía el tipo de restaurante al que acudiría Curran. Le consideraba más en la línea de un local de filetes y gambas o de un chino.
    — Ya veo. —Crest intentaba mirar a Curran de un modo amenazador. Si continuaba por aquel camino, lo más probable es que Curran se cayera de la silla con un ataque de risa. De repente, estaba muy enfadada.
    La mirada de Crest se detuvo momentáneamente en la cita de Curran. Algo nuevo se reflejó en sus ojos: ¿interés, admiración? ¿Atracción? Curran me guiñó un ojo. Crest dobló su servilleta y la dejó sobre la mesa. Más de la mitad de su pechuga de pollo continuaba en el plato.
    — Creo que deberíamos irnos —dijo. Aparté la prácticamente intacta ensalada.
    — Buena idea.
    Un camarero se materializó junto a nuestra mesa. Crest pagó en metálico y salimos del restaurante. Ya en la calle, Crest giró a la izquierda.
    — Mi coche está por ahí —dije señalando a la derecha. Él negó con la cabeza. — Tengo una sorpresa. Como hemos acabado pronto de comer, llegaremos antes. ¿Te importa caminar?
    — De hecho, sí. —Sobre todo con aquellos tacones y con la punzada en la cadera—.
    Podemos ir en tu coche?
    — Será todo un placer.
    Mientras caminábamos hacia su coche, noté que alguien me observaba. Me detuve para ajustarme la tira del zapato y le vi al otro de la calle, apoyado en la pared de un edificio.

    La chaqueta de piel y el pelo de punta no dejaban lugar a dudas. Bono. Ghastek me tenía bajo vigilancia, pero esta vez, en lugar de un vampiro, había enviado a su oficial. Buena elección. Bono aún me guardaba rencor por nuestra pequeña charla en Adriano's. ¿Habría descubierto Ghastek que exprimí al oficial que me había dado la pista sobre sus vampiros sin marcas? O tal vez lo entendía todo del revés. Bono se giró ligeramente para no perderme de vista.
    ¿Por qué mantenerme ahora bajo vigilancia, cuando Olathe ya estaba muerta? A menos que Bono trabajara para Olathe. Tenía sentido. Si Olathe quería derrocar a Nataraja, habría intentado reclutar a oficiales jóvenes, y con su aspecto y poder, no le habría costado mucho atraerlos a su causa. ¿Pretendía Bono vengarse? ¿O había otro actor en aquel drama y ahora Bono seguía sus órdenes?
    No había acabado. Mis instintos me dijeron que era demasiado fácil, demasiado conveniente, y ahora tenía la confirmación de Bono. ¿Qué sabía él que yo no supiese? Pensé en la posibilidad de cruzar la calle y golpearle, convertirlo en una masa sanguinolenta hasta que me contara todo lo que sabía. Podía abrirle la cabeza contra la pared de ladrillos y arrastrarlo hasta la oscuridad del callejón. O aún mejor, inmovilizarlo contra la pared y meterlo en el coche. En aquel barrio, nadie prestaría la menor atención a una mujer con un vestido y a su atractivo acompañante que había bebido demasiado y que necesitaba apoyarse en ella. Podía meterlo en el coche y llevarlo a algún lugar solitario.
    — ¿Kate?
    El agradable rostro de Crest apareció frente a mí. Maldita sea.
    — ¿Cuál es tu coche?
    — Ese.
    Le sonreí, o al menos lo intenté. Mirando por última vez a Bono, dejé que Crest me abriera la puerta de su vehículo y me obligué a entrar en él. Más tarde, Bono. Siempre puedo dar contigo.

    EL COCHE DE Crest era caro, gris metalizado y con forma de bala. Me abrió la puerta y me acomodé en el asiento de piel del pasajero. Él dio la vuelta al coche, se sentó frente al volante y nos marchamos. El interior del vehículo estaba impoluto. Ninguna bola de papel en vasos de plástico. Ninguna factura o recibo en el suelo. Ni la más mínima huella de suciedad en los tableros. Estaba inmaculado, casi esterilizado. — Dime una cosa, ¿tienes unos vaqueros? —le pregunté—. ¿De esos tan viejos que la suciedad es permanente?
    — No —dijo él—. ¿Eso me convierte en una mala persona?
    — No —le dije—. ¿Sabes que la mayoría de mis vaqueros tienen mugre permanente?

    — Sí —dijo con una sonrisa en los ojos—. Pero no estoy interesado en tus vaqueros, solo en lo que hay debajo de ellos...
    — Esta noche no.
    — De acuerdo. Es bueno tener las cosas claras.
    La ciudad pasó frente a nosotros, sus calles acogiendo de vez en cuando a un vehículo en llamas alimentándose de los últimos estertores de la tecnología. Conté tantos vehículos como caballos. Quince años atrás, los coches dominaban las calles. — ¿Quién era ese hombre? —dijo Crest.
    — El Señor de las Bestias. —Crest me miró de reojo.
    — ¿El Señor de las Bestias?
    — Sí. El perro principal. —O gato.
    — ¿Y la mujer era una de sus amantes?
    — Probablemente.
    Un Buick blanco como la nieve nos cortó el paso, invadiendo el carril, y se detuvo en el semáforo con un chirrido de ruedas. Crest puso los ojos en blanco. El semáforo parpadeó, destelló con gran intensidad y volvió a brillar débilmente. — ¿Magia residual? —preguntó Crest.
    — O un fallo del cableado. —El buen doctor estaba aprendiendo la jerga mágica. Me pregunté dónde habría oído hablar de los efectos de la magia residual. — Tiene sentido. —Crest aparcó junto a un edificio de grandes proporciones—. Hemos llegado. Un mozo de hotel me abrió la puerta y bajé del coche. El vehículo de Crest estaba muy bien acompañado. A nuestro alrededor, Volvos, Cadillacs y Lincolns escupían a gente elegante sobre la acera: mujeres sonrientes, con unos labios que amenazaban con estallar, y hombres inflados con su propia importancia. Las parejas se dirigían hacia el alto edificio frente a nosotros.
    El mozo se metió en el coche y desapareció por la calle, dejándonos allí de pie, a la vista de todos. La gente me miró. Nos miraron a ambos.
    — ¿Recuerdas el teatro Fox? —dijo Crest, al tiempo que me ofrecía su codo. Una cosa era abrirme la puerta. Otra muy distinta, caminar cogida de su brazo. Le ignoré y avancé hacia la puerta con las manos en los costados.
    — Sí. Fue demolido.
    — Utilizaron las piedras para construir este lugar. Genial, ¿no crees?
    — De modo que en lugar de construir un edificio nuevo, flamante y estéril decidieron trasladar al nuevo toda la agonía, el dolor y el sufrimiento que impregna a las paredes del antiguo edificio. Genial.
    Me miró con semblante incrédulo.

    ¿De qué estás hablando?
    — Los artistas emanan una gran cantidad de energía. Se preocupan por su aspecto, por su edad, por la competencia. Un detalle insignificante puede convertirse en una cuestión trascendental. El edificio en el que actúan se impregna como una esponja con sus fracasos, sus celos, sus decepciones y acumula la aflicción durante años. Por ese motivo los empáticos solo asisten a representaciones estudiantiles. La atmósfera les abruma. Fue una estupidez transferir el peso de tantos años de un lugar a otro. — A veces no te entiendo —dijo Crest—. ¿Cómo puedes ser tan pragmática? Me pregunté si habría tocado un punto sensible. El Señor Meloso de repente se había puesto vehemente.
    — Después de todo, también hay otro tipo de emociones. —Su tono era airado—. Éxito, exaltación ante una actuación soberbia, alegría.
    — Es cierto.
    Entramos en el lobby, iluminado tenuemente con antorchas pese a la presencia de bombillas eléctricas. La gente a nuestro alrededor avanzaba sin detenerse en dirección a las puertas dobles situadas al fondo de la sala. Seguimos al flujo de gente a través de las puertas y hasta la enorme sala de conciertos repleta de filas de asientos rojos. La gente nos miró. Crest parecía complacido. Éramos el centro de atención, el alto y elegante Crest y su cita exótica enfundada en un vestido distinguido y con una cicatriz asomando por su hombro. Crest no se percató de lo mucho que llegaba a incomodarme la atención que nos prestaba la multitud, ni tampoco se fijó que había empezado a cojear. Si se lo decía, solo conseguiría empeorar las cosas. Continué caminando y sonriendo, concentrándome en no dar un traspié.
    Nos sentamos justo en el medio de la sala y dejé escapar un suspiro de alivio. Estar sentada era mucho más fácil que estar de pie.
    — ¿A quién esperamos? —pregunté.
    — Aivisha —dijo Crest con gravedad. No tenía ni idea de quién era Aivisha. — Es la última representación de la temporada —continuó—. Está haciendo mucho calor, por lo que pensaba que a estas alturas ya habría dejado de actuar, pero la dirección me aseguró que no tendrá ningún problema. Puede utilizar la magia residual. Me recosté en el asiento y esperé en silencio. A nuestro alrededor, la gente se acomodaba en sus asientos. Una mujer mayor, enfundada en un impecable vestido blanco y escoltada por un distinguido caballero, se detuvo a nuestro lado. Crest se puso en pie de un salto. Oh, Dios, ahora tendría que levantarme. Lo hice, sonreí y esperé educadamente a las presentaciones.

    La mujer y Crest conversaron unos minutos mientras el escolta y yo compartíamos en silencio nuestra aflicción. Finalmente, la mujer reanudó la marcha.
    — Madame Emerson —me dijo Crest con una palmadita en la mano—. Probablemente, el último representante de la buena sociedad del sur. Lo has hecho muy bien. Creo que le has caído bien.
    Abrí la boca y volví a cerrarla rápidamente. No había hecho otra cosa que estar de pie y sonreír. Como un niño bien educado o un perro sumiso. ¿Esperaba Crest que le lamiera la pierna?
    Sonó un timbre para exigir el silencio del público. Un murmullo recorrió la sala pero se extinguió en cuanto la cortina de terciopelo se abrió lentamente por la mitad y sobre el escenario apareció una mujer bajita. Tenía la piel muy oscura y un peso considerable, con el cabello formando lustrosas espirales negras en la parte superior de su cabeza. El largo vestido de tela plateada, que se precipitaba en dobleces y trenzas a partir de los hombros, titilaba, como si estuviera tejido con agua bañada por el sol.
    Aivisha recorrió la sala con la mirada con unos ojos oscuros e insondables, dio un pequeño paso adelante, la cascada de plata moviéndose a su alrededor. Abrió la boca y dejó que su voz se derramara. Tenía una voz increíble. Asombrosa por su claridad y belleza, empezó a aumentar, ganando fuerza, entretejiéndose, y de la propia Aivisha brotó el poder, permeando toda la sala de conciertos y al asombrado público. Me olvidé de Crest, de Olathe, solo escuché, perdida en la armonía de aquella seductora voz. Aivisha levantó las manos. Unas delgadas astillas de hielo crecieron de sus dedos, trazando espirales, retorciéndose en perfecta sincronía con la música. Como un imposible y complejo lazo de cristal, el hielo se extendió por el escenario y empezó a trepar por las columnas laterales, floreciendo en fardos de plumas delgadas como agujas. Se abrazó a los pliegues del vestido de Aivisha como una mascota fiel complacida con agradar, y no supe dónde empezaba el plateado de la tela y dónde terminaba la pureza cristalina del hielo.
    Aivisha continuó cantando y el hielo bailó para ella, concediéndole todos sus caprichos. Ella nos dirigió, y, fascinados, nosotros contuvimos el aliento hasta que su voz alcanzó un crescendo apabullante. Su cuerpo palpitó con una luz azul, saturando el hielo en un instante. El lazo de cristal estalló y se evaporó en el aire. La cortina se cerró, ocultando a Aivisha del público. Durante un momento permanecimos aturdidos, y entonces la sala de conciertos estalló en aplausos.
    Crest me apretó la mano y yo le devolví el apretón.
    Cuarenta y cinco minutos después, nos deteníamos en el aparcamiento frente a mi edificio de apartamentos.

    — ¿Puedo acompañarte a la puerta? —preguntó Crest.
    — Esta noche no —murmuré—. Lo siento. No sería muy buena compañía.
    — ¿Estás segura? —preguntó Crest, la esperanza desvaneciéndose de sus ojos. Me sentía mal, pero no podía hacerlo. Algo me decía que debía dejarlo ahí.
    — Sí —dije—. Gracias por la cena y la compañía.
    — Confiaba en que la velada no terminara tan pronto —dijo él.
    Toqué su mano con la punta de los dedos.
    — Lo siento. Tal vez la próxima vez.
    — Ah, bueno —dijo él—. Siempre nos queda mañana por la noche.
    Abrí la puerta y bajé del coche. Crest esperó unos segundos antes de reanudar la marcha. Comprendí demasiado tarde que había esperado un beso de buenas noches.
    CADA VEZ ME dolía más la cadera, y cuando llegué al otro extremo del aparcamiento, la molestia se había convertido en un dolor en toda regla, aderezado con espasmos musculares. — Genial. —Me quité los zapatos. Descalza y con los zapatos en la mano, me encaminé hacia la puerta.
    Pisé una imperfección en el asfalto, resbalé y a punto estuve de acabar con el trasero en el suelo. El dolor me mordió la pierna. Me incliné hacia delante, esperando que remitiera y murmurando maldiciones.
    — ¿Quieres que te lleve en brazos? —Me susurró alguien al oído—. ¿Otra vez?
    Me di la vuelta y le lancé un gancho en el estómago. El puño se estrelló contra un muro de carne sólida.
    — Buen golpe —dijo Curran—. Para una humana. Claro, claro. Te he oído exhalar. Lo has sentido.
    — ¿Qué quieres?
    — ¿Dónde está tu atractivo acompañante?
    — ¿Dónde está la tuya?
    Me encaminé hacia el edificio. El único modo de deshacerme de él era subir las escaleras y cerrar la barrera en sus narices.
    — En su casa —dijo él—. Esperándome.
    — Bueno, hazme un puto favor y no le hagas esperar más.
    Llegué a las escaleras y me senté en un escalón. La pierna exigía un descanso. — ¿Te duele?
    — No, me gusta sentarme en un sucio escalón cuando llevo un vestido caro.
    — Estás un poco susceptible esta noche —observó—. Suele ocurrir cuando te dejan plantada. Miré el cielo nocturno, los diminutos puntos de las estrellas.

    — Estoy cansada, me duele la pierna y necesito un montón de respuestas que no puedo encontrar.
    — ¿Como qué? —Suspiré.
    — Para empezar, no sé quién mató a Greg ni por qué lo hizo. Dos, no encontramos evidencias de los animales contaminados con nigromancia que mataron a tu gente. Tres, en el informe de Greg aparecía el nombre de varias mujeres. ¿Por qué Olathe se las llevó y qué hizo con ellas?
    Se inclinó para ponerse a mi altura.
    — Todo ha terminado —dijo—. Y tienes un problema grave de nostalgia recurrente. — ¿Un caso grave de qué?
    — Eres una mere del montón y, de la noche la mañana, todo el mundo quiere hablar contigo. Los poderes féericos de la ciudad saben tu número de teléfono. Hace que te sientas importante. Y ahora el baile ha concluido. Te compadezco. —Su voz chorreaba escarnio—. Pero todo ha terminado.
    — Te equivocas. —Curran se alejó.
    — Te llamó mestizo —le dije a su espalda—. ¿Por qué?
    Me ignoró.
    Me puse en pie con dificultad y empecé a subir las escaleras. Una vez en el apartamento, me cambié de ropa, reuní unas cuantas cosas imprescindibles, cogí a Asesina y volví a bajar las escaleras. Puse en marcha a Karmelion mordiendo las palabras del hechizo como un perro rabioso y dejé atrás el aparcamiento. Ya había tenido bastante de aquella ciudad. Me marchaba a casa. A mi auténtica casa.


    Capitulo 8

    La luz de la mañana se filtró a través de la ventana y me hizo cosquillas en la cara. Bostecé y me acurruqué bajo las sábanas. No quería levantarme. Aún no. En retrospectiva, largarme de la ciudad en mitad de la noche y con una cadera dolorida no había sido una idea brillante, especialmente cuando la tec se extendió sobre las cuatro de la madrugada, dejando la camioneta inutilizada a dos kilómetros de mi casa.
    Aun así, había conseguido llegar antes de que saliera el sol y ahora ya no importaba mucho. Estaba en casa.
    Enterré la cara en la almohada, pero la luz del sol no desfalleció. Me desperecé con un suspiro. Mis pies desnudos tocaron el suelo templado por el sol y me dirigí alegremente a la cocina para preparar café.
    En el exterior, la última hora de la mañana se desplegaba en todo su apogeo. El cielo despejado, de un azul profundo. Ni una suave brisa perturbaba las hojas de los mirtos. La ventana de la cocina exigía ser abierta. Liberé el pestillo y tiré de la parte inferior para que el aire saturado de humedad de la costa entrara en la casa. En mi casa. Por fin. En mitad del jardín, colocado de tal modo que pudiera verse tanto desde la cocina como desde el porche, había un poste clavado en la tierra. Y sobre este, una cabeza humana. El pelo largo se precipitaba a ambos lados de la cabeza en pegotes ensangrentados. Unos ojos pálidos descollaban de las órbitas. Tenía la boca completamente abierta y unas moscas verdes revoloteaban alrededor de unos labios destrozados. Estaba tan fuera de lugar en mi soleado mundo que, por un instante, pensé que era producto de mi imaginación. No podía ser real.
    El inconfundible hedor de la putrefacción llegó hasta la cocina. Corrí al dormitorio sobreponiéndome al dolor, cogí a Asesina y me dirigí a la puerta principal. La barrera mágica estaba activa. Con cautela, retiré la protección y salí al porche. Nada.
    Ningún sonido. Ni rastro de poder. Nada salvo una cabeza en descomposición en mi jardín. Me acerqué a la cabeza y, lentamente, di una vuelta a su alrededor. Pertenecía a una mujer joven.

    Hacía poco que había muerto; la expresión de terror aún estaba congelada en su rostro. Un enorme clavo sujetaba una hoja de papel doblado a la parte posterior de la cabeza. Levanté el papel con la punta de Asesina y ví unas letras desiguales.
    ¿Te gusta mi regalo? Lo he hecho especialmente para ti. Cuando veas a tu amigo mestizo, dile que no desperdiciaré su cabeza de este modo. Le arrancaré hasta la última tira de carne de los huesos. Devoraré personalmente su cadáver hasta que no pueda más y dejaré el resto a mis hijos mientras descanso con mujeres mestizas. La carne mestiza sabe a mierda pero tiene una buena textura. Olathe nunca llegó a apreciarla. Una pena lo de su vestido. Me tenía robado el corazón. Entré en casa y marqué el número de Jim.
    La cabeza muerta miró a Jim.
    Jim miró la cabeza.
    —Conoces a gente un poco desequilibrada —dijo Jim.
    —Probablemente se llamara Jennifer Ying —dije—. El cabello tiene textura mongoloide. Es una de las mujeres desaparecidas que encontré en el informe de Feldman.
    La cabeza no estaba aquí cuando llegué a las tres de la madrugada.
    Jim olisqueó la cabeza.
    —Es reciente. Un día; a lo sumo un día y medio —dijo—. Deberías llamar a Curran. —No me escuchará. Cree que estoy paranoica.
    Jim se encogió de hombros. Habíamos trabajado juntos el tiempo suficiente para saber que ninguno de los dos estaba interesado en la fama.
    —Le has sacado de sus casillas.
    —Hay algo más. —Le acompañé hasta el porche. Una señal de huesos humanos estaba dispuestos formando un lienzo en toda la superficie del porche.
    —¿Has asaltado un cementerio?
    —Me preguntaba cómo podía haberse acercado tanto a la casa sin hacer saltar las protecciones, de modo que indagué un poco y encontré esto. Los colocó formando un círculo alrededor de la propiedad, en la línea de árboles. Es una especie de barrera. Una muy antigua.
    —¿Cuánto? —Del neolítico. Los cazadores primitivos distribuían los huesos de sus presas alrededor de los asentamientos. La idea era formar una cadena de Piedra, Hueso y Madera. La Piedra y la Madera se utilizan para obtener el Hueso, vinculándolos entre sí, de modo que si devuelves el Hueso a la Piedra y a la Madera en cuanto has terminado, te proporciona protección. Creó un pasillo seguro para moverse por mi jardín cuando quisiera.

    Se trata de un hechizo muy fácil de romper. Lo único que debes hacer es retirar los huesos, por eso ya nadie lo utiliza. Por desgracia, no puedes detectarlo a menos que tropieces con él.
    Recogí un cráneo y se lo mostré. Jim lo cogió y retrocedió con un siseo. Sus ojos adquirieron una tonalidad verde.
    Según el folclore, al morir, el cuerpo de los cambiaformas recupera la forma que tenía al nacer, ya sea humana o animal. Sin embargo, el Lic—V produce una serie de cambios permanentes en la estructura ósea que permanecen durante la vida y después de la muerte.
    Unas largas franjas de hueso creadas por el Lic—V recorrían el cráneo en zonas reveladoras, por encima de la mandíbula y a lo largo de los pómulos. —Un hombre—rata —dijo Jim devolviéndome el cráneo como si le quemara entre las manos. —¿Adivina cuántos he encontrado?
    —Siete. —Y al menos tres vampiros. Los esqueletos no están completos. Faltan algunos huesos, pero hay ocho pelvis y nueve cráneos, tres de los cuales tienen colmillos de chupa sangre.
    Jim observó los huesos.
    —Debes separar los de vampiros.
    —¿Qué? —Has de separar los huesos de vampiro —repitió. Estaba inquieto y hablaba con gruñidos guturales.
    —¿Por qué no mueves el culo y me ayudas?
    —No puedo tocarlos. Suspiré.
    —Jim, no soy forense. Sin una lupa y un escáner, no sabré qué huesos son de vampiro. Tú, en cambio, puedes saberlo por el olor.
    Me miró fijamente con ojos ligeramente desorbitados.
    —Empieza a seleccionarlos, y si necesitas ayuda, dímelo.
    Se marchó al jardín. Suspiré y empecé a remover huesos.
    Me senté en el porche entre dos montones de huesos mientras observaba al hombre—jaguar en mi jardín trazando pequeños círculos alrededor del palo en el que seguía clavada la cabeza de la joven. Le había fallado. Había analizado las pruebas y había llegado a las conclusiones erróneas.
    Pero yo seguía allí, sentada en mi porche, mientras ella había pagado el precio de mi estupidez. Y de mi arrogancia.

    Jim continuó caminando, colocando cuidadosamente un pie delante del otro, acechando una presa invisible alrededor de un círculo. Tenía los ojos amarillentos y de vez en cuando le temblaba el labio superior, revelando sus colmillos. A menos que el gato bostezara frente a tus narices, nunca veías sus colmillos hasta que estaba listo para clavártelos. Jim estaba listo para clavárselos a alguien. Tendría que esperar pacientemente a la cola.
    —Déjalo ya. Estás haciendo un surco en mi jardín.
    Jim dejó de moverse y me miró.
    Una furgoneta oscura se detuvo en el camino de entrada. Funcionaba con magia y agua, como Karmelion, y hacía tanto ruido como mi camioneta de pesadilla. Cuatro cambiaformas de rostro pétreo bajaron de ella y se acercaron a mí con varias bolsas de lona. Me puse en pie y me aparté, permitiéndoles el acceso a los huesos. Comenzaron a guardar los esqueletos fracturados de sus muertos en las bolsas, seleccionándolos sobre la marcha, manipulando los huesos con la misma delicadeza que un comerciante de porcelana dedica a sus mejores piezas.
    Doolittle salió de la furgoneta vestido con unos pantalones de peto vaqueros y con un escáner—m portátil en la mano. Se detuvo para murmurarle algo a Jim y continuó avanzando en dirección a la cabeza.
    Jim se acercó al porche.
    —Curran quiere que regreses a la ciudad.
    Negué con la cabeza.
    —No puedo. En cuanto acabéis, tendré que llamar a la policía. Ya tienes tus huesos. La familia Ying merece recibir los de su hija.
    —¿Y qué coño le digo a Curran?
    Doolittle arrancó la nota del clavo y le dio la vuelta.
    —Parece ser que la escribió en el reverso de alguna revista.
    Cogí la nota de entre sus dedos. La página era de
    Volshebstva e Kolduni, el periodicucho «Hechizos y Brujos» cuya credibilidad Saiman había desestimado tan alegremente.
    —¿Kate? —dijo Jim.
    Tenía ganas de ponerme a llorar. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Fui a buscar el Almanaque y le entregué a Doolittle el artículo sobre el upir que me había dado Bono. —Aquí dice que la criatura se alimenta de carne humana muerta. Y que copula con animales para producir retoños mestizos que no son ni animales ni humanos. ¿Dónde conseguiste esto?
    —Me lo dio uno de los oficiales de Ghastek.

    —Ghastek lo sabía —rugió Jim—. Lo sabía todo desde el principio. ¡Le arrancaré el corazón! —«Espoleado por el deseo de reproducirse, el upir se apareará con mujeres de poder, pues solo una mujer de poder puede engendrar a un auténtico upir... » —Doolittle me miró—. No puedes quedarte aquí, Kate. Debes venir con nosotros.
    Abrí la boca pero él me silenció con un movimiento de su mano.
    —Somos siete contra uno. Te arrastraremos si es necesario.
    Los miembros del consejo de la manada estaban sentados en sillas acolchadas alrededor de una mesa. En mitad de la misma descansaba la cabeza de Jennifer Ying. Doolittle la había traído hasta allí como prueba, y la habían colocado bajo una campana de cristal envuelta en conjuros protectores. Un testigo mudo de todo lo que se decía.
    Junto a ella, un teléfono con micrófono divulgaba la fría voz de Saiman.
    —Todos los upir son machos. La historia de su especie es muy antigua: es probable que formaran parte de los cultos de fertilidad de las sociedades agrarias primitivas, en la Edad de Bronce. Durante los ritos, las mujeres jóvenes, personificaciones de la Diosa, eran llevadas frente al upir para que este pudiera desempeñar el papel de hijo—consorte copulando con ellas. Por supuesto, a menudo la copulación terminaba con la muerte de la mujer, en cuyo caso, el upir consumaba el rito completo y devoraba su cuerpo. «Con la llegada de la Edad de Hierro, la aparición de los dioses—héroes patriarcales señaló el final del culto a la Diosa y los upir emigraron gradualmente a regiones remotas, encontrando los extensos bosques rusos especialmente apropiados. Pese a sentir un intenso impulso por reproducirse, los upir solo están interesados en la obtención de un macho poderoso, otro upir.
    Todas las hijas nacen muertas. En cuanto nace un hijo, el upir le alimenta con la madre y después le expulsa de su territorio. Debe tenerse muy presente que solo una mujer con un poder mágico considerable puede producir la suficiente magia para engendrar a un upir.
    —¿Y qué ocurre con los hijos de animales? —preguntó Curran.
    —El upir copula con cualquier animal al que pueda penetrar. Habitualmente, la descendencia resultante, aunque viable, es estéril. Un único upir podría disponer de un grupo considerable de este tipo de criaturas—sirvientes. Además, dado que el culto agrario a la fertilidad está centrado en la regeneración, es probable que disponga de considerables poderes regenerativos. Según mis fuentes, es inmune al metal, a la madera, a los colmillos y a las garras. Es prácticamente imposible de matar. Curran asintió mientras miraba a Mahon.

    —La manada te agradece la información —dijo el Oso.
    —Agradezco la gratitud de la manada. Recibiréis la factura en los próximos tres días. —Y colgó.
    —Tiene que ser Crest —dijo Curran.
    Sorprendida, le pregunté:
    —¿Cómo sabes su nombre?
    —Sé mucho más sobre ti que tú misma. ¿Crees realmente que trabajaría contigo sin antes investigarte?
    —Le dijiste a Derek que me espiara pese a prometerme que no lo haría. —De hecho, coloqué a un rastreador en el apartamento de arriba —dijo Jim—. El de Greg no está insonorizado.
    No dije nada, aturdida por la traición. Tendría que haberlo sabido; la Manada siempre iba primero. Eran paranoicos profesionales.
    —¿Cómo conociste a Crest? —preguntó el lobo alfa.
    No respondí
    Jim alargó el brazo y me tocó la mano.
    —Kate, esta es una de esas ocasiones en que el tiempo no es oro.
    No podía hacer otra cosa. No había salida. Si Crest era un upir, no podía enfrentarme a él sola.
    —Fui a la morgue a examinar el cadáver de un vampiro encontrado en la escena del crimen del caballero—místico. Estaba buscando la marca y él apareció. Me dijo que era un cirujano plástico que llevaba a cabo lo que denominó «labores caritativas» en la morgue. Llevaba el uniforme sanitario y los galones de los supervisores de unidad. Me invitó a comer y rechacé la oferta.
    —¿Cómo reaccionó? —dijo una mujer corpulenta, de mediana edad, rellenita. Llevaba el cabello canoso recogido en un moño sobre la cabeza. Los otros la llamaban Tía B, aunque desconocía el motivo. Tenía el aspecto de la abuela favorita de cualquier niño. También era la mujer alfa de las doce hienas que había en la Manada. —Parecía sorprendido.
    Un débil murmullo recorrió la sala.
    —Tiene acceso a la morgue —dijo Jennifer—. Y a un montón de cuerpos. —Y al ser cirujano plástico, debe de conocer a muchas mujeres —añadió la rata alfa con la boca llena de patatas fritas. La cabeza putrefacta no había conseguido quitarle el hambre.
    —¿Por qué no copuló con Olathe? — se preguntó Jennifer—. Es obvio que estaban trabajando juntos. Él la ayudaría a derrocar a Nataraja y, a cambio, él obtenía toda la carne de vampiro que deseara. Además de cuerpos frescos.

    —Olathe era estéril —dijo Jim—. Es probable que Roland la esterilizara antes de follársela. —¿Fuiste a comer con él? —quiso saber la Tía B.
    —Sí. Fue una comida normal. La siguiente vez que le vi fue después de que Derek y yo nos topáramos con aquel vampiro. Crest estaba dormido en las escaleras cuando llevé a Derek a casa.
    —¿Te acostaste con él, querida? —preguntó la Tía B—.
    Hemos de saberlo.
    Me esforcé por no hacer chirriar los dientes.
    —No. —Entonces no le has visto en un ambiente no controlado. —La Tía B meneó la cabeza—. Puede que haya estado encubierto todo este tiempo.
    —Pues su cobertura debe ser excepcional —dije—. No capté ningún tipo de magia. Nada en absoluto.
    Curran, quien había estado apoyado en la pared hasta entonces, cruzó los brazos por delante del pecho.
    —Resumiendo, nunca se ha mostrado como el upir. Aparece repentinamente cuando Kate hace algún progreso. Ella no conoce su casa ni a ninguno de sus amigos, v —Está familiarizado con la tec. —Finalmente, encontré algo interesante que decir—. Y tiene coche.
    —¿Algo más? —preguntó Mahon.
    —Está fascinado con el Lic—V.
    —Me cae bien por eso —dijo Jim—. Y el chico cree que es un gilipollas.
    Gracias, Derek.
    Curran se separó de la pared.
    —O es el upir o no lo es. ¿Cómo lo averiguamos?
    Doolittle se revolvió en la silla.
    —El único modo de saberlo con seguridad, mi señor, es hacer un escáner con una muestra de sangre. La sangre no puede ocultar la magia cuando la separas del cuerpo. En esta cuestión, el tiempo es de vital importancia. Cuanto menos se degrade la sangre, mejor. Sugiero que llevemos un escáner portátil.
    —Si es lo que creemos que es —dijo suavemente el lobo alfa—, tendremos que ir preparados. —Y no creo que acepte voluntariamente entregarnos una muestra de sangre —dijo Mahon. —No podemos obligarle —dijo el alfa lobo.

    Obligar a alguien a entregar una muestra de sangre con la intención de realizar un escáner era ilegal. Una violación de la privacidad que los tribunales se habían encargado de perseguir. Si Crest resultaba ser humano, podía colocar a la Manada en una posición realmente incómoda.
    —Por no mencionar que os reconocerá —dije. , Reflexionaron sobre aquello. —No importa —dijo Curran—. Resolveremos esto ahora.
    —No es muy agradable, ¿verdad? —Me dijo Jennifer al bajar de la furgoneta negra que nos llevó hasta el apartamento de Crest.
    —No. —Todo irá bien —dijo, aunque ambas sabíamos que mentía.
    La Manada de cambiaformas coronó en formación las escaleras que llevaban al vestíbulo. Un hombre delgado y pelirrojo estaba de servicio e hizo ademán de levantarse cuando vio que nos aproximábamos. Curran le hizo una indicación con la cabeza como si le conociera de toda la vida y el hombre volvió a hundirse en su asiento. Seis subimos las escaleras a la carrera: Curran al frente, seguido de Jim, Jennifer, Doolittle y yo. El hijo mayor de la Tía B ocupaba la retaguardia. Llevaba un revólver en la mano.
    Llegamos frente a la puerta del apartamento de Crest. Detrás de mí, el hijo de la Tía B bloqueaba las escaleras.
    Me pregunté si el revólver sería para mí, por si cambiaba de idea. Sentí un peso en el estómago. Todo aquello no tenía sentido. Tendría que haber venido sola. No debería haberme dejado convencer para hacer aquello. No volvería a dejarme arrastrar a una situación como aquella nunca más.
    Curran llamó a la puerta con los nudillos.
    —¿Hola? —dijo la voz de Grest
    Curran me miró.
    —Soy Kate —dije—. No estoy sola y tengo que hablar contigo.
    Se produjo un silencio mientras Crest digería la información y la puerta se abrió.
    Crest estaba ligeramente despeinado. Observó los rostros pétreos al otro lado de su puerta y dio un paso atrás.
    —Adelante. Lo hicimos. Los cambiaformas se desplegaron por la casa y Crest acabó en el centro de un amplio círculo. Los cambiaformas mantuvieron las distancias, unos cuantos metros entre ellos y el humano en el centro. El espacio suficiente para coger impulso antes de un salto sin tropezar unos con otros.

    —¿Te importaría decirme de qué va todo esto? —me dijo Crest mirando de reojo a Curran. —Esta gente son cambiaformas —le dije—. Varios miembros de la manada han muerto. Yo estoy involucrada en la investigación y el asesino ha desarrollado una fascinación enfermiza por mí. Dejó una cabeza en descomposición en el jardín de mi casa con una carta de amor.
    El rostro de Crest perdió toda expresión.
    —Ya veo —dijo—. Y crees que yo soy ese tipo.
    Doolittle dio un paso adelante.
    —Si aceptaras entregarnos una muestra de sangre, la cuestión quedaría zanjada en cuestión de minutos.
    Crest miraba al chico con el revólver en la mano. Error. Aparte de mí, él era el menos peligroso de los presentes.
    —¿Y si me niego?
    —Deberías aceptar —dijo Curran secamente.
    Crest me miró.
    —¿Kate? ¿De verdad crees que soy el asesino?
    —No. Pero he de estar segura.
    Su rostro se crispó con una mezcla de emociones. Pensaba que le había traicionado. Yo también.
    —Dijiste que querías formar parte de lo que hacía —dije en voz baja—. Pues ya lo has hecho. Por favor, danos la muestra de sangre, Dr. Crest. —No quiero que te hagan daño. Crest apretó los dientes. A mi alrededor, los cambiaformas se tensaron. Sin apartar la mirada de mi rostro, Crest se arremangó la camisa y mantuvo el brazo en alto.
    —Será mejor acabar con esto cuanto antes.
    Doolittle ató una cinta de goma alrededor de sus bíceps. Una larga aguja mordió su piel y la oscura sangre llenó el tubo transparente.
    —Dime una cosa —dijo Crest—. ¿Qué se supone que soy exactamente? Dado que Kate está involucrada, supongo que no soy un humano normal y corriente. ¿De qué se me acusa? —Cree que se alimenta de los muertos —dijo Jim.
    —¿En serio?
    —Sí. Se dedica a cazar. Por las noches. Humanos, vampiros, cambiaformas, lo que sea.
    Los caza, los mata y devora sus cuerpos.
    —Encantador — Crest ni siquiera parpadeó.
    Doolittle llevó la muestra al escáner.

    —Ah, pues ahora viene lo interesante, Doc. —Jim estaba desbocado. Hijo de puta—. También secuestra a mujeres. Se las folla y después se las come. Copula con animales y tiene cachorros con ellos. Hordas de pequeños Crest deformes que deambulan por la ciudad en busca de carne humana.
    —Precioso. El escáner empezó a castañetear, imprimiendo el resultado. Jim dejó de parlotear y se inclinó hacia adelante, los ojos fijos en su presa. Los cambiaformas se mantuvieron en el límite de su humanidad, dispuestos a desgarrar carne palpitante. Respiraban pesadamente, sus músculos tensos en anticipación del siguiente movimiento, sus ojos hambrientos e imperturbables. Y la presa, el humano en el centro de la habitación, rodeado y solo, mirándome como un crío perdido. Desenvainé a Asesina y me coloqué en posición.
    —Humano —dijo Doolittle—. Está limpio.
    —¿Estás seguro? —dijo Curran.
    —Sin rastro de duda.
    Un escalofrío recorrió a todo el grupo, como si alguien hubiese conectado un interruptor invisible. Guardé a Asesina. Curran me miró. Su rostro estaba en calma; la calma que precede a la tormenta.
    —Hazme un favor —me dijo—. La próxima vez que tengas una corazonada, guárdatela para ti. Se dio la vuelta para mirar a Crest.
    —En nombre de la Manada te ofrezco una disculpa formal y nuestra amistad. Recibirás una compensación adecuada a la ofensa recibida. Sería un gran honor que la aceptaras. Crest hizo un gesto desdeñoso con la mano.
    —No te molestes.
    Curran pasó por mi lado como una exhalación y los cambiaformas salieron de la habitación uno detrás de otro, dejándonos solos a Crest y a mí. —De verdad creías que era un monstruo. —Su voz estaba teñida de un asombro genuino—. Dime una cosa, ¿desde cuándo sospechabas de mí? ¿Fuiste a cenar conmigo convencida de que violaba y asesinaba a mujeres para poder alimentarme de sus cuerpos?
    —No. —¿No? ¿Por qué habría de creerte?
    —Si hubiese sospechado de ti entonces, habría intentado matarte.
    —¿Significa eso que no estabas dispuesta a matarme ahora? —Empezó a caminar por la habitación, como si permanecer inmóvil se hubiese convertido en un esfuerzo intolerable—. Lo vi en tus ojos.

    Si el escáner hubiera dicho cualquier otra cosa, me habrías atravesado con esa espada. ¡Y te habrías quedado igual!
    —No es cierto. Me habría costado muchísimo. Dio media vuelta.
    —Sabes una cosa, de verdad creía que había algo entre nosotros. Algo hermoso. Pero estaba equivocado.
    Ninguna réplica hubiera sido lo suficientemente buena para aquello, de modo que mantuve la boca cerrada. La aflicción le había empalidecido el rostro y había convertido sus labios en una fina línea.
    —Lo peor de todo es que creo que hubieras preferido lo otro. Deseabas que fuera esa cosa.
    Negué con la cabeza.
    —No, es cierto. ¿Cuál es el problema, Kate? ¿Siempre has de tener la razón o es que no era lo suficientemente bueno para tu mundo? ¿Tengo que ser un monstruo para que quieras follar conmigo?
    Viniendo de él, el improperio adquirió una fuerza inusitada, como una cuchillada. —Lo siento.
    Crest agitó las manos delante de la cara, como si intentara agarrar el aire.
    —¡Eso no me sirve de mucho ahora mismo! —Me miró con intensidad y exhaló un suspiro—. Estoy harto de esta conversación y estoy harto de ti. Lárgate. Fuera.
    Me marché.
    Crest cerró la puerta a mi espalda. Habría preferido que la hubiera cerrado de un portazo, pero lo hizo cuidadosamente.
    Nadie me esperaba en las escaleras. Llegué al vestíbulo y me acerqué al portero. —¿Hay alguna puerta trasera?
    El hombre señaló hacia el final del pasillo. Me encaminé por él, salí del edificio y continué caminando. Los cambiaformas podían encontrarme por mi olor. Si realmente querían rastrearme, no podía hacer nada para evitarlo. Pero tenía la sensación de que Curran estaba demasiado disgustado conmigo para hacerlo. Detuve una calesa tirada por un caballo y le pagué al conductor cincuenta pavos para que me llevara hasta la línea de energía.


    Capitulo 9

    Me senté en el porche, alternando una botella de limonada fuerte Boone's Farm y otra de sangría, mientras contemplaba el espectáculo de la noche. Todo estaba en calma. La brisa nocturna había dejado de soplar y nada perturbaba las oscuras hojas en las ramas de los álamos. Ni una brizna de hierba se agitaba en el jardín a mis pies.
    Di un buen trago de sangría y otro de limonada. Sin beber demasiado, pero emborrachándome. Haciendo que mi cuerpo se sintiera tan mal como mi mente. Me hubiera gustado tener algo de cerveza para bajar el vino. Me habría sentido mal más rápido. Había conseguido mucho. Era difícil estar allí sentada y no sentirme orgullosa conmigo misma. No había logrado encontrar al asesino de Greg. Y volvería a matar, a mujeres jóvenes, a cambiaformas, y ni siquiera sabía dónde debía empezar a buscar. Había arruinado la poca credibilidad que tenía frente a la Manada. Y frente a la Orden. Había tenido algo con un tipo agradable. Aunque no era perfecto, me gustaba. Él se había esforzado mucho. Un tipo normal, decente. Y yo había echado por tierra nuestra pe quena relación. Como no formaba parte de mi mundo, lo había arrastrado a él. A mi manera. Me llevé una de las botellas a la boca y la vacié de un trago, sin saborear su contenido, hasta casi atragantarme. La sostuve en alto y saludé a la distante linea de árboles. —Bien hecho.
    Los árboles no me contestaron. Agité la cabeza y cogí la otra botella. Y entonces vi al monstruo en mi jardín.
    Estaba sentado en cuclillas, olisqueando el aire. Era un cabrón enorme, de al menos setenta y cinco kilos. El pelaje largo y grisáceo le crecía de forma irregular sobre su delgado cuerpo. En las zonas libres de pelo podía vislumbrarse una piel pálida y arrugada, especialmente en el estómago, donde varias cicatrices desiguales se entrecruzaban. Una pequeña joroba le sobresalía de la espalda, y el pelaje que la cubría era más largo y grueso, formando una mata espesa que brillaba justo detrás de la enorme cabeza, la cual estaba coronada por unas orejas redondas de aspecto humano. Las patas posteriores de la bestia eran fuertes y musculosas, con una forma similar a la de los caninos, pero con unos dedos más largos. Las pezuñas delanteras, más pequeñas y con una forma perturbadoramente humana, sujetaban algo oscuro.

    Entrecerré los ojos y distinguí un pelo enmarañado y húmedo. Una ardilla. La criatura olisqueó su presa con un hocico prominente y arrugado e hincó los colmillos en el cuerpo de la ardilla. El nauseabundo crujido de huesos rotos truncó el silencio nocturno. Masticó con entusiasmo, estrujando la masa sanguinolenta con la mano, y levantó la mirada para mirarme. No cabía duda de que los menudos ojos inyectados en sangre de la bestia eran humanos. Cuando mirabas a un cambiaforma a los ojos, veías a una bestia pugnando por salir.
    Cuando miré los ojos de aquella cosa, se encendieron con la luz de la comprensión, una luz débil pero llena de inteligencia y que comunicaba una tristeza y una capacidad infinita de sufrimiento.
    La cosa apuntó al cielo con su horrible hocico y emitió un sonido espeluznante y prolongado, como si una docena de voces murmuraran al unísono la misma frase en doce lenguas distintas. A continuación, volvió a inclinar la cabeza y le dio otra dentellada a la ardilla.
    Distinguí el sonido de unas uñas rasgando el suelo. Miré a mi alrededor. Formas grotescas se ocultaban entre las sombras, algunas pequeñas, otras mayores. Posadas sobre la barandilla, moviéndose sigilosamente bajo las escaleras del porche y revoloteando bajo la camioneta aparcada en el camino de entrada, moviéndose y agitándose a mi alrededor.
    El cuello de la botella tocó mis labios y bebí de ella a medida que las bestias se aproximaban. —Pobre Crest —murmuró una voz aterciopelada—. Llevo vivo desde hace trescientos años y no recuerdo la última vez que me he reído tan a gusto.
    Dejé la botella en el suelo con intencionada lentitud y miré hacia el lugar de donde procedía la voz.
    —Eres tú —dije—. Mierda. No lo hubiera dicho nunca.
    Bono sonrió y me mostró los dientes, blancos e inhumanamente afilados. Tenía demasiados. Qué extraño que no me hubiera fijado en eso antes.
    El cabello negro, en punta, saturado de gomina, había desaparecido, y en su lugar largas hebras lustrosas se derramaban sobre sus hombros. Era de color gris, un gris oscuro similar a la cinta adhesiva sucia. Su piel era pálida y tersa, y estaba viendo mucha más de lo que deseaba, pues Bono había decidido acudir medio desnudo salvo por algo que parecía un kilt o una falda que le colgaba desde las caderas y que no conseguía cubrir del todo lo que debería cubrir.
    El mundo se tornó borroso y me froté la frente. El vino empezaba a hacer efecto. Bono se deslizó desde la barandilla a la que había estado subido.

    Avanzó por el porche con movimientos líquidos y fluidos, se puso de cuatro patas y se sentó sobre las tablas de madera, a mi lado.
    Había algo tan insólito en su modo de moverse, en cómo se sentó, en su olor, en el modo de mirarme con unos ojos rebosantes de odio, algo tan inhumano que mi cerebro se detuvo, estrellándose contra aquella inhumanidad como si se tratara de un muro de ladrillos. Tenía ganas de gritar.
    Me obligué a permanecer sentada. El esfuerzo quemó parte del alcohol y me aclaró ligeramente la visión.
    En el jardín, diversas criaturas menores esperaban impacientes a que la mayor terminara con la ardilla.
    —Es duro, ¿verdad? —dijo el upir suavemente—. Me refiero a estar sentada a mi lado. Deseas gritar y salir corriendo; correr tan rápido como puedas por la hierba, sin mirar atrás, sabiendo que no puedes escapar pero siguiendo adelante porque es mejor morir dándome la espalda. ¿Sabes por qué te ocurre eso? Porque tu cuerpo sabe que eres comida, algo que se usa, se come y se tira.
    Me llevé la botella a los labios y di un pequeño trago.
    —¿Cuántas novelas cursis has tenido que leer para que se te ocurra algo así?
    El upir se inclinó, deslizándose hasta quedar de costado, su cabeza apoyada en un brazo doblado por el codo.
    —Ríe, Kate. Es la última oportunidad que tendrás de hacerlo.
    Me encogí de hombros. En el jardín, el cazador de ardillas se sacó de encima una cosa horrible y más pequeña que él que intentó arrebatarle la bola de pelo que tenía en la mano. La criatura pequeña gruñó, se preparó para otra pasada y se quedó petrificada, su cola corta y casi traslucida agitándose, sujeta por una mano invisible. Permaneció rígido, con las delgadas patas separadas. El temblor se extendió por su espalda hasta llegar al cuello. La mano fantasma apretó con fuerza una última vez y le soltó. La criatura se sacudió y se desplomó. Temblando, se puso en pie con dificultad y se alejó a trompicones, gimiendo en voz baja, con el rabo entre las piernas.
    —A veces los hijos se comportan mal —dijo Bono—, y deben ser castigados. Si te lo estás preguntando, también puedo hacerlo con mis mujeres.
    Miró a la criatura de gran tamaño y esta se acercó a nosotros.
    —Hagamos las presentaciones cuanto antes —dijo el upir—. En estos momentos, este es mi hijo mayor. Le llamo Arag. Arag, esta es tu futura comida. Futura comida, este es Arag.
    Los humanos ojos de Arag, hundidos en su deformado cráneo, se abrieron. —¿Qué demonios te foll...?

    —Un babuino. —El upir meneó la cabeza—. Fuerte, cruel, agresivo. Por desgracia, tiene más de mí que de su madre. Sabe hablar. Dile algo a Kate, Arag. El monstruo se miró las manos. Cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro, inseguro, y emitió un largo y distorsionado chillido, como unas uñas rasgando una pizarra. —Sangreeee —gritó.
    —Triste, ¿verdad? —Bono sonrió—. Una criatura lastimera y horrible que recorre el mundo lanzando palabras al azar, anhelando algo que ni él mismo conoce y odiando a todo el mundo y a todo. Intenté arrancarle las cuerdas vocales pero las malditas volvieron a crecer.
    —Sangreeee.—Arag suspiró.
    El upir le ordenó que se retirara con un gesto de la mano.
    Cuando Arag regresó a su posición en el jardín, el upir también suspiró.
    —Probablemente le mate cuando acabemos con esto. ¿Crees que debería hacerlo?
    Bebí un poco más de vino.
    —Eso no te ayudará —dijo Bono.
    Me encogí de hombros y bebí un poco más.
    —¿Por qué aliarse con Olathe?
    —¿Por qué no? Era un buen plan. Tarde o temprano, los mestizos y los nigromantes se hubieran enfrentado entre ellos, y yo hubiera dispuesto de la suficiente carne de vampiro para indigestarme. La carne de vampiro es la mejor, Kate. Madura y sabrosa, como un buen vino.
    —También comes cambiaformas.
    —Su magia me hace más fuerte. —Bono hizo una mueca—. Pero saben a mierda. Me tocó el pelo con sus dedos. Cogió un mechón y se lo llevó a la nariz. —Supongo que el plan original era poner un panecillo en el horno de Olathe. Bono me mostró sus dientes.
    —La muy zorra era estéril. ¿Puedes creerlo? —Retorció mi pelo alrededor de sus dedos y miró la luna a través de él. Me aparté y él soltó el mechón con una risita—. Pero entonces topé contigo. Y tú no eres estéril, Kate.
    —¿Por qué yo?
    Se acercó todavía más, su cálido aliento en mi mejilla.
    —Sé lo que eres. He subido la colina y he olisqueado la tumba de ese saco de huesos putrefactos al que llamabas Padre. Olí su hedor y sé que su sangre no corre por tus venas. Pero sé a quién pertenece tu sangre. Todo ese poder reunido en un pequeño y dulce paquete. ¿Sabías que hace miles de años tu auténtico padre se dedicaba a cazar a los de mi especie?

    Tu pequeña y lastimera mente no puede entender todo el odio que siento por él. Me darás un hijo, Kate. Y toda la magia de tu sangre será mía.
    Rió suavemente y tuve que tragar para contener un grito.
    —¿Por qué mataste a Greg?
    —Se estaba acercando demasiado. El pequeño subterfugio de Olathe no consiguió engañarlo. Sabía que tendría que matarlo un momento u otro. El truco era hacerlo de tal modo que tú dejaras tu preciosa y protegida casa para perseguir al asesino. —Querías que me enfrentara a Olathe. Querías saber si mi sangre era más fuerte que la suya.
    —Sí. Aunque tardaste más de la cuenta en averiguarlo. Prácticamente te dibujé un mapa. Te marqué el camino con miguitas de pan. Lo único que debías hacer era seguir el sendero, pero serpenteaste, hiciste algunos pasos en falso. Un mono lo habría hecho mejor. Aunque, pensándolo bien, solo te separa de él un pequeño eslabón. Me lamió la mejilla.
    —Esta noche la magia es especialmente intensa, y cada vez estoy más hambriento. Tengo un cuerpo fresco esperándome en mi casa. Y dentro de poco tendré más. Muchos nigromantes de la Nación aceptarán servirme a mí en lugar de a ese loco en su trono dorado. Acabemos con esto, ¿qué dices?
    No dije nada.
    —¿Ninguna réplica ingeniosa? ¿Tienes miedo, Kate? —Su voz pasó a ser un simple susurro, pero sus palabras resonaron con poder—. Estene aleera hesaad de viren aneda—, Y, ahora, serás mía para siempre.
    Oh, Dios. Para él las palabras de poder eran un lenguaje. Sentí la presión que ejercía sobre mí la fuerza de la magia antigua, aplastando mi mente con su enormidad. Me envolvió un torbellino de luz, arrastrándome a profundidades desconocidas. Me mordí la lengua y saboreé mi propia sangre. Algo furioso y desafiante creció en mi interior y emitió un chillido. Deslumbrada por la luz, oí cómo mi voz pronunciaba una sola palabra. Dair. «Soltar». La luz se atenuó y vi los ojos de Bono clavados en los míos. Palabras desconocidas afloraron desde un lugar largamente olvidado, aunque su significado era inconfundible. «Arner tervan estene». Yo te mataré primero.
    Rompí la botella contra un escalón. El vidrio estalló en pedazos y se desparramó sobre el cemento. Le clavé a Bono el borde afilado en la garganta y su sangre me salpicó. «Ud». Muere.

    El suelo tembló con el poder liberado sobre el mundo. El upir se desplomó mientras se desangraba por la garganta. Corrí hacia la puerta y entré en la casa. La barrera de protección descendió detrás de mí.
    El upir emitió un extraño gorjeo que le salió de su destrozada garganta, mezclándose con los borbotones de sangre oscura. Se llevó las manos al cuello. Sus dedos se cerraron sobre el vidrio empapado, resbalaron, agarraron el borde con fuerza y el vidrio le seccionó la carne de los dedos. Estiró y se arrancó el trozo de botella del cuello, dejándolo caer al suelo despreocupadamente.
    El gorjeo se intensificó, vertiendo sangre cada vez que tosía con dificultad. Fragmentos de vidrio cayeron de la herida arrastrados por el flujo carmesí. Una criatura horrorosa reptó hasta el porche para olisquear la sangrienta botella. Bono lo agarró con una mano y lanzó sus veinte kilos de peso sobre la barandilla como si se tratara de un gatito.
    Sus dedos se cerraron sobre el terrible corte y secaron la sangre. La herida se estaba cerrando. A medida que se sellaba, el gorjeo se hizo más grave y comprendí que Bono estaba riendo.
    —Buen intento —dijo mostrándome su cuello intacto—. Mi turno.
    Saltó sobre la puerta abierta. Una explosión carmesí recorrió el umbral y Bono dio un alarido antes de apartarse de él. Saltó hacia atrás y dio una vuelta sobre sí mismo, los ojos llameantes. La plata que vertían sus ojos mojó sus mejillas, manchándole la piel. Ya no había nada humano en él.
    Volvió a arremeter contra la puerta y reparó en los afilados y angulosos huesos de vampiro que la protegían desde el interior.
    —¡Zorra! —Piedra, madera y hueso, Bono —dije débilmente—. Tu hechizo está reforzando al mío. Gritó y todas las ventanas de la casa vibraron. Me tapé las orejas con las manos. Bono golpeó con los puños el suelo del porche y las tablas de madera estallaron. —No funcionará —le dije—. Aunque eches abajo la casa entera, el hechizo seguirá en pie. Me miró fijamente. Unos surcos plateados le marcaban el rostro, como si en lugar de lágrimas, llorara plata. Su prole se estremeció y se echaron al suelo.
    —Esto no ha terminado —gruñó—. Mataré a todos aquellos que te ofrezcan su protección. Mataré al gato y devoraré su carne. Su magia será mía y entonces regresaré. ¡Y ningún hechizo podrá detenerme!
    Saltó desde el porche para internarse en la noche. Su progenie le siguió. Apoyé la cabeza en la pared. La bebida me nublaba la cabeza. El upir no había muerto. Aunque tampoco lo esperaba.

    Alguien capaz de tejer las palabras de poder para convertirlas en frases no podía morir con una simple palabra.
    ¿El gato? Había dicho que mataría al gato. ¿Se refería a Jim? No, a Curran, tenía que ser Curran. Jim no era lo suficientemente fuerte como para amenazar mi hechizo. Todos los camtaiaformas tenían una resistencia natural a los hechizos de protección. Algo relacionado con la parte animal de su naturaleza. Curran era el que disponía de una mayor resistencia. Podía llamar a Jim para advertirle.
    Aunque ¿quién me creería?
    —«¡Y los hombres se burlaron del profeta!» —murmuré antes de ponerme en pie. Llamé a Jim de todos modos. No cogió el teléfono y tampoco saltó el contestador.

    ***

    LA SACUDIDA DE un hechizo dispersándose me desgarró el cráneo. Apareció el dolor de cabeza y el sueño se esfumó.
    Había alguien en mi casa.
    Deslicé una mano bajo la almohada, encontré la empuñadura de la daga y la desenvainé. Me quedé tumbada, respirando acompasadamente. El silencio y la oscuridad reinaban en toda la casa. No había necesidad de salir de caza. Fuera quien fuese, me encontraría. Una sombra del tamaño de un hombre apareció en el pasillo, una oscuridad más insondable que las propias sombras. Dudó un instante y continuó avanzando. Cerré los ojos y le observé a través de las pestañas.
    Cinco metros. Respirar, expirar.
    Cuatro. Suficiente.
    Lancé la daga. La hoja oscura hendió el aire y se clavó en el hombro de la sombra. Mierda. Había fallado.
    La sombra se abalanzó sobre mí. Alargué el brazo en busca de Asesina pero el cabrón era demasiado rápido. Le golpeé con ambos pies, con fuerza. La sombra los apartó y me cogió por la muñeca derecha. Unos dedos de acero la apretaron y la mano me quedó inutilizada. Le golpeé en la garganta con la mano izquierda. La sombra emitió un gruñido y unos ojos amarillos me miraron de cerca.

    —¡Suéltame la mano, capullo! Curran me soltó y me froté la muñeca.
    —Maldita sea, ¿no sabes hablar?
    Me miró fijamente sin comprender. Alargué el brazo para encender la lamparita de noche, recordé que la magia aún no se había retirado y saqué una vela de la mesita. Encendí una cerilla. La débil llama de la vela prendió. Curran estaba frente a mí, con los ojos muy abiertos, imperturbable. Diminutas marcas rojas cubrían su rostro y sus manos, mezclándose en una uniforme franja carmesí. Le toqué la palma de la mano con la punta de los dedos y sentí la picazón de la magia. Sangre. Curran estaba cubierto de sangre, gotas minúsculas brotando de todos los poros de su cuerpo. Había atravesado mi barrera de protección y esta se había cobrado su precio. —¿Curran? No dio muestras de oírme. Debía de estar aturdido tras hacer añicos el hechizo. El dolor de cabeza me aporreaba el cráneo como un martillo. Me puse en pie, cogí a Curran de la mano, le acompañé al cuarto de baño y le coloqué bajo la ducha. Abrí el agua fría y dejé que la helada cascada le cayera sobre el rostro. Bajé la tapa del retrete y me senté con la cabeza entre las manos. El agua continuó cayendo sobre él. Habría dado la vida por una aspirina.
    Curran dejó escapar un resuello irregular y cogió aire. La conciencia regresó a sus ojos. —Fría—dijo. Temblando, apagó el agua y se sacudió. Las gotas apagaron la vela y la oscuridad volvió a engullirnos.
    Alargué la mano a ciegas y le lancé una toalla. Encontré la puerta a tientas y me dirigía a la cocina. En mitad del corto pasillo, algo me cayó sobre la cabeza. Di un salto hacia un lado y lo cogí al vuelo. Una ramita.
    ¿Qué demonios...?
    Levanté la cabeza y vi el cielo nocturno. Un boquete enorme e irregular decoraba el techo de mi casa. Curran había elegido el punto más elevado, donde el hechizo debía de ser más débil, y se había abierto paso a través de la barrera llevándose parte del techo con ella.
    Apreté los dientes, entré en la cocina y encontré una lámpara feérica. Tras cierta persuasión, la lámpara acabó prendiendo y su discreta luz azul se extendió por la habitación. Curran apareció en el umbral.
    —Te has cargado el techo —le dije.
    —Era más fácil que la puerta —dijo—. Llamé pero no contestabas.
    Me masajeé las sienes. De ahora en adelante, no más vino.
    Oí un ruido metálico. Levanté la cabeza y vi cómo Curran dejaba la daga sobre la mesa. —¿Cómo tienes el hombro?

    —Adormecido —dijo él.
    Decirle que había apuntado a la garganta no mejoraría las cosas.
    —Tenías razón —dijo—. No ha terminado.
    —Lo sé —dije suavemente.
    —Es un upír.
    —Lo sé.
    —Tiene a Derek. Le miré fijamente.
    —Envié a Derek y a Corwin a los bosques —dijo Curran—. Les atacó en el punto de encuentro y se llevó a Derek. Lo último que recuerda Corwin es que el chico tenía una pierna rota pero que estaba vivo.
    —¿Y Corwin?
    —Está herido —dijo Curran.
    —¿Grave? —Se está muriendo.

    —EL TERCER ÁRBOL por la izquierda —dijo Curran. Estábamos en el porche, hombro con hombro, la noche desplegándose a nuestro alrededor.
    —Le veo. —Algo con aspecto de reptil estaba acuclillado sobre la rama de un álamo, su larga cola enrollada en el tronco del árbol. El observador que había dejado Bono para tenerme controlada.
    —No podemos matarle. Bono cree que me quedaré en casa, oculta detrás de mis barreras. Si le matamos, lo sabrá. Tiene una especie de vínculo telepático con ellos. Curran avanzó a grandes zancadas hasta el árbol. La cosa le observó con unos ojos enormes, protuberantes. Curran saltó, se agarró a una rama baja y se subió a ella. El monstruo siseó. Fui hasta el cobertizo y traje de vuelta un rollo de alambre de espino. Curran agarró al reptil por el cuello, este emitió un chillido y se soltó de la rama. Curran lo arrastró hasta el suelo, se sentó sobre él y ató el alambre alrededor de su cuello. Tenía la piel traslucida y de un tono oliváceo, y las escamas transparentes brillaban en la noche. Curran se puso en pie y atamos el otro extremo del alambre a un árbol. Nos encaminamos a la línea de energía.
    NOS SENTAMOS EN una estrecha plataforma de madera, construida con precipitación a partir de varios fragmentos desechados. Eran conocidos con el nombre de taxis de energía, armatostes baratos de madera que estaban apilados junto a los puntos de energía. Nada vivo podía viajar sobre la línea sin algún tipo de soporte bajo sus pies.

    Si eras lo suficientemente estúpido como para intentarlo, la corriente mágica te seccionaría las piernas a la altura de las rodillas.
    La línea de energía nos llevó por el norte de Atlanta a unos ciento cincuenta kilómetros por hora. La magia mantenía al taxi completamente inmóvil, tanto que tenías la sensación de que la basta plataforma de madera no se movía y que el planeta giraba tranquilamente a tu alrededor.
    —Explícame otra vez lo de la barrera de huesos —dijo Curran en voz baja. —El upir mató a los vampiros y se alimentó con ellos. La carne que consumió creó un vínculo entre los huesos y él. Al introducir los huesos en la casa y atarlos a los cimientos de piedra y a los muros, le obligué a luchar contra sí mismo. Es prácticamente imposible romper un hechizo de ese tipo. También dejé en su sitio los marcadores de la barrera alrededor del jardín, para permitirle el acceso directo al porche. Estaba demasiado emocionado para reparar en ese detalle.
    —¿Le pusiste un cebo?
    —Sí. —¿Entonces las barreras de huesos pueden revertirse pero las de sangre solo pueden romperse por una persona con una sangre similar?
    —Manzanas y peras —dije débilmente. Me sentía cansada e inquieta al mismo tiempo—. Las barreras de sangre obtienen su poder directamente de la sangre, mientras que las de Piedra—Madera—Hueso son barreras ambientales. Extraen el poder de la propia magia. La presencia de los huesos solo sirve para definirlas, algo similar a lo que ocurre con las lentes que solo filtran un color determinado. Bono no puede entrar en mi casa cuando la magia está activa. Y como él es magia pura, debe de estar muy débil para intentarlo durante la tec.
    Observé rotar el planeta; los valles y colinas, sumidos en la oscuridad, daban vueltas a nuestro alrededor. Pobre Derek. Apreté los dientes.
    —No —dijo Curran.
    —Tendría que haber llamado a alguien. —No nos miramos. Preferimos seguir contemplando el rostro de la noche.
    —No hubiera importado —dijo Curran—. Los habría enviado al bosque de todos modos. Era el lugar más seguro para ellos.
    —En retrospectiva, todo encaja. —Tenía la voz ronca—. Era el oficial de Ghastek, y formaba parte de la unidad de reconocimiento de la Nación. Sabía cuándo salían los vampiros y a dónde se dirigían. Conocía las rutas que sigue tu gente desde vuestras instalaciones hasta la ciudad. Y dedicaba su tiempo libre a ligar con mujeres jóvenes en el bar. —Me tumbé sobre la plataforma. Había dispuesto de la ventaja que me ofrecía la visión de Anna y ni siquiera eso me había hecho sospechar nada—.

    Soy tan estúpida.
    Curran no dijo nada.
    Las estrellas brillaban con fuerza, mofándose de nosotros desde las alturas, riéndose de dos humanos montados en un montón de basura. Cerré los ojos pero el sueño me negó el descanso.
    La mujer gruñó mientras batía las desparejadas mandíbulas y un cambiaforma en forma humana dio un paso adelante.
    —Dos grupos —dijo el hombre—. Una pequeña familia de Waynesville y nueve personas de Asheville. Se produjo un corrimiento de tierra y tuvieron que atravesar el lodo para llegar al punto.
    Curran asintió y se dirigió a grandes zancadas hasta la carretera de tierra flanqueada por densos arbustos.
    No muy lejos de allí pude oír el horrible gemido de un vehículo reacondicionado. —Un caballo habría sido más silencioso —dije
    —No me gustan los caballos —dijo él.
    A nuestro alrededor, los arbustos estaban atestados de gráciles formas. Nos observaban con ojos relucientes, siguiendo cada uno de nuestros movimientos. La Manada se estaba movilizando, reuniéndose en sus instalaciones. Ningún cambiaforma quedaría fuera de sus muros, y hasta que el último de ellos cruzara el umbral de su fortaleza, las carreteras de acceso permanecerían fuertemente controladas. —Nadie puede estar siempre en estado de alerta —dijo Curran como si me hubiera leído el pensamiento—. Tras matar a Olathe, les dejé marchar.
    Pero no había terminado.
    El estruendo producido por el vehículo propulsado por agua nos impidió seguir hablando. Tras una curva en la carretera, vi el Jeep reacondicionado protegido por tres lobos. Subimos a él y Curran lo condujo hasta el edificio.
    —Le clavé una botella rota en la garganta —le dije.
    —Vi el vidrio manchado de sangre.
    —Se puso a reír. Tenía la botella clavada en el cuello, estaba sangrando y se reía de mí. —No reirá cuando le encontremos. —Lo dijo sin bravuconería, llanamente, como cuando alguien promete que comprará una barra de pan de camino a casa.
    El Almanaque afirmaba que el upir era inmune al metal, a la madera, a la piedra, a los colmillos y a las garras. ¿Cómo demonios íbamos a matarlo?
    Curran alargó el brazo, apoyó un instante su mano en mi antebrazo y la apartó. Por alguna razón, aquello me reconfortó. No había razón alguna para que lo hiciera, pero lo hizo. Cerré los ojos, apoyé la cabeza en las tablas que apestaban a humedad y me quedé dormida.

    UN LIGERO TOQUE en el hombro me despertó.
    —Punto de energía —dijo Curran.
    Me incorporé y vi la fisura en la línea de energía a unos metros por delante, donde la visión del mundo normal se distorsionaba. Diversas figuras altas nos esperaban. —¿Amigos o enemigos?
    —Amigos. La plataforma se combó, intentando contraerse sobre sí misma. Las viejas tablas crujieron bajo la presión y se hicieron resbaladizas a medida que la húmeda madera expulsaba el agua. La línea tembló con una sacudida espasmódica y nos lanzó a los deformes brazos de una docena de cambiaformas. Unas manos en forma de garras me ayudaron a bajar de la plataforma. Me puse en pie por mí misma. —¿Cuántos quedan? —preguntó Curran a la hembra principal.
    LA PESADA RESPIRACIÓN de Corwin resonaba en la enfermería de la manada como el tañido de luto de una campana.
    Su rostro desencajado estaba demacrado, la piel grisácea pegada al hueso. Me miró fijamente con sus ojos febriles.
    —La llamada del Bosque —susurró. Le toqué la mano y unas uñas infames me rasgaron la piel—. Una buena caza —dijo el hombre—lince.
    —No sabe quién eres —me dijo Doolittle por encima del hombro.
    Lentamente, retiré mi mano y le acaricié el pelaje afelpado.
    —No durará mucho —dijo Doolittle.
    —Duele —dijo Corwin con voz ronca.
    Miré a Doolittle y este negó con la cabeza.
    —No puedo darle nada para calmar ese tipo de dolor.
    —Cuando le encontramos, estaba empalado en el poste de una farola —dijo Curran en voz baja.
    Corwin se incorporó. Unas manos enormes me agarraron por los hombros y sus ojos verdes llamearon, repentinamente lúcidos.
    —Me estoy muriendo —rugió.
    —Sí —le dije al mismo tiempo que Doolittle lo negaba. El gato se agarró a mí con firmeza. —Nunca viniste al Bosque —dijo.
    —No. —Le sostuve con cuidado. Su pecho se estremecía, sacudido por el dolor. —Una lástima... —susurró el gato.

    Flaqueó entre mis brazos y le ayudé a reclinarse sobre la almohada. Empezó a temblar. Un torrente de sangre empapó las sábanas, dejando a un lince entre la maraña de vendas. Su pelaje estaba apelmazado y sangriento.
    —¡Mierda! —gritó Doolittle apartándome.
    Me alejé de la cama mientras él cogia rápidamente una jeringa. Curran me agarró por los hombros y me obligó a mirar hacia la cama situada al otro extremo de la sala. —Necesito que identifiques a alguien—dijo.
    Miré en dirección a la cama y vi a un hombre tumbado de espaldas y cubierto hasta la barbilla con una sábana. Había algo muy poco natural en su rígida pose. Curran retiró la sábana y vi que el hombre estaba atado a la cama. Me fijé en su sucio pelo castaño y en su duro rostro. Me resultaba familiar. Le había visto antes. El hombre abrió los ojos y di un paso atrás, reconociendo de repente la promesa en sus pálidos ojos. El vagabundo de la oficina de Ted. Las piezas encajaron. Qué estúpida había sido.
    —Le encontramos junto a Corwin, inconsciente —dijo Curran—. Parece ser que intentó ayudar a Derek, aunque no quiere decirme por qué.
    —Suéltalo —dije. Curran me miró.
    —Tiene problemas para controlarse.
    —Suéltalo —repetí—. No deberías tener a un Cruzado de la Orden atado en tu enfermería, Curran.
    Un sonido agónico llegó a mis oídos procedente de la cama de Corwin, el alarido ronco y nefasto de un animal agónico. Por un instante, Curran pareció estar a punto de golpear la pared con el puño, pero el impulso se desvaneció y la expresión de calma regresó a su rostro.
    —Haz que se comporte—dijo Curran—y le desataré.
    Me senté en el borde de la cama. La mirada del Cruzado tenía un toque de locura. Todos los Cruzados estaban locos. Formaba parte de su trabajo. Si en aquel momento se liberara de sus ataduras, intentaría matar a todo el que se encontrara en la habitación. —Sé quién es el upir —le dije al Cruzado—. Y sé lo que quiere. —Me miró fijamente. En cuanto un Cruzado te mi raba, cuando clavaba sus ojos en ti, empezabas a sudar, tus músculos se tensaban y sabías que solo te quedaban dos opciones: luchar o huir. Sin embargo, en aquel momento no me miraba de aquel modo. Simplemente me escuchaba—. El upir no se marchará —le dije—. Pronto vendrá y me enfrentaré a él. —Señalé a Curran—. Y él también. Mientras Curran y yo luchamos y sangramos, un hombre seguirá atado a esta cama porque es demasiado testarudo como para comprometerse. —Me quitaron mis armas —dijo el Cruzado. Curran asintió.

    —Puede recuperarlas si promete no atacar a mi gente. Y quedarse en estas instalaciones. Ahora mismo no puedo permitir que deambule por ahí jodiéndolo todo.
    O coopera o se queda atado a la cama.
    Miré al cruzado. La locura brilló en sus ojos un instante antes de desaparecer. —De acuerdo —dijo.
    Extraje un cuchillo de mi cinturón y corté la cinta que sujetaba sus brazos. El cruzado se incorporó mientras se frotaba las muñecas. Le ofrecí el cuchillo y cortó las cuerdas de los tobillos.
    —¿Cómo te llamas? —le pregunté.
    —Nick —dijo. Llevaba puesto el chándal característico de la Manada y olía a limpio.
    Miré a Curran.
    —¿Le obligaste a ducharse?
    —Le dimos un buen chapuzón —dijo Curran—. Tenía piojos.
    —Mis armas —dijo Nick.
    Curran nos indicó que le siguiéramos y lo hicimos. Nos condujo hasta el pasillo y, desde allí, a una pequeña habitación.
    —Tengo que marcharme —me dijo Curran con la mano en el pomo de la puerta. Se dio la vuelta y los dos hombres cruzaron una mirada, evaluándose—. No te muevas de aquí. —No lo hará —le dije. Los cruzados estaban locos, pero seguían siendo Caballeros de la Orden. Podía confiarse en su palabra.
    Curran nos abrió la puerta y se marchó. Entramos en la habitación.
    Una solitaria cama pegada a la pared junto a un pequeño armario y un escritorio abarrotado de metal. El lugar no parecía estar habitado: ningún objeto decorativo personal, ninguna prenda de ropa desordenada. Un pesado saco de boxeo colgaba del techo y me pregunté si aquello sería lo habitual en todas las habitaciones. Nick se acercó al escritorio y yo me senté en la cama.
    Cuando los cambiaformas le atraparon, iba armado para la caza del oso. Una docena de afilados cuchillos brillaban sobre la mesa, junto a una 9 mm Sig Sauer, una .22, varios cargadores y cajas de munición. Una larga cadena estaba enrollada alrededor de la escopeta. De plata, a juzgar por el color del metal. En uno de los extremos de la mesa, una espada corta de estilo gladiador, rodeada de varios machetes y una hoja de sierra en forma de media luna diseñada para seccionar yugulares. En una esquina, una maraña de cuerdas y varios objetos de madera: un garrote. También había un cinturón multiusos, dos muñequeras de piel, diseñadas para llevar los cuchillos, una vaina negra, un botiquín—r y vendajes.

    Nick se quitó la parte superior del chándal, dejando al descubierto un torso con diversas cicatrices. Llevaba una venda alrededor de su hombro izquierdo. Retiró los vendajes, exhibiendo una herida irregular y reciente, y aplicó sobre ella el vendaje. Tras coger un rollo nuevo de gasa que había sobre la mesa, empezó vendarse de nuevo el hombro. Me puse en pie, me coloqué a su lado y le pasé el vendaje por la espalda. Trabajamos en silencio hasta que la herida quedó perfectamente cubierta. Volvió a ponerse el chándal y se ató el cinturón multiusos alrededor de la cintura. —¿Cuánto tiempo llevas rastreándole? —le pregunté. No me miró; seguía concentrado en el arsenal frente a él.
    —Cuatro años. —Deslizó los afilados cuchillos uno a uno en las muñequeras—. Primero en Quebec, después en Seattle.Y enTulsa.
    Apoyé una mano en el escritorio.
    —Nada de todo esto le matará.
    Nick envainó el gladius en su funda. Le era indiferente no disponer de nada. Lo intentaría de todos modos.
    —¿Cómo supiste que el upir atacaría al chico?
    —Tenía un vínculo contigo. Era un objetivo obvio.
    —Yo soy mejor objetivo.
    —No. A ti te quiere viva. Para reproducirse. —Dio un paso mi dirección y me tocó un brazo. Una pálida luminiscencia vibró en la punta de sus dedos y se apagó—. Poder —dijo—. Se siente atraído por él como una polilla a la luz.
    Él no necesitaba demostraciones. Lo sabía con un simple contacto. Intenté recordar si me había tocado en la oficina de Ted. Nos habíamos rozado al salir de la habitación. —Te responsabilizaste del chico —dijo—. Y dejaste que lo atraparan. Tenía razón. —Y lo dice alguien que se dejó atrapar por la Manada y que acabó atado a una cama. Te diré una cosa, tráeme la cabeza del upír y dejaré que me juzgues. Me miró un instante con el semblante inexpresivo y, a continuación, dijo con su voz irritante: —Me parece justo.
    Nos movimos al mismo tiempo y acabé mirando el cañón de su Sig Sauer mientras mantenía la punta de Asesina pegada a su yugular. No estaba segura de cómo había sabido que iba a moverse.
    La puerta se abrió lentamente. Alguien entró en la habitación y se detuvo. Ninguno de los dos deseaba apartar la mirada. Pasaron unos segundos y el recién llegado se marchó por donde había venido. La puerta se cerró con un chasquido. Un golpe seco en la puerta rompió el silencio.

    Le hice una mueca a Nick.
    —Si vas a hacer algo, hazlo ya, así podré rebanarte el pescuezo y seguir con mi vida. El cañón de la pistola apuntó al techo y desapareció en la funda con un clic tranquilizador. —Ahora no—dijo. Guardé a Asesina en su vaina. Otro golpe en la puerta.
    —Adelante —dije.
    La puerta se abrió y en el umbral apareció una mujer cambiaforma.
    —Curran desea veros —me dijo.
    La mujer nos acompañó a la sala del Consejo, en la parte trasera del auditorio, y nos sostuvo la puerta. Al entrar, vi a una chica muerta en el suelo. Estaba de costado, con las piernas abiertas obscenamente, los brazos extendidos hacia delante. Su camiseta estaba manchada de moho. Un diminuto corazón en una larga cadena de oro, del tipo que una chica joven se compraría para ella misma, se derramaba entre la tela desgarrada y terminaba en el suelo. Unos surcos profundos recorrían el suelo de madera donde sus uñas habían rascado las tablas. Debía de haberse transformado antes de morir.
    Tenía la cabeza en un ángulo poco natural, los ojos azules clavados en el techo. Parecía joven, aterradoramente joven; catorce años a lo sumo. Alguien le había partido el cuello, limpia, rápidamente, con un movimiento brusco. Curran observaba el cuerpo desde la penumbra. Manon estaba sentado contra la pared, frotándose la frente. Con la mano sujetaba una hoja de papel blanca.
    —El upir ha enviado un número de teléfono —dijo Curran.
    Manon se llevó una mano a la cara. La escena se repitió frente a mis ojos: la chica abalanzándose, sus ojos enloquecidos con los pensamientos del upir, transformándose en mitad del salto en una bestia sin control; Mahon interponiéndose en su camino, agarrándola entre sus descomunales brazos, partiendo huesos por instinto, antes de que el cerebro reaccionara; la chica transformándose de nuevo y desplomándose en el suelo... No pregunté en qué parte del cuerpo habían encontrado la nota.
    —¿Le llamarás? —pregunté.
    —Sí —dijo Curran—. ¿Alguna sugerencia?
    —Pierde los estribos cuando las cosas escapan a su control —le dije—. Y piensa con la polla. —No era mucho.
    Curran cogió el teléfono con altavoz y marcó el número. El largo tono resonó por la habitación, una, dos veces. Un chasquido anunció que habían descolgado y la voz de Bono dijo:
    —Veo que has recibido mi mensaje.

    —Sí —dijo Curran.
    —¿Has matado a la chica, gato? ¿Está tendida en el suelo? ¿Estás mirándola ahora mismo, preguntándote cómo hubiera sido follártela? Puedo ayudarte. Era dulce, torpe y estúpida, pero dulce. Un poco seca también, pero sangró mucho, de modo que eso lo compensó.
    Curran parecía relajado, casi tranquilo.
    —¿Está tu novia contigo? —preguntó Bono. Estaba muy excitado, y farfullaba al hablar, como si se hubiera metido algo—. La alta, morena, con ojos afilados. La estuve buscando pero se había marchado, así que cogí a la rubia humana que tenías antes que ella. Me la comeré mañana. El truco de la carne fresca es ablandarla en un lugar cálido. Aunque tú te la comes cruda, de modo que es una pérdida de tiempo intentar educarte en las sutilezas de la cocina. Mis hijos están preparando a tu chica para filetearla. ¿Te gustaría oírla gritar?
    Nos llegó el sonido de una puerta al abrirse y la voz de una mujer en la distancia: —Por favor, no —rogaba aterrorizada—. Por favor, por favor, por favor... Yo. Tendría que haber sido yo. Lo único que podía hacer era escuchar. El rostro de Curran continuó impertérrito. Cogió una silla y dobló las patas metálicas hasta convertirlas en un amasijo irreconocible.
    Súbitamente, la mujer se atragantó, alcanzando una nueva intensidad de pánico, y empezó a sollozar y a gritar de un modo sobrecogedor. La sala se llenó con su desesperación. No había esperanza para ella. Era consciente de que estaba muriendo y de que no había escapatoria. Gritó con toda su alma, una, dos veces, y se quedó en silencio. —¡Idiota! —rugió Bono, y, a continuación, el inconfundible e inhumano gimoteo de Arag. —Ha perforado una arteria —regresó la voz de Bono—. Es muy simple. Cortar el estómago y extraer los intestinos, pero no, va él y secciona una arteria con sus zarpas. Ahora tendré que limpiar las tripas. No tengo más remedio que matarlo. Los gimoteos se alejaron paulatinamente del teléfono.
    —Dime una cosa —dijo Bono—. ¿Gritaba del mismo modo cuando te la follabas? Conmigo no quiso gritar, solo sollozaba. Muy decepcionante. ¿Sigues ahí, mestizo? —Estoy aquí. Y yo también quiero que escuchar
    Saluda, Kate.
    —Hola—dije. Se produjo un silencio al otro lado de la linea.
    —No es ella —dijo Bono—. Aún sigue en su casa.

    —¿Qué tal el cuello? —pregunté—. ¿Sigue escupiendo vidrio?
    —Está aquí—dijo Curran—. Conmigo. Esta noche, mientras esperas que el cuerpo se ablande, piensa en mí y en ella. Piensa en cómo me suplica para que se lo haga. —Al final será mía. —La voz de Bono sonaba tensa. Curran emitió un suspiro grave. —Espero que mi esperma te sirva de lubricante. Bono colgó el teléfono de golpe. Me di la vuelta y salí de la habitación.
    Recorrí los pasillos hasta encontrar la habitación donde el Cruzado y yo habíamos tenido nuestro pequeño enfrentamiento. Nick no estaba. Confié en que tuviera el suficiente sentido común como para permanecer en las instalaciones. Cabrear a Curran ahora mismo era un suicidio.
    Cerré la puerta y me acerqué a la ventana. Estaba lloviendo. El cielo gris vertía agua gris sobre la hierba sin brillo. Las grises tonalidades del exterior se filtraban en la habitación, impregnando los escasos muebles. La lluvia cesaría en cualquier momento, dejando la hierba y los árboles de un verde brillante, relucientes y frescos. Era extraño como algo tan anodino y gris podía rejuvenecer el mundo. En el pequeño armario junto a la cama encontré un par de chándales grises y poco más. Dejé a Asesina y su vaina sobre un espartano cobertor azul, me desnudé y me puse el chándal. Empecé lentamente, haciendo estiramientos, saltando una cuerda invisible, hasta que el calor se extendió por mis músculos. Hice crujir el cuello y ataqué el saco de boxeo.
    No estaba segura de cuánto tiempo había pasado. Tenía la parte superior del chándal y la camiseta interior empapadas de sudor; la tela se pegaba a mi espalda. Mi cerebro descartó el sonido. Lancé otra patada, seguida de un fuerte puñetazo, y de nuevo otra patada antes de que mi mente apretara el freno.
    —Adelante. Curran entró la habitación y cerró la puerta. Me sequé el sudor de la frente y me desentumecí. Se sentó en una silla con las manos sobre las rodillas y bajó la mirada, esperando a que terminase
    —Ha vuelto a llamar—dijo cuando terminé.
    —¿Qué ha dicho?
    —Deliró durante un rato. Prometió matarme pero no atacará las instalaciones de la Manada. —¿Esperabas que lo hiciera?
    —No. Lo deseaba.
    Me senté sobre la cama. Bono no jugaría sus cartas del modo en que deseábamos que las jugara. Nos negaría un enfrentamiento precipitado en el que los números estarían del lado de la Manada. En aquella nueva era, el combate entre individuos decidía el destino de muchos.

    Bono desafiaría a Curran. Era inevitable. Curran amenazaba su masculinidad; lo había convertido en algo personal, y cuando el desafío se produjera, Curran tendría que aceptarlo. Era el Líder de la Manada, el macho alfa, y no podía permitirse el lujo de retroceder. No se ocultaría en la seguridad de la Manada mientras el upir campaba a sus anchas, matando a todos aquellos cuya muerte creía que nos provocaría dolor. Miré a curran.
    —Tu... —Me detuve mientras pensaba en la palabra correcta. Novia parecía inadecuada; mujer, demasiado impersonal—. Tu Señora —dije finalmente—, ¿está a salvo? —Sí —dijo él—. Está aquí.
    Asentí mientras escuchaba el eco de los gritos de otra mujer en mi cabeza. Curran levantó la vista, la angustia reflejada en sus ojos. Parecía mayor y cansado. —No es que no me importe —dijo. Él también seguía escuchando los gritos. —Lo sé.
    —No puedo permitir que me intimide.
    —Lo sé —repetí con calma.
    —Lo siento —dijo, aunque no estaba segura de a qué se refería exactamente.
    Y salió de la habitación.
    Me quedé en la cama, pensando. Todo el mundo tenía una debilidad. Las leyes de la naturaleza indicaban que todo ser tiene un depredador, o una enfermedad, o una vulnerabilidad que forma parte de su propia esencia. El upir debía tener una debilidad. Aunque no la encontraría en ningún libro. Si así fuera, el cruzado habría dado con ella. Pensé en todo lo que había ocurrido desde la muerte de Greg, repasando los acontecimientos cuidadosamente, intentando recordar todos los detalles. Pensé en Bono, en los lugares que solía visitar, en la gente que podía haber conocido, en las cosas que había hecho.
    La lluvia empezó a caer con más fuerza. La ropa empapada de sudor enfrío mi espalda. La habitación no tenía teléfono. Me puse en pie y salí al corredor. Probé en distintas habitaciones hasta encontrar una que tuviera. Cerré la puerta y marqué el número. —Hola —dijo una voz masculina con la suavidad de alguien para quien la cortesía formaba parte de su trabajo—. Ha llamado a la oficina de la Nación. ¿En qué puedo ayudarle? —He de hablar con Ghastek.
    —El señor Ghastek está ocupado en estos momentos...
    —Pásamelo. Ahora.
    No le gustó mi tono de voz. El teléfono emitió un chasquido y cuando se puso Ghastek distinguí unos sonidos de fondo.

    —¿Hola? Unas voces discutiendo. No estaba solo.
    —Tenías que saberlo —le dije—. Fue tu oficial durante dos años.
    —No entiendo...
    —No—rugí. Había tanta ira en mi voz que Ghastek se quedó en silencio.
    —Habla, Ghastek. Cuéntame lo que sabes.
    —No—dijo. Cerré los ojos e intenté pensar con claridad. Podría hacerle una visita y destrozar todo lo que encontrara a mi paso. Tenía frustración más que suficiente que descargar.
    Para cuando lograran detenerme, el establo de vampiros de la Nación estaría cubierto de sangre. Podía hacerlo.
    Y lo deseaba con todas mis fuerzas, pero aquello tampoco resolvería el mayor de mis problemas. —Después irá a por ti —le dije—. Te detesta. En estos momentos está ocupado con otra cosa, pero cuando haya matado todo lo que odia, te encontrará y acabarás criando a vampiros para él y su prole. Te convertirás en su cocinero personal. —¿Crees que no he pensado en eso? —murmuró Ghastek con fiereza.
    —Entonces cuéntame lo que sabes. ¡Ahora! Silencio como respuesta. Pasó un instante, y después otro.
    —No tengo nada que decirte —dijo Ghastek antes de col gar. Luché contra la necesidad de arrojar el teléfono contra la pared.
    —Pedir información a la Nación es fútil y estúpido —dijo Nick detrás de mí—. No te venderían ni un paraguas usado en mitad de una tormenta.
    Me di la vuelta. Su cabello, recogido en una cola de caballo, parecía mucho más claro. La barba de varios días había desparecido, dejando un rostro duro pero agradable, más despejado. Cruzó la habitación moviéndose como un experto en artes marciales, seguro de sus destrezas y sin tener que competir para demostrarlo, pero aún demasiado joven y musculoso para tener la tripa de un sensei. Supe que era rápido y que estaba bien entrenado, provisto de una memoria muscular que le permitía contrarrestar una patada o un puñetazo sin detenerse a reflexionar.
    Se detuvo a una distancia respetuosa y me di cuenta de que olía a jabón Irish Spring. Por un instante, no estuve segura de si estaba mirando al mismo hombre y entonces nuestras miradas se encontraron. Sentí el familiar deseo de dar un paso atrás. —Vaya, si eres adorable —dije, intentando controlar un ataque de risa histérica—. Solo te falta uno de esos pendientes en la oreja.
    Me dirigió una de sus miradas asesinas.

    —Siento curiosidad —le dije—. Cuando haces eso con alguien, ¿se ponen a temblar y caen al suelo aterrados?
    —Normalmente mueren sin darse cuenta de nada —dijo.
    —No te funcionó con el upir.
    Se cargó al hombro una voluminosa mochila.
    —¿Vas a alguna parte? —le pregunté mientras me sentaba en la cama. Probablemente, mi tiempo de reacción era similar al suyo, y había la suficiente distancia entre ambos. Si intentaba algo, tenía tiempo de eludirlo. —Sí. —¿Y cómo piensas esquivar a los centinelas de la Manada?
    —Espero que me ayudes a salir de aquí —dijo—. Me quitaron el acónito, pero sé que tú tienes. Me froté la cara con las manos. Por supuesto que tenía acónito; habría sido una estupidez aventurarme en el territorio de la Manada sin él. Y, probablemente, se me daba mejor que a él utilizarlo.
    —¿Por qué tendría que ayudarte a escapar? ¿Tienes idea del cabreo que pillará Curran? Sería mejor que me cortara las venas ahora.
    —Teniendo en cuenta los planes que el upir tiene reservados para ti, no sería una mala idea. Nick se acercó, alargó un brazo lentamente y me rozó la mano con sus dedos. Un súbito cosquilleo producido por la magia se extendió por mi piel y sus dedos despidieron un resplandor blanquecino, como si hubiera sumergido la mano en pintura fluorescente.
    Me aparté.
    —¿Te importaría dejar de hacer eso?
    Su mirada me sondeó.
    —¿Quién eres? ¿De dónde sales?
    —Estoy bastante segura que de mi padre y de mi madre —le dije—. Verás, cuando un hombre introduce su pene en la vagina de una mujer...
    —Sé cómo matarle —me interrumpió. Me quedé en silencio y Nick se sentó a mi lado, en la cama.
    —En Washington, le seguí hasta el Santuario de la Gorgona. Violó a las sacerdotisas y aniquiló a los sacerdotes, pero antes de que matara al Sumo Sacerdote del santuario, este me dijo cómo podía acabar con él. Pero para eso necesito mis instrumentos. Ayúdame a salir de aquí y regresaré con el arma para combatirlo. —¿Por qué no se lo cuentas a Curran?
    Negó con la cabeza.

    —El Señor de las Bestias no me escuchará. Solo tiene un objetivo en mente: mantener a salvo a la Manada. No dejará que me marche.
    —Dimelo a mí —le dije.
    —¿Me ayudarás?
    —Primero dímelo y después veré lo que puedo hacer. Nick se inclinó hacia adelante. —Con el hueso de una presa —susurró—. Se le puede matar con hueso. —Te ayudaré —dije—. Pero mientras estés fuera, necesito que me hagas un favor.
    Tráeme un regalo, Nick.
    CURRAN ME MIRÓ fijamente. No era una de sus miradas asesinas. Simplemente me miraba, sin expresión alguna en el rostro.
    —¿Dónde está el Cruzado? —me preguntó en un tono mesurado.
    —Necesitaba estar un tiempo solo —le dije—. Puede que me equivoque, pero creo que no le va mucho eso de trabajar en equipo.
    En la habitación había siete personas: Curran, Jim en forma de jaguar, Mahon, dos centinelas lobo, el responsable de los establos y yo.
    Los centinelas y el responsable de los establos parecían definitivamente incómodos. Sus ojos aún lagrimeaban por culpa del acónito y al centinela de la izquierda le había provocado una reacción alérgica a juzgar por la hinchazón de los ojos, los sarpullidos y la nariz que no dejaba de gotear y que, probablemente, deseaba limpiarse desesperadamente. Si no hubiese sido por Curran, lo más probable es que hubiera recurrido al pañuelo, pero la presencia del Señor de las Bestias le mantenía clavado al suelo. De modo que permaneció inmóvil mientras moqueaba por los dos agujeros de la nariz.
    Curran asintió con calma, fingiendo comprensión. Era demasiado sereno para mi gusto. En su lugar, yo hubiera estallado. Flexioné la muñeca ligeramente, sintiendo el borde de la muñequera de piel cargada de agujas de plata contra mi piel. Mahon se había ofrecido amablemente a sostener a Asesina mientras Curran y yo manteníamos nuestra pequeña charla. No tenía importancia. Tampoco podía matarlo en aquel momento. Debería. Tampoco debería matarlo en aquel momento. Podía dejarlo para más adelante.
    El Señor de las Bestias se cruzó de brazos. Su rostro parecía plácido. La calma que precede a la tormenta...
    El jaguar a mis pies se tensó e intentó hacerse más pequeño para pasar desapercibido. Nick había necesitado una distracción mientras cabalgaba como un murciélago huyendo del infierno sobre el caballo que había tomado prestado del establo de la Manada. Yo le había proporcionado esa distracción dirigiendo a Jim y a su partida de cambiaformas cabreados en la dirección opuesta.

    —Para dejar las cosas claras —dijo Curran—. ¿Entendiste bien que no quería que ni tú ni el Cruzado salierais de estas instalaciones?
    —Sí.
    —Eso pensaba —dijo Curran.
    Me agarró por el cuello y me estampó contra la pared. Mis pies no tocaban el suelo. Sus dedos se cerraron aún más alrededor de mi cuello.
    Golpeé su mano y le clavé una larga aguja de plata en el nervio de la palma, entre el dedo índice y el pulgar. Los dedos de Curran empezaron a temblar. Su mano se abrió, liberándome. Resbalé hasta el suelo y le asesté una patada en las piernas. Curran cayó. Rodé por el suelo y me puse en pie. En el otro extremo de la habitación, Curran se puso en cuclillas, los ojos llameantes.
    No duró mucho más de dos segundos. El sorprendido público no tuvo tiempo de reaccionar.
    Curran se llevó la mano a la aguja, la extrajo y la tiró al suelo sin apartar en ningún momento los ojos de mí.
    —No pasa nada —le dije—. Tengo más.
    Curran arremetió con un salto espectacular desde la posición en cuclillas. Corrí hacia él, me agaché y le clavé otra aguja en el estómago. Ambos chocamos con el cuerpo de Manon.
    —¡No! —gruñó el Oso.
    Reboté contra su pierna y me quedé sentada en el suelo, parpadeando estúpidamente.
    Manon cogió a Curran por los hombros y forcejeó con él para inmovilizarlo. Unos músculos enormes descollaron de sus hombros y brazos, rasgando las costuras de las mangas de la camisa.
    —Ahora no —rugió Mahon. Su tono razonable no surtió ningún efecto. Curran aferró los brazos de Mahon en lo que parecía el inicio de una llave de judo, pero Curran lo hizo degenerar en una brutal prueba de fuerza. El rostro de Mahon adquirió una tonalidad violácea corno consecuencia del esfuerzo. Sus pies resbalaron sobre el suelo.
    Me puse en pie. A Mahon le temblaban los brazos, y el rostro de Curran estaba blanco por la tensión. El Oso contra el León. La habitación rebosaba tanta testosterona que podría haberse cortado con un cuchillo. Miré a los centinelas.
    —Será mejor que vosotros y Jim salgáis de aquí —les dije.
    El licántropo más joven se revolvió, incómodo.
    —No aceptamos órdenes de... El macho mayor le interrumpió:
    —Vamos.
    Salieron de la habitación llevándose con ellos al jaguar.

    Me acerqué a los hombres en liza y, muy lentamente, rodeé la muñeca de Curran con una mano.
    —Suelta, Curran. Por favor, suéltalo. Vamos. Estás cabreado conmigo, no con él. Suéltalo.
    Paulatinamente, la tensión desapareció de su rostro. El fulgor dorado de sus ojos se extinguió. Sus dedos se relajaron y los dos hombres se separaron.
    Mahon resollaba como un caballo de tiro exhausto.
    —No le sientas muy bien a mi presión sanguínea —me dijo.
    Me encogí de hombros y giré la cabeza en dirección a Curran.
    —Peor le siento a la suya.
    —Te marchaste —dijo Curran—. Sabías lo jodidamente importante que era y, pese a todo, te marchaste.
    —Nick conoce un modo de matarle. Necesita un arma y tú no le habrías permitido salir de aquí —dije.
    —Y si el upir te hubiera cogido —dijo en voz baja—, ¿qué habrías hecho entonces?
    Saqué del bolsillo una esfera que me había dado Nick y se la mostré. Tenía el tamaño de una nuez, era metálica y lo suficientemente pequeña para caber en la palma de mi mano. Apreté los costados de la esfera y de su interior brotaron tres púas recubiertas de líquido.
    —Cianuro —le expliqué.
    —No puedes matarle con eso. —Curran hizo una mueca.
    —No es para él. Es para mí.
    Los dos cambiaformas me miraron sorprendidos.
    —La gente estaba muriendo —dije—. Él reía, y lo único que podía hacer era estar sentada, a salvo. Curran gruñó.
    —¿Crees que es fácil para mí?
    —No, Pero tú estás acostumbrado. Tienes experiencia responsabilizándote de la vida de los demás. Yo no. No quiero que otros mueran por mí. La sangre ya me llega a la altura de las rodillas.
    —Tuve que enviar patrullas —dijo Curran—. Por tu culpa. No murió nadie pero podría haber sucedido. Todo porque no podías soportar no ser el centro de atención durante unas horas.
    —Eres un capullo.
    —Que te jodan. Olisqueé el aire.
    —¿Qué demonios es ese olor? Oh, espera un segundo, eres tú. Apestas. ¿Te has comido una mofeta o es tu olor habitual?

    —Ya es suficiente —gruñó Mahon, consiguiendo que ambos guardáramos silencio—. Estáis comportándoos como crios. Curran, hoy no has hecho meditación, y la necesitas. Kate, hay un saco de boxeo en tu habitación. Descarga la tensión con él.
    —¿Por qué tengo que golpear un saco mientras él medita? —murmuré al salir de la habitación.
    —Porque él rompe los sacos cuando lo hace —dijo Mahon.
    Antes de entrar en mi habitación, comprendí que había obedecido a Mahon sin cuestionarle, sin dudarlo. Tenía un aura paternal que siempre conseguía desarmarme. Aunque no había hecho uso de ella al enfrentarse a Curran. Intenté averiguar el motivo mientras me desahogaba con el saco. Mis golpes eran patéticos. El cansancio me venció y, veinte minutos más tarde, me rendí, me di una ducha y me tumbé en la cama sin haber encontrado una respuesta.


    Capitulo 10

    Alguien estaba a mi lado, abrí los ojos y enfoqué.
    El rostro de Curran. Estaba apoyado en la pared junto a la cama, observándome. — ¿Qué ocurre?
    — Ha llamado —dijo.
    Me incorporé sobre la cama.
    — ¿Ha decidido ya que quiere pelear?
    — Sí. El cebo es Derek. Le ha roto las piernas y le ha puesto hierros para que los huesos no puedan curarse. Cada vez se ponía mejor.
    — ¿Ha puesto alguna condición?
    — Yo, el cruzado y tú. Esta noche.
    Perfecto. Una fiesta para el top tres de la lista preferida del upir.
    — ¿Dónde?
    — En el punto de energía sudeste. Dice que nos guiará desde allí.
    — ¿Llevarás apoyo?
    — No —dijo Curran. No era necesario que mencionara los motivos: su palabra, su orgullo, su deber, el hecho de que el upir mataría a Derek.
    Cualquiera de todo eso servía.
    Me froté la cara para deshacerme del sueño.
    — ¿Qué hora es?
    — Mediodía.
    La patrulla me había atrapado a las siete de la mañana y me había acostado sobre las ocho, lo que significaba que había dormido un total de cuatro horas.
    — ¿A qué hora hemos de irnos?
    — A las siete y media.
    Volví a recostarme, me tapé con la manta y bostecé.
    — Bien, despiértame a las siete.
    — Entonces, ¿vendrás?
    — ¿Qué esperabas? ¿Qué me ocultara aquí?
    — Se refirió a ti como su pequeño aperitivo.
    — Es un encanto.
    — Y lo único que tiene en mente es follarte. —Levanté la cabeza lo justo para mirarle a la cara.

    — Curran, ¿qué quieres de mí?
    — ¿Por qué quiere aparearse contigo?
    — Porque se me da muy bien. Ahora lárgate, por favor. Curran no le hizo mucha gracia mi ocurrencia.
    — Quiero saber por qué se le pone dura cada vez que piensa en metértela. Puede que aquella frase tuviera un doble sentido, pero Curran no parecía de humor para darse cuenta.
    — ¿Cómo voy a saberlo? –dije—. Tal vez la idea de torturar a mis hijos le ponga cachondo. Solo he dormido cuatro horas. Al menos necesito cuatro más, Curran. Lárgate.
    — Lo descubriré. —Aquello sonó como una amenaza.
    — Le das demasiada importancia. —Curran se separó de la pared.
    — ¿Cómo encuentro al Cruzado?
    — Llegará en un par de horas. Pensaba que recibiría una invitación. Por favor, esta vez no le quites sus armas. Viene por voluntad propia.
    Curran salió de la habitación. Respiré hondo y me obligué a dejar la mente en blanco.
    Nick llegó cuando faltaban veinte minutos para las cuatro. Estaba despierta, poniéndome las botas. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Le había vuelto a crecer un poco la barba y su cabello parecía de nuevo grasiento.
    — ¿Qué te has hecho en el pelo?
    — Polvo, gomina y un poco de aceite.
    — ¿Has pensado en patentar la mezcla?
    — No.
    Me puse en pie y Nick cerró la puerta con llave y extrajo un rollo de piel del interior de su gabardina. Lo dejó sobre la mesa, desató el cordel que lo aseguraba y lo desenrolló con un ruido sordo. En el interior había dos hojas amarillentas, una de unos treinta centímetros de largo y la otra del tamaño de mi mano. Cogí la más larga. Estaba hecha con un fémur humano partido por la mitad, y un largo surco recorría el centro de la hoja donde antes había estado el tuétano.
    — Demasiado pesada —murmuré.
    — Y frágil —dijo él en voz baja—. He partido cuatro.
    — ¿Por qué no tenías una cuando te enfrentaste a Bono para proteger Derek? —Sus ojos llamearon.
    — Tenía una –dijo—. Se hizo añicos bajo la chaqueta cuando me golpeó.
    Recorrí las hojas con el dedo. Teniendo en cuenta el poco tiempo de que había dispuesto, estaban increíblemente bien hechas.

    — Con esta no lograré acercarme a él. —La dejé sobre la mesa y cogí la más pequeña.
    Con aquella tendría que acercarme mucho al upir.
    — Tienes una oportunidad —dijo Nick.
    Asentí y guardé la daga de hueso en la funda de mi cuchillo.
    — ¿Aún tienes la esfera? —me preguntó.
    Asentí. — ¿Aún quieres usarla?
    Moví la mano para comprobar el reconfortante peso del metal en el bolsillo. En el fondo sabía que no podría usarla. Lucharía hasta el final, hasta obligarle a que me cortara en pedazos. Si era necesario, le obligaría a matarme. Después de todo, solo era una humana. No le costaría demasiado.
    Miré a Nick y comprendí que sabía lo que estaba pensando.
    — Solo como último recurso —le dije.
    Monté en uno de los caballos de la manada, un animal sólido, fuerte, de color indeterminado, entre lodo y hollín. Golpeó el suelo con sus cascos como si sospechara que la fina capa de tierra ocultaba un nido de serpientes sibilantes y pudiera llegar a ellas pisoteando con la suficiente fuerza.
    — Viento —me había dicho el hosco hombre—lobo al entregarme las riendas. Teniendo en cuenta que veinticuatro horas antes casi le había asfixiado con acónito, no debía de figurar en su lista de amigos—. Se llama Viento.
    Había estado a punto de preguntarle en qué demonios estaba pensando el que le puso un nombre de estrella de los hipódromos al cruce ilegitimo entre un semental de justas y una descomunal yegua de tiro, pero finalmente me mordí la lengua. Ahora, Viento avanzaba tranquilamente por la ciudad en brumas a la velocidad de un cansado corredor de fondo. El jadeante jeep de Curran ni siquiera podía seguir el ritmo y a Nick le había perdido de vista.
    Su montura cobriza había desparecido al primer gruñido del motor propulsado por magia y desde entonces había manteniendo la distancia.
    Le di unas palmaditas en el cuello a mi rocín.
    — Al menos tú no te asustas fácilmente.
    Para que me hubiera oído tendría que haberle gritado con la fuerza de un tornado. El maldito jeep ahogaba todos los sonidos en su torturada batalla por la supremacía sónica.
    La magia era muy intensa, y cada minuto que pasaba lo era más, inundando la adormecida ciudad con un poder contenido. Se mezclaba con la luz de la luna, arremolinándose en los callejones, agitándose sobre las devastadas carcasas de los devorados edificios, alimentándose de cemento y plástico.

    A medida que cruzábamos el distrito industrial en ruinas en dirección a Conyers y el punto de energía, observé los restos desmenuzados de lo que en otro tiempo debieron de ser orgullosas estructuras, ahora desintegradas lentamente por el triunfo de la magia. Era imposible no encontrarle un significado a todo aquello. Una persona supersticiosa lo interpretaría como un presagio, el lúgubre pronóstico de lo que estaba por llegar. Fruncí el ceño ante el cementerio de las ambiciones humanas y continué cabalgando. Aquella noche hubiera dado diez años de mi vida para que la tec regresara durante unas horas. Tal y como estaban las cosas, probablemente no dis-pusiera de diez años para canjearlos.
    El punto de energía titiló a unos metros por delante, una sutil y controlada sacudida de realidad perforada por una aguja mágica. Los tres llegamos al mismo tiempo, y los rugidos del jeep de Curran estuvieron a punto de encabritar al caballo de Nick.
    — ¡¿Puedes apagar esa cosa?! —grité para que me oyera por encima del estruendo.
    — ¡No! ¡Tarda mucho en calentarse! —bramó Curran.
    — ¡¿Por qué no has cogido un caballo?!
    — ¿Qué?
    — ¡Un caballo! ¡Caballo!
    El gesto de Curran no me dejó lugar a dudas sobre lo que podía hacer con el caballo en cuestión.
    Un animal apareció de entre las sombras y se detuvo frente a nosotros, listo para atacar hasta que reparamos en su presencia.
    Parecía un gato montés, aunque solo remotamente.
    Era demasiado grande, unos treinta kilos de peso, y tanto la espalda como las piernas eran demasiado largas y desproporcionadas, como las de un gato joven. La parte superior del rostro era típicamente felina, pero en la parte inferior brotaba una mandíbula humana rematada con una boca pequeña y de labios rosados. El efecto era demasiado perturbador. Por lo menos ahora sabía de quién eran los pelos que habían aparecido en la escena del crimen de Greg.
    Tras asegurarse de que le habíamos visto, el monstruoso lince se alejó trotando por la autopista a una velocidad inhumana. Nick fue tras él, y también Curran, al volante del jeep. Tras arrearle varias veces, Viento comprendió que deseaba avanzar y aceptó el desafío. Seguimos al gato por la autopista, más allá de la ciudad, durante casi una hora. Los caballos empezaron a fatigarse, pero la bestia no redujo el ritmo en ningún momento. Finalmente, tomó un camino lateral que se abría paso entre un dosel de pinos.

    El asfalto estaba desmenuzado, agrietado por la presión de las raíces. Aquello ralentizaría a los caballos e impediría el paso al vehículo de Curran.
    Nick siguió al gato mientras yo me detenía el tiempo suficiente para ver a Curran aparcar su jeep en la calzada de la autopista y apagar el motor. Salió del vehículo con la intención de seguirnos a pie. Apreté los costados de Viento con las rodillas —no parecía entender los gestos sutiles— y mi montura reemprendió la marcha detrás de Nick.
    Me uní al Cruzado al final de la carretera, donde el bosque se abría formando un claro. Una enorme y amenazadora estructura de ladrillo rojo y cemento se levantaba ante nosotros. Un muro de cemento de dos metros y medio rodeaba el edificio, del cual solo eran visibles los tres primeros pisos. Miré a mi alrededor. El claro, lleno de maleza y muy descuidado, mostraba señales de haber estado ajardinado en el pasado, y un camino recto, pavimentado y medio enterrado por las malas hierbas, conducía direc-tamente a la única entrada del muro, donde unas pesadas puertas metálicas parcialmente abiertas permitían vislumbrar el jardín interior. La cosa parecida a un gato montés recorrió el camino y desapareció más allá de la puerta.
    El edificio tenía algo que me resultaba familiar. Era simple, de construcción casi rudimentaria, un bloque de unos cuatro pisos con ventanas estrechas protegidas por rejas metálicas, y, pese a todo, me producía una sensación de terror.
    Curran dobló la última curva de la carretera corriendo a paso ligero. No tenía ni una gota de sudor en el rostro.
    — Red Point —dijo lúgubremente al detenerse a mi lado—. Tenía que ser Red Point. —Nick me miró.
    — Una prisión —le dije—. Los presos del ala izquierda no dejaban de quejarse de que una especie de fantasmas intentaban matarles. Nadie les hizo caso hasta que las pa-redes cobraron vida durante una fluctuación mágica especialmente intensa y se tragaron a los prisioneros. Encontraron sus cuerpos medio sepultados.
    — Presos medio sepultados en paredes de ladrillo —dijo Curran sombríamente—. Muchos seguían con vida y no dejaban de gritar.
    Me moví sobre la silla. Lo que había considerado un montón de escombros a la izquierda del edificio principal ahora adquirió la forma definida de una decrépita torre de vigilancia. ¿Cómo demonios habían crecido tan rápido los árboles? Parecían tener más de diez años.
    — Creía que el UDPE arrasó este lugar hace años —murmuré.
    — No. —Curran meneó la cabeza—. Simplemente lo abandonaron cuando las paredes empezaron a sangrar. No suelen destruir algo a menos que sepan que no van a utilizarlo más.

    Me proyecté para captar el poder y retrocedí. La prisión estaba empapada de una magia funesta y sólida. Permeaba las paredes, asfixiando el edificio, fluyendo de él como un pulpo invisible extendiendo sus tentáculos en busca de una presa. Volví a examinarlo y descubrí una maraña de hilos nigrománticos entre el espesor de la magia. Algo se alimentaba del poder que fluía de aquella prisión, digiriéndolo para reabastecerse a sí mismo. Algo ni vivo ni muerto y enormemente poderoso.
    — ¿Un zombi? —susurré.
    — Huelo como uno. —Curran hizo una mueca y el labio superior le tembló lo suficiente para revelar sus dientes.
    Las puertas metálicas estaban parcialmente abiertas, invitándonos a entrar. No quería hacerlo. Una idea descabellada me pasó fugazmente por la cabeza: huir. Podía dar media vuelta sobre mi caballo y alejarme de allí sin mirar atrás.
    No tengo que entrar.
    Desmonté y até a Viento a un árbol. No hubiese sido justo entrar con él en aquel lugar. Me llevé la mano por encima del hombro y desenvainé a Asesina.
    — ¿Alguna vez te has dislocado el hombro haciendo eso? –me preguntó Curran.
    — No. Tengo mucha práctica.
    Nick también desmontó y ató su caballo a un árbol próximo al de Viento. Sin esperarle, me encaminé hacia la puerta.
    — ¿Vas a enfrentarte a él sola? —me preguntó Curran a mi lado. Parecía sorprendido.
    — Si espero un poco más, no entraré —le dije. Me temblaban las rodillas y los dientes me castañeteaban.
    Curran me agarró por la cintura y me besó. Sentí una oleada de calor que me recorrió el cuerpo desde los labios hasta la punta de los dedos del pie. Curran sonreía con los ojos.
    — Buena suerte —susurró, y su aliento dejó una vaharada cálida en mi oreja. Me solté y me limpié la boca con el reverso de la mano.
    — Cuando acabemos con el upir –gruñí—, tendrás la pelea que andas buscando.
    — Me alegro —dijo Curran.
    — Si habéis acabado, tortolitos —dijo Nick—, apartaos de mi camino.
    Curran se transformó en un estallido de ropa desgarrada.
    No sabía qué era más aterrador, lo que nos esperaba al otro lado de aquellas puertas o la horrible mezcla entre humano y león prehistórico que tenía ante mí, aunque por el momento no le di más vueltas. Fui consciente del peso de la esfera de cianuro en mi bolsillo.

    Nos dirigimos juntos hasta la puerta. Curran las golpeó una sola vez y se abrieron completamente, revelando un jardín iluminado por tres hogueras. Di un paso adelante y me detuve, aturdida.
    El upir estaba en medio del jardín, bañado por el resplandor de las hogueras. Solo llevaba un kilt. Un cinturón formado por varios discos plateados de gran tamaño le rodeaba la cintura, y de cada uno de los enlaces, colgaban amuletos de pelo y hueso de cuerdas de piel. Se protegía los hombros con brillantes hombreras de metal, unidas entre sí por una cadena también formada por discos metálicos y que le cruzaba el pecho. Unos guanteletes a juego le protegían los brazos desde la muñeca hasta el codo, dejando las manos expuestas. Llevaba las espinillas envueltas en tela pero iba descalzo, y estaba en posición de alerta, preparado para saltar. Iba armado con una pica rematada con una hoja curva de treinta centímetros de largo, similar a una cimitarra. La hoja parecía fulgurar al reflejar el fuego de las hogueras, haciendo juego con el brillo sus ojos. Parecía tan fuera de lugar, en mitad del jardín, con el moderno y tétrico edifico de fondo, un ser antiguo pero vivo, una contradicción personificada, como si el propio tiempo le hubiera arrancado y escupido de sus profundidades con el kilt y la melena de pelo canoso.
    — Maldita sea —gruñó Curran—. No sabía que era una fiesta de disfraces.
    Su voz deshizo el hechizo. Hice chasquear los dedos.
    — Oh, mierda. Habría traído mi disfraz de sirvienta. —El upir empezó a reír, mostrando sus dientes afilados.
    — Mira las ventanas, Kate. Mira a tus hermanas.
    Levanté la cabeza y las vi, colocadas en las ventanas como pálidas estatuas. Mujeres. Al menos una docena, rígidas y vestidas aún con la ropa destrozada y manchada de sangre, de pie sobre los alféizares.
    Algunas parecían muertas, otras lo estaban; diversos cuerpos colgaban de una larga cadena sujeta al tejado. Todas tenían el mismo semblante; la muerte les desfiguraba el rostro en una mueca de terror. Cuando había registrado el lugar desde el otro lado del muro, aún no estaban allí.
    Asesina empezó a humear, alimentándose de mi ira, y un líquido opaco y espeso resbaló por la hoja desde la empuñadura, evaporándose antes de llegar al suelo.
    Algo se movió en el interior de un montón de escombros en el muro más alejado. La montaña de desperdicios y residuos se agitó, palpitó y empezó a elevarse muy por encima de nosotros. Me alcanzó un hedor nauseabundo y tuve que contener el vómito.

    La basura cayó al suelo, revelando unos huesos amarillentos y tiras de carne pu-trefacta que rezumaban jugos fétidos. Las moscas pululaban formando una nube negra a su alrededor. Un cráneo enorme clavó sus profundos ojos en mí.
    Unas mandíbulas colosales se abrieron y volvieron a cerrarse, produciendo un estruendo cuando los dientes, que debían de tener el tamaño de mi brazo, chocaron entre sí. La horripilante criatura empezó a moverse. Elevó una pata rematada con una garra y golpeó con ella el suelo; el jardín tembló con diversas sacudidas. El dragón no—muerto avanzó.
    — Un dragón para un caballero —exclamó el upir—. ¿No te gusta, Cruzado? Ya tienes una excusa para no enfrentarte a mí.
    Nick cargó, la cadena de plata oscilando desde la manga de su chaqueta. Arremetió con ella al upir y este la esquivó sin dificultad. Un pie enorme y pútrido golpeó el suelo frente a Nick, interponiéndose entre él y el upir.
    El dragón intentó morder al Cruzado.
    Una horda compuesta por la prole del upir surgió de las puertas del edificio y se abalanzó sobre mí.
    Lancé una estocada y a punto estuve de partir por la mitad a un cuerpo peludo justo antes de ver cómo Curran saltaba sobre el hombro del dragón.
    Permaneció allí durante un segundo y volvió a saltar por detrás de la criatura, hasta el lugar donde estaba el risueño Bono.
    Las bestias me rodearon por los cuatro costados mientras Asesina seguía cortando y seccionando. Unas garras afiladas se clavaron en mi pie y retrocedieron.
    Algo no encajaba.
    Laceré un hocico cerduno y vi cómo se extinguía la luz en los ojos humanos de la criatura. El cuerpo greñudo se desplomó. Sus hermanos cerraron filas encima de él.
    Levanté la mano para dar un nuevo tajo.
    Las bestias no me atacaban. Gruñían, piafaban, pero no amenazaban con clavarme sus colmillos. Bajé la espada.
    Estaban allí para contenerme. Carne de cañón para mantenerme ocupada y lejos de la lucha. Avancé. Las criaturas mantuvieron la posición y gruñeron. Una cosa con lunares y una mandíbula poderosa intentó morderme y no me alcanzó en el brazo por centímetros. De modo que no me dejarían moverme.
    Podía matarlos a todos. Debía matarlos a todos.
    Algo dentro de mí se rebeló ante la idea de masacrar a aquellas criaturas lastimeras que me miraban con ojos humanos. Giré sobre mí misma en busca del líder y encontré a Arag, medio acuclillado, meciéndose ligeramente. Su horrible rostro tenía una expresión laxa, apagada.

    — Arag —dije.
    El monstruo no dio muestra alguna de haberme oído. Tenía la boca abierta, y a través de ella pude distinguir unos colmillos amarillentos y una lengua gruesa.
    — ¡Arag!
    La criatura me miró estúpidamente. Me moví para rodearle por la izquierda y me gruñó, regresando a la vida. Continué avanzando y cargó contra mí. Su enorme cabe-za golpeó mi costado con una fuerza asombrosa.
    Mientras caía, vi sus colmillos cerniéndose sobre mí. La baba que colgaba de sus dientes me empapó el rostro. Quedó encima de mí, los labios negros agitándose, las piernas rígidas. La expresión apagada regresó a su rostro y recuperó su posición en el círculo de bestias peludas.
    Me puse en pie. Bono no confiaba en su prole, por eso los mantenía a raya telepáticamente.
    Detrás de la línea de espaldas peludas, el dragón le dio una dentellada a Nick. El Cruzado se agachó e introdujo algo en la descomunal boca del zombi. Me preparé para la explosión, pero esta no se produjo. Las granadas de Nick no funcionaban. La magia era demasiado intensa.
    Más lejos y a la izquierda, Curran y el upir continuaban enzarzados.
    Bono se movía con rapidez, igualando al cambia forma tanto en velocidad como en agilidad. Con el salvaje pelo al viento, saltaba y giraba como un derviche. Su arma era un borrón entre sus manos, formando un muro que a Curran le costaba superar. Recibió una profunda laceración en la espalda y empezó a sangrar. La herida no se curó sola, de modo que la punta de la pica debía de contener plata.
    Bono se enfrentaba a Curran mientras mantenía a su prole bajo control. Un hombre con muchos talentos.
    Había llegado el momento de meter un palo en una de sus ruedas.
    Repasé la horda frente a mí y elegí a una bestia gruesa y calva. Se aguantaba sobre unas piernas desproporcionadamente delgadas y me observaba con ojos apagados.
    Su voluminosa barriga casi le llegaba al suelo.
    Un giro de muñeca y la pesada cabeza de la criatura rodó por el suelo de tierra con un estertor de sangre. El corazón de la bestia continuó latiendo, ignorante de la muerte próxima, y la sangre salió a borbotones por el muñón del cuello, saturando el aire de un olor metálico.
    La horda se estremeció. El cuerpo se desplomó inerte y el círculo de bestias que me rodeaba siguió su caída con la mirada, fascinados. Le abrí el estómago de una cuchi-llada y la masa enredada de intestinos se derramó sobre la tierra.

    Corté un trozo del húmedo intestino, lo pinché con la punta de Asesina y lo sumergí en un charco de sangre. Los ojos de la horda se clavaron en la carne. La elevé y se la coloqué a Arag bajo la nariz.
    — Sangre –le dije.
    Los orificios nasales de babuino de Arag se dilataron y olisqueó la carne.
    Sacó su gruesa lengua y lamió ávidamente el aire. El palpitante trozo de intestino, que goteaba sangre sobre el suelo, le atraía. Retrocedí un paso y Arag se movió conmigo, sus ojos pegados al viscoso bocado.
    Di otro paso atrás. Arag me siguió y se irguió, pero se detuvo en mitad del movimiento. La tierna y sangrienta pieza de carne colgaba bajo su nariz, tan cerca de él que solo debía inclinar la cabeza para tocarla. Y deseaba hacerlo. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Pese a todo, Arag no se movió ni un milímetro.
    El dominio al que los tenía sometidos Bono era demasiado poderoso. No podía hacer nada para desbaratarlo. Cada segundo que perdía, Curran y Nick lo pagaban con su sangre.
    La siniestra horda de monstruos continuaba observándome con sus ojos lastimeros.
    on un golpe de muñeca me deshice del trozo de carne y este trazó un arco ascendente hasta perderse en la noche. Arag murió antes de tocar el suelo.
    Bono aún no me había visto matar. Los aniquilé de uno en uno, lenta, metódicamente, trabajando con precisión quirúrgica.
    Algunos opusieron resistencia, otros se limitaron a mirarme estúpidamente mientras Asesina los laceraba, cortando músculos y tendones. En tres minutos todo había terminado. Corrí en pos de Curran y Bono.
    El dragón no muerto embistió para interceptarme. Me dio un latigazo con su huesuda cola y me deslicé hacia un lado mientras su enorme pezuña golpeaba el suelo y me cortaba el paso. El zombi intentó darme una dentellada, sus mandíbulas cerrándose a escasos centímetros de mi rostro. Me puse en pie y le di una estocada a la pata putrefacta. Asesina laceró los tejidos en descomposición creando un surtidor de líquidos pútridos. El dragón se deshizo de mí con una sacudida de su cola. El dolor estalló en mi costado como si acabara de atropellarme un camión. Surqué el aire y aterricé en la carnicería que yo misma había provocado.
    Me puse en pie de un salto y resbalé con la sangre de los hijos de Bono, cayendo boca abajo sobre sus cuerpos. ¿Dónde demonios estaba Nick?
    El dragón avanzó para rematarme e intentó atraparme entre sus enormes fauces. Me separé de uno de los cuerpos pero volví a resbalar en la masa sanguinolenta.

    Las huesudas mandíbulas se cerraron en el lugar donde había estado un segundo antes.
    Los ojos muertos giraron en las insondables órbitas, enfocándome en mi nueva posición. El dragón volvió a la carga y rodé por el suelo hacia un lado. Cuando los monstruosos dientes recortaron la hierba a escasos centímetros de mi cuerpo, clavé a Asesina en la mejilla de la bestia, enviando una sacudida mágica hasta el punto donde se unía la mandíbula. El dragón irguió la cabeza, izándome con él. Quedé suspendida a unos seis metros del suelo mientras el zombi batía las mandíbulas para partir la espada. Un hedor nauseabundo me asfixió. A través de los huecos entre los dientes, distinguí una lengua delgada y medio podrida sacudiéndose contra las paredes interiores de sus fauces.
    Asesina se abrió paso a través de la carne no muerta, licuando cartílagos y músculos. El dragón sacudió la cabeza como un perro con una rata muerta entre los dientes. Algo en el interior de su cráneo emergió a la superficie con un crujido casi imperceptible. La enorme mandíbula se desprendió de su rostro y se estrelló con estrépito en el suelo, arrastrándome con ella. Giré en el aire, intentando aterrizar de pie y caí sobre los afilados dientes. Di un alarido y me alejé como pude de los huesos. Por encima de mí, una pata rematada con una garra cubrió el cielo. Salté hacia un lado y la zarpa del dragón desmenuzó su propia mandíbula.
    No podía hacer nada. Aunque le hiciera trizas, los miembros despedazados seguirían persiguiéndome.
    Apreté los dientes para contener el fuego que me abrasaba el costado y vi a Nick trepando al techo del edificio. Se dirigía a uno de sus extremos, donde diversas siluetas se ocultaban tras un conducto de ventilación. Los navegantes.
    El dragón continuaba acosándome. Retrocedí y a punto estuve de caer de espaldas sobre una hoguera.
    Nick corrió por el tejado en dirección al grupo de navegantes. Debían de hacer falta unos cuantos para pilotar a un dragón. Si Nick lograba eliminar a uno de ellos, lo más probable era que el zombi se desplomara. O que quedará libre de todo vínculo.
    Cogí una rama de la hoguera y se la lancé al dragón. Trazó un arco por el aire y se estrelló en mitad de su pecho. Los tejidos putrefactos no prendieron. El dragón siguió avanzando, impertérrito. Rodeé la hoguera y me coloqué entre esta y el dragón.
    La bestia soltó una dentellada pero se mantuvo alejada del fuego. Por encima de mí,
    Nick se abalanzó sobre los seres en el tejado y un cuerpo peludo se precipitó al suelo mientras gritaba por su vida.

    El dragón sorteó la hoguera, obligándome a moverme. Mientras corría, deslicé los dedos bajo mi camiseta. Toqué hueso, una oleada de dolor me recorrió todo el cuerpo y la punta de los dedos se empapó con algo húmedo. Mala señal.
    El dragón dudó y se dio la vuelta. Irguió la enorme cabeza sobre un cuello imposiblemente largo e intentó alcanzar el tejado.
    Una distracción. Señor, por favor, que el piloto del dragón sea un cobarde. Solo necesito un par de minutos.
    Empecé a recitar, en voz muy baja. La magia me rodeó, fusionándose a mí, siguiendo mis pasos como un gato oportunista que ha olido el atún. Clavé a Asesina en la tierra y me llevé la otra mano a las costillas. La sangre empapó la palma y coloqué ambas manos sobre el fuego. Las llamas me lamieron la piel y la sangre produjo un siseo y se evaporó. Continué recitando.
    En el tejado, Nick forcejeaba con algo alto y con garras mientras el dragón intentaba alcanzarlos a ambos con sus colmillos.
    La magia se extendió, fluyendo en mi interior y a través de la sangre y la carne vinculadas al fuego. Mis manos se llenaron de ampollas, el precio que se cobraba el fuego por sus servicios.
    — Hesaad —le susurré a las llamas. Mío. Sofocado por mi sangre, el fuego se estremeció como si fuera un ser vivo. Había dejado de ser una simple reacción a la oxidación, convirtiéndose en una fuerza viva que se alimentaba del poder de la magia—. Amehe. –Obedece—. Amehe, amehe, ame—he...
    Las llamas se separaron de los residuos que le servían de combustible. Una enorme bola de fuego se formó delante de mí y, con un gesto de la mano, la liberé. Recorrió todo el patio mientras rugía con furia y se estrelló en la irregular espalda del dragón. El impacto lo partió por la mitad. La parte posterior cayó hacia atrás en llamas, y la frontal, carente de apoyo, se desplomó sobre sí misma, la enorme cabeza erguida en vano, aún pugnando por alcanzar a los combatientes sobre el tejado.
    Las llamas consumieron la carne no—muerta. Sentí la tentación de sentarme en el suelo y observar cómo se consumía, pero si lo hacía, no podría volver a levantarme.
    Rodeé con la mano la empuñadura de Asesina y la piel de la palma se me agrietó. Dejé escapar un alarido y solté la espada. El dolor era insoportable. Mis carbonizados dedos encontraron un vial de anestesia en el cinturón.
    Adormecer. Debía adormecerme las manos. El cinturón se negaba a soltar el vial y mis dedos doloridos eran demasiado torpes. Las lágrimas empezaron a empañarme las mejillas. Finalmente, conseguí extraer el vial y arranque el corcho con los dientes. Lo escupí al suelo y agité el frasco. Una nube de polvo se extendió frente a mí y la atravesé con las manos extendidas. El mundo se meció, distorsionándose ligeramente y sentí el adormecimiento.

    Me vi a mí misma alargando la mano para coger la espada, rodeando la empuñadura sin sentir su tacto y arrancándola de la tierra. Me di la vuelta y crucé el jardín hasta el lugar donde Curran seguía enzarzado con el upir.
    Un alarido desgarrador se impuso al rugido del fuego, un grito de una furia desmesurada y tan potente que solo podía ser humano. Dos cuerpos se precipitaron desde el tejado. Uno de ellos llevaba gabardina.
    — Adiós, Nick —murmuré cuando los cuerpos se desplomaron sobre un montón de escombros. El grito del Cruzado murió con él. El dragón se estremeció y empezó a derretirse, descomponiéndose frente a mis ojos en una pila de hueso y fluidos. El piloto de la abominación había muerto.
    Seguí cruzando el patio. La mancha de sangre en mi camiseta cada vez estaba más extendida. No me quedaba mucho tiempo.
    Vi a Curran, exhausto y sangrando por una docena de sitios distintos. El cuerpo de Bono parecía deforme, como si estuviera perdiendo partes de sí mismo, o como si le hubieran arrancado secciones enteras de músculo y la piel se hubiera cerrado para cubrirlas.
    El upir volteó la pica alrededor de su cuello, la cogió con facilidad y le clavó la punta en el muslo de Curran. Este rugió y le dio un zarpazo en el pecho, arrancándole un buen trozo de carne. El upir gritó y retrocedió con agilidad. La piel se cerró sobre la herida.
    Me fallaron las piernas y me desplomé. La esfera con el veneno rodó por el suelo, fuera de mi alcance. Muy bien, Kate. Perfecto.
    Giré el cuello y contemplé la batalla boca arriba, incapaz de apartarme cuando la sangre de ambos me salpicaba.
    Estaban cansados. Ambos. Se habían acabado los insultos, los rugidos.
    Simplemente luchaban, con furia, sangrienta, dolorosamente.
    Bono volvió a saltar, ligero de pies. Curran emitió un gruñido bajo y me vio. Su mirada se clavó en mi durante un instante y supe que había llegado el momento.
    Bono se abalanzó sobre él. Curran apartó la pica con una zarpa y extendió la otra para intentar alcanzar la pierna del upir, pero falló, deliberadamente lento. La pica regresó a las manos del upir en un arco reluciente y arremetió con ella. La afilada hoja se clavó en el estómago de Curran y le salió por la espalda, incrustándolo al suelo. Pero Bono se había inclinado demasiado, apoyando todo su peso en la pica. Las enormes zarpas de Curran lo agarraron por los hombros y sus músculos se tensaron. Emitió un rugido ensordecedor y oí el sonido de los huesos al partirse, el chasquido de los músculos, y del pecho de Bono surgió una luz cuando Curran le partió el torso en dos. Por un instante, las dos mitades del pecho permanecieron verticales, la cabeza y el cuello en la mitad izquierda inclinándose en un ángulo muy extraño, y entonces el upir perdió el equilibrio y se desmoronó sobre el suelo.

    Curran se estremeció ensartado en la pica. La sangre empezó a manar de su boca y su rostro se fue apagando.
    — No —me oí a mí misma susurrar—. Por favor, no.
    El cuerpo del upir se agitó. Su destrozado pecho palpitó y, lentamente, se puso de rodillas. Permaneció un momento erguido, volvió a desplomarse y se arrastró por el suelo lleno de hollín hacia mí.
    Le observé arrastrarse mientras su cuerpo se esforzaba por cerrar las heridas. Colocó su cabeza al mismo nivel que la mía. Distinguí su corazón palpitante a través del orificio en su pecho, medio oculto por unos pulmones esponjosos y destrozados.
    — Bonita pelea —me dijo a través de unos labios empapados de sangre. El ojo derecho no dejaba de parpadearle—. Algo que recordar en tu luna de miel.
    Le clavé la daga de hueso en el corazón.
    Bono gritó. Su alarido sobrenatural hizo temblar los cimientos de la prisión y las ventanas estallaron. Sacudió las manos, intentando alcanzar la daga, pero no consiguieron encontrar la pequeña empuñadura. Me rodeó el cuello con sus manos pero no sentí nada. No importaba. Aquella última puñalada me había dejado sin fuerzas.
    No había nada que pudiera hacer aparte de permanecer allí tendida. Le vería morir antes de que lo hiciera yo. Con aquello tenía suficiente... Bono estaba tendido de espaldas—. No quiero morir...
    Su cuerpo empezó a humear. Al principio no fue más que una fina capa de color índigo por toda la piel, y entonces empezó a extenderse, trazando largas espirales que se elevaron hacia el cielo nocturno.
    — Mi poder... me abandona —dijo Bono con voz ronca. El humo se hizo más espeso y el upir empezó a murmurar en la lengua de poder. Sus palabras no tenían ningún sentido. Recitó febrilmente, intentando aferrarse a la vida o simplemente rezando, no estaba segura.
    Su despedazado cuerpo se estremeció con una fuerte sacudida. Empezó a balbucear. Sus talones se clavaron en la tierra y el humo azul se desvaneció como la llama de una vela consumida por el viento. Los ojos sin vida del upir contemplaron la noche. Se había acabado.
    Deseé poder moverme y acercarme a Curran. Tal vez si nos íbamos juntos tendría a alguien con quien luchar en la otra vida.
    Fue un beso increíble...
    La oscuridad me reclamó


    Epilogo

    El infierno se parecía mucho a mi casa. Estaba tapada con lo que parecía una de mis mantas en una cama que se parecía mucho a la mía. Un dolor sordo y cáustico me mordió las costillas. ¿Uno también siente dolor en la otra vida?
    Había un vaso de agua en la mesita de noche, junto a la cama, y de repente, me di cuenta de que tenía mucha sed.
    Alargué el brazo y descubrí que tenía las dos manos vendadas. Miré estúpidamente los vendajes y después el vaso.
    Una mano enfundada en un guante por el que se asomaban los dedos cogió el vaso y me lo ofreció.
    — Por un segundo creía que estaba viva —dije mirando el rostro sin afeitar de Nick—. Pero ahora lo sé, estoy en el infierno y tú eres mi niñera.
    — No eres tan graciosa como piensas — dijo él—. Bebe. Lo hice. El agua bajó dolorosamente. Nick cogió el vaso de mi mano y se puso en pie, la gabardina rozando el borde de mi manta.
    — Cuidado con los gérmenes —dije.
    —Mis gérmenes son el menor de tus problemas —dijo él. Alargó una mano, me recorrió el brazo con los dedos y estudió el resplandor—. Normalmente no es tan brillante. Ni dura tanto. —Se dio la vuelta lentamente, inspeccionando la habitación: el viejo y destartalado sofá, la desconchada mesita, la vieja alfombra, el cesto lleno de ropa limpia, casi todo vaqueros gastados y camisetas descoloridas, e hizo un gesto con sus dedos resplandecientes—. ¿Lo ves? Todavía dura.
    Levanté mi mano vendada y la apoyé entre sus dedos, sofocando el brillo. Había muerto tanta gente por mi culpa. Cada vez que pensado en ello, sentía un dolor en el pecho y deseaba abrazar a alguien y obligarle a que me dijera que todo iría bien, como quise que sucediera en el funeral de mi padre. Pero no quedaba nadie. Y si alguien me reconfortaba, sabría que estaba mintiendo.
    Me había pasado la vida intentando solucionar los problemas de los demás. Personas desconocidas me contrataban para que enmendara sus vidas. Durante años me había esforzado para que esos problemas no llamaran a mi puerta y me destrozaran la vida. Pero no había funcionado. Tanto tiempo perdido. ¿Y qué había conseguido a cambio aparte de una montaña de cadáveres?
    — La responsabilidad es una putada —dijo Nick.
    — Sí.

    Apartó mi mano de la suya. Su piel aún conservaba un débil resplandor. Nick agitó la cabeza, pensativo.
    — Si estuviera solo, acumulando poder, y por algún motivo no quisiera que me encontraran, intentaría pasar desapercibido durante un tiempo. Pero sabría que tarde o temprano tendría que salir a jugar, porque quien me estuviera buscando, acabaría encontrándome. Intentaría establecer ciertos vínculos. ¿Sabes cuál es el problema de los lobos solitarios? Que en cuanto los acorralas, no tienen a nadie a quien recurrir.
    Dejó un pequeño rectángulo de papel sobre la manta antes de marcharse. Le di la vuelta a la tarjeta, un número de teléfono sin nombre ni dirección, y la guardé bajo la almohada. — ¿Curran? —grité desde la cama.
    — Sobrevivió —contestó Nick.
    Más tarde vino a visitarme Doolittle. Me cambió los vendajes, me ayudó a ir al cuarto de baño y me contó que Mahón había enviado una partida de reconocimiento pese a los órdenes de Curran y que esta había pasado de largo por el hechizo que protegía a Red Point. Habríamos muerto si Nick no hubiese logrado atravesar las puertas. Habían encontrado dieciséis mujeres en Red Point, todas heridas y magulladas, al borde de la muerte. Para siete más habíamos llegado demasiado tarde. Sus cuerpos escaparon al horror de Red Point en bolsas de plástico. También encontraron a Derek, encerrado en una pequeña habitación.
    Finalmente, alguien avisó a la poli y la División de Actividad Paranormal aterrizó en la vieja prisión como una manada de perros tras un gatito descarriado. Exhumaron una fosa de huesos humanos en el sótano y encontraron suficientes esqueletos como para mantener a la morgue ocupada durante un año.
    Doolittle me ordenó que no me tocara los vendajes en las próximas veinticuatro horas y se marchó tras prometer que enviaría a una enfermera. Tras su marcha, la magia regresó y me pasé dos horas recitando conjuros para reparar mis manos y las barreras que protegían la casa. Cuando llegó la enfermera, las defensas volvían a estar activas y no pudo entrar. La oí gritar durante veinte minutos antes de marcharse.
    No quería tener a nadie a mi lado. Por el momento, prefería la compañía de la soledad.
    Me quedé en la cama, haciendo una excursión de vez en cuando al cuarto de baño, y pensé mucho. No podía hacer mucho más.
    Recibí la visita de la División de Actividad Paranormal, a quienes, por desgracia, no detuvo la barrera. Dos detectives vestidos de paisano intentaron que hiciera una declaración, mediante la intimidación y diversos conjuros, sin la presencia de un representante del Gremio.

    Cuarenta y cinco minutos después, perdí la paciencia y fingí quedarme dormida. No les quedó más remedio que marcharse. A la mañana siguiente empecé a caminar, de un modo bastante precario, pero algo es algo.
    Considerando mi rápida recuperación, me quité los vendajes de las manos. No tenía uñas, pero aparte de eso, las manos tenían un aspecto bastante normal. Pálidas, pero normales. Si no hubiese sido por la magia, habrían tardado meses en curarse. Aunque si no fuera por la magia, no habría acabado metida en aquel berenjenal.
    Anna telefoneó. Charlamos durante un buen rato y, veinte minutos después, la conversación se tornó algo tensa hasta que ella dijo:
    — Has cambiado.
    — ¿A qué te refieres?
    — Parece como si hubieras envejecido cinco años.
    — Han sucedido muchas cosas —me limité a decir.
    — ¿Me lo contarás?
    — Ahora no. Tal vez en otro momento.
    — De acuerdo. ¿Necesitas ayuda?
    La necesitaba, pero no quería que viniera y no sabía porqué.
    — No, estoy bien.
    Anna no insistió. Se lo agradecí.
    La siguiente tarde recibí otra visita de Doolittle, quien armó un escándalo hasta que le permití entrar. Retiró el vendaje que me cubría las costillas. Una larga e irregular cicatriz recorría toda la caja torácica. Me dijo que con el tiempo desaparecería, pero no le creí. Aunque desapareciera, había sufrido otro tipo de heridas que la magia no podía eliminar.
    Pasó una semana sin novedades importantes. En cuanto pude sujetar un lápiz entre los dedos, redacté un largo y detallado informe sobre la investigación, lo até con un hermoso lazo azul, escribí la dirección de la Orden, eligiéndoles que enviaran una copia al Gremio, y la dejé para el cartero.
    Las uñas empezaron a crecer, cosa que agradecí. Los dedos tenían un aspecto muy extraño sin ellas. El montón de cartas sin abrir tampoco dejó de crecer, amenazando con desbordar la cesta junto a la puerta. Continué ignorándoles. Lo más probable era que hubiese diversas cartas del banco en las que me amenazaban con hacerme cosas horribles si no tapaba el descubierto. Aún no me apetecía enfrentarme a aquello.
    Tuve mucho tiempo para pensar, sentada al sol durante el día mientras bebía té helado y por las tardes café, y para leer.

    Anna volvió a llamar, pero se dio cuenta de que no me apetecía mucho hablar y colgó tras una conversación embarazosamente corta.
    Durante uno de esos días bañados por el sol, hice una incursión al armario donde guardaba el vino y lo tiré todo por el desagüe, dejando solo una botella de sangría Boone's Farm. Para una ocasión especial.
    El sábado siguiente me desperté temprano, alarmada por un estruendo ensordecedor que resonaba por toda la casa y que hacía temblar las paredes. Permanecí tumbada unos instantes, asegurándome de que no era un producto de mi imaginación.
    Entonces salí de la cama a regañadientes y fui a investigar.
    Tras un rápido reconocimiento, descubrí que el ruido se originaba en el tejado, de modo que salí al jardín para echar un vistazo. El sol ya había salido y empezaba a calentar el suelo. Miré hacia la parte superior de la casa y vi al Señor de las Bestias enfundado en una camiseta usada y unos vaqueros manchados de pintura. Con una mano sujetaba de un modo muy profesional un martillo que aplicaba regularmente sobre mi tejado. Derek estaba sentado a su lado, pasándole clavos obedientemente.
    El mundo se había vuelto loco.
    — ¿Puedo hacerte una pregunta? —le grité.
    Curran dejó de martillear y me miró.
    — Claro.
    — ¿Qué estás haciendo en mi tejado?
    — Enseñándole al chico un oficio muy valioso —dijo Curran.
    Derek tosió. Reflexioné sobre aquello durante un instante y abrí la boca para replicarle, pero antes de poder decir nada, el teléfono empezó a sonar.
    — Baja de mi tejado —le dije antes de marcharme.
    — ¿Srta. Daniels? —dijo una voz masculina que no reconocí.
    — Kate.
    El boquete sobre el corredor estaba prácticamente arreglado. Curran no dio muestras de detenerse.
    — Kate, soy el detective Gray, de la DAP.
    — ¿Con cuál de los dos buido...agentes del orden que vinieron a mi casa tengo el placer de hablar?
    — Con ninguno de los dos.
    El martilleo adquirió mayor intensidad, como si Curran intentara aporrear la casa hasta derribarla. Parecía como si quisiese hundir todos los clavos de un solo golpe.
    — Estoy con el Caballero—protector Monahan. Acaba de informarme sobre su participación en el asesinato del Acosador de Red Point.

    Acosador de Red Point. Guau. Aquello parecía salido de un deplorable telefilm de misterio.
    El martilleo alcanzó un nivel ensordecedor.
    — Estamos impresionados. ¿Le importaría decirme qué es ese ruido?
    — Espere un minuto. —Dejé el auricular sobre la mesa y grité—: ¡Curran!
    — ¿Qué?
    — ¿Podrías parar un minuto? Estoy al teléfono con la DAP. —Curran gruñó algo y el estruendo cesó.
    — Lo siento. ¿Estaba diciendo...? —le dije al teléfono.
    —Le estaba diciendo que estamos muy impresionados con su trabajo. Nos pusimos en contacto con la manada y el Señor de las Bestias nos habló muy bien de usted.
    — ¿De verdad?
    — Sí.
    — Un minuto. —Tapé el auricular con la mano—. ¿Curran?
    — ¿Qué?
    — ¿Recibiste una llamada de la DAP sobre mí?
    — Puede.
    — ¿Qué les dijiste?
    — No lo recuerdo. Creo que mencioné tu disciplina y tu capacidad para aceptar órdenes. Creo que también dije algo sobre tu facilidad para trabajar en equipo.
    Derek tosió y estuvo a punto de atragantarse.
    — ¿Por qué? —exigí.
    — En aquel momento me pareció una buena idea. —Curran continuó aporreando el tejado.
    — Lo siento —le dije al agente de la DAP cubriéndome la otra oreja para poder oír algo—. Su majestad suele exagerar las cosas. No me gusta trabajar en equipo. Soy indisciplinada y tengo problemas con la autoridad. Además, el Señor de las Bestias no sabe utilizar un martillo.
    En el tejado, Derek empezó a reír convulsivamente.
    — No estoy interesado en alguien que trabaje en equipo –dijo Gray.
    — Oh.
    — ¿Qué sabe de Marduk?
    — Es una antigua deidad. Le gustan los sacrificios humanos y conoce perfectamente el modo de prepararlos. ¿Por qué?
    — Estoy buscando a un representante de la Orden para que colabore con mi equipo en uno de nuestros casos. Su nombre está en la lista.

    — Me siento halagada pero carezco de la autoridad para representar a la Orden.
    — El caballero —protector asegura lo contrario.
    — Oh. —Oh era una palabra muy bonita. Corta y neutra.
    — He hablado con el gremio y están de acuerdo. Reconocen la necesidad de una mayor implicación con la Orden y parece que todo el mundo ve con buenos ojos la idea de que acepte el trabajo.
    Mayor implicación entre el Gremio y la Orden. Un sueldo. Un sueldo de verdad lo más probable es que ridículamente bajo pero, aun así, un sueldo. Por desgracia, en mi actual situación financiera, «bajo» significaba un grave inconveniente.
    — Lo siento —le dije—. Me encantaría ayudar pero no puedo. Estoy arruinada. De hecho, actualmente soy más que pobre, de modo que tendré que aceptar un trabajillo del Gremio antes de comprometerme con cualquier otra cosa.
    Me llegó el sonido apagado de una conversación distante y, a continuación, Gray dijo:
    — El caballero —protector le pregunta si ha comprobado el correo últimamente. Le di un golpecito con la punta del pie al montón de cartas y estas se desparramaron por el suelo.
    — ¿Debo buscar algo en particular?
    — Un sobre azul.
    Pesqué el sobre azul del montón y lo abrí mientras sujetaba el auricular entre el hombro y la oreja. Un hermoso extracto bancario me comunicaba del reciente ingreso en mi cuenta de seis mil dólares. El concepto: «Por servicios prestados según el acuerdo y en función del Artículo MI». MI era el código de los cruzados. Al contrario que la mayor parte de los caballeros, los cruzados no recibían un sueldo, sino que cobraban por trabajo realizado.
    — Por favor, dele las gracias por mí. —Jamás me convertiría en un cruzado, tanto Ted como yo lo sabíamos. Pese a todo, agradecía el rescate.
    — Lo haré —dijo Gray—. Entonces ¿acepta el trabajo? Gracias, Ted.
    — Sí –dije—. Lo acepto.
    — Genial. ¿Cuándo puede empezar?
    Miré al exterior, donde un hermoso día se desplegaba ante mí, y pensé en los dos cambia—formas sobre mi tejado.
    — Mañana —le dije—. Puedo empezar mañana…


    Reseña Bibliográfica

    Ilona Andrews es el nombre usado por la misma Ilona Andrews y su marido Gordon para la publicación de sus novelas de fantasía urbana.
    Autores de dos grandes series, la de Kate Daniels y la de The Edge, sus novelas se sitúan en un entorno contemporáneo con grandes dosis de fantasía y fenómenos paranormales.

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  •          ---------------------------------------------
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  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
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                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
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            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
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           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



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    Bloques a cambiar color
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    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

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    Set personal 2:
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