Publicado en
septiembre 12, 2010
CAPITULO I
Los dos hombres rodearon la masa de matorrales.
—Bueno, ahí la tiene —dijo Raymond West—. Ésa es.
Horace Bindler contuvo la respiración, admirado.
—¡Pero si es maravillosa, querido West! —exclamó. Su voz se alzó en un grito de placer estético, bajándola luego, llena de pavor reverente—. ¡Es increíble! ¡No parece de este mundo! Un ejemplar de época de lo más logrado.
—Me pareció que le gustaría —dijo Raymond West, complacido.
—¿Gustarme? Querido... —Horace no encontró palabras. Soltó la correa de su cámara fotográfica y entró en acción—. Ésta será una de las joyas de mi colección —agregó alegremente—. Encuentro divertidísimo esto de tener una colección de monstruosidades. Se me ocurrió la idea una noche en el baño, hace siete años. Mi última joya auténtica fue la que hice en el camposanto, en Génova, pero creo de verdad que ésta le gana. ¿Cómo se llama?
—No tengo la menor idea —confesó Raymond.
—¿Pero tendrá un nombre?
—Debe tenerlo. Pero es el caso que por aquí todo el mundo la llama «La locura de Greenshaw».
—¿Greenshaw sería el hombre que la construyó?
—Sí. En mil seiscientos ochenta o mil seiscientos sesenta aproximadamente. La historia del triunfador local de aquel entonces. Un chico descalzo que alcanzó una prosperidad enorme. La opinión local está dividida respecto a por qué construyó esta casa: unos dicen que fue un alarde de riqueza y otros que lo hizo por causar impresión a sus acreedores. Si tienen razón los últimos, no lo consiguió. Greenshaw quebró o algo parecido. De ahí le viene el nombre, «La locura de Greenshaw».
Se oyó el chasquido de la cámara de Horace.
—Ya está —dijo con voz satisfecha—. Recuérdeme que le enseñe el número trescientos diez de mi colección. Una repisa de chimenea, en mármol, al estilo italiano. Completamente increíble —y añadió mirando la casa—: No comprendo cómo pudo ocurrírsele eso al señor Greenshaw.
—Algunas cosas están bastante claras —dijo Raymond—. Había visitado los castillos del Loira, ¿no cree? Esas torretas... Luego, por desgracia, parece que viajó por Oriente. La influencia del Taj Mahal1 es inconfundible. Me gusta el ala mora —añadió— y las reminiscencias de palacio veneciano.
—Se maravilla uno de que haya conseguido un arquitecto que pusiera en práctica estas ideas.
Raymond se encogió de hombros.
—No creo que haya tenido dificultad con eso —dijo—. Probablemente el arquitecto se retiró con una bonita renta vitalicia, mientras el pobre Greenshaw se arruinó por completo.
—¿Podríamos verla desde el otro lado —preguntó Horace— o estamos quizá metiéndonos en terreno prohibido?
—Desde luego que estamos metiéndonos en terreno prohibido —dijo Raymond—, pero no creo que importe gran cosa.
Se dirigió hacia la esquina de la casa y Horace le siguió a paso vivo.
—Pero, ¿quién vive aquí, querido Raymond? ¿Huérfanos o turistas? No puede ser un colegio. No hay campos de deportes ni eficiencia...
—Ah, sigue viviendo un Greenshaw —dijo Raymond por encima del hombro—. La casa no se perdió en el desastre. La heredó el hijo del viejo Greenshaw. Era bastante tacaño y vivía aquí, en un rincón de la casa. Nunca gastó un penique. Probablemente nunca lo tuvo para gastarlo. Ahora vive aquí su hija. Una señora mayor... muy excéntrica.
Mientras hablaba, Raymond iba felicitándose de haber pensado en «La locura de Greenshaw» para entretener a sus invitados. Aquellos críticos literarios andaban siempre proclamando lo que suspiraban por un fin de semana en el campo, y luego, cuando llegaban al campo, se aburrían muchísimo. Al día siguiente tenían los periódicos dominicales, y para aquel día Raymond West se congratulaba de haber propuesto una visita a «La locura de Greenshaw», para que Horace Bindler enriqueciera con ella esa famosa colección de monstruosidades.
Dieron la vuelta a la esquina de la casa y salieron a un césped descuidado. En uno de los ángulos había un gran jardín con rocas artificiales y, en él, una figura inclinada, a la vista de la cual Horace agarró encantado a Raymond por un brazo, para hacerle fijar la atención.
—¡Querido Raymond! —exclamó—. ¿Ves lo que lleva puesto? Un vestido rameado, como los que llevaban las doncellas... cuando había doncellas. Una de las cosas que recuerdo con más nostalgia es una temporada que pasé en una casa de campo, cuando era muy pequeño, y todas las mañanas le despertaba a uno una doncella de verdad, toda pizpireta con su traje rameado y su gorro. Sí, hijo mío, sí, su gorro. De muselina, con unas cintas colgando. Bueno, puede que la que llevaba las cintas fuera la primera doncella. Pero el caso es que era una doncella de verdad, que me llevaba una jarra de agua caliente. ¡Qué emocionante está siendo este día!
La figura del vestido estampado se había enderezado y estaba vuelta hacia ellos, con una pala en la mano. Era una persona sorprendente. Sobre los hombros le caían mechones descuidados de cabellos grises y llevaba encasquetado un sombrero de paja bastante semejante a los que les ponen a los caballos en Italia. El vestido estampado de colores le llegaba casi a los tobillos. En su cara curtida y no muy limpia, unos ojos agudos les observaban.
—Le ruego me disculpe por haberme metido en su propiedad, señorita Greenshaw —dijo Raymond West, acercándose a ella—, pero a Horace Bindler, que está pasando el fin de semana conmigo...
Horace se inclinó y se quitó el sombrero.
—...le interesan muchísimo... hum... la historia antigua y... hum... las bellezas arquitectónicas.
Raymond West habló con la soltura del escritor famoso que se sabe célebre y se atreve a lo que otras personas no se atreverían.
La señorita Greenshaw se volvió hacia la desparramada exuberancia de «La locura de Greenshaw».
—Sí que es una casa hermosa —dijo con aprobación—. La construyó mi abuelo... antes de nacer yo, por supuesto. Aseguran que decía que deseaba dejar pasmada a la gente del pueblo.
—Estoy seguro de que lo consiguió, señora —asintió Horace Bindler.
—El señor Bindler es un crítico literario muy conocido —se apresuró a decir Raymond.
Evidentemente, a la señorita Greenshaw no le inspiraban ningún respeto los críticos literarios. No pareció impresionarse lo más mínimo.
—La considero —dijo la señorita Greenshaw, refiriéndose a la casa— como un monumento al genio de mi abuelo. Hay gente tonta que viene a preguntarme por qué no la vendo y me voy a un piso. ¿Qué iba a hacer yo en un piso? Ésta es mi casa y aquí vivo. Siempre he vivido aquí.
Se quedó pensativa unos momentos, reviviendo el pasado.
—Éramos tres —prosiguió—. Laura se casó con el pastor protestante. Papá no quiso darle ningún dinero; decía que los clérigos no debían estar apegados a las cosas de este mundo. Se murió al tener un niño. El niño murió también. Nettie se escapó con el profesor de equitación. Papá la borró del testamento, como es natural. Un tipo guapo el tal Harry Fletcher, pero un desastre. No creo que Nettie fuera feliz con él. De todos modos, no vivió mucho, ella. Tuvo un hijo. Me escribe algunas veces, pero, naturalmente, no es un Greenshaw. Yo soy la última de los Greenshaw.
Enderezó con cierto orgullo sus hombros inclinados y se puso derecho el sombrero de paja. Luego, volviéndose, dijo vivamente:
—¿Qué le pasa, señora Creeswell?
Desde la casa se dirigía hacia ellos una mujer de mediana edad que, vista al lado de la señorita Greenshaw, ofrecía con ésta un contraste ridículo. La señora Creeswell llevaba la cabeza maravillosamente arreglada; sus cabellos, con abundantes reflejos azules, se alzaban en una serie de rizos colocados en filas meticulosas. Parecía como si se hubiera arreglado la cabeza para ir a un baile de carnaval disfrazada de María Antonieta. Iba vestida con lo que debía haber sido crujiente seda negra, pero que no era en realidad sino una de las variedades más brillantes de la seda artificial. Aunque no era alta. Tenía un busto voluminoso. Hablaba con una voz de gravedad inesperada y con exquisita dicción, pero titubeando ligeramente ante las palabras empezadas con la «h», palabras que acababa por pronunciar con una aspiración exagerada, lo que hacía sospechar que en su remota infancia debió tener dificultad con esta letra2.
—El pescado, señora —dijo la señora Creeswell—, la raja de bacalao. No ha llegado. Le he dicho a Alfred que vaya a buscarla y se niega a hacerlo.
Inesperadamente, la señorita Greenshaw soltó una carcajada.
—Conque se niega, ¿eh?
—Alfred, señora, ha estado muy poco complaciente.
La señorita Greenshaw se llevó a los labios los dedos manchados de tierra, lanzó un silbido ensordecedor y al mismo tiempo gritó:
—¡Alfred! ¡Alfred, ven aquí!
En respuesta a la llamada apareció un joven, dando la vuelta a una esquina de la casa, con una pala en la mano. Era guapo y tenía una expresión insolente. Al llegar cerca de ellos le lanzó a la señora Creeswell una mirada de odio.
—¿Me llamaba, señorita? —preguntó.
—Sí, Alfred. Acabo de enterarme que no quieres ir a buscar el pescado. ¿Por qué no vas, eh?
Alfred habló con voz áspera.
—Voy por él si usted lo quiere, señorita. Sólo tiene que decirlo.
—Claro que lo quiero. Lo necesito para la cena.
—Muy bien, señorita. Voy corriendo.
Lanzó una mirada insolente a la señora Creeswell, que enrojeció y murmuró en voz baja:
—¡Qué barbaridad! ¡Es insoportable!
—Ahora que caigo —dijo la señorita Greenshaw—, un par de personas extrañas es justo lo que nos hace falta, ¿no le parece, señora Creeswell?
La señora Creeswell pareció quedar un tanto desconcertada.
—No comprendo, señora.
—Para lo que sabe usted —dijo la señorita Greenshaw, meneando la cabeza en sentido afirmativo—. El beneficiario de un testamento no puede ser testigo. ¿Es así, no? —esta última pregunta iba dirigida a Raymond West.
—Exacto —respondió el novelista.
—Sé lo bastante de leyes para saber eso —dijo la señorita Greenshaw. Y ustedes son dos personas de posición.
Tiró la pala en la cesta de recoger los hierbajos.
—¿Les molestaría venir a la biblioteca conmigo?
—Encantados —dijo Horace con fervor. Pasando por la puerta-ventana, les condujo a través de un enorme salón amarillo y dorado, con paredes recubiertas de brocado descolorido y muebles tapados con fundas; luego por un gran vestíbulo sombrío y escaleras arriba hasta una amplia habitación del primer piso.
—La biblioteca de mi abuelo —anunció la señorita Greenshaw.
Horace miró a su alrededor con profundo placer.
A su modo de ver, la habitación estaba llena de monstruosidades. Cabezas de esfinge surgían de los muebles más inesperados; había un broche colosal, que le pareció representaba a Pablo y Virginia, y un enorme reloj con motivos clásicos, del que estaba deseando tomar una fotografía.
—Una hermosa colección de libros —dijo la señorita Greenshaw.
Raymond estaba ya mirando los libros. Por lo que pudo ver en una inspección rápida, no había allí ningún libro que ofreciera el menor interés; en realidad, no parecía que ninguno de ellos hubiera sido leído. Eran colecciones de los clásicos, encuadernados maravillosamente, de las que se vendían hace noventa años para llenar las estanterías de los señores de alcurnia. Había también algunas novelas antiguas, pero tampoco éstas parecían haber sido leídas.
La señorita Greenshaw estaba rebuscando en los cajones de un escritorio enorme. Finalmente, sacó de él un testamento de pergamino.
—Mi testamento —explicó—. Tiene uno que dejarle el dinero a alguien..., eso dicen, por lo menos. Si muriera sin hacer testamento, supongo que se lo llevaría todo el hijo de aquel tratante de caballos. Un muchacho guapo, el tal Harry Fletcher, pero un bribón donde los haya. No veo por qué razón había de heredar su hijo esta casa. No —prosiguió, como contestando a una oposición tácita—, estoy decidida. Se lo dejo a Creeswell.
—¿Su ama de llaves?
—Sí. Ya se lo he explicado a ella. Hago testamento dejándole a ella todo lo que tengo y entonces no necesito pagarle ningún sueldo. Me ahorro muchos gastos y la hace andar derecha. Así no me dejará plantada cuando menos lo piense. ¿Es muy empingorotada, verdad? Pero su padre era un fontanero muy modesto. No tiene motivo alguno para darse aires.
Había desdoblado el pergamino. Cogió una pluma, la mojó en el tintero y firmó: Katherine Dorothy Greenshaw,
—Eso es —dijo—. Los dos me han visto firmarlo y ahora lo firman ustedes y ya es legal.
Le tendió la pluma a Raymond West. El escritor titubeó un momento, sintiendo una aversión inesperada a hacer lo que se le pedía. Luego, rápidamente, garabateó su conocida firma, que todos los días solicitaban por correo lo menos seis personas.
Horace cogió la pluma de mano de Raymond y añadió su diminuta firma.
—Ya está —dijo la señorita Greenshaw.
Se dirigió a las estanterías y se quedó mirándolas, indecisa; luego abrió una de las puertas encristaladas, sacó un libro y deslizó dentro el pergamino doblado cuidadosamente.
—Tengo mis escondites —les comunicó.
—«El secreto de lady Audley» —observó Raymond West, viendo el título del libro cuando la señorita Greenshaw lo volvía a su sitio.
La señorita Greenshaw soltó otra carcajada.
—Uno de los libros más populares de su época —observó—. No como sus libros, ¿eh?
Le dio a Raymond un codazo amistoso en las costillas. Al novelista le sorprendió que supiera que escribía. Aunque Raymond West era muy conocido en los círculos literarios, no podía considerársele como un escritor popular. A pesar de haberse suavizado algo al aproximarse a la edad madura, sus libros se ocupaban del lado sórdido de la vida.
—¿Podría sacar una foto del reloj? —preguntó Horace, conteniendo la respiración.
—No faltaba más —dijo la señora Greenshaw—. Creo que vino de la Exposición de París.
—Es muy probable —dijo Horace. A continuación hizo la foto.
—Esta habitación no se ha usado mucho desde tiempos de mi abuelo —dijo la señorita Greenshaw—. Este escritorio está lleno de viejos diarios suyos. Deben ser interesantes. Yo ya no tengo vista para leerlos. Me gustaría publicarlos, pero me figuro que habría que trabajar mucho con ello.
—Podría usted encargárselos a alguien —sugirió Raymond West.
—Sí, es una idea. Lo pensaré.
Raymond West consultó su reloj.
—No debemos abusar más de su amabilidad —dijo.
—Encantada de haberles visto —dijo la señorita Greenshaw graciosamente—. Creí que era el policía, cuando le oí venir, dando la vuelta a la casa.
—¿Por qué un policía? —preguntó Horace, que nunca tenía inconveniente en hacer preguntas.
La señorita Greenshaw les sorprendió cantando alegremente:
—Si quiere usted saber la hora, pregunte a un policía.
Y, con esta muestra de ingenio victoriano, le dio un codazo a Horace en las costillas y soltó una sonora carcajada.
—Ha sido una tarde maravillosa —suspiró Horace, camino de la casa de Raymond—. La verdad es que en esa casa no faltaba nada. Lo único que necesita esa biblioteca es un cadáver. Esos asesinatos en la biblioteca de las novelas policíacas antiguas... estoy seguro de que los autores tenían en la imaginación una como ésa.
—Si quiere usted hablar de asesinatos, tiene que hacerlo con mi tía Jane —dijo Raymond.
—¿Su tía Jane? ¿Se refiere usted a la señorita Marple?
Horace estaba un poco desconcertado. La encantadora anciana, producto de un mundo ya desaparecido, a quien le habían presentado la noche anterior, le parecía incapaz de tener la menor relación con asesinatos.
—Sí, sí —afirmó Raymond—. Los asesinatos son su especialidad.
—¡Mi querido Raymond, qué intrigante! ¿Qué quiere usted decir exactamente con eso?
—Lo que he dicho —dijo Raymond, y explicó—: Unos cometen asesinatos, otros se ven envueltos en ellos y a otros les son impuestos. Mi tía Jane está incluida en la tercera categoría.
—Está usted bromeando.
—En absoluto. Puede usted preguntárselo al ex comisario de Scotland Yard, a varios jefes de policía y a uno o dos laboriosos inspectores pertenecientes al C.I.D.3.
Horace dijo alegremente que nunca terminaba uno de maravillarse.
Mientras tomaban el té, les refirieron los acontecimientos de la tarde a Joan West, la mujer de Raymond, a Lou Oxley, sobrina de éste, y a la anciana señorita Marple, contándoles detalladamente todo lo que la señorita Greenshaw les había dicho.
—Yo creo —terminó diciendo Horace— que se respira allí algo siniestro. Aquella mujer de aires de duquesa, el ama de llaves..., ¿qué les parece arsénico en la tetera, ahora que sabe que su señora ha hecho testamento a su favor?
—Dinos, tía Jane —preguntó Raymond—, ¿se cometerá un asesinato o no? ¿Tú qué crees?
—Creo —dijo la señorita Marple, devanando su lana con expresión severa— que no debías reírte de estas cosas como acostumbras a hacerlo, Raymond. El arsénico, desde luego, es muy posible. ¡Es tan fácil de conseguir! Probablemente lo tienen en el cobertizo de las herramientas, en los preparados para matar las malas hierbas.
—Pero querida tía —intervino Joan West con afecto—. ¿No crees que eso sería demasiado fácil?
—De mucho vale hacer testamento —dijo Raymond—. No creo que la pobre mujer tenga nada que dejar, aparte de esa monstruosidad de casa, ¿y quién va a querer eso?
—Una compañía cinematográfica, posiblemente —sugirió Horace—, o un colegio, o una institución benéfica, o un hotel.
—La querrían comprar por una miseria —replicó Raymond.
Pero la señorita Marple, pensativa, estaba meneando la cabeza.
—Querido Raymond, no estoy de acuerdo contigo. Quiero decir respecto al dinero. El abuelo está probado que era uno de esos manirrotos que hacen dinero fácilmente, pero son incapaces de conservarlo. Puede que haya perdido su fortuna, como dices, pero no pudo quebrar, porque en ese caso su hijo no hubiera heredado la casa. El hijo, en cambio, cosa muy frecuente, era completamente distinto a su padre. Un avaro. Un hombre que ahorraba todo penique que se le venía a las manos. Seguramente ahorró una bonita suma en el transcurso de su vida. Esta señorita Greenshaw parece que ha salido a él; no le gusta gastar ni un céntimo. Sí, creo que es muy probable que tenga un capitalito guardado.
—En ese caso —interpuso Joan West— puede que...¿no podría Lou...?
Todos miraron a Lou, que permanecía sentada en silencio junto al fuego.
Lou era la sobrina de Joan West. Su matrimonio acababa de deshacerse, dejándola con dos niños pequeños y el dinero indispensable para mantenerlos.
—Quiero decir —aclaró Joan— que si esa señorita Greenshaw quiere en serio que una persona repase todos esos diarios y los prepare para publicarlos...
—Es una buena idea —aprobó Raymond.
Lou dijo en voz baja:
—Sería de mucha ayuda.
—Le escribiré —prometióle Raymond.
—¿Qué querría decir la anciana con aquello del policía? —preguntó intrigada la señorita Marple, pensativa.
—¡Ah, fue sólo una broma!
—Me recordó —dijo la señorita Marple, afirmando con la cabeza—, sí, me recordó mucho al señor Naysmith.
—¿Quién era el señor Naysmith? —preguntó Raymond con curiosidad.
—Era apicultor y tenía mucha habilidad para hacer los acrósticos de los periódicos dominicales. Y le gustaba dar a la gente impresiones falsas, sólo por gracia, pero algunas veces se vio metido en líos por esta afición suya.
Todos guardaron silencio, pensando en el señor Naysmith, pero como no parecía que hubiera ningún punto de semejanza entre él y la señora Greenshaw, llegaron a la conclusión de que la pobre tía Jane debía estar empezando a chochear.
CAPITULO II
Horace Bindler volvió a Londres sin haber coleccionado más monstruosidades, y Raymond West le escribió una carta a la señorita Greenshaw, diciéndole que conocía a una persona que podría ocuparse de revisar los diarios. Después de algunos días llegó una carta, escrita con una letra muy fina y anticuada, en la que la señorita Greenshaw decía que estaba deseando contratar los servicios de esa persona y la citaba en su casa.
Lou acudió a la cita, se fijaron unos honorarios generosos y empezó a trabajar al día siguiente.
—Te lo agradezco muchísimo —le dijo Lou a Raymond—. Me viene estupendamente. Puedo llevar a los niños al colegio, ir a «La locura de Greenshaw» y recogerlos al volver. ¡Es fantástico todo aquello! A esa señora hay que verla para creer que existe.
Al caer la tarde de su primer día de trabajo, volvió y describió la jornada.
—Casi no he visto al ama de llaves —dijo—. Vino a las once y media con un café y unas galletas, toda remilgada, y casi no me habló. Me parece que no le gusta que me hayan contratado. Parece que hay una verdadera enemistad entre ella y el jardinero, Alfred. Es un chico de por aquí, bastante perezoso según las trazas, y él y el ama de llaves no se hablan. La señorita Greenshaw dijo, con sus aires de grandeza: «Siempre ha habido rencillas, que yo recuerde, entre el servicio del jardín y el de la casa. Ya era así en tiempos de mi abuelo. Entonces había tres hombres y un chico en el jardín y ocho criados al servicio de la casa, pero siempre había roces.»
Al día siguiente, Lou volvió con otra noticia.
—¿No sabéis una cosa? Esta mañana me pidió que telefoneara al sobrino.
—¿Al sobrino de la señorita Greenshaw?
—Sí. Parece que es actor y está en una compañía, dando una temporada de verano en Borehan on Sea. Le llamé al teatro y dejé un recado, invitándole a venir a comer mañana al mediodía. Fue muy divertido. La señora no quería que el ama de llaves se enterara. Creo que la señora Creeswell ha hecho algo que le ha molestado.
—Mañana otro episodio de esta emocionante novela por entregas —murmuró Raymond.
—Es exactamente como una novela por entregas, ¿verdad? Reconciliación con el sobrino, la fuerza de la sangre..., se hace nuevo testamento y el viejo es destruido.
—Tía Jane, estás muy seria.
—¿Sí? ¿Has sabido algo más del policía?
Lou se quedó desconcertada.
—No sé nada de ningún policía.
—Aquella observación suya, hijita, tenía que tener algún significado —dijo la señorita Marple.
Lou llegó al día siguiente a su trabajo de muy buen humor. Entró por la puerta principal, que estaba abierta; las puertas y las ventanas de la casa siempre lo estaban. Al parecer, la señorita Greenshaw no tenía miedo de los ladrones y puede que tuviera razón, porque la mayoría de las cosas que había en la casa pesaban varias toneladas y no tenían ningún valor comercial.
Lou había pasado por delante de Alfred en el jardín. El joven estaba recostado contra un árbol, fumando un cigarrillo, pero al verla había cogido una escoba y se había puesto a barrer las hojas con diligencia. Aquel muchacho era un vago, pensó ella, pero guapo. Sus facciones le recordaban a alguien. Al pasar por el vestíbulo, camino de la biblioteca, Lou miró el gran retrato de Nathaniel Greenshaw, colgado sobre la repisa de la chimenea. El retrato mostraba al viejo Greenshaw en la cumbre de la prosperidad, recostado hacia atrás en un gran sillón, con las manos reposando sobre la leontina de oro que cruzaba su voluminoso estómago. Al volver la vista del estómago a la cara del modelo, con sus carrillos macizos, sus pobladas cejas y sus retorcidos bigotes, Lou pensó que Nathaniel Greenshaw debía de haber sido guapo de joven. Se parecía un poco a Alfred...
Entró en la biblioteca, cerró la puerta, destapó la máquina de escribir y sacó los diarios del cajón de un lado de la mesa. Por la ventana abierta vio a la señorita Greenshaw. Llevaba un vestido rameado, color castaño, y se inclinaba sobre las rocas artificiales arrancando afanosamente los hierbajos. Había habido dos días de lluvia y los hierbajos habían sacado mucho partido de ella.
Lou, criada en la ciudad, se dijo decididamente que, si alguna vez tenía jardín, nunca le pondría rocas artificiales, a las que habría que quitar las hierbas a mano. Con esto se puso con ardor a trabajar.
La señora Creeswell estaba de muy mal humor al entrar en la biblioteca a las once y media, con la bandeja del café. Dejó caer de golpe la bandeja sobre la mesa y dijo, dirigiéndose al universo:
—Invitados a comer... y sin nada en casa. ¿Qué se creen que voy a hacer yo? Y a Alfred no se le ve por ningún lado.
—Estaba barriendo la avenida cuando yo llegué —dijo Lou espontáneamente.
—Sí, seguro. Un trabajo sumamente suave y agradable.
La señora Creeswell salió majestuosamente de la habitación, dando un portazo. Lou sonrió. ¿Cómo sería «el sobrino»?
Terminó el café y volvió a su trabajo. Era tan absorbente que el tiempo pasó muy de prisa. Nathaniel Greenshaw, al empezar a escribir su diario, había sucumbido a las delicias de la sinceridad. Escribiendo a máquina un párrafo en el que Greenshaw describía los encantos personales de una camarera de la ciudad vecina, Lou se dijo que habría que hacer muchas modificaciones.
Estaba pensando en esto cuando la sobresaltó un grito procedente del jardín. Se puso en pie de un salto y corrió a la ventana abierta. La señorita Greenshaw, tambaleándose, iba del jardín rocoso hacia la casa. Se agarraba el cuello con las manos y entre ellas sobresalía un objeto. Lou, estupefacta, vio que el objeto era la varilla de una flecha.
La cabeza de la señorita Greenshaw, cubierta con el deteriorado sombrero de paja, se cayó hacia delante, sobre el pecho. Con voz débil gritó a Lou:
—Fue... fue él... me tiró... una flecha... busque ayuda...
Lou se precipitó a la puerta. Dio la vuelta al picaporte, pero la puerta no se abrió. Tras unos segundos de esforzarse inútilmente se dio cuenta de que la habían cerrado con llave. Corrió a la ventana.
—Me han cerrado con llave.
La señorita Greenshaw, con la espalda vuelta hacia Lou y tambaleándose ligeramente, le gritaba al ama de llaves, que estaba en una ventana un poco más lejos:
—Llame... policía... telefonee...
Luego, vacilando como si estuviera borracha, desapareció a la vista de Lou, entrando en el salón por la puerta-ventana. Un momento después, Lou oyó el ruido de porcelana al romperse, un golpe pesado y luego silencio. Reconstruyó la escena con la imaginación. La señorita Greenshaw debía haber tropezado contra una mesita que contenía un juego de té de porcelana de Sévres.
Desesperada, Lou golpeó la puerta, llamando y gritando. No había enredadera ni cañería por la parte de fuera de la ventana para facilitarle la salida por ese conducto.
Por último, cansada de golpear la puerta, volvió a la ventana. La cabeza del ama de llaves apareció por la ancha ventana de su cuarto de estar.
—Venga a abrirme la puerta, señora Oxley. Me han cerrado con llave.
—A mí también.
—¡Oh, qué horrible! He telefoneado a la policía. Hay un teléfono en esta habitación, pero lo que no comprendo, señora Oxley, es que nos hayan cerrado. No he oído el ruido de la llave, ¿y usted?
—No. No he oído nada en absoluto. ¿Qué podemos hacer? Quizás Alfred pueda oírnos si le llamamos.
Lou gritó con todas sus fuerzas:
—¡Alfred! ¡Alfred!
—Seguro que se fue a comer. ¿Qué hora es?
Lou consultó su reloj.
—Las doce y veinticinco.
—No debía marcharse hasta la media, pero siempre que puede se escabulle antes.
—¿Cree usted... cree usted que...?
Lou quería preguntar: «¿Cree usted que está muerta?» Pero las palabras no pudieron salir de su garganta.
No podían hacer nada más que esperar. Se sentó en la repisa de la ventana. Le pareció que había pasado una eternidad, cuando vio aparecer por la esquina de la casa la figura imperturbable de un policía con casco. Se asomó por la ventana y el policía miró seguidamente hacia ella, protegiéndose los ojos con una mano.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó en tono reprobatorio.
Desde sus ventanas respectivas, Lou y la señora Creeswell vertieron sobre él un torrente de información. El policía sacó un cuadernito y un lápiz.
—¿Ustedes, señoras, corrieron al piso de arriba y se cerraron con llave, no es eso? ¿Me quieren dar sus nombres, por favor?
—No. Nos han cerrado con llave. Suba y déjenos salir.
El policía dijo con mucha calma:
—Todo se andará.
Y desapareció seguidamente por la puerta-ventana del salón.
El tiempo volvió a hacerse larguísimo. Lou oyó el ruido de un coche que llegaba y, después de lo que le pareció una hora, cuando en realidad habían sido tres minutos, un sargento de la policía, más despierto que el agente, libertó primero a la señora Creeswell y luego a Lou.
—¿Y la señorita Greenshaw? —a Lou le falló la voz—. ¿Qué... qué ha ocurrido?
El sargento se aclaró la voz.
—Lamento tener que decirle, señora —dijo—, lo que ya le he dicho a la señora Creeswell: la señorita Greenshaw ha muerto.
—Asesinada —afirmó la señora Creeswell—. Eso es lo que ha sido... un asesinato.
El sargento, desde luego sin mucho convencimiento, sugirió:
—Pudo ser un accidente... algunos chicos del campo tiran con arcos y flechas.
Se oyó el ruido de otro coche que llegaba. El sargento dijo:
—Ése será el médico de la policía.
Y se fue escaleras abajo.
Pero no era el médico. Lou y la señora Creeswell estaban bajando las escaleras cuando un joven entró por la puerta principal y se detuvo indeciso, mirando a su alrededor con expresión de desconcierto.
Luego, con voz agradable, que a Lou le resultó conocida (quizá tuviera parecido de familia con la de la señorita Greenshaw), preguntó:
—Perdonen, vive... ¡ejem!, ¿vive aquí la señorita Greenshaw?
—¿Me quiere dar su nombre, por favor? —dijo el sargento, acercándose a él.
—Fletcher —respondió el joven—, Nat Fletcher. Soy el sobrino de la señorita Greenshaw.
—Vaya, señor, vaya..., no sabe cuánto lo siento...
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Nat Fletcher.
—Ha habido un... accidente... A su tía le dispararon una flecha... le entró por la yugular...
La señora Creeswell, sin su refinamiento acostumbrado, gritó histéricamente:
—¡Han asesinado a su tía! ¡Nada más que eso! ¡Han asesinado a su tía!
CAPITULO III
El inspector Welch acercó su silla un poco más a la mesa y su mirada pasó de una a otra de las cuatro personas reunidas en la habitación. Era la tarde del mismo día y se había presentado en casa de Raymond West, para hacer volver a Lou Oxley sobre su declaración.
—¿Está usted segura de que sus palabras exactas fueron «Fue él... me tiró... una... flecha... busque ayuda»?
Lou afirmó con un movimiento de cabeza.
—¿Y la hora?
—Miré mi reloj uno o dos minutos después; eran entonces las doce y veinticinco.
—¿Funciona bien su reloj?
—Miré también el reloj de pared.
El inspector se volvió a Raymond West.
—Tengo entendido, señor, que hace cosa de una semana usted y el señor Horace Bindler fueron testigos del testamento de la señorita Greenshaw, ¿no es eso?
Brevemente, Raymond refirió los pormenores de la visita que él y Horace Bindler habían hecho a «La locura de Greenshaw».
—Este testimonio suyo puede ser importante —dijo Welch—. La señorita Greenshaw les dijo a ustedes claramente que había hecho testamento a favor de la señora Creeswell, el ama de llaves, y que no le pagaba ningún sueldo, teniendo en cuenta lo que la señora Creeswell recibiría a su muerte, ¿no es eso?
—Eso es lo que dijo... sí.
—¿Cree usted que la señora Creeswell estaba enterada de esto?
—Creo que no existe la menor duda. La señorita Greenshaw dijo en mi presencia que los beneficiarios no pueden ser testigos de un testamento, y la señora Creeswell comprendió perfectamente lo que quería decir con ello. Además, la propia señorita Greenshaw me dijo que había llegado a este acuerdo con la señora Creeswell.
—De modo que la señora Creeswell tenía motivos para creerse parte interesada. Tiene un motivo clarísimo y sería nuestro principal sospechoso, de no ser por el hecho de que estaba encerrada en su habitación, lo mismo que la señora Oxley. Además, la señorita Greenshaw especificó bien que era un hombre el que había disparado una flecha contra ella.
—¿Es completamente seguro que estaba cerrada con llave en la habitación?
—Sí, sí. El sargento Cayley le abrió la puerta. Es una cerradura grande, antigua, con una llave también grande y antigua. La llave estaba en la cerradura y era completamente imposible darle la vuelta desde dentro o hacer cualquier manganilla de ésas. No, puede usted tener la completa seguridad de que la señora Creeswell estaba encerrada con llave en su habitación y no pudo salir. Además, en la habitación no había arcos ni flechas y, de todos modos, no pudieron disparar contra la señorita Greenshaw desde una ventana; es un ángulo completamente distinto. No, la señora Creeswell no pudo hacerlo.
La señorita Marple preguntó:
—¿Le dio a usted la señorita Greenshaw la impresión de ser una bromista?
El inspector Welch la miró sorprendido.
—Una conjetura muy inteligente, señora —replicó.
Desde su rincón la señorita Marple alzó vivamente la vista.
—¿De modo que el testamento no era a favor de la señora Creeswell? —dijo.
—No. La señora Creeswell no es la beneficiaria.
—Igual que el señor Naysmith —afirmó la señorita Marple, meneando la cabeza—. La señorita Greenshaw le dijo a la señora Creeswell que se lo iba a dejar todo a ella y así no tenía que pagarle sueldo; y luego le dejó el dinero a otra persona. No es extraño que estuviera satisfecha de su astucia y que se echase a reír al guardar el testamento en «El secreto de lady Audley».
—Ha sido una suerte que la señora Oxley pudiera decirnos lo del testamento y dónde estaba —dijo el inspector—. Si no, a lo mejor hubiéramos tenido que pasar mucho tiempo buscándolo.
—Sentido del humor victoriano —murmuró Raymond West.
—¿De modo que, a fin de cuentas, le dejó el dinero a su sobrino? —preguntó Lou.
El inspector negó con la cabeza.
—No — dijo—, no le dejó el dinero a Nat Fletcher. Se dice por aquí, claro que yo soy nuevo en la localidad y sólo me entero de los cotilleos de segunda mano, se dice que hace mucho tiempo, a la señorita Greenshaw y a su hermana les gustaba el apuesto profesor de equitación, y que la hermana se lo llevó. No le dejó el dinero a su sobrino... —se detuvo, acariciándose la barbilla—. Se lo dejó a Alfred.
—¿A Alfred... el jardinero? —preguntó Joan, sorprendida.
—Sí, señora West, a Alfred Pollok.
—Pero ¿por qué? —exclamó Lou.
La señorita Marple tosió y murmuró:
—Yo diría, aunque puede que me equivoque, que quizás ha habido... lo que pudiéramos llamar motivos de familia.
—Podría llamársele así, en cierto modo —concedió el inspector—. Parece que todo el mundo en el pueblo sabe que Thomas Pollok, el abuelo de Alfred, era uno de los hijos naturales del viejo Greenshaw.
—¡Claro —exclamó Lou—, el parecido! Me di cuenta esta mañana.
Recordó cómo, después de haber pasado por delante de Alfred, había entrado en la casa y mirado el retrato del viejo Greenshaw.
—Habrá pensado —dijo la señorita Marple— que podía ser que Alfred Pollok se sintiera orgulloso de la casa o incluso quisiera vivir en ella, mientras que era seguro que su sobrino no querría saber nada de ella y la vendería en cuanto pudiera hacerlo. Es actor, ¿no? ¿Qué obras está representando estos días?
Las señoras de edad son únicas para desviarse de la cuestión, pensó el inspector Welch; pero contestó cortésmente:
—Creo que ponen las obras de James Barrie.
—Barrie —susurró la señorita Marple, pensativa.
—«Lo que toda mujer sabe» —dijo el inspector Welch, y enrojeció—. Es el nombre de una obra —añadió rápidamente—. Yo no voy mucho al teatro, pero mi mujer la vio la semana pasada. Dijo que estaba muy bien representada.
—Barrie escribió algunas obras encantadoras —dijo la señorita Marple—, aunque la verdad es que cuando fui con un viejo amigo mío, el general Easterly, a ver «La pequeña Mary» —meneó la cabeza tristemente—, ninguno de los dos sabíamos a dónde mirar.
El inspector, que no conocía la obra «La pequeña Mary», estaba completamente despistado. La señorita Marple explicó:
—Cuando yo era joven, inspector, nadie mencionaba la palabra «vientre».
Esto aumentó el desconcierto del inspector. La señorita Marple estaba pronunciando en voz muy baja títulos de obras.
—«El admirable Crichton». Muy interesante. «María Rosa...», una obra encantadora. Me recuerdo que lloré. «Quality Street» no me gustó tanto. Luego «Un beso para la Cenicienta». ¡Claro!
El inspector Welch no podía perder el tiempo hablando de teatro. Volvió a lo que tenía entre manos.
—La cuestión —dijo— está en saber si Alfred Pollok estaba enterado de que la anciana había hecho testamento a su favor. ¿Se lo habrían dicho? —y añadió— ¿Saben ustedes que hay en el Borehan Lovell un club de tiro con arco y que Alfred Pollok es socio? Es muy buen tirador con el arco y las flechas.
—Entonces el caso queda claro, ¿no? —preguntó Raymond West—. Eso explicaría el que las dos mujeres estuvieran encerradas en las habitaciones... él sabría en qué parte de la casa estaban.
El inspector le miró.
—Tiene una coartada —dijo con profunda melancolía.
—Siempre he pensado que las coartadas son muy sospechosas.
—Puede ser —concedió el inspector Welch—. Está usted hablando como escritor que es.
—No escribo novelas policíacas —aclaró Raymond West horrorizado ante la sola idea.
—Es muy fácil decir que las coartadas son sospechosas —continuó el inspector Welch—, pero, desgraciadamente, tenemos que basarnos en los hechos comprobables.
Suspiró.
—Tenemos tres buenos sospechosos —dijo—. Tres personas que acertaron a estar muy cerca de la escena del crimen a la hora en que se cometió. Pero lo extraño es que parece que ninguna de ellas pudo haberlo cometido. Del ama de llaves ya he hablado antes. El sobrino, Nat Fletcher, en el momento en que dispararon contra la señorita Greenshaw estaba a un par de millas de distancia, echándole gasolina al coche y preguntando el camino de la casa... En cuanto a Alfred Pollok, hay seis personas dispuestas a jurar que entró en «El perro y el pato» a las doce y veinte minutos y estuvo allí una hora, tomando, como de costumbre, pan, queso y cerveza.
—Buscándose una coartada —sugirió Raymond West esperanzado.
—Puede ser —repuso el inspector Welch—. Pero, en ese caso, la consiguió.
Hubo un largo silencio. Luego Raymond volvió la cabeza hacia el lugar donde estaba sentada la señorita Marple, muy derecha y profundamente pensativa.
—Te toca a ti, tía Jane —la conminó—. El inspector está desconcertado, el sargento está desconcertado, yo estoy desconcertado, Joan está desconcertada, Lou está desconcertada... Pero para ti, tía Jane, está claro como el agua. ¿Me equivoco?
—Eso no, querido —replicó la señorita Marple—; como el agua no. Y un asesinato, querido Raymond, no es un juego. No creo que la pobre señorita Greenshaw quisiera morir, y éste ha sido un asesinato muy brutal. Muy bien planeado y cometido a sangre fría. ¡No es cosa de broma!
—Perdona —dijo Raymond, apabullado—. En realidad no soy tan insensible como parezco. Tratamos con ligereza las cosas para... para que no resulten tan horribles.
—Me parece que ésa es la tendencia moderna —dijo la señorita Marple— Con tanta guerra y tanto reírse de los entierros. Sí, puede que no haya tenido razón al decir que eras insensible.
—No es como si la hubiéramos conocido mejor —interpuso Joan.
La señorita Marple miró a la esposa de su sobrino, y repuso:
—Eso es muy cierto. Tú, mi querida Joan, no la conocías en absoluto, y yo tampoco la conocía mucho. Raymond se formó una idea de ella por una breve conversación. Lou hacía dos días que la conocía.
—Anda, tía Jane —la apremió Raymond—, dinos cuál es tu opinión. No le importa, ¿verdad, inspector?
—En absoluto.
—Bueno, querido, parece que tenemos tres personas que tenían, o podían creer que tenían, motivos para asesinar a la anciana; por tres razones muy sencillas, ninguna de ellas pudo haberlo hecho. El ama de llaves no pudo matarla porque la habían encerrado con llave en la habitación, y porque la señorita Greenshaw especificó bien que era un hombre quien había disparado contra ella. El jardinero no pudo haberla matado porque, a la hora en que se cometió el asesinato, estaba en «El perro y el pato». El sobrino no pudo haberla matado porque todavía no había llegado aquí a la hora del asesinato.
—Muy bien expresado —aprobó el inspector.
—Y como parece muy improbable que la haya matado un desconocido, ¿qué otra solución puede haber?
—Eso es lo que el inspector quiere saber —dijo Raymond West.
—¡Es tan frecuente que miremos las cosas al revés! —repuso la señorita Marple, disculpándose—. Si no podemos modificar los movimientos ni la posición de estas personas, ¿no podríamos modificar la hora del asesinato?
—¿Quieres decir que los dos relojes, el mío y el de pared, andaban mal? —preguntó Lou.
—No, querida —dijo la señorita Marple—. Nada de eso. Lo que quiero decir es que el asesinato no ocurrió cuando tú crees que ocurrió.
—¡Pero si lo he visto! —exclamó Lou.
—Mira, querida, he estado pensando si no tendría el asesino intención de que lo vieras. Se me ocurre que puede que ésa haya sido la verdadera razón por la que te concedieron ese empleo.
—¿Qué quieres decir, tía Jane?
—La verdad, hija, me parece raro. A la señorita Greenshaw no le gustaba gastar y, sin embargo, contrató tus servicios y se avino a pagarte el sueldo que le pediste. Es posible que alguien quisiera que estuvieras en esa biblioteca del primer piso, mirando por la ventana, para que pudieras ser el testigo principal (una persona extraña, de irreprochable buena fe) que fijara, sin dejar sombra de duda, la hora y el lugar del asesinato.
—¿No estarás insinuando que la señorita Greenshaw quería que la asesinaran? —preguntó Lou, escéptica.
—Lo que quiero decir, querida, es que tú en realidad no has conocido a la señorita Greenshaw. ¿Hay alguna razón para decir que la señorita Greenshaw que viste tú al llegar a la casa sea la misma señorita Greenshaw que vio Raymond unos días antes? Sí, sí, ya sé —prosiguió, para evitar la réplica de Lou—. Llevaba un vestido estampado tan extraño y el sombrero de paja y estaba despeinada. Respondía exactamente a la descripción que Raymond nos dio de ella el fin de semana anterior. Pero ten en cuenta que esas dos mujeres eran aproximadamente de la misma edad, estatura y volumen. Estoy hablando del ama de llaves y de la señorita Greenshaw.
—¡Pero si el ama de llaves es gorda! —exclamó Lou—. Tiene un pecho enorme.
—Pero, hijita, en estos tiempos... yo misma he visto... ciertas prendas, exhibidas en los escaparates sin el menor pudor. Es sencillísimo tener un... un busto del tamaño que una quiera.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Raymond.
—Estaba pensando, querido, que, en los dos o tres días que Lou trabajó allí, una mujer pudo hacer los dos papeles. Tú misma has dicho, Lou, que apenas veías al ama de llaves; sólo un momento por la mañana, cuando te subía la bandeja con el café. En el teatro vemos a esos artistas tan hábiles que salen al escenario caracterizados de personas distintas, contando sólo con uno o dos minutos para hacerlo, y estoy segura de que esta otra caracterización no ofrecía la menor dificultad. Aquel peinado a la Pompadour podía ser, sencillamente, una peluca.
—¡Tía Jane! ¿Quieres decir que la señorita Greenshaw estaba muerta antes de que empezara yo a trabajar en la casa?
—Muerta, no. Seguramente adormilada con narcóticos. Cosa facilísima para una mujer sin escrúpulos como el ama de llaves. Entonces se puso de acuerdo contigo para lo del trabajo y te dijo que llamaras al sobrino, invitándole a comer a una hora determinada. La única persona que hubiera sabido que la señorita Greenshaw no era la señorita Greenshaw era Alfred. Y no sé si te acordarás que los dos primeros días de trabajar tú allí llovió y la señorita Greenshaw no salió de casa. Alfred nunca entraba en la casa, por su enemistad con el ama de llaves. Y la última mañana Alfred estaba en la avenida, mientras la señorita Greenshaw trabajaba en el jardín rocoso... me gustaría ver ese jardín.
—¿Quieres decir que fue la señora Creeswell quien mató a la señorita Greenshaw?
—Creo que la señora Creeswell, después de llevarte el café, cerró la puerta con llave al salir y llevó al salón a la señorita Greenshaw, que estaba inconsciente. Luego se disfrazó de señorita Greenshaw y salió a trabajar en el jardín rocoso, donde tú podías verla desde la ventana. En el momento oportuno lanzó un grito y entró en la casa tambaleándose y agarrando una flecha, como si le hubiera penetrado en la garganta. Pidió socorro y tuvo buen cuidado de decir: «fue él», para alejar las sospechas del ama de llaves. Además gritó hacia la ventana del ama de llaves, como si estuviera viéndola allí. Luego, una vez dentro del salón, tiró una mesa sobre la que había unos objetos de porcelana..., corrió escaleras arriba, se puso su peluca a lo Pompadour y, segundos más tarde, pudo perfectamente sacar la cabeza por la ventana y decirte que también a ella la habían encerrado con llave, fabricando así su coartada.
—Pero es cierto que la habían encerrado con llave —dijo Lou.
—Ya lo sé. Ahí es donde interviene el policía.
—¿Qué policía?
—Eso, ¿qué policía? ¿Quiere usted decirme, inspector, con exactitud, cómo y cuándo llegó usted al lugar del crimen?
El inspector pareció un poco desconcertado.
—A las 12.29 recibimos una llamada telefónica de la señora Creeswell, ama de llaves de la señorita Greenshaw; nos dijo que habían disparado contra su señora. El sargento Cayley y yo salimos inmediatamente en coche para allá y llegamos a la casa a las 12.35. Encontramos a la señora Greenshaw muerta y a las dos señoras encerradas ambas bajo llave en sus habitaciones.
—Ya lo estás viendo, querida —dijo la señorita Marple a Lou—. El policía que tú viste no era un policía de verdad. No volviste a pensar en él, naturalmente; un uniforme más.
—¿Pero quién... por qué?
—En cuanto a quién... bueno, si están representando «Un beso para la Cenicienta», el personaje principal es un policía. Lo único que tenía que hacer Nat Fletcher era coger el traje que lleva en escena. Preguntó la dirección en un garaje, teniendo buen cuidado de llamar la atención sobre la hora, las doce y veinticinco; luego corre hacia aquí, deja el coche a la vuelta de una esquina, se pone el uniforme de policía y representa su escena.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué?
—Alguien tenía que cerrar por fuera la puerta de la habitación del ama de llaves y alguien tenía que clavarle la flecha en la garganta a la señorita Greenshaw. Se puede clavar una flecha en un cuerpo sin necesidad de dispararla, pero hace falta fuerza.
—¿Quieres decir que los dos eran cómplices?
—Lo más probable es que sean madre e hijo.
—Pero la hermana de la señorita Greenshaw murió hace mucho tiempo.
—Sí, pero no tengo la menor duda de que el señor Fletcher se volvió a casar. Por lo que he oído de él, es de los que se vuelven a casar. También creo posible que el niño muriera y que el llamado sobrino sea hijo de la segunda mujer y no tenga ningún parentesco con la familia Greenshaw. La mujer se metió de ama de llaves en la casa y exploró el terreno. Luego él escribió a la señorita Greenshaw y le propuso venir a visitarla, puede que haya dicho en broma que iba a venir con su uniforme de policía, o la invitó a que fuera a ver la obra. Pero creo que ella sospechó la verdad y se negó a verle. Nat Fletcher hubiera sido su heredero si la señorita Greenshaw hubiera muerto sin hacer testamento. Pero, naturalmente, una vez hecho el testamento a favor del ama de llaves, como ellos creían, todo era coser y cantar.
—Pero, ¿por qué empleó una flecha? —objetó Joan—. Resulta tan rebuscado...
—Nada de rebuscado, querida. Alfred pertenece a un club de tiro con arco y pretendían que Alfred cargara con la culpa. El hecho de que a las doce y veinte estuviera ya en la cervecería fue una desgracia para ellos. Siempre se marchaba un poquito antes de la hora, y de hacerlo así hubiera sido perfecto... —meneó la cabeza—. La verdad es que no está bien... moralmente, quiero decir, que la pereza de Alfred le haya salvado la vida.
El inspector se aclaró la voz.
—Bueno, señora, estas ideas suyas son muy interesantes. Naturalmente, tendré que investigar...
CAPITULO IV
La señorita Marple y Raymond West estaban junto al jardín rocoso, mirando una cesta llena de plantas medio podridas.
La señorita Marple murmuró:
—Cestillo de oro, corona de rey, campánula... Sí, no me hacen falta más pruebas. La persona que estaba ayer aquí arrancó las plantas junto con los hierbajos. Ahora sé que tengo razón. Gracias por traerme aquí, querido Raymond. Quería ver esto por mí misma.
Los dos alzaron la vista hacia la absurda mole de «la locura de Greenshaw».
Una tos les hizo volver la cabeza. Un joven bastante guapo estaba también mirando la casa.
—Es grande, ¿eh? —dijo—. Demasiado grande para este tiempo... por lo menos eso dicen. Yo no estoy tan seguro. Si ganara a las quinielas y tuviera mucho dinero, me gustaría hacer una casa como esa.
Les sonrió tímidamente.
—Me figuro que ahora podré decirlo... esa casa que ven ustedes ahí la hizo mi bisabuelo —dijo Alfred Pollok—. Y menuda casa es, por más que la llamen «La locura de Greenshaw».
1 Famoso mausoleo construido en Agrá (India) en el siglo XVII por Shah Jaban, para su esposa favorita.
2 Se insinúa aquí que la señora Creeswell era de origen humilde, ya que son los londinenses poco cultos los que no pronuncian la «h» al principio de las palabras.
3 Departamento de Investigación Criminal.
FIN