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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
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    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
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    S2
    S3
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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LA ESCLAVA DE MARFIL (Almudena de Arteaga)

    Publicado en septiembre 05, 2010
    ÍNDICE

    RESUMEN 8
    CAPÍTULO 1 10
    MADRID 4 DE MARZO DE 2003 10
    CAPÍTULO 2 17
    PUERTO DE LISBOA 17
    DÍA DE SAN CASIMIRO DEL 17
    AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1616 17
    CAPÍTULO 3 25
    MADRID 25
    DESAYUNO EN EL PASEO DE LA CASTELLANA 25
    ABRIL DE 2003 25
    CAPÍTULO 4 30
    DE LAS ISLAS AFORTUNADAS A CABO VERDE. COSTA OCCIDENTAL 30
    DE ÁFRICA. DÍA DE SAN JUAN 30
    DEL AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1626 30
    CAPÍTULO 5 42
    TREN EL LUNÁTICO DE NAIROBI A MOMBASA 42
    15 DE OCTUBRE DE 2003 42
    CAPÍTULO 6 53
    OCÉANO ATLÁNTICO. DE CABO VERDE 53
    AL CABO DE BUENA ESPERANZA 53
    DÍA DE SAN CARLOS DEL AÑO 53
    DE NUESTRO SEÑOR DE 1616 53
    CAPÍTULO 7 63
    MOMBASA, UNA PERLA DECADENTE 63
    4 DE NOVIEMBRE DE 2003 63
    CAPÍTULO 8 72
    RUTA DE LAS ESPECIAS 72
    DÍA DE LA NATIVIDAD DEL AÑO DE 72
    NUESTRO SEÑOR DE 1616 72
    CAPÍTULO 9 78
    UN SAFARI INESPERADO 78
    MASAI MARÁ 19 DE ENERO DE 2004 78
    CAPÍTULO 10 84
    DE TEZ OSCURA 84
    BAHÍA DE MOMBASA 84
    DÍA DE SAN VICENTE DEL AÑO DE 84
    NUESTRO SEÑOR DE 1927 84
    CAPÍTULO 11 95
    LA NIÑA QUE LLORA 95
    LODWAR 95
    2 DE FEBRERO DE 2004 95
    CAPÍTULO 12 102
    CARTA DEL REY AL PAPA 102
    MALINDI 102
    DÍA DE SAN ESTEBAN DEL AÑO 102
    DE NUESTRO SEÑOR DE 1616 102
    CAPÍTULO 13 109
    AFRONTANDO LO IMPREVISTO 109
    MISIÓN DE NARIOKOTOME, EN TURKANA 109
    15 DE FEBRERO DE 2004 109
    CAPÍTULO 14 119
    CAMBIOS DE HUMOR 119
    CONVENTO DE SAN ANTONIO 119
    CORPUS CHRISTI DEL AÑO DE NUESTRO 119
    SEÑOR DE 1628 119
    CAPÍTULO 15 127
    EL REGRESO 127
    CONSTELACIÓN DE ORION 127
    ABRIL DE 2004 127
    CAPÍTULO 16 131
    CINCO AMANECERES 131
    SÁBADO DE ASUNCIÓN DEL AÑO DE 131
    NUESTRO SEÑOR DE 1631 131
    CAPÍTULO 17 156
    UN PEZ COMO SÍMBOLO 156
    FUERTE JESÚS 156
    25 DE JUNIO DE 2004 156
    CAPÍTULO 18 164
    DE REINA PALATINA A ESCLAVA 164
    DE HARÉN 164
    DÍA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO DEL 164
    AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1631 164
    CAPÍTULO 19 168
    EL NO DE UN ADIÓS 21 DE JULIO DE 2004 168
    CAPÍTULO 20 176
    DEL MAR ROJO AL MEDITERRÁNEO 176
    NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED 176
    DE 2004 176
    EPÍLOGO 181
    DICCIONARIO SUAHILI Y BANTÚ DE TÉRMINOS 184

    A todos los cautivos de una obsesión
    Conocí en el café Hispano de Madrid a los padres Francisco Andreo y Pablo Cirujeda. A ellos he de agradecer la idea principal de esta novela. Ellos forman parte de la organización no gubernamental Nuevos Caminos, creada en Barcelona en 1981 con un fin primordial: la cooperación para el desarrollo integral de la persona. La misión de Nariokotome, construida a orillas del lago Turkana en Kenia, es uno de los lugares donde habitualmente residen, llevando allí a la práctica todos sus proyectos.
    Además, agradezco a Sonsoles Seoane, a Cristina de la Serna, a José Antonio Crespo-Francés y a Juan Bolea su inestimable ayuda.

    RESUMEN
    Siglo XVII. En medio de las tinieblas de un amanecer en el puerto de Lisboa, Isabel de Varela, una enigmática y misteriosa joven de apenas dieciséis años, es testigo mudo de cómo un padre degradado por la vida la obliga a embarcarse rumbo a África a través de la exótica y casi desconocida Ruta de las Especias. Presa de la incertidumbre, se aventura a aceptar el mestizaje de un matrimonio impuesto con un rey converso al cristianismo como ejemplo de la evangelización en aquellas costas salvajes. Tan artificioso casamiento desembocará en una cruenta y terrible guerra donde los intereses religiosos y económicos se saldarán con la masacre de 300 mártires en Mombasa, una reina cautiva en un harén que soñará con su regreso a España y un sultán tentado por la piratería en el mar Rojo. Siglo XXI. Carmen, una profesora de universidad desencantada con su vida, es seducida por la dramática historia de Isabel. En ella, encuentra la excusa perfecta para basar su tesis doctoral. Sin mirar atrás, inicia un viaje a Kenia en el que su investigación se irá fundiendo con la naturaleza de los paisajes. Poco a poco se siente inmersa en una espiral de apasionantes misterios —unos legajos provenientes de la India, el símbolo cristiano del pez labrado en una piedra o un camafeo— que rodean la vida de su protagonista y que irán entretejiendo la suya con la de Isabel, hasta no poder entenderse la una sin la otra. Carmen liberará sus coartados instintos amorosos en la salvaje sabana y dejará volar su creatividad a las orillas de la mágica costa suahili. Sus descubrimientos culminarán en un final sorprendente. Una novela repleta de amor, aventura, erotismo y el encanto y misterio del continente africano.

    Capítulo 1
    MADRID 4 DE MARZO DE 2003

    No lo eches de menos. Un sueño se evoca u olvida, pero nunca se añora. Hoy reconozco mi tranquilidad de conciencia. En muchas ocasiones he intentado recordar algo digno junto a ti, que mereciera la pena salvar; pero todo fue en vano, porque al hacerlo me he sentido aún más alejada de la utópica meta.
    Leyendo aquel taco de papeles grapados ante su escéptica mirada, tragué saliva. Contenía las lágrimas en un hueco perdido de mi garganta y sólo podía penetrarle con la mirada mientras pensaba en todo lo que me hubiese gustado decirle. Pero... para qué, simplemente me repetiría, como tantas otras veces. Hacía ya tiempo que sólo el silencio más hiriente captaba su atención. Clavándole las pupilas, me dirigí a él sin musitar una palabra.
    ¿Qué te pasó, Diego? ¿Por qué dejaste que la desidia te engullera sin ni siquiera revelarte? Ahora, como tantas otras veces, me pides otra oportunidad, pero es tarde. Lo siento. Creo que desandar lo andado no es la solución. Me costó mucho aceptar esta ruptura y ahora no puedo dar marcha atrás. El que no hayas encontrado reemplazo no significa que lo nuestro pudiese volver a ser lo que algún día fue. ¿Es que no recuerdas que el amor que nos tuvimos murió? Poco a poco el agujerito de nuestro enervamiento cotidiano se hizo brasa, y ahora que llevamos el tiempo de un embarazo sin compartir un soplo que lo enardezca, ha degenerado en ceniza.
    Deja ya de divagar y convéncete de una vez por todas. Esta sentencia sólo corrobora lo que en su día decidimos y hemos de llevar a cabo. ¿Para qué prolongar este infierno, si después de todo ni yo misma estoy segura de querer compartir un segundo más de mi vida junto a ti? Nuestra relación se ha hecho tan gélida que tiritamos de frío. Ya no recordamos una caricia inesperada, una alegría o sufrimiento común. La fricción a la que nos hemos visto obligados estos últimos meses ha roto el fino hilo de la gruesa cuerda que nos asía. Las palmas de nuestras manos se han hecho ásperas como lijas para acariciar, el olfato nos traiciona haciendo hedor lo que en su día fue el aroma ansiado del otro, y nuestros paladares han olvidado el dulzor de un beso. Quizá sea romántica y cruel, pero es lo que hay, Diego. Ya está todo tan deteriorado que es imposible restaurarlo.
    Para qué nos vamos a engañar si ni siquiera te atraigo ya sexualmente. Intuyo que mi cuerpo ya no tiene secretos para ti, y está demasiado trasegado como para enardecerte. Por otro lado, yo también me siento incapaz de excitarte. No es culpa de nadie. Simplemente, es así. El amor se nos murió después de agonizar evocando sueños casi olvidados.
    Cabizbaja, aparté la mirada. Era inútil, su obsesión por una momentánea reconciliación le impedía intuir mi mudo monólogo. Hacía nueve meses que habíamos pedido la separación de mutuo acuerdo. Desde entonces habíamos coexistido en habitaciones separadas, pero bajo el mismo techo, obligados a una yerma convivencia y a la espera de una solución judicial para nuestras diferencias. Los dos nos aferrábamos a un miserable piso cuajado de recuerdos desdichados como si aquello simbolizase la perdida estabilidad.
    Todo fue frío y tranquilo hasta que nuestros respectivos abogados nos llamaron para comunicarnos el fallo de la sentencia de divorcio. Repentinamente, el hombre que hasta ese momento se desligaba de mí convencido cambió radicalmente de actitud. Por algún extraño motivo que nunca supe —ni quise saber pero supongo—, quería recuperarme de nuevo.
    Según la jueza, le tocaba a él abandonar la casa hasta que ésta estuviese vendida. Dolía ver como todo lo que hacía más de una década cimentaba nuestros proyectos e ilusiones en común se resquebrajaba en mil pedazos. Nos repartimos equitativamente lo material, ya que lo intangible quedó muy descompensado ante la imposibilidad de un mutuo acuerdo al respecto.
    Agradecí por una vez en mi vida que nadie más tuviese que sufrir aquel fracaso. Imaginaba, entre la niebla, la carita triste y expectante de aquel pequeño nonato que nunca quiso visitarnos. Era un adivino que no quiso nacer a sabiendas de que nuestro amor se enquistaría en odio.
    Quizá Diego tuvo razón al negarse a las pruebas previas para una fecundación asistida. Llegué incluso a pensar que lo hizo para evitarme un mal trago, ya que sin quererlo me culpaba a mí misma de la infertilidad que sufríamos. Ya cumplidos los cuarenta aquella ilusión se hacía quimera en un grueso saco de infortunios.
    Mientras estuve recorriéndome el barrio en busca de un piso digno para alquilar, él se dedicó a salir a cenar todas las noches con alguna de sus nuevas conquistas. En la sentencia se nos pedía un reparto equitativo del continente. Una vez hecho, empezó el problema. Me pedía entre quejidos y ruegos otro mes de plazo para irse. Ya no me engañaba con semejantes artimañas. Conocía demasiado bien sus coacciones psicológicas. Lo que hoy era una súplica de plañidera mañana se revolvería en mi contra.
    No había marcha atrás. Esta vez sería tajante al respecto, me negaría a ello. Rebusqué en mi bolso y le tendí la lista de los apartamentos más dignos que pude encontrar por la zona, con sus precios, cualidades y defectos. Fue mi manera de convencerle. Le echó un vistazo y no siguió leyendo, lo tiró como si con él no fuese aquello y desapareció desesperado. Aquella reacción no me sorprendió en absoluto: cuando no conseguía su propósito, solía reaccionar siempre así.
    Ya a solas y más calmada, decidí dejarle solo. No le vendría mal para admitir lo que se negaba a aceptar. Metía el brazo por la manga del abrigo cuando sonó un disparo. El corazón se me encogió. No hacía ni dos minutos que había arrugado la nota que le tendí y había salido del salón arrastrando los pies abatido. El final de su transitar despreocupado había llegado, aunque hubiese renunciado a hacerse a la idea.
    Quedé inmóvil un segundo. No me moví de mi sitio. Aquel energúmeno estaba jugando de nuevo con mi paciencia y mi bondad. No era la primera vez que simulaba un suicidio para mantenerme a su lado. Esta vez había sustituido los barbitúricos por cartuchos, pero no le sería tan fácil fingirse dormido sin estar manchado de sangre. Desgraciadamente, a continuación oí el segundo disparo.
    Temerosa, olvidé mis conjeturas, tiré el abrigo sobre el perchero del recibidor y corrí hacia la habitación. Mi imaginación me hacía suponer lo peor y el miedo aceleraba mi respiración. Mis pasos resonaron por el pasillo. Justo un segundo antes de llegar a la puerta me detuve petrificada. Un tercer tiro me paralizó. La alfombra sobre la que me encontraba resbaló por la tarima y la inercia del impulso me hizo caer estrepitosamente. Los perdigones que sobrevolaron mi cabeza fueron a incrustarse en el cuadro que colgaba de la pared contraria a la puerta de nuestra habitación. Sentada como estaba, anduve a gatas para atrás como los cangrejos. Cuando estuve a resguardo del peligro, me puse de pie y corrí hacia el teléfono. Sólo pude marcar el número de la policía, dar mi nombre y dirección y gritar: «¡Mi marido se ha vuelto loco y está disparando por la casa!».
    El cuarto tiro me hizo salir despavorida. Cuando giré el volante, en la puerta del garaje pude ver el reflejo de las luces blancas y azules del coche de la policía en el retrovisor. La visión se me nubló por un llanto imposible de contener. Di dos bandazos y, consciente de mi nerviosismo, me aparté a un lado. Quería morirme pero no hasta ese punto. Saqué el móvil y llamé a mi hermana Ana. Ella me albergaría esa noche hasta que la paz regresase a mi casa.
    A los dos días aquel despechado se dignó a dejarme en paz a cambio de que no declarase en su contra en los juzgados de lo penal. Dado que el chantaje parecía ser el único idioma que entendía, accedí, a pesar de que los de atestados nunca creyeron que una escopeta con cabida para dos cartuchos se disparase cuatro veces mientras él limpiaba los cañones. Si alguna duda me asaltó sobre mi terca determinación, aquello la terminó de disipar.
    Pasado el mal trago, me invadió una extraña tristeza. Tenía que comenzar mi nueva vida y no sabía por dónde hacerlo. Los primeros días tres de mis mejores amigas volcaron su compasión y aburrimiento en un único objetivo: sacarme de casa y arrastrarme dando tumbos de barra en barra a la caza y captura de alguien desconocido del sexo opuesto para que me enjugase las lágrimas con más pasión que ellas. Su frivolidad no les dejaba ver que un bar de ciudad a ciertas horas intempestivas sólo sirve de refugio a los empachados de soledad, a los desesperados y a los ebrios. Sinceramente, aquélla no era la fauna que ansiaba ligarme. ¡Era tan difícil explicarles ante su insistencia que prefería quedarme como estaba! El amargor del fracaso seguía anclado en mi paladar, y era extraña la mañana en la que amanecía sin saborearlo. Prefería seguir sola antes que tropezar de nuevo en la misma piedra.
    El hilo de luz en el horizonte que delimita los tonos ocres y rojizos de la permisividad y la prohibición indicó el final de mi insomnio. Sonó el teléfono. Me sentía como si me hubiera atizado la resaca de la peor noche de mi vida. Con la cabeza abotargada, el ánimo rastrero y la decisión más drástica y dolorosa enraizada en mi mente, descolgué sin ganas ni interés. Tomé una pluma y mientras contestaba, garabateé las primeras palabras que acudieron a mi mente. Prefiero soñar eternamente que vivir esta agonía.
    —Me alegro de que hayas amanecido.
    —No me he acostado —contesté sin disimular, reconociendo la voz.
    Al otro lado, Ana ni siquiera se molestó en indagar la causa. Llevaba una semana intentando en vano que me animase, y no se daba por vencida.
    —Vístete, estoy de camino y voy a recogerte. He quedado en el Hispano de la Castellana para tomar un café con unos hombres que están deseando conocerte.
    Desde que vivía completamente sola, todos se empeñaban en emparejarme de nuevo. Nadie me preguntaba qué era lo que sentía o lo que quería, sólo se empeñaban en dirigir mi vida como la de una marioneta incapaz de decidir por sí misma.
    —No he dormido, estoy hecha un desastre y no tengo ningunas ganas de conocer a nadie. ¿Tan difícil es, hermanita, que comprendas que lo que necesito ahora es un poco de intimidad y sosiego?
    Su carcajada sonó al otro lado del teléfono.
    —Si quisiera ligarte con alguien te llevaría a cenar y no a desayunar. No son pretendientes, sino misioneros. Están aquí recaudando para su fin y de paso quieren que alguien cuente una historia muy peculiar, y yo les he hablado de ti. De tu inquietud como socióloga engatusada por la teología. De tu tesis doctoral inacabada por la falta de tiempo con las clases en la universidad y de tu problemilla pasajero de inestabilidad emocional.
    Se hizo un silencio momentáneo. Ella sabía que se había extralimitado y no esperó mi respuesta.
    —Ya sé que te gusta salvaguardar tu vida para que no te hieran, pero piensa que son hombres que te brindan altruistamente una ayuda. Creen que quizá tus intereses y los suyos puedan complementarse. Después de oír su historia, tú decides si la investigas, la utilizas y la das a conocer en tu tesis. ¿Te imaginas que te la publican?
    Suspiré. No había escrito ni diez páginas de la tesis y ella ya la veía en las estanterías de las librerías. ¿Por qué no? Había perdido la confianza en mí misma por completo, y si había algo que tenía claro, era que debía ocupar mi mente en otras cosas que no fuese regodearme en mi reciente fiasco.
    Ya había conseguido dejar de hablar de ello. Ahora sólo me faltaba olvidarlo por completo. Quizá el retomar la tesis, como me recomendaba mi hermana, fuera un buen inicio para el olvido. Ana esperaba pacientemente mi respuesta al otro lado del teléfono.
    —No me siento en condiciones de ayudar a nadie. ¿Sabes?, es difícil hacerlo cuando no eres capaz de hacerlo contigo misma. Pero... —añadí, dudando un segundo— quizá tengas razón. No me vendrá mal vestirme y obligarme a salir. Estoy lista en cinco minutos.
    Luego me desmoroné pensativa sobre el sofá. Colgué y decidí no acudir. Al poco tiempo oí el timbre del portero automático. Mi hermana subió desesperada ante mi apatía. Resuelta y tenaz, sin musitar palabra, abrió mi armario, arrancó un pantalón negro de la percha y tomó un jersey de cuello de cisne blanco del primer estante, arrojándolo sobre el lugar donde mi cama estuvo en el pasado. La ropa cayó al suelo irremisiblemente.
    Su expresión contrariada me asustó.
    —¿Por qué la cambiaste de sitio? ¿Acaso crees que mudando los muebles borras su historia? No es ésa la manera de conseguirlo, te lo aseguro.
    No le contesté, simplemente, arrugué la cara y me eché a llorar. Ana dejó todo lo que estaba haciendo y me abrazó.
    —Lo siento, hermanita, sé que a veces soy muy bruta, pero me desespero intentando animarte. ¡Vamos, tienes que seguir adelante como sea! Allí fuera, aunque te parezca imposible, hay un millón de cosas que te esperan ansiosas de que repares en ellas.
    Hundí la cabeza en su hombro para llorar a gusto y sentí cómo la caricia de su mano recorría mi espalda de arriba abajo.
    —Vamos, tonta. El cansancio es el peor enemigo de la alegría, y no has dormido. Hazme caso de una vez. Acompáñame, y te aseguro que no te arrepentirás. Por lo menos escucha lo que esos hombres quieren contarte. Dios, ¡cómo odio verte así!
    Tomándome de la barbilla, la alzó hasta que su mirada se fijó en la mía pidiéndome una respuesta. Sólo pude fingir una sonrisa, al tiempo que asentía sacando la lengua de mi boca para saborear mis lágrimas saladas. Complacida por haber ganado la batalla, no tardó ni un segundo en desnudarme para poder incrustarme el jersey por la cabeza. Me sentó frente al espejo y me cepilló rápidamente mi larga melena castaña para recogerla en una coleta. Tomó la polvera y me dio un par de toques en las mejillas, al tiempo que me quitaba el antifaz de hielo que poco antes me había puesto sobre los párpados.
    —¡Mírate! Nadie diría que esos ojos de sapo hinchados son tan verdes y embaucadores que volverían loco a quien se fijara en ellos. Hoy creo que será mejor prescindir de rímel. ¡No sé qué hacer contigo!
    Pestañeé bromeando. Ella siempre había sido la presumida de la familia. Yo, por el contrario, alardeaba de ser la firme defensora de la naturalidad en la mujer. Su mirada de desaprobación me hizo sonreír por un instante.
    —Te agradezco la intención, pero cumplidos los cuarenta no puedo hacer más, y sabes muy bien que prefiero morir antes que acudir a un cirujano a que me recomponga.
    —Si te oyeran muchas te matarían. ¡Los cuarenta son la mejor década de la mujer!
    Sonreí, consciente de la estupidez que acababa de decir. Sus esfuerzos se merecían un poco más de comprensión.
    —Tienes razón. Aún no he llegado a la mitad de mi vida. Será que hoy el espejo no me ha recibido con mucho ánimo, y si a eso le unimos que estoy ovulando, pues estamos arreglados.
    Di una vuelta frente al espejo.
    —Esto es lo que hay, y cuanto antes lo aceptemos mejor.
    Ana negó con la cabeza.
    —Mamá se hubiese desesperado contigo.
    Callamos un instante, y luego le contesté pensativa, mientras arrancaba con la uña la etiqueta de un frasco de colonia.
    —Toda su presunción la heredaste tú. Yo, quizá, lo único que conservo de ella son estos ovarios yermos y este inhóspito útero, que, a falta del tumor que se la llevó, van sobrados de un estéril hastío.
    Me pegó un pescozón.
    —Lo digo en serio. ¡Quizá debiera vaciarme! Fuera los flujos menstruales, los humores hormonales y el riesgo de otro tumor. Adiós a los días tristones de antes y a los eufóricos sin razón aparente.
    Enrollé la etiqueta de la colonia entre el índice y el pulgar. Consciente de mi absurda negatividad, miré a través del espejo a Ana.
    —Cuando quieres, sabes ser insoportable. Aún puedes rehacer tu vida e incluso tener hijos. El que mamá muriese de cáncer de útero no significa que nosotras lo tengamos que heredar a la fuerza.
    Arqueé las cejas, entre incrédula y escéptica.
    Ella desvió la mirada. Nunca habíamos hablado del tema, de que yo hubiese renunciado a la maternidad, y en ese momento sería absurdo planteárselo, ya que estaba desparejada y depresiva. Ana quiso silenciar su metedura de pata con un giro en la conversación.
    —Si lo que quieren proponerte los misioneros te interesa, podrías pedir una excedencia en la universidad y tomarte un año sabático. Te vendría a las mil maravillas. Necesitas urgentemente un aliciente para recuperar la vitalidad que siempre tuviste. Dios mío, ¡hace diez minutos que nos esperan!

    Capítulo 2
    PUERTO DE LISBOA
    DÍA DE SAN CASIMIRO DEL
    AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1616

    Las dos hermanas miraban a su padre con desconfianza. Habían llegado a Lisboa a principios de abril, y desde entonces buscaban una casa digna en la que echar raíces para poner fin a aquella vida nómada que iniciaron al desterrarse voluntariamente de las tierras que las vieron nacer, en Badajoz, muy cerca de la frontera entre España y Portugal.
    Pero su padre no mostraba demasiado interés por el asunto; la taberna se había convertido en su casa, el vino, en su alimento esencial, el juego de dados, en su quehacer preferido, y sus propias hijas, en dos fardos pesados con los que cargar a todos los tugurios que solía frecuentar.
    Aquella noche llovía. No había dejado de hacerlo en todo aquel funesto invierno, y parecía no querer descansar tampoco en primavera. Tan empapados andaban los pueblos y gentes que el agua sacó de madre los cauces de los ríos, estragando las campiñas, anegando las casas y ahogando los ganados, que al pudrirse en la inundación corrompían el agua y propagaban epidemias.
    En Madrid, la reina Isabel de Austria paría al príncipe Baltasar Carlos, y el rey don Felipe lo celebraba con festejos y mascaradas que incluso llegaron a oídos de Isabel de Várela, entremezclados en las anécdotas de los buhoneros con los que se cruzaban por los miserables senderos.
    El carácter de su padre se mostraba más irritado que de costumbre. ¡Cómo echaban de menos las dos niñas a su madre! No hacía ni dos meses que había muerto, pariendo una criatura ya podrida en sus entrañas, y la mala vida a la que se vieron forzadas de golpe les parecía que duraba ya una eternidad. El ansiado varón que siempre quiso su padre tardó demasiado tiempo en llegar, y cuando lo hizo, fue concebido por una mujer hastiada para la empresa. Tanto que en el intento murió desangrada e infectada por el nonato. Ni las sanguijuelas ni los brebajes que le dio el barbero consiguieron salvarla.
    Aquella mujer moribunda, consciente de su insalvable destino y del que deparaba a sus dos hijas, las hizo presas en su último adiós de un difícil juramento. Cuidarían a don Rui y le obedecerían como era su menester y deber. Asidas cada una a una mano de la moribunda y sin pensar demasiado a qué se comprometían, aceptaron sin darle un segundo pensamiento a lo que se les solicitaba. Aún estaba caliente su cuerpo cuando la enterraron. Luego partieron.
    Allá junto a la tapia del cementerio quedaron dos montículos de tierra coronados por una tosca cruz de madera, pues el abundante peculio de antaño andaba tan mermado que no les daba ya para más.
    Cubiertas por la incertidumbre, las dos huérfanas viajaron junto a su padre sin preguntar. No dejaron mucho atrás, pues él se había jugado a los naipes un día antes de enviudar las tierras y la casa. Su equipaje apenas llenaba media carreta.
    Sólo quedaron pequeños recuerdos sin valor que no pudo trocar u olvidó. En un doble fondo del viejo y astillado arcón, sus hijas habían escondido cuidadosamente empacados sus mejores tesoros. Un camafeo que les dejó su madre al morir, y que habrían de compartir. Un par de sayos ligeramente remendados de seda adamascada, reflejo de tiempos mejores casi olvidados y que quizá pudieran servirles para un digno apaño en futuros desposorios. Una Biblia, un ejemplar de El lazarillo de Tormes y otro de Don Quijote de la Mancha, y, a buen recaudo, una Celestina, que según el noble hidalgo venido a menos no era lectura para doncellas tan jóvenes. Por último, en la muñeca cada hermana llevaba una esclava de plata.
    Las niñas aprovechaban las mañanas de resaca y traqueteo en la carreta para hablar con don Rui de Várela. Hacía tiempo que, desesperanzadas ante la evidencia, habían dejado de implorar un milagro para que un día cualquiera amaneciese aborreciendo el veneno que se tragaba y lo mataba día a día sin remedio. Se suicidaba lentamente todas las horas que permanecía despierto, para descansar luego de aquel cilicio voluntario en las horas de sueño. Era como si quisiese seguir a la tumba a su mujer, pero al no tener valor para hacerlo de una vez y rápidamente, hubiese optado por una tortura lenta que le evadiese de la realidad.
    Pero no era así. Su madre había muerto porque el dinero ahorrado para el parto se lo tragó la botella y tuvo que dar a luz con la partera más barata que encontraron. Y ella había sido precisamente la que enseñó a sus hijas a excusarle. Así que se querían convencer de que, a pesar de su egoísmo, era un buen hombre y las quería.
    Y él lo demostraba, al menos la mitad del día, hasta el momento en el que el mal vino le transformaba en un ser deleznable que no conseguía dominar ni lengua ni sesera. Era como si el diablo le poseyese y el ánima de su conciencia se eclipsara.
    En aquellos momentos ellas sabían que lo mejor era desaparecer de su vista. Y aquél en concreto era precisamente uno de ellos; pero las pobres desvalidas, a sus dieciséis y dieciocho años, no sabían adonde ir.
    La noche casi había transcurrido y las hijas no alcanzaban a comprender su tardía estancia en aquella botillería de mala muerte. Su señor padre estuvo durante todo el viaje diciéndoles que no se preocupasen. Que a pesar de lo que pudiesen creer, no eran pobres del todo porque siempre les quedaba la nobleza de los Várela, y que aquello se cotizaba alto y se ambicionaba mucho por el que no lo tenía y lo podía comprar.
    —¿A qué os referís, padre?
    —Al matrimonio, hija. Yo ya no me siento capaz de manteneros a mi lado, así que ha llegado el momento de buscaros un buen marido.
    Las dos hermanas se miraron perplejas.
    —¿Sin dote?
    El noble hidalgo contestó incómodo:
    —Minucias. El que posee caudal no ansia más de lo que tiene, sino una migaja de lo que carece. Las dos sois bellas y jóvenes. Pertenecéis a una familia de noble abolengo, y estáis sanas como manzanas. ¿Qué más se puede pedir?
    Aquella noche, las dos jóvenes recordaban en silencio lo que don Rui les había dicho durante el viaje. Como niñas somnolientas, miraban al hombre que dialogaba acaloradamente con él sin comprender por qué perdía el tiempo, pues su padre ya hacía horas que no razonaba. El estruendo les impedía oírles. A pesar del cansancio, la doncella Isabel intentaba leer en vano sus labios.
    El marino, ricamente ataviado con el uniforme de la armada portuguesa, gesticulaba sin parar. De su larga barba blanca pendían dos lazos que se columpiaban cada vez que negaba con la cabeza; su fino mostacho a la usanza del momento estaba rizado hacia arriba, y del lóbulo de sus orejas pendía un trío de tintineantes aretes que por derecho se debió de colgar al surcar los enrabietados mares de algún cabo del fin del mundo.
    El capitán hizo señas al tabernero, y éste acudió presto con otra jarra de barro. Rellenó de nuevo el vaso de don Rui y siguió hablando. De vez en cuando miraba a las jóvenes, con el ansia de terminar cuanto antes. Ellas estaban demasiado cansadas de esperar, y no veían el momento de buscar una posada limpia para dar reposo a sus exhaustos huesos.
    —¿Es que no se da cuenta de que a estas horas intempestivas no sacará nada en limpio de un borracho?
    Sin levantar la cabeza de la mesa, Teresa, la mayor, apartó la jarra de barro que les impedía mirarse a los ojos y contestó a su hermana Isabel con los párpados entreabiertos.
    —Quizá esté haciéndole una proposición demasiado arriesgada como para planteársela sobrio y recibir un sí por respuesta.
    Isabel, con un gesto de desagrado ante el olor nauseabundo a alquitrán y alcohol de la mesa, separó de su rostro el rebelde mechón que se le había escapado del moño.
    —¿Creéis que la conversación nos concierne?
    Teresa no contestó. Se encogió de hombros y cerró los ojos. Las dos sabían que su padre era imprevisible en aquel estado lamentable, e intentar prever sus actos era una empresa imposible. La pequeña Isabel cerró los ojos, imitando a su hermana. Confiaba en ella; era la mayor, y a su lado nunca se sentía desvalida.
    Descansarían mientras don Rui discutía tratando de llegar a un acuerdo. Al menos ésa fue su intención, hasta que al poco tiempo sintió como Teresa le daba un codazo. Medio adormilada, levantó la cabeza de la dura mesa que le servía de almohada para ver entre sueños como el capitán sacaba de una saca una caja de hueso ricamente tallada, miraba a derecha e izquierda, y la abría. En su interior refulgieron, al zarandearlos, un puñado de diamantes y pepitas de oro provenientes de Sofala. Los ojos de don Rui se iluminaron, y el velo de indecisión que los cubría voló empujado por la codicia. No dudó un minuto más. Se levantó, tirando estrepitosamente la silla al suelo, y tomando del brazo al capitán Freiré de Andrade, se acercó a sus hijas, ordenándoles que se pusiesen en pie.
    Así lo hicieron, adormecidas y tambaleantes. A partir de ahí todo corrió vertiginosamente hacia la confusión. El corpulento y elegante marino las miró de arriba abajo con descaro. Por primera vez desde hacía horas, presas del pánico, las dos abrieron los párpados del todo para analizar al que parecía su comprador. Se temían lo peor. ¡Aquel hombre las doblaba en edad! Su canosa barba crecía tan poblada como un nido de golondrinas. Su sonrisa desdentada resaltaba entre aquellos labios despellejados, y su tez cuarteada por el sol les parecía demasiado oscura, tan negra como la de los esclavos que se vendían en el mercado. Él las analizó tan profundamente que sólo le faltó abrirles la boca para comprobar su estado de salud.
    Don Rui, avergonzado ante la situación, distraía la mirada durante el escrutinio. Sin duda, estaba a punto de cerrar el trato. Como si fueran ganado de feria, el marino eligió.
    A la pequeña Isabel, se le paró el corazón al sentir como una áspera palma la tomaba de la mano que le quedaba libre. La otra se asía a la de Teresa, que, como ella, temblaba y sudaba. La mayor, sospechando lo peor, había puesto entre sus dedos el único recuerdo que les quedaba por repartir de su madre. En el silencio precipitado del momento, las dos habían pactado que la que partiese se quedaría con él.
    —Ésta es la más clara. Conociendo lo que hay, gustará por su originalidad.
    Las jóvenes, temblorosas al no entender nada, se apretaron fuertemente la mano antes de soltarse definitivamente. Teresa dejó en la palma de Isabel el camafeo repujado de plata cordobesa.
    La pequeña, presa del pánico, corrió al lado de su padre para implorar clemencia. Éste no fue capaz de mirarla directamente a los ojos. Sólo pudo balbucir:
    —Es la más joven e inexperta.
    El capitán Freiré no lo dudó.
    —Un punto más a mi favor.
    —Dadme un segundo.
    Don Rui la sentó en aquel banco corrido para arrodillarse a su lado en un intento de cariño. Su fétido aliento la turbó. No pudo articular palabra; garabateó algo en la última página de las capitulaciones que acababa de firmar, y arrancó el pedazo de papel, que introdujo con mano temblorosa en la pequeña bolsa de terciopelo que pendía del cinto de Isabel. Freiré de Andrade, incómodo por tener que llevarse un documento roto bajo el brazo, le miró con reproche, pero no dijo nada. Debía de tener demasiada prisa como para retrasar la partida.
    Intuyendo lo que la esperaba, Isabel sólo pudo besar con fuerza a su vendedor y padre. El pobre cobarde ni siquiera se atrevió a despedirse de ella con gallardía, y recurrió para ello a una fría nota. En aquel momento, y a pesar de su juventud, tuvo claro que no había nada que hacer. La vida le había enseñado demasiado rápido a aceptar lo inaceptable sin esperar razonamientos lógicos.
    Sólo pudo apoyarse cansinamente en la mesa para levantarse sin demostrar demasiada pesadumbre. La huella de su rabia quedaba marcada en los cuatro arañazos que surcaron la pegajosa mesa que aquella última noche en familia le había servido de cama. Teresa, sintiéndose impotente ante tanta injusticia, sólo pudo correr a abrazarla.
    —Te escribiré, quédate con el camafeo, que yo lo guardaré en mi memoria.
    Aferrada a ella y con lágrimas en los ojos, escuchó las campanas que llamaban a maitines en un convento cercano al puerto. Eran las seis de la mañana. Por las últimas palabras del capitán, suponía que no tendría que casarse con él. Aquel hombre era un simple embajador de alguien a quien no conocían. Al menos quedaba la esperanza de que el pretendiente fuese un poco más joven. Lo que estaba claro es que aquel que la esperaba debía de estar lejos. El concepto de lejanía en ellas no distaba más leguas que las que separaban España de Portugal o Badajoz de Lisboa. ¡Pobres ingenuas! El mundo se les hacía pequeño y permisivo para un futuro reencuentro.
    La elegida para el infortunio tomó sus dos hatillos, dispuesta a seguir al capitán Freiré. Quería llorar, aferrarse a su hermana Teresa y gritar. Una ganzúa le estrujaba las entrañas y el miedo la hacía titubear, pero sabía que no había marcha atrás. Su padre había tomado aquel cofre lleno de alhajas, estrechando la mano del capitán, y aquello ya era un acuerdo entre caballeros imposible de romper.
    Saldría dignamente de aquel tugurio. No haría las cosas más difíciles. No miraría atrás. Procuraría, simplemente, ser positiva y soñar con un destino mejor. No permitiría que el miedo a lo desconocido la acongojara un ápice.
    De camino al muelle se cruzaron con un par de alguaciles que escoltaban a empellones a un moro magullado camino del tribunal inquisitorial. El marino rompió el silencio por un segundo.
    —Miradlos. Felipe II acabó con los españoles contagiados de herejía luterana. Su hijo, el tercero de ese nombre, secundó la limpieza de nuestra católica religión expulsando totalmente a los moriscos de España. Fueron por aquel entonces muchos los que huyeron, cobijándose en este nuestro reino de Portugal. Nosotros los aceptamos sin pensar en las consecuencias y vivimos tranquilos hasta que hace cinco años, al subir al trono Felipe IV, decidió la caza y captura de los mahometanos, judíos y herejes que pudiesen quedar vagando por Portugal.
    Isabel le miró desconcertada. ¿Cómo podía aquel hombre hablarle de esas cosas en semejante momento? ¿Es que no tenía sensibilidad? No le contestó, pues ella misma se sentía como aquel desdichado, camino del calabozo con una casi segura sentencia de muerte sobre su lomo. El puerto de Lisboa era un hervidero de gentes. Lo llamaban el puerto de las lágrimas, porque muchos nunca regresaban.
    Esquivando los oscuros charcos en los que la luna se reflejaba, la pequeña tropezó y metió su escarpín en uno de ellos. El capitán, en vez de mostrarse contrariado, se rió a carcajadas. Isabel se detuvo a vaciar el zapato de agua, y al alzar la vista supo que habían llegado.
    La tripulación de la nao que había frente a ellos se cuadró para saludar a su capitán, y Freiré les correspondió. La Santa Catalina zarparía al amanecer de aquel 10 de abril. Y por el cuidado avituallamiento se adivinaba que la travesía iba a ser larga.
    Antes de embarcar, Isabel se dirigió a la proa. El mascarón parecía sonreírle. Era una sirena oscurecida por la vejez, el tiempo y la brea. En un despiste del capitán y aún aterrada, preguntó por el destino de la nave a uno de los estibadores. No sacó nada en limpio, pues éste se limitó a contestarle que a él le pagaban por navegar. Adonde no le importaba.
    Más allá, una mujer embarazada se aferraba a un hombre sollozando, mientras una pequeña rubita de unos dos años arrugaba sus calzas. Aquel hombre embarcaba en busca de fortuna para regresar algún día y ofrecérsela a los suyos. La expresión angustiosa de la mujer sobrecogió aún más a la joven. ¿Cómo podía quejarse? Al fin y al cabo, ella no dejaba nada en comparación con aquella familia. A nadie, excepto a una hermana que la echaría de menos, pues su padre no viviría mucho con la mala vida que se daba.
    Nada más llegar al portalón del barco, las uñas amarillentas de su comprador se clavaron en la tela de sus atillos para tratar de arrancárselos. Su voz sonó imperativa:
    —Allá adonde vais os cubrirán de riqueza, así que no será menester llevar todo esto.
    Isabel se aferró a las escarcelas. No pensaba desprenderse de lo único que le recordaría a su familia.
    El capitán, al percibir su terca actitud, no discutió más.
    —Dejadme al menos aliviaros de ese peso.
    Asintió. Eran las primeras palabras amables que oía de boca del marino. El capitán entregó la carga al marinero de guardia, que les siguió como porteador hasta el camarote. Silenciosa, caminó tras él. No podía dejar de pensar en cada una de sus palabras. Lo que había escuchado sonaba bien. Al menos, acabarían sus penurias.
    Le hubiese gustado elegir al hombre con quien compartiría su vida; incluso alguna noche de insomnio se había atrevido a soñar con enamorarse. Su hermana Teresa lo hizo de uno de sus primos de Badajoz, así que ¿por qué no podía hacerlo ella? No tuvo tiempo, y quizá fuese mejor así. Ya le dolía demasiado dejar a los suyos como para engrosar la lista de pérdidas con un amor. A sus dieciséis años abandonaba la niñez para meterse de lleno en la vida adulta sin tan siquiera rozar la juventud.
    Al llegar al camarote, situado al lado de la sala del capitán, cayó desfallecida. Se sentía como aquellos trescientos mil moriscos que por orden del padre del rey Felipe IV hubieron de abandonar la Península a principios de siglo. Casi dormida, sintió como alguien le hacía la señal de la cruz en la frente arropándola. El susurro suave de una voz anciana la tranquilizó.
    —Soy el padre Lobo. Descansa, niña, que Dios vela por ti.
    Con un gran esfuerzo consiguió entreabrir sus cansados parpados para ver difuminado el rostro de un agradable fraile, que le transmitió paz a pesar de tener un nombre tan peculiar. Zarpaba con la certeza de que no existía marcha atrás. Partía rumbo a lo desconocido, decepcionada por el amor traicionado de su padre, y presa de la incertidumbre más aterradora; el dolor atenazaba sus entrañas, y la esperanza era su único esbozo de anhelo. Aquel hombre lo debió de intuir.

    Capítulo 3
    MADRID
    DESAYUNO EN EL PASEO DE LA CASTELLANA
    ABRIL DE 2003

    Al entrar en el Hispano, los distinguimos de inmediato a pesar de estar sentados en la mesa del fondo y no llevar alzacuellos o enlutadas sotanas. Los más jóvenes iban vestidos con descoloridas camisetas de propaganda y vaqueros, y el mayor, con una camisa a cuadros y un pantalón verde de campaña. Les delataban las cuarteadas sandalias sobre calcetines de tenis y los desaliñados pelos de barbas y cabeza.
    Me sentí desesperada ante la encerrona, y forzando un traspié, frené el paso. Mi hermana Ana, que me conocía de sobra, se impacientó. Sabía que era muy capaz de echarme atrás en el último momento y estaba dispuesta a impedírmelo como fuese. Decidida a neutralizar mi huida, apretó disimuladamente la mano que yo tenía posada en su antebrazo obligándome a mirarla. Mientras esbozaba una fingida sonrisa, sus ojos suplicaban imperiosamente que me quedara. Evitando vocalizar, aprovechó el estruendo que el camarero estaba armando en el fregadero de la barra y masculló apretando los dientes a sabiendas de que aún no la escuchaban:
    —¡No se te ocurra dejarme sola ahora! ¡Escucha y luego, si quieres, te exasperas! Sabes que si estoy aquí es por ti. Sólo intento brindarte una salida. No atranques la puerta antes de abrirla.
    Una sonrisa se dibujó en sus rostros en cuanto vieron que avanzábamos con decisión hacia ellos. De inmediato se levantaron y el mayor nos tendió la mano, dispuesto a hacer las presentaciones oportunas. Pablo, Avelino y Francisco, aquellos hombres se mostraron tan afables, tranquilos y sencillos que no tardaron más de cinco minutos en derruir las barreras mentales que había levantado al verles.
    El mayor de los tres misioneros fue el encargado de plantear la cuestión, y no tardó mucho en ir al grano. Al principio le escuché con bastante escepticismo, pero poco a poco aquel hombre de mundo consiguió captar mi atención.
    Para entonces yo ya estaba despegando con el filo de mi uña la etiqueta de la botella de agua. Mi hermana Ana me cogió de la mano disimuladamente y me la metió debajo de la mesa como si fuera una niña. La miré con reproche. Aquélla era una fea manía que adquirí un par de años antes, cuando dejé de fumar, para tener ocupadas las manos. El padre, que se percató de aquel movimiento, nos sonrió y prosiguió.
    —Carmen, hace casi cuatro siglos nació una mujer que rompió con los moldes y conceptos preestablecidos en el siglo XVII. Una joven que surcó el océano Atlántico e índico con tan poco miedo a lo desconocido como los conquistadores, marinos y misioneros que la acompañaron en la Ruta de las Especias. Una pionera en la aceptación del mestizaje, precursora de la defensa pacífica de la religión católica y las costumbres barrocas frente a las de las tribus nativas. Me gustaría hacer hincapié en la palabra pacífica, ya que es eso precisamente lo que queremos resaltar de ella como ejemplo de integridad y constancia en su labor diaria, sin haber recurrido nunca al famoso proceso inquisitorio en el que toda la civilización católica andaba inmersa en su tiempo. La leyenda negra nos ha hecho más daño del que quisiéramos, y será difícil convencer a muchos de su mala interpretación. Esta historia no degüella herejes en manos de un tribunal eclesiástico, muy al contrario, cuenta cómo la violencia apóstata de un falso converso se ensañó con aquellos que intentaron recurrir a la diplomacia.
    »Isabel de Várela se enfrentó a piratas y esclavistas, afrontó tormentas y monzones, y defendió hasta el martirio sus ideales. África fue su destino como ahora es el nuestro. La evolución de los tiempos no ha alterado en lo más mínimo la esencia del motivo que a todos nos impulsa a permanecer en aquel seductor continente; lo que nos atrae la primera vez de él es lo de menos.
    »¡Hay tantos tabúes y creencias que debemos borrar! Sería tan bueno divulgar que la costa suahili de Kenia fue colonia portuguesa antes que inglesa... Que allí recalaron gentes de colores, creencias, costumbres, lenguas y religiones de lo más variopintas, mezclándose en las ciudades costeras del África oriental. Isabel de Várela conoció bien todo aquello, pero nos ha dejado muchas lagunas en su vida y creemos que sería interesante que alguien las investigase, estudiase y diese a conocer al mundo. Si consigo tentarla con esta historia, le entregaré todo lo que tengo sobre ella; lo demás correrá de su cuenta.
    Aquel hombre sabía lo que hacía sin necesidad de pulpito. Partiendo de la sencillez, tenía carisma y poder de oratoria. Había logrado captar mi atención con una facilidad pasmosa, y eso a pesar de mi estado de tristeza e indecisión.
    Mientras le escuchaba, seguí arrancando la etiqueta de la botella. La despegué despacio para que no se rompiese. Las gotas de la escarcha derretida habían reblandecido el papel, pero conseguí que no se quebrase y comencé a enrollarla entre los dedos. El padre, creyendo percibir en ello un disipado aburrimiento, cambió el tono y comenzó a tutearme con una sutileza casi inapreciable. Le miré de nuevo, con la vaga impresión de parecerme a uno de mis estudiantes sorprendidos al copiar.
    —En definitiva, Carmen, estamos aquí hablándote de alguien que nos interesa. Tu hermana nos ha comentado que tienes una tesis inacabada que se centra en comportamientos sociológicos y religiosos y en el choque de civilizaciones. Nuestro único objetivo aquí es darte a conocer una historia que lo aúna todo en una mujer. La historia la tienes. Ahora depende de ti aceptarla.
    El silencio vino tan repentinamente que me sorprendió desprevenida. Su monólogo se había hecho muy cómodo para todos, pues nos evitaba tener que intervenir. No supe qué decir.
    —Lo pensaré. Pero... ¿qué tiene que ver esta historia con vuestra labor en el lago Turkana? ¿No os cansáis de luchar por un imposible?
    Meneó la cabeza discretamente.
    —No lo entiendes. Ella fue una precursora en nuestro campo, y la historia que la rodea la hace aún más atractiva. Nuestra misión en Nariokotome es un grano de arena en el desierto del hambre, y cualquier cauce que nos haga ser recordados es de agradecer. No cejaremos en nuestro empeño, como Isabel no renunció al suyo, y esperamos que tú no desistas en el tuyo cuando empieces a investigar. La vida está llena de retos, y creo que el que no se los plantea es digno de compasión. Hasta los que acuden a nosotros lo tienen claro. El suyo es conseguir comer a diario, el nuestro, darles y enseñarles a procurarse alimento por sí mismos.
    »¿Cuál es el tuyo, Carmen? Nosotros te proponemos uno. Nadie ha dicho que sea fácil, pero intentarlo es lo primordial, y te aseguro que conseguirlo sin demasiada ambición nos llena de tanta satisfacción que incluso nos sentimos un poco egoístas.
    Asentí, sorprendida ante el carisma de aquel hombre humilde. El padre Francisco continuó inyectándome ánimo. Sin duda, sabía cómo hacerlo.
    —Mil veces hemos estado tentados de dejarlo todo y un millón más hemos sentido frustración e impotencia al pensar, en los momentos de debilidad, que nuestro quehacer era imposible. Pero salvar a un niño de entre millones de una hambruna feroz, cavar y encontrar un miserable pozo de agua en un desierto, enseñar a cultivar a un poblado incapaz o ayudar a morir dignamente a un anciano abandonado por los suyos nos compensa por todo. La labor que los misioneros agustinos hacían en tiempos de Isabel se centraba en predicar y bautizar. Salvaban almas. Nosotros vamos más allá, queremos ser, además, salvadores de cuerpos. Hoy se sorprenderían al saber que entre nuestros colaboradores hay muchos misioneros laicos.
    Hablaba con tanta pasión que mi hermana Ana y yo debíamos de parecer dos pánfilas boquiabiertas escuchándole. No nos atrevíamos a interrumpir.
    —La fe cristiana estaba antiguamente tan atada a una forma de expresión que perdió mucho de lo que tenía que ofrecer. Hoy nos abrimos a los valores y costumbres africanos, aunque sean contradictorios a lo que Dios espera de un buen cristiano. Lo contrario ha sido durante mucho tiempo un error aprovechado por muchos para hacer apología en su propio beneficio y en nuestra contra.
    »En tiempos de Isabel de Várela existían muy pocos frailes que se esforzasen en entender la riqueza religiosa contenida en las prácticas y realidades socioculturales de los nativos. Hoy nosotros seguimos a san Francisco Javier en sus escritos. Misión sin imposición. Como teólogos que debemos ser, tenemos que esforzarnos en brindar a los que a nosotros acuden una salida convincente tanto física como espiritual. Con una paciencia infinita conseguimos nuestro objetivo. No sirve de nada bautizar si el que recibe el sacramento lo toma como una simple ducha. Enseñamos a sembrar y sembramos esperando un fruto lento y seguro incapaz de regalar falsas esperanzas.
    Aquel hombre canoso nos captaba tanto o más que su historia. El padre Francisco, con sus palabras, me brindaba una salida. Estaba claro que la única que podía asomarse al hoyo era yo misma. Él sólo intentaba ayudarme a tomar el primer impulso. Me asió de las manos con toda la confianza del mundo y cambió de tercio.
    —¡Piénsalo, Carmen! ¿Qué hubiese sido de Vasco de Gama si nadie hubiese repetido su travesía? ¿Cuáles fueron las circunstancias que impulsaron a Isabel a separarse de su familia? ¿Desde dónde partió? ¿Adonde fue? ¿Consiguió sobrevivir a la masacre en la que se vio inmersa? La respuesta la encontrarás en estos papeles.
    La última pregunta me hizo observarle perpleja. Balbucí:
    —¿Masacre?
    Aprovechando mi curiosidad, se agachó, abrió una cuarteada cartera con motas de piel de avestruz y sacó un taco de papeles que dejó sobre la mesa.
    —Aquí tienes, Carmen. Es la copia del proceso que se siguió en la ciudad de Goa después de la matanza. Los documentos que hay fueron enviados a Portugal nada más entrevistar a los pocos que escaparon. Fueron traducidos del portugués al latín y de éste al inglés. Creo que te podrán ayudar si dominas el idioma. Si no, tendrás que traducirlos.
    —¿Está la vida de Isabel escrita en ellos?
    —La de ella y la de muchos que con ella convivieron. Quizá lo que de ella no se cuente lo puedas reconstruir a través de sus contemporáneos.
    Por primera vez me vi tentada de verdad. Solté sobre la mesa el lazo que había hecho con la etiqueta retorcida y me acerqué el taco de papel a la nariz. El olor a humedad y a polvo característico del papel viejo de los archivos en los que usualmente husmeaba me embriagó. El padre sonrió. La experiencia le había enseñado a analizar a muchos hombres y sus actitudes. En ese preciso momento supo que aceptaba inconscientemente el reto.
    —¿Sabes, Carmen? A lo largo y ancho de todo el mundo hay mucha gente que se dedica a lo mismo que nosotros. Son personas que por primera vez se sienten útiles y así son felices. ¡Lo dan todo por la causa y encima dicen que reciben mucho más de lo que dan! ¿Necesitas tú una salida parecida, Carmen?
    Le miré con recelo. ¿Cómo podía invadir mi intimidad con tanto descaro? Mi malestar no podía ser tan evidente. Ana, sin comprender mi complicidad con aquel misionero, se sintió obligada a implorar:
    —Acéptalo, tómalo como un reto.
    Dos segundos tardé en contestar, abrazando los libros y documentos que me había tendido:
    —De acuerdo. Dadme sólo unos días para pensarlo. No quiero precipitarme.
    No se había cerrado aún la puerta del Hispano y Ana ya me estaba presionando de nuevo.
    —Lo tienes todo para una buena tesis. Una sociedad multirracial sujeta a comportamientos teológicos diversos en el transcurso de la historia. Es una pena que te dediques al ensayo en vez de a la novela, porque esta historia da para mucho más que eso.
    La miré de reojo sin contestar. No se dio por vencida.
    —Siempre has dicho que tu sueño frustrado era colgarte una mochila al hombro y desaparecer. ¡Pues hazlo! Tienes desgracias para olvidar, ahorros suficientes, proyectos que reactivar y posibilidad de tiempo. Sólo tu inseguridad te frena.
    Ana me aturdía con tanto entusiasmo, y ahora, además, intentaba dirigir mi vida. Me vendía el camino hacia la felicidad con demasiada naturalidad como para ser factible. La teología y la sociología, como casi todo, eran imposibles de analizar a través del prisma de una incipiente depresión, pero la historia de aquella mujer me había calado hondo, y algo me decía que no debía dejarla escapar. Al bajarme del coche, conseguí que se callase.
    —Te juro que pensaré sobre la propuesta.
    Una sonrisa de satisfacción se esbozó en sus labios antes de meter la primera.

    Capítulo 4
    DE LAS ISLAS AFORTUNADAS A CABO VERDE. COSTA OCCIDENTAL
    DE ÁFRICA. DÍA DE SAN JUAN
    DEL AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1626

    Al amanecer, Isabel miró a través de la vidriera de la balconada que daba a su estrecho camarote de popa. La desembocadura del Tajo había quedado atrás, y ya navegaban por mar abierto.
    El sonido del casco batiendo sobre las olas la había despertado de aquella pesadilla. La costa portuguesa se desdibujaba en el horizonte y la bruma del amanecer despejaba. Sin duda, había dormido mucho; el barco se mecía suavemente y el mar destellaba. Quiso llorar de nuevo, sintiendo cuánto echaba de menos a los suyos y recordando como en un mal sueño lo que la noche anterior sucedió en aquella taberna de mala muerte. Echó la mano a su bolsa. Pensativa, apretó el camafeo en el puño para sumergirse en el desconcierto más absoluto.
    Lo abrió. A la derecha, los esbozos imperfectos del rostro de sus padres sobre la porcelana; a la izquierda, los torpes retratos de las dos hermanas. La imaginación le ayudaba a recordar cada ángulo de aquellos perfiles que tan bien conocía. Tomó un lazo para prendérselo de la muñeca a modo de pulsera junto a la esclava. Sin saber por qué intuía que sería lo único que le ayudaría a recuperar del remoto escondrijo de la memoria el recuerdo de su familia. ¡Menos mal que su hermana Teresa había reaccionado rápido en esa fugaz despedida!
    El ruido inesperado de un papel crujió en el fondo de la saca de terciopelo desgastado. Entristecida, se sentó a leer; la letra era casi indescifrable, y la caligrafía, imposible. Don Rui de Várela, al despedirse de su hija pequeña, no había podido controlar ni los trazos de su escritura.

    Querida hija, hasta aquí llegamos juntos. Ahora os toca seguir adelante a vuestra merced. He tenido que emborracharme mucho para tomar esta decisión, pero creo que es la más acertada. Quizá no encuentre un caballero mejor para vuestra hermana. Vuestro padre, que os quiere y querrá siempre.

    En el lugar de la firma, un garabato ilegible.
    Apretaba aquel papel contra su pecho cuando escuchó una voz amable a su espalda. Alguien le posó una mano de consuelo sobre el hombro.
    —No es tan dramático; pensad que mientras vuestra hermana queda a merced de un hombre enfermo y destrozado por el vicio, a vos os sobrarán riquezas.
    Incómoda por ver desnudada su intimidad, apretó aún más aquella absurda carta contra su pecho. La quería salvaguardar de la mirada del intruso. Ni siquiera se dio la vuelta para conocer al dueño de la voz que intentaba consolarla entremetiéndose sin permiso.
    Se limitó a cerrar los ojos para negar con la cabeza contundentemente. Los largos pendientes la golpearon a un lado y otro del cuello. Era cierto que en los últimos tiempos habían pasado hambre y frío, pero ella nunca cambiaría un mendrugo de pan por el cariño de su hermana. Por el tamaño de las piedras con que la pagaron, sin duda a su benefactor no le faltaban riquezas. Pero para ella la opulencia no era digna de permutarse por amor. La tristeza en la que estaba sumida contestó al desconocido.
    —Más vale malo conocido que bueno por conocer.
    No recibió respuesta. Simplemente, percibió como el entremetido se alejaba de su lado musitando algo por lo bajo. Al mirarlo, lo recordó. Por sus ropas, debía de ser el mismo hombre que la arropó la noche anterior, un anciano fraile que, rodeado de un halo de paz, regresaba a sus oraciones. El hábito de la orden fundada por san Ignacio de Loyola hacía poco más de un siglo, los pies enfundados en unas sandalias cuarteadas y el rosario colgado de su cinto eran su carta de presentación. Inmediatamente, se sintió un ser deleznable por no haber sido un poco más amable con el único hombre en aquel navío que parecía intuir su desconsuelo, desconcierto y ofuscación.
    Por fin llegó la mañana en que, aburrida de la desidia que la embargaba, decidió escudriñar cada recoveco de la nao que la tenía prisionera en cuerpo y alma. Aquel calabozo dejaba su estela tras una popa plana, adornada con una balconada que engalanaba el camarote del capitán Freiré, junto al cual ella tenía un lugar preferente en el interior del barco. Debería haberse sentido agradecida, dado que sólo ellos dos gozaban sin necesidad de subir a cubierta del entusiasmo que el sol transmite, de la cálida tristeza del amanecer y de la pasión de los ocasos; pero no era así. Al lado opuesto, la proa, más afilada, sesgaba las olas empapando la sirena de ébano que vigilaba sin descanso como mascarón.
    Según su estado de ánimo, a lo largo del día solía asomarse alternativamente a popa o a proa. En los días tristes, la embriagaba la melancolía y desde popa solía admirar la infinidad marina partida por las olas que dejaba dibujada la estela de la nao. Todo quedaba atrás, y ella, de algún modo, quería retener para siempre cada imagen del pasado. A pesar de sus dieciséis años, se sentía como una anciana que sólo recuerda y es incapaz de mirar al futuro.
    En los días alegres, cabalgaba sobre la melena de la sirena con las piernas colgando a los lados del bauprés. Sentía cómo la brisa marina se colaba en sus pulmones y abría mucho la boca para empacharse de ella. Colgada en el vacío, soñaba con volar, gritaba y por un breve instante se creía libre, tan libre como una gaviota en busca de un pescado despistado, tan libre como una hoja al despegarse en otoño de la rama que la sujetó desde que nació, tan libre como uno de aquellos espumarajos que la mar escupía en marejadilla.
    La Santa Catalina ceñía bien, calaba poco para evitar encallar en los arrecifes y era robusta como una roca. Sus tres mástiles sujetaban un fastuoso aparejo de corte latino provisto de trinquete, mayor y mesana. En sus amplias bodegas, doscientos toneles custodiaban celosamente los litros de bebida que saciarían la sed de las ciento sesenta almas que vivían confinadas allí, entre marineros, oficiales, mosqueteros, frailes, esclavos y aquella servidora que no sabía muy bien en qué grupo alistarse. Otros cincuenta barriles de pescado y caza en escabeche, veinte arrobas de azúcar, cien fanegas de harina, diez botas de vinagre y la leche de dos cabras calmarían el hambre.
    Después de muchos días de navegación, acompañada por el silencio mudo en el que se había refugiado, arribó al puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Allí había una pequeña capilla, a la que acudió de inmediato para dar refugio a su alma errante. Se arrodilló para rezar y contarle a la Virgen todo lo que no podía compartir con nadie. En la piedra labrada a sus pies había una inscripción que explicaba que aquella Virgen del Carmen era la misma que Cristóbal Colón visitó a su paso por las islas afortunadas. Alzando la vista al cielo, dio gracias a su madre por haberla enseñado a leer en un mundo en el que pocos podían hacerlo.
    Intentó llenar de devoción sus plegarias para que éstas fuesen escuchadas, pero no pudo concentrarse porque dos bancos más atrás alguien la observaba. Al intuir como la mirada celadora le taladraba el cogote, tiró incómoda del frontal de la mantilla de guipur que cubría su cabello, tapando así su rostro con la esperanza infantil de que medio escondida pudiese pasar inadvertida; pero ni siquiera eso la aisló del observador. Al darse la vuelta, le miró descaradamente para que se diese por aludido y respetase su evidente ansia de soledad.
    En cuanto le vio avanzar hacia ella, comprendió que no había nada que hacer. Aquel fraile, definitivamente, se había erigido en su guardián sin que nadie se lo pidiese, y sería muy difícil convencerle para que cejase en su empresa. Descaradamente, se arrodilló a su lado en el reclinatorio de la casi desierta capilla.
    Isabel desvió la mirada hacia Pepillo, un joven grumete de la tripulación que al lado izquierdo del altar depositaba su particular exvoto a los pies de la Virgen del Carmen. Lo reconoció porque le había visto en más de una ocasión pintándolo en las serenas horas de calma, y él le había pedido su opinión al respecto. En el diminuto lienzo se adivinaba sobre las olas una pequeña barcaza de vivos colores iluminada por los rayos que el Espíritu Santo mandaba desde el cielo.
    Isabel observó de reojo al fraile, que claramente le cazó en el disimulo. Cansada de jugar al perro y al gato, alzó el velo de su rostro. Aquella excusa era buena para romper con su gélido ensimismamiento. Llevaba días encerrada en sí misma, y aquello no podía ser bueno.
    —¿Por qué lo hacen? ¿Acaso tienen miedo?
    Espiró el aire contenido en sus pulmones, aliviado por la evidente rendición de la joven.
    —¿El riesgo diario a perder la vida se puede tornar en pavor? Ellos saben a ciencia cierta que las tripulaciones que embarcan en el puerto de Lisboa suelen regresar mermadas a la mitad. En muchas ocasiones, la deserción, la disentería, los tumores o las fiebres se encargan de hacer el trabajo del incendio, el abordaje o el naufragio que esquivaron. Estas ofrendas a santos y vírgenes calman sus temerosas almas. Esperan que ellos velen por su seguridad en las travesías. ¿Vos, mí señora, a qué os aferráis para olvidar?
    Por primera vez le miró directamente a los ojos.
    —Más que olvidar pretendo averiguar. Las bodegas ya están llenas y la Santa Catalina, avituallada. ¿Aceptaríais una partida de ajedrez al hacernos a la mar?
    Dando por zanjada la conversación, se apoyó en el reclinatorio para levantarse, tomó su sombrilla de seda bordada color hueso, frotó sus entumecidas rodillas y reverenció al santísimo santiguándose.
    La misma cuchilla con que su acompañante se tonsuraba la testa le debía de servir para afeitarse la barba tan fina como la de un chivo. Una profunda cicatriz cruzaba de arriba abajo su mejilla izquierda, y su mirada se tornaba tan cana y velada como su pelo. Su manifiesta vejez rezumaba dulzura, confianza y vitalidad.


    Anochecía cuando los dos, ya más confiados, iniciaron el juego en cubierta. Poco antes, frente a un espejo descascarillado, Isabel se sujetó con dos alfileres largos la gibelina al moño alto que recogía parte de su melena. Sólo tres tirabuzones a cada lado de su cara quedaban a merced del viento. Pero al salir del camarote reinaba la calma más absoluta. Los tonos rojizos del ocaso se tornaban violetas, atrayendo la oscuridad. Por primera vez en muchos anocheceres, le pareció escaso el pequeño fichú que le había salvaguardado hasta entonces del relente, por lo que se embozó en una amplia capa marrón, cruzándola a la altura del escote.
    Al tomar asiento, movió el alfil. Aún tiritando, sacó del bolsillo un despeluchado manguito de piel de conejo e introdujo las dos manos en él para calentarse mientras su contrincante respondía a la jugada. Las fichas, pegadas con resina, se mantenían firmes sobre el tablero sin posibilidad de resbalar por cubierta en caso de que la nao diera un bandazo.
    El padre Lobo se convirtió así en su contrincante y confidente a un mismo tiempo. A partir de ese momento, sólo hablaría con él y con Pepillo, el joven grumete de dieciséis años que, alegre y activo, la había adoptado como a una hermana mayor, aunque ella sólo le superara en dos meses de edad.
    No había movido aún cuando oyeron la alerta del vigía:
    —¡Nao una cuarta a estribor!
    Curiosos, dejaron la partida para dirigirse a proa a fisgonear. Una luz lejana se zarandeaba en medio de la oscura inmensidad. Avistado un probable peligro en la mar, de inmediato buscaron al capitán Freiré de Andrade para ver qué era lo que mandaba.
    El portón del alcázar se abrió estrepitosamente. Freiré, con la larga melena despeinada y descalzo, subió al puente de gobierno, tomó el catalejo y comprobó que era cierta la alerta. El timonel le miraba a su lado, tan expectante como el resto de la tripulación, que contenía la respiración a la espera de una orden. La única que se movía en cubierta era una esclava despistada que corría hacia su señor con las botas en una mano y el sombrero de ala ancha en la otra. Aquel minuto se tornó hora hasta que el temido grito surgió del gaznate del noble marino:
    —¡Zafarrancho de combate!
    Todos echaron correr. Unos subían municiones, otros arrastraban bidones... las pesadas balas de plomo rodaban en orden por las bodegas, y los hombres rompían a sudar supervivencia por cada uno de sus poros. La vil calaña de proa armaba los cañones igual para defender que para atacar, ya que nada sabían de lo que les esperaba. Sólo percibían un viso de preocupación en el sereno semblante del hombre responsable en aquel momento de sus vidas.
    Isabel, temblando junto al padre Lobo, se separó del mamparo del alcázar, en el que se había refugiado para no estorbar la posible maniobra, y se acercó al capitán. Calzado ya con las botas altas, éste seguía inmóvil, como si las pestañas se le hubiesen quedado adheridas al catalejo. La esclava te recogía el pelo en una coleta con una cinta del mismo tono de las que pendían de su barba. En ese preciso momento bajó el juego de lentes para dar un pescozón a la negra.
    —¡Os gusta mesarme el cabello, desgraciada!
    La esclava huyó despavorida ante la perspectiva de recibir otro golpe. Freiré se percató entonces de la presencia de Isabel y del padre Lobo, que la había seguido.
    —Deberíais esconderos como conejo en su madriguera.
    —¿Por qué? ¿Son piratas? ¿Holandeses? ¿Turcos? ¿Negreros?
    —¿Os preocupa?
    Isabel asintió.
    —No temáis, he ordenado zafarrancho para que no nos pillen desprevenidos, que en el medio del océano el más manso se disfraza y torna tiburón en menos que salta un pez. Parece claro que no hay peligro en ellos, pero aun así la desconfianza en la mar es el mejor salvoconducto para eludir el riesgo. Esperaré al amanecer para decidir. Mientras, navegaremos más allá del alcance de su artillería.
    El crepúsculo se hizo eterno. Nadie pudo dormir aquella noche, ni siquiera el capitán, que aprovechó las horas de insomnio para hacer mediciones de latitud con el astrolabio.
    Cuando el sol apareció en el horizonte, en silencio y con las manos a modo de visera para que no los deslumbrara, toda la tripulación intentó agudizar la vista para distinguir la bandera. Albergaban la secreta esperanza de que la vecina nao no hubiese arriado la del día anterior para izar otra más comprometida. Los piratas solían hacerlo antes del abordaje. Y así estaban, cegados por los destellos del heliógrafo, mientras el mismo vigía que la avistó hacía ya doce horas iba descifrando lentamente lo que cada centelleo significaba. La voz de aquel joven encaramado a la cofa tranquilizó a los presentes.
    —¡Vienen en son de paz y solicitan intercambio de mercancía y enseres! Son comerciantes de hombres y nos ofrecen esclavos.
    El capitán se mesó el final de los bigotes, retorciéndolos pensativo. El resto, expectantes, esperaba de nuevo su decisión. Lanzó una mirada fugaz a las sensuales nalgas de la esclava, que andaba a sus pies zarandeándolas mientras abrillantaba las botas.
    —No nos vendrá mal contar con media docena de negros. Así reemplazaremos a los seis hombres que el escorbuto nos arrebató y que no pudimos contratar en las islas afortunadas. Trocaremos alimentos por esclavos, que buena falta nos harán a la hora de cruzar el cabo de Buena Esperanza.
    Lejos de abordarles, como temieron en un principio, se les abarloaron consentidamente y todos corrieron por las cubiertas. Los latigazos y quejidos que provenían de las bodegas dejaban claro el movimiento interno del otro barco.
    El capitán Freiré bajó y al poco tiempo salió con seis hombres y una joven desnuda de cintura para arriba. Su pecho recién formado hacía suponer que aún debía de ser muy niña. Contaría con quince años a lo más. Las mujeres, normalmente, estaban prohibidas en un barco de la armada, pero la presencia de Isabel le sirvió de excusa al capitán para contar con otra, además de la repostera, que ya venía acompañándoles desde Lisboa.


    Continuaron la travesía con algunos tripulantes de más. Isabel, por fin, había encontrado el modo de acortar las eternas horas de insomnio gracias a un pequeño libro desencuadernado que el padre Lobo, su eterno salvador, le había entregado. Balanceándose en el coy, recorría cada línea, aprendiendo con sumo interés todo lo que aquellas páginas le descubrían. No podía dejarlo. El libro se llamaba Preste Juan y estaba escrito por un tal Alvares. Entraban los primeros rayos de sol por la cristalera de popa cuando cerró el libro, parejo a sus párpados, y pensó sobre lo recientemente aprendido.
    Al parecer, durante mucho tiempo en los reinos cristianos europeos se creyó por ese libro que existía un reino al este de Persia en el que gobernaba «el preste Juan». Era un hombre de otra raza que llevaba una corona de oro engastada con piedras preciosas, portaba un crucifijo en las manos y construía templos cristianos. Papas y reyes, al saber de ello, quisieron ayudarle a extender sus dominios y lo buscaron desesperadamente durante muchos años, hasta que se convencieron de que en Persia no se hallaba y de que probablemente moraría en algún lugar del continente africano.
    Su reino reflejaba una utopía parecida a la del humanista Tomás Moro. Paz, la verdadera religión, animales tan exóticos como unicornios y plantas curativas... ¿Sería así su futuro destino?
    No había conciliado aún el sueño cuando oyó un gemido. No le hubiese dado la más mínima importancia si no fuese porque al instante se repitió. Era como si en el camarote del capitán se hubiese colado un cachorro de perro. Roída por la curiosidad, se decidió a husmear, apagó la lámpara de aceite, quitó el pegote de cera del agujero que había en el mamparo que separaba su camarote de la habitación del capitán e introdujo la mirada en su intimidad.
    Desde su posición podía ver claramente cómo estaba sentado con las calzas bajadas hasta los tobillos, sobando y lamiendo el abultado pecho de su antigua repostera mientras sujetaba la cabeza de la recién comprada entre sus piernas, mesándole el rizado pelo y empujándola de arriba abajo. La dirigía para que le hiciera una correcta y rítmica felación.
    Fue entonces cuando Isabel vio el abultado vientre de la antigua repostera. Vestida como andaba normalmente por el barco nadie se había percatado de su avanzado estado de embarazo. Las venas del cuello del marino estaban a punto de estallar cuando se levantó, empujando a la preñada a un lado. Levantó a la joven de los pelos. Una mueca de dolor se dibujó en su rostro. La tumbó sobre la mesa. Su blanco y peludo cuerpo se posó sobre la frágil muchacha de color ébano. La arrancó el taparrabos de piel animal que le servía de vestimenta y, sujetándola de sus engrilletados tobillos, le abrió los muslos sin encontrar resistencia. Henchido de lascivia, la embistió con fuerza tres o cuatro veces hasta derramarse dentro de ella.
    Isabel lo observaba inmersa en un silencio nervioso, con una mezcla de repugnancia y curiosidad. El capitán gritaba desaforado en el colmo del placer cuando llamaron a la puerta. El corazón se le aceleró ante la posibilidad de ser descubierta espiando. A pesar de ello, no pudo contestar, pues toda su atención estaba acaparada por aquella joven esclava que, a pesar de estar siendo violada, no parecía sufrir. Su oscura mirada seguía anclada en un punto imposible de localizar, y vagaba soñando con la insensibilidad. Por su expresión, Isabel dedujo que no debía de ser la primera vez que abusaban de ella. Para su desgracia, era demasiado joven y hermosa como para pasar inadvertida. Ya libre del peso del capitán, se levantó sola y con el mismo taparrabos que traía se limpió la entrepierna. En ese preciso momento la llamada insistió.
    —¡Adelante!
    Intentó disimular, pero el padre Lobo supo de inmediato lo que hacía. La tórrida escena había derretido entre las yemas de sus dedos la pelotita de cera que cubría su secreto. Mirando hacia el agujero, el fraile le tomó de las manos para limpiarlas.
    —Las travesías son largas, y los instintos del hombre a veces son imposibles de contener. El capitán tiene el privilegio del estreno.
    Ella no contestó. La sorpresa le había quitado el sueño. Aquello dejaba claro que la repostería era el quehacer menos cansado de aquellas mujeres oscuras.
    Don Jerónimo Lobo, percibiendo su malestar, decidió quedarse sin haber sido invitado. Depositó sobre la mesa el tablero de ajedrez. Giró sobre sus bisagras el tablón que, unido a la pared, hacía las veces de asiento y colocó sus voluminosas posaderas sobre él. La testa tonsurada le brillaba humedecida por el sudor.
    —Mi señora, no deberíais alteraros por estas cosas. Donde vamos todo es tan diferente a lo que conocéis que más vale ir imaginándolo antes de daros de bruces con ello. Los animales se muestran más racionales que muchos de los humanos que veréis. Todo será nuevo para vuestra merced. Descubriréis cosas de las que nunca oísteis hablar y sufriréis reacciones en los hombres que nunca pudisteis prever. Incluso llegaréis a flaquear, dudando de vuestra locura.
    Isabel, desconcertada, aún no sabía a qué se refería, y prefería mantenerse callada, no fuese a temblarle la voz. El fraile continuó su didáctico sermón.
    —Yo navegaré a vuestro lado si Dios me da vida, y al llegar a vuestro destino, os dejaré en las buenas manos de mis hermanos agustinos. Vivimos tiempos de decadencia en los que el razonamiento del Renacimiento ha dejado lugar a los sentimientos del Barroco. Hace muy poco lo humano priorizaba sobre lo divino, pero no ha resultado y ahora regresamos a Dios como nuestra fuerza de empuje. Nuestra mejor manera de agradecerle su presencia es llevarla a todos los rincones del mundo. No ha de ser un refugio, sino un bastón en el que sostenernos.
    Isabel le escuchaba como el que oye la lluvia caer, ya que, por mucho que aquel hombre intentase disimular, ella no se podía arrancar de la sesera los abusos del capitán. ¿Qué podría sorprenderla más que lo que acababa de presenciar?
    —No excuséis la barbarie en el hombre, sobre todo en el que ha de ser un ejemplo para sus subordinados.
    Sentada ya frente al tablero de ajedrez, que cuidadosamente había traído con la inacabada partida del día anterior, prefirió cambiar de tercio la conversación, recordando la antigua posición en el juego. Conocedora ya del camino a seguir, decidió informarse sobre los escollos que el viaje les depararía.
    —¿Por qué le llaman el cabo de Buena Esperanza si he oído a muchos contar que las tormentas se suceden en ese punto y muy pocos son los barcos que consiguen cruzarlo?
    Contrariado, el fraile levantó la vista del tablero y dejó de pensar.
    —El rey nuestro señor ya hace tiempo que ordenó que le cambiásemos el nombre «De las Tormentas» por «Buena Esperanza». Es conocido por todos la gran cantidad de naos que han quedado allí hundidas, y si queremos seguir descubriendo mundo, no hay que echarle más leña al fuego. Así, al menos las deserciones de los más cobardes menguan en el último puerto que atracamos antes de atajar el cabo.
    Pensativa, Isabel intentó, con dificultad, retomar la partida. ¿Por qué un simple marinero era libre de abandonar su servicio en el barco y ella ni siquiera podía plantearse la deserción? La rabia contenida emergió repentinamente a su semblante, y arrugando el mandil en el puño apretado, no fue capaz de retenerla. Apretaba tanto los dientes que casi no podía vocalizar.
    —Padre, me siento como una más de las esclavas que acabamos de adquirir. Cautiva y desorientada, me dirijo hacia no se sabe dónde y para desposarme con sabe Dios quién.
    El padre Lobo dejó de pensar en el siguiente movimiento para mirarla fijamente a los ojos. Era como si hubiese estado esperando desde hacía mucho tiempo ese momento. Isabel no se confesaba como a él le hubiese gustado, pero aun así era suficiente. Aquella joven desconfiada por fin le transmitía sus temores, brindándole la más profunda confianza.
    —Si he de seros sincero, me alegro de que finalmente me preguntéis sobre vuestro destino. La resignación que mostrabais ante la incertidumbre me sorprendía. ¿Os intriga lo que os espera?
    El barco pegó un bandazo. El alfil rodó por el tablero hasta caer al suelo. El misionero, en un alarde de reflejos, lo pisó con su vieja sandalia para impedir que continuase rodando por todo el camarote. Al levantar la vista del suelo, clavó de nuevo sus pupilas en las de ella como queriendo desnudar sus pensamientos.
    La intromisión despertó su adormecida suspicacia, enojándola. ¿Cómo osaba preguntarle semejante sandez? ¡Probablemente, no había nada en este mundo que la atañera más! De repente la desconfianza la abrigó de nuevo, y fingió no haberle escuchado. En realidad, aquel hombre formaba parte como todos los demás de sus custodios carceleros. Él ardía en deseos de aclararle sus dudas, pero no quería hacerlo hasta que se lo implorase. Lo que no sabía es que lejos de la sumisión aún quedaba un resquicio de rebeldía enquistada en el corazón de Isabel. ¡No le daría ese gusto! Estaba cansada de que todos jugasen con ella como si fuese un títere de feria. Inmersa en sus pensamientos, percibió cómo movía ficha.
    —Rey negro a dama blanca.
    Aquello era absurdo. ¿En qué pensaba el padre Lobo?
    —Vuestra merced se equivoca. No hay damas en este juego, sólo reinas. Reinas de marfil o ébano.
    Sus cándidos ojos penetraban en ella como queriendo descubrir su interior. Isabel supo entonces que sus palabras escondían un doble sentido. No alcanzó a entender su repentina seriedad hasta que su acompañante se pronunció al respecto.
    —Damas que se hacen reinas.
    Sonrió enigmático.
    —No os entiendo, pero es igual. Al fin y al cabo, no nos va la vida en ello. Parecéis estar jugando a las damas en vez de al ajedrez.
    —No da igual si hermanáis vuestro destino con el juego. Os aseguro que seréis mucho más que una simple dama blanca.
    Isabel no supo contenerse ante tanto acertijo y optó por seguirle el juego.
    —¿Más que una esclava de marfil?
    Cuando el hombre iba a responderle, se abrió la puerta repentinamente. La joven esclava recién violada, vestida ya con un sayo ancho y viejo de tela de arpillera, dejó una jarra de limonada con dos vasos de barro sobre la mesa. Al despedirse, inclinó la cabeza; aún tenía hendida la huella de los dedos del capitán entre su ensortijado cabello. Isabel recordaba el contraste de su color con el de su reciente tomador.
    Ella seguía siendo doncella. Había imaginado muchas veces cómo sería su primera coyunda con un hombre, y rogaba a Dios que no hubiese tanta agresividad en su caso. Repentinamente, balbució tragando saliva las palabras sin sentido que acudieron a su mente:
    —Blanca dama, blancos dientes, ojos blancos, alma blanca.
    Las palabras del padre le trepanaron los tímpanos.
    —Así es, mi señora.
    Le miró escéptica. Sin duda, tanto ir y venir por entre las olas le había trastornado la capacidad de entendimiento. Lejos de ponérsele el cuerpo a son de mar con los días de travesía, aquel fraile debía de estar perdiendo la sesera. ¿Cómo iba ella a casarse con un negro? La expresión de terror que se dibujó en su cara hizo intuir al padre Lobo su temor. Levantándose e ignorando el juego, la asió de las manos con todo el cariño que un miembro del clero podía brindar a una mujer sin ser tildado de pecaminoso.
    —Es vuestro destino, Isabel. No estoy loco. En un lugar del mundo hay un rey de ébano que, después de conocer nuestra religión y costumbres, ansia unirse a una dama de marfil para hacerla su reina. Vos habéis sido la elegida. Debéis sentiros halagada, pues ha repudiado a un gran número de mujeres mahometanas para abrazaros a vuestra merced y al catolicismo. Os acepta como la única. Pensad, Isabel, que seréis la pionera de otros muchos matrimonios. Por las venas de vuestros hijos fluirá la sangre de un mestizaje regio digno de admiración y ejemplo para otros.
    Confusa, con un lento gesto le pidió que aminorase su parlanchina intervención. Necesitaba algún tiempo para asimilar lo que estaba escuchando. Repentinamente, cruzar el cabo de Buena Esperanza se tornaba una ridícula empresa al lado de la que ahora divisaba en el horizonte. Los imaginarios grilletes con los que cargaba resignada desde Lisboa se estrechaban, oprimiéndole cuello, tobillos y muñecas hasta rozar la tortura. Lejos de sentirse reina, se sentía esclava. Una esclava de marfil.

    Capítulo 5
    TREN EL LUNÁTICO DE NAIROBI A MOMBASA
    15 DE OCTUBRE DE 2003

    A lo largo de los últimos años había recibido un millón de propuestas para continuar con mi tesis, pero ninguna había logrado picar mi curiosidad como aquélla. Desde que salí del café Hispano no podía pensar prácticamente en otra cosa. Era como si una atracción inexplicable y descabellada me hubiese seducido. Esperaba que, como de costumbre, alguien cabal y centrado me trajese a la realidad desencantándome de tanto sueño imposible, pero por primera vez en mi vida todos parecían estar hechizados ante aquella tentadora locura. ¡Me animaban a continuar con ella!
    Leía compulsivamente todo lo que en mis manos caía sobre el continente más viejo del mundo. Estudios sociológicos, demográficos, religiosos e históricos, e incluso tratados de agricultura experimental. Volcaba los datos descubiertos e inconexos en fichas de ordenador. No sabía muy bien cómo encajaría todo en su sitio o si ni siquiera llegaría a intentar componerlo. Sólo intuía que algún día me levantaría sabiendo qué hacer con tanto hallazgo. Cada apunte abría una nueva puerta a la duda, y el resurgir de cada incógnita, una invitación aún mayor. Me obsesioné tanto que sin darme cuenta adquirí cierto complejo de Pepe Carvalho en una novela de Vázquez Montalbán.
    Toda aquella inseguridad me provocaba bruscos cambios de ánimo. A veces me sentaba, pensando en todo lo que había leído con el amargo sabor de estar perdiendo el tiempo. La monotonía me engullía, ahogándome en el vómito de la apática desidia, del mismo modo que al segundo una certeza recóndita y contradictoria me convencía de su utilidad práctica.
    Rehacer la vida de Isabel de Várela era como buscar una aguja en un pajar, pero ya me había asomado al brocal del pozo en el que me encontraba escondida y podía ver una lejana luz a la que dirigir mis pasos. La investigación me lanzaría a la aventura sin apenas buscarla: haría aquel viaje con el que tanto soñé, terminaría por fin la tesis y, más alejada de mi entorno, conseguiría poner mis ideas en orden sin sentirme inútil. Había llegado a ese punto en la vida en el que uno se plantea si tomó el camino correcto, el porqué de las limitaciones autoimpuestas y si en realidad se necesita todo lo que se ambicionaba. Repentinamente, un hilo invisible tiraba de mí con fuerza. Sólo quería viajar, perderme y dar rienda suelta a mis sueños. ¡Por una vez haría caso a los que me querían y guardaría mi enojado orgullo en un lugar lo suficientemente apartado de mi alma!
    Allí sentada sobre la cama, en medio de un orden tan desordenado como el que me caracterizaba en la vida, me decidí. Una vieja mochila a mis pies, una guía del viajero sobre la almohada, la cartilla de vacunación con los sellos de la fiebre amarilla, la polio, la hepatitis y el tétanos impresos. Las pastillas de la malaria junto a un pequeño botiquín de primeros auxilios. Un puñado de billetes pequeños de dólar para propinas y otros cincuenta para el visado de entrada, el pasaporte vigente por dos años, los billetes de vuelo, un mapa de Kenia, una linterna y un itinerario del viaje facilitado por la agencia. Todo aquello, esparcido sobre la colcha, me permitiría la mudanza de cuerpo y alma que tanto ansiaba.
    Sobre el tocador, una gruesa cartera con ruedas que contenía mi ordenador portátil junto a los mil documentos que me enviaron sobre Isabel desde el Vaticano, Lisboa, Nairobi, y a falta de los de Goa y los de Mombasa. Además, media docena de libros pendientes aún de lectura y un diccionario. La mayoría estaban escritos en inglés y no habían sido traducidos, lo que sería un pequeño impedimento, pues hacía ya cerca de diez años que no practicaba aquella lengua. El océano Índico me llamaba.
    Dejé sobre la mesilla de noche la carta de aceptación a mi petición de excedencia en la universidad, como símbolo tangible de todo lo que ansiaba dejar atrás, y el resto lo metí en otra maleta grande. Cogí impulso y me senté encima para cerrarla. No era partidaria de llevar mucho equipaje, pero este viaje era el primero que haría sin un billete de regreso. Al asegurar los anclajes, inspiré.
    ¡Resulta que la improvisación me gustaba! La inconclusa tesis que tan desesperada me había tenido en muchas ocasiones se convertía ahora en medicina para el alma, y su elaboración parecía un remedio para mi parón existencial.
    ¿Y si aquellas lejanas tierras me embaucaban y nunca más regresaba? Repentinamente, recordé un millón de novelas románticas y ensayos sobre África. Memorias de África, de Isak Dinesen, El último diario del doctor Livingstone, de David Livingstone, Las verdes colinas de África, de Ernest Hemingway, Viaje en busca del doctor Livingstone al centro de África, de H. M. Stanley, Mi viaje por África, de Winston Churchill... Y películas como Las minas del rey Salomón, La reina de África o Cobra verde, en las que se escenificaban aquellos paraísos.
    Al levantar la vista, vi mi reflejo en el espejo de la puerta interior de mi armario. ¡Sonreía! ¡Hacía tanto tiempo que no lo hacía a solas! Quizá, al fin y al cabo, la vida me brindase otra oportunidad.
    El disparo de salida sonó en mi interior. Isabel de Varela era mi pretexto, e imaginé su partida paralela a la mía. Me hubiese gustado embarcarme como lo hizo ella en su día. Podría haber atajado por el canal de Suez para navegar el mar Rojo hacia el sur y así evitar la vuelta entera a África, pero después de estudiar la posibilidad lo consideré poco apropiado. Aquel viaje se hacía demasiado largo e incómodo existiendo un vuelo directo a Nairobi y un tren colonial para llegar de allí a Mombasa.


    Mecida por el traqueteo del antiguo vagón, cerré el libro y lo posé sobre mi regazo, entornando los ojos para descansar. Palpando sin mirar, busqué el asa de mi mochila, la enganché en mi brazo, no fuese a desaparecer mientras dormía, y me concentré en lo que acababa de leer.
    George Bishop probablemente había biografiado la vida de Pedro Páez para hacerle justicia. Quería demostrar a medio mundo que las fuentes del Nilo Azul, el lago Victoria o Etiopía no fueron descubiertas por unos aventureros cargados de recursos para ello. Los buenos publicistas de la historia inglesa habían convencido una vez más de la supremacía de los suyos. Muy pocos eran los compatriotas que se aventuraban a poner un pero al imperio colonial, tratando de inculcar ideas contrarias a las ya difundidas. Bishop demostró su rebeldía haciéndolo con valor.
    Sus descubrimientos ensalzaban a un español como descubridor de aquellas lejanas tierras. Un hombre austero y aventurero que apenas tenía para pagarse un guía o un porteador, y que sin embargo prosiguió con su empresa varios siglos antes de que nadie posase su bota en la costa suahili. Sin necesidad de salacot, con un remendado hábito y un rosario colgado del cinto, incursionó en muchos territorios abandonados de la mano de Dios con la única esperanza de vivir lo suficiente como para dar a conocer al mundo su existencia.
    En cierto modo, me sentía como aquel jesuita alcarreño que después de estudiar en la universidad de Coimbra decidió partir hacia tierras desconocidas. ¡No podía dejar de leer una historia tan pareja a la de mi protagonista! Páez había surcado las mismas aguas que Isabel, y había muerto sólo cuatro años antes de que ella se hiciera a la mar. Fue contemporáneo de aquella joven, y su vida llenaba parte de las lagunas de la documentación sobre ésta.
    El recuerdo de su espíritu dirigiría mis pasos, con la incertidumbre sobrecargando mi equipaje. Llevaba las ansias de cumplir un cometido que diera sentido a mi vida anclado en el corazón, y estaba dispuesta a culminarlo. Isabel se casaría, Páez evangelizaría en Etiopía, y yo encauzaría mis investigaciones hacia una tesis memorable.
    Páez lo hizo por indicación del sumo pontífice, e Isabel, por avatares del destino. ¿Cuál era mi leitmotiv? ¿Huir de un fracaso? ¿La curiosidad? ¿O simplemente buscar una salida? Por primera vez disponía de mucho tiempo libre, y conociendo mi impaciencia e incapacidad para asumir el aburrimiento, no pararía hasta dar respuesta a todas mis preguntas, las concernientes a mi vida y las referidas a Isabel. Sin darme cuenta, había hecho mía la historia de Isabel de Várela. La había adoptado como a una hija desvalida y perdida. Como a la niña que nunca quiso acompañarme en el transcurrir de mi vida.
    Los párpados me pesaban, pero me esforcé en mantenerlos entornados. La quietud en movimiento de aquel tren colonial, apodado el Lunático y que cubría el trayecto de Nairobi a Mombasa, era pura aventura. Muchos fueron los hombres que perdieron la vida para construir aquellos raíles. Algunos incluso fueron devorados por los depredadores de la sabana. La mayoría de ellos fueron hindúes que los ingleses trajeron como la mano de obra más efectiva y barata. Eran los antepasados de los que ahora poblaban la costa.
    Debíamos de estar a punto de llegar y no quería perderme nada de aquel paraíso. El paisaje que se divisaba era por sí solo un safari1 visual demasiado fugaz, a pesar de las trece horas que duraba el trayecto entre Nairobi y Mombasa. Atravesamos polvorientos montes, lujuriosos valles, caudalosos ríos y el territorio conocido como Simba, en el que los leones son los reyes. Cebras, antílopes, jirafas, hienas, rinocerontes, impalas, avestruces y un sinfín de animales exóticos que por doquier manchaban con sus manadas la pajiza sabana copiando la piel del leopardo pastaban y cazaban junto a la vía acostumbrados desde hacía generaciones al pacífico paso del tren.
    Cuando el Lunático comenzó a frenar me invadió la tristeza. La denigrante pobreza urbana sustituía a la campestre. Un hombre descalzo y cabizbajo ocupaba el lugar de los burros, tirando de un carro cargado con bidones polvorientos de agua.
    Casi parados, cruzamos el diminuto puente del ferrocarril que, paralelo a una carretera cuajada de socavones, unía la isla de Mombasa con el continente africano. Ya en el inexistente andén bajé la escalerilla con sumo cuidado para no tropezar. Al pisar tierra firme, cerré los ojos e inspiré. El hedor a zapata quemada, sudor y estiércol me provocaron una arcada. ¿Dónde estaban los aromas que se describían en los libros, el mirto, el incienso, el clavo, el sándalo o el ébano? En vez de perfumes, eran olores nauseabundos los que se adherían a mis fosas nasales, sustituyendo a las esencias que soñé que me embriagarían.
    Desencantada por el fracaso de mi primera ilusión, me prohibí soñar más. Dejé la maleta en la destartalada consigna de la estación y, cargando con la cartera y la mochila, me dirigí al puerto. No distaba mucho de allí, y así tendría un primer contacto con la ciudad. Había quedado con un enviado del padre Francisco para que me entregase las llaves de una casita que la misión tenía en algún sitio de la orilla de la costa norte, entre Mombasa y Malindi.
    ¡Qué mejor lugar para inspirarse en la escritura que mirando al índico desde la paradisíaca costa suahili! Al parecer, era una pequeña casa colonial que un benefactor suizo legó a la misión al morir y que aún no habían vendido. Estaba lo suficientemente cerca de Mombasa como para acercarme a investigar, y lo adecuadamente aislada como para sugestionarme sin interrupciones. Al terminar mi libro, iría a visitar a mis caseros a su misión de Nariokotome, junto a la frontera de Etiopía.
    A pesar de mi aprecio infinito por el silencio, me fue imposible no valorar el ruido y alboroto que la humanidad industrializada armaba a mi alrededor en el puerto. Ahora que me había acostumbrado a los olores del andén y las calles, otros nuevos y más hediondos me abofetearon. El mar estancado entre las rocas apestaba a cloaca. Soslayando los coches atascados en la entrada de seguridad, mastiqué la peste a carburante adulterado que los tubos de escape expelían, y ya en el muelle principal de atraque me sentí salpicada por el sudor nauseabundo de una docena de estibadores descalzos y medio desnudos que tuve que esquivar para llegar al faro que determinamos como punto de encuentro.
    ¿Qué ocurría en aquella ciudad? Era como si el tiempo se hubiese detenido hacía décadas. A excepción de una herrumbrosa grúa con apariencia desmoronada, nada más aligeraba el peso de los fardos que coronaban los secos cráneos de aquellos desdichados. Un grupo de apáticos árabes en cuclillas y a la sombra del quicio de la puerta de un almacén descascarillado vigilaban y contaban los fardos que de allí salían. El despotismo y la tiranía que los de esta raza demostraron en su día hacia los negros parecían aún latentes.
    Sus antecesores, tan árabes como ellos, fueron durante mucho tiempo los únicos que se aventuraron a incursionar en las tierras del interior del continente. Arrasaron poblados enteros, capturando a un tercio de los habitantes sanos que hallaron y asesinando a los niños, ancianos y enfermos inservibles para su posterior venta en los mercados esclavistas de la costa.
    Los observé detenidamente. Ni siquiera se sentían intimidados por los dos militares armados que se apoyaban descuidados en la barandilla de la aduana. Sus amarillentas córneas desafiaban el recuerdo del primer eslabón que simbolizaron en lo que fue el mercado más rico y productivo del mundo.
    Cerré los ojos, intentando recordar. Si la memoria no me fallaba, el esclavismo se abolió en los diferentes países del mundo entre 1792 y 1886; Cuba fue el último país en hacerlo. Allí parecían haberlo olvidado. Aquellos hombres trabajaban doce horas diarias por setenta y cinco chelines kenianos. Más o menos un dólar diario. Exceptuando la libertad utópica que ellos creían disfrutar, su vida se diferenciaba en poco a la de los esclavos de antaño. Con menos escrúpulos aún, en la actualidad la mano de obra barata es moneda corriente en muchos lugares del mundo sin necesidad de poseer una patente de esclavos. Yo me encontraba en uno de ellos.
    Miré al mar. El único sentimiento que no debimos de tener en común Isabel de Várela y yo fue el mareo de tierra. El suelo cementado se anclaba bajo mi pie tan real como el fiasco que sentía entre tanta decadencia. Lo que imaginaba aventura y sueño se presentaba como inmundicia y decepción.
    En aquel preciso momento la rampa del garaje de un inmenso ferry se abrió y comenzó a vomitar vehículos. Sus ruedas pisaban la vieja chapa de descenso produciendo un ruido metálico resonante. Desilusionada, busqué a mi contacto con la esperanza de reconocerlo, pero alrededor del faro no había nadie. Al no verlo, opté por esperar en un lugar más apartado del bullicio.
    Más cerca ya de la lonja del puerto, me senté sobre un montón descomunal de redes de pesca lo suficientemente cerca de los contenedores de carga como para que me divisaran con facilidad allí. Al mirar el paisaje desde aquel punto, me enfadé conmigo misma por haber idealizado el lugar. Sólo unos toscos catamaranes hechos a mano con troncos de mangos parecían recordar la historia de la rudimentaria navegación y pesca de antaño. Se llamaban dhows, y como antiguos faluchos imitaban a los pequeños barcos que suelen verse navegando por el lejano Nilo. Probablemente, alguien los trajo in illo témpore del mar Rojo.
    El tiempo pasó lento. Como un testigo mudo y solitario del atardecer, contemplé absorta en mis pensamientos cómo se iba vaciando el puerto. Alcé el puño, situándolo entre el horizonte y el sol. Cabía a duras penas, por lo que calculé que faltaba una hora para el ocaso. Los estibadores desaparecieron para dejar su lugar a otras gentes de más dudosa procedencia y legitimidad. Mujeres de alterne, borrachos y ladrones surgieron de la penumbra para dirigirse al único garito del lugar. Procuré concentrarme en algo placentero para no sentir miedo o inseguridad, pero no pude. Quizá mis amigos hubiesen equivocado mi fecha de llegada. Intuitivamente, busqué en la mochila el teléfono móvil, e incluso marqué el número de uno de ellos; estaba fuera de cobertura. ¡Cómo no lo había pensado! Estaban en un lugar donde el hambre es normal y una simple botella para llenarla de agua es un tesoro. ¡Cómo iba a haber una antena de telefonía móvil entre tanta pobreza! Debía de haberlo previsto con anterioridad y haber mandado un correo electrónico desde Nairobi recordando mi llegada. No tenía derecho a quejarme, y desde luego tenía que cambiar el chip de mi modernizada mente. Estaba en un país subdesarrollado en el que muchas cosas normales para cualquier occidental eran inimaginables. Me limité a dejar un mensaje por si acaso. Si no quería que la noche me sorprendiese en un lugar tan tétrico, tendría que ponerme en marcha sin más demora y buscar alojamiento.
    Al dar el primer paso, vi una pequeña luz de neón que daba a una especie de caseta naval. Un grupo de marineros asiáticos con un aspecto nada tranquilizador bajaban de un carguero mercante entre risas y tropiezos. Sabía que la mayoría de esos hombres probablemente llevaran meses sin ver a una mujer. La prudencia aceleró mis pasos.
    Mi único recurso en busca de ayuda se limitó a aquella caseta. El peso del equipaje me hizo romper a sudar de inmediato. La camisa de hilo blanco se adhería a mi piel. Todo me sobraba menos las ganas de localizar un buen colchón donde dar descanso a mis huesos después de una ducha.
    Ya estaba frente a la garita cuando un hombre fuerte y ancho de espaldas salió de ella. Mascullando insultos, tiró de la desvencijada puerta hacia sí hasta que consiguió encajarla en el hueco. Unió con la mano derecha una cadena a las dos anillas del marco de la puerta, mientras con la izquierda buscaba algo palpándose desesperado en los múltiples bolsillos del pantalón de campaña. Estaba a punto de ofrecerle mi ayuda cuando sacó un herrumbroso candado del bolsillo bajo la pantorrilla y lo cerró uniéndolo a la cadena.
    Llevaba un sombrero de lona calado hasta las cejas, y la tenue luz no me dejaba verle la cara. No se percató de mi presencia hasta que se dio la vuelta. La sorpresa se dibujó en su rostro al verme.
    —Karibú.
    Mi cara de incomprensión fue clara.
    —Significa «bienvenida» en suahili. ¿Puedo ayudarla en algo?
    Hablaba en un perfecto inglés. El lúgubre grupo de asiáticos pasó junto a nosotros apestando a porro y pachulí. Instintivamente, contuve la respiración y me eché hacia delante, intentando pasar inadvertida. No sirvió de nada, y me convertí en objeto de las bromas de aquellos hombres. Antes de poder contestarle, me interrumpió de nuevo.
    —Anochece y si quiere conservar la vida y la dignidad, no debería deambular sola por el puerto a estas horas.
    Intenté analizarle. Llevaba el pelo lo suficientemente largo como para entreverse unos rizos por debajo del ala de su sombrero. La camisa desabrochada dejaba al descubierto un pecho ancho y barbilampiño, cubierto por collares étnicos. Aquel extraño ser hubiese sido el perfecto prototipo de un cazador blanco si no fuese por su aparente juventud y porque la caza llevaba prohibida desde hacía décadas en Kenia. Tuviese la edad que tuviese, y aunque me pesase, era mi única salvación.
    Todo en aquel lugar parecía transcurrir a cámara lenta. Era como si el tiempo fuese más denso. Hasta su tono de voz grave y pausada sosegaba el ambiente.
    —Sólo busco alojamiento. Hace mucho tiempo que no duermo como es debido ni me ducho en condiciones. Llegué en el tren de Nairobi a Mombasa esta tarde. Éste era mi punto de encuentro, pero llevo ya cuatro horas aquí y sigo a la espera y sin noticias.
    Se quitó el sombrero sonriendo y me miró de arriba abajo descaradamente. Unas incipientes patas de gallo se dibujaron a los lados de sus ojos claros, lo que le envejeció hasta pasada la treintena de un plumazo. Se sacó una goma que tenía a modo de pulsera en la muñeca y echando la cabeza para atrás, se recogió el pelo en una coleta. Su melena era rubio ceniza a excepción de dos mechones más claros en el inicio de la frente. La profundidad de su mirada me impresionó.
    —¿Es usted española?
    Pegué un respingo sorprendida porque, a excepción de un marcado acento anglosajón, hablaba correctamente el castellano.
    —¿Tanto se me nota?
    Se caló de nuevo el sombrero y echó a andar. Me contestó metiéndose las manos en los bolsillos y sin dignarse ayudarme con el equipaje.
    —Mi madre lo era. Sígame, hay un hotel subiendo hacia fuerte Jesús.
    Su actitud demostraba lo introvertido que era a pesar de estar siendo para mí un verdadero conseguidor. Había oído hablar de ese tipo de hombres que se pueden encontrar en cualquier lugar remoto del mundo, pero nunca pensé que se toparía tan pronto con un espécimen semejante. En el caso de Kenia, desde que prohibieron la caza, muchos de los cazadores blancos se vieron obligados a trabajar al servicio de los occidentales proporcionándoles todo tipo de antojos y necesidades imaginables. Richard resultó ser un heredero de aquéllos. Sin duda, era de ese tipo de hombres que no disfrutaban hablando de sí mismos. Me cargué de nuevo, cruzando las asas de las mochilas por entre mis pechos; eso los resaltó, y percibí su mirada fugaz mientras asentía con aprobación como si no le viese.
    De nuevo buscaba algo, palpándose precipitadamente cada uno de los bolsillos de su polvorienta vestimenta. Tras dos minutos de frenética exploración dio con ello. Sacó un puro seco del bolsillo interior de su chaleco y un mechero zippo, que guardó en el pantalón a la altura del fémur.
    Intenté mostrarme agradable bromeando.
    —Yo que usted o cultivaba un poco más la memoria o cambiaba de indumentaria.
    Con decisión intentó encenderlo tres veces, pero la chispa no logró llama. Se desesperó y me miró de nuevo.
    —Mierda, se ha quedado sin gasolina. Si al menos tuviese uno de los de mecha. ¿Tiene fuego?
    —No fumo. Me costó, pero conseguí dejarlo después de múltiples noches de insomnio y algunos kilos de más.
    Me miró con indiferencia antes de chistar mirando hacia unos cubos de basura. De inmediato apareció un pequeño negro de unos cinco años que encendió una cerilla. Él le pagó con una moneda, zarandeándole la cabeza con cariño. El niño sonrió y desapareció de nuevo. El rostro de aquella pobre criatura rezumaba agradecimiento.
    Por un momento pensé en ignorarlo y continuar a solas mi camino, pero no tardé ni un segundo en contener mis impulsos. La idea de encontrarme a solas de nuevo en plena noche me causaba escalofríos; como dice el refrán, prefería malo conocido que bueno por conocer. Procuré convencerme de que la lasciva mirada que me había dedicado hacía sólo un momento había sido simplemente un instinto masculino de lo más primitivo, ya que al fin y al cabo podía ser diez años más joven que yo.
    Preferí restarle importancia, e intentando ser positiva, pensé que había sido afortunada al dar con alguien que dominaba mi lengua. Aquel hombre, a pesar de su rudo comportamiento, tenía recursos para solucionar problemas.
    Dio una calada profunda al puro, cerró los ojos disfrutando de su sabor y permaneció así unos instantes como si estuviese solo. Exhalando lentamente, dejó que el humo se filtrase por sus labios entreabiertos e inesperadamente recordó mi presencia. En silencio le seguí.
    De estar ubicado en Europa, el Palm Tree se parecería más a un trasnochado prostíbulo de carretera que a un hotel medio digno. La luz rosa que lo anunciaba parpadeaba a punto de extinguirse junto a una palmera tan vieja y mocha como el edificio al que daba nombre. Entramos decididos en el vestíbulo y mi desconocido guía tocó insistentemente la herrumbrosa campanilla que había sobre el destartalado mostrador.
    —¡Betti!
    Al final de un largo pasillo resonaron los pasos lejanos y cansinos de alguien que iniciaba el desganado camino hacia nuestro encuentro. No pude ocultar mi disgusto al alzar la vista. Las manchas de humedad ya secas habían descascarillado la pintura, y las molduras mudéjares que adornaban la intersección entre la pared y el techo amarilleaban tanto que marcaban aún más la decadencia de la deslucida decoración colonial de lo que pretendió ser y ya nunca sería.
    Cuando bajé la mirada, vi que mi acompañante me observaba fijamente. Sin quererlo, me sonrojé como una adolescente. Inmediatamente apartó la mirada y disimuló.
    —Sé que no es el Palace, pero la gobernanta es amiga mía y le buscará habitación sin problemas. Tenga en cuenta que se acercan los monzones, y en esta época muchos barcos se cobijan en nuestro puerto para esperar al resguardo que arrecie la tempestad. Sus tripulantes aprovechan el descanso obligado y copan todas las camas de Mombasa.
    Una mujer mestiza que aún retenía algo de una belleza tan antigua como la del hotel apareció detrás del mostrador. Al ver a mi acompañante, se le iluminó la ajada cara y sin el menor recato se abalanzó sobre él besándole ardientemente. Él la apartó con cuidado pero sin dejar de agarrar sus nalgas.
    —Traigo a esta muzungu para que la acomodes.
    Ella me miró con recelo, como si yo tuviese algo que ver con él. La manera que tuvo de presentarme me molestó tanto que preferí darle una explicación.
    —Me llamo Carmen. Soy investigadora y no turista. En principio no me quedaré mucho tiempo. Espero que me recojan muy pronto.
    Ella me ignoró por completo, dirigiéndose de nuevo a mi acompañante. Por algún motivo que desconocía, seguía contrariada.
    —Richard, te he dicho mil veces que yo no soy la dueña de este cuchitril. Cualquier día me vas a buscar un problema.
    Se dio la vuelta y miró en el cajetín, sacó la única llave que quedaba y me la tendió junto a un formulario.
    —Es la habitación 33. El generador se apaga a las doce, por lo que a partir de ese momento si quiere iluminación tendrá que encender la vela que hay en la palmatoria de la mesilla. Rellene este documento con sus datos y mañana cuando baje me lo entrega. Son exigencias del gobierno.
    Asintiendo, guardé las dos cosas en el bolsillo de la mochila junto a la sobada tarjeta que el tal Richard me había dado al entrar. Cargándome con el equipaje, no pregunté nada más. Ni siquiera le di las gracias al hombre. ¿Para qué iba a hacerlo? Adherido como estaba a la recepcionista, ni se hubiese enterado.
    Agotada por el interminable viaje, me duché con agua fría, ya que no existía otra opción, encendí el ventilador del techo y cerré el mosquitero que cubría la cama. Creo que perdí el conocimiento antes de posar la cabeza sobre la almohada. Estaba demasiado cansada como para pensar en lo que haría al día siguiente. Ya en posición horizontal entreabrí los párpados y me quedé dormida mirando fijamente las aspas del ventilador del techo. Se bamboleaba como si se fuese a descolgar en cualquier momento, pero no me importó. Como mi estado de ánimo, todo en aquel motel rezumaba decadencia.
    A medianoche, como me había advertido la mulata, se apagó el ruidoso generador y el silencio fue total. Sólo el lejano batir de las olas contra el arrecife y el ronroneo de una ciudad a medio adormecer mecieron mi sueño.

    Capítulo 6
    OCÉANO ATLÁNTICO. DE CABO VERDE
    AL CABO DE BUENA ESPERANZA
    DÍA DE SAN CARLOS DEL AÑO
    DE NUESTRO SEÑOR DE 1616

    La Santa Catalina surcaba cuidadosamente el camino imaginario que los mapas de los descubridores dibujaron en la inmensidad del océano. El capitán leía los cuadernos de bitácora de sus antecesores con el mismo interés que escribía el propio. Aquel día se cumplían siete meses desde que se inició el viaje. La Ruta de las Especias hacia las Indias orientales no parecía tener fin, pero la certeza de que Freiré de Andrade era un maestro en el arte de navegar tranquilizaba a toda la tripulación, incluida Isabel.
    Otra noche de insomnio la despertó, obligándola a salir de su camarote después de media hora larga intentando conciliar el ansiado sueño. Al levantarse, se cubrió la transparente camisola de puntillas con una toquilla de punto comida por las polillas.
    Una vez en cubierta se topó de bruces con el capitán Freiré, que había mandado al marinero de guardia a su coy y cubría su vacante aparentemente preocupado. En silencio y descalza, procuró poner cuidado para no pisar a otros dos marineros que dormían al aire libre y se dirigió hacia el imponente marino con ganas de conversación.
    —<; Desde cuándo los almirantes cubren la fría y soñolienta guardia de modorra?
    Al oír la dulce voz femenina de Isabel, Freiré se descubrió dejando al socaire su coleta despeinada.
    —De cuatro a ocho de la madrugada es la mejor hora para resfriarse, y el sollado habilitado para enfermos infecciosos está completo. No deberíais estar aquí si no queréis hacerles compañía.
    Aquel hombre era tan incapaz de perder la compostura de un noble caballero ante una dama como de mostrarse agradable. Quizá por eso sólo era capaz de recurrir a una esclava para el consuelo de un amor imposible. La soledad del mando durante los largos años de travesía le había agriado el carácter. Andrade hacía demasiado tiempo que vivía aislado y ya no recordaba cómo relacionarse con los demás sin parecer autoritario. Isabel de Várela ya le conocía, y precisamente por eso hizo caso omiso a su indicación. Con un gesto de cariño sonrió, mientras le anudaba el flameante lazo de su barba.
    —Señor, podréis mandar en la tripulación pero no en mí. Dicen que ya deberíamos ver la costa y que es probable que os hayáis perdido. Aseguran que después del intercambio de esclavos habéis pasado demasiado tiempo distraído en otros menesteres que os han hecho descuidar el rumbo. Algo de cierto ha de haber en ello, ya que el sextante no se os cae de las manos y los vientos de estos lugares suelen traicionar a los navíos empujándolos hacia el Brasil. ¿No fue precisamente por eso por lo que nuestros señores los Reyes Católicos de España, en el año 1494 de nuestro Señor, reconocieron la propiedad de esa parte de las Indias a los portugueses en el tratado de Tordesillas? ¿No fue acaso vuestro descubrimiento fruto de tanta pérdida?
    Intuí su preocupación al mirarme de reojo mientras comenzaba a divagar para sí mismo, algo usual en él.
    —No sé cómo sabéis tanto siendo tan joven. Sin duda, os cunde lo que vuestro preceptor os enseña.
    Isabel apretó la lazada, mesándole involuntariamente el cabello. El capitán hizo una mueca de dolor, apartándola con una esforzada delicadeza de su lado. Ella se azoró.
    —Lo siento.
    Freiré no le dio más importancia. Rascándose la dolorida barbilla, se vio en la obligación de darle una explicación.
    —En aquel tratado partieron la nueva tierra justo en un meridiano a trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde, nuestro próximo puerto de arribada. La parte occidental fue para Castilla mientras que la oriental quedó para Portugal. Pero ¡qué puede importar eso ahora si ambas navegan bajo la corona del rey don Felipe! Los siglos no mudan el sentido de los vientos, y aún hoy sigue siendo fácil que las velas se vean enredadas en los alisios del nordeste. Eso no quiere decir que nos hayamos visto involucrados en semejante desatino.
    El tono de su voz sonó tan grave y disgustado que delató lo que hasta entonces era un suponer, aunque él nunca lo reconociera sin reflejar su furia. Isabel decidió guarecerse de inmediato de su segura reprimenda. Antes de despedirse, puso como excusa la húmeda brisa nocturna y simuló cumplir con la reciente indicación del capitán. La corta experiencia de su vida le había enseñado a desaparecer lo antes posible en situaciones similares. Cada vez se sabía defender mejor sola; los sentidos se le agudizaron en cuanto comprendió que nunca más podría recurrir a nadie en los momentos complicados.
    Muy a su pesar, la pregunta que le había hecho al capitán vino al caso, porque al día siguiente cambiaron de rumbo y las sospechas de todos se tornaron de inmediato en quejas y murmullos. Sólo les quedaba esperar que el menoscabo no hubiese sido demasiado largo en leguas y tiempo, ya que los víveres escaseaban y el agua no llegaba a una cuarta.
    Gracias al Señor, a los cinco días, e inmersos en una calma total, divisaron las lejanas costas de Cabo Verde. En lontananza las montañas se alzaban fundiéndose entre la bruma con el horizonte. Tan lentos avanzaban que muchos fueron los que se desesperaron. En este angustioso trance murió el más joven de los marineros.
    Isabel quiso amortajarle sola y nadie se lo impidió, pues aunque era costumbre que lo hiciesen los parientes, padres, hermanos o tíos que se embarcaran con él, el chico sólo la tenía a ella como hermana adoptiva. Un artillero de baja estofa y peor corazón llamado Andrés Macedo se dirigió a ella con tono socarrón en el momento más dramático.
    —¿Para qué lo hacéis? Es absurdo. Antes de tocar fondo, un sinfín de alimañas marinas habrán satisfecho su voracidad con sus despojos.
    Ignorándole por completo, Isabel levantó la cabeza al cadáver para cerrarle los ojos. Al verse reflejada en sus dilatadas pupilas, se le saltaron las lágrimas. Dieciséis años tenían los dos, y Pepillo no cumpliría los diecisiete. De poco le sirvió el exvoto que con tanto cuidado había depositado en la capilla de las islas afortunadas a los pies de la Virgen del Carmen. Eran los novatos de un hastiado navío y eso, a pesar de sus diferencias estamentales, les hizo confidentes y solidarios desde el inicio de tan escabrosa travesía.
    Más de una vez habían hablado de la acechadora muerte, pero nunca la imaginaron tan cerca, aunque era extraña la semana que no añadían un cacillo huérfano a la saca de nadie. Maldito fue el día en que eligió aquella dama vestida de negro con guadaña y faz de bandera pirata envolver al amigo de Isabel con su enlutada capa. Él plantó cara con el brío que la juventud le otorgaba, pero al final cayó estrangulado por la ganzúa invisible de sus dedos huesudos.
    Sesgando una tira de tela del bajo de su camisa, le asió la mandíbula a la cabeza para mantener cerrada la boca.
    La enfermedad le había arrancado todos los dientes. Sus hinchadas encías le dibujaban redondo el contorno de la cara. No hacía ni dos horas que Isabel había ido a verle al sollado de proa con medio limón mohoso escondido en el regazo de su sayo. Le costó afanarlo del camarote del capitán, pero todo riesgo era poco si aquello le hacía bien al enfermo. Al verle, sólo pudo estrujar aquella fruta podrida para derramar ocho o nueve gotas entre sus labios y despedirse de él. Los gemidos contenidos durante días se le escaparon entre la inconsciencia y el dolor de sus deformados brazos y piernas. Acongojada por la impotencia al presenciar el final de una vida tan joven, corrió en pos del padre Lobo para que le diese la extremaunción. Aquel sacramento le ayudó a morir en paz.
    Una vez amortajado, el jesuita ofició una rápida misa de réquiem. Como si fuese su verdadera hermana, Isabel le besó, le hizo la señal de la cruz en su fría frente y se despidió de él para siempre. Cubrió su rostro con un pedazo del pobre lienzo que le envolvía a modo de sudario y, consciente de la necesaria premura en los funerales de a bordo, se separó para dejar sitio a los celadores.
    Los fornidos marinos lo levantaron para colocarle sobre la tabla. Alzaron el lado que estaba dentro de la borda haciendo palanca y el enclenque cuerpo resbaló inerte hacia el extremo opuesto. El sonido que hizo al lijar la madera chirrió en los oídos de Isabel y el húmedo chof le robó el aire del gaznate para llenarlo de lágrimas tan saladas como todo lo que les rodeaba.
    Las aletas de los tiburones que desde hacía días les seguían a sabiendas de encontrar en ellos un seguro alimento sintieron el batir rápido de la mar al abrirse y se precipitaron hacia allí para engullir al huésped recién arribado.
    Tan desventada navegaba la nave que, en vez de dejar atrás a Pepillo, la deriva impulsada por una extraña corriente quiso adelantarlo rozando la borda. Era como si el cadáver se aferrase a la superficie del mar como antes lo hizo a la joven vida que albergaba.
    Desde proa, todos lo observaban como espectadores involuntarios de la escena más tétrica jamás representada en corrala alguna. Alrededor del cadáver se formó un remolino y los hambrientos escualos hicieron hervir el agua, ensangrentándola con su agitado proceder. El primero en alcanzar a Pepillo fue el más grande de todos, uno albino que frente a los demás engulló de un solo bocado la mitad del cuerpo del grumete. El olor de la sangre fresca alertó a otros, que nadaron desde el profundo infierno a la superficie para servirse del despojo restante.
    Isabel, espantada ante esta visión macabra, sintió que se le revolvía el estómago produciéndole una nauseabunda arcada. A su lado oyó un impaciente sorber. Al virarse, observó asqueada al desagradable Andrés Macedo. De la comisura de sus labios secos manaba espesa su saliva. La gula que se dibujaba en las pupilas del artillero le produjo un escalofrío que encrespé todo el vello de su piel. Repentinamente, aquel rabioso marino pegó un brinco, tomó un arpón y sin apartar la mirada de la roja voracidad, corrió despavorido a subirse sobre el mascarón de proa.
    Isabel pensó por un instante que se había trastornado, pues no era extraño que muchos empezasen a perder la cabeza después de muchos días de navegación sin escalas. Con el arma en alto, esperó impaciente a estar justo encima de la tolvanera. Apuntó y con todas sus fuerzas lanzó el arma que previamente había anudado a un cabo. La cola de la sirena que hacía de mascarón se salpicó de rojo y toda ella quedó ensangrentada en cuanto tres marineros más acudieron a bracear el cabo en contra de la ferocidad del animal.
    Por una vez, el sádico artillero parecía haber hecho un favor a toda la tripulación. Cuando el tiburón se rindió cual toro picado y muerto, fue apuntillado por otros tres arpones y un tridente. El resto de los hombres vitorearon a los improvisados pescadores. Aquella noche cenarían pescado fresco.
    Al subirlo a cubierta, el animal aún coleaba. Tenía tantas hileras de molares que tocó a un diente por hombre. Muchos se lo pendieron del cuello. Al atardecer, a nadie pareció importarle la persistente calma que continuaba impidiendo la arribada a puerto. Desde hacía muchos días la comida estaba asegurada, y el capitán permitió disponer a todos del ron que quedaba.
    —¡Gracias, Pepillo! ¡Por Pepillo! —gritaron al unísono, alzando sus cacillos para brindar un alegre adiós al joven grumete.
    Despedazaron el gigantesco pez al son de tambores y dulzainas, que de inmediato se vieron acompañados por los cantos graves y melódicos de los joviales marineros. El usual silencio enlutado se vio eclipsado al probar aquel manjar inesperado, que endulzaba el agrio sabor de la salmuera en sus disecados paladares. Se disfrutaba del día a día porque la espada de Damocles se cernía sin excepción sobre sus testas. Cualquiera podría ser el siguiente, y sin duda lo habría. Llevaban siete meses de travesía y cada día que transcurría tranquilo era digno de celebración.
    Al amanecer, Isabel despertó con un ligero dolor de cabeza. Inmediatamente se arrepintió de haber accedido al ofrecimiento del capitán. No debió haber probado aquel orujo. Nadie mejor que ella sabía el efecto que el alcohol producía en las personas, y sin embargo se dejó tentar.
    Sólo el olor que despedía la barrica hubiese bastado para emborracharla. Tomó un frasquito de vidrio azul de bohemia que el capitán Freiré le había regalado en otra ocasión de malestar e inhaló rapé dos veces tapándose el orificio opuesto de la nariz. Más despierta ya, se asomó al alféizar del balcón de popa.
    Si al menos la nao se moviese... Los días últimamente se le hacían eternos, y ya casi había olvidado la fecha de inicio de aquel viaje sin retorno. ¡El navío hacía estela! Ilusionada por ello, subió las angostas escaleras para asomarse mejor por cubierta. Los marineros, con cara de resaca, tensaban foques y mayor jalando de los cabos con fuerza, mientras la brisa por fin inflaba tímidamente el trapo de las velas.
    No les era favorable del todo, pero veían tan cerca el próspero puerto de Cabo Verde que no les importaba ceñir para hacer dos bordos más. Siempre sería menos desesperante sentir el movimiento a soportar impasibles la quietud.
    Al arribar a puerto, todos salieron despavoridos a disfrutar sin mesura de las carencias sufridas. Esta vez el suelo tardó varias horas en cimentarse bajo sus pies, pero al final lo hizo y el mareo de tierra se le pasó. El capitán se dirigió de inmediato a la comandancia de abastos para reponer alimentos, bebidas y tripulación de la mengua sufrida en la última travesía.
    Los marineros sabían que la estancia en tierra duraría poco, y al acercarse la fecha de partida, las deserciones empezaron a menudear. La superstición de que la calma recién pasada sólo era una fiel premonición de la tempestad que se avecinaba al llegar al cabo de Buena Esperanza aterró a muchos.
    Diez fueron los que desaparecieron sin avisar. El capitán Freiré suplió su infamia con el alistamiento desesperado de otros tantos culpables de la misma falta con anterioridad. El hambre y la necesaria huida por sus pillajes les obligaban a refugiarse como marineros en el primer barco que llegase a puerto. No era buena la calaña contratada, pero, aun a sabiendas de su condición de forajidos, no había otra.
    En cuanto estuvieron a una distancia prudente de la costa pusieron rumbo al oeste-sudoeste para alcanzar mejor la latitud del temido cabo.
    Arrumbaron al este para divisar al poco tiempo las algas que las corrientes arrancaban del fondo del océano haciéndolas emerger a la superficie. Aquello les indicaba la cercanía de tierra, aunque no se divisase. La sonda lo confirmó. Por la profundidad que marcaba, debían de estar a un par de grados al sur del cabo de Buena Esperanza. Por aquel entonces se dispusieron dos hombres más de guardia. Todos los sentidos serían pocos a la hora de prevenir un embarrancamiento.
    Isabel corría de lado a lado de la cubierta entusiasmada ante cada animal que aparecía. No comprendía cómo aquellos hermosos seres pasaban inadvertidos para el resto. Avistó vacas marinas, pingüinos y albatros. Estos últimos, unos pájaros inmensos que permanecían parados en el aire durante mucho tiempo como si pendieran de un hilo en el cielo. Los pingüinos tenían medio metro de longitud. Mientras sus hembras pescaban nadando, las crías se hacinaban protegidas por los machos en la costa graznando como pequeños asnos. Aquellos extraños animales eran negros con la panza blanca y tenían una manera muy graciosa de caminar erguidos. Los más pequeños tenían enmarcados sus pequeños ojos con unos antifaces de color rosa. Cormoranes y alcatraces nos sobrevolaban presos de tanta curiosidad ante lo desconocido como la que ellos despertaban en nosotros. Una vez más, el padre Lobo se sintió en la obligación de adoctrinar a Isabel. De vez en cuando la alegría de su juventud se reflejaba en sus ojos, y aquel día era uno de ellos, a pesar del frío. Habían pasado de un calor insoportable a la gélida cercanía del Polo Sur, lo que la había hecho resfriarse ligeramente. El viento helaba los huesos de tal modo que nada servía de abrigo. Metida en la cama, rezaba a diario para que la paz continuase y las tormentas tan famosas en aquellos lugares nunca llegasen a asaltarles.


    A los dos días la paz se disipó. De poco sirvieron las oraciones de los píos o el cruce de dedos de los supersticiosos, porque el agua se encrespó coronando de espumarajos las olas. Pronto la mar llana se hizo marejadilla, aumentó a marejada y terminó enfureciéndose en tempestad. Para temor y desgracia de Isabel, tuvo que experimentar lo que tantas veces a lo largo de aquellos siete meses de travesía le habían contado. Hecha un ovillo y sentada en una esquina de su camareta, se guarecía de los golpes que los objetos mal arranchados podrían propinarle al volar por los aires. Rezaba para que lo que había de ser pasase rápido, temiendo por su vida.
    Las olas superaban los siete metros de altura de proa y de costado y les golpeaban ansiosas por convertir la zozobra en naufragio. Hasta el sol huyó. Era como si de golpe y porrazo se hubiesen sumergido en una noche perpetua y helada. Las tormentas no se sucedían, sino que se unían las unas con las otras para no otorgarles un momento de asueto. Apenas podían beber si no querían marearse, y toda la comida engullida había de ser sólida para que no bailase en sus panzas.
    Como tantas otras cosas, aquello también pasó, y la mar quiso respetarles para que prosiguieran la travesía. Una vez recuperada la calma, pusieron rumbo nordeste. Los vientos también hicieron las paces entre sí y por primera vez en meses quisieron ayudar a la Santa Catalina. Los monzones de empopada hacían volar la nave sobre el mar sin bandazos ni altercados. Era como si la tormenta les hubiese recompensado por el deterioro de sus jarcias con unas alas invisibles que les sostenían sobre las olas.
    Finalizaba noviembre y era seguro que hasta abril los vientos les seguirían siendo favorables. ¡Por fin algo constante y previsible entre tanto desbarajuste! La dirección de los monzones variaba según la estación. Para cuando esto ocurriese tendrían que haber arribado a su destino, ya que era bien conocido que en primavera los vientos rolaban al sudoeste hasta octubre.
    El padre Lobo se lo explicó a Isabel mientras ésta le rasuraba los lados de la barba de chivo. Concentrada en el quehacer, era ella la que se lo había preguntado.
    —Aquí, mi niña, en este lado del mar, hay dos estaciones marcadas por los monzones. La una, de noviembre a abril y la otra, de mayo a octubre; los meses intermedios son tan imprevisibles como tantas otras cosas.
    Eso le puso la miel en los labios.
    —¿Como mi devenir?
    Antes de permitirle contestar, le secó el mentón con el mandil que llevaba protegiéndose el sayo.
    —Explicadme, padre, si podéis, la importancia de esta Ruta de las Especias. ¿Por qué yo he de marchar tan lejos?
    Contenta con su obra, se sentó dispuesta a escucharle.
    —Para que lo entendáis necesito explicaros antes un poco de lo que acontece en nuestros reinos. Son tiempos de penurias, decadencia y pobreza. Es bien sabido que los portugueses no andan bien con los españoles y que desde el año de 1580 de nuestro Señor, cuando nuestras coronas se unieron, los lusos maquinan incansables la manera de independizarse de España. Más desde que se rumorea que las arcas reales están vacías. Sólo esperan llenar las mermas de su erario con las riquezas que los barcos traen de las Indias, ya sean orientales u occidentales. Nuestra hacienda depende ahora más que nunca de la riqueza que las tierras conquistadas y descubiertas nos brindan.
    »El conde duque de Olivares intenta reducir el estipendio con que contamos y poco antes de que zarpáramos promovió una pragmática prohibiendo el comercio con los aliados de Inglaterra y Holanda. Como son casi todos, nos hemos quedado aislados del resto del viejo continente. Todos los artículos de lujo han sido vedados por esa ley absurda.
    Isabel no sabía a qué se refería. Parecía estar eludiendo de nuevo una respuesta escueta. Si había aprendido algo durante el tiempo que llevaban viviendo a bordo de aquel cascarón, era que el anciano siempre se andaba por las ramas antes de concretar. Sería mejor dejarle a su aire, pero la joven le interrumpió:
    —Ahora que lo decís, recuerdo que en la taberna de Lisboa en la que el capitán me compró, varios recaudadores de la casa de Mina, la casa de los esclavos, Guinea e India, hablaron de ello disgustados. Ellos eran los reales escribanos encargados de dar cuenta a la corona de las mercancías que arribaban, y al parecer, les solicitaban mentiras en los informes que distrajeran una parte para el rey.
    El padre Lobo frunció el ceño incómodo y prosiguió.
    —Estamos lejos de aquel puerto y por eso creo que ha llegado el momento de entregaros algo que sé que os hará ilusión a pesar de atentar en contra de lo dispuesto.
    Le miró sorprendida mientras él señalaba a un punto determinado.
    —Ahí. Justo rozando el bajo de mi coy, hay un gran arcón de ébano con incrustaciones de marfil. Abridlo.
    Se dirigió a él segura de que le solicitaría un libro de horas, un rosario o un crucifijo. Con todas sus fuerzas asió del cerrojo y tiró hacia arriba. La madera hinchada por la humedad crujió aguijoneando su curiosidad. Quedó boquiabierta al comprobar que el contenido de la misteriosa arqueta difería en mucho del habitual equipaje de un fraile.
    —Vuestro futuro esposo, pese a las penurias que todos sufrimos, no quiere que os falte de nada y os obsequia con esto. Disponed de ello como mejor os plazca.
    Los preciados hatillos a los que se aferró el día de la partida eran pobres andrajos comparados con sus inesperadas posesiones. Ahora entendía por qué el capitán Freiré había intentado despojarle de ellos en el puerto de Lisboa.
    ¡Aquella arqueta era como el cofre del tesoro de un pirata! Joyas de oro, piedras preciosas y perlas, telas de batista, terciopelo, sedas adamascadas, mantelerías, tapices, alfombras, borlones, felpas de algodón listadas de oro y plata, encajes de Tournay, cuentas de cristal de la India, perfumeros chinos, calzas de lana, botones, zapatos, sombreros, turbantes, plumas, lazos, peinetas de carey, hueso, coral, marfil y todo un sinfín de ricos aderezos. De repente, Isabel se quedó parada. Una duda la asaltó.
    —¿Cómo podré aceptar todo esto si ni siquiera tengo un miserable sable que ofrecer como dote?
    —No os preocupéis por eso, pues es difícil regalar a quien de todo lo material anda sobrado. De todos modos, he pensado en ello, y además de entregarle vuestro amor, podréis regalarle estas botas. Le gustarán, pues allí pocos las calzan.
    A falta de todo, las tomó con gratitud antes de seguir indagando en el contenido de aquel arcón. El padre Lobo prosiguió:
    —Como podéis ver, el presente es digno de una reina. Con esto os será más fácil sorprender a todos los que acudan a recibiros en la bahía. En la orilla veréis muchos hombres diferentes, dependiendo de a qué tribu pertenezcan. Nosotros les llamamos a todos cafres, y los árabes les denominan zanj o gente negra, que es lo mismo. Los nativos que poblaban desde hacía siglos el gran imperio zanj desde Mogadiscio a Sofala se han casado con gentes diferentes. Ahora la clase dirigente en la costa es árabe, persa, hindú o shirazi. El mestizaje entre razas es normal allí adonde os dirigís.
    »Los hindúes y árabes se creen superiores a los zanj. Con nuestro ejemplo espero terminar con tanta diferencia entre razas, etnias y religiones. La tolerancia puede ser un camino a seguir no tan utópico como se supone.
    El anciano sonrió al ver cómo Isabel, entusiasmada, se enrollaba una seda al cuerpo. Distraída, daba forma a la tela, imaginando el diseño de la vestimenta que la engalanaría el día de su arribada. Su tono fue solemne.
    —Isabel. Me preguntáis incesantemente por vuestro destino. Habéis sido designada por Dios para reinar con justicia y ejemplo sobre todas estas gentes tan diversas, como nosotros lo hemos sido para evangelizarles armados con una cruz cargada de comprensión. Los dos tenemos que recuperar con diplomacia su quebrada confianza. Ellos no olvidan que nuestros mosquetes y cañones les sometieron a la fuerza.
    Pero ella no le escuchaba. En aquel instante sólo alcanzaba a preguntarse a sí misma el porqué de tanta demora en la entrega del presente.

    Capítulo 7
    MOMBASA, UNA PERLA DECADENTE
    4 DE NOVIEMBRE DE 2003

    Amanecí empapada en sudor. La humedad era tan espesa que taponaba todos los poros de mi piel, y la incesante lluvia no contribuía en nada a mejorar la situación. ¡Cómo podía haber sido tan estúpida! Justo había llegado a Mombasa en pleno inicio de la estación de lluvias. Si hubiese sido lo suficientemente precavida a la hora de preparar el viaje como para mirar el pronóstico del tiempo, sin duda lo hubiese aplazado para pasar las Navidades con mi hermana y mis sobrinos. Pero ya era tarde. Fuera arreciaba la tormenta tanto como en los días anteriores. Sonaba a catarata. No me levanté. Para qué iba a asomarme al alféizar si con el temporal no vería más allá de mis narices. Para qué vestirme si las callejuelas se ahogaban anegadas por torrentes y barrizales. La fuerza todopoderosa del índico se había anclado en la bahía para erosionar con furia la pequeña isla, y lo peor era que no tenía visos de amainar.
    Me abracé a la almohada con brazos y piernas añorando una caricia. Llevaba enclaustrada en aquel hotel veinte días aguardando noticias del padre Francisco y comenzaba a desesperarme.
    Aquella noche no fui dueña de mis pensamientos, y por alguna extraña influencia el conseguidor se infiltró eróticamente en mis sueños. Mientras intentaba vencer la modorra traté de recordar cuándo fue la última vez que había hecho el amor. Desnuda, me acaricié el pecho. El inesperado estímulo desató un deseo sexual desaforado.
    Me escoraba dando bandazos de inseguridad e incertidumbre. La luz tamizada por el estor de paja disfrazaba las imperfecciones de mi piel haciéndola tersa y joven. Aquel cuarto cuajado de hornacinas, espejos y falsos mármoles de escayola evocaba la decadencia pretenciosa que la antigua colonia inglesa dejó impregnada en Kenia. Todo lo que me rodeaba era tan de mentira como el orgasmo que ansiaba tener en aquel momento.
    Inmersa en mis fantasías de amor, procuré poner a mi efímero amante el rostro de mi salteador de sueños. Mi respiración se hizo más profunda mientras mi corazón se aceleraba. Ilimitada, mi imaginación se alimentaba de segundos solitarios a la espera de nadie.
    La tentación pudo más que la razón. Sentí con los ojos cerrados cómo mi mano acariciaba mi cuerpo desnudo, recorriendo sin pudor aquellas recónditas zonas rescatadas del más absoluto olvido. Me estremecí al sentir en la palma la erección de mis pezones. La humedad de aquel ambiente inmerso en lascivia acudió inevitablemente a mi entrepierna, restallando en jadeos que tuve que reprimir de inmediato.
    Alguien llamaba. Dudé un segundo si abrir, lamentando la interrupción. Desganada, aparté el mosquitero y tomé el reloj de la mesilla de noche. Eran las nueve de la mañana en Mombasa y las seis en Madrid. Aún no había conseguido desconectar del todo. Me levanté, envolviendo mi frenético trasiego en un pareo rojo y negro que pendía del respaldo de la mecedora, y acudí a la puerta. Era Betti, que me entregaba un telegrama, mostrándome la sonrisa radiante que la satisfacción me acababa de negar.
    Después de leerlo, me vestí rápidamente para bajar a la cafetería. Esperaría desayunando a que mi hermana estuviese en pie para llamarla y pedirle que mandase un correo electrónico a los misioneros agradeciéndoles la gestión. Para ella sería más fácil que para mí, a pesar de encontrarse al otro lado del mundo. En muchas ocasiones lo que en Europa era sencillo en África se hacía una empresa imposible.
    El padre Francisco se excusaba por la tardanza, pero las lluvias habían anegado los caminos y los viajes en esa estación se hacían impracticables. Nos veríamos en enero; hasta entonces podía disponer de la casa de la playa como si fuese mía. Gloriosa noticia, ya que estaba harta del cutre habitáculo en el que me hospedaba.
    Me daba la dirección de una librería La Taiyebi House, muy cerca del cine Kenya y en la acera de enfrente del mercado de Mackinnon. Allí el librero me entregaría las llaves de la casa. Además, me recomendaba el nombre del único hombre que conocía que podría guiarme hasta Turkana en el momento en que decidiese aventurarme a visitarlos. Un garabato deletreaba su nombre.
    El tiempo no tenía la misma medida en aquel continente que en Europa. Aun descartando la segunda opción que el padre Francisco me proponía, releí atentamente el nombre al que hacía referencia. Me sonaba. Rebusqué en el fondo del bolsillo externo de mi mochila y encontré la tarjeta arrugada y amarillenta que el conseguidor me entregó al dejarme en aquel lugar. Sin duda, el mundo era diminuto. ¿Acaso no existía otro hombre en toda Mombasa? Contrariada por la coincidencia, me dirigí a la cafetería del hotel.
    Desayuné con ansia un zumo de mango, una torta de trigo y un café con leche. Sin saber exactamente el porqué me dispuse a marcar el número de la tarjeta. Esperé pacientemente a que descolgasen hasta que saltó el contestador. Intuyendo que mi absurdo recado sería escuchado tarde y a destiempo, opté por colgar. Aquel hombre se me insinuó al mirarme la primera noche y no quería que pensase que mis intenciones podrían ser diferentes de las que me obligaban a llamarle. Pero ¿cuáles eran realmente mis propósitos? Ni siquiera lo sabía yo. La obligada soledad me estaba alterando. Además, el piar ensordecedor de la pajarera del fondo me hubiese impedido explicarme con claridad sin recurrir al grito.
    Betti rellenaba mi taza de café cuando sonó mi teléfono.
    —Soy Richard. Sé que acaba de marcar mi número, no me dio tiempo a cogerlo. ¿Quién es?
    —Carmen.
    Se hizo el silencio y comprendí que no me localizaba. Esperé un segundo a que la camarera recepcionista pluriempleada se alejase.
    —Hace veinte días nos topamos en el puerto y me trajo al Palm Tree.
    Inmediatamente me contestó en castellano y cambió el tono de voz.
    —¡La misionera abandonada de las mochilas! Por un momento pensé que era una amiga que aprovecha esporádicamente las ausencias de su marido cuando se va de safari a Tanzania para llamarme. ¿Necesita de algún otro servicio?
    Lo estaba haciendo de nuevo. Aquel egocéntrico debía de creerse el único conquistador de la costa suahili. Representaba a la perfección ese tipo de hombres que tanto me repatean. Improvisé y me inventé una excusa.
    —Siento decepcionar al Don Juan africano. Sólo quería contratarle como guía, pero como evidentemente el servicio que le solicito no le servirá para alardear de otro romance dudoso, prefiero desistir del empeño.
    Oí como colgaba. Sin duda, aquel joven y retrógrado aventurero no estaba acostumbrado a los desaires femeninos. Mejor así. En aquella ciudad tenía que existir otro tipo que hiciese lo mismo. Sólo la idea de tener que escuchar sus historias sobre conquistas durante las noches de acampada me aterraba. Repentinamente, su voz me sobresaltó.
    —¿Adonde tendríamos que ir?
    Aún tenía el teléfono en las manos y sonreía satisfecho por mi sorpresa. Sin esperar mi invitación, se sentó en mi mesa e hizo una señal a Betti para que le trajese una cerveza.
    —Me gustaría que me llevase a la misión Nariokotome, a orillas del lago Turkana.
    Asintió pensativo.
    —¿No vino usted de Nairobi? Turkana está mucho más cerca de allí. ¿Por qué no lo pensó entonces? Hubiese sido mucho más fácil, desde aquí tendremos que cruzar el país. Estamos en plena estación de lluvias y ahora no es posible. A principios de enero empieza la tierra a secarse. Tengo que llevar a un campamento cercano a unos biólogos. Mataremos dos pájaros de un tiro.
    Sabía de antemano que me contestaría algo parecido. Pensativa, comencé a despegar la etiqueta del botellín rascando con la uña. No sabía si el sueño de la noche anterior había sido premonitorio, pero estaba disfrutando con su presencia y la retendría jugando a la indiferencia. Sin mirarle a los ojos, contesté.
    —No tengo por qué darle explicaciones, y además no puedo esperar tanto.
    Disciplente se balanceó sobre las patas traseras de la silla.
    —No le queda más remedio.
    Insistí entretenida, mientras hacía un rollito con la etiqueta ya despegada del vidrio.
    —Le pagaré bien.
    —No espero otra cosa. Pero ha de quedar claro que además las condiciones las pongo yo. Saldremos en enero y no se hable más. Ya me debe una, y no está en situación de imponerse.
    Desesperada ante tanta prepotencia, le miré fijamente a los ojos mientras tiraba el rollito de papel sobado sobre la mesa.
    No me dio tiempo a contestar. Sin esperar réplica, se levantó, y sonriendo con sorna, se caló el sombrero impermeabilizado con grasa y se dispuso a salir. Estuve a punto de gritarle, pero me contuve. Como aquella noche en el puerto, me tenía atada de pies y manos. Me gustase o no, aquel embaucador era indispensable para mis planes.
    Un extraño escalofrío encrespó mi vello mientras lo observaba alejarse. Hacía mucho que no conocía a nadie tan diferente a mí y sin embargo, me atraía como el polo opuesto de un imán.
    Tragué saliva. Al fin y al cabo, tenía mucho que investigar en aquella decadente ciudad para ilustrar la historia de Isabel de Várela. No me vendría mal quedarme un par de meses en Mombasa inhalando los mismos olores que ella olió, pisando las mismas tierras, observando las mismas vistas, palpando las mismas materias e intentando empatizar con todos sus sentimientos. Busqué mi ocupamanos sobre el mantel, pero había desaparecido.


    Como suele suceder en todo, los días de estancia solitaria en aquel hotelucho de mala muerte hicieron que la pequeña casa de la playa me pareciera una lujosa mansión.
    Al más puro estilo colonial, tenía contraventanas de láminas que salvaguardaban sus cristales de la fuerza de los monzones. Toda ella estaba pintada de blanco, y el suelo era de amplios listones de madera que resonaban al andar. La chimenea servía a su vez de cocina. Constaba de un solo cuarto con una cama de ébano cubierta por un mosquitero, unos cuantos almohadones persas tirados por el suelo a modo de sofás y una mesa baja de bambú probablemente importada de la India. En el porche, un balancín de madera se columpiaba incansable a merced de la brisa marítima. Las cadenas que lo sujetaban al techo estaban tan oxidadas como los dos faroles que lo debían de iluminar de noche. Aquella modesta cabaña me sirvió para encastillarme en la serenidad más absoluta. Por las mañanas solía coger el matatu en la carretera que unía Malindi con Mombasa para apearme en el centro de la ciudad.
    La investigación absorbía casi todo mi poder de observación. Una mañana, rebuscando entusiasmada entre los legajos del archivo histórico de la ciudad, perdí la noción del tiempo hasta que las piernas me alertaron por el entumecimiento que sufrían. Entre calambrazos me dispuse a reanudar con movimiento el fluir de la corriente sanguínea. Me dirigí a la ventana. Los monzones soplaban y la lluvia golpeaba de nuevo sobre los cristales desfigurando todo en el exterior. Me sujeté los riñones, dispuesta a continuar leyendo para tomar notas en mi ordenador, pero la hora me hizo cambiar inmediatamente de opinión. Recogí todo y me dirigí al Tamarindo. Mi trabajo exhaustivo bien se merecía un suculento almuerzo en el mejor restaurante de la ciudad.
    No quería pensar en otra cosa que en mi tesis. Aquello me haría olvidar la obsesión por un reencuentro fortuito con mi particular conseguidor. La soledad me estaba carcomiendo el cerebro. Desde aquella terraza, la vista era espectacular. Al otro lado de la isla de Mombasa la lejanía cubría la ciudad de un halo mágico que escondía su decadencia. Me limpié a conciencia las manos en la toallita caliente empapada en agua mentolada y disimuladamente me humedecí la nuca para refrescarme. Concentrada en el menú del día, oí el bipbip de un mensaje en mi teléfono. Había marcado una y mil veces el número de Richard sin llegar a telefonearle. Abrí el sobre de la pantalla.
    —Los monzones demoran la salida. Saldremos cuando Alá lo permita.
    Sabía que todo era absurdo. Hasta aquello sonaba surrealista, ya que yo era católica. ¿O debería decir cristiana, ya que allí pocos diferenciaban a un anglicano de un católico, ortodoxo o baptista? ¿Cómo podía confiar en aquel hombre? No le conocía. Nuestras conversaciones hasta el momento habían sido secas y distantes, y sin embargo, ahora que se terciaba un acercamiento, yo no conseguía despegármelo de la cabeza. Mientras guardaba el teléfono, un pinchazo me trepanó el estómago obligándome a encogerme. Miré a la mesa.
    Un plato típico de kuku wakupaka a base de pollo cocinado en leche de coco especiado con arroz aún esperaba humeante junto a un zumo de pina. Contrariada por el despiste, me llevé la mano a la frente. ¡El hielo del zumo! Cualquiera que hubiese recorrido mundo sabía que en ciertos países el agua que sus paisanos beben es veneno para los occidentales, y pecaría de ingenua al atreverme ni siquiera a suponer que aquel cubito de hielo se hubiera fabricado con agua mineral.
    Después de vomitar hasta los higadillos, y temiendo una posible deshidratación, quedé tumbada sudorosa y mareada en mi oscura cama de ébano. A través del mosquitero todo se difuminaba a mi alrededor. Por primera vez, además de padecerla, temí la soledad. ¿Qué pasaría si perdía el conocimiento? Nadie me echaría en falta ni vendría a buscarme.
    El fuerte viento empujaba las gotas de lluvia contra los cristales de mi ventana, haciéndolas sonar como chinas de arena. A pesar del estruendo y el cansancio, conseguí dormirme. Era cierto que los monzones no avisaban, y lo más seguro sería esperar a que calmasen su furia. Como ellos, mi gastroenteritis claudicó a favor de un día soleado y una digestión sin dolor. Lo único que agradecí a aquella nauseabunda semana fueron los cuatro kilos que perdí.
    Una vez recuperada, como todas las mañanas me dirigí a Mombasa. Quería buscar algo para fabricar un adorno navideño que alegrase la casa en aquellas extrañas fiestas.
    Ya en la ciudad descansé un poco en el café Estambul antes de ir al mercado de Mackinnon para intentar comprar mangos, papayas y piñas. Al entrar, desistí de mi intento al ver como una nube de moscas revoloteaba sobre la fruta. Distraída, al salir de aquel alborozo crucé hacia la zona de las carnicerías. Al ver los cadáveres de los animales despellejados y colgados de sus ganchos, una arcada de repugnancia me recordó mi reciente enfermedad. El escrúpulo que demostré los primeros días de estancia en la ciudad poco a poco se convertía en absurdo.
    A un paso del puerto estaba la ciudad vieja, con su olor a salitre y especias. Me adentré entre sus callejuelas; al atardecer, cientos de tenderetes se montaban en ellas improvisando un zoco. Muchos de ellos ofrecían comidas: kebab, pichón frito o pastelitos de coco y miel.
    En los puestos de ropa igual encontrabas un sari que una chilaba, un caftán que una túnica, turbantes según la religión, y bui-buis negros que servían para esconder los rostros de las mujeres a excepción de sus ojos... Por debajo de aquellas holgadas y púdicas ropas, de vez en cuando asomaba por descuido una enagua de encaje rojo o fucsia. Pronto supe por la sensualidad de la ropa interior que pendía de las perchas de los tenderetes que aquellas mujeres tan tapadas se gastaban más en lencería que en lo que la escondía. No llegué a descubrir si por capricho propio o de sus maridos. Muchas de ellas, además, se pintaban los ojos con khol para hacer inescrutable su mirada. Compré un pequeño bote de madera con aquel polvo y un palito para probarlo. El que me lo vendió me aseguró que era curativo para los ojos.
    En los puestos de calzado se podían encontrar babuchas, chanclas, sandalias y zapatos de lo más variopintos. Un tenderete de especias me llamó la atención por el colorido de sus sacos, que casi refulgían cegando a su admirador, y eso por no hablar de los aromas que emanaban. Los rojos, naranjas, amarillos y ocres me impulsaron a fotografiar aquel inesperado arco iris. La vendedora me miró con desprecio mientras se tapaba la cara girando la cabeza.
    Persas, árabes, hindúes, occidentales, kikuyus y masais hacían de Mombasa la ciudad más multirracial y cultural que nunca había visto. Nadie parecía detenerse a observar a nadie y era muy fácil pasar inadvertido entre tantas costumbres diferentes. El respeto reinaba entre todos mediante un sutil oscurantismo que protegía a cada etnia de las demás. Las veinticuatro mezquitas, la catedral y los templos hindúes se encontraban desperdigados por toda la ciudad de un modo tan anárquico como sus feligreses.
    Entusiasmada por todo lo que me rodeaba, perdí la noción del tiempo y la orientación. Inmersa en aquel laberinto de tenderetes, no me di cuenta de que las callejuelas eran cada vez más angostas. Tanto que situada en el medio y extendiendo los brazos podía tocar las dos paredes laterales tiznándome las palmas de cal. Me recordaron a las antiguas juderías españolas. En aquella ciudad se podía pasar del ambiente más refinado al más pobre en sólo un minuto.
    Cuando los muecines llamaron a oración y una lechuza enjaulada anunció el atardecer, miré mi reloj de pulsera. ¡El tiempo se me había pasado volando y ya no tendría más remedio que contratar un taxi para regresar a casa antes de tentar más a la suerte jugando con mi seguridad! Pronto me empecé a desesperar. Todas las callejas eran iguales en aquel zoco y para colmo, el lugar se estaba quedando desierto ahora que la inmensa mayoría de comerciantes daba por finalizada la jornada y echaban la persiana.
    Al detenerme confusa, una intuición me hizo girarme para mirar atrás. En ese preciso momento un joven se escondió en un portal. Sin volverme de nuevo, aceleré el paso con el pavor que me producía el escuchar como sus zancadas ganaban terreno. Solté todos los paquetes que llevaba y comencé a correr despavorida. Al mirar hacia atrás, vi como el acechador se disponía a hacer suya la abandonada mercancía.
    Aún estaba despistado cuando me choqué con alguien que me abrazó. Cerrando los ojos, temblé entre aquellos brazos sin atreverme a mirar. Acababa de librarme de un atraco y ahora me enfrentaba a algo peor.
    —Le advertí que tuviese cuidado. Llevar una cámara tan ostentosa en lugares tan inseguros supone una tentación difícil de eludir. ¿Qué hace por la noche a solas deambulando por la ciudad?
    Me dejé abrazar con gusto, cobijándome en su pecho y musité temblorosa:
    —Gracias a Dios, Richard. Me había perdido.
    Me separó de él.
    —Aquí debe cuidar de sí misma sin bajar la guardia.
    —Lo sé, y es lo que procuro hacer, pero a veces me siento tan cercada por esta isla como ella por los canales de Mombasa y Kilindini. ¡Y eso si no pienso que la única salida está en el paso de Makupa! Es angustioso y claustrofóbico. Necesito salir de aquí.
    —Me debe dos, y como siga así, llegará un momento en que se sienta tan comprometida conmigo que no sepa cómo agradecérmelo.
    Abrió los ojos y arqueó las cejas en tono burlón.
    —Sólo le puedo dar un consejo. Hay muchas historias en África que encandilan a sus visitantes, pero tiene que descubrirlas con los pies en la tierra y usted sueña demasiadas veces despierta. No se precipite y empiece a comportarse como los de aquí. El tiempo no transcurre y la prisa no existe. Ellos, al verla tan acelerada, dirían: «Haraka baraka harina baraka», que significa «no hagas hoy lo que puedas hacer mañana».
    Sonreí.
    —Querrá decir: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy».
    Él me devolvió la sonrisa, negando divertido.
    —¡Cuánto tienes que aprender aún de esta ciudad!
    Sentí su respiración en mi oído y un cosquilleo me invadió. Era la primera vez que me tuteaba.

    Capítulo 8
    RUTA DE LAS ESPECIAS
    DÍA DE LA NATIVIDAD DEL AÑO DE
    NUESTRO SEÑOR DE 1616

    Pasado el cabo de Buena Esperanza, llegaron a Lourenço del Marqués, apodado «el cementerio de los portugueses» porque muchos de los que sobrevivían a la enfermedad de las encías morían allí de disentería, cólera, malaria o fiebres palúdicas. Los mosquitos, chinches y demás insectos hacían su agosto cual parásitos portadores de calamidades. Como no había un lazareto donde aislarlos, los contagios se propagaban sin parangón.
    Aquel día, anclados en la mitad de la bahía, se disponían a celebrar la natividad del Señor. Al aparecer Isabel en cubierta, el padre Lobo, que andaba disponiendo el altar para la misa del gallo de aquella noche, la miró de arriba abajo sorprendido.
    Hacía más de una semana que con el trasiego habitual que implicaba la llegada a puerto no la veía. Ella había permanecido enclaustrada en su camareta cosiendo sin descanso. Por la expresión del fraile dedujo que el resultado de tanto quehacer había sido más que satisfactorio y se sintió orgullosa. Sobre su sayo y con mucha paciencia había cortado, hilvanado, cosido y bordado un vestido.
    Para ello tomó la seda encarnada del inesperado ajuar con el que su futuro esposo la había obsequiado. Las alhajas, acordes con el color y textura de las telas, las eligió con sumo cuidado. Del pronunciado encaje del escote prendió dos broches de brillantes a juego con las pulseras que sujetaban los bordados puños de sus muñecas. Dos plumas de oro cruzadas a la altura del moño hacían las veces de tocado. Al cinto de raso de su cintura cosió su camafeo, pues las alhajas no le hicieron olvidar su humilde herencia.
    El padre Lobo la asió de las dos manos, alzándoselas para admirarla. Ella se dejó guiar con gusto.
    —¿Os percatáis de que Jerónimo podría haber tenido un cuantioso harén entre mujeres, concubinas y esclavas?
    Se encogió de hombros. La verdad es que no esperaba ese comentario. Sólo quería preguntarle si sería visto como pretencioso por la tripulación que se vistiera así aquella noche. El fraile la obligó a dar una vuelta sobre sí misma.
    —En cuanto os vea, sé que no se arrepentirá. Sin conoceros, ha renunciado a las mujeres más bellas. Vos sois la elegida de entre todas y no es extraño. ¡Estáis preciosa!
    Con tanto piropo se sonrojó. La belleza ensalzaba a una mujer y en su caso le hacía sentirse más segura para afrontar lo que se le había impuesto. No quería defraudar a nadie en su reino. Para ello pondría todo su empeño en cautivar a sus súbditos desde el primer momento con la elegancia y nobleza de una gran dama.
    —Habladme de sus virtudes para que el encanto sea recíproco. Quién sabe, quizá Dios nos bendiga con el amor con el que cualquier mujer sueña y éste surja entre los dos.
    Al padre Lobo no le costó enumerar sus cualidades.
    —Ama la sabiduría. Vela por la verdad y admira la belleza. Procura gobernar a su pueblo con justicia, castigando a los rebeldes si es necesario. Es generoso con los que lo necesitan y escucha a los que lo requieren. Ansia el bien de los suyos y huye del mal como de la malaria. Conoce bien nuestra religión y por eso la eligió, repudiando la de su padre. Quiere a nuestro Dios y predica con su palabra y ejemplo convenciendo a los herejes de su descarriada condición. Insta a unos para que abandonen a Alá y a los otros para que repudien a los cientos de dioses que adoran. Castiga a los que aún ofrecen sacrificios animales para obtener una gracia divina que nunca llegará. Pero la labor es lenta y lo sabe.
    Isabel, apoyada sobre la regala de estribor, dejó que su mirada descansara perdida en lontananza. No quería interrumpir el elogio que le estaba dedicando a su futuro marido.
    —Si es tan sensible y cariñoso, habrá construido un lugar para que nuestra familia crezca. ¿Cómo será mi hogar?
    El padre Lobo se frotó las manos. Sabía por su actitud y aspecto soñador que Isabel ya había aceptado su destino. De él dependía ahora que lo hiciese de buen grado. Sin duda, disfrutaba saciando su curiosidad.
    —El palacio de vuestro difunto suegro era largo y estrecho. El techo estaba cubierto con hojas de palmera secas y sus toscos muros estaban construidos con paja, barro y excrementos de animales para alejar a los insectos. Contaba con una sola estancia donde recibía en audiencia. Los más viejos le recuerdan recostado sobre un trono de madera y cubierto de pieles de animales salvajes. Era temible y tenía como ídolo a un pirata turco llamado Grang. Siguiendo sus pasos, dicen que pagaba grandes cantidades de oro a todo cafre que le trajese la cabeza de un cristiano. Cuando tuvo suficientes como para dejar un campo sembrado de cuerpos decapitados secó los cráneos, los ordenó limpiar y los utilizó para enlosar el tétrico suelo de su palacio.
    Isabel abrió los ojos y la boca como si se le hubiesen pegado una patada en el estómago. El espanto se reflejó en su ceño fruncido y hasta las plumas de su tocado se le erizaron. El padre Lobo, al ver su cara de horror, sonrió.
    —¿Macabro, verdad? No os preocupéis. Todo aquello ha desaparecido y el infierno se ha hecho paraíso. La regia choza quedó completamente destruida cuando los cañones del fuerte Jesús acallaron sus rebeldes tambores. Aquel bárbaro terminó muerto por los nuestros, y a su hijo Jerónimo, siendo aún muy niño, nos lo llevamos a Goa para educarlo entre gentes civilizadas. A sus dieciocho años ha sabido abrazar nuestra religión, costumbres y creencias. Y por ello se le ha recompensado devolviéndole el mismo reino que su padre esquilmó de vidas y honores. Ahora os aguarda en el hermoso palacio que hemos construido para vuestro albergue.
    La frente de Isabel permaneció arrugada. Esta vez de indignación. Si no fuese porque adoraba al padre Lobo, se hubiese enfadado de verdad. Aquel anciano tenía un sentido del humor bastante extraño y desagradable. Suspiró tres veces para conseguir el sosiego y continuó preguntando:
    —¿Se parece el palacio actual al anterior?
    El fraile negó a la vez que soltaba una alegre carcajada.
    —Sois ingenua de verdad. ¿Nos creéis capaces de dejaros en semejante chamizo? Sólo os diré que vuestra vestimenta es digna del marido y el hogar que os aguardan.
    Riéndose aún y negando con la cabeza, se alejó divertido.
    Isabel quedó apoyada en la misma posición. La figura difuminada de un pequeño niño observando con orgullo la regia efigie de su progenitor, sentado sobre una pila de relucientes victorias en forma de cráneos, le produjo escalofríos. ¿Cómo sería en el fondo Jerónimo de Chilingulia? ¿Se habría convertido de verdad en un cristiano civilizado? Sacudió la cabeza para borrar aquellos desagradables pensamientos de su sesera. Desenredando uno de los largos pendientes del bucle en el que se le había enganchado, trató de convencerse a sí misma.
    —Acéptalo, Isabel, sin dudas ni titubeos. Los padres agustinos le convirtieron para siempre con la intercesión del Espíritu Santo, y no hay converso más fiel que un apóstata convencido de su error. Confía en el padre Lobo. ¿Qué otro remedio te queda?
    Cerró los ojos intentando dar forma a su efímera narración. No pudo. El fraile le había hablado de las cualidades interiores de Jerónimo, pero no le había descrito una sola particularidad de su semblante o apariencia. ¿Cómo sería? Fornido, moreno, con el pelo liso o rizado... Quizá se hubiese dejado barba y mostachos a la usanza portuguesa, o por el contrario fuese barbilampiño. ¿De qué color tendría los ojos? Ahora trocaba la amargura del pasado por los sueños de futuro.


    Recibió el año de 1627 sentada en jarras sobre el bauprés. Tarareaba una salve típica de los hombres de la mar cuando le pareció oír un susurro. De inmediato miró hacia abajo, sintiendo un vértigo placentero, una libertad inigualable, una soledad celestial y sobre todo un salado regocijo. Allí sentada y quieta, precedía a la Santa Catalina sesgando la inmensidad del océano sin miedo ni temor a nada. Fue como si, repentinamente, la venerable que daba nombre a la nao la hubiese armado dama guerrera con el toque de su espada en los hombros y sabia con la entrega de su libro.
    Arqueando las cejas, sonrió; la sirena del mascarón de proa señalaba hacia Zanzíbar. Desde su altanera posición no alcanzaba a verle nada más que la larga y alborotada melena, pero sabía que, de algún modo, aquella presumida talla de madera debía sentirse halagada, puesto que había guiado a la nao hasta ese punto sin percances. La sombra de algunas islas se dibujaba en el horizonte. Una vez allí, su sirena recibiría el lustre que el constante batir de las olas le había robado.
    —¿Lo veis, sirena? Celasteis por una travesía victoriosa y lo habéis conseguido. Don Francisco Lobo dice que aquella es la isla más bella de las que nos quedan por ver antes de arribar. Aprovecharemos esta última escala para reponer jarcias, limpiar el casco y repintaros de nuevo.
    Ya pasaron por Lamu, y les quedaba Pate, con sólo cuatro leguas de longitud. Simo, que era la más pequeña de todas y en la que por las noches su selva se hacía ruidosa por la llamada de las bandadas de lechuzas que anidaban en sus ramas. Ampaza, que ya contaba con un puente y una iglesia. Sin olvidar Pemba. Kilwua, Malindi y Mombasa, que serían los últimos puntos de derrota en aquel plano trazado. ¡Eran tantos y tan extraños los lugares que el padre Lobo le describía que a Isabel le sorprendía recordarlos sin aún conocerlos! Daba gracias al Señor por haber contado con él para prepararse a lo largo del camino, ya que no podía imaginar mejor maestro.
    Su voz sonó acelerada tras ella. Pedía a Isabel que se guareciera de inmediato. A ella no le dio tiempo a obedecerle, ni siquiera a pensar en el motivo de tanta alarma, ya que en ese preciso instante sintió como algo duro semejante a un palillo con vida se le posaba en el escote. Espeluznada, apartó de un manotazo aquel inmenso saltamontes de su piel. Era el primero de un sinfín, porque al segundo una oscura nube alfombró la cubierta de la Santa Catalina sembrándola de insectos. Las langostas que no cupieron sobre el navío se posaron sobre la mar para morir ahogadas como soporte de las más rezagadas antes de proseguir camino. El asedio duró un suspiro que se hizo eternidad. Presos de un frenético espantar, la tripulación se golpeaba a sí misma para librarse de la plaga.
    Al recuperar la tranquilidad, vieron estremecidos como la nube se dirigía hacia Zanzíbar. Ni siquiera cien incendios podrían compararse al destrozo que causarían en la isla. Fue entonces cuando el capitán Freiré, después de contar los víveres que quedaban en las bodegas, decidió continuar sin hacer escala.
    Como Vasco de Gama hizo hace casi ciento treinta años, entraron en la bahía de Mombasa sobre las cinco de la tarde de un sábado del mes de abril. Pero a diferencia del conflictivo desembarco de su antecesor, su recibimiento fue clamoroso. Después del tiempo que llevaban navegando, agradecieron que nadie les cortara las anclas como al gran navegante. Los lugareños no osaron tacharles como a él de deshonestos o ladrones. Muy al contrario, hasta los cañones del fuerte Jesús les saludaban con salvas. Los tiempos de la desconfianza entre portugueses y nativos parecían haber pasado a formar parte de una historia olvidada.
    Isabel, desde la borda, admiraba por primera vez lo que sería su futuro hogar. Sólo deseaba que la concordia fuese real y que aquel fuerte de paz nunca se derrumbase a pesar de las diferencias raciales y culturales que evidentemente existían. Si aquello era verdad, su pequeño y futuro reino sería un buen ejemplo a seguir para muchos. El padre Lobo culminaba nervioso y sin concierto su última lección antes de despedirse.
    —Allí los tenéis. Aún no lo distinguís, pero en el centro de la multitud hay una silla de manos que esconde a vuestro prometido. Seréis debidamente presentada a él por los tres padres agustinos que vienen a recogeros. Recordad que os encontraréis con algunos negros a los que llamamos muzungulos. Desconfiad de ellos, son los más simples y aparecen poco en la costa, ya que la mayoría acaban engrosando los mercados de esclavos. También toparéis con comerciantes originarios de la India que...
    Con toda la confianza de tantos meses de travesía juntos, Isabel posó su dedo índice sobre los labios del fraile.
    —Me temo que os repetís, padre. Todo eso ya me lo dijisteis. Dejadme ahora aprender en silencio.
    Bajó el tono de voz, a pesar de que su nerviosismo se acentuaba con el batir de los remos que impulsaban la barcaza que la recogería. Dos mujeres casi desnudas lanzaban flores de hibiscos al mar para engalanar el pasillo de su bienvenida. El padre Lobo no se dio por vencido.
    —No creáis que todo es hermoso, Isabel. Hay mucho rencor escondido tras esta máscara de paz y sosiego. Sólo os puedo dar un consejo más: nunca bajéis la guardia. Observad todo lo que a vuestro alrededor acontece y preveníos por lo que pueda pasar.
    Isabel se enojó.
    —¡Dichosa manía la de no callar! Padre, os solicito por segunda vez silencio. No amarguéis este dulce momento.
    El fraile se encogió de hombros, farfullando resignado entre dientes.
    —Sois muy niña. Sólo queréis escuchar lo bueno, cerrándoos a lo malo. La vida os enseñará, Isabel. Ella me supera en mucho como tutora.
    Isabel se arrepintió de inmediato por su desagradecido proceder. La barcaza que venía a recogerla estaba ya muy cerca, y él ya no la acompañaría en esa corta travesía. Con cariño tiró hacia sí del cordón que asía la cintura de su hábito, y cuando le tuvo a un paso le besó en la frente.
    —La diferencia de edad y el respeto que os tengo me amparan para hacer esto. Durante este año habéis sido para mí mucho más que un simple tutor o confesor. Me habéis consolado al principio, cuando la incertidumbre me hizo sentir la mujer más desvalida, solitaria y abandonada de esta tierra. Me guiasteis, enseñasteis y advertisteis sobre lo que encontraría, y me habéis preparado para afrontar un mundo diferente y desconocido.
    Sus viejos ojos se tornaron cristalinos, y el sonrojo acudió a sus arrugadas mejillas. Mordiéndose el agrietado labio inferior, la frialdad del deber clerical sólo le permitió emocionarse negando con la cabeza. Aquel humilde soldado de Dios había sido para ella, sin saberlo, el padre ejemplar que hubiese querido tener y no tuvo.

    Capítulo 9
    UN SAFARI INESPERADO
    MASAI MARÁ 19 DE ENERO DE 2004

    Por fin iniciábamos el camino a la misión. Desde Mombasa tomamos un vuelo regular de Kenia Airlines hacia Nairobi. En el mismo aeropuerto de Jomo Kenyatta, Richard hablaría con un primo suyo que tenía una avioneta. La alquilaríamos para que nos llevase lo más cerca posible de la misión en Turkana.
    Lo único que nos quedaba por conseguir era un vehículo con tracción a las cuatro ruedas que esperara en el lugar que eligiésemos para aterrizar, sin olvidar al guardaespaldas turkano que, como hermano de los moradores de esas tierras, conociera la zona, el dialecto, los caminos de cabras sin señalizar que nos llevarían a nuestro destino y las costumbres de los que a nuestro paso saliesen. Según Richard, aquel hombre sería imprescindible, pues muchos de los de aquella tribu eran casi tan primitivos e impredecibles como los masais.
    Sólo nos ahorraríamos el conductor, ya que Richard se sentía capaz de sentarse frente a un volante situado a la derecha y enfrentarse a la única norma de circulación que parecía imperar en aquellas carreteras dejadas de la mano de Dios: el valor.
    Sentada sobre una silla de plástico verde fosforito que estaba atornillada al suelo, esperaba a que Richard terminase las eternas negociaciones con su primo. Desde que comprendí que la paciencia nunca era suficiente en África y decidí armarme de ella, todo comenzó a afectarme menos. Ya no recordaba cuándo había dejado de mirar el reloj, e incluso me sentía extraña al llevarlo asido a la muñeca.
    Cansada de analizar todo y a todos los que pasaban a mi alrededor, desplegué el mapa de Kenia que llevaba en la mochila, en el que había señalado con una línea entrecortada la ruta de derrota a seguir hasta la misión. Lo miraba una y otra vez intentando aprenderme de memoria su geografía y así no sentirme perdida. Cada vez que lo hacía me imaginaba aún más distante de España. Aquel país lindaba con algunas de las naciones más pobres y conflictivas del mundo. Al norte, Somalia, Etiopía y Sudán. Al oeste, Uganda; y al sur, Tanzania. Los kenianos hablaban de sus vecinos con cierto tono de superioridad, puesto que se sabían los más ricos.
    Negué con la cabeza para mí misma.
    —Ser rico entre pobres no es digno de alarde.
    Sentí como el hombre que estaba sentado a mi lado, al escucharme, dejaba de apuntar en un cartel de safaris organizados el nombre de los muzungus que venía a recoger. Al comprobar que notaba su mirada, me preguntó:
    —¿No tendrá una revista o periódico español por ahí? ¿Hola, Semana, Diez minutos? Algo que me cuente la vida de Penélope Cruz o de los jugadores del Real Madrid.
    Negué sorprendida por su casi perfecto dominio de mi idioma, y quise comprobar si me entendía.
    —Hace demasiado tiempo que estoy aquí como para conservar alguna. Además, no entiendo de fútbol y la prensa rosa no me atrae en absoluto. Creo que llenar mi existencia con la vida privada de los demás no me aporta nada en absoluto. Sólo tengo libros.
    Aquel hombre se encogió de hombros defraudado. Su pesarosa actitud me intrigó.
    —¿Para qué las quiere?
    —Para mejorar mi español. La universidad en Nairobi es cara y los libros de texto prohibitivos. Por eso tuve que recurrir a las revistas. Con ellas he aprendido a hablar español, italiano, francés y un poco de ruso. Gracias a eso, hoy tengo un trabajo de guía y puedo mantener a mi familia en el pueblo. Es un primer paso, ya que en realidad lo que más me gustaría sería dedicarme algún día a la política. ¿Sabe que nuestro presidente es kikuyu como yo?
    Abrí los ojos admirada. Aquel joven era inteligente y ambicioso. Si hablaba los otros tres idiomas como el español, con el suahili y el inglés ¡dominaba seis lenguas! Seis sin apenas ayuda ni medios para conseguirlo. ¡Cómo me hubiese gustado contar con un alumno así en la universidad! Si los redactores de aquel tipo de prensa supiesen de la labor cultural que hacen en Kenia no dudarían en donar los números atrasados a alguna de las múltiples ONG o misiones que operan allí.
    Mi acelerado descubrimiento se sobresaltó de repente.
    —Lo siento, la tengo que dejar.
    Aquel hombre, al ver que una nueva nube de turistas salía de la puerta de llegadas internacionales, se levantó corriendo y alzó el cartel que llevaba: «Señores de Fernández».
    Me hubiese gustado hablarle de las becas para estudiar que tienen los alumnos más brillantes en España, pero para qué, sólo le hubiese tentado con un caramelo que nunca podría saborear. Me extrañó su agitación entre tanta calma.
    Plegué el mapa que aún tenía sobre las rodillas al ver aparecer a Richard sonriente entre la multitud.
    —No lo dobles. Antes hay que añadir tres líneas más al camino a seguir.
    Fruncí el ceño a la espera de una explicación convincente.
    —Señora, tengo una sorpresa preparada para usted. No se puede uno despedir de Kenia sin ver ciertos lugares. Hazme caso y déjate llevar por tu conseguidor. Aunque parezca premeditado, te aseguro que no lo es. El piloto nos llevará hasta Turkana por un módico precio siempre y cuando le acompañemos antes a transportar a algunos pasajeros que le contrataron hace meses. Ellos han venido de safari fotográfico y se niegan al traqueteo de los caminos.
    —¿Cuánto nos demoraremos? —Cuatro días. Te prometo que no te arrepentirás. —Desde que salimos de Mombasa, me guste o no, estoy atada a ti. Sonrió.
    —¡Qué maravillosa y extraña sumisión! Le di un empujón. —Aún puedo cambiar de opinión.


    Sobrevolamos el valle del Rift. El verdor de las llanuras fue amarilleando poco a poco hasta secar su color, convirtiendo la hierba en paja y los frondosos cultivos en ganado pastando. Atrás quedó el monte de Kenia, y más allá de la infinita llanura creímos divisar en lontananza las cumbres nevadas del Kilimanjaro.
    Atravesamos la línea del ecuador, donde un hombre nos demostró con un cubo y un embudo cómo el líquido desaguaba girando en una dirección en el hemisferio norte y al contrario en el sur. Nunca pensé que la fuerza de Coriolis fuese tan evidente en ese punto. Supe por Richard y sus comentarios con doble sentido que no sólo el agua gira a contrarreloj, también las plantas trepadoras como la de la fruta de la pasión lo hacen.
    Nos dirigíamos al territorio de Masai Mara. En realidad, era una lengua del Serengueti tanzano que quedó en Kenia por capricho del antiguo reparto que los occidentales hicieron del continente africano en su momento.
    Desde la altura divisamos la polvareda que levantaban los vehículos todoterreno y los matatus en su frenético peregrinar por los senderos de la amarillenta sabana en busca de una presa fácil para el objetivo de sus cámaras fotográficas. La niebla rojiza de polvo, alzado debido a la diferencia de temperaturas en las corrientes de aire, se quejaba formando pequeños remolinos que crecían surcando los campos según alcanzaban velocidad.
    Distinguí plantaciones de té y café, plataneros, maíz, patata y legumbres. Conté con los dedos de una mano los tractores y por cientos los trillos y arados que remolcaban burros y personas. De vez en cuando una gran manada manchaba los pastos. El piloto descendía sobre ella para que los prismáticos nos ayudasen a distinguir el tipo de animal que la formaba. Unas veces eran ñus, otras facóceros, elefantes, gacelas, impalas, antílopes, búfalos, cebras, avestruces o rinocerontes. Los leones, leopardos y guepardos nos fue imposible divisarlos desde la altura, ya que sesteaban la mayor parte del día.
    Junto a los turistas que transportábamos, pasamos tres noches en campamentos de lujo que, como pirámides aisladas en el desierto, albergaban a los privilegiados que podíamos pagar la estancia.
    Al atardecer me senté en la piscina, junto a un acantilado que dominaba el paisaje, me embadurné de un repelente insecticida y pedí una tónica fría. Desde la infección de estómago que tuve en Mombasa había sustituido las pastillas de quinina por tónica. Esta bebida contrarrestaría el efecto de una posible picadura de la mosquita anofeles cargada de malaria. Era la última de las noches que iba a pasar perdida en el mundo antes de llegar a Turkana, y por mucho que me pesase, tenía que reconocer que Richard no se había equivocado. Me hubiese arrepentido toda la vida de no haber conocido aquellos lugares.
    Inspirando profundamente, dejé que los olores a jazmín y magnolio me emborracharan mientras recordaba las recientes vivencias al son de las notas sensuales del jazz que llegaban de la barra del lejano bar. Aquella misma tarde habíamos visitado un poblado masai. Impresionada como estaba, me dispuse a tomar notas en un cuaderno antes de dar una oportunidad al olvido.

    Sus habitantes viven por y para el ganado en unas chozas que sus mujeres hacen con estiércol, cañas y barro. Son nómadas según la abundancia de pastos. Sus altas figuras vestidas siempre con pareos de un rojo fuerte, escocés o liso huelen a la sangre con leche que desayunan en la calabaza con que el árbol salchicha les premia en cada fruto. Las mujeres se rapan el pelo al cero, mientras que los hombres, guerreros y pastores por excelencia, se tiñen las largas y minúsculas trenzas del cabello con barro rojo de la tierra. No sólo son polígamos, compartiendo a sus mujeres, sino que además la endogamia está en su tradición y modo de sexualidad. Todos son hijos de todos en un mismo poblado y forman una misma familia.
    La mosca azul les trae larga vida y suerte. Respetan a sus ancianos al borde de la veneración hasta que son incapaces de servirse por sí mismos, momento en el cual practican la eutanasia dejándolos morir. A los cadáveres los untan con manteca de animal para atraer a hienas, buitres y todo tipo de alimañas carroñeras. Los dejan en medio de la sabana a su merced y así cierran el ciclo de la vida.

    Al oír el ruido de una rama quebrada bajo la acacia amarilla que tenía a mi lado, giré la cabeza. Un mandril se levantó tranquilo y se alejó aburrido de observarme. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pero me sentí a gusto siendo presa de su interés. Estaba dispuesta a continuar cuando una voz me sobresaltó.
    —Escribes demasiado ligera. ¿Sabes que realmente lo único que se sabe de los masais es que se niegan a prosperar?
    Richard dio un buche al botellín de cerveza que traía. Había llegado en silencio, y sentado a mi lado, leía sin permiso mi cuaderno de notas.
    —Quizá no estén tan equivocados. Vivirán felices mientras no conozcan otras cosas, y por lo que he podido apreciar, según velan por sus tradiciones los jefes de los poblados, tardarán en hacerlo.
    Sonrió.
    —Mira, Carmen, que intentar regalarles una barra de labios... A gentes descalzas y medio desnudas, que apenas conocen la utilidad del jabón, tú pretendías maquillarlas.
    Como una idiota, me sentí en la obligación de dar explicaciones.
    —No era mi intención. Alguien me dijo demasiado tarde que agradecían los bolígrafos de colores y las pequeñas libretas, sobre todo los pocos niños en vías de alfabetización que hay. Me dio rabia no haberlos comprado, y buscando entre las cosas de mi mochila, encontré la barra. Pensé que al ser roja y dorada les gustaría. Ellos mismos le buscarían una utilidad. ¿O no es éste el reino del reciclaje? De todos modos, qué más da. El jefe se negó a que se lo regalase a la vieja reina.
    —Hiciste buenas migas con ella. Nunca había visto a una mujer masai colgarle a una muzungu sus abalorios. ¡Si te hubieses visto! Fue cómico; cuando la anciana comprobó que no tenías trepanadas las orejas, te las colgó del ala del sombrero.
    —Aunque te parezca extraño, he disfrutado al ser aceptada por una tribu tan primitiva.
    Richard se balanceó sobre las patas traseras de la silla.
    —Tu ingenuidad es lo que me enloquece de ti. ¿De verdad crees, Carmen, que lo hicieron simplemente porque les caíste bien? No pensaba decírtelo, pero para entrar en sus casas tuve que pagarles mil cuatrocientos chelines, más otros tantos por permitirnos atravesar sus territorios hacia el río donde viste los hipopótamos y cocodrilos.
    Cerré de golpe el cuaderno, tomé la llave de mi cabaña y me levanté silenciosa. ¿Cómo conseguía indignarme con tanta facilidad y al mismo tiempo rezumar un atractivo tan fuerte? Hacía tan sólo unas horas que, cuando aquel hombre me había abrazado en medio del círculo de bienvenida que los masais nos hicieron danzando y cantando a nuestro alrededor, el corazón se me aceleró y una opresión incontrolada en el pecho hizo más profunda mi respiración. Confiaba en que él no lo hubiese percibido. Sólo debía resistirme a sus encantos unos días más.
    Al amanecer despegaríamos hacia el norte para sobrevolar tres de los lagos más significativos del país. El de Nakuru, sembrado de flamencos; el Victoria, donde quiso nacer el Nilo; para aterrizar en las orillas del de Turkana. Lugares todos paradisíacos donde una mujer sola es fácil de seducir, algo a lo que me resistiría con toda seguridad.

    Capítulo 10
    DE TEZ OSCURA
    BAHÍA DE MOMBASA
    DÍA DE SAN VICENTE DEL AÑO DE
    NUESTRO SEÑOR DE 1927

    Isabel se asió de la mano que le tendió don Pedro Leitao de Gamboa desde el pantalán de atraque y tomó impulso para saltar. Haciendo caso a una antigua superstición, puso gran cuidado en que fuese la pierna derecha la primera en tocar tierra, pues era la propicia para reverenciar a Dios. La izquierda, como el protocolo mandaba, la reservaba para inclinarse ante su futuro esposo, don Jerónimo de Chilingulia, rey de Mombasa y Malindi. El único hombre que desembarcó con ella fue el arisco artillero e improvisado pescador de tiburones Andrés Macedo.
    Don Pedro era el más alto representante de la corona hispanolusa en aquella recóndita isla. Como tal vivía en el fuerte Jesús, una fortaleza clásica como todas las que por aquellos años se construían para dominio y defensa de las ciudades costeras a lo largo de la Ruta de las Especias.
    Descubriéndose ceremoniosamente ante Isabel, dibujó en el aire medio círculo con su amplio sombrero de ala, inclinándose ostentosamente a pesar de su inmensa barriga. Las largas plumas que lo adornaban barrieron el rosetón de su zapato de raso para terminar levantando una polvareda del suelo.
    A la incipiente reina le pareció un hombre demasiado joven para el alto cargo que ostentaba, pues no le asomaba cana alguna en la perilla, los mostachos o la melena rojiza. Podría haber asegurado sin temor a errar que no llegaba a la treintena, y muy pronto lo agradeció, ya que doña Joana, su mujer, le acompañaba. Era tan delgada y frágil que bien hubiese pasado inadvertida si el capitán no la hubiese presentado. De la mano llevaba a una niña de unos ocho años tan pelirroja como su padre. La pequeña Bárbara imitó a su madre, asiéndose ligeramente de las faldas con la otra mano para reverenciar a la recién llegada.
    Isabel se sintió extraña ante tanta inclinación, protocolo y solemnidad. Ella siempre había sido defensora de la sencillez y la humildad, pero sabía muy a su pesar que a partir de aquel momento tendría que mantener las distancias con sus súbditos si quería ser respetada; tarea difícil si deseaba transmitir cariño sin caer en la soberbia.
    Disimuladamente, analizó a las dos primeras personas que había conocido. Así como el semblante del capitán del fuerte no le pareció agradable, la mirada tímida y esquiva de su dulce mujer la cautivó de inmediato.
    Atrás quedaba el padre Lobo, y con él la única persona en quien confiaba. Ahora necesitaba un reemplazo urgentemente. No había cruzado ni dos palabras con Joana y sin embargo, ya intuía su segura y fiel amistad.
    Terminados los saludos, fue ella la que extendió lentamente la mano hacia el pasillo alfombrado de flores. A cada lado una escolta de soldados lusos retenía el ímpetu de los que se agolpaban tras ellos a base de empujones. Entre los uniformes de la infantería portuguesa Isabel pudo ver alguno de los rostros que intentaban atisbar más allá de esa muralla. Percibiendo su confusión, la apacible voz de la que muy pronto se convertiría en su dama preferida de entre todas las de aquella extraña corte intentó tranquilizarla:
    —Como veis, mi señora, la mayoría son oscuros de piel. Hay entre ellos navegantes persas, cazadores de esclavos, soldados baluchis, esclavos bantúes, hindúes y bastantes de los nuestros. Los vientos, ignorantes de razas y costumbres, soplaron y dirigieron sus pasos hacia este lugar, convirtiéndolo en poco tiempo en la morada predilecta de todos ellos. No lo olvidamos, y por eso, dejando a un lado nuestras diferencias y colores, todos nos hacemos llamar los hijos de los monzones.
    Aquello le hizo recordar las enseñanzas del padre Lobo. Inconscientemente, se dio la vuelta para dedicarle un último adiós. Allí estaba, junto al timón, en aquel puente de mando que tan pronto hacía de confesionario como de iglesia o escuela. Junto al capitán Freiré, cuidarían juntos de las almas y los cuerpos de todos los que proseguían la travesía. Al verla mirar, el jesuita bandeó la mano al aire contestando al despido de la pupila más aventajada que nunca tuvo. La gratitud y el cariño que los dos se profesaron siempre quedaría en sus recuerdos a pesar de que posiblemente sería la última vez que se viesen.
    No había tiempo para sentimentalismos y los dos lo sabían. El repentino sonar de tambores y flautines obligó de inmediato a Isabel a cambiar de tercio la mirada. La Santa Catalina simbolizaba el pasado ya lejano, mientras que el desconocido ocupante de la silla de manos que aguardaba al final del improvisado sendero humano era su futuro inmediato.
    Las veladuras de la silla, a modo de postigos, estaban cerradas. Eran de una gasa tan fina que se mecían al son de la brisa acariciando el cuerpo que salvaguardaban de las miradas. Al trasluz, Isabel sólo entreveía el perfil de una sombra expectante y misteriosa. Las piernas le temblaron, pero la intriga y el sentido del deber empujaron su solemne caminar hacia su encuentro. Al avanzar, el gentío enardeció, acallando la música de los tambores.
    A punto estaba de llegar cuando uno de sus pajes, tocado y vestido a la usanza del rey Baltasar en la adoración al Niño, posó su mano en el rico pomo de la portezuela y la abrió. Con una leve inclinación, aquella joven asustada sólo supo bajar la mirada como signo de respeto. Estaba tan nerviosa que las fuerzas le flaquearon al querer volver a enderezarla.
    Frente a ella refulgían un par de babuchas de oro y piedras preciosas posadas sobre el único peldaño que pendía de la silla. El inquilino de aquel extraño zapato, a falta de calzas, mostraba sólo un blanquecino talón que contrastaba con un oscuro tobillo y la aún más sombría pantorrilla. La futura reina de Mombasa detuvo su indagación donde la piel de su rey se escondía bajo el bombacho de seda. Su piel aceitada por las esencias refulgía por la falta de vello.
    En ese preciso instante, Isabel sintió como si su corazón dejara de latir. ¿Cómo era posible? Llevaba doce meses resignada, asumiendo un destino impuesto, imaginando una forma para un rostro e ilusionándose con el deseo de su conocimiento, y ahora que lo tenía frente a ella ¡no se atrevía a levantar la vista! Un insólito pudor la embargó ante el presentimiento del recíproco observar de aquel hombre. ¿Qué pensaría él? ¿Estaría tan asustado como ella? ¿Le habría parecido tan hermosa como el padre Lobo le aseguraba que estaba con su sayo nuevo? ¡Si al menos su hermana Teresa hubiese compartido el trago con ella! Temía tambalearse de inseguridad cuando Jerónimo le hablara por primera vez.
    —Asiéndoos a mi brazo, disimularéis vuestro temblor.
    Sólo pudo asentir, con un nudo de nervios en las entrañas. Su acento era perfecto. El portugués parecía su lengua natal, y la sensibilidad, su lema.
    Isabel sólo quería encontrar virtudes en él. En aquel momento sentía su fornido brazo guiándola hacia la capilla de San Antonio. Acababa de escuchar su grave y melodiosa voz, olía y casi saboreaba los suaves aromas que le perfumaban, y a pesar de que todo era placentero en su semblante, seguía sin poder alegrarse la vista al verle.
    La mano del rey cruzó la mirada gacha de su futura mujer, mostrando una muñeca cuajada de pulseras y unos finos dedos engalanados con anillos engastados por enormes piedras preciosas. Aquello intimidó aún más a Isabel, que se agarró al brazo de Jerónimo con todas sus fuerzas. Él rezumaba toda la seguridad que a ella le faltaba. Según avanzaban hacia la pequeña capilla encalada, el gentío formaba un largo séquito a su espalda.
    Isabel no entendía lo que gritaban desgañitándose, pero por sus expresiones estarían vitoreándolos. Su futuro esposo debía de ser un soberano querido por sus súbditos. Entre tanta algarabía, sólo él percibió la temerosa evasión de la joven.
    Al cruzar el gran portón tallado, pudo ver frente al altar a un fraile dispuesto a oficiar los esponsales. Junto a él, otros dos más jóvenes le hacían de monaguillos. Por sus hábitos serían los agustinos a los que se refirió el padre Lobo. El altar estaba cubierto con ricas telas y presidido por un gran crucifijo de marfil que casi hacía olvidar la falta de un retablo digno en su frontal.
    Todos los que estaban sentados se levantaron al ver a los novios. ¡Había muchos más portugueses de lo que ella hubiese imaginado! Al llegar frente al Santísimo, se detuvieron, los tambores cesaron y el tintineo de una pequeña campanilla marcó el inicio de la ceremonia. La novia se encomendó a una pequeña imagen de santa Mónica que había encastrada en una hornacina de la pared, tragó saliva y por fin se decidió.
    Tímidamente acarició el antebrazo de Jerónimo, buscando su mirada. Él la correspondió posando su mano sobre la que le acariciaba. Su negro iris le brindó la más candorosa bienvenida, al igual que sus gruesos labios y sus perfectos dientes. La piel de su faz barbilampiña brillaba como el ébano encerado. Su nariz era más afilada que la de la mayoría de los de su raza.
    Al ponerse de pie, Isabel comprobó que la sobrepasaba en dos palmos de altura, y la longitud de sus delgados miembros le pareció tan desmesurada como distinguida. El regio porte de su semblante creaba una aureola a su alrededor que incrementaba su singularidad. Tocado por un rico turbante, todo él enjaezado por varias hileras de perlas unidas en la frente a una esmeralda del tamaño de un puño, hubiese resaltado entre muchos miembros de la austera realeza española.
    Por un momento la joven se sintió mísera en comparación con tanta opulencia. Aquel rico sayo que ella misma cosió y bordó en la Santa Catalina se tornaba repentinamente harapiento. Jerónimo, receptivo ante el sentir de Isabel, procuró de inmediato poner remedio a tan triste circunstancia.
    —Sois aún más hermosa de lo que imaginé en mis sueños.
    Con estas palabras la sedujo. Su exótica mirada convirtió de un plumazo las miserias de sus tímidos pensamientos en seguros alardes, y por primera vez desde que ella había sentido el tacto de la piel de su prometido se irguió como una verdadera reina. Como la reina en la que se transformó en cuanto Jerónimo la aceptó, contestando afirmativamente a las preguntas que se le formularon en el sacramento matrimonial.
    Al salir, los reyes se detuvieron frente al capitán don Pedro, que por orden del virrey de Goa se dispuso a prender de la pechera de Jerónimo una condecoración otorgada por el rey don Felipe IV de España y Portugal. Aún se balanceaba aquella pieza esmaltada cuando los tambores de los cafres comenzaron a tocar y un hombre muy alto se abrió paso entre la muchedumbre hacia los recién casados.
    Prácticamente desnudo, comenzó a danzar a su alrededor sacudiendo extraños abalorios de plumas, dientes y pieles que pendían de las partes más inverosímiles de su cuerpo.
    En cualquier otra circunstancia Isabel se hubiese asustado, pero ahora contaba con el apoyo de un hombre fuerte y joven a su lado que la protegería de cualquier amenaza. Acababa de conocerle, apenas había cruzado unas palabras con él, pero aun así quería confiar en él, le necesitaba y ansiaba tanto que haría lo indecible por encontrar su definitivo lugar a su lado. Al comprobar que Jerónimo se detenía pacientemente a observar a aquel extraño bailarín, le imitó intentando disimular su ignorancia.
    Aquel brujo conjuraba al amor con su endemoniado proceder, y, sirviéndose de un extraño plumero impregnado en sabe Dios qué, los salpicaba rociándolos con buenos augurios. Isabel recordó inmediatamente las pócimas que la Celestina preparaba en aquel libro que dejó en poder de su hermana Teresa en su precipitada despedida. Si aquel diabólico hombre les confería buenos auspicios para el amor, bienvenidos fuesen, que no estaba el percal para despreciar un regalo como aquél.
    Los ágapes y festejos se sucederían durante una semana. Apoyada entre las pequeñas almenas de la azotea de palacio, Isabel observaba desde la distancia a los diminutos habitantes de las chozas de la playa. Cantaban y bailaban alegres porque gracias a la generosidad de los reyes pudieron celebrar sus esponsales dejando a un lado por unos días la forzosa dieta a base de algas y pescado crudo a la que estaban asiduamente forzados. La boca se les debía de hacer agua al hincar el diente a la sabrosa carne que pudieron cocinar en las brasas de la leña que se les entregó junto al manjar. Las hogueras que prendieron sobre la arena blanca refulgían haciéndose visibles desde muy lejos al contrastar con la oscuridad cercana del dueño de las olas que hasta allí guiaron a la recién llegada reina. El sonoro batir de éstas contra los arrecifes se vio roto por la seductora voz del joven y eufórico recién casado.
    —En muy poco tiempo el sol cegará al fuego, el índico se tornará azul y el hilo que separa la noche del día se hará invisible. En ese preciso momento quiero teneros entre mis brazos para engendrar al que nos ha de suceder en estos nuestros reinos.
    Jerónimo abrazaba por detrás a Isabel mientras ella le correspondía acariciando su mejilla derecha contra su brazo. Procurando mantener la tranquilidad ante el nuevo reto que se le presentaba, inspiró queriendo retener una ráfaga de la brisa marina en el interior de su pecho. Le tendió la mano y, asida a ella como aquella misma mañana lo hizo hacia la capilla, se dejó guiar hasta sus aposentos procurando no traicionarse a sí misma con nuevos temores.
    Al sentarse sobre el lecho junto a él, no pudo impedir que su mano se cerrase en un apretado puño, arrugando en el interior de su palma la colcha de seda que serviría de abrigo a su vergüenza. El rey, sintiendo el desasosiego en el que se sumía su mujer, dedo a dedo y muy despacio fue abriéndole la mano para terminar besándola con sus gruesos labios en las huellas que las uñas habían labrado en su piel. Desesperada por no saber contener sus temores, Isabel le miró fijamente a los ojos con un viso lloroso de súplica en su entrega.
    Perceptivo ante su mudo deseo, Jerónimo se esforzó en ser lo más dulce que pudo. Le cerró los parpados con mimo, le secó las lágrimas con su propia mejilla y permitió que su respirar se filtrase en su oído. La desnudó despacio y tan sutilmente que ella sólo sintió la caricia de unas plumas en vez de dedos. Arrulló el temor a lo desconocido con cosquillas. Arropó con murmullos de amor el apocamiento de la inexperiencia para al fin, seguro de la calma y entrega absoluta por parte de Isabel, adherir su piel al desnudo sentir de su mujer. No la penetró hasta que sus latidos se acompasaron con los de ella.
    Tanta fue la delicadeza que Jerónimo puso en la empresa que consiguió que la pérdida de la virginidad de la reina se tornase un dolor gozoso que le dio el valor suficiente como para entreabrir los ojos. Apoyada sobre su ancho pecho, sentía su caricia en la espalda. Ella bajó la mirada a sus piernas, que como las columnas de ébano y marfil que decoraban el patio se entrelazaban retorcidas para sostener la esperanza de un fértil hogar. Sólo pudo susurrar:
    —Gracias a vos, ya me siento hija de los monzones.
    A la mañana siguiente, Isabel se despertó sobresaltada por el sonido de unos martillazos. Al asomarse al patio supo el motivo. Carpinteros, albañiles y herreros trabajaban a destajo para finalizar las obras inacabadas de su palacio. El sobrio clasicismo de la piedra blanca del exterior se rompía por los ornamentos barrocos e hindúes que cincelaban en puertas, ventanas y capiteles, los últimos de un corintio tan recargado que superaba en mucho a la lujuriosa vegetación circundante.
    Al observar todo aquello, agradeció al padre Lobo que no le hubiese descrito del todo su hermosura. ¡Hubiese sido tan difícil! Nada tenía que ver con aquella choza macabra en la que, según el jesuita, se había criado Jerónimo junto a su padre los dos primeros años de su vida. La riqueza embriagaba. Las esencias de perfumes y especias se habían impregnado en sus muros. La piedra clara de la fachada mantenía el frescor en su interior mejor que el adobe utilizado en la mayoría de las casas de Mombasa.
    Estaba tan entusiasmada que, sin esperar a que se lo mostrase Jerónimo, recorrió todos y cada uno de los recovecos del palacio. ¡Era tan opuesto a la austeridad que había imaginado en un principio! Alfombras de piel de leopardo, león o cebra cubrían los suelos, y las sedas de Persia y la India hacían lo propio en los vanos con sus colgaduras.
    Tenía estancias para el recogimiento particular, cocinas, baños y un salón del trono para las audiencias. Afuera otras dependencias separadas cobijaban a la guardia y la servidumbre. En el jardín había un hermoso cenador desde el cual se dominaba casi toda la isla. Estaba cuajado de claveles, hibiscos, jazmines, buganvillas, mangos y un sinfín de plantas exóticas sin bautizar aún.
    Correteaba Isabel investigando cada recodo del palacio cuando chocó con el rey. No le hizo falta separar su rostro de aquel ancho pecho para saber que era él. Le abrazó fuertemente, mientras su voz grave y cálida le susurraba al oído.
    —Sois la reina de todos estos parajes, y desde vuestro palacio podéis vigilarlos. Allí están los baños de vapor que nos trajeron los persas, y un poco más abajo el mercado y el puerto. Hoy pasearemos juntos por todos los recovecos de esta tu gran ciudad y conoceréis a vuestros vasallos. ¿Sabéis que la posición de cada uno de ellos se refleja en la riqueza de la puerta de su casa? No hace falta aseguraros que puse esmero en traer de Goa la más grandiosa.
    Cuando giró la mirada hacia el fuerte Jesús, suspiró y la besó suavemente en la mejilla.
    —¡No lo digáis! Sé lo que estáis pensando. Desde esta posición nosotros dominamos la ciudad, pero el fuerte nos domina desde arriba.
    Jerónimo negó con la cabeza antes de proseguir.
    —Me hubiese gustado construir nuestra morada en el lugar más alto de la bahía de Mombasa, pero no pude, ya que éste ya estaba ocupado por el fuerte desde hacía tiempo. Es el bastión más representativo de esta costa. La escultura de las armas de don Felipe de España nos recuerda quién es el otro rey de estas tierras cada vez que atravesamos su portón. Sirve para nuestra defensa y el cobijo del capitán junto a las tropas portuguesas. Desde sus torres vigías se divisa sin problemas la entrada y salida de navíos. Los dos metros y medio de grosor que sus muros tienen le hacen inexpugnable. Don Giovanni Battista Cariati, como arquitecto y jefe de ingenieros de la India, sin duda se esmeró en cumplir con diligencia la orden del virrey de Goa.
    Hubo un ligero quiebro en su voz, que intentó disimular tragando saliva antes de continuar.
    —Desde que Francisco de Gama, el nieto de Vasco, posó sus botas sobre Faza, Pate, Lamu, Zanzíbar, Malindi y Mombasa rodeado de frailes agustinos con la aparente misión pacifica de convertir y bautizar en masa a los que aquí vivían, siempre ha sido así. Agazapados tras los que luchaban contra la herejía con la cruz como única arma estaban los mosqueteros y artilleros portugueses, convenciendo de su superioridad con la amenaza y el miedo.
    »Me guste o no, desciendo de la ya extinguida dinastía shirazi, pero no ha de importarme, porque hoy soy reconocido de nuevo como rey de Mombasa y Malindi por nuestro pueblo, el papa y vuestro rey. Es mutuo el respeto que nos tenemos, e intentaré mantenerlo a pesar de la prepotencia que el capitán don Pedro nos demuestra.
    »Lo realmente importante es que por fin los hijos de los monzones conviven pacíficamente aquí. El espíritu de cruzada o yihad que a lo largo de la historia nos ha asaltado está muerto en este lado de la costa del índico.
    Sus palabras sonaron sinceras, a pesar de que por un momento a Isabel le pareció percibir el emerger de una rabia contenida. Tal y como lo relataba, estaban sometidos al gobierno del hasta entonces su rey don Felipe.
    —Sed sincero, mi señor, y reconoced que nunca ha sido plato de buen gusto el que un rey rindiese vasallaje a otro. ¿No creéis que la lucha pueda estar simplemente aletargada? En Europa hace muchos siglos que luchamos contra la herejía, y ésta nunca llega a erradicarse del todo. ¿Creéis sinceramente que ya no despertará?
    —Los muertos no resucitan. Sólo me queda convencer a los míos de que los portugueses no son peligrosos, y os aseguro que no será fácil. Los frailes dicen que se predica con el ejemplo. ¿Qué mejor ejemplo que el mío? Aquí me tenéis. Soy hijo de un sultán mahometano y sin embargo, rindo pleitesía a un rey cristiano. Asesinaron a mi padre y me arrancaron del pecho de mi madre para guiarme por el camino certero y lo han conseguido. Abjuré de Alá, olvidé mis costumbres, renuncié a un harén e incluso desistí de rendir los honores debidos a mis ancestros para abrazar el catolicismo. Aun así, el sacrificio de mi ejemplo no hace mella en mis súbditos.
    Consciente de que se estaba delatando, se calló repentinamente. Ése fue el preciso momento en que la joven comenzó a intuir que su señor esposo no estaba tan convertido como aseguraban los padres agustinos. ¿O se equivocaba?
    —Sólo espero que no desconfiéis de mí. Sé de vuestra historia por boca del hombre que me preparó durante los largos meses de travesía para esta empresa. Ahora es el momento de conocer el resurgir de mi rey. No me privéis de ello porque me siento zozobrar entre dos aguas. Percibo cómo el rencor se adhiere a vuestros labios al recordar el pasado o... ¿simplemente es dolor? Abriros a mí como vuestra mujer que soy.
    Isabel sólo procuraba averiguar si el ansia de venganza enraizaba en su corazón. Su súplica le calmó. Jerónimo, evitando sostener su mirada, procuró contestarla.
    —Os diré lo que sé por los libros, las gentes y los padres agustinos, porque desgraciadamente la párvula memoria infantil hace niebla los recuerdos.
    »Veinte años de pacífica convivencia unían a las gentes de esta costa cuando repentinamente el capitán portugués que gobernaba tuvo problemas con mi padre en Malindi. Sin dudarlo ni dialogar, abrió fuego en su contra. Según me contaron, la brasa incandescente de la rebelión se encendió cuando el sultán entregó sólo trescientos sacos de arroz como pago de los tributos de aquel año en vez de los quinientos que el capitán solicitaba. No le quedaba otro remedio, porque si accedía, los graneros de Mombasa quedarían esquilmados y el hambre estaría asegurada entre todos los de su pueblo.
    »El ejército portugués abatió al sultán en pocos días. Mi padre, al verse derrotado, intentó la huida hacia Rabai junto a todos nosotros, pero no lo consiguió. Nos apresaron y le ejecutaron por comportamiento sospechoso. Fui obligado a presenciar su asesinato antes de ser separado del resto de mi familia para ser enviado a la India. Goa sería el lugar donde los padres agustinos me prepararían para ser el rey que tenéis ante vos. Los sultanes eran señores mahometanos, así que yo preferí nombrarme rey como los cristianos. Corría por aquel entonces el año de 1614 de nuestro Señor y cumplidos los siete años de edad, a mi madre y hermanos no los volví a ver.
    Con la mirada gacha, calló de nuevo. Isabel, por mucho que lo intentaba, no lograba atisbar lo que reflejaban sus negras pupilas, sólo sentía su mano temblorosa manteniendo muy prieta la suya.
    Quiso consolarle alzándose de puntillas para besarle. El simple roce de sus labios en su barbilla le derrumbó. Estaba claro que aquel hombre fornido andaba falto de cariño desde tiempo inmemorial. Una lágrima recorrió su mejilla; la segunda, por el movimiento de su nuez, se la tragó. Sería la única vez en la vida que su esposa le vería llorar. Ella le rogó que continuase. Sabía por propia experiencia que escupir toda la congoja acumulada durante muchos años de sufrimiento ayudaba a levantar el ánimo.
    —Nada más arribar, fui bautizado con el nombre de Jerónimo de Chilingulia y privado del que al nacer mis señores padres me otorgaron, que era Yusuf bin Hasan. Primero aprendí a rezar en latín, a leer y escribir, y a cantar y tocar instrumentos musicales en el colegio para niños de la parroquia de San Juan Evangelista de Neurá, a las afueras de Goa. Después, al cumplir la edad púber, me alisté como artillero a las órdenes del mismo general Freiré de Andrade en las escuadras de la marina portuguesa. Le serví durante siete años con valor y aprendí el uso de armas en Ormuz.
    »Los portugueses nunca me beneficiaron con un trato preferente al de mis compañeros porque nunca pensaron que regresaría a Mombasa, pero el destino es caprichoso. Las cartas de mi preceptor, don Leonardo de Gracia, al virrey de la India, don Jerónimo de Acevedo, y mi ejemplar comportamiento en la armada portuguesa trajeron buenos augurios. Pronto fui nombrado caballero de la orden de Cristo y agraciado con un serafín diario de renta para mi mantenimiento. El serafín en muchas ocasiones no llegaba o lo hacía con cuentagotas, pero aquello era lo normal.
    »Después de once años desterrado del lugar que me vio nacer, me sometí al albedrío de muchos portugueses para ver si ya era digno de regresar. En el mes de abril llegó al fin la ansiada orden, firmada por el virrey de la India y sellada por el rey don Felipe IV.
    »A los dieciocho años partí del puerto de Goa, pasadas la Natividad y nuestro Señor de 1625. A principios de 1626 divisaría mis reinos. Sólo me despedí del padre Leonardo de Gracia. En ese preciso momento, en dos partes muy distantes del mundo, dos personas dejaban atrás todo lo que hasta el momento vivieron para iniciar otra vida en común. Hoy reina Felipe IV en Portugal y España, Urbano VIII en la Iglesia y nuestras majestades en concordia con ellos en Mombasa y Malindi. Casi dos años os estuve esperando, y mereció la pena.
    Tomándole de la mano, esta vez fue Isabel la que le guió hacia sus aposentos. Parecía mentira que aquel hombre que le pareció el día anterior tan sólido y fuerte se derrumbase con tanta facilidad. Ella sabía que eran muy pocos los hombres que no tenían nada que esconder y muchos los que al vomitar lo retenido se derrumbaban. Nunca conoció a nadie capaz de fingir eternamente, y a pesar de su juventud, sospechaba que nunca lo encontraría.
    De nuevo en el calor del lecho conyugal, al abrazarle sintió temerosa que no había resignación en sus palabras. Pero Isabel prefirió olvidar aquel sentimiento en cuanto volvieron a unir sus cuerpos.
    Escuchándole, se dibujaban dos semblantes opuestos en la faz del rey. Escondía dos caretas de Carnavales en su mesita de noche junto al Libro de las Horas, la palmatoria, el turbante y el crucifijo. La bifurcación reinaba en su alma. Por mucho que ella le mirase a los ojos no lograba adivinar su pensamiento. Igual mostraba resquemor que un amor verdadero. Lo mismo rabia que alegría, pareja era la sumisión a la rebeldía.
    Antes de conciliar el sueño junto a él, sólo pudo susurrar:
    —¿Por qué ese nombre?
    Dudó un minuto antes de contestarla.
    —Jerónimo, porque recibí las aguas bautismales un 30 de septiembre de 1616 y a este santo le pertenecía el día. Chilingulia fue el apellido que yo elegí. Me gustaba y al no ser ni portugués ni árabe, me recordaba a la lengua de mis antepasados, un pequeño detalle que era mejor ocultar a mis educadores. En nuestro idioma, kiungulia significa «corazón en erupción», aunque vos sois la única que lo sabe. Será nuestro secreto.
    A ella le gustó la complicidad que le otorgaba, aunque no fuese nada realmente importante. Más tranquila, jugueteó con los rizos de sus largas patillas.
    —¿Es en verdad vuestro corazón tan ardiente?
    —Como el cráter de un volcán a punto de entrar en erupción.
    —¿Tan imprevisible os mostráis?
    —Sólo cuando me llevan al límite de la paciencia.
    Ella bromeó, escondiéndose bajo el embozo.
    —No me asustéis.
    La negra faz del rey se aclaró bajo las sábanas blancas.
    —Nunca lo haré. Os lo prometo.
    Por primera vez parecía sincero. ¡Qué simples podían parecer las palabras al pronunciarse por primera vez, y cuántas cosas podían significar pasado el tiempo! Aquéllas, sin duda, serían premonitorias.

    Capítulo 11
    LA NIÑA QUE LLORA
    LODWAR
    2 DE FEBRERO DE 2004

    Aquel año la acumulación de precipitaciones durante la breve estación de las lluvias había creado grandes diferencias en toda Kenia. Las apreciamos sobrevolando el valle del Rift. En la mayoría de las áreas meridionales, costeras y centrales del país vivían tiempos de sequía con relación a otros años, mientras que el pluviómetro quiso llevar la contraria bendiciendo con la abundancia de humedad aquellos secarrales cercanos a Turkana. Prueba evidente de ello era que las aletargadas semillas germinaban coloreando de verde los pastos.
    Mientras la destartalada avioneta aterrizaba en la pequeña pista del aeropuerto de Lodwar, mi memoria rescataba del olvido una frase de Edgar Allan Poe; «Quien sueña de día conoce muchas cosas que se le escapan a quien sólo sueña de noche».
    Junto al hangar que hacía las veces de terminal del aeropuerto aguardaba un hombre enjuto y delgado en un coche polvoriento. En cuanto pusimos pie en tierra le tendió la mano a Richard. Aún nos quedaban unos ciento cuarenta kilómetros por recorrer antes de llegar a la misión de Nariokotome, y si no queríamos que nos sorprendiese la noche debíamos partir de inmediato.
    Así lo intentamos sin mucho éxito, pues tuvimos que sufrir las habituales horas de retraso para llenar el depósito de gasolina en la única y saturada estación de servicio que existía en la ciudad.
    Precavidos, compramos dos bidones más de treinta litros cada uno para repostar durante el trayecto. Además, llenamos el maletero con algunos alimentos y agua para una semana.
    Durante las largas horas de transitar por agrestes senderos pensaba en silencio en el hombre que guiaba mis pasos. Tenía miedo a iniciar otra relación, miedo a enamorarme y perder la independencia que tanto me había costado recuperar después de mi fracaso matrimonial.
    Desde atrás admiraba su joven perfil. La papada aún no le asomaba y las únicas arrugas que surcaban su rostro eran producto de la deshidratación de una piel curtida por el sol y los gestos naturales. Pero pensándolo bien... ¿por qué no? Al fin y al cabo, podía hacer un paréntesis en mi vida. Lo que era cierto es que el miedo a ser herida de nuevo en mi orgullo y sentimientos me había encerrado en una concha tan calcificada que a punto estaba de fosilizarse.
    ¿Qué fue de la Carmen pasional? ¿Qué pasó con aquella adolescente ingenua que vivía la vida al instante sin reparar en las consecuencias que pudiesen surgir de un impulso alocado? Aquel hombre me atraía irremisiblemente. Cada vez que se acercaba a menos de dos metros de mi lado, oía su voz en el teléfono o recibía un mensaje de su puño y letra, mi corazón bombeaba acelerado y la sangre fluía por mis venas vertiginosamente hasta excitar todos los rincones de mi cuerpo.
    ¡Qué más daba! Estaba en África y una inyección de arrojo no me vendría mal para reactivar mis anquilosados sentimientos. Ansiaba fundirme con la naturaleza, y su llamada me atraía como nunca nada me atrajo tanto antes. Quebrar los sueños nunca es bueno.
    Haría una hora que habíamos dejado atrás Lodwar cuando una columna de humo a unos quinientos metros del camino llamó nuestra atención. Era demasiado densa como para provenir de una simple hoguera, y decidimos desviarnos para ver de qué se trataba.
    Según nos acercamos, lo que vimos nos dejó en silencio. Las brasas de tres chozas reducidas a cenizas refulgían entre la humareda. Nuestro amigo turkano salió lentamente del coche y se santiguó como si temiese avanzar.
    —¿Qué ocurre, Richard?
    Él negó con la cabeza y frunció el rostro, tan pesaroso que por un momento pensé que iba a llorar.
    —¿Crees que es seguro que bajemos del coche?
    Al darse la vuelta desde el asiento delantero pude vislumbrar un viso de las lágrimas retenidas brillando sobre sus pupilas.
    —Este poblado turkano ha sido devastado, y cuando eso ocurre no suelen dejar títere con cabeza.
    Tan incrédula como contagiada de su temor tragué saliva. A primera vista el poblado me recordó al de los masais.
    —No exageres, Richard. Hemos pasado cerca de cinco controles militares en el camino hasta aquí. ¿Crees que alguien es capaz de burlarlos para cometer una masacre por placer?
    Me miró escéptico.
    —¡Otra vez! Lo han hecho de nuevo y nadie en el mundo parece querer enterarse. Los karamojong y los turkanos se han odiado desde hace generaciones y seguirán haciéndolo aunque el gobierno les amenace. Las dos tribus comparten este territorio, y aunque los militares consiguen apaciguar sus enfrentamientos, la provincia es demasiado extensa como para poder controlarla con eficacia. Si a eso le añades que a diario son muchos los etíopes que cruzan la frontera hambrientos, cualquiera puede haber sido el culpable de esta calamidad. Ahora sólo nos queda afrontarla.
    Después de la explicación, inspiró profundamente, se caló el sombrero hasta casi taparse las cejas y salió decidido pegando un portazo que liberó al vehículo de la polvareda que acarreaba.
    —Acompáñame, esta gente es muy desconfiada y reticente hacia el desconocido. Muchos ni siquiera han visto a un hombre blanco en su vida. Si hay algún superviviente nos recibirá mejor al ver a una mujer a nuestro lado.
    Temblando ante la perspectiva, me quedé petrificada, a punto de derrumbarme. La humareda se iba disipando. El olor a sangre y carne quemada impregnó mis fosas nasales. Hasta el excremento de camello utilizado para las construcciones de las chozas se había tiznado de hollín. Ni una estampida de animales salvajes hubiese sido capaz de tanto destrozo.
    No contaba con estadísticas, pero la malaria, el sida, el cólera, el paludismo o la disentería se hubiesen ensañado menos con las víctimas. Por lo menos, la enfermedad les dejaba la alternativa de acudir a un hospital de misioneros o al laibon de su tribu para que les sanase.
    Consciente de mi inutilidad ante el terror, procuré serenarme buscando desesperadamente un lugar donde centrar mi atención para evitar un estudio en conjunto de la situación.
    No parecía quedar un alma viva. Cinco cuerpos mutilados yacían inertes: dos mujeres a la salida de sus casas de barro y tres hombres armados entre los matorrales circundantes. Los charcos de sangre enrojecían aún más la tierra con el fluir de su muerte.
    De repente oímos un gemido y los dos corrimos intuitivamente hacia la única tnayatta que no había sido devorada del todo por las llamas de la barbarie. Levantamos con sumo cuidado el pajizo techo medio derrumbado, sujetándolo con un grueso palo. Cargados de intriga, nos arrodillamos dispuestos a gatear en el interior del chamizo; cuando nuestras pupilas se acostumbraron a la oscuridad pudimos distinguir un bulto. Al iluminar con la linterna vimos a la afligida dueña del esperanzador quejido.
    ¡Al menos quedaba un alma a quien ayudar! Ya no sólo nos limitaríamos a enterrar despojos. Sentada en el suelo sobre una estera y apoyando la espalda en un pequeño montículo de barro, una niña de unos tres años, completamente desnuda y hecha un ovillo, se abrazaba las piernas contra el pecho al tiempo que se zarandeaba hacia adelante y hacia atrás mirando fijamente a la mujer muerta que estaba a su lado. Ausente e ignorándonos, no apartó la vista de ella. Al oírnos paró su vaivén para trenzar con sus escuálidos dedos la línea de pelo ensangrentado.
    De la profunda herida de su frente seguía manando sangre como un arroyo desbordado en época de lluvias. La pequeña tarareaba una canción reiterativa parecida a nuestras nanas.
    Me quité la zamarra y se la eché por los hombros para cubrir su desnudez. Al rechazarla de un manotazo, separó las piernas. A primera vista aquella pequeña seguía intacta y nadie la había mutilado. Al menos, ella ya no engrosaría las listas de los millones de niñas que entre los cuatro y doce años son sometidas a la ablación del clítoris.
    Impasible y observándola por un instante, la tenaza que me apretaba las entrañas oprimió un poco más mis intestinos produciéndome una arcada. Instintivamente me llevé la mano al estómago. El murmullo de su canto, además de mecer el alma de su madre, parecía implorar a la muerte que regresase para recogerla.
    Lo había perdido todo. Su poblado, su tribu, sus creencias y su alegría. La vida la había dejado sola, tan sola como a mí. Tan sola que nadie la echaría de menos en su entorno.
    Richard forcejeó con ella para sacarla, y al ver que se resistía, tomó a la madre de los pies para arrastrarla al exterior. La niña se levantó de inmediato y le siguió, aferrada a la mano inerte de su progenitora.
    Aquella pequeña, a pesar de su corta edad, era espigada. Su cabeza, como la de todas las mujeres turkanas, estaba rapada por ambos lados. Únicamente una gruesa línea de pelo le recorría desde la frente a la nuca. De sus diminutas orejas pendían dos aretes, y rodeando su esbelto cuello, un sinfín de collares compuestos por pelotitas de llamativos colores iguales a los que llevaba su madre. Una pregunta casi inaudible surgió de mi seca garganta:
    —¿Cómo se dice «niña que llora» en suahili?
    Richard, resoplando por el esfuerzo, me contestó de inmediato.
    —Analta.
    —Me gusta.
    Mi conseguidor particular me miró de soslayo sin comprender mi intención.
    —¿Haría el favor la bibi de ayudarme?
    —Lo siento, bwana.
    De inmediato me agaché para tomar el cadáver de las axilas a fin de llevarlo hacia la fosa común que nuestro guía turkano estaba excavando a pocos metros de allí.
    Aquel atardecer quedaría marcado en mi mente como el peor que haya vivido en toda mi existencia. No hay palabras para describir lo que la injusticia puede dejar sembrado en lugares y personas indefensos. Se podrán escribir miles de libros sobre la amargura que deja en los paladares que tienen la desgracia de saborearla, pero nunca se podrá describir el vacío que una masacre deja en los que la recuerdan.
    La noche se nos echaba encima como un manto lúgubre. Sabíamos que si prolongábamos nuestra parada tendríamos que acampar en aquel tétrico lugar, pero nuestro deber era enterrar a los muertos y así lo haríamos.
    Durante todo el ocaso el silencio de nuestras voces fue el único diálogo que mantuvimos. La última en caer sobre aquel montón de cadáveres fue la madre de la única superviviente de aquella tragedia, ya que su veladora parecía querer retrasar eternamente la despedida. Las paletadas de tierra cesaron al esconderse el sol.
    Encendimos un fuego. De las provisiones que llevábamos a la misión tomamos una lata de judías rojas y otra de carne guisada; las mezclamos y las calentamos. A pesar de tener el estómago cerrado, al meter el tenedor en la cacerola para probar el mejunje me di cuenta de que llevábamos todo el día en ayunas y se me abrió el apetito. Nos supo al mejor manjar.
    El turkano se fue a dormir al coche. A pocos metros, la pequeña, que no quiso acudir al calor de la hoguera ni probar bocado, siguió cantando hasta caer rendida a los pies de la sepultura. Me levanté, la tapé con una manta y regresé junto a Richard. En vez de sentarme frente a él, lo hice a su lado.
    Por primera vez en muchas horas nos miramos fijamente a los ojos. Me ofreció la petaca llena de whisky. Rozando sus dedos, la tomé y le di un trago. El duro conseguidor tenía los párpados hinchados y parecía exhausto tras soportar una larga jornada de desolación.
    En ese preciso instante una lágrima recorrió su mejilla para perderse entre sus labios. Él sufría tanto o más que yo. Aquello me hizo descubrir al hombre sensible que se escondía bajo el áspero sombrero. Sin poder impedirlo, le besé en ¿a boca, frenando el fluir de aquel manantial angustioso. Su sabor salado estimuló definitivamente la atracción que yo había sentido por él desde el primer momento en que le vi en el puerto de Mombasa, y debilitó toda mi meditada resistencia a lo inevitable. De inmediato me correspondió, despertando toda la fogosidad que reteníamos.
    Nos excitamos con tanta ansiedad que ni siquiera me importaron los cinco botones que Richard arrancó de mi camisa desgarrando la tela. Al sentirme desnuda, me apretó contra su pecho, como queriendo incrustar el mío en el suyo. El preámbulo necesario para un perfecto juego amoroso quedó diluido en la furia con la que nos atraíamos. Nos sujetamos como si temiésemos perdernos el uno del otro, y lo hicimos con tanta fuerza que nos provocamos arañazos y cardenales, queriendo teñir inconscientemente nuestras pieles del negro y rojo que aquella jornada dejaba en nuestra retina. Rojo de sangre enardecida y negro de injusta muerte. Queríamos apagar todo el ardor de nuestra fogosidad con un río de pasión. Era como si volcásemos todo el odio, la impotencia y el sufrimiento que albergábamos en cada acometida de un amor desaforado y salvaje sin tomar precauciones.
    Nos engarzamos con tanta exaltación que la salvaje sabana nos adoptó aquella noche como a uno más de sus animales. Al terminar nos dejó retozar como leones en su mullido lecho de hierba seca, abrigando nuestros cuerpos sudorosos con un manto celeste de luminosas estrellas. Sin pretenderlo, nos fundimos con la naturaleza africana. Richard dormía plácidamente a mi lado mientras yo pensaba en lo que acababa de ocurrir. Nunca había sido mujer de una noche ni me hubiese gustado serlo, pero conociéndole como le conocía, sabía que era lo más probable. De todos modos, no me arrepentía. Aquel joven aventajado en tejemanejes de todo tipo había logrado en el fragor de la pasión que gimiera de placer sin fingirlo. ¡Lo único que me faltaba en esta vida era descubrir mi ignorancia en temas de sexo pasados los cuarenta y que un hombre mucho más joven que yo hiciese las veces de profesor! Pero... recordé sus propias palabras: en África todo es posible.
    Al amanecer, Richard se incorporó apartando con delicadeza mi cabeza de su pecho. Medio adormilada, vi como buscaba algo desesperadamente en cada uno de los bolsillos de su pantalón. Sonreí pensando que había perdido de nuevo el mechero, pero una vez más me sorprendió. Frente a mí zarandeaba un diminuto papel que reconocí de inmediato. Era una de mis etiquetas de botella arrancadas y hechas un rollito. Richard la tenía guardada desde hacía tiempo y ahora me la enseñaba para demostrarme lo que su orgullo no le permitía verbalizar. Aquello fue el mejor regalo que me pudo hacer para que al día siguiente no me sintiera como una más de sus conquistas. Tomé el rollito, le hice un lazo y se lo devolví susurrándole al oído:
    —Esto es lo que suelo hacer con ellas cuando disfruto de una buena sobremesa, y ésta espero que sea larga. Guárdala otra vez. Mientras la conserves sabré que ocupo un lugar preferente en tu celosa libertad.
    Él la besó antes de metérsela de nuevo en el bolsillo.
    Aquella noche descubrimos que nuestras diferencias eran más aparentes y superficiales de lo que nadie hubiese podido percibir. ¿Qué podía tener en común una cuarentona profesora de universidad desencantada de la vida con un conseguidor aventurero de profesión y varios años más joven que ella? La calamidad nos había ayudado a descubrirlo.

    Capítulo 12
    CARTA DEL REY AL PAPA
    MALINDI
    DÍA DE SAN ESTEBAN DEL AÑO
    DE NUESTRO SEÑOR DE 1616

    Transcurridos varios meses, Jerónimo se empeñó en enseñar a Isabel su segundo reino, el de Malindi. Eran tan reyes de aquella ciudad como de Mombasa, y sus súbditos se merecían la oportunidad de admirar a su reina. El primer sitio al que quiso llevarla fue un gran monolito encalado y coronado por la cruz.
    —Es el primer vestigio que la religión cristiana dejó en estas costas. Vasco de Gama ordenó que lo construyesen allá por el año 1498 de nuestro Señor.
    Ella le escuchaba con la misma atención con la que intentaba agradarle en cada momento. Día a día el marido que le asignaron por imposición la seducía de uno u otro modo, y ella se dejaba conducir gustosa por todos los senderos por los que él la guiaba. Aprendía de su amor y sensibilidad sin saber cómo corresponder a tanto agasajo. Asida á su brazo, procuraba sentirle muy cerca en todo momento, y ansiaba el día en que le pudiese regalar la criatura que les sucedería para perpetuar su unión. Al presentir el atento observar de su mujer, Jerónimo continuó:
    —Los lugareños cuentan que cuarenta y cuatro años después de hacerlo el almirante Vasco de Gama, pasó por aquí san Francisco Javier camino de la India admirándose del poder que manaba de esta cruz tan sola y victoriosa en medio de estas tierras, por aquel entonces dominadas por los moros, ya que diecisiete eran las mezquitas que aquí había. Hoy la mayoría son iglesias o pequeñas capillas. La verdad es que aún sorprende al caminante al encontrarla.
    Isabel disfrutaba viendo como su converso marido se enorgullecía de aquello. Jerónimo parecía querer imbuirla de la historia de su reino, quizá porque había pasado demasiados años en el colegio de Goa aprendiendo la de España y Portugal y ahora se sentía en el deber de divulgar la propia y más cercana.
    Al atardecer fueron recibidos en casa de una de las más nobles y ricas familias de Malindi, que normalmente y a falta de palacio les aposentaban con la magnificencia que se merecían.
    Esa misma noche, Isabel entró de sopetón acompañada por su anfitriona y sin aguardar a ser previamente anunciada en la antesala que Jerónimo había habilitado para despachar. Éste se hallaba dictando al escribano. La repentina presencia de su esposa, a pesar de andar concentrado, no pareció importunarle. Muy al contrario, al verla se levantó aparentemente alegre por la intromisión con el billete recién escrito en la mano. En silencio esperó pacientemente a que se secara la tinta fresca del documento y se lo tendió con un viso de súplica en la mirada. Esperaba la conformidad y visto bueno de una esposa que disfrutaba con esa responsabilidad.
    —Leedlo y juzgad sin temor, porque con esto sólo espero disipar cualquier duda que alberguéis sobre mis verdaderas intenciones.
    Al ver el encabezamiento y nombre del destinatario, una mezcla de júbilo y curiosidad embriagó a la reina. ¡Iba dirigido a su eminencia el papa!
    Sin preámbulos de ningún tipo y ansiosa por conocer el contenido, comenzó a leer. Jerónimo se presentaba a sí mismo como un rey cristiano fiel a su religión y compromisos, para continuar con el resumen de la historia de su infancia hasta el momento actual. Elogiaba la labor de los padres agustinos en todo ello y solicitaba alguna gracia para ellos.
    Consciente de su expectación ante el primer parecer de ella, alzó la voz al leer la última parte de la carta:
    —Soy acatado por mis vasallos moros con obediencia y sumisión. En dos años he convertido a la fe de Cristo a más de un centenar de hombres libres y continuaré con tesón en mi propósito, pues si consideramos a los esclavos son más de cuatro mil las almas que moran en esta plaza fuerte.
    »Yo, el rey Jerónimo de Chilingulia, me tengo por su leal, obediente y verdadero hijo, a 20 de agosto de 1627 en Mombasa.
    Orgullosa de su esposo, Isabel la enrolló y lacró con el sello de sus armas. Él mismo la llevaría a Goa al día siguiente para entregársela al virrey de la India y propiciar así que fuera enviada con celeridad al Vaticano. Aquella prueba era el mejor regalo que el rey de Mombasa le podría haber hecho nunca a Isabel antes de embarcarse hacia la India. La excusa para afrontar la separación haría más llevaderos los meses de soledad hasta su regreso. Isabel le despidió muy a su pesar en el mismo puerto de Malindi.
    Desde el ventanuco de su silla de manos, el Pangayo, que era como se llamaba el gran falucho real, se hizo diminuto hasta desaparecer en la enmarcada lontananza del horizonte. Nadie mejor que ella sabía lo que la mar distanciaba a los seres queridos, y por eso mismo tuvo que resistirse a rechistar ante la forzosa ausencia. Por extraño que pudiese parecer, aquel hombre la había acostumbrado rápidamente a su cariño y compañía. Aquello sólo era un ardid más en su sutil forma de seducción, pero le gustaba. En ausencia del rey, su presencia en Mombasa era imprescindible para seguir manteniendo la paz. Así nadie aprovecharía para enquistar las rencillas que en la sombra seguían tentando a los muzungulos en contra de los portugueses. Isabel se quedaría como regente y aprovecharía los tiempos de soledad para limar las esquirlas que el capitán del fuerte Jesús mantenía en contra de Jerónimo.
    Dos fueron las jornadas que le llevó al séquito de la reina recorrer costeando hacia el sur las leguas que distaban Malindi de Mombasa, cuarenta y ocho horas que ella dedicó a la meditación, el rezo y la observancia. Agudizó los sentidos hasta empapuzarse de las gentes, paisajes y costumbres que la acariciaban en su transitar. Todos los detalles, por nimios que pareciesen, la atañían. Aún tenía mucho que aprender si quería llegar a ser una soberana justa para con sus súbditos. ¡Y qué mejor manera de hacerlo que fundirse con ellos!
    En cuanto llegó a palacio percibió que algo no andaba bien. La bahía parecía un sembrado de navíos de muy diversos tamaños. Hacía días que ninguno se hacía a la mar porque el cielo tornaba su cariz llamando a la tempestad. Las olas no tardaron en azotar con toda su fuerza contra el arrecife, dibujando una línea de espuma blanca en la desembocadura. La tormenta pronto arreció sin viso ni intención de amainar.
    Presa de la melancolía, observaba desde la tronera de su aposento al resguardo de las inclemencias. Los hombres, animales y barcos menos precavidos se desesperaban buscando un refugio en el saturado puerto. El viento era tan fuerte que ululaba por los pasillos como alma en pena. En el horizonte se divisaban los rayos y el aire traía olor a azufre. Los pequeños faluchos se apiñaban abarloados a pocos metros de la playa. Éstos fueron los primeros que, incapaces de soportar los enérgicos abordajes de sus gemelos, sucumbieron ante las cicatrices que las vías de agua dibujaron en sus frágiles cascos de mango.
    Pescadores y comerciantes observaban impávidos de impotencia cómo sus bodegas repletas de dátiles, especias, marfil, porcelanas y sedas de la India se anegaban, para acabar saciando la voraz hambruna de aquella mar enrabietada. Las embarcaciones jahazi, por no tener un clavo que uniese sus piezas de teca, se deshicieron como castillos de naipes acompañando al fondo a los faluchos. Las velas latinas se hicieron jirones antes de desaparecer entre las olas. Ni siquiera el ojo pintado en sus cascos logró ahuyentar los malos espíritus que les amenazaban.
    Isabel no pudo contener su preocupación ante la posibilidad de que la tormenta que ahora divisaban hubiese sorprendido al Pangayo en plena travesía. Allí muchos de los comerciantes retrasarían su salida, pero ¿qué habría sido del barco del rey en alta mar? Caminaba descalza de un lado a otro de sus aposentos desgastando la alfombra y sin saber a quién recurrir. En el fondo era consciente de que sólo el tiempo le traería noticias de él. De nuevo se asomó a la ventana con la incierta esperanza de verlo aparecer.
    Fondeado justo en el centro de la bahía, aguardaba un gran navío cargado de porcelanas y telas procedentes de Asia y la India que al parecer debería haber zarpado hacía días. Suspendió la salida al comprobar que la travesía se hacía demasiado arriesgada y la pérdida, en caso de naufragio, cuantiosa para las ya mermadas arcas del rey don Felipe de España.
    Tan defraudada y atada de pies y manos como todos aquellos hombres, Isabel entró en el salón sintiendo la humedad de su blanco camisón sobre la piel. El rubor de las mejillas de fray Domingo la confundió hasta que adivinó la causa de tan extraña reacción al seguirle el rastro de la mirada. El sensual contorno de su cuerpo se impregnaba en el lienzo empapado haciéndolo obsceno a los ojos del fraile. La vergüenza se apoderó de ella y corrió a cubrirse con una mantilla.
    Fray Domingo era uno de los agustinos que reemplazaron al padre Lobo en su confesionario cuando llegó a Mombasa. Ya más recatada, estaba a punto de arrodillarse para la confesión cuando recordó algo. Solicitando con un gesto un breve aplazamiento al fraile, se asomó de nuevo para comprobar algo que bien podría ser fruto de su imaginación.
    —Disculpadme un momento, fray Domingo. Entre las fuertes lluvias, justo antes de entrar, me pareció adivinar la silueta de un barco.
    Un escalofrío recorrió su entumecida piel para terminar erizándole el vello del cogote. Se encogió de hombros con una mueca de amargura en el rostro, y ante la mirada confusa y atónita del fraile, gritó:
    —¡Sólo los piratas se aventuran a navegar con este tiempo! ¡Corra, padre, a tocar las campanas y a dar la voz de alerta!
    El estruendo del cañón que les atacaba no se hizo esperar. La ciudad entera se puso a la defensiva. Media hora después ya distinguían la bandera. Era Mir Aley Bey, el nieto de un antiguo saqueador de Mombasa, que ayudado por un par de navíos de apoyo del sultán de Lamu se disponía al saqueo. Hermanados con el diablo, los truenos y las tormentas, venían a robar, matar y violar para vengar la paliza que Mombasa le dio un día a su abuelo.
    La catástrofe fue inevitable. El palacio era demasiado ostentoso como para pasar inadvertido, por lo que la reina decidió esconderse con algunas de sus damas, doncellas y esclavas en un seguro parterre que había en el jardín. Desde allí fueron testigos aterradas del saqueo hasta que un pirata estuvo a punto de descubrirlas. Una de las damas del séquito, que además era cuñada de Isabel, al no encontrar otra salida le entregó temblando a su hijo después de besarle y hacerle la señal de la cruz en la frente.
    —Si fuese menester, os ruego que como sobrino vuestro que es lo criéis como propio. Si no regreso, vos mi reina habréis sido la razón de mi sacrificio junto a él.
    Isabel, suponiendo la intención del sacrificio de Luisa de Silva, lo tomó en su regazo asintiendo con temor y pesadumbre. Aquella mujer también era blanca, y como a ella la desposaron muy joven con un primo de Jerónimo bautizado con el nombre de Antonio. Su señor había partido junto al rey.
    La gallarda dama inspiró, cerrando los ojos con fuerza, se armó de valor y salió despavorida consciente de su destino al pretender distraer al sayón. Éste, como era de esperar, la alcanzó a pocos metros del escondrijo en el que se encontraban las demás. La tumbó de un golpe y la tomó con violencia.
    Ella no gritaba. Sólo sus mudos sollozos revelaban el dolor que aquella sombra le provocaba embistiéndola una y otra vez. Isabel, mirando al hijo de la dama que dormía tranquilamente en su regazo, comprendió el sacrificio al que Luisa se estaba sometiendo para salvar a su criatura. A menos de diez pies de distancia aquella mujer se tragaba los quejidos con tal de no delatar la posición de su párvulo y a la postre la de las demás.
    Presa del espanto, Isabel sólo pudo aferrarse a la criatura para acallar su rabia. Desde que se desposó aún no había engendrado. Su cuñada estaba siendo mancillada y ella se sentía impotente para ayudarla. Repentinamente el niño debió de percibir el dolor maternal que le protegía y tornó su plácido sueño en un fruncir de ceño a punto del sollozo. Isabel se asustó y sólo fue capaz de tapar la boca al niño suplicándole silencio.
    —No engroséis con vuestro lamento este espantoso dolor.
    Los cinco minutos de violación parecieron horas. Cuando todo se calmó, la reina salió del escondrijo con la intención de consolarla. Al verla sentada con las piernas abiertas en el fango y las faldas alzadas del sayo, sintió su dolor. Luisa lloraba desconsoladamente, frotándose con todas sus fuerzas las partes pudendas. Ponía tanto ímpetu en ello que muy pronto el pedazo que sesgó de las enaguas para arrancarse la piel se tiñó de sangre.
    —Si seguís así, os desollaréis viva y esta criatura os necesita.
    Miró a la reina sin pudor, con los ojos fuera de las órbitas y totalmente despeinada. Con la rabia en sus pupilas y las venas del cuello hinchadas, soltó el trapo con el que se friccionaba para pasar a tirarse con más fuerza aún del vello púbico. Era como si ansiase arrancárselo. Isabel no pudo contener las palabras en su boca:
    —Desollada y calva, nadie os querrá. Dad gracias al Señor por seguir viva, que ahí afuera muchos son los degollados que ya no podrán llorar su desgracia.
    Por fin se tapó y rompió a llorar:
    —Mi señora, no sabéis cómo me hubiese gustado estar circuncidada como muchas de estas salvajes. Al menos así no hubiese sentido nada. Ahora Antonio ya no me querrá como esposa.
    Con mucho cuidado y el alma llena de compasión, Isabel, intuyendo un poco más de sosiego en sus palabras, se acercó despacio a ella para entregarle a su niño y ayudarla a olvidar. Con cariño le tapó el pecho desnudo, comenzando a enhebrar los lazos cruzados en los agujeros de su corpiño para cerrárselo. Fue entonces cuando vio que los arañazos de aquel desalmado habían herido su piel como latigazos.
    —No digáis tonterías. Los cristianos no repudian a sus mujeres por estas cosas. Los cristianos comprenden y aman a los que sufren, compartiendo su quebranto.
    Ella negó con la cabeza y siguió llorando hasta que el sueño la venció. Aun dormida sus suspiros eran prolongados, como los de un niño después de una rabieta. La reina no quiso separarse de los pies de su cama hasta que la suave voz de un hombre la requirió.
    —Dejadla dormir, que os necesito en el hospital.
    En una sola noche de saqueo pirata, fray Domingo parecía haber envejecido diez años. Se veía agotado, sucio y medio desnudo, ya que aprovechó el despojo de su hábito para hacer vendas.
    De camino hacia allí Isabel no podía dejar de mirar a diestra y siniestra, presa de la angustia más profunda al ver la desolación en la que los piratas habían sumido su ciudad.
    —¿Cómo Dios permite esto?
    El fraile le contestó azuzándola y sin detenerse.
    —No es cuestión de Dios, sino del hombre. Nosotros no nos lo podemos preguntar; yo sólo estoy aquí para cumplir con mi cometido. Ayudadme con la misma entrega que lo hacéis siempre y curadles como mejor os dicte la conciencia, que no hay tiempo para responder preguntas y el trabajo se acumula.
    Cuando Isabel entró en el claustro del convento de San Antonio, se quedó petrificada hasta que el fraile la empujó.
    —¿Qué os he dicho?
    Inmediatamente se arremangó, dispuesta a todo con tal de calmar a un alma en pena o salvar una vida. Por el suelo de aquellos pasillos atestados, heridos quejumbrosos se entremezclaban con cadáveres aún calientes.
    Uno de los hermanos del fraile que allí moraba sacaba agua del pozo en el instante en que Isabel irrumpió. La miró con gratitud, secándose el sudor de la frente con la manga del hábito, y dijo:
    —Menos mal que hay marea baja y el pozo anda lleno. Si no, no sabría qué hacer.
    Aquel extraño brocal se llenaba con la marea baja y se secaba con la alta. Todos lo sabían y aceptaban como tantas otras cosas inexplicables.
    Pero aquello sólo era un aviso que Dios les debió de mandar para prepararlos, pues la noche en la que el verdadero diablo vino a visitarles no tuvieron tanta suerte.

    Capítulo 13
    AFRONTANDO LO IMPREVISTO
    MISIÓN DE NARIOKOTOME, EN TURKANA
    15 DE FEBRERO DE 2004

    En un viaje por aquellos parajes siempre puedes prever a qué hora sales, pero nunca el día en el que llegarás a tu destino. A las seis de la mañana arrancamos, ya con varias horas de retraso. Tras nuestro rastro quedaba un montículo coronado por una cruz de cañas como testigo del enterramiento.
    Nuestra pequeña superviviente se pegó al cristal trasero del vehículo como una lapa a una roca y así permaneció hasta mucho tiempo después de que su poblado hubiese desaparecido en el horizonte. Era como si quisiese desprenderse de un pedazo de su alma mientras permitía a su cuerpo viajar junto a unos desconocidos de extraño aspecto.
    Los claros ojos de Richard la contemplaban por el retrovisor.
    —Mírala, a pesar de su ingenuidad infantil intuye que todo queda atrás. Ya no llora, porque sus lagrimales se han secado. Ni siquiera es capaz de emitir un gemido de dolor. Sabe que todo lo que conoció desde el día en que nació ha muerto y sólo desea brindar un silencioso adiós a los suyos.
    »Los dos sabemos que para ella nada volverá a ser lo mismo. Gracias a su bendita ignorancia, ni siquiera puede suponer lo que la espera. ¿Te has dado cuenta de que lo único que sabemos de esta pequeña es el lugar en el que la encontramos? Probablemente, muy alejado del de su nacimiento, dado el carácter nómada de los pastores. No sabemos ni su nombre ni su filiación; ni siquiera su fecha de nacimiento. ¡Hasta su edad la suponemos! ¿Has pensado que es muy posible que para poder hacerle un documento que la identifique tengan que registrarla antes en los archivos civiles del país? Esta pequeña ni siquiera sabe lo que es Kenia, ignora hasta su propia nacionalidad, porque para ella todo lo que está más allá del horizonte que divisa es el abismo. La misma lejanía e infierno oscuro que ayer al amanecer fue capaz de escupir hacia su tranquilo paraíso a los asesinos y ladrones que terminaron con su familia, poblado y ganado. Para ella todo lo desconocido debe de ser como un antro cubierto de niebla y maldad. Con tanta desconfianza y dolor, ¿crees que podrá occidentalizarse?
    —Eso espero, porque a pesar de tu funesto sermón pretendo adoptarla.
    Richard no dudó un segundo antes de replicar:
    —¡Estás más loca de lo que creía! ¿Lo has pensado bien? No sabes lo que dices. Si lo que pretendes es salvar al mundo complicándote la vida, adelante con el trabajo. Hay millones como ella. ¿Acaso montarás una guardería con todas las niñas que se crucen en tu camino?
    Inspiré una vez para conservar la calma.
    —No creas que es algo repentino e impulsivo. No tengo hijos y la edad para concebirlos se me está pasando. La idea de adoptar un niño me rondaba la cabeza desde hacía mucho tiempo. Antes, el egoísmo de la mentalidad consumista me frenaba, pero ahora...
    Me sentía como en un confesionario. ¿Por qué desconfiaba espiritualmente ante el hombre al que me acababa de entregar físicamente? Como mujer, me sentía demasiado tradicional para separar una cosa de la otra. Proseguí sin dudarlo.
    —Ahora, después de haber visto como las mujeres paren cargadas de ilusión confiando sólo en la providencia, me siento rastrera. Por fin he comprendido la llamada vocacional que sienten tantos misioneros, médicos y voluntarios al poco tiempo de coexistir con este gran continente. Dicen que casi todos los que han vivido aquí sufren el mal de África al regresar a sus países de origen. Se implican con esta tierra y sus moradores para tener una excusa y regresar asegurando haber descubierto en este continente su razón de ser.
    »He superado los cuarenta. Hace mucho tiempo que me siento vacía y de algún modo sé, aunque pueda sonar egoísta, que esta pequeña niña será mi motor diario. Inconscientemente, me dará tanto que me será imposible recompensarla en toda una vida. El destino nos ha unido y no la dejaré abandonada. Ella será la niña que nunca tuve ni podré tener.
    Richard se quedó un instante en silencio e insistió.
    —¿De verdad estás segura?
    —Nunca he querido nada con más convicción. No puedo salvar al mundo, pero tampoco dejaré que esta niña sea enviada a un inmundo orfanato. Sabes tan bien como yo que, sin la protección de su familia, al llegar a los dieciséis la expulsarán. Y si es tan hermosa como promete, lo más probable es que cualquier agente del Estado o soldado disponga de ella hasta cansarse para luego venderla con promesas de un empleo digno disfrazadas de mentiras a un mercader de esclavas prostitutas. ¿Sabes que Amnistía Internacional denuncia que unos dos millones de niñas al año sufren ese triste destino?
    Sentada en la parte trasera del todoterreno, por primera vez me permitió abrazar su esquelético y elegante cuerpecillo. Escondida en mi regazo, alzó la mirada como si me entendiese. Proseguí:
    —Si de mí depende, Analía nunca ingresará en un hospicio para terminar engrosando la extensa lista de las niñas más desprotegidas. Te aseguro que cumplirá los veinte sin ser portadora o enferma de sida.
    Richard se dio la vuelta para mirarme con cierto sarcasmo.
    —¿Todavía no te la han concedido y ya la has bautizado? Te veo como a una de esas mujeres occidentales que buscan la solución a su soledad en un inquilino de la perrera municipal.
    De golpe y porrazo despertó la impaciencia que África había adormecido en mí. Y la cólera me obligó a gritar:
    —¡Para el coche!
    Frenó en medio del camino, sonriendo burlonamente.
    —Dime, abogada de los imposibles, ¿qué harás ahora? ¿Acaso pretendes apearte en este campo seco y salvaje?
    De un salto bajé del todoterreno con Analía en brazos. Abrí la puerta trasera, tomé mi mochila y un bidón de agua y cerré con todas mis fuerzas. Dejé a la niña en el suelo para que me siguiese y comencé a caminar sin mirar atrás.
    Al instante oí como el motor se ponía en marcha de nuevo. Y se detuvo a nuestro lado, reduciendo la velocidad a la de nuestros pasos. Con el brazo apoyado en la ventanilla, Richard continuaba sonriendo. El turkano me miraba desconcertado.
    —¡Vete! Esperaremos a que pase un matatu que nos lleve a la misión.
    La contundencia de mis palabras borró la sonrisa de su cara.
    —No digas tonterías. Sabes que puede tardar días y no sería de extrañar que hasta esos cochambrosos microbuses eviten recorrer este camino plagado de socavones.
    Continué sin mirarle.
    —No te preocupes por nosotras. Nos resignaremos. Las dos sabemos que el tiempo aquí no tiene la misma medida. Caminaremos reduciendo el trayecto a recorrer con cada paso avanzado. ¿No es eso lo que hacen todos aquí?
    Insistió.
    —¿Y si cuando llegue el matatu ya tiene sus catorce plazas cubiertas?
    Me encogí de hombros despreocupada.
    —Continuaremos andando. En la misión no me esperan tan pronto y no tenemos prisa.
    Nuestro particular acompañante comenzó a preocuparse.
    —No seas cabezota. ¿Es que no ves que la niña no tiene zapatos?
    Esa estúpida excusa consiguió aminorar mis pasos.
    —Busca algo más ingenioso para detenerme. Para ella el sufrimiento empezará el día en el que intente calzárselos.
    —Sube, Carmen. Por Dios te lo pido.
    Su súplica me detuvo en seco.
    —¿Por Dios? Es la primera vez que te oigo mentarlo y me alegro, porque me demuestras que como muchos que le niegan sueles recurrir a él en momentos de desesperación.
    Bajó la mirada sin reconocerlo. En menos de veinticuatro horas me había dejado en dos ocasiones la posibilidad de herir su fama de macho galán.
    —Si subes al coche, prometo ayudarte con la burocracia que te vas a encontrar para poder adoptarla. Sabes que como conseguidor no tengo tacha, y estoy dispuesto a obtener todo lo que me pidas.
    Parecía desesperado, y me sentí halagada por ello, porque muy a su pesar su tono de voz sonaba sumiso, deseoso de complacerme con tal de que subiese a ese coche. Quizá a pesar de su independencia sentía algo diferente por mí. Algo que nunca reconocería aunque le torturasen. La simple suposición de poder estar engatusando a un hombre mucho más joven que yo me levantó la moral.
    Le miré de reojo, parpadeando lentamente con intención seductora. Procurando dar un tono lo más sensual posible a mi voz, repetí sus últimas palabras.
    —Así que harás todo lo que te pida. Por mi parte es bastante difícil negarse a un ofrecimiento tan tentador.
    Le acaricié el antebrazo que tenía posado en la ventanilla y subí. Analía, sin entender nada pero consciente de que cualquier cosa era mejor que el camino, me siguió como un animalito vagabundo a quien le hace una carantoña.
    Según nos acercábamos a la misión de Nariokotome, la pobreza que había parecido imposible de superar unos días atrás en medio de los verdes pastos se hacía extrema en aquellos eriales debido a la desertización del terreno.
    Llevábamos más de tres horas dando tumbos cuando, al bordear el cauce seco de un río, nos detuvimos a estirar las piernas. Había un grupo de hombres reunidos en corro. Al acercarme para curiosear, me di cuenta de que todos centraban su atención en un pequeño y angosto agujero que habían excavado. Al sonar un grito proveniente de las entrañas de la tierra, se separaron y comenzaron a tirar al unísono de una gruesa soga. No les entendía porque hablaban en suahili, pero estaba claro que los gritos de las profundidades parecían indicarles la fuerza y velocidad con las que hacerlo.
    A los pocos minutos surgieron del brocal las blancas y endurecidas plantas de los pies del hombre que, cabeza abajo, había sido introducido en el orificio. Traía entre las manos un herrumbroso cubo que escondió inmediatamente entre los brazos. Los otros le miraban expectantes. El menos paciente pareció insultarle. El escuálido turkano sonrió tomando un puñado húmedo de tierra del cubo y se lo lanzó. El barro enrojecido resbaló lentamente por la piel del enojado. Éste, en vez de enfadarse, al limpiarse se miró la mano y comenzó a pegar saltos como un niño pletórico de felicidad.
    Los demás, carcomidos por la impaciencia de la espera, se abalanzaron sobre el cubo. Olisqueaban la humedad de la tierra y saltaban cantando alrededor del que se había introducido en el hoyo como si acabasen de descubrir el mayor tesoro del mundo.
    El turkano que nos guiaba estaba tan feliz como ellos y nos dio explicaciones.
    —Un zahorí les aseguró que aquí encontrarían agua. Con una fe ciega, llevan cavando más de un mes sin otras herramientas que la constancia, el tesón y sus encarnadas uñas a modo de pala. ¡Y lo han conseguido!
    Aquellos hombres, a pesar de su incultura, tenían tanto que enseñar al mundo. Observándoles tan eufóricos tras alcanzar su meta, cualquiera se atrevía a quejarse. Un pequeño pozo era motivo de celebración y les hacía olvidar el hambre, la miseria y el aislamiento. De algún modo, desde aquel día me pensaría dos veces las cosas antes de sentirme desdichada y daría las gracias hasta por el agua que manara de un simple grifo.
    Recordé que no es rico el que más tiene, sino al que le sobran las cosas. Ellos, en aquel momento, se sentían tan ricos como el que más. Cuántas personas conocía permanentemente insatisfechas. Como consumistas enfermizos, ambicionaban tantas necesidades como infelicidad sufrían al no poderlas conseguir. Si algo aprendí de ellos, es que cada uno se crea sus propias necesidades, y en las grandes ciudades cada vez nos creamos más.
    Continuamos por un camino en el que las mujeres portaban pesados fardos suspendidos sobre la cabeza en sorprendente equilibrio. Erguidas como estatuas, seguían su transitar con una tranquilidad pasmosa. Algunas, además, llevaban un bebé colgado de la espalda en un gran pañuelo que hacía de columpio para el niño y contrapeso del avanzado embarazo que acarreaban en sus fructíferos vientres.
    Un aguador descalzo y desnudo de cintura para arriba tiraba de un carro cargado con el precioso líquido. Otro lo hacía de un arado. En territorio masai pude ver manadas inmensas de burros y me extrañó que no los usaran para el transporte de mercancías. El turkano que nos acompañaba me contestó sin titubear:
    —Los masais y los kikuyus son mucho más ricos que nosotros. Aquí muy pocos cuentan con un animal que les ayude en el cultivo o el transporte. Nos valemos por nosotros mismos y estamos orgullosos de ello.
    A las puertas de la misión vimos salir de la escuela a varios niños sonrientes. Todos iban uniformados con camisas naranjas y pantalones o faldas azulonas. Sólo dos tenían zapatos. Analía los miró con curiosidad. Debía de ser la primera vez que veía a tantos pequeños juntos y vestidos de la misma forma. Quiso salir tras ellos, pero se lo impedí. Lo primero que quería era que me acompañase a la enfermería para que le hiciesen un chequeo rudimentario.
    Dejé mis bártulos en la casa de huéspedes y me dispuse a buscar al médico de la misión. Antes de encontrarle pasé junto a la capilla, algunas viviendas, un taller de mecánica, otro de carpintería y una granja con gallinas, pavos, conejos, patos y otros tantos animales que salían a nuestro paso haciéndonos tropezar.
    Por fin, en el extremo de aquel pequeño pueblo al que llamaban Nariokotome distinguí lo que debía de ser el sanatorio, junto al dispensario de alimentos. Al lado de una cola de una treintena de mujeres, niños y ancianos había un montón de cajas relucientes con una cruz roja dibujada en ellas. Eran medicamentos que acababan de llegar de Europa. La mayoría eran vacunas, retrovirales y antibióticos.
    Atajé por un camino que atravesaba una huerta, enmarcado por una curiosa plantación de hierbas aromáticas y medicinales en el que cada matojo estaba identificado con una pequeña tablilla: tomillo, romero, manzanilla, clavo, etcétera.
    A la sombra del porche, el padre Pablo observaba el pie de un pequeño que tenía tumbado sobre una tosca mesa de madera que hacía las veces de camilla. Ajeno al llanto del pequeño, desinfectó y vendó con preocupación la hedionda herida del miembro inflamado. Con la misma rapidez que realizó la cura tomó una de las vacunas de las cajas, se la inyectó en el brazo y se lo devolvió a su madre junto a unas pequeñas sandalias para calzarle.
    Al verme me tendió la mano.
    —Desde que los turkanos dejaron de utilizar las tradicionales sandalias de cuero de camello que les protegían del pinchazo de las púas contaminadas, la enfermedad del pie de Madura tiene cada vez más víctimas. Como habrás observado, apenas han evolucionado. Son casi tan primitivos como el homo habilis que hallaron los antropólogos cerca de aquí. ¡Por fin nos encontramos! Creí que con tu investigación nunca tendrías tiempo para visitarnos.
    Estreché con fuerza su mano enguantada en látex.
    —No ha sido fácil. La verdad es que cuando os vi en Madrid supuse que sería más fácil encontraros. Hasta que no comencé mi peregrinación hasta este lugar no fui plenamente consciente de lo apartados que estáis del mundo.
    —Hace doce años que existe esta misión. Yo llevo aquí sólo uno pero ya he hecho de ella mi casa y lugar. Para mí, los apartados sois vosotros. Todo depende de cómo se mire.
    Asentí, interponiendo a Analía entre los dos. Él se agachó para cogerle de la barbilla y mirarla a los ojos.
    —No tiene a nadie y tengo la intención de convertirla en mi hija. La historia es larga, te la contaré esta noche cuando termines tu jornada. Veo que tienes muchos pacientes y no quiero interrumpirte, sólo me gustaría que le echases un vistazo cuando puedas.
    —Déjamela. Mientras, si quieres, puedes acompañar a Asunción a servir la comida. Muchas de estas gentes han andado durante días para llegar aquí y te agradecerán su ración.
    Analía se quedó en la cola sin rechistar junto a otra pequeña mientras yo seguía a aquella mujer. La canosa y larga trenza que arrancaba de su nuca se balanceaba frente a mí haciéndome de lazarillo. Más tarde supe que aquella mujer laica fue una de las fundadoras de Nariokotome y que servía a la causa con tanta fuerza y tesón como los sacerdotes. Sonriente, me tendió dos cuencos de plástico repletos de un extraño engrudo a base de harina y pescado para que fuese repartiéndolos.
    —Procura que te devuelvan los platos en cuanto terminen porque no tenemos suficientes. No son malintencionados, pero hasta de eso carecen y es demasiado tentador dejárselos vacíos en las manos.
    Asentí. Justo cuando terminamos con los del final, Analía salió de la mano de Pablo. Se mostraba llorosa.
    —Como a cualquiera, no le han gustado los pinchazos. La he despiojado y vacunado de fiebre amarilla, hepatitis y polio. Completa su cartilla en cuanto regreses a Mombasa. Esta niña está sanísima. De todos modos, te recomiendo que le hagas la prueba del sida para quedarte tranquila. Desgraciadamente, aquí ya hace tiempo que compite con el hambre para ver quién se lleva más vidas.
    Asentí de nuevo.
    —Ahora que revisaste su cuerpo, me gustaría que velaras por su alma. ¿Bautizarás a Analía?
    —¿Por qué ese nombre?
    —Me han dicho que en suahili significa «niña que llora».
    Sonrió, y al tiempo que regresaba a su agotador quehacer, me contestó.
    —Mañana con Analía serán ocho los niños que entrarán en el cristianismo. Hay bautizos casi a diario desde que en esta comunidad somos ya un ochenta por ciento los cristianos frente al veinte por ciento de primitivos animistas que ven un espíritu detrás de cada objeto y un significado espiritual en cada suceso.
    —A mí no es necesario que me convenzas de nada.
    El joven médico sonrió antes de alejarse.
    —Perdona, Carmen.
    A lo lejos distinguí al padre Avelino. Estaba en medio de una plantación de árboles de aproximadamente un metro y medio de altura organizando el trabajo de cinco turkanas que le escuchaban atentamente.
    —¡No vengas de vacío! A tu lado hay un aljibe. ¡Llena un cubo y tráelo!
    Nada más llegar a su lado me liberó de su peso, derramando su contenido en la raíz de un olivo. Se incorporó sujetándose los riñones.
    —Gracias y bienvenida. Como habrás podido comprobar, aquí nadie camina sin peso. Los árboles están empezando a secarse. Aún no podemos permitirnos un riego por goteo para estos tres mil frutales, pero todo se andará.
    Me interesé.
    —¿Son todos iguales?
    —En esta parte he plantado olivos de cinco especies diferentes para experimentar. En otras zonas tenemos vides, almendros, mangos e higueras. La tierra aquí es alcalina y el agua del lago, demasiado salada como para abusar de ella. Por eso de vez en cuando tiramos de la de los aljibes, pozos y presas.
    —¿Habéis construido presas?
    Me contestó orgulloso.
    —En los veinte mil kilómetros cuadrados que acotamos la comunidad misionera de San Pablo Apóstol ya contamos con dos de piedra y otras tantas de barro. Eso sin contar con los cuatro pozos que hemos excavado. Aquí, más que en ningún otro lugar, el agua es sinónimo de vida y comida. El día que logremos disponer de ella sin restricción, estas gentes ya no se verán obligadas a la trashumancia con sus rebaños y podrán vivir de algo más que de la pesca de percas y la carne de ganado.
    —Suena ambicioso.
    —Puede que lo sea, pero no conseguiríamos nada sin intentarlo con ahínco, ilusión y tesón. Mira a tu alrededor. Hace doce años esto era un páramo de hambre y penurias. Hoy es un pequeño pueblecito a imagen y semejanza de los de la Edad Media. Las gentes acuden recorriendo cientos de kilómetros para que les solucionemos sus necesidades más vitales.
    —Por lo que veo, lo estáis consiguiendo.
    —Sólo intentamos rescatarles del olvido. De algún modo, ¿no estás tú haciendo lo mismo con Isabel de Várela y todos sus contemporáneos?
    —No es lo mismo, vosotros salváis vidas, yo sólo recuerdos de una historia.
    La humildad le impidió contestar. Parecía incómodo.
    —Avelino, ¿dónde está el padre Francisco?
    —En Etiopía. Como siempre, fundando.
    —Me hubiese gustado verle.
    —Se lo diré.
    Se echó la mano a la frente.
    —¡Por cierto! ¡Casi se me olvida! Te dejó unos documentos que recibimos de Goa para tu tesis. Recuérdame que te los dé.
    —Ya no es tesis, sino novela. ¿Crees que le importará teniendo en cuenta que fue él quien me dio la idea?
    —En absoluto. Ya sabes que para él todo lo que recuerde al mundo la existencia de estos países africanos es efectivo. ¿Lo reflejarás en la novela aunque sea en tiempos de Felipe IV?
    Asentí.
    —El padre Paco se alegrará de eso y de que estés tan pictórica y feliz. ¡Si casi no te reconozco! No tienes nada que ver con la triste mujer que conocimos hace casi un año en el café Hispano de Madrid.
    Consciente de mi cambio, bajé la mirada avergonzada de reflejar la evidencia y sintiendo el fuerte abrazo de Analía alrededor de mis muslos. Le acaricié la línea de pelo de su cabeza.
    —Supongo que Kenia me ha regalado motivos suficientes para ello.

    Capítulo 14
    CAMBIOS DE HUMOR
    CONVENTO DE SAN ANTONIO
    CORPUS CHRISTI DEL AÑO DE NUESTRO
    SEÑOR DE 1628

    El saqueo de los piratas sirvió para unir a Isabel con más firmeza si cabe a Joana y Luisa. Las dos pasaban tantas horas en el convento que casi se había convertido en su segunda morada. Como un lazareto de infecciosos, aquellos muros acogían a toda alma y cuerpo que acudiesen perdidos o enfermos.
    Las tres jóvenes aprendieron a cultivar en el huerto todo tipo de plantas para la raposera. La apodaban así porque todo lo que se gasta hay que reponerlo y no siempre había reemplazo. Aprendieron que había hierbas para cualquier remedio o enfermedad. Unas semillas las trajeron de España y Portugal, otras se las proporcionaron los curanderos del lugar. Los agustinos pasaban tanto tiempo asistiendo a los necesitados que a veces eran ellas las que tenían que cuidar de que los frailes no cayeran en más miseria que la de los pedigüeños.
    Aquel día, después de recolectar las hierbas medicinales más necesarias para el sanatorio, la reina, Joana —la mujer del capitán—, su hija Bárbara y Luisa de Silva ayudaban a vestir a las cafres en el convento de San Antonio para la procesión del Corpus Christi. Las cuatro reían a carcajadas viendo cómo aquéllas andaban patizambas sobre las rudas chinelas de piel y gamuza que les obligaron a calzarse. Una de ellas tropezó por el susto cuando uno de los cañones de fuerte Jesús disparó. Las mujeres se incorporaron a la espera impaciente del segundo cañonazo. ¡Eran las salvas de bienvenida con las que se solía recibir al rey!
    —¡Dirijámonos al puerto para darles la bienvenida como se merecen!
    Joana siguió a la reina a pesar de no tener a nadie en el barco. Cuando casi habían alcanzado el portón de salida del claustro se detuvieron en seco. Luisa seguía sentada en el brocal del pozo cabizbaja y pesarosa. Sólo tarareaba por lo bajo una nana mientras acunaba a su retoño. Era como si no se quisiese dar por enterada. En silencio la reina se sentó a su lado. Con cariño le acarició el cabello. Una lágrima surcó su mejilla hasta derramarse en el regazo de su sayo. La redonda humedad se dibujó justo entre la tela que cubría sus piernas.
    —¿Veis la mancha, mi señora? Miradla y ayudadme a contárselo a Antonio.
    Isabel no dijo nada; sólo la pudo tomar de la mano. Hacía ya más de seis meses que Luisa había sido víctima de la vil violación por parte del pirata. Muchos días que, separada de su señor, sólo le sirvieron para cicatrizar las heridas superficiales y ahondar más en las del corazón. Las dos habían hablado de ello muchas veces, pero las palabras sólo la consolaron sin llegar a curar los quebrantos que portaba en el alma. De nada serviría reiterar una vez más lo pronunciado. Isabel hubiese querido permanecer a su lado, pero el deber la llamaba. Consciente de ello, recurrió a otra de sus damas para que la supliera.
    —Joana, quedaos con ella hasta mi regreso.
    La mujer del capitán del fuerte la obedeció ligeramente molesta por perderse el festejo que se avecinaba. La llegada del barco del rey a puerto siempre lo era.
    No habrían pasado dos horas cuando la reina cruzó de nuevo el rico portón en sentido contrario. Esta vez iba del brazo de Jerónimo. Tras ellos, su primo Antonio de Malindi y el capitán escoltaban un pequeño carro de paja. Las dos damas de la reina ya no estaban junto al brocal. Las cafres que habían estado vistiendo les indicaron el lugar donde se encontraban señalando a la iglesia.
    —¡Kanisa, Kanisa!
    Antonio suspiró aliviado, ya que después de haber hablado con Isabel también la buscaba con la desesperanza dibujada en el rostro. Como era de suponer, las encontraron sentadas en el primer banco frente al altar. La talla de san Antonio de Padua parecía observarlas. Hincadas de rodillas, rezaban en silencio. A Joana no se le debió de ocurrir un remedio mejor y más sencillo que el rezo para calmar los pesarosos ánimos de Luisa. Al oírles, la mujer del capitán, comida por la impaciencia y la curiosidad, se levantó rauda precipitándose a su encuentro; Luisa ni siquiera se dio la vuelta.
    Con los ojos cerrados, continuaba rezando devotamente. Su alma oraba mansa mientras que el encaje de la mantilla que le cubría la testa tiritaba con los temblores de su cuerpo. Antonio se dirigió muy despacio hacia ella, la abrazó y la besó con pasión. Ella, aferrándose a su marido, rompió a llorar expulsando así todo el dolor que guardaba enquistado en su interior desde la noche en que fue mancillada por un hombre sin rostro. Por fin aquella mujer podría superar entre los fornidos brazos de su esposo todos los miedos que desde aquella noche la asaltaban una y otra vez.
    Los presentes respetaron la intimidad del matrimonio dirigiendo su curiosidad a los cuatro esclavos que rastrillaban entre la paja del carro en busca de algo. Enterrada en ella, había una soberbia pila bautismal de mármol que Jerónimo había comprado en Goa. Tenía forma de concha. Isabel quiso aprovechar el momento para demostrar su cariñosa gratitud a Jerónimo, pero éste la rechazó sutilmente. Por primera vez se dirigió a ella con una frialdad pasmosa y esquivando su mirada.
    —Será donde bauticen a nuestros hijos.
    Acariciando la fría piedra, la reina se quedó en silencio. Aquellas palabras le sonaron a reproche, ya que hacía mucho tiempo que Dios había bendecido su matrimonio y sin embargo... Sin pensarlo, la mirada se le desvió inconscientemente hacia la cuna del pequeño de Luisa y Antonio. Le hubiese gustado explicarle a Jerónimo que ardía en deseos de darle un hijo tanto o más que él, que se sentía yerma ante su evidente frustración, que no comprendía el porqué de su prematuro hastío. A sus dieciocho años estaba en la edad más fértil de la vida de una mujer y no comprendía muy bien el empeño de su vientre en permanecer desocupado. Ansiaba calmar y compartir su ansiedad con él, pero no lo hizo. No tanto por la inoportunidad del momento como por la ausencia esquiva en la que el rey parecía sumido desde su regreso.
    Aquella misma noche, cuando cenaban con todos los miembros de su casa para celebrar la vuelta del rey, Isabel se sintió sola entre la multitud. Únicamente ella parecía percibir aquel frío invisible en el aparente ambiente caldeado por frívolas carcajadas y bailes.
    Jerónimo de Chilingulia se despidió de ella hacía muchos meses en Malindi para reunirse con el virrey de la India. Debería haber regresado pletórico y alegre, pero en vez de júbilo en su mirada sólo se vislumbraba decepción. Algo había cambiado en su interior. No sabía exactamente qué podría ser, pero se mostraba distante y huraño. Fue la primera vez que no se santiguó al pisar tierra firme y olvidó bendecir la mesa al sentarse. La primera vez que no rezaba ante el altar de la capilla de San Antonio para dar las gracias al Señor por haberle premiado con una travesía en calma. La primera que en vez de aprovechar el primer instante de soledad para hacer el amor con Isabel, como era de esperar después de tan largo viaje, prefería el sueño a la pasión de su esposa. ¿Cómo pretendía entonces engendrar un heredero para la corona que estrenase la pila bautismal?
    Con la congoja agarrada al gaznate, Isabel supo en el preciso momento en el que el rey comenzó a roncar sin ni siquiera sentir el impulso de rozarla que la promesa de fidelidad a su vínculo matrimonial había sido quebrada. La tristeza se apoderó de su acostumbrada serenidad y el insomnio de sus párpados. Para ella aquella noche fue eterna, mientras desgastaba el rostro de su marido de tanto observarlo recordando los gratos y felices momentos que habían compartido.
    ¿Qué habría ocurrido en Goa? ¿Se mostró el virrey déspota ante él? ¿Le hizo sentirse inferior? ¿Le recibió como era menester? ¿Le negó quizá los honores de los que era merecedor? Cientos de preguntas atenazaban su angustia. Pero aquello no tenía nada que ver con su voluntario celibato. ¿Quién sació su necesidad? ¿Por qué tuvo que recurrir a otra mujer? ¿Lo hizo con alguien de su raza añorando el color de su piel? ¿O fue el hastío de su yermo vientre lo que le condujo a ello? Amanecía cuando el sueño venció a un sinfín de preguntas sin respuesta. Aún no sabía que al día siguiente, al levantarse a desayunar, obtendría contestación a muchas de ellas.
    Absorta en sus pensamientos, recogía con una cucharilla de plata la pulpa del mango cuando el cubierto se dobló debido a la fuerza inconsciente con que la empujaba. Con legañas en sus hinchados ojos, la alzó sorprendida ante la forma en que ella misma había exteriorizado la rabia de su corazón. Una dulce y desconocida voz la interrumpió.
    —Tomad esta de hueso, mi señora. Al ser más dura no se torcerá al introducirla en la carne. ¿Quiere que le traiga otro fruto más maduro?
    Sin mirar a la esclava, tomó el cubierto marfileño.
    —Es cierto que el hueso es duro de roer. Pero decidme, ¿creéis que la belleza de la regia plata puede igualarse o sustituirse por la novedad de un servil hueso?
    La mujer, sin entender nada, no encontró mejor respuesta que darle la razón.
    —Todo depende de la inclinación del elector. Si mi señora lo cree así, así debe de ser.
    Como en otras ocasiones en las que le atemorizaba lo desconocido, Isabel no quería mirar directamente a la cara a aquella mujer. La intuición había erizado su vello y la conciencia le alertaba sobre su presencia.
    —No reconozco vuestra voz, vuestro acento es extraño y tampoco recuerdo haber adquirido ninguna esclava nueva. Decidme, ¿cómo os llamáis? ¿Cómo llegasteis a palacio?
    La reina hubiese querido cerrar los oídos igual que había evitado su mirada, pero eso habría supuesto permanecer en la ignorancia y no estaba dispuesta a ello.
    —Me llaman Fatanini. Nací en Persia y fue mi señor el rey quien me compró en la subasta del mercado de Goa.
    El corazón le dio un vuelco al comprobar que era cierta su temerosa intuición. Al parecer, Jerónimo se dedicaba ahora a la compra de esclavas para la servidumbre de palacio. Inspiró hasta llenar su pecho de aire. Cerró los ojos procurando templar su ánimo y muy despacio giró la cabeza para afrontar cara a cara la presencia de aquella mujer.
    Dios no escatimó hermosura a la hora de dotarla. Llevaba la cabellera recogida en una larga y gruesa trenza. Sus ojos eran tan verdes como las aguas con las que el índico bañaba las playas. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado y lucía voluptuoso donde debía serlo. Cintura estrecha, cuello largo, prominentes pómulos y sobre todo una elegancia inusual en sus movimientos.
    Celosa de tanta hermosura, intentó ser positiva. Al menos Jerónimo conservaba el buen gusto con las mujeres. Sólo esperaba que aquella esclava fuese tan yerma o más que ella, no fuese a tentar demasiado al rey en sus debilidades y deseos. De todos modos, en cuanto pudiese, aun a riesgo de tener un enfrentamiento con su marido, ordenaría su venta inmediata el primer día de mercado.
    Le ordenó que se retirase a las cocinas, prohibiéndole aparecer en la parte noble del palacio, para luego seguir desayunando en silencio y pensativa. Tenía que hablar con Jerónimo al respecto. Cuando se disponía a doblar la servilleta para levantarse en su busca, le vio entrar ufano en la estancia.
    Isabel tomó asiento de nuevo, pues aquél probablemente sería el único momento a lo largo de la ajetreada jornada en el que podrían dialogar a solas; no lo iba a desperdiciar. Con un paternal beso de buenos días en la frente, se sentó frente a un plato lleno de fruta. En su fugaz saludo le pasaron inadvertidas las ojeras que a ella le había regalado el insomnio de la pasada noche. Hizo una señal para que le sirvieran el té y frunció el ceño al comprobar que la esclava que lo hacía no había cambiado.
    —¿Hay algo que os disguste?
    Negó distraído, buscando a Fatanini por la estancia. Al no preguntar por ella, Isabel decidió no sacarla a colación por ahora. Encauzaría el problema por otros derroteros.
    —¿Qué os pasa, Jerónimo?
    La pregunta consiguió captar su errante mirada.
    —Desde que llegasteis os mostráis distante, no sólo hacia mi persona, sino también hacia todo lo que nos rodea. ¿Ocurrió algo desagradable en Goa?
    Ligeramente sorprendido por la pregunta, procuró la ya habitual evasión en la que se refugiaba desde su llegada.
    —Fui a entregar las cartas que leísteis para el papa y vuestro rey. Lo hice y regresé. No sé a qué se deben los desvelos.
    —Bien lo sabéis. Sólo me gustaría que me hicieseis partícipe de lo que la evidencia esconde. ¿Os faltó al respeto el virrey de Goa? Os conozco, Jerónimo. Durante el tiempo que llevamos desposados, a falta de infantes que os robaran mi atención, no he hecho otra cosa que preocuparme por vos, y parecía gustaros hasta hoy. Ya no podéis engañarme ni fingir. Os lo ruego. Por Dios, decidme qué os ocurre.
    La súplica le desesperó.
    —¿Por Dios? ¿A qué Dios os referís? Para vos todo es sencillo, pero para mí cada vez se hace más difícil convencer a los mahometanos de que renuncien a Alá, a sus profetas y al Corán. Sobre todo cuando los tributos que me solicitan los portugueses por cada uno de mis territorios se incrementan día a día.
    »Mirad la isla de Pemba. ¿Cómo creéis que sus miserables moradores van a pagar los quinientos fardos de arroz al año que se les requieren? ¿Acaso eso me hace popular entre ellos? Esquilmarlos no es la mejor condición para convencerles de unas creencias que no entienden. Muchos se dejan bautizar como el que acude a un baño a recibir las aguas. Me ven como el rey traidor que renegó de su verdadera religión. Antes de partir solicité a don Pedro Leitao de Gamboa que, como capitán del fuerte, me condonase la deuda, y al no acceder aproveché el viaje para solicitarlo a su superior. ¿Qué pensáis que me contestó?
    El sarcasmo se dibujó en su rostro.
    —¿Faltarme al respeto, decís? No, mi querida Isabel. A eso estoy tan acostumbrado que apenas lo hubiese percibido. Más bien diría que poco le faltó para darme el mismo trato que a un esclavo.
    »E1 virrey gana en déspota y orgulloso a don Pedro. Una vez más, para mantener la paz del reino me tuve que humillar para no atentar en su contra cuando me vejó. Una cosa es que admita vuestras costumbres y otra muy diferente que renuncie a las de mis ancestros. Una buena mujer ha de cerrar los ojos a los deslices de su señor marido. Isabel, sois lo único que amo de todo lo que me ha sido impuesto. Olvidaos de mis dudas y aceptadme tal cual porque, al igual que hoy vivimos en paz y armonía por mi sumisión, mañana todo bien podría regresar a su antiguo cauce. No temáis nada. Disfrutad de lo que tenéis y olvidad el resto. Ansiar demasiado no es bueno. Estoy empezando a pensar que los portugueses se exceden en sus exigencias. ¿No es vuestro el refrán que dice que la avaricia rompe el saco?
    La desilusión se reflejaba en todo su ser. Después de aquel discurso, la infidelidad carnal era el menor de los problemas que se le avecinaban. De nada le serviría a Isabel acudir a don Pedro para advertirle. Aquel pedante y soberbio señor estaba demasiado seguro de su superioridad como para admitir una posible rebelión por parte de los muzungulos. Por otro lado... delatar a su propio marido sería la mayor de las traiciones. ¿Qué debía hacer?
    —¿Por qué no me contestáis, Isabel? En el fondo sabéis que tengo razón y os sentís incapaz de rebatirme.
    Sólo pudo musitar.
    —Os aseguro, Jerónimo, que nunca seré vuestra enemiga. Pero no me pidáis que reniegue de mis convicciones.
    Su puño enrabietado golpeó la mesa, derramando líquidos, viandas y temores.
    —¿Os dais cuenta de que me pedís que no haga con vuestra merced lo que hicieron conmigo? ¿Tenéis una leve idea de cómo me siento al haber renegado de los míos?
    Se hizo un ovillo, asustada ante la enfurecida reacción de su marido. Jerónimo cambió de inmediato el tono de su voz acariciándole la mejilla.
    —Perdonadme, pues vos no tenéis más culpa que yo de lo que acontece. Lo siento, Isabel, pero cuando me habláis de vuestra historia, ¿os preocupáis acaso de la nuestra? Cuentan los ancianos que hace muchos años aparecieron los portugueses en estas costas para librarnos del acecho de las gentes del jefe Zimba.
    »Aquel caníbal con su ejército se había comido a toda la población de Mombasa y a parte de los poblados costeros, llegando hasta Malindi. Allí apresó a nuestro rey y a la hora de engullirlo dijo que nadie de sangre tan innoble podría saber bueno para una sana digestión. Rogó que se lo quitaran de delante y lo arrojaran al mar para que los tiburones se envenenasen. Es cierto que el banquete de esos enemigos fue detenido gracias al general Vasco de Gama, pero decidme, ¿no lo hicieron para ocupar su lugar de una forma más sutil?
    Isabel quería rebatirle, quería hablarle de Fatanini, pero no parecía ser el mejor momento. El odio de sus palabras se desmesuraba con cada recuerdo.
    —Nuestras costumbres, por bárbaras que os parezcan, son ancestrales. Hemos sido capaces de defendernos durante siglos sin demandar ayuda y menos si ésta es mercenaria y se cobra a un precio tan caro.
    Ante la mirada confusa de su esposa, su voz comenzó a alzarse de nuevo, golpeando con el puño en la mesa.
    —¡No les basta con esquilmar las tierras del interior, sino que además quieren dirigir nuestras almas y costumbres! Mombasa es codiciada por todos para el comercio de la Ruta de las Especias. Su puerto es de los más transitados en la costa suahili y sus barcos, los más ricos. El puerto de Kilwa pierde importancia frente al nuestro. Los brillantes de las minas del interior, el marfil y el coral forman un lecho en sus bodegas para el oro que cargarán más al sur en Sofala. Decidme, ¿qué estandarte portan esos barcos? ¿Son acaso nuestras armas las que ondean en sus mástiles? ¡Contestadme!
    De nuevo comenzaba a ofuscarse y esto contagió a Isabel, que no pudo contener más la rabia.
    —¿Qué quiere decir todo esto? ¿Acaso os vais a rebelar como vuestro padre? ¿No os basta su ejemplo? ¿Queréis terminar igual? Y ya que estamos, ¿desde cuándo os dedicáis a comprar esclavas en las subastas? ¿No es ése un menester que atañe a vuestro mayordomo?
    El siguiente golpe de Jerónimo sobre la mesa no se hizo esperar.
    —¡Vos me reprocháis el holgar con una mujer! ¡El capitán del fuerte Jesús me trata como un inferior! ¡Los moros dicen que soy tirano y perverso al obligarles a comer cerdo! ¡Urbano, vuestro papa, no contesta a mis cartas!
    Isabel, envalentonada, osó corregirle.
    —¿Cómo mío? ¡También es el vuestro, y como tal os contestará!
    Jerónimo se levantó, dándole la espalda, y bajando súbitamente la voz, contestó:
    —Ya es tarde.
    Una vez sola en el comedor, Isabel se derrumbó con lágrimas en los ojos. ¿Qué era lo que sucedía? Su marido ni siquiera se había molestado en negar su infidelidad. Era como si no se diese por aludido ante la acusación y el odio hacia todo lo que le rodeaba hubiese emergido de una vez llenando su ardiente corazón. De repente parecía haber escondido la sumisión en un arcón para demostrar la rebeldía heredada de sus antepasados.
    Desde la ventana vio temerosa como se alejaba rumbo a la hondonada donde descansaban sus antepasados, junto a una antigua mezquita. Al no atreverse a seguirle, le pidió a su cuñada Luisa de Silva que lo hiciera. Lo que aquella mañana descubriría en su tímido espionaje la aterraría aún más.

    Capítulo 15
    EL REGRESO
    CONSTELACIÓN DE ORION
    ABRIL DE 2004

    Regresé a mi casa colonial al borde de la playa junto a Analía. Ella dormía en mi cama o en una hamaca que le había colgado entre las dos columnas del porche. Aprendía con mucha rapidez y poco a poco iba adquiriendo confianza con todo lo nuevo y desconocido.
    Aquella noche la dejé dormida balanceándose y me acerqué al hotel que estaba a quinientos metros de mi casa para pedirme una piña colada. La marea estaba alta. Analía dormía mientras que yo, segura por la presencia de los guardias que en la linde de los jardines del hotel con la playa estaban apostados las veinticuatro horas del día, me tumbé en la arena a mirar el firmamento. Las ranas de los estanques del jardín cantaban posadas sobre las redondas hojas de los nenúfares, y el suave batir de las olas del índico humedecía mis pies.
    Una conocida voz interrumpió mi nirvana.
    —Un beso por cada estrella del firmamento.
    Sonreí sin mirarle.
    —Te advierto que las contaré.
    Antes de tumbarse a mi lado sobre la arena blanca se inclinó para besarme en los labios.
    —Resta una y cámbiame las demás por tus pensamientos.
    —Mira arriba. ¿Ves las tres estrellas que justo encima y en fila parecen partir nuestros cuerpos en dos?
    —Aja.
    —Es la constelación de Orión. Los árabes la ven como un gigante, los griegos la identificaron con un cazador y los egipcios la creyeron el lugar de descanso de Osiris. ¿Sabes que Nihal es la primera y señala justo la línea por donde pasa el ecuador? Alnilam está en medio y Alnitak es la que más se adentra en el hemisferio sur. Son conocidas como las tres Marías o el collar de perlas.
    —¿Y?
    —Richard, ¿no te sientes grande en el centro del universo?
    —Me gusta tu eterno romanticismo. De cualquier detalle haces un momento idílico.
    —No hago daño a nadie.
    —¿Temes que alguien te lo haga?
    —Una vez lo temí tanto que fui incapaz de sentir y vivir con intensidad lo que me rodeaba. Hoy es diferente. Me he desprendido de aquella coraza de infelicidad que tejí a mi alrededor y vivo más tranquila. No hiere el que quiere sino el que puede.
    —¿Podría el gobierno keniano herirte?
    Me incorporé preocupada.
    Sonrió.
    —No pasa nada. Todo va viento en popa. Si no surge ningún otro contratiempo, dentro de un mes la pequeña será tuya.
    Le pellizqué con rabia.
    —No vuelvas a bromear con eso.
    Me besó.
    —Creo que aunque te sepas cuidar por ti misma a veces te confías demasiado. Mira en tu tapia sin ir más lejos. Hay un masai sentado sobre ella.
    —Es Samuel. Analía ha agudizado mi sentido de la responsabilidad y el temor. Ese hombre cuida del jardín y vela por nuestra seguridad en esta costa sangrienta. Si vinieses más a menudo a verme no te extrañaría.
    Una pareja armada de militares cruzó tras nosotros.
    —¿Sabes que Mombasa, inmersa en la costa zanj, es apodada la isla de la guerra? Míralos, cuidan más de nosotros como muzungus que de sus propios compatriotas. ¿Por qué será?
    No contesté, si algo había aprendido de él era a no caer en sus trampas. Estaba cansada de discutir siempre lo mismo. Algún día se daría cuenta por sí mismo de que hay hombres que no se mueven sólo por interés.
    —¿Puedo servirles algo?
    Un camarero del White Sand nos interrumpió, cumpliendo diligentemente con su trabajo.
    Richard se sentó.
    —Una Tusker.
    Asintió y se fue arrastrando los pies.
    —Después de haber visto tantas injusticias, a veces me siento egoísta. Mientras nosotros podemos tener todo lo que se nos antoje con sólo pagarlo, a un kilómetro y unos cuantos controles militares de aquí la población de Mombasa vive hacinada en chabolas sin agua corriente ni luz. Muchos amanecerán mañana pensando en la mejor manera de conseguir un bocado medio podrido para saciar el hambre de los suyos en sus mercados basureros.
    Como siempre, se hizo el sordo y miró impaciente al camarero. Éste, con toda la parsimonia del mundo, charlaba bajo el techo de palma del chiringuito con una discreta prostituta que esperaba a su particular muzungu. El cliente apareció de inmediato con su gran barriga cervecera y pinta de ebrio. El color rosado de su piel abrasada por el sol de aquel día le hacía parecer aún más estúpido. Con lascivia en la babosa comisura de sus labios y sin pronunciar una sola palabra, asió de la cintura a la jovencísima mujer y la arrastró por el camino que llevaba al bungalow. Ella sólo tuvo tiempo de darle al camarero su bolsito para que lo guardase bajo la barra durante su corta ausencia.
    —Míralos, ella lucha por sobrevivir mientras que él se expone con su estupidez a un contagio de sida más que probable.
    Richard negó.
    —Si llevaras tanto tiempo como yo en esta costa, no disertarías tanto sobre estas gentes. ¡Ni siquiera te detendrías a observarlos! Comprenderías que cada uno se saca las castañas del fuego como buenamente Dios o la experiencia les da a entender. Si son serviciales es porque saben que detrás de esta conducta suele haber un par de dólares de propina. En Kenia, pagando, se consigue casi todo.
    —No lo creo. Aquí, como en todas partes, habrá gentes generosas.
    Me acarició.
    —Cuando encuentres alguna avísame. Por cierto, hablando de pagar, ¿te llegó la transferencia de tu hermana?
    Asentí.
    —Espero que el gobierno no pida nada más para concederme toda la documentación necesaria para la adopción. He demostrado que llevo residiendo en el país mucho más de los dos meses que exigen, la niña me quiere, nadie la reclama y se acepta a la familia monoparental como solicitante. Aquí tienes el sobre de las tasas más los imprevistos de última hora. Espero que con esto todo se agilice y termine, porque estoy arruinada.
    Se guardó el sobre en uno de sus múltiples bolsillos y me besó ardientemente.
    —Eres tú la que dices que aquí no se mueven por dinero. Tu conseguidor te ha dicho que dentro de un mes la tendrás y así será.
    No pude replicarle.
    —¿Velarás por mí esta noche?
    —Hakuna matata.

    Capítulo 16
    CINCO AMANECERES
    SÁBADO DE ASUNCIÓN DEL AÑO DE
    NUESTRO SEÑOR DE 1631

    El día de la Asunción, Isabel prefirió no acudir a la misa de las cinco de la tarde. No por falta de ganas, pues necesitaba la intercesión del rezo como nunca, sino para salvaguardar a Jerónimo de las lenguas viperinas. Sabía que si lo hacía su segura ausencia sería aún más notable, y temía represalias por parte del capitán.
    En palacio reinaba la quietud más absoluta. La tristeza que la reina albergaba desde hacía días afligía incluso el canto pausado de los pájaros. Los muros de sus aposentos rezumaban lamentos secretos y contenidos desde que Luisa, en aquel mismo lugar, le confirmó lo que ya sospechaba respecto a las inclinaciones de Jerónimo. Las noticias no podían ser menos halagüeñas.
    Las desconfianzas que hasta entonces mantuvo sobre su actitud se tornaron minucias ante la evidencia de su hierático proceder. Últimamente no le dirigía la palabra. La evitaba, y al amanecer o al ocaso se dirigía al cementerio donde descansaba su padre para rezar frente a aquel monolito tocado de un turbante en dirección a La Meca, según la costumbre musulmana.
    Aquel atardecer, sumida en la desesperación, bordaba balanceándose sobre su mecedora implorando la ayuda necesaria para comprender y solventar tanto desatino. El balancín acunaba su desdicha.
    ¿Por qué Dios no había querido bendecir su unión con descendencia después de cuatro años de matrimonio? ¡Cómo le hubiese gustado tener en su regazo un pequeño en vez de un mantón de seda a medio bordar! Pero... si esa criatura a la que tanto echaba de menos existiera, probablemente su padre ya la hubiese circuncidado. Un día cualquiera, al bañarle, ella lo hubiese descubierto y... ¿cómo hubiese reaccionado? ¿Con espanto? ¿Con temor? ¿Con precaución? No sabría decirlo. En el fondo se encontraba en un pozo sin brocal y no sabía cómo salir de él.
    Quizá la diferencia del color en sus pieles y costumbres fuese demasiado marcada como para lograr nada en común, y la naturaleza ahora los castigaba por haber osado intentarlo. Definitivamente, debía de estar enloqueciendo, ya que eran muchos los mestizos que corrían calle arriba por la ciudad. ¿Por qué no podría ser uno más de ellos su hijo y futuro rey?
    Unos pasos acelerados por el jardín distrajeron su divagar. De inmediato reconoció a la portadora de aquella sombrilla pintada con motivos chinescos. Era Joana, la mujer del capitán don Pedro. A Isabel le molestó la intromisión.
    —Todos fueron a misa. ¿Cómo no estáis vos?
    —Tampoco lo está mi señora y no le pregunto el porqué.
    Al ver el rostro de su dama, detuvo el mecer de la silla. Estaba tan nerviosa que el pulso le temblaba, y la confidencia guardada casi se leía en su rostro.
    —Tomad asiento. Tranquilizaos y comenzad a vomitar lo que os reconcome las entrañas.
    Azorada por haberse traicionado, Joana miró de reojo a su reina. Procurando disimular, cerró la sombrilla y la apoyó en el borde de la mesa. Sin esperar una invitación, como dama reconocida de Isabel, se sirvió un vaso de jugo de piña y tomó asiento junto a ella.
    Su pecho, aún sobresaltado, se hinchaba y deshinchaba con cada jadeo moviendo la cruz que pendía sobre el escote. Antes de ahogarse separó el vaso de sus labios, posando la mano derecha sobre el cuello para recuperar el resuello.
    Abrió la boca para decir algo, pero de inmediato se arrepintió y la cerró. Su señora decidió hacerle alguna confesión para animarla.
    —No creo, doña Joana, que lo que me vayáis a contar supere en importancia a lo que yo os he de pedir.
    —Empezad, vuestra majestad, porque lo que yo traigo traba las lenguas.
    Isabel suspiró ante su fiel dama.
    —Mi señor el rey últimamente se muestra extraño. Es como si el diablo hubiese dispuesto de su alma en su último viaje a Goa. Sólo os puedo decir que anda en tales refriegas que si vuestro marido llegase a enterarse no dudaría en enviarle de nuevo a la India para someterlo al juicio de un tribunal inquisitorial.
    La preocupación de Joana asomó de nuevo ante la noticia.
    —No puede ser tan grave.
    —Lo es, Joana, y en gran parte don Pedro, vuestro señor esposo, es el único que alimenta la mecha del odio entre los dos. Debéis hablar con el capitán, porque el rey está ya muy cansado de su altivo comportamiento. Se muestra tan déspota para con él que no creo que pueda soportar una humillación más sin saltar. ¡Ni siquiera se descubre ante él cuando se encuentran! ¡Con lo poco que costaría darle el tratamiento merecido para mantener la paz en la isla! Le conozco bien, y cuando el arrebato le abriga, sabe Dios cómo puede reaccionar.
    El forzoso taconeo de la dama obligó a su señora a mirar al suelo. Joana seguía tan alterada que la punta de su pie no cesaba de levantar y bajar el talón. Sus enaguas de seda crujían al son de la pierna. Ante su nerviosismo, Isabel procuraba percibir el sosiego que la esencia del jazmín y el hibisco le transmitían con su aroma.
    —Compartid con vuestra reina vuestra preocupación y así quizá logréis calmar vuestro evidente ajetreo.
    Como si la hubiese liberado de un yugo, se deshizo de los temerosos cerrojos que la enmudecían.
    —¿Recordáis aquella esclava persa que el rey se trajo de Goa?
    La reina se puso de inmediato a la defensiva, porque no quería escuchar nada al respecto. Había intentado revenderla en más de una ocasión desde que llegó, pero Jerónimo se lo impedía siempre sin ni siquiera molestarse en inventar una excusa que disimulase la evidencia. Isabel hacía tiempo que había decidido olvidarlo. Sólo tenía que esperar a que se le pasase el capricho. Decidió quitar leña al fuego.
    —No me digáis que es eso lo que os turba. Vaya descubrimiento. Ella sólo es un eslabón en la cadena de mujeres que Jerónimo utiliza para calmar sus instintos más bajos. Se desfogará con ella hasta que se aburra y cuando esto acontezca la venderá o permutará por otra.
    »Ayer mismo le sorprendí obligándola a bañarse desnuda en el estanque, rodeada de nenúfares, sólo para deleite de su mirada. Son nimiedades que no han de distraer nuestra atención. Me es fiel en el alma y eso me basta. Recordad siempre que no hay mayor desprecio que el no hacer aprecio.
    Tragó saliva con la esperanza de que su fingimiento hubiese sido verosímil. Pero su dama la conocía demasiado bien y negó sin temor a replicarla.
    —No sólo es eso, mi señora. El problema no está en nuestros celos, sino en los de ellos. ¿Qué haría el rey si llegase a enterarse de que don Pedro también yace con ella?
    ¿ Creéis que lo aceptaría sin más sabiendo que ella os pertenece como esclava, o quizá se conformara con la aceptación de un pequeño estipendio por su utilización?
    Isabel no podía creérselo. Aquello sería, sin duda, la gota que colmaría el vaso de los desaires.
    —¿Cómo decís?
    —Lo que oye, mi señora. Ahora mismo la tal Fatanini yace en la alcoba de mi señor esposo. Como vuestra majestad, preferiría no darme por enterada, pero creo que en este caso no podemos cruzarnos de brazos.
    El sonido de un estallido de pólvora detuvo de inmediato la conversación entre las dos mujeres. Provenía del puerto, y desde su posición pudieron apreciar un gran revuelo. El gentío se arremolinaba en torno a un navío. La muchedumbre gritaba desaforada.
    Asustada y contrariada por tener que dejar a medias aquella conversación, Isabel se levantó dispuesta a poner orden.
    —Vos lo habéis dicho. La esclava es nuestra y en este caso el hurto, que no la infidelidad, no puede pasar inadvertido. Dirigíos al fuerte Jesús a poner remedio al contubernio antes de que el rey se entere. Si fuese necesario, amenazad a vuestro esposo. Decidle que le denunciaré al virrey de la India si continúa por estos derroteros. Yo voy al puerto a enterarme de lo que sucede.
    Doña Joana, confusa y aturdida por no haber encontrado en su señora otra solución más fácil, la reverenció antes de alejarse.
    Isabel tomó la sombrilla que ésta se había olvidado, se echó una capa de seda sobre los hombros y subió a la silla de manos dispuesta a devolver la calma a la ciudad. Al salir le pareció que las cortinas de la ventana de los aposentos de Jerónimo se movían, pero no le dio importancia, puesto que probablemente sería alguna esclava limpiando.
    Al atravesar el portón de salida del muro del jardín, creyó de nuevo ver la sombra de Jerónimo acechándola detrás de las columnas. ¿Qué le sucedía? Acaso doña Joana le había preocupado tanto que los sentidos la traicionaban. ¿Cómo iba Jerónimo a esconderse en su propia casa? No quería ni pensar qué hubiese ocurrido si por algún infortunio hubiese escuchado las revelaciones de la mujer del capitán. Sin pensárselo dos veces, miró al frente.
    —¡Más aprisa!


    Sobre la cubierta de la nao, cuatro marineros armados apuntaban a las bodegas.
    —¡Salid inmediatamente o disparamos!
    El coro de lamentos femeninos que replicaban en el interior del casco enmudeció momentáneamente ante el redoble de tambores que anunciaban la presencia de la reina. Ésta aprovechó el silencio que se hizo para interrogar al capitán del barco, que al oír su voz quedó paralizado de espaldas a su posición.
    Isabel no se lo podía creer. Aquella coleta enlazada, aquellos aretes en el lóbulo de la oreja. Le recordaban tanto a...
    —¿General Freiré? ¿Cómo he podido no reconocer la Santa Catalina}
    Muy despacio se dio la vuelta sonriendo. Habían pasado cuatro años desde que ella desembarcó en aquella bahía, despidiéndose del hombre que la había llevado hasta allí, y sin embargo, viéndole de nuevo, parecía haberlo hecho esa misma mañana. Como siempre, el lazo que pendía de su barba hacía juego con el que asía su melena. Isabel, sin disimular su alegría al verle de nuevo, continuó preguntándole:
    —¿Traéis a bordo al padre Lobo?
    —Después de dejaros a vos en Mombasa, desembarcó en Goa para seguir con su misión y no lo he vuelto a ver.
    Los gritos de las bodegas obligaron a Isabel a preguntar de inmediato:
    —¿A qué se debe tanto alborozo?
    El capitán contestó desesperado:
    —Mi señora, estaba a punto de soltar amarras cuando descubrí cinco polizones a bordo.
    Isabel recordaba las dotes de mando de Freiré.
    —Conociéndoos como os conozco, me sorprende que no os hayáis librado ya de ellos. No puede ser tan difícil echarlos.
    —Os aseguro que la empresa no es tan sencilla como puede parecer.
    En ese preciso momento unos gemidos eminentemente femeninos quebraron el silencio. La reina, al suponer la situación, sonrió divertida.
    —¿Me vais a decir que un general como vuestra merced no es capaz de hacerse con un puñado de mujeres? Sin duda estáis envejeciendo. Cuando yo navegaba a vuestro lado nadie hubiese osado contradeciros o incumplir lo que ordenaseis. ¿Qué fue lo que hizo Vasco de Gama cuando sus marineros escondieron a doscientos cafres en sus bodegas?
    Recordando la historia, el marino frunció el ceño.
    —No creo que podamos reaccionar igual.
    Isabel insistió para enojarle más.
    —¿Por qué no? Si mal no recuerdo, aquéllos querían convertirse al catolicismo.
    Freiré saltó enfurecido.
    —¡Por el amor de Dios! Aquello sucedió hace siglo y medio.
    —Vuestra merced sabe como yo que la historia si no se repite se asemeja. Su recuerdo ayuda al hombre a tomar la decisión más acertada en circunstancias similares.
    Freiré de Andrade, a sabiendas de su delicada posición ante la presencia de Isabel, farfulló entre dientes para no caer en desacato.
    —Mi señora, en este caso no sirve el anterior. Cinco mujeres atraerían la indisciplina entre la tripulación.
    Recordando su travesía, Isabel le contestó con picardía:
    —¿Son éstas tan diferentes de las esclavas que acogía en tiempos pasados la Santa Catalina)
    El capitán contuvo su furia como mejor pudo antes de contestar.
    —¡A la vista está que no son tan sumisas! Gritan, patalean y amenazan con el suicidio. ¿Habéis pensado, mi señora, que si hoy nos rendimos a sus súplicas en muy poco tiempo los barcos se llenarán de indomables polizones?
    Ante su negativa, la reina recapacitó en silencio.
    —¿Han obtenido el permiso de sus maridos?
    —¿Por qué pensáis que lloran? Están aterradas. Fueron repudiadas por ellos mismos al pretender el catolicismo. Todas han sido amenazadas. Si regresan a sus casas o intentan recuperar a sus hijos, serán apedreadas y linchadas por sus propias familias.
    Isabel se detuvo un segundo a pensar. Al parecer, no sólo Jerónimo parecía estar renegando del catolicismo. Como rey predicaba con el ejemplo y muchos debían de estar imitándole en la herejía. Lo cierto era que aquellas mujeres no tenían muchas alternativas.
    El capitán esperaba impaciente la decisión de la reina, que al fin se pronunció en cuanto vio a fray Domingo, que, alertado por el revuelo, acababa de llegar al lugar.
    El buen hombre asintió, suponiendo su muda petición. En señal de agradecimiento, Isabel le sonrió alegre de haber encontrado albergue a las desdichadas gracias a su infinita caridad.
    —Quizá tengáis razón. Desembarcadlas por la fuerza si es preciso y llevadlas al convento de San Antonio para que los padres agustinos les den cobijo y oficio.
    Con un gesto, el capitán Freiré de Andrade ordenó a sus hombres la expulsión. Las cinco mujeres gritaban y se retorcían como poseídas por el diablo. Chillaban como cochinos en un matadero. Se desgañitaban repitiendo siempre lo mismo. La reina no las entendía, pero se preocupó al ver el rostro de fray Domingo.
    —¿Qué dicen, padre?
    Tradujo muy despacio lo que aquéllas repetían.
    —¡Cuidado, mi reina, que no veis la oscura niebla que se cierne sobre Mombasa! Sandeces sin sentido. Sólo tienen miedo a lo desconocido. Son tan tercas que creen que no seremos capaces de protegerlas y persisten en querer fugarse.
    Negó dubitativa.
    —Por los alaridos, es pavor lo que sienten. Espero que se calmen pronto porque, aunque os parezca extraño, yo también siento como si esta espesa humedad se tornase escarcha. ¿No la presiente vuestra eminencia?
    El fraile posó su mano sobre el hombro de Isabel para sincerarse.
    —Vigilad al rey Jerónimo muy de cerca, pues hace mucho que no se confiesa. No pende de sus ropas crucifijo alguno y por la capilla no se le ha visto últimamente.
    Isabel sólo pudo bajar la mirada. La evidencia era demasiado clara como para continuar disimulando. Pero... ¿cómo iba a aceptar ante todos que Alá desplazaba a Dios en la mente de Jerónimo? Lo negaría. Mentiría si fuese preciso. Aún estaba a tiempo de convencerle de su error. Se irguió, respondiéndole con todo el convencimiento y aplomo que supo.
    —¿Cómo osáis ni siquiera sospecharlo? Absurdo, es totalmente absurdo. Ayer mismo escribimos juntos otra carta al Santo Padre. Me decepcionáis. Si no cumple con los preceptos, será otro el motivo y estará bien fundamentado. Olvidadlo, padre, y no deis tres cuartos al pregonero.
    Incapaz de seguir la farsa mirándole a los ojos, observó en lontananza. Anochecía. El barco del capitán Freiré desaparecía en el horizonte. El fuego verde de san Telmo parecía iluminar los mástiles de la Santa Catalina.
    Unas palabras apresuradas sonaron a sus espaldas.
    —¡Corra, mi señora, corra e interceda por mi familia, que no hay tiempo que perder!
    Joana lloraba nerviosa. Le tiró irrespetuosamente de la bocamanga hasta que la rasgó. Tan fuera de sí se mostraba que Isabel tuvo que apartarla bruscamente para que no la dejase desnuda. ¡Siempre se mostraba tan acelerada!
    —Explicaos.
    Tragó saliva.
    —Como me indicasteis, fui a poner remedio a nuestro problema. Andaba yo pegando a la persa delante de mi señor marido, que aún empiltrado junto a ella se había enrollado en las sábanas, cuando oímos la voz de alarma.
    »Como un fantasma endemoniado, vuestro esposo formaba a su guardia de muzungulos a las puertas de palacio.
    Nada más verlo desde la ventana del fuerte dejé el castigo de la esclava Fatanini para bajar al puerto a avisaros.
    Jadeando, señaló a lo alto con lágrimas en los ojos.
    —¡Miradlo! Sube por el camino al frente de su ejército. Va lento y sin miedo al son de sus fúnebres tambores. ¡Éstos tocan a hostilidad! ¡Dicen que está dispuesto a matar a mi señor esposo y a todo el que se le ponga delante! Nuestros temores se han hecho realidad. ¡Sólo vuestra majestad puede calmar a la fiera!
    Desde las atarazanas Isabel miró incrédula hacia el fuerte. Una hilera de antorchas sostenidas por una guardia real de sesenta cafres y una docena de moros subía hacia la puerta del foso. Vestidos y pintados como guerreros, cantaban furiosamente en su lengua materna delatando su intención.
    Isabel palideció. De nada servía ya negar, mentir o excusar a Jerónimo. La infidelidad de Fatanini había sido descubierta para liberar a la fiera que hacía tanto tiempo el rey mantenía encadenada en su interior.
    Fray Domingo, horrorizado, se alzó el hábito para correr. Ellas le imitaron de inmediato, ya que no había tiempo para sillas de manos. Cuando llegaron al fuerte Jesús, sin resuello, encontraron junto al rastrillo alzado a los dos guardianes de la entrada degollados. Fueron los primeros de otros tantos hombres vestidos con uniformes portugueses. Todos yacían diseminados por corredores y almenas. Los sobrecogedores alaridos del capitán don Pedro Leitao de Gamboa guiaron sus pasos.
    Al verle, las dos mujeres y el fraile se quedaron petrificados. Don Pedro, en medio del patio de la fortaleza, se retorcía como una serpiente. Atado de pies y manos, intentaba desesperadamente liberarse de las ataduras que le asían a una gruesa pica. Su punto de anclaje espantó aún más a su mujer. Clavada en la punta de la pica, de la cabeza de la bella Fatanini manaba una cascada de sangre que duchaba la tortura del maniatado. A sus pies, el despojo de la esclava decapitada le forzaba a alzar la vista suplicando clemencia.
    Mientras un cafre se afanaba en arrancarle las pestañas y los bigotes, otro le mojaba las barbas en un cuenco de cera. Doña Joana se abrazó a Isabel, hundiendo la frente entre sus brazos para borrar la imagen de sus pupilas.
    —Decidme que no es lo que parece. Que son sólo imaginaciones mías y que como mi reina que sois detendréis esta locura. ¡Juradme que vivirá!
    No supo qué contestar; se sentía tan asustada como ella desesperada. El padre Antonio, intuyendo el peligro que las acechaba, tiró de ellas hacia un soportal sombrío.
    —¡Shhh! ¡Callad, señoras! La saña que los cafres ponen en la tortura nos ayudará a pasar inadvertidos sólo hasta que don Pedro deje de gemir. Cuando esto suceda, hemos de estar muy lejos, ya que después de probar el inicial bocado que estimula su asesino apetito no pararán hasta saciarlo. ¡Vos, doña Joana, pensad en vuestra hija!
    ¡Hasta el soplo de la brisa parecía querer traicionarles! Las lágrimas contenidas de la mujer de aquel desgraciado se derramaron a boca jarro cuando el olor a carne asada llegó a ellas. Temblaba paralizada y parecía incapaz de dar un paso.
    Al mirar de reojo a la plaza, su señora la arrastró con todo el ímpetu que pudo. Tenía que evitar como fuese que aquella mujer viese de nuevo a su ya irreconocible esposo.
    Don Pedro ya no podría gritar, aunque hubiese tenido fuerzas para ello. Sus verdugos le acallaron metiéndole en la boca el fruto de su propia castración, al tiempo que sus luengas barbas ardían tornando negros los surcos ensangrentados que los latigazos le habían dibujado en su rostro. El destino quiso que en ese breve instante la reina viese a Jerónimo atravesarle el torso con una lanza envenenada. Su voz grave resonó en el patio, repitiéndose en un eco infinito que golpeó el alma de Isabel como ansiando desmenuzarla en mil pedazos. El rey rezumaba venganza por los cuatro costados.
    —¡Colgadlo de un caballo y arrastradlo por Mombasa!
    La faz de Jerónimo se había transformado en aterradora. Era como si el diablo le hubiese poseído. Yusuf bin Hasán resurgía de entre las cenizas como el ave fénix y ella no había sido capaz de detenerle a tiempo.
    Los acongojados espectadores, agazapados tras una buganvilla junto al camino, vieron como un hermoso corcel árabe galopaba mostrando orgulloso su botín. Atado a su cola, remolcaba el cuerpo carbonizado de un hombre vestido con el uniforme portugués. Si no fuese por los galones de su bocamanga, hubiese sido irreconocible. Tras de sí, la huella roja y negra de su muerte surcaba el camino del puerto.
    Los portugueses y cafres salían avizores al rellano de sus casas, chozas, posadas y tabernas aún sin comprender. Aquel macabro espectáculo invocaba con su señal al resto del ejército enemigo a continuar ahondando en el ejemplo mostrado. Aquel asesinato era un disparo de salida.
    Centenares de ellos surgieron como hormigas de los recovecos más recónditos de la ciudad. Armados con saetas y antorchas, vitoreaban al sultán Yusuf bin Hasán mientras prendían fuego a todas las casas de los cristianos que encontraban a su paso. Asomado a una de las almenas, Jerónimo, como Nerón lo hizo en Roma, divisaba y supervisaba satisfecho la quema de su propio reino.
    No fue necesario que diesen la voz de alarma. Los afectados salían despavoridos de sus hogares en busca de refugio hacia el convento de San Antonio. Para entonces, fray Domingo junto a Isabel y Joana ya habían llegado para acogerles.
    Todos se arremolinaban alrededor del brocal del pozo del patio cargados con cubos, pero esta vez la marea estaba alta y el pozo seco. La desesperación e impotencia aumentaron al comprobar que no podrían apagar el fuego que devoraba sus viviendas. Muchos ni siquiera llegaban al brocal, ya que caían víctimas de las saetas emponzoñadas que los muzungulos les disparaban.
    La huida de la ciudad se convirtió en una emboscada difícil de eludir. Los que optaron por esconderse desde el primer momento en el convento agustino sólo pudieron rezar, implorando a Dios un milagro. La incertidumbre más absoluta se dibujaba en sus rostros. Algunos católicos nativos incluso dudaron de que aquella sinrazón tuviese que ver con su propio rey don Jerónimo de Chilingulia.
    —No es posible —decían—. Esto sólo puede ser otro ataque pirata.
    Sus miradas buscaban en la bahía, pero no había barcos ni caras desconocidas en la isla. Pasadas las primeras horas, se convencieron de lo que en un principio no creyeron. Los que no tenían a los suyos consigo, por haberlos perdido en el caos de la tarde anterior, decidieron aprovechar la aparente tregua nocturna para salir a escondidas en pos de sus familias. El temor a encontrarlos sin vida hacía sus pasos temerosos y cautos. Aun así necesitaban saber de ellos vivos o muertos.


    DOMINGO 17. SANTA BEATRIZ
    Al amanecer, molidos por las dos últimas noches en vilo, los amenazados abrieron la gran puerta del convento con cierto recelo, ya que la ciudad aún permanecía envuelta en un áurea de color rojizo. Las brasas incandescentes recordaban la dolorosa voracidad recién apagada de las llamas. Con los primeros rayos de luz regresaron las sombras de los buscadores de supervivientes.
    Los primeros envolvían a sus hijos y mujeres en mantas. Los más tardíos aparecían cabizbajos. Destrozados por el dolor, traían la piel tiznada de haber estado levantando madera quemada en busca de algún pariente, y las uñas encarnadas de enterrar después a hurtadillas sus cadáveres con la esperanza de que no fuesen exhumados o profanados.
    Los que permanecieron dentro durante toda la noche no preguntaron a los recién llegados por los que no regresaban. Todos les echaban de menos, pero nadie se atrevía a mentarlos, no fuesen a alertar con sus preguntas a los ingenuos engrosando aún más su dolorosa soledad. El día despuntaba cuando entró el último, antes de que cerrasen de nuevo a cal y canto el portón principal. Resultó ser fray Domingo, y por la expresión que trajo todos supieron que el ermitaño de Las Mercedes no podría ya permutar su clausura en la pequeña iglesia por la del convento de San Antonio.
    El sonido del despertar de Mombasa a un nuevo día desde el otro lado de los muros les hacía cautivos de un miedo indescriptible. Los frailes agustinos no descansarían hasta pasado el mediodía, pues no hubo cristiano allí cobijado que no acudiese a los confesionarios a limpiar su alma de pecados. Ellos mismos recurrieron los unos a los otros para cumplir con este menester y poder comulgar a posteriori.
    La misa de aquel domingo hizo las veces de funeral y todos rezaron devotamente. Los más optimistas, para que Dios hiciese de San Antonio un refugio milagroso, y los pesimistas, para que les preparase, en el caso contrario, infundiéndoles el valor necesario para no negarle nunca.
    Al atardecer, la pequeña Bárbara, angustiada por aquella clausura que su ingenua mente no alcanzaba a entender, comenzó a patear el portón para que lo abriesen. Echaba de menos a su padre, el capitán don Pedro, y el silencio de su progenitura de algún modo le hacía intuir el verdadero motivo de su ausencia.
    Doña Joana, desesperada ante su insistencia, procuraba sosegarla, pero no hacía caso. Quería salir a toda costa. Como viuda y madre, no pudo fingir más y se derrumbó, sentándose a falta de silla sobre sus talones para derramar todos los sollozos contenidos.
    Bárbara, al verlo, se calmó ante la posibilidad de haber provocado con su rabieta el llanto de su madre, e Isabel la sentó en su regazo.
    —No sois vos la causante de las lágrimas de vuestra madre.
    La niña la miró confundida y escondió su rostro avergonzado contra su pecho.
    —Al pasar por las islas afortunadas, me contaron una bonita historia sobre una de ellas. ¿Queréis conocerla?
    Al asentir la niña, la reina se sintió útil entre tanta impotencia. Procuraría al menos distraer a la pequeña hasta que su madre consiguiese recuperar la compostura. Lo haría con aquella historia. Peinándola, sintió como las lágrimas de Bárbara le empapaban la tela del corsé. Sus profundos suspiros le indicaban que se estaba calmando.
    —Esas islas son volcánicas. Sus habitantes saben que una erupción inesperada se cierne sobre los cráteres de sus montañas mochas, que suelen temblar y escupir fuego a voluntad sin previo aviso. Pero a pesar de ello no huyen, ni tampoco dejan de construir sus moradas en sus faldas. El riesgo existe, pero ellos nacieron en aquellas tierras y no están dispuestos a abandonarlas por la intimidación, desde hace siglos, de un puñado de adormecidos volcanes que quizá nunca piensen despertar.
    »Los más ancianos aún recuerdan aquel día luminoso en el que el cielo se nubló repentinamente. El cráter del mayor de ellos había decidido despabilar del letargo en el que se hallaba para vomitar toda la rabia que escondía en su interior.
    «Aterrados, todos los que allí vivían alzaron sus ojos hacia la humareda para ver cómo los ríos ardientes de lava bajaban por la ladera engullendo a su paso casas, silos y cosechas, sin respetar absolutamente nada. Todos corrieron despavoridos a refugiarse en la pequeña ermita del pueblo. Arrodillados frente al altar, oraron con todo su fervor y corazón implorando un milagro que les salvase la vida. La alta temperatura de los muros estaba convirtiendo su cobijo en un horno, y la certeza de que la lava ya les rodeaba retuvo cualquier tentación de asomarse.
    »La mayoría sólo pedía a Dios que la agonía fuese corta. Vencidos por el cansancio y el sopor que padecían, fueron durmiéndose hincados de rodillas como estaban frente al altarcillo. ¿Sabéis lo que ocurrió entonces?
    Bárbara y todos los pequeños que habían ido formando un círculo en torno a la reina negaron boquiabiertos. Tras hacer un silencio, Isabel prosiguió pausadamente, satisfecha ante la expectación.
    —En vez de morir, como os hubieseis podido imaginar, pasadas las horas de sueño fueron despertándose poco a poco. Al hacerlo se miraron y tocaron los unos a los otros para comprobar si aquello era real o un simple sueño, sin comprender muy bien por qué aún seguían allí.
    »Sorprendidos, se dirigieron al portón de entrada. Ya no existía. Los goznes y cerrojos se habían deformado y la madera aún humeaba chamuscada. Los hombres más fornidos fueron los primeros en asomarse tímidamente. Su sorpresa se hizo alegría de inmediato. ¡El río de lava, al topar con la pequeña ermita, se había bifurcado cual lengua viperina!
    La pequeña Bárbara, ya más tranquila, preguntó entre hipidos:
    —¿San Antonio puede ser como aquella ermita?
    —Seguro —aseveró Isabel, acariciándole la cabeza—. El rezo es tan poderoso que puede obrar milagros y ayudarnos. Si oráis con el mismo fervor que aquellos niños, conseguiréis lo que os propongáis.
    Ni siquiera Isabel estaba segura de lo que decía, pero se sentía incapaz de idear un consuelo más piadoso. Aquellas almas puras nunca podrían asimilar, sin una explicación razonable, la injusticia que habían presenciado, y ella lo sabía. No podía ser tan malo intentar darles algo a lo que asirse.
    Bárbara frunció el ceño a punto de desmoronarse de nuevo.
    —Si este lugar es igual, ¿por qué no está mi padre en él para salvarse?
    Desesperada ante tanta incredulidad, la apretó contra sí, envidiando la capacidad de los infantes para advertir la hiriente verdad. A falta de hijos propios, durante aquellos días Isabel cuidó maternalmente a más de uno mientras sus padres salían a buscar a sus hermanos.
    A su memoria acudió entonces la confidencia que un día Jerónimo le hizo sobre la elección de su nombre. Chilingulia se parece a kiungulia, que en suahili significa «corazón en erupción».

    LUNES 18. SANTA ELENA
    Durante la noche siguiente sólo sonaron dos veces las llamadas al portón. Eran cafres cristianos que pedían resguardo. Fray Antonio de la Pasión y fray Domingo de la Natividad velaron por turnos haciendo guardias hasta el amanecer.
    Isabel tampoco pudo conciliar el sueño. Le daba vueltas a la cabeza intentando urdir un plan para la salvación de todos, pero su sesera se obcecaba en permanecer embotada. Envuelta en su mantón, fue a parlamentar con ellos. La eterna noche de insomnio por fin le había hecho tomar una decisión. No podía seguir así. Era la reina y como tal no podía resignarse a permanecer cruzada de brazos.
    Entre susurros hacía partícipes a los frailes de su intención, mientras fray Antonio, al oír su propuesta, negaba con la cabeza.
    —No os abriré, mi señora. ¿Cómo podéis pensar que el rey no os ha echado en falta en estos dos días? Dejaros marchar sería como firmar vuestra sentencia de muerte.
    Sacando el arrojo de lo más recóndito de su alma, Isabel procuró ser autoritaria en el tono.
    —¿Cómo osáis negarle la salida a vuestra reina, cuando vuestras mercedes pretenden acudir hoy mismo al fuerte Jesús a proponer una tregua? ¡Ni siquiera sabéis si el rey os escuchará! Cuando vea que sólo vais a pedirle un camino libre para huir sin renegar de Dios, se erigirá vencedor de una cuasi rendición. Sólo quiero adelantarme para allanaros el terreno.
    Fray Antonio levantó una ceja.
    —Una rendición implicaría nuestra negación de Jesucristo y eso no sucederá nunca. ¿Nos espiabais?
    Ligeramente azorada, Isabel, como enemiga de los espías y correveidiles, se sintió en la obligación de darle explicaciones, pasando de la autoridad a la súplica.
    —El silencio de la noche amplificó vuestros susurros a cualquier oído avizor. Dejadme partir. Así podré enterarme de sus planes para avisaros de cualquier desmán que se le ocurra, y, mejor precavida, ayudar a huir a los que pueda en el caso de que vuestra reunión fracase.
    Por un momento permaneció en silencio para continuar luego dando por sentado su inminente salida del convento.
    —Sabré inventar una excusa razonable a mi prolongada ausencia. No será difícil, ya que últimamente mi señor no me tiene muy en cuenta.
    Los agustinos asintieron resignados. Con los ojos cerrados y sin pensarlo dos veces, tiraron del gran cerrojo que aseguraba el portón para entornarlo.
    —Id con Dios.
    Isabel se coló por la ranura entreabierta y corrió calle arriba decidida a apaciguar a la bestia o morir. Atrás quedaban aquellos valientes con hábito dispuestos a lo imposible.
    Al llegar frente a la guardia disimuló su prisa frenando el paso. Los guardias, medio adormilados, se cuadraron ante ella dejándola pasar sin problema, ya que antes de ir al fuerte Jesús había estado en palacio para vestirse a la morisca. Aquello le facilitó el tránsito. Bajo un pliegue del ropaje llevaba en secreto un crucifijo para que la protegiese ante la arriesgada empresa. A pesar de que el corazón parecía querer salírsele del pecho, ella supo disimular al entrar aparentemente ufana en la improvisada sala del trono. Jerónimo, que estaba reunido con los oficiales de su guardia, la miró sorprendido.
    —Me alegra ver que os habéis convertido al islam sin necesidad de tortura. Demostráis un gran juicio con ello, no como vuestros amigos cristianos que andan escondidos en el convento de San Antonio muertos de miedo.
    Hubiese querido contestarle un millón de cosas, pero se mordió la lengua, no fuese a preguntar por su paradero durante la revuelta. Prefirió adelantarse a la incógnita.
    —Ya son antiguos amigos. Después de dos días esperando en palacio, sólo vengo a preguntaros si hemos de trasladar nuestra residencia al fuerte Jesús.
    El tono distante con que le contestó calmó sus temores de inmediato. Al parecer, había estado tan ajetreado ordenando desmanes que ni siquiera había reparado en su ausencia.
    —Lo pensaré más tarde. Ahora sentaos sobre estos almohadones junto a mí como mi preferida que sois. Dos de vuestros antiguos amigos aguardan nuestra audiencia.
    Isabel comprendió que su harén ya se debía de estar constituyendo, pero tampoco rechistó. Sumisa, tomó asiento a sus pies procurando adoptar una posición altiva y despectiva hacia fray Domingo y fray Antonio en cuanto los vio aparecer. Sabía que a los agustinos no les sorprendería en absoluto.
    Jerónimo les gritó.
    —¡Hablad!
    El padre Antonio bajó la mirada y fue directo al grano.
    —Los cristianos estaríamos dispuestos al destierro voluntario siempre y cuando nos garanticéis una huida pacífica y sin riesgos. En cuanto el camino esté libre de vuestra guardia de muzungulos, partiremos dejando la isla de Mombasa a vuestra merced.
    Jerónimo se despanzurró en el trono acariciando la piel de leopardo.
    —Sois más duros de mollera de lo que nunca hubiese imaginado. ¿Por qué creéis que he matado a vuestro capitán y a todas sus huestes? Si hubiese querido echaros, lo habría hecho la primera noche. Me hubiese apoderado de vuestras casas y posesiones, en vez de quemarlas, para después embarcaros en endebles faluchos al otro lado del arrecife con el único equipaje de una firme amenaza de muerte en caso de retorno. ¿Qué hubieseis hecho entonces?
    Los frailes no contestaron.
    —Yo os lo diré. Os hubieseis dirigido corriendo a la isla más cercana para pedir ayuda y mandar un billete de alerta sobre lo acontecido al virrey de la India en Goa. La historia entonces simplemente se repetiría. Los pobladores de esta isla expulsarían a sus invasores para más tarde ser masacrados en una reconquista por parte de los vuestros.
    »No, señores míos, no. El tono de mi piel no me convierte en el estúpido cafre que creéis haber hecho a vuestra imagen y semejanza. Si queréis salvar vuestra vida y la de quienes os siguen, sólo os queda una alternativa: ¡convertiros al islam!
    El padre Domingo, por ser el más joven e impetuoso, demostró de inmediato su enojo.
    —¡Antes muerto!
    El muzungulo que había tras él le golpeó con la lanza obligándole a hincarse de rodillas ante el rey. El padre Antonio le ayudó a levantarse, mientras Isabel contenía su impulso. Jerónimo reía a carcajadas.
    —Hace ya tiempo que me sorprendisteis con la albricia de una pensión que el rey don Felipe de España y Portugal me había concedido a petición del virrey de la India. Ocultabais así la sutil manera de comprarme para que me mantuviese fiel a vuestra religión, costumbres y mandatos. Los hombres de mi raza seguirían mi ejemplo sin rechistar y no se mostrarían tan recelosos a los invasores. Ahora yo os ofrezco lo mismo.
    Hizo un gesto y dos de sus hombres trajeron un gran arcón que abrieron justo entre el trono y la posición de los agustinos.
    —Aquí tenéis. Como vosotros hicisteis en su día conmigo, yo os devuelvo gran parte del oro, plata, perlas, ámbar, coral y algunos elementos litúrgicos que hemos expoliado de vuestras arcas. Además de las doscientas piastras que os daré por cada uno de los cristianos que se tornen mahometanos. Si sois los primeros, serán muchos los que sigan vuestros pasos sin rechistar.
    El padre Antonio, que apretaba el antebrazo de fray Domingo para que contuviese su enojo, fue preso del mismo. Enrojecido por la animadversión, se trincó las faldas del hábito alzándolas en un puño para mostrárselas a Jerónimo.
    —Nuestra fe no tiene precio. Desde que tuve uso de razón, en mi ciudad natal de Lisboa, quise vestir estos hábitos y son ya treinta y tres años los que me ha venido abrigando la orden de san Agustín. ¿Creéis que una tentación tan burda puede llevar a un hombre a renegar de las convicciones que defendió y compartió durante toda una vida? Nunca abjuraremos ni de nuestra religión ni de nuestro Dios.
    Jerónimo se enfureció.
    —¡Dichosos sois porque tuvisteis la oportunidad de perseguir en paz vuestras convicciones! ¡En cambio, a mí, desde niño, me privasteis de ancestros, religión, familia y honor! Sólo podía aceptar lo que me ofrecíais con resignación y mostrarme convincente hasta el momento en que me viese libre de sospecha.
    Se levantó.
    —¡Miradme bien, porque el rey Jerónimo de Chilingulia ha muerto para dejar paso al sultán Yusuf bin Hasán que nunca dejó de ser! ¡El día de la venganza ha llegado! ¡Lleváoslos y encerradlos!
    Isabel estuvo tentada de interceder, pero la mirada fugaz del padre Antonio solicitándole sosiego la ayudó a contenerse de nuevo. Su actitud pasó inadvertida, pues la atención de todos se centró en la puerta cuando los frailes, que salían a empellones, se cruzaron con Antonio de Malindi.
    El primo de Jerónimo acudía moribundo sobre una camilla. A Isabel le alegró verle a pesar de su lamentable aspecto, pues era uno de los múltiples desaparecidos desde el primer día de la masacre. En cuanto aquella entrevista terminase, tendría que buscar un emisario de confianza que llevase a Luisa la noticia del estado de su marido.
    Jerónimo, al ver que no se podía levantar, acudió a su encuentro. Tenía clavada una saeta junto al corazón. Al inclinarse para saludarle, Antonio le apartó con las pocas fuerzas que aún le quedaban. Entre jadeos y sudores, se dirigió a Jerónimo.
    —No vengo a pedirte compasión, sino reflexión. ¿Qué sucede, Jerónimo? ¿Qué son esas ropas? ¿De dónde pende la cruz que llevabais en el cuello?
    Jerónimo le llamó por su nombre musulmán.
    —Mustafá, Alá velará por vuestra salud.
    Antonio tomó aire.
    —Fuimos educados y bautizados juntos en Goa por los hermanos agustinos. Servimos hombro con hombro como marinos en la armada portuguesa y regresamos a nuestro lugar de procedencia para mejorar las cosas. ¿Por qué reniegas ahora de quien os lo dio todo?
    Jerónimo cerró los ojos, apretó la mandíbula y, sin dudarlo un segundo, tiró de la flecha que su primo portaba en el pecho. Antonio se sujetó el torso y después de una convulsión cayó inerte. La sangre se derramaba a la misma velocidad que su vida.
    Un garfio atravesó las entrañas de Isabel, que no sabía cómo huir de aquella sala sin ser vista ni delatarse. Jerónimo ni siquiera parpadeó al gritar la siguiente orden.
    —¡Dejadlo a las puertas del convento!
    Al abrirse de nuevo la puerta, se filtró un grito espantoso que sobrecogió aún más el alma de Isabel. Los dos padres ya debían de estar en el calabozo bajo tortura. Incapaz de continuar disimulando, apretó el crucifijo que llevaba bajo el pliegue de su sayo y se levantó en silencio para salir a hurtadillas.

    MARTES 19. SAN MARIANO ERMITAÑO
    Isabel llevaba casi dos horas acurrucada junto al ventanuco de los calabozos acariciando entre las sombras una jarra de barro. Tenía el anhelo de poder sobornar a alguno de los guardias para que diesen de beber a los reos un licor de calabaza que emborrachase su tortuoso dolor.
    Para su desesperanza, los verdugos disfrutaban tanto con su macabro quehacer que no se permitieron ni un segundo de asueto. El crujir de las cadenas, el sonido de los látigos y otros tantos tañidos de instrumentos difícilmente identificables de la misma manera que ahondaban en la piel desnuda de los padres trepanaban los tímpanos de la reina embozada. Aquellos energúmenos cumplían diligentemente la orden recibida y con más ahínco del esperado. Su falta de moral les cegaba ante la testaruda posición de los frailes.
    Ella, asimilando ya su seguro destino, sólo pudo alzar la vista rogando por una agonía corta. Fue entonces cuando se percató de que la luna estaba ya alta y los frailes no habían regresado al convento de San Antonio, por lo que los planes que urdieron para ese caso se debían de estar ejecutando según lo convenido.
    Golpeándose la frente con la palma de la mano, comprobó si llevaba prendida del cinto su saca y corrió de puntillas hacia las escaleras que bajaban al foso de entrada de las embarcaciones. Muy a su pesar, su despiste podría haber perjudicado gravemente a los suyos.
    Con el alma en vilo corría a través de la oscuridad mientras se planteaba si aquel disfraz de mora en verdad era efectivo, pues no había podido hacer nada por fray Domingo y fray Antonio. Arremangándose las faldas, aceleró el paso hasta casi tropezar. Miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que nadie la siguiera antes de acercarse al rastrillo, que estaba cerrado.
    La guardia de muzungulos andaba demasiado atareada vigilando torreones y troneras o jaleando a los torturadores verdugos de los presos. Cuando ya estaba cerca del último peldaño, le pareció oír unos susurros que se acallaron con su proximidad.
    Pegada a una de las cuadrículas de la reja, asomó la cabeza para mirar al otro lado.
    Nada. La angustia se le atragantó en el gaznate antes de preguntar:
    —Soy vuestra reina. ¿Hay alguien ahí?
    Intentando fijar la mirada en una oscuridad casi plena, recibió el silencio por respuesta. Una nube solitaria la cegó del todo al cubrir la luna. Aceptando su evidente fracaso, estaba a punto de desistir cuando le pareció oír el chapoteo de un remo. Insistió:
    —¿Padre Jesús?
    Una cara conocida apareció de entre las sombras, librándola de la ganzúa interior que la oprimía.
    —¡Natalia! Gracias al Señor. ¿Está contigo vuestra señora doña Bernarda de Sá?
    La esclava, abriendo mucho los ojos, se posó el dedo sobre los labios y susurró.
    —Como tantos otros se ha quedado en el convento. Sólo somos una docena los que partimos.
    Cuando la velada luna iluminó de nuevo el agua, Isabel se alegró aún más al descubrir a muy pocos metros la silueta varada del falucho con su vela latina arriada. Uno de los hermanos de los que arriba sufrían el martirio saltaba a tierra precipitadamente para dirigirse a su reina.
    —Al principio no os reconocí con esas vestiduras. ¿Qué ha sido de los padres Antonio y Domingo?
    Isabel, incapaz de contestarle, sólo pudo negar con abatimiento. Fray Jesús, consciente de su pesadumbre, la tomó de la mano.
    —Mi señora, sólo podremos salvarnos si no cejamos en el intento. Del otro lado del interior de estos muros todos sabemos de vuestro sacrificio. Hacéis lo que podéis y nunca deberéis culparos del daño que otros procuran. ¿Habéis traído lo que os pedimos?
    Asintió sin dudar un segundo, rebuscando entre las faldas de sus amplios ropajes hasta dar con una bolsa de piel que introdujo entre los barrotes de la reja para depositarla sobre la palma extendida del fraile.
    —Aquí tenéis todas mis joyas. Incluidas las que más estimo. Espero que basten para costear la travesía desde la isla de Pate a Goa. ¡Necesitamos tanto que nos auxilien!
    El padre Jesús, como confesor de Isabel y consciente de la generosidad desinteresada de su reina, rebuscó entre las alhajas que le acababa de entregar. Como era de esperar, topó con las dos piezas que ella más apreciaba. La primera era el camafeo que Isabel conservaba desde el día en que su hermana Teresa se lo entregó antes de despedirse en Lisboa, y la segunda, un pequeño crucifijo de plata y nácar que siempre llevaba colgado al cuello de una cinta a juego con su sayo. El fraile los separó del resto de las joyas y se las tendió, a sabiendas del valor sentimental que ella daba a esas dos piezas. Cerrándole la mano, los rechazó sin contemplaciones.
    —El camafeo hace tiempo que lo llevo tatuado en el hombro derecho, por temor a perderlo. Tendrán que desollarme para robármelo. Y aquí en el refajo llevo otra cruz de madera bendecida que me guarda tanto o más que la que os entrego.
    Fray Jesús, metiendo de nuevo las joyas en la bolsa, le besó las manos agradecido. Un ruido metálico que sonó al principio de la escalera impulsó a la reina a azuzarlos.
    —Si queréis atravesar el arrecife sin ser vistos desde las almenas, debéis partir ya. Así mañana arribaréis a la isla de Pate y ¡Dios quiera que muy pronto a Goa! Esperaremos vuestro regreso tan sedientos como las raíces de los árboles aguardan el agua en época de sequía.
    El padre Jesús, sin demorarse más, se dirigió hacia el falucho. Tenía un pie ya dentro y otro sobre la playa cuando se detuvo dándose la vuelta para mirarla de nuevo.
    —Cuando regrese, ¿cómo sabré de vuestra majestad?
    Ella pensó un segundo antes de responder. Isabel de Várela, despidiéndose de la frágil embarcación, decidió erigirse capitana de la situación en la que se encontraban y, dada su condición, sería la última en abandonar aquella nave presa de la zozobra.
    —Como vos, me siento responsable de lo que acontece y os prometo que no abandonaré mi barco a merced de ningún naufragio. Si a vuestro regreso no me encontráis, buscad el pez que simboliza el cristianismo.
    El tambor que indicaba el cambio de guardia les sobresaltó de nuevo. Fray Jesús, consciente de su peligrosa situación, aunque no había entendido bien lo que la reina le indicaba, asintió y embarcó sin preguntar más.
    Isabel se mantuvo pegada a la reja del rastrillo hasta que el falucho desapareció entre los reflejos nocturnos de la mar, y el repicar rítmico que los remos producían al chapotear en el agua calló definitivamente.
    Sabía, muy a su pesar, que al día siguiente sería obligada de nuevo a sentarse a los pies de Jerónimo, y sospechaba que sería una audiencia aún peor que la del día anterior. Así fue. Fray Antonio y fray Domingo, sin haber renegado de su religión, sí parecían haberse mudado la piel a negra, ya que traían una amplia costra de sangre seca adherida a cada uno de sus golpes.
    A punto de desmoronarse, se tambaleaban incapaces de mantenerse en pie. Isabel, en tal circunstancia, sólo pudo agradecer que por fin los empujaran a los pies de Jerónimo, porque al derrumbarse descansaron su equilibrio cual hojas a merced de una leve brisa en otoño. En aquel preciso instante sintió cómo le trepanaba los oídos la muda súplica de muerte que manaba de las almas de aquellos desdichados, que sólo esperaban ya librarse pronto de la atadura de sus cuerpos.

    MIÉRCOLES 20. SAN BERNARDO ABAD
    A la mañana siguiente y según lo establecido previamente, los hombres que se refugiaban en San Antonio se despidieron de sus mujeres e hijos emotivamente antes de salir hacia el fuerte Jesús. Sabían lo que significaba que los frailes no hubiesen regresado la tarde anterior, y el miedo se dibujaba en sus rostros.
    Los tres últimos supervivientes de la congregación agustina dieron un paso adelante encabezando la procesión. Armados únicamente con la Biblia, un par de imágenes santas y otras tantas cruces, comenzaron a entonar un salmo que infundió valor a los más temerosos.
    A través de la tronera y sobre el cañón, Isabel miraba el arrecife con la esperanza de que la entrada de un barco distrajese la atención de Jerónimo hacia otro punto cuando la brisa le alertó de los cánticos cristianos que se acercaban. La guardia, nada más verles, les despojó de todos los símbolos cristianos que portaban, antes de permitirles cruzar el portón de acceso al patio de armas.
    En cuanto entraron se santiguaron presos de estupor. El despojo inerte de los dos frailes ajusticiados pendía de la torre, ensangrentando el escudo de armas del rey don Felipe que la presidía. Se balanceaban a merced de los monzones cual carroña expuesta para alimentar a los hambrientos buitres que ya les sobrevolaban en círculos. Después de aquello no les cupo duda alguna de las intenciones del ahora sultán. El tono intimidante de Jerónimo requirió la atención de todos los presentes sin excepción.
    —A alguno de vosotros ya os lo he dicho. Ahora os doy la última oportunidad de redimiros y aceptar a Alá como vuestro único Dios. ¡Yo, Yusuf bin Hasán, como vuestro sultán que soy, juro perdonar la vida a todo el que lo haga!
    Un silencio gélido les erizó el vello hasta que una voz desconocida les traicionó.
    —¡Yo reniego de mi religión para aceptar la vuestra como la única verdadera!
    De inmediato todos se dieron la vuelta, sorprendidos ante el furtivo apóstata que se abría paso entre sus filas a empujones. Al alcanzar la cabecera, dio un paso adelante y arrodillándose ante el sultán, le besó las babuchas como signo de sumisión.
    Andrés Macedo, el famoso artillero que tanto arrojo demostró al pescar un tiburón a bordo de la Santa Catalina, ahora se ofrecía a enseñar a utilizar los cañones a la guardia del sultán. Con razón le apodaban el «niño malo».
    Jerónimo sonrió consciente del contagio que la debilidad de un solo hombre podría causar en las maltrechas voluntades de los demás.
    —¿Alguien más quiere seguirle?
    Al ver que nadie hacía un amago, para tentar más a los inseguros el sultán se arrancó de un zarpazo una fíbula que adornaba su capa. Cuajada de piedras preciosas, refulgió al prendérsela del jubón al cobarde apóstata. Quizá aún quedase algún ambicioso egoísta agazapado entre las tímidas huestes cristianas. Insistió.
    —¡Es la última oportunidad que os daré de salvar la vida!
    Nadie se movió. Tan sólo una ráfaga de viento despeinó sus desaliñadas cabelleras e hizo flamear los grandes cuellos de sus camisolas. Procuraban mantener altivo su semblante a pesar del temblor de piernas. Todos se arrodillaron a una dispuestos a aceptar lo que se terciara. Isabel, al ver una gaviota rozando sus gachas cabezas, pensó de inmediato que probablemente el Espíritu Santo les daba la anticipada bienvenida.
    Jerónimo, defraudado ante la pertinaz posición de sus enemigos, con una mueca de disgusto alzó su mano ejecutora para bajarla de golpe. Todos los muzungulos que estaban ya apostados y apuntando en las almenas con sus arcos, flechas y lanzas desfogaron su impaciencia al disparar un manto punzante de muerte sobre los sumisos. El suelo del patio se tiñó de un púrpura limpio e inocente.
    El grito desgarrador de una mujer rompió el desolador silencio. Isabel, asustada, miró hacia la misma reja que había velado la noche anterior. Aferradas a los barrotes del mismo calabozo que aún conservaba la reciente esencia de la tortura impregnada en su piedra, doña Joana y Bárbara asomaban sus caras descompuestas.
    La reina, preguntándose cómo habrían llegado hasta allí y sin poder retener más sus impulsos, decidió auxiliarlas lo más discretamente posible.
    Ya no tenía mucho que perder. Con un tablero que encontró a mano golpeó al alguacil en la nuca para arrancarle las llaves del cinto. No tenía ningún plan, pero era tanta la rabia que no se detuvo a medir las consecuencias de sus actos. Las desdichadas, en cuanto la vieron en el calabozo, se abrazaron a ella entre sollozos.
    —¿Cómo llegasteis aquí?
    Doña Joana balbució:
    —Bárbara, convencida de que su padre aún vivía, se escapó. Cuando salí de San Antonio a detenerla, nos apresaron a las dos.
    Isabel no preguntó más. Agarrándolas de la mano, tiró de ellas dispuesta a correr hacia algún escondrijo de los que conocía en los pasadizos del fuerte.
    —¡Deprisa! ¡Saldremos por el foso de las embarcaciones! No hay mucho tiempo.
    Tiraba de ambas palpando en la oscuridad cuando chocó con un fornido cuerpo. Su voz la asustó aún más.
    —¿Qué haces, Isabel?
    Sabiéndose perdida, soltó a sus amigas sin saber muy bien cómo reaccionar. Sólo pudo suplicar.
    —Déjalas salir, Jerónimo. Permite al menos a las mujeres y a los niños que huyan. ¿Acaso no es suficiente el baño de sangre que hemos vivido?
    El sultán, agarrando a Isabel de la trenza, la atrajo hacia sí.
    —¡Ven aquí!
    Empujando a las dos presas hacia su guardia, ordenó que las matasen sin contemplaciones y comenzó a cachear a golpes el cuerpo de su mujer. Al llegar a su fajín se detuvo, apretó el bulto que encontró en el refajo y tiró del crucifijo. Empuñándolo frente a ella, la cólera enrojeció su mirada.
    —¿Qué es esto? ¿No eras conversa mahometana?
    El miedo la enmudeció, encogiéndola como un animal aterrorizado perdido ante el ataque de su depredador. Jerónimo, sabiéndose aún más fuerte ante su temor, la sostuvo de nuevo de los pelos arrastrándola escaleras arriba hasta una de las mazmorras del fuerte. Una vez allí la obligó a mirarle de frente. Isabel le suplicó de nuevo por la vida de las dos mujeres, pero él sólo le dio la vuelta para patearla en las nalgas obligándola a entrar en la inhóspita celda que había elegido para ella.
    La reina, sentada en el suelo bajo el estrecho ventanuco, se tapó los oídos con la esperanza de huir de semejante congoja. De nada le sirvió, pues aun ansiando una sordera momentánea, oyó como la pequeña Bárbara, presa del miedo, a punto estaba de renegar cuando las súplicas de su madre la mantuvieron firme en sus convicciones. Después, el silencio más desolador la hizo imaginar la muerte de las dos. Una vez más, impotente ante la dolorosa certeza, sólo pudo llorarlas.


    JUEVES 21. SAN SIDONIO APOLINAR
    Al amanecer del quinto día de infierno, la reina pudo escuchar desde su encierro como todo el ejército de muzungulos se dirigía calle abajo hacia el convento, donde las mujeres que quedaban estaban atrincheradas velando por sus hijos con la ayuda de algún esclavo que aún les permanecía fiel. Pensó que si las intenciones eran buenas pronto embarcarían; si por el contrario eran otras, se defenderían como leonas hasta la muerte. Bernarda de Sá y María la Bastarda, las de más arrojo, organizarían la defensa y no admitirían una rendición.
    Asomada al tragaluz intentaba adivinar qué pasaba. Abajo los moros parecían estar avituallando un gran falucho para hacerse a la mar. ¿Sería para embarcar a las que quedaban vivas con sus hijos? Quizá Jerónimo hubiese decidido perdonarlas. Al fin y al cabo, ¿qué daño podrían hacer? Empachada de esperanza, rogó para que así fuera. A las tres horas de aquello, cuando el sol estaba alto y el calor apretaba, unas voces lejanas la despabilaron del sopor húmedo en el que se encontraba. Al atisbar de nuevo las vio.
    Al fondo aparecían todas sus amigas junto a sus hijos en brazos o a pie. Se alegró por ellas. Doña Bernarda acarreaba cuidadosamente un canasto con la pequeña talla de santa Mónica.
    Desde la posición en la que se encontraba pudo escuchar cómo María la Bastarda agitaba un pañuelo blanco al aire alardeando de que aquel pedazo de tela guardaba las lágrimas que de la talla habían manado. «¡Tengo la prueba del milagro!», gritaba muy agitada. Isabel se alegró por ellas. Estuvo tentada de gritar, pero no lo hizo, no fuese a truncar la repentina bondad del sultán. Quizá Jerónimo después se apiadara de ella.
    No les faltaría ni un cuarto de legua por recorrer hasta el embarcadero cuando un sonido metálico a los pies de la torre llamó su atención. Un manojo de sables había caído estruendosamente al suelo empedrado. ¿Qué necesidad había de cargar en el Pangayo más armas de las que normalmente portaban? El corazón se le encogió ante la funesta sospecha.
    Gritó, pero el miedo la traicionó enmudeciéndola. Los cafres azuzaban a las mujeres para que aligerasen el paso y éstas, más confiadas que nunca, obedecían.
    Cuando al fin la voz quiso manar del gaznate de Isabel ya era tarde. Sus amigas habían embarcado sin percatarse de que en el falucho, en vez de pacíficos hombres de mar que las guiasen a Pate, había soldados armados hasta los dientes.
    Desde su encierro el Pangayo se empequeñecía en la lejanía. ¡Cómo ansiaba equivocarse! Estaba tan preocupada por ellas que ni siquiera se daba cuenta de que probablemente sería la única cristiana que quedaba viva en la isla.
    A la altura del arrecife aquel falucho comenzó a zarandearse al mismo tiempo que una nube oscura brotaba del convento de San Antonio. Mientras las llamas abrasaban el último vestigio del hombre blanco en la isla de Mombasa, el índico aguardaba inmerso en su ficticio sosiego a que el tiempo transcurriese.
    A pesar de la distancia Isabel podía imaginar a la Bastarda asida a la imagen de santa Mónica y a las demás abrazando a sus hijos en el dolor de una despedida eterna. Ya no podían huir. Muy pocas sabían nadar y las que lo hacían nunca hubiesen sido capaces de dejar a los suyos a merced de semejante infortunio. Los más pequeños ahogaban sus gemidos entre los pliegues de los sayos maternales.
    Soslayado el arrecife, las fueron arrojando desde la borda del Pangayo para, una vez en el agua, acuchillarlas o desnucarlas a remazos junto a sus hijos. La masacre fue terrible; casi cuarenta viudas perecieron junto a sus párvulos después del sangriento amanecer.

    Capítulo 17
    UN PEZ COMO SÍMBOLO
    FUERTE JESÚS
    25 DE JUNIO DE 2004

    Sentada en el pequeño chiringuito del fuerte Jesús, pedí otra Tusker. Arranqué la etiqueta amarilla ovalada con su elefante negro mientras miraba a mi alrededor intentando reconstruir las escenas que allí se vivieron.
    Los muros de aquella capilla en ruinas apenas levantaban medio metro del suelo. La decadencia de los desconchones, en sus paredes dejaba adivinar que el interior de las almenas algún día pudo ser de un tono rojo veneciano.
    Al fondo, enterrado bajo un chamizo, el esqueleto de un portugués cubierto por un cristal llamaba la atención de muchos muzungus, que, atentos a las explicaciones de los guías, parecían defraudados al saber que sólo era una réplica de los verdaderos huesos. El esqueleto real estaba en el museo de la ciudad, y por el uniforme que llevaba podría haber sido un capitán del ejército portugués del siglo XVII.
    Me vi tentada de ampliarles la información, pero desistí consciente de que aquello podría considerarse como una intromisión molesta en el trabajo del guía. Lo más probable era que aquel hombre fuese el capitán don Pedro, pero sería necesaria una prueba de ADN para certificarlo con seguridad y en Mombasa, como en tantos otros sitios de África, preferían seguir anclados en la suposición sin recurrir a los hallazgos que la ciencia les podría brindar de estar en otra parte del mundo.
    A mi espalda estaba el camino hacia lo que por los planos antiguos debía de ser la entrada de los navíos al fuerte en tiempos de Isabel de Várela. Hoy día estaba tapiada. Se adivinaban los escalones, borrados por una rampa deshecha, que antaño debieron de guiar a la protagonista de mi novela la noche en la que se despidió del falucho del padre Jesús.
    Di un sorbo a la cerveza y comencé a cotejar la documentación que me entregaron en la misión de Turkana de parte del padre Francisco. Era una copia de la instrucción del proceso diocesano seguido en Goa, casi una réplica del que me entregó el primer día que le conocí en el café Hispano de la Castellana. La diferencia era que la primera había salido de los archivos del Vaticano y la segunda, directamente del lugar donde se tramitó en la India.
    Una estaba escrita en portugués original, la otra en latín e inglés. La de Goa se diferenciaba de la de la Santa Sede sólo porque tenía fotocopiadas páginas prácticamente ilegibles, no tanto por la caligrafía del escribano como por la voracidad de las termitas. Sus túneles en zigzag dejaban más huecos aún que las lagunas que la historia escondía. Los documentos reflejaban el estado de ánimo en que se debió de sumir todo el Oriente portugués al llegar a Goa la noticia de la masacre. Sobrecogidos, sintieron necesario iniciar con premura el proceso, ya que los pocos testigos que se salvaron consiguiendo escapar se encontraban después de casi un año refugiados aún allí, y si esperaban correrían el riesgo de que se dispersaran. Comencé a leer:

    Diócesis de Goa Proceso de los mártires de Mombasa
    El licenciado Francisco Calaza, prior de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz, provisor y vicario general de esta diócesis junto con fray Antonio de la Pasión, magistrado en Santa Teología, y Luis de Coutinho como vicario provincial... examinamos la muerte y martirio de los siervos de nuestro Señor... bajo la tiranía del rey de Mombasa y Malindi, don Jerónimo de Chilingulia, acontecido el decimosexto día del mes de agosto, año 1631. Celebrándose las vistas en la sala capitular de este convento de San Francisco de Goa.
    Escrito por Juan Antonio Antica, contador palatino y notario apostólico en Goa, bajo mi firma y el sello de nuestra oficina el 3 de agosto del año 1632 de nuestro Señor.

    A pesar del calor húmedo de aquel día, procuraba ser minuciosa en mi investigación. Hubiese sido más sencillo y cómodo hacerlo en mi casa de la playa, bajo el porche y mirando al índico; pero, por alguna razón, pensaba que quizá recreándolo en el lugar donde acontecieron los hechos la maraña de dudas se desligaría con más facilidad.
    Apuntaba en fichas con sumo cuidado cada una de las diferencias que existían entre las declaraciones de unos y otros testigos. En un principio el padre Jesús, como principal superviviente, redactó una lista de unos ciento cincuenta testigos que podrían haberse salvado. Al final sólo localizaron a treinta y siete.
    Cada declaración comenzaba con el número del testigo. Su nombre, edad, lugar de nacimiento y filiación. Habían sido citados para testificar sobre los hechos por el padre procurador de la causa. Juraban la veracidad de lo que narraban con una mano sobre el pecho y la otra sobre la Biblia.
    A todos se les preguntaba primero sobre los frailes Antonio de la Natividad, Antonio de la Pasión y Domingo de la Natividad, dado que serían los primeros en recibir la corona de laurel de mártires.
    Al comenzar contestaban al tribunal para después dar su particular versión de los hechos. Si había algo novedoso en la narración de alguno, se finalizaba con otra rueda de preguntas. Firmaban el documento junto al padre comisario del juzgado y junto al mencionado notario Juan Antonio Antica. Declararon agustinos, jesuitas, portugueses que residían en la isla, sirvientes y esclavos.
    El estudio comenzaba a hacerse engorroso y aburrido debido a las constantes repeticiones de las dos copias. Me desesperé; muchas palabras derivaban del árabe, persa, hindú, latín o incluso de algún dialecto del bantú parecido al suahili. A veces me veía obligada a darles sentido por el contexto de la oración o por simple intuición.
    Al llegar a las páginas que faltaban en la copia del Vaticano me exasperé aún más, ya que en el proceso de Goa tampoco estaban. En este caso el responsable del expolio había dejado una pista. Había un pez pintado con precipitación que señalaba la esquina inferior izquierda de la página anterior a la desaparecida. ¿Era una pista? Todo estaba lleno de secretos. Desesperada, me tumbé hacia atrás, balanceándome sobre las patas traseras de la silla, como solía hacer Richard. ¿Qué sucedió con Isabel? ¿Acaso nadie sabía nada de lo que fue de ella?
    Tenía los ojos enrojecidos de leer, subrayar y tomar notas; los riñones arrugados de permanecer durante horas sentada en aquel incómodo asiento desvencijado; la columna vertebral dolorida por no cambiar de posición; y el alma acongojada ante semejante genocidio. El recuento final abría las carnes. En total fueron ejecutados 59 niños, 39 mujeres, cinco religiosos y 72 africanos. Otros cuatrocientos fueron enviados a Arabia a cambio de municiones.
    Tomé el folio y me incorporé más erguida para aguantar hasta la hora del cierre del fuerte. Carraspeé y comencé a leer en voz alta, imitando al que en su día les debió de presentar al tribunal.
    —Séptimo testigo. Ventura Texeira, nativo de la ciudad de Chaul en esta parte del este. Es hombre libre, nacido pagano pero bautizado por conversión de sus padres aproximadamente a los ocho años de edad. Por aquel entonces conoció los Evangelios y ahora cuenta con catorce años.
    Los hombres de la mesa de al lado, la mayoría conductores de los matatus que trasladaban a los turistas, me miraron un segundo y comentaron algo en suahili que no pude comprender. De todos modos, estaban acostumbrados a verme allí, ya que procuraba acudir los días que tenía que dejar a Analía durante algunas horas en el centro gubernamental de adopciones. De algún modo tenían que justificar el expolio al que me estaban sometiendo, y en este caso la excusa era que tenían que comprobar que la niña estaba bien, importándoles un bledo, eso sí, el estado del resto de los niños del país. Muy a mi pesar, cumplí con el trámite.
    Regresando a la novela, un par de preguntas acudieron a mi mente.
    ¿Por qué la declaración de mártires de aquellos trescientos asesinados fue tan rápida en un principio y luego la beatificación nunca terminó del todo? ¿Cuáles eran los requisitos para reconocer a un hombre siervo de Dios, venerable, beato o santo? Tomé otro de mis compendios de consulta.
    Para ser siervo, la causa debía ser aceptada a trámite por la Santa Sede. Se adquiría el estado de venerable cuando el hombre poseía virtudes vividas en grado heroico. Beato, al comprobarse un primer milagro por su intercesión, y su ascensión a santo, cuando pasaban a ser dos o más los demostrados.
    Aclarado esto, ¿se cumplieron los dos milagros que se requerían? Entre el montón de papeles se alegaban cuatro como probables.
    El primero aparecía como coincidente en muchas de las versiones.
    En enero de 1632, pasados cinco meses de la masacre, la caudalosa lluvia que cayó arrastró grandes cantidades de barro descubriendo el cuerpo incorrupto de fray Antonio de la Pasión. Según los que lo vieron, el cadáver yacía medio desnudo con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos abiertos mirando al cielo. A pesar de la humedad y el tiempo transcurrido, no presentaba señales de corrupción o mal olor. Ni siquiera tenía la huella de un mordisco de las múltiples alimañas carroñeras que poblaban aquellos parajes. En cuanto lo supieron, los nativos corrieron a besarle las manos reconociendo el milagro.
    El segundo al que se hacía referencia se dio el día en que Jerónimo profanó la calcinada capilla de San Antonio convirtiéndola en mezquita, haciendo de la sacristía una panera y de la pila bautismal, que poco tiempo antes había traído de la India, un lavapiés. Los testigos que declararon aseguraron que cuando esta última fue llenada de agua y el sultán estaba a punto de meter los pies, se resquebrajó en dos derramando su contenido por los suelos.
    El tercer milagro apareció en forma de una luz cegadora que iluminó el convento. Algunos incluso aseguraron que después del último día un terremoto asoló la isla de Mombasa durante dos horas, de cinco a siete de la mañana.
    Además, algunos aseguraron, igual que Bernarda de Sá, que la imagen de santa Mónica lloró lágrimas, pero las únicas que lo vieron no sobrevivieron para contarlo. Y la prueba de la santa talla yacía en las profundidades del índico junto a sus porteadoras.
    El proceso quedó listo para enviarse al colector apostólico en Portugal el 22 de enero de 1633 junto con otra carta de Propaganda Fide para el rey de España y Portugal, don Felipe IV.
    El 24 de mayo de 1636 la Congregación de Ritos encomendaba al cardenal Phamphili la discusión del proceso, comenzando así un plazo interminable de alegaciones que terminaría sin motivo alguno en el total y absoluto olvido.
    En 1988, más de tres siglos después, los agustinos reanudaron el proceso de beatificación, basándose principalmente en la inocencia subjetiva de los que cayeron. Ésta estaría patente sobre todo en los africanos, que, siendo víctimas de Jerónimo, estaban sometidos además a la dominación portuguesa.
    Miré el reloj. Aún me quedaban dos horas para recoger a Analía en el centro de adopción. Me resultaba tan extraño que alguien dependiese tanto de mí... Rodeada de varios montones de papeles con sus respectivas piedras a modo de pisapapeles, garabateaba el dibujo del pez sobre un folio en blanco cuando unos dedos expertos me comenzaron a masajear la espalda. Agradeciendo el gesto, posé el lápiz sobre el papel, estiré la espalda ladeando el cuello de un lado al otro y cerré los ojos. Richard sabía importunarme con delicadeza.
    —¡Hum! ¡Qué maravilla!
    Me apretó a la altura de los omóplatos.
    —Estás tensa, te sale humo de la cabeza y sigues aquí dibujando garabatos.
    Sin abrir los ojos, le contesté:
    —Es el símbolo de los cristianos antiguos.
    Subió hacia la nuca con movimientos circulares.
    —¿Te inquieta ese pez?
    —Isabel de Várela le dijo al padre Jesús que lo buscase al regresar a Mombasa, pero en ningún sitio dice que lo hiciese.
    Las manos de Richard se detuvieron de inmediato para acariciarme el lóbulo de la oreja y susurrarme en ella:
    —¿Lo has buscado tú?
    Le miré con incredulidad.
    —Han pasado casi cuatro siglos de devastaciones por este lugar. Después de los portugueses vinieron los árabes, los persas y los ingleses. ¿Crees de veras que si alguna vez existió sigue aquí?
    Sonrió entornando los párpados.
    —Creo que ya sabes que en África todo es posible. ¿No sigue aquí este fuerte? ¿Por qué no ha de existir ese dibujo?
    Negué divertida.
    —Para unas cosas eres tremendamente escéptico y en cambio, para otras...
    Me posó la mano sobre la boca.
    —Mujer de poca fe, ¿acaso olvidas que soy tu conseguidor? Ven, no iremos muy lejos.
    No tenía nada que perder; estaban a punto de cerrar el fuerte y ya no podría avanzar más en mi investigación.
    Guardé todo en la cartera y me dispuse a seguirle. De su mano bajé por la rampa que daba al embarcadero. Antes de llegar al final se detuvo, giró a la izquierda y se metió por un pasadizo angosto de apenas seis metros de largo. Al final una especie de respiradero daba justo a un foso seco.
    Al resguardo de cualquier mirada me comenzó a besar. En menos de cinco minutos dábamos rienda suelta a toda nuestra pasión con el estímulo añadido del peligro a ser descubiertos. Allí de pie jadeaba sudorosa con la espalda pegada a la fresca piedra del muro cuando Richard, abrazado a mí, se dio media vuelta para ocupar mi lugar.
    —¡Mírame, Carmen!
    Abrí los ojos, dispuesta a besarle, cuando me quedé paralizada. La sorpresa se dibujó en mis pupilas. Justo a la altura de su oreja derecha había un dibujo labrado en la piedra. Incrédula aún, le aparté muy despacio hacia un lado. Con la yema de los dedos acaricié los contornos del dibujo.
    —¡No es posible!
    Sin contestarme, sacó una navaja de uno de sus bolsillos y comenzó a perfilar con la punta los contornos del sillar donde estaba el pez. Rápidamente tomé una pieza de metal larga que había tirada en una esquina, la metí por la ranura e hice palanca para sacarla. Al ceder, el polvillo que se desprendía del muro cayó sobre mi sandalia filtrándose entre los dedos de mis pies. Richard aprovechó el momento en que me agachaba a sacudirlos para desprender del todo la piedra. Con mucha lentitud metió la mano en el oscuro agujero que quedaba y sonrió.
    La expectación me iba a matar cuando sacó un polvoriento saco de piel. Lo abrí. Allí estaban los tres pergaminos desaparecidos del proceso, enrollados con una hebra de palmera, y un libro. Tenía el aspecto de un diario y estaba encuadernado con piel de cebra. Resaltaba el dibujo de un pez grabado a fuego en el lomo. Como si se tratase de un espécimen de mariposa en extinción, lo abrí con sumo cuidado.
    —Es como si Isabel nos hubiese guiado.
    Richard parecía disfrutar con mi hallazgo.
    —Siempre tan soñadora y romántica.
    Me sentí estúpida.
    —¿Desde cuándo lo sabías?
    Se encogió de hombros.
    —Desde que me lo dijiste, pero verte tan obsesionada con la búsqueda me divertía.
    Alcé la mirada resignada y agradecida. Él era así y nada le podría hacer cambiar.
    Aquella misma noche, nada más acostar a Analía, comencé a leer el diario. Por las fechas y los santos del día que figuraban en el margen izquierdo de cada una de sus páginas, deduje que Isabel había comenzado a escribirlo la misma noche en que se despidió del padre Jesús, y lo dejó inacabado el día en que se vio obligada a huir de Mombasa. Lo escondió en aquel lugar con la única intención de hacerle saber al agustino lo que había sido de ella, pero al mismo tiempo ansiaba su anonimato con una última petición al final de toda su historia. Releí sus últimas palabras con mucha atención, como si la tuviese delante, ya que a diferencia del proceso aquel cuaderno estaba escrito en primera persona. El trazado de su caligrafía parecía precipitado e imperfecto.
    Sólo os pido, padre Jesús, que cuando hayáis leído esto lo reintegréis a su lugar junto a todo lo que de mí se haya dicho o escrito en estos últimos tiempos, pues sé que muchos serán los que duden de mí habiéndome visto vestida a lo moro. Sólo así podré morir en paz segura de que mi sacrificio habrá servido para beneficiar a muchos sin la necesidad de un reconocimiento vanidoso por mi parte.
    Vuestra hija,
    Isabel de Várela

    Reconstruí mentalmente la escena. Nada más poner el pie en la isla y comprobar la ausencia de Isabel, el padre Jesús debió de buscar el pez. Lo encontró y, como nosotros, debió de desprender el sillar que marcaba el escondrijo. El agustino cumplió diligentemente las últimas voluntades de su reina, ya que después de leer el diario debió de aprovechar otro viaje esporádico de Mombasa a Goa para hacer desaparecer del proceso de la India las tres páginas en las que los testigos la mencionaban. Al regresar a la isla las adjuntó al resto de su vida, ocultándolo todo de nuevo bajo el símbolo cristiano del pez. Lo hizo con la segura esperanza, aun en contra de la humilde voluntad de su reina, de que alguien las encontrara algún día. Ese alguien había llegado casi cuatro siglos más tarde.
    De ese modo yo me encargaría de que la reina de Mombasa y Malindi, después de haber sufrido la agonía más larga de entre todos los que con ella fueron víctimas de aquella masacre, fuese rescatada del olvido más absoluto para pasar a ocupar su debido lugar dentro de la lista de los trescientos mártires de Mombasa.

    Capítulo 18
    DE REINA PALATINA A ESCLAVA
    DE HARÉN
    DÍA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO DEL
    AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1631

    Con la tristeza anclada en su corazón y el diablo tentador del suicidio revoloteando alrededor, Isabel pasó la primera jornada sola después de la masacre, encerrada en la lúgubre mazmorra. En todo ese tiempo no logró echarse al estómago más que un pedazo de pescado en salmuera, una torta de maíz y un par de cántaros de agua. Hasta el hambre y la sed parecían haber abandonado aquel lugar tan dejado de la mano de Dios. La imagen del índico engullendo a todos los suyos la torturaba, retorciendo su ansiado sueño para tornar reiteradamente lo vivido en pesadilla. Sólo quería morirse. ¿Cómo pudo estar desposada con semejante asesino durante cuatro años? ¿Cómo no se dio cuenta antes de su farsa?
    Al anochecer reconoció aterrada el soniquete de los seguros pasos que subían hacia su encierro en la torre de San Mateo. Al abrirse la puerta, la claridad de una antorcha la cegó, pero se dio cuenta al instante de la presencia de Jerónimo. Venía solo. Aterrada e incapaz de levantarse, se arrastró hacia atrás hasta topar con el frío muro que le protegía la espalda. Sólo pudo gemir con la cabeza escondida entre las rodillas cual animal indefenso ante el peligro. Acongojada, sintió como el depredador se agachaba para acariciarle el pelo.
    —Si aceptáis a Alá como el Dios verdadero, os convertiréis otra vez en mi preferida. Jurad la profesión de la fe en el islam.
    Al levantar la cara topó con el Corán abierto frente a sí. Con la mirada velada por las lágrimas se armó de valor para buscar la de su esposo.
    —La sed de venganza os pudrió el alma. Me pedís esto amparándoos en el asesinato y la amenaza. No os dais cuenta de que habéis atentado contra la ley natural del hombre escudándoos en la religión. ¿Acaso no comprendéis que, con vuestro vil proceder, flaco es el favor que le brindáis a los vuestros y a vuestra religión? Sólo Satán como Dios de las tinieblas podría admitir vuestro comportamiento. La mayoría de los sultanes moros no toleran el asesinato de los cristianos como medio para su conversión al islam. Al saber de esta matanza como inicio de vuestra particular yihad, os rechazarán como el infiel que justificó su violento proceder profanando el nombre de Alá.
    £1 sultán, desesperado, le puso la daga en el cuello pegándole el Corán a la nariz.
    Isabel, temblando, se separó el libro de la cara para tomar su mano y bajarla a la altura de su pecho.
    —Si aún me queréis, ensartadme el corazón. ¡Liberadme de esta agonía que me carcome las entrañas!
    Jerónimo, enfurecido ante su terca negativa, tiró el arma al suelo y le desgarró el escote de la vestimenta estrujándole los pechos hasta el dolor.
    —¡No os mataré, Isabel! Os deseo y amo demasiado para hacerlo. Pero si no aceptáis a Alá como vuestro Dios, tampoco podréis ser mi esposa. Sois vos la que habéis elegido mudaros en mi esclava y concubina. Seréis la primera del concurrido harén que estoy dispuesto a crear.
    En aquel momento ella hubiese preferido que la odiase, pero para su desgracia formaba parte de su obsesionado y extraño modo de amar. Esa misma noche fue despojada de sus sucias vestiduras para ser lavada, peinada, perfumada y encerrada en un rico salón cuajado de celosías, baños, almohadones, perfumes, opio y ricas sedas. Como decían las otras esclavas, una jaula de oro para la reina destronada.
    El harén se alegró con la presencia de las más bellas cafres, persas, moras e hindúes. La novedad de aquellas hermosas mujeres atrajo la atención del sultán, que poco a poco fue relegando a Isabel a un segundo plano hasta casi olvidarla.
    Esta vez no se sintió celosa como cuando apareció Fatanini en su vida, sino agradecida, ya que así se vio libre de la coyunda consentida que cual muda violación iba menguando su dignidad.
    Isabel hacía mucho tiempo que le había hecho un hueco al pundonor, acostumbrándose a andar medio en cueros por las ricas estancias del harén. Aprovechaba los pocos momentos de intimidad entre tanta mujer para plasmar por escrito todo lo que allí acontecía, con la esperanza puesta en un rescate milagroso, y a menudo dejaba que su mirada se perdiese en la línea del horizonte donde el índico y el cielo se confundían.
    Hubo un día en que quisieron rebautizarla con un nombre musulmán al cual nunca atendió. Desde entonces, haciendo honor a su pálida tez tan destacada entre las de las demás, la apodaron la esclava de marfil.
    El día de la natividad del Señor de ese mismo año hubiese pasado inadvertido para ella si no hubiese sido porque, rezando a escondidas un rosario invisible y secreto apoyada en el alféizar de entre dos almenas, algo llamó su atención. No había llegado al segundo misterio cuando descubrió como al otro lado del arrecife aparecía la Santa Catalina. La nao capitaneada por Freiré de Andrade servía de guía a la escuadra del almirante don Francisco de Moura. Llevaba días esperándolos, pues sabía por las otras esclavas que el sultán Yusuf bin Hasán, para ella aún Jerónimo, buscaba desesperadamente aliados para combatir el inminente ataque de los portugueses fondeados en una isla cercana a Pate.
    Como ella le predijo un día, llegaría el momento en que no encontraría partidarios. La profecía se cumplía, pues la poderosa escuadra se le había adelantado intimidando al resto de los reyes para que rechazaran la proposición de Jerónimo. ¡Por fin el virrey de la India había ordenado la recuperación de Mombasa!
    La voz de alarma se dio de inmediato, pero tras la euforia inicial hubo una calma eterna, ya que la armada permaneció inactiva durante casi tres semanas, fondeada en la bahía a suficiente distancia como para no estar a tiro de cañón. La muda espera desesperaba por igual a Isabel y a Jerónimo, que, preso de la incertidumbre, sólo supo idear una estrategia de atrincheramiento en el fuerte.
    Un atardecer al fin todo se puso en marcha repentinamente. Desde el fuerte divisaron como cada navío vomitaba decenas de barcazas cargadas de soldados portugueses, cafres y negros fieles que debieron de ser reclutados en Pate para el ataque. Aquella procesión flotante se acercaba a media legua de la costa cual lengua sibilina bifurcándose. Unos desembarcaron en una parte muy arbolada y protegida de la isla, mientras que los otros avanzaron de frente hacia el fuerte.
    Jerónimo ordenó al apóstata Andrés Macedo que disparase el cañón. El artillero le aconsejó no hacerlo, ya que así provocaría el disparo de la docena de armas que como aquélla portaba cada nao, pero él no se resignó.
    Al principio, Jerónimo se mostró bravo y decidido. Resistió el ataque al fuerte causando un total de cuarenta y dos bajas en las tropas portuguesas, mientras que a los suyos ni se molestó en contarlos. Ellos habían muerto por Alá y aquello les convertía en admirables mártires frente a los demás mortales.
    Isabel, agazapada en medio de la contienda y como testigo mudo de una segura derrota, rezaba para que ésta fuese rápida. Todos sabían que los monzones cambiarían su sentido en cualquier momento, y este rolar jugaría en contra de la escuadra si antes no había logrado la victoria.
    Como era de temer, a los dos días de contienda la ansiada victoria se emponzoñó, ya que aquel año las lluvias y los vientos huracanados se adelantaron obligándoles a una retirada prematura. Atrás quedaba observando una reina hecha esclava, con la tristeza estrujándole el alma entre los vítores de todos los que la rodeaban. Tragándose las lágrimas, observó cómo la escuadra levaba anclas para desaparecer en el horizonte. Estaba tan desilusionada que ni siquiera se sentía capaz de desear su liberación.
    Aquella estación los fuertes monzones fueron venerados por muchos de sus hijos como sus salvadores, pero como siempre había sido, llegó el momento en que rolaron disipando las nubes, secando las lluvias y amainando los mares. Cada amanecer Isabel despertaba notando resurgir su pérdida esperanza asida al corazón y con una plegaria adherida a los labios. ¡Tenían que regresar!
    El mediodía del 5 de agosto de 1632 tuvo que frotarse con fuerza los ojos cual niña incrédula haciendo de su mano una visera para poder abrir los párpados aún más. En el horizonte se divisaban más de una docena de mástiles. El trapo de las velas hinchadas como pavos atraía las naves con velocidad y ligereza.
    De reojo miró a los vigías que como ella observaban a lo lejos negando con la cabeza. No daban la voz de alarma, muy al contrario, parecía como si se hubiesen quedado petrificados. El de la torre de San Matías al sur fue el primero en reaccionar corriendo al gong para golpearlo.
    En un segundo el fuerte se convirtió en un hormiguero desordenado. De cada recoveco surgía un muzungulo o un moro. Todos corrían sin rumbo ni concierto, chocando los unos con los otros, y cuando Jerónimo hizo su aparición ni siquiera se dieron cuenta. Esta vez la sorpresa jugaba a favor de las ilusiones de Isabel: los portugueses no tardarían en hacerse con Mombasa. El sultán Yusuf bin Hasán no llegaría a cumplir un año de gobierno en la isla de Mombasa, puesto que él mismo reconocería a tiempo su inminente derrota.
    Ante aquello un héroe se hubiese sacrificado, pero él no lo era y prefirió huir. Isabel, que escuchaba desde detrás de una celosía, supo de sus planes. Aquella noche el sultán aprovecharía la oscuridad para embarcarse con todas sus riquezas en el Pangayo e intentar aliarse con los turcos. Si no lo lograba, pagaría a los más reputados mercenarios, que sin rechistar le ayudarían a organizar su propia yihad. Además, podría recurrir a los holandeses, que, como enemigos reconocidos de Portugal y España, se complacerían en ayudarle para conquistar la Ruta de las Especias.

    Capítulo 19
    EL NO DE UN ADIÓS 21 DE JULIO DE 2004

    Sentada en el porche de mi casa colonial, releí el final del diario que tenía entre las manos. Las palabras de Isabel sobrecogían el alma:

    Escribo estas líneas con la esperanza de que no sean las últimas. Los portugueses andan este atardecer tomando el otro lado de la isla y no habrá otra ocasión para huir. Jerónimo ha jurado no darles el gusto de su rendición y lleva dos horas avituallando y cargando el Pangayo con todos los tesoros que tiene. Yo me hallo en esta pequeña estancia escondida en la penumbra mientras, querido diario, espero no tener que dejarte a medias. Discreta y en silencio, albergo la esperanza de ser olvidada en el tumulto de esta precipitada huida. Conseguirlo ¡sería mi libertad! Detengo un segundo mi trazo para escuchar las órdenes, pues están a punto de soltar amarras.
    ¡No! Dios quiera que el padre Jesús te encuentre. Me buscan a voces junto a las tres más bellas inquilinas del harén. He de salir de mi escondrijo para no delatar vuestra posición bajo el pez.

    En la última línea el borrón de la tinta en un círculo parecía haber dejado la huella de su última lágrima. Mirando hacia la playa, pensaba en cómo estructurar el final de mi novela.
    Según algunos ensayos históricos, Jerónimo de Chilingulia huyó junto a su escogido séquito dejando abandonados a merced del enemigo a cuatrocientos de los cafres que le fueron fieles. Éstos, en cuanto se supieron solos, no opusieron la más mínima resistencia a las huestes de la escuadra portuguesa.
    Imaginé a Isabel atisbando desde el diminuto tambucho de la bodega del Pangayo. Acongojada, vería alejarse la costa mientras recordaba las miradas de incertidumbre que reflejaban las pupilas de los esclavos expuestos en el mercado, tan presos de un triste porvenir como ella.
    Según otras notas historiográficas de Mombasa, Jerónimo se encontró definitivamente abandonado por los suyos al insistir en su yihad. En semejantes circunstancias, no tuvo más remedio que someterse a un destierro obligado en la mar hasta el día de su muerte. Cual pirata berberisco, hizo del saqueo y el robo su modo de vida.
    Pero... ¿qué fue de Isabel? Nadie escribió nada al respecto. Como su supuesta y consentida biógrafa, me negaba a ahogarla en el mar Rojo a bordo de un barco pirata. El final de la novela no terminaba de convencerme.
    Inspirando profundamente, me concentré en el transitar de las gentes por la playa. Varios esperaban la llegada de un dhow para salir a pescar. Otros intentaban captar la atención de los extranjeros vendiéndoles pareos pintados a mano, figuras de animales talladas de hueso y madera o un sinfín de abalorios étnicos. El espíritu servicial de su generosidad, agobiado por el hambre y la necesidad, cansaba a muchos de aquellos occidentales, que optaban por contestar a sus ofrecimientos con una mirada despreciativa.
    Los largos meses de estancia en aquel lugar no me habían acostumbrado a la mezcla de sangres de la costa. Justo frente a mi casa dos mujeres musulmanas escondían disgustadas la mirada desnuda que dejaban sus negros bui-buis al descubierto de los objetivos indiscretos e irrespetuosos de unas muzungus. Resultaba patético, ya que aquellas occidentales vivían ajenas al espectáculo que ellas mismas brindaban a los lugareños con sus indecorosos biquinis como única indumentaria.
    A pocos metros de éstas, otras mujeres hindúes caminaban mojando los pies en la orilla tan despacio como los pequeños pasos que la estrechez de sus ajustados saris les permitía. Las musulmanas se vieron libradas del incómodo asedio gracias a un kikuyu que distrajo a las turistas con un tentador paseo sobre la giba de su dromedario.
    De repente sentí un pequeño mordisco en el dedo gordo del pie. Instintivamente lo levanté sobre la silla. Un lagarto del tamaño de una iguana con cuerpo azul y cabeza naranja me miró antes de alzarse sobre las patas traseras para trepar corriendo por el tronco de un cocotero. Sonreí. Ni en un millón de años residiendo en la costa suahili llegaría a librarme de los sobresaltos que acechaban al visitante. Como Richard aseguraba, aun sintiéndome ya un poco hija de los monzones, seguía siendo una muzungu. Una mujer que viene para irse.
    Miré en lontananza. Mombasa, como un espejismo alejado, difuminaba su decadencia y miseria. Aquella isla, como una erótica cautiva en aquellas costas, supo seducir con su ineludible atracción a todo el que la conoció a lo largo de los últimos seis siglos, provocando un marcado ansia bélico para poseerla. Portugueses, árabes, turcos y británicos, embaucados por su luminiscencia, desearon tomarla como un amo a su concubina. Mombasa debió de ser el coral de la costa suahili, como Cuba fue en su momento la perla del Caribe.
    Los británicos la ensalzaron en 1895 erigiéndola capital de Kenia hasta que en 1905 la desplazó Nairobi como fruto artificial de la ciudad intermedia que se necesitaba para la ambiciosa construcción de la línea del ferrocarril de Mombasa a Kampala. Después de tantos años de esplendor, en menos de cien años la decadencia y el olvido casi la habían borrado del mapa. Pero el que la llegara a conocer no podría negar el encanto que un día tuvo.
    Según la Embajada, en dos semanas tendría el pasaporte para Analía junto a todos los documentos de adopción requeridos. El embajador de España en Nairobi me había ayudado bastante. La transferencia que mi hermana me mandó cubrió el pago de las tasas que los diferentes organismos gubernamentales me solicitaron para agilizar los trámites. Sólo había una cosa que parecía retenerme con fuerza.
    El hombre que tan mala impresión me causó al conocerle casualmente por primera vez en el puerto, me detenía de algún modo indescriptible. Como una adolescente, fantaseaba a menudo con la idea de que en el último momento antes de regresar a España me pediría que me quedase a su lado, pero... los años me hacían cada vez más realista y menos soñadora. Había tenido la inmensa suerte de conocer al amor más pasional de mi vida; tarde e inesperadamente, eso sí, pero quién sabe, quizá existieran muchas personas que nunca lo llegasen a disfrutar. Como todo lo bueno, merecería la pena evocarlo y recordarlo de vez en cuando. Al fin y al cabo, si algo tenía el haber nacido en el siglo XX era la posibilidad de hacer el mundo más pequeño y transitable que en épocas pasadas. Quizá le viese en vacaciones o quizá no; la verdad es que siempre que alimenté mis ansias de vivir en un pasado, o en la necesidad de la presencia de alguien lejano, me acababa cubriendo de melancolía.
    Richard, siempre Richard, hiciese lo que hiciese su nombre revoloteaba alrededor de mis pensamientos como una mariposa juguetona y efímera. A pesar de que los cazadores blancos desaparecieron de Kenia desde que se prohibió la caza en beneficio de una fauna casi esquilmada, yo le recordaría como tal.
    Aquel hombre independiente y espontáneo se autodenominaba el conseguidor sin llegar a ser consciente del significado que eso tenía en mi caso. No sólo me había conseguido alojamiento, información histórica, seguridad o soluciones a los complicados entresijos burocráticos con los que topé. Richard me había devuelto sin saberlo la confianza en mí misma, el sueño de un amor, la ilusión y la felicidad.
    Sabía que nunca lograría arrancarlo de allí. Él era una parte más de África y sólo a ella estaba ligado. Conociendo la esencia y fuerza de aquel continente me sentía incapaz de enfrentarme a semejante contrincante. Yo no tenía derecho a separarla de las tierras en las que enraizaba su alma libre. Ni siquiera tenía el valor necesario para proponérselo.
    Analía bien podría adecuarse al mundo occidental dada su tierna edad. Richard, rondando la treintena y sin haber sentido un lazo que le obligase a nada que no quisiese hacer durante décadas, nunca lo toleraría. Era un animal tan salvaje como los de la sabana y yo no tenía derecho a enjaularlo.
    Por un segundo imaginé los comentarios de mis antiguas amistades en caso contrario. Mira Carmen, a sus 42 años, después de un año desaparecida, llega con un hombre mucho más joven que ella y una niña adoptada. Sin duda, ha enloquecido.
    Cuando al fin se acercaba el día en que debíamos partir, decidí ir a despedirme. Necesitaba verle por última vez, besarle, decirle todo lo que para mí había significado, pero sabía que era inútil. Si no había aparecido por casa en los últimos quince días, era porque no quería hacerlo, y yo no iba a ser la que violase en el último momento su sagrado decálogo de costumbres y decisiones.
    Al pasar fugazmente por la destartalada caseta en la que le vi por primera vez, filtré un sobre por la rendija de debajo de la puerta.

    Lee despacio. Sólo dedícame aquel segundo lento que llevo una eternidad esperando que me brindes sin éxito. Quizá sea mejor así. Cientos de palabras recorren mi mente aunque sé que si te viese mis cuerdas vocales me traicionarían anudándose entre sí para no emitir sonido. Frente a tu imagen fantasmagórica toda despedida suena absurda, temblorosa e insegura.
    Un viso de esperanza grabado a fuego en el azul iris de tus ojos alimentará mis fantasías venideras. Me hubiese gustado continuar con esta pantomima, pero no puedo. Nunca me acostumbraría a estas eternas e injustificadas ausencias. Supongo que yo no soy tan independiente como tú. Guardé hasta hoy en mi mochila un suspiro de esperanza, que, cansado de verse sumido en el silencio, se me acaba de escapar. Intenta atraparlo entre la suave brisa del índico e introdúcelo con cuidado en uno de los múltiples bolsillo de tu pantalón. Nunca olvides dónde lo metiste. Adiós, Richard. Gracias por todo lo que me has dado.
    Carmen
    P.D. Sólo te escribiré cuando tenga algo muy importante que contarte.

    Al alejarme, una lágrima traicionera recorrió mi mejilla. Aceleré el paso mientras me abanicaba, intentando disimular, y al doblar la esquina me detuve en seco. Las piernas me temblaban y la respiración se entrecortaba por el acelerado latir de un corazón que me estrujaba los pulmones.
    Ocurría de nuevo. Yo, que por temor a más sufrimiento había cerrado hacía mucho tiempo la puerta de mi interior, me había descuidado. La traición, envidiosa de mi momentánea felicidad, la entornó dejando que se filtrara por su rendija la pareja más temida. Decepción y dolor se colaron sin llamar.
    Sentada en un bidón oxidado, agarrándome el estómago, sentí una punzada al cerrar mi alma de un portazo. Al otro lado quedaba cegada una montaña de sueños idealizados, velas derretidas, lunas llenas, estrellas fugaces y cenas sin digerir.
    A lo hecho pecho. Pasaría mis últimos dos días en la isla de Mombasa asida de la mano de Analía y rodeada de una muchedumbre sin rostro. Me refugiaría en la alegría que manaba de mi pequeña hija. Ella sería mi razón de existir. Regresaba a España con una novela casi terminada y el recuerdo del amor más apasionado de mi vida.
    Despegábamos del aeropuerto de Mombasa cuando mi pequeña me entregó una nota arrugada del bolsillo de su falda. Intuyendo su procedencia la abrí de inmediato: «Llámame aunque lo que tengas que contarme no sea lo suficientemente importante».
    —¿Cuándo te lo dio?
    Con el acento extraño que había adquirido en nuestras precipitadas lecciones de castellano, contestó:
    —En el aeropuerto, mientras facturabas despistada.
    Cerré los ojos agradeciendo su postrero gesto. ¿Por qué no quiso despedirse? Un adiós demasiado efusivo hubiese atentado contra su salvaje libertad. Gracias a él conocí la pasión, la sexualidad verdadera y sin tapujos, la independencia, la soledad placentera e indirectamente la maternidad. Miré a Analía sonriendo, metí el papel entre dos folios de seda de mi álbum de recuerdos y la abracé. Ella me besó en la mejilla con cariño, acariciándome la cabeza. Mi pelo lacio, sujeto en una coleta y tan diferente al suyo, le seguía sorprendiendo.
    Al llegar a Madrid la matriculé en el mismo colegio que mis sobrinos. Le compré ropa y me dediqué por entero a encauzarla en aquel mundo desconocido y tan distante al del poblado de Kenia donde la encontré. Demostró ser inteligente desde el primer momento a pesar de los problemas de adaptación de los primeros meses. Tuvimos la suerte de que su tutor resultó ser un buen maestro vocacional, que confiaba plenamente en el interés que ella demostraba a diario en las lecciones y asumió su enseñanza como un reto que superar.
    Al contrario que ella, yo era la que parecía no querer acostumbrarme a la monotonía que nos embargó en cuanto las vivencias pasadas comenzaron a reposar. Intenté evadirme concentrándome en el final coherente que la libertad creativa de la trama novelesca me permitía. ¡Todo había cambiado tanto! Mi forma de redactar, la sensibilidad al narrar y mi propia manera de enfocar lo más cotidiano. Era curioso, sólo tenía libres las horas lectivas de Analía para escribir y, sin embargo, el tiempo aligeraba el fluir de mis ideas.
    Era como si un vínculo inquebrantable me uniese a la vida de Isabel de Várela. ¡Habíamos compartido tantas horas juntas! Mientras la esclava de marfil se refugiaba a bordo de un barco pirata con la ilusión de recuperar su ansiada libertad, yo lo hacía en el empeño de publicar mi historia, en la educación de mi hija y quién sabe si en un futuro amante. Antes tendría que olvidar a Richard, cosa hasta aquel momento bastante improbable, ya que cada día que transcurría me costaba más.
    Con mucho cuidado para no despertarla, cerré el cuento de El principito que sostenía en el regazo. Le quité el cuadrante del cuello doblado para que no amaneciese con tortícolis. Ella tenía su cuarto frente al mío, pero desde la primera noche en que llegamos había dormido conmigo en la cama de matrimonio. Acostumbradas al calor nocturno de nuestra mutua compañía en Mombasa, ahora sería difícil renunciar a ese placer a pesar de las indicaciones contrarias al respecto de su psicóloga. Tumbada a su lado, la observé. Respiraba profunda y acompasadamente. Una leve sonrisa comenzaba a perfilarse en sus labios.
    Muchos, al conocer su historia, me daban la enhorabuena por haberme decidido a salvarla de un inmundo futuro.
    «¡Qué suerte ha tenido al encontrarte!», repetían una y otra vez. Lo que no sabían era que en el fondo era al revés. Ella, desde su ingenuidad, me había brindado la oportunidad de hacer realidad un sueño frustrado. Me trajo la felicidad que la esterilidad me había robado desde hacía tanto tiempo. Despertó en mí todos los instintos maternales que un día tuve que amordazar. Después de besarla en la frente me dispuse a leer.
    Los párpados me pesaban tanto, superada la intensa jornada, que decidí dejar a un lado las correcciones de la novela para dedicar los últimos momentos de consciencia a una lectura más banal. Tomé el suplemento del dominical de la mesilla de noche y comencé a ojearlo. El título de un artículo me despabiló de inmediato.
    «La liberación de Cervantes en Argel.» La mención a Cervantes no me extrañó en absoluto, ya que muy pronto se cumpliría el cuatrocientos aniversario del nacimiento de El Quijote y eran muchos los que le dedicarían un recuerdo oportunista.
    No fue aquello lo que llamó mi atención, sino la posibilidad de que existieran otros redimidos junto a Miguel de Cervantes en los baños de Argel, Tetuán, Fez, Alejandría y otros puertos del Mediterráneo del siglo XVII. El periodista hacía una estadística de los liberados. La mayoría eran marinos, mujeres y niños de diferentes edades. Allí especificaban la cuantía del rescate en ducados que pagaron las cortes y parientes por ellos.
    La mayoría de los liberados eran portugueses, españoles e italianos apresados por los corsos musulmanes en los pueblos costeros del Mediterráneo. A todos los habían llevado a los puertos del norte de África para vender a los más humildes como esclavos en los zocos de la berbería o mantener cautivos en los baños a los nobles e hidalgos a la espera de una cuantiosa oferta por cada uno de ellos.
    En aquel escueto artículo no aparecían los nombres de los redimidos por los frailes mercedarios, trinitarios, alfaqueques o comerciantes, pero sí la nota a pie de página indicando la fuente donde estaban las listas. ¿Y si Isabel hubiese conseguido embarcarse en uno de esos barcos? No podía entregar la novela sin haber investigado antes aquella pista. ¡Ni siquiera tendría que viajar, ya que el Archivo Histórico Nacional estaba a media hora de mi casa! No faltaba ni una semana para entregar el manuscrito definitivo al editor y aún no me convencía el final que había tramado. Quizá allí apareciese alguna pista que diese un vuelco a la historia.
    De lunes a miércoles, después de dejar a Analía en el colegio, me dirigí a trillar el archivo en busca del nombre de Isabel de Várela. Me había puesto en contacto con Marcelina, una antigua amiga de la facultad y la más experta archivera que conocía en aquel lugar. Conociéndola, sabía que cuando llegase me saludaría con los brazos abiertos y un par de indicaciones utilísimas para iniciar mis indagaciones.
    Así fue. Me recibió con una sonrisa y las fichas de petición rellenadas a falta únicamente de mi firma y número de investigadora para solicitar la consulta de los dos únicos legajos que hacían referencia a Isabel de Várela.
    Sentada en primera fila, comida por la impaciencia y haciendo un rollito con una pequeña hoja caducada de mi agenda, aguardé a que me los subiesen. A la media hora devolví decepcionada el primer legajo, ya que aquella mujer debió de ser una homónima de la que yo buscaba. Nació un siglo después de mi Isabel y fue una simple doncella de palacio.
    Cruzando los dedos, deseé que el segundo legajo me trajese alguna grata sorpresa. ¡Allí estaba! Hacía referencia al registro de los esclavos liberados que trajo un barco al entrar en el puerto de Cádiz, fijando sus nombres, edad, sexo y el precio que se pagó por la libranza de cada uno de ellos. Junto a este documento, meramente burocrático, había otro con un tono más personal. Era la carta de un fraile mercedario al rey don Felipe IV.

    Capítulo 20
    DEL MAR ROJO AL MEDITERRÁNEO
    NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED
    DE 2004

    Con las manos temblorosas y la intuición exacerbada, me dispuse a volcar mis cinco sentidos en aquel legajo. Cruzando los dedos comencé a leer.

    En nombre de Dios todopoderoso y piadoso, tu criado el fraile Mateo de Treviño escribe como redentor de la orden de La Merced.
    A vuestra majestad vengo a informar sobre cómo, estando en el puerto berberisco de Alejandría acordando con el miramamolín del lugar los precios para libertar y hacer la redención de los cautivos figurantes que se me encomendaron en la nómina de la corona de Castilla, me encontré con una mujer que entre los registrados no aparecía inscrita, ni tenía concedida ninguna libranza de rescate por parte de familia o dote de las cortes. Ella misma se pagó su pasaje con unas extrañas monedas de oro que, aunque no fuesen ducados, acepté por su peso y valor.
    La acepté a bordo porque, a pesar de contar un sinfín de historias increíbles, aseguraba ser española de nacimiento para después haber sido reina de un país cafre, cautiva y esclava. En un principio lo dudé, pero al mostrarme el rostro parecía de los nuestros, hablaba y escribía el castellano y se veía desesperada.
    Estamos intentando localizar a su hermana Teresa, puesto que el recaudador de pechos que se han de pagar por las mercancías y esclavos que por el puerto pasan amenaza con encarcelarla si no paga su arancel, y ya no le queda nada con lo que cumplir. Antes de permitírselo preferimos protegerla hasta comprobar la certeza que pudiese haber entre tanta majadería. Mientras damos con sus parientes la susodicha transita por el puerto mendigando. Atiende al nombre de Isabel de Várela.
    Adjunto a mi carta una suya, ya que no es analfabeta.

    Casi histérica por el descubrimiento, dejé a un lado la carta del mercedario para saber de Isabel y continué leyendo:

    Soy Isabel de Várela. Hace diez años que fui embarcada en el puerto de Lisboa para ser desposada con el rey de Mombasa y Malindi. Fueron muchos los avatares que desde aquellos lejanos días me acontecieron...

    La carta resumía los cuatro años de reinado en un folio y el otro de cautiverio en medio. Cuando llegué a la parte que aún desconocía de su vida, reduje la velocidad de mi lectura.

    Fueron dos años de muertes, asesinatos y robos a bordo del Pangayo hasta que el rey don Jerónimo fue gravemente herido en un abordaje que culminó con el hundimiento del barco asaltado. Poco antes de morir me llamó a su presencia y me entregó una carta de manumisión ensangrentada junto a un saco de monedas. Era la segunda vez que me perdonaba la vida. Terminado aquello, ordenó a su forajida tripulación que me dejase en el puerto más próximo.
    Una vez en tierra, me fue tan difícil ubicarme como a una ola indeterminada en la inmensidad del mar. Totalmente desorientada deambulé por un puerto que al final resultó ser el de Suez, al fondo del mar Rojo. Parte del dinero que me entregó mi amo, señor y esposo fallecido Jerónimo de Chilingulia lo invertí en mi propia seguridad contratando los servicios de un mameluco y adquiriendo en el mercado una yegua ricamente enjaezada que me transportase. El guerrero delataba su caucásica procedencia por su rubia tez y ojos claros. Lo primero que hizo, acostumbrado a la tradición y uso del lugar, fue disfrazarme para hacerme pasar por su compañero de contiendas, para continuar tratando de nuestro ingreso en la caravana mientras fumaba de la misma pipa que el jeque al calor de una hoguera. Aquel anochecer partimos rumbo a El Cairo.
    Me sentía extraña vestida con un turbante verde y una pesada cota de malla puesta sobre una larga túnica ceñida por un cinto bordado que me cortaba la respiración y aplastaba el pecho. Cubriendo mis piernas, unas calzas del mismo rojo que las babuchas, y pendiendo del cinto, una espada de hoja curva provista de una empuñadura engastada de piedras semipreciosas. Gracias a esta indumentaria y mi callada discreción durante las siete jornadas que duró el viaje, nada delató mi procedencia.
    Según unos esclavistas que nos cruzamos por el desierto, corría el rumor de que había anclado en el puerto de Alejandría un barco de la corona de Castilla a la espera de poder encontrar a varios presos portugueses y españoles para pagar sus generosas libranzas. Ellos creían tener entre sus filas un postulante para ofrecer.
    Al saber de aquello, en El Cairo pagamos un falucho que seguiría la corriente del Nilo hasta la desembocadura de Rosetta. De allí a Alejandría hay un paso. En el soberbio puerto mediterráneo me fue muy fácil localizar a los frailes mercedarios, dada la importancia de la nao y la bandera que enarbolaba su mástil. Esperé a la discreción de la nocturnidad para aparecer frente a ellos de entre unos barriles de pescado en escabeche. Fray Mateo al principio dudó, pero luego, al verme española, aceptó de buen grado las pocas piezas de oro que me sobraban a cambio de mi embarque en la travesía de regreso. Escondida en las bodegas de la nao, aún tuve que esperar otro mes más hasta que acordaron los rescates de todos los que encontraron vivos de la lista que les habían entregado.
    Aquí estoy y ésta es mi historia, por muy inverosímil que parezca. Sólo escribo esta carta a petición de fray Mateo, que me asevera que así podré encontrar a mi padre o hermana. La segunda quizá se casase con nuestro primo, un hidalgo que probablemente aún resida en Badajoz. Sólo ruego al que tuviese noticia de su paradero que le hable de ésta aquí presente para que venga a rescatarme de la miseria en la que me encuentro.
    Isabel de Várela
    El día de nuestra Señora de la Merced del año de nuestro Señor de 1636.

    ¡Por fin un final feliz para mi incansable viajera! Me sentía como un biólogo al descubrir una nueva especie o como el astrónomo que encuentra un cometa para bautizarlo con su nombre.
    Pero... algo me faltaba. Al devolver el legajo a Marcelina percibió mi decepción.
    —¿Y bien?
    —Gracias a ti he podido averiguar lo que le deparó a mi protagonista el final de su viaje. Pero aun así, parece que nunca puedo resolver una incógnita sin abrir otra. ¿Cómo podría averiguar si las dos hermanas llegaron a reencontrarse? Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, quizá lo hicieron sin reconocerse. Al despedirse en Lisboa, debían de parecer unas adolescentes muy diferentes a las vapuleadas mujeres que años después serían.
    Marcelina guardó el legajo que le acababa de tender bajo el mostrador. Esperó a que terminase mi disertación y muy despacio me acercó otro nuevo sonriendo.
    —Quizá este documento, además de cerrar las incógnitas que la propia historia nos ha dejado, consiga disipar las que tú sólita imaginas. Toma, anda. Parece que el recaudador de la aduana, pasado el tiempo, envió una especie de anotación complementaria que, debido a la diferencia de fecha, nunca se adjuntó al documento principal.
    Abrí los ojos entusiasmada e inmediatamente me senté a consultarlo.
    Arrepentido por la desconfianza que demostré ante el caso de la mujer llamada Isabel de Várela, me propongo enmendar mi falta añadiendo esta nota para que conste al margen del documento en el que narro la arribada de esta señora al puerto de Cádiz y su dudosa procedencia.
    La hermana de Isabel de Várela me notificó su llegada inminente a los pocos días de haber recibido su marido, antes primo, nuestro billete requiriendo su reconocimiento. Acudiría sola, ya que hacía más de cinco años que su padre había muerto. En su carta me rogó encarecidamente que retuviese a aquella mujer hasta su llegada, pues tan bien podría ser su hermana como por el contrario esconder a una oportunista que pudo haber oído semejante historia por los mundos de Dios y hacerla suya suplantando a la verdadera Isabel. Sólo ella podría identificarla sin temor a errar.
    Doña Teresa de Várela resultó ser una rica hidalga que apareció en el puerto cabalgando. Al preguntarme por ella, le señalé el lugar exacto en el que aquella loca andaba agachada, hurgando entre un montón de redes con la esperanza de hallar un pescado podrido al que hincar el diente.
    La noble señora la miró al principio con cierta repugnancia. No era para menos. Descalza, mostraba las sucias plantas de los pies despellejadas, los dedos llenos de sabañones y los tobillos cuajados de amarillentas ampollas. Al dar un pequeño rodeo para verle la cara quedó aún más espantada, ya que la mendiga estaba tan demacrada que la piel se le había pegado a los hendidos pómulos. Su desdentada boca le arrugaba los labios, su calvicie enfriaba la sesera y la quemazón de su piel la tornaba casi negra.
    Con una mueca de disgusto espoleó a su yegua, convencida de la imposibilidad de que aquella miserable mujer fuese su hermana Isabel. Por alguna extraña causa el animal se resistió a iniciar el paso, dando una coz hacia donde Isabel estaba.
    —Lo siento. ¿Os asusto?
    Isabel contestó sin mirar, pues estaba demasiado concentrada en la búsqueda de alimento.
    —No. Sólo soy precavida.
    Fue sólo entonces cuando la noble señora tiró de las riendas. El tono de aquella voz había reavivado de un golpe su memoria. Isabel, mientras, se incorporó muy despacio para mirar directamente a los ojos a aquella noble señora.
    La hidalga no pudo más.
    —¿Isabel?
    La mendiga sonrió, rasgándose el escote para mostrar satisfecha el hombro derecho.
    La noble señora sólo pudo mirarla confusa, ya que allí sólo había roña. Isabel, al sentir el desconcierto de su hermana, se miró el hombro y al no ver nada, se escupió en la palma de la mano, frotándolo con todas sus fuerzas. Su tono de voz sonó desesperado.
    —No tengo joyas que os demuestren quién soy. ¿Creéis de verdad que una esclava puede llegar a conservar algo medianamente valioso? Éste es el único recuerdo que conservo y es seguro que lo reconoceréis.
    La noble señora se quedó como petrificada.
    —¿Ahora os convencéis? Tuve que desprenderme del camafeo, pero antes de ello pedí a una hindú que me lo tatuase en la piel. Así sólo lo perdería si me desollaban. De nuestros retratos me fue más difícil encontrar réplica.
    En aquel momento se demostró todo. Desmontó, la abrazó sin temor a manchar sus lujosas vestimentas y besándola en la cara, lloró. Las dos se alejaron en silencio y sin despedirse. Tenían tantas cosas que contarse que la complicidad del cariño que se guardaron durante una década de separación las enmudeció. La imagen de aquella noble dama cabalgando por el puerto de Cádiz con una harapienta a la grupa quedaría en el recuerdo de todo el que las vio.

    Epílogo
    Con pulso tembloroso, arrastraba mi pluma sobre la segunda página en blanco de la novela. De soslayo intuía la mirada calificativa de aquella mujer ante mi pésima caligrafía. Cuanto más procuraba compensar la falta de estética de aquellas letras con una original dedicatoria, más se me anquilosaban las ideas.
    Al finalizar sonreí y le tendí el libro. Esperaba no defraudarla, porque ella, sin saberlo, formaba parte del fluido goteo de personas que me levantaban la autoestima acudiendo a la caseta. La niebla de inseguridad que me cubría desde que di por terminada la novela se disipaba poco a poco.
    Hacía cinco meses que aquel libro salió del horno para ver los estantes de las librerías, y en vez de caer en el olvido de una frenética publicación de novedades por parte de las editoriales, se había afianzado en el mercado, despertando la atención de todos al reeditarse una y otra vez.
    De nuevo me esmeré en escribir algo escueto y cariñoso para otro joven desconocido que quería regalar la novela a su abuela por su cumpleaños. Lo leyó, me lo agradeció y se alejó ufano perdiéndose entre la multitud.
    El precipitado transcurso de los últimos tiempos, el maravilloso y cansado ajetreo que la educación de Analía implicaba, la última lectura de las galeradas y la subsiguiente publicación del libro convirtieron aquellos meses en fugaces días.
    A la espera de otro lector, recordé el día de la presentación, en el que por primera vez tuve que enfrentarme a una sala repleta de miradas expectantes. El agotamiento de todo el estrés acumulado decidió angustiarme de golpe en ese mismo instante. Sentí como si todos aquellos ojos violaran mi tan ansiada discreción, robándome el resuello. ¡Me desvanecí! No sin antes ver como mi pequeña Analía, temerosa de perder de nuevo a una madre, acudía corriendo hacia el estrado. La rápida recuperación de la consciencia me evitó un paseo en ambulancia, y lo que mi editor interpretó como un mal presagio para la novela resultó una catapulta hacia el éxito.
    Aburrida, tomé un marcapáginas con forma de abanico para refrescarme. El calor era tan insoportable que el asfalto parecía derretirse bajo las suelas de los paseantes.
    Los días que siguieron a la presentación anduve tan preocupada con el motivo de mi desvanecimiento que no supe saborear despacio la fantástica acogida de la novela entre críticos, lectores y medios de comunicación. Nunca había sido hipocondríaca, pero llevaba mucho tiempo sin hacerme una revisión ginecológica y mi hermana se encargó de recordarme que cabía la posibilidad de que aquello fuese un tumor como el que se llevó a mi madre por no haberlo localizado a tiempo. Cuando por fin el tocólogo dio con la causa de mi desmayo, me quedé tan sorprendida como alegre. ¡Cómo pueden cambiar las cosas sin esperarlo! El susto al final se quedó en agua de borrajas.


    Me acaricié la tripa. Otra mujer se acercó tendiéndome la mano. Simplemente, me quería dar la enhorabuena. Como a la anterior, la observé detenidamente al alejarse. Di un trago al insípido vaso de agua. Hubiese dado cualquier cosa por sustituirlo por una cerveza fresca, pero el médico me lo había prohibido.
    ¡Mi vida había cambiado tanto! Hacía casi siete meses, desde nuestra llegada de Kenia, que sumida en la pereza seguía planteándome la reincorporación para el curso siguiente en la universidad. ¿Me habría afectado el mal de África? ¿Y si regresaba? Analía superaría los pequeños problemas de adaptación que tenía y yo sería feliz. Quizá pudiese hacer de la escritura una profesión. Así tendría más tiempo libre para la crianza de los míos sin la necesidad de acoplarme al estricto horario de un monótono trabajo.
    Sacudiendo la cabeza, procuré desprender aquellos pensamientos descabellados de mi mente. La muchedumbre continuaba nadando entre los ríos de masas mientras yo divagaba sobre mi futuro entre la parsimonia de un calor tan soporífero que en vez de oasis me hacía imaginar la ilusión de un encuentro imposible. ¡Qué absurdo!
    Entre todas esas cabezas acababa de fijarme en un sombrero que venía hacia mí. A pesar de que la sombra dibujada bajo el ala escondía su rostro, el nombre de Richard me vino inmediatamente a la mente. Hacía ya casi cinco meses que le escribí un correo electrónico, y al no recibir respuesta, lo reenvié a su apartado de correos con la esperanza de una respuesta. Pero nada.
    Sentí la presencia de aquel fantasma a escasamente un metro. En vez de alzar la vista y defraudarme ante el desconocido, decidí agachar la cabeza y abrir uno de mis libros para disimular. Justo en ese momento, un rollito de papel anudado cayó entre sus páginas. Lo miré atónita; sus tonos negros y amarillos delataban su procedencia. ¡Sin duda, era la etiqueta de una cerveza Tusker!
    La certeza de la inesperada presencia de Richard en Madrid arrancó una patada al morador de mis entrañas. Sujetándome los riñones, me levanté. Le miré fijamente a los ojos y tomé su mano para posarla sobre el abultado vientre.
    —Sólo te escribí pensando que era algo importante que contarte.
    Ajeno a la multitud, se apoyó sobre el mostrador para besarme.
    —He comprado a tus amigos misioneros la casa de la playa. ¿Podrías escribir en cualquier lugar del mundo?
    Abrazándole con toda la fuerza que el embarazo me permitía, asentí.

    Madrid, 14 de febrero de 2005

    DICCIONARIO SUAHILI Y BANTÚ DE TÉRMINOS
    Analta. Niña que llora.
    Bibi. Señora.
    Bui-bui. Toca tradicional musulmana de color negro que cubre todo el rostro de la mujer a excepción de los ojos.
    Bwana. Señor.
    Dhow. Falucho.
    Hakuna matata. Sin problema.
    Haraka baraka harina baraka. «No hagas hoy lo que puedas hacer mañana».
    Jahazi. Falucho.
    Kanisa. Iglesia.
    Karibú. Bienvenido.
    Kiungulia. Corazón en erupción.
    Laibon. Brujo.
    Matatu. Pequeño microbús público en el que caben hasta catorce personas hacinadas.
    Mayatta. Chozas o cabañas construidas con cañas, paja, estiércol de ganado y barro.
    Muzungu. El hombre extranjero, casi siempre occidental, que va de paso.
    Muzungulo. Nombre con el que se denomina a los soldados del sultán en las declaraciones del proceso.
    Safari. Viaje.
    Tusker. La marca de cerveza más conocida en Kenia.
    Zanj. Es bantú y significa «gente negra».

    FIN

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