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septiembre 12, 2010
"En la calle de las sierpes" (cuyo auténtico titulo es "Sobre lo que ocurrió en la calle de las sierpes, o el asesinato del presidente Mao tal como lo cometió el autor en Sevilla en la primavera del año 1992, con las debidas reservas de incertidumbre histórica en cuanto a la fecha"), fue nominada para el Hugo de su especialidad en 1974, el cual ganaría finalmente, con escaso margen, James Tiptree Jr. Considerada como la obra mas elaborada de Bishop, no es un relato de acción sino un profundo estudio psicológico de hechos y personajes, cuya lectura puede interpretarse a muy distintos niveles y bajo muy distintas claves, y que constituye en su conjunto un auténtico estudio de historia paralela.
Dos observaciones tan solo. En el relato, Bishop utiliza numerosas palabras y expresiones en español, con la típica y a veces curiosa sintaxis con la que los americanos hablan nuestra lengua; estas expresiones han sido respetadas en la traducción, señalándolas en cursiva tal y como están en el original. Por otro lado, al leer el relato hay que tener presente que, aunque publicado en 1974, en realidad fue escrito por Bishop en 1971, cuando ni Franco, ni Mao, ni Picasso habían muerto, Nixon era aún presidente de los Estados Unidos, y nadie sabia lo que quería decir Watergate. Lo cual no deja de ser otro aliciente adicional, ya que ¿no es precisamente el tema principal del relato los universos paralelos del tiempo y la incertidumbre histórica?
Este relato se sitúa en una de esas extrañas resacas temporales que alimentan río abajo, por decirlo así, los impetuosos y violentos afluentes de la memoria. Aunque una tal noción pueda asustarles o desanimarles, por favor no huyan, Aterrorizado por esta idea yo no puedo huir, y si ustedes se van me abandonarán totalmente a esos torbellinos que aspiran y engullen. Tengo una historia que contarles, así que préstenme atención por unos instantes. Como deferencia a su vacilación, les conduciré lentamente hasta las aguas más profundas empezando por el pasado Y avanzando hacia este momento hipotético (aquel precisamente) en el que, inclinado sobre una máquina de escribir de color azul pálido, me encamino, sin presentar ninguna excusa, hacia un año 1992 que quizá no vea lo que sugiere este relato. Pero uno tiene derecho a violar la musa de la historia si nos atenemos a los preceptos estructurales aristotélicos. Al menos yo estoy persuadido de ello.
El decorado: Sevilla. Conozco un poco Sevilla por haber vivido allí en 1962, como un adolescente imberbe de revueltos cabellos. vivía con mi padre y su segunda mujer en un apartamento de techo alto que dominaba una placita adoquinada. Abajo había un vestíbulo cerrado por una verja de hierro forjado lindante con una minúscula bodega que olía a serrín y olivas. Mi padre—cuarenta y tres años, oficial de carrera en las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos—frecuentaba religiosamente ese establecimiento y me ofrecía a menudo un vaso de cerveza o de vino rojo a tres pesetas. En lugar de permanecer de pie ante el húmedo mostrador. Tan apretados unos contra otros que nos faltaba el aire, nos instalábamos en una mesa plegable de color verde sobre la acera. Desde aquel lugar podía ver el balcón que protegía la ventana con los postigos medio cerrados de mi habitación. A los diecisiete años, yo imaginaba ser una refinada mezcla del malogrado James Dean y del aún más malogrado Ernest Hemingway; durante el día bebía con mi padre, y por la noche rumiaba mis pensamientos abrigado tras las cortinas, empapándome por todos los poros de los ruidos y olores de Sevilla.
Era el buen tiempo. Un tiempo que existió realmente. Pero había también episodios extraños, algunos de los cuales han dejado en mi psique esos zarpazos indelebles cuyos ásperos desgarrones brotan, años más tarde, de lo más profundo de tu sueño.
Encima nuestro vivía un aviador americano-japonés, Pete Taniguchi, y su familia. Su mujer, una recia alemana rubia de rasgos firmes, parecía tan poco adecuada en aquel lugar que me hacía pensar en la vieja leyenda de la lechera transportada a un país hormigueante de gruñones enanos. Ambos—Taniguchi y la lechera— tenían una hijita que seguramente no tendría más de tres años y hablaba español, alemán e inglés en un curioso chapurreo. Menuda es el adjetivo que la describe mejor. Había heredado la osamenta grácil y el tono de piel oscuro de su padre. Un pequeño elfo.. A veces yo jugaba a complicados juegos con ella en la terraza, empujándola a construir frases mezclando absurdamente sus tres "lenguas maternas". La más conseguida de todas ellas era quizá the gato es schlepping, que murmuraba cada vez que veía a Toro, el gato de mi madrastra, siesteando en medio de los charcos bajo la ropa tendida. Las palomas picaban a nuestro alrededor como fantasmas alados errando entre los crucifijos de los terrados. La niñita se llamaba Nisei. Yo pronunciaba a menudo este nombre en voz alta, saboreándolo entre los labios. Aunque nuestras relaciones eran en general francas, un día le causé tanto miedo a Nisei que perdió el uso de la palabra.
Fue a primera hora de la tarde. Mi padre me había hecho bajar al bar, y volvía con una botella de sifón en una mano, una botella de vino en la otra. Había dejado la verja de la entrada entreabierta. La empujé con la cadera para deslizarme por el hueco y empecé a subir los embaldosados escalones que conducían al piso. Afuera, el sol quemaba pero la caja de la escalera podría pertenecer a otro universo. Vestido con unos pantalones kaki y una camiseta de algodón, y calzado con unas sandalias, subí por el frescor del mosaico.
De pronto, Nisei apareció sobre mí en la penumbra, desnuda como un gusano. Surgió, separándose del fondo de baldosas azules y amarronadas que recubrían la caja de la escalera. La brusca aparición, como un relámpago iluminando mi campo de consciencia, me sorprendió; levanté los ojos y caí hacia adelante mientras una de mis sandalias abandonaba pérfidamente mi pie, haciéndome tropezar. Con el golpe, la botella de sifón impactó contra la arista de un escalón y estalló. Afortunadamente el dueño del bar
la había envuelto con una especic de camisa de alambre; de otro modo me hubiera visto cubierto de pedazos de vidrio. La botella de vino se rompió también. Me encontré de pronto tendido cuan largo era en medio de un charco de vino y sifón mezclados, salpicado con isletas de brillante cristal.
Era un vino tinto de olor agrio y, cuando volví a ponerme finalmente en pie, la alta caja embaldosada de la escalera me dio la impresión de ser un pozo en cuyo interior estaba cayendo para hundirme en otra dimensión. Estaba empapado. Levanté de nuevo la cabeza: la pequeña Taniguchi me miraba con ojos muy abiertos y una expresión de indecible horror. Cuando la llamé se puso a gritar. Era como un lamento fúnebre cuyo helado eco rebotaba en las paredes de la caja de la escalera. Ya que, después de todo, estaba en medio de un mar de fragmentos de vidrio, la sangre brotaba de mi codo y mi mentón, y el vino agrio dé mi padre había manchado irremediablemente mi camiseta con su rojizo color. No era sorprendente pues que Nisei, muda pero sollozante, trepara por los fríos escalones para huir. Quizá se detuvo en lo alto de la escalera para mirarme... no lo sé, porque casi inmediatamente oí chirriar la verja y una mano se abatió sobre mi codo... mi codo herido. Un hombre de alta estatura, uniformado, estaba de pie ante mí. Indiferente a los estragos que mis manos manchadas de vino pudieran causar a sus irreprochables ropas, me sostuvo. Me di cuenta vagamente de que era un miembro de la Guardia Civil, la policía nacional única del Generalísimo. Olía a cuero nuevo, al acero de las armas y a tela impermeabilizada. Cuando finalmente conseguí recuperar mi aplomo, observé que tenía cuatro o cinco años más que yo. Y que un antojo violeta y tentacular afeaba su morena y lisa mejilla. Bajo el tricornio reglamentario, sus límpidos ojos estaban fijos en mí, con aire preocupado. Llevaba en bandolera un arma afilada y espejeante cuyo aspecto me pareció tan poco familiar que fui incapaz de identificarla.
—Estás herido—dijo.
La observación no necesitaba comentarios. Me preguntaba cómo habría franqueado la verja de hierro forjado ya que, con mis botellas en la mano, yo había cerrado la puerta empujándola con un golpe de nalgas y sabía que había vuelto a cerrarse. El agudo lamento de Nisei, allá arriba, se debilitó y murió. El joven guardia inclino a un lado la cabeza para escuchar sus últimos ecos.
—Que va—murmuró, hablando para sí mismo... y ni siquiera era una pregunta. Luego añadió—: Al estallar, el sifón ha sonado fArnr. ~ Aicr~ V l~le~ ecnc ~ritnc ~l~rn ~ n toC f'~ rrit~
—Cuidado donde nonec l~lc niPC —me dijo, guiándome hacia La Giralda. Un día, creí divisar a Nisei que me observaba en el vano de la puerta que daba a la escalera. Me sacó—un destello rojo— la lengua (si era realmente ella lo que había visto) y se batió rápidamente en retirada. Durante aquellas largas semanas, aprendí la topografía de todas las callejuelas y todos los sinuosos callejones de la ciudad. La facilidad con la cual me dirigía de un lado a otro empezaba a sorprenderme. Cuando finalmente me congracié de nuevo con la caprichosa Nisei, había olvidado ya el incidente que me había echado de su presencia, pero un acontecimiento que tuvo por escenario la Calle de las sierpes—o Calle de las Serpientes—hizo que volviera a mi memoria.
Era también un día agobiante. Emergiendo de una pequeña y sucia calle lateral, me había sumergido en el bullicio caleidoscópico de la Calle de las sierpes. Es una calle prohibida a los vehículos, pero la densidad de los pies y los hombros es tal en esta calle
peatonal que cualquiera que tropezara se vería abocado a la misma suerte que un perro vagabundo atravesando la pista del circuito automovilístico de Indianápolis. Ascendí por la Calle de las sierpes en dirección al hotel Cristina. Las cabezas que flotaban sobre la superficie de la marea humana que se erigía ante mí formaban una capa irregularmente gibosa que se desarrollaba incansablemente como la lengua de la historia. La lengua se retorcía, espejeaba, y los rostros de miles de seres extraños y descoloridos se deslizaban
sobre aquel largo tapiz como si ellos también hubieran sido tragados. Pero un poco de español ardía en mi cabeza aquel verano, e intenté, consciente de mi incompetencia, comprender a la vez todas aquellas voces extrañas, aquella Babel de palabras abrumadoras y aquellos rostros extraños.
—Lotería para hoy—gritaba un ciego apostado en un rincón—. Lotería para hoy.
Fue entonces cuando un señor tipo hombre de negocios vestido con un traje marrón y que llevaba unas gafas negras de gruesa montura se excusó. Yo me había parado tan bruscamente que él había chocado conmigo. Se alejó, y el flujo de la multitud se abrió
ante mí como si yo fuera una roca, una escollera insensible. Aparentemente, mi español no era en absoluto suficiente para comprender lo que estaba viendo: la oscura y ondulante luna de un bar-sala-de-billar. Podía ver tras ella a dos personas sentadas ante una blanca mesa metálica. Aunque el toldo que protegía aquella parte de la fachada, oscureciéndola, me permitió identificarlos dífícilmente, sentí la mordedura de los celos. Mi mente se cerró, se volvió sorda al omnipresente estruendo de la calle. Hendiendo la multitud, me acerqué a la luna, escruté el interior del establecimiento, y sentí que había sido traicionado.
Una de las sillas estaba ocupada por Nisei. Llevaba un vestido azul marino con un gran cuello, mangas adornadas con puños blancos, y sujetaba con sus dos manos un vaso desmesurado lleno de una bebida estilo naranjada, probablemente una Fanta. Apenas alcanzaba el borde de la mesa.
No me vio porque estaba demasiado ocupada con su vaso y además escuchaba educadamente al adulto que tenía enfrente. Tras ella, como un muestrario de horribles bestias mitológicas, pude ver las formas indistintas de las mesas de billar y las siluetas verdes de los jugadores. El adulto en cuya compañía estaba Nisei no era ni alguien de la familia ni alguna de las baby-sitters favoritas de sus padres. De hecho, quizá no lo hubiera reconocido de no ser por la mancha de color tentacular que marcaba su mejilla. Era el joven guardia civil. Pero en lugar de su temible uniforme, llevaba un pantalón gris y una camisa blanca de cuello abierto. Con un pie calzado con una sandalia apoyado sobre su rodilla, tenía una actitud a la vez mundana e ingenua. La forma en que Nisei le escuchaba, con su naranjada olvidada sobre la mesa, era inquietante. Aquello quería decir que yo tenía un rival de importancia. ¿Cómo había captado su confianza? ¿Por qué razón había entrado en su vida de otro modo distinto al de un impersonal emisario de la autoridad?
Me alejé de la luna antes de que pudieran verme y me perdí en la multitud. Pero me detuve en un cruce, me giré y me pegué a la pared. Me dolía la cabeza. Quizá el joven guardia civil viviera en nuestro barrio, tal vez incluso en la pequeña Avenida Leoncillos. Si había crecido allí, tal vez Consuela le hubiera entregado una llave de la entrada de su casa en testimonio de la dignidad social que le reconocía. Ella desconfiaba de las gentes del barrio y encajaba con su carácter el que se hubiera procurado un Guardia Civil personal para convertirlo en una especie de lacayo que garantizara su respetabilidad. Por otro lado, era posible que realmente sintiera afecto hacia aquel muchacho y que hubiera querido demostrárselo dándole la llave. Y como Consuela frecuentaba más a los Taniguchi que a los Bishop, era probable que hubiera presentado al guardia a los padres de Nisei sin que yo supiera nada de ello.
Pero allí, entre la multitud que poblaba la Calle de las sierpes, ignoraba en qué medida eran fundadas aquellas especulaciones. Todas esas ideas iban y venían por mi cabeza como pies martilleando inconmovibles suelos adoquinados.
Vigilé la puerta del billar, con las sienes latiéndome. Finalmente, Nisei y el hombre joven con el antojo en la mejilla salieron y se mezclaron entre la multitud. Di un paso fuera de mi escondite y seguí con la mirada el almidonado balanceo del traje; de la niña. Pero la pareja desapareció bruscamente de mi vista. Los transeúntes me hacían ir de un lado a otro, me golpeaban, me empujaban con sus movimientos de peces hambrientos en un acuario.
Tuve como una visión de la Calle de las sierpes llena con todos los especímenes humanos imaginables: mediterráneos, negros, escandinavos y blancos de todas clases, bosquimanos, esquimales, aborígenes, pigmeos, árabes, polinésicos, mongoloides; primitivos y tecnátropos mezclados. Y mientras esta visión se desplegaba en mí, me sentía horriblemente separado de todas aquellas gentes que me sumergían, como un mar de fondo, un maremoto de las últimas convulsiones del planeta. La sal me ahogaba y me di cuenta de que nadie, absolutamente nadie en aquella multitud, hablaba mi lengua. sin embargo, haciendo frente a los auténticos peatones que me martirizaban auténticamente a su paso, me esforcé en colocar las palabras unas al lado de las otras, luché por hacerme comprender. Pero la visión empezó a disiparse y, cuando se hubo desvanecido por completo, renuncié y me dejé deslizar a lo largo de la lengua de la serpiente. No me quedaba otra elección.
El trayecto de vuelta fue largo. Estaba persuadido de que nadie podía sentirse tan solitario como yo, y de que el verano no iba a terminar jamás.
Pero, naturalmente, el verano llegó a su fin, y mi soledad desapareció con la llegada del blanco otoño andaluz y la vuelta a la escuela. El tiempo pasó. En la actualidad tengo veintiseis años y mi comportamiento se ha transformado de un modo tan inquietante que la imagen de ese otro yo que miraba desde lo alto de los terrados la gran catedral del siglo XV, que andaba como un sonámbulo por la lengua de la serpiente, que se levantaba cubierto de vino cuya roja sangre tenía quizá un valor profético, que la imagen de ese otro yo, decíar ya no significa nada a mis ojos. He cambiado. España ya no es más que una masa de impulsos almacenados que tan solo muy raramente rozan mi memoria. Se ha convertido en un tema de noticias.
Hoy, por ejemplo, me he encontrado con un artículo del Denver Post titulado: ESTRECHAMIENTO DE LAS RELACIONES COMERCIALES RUSOESPAÑOLAS. Por costumbre he leído el artículo. Y he encontrado esta frase: "Pese a las protestas ocasionales de la derecha española, parece seguro que España y la Unión Soviética se orientan hacia la reanudación de las relaciones diplomáticas".
La semana pasada leí en el mismo periódico que un gran número de españoles habían comenzado a levantarse contra la legislación tradicionalmente falocrática de ese país. El cambio es, en el fondo, la única constante. El Generalísimo, cuyos cabellos se vuelven más y más grises, v cuya mansedumbre crece a lo largo de los años, ha dejado que la lengua de la serpiente toque en él la cuerda de la metamorfosis. España cambia. sin embargo, me cuesta creer que, desde mi partida, hace ya ocho años, el Generalísimo haya conseguido resistirse al cambio personal último... la muerte. ¡Ha sobrevivido a Churchill, a de Gaulle, a Jruschov! sigue dirigiendo el anudado bajo vientre de Europa, que cada vez más se parece a un antiguo tumor que evoluciona lentamente, confortablemente. Uno llega a olvidar que está ahí. Yo lo he olvidado un incalculable número de veces.
Pero, en estas últimas semanas. las noticias del mundo han estado constantemente presentes en nuestra memoria. El Presidente va a China. El anuncio de esta visita, hecho con tanta satisfacción, y cuyas implicaciones son tan inesperadas como sorprendentes, podría muy bien haber sido el primer giro de la llave que ha abierto al sonriente presidente Mao las puertas de la ONU. Hemos luchado encarnizadamente, pero la Organización se ha negado a reconocer dos Chinas. De hecho, buen número de nuestros aliados, afligidos bajo el peso de una sobretasa de un diez por ciento sobre las importaciones, han experimentado un maligno placer persiguiendo al desgarrado tigre de papel hasta Taiwan, miau, miau, miau. Quizá, después de todo, nos haya faltado realismo. El tigre no hubiera soportado el dejarse decorar con calcomanías (minúsculas estrellas rojas, supongo), como tampoco Mao, mofletudo como un amable querubín, hubiera aceptado en ningún caso que el monstruo de cartón piedra se balanceara ignominiosarnente a su cuello. Quizá sea mejor así.
Comprendo muy mal las relaciones internacionales. Los mismos odios, las mismas alianzas, los mismos miedos viscerales que emocionan a las masas me emocionan a mí. Estas cosas se producen a un nivel tan profundo que ejercen una influencia arquetípica. A veces tengo la impresión de que un feroz Confucio y un Cristo hipocondríaco se enfrentan cuerpo a cuerpo en mis tripas, e infaliblemente acude a mí la sospecha, o bien de que al salvador de antaño le faltaba experiencia, o bien de que sucumbió trágicamente al número. Entonces, un miedo visceral se apodera de mí. Y no es una cautividad placentera: tiene el olor de las glándulas, de las entrañas, de la propia carne pálida. No vuelvo a la realidad más que imaginando al Presidente paseándose por el parapeto de la Gran Muralla en compañía de varios chinos joviales. ¿Qué cambios primordiales aportará su visita? En mi ignorancia de las cosas de la diplomacia, estoy persuadido de que nuestra existencia se verá sutilmente transformada. La Gran Muralla, ¿no es acaso tan tortuosa como la historia? ¿No posee acaso una afinidad mística con mi Calle de las sierpes, a la que recuerdo tan bien? Hago votos porque así sea.
Mis plegarias, sin embargo, no son tan altruistas y universales como podrían parecer. Las perfilo, las pulo hasta que en cierto modo son el reflejo de una resplandeciente felicidad doméstica. Comprendan, mañana hará cuatro semanas que soy padre. Hace cuatro semanas, estaba yo en la sala de partos junto a mi mujer, compartiendo con ella, hasta el límite que le es concedido al hombre poder compartirlo, el largo dolor y el triunfal cansancio del dar a luz.
Y me ha nacido un hijo. Emergió con una cabeza deforme y con el distintivo salpicado de púrpura y amarillo de la nueva desnudez. Emergió como un pequeño payaso venido de Catay. Emergió entre las enguantadas manos del doctor Schlinder. Sano, perfectamente sano pese a las efímeras huellas del combate del nacimiento. Miles y miles de veces se ha llamado a eso un milagro, y yo mismo (yo que había dudado de ello) he añadido un hilo al tapiz que se crea desanudándose eternamente. Luego, mi mujer tenía un rostro como de madonna, y la llevaron en una camilla a una habitación donde pudo descansar entre unas sábanas que hicieron calentar con bolsas amarillas de agua caliente.
Nuestro hijo se llama Christopher James. Esta noche, mientras escribo estas líneas, duerme en su cuna con una serenidad anónima bajo los reflejos de la televisión. Jeri la ha dejado encendida mientras iba a trastear a la cocina, y el aparato hace las veces de nodriza... una nodriza inanimada pero parlanchina. Dentro de un cuarto de hora Jeri despertará al pequeño para darle de comer. Una vez despierto, él hará girar los ojos que aún no puede enfocar y lanzará guturales grititos de hambre mientras Jeri le mete en la boca la papilla y le cuenta historias sin pies ni cabeza atrapando a golpes de cuchara el exceso de papilla que escapa de su boca. Instalado en su sillita inclinada de bebé, se parece asombrosamente a un Buda azul pálido envuelto en lenguas almohadilladas. Para él estoy escribiendo este relato, aunque sé que deberá pasar un cierto tiempo antes de que él pueda comprenderlo. Cuando lo lea, no reconocerá a la entidad puramente hipotética (el bebé Christopher James) que acabo de describir. Así pues, ¿cómo podrá reconocerse a sí mismo?
La cuestión crece, se hincha, aumenta desmesuradamente de tamaño.
Quizá se definirá a sí mismo por una serie de comparaciones metafísicas con su padre, el padre que desarrolla este relato de una forma tan tradicional. Porque, pese al lado confesional de esta parte de la historia, no he olvidado al lector. Pido un instante de paciencia. Nos hemos inclinado sobre el pasado. Mi hijo recién nacido es el presente. Algunos, presumo, dirán que encarna también el futuro, ya que los niños, como los cohetes a etapas, nos permiten dar un nuevo paso que nos acerca a nuestro destino común. sin embargo, no es mi intención usurpar aquí—ni en ningún otro lado—el futuro de Jamie. Eso sería negar el don primordial e irreflexivo que este don no puede igualar.
Jamie come. Lo dejo por esta noche. Mañana quizá nieve, y el mes de diciembre se perfila en el horizonte como un gigantesco paquete blanco donde no vamos a encontrar, al desenvolverlo, más que nuevos meses, unos meses más fríos. sin embargo hay que terminar con lo que se ha comenzado.
8 de diciembre de 1971
Hemos tenido nuestra nieve, y he abandonado mi relato durante todo un día. El lector debe considerar evidentemente que este pasar del tiempo es en gran parte ilusorio (a menos que las interrupciones entre las distintas partes no se le aparezcan también (como detenciones lógicas), pero para Jamie, que se da cuenta mal de lo que pierde, el paso del tiempo ha sido una realidad. Por supuesto no ha contado los tic-tacs del reloj sino a través de su padre: yo lo he hecho en su lugar, sabiendo que lo que perdimos, el día del aniversario de su nacimiento en término de semanas—cuatro semanas—no puede ser recordado. Me resulta doloroso pensar que él ha vivido ese tiempo perdido más intensamente, aunque con menos consciencia, que yo. Yo simplemente me he puesto nervioso pensando en los minutos que iban cayendo como copos de nieve.
El espacio blanco que precede a la fecha de este 8 de diciembre de 1971 es aún más blanco de lo que pueda parecer.
Ayer por la noche corregí unas redacciones, un trabajo prosaico que me oCupó dos horas. Afuera seguía cayendo la nieve. Ni húmeda ni pesada ni algodonosa, sino seca y plateada como escamas de mica desprendiéndose del lomo de un reptil iridiscente. Jeri murmuraba de rodillas palabras tranquilizadoras al bebé tendido en la cuna. Yo hojeaba impacientemente textos titulados "Población y subsistencia", "La cuestión del universo" o "El hombre, este inmortal", el último de los cuales era una extrapolación que señalaba como el hombre alcanzaba dentro de 150 años una inmortalidad virtual a condición de que en ese intervalo aprendiera una o dos cosas. La Academia de las Fuerzas Aéreas (sí, incluso su escuela preparatoria) atrae a estudiantes poseedores de serias aptitudes científicas: los títulos de mis redacciones dan fe de ello. Mis alumnos son jóvenes de ojos clavados en el futuro a quienes la idea de saltar a pies juntillas por encima de los años-luz o de enfrentarse al próximo siglo y sus intelectuales imperativos apenas hacen vacilar. No puedo hacer nada para ponerles un freno, ni siquiera con un rotulador rojo y una mano que tacha las comas.
sin embargo, ponía notas, notas y comentarios, con la esperanza de borrar sus ingenuas profecías gracias a la tinta roja que empleo sin escatimarla. Aquella noche de invierno me empujaba a borrar los futuros que predecían mis alumnos exactamente igual a cómo la nieve había borrado nuestro césped bajo su blanco manto. Corregía, corregía. Al cabo de dos horas, tenía casi la impresión de que todo aquel rojo sobre las copias había chorreado directamente a mis venas. Dejé mi rotulador. Estaba vacío. Enteramente vacío.
Eran las 10. La hora de dar de comer de nuevo a Jamie. Como fuera que la idea de obligarme a escribir un falso informe me resultaba intolerable, evité poner los pies en mi despacho. Elegí un disco e, instalándome en un sillón de cuero rojo seriamente maltrecho, escuché el Concierto de Brandeburgo de Bach. Barroco siglo XVIII. No conozco mucho de música, pero me gustan estas piezas, y la madre de Jeri, que nos había hecho una visita relámpago tras el nacimiento de Jamie, me había traído esos discos como tardío regalo de aniversario. Ambos, Jamie y yo, éramos escorpios introspectivos, nacidos ambos en noviembre, con tres días de diferencia.
Dirige Pau Casals. Un español, como Franco, pero un español expatriado y aún más viejo. Escuchaba una pequeña orquesta destilar las frases melódicas, pero con una atención distraída ya que, según el estado de receptividad que elija el oyente, Bach es tan capaz de estimular como de calmar. Extenuado, prefería que me acunara, y me dejé ganar por la riqueza de la música.
Al cabo de un cierto tiempo, tomé a Jamie de brazos de mi mujer y, sentado en mi desvencijado sillón, empecé a darle su último biberón. Acurrucado contra mí, se echó sobre la tibia tetina los puños apretados bajo el mentón, los ojos de vaga mirada clavádos en la lámpara. Parecía chupar al ritmo de la música, y su carita redonda expresaba una amable sorpresa. El mundo le sorprendía constantemente. ¿Qué hacía en mis brazos? ¿Qué fuerzas lo habían forzado a aquella actitud de dependencia espontánea? Su sorpresa tenía un aire tan real que yo me hacía aquellas preguntas en su lugar.
Evidentemente, no tenía respuestas. No respuestas satisfactorias, al menos. Ya que a mí también me sorprendía constantemente el mundo con la perpetua monotonía de su crueldad, con el estruendo familiar de sus alarmas y sus convulsiones. Israel ansía nuestros jets. Nosotros damos largas al asunto. Los pakistaníes se matan entre sí. La India se prepara para la guerra. Belfast está en llamas. Y durante este tiempo nosotros, en el sudeste de Asia, perseveramos hipócritamente jugándonos nuestros compromisos morales a cara o cruz, o peor aún. A decir verdad, en lo que respecta al subcontinente asiático, nos hallamos incongruentemente en las mismas posiciones que los comunistas chinos.
No, no tenía respuestas ayer noche, ni tampoco las tengo hoy. Mientras permanecía allí, arrastrado por las succiones rítmicas de Jamie la política mundial no podía haber estado más alejada de mis pénsamientos. El biberón era un mundo autónomo, el biberón y mis brazos que acunaban al bebé. Que siga cayendo la nieve. Que la carga colectiva repose sobre aquellos que han asumido su peso, aunque nos arrastren moralmente a los desiertos del interior.
Dándole la espalda a estas consideraciones, contemplé a mi hijo beber. Era el segundo v solemne movimiento del último concierto. El día casi había acabado y yo no había escrito una sola línea. Pero mientras Jamie bebía, acaricié con el dedo su sedosa y fruncida frente. Observé algo extraño. Bajo el rizado vello que, más arriba, cubría su cráneo, había como una rojez. Aparté los finos cabellos para ver mejor de qué se trataba. No era más que una mancha de nacimiento. Aunque, misteriosamente, aquel antojo tenía la forma de nuestro signo común, no había ningún peligro de que Jamie pasara por un monstruo. Cuando su pelo hubiera crecido por completo, no se vería en absoluto. No tenía ningún motivo para inquietarme.
Y sin embargo, me inquieté. Y aquella noche todos mis sueños estuvieron presididos por la misma visión: la de una araña acorazada irguiendo amenazadoramente un aguijón chorreando veneno. Me levanté temprano y partí para mis clases a las siete y media, doblado por el peso de mi cartera llena de composiciones que trataban de las promesas del futuro. La inquietud que se había apoderado de mí persistió a lo largo de todo el día. Persiste aún en este instante puramente hipotético.
Volvi a España en 1992. Por primera vez en el espacio de treinta años. Tanto el mundo como yo hemos cambiado y en la primavera de aquel año, a remolque de mi cansada memoria, me dirigí hacia la calle Leoncillos y la vieja casa donde los Bishop y los Taniguchi habían vivido en solitario, rodeados por una ciudad extranjera.
Tenía cuarenta y seis años, los cabellos grises, algo de barriga, y había perdido las ilusiones. Pero había vuelto a Sevilla para cumplir con una misión y, cuando Sevilla apareció ante mí, tuve la impresión de que el tiempo no había avanzado. Las palomas seguían dejando sus plumas en los tendederos de los terrados. Acuclillados en los bordillos, los chicuelos seguían divirtiéndose atrapando libélulas con trampas. Y, por supuesto, los cafés permanecían abiertos hasta bien avanzada la noche, como antes.
Lo que resulta extraño es que el presente ha desertado del hipotético momento dilatado de las dos primeras partes de mi relato, aunque para ustedes que me están leyendo apenas se haya modificado. Pero el presente se halla siempre más o menos en los límites de la consciencia y resulta difícil de discernir. El pasado puede contarse con todo lujo de detalles. El futuro puede predecirse con una precisión minuciosa aunque enteramente especulativa. De los tres, el presente es el más intensamente enigmático, el más inaprehendible. Este relato, lo confieso, procede de mi noción de los extremos temporales, ya que siempre es el término medio, exactamente la mitad, la norma que nunca podemos captar completamente. En consecuencia, el final de este cuento—su desenlace premeditado— no está en contradicción con los imperativos mecánicos delimitados, bien contrastados desde el punto de vista del observador: la cronología. Es por el contrario una predicción al igual que la primera parte de este relato es una historia.
El capítulo 3 trata del futuro. si puedo abarcarlo con la mirada es tan solo, se lo aseguro, proyectándome ocho años después de la fecha de mi regreso a España. Este complicado capitulo lo escribo en un mes indeterminado del año 2000. Deben creerme. Mi lugar de trabajo, una celda abierta a esta gran prisión gótica transpira conmigo mientras yo golpeo las teclas. Las paredes, color gris pizarra, parecidas a tablillas vírgenes, exudan el calor conjugado de mi actividad y de la estación que absorben, Estamos en verano, probablemente en el mes de agosto. Las autoridades civiles han conseguido hacer venir mi máquina de escribir de los Estados Unidos, y su andaluza solicitud me incita a trabajar incluso cuando la temperatura parece querer distraerme. A los cincuenta y cuatro años, soy consciente de que, en este flujo histórico, ya casi no me quedan años de vida. A veces, cuando estoy cansado, llego a preguntarme qué debe hacer mi otro yo atrapado en otro tramo paralelo a este, qué debe anhelar, qué tiene que lamentar o de qué puede alegrarse. En cuanto a mi, en esta particular encrucijada del tiempo, no me arrepiento de nada.
Lo que realicé aquella mañana de primavera, hace ocho años, quizá no haya hecho abortar ninguna de las conspiraciones oficiales del viejo mundo, pero fue mi salvación, la constatación de mi identidad separada. Y no lamento nada. Nada.
De pie, contemplaba el viejo edificio. Había un sol deslumbrante. Permanecí unos instantes inmóvil sin atreverme a atravesar la calle de pequeños adoquines y pulsar el botón de las visitas en el oscuro vestíbulo. Tenía miedo de que alguien respondiera.
El edificio parecía amenazar ruina, como si hubiera permanecido sin habitar desde la marcha de la familia Bishop, treinta años antes. Dos enormes puntales sostenían la fachada. El estrecho balcón que dominaba la calle y donde yo soñaba en otro tiempo estaba condenado por planchas de madera y hojas de cartón. Algunas tejas rotas habían caído del tejado. Supongo que, imitando la meticulosa narrativa de Poe, convendría añadir que un lagarto corría a lo largo de la pared desde la cornisa superior hasta las molduras de piedra de los cimientos. No sería exactamente la verdad. sin embargo, el vacío y la degradación de la inestable casa habrían hecho sin la menor duda las delicias de Edgar Allan Poe aunque estuviera contemplándola, como yo, bañado por el frescor mediterráneo de una mañana de primavera. Era la Semana Santa.
Extrañamente, ninguna otra cosa había cambiado en la calle. Las palomas los niños, los cafés... nada estaba modificado. Un poco tranquiiizado, crucé la calle y me instalé en una de las viejas mesas de la terraza, en medio de las gentes del barrio que armaban mucho ruido bebiendo vino rojo. Naturalmente no reconocí al camarero, pero esta era el tipo de modificación que aporta inevitablemente el tiempo, y me sentía contento de no tener que explicar los motivos de mi regreso a un camarero chocho que hubiera podido adivinar mi identidad a través de cualquier impensado tic.
La razón de aquel regreso no tenía nada que ver con los habitantes del viejo mundo ni sobre todo con un camarero ignorante. De hecho, ¿por qué había vuelto a España?
Porque, poco después de alcanzar la edad de veintiséis años, la historia—a menos que fuera yo mismo— se había vuelto hasta tal punto ininteligible que era preciso hacer algo. El centro de las cosas se había desplazado, el punto focal de los acontecimientos humanos se había deslizado lejos de sus antiguos polos. Así pues había regresado a Espana para asegurarme de que mi vida no terminara en la deformada periferia de aquella nueva lente.
Había vuelto a España para asesinar a Mao Ze dong, presidente de la Nueva Comunidad china.
El cual, a su vez, había venido a España para celebrar con el Generalísimo Franco el quinto aniversario de la firma del pacto de amistad chinoibérica. Este había sido concluido intencionadamente de forma que coincidiera con las festividades de la Semana Santa, y el presidente Mao había elegido aquel año V aquella semana para reforzar la alianza con su presencia física Se decía que era la primera vez que abandonaba Pekín desde hacía once años, fecha en la cual se había dirigido secretamente a Moscú para colaborar en la redacción de la Carta Ecuménica del Neosocialisrno. La cláusula más sorprendente de aquel documento había sido la abolición de todas las fronteras arbitrarias entre la Unión Soviética y la República Popular China. El precedente que había sentado la Carta Ecuménica había tenido consecuencias de gran amplitud tanto en Asia como en Europa. La prensa americana la hacía directamente responsable de la desaparición de las distinciones nacionales que se habían producido en el siguiente decenio Pero, en la actualidad, nuestra prensa se abstiene de mencionar los tratados que se concluyen casi diariamente, y se aferra escrupulosamente a evitar toda alusión al propio presidente Mao. En realidad, yo había sabido de esa visita a España gracias a una emisión procedente de una estación situada en Chile, y que servía a nuestro gobierno para producir interferencias por la noche y sin demasiada convicción. si admitía que estas emisiones merecían ser interferidas, podía sentirme satisfecho de haber adquirido aquel indicio que confirmaba los planes de Mao. Aquella emisión me fue de una preciosa ayuda. Reforzó mi determinación de intentar restablecer el antiguo equilibrio
Dejaba entender también oscuramente que tan solo un mes antes de la fecha prevista para su partida a Madrid y las provincias españolas, el Presidente había sido sometido a una importante operación de un alcance científico considerable. En aquel momento, aquella información no me hizo ni frío ni calor, pues a mis ojos estaba desprovista de significado. Como fuera que tanto Franco como Mao no estaban lejos de los cien años de edad, esto quería decir probablemente que los chinos habían encontrado un medio de reeducar el tubo digestivo envejecido, quizá gracias a un método derivado de la acupuntura o cualquier otra técnica oriental esotérica. No tenía la menor idea. Pero, a la mañana siguiente, toda la extraña historia de la operación de Mao me fue revelado, en el transcurso de una conversación tan inverosímil como la operación en sí. sin embargo, puesto que el arte de la narración exige que el narrador respete la cronología (al igual que la simetría de los intervalos entre los momentos culminantes), esperaré para transcribir esta conversación a que se integre más orgánicamente en el hilo de mi relato.
Aquella mañana de primavera, pues, mientras bebía mi vino, examiné la casa condenada, cuya imponente masa se levantaba dominando la acera.
Yo ya no tenía dinero. El viaje me había costado los pocos restos de mis ahorros, al mismo tiempo que el respeto de los míos, a quienes evidentemente no les había dicho nada de mis proyectos al partir. Además, a medida que pasaban los años, Jeri, Christopher, Joshua Ethan y yo teníamos cada vez menos cosas que decirnos, de modo que mi deserción física debía haberles causado el efecto de un fait aCC011?pli sin la menor importancia. ¿Por que habia esperado tanto tiempo a romper el último y deshilachado hilo que me unía aún a mi familia?, se habían sin duda preguntado.
Sin embargo, Jeri y yo lo habíamos hecho mejor que la mayor parte de mis amigos. Durante los últimos diez años, casi las tres cuartas partes de las parejas que conocíamos a principios de los años setenta que no se habían separado pura y simplemente se habían enzarzado en ásperos procesos de divorcio. Irónicamente, nuestro matrimonio había sido, por el contrario, una union modelo. Las estadísticas indicaban que el desencanto entre cónyuges se había convertido en un fenómeno de amplitud nacional que no tenía parangón más que en el aumento de los conflictos raciales en la mayor parte de las grandes ciudades del país.
Quizá, medité mientras sentía como el vino se mezclaba con mi sangre, quizá la bestia de Yeats estaba dirigiéndose pesadamente hacia un Belén golpeado por una huella específicamente americana. Y tenía miedo. ¿Pensaría Jeri que había venido a España, a Europa, para compartir el amable espíritu de comunidad reinante en este país? Seguramente no. Puesto que nadie parecía comprender que nuestros sufrimientos estaban en proporción directa con el aumento regular de la prosperidad del Viejo Mundo. El centro se había visto desplazado. Pero cualquiera en sus cabales podía manipular la circunferencia de los acontecimientos a fin de compensar este deslizamiento. Mi familia se beneficiaría con ello. Mi mujer y mis hijos. Y yo había venido pues a España, donde no tenia ni techo ni lugar donde caerme.
Pero, a un nivel de consciencia subliminal, incluso mientras reflexionaba de aquel modo en el pacto chinoibérico y mi ruptura con mi familia, elaboraba una solución. Aquella solución estaba ante mis ojos: el edificio condenado. Sí, me serviría de domicilio. Serviría perfectamente.
Terminé mi vaso y dejé una moneda de la que apenas tenía forma de desprenderme sobre la mesa de superficie húmeda e irregular. Era imposible penetrar en el viejo edificio antes de la noche, de modo que tenía toda la tarde que perder. Curiosamente la larga enfermedad del tiempo no había desfigurado mis recuerdos, y las propias calles apenas habían cambiado. Vagué por ellas con a antigua habilidad de mis diecisiete años... excepto por un detalle: iba cargado con una ventruda maleta de cuero que contenía mis mudas, mis útiles de afeitar, algunos libros y el instrumento, siniestro pero rudimentario, con el que iba a asesinar a Mao. Su peso, que tiraba dolorosamente de mi brazo, me obliga a cambiar de mano mientras deambulaba o me detenía de tanto en tanto sobre el irregular adoquinado que me agotaba. Los niños me miraban. De una pescadería, apenas algo más que un hueco en la pared de donde escapaban los ardientes efluvios de la fritura, salió una niñita que me dirigió una breve ojeada y me sacó una lengua rosa y punteada, una serpiente minúscula y despectiva. Un instante más tarde se había esfumado. La humareda de los pulpos fritos (que los españoles llamaban calamares) me encantaba. Seguí la sombra de su sombra a lo largo de los cañones del
Me encontré casi inmediatamente en la Calle de las sierpes. La impresión de déja-vu que experimenté provenía probablemente del simple hecho de que a menudo había soñado con aquella calle en el transcurso de los últimos treinta años. Sí, ya la había recorrido, pero nunca la había visto hormiguear con una multitud tan heterogénea, aunque curiosamente tenía la sensación de precisamente todo lo contrario. Las gentes cuyo fluir se derramaba a uno y otro lado de mi persona podrían haber constituido un desfile de maniquíes de moda exhibiendo los trajes de distintas nacionalidades, presentándolos o, simplemente, paseando mientras arrastraban los pies, hasta tal punto que tantas abigarradas y heterogéneas corrientes ondulaban en las sombras de la calle que tenia mas la sensación de ser un cazador en una jungla tropical que un transeunte subiendo la Calle de las sierpes. De acuerdo la mayor parte de la multitud estaba compuesta por trabajadores españoles, pero la presencia de un número tan anormalmente elevado de extranjeros difícilmente podía ser atribuida tan solo a la Semana Santa. Esa fue más o menos la conclusión que saqué: no veía otra explicación. Presa del vértigo por el despliegue de aquella procesión, dejé que mi mirada vagara de sarongs a chilabas, de faldas escocesas a quimonos, de ganduras a polainas de cuero, de feces a gorras, de bombines a... espejeantes tricornios.
Estos últimos cubrecabezas correspondian a dos miembros de la Guardia Civil que se dirigían hacia mí a paso lento, siguiendo la fila menos densa de peatones. Ambos eran jóvenes y vigorosos, y ninguno de los dos—y aquello me sorprendió—sujetaba o llevaba un arma. Su vista, sin embargo, me puso nervioso. Aferrando mi maleta con manos húmedas, la mantuve ante mí como un escudo hasta que, sin dignarse dirigirme ni una mirada, se hubieron alejado fundiéndose en la variopinta multitud.
Había olvidado a los guardias. Eran tal vez el mayor obstáculo para la realización de mis proyectos. Pero el encuentro con aquellos dos me había alertado. Había venido a la Calle de las sierpes con una razón bien determinada, una razón que tenía que ver con la Guardia Civil. Así que, olvidando el movimiento y colores de la calle, no pensé más que en encontrar al ciego gracias al cual podría engañar a la Guardia Civil.
Encontré a mi hombre, el ciego que vendía billetes de loteria, emboscado en el rincón de una de las numerosas tiendas de la calle. Era un hombre de edad madura, delgado, de frente cuadrada y sienes grises. Su aplastado pelo peinado hacia atrás y su pose exageradamente rígida, debida sin duda a su invalidez, le daban el aire de un austero militar o de un jovial monstruo de Frankenstein. Apenas removía la cabeza. Cuando toqué su brazo, sus gafas de cristales amarillos no se estremecieron ni una fracción de centímetro. El extremo de su bastón blanco, rígido como un caduceo, permaneció clavado en la misma mancha de humedad de la acera. No evidenció el menor sobresalto.
Le dije, en ingles.
—Quiero hablarle.
—¿Quién es? —preguntó, tras sus inmóviles gafas.
—Alguien que quiere hablarle—dije, también en inglés.
Echó insensiblemente, imperceptiblemente, la cabeza hacia atrás, y sus labios se fruncieron como si degustara un sabor casi olvidado, pero algo en su inmovilidad sugería que su lengua podía en cualquier momento hallar el gusto de antaño. Esperé. El zumbido y los empujones de la calle me obligaban casi a pegar mi rostro al suyo para oírle.
—¿Ingles?
—No—respondí—. Americano.
Las gafas amarillas, de frío resplandor, tan brillantes como espejos, se giraron hacia mí. Tuve la impresión de que, tras ellas, los ojos de mi interlocutor habían recobrado momentáneamente la vista. Luego el ciego volvió a su primitiva posición.
—¿Desea comprarme un billete de lotería?
—Quiero hablarle.
—Es usted el primer americano que oigo desde que las bases fueron evacuadas.—Su frente se frunció, y sus gafas amarillas se alzaron—. Más de doce años.
—¿ Que?
—Hace mas de doce años. ¿Cómo va el mundo en los Estados? ¿Ha terminado los muros su gobierno?
La pregunta me chocó de momento pero luego me vino la memoria. Estaba aludiendo a la barrera dé casi quinientos kilómetros que se extendía desde la parte oriental de New Hampshire hasta el estuario del Saint-Laurent, al norte del Estado de Nueva York tras haber atravesado Vermont: La Muralla Canadiense. A mediados de los años setenta, los habitantes de estos tres Estados de Nueva Inglaterra había iniciado una campaña para la adopción de una política de puerta cerrada ante la afluencia de jóvenes canadienses de la zona francesa que invadían sus ciudades y sus pueblos predicando el evangelio de la Reunificación Continental (solo los habitantes del estado de El Maine habían aceptado casi con desprecio aquella incursión extranjera única en su género, como si no fuera más extraordinaria que un picnic). Movidos por aquella extraña histeria habían empezado a edificarse los "muros". Al principio no eran más que trozos de alambradas y viejos pilones más discontinuos que una melodía tocada en un birimbao, pero finalmente sus distintos elementos se fueron uniendo poco a poco, y las autoridades de los tres Estados reemplazaron las alambradas por las piedras. Tras la reunificación de las dos Alemanias en 1983, el Primer Ministro canadiense sugirió a los constructores americanos que había llegado el momento de hacer un ofrecimiento por el desmantelado muro de Berlín. Al fin y al cabo, aquellos ladrillos, aquellas piedras, representaban una contribución perfectamente simbólica a la erección de nuestra barrera. Fue gracias a ese iracundo discurso que el Primer Ministro pronunció por radio como la mayor parte de los norteamericanos supieron del desmantelamiento del muro de Berlín, y sintieron vergüenza. La oleada de histeria disminuyó. Se dejó que la Muralla Canadiense se cayera por sí sola... aunque aparentemente la noticia no había llegado a oídos de los europeos, como lo atestiguaba la ignorancia de mi amigo el ciego.
—Ya no hay necesidad de muros—respondí—. Los países fronterizos respetan nuestra integridad territorial.
Inclinó la cabeza como si le llegara un vago recuerdo.
—Quiero hablarle—repetí—, pero no aquí.
—Invíteme a una copa, americano. Un anís bastará.
—No tengo bastante dinero—dije, embarazado. E intenté explicarle—: Es cierto. Gasté casi todo lo que tenía para venir hasta aquí.
Las gafas amarillas centellearon.
—Oh, le creo. No es difícil creerle en estos momentos. —Rozó la manga de mi chaqueta—. Yo voy a pagarle esa copa. Venga.
Se metió entre la multitud, y yo me sumergí también en aquel torrente de voces Y de pies. Subimos por la Calle de las sierpes hasta que su bastón blanco, como una varita adivinatoria, lo condujo hasta la puerta de un bar anónimo. Entramos. La oscuridad reinante exigía que los ojos se adaptaran a ella, pero el ciego se dirigió hacia una mesa sin siquiera detenerse para saber si estaba ocupada. El tabaleo de su bastón me guiaba. Sentado ante una cristalera ahumada, eché una ojeada a mi alrededor. El café era al mismo tiempo sala de billar. El latir de mi pulso se aceleró. El ciego pidió dos copas de anís. Cuando nos las sirvieron, bebió un sorbo con circunspección y se colocó las gafas de color sobre su frente. Sus iris eran totalmente incoloros y sus pupilas se parecían a dos manchas de tinta.
—¿De qué quiere usted hablarme?
Ahora que estaba sentado frente a mí, familiar y cooperativo, yo no sabía como empezar y hacerle partícipe de mis intenciones. De hecho, no podía en ningún caso exponérselas. Lo que quería saber debería averiguarlo con circuloquios y actuando con habilidad; como un prestidigitador que les arrebata diestramente la camisa a sus víctimas sin quitarles la chaqueta. Quizá no fuera tan difícil, ya que el ciego tenía aspecto de ser locuaz, pero era preciso actuar con prudencia. El anís, con gusto a regaliz, calentaba mi garganta.
El ciego esperaba.
—Querría saber si vende usted siempre sus billetes ante la puerta donde estaba cuando le he encontrado hace un momento.
Aquello no era ningún circunloquio, la habilidad brillaba por su ausencia.
—¿Por qué?
La pregunta confirió al licor un imprevisto sabor amargo. Dejé mi copa.
—Para poder encontrarle si es necesario.
—Sí. ¿Para hacer qué?
—Para comprarle billetes de lotería. Cuando tenga dinero.
—No. No es una buena razón. Usted quería hablar conmigo, no comprarme billetes.
Llevé la copa a mis labios. El viejo olor a fieltro de los billares nos rodeaba.
—Escúcheme—dije, inclinándome hacia adelante—. He venido a España para ver al presidente chino y al Generalísimo de ustedes juntos. América me ha decepcionado. Allá ya no ocurre nada. Si puedo ver a esos dos hombres, a esos dos Jefes de Estado tan distintos, en la Calle de las sierpes, tengo intención de aplaudirles públicamente y de denunciar el aislacionismo de mi gobierno. En el avión que tomé en Lisboa, oí decir que la calle será cerrada cuando empiece la visita. Según los rumores, solo los comerciantes de la Calle de las sierpes serán autorizados a permanecer en ella entre los cordones de la policía. Creo que usted es uno de ellos, ¿no?
—Sí. Un comerciante sin comercio.
—Quisiera estar a su lado ese día. Como un familiar venido a ayudarle.
—No tengo necesidad de ayuda. Y usted no es ningún familiar mío.
—Pero si usted estuviera enfermo, sería natural que deseara que alguien le acompañara para el caso de una indisposición. En ese supuesto, las autoridades admitirían sin discusión la presencia de un familiar a su lado.
—¿Por qué debería pretender que estoy enfermo?
—Para que yo pueda efectuar mi declaración al presidente Mao y al Generalísimo, para probarles que el nuevo mundo no está compuesto exclusivamente por imbéciles. Si usted toma en cuenta el Reunionismo Internacional, debe ayudarme.
No experimentaba ningún placer en decir aquellas mentiras. Eran inhábiles, absurdas, pero la necesidad de conseguir un aliado era más fuerte que mi repugnancia a engañar al vendedor de billetes ciego. Lo que seguiría sería peor. Aquella alianza (cosa que no podía saber en el momento en que estábamos hablando) iba a convertirse en una sórdida usurpación de identidad.
—Podría hacer lo que usted me pide—dijo—, no sería difícil.
—¿Lo hará? Todo depende de usted.
Volvió a colocarse las gafas en su lugar, cosa que le agradecí, y dijo con voz muy lenta:
—Lo haré por las razones que me da usted. Son razones de loco, pero somos un pueblo que siempre se ha mostrado sensible al encanto de los locos. El gran Don Quijote es mi santo patrón personal, americano.
—Bien.—Me relajé un poco y comencé a encontrarle gusto a mi anís—. ¿Qué día visitarán su calle los dignatarios?
—El viernes. Pasado mañana.
—Lo cual deja muy poco tiempo para simular una enfermedad.
—Por usted, mañana no acudiré a trabajar. Un día será suficiente. Como no tengo familia en Sevilla, nadie se sorprenderá de que mi "pariente" no se me parezca. —Se echó a reír—. ¿No nos parecemos un poco usted y yo, amigo?
Su risa era cavernosa y gutural.
—No lo creo. No mucho.
—No importa. En esta época del año, todo el mundo es hermano de todo el mundo. Es la gran reconciliación.
—Por supuesto. La Semana Santa es la Feria.
—Y la elección, señor. Tendrá lugar después de las fiestas.
Era la primera vez que oía hablar de elecciones. Como decía más arriba, las noticias no circulaban libremente entre el continente europeo y los Estados Unidos. Dejé mi copa vacía sobre la mesa.
—¿Qué elección? ¿Qué tipo de elección en España?
—Para saber si el Generalísimo debe permanecer en el poder o retirarse ante un sucesor elegido por el pueblo. Toda persona que se registre en las listas antes del fin de la Feria tendrá derecho a figurar. Ya hay un centenar de nombres, y el Generalísimo ha prometido retirarse en favor del candidato que obtenga la mayoría. Ha prometido igualmente retirarse en caso de empate si no obtiene —el cincuenta por ciento de los votos. Esta elección es una fiesta democrática en honor del centésimo aniversario del Generalísimo. Observe que el propio Juan Carlos debe presentarse si espera conseguir acceder al poder. Nunca se ha visto nada parecido en España..
—En efecto.
Yo recordé haber sostenido en 1962 una conversación con un hombre, un simple trabajador, en el bar situado debajo de nuestra casa. Estaba con su hijo, un niño de tres años. Y me había hecho una predicción: Un día, había dicho, acariciando el revuelto pelo del niño, un día este chico será presidente de España... si tenemos un presidente.
—Es la gran reconciliación —prosiguió el ciego—. El ilustre Picasso ha anunciado públicamente que tenía intención de regresar a España para la elección, y el Generalísimo ha prometido personalmente al artista que podrá marcharse de nuevo con toda tranquilidad. El pueblo se ha alegrado de ello.
—Creía que Picasso estaba muerto.
—En absoluto. Está a punto de cumplir los ciento once años, es cierto, pero quizá, en su nueva encarnación, no morirá jamás. La muerte no es tan poderosa.
—¿Qué "encarnación"? ¿De qué está hablando?
El camarero se acercó y echó dos buenas dosis de anís en nuestras copas. Cuando se hubo alejado, el vendedor de billetes me contó la historia de la nueva encarnación de Picasso, el primero de los dos sorprendentes relatos que iba a oír en el espacio, de treinta y seis horas. Extrañamente, el humoso calor del licor me permitía deglutir aquel relato, y ni siquiera dudé de las palabras del ciego.
El pintor, a las puertas de la muerte, yacía semiconsciente en su residencia en Francia. Europa se preparaba a vestirse de luto. ("Esto ocurría hace siete años, quizá ocho", precisó el ciego). Cuando parecía perdida toda esperanza, un emisario de Pekín —donde, por lo que yo sabía, el arte abstracto había sido siempre considerado como algo decadente—se presentó y obtuvo una entrevista con el agonizante. Aquella misma tarde, los curiosos y los turistas pudieron ver salir de la casa del artista un ataúd recubierto por una bandera, acompañado por el delegado chino y su silenciosa escolta. Se difundieron toda clase de rumores: el Maestro había muerto, había pedido ser enterrado en la China Popular, era transportado por los eficaces representantes de algo llamado la Guardia Roja. La mayor parte de aquellos rumores carecían de fundamento. En efecto, el gobierno chino había llegado a un acuerdo ultraconfidencial con un cirujano cibernético que ejercía en un gran hospital del sudoeste de los Estados Unidos. De hecho, los oficiales chinos habían sido autorizados a regañadientes a transportar al pintor hasta allí y, en la hora lúgubre y fría que precede al alba, su enorme jet aterrizó en aquella ciudad del sudoeste.
—¿Qué ciudad del sudoeste ? —pregunté con irritación.
Había empleado la palabra en dos ocasiones, remarcándola burlonamente.
—Dallas. Allá donde fue asesinado su joven Presidente.
Y, en Dallas, el cirujano se esforzó por mostrarse digno de la desmedida confianza que los chinos habían puesto en él. Durante trece horas consecutivas, sin descansar ni comer, procedió con un equipo de cinco ayudantes a la delicada y minuciosa operación de transferencia. Picasso, al término de aquella intervención, se encontraba —no: vivía— en el habitáculo de platino de un prodigioso ordenador animado. Veía, oía, su olfato y su gusto funcionaban, sentía. Mejor aún, podía desplazarse a su antojo y subvenir a sus necesidades mucho más eficazmente que muchos jóvenes deportistas. Como un embrión en la matriz, su cerebro flotaba en un medio gelatinoso electrónico en el interior del habitáculo de platino donde reinaban unas condiciones de vacío casi absoluto. El vino del oxígeno proporcionado por el plasma que circulaba en el torso de plástico del sistema ordenador lo irrigaba. Una invención realmente maravillosa. Lo único que se le negó al Maestro, me dijo el ciego, fue el discutible beneficio de la palabra.
—¿La palabra? —exclamó desdeñosamente—. ¿Quién podría lamentar eso? ¡Seguro que él no! Picasso tiene otras formas de expresarse— ¡Se echó a reír—: ¡Tiene más suerte que yo!
—¿Pero y su arte? ¿Cómo se ha resignado a renunciar a él de este modo? ¿No hubiera preferido la muerte?
—No ha renunciado a nada, ya que el cirujano le proporcionó las más fantásticas manos de... ¿cómo lo dicen ustedes?... de prótesis, manos como ningún artista ha poseído jamás. Potentes, delicadas, hábiles. ¡Unas manos inauditas!
—Entonces, ¿aún es capaz de trabajar?
—De su caballete nacen auténticos prodigios, milagros que florecen en la punta de sus dedos. Hace tres años, ha pintado un fresco más grande que el ilustre Guernica pero, esta vez, en colores primarios. Un fresco que quiere ser la antítesis del primero. Es como si Brueghel hubiera vuelto, convertido al neocubismo, y hubiera pintado el nuevo milenio con la propia sangre de su vida de borracho, americano. Nuestros periódicos han reproducido esta obra maestra en colores, y es ahora el propio Picasso en persona el que vuelve a nosotros.
—¿Ve? ¿Oye? ¿Todos sus sentidos funcionan, aunque ya no posea los órganos necesarios?
—Tiene su cerebro, que es la sede de las sensaciones. Y el cirujano ha enriquecido sus experiencias conectando hábilmente entre ellas sus multitudes de células nerviosas.
—¡Y se ha enriquecido al mismo tiempo! ¿Y nadie ha deseado jamás nada así en América?
—Oh, sí—se rió el ciego—. Los chinos han debido pagar generosamente a su cirujano, sin ninguna duda. Después, llevaron a Picasso a Francia. Se supone que hicieron eso por pura bondad, quizá como pago de una especie de deuda.
Y estalló en una risa ronca. Yo eché mi silla hacia atrás pero no me levanté. Granos de polvo danzaban en la penumbra color ámbar de la sala de billar, y tenía la extraña impresión de que, en su penumbrosa sabiduría, la sala deseaba alejarse de mí... no que fuera yo quien se marchara, entiéndanme bien, sino irse ella misma, irse a algún lugar donde yo no estuviera. Es absurdo, lo reconozco francamente. Pero yo estaba a la vez irritado y un poco borracho. Al otro lado de la mesa, el vendedor de billetes apuntaba hacia mí con sus cristales ahumados como si leyera mis pensamientos. No le dejé tiempo para preguntarme.
—Gracias por el anís. Voy a dejarle y dar una vuelta. Nos encontraremos de nuevo al finalizar el día. Puede pasar usted la noche de hoy y el día de mañana en mi apartamento de la calle Leoncillos.
de la escalera como para poder ver la prominencia verde pálida de sus pómulos y el hoyuelo húmedo que se formaba bajo su ' labio inferior. Su pie tanteaba entre los restos de tejas caídas.
Se inmovilizó cuando la punta de sus zapatos golpeó el primer escalón, sobre el cual estaba yo ya, dominándolo. El brazo que sujetaba se irguió hacia mí en una actitud defensiva, como un arma tras un escudo.
—¿Quién es usted? —dijo de pronto—. ¿Quién es usted?
—Vamos a subir hasta el terrado. Hay camas en el lavadero y mantas. En un apartamento hará frío. La calefacción está cortada y los pisos son como piedra.
Un soplo de aire helado que bajaba por la escalera nos trajo olor a podredumbre. La casa hedía. Gemía de forma inquietante. El ciego giró la cabeza hacia la calle, hacia el concierto surrealista de polcas que surgía de innumerables transistores. Su rostro color suero se inmovilizó, reflejando la emoción dominante que lo invadía: el miedo. Yo le causaba miedo, más miedo que no importa cual otro ser en el hemisferio libre. No había previsto esta reacción.
Se puso a gritar en español, con voz histérica:
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme!
Hice bascular torpemente mi maleta, que lo alcanzó bajo el mentón. Cayó hacia atrás, con un estruendo de tejas entrechocando. Sus gafas volaron lejos. Mientras se esforzaba en levantarse de nuevo, seguía gritando en español. Sus ciegos ojos estaban clavados en mí y vociferaba como un sargento de infantería. Le di varios golpes más con la maleta hasta que se calló. El incesante clamor de la música que llegaba de la calle casi me produjo náuseas. Finalmente, me incliné sobre el cuerpo del ciego y pegué mi oreja a su pecho. Convencido de que estaba muerto, me eché a llorar. Había proyectado encerrarlo en el lavadero hasta el viernes, no matarlo. La ignominia de lo que había hecho me enfermaba físicamente y me acurruqué junto al cadáver, intentando desprenderme del nudo que se formaba en mi garganta. Y lloré.
Al cabo de algunos minutos, me levanté y rebusqué por entre los cascotes hasta encontrar las gafas amarillas. Los cristales estaban intactos. Dándome Cuenta bruscamente de que no era inteligente permanecer de aquella manera en la entrada, levanté el cuerpo y conseguí tras muchos esfuerzos echármelo a la espalda. Los brazos del muerto se balanceaban como cuerdas a ambos lados de mis hombros y, sujetándolos, subí hasta el terrado. Resoplaba en cada piso, pues el nudo que apretaba mi garganta y mi deambular de todo el día empezaban a dejarme sin fuerzas. Cuando conseguí alcanzar el terrado, dejé caer mi carga y escupí un delgado hilillo de bilis. Era incapaz de vomitar. Lo que había comido se negaba a ser expulsado. Un ejército de gatos maullaba en un terrado próximo, y pude distinguirlos merodear a lo largo de las cornisas.
Hice saltar de una patada la puerta del lavadero, que se resistía a abrirse, y arrastré al cadáver hasta el interior, que olía a moho. Un creciente de luna sonreía por el vano y observé que el jergón (nunca había habido más que una cama allí arriba) había desaparecido, y que el agua espejeaba en el sumidero de cemento del fondo. Era imposible pasar la noche en un lugar así. Pero si dejaba allí el cuerpo, probablemente nadie lo descubriría hasta pasado un cierto tiempo. Y abajo habría seguramente algún apartamento que me acogería con tanta hospitalidad como las ratas que trotaban por las habitaciones frías y vacías. Abandoné pues al ciego en el lavadero tras haber tomado su cartera y su documentación, y cerré de la mejor manera que pude la forzada puerta.
Pero no volví a bajar inmediatamente. Acercándome al parapeto, me sumí en la contemplación de la ciudad y de la catedral, cuya vieja torre, negra y lejana, era casi tan indiferente como Dios. Pensé en mi mujer y en el joven Joshua... y en mi hijo mayor también, que actualmente estudiaba medicina en la primera universidad totalmente integrada de Africa del Sur. El temor de que no comprendieran mis motivos, que no me perdonaran mis errores, que no reconocieran la legalidad de mi don, me petrificaba desde lo alto de mi fortaleza y hacía tambalear mis convicciones. Pero sujeté con fuerza el reborde de piedra hasta que mis dudas palidecieron, se volvieron tan blancas como mis falanges. ¡Que lejos estaba la torre de la catedral, qué lejos estaba mi familia! Una débil música procedente de las calles ascendía hasta mí. Esta vez era el flamenco lleno de fuego de los gitanos españoles. Un pueblo que al menos había mantenido el sentido de su identidad.
Un poco revigorizado por el aire nocturno, volví a bajar hasta la planta baja para recuperar mi maleta, luego subí al segundo piso. Sacudí la puerta de mi antiguo apartamento, y di un paso atrás cuando se salió de sus goznes y se derrumbó levantando una nube de polvo que inundó mi garganta. Un gato, sorprendido en plena caza, se metió en el salón. Se detuvo, vio que la puerta estaba abierta, dio media vuelta y pasó como una exhalación entre mis piernas.
El polvo se fue depositando. El apartamento estaba tan muerto como un museo bombardeado. Casi esperaba a verme a mi mismo—a ver a mi yo adolescente— emerger de la habitación donde, treinta años antes, se acumulaban las fútiles huellas de mi juventud: libros, fotos, blocs llenos de poemas inacabados, autorretratos parciales, y la propia Smith-Corona portátil. Pero nadie emergió, y crucé las dobles puertas, con gran temor de otras tres o cuatro criaturas de cuatro patas. Aparte ellas, la habitación estaba completamente vacía. Pasé la noche en un rincón de mi antiguo dormitorio. Envuelto en una sábana desgarrada que olía a trementina, la cabeza apoyada en una almohada de papel higiénico arrugado, dormí con un sueño sin sueños.
Cuando me desperté, el jueves por la mañana, tenía un terrible dolor de cabeza y una angustiosa amnesia: no recordaba nada de los acontecimientos del día anterior. Los rayos del sol que se filtraban a través de las descoyuntadas laminillas de la celosía caían sobre mí con el peso y la consistencia de la cola. Me pegaban al suelo. Todo mi cuerpo estaba dolorido. Cuando finalmente me recuperé, me levanté trabajosamente y tiré de la maleta hacia mi improvisado camastro.
Mis manos temblaban como dos horribles medusas, y necesité un rato para accionar los cierres. Finalmente, conseguí abrir la maleta. Uno de sus extremos estaba manchado con sangre seca, oscura como la tierra de España, y aquel cuajarón me devolvió la memoria de lo que había hecho. Era la primera vez en mi vida que había matado a un ser humano. Los remordimientos que me inspiraba la brutal ejecución del ciego amenazaban con socavar mi resolución. Notando que el horror del acto que había cometido recobraba toda su virulencia, me apresuré a ponerme al trabajo.
—Hagamos balance—dije en voz alta.
Fui sacando uno tras otro los objetos de la maleta y los fui colocando en el suelo: tres novelas baratas, la maquinilla de afeitar, una camisa limpia y un paquetito conteniendo el resto de mi fortuna, quizá trescientas pesetas. Pero estos no eran más que mis bienes profanos. Bajo la camisa, los calcetines y las mudas de ropa interior reposaban los accesorios esenciales gracias a los cuales corregiría treinta años de errores y desorientación.
Saqué también aquellas cosas de la maleta y las alineé sobre la sucia sábana. Teniendo en cuenta la tarea que me esperaba, no eran unos instrumentos particularmente complicados: tres cilindros huecos que encajaban entre sí para dar como resultado una reproducción aceptable del bastón blanco del ciego. Con una diferencia.
Introduje en el extremo del último elemento del "bastón" un complejo dispositivo detonador. Golpeando violentamente con él a alguien, aquel mecanismo camuflado hacía estallar un cartucho que pulverizaba los huesos y transformaba la carne en migajas. Evidentemente, uno no podía permitirse el lujo de fallar el golpe. Por esta razón había elegido un cartucho de un calibre fenomenal, una bala destinada a devolver los ramales de la diáspora de la humanidad a sus campos respectivos. Ensamblé los elementos y apunté indolentemente el arma hacia la alta ventana por la que brotaba el sol matutino.
—¡Grotesco!
Normalmente, alguien debería haber hecho ya lo que yo me preparaba a hacer—yo, un aficionado, un universitario, un escritor fracasado—a la mañana siguiente en la Calle de las sierpes. El cansancio del día anterior mordía ya las carnes del hombre de edad madura que yo era. El papel que me había asignado en el escenario no me convenía. sin embargo, era necesario que alguien fuera el protagonista. De otro modo, los acontecimientos derivarían confusamente en busca de una potencia capaz de canalizarlos. El que esta tarea me correspondiera a mí, a falta de nadie mejor, era a la vez decepcionante y asombroso. Tenía casi un lado cómico. Saqué un último objeto de la maleta, algo que me quedé contemplando soñadoramente entre mis dedos. Una cápsula de cianuro. También eso era grotesco, y parecía probar que la farsa podía convertirse en un abrir y cerrar de ojos en un melodrama. Pero cuando hubiera matado al Presidente ya no habría salida. Estaba decidido a utilizar la cápsula—aunque el hecho de morder su delgada envoltura carecía en cierto modo de estética— porque no quería tener que sufrir el interrogatorio, no quería tener que justificarme. Desmonté lentamente el bastón y lo coloqué en la maleta.
Pasé el resto de la mañana leyendo una de mis novelas mientras pensaba vagamente que debería comer algo. Ni las polcas ni el flamenco turbaron mi lectura.
Y llego ahora a uno de los episodios más inverosímiles de esta aventura: la conversación a la que he hecho alusión antes y el encuentro absolutamente fortuito que la originó. Así que tienen ustedes dos posibilidades: o continúan siguiéndome, suspendiendo su escepticismo doblemente desafiado, o dejan pura y simplemente de creer en mi relato. Me niego a presentar excusas por esta brutal agresión de un tiempo paralelo contra la credibilidad, sobre todo por una agresión lanzada por un futuro paralelo. Considerando estos acontecimientos con ocho años de perspectiva, no puedo decir otra cosa sino que tenían toda la naturalidad de lo posible. Y es que, entiendan, el pasado se realizó... pese a la inverosimilitud de lo que ocurrió hace ocho años. En aquel momento yo me hallaba en mi antigua habitación de techo alto, separado de las corrientes del tiempo, y no buscaba más que excusar el mundo que yo conocía. En ese aislamiento provisional, no estaba en absoluto preparado para tropezarme por azar con la señora Euralinia Weik.
Este encuentro se produjo porque mi consciencia me empujó a extirparme de mi sábana hecha harapos, a cambiarme mi camisa manchada de sangre, a salir de aquella jaula de yeso amarillento de mi antigua habitación, Tras haberme afeitado y cambiado, subí al terrado. El ligero azul del límpido cielo me dolió en los ojos, y el aire primaveral era intenso. Me acerqué al lavadero.
La descerrajada puerta me detuvo como una mano alzada. No quería contravenir su claro aviso: PROHIBIDO ENTRAR, no deseaba tener la prueba de que la pesadilla del día anterior se había convertido en una realidad a la luz del día. Pero, venciendo mis escrúpulos negativos, empujé aquella puerta roída por las intemperies. Un olor alcalino había empezado a impregnar la atmósfera, brotando de los relentes del cemento y del agua sucia del local.
El ciego yacía en el suelo tal como lo había dejado, pero el sumidero se había desbordado y el agua había chorreado, chorreado, chorreado, y un charco gris y húmedo rodeaba el cadáver. El chapoteo lento y monótono de las gotas que caían resonaba en el rincón opuesto del lavadero. Una gruta calcárea, me dije; es una gruta calcárea. La palabra gruta resonaba en mi cabeza como un cascabel, despertando extrañas asociaciones de ideas. Pensé en la palabra española gato. Y este pensamiento, a su vez, evocó a su propio significado, ya que cuando miré más atentamente al cadáver del ciego
vi, perchado sobre su espalda como para tomar posesión de una isla, a un gatito negro de turbados ojos dorados. Me miraba y no daba ningún indicio de querer huir al terrado. No sé si era la indolencia o la ignorancia lo que lo volvía dócil, pero lo cogí y lo saqué fuera ya que su presencia en aquel lugar tenía algo de odiosamente, de patéticamente gótico. Un ciego y un gato encerrados en compañía. No protestó cuando lo tomé entre mis brazos.
Lo acaricié distraídamente, y ronroneó con placer. Me detuve ante el parapeto, cara a la catedral. El gato se durmió, y su ronroneo casi inaudible acompañaba como un contrapunto el rumor del viento. Permanecí de nuevo allá, hipnotizado por la lejana torre y todos aquellos techos difusos que se interponían entre ella y yo.
—;Hola!—dijo una voz—¿Qué hace aquel hombre?
Me giré.
—¿Qué?
La interjección fue más un ruido que una palabra.
—Inglés —dijo la mujer, entrando en el terrado—. Muy bien. Simplemente le preguntaba qué estaba haciendo aquí. Mirando esta casa desde la calle, no me esperaba encontrar alma viviente... y sobre todo encontrar en el terrado a alguien que tiene aspecto a la vez de rico y preocupado.
Aparté los ojos de su rostro, y sus rasgos se desdibujaron. Mi mirada se posó en la puerta del lavadero. Estaba parcialmente abierta. Sentí la sangre latir en mis sienes. ¿Iba a denunciarme el olor? ¿Sería necesario cometer un nuevo acto de violencia para proteger mis intereses en España?
Escruté nuevamente el rostro de la mujer, un rostro oscuro enmarcado por unos cabellos negros, pero realmente no lo veía. ¿Rico? Seguro que no.
Ella se me acercó. Era bajita, llevaba una falda de cuero que le llegaba hasta las rodillas, una chaqueta carente de toda elegancia abotonada hasta el cuello, y zapatos sin tacón. La falda, la chaqueta y los zapatos tenían la misma tonalidad gris. Intenté, haciendo un esfuerzo consciente, juzgar y medir las emociones que reflejaba aquel rostro, pero se acercaba tan aprisa, su atención fijada en el gato y no en mí, que solamente pude calibrar que la desconocida tenía una boca pequeña y que el epicanto de sus ojos era delicado. Su cabello tenía el duro brillo de un casco de polímero. Retrocedí.
—¡Oh! —exclamó ella, tendiendo el brazo—. The gato es schlepping.
Y acarició al animal.
—¿Nisei?—le pregunté.
Ella levantó la cabeza. No soy alto, pero ella había heredado la menuda estatura de Peter Taniguchi y no las proporciones de amazona de su madre, de modo que la dominaba. Pero el rostro que se tendía hacia mí era el de una mujer que había pasado la treintena, en quien las ligeras patas de gallo y probablemente algunas decepciones de más importancia habían dejado su huella, borrando la ingenuidad oriental. Un rostro aún lozano pero imperceptiblemente afligido. Pese a la gravedad de la situación, me tomé el tiempo de concluir que era menos hermosa, adulta, que de niña. Sus ropas no le iban. Su fisonomía había cambiado.
—Ya nadie me llama así. Excepto mis padres. Y viven en Alemania.
—Yo siempre la he llamado así.
—¿Quién es usted?
Como fuera que no había dejado de acariciar al gato, le puse cuidadosamente el animal entre los brazos. Este despertó, fijó indiferentemente en mí sus doradas pupilas, y volvió a cerrar los párpados.
Le dije mi nombre a Nisei. Hundiendo las manos en los bolsillos, avancé con paso lento a lo largo del parapeto mientras hablaba:
—Vivíamos en el apartamento de abajo del suyo cuando su P padre era aviador. El mío también era aviador. Una de sus expresiones favoritas era: The gato es schtepping. Un día le di un susto de muerte al rompérseme una botella de sifón porque todas mis ropas se mancharon de vino.
Ante el lavadero, me giré y le hice frente.
—¿Se acuerda de eso?
Empujé negligentemente la puerta, cerrándola, y permanecí unos instantes inmóvil, con el corazón latiéndome alocadamente.
—No—respondió—. Pero creo que me acuerdo de usted. Recuerdo que me hacía subir hasta el terrado llevándome a caballo sobre sus hombros.
—Sí, era yo. Un yo distinto, pero el mismo.
Ella se echó a reír y agitó la cabeza ante aquellos recuerdos de la adolescencia muerta:
—¡Muy profundo! un yo distinto pero el mismo.
—No me pida que sea coherente, Nisei.—Me giré hacia ella—. El mundo actual me desconcierta, y acontecimientos como este hacen que mis cabellos griseen.
Inclinando de lado la cabeza, ella examinó mis sienes.
—Bueno, pues eso es algo que tiene que haberle ocurrido muchas veces.—Hizo una pausa—. ¿Es usted más viejo de lo que era su padre cuando nuestras familias vivían aquí?
—Sí.—Me eché a reír—. Sí, Nisei, soy más viejo.
—Mi nombre ya no es Nisei.
—Sin duda.
—Y no quiero que me llame así, si no le importa. Desde que tuve edad de comprender lo que significaba este nombre, empecé a detestarlo.
—¿Por qué?
—Porque no es un nombre de mujer. Ni siquiera es de hombre. Es un término genérico que designa a un niño nacido en América de inmigrantes japoneses. Este no era en absoluto mi caso, y no comprendo por qué mi padre pudo ponerme un nombre así.
—Sin embargo, le gustaba cuando era pequeña. ¿Cuál es su nombre actual? Es el que le daré en el futuro, si consigo recordarlo.
—Euralinia.
—¿Euralinia Taniguchi?
—No, Weik. Euralinia Weik.
Permanecí en silencio.
Mientras seguía acariciando al gato, ella continuó:
—Supongo que no estará sorprendido de saber que estoy casada. ¿Soy realmente tan fea?
—No. Pensaba en su nombre.
—¿Y?
—Él es el feo. Es grotesco.
Su mano se inmovilizó sobre el pelaje eléctrico del gato, y un relumbre de efímera cólera se encendió en sus ojos. Ante aquello lamenté mi observación, aunque debía admitir que era justificada Era realmente un nombre grotesco. Las sílabas del nombre de pila no sonaban mal, pero su sonoridad no encajaba con el personaje Las vocales tenían un no sé qué de discordante, pese a su fluidez. Y el apellido evocaba el seco chasquido metálico, implacable y burlón, de la espada del conquistador. Su mirada me penetró como la hoja de un cuchillo.
—No me gusta lo que ha dicho. Es malvado. Grosero. Es el tipo de comentario que no debe hacerse en voz alta.
—Le ruego me disculpe.
—Se disculpa usted como una anguila apresada fuera del agua.
Con el gato aún en los brazos, dio media vuelta, siguió a lo largo del parapeto y depositó al animal medio dormido sobre sus patas. Luego se giró hacia mí.
—¿Y si usted bajara ahora... Mike, es así, no? A cada cual su turno. He subido porque no había vuelto a ver la casa desde que nos trasladamos. Mis padres me dieron la dirección y, al ver la verja abierta, he subido. No esperaba interrumpir las meditaciones de nadie, pero puesto que el mal ya está hecho, ahora es mi turno de meditar. No hay ninguna razón por la que estemos aquí los dos al mismo tiempo.
El gato, recuperado de la soñolienta sorpresa que había experimentado al verse abandonado, se tendió en medio de una gran mancha de sol y empezó a acicalarse con toda desfachatez. No podía dejar a Nisei —Euralinia Weik— sobre aquel terrado mientras
el cadáver del ciego se descomponía en el denso calor del lavadero lo cual era evidentemente un insulto a la justicia pero también una mefítica amenaza a mis proyectos de asesinato. Tenía que apaciguar la indignación de mi interlocutora, calmarla, terminar con ella.
—Estoy de acuerdo con usted. No veo razón alguna para que ninguno de los dos esté en este terrado. Permítame ofrecerle algo de comer.
Dándome la espalda, ella aferró la balaustrada y se perdió en la contemplación de la torre de la catedral, La Giratda. Tres palomas picaron sobre un terrado adyacente, hundiéndose entre las cuerdas de la ropa tendida y pavoneándose al sol, hinchando su iridiscente papada. Nisei miraba la catedral, observaba las palomas y me ignoraba total y ostensiblemente.
—Mis disculpas son reales—le dije—. Ya no son las muecas involuntarias de una anguila.
—No tengo hambre.
—Entonces bebamos algo. Abajo, en casa Antonio, o cual sea el nombre del nuevo propietario.—Fingí despreocupación—. Por favor, señora Weik, perdone mi falta de tacto. Es una cualidad que me abandona cada vez que me encuentro ante la prueba de la edad que tengo.
Tras unos instantes, ella aceptó mis disculpas y bajamos juntos. Encontramos una mesa en la terraza de lo que había sido la bodega de Antonio, y nos sentamos uno frente al otro. El gatito negro se había quedado en el terrado. Nisei, y aquello no había dejado de
sorprenderme, no había protestado en absoluto ante la idea de dejarlo allá arriba. Visiblemente le gustaban los gatos, pero se comportaba como si ese gato en particular tuviera pleno derecho de quedarse allá donde estaba, solo y en paz, en el terrado de un edificio residencial en ruinas.
En la acera al lado de la vieja casa, bebimos vino mientras hablábamos de lo que habíamos hecho desde que abandonáramos España en 1963. Aunque yo no lo había premeditado, fue ella quien tomó casi todo el rato las riendas de la conversación. Esta se inició casi en el verano de nuestra partida. Mientras ella hablaba, yo contemplaba mi vaso y veía dos ojos dorados flotar en la superficie del rojo brebaje. Pero Nisei ocupaba el primer plano y la ilusión se disipó con la desaparición de las últimas gotas de vino.
—Dejamos España porque papá fue trasladado a los Estados Unidos—me dijo—. Fuimos destinados a la base aérea de Englin, en Florida, y recuerdo que necesité bastante tiempo para darme cuenta de que realmente habíamos abandonado España. Pasábamos tantos días en las ardientes playas blancas entre Fort Walton y Panamá que, para mi espíritu simple, esas resplandecientes playas que calentaban el mar no eran más que la prolongación de las playas arenosas que forman un esplendoroso cinturón alrededor de las ciudades de Cádiz y Torremolinos. Para mí, el Mediterráneo y el Golfo de México eran una sola cosa. cinco años más tarde, papá fue destinado de nuevo. Esta vez fue a Lincoln, en Nebraska, y las cosas empezaron a ir mal en la familia. Recuerdo haber visto la nieve por primera vez en mi vida, recuerdo el barro en las cunetas cuando regresaba de la escuela. Mamá discutía con papá, se quejaba de un montón de cosas, del tiempo, de su añoranza, del trabajo estúpido que él estaba haciendo, y él le respondía en el mismo tono. A veces yo me iba a la nieve para no oírles gritar. Y un buen día, mamá me dijo que papá y ella se habían divorciado, que a partir de entonces tan solo seríamos nosotras dos para querernos más que nunca. Aquello me pareció más extraño aún que el hecho de que las playas de los alrededores de Cádiz y las de Panamá no pertenecieran al mismo continente. Pasaron casi siete años antes de que volviera a ver a papá. Entonces ya era una chica de diecinueve años y una estudiante consciente.
—¿Su madre y usted volvieron a Europa?
—Sí. Fuimos a Munich, donde había nacido mamá, y vivimos en casa de sus padres mientras esperábamos a que ella se situara. Naturalmente, Munich me recordaba Lincoln en algunos aspectos... —Nisei dejó escapar una risita e hizo girar su vaso—. Pero tan solo porque durante el invierno las dos ciudades están como adormecidas bajo gruesos edredones de nieve. Echaba a faltar mucho a mi padre, y tuve que trabajar duro para volver a aprender el alemán que había olvidado. sin embargo, entienda, Mike, la nieve de Munich me parecía mucho más amistosa que la de Lincoln, incluso cuando torbellineaba por las calles y el viento silbaba furiosamente entre las casas. Era como un velo de gasa blanca y aséptica deshilachándose a mi alrededor.
—Yo noto la misma sensación cuando he bebido un poco demasiado coñac—dije con una falsa alegría, que sin embargo Nisei acogió con una risa apreciativa—. ¿sigue vivo su padre? Ha dicho que había vuelto a verlo.
—¡Oh, sí! Yo tenía veinte años cuando papá y mamá volvieron a casarse. Ahora viven en Munich. sin embargo, cuando yo era pequeña, él pretendía que Alemania era un país de bárbaros y de guerreros y que nunca se dignaría establecerse allí. Mamá le respondía siempre que lo mismo podía aplicarse al Japón y a los Estados Unidos. Entonces él empezaba a maldecir. No cómicamente, sino como alguien criado en el arroyo. Era algo horrible. Y él nunca había puesto los pies en el Japón.
—¿Así, sus padres volvieron a casarse y viven ahora en Munich?
—Sí.
—¿Cómo se produjo ese milagro en materia de relaciones humanas?
—Sus padres incordiaban a mi madre para que escribiera al "Señor Taniguchi" a América dándole noticias de su hija. Ella respondía que el "Señor Taniguchi" no le había escrito nunca a ella y que esperaba probablemente que, falta de consejos paternos, su hija terminara en el arroyo. Pero finalmente fueron mis abuelos quienes ganaron: mamá le escribió. Lo hizo primero a la gran base aérea de Texas donde se conservan las direcciones de todos los militares, y le respondieron que papá había sido trasladado a un campo de instrucción en California. Le escribió allí. Intercambiaron correspondencia durante tres años y al final, él vino a Munich. Llegó a casa —¡sí, a casa!— un día completamente gris con festones de nieve que flotaban como las bandas de serpentinas que lanzan desde las ventanas de Nueva York cuando hay un desfile. Yo no había ido a clase. Papá nos anunció que había dejado la aviación, dos años antes de ser pasado a la reserva. De hecho, menos de dos años antes. Nos echamos a reír. Y luego nos echamos a llorar. Lloramos juntos, como se llora en familia.
—Sin duda porque él había perdido su derecho a la pensión.
—¡Oh, no! —Pero Nisei reaccionó a aquella nueva salida forzada levantando su vaso y haciéndolo sonar contra el mío—. Lloramos porque todos estábamos locamente felices de estar juntos. Se casaron de nuevo mucho después, ya que papá no quería fundar un hogar antes de tener una situación estable. Entró como primer encargado en el mayor garage de Munich. Mamá y yo le enseñamos el idioma.
—Un mecánico. Un supermecánico, evidentemente.
—Sí, un mecánico.—Parpadeó—. Luego pasó a encargado.
Aquel aspecto de su historia me irritaba. Tenía un denominador común, secreto pero muy real, con el giro que había intervenido en la historia de Europa a principios de los años setenta. Me esforcé por que mi voz pareciera lo más seria posible:
—Su padre abandonó el ejército cuando le quedaban menos de dos años para retirarse, Nisei. Eso fue actuar de forma irresponsable. Si hubiera reflexionado aunque fuera tan solo un segundo, hoy estaría cobrando una confortable pensión. No tendría ninguna necesidad de ser "primer encargado". ¿No lo cree así, Nisei?
—Uno puede morir en el espacio de dos años.
—Se lo admito.
—Y mi nombre ya no es Nisei.
—No. Ya es usted una mujer, y se ha casado. Le pido perdón. Le pido perdón señora Euralinia Weik.
Entonces, sobre la polvorienta acera, a la vista de todos los transeúntes, Nisei, incapaz de pronto de seguir manteniendo su máscara, de tomar a mal mis palabras o de seguir jugando a los estudiantes se derrumbó. Estalló en sollozos. Al primer momento creí que era debido a que, sin quererlo, yo me había comportado como un grosero e intenté calmarla. Me incliné hacia ella y le pedí repetidamente disculpas. Pero ella agitó la cabeza, dándome a entender que la culpa no era mía. Agitaba la cabeza y lloraba como
si su corazón tuviera que dejar de latir si ella se paraba.
Me eché un poco hacia atrás, envarado. Dejando el mostrador, el camarero se acercó a la puerta abierta y nos miró. Los clientes que nos rodeaban hicieron lo mismo. Cuando Nisei consiguió al fin contener los espasmódicos sollozos que la agitaban, el camarero regresó a su lugar, volviendo a meter las manos en el barreño de agua caliente y los jabonosos vasos.
—Yo también le pido perdón—dijo Nisei, secándose los ojos.
—Usted se ha casado, ¿no? Ya no es una Taniguchi.
—Sí. Pero mi marido murió. Está muerto, y yo no puedo... no puedo aceptar...
Se interrumpió. con la voz entrecortada por unos gemidos que no tenían nada que ver con los agudos e inarticulados sollozos de hacía un momento. El camarero no abandonó el mostrador.
—¡Oh! ¡Nisei!
Ella me miró directamente a los ojos, con una luz de desafío en las pupilas, las mandíbulas apretadas.
—Pero lo que es peor, mil veces peor, es que no está muerto. Está muerto pero no está muerto, Mike va de un lado a otro Y eso es lo terrible, lo que no puedo soportar sabiendo que está muerto.
Sabiendo que él...
Fue presa de nuevo de una crisis de sollozos rítmicos, y hundió el rostro entre las manos. Tuve que aguardar. Aguardé cinco minutos. Diez. De tanto en tanto, murmuraba palabras de consuelo fórmulas rituales que no sirven para otra cosa más que para que el otro sepa que estás ahí. Ya no bebíamos, pero pedí otra botella de vino como pretexto para seguir allá donde estábamos. Durante las siguientes horas, Nisei me contó entrecortadamente la historia de su matrimonio y de sus fantásticas consecuencias. Su voz no era más que un suspiro. No me di cuenta de que el sol alcanzaba el cenit, pese a que ya no había sombras en la acera y el frescor del aire había desaparecido. El vino se estaba calentando.
Estaba preparando, me explicó, su licenciatura en letras en la facultad de Munich. A los veintitrés años, hablaba fluidamente el alemán, el español, el inglés, el francés, el italiano y el ruso. Conocía las lenguas clásicas y lo suficiente las lenguas eslavas como para comprender lo que leía. Multitud de palabras ascendían hasta sus labios como las hojas ascienden por el tronco de un árbol y se abren en sus ramas en flores de una admirable coherencia. Al parecer, era capaz de entrar en comunicación con no importa quién. Plantaba en la nieve de Munich tiernos brotes de lenguaje y los contemplaba surgir de aquella blancura en miríadas de entrelazados sarmientos. El mundo la rodeaba... o al menos ella podía rodear una considerable porción del mundo.
Era una especie de prodigio; comunicaba a los demás sus talentos y, quizá, su incomunicable habilidad. No la enseñaba, pero algunos llegaban a encontrarla. La ambivalencia de su rostro era para los demás un rasgo de unión entre ellos y la realidad exterior su voz poliforma e imparcial materializaba sus esperanzas. Aquello asustaba a Nisei, que evitaba a muchas de aquellas personas, principalmente a los jóvenes orientales, que esperaban que ella les hablara en japonés, en amoy o en coreano, y que invariablemente terminaban por reprocharle, siempre en los términos más amables y graciosos, el despreciar la herencia lingüística de su padre (el cual, aunque ellos no podían saberlo, había olvidado hacía mucho tiempo la lengua de sus antepasados). Aquellos jóvenes con el luminoso brillo del cobre pulido en su tez representaban la vanguardia de la invasión de estudiantes de Extremo Oriente venidos al amparo de los intercambios universitarios. A veces no se veía más que sus atentos rostros en cada laboratorio, cada anfiteatro, cada seminario de la facultad.
Nisei sintió que una desazón se instalaba en ella. Aunque aquel mar de rostros de reflejos cobrizos le transmitía un mensaje inacabado, se negaba a reconocer que fuera así. En los pasillos y las bibliotecas vacías declinaba las invitaciones a cenar, y oponía una firme negativa a los jóvenes que le proponían iniciarla a los rudimentos del chino mandarín. No quería aprender nada de ellos, y no necesitó mucho tiempo para que accedieran a su manifiesta voluntad de guardar las distancias y la abandonaran a los retoños zalameros e incestuosos de la rama indoeuropea. No le interesaba cultivar los exóticos especímenes jóvenes de Oriente. Aquel invierno, la nieve de Munich comenzó a tener un tono sucio, y aquello recordó a Nisei otra época, otro lugar.
Pero conoció a Theodor Weik. Cuando él entró en la facultad, a los treinta años, poseía un dominio sorprendente de las lenguas chinotibetanas. Se parecí., me dijo Nisei, a aquel actor alto, de aire ascético, rubio y delgado, que había intervenido en tantos films de Ingmar Bergman durante los años sesenta. Pero Theodor Weik había pasado la mayor parte de su vida no en las frías regiones escandinavas, sino en la hormigueante colonia inglesa de Hong-Kong, donde su padre era corresponsal internacional (naturalmente, los británicos se habían ido, aquellos al menos que ocupaban puestos administrativos, pero muchos se habían quedado, contentándose con situaciones mucho más modestas, por amor a aquel ruidoso puerto). A los doce años, Theodor conocía los principales dialectos chinos, y poseía algo más que un barniz de vietnamita. Un detalle sorprendente era que había aprendido este último idioma de los soldados americanos enviados por su gobierno al Sudeste asiático y que preferían pasar sus permisos en Hong-Kong. Su padre conocía a muchos de ellos, y el joven Theo asimiló los fragmentos rudimentarios del vocabulario y la gramática que podían inculcarle, combinándolos intuitivamente en un mosaico simétrico. Theodor Weik, en el campo de las lenguas chinotibetanas, igualaba la inteligencia que poseía Nisei con respecto a las lenguas europeas. Cuando se encontraron en Munich, fue como si cada uno de ellos hubiera encontrado lo que le faltaba, esa otra mitad opuesta pero complementaria del ser de la que habla Aristófanes en el simposium de Platón y que llama la búsqueda del Amor.
—Tras nuestro matrimonio —dijo Nisei—, hablábamos exactamente del mismo modo de nuestro encuentro, y el aparente absurdo de todo ello nos hacía reír. Pero en lo más profundo de nosotros no creo que encontráramos la analogía tan ridícula. Puesto que, aunque éramos totalmente distintos, nos habíamos encontrado y casado exactamente en la misma forma en que el dramaturgo griego explica el mecanismo de lo cómico en el diálogo de Platón.
Los Weik permanecieron aún tres años en Munich. En efecto, Theo se habia convertido en uno de los jóvenes leones de la escuela de lenguas extranjeras, un león con guantes de terciopelo cuyos instintos era femeninamente conciliadores. lnvitaba a muchos de los jóvenes orientales a quienes Nisei había despreciado. Charlaban durante noches enteras con sus anfitriones, sentados en el suelo de su pequeño alojamiento en un ático, decorado más según el gusto de Theo que el de su mujer. Y hablaban en los dialectos de los que ella se había alejado. Por la propia fuerza de las cosas, ella iba registrando las extrañas cadencias, la acentuación de algunas vocales, los cambios de entonación. Estallidos de risas puntuaban las discusiones en las que se hablaba de política, de literatura, de las nuevas ciencias, y sin darse cuenta Nisei pasó de forma muy natural de la risa a las lenguas que eran el vínculo de esa amable hilaridad. Las cosas se ponían en su sitio. El centro de su vida se ampliaba: el punto se convertía en círculo, y el círculo en una esfera perfecta. Un buen día, Theo la hizo partícipe de sus objetivos y decidió que había llegado el momento de cambiar de dirección. Provisto de la recomendación del director de su departamento y de la de un diplomático chino cuyo hijo había sido alumno suyo Theodor Weik se dirigió al secretariado de la embajada de la Alemania Reunificada y solicitó un puesto en Extremo Oriente. Se le entrevistó, se le sometió a tests, sufrió contrainterrogatorios. Antes de un mes, su demanda fue aceptada y fue nombrado "diplomatico a prueba" en el consulado alemán de Pekín. Nisei y él abandonaron Munich el verano de 1986, ambos ávidos de ser testigos de la revolución contemporánea.
—Conseguía hacer todo lo que deseaba hacer—dijo Nisei—, siempre.
Con las manos unidas sobre la mesa, parecía como hipnotizada por su propio relato. Una sombra oblicua cruzaba su cara y sus manos. No la interrumpí, aunque estaba en mitad del único triángulo de sol que caía sobre la acera.
—Siempre —repitió ella—. Al año, se había entrevistado con todos los dirigentes de la Comunidad, incluido el propio Presidente. El Presidente experimentó un claro afecto por él, un afecto de mentor. Hacia mí, se comportaba como un padre que hace tiempo ha abandonado a sus hijos pero intenta unirse de nuevo con ellos mediante todo tipo de ingenuas atenciones. No conseguía imaginármelo como un bibliotecario, cosa que había sido al principio, organizando un ejército de campesinos o redactando esas pequeñas máximas sentenciosas que podrían haber sido escritas por un Maquiavelo pequeño burgués. Bromeaba con nosotros, nos pinchaba. Era encantador. Cenábamos casi dos veces al mes en privado con él y su mujer Jiang-Quing. Theo era para él el desafío de una mentalidad occidental que había trascendido sus orígenes, y Mao se complacía también burlándose de mí por haberme casado con un neocapitalista rubio. A veces, la conversación le cansaba y se veía obligado a retirarse más pronto de lo que hubiera deseado, pero seguía invitándonos. Muy pronto, dejó de dirigir la palabra a todos los miembros del cuerpo diplomático alemán a excepción de Theo. Como un gato de Cheshire criado en Oriente, sonreía a los demás diplomáticos pero se callaba cuando se le acercaban, y su sonrisa quedaba flotando en el vacío como una bandera neutral. Estas relaciones personales privilegiadas eran sorprendentes. Nadie podía creer en ellas, y cuando, al término de nuestro tercer año en aquel puesto uno de los ministros plenipotenciarios alemanes regresó definitivamente a Berlín, Theo fue nombrado inmediatamente en su lugar. "Ahora, me dijo, voy a poder abatir las murallas, Nisei".
Me eché a reír.
—¿Así que él también la llamaba Nisei?
—¡Oh, sí!—Su risa hizo eco a la mía, y descruzó sus manos—. Cuando me llamaba así no me importaba.
Pero la historia se acercaba a su fin, y su sonrisa se borró bruscamente. Dibujó en la mesa húmeda, con la punta del dedo, una serie de círculos que se entrelazaban. Aguardé, aguardé un minuto, aguardé dos, aguardé hasta que su índice se inmovilizó y ella alzó la voz.
—El año pasado—continuó, tragando saliva con dificultad—, el año pasado se vio afectado por el mal... un tumor, un cáncer viral que se desarrolló en su cerebro como una mala hierba lanzando sus raíces en una plancha de musgo. Nada evidenciaba su presencia excepto un ligero dolor de cabeza recurrente al que Theo no prestaba atención. De hecho, ni siquiera me habló de sus dolores de cabeza hasta el día en que los sufrió durante tres o cuatro semanas ininterrumpidamente. Y aguardamos aún tres o cuatro semanas más antes de decidirnos a determinar sus causas. Theo estaba demasiado ocupado... demasiado ocupado derribando las murallas. Aunque las células enfermas aún no habían sido arrastradas hacia otras partes de su organismo por la circulación, aquel cáncer localizado era suficiente. Theo estaba condenado. No se podía hacer otra cosa más que irradiar los tejidos superficiales del cerebro, retardar un poco el desarrollo del mal, prolongar su vida de forma ínfima, pero, finalmente, inevitablemente, el tumor alcanzaría los tejidos sanos en el exterior del cerebro.—Hizo una breve pausa—. Iba a morir... morir. Todo era muy clínico, muy definitivo, pese a lo que pretendían poder hacer.
Y se podía hacer mucho. No lo que Nisei hubiera deseado, pero mucho de todos modos. El Presidente se interesó personalmente en el caso, pese a que él también estaba debilitado y roído por la fiebre. Hizo instalar a Theo en una habitación de hospital decorada en rojo a la que acudía para visitar paternalmente al paciente. Los dos hombres sostenían largas conversaciones de las cuales la propia Nisei quedaba excluida. Enfermos pero llenos de actividad, compartían sus sufrimientos y sus sueños comunes. Nisei fue puesta finalmente al corriente del proyecto que habían elaborado juntos a lo largo de aquellos coloquios, y su marido, inconmovible ahora que había tomado su decisión, razonó con ella durante casi toda una noche hasta el momento en que, avisados por los gritos de Nisei, entraron dos enfermeros de bata blanca. El privilegio del derecho a visitarle teóricamente sin ninguna reserva que ella reivindicaba le fue retirado. Notó que el tapizado rojo de las paredes ondulaba de tal forma que la hacía estremecer cuando la arrancaron de la cabecera de su marido. Sus ojos lanzaban vitriolo. Aquel plan era para ella inhumano, contrario a la naturaleza. De acuerdo, implicaba confianza y sacrificio... pero el sacrificio sería el de Theo, y la confianza, si podía existir, sería la del Presidente, ansioso pero intrépido. Nisei estaba sola, excluida, olvidada. A la noche siguiente a la de su expulsión, un gran avión resplandeciente cuyas luces eran como destellos de hielo se posó en el aeropuerto de Pekín. Los pasajeros que bajaron de él fueron conducidos bajo escolta a la ciudad. Eran un especialista en cirugía cibernética que no merecía su falta de popularidad y cinco técnicos altamente cualificados con los que mantenía desde hacía mucho tiempo misteriosas relaciones. Los viajeros llegaron al hospital un poco después de medianoche, en la hora más fría y lúgubre de la noche. Descubrieron en el segundo subsótano un anfiteatro circular cuyas instalaciones podían rivalizar con las que habían abandonado: una sala de operaciones iluminada por potentes reflectores, acerados instrumentos de acero.
—Habían decidido efectuar la transferencia—dijo lentamente Nisei—antes de que el cáncer hubiera alcanzado otras partes del cuerpo y fuera irrealizable. Puesto que, no importa cómo, estaba condenado a morir, hubiera sido un escandaloso malgasto, un crimen contra el pueblo. Y Theo... Dios le perdone... Theo había aceptado.
Sus recuerdos volvían su voz ronca y aguda.
—No sé cuanto tiempo duró aquello, Mike. No sé durante cuanto tiempo cortaron, sondaron, recosieron y jugaron a los brujos, a los dioses, pero Theo se negó a que yo le viera por última vez siendo él mismo, no me permitió estar a su lado antes de que la palabra dejara paso al bisturí. Cuando se despertó de nuevo, no se despertó. Sus ojos se abrieron, y había otra persona tras ellos. Y su cerebro, roído por el cáncer y horriblemente lúcido, había sido muerto eléctricamente e incinerado en un cilindro de acero. Theo se había convertido en un hombre casi centenario. Sus ojos ya no le pertenecían y me había olvidado, abandonado, dejándome en su lugar a un bárbaro sosías que no me abandonará jamás, ni siquiera aunque me muera.
—¿Debo comprender que su marido puede ir y venir puesto que su espíritu ha sido anexionado por la inteligencia del Presidente?
—¡Dios mío!—repitió ella, hablando para sí misma; y calló.
El lamento de su pena y de su incredulidad no era más ruidoso que el ronroneo de un gatito. Aguarde pacientemente uno o dos minutos más.
—¿Ha intentado él ocupar el lugar de su marido?
Mi pregunta tardó unos instantes en penetrar en ella. Levantó la cabeza.
—No—murmuró—. No.
—Pero algunos deben ver en esta operación una pérfida desnaturalización de identidad. ¿Lo saben? ¿Lo aceptan?
—Era una necesidad. El Presidente reconoce que lo era... al mismo tiempo que un supremo gesto de buena voluntad hacia Occidente. Ha revestido voluntariamente el cuerpo de un escandinavo. —Con un asomo de amargura, añadió—: Nunca me ha tocado.
No podría soportarlo... no podría tolerarlo. Así que nunca me toca.
—¿No la ha permitido regresar a Munich?
—Pasé brevemente por nuestra casa. Soy yo quien quiso venir a Sevilla. Era necesario que viera el lugar donde había empezado todo.
—¿Ha venido usted únicamente para ver esta vieja casa? ¿Es eso lo que quiere decir?
—No. No tan solo para volver a ver esta vieja casa
—¿Por qué, entonces?
Apartó bruscamente su silla de la mesa y se levantó. Yo no tenía nada en común con aquella asiática gris. Nos estaban mirando. Con un gesto rápido ella apartó los cabellos color ala de cuervo que ocultaban su mejilla izquierda para echarlos hacia atrás por encima de su hombro. Desnudo en la brillante luz, su rostro no se parecía en absoluto al de la niñita que gritaba en la escalera.
—Tengo que irme—dijo.
—¿Para ir dónde? ¿sigue con su marido?
—Mi marido está muerto—dijo ella con un grito
Y empezó a alejarse.
—Quería decir con el Presidente.—Quise levantarme también y volqué la botella de vino—. Perdóneme, Nisei, quería decir con el Presidente.
Tenía la impresión de estar desnudo ante todos los curiosos que me miraban con asombro. Sentía que un naciente dolor de cabeza me aturdía. Vacilante. volví a colocar la botella de pie sobre la mesa. Aún estaba medio llena.
—El Presidente está hoy en Madrid —dijo Nisei—. Mañana cuando llegue aquí, le veré. Tan solo quiero verle. Esto es todo. —Estaba ya en la calle. Yo había girado 180 grados para seguirla con los ojos mientras ella se batía en retirada, con aspecto furioso—. ¡Es todo!—gritó.
—¡Nisei!
—¡No me llame así!—Agitó el brazo—. Esta vieja casa...—Volvió a agitarlo—no es la mía. Adiós, Mike. Vuelva allá donde debe estar. Vuelva.
Un coche pequeño pasó ante ella. En el café al otro lado de la calle, dos hombres se dijeron algo que parecían ser amenazas u obscenidades. Nisei me giró la espalda. Un destartalado autobús con un anuncio de un coñac español en sus costados, la ocultó, y sé perdió en medio de los transeúntes con camisas de un color azul deslucido. sin duda había abandonado ya la sucia plaza... y yo no podía hacer otra cosa más que contemplar la fachada de un decrépito colmado y mirar los anuncios de películas pegados a los ladrillos de la pared.
Volví a sentarme, centro de un interés por parte de los curiosos del que muy bien me hubiera pasado, y llené de nuevo mi vaso. No existía nada excepto el vino y la tarea que me esperaba. En primer lugar la historia de la nueva encarnación de Picasso que me había contado el ciego. Y ahora la transferencia de inteligencia del presidente al cuerpo de un occidental. Ambos relatos eran increíbles, más increíbles aún puesto que el ciego yacía ahora, muerto, en el lavadero de aquel edificio, y Nisei se había desvanecido como una aparición invernal para regresar al lugar que le correspondía en el tiempo. Ya no podía interrogar ni al uno ni al Otro. Habían sido retirados, robados de mi lado. Y sin embargo, lo único que deseaba realmente era una descripción más detallada del aspecto físico actual del Presidente. Se parecía al difunto marido de Nisei. Sí, se parecía a un actor que había interpretado hacía tiempo algunos de los luminosos films de Bergman.
Lamenté no haberle preguntado a Nisei si tenía una foto de él. Ya que, a la mañana siguiente, abatiría al venerable Presidente de la comunidad, fuera cual fuese el disfraz de carne con el que se hubiera revestido. Había ido demasiado lejos—todos habíamos ido demasiado lejos—como para que aquella grotesca duplicidad de pieles, aquel horrible trueque de huesos, me privara de mi venganza. Aquello no tenía importancia. Mataría al marido de Nisei por segunda vez, si eso era lo que había que hacer.
Miré de nuevo el edificio. Me refugié en la Habitación de Yeso y de Pintura Desconchada (mi antigua habitación) para huir de la canícula. Dormí un poco. Leí durante una hora. Cuando el polvo del crepúsculo comenzó a teñir de penumbra la habitación de alto techo, me aventuré a romper tres o cuatro láminas de la celosía.
El crujido fue inevitable, y su intensidad aparente me alarmó, pero los transistores funcionaban ya y los clientes instalados en la acera delante de la bodega de Antonio estaban empeñados en una animada discusión. Nadie levantó la cabeza. A la parca luz que se filtraba por la ventana, ensamblé los elementos de mi bastón, en cuyo interior introduje el sistema secreto de detonación que pondría fin a la recuperada juventud y poder del Presidente... una juventud nueva pero un poder cultivado y pulido a lo largo de los años por una perversidad de la que solo son capaces la edad, la madurez.
Arrugué mi traje. Me coloqué las gafas ahumadas. Di vueltas a la habitación llena de cascotes para ejercitarme en imitar el modo de andar a la vez suave y brusco de los ciegos. Cuando la claridad hubo casi desaparecido—y los cristales amarillos acababan de eliminarla—, exploré mis bolsillos. Los papeles del ciego estaban en mi chaqueta. Los desplegué, los examiné frunciendo los ojos, volví a doblarlos y los metí en el bolsillo interior, contra mi corazón. Lo último que encontré fue la cápsula de cianuro. En la oscuridad, con su hendidura no más gruesa de un cabello cruzando como una cicatriz la envoltura de plástico, parecía aún más grotesca que aquella mañana. Mi corazón latía con golpes sordos. Parecíar el redoble de un tambor. Mis manos estaban húmedas. Cuando calculé que era aproximadamente medianoche, salí del apartamento, descendí la escalera y me dirigí con paso vacilante hacia la Calle de las sierpes. Tenía mis gafas. Incluso de noche los ciegos no recobran la vista, de modo que me esforcé en copiar la realidad. No había mucha gente, las callejuelas estaban mal iluminadas, y a cada uno de mis indecisos pasos debía resistir al deseo de dejar de representar aquel papel y seguir el consejo de Nisei... regresar al universo al que pertenecía. Pero mis demás sentidos se afirmaban como si fuera realmente ciego y me incitaban a ir hasta el final de mi misión: el frío de los ladrillos bajo mis dedos, el olor del pan cociéndose, los relentes de las tintoterías, los gritos que salían de los patios interiores, el sabor de mi propia saliva. Eran otros tantos signos que me decían a qué universo pertenecía, adónde iba.
En la entrada de la Calle de las sierpes, los preparativos para la visita de la mañana siguiente ya habían empezado. Hombres de uniforme, guardias civiles, iban y venían como espectros color verde oliva, dando órdenes a los obreros que colocaban los caballetes en su lugar cortando los accesos con cuerdas de terciopelo rojo. La propia calle, abstracción hecha de la presencia aquí y allá de algún guardia, tenía la virginidad de la nieve recién caída. Era un gran tajo vacío extendiéndose hasta las lejanas avenidas donde estaba autorizada la circulación rodada. La luna flotaba en el cielo parecida a un huevo al trasluz, cálida y de soslayo.
En el desierto de la calle resonaban algunas voces. Vaciándome de toda voluntad, me acerqué a la primera barrera golpeando el suelo con el extremo de mi bastón, lamentando dominar tan mal la lengua del país. Había cruzado ya un par de caballetes que aguardaban a que se les fijaran las cuerdas y que se erguían en medio de una mancha de luz cuando me detuvieron:
—¡Alto!
Un rostro apareció ante mí, como una rosa gigante de caídos pétalos. A través de mis gafas lo único que podía decir del hombre que me interpelaba era que estaba de mal humor y que su grito de alto hacía retemblar sus fláccidas mejillas. Me sujetó por los hombros. Otro acudió. Tuve tiempo de examinar a este último. Era un oficial joven, mucho más tranquilo que el primero. Me esforcé en mantener la cabeza erguida, los ojos fijos, una actitud de espera. El oficial tuvo una breve conversación con el hombre del rostro de rosa, luego se dirigió a mí:
—Señor... ¿cómo se llama?
Era un desafío. Pero aquel encuentro tuvo como efecto galvanizador como no lo había estado desde hacía setenta y dos horas. Le di el nombre del ciego y saqué sus papeles. El guardia colérico buscó mi nombre en la lista de comerciantes de la Calle de las sierpes, mientras el joven oficial echaba una ojeada superficial a mis papeles de identidad mientras tarareaba una canción popular. Estaba tranquilo. Rebusqué en Ini memoria para construir una o dos frases en español a fin de que siguiera estándolo. Fue notablemente fácil. Cuando me preguntó por qué no había ido hoy, respondí:
—He estado enfermo, muy enfermo.
Y las sílabas brotaban de mi boca como si fuera un andaluz pura sangre. Ninguno de los dos se tomó la molestia de mirarme. El oficial me devolvió mis papeles e hizo una seña a su colega de que se fuera. A regañadientes. el hombre de las mejillas fláccidas
regresó a vigilar la colocación de los caballetes y los cordones de terciopelo rojo. El oficial quiso saber por qué razón estaba yo en la calle a una hora tan tardía.
—Quiero esperar el Generalísimo v su huésped distinguido—le respondí—. Si posible, quiero conocerlos v hablar.
Las palabras se extendían por mi cabeza, y aunque mi dicción estaba marcada por una cierta torpeza que traicionaba al extranjero, las pronunciaba con una tal seguridad que engañaron a mi interlocutor. Se echó a reír y exclamó:
—Bueno, bueno, bueno.
Siempre riendo, me hizo saber que podía ir a mi lugar habitual, y me advirtió que la noche sería larga y faltarían las distracciones. Incliné la cabeza y dije:
—Si, comprendo. —Y, golpeando el suelo con el extremo de mis bastón asesino, me dirigí hacia el rincón donde aguardaría en una espléndida soledad la llegada del Presidente.
Permanecí toda la noche de pie en mi rincón, adormeciéndome intermitentemente. Llegó la mañana, extendiendo sus oleajes de color rosa acuarela bajo las nubes bajas, sobre las casas de ladrillo gris, sobre los terrados henchidos de velas por encima de la Calle de las sierpes. El lejano y alegre ruido de la circulación hacía zumbar los adoquines bajo mis pies. A cada extremo de la calle, un guardia controlaba la identidad de los tenderos y los dejaba pasar. Se apresuraban entonces, con risas nerviosas, frotándose las manos, hacia sus comercios, levantando las rejas que cerraban las puertas y desplegando sus escaparates para el mayor placer del Generalísimo. Algunos me saludaron apresuradamente a su paso, y yo agité vagamente mi bastón en respuesta.
Todos estaban demasiado atareados para tomarse el tiempo de detenerse y hablarme, pero estaba convencido de que podría salirme de todas las dificultades imaginables si a alguno de los comerciantes se le ocurría acercarse a mí para darme los buenos días y si, al no reconocerme, me preguntaba qué hacía allí. Tenía preparada mi respuesta en la punta de la lengua El vertdedor de billetes que conoce usted está enfermo, señor, pero la Guardia desea que la calle tenga su aspecto habitual. Por esto lo reemplazo. Cuando el destino le ordena a alguien realizar la misión de su vida, ningún poder puede impedírselo.
Este fue el caso para mí aquella mañana de primavera, mientras los comerciantes charloteaban, los policías patrullaban y la calle resonaba con el lamento metálico de las tiendas abriéndose. En un momento determinado, el camarero de la taberna más próxima me trajo un vaso de anís con los saludos de su patrón. Lo tomé con mano temblorosa y se lo agradecí con una inclinación de cabeza. El muchacho se me quedó mirando fijamente durante unos instantes, pero se fue cuando empecé a sorber el opalino brebaje. Las dos horas que pasé aguardando después de que hubieran llegado
todos los comerciantes me parecieron más largas que las siete u ocho de espera de la noche.
Finalmente, un rumor procedente de la parte baja de la calle me advirtió que ya no tendría que esperar mucho más. Un grupo de oficiales emergió de pronto de uno de los meandros de la calle. Toda una multitud llenaba el estrangulamiento de la vía y el pequeño tropel avanzaba hombro contra hombro charlando tranquilamente. Se oían risas. Pasada la plaza, el cortejo se dirigió hacia mí con una lentitud exasperante, ya que el hombre de curvadas espaldas a cuyo alrededor giraban todos los demás dignatarios avanzaba a pasitos muy cortos y se detenía con frecuencia para hacer gestos con las manos o llamar la atención hacia tal o cual cosa digna de interés. Llevaba un uniforme con charreteras, bandas y galones brillantes. Tenía una cabeza de pájaro. Lo reconocí inmediatamente: era el Generalísimo. Pero los que le rodeaban no formaban a mis ojos más que una masa indistinta, confundiéndose como vaporosos espectros. Había otros uniformes, rostros vagamente orientales, trajes de etiqueta, puños blancos asomándose al extremo de las mangas, quizá incluso alguna falda femenina. Los destellos de los flashes recortaban intermitentemente todos aquellos trajes, pero seguía siendo incapaz de saber si el Presidente estaba entre ellos.
Buscaba dos rostros distintos: un rostro mongólico y un rostro escandinavo. Pero no podía localizar ni al uno ni al otro en aquella marea de rostros que avanzaban hacia mí con una despreocupación que hacía hervir mi sangre. ¿Me habría mentido el ciego cuando había hecho alusión a la visita del Presidente? ¿Habría concebido Nisei la extraña historia de la muerte y resurrección de Theo para castigarme por mi grosería? De pronto me di cuenta de que todas las informaciones que poseía eran de segunda mano. La duda se apoderó de mí, y me maldije por haber creído a pies juntillas a los muertos y a las pérfidas. Salí de mi rincón golpeando el suelo con la punta de mi bastón. Casi al mismo instante vi a un hombre alto con cabellos rubios salpicados de gris, un hombre de hundidos ojos azules y mentón prominente. Se destacó de un grupo de personajes más pequeños y ocupó un lugar al lado del Generalísimo. Su guerrera de cuello cerrado y su pantalón flojo, el atuendo de los miembros de la comunidad china, parecían incongruentes. Era el antiguo marido de Nisei, convertido en el cascarón viviente donde había elegido su domicilio el espíritu vampírico, insaciable, de un perverso sin igual. Grité:
—¡Lotería! Lotería para hoy.
Me vieron y sonrieron. El grupo informe, despreocupado y ávido de novedades de los dignatarios y reporteros avanzó lentamente hacia mí, y su despliegue me dio una sensación de claustrofobia. Iba a tener muy poco lugar a mi disposición para abatir a Theodor-Mao, ni un centímetro de margen para retroceder. Un instante más, y todos aquellos cuerpos iban a envolverme. Pero, como un jugador de baloncesto en medio de un grupo de escolares, el Presidente, dominando con toda su altura a sus anfitriones españoles y sus camaradas chinos, avanzó hacia mí con una impetuosa temeridad.
Repetí:
—¡Lotería!
El Presidente se detuvo, se giró para decir algo, se echó a reír, y prosiguió su marcha implacable. Los demás se aglomeraron tras él y, de pronto, aquel avance de una exasperante lentitud se convirtió en la avalancha de una cortante hoja. Hombres y flashes me rodeaban. Retrocedí. Alzando los ojos, vi en el espacio vacío que separaba mis gafas oscuras de mi rostro a una paloma atravesar aquel intersticio de cielo azul. Cómo hubiera deseado volar, yo también, en aquel vacío, libre del deber que me había impuesto: asesinar a un hombre que ya no se parecía a sí mismo.
El actor seguía acercándose. Se giró de nuevo.
—Generalísimo —dijo en español, dirigiéndose al viejo homúnculo de majestuoso uniforme—, este hombre no tiene por qué seguir siendo ciego. Nadie debe serlo. Nosotros poseemos los medios de devolverle la vista.
Rubio como el trigo del norte, suave como un gato en pleno salto, el Presidente tendió hacia mí sus finas manos, acompañando aquel gesto con una sonrisa de bendición completamente ajena a las circunstancias. Yo no veía más que a él. Los demás hubieran podido ser simples figuras de cartón destinadas a poblar prosaicamente un telón de fondo. Y el tiempo—el Pasado, el presente, el futuro— se condensó enteramente en aquel único instante, corriendo por mis venas como un suero feroz. Grité en inglés: ¡Muere, monstruo!, y salté hacia adelante con una violencia tal que el sol se oscureció, el aire se incendió y, bajo los adoquines, la tierra
se levantó en estremecimientos volcánicos. La magnitud de mi acto dejaba asombrada a toda la creación. Mi bastón se irguió cuando lo blandí, primero lateralmente, luego directo frente a mí, infaliblemente. Pasó entre las manos tendidas del Presidente en dirección a su corazón. Varios flashes estallaron.
El Presidente giró sobre sí mismo. Su cabeza basculó hacia atrás. Un sonido semejante al del vapor escapándose de una olla a presión llenó la calle cuando los dignatarios de la escolta lanzaron un clamor de estupefacción. Hice un molinete y asesté un bastonazo contra el esternón del Presidente. El arma golpeó desviada muy ligeramente del blanco elegido debido al movimiento involuntario hecho por él, pero el cartucho le reventó el pecho, arrancando la parte delantera de su guerrera, se hundió en el espacio vacío que limitaban los pulmones. Los gritos ahogaron el jadeo de la multitud.
El retroceso me derribó al suelo y el arma escapó de mis manos. En mi caída, vi la mancha roja en el torso del Presidente, luego hundí un instante mi mirada en la expresión incrédula de sus ojos de agua azul. Dos hombres sostuvieron su vacilante cuerpo. Pero los ojos azules e inteligentes me miraron caer. Finalmente, se desviaron y su azul se transformó en un blanco lechoso antes de que se cerraran. El cuerpo se derrumbó. sin embargo, tuve una fracción de segundo para darme cuenta de que el efecto no era el que hubiera debido ser, que la expresión de la víctima no era absolutamente la que yo había esperado, e instantáneamente tuve laidea de que había cometido un error. ¡Un error! Dejé inmediatamente de pensar, ya que una rodilla golpeó contra mi mentón, y mi cráneo se aplastó contra un escaparate.
Mis gafas oscuras saltaron. Conseguí sin embargo ponerme a cuatro patas y, frenéticamente, retrocedí como un cangrejo a lo largo de las fachadas de cemento enmohecido de las tiendas para escapar a mis perseguidores. Un par de masivas rodillas envueltas en tela impermeable color verde oliva rematadas con espejeantes botas se propulsaron hacia mi. Hipnotizado, continué arrastrándome mientras las maldiciones y las llamadas resonaban de abajo arriba de la Calle de las sierpes. Las resplandecientes botas estaban casi a la altura de mi rostro. Rechacé una de una embestida y aproveché el que el hombre se tambaleaba para ponerme en pie. Me esforcé, con la energía de la desesperación, en sacar la cápsula de cianuro del bolsillo de mi pantalón.
—¡No! —gritó una voz de mujer—. ¡No le dejen hacer eso!
El hombre al que momentáneamente había desequilibrado me sujetó. Llevaba un tricornio, y parecía ocupar un escalón considerable en la jerarquía de la Guardia. Con un brusco movimiento circular de su brazo, me partió la mandíbula y lanzó irremediablemente al infinito la frágil cápsula de plástico. Era visiblemente de mayor edad que yo, pero indudablemente más fuerte. Sujetándome por las solapas de la chaqueta, me arrastró de fachada en fachada hasta que me encontré de espaldas contra una amplia luna. Sabia lo que iba a suceder a continuación, a dónde iba conducir su furor.
Me escupió en pleno rostro:
—¡Hijo de noche!
Los brazos que me sujetaban por el pecho se envararon, se tensaron como potentes muelles, y me proyectó contra la pared de cristal, que se rompió en mil pedazos. Una lluvia de cristales se abatió sobre mi, cortándome por todos lados, desgarrándome la espalda. Cai, con las piernas dobladas, en el salón del café-sala-de-billar donde el ciego y yo habíamos hablado de la inminente visita del Presidente. Ahora, el Presidente estaba muerto, y la desgarrada abertura que bostezaba ante mi estaba repleta de rostros curiosos. El del guardia al que debía mi brutal caída y todas mis cortaduras, impasible y furioso, dominaba a todos los demás.
Hizo saltar con un revés de la mano los trozos de vidrio que habían quedado encajados en el marco en su parte baja y pasó por encima de él. Yo estaba consciente. Mi mandíbula trepidaba como un raíl tras el paso de una enorme locomotora, y tenía la impresión de que todo mi cuerpo estaba asaetado de aguijones de abejas y orificios de láser. En su furor, el guardia iba a matarme y a poner fin a mis sufrimientos. Aquella perspectiva no me asustaba. La esperaba con placer.
Pero era también consciente de que el dueño y los empleados suplicaban a mi agresor que lo dejara para no agravar aún más la devastación. Me pusieron en pie sin contemplaciones, y oí gritos cuando el guardia me abofeteó salvajemente, acompañando cada golpe de un torrente de obscenidades. Tenía la impresión de que quien me golpeaba era una potencia vengadora anónima, ya que era como si el hombre no tuviera rostro... nada más excepto unas terribles extremidades como las botas a las que había intentado escapar y los puños duros como el acero que golpeaban. Tras la luna reducida a añicos, parecida a la cuerda de un arpa pulsada por unos dedos, una voz de mujer dijo:
—¡No, Vicente, no! El Presidente está muerto. Matar a este hombre no cambiará nada.
Vicente, el guardia, me lanzó un golpe con el canto de la mano. Sujetándome de pie, se preparó a golpear de nuevo.
—¡Por el amor del cielo, detente! —gritó de nuevo la mujer.
Vicente se apartó ante aquellas palabras, y pude ver plenamente a las personas apiñadas tras la luna. La mujer, por supuesto, no era otra que Nisei. Se sujetaba el rostro con ambas manos y sus dedos se crispaban en la sedosa masa de sus cabellos. Taladraba con sus ojos la relativa oscuridad del otro lado, y su mirada tenía algo de obsesionado. Evidentemente, no me reconocía... aunque no sabía por qué. Cuando mis rodillas empezaron a doblarse y mis ojos a pone}se vidriosos, el imponente guardia me sujetó por un brazo y me sacudió. Recobré momentáneamente la lucidez. Me mantenía aún en pie. Observé que ya no llevaba mi chaqueta, que la parte delantera de mi camisa era roja como la cresta de un gallo, que la tela empapada en sudor estaba pegada contra mis costillas, remarcándolas. El dolor me clavó en la posición vertical durante un atroz segundo.
Articulé: "Nisei", antes de desmoronarme. Esta vez, Vicente me soltó. Comprendiendo quién era, Nisei empezó a gritar. Me derrumbé sobre la alfombra de cristales rotos, cuyos trozos más grandes se partieron bajo mi peso, lacerando indiferentemente mi cuerpo. La cabeza de Vicente se acercó de nuevo. Sus manos, no
pudiendo aprisionar las ausentes solapas de mi chaqueta, desgarraron mi camisa. Mi consciencia se estaba viniendo abajo. Me esforcé en mirar a mi verdugo, aferrándome al poco de lucidez que me quedaba. Su aliento rozaba mi boca, mi nariz. Luchando por enfocarlos, clavé mis ojos en su protuberante mandíbula.
Aunque habían pasado treinta años, algo en aquella fisonomía me era incontestablemente familiar: la marca de nacimiento color violeta, parecida a una hambrienta araña, marcaba su mejilla izquierda. Con aquella última imagen registrada por mi mente, el guardia y los espectadores apelotonados tras la luna se desvanecieron, desaparecieron en la invisibilidad, la insignificancia y el olvido. El dolor también se disipó. Ya que la certeza de que el acto que había realizado no era un error se devanaba como un hilo de plata tejiendo una temblorosa tela de araña que palpitaba en la noche que lo invadía todo.
Y, al mismo tiempo que las tinieblas se abatían sobre mí, una paloma planeando en el espacio azul entre los terrados de la Calle de las sierpes desapareció. Desapareció sin moverse. La serenidad de las viejas catedrales me pertenecía, me pertenecía solo a mí.
EPILOGO
Como lo pruba este documento, no me mataron. No me pregunten por qué. Prefirieron encerrarme en esta inmensa prisión. Cuando entré en ella, había otros hombres tras sus muros. Pero ahora yo soy el único ya que, en el transcurso de los años, el número de detenidos ha ido disminuyendo gracias a los indultos, la muerte natural y, finalmente, la amnistía general decretada en el alba del nuevo siglo. Yo soy el único que no ha sido liberado. Sin embargo tengo derecho a pasearme a mi antojo por las galerías, y puedo incluso pasar de tanto en tanto un día trabajando en los jardines de la prisión.
En las elecciones de 1992, el Generalísimo obtuvo una victoria aplastante sobre sus numerosos adversarios. Este año, en primavera, ha sido reelegido por novena vez consecutiva. Los guardias me lo han dicho. Estoy seguro de que sigo aquí precisamente por orden suya. Soy muy bien tratado, recibo muchas atenciones, mis deseos son siempre satisfechos, pero soy consciente de mi condición de prisionero. Los guardias, por ejemplo, no me lo dicen todo, no me dan más que noticias relacionadas directamente con España. Así, me han anunciado que, tras la última victoria electoral del Generalísimo, Picasso había pintado un fresco conmemorativo titulado El Sueño y la Verdad de Franco. Actualmente se halla expuesto en el museo del Prado. A veces llego a pensar que los guardias mienten, que el ciego me mintió, que la propia Nisei me engañó.
No sé nada de lo ocurrido en China después de que yo matara a Theodor-Mao. Lo ignoro todo de las reacciones importantes del mundo. Así lo quieren ellos. Hay una conspiración de los guardias para que yo permanezca en la oscuridad. Algunas bromas cotidianas, algunos chismes sobre Franco, y eso es todo. Nunca van más lejos. Me dejan escribir y reflexionar. Pero ya no me queda más que un breve episodio que relatar. Hace ocho años, tras mi encarcelamiento, tuve derecho a una visita: la de mi hijo mayor, Christopher James. Venía de Johannesburgo, y entró en mi celda con una extraña reticencia. Aún no había cumplido los veintiún años y hacía tanto tiempo que no lo había visto que me sorprendí de hallarlo tan mayor. No se sentó sino que se quedó de pie mirándome, con los brazos cruzados sobre el pecho. ¡Qué joven era! Su rostro tenía la sana delgadez de la adolescencia, y sus cabellos, moderadamente largos, eran brillantes. La oscuridad palpable de mi celda no podía apagar su brillo ni ahogar el vigor de su juventud.
Se negó a hablar de él pese a las preguntas que le hice sobre sus estudios. Incluso le sugerí a modo de broma que se convirtiera en mi medico personal. (Por aquella época, mis heridas aún no estaban completamente curadas, y mi mandíbula me hacía sufrir a menudo). Todas mis bromas caían en saco roto. Permanecía allí de pie ante mí, observándome como un juez. Cuando le pedí noticias del mundo, me respondió:
—Me han dicho que no aborde este tema contigo. Y no lo abordaré, puesto que no tiene ninguna importancia.
—Entonces, ¿qué es lo importante, según tú?
—Las razones por las cuales has tomado la vida de un hombre por las cuales has matado a otro ser humano. Esto es lo qué querría saber.
Se lo expliqué tan sucintamente como pude. Dispuse ante él con una cierta elocuencia, las piezas del rompecabezas, y me dedique a ajustarlas de forma coherente. Cuando callé, inclinó la cabeza y se puso a pasear arriba y abajo por la celda delante de mi camastro.
—Tu familia sigue queriéndote —dijo finalmente—. Pero tú no eres Moisés. Tu pueblo no es el Pueblo Elegido
—¿Quizá desearías verme lanzar el bastón que he guardado para ti, Jamie, y que se convirtiera en serpiente?
Aquello le hizo sonreír, y yo proseguí: si yo no me parecía a Moisés, él tampoco se parecía a Minos, uno de los jueces de la muerte entre los griegos. Admitiría, sin embargo que Jamie y su hermano mayor, Joshua Ethan, me juzgaran si áceptaban que su pensión fuera suprimida. Se rió de nuevo. Hacía ya varios años que no les pasaba ninguna pensión, pero aquello rompió el hielo y charlamos agradablemente.
Pasó una hora. Bajo las órdenes de un guardia, Jamie me dijo hasta la vista y se fue. Me senté, deprimido, sobre mi camastro. La oscuridad invadía la celda. El ruido de los pasos de mi hijo murió. A partir de entonces no se me ha autorizado ninguna otra visita.
Sin embargo, no lamento nada. Los años pueden irme arrugando como arrugarán a Jamie, pero no lamento nada. Maté a un monstruo por mi mujer y mis hijos: no tengo ningún reproche que hacerme.
FIN