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septiembre 19, 2010
Hijos de la medianoche, la novela río de Salman Rushdie (Bombay, 1947), narra la historia de la generación que surgió con la India como nación soberana. En este ensayo, Rushdie responde con apasionados argumentos a las fúnebres profecías de George Steiner en torno al futuro de la novela y analiza la obra del escritor trinitario V.S. Naipul. Celebramos el medio siglo de la India y el medio siglo del escritor perseguido con esta declaración de independencia narrativa.
En el centenario de la Asociación de Editores Británicos, el profesor George Steiner pronunció una pieza sustanciosa:
Nos estamos hartando de nuestras novelas[...] Los géneros surgen, caen; la épica, la épica en verso, la tragedia en verso formal; grandes momentos que luego decaen. Se seguirá escribiendo novelas durante mucho tiempo pero, cada vez con mayor frecuencia, la búsqueda se centrará en las formas híbridas, en eso que llamaremos de manera más bien burda hecho/ficción... ¿Qué novela puede competir en la actualidad con lo mejor del reportaje, con lo óptimo de la narrativa inmediata? Píndaro [fue] el primer hombre en la historia que dijo, “este poema será cantado cuando la ciudad que encargó su factura haya cesado de existir”. La inmensa bravata de la literatura contra la muerte. Al decir esto en la actualidad, incluso el mejor de los poetas, me atrevo a decir, se sentiría profundamente avergonzado... La gran vanagloria clásica (pero qué vanagloria tan maravillosa) de la literatura: “Soy más fuerte que la muerte. Puedo hablar acerca de la muerte en la poesía, el drama, la novela, porque la he trascendido, porque soy más o menos permanente...” Eso ya no está disponible.
Así que aquí está, una vez más, envuelta en la mejor, la más pulida retórica. Quiero decir, aquella vieja y sabrosa castaña, la Muerte de la Novela. A la cual el profesor Steiner agrega, por si hiciera falta, la Muerte (o, por lo menos, la radical transformación en algún tipo de niño genio de la computación, en una especie de supernerd) del Lector, y la Muerte (o, por lo menos, la radical transformación en la forma electrónica) del propio Libro. Habiendo sido anunciada hace varios años en Francia la Muerte del Autor (y la Muerte de la Tragedia, también anunciada por el profesor Steiner en un obituario anterior), el escenario queda poblado con más cadáveres que la escena final de Hamlet.
No obstante, aun erguida en medio de la carnicería, permanece una figura solitaria y poderosa, un verdadero Fortinbrás, ante quien todos nosotros, escritores de textos anónimos, lectores posletrados, la Casa de Usher que es la industria editorial (la Dinamarca con algo podrido en el interior que es la industria editorial) y, de hecho, los propios libros, debemos inclinar la cabeza: a saber, naturalmente, el Crítico.
Un gran escritor, por lo menos, también anunció en semanas recientes el fallecimiento de la forma en la que él ha sido tan celebrado como practicante. V.S. Naipaul no sólo ha dejado de escribirlas, sino que la propia palabra “novela”, nos dice, ahora lo hace sentir enfermo. Como el profesor Steiner, el autor de Una casa para Mr. Biswas siente que la novela ha rebasado su momento histórico, que ya no cumple una función útil y será reemplazada por la escritura de lo real.Vidia Sir Naipaul, nadie se sorprenderá al saberlo, actualmente se encuentra en la vanguardia de la historia, creando esta nueva literatura post-ficticia.
Otro de los principales escritores británicos echa su cuarto a espadas:
Casi no se necesita señalar que en este momento el prestigio de la novela es extremadamente pobre, tan pobre que la frase ‘nunca leo novelas’, que incluso hace doce años era generalmente pronunciada con un gesto de disculpa, ahora se pronuncia en un tono de orgullo asumido... Es mucho más probable, si los mejores cerebros literarios no pueden ser inducidos a regresar a ella, que la novela sobreviva en alguna forma negligente, despreciada e irremediablemente degenerada, como las lápidas modernas, o como el espectáculo de Punch and Judy.
Esto lo escribió George Orwell en 1936. Parece -y el profesor Steiner lo acepta- que la literatura tal vez no ha tenido nunca un futuro. (Incluso la Ilíada y la Odisea recibieron malas reseñas al principio). La buena escritura siempre ha sido atacada, de manera más notoria por otros buenos escritores. La mirada más superficial a la historia literaria revela que ninguna obra maestra de la literatura ha estado a salvo de ataques en el momento de ser publicada, y que la reputación de ningún escritor se ha librado del ataque de sus contemporáneos. Aristófanes dijo que Eurípides era “un antologador de lugares comunes... y hacedor de maniquíes para pelagatos”; Samuel Pepys pensó que el Sueño de una noche de verano era “insípido y ridículo”; Charlotte Bront menospreció el trabajo de Jane Austen; Zola se burló de Las flores del mal; Henry James se expresó muy mal de A la mitad de marzo y Nuestro amigo mutuo. Todo mundo se burló de Moby Dick. Le Figaro anunció, cuando Madame Bovary fue publicada, “el señor Flaubert no es un escritor”; Virginia Woolf dijo, con respecto de Ulysses, que era “vulgar”; y quien reseñaba para el Courier de Odessa, escribió acerca de Anna Karenina, “basura sentimental... Muéstrenme una página que contenga una idea”.
Así que cuando los críticos alemanes atacan a Günter Grass, cuando los literatos italianos de la actualidad se “sorprenden”, como nos dice el novelista y crítico francés Guy Scarpetta, de saber que Italo Calvino y Leonardo Sciascia tienen grandes reputaciones internacionales, cuando los cañones de la corrección política estadunidense se dirigen hacia Saul Bellow, cuando Anthony Burgess menosprecia a Graham Greene momentos después de la muerte de éste, y cuando el profesor Steiner (ambicioso, como siempre) se encarga no de unos cuantos escritores individuales, sino de toda la producción literaria de la Europa de posguerra, todos ellos pueden estar sufriendo de la enfermedad cultural endémica de la Edad de Oro: esa recurrente nostalgia biliosa por un pasado literario que en aquel tiempo no tenía mucho mejor apariencia de la que el presente tiene ahora.
El profesor Steiner comenta: “Es casi axiomático decir que en la actualidad las grandes novelas vienen de la orilla lejana, de la India, del Caribe, de América Latina”, y a alguno le sorprenderá que yo explore este asunto de un centro exhausto y una periferia vital. Y sin embargo, lo hago, en parte porque se trata de un lamento muy eurocéntrico. Sólo un intelectual de Europa occidental elaboraría un lamento por toda una forma de arte sobre la base de que las literaturas de, digamos, España, Francia, Alemania, España e Italia ya no fueran las más interesantes de la tierra. No queda claro si el profesor Steiner considera que Estados Unidos está en el centro o en el límite distante; la geografía de esta visión aplanadora de la tierra acerca de la literatura es un poco difícil de comprender. Desde donde estoy sentado, no obstante, la literatura de Estados Unidos parece estar en buena forma.
¿Qué importa de dónde vengan las novelas, mientras sigan llegando? ¿Cuál es esta tierra plana en la que vive el buen profesor, con decadentes romanos en el centro, hotentotes terriblemente dotados y antropófagos acechando en las orillas? El mapa que está en la cabeza del profesor Steiner es un mapa imperial, y hace mucho tiempo que los imperios de Europa desaparecieron. El medio siglo cuya producción literaria Steiner y Naipaul toman como prueba del declinamiento de la novela, es también el medio siglo del periodo poscolonial. ¿No podría ser simplemente que esté emergiendo una nueva novela, una novela poscolonial, una novela descentrada, trasnacional, interlingüe, intercultural, y que en este nuevo orden (o desorden) mundial encontremos una mejor explicación de la salud de la novela contemporánea que la hegeliana opinión, un tanto condescendiente, del profesor Steiner acerca de que la razón de la creatividad del “borde lejano” sea que estas son áreas “que están en un estado primitivo de la cultura burguesa, que están en una forma más primitiva, más vasta, más problemática”?
Fue, después de todo, el éxito del régimen de Franco en su esfuerzo por obstaculizar a la literatura española década tras década, lo que cambió los reflectores hacia los excelentes literatos que trabajaban en América Latina. De acuerdo a ello, el llamado boom latinoamericano fue tanto el resultado de la corrupción del viejo mundo burgués, como el de la creatividad supuestamente primitiva del nuevo mundo. Y la descripción de la antigua y sofisticada cultura de la India como si existiera en un estado “más vasto, más primitivo” que el de Occidente es manifiestamente inexacta. La India, con sus grandes clases mercantiles, su extendida burocracia, su economía en auge, posee una de las burguesías más grandes y dinámicas en el mundo y la ha tenido durante por lo menos tanto tiempo como Europa. La gran literatura y una clase de lectores letrados no son nada nuevo en la India. Lo que es nuevo es la emergencia de una dotada generación de escritores indios que trabajan en inglés. Lo que es nuevo es que el “centro” se ha dignado a darse cuenta de la existencia del “borde”, porque el “borde” ha comenzado a hablar en su multitud de versiones una lengua que Occidente puede entender con facilidad.
Incluso el retrato del profesor Steiner acerca de una Europa exhausta es, en mi opinión, simple y demostrablemente falso. Los pasados cincuenta años nos han dado las obras de, sólo por nombrar a unos cuantos, Albert Camus, Graham Greene, Doris Lessing, Samuel Beckett, Italo Calvino, Elsa Morante, Vladimir Nabokov, Günter Grass, Aleksandr Solzhenitsyn, Milan Kundera, Danilo Kis, Thomas Bernhard y Marguerite Yourcenar. Todos podemos hacer nuestras propias listas. Si incluimos escritores de más allá de las fronteras de Europa, queda claro que rara vez el mundo ha visto una cosecha tan abundante de excelentes novelistas viviendo y trabajando al mismo tiempo. Queda claro, también, que el fácil pesimismo de la posición Steiner-Naipaul no sólo es deprimente sino injustificado. Si V.S. Naipaul ya no desea o ya no es capaz de escribir novelas, es una pérdida sensible para nosotros. Pero el arte de la novela sin duda habrá de sobrevivir sin él.
En mi opinión, no hay crisis en el arte de la novela. La novela es precisamente esa “forma híbrida” que el Profesor Steiner añora: es en parte investigación social, en parte fantasía, en parte un confesional; cruza fronteras de conocimiento así como límites territoriales. El Profesor tiene razón, sin embargo, al decir que muchos buenos escritores han difuminado los límites entre el hecho y la ficción. El estupendo libro de Ryszard Kapuscinski acerca de Haile Selassie, El emperador, es sólo un ejemplo de este “difuminamiento” creativo. El llamado Nuevo Periodismo desarrollado en Estados Unidos por Tom Wolfe y otros, fue un intento sincero por robar los atavíos de la novela, y en el caso de Chica radical y Haciendo mau-mau con los vigilantes antiaéreos (?)o La cosa correcta, del propio Wolfe, el intento tuvo un éxito convincente. La categoría “literatura de viajes” se ha expandido hasta contener obras de profunda meditación cultural -Danubio, de Claudio Magris, digamos, o Mar negro, de Neal Ascherson-. Y ante a un brillante tour de force no ficticio, El matrimonio de Cadmo y Armonía de Roberto Calasso, en el cual un nuevo examen de los mitos griegos logra toda la tensión y la emoción intelectual de la mejor de las ficciones, uno sólo puede aplaudir el arribo de un nuevo tipo de literatura de ensayo, o, mejor, el regreso de la ludicidad enciclopédica de Diderot o Montaigne. La novela puede dar la bienvenida a estos desarrollos sin sentirse amenazada. Hay lugar para todos nosotros aquí.
Hace algunos años, el novelista británico Will Self publicó un divertido cuento corto llamado La teoría cuantitativa de la locura, el cual sugería que la suma total de cordura disponible para la raza humana podría ser fija -una constante, en otras palabras- y que cualquier intento por curar a los locos era inútil, ya que el efecto de que alguien recuperara en alguna parte su cordura sería inevitablemente que alguien en alguna parte perdiera la suya, como si estuviéramos todos durmiendo en una cama bajo una frazada -de cordura- que no fuera suficiente para cubrirnos: alguien jala la frazada hacia él y los dedos de otro quedan expuestos. Es una idea profundamente cómica, que se relaciona con el argumento, aún más hilarante, ofrecido por el Profesor Steiner con una cara perfectamente seria: que en cualquier momento dado existe una cantidad total de talento creativo, y que en el presente la seducción del cine, de la televisión e incluso de la escritura de ideas para publicidad está jalando la frazada del ingenio y apartándola de la novela, la cual en consecuencia yace expuesta, temblando en pijamas, en lo profundo de nuestro invierno cultural.
El problema con esta teoría es que supone que todo el talento creativo es del mismo tipo. Aplíquese esta noción al atletismo y su absurdo se hace visible. La provisión de corredores de maratón no disminuye ante la popularidad de los eventos de velocidad. La calidad de los competidores del salto de altura no está relacionada con el número de exponentes del salto con garrocha.
Es más probable que el advenimiento de nuevas formas de arte permita que nuevos grupos incursionen en la arena creativa. Conozco muy pocos grandes cineastas que podrían haber sido buenos novelistas -Satyajit Ray, Ingmar Bergman, Woody Allen, Jean Renoir y pare usted de contar-. ¿Cuántas páginas del ajetreado material de Quentin Tarantino, sus puntadas de gángsters que comen Big Macs en París, podría usted leer si no tuviera a Samuel L. Jackson o a John Travolta hablándolas? Los mejores guionistas son los mejores precisamente porque piensan no en forma novelística, sino pictórica.
Estoy, en resumen, mucho menos preocupado que el Profesor Steiner ante la amenaza que estas formas de alta tecnología plantean a la novela. Es tal vez la naturaleza de baja tecnología del acto de escribir la que lo salvará. Los medios de expresión artística que requieren grandes cantidades de financiamiento y sofisticada tecnología se convierten, en virtud de esa dependencia, en medios que es fácil censurar y controlar. Pero lo que un escritor puede hacer en la soledad de su cuarto es algo que ningún poder destruye fácilmente.
La celebración que el Profesor Steiner hace de la creatividad de la ciencia moderna -“Hoy es ahí donde yace el gozo, es ahí donde está la energía, el formidable sentimiento de mundo tras mundo que se abre”- es una celebración con la cual estoy muy de acuerdo: es la refutación concluyente de su “teoría cuantitativa de la creatividad”. La idea de que se han perdido novelistas potencialmente ilustres en aras del estudio de la física subatómica o los agujeros negros, es tan implausible como su exacto opuesto: que los grandes escritores de la historia -digamos Jane Austen o James Joyce- podrían fácilmente haber sido, si hubieran tomado diferenteÊrumbo, los Newton y los Einstein de su tiempo. Al cuestionar la calidad de la creatividad, el Profesor Steiner nos señala en la dirección incorrecta. Si hay una crisis en la literatura actual, es de un carácter distinto.
El novelista Paul Auster me dijo hace poco que el hecho inescapable que todos los escritores estadunidenses tenían que aceptar, era que estaban involucrados en una actividad que no resultaba de interés excepto para una minoría -digamos, como el futbol soccer en ese país-. Esta observación coincide con la queja de Milan Kundera, en Testamentos traicionados, su reciente volumen de ensayos, acerca de la “incapacidad de Europa para defenderse y explicar (explicar con paciencia, a sí misma y a otros) ese arte, el más europeo de todos: el arte de la novela; en otras palabras, para explicar y defender su propia cultura.” Kundera argumenta: “Los ‘hijos de la novela’ han abandonado el arte que les dio forma. Europa, la sociedad de la novela, ha abandonado su propio ser.”
Auster habla de la muerte del interés de los lectores estadunidenses por este tipo de material de lectura, Kundera acerca de la muerte del propio sentido de enlace cultural del lector europeo con este tipo de producto de la cultura. Agréguense estos impedimentos al niño del mañana, obsesionado por las computadoras, que describe el Profesor Steiner, y quizás estamos hablando acerca de algo así como la muerte de la mismísima lectura.
O quizá no. Porque la literatura -la buena literatura- siempre ha provocado un interés de minorías. Su importancia cultural deriva no de su éxito en una especie de guerra de audiencia, sino de su éxito al decirnos cosas acerca de nosotros que no escuchamos en ninguna otra parte. Y esta minoría -la minoría que está preparada para leer y comprar buenos libros- en verdad nunca ha sido más grande de lo que es hoy. El problema es obtener su interés.
Lo que ahora sucede no es tanto la muerte de la novela sino el disgusto del lector. El año pasado, en Estados Unidos, más de cinco mil nuevas novelas fueron publicadas. ¡Cinco mil! Sería un milagro que se hubieran escrito quinientas novelas publicables en un año. Sería extraordinario que cincuenta de ellas fueran buenas. Sería motivo de celebración universal que cinco de ellas -si no es que una de ellas- fueran excelentes.
Los que publican lo hacen en exceso porque en las editoriales los buenos editores han sido despedidos o no han sido reemplazados, y porque la manía por la rotación ha desplazado a la habiidad de distinguir los buenos libros de los malos. Dejemos que el mercado decida, parecen decir demasiados editores. Sólo pongamos este material ahí. Algo tiene que hacer clic. Así que allá van los libros, rumbo a las librerías: al valle de la muerte van los cinco mil, con máquinas publicitarias que les proporcionan una inadecuada cubierta. Este enfoque es fabulosamente autodestructivo. Como dijo Orwell en 1936 (es claro que no hay nada nuevo bajo el sol), “la novela está siendo expulsada a gritos de la existencia”. Los lectores, al encontrar que no pueden abrirse paso a machetazos en la jungla tropical de la ficción chatarra y al convertirse en cínicos ante el degradado lenguaje de la hipérbole con el cual cada libro se engalana, se rinden. Compran un par de libros galardonados al año, quizás uno o dos libros de escritores cuyos nombres reconocen, y emprenden la huida. El exceso de publicaciones y el exceso de sofisticaciones producen carencia de lectura. No es sólo una cuestión de demasiadas novelas que ahuyentan a los lectores. Si publicar una novela se ha convertido, como lo sugiere el Profesor Steiner, en “una apuesta contra la realidad”, ello se debe en gran medida a este enfoque tipo escopetazo, indiscriminado. Por estos días es muy frecuente oír hablar acerca de un nuevo espíritu empresarial, de audacia financiera en el campo de la publicación. Sin embargo, lo que necesitamos es la mejor clase de inmisericordia editorial. Necesitamos regresar al juicio crítico.
Hay otro peligro real que la literaturaÊconfronta, y el Profesor Steiner no lo menciona, esto es, el ataque a la libertad intelectual, sin la cual no puede haber literatura. Tampoco es este un nuevo peligro. Una vez más, un texto de otros días, esta vez de 1945, Orwell nos ofrece una sabiduría notoriamente contemporánea:
En nuestro tiempo, la idea de libertad intelectual está sitiada desde dos posiciones. Por una parte están sus enemigos teóricos, los apologistas del totalitarismo [hoy diríamos fanatismo], y por otra están sus enemigos prácticos inmediatos, los monopolios y la burocracia...
En el pasado[...] la idea de rebelión y la idea de la integridad intelectual se confudían. Un hereje -político, moral, religioso o estético- era alguien que se negaba a violentar su propia conciencia...
[Ahora la] peligrosa proposición [es] que la libertad es indeseable y que la honestidad intelectual es una forma de egoísmo antisocial.
Los enemigos de la libertad intelectual siempre intentan presentar su caso como un alegato de la disciplina contra el individualismo[...] El escritor que se niega a vender sus opiniones siempre es marcado como un simple egoísta. Es decir, es acusado de querer encerrarse en una torre de marfil, o de hacer un despliegue exhibicionista de su propia personalidad, o de resistir la inevitable corriente de la historia en un intento por aferrarse a privilegios injustificados.
[Aunque] para escribir en lenguaje sencillo, vigoroso, uno tiene que pensar libre de temores, y si uno piensa sin temores no se puede ser ortodoxo en lo político.
Las presiones de los monopolios y la burocracia, del corporativismo y el conservadurismo, que limitan y estrechan el rango y la calidad de lo que logra ser publicado,Êson conocidos por cualquier escritor vigente. De las presiones de la intolerancia y la censura personalmente he tenido, en estos últimos años, tal vez demasiado conocimiento.
Hay muchas batallas que se llevan a cabo en el mundo de hoy: en Argelia, en China, en Irán, en Turquía, en Egipto, en Nigeria hay escritores que son censurados, acosados, encarcelados, e incluso asesinados. La muerte de la novela puede estar lejana, pero la muerte violenta de muchos novelistas contemporáneos es, por desgracia, un hecho ineludible. También en Europa y Estados Unidos los guardias blancas de varias “sensibilidades” intentan limitar nuestra libertad de expresión. Nunca ha sido tan importante seguir defendiendo estos valores que hacen posible el arte de la literatura.
A pesar de esto, no creo que los escritores hayan renunciado a la posteridad. Lo que George Steiner llama hermosamente la “maravillosa vanagloria” de la literatura aún nos enciende, incluso si, como él sugiere, estamos demasiado avergonzados para decirlo en público. El poeta Ovidio dispuso estas excelentes, confiadas líneas, al final de sus Metamorfosis:
Pero, con lo mejor de mí, ganaré
un lugar más alto que las estrellas:
mi nombre,indeleble, eterno, ha de permanecer.
Estoy seguro de que la misma ambición reside aún en el corazón de cada escritor: que se piense de uno, en el tiempo por venir, como Rilke pensó de Orfeo:
Es uno de aquellos mensajeros que se quedan,
que aún sostienen, adentrados en las puertas de la muerte,
tazones con frutos dignos de alabanza.
FIN