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septiembre 05, 2010
I. Sobre unas líneas de Beda el Venerable
Comienza un nuevo ciclo; a través de las últimas hojas secas del anterior otoño despuntan como dardos los primeros tallos verdes. Nos encontramos en ese período durante el cual se derriten las nieves y el viento se hace agrio, cuando un cristianismo casi nuevo todavía, importado de Oriente por mediación de Italia, lucha en las regiones del Norte contra un paganismo inmemorial, se insinúa como el fuego en un viejo bosque donde se acumulan las ramas secas; nos hallamos al alba tempestuosa del siglo VII. Las palabras más sorprendentes que hasta nosotros han llegado relativas al paso de una a otra fe, de los dioses a un único Dios, lo hacen por mediación de Beda el Venerable, quien las apuntó a más de cien años de distancia, probablemente en su monasterio de Jarrow en donde, rodeado de un mundo en caos, componía en latín su gran historia de las instituciones cristianas de Inglaterra. Las pronunció un thane (que es tanto como decir un jefe o un noble) de Northumberland, perteneciente al poderoso grupo sajón mestizo de celta que, por aquellos tiempos, ocupaba el norte de la isla británica.
La escena transcurre en los alrededores de York, donde los edificios de la antigua Eburaco capital romana que vio morir a Septimio Severo se hallaban aún en el primer estadio de su existencia de ruinas, aunque probablemente, al thane y a sus contemporáneos ya les parecían situadas en una antigüedad intemporal. Hacía alrededor de doscientos años que el emperador Arcadio, en un manifiesto dirigido a los habitantes de Gran Bretaña, les había anunciado que las legiones volvían a pasar el mar, dejándolos solos para defenderse contra los invasores. Desde entonces, se las habían arreglado como podían.
Beda puso en latín las palabras del thane; aún habrá de pasar siglo y medio o poco menos para que Alfredo el Grande, en los momentos que le deje libres su lucha contra los invasores daneses, retraduzca ese texto a un inglés todavía muy próximo al antiguo islandés y a las diversas hablas germánicas pero que, entretanto, y gracias a la adopción del alfabeto latino, ha accedido ya a la dignidad de lengua escrita y tiene un hermoso porvenir por delante. Si yo me tomo el trabajo de anotar estos trastrueques língüísticos es porque pienso que hay muy pocas personas que se percaten de hasta qué punto la palabra humana nos llega del pasado por etapas sucesivas, a trompicones, podrida de malentendidos, roída de omisiones y con añadidos incrustados, gracias únicamente a ciertos hombres como Beda el contemplativo o Alfredo el hombre de acción, que intentaron, dentro del desorden casi desesperado de los asuntos del mundo, conservar y transmitir aquello que, en su opinión, consideraban digno de serlo. El breve discurso del thane como veremos más adelante, merecía con toda seguridad ser transmitido. Edwin, rey de Northumberland y por entonces el príncipe más poderoso de la Heptarquía británica, acababa de recibir a un misionero cristiano que le pedía su permiso para evangelizar el territorio. El rey convocó a su consejo. Como corresponde, el gran pontífice de las divinidades locales, un tal Coif, fue invitado el primero a exponer su opinión. El lenguaje de aquel prelado fue más cínico que teológico:
«Francamente, rey vino a decir , desde el tiempo en que sirvo a nuestros dioses y presido los sacrificios, jamás fui más favorecido por la suerte ni más dichoso que los demás hombres que no rezan, mis súplicas muy pocas veces fueron escuchadas. Por tanto, doy mi aprobación para que acojamos a otro dios mejor y más fuerte, si es que lo hay.»
El sacerdote había hablado como un pragmático; el jefe de clan que luego tomó la palabra habló como un poeta y un visionario. Llamado a dar su opinión sobre la introducción en Northumberland de un dios llamado Jesús, aquel thane cuyo nombre ignoramos amplió, por decirlo así, el debate:
«La vida de los hombres en la tierra, ¡oh rey!, si la comparamos con los vastos espacios de tiempo de los que nada sabemos, se parece, en mi opinión, al vuelo de un pájaro que se introduce por el hueco de una ventana dentro de una espaciosa estancia en la que arde un buen fuego en el centro, que calienta el ambiente, y en donde tú estás comiendo junto a tus consejeros y ligios mientras afuera azotan las nieves y lluvias del invierno. Y el pájaro cruza rápidamente la gran sala y sale por el lado opuesto: regresa al invierno y se pierde de tu vista. Así ocurre con la efímera vida de los hombres, pues ignoramos lo que la precede y lo que vendrá detrás...»
La conclusión del thane coincide con la del pontífice: ya que nada sabemos, ¿por qué no acudir a los que acaso sepan? Semejante punto de vista es propio de un espíritu abierto; lleva a aceptar ciertas verdades o hipótesis sublimes pero también, en ocasiones, a admitir la impostura y a caer en el error.
No sabemos cómo opinarían los demás miembros del consejo, pero aquellas dos voces impusieron su criterio. El monje agustino fue autorizado a predicar el cristianismo en los territorios de Edwin. Esta decisión que, de todos modos, hubiera acabado tomándose por hallarse en los aires de la época y aunque los consejeros del rey se hubieran pronunciado en contra, se hallaba preñada de unas consecuencias que aún hoy nos atañen: llevaba dentro de sí la isla monasterio de Lindisfarne, refugio de paz y de saber en tiempos revueltos, hasta el día en que unos vikingos hundirán su hacha en el cráneo de los monjes; nos dio la catedral de York y la de Durham, la de Ely y la de Gloucester; a Santo Tomás de Canterbury, asesinado por los caballeros de Enrique II y las ricas abadías que expoliará Enrique VIII; el catolicismo de María Tudor y el protestantismo de Isabel, y de ambas partes los mártires; trajo consigo millares de tomos de sermones y prédicas más algunos escritos místicos admirables como La nube del desconocimiento y Las revelaciones de Juliana de Norwich, las homilías de John Donne, las meditaciones de John Law y de Thomas Traherne y en el momento en que escribo estas líneas a católicos y a protestantes matándose unos a otros por las calles de Belfast. La Inglaterra de Edwin sale de su Edad de Bronce para entrar en la comunidad europea que, por aquella época era la cristiandad. Tras la llegada y después el abandono de las legiones romanas, la penetración de los frailes procedentes de Roma y, en ambos casos, las ganancias y las pérdidas, un orden nuevo sustituye una vez más al orden antiguo, hasta que ese orden nuevo sea, a su vez, sustituido. Sin duda, muchos de entre nosotros nos hemos preguntado a veces cómo se habría operado aquella especie de relevo de dioses, qué clase de agitaciones o angustias lo habían precedido o habrían nacido del mismo, o también qué anhelos habría suscitado. Por lo menos en el caso que anotó Beda el Venerable vemos actuar, como al descubierto, en uno de los opinantes, al más tosco cinismo aderezado tal vez con cierto amor a la novedad por sí misma (ese defecto no es únicamente de hoy) y seguramente acompañado de una viva afición a los bienes materiales que podría aportar el nuevo dios. En el otro orador cuyo estilo poético nos gusta mucho más se abre paso un escepticismo profundo que es también un profundo escepticismo, pero dicho orador confía en aquellas luces que pudiera aportar alguien que dice saber. No se puede, bien es cierto, generalizar sobre este único ejemplo: esto es, al menos, lo que un piadoso cronicista nos cuenta sobre la conversión del rey Edwin y de sus ligios. La frivolidad que suele presidir casi siempre los asuntos humanos no estuvo, al parecer, ausente de ésta.
Si bien las consecuencias remotas de esta decisión fueron grandes, los resultados inmediatos nos dejan perplejos. El gran sacerdote Coif modelo por excelencia del renegado que trata de hacer méritos galopó hasta el templo en donde prestaba sus servicios y rompió todos los ídolos, privando así a los museos del futuro de algunas de aquellas estatuas apenas desbastadas, cuya piedra sube, por decirlo así, a la superficie y suprime la tosca forma humana, como si el dios representado de este modo perteneciese más al mundo sagrado que al mundo humano. Menos de tres años más tarde, Edwin el converso murió en el campo de batalla a manos de un príncipe pagano; es muy posible que su ex gran sacerdote y su thane melancólico fueran asesinados junto con él. No insinúo que, de haber seguido fieles a sus antiguos dioses, hubieran podido seguir con vida. Más bien deseo creer que las potencias de arriba tenían interés en significar con ello que quienquiera que abrace una fe con esperanzas de obtener ventajas materiales y no por los bienes espirituales que procura, hace un flaco negocio. A la distancia que de ellos nos separa, ignoramos si esos bienes espirituales les fueron o no otorgados a Edwin y a sus ligios.
*
Dejemos el trasfondo histórico y las consecuencias de aquella memorable sesión; volvamos a esas pocas frases del thane para extraer de ellas las enseñanzas que aún pueden ofrecernos. En primer lugar, son unas palabras muy hermosas. La metáfora extraída de la experiencia corriente parece contener dentro de sí toda la violencia y todo el «confort» rudo de los inviernos del Norte. Después y sobre todo, la confesión de ignorancia del thane sigue siendo la nuestra, o más bien seguiría, si las filosofías, las técnicas y todas las estructuras que el hombre construye y de las que se halla prisionero no ocultaran a la inmensa mayoría de los hombres de hoy que no saben mucho más sobre la vida y la muerte de lo que sabía aquel jefe de clan más o menos bárbaro... Adveniensque unus passarum domum citissime pervolavit, qui cum per unum ostium ingrediens, mox per aliud exierit. La prosa latina de Beda, tan torpe, es aún demasiado clásica para aquel pensamiento primitivo, a un tiempo concreto y fluctuante más a sus anchas en la áspera versión del rey Alfredo: Cume an spearwa and braedlice thaet hus thurhfleo, cume thurh othre duru in, thurn othre ut gewite. Mas no caigamos por ello en el lugar común consistente en oponer ese mundo mental que preludia, a mil años de distancia, el sombrío universo poético del Macbeth de Shakespeare al espíritu grecolatino supuestamente más lógico y menos envuelto en brumas de misterio. Es cuestión de época: un héroe de Homero, un lucumón etrusco hubieran podido hablar así.
Si nos ceñimos más al texto que, en un principio, nos gustó únicamente por su belleza, advertiremos que el pensamiento del thane va audazmente en contra de venerables hábitos mentales que aún perduran. Quienes como Vigny, ven la vida a la manera de un espacio luminoso entre dos sombras infinitas, se figuran de buen grado esas dos zonas oscuras, la de antes y la de después, como inertes, indiferenciadas, como una suerte de nada frontera. Los cristianos, a pesar de su fe en una inmortalidad beatífica o infernal, piensan en la zona que hay después de la muerte (les preocupa bastante poco la de antes de la vida) como en el lugar del eterno descanso. Invideo, qua quiescunt, decía Lutero contemplando unas tumbas. Para aquel bárbaro, por el contrario, el pájaro sale del huracán y vuelve a la tempestad; aquellas ráfagas de lluvia y de nieve impulsadas por el viento en la noche druidica nos recuerdan el remolino de los átomos, los ciclones de formas de los sutras hindúes. Entre esas dos monstruosas tormentas, el thane interpreta el paso del pájaro por la sala como un momento de tregua1. Nos sorprende mucho. El thane de Edwin sabía, sin embargo, que un pájaro, cuando entra en la casa de los hombres, da vueltas despavorido a riesgo de romperse las alas contra aquellas paredes incomprensibles, de quemarse con la llama o de verse atrapado por los dogos tendidos ante la chimenea. La vida, tal como la vivimos, no es un momento de tregua.
Pero la imagen del pájaro venido no se sabe de dónde y que parte en no se sabe qué dirección sigue siendo un buen símbolo del inexplicable y corto paso del hombre sobre la tierra. Se podría ir aún más lejos y convertir la estancia asediada por la nieve y el viento, iluminada durante algún tiempo, en otro símbolo igualmente angustioso: el del cerebro, habitación iluminada, fuego central, temporalmente situado para cada uno de nosotros en medio de las cosas y sin el cual, ni el pájaro ni la tempestad hubieran sido imaginados ni percibidos. 1976
II. Sixtina
GHERARDO PERINI
El Maestro me dijo:
Este es el hito que señala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten, cargados de recuerdos, cuando llegan aquí ya se han olvidado de Roma. Pues la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encontrarán, cuando llegue el día del gran despertar, como niños que nada saben del ayer. Gherardo, aquí está el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que hay por el campo como miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés cuyas raíces se hallan al descubierto y al que le cuesta vivir. Hay también una posada, y a ella acuden las gentes a beber. Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrán aquí entre semana para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres considerarán una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en todas partes ocurre lo mismo.
No voy a ir más lejos, Gherardo. No te acompañaré más porque el trabajo apremia y yo soy un hombre viejo. Soy un viejo, Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser conmigo más tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos. Jamás encontré a una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una mujer que pudiera permanecer inmóvil durante horas, sin hablar, como algo necesario que no precisa actuar para ser, que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que ella sigue ahí. Una mujer que se dejara mirar sin sonreír ni ruborizarse, por haber comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras y sobre todo más fieles, sólo que son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso son menos frágiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de mármol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extraño entra en ellas para hacer que les estalle el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan para complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Y sé muy bien que la mayor parte de los hombres tampoco tienen de verdad un hijo: tienen a Tito, o a Cayo, o a Pietro, y no es la misma alegría. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecería a la imagen que me habría formado de él antes de que existiera. De ahí que las estatuas que yo hago sean diferentes de las que había soñado en un principio. Pero Dios se ha reservado para sí el ser creador conscientemente.
Si tú fueras mi hijo, Gherardo, no te amaría más de lo que te amo, sólo que no tendría que preguntarme el porqué. Durante toda mi vida busqué respuestas a unas preguntas que quizá no tengan contestación, y excavaba en el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía unos colores para pintar unas paredes, como si se tratara de tocar simultáneamente unos acordes con un fondo de silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros no oímos.
Así que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separación, aunque sea definitiva. Demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese mojón, y crees estar todavía aquí pero tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente, comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como él. No hay ni pasado ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado por el que avanzamos todos. Tú estás sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de inquietud, como si iniciaran ya un camino. Estás vestido con esas ropas de nuestra época que resultarán horrorosas o simplemente extrañas cuando haya pasado este siglo, pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don de ver, a través de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera verán los santos a las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son hermosos, es un suplicio también pero diferente. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarán por apoderarse de ti, pero en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde pinté tu imagen. Incluso si algún día, sólo te presentara tu espejo un retrato deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habrá, en algún sitio, un reflejo inmóvil que se te parecerá. Y de esa misma manera inmovilizaré yo tu alma. Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquellos a quienes pensamos abandonar. Tú me ataste y ahora me desatas. No te censuro, Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No estoy inquieto por los que aún no conoces y hacia los cuales vas, que quizá te estén esperando: el hombre a quien ellos van a conocer será distinto del que creía conocer yo y al que imagino amar. Nadie posee a nadie (ni siquiera los que pecan llegan a conseguirlo) y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lágrimas: más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos. Si te quedaras, puede que tu presencia, al superponerse, debilitara la imagen que deseo conservar de ti. Así como tus ropajes no son más que la envoltura de tu cuerpo, tú no eres para mí sino la envoltura del otro, del que yo he extraido de ti y que te sobrevivirá. Gherardo, tú eres ahora más hermoso que tú mismo.
Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.
TOMMAI DEI CAVALIERI
Soy Tommai dei Cavalieri, un joven señor a quien apasiona el arte. Por hermoso que yo sea, es mi alma, no obstante, más hermosa, de suerte que mi cuerpo, pintado en la bóveda de una iglesia, no es sino el signo geométrico de la rectitud y de la fidelidad. Estoy sentado con la mano en la rodilla, en la postura de quien encuentra fácil levantarse. El Maestro que me ama me ha pintado, dibujado y esculpido en todas las posturas que nos imprime la vida, pero yo me esculpí a mí mismo antes de que él me esculpiera. ¿Qué hacer? ¿A qué Dios, a qué héroe, a qué mujer voy yo a dedicar esta obra maestra: yo?
¿Qué hacer? La perfección es un camino que sólo conduce a la soledad: en los hombres no veo más que escalones ya superados. El Maestro, cuya genialidad le hace superior a mí, no es en mi presencia sino un pobre hombre que no se domina y Miguel Angel trocaría su ardor por mi serenidad. ¿Qué hacer? ¿He afilado yo mi alma para no tener sino una espada que nunca blandiré?... El Emperador demente deseaba que el universo tuviera una sola cabeza para así poder cortarla. Por qué no existirá un único cuerpo, para que yo pueda abrazarlo, una única fruta para que yo pueda cortarla y un único enigma para que yo lo resuelva, por fin... ¿Me apoderaré de algún imperio? ¿Construiré un templo? ¿Escribiré algún poema que perdurará aún más? La acción, al dividirse, me quita la ilusión de actuar y cada victoria se convierte en un espejo roto, en donde no me veo de cuerpo entero. Hacen falta demasiadas ilusiones para desear el poder, demasiada voluntad para desear la gloria. Puesto que me poseo, qué riqueza suplementaria iba a traerme el universo... y la felicidad no vale más que yo.
Los hombres, cuando contemplan mi imagen, no se preguntarán lo que fui ni lo que hice: me alabarán por haber sido. Estoy sentado en el capitel de una columna, como en la cumbre de un mundo, y soy yo mismo una coronación. ¡Oh, vida, vertiginosa inminencia! Aquel para quien todo es posible no necesita ya intentar nada.
CECCHINO DEI BRACCHI
Yo, Miguel Angel, escultor, he dibujado en esa bóveda la imagen de un joven florentino que me era muy querido y que ya murió. Está sentado en una postura huraña y sus brazos doblados parecen tratar de esconder su corazón. Mas puede que los muertos guarden un secreto que no quieren que sepamos.
Amé primero mis sueños, pues no conocía otra cosa. Luego amé a mi familia (y era, cuando lo pienso, como si me amase a mí mismo), y a los amigos que venían a mí cargados con tanta belleza que me sentía a la vez humillado y feliz. Finalmente, amé a una mujer. Murieron mis padres; mis amigos, mis amados se fueron: unos me dejaron para vivir y los otros quizá me traicionaron con el sepulcro. De los que aún me quedan dudo; y aunque mis sospechas puede que no estén justificadas, sufro tanto como si lo estuvieran, ya que dentro de nuestro espíritu es donde todo sucede. La mujer a quien amaba se marchó también de este mundo, al igual que una extranjera cuando se percata de que se ha confundido y de que su casa está en otro lugar. Entonces volví a amar únicamente a mis sueños porque ya no me quedaba nada más. Pero los sueños también pueden traicionarnos y ahora estoy solo.
Amamos porque no somos capaces de soportar la soledad. Y es por esa misma razón por lo que le tenemos miedo a la muerte. Cuando alguna vez dije en voz alta el amor que me inspiraba una criatura, vi a mi alrededor guiños y meneos de cabeza, como si los que me escuchaban se creyeran mis cómplices o se permitieran ser mis jueces. Y los que no nos acusan tratan de encontrarnos alguna disculpa, lo que es todavia más triste. Por ejemplo, yo amé a una mujer. Cuando digo no haber amado más que a una sola mujer, no hablo de las otras, las de paso, que no son mujeres sino únicamente la mujer y la carne. Amé a una sola mujer a quien no deseaba e ignoro cuando lo pienso si era debido a que no fuera lo suficientemente hermosa o bien porque lo era con exceso. Pero la gente no entiende que la belleza pueda ser un obstáculo y colme por anticipado el deseo. Incluso aquellos a quienes amamos no lo entienden, o no quieren entenderlo. Se sorprenden, sufren, se resignan. Después mueren. Entonces, nosotros empezamos a temer que nuestra renuncia haya pecado contra nosotros mismos y nuestro deseo, ahora sin remedio, transformado en irreal y obsesivo como un fantasma, adquiere el aspecto monstruoso de todo lo que no ha sido. De todos los remordimientos del hombre, tal vez el más cruel sea el de lo no realizado.
Amar a alguien no es sólo interesarse porque viva, sino también sorprenderse porque deje de vivir, como si no fuera natural morir. Y sin embargo, el existir es un milagro más sorprendente que el no existir; pensándolo bien, es ante los que viven ante quienes debiéramos descubrirnos y arrodillarnos como ante un altar. La naturaleza, supongo, se cansa de oponerse a la nada, como el hombre de oponerse a las solicitaciones del caos. En mi existencia, sumida a medida que voy haciéndome más viejo en unos períodos cada vez más crepusculares, he visto continuamente formas de vida perfectas propender a borrarse ante otras, más sencillas, más cerca de la humildad primitiva, a la manera en que el barro es más antiguo que el granito; y el que talla unas estatuas no hace, después de todo, sino apresurar el desmenuzamiento de las montañas. El bronce de la tumba de mi padre se está llenando de cardenillo en el patio de una iglesia de pueblo; la imagen del joven florentino se irá descamando en las bóvedas que yo pinté; los poemas que escribí para la mujer que amaba dentro de pocos años, nadie los entenderá, lo que, para los poemas, es una manera de morir. Querer inmovilizar la vida es la condena del escultor. Y es por lo cual, quizá, toda mi obra va contra naturaleza. El mármol, en donde creemos fijar una forma de la vida perecedera, vuelve a ocupar a cada instante su puesto en la naturaleza, mediante la erosión, la pátina y los juegos de luz y de sombra sobre unos planos que se creyeron abstractos pero que son, sin embargo, la superficie de una piedra. Así es como la eterna movilidad del universo constituye sin duda el asombro del Creador. Besé, antes de que la metieran en el ataúd, la mano de la única mujer que, para mí, daba un sentido a toda la vida, pero no besé sus labios y ahora lo siento, como si sus labios hubieran podido enseñarme algo. Ni tampoco besé al joven de Florencia, ni sus manos, ni su blanco rostro. Sólo que no lo siento. Era demasiado hermoso. Era perfecto como aquellos a los que nada puede conmover, pues los muertos son todos impasibles. Y he visto a muchos muertos. Mi padre, devuelto a su raza, no era más que un Buonarroti anónimo: había depositado la carga de ser él; desaparecía, en la humildad del óbito, hasta no ser más que un nombre en una larga serie de hombres; su linaje ya no terminaba en él, sino en mí, su sucesor, pues los muertos no son más que los términos de un problema que se plantean, alternativamente, cada uno de sus continuadores vivos. La mujer a quien yo amaba, tras la agonía que la sacudió como para arrancarle el alma, conservaba en los labios una dura y triunfal sonrisa como si, victoriosa de la vida, despreciara en silencio a su adversaria vencida, y yo la vi enorgullecerse de haber cruzado el umbral de la muerte. Cecchino dei Bracchi, mi amigo, era simplemente hermoso. Su belleza, a la que tantos gestos y pensamientos habían despedazado en vivo para convertirla en expresiones o en movimientos, volvía a estar intacta, a ser absoluta y eterna: se hubiera dicho que, antes de abandonarlo, había recompuesto su cuerpo. He visto sonrisas que levantaban las comisuras de unos labios exangües, que se filtraban bajo los párpados cerrados, que ponían en un semblante lo equivalente a la luz. Los muertos descansan, satisfechos, en una certidumbre a la que nada puede destruir porque ella misma se va anulando a medida que se realiza. Y por haber ellos superado a la ciencia, yo supuse que sabían.
Pero tal vez los muertos no sepan que ellos saben.
FEBO DEL POGGIO
Despierto. ¿Qué han dicho los demás? Aurora que cada mañana reconstruyes el mundo; integral de brazos desnudos que encierras el universo; juventud, aurora del hombre. Qué me importa a mí lo que otros han dicho, ni lo que pensaban, ni lo que creyeron... Yo soy Febo del Poggio, un pícaro. Los que de mí hablan dicen que mi alma está llena de bajeza; puede que ni siquiera tenga yo alma. Existo a la manera de un fruto, de una copa de vino o de un frondoso árbol. Cuando llega el invierno, nos alejamos del árbol que ya no da sombra; una vez saciados tiramos el hueso del fruto; cuando hemos vaciado la copa cogemos otra. Yo lo acepto. Verano, agua lustral de la mañana sobre los miembros ágiles... ¡Oh, alegría, rocío del corazón!...
Despierto. Tengo ante mí, detrás de mí, la noche eterna. He dormido durante millones de años; durante millones de años voy a dormir... No tengo más que una hora. ¿Ibais a estropeármela con explicaciones y máximas? Me estiro al sol, apoyado en la almohada del placer, en una mañana que jamás volverá.
1931
III. Tono y lenguaje en la novela histórica
No se ha puesto bastante de relieve que, aun cuando poseamos del pasado una masa enorme de documentos escritos y de documentos visuales, nada en cambio nos queda de las voces antes de los primeros y gangosos fonógrafos del siglo XIX. Más aún, en todo aquello que significa representación de la palabra, nada o casi nada fue hecho antes de ciertos grandes novelistas o dramaturgos del XIX. Entiendo por ello que fueron los primeros en poner por escrito la conversación con su espontaneidad, su incoherencia lógica, sus complejos rodeos, sus lagunas y sus sobrentendidos sin hacerla pasar por la estilización trágica o cómica ni por la explosión lírica.
Ni la Antigüedad ni ninguno de los siglos intermedios nos ofrecen algo equivalente a una conversación como la de Pedro Bezukhov y el príncipe Andrés en Tolstoi, ni la de Rosmer de Ibsen con Rebecca West y su cauteloso cuñado ni tampoco a los dos extremos de la cadena lo equivalente a las palabras de Vautrin explicándole a Lucien su visión de la vida, o al breve intercambio de frases entre Marcel y el médico que acaba de auscultar a su abuela. La transcripción de palabras en términos de puro realismo, sin emplear ninguna clase de formas indirectas, es curiosamente contemporánea de esos dos medios mecánicos de reproducción del objeto tal cual como son el fonógrafo y la fotografía.
Mutatis mutandis, las mismas observaciones valen para la palabra no pronunciada, que se forma dentro de nosotros bajo el choque inmediato del acontecimiento, como por ejemplo las impresiones de Rastignac contemplando París desde lo alto del Père La chaise, o las sensaciones del príncipe André herido en Austerlitz, o los últimos pensamientos que le pasan por la mente a Ana Karenina. De ahí se deduce que la representación de esas diferentes formas no estilizadas de la palabra constituye, en todo esfuerzo de recreación novelesca del pasado, un escollo gigantesco. Incluso puede uno preguntarse si el empleo, con este fin, de los medios de la novela tal y como se elaboró en la Europa del siglo XIX y a principios del XX no será un contrasentido y si, en particular, el hecho de que los mismos Antiguos no dejaran nada que se le parezca no prueba que esa forma de hacer literatura se adapta muy mal a la evocación de la sensibilidad antigua.
Volvamos a examinar los textos literarios de donde salen, por decirlo así, sonidos y ritmos hablados, dentro de período que va a muy grandes rasgos desde Pericles hasta Juliano el Apóstata, o sea alrededor de ocho siglos. El diálogo filosófico fue, por excelencia, un género griego y después latino por imitación: las convenciones literarias van en él acompañadas, naturalmente, de convenciones dialécticas. Sólo en algunos breves pasajes, por aquí y por allá, destinados a distraer al lector y, a menudo, en preludios o epílogos, introduce Platón con un arte admirable (e insisto sobre la palabra arte) algunos breves intercambios que podrían ser los de una conversación normal. Los Trágicos, por definición, utilizan el estilo trágico, a menudo nacido de los giros y términos arcaicos de la lengua épica. Los diálogos de la comedia se acantonan o bien en la lengua del pueblo llano (se podría escribir todo un ensayo sobre la divertida condescendencia del autor cómico de todos los tiempos cuando reproduce a su manera el habla popular), o bien con menos frecuencia en la parodia del lenguaje pulido, tal como el público cree que se habla. Las palabras del Sócrates que escribió Las nubes se parecen a las del filósofo como podrían parecerse unas réplicas de Bergson o de Gabriel Marcel traducidas por un cantante. Menandro y Terencio prestan a sus personajes un lenguaje de corrección burguesa y un tanto descolorida que después imitaría, un poco por todas partes, la «alta comedia» del XVII y del XVIII y que jamás se habló a no ser en el teatro. El mimo nos ofrece palabras de una precisión realista exquisita pero de nuevo basada en la condescendencia irónica: Herondas y Teócrito miran a sus proxenetas y alcahuetas olímpicamente. La novela picaresca, de la que sólo nos quedan dos ejemplos: Petronio y Apuleyo, tan pronto tienen las mismas limitaciones que el mimo como las de la «historieta» o el cuento. Ciertos poetas elegíacos o líricos nos informan sobre el tono hablado, gritado o cantado de la emoción. Sentimos que tal grito de pasión en La maga de Teócrito debió ser proferido de esa manera. Incluso hay obras literarias como El arte de amar, de Ovidio, que nos restituyen, sin duda, algo del tono empleado en la conversación galante y esto tanto más cuanto que esta última es convencional. Los epigramatistas griegos abren aquí y allá unas perspectivas relámpago: seis versos de Calímaco resumen lo que pudo pensar y, por tanto, decir, un intelectual al enfrentarse con el suicidio; el esclavo extranjero que pide ser enterrado según sus propios ritos, en un epigrama de Dioscórides, pudo hablar poco más o menos de ese modo, pero encontramos de nuevo esa decantación que es la característica, por lo demás admirable, de la literatura antigua: el poeta desempeña el papel de filtro. Los satíricos exageran profesionalmente. Ciertos epigramas de Marcial nos dan el tono de los cotilleos de Roma; la andanada de injurias que Catulo dirige a César debió salir de la boca de muchos partidarios de Pompeyo, pero esas obscenidades tan bien medidas son asimismo literatura. También los historiadores simplifican y esquematizan, alejándose ya que no de los hechos (¿quién los ha descrito mejor que Tucídides?), sí al menos de la algarabía de palabras en torno a los hechos. Se sabe que ellos se obligaban a reescribir los discursos insertados en su obra, con el fin de hacerles expresar lo que el orador hubiera podido o debido decir. Con mayor razón no oímos en ellos el tumulto de una asamblea; los informes estenográficos existían; hubiera sido contrario a su concepto de la historia darlos como eran. Su objetivo, en efecto, es ejemplar como en Plutarco o, en un sentido y a contrario en Tácito, o analítico como en Tucídides y Polibio. Consiste muy pocas veces o nunca en la realidad del incidente tomado del natural y aún menos en la del intercambio verbal y de la voz. Suetonio nos da el equivalente escrito de los bustos veristas de particulares y hombres de Estado, pero esa serie de rasgos de carácter o de rasgos costumbristas se desprende excepcionalmente de una palabra, nunca de una conversación ni siquiera truncada. Bien es cierto que, de cuando en cuando, una «frase histórica» auténtica o no (y a la distancia que nos separa de ella yo me atrevería a decir que importa muy poco) nos deja oír una voz casi siempre elevada al diapasón del grito, o también unas palabras decisivas, que resumen una situación y quedan grabadas para la posteridad (Tu quoque, Brute... Qualis artifex... Alea Jacta est...). Las oímos, por así decirlo, en el vacío, separadas de las palabras o de los gritos que precedieron o que siguieron, de las rabiosas interjecciones de los conjurados que se encarnizaban con Julio, del murmullo aterrado de las pobres mujeres y fieles esclavas que rodeaban a Nerón, o de las excitadas palabras de los oficiales y soldados que pasaban el Rubicón con su jefe. En la mediocre Vida de Cómodo de la Historia Augusta, el decreto que envía a Cómodo a las gemonías nos conmueve porque nos hace sentir el enorme impulso de odio de los senadores ante el emperador muerto. Es uno de los pocos casos en que llega hasta nosotros el bramido de una multitud.
Hay, afortunadamente, documentos subliterarios (el que acabo de citar es un ejemplo de ello) que no han sufrido la filtración ni el montaje inseparable de la literatura. Considerandos legales, decretos, tal el senado consulto que castigaba con la muerte la participación en las Bacanales y que nos hace experimentar brutalmente el terror de los interesados; cartas de particulares que nos proporcionan el tono con que un estudiante se disculpa por haber destruido la cuadriga familiar o de un soldado que le pide a su familia un paquete; cartas de Cicerón o de Plinio, más consientes de pertenecer al «género epistolar», que nos comunican algo de los intercambios escritos de la buena sociedad; «graffiti» que contienen el eco garabateado de las palabras y gritos de la calle. Voces procedentes del pasado, éstas, algunas casi en estado bruto, y cada una de las cuales nos produce el ligero sobresalto de lo inesperado, pero nada que me permitiese recrear ni con un mínimo de plausibilidad un intercambio de palabras serias, urgentes, sutiles o complejas, una conversación entre Adriano y Trajano, con Plotina; o con Antínoo con su legal Severo sobre los asuntos de Judea. Nada o casi nada nos queda de esas inflexiones; de esos cuartos de tono o de esas sonrisas a medias que, sin embargo, lo cambian todo.
No pongo más que un ejemplo: hice que Adriano informara, ampliándolo apenas, sobre un incidente que, en pocas palabras, se narra en una crónica: el emperador enfermo parece ser que pidió a un médico que le diera veneno y éste se suicidó para no tener que negárselo. Ya el novelista añade a este suceso escueto unos cuantos detalles que considera plausibles: la simpatía del emperador hacia el joven médico («me gustaba aquel espíritu entusiasta y soñador y el fuego sombrío de sus ojos rodeados de ojeras»), los subterfugios empleados para convencer a Hermógenes, el médico principal de quien el emperador no espera este último socorro de que vaya a Roma a pasar el día y deje a su enfermo en manos de su joven sustituto («el examen de candidatos para la cátedra de medicina que yo acababa de fundar en el Odeón me sirvió de pretexto»), la conversación en que Adriano termina implorando («Insistí; exigí; empleé todos los medios a mi alcance para tratar de conmoverlo o de corromperlo; será el último hombre a quien yo he suplicado»), la respuesta de doble sentido que da el médico («Vencido, me prometió finalmente que iría a buscar la dosis de veneno. Lo estuve esperando en vano hasta la noche. Ya era muy tarde, me enteré horrorizado de que lo acababan de encontrar muerto en su laboratorio, con un frasquito en la mano»). Creo que el tono de este pasaje es poco más o menos acertado. Imaginemos que yo hubiera tratado de poner en directo esas acciones y esas conversaciones. Sé que hubiera caído en la falsedad, en el melodrama o en el «pastiche», o en ambos a la vez. Sobre este punto, la literatura popular va y viene entre el calco servil de unas cuantas expresiones antiguas conocidas de todos y que es soportable únicamente cuando sus intenciones son burlonas («Hasta ahí, Hasta ahí... Transmitidle estas palabras a Metela»), y la ingenuidad campechana de los escenarios en tecnicolor («Spartacus, I think that I will have a baby»). Me dirán que el Corneille de Cinna, el Racine de Britannicus, el Shakespeare de Julio César salieron bien parados de su trabajo. Con toda seguridad fue debido a su genio; y también, y quizá más, a que no les preocupaba la autenticidad tonal.
Yo no había hecho todavía el recuento que precede cuando elegí, para hacer hablar a Adriano, el estilo togata (oratio togata). Por muy diversos que sean y aunque se les nombre Comentarios, Pensamientos, Epístolas, Tratados o Discursos, las obras más grandes de los prosistas griegos y latinos, que preceden o siguen inmediatamente a Adriano, entran todos poco más o menos dentro de esa categoría del estilo sostenido, medio narrativo, meditativo pero siempre esencialmente escrito, del que la impresión y la sensación inmediatas están casi por entero excluidas, y en donde todo intercambio verbal se halla proscrito ipso facto. Naturalmente, no se trataba de imitar aquí a César, allí a Séneca y más allá a Marco Aurelio, sino de obtener de ellos un calibre, un ritmo, lo equivalente al rectángulo de tela que después uno coloca a su gusto sobre el modelo desnudo. El estilo togata permitía que el emperador conservase esa dignidad sin la cual no imaginamos al hombre antiguo, sin razón seguramente y, sin embargo, con un atisbo de realidad, puesto que la dignidad fue hasta el final el ideal del hombre en la antigüedad: César moribundo se arreglaba los pliegues de la toga. Ese estilo me permitía eliminar esos minima de los que proverbialmente no se ocupa el pretor. La algarabía de los intercambios hablados caía por sí misma: ya no se trataba de hacerle contar a Adriano su charla con Osroes como tampoco se le hubiera ocurrido a César poner por escrito una conversación con Vercingétorix. Mejor aún: la oratio togata me autorizaba, más allá de sus contemporáneos y de su nieto adoptivo, a mostrar a un Adriano dirigiéndose a un interlocultor ideal, a ese hombre en sí que fue la bella quimera de las civilizaciones hasta nuestra época y, por tanto, hasta nosotros.
Pero quien dice discurso dice también monólogo: a ese nivel, yo volvía a encontrar la voz. Tal vez esta observación sea más valedera para Adriano que para nosotros, puesto que en aquella época un hombre que leía solo y, sin duda, componía solo, leía o componía en voz alta. Para intentar encontrar esa voz a través de las formas deliberadas del discurso, yo me ayudaba con lo poco, pero muy variado, que aún queda del mismo Adriano. No conservamos más que tres líneas de las Memorias que él dictó o mandó redactar a un secretario y que no fueron, probablemente, sino un resumen muy oficial de su vida. No obstante, el hombre que confesaba haberse emborrachado siendo joven, para hacer mejor su corte, estando a la mesa de Trajano, no era seguramente de los que todo lo encubren con mentiras; el estratega que, en un discurso de saludo a sus tropas describía con precisión refinada sus evoluciones en un día de maniobras dejaba traslucir al intelectual por debajo del general en jefe. Yo debía tratar de establecer la síntesis de una serie de firmes decisiones legales o administrativas que emanaban del jefe de Estado, y unos versos sueltos y ligeros del gran aficionado que prefería a los poetas más difíciles pero que, cuando él mismo versifica, parece haberse dado de buena gana a la poesía popular de su tiempo. Tenía que utilizar lo mejor posible tres cartas íntimas quizás auténticas y que, incluso si no lo son, muestran al menos cómo se pensaba por aquella época en que Adriano se expresaba. Una de ellas, jovial, a su suegra; la otra, desenvuelta, a un cuñado que era al mismo tiempo su secreto enemigo; la tercera, muy noble, a su sucesor. Algunos escritos de contemporáneos suyos que pertenecieron a su círculo parecían también reflejar esa voz. Arriano (si es que se trata verdaderamente de él), al dirigirse a Adriano en su Periplo del mar Negro, da un ejemplo de las alusiones casi tiernas que sus familiares hacen al emperador sobre Antínoo, ya muerto y deificado. El folclor recogido un poco por todas partes por su secretario Flegón, nos restituye los temas, ya que no el tono, de unas vagas palabras pronunciadas en la mesa o durante las etapas. La lista de las divisiones administrativas de Antínoo, cargada de significaciones religiosas y místicas, nos lleva de nuevo a las órdenes de viva voz que daba Adriano para la fundación de esa ciudad.
Mas las escasas palabras habladas, incrustadas en la pesada pasta de las crónicas, tal vez me ayudaban todavía más: algunas réplicas, unas llenas de brusquedad militar, otras de una finura italiana; la breve observación, muy llamativa, del marido que admite que él se hubiera divorciado «si hubiera sido un ciudadano particular»; las reflexiones amargas del anciano que, ante el lecho de muerte de su heredero, cita a Virgilio (Tu Marcellus eris... Purpureos spargam flores) pero rechaza los honores oficiales para el difunto y se aflige sobre todo por sí mismo. («Todo esto ha costado ya demasiado dinero al Estado... Yo me había apoyado en un muro ruinoso»); la queja irritada de un enfemo («¡Los médicos me han matado!») cuya última divisa, no obstante, fue Patientia. Poca cosa: gritos con los que reconstituir un tono o un timbre, como otros reconstituyen con astillas de mármol un busto roto. Y se me dirá que el tono y el timbre no son aquí más que temperamento, comportamiento, rasgos de carácter. Estamos de acuerdo. Si el lenguaje de nuestros personajes es tan importante, es porque los expresa o los delata por entero. No imagino haberlo hecho bien siempre. Un párrafo que gustó a muchos lectores, la descripción casi lírica de los viajes de Grecia y Asia con Antínoo, hoy me parece una página brillante, un aria que señala lo que yo le he hecho llamar a Adriano la cumbre de sus años de felicidad. Creo todavía que el emperador, al evocar sus recuerdos con cierta distancia, pudo verlos así, intensamente coloreados como un gran fresco de Herculano, estilizados como los bajorrelieves de sus cacerías en los medallones del futuro arco de Constantino. Pero ya no creo que él los hubiera contado del todo igual o, al menos, debo entonces suponer que en ese momento se sumía en una suerte de elegía a la manera de Propercio o de Tibulo, empleando por decirlo así todos los recursos de la literatura. No le guardo rencor, ni tampoco a mí. Siempre es difícil contar un momento de felicidad.
Tuve la ocasión de comprobar, como con ayuda de una piedra de toque, la autenticidad de otro pasaje. Un profesor pidió a sus alumnos que tradujesen al griego (me gustaría poder decir retraducir) la página del emperador en donde describe el estado de atonía en que le dejó la muerte de Antínoo. Yo me obligué a hacer lo mismo. Inmediatamente, las addenda de un tono más moderno se hicieron tan visibles o el yeso que pega dos fragmentos de estatua. Cito el pasaje, poniendo en bastardilla lo que, decididamente, no pasaba: «Seguimos río arriba, pero yo navegué por la Estigia. En los campos de prisioneros, a las orillas del Danubio, yo había visto antaño a unos miserables recostados contra un muro, golpeándose en él la frente sin parar con un movimiento salvaje, insensato y dulce, sin dejar de repetir el mismo nombre. En las cuevas del Coliseo me habían mostrado a unos leones que languidecían por haberles quitado al perro con el cual les habían acostumbrado a vivir. Concentré mis pensamientos: Antínoo había muerto...» Siete palabras se negaban a ser escritas en griego; lo hubieran sido algo más fácilmente en latín, lengua que ya subraya las emociones, como lo hace la nuestra. Pero ¿en qué lengua suponía yo que Adriano, bilingüe, me dictaba sus Memorias? Tan pronto en latín, sin duda, como en griego, lo que me ofrecía cierta facilidad de juego. Hay, sin embargo, momentos en que, por inadvertencia, le hice hablar en el francés de mi tiempo y esas siete palabras, al releerlas, constituyen uno de esos momentos. El lector preguntará entonces por qué no las mandé quitar. Porque la impresión, ya que no la expresión, me parece auténtica y porque pienso de la inexactitud algo así como lo que el emperador pensaba del riesgo, es decir que, una vez tomadas todas las precauciones, conviene dejarle la parte gue le corresponde e incluso gozar del enriquecimiento que puede aportarnos. A condición, claro está, de que esa parte sea lo más pequeña posible.
Antes de dejar al emperador, permítaseme protestar de un adjetivo que veo demasiado a menudo unido al título de Memorias de Adriano, en unos artículos por lo demás laudatorios: Memorias apócrifas. Apócrifo no se dice o, por lo menos, no debería decirse si no es de aquello que es falso y quiere hacerse pasar por verdadero. Las baladas de Ossian escritas por Macpherson eran apócrifas porque él pretendía que eran de Ossian. Hay algo de fraude en esa palabra. Mi observación no encierra irritación ni, a mi parecer, es ociosa: ese adjetivo impropio (más valdría hablar de Memorias imaginarias) demuestra hasta qué punto la crítica y el público están poco acostumbrados a la reconstitución entusiasta, a un tiempo minuciosa y libre, de un momento y de un hombre del pasado.
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Opus Nigrum es polifónica y no monódica. En esta obra abundan las conversaciones, desde los breves intercambios con fines prácticos, pero inevitablemente cargados de un potencial emocional cualquiera, hasta los sinuosos diálogos en que dos interlocutores que están de acuerdo o que lo están sólo a medias, se pasan y repasan una idea con perfecta confianza o, por el contrario, con dobles y triples fondos de segundas intenciones. La obra no está escrita en primera persona como Memorias de Adriano, es decir que el mundo no está en ella visto y descrito por un personaje central. De hecho, al igual que muy pronto me di cuenta de que el tono de Memorias de Adriano ganaba en exactitud al pasar por la voz del emperador, enseguida me percaté de que el contraste en Opus Nigrum entre el tono del narrador moderno y el de unos personajes situados en otro siglo no era soportable y que la parte narrada debería serlo, en lo posible, en estilo indirecto, tan pronto a través de Zenón o de cualquier otro protagonista o comparsa, como por la «voz pública» a la manera de un sordo y casi siempre imbécil susurro coral. La vida reconsiderada por Adriano dentro de las perspectivas de la memoria cedía el puesto a la vida experimentada al día, en un registro muy cercano al del lenguaje hablado.
Hasta cierto punto, el estilo literario del siglo XVI me ayudaba por lo que tiene de concreto, de directo; por una especificidad heredada en parte de cierta Edad Media. Pero los intercambios verbales se dan en ella tan escasamente como en la literatura de la Antigüedad. Los diálogos latinos de Erasmo son eminentemente escritos. Los de Aretino son una mina de informaciones sobre los bajos fondos de su tiempo pero entran dentro del género abundante en todas partes de la vida popular más o menos satíricamente descrita. La comedia italiana es abiertamente estilizada. Las «palabras» propiamente dichas referidas por los cronicistas de la época consisten sobre todo, igual que en los Antiguos, no en retazos de conversación sino en «frases», por lo demás inolvidables, como aquella réplica tan bella por inmediata de la mujer del almirante Coligny a su marido que le dejaba quince días para tomar una decisión peligrosa: «Los quince días ya han pasado, señor.» («Los quince días han pasado, marido» les hace eco, en una situación semejante, por boca de la Hilzonde de Opus Nigrum). Lo mismo ocurrre con los odiosos chistes del alemán Schopp sobre la ejecución de Bruno, que yo también tomé para el proceso de Zenón. Sólo Shakespeare y, por aquí y por allá, algunos de sus émulos isabelinos nos dan, aunque una generación después de la fecha en que acaba Opus Nigrum, el tono intenso de los intercambios orales del siglo XVI, allí al menos en donde cierta retórica no se les viene a añadir. Pero esa retórica apasionada también es propia de la época: ciertos soliloquios líricos de Lear o de Hamlet que pertenecen indudablemente al mundo del teatro, no por ello dejan de informarnos sobre el lenguaje de la emoción violentamente experimentada por ciertas almas particularmente fuertes o profundas. Arrojan sobre la humanidad pensante y sensible de aquel final de siglo unas luces que nunca habíamos tenido, hasta ese punto, sobre ninguna época anterior a la nuestra.
La fluctuación entre lo escrito y lo hablado es constante en algunas obras del siglo XVI. No en todas, es cierto: los humanistas, al calcar lo antiguo, destruyeron las rutinas del pensamiento y la expresión escolásticas pero para crear otras, oratorias, que a veces han perdurado hasta nosotros. Las obras que leemos aún, no obstante, son muy próximas al modo oral. La lectura de Montaigne nos da a menudo la impresión de participar silenciosamente en una conversación unilateral; todo el vigor y toda la brusquedad del lenguaje común podemos encontrarla en Lutero. El intercambio de cartas indignadas entre Agrippa de Nettesheim y un honesto cura de Metz con motivo de un asunto escandaloso de la inquisición posee el mismo calor que los atestados orales. Y fue a guisa de memorándum estrictamente personal y en un estilo más hablado que escrito como llevó Durero su Diario en donde, en medio de cuentas y menciones de albergues y etapas, estallan sus notas sobre la agonía de su madre o nos hechiza la mezcla de bosquejos y apuntes de frases, garabateados al despertar luego de una pesadilla.
Más allá de las obras íntimas, encontramos las obras secretas. En privado, con su letra invertida, Leonardo redactó unos Cuadernos escritos sólo para él y el hecho de que no se publicaran sino accidentalmente y tres siglos más tarde nos da la impresión de penetrar, indemnes de cualquier interpretación intermediaria, en la interioridad de un hombre genial que se describe a sí mismo sin testigos. Son cuadernos no literarios, ya que Leonardo es casi aún más que Zenón un autodidacta, pero que se elevan, como todo lo que es directamente uno mismo, a la poesía del tono puro. Ciertos informes secretos de los embajadores de Venecia se parecen al ruido susurrado de una voz. Los sucios pliegos en jerga italiana entremezclada con latín escritos por el escriba que anotó las palabras incoherentes de Campanella cuando lo sometieron a tortura, o del soplón que apuntó las palabras intercambiadas en la prisión entre el filósofo y su amigo Fra Pietro Ponzio, parecen aún más literalmente tomadas de lo vivo, gritos arrancados a un hombre que lucha o eco clandestino de una conversación ya de por sí clandestina. Hojeados más o menos distraídamente en su tiempo, o con perspicacia, por unos jueces, para ser después enterrados en los archivos judiciales del Reino de Nápoles, hasta su publicación en 1886, parece como si su horror específico no se hubiera evaporado durante el tiempo transcurrido ente el acontecimiento y nosotros. No utilicé en Opus Nigrum el primero de esos documentos ya que, para evitar toda sospecha de melodrama, le ahorré a Zenón la tortura; del segundo, sólo saqué el eamus ad dormiendum y el cor meum del afectuoso Fra Pietro, que Zenón oye murmurar desde el fondo de su pasado por otra voz amistosa un cuarto de hora antes de morir. Pero ningún escrito me ha aportado hasta ese punto el choque auditivo de un reventarse los tabiques del tiempo.
El hecho de que aún nos quede de la lengua o, mejor dicho, de las lenguas que hablaba Zenón (ya que si Adriano es bilingüe, Zenón es políglota) un conocimiento oral que jamás tendremos del latín ni del griego del siglo II es debido a ese deslizamiento hacia el lenguaje hablado. Por más que el francés se haya modificado, a menudo para peor, y en el sentido de una corrección estrecha y forzada entre, pongamos, 1550 y nuestros días, hay todavía innumerables frases de mis personajes que podrían acudirme a los labios tal y como están. A riesgo de crear una impresión de indebida meticulosidad, confieso, sin embargo, haber consultado los diccionarios para cada palabra dudosa, es decir para cada palabra que yo presentía ha pasado a formar parte de la lengua después del siglo XVI o, todo lo más, a principios del XVII, apartándolas sin compasión cuando traían consigo unas ideas que mis personajes no habrían tenido bajo esa forma. Casi con el mismo cuidado, hice lo posible por evitar toda palabra que no fuera ya de uso común después del siglo XVI, y que tal vez hubiera sentido la tentación de utilizar por amor a lo pintoresco y arcaico, sin más razón psicológica admisible. La «novela histórica» se descalifica tanto por la palabra o detalle transplantado para dar la impresión de «época pasada» como por el anacronismo.
Pongamos algunos ejemplos: la palabra protestante se emplea de vez en cuando desde principios del XVI, pero fluctúa aún imperceptiblemente entre su sentido actual de miembro de una confesión cristiana y su sentido de participio activo, de hombre que protesta, hallándose en lo sucesivo sobrecargada para el lector de unas significaciones pertenecientes a estadios más recientes del protestantismo. Fue sobre todo en el sentido de facción armada así como también la palabra católico como yo la empleé en Opus Nigrum («los príncipes protestantes», «nuestros católicos»). Hugonote sólo tiene sentido si le ponemos un trasfondo francés, y los personajes de la novela viven, sobre todo, en tierras del Imperio; además, es casi tan agresivamente arcaica como la palabra estoque. Las palabras luteranos, calvinistas, anabaptistas, más delimitadas, son, para el tema que nos ocupa, más útiles: indican hasta qué punto aquellos grupos se percibían aún como separados, en ocasiones violentamente divergentes, y no como fundidos en un solo bloque visto desde fuera como monolítico.
La misma observación vale para Rompedores de imágenes, que tan pronto indica a los anabaptistas como a los calvinistas o a ambos al mismo tiempo, y nos da, sin más, lo que consiente en saber sobre unos peligrosos rebeldes el burgués de las grandes ciudades flamencas. Miembros de la religión supuestamente reformada es apropiado en labios de eclesiásticos o de legistas. Al examinar algunas traducciones de ese libro, me he dado cuenta de que el capitán Henri Maximilien hablaba en ellas de sífilis como un sociólogo del siglo XX, en lugar de aludir a su «mal francés» de soldado; aunque la palabra erudita haya figurado en una alegoría latina escrita por un médico de la época, esto no arregla nada puesto que no fue de uso corriente y primero eufemístico hasta mucho más tarde. La palabra «bougre» también les jugaba una mala pasada a algunos de mis traductores. Unos, púdicamente, ponían herético, lo que hubiera sido acertado para los siglos XII y XIII; otros, lo traducían por «pobre diablo», demasiado moderno aunque la palabra debió deslizarse muy pronto hacia ese sentido. La significación sexual se les escapaba que, no obstante, se impone en el habla del XVI y del XVII. Patriota, que no es de uso corriente hasta el siglo XVIII, hubiera sido absurdo en 1550 en labios del pueblo, pero se encuentra con bastante frecuencia en las Crónicas de disturbios en los Países Bajos. La burguesía ilustrada de aquellas provincias, en su lucha contra el amo hereditario procedente de España, la extraía, en efecto, acomodando la palabra a su manera y con al menos dos siglos de anticipación, de sus lecturas griegas y latinas. Estaba en su lugar en el lenguaje culto del prior de los Franciscanos («Mi sobrino, M. de Withem, un patriota...»). El adjetivo belgique es otra de las palabras que me creó algunos problemas. Ciertos lectores, no muy al corriente de la historia de la lengua, creían que nació en 1830, cuando esa es la fecha en que, por el contrario, murió, siendo reemplazado por el adjetivo belge y reencarnado algo torpemente en un nombre propio de nación entonces recién nacida. Algunas palabras ya caducadas pueden servir, a la manera de un clavo, para afianzar una fecha, y su empleo resulta entonces legítimo: cuando Zenón sale de su meditación sobre el tiempo y el espacio y se acuerda de que en ese momento está acostado en un rincón del suelo «belgique», ese adjetivo lo devuelve al siglo XVI.
El hombre antiguo por lo menos cuando pertenece a la ínfima minoría de mentes cultas que nos oculta a los demás tiende por principio a racionalizar lo irracional, a pasar de lo particular y concreto a lo general y esencial. Con algunas excepciones, naturalmente: en la historia, ya lo hemos dicho, Suetonio; en el arte, los escultores de bustos romanos. También con algunas excepciones, las grandes mentes del siglo XVI individualizan y particularizan. Basta para persuadirnos de ello comparar una anécdota de Plutarco con la misma anécdota repetida por Montaigne. La lengua de Opus Nigrum debía tener en cuenta, casi en cada línea, esa especificidad. El vocabulario del siglo XVI, por suerte, es lo bastante parecido al nuestro para que tal palabra que designa tal objeto no cause sino escasas veces al lector moderno un sobresalto semántico. Si yo hubiese querido pormenorizar cada incidente de la vida de Adriano, hubiera tenido que evitar prudentemente la palabra triclinium, la palabra cuadriga, la palabra silla curula, con objeto de soslayar toda pedantería pero sobre todo para dejar a lo antiguo su aspecto de espacio despejado, falso seguramente pero, sin embargo, verdadero en parte, si pensamos que el Próximo Oriente e incluso Italia siempre tendieron a una gran sencillez en su modo de vida, incluso en el fasto. En Opus Nigrum, por el contrario, cada palabra que envolvía un objeto y el objeto mismo nos son a menudo lo bastante familiares (¿por cuánto tiempo aún?) para poder convertirse, cuando la meditación de Zenón lo exigía, en súbitamente insólitos, condición que un objeto o una palabra perteneciente a una civilización demasiado alejada de la nuestra no puede cumplir. Como en los pintores renacentistas de las escuelas del Norte, en cuyos cuadros los objetos forman un todo con el personaje representado y, en ocasiones, ganándole por la mano, adquieren una suerte de vida inquietante, los objetos y, por consiguiente, las palabras que los designan, se convertían en la expresión de cierta relación o en la señal de cierta servidumbre. Así por ejemplo, elegidos entre centenares de otros objetos, el cuenco de sopa que Zenón toma en el refectorio del convento tras una noche de insomnio a la cabecera del prior; la hoja del cuchillo, de menos de dos pulgadas, que le abrirá las puertas de la muerte, o su camisa del día anterior con la que tapa el intersticio entre la puerta y el suelo de su prisión para que su guardián no vea la sangre correr por el pasillo. Cada palabra concreta se convertía en parte del condicionamiento de los personajes, ese condicionamiento que la mayoría soporta de forma pasiva y del que algunos como el mismo Zenón tratan de librarse y en cierto modo lo consiguen, aun al precio de su vida.
Lo que se ha dicho de las palabras que designan los hechos y las cosas debe decirse también de las palabras que expresan a los individuos. En Memorias de Adriano, aunque el libro estuviera escrito en estilo «polifónico» (era; por lo demás, una buena razón para que no lo estuviese), no captaríamos casi la diferencia específica entre el lenguaje de Arriano, de Attiano, de Chabrias o del mismo Adriano; las variaciones serían de temperamento (el tono de Trajano debió de ser tan pronto más jovial como más cortante que el de Adriano); las adhesiones intelectuales: estoicismo en uno, pitagorismo en otro, pirronismo en un tercero, se percibirían todo lo más como discretos matices; en conjunto, esas grandes mentes pertenecen a una civilización inmóvil, a su nivel por lo menos, y hablan aproximadamente la misma lengua. Las diferencias tonales de los personajes de Opus Nigrum forman una serie de ángulos entrantes y salientes, quizá ciertamente, porque el tiempo no limó hasta el mismo punto sus conflictos de opiniones cuyos efectos aún nos conciernen, pero sobre todo porque dieciseis siglos de raciocinios a menudo mal hechos o que no debieran haberse hecho, dejaron en los espíritus unos surcos indelebles. El mundo antiguo nos parece, con razón o sin ella, menos cicatrizado. Los tres eclesiásticos de que habla Opus Nigrum no hablan la misma lengua, ni ninguno de los tres sabe del todo o, al menos, no emplea del todo la de Zenón. El filósofo y el canónigo parecen conversar, pero casi ninguna de las palabras del primero penetra completamente al hombre de Iglesia, juicioso a su manera, sin embargo, ni nada llega a esta mente legalista y teológica de la experiencia de los frailes infieles a quienes, no obstante, juzga: podrían igualmente haber vivido en otros tiempos y en otro mundo. El tono impersonal del obispo es, sin más, el de las escuelas de la época: no nos enseña nada sobre el hombre. El lenguaje tan espontáneo del prior se da por lo menos en tres registros: el del antiguo hombre de Estado bien informado sobre los asuntos públicos; el del director espiritual, y el del superior estricto y austero, y el del hombre de oración. Es por legítima prudencia, en la que entra la desconfianza que le inspira la Iglesia a quien el prior representa, mezclada con la ternura que le hace sentir lo que el prior es, por lo que Zenón finge a veces no entender las conmovedoras confidencias de éste, pero es verdad, sin duda, que no capta el canto profundo de la caridad al menos en un principio en las palabras de su piadoso protector. El prior, por el contrario, penetra muy bien en el espíritu de su interlocutor, más de lo que éste imagina, pero interpone voluntariamente entre los pensamientos demasiado atrevidos de su amigo y los suyos una zona de silencio («No insinuéis lo que no quiero oír»). El capitán Henri Maximilien, espíritu abierto, avezado a ciertas disciplinas humanistas y unido a Zenón por unos recuerdos comunes de infancia, oye las palabras pronunciadas por el filósofo; llegado a cierto punto, ya no las sigue. Los príncipes y los mercaderes se limitan a su vocabulario profesional de mercaderes y de príncipes.
La lengua de Zenón está hecha de formaciones sucesivas. La más antigua es el flamenco de la calle, de los salones, de las relaciones casi clandestinas con los obreros, que salen a la superficie durante lo últimos años que pasó en Brujas. El francés que hablan los suyos es ya una lengua culta; es también la de sus obras y de sus conversaciones con el capitán y el prior de los franciscanos. Pero el alemán, el italiano, el español e incluso el árabe de sus años errantes le disputan el puesto. El latín de su educación escolástica le sube continuamente a los labios; si bien piensa en sus diferentes lenguas herramienta, razona en latín o al menos con ayuda de datos lógicos que le vienen de esa lengua; es lo que me impulsó a introducir, por aquí y por allá, como otros tantos jalones, un poco de ese latín sin relación con el de los humanistas. La lengua científica, con sus metáforas matemáticas, tal como se formará en el siglo XVII no es aún la suya, evidentemente; la lengua de la experimentación, a cuyo campo pertenece, es asimismo la de los artesanos con quienes trabaja o la de los enfermos a quienes cuida, alemana en Lübeck, flamenca en Brujas. En la cárcel, una de sus distracciones consistirá en elaborar para sí un lenguaje ideal, libre de toda coacción que no sea lógica. En el capítulo titulado El abismo, cuando él se encuentra al borde de lo informulado y de lo inefable, las palabras y hasta los conceptos callan; los estados de conciencia son traducidos por las metáforas del lenguaje alquímico, en el que flotan todos los mitos recurrentes de la humanidad.
Creo no haberme acercado a esa espontaneidad de lenguaje al ras del pensamiento o de la palabra hasta el final de la primera parte de la obra. Las cien primeras páginas, con unas pocas excepciones de las cuales la más notable quizá sea el día que pasa Zenón en el bosque de Houthuist conservan el tono de la crónica: las conversaciones, no muy abundantes, consisten en lo que el autor presume hubieran dicho, en aquellas circunstancias, sus personajes: no salen aún por sí mismas de sus labios. El relato de la fiesta en Dranoutre, enturbiada por la llegada de los obreros tejedores, está compuesto a la manera de un contrapunto, y cada voz participa en él sólo en la parte que le corresponde, demasiado medida para ser algo distinto a una especie de muestra sonora. La conversación entre Zenón y Wiwine está escrita en tono de balada, pero me es difícil ver si es debido al hecho de haberme contentado con esa forma estilizada y ese nivel casi superficial, o si la misma niña no hubiera podido hablar de otra manera, e incluso el mismo Zenón que, en suma, se presta a un juego. En todo caso, la total libertad del lenguaje no me parece darse hasta el momento en que Zenón, maduro y ya envejecido, se encuentra en Innsbruck con su amigo Henri Maximilien. A partir de esa fecha y hasta el final del libro, tuve la impresión de hallarme un poco más lejos de la reconstrucción de la vida en el siglo XVI, y, un poco más cerca de la vida en el siglo XVII.
1972
EJEMPLOS DE LENGUAJE HABLADO QUE NO HAN PASADO
POR NINGUN ARREGLO LITERARIO
ATESTADOS DEL PROCESO DE CAMPANELLA, 1597-1601
I. Informe de un espía.
Un tal Francesco Tartaglia, arrestado durante doce días en el Castel Nuovo de Nápoles por orden del Consejero Real Don Giovanni Sánchez de Luna, oyó hablar varias veces a Fra Tomaso Campanella y a Fra Pietro Ponzio. En particular, en aquella noche del 14 de abril, Tartaglia y otros dos guardianes de la cárcel, Martínez y Onofrio, oyeron lo que sigue:
Fra Pietro oyó cuatro veces a Fra Tomaso, que decía:
Fra P.-¡Oh, Fra Tomaso, Fra Tomaso, Fra Tomaso, oh, Tomaso! ¿No me oyes, dulce amigo?
Fra T. ¡Buenas noches, buenas noches!
Fra P.-¡Oh, corazón mío! ¿Cómo estás? Ten valor porque mañana vendrá el mensajero y nos enteraremos de algo.
Fra T.-¡Oh, Fra Pietro! ¿Por qué no te las arreglas para abrir esta puerta, y dormiríamos juntos y sentiríamos gran gozo?
Fra P. Ojalá quiera Dios que yo le pueda entregar a los guardianes diez ducados y a ti, dulce amigo, diez besos por hora. He difundido tus sonetos por todo Nápoles y me los sé todos de memoria, y no hay nada que yo desee tanto como leer algo tuyo.
Fra T.-Se lo daré al mensajero.
Fra P.-Sí, corazón mío, pero hazme el favor de darme primero uno para mí y para Ferrante, mi hermano, y luego haz los del mensajero.
Fra T.-¡Ve a descansar! ¡Buenas noches! (Firmado: Tartaglia.)
(De otra mano.)
Fra T.-¿Qué noticias tienes de tu hermanito y de tu padrino?
Fra P.-Los habrán puesto con los laicos; con Gioseppo Grillo y con Francesco Antonio Olivieri.
Fra T.-¿Tu hermano está ahí?
Fra P.-Ferrante está con esa chiquillería de los laicos.
Fra T.-¡Oh, qué lástima! Quién sabe qué será de ese pobre pequeño Francesco Antonio d'Oliviero...
Fra P.-Ves ahora... ¿Has escrito mucho hoy?
Fra T. Sí, mucho.
Fra P.-Martínez no está en el castillo, y el capitán ha mandado llamar a Onofrio. Podemos hablar.
Fra T.-Tú no conoces a los españoles.
Fra P.-Los conozco, y también sus crímenes.
Fra T.-¿Sabes si Tomasso Assarus está en libertad?
Fra P.-No sé nada. Pregúntaselo a alguien del piso de arriba.
Fra T.-Imposible. Fra Pietro, trataré mañana de enviarte un papel con lo que no puedo decirte. Oigo a alguien.
Fra P.-¡Que Dios nos libre de ellos! Habla en latín: son unos ignorantes que no lo entienden.
(Y ambos callaron un momento.)
Fra P.- No hay nadie. No irían sin una antorcha.
Fra T.-¿Tienes luz?
Fra P.-No, nada.
Fra T.-Veo luz. Vamos a dormir.
Fra P.-Vamos a dormir.
II. Minutos de la sesión de tortura a la que fue sometido Campanella
a) 18 de julio de 1600.
El acusado. Me siento muy mal.
Le anuncian que van a torturarlo más.
El mismo. ¡No lo hagáis! ¿Qué queréis de mí? Estoy muerto.
Le dicen que por qué no responde a las preguntas.
El mismo. No puedo... ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!... ¡Follones! Me duele todo el cuerpo, hermano... Bajadme... No tenéis compasión...
Le anuncian que van a probar con otra nueva tortura, con la cuerda.
El mismo. Sí... Sí... Probad... Hermano, me han agotado...
Le preguntan por qué no dice la verdad.
El mismo. No puedo más... Hermano, me orino. (Y se pone a orinar.) Después se calla. Luego dice:
El mismo. Me estoy cagando en las calzas.
Luego se calla. Le piden que hable.
El mismo. No puedo.
Le dicen que pida gracia a los Señores Jueces.
El mismo. Dejadme cagar... ¡Me muero, por Dios!
Le preguntan si su cena era buena.
El mismo. No puedo más.
Le preguntan cómo se llama el comisario del Santo Oficio que lo detuvo.
El mismo.-Déjame dormir, hermano Tomasso...
Le preguntan quién es el hermano Tomasso.
El mismo. El hermano Tomasso soy yo.
Lo bajan y lo vuelven a llevar al calabozo.
b) Sesión de los días 4 y 5 de junio de 1601, en presencia de dos obispos y de un protonotario apostólico.
Le anuncian que van a tratarlo con crueldad si continúa haciendose el loco. El contesta:
El acusado.-Diez caballos blancos...
Siguen varias respuestas impertinentes. Lo atan al potro.
El mismo. Atadme bien... Ya véis que me estáis lisiando. ¡Ay, Dios mío!
Le dicen que sea razonable.
El mismo. Yo no he hecho nada... ¡Dejadme, soy un santo!... Sanctus sum, miserere... Ay, Dios mío... ¡Estoy muerto, corazón mío! ¡Muerto!... Cómo aprietan mis manos... ¡Oh, yo no he hecho nada, escuchadme!...
Y continúa gritando, sin parar de decir:
El mismo. ¡Ay!
Y padece su tormento diciendo:
El mismo. ¡Ay! ¿Dónde están los soldados que me ayudaban?... Venid... ¡Oh, yo me muero!... Ayudadme... Me estoy cagando... Le dicen que no haga el loco.
El mismo.-Dejadme... No me matéis... Os daré quince carlines... Yo no he hecho nada.
Le dicen que no haga el loco. Y mientras le ataban los pies, decía:
El mismo. ¡Oh, me están matando!...
Y al oír las trompetas de los navíos que se oían por el puerto de Castel Nuovo dijo:
El mismo. ¡Que suenen! ¡Que suenen! Me han matado.
Le dijeron que no simulase y él permaneció taciturno, con la cabeza agachada sobre el pecho, durante una hora.
Le propusieron bajarle de allí si consentía en hablar, pero él dijo únicamente:
El mismo. No... Me estoy orinando...
Y quiso bajar, y lo bajaron, y dijo:
El mismo. Quiero cagar.
Y lo llevaron al lugar donde se hacían las necesidades. Y después volvieron a interrogarle los Señores Jueces, y él dijo:
El mismo. Yo me llamo hermano Tomasso Campanella.
Le preguntan dónde nació y la edad que tiene. No contesta nada. Los Señores Jueces ordenan que se le ponga de nuevo en el potro. Lo sientan y arreglan encima. El dice:
El mismo. ¡Me estáis matando, oh!
Le ordenan que responda y que no se duerma. Él dice:
El mismo. Siéntate... Siéntate... El asiento... Cállate... Cállate...
Le preguntan dónde nació y su nombre, y él dice:
El mismo. ¡Ayudadme!
Y se calla.
Le dicen que deje de hacer el loco, y él calla.
Y agacha la cabeza y dice:
El mismo.-¡Ay, ay!
Y una vez pasada la primera hora de la noche, volvieron a preguntarle dónde nació y qué edad tenía, y él dijo a los Señores Jueces:
El mismo. ¡No hagáis eso! ¡Soy vuestro hermano!
Y se calló.
Y al decirle que no hiciera el loco, dijo:
El mismo. ¡Dadme de beber!
Y cuando le dieron de beber, se puso a gritar:
El mismo. ¡Ayudadme!...¡oh, alegría!
Y pasó la segunda hora de la noche y le dijeron que no hiciera el loco, y él dijo:
El mismo. ¡No me mates, hermano!
Y al preguntarle si era sacerdote o laico, respondió muchas impertinencias y dijo:
El mismo. Soy dominico... Digo misa...
Y enumeró a varios miembros de su familia pidió de beber.
El mismo. ¡Dadme vino!
Y le dieron vino, y él dijo:
El mismo. ¡Oh, me duele por todas partes!
Y no dijo nada más en toda la noche pero perseveró mientras las velas permanecían encendidas. Y cuando llegó el día, abrieron las ventanas y apagaron las velas. Y él seguía callado. Y le dijeron que no hiciera el loco. Y él dijo:
El mismo. Me muero... Me muero...
Y le preguntaron por qué lo habían detenído, y él dijo:
El mismo. Estoy muerto. ¡No puedo más, Dios mío!
Y le dijeron que no hiciese el loco, y él dijo:
El mismo. Me muero.
Y los Señores Jueces dijeron que se interrumpiese el tormento y que le hicieran sentar, lo cual fue hecho, y al sentarse dijo que quería orinar y lo llevaron al sitio donde se hacen las necesidades, junto a la cámara de tortura. Y llegó la tercera hora y quisieron ponerlo otra vez en el potro, y él dijo:
El mismo. ¡Esperad, hermanos!
Y una vez en el potro ya no dijo nada y seguía allí, sufriendo, tranquilo y taciturno. Luego pidió que le levantaran un poco los pies, que le dolían mucho, lo que hicieron y se quedó tranquilo. Y los Señores Jueces le preguntaron si quería dormir, y él dijo:
El mismo. ¡Sí!
Y le dijeron que si hablaba le dejarían dormir a gusto, y él no dijo nada.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... (confrontación con otro acusado)
Y después le permitieron bajar para comer y beber y para ir a las letrinas, lo que le llevó una hora, y volvieron a ponerlo en el potro, y él dijo:
El mismo. ¿Qué queréis de mí?
Y parecía no sentir ya el dolor, y no decía nada.
Y los Señores Jueces, al oír que pedía de comer unos huevos, mandaron que le diesen tres en un plato, y cuando le preguntaron si quería beber, dijo que sí y le dieron vino, y los Señores Jueces dijeron que le darían más si hablaba, y le anunciaron que iban a darle tormento de nuevo, y él dijo:
El mismo. ¡Dejadme!
Y le preguntaron por qué se preocupaba tanto de su cuerpo, y él respondió:
El mismo. El alma es inmortal.
Y repetía continuamente:
El mismo. Me muero... Me muero...
Y los Señores Jueces ordenaron que lo bajasen, lo arreglaran y volvieron a vestirlo, y que lo llevaran otra vez al calabozo, y el tormento había durado treinta y seis horas.
(Firmado:) Johannes Camillus Pretiotus
Notario en procesos eclesiásticos
y Actas del Tribunal arzobispal de Nápoles.
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Y un corchete encargado de acompañar al prisionero y entregarlo a los carceleros del castillo, en el momento en que cruzaban la sala real, le oyó decir:
El mismo. Pensaban que iba a ser yo tan gilí como para hablar. Atestados 345, 402, 404, 395
(Luigi Amabile, Fra Tommaso Campanella, Nápoles, 1882.)
IV. El tiempo, gran escultor
El día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, empieza. Se ha salvado la primera etapa que, mediante los cuidados del escultor, la ha llevado desde el bloque hasta la forma humana; una segunda etapa, en el transcurso de los siglos, a través de alternativas de adoración, de admiración, de amor, de desprecio o de indiferencia, por grados sucesivos de erosión y desgaste, la irá devolviendo poco a poco al estado de mineral informe al que la había sustraído su escultor.
No hace falta decir que ya no nos queda ninguna estatua griega tal y como la conocieron sus contemporáneos: apenas sí advertimos, por aquí y por allá, en la cabellera de alguna Core o de algún Curos del siglo VI, unas huellas de color rojizo, semejantes hoy a la más pálida alheña, que atestiguan su antigua cualidad de estatuas policromadas, vivas con la vida intensa y casi terrorífica de maniquíes e ídolos que, por añadidura, fueran también obras de arte. Estos duros objetos, moldeados a imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia. Han cambiado igual que el tiempo nos cambia a nosotros. Las sevicias de los cristianos o de los bárbaros, las condiciones en que pasaron bajo tierra sus siglos de abandono hasta el momento del descubrimiento que nos los devolvió, las restauraciones buenas o torpes que sufrieron o de las que se beneficiaron, la suciedad o la pátina auténticas o falsas, todo hasta la misma atmósfera de los museos en donde hoy yacen enterrados, contribuye a marcar para siempre su cuerpo de metal o de piedra.
Algunas de estas modificaciones son sublimes. A la belleza tal y como la concibió un cerebro humano, una época; una forma particular de sociedad, dichas modificaciones añaden una belleza involuntaria, asociada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. Estatuas rotas, sí, pero rotas de una manera tan acertada que de sus restos nace una obra nueva, perfecta por su misma segmentación: un pie descalzo apoyado sobre una baldosa, una mano pura, una rodilla doblada en la que reside toda la velocidad de la carrera, un torso al que ningún rostro nos impide amar, un seno o un sexo en el que reconocemos mejor que nunca la forma de flor o de fruto, un perfil en el que sobrevive la belleza en una completa ausencia de anécdota humana o divina, un busto de rasgos corroídos, a mitad de camino entre el retrato y la calavera. Tal cuerpo comido por el tiempo recuerda a un bloque de piedra desbastado por las olas; tal fragmento mutilado apenas difiere del guijarro o de la piedrecilla pulida recogida en una playa del Egeo. El perito, sin embargo, no lo duda: esa línea borrosa, esa curva que allí se pierde y más allá se recupera, sólo puede provenir de una mano humana; y de una mano griega que trabajó en tal lugar y en el curso de tal siglo. Todo el hombre está ahí, su colaboración inteligente con el universo, su lucha contra el mismo, la derrota final en que el espírítu y la materia que le sirve de soporte perecen casi al mismo tiempo. Su intención se afirma hasta el final en la ruina de las cosas.
Algunas estatuas expuestas al viento del mar poseen la blancura y la porosidad de un bloque de sal que se desmorona; otras, como los leones de Delos, dejaron de ser efigies de animales para convertirse en fósiles blanqueados, en huesos expuestos al sol a la orilla del mar. Los dioses del Partenón, a los que ataca la atmósfera londinense, se van convirtiendo en algo parecido a un cadáver o a un fantasma. Las estatuas restauradas y a las que los restauradores del XVIII añadieron una falsa pátina, con objeto de ponerlas a tono con los parquets relucientes y los pulidos espejos de los palacios de papas y príncipes, tienen en su aspecto una pompa y una elegancia que no es antigua, pero que evoca las fiestas a las que asistieron, dioses de mármol retocados según el gusto de los tiempos y que se codearon con efímeros dioses de carne. Hasta sus hojas de parra los visten como si fuesen un traje de época. Obras menores a las que nadie se preocupó de resguardar en galerías o pabellones hechos para ellas, dulcemente abandonadas al pie de un plátano, a la orilla de una fuente, adquieren a la larga la majestad o la languidez de un árbol o de una planta; ese fauno velludo es un tronco cubierto de musgo; esa ninfa inclinada se parece a la madreselva que la besa.
Hay otras que sólo a la violencia humana deben la nueva belleza que poseen: el empujón que las tiró de su pedestal, el martillo de los iconoclastas, las hicieron lo que son. La obra clásica se impregna de patetismo de este modo; los dioses mutilados parecen mártires. En ocasiones, la erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que ya no pertenece a escuela alguna ni a ningún tiempo: sin cabeza, sin brazos, separada de su mano recientemente hallada, desgastada por todas las ráfagas de las Espóradas, la Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y cielo. Un falso aspecto de arte moderno nace de esas transformaciones involuntarias del arte antiguo: la Psique del Museo de Nápoles, con el cráneo limpiamente cortado, escindido horizontalmente, tiene el aspecto de una obra de Rodin: un torso decapitado que gira sobre su peana recuerda las obras de Despiau o de Maillol. Lo que nuestros escultores imitan por voluntad de abstracción, con ayuda de un hábil artificio suplementario, se halla aquí íntimamente unido a la aventura de la misma estatua. Cada llaga nos ayuda a reconstituir un crimen y a veces a remontarnos hasta sus causas. Aquella cara de emperador fue golpeada a martillazos un día de motín o tallada de nuevo para servir a su sucesor. La pedrada de un cristiano castró a ese dios o le rompió la nariz. Un avaro extirpó de tal cabeza divina los ojos de piedras preciosas, dejándole así un semblante de ciego. Un reitre, en una tarde de saqueo, presumió de haber tirado a ese coloso empujándolo con el hombro. Tan pronto son los bárbaros los responsables, como los Cruzados o, por el contrario, los turcos; unas veces los lansquenetes de Carlos V y otras los cazadores de Bonaparte, y Stendhal se enternece entonces al ver el pie fracturado del Hermafrodita. Un mundo de violencia gira alrededor de esas formas serenas.
Nuestros padres restauraban las estatuas; nosotros les quitamos su nariz falsa y sus prótesis; nuestros descendientes, a su vez, harán probablemente otra cosa. Nuestro punto de vista actual representa a la vez una ganancia y una pérdida. La necesidad de refabricar una estatua completa, con miembros postizos, pudo en parte ser debida al ingenuo deseo de poseer y de exhibir un objeto en buen estado, inherente en todas las épocas a la simple vanidad de los propietarios. Pero esa afición a la restauración a ultranza que fue la de todos los grandes coleccionistas a partir del Renacimiento y duró casi hasta nuestros días, nace sin duda de razones más profundas que la ignorancia, el convencionalismo o el prejuicio de una tosca limpieza. Más humanos de lo que nosotros lo somos, al menos en el campo de las artes, a las que ellos no pedían sino sensaciones felices, sensibles de un modo distinto y a su manera, nuestros antepasados no podían soportar ver mutiladas aquellas obras de arte, ver aquellas marcas de violencia y de muerte en los dioses de piedra. Los grandes aficionados a las antigüedades restauraban por piedad. Por piedad deshacemos nosotros su obra. Puede que también nos hayamos acostumbrado más a las ruinas y a las heridas. Dudamos de una continuidad del gusto o del espíritu humano que permitiría a Thorvaldsen arreglar las estatuas de Praxiteles. Aceptamos con mayor facilidad que esa belleza, separada de nosotros, alojada en los museos y no ya en nuestras moradas, sea una belleza marcada y muerta. Finalmente, nuestro sentido de lo patético se complace en esas mutilaciones; nuestra predilección por el arte abstracto nos hace amar esas lagunas, esas fracturas que neutralizan, por decirlo así, el poderoso elemento humano de aquella estatuaria. De todas las mudanzas originadas por el tiempo ninguna hay que afecte tanto a las estatutas como el cambio de gusto de sus admiradores.
Una forma de transformación aún más pasmosa que las demás es la que han sufrido las estatuas de bronce fundido. Las barcas que transportaban de uno a otro puerto el pedido ejecutado por un escultor, las galeras en donde los conquistadores romanos habían amontonado su botín griego para llevarlo a Roma o, por el contrario cuando Roma se hizo poco segura , para transportarlo hasta Constantinopla, a veces naufragaron, echando al mar cuerpos y bienes; algunos de esos bronces naufragados, repescados en buenas condiciones, como unos ahogados reanimados a tiempo, no conservaron de su estancia submarina más que una admirable pátina verdosa, como el Efebo de Marathon o los dos poderosos atletas de Erice hallados más recientemente. Hubo frágiles mármoles, en cambio, que salieron del mar corroídos, comidos, ornados de barrocas volutas esculpidas por el capricho de las olas, llenos de conchas incrustadas como esas cajas que comprábamos en las playas cuando éramos niños. La forma y el gesto que les había impuesto el escultor no fueron para esas estatuas sino un breve episodio entre su incalculable duración de roca en el seno de la montaña y luego su larga existencia de piedra yacente en el fondo de las aguas. Pasaron por esa descomposición sin agonía, por esa pérdida sin muerte, por esa supervivencia sin resurrección que es la de la materia entregada a sus propias leyes: ya no nos pertenecen. Como ese cadáver del que habla la más bella y la más misteriosa de las canciones de Shakespeare, han sufrido un cambio oceánico tan rico como extraño. El Neptuno, buena copia de estudio, destinado a ornar el muelle de una ciudad pequeña en donde unos pescadores le ofrecerían las primicias de sus redes, bajó al reino de Neptuno. La Venus celeste y la de las encrucijadas se ha convertido en la Afrodita de los mares.
1954
1982
V. Sobre un sueño de Durero
Poseemos del pasado muy pocos sueños auténticos; me refiero a esos sueños que el mismo protagonista anotó apresuradamente al despertarse. Algunos sueños admirables apuntados por Leonardo en sus Cuadernos recuerdan extrañamente a los dibujos o cuadros del maestro, pero dan más bien la impresión de una experiencia onírica, prolongada en estado de vigilia o semi vigilia, que un sueño propiamente dicho. Los impresionantes sueños del Dante en La Vita Nuova, los grandes sueños alegóricos de Jerôme Cardan se sitúan también en ese campo intermedio entre el sueño, el sueño despierto y la visio intellectualis, frecuentado por numerosos poetas, pintores o filósofos, de la Edad Media al Renacimiento, pero por el cual no suele aventurarse el hombre moderno, o bien se extravía cuando lo hace sin preparación y sin guía.
No obstante, tenemos de un hombre del siglo XVI el relato extraordinario de un sueño que no es más que un sueño, y lo que es más, acompañado de un bosquejo del mismo. Lo encontramos en el Diario de Durero. He aquí el relato que el artista, apenas despierto, nos dejó de este sueño:
La noche del miércoles al jueves después de Pentecostés (7 8 de junio de 1525), vi en sueños lo que representa este dibujo: una multitud de trombas de agua que caían del cielo. La primera golpeó la tierra a una distancia de cuatro leguas: la sacudida y el ruido fueron terroríficos, y toda la región se vio inundada. Tanto me hizo padecer aquello que me desperté. Después, las otras trombas de agua, espantosas por su violencia y su número, golpearon la tierra, unas más lejos y otras más cerca. Y caían de tan alto que parecían bajar todas con lentitud. Pero cuando la primera tromba estuvo muy cerca ya del suelo, su caída se hizo tan rápida e iba acompañada de tal ruido y de tal huracán que me desperté, temblando como una hoja, y tardé mucho tiempo en reponerme. De suerte que, una vez levantado, pinté lo que aquí arriba vemos. Dios encamina todas las cosas hacia su mayor bien.
Este sueño choca por una ausencia total de símbolos. Un crítico alemán ve en él el efecto que tuvieron en Durero las perturbaciones que trajo consigo la Reforma: es una opinión suya. Un psicoanalista supondría que el agua obsesionaba al gran pintor: nos queda comprobarlo. El agua no ocupa mucho lugar en la pintura o en los grabados de Durero, y su aspecto no es en ella nada catastrófico. Recordemos el Inn sereno, de una limpidez que hoy nos llena de nostalgia, en el que se miran las murallas de Innsbruck; y el tranquilo lago de Garda al pie de las de Trento, o asimismo ese estanque en un claro del bosque, más sombrío, casi salvajemente solitario, pero también de una tranquilidad imperturbada. No solamente la imagen del agua violenta se halla poco más o menos ausente de su obra, sino que también esa inundación vista en sueños no corresponde para nada a los Diluvios de tipo bíblico, en donde predominan dramáticamente el miedo y la desesperación del hombre. La única lluvia que cae en su Apocalipsis, grabada quince años atrás, consiste en unas gruesas gotas que se escapan de una nube, en la cual aparece un dragón con cabeza de cordero, y ese detalle del agua permanece accesorio. Lo que sorprende, por lo demás, es hasta qué punto, pese a las estrellas que vuelan hechas añicos, las llamas y las nubes, esas imágenes del Libro de las revelaciones son en Durero, y quizás en San Juan antes que en él, muy poco cósmicas, figuraciones simbólicas del drama humano únicamente.
En su apunte onírico, por el contrario, el visionario es un realista, y es espectador de un drama cósmico. Su precisión es la de un físico. A partir del choque de la primera tromba de agua, ha tratado de medir a que distancia se hallaba del punto en que esta agua golpea, y de evaluar las demás con respecto a la misma. Ha tenido en cuenta la aparente lentitud, luego la velocidad que se va incrementando vertiginosamente, de aquellos torrentes que caen de tan alto. Y cosa extraña, a mi entender, tratándose de un sueño: ha sentido la sacudida y ha oído el estruendo de los torrentes de agua. Un detalle curioso es que dice haberse despertado al oír el ruido de la primera catarata, dejándonos sin saber si ese despertar formaba parte del sueño o si volvió a dormirse inmediatamente y a sumirse en el mismo cataclismo. En ambos casos, el efecto es el de un desastre natural percibido sin referencia a ningún concepto humano, tal como hubiera podido reflejarse en un bloque de cristal en ausencia de una mirada de hombre. El espanto que sacude al durmiente es, bien es cierto, una reacción humana, pero también un animal lo habría experimentado y ese desamparo físico se halla muy próximo al de la tierra que tiembla.
Examinemos el bosquejo, el «lavis» más bien, que reproduce ese sueño. La enorme tromba semejante a una agrupación de nubes de un negro azulado hace pensar, sin querer, al hombre de hoy, en una seta atómica; rechacemos esa harto fácil profecía. El paisaje parece aplastado de antemano por las masas de agua de un azul sucio que caen verticalmente del cielo; la tierra y el agua ya vertida se mezclan dando un pardo fangoso y un glauco turbio; si hubiese que identificar a toda costa ese lugar con un lugar cualquiera del mundo, pensaríamos en la llanura lombarda que Durero cruzó más de una vez, a causa de esos escasos árboles diseminados, vagamente presentes en aquella atmósfera de catástrofe, pero que presentimos plantados y acaso podados por mano del hombre. Muy lejos, empequeñecidas por la distancia, apenas visibles de una primera ojeada, unas cuantas edificaciones parduscas se apiñan a orillas de un golfo, dispuestas, al parecer, a volver a la arcilla. Lo que va a ser destruido no es especialmente hermoso.
Repito que no hay ningún símbolo religioso añadido al margen, ni ángeles vengadores que signifiquen la cólera de Dios; no hay ningún emblema alquímico de las «fuerzas que van hacia abajo», inútil en presencia de la terrible gravitación de las cataratas. Tampoco hay ninguna meditación humanista, trágica como en Miguel Angel, melancólica como lo será en Poussin, sobre el todo o lo poco que somos en presencia del universo desencadenado. A menos, no obstante, que lo mejor de la noción de humanismo vaya incluido en esa capacidad hasta en sueños y en el seno de una especie de angustia ontológica de continuar evaluando.
El relato se termina con una fórmula piadosa, ahí puesta por el hombre que ya despertó de su sueño. Nos recuerda, si es que sentíamos la tentación de olvidarlo, que Durero era cristiano y que lo era, por así decirlo, por partida doble: como heredero y sublime intérprete de la piedad medieval y como un burgués de Nüremberg que acoge, al final de su vida, a la Reforma. Puede interpretarse según se prefiera como una fórmula propiciatoria casi maquinal, aserto más o menos fundado sobre la benevolencia divina, tan poco concluyente como una señal de la cruz hecha con mano distraída o, por el contrario, como un acto de sumisión, muy meditado, al orden de las cosas, siempre característico de cualquier espíritu grande auténticamente religioso: Marco Aurelio, por ejemplo, cuando acepta «lo que quiera el universo», Lao Tsé de acuerdo con el vacío y Confucio con el cielo. Pero ese «por el contrario» está de más. Adivinamos que la confianza ingenua y la adhesión impersonal se juntan en alguna parte, a unas profundidades de la naturaleza humana en que el principio de contradiccíón no penetra. Tal cual es, esa mantra cristiana ayudó probablemente a Durero a emerger indemne de su terrible sueño.
1977
VI. La nobleza del fracaso
No hay necesidad de insistir sobre la reputación del gran entendido en cultura japonesa Ivan Morris, de lengua inglesa. Su obra Vida cortesana en el antiguo Japón en tiempos del príncipe Genghi2 une a la exactitud de las informaciones sociológicas el más perfecto tacto literario; su traducción comentada de la poetisa Sei Shonagon, contemporánea y rival de la novelista del Genghi, nos restituye casi por entero los refinamientos de la época Heian y su estilo poético casi impresionista. La nobleza del fracaso es el último de los grandes libros de ese erudito cuya muerte prematura constituye una pérdida grande para todo aficionado a la historia y a la literatura japonesas.
En el prefacio de ese libro, dedicado a la memoria de Yukio Mishima e inspirado en parte por este extraño gran escritor, Ivan Morris nos dice que Mishima que fue amigo suyo a pesar de sus opiniones a menudo divergentes le reprochaba interesarse demasiado por el glorioso período Heian (VIII XI siglo de nuestra era), suerte de encantadora «Belle Epoque» que precedió en el Japón a una dura Edad Media, descuidando así los aspectos más fieros de la raza, la época de los samurais y de las guerras civiles. El mismo Mishima, en la tetralogía El mar de la fertilidad, que concluye su obra, parece haber tenido en cuenta esa dicotomía: el héroe de la primera de las cuatro novelas, joven japonés de los años 1910, posee todas las delicadezas de un príncipe de la época Heian, su propensión al amor y a las lágrimas. El joven protagonista de la segunda novela, situada hacia 1932, rebelde que mata y que se da muerte, piensa y obra, por el contrario, como un samurai del pasado. En La nobleza del fracaso, Ivan Morris se interesa a su vez por esos aspectos heroicos y violentos del alma japonesa.
Pero unos aspectos opuestos y complementarios nunca son tan fáciles de distinguir como podría creerse. Bien sean medievales o casi contemporáneos, los vencidos y los suicidas que nos muestra Ivan Morris se distinguen de sus semejantes occidentales por una característica específicamente japonesa: la contemplación poética de la naturaleza en el momento de la muerte. Bien se trate del melancólico príncipe Yamato Takeru, en el siglo IV de nuestra era, o del almirante Onishi en 1945, o asimismo de Saigo el Grande, líder de los campesinos oprimidos en el siglo XIX, todos mueren con unos refinamientos de poeta.
¡Oh, pino solitario!
¡Oh, hermano mío!
Suspira al expirar el príncipe Yamato Takeru, a quien el emperador su padre envió a la muerte en unas regiones aún no sometidas, desembarazándose por este medio clásico de un hijo que había llegado a convertirse en un estorbo para él. El hombre de estado Michizane (siglo X) a quien el gobierno benévolo de la época Heian se había limitado a sentenciar de exilio pero que acabará por morir de nostalgia, igual que en la época de Luis XIV languidecían los cortesanos excluidos de Versalles, evoca en su desamparo los árboles del jardín que había tenido que abandonar:
Si el viento del oeste sopla hacia mí,
¡Oh, flores del ciruelo,
Enviadme vuestro perfume!
No olvidéis la primavera
Aunque vuestro amo ya no esté ahí...
En el siglo XIX, el ilustre Saigo, que iba a rajarse el vientre tras haber intentado promover en vano una revuelta de los campesinos, al ver llegar de lejos el desastre, se vuelve hacia la bienamada naturaleza:
Soy indiferente al frío del invierno
Los corazones helados de los hombres son los que me aterrorizan
Sé que pronto llegará mi fin:
¡Qué júbilo morir como las resplandecientes hojas
[que caen en Tatsuta
Antes de que las lluvias de otoño las deslustren!
En el siglo XX, los jóvenes kamikaze, pilotos de los aviones suicidas, hacen también sus adioses a la vida, antes de salir para no volver. Así por ejemplo, en 1945, un piloto de veintidós años escribía:
Si por lo menos pudiéramos caer
Como las flores del cerezo,
Tan puras, tan luminosas...
Pocos días después de Hiroshima, el viejo almirante Onishi, responsable de toda la epopeya kamikaze, se hace el seppuku3 y después de una agonía atroz de varias horas (se había negado a que le dieran el tradicional golpe de gracia), deja a su cabecera un último poema:
Límpida y fresca brilla la luna
Tras la espantosa tormenta...
La exquisita delicadeza del Genghi y el heroísmo samurai se unen en estos cortos poemas que surgen de un mismo fondo: el sentimiento de la trágica penetración de la vida que conduce a la poesía y al sacrificio al mismo tiempo. No es fácil imaginarnos a Robespierre o a Napoleón, ni tampoco a ciertos «ases» de la primera guerra mundial comparándose, al dejar este mundo, con un pino solitario o con unas flores que caen. Y aunque bien es cierto que estos poemas de desesperación y agonía son en el Japón tradicionales y, por tanto, convencionales, un convencionalismo tan vivaz es una fuerza: el sentido de su identidad con el universo tal vez explique en parte, en esos hombres dados a la acción violenta, la sorprendente facilidad con que saben morir.
Sin seguir uno por uno todos los relatos de Ivan Morris, despejemos al menos sus principales elementos dominantes. Sus principales protagonistas, jóvenes príncipes casi legendarios, víctimas de padres rencorosos o de tíos malvados, no dejan de recordarnos al melancólico príncipe Hamlet. Más tarde, al esfumarse el poder imperial, sustituido por aquellos poderosos dictadores casi hereditarios como son los Shoguns, los mismos conflictos estallan en un entorno diferente. El desdichado Yoshitsune, hermano menor del gran jefe de Estado Yorimoto, ha triunfado sobre su hermano mayor ante la simpatía popular, ya que no en la historia. No podemos leer el relato de su corta vida, extraído por Morris de las crónicas del siglo XII, sin pensar también en los dramas No y Kabuki que ilustran su trágica leyenda. No falta ni un detalle: deslumbrantes victorias del joven héroe que aniquila al clan enemigo y da el triunfo a su hermano; encono del nuevo shogun contra un hermano menor demasiado glorioso cuya cabeza es puesta a precio; huida del príncipe rebelde con un disfraz de monje mendigo, que tropieza unas veces con la lealtad y otras con la traición; finalmente, suicidio ritual de un hombre que desea morir libre. Yoshitsune tiene su Ofelia, menos inestable que la de Hamlet: la bailarina Shikuza, una de sus amantes cuyo hijo mandó degollar Yoritomo, obligándola, recién parida, a bailar delante de toda la corte; pero la joven consiguió, con la belleza de sus posturas de baile, hacer llorar al auditorio por el príncipe proscrito. Go to a nunnery! Esta decisión que Ofelia nunca tomó, fue aceptada por Shizuka, que toma los hábitos en un monasterio budista. Yoshitsune tiene también su Horatio, que es al mismo tiempo su hermano Jean des Entommeures y su Sancho Panza: Benkei, el enorme monje a quien, en un duelo, desarmó el príncipe sólo con un abanico y que, elevado poco a poco al rango de un verdadero héroe, defenderá al proscrito unas veces con la fuerza y otras con la astucia, y que morirá de pie, herido por mil golpes, en el umbral de la casamata donde se ha refugiado Yoshitsune, para permitir a su amo que se suicide en paz. De creer lo que nos dice Morris, la figura tan atrayente de Yoshitsune ha marcado para siempre la sensibilidad japonesa que ya estaba, a decir verdad, orientada en ese sentido. Hasta nuestros días, la palabra «hoganbiiki», «simpatía por el teniente» (Yoshitsune había empezado en la vida como teniente de su hermano) continúa significando piedad para el vencido y amor por las causas perdidas.
Uno de los méritos de esta especie de historia del Japón a vuelo de águila consiste en prohibirnos pegar unas etiquetas a nuestro modo a esos hombres pertenecientes a otro mundo, ya sean laudatorias o injuriosas. En cualquier caso, a partir del siglo XV, el héroe japonés llevado al fracaso es sobre todo un samurai, miembro de una clase militar aristocrática y pobre, vasalla de los poderosos daimyo que se pavonean en la corte de Kamakura o de Edo, mientras que el Emperador, reducido a la categoría de símbolo, prosigue en Kyoto su existencia de gran pontífice y de maestro de ceremonias de una civilización ya milenaria. Esta tutoría de los emperadores no era una cosa nueva: en la época de Heian, ya los miembros del clan en el poder se arrogaban las sinecuras, casaban al emperador con una joven perteneciente a su grupo y después se ponían de acuerdo para hacerle abdicar, dejando un hijo en la cuna que, tras una larga regencia, abdicaría a su vez hacia la edad de treinta años. Los samurai rebeldes y «leales» sueñan con una época en que la benevolencia imperial descienda directamente de arriba sobre el pueblo, como había ocurrido según decían, en los tiempos míticos, sin tener por intermediarios al Shogun y a sus daimyo. «Reaccionarios» a los ojos de la institución shogunal, son asimismo «radicales» que hacen causa común con el pueblo oprimido.
Lo que más escandaliza, en efecto, es que las elegancias y lujos japoneses (y el Japón no es el único país al cual haya que poner en tela de juicio sobre este punto) provienen casi obligatoriamente de la esclavitud de unos campesinos famélicos. Las fortunas inmensas de los príncipes y de los altos funcionarios se contaban por millares de fanegas de arroz; en principio, cada granjero poseía legalmente unas cuantos arpendes de tierra para su propio uso; en la práctica, y con más frecuencia cada vez, los campesinos como indicaba un amargo dicho trabajaban treinta y cinco días al mes para el Estado. Las exacciones y las brutalidades del fisco no se perciben muy bien en la literatura de la época Heian, que es una literatura cortesana; para Murasaki y Sei Shonagon, las gentes del pueblo son criados, cargadores, obreros que trabajan en el recinto de palacio, o algunos rústicos vislumbrados de lejos por el camino y, en estos dos últimos casos, no hacen sino sorprenderse ante su manera grosera de hablar y de comer. A partir de la Edad Media, los testimonios sobre los métodos empleados para reclamar los impuestos en especie abundan: son la decapitación, la cruz, la lúgubre «danza de Mino» aplicada a los granjeros insolventes, a quienes colocaban una capa de paja de arroz mojada en aceite, prendiéndoles fuego al caer la noche, de suerte que la víctima, que se retorcía y se estremecía de dolor era perfectamente visible desde lejos, lo cual servía de escarmiento a los demás granjeros recalcitrantes de los pueblos vecinos. En los años de mala cosecha, la penuria endémica se convierte en hambre. La situación empeora en el siglo XVIII con el desarrollo del gran comercio y el éxodo voluntario o forzado del campesino hacia la ciudad.
Esta situación perdurará hasta finales del shogunado, en 1868, y en una forma algo distinta a como es la de las civilizaciones industriales, hasta en pleno siglo XX. En 1933, el héroe de una novela ya mencionada de Mishima, Isao, inicia un golpe terrorista contra los miembros de las instituciones industriales que, según él, hacen de pantalla entre el venerado emperador y la miseria del pueblo. Este «fascista» fanático, que mata con sus propias manos a un financiero millonario crimen que no suelen cometer los fascistas occidentales lo hace motivado por las crisis económicas de los años 30: la inflación, la importación de arroz extranjero que arruina a los pequeños granjeros, las lamentables y triviales historias de muchachas hijas de granjero a quienes vendían en los burdeles de la ciudad, y de jóvenes soldados enviados a Manchuria, dichosos de morir para así librar a su familia de una boca inútil4.
En presencia de tan constantes abusos, no es de extrañar que unos samurais evocados por Morris tomaran por divisa: «¡Salvar al pueblo!». Todos acabaron en heroicos fracasos. El más fuera de lo común tal vez fuera Amagusa Shiro, joven samurai de dieciséis años convertido al cristianismo quien, en 1637, alzó el estandarte de la revuelta ornado con un símbolo eucarístico y se puso a la cabeza de cuarenta mil campesinos insurrectos. Perseguido por las tropas del shogun, acabó encerrándose, junto con unos doce mil guerrilleros todos cristianos como él, en la antigua fortaleza de Hara, en el extremo sur del Japón; allí resistieron varios meses antes de que los mataran a todos sin dejar ni uno solo. Fue el fin de la aventura cristiana en el país del sol naciente y los campesinos vencidos pagaron muy caro aquella aventura. Más adelante, los dirigentes de la clase campesina serán samurais ilustrados, hondamente imbuidos de las doctrinas del neoconfucionismo, que no aceptan el pensamiento de no acabar en acción y que estiman, al igual que en Europa Guillermo el Taciturno, que «no es necesario tener esperanzas de conseguirlo antes de emprender algo». Oshio Heihachiro, que había vendido los cincuenta mil volúmenes de su biblioteca para socorrer a los hambrientos, acabó por ponerse, en 1837, a la cabeza de un motín e incendió los almacenes de los negociantes de Osaka, a quienes consideraba y con razón explotadores del pueblo. Después de que una atroz represión diezmara a sus partidarios, se suicidó e indujo a su hijo a suicidarse también.
Veinte años más tarde, el shogunado se derrumbaba a consecuencia de la «apertura» del Japón por el comodoro Perry, y los leales restablecían al Emperador quien dejó Kyoto por Tokio, pero la miseria de los campesinos no se vio por ello aliviada. El enorme Saigo el Grande, personaje digno de Tolstoi, relegado por causa de rebelión a una isla malsana, se apresuró a luchar allí contra las condiciones de trabajo en las explotaciones de caña de azúcar y llegó a formar parte durante algún tiempo del nuevo gobierno del emperador Meiji, pero dimitió al darse cuenta de que sólo los hombres y no las costumbres habían cambiado. En 1877, al dejar su exilio voluntario de campesino ilustrado, aquel gigante que caminaba descalzo hasta en palacio y se había negado a cobrar los honorarios que le correspondían porque «no los necesitaba para vivir» se rebeló contra la corrupción del régimen que él mismo había contribuido a establecer. Su ejército de veinticinco mil hombres fue derrotado por las tropas regulares y él se hizo seppuku, siguiendo el ejemplo de Oshio. «Hombre de derechas», exclaman algunos que ven en él a uno de los soportes de la restauración anti shogunal, que dio como emblema a su grupo el imperial crisantemo. «Hombre de izquierdas», dicen aquellos que nos lo muestran «dispuesto a matar a los policías de Tokio» y tratando a sus antiguos colegas de criminales «los peores de la tierra». De hecho, ni una cosa ni otra y ambas a la vez. Al igual que la de Oshio, su rebelión es ante todo de orden filosófico y moral. «Reverenciad al cielo; amad a la humanidad», decía, y la humanidad para él eran los pobres. «La civilización es la guardiana de la justicia». Muchos idealistas huecos han lanzado consignas análogas. Oshio y Saigo las firmaron con su sangre.
En el capítulo sobre los kamikaze, la obra de Morris adquiere una nueva envergadura. Junto con la obra notable de Richard Minear, La justicia de los vencedores5, que trata de los procesos de criminales de guerra en Tokio, su libro es el único, que yo sepa, en ofrecer de la guerra del Pacífico y de sus secuelas una imagen vista también por el lado del enemigo. Hasta Hiroshima, por lo menos, esta guerra se situó en una época en que los Estados Unidos aún tenían buena conciencia. El ataque sorpresa a Pearl Harbor había ciertamente indignado, pero nadie había pensado en delimitar las responsabilidades en la serie de intrigas, de acciones violentas, de intrusioncs blancas o amarillas perpetradas en aquella inmensa región desde hacía más de un siglo. Las sevicias padecidas por los prisioneros en los campos japoneses horrorizaban con razón a la gente, pero nadie sabía que el estado de prisionero era tradicionalmente deshonroso en el Japón, en donde todo hombre hubiera preferido la muerte, lo que explicaba, sin por ello absolverlo, el brutal tratamiento de los cautivos enemigos. La bravura de los Marines era glorificada, como merecía serlo, pero tuvo que publicarse el libro de Morris para que un gran número de lectores yanquis se enterasen de los excesos de heroísmo que, en su derrota, había prodigado un ejército acostumbrado a vencer y los súbditos de un país que jamás hasta entonces había sido invadido. Los suicidios en masa, desde las islas Aleutianas hasta Guadalcanal, no fueron en ninguna parte tan espectaculares como los de Saipan, en donde tres mil hombres armados con bayonetas se lanzaron contra la artillería enemiga, llevando cogidos del brazo a sus camaradas heridos, vendados, recién salidos del hospital para participar en aquel lúgubre asalto; los soldados rodeados, antes que rendirse, se arrodillaban por filas, para que los decapitasen sus oficiales quienes, a su vez, se hacían seppuku. Familias enteras se precipitaron desde lo alto de las rocas, de suerte que un millar de seres humanos todo lo más, entre los cuales un puñado de soldados, sobrevivieron a las treinta y dos mil personas que, tres días atrás, vivían en la isla.
Sobre ese fondo de información incompleta se dibujó, para el americano medio, la epopeya kamikaze; se hacía hincapié, sobre todo, en su absurdo. Hay que seguir en el libro de Morris la aventura de aquellos millares de jóvenes voluntarios, estudiantes en su mayoría y de los cuales todo lo más una docena conocieron la vergüenza de sobrevivir, debido a una casualidad o a alguna contraorden inesperada. Lo que más nos fascina de la aventura kamikaze, a pesar y quizá a causa de su total ineficacia, es esa elección prevista y calculada de la muerte. Sólo unas cuantas y pequeñas unidades americanas fueron hundidas por los aviones suicidas. Los poderosos acorazados apenas si se vieron deteriorados y, en el peor de los casos, cuando así ocurría, los reparaban en pocos días; una vez pasada la alarma, los marines lavaban con muchos cubos de agua la cubierta en donde «las flores puras de los cerezos» se habían estrellado, convirtiéndose en una papilla sanguinolenta. A veces la bomba no estallaba, o el avión abatido por tiro escalonado explotaba a pocos metros del barco al que apuntaba. «¡Adelante en la derrota, siempre adelante!» El antiguo espíritu samurai dio ahí sus últimas llamaradas, al menos hasta nuestros días, ya que sería imprudente hacer conjeturas de lo que pasará pasado mañana, ya que no mañana. Que ese fuego ha seguido ardiendo bajo las cenizas nos lo prueba el suicidio admonitorio y censurador de Mishima, igualmente previsto y calculado en sus más mínimos detalles, y aquel otro, más reciente, de un joven actor cuyo nombre no recuerdo y que, adoptando una técnica kamikaze, cogió un avión y fue a estrellarse en el tejado de la vivienda de un conocido personaje comprometido en uno de los escándalos Lockhead. Y bien es cierto que, en presencia de esos millares de jóvenes muertos por una causa perdida, uno no puede por menos de preguntarse si no hubieran servido mejor a su país permaneciendo con vida, para así evitarle al Japón ese período de fácil aceptación del yugo extranjero que tan pronto sustituyó al frenesí guerrero, así como el imperialismo industrial, tan ávido y corto de vista como el de los estrategas, con sus secuelas de contaminación que están ensuciando, acaso para siempre, un país para el cual la noción de pureza y de sagrado en la naturaleza había sido, hasta el momento, esencial. Podemos plantearnos la pregunta. Los héroes violentos no son siempre los héroes de la paz.
Sólo hay un punto en el que estaríamos dispuestos a discutir con Morris: su tesis favorita consiste en que el amor a los vencidos que mueren por una causa perdida es eminentemente japonés y que nuestro Occidente no ofrece ningún ejemplo del mismo, ya que según él- los únicos a quienes honramos son aquellos cuya causa ha terminado por triunfar más o menos. El amor a las causas perdidas y el respeto a los que por ellas mueren me parece, por el contrario, darse en todos los países y en todos los tiempos. Pocas aventuras ha habido más absurdas que la de Gordon en Jartum, pero Gordon figura como un gran hombre en la historia de Inglaterra del siglo XIX. La Rochejacquelein y el «Gars» de los chuanes de Balzac son, con toda seguridad, unos vencidos y junto con ellos también lo es su causa, a menos de considerar como un triunfo los pocos años de reinado de Luis XVIII y Carlos X: no por ello dejan de estimularnos la imaginación. Lo mismo pasa con los Girondinos y los guillotinados del 9 Termidor, cuyas miras políticas no podemos decir que hayan triunfado, pero que cuentan entre los grandes mitos humanos de la Revolución. Y si Napoleón fue un tema muy querido para los poetas del siglo XIX, se debe probablemente más a Waterloo y a Santa Elena que a Wagram. Yo puse en boca de un emperador romano cuya historia evocaba que «llega un momento en que la vida de todo hombre es una derrota aceptada». Todos los sabemos y es lo que precisamente nos hace apreciar a los que la eligieron conscientemente y, en ocasiones, la asumieron enseguida. Hay un resquicio de «simpatía por el teniente» en el corazón de todos nosotros.
1980
VII. Animales de hermosa piel
Me piden que colabore en un libro titulado Las coléricas. No me gusta ese título: apruebo la indignación que tantas ocasiones tiene, en nuestros días, para ejercitarse, pero no puedo decir que apruebe la cólera, esa pequeña irrupción individual que descalifica, ahoga y ciega. Tampoco me gusta el hecho de que ese libro sea elaborado exclusivamente por escritoras. No restablezcamos los compartimentos para mujeres solas.
No obstante, si escribo estas líneas es porque imagino con razón o sin ella, que un libro escrito por mujeres será leído por mujeres6 y es a ellas, sobre todo, a quienes va dirigida esta protesta. Cuando alguna vez en la sala de espera de un dentista o de un médico se me ocurre hojear una revista de modas femenina, sobre todo de esas de lujo y en papel satinado, paso rápidamente, tratando de no verlos, como si se tratase de fotografías pornográficas, unos anuncios que ocupan toda la página y en los cuales se han derrochado todas las seducciones del technicolor. Son unos anuncios en donde se pavonean individuos femeninos envueltos en suntuosos abrigos de pieles. Estas mujeres jóvenes a quienes cualquier ojo capaz de ver por detrás de las cosas vería chorreando sangre, se envuelven en los despojos de unas criaturas que respiraron, comieron y durmieron, que buscaron una pareja para sus juegos amorosos, que amaron a sus crías, a veces hasta el punto de dejarse matar para defenderlas y que, como hubiera dicho Villon, «murieron con dolor», como lo haremos todos, pero cuya muerte se la infligimos nosotros con salvajismo.
Más aún, muchas de esas pieles proceden de animales cuya raza, que desde hace millares de años antedataba a la nuestra, va a apagarse y desaparecer si es que no ponemos remedio, antes de que esas lindas mujeres que las lucen hayan llegado a la edad de las arrugas.
Antes de que pase una generación, la materia prima de esos «objetos de standing» como se dice pero como no habría que decir- será no sólo «imposible de encontrar» o «inabordable» sino que ya no existirá. A todos los que damos nuestro esfuerzo y nuestro dinero (aunque nunca lo bastante de lo uno ni de lo otro) para tratar de salvar la diversidad y la belleza del mundo, esas matanzas nos repugnan. Pero no ignoro que esas mujeres jóvenes de las revistas son modelos: se engalanan con esas «cabelleras arrancadas» porque es su oficio, igual que lo hacen, por lo demás, con un sostén o unas bragas diminutas llamadas, en honor de una explosión atómica (otra curiosa asociación de ideas... ) un bikini. Esas inocentes cumplen un servicio «mandado» (aunque probablemente quisieran que aquellos abrigos les perteneciesen), pero no dejan de representar a todo un pueblo de mujeres: las que se comen con los ojos esas imágenes soñando con un lujo para ellas inaccesible y las que poseen esa clase de despojos y los exhiben como una muestra de su fortuna o de su rango social, de su éxito sexual o profesional, o asimismo como un accesorio con el que cuentan para embellecerse y seducir.
En fin, arrebatemos a esas damas sus últimos trapos de disculpa. En nuestros días y aunque vivan no ya en París sino en Groenlandia, no necesitan esas pieles para calentarse la suya. Existen muy buenas lanas, muy buenas fibras y muy buenas prendas que irradian calor para no verse obligadas a transformarse en «animales de hermosa piel», como seguramente les ocurría a las estantiguas de la prehistoria.
Pero estoy atacando únicamente a las mujeres: los tramperos son hombres; los cazadores son hombres y los peleteros también. El hombre que entra orgulloso en un restaurante con una mujer envuelta en la hermosa piel de un animal, es eminentemente un hombre, aunque no necesariamente un homo sapiens. En ese campo, como en tantos otros, los sexos se encuentran en perfecta igualdad. 1976
VIII. Juegos de espejos y fuegos fatuos
Crees estar soñando y te acuerdas...
(Bachelard.)
... aquella mente para la que cada
objeto en el mundo era un
fenómeno o un signo.
(M. Y.)
Las minutas del proceso por brujería de un campesino condenado a muerte en Bailleul en 1649, al pie de las cuales dos de mis antepasados pusieron su garra, han llegado hasta nosotros, entremezcladas con otros legajos más o menos semejantes gracias a una copia que de las mismas mandaron hacer antes de que todo lo que había en los archivos de esa pequeña ciudad y que no ardió durante los incendios acaecidos en los siglos XVI y XVII, se convirtiera en humo durante las guerras de nuestro tiempo. No supe que existían hasta hará unos meses, cuando investigaba para escribir un libro que estoy haciendo en estos momentos. Pero alrededor de 1937, en la época en que aún y ya estaba pensando en la obra, abandonada en sus inicios, que llegaría a ser Opus Nigrum un día, llegué a examinar, con el lápiz en la mano, un volumen consagrado a la historia de la magistratura bajo el Antiguo Régimen. Una nota incompleta me indica que en ella encontré, o creí encontrar, la mención de otro asunto posterior. A principios del siglo XVIII, Michel Ignace Cleenewerk, el comprador de Crayencour, en el ejercicio de sus funciones como magistrado de Bailleul, había mandado dar tormento no se sabe por qué fechoría a un seminarista que vagabundeaba en compañía de unos gitanos.
Mi nota inacabada no daba ni el título ni el autor, de quien me he olvidado. El ejemplar que utilicé ha desaparecido junto con otros muchos libros de mi pertenencia, durante la barahúnda de los años 1939 1945. Desde entonces acá me he infligido la lectura de numerosas obras publicadas antes de dicha época y concernientes a los tribunales de antaño, sin volver a encontrar nunca aquellas líneas de las que mi memoria había, por decirlo así, guardado la impresión: a la izquierda y al pie de una página. Acabé por sospechar que las había inventado y con ellas el mismo incidente o, por lo menos, pensé que le había colocado el nombre de mi antepasado Michel Ignace a algún magistrado anónimo que se llamaba de otra manera. Ocurría con toda esta historia lo mismo que con el nombre de Zenón, bastante común por lo demás en la antigua Flandes, y que creo haber leído cuando tenía alrededor de veinte años, en un bosquejo de árbol genealógico de mi familia que me fue comunicado por aquel entonces. La genealogía se ha publicado entretanto, pero el nombre de Zenón no figura en ella.
Leídas o soñadas, esas informaciones desempeñaron su papel, en cualquier caso, para la elaboración de Opus Nigrum. Yo me había adueñado enseguida del nombre de Zenón, que me gustaba, ya que, aunque se diera también con bastante frecuencia por aquella región en épocas de fe, en honor a un santo obispo de Verona, también había sido el de dos filósofos antiguos: el sutil eleático asesinado, según dicen, por un tirano y el austero estoico que al parecer se suicidó, como fue a menudo el caso en aquella secta. En cuanto al incidente del vagabundeo con los gitanos, aún figura en una lista que yo redacté en 1965, en que, cerca ya de terminar Opus Nigrum, enumeraba los elementos que podrían entrar en la composición de los últimos capítulos. He acabado por no utilizarlos.
Mi memoria suele ser muy fiel. Decir que memoria e imaginación se alimentan una a la otra es quedarse en las premisas del problema. Si recuerdo ha habido, si esas informaciones se encuentran en algún archivo en el que yo pueda un día u otro, volver a meter la mano, habría que saber por qué se impusieron inmediatamente a mí como nociones vivas, asimilables, sobre las cuales no paró de trabajar mi mente. Si hubo fabulación, habría que explicar por qué edifiqué yo aquellos espejismos, y precisamente aquéllos.
Es extraño conservar en la imaginación o en la memoria (una u otra o una y otra) lo equivalente al vaciado de una realidad que tal vez no lo sea. Es igualmente singular ver lo que también ocurre cómo la historia viene, fuera de tiempo, a nuestro encuentro, y al ser o al incidente inventados revelarse reales. En 1964, mientras trabajaba en la tercera parte de Opus Nigrum durante una estancia en Europa central, vi aparecer a los ojos de mi espíritu, en la iglesia de los Franciscanos de Salzburgo, al personaje hasta entonces no previsto del prior de los Franciscanos cuya introducción cambió en parte la dirección y el sentido de la obra. Yo tenía que proveer a aquel santo hombre de un nombre y de un apellido. Escogí por apellido el de Berlaimont, familia muy conocida de la que varios miembros desempeñaron un papel bastante importante en los Países Bajos en el siglo XVI, y por nombre Jean Louis, cuya sencillez iba muy bien al prior. Nombre y apellido seleccionados lo habían sido en gran parte por su consonancia francesa: en medio de la multitud de mis personajes flamencos, a mí me interesaba mostrar en Jean Louis Berlaimont al antiguo cortesano de Carlos V, un hombre de cultura internacional, cuyo hermoso francés «descansaba el oído de Zenón del farragoso flamenco». Durante el relato, el prior que había entrado en las órdenes al quedarse viudo, aludía melancólicamente a su hijo, joven oficial del duque de Alba, hombre de guerra a través del cual aquel hombre de paz se siente oscuramente «unido al mal». Unos capítulos más allá, el hilo de mi relato me permitió encontrar, junto al duque, a ese joven Berlaimont tan privado de la espiritualidad paterna, comiendo a dos carrillos en la vajilla plateada de sus anfitriones, los ricos Ligre, y dispensándoles con bastante indiscreción sus observaciones sobre las dificultades pecuniarias del ejército. Aquel guapo muchacho algo torpón, necesitaba un nombre: me decidí por el de Lancelot, que a veces se daba aunque no con gran frecuencia, por aquella época, y que evocaba bastante bien la atmósfera de Edad Media poética y artificialmente prolongada, de torneos, de órdenes y novelas de caballería, de caballos encaparazonados y de armaduras de gala, en que el futuro prior, el joven Jean Louis de Berlaimont, se hallaba sumido en la corte de Carlos V en el momento de nacerle un hijo.
En 1971, tres años después de haberse publicado Opus Nigrum y encontrándome yo por segunda vez en Namur con objeto de hacerle una visita a un paraje de los alrededores en donde mi madre pasó su infancia, me proponía examinar cuidadosamente el museo arqueológico de la ciudad, al que estaban reorganizando durante mi visita anterior y del que sólo habia podido ver unas cuantas vitrinas de joyas belgorromanas transferidas a otro local. El viejo palacete en el que hoy se halla situado ese museo tiene buen aspecto. En el hueco de la escalera tropecé con una losa sepulcral. El letrero me permitió ver que provenía de la Iglesia de los Hermanos Menores (y por lo tanto, de los Franciscanos) de Namur, hoy Nôtre Dame. Debajo de los blasones, se exponía lo siguiente:
En este ataúd descansa el cuerpo de
MESSIRE LANCELOT DE BERLAIMONT
conde de Meghem, barón de Bauraing, señor de Dorimont,
Agimont, Hardaing, Desperlecheg, gobernador
de Charlemont,
capitán de cuarenta hombres armados a las órdenes de
Su Majestad,
y coronel del regimiento de Altos Alemanes
que murió el XI de junio de 1578
No sólo el nombre y apellido «pegaban» con los de mi personaje, sino que el mismo rango ocupado en el ejército y las fechas iban también perfectamente. Un coronel del regimiento de Altos Alemanes muerto en el sitio de Namur en 1578, y poco más o menos al mismo tiempo que Don Juan de Austria, pudo e incluso debió ser diez años atrás uno de los jóvenes tenientes del duque de Alba. Lo que yo había creído una máscara modelada por mis manos se llenaba de repente con una sustancia viva7.
No indico los hechos anteriores con la intención de probar nada, y me sería muy embarazoso tener que definir lo que quizá pudieran demostrar. Se pueden explicar y eliminar fácilmente sólo con nuestra inteligencia. Es natural que, entre los centenares y millares de páginas leídas, nuestra memoria no sepa ya muy bien si unas cuantas líneas en particular han sido rememoradas tal y como eran o si, por el contrario, han sido retocadas por nuestra imaginación o, mejor aún, inventadas como suele inventar la imaginación, es decir, combinando entre sí detalles y nombres tomados de otra parte. Tampoco es extraordinario que unos cálculos muy precisos de orden histórico y literario, emprendidos con vistas a darle a un personaje imaginario la mayor verosimilitud posible, lleguen a tropezar como por casualidad con un personaje que ha existido. Lo que sigue haciéndonos soñar es la cantidad y la intensidad de los oscuros impulsos que nos han ido llevando así hacia un nombre, un hecho o un personaje y no otro. Entramos ahí en un bosque sin senderos.
*
Vuelvo a encontrar bajo otra forma, menos conclusiva aún, esos juegos de lo fortuito y lo imaginario, en los trabajos de aproximación a otro libro que hasta ahora ha permanecido en forma de bosquejo, o incluso de proyecto. Entre la publicación de Memorias de Adriano y la de Opus Nigrum, yo había empezado a preparar una obra a la que puse provisionalmente el título de Tres mujeres llamadas Isabel.
La parte principal hubiera versado sobre santa Isabel de Hungría, una de las más conmovedoras de entre las elegidas del calendario, cuyo estudio nos lleva muy lejos en diversas direcciones y nos introduce muy adentro de oscuros problemas. El problema de la gracia, que hace de esta niña un ser elegido desde la infancia, en el seno del medio real y brutal del que procede; el de la incomprensión y el odio que rodean a los santos, desde la hostilidad de la familia del marido de Isabel hasta las burlas del populacho que ve pasear por las calles, vestida con harapos y entregada al cuidado de los pobres, a aquella mujer joven y hacía no mucho elegante con sus largas mangas de brocado, sin olvidar la obtusa dureza de su director espiritual que, en parte, la mató y a quien ella parece haber ido aprendiendo a juzgar poco a poco. El problema de la concertación, difícil de obtener y más aún de expresar, entre la sensualidad y la santidad, resuelto en el acto por la joven santa «que se arrojaba riendo», al salir de sus sesiones de oración, en la cama donde la esperaba su joven y apuesto marido. El de las relaciones entre la poesía y el genio místico, tan evidentes en aquella niña cuyo nacimiento fue anunciado a los Minnesinger por una estrella en el cielo, y que murió a los veinticuatro años, en un día de noviembre, mientras oía cantar, en el alféizar de su ventana, a un pajarillo banal y maravilloso. Sin contar, finalmente, no con el problema sino con el misterio y el precipicio, con el abismo siempre abierto y resplandeciente de la caridad.
Yo me interesaba también por las relaciones de la más espontánea de las santas con el Estado y la Iglesia de su tiempo, con cierto número de presencias luminosas u oscuras que sentimos moverse a su alrededor casi tanto como en torno a aquella otra ingenua que fue Juana de Arco. La llama seráfica de Francisco de Asís, cuyo ejemplo y predicación la inspiraron sin que jamás tropezase con él por los caminos de la vida; la negra autoridad de Conrad de Marburg, el Inquisidor, que desgarraba con su látigo la epidermis delicada de su penitente, y que derivaba hacia ella que ella lo supiera y aprobase o no el reflejo de los procesos de los herejes y de las hogueras; el esplendor glacial de Federico II, el emperador que estuvo a punto de casarse con aquella joven y piadosa parienta, y que la hubiera relegado, sin duda, de haberse producido este hecho, igual que a sus otras esposas, a su «harén de Gomorra»; príncipe ateo que, debido a fines más políticos que religiosos, presidiría más tarde la ceremonial de su canonización. Esos lazos que atan a un ser a su tiempo, esas manchas y esas luces que el siglo arroja sobre el mismo, y los poderes secretos del genio o de la santidad que, en ocasiones, los liberan, todo eso hubiera compuesto alrededor de Isabel una sinfonía espiritual como hubiera dicho san Bernardo y una sinfonía espiritual en la que no faltarían disonancias.
Tres mujeres con nombre de Isabel... Es que a modo de oposición o, al menos, de contraste con la santa, yo hubiera colocado a otras dos mujeres nacidas en otras épocas pero pertenecientes a las mismas regiones de Europa central, situadas más o menos en las cimas feudales o principescas, y que poseían quizá, debido al complicado juego de las alianzas, una gota de su misma sangre. Una de ellas hubiera sido Isabel de Austria, la emperatriz, tan celebrada y acaso tan reelaborada por los poetas de principios de siglo, fantasma de tristeza, de orgullo y de belleza pero a quien un melancólico narcisismo parece haber encerrado hasta el final en una triste galería de espejos, tan ausente del mundo y de la vida que ni siquiera se dio cuenta de que su asesino Lucchesi la estaba apuñalando. A esta diosa le van bien como símbolos, a falta de espejo con el que no hacemos sino adivinar sus largos monólogos, por lo menos los dos objetos que colocaron sobre su ataúd el día de su funeral: su fusta de amazona y el abanico que utilizaba para interceptar las miradas que se posaban en ella. La acompañan en la eternidad, igual que a Isabel la santa sus harapos y su ramo de rosas. La otra, poco más o menos contemporánea de las mujeres de Shakespeare y también cargada de tinieblas, se diría, tanto como una criatura humana puede estarlo, hubiera sido Isabel Báthory, esa mujer que fue una especie de Gilles de Rais menos sensible y menos refinado y que alcanzó, al parecer, una suerte de imbecilidad en el crimen. Estas tres mujeres hubieran marcado los caminos que conducen a la salvación o a la perdición, o el atajo que no conduce ni a una ni a otra sino únicamente al limbo de la poesía y del sueño.
Isabel de Hungría tuvo por genio inspirador a Francisco de Asís; Isabel de Austria a Henrich Heine. Parece ser que, así como la demencia de Gilles de Rais se agravó por el hecho de la familiaridad de este gran señor con un sospechoso mago, Isabel Báthory adelantó su total disgregación entregándose a prácticas de brujería con unas cuantas éstriges de pueblo, a las que imaginamos con unos rasgos parecidos a los de las asquerosas brujas de Han Baldung. Aquellas viejas que le servían también de alcahuetas y de ayudantes de verdugo invocaban, en beneficio de su ama, a un tal demonio Isten, señor de los gatos8,e Isabel llevaba al cuello un talismán con una invocación a los ochenta gatos infernales, destinados a morder el corazón de sus enemigos. Ocurrió lo que siempre ocurre con todos los talismanes de la brujería, de los cuales se nos asegura se vuelven en contra de sus poseedores. Isabel perdió el suyo y mandó hacer una torpe copia que después serviría contra ella como prueba de convicción.
Inmediatamente después de haber sido condenada aquella arpía, mientras la emparedaban para el resto de su vida en una sala de su torre principal vacía, el pastor del pueblo (aquella rama de la familia Báthory era luterana) subió hasta el castillo para rezar ante el muro de ladrillo que estaban levantando. Fue mal recibido por la prisionera y además molestado por todo un aquelarre de gatos que parecían retozar sobre su cabeza. Una vez en el piso de arriba, ni él ni su mayordomo hallaron otra cosa que no fuera una sala vacía. Isabel, que siguió sin arrepentirse hasta el final, durante los tres años que pasó en aquella habitación, ¿creería oír a veces saltos y maullidos en el interior de los pisos y de los patios desiertos? No sabemos lo que pasaría porque nada se sabe de ella a partir de entonces si no es que un lugareño, provisto de llaves y de una cesta de comida subía todos los días al castillo, en cuyas cuatro esquinas flotaban unos estandartes negros para significar que allí se estaba cumpliendo un veredicto de muerte, abría las sucesivas puertas, subía por la escalera de la torre y pasaba por un ventanuco el alimento a la prisionera. Detalle conmovedor por ser humano: ella se quejaba de que aquella comida, al principio, fuera únicamente pan y agua. Un yerno de la asesina dio algún dinero para que le llevaran, hasta el día de su muerte, un plato de guisado. Aquella mujer culpable de unos centenares de asesinatos sádicos debía de ser, evidentemente, una suegra lo bastante simpática para que uno de sus yernos tuviera tanta caridad.
Con el tiempo, el título de mi proyecto se había modificado: Isabel o la Caridad. Yo me había dado cuenta de que el problema, o el foco central se encontraba ahí y que tanto Isabel la melancólica como Isabel la Sangrienta me ocuparían todo lo más algunos recovecos más oscuros de mi obra. Más tarde, otros proyectos más esenciales para mí se me cruzaron por el camino: Opus Nigrum, primero, después Recordatorios y Archivos del Norte en el que trabajo en estos momentos. Isabel o la Caridad continuará siendo seguramente un proyecto más entre otra media docena de ellos, una de esas obras en las que a menudo hemos pensado pero que, para llevarla a cabo, no tendremos quizá el tiempo, la energía y ni siquiera, llegado el momento, las ganas de escribirla. Tantas cosas nos quedan por hacer, de entre las cuales las más esenciales no son necesariamente los libros...
Pero el tema me interesaba lo bastante para que yo incluyese, en 1964, en un viaje que hice a Europa Central, algunos de los lugares en donde vivieron estas tres mujeres. Yo había ido a Europa en el Báthory, lo que apenas cuenta como una coincidencia: era el único barco que iba directamente a Escandinavia y a Polonia, y debe su nombre al ilustre rey polaco Esteban Báthory, y no a la Elsa Koch del Renacimiento. Tuve que renunciar a parte de mi itinerario concerniente a las tres mujeres; la falta de tiempo, las complicaciones de los visados y, sobre todo, otras prioridades que se me presentaron fueron obstáculo para ello. En Salzburgo, no obstante, puse gran empeño en ir a ver, en el hermoso parque de Hellbrunn, la blanca estatua de Isabel de Austria aunque allí me retuvo, sobre todo, el recuerdo de Paracelso, y el banquito de piedra de una tienda antigua bajo cuyo alero senté yo a Zenón, muerto de cansancio, tras la travesía de un puerto bajo la nieve y el período de recogimiento del que antes hablé, en la iglesia de los Franciscanos. Todo esto se acompañaba en sordina con los sones de la música de Mozart sin la cual no podemos imaginarnos Salzburgo. En Viena, una taxista que me trataba como a una turista me iba nombrando, sin ton ni son, por las plazas y los parques, todas las estatuas feas o bonitas que en ellos se encontraban: la de Isabel de Austria, de creer lo que ella decía, representaba a María Teresa, esposa de José II. Cuando insinué mis dudas, enrojeció de cólera. Saqué la conclusión de que en las escuelas del Estado austríaco enseñaban la historia aún peor que en las nuestras. En Bratislava, es decir, en Presburgo, me tomé el trabajo de subir a contemplar desde lo alto de la ciudad el pesado castillo barroco que sustituye a la fortaleza medieval en donde nació Isabel la santa. Tampoco hallé la antigua y aristocrática ciudad gris en donde, durante una temporada, hice vivir al personaje principal de Alexis. Sólo permanecía sin cambio alguno el curso turbulento del Danubio, más encauzado, sin embargo, y más contaminado que en el siglo XIII e incluso que a principios del siglo XX.
En Eslovaquia, no lejos de Piestany, fui a ver el castillo en donde Isabel la asesina perpetró sus crímenes y sufrió con arrogancia su castigo hasta morir solitaria, «sin luz y sin cruz», en una noche tormentosa del año 1614. La cuesta que subía desde el pueblo era muy empinada. La soledad que allí reinaba era la propia de las ruinas y ya no la de una gran vivienda condenada. Al pie de los muros, un huertecillo propiedad, seguramente, del guarda ausente, dejaba ya apuntar sus hortalizas. Tal era sin duda aquel otro huerto en donde antaño unos perros habían desenterrado los restos de las víctimas de Isabel escondidos apresuradamente bajo la tierra blanda. La acedera y la lechuga ponían en él, en aquella cálida mañana de mayo, su limpieza casi divina.
Una vez cruzada la poterna, nada subsistía sino es una torre alta de vigía, eviscerada, el espacio desnudo de un patio vacío y unas cortinas deslucidas por el tiempo y cubiertas de plantas trepadoras. Me acerqué a un muro bajo. No daba a unos vertiginosos abismos románticos sino al pueblo, y a los tejados en contrapendiente, a la sonriente llanura, casi italiana, y por aquí y por allá se veían las últimas estribaciones de los Cárpatos, las empinadas y negras colinas erizadas de abetos como en los paisajes de Altdorfer. Algo se movió. Un gran gato negro se escapó bufando de debajo los ramajes, saltó al patio y desapareció del lado opuesto al barranco.
No pretendo que aquel gato estuviera al servicio del demonio llamado Itsen. Probablemente era el minino del guarda al que tentaban, en aquella época primaveral, las pequeñas y recientes vidas de los pajarillos en algún nido oculto bajo las hojas. Eso no impide que, de entre las docenas de castillos feudales cuyas ruinas he visitado, el Bathorygad es el único del que vi surgir, nada más entrar, un gato negro dueño del lugar y que desapareció dando un gran salto.
La segunda pequeña coincidencia es más curiosa, aunque su marco sea de lo más banal. De regreso a mi isla del Maine, me llegué a la riquísima biblioteca pública de Bangor, en tierra firme, a unos ochenta kilómetros del lugar donde resido. Voy muy pocas veces por Bangor, una ciudad más grande y sin muchos encantos, que sustituye, en la llanura, al inmenso robledal por el que se aventuró Champlain al encuentro de los jefes indios, allá por la época en que los estandartes negros de la justicia ondeaban al viento en el castillo Báthory. Voy aún menos por la biblioteca pública de la ciudad, ya que hay un seminario muy cerca que también tiene biblioteca, menos abundante pero más selecta y que, por añadidura, posee el atractivo de una encantadora sala de lectura. Aquel día, yo me adelanté hacia el alto mostrador para colocar mis fichas en la caja correspondiente, en petición de no me acuerdo ya qué libros. Un volumen devuelto por un lector y que aún no había colocado el encargado en su sitio se hallaba sobre el mostrador, abierto de par en par. Le eché una ojeada como suelo hacer con cualquier texto impreso a mi alcance. Era la única obra en lengua inglesa que yo sepa en donde se menciona a Isabel Báthory, una colección de ensayos de William Seabrook, que ha escrito cosas mejores, en donde enumera en revoltillo unas cuantas docenas de causas criminales y de historias de magia negra, verdaderas o falsas. Tan sólo unos pocos párrafos van dedicados a aquella bruja: el libro estaba abierto por esa página.
Lejos de mi intención pretender que un espíritu maligno hubiese acudido aquel día, o unos días antes, desde Eslovaquia, para impulsar a un asiduo de la biblioteca de Bangor a elegir ese libro entre centenas de millares de otros, para luego devolverlo, abierto por esa página, un instante antes de llegar yo. Como todo lo relacionado más o menos con los campos inexplorados, este débil signo, suponiendo que fuese uno, resultaba inconsecuente hasta el punto de ser descabellado. No era precisa la intervención de las fuerzas oscuras para poner ante mis ojos una obra mediocre, que yo había hojeado cuando la publicaron, es decir veinte años atrás. Y sin embargo, para establecer el cálculo de probabilidades necesarias para obtener esa pequeñísima coincidencia, hubiera sido menester jugar con cifras seguidas de toda una serie de ceros. Todo sucede, en esas ocasiones, como si el mundo alrededor nuestro estuviera situado en un único campo magnético, o constituido en todas sus partes por un metal buen conductor. Pensándolo bien, sería algo así como la estructura del universo de la adivinación china, tal como la dilucida Jung en su prefacio del Li King.
Se observará que estas menudas coincidencias se agrupaban todas en torno al peor de mis tres modelos. Ni Isabel de Hungría ni Isabel de Austria me hicieron seña alguna, a menos de interpretar como tal el incidente de la colérica taxista vienesa y ver en ello un S.O.S. emitido por una sombra ya medio ahogada por el olvido. Las santas y las emperatrices son, es evidente, más comedidas que las brujas. Pero en lo que se refiere a Isabel de Austria, el paso de la corriente vital había ocurrido mucho antes. Yo había conocido, en otros tiempos, en Corfú, a un viejo cochero maltés que fue en su juventud lacayo de la emperatriz.
Yo no sentía gran simpatía por aquella amazona coronada que bebía cada mañana, para estar en forma, un vaso de sangre caliente que le traían de los mataderos; la Báthory no lo hubiera hecho mejor. Pero los relatos afectuosos del viejo cochero me daban la imagen desarmante de una alemana ya no muy joven, que entendía de almohazado, y sabía reñir a sus lacayos o, por el contrario, sonreírles guardando las distancias, y no se cansaba de pedirles que le cantasen baladas de Corfú. En una casa en donde yo entraba como si fuera la mía, una caja de cristal ofrecía a las miradas un largo guante blanco desparejado, triste despojo de piel muerta, que tenía algo que ver con la magia. Isabel lo había perdido un día en que, durante sus interminables paseos por el campo, algo dementes, había entrado allí para pedir un vaso de agua. Un resto de tibieza humana parecía permanecer en él.
El encuentro con Isabel de Hungría se remontaba más lejos aún. En cuanto a misterio, no contenía más que el de la infancia. Los pueblos del Flandes francés de mi época conservaban todavía la afición a las procesiones que, pese a sus pobres dorados y opacos oropeles, recordaban un poco los espléndidos desfiles religiosos de España. En lugar de las grandiosas efigies sevillanas, los personajes sagrados eran en ellas representados por personas de carne y hueso, que solían ser niños. Entre los cuatro y los ocho años, cada mañana del Corpus, disfrazada con una corona de alambre y pedrerías, vestida con un traje de tul y un abrigo de terciopelo nacarado en cuyo forro habían cosido un ramo de rosas artificiales, por miedo a que se me cayeran de las manos por el camino, troté a lo largo de la única calle del pueblo de Saint Cappelle y por los senderos del Mont Noir, tropezando un poco con mis botines blancos, que no pegaban gran cosa con mi disfraz medieval. Poco sabía yo sobre el personaje que representaba: al no haberme acercado nunca a ningún enfermo no podía percibir el mérito que Isabel tuvo al cuidarlos; como ignoraba lo que era el hambre en mí y en los demás, el don de regalar panes a los hambrientos no me conmovía gran cosa. Pero la metamorfosis de aquellos panes en rosas me parecía natural, ya que una niña no se asombra de nada.
Me dirán que mi interés por la santita de la antigua Hungría comienza ahí. Yo también lo digo. Pero las explicaciones se hunden bajo nuestros pasos. No desentrañan el carácter eminentemente misterioso de nuestras relaciones con los personajes de nuestra obra, que es el tema que yo trato de delimitar en estas páginas. Poco después de mi última personificación de Isabel de Hungría, fui enviada a un baile infantil disfrazada de tamborilero de los ejércitos del Imperio. Todo, parece ser, era auténtico en mi disfraz, incluso los palillos y los botones en los que había un águila grabada. No obstante, esa mascarada no me inspiró deseos de escribir la historia de Napoleón.
1975
IX. Sobre unos cuantos temas eróticos y místicos de la
Gita Govinda
La India posee grandes mitos eróticos: Parva ti y Siva unidos en un abrazo que dura millones de años divinos, y cuyo producto podría destruir el mundo; Siva, que seduce a las esposas de los anacoretas herejes, los cuales crean monstruos para vengarse y no consiguen sino proporcionar al dios nuevos atributos y nuevas galas; la cabeza cortada de Kali, colocada sobre el cuerpo de una cortesana de baja estofa, y lo divino soldado a lo que pasa por ser inmundo. De todos estos mitos, el más bello sin duda, el más cargado de significaciones devotas y místicas, aquel en donde mejor se expansionan no sólo las emociones de los sentidos, sino también las del corazón, es la bajada de Krisna al bosque, entre las pastoras. El pastor celeste se extravía por el bosque y va hechizando con los sones de su flauta a animales, demonios y mujeres. Las Gopis, las tiernas vaqueras, se apiñan a su alrededor en la espesura donde pace el ganado. El Dios que está en todas partes satisface al mismo tiempo a sus mil amantes; cada una, si nos atrevemos a desviar aquí de su sentido un verso célebre, lo tiene para ella sola y todas lo tienen por entero. Esta fiesta fálica es un símbolo de las bodas del alma con Dios.
Nos hallamos aquí en uno de los grandes entronques del Mito. Ese Dios en torno al cual merodean por los bosques unas muchachas locas por su cuerpo y a quien él dispensa a un mismo tiempo la embriaguez carnal y la embriaguez mística, es Dioniso; ese músico que tranquiliza a los animales medrosos es Orfeo. Ese pastor que colma la necesidad de amor del alma humana es un Buen Pastor. Pero Orfeo, en las orillas del Estrimón bárbaro, muere por haber desdeñado el deseo furioso de las Bacantes; Dioniso arrastra a sus Ménades en pleno salvajismo, en un mundo inquietante al que obsesionan los terrores más antiguos del hombre; el Buen Pastor cristiano es inseparable de la cruz. Nada hay de sombrío o de trágico, por el contrario, en la aventura del Orfeo Baco de las orillas del Ganges. La unión de Krisna y las vaqueras se realiza con plena paz, en el seno de una edénica inocencia. El bosque místico de Vrindavana pertenece al campo de la eterna pastoral. Venus en el establo junto a Anqueo o en un claro del bosque con Adonis. Apolo guardando los rebaños por el amor de Admeto, Tristán e Isolda en su cabaña hecha de ramajes, Sigmundo y Siglinda a la puerta de la choza escuchando los murmullos de la noche primaveral, Tess d'Uberville ocultando su amor en la lechería, entre las chicas de la granja y hasta los empolvados comparsas de las pastorales del siglo XVIII, todos estos personajes sumidos de nuevo en un mundo a un mismo tiempo ideal y primitivo, que en un principio nos parece ficticio y que no lo es más que cualquier sueño de felicidad, tienen por lejanos prototipos al ardiente Krisna y a sus apasionadas vaqueras.
No hay duda de que el cristianismo intentó que el alma humana volviese a un estado de inocencia prepúber, por lo demás imaginario más que real y muy alejado de la verdadera infancia; de que quiso, y en gran parte realizó, una desacralización de lo sensual, fuera del matrimonio, y que incluso, en este último caso lo rodeó de tantas interdicciones que instaló a perpetuidad en la idea de sensualidad la noción de pecado. Pero el mal viene de más lejos que el Evangelio y la Iglesia. El intelectualismo griego y el rigorismo romano ya se habían ocupado muy pronto de hacer una escisión entre el espíritu y la carne. El banquete, la más noble exposición erótica helénica, es también el canto de cisne de la voluptuosidad pura: los sentidos son ya en él unos servidores que dan vueltas a la rueda de molino del alma. Séneca siente casi el mismo desdén por la carne que el autor medieval de De Contemptu Mundi. Más tarde, en Europa occidental, la influencia de las supersticiones y de los códigos bárbaros vinieron a reforzar el moralismo de la Iglesia: los celtas y los germanos quemaban o ahogaban a los amantes ilícitos antes de Jesucristo. Más tarde, la respetabilidad burguesa, las ideologías capitalistas o totalitarias, los constructores del hombre robot o del hombre cibernetizado desconfiarán tanto del libre juego de los sentidos como del libre juego del alma. La voluptuosidad habrá sido para el europeo, alternativamente, un placer más o menos lícito pero indigno de preocupar mucho tiempo a un filósofo y a un ciudadano, un escalón místico del conocimiento de las almas, una vergonzosa saciedad de la Bestia que hace llorar al Angel, una culpabilidad superflua introducida en el santo caldo del matrimonio, la sublime coronación de un amor único, un amable pasatiempo, una tierna flaqueza, un tema propicio para chanzas verdes y el manual de gimnasia de los tratados de Aretino. Cada cual añade lo suyo: Sade sus fríos furores, Valmont su vanidad y la Merteuil su afición a la intriga; los aficionados a los complejos freudianos sus recuerdos de infancia, los idealistas su hipocresía. En arte, incluso en las épocas más favorecidas y más libres, el pintor y el escultor tuvieron que recurrir, para expresar la poesía de los sentidos, a buscarse una coartada mitológica o legendaria, o a colocar sobre sus tiernos desnudos el barniz protector de las teorías estéticas: ni el mismo Ingres hubiera confesado de buen grado la voluptuosidad pura que había en su Baño turco. En literatura es más difícil de lo que se cree encontrar la imagen del placer saboreado tal cual, sin que intervengan para tranquilizar al lector y poner al resguardo al autor, una moral postiza añadida a destiempo, una repugnancia o una abyección prefabricadas, la vulgarización científica que sirve para todo, la media sonrisa o la carcajada que hacen que todo pase. Nada puede desorientar más que ascender desde el fondo de esa confusión al naturalismo sagrado de la erótica hindú, a la noción de lo divino experimentado por mediación de lo fisiológico, que impregna los juegos amorosos del Krisna Lali.
Un exotismo barato se complace en exagerar, en lo que respecta a lo sensual, la permisividad de Asia. Los códigos primitivos de la India son, sin embargo, casi tan rígidos como el Levítico: encontramos en ellos esos eternos poderes represivos como son el terror supersticioso al hecho sensual, los celos o la avaricia del jefe y del padre que tiende a convertir el rebaño femenino en una granjería bien guardada, la ignorancia, la rutina, el razonamiento por analogía, la preocupación por reducir el lujo sensual a lo estricto necesario genital, y más aún quizá el curioso instinto del hombre para complicar o simplificar arbitrariamente lo que es. Bien es cierto que los códigos son una cosa y la costumbre otra: esto es verdad sobre todo en el terreno sensual, en el cual, más que en ningún otro, el ser humano parece poseer la facultad de respirar a gusto en una zona comparable a la de los grandes fondos, muy por debajo de la superficie variable de las ideas, de las opiniones y de los preceptos, muy por debajo incluso de la capa del hecho expresada por el lenguaje o claramente percibida por el que la realiza. Tal gesto amoroso tradicionalmente condenado por las Escrituras védicas figura libremente en los bajorrelieves de los templos de Khajuraho. No es menos verdad que en todas partes y en todas las épocas, la ambivalencia reina en materia de moral sexual, ni más ni menos, por lo demás, que en cualquier otra cosa, y que a un sí pronunciado sobre ciertos puntos corresponde un no pronunciado sobre otros, como si una severidad aquí debiera compensarse inmediatamente con una libertad tomada allá. La India precipitó el matrimonio de sus mujeres para no tener que reprocharse la falta de satisfacción en una mujer núbil, pero esa misma India ha clausurado a sus viudas o las ha entregado a la hoguera. En la misma época en que el escultor hindú representa con tanta soltura los retozos de Krisna y las vaqueras, las imágenes del Infierno hinduista amenazan a los lujuriosos con tormentos tan atroces como los que infligen a los pecadores carnales los diablos de nuestras catedrales.
Todas las grandes religiones nacidas en el suelo de la India han predicado el ascetismo. La obsesión bramánica del Ser, la obsesión budista de la Nada conducen al Santo al mismo resultado, que es el desdén hacia lo que pasa, cambia y acaba. El anacoreta hindú se libera mediante la ascesis; los escultores de la época greco gandhariana mostraron a Buda en el momento en que abandonaba el grupo voluptuosamente desordenado de las mujeres dormidas. Pero aquella salida no significaba huida ante el pecado; aquel ascetismo no significaba penitencia, como tampoco el temor a la impureza ritual corresponde exactamente a la obsesión cristiana del pecado y de la carne, de la que es, sin embargo, raíz. El desprendimiento del sabio hindú no implica ni repugnancia, ni reprobación puritana, ni obsesión por la abyección carnal. Incluso en ciertas sectas, al igual, por lo demás, que en algún que otro grupo hereje hallado en el seno del cristianismo, el acto sexual se convertirá para el místico en lo que nunca dejó de ser para la religión popular, en uno de los símbolos y una de las formas de la unión con Dios. El Ser Absoluto; el Atman supremo comprende en sí el juego amoroso de los millares de seres que componen el mundo; los frenéticos abrazos de las deidades del budismo tántrico son una parte aceptada del Ciclo de las Cosas.
Cuanto más se ha desarrollado en el arte una sensibilidad propiamente hindú, más se ha instalado el erotismo en la expresión de las formas. Este erotismo, que baña deliciosamente los altos y esbeltos desnudos de los frescos de Ajanta, redondea en Kailasa las curvas casi rococó de las diosas más tardías; volvemos a encontrarlo en unos cuerpos esta vez de proporciones más achaparradas en los bajorrelieves de Khajuraho, de Aurangabad y de Mahavalipuram, consagrados a los amores de Krisna y de las lecheras. Carnes redondas, lisas, casi elásticas, densas con la blanda densidad de la miel chorreando sobre otra miel. Dan la impresión de que si los cortáramos, esos troncos dejarían ver un interior homogéneo y carnoso como la pulpa de un fruto. Si los cortáramos, esos brazos y esas piernas volverían a crecer como tallos o raíces. En ellos circula no ya la sangre, sino la savia, o también ese esperma que contenía el cuerpo de un Bodhisattva en lugar de sangre. Dudamos: esa mano que está tocando un sexo ¿es una mano u otro sexo? ¿Es una rodilla o un codo la que aprisiona ese muslo desnudo? Esas bocas son ventosas, que se están rozando son como esbozos de trompas. Esas Gopis se doblan bajo el peso de sus senos enormes y redondos, al igual que un arbolillo doblándose bajo el peso de sus frutos. Tal impetuosa muchacha, con las piernas dobladas y los talones juntos, salta sobre su amante dios como una mona sobre un tronco de árbol. Este arte de amar mezcla las características de los sexos casi tanto como la de los reinados: Krisna no llega a alcanzar la inquietante feminidad de Siva, ese otro esposo infatigable, pero los peinados, los adornos, el ritmo de las formas se prestan al equívoco, ya que no al error. Tal fragmento en donde dos bocas se unen, en donde dos cuerpos se enlazan, podría muy bien ser dos Gopis abrazándose. Sólo por el órgano del sexo se revela evidentemente varón ese dios tan macho. Hay momentos en que parece como si el humor se deslizara por entre esas escenas sagradas de la estatuaria hindú, como en la obra de nuestros imagineros de la Edad Media, e introdujera lo equivalente a la risita ahogada que es, no menos que el suspiro, uno de los ruidos del amor. Pero en ningún sitio se ve la crispación nerviosa, casi insostenible, de ciertos dibujos licenciosos japoneses, ni el enunciado inteligente, casi seco, de algunos jarrones griegos de tema obsceno. Esa sensualidad profusa se expande como un río sin pendiente.
La queridísima se hallaba desnuda y, al conocer mi corazón
Sólo llevaba puestas sus joyas sonoras...
Entre los siglos VI y XVIII de nuestra era, una India que absorbió y en parte eliminó la lección grecogandhariana, y que no ha padecido aún el nuevo aflujo occidental que le traerá el arte persa, expresa la aventura amorosa del «Dios azul» en términos puramente hindúes, con ayuda de convenciones que varían tan poco que es difícil distinguir a primera vista una Gopi de las grutas de Aurangabad de una Gopi de Khajuraho, más joven que ella de unos siete siglos. Las cabezas gordas de muñecas, con historiados peinados, siguen impecables a pesar de las acrobacias amorosas; el ojo o, más bien, el párpado se halla dibujado con un único trazo ciego que sugiere el realce convencional de los maquillajes teatrales, y como si se tratase menos de abrir los ojos para ver que de cerrarlos para gozar: el lujo de las joyas viste grotescamente la carne desnuda. La joya, el maquillaje, el peinado son en todas partes una manera de cargar al desnudo con la marca específica de una civilización y de una época: ese Krisna lleno de collares tintineantes es un rajá entre sus mujeres; esas Gopis poseídas en el bosque, al alba de los siglos, son bailarinas sagradas que se contonean profesionalmente mediante posturas de baile; esa muchacha extrañamente agachada, con una pluma en la mano y tiñéndose de rojo la planta de los pies, está cumpliendo un rito inmemorial de su aseo de esposa. La ubicuidad incluso del abrazo divino traduce el deseo más secreto del harén a la hora del placer. Refinamientos estéticos o sensuales que un poeta europeo como Baudelaire sabe apreciar nostálgicamente, casi con perseverancia, con una sensibilidad tanto más aguda cuanto que la experimenta a contracorriente de su tiempo, pertenecen aquí al lenguaje trivial y estilizado del amor. Lo insólito y lo ilícito, esos dos ingredientes indispensables a toda pornografía, se hallan por completo descartados.
La época en que el arte y la piedad hindúes evocaban devotamente la únión de Krisna con sus amantes es poco más o menos la misma en que, por los bosques y landas de la Europa medieval, el antiguo falismo campesino y pagano, proscrito por la Iglesia, se refugiaba en las asambleas de brujas. Las mil hermosas abrazadas en el bosque por el amante maravilloso y la vieja de senos colgantes, cabalgando en su escoba o agarrada al macho cabrío de los Aquelarres, corriendo al Harz para copular con Satán, son dos expresiones aproximadamente contemporáneas del deseo. Los zarandeos amorosos de las Gopis pueden cansarnos la vista y hasta los sentidos, pero ese erotismo cándido resguardó a la India de nuestras diablerías tristes.
A pesar del mérito de la traducción (puede incluso que debido al mismo), es difícil juzgar equitativamente las cualidades literarias de la Gita Govinda, ese largo recitado lírico que el poeta bengalí Jayadeva dedicó en el siglo XII de nuestra era cristiana a la aventura de Krisna y de las lecheras. No a causa de su alejamiento en el tiempo y en el espacio, sino porque esa obra empapada de perfumes y que responde casi de modo exagerado a la idea que la imaginación popular se hace de la poesía amorosa de Oriente, no coincide con los gustos ni quizá con los prejuicios literarios particulares del lector europeo de esta segunda mitad del siglo XX. Hemos perdido la costumbre de esas lujurias y de esas languideces. De entre todas las literaturas poéticas de Asia, la de la India, de Kalidasa a Tagore, sigue sorprendiéndonos por su prodigalidad, su molicie, su énfasis repetitivo, su indiferencia para con el hecho humano, inmergida como lo está en el flujo universal, y por el sabor excitante y dulzón de su romanticismo. Jayadeva no es una excepción a la regla. Ese arte no es en absoluto primitivo; es erudito, literario incluso; el poeta bengalí se halla con respecto a la epopeya sánscrita en la misma posición que los Alejandrinos con respecto a Homero. Jayadeva repite unos temas tratados en la Bhagavata Purana, texto relativamente reciente también, pero que se alimenta de un pasado ya dos veces milenario, los Purana, más que de los mismos Vedas en los que se traducen los efectos de la conquista o de la influencia aria, sumergiéndose en el inmemorial sustrato de una India arcaica. No obstante, Jayadeva insiste más sobre el lado novelesco y voluptuoso del mito: el tema de los placeres otorgados a las mil vaqueras alterna con el de las quejas de Radha, la despreciada, hasta el momento en que el dios concede por fin a la bella afligida su parte de felicidad. Pero el universo poético de la India no es el de la individuación, ni siquiera el de la persona: mientras que cada una de las mil amantes de la lista de Don Juan sigue siendo una criatura aparte, por muy insignificante que sea, y más o menos diferenciada de las demás, las mil amantes que describe Jayadeva podrían ser a la vez el pueblo entero de las mujeres y una sola y misma mujer; cada Gopi a su vez podría ser Radha. Este universo no es tampoco el de la tragedia: los celos no son sino una inquietud pasajera; el dolor desaparece inmediatamente con el goce. El lector errante entre esas sudorosas imágenes de desnudos en éxtasis acaba por pensar sin querer en aquella curiosa fantasía de la literatura francesa preclásica, en el personaje del Songe de Francion que pisotea deliciosamente un parterre de senos. La analogía animal y vegetal prolifera, en efecto, en Jayadeva, igual que en la escultura de los templos: Krisna es el «bailarín resplandeciente que multiplica sus miembros», «el tronco del que surgen unos ramajes picoteados por los pájaros». Los cabellos son lianas, los brazos tallos, los senos los frutos de la palmera y las vulvas la flor de loto. Engañado por un parecido que es un tópico en la estética hindú, Krisna toma la trompa de un joven elefante por el muslo de la bienamada. Lo que en Grecia se expresaría mediante la metamorfosis se traduce aquí por una suerte de similitud delirante. La Gita Govinda es inseparable no sólo de las armónicas alusiones y resonancias literarias, sin las que no puede pasarse ningún poema, sino sobre todo de la civilización hindú entera, de esa cultura a un tiempo más elaborada que la nuestra y más cercana al medio natural donde nació, del ambiente de la pequeña corte donde fueron compuestos esos versos y recitados por vez primera en algún pabellón a orillas de un estanque, de las mujeres, de los animales domesticados, del sabor azucarado y pimentado de las golosinas, de las músicas mareantes, de las facilidades ofrecidas al deseo a un mismo tiempo insaciable e inmediatamente saciado, de todo lo que justifica y alimenta en torno a Jayadeva la mística glorificacíón del placer.
Fue por la época que corresponde aproximadamente a nuestra Edad Media y en Bengala especialmente cuando se desarrolló en torno al mito de Krisna esa bhakti, esa mística devoción al inefable Amor, no tan distinta, mutatis mutandis, de ciertas formas de la sensibilidad cristiana recurrente en el transcurso de los siglos. Aún más, en su reacción contra la especulación metafísica en favor de la piedad concreta, la India medieval parece haber vivido una evolución comparable a la que, unos siglos más tarde, conoció el catolicismo de la Contrarreforma. Los éxtasis de la Santa Catalina de Sodoma o de la Santa Teresa de Bernini, el seno de la Magdalena tiernamente tapado por los desordenados cabellos de la penitente delatan la misma necesidad de mezclar el éxtasis sensual con el religioso, lo que las Gopis hindúes traducen simplemente por la voluptuosidad. En ambos casos se trata de establecer la unión más íntima entre el sujeto adorante y el objeto adorado, de obligar al absoluto, lo infinito o lo eterno, a encarnarse en una figura humana en ocasiones demasiado humana que pueda no sólo inspirar amor, sino responder al amor. Con Jayadeva estamos al mismo tiempo cerca y lejos del Krisna avatar solar de las Escrituras védicas, cerca y lejos del sublime Señor a quien la Bhagavad Gita hace expresar el pensamiento más terrible del bramanismo: la indiferencia del Ser indestructible ante esos accidentes transitorios como son el nacimiento y la muerte; la identidad de la creación y de la destrucción; la inanidad del débil bien y del débil mal delimitados por el hombre en presencia de la terrible vida que desborda todas las formas. Ese Krisna torrente de deleites se une a las concepciones más antiguas mediante el sentimiento de enormidad de las generosidades divinas. Aunque comprometido con la carne, el dios sigue siendo demasiado tumultuoso, demasiado indiferenciado para que la piadosa Gita Govinda se parezca en nada al tembloroso y confiado diálogo que otros poetas iniciaron con la persona divina, como, por ejemplo, ese canto conmovedor de los sufíes que, en la Persia de ese mismo siglo XII, evocaba tiernamente al único Amado. Dios aquí es Amante más que Amigo.
Evitemos el error que cometen en nuestros días tantos arqueólogos al aventurarse por el terreno de la antropología, error consistente en hacer que un pasado anterior influya sobre un pasado más reciente, y a los que el antiguo pensamiento primitivo no sirve más que de inconsciente sustrato. El Krisna de Jayadeva como tampoco el Atis de Catulo o el Adonis de los elegíacos griegos no es reductible a los simples términos de un mito tribal de fertilidad. Se trata de nuestros sentidos y de nuestros deleites. El erudito que devuelve a un mito o un rito sexual su significación única utilitaria y tribal (y lo desinfecta de este modo, conscientemente o no, de un erotismo que le molesta) simplifica, por lo demás con exceso, aquel mundo de la prehistoria: el primitivo tenía sentidos igual que nosotros. Pero desconfiemos igualmente del error más etéreo consistente en ver la ardiente leyenda como un símbolo solamente espiritual, una pura alegoría oculta. Reducir la parte del arrobo sensual en la Gita Govinda es ir en contra de las características particulares de esta Laya Yoga, que precisamente se esfuerza por alcanzar el Absoluto por mediación de poderosas energías sensuales. El mismo poeta definió claramente su intención: «Aquí se hallan expresadas, bajo una forma poética, las diversas trayectorias del amor que conducen al discernimiento esencial del erotismo.» La voluptuosidad en Jayadeva no tiene por qué tratarse como una especie de cebo carnal para escamotearlo después en beneficio de una significación supuestamente más noble, con peligro de dejarnos en los labios un sabor a equívoco y a hipocresía. Igual que el Lingam Yoni, ante el cual se postran las exquisitas princesas de las miniaturas mogolas, el objeto sexual es en él a la vez manifestación y símbolo. El orgasmo de Radha es el éxtasis del alma poseída por dios, pero esa alma palpita en la carne.
«Los pavos reales bailan de alegría... Acuden las vacas, rumiando aún su hierba, y los terneros embadurnados con la leche de sus madres. Los animales lloran dulces lágrimas al oír la flauta del Pastor...», dice poco más o menos el antiguo Bhagavata Purana. Ni la obra de Jayadeva, ni la plástica de los templos dan mucha importancia a la dulce presencia de los animales que llena, por el contrario, las imágenes más suaves de las miniaturas mogolas, en donde Krisna disfrazado de lechera ordeña las vacas junto con sus amantes. Y, sin embargo, esa presencia del animal desempeña un papel considerable en el idilio sagrado: el éxtasis divino y la humana dicha no pueden prescindir del apacible contento de las humildes criaturas explotadas por el hombre, y que comparten con él la aventura de existir. En el amor sobre todo es donde los griegos mezclaban sus animales y sus dioses. Mal puede apreciarse la belleza única del mito hindú mientras no se haya reconocido junto a la más cálida sensualidad, y quizá precisamente porque dicha sensualidad se realiza poco más o menos sin coacciones , la fresca amistad hacia los seres que pertenecen a otras especies y a otros reinos9. Esta ternura, nacida sin duda del viejo pensamiento animista pero que lo superó desde hace tiempo para convertirse en una forma muy consciente de la unidad de los seres, sigue siendo uno de los dones más hermosos de la India al género humano: la Europa cristiana no la ha conocido apenas, o muy brevemente, sólo en la égloga franciscana.
Acaso no se exprese la leyenda sagrada en ninguna otra parte tan deliciosamente como en un objeto de culto procedente de la India del Sur, y que hoy se encuentra en el Museo Guimet: un bajorrelieve de madera en donde vemos a Krisna vestido de pastor y tocando la flauta para los animales del rebaño. Unicamente sus cuatro brazos recuerdan en esta imagen delicadamente humana la todopoderosa energía divina: dos manos sostienen el instrumento; dos manos bendicen. Esta obra bastante tardía (algunos eruditos la creen del siglo XVII) es una de las obras en donde mejor se ve, a través de la profusión hinduísta del estilo, la lejana influencia griega que marcó al arte hindú en sus comienzos. El movimiento de caderas del «Dios Azul» es casi praxiteliano; sus largos pantalones ondeados no difieren mucho de aquellos con que el arte grecorromano representaba a sus jóvenes dioses asiáticos, a sus Atis o a sus Mitras. Una melodía silenciosa, en la que reconocemos esa música impresionante, fisiológica y sagrada que es la de la India, se esparce, desde los labios del dios, sobre las tupidas hojas, sobre los animales, sobre las formas indolentes y rítmicas de la postura divina. Este canto solitario nos ayuda a entender mejor los frenéticos retozos de las Gopis en los pilares de los templos, y el intenso movimiento espasmódico de las mil parejas en pleno éxtasis dentro del bosque, parejas que son al mismo tiempo el bosque de los seres. Et Venus in silvis jungebat corpora amantium, dice con grandeza Lucrecio. Lo que la India añade a esa inmensa pastoral cósmica es el sentido profundo del uno en lo múltiple, la pulsación de una alegría que llega hasta la planta, hasta el animal, hasta la divinidad y el hombre. La sangre y las savias obedecen a los sones del flautista sagrado; las posturas del amor son para él posturas de danza.
1957
X. Fiestas del año que gira
GLOSA DE NAVIDAD
La época de las Navidades comercializadas ha llegado ya. Para casi todo el mundo -dejando aparte a los miserables, lo que nos da muchas excepciones es un alto para el descanso, cálido e iluminado, en el período grisáceo del invierno. Para la mayoría de los que hoy celebran estos días, la gran fiesta cristiana se limita a dos ritos: comprar de manera más o menos compulsiva unos objetos útiles o no, y atracarse o atracar a las personas de su círculo más íntimo, en una inextricable mezcla de sentimientos en donde entran a partes iguales el deseo de complacer, la ostentación y la necesidad de darse uno también un poco de buena vida. Y no olvidemos a los abetos siempre verdes cortados en el bosque símbolos muy antiguos de la perennidad vegetal y que acaban por morir debido al calor de las calefacciones ni a los telesféricos que sueltan a sus esquiadores sobre la nieve inviolada.
Yo no soy católica (salvo por nacimiento y tradición), ni protestante (salvo por algunas lecturas y por la influencia de algunos grandes ejemplos), ni siquiera cristiana en el sentido pleno del término, pero todo me lleva a celebrar esta fiesta tan rica en significaciones y también su cortejo de fiestas menores como el día de San Nicolás y la Santa Lucía nórdicas, la Candelaria y la Fiesta de los Reyes Magos. Pero limitémonos a hablar de la Navidad, esa fiesta que es de todos. Lo que se celebra es un nacimiento, y un nacimiento como debieran ser todos, el de un niño esperado con amor y respeto, que lleva en su persona la esperanza del mundo. Se trata de gente pobre: una antigua balada francesa nos describre a María y a José buscando tímidamente por todo Belén una posada al alcance de su bolsillo, sin que nadie acepte alojarlos, ya que los posaderos prefieren a unos clientes más brillantes y más ricos, siendo finalmente insultados por uno de los que «aborrecen a los pobretones». Es la fiesta de los hombres de buena voluntad como decía una fórmula que no siempre encontramos ahora, desgraciadamente, en las versiones modernas de los Evangelios , desde la sirvienta sordomuda de los cuentos de la Edad Media que ayudó a María en el parto hasta José que calentó ante una escasa lumbre los pañales del recién nacido, y hasta los pastores embadurnados de grasa de oveja y a quienes Dios juzgó dignos de ser visitados por los ángeles. Es la fiesta de una raza a menudo despreciada y perseguida, puesto que el Recién Nacido del gran mito cristiano aparece en la tierra como un niño judío (empleo la palabra de mito con respeto, como la emplean los etnólogos de nuestro tiempo, y como algo que significa las grandes verdades que nos superan y a las que necesitamos para vivir).
Es la fiesta de los animales que participan en el misterio sagrado de esa noche, maravilloso símbolo cuya importancia comprendieron algunos santos y sobre todo San Francisco, pero en el que han descuidado y descuidan inspirarse muchos cristianos corrientes. Es la fiesta de la comunidad humana, ya que es, o será dentro de unos días, la de los Tres Reyes cuya leyenda nos cuenta que uno de ellos era Negro, alegorizando así todas las razas de la tierra que llevan al niño la variedad de sus dones. Es una fiesta de gozo, pero también teñida de patetismo, puesto que ese pequeño a quien se adora será algún día el Hombre de los Dolores. Es, finalmente, la fiesta de la misma Tierra, que en los iconos de la Europa del Este vemos a menudo postrada a la entrada de la gruta en donde el niño escogió nacer; de la Tierra que en su marcha rebasa en esos momentos el punto del solsticio de invierno y nos arrastra a todos hacia la primavera. Y por esta razón, antes de que la Iglesia fijara esa fecha para el nacimiento de Cristo, era ya, en épocas remotas, la fiesta del Sol.
Parece que no es malo recordar estas cosas, que todo el mundo sabe y que tantos de nosotros olvidan.
1976
SECUENCIA DE PASCUA:
UNA DE LAS HISTORIAS MAS BELLAS DEL MUNDO
Dejando aparte, por un momento al menos, las ceremonias y ritos de la más santa de las semanas cristianas, me esfuerzo por extraer de los textos sagrados que se leen en la iglesia pero que no siempre se oyen los elementos que nos emocionarían si los encontrásemos en Dostoievski, en Tolstoi o en cualquier biografía o reportaje dedicado a la vida de un gran hombre o de una gran víctima. En suma, el desarrollo de una de las historias más hermosas del mundo. Un prólogo casi irónico: hay unas pobres gentes que llegan a la capital en compañía de su maestro bienamado, aclamado por ese mismo populacho que pronto le abucheará. Una frugal comida de fiesta: un traidor descubierto entre los doce invitados; un ingenuo que clama muy alto su fidelidad y será el primero en tener un momento de debilidad; el más joven y el más amado, apoyado casi con indolencia en el hombro del maestro, envuelto como está, quizá, por esa corteza que a menudo protege a la juventud; el maestro, aislado por su sabiduría y su presciencia en medio de aquellos ignorantes y aquellos débiles, los mejores de todos modos, que ha podido encontrar para que lo sigan y perpetúen su obra.
Y cuando llega la noche, ese maestro aún más solo en el rincón del huerto que domina la ciudad y en donde todos, a excepción de sus enemigos, lo han olvidado: las largas horas sombrías en que la presciencia se convierte en angustia; la víctima que ora para que le eviten la esperada prueba, pero que sabe también que no puede ser así y que «si hubiera que volver a hacerlo», recorrería el mismo camino, el «alma eterna» que observa su petición «pese a la noche sola». (Que Aragon y Rimbaud nos ayuden a comprender a Marcos o a Juan.) Mientras él sufre, sus amigos duermen, incapaces de sentir la urgencia del momento. «¿Ni siquiera podéis velar conmigo ni un solo momento?», No: no pueden; tienen sueño y el que los llama no ignora, por lo demás, que llegará un tiempo en que aquellos desgraciados deberán también sufrir y velar.
La llegada de la tropa, dispuesta a prender al inculpado. El ardiente defensor que se expone a empeorar las cosas y que casi de inmediato perderá sus ínfulas. Las dos instituciones, la eclesiástica y la laica, incómodas ambas y que se pasan una a la otra al acusado; el eterno diálogo del fervor y del escepticismo complementándose: «El que ama la verdad me escucha. -¿Qué es la verdad?» El poderoso funcionario, ya harto, que desearía lavarse las manos en aquel asunto y que deja elegir a la multitud el preso a quien va a liberar en la proxima fiesta; la multitud escoge, naturalmente, al protagonista del crimen y no al justo inocente. El condenado a quien insultan, golpean y atormentan brutales esbirros entre los que habrá, probablemente, buenos padres de familia y buenos vecinos, buenas personas... y que se ve obligado a cargar con el madero del suplicio, igual que en los campos de concentración algunos prisioneros arrastraban una pala para cavar su fosa. El grupito de amigos que permanece junto al ajusticiado, aceptando la humillación y el peligro al que se expone la fidelidad. Las pendencias de los guardias, que se disputan su túnica, igual que en tiempos de guerra los camaradas de un muerto pelean, en ocasiones, por su cinturón o sus botas.
Su ternura se revela en forma de recomendaciones a los suyos, recomendaciones de un ser que estuvo hasta entonces demasiado ocupado por su misión para ocuparse de ellos: el moribundo que da su mejor amigo por hijo a su madre (igual que en nuestros tiempos, en todos los países, los condenados a muerte o los soldados que parten para una misión de la que no volverán escriben cartas repletas de consejos, sobre el matrimonio de la hermana o la pensión de la anciana madre). El intercambio de palabras con un condenado de derecho común en quien ha reconocido a un hombre de gran corazón; la larga agonía al sol, al viento agrio, a la vista de la muchedumbre que, poco a poco, se va marchando porque aquello no acaba nunca. La exclamación que parece indicar que, para que todo se realice, la desesperación es un estado por el que hay que pasar. «¿Por qué me has abandonado?» Y dentro de unas horas aquellas pobres gentes obtendrán para su muerto la limosna de un sepulcro y los centinelas dormirán junto al muro (desconfían de las aglomeraciones), igual que hacía no mucho dormían junto al hombre vivo y angustiado los humildes compañeros cansados.
¿Y qué más? Las horas, los días, las semanas que después transcurren entre duelo y confianza, entre fantasma y Dios, en aquella atmósfera crepuscular en que nada está totalmente comprobado, verificado, seguro, pero por donde pasa la corriente de aire de lo inexplicable, como por algunos pobres informes que se hacen a ciertas sociedades para el progreso de las ciencias psíquicas, tanto más turbadores cuanto que se hallan inconclusos. La antigua mujer pública que acude al cementerio para rezar y llorar, y que cree reconocer al que ha perdido bajo el aspecto de un jardinero. (¿Puede haber un nombre más bello para el que hace germinar tantas simientes en el alma humana?) Y más tarde, cuando la emoción, como dicen los informes policiales, se ha calmado un poco, los dos fieles que caminan y a quienes alcanza por el camino un simpático viajero que consiente en sentarse con ellos a la mesa en la hostería y desaparece en el momento en que ellos se dicen que es El. Una de las historias más hermosas del mundo acaba con esos reflejos de una Presencia, bastante parecidos a unas nubes en las que el sol menguante pone todavía sus colores.
«Yo me sentiría más cerca de Jesús si lo hubieran fusilado y no crucificado», me decía un día un joven oficial que había estado en la guerra de Corea. Y por él y por todos aquellos que no consiguen encontrar lo esencial por debajo de lo que podríamos llamar los accesorios del pasado es por lo que yo me he arriesgado a escribir lo que precede.
1977
FUEGOS DEL SOLSTICIO
La fiesta del solsticio de invierno es la Navidad; Pascua, en el equinoccio de la primavera, ocupa por sí sola el lugar de las otras festividades de la estación florida, como esos Mayos que las mozas y mozos de la Edad Media celebraban cabalgando por el bosque o bailando sobre la hierba, o esas Rogativas casi olvidadas hoy, ya que el hombre de nuestra época no ama lo suficiente a la tierra, ni al cielo para pedir para la primera las bendiciones del segundo. El día de San Juan, fiesta del solsticio de verano, ha apagado casi por todas partes sus fogatas, salvo quizá en los países escandinavos, en donde pueden verse, reflejadas en el agua de los lagos, sus esbeltas llamas. Pero ya nadie en Sicilia acecha al amanecer el día 24 de junio a Salomé desnuda bailando al sol naciente, y llevando en una bandeja de oro, que es una imagen solar, la cabeza cortada del Precursor.
Y cierto es que el hombre del desierto, que se alimentaba con miel y saltamontes, el profeta abrasado por la reverberación del mediodía sobre las rocas, el predicador de palabras de fuego, podría simbolizar en Oriente la ardiente estación, e incluso el contraste refrescante del agua del Jordán haría más sensible su intensidad. Pero parece ser que el elemento de esplendor y de serena claridad, tan unidos en nuestras regiones templadas a la idea misma del solsticio de junio, se halla ausente de esta historia de ascetismo y de sangre. Otras fiestas cristianas como la de Pentecostés con sus llamas místicas, y el Corpus, con su profusión floral y rústica en torno a la custodia, son también fiestas de verano; pero jamás fueron sentidas como las fiestas del Verano. La estación que por sí misma es una fiesta no posee, para hablar con propiedad, ninguna fiesta propia.
Parece, sin embargo, como si en Francia nuestros farolillos y nuestros fuegos artificiales del 14 de julio, y en los Estados Unidos el derroche de cohetes y de bengalas del 4 de julio yanqui, respondiesen a la misma antigua necesidad del hombre de reproducir en la tierra el gran episodio solar, y añadir algo más, si es posible, a ese calor y a esa luz que bajan del cielo. Y no sentimos demasiado que aquellas antiguas hogueras que se escalonaban de pueblo en pueblo y de cima en cima, amenazando incendiar bosques y altas hierbas, se hayan apagado definitivamente, por muy pintorescos que fueran los brincos de los bailarines saltando en torno a las llamas o por encima de ellas. Nuestros bailes por las calles o en locales populares, que también se han pasado casi de moda, perpetuaron la tradición aunque quitándole su matiz trascendente, salvo quizás en lo referente a ciertos sorbos de patriotismo motivados únicamente, en la conciencia clara de los bailarines, por unos pocos cromos de nuestra historia. Y es posible también que el enorme y casi temible éxodo estival sea en nuestros días un rito solar que ignora su nombre.
Pero al pensar en una fiesta del solsticio, un extraño vértigo se apodera de nosotros, semejante al de un hombre que se mantiene en equilibrio sobre una esfera resbaladiza. Esa plena medida de luz, ese día más largo del año que en el Cabo Norte dura cerca de diez semanas, es también el momento en que reina la noche en la Antártida, iluminada tan sólo por los fuegos lejanos de los astros. Aún más, ese apogeo señala el comienzo de un descenso; los días, en lo sucesivo, se irán acortando hasta el nadir del solsticio de invierno; el invierno astronómico comienza en junio, así como el verano astronómico comienza en diciembre, cuando las horas de luz crecen imperceptiblemente de nuevo hasta llegar a la cúspide que constituye el día de San Juan. Tenemos ante nosotros tres meses de prados verdes, de flores, de cosechas, de arena caliente en las playas, de cantos en las ramas, pero el movimiento del cielo está preparando ya nuestro invierno, al igual que en pleno invierno prepara el verano. Estamos atrapados en esa doble espiral ascendente y descendente. «Detente, ¡eres tan hermoso!», podría decir Fausto al solsticio de junio. Lo diría en vano. Sólo dentro de nosotros, además sin esperarla demasiado ni creer demasiado en ella, es donde tenemos que buscar la estabilidad. 1977
DIA DE DIFUNTOS
Un niño nacido en una familia católica de la Europa occidental conserva al menos el recuerdo de algún paseo por el cementerio el Día de Difuntos, en una época que suele ser fría, opaca y gris. La víspera, fiesta de Todos los Santos, es una fiesta de segunda clase, hasta cierto punto, que no se celebra tanto como la Pascua o la Navidad con regalos y banquetes, pero que sabíamos honraba a los difuntos que habían subido oficialmente al cielo. Había, claro está, millares y millares de santos. Pero también había, el niño ya se daba cuenta, millares y millares de muertos cuya suerte en el otro mundo no era conocida, y esas veinticuatro horas del 2 de noviembre parecían demasiado cortas para honrarlos a todos. Muertos que también subieron al cielo, pero sin ceremonia de beatificación y, por tanto, sin que se estuviera nunca completamente tranquilo sobre su destino, muertos de paso por el Purgatorio o definitivamente en el Infierno, muertos de tiempos paganos, muertos de otras religiones en otras partes del mundo o incluso en ésta. Muertos a secas, tan muertos como aquel perro o aquella vaca que no habíamos vuelto a ver durante las vacaciones y de los cuales nos habían contado, sin más, que reventaron. En lo que a mí concierne, confundo esa lejana visita al cementerio con exposiciones de crisantemos esas gruesas bolas que abundan siempre sobre las tumbas bien cuidadadas ya que son casi las únicas flores que ofrecen en esa estación las floristas, a no ser que se compre una docena de rosas que se marchitan en seguida y no hacen buena impresión durante mucho tiempo.
Se encontraban, bien es cierto, algunas personas de luto que parecían tristes de verdad. Pero lo que se veía sobre todo (y los ojos de un niño son en ese caso implacables) era a unas personas muy bien arregladas que aprobaban aquí y criticaban allá las ofrendas florales que en los otros sepulcros vecinos dejaban sus propietarios. Y nunca odvidaré el sobresalto de horror tantas veces experimentado en los cementerios, en Francia al ver unas flores clavadas con alfileres a su cucurucho de papel, como un sudario en el que también acabarían por pudrirse, encima la etiqueta de una buena florista, donativo de alguien que no amaba ni a los muertos ni a las flores y que las había dejado allí sin tomarse la molestia de llevar un recipiente con agua, ni de sacarlas del papel y ponerlas amistosamente sobre la misma tierra o el mármol de los muertos. Se habían contentado con adquirir aquella especie de tarjetas de visita ramos (hay que cumplir) y dejarlas allí, con una discreta señal de la cruz tal vez, y si se seguía permaneciendo fiel a los usos piadosos , antes de alejarse lo más deprisa posible sin faltar al decoro en esa época de noviembre que no invita a pasar largas horas de pie junto a las tumbas.
Lo que el niño vagamente aburrido y vagamente asqueado no sabía era que aquellos ritos otoñales se encuentran entre los más antiguos celebrados en la tierra. Parece ser que, en todos los países, el día de los difuntos se sitúa a finales de otoño, después de las últimas cosechas, cuando el suelo desnudo se supone deja paso a las almas que duermen debajo. Desde la China a Europa septentrional, el difunto enterrado, a menudo bajo un túmulo lleno de hierba, pasaba por asegurar la fecundidad de los campos y protegerlos al mismo tiempo de las incursiones del enemigo, como los huesos del viejo Edipo en su Tholos de Colona. No obstante, su retorno anual en esos momentos en que la subida hacia el mundo de los vivos es más fácil, es tan temido como deseado por sus descendientes. Todo rito posee dos vertientes: se ofrecen de buen corazón las ofrendas destinadas a asegurar la supervivencia del muerto y al mismo tiempo para neutralizar lo nocivo que él haya adquirido al convertirse en un difunto, pero se espera de él que, una vez haya pasado la fiesta del nuevo encuentro con los vivos, se vuelva a meter juiciosamente en su morada de tierra. Los ritos del Día de Difuntos son los del espanto tanto como los del amor. En Finlandia me enseñaron aquel día unos postes indicadores y unas placas con el nombre de casas o granjas aisladas, fuera de su lugar o cubiertos con una tela opaca, con el fin de que los espíritus, desorientados, no volvieran a instalarse en sus antiguos hogares. Es un hecho, inconfesado y casi inconfesable, que los muertos más queridos, al cabo de unos años e incluso unos meses serían unos intrusos, si volvieran, en la existencia de los vivos cuyas condiciones han cambiado. Así lo quiere no tanto el egoísmo o la frivolidad de los hombres como las exigencias de la vida misma. Esta regla de las conmemoraciones fúnebres otoñales tiene sus excepciones. Una de las fiestas más bellas de difuntos, el festival Bon que es budista, se celebra en verano y consiste en mandar a alta mar centenares de minúsculos esquifes en donde arde una lámpara pequeña, imagen de nuestro precario e inmenso viaje hacia la eternidad. Menos simbólicos quizá, salvo como emblemas de la luz perpetua que deseamos ver brillar sobre los muertos, unos farolillos se encienden la noche de Navidad en los cementerios de Escandinavia o de Alemania, como tratando de hacer partícipes, amistosamente, a los que ya no están, en la alegría y acciones de gracias de los vivos. No pueden olvidarse, si se han visto alguna vez yendo de camino hacia la iglesia del pueblo iluminada, esas llamitas reflejadas por el suelo helado o que ponen sus luces en los cristales de nieve. Otra excepción a la regla de las fiestas otoñales es la celebración casi laica llamada «Decoration Day» que se sitúa en los Estados Unidos hacia finales de mayo, y consiste en sembrar flores en las tumbas. Desde el punto de vista de la horticultura la época está bien elegida: no sólo abundan las flores sino que un poco del entusiasmo de los jardineros aficionados que están plantando su jardín se extiende hasta el cementerio. En Nueva Inglaterra, región de primaveras tardías, suele ser la primera merienda campestre de la estación florida. Sin llegar, como en ciertos países del Islam, a beber y a comer sobre las mismas tumbas, un recuerdo de los muertos viene a mezclarse al contento de los vivos.
No obstante, el verdadero Día de Difuntos es, en los Estados Unidos, la burlesca y, en ocasiones, siniestra mascarada de los niños y adolescentes: Halloween, otra fiesta otoñal que se sitúa la víspera de Todos los Santos, la víspera también del 1º de mes de Athyr del antiguo Egipto, aniversario de la muerte de Osiris asesinado por las potencias del Mal y convertido de esa suerte en Dios de los muertos. Hallowed Hall: todas las almas santificadas. Nadie, salvo algunos eruditos, conoce el antiguo sentido etimológico de la palabra, ni relaciona esa especie de aquelarre desordenado con una fiesta de difuntos, pero las verdaderas fiestas, las más hondamente enraizadas dentro del inconsciente humano son las que se celebran sin saber por qué.
No se trata, en Halloween, de decorar los cementerios ni siquiera de ir a visitarlos. Día de alegría infantil, durante el cual las madres confeccionan para sus retoños ingenuos y a veces lúgubres disfraces: pocos americanos debe de haber que no recuerden el encanto de llevar ese día el gorro con las llamas del diablo, los bigotes y la cola de un gato, o las blancas trencillas formando el dibujo de los huesos hilvanadas sobre un trozo de tela negra, cándido anticipo de las metamorfosis. Así emperifollados a menos de hacerlo disfrazados de bruja, de Drácula, de fantasma envuelto en una sábana, o de Supermán, pero siempre con las máscaras apropiadas van a mendigar caramelos de puerta en puerta fingiendo una voz muy gruesa y amenazando a los habitantes que no les den golosinas o que sólo les ofrezcan unas pocas. Hay niños de más edad y adolescentes que se unen a ellos o forman otros grupos, rivales, igualmente ataviados y disfrazados, con la máscara puesta, y a menudo abundan los delitos tales como cristaleras rotas o pintarrajeadas, huevos que vienen a estrellarse contra las ventanas o las hojas de las puertas, bancos y muebles de jardín rotos, cristales hechos añicos al tratar de entrar a la fuerza y apoderarse de la botella de whisky codiciada. A veces también se dan atroces bromas por parte de los adultos a quienes irritan estas intrusiones: me han hablado de trozos de pastel embadurnados de espuma de jabón o de excrementos, e incluso, en una ocasión, salpicados de cristal machacado. Es también la noche en que las chicas, al alegrarse al final de un baile, corren más peligro que de costumbre de ser violadas o, a veces, estranguladas detrás de un seto.
En las carreteras, más de una señal de tráfico se ve desplazada o trastocada, igual que lo hacen, por razones que ellos conocen, los supersticiosos campesinos finlandeses. Debido a otro retorno inconsciente a uno de los más antiguos ritos del mundo, un árbol, siempre el mismo, en el centro del pueblo donde yo vivo, es cubierto por los chicos de tiras estrechas colgando de todas sus ramas y que se mueven al viento pero, por comodidad, porque tienen a mano esa clase de producto, o tal vez con intenciones escatológicas, un derroche de papel higiénico sustituye a las tiras de tela o de papel de arroz de otras civilizaciones. Lo que antes era fervor se ha convertido en irrisión. En este gran país que se cree materialista, esos vampiros, esos fantasmas y esos esqueletos del carnaval de otoño no saben lo que son: espíritus de los difuntos desenfrenados a los que se consiente alimentar para echarlos después con una mezcla de jolgorio y de temor. Los ritos y las máscaras son más fuertes que nosotros. 1982
XI. ¿Quien puede saber si el alma del animal desciende bajo la
tierra?
¿Quién sabe si el hálito del hombre
sube arriba y el de la bestia desciende
de abajo, a la tierra?
(Eclesiastés, III, 21.)
Un cuento de las Mil y una noches cuenta que la Tierra y los animales temblaron el día en que Dios creó al hombre. Esta admirable visión de poeta adquiere todo su valor para nosotros, que sabemos mucho mejor que el cuentista árabe de la Edad Media hasta qué punto la Tierra y los animales tenían razón al temblar. Cuando veo ganado y caballos en el campo hermoso espectáculo que en todas las épocas sintieron los pintores y poetas como «idílico», aunque hoy escaso, por desgracia, en nuestro mundo occidental incluso cuando veo algunas gallinas picoteando todavía libremente en el patio de una granja, me digo que bien es cierto que esos animales serán sacrificados al apetito del hombre, o gastarán su vida en servirle, y morirán de «mala muerte» sangrados, muertos a palos, estrangulados o, siguiendo la antigua costumbre según la cual se daba muerte a los caballos que no pueden enviarse a la «carnicería», sacrificados de un tiro, torpe la mayor parte de las veces y que casi nunca es un verdadero «tiro de gracia», o abandonados en la soledad de la sierra como aún hacen los campesinos de Madeira o incluso (¿en qué país me contaron este hecho?), empujados con la punta de la aijada hasta el precipicio en donde se romperán los huesos.
Pero me digo también que en ese momento, y puede que durante meses todavía e incluso años, esos animales habrán vivido al aire libre, a pleno sol y a plena noche, maltratados a menudo, bien tratados a veces, recorriendo de una manera poco más o menos normal los ciclos de su existencia animal, igual que nosotros nos resignamos a cumplir los ciclos de nuestra propia vida. Pero esa relativa «normalidad» ya no se lleva entre nosotros, en donde la espantosa superproducción (que finalmente también mata y envilece al hombre) hace de los animales unos productos fabricados en cadena, que viven su pobre y breve existencia (preciso es que el ganadero recupere su dinero lo antes posible), envueltos en el insoportable resplandor de la luz eléctrica, atracados de hormonas que después nos transmitirá peligrosamente su carne, poniendo huevos y «haciéndose encima» como antaño decían las enfermeras y las nodrizas; privados, en el caso de las aves confinadas unas contra otras, del pico y de las uñas que, durante su horrible vida empaquetada volverían contra sus compañeras de miseria; o también, como los hermosos caballos de la Guardia Republicana ya viejos e inservibles, agonizando, a veces durante dos años, en una de las instalaciones del Instituto Pasteur, con, por única diversión, ser sangrados cada día hasta que al fin, vacíos de sangre, caen al suelo, andrajos de caballo víctimas de nuestros progresos en inmunología, y los mismos hombres de la Guardia exclaman: «¡Antes preferiríamos que los mandaran derechito a la carnicería!»
Y cierto es que todos o casi todos hemos utilizado sueros, aunque deseando que llegue la época en que este progreso médico pase de moda, igual que pasaron tantos otros; la mayoría de entre nosotros come carne, pero algunos se niegan y piensan, suavemente irónicos, en todos los deshechos del espanto y de la agonía, en todas las células gastadas de un ciclo nutritivo llegado a su fin en las mandíbulas de esos devoradores de biftecs.
Aquí como en todas partes se ha roto el equilibrio; la horrible materia prima animal es un hecho nuevo, igual que el bosque aniquilado para suministrar la pasta necesaria para nuestros periódicos y revistas hinchados de propaganda y de falsas noticias; igual que nuestros océanos en donde el pescado se ve sacrificado a los petroleros. Durante milenios, el hombre consideró al animal como su cosa, pero subsistía un estrecho contacto. El jinete quería, aunque abusara de ella, a su montura; el cazador de antaño conocía las formas de vida de los animales que cazaba, y «amaba» a su manera a esos mismos animales a los que se gloriaba en matar: una especie de familiaridad se mezclaba con el horror; la vaca que mandaban a la carnicería cuando ya no le quedaba nada de leche, el cerdo sacrificado para las fiestas de Navidad (y la mujer del villano, en la Edad Media, se sentaba tradicionalmente sobre sus patas para impedir que se moviera), fueron primero «los pobres animales» para los cuales iban a cortar hierba y cuya comida preparaban con los restos de la casa. Para más de una granjera la vaca en la que se apoyaba para ordeñarla era una especie de amiga muda. Los conejos en jaula estaban sólo a dos pasos de la despensa, en donde acabarían, «picados menudito como la carne del paté», pero mientras tanto, eran esos bichos a quienes se miraba con gusto mover su hocico rosa, cuando a través de las rejas de la jaula les tendían hojas de lechuga.
Hemos cambiado todo esto: los niños de la ciudad no han visto nunca una vaca ni un cordero; ahora bien, uno no ama aquello que no conoce, no ama al animal al que jamás tuvo ocasión de acercarse y al que nunca ha acariciado. El caballo, para un parisino, no es apenas más que ese animal mitológico, drogado, y al que obligan a correr más allá de sus fuerzas, gracias al cual se puede ganar un poco de dinero apostando en las carreras. Vendida en filetes perfectamente envueltos en papel transparente en un supermercado, o conservada en un bote, la carne del animal deja de apreciarse como procedente de un ser vivo. Llegamos a decirnos que nuestros despachos de carne, en donde cuelgan de unos ganchos los cuartos de animales que apenas han dejado de sangrar y tan atroces para quien no está acostumbrado a verlos que algunos de mis amigos extranjeros cambian de acera, en París, al vislumbrarlos desde lejos, son quizás una buena cosa, al ser testimonios visibles de la violencia que el hombre inflige al animal.
Del mismo modo, los abrigos de pieles presentados con cuidados exquisitos en los escaparates de los grandes peleteros parecen estar a cien leguas de la foca derribada a palos sobre el banco de hielo, o del mapache cogido en una trampa y royéndose una pata para tratar de recobrar su libertad. La hermosa mujer que se maquilla no sabe que sus cosméticos han sido probados en conejos o cobayas que han muerto sacrificados o se han quedado ciegos. La inconsciencia y consecuentemente, la tranquilidad de conciencia, del comprador o de la compradora es total, como es total, por ignorancia de lo que están hablando y por falta de imaginación, la inocencia de los que se empeñan en justificar las diversas especies de «gulags», o que preconizan el empleo del arma atómica. Una civilización que se aleja cada vez más de la realidad produce cada vez más victimas, comprendida ella misma.
Y sin embargo el amor a los animales es tan antiguo como la raza humana. Millares de testimonios escritos o hablados, de obras de arte y de gestos apercibidos, dan fe de ello. Amaba a su asno, aquel campesino marroquí que acababa de oírlo sentenciar a muerte porque él, durante semanas y semanas, había estado vertiendo sobre sus largas orejas cubiertas de llagas aceite para motores, por creerlo más eficaz, al ser más caro, que el aceite de oliva que abundaba en su pequeña granja. La horrible necrosis de las orejas había ido pudriendo poco a poco al animal entero, al que ya no le quedaban muchos días de vida, pero que seguiría hasta el final cumpliendo con su tarea, al ser el hombre demasiado pobre para consentir en sacrificarlo. Amaba a su caballo, aquel rico avaro, que llevaba a la consulta gratuita del veterinario europeo al hermoso animal de pelaje gris, orgullo de los días de fantasía, y cuya enfermedad se debía únicamente a un alimento no apropiado. Amaba a su perro, aquel campesino portugués, que llevaba en brazos, todas las mañanas, a su pastor alemán con la cadera rota, para tenerlo a su lado durante su largo día de trabajo como jardinero, y alimentarlo con los restos de la cocina. Aman a los pájaros, ese anciano o esa anciana de los desmedrados parques parisinos, que alimentan a las palomas y de los cuales se ríe la gente sin razón, puesto que gracias a ese batir de alas a su alrededor entran en contacto con el universo. Amaba a los animales el hombre del Eclesiastés cuando se preguntaba si el alma de las bestias desciende bajo la tierra10 y Leonardo, que liberó a los pájaros presos en un mercado de Florencia, o también esa china de hará mil años que al encontrar, en un rincón del patio, una enorme jaula con un centenar de gorriones pues su médica le recomendaba que comiese cada día los sesos de un pájaro aún tibios abrió de par en par las puertas de la jaula. «¿Quién soy yo para preferirme a estas bestezuelas?» Las opciones que debemos tomar continuamente, otros las tomaron antes que nosotros.
Al parecer, una de las formidables causas del sufrimiento animal en Occidente, por lo menos fue la conminación bíblica de Jehová a Adán antes de la culpa, cuando le mostró al pueblo de los animales, haciéndoselos nombrar y declarándole dueño y señor de los mismos. Esta escena mítica siempre ha sido interpretada por el cristiano y el judío ortodoxos como un permiso para sacrificar indiscriminadamente a esos millares de especies que expresan, por sus formas diferentes de las nuestras, la infinita variedad de la vida, y por su organización interna, su poder de actuar, de gozar y de sufrir, la evidente unidad de la misma. Y sin embargo, hubiera sido muy fácil interpretar el viejo mito de otra manera: aquel Adán, aún no afectado por la caída, lo mismo hubiera podido sentirse promovido al rango de protector, de árbitro, de moderador de la creación entera, utilizando los dones que se le habían otorgado, superiores o diferentes de aquellos concedidos a los animales, para consolidar y mantener el equilibrio del mundo del cual Dios le había hecho, no el tirano sino el intendente.
El cristianismo podría haber insistido en las sublimes leyendas que mezclan al animal con el hombre: el buey y el asno calentando al niño Jesús con su aliento; el león enterrando piadosamente el cuerpo de los anacoretas o sirviendo de caballo de tiro y de perro guardián a San Jerónimo; los cuervos que alimentaban a los padres en el desierto y el perro de San Roque a su amo enfermo; el lobo, los pájaros y los peces de San Francisco, los animales del bosque que pedían protección a San Blas, la oración para los animales de San Basilio de Cesárea o el ciervo con la cruz de San Huberto (una de las más crueles ironías del folclor religioso es el que ese santo se haya convertido después en el santo patrón de los cazadores). O también en los santos de Irlanda y de las Hébridas que llevaban a la playa y cuidaban a las garzas heridas, protegían a los ciervos acosados y morían fraternizando con un caballo blanco. Había en el cristianismo todos los elementos de un folclor animal casi tan rico como el del budismo, pero el seco dogmatismo y la prioridad otorgada al egoísmo humano ganaron la partida. Parece ser que, sobre ese punto, un movimiento supuestamente racional y laico, el humanismo, en el sentido reciente y abusivo del término, que pretende no conceder interés sino a las realizaciones humanas, hereda directamente de ese cristianismo empobrecido, del que el conocimiento y el amor al resto de los seres se halla ausente.
Por otra parte, una teoría diferente iba a ponerse al servicio de aquellos para quienes el animal no merece ayuda alguna y se encuentra desprovisto de la dignidad que, en principio al menos y sobre el papel, concedemos a cada hombre. En Francia y en todos los países influenciados por la cultura francesa, el animal máquina de Descartes se ha convertido en artículo de fe, tanto más fácil de aceptar cuanto que favorece la explotación y la indiferencia. También en este caso nos podemos preguntar si el aserto de Descartes no fue entendido en su nivel más bajo. El animal máquina, es cierto, pero ni más ni menos que el mismo hombre, que también es una máquina, máquina de producir y ordenar las acciones, las pulsiones y las reacciones que constituyen las sensaciones de frío y de calor, de hambre y de satisfacción digestiva, los impulsos sexuales y también el dolor, el cansancio, el terror que los animales experimentan igual que nosotros. El animal es una máquina; el hombre también y fue sin duda el temor a blasfemar del alma inmortal lo que impidió a Descartes ir abiertamente más lejos en ésa hipótesis, que hubiera establecido los fundamentos de una fisiología y de una zoología auténticas. Y Leonardo, si Descartes hubiera podido conocer sus Cuadernos, le hubiera soplado que, en último término, el mismo Dios es «el primer motor».
Tal vez me haya extendido demasiado sobre el drama de los animales y sus causas primeras. En el estado actual de la cuestión, en una época en que nuestros abusos se agravan sobre este punto como sobre tantos otros, podemos preguntarnos si una Declaración de los derechos del animal va a ser útil. Yo la recibo con alegría, pero ya hay buenas almas que murmuran: «Hace cerca de doscientos años que fue proclamada la Declaración de los derechos humanos y ¿cuál ha sido el resultado? No ha habido ninguna época más concentracionaria, más llevada a las destrucciones masivas de vidas humanas, más dispuesta a degradar hasta en sus mismas víctimas la noción de humanidad. ¿Será efectivo promulgar en favor del animal otro documento de este tipo, que mientras el hombre no cambie será tan inútil como la Declaración de los derechos del hombre?» Creo que sí. Creo que siempre conviene promulgar o reafirmar las Leyes verdaderas, que no dejarán por ello de ser infringidas, pero dejando aquí y allá a los transgresores el sentimiento de haber obrado mal. «No matarás.» Toda la historia, de la que tan orgullosos nos sentimos, es una perpetua infracción a esa ley. «No harás sufrir a los animales, o al menos les harás sufrir lo menos posible. Tienen sus derechos y su dignidad como tú mismo», es, con toda seguridad, una amonestación bien modesta; en el estado actual de las mentes, por desgracia, es casi subversiva. Seamos subversivos. Hay que rebelarse contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad que, por lo demás, suelen aplicarse a menudo contra el hombre porque antes se han ejercitado con el animal. Recordemos, puesto que hay que relacionarlo todo con nosotros mismos, que habría menos niños mártires si hubiese menos animales torturados, menos vagones precintados llevando hacia la muerte a las víctimas de ciertas dictaduras si no nos hubiéramos acostumbrado a ver furgones en donde las reses agonizan sin alimento y sin agua, de camino hacia el matadero; menos caza humana derribada de un tiro si la afición y la costumbre de matar no fueran patrimonio de los cazaores. Y en la humilde medida de lo posible, cambiemos (es decir, mejoremos si es que se puede) la vida.
1981
XII. Esa siniestra facilidad para morir
...Y temblar es preciso mientras no
hayamos podido curar
Esa facilidad siniestra para morir...
Estos versos de Hugo, escritos por los muertos de la Comuna pronto hará un siglo, yo me los repito al pensar en esos jóvenes y en esa joven que se arrojan a las llamas antes que aceptar el mundo tal y como se lo han dado hecho. Quizá sea ésta la primera vez, en nuestra sociedad occidental, que una inmolación voluntaria semejante abofetea la moral del interés bien entendido, del sentido común, y la noción de adaptación al mundo tal cual es. Pero esa inmolación, ¿es voluntaria? Al igual que los cristianos cuando antaño se negaban a sacrificar a los ídolos, estos jóvenes han sentido, con razón o sin ella, que no tenían más elección que la de sacrificar a esos falsos dioses de avidez y de violencia en medio de los cuales consentimos vivir, o protestar con su muerte.
En cierto sentido, no se equivocaban: no se vive sin verse implicado. «El mundo está ardiendo dicen desde hace casi tres mil años los sutras budistas , el fuego de la ignorancia, el fuego de la codicia, el fuego de la agresividad lo devoran.» Unos niños en Lille, en París y hará unos meses en Provence, han reconocido esa verdad que la mayoría de entre nosotros pasa toda la vida sin ver. Han salido de un mundo en donde unas guerras más radicalmente destructivas que nunca se instalan en medio de una paz que no es paz y que tiende demasiado a menudo a convertirse para el hombre y su entorno en algo casi tan destructivo como la guerra, de un mundo en donde los anuncios de restaurantes gastronómicos aparecen en los periódicos al lado de reportajes que nos hablan de pueblos muertos de hambre; en donde cada mujer con abrigo de pieles contribuye a la extinción de una especie viva; en donde nuestras locas ansias de velocidad agravan cada día la contaminación de un mundo del que dependemos para vivir; en donde todo lector ávido de novelas de la Serie Negra o de sucesos siniestros, todo espectador de películas violentas, contribuye sin saberlo a esa pasión por matar que nos ha valido, en medio siglo, millones de ejecuciones. Esos niños, ¿tuvieron o no razón al dejar todo esto?
La respuesta dependerá en definitiva, del cambio que en el corazón de los hombres haya producido su sacrificio. ¿Podíamos nosotros impedirles realizarlo o, lo que aún es más importante, podemos impedir que en un futuro porvenir otros corazones puros tomen el mismo camino? Ante esta interrogación tan acuciante, preciso es admitir que ninguna de las acostumbradas razones que nosotros hubiéramos podido darles para que siguieran viviendo es lo bastante fuerte para retener a alguien que ya no soporta el mundo tal cual es. Y no sirve de nada decirles que los más hábiles o tal vez los más listos aún pueden arreglárselas en este caos en que nos encontramos o incluso extraer del mismo unas parcelas de felicidad o de triunfo personal, cuando aquello por lo que ellos mueren no es por su propia angustia, sino por la de los demás.
Creo que a ese sacrificio de monje budista, tan digno de admiración dentro de su horror, sólo podemos oponer lo que nos cuenta la tradición sobre el mismo Buda, quien, ya a punto de entrar en la paz decidió permanecer en este mundo mientras hubiera una criatura viva que necesitara su ayuda. Los que se fueron eran, sin duda, los mejores: los necesitábamos. Acaso los hubiéramos salvado de haberles persuadido que su rechazo, su indignación, su desesperación incluso, eran necesarios, si hubiéramos sabido oponer a esa facilidad siniestra con que han muerto la heroica dificultad de vivir (o de tratar de vivir) de tal manera que consigamos hacer del mundo un lugar menos escandaloso de lo que es. 1970
XIII. Andalucia o las Hespérides
La España meridional ha recibido muchos nombres: Bética en la época romana, Califato de Córdoba, Reino de Granada, más la antigua apelación de la época en que ocurrieron las invasiones bárbaras: Andalucía, o sea, tierra de los Vándalos. El más antiguo de estos nombres sigue siendo el más significativo: las Hespérides, el umbral de Poniente.
El Mediterráneo tiene dos puertas: el Helesponto, al Este, y al Oeste, las Columnas de Hércules (no hablamos aquí de Suez, fisura realizada por mano del hombre); su conocimiento no es completo hasta que uno no se introduce por estos dos estrechos, en las regiones por ellos cerradas o abiertas. En la punta extrema de España como en los confines de Asia Menor y de Tracia, Europa se confirma al mismo tiempo que se acaba. Ese Oriente, ese Occidente oscilan desde hace veinte siglos en los dos platillos de una balanza cuyo astil es Roma. Aquí, como en el archipiélago helénico, los imperios se han hecho y deshecho a merced de las tempestades y de las contingencias de los abordajes: España tiene su Trafalgar como el Levante Actium o Lepanto. En Granada, lo mismo que en Constantinopla, encontramos la adelantada punta del mundo de la tienda y del desierto instalado en el seno de los jardines de Europa. Cádiz, Ultima Gades, sirvió al mundo grecorromano de pórtico sobre el Atlántico, al igual que el antiguo Bizancio sobre el mar Negro y Asia. Y el aire leve y seco de Sevilla, su ritmo de existencia a un tiempo continental y marítimo, recuerdan irresistiblemente a Atenas.
Desde los tiempos prehistóricos, España ha sido tomada por el costado izquierdo, sobre todo, o por la punta: lo más importante de Andalucía llegó dentro de los barcos cretenses, griegos o púnicos, en los trirremes de Roma y en los faluchos musulmanes. Es imposible, por mucho que nos alejemos en el tiempo, encontrar un momento en que el Oriente, sus intermediarios africanos y Roma no hayan marcado a esta hermosa tierra. Pero España y Andalucía sobre todo se parece también a Levante en que, aunque mediterránea, no lo es, sin embargo, sino a medias. Se halla proyectada hacia el Atlántico como Grecia hacia Asia. Esta posición excéntrica, a modo de frontera occidental del mundo conocido, retrasa su aparición en la escena universal: la expansión colonial de Grecia, su contribución única y eternamente joven a la experiencia humana se sitúan a principios de nuestra historia; España, muy antigua pero que se desarrolló más tarde, que es madura sólo en algunos puntos y precozmente reseca en otros, no alcanza su destino hasta en plena aventura del Renacimiento. El abismo que bordea su lado derecho era, bien es cierto, menos amenazador que la enorme masa asiática que domina Grecia puesto que la invasión no afluía a intervalos regulares, como las hordas de Darío o de Timur desde Asia. Pero era también más oscuro, más inconmensurable, más vacío, más parecido a la nada o próximo a unas misteriosas e inaccesibles Atlántidas. Desde la Antigüedad, los griegos habían situado vagamente, cerca de la costa ibérica, la isla de los Héroes; los campos Elíseos de Aquiles, que otra tradición supone en la orilla opuesta del mundo hasta entonces conocido, en el mar Negro. En plena Edad Media, Dante, reanudando con ese gran tema atlántico, arrastraba a su Ulises lejos de Itaca para hacerle naufragar bienes y personas a la vista de las islas Canarias:, o acaso del Cabo Verde, bajo un cielo en donde apuntaban unas estrellas ya diferentes y en unos parajes que los conquistadores conocerán más tarde. Pero fue sobre todo a principios del siglo XVI, muy cerca ya de la época en que, por una casualidad heráldica, la imagen del vellocino o Toisón de Oro empieza a obsesionar a los cortesanos de Carlos Quinto; cuando el Atlántico se convierte efectivamente en el mar Océano, cuyos Argonautas fueron Colón, Pizarro y Cortés, y en donde la Florida y Méjico desempeñan el papel de Cólquida. La desnudez y la fuerza de esa tierra, los vastos espacios desocupados de mesetas y sierras acercan a España, por decirlo así, allende el océano, a los países aún sin historia. El puerto de Sanlúcar, de donde singlaron los primeros galeones hacia el Oeste; el monasterio de La Rábida, donde Colón meditó su viaje; los Archivos de Sevilla, en donde se conservan piadosamente las cartas de navegación y mapamundis de los grandes exploradores, son lugares en donde una imagen planetaria del mundo se impuso al hombre.
El pequeño museo provincial de Cádiz encierra un sarcófago púnico, hermano de los sarcófagos sidonios del Louvre: una pesada forma antropoide, con un brazo doblado en una de las posturas habituales en los muertos, y cuya mano aprieta una granada o un corazón. El interior del sarcófago revela a un esqueleto vigoroso como el tronco de un árbol. Este desconocido púnico resume por anticipado una de las grandes aventuras de España; los árabes seguirán a los púnicos; la España católica de la Reconquista reanuda, a su manera, la tarea de la España de los Escipiones; Sagunto y Numancia, fieles hasta la muerte y las llamas de la hoguera, una a Roma y la otra a Cartago, elevan en el suelo ibérico dos ejemplos contradictorios de lealtad. A la Alhambra expuesta a los vientos del Oriente islámico se opone en Granada el severo palacio de Carlos Quinto. La mezquita transformada en capilla en donde la Reina Católica quiso descansar frente a la ciudad conquistada, marca uno de los momentos de una guerra púnica eterna. A través de la etapa cartaginesa se abren paso unas influencias aún más antiguas: en la plaza de toros de Sevilla recordamos las tauromaquias de los frescos cretenses y las peligrosas acrobacias del hombre contemplado desde arriba por espectadores indolentes. La Virgen de los Viernes Santos, la Macarena reluciente de pedrerías, tiene por hermana en el principio de los tiempos a la Dama de Elche con su tocado fenicio. Una plástica griega, o heredada de los griegos, ha contribuido de una y otra parte a la elaboración de estos dos puros ídolos; los rasgos duros y finos son los de la belleza ibérica, pero el ardor, la fijeza y las pesadas joyas proceden de Oriente.
La España romana duró alrededor de siete siglos, que constituyen con mucho el período más largo de paz que haya conocido la Península. En todas partes, en el mapa y en el suelo de la Andalucía actual, afloran las ciudades, las carreteras, los acueductos, los puertos, los monumentos de la España tranquila, superpoblada, próspera, que suministraba a Roma su cuero, su carne salada, su esparto y los lingotes de sus minas. Mezquitas y catedrales se apoyan sobre las antiguas ruinas; el puente de Córdoba fue utilizado por las legiones de Galba. Ronda, rodeada de montañas, conserva la huella de Pompeyo; el recuerdo del gran guerrillero, latente en toda la poesía española, aún lo podemos encontrar hoy en las pintadas de los estudiantes. Itálica, patria de Trajano, de Adriano, de Teodosio, se halla sepultada bajo la tierra en más de sus tres cuartas partes, pero sus mosaicos y unas cuantas estatuas dan testimonio de un esplendor debido a los esfuerzos del artesano local helenizado, o al lujo de las importaciones de Grecia y Roma. Para el noble poeta español del siglo XVII, Rodrigo Caro, Itálica seguía siendo el emblema de la soledad melancólica, el lecho seco que dejó el inmenso fluir de una vida desaparecida. A los sevillanos les gusta citar la frase de Hume, recordando que dos emperadores andaluces, que en Roma se sucedieron uno al otro, consiguieron asegurar uno de los pocos siglos hermosos que ha tenido la humanidad: Sevilla posee su calle de Trajano y su calle de Adriano.
Los historiadores han tratado de definir lo que fue aquella infiltración del clan español en Roma, fenómeno que más tarde se repetirá en la época de los Borgias; se ha intentado encontrar en Adriano, aquí el gusto por las construcciones colosales, allá el de los fastos fúnebres: unas características ibéricas eternas. Se ha creído ver un españolismo latente en la exageración de un Séneca o un Lucano o en el nihilismo ascético de Marco Aurelio: Podrían invertirse igualmente los términos del problema y preguntarse si esos pliegues tan fuertemente marcados del temperamento o el pensamiento español no habrán sido originados por la influencia duradera de Roma. No olvidemos, sin embargo, que ese individualismo estoico, la fogosidad barroca, esa tendencia imperial de dominación universal no aparecerán otra vez en la Península hasta mil años después de la caída de Roma, reintroducidos por la Italia del Renacimiento. En términos generales, España, al parecer, no hereda directamente de su ascendencia romana sino la parte más antigua del patrimonio, la menos afectada por ideologías y culturas, la más común, en suma, a toda la región mediterránea y a su conjunto de razas, pero esa parte ha permanecido aquí más inalterable y es más evidente que en otros lugares: el baile que recuerda las flexiones y torsiones de las hijas de Gades, gozo de los libertinos de Roma; la cocina con sus fritos y salazones, con sus ensaladas y su predominio de lentejas y habas, al igual que en un menú de Marcial o de Horacio; el Circo y sus juegos sangrientos; la profunda religio agrupada en torno a unos lugares consagrados y a unas estatuas sacrosantos; el sentido austero y patriarcal de la familia que templa el vivísimo apetito de placeres y libertades carnales; más importante aún que todo esto, el mismo ordenamiento de la casa: el «atrium», el patio, ese patio en donde siempre murmura una fuente.
Tras la paz romana, la prosperidad árabe; también ésta duró alrededor de siete siglos. La oleada árabe no se retiró de España sino poco a poco, en el momento en que, por un curioso fenómeno de equilibrio, la marea turca invade el Oriente cristiano: la pérdida de Granada sucede con cuarenta años de diferencia a la conquista de Constantinopla. Es decir, que el Islam en España tiene sobre su contrapartida en el Oriente griego la ventaja de hallarse más cerca de las fuentes, de los orígenes de la Égira. El palacio de Medina Azahara, cerca de Córdoba, ya no es más que un montón de escombros casi pulverizados y, no obstante, sobrecogedores: es un Asia más inmemorial que el Islam, es el Irán aqueménida, son los versos melancólicos de los poetas persas sobre las mosadas reales ahora frecuentadas por los fantasmas del onagro y la gacela, a los que evocamos en esas salas vacías, en presencia de ese ciervo de bronce en el que se confirma una técnica milenaria, de esos estucos y de esos cascos en donde la obsesión por evitar la forma animal se disfraza de arabescos y follajes. Pese al breve hiato vándalo o visigodo, lo árabe en España se ha superpuesto de entrada a lo antiguo: el arte de una civilización para la cual todo deleite y toda geometría desembocan en la forma humana se ve sustituido por un arte consagrado únicamente a la modulación de las líneas que se estiran, se enlazan y se acarician, sin significar otra cosa que ellas mismas, música abstracta, meditación matemática eterna. En Córdoba, foco de cultuta alimentada por el fervor musulmán, la sutileza judía y ciertos conceptos helénicos pasados por el alambique del pensamiento árabe ese pueblo de alquimistas, de algebristas y de astrónomos alcanzan con la Mezquita la más completa de las transmutaciones, la ecuación más compleja, el equivalente perfecto de las secretas cogitaciones de un Averroes o de un Avicena. Esas sordas armonías son las de las esferas.
El arte árabe de Granada, más tardío, más femenino, se dirige al espíritu a través de los sentidos. Una suavidad lineal como ésa anula todo pintoresquismo histórico: el degüello de los Abencerrajes o la huida de Boabdil pierden su importancia ante aquellos prismas y aquellas estrellas de estuco; bajo aquellas bóvedas que parecen haber tomado de las corolas, de las grutas, de los alvéolos de las colmenas, su secreto tan profundamente natural y tan alejado de lo humano. Esta perfección casi vegetal puede muy bien prescindir de la unidad de estilo, no depende de la autenticidad del detalle, soporta con encantadora docilidad todas las injurias: el Generalife, con sus revestimientos borrados, sus pabellones rehechos y sus setos retocados por jardineros modernos, sigue siendo lo que su constructor árabe deseó que fuera: el paraíso de las meditaciones sosegadas y de las alegrías fáciles. No se experimenta, ni tampoco en otros palacios granadinos aniquilados o ruinosos, el amargo despecho que nos sobrecoge ante las heridas del Partenón o el asiento de una catedral bombardeada: se acepta que aquellos hermosos objetos hayan florecido y pasado como narcisos.
El arte gótico andaluz sigue siendo un arte militar, implantado por la Reconquista, importado del Norte, suerte de monje armado. Cuando se convierte en indígena lleva inmediatamente el sello de manos mudéjares. Más liberal que la religión y las costumbres, acepta las uniones mixtas y los secretos adulterios. La catedral de Sevilla, enorme fortaleza de la fe católica, instala sus campanas en la Giralda musulmana y conserva, en lo más recóndito de sí misma, su patio árabe de los Naranjos. Pero el gótico sevillano no es más que la excepción que confirma la regla: casi por todas partes, el arte renacentista (que los manuales españoles califican sistemáticamente de grecorromano) sus sucedaneos barrocos, son los que proclaman, en Andalucía, el triunfo definitivo de Occidente. Hasta en Córdoba, reconquistada sin embargo al Islam más de dos siglos antes que Granada y veinte años antes que Sevilla, el destripamiento de la Mezquita sólo dató de la época de Carlos Quinto: es al Barroco al que corresponde dar testimonio, ya que no de las verdades de la fe, al menos de la gloria facilona de los canónigos. Este arte todo de pompa y de relumbrón abofetea al visitante en el momento en que, de arco en arco y de columna en columna, se va acercando al centro del edificio, y hace volar hecho pedazos, como de resultas de una broma, a una de las más nobles meditaciones que se hayan hecho jamás sobre lo lleno y lo vacío, la estructura del universo, el misterio de Dios. En unos decorados de estilo Renacimiento o barroco fue donde se desarrollaron, hasta en pleno siglo XVIII, los procesos de la Inquisición. En una capilla de estilo Renacimiento es donde reposa Isabel la Católica, tras sus frenesíes de cruzada. Pero este Renacimiento, este barroco, no son como en Italia la afirmación de una nueva y laica voluntad de vivir, un grito de orgullo papal o principesco. El palacio de Carlos Quinto en Granada, considerado por sí y no en su relación con la Alhambra, a la que aplasta, es uno de los más hermosos especímenes de la arquitectura renacentista, pero su severidad y su dureza superan con mucho a los de los palacios romanos o incluso florentinos que lo inspiraron: por mucho que su planificación se inspirara en la villa romana del papa Julio, no se le parece más de lo que a un hombre vestido de seda puede parecerse un hombre vestido de acero. Un pensamiento aún medieval llena esas iglesias italianizantes en donde estamos acostumbrados a buscar, en otros países, únicamente una retórica religiosa; la futilidad de la gloria terrestre se nos revela en ellas por antífrasis, al igual que ese panteón abierto y desnudo, esa especie de osario en donde cuatro ataúdes enmohecidos, uno al lado del otro, reposan en Granada bajo los fastuosos sepulcros de los Reyes Católicos.
En el interior de las capillas sevillanas se respira la misma intimidad negra y dorada que en un oratorio bizantino al que, por lo demás, suceden directamente en esa tierra en donde el arrianismo vándalo precedió al Islam. Además, la infinita repetición de los detalles, la proliferación de las formas, la multiplicidad obsesiva de las figuraciones divinas o humanas, antes nos hacen soñar con los templos del bramanismo que con las basílicas de Roma. El Barroco, arte violento y hecho para impresionar a las masas, no representa aquí únicamente los ataques de grandilocuencia de una raza taciturna: se convierte en la expresión normal de un pueblo acostumbrado en lo sucesivo a las tensiones extremas, privado de las serenas abstracciones del arte árabe y mudéjar, para el cual el equilibrio grecorromano es ya algo básicamente ajeno. Las manifestaciones más barrocas de la vida andaluza son también las más arraigadas en la Edad Media cristiana o en un pasado antiguo y no cristiano más lejano aún: pompas de procesiones tauromáquicas, bordados en los trajes de los toreros, a menudo rasgados y sangrientos y a los que remiendan manecitas de jóvenes obreras en un taller de costuras sevillano; trajes de los bailarines del Corpus Christi; púrpura del Nazareno, flagelado y expuesto a las miradas del pueblo, arrastrada como una ola de sangre sobre las cabezas de la multitud; plata y catafalcos del Sábado Santo.
La pintura sevillana (y podemos incluir bajo ese nombre a los pintores que nacieron en Sevilla como Murillo y Valdés Leal, pero también a los que hicieron allí su aprendizaje como Velázquez, o su carrera como Zurbarán) cabe toda entera dentro de los límites de un siglo, el XVII; pero sus frutos son en verdad los de las Hespérides: Aquellos pintores tan alabados por su lirismo individual o por su realismo implacable son, no obstante, fuertemente italianizantes: nada hay en su obra que no estuviera ya en los venecianos o en Caravaggio, nada salvo, claro está, el temperamento y el inevitable acento. Sus temas favoritos son característicamente españoles, ya que testimonian la elección del artista o del mecenas español del siglo XVII; siguen, no obstante; las grandes corrientes del arte europeo de la Contrarreforma: melodramas religiosos; retratos de clientes aristocráticos o de gente de iglesia y escenas costumbristas o naturalezas muertas inspiradas en el arte del Norte. Pero un fervor heredado de la Edad Media sigue dando fuerza, en la pintura religiosa española, a esas formas de santos o de santas tan pomposamente oratorias o voluptuosamente blandas en otros países. En el retrato, el pintor español individualiza allí donde el pintor italiano personaliza: un gran retrato italiano del siglo XVII es una meditación sobre la belleza, la ambición, la fogosidad de la juventud, incluso sobre la vejez y la astucia como el Pablo II de Ticiano; esos seres, sin embargo únicos, expresan más que a sí mismos; contienen en su interior las más elevadas aspiraciones o los vicios más secretos de la raza, momentos pasajeros de un tema eterno. Aquí, al contrario, el profundo cristianismo y el realismo fundamental de España se unen para revestir con una dignidad y una singularidad trágicas a ese jorobado, a esa anémica infanta, a ese piojoso, a ese caballero de Calatrava, marcados con las características individuales que seguirán llevando hasta que se mueran, encerrados en el interior de un cuerpo con el cual se condenarán o salvarán. Incluso en los más grandes, como Velázquez, cuyo genio parece extraer de esa confrontación perpetua con el instante y el objeto unas conclusiones clásicas, unas lecciones que adivinamos universales, el sentido de esas lecciones nos sigue pareciendo misterioso a fuerza de evidencia, igual que siguen pareciendo misteriosos en la vida el secreto y la razón de ser de cada individuo que encontramos. No existe arte más desprovisto de metafísica que ese arte alimentado por intenciones religiosas: no es la muerte lo que se nos presenta en ese cuadro de Valdés Leal del cual Murillo decía que apestaba: es un cadáver, y ese cadáver es un retrato. La Santa Isabel de Murillo no es el símbolo de la caridad: es una mujer lavando a un tiñoso. En las imágenes de los santos en éxtasis que pintan Zurbarán o Alonso Cano, no es la visión beatífica la que se nos muestra: es la mirada del visionario. Esta obsesión por el individuo marca el triunfo definitivo de Occidente sobre Oriente; al mismo tiempo, el fasto barroco elimina hasta la última huella de los refinamientos árabes o mudéjares. Pero campos enteros del humanismo clásico seguirán ajenos a la pintura española, como, por ejemplo, la gloria del desnudo. La Venus de Velázquez es una obra maestra, a contracorriente en ese país dominado por los prejuicios cristianos y, más ocultamente, por el atavismo oriental que acaso se hallara demasiado apresado por el detalle, por lo accidental e instantáneo para complacerse en un puro canto de las formas. La Maja desnuda de Goya, que no es andaluza pero que no sorprendería a nadie como cigarrera en Sevilla, entra, por el contrario, dentro de la tradición del realismo individual por su excitante cuerpo mal hecho. Hasta la carne morena y dorada de los niños mendigos que pinta Murillo es inseparable de sus andrajos, que parecen parte de su sustancia.
En la escena de costumbres o en la naturaleza muerta, la escuela andaluza se impone por ese mismo realismo típicamente español y, para darle toda su fuerza a esa palabra, tal vez hubiera que devolverle el sentido dialéctico que poseía en la filosofía de la Edad Media. No la Esencia o la Idea, sino la Cosa. No la meditación alucinada de un Rembrandt o de un Soutine sobre los secretos de la materia, no la visión casi mística de un Vermeer o la redisposición intelectual y formal de un Chardin o de un Cézanne, sino el objeto mismo: ese pescado, esa cebolla, ese clavel, ese limón al lado de la naranja. Se ha destacado demasiado poco, por lo demás, que esos poderosos pintores realistas de la escuela sevillana no nos dan de su país más que una imagen extraordinariamente intensa, es verdad, pero limitada a ciertos aspectos casi obsesivos de España. La indolencia o la ligereza sevillana se hallan casi por completo ausentes. Hasta llegar a Goya -que dibujará a las hermosas paseantes madrileñas (a las feas también), o el barullo de las romerías, con el mismo trazo limpio con que anota, por lo demás, un accidente o un altercado en la plaza pública la pintura española pocas veces trató de representar con libertad la vida en la calle y en pleno día. Los pintores flamencos, florentinos o venecianos nos enseñan más, respectivamente; sobre el cielo y el aire de sus calles, que los pintores de la edad de oro sevillana sobre Sevilla.
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Algunos países mueren jóvenes, o bien su desarrollo se detiene cuando aún son jóvenes: todo lo que sigue a su breve período de vigor pertenece al campo de la supervivencia o de la resurrección. España jamás llegó a recuperarse de los dolores que sus aventuras imperiales le proporcionaron, ni del oro fácil del Nuevo Mundo, ni tampoco de la sangría que ella misma se infligió al expulsar de sus venas hasta las últimas gotas de sangre judía o mora. Andalucía, sobre todo, sufrió mucho con esa especie de auto de fe perpetrado en honor del idealismo castellano de la raza. La leyenda y la ideología españolas propiamente dichas son castellanas: Andalucía se funde en ese ardiente concierto de la España cristiana y únicamente le añade unas cuantas y conmovedoras variaciones místicas o carnales. En casi todas, el tema es una búsqueda: esas figuras de historia y de leyenda se definen mediante esa palabra poderosa quiero, que significa a la vez amar y buscar. Juana la Loca sigue por los caminos a un ataúd, incubando a su muerto; Juan de la Cruz, asomado a la ventana frente al sublime espectáculo de Sierra Nevada y de la Vega de Granada, aparta de su espíritu esas formas visibles a medias a la luz de las estrellas para buscar a Dios en la noche; Miguel de Mañara va de mujer en mujer por las calles del barrio de Santa Cruz, antes de acabar su vida con un hábito de servidor de los pobres, olvidando, sin duda, la triste voz de Elvira; más cerca de nosotros la insaciable Belisa y la implacable Bernarda. Bellas imágenes, hechos más o menos aislados en la experiencia de la raza, que nos muestran, sobre todo, lo que un pueblo creyó encontrar en sí de esencial. Tierra de poetas, que ayer todavía bañaba con su sangre García Lorca. Tierra de poetas, sobre todo por haber sido perpetuamente amada y recreada desde la distancia, en los suspiros de los poetas árabes que lloraban su Granada perdida, y también en la obra de los poetas occidentales de más allá de los montes y de ultramar. Para que Miguel de Mañara se convirtiera y siguiera siendo un Don Juan, para que la búsqueda amorosa del caballero andaluz fuese comparable a la búsqueda heroica y castellana de Don Quijote en la historia de la aspiración humana a lo imposible, tuvo que llegar Tirso de Molina, y sobre todo Molière, y Byron; y tal cuento de Balzac, y tales versos de Baudelaire y, aún en nuestros días, tal farsa trágica de Montherlant.
Y empezamos a comprender lo que nos conmueve de ese país; y que a veces nos sobrecoge: el contacto directo con la realidad, el peso bruto del objeto, la emoción o la sensación fuerte y simple, antigua y siempre nueva, dura y dulce como la cáscara o como la pulpa de un fruto. Esta tierra tan encomiada se halla maravillosamente virgen de artificios literarios; ni siquiera le afecta el amaneramiento de algunos de sus poetas. Este suelo del que brotaron tantas obras de arte no lo sentimos, de entrada, como ocurre con Italia, patria privilegiada de las artes; pero la vida late en él como la sangre en una arteria. Pocas regiones ha habido que fueran tan arrasadas como ésta por el furor de las guerras de religión, de razas y de clases; si soportamos el recuerdo de tantos furores imperdonables es porque aparecen aquí más desnudos, más espontáneos y menos hipócritas que en otros lugares, casi inocentes en su reconocimiento del placer que toma el hombre en hacer daño a otro hombre. No existe un país más dominado por una religión poderosa que favorece a menudo la gazmoñería y la intolerancia, pero tampoco existe un país en donde se sienta más que en éste, bajo el brocado de las devociones o bajo la piedra de los dogmas, brotar el fervor humano; no hay país más sojuzgado que éste, pero tampoco más libre, con esa rudimentaria y suprema libertad hecha de desprendimiento, de pobreza, de indiferencia, de amor a la vida y de desprecio a la muerte. Enumeremos nuestros deleites: Granada era hermosa, pero aquel ruiseñor que cantaba todas las noches, aquella garganta parda henchida de sones, nos enseñó sobre la poesía árabe tanto como las inscripciones de la Alhambra. En Cádiz, a orillas del océano, entre los bloques sumergidos que tal vez sean los del templo del Hércules gaditano, aquel muchachito de piernas morenas, metido hasta el muslo en el agua pálida y azul como sus andrajos desteñidos, preocupado únicamente por los felices resultados o las desilusiones que le procuraba la pesca, nos conmovió no menos que una estatua antigua hallada a flor de agua; aquella vieja monja medio ciega que nos mostraba sin verlos los cuadros del Hospital de la Caridad ocupa un lugar en nuestms recuerdos junto a las figuras pintadas; la inmensa mole de la catedral de Sevilla parecía explicarse o justificarse quizá gracias a la presencia de una mujer solitaria que rezaba con los brazos en cruz. Menos aún o mejor aún, pienso en aquellos dos campesinos tendidos a orillas de la carretera con su vestimenta de lana de rayas, y en aquel montón de corderos degollados dentro de una carreta, a la puerta de una carnicería, llena de la presencia obscena y cándida de la muerte; en aquellas flores algo marchitas, apretujadas por las manos tibias de un niño mendigo; en aquel pan colocado encima de una mesa y sobre el cual revoloteaba insidiosamente una mosca, en aquella granada de la que rezumaba un jugo color de rosa... 1952
XIV. Opiano o la caza
La caza de Opiano pertenece a ese género, hoy desaparecido, de obras didácticas redactadas en verso, que tan de moda estuvieron en la Antigüedad. Lo que sabemos de su autor es inseguro. Parece ser que el verdadero Opiano, griego oriundo de Cililia, se limitó a escribir, en la época de Cómodo, un poema sobre la pesca, y en lo que se refiere a la caza fue otro poeta griego nacido en Apamea del Orontes y contemporáneo de Caracalla quien lo escribió. Pero para Florent Chrestien, que tradujo La caza hacia mediados del siglo XVI, y para todos los humanistas del Renacimiento y aún más, hasta para el mismo Buffon, que no desdeñó plagiar un pasaje de La caza en su célebre descripción del caballo los dos poetas eran uno solo. No obstante, durante mucho tiempo, sólo La caza fue célebre. La poesía didáctica siguió en boga durante la Edad Media, y hasta el Renacimiento, incluso a veces hasta el siglo XVIII, no sólo por el afán de embellecer un tema con todos los recursos de la literatura poética, aprovechando, por otra parte, riquezas de su vocabulario especializado, sino como método serio de instrucción, incluso tal vez como procedimiento mnemotécnico, lo que, por lo demás, suele ser siempre la poesía. Hombres doctos y aficionados a la caza bizantinos siguieron leyendo con gusto esa Cinegética y sacando provecho de la misma, Cinegética que llegó hasta nosotros gracias a unos veinte manuscritos dispersos por diversas bibliotecas de Europa. Nuestro Enrique II, gran cazador, apreciaba a Opiano hasta el punto de mandar hacer, para su uso particular, una copia caligrafiada; fue sin duda una de las últimas veces en que la pluma de ganso y el pergamino se pusieron al servicio de un poeta griego, en aquella época en que empezaba a triunfar la letra impresa. Podemos suponer que aquel Opiano real fue hojeado más o menos distraídamente por las hermonas manos de la duquesa de Valentinois, Diana cazadora del siglo XVI.
Nacida por la necesidad que el hombre tenía de procurarse carne para alimentarse y por la precisión de defenderse de las grandes fieras, la caza pasó a ser un arte, el más antiguo de todos, y una pasión también. El hombre encontró en ella la manera de satisfacer su afición al peligro y a las proezas físicas, de complacer su vanidad y su jactancia y, sobre todo, su innata ferocidad. Ascendido a ciudadano, vio en la caza una manera de sumergirse de nuevo periódicamente en el hábitat bárbaro que, en el fondo, añoraba. Enriqueció aquellos juegos violentos con los placeres sabios de la doma: asoció a perros y caballos y, en ocasiones, a los pájaros de presa. Convirtió la caza en una escuela de astucia, en una prueba de resistencia, a menudo en una ocasión de fasto. Introdujo en la misma el sentimiento de lo sagrado. Los sones del cuerno de caza en la misa de San Huberto (aquel santo cuya leyenda hubiera debido asquear de la caza a cualquier cristiano) perpetúan una tradición que se remonta a las pinturas de animales dibujados con fines mágicos por los brujos de la prehistoria, y a las oraciones de la tribu en vísperas de las expediciones de caza.
El arte y la poesía antiguos sacaron partido ampliamente de ese mundo de movimientos y gritos, de pieles y de pelajes, de redes tendidas y de estacas enarboladas, de ramajes movidos, de heroicas desnudeces y de telas flotantes. Caza y pesca que podemos ver en los sepulcros etruscos, en donde el artista consiguió, con un impresionismo anticipado, dar la sensación de unos cuerpos morenos moviéndose en el aire y en el agua de una mañana de hará veinticinco siglos; cacerías de Meleagro desarrolladas noblemente en la parte lateral de los sarcófagos griegos; lucha entre Hércules y el león en el orbe de las monedas italiotas; estatuas de Diana abalanzándose hacia la espesura, con la cierva a su lado. Eurípides nos ofrece de las cacerías de Hipólito una imagen romántica en la cual los efluvios de los bosques y las flores silvestres disimulan el olor y la sangre de las fieras; Aristófanes menciona las modestas partidas de caza de las gentes de poca monta alrededor de Atenas; Virgilio está seguramente pensando en los suntuosos divertimientos de los patricios de su época cuando nos enseña a Dido ofreciéndole a Eneas una montería durante la cual, la reina enamorada se extravía en una gruta con el apuesto extranjero. Pero esas representaciones del más antiguo de los deportes siguen siendo, sobre todo, para la edad clásica, un retorno a los tiempos heroicos de la leyenda o una simple ojeada sobre las realidades de la vida popular; en Grecia prefieren insistir sobre los placeres de la palestra en donde sólo el hombre es compañero y adversario del hombre; en Roma, se suele presentar a los grandes personajes sobre todo en el ejercicio de sus funciones públicas. No nos muestran a Pericles matando a una perdiz ni a Augusto corriendo tras de un ciervo.
En tiempos de Opiano todo ha cambiado. La nostalgia de los bosques que invade al ciudadano en las calles asfixiantes de Roma o de Antioquía, el romanticismo de la época, y su materialismo todavía más, contribuyen a poner otra vez en primer plano este deporte fastuoso y salvaje. Los enormes espectáculos del circo en donde millares de animales perecen durante unos simulacros de cacería son para la plebe lo equivalente a los goces que los altos funcionarios o los grandes terratenientes como el mismo Opiano van a buscar en sus dominios de Asia o de Africa, de Gaula o de España. Un siglo atrás ya los escultores representaban a Adriano galopando junto a su favorito Antínoo y persiguiendo a un oso o a un jabalí, o a los dos hombres con el pie encima del león de Libia que acababan de matar. Más tarde, Cómodo cazó leones en público en las arenas de Roma. El mismo Caracalla, criado en las fronteras, se había iniciado en esos juegos peligrosos en compañía de picadores bárbaros. Cien años después, un centurión destinado a Tréveris, al linde del bosque germánico, se jactará de haber matado cincuenta osos en seis meses. Debido a un cambio muy significativo, ya no es el hombre, sino las fieras las que fascinan en lo sucesivo la imaginación humana. Abundan en los mosaicos de la época, cubriendo así con sus saltos y posturas, con su forma de estirarse, el pavimento de las casas grecorromanas. La obra de Opiano ofrece un asombroso catálogo de animales salvajes que va desde el león al onagro y a la gacela, del elefante al oso y del tigre al rinoceronte y al cocodrilo. Un soplo ya bárbaro pasa por aquel final de imperio. Parece como si aquella civilización que quema sus reservas viese crecer poco a poco y acercarse a ella las cimas de los bosques y las dunas de arena, las breñas y las landas a la que durante tanto tiempo trató de vencer y olvidar.
En el siglo XVI, Florent Chrestien, curador de las bibliotecas reales, buen humanista y que fue profesor de Enrique IV, traduce los Cuatro libros de la Montería de Opiano. Este erudito colaboró en la Sátira Menipea, lo que demuestra que tuvo su parte de acritudes y exageraciones de su tiempo. El hecho de elegir a Opiano refleja en parte las aficiones de sus poderosos protectores: el libro está dedicado a Enrique de Navarra, a quien gustaba la caza. Todo traductor que no sea únicamente un destajista, reelabora aún sin querer: Florent Chrestien sustituye los nobles hexámetros griegos, semejantes a hermosos corceles de largas crines por sus alejandrinos de ritmo un poco jadeante, que corren unos detrás de otros, acoplados por la rima, como perros perdigueros a los cuales han soltado de dos en dos por la hierba. Mientras que Opiano utiliza sabiamente las riquezas de una lengua y de una literatura ya antiguas, Chrestien juega con los recursos de una lengua en la época más verde de su juventud: su traducción es un pintoresco glosario de la antigua montería francesa. Además, y haga lo que haga, Florent tiene tras de sí los mil años de caza ininterrumpida de la Edad Media, el mundo hosco pero al mismo tiempo estimulante del bosque frecuentado por hombres lobos y hadas con figura de ciervas, poblado de animales acosados por villanos y perseguidos por los reyes. No ha visto con sus propios ojos las grandes fieras de Africa y Asia, familiares a los contemporáneos de Opiano; todo lo más habrá contemplado en los fosos del Louvre a unos leones flacos metidos en jaulas. No puede por menos, pues, de darle a aquellas criaturas, para él medio fabulosas, un fantástico esplendor de Blasón o de Bestiario. Por otra parte, sus ciervos, sus gamos y su decorado de plantas verdes poseen el encanto de una miniatura o de una tapicería. Un poco como en la historia de la cacería mágica del «Beau Pécopin» corriendo a través de los siglos, los monteros de Caracalla acaban desembocando en Fontainebleau.
Admiremos cuantas capas superpuestas de pensamientos, de experiencias y de trabajos componen esos viejos libros que llegan hasta nosotros. Un poeta griego que vivía en Asia en tiempos de la Olimpiada 245 fue editado en París, en 1555, por un sabio renacentista. El antiguo rollo de pergamino envuelto en seda roja y enrollado en una barra de marfil se ha convertido, por mediación de unos manuscritos medievales, en el volumen impreso en griego con ayuda de los bellos caracteres grabados por Claude Garamont y que reproducían la letra del cretense Vergès, calígrafo del rey. Se publicaron dos versiones en el mismo año, más luego la francesa de Florent Chrestien en 1575. Pero hojeemos el texto y nos parecerá que nos salimos de las fechas y de la historia para trasladarnos a un universo que conoce la alternancia del día y de la noche, el paso de las estaciones, pero que nada sabe del reloj de los siglos. Se trata de un mundo antiguo y más joven que nosotros, nuevo a cada aurora, al que ha diezmado y perseguido el hombre desde los tiempos en que los cazadores vestían clámides y juboncillos, cazadores que al menos tenían la disculpa de creer en la abundancia inagotable de la naturaleza, excusa que nosotros ya no tenemos, pues seguimos destruyendo no sólo a los animales, sino que nos empeñamos en destruir la misma naturaleza. Es el mundo con que nos tropezamos, latiéndonos el corazón, cada vez que, cuando salimos al amanecer, vislumbramos a un gamo merodeando al linde del bosque, o a las crías de algún zorro jugando en la hierba. En él está la huella de los cascos de animales y de las garras en la arena, el agua bebida a lengüetadas al llegar el crepúsculo, las pupilas brillando entre las hojas, el celo que hace abrazarse en la selva a los amantes salvajes y a las fieras. En él están las diversas razas de los perros, y la familia de los caballos, vasallos heroicos y fieles del hombre; y en él se encuentra también el ciervo de pie, tenso el cuello y protegiendo a su manada, destacándose, muy oscuro, sobre la palidez del alba...
1955
XV. Una civilización de compartimentos estancos
A todos nos ha ocurrido alguna vez el mirar con horror y asco ciertas escenas de ejecuciones en la plaza pública, en las pinturas medievales o en los grabados del siglo XVII. También muchos de nosotros hemos pasado deprisa, asqueados en alguna ciudad pequeña de España o de Oriente por delante de la carnicería local, con sus moscas, sus osamentas aún calientes, sus animales vivos y temblorosos frente a los animales muertos, y la sangre corriendo por el arroyo de la calle. Nuestra civilización, en cambio, está dividida en compartimentos estancos: nos protege de espectáculos como ésos.
En la Villette, en las cadenas número 2 de los nuevos mataderos, las terneras y los bovinos estos últimos tras una lucha brutal- son colgados a propósito antes de la ejecución, lo que permite (time is money) ir más deprisa. Este sistema está prohibido, naturalmente (por decreto del 16 de abril de 1964), lo que no impide que siga vigente, para beneficio de los que lo emplean. Las paredes de nuestros nuevos mataderos (hermosa realización técnica, no cabe duda, provista como está de toda clase de perfeccionamientos) son muy gruesas: nosotros no vemos a esas criaturas retorciéndose de dolor; no oímos sus gritos, que no soportaría ni el más ardiente aficionado a los bistecs. No hay que temer los efectos de la conciencia pública sobre la digestión.
Oscar Wilde escribió en algún sitio que el peor crimen era la falta de imaginación: el ser humano no se compadece de aquellos males de los que no tiene experiencia directa, ni de aquellos a los que él mismo no ha asistido. A menudo pensé que los vagones precintados y los muros bien construidos de los campos de concentración aseguraron la propagación y la duración de unos crímenes contra la humanidad que hubieran cesado mucho antes de haber sucedido al aire libre y a los ojos de todos. La costumbre, en las plazas públicas de la Edad Media y del Siglo Grande, mitridatizaba con toda seguridad a ciertos espectadores; siempre había alguno, no obstante, que se emocionaba aunque no protestara en voz alta, y su murmullo terminó por ser escuchado. Los ejecutores de elevadas obras de nuestros días toman mejor sus precauciones.
«¡Pero qué! exclama el lector ya irritado o divertido (ciertos lectores se divierten con muy poco) se trata de terneras y de vacas, cuyo nombre hasta es ridículo, como sabemos, y usted se atreve a comparar su sacrificio con los peores crímenes que se han cometido contra la humanidad.» Sí, sin duda alguna: todo acto de crueldad soportado por millares de criaturas vivas es un crimen contra la humanidad que endurece y embrutece un poco más. Me temo que no esté dentro de nuestras posibilidades de franceses el interrumpir inmediatamente la guerra del Vietnam, impedir la destrucción en masa de la tierra en Indochina o curar las llagas de la India y del Pakistán. Creo, en cambio, que podemos hacer algo por que cese lo antes posible esa pesadilla de la cadena número 2, con ayuda de otra cadena, la de la televisión. Anhelo ver realizada una película llena de sangre, de mugidos y de un espanto harto auténtico, lo que tal vez procurará placer a ciertos sádicos pero que también dará lugar a millares de protestas.
Hace algunos años escribí la vida de un tal Zenón, personaje imaginario, es verdad, que se negaba «a digerir agonías». Y es un poco en su nombre en el que redacto estas líneas. 1972
XVI. Aproximación al tantrismo
Lo Yoga della Potenza.
Fue en 1952 cuando compré, por casualidad, en una librería de Florencia y en su original italiano, Lo Yoga della Potenza (El Yoga del poder), traducido en francés, más acertadamente, con el título de Yoga tántrico11. Del autor, Julius Evola, yo lo ignoraba todo por entonces, hasta el nombre. Salvo por algunas reservas que haré más tarde, acababa de adquirir una de esas obras que nos sirven de alimento durante años y que, hasta cierto punto, nos transforman.
Lo mismo que mucha gente en Francia, yo había entrevisto algo del tantrismo a través del libro Mystiques et magiciens du Tibet, de Alexandra David Neel. Mucho más tarde, el helenista y experto en orientalismo Gabriel Germain, en esa suerte de memorias de su vida mental, Le Regard intérieur12, documento que no se ha leído lo suficiente, señaló lo que le debía a ese libro, que leyó siendo muy joven. Una mujer inteligente y atrevida mezclaba con sus relatos de viajes un travelling concerniente a extraños confines. La creyéramos o no sobre todos los puntos que exponía, el caso era que nos llevaba, como cogidos de la mano, al borde de unas cavernas que, de habernos atrevido a explorarlas, también las hubiéramos descubierto dentro de nosotros. Entretanto, yo había estado leyendo cierto número de obras eruditas sobre el tema. Me había enterado de lo que diferencia el tantrismo sivaíta del tantrismo budista (los parecidos prevalecen sobre las diferencias); sabía poco más o menos lo que era una mandala, una mantra y una mudra, así como algunas equivalencias entre los nombres de las divinidades hindúes y las divinidades tibetanas. La obra de Evola, por muy recusable que me pareciese en algunos de sus aspectos, me aportaba algo más: el relato de un método.
Otros más cualificados que yo reexaminarán en su conjunto el budismo tántrico. Digamos muy a grandes rasgos que se trata de un método de gimnasia espiritual, bajo el que subyace una psicología que merece ser calificada de psicología de las profundidades y que ésta como es casi siempre el caso se apoya sobre una metafísica.
Uno de los errores irreparables del Occidente fue probablemente el de conceptualizar la compleja sustancia humana bajo la forma antitética alma cuerpo, y no salir después de esa antítesis a no ser negando el alma. Otro error, no menos deplorable y que se va agravando cada vez más, consiste en no imaginar ningún trabajo de liberación o de perfeccionamiento interior si no es en favor del desarrollo del individuo o de la persona, y no de la supresión de estas dos nociones en beneficio de la idea del ser o de lo que va más allá del ser. Aún más, para el occidental parece como si perfeccionamiento y liberación se opusieran brutalmente entre sí, en lugar de representar los dos aspectos de un mismo fenómeno. El estudio del yoga tántrico tiende a corregir estos errores, y bueno es decir el inmenso provecho que un lector receptivo puede extraer de una suma como la de Evola.
Al revés de lo que ocurre en el Zen en que el despertar corresponde a un choque sentido como repentino, aunque preparado por una espera más o menos larga , el despertar tántrico es progresivo y se obtiene mediante incesantes disciplinas. Se trata para el adepto de alcanzar un máximo de atención, imposible sin un máximo de serenidad: una superficie agitada no refleja nada. Las recetas transmitidas por Evola y la compleja casuística de causas y efectos con que las acompaña me parecen de tal importancia, no sólo para la vida espiritual, sino para la utilización de todas las facultades, que no conozco condición humana que estas recetas no puedan mejorar, bien sea la del hombre de acción, del escritor o simplemente del hombre entregado a la vida. Las personas que no saben mucho del tantrismo se preocupan de ordinario sobre todo de su erótica: el análisis detallado de Evola demuestra hasta qué punto ésta forma parte integrante de un sistema mediante el cual se trata de movilizar y disciplinar todas las fuerzas. Nos hallamos en el campo de lo sagrado y en el lugar opuesto a los sex shops.
Los procedimientos eróticos del tantrismo no tienden, como los del Tao, a asegurar al hombre vigor y longevidad, ni tampoco representan, como los del Kama Sutra, una higiene del goce; más bien se esfuerzan por dar un aspecto sagrado a la unión carnal, que el Occidente no ha conocido nunca ni ha querido aceptar. Se trata, mediante una serie de interdicciones y de liberaciones sucesivas, de asimilar el placer con una hierogamia, lo que es, en efecto, pero sólo a condición de que los amantes tomen conciencia de ello. La lenta y gradual familiaridad obtenida mediante la mirada, la voz, el tacto y, finalmente, la cohabitación física, que preceden a la culminación carnal, no es, para nosotros, apenas realizable de no ser gracias a una serie de afortunadas casualidades y entre dos seres capaces de apreciar esas detenciones momentáneas como etapas y no como obstáculos. En un mundo en que la liberación de las costumbres sexuales no va acompañada de una revalorización de la sensualidad, sino al contrario al menos a juzgar por las películas, la publicidad de los medios de comunicación y la literatura de nuestro tiempo , el Maithuma, el coito sagrado, no pasará fácilmente a ser de dominio público.
Habría que hablar asimismo, para disipar ciertos malentendidos, de los fonemas (casi todos, si no todos, son mantras sánscritos corrientes en las diferentes sectas del bramanismo y del budismo), cuyo uso preconizan los maestros tántricos. Y tratar de explicar, con mayor razón, el empleo de los fonemas no pronunciados, grabados en piedras a expensas de los peregrinos o incluidos en las tiras de los molinos de oración. Para una Europa que ha olvidado sus antiguas prácticas religiosas, estos usos son pura superstición. Lo son por una parte, pero nuestra época, en que la propaganda política y la venta de productos comerciales se imponen a las multitudes con ayuda de eslóganes casi hipnóticos, haría mal en desconocer que la serenidad, la concentración, la liberación física y mental pueden también beneficiarse con fórmulas que saturan el alma. Una vieja mascullando su rosario no nos hace sentir mucho la impresión de lo sagrado; pensemos, sin embargo, que la poesía está hecha también, o lo estuvo en los tiempos en que aún recordaba sus orígenes mágicos, de repeticiones de sonidos y ritmos que casi pertenecen al campo de los encantamientos. La interjección pura y simple, la palabra malsonante o la obscenidad, tan a menudo utilizadas que ni siquiera percibimos ya su sentido, alivian o calman a la manera de mantras al que las emite. Por otra parte, también sabemos que, al menos durante el primer estadio del control de uno mismo, la repetición atenta de una fórmula puede detener el flujo desordenado de las imágenes que distraen nuestro espíritu, pero que no lo llevan a ninguna parte.
Quien ha oído enunciar por boca de un oficiante una mantra sánscrita sabe hasta qué punto ésta se propaga entre la muchedumbre a la manera de ondas concéntricas, encerrando al auditor en el misterio del sonido. Lo mismo sucedía hace no mucho con las oraciones en latín que oíamos en la iglesia y cuyo fenómeno sonoro parecía actuar ex opere operato. No corresponde a nuestra época cuando la física ha convertido las vibraciones en una ciencia y una técnica negar el poder de la palabra pronunciada por sí misma, esa noción en que la mantra se junta con el Verbo, según San Juan. En presencia de unas técnicas que se han desarrollado en un rico mantillo espiritual diferente del nuestro, lo primero que se nos ocurre es rechazarlo todo, por desprecio o por desconfianza hacia lo exótico. La segunda actitud, tan nefasta como la primera, es sentirnos atraídos especialmente por ese exotismo. Uno de los grandes méritos de Evola consiste precisamente en unir a una prodigiosa riqueza de detalles eruditos el don de aislar de sus condicionamientos locales unas ideas o disciplinas que valen para todos nosotros y de abolir hasta la noción de exotismo. Al igual que el prefacio de Jung en el Bardo Thodöl, que toca por encima un tema análogo, la obra de Evola sobre el Yoga tántrico y aquel, casi igual de rico, que dedica a la tradición hermética medieval, se orientan, al menos superficialmente, en el mismo sentido que la psicología moderna, pero con algunas diferencias esenciales que Jung ha anotado y que Evola hubiese dicho de buen grado en voz muy alta.
Debido al hecho de su insistencia sobre las disciplinas mentales, el estudio del Yoga tántrico es particularmente beneficioso, en una época en que toda disciplina se ve ingenuamente desacreditada. De otra parte, gracias al lúcído análisis del contenido vivo de un ritual, y de los mitos a los que se refiere ese ritual (estoy pensando especialmente en la visualización de divinidades secundarias y en las visiones de ultratumba), este libro y algunos otros que emanan de eruditos versados en ese mismo campo nos devuelven la posibilidad que el estrecho racionalismo de principios de siglo parecía haber eliminado para siempre de comprender y, hasta cierto punto, de adherir a nuestros propios rituales y a nuestros propios mitos.
Mi estudio del tantrismo me ha acercado y no alejado del pensamiento cristiano. Tampoco me ha alejado de lo que hoy llaman, más o menos confusamente, el humanismo, no sólo porque la precisión y la lógica discriminativa de las recetas tántricas son esencialmente intelectuales, sino porque nunca será contrario al humanismo tratar de conocer y de controlar las fuerzas que hay dentro de nosotros.
El método tántrico es psicológico y no ético: se trata de captar unas fuerzas y no de adquirir unas virtudes. Esto se presta a graves malentendidos.
De hecho y Proust, con su agudeza habitual, se había dado cuenta de este fenómeno , casi todas las virtudes, incluida la bondad, son primero energía. Mas sucede con estas fuerzas así liberadas como con la electricidad, que lo mismo puede electrocutar a alguien que alumbrar su habitación. El yoga tántrico es una punta adelantada del yoga hindú, con añadidura, en el Tibet, de ciertos elementos de chamanismo. En todos los casos su metafísica procede o bien del hinduísmo no dualista o bien del budismo que predica el desprendimiento y la compasión para con todas las criaturas. Cualquier desviación de las fuerzas adquiridas mediante unas disciplinas mentales para beneficio de la avidez, del orgullo o de la voluntad de poder no anula dichas fuerzas, sean éstas normales o, de una u otra manera, supranormales, sino que las hace recaer ipso facto en un mundo en donde toda acción encadena y en donde todo exceso de fuerza se vuelve contra el que retiene esa fuerza. Ley a la que nadie escapa y que hemos visto ejercerse en el campo de las fuerzas tecnológicas, por sí mismas indiferentes tanto al bien como al mal, pero destructoras en cuanto son puestas en manos de la codicia humana. En el interior de las disciplinas mentales del budismo, como por lo demás en la mística cristiana, el estado de desprendimiento y de claridad obtenido hace casi impensable cualquier utilización de los poderes en favor de un egoísmo nefasto.
Y es sobre ese punto sobre el que la obra de Evola a quien apasiona el poder puro nos provoca ciertas reservas. ¿Quién era ese hombre que nos transmitió lo esencial de la experiencia tántrica tibetana, pocos años antes de que unos cataclismos políticos redujeran esta tradición al estado precario de disidencia y de exilio? Los pocos detalles que conozco gracias a ciertas personas que le conocieron no se pueden comprobar, pese a abundar en el sentido de unos rasgos de carácter que sus libros dejan entrever por aquí y por allá.
Evola, al igual que Malaparte, parece haber pertenecido a ese tipo de italianos germanizados y en los que aún sobreviven no se sabe qué clase de obsesiones gibelinas. Es de esos a quienes la Rebelión contra el mundo moderno (es el título de uno de sus libros), por muy justificada que en parte esté, ha arrastrado hacia unos parajes aún más peligrosos que aquellos que creía abandonar.
Al igual que en las obras de Stefan George, y en el Federico II de Cantorowitz, pronto encontramos en sus libros un sueño de dominación aristocrática y sacerdotal que no sabemos si correspondió a una edad de oro del pasado, pero del que, en nuestros días, hemos visto unas caricaturas grotescas y atroces. Incluso en las obras más ponderadas de Evola encontramos, junto con un concepto de raza elegida que en la práctica conduce al nazismo, una avidez casi enfermiza con respecto a los poderes supranormales, que le lleva a aceptar sin control los aspectos más materiales de la aventura espiritual.
Ese lamentable paso que de la noción de poderes intelectuales y místicos lleva a la noción de poder puro y simple enturbia un tanto ciertas páginas y, sobre todo, algunas conclusiones de su gran libro El yoga tántrico13. Esta singular desviación de un erudito genial no nos impide considerar sus sorprendentes poderes propios, como el de saber transmitir y comunicar. Pero es evidente que el barón Julius Evola, que no ignoraba nada sobre la gran tradición tántrica, nunca pensó en proveerse del arma secreta de los lamas tibetanos: el puñal para matar el Yo.
1972
XVII. Escrito en un jardín
El color es la expresión de una virtud oculta.
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Algunos pájaros son llamas.
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Me hace observar un jardinero que es en otoño cuando se aprecia el verdadero color de los árboles. En primavera, la abundancia de clorofila los reviste a todos con un uniforme verde. Cuando llega septiembre aparecen engalanados con sus colores específicos: el abedul rubio y dorado, el arce amarillo naranja rojo, el roble color de bronce y de hierro.
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Nada me ha ayudado tanto a comprender los fenómenos naturales como los dos signos herméticos que significan el agua y el aire, y que luego, modificados por una barra que de alguna manera modera su impulso, simbolizan el fuego, menos libre, unido a la materia leñosa o al aceite fósil, y la tierra de apretadas y blandas partículas. El árbol incluye a los cuatro en su jeroglífico. Agarrado al suelo, saciada su sed con aire y agua, sube al cielo, sin embargo, como una llama; es llama verde antes de que acabe el día y llama roja en las chimeneas, en los bosques incendiados y en las hogueras. Pertenece, por su crecimiento, al mundo de las formas que se elevan, así como el agua que lo alimenta pertenece al de las formas que, abandonadas a sí mismas, vuelven a caer al suelo.
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Signo hermético del aire, triángulo vacío que apunta hacia lo alto. En los días tranquilos la pirámide verde del árbol se sostiene en el aire en perfecto equilibrio. En los días de viento, las ramas, al agitarse, inician el comienzo de un vuelo.
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Signo hermético de la tierra, triángulo que apunta hacia abajo pero al que una barra detiene en su caída. El terrón de tierra estable, cuando ni la gravitación, ni el viento, ni la patada de un paseante intervienen.
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El agua que por sí misma cede y desciende. Y por eso es apropiado aplicarle el calificativo franciscano: umile.
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¿Hay algo más bello que esa estatua de suplicante que hizo Rodin y que representa a un hombre rezando que tiende los brazos y se estira a la manera de un árbol? Con toda seguridad, el árbol reza a la luz divina.
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Las raíces hincadas en el suelo, las ramas que protegen los juegos de la ardilla, el nido y los cantos de los pájaros, la sombra otorgada a las bestias y a los hombres, la copa en pleno cielo. ¿Conoces una manera de existir más sabia y más benéfica?
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Y de ahí el sobresalto de rebeldía en presencia del leñador y el espanto, mil veces mayor, ante la sierra mecánica. Derribar y matar lo que no puede huir.
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Milagro de las instantáneas que fijan la imagen del agua que mana, derramándose fuera de sí misma, rebotando hacia lo alto, surtidor de espuma de una ola estrellándose contra una roca. La ola muerta engendra a ese fantasma grande y blanco que dentro de un instante ya no existirá. En un abrir y cerrar de ojos el agua pesada asciende como el humo, como el vapor, como el alma.
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Por una razón inversa, belleza exquisita y artificial del chorro de agua. La hidráulica obliga al agua a comportarse como una llama, a repetir continuamente, en el interior de su columna líquida, su ascensión hacia el cielo. El agua acosada se eleva hasta la punta del obelisco fluido, antes de recuperar su libertad, que es la de bajar.
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Toda agua aspira a convertirse en vapor, y todo vapor a recuperar su esencia de agua.
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Hielo. Resplandeciente detención. Condensación pura. Agua estable.
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Entre los más sobrecogedores paisajes, yo pongo los de ciertos fiordos de Alaska y Noruega en primavera, cuando el agua aparece en sus tres formas a la vez y con diversos aspectos. Agua temblorosa, pero estancada, del fiordo; agua de las cascadas que corre por la pared vertical de las rocas, vapor que se eleva cuando esta agua cae, agua que en forma de nube traza camino en el cielo, hielo y nieve de las cumbres próximas, a las que todavía no ha subido la primavera.
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Rocas compuestas, hechas de lavas volcánicas y de sedimentos arrastrados por el agua, amalgama vieja de millares de siglos. Y su forma exterior perpetuamente modificada, reesculpida por el aire y por el agua.
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Tu cuerpo se compone en sus tres cuartas partes de agua, más una pequeña cantidad de minerales terrestres, un puñadito. Y esa gran llama dentro de ti cuya naturaleza no conoces. Y en tus pulmones, apresado una y otra vez en el interior de tu caja torácica, el aire, ese apuesto extranjero sin el cual no puedes vivir.
1980
XVIII. Homenajes fúnebres
A Mme. Hélène Naville.
EN MEMORIA DE DIOTIMA.
JUANA DE VIETINGHOFF
Hay almas que nos hacen creer que el alma existe.
No siempre son las más geniales; las más geniales son las que supieron expresarse mejor. Son, en ocasiones, almas balbucientes y suelen ser almas silenciosas. Juana de Vietinghoff, muerta recientemente, dejó algunos libros. Algunos de esos libros son muy hermosos14. No obstante, no ofrecen sino una imagen débil de lo que ella fue, y los más bellos retratos no sustituyen a los muertos. Los libros de Juana de Vietinghoff, para quienes la conocieron, comentan simplemente el poema de su vida. Inspirados por la realidad, le son siempre inferiores; no son más que las cenizas de un admirable hogar. Yo quisiera hacer sentir, a los que todo ignoran de esa mujer, el íntimo calor de sus cenizas.
Quisiera apartar todo lo que es únicamente envoltura, apariencia, superficie, para llegar enseguida al corazón de esa rosa, al fondo de ese dulce cáliz. Me contentaré con decir ya que esto explica ciertas cosas que Juana de Vietinghoff había nacido protestante. Jamás rompió con esa fe cristiana aceptada desde la infancia; no era de las que rompen fácilmente. «Lo que uno cree importa poco decía ; todo depende de la manera en que se cree.» Aprendamos, junto a esa mujer excepcional, a desprendernos de las formas exteriores en que se encierra a Dios. Cuanto más nos elevamos más dominamos nuestras creencias. Juana de Vietinghoff perteneció, sobre todo y cada vez más, a esa iglesia invisible, sin vocablo y sin dogmas, en la que comulgan todas las sinceridades.
La verdad para ella no era un punto fijo, sino una línea ascendente. La verdad de hoy, hecha de renuncias a las verdades de ayer, abdicaba por anticipado ante las verdades futuras. Cada una de ellas Juana de Vietinghoff las admitía todas no era sino un camino para ir más lejos. «Lo que hoy me parece lo principal no será sino lo accesorio mañana. Mi ideal de perfección varía; yo lo atribuyo tan pronto a la obediencia, tan pronto a la grandeza, tan pronto a la corrección como a la sinceridad de mi vida. Pregunto el número y luego el valor de las virtudes y, sin embargo, siempre es el mismo Dios al que obedezco, con un corazón igualmente sincero.» Infatigable impulso de un alma siempre en marcha: ese modo místico de vivir no es más que una perpetua partida.
Todo pasa. El alma asiste, inmóvil, al evento de las alegrías, de las tristezas y de las muertes de que se compone la vida. Ha recibido «la gran lección de las cosas que pasan». Ha necesitado mucho tiempo para reconocer, en ese decorado ambiente, la línea íntima y estable de la formación interior. Ha caminado a tientas a través de todas las cosas; ha hecho de las pasiones su espejo pasajero. «Los hombres, al querer embellecer el alma, se han creído en la obligación de adornarla con creencias y principios, lo mismo que engalanan con pedrerías y oro los santos de su santuario, pero el alma sólo es bella cuando está desnuda...» Consigue, por su deseo acuciante, conocerse bajo su forma eterna. Animo a los lectores de Tagore a que inscriban las siguientes breves líneas al margen del Gitanjali:
Todo lo que veo me parece un reflejo, todo lo que oigo un lejano eco, y mi alma busca la fuente maravillosa, pues tiene sed de agua pura.
Pasan los siglos y el mundo se deteriora, pero mi alma sigue siendo joven; vela entre las estrellas, en la noche de los tiempos.
Juana de Vietinghoff ha escrito aquí el poema de la vida, de la vida que no pasa como los que viven.
Mme. de Vietinghoff desconfiaba de las virtudes adquiridas penosamente; las deseaba espontáneas; las quería felices. «¿Por qué hacer de la vida un deber cuando puede ser una sonrisa?» Las deseaba naturales, como lo es, por lo demás toda cosa. Comprendía, mejor de lo que yo puedo expresarlo, esa infinita variedad de la naturaleza que lleva a cada alma, a cada espíritu y a cada cuerpo, a través de caminos divergentes, hacia una meta idéntica que es la felicidad. Aquella alma disponible era un alma que aceptaba.
No juzgues. La vida es un misterio y cada cual obedece a unas leyes diferentes. ¿Conoces tú cuál fue la fuerza de las cosas que los empujaron, ni qué clase de sufrimientos o deseos trazaron su camino? ¿Has sorprendido la voz de su conciencia revelándoles bajito el secreto de su destino? No juzgues. Mira el lago puro y el agua franguila en donde desembocan las mil olas que barren el universo... Es preciso que todo lo que ves suceda. Son necesarias todas las olas del océano para llevar a buen puerto el barco de la verdad.
Cree en la eficacia de la muerte de lo que tú deseas, para tomar parte en el triunfo de lo que debe ser.
No se puede poner en duda, leyendo estas páginas, que Juana de Vietinghoff poseía la genialidad del corazón.
El dolor, para el sabio, no es una redención, sino una evolución. «Es menester haber agotado el dolor antes de alcanzar la hora tranquila que precede a la nueva aurora.» Durante su vida que no careció de sombras y fue siempre sin mancha , Juana de Vietinghoff se mantuvo continuamente en un nivel de felicidad. Renunciar a ello o desalentar a los demás siempre le pareció una falta imperdonable. Sin duda, «al hacerle experimentar la insuficiencia de lo mediocre, la vida se encarga, cuando tropieza con un ser de buena voluntad, de elevar la idea que él tiene de la felicidad». El sufrimiento, al igual que la alegría, fueron para ella unos transeúntes que, finalmente, hablan de otra cosa.
Pero es imprudente desdeñar con demasiada premura. El alma dueña de sí no rechaza ningún placer, ni siquiera aquellos calificados de vulgares. Prueba el placer, lo posee y, llegado el día, lo supera. «A veces me parece que si la muerte viniera a sorprenderme antes de que yo pudiese sumergirme por completo en el río de la vida, yo le diría: Vete, aún no ha llegado mi hora... El reposo de tu gran cielo azul me parecería agobiante, si aún me quedara algo de fuerza sin gastar aquí abajo, y tu eterna felicidad siempre iría acompañada de una añoranza mientras en la tierra existiera una flor cuyo perfume no hubiera yo aspirado.» En estas palabras, en este entusiasmo y este desprendimiento oigo latir también la fiebre de André Gide cuando era joven.
Cuando Diotima se encarga de explicar la idea de Dios a los convidados del Banquete no condena ninguna forma de pasión humana, intenta tan sólo añadirle lo infinito. No se inquieta al verlos entretenerse por el sendero terrestre; podrá, si es preciso, recorrerlo ella misma. «La mayor felicidad de la tierra no lleva sino a la frontera del cielo.» Sabe que la vida, o quizá la muerte, acabará por conducirnos a la meta y que esa meta es Dios.
Somos nosotros los que no estamos preparados. Los objetos de nuestra dicha están ahí desde hace días, años y hasta siglos quizá; esperan que se haga la luz en nuestros ojos para verlos y que el vigor venga a nuestros brazos para agarrarlos. Esperan y se asombran de estar ahí tanto tiempo, tan inútiles.
Sufrimos seguía diciendo , sufrimos cada vez que dudamos de alguien o de algo, pero nuestro padecimiento acaba transformándose en gozo en cuanto hemos captado, en esa persona o en esa cosa, la belleza inmortal que nos hacía amarlos.
Sin duda. La ceguera, lejos de aumentar nuestro poder de amar, hace que mengüe el horizonte en el que se mueve nuestro amor. Platón tal vez dijo la verdad y Juana de Vietinghoff tuvo razón. Las vidas pueden ser bellas por diferentes razones, por su abandono o por su firmeza. Hay vidas melódicas, igual que hay vidas esculturales. Unicamente la música, como alguna de las fugas de Bach o de las sonatas de Mozart, me parece capaz de expresar tanto fervor, sosiego y facilidad.
No lo que uno ve, ni lo que uno dice, ni lo que uno piensa, sino la implacable unión que, por encima de todas las cosas conscientes, une mi alegría con tu alegría en lo que nuestras almas poseen de indecible.
No las promesas, ni los besos, ni las caricias, sino la concordancia del ritmo en el universal devenir...
Su penúltimo libro, inspirado acaso por el conde Keyserling, aporta una audacia generosa a los problemas que se plantearon después de la guerra. Juana de Vietinghoff ofrece al mundo el método de salvación que proponía a las almas: una perpetua transmutación de los valores no brusca, sino progresiva. «Sed pacientes en vuestra espera, por miedo a que os encariñéis con una forma pasajera... ¿Tan poca fe tenéis que no podéis vivir ni una hora sin religión, sin moral, sin filosofía?» La señora de Vietinghoff no desesperaba, hacia 1925, de nuestra Europa futura. La generación que venía le parecía llevar dentro «el triunfo de la fuerza humana», es decir, supongo, de la sinceridad. Estas esperanzas excesivas me parecen una forma de amor materno: Juana de Vietinghoff creyó en la juventud y en el porvenir del mundo porque tenía dos hijos. Quizá sea esto precisamente lo que me conmueve en ese hermoso libro: prefiero en ella a la mujer amante antes que a la sibila.
Ella siempre dudó de que el hombre tuviera que responder de lo que llaman sus faltas. Las veía semejantes a esas astillas de mármol, inevitables desechos que se acumulan en torno a la obra de arte inacabada, en el estudio del escultor. Quizá, dentro de esa misma óptica, llegó a pensar que nuestras virtudes no son meritorias: era, por su parte, una prueba de humildad. En los últimos años de su vida, cuando miraba sus manos cansadas pero no desanimadas, la señora de Vietinghoff se extrañaba suavemente del valor que atestiguaban sus ademanes. Creía haber asistido a su vida como espectadora irresponsable y únicamente consentidora. Acaba por preferir, a cualquier otra cosa, esa sencillez de las manos vacías. Parece como si ella también se desprendiera de todo para dormir:
Yo quisiera, ¡oh Dios!, poder cada mañana, al elevar hacia ti mi mirada, ofrecerte mis manos vacías.
Yo quisiera, lejos de todo esfuerzo, no ser más que un receptor de la oleada de infinito, y avanzar por los caminos del azar, empujada únicamente por el soplo de las voces interiores.
Yo quisiera olvidar mi cordura y mis razones, no pedir nada, dejar de lado cualquier deseo y acoger, sonriendo, las rosas que tu mano deja caer sobre mis rodillas.
¡Oh, perfume de las cosas que no hemos adquirido!
Dulzuras de las dichas inmerecidas,
Belleza de las verdades que no creó nuestro
[pensamiento...
He olvidado decir lo hermosa que era. Murió joven, antes de pasar por la prueba de la vejez, a la que no temía. Su vida, aún más que su obra, me produce la impresión de lo perfecto. Hay algo menos corriente que la habilidad, el talento o que la genialidad incluso, y es la nobleza del alma. Aunque Juana de Vietinghoff no hubiese escrito nada, su personalidad no sería por ello menos elevada. Sólo que muchos de entre nosotros no lo hubiéramos sabido nunca. El mundo está hecho de tal forma que las virtudes más extraordinarias de un ser deben permanecer siempre secretas para otros.
De este modo transcurrió aquella vida platónica. Juana de Vietinghoff evolucionó sin cesar desde una sabiduría corriente a une sabiduría más elevada, desde la indulgencia que disculpa hasta la inteligencia que comprende, desde la pasión de vivir hasta el amor, desinteresado, que la vida le inspiraba y como ella misma decía «desde el buen Dios en quien los niños creen hasta el Dios infinito del sabio». Unos sueños teosóficos, semejantes a esas visiones extrañas pero agradables que vemos con los ojos cerrados cuando nos vamos a dormir, tal vez vinieran a consolarla también por la noche. La vida terrestre, a la que tanto amó, no era para ella más que el lado visible de la vida eterna. Seguramente aceptó la muerte como si fuera una noche más honda que las demás, a la que debe seguir una más límpida mañana. Quisiéramos creer que no se equivocó. Quisiéramos creer que la disolución de la muerte no detiene un desarrollo tan inhabitual; quisiéramos creer que la muerte, para almas como la suya, no es más que un escalón suplementario.
1929
NOTA.- Desde un punto de vista literario, recordemos que la baronesa de Vietinghoff nacida en Holanda, pertenecía por su matrimonio a esa familia báltica de la que descendía Bárbara Julia de Vietinghoff, baronesa de Krudner y consejera mística del zar Alejandro. Estas dos extranjeras se expresaron en francés. De otra parte, el barón de Vielinghoff tiene interés en hacerme observar que Au seuil d'un monde nouveau no fue inspirado por el filósofo alemán Kayserling. Doy cuenta en nota de esta pequeña modificación.
BOCETO DE JEAN SCHLUMBERGER
Tenía yo veinticuatro años cuando, durante una fresca y acre primavera suiza, una amiga holandesa, la condesa de Bylandt, que conocía a Jean Schlumberger, me prestó casi confidencialmente el relato que éste habia hecho de la vida de su mujer, obra maestra de gravedad, de dominio de sí y, no obstante, de indecible emoción en presencia de la muerte de un ser, que el mismo Schlumberger no consintió en hacer público hasta muchos años más tarde. Por aquella época, yo vivía al día una experiencia de ese tipo, y acababan de llegarme los ecos de otra muy reciente: el libro me conmovió, como deseaba Jean Schlumberger, estoy segura, que conmoviese al lector, y fue para mí una lección de lucidez y de valor. De todas las obras que él nos ha dejado, no conozco ninguna más perfecta que este «homenaje fúnebre», a un tiempo estoico y puritano, que le permitió más tarde tratar con altanería (y quizá, para mi gusto, con una puntita de injusticia) el Et nunc manet in te de André Gide, dedicado éste también, de una manera más o menos confidencial, a la memoria de una mujer desaparecida.
Al haberme introducido así, de golpe, en el corazón mismo de la obra de un gran escritor del que todo ignoraba, hasta el nombre, hice seguidamente otras lecturas: Los ojos de dieciocho años, primero, y sobre todo Diálogo con el cuerpo dormido, que respondía tanto a mis propias preocupaciones que siguió siendo para mí como un hito o como una flecha indicadora a lo largo de los caminos por los que después iba yo a pasar y repasar. Más tarde aún, La muerte de Esparta, cuya belleza tosca no me gustó mucho en un principio, pues el aparato rudo y casi rústico sustituía al mármol liso y tallado de manera muy suelta de Plutarco, me parece hoy uno de los textos más nobles de nuestra época inspirados en la antigüedad clásica. No fui más lejos, pero ya había leído bastante para saber que mi relación con Jean Schlumberger nunca sería de ese tipo de relaciones inmediatas y violentas mantenidas con algunos escritores que encarnan las pasiones o predilecciones de una época y a los que rechazamos, luego aceptamos, volvemos a rechazar de nuevo para, finalmente, aceptarlos en otro plano distinto. Jean Schlumberger se hallaba, desde un principio, situado entre los valores seguros y que pueden esperar.
Fue hacia 1930 cuando conocí por primera vez, en un salón parisino, a aquel hombre despierto y seco, de una cortesía de las que ya no existen. Para hablar con propiedad, aquello no puede decirse que fuera una toma de contacto; imagino que apenas se fijó en mi presencia, poco significativa, por lo demás. Venía de Braffy, según decía, de pasar muy buenos ratos recortando sus macizos de tejos (¿o se trataba de boj?). «Recordar sus setos de tejo es lo que siempre ha hecho, y demasiado a menudo», murmuró escépticamente alguien. No le di la razón a aquel crítico. Me gustaba imaginar aquellos paseos de un jardín al modo francés, como telón de fondo por detrás de Jean Schlumberger. Mucho tiempo después, cuando leí San Saturnino, comprendí la poesía casi trágica que se desprende en su obra de esas hermosas ordenaciones tan pronto devastadas, y a menudo por los mismos que las hicieron. En esa novela, construida a la manera de un15 oratorio, las voces correspondientes a las diversas edades de la vida se suceden unas a otras, aunque dominadas por el sordo fragor de la vejez y sus crujidos de árbol muerto. Es curioso cómo un hombre que llegó y felizmente, después de todo, según parece a vivir la experiencia de una edad provecta mostró por dos veces, con insistencia, las servidumbres y peligros de la vejez, en el William de San Saturnino y en el Retz del León envejecido.
Es, por lo demás, característico que colocase dos veces esas imágenes dentro de un marco casi majestuosamente tradicional: la sociedad en apariencia excesivamente refinada del siglo de Luis XIV, en cuanto a Retz, y la dignidad un tanto austera de una morada de grandes burgueses protestantes y provincianos en cuanto a San Saturnino. En ambos casos puede creerse que, para muchos lectores no muy atentos, el marco casi registrado o cincelado con pesadez hizo olvidar un poco los mismos retratos, y los elementos que tan pronto recuerdan el arte de Philipp de Champaigne, como el de Rigaud, ahogaron la luz de Rembrandt, presente en el corazón del libro.
Cuando yo regresé a París en 1951, la comunicación ya se había establecido entre Jean Schlumberger y yo, y la conversación pudo entablarse a fondo por ambas partes. Me acuerdo sobre todo de una de sus preguntas a propósito de Adriano, cuyo retrato acababa yo de esbozar. «¿Adriano se juzga a sí mismo»? Yo hubiera podido responder, con una frase de mi libro, que Adriano, al ser un hombre de leyes, no ignoraba la dificultad de juzgar. Vacilé. «¿Adriano medita detenidamente su vida?» «Sí, pero ¿se juzga a sí mismo?» Creí notar ahí nuestras diferencias: el humanista puritano necesitaba que los personajes se sentaran ante lo que yo llamaría su propio tribunal, a reserva de absolverse a sí mismos, como el protagonista de Un hombre feliz. Para mí, las personas del drama eran más bien objetos y sujetos a la vez, experimentadores y residuos de experiencias, cómplices y testigos de su destino antes que jueces. Creo que en las obras de Schlumberger también lo eran más de lo que éste quería admitirlo. El padre, en San Saturnino, se halla en ese margen inquietante en que la locura senil y la más seca lucidez se unen hasta el final en una intención de tiranía doméstica; el hombre dichoso del libro del mismo nombre parece creer las razones que él mismo se da para abandonar a los suyos, y luego para volver a ellos, pero nos percatamos muy bien de que tiene otras razones distintas de las que expresa, y que al autor no le disgustaría que fuésemos más allá de los límites que le impuso su prudencia. Hay más espejismo del que se cree en esas obras bastante semejantes, en una primera ojeada, a las bellas estancias bien ordenadas y algo desnudas de ciertas pinturas holandesas (¿y cómo no pensar en sus antepasados de Witte?). Si las contemplamos más detenidamente, sin embargo, esas habitaciones nos parecen impregnadas con la vida secreta de sus habitantes y de los que vivían antes que ellos entre aquellas paredes, y una ventana discretamente entreabierta, en ocasiones advertida únicamente gracias a un espejo que la refleja, hace que penetre lo de fuera en aquel interior.
En la gran serie de sus Obras completas, que él tuvo la feliz idea de ordenar antes de morir, suelo releer sobre todo los «retratos»: retratos de la familia de los Guizot o de los Schlumberger en los Recuerdos, semblanzas de amigos y de colaboradores en sus crónicas reproducidas en la N.R.F., con cuyos extractos cimentó, de alguna manera, sus libros; relación de hechos, acontecimientos o corrientes de ideas en las exposiciones políticas publicadas entre 1938 y 1945, y que serán utilísimos, sin duda alguna, para los analistas del porvenir. Encontramos en esos bocetos firmes pero no exagerados, y a menudo de una jovialidad que no llega nunca a ser ironía, su perpetua preocupación por juzgar. Interés que, en un principio, parece opuesto al No juzguéis de Gide, pero nos percatamos enseguida de que los dos puntos se juntan: Gide, en suma, protesta contra la manera apresurada en que se disparan las opiniones preestablecidas, los prejuicios. Tanto en el orden psicológico como en el social, Schlumberger insiste sobre todo en la perpetua necesidad de evaluar, de sopesar, de hacer balance sin dejarse llevar por corrientes contrarias. No la justa medida, como le hace decir en alguna parte a uno de sus personajes, dándose cuenta de que podría dar lugar a equívocos, sino en términos extraídos de la sabiduría taoista, cuyos datos conocía: el Medio Justo.
Mas no quisiera terminar sin insistir sobre esa fórmula que parece, sin razón, expresar una ambición casi demasiado modesta16. En las Obras completas el ensayo sobre las Fronteras religiosas se une a las audaces meditaciones del hombre en presencia de su propio cuerpo dormido en el gran diálogo que lleva ese nombre. Más aún, las supera, en su total y activa aceptación por la inteligencia de lo que va más allá de la inteligencia misma. Estas dos obras abren, en el fondo de los senderos de boj cuidadosamente recortados, unas perspectivas que no sólo dan, como en San Saturnino, a unos paisajes estoicos y desolados, sino también a un espacio vertiginosamente vacío. Parece como si la trayectoria característicamente prudente de Jean Schlumberger hubiera sido más útil que nociva para su libertad verdadera: el rigorismo puritano, mitigado al final de su vida de creer lo que él dice y jamás rechazado del todo, favoreció durante mucho tiempo en él una especie de ansia de vivir discretamente presente en sus obras y que habría que contrastar con la avidez más trepidante de Gide17. El activismo y el racionalismo protestantes, por una parte, y el humanismo, por otra, en lugar de inhibirlo de ciertos campos, le ayudaron a moverse con perfecta facilidad en un mundo de vida interior, en particular la de los maestros de la sabiduría asiática, que el francés no muy culto no suele conocer, y quizá aún menos en su tiempo que en el nuestro. Como siempre, y en todo escritor, pero especialmente en aquellos sometidos por la necesidad o por naturaleza al más estricto control, son sus observaciones fugitivas o sus anotaciones en sordina las que más debemos oír; nos informan sobre la existencia de unas tierras que el propietario no nos había hecho visitar y que están situadas, por decirlo así, fuera de las rejas o de los diques. El buen entendedor se percata a veces de que ese hombre, que parecía hallarse voluntariamente atrasado respecto de nuestra generación, se había aventurado, en realidad, hacia regiones más atrevidas que las de otros contemporáneos suyos, supuestamente más aventurados que él.
1969
ELOGIO FUNEBRE DE JACQUES MASUI
En el sentido verdadero de la palabra conocer, yo conocí a Jacques Masui en 1953, en la época en que su conjunto de textos sobre el yoga cayó entre mis manos. Era el momento en que mis lecturas en el campo de la sabiduría oriental, que yo proseguía de manera intermitente desde mi juventud, empezaban a no ser ya un simple tema de estudio, sino que se convertían en una influencia netamente marcada en mi vida. Su Yoga fue un hito a la entrada de un camino por el cual yo iba a aventurarme cada vez más. Era característico de Masui y quizá de todo tipo de espíritus a un tiempo generosos, prudentes y modestos el expresarse sobre todo reuniendo o elucidando los escritos ajenos, por desear ser un conducto a través del cual llega hasta nosotros el agua de los manantiales.
Su obra no será de verdad accesible al público hasta el día en que se encuentren reunidos en un volumen sus Reflexiones preliminares, sus Comentarios y sus Reflexiones finales, que él puso discretamente en cabeza o en epílogos de algunos números de la revista Hermes. Esta fue, en suma, la obra de su vida, así como sus Prefacios a las obras de la «Colección espiritual» que dirigía en ediciones Fayard, o asimismo su antología De la vida interior, florilegio de textos consagrados a la experiencia mística, pero esta vez sobre todo de origen occidental. La selección va de Daumal a Milosz y los textos reunidos contienen lo esencial de lo que debe saberse sobre unos métodos de perfeccionamiento espiritual que muchos denigran sin haberlos abordado y que otros, al embriagarse con ellos, no conocen sino de forma inauténtica.
Manteníamos ya una correspondencia desde hacía algún tiempo cuando fui a esperarlo, hará, me parece, cuatro años, en un pequeño aeropuerto cercano a la isla donde vivo. Supe más tarde que las sacudidas que le propinó el pequeño avión más la presión atmosférica mal regulada, le habían causado una otitis penosa, que padeció durante los pocos días que pasó aquí. Me acuerdo de él como de un hombre robusto, de elevada estatura, cuya fisonomía tenía algo de oriental. «Los belgas se parecen a los japoneses», decía paradójicamente Giraudoux, pero ese aspecto provenía sobre todo, en jacques Masui, de una suerte de imperturbable tranquilidad. Nos hicimos amigos desde un principio.
Pocos días más tarde, pasamos por la prueba de una de esas pequeñas contrariedades que acercan a quienes las padecen y les permiten valorarse mejor uno al otro. Intentamos hacer una visita a un antiguo ocupante americano del Japón, convertido en un auténtico maestro del Zen e instalado, en una región bastante aislada, dentro de una granja en donde aún sigue enseñando, al parecer, y con buenos resultados, la sabiduría oriental y la agricultura a los jóvenes del Maine. Jacques Masui lo había conocido en París, luego en Tokio, y poseía aún una estampa piadosa que le había dado el zenista. Aquel contemplativo, muy ocupado, no nos recibió, a pesar de haberle pedido una cita por anticipado, más los reiterados mensajes que le habíamos mandado por mediación de algunos discípulos. Lo vislumbrábamos de lejos, arando en su campo. El día de primavera era muy caluroso; entretuvimos parte de nuestra espera comiendo a la sombra de un pajar abandonado. Nos volvimos a casa discutiendo sobre el grado de rechazo a los contactos que puede y debe permitirse un sabio: con toda seguridad, aquellas dilaciones eran lo equivalente a una prueba iniciática; los maestros de antaño obligaban, en ocasiones, a los recién llegados a someterse a una prueba de unos cuantos días o semanas entre la nieve, y un piadoso suplicante se hizo célebre cortándose el brazo para demostrar su sinceridad. Nosotros no habíamos llegado hasta ahí. Pero Jacques Masui no era para aquel maestro del Zen un suplicante cualquiera; sin duda para él igual que para mí, el verdadero sabio es aquel que deja con facilidad su contemplación (éxtasis o intasis, satori o sadhana, como quiera llamársele), y las tareas manuales que a veces acompañan a ésta, para contestar a la pregunta incluso fútil de un transeúnte y, con mayor razón, para acoger a un amigo, aunque después vuelva a sumirse en ese mundo interior que en el fondo, no abandonó nunca. No hay sabiduría sin cortesía, ni santidad sin calor humano.
La buena voluntad de Jacques Masui para conmigo se vio pronto sometida a una temible prueba. Casi de entrada me pidió que participase en una presentación de conjunto del Tantrismo, para la cual tenía que reunir textos originales y comentarios en un breve plazo. Cometí la imprudencia de decirle que sí, ya que debía mucho a los métodos de atención y de concentración tántricos, pero me di cuenta nada más leer las primeras líneas de mi ensayo que me hubieran hecho falta seis meses más de reflexión y de estudio. Cogida de improviso, escribí uno de esos papeles precipitados y falseados por todo lo que no se dice, y en los cuales el esfuerzo por presentar un pensamiento difícil desemboca paradójicamente en la superficialidad. El aceptó mi trabajo, pese a juzgarlo estoy segura , tan desfavorablemente como yo18.
No sólo coincidíamos en nuestro interés por Asia. Nos descubrimos unos antepasados comunes que debieron codearse en la Brujas de antaño; él había vivido en Marchienne, de donde mi familia materna sacó su nombre. Cenamos juntos en casa de un coronel americano nacido en Francia, educado en Austria y no hacía mucho largado en paracaídas al «maquis» con pasaporte francés; comparamos nuestros recuerdos de aquellos años difíciles. Di con él el habitual paseo por la montaña y por el acantilado junto al mar. Más de una vez, me habló después de una nueva visita que pensaba hacer a lo que él llamaba «ese Paraíso», pero todos los paraísos son interiores: en aquel rincón del Maine, él había seguramente llevado el suyo. Este proyecto no llegó a realizarse: me enteré de su fallecimiento por el artículo de un periódico. Con una gran discreción, jamás aludió, en las cartas que me escribió antes de morir, a la enfermedad que ya debía aquejarle. Dedico aquí un recuerdo a su mujer, a la que no conocí, pero de la que hablaba con frecuencia y que tuvo el gesto muy noble de no sobrevivirle.
Nos unía nuestro interés por la obra aún muy reciente de Castaneda, medio etnólogo, medio novelista y que se esforzaba por presentar la visión del mundo de un brujo yaquis. Tras el gran libro de Mircea Eliade sobre el chamanismo, que había transformado nuestras ideas sobre la mentalidad primitiva en sus relaciones con lo sagrado, apreciábamos aquella reconstitución en parte ficticia, es cierto, pero viva y proyectada en tres dimensiones, de una forma de actividad mental que se remonta a la prehistoria.
Yo tuve más tiempo del que se le concedió a nuestro amigo para ver cómo se fueron acumulando, en las obras siguientes de Castaneda, unos infundios cada vez más visibles, y como subrayaba en dichas obras los grandes momentos con efectos grandilocuentes, igual que hacen en las películas, añadiéndole al primer brujo un segundo lleno de efectos cómicos y que formaba con él un tándem parecido al de los hermanos Marx. Jacques Masui fue durante mucho tiempo más indulgente que yo: para difundir lo que él llamaba muy bien «esa sabiduría ontológica», aceptaba que el autor utilizara los procedimientos que pudiese; no obstante, la imagen del brujo yaquis con chaqueta y disertando sobre su arte en un buen restaurante mejicano chocaba ya bastante a aquel hombre tan prendado de la exactitud. Aquellas reservas no nos impedían admirar las soberbias páginas en donde la etnografía, cada vez más cargada de novelería, se impregnaba en ocasiones de pura poesía: aquel «Viaje a Ixlan», en el volumen del mismo nombre, era digno de figurar entre las más bellas alegorías del peregrinaje terrestre que nos quedan de la Edad Media, o también aquella descripción de unos faros de automóvil que dos hombres, viajando de noche por las solitarias carreteras de Méjico, veían de manera intermitente por el retrovisor y que el Yaquis identificaba con los de la Muerte: «La Muerte nos sigue continuamente, pero no siempre enciende sus faros.» Los de la muerte de Jacques Masui se hallaban más cerca de lo que pensábamos.
Para seguir con este tema fúnebre, que no desentona en un ensayo conmemorativo, diferimos en el pasaje en que Castaneda le hace leer a su brujo mejicano con bastante incongruencia, una traducción del Bardö Thödol, el libro de los muertos tibetano, y en donde el viejo indio declara ver una alegoría de la vida y no de la muerte. Jacques Masui iba en el mismo sentido: aquella fluctuación, aquel pasaje, aquellas alternancias de terror y de beatitud le parecían recordar los estados sucesivos de nuestra vida presente y no lo que ocurre (o no ocurre) después de ella. Pero, así como el sueño está hecho de la misma sustancia que la vida diurna sólo que organizado de otra manera, es posible que el contenido de la muerte y el de la vida se parezcan, y que tal discusión sea académica. En cuanto a mí, estoy dispuesta a creer que el texto tibetano debería aceptarse literalmente, y como versando sobre los estados de después de la muerte, precedidos como lo están por la admirable descripción clínica de la agonía. De hecho, esas grandes exhortaciones de los lamas dirigiéndose a un difunto recuerdan de modo extraño a las de la liturgia católica («Sal de este mundo, alma cristiana...» «Abandona este despojo, noble muerte...») Tanto en una como en otra, creemos sentir a un tiempo la antigua preocupación por impedir al fantasma que asuste a los vivos y el piadoso deseo de ayudar al alma a dejar su morada en ruinas y a que se acostumbre a su nueva condición de ingravidez. Jacques Masui sabe ahora más que nosotros sobre este tema, a menos que, desde ese punto de vista también, la muerte se parezca a la vida, y que nosotros la vivamos sin saber qué es la muerte.
1976
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS por Ivon Bernier
I. «Sur quelques lignes de Bède le Vénérable», La Nouvelle Revue française, n.m 280, abril de 1976, pp. 1 7. Sin cambios.
II. «Sixtine», Revue bleue, n.m 22, 21 de noviembre de 1931, pp. 684 687. Sin cambios.
III. «Ton et langage dans le roman historique», La Nouvelle Revue française, n.m 238, octubre de 1972, pp. 101 123. Sin cambios.
IV. «Le Temps, ce grand sculpteur», La Revue des voyages, n.m 15, diciembre de 1954, pp. 6 9. Este texto se volvió a publicar en Voyages, París, Olivier Orban, 1981, pp. 181 185. Sin cambios.
V. «Sur un rêve de Dürer», Mamsa, segundo de los dos números dedicados a «L'Esotérisme d'Albrecht Dürer», 1977, pp. 42 45. Sin cambios.
VI. «La noblesse de l'échec», publicado con bastantes cortes bajo el titulo de «Le Japon de la mort choisie», L'Express, n.m 1.494, 1 de marzo de 1980, reaparece aqui íntegramente con su título original. Sin cambios.
VII. «Bêtes à fourrure». Escritas en 1976, estas páginas iban destinadas a un volumen de textos feministas que debía titularse Les Coléreuses. Inédito.
VIII. «Jeux de miroirs et feux follets», La Nouvelle Revue française, n.m 269, mayo de 1975, pp. 1 15. Sin cambios.
IX. «Sur quelques thèmes érotiques et mystiques de la Gita Govinda», Cahiers du Sud, n.m n 342, septiembre de 1957, pp. 218 228. Escrito como prefacio a una nueva traducción de la Gita Govinda, ilustrada con reproducciones la escultura hindú medieval, Emile Paul, París, 1957. Reeditado independientemente por Rivages/Cahiers du Sud, Marseille, 1982. Algunos retoques.
X. Fêtes de l'an qui tourne:
1) «Glose de Noël», Le Figaro, 22 de diciembre de 1976, p. 30. Sin cambios.
2) «Séquence de Pâques: une des plus belles histoires du monde», Le Figaro, 7 de abril de 1977, p. 1. Sin cambios.
3) «Feux de solstice», publicado primero con el título de «Fêtes oubliées», Le Figaro, 22 de junio de 1977, p. 30. Sin cambios.
4) «Jours des Morts». Escrito en 1982. Inédito.
XI. «¿Qui sait si l'âme des bêtes va en bas?», publicado en traducción portuguesa en Raíz e Utopía, núms. 17 19, Lisboa, 1981. El texto es el de una conferencia que dio la autora en la Fundación Gulbenkian, Lisboa, el 8 de abril de 1981. Inédito en francés.
XII. «Cette facilité sinistre de mourir», Le Figaro, 10 de febrero de 1970, p. 1. Sin cambios.
XIII. «L'Andalousie ou les Hespérides», publicado en un principio con el título de «Regard sur les Hespérides», Cahiers du Sud n.m 315, 1952. Reeditado aparte por Rivages/Cahiers du Sud, Marsella, 1982. Algunos retoques.
XIV. «0ppien ou Les Chasses». Escrito como prefacio a la Cinegética de Opiano en la traducción de Florent Chrestien y con grabados originales de Pierre Yves Trémois, París, Les Cent Une, 1955, p. I VI. Algunos retoques.
XV. «Une civilisation à cloisons étanches», Le Figaro, 16 de febrero de 1972, p. 1. Sin cambios.
XVI. «Approches du Tantrisme», publicado en un principio con el título «Des recettes pour un art de mieux vivre», Le Monde, 24 de julio de 1972, p. 13. Algunos retoques y ajustes.
XVII. «Ecrit dans un jardin», publicado en un principio en tirada limitada por Fata Morgana, Montpellier, 1980. Algunos retoques.
XVIII. «Tombeaux»:
1) «Tombeau de Jeanne de Vietinghoff», publicado en un principio con el título «En mémoire de Diotime: Jeanne de Vietinghoff», La Revue Mondiale, 15 de febrero de 1929, pp. 413 418. Sin cambios.
2) «Tombeau de Jean Schlumberger», publicado en un principio con el título de «Ebauche d'un Jean Schlumberger», La Nouvelle Revue française, 1 de marzo de 1969, páginas 321 326. Sin cambios.
3) «Tombeau de Jacques Masui», 1976. Inédito.
***
1 Spatio serenitatis
2 Principal personaje del Genghi-Monogatori, de Murasaki Shikibu (siglo XI).
3 Termino de origen chino, que se emplea con preferencia al de harakiri, más popular.
4 Es sorprendente que dos de las más notables novelas japonesas del siglo XX, como El barco-fábrica de Tajiki Kobashki (1928) y Narayama, de Fukazawa Shichiro (1956), se basen en el tema de la miseria y el hambre.
5 Victor's Justice, Princetown University Press, 1971.
6 Este texto no fue publicado nunca. Lo es por primera vez aquí.
7 Debo, sin embargo, poner una nota. Diez años más tarde encontré, en un libro procedente de la biblioteca de mi padre, una crónica del siglo XVI que contenía el nombre de un tal Lancelot de Berlaimont. Es muy posible que yo hubiera podido leer u hojear ese libro entre los quince y los veinte años, y mucho más tarde, no haber hecho sino acordarme del mismo.
8 Isten en húngaro significa Dios. De ello se deduce que Isabel Báthory invocaba a un dios gato, o más exactamente consideraba Dios al Satán que veneraban aquellas brujas en forma de gato, símbolo animal que habitualmente se daba en la Edad Media.
9 Las escenas de bestialidad figuran de cuando en cuando en los bajorrelieves y la pintura erótica hindú, pero no parece tratarse de animales dioses. Son de una sencillez y una alegría casi infantiles.
10 Cap. III, v. 21.
11 Fayard, 1971.
12 Le Seuil, 1968.
13 El título original, Lo Yoga della Potennza, indica muy bien esa tendencia íntima del autor, siempre más cercano al brujo que al místico.
14 La liberté intérieure, L'intelligence du bien, 7.ª y 8.ª ediciones. Au seuil d'un monde nouveau, 1921, 2.ª edición. Sur l'Art du vivre, 1923. Impressions d'âme, 4.ª edición. L'Autre devoir, novela Ediciones Fischbacher (es un libro más mediocre).
15 Desde el punto de vista únicamente de la construcción musical, quizá no se haya dicho aún que los amables Quatre Poitiers, situados al igual que Saint-Saturnin en el sotobosque normando, dan a ese sombrío libro una tranquila contrapartida de opereta. Las voces jóvenes predominan sobre la voz recia aunque afable de un anciano. Lo cual no quiere decir que esa novela casi rosa no contenga asimismo un a sorprendente escena negra: el suicidio del estudiante cuya correcta familia disimula la muerte tachándola de accidente. Gran burgues respetuoso hasta el final del bien parecer de su clase, Schlumberger, igual que Martin du Gard y que Gide, supo a qué atenerse sobre las realidades burguesas.
16 «Ocurre con algunas de las máximas chinas lo que con el agua que parece clara, pero que nos retuerce las tripas», dice él poco más o menos en alguna parte. Cito esto sin poder dar la referencia del libro.
17 Lo que no dejaba de tener, en el viejo Jean, una parte frívola. Yo creo que le gustaba descender de un ministro de Luis Felipe que también fue el amante de la princesa de Lieven, y nuestra última conversación, si mal no recuerdo, versó sobre el encanto de los rostros y piernas de unas bailarinas.
18 El ensayo Aproximación al Tantrismo del presente volumen, es una refundición de aquel primer trabajo.
FIN