Publicado en
septiembre 12, 2010
Traducción de Jesús de la Torre Olid
ESPASA NARRATIVA
Título original: The Genesis Secret
© Tom Knox, 2009
© Espasa Calpe, S. A., 2009
© de la traducción: Jesús de la Torre Olid, 2009
Imagen de cubierta: Relief sculpture of snakes at the 16th century Hindu Bull
Temple at Bangalore, India (detalle). Jeremy Horner / CORBIS
Diseño de cubierta: Tal Goretsky
Depósito legal: B. 20.504-2009 ISBN: 978-84-670-3154-6
Impreso en España/Printed in Spain Impresión: Cayfosa (Impresia Ibérica)
Editorial Espasa Calpe, S. A.
Paseo de Recoletos, 4
28001 Madrid
www.espasa.com
Y extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo
para degollar a su hijo.
Génesis, 22,10
1
Alan Greening estaba borracho. Había bebido durante toda la noche en Covent Garden. Empezó en el Punch, donde tomó tres o cuatro pintas de cerveza con sus antiguos compañeros del instituto. Después fueron al Lamb and Flag, el pub que hay en ese frío y húmedo callejón cerca del Garrick Club.
¿Cuánto tiempo habían pasado allí bebiendo cerveza? No lo recordaba. Porque después de aquello se dirigieron al Roundhouse y se encontraron con otros dos tipos de su oficina. En algún momento, los muchachos pasaron de las pintas a las copas: tragos de vodka, gin-tonics y chupitos de whisky.
Y después cometieron aquel fatídico error. —Vamos a buscar chicas —dijo Tony.
Aceptaron entre risas, deambularon hasta la mitad de St Martin's Lane y entraron en el Stringfellows. Al gorila no le entusiasmó la idea de dejarlos pasar, de buenas a primeras. No se fiaba de seis jóvenes claramente borrachos, soltando tacos, que se reían a carcajadas y armaban demasiado alboroto.
Problemas.
Pero Tony sacó parte de su generosa paga extra, algo más de cien libras, y el gorila sonrió.
—Por supuesto, señor.
Y después...
¿Qué pasó después?
Todo le resultaba nebuloso. Una imagen borrosa de tangas, muslos y copas. Y sonrientes chicas letonas, chistes procaces sobre abrigos de piel rusos, una chica polaca con pechos increíbles e infinitas cantidades de dinero gastado en esto, en lo otro y en lo de más allá.
Alan refunfuñó. Sus amigos se habían marchado en diferentes momentos, desplomándose a la salida de la discoteca y en el interior de los taxis. Al final, sólo quedaba él, el último cliente de aquel antro, metiendo montones de billetes de diez libras en el tanga de la chica letona que hacía girar su diminuto cuerpo mientras él la miraba con impotencia, con admiración, embobado y atontado.
Y después, a las cuatro de la mañana, la chica letona dejó de sonreír y, de repente, se encendieron las luces, los gorilas lo agarraron por los hombros y lo acompañaron con decisión hasta la puerta. No es que lo arrojaran a la calle como a un vagabundo desde una taberna en una antigua película del oeste, pero fue bastante parecido.
Ahora eran las cinco de la mañana. Sintió el primer pinchazo de la resaca en la parte posterior de los ojos; tenía que irse a casa. Estaba en la avenida del Strand y necesitaba acostarse.
¿Tenía dinero suficiente para un taxi? Se había dejado las tarjetas en casa, pero sí. Alan se revisó los bolsillos medio grogui. Sí, aún le quedaban treinta libras en la cartera; suficiente para un taxi hasta Clapham.
O más bien, debería haber sido suficiente. Pero no había taxis. Era la hora más muerta de la noche: las cinco de la mañana en el Strand. Demasiado tarde para los que iban de fiesta. Demasiado pronto para las limpiadoras de las oficinas.
Alan recorrió las calles con la mirada. Una suave llovizna de abril caía sobre las anchas y brillantes aceras del centro de Londres. Un enorme y rojo autobús nocturno avanzaba pesadamente en dirección contraria, hacia San Pablo. ¿Adónde podría ir? Trató de deshacer la niebla que en su cabeza había provocado la borrachera. Existía un lugar en donde siempre se encontraba taxi. Podía probar a ir a Embank ment. Sí, allí siempre había taxis.
Recuperó fuerzas y giró a la izquierda. Tomó por una calle lateral. En la placa se leía Craven Street. Nunca había oído hablar de ella, pero no importaba. La calle avanzaba cuesta abajo hacia el río. Debía de llevarle directamente hasta Embankment.
Alan siguió caminando. Aquella calle era antigua, jalonada por montones de serenos edificios georgianos. La llovizna seguía cayendo. El cielo se iba tiñendo de azul por encima de las antiguas chimeneas con los primeros indicios de la primavera. No había ni un alma alrededor.
Y entonces lo oyó. Un ruido.
Pero no se trataba de un simple ruido. Sonó como un gruñido. Un gruñido humano pero sofocado o distorsionado de alguna forma. Extraño.
¿Se lo había imaginado? Alan observó las aceras, las puertas, las ventanas. Aquella pequeña calle lateral seguía desierta. Todos los edificios de alrededor eran oficinas. O casas muy antiguas convertidas en oficinas. ¿Quién podría estar allí a esas horas de la noche? ¿Un yonqui? ¿Un mendigo? ¿Se trataba de un anciano borracho tirado en una alcantarilla, escondido entre las sombras?
Alan optó por no hacer caso. Eso es lo que haría cualquier londinense. No hacer caso. La vida ya resultaba bastante fastidiosa en esta enorme, frenética y desconcertante ciudad sin necesidad de añadir al estrés diario el tener que investigar extraños gruñidos en mitad de la noche. Y además, Alan estaba borracho. Seguramente se lo había imaginado.
Y entonces volvió a oírlo. Diferente. Un gemido horrible y escalofriante de alguien que sufría. Casi sonaba como si alguien estuviera pidiendo «socorro». Si no fuera porque sonaba como «ooorrooo».
¿Qué diablos era eso? Alan comenzó a sudar. Ahora tenía miedo. No quería saber qué tipo de persona —o cosa— podía emitir un sonido como aquél. Y aun así, tenía que descubrirlo. Todos sus reflejos morales le decían que tenía que ayudar.
Mientras seguía bajo la suave lluvia se acordó de su madre, y de lo que ella pensaría. Le diría que no tenía elección. Se trataba de un imperativo moral. Alguien está sufriendo. Por tanto, debes ayudar.
Miró a su izquierda. La voz parecía proceder de una hilera de antiguas casas georgianas de ladrillo oscuro de color púrpura con elegantes y viejas ventanas. Uno de los edificios tenía una indicación en la parte superior de la fachada, un letrero de madera que brillaba bajo la lluvia a la luz de las farolas. El Museo Benjamín Franklin. No sabía exactamente quién era Benjamín Franklin. Algún yanqui; un escritor o algo así. Pero eso no importaba mucho. Estaba bastante seguro de que el gemido procedía de esta casa: porque la puerta estaba abierta. A las cinco de la madrugada de un sábado.
Alan pudo percibir una tenue luz detrás de la puerta entreabierta. Apretó los puños varias veces. Después se acercó hasta la puerta y la empujó.
Se abrió del todo. El vestíbulo que apareció tras ella estaba en silencio. Había una caja registradora en el rincón, una mesa llena de folletos y un letrero que decía «Presentación de video por aquí». El vestíbulo estaba apenas iluminado por unas cuantas lamparillas.
El museo parecía tranquilo. La puerta estaba abierta, pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. No parecía el escenario de un robo.
—Oooorrr.
Allí estaba de nuevo. El espantoso gemido. Y esta vez parecía bastante claro que procedía del sótano.
Alan sintió cómo las garras del miedo le oprimían el corazón. Pero controló sus nervios y caminó con decisión hacia el otro extremo del vestíbulo, donde una puerta lateral daba a unas escaleras de madera que bajaban. Descendió lentamente por los crujientes escalones hasta llegar al sótano.
Del techo colgaba una bombilla desnuda. La luz era tenue, pero iluminaba lo suficiente. Miró a su alrededor. La habitación no tenía nada digno de destacar, excepto una cosa. En un rincón del suelo alguien había excavado recientemente. Habían sacado la tierra y dejado un gran hoyo negro de más de un metro en el suelo londinense.
Fue entonces cuando Alan descubrió la sangre.
Era imposible no verla. La enorme mancha pegajosa, de un intenso color escarlata, estaba salpicada sobre algo muy blanco. Una blancura inmensa.
¿Qué era aquella blancura? ¿Plumas? ¿Plumas de cisne? ¿Qué?
Alan se acercó y la tocó con la punta del zapato. Era pelo: puede que humano. Un montón de pelo canoso humano afeitado. Y la sangre estaba escabrosamente salpicada por la parte superior, como si se tratara de salsa de cereza sobre un sorbete de limón. Como el aborto de una oveja en mitad de la nieve.
—¡Ooooorrr!
El gemido se percibía ahora muy cerca. Procedía de la habitación de al lado. Alan se volvió a enfrentar a sus temores una última vez y atravesó la puerta estrecha y bajita que conducía a la estancia contigua.
Dentro estaba muy oscuro, si no fuera por el estrecho haz de luz que arrojaba la bombilla que había detrás de él. El siniestro gemido reverberaba por toda la habitación. Tanteando a un lado de la puerta, Alan golpeó el interruptor y la habitación se iluminó.
En el centro, sobre el suelo, yacía un anciano desnudo. Tenía la cabeza completamente afeitada de una forma brutal, a juzgar por los arañazos y los cortes. Alan se dio cuenta de que el pelo debía proceder de ahí. Le habían afeitado la cabeza. Quienquiera que fuera.
Entonces, el anciano se movió. Había apartado la cara de la puerta, pero cuando se encendió la luz se giró y miró a Alan. Aquella visión fue desconcertante. Alan se estremeció. El terror en los grandes ojos enrojecidos del anciano era atroz. Lo miraban fijamente, llenos de dolor.
La embriaguez de antes había desaparecido. Alan sentía ahora una sobriedad incómoda. Pudo ver por qué el hombre sufría aquella agonía. Tenía en el pecho marcas de cortes hechos con un cuchillo. Le habían grabado un dibujo sobre la piel suave, vieja, arrugada y blanquecina.
¿Y por qué gemía de aquella forma tan extraña e incoherente? El hombre volvió a quejarse. Y Alan se tambaleó sintiendo un mareo.
La boca de aquel hombre estaba llena de sangre. Sangre que le brotaba de la boca, como si se hubiera atiborrado de fresas. La sangre roja fluía por sus viejos labios y goteaba en el suelo. Cuando se quejó, rebosó otro borboteo de sangre, salpicándole el mentón.
Y había un último horror.
El hombre sostenía algo en la mano. Despacio, la abrió y la extendió en silencio: como si le estuviera ofreciendo algo con amabilidad. Un regalo.
Alan bajó la mirada a los dedos extendidos.
Agarrada, sin vida, en la mano había una lengua humana amputada.
2
El mercado de Carmel estaba muy concurrido. Lleno de comerciantes de especias yemeníes que discutían con sionistas canadienses, amas de casa israelíes que observaban las costillas de cordero y judíos sirios que montaban puestos de CDs de cantantes de baladas libaneses. La multitud pasaba en tropel entre las mesas de especias picantes y rojas, las latas de aceite de oliva verde apiladas y el gran puesto de licores que vendía el buen vino de Golan Heights.
Entre aquel gentío estaba Rob Luttrell, que se abría camino hacia el extremo del mercado. Quería tomarse una cerveza en la tienda de cervezas y embutidos de Bik Bik, su lugar favorito de Tel Aviv. A Rob le gustaba ver a las celebridades israelíes equipadas con sus gafas de sol para esconderse de los paparazzi. Pocos días antes, una joven estrella especialmente atractiva le había sonreído. Quizá se había dado cuenta de que él era periodista.
A Rob le gustaba también la cerveza checa del puesto de embutidos. Servida en jarras de plástico, era todo un placer tomarla con aquellos trozos de salami casero y diminutas pitas de kebab picante.
—Shalom —dijo Samson, el tendero turco del puesto de embutidos de Bik Bik. Rob le pidió una cerveza con cierta brusquedad. Entonces, recordó sus modales y dijo «por favor» y «gracias». Se preguntó si el aburrimiento estaba acabando con él. Había regresado hacía seis semanas, y se encontraba sin hacer nada después de pasar seis meses en Iraq. ¿Había sido demasiado tiempo?
Sí, necesitaba aquel descanso. Sí, le gustaba estar de vuelta en Tel Aviv. Le encantaba la vivacidad y el dramatismo de aquella ciudad. Y su editor de Londres había sido muy generoso al concederle esas vacaciones, para «recuperarse». Pero ahora volvía a estar listo para la acción. Quizá otro destino en Bagdad. O en Gaza —las cosas estaban empezando a moverse allí. Aunque las cosas siempre se estaban empezando a mover en Gaza.
Rob bebió de la jarra de plástico y después se acercó a la parte delantera de aquel bar al aire libre para mirar a través del paseo marítimo hacia el Mediterráneo azul grisáceo que se extendía más allá. La cerveza estaba fría, dorada y buena. Rob observó a un surfista que se enfrentaba a las olas mar adentro.
¿Le llamaría su editor? Miró el teléfono móvil. La imagen digital de su hija le devolvía la mirada. Se sintió culpable. No la había visto desde... ¿Cuándo? ¿Enero o febrero? La última vez que estuvo en Londres. Pero ¿qué podía hacer? Su ex mujer estaba siempre cambiando de planes, como si le quisiera impedir el acceso a ella. El ansia de Rob de ver a Lizzie era como el hambre, o la sed. Tenía una constante sensación de que echaba en falta algo —a alguien— en su vida. A veces, se sorprendía girándose para dedicarle una sonrisa a su hija y, por supuesto, ella no estaba allí.
Devolvió a la barra la jarra de cerveza vacía.
—Nos vemos mañana, Sam. ¡No te comas todos los kebabs!
Samson se rió. Rob le pagó los siclos que le debía y se dirigió al paseo marítimo. Atravesó corriendo las calles ajetreadas por el tráfico del jueves tratando de esquivar los enérgicos conductores judíos que parecían intentar lanzarse unos a otros al mar.
La playa de Tel Aviv era su lugar favorito donde ir a pensar, con los rascacielos detrás de él, las olas y el cálido y fresco viento por delante. Y ahora quería pensar en su mujer y en su hija. Su ex mujer y su hija de cinco años.
Deseó volver a Londres inmediatamente después de que en el periódico le ordenaran que saliera de Bagdad. Pero Sally se había echado de repente un novio nuevo y le dijo que necesitaba «espacio», así que Rob decidió quedarse en Tel Aviv. No quería estar en Inglaterra si no podía ver a Lizzie. Resultaba demasiado doloroso.
Pero ¿quién era en realidad el culpable? Rob se preguntó qué parte de culpa le correspondía a él en su divorcio. Sí, ella había tenido aquellas aventuras... aunque él no estuvo a su lado todo ese tiempo. ¡ Pero se trataba de su trabajo! Era corresponsal en el extranjero. Y había luchado durante diez años en Londres por un puesto como ése. Así es como se ganaba la vida. Y, por fin, lo había conseguido en la mitad de su treintena y se ocupaba de cubrir todo Oriente Medio.
Rob se preguntó si debía volver al Bik Bik a pedir otra cerveza. Miró a su izquierda. El hotel Dan Panorama se elevaba contra el cielo azul —un gran bloque de hormigón con un ostentoso atrio de cristal. Detrás estaba la zona de aparcamiento, cientos de metros llenos de montones de coches, extrañamente situado en mitad de la ciudad. Recordó la historia que había detrás de esos aparcamientos: cuando estalló la guerra árabe-israelí en 1948, éste había sido el principal frente en el conflicto urbano entre el Tel Aviv judío y la Jaffa árabe. Después ganaron los israelíes y arrasaron las barriadas que quedaban afectadas por la guerra. Y ahora se habían convertido en un enorme aparcamiento.
Tomó una decisión. Si no podía ver a Lizzie, podría, al menos, ganar algo de dinero, proporcionarle sustento y seguridad. Así que decidió ir directo a su pequeño apartamento de Jaffa y hacer un poco de investigación. Buscar otras perspectivas de aquella historia libanesa. O seguir la pista de esos niños de Hamas que se habían escondido en aquella iglesia.
En la cabeza de Rob burbujeaban las ideas a medida que se dirigía a la curva de la playa y a las casas del puerto que había más allá: el puerto de la antigua Jaffa.
Sonó el móvil. Rob miró la pantalla esperanzado. Era un número británico, pero no se trataba de Sally, de Lizzie ni de sus amigos.
Era su editor de Londres.
Rob sintió una repentina subida de adrenalina. ¡Allí estaba! Era el momento que más le gustaba de su trabajo: la llamada inesperada de su editor. Vete a Bagdad. Vete a El Cairo. Vete a Gaza. Vete a arriesgar tu vida. Rob adoraba ese momento. El no saber nunca dónde iba a estar. La temerosa sensación de un drama improvisado: como si viviera en un programa de televisión en directo. No tenía duda alguna de que no podía comprometerse en una relación. Pulsó el botón del teléfono.
—¡Robbie!
—¿Steve?
—¿Qué tal?
El fuerte acento cockney de suburbio londinense del editor desconcertó a Rob por un momento, como siempre. Seguía conservando en su interior todavía buena parte de americano medio como para suponer que los editores de The Times siempre hablaban con elegante acento inglés de Oxford. Pero su editor extranjero hablaba como un estibador de Tilbury, e incluso soltaba más palabrotas. A veces, Rob se preguntaba si Steve exageraba un poco el acento cockney para diferenciarse de sus engolados colegas que estudiaron en Oxford o Cambridge. En el mundo del periodismo eran todos muy competitivos.
—Robbie, amigo. ¿Qué haces ahora?
—Estoy en una playa, hablando contigo.
—Joder. Ojalá tuviera yo tu trabajo.
—Lo tenías. Pero te ascendieron.
—Es cierto —contestó Steve, riendo—. De todos modos, a lo que me refería es a qué vas a hacer después. ¿Te hemos encomendado alguna tarea?
—No.
—Es verdad. Te estás recuperando de esa jodida... mierda de la bomba.
—Ya estoy bien.
Steve silbó.
—Fue turbulento aquello de Bagdad.
Rob no quería pensar en el atentado.
—Y bien... Steve... ¿Adónde...?
—A Kurdistán.
—¿Qué? ¡Vaya!
Inmediatamente sintió la excitación y un poco de miedo. El Kurdistán iraquí. ¡Mosul! Nunca había estado allí y seguramente estaba plagado de historias. ¡El Kurdistán iraquí!
—Para el carro... —le interrumpió Steve.
Rob sintió cómo su excitación decaía. Había algo en la voz de Steve. No se trataba de una historia de guerra.
—¿Steve?
—Rob, amigo. ¿Qué sabes de arqueología?
Rob dirigió la mirada al mar. Un parapente se elevaba sobre las olas.
—¿Arqueología? Nada. ¿Por qué?
—Bueno, hay una... excavación... en el sureste de Turquía. En el Kurdistán turco.
—¿Una excavación?
—Sí. Bastante interesante. Unos arqueólogos alemanes tienen...
—¿Cuevas con pinturas? ¿Huesos de la Antigüedad? Mierda. —Rob sintió una decepción desgarradora.
Steve soltó una risita nerviosa.
—Bueno, bueno. Venga.
—¿Qué?
—No puedes dedicarte siempre a Gaza. Y no quiero que vayas a ningún sitio peligroso. Al menos por ahora. —Parecía hablar de forma solícita, casi fraternal. Y dijo algo que esperaba aún menos—: Eres uno do mis mejores reporteros. Lo de Bagdad fue un asunto desagradable. Ya has comido bastante mierda durante un tiempo. ¿No crees? —Rob esperó. Sabía que Steve no había terminado. Efectivamente, el editor se explicó—: Te pido, con la mayor cortesía, que vayas a echar un vistazo a esa jodida excavación de Turquía. Si te parece bien.
Rob detectó el sarcasmo. No fue duro. Se rió.
—De acuerdo, Steve. ¡Eres el jefe! Iré a ver algunas piedras. ¿Cuándo quieres que vaya?
—Mañana. Te envío el informe por correo electrónico.
¿Mañana? No tenía mucho tiempo. Rob comenzó a pensar en planes y en hacer la maleta.
—Me pongo a ello, Steve. Gracias.
El editor hizo una pausa y después volvió a la carga.
—Pero Rob...
—¿Qué?
—Este trabajo es serio. No se trata sólo... de piedras antiguas.
—¿Cómo?
—Aquí ya ha salido en las noticias. No las habrás visto.
—No leo la prensa arqueológica.
—Yo sí. Está muy de moda.
—¿Y?
La brisa del mar era cálida. Steve continuó hablando:
—A lo que me refiero es... a que este lugar de Turquía... Lo que estos alemanes han encontrado... —Rob esperó a que Steve se explicara. Hubo una pausa larga. Al final, el editor dijo—: Bueno... no se trata sólo de huesos y esa mierda, Robbie. Es algo bastante extraño.
3
En el avión hacia Estambul Rob le dio un sorbo a su gin-tonic aguado servido en un vaso de plástico transparente con una diminuta varilla para agitar. Leyó el correo impreso que Steve le había enviado y algunas otras cosas que había encontrado en internet sobre la excavación turca.
El yacimiento que se estaba desenterrando se llamaba Gobekli Tepe. Durante una hora, Rob pensó que se pronunciaba «tip», pero más tarde vio los signos fonéticos en una de las hojas. Tepe se pronunciaba Tep-ay. Gobekli... Tep-ay. Rob lo pronunció en silencio —Gob-eckly Tep-ay— y después le dio un mordisco a una galletita salada.
Siguió leyendo.
Al parecer, el yacimiento era tan sólo uno de los muchos asentamientos de la Antigüedad que actualmente se estaban desenterrando en la zona kurda de Turquía. Nevali Cori, Karahan Tepe... Algunos de ellos parecían increíblemente antiguos. De ocho mil años o más. Pero ¿de verdad era éste tan antiguo? Rob no tenía ni idea. ¿Cuánto tiempo tenía la Esfinge? ¿Y Stonehenge? ¿Y las pirámides?
Apuró el gin-tonic, se echó hacia atrás y pensó en su escasa cultura general. ¿Por qué no conocía la respuesta a preguntas como ésta? Evidentemente, porque no tenía educación universitaria. Al contrario que sus compañeros de trabajo, que se habían licenciado en Oxford, Londres y UCLA o París, Munich, Kyoto, Austin o cualquier otro sitio, Rob no tenía más que su cerebro y una enorme capacidad de lectura rápida para asimilar información rápidamente. Había abandonado los estudios a los dieciocho años. A pesar de los gritos desesperados de su madre soltera, había rechazado las ofertas de varios institutos y universidades y, en lugar de eso, entró directamente en el mundo del periodismo. Pero, en realidad, ¿quién podía culparle por ello? Rob se tragó otra galletita .salada. No tenía elección. Su madre estaba sola, su padre se había quedado en Estados Unidos como un cabrón mezquino y cruel; Rob creció pobre en las afueras de un suburbio gris londinense. Desde una edad muy temprana había deseado conseguir dinero y posición social tan pronto como pudiera. No iba a ser nunca como esos niños ricos a los que envidiaba cuando era un chaval, que podían tomarse cuatro años de vacaciones para fumar chocolate, ir a fiestas y dejarse llevar por carreras cómodas a un ritmo pausado. Siempre había sentido la necesidad de avanzar rápido.
El mismo deseo de avance había gobernado su vida emocional. Cuando apareció Sally, sonriente, bonita e inteligente, se aferró a la felicidad y a la estabilidad que ella le ofrecía. El nacimiento de su hija poco después de su precoz matrimonio parecía ser la señal de que lo que había hecho era algo muy bueno. Sólo entonces se dio cuenta, aunque tarde, de que su vertiginosa carrera podría entrar en conflicto con la hogareña y cómoda tranquilidad.
El asiento El Al de la clase turista era tan incómodo como siempre. Rob se recostó y se restregó los ojos. Después le pidió a la azafata otro gin-tonic. Un reconstituyente que le ayudara a olvidar.
Recogió la bolsa que llevaba a sus pies y sacó dos libros comprados en la mejor librería de Tel Aviv, uno sobre arqueología kurda y otro sobre el hombre en la Antigüedad. Tenía una escala de tres horas en Estambul y después otro vuelo hasta Sanliurfa, en el agreste sureste de Anatolia. La mitad del día para practicar algo de lectura rápida.
A su llegada a Estambul, Rob estaba bastante borracho —y bien informado sobre la historia arqueológica reciente de Anatolia. Parecía que era de especial importancia un lugar llamado Catalhöyük. Pronunciado Chatal Hoy-uk. Descubierto en la década de los cincuenta, era uno de los pueblos más antiguos del mundo que jamás se habían desenterrado, probablemente de unos nueve mil años de antigüedad. Los muros de este asentamiento estaban cubiertos de pinturas de toros, leopardos y águilas. Montones de águilas. Signos muy antiguos de una religión. Imágenes muy extrañas.
Rob miró los dibujos de Catalhóyük. Hojeó unas cuantas páginas más. Tras aterrizar en el aeropuerto de Estambul, recogió sus maletas de la cinta transportadora y se abrió camino entre la multitud de hombres de negocios turcos de mejillas caídas, deteniéndose en una pequeña tienda en la que compró un periódico estadounidense con una de las últimas informaciones sobre Gobekli Tepe y, después, se dirigió directamente a la puerta de embarque para esperar su siguiente vuelo. Sentado allí, en la sala de embarque, leyó algo más sobre la excavación.
La historia moderna de Gobekli Tepe comenzó, según decía, en 1964, cuando un equipo de arqueólogos de Estados Unidos peinaba una provincia remota del sureste de Turquía. Los arqueólogos habían encontrado varias colinas de aspecto extraño cubiertas de miles de pedernales rotos: una señal clara de antigua actividad humana. Sin embargo, aquellos científicos estadounidenses no hicieron excavaciones. Como decía el periódico: «Estos tipos deben de sentirse ahora como la editorial que rechazó el primer manuscrito de Harry Potter».
Sin hacer caso a los ronquidos de la señora turca que estaba dormida en los asientos del aeropuerto justo a su lado, Rob siguió leyendo.
Tres décadas después del despiste de los americanos, un pastor de la zona estaba cuidando de su rebaño cuando vio algo raro: varias piedras de formas extrañas en mitad de aquella arena iluminada por el sol. Eran las piedras de Gobekli Tepe.
Tep-ay, se recordó a sí mismo. Tep-ay. Se acercó a una máquina expendedora, compró una Coca-Cola light y después volvió de nuevo y continuó la lectura.
El «redescubrimiento» del yacimiento llegó a los oídos de los conservadores del museo de la ciudad de Sanliurfa, a cincuenta kilómetros de distancia. Las autoridades del museo se pusieron en contacto con el pertinente ministerio del gobierno que, a su vez, se puso en contacto con el Instituto Arqueológico Alemán de Estambul. Y así, en 1994, el «experimentado arqueólogo alemán Franz Breitner» fue designado por las autoridades turcas para excavar el yacimiento.
Rob echó un vistazo al resto del artículo. Inclinó el periódico para ver mejor. Había una fotografía de Breitner en el diario americano. Y debajo de la imagen se leía una cita suya: «Me sentí intrigado. El yacimiento ya tenía una importancia emocional para los lugareños. El árbol solitario de la colina más alta es sagrado. Pensé que podríamos estar ante algo importante».
Apoyándose en esta percepción, Breitner hizo un estudio más detallado. «Desde el primer minuto supe que si no me alejaba de inmediato, pasaría aquí el resto de mi vida».
Rob miró la fotografía de Breitner. Realmente parecía como pez en el agua. Su sonrisa era la de un hombre al que lo ha tocado la lotería.
—Turkish Airlines anuncia la salida del vuelo TA628 a Sanliurfa...
Rob cogió el pasaporte y la tarjeta de embarque y se puso en la fila que entraba en el avión. Iba medio vacío. Estaba claro que no había mucha gente que viajara a Sanliurfa. En el salvaje este de Anatolia. En el Kurdistán peligroso, polvoriento e insurrecto.
Durante el vuelo, Rob estuvo leyendo el resto de los documentos y libros sobre la historia arqueológica de Gobekli. Las inquietantes piedras desenterradas por el pastor resultaron ser piezas superiores, alargadas y lisas, de megalitos, grandes piedras de color ocre con relieves de imágenes extrañas y delicadas, principalmente de animales y pájaros. Águilas, buitres y extraños insectos. Otro de los motivos más frecuentes eran unas sinuosas serpientes. Según los expertos, las mismas piedras parecían representar a hombres —las piedras tenían «brazos» estilizados que se doblaban a los lados.
Hasta el momento, habían sido sacadas a la luz cuarenta y tres piedras. Estaban colocadas en círculos de cinco a diez metros de ancho. Alrededor de los círculos había bancos de piedra, nichos más bien pequeños y muros de adobe.
Rob pensó en lo que había leído. Todo esto era razonablemente interesante. Pero era la antigüedad del yacimiento lo que de verdad emocionaba a la gente. Gobekli Tepe era asombrosamente antiguo. Según Breitner, el complejo tenía unos diez mil, puede que once mil años. Eso era alrededor del año 8000 o 9000 antes de Cristo.
¿Once mil años? Parecía increíblemente antiguo. Pero ¿lo era? Rob volvió a su libro de historia para comparar esta antigüedad con otros lugares. Stonehenge fue construido en torno al 2000 a. C. La Esfinge puede que fuera del 3000 a. C. Antes del descubrimiento y datación de Gobekli Tepe, el complejo megalítico «más antiguo» había sido localizado en Malta y estaba fechado en torno al 3500 a. C.
Gobekli Tepe tenía, por tanto, cinco mil años más que cualquier otra estructura que se le pudiera comparar. Rob se dirigía a una de las edificaciones humanas más antiguas que se hayan construido jamás. Puede que la más antigua de todas.
Sintió cómo se le movían sus antenas receptoras de buenas historias. ¿Encontrada en Turquía la construcción más antigua del mundo? Puede que no fuera para una portada, pero sí que era bastante probable que ocupara la tercera página. Un titular bastante bueno. Además, a pesar de los reportajes aparecidos en el periódico, parecía que ningún periodista occidental había ido a Gobekli. Todos los artículos en los medios de comunicación occidentales eran de segunda o tercera mano a través de agencias de noticias turcas. Rob sería el primer hombre en acudir al lugar de los hechos.
Por fin había terminado su viaje. El avión se ladeó, descendió en picado y rodó hasta detenerse en el aeropuerto de Sanliurfa. Era una noche oscura y despejada. Tan despejada que a través de las ventanillas del avión daba la sensación de que la temperatura era muy baja. Pero cuando se abrió la puerta y descendió la escalerilla del avión, Rob sintió una ráfaga de aire caliente y sofocante. Como si alguien acabara de abrir un enorme horno. Se trataba de un lugar caluroso. Muy caluroso. Al fin y al cabo, estaban en los límites del gran desierto sirio.
El aeropuerto era diminuto. A Rob le gustaban los aeropuertos diminutos. Los enormes aeropuertos modernos siempre carecían de personalidad. Las maletas fueron transportadas a mano hasta la sala de llegadas por un hombre gordo con barba y una camiseta manchada, y el control de pasaportes consistía en un tipo somnoliento sentado en un mostrador desvencijado.
En el aparcamiento del aeropuerto una brisa caliente y polvorienta golpeaba las hojas de unas palmeras medio secas. Varios taxistas le miraron desde la fila de taxis. Rob miró y eligió.
—A Sanliurfa —le dijo a uno de los más jóvenes.
El hombre con barba de varios días le sonrió. Tenía una camisa de tela vaquera rasgada pero limpia. Parecía simpático. Más que el resto de los taxistas, que se dedicaban a bostezar y escupir. Y algo a tener en cuenta: el joven parecía hablar inglés. Tras una breve discusión sobre el precio y el paradero del hotel de Rob, el conductor cogió las maletas y las lanzó resueltamente en el maletero, después subió al asiento delantero, asintió y dijo:
—¡Urfa! No Sanliurfa. ¡Urfa!
Rob se recostó en el asiento de taxi. Estaba muy cansado. Había sido un viaje muy largo desde Tel Aviv. Al día siguiente iría a ver la extraña excavación. Pero ahora tenía que dormir. Sin embargo, el taxista prefería seguir charlando.
—¿Quiere cerveza? Conozco sitio bueno.
Rob gruñó en silencio. Unos campos llanos y oscuros iban pasando a toda velocidad a su lado.
—No, gracias.
—¿Mujer? ¡Conozco mujer buena!
—Pues no. No, de verdad.
—Alfombra. Quiere alfombra. Yo tengo hermano...
Rob suspiró y miró al espejo retrovisor. Después vio que el taxista le devolvía la mirada. El hombre sonreía. Estaba bromeando.
—Muy gracioso.
El taxista se rió.
—¡Mierda de alfombras!
Entonces, sin apartar la vista de la carretera, se dio la vuelta y le extendió una mano. Rob se la estrechó.
—Mi nombre Radevan —se presentó—. ¿Usted?
—Robert. Rob Luttrell.
—Hola, señor Robert Luttrell.
Rob se rió y le devolvió el saludo. Estaban ya a las afueras de la ciudad. Las farolas y las tiendas de neumáticos se alineaban a lo largo de una calle vacía y llena de basura esparcida. La señal roja de una gasolinera Conoco brillaba en medio de la sofocante oscuridad. Bloques de pisos de cemento se elevaban a ambos lados. Había una sensación de calor por todas partes. Aun así, Rob podía ver a mujeres detrás de las ventanas en cocinas lejanas con pañuelos en la cabeza.
—¿Necesita conductor? ¿Usted aquí por trabajo? —preguntó Radevan.
Rob lo pensó. ¿Por qué no? El hombre parecía simpático, tenía sentido del humor.
—Claro. Necesito un conductor y un intérprete. ¿Para mañana? Puede que para más tiempo.
Radevan se puso tan contento que dio un golpe al volante con la palma de la mano mientras encendía un cigarro con la otra. Ninguna de las dos estaba en el volante. Rob pensó que iban a salirse de la carretera y chocar contra una pequeña mezquita con luces de neón, pero entonces Radevan golpeó el volante y retomaron el camino. Mientras daba caladas a su cigarro con olor acre, el conductor siguió charlando.
—Puedo ayudarle. Soy buen traductor. Hablo kurdo, inglés, turco, japonés, alemán.
—¿Habla alemán?
—Nein.
Rob volvió a reírse. Empezaba a sentir mucha simpatía por Radevan, sobre todo por haber avanzado quince kilómetros en diez minutos sin tener un accidente y estar ya en el centro de la ciudad. Por todas partes había puestos de kebab cerrados y tiendas nocturnas de baclava. Vio a un hombre vestido con traje y a otro con una túnica árabe. Dos niños pasaron corriendo en ciclomotores. Unas mujeres jóvenes vestidas con pantalones vaqueros y la cabeza cubierta con pañuelos de colores brillantes se reían de un chiste. Los coches hacían sonar su claxon en un cruce. El hotel de Rob estaba justo en el centro de la ciudad.
Radevan miró a Rob por el espejo retrovisor.
—Señor Rob, ¿usted inglés?
—Algo así —contestó. No quería entrar en un largo debate sobre su origen exacto; ahora no. Estaba demasiado cansado—. Más o menos.
Radevan sonrió.
—¡Me gusta hombre inglés! ¡Inglés muy rico!
Rob se encogió de hombros.
—Bueno... algunos.
Radevan insistió.
—¡Dólares y euros! ¡Dólares y libras! —Otra sonrisa—. De acuerdo, yo le llevo mañana. ¿Adónde va?
—Gobekli Tepe. ¿Lo conoce? —Silencio. Rob volvió a intentarlo—: ¿Gobekli Tepe?
Radevan no dijo nada y detuvo el coche en seco.
—Su hotel —anunció con rotundidad. Su sonrisa había desaparecido de repente.
—Entonces... ¿viene mañana? —preguntó Rob, enfatizando el inglés pidgin—. ¿Radevan?
Radevan asintió. Ayudó a Rob a llevar las maletas a las escaleras del hotel y después se giró de nuevo hacia el taxi.
—¿Usted dice... usted dice quiere Gobekli Tepe?
—Sí.
Radevan frunció el ceño.
—Gobekli Tepe lugar malo, señor Rob.
Rob se quedó de pie en la puerta del hotel sintiéndose como si se encontrara en una adaptación cinematográfica del Drácula de Bram Stoker.
—Bueno, no es más que una excavación, Radevan. ¿Puede llevarme o no?
Radevan escupió en el suelo. Después se subió a su taxi y sacó la cabeza por la ventanilla.
—Nueve en punto mañana.
El taxi desapareció haciendo patinar las ruedas con fuerza entre el maloliente alboroto de las calles de Saliurfa.
A la mañana siguiente, después de un desayuno de huevos cocidos, queso de leche de oveja y tres dátiles, Rob subió al taxi. Se dirigieron hacia la salida de la ciudad. Mientras avanzaban, Rob le preguntó a Radevan por qué había mostrado esa actitud hacia Gobekli.
Al principio, el conductor estaba malhumorado. Se encogió de hombros y farfulló algo. Pero a medida que las calles se iban vaciando y eran sustituidas por amplios campos regados, se abrió igual que el paisaje.
—No es bueno.
—Hábleme de él.
—Gobekli Tepe podría ser rico. Podría hacer pueblo kurdo rico.
—¿Pero?
Radevan dio enfadado una calada a su tercer cigarro.
—¿Ve este lugar, estas personas?
Rob miró por la ventanilla. Estaban pasando por un pequeño pueblo de casas de adobe y sumideros al descubierto, niños mugrientos que jugaban entre la basura. Los pequeños saludaron al coche. Más allá del pueblo había un campo de algodón donde las mujeres con la cabeza cubierta con pañuelos de color lavanda se inclinaban ante la cosecha en medio del polvo, la suciedad y el calor abrasador. Volvió a mirar al conductor.
Radevan dio un fuerte chasquido con la lengua.
—Pueblo kurdo pobre. Yo taxista. ¡Hablo idiomas! Pero taxista.
Rob asintió. Sabía del descontento de los kurdos. Su lucha por la independencia.
—Gobierno turco nos mantiene pobres...
—De acuerdo, es cierto —intervino Rob—. Pero no entiendo qué tiene esto que ver con Gobekli Tepe.
Radevan tiró la colilla de su cigarro por la ventanilla. Estaban de nuevo en el campo y el maltrecho Toyota traqueteaba por una carretera sucia y borrosa. En la distancia, las montañas azules titilaban entre la calima.
—Gobekli Tepe podría ser como pirámides o como... Stonehenge. Pero lo mantienen oculto. Podría haber muchos muchos turistas aquí, pagar dinero a pueblo kurdo, pero no. Gobierno turco dice no. Ni siquiera ponen señales ni construyen carretera aquí. Como secreto.
Tosió y escupió por la ventanilla y después la cerró para impedir que entrara el polvo.
—Gobekli Tepe mal lugar —insistió y después guardó silencio.
Rob no sabía qué decir. Por delante de él las bajas colinas de un color pardo amarillento se iban ondulando infinitamente hacia Siria. Pudo ver otra diminuta aldea kurda con un esbelto minarete marrón elevándose por encima de los tejados de zinc, como la torre vigía de una prisión. Rob quiso decir que si había algo que frenara a los kurdos eran posiblemente sus tradiciones, su aislamiento y su religión. Pero no creyó que Radevan estuviera de humor para escucharlo.
Siguieron avanzando en silencio. El camino empeoró y aquel semi desierto se volvió más hostil. Por fin, Radevan rozó el coche al girar por otra esquina y Rob levantó la mirada para ver una morera solitaria que se elevaba austera hacia un cielo sin nubes. El conductor asintió y dijo «Gobekli» y, a continuación, detuvo el coche de repente. Se dio la vuelta en su asiento y sonrió. Al parecer, había vuelto su buen humor. Entonces salió del vehículo y abrió la puerta de Rob como un chófer. Rob se sintió algo avergonzado. No quería un chófer.
Radevan volvió al coche y cogió un periódico que mostraba una gran fotografía de un jugador de fútbol. Era evidente que iba a esperar. Rob le dijo adiós y, a continuación, «¿Tres horas?». El hombre sonrió.
Dándose la vuelta, Rob subió la colina y alcanzó la cima. Por detrás de él se extendían treinta kilómetros de aldeas polvorientas, desierto vacío y campos de algodón abrasados. Por delante, se encontró una escena asombrosa. En mitad de aquella árida desolación había siete inesperados montículos y docenas de trabajadores y arqueólogos estaban desperdigados por la ladera más grande. Las excavadoras y los trabajadores levantaban cubos llenos de piedras y excavaban el suelo con dedicación. Había tiendas de lona, bulldozers y teodolitos.
Rob siguió caminando, sintiéndose como un intruso. Algunos de los excavadores dejaron de trabajar y se giraron para mirarle. En el momento en que se estaba sintiendo más avergonzado, se acercó un simpático europeo de cincuenta y tantos años. Rob reconoció a Franz Breitner.
—Wilkommen —saludó el alemán con alegría, como si ya conociera a Rob—. ¿Es usted el periodista de Inglaterra?
—Sí.
—Tiene usted mucha suerte.
4
El vestíbulo del Hospital de St Thomas estaba tan concurrido como siempre. El inspector jefe de policía Mark Forrester se abría paso entre las bulliciosas enfermeras, los visitantes chismosos y las ancianas que iban en silla de ruedas con sueros colgados de sus soportes de acero, y se preguntó, por tercera vez esa mañana, si podría llevar a cabo lo que estaba obligado a hacer.
Tenía que ir a ver a un hombre mutilado. Era duro. Había visto muchas cosas desagradables —tenía cuarenta y dos años y había sido policía durante diez—, pero algo en este caso le resultaba especialmente inquietante.
Al ver el letrero de la UCI, Forrester subió con brío un tramo de escaleras, fue a recepción, sacó sus credenciales de la Policía Metropolitana de Londres ante una chica de rostro dulce que le pidió que esperara.
Pocos segundos después salió un médico de rasgos chinos quitándose de las manos unos guantes de goma.
—¿Doctor Sing?
—¿Inspector Forrester?
Forrester asintió y extendió el brazo para estrechar la mano desnuda del doctor. Había indecisión en el saludo de respuesta, como si el médico estuviera a punto de dar una mala noticia. Forrester sintió algo de pánico.
—¿Sigue vivo?
—Sí. Por poco.
—¿Y qué ha pasado?
El doctor miró por encima del hombro de Forrester.
—Glosectomía total.
—¿Cómo?
El médico soltó un suspiro.
—Le cortaron la lengua entera. Con una especie de podadora...
Forrester miró a través de las puertas de plástico hacia la sala de descanso.
—Dios mío, me habían dicho que era grave, pero... —En algún lugar, detrás de aquellas puertas, estaba su único testigo. Seguía vivo. Pero sin lengua.
El médico negaba con la cabeza.
—La pérdida de sangre ha sido tremenda. Y no sólo de la... lengua. También le hicieron cortes en el pecho. Y le afeitaron la cabeza.
—¿Entonces cree que...?
—Creo que si no se les llega a interrumpir habría sido peor. —El médico miró a Forrester—. Lo que quiero decir es que si no se hubiera disparado la alarma de aquel coche, probablemente lo habrían matado.
Forrester exhaló.
—Intento de asesinato.
—Usted es el policía. —El médico había adoptado una expresión impaciente.
Forrester asintió.
—¿Puedo verlo?
—Habitación treinta y siete. Pero sea breve, por favor.
Forrester volvió a estrechar la mano del médico, aunque no estaba seguro de por qué. Después atravesó las puertas de plástico, esquivó una camilla llena de manchas de orina y llamó a la puerta de la habitación treinta y siete. Lo único que pudo oír en el interior fue un gemido. ¿Qué debía hacer? Entonces recordó que al hombre le habían cortado la lengua. El policía suspiró y empujó la puerta. Era una habitación pequeña y sencilla del Servicio Nacional de Salud, con una televisión suspendida de una estructura de metal en un extremo. La televisión estaba apagada. La habitación olía a flores y a algo peor. En la cama yacía un hombre bastante viejo que miraba a Forrester con ojos de loco. Le habían afeitado la cabeza por completo dejando al descubierto sobre el cuero cabelludo un montón de cortes y cicatrices. A Forrester le recordó a un plano de líneas de ferrocarril. La boca del hombre estaba cerrada pero tenía las comisuras de los labios cubiertas de sangre, como la salsa marrón y seca que queda en la parte superior de los viejos botes de salsa; el torso del paciente estaba cubierto con vendas.
—¿David Lorimer?
El hombre asintió, mirándole fijamente.
Fue aquella mirada furiosa la que hizo que Forrester se detuviera. A lo largo de su carrera había visto muchos rostros asustados, pero el auténtico terror que brotaba de los ojos de ese hombre era algo más.
David Lorimer murmuró algo. Entonces comenzó a toser y escupió pequeñas flemas de sangre. Forrester se sintió extremadamente culpable.
—Por favor —dijo, tendiendo una mano—. No quiero molestarle. Sólo... quería comprobar algo...
Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas, como si fuera un niño preocupado.
—Ha sufrido usted una experiencia terrible, señor Lorimer. Nosotros sólo... yo sólo quería decirle que tenemos el firme propósito de atrapar a esas personas.
Aquellas palabras fueron patéticamente inadecuadas. El hombre había sido brutalmente tratado y aterrorizado. Le habían cortado la lengua con unas tijeras de podar. Le habían grabado líneas sobre la piel. Forrester se sintió como un idiota. Lo que deseaba decirle era «vamos a coger a esos cabrones», pero aquella habitación tampoco parecía el lugar idóneo para una declaración tan absurda. Al final, se sentó en una silla de plástico en un extremo de la cama y sonrió afectuosamente a la víctima, tratando de tranquilizarlo.
Pareció funcionar. Al cabo de uno o dos minutos el anciano dejo de tener aquella expresión tan aterrorizada en sus ojos. Lorimer movió una mano temblorosa señalando unos papeles que había sobre la mesilla de noche. Forrester se levantó, se acercó a la mesa y cogió los documentos. Se trataba de un fajo de notas escritas a mano.
—¿Son suyas?
Lorimer asintió manteniendo los labios firmemente cerrados.
—¿Descripciones de los atacantes?
Volvió a asentir.
—Muchas gracias, señor Lorimer. —Forrester extendió una mano y le dio una palmadita en el hombro, sintiéndose cohibido al hacerlo. Realmente, el hombre parecía que estaba a punto de echarse a llorar.
Guardándose los papeles en el bolsillo, el policía salió de la habitación lo más deprisa que pudo. Una vez fuera, bajó los escalones y atravesó la puerta giratoria. Cuando percibió el aire lluvioso de finales de la primavera en el arbolado Embankment respiró hondo, aliviado. La atmósfera de terror de la habitación, en la mirada fija de aquel hombre, había sido demasiado intensa.
Mientras caminaba rápidamente hasta el río Támesis y lo cruzaba dejando las góticas Casas del Parlamento a su izquierda, Forrester fue leyendo las notas garabateadas.
David Lorimer era conserje del Museo Benjamín Franklin. Tenía sesenta y cuatro años. Estaba próximo a su jubilación. Vivía solo en un apartamento encima del museo. La noche anterior se había despertado alrededor de las cuatro de la madrugada al oír un ruido sordo de cristales rotos en la planta baja. Su apartamento estaba en un ático reformado y tuvo que bajar hasta el sótano. Allí se encontró a cinco o seis desconocidos, aparentemente jóvenes, que iban ataviados con gorros de esquí o pasamontañas. Los hombres habían forzado la entrada con bastante facilidad y estaban excavando en el suelo del sótano. Uno de ellos tenía «voz elegante».
Y eso era, más o menos, todo lo que decían las notas de Lorimer. Durante el ataque se disparó la alarma de un coche por algún motivo, probablemente por pura y milagrosa casualidad. El conserje tenía suerte de estar vivo. Si el joven, Alan Greening, no hubiera entrado y no lo hubiera encontrado se habría desangrado hasta morir.
La mente de Forrester empezó a especular. Giró a la derecha en el Stand y se dirigió hacia la tranquila calle que llevaba al museo, la casa de Benjamín Franklin. El edificio estaba acordonado con una cinta azul y blanca de plástico. Había dos coches de policía aparcados en el exterior. En la puerta aguardaba un agente uniformado y una pareja de periodistas, sin lugar a dudas, que, con sus grabadoras, se habían resguardado bajo la marquesina de una oficina contigua mientras sostenían vasos de café de plástico.
Uno de ellos dio un paso al frente cuando Forrester se acercó.
—Detective, ¿es cierto que a la víctima le han cortado la lengua?
Forrester se giró y le dedicó una sonrisa insípida sin decir nada.
La periodista, una chica joven y guapa, volvió a intentarlo.
—¿Se trata de alguna especie de caso de neonazis?
Esta vez, Forrester se detuvo. Se dio la vuelta y miró a la chica.
—La rueda de prensa será mañana.
Era mentira, pero serviría. Girándose de nuevo hacia la casa, pnsó por debajo de la cinta y enseñó su placa. El agente uniformado abrió la puerta y Forrester sintió de inmediato el penetrante olor a productos químicos de los forenses que estaban trabajando. Líquidos esparcidos en busca de huellas. Radiofrecuencias emitidas por toda la casa. Silicona y pegamento. Se dirigió hacia el otro extremo del noble vestíbulo decorado al estilo georgiano con sus retratos de Benjamin Franklin, y bajó por la estrecha escalera que conducía al sótano.
La bodega era un escenario lleno de actividad. Dos chicas forenses con trajes de papel y mascarillas estaban trabajando en un rincón. Las manchas de sangre del suelo eran intensas, pegajosas y oscuras. El sargento de policía Boijer lo saludó desde el otro extremo de la habitación. Forrester le sonrió.
—Estaban cavando aquí —le explicó el sargento. Forrester se dio cuenta de que Boijer acababa de cortarse su pelo rubio, y en una peluquería cara.
—¿Para qué cavaban?
El sargento se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, señor. —Pasó una mano por encima de las losas rotas—. Pero estuvieron buscando mucho tiempo. Debieron de tardar un par de horas en quitar toda esa mierda y cavar tan profundamente.
Forrester se inclinó para examinar el desordenado suelo y el profundo y húmedo agujero.
Boijer siguió hablando detrás de él:
—¿Ha visto al conserje?
—Sí. Pobre hombre.
—El médico me dijo que trataron de matarlo. Lentamente.
Forrester contestó sin darse la vuelta.
—Creo que le estaban desangrando vivo. Si no hubiera saltado la alarma del coche y no hubiera tenido la suerte de que aquel joven entrara, habría muerto desangrado.
Boijer asintió.
Forrester se incorporó.
—Así que es un intento de asesinato. Es mejor decírselo a Al dridge. Querrá un agente superior del servicio de inteligencia y todo lo demás. Montar un centro de operaciones.
—¿Y las cicatrices del pecho?
—¿Perdón?
Forrester se giró. Boijer hizo una mueca de dolor mientras sostenía una fotografía.
—¿No ha visto esto? —Le entregó la foto—. El médico sacó una fotografía de las cicatrices en el pecho del tipo. La envió por correo electrónico a la comisaría esta mañana, no he tenido oportunidad de enseñársela antes.
Forrester la miró. El blanquecino pecho del conserje estaba ante la cámara, blando y vulnerable. Grabada en la piel sangrienta había una estrella de David. Era inconfundible. La carne había sido seccionada con crudeza, pero la marca era claramente visible. Dos triángulos yuxtapuestos. Una estrella de David judía. Grabada en la carne viva y en la sangre.
5
¿Así que éstos son los relieves, los nuevos que ha mencionado en el artículo?
—Ja.
Rob estaba en mitad de la excavación, junto a Breitner. Los dos se encontraban al lado de un foso, con la mirada dirigida hacia un círculo de piedras altas en forma de T dentro del recinto que tenían más abajo. Aquéllos eran los megalitos. Alrededor de todos ellos, la excavación iba avanzando con celeridad. Unos trabajadores turcos cepillaban y sacaban paladas de tierra, bajando por las escalerillas y transportando carretillas de escombros por las pasarelas. El sol calentaba.
Aquellas excavaciones eran extrañas, y aun así le resultaban familiares, porque Rob las había visto en las fotografías del periódico. Había una piedra con relieves de leones y unos cuantos pájaros deteriorados; tal vez patos. La siguiente piedra mostraba algo parecido a un escorpión. Casi la mitad de los megalitos tenían relieves similares, muchos de ellos muy erosionados, otros no. Rob sacó algunas fotografías con la cámara de su móvil y después garabateó unas notas en su libreta, dibujando lo mejor que supo la extraña forma de T de los megalitos.
—Pero, por supuesto —dijo Breitner—, eso no es todo. Komm.
Caminaron por un lado del foso hasta otra zona que estaba a un nivel inferior. En ese recinto había tres pilares más de color ocre rodeados por un muro hecho de ladrillos de adobe. Restos de lo que parecían baldosas centelleaban en el suelo entre los pilares. Una chica alemana y rubia saludó a Rob con un Guten Tag al pasar por su lado; llevaba una bolsa pequeña de plástico traslúcido llena de diminutos pedernales.
—Tenemos aquí a muchos estudiantes de Heidelberg.
—¿Y el resto de los trabajadores?
—Todos kurdos. —Los risueños ojos de Breitner se nublaron por un momento detrás de sus gafas—. Por supuesto, también tengo otros expertos aquí. —Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la calva—. Y ésta es Christine...
Rob se giró. Acercándose a él desde la tienda que hacía de oficina había una pequeña pero decidida figura con pantalones de color caqui y una camisa increíblemente blanca y limpia. El resto de las personas de la excavación estaban cubiertas del omnipresente polvo beis de las aparentemente agotadas lomas de Gobekli Tepe. Pero no ésta arqueóloga. Rob se sintió tenso, como siempre que le presentaban a una joven atractiva.
—Christine Meyer. ¡Mi chica de los esqueletos!
La mujer pequeña y de cabello oscuro tendió su mano.
—Osteoarqueóloga. Me dedico a la antropología biológica. Restos humanos y cosas así. Aunque todavía no hayamos encontrado nada de esa naturaleza.
Rob detectó un acento francés. Como si hubiera adivinado los pensamientos de Rob, Breitner intervino.
—Christine estuvo en Cambridge como ayudante de Isobel Previn, aunque es de París. Somos muy internacionales aquí...
—Sí, soy francesa. Pero viví muchos años en Inglaterra.
Rob sonrió.
—Yo soy Rob Luttrell. Compartimos algo. Quiero decir, soy estadounidense, pero he vivido en Londres desde los diez años.
—¡Está aquí para escribir sobre Gobekli! —se rió Breitner—. Así que voy a enseñarle el lobo.
—El cocodrilo —lo corrigió Christine.
Breitner soltó una carcajada y después se dio la vuelta y siguió caminando. Rob miró a los dos científicos confundido. Breitner le hizo una señal con la mano para que le siguiera.
—Komm. Se lo enseñaré.
Dieron otro paseo alrededor de varias zanjas y montones de escombros. Rob miró a su alrededor. Había megalitos por todas partes. Algunos seguían a medio enterrar. Otros estaban inclinados formando ángulos peligrosos.
—Es mucho más grande de lo que esperaba... —murmuró.
El estrecho camino les obligaba a caminar en fila india. Detrás de Rob, Christine respondió:
—El GPR y el electromagnetismo dan a entender que quizá haya otras doscientas cincuenta piedras enterradas bajo las colinas. Puede que más.
—¡Vaya!
—Es un lugar increíble.
—Y desde luego, increíblemente antiguo, ¿no?
—Cierto.
Breitner aceleró el paso por delante de ellos. A Rob le pareció como un niño que está deseando enseñar a sus padres su nueva habitación. Christine siguió hablando.
—En realidad, ha sido muy difícil establecer la datación del yacimiento: no hay ningún resto orgánico.
Llegaron a una escalerilla de metal y Christine se colocó al lado de Rob.
—Así. Haga como yo. —La bajó casi sin rozarla, con energía. Estaba claro que no le importaba ensuciarse, a pesar de su camisa.
El periodista fue detrás con bastante menos rapidez. Ahora estaban abajo, a nivel del suelo en una de las fosas. Los megalitos se elevaban a su alrededor, como lúgubres guardianes. Rob se preguntó cómo se sentiría uno estando allí por la noche y rechazó aquella fugaz idea. Sacó su libreta.
—Estaba hablando sobre la datación.
—Sí. —Christine frunció el ceño—. Hasta hace poco no pudimos estar seguros de la antigüedad del lugar. Es decir, sabíamos que era muy antiguo... pero no si era del Neolítico PP A o PPNB...
—¿Perdón?
—La semana pasada conseguimos por fin datar algo de carbón que encontramos en un megalito.
Rob tomó nota de aquel dato.
—Y tiene diez u once mil años, ¿no es así? ¿Es eso lo que decía el artículo del periódico?
—La verdad es que ese reportaje no era muy preciso. Incluso la datación con carbono no es más que una estimación. Para conseguir una fecha más exacta comparamos el análisis del radiocarbono con algunas de las piezas de sílex que hemos encontrado. Puntas de tipo Nemrik o Biblos, los tipos de puntas de flecha o cosas similares. Comparando estos datos con otros creemos que Gobekli está en realidad más cerca de los doce mil años de antigüedad.
—De ahí la excitación.
Christine lo miró fijamente, apartándose el oscuro cabello de sus ojos claros. Después se rió.
—Creo que Franz quiere que veas su lagartija.
—Lobo —la corrigió Breitner de pie junto a otro pilar semiente rrado con forma de T. A los pies de este pilar, pegado a la parte superior de una piedra, estaba la escultura de un animal de unos treinta centímetros de largo. Había sido delicadamente esculpida y parecía curiosamente nueva. Su mandíbula de piedra se dirigía hacia el suelo. Rob miró a Breitner y al trabajador turco que había detrás de él. El turco fulminaba a Breitner con una mirada que parecía de enfado, incluso odio. Era una expresión horrible. Cuando el hombre vio que Rob se fijaba en él, se giró y subió la escalerilla rápidamente. El periodista volvió a dirigir la vista a Breitner, que permanecía totalmente ajeno a ese pequeño incidente.
—Lo encontramos ayer mismo.
—¿Qué es?
—Creo que es un lobo, a juzgar por las patas.
—Y yo creo que es un cocodrilo —dijo Christine.
Breitner se rió.
—¿Ve? —Volvió a ponerse las gafas, que centellearon al brillante sol y, por un momento, Rob sintió una repentina admiración por aquel hombre, tan encantado y entusiasmado con su trabajo. Breitner continuó hablando—: Usted, yo y estos trabajadores somos las primeras personas que hemos visto esto desde... el final de la Edad del Hielo.
Rob pestañeó. Aquélla sí que era una idea verdaderamente impresionante.
—Esta excavación es algo muy novedoso para nosotros —añadió Christine—. Nadie sabe lo que es. Está viendo algo muy importante por primera vez. No hay nadie que lo esté interpretando para usted. Lo que crea que esto pueda ser es tan válido como lo que crea cualquier otro.
Rob se quedó mirando la mandíbula de la criatura de piedra.
—A mí me parece un gato. O un conejo enfadado.
Frotándose el mentón, Breitner contestó:
—¿Un felino? No lo había pensado, ¿sabe? Alguna especie de gato montés...
—¿Puedo incluir todo esto en mi artículo?
—Ja, natürlich —contestó Breitner. Pero no sonrió cuando lo dijo—. Y ahora creo... un poco de té.
Rob asintió. Estaba sediento. Breitner le condujo de nuevo a través del laberinto de fosos cubiertos y abiertos, recintos tapados con lonas y trabajadores que transportaban cubos. Por encima del último montículo había un área más llana con toldos sin paredes con alfombras rojas. Un samovar en una de las esquinas tenía tres vasos en forma de tulipán con cay turco dulce. Las tiendas abiertas proporcionaban una vista espectacular: más allá se extendían las infinitas planicies amarillas y las llanas y polvorientas colinas que se ondulaban hacia Siria e Iraq.
Durante varios minutos charlaron sentados. Breitner le explicaba cómo los alrededores de Gobekli solían ser mucho más fértiles y no el desierto en el que se habían convertido.
—Hace diez o doce mil años esta zona era mucho menos árida. De hecho, era hermosa, un paisaje de pastoreo. Rebaños de ganado, huertos de árboles frutales, ríos llenos de peces... Por eso hay en las piedras grabados de animales, criaturas que ya no viven aquí.
Rob tomó nota. Quería saber más, pero en ese momento una pareja de obreros turcos se acercaron y le hicieron a Breitner una pregunta en alemán. Rob conocía lo suficiente el idioma como para entender su significado: querían excavar una zanja mucho más profunda para acceder a un nuevo megalito. Breitner estaba claramente preocupado por la seguridad de una excavación tan importante. Por fin, el arqueólogo suspiró, se encogió de hombros mirando a Rob y se fue para solucionar aquello. Al marcharse, Rob se percató de que uno de los obreros fruncía el ceño con una expresión extraña y sombría. Definitivamente, allí flotaba una cierta tensión. ¿Por qué? Se preguntó si debía mencionar sus sospechas ahora que él y Christine estaban solos. El ruido de la excavación se amortiguaba en la distancia. Lo único que Rob podía oír era el tintineo de las palas y los picos, pequeños ruidos que ocasionalmente traía el viento caliente del desierto. Estaba a punto de hacerle la pregunta a Christine cuando ésta dijo:
—Entonces, ¿qué te parece Gobekli?
—Es increíble, por supuesto.
—Pero ¿sabes hasta qué punto es increíble?
—Creo que sí. ¿No? —Ella lo miró con escepticismo—. Entonces, ¿por qué no me lo dices?
Christine dio un sorbo a su vaso de té con forma de tulipán.
—Piénsalo de este modo, Rob. Lo que tienes que recordar es... la edad del yacimiento. Doce mil años.
—¿Y...?
—Y recordar lo que los hombres hacían en aquella época.
—¿A qué te refieres?
—Los hombres que construyeron este lugar eran cazadores-recolectores.
—¿Hombres de las cavernas?
—En cierto modo, sí. —Le dedicó una mirada directa y seria—. Antes de descubrir Gobekli Tepe no teníamos ni idea de que unos hombres tan primitivos pudieran construir algo como esto, que pudieran crear arte y una arquitectura sofisticada. Y rituales religiosos complejos.
—¿Porque no eran más que simples hombres de las cavernas?
—Exacto. Gobekli Tepe representa una revolución en nuestra percepción. Una verdadera revolución. —Christine apuró lo que le quedaba de té—. Cambia el modo en que debemos entender toda la historia de la humanidad. Es más importante que cualquier excavación de ninguna otra parte del mundo de los últimos cincuenta años y uno de los mayores descubrimientos arqueológicos de la historia.
Rob estaba intrigado y muy impresionado. También se sintió un poco como un niño del colegio al que le están enseñando.
—¿Cómo lo hicieron?
—Ésa es la cuestión. Hombres con arcos y flechas que ni siquiera tenían cerámica. Ni ganado. ¿Cómo construyeron este enorme templo?
—¿Templo?
—Pues sí, lo más probable es que sea un templo. No hemos encontrado pruebas de que haya estado habitado, ni señal alguna de los asentamientos más rudimentarios. Sólo imágenes estilizadas de la caza. Imaginería de celebraciones o rituales. Posiblemente hayamos encontrado nichos para huesos, para ritos funerarios. Por eso, Breit ner cree que es un templo, el primer edificio religioso del mundo diseñado para celebrar la caza y venerar a los muertos. —Sonrió tranquila—. Y creo que tiene razón.
Rob dejó el bolígrafo y pensó en la expresión de excitación y alegría de Breitner.
—La verdad es que el tipo está contento, ¿verdad?
—¿No lo estarías tú? Es el arqueólogo más afortunado del mundo. Está sacando a la luz el yacimiento más espectacular que existe.
Rob asintió y siguió tomando notas. El entusiasmo de Christine era casi tan contagioso como el de Breitner. Y sus explicaciones resultaban más claras. Rob seguía sin compartir el asombro de ellos por la «verdadera revolución en nuestra percepción» que representaba Go bekli, pero empezaba a adivinar un artículo impresionante. Con toda seguridad en la segunda página del periódico principal. Mejor aún: un gran artículo en un suplemento a color con imágenes de las cavernas de colores vivos. Oscuras fotos de las piedras por la noche. Fotografías de los trabajadores cubiertos de tierra...
Entonces recordó la reacción de Radevan ante la mención del lugar y la mirada furiosa del trabajador. Y el leve cambio de humor de Breitner cuando hablaron sobre su artículo. Y la tensión por lo de la zanja. Christine se había acercado al samovar y llenó sus vasos con más té negro, caliente y dulce. Se preguntó si decir algo. Cuando ella volvió, él comentó:
—Pero lo curioso es, Christine, que aunque sé que esta excavación es increíble, ¿sienten todos lo mismo al respecto?
—¿A qué te refieres?
—Pues... sólo que... he percibido vibraciones de la gente de aquí... Una cierta actitud... no demasiado buena. Este lugar molesta a algunas personas. A mi conductor, por ejemplo.
Christine se puso perceptiblemente tensa.
—Sigue.
—El conductor de mi taxi —Rob se tocó la barbilla con el bolígrafo—, Radevan. Se enfadó mucho cuando se lo mencioné anoche. Y no sólo él. Se respira cierto ambiente. Y Breitner se muestra... ambivalente. Cuando he mencionado una o dos veces mi artículo esta mañana me dio la sensación de que no estaba muy entusiasmado con tenerme aquí... Aunque se ría mucho. —Hizo una pausa—. Lo normal es pensar que le gustaría que el mundo supiera lo que está haciendo, ¿no? Pero no parece muy cómodo.
Christine no dijo nada, así que Rob guardó silencio. Un viejo truco de periodista.
Funcionó. Finalmente, avergonzada por el silencio, Christine se inclinó hacia delante.
—De acuerdo. Tienes razón. Hay... Hay unos... —Se interrumpió, como si debatiera consigo misma. La brisa del desierto era aún más caliente, si cabe. Rob esperó y le dio un sorbo al té.
Al final, ella suspiró.
—Vas a pasar una semana aquí, ¿no? ¿Vas a hacer un artículo serio?
—Sí.
Christine asintió.
—Muy bien. Deja que te lleve de vuelta a Sanliurfa. La excavación se detiene a la una porque hace mucho calor y muchos se van a casa. Normalmente yo también. Podemos hablar en mi coche. En privado.
6
En el polvoriento aparcamiento que llevaba hasta la excavación, Rob le dio a Radevan una buena propina y le dijo que volvería a casa por su cuenta. Radevan miró a Rob y, después, al dinero que se arrugaba en la mano. Luego echó una mirada a Christine, que estaba detrás de Rob. Le dedicó al periodista una amplia sonrisa cómplice y dio la vuelta al coche. Mientras el conductor aceleraba el motor, le gritó por la ventanilla.
—¿Quizá mañana, señor Rob?
—Quizá mañana.
Radevan se alejó a toda velocidad.
El coche de Christine era un desvencijado Land Rover. Abrió la puerta del copiloto desde el interior y quitó a toda prisa un montón de documentos que ocupaban el asiento —libros de texto y revistas especializadas—, amontonándolas de cualquier modo en la parte trasera. Después puso en marcha el motor y salieron a gran velocidad a la carretera principal, avanzando rápidamente por las laderas llenas de escombros hacia las ardientes llanuras amarillas.
—Y bien... ¿qué pasa? —Rob tuvo que gritar su pregunta para hacerse oír entre el ruido de los neumáticos que saltaban por encima de las rocas.
—El principal problema es la política. Tienes que recordar que esto es el Kurdistán. Los kurdos creen que los turcos les están robando su legado. Llevándose todo lo bueno a los museos de Ankara y Estambul... Yo no estoy segura de que eso sea del todo mentira.
Rob vio cómo un rayo de sol se reflejaba sobre un canal de riego. Había leído que esta zona estaba protagonizando una campaña agrícola masiva: el Gran Proyecto Anatolia, que utilizaba las aguas del Eufrates para devolverle la vida al desierto. Este proyecto era polémico porque estaba anegando y haciendo desaparecer docenas de antiguos yacimientos arqueológicos únicos. Aunque, por fortuna, no le tocaba a Gobekli. Volvió a mirar a Christine, que cambiaba de marchas con fuerza.
—Lo que sí es cierto es que el gobierno no permite que los habitantes del lugar se enriquezcan con Gobekli Tepe.
—¿Por qué?
—Por motivos arqueológicos perfectamente comprensibles. Lo último que necesita Gobekli es a miles de turistas metiéndose por todos los sitios. Así que el gobierno no pone señales y mantiene las carreteras como ésta. Y eso significa que podemos trabajar en paz. —Giró bruscamente el volante y aceleró—. Pero también entiendo el punto de vista de los kurdos. Has tenido que ver algunas de las aldeas en el camino hacia aquí.
Rob asintió.
—Un par de ellas.
—Ni siquiera tienen agua corriente. Condiciones de salubridad. Apenas hay colegios. Son pobres y están sucios. Y Gobekli Tepe, si estuviera adecuadamente gestionado, podría ser un enorme filón que traería un montón de dinero a esta región.
—¿Y Franz se encuentra en medio de este debate?
—Exacto. Recibe presiones por ambos lados. Presiones para que la excavación se haga bien, para que se dé prisa, para que dé empleo a muchas personas de aquí. E incluso para que siga al mando.
—Entonces, ¿por eso se muestra ambivalente en cuanto a la publicidad?
—Naturalmente se siente orgulloso de lo que ha descubierto. Le encantaría que todo el mundo lo supiera. Lleva trabajando aquí desde 1994. —Christine aminoró la marcha para dejar que una cabra cruzara la carretera y después volvió a acelerar—. Hay muchos arqueólogos que viajan mucho. Yo he trabajado en México, Israel y Francia desde que me fui de Cambridge hace seis años. Pero Franz ha pasado aquí más de la mitad de su carrera. Por tanto, ¡sí que le gustaría contárselo al mundo! Pero si lo hace y Gobekli se convierte en algo realmente famoso, tanto como debería, es probable que algún pez gordo de Ankara decida que sea un turco el que esté al mando. Y se lleve toda la gloria.
Rob comprendió mejor la situación. Pero seguía sin explicarse bien el extraño ambiente que había en la excavación. El resentimiento de los obreros. ¿O serían imaginaciones suyas?
Llegaron a la carretera principal, entraron en el asfalto uniforme y se dirigieron más deprisa hacia Sanliurfa, aunque con más tráfico. Mientras adelantaban a camiones de frutas y del ejército, hablaron sobre lo que a Christine le interesaba: los restos humanos. Le contó que antes había estudiado los sacrificios humanos de Teotihuacán, y le habló del periodo que pasó en Tel Gezer y Megido, en Israel. Y los emplazamientos de neandertales de Francia.
—Los antiguos homínidos vivieron en el sur de Francia durante cientos de miles de años, personas como nosotros, pero no del todo.
—¿Te refieres a los neandertales?
—Sí, pero quizá también el Homo erectus y el Homo antecessor. Incluso el Homo heidelbergensis.
—Ah... vale.
Christine se rió.
—¿Te estoy liando otra vez? Está bien, deja que te enseñe algo chulo de verdad. Si esto no te parece interesante, nada lo hará.
El coche avanzó por el centro de Sanliurfa. Sobre las colinas había un revoltijo de casas de cemento; grandes tiendas y oficinas se extendían entre el polvo en bulevares iluminados por el sol. Otras calles eran más sombrías y antiguas. Mientras se abrían camino entre el tráfico, Rob vio una parte de arcada otomana, la entrada a un zoco animado y oscuro, mezquitas ocultas tras muros de piedra desmoronados. Sanliurfa tenía una clara división entre el barrio antiguo —muy antiguo— y los barrios modernos que se extendían hacia el desierto.
Al mirar a la izquierda vio una gran zona con aspecto de parque, con estanques y canales que relumbraban y preciosas casas de té, un encantador oasis en mitad de la suciedad y la barahúnda de la gran ciudad turca.
—Los jardines Golbasi —explicó Christine—. Y aquellos son los estanques de peces de Abraham. Los nativos creen que fue el mismo profeta Abraham quien trajo las carpas. La ciudad es increíble, si es que te gusta la historia. Me encanta esto...
El coche pasó por las calles más estrechas de la ciudad antigua. Dando un giro brusco a la izquierda, Christine tomó una ancha cuesta hacia arriba y luego una curva entre las puertas de un edificio a la sombra de los árboles. El letrero decía «Museo de Sanliurfa».
Nada más entrar en el museo se encontraron con tres hombres sin afeitar que daban sorbos a su té negro. Se pusieron de pie y saludaron a Christine afectuosamente. A cambio, ella les dijo algo en broma de un modo familiar, en turco, o en kurdo. Se trataba de un idioma que Rob no entendió.
Tras la jocosa conversación, atravesaron las puertas y entraron en el pequeño museo. Christine condujo a Rob hasta una estatua. Tenía dos metros de altura: una efigie de piedra de color crema de un hombre con ojos de piedra negra.
—Fue desenterrada en Sanliurfa hace diez años, cuando levantaban los cimientos de un banco cerca de los estanques de peces. La encontraron entre los restos de un templo neolítico de hace unos once mil años. Así que probablemente se trate de la estatua más antigua de un hombre que jamás se haya encontrado. En ningún sitio. Es el autorretrato en piedra más antiguo de toda la historia del mundo. Y está aquí, junto a los extintores de incendios.
Rob la miró. La expresión de la estatua era de una tristeza infinita o de un pesar espantoso.
Christine hizo un gesto ante aquel rostro.
—Los ojos son de obsidiana.
—Tenías razón. Es increíble.
—¿Ves? —contestó ella—. ¡Te lo dije!
—Pero ¿qué demonios hace aquí? Quiero decir, si es tan famosa, ¿por qué no está en Estambul y en todos los periódicos? ¡Ni siquiera he oído hablar de ella!
Christine se encogió de hombros y aquel movimiento hizo que su crucifijo de plata brillara sobre su piel bronceada.
—Quizá los kurdos tengan razón. A lo mejor los turcos no quieren que se sientan muy orgullosos de su legado. ¿Quién sabe?
Mientras salían pausadamente al frondoso jardín del museo, él le habló de la mirada del hombre, de su aparente odio y del ambiente enrarecido en el yacimiento.
Christine frunció el ceño. Durante unos minutos enseñó a Rob los distintos restos esparcidos por el jardín, las lápidas romanas y las tallas otomanas. Cuando se estaban acercando al coche, le señaló otra estatua: la representación de un hombre con forma de pájaro y las alas extendidas. Tenía un rostro estrecho y mirada sesgada, cruel y amenazante.
—Éste lo encontraron cerca de Gobekli. Es un demonio del desierto de los asirios, creo. Puede que el demonio del viento Pazuzu. Los asirios y los mesopotámicos tenían cientos de demonios. Era una teología bastante espeluznante. Lilita, la dama de la desolación. Adramelech, el demonio del sacrificio. Muchos de ellos están relacionados con el viento y los pájaros del desierto...
Rob estaba seguro de que ella se andaba con rodeos. Esperó a que respondiera a su pregunta.
De repente, lo miró.
—De acuerdo. Tienes razón. Hay... mal ambiente en la excavación. Es curioso. Nunca antes había experimentado nada igual, y he trabajado en yacimientos de todo el mundo. Los obreros parecen resentidos con nosotros. Les pagamos bien y, aun así...
—¿Es por el problema entre turcos y kurdos?
—No. La verdad es que no creo que sea por eso. O al menos, no es sólo eso. —Christine lo llevó de vuelta al coche, que estaba aparcado bajo una higuera—. Ahí pasa algo más. Y están ocurriendo extraños accidentes. Escaleras que se caen. Cosas que se derrumban. Coches que se averían. Es algo más que una coincidencia. Lo cierto es que, a veces, creo que quieren que lo dejemos y nos vayamos. Como si estuvieran...
—¿Ocultando algo?
La joven francesa se ruborizó.
—Parece una tontería. Pero sí. Es como si trataran de ocultar algo. Y hay otra cosa. También podría contártela.
Rob tenía la puerta del coche a medio abrir.
—¿Qué?
Dentro del coche, Christine le respondió:
—Franz. Excava. Por la noche. Él solo, con un par de obreros. —Puso el coche en marcha y movió la cabeza—. Y no tengo la menor idea de por qué lo hace.
7
El inspector Forrester estaba sentado en su desordenado escritorio de New Scotland Yard. Tenía delante de él más fotografías del hombre herido, David Lorimer. Las imágenes eran espantosas. Dos estrellas grabadas con fuerza sobre su pecho e hilillos de sangre que corrían por su piel.
La estrella de David.
Lorimer. Estaba claro que era escocés, no judío. ¿Creyeron los asaltantes que era judío? ¿Lo eran ellos? ¿O nazis? ¿Era eso sobre lo que le preguntaba la periodista? ¿El asunto de los neonazis? Forrester se giró y volvió a mirar las fotografías oficiales de la escena del crimen en el sótano: el suelo con el líquido viscoso negro y los picos y palas. El agujero que los asaltantes habían excavado era profundo. Obviamente buscaban algo. Y a conciencia. ¿Lo habían encontrado? Pero si buscaban algo, ¿por qué se habían molestado en mutilar al viejo cuando los sorprendió? ¿Por qué no se limitaron a dejarlo sin sentido o a matarlo sin más? ¿Por qué esa crueldad tan esmerada y ritualista?
Forrester deseó de pronto una buena copa. En lugar de eso, le dio un sorbo al té de una taza desconchada con la imagen de una bandera inglesa; después se puso de pie y se dirigió hacia la ventana de su décimo piso. Desde aquel lugar estratégico tenía una buena perspectiva de Westminster y el centro de Londres, la enorme rueda de acero del Ojo de Londres con sus extrañas vainas de cristal y los pináculos del Parlamento. Miró al nuevo edificio que se elevaba en Victoria y trató de adivinar de qué estilo era. Siempre anheló ser arquitecto; incluso solicitó el acceso a una escuela de arquitectura cuando era joven. Luego se retiró cuando le dijeron que la formación era de siete años. ¿Siete años sin un sueldo decente? A sus padres no les gustó cómo sonaba aquello, y tampoco a él. Así que entró en la policía. Pero aún le gustaba pensar que tenía amplios conocimientos sobre la materia. Podía diferenciar entre el estilo de Wren2 y el del Renacimiento, entre el postmoderno y el neoclásico. Ésa era una de las razones por las que le gustaba trabajar y vivir en Londres a pesar de todas las molestias: la riqueza del tapiz urbano.
Se bebió el resto del té, volvió a su mesa y examinó los informes que el agente del servicio de inteligencia había distribuido durante la «oración» de la mañana —la reunión de las nueve en Craven Street. Las imágenes del circuito cerrado de televisión no habían captado a ningún sospechoso por las calles de los alrededores. No había más testigos, a pesar de haber pasado un día desde que se hizo el llamamiento. Las primeras veinticuatro horas eran cruciales en cualquier investigación: si no se encontraba ninguna pista significativa para entonces, se sabía que el caso iba a ser difícil. Y así era. Los forenses iban de fracaso en fracaso. Los intrusos habían borrado cuidadosamente incluso las huellas de las botas. El delito se había llevado a cabo con astucia y destreza. Sin embargo, se habían tomado su tiempo para mutilar y torturar al conserje con suma precisión. ¿Por qué?
Sin saber qué pensar, Forrester abrió la página de Google, escribió «Casa Benjamín Franklin» y descubrió que fue construida en la década de 1730, lo cual la convertía en una de las casas privadas más antiguas de la zona y contaba con artesonado auténtico, cornisas cerradas, un salón en la primera planta con «dentículos». Había una escalera de ida y vuelta con los extremos tallados y «pilares de columnas dóricas». Abrió otra ventana para buscar qué eran los pilares de columna y, ya que estaba, los dentículos.
Nada que le interesara.
El resto de la descripción era más de lo mismo. Craven Street era una calle que procedía del Londres de la época georgiana. Un pasaje del siglo XVIII, cuando la ciudad era aficionada a la ginebra, incrustado entre los tragafuegos eslovenos y cantantes de ópera neozelandeses del Covent Garden moderno y los yonquis itinerantes y ruidosos taxistas del destartalado Charing Cross.
Esta información no le sirvió de mucha ayuda. ¿Y qué pasaba con el propio Franklin? ¿Podría haber alguna conexión entre él y los desconocidos? Forrester escribió «Benjamín Franklin» en
la barra de Google. Ya tenía una vaga idea de que fue el tipo que descubrió la electricidad con una cometa o algo parecido. Google le proporcionó el resto.
Benjamín Franklin. 1706-1790. Fue uno de los más famosos padres fundadores de los Estados Unidos de América. Fue un destacado escritor, teórico político, impresor, científico e inventor. Como científico fue una figura prominente en el campo de la física por sus descubrimientos y teorías relativas a la electricidad.
Forrester volvió a buscar, sintiéndose algo inepto.
Nacido en Massachusetts, Franklin aprendió de su hermano mayor la técnica de la imprenta y se convirtió en editor de un periódico, impresor y comerciante en Filadelfia. Pasó muchos años en Inglaterra y Francia. Hablaba cinco idiomas. Fue masón durante toda su vida y formaron parte de su círculo Joseph Banks, el botánico, y sir Francis Dashwood, el ministro de Hacienda británico. Durante muchos años fue también agente secreto...
Suspiró y cerró la ventana. Así que aquel hombre era un erudito. ¿Y qué? ¿Por qué cavar en su sótano? ¿Por qué mutilar al conserje de su museo varios siglos después? Miró el reloj de su ordenador. Tenía que almorzar y no había avanzado mucho. Odiaba esa sensación: toda una mañana perdida y ningún logro. Era irritante a un nivel bastante profundo y existencial.
«De acuerdo», pensó. Quizá pudiese probar desde un punto de vista distinto. Algo más indirecto. Buscó en Google «sótano del Museo Benjamín Franklin».
Y allí estaba, casi de inmediato. ¡Sí! Forrester sintió el picor de la adrenalina. Examinó la pantalla con urgencia.
En la primera página web aparecía palabra por palabra un artículo de The Times con fecha de 11 de febrero de 1998.
HUESOS DESCUBIERTOS EN LA CASA DE UN PADRE FUNDADOR
Las excavaciones en Craven Street en la casa de Benjamín Franklin, el padre fundador de los Estados Unidos de América, han dado lugar a un descubrimiento macabro: ocho esqueletos ocultos bajo las losas de la bodega.
Las primeras estimaciones sugieren que los huesos tienen unos doscientos años y que fueron enterrados en la época en la que Franklin vivía en la casa, que fue su hogar desde 1757 hasta 1762 y desde 1764 hasta 1775. La mayoría de los huesos muestran señales de haber sido extrañamente perforados provocándoles varios agujeros. Paul Knapman, juez de instrucción de Westminster, declaró ayer: «No puedo desechar por completo la posibilidad de que tenga que llevar a cabo una investigación».
La Asociación de Amigos del Museo Benjamín Franklin asegura que los huesos no tienen ninguna relación ocultista ni criminal. Dicen que es probable que los huesos fueran colocados allí por William Hewson, que vivió en la casa durante dos años y que hizo construir una pequeña escuela de anatomía en la parte trasera. Hacen notar que aunque quizá Franklin supiera lo que Hewson estaba haciendo, no es probable que participara en ninguna de las disecciones porque era una persona más interesada por la física que por la medicina.
Forrester se recostó en su asiento. El sótano había sido excavado anteriormente. Con resultados sorprendentes. ¿Habrían vuelto por eso aquellos tipos? ¿Y qué era aquello de «relación ocultista y criminal»?
Ocultista...
El detective sonrió. Ahora sí esperaba la hora del almuerzo. Posiblemente tenía el primer indicio de una pista.
8
Aquella era una suave y cálida noche de Sanliurfa. En el vestíbulo de su hotel, Rob encontró a Christine sentada en un sillón de piel mientras trataba de no inhalar el humo de los puros que fumaban tres empresarios turcos sentados cerca de ella. Estaba tan chic como siempre —vaqueros elegantes, sandalias y una blusa sin mangas bajo una chaqueta de punto de color aguamarina. Sonrió al ver a Rob, pero éste pudo notar el estrés en el borde de sus ojos.
Iban a casa de Franz Breitner a tomar algo. Una cena para celebrar el gran éxito de la última campaña de excavaciones: la datación de Gobekli Tepe.
—¿Está lejos?
—A veinte minutos andando —contestó Christine— y unos treinta minutos en coche. Está justo después del mercado.
Los restaurantes y cafeterías estaban abarrotados tras el letargo de la tarde. El olor a cordero de los asadores giratorios invadía las bulliciosas calles donde el polvo se arremolinaba. Los taxistas hacían tocar el claxon; un lisiado en silla de ruedas anunciaba a viva voz los periódicos de Ankara del día anterior; los vendedores de pistachos colocaban sus carretillas con la parte delantera acristalada. Rob respiró con avidez el exotismo de la escena.
—¿Compramos vino para llevar a la casa de Franz?
Christine se rió.
—¿En Sanliurfa?
Pasaron por una torre con reloj y se adentraron en la ciudad antigua. Rob echó un vistazo a las viejas columnatas, los quioscos donde se vendían llamativos juguetes de plástico y las infinitas tiendas de teléfonos móviles. Había varios cafés al aire libre llenos de kurdos fornidos que fumaban en narguile, comían de los platos de delicias turcas y miraban a Christine de manera atenta. Nadie bebía alcohol.
—¿No venden bebidas alcohólicas? ¿En ningún sitio? —Rob sintió cómo su buen humor caía en picado. No había tomado una cerveza ni un vaso de vino en tres días. Bebía mucho, lo sabía, pero de ese modo era como se enfrentaba al estrés de su trabajo. Especialmente después de Bagdad. Y tres días sin alcohol era suficiente tiempo como para confirmar algo que ya sabía: no estaba hecho para la abstinencia.
—En realidad, creo que hay un par de tiendas de licores en las afueras de la ciudad. Pero es igual que conseguir costo en Inglaterra. Son todas muy clandestinas.
—Dios mío.
—¿Qué esperabas? Ésta es una ciudad musulmana.
—He estado en unas cuantas ciudades musulmanas, Christine. Pero pensé que Turquía era laica.
—La gente cree que los kurdos están algo occidentalizados. —Sonrió—. Pues no. Sobre todo, los que hay por aquí. Algunos de ellos son especialmente conservadores.
—Imagino que estoy acostumbrado a Palestina y Líbano. Incluso en Egipto puedes tomarte una maldita cerveza.
Christine le pasó un reconfortante brazo por encima del hombro y le abrazó. Su sonrisa era sarcástica, pero cariñosa.
—La buena noticia es que Franz tiene bastantes licores. Los trae de Estambul.
—¡Gracias a Dios!
—Bien sûr. Sé cómo son los periodistas. Especialmente los británicos.
—Soy americano, Christine.
—Ahí tienes. Mira. ¡Los estanques de peces!
Habían llegado al verde y dulce oasis del centro de la ciudad. Las pequeñas teterías centelleaban bajo la luz del crepúsculo; los jóvenes turcos caminaban cogidos de la mano por los caminos de árboles alineados. Al otro lado de las aguas de los estanques, los hermosos arcos de una mezquita brillaban como el oro antiguo.
Christine y Rob observaron a un grupo compuesto por una gran familia: los hombres vestidos con pantalones holgados y las mujeres cubiertas con velos negros. Rob pensó en el calor sofocante que aquellas mujeres debían sufrir a lo largo del día y sintió un automático rencor en nombre de ellas. Sin embargo, Christine no parecía darse cuenta.
—La Biblia dice que Job nació aquí, y también Abraham.
—¿Cómo?
—Urfa. —Christine señaló hacia la empinada colina que se alzaba más allá de los estanques de peces y los jardines, en lo alto de la cual había un castillo medio derruido en el que una bandera colgaba fláccida bajo el calor sin viento y entre dos columnas corintias.
—Algunos estudiosos piensan que esto es Ur, la primitiva ciudad que aparece en el Génesis. Los acadios, los sumerios, los hititas..., todos ellos vivieron aquí. La ciudad más antigua del mundo.
—Pensé que era Jericó.
—¡Bah! —se rió Christine—. ¡Jericó! Un simple mozalbete. Este lugar es mucho más antiguo. En la ciudad vieja, detrás del bazar, hay gente que todavía vive en cuevas excavadas en las rocas. —Christine miró hacia atrás a los estanques de peces. Unas mujeres envueltas en sus velos daban pan a los bancos de excitadas carpas—. Las carpas son negras porque han nacido para ser las cenizas de Abraham. Dicen que si ves un pez blanco en el estanque irás al cielo.
—¡Eso es fantástico! ¿Podemos ir ya a cenar?
Christine se rió de nuevo. A Rob le gustaba su risa afable. De hecho, le gustaba mucho Christine: su académico entusiasmo, su inteligencia y su buen humor. Sintió un inesperado deseo de compartir sus pensamientos más íntimos con ella; mostrarle una fotografía de la pequeña Lizzie. Reprimió el instinto.
La joven francesa gesticulaba mucho, con entusiasmo.
—La casa de Breitner está justo después del bazar, subiendo esta cuesta. Podemos echar un vistazo al bazar si quieres. Tiene un caravasar auténtico del siglo XVI construido por los abasidas con algunos elementos más antiguos y... —lo miró y después se rió—. O también podemos ir directamente a tomar una cerveza.
El camino era corto pero empinado, por detrás del zoco. Unos hombres que llevaban bandejas de plata con té y aceitunas venían en dirección contraria y todos ellos se quedaron mirando a Christine. En la acera de enfrente se encontraba inexplicablemente un sofá de color naranja. El olor del pan caliente sin levadura invadía los estrechos callejones. En mitad de aquello había una casa muy antigua y hermosa, con balcones y cierres de estilo mediterráneo.
—La casa de Breitner. Te gustará su mujer.
Christine tenía razón. A Rob le gustó la esposa de Franz, Derya, una mujer vivaz, laica y elegante de unos treinta y tantos años que no llevaba pañuelo en la cabeza ni velo y que hablaba un inglés excelente. Cuando no se mofaba de la cabeza calva de Franz o de su obsesión por los «menhires», atendía a Rob y a Christine y al resto de los arqueólogos que se habían reunido para aquella cena. Y la comida era buena: un espléndido bufé de embutido de cordero, arroz en hojas de parra, exquisitas pastas de nueces, grandes y empalagosos trozos de baclava y rodajas de sandía fresca de color rosa verdoso. Y lo que era aún mejor, tal y como Christine le había prometido, había abundante cerveza turca fría y un buen vino tinto de Capadocia. Un par de horas después, Rob se sentía relajado, cordial y feliz, contento de escuchar a los arqueólogos discutir sobre Gobekli.
Para su fortuna, pensó Rob, mantenían la conversación principalmente en inglés, aunque tres de los cuatro hombres eran alemanes y el otro ruso. Y la medio francesa Christine.
Mientras mordisqueaba su tercer trozo de baclava seguido de su cerveza Efes, Rob trató de seguir la conversación. Uno de los arqueólogos, Hans, preguntaba a Franz sobre la ausencia de restos humanos.
—Si se trata de un complejo funerario, ¿dónde están los huesos?
Franz sonrió.
—¡Los encontraremos! Ya te lo dije.
—Pero eso lo comentaste la campaña pasada.
—Y la anterior —apuntó un segundo hombre que estaba al lado con un plato de aceitunas y queso de oveja.
—Lo sé. —Franz se encogió de hombros alegremente—. ¡Lo sé!
El director de la excavación estaba sentado en el sillón de piel más grande de la sala de estar. Detrás de él, el antiguo ventanal se abría sobre las calles de Sanliurfa. Rob podía oír la vida nocturna de la ciudad a lo lejos. Un hombre le gritaba a sus hijos en la casa de enfrente. Una televisión retumbaba en la cafetería que había al fondo de la calle; probablemente emitían fútbol turco, a juzgar por los vítores y abucheos de los clientes. Quizá se tratara del Galatasaray contra el equipo local, Dyarbakir. Turcos contra kurdos. Como la rivalidad entre el Real Madrid y el Barcelona, pero mucho más insano.
Derya les servía más baclava directamente de la caja de cartón plateado de la pastelería. Rob se preguntó si podría morir de empacho. Franz gesticulaba ante sus subalternos.
—Pero si no es un santuario o un complejo funerario, ¿entonces qué es? ¿Ja? No hay asentamiento, ni signos de domesticación, nada. Tiene que ser un templo, todos estamos de acuerdo en eso. Pero ¿un templo de qué, si no es para sus ancestros? Seguramente homenajea a los cazadores muertos, ¿no?
Los otros dos expertos se encogieron de hombros.
Franz siguió hablando.
—¿Y qué son los nichos, si no para los huesos?
—Estoy de acuerdo con Franz —intervino Christine, acercándose—. Creo que los cadáveres de los cazadores eran llevados allí para ser descarnados...
Rob eructó con mucha educación.
—Perdón. ¿Descarnados?
—Prácticamente todas las religiones proceden de esta zona —dijo Christine—. La descarnadura es un proceso funerario a través del cual se lleva el cuerpo a un lugar especial y después se abandona para que los animales salvajes, los buitres o las aves de rapiña se lo coman. Como dice Franz, todavía se puede ver esto en las religiones zoroástricas de la India. Lo llaman enterramientos al cielo. Los cadáveres son abandonados a los dioses del cielo. De hecho, muchas de las primitivas religiones mesopotámicas adoraban a dioses con formas de águilas y halcones. Como el demonio asirio que vimos en el museo.
—Es muy higiénico. Como forma de enterramiento. La descarnadura. —Fue Iván el que interrumpió, el experto más joven, el paleo-botánico.
Franz asintió enérgico y dijo:
—De todos modos, ¿quién sabe? Puede que quitaran los huesos más tarde. O puede que los desplazaran cuando Gobekli quedó sepultado. Eso puede explicar la ausencia de esqueletos en el yacimiento.
Rob estaba confuso.
—¿A qué te refieres con que «Gobekli quedó sepultado»?
Franz dejó su plato vacío sobre el parqué pulido. Cuando levantó la vista tenía la sonrisa de satisfacción de alguien que está a punto de revelar un cotilleo suculento.
—¡Ése, amigo mío, es el mayor misterio de todos! Y no lo mencionaban en el artículo que leíste.
Christine se rió.
—¡Ya tienes tu exclusiva, Rob!
—Alrededor del año 8000 antes de Cristo... —Franz hizo una pausa para darle emoción— todo Gobekli Tepe fue enterrado. Sepultado. Completamente cubierto de tierra.
—Pero... ¿cómo lo sabéis?
—Las colinas son artificiales. El suelo no ha sufrido un incremento aleatorio. Todo el complejo del templo fue ocultado deliberadamente con toneladas de tierra y barro alrededor del año 8000 antes de Cristo. Lo escondieron.
—¡Vaya! Menudo disparate.
—Lo que hace que sea aún más sorprendente todo el trabajo que debió de costar. Y, por tanto, lo inútil que fue.
—¿Por qué?
—Para empezar, piensa en el esfuerzo de construirlo. Levantar los círculos de piedra de Gobekli y cubrirlos con relieves, frisos y esculturas debió de ser un proceso de décadas, incluso puede que de siglos. Y todo ello en un tiempo en el que la esperanza de vida era de veinte años. —Franz se limpió la boca con una servilleta—. Imaginamos que este pueblo de cazadores-recolectores pudo vivir en una zona en tiendas de campaña hechas de piel mientras construyeron el emplazamiento y que se servían de la caza del lugar para alimentarse. Así una generación tras otra. Y todo ello sin artesanía de cerámica, agricultura, ni más herramientas que los pedernales.
Christine se acercó un poco más.
—Creo que igual ya he aburrido bastante a Rob con esto.
El periodista levantó la mano.
—No, de verdad. No es aburrido. ¡En serio! —Lo decía de verdad; su artículo iba aumentando a lo largo del día—. Sigue, Franz, por favor.
—Jawohl. Pues bien, ya ves que tenemos este misterio, este profundo misterio. Si estos seres casi humanos tardaron cientos de años en construir un templo, un santuario para los muertos, un complejo funerario, ¿por qué demonios lo ocultaron bajo toneladas de tierra dos mil años más tarde? Empezando con que remover el suelo debió de ser casi tan abrumador como construir Gobekli, ¿no es así?
—Sí. ¿Y por qué lo hicieron?
Franz golpeó ambas manos contra sus muslos.
—¡De eso se trata! ¡No lo sabemos! Nadie lo sabe. Lo acabamos de confirmar este mismo mes, así que no hemos tenido oportunidad de pensarlo. —Sonrió—. Fantástico, ¿ja?
Derya le ofreció a Rob otra botella de cerveza Efes. Él la aceptó y se lo agradeció. Se estaba divirtiendo. Nunca imaginó que la arqueología fuera entretenida ni tampoco desconcertante. Pensó en el misterio del templo enterrado. Después observó a Christine mientras ésta hablaba con sus colegas y sintió un diminuto y ridículo atisbo de celos que de inmediato sofocó.
Estaba allí para escribir una historia, no para enamorarse patética e infructuosamente. Y la historia se estaba volviendo más emocionante de lo que había esperado. El templo más antiguo del mundo descubierto junto a la ciudad más antigua del mundo, construido por los hombres antes de la rueda, cavernícolas de la Edad de Piedra con una curiosa maestría.
Y después, esa enorme catedral neolítica, ese Carnac kurdo, ese Stonehenge turco —Rob se imaginaba ahora su reportaje mientras en su cabeza iba escribiendo los párrafos—, todo ese maldito templo fue deliberadamente enterrado bajo toneladas de polvo antiquísimo, oculto durante toda la vida, como el más terrible de los secretos. Y nadie sabía por qué.
Levantó la mirada. Había estado inmerso en un ensueño periodístico durante unos diez minutos. Se había dejado llevar por su trabajo. Le gustaba su profesión. Era un hombre afortunado.
La pequeña fiesta estaba llegando a su apogeo. Alguien sacó una vieja guitarra y todos cantaron unas cuantas canciones. Luego pasaron el raki para una última ronda de bebidas y, después, una vez más. Rob sabía que se estaba emborrachando demasiado. Antes de hacer el ridículo y quedarse dormido sobre el suelo de madera decidió que tenía que irse a casa, así que se dirigió hacia la ventana para respirar algo de aire fresco y prepararse para presentar sus excusas.
En el exterior, las calles estaban mucho menos ruidosas. Sanliurfa era una ciudad que se iba a la cama a una hora avanzada porque dormía durante toda la tarde, pero ya eran casi las dos de la madrugada. El único sonido real procedía directamente de abajo. Había tres hombres en la calle, justo bajo las elegantes ventanas de Franz Breitner. Entonaban una extraña canción en un tono grave, casi como un cántico religioso. Llamaba la atención que tuvieran delante de ellos una pequeña mesa de caballetes llena de velas casi apagadas.
Rob observó a los hombres y a las llamas de las velas alrededor de medio minuto. Después se giró y vio que Christine se encontraba en el otro extremo del salón de Franz hablando con Derya. Rob le hizo señas para que se acercara.
Christine se asomó a la ventana, vio a los hombres que seguían cantando y no dijo nada.
—Es bonito, ¿verdad? —dijo Rob en voz baja—. ¿Es una especie de himno o canto religioso?
Pero cuando se giró para mirarla pudo ver que ella tenía la cara pálida y muy tensa.
Parecía asustada.
9
Rob se despidió de todos y Christine lo acompañó. En el exterior, los tres hombres que cantaban habían apagado las velas, recogido la mesa y ahora comenzaban a caminar calle abajo. Uno de ellos se volvió para mirar a Christine. Su expresión resultaba inescrutable.
O quizá, pensó Rob, no era más que la falta de iluminación en las calles lo que hacía difícil saber lo que aquel hombre estaba pensando. En la lejanía un perro ladraba según su propio ritual solitario. La luna se elevaba por encima del minarete más cercano. Rob pudo oler el agua de las cloacas.
Cogida de su brazo, Christine lo guió por la pequeña y oscura calle hasta otra más ancha y algo mejor iluminada. El periodista esperaba que ella le diera alguna explicación, pero siguieron en silencio. Detrás del bloque de apartamentos más lejano se podía vislumbrar el desierto. Oscuro e infinito, antiguo y muerto.
Pensó en los pilares de Gobekli, desnudos a la luz de la luna, en algún lugar más allá, expuestos por primera vez en diez mil años; sintió frío por primera vez desde su llegada a Sanliurfa.
El silencio había durado demasiado tiempo.
—De acuerdo —dijo soltando el brazo de Christine—. ¿De qué iba todo eso? ¿Ese cántico? —Rob sabía que estaba siendo duro, pero se sentía cansado, irritable y con una ligera resaca—. Christine, dímelo. Parecía... como si hubieras visto al demonio asirio del viento.
Aquello pretendía ser una broma para mejorar el humor. No funcionó. Christine frunció el ceño.
—Pulsa Dinura.
__¿Qué?
—Es lo que estaban cantando esos hombres. Una oración.
—Pulsa... di...
—Nura. Látigos de fuego. Arameo.
Rob estaba impresionado, otra vez.
—¿Cómo lo sabes?
—Hablo un poco de arameo.
Habían bajado a la altura de los estanques de peces. La antigua mezquita estaba en sombras, sin iluminar. Ninguna pareja caminaba por los paseos. Rob y Christine giraron a la izquierda, dirigiéndose al hotel de él y al piso de ella, que estaba justo después.
—Así que cantaban un himno arameo. Qué bonito. ¡Músicos callejeros!
—No es un himno. Y no eran jodidos músicos callejeros.
La repentina violencia de ella le sorprendió.
—Lo siento, Christine...
—Pulsa Dinura es una maldición antigua. Un hechizo del desierto. De las áridas inmensidades de Mesopotamia. Se encuentra en algunas versiones del Talmud, el libro sagrado de los judíos, escrito en tiempos del cautiverio babilonio, cuando los judíos fueron apresados en Iraq. Rob, es muy malvado y muy antiguo.
—De acuerdo... —No sabía cómo reaccionar. Se estaban acercando al hotel—. ¿Y qué es lo que provoca el Pulsa Dinura?
—Está hecho para invocar al ángel de la destrucción. El azote de fuego. Deben haber estado dedicándoselo a Franz. ¿Por qué otro motivo iban a hacerlo debajo de sus ventanas?
Rob volvió a percibir el enfado.
—Entonces, están lanzándole un conjuro. ¿Y qué? Muy bien. Probablemente no les pague suficientes siclos. ¿A quién le importa? No son más que supercherías, ¿no? —Entonces recordó la cruz que colgaba del cuello de Christine. ¿La estaba insultando de alguna forma? Rob era un completo ateo. Le costaba trabajo aceptar las creencias religiosas y la irracionalidad de las supersticiones y, a veces, las encontraba tremendamente molestas. Sin embargo, le encantaba el Oriente Medio, la cuna de todas aquellas creencias irracionales y credos del desierto. Y le gustaban bastante las pasiones y debates que provocaban esas creencias. Una extraña paradoja. —Christine guardaba silencio. Rob lo volvió a intentar—: ¿Qué importa?
Ella se giró para mirarlo a la cara.
—Importa mucho para algunas personas. En Israel, por ejemplo.
—Continúa.
—Pulsa Dinura ha sido utilizada unas cuantas veces en los últimos años por parte de los judíos.
—De acuerdo...
—Algunos rabinos ultra ortodoxos, por ejemplo. Invocaron al ángel de la muerte para enfrentarse al rabino Yitzhak, el líder israelí, en octubre de 1995. —Hizo una pausa. Rob trataba de recordar la importancia de la fecha. Christine lo hizo antes que él—. Y el rabino fue asesinado ese mismo mes.
—Vale. Una coincidencia interesante.
—Otros rabinos se sirvieron del Pulsa Dinura contra Ariel Sharon, el siguiente primer ministro, en 2005. Unos meses después cayó en coma tras una hemorragia cerebral.
—Sharon tenía setenta y siete años. Y estaba gordo.
Ella miró fijamente a Rob a los ojos.
—Claro. No es más que... una coincidencia.
—Sí que lo es.
Habían llegado al vestíbulo del hotel. Casi estaban discutiendo. Rob se arrepentía de ello. Le gustaba Christine. Mucho. No había querido ofenderla. Se ofreció con entusiasmo a acompañarla durante el medio kilómetro que quedaba hasta su edificio de apartamentos, pero ella lo rechazó con cortesía. Se miraron. Después se dieron un pequeño abrazo.
—Como tú dices, Robert, no es más que una coincidencia —dijo antes de irse—. Pero los kurdos creen que funciona. Montones de personas en Oriente Medio creen que Pulsa Dinura funciona. Es tristemente célebre. Búscalo en Google. Así que, si lo están utilizando significa que algunas personas quieren de verdad ver a Franz Breitner muerto.
Dicho esto, se dio la vuelta y se marchó.
Rob la miró durante unos minutos mientras se alejaba. Después volvió a sentir un escalofrío. La temperatura de la noche había descendido a medida que el viento soplaba desde el desierto.
10
El inspector Forrester se recostó en el sofá. Se encontraba en una acogedora sala de estar a poca distancia de Muswell Hill, en las afueras del norte de Londres, para visitar a su terapeuta.
Se imaginaba que era una especie de estereotipo. Un policía con neurosis, un policía jodido. Pero no le importaba. Las sesiones le servían de ayuda.
—Y bien, ¿cómo te ha ido la semana? —La terapeuta tenía sesenta y tantos años. Doctora Janice Edwards. Pija en el buen sentido. A Forrester le gustaba el hecho de que ella fuera algo mayor. Eso significaba que podía contarle sus secretos, conseguir una catarsis, hablar sin distracciones emocionales. Y necesitaba hablar. Aunque le costara cincuenta libras la hora. A veces hablaba de su trabajo y otras sobre otros asuntos. Asuntos más oscuros. Asuntos serios. Sin embargo, nunca llegaba a profundizar en ello. Su hija. Quizá algún día lo hiciera.
—Y bien —repitió la doctora Edwards en algún lugar por detrás de la cabeza de Forrester—. Hablame de tu semana...
Con los ojos fijos en la ventana, la mirada perdida, las manos descansando sobre el estómago, Forrester comenzó a hablarle a su terapeuta sobre el caso de Craven Street.
—No tenemos testigos. Salieron sin ser vistos. Utilizaron guantes de piel pero los forenses no pueden encontrar ningún rastro de ADN. La herida de cuchillo no sirve de nada. Una hoja normal. No hemos encontrado una sola huella. —Se frotó la cabeza. La terapeuta murmuró algo mostrando interés. Continuó hablando—: Me emocioné de verdad cuando descubrí que la bodega que excavaron había sido antes..., en fin, encontraron algunos huesos antiguos de hace muchos años..., pero no fue en realidad una pista, sino una simple coincidencia, creo. Pero sigo sin tener ni idea de lo que estaban buscando. Tal vez se trate de una gamberrada, una simple travesura de estudiantes que terminó saliendo mal, quizá estuvieran colocados por alguna droga... —Forrester se dio cuenta de que estaba divagando, pero no le dio especial importancia—. Y en ésas estoy. Tengo a un tipo sin lengua en el hospital, no hay ninguna pista y... bueno, esa ha sido mi semana, una semana de mierda..., y eso es todo lo que... ya sabes... —Se fue callando poco a poco.
A veces, eso era lo que ocurría en la terapia. No decía nada de importancia y después se quedaba en blanco. Pero entonces, Forrester sintió que, surgidas de la nada, le invadían de repente la pena y la rabia. Quizá fuera la oscuridad que inundaba el exterior, o la quietud de la habitación. O el recuerdo de aquel pobre hombre golpeado y maltratado. Pero ahora deseaba de verdad hablar de algo mucho más profundo, algo mucho más oscuro. La verdad. Había llegado el momento. Quizá fuera la hora de hablar de Sarah.
Pero el silencio invadía la habitación. Forrester pensó en su hija. Cerró los ojos. Se recostó. Y pensó en Sarah. Sus ojos azules y confiados. Su risa aturdida. Sus primeras palabras. Manzana. «Anana». El primer bebé. Una hija preciosa. Y después...
Se frotó los ojos. No podía hablar de eso. Todavía no. Podía pensar en ella. Pensaba en ella todo el tiempo. Pero no podía hablar. Todavía no.
Tenía siete años. Había salido en plena oscuridad, una noche de invierno. Cruzó la puerta, cuando nadie miraba. Y después buscaron por todas partes; la policía, los vecinos..., todos buscaron.
Y la encontraron. En medio de la carretera, bajo un puente de la autopista. Y nadie supo si había sido un asesinato o si simplemente se había caído por el puente. Porque el cuerpo estaba machacado. Atropellado por un montón de vehículos en la oscuridad. Probablemente, los camiones y los coches creyeran que habían pasado por encima de un trozo de neumático.
Forrester sudaba. No había pensado con tanta intensidad en Sarah desde hacía meses, quizá años. Sabía que tenía que liberar todo esto. Dejarlo salir. Pero no podía. Se giró y dijo:
—Lo siento, doctora. No puedo. Sigo pensando en eso a todas horas, todos los días, ¿sabe? Pero... —Tragó saliva. No le salían las palabras, aunque los pensamientos acudían a toda velocidad. Todos los días se preguntaba, incluso ahora: «¿La encontró alguien, la violó y la dejó caer por el puente o simplemente se cayó? Pero si simplemente se cayó, ¿cómo pudo suceder?». A veces, pensaba que lo sabía. A veces, en lo más profundo de sí mismo, sospechaba que había sido asesinada. Él era policía. Sabía de estas cosas. Pero no había testigos, ni pruebas. Quizá nunca lo sabrían. Suspiró y miró a la terapeuta. Estaba serena. Serena, con sesenta y cinco años, el pelo canoso y una sonrisa tranquila.
—No importa —le dijo—. Algún día...
Forrester asintió. Sonrió al pensar en su frase de siempre. «Quizá algún día».
—A veces, me cuesta trabajo. Mi mujer se deprime y se da la vuelta por la noche. Pasan los meses sin que tengamos sexo, pero al menos estamos vivos.
—Y tenéis a vuestro hijo.
—Sí. Lo tenemos a él. A veces pienso que hay que estar agradecidos por lo que tenemos en lugar de por lo que no tenemos. ¿Qué es lo que dicen los alcohólicos en las reuniones de Alcohólicos Anónimos? Para lograrlo hay que fingirlo. Todas esas sandeces. Imagino que eso es lo que tengo que hacer yo. Fingir a veces que estoy bien. —Volvió a detenerse y el silencio resonó en toda aquella cálida sala de estar. Al final se incorporó en su asiento. Había terminado su hora. Lo único que podía oír era el tráfico, amortiguado por las ventanas y las cortinas.
—Gracias, doctora Edwards.
—Por favor. Ya te he dicho que me llames Janice. Llevas seis meses viniendo aquí.
—Gracias, Janice.
Ella sonrió.
—¿Nos vemos la semana que viene?
Él se puso de pie. Le dio la mano con educación. Forrester se sentía purificado y con algo más de ánimo.
Condujo de vuelta a Hendon, calmado y pensativo. Otro día. Había pasado otro día. Sin beber ni gritar.
Oyó el ruido de su hijo cuando metió la llave en la cerradura de la puerta. Su esposa estaba en la cocina viendo las noticias en la televisión. El olor a pasta al pesto invadía todos los rincones. Todo iba bien. Las cosas iban bien. En la cocina, su mujer lo besó y él le dijo que había estado en una sesión. Ella sonrió y pareció relativamente contenta.
Antes de la cena, Forrester salió al patio y se lió un porro diminuto. No se sintió culpable al hacerlo. Se fumó la hierba, de pie en el patio, exhalando el humo azul hacia el cielo estrellado, y notó cómo los músculos de su cuello se relajaban. Después volvió a entrar en la casa, se tumbó en el suelo de la sala de estar y ayudó a su hijo con un puzle. Y de pronto, sonó aquella llamada de teléfono.
En la cocina, su mujer estaba colando los macarrones. Vapor caliente. El olor del pesto.
—¿Sí?
—¿Inspector jefe?
Forrester reconoció de inmediato el acento finlandés de su subalterno.
—Boijer, estaba a punto de cenar.
—Lo siento, señor, pero he recibido una llamada extraña...
—¿Y bien?
—Ese amigo mío... Skelding, ya sabe, Niall.
Forrester pensó un momento y después lo recordó: el tipo alto que trabajaba en la base de datos de asesinatos del Ministerio del Interior británico. Habían estado tomando juntos una copa en una ocasión.
—Sí, lo recuerdo. Skelding. Trabaja en el HOLMES.
—Eso es. Pues bien, me acaba de llamar y me ha dicho que tienen un nuevo homicidio, en la isla de Man.
—¿Y?
—Han matado a un hombre. Muy desagradable. En una casa grande.
—La isla de Man queda muy lejos.
Boijer estaba de acuerdo. Forrester vio cómo su mujer echaba sobre los macarrones el pesto de un intenso color verde. Se parecía un poco a la bilis; pero olía bien. Forrester tosió con impaciencia.
—Como he dicho, mi mujer acaba de preparar una deliciosa cena y...
—Sí, señor. Lo siento, pero la cuestión es que, antes de que este hombre fuera asesinado, los asaltantes le grabaron un símbolo en el pecho.
—Te refieres a...
—Sí, señor. Eso es. Una estrella de David.
11
Al día siguiente a la cena de Franz, Rob llamó a casa de su ex mujer. Su hija Lizzie contestó. Todavía no sabía bien cómo utilizar el teléfono. Rob trató de ayudarla.
—Cariño, utiliza el otro extremo.
—Hola, papi. Hola.
—Cariño...
El simple hecho de escuchar a Lizzie hablar le produjo a Rob un punzante sentimiento de culpa. Y también el placer puro y básico de tener una hija. Y el rabioso deseo de protegerla. Y después un sentimiento de culpa añadido por no estar allí, en Inglaterra, protegiéndola.
Pero ¿protegerla de qué? Estaba a salvo a las afueras de Londres. Estaba bien.
Cuando Lizzie consiguió usar el extremo correcto del teléfono, hablaron durante una hora, y Rob le prometió enviarle fotografías del lugar donde estaba. Después, muy a su pesar, colgó el teléfono y decidió que ya era hora de ponerse a trabajar. Oír a su hija tenía a menudo ese efecto; era como un instinto, algo genético. El recuerdo de sus deberes familiares estimulaba su instinto laboral, ir a ganar algo de dinero para alimentar a su prole. Era el momento de escribir el artículo.
Pero Rob se encontraba ante un dilema. Moviendo el teléfono de la cama al suelo, se reclinó y pensó. La historia era mucho más compleja de lo que se había imaginado. Compleja e interesante. Primero estaba la cuestión política: la rivalidad entre kurdos y turcos. Después el mal ambiente en la excavación y entre la gente de allí, su resentimiento y aquella oración de la muerte... ¿Y qué decir de las excavaciones clandestinas de Franz a altas horas de la noche? ¿Qué era aquello?
Se levantó y se acercó a la ventana. Estaba en la planta superior del hotel. Abrió la ventana y escuchó el sonido de la llamada de un almuecín desde una mezquita de los alrededores. El canto era discordante, incluso feroz. Sin embargo, seguía teniendo algo de hipnótico. El sonido inimitable de Oriente Medio. Se unieron más voces al cántico. La llamada a la oración resonaba por toda la ciudad.
Entonces, ¿qué iba a escribir para el periódico? Una parte de él deseaba ardientemente quedarse a investigar más. Llegar al fondo de la historia. Pero, en realidad, ¿de qué servía aquello? ¿No se trataba en verdad de un capricho? No tenía toda la eternidad. Y si incluía todo ese asunto extraño y desconcertante, alteraría e incluso estropearía el artículo. O, al menos, complicaría la narración y, por tanto, la pondría en peligro. El lector terminaría confuso y podría decirse que hasta insatisfecho.
Así pues, ¿qué debía escribir? La respuesta estaba clara. Si simplemente se ceñía a la simple y casi asombrosa cuestión histórica, se sentiría bien. Un hombre descubre el templo más antiguo del mundo. «Misteriosamente enterrado dos mil años después...».
Eso era suficiente. Se trataba de una historia de lo más amena. Y con algunas fotografías impactantes de las piedras, las excavaciones y de un kurdo enfadado, Franz con sus gafas y Christine con su elegante pantalón color caqui también quedarían bien.
Christine. Rob se preguntó si su deseo apenas reprimido de quedarse e investigar más a fondo aquella historia era, en realidad, por ella. Un deseo apenas reprimido por Christine. ¿Sabría la arqueóloga lo que él sentía? Probablemente. Las mujeres siempre lo sabían. Pero él no tenía la menor idea. ¿Le gustaba a ella? Se dieron aquel abrazo... Y la forma en que se cogió de su brazo anoche...
Basta. Agarró su mochila y, metiendo los bolígrafos, libretas y gafas de sol, salió de su habitación. Quería visitar la excavación una última vez, hacer unas cuantas preguntas más y así tendría suficiente material. Ya llevaba allí cinco días. Era hora de irse.
En el exterior del hotel, Radevan estaba apoyado en su taxi mientras discutía de fútbol o política con los demás taxistas, como siempre. Levantó la mirada cuando Rob salió a la luz del sol y sonrió. El periodista asintió.
—Quiero ir al sitio malo.
Radevan se rió.
—¿Al sitio malo? Sí, señor Rob.
Radevan hizo sus ademanes de chófer con la puerta del coche y Rob entró en él sintiéndose enérgico y decidido. Había hecho la elección correcta. Redactar el artículo, enviar la factura por el trabajo y después volver a Inglaterra e insistir en pasar un tiempo prudencial con su hija.
El camino hasta Gobekli transcurrió sin incidentes. Radevan se hurgó la nariz y se quejó en voz alta de los turcos. Rob observaba el inmenso desierto, hacia el Éufrates y las azules montañas del Taurus que se levantaban más allá. Había llegado a gustarle este desierto, aunque le turbaba. Tan antiguo, tan cansado, tan malévolo, tan agreste. El desierto de los demonios del viento. ¿Qué más se escondía en sus bajas colinas? Un pensamiento extraño. Rob miró el paisaje.
Llegaron rápidamente. Con un chirrido de neumáticos gastados, Radevan aparcó. Se asomó por la ventanilla mientras Rob se dirigía a la excavación.
—¿Tres horas, señor Rob?
Rob se rió.
—Sí.
La excavación era aquel día frenética , más ajetreada de lo que Rob había visto antes. Se estaban abriendo nuevas zanjas. Nuevos agujeros profundos en las colinas que dejaban ver aún más piedras. Rob comprendió que la campaña de excavaciones estaba llegando a su fin y Franz quería seguir descubriendo. El periodo de excavaciones era extremadamente corto. Hacía demasiado calor en el yacimiento en pleno verano y estaba demasiado expuesto en invierno. Y, de todos modos, los científicos necesitaban al parecer nueve meses de interpretación y trabajo de laboratorio para procesar lo que habían encontrado en los tres meses de verdadera excavación. En eso consistía el año arqueológico: tres meses de trabajo preliminar y nueve de pensar. Bastante relajado, a decir verdad.
Franz, Christine y el paleobotánico Iván mantenían una discusión en la zona cubierta con el toldo. Saludaron a Rob con un movimiento de mano, él se sentó y se sirvieron más té. A Rob le gustaba la infinita cadena de producción del té turco, el ritual del tintineo de las cucharillas, los vasos con forma de tulipán y el sabor del dulce cay negro. Y aquel té caliente era curiosamente refrescante bajo el sol del seco desierto.
Mientras tomaba el primer vaso de té, el periodista les contó que estaba a punto de acabar, que ésa era su última visita. Examinó el rostro de Christine mientras lo decía. ¿Vio un atisbo de pena? Quizá. Se recreó un poco en ello. Pero después recordó su trabajo. Tenía que hacer unas cuantas preguntas más, sus últimas indagaciones. Por eso estaba allí. Nada más.
Necesitaba enmarcar la excavación en un contexto. Había leído algunos libros más de historia y de prehistoria, y quería colocar a Gobekli Tepe en algún lugar. Ver si encajaba y cómo se integraba dentro del mosaico de la historia más amplia de la humanidad, la evolución del hombre y la civilización.
Franz se mostró feliz de colaborar.
—En esta zona —elevó el brazo hacia las amarillas colinas que había más allá de los toldos sin paredes— es donde empezó todo. La civilización. El primer lenguaje escrito es el cuneiforme y comenzó no muy lejos de aquí. La fundición de cobre es de origen mesopotámico. Y las primeras ciudades de verdad se construyeron en Turquía. Isobel Previn puede hablarte de todo eso.
Rob estaba desconcertado. Entonces recordó el nombre. La tutora de Christine en Cambridge. Isobel Previn. Había leído también ese nombre en diferentes libros de historia. Previn había trabajado con el gran James Mellaart, el arqueólogo inglés que excavó Catalhöyük. Rob disfrutó leyendo sobre Catalhöyük, principalmente porque la excavaron muy deprisa. Tres años de trabajos intensos y todo quedó al descubierto. Aquella fue la época heroica y hollywoodiense de la arqueología. Hoy día, por lo que Rob sabía, las cosas habían disminuido de velocidad. Ahora había tantos expertos en diferentes campos —arqueometalúrgicos, zooarqueólogos, etnohistoriadores, geomorfólogos...—, que todo se había complicado mucho. Un yacimiento complejo podía tardar décadas en desentrañarse.
Gobekli Tepe era un yacimiento de esa clase. Franz llevaba excavando en Gobekli desde 1994, Christine había dado entender que él pasaría el resto de su vida laboral trabajando allí. ¡Toda una vida de trabajo en una sola excavación! Pero una vez más, se trataba del yacimiento arqueológico más impresionante del mundo. Y probablemente por esa razón parecía Franz tan contento casi siempre. En ese momento sonreía, explicándole a Rob los comienzos de la historia de la cerámica y la agricultura, cuya existencia vino después de que se construyera Gobekli Tepe. Y ambas habían comenzado también cerca de allí.
—Pueden verse los primeros signos de cultivos de la historia en Siria. Gordon Childe lo denominó la revolución neolítica y ocurrió no muy lejos de allí, hacia el sur. Abu Hureyra, Tell Aswad, lugares como ésos. Así que, ya ves que esto es una verdadera cuna. El trabajo del metal, la cerámica, la agricultura, la fundición y la escritura comenzaron cerca de Gobekli. ¿Ja?
—Sí, aunque en realidad hay pruebas de plantaciones de arroz en Corea del 13000 antes de Cristo, pero no se sabe bien —añadió Chris tine.
Ivan, que había permanecido en silencio hasta ahora, también participó:
—Y hay algunas curiosas evidencias de que la cerámica pudo haberse desarrollado y luego sufrir una especie de retraso antes de eso en Siberia.
Rob se giró.
—¿Cómo? —Franz pareció un poco enfadado por la interrupción de su colega, pero Rob estaba intrigado—. Continúa.
Iván se ruborizó.
—Pues tenemos evidencias en la parte más oriental de Siberia, y puede que en Japón, de una civilización aún más primitiva. Un pueblo del norte. Posiblemente se extinguieron porque las pruebas desaparecen. No lo sabemos. No tenemos ni idea de qué fue de ellos.
Franz parecía molesto.
—Ja, ja, ja, Ivan. Pero, aun así, esta zona es donde de verdad ocurrió. ¡El Oriente Próximo! Aquí. —Golpeó la mano contra la mesa para darle énfasis, haciendo que las cucharillas vibraran—. Todo eso. Todo comenzó aquí. Los primeros hornos para hacer cerámica. Fue en Siria y en Iraq. Los hititas hicieron el primer acero. En Anatolia. Los primeros cerdos domésticos estaban en Cayonu, los primeros pueblos en Anatolia y... y por supuesto, el primer templo...
—¡Gobekli Tepe!
Todos rieron. La paz había quedado restablecida y la conversación continuó. Rob pasó diez minutos aplicado en tomar notas mientras los arqueólogos charlaban entre sí sobre la domesticación de los animales y la distribución de «microlitos». La conversación era técnica y compleja; a Rob no le importó. Tenía las últimas piezas del rompecabezas. No era un retrato completo —seguía habiendo misterios—, pero sí que era bueno y convincente, y funcionaría. Además, él era periodista, no historiador. No había venido aquí para solucionarlo todo, sino para recoger una impresión vivida y rápida. ¿A qué llamaban periodismo? Al «primer esbozo de la historia». Eso es lo que él hacía y lo que se suponía que tenía que hacer: estaba escribiendo el primer borrador.
Levantó la mirada. Llevaba media hora tomando notas. Los científicos lo habían dejado ocupado en ello; se habían dispersado por la excavación para hacer lo que de verdad hacían cuando no estaban discutiendo: examinar la tierra y limpiar antiguas piedras. Sentado en aquella tienda, con más argumentos ya para su artículo, Rob se puso de pie, se frotó su entumecido cuello y decidió ir a dar una vuelta por el lugar antes de irse. Levantó su mochila y caminó entre los montículos más cercanos, bordeando los recintos vallados y las piedras.
Más allá de la zona principal de la excavación había una amplia zona descubierta sembrada de piedras. Christine le había enseñado aquel lugar en su visita anterior. Rob se había sorprendido al ver tantas piezas de sílex de hacía doce mil años, talladas por hombres de la Edad de Piedra, esparcidas alrededor. Literalmente, se trataba de miles de ellas. Simplemente podías arrodillarte y, tras una breve búsqueda, coger un hacha antigua, una punta de flecha o una herramienta para cortar.
Rob decidió hacer eso mismo. Le apetecía tener un recuerdo. El sol le calentó la espalda cuando se arrodilló en medio de la tierra reseca. A los pocos minutos tuvo suerte. Examinó su descubrimiento dándole vueltas con cuidado entre sus dedos. Se trataba de una punta de flecha tallada con habilidad e incluso exquisitez. Se imaginó al hombre que la había fabricado doce mil años atrás. Trabajando bajo el sol y vestido con un taparrabos, con un arco atado a su musculosa espalda. Un hombre primitivo. Sin embargo, alguien que había construido un templo enorme, tallado con verdadera destreza. Aquello era una paradoja. ¡Hombres de las cavernas que construyeron una catedral! También era una buena introducción para su artículo. Una poderosa imagen.
Se levantó y guardó la punta de flecha en un bolsillo lateral de su mochila y lo cerró con la cremallera. Probablemente estuviera incumpliendo cien leyes turcas al robar utensilios antiguos, pero no parecía que Gobekli Tepe se fuera a quedar sin piezas de sílex de la Edad de Piedra en poco tiempo. Colgándose la mochila a la espalda, Rob echó un último vistazo a las llanuras onduladas y sin árboles quemadas por el implacable sol. Pensó en Iraq, en algún lugar más allá. No muy lejos de allí. Si subía al coche y le decía a Radevan que lo llevara, podría estar en la frontera iraquí en pocas horas.
Y después, una imagen de Bagdad atravesó su mente. La cara de la terrorista. Rob tragó saliva en su boca seca. No era una buena sensación. Se dio la vuelta para disponerse a regresar cuando oyó aquel espantoso sonido, un grito horrible.
Parecía como un animal al que estuvieran torturando. Como un mono al que estuvieran abriendo en canal. Espantoso.
Aceleró el paso. Oyó más gritos. ¿Qué estaba pasando? Después, alguien volvió a gritar. Corrió con la mochila golpeándole la espalda.
Se había alejado más de lo que creía. ¿Dónde estaba la zona principal de la excavación? Las colinas parecían todas iguales. Las voces venían desde lejos con el despejado aire del desierto. Y no eran sólo voces, sino gritos y llantos. Dios. Algo malo estaba ocurriendo. Giró a la izquierda y luego a la derecha y subió a toda velocidad a la cima de una colina. Allí estaba la excavación. Una multitud de personas se había congregado alrededor de uno de los recintos cerrados, una de las zanjas nuevas. Los obreros se empujaban unos a otros.
Sus botas del desierto resbalaban entre el polvo y las piedras. Rob fue dando tumbos hasta un lateral de la multitud y se abrió paso entre ella, oliendo el sudor y el miedo. Apartando con malos modos al último hombre, llegó hasta el borde de la zanja y miró hacia abajo. Todos miraban hacia abajo.
En el fondo de la fosa había una pieza de acero, una de las piquetas de apariencia letal que se usaban para sujetar las lonas. Franz Breitner estaba clavado en ella con la cara hacia abajo. Atravesado por completo por la parte superior izquierda de su pecho. La sangre salía de la herida a borbotones. Christine estaba de pie a su lado, hablándole. Ivánse encontraba detrás de ellos llamando frenético por su teléfono móvil. Dos obreros trataban con desesperación de arrancar la piqueta de la tierra.
Rob miró a Franz. Parecía estar vivo, pero la herida era tremenda, posiblemente le habría atravesado los pulmones. Un empalamiento sin esperanza. Rob había visto montones de heridas en Iraq, heridas como ésa —explosiones que hacían volar vigas y postes hacia la gente, clavándose en sus pechos y cabezas, atravesándolos brutalmente.
Rob sabía que Franz no lo soportaría. Una ambulancia tardaría más de una hora en llegar hasta allí. Probablemente no habría helicópteros de emergencias médicas entre ese lugar y Ankara. Franz Breitner iba a morir, allí, en una zanja. Rodeado por las silenciosas piedras de Gobekli Tepe.
12
En los estanques de peces de Abraham, las carpas se movían con excitación, pidiendo los diminutos trozos de pan de pita que él lanzaba al agua. Rob las miraba, hipnotizado. Aquel frenesí desesperado era una visión repulsiva.
Había ido allí tratando de serenarse. Era el único espacio verde y tranquilo que conocía en aquella bulliciosa ciudad. Pero la tranquilidad no funcionaba. Mientras veía a los peces devorar la comida, Rob seguía dándole vueltas en la mente a los sucesos del día anterior. La espantosa visión de Franz atrapado en la piqueta. Las frenéticas llamadas de teléfono. La fatídica decisión final de serrar el poste de acero por la mitad y llevar a Franz, atravesado, hasta Sanliurfa en el coche de Christine.
Rob había ido detrás con Radevan. El maltrecho Toyota siguió al Land Rover por las colinas cruzando las llanuras hasta el Hospital Universitario de Harán en la zona nueva de la ciudad. Allí esperó Rob, en los miserables pasillos, con Christine, Ivány la sollozante esposa de Franz. Seguía allí cuando los médicos salieron para darles la inevitable noticia: Franz Breirner había muerto.
Las carpas luchaban ahora por el último trozo de pan. Mordiéndose unas a otras. Rob se dio la vuelta. Vio a un soldado turco armado con una ametralladora apostado junto a un jeep aparcado fuera de los setos. El soldado lo miró con el ceño fruncido.
La ciudad estaba más alborotada de lo normal y aquello no tenía nada que ver con la muerte de Breirner. Una bomba había explotado en Dyarbakir, la ciudad turco-kurda a trescientos polvorientos kilómetros al este, el centro del separatismo kurdo. No había muerto nadie, pero había diez personas heridas y, una vez más, se había vuelto a elevar la tensión en la zona. La policía y el ejército se dejaban ver por todas partes esa tarde.
Rob suspiró cansado. A veces parecía que la violencia fuera universal. Ineludible. Y él quería eludirla.
Cruzó un pequeño puente de madera sobre un diminuto canal y se sentó en una mesa. El camarero de la tetería se acercó limpiándose las manos con una toalla que colgaba de su cintura y Rob le pidió agua, té y unas aceitunas. Tenía que esforzarse de verdad para dejar de pensar en Franz por un momento. Pensar en la visión de la sangre en el coche de Christine. La punta de acero clavada obscenamente en el torso de Franz...
—¿Señor?
El camarero había traído el té de Rob. La cucharilla tintineó. El terrón de azúcar se disolvió en el líquido de color rojo oscuro. El sol brillaba entre los árboles del pequeño parque. Un niño pequeño vestido con una camiseta del Manchester United jugaba con un balón de fútbol en el césped. Su madre estaba envuelta en color negro.
Se terminó el té. Tenía que ponerse en marcha. Tras comprobar la hora que era en Londres, cogió su teléfono móvil y marcó.
—¡Sí! —La habitual brusquedad de Steve.
—Hola, soy...
—¡Robbie! Mi corresponsal arqueológico. ¿Cómo van esas piedras? —El alegre acento cockney animó un poco a Rob. Se preguntaba si debería echar a perder ese buen humor contándole a Steve lo que había pasado. Antes de que pudiera decidirlo, Steve dijo—: Me gustaron las notas que enviaste. Estoy deseando ver el artículo. ¿Cuándo vuelves?
—Pues iba a ser mañana, pero...
—Buen chico. Ven a las cinco.
—Sí, pero...
—¡Y envíame alguna foto! Son buenas las de...
—Hay un problema, Steve.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Por fin. Rob aprovechó la oportunidad para lanzarse. Le contó todo a Steve. Los extraños misterios y las dificultades que rodeaban a la excavación, el resentimiento de los obreros, el insólito cántico de la muerte, la envenenada política local y las curiosas excavaciones nocturnas. Le explicó a su editor que no le había mencionado todo esto antes porque no estaba seguro de su importancia.
—¿Y ahora sí es importante? —replicó Steve con brusquedad.
—Sí, porque...
Rob miró al castillo que había sobre el risco con la roja bandera turca. Respiró hondo. Después le relató a Steve la terrible historia de la muerte de Franz, al final de la cual, Steve dijo simplemente:
—¡Dios mío! ¿Cómo estás?
—¿Qué?
—Te envié a esa excavación porque pensé que necesitabas un descanso. Un lugar agradable y tranquilo. Unas cuantas piedras de mierda. Sin dramas. Nada de problemas para Luttrell.
—Sí, ya imagino... y...
—Y terminas en medio de una guerra civil con una panda de sacerdotes maliciosos y luego un tipo termina ensartado como un kebab. —Steve se rió—. Lo siento, amigo. No debería hacer bromas con eso. Debe de haber sido una mierda. Pero ¿qué es lo que quieres hacer ahora?
Rob lo pensó bien. ¿Qué quería hacer? No lo sabía.
—No estoy seguro... En realidad, creo que necesito que mi editor me aconseje. —Se puso de pie apretando todavía el teléfono contra su oreja—. Steve, tú eres el jefe. Yo estoy perdido. Dime qué hacer y lo haré.
—Confía en tu instinto.
—¿Qué quieres decir?
—Que confíes en ti mismo. Tienes un gran olfato para las buenas historias. Eres como un jodido sabueso. —La voz de Steve era firme—. Así que, dime: ¿hay una buena historia ahí?
Rob lo supo de inmediato. Se dio la vuelta, miró al camarero y le pidió la cuenta por señas.
—Sí, creo que sí.
—Entonces, ahí lo tienes. Hazlo. Ponte a escarbar por ahí. Quédate dos semanas más, por lo menos.
Rob asintió. Sintió una excitación profesional. Pero estaba teñida de tristeza. La muerte de Breitner había sido escalofriante. Y deseaba irse a casa a ver a su hija. Decidió confesar.
—Pero, Steve, quiero ver a Lizzie.
—¿Tu hijita?
—Sí.
—Blandengue. —Steve se rió—. ¿Cuántos años tiene?
—Cinco.
El editor se quedó en silencio. Rob miró hacia la antigua mezquita que había al otro lado del reluciente estanque. Christine le había dicho que en su momento fue una iglesia, una iglesia de los cruzados.
—Está bien, Rob. Si haces esto por mí te llevaremos en un avión de vuelta a casa justo a continuación. En business, ¿de acuerdo?
—Gracias.
—En The Times nos gusta cuidar de nuestros colaboradores. Pero necesitaré algo de tu parte mientras tanto.
—¿Como qué?
—Pásame la historia básica de las piedras. Necesito una copia para el jueves. Pero meteré en ella un pequeño avance, una pista de que hay más. Podemos hacer una serie. De nuestro hombre de la Edad de Piedra. Con los demonios del desierto.
Rob se rió sin pretenderlo. Steve siempre tenía la virtud de ponerle de buen humor con su cinismo de periodista británico y su humor despiadado.
—Hasta luego, Steve.
Volvió a meterse el teléfono en el bolsillo sintiéndose mucho mejor. Tenía un trabajo que hacer, una historia que escribir, una pista que investigar. Y después podría ir a ver a su hija.
Dejando la tranquilidad del parque, Rob se introdujo en las calles kurdas, donde los taxistas se gritaban unos a otros y un hombre tiraba de un burro que, a su vez, tiraba de un carro lleno de sandías hasta arriba. Había tanto ajetreo y ruido que Rob apenas pudo oír su teléfono. Pero sintió la vibración.
—¿Sí?
—¿Robert?
Christine. Se detuvo en mitad de la polvorienta acera. Pobre Chris tine. Había tenido que llevar a Franz al hospital. No dejó que nadie más lo hiciera. Rob había visto la sangre por todo el coche, la sangre del amigo de Christine. Espantosa y escalofriante.
—¿Estás bien? ¿Christine?
—Sí, sí, gracias. Estoy bien...
No parecía estarlo. Rob trató de entablar una agradable conversación; no sabía qué podía hacer. Christine no mostró interés. Su forma de hablar era entrecortada, como si estuviera reprimiendo la emoción.
—¿Sigue en pie tu vuelo de esta noche?
—No —dijo Rob—. Tengo que escribir más cosas. Seguiré aquí, por lo menos, una semana o dos más.
—Bien. ¿Podemos vernos? ¿En el caravasar?
Rob estaba perplejo.
—De acuerdo, pero...
—¿Ahora?
Aún confuso, Rob aceptó. La comunicación se cortó. Girando a la izquierda, volvió a subir la cuesta a grandes zancadas, justo al interior del bullicioso mercado cubierto.
El zoco era un mercado clásico árabe, de los que desaparecieron rápidamente de Oriente Medio. Lleno de lúgubres callejones, herreros mugrientos, vendedores de alfombras que le hacían señas para que se acercara y entradas a diminutas mezquitas. La brillante luz del sol se filtraba a través de los agujeros del techo ondulado. En los rincones oscuros y antiguos, los afiladores de cuchillos lanzaban chispas doradas al aire inundado de olor a especias. Y allí, en mitad de todo aquello, había un antiguo caravasar de verdad, un patio fresco y espacioso con mesas de café y preciosas arcadas de piedras. Un lugar para el comercio y el cotilleo, un lugar en el que los comerciantes regateaban por la seda y los hombres habían desposado a sus hijos durante mil años.
Entró en la animada plaza al aire libre y examinó las diferentes mesas y grupos de personas. No fue difícil localizar a Christine. Era la única mujer.
Su rostro estaba demacrado. Se sentó frente a ella, que le miraba fijamente a los ojos, como si buscara algo. Rob no tenía ni idea de qué era. Permanecía callada; la situación le resultó embarazosa.
—Escucha, Christine, yo... siento mucho lo de Franz. Sé que erais muy amigos y...
—Por favor. No. —Christine miraba hacia abajo conteniendo las lágrimas, el enfado o lo que fuera—. Ya basta. Eres muy amable. Pero ya es suficiente. —Volvió a levantar la mirada y Rob fue incómodamente consciente del color marrón topacio de sus ojos. Profundos y lánguidos. Hermosos y llenos de lágrimas. Ella tosió para aclararse la garganta. Entonces dijo—: Creo que Franz fue asesinado.
—¿Cómo?
—Yo estaba allí, Rob. Lo vi. Hubo una discusión.
El palmoteo producido por las palomas cuando echaron a volar invadió el caravasar. Los hombres daban sorbos a sus cafés sentados sobre alfombrillas de color bermellón. Rob volvió a mirar a Christine.
—Discutir no quiere decir asesinar.
—Lo vi, Rob. Lo empujaron.
—Dios mío.
—Exacto. Y no fue un accidente. Lo empujaron deliberadamente hacia ese poste.
Rob frunció el ceño.
—¿Has ido a la policía?
Christine movió la mano rechazando la idea, como si fuera una mosca que la molestara.
—Sí. No quieren saber nada.
—¿Estás segura?
—Prácticamente me echaron de la comisaría. Una simple mujer.
—Gilipollas.
—Puede ser. —Christine forzó una sonrisa—. Pero para ellos también resulta difícil. Los trabajadores son kurdos, la policía es turca. La política está imposible. Y ayer hubo un atentado en Dyarbakir.
—Lo vi en las noticias.
—Así que —continuó Christine—, ir a arrestar a un grupo de kurdos por asesinato... no es una cuestión sencilla ahora mismo. Dios mío...—Inclinó la cabeza sobre sus brazos cruzados.
Rob se preguntó si iba a llorar. Detrás de ella se elevaba un minarete por encima de la galería del caravasar. Tenía grandes altavoces negros en la parte superior pero, por ahora, guardaban silencio.
Christine se recuperó y volvió a incorporarse.
—Quiero saber, quiero... investigar.
—¿A qué te refieres?
—Quiero saberlo todo. ¿Por qué excavaba por las noches, por qué querían matarlo. Franz era mi amigo. Así que quiero saber por qué murió. ¿Vienes conmigo? Quiero ir a Gobekli y ver las notas de Franz, su material, los trabajos...
—Pero seguro que se han llevado todo eso. La policía turca.
—Mantenía muchas cosas en secreto —dijo Christine—. Pero yo sé dónde las guardaba. En un pequeño armario dentro de su cabina del yacimiento. —Ella se inclinó hacia delante, como si confesara algo—: Rob, tenemos que entrar allí y robarlas.
13
El vuelo a la isla de Man a través del mar de Irlanda fue movido pero corto. En el aeropuerto de Ronaldsway, Forrester y Boijer fueron recibidos en la sala de llegadas por el subcomisario de la policía y un sargento uniformado. Forrester sonrió y les estrechó la mano. Los cuatro agentes hicieron las presentaciones. El subcomisario se llamaba Hayden.
Salieron al aparcamiento. Forrester y Boijer se miraron y compartieron una breve y cómplice mirada ante la visión del extraño casco blanco del sargento de Man. Muy diferente a los de la isla principal.
Forrester ya conocía el estatus especial de la isla de Man. Como colonia de la corona, con su propio parlamento, su propia bandera, un legado de antiguas tradiciones vikingas y su propio cuerpo de policía, Man no formaba parte oficialmente del Reino Unido. Habían abolido el castigo de los azotes tan sólo unos años antes. El agente especial de inteligencia de Forrester le había informado al detalle en Londres sobre los protocolos poco usuales que implicaba la visita a la isla.
Hacía frío en el aparcamiento y el ambiente estaba algo lluvioso; los cuatro hombres caminaron con determinación hasta el gran coche de Hayden. En silencio, pasaron a toda velocidad por las tierras de cultivo de las afueras de la capital, Douglas, en la costa occidental. Forrester bajó su ventanilla y miró hacia fuera tratando de obtener una primera impresión del lugar: una sensación del entorno donde se encontraba.
Las verdes y exuberantes tierras de cultivo, los lluviosos bosques de roble y las diminutas capillas grises tenían una apariencia muy británica y celta. Del mismo modo, a medida que se acercaban a Douglas, las casas apiñadas a lo largo de la costa y los más ostentosos edificios de oficinas le recordaron a Forrester a las Hébridas escocesas. El único indicio de que no estaban en el mismo Reino Unido era la bandera de Man; el símbolo de un hombre de tres piernas sobre un fondo rojo brillante que ondeaba entre el húmedo viento sobre varios edificios.
El silencio del coche era interrumpido por ocasionales conversaciones triviales. Hubo un momento en que Hayden se giró, miró a Forrester y dijo:
—Por supuesto, hemos mantenido el cuerpo en el escenario del crimen. No somos aficionados.
Aquél fue un comentario extraño. Forrester supuso que los policías, pertenecientes a un cuerpo pequeño —unos doscientos agentes, quizá menos—, podrían sentirse molestos por su presencia. El gran hombre de la Policía Metropolitana. El londinense entrometido.
Pero Forrester tenía entre manos una tarea seria; estaba deseando ver el escenario del crimen. Quería ponerse a trabajar enseguida. Con protocolos o sin ellos.
El coche viró de repente hacia el exterior de la ciudad introduciéndose en un camino más estrecho con altos bosques a la derecha y el picado mar de Irlanda a la izquierda. Forrester vio un embarcadero, un faro, algunas barcas pequeñas que se balanceaban entre las grises olas y otra colina. Y entonces, el coche se introdujo entre unas vallas bastante elevadas y avanzó hasta un edificio blanco y almenado muy grande.
—El fuerte de Santa Ana —dijo Hayden—. Ahora lo ocupan oficinas.
El lugar estaba acordonado con cinta policial. Forrester vio que se había levantado una carpa en el jardín de la entrada y vislumbró a un policía que llevaba una vieja cámara Kodak de huellas digitales al interior del edificio. Salió del coche y se preguntó por las aptitudes del cuerpo de policía local. ¿Cuándo habían tenido su último homicidio? ¿Hacía cinco años? ¿Cincuenta? Probablemente pasaran la mayor parte del tiempo haciendo redadas entre los consumidores de hachís, menores de edad, borrachos y homosexuales. ¿No era este un lugar donde la homosexualidad seguía siendo ilegal?
Entraron directamente en la casa por la puerta principal. Dos hombres más jóvenes con mascarillas anti putrefacción miraron fijamente a Forrester. Uno de ellos llevaba una lata aluminio en polvo. Pasaron a otra sala. Forrester se disponía a seguir a los agentes forenses, pero Hayden le tocó en el brazo.
—No —dijo—. Al jardín.
La casa era enorme, aunque con un interior anodino. Había sido brutalmente convertida en oficinas. Alguien había arrancado la decoración e instalado lámparas fluorescentes y tabiques grises, cajoneras y ordenadores. Había maquetas de barcas y ferris sobre algunos de los escritorios. Un par de cartas de navegación colgaban de una pared; al parecer, las oficinas pertenecían a una empresa de transportes o de ingeniería naval.
Siguiendo al subcomisario, Forrester entró en un vestíbulo a partir del cual se abrían unas puertas grandes de cristal que daban a un espacioso jardín trasero, cercado por todos lados por altos setos, y una colina boscosa por detrás. El jardín había sido excavado sin cuidado por distintos sitios; en mitad de aquel césped estropeado se levantaba una enorme carpa propia del escenario del crimen con la cremallera cerrada, que a saber qué ocultaba en su interior.
Hayden abrió las puertas de cristal y anduvieron los pocos metros que las separaban de la tienda amarilla. Se giró hacia los dos oficiales londinenses.
—¿Están preparados?
Forrester estaba impaciente.
—Por supuesto que sí.
Hayden tiró de la cremallera.
—Joder —exclamó Forrester.
Intuyó que el cadáver era de un hombre de unos treinta años. Estaba de espaldas a ellos; completamente desnudo. Pero no fue eso lo que hizo que echara pestes. La cabeza del hombre había sido enterrada boca abajo en el césped, dejando el resto del cuerpo fuera. La postura era al mismo tiempo cómica y profundamente inquietante. Forrester supuso de inmediato que la víctima habría sido asfixiada. Los asesinos debieron de cavar un agujero, obligar a que el hombre introdujera la cabeza y después apisonar el suelo alrededor de ella, ahogándolo. Una forma de morir asquerosa, extraña y fría. ¿Por qué demonios harían eso?
Boijer giraba alrededor del cadáver y parecía horrorizado. Aunque daba la sensación de que hacía más frío en la carpa que en el jardín azotado por el viento que había en el exterior, del cuerpo emanaba un olor característico. Forrester deseó tener una de esas mascarillas Sirchie para ahuyentar el mal olor de la descomposición.
—Ahí está la estrella —señaló Boijer.
Tenía razón. Forrester rodeó el cuerpo y miró la parte delantera. Habían grabado una estrella de David en el pecho del hombre; la herida parecía aún más profunda y asquerosa que la de la tortura infligida al conserje.
—Joder —volvió a exclamar Forrester.
Colocándose a su lado, Hayden sonrió por primera vez aquella mañana.
—Bien —dijo—. Me alegro de que usted se sienta igual. Pensé que era sólo cosa nuestra.
Tres horas más tarde, Forrester y Boijer compartían vasos de café de plástico en la gran carpa de la entrada a la mansión. Los policías locales estaban organizando una conferencia de prensa en el «fuerte». Los dos policías metropolitanos estaban solos. Por fin se habían llevado el cadáver, treinta y seis horas después, al laboratorio del juez de instrucción de la ciudad.
Boijer miró a Forrester.
—No estoy seguro de que la gente de aquí sea muy simpática.
Forrester se rió.
—Creo que tenían su propio idioma hasta... el año pasado.
—Y gatos —replicó Boijer soplando su café—. ¿No es este el lugar donde tienen esos gatos sin cola?
—Gatos de Man. Sí.
Boijer miró por la entrada abierta de la tienda de la policía hacia el gran edificio blanco.
—¿Qué estará haciendo nuestra banda de criminales ahí afuera?
—Dios sabrá. ¿Y por qué el mismo símbolo? —Forrester bebió más café—. ¿Qué más sabemos de la víctima? ¿Has hablado con el tipo del escenario del crimen?
—Un diseñador de yates. Trabaja en la planta de arriba.
—¿Un domingo?
Boijer asintió.
—Sí. Normalmente el edificio está vacío los fines de semana. Pero él estaba trabajando en su día libre.
—Así que, simplemente tuvo mala suerte.
Boijer apartó su pelo rubio finlandés de sus finlandeses ojos azules.
—Igual que el tipo de Craven Street. Probablemente oyera un ruido.
—Y bajó. Y nuestros encantadores asesinos decidieron cortarle y meterle la cabeza en el suelo como un aro de croquet. Hasta que murió.
—No es muy agradable.
—¿Y qué hay del circuito cerrado de televisión?
—Nada. —Boijer se encogió de hombros—. El oficial me ha dicho que no han visto nada en las cámaras, en ninguna de ellas. Nada de nada.
—Por supuesto. Y de las huellas tampoco sacarán nada. Estos tíos están locos, pero no son tontos. Son lo opuesto a la estupidez.
Forrester salió de la tienda y elevó la vista hacia la casa, guiñando los ojos ante la suave llovizna que caía. El edificio era de un blanco resplandeciente. Recién pintado. Un buen punto de referencia para los marineros de la zona. Alto, blanco y almenado, justo encima del embarcadero y del puerto. Examinó las almenas y escudriñó los marcos de las ventanas. Trataba de adivinar qué conexión había entre una casa del siglo XVIII de Londres con lo que parecía una casa del siglo XVIII de la isla de Man. Pero entonces algo le llamó la atención. Puede que no lo fuera. Entrecerró los ojos. Había algo mal en ese edificio. No era auténtico. Forrester sabía lo suficiente de arquitectura como para suponerlo. La albañilería estaba demasiado pulcra y todas las ventanas eran recientes, de no más de diez o veinte años. El edificio era evidentemente una imitación y no especialmente buena. Y, según determinó, era posible que los asesinos lo supieran. El interior moderno de la moderna casa había sido respetado por completo. Sólo habían cavado en los jardines. Estaba claro que la banda había estado buscando algo, otra vez. Pero no lo hicieron en la casa. Sólo en el jardín. Al parecer, sabían dónde buscar. Al parecer, sabían dónde no hacerlo.
Al parecer, sabían mucho.
Forrester volvió a levantar el cuello hacia la fría llovizna.
14
Estaba oscureciendo cuando subieron al Land Rover de Christine. Hora punta. Unos cuantos cientos de metros después el coche se había detenido por completo. Atrapado en aquel tráfico colapsado.
Christine se recostó en su asiento y suspiró. Encendió la radio y después la apagó. Miró a Rob.
—Cuéntame más cosas de Robert Luttrell.
—¿Como qué?
—Trabajo. Vida. Ya sabes...
—No es muy interesante.
—Ponme a prueba.
Le hizo un breve resumen de la última década. La forma en que él y Sally se apresuraron a casarse y a ser padres; el descubrimiento de que ella estaba teniendo una aventura; el consiguiente e inevitable divorcio.
Christine escuchaba, atenta.
—¿Sigues enfadado por ello?
—No. También fue culpa mía, es decir, en parte. Siempre estaba fuera. Y ella se sintió sola... Y todavía la admiro, o algo así.
—¿Perdón?
—A Sally —dijo—. Está estudiando para ser abogada. Eso requiere agallas. Y cerebro. Cambiar de carrera profesional a los treinta. Resulta admirable. Así que no es que la odie ni nada de eso... —Se encogió de hombros—. Simplemente no nos entendimos. Y nos casamos demasiado jóvenes.
Christine asintió y después le preguntó por su familia estadounidense. Él hizo un bosquejo de su procedencia escocesa e irlandesa, la emigración a Utah en la década de 1880 y los mormones.
El Land Rover empezó por fin a avanzar.
—¿Y tú?
El tráfico empezaba a despejarse. Ella pisó el acelerador.
—Judeo-francesa.
Rob se lo había imaginado por su apellido. Meyer.
—La mitad de mi familia murió en el Holocausto. Pero la otra mitad no. Los judíos franceses salieron bien de la guerra, en comparación con los otros.
—¿Y tus padres?
Christine le explicó que su madre era académica en París y su padre, afinador de pianos. Él había muerto hacía quince años.
—De hecho —añadió—, no estoy segura de que afinara muchos pianos cuando estaba vivo. Se limitaba a estar sentado en el apartamento de París, discutiendo.
—Me recuerda a mi padre. Excepto que él era, además, un cabrón.
Christine lo miró. El cielo detrás de ella, enmarcado en la ventanilla del coche, era de color púrpura y zafiro. Un espectacular crepúsculo en el desierto. Ya habían salido de Sanliurfa.
—¿Has dicho que tu padre era mormón?
—Lo es.
—Yo fui una vez a Salt Lake City.
—¿Sí?
—Cuando estuve en México, trabajando en Teotihuacán, me fui de vacaciones a Estados Unidos.
Rob se rió.
—¿A Salt Lake City?
—A Utah —contestó sonriendo—. Ya sabes, Canyonlands, Arches Park...
—Ah —asintió—. Eso tiene más sentido.
—Un paisaje maravilloso. En fin, que teníamos que volar pasando por Salt Lake City.
—La gran ciudad más aburrida de Estados Unidos.
Un camión del ejército adelantó al Land Rover, transportando soldados que iban sentados de cualquier manera en la parte de atrás, oscurecida por el atardecer. Uno de ellos saludó con la mano y sonrió abiertamente cuando vio a Christine, pero ella no le hizo caso.
—No era Nueva York, pero me gustó bastante.
Rob pensó en Utah y en Salt Lake City. Sus únicos recuerdos de la ciudad eran los aburridos domingos, yendo a la gran catedral mor mona. El Tabernáculo.
—Es curioso —añadió Christine—. La gente se ríe de los mormones. Pero ¿sabes qué?
—¿Qué?
—Salt Lake City es la única gran ciudad de Estados Unidos donde me he sentido completamente segura. Puedes caminar por las calles a las cinco de la mañana y nadie va a atracarte. Eso me gusta.
—Pero tienen una comida horrible... y visten con pantalones de poliéster.
—Sí, sí. Y en algunas ciudades de Utah ni siquiera puedes comprar café. La bebida del diablo. —Christine le ofreció una sonrisa tranquila. El aire del desierto entraba caliente a través de la ventanilla del Land Rover—. Pero lo digo en serio. Los mormones son agradables. Simpáticos. Su religión los hace ser así. ¿Por qué se burlan los ateos de la gente que tiene fe, cuando la fe te hace ser más simpático?
—Tú eres creyente, ¿verdad?
—Sí.
—Yo no.
—Lo imaginaba.
Se rieron.
Rob se echó hacia atrás escudriñando el horizonte. Estaban pasando por una casucha de cemento que él ya había visto antes, cubierta con carteles de políticos turcos.
—¿No estamos ya cerca del desvío?
—Sí. Sólo un poco más adelante.
El coche aminoró la marcha mientras se acercaban al cruce. Rob pensaba en las creencias de Christine: «Catolicismo romano», había dicho. Seguía confundido por muchas cosas con respecto a Christine Meyer, sobre todo por su adoración hacia Sanliurfa, a pesar de la actitud tan patriarcal de la gente del lugar hacia las mujeres.
El Land Rover giró bruscamente dejando el asfalto. Ahora iban traqueteando a lo largo del camino de escombros, en plena oscuridad. Los faros enfocaban arbustos dispersos y rocas desnudas, y alguna gacela que se dejaba ver en la penumbra. A lo lejos se veía una pequeña aldea iluminada por unas cuantas luces desordenadas que centelleaban junto a una colina. La luna acababa de salir.
Rob le preguntó directamente a Christine por su opinión sobre el islam. Ella le explicó que le gustaban ciertos aspectos. Especialmente los almuecines.
—¿De verdad? —contestó Rob—. ¿Todas esas lamentaciones? Yo hay veces que lo encuentro molesto, es decir, no es que lo odie pero... a veces...
—Yo creo que es conmovedor. El grito del alma que implora a Dios. ¡Deberías escuchar más atentamente!
Tomaron el segundo desvío tras pasar por una última y silenciosa aldea kurda. Unos cuantos kilómetros más y verían las pequeñas colinas de Gobekli perfiladas por la luz de la luna. El Land Rover hizo un ruido sordo cuando Christine tomó la última curva. Rob no sabía qué esperaba ver en la excavación después del «accidente». ¿Coches de policía? ¿Vallas? ¿Nada?
En realidad, sí que había una nueva barrera que atravesaba la carretera. Tenía la palabra «Policía» y «No pasar». En turco y en inglés. Rob salió del coche y empujó a un lado la valla. Christine avanzó y aparcó.
El yacimiento estaba desierto. Rob sintió un verdadero alivio. La única indicación de que la excavación era ahora la escena de una muerte sospechosa era una lona nueva levantada sobre la zanja a la que habían empujado a Franz. Eso y una sensación de vacío en la zona de la carpa. Habían desaparecido montones de cosas. Habían movido o se habían llevado la gran mesa. La excavación de esta campaña había terminado definitivamente.
Rob echó una ojeada a las piedras. Se había preguntado antes cómo sería estar entre ellas por la noche. Ahora, de una forma bastante inesperada, allí estaba. A oscuras, en medio de sus cercas de madera. La luna había salido del todo e irradiaba una blanca oscuridad por todo el lugar. Tuvo un extraño deseo de bajar al recinto vallado. Tocar los megalitos. Colocar su mejilla contra el frío de las antiguas piedras. Pasar los dedos entre los relieves. De hecho, había deseado hacerlo la primera vez que los vio.
Christine se le acercó por detrás.
—¿Está todo en orden?
—¡Sí!
—Entonces, vamos. Rápido. Este lugar... me da bastante miedo por la noche.
Rob se dio cuenta de que ella apartaba la vista de la zanja. Aquella en la que habían matado a Franz. Aquella visita tenía que resultarle muy difícil.
Subieron con rapidez hasta la cima. A la izquierda había una cabina de plástico azul: la oficina personal de Franz. La puerta acababa de ser cerrada con candado.
Christine suspiró.
—Maldita sea.
Rob se quedó pensando un momento. Después volvió corriendo al Land Rover, abrió la puerta de atrás y revolvió en la oscuridad.
Regresó con un gato. La brisa del desierto era caliente y la luz de la luna hacía brillar el candado. Colocó el gato en la cerradura, giró, y el candado se partió.
En el interior, la cabina era pequeña y estaba casi vacía. Christine iluminó con una linterna a su alrededor. Había unas gafas de repuesto sobre un estante vacío. Unos cuantos libros de texto estaban esparcidos descuidadamente sobre un escritorio lleno de polvo. La policía se había llevado casi todo.
Christine se arrodilló y volvió a suspirar.
—Se han llevado el maldito armario.
—¿De verdad?
—Estaba escondido aquí abajo. Junto al pequeño frigorífico. No está.
Rob sintió una fuerte decepción.
—¿Y ya está? ¿Ha sido un viaje en vano?
Christine parecía profundamente triste.
—Vamos —dijo—. Vámonos antes de que nos vean. Ya hemos irrumpido en el lugar de un asesinato.
Rob cogió el gato. Una vez más, mientras caminaba hacia el coche, al pasar por las fosas en penumbra, sintió un extraño deseo de ir a tocar las piedras. Tumbarse junto a ellas.
Christine abrió la puerta del conductor. La luz de dentro se encendió. Rob abrió la puerta de atrás para guardar el gato. Lo vio de inmediato: la luz iluminaba un pequeño cuaderno. Colocado en el asiento de atrás; negro pero con aspecto de ser caro. Lo cogió. Abrió la cubierta y vio el nombre de Franz Breitner, escrito a mano con letra pequeña.
Rodeó el coche y se inclinó sobre la puerta del pasajero para enseñarle a Christine su hallazgo.
— ¡Dios mío! —gritó — ¡Es éste! ¡El cuaderno de Franz! Esto es lo que estaba buscando. Aquí es donde escribía... todo.
El periodista se lo dio. Con la mirada atenta, Christine hojeó las páginas mientras murmuraba:
—Lo escribía todo aquí. Le he visto hacerlo. En secreto. Éste era su gran secreto. ¡Bien hecho!
Rob se subió al asiento del pasajero.
—Pero ¿qué hace en tu coche? —Nada más hacer la pregunta, se sintió un poco estúpido. La respuesta era obvia. Debió de caerse del bolsillo de Franz cuando Christine lo llevaba al hospital. O eso, o Franz sabía que iba a morir mientras yacía sangrando en el asiento de atrás, lo sacó de su bolsillo y lo dejó ahí. De forma deliberada. A sabiendas de que Christine lo encontraría.
Rob movió la cabeza. Estaba imaginándose una teoría conspiradora. Tenía que tranquilizarse. Se echó hacia la izquierda y cerró la puerta de golpe, haciendo que el coche vibrara.
—¡Vaya! —exclamó Christine.
—Lo siento.
—Se ha caído algo.
—¿Cómo?
—Cuando has cerrado la puerta de golpe. Se ha caído algo del cuaderno.
Christine hurgó por el suelo entre sus pies, pasando las manos por todos lados entre los pedales. Después se incorporó sosteniendo algo entre los dedos. Era un tallo seco de hierba. Rob lo miró.
—¿Por qué demonios iba Franz a guardar eso?
Christine estaba mirando el tallo. Con atención.
15
Christine condujo aún más rápido de lo normal de vuelta a la ciudad. A las afueras, donde el desolado desierto se topaba con el cemento gris del primer bloque de apartamentos, vieron lo que intentaba ser un café de carretera, con mesas de plástico blanco y unos cuantos conductores de camiones bebiendo cerveza. Los conductores bebían con expresión de culpa.
—¿Una cerveza? —preguntó Rob.
Christine miró por la ventanilla.
—Buena idea.
Giró a la derecha y aparcó. Los camioneros se quedaron mirando a Christine mientras salía del coche y se dirigía a una mesa.
Era una noche calurosa; los insectos y moscas daban vueltas alrededor de las bombillas desnudas del exterior de la cafetería. Rob pidió dos cervezas Efes. Hablaron de Gobekli. De vez en cuando, pasaba algún estruendoso camión por la carretera, con las luces encendidas, de camino a Damasco, Riyadh o Beirut, ahogando su conversación y haciendo que las bombillas temblaran y se golpearan. Christine hojeó las páginas del cuaderno. Estaba embelesada, casi febril. Rob dio un sorbo a la cerveza caliente de su cascado vaso y le dejó hacer.
Pasaba las páginas a un lado y a otro. Preocupada. Finalmente, dejó el cuaderno sobre la mesa y suspiró.
—No sé... Es un lío.
Rob apoyó su cerveza.
—¿Perdón?
—Es un caos. —Chasqueó la lengua—. Y es extraño, porque Franz no era desordenado. Era escrupuloso. «Eficacia teutona», lo llamaba él. Era riguroso y preciso. Siempre... siempre... —Sus ojos marrones se nublaron durante un segundo. Agarró la cerveza con fuerza, bebió un trago y dijo—: Échale tú un vistazo.
Rob miró las primeras páginas.
—A mí me parece que está bien.
—Aquí —dijo ella, señalando—. Sí, comienza muy ordenadamente. Diagramas de las excavaciones. Microlitos dibujados. Pero aquí..., mira...
Rob hojeó unas cuantas páginas más hasta que ella lo detuvo.
—¿Ves? A partir de aquí se viene abajo. Las letras se convierten en garabatos. Y los dibujos y bosquejos... caóticos. Y aquí. ¿Qué son todos estos números?
Rob miró atentamente. El texto estaba casi todo en alemán. La escritura era muy ordenada al principio; pero se iba convirtiendo en garabatos hacia el final. Había una lista de números en la última página. Después una línea de alguien llamada Orra Keller. Rob recordó a una chica que había conocido en Inglaterra llamada Orra. Una chica judía. ¿Y quién era Orra Keller? Se lo preguntó a Christine y ella se encogió de hombros. Le preguntó por los números. Ella volvió a hacer el mismo gesto, con mayor énfasis. Rob se dio cuenta de que había también un dibujo en la libreta: un esbozo de un campo y algunos árboles.
Le devolvió el cuaderno a Christine.
—¿Qué dice el texto? No sé mucho de alemán.
—Bueno, la mayor parte es ilegible. —Abrió el cuaderno y fue pasando páginas hacia el final—. Pero aquí habla del trigo. Y de un río, que se convierte en más ríos. Aquí.
—¿Trigo? Pero ¿por qué?
—Quién sabe. Y este dibujo parece ser un plano, creo. Con montañas. Pone montañas con un signo de interrogación. Y ríos. O quizá zonas de caminos. La verdad es que es un lío.
Rob apuró la cerveza y se acercó al dueño del bar para pedirle otras dos. Otro enorme camión plateado pasó haciendo un ruido infernal por la carretera hacia Damasco. El cielo sobre Sanliurfa era de un color naranja oscuro sucio.
—¿Y qué hay de la hierba?
Christine asintió.
—Sí, es raro. ¿Por qué guardarla?
—¿Crees que estaba asustado? ¿Y por eso las notas están tan... desordenadas?
—Es posible. ¿Te acuerdas de Pulsa Dinura?
Rob se estremeció.
—No es fácil de olvidar. ¿Crees que él estaba enterado?
Christine quitó un insecto de la parte superior de su cerveza. Después miró a Rob con dureza.
—Creo que lo sabía. Debió de oír a los que cantaban a través de la ventana. Y era un experto en religiones mesopotámicas. Los demonios y las maldiciones. Era una de sus especialidades.
—Así que sabía que estaba en peligro.
—Probablemente. Lo cual explica el caótico estado de sus notas. Puro miedo. Y aun así... —Sostuvo el cuaderno entre las manos como si lo estuviera pesando—. El trabajo de toda una vida...
Rob podía percibir su tristeza.
Christine dejó caer de nuevo el cuaderno.
—Este lugar es horrible. No me importa que sirvan cervezas. ¿Nos podemos ir?
—Con mucho gusto.
Dejaron caer algunas monedas en un platillo, se dirigieron al Land Rover y salieron disparados por la carretera.
—No creo que fuera sólo miedo. No tiene sentido —dijo Christine, al cabo de un rato.
Giró el volante para poder adelantar a un ciclista, un anciano vestido con una túnica árabe. Sentado delante del ciclista, en diagonal sobre la barra, iba un niño de piel oscura. El pequeño saludó al Land Rover dedicándole una amplia sonrisa a la mujer occidental blanca.
Rob se dio cuenta de que Christine estaba yendo por calles aledañas. No era la ruta habitual para volver al centro de la ciudad.
—Franz era diligente y cuidadoso —afirmó ella finalmente—. No creo que una maldición lo hubiera puesto al límite. Nada lo habría alterado de esa forma.
—Entonces, ¿qué fue? —preguntó Rob.
Ahora se encontraban en una zona más moderna de la ciudad, con bonitos edificios de apartamentos. Había mujeres caminando por las calles de noche, no todas ellas con pañuelos en la cabeza. Rob vio un supermercado muy iluminado que anunciaba queso en alemán y en turco. En la puerta de al lado había un cibercafé lleno de brillantes pantallas con el contorno de cabezas oscuras delante de ellas.
—Creo que tenía una teoría. Solía emocionarse con las teorías.
—Ya pude comprobarlo.
Christine sonrió mirando hacia el frente.
—Creo que tenía alguna teoría sobre Gobekli. Eso es lo que me dejan ver las notas.
—¿Una teoría relacionada con qué?
—Quizá descubriera por qué Gobekli fue enterrada. Éste es, al fin y al cabo, el gran misterio. Si pensó que estaba cerca de la solución, eso le haría estar muy nervioso.
Rob no quedó satisfecho con aquello.
—Pero ¿por qué no se limitó a escribirlo o a decírselo a alguien?
El coche se había detenido. Christine sacó la llave de la ranura del contacto.
—Buena observación —dijo, mirando a Rob—. Muy buena observación. Vamos a descubrirlo. Venga.
—¿Adónde?
—Tengo un amigo aquí. Quizá pueda ayudarnos.
Aparcaron delante de un complejo nuevo de apartamentos con un enorme cartel de color carmesí en la pared que anunciaba Turku Cola. Christine subió corriendo las escaleras y pulsó un botón con un número. Esperaron y después sonó el zumbido de la puerta. El ascensor los llevó a la décima planta. Subieron en silencio.
Había una puerta entreabierta al otro lado del rellano. Rob siguió a Christine. Se esforzó por ver el interior del apartamento. Entonces dio un salto. Justo detrás de la puerta estaba Ivan, el paleobotánico de la fiesta. Escondido allí.
Ivánsaludó educadamente con la cabeza, pero su expresión era claramente de una antipatía casi sospechosa. Les señaló el camino al salón de su apartamento. Era austero, sólo un montón de libros y algunos cuadros. Sobre un escritorio había un ordenador portátil con un protector de pantalla que mostraba los megalitos de Gobekli. Un pequeño objeto de piedra sobre una repisa parecía uno de los demonios del viento mesopotámicos. Rob se sorprendió preguntándose si Ivánlo habría robado.
Se sentaron en silencio. Ivánno les ofreció té ni agua, sino que se limitó a sentarse delante de ellos, miró a Christine con dureza y dijo:
—¿Sí?
Ella sacó el cuaderno y lo dejó sobre la mesa. Ivánlo miró fijamente. Levantó la vista hacia Christine. Su joven rostro eslavo era un cuadro blanco, como el de alguien que reprime la emoción. O alguien acostumbrado a reprimirla.
Entonces Christine se metió la mano en el bolsillo, sacó el tallo de hierba y lo dejó suavemente encima del cuaderno. Rob miró todo el tiempo el rostro de Ivan. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo allí, pero pensó que la reacción del paleobotánico era crucial. El investigador se estremeció ligeramente cuando vio el tallo de hierba. Rob no podía aguantar más tiempo el silencio.
—Chicos, por favor. ¿Qué es? ¿Qué está pasando?
Christine lo miró como diciéndole «Ten paciencia». Pero Rob no se sentía muy inclinado a ser paciente. Quería saber lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué habían ido hasta allí en plena la noche? ¿Para sentarse en silencio a mirar una brizna de hierba?
—Einkorn —dijo Iván.
Chistine sonrió.
—Lo es, ¿verdad? Trigo einkorn. Sí.
Ivánmovió la cabeza.
—¿Necesitabas que yo te lo dijera, Christine?
—Bueno..., no estaba segura. Tú eres el experto.
—Pues ahora estás segura. Y yo muy cansado.
Christine recogió el tallo.
—Gracias, Iván.
—De nada. —Él ya estaba de pie—. Adiós.
Fueron acompañados con brusquedad hasta la puerta. En el umbral Ivánmiró a la izquierda y a la derecha del rellano como si esperara encontrar a alguien a quien no quería ver. Entonces cerró la puerta de golpe.
—Sí que es simpático —observó Rob.
—Pero tenemos lo que habíamos venido a buscar.
Llamaron al ascensor y bajaron. Todo ese misterio estaba molestando a.Rob.
—Muy bien —dijo cuando respiraron el aire caliente de la calle con olor a gasoil—. Vamos, Christine. Trigo einkorn. ¿Qué demonios es?
Sin girarse para mirarle a la cara, ella respondió:
—Es la especie de trigo más antigua del mundo. El trigo original, el primer cereal de la historia, si lo prefieres así.
—¿Y?
—Solamente crece por aquí. Y fue crucial para el cambio a la agricultura, cuando el hombre comenzó a cultivar. __ ¿Y?
Christine se dio la vuelta. Sus ojos marrones le brillaban. —Franz pensaba que era una pista. — ¿Una pista para qué?
—Podía decimos por qué enterraron el templo. —Pero ¿cómo puede hacer eso una brizna de hierba?
—Te lo explicaré más tarde. Venga. Vámonos. Ya has visto el modo en que Iván miraba en la puerta. Vamos. Ya.
—¿Crees que nos han estado... siguiendo?
—No es exactamente que nos hayan seguido. Quizá observado. No sé. Puede que sea una paranoia.
Rob se acordó de Franz, ensartado en la piqueta. Entró en el coche.
16
Forrester se despertó bañado en un sudor casi febril. Miró con los ojos entrecerrados hacia las deslucidas cortinas de su habitación del hotel. Durante un momento, la pesadilla persistió, dando un palpable pero absurdo sabor de maldad a lo que le rodeaba: la puerta del armario estaba entreabierta mostrando la oscuridad del interior; la televisión estaba escondida, achaparrada y fea, en un rincón.
¿Qué había soñado? Se quitó el sueño de la cara frotándose los ojos y recordó que había soñado con lo de siempre, claro. Una niña. Un puente. Después las continuas sacudidas de los coches que pasaban por encima de un «neumático».
Una sacudida, otra y otra.
Una sacudida, otra y otra.
Se levantó, se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. Para su sorpresa, había luz, mucha luz. El cielo estaba blanco y limpio y las calles llenas de gente. Iba a llegar tarde a la rueda de prensa.
Consiguió llegar a tiempo. La amplia estancia ya estaba animada. La policía local había ocupado la sala más grande del fuerte de Santa Ana. Un puñado de periodistas locales se habían unido a una docena de reporteros nacionales. Dos equipos de noticias con cámaras digitales, grandes auriculares y largos micrófonos grises merodeaban por la parte de atrás. Forrester vio una cabeza conocida de cabello rubio. Se trataba de la corresponsal de Londres para la CNN. La había visto antes en varias sesiones informativas.
¿CNN? Estaba claro que alguien le había dado el chivatazo a los medios de comunicación de Londres sobre la naturaleza macabra del asesinato. Desde la parte de atrás del vestíbulo, supervisó la sala. Había tres policías sentados delante: el subcomisario Hayden estaba en el centro flanqueado por una pareja de tipos más jóvenes. En una gran pantalla azul por encima de ellos se leía «Cuerpo de Policía de la isla de Man».
El subcomisario levantó una mano.
—Si podemos empezar... —Les habló a los periodistas sobre las circunstancias del crimen, mencionando el descubrimiento del cuerpo y describiendo lacónicamente el modo en que había sido enterrada la cabeza del hombre.
Un periodista dio un grito ahogado.
Hayden hizo una pausa, dando tiempo para que los detalles truculentos tomaran poso. Después hizo un llamamiento para que se presentaran los testigos. Terminó su presentación y miró hacia la sala.
—¿Alguna pregunta?
Varias manos se elevaron de golpe.
—¿La joven de atrás?
—Ángela Darvill, CNN. Señor, ¿cree que hay alguna relación entre este asesinato y el caso reciente de Covent Garden?
Aquello no se lo esperaba. Hayden se estremeció visiblemente y después dirigió la mirada a Forrester, el cual se encogió de hombros. El oficial de Scotland Yard no sabía qué aconsejarle. Si los medios de comunicación tenían ya noticia de la conexión, no había nada que se pudiera hacer al respecto. Tendrían que pedirle a los medios que lo mantuvieran en secreto para que los asesinos no supieran que la policía había relacionado los casos; pero no podía negar lo que resultaba evidente que alguien había dicho.
El subcomisario respondió con una señal al gesto de hombros de Forrester y después devolvió la mirada a la periodista americana.
—Señorita Darvill, existen ciertos detalles que comparten los dos. Pero aventurar algo más es mera especulación por ahora. No quisiera hacer más comentarios al respecto. Agradeceríamos su discreción en este asunto, que estoy seguro sabrán entender.
Dicho eso, miró por toda la sala buscando a un nuevo interrogador. Pero Ángela Darvill volvió a levantar la mano.
—¿Cree que existe algún componente religioso?
—¿Perdón?
—La estrella de David. La señal grabada en el pecho. En ambos casos.
Los periodistas locales se giraron para mirar a Ángela Darvill. La pregunta les había confundido; desconcertó a toda la sala. Hayden no había mencionado el «diseño» de los cortes.
La sala quedó en silencio cuando Hayden respondió.
—Señorita Darvill, tenemos un crimen brutal y muy serio que investigar. El reloj va avanzando. Así pues, creo que debería contestar preguntas de... otros. ¿Sí?
—Brian Delhi, The Douglas Star. —El reportero local especuló sobre posibles móviles y Hayden dijo que, por el momento, no tenían ninguno. Los dos hombres cambiaron algunas preguntas y respuestas más entre ellos. Entonces, un periodista de un diario de tirada nacional se levantó y preguntó sobre la víctima. Hayden les dijo que era un hombre de allí, muy apreciado, con esposa e hijos que vivían en la ciudad. Era un buen marinero. El subcomisario miró con atención por toda la sala, fijándose en cada una de las caras.
—Puede que incluso alguno de ustedes conociera su barca, El Manatí. Solía salir a navegar con su hijo Jonny. —Sonrió con tristeza—. El chico tiene tan sólo diez años.
Durante unos segundos, nadie dijo nada.
Forrester pensó que el policía de Man estaba haciendo un buen trabajo. El descarado giro emocional había sido muy hábil. Así es como se consigue que los testigos acudan: apelando al corazón, no a la cabeza. Y realmente necesitaban testigos. Porque no tenían pruebas, ni ADN ni huellas. Nada.
Hayden se dirigió a un hombre con entradas vestido con un anorak.
—¿El del rincón? ¿Señor...?
—Harnaby. Alisdair. Radio Triskel.
—¿Sí?
—¿Cree que el crimen está relacionado con la extraña historia de este edificio?
Hayden tamborileó con sus dedos en la mesa.
—No sé nada de una historia extraña.
—Me refiero al modo en que se construyó el castillo. ¿Es probable que sea importante? Ya sabe, todas esas leyendas...
El policía dejó de dar golpes con los dedos.
—Por el momento, señor Harnaby, estamos siguiendo todas las líneas posible de investigación. Pero espero que no estemos persiguiendo leyendas. Y eso es todo lo que puedo decirles. Por ahora. —Se puso de pie—. Tenemos trabajo por hacer, así que si nos disculpan, creo que hay café en la tienda de la entrada.
Forrester miró a su alrededor. Había sido una buena y profesional rueda de prensa, pero seguía desconcertado. Algo le preocupaba. Miró a Harnaby. ¿A qué se refería aquel tipo? ¿La historia «extraña» del edificio? Coincidía con los pensamientos de Forrester. Allí había algo raro. La arquitectura: el efecto pastiche del edificio. Había algo extraño.
Alisdair Harnaby estaba sacando de debajo de su asiento una bolsa azul.
—¿Señor Harnaby?
El hombre se giró y sus gafas de montura fina brillaron con el reflejo de las luces.
—Soy el inspector Forrester, de la Policía Metropolitana. —Harnaby pareció desconcertado. Forrester siguió hablando—: Scotland Yard. ¿Tiene un minuto?
El hombre dejó en el suelo su bolsa de plástico y Forrester se sentó a su lado.
—Estoy interesado en lo que ha dicho sobre la extraña historia del edificio. ¿Puede explicármelo?
Harnaby asintió y sus ojos centellearon. Echó un vistazo al vestíbulo vacío.
—Lo que se ve hoy es una copia bastante burda del edificio anterior.
—De acuerdo, y...
—El fuerte original, el fuerte de Santa Ana, fue demolido en 1979. También era conocido como el Disparate de Whaley.
—¿Y quién lo construyó?
—Jerusalem Whaley. Un calavera.
—¿Un qué?
—Un cabrón. Un vividor. Un matón de clase alta. Ya sabe a qué me refiero.
—¿Una especie de playboy?
—Sí y no —sonrió Harnaby—. Le estoy hablando de verdadero sadismo, a lo largo de varias generaciones.
—¿Por ejemplo?
—El padre de Whaley fue Richard Chappell Whaley. Pero los irlandeses lo llamaban «Burnchapel» Whaley.
—¿Y eso?
—Fue miembro de la aristocracia angloirlandesa. Protestante. Y solía quemar iglesias católicas irlandesas. Con los fieles dentro.
—Ha sido una pregunta tonta.
—Pues sí. —Harnaby se rió—. ¡Es muy desagradable! Y Burnchapel Whaley fue también miembro del club irlandés del Fuego del Infierno. Se trataba de una horrible caterva de vándalos, incluso para lo que se prodigaba en aquella época.
—Muy bien. ¿Y qué me cuenta de Jerusalem Whaley, su hijo?
Harnaby frunció el ceño. Había ahora tanto silencio en la sala que Forrester podía oír el golpeteo de la llovizna en los alargados marcos de las ventanas.
—¿Tom Whaley? Ese fue otro cabrón georgiano. Tan bruto y cruel como su padre. Pero luego ocurrió algo. Volvió a Irlanda tras un largo viaje por Oriente hasta Jerusalén. De ahí su apodo: Jerusalem Whaley. Cuando regresó, parecía que el viaje le había cambiado. Lo destrozó.
Forrester hizo un gesto de sorpresa.
—¿Cómo?
—Lo único que sabemos es que Jerusalem Whaley volvió siendo un hombre muy distinto. Construyó este extraño castillo, el fuerte de Santa Ana. Escribió sus memorias. Un sorprendente libro lleno de arrepentimiento. Y después murió, dejando atrás el castillo y un montón de deudas. ¡Pero una vida fascinante! —Harnaby hizo una pausa—. Perdone, señor Forrester, ¿estoy hablando demasiado? A veces me dejo llevar. Es un poco de pasión por mi parte, folclore de la zona. Tengo un programa de radio sobre historia local, ¿sabe?
—No se disculpe. Esto es muy interesante. La verdad es que sólo tengo una pregunta más. ¿Ha quedado algo del antiguo edificio?
—Pues no. No, no, no. Fue derruido por completo —suspiró Harnaby—. ¡Así eran los años setenta! De haber podido, habrían derribado la catedral de San Pablo. La verdad es que es una pena. Pocos años después el edificio habría sido conservado.
—Entonces, ¿no dejaron nada?
—No. Aunque... —El rostro de Harnaby se nubló—. Hay algo...
—¿Qué?
—A veces me he preguntado... Hay otra leyenda. Muy rara, la ver dad.Harnaby agarró su bolsa de plástico—. ¡Se lo enseñaré!
El hombre caminó balanceándose hacia la puerta y Forrester le si guió hasta el jardín delantero. En mitad de la brisa, el frío y la 11o vizna miró a su izquierda. Pudo ver a Boijer junto a la carpa Policial. La chica de la CNN pasaba con su equipo. Forrester articuló los labios hacia Boijer señalándole a Ángela Darvill: «Habla con ella, descubre qué sabe». Su subalterno asintió.
Harnaby caminó lenta y pesadamente por la empapada hierba de la fachada, delante del edificio almenado. Cuando el césped dio paso a setos y muros, el hombre se arrodilló como si fuera a arreglar las plantas.
—¿Ve?
Forrester se agachó a su lado y miró la tierra oscura y húmeda.
Harnaby sonrió.
—¡Mire! ¿Lo ve? La tierra es más oscura aquí que aquí.
Era cierto. La tierra parecía cambiar un poco de color. El suelo del césped del castillo tenía claramente más turba y era más oscuro que el que estaba más apartado de la casa.
—No lo entiendo. ¿Qué es?
Harnaby negó con la cabeza.
—Es irlandesa.
—¿Cómo?
—La tierra. No es de aquí. Puede que sea de Irlanda.
Forrester entrecerró los ojos. Estaba lloviendo de nuevo, y esta vez, con más fuerza. Pero no se dio cuenta. La relojería de aquel caso daba vueltas en su cabeza. Daba vueltas con bastante rapidez.
—Por favor, explíquese.
—El cabrón de Whaley era un hombre impulsivo. Una vez apostó con alguien a que podía saltar desde la ventana de un segundo piso sobre un caballo y sobrevivir. Lo hizo, ¡pero el caballo murió! —Harnaby se rió—. En cualquier caso, la historia es que se enamoró de una chica irlandesa, justo antes de mudarse aquí. A Man. Pero esto le planteaba un problema.
—¿Cuál?
—Su contrato de matrimonio decía que ella sólo podría vivir en suelo irlandés. Pero aquello fue en 1786 y Whaley acababa de comprar esta casa. Estaba decidido a traer a su mujer aquí, a pesar de lo que dijera el contrato. —A Harnaby le brillaban los ojos.
Forrester pensó en ello.
—¿Quiere decir que trajo toneladas de tierra irlandesa para vivir en ella, de forma que su mujer estuviera en suelo irlandés?
—En pocas palabras, sí. Transportó una gran cantidad de tierra hasta la isla de Man y, de ese modo, cumplió sus votos. O eso dicen...
Forrester apoyó la mano sobre la tierra húmeda y oscura que ahora se llenaba de manchas negras por la lluvia.
—Entonces, ¿todo el edificio está construido sobre esa misma tierra irlandesa? ¿Esta tierra de aquí?
—Es muy posible.
Forrester se puso de pie. Se preguntó si los asesinos conocían esa extraña historia. Tenía la fuerte sensación de que así era. Porque no habían prestado atención al edificio y, en su lugar, habían ido directamente a por el último vestigio auténtico posible del Disparate de Whaley. La tierra sobre la que fue construido.
Forrester tenía otra pregunta más.
—De acuerdo, señor Harnaby, ¿de dónde pudo proceder la tierra?
—Nadie lo sabe con certeza. Sin embargo... —El periodista se quitó las gafas para limpiar la lluvia de los cristales—. Sin embargo, tuve hace tiempo una teoría. Que procedía de Montpelier House.
—¿Qué es?
Harnaby parpadeó.
—El cuartel general del club irlandés del Fuego del Infierno.
17
Rob y Christine volvieron a su barrio. Aparcaron, con una sacudida, en la esquina de la calle de ella. Mientras bajaba del Land Rover, miró a izquierda y derecha. Al fondo de la calle había una mezquita, con esbeltos y majestuosos minaretes, bañada con una espeluznante iluminación verde. Dos hombres con bigote y traje discutían entre las sombras justo al lado de un BMW grande y negro. Los hombres miraron por un momento a Rob y a Christine y después volvieron a su encendida discusión.
Christine condujo a Rob hasta la entrada de un edificio moderno. El ascensor estaba ocupado o estropeado, así que subieron los tres tramos de escaleras. El apartamento era grande, espacioso y luminoso, y casi desprovisto de muebles. Pilas ordenadas de libros se amontonaban sobre el suelo de madera pulida o estaban agrupados en las estanterías de una pared. En un extremo del salón había un escritorio grande de acero y un sofá de piel. En la otra esquina reposaba una silla de mimbre.
—No me gustan los espacios atestados. Una casa es una máquina para vivir en ella.
—Le Corbusier.
Ella sonrió y asintió. Rob también sonrió. Le gustaba ese piso. Era muy... de Christine. Sencillo, intelectual, elegante. Se fijó en un cuadro que había en la pared: se trataba de una fotografía grande e inquietante de una torre muy extraña. Una torre de ladrillos dorados y naranjas rodeada de algunas ruinas, con vastas extensiones de desierto por detrás.
Los dos se sentaron juntos en el sofá de piel y Christine sacó de nuevo el cuaderno. Mientras hojeaba una vez más las páginas garabateadas de Breitner, Rob tuvo que hacerle una pregunta.
—Y bien, ¿trigo einkorn?
Pero Christine no le escuchaba. Sujetaba el cuaderno muy cerca de la cara.
—¿Este plano? —se dijo a sí misma—. Estos números... y estos de aquí... Esa mujer, Orra Keller... Quizá...
Rob hizo una pausa antes de responder. No hubo respuesta. Sintió la brisa en la habitación. Las ventanas estaban abiertas a la calle. Rob podía oír voces en el exterior. Se acercó a la ventana y miró hacia abajo.
Los hombres seguían allí, pero ahora se encontraban justo debajo del edificio de apartamentos de Christine. Otro hombre, vestido con un anorak oscuro y acolchado merodeaba por la puerta de la tienda de enfrente: un enorme concesionario de motocicletas Honda. Los dos hombres con bigote levantaron la vista cuando Rob se asomaba por la ventana. Lo miraron sin decir nada. Simplemente lo miraron. El hombre del anorak también alzó los ojos hacia él. Tres hombres lo miraban fijamente. ¿Era aquello amenazador? El periodista pensó que se estaba volviendo paranoico. No podía ser que todo Sanliurfa estuviera siguiéndolos; aquellos hombres no eran más que... hombres. Se trataba tan sólo de una coincidencia. Se apartó de la ventana y miró la habitación.
Puede que alguno de los muchos libros que había en las estanterías le sirviera. Pasó el dedo por algunos títulos. El epipaleolítico sirio, Microanálisis moderno del electrón, Antropofagia precolombina... No eran exactamente éxitos de ventas. Vio un libro más general. Enciclopedia de arqueología. Lo bajó de la estantería, pasó directamente al índice y lo encontró de inmediato. «Trigo einkorn, página noventa y siete».
Con la brisa nocturna de Sanliurfa llenando la habitación y Christine examinando en silencio el cuaderno, Rob echó un vistazo, tratando de asimilar toda la información.
Resultaba que el trigo einkorn era una especie de hierba silvestre. Según el libro, crecía de forma natural en el sureste de Anatolia. Miró un pequeño mapa en la página siguiente de la enciclopedia que mostraba que el einkorn era natural de la zona que rodeaba a Sanliurfa. De hecho, crecía en muy pocas regiones más. Rob continuó leyendo.
El einkorn era, al parecer, una especie de la parte baja de las montañas y de las faldas de las colinas. Fue determinante para la primera agricultura, el paso de la caza-recolección al cultivo. Junto al trigo emmer, se trata probablemente de la «primera forma de vida domesticada por el hombre». Y esa primera domesticación había tenido lugar en el sureste de Anatolia y sus alrededores. Cerca de Sanliurfa.
La página que estaba leyendo le remitía a otro artículo sobre los orígenes de la agricultura. A juzgar por lo leído sobre el einkorn, este asunto era importante en todo el misterio de Gobekli, así que Rob se concentró también en el siguiente artículo. Leyó rápidamente las páginas. Cerdos y pollos. Perros y ganado. Emmer y einkorn. Pero los últimos párrafos le llamaron la atención: «El gran misterio de los comienzos de la agricultura está en el porqué, no en el cómo. Existen abundantes pruebas de que la transición a la agricultura primitiva supuso una gran penuria para los primeros agricultores, sobre todo si se compara con el estilo de vida relativamente libre y generoso de los cazadores-recolectores. Los restos de los esqueletos muestran que estos primitivos agricultores estuvieron sometidos a más enfermedades que sus antepasados cazadores y que contaron con vidas más cortas y duras. Los animales domesticados de la primera etapa de la agricultura tienen asimismo físicos más escuálidos que sus ancestros salvajes...».
Rob pensó en el pequeño tallo de trigo y después siguió leyendo: «Los antropólogos contemporáneos atestiguan además que los cazadores-recolectores tuvieron una existencia relativamente ociosa, no tenían que trabajar duro más de dos o tres horas diarias. Sin embargo, los agricultores necesitan trabajar durante la mayor parte de las horas del día, especialmente en primavera y verano. Buena parte de la agricultura primitiva es agotadora y monótona». El artículo concluía: «Es tan asombroso el cambio en las condiciones que algunos pensadores han visto cierto declive trágico en los comienzos de la agricultura, desde la libertad edénica del cazador al trabajo diario del agricultor. Dichas especulaciones quedan claramente más allá de la competencia de la ciencia y de este artículo, pese a que...».
Rob cerró el libro. Podía oír la brisa entre las cortinas. El fresco y algo triste viento del desierto iba en aumento. Encajó el libro en la estantería y, por un momento, cerró los ojos. Volvía a estar cansado. Quería irse a dormir, acunado por ese agradable viento. Su suave y gentil reproche.
—¡Robert! —Christine examinaba la última página del cuaderno con minuciosidad.
—¿Qué?
—Estos números. Tú eres periodista. Conoces la historia. ¿Qué piensas?
Rob se sentó junto a Christine y miró las últimas páginas del cuaderno. Una vez más, allí estaba el «mapa». Una línea temblorosa que se convertía en cuatro y que parecía que podían ser ríos. Las líneas con bultos parecían ser montañas. O el mar. Probablemente montañas. Y después había un símbolo burdo de un árbol. ¿Quizá indicaba un bosque? Además, estaba representado una especie de animal. Un caballo o un cerdo. Definitivamente, Breitner no era Rembrandt. Rob se acercó más. Los números eran extraños. En una página había una lista sencilla de dígitos. Pero muchos de estos mismos números estaban repetidos en la página del mapa. Sobre éste figuraba el símbolo de una brújula con el número veintiocho junto a la flecha del este. Después doscientos once, junto a una de las líneas temblorosas. Había un veintinueve escrito junto al símbolo del árbol. Y luego sesenta y uno, sesenta y dos... y cifras más altas, mil once, mil ciento treinta y dos. Y después, aquella última línea sobre Orra Keller. No había más números después de aquello. No había nada más. El cuaderno terminaba de esa forma patética, en mitad de una página.
¿Qué significaba aquello? Rob comenzó a sumar los números. Después dejó de hacerlo porque le parecía que no tenía sentido. Quizá estuvieran relacionados con la excavación. ¿Podía ser que los números fueran un código de localización y que esas señales mostraran los lugares donde se habían desenterrado determinados hallazgos? Rob ya había especulado con la idea de que aquél fuera un mapa de Gobekli. Era la solución más evidente. Pero no parecía cuadrar. Sólo había un río cerca de Gobekli, el Éufrates, y estaba a más de cincuenta kilómetros. Además, en el mapa no aparecía ningún símbolo para el mismo Gobekli y nada indicaba los megalitos.
Rob se percató de que había estado ensimismado durante varios minutos. Christine lo estaba mirando.
—¿Estás bien?
Él sonrió.
—Estoy intrigado. Es fascinante.
—¿Verdad? Como un rompecabezas.
—Me preguntaba si los números se referían a algunos de los hallazgos, cosas que se hayan descubierto en Gobekli. Recuerdo haber visto números escritos en algunas de aquellas bolsitas que tenéis..., en las que metéis las puntas de flecha y esas cosas.
—No. Es una buena idea, pero no. Los hallazgos son numerados cuando van a los sótanos del museo. Tienen letras junto a los números.
Rob sintió que la había decepcionado.
—Bueno. No era más que una teoría.
—Las teorías son buenas. Aunque estén equivocadas.
Rob volvió a bostezar. Ya había hecho suficiente en un solo día.
—¿Tienes algo de beber?
La simple pregunta tuvo un efecto vigorizante sobre la francesa.
—¡Dios mío! —Se puso de pie—. Lo siento mucho. No estoy siendo nada hospitalaria. ¿Quieres un whisky?
—Eso sería estupendo.
—¿Un malta solo?
—Mejor aún.
La miró mientras ella desaparecía en el interior de la cocina. Un momento después, volvió con una bandeja que llevaba una jarra llena de hielo, dos vasos bajos y una botella de agua mineral junto a una botella alta de whisky. Colocó los vasos sobre la mesa y abrió la botella de Glenlivet vaciando dos buenos palmos. El licor oscuro y atigrado brilló a la luz de la lámpara.
—¿Hielo?
—Agua.
—Comme les britanniques.
Vació un poco de agua de la botella de plástico, le pasó a Rob el vaso y se sentó junto a él. El periodista notó el vaso frío entre sus dedos, como si hubiera estado guardado en el frigorífico. Todavía podía oír las voces de fuera. Llevaban discutiendo una hora. ¿Sobre qué? Suspiró y apretó el frío cristal contra su frente, pasándoselo de un lado a otro.
—¿Estás cansado?
—Sí. ¿Tú no?
—Sí. —Hizo una pausa—. Y bien, ¿quieres dormir aquí? El sofá es muy cómodo.
Rob pensó en ello y en los dos hombres que había fuera. En la figura oscura que merodeaba por la puerta. De repente, sintió un fuerte deseo de no quedarse solo y la verdad era que no quería andar los ochocientos metros que le separaban de su hotel.
—Sí, si no te importa.
—Por supuesto que no. —Se bebió rápidamente lo que le quedaba de whisky y después fue a buscar un edredón y unas almohadas.
Rob estaba tan cansado que se quedó dormido en el momento en que Christine apagó la lámpara. Y nada más dormirse, empezó a soñar. Soñó con los números, con Breitner y con un perro. Un perro negro que corría por un camino y un sol ardiente. Un perro. Un rostro.
Un perro.
Y después, sus sueños fueron interrumpidos por un golpe. Lo despertó un golpe muy fuerte.
Saltó del sofá. Había luz. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Qué era ese ruido? Adormilado, miró el reloj. Eran las nueve de la mañana. El piso estaba en silencio. Pero esos golpes que se repetían, ¿qué eran?
Corrió hacia la ventana.
18
Rob se asomó a la ventana del apartamento. La ciudad vibraba. Los vendedores de pan desfilaban por las bulliciosas calles llevando sobre sus cabezas grandes bandejas con bollos, dulces y galletas saladas con sésamo. Los ciclomotores pasaban por las aceras esquivando a las colegialas de piel oscura con sus mochilas.
Rob volvió a oír el golpe. Escudriñó la escena. Un hombre troceaba baclava con un cortador de pizzas en una tienda al otro lado de la calle. Y una vez más, el golpe.
Entonces vio una motocicleta, una Triumph inglesa grasienta, negra y vieja que producía detonaciones por el tubo de escape. Su dueño se había bajado de la moto y golpeaba con rabia la máquina con su pie izquierdo. Rob estaba a punto de volver a entrar cuando vio algo más.
La policía. Había tres policías saliendo de dos coches en la calle. Dos de ellos llevaban uniformes manchados de sudor, el tercero vestía un pulcro traje azul y una corbata de color rosa claro. Los policías se acercaron a la entrada del edificio de Christine que estaba dieciocho metros más abajo y se detuvieron. Después pulsaron el botón.
El timbre sonó en el apartamento de Christine, muy fuerte.
Christine ya había salido de su dormitorio completamente vestida.
—Christine, la policía está...
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —exclamó—. ¡Buenos días, Robert! Su expresión parecía crispada, pero no asustada. Fue al portero automático y pulsó el botón para abrir la puerta. Rob se puso las botas. Segundos después, la policía estaba en el apartamento, en el salón y en el rostro de Christine.
El hombre pulcramente vestido era amable, hablaba bien, pero tenía un cierto aire siniestro. Apenas llegaba a los treinta años. Miró a Rob con curiosidad.
—Usted debe de ser...
—Rob Luttrell.
—¿El periodista británico?
—Bueno, americano, pero vivo en Londres...
—Perfecto. Eso es más conveniente. —El oficial sonrió como si le hubieran dado un enorme cheque que no se esperaba—. Hemos venido a entrevistar a la señorita Meyer sobre el terrible asesinato de su amigo, Franz Breitner. Pero también nos gustaría hablar con usted. ¿Quizá después?
Rob asintió. Se había imaginado que tendría una reunión con la policía, pero se sintió extrañamente culpable de que lo acorralaran allí, en el apartamento de Christine a las nueve de la mañana. Quizá el policía estuviera jugando con su culpa. Su sonrisa era provocativa y de superioridad. Se acercó tímidamente al escritorio y dedicó otra mirada desdeñosa al periodista.
—Soy el oficial Kiribali. Como desearíamos hablar con la señorita Meyer primero y en privado, nos ayudaría que usted saliera durante una hora, más o menos.
—Bien, de acuerdo.
—Pero no se aleje mucho. Sólo una hora. Después podemos proceder con usted. —Otra sonrisa maliciosa—. ¿Le parece bien, señor Luttrell?
Rob miró a Christine. Ella asintió tristemente. Se sintió más culpable, por dejarla sola con aquel tipo asqueroso. Pero no tenía elección. Cogió su chaqueta y salió del apartamento.
Pasó la siguiente hora sentado en una silla de plástico sudorosa de un ruidoso cibercafé tratando de ignorar al anciano gruñón ataviado con un peto de panadero que, a su derecha, veía porno lésbico.
Rob pensó en los números del cuaderno de Breitner. Los escribió en todos los buscadores posibles, dándoles vueltas y cambiándolos de lugar. ¿Qué podrían ser aquellas cifras? Seguramente eran una pista, quizá la clave. Una posibilidad era que se tratara de números de páginas. Pero ¿de qué libro? Y no había duda de que se elevaban mucho..., mil trece.
El panadero turco había terminado su exploración. Pasó al lado de Rob con expresión petulante. Rob miró la pantalla con los ojos entrecerrados y volvió a mover los números. ¿Qué era todo aquello? ¿Se trataba de coordenadas geográficas? ¿Años? ¿Dataciones según el carbono 14? No tenía ni idea.
Pensó que el mejor método de solucionar un rompecabezas como ése era dejarlo estar y que el subconsciente se pusiera en marcha. Como un ordenador que emite su zumbido en un cuarto interior. Aquella idea tenía una buena garantía. Rob había leído una vez que un científico llamado Kekule trató de esclarecer la estructura molecular del benceno. Kekule trabajó en ello durante meses sin ningún éxito. Pero una noche soñó con una serpiente con la cola en la boca: un antiguo símbolo llamado uróboros.
Kekule se despertó después, recordó el sueño y se dio cuenta de que su inconsciente le estaba hablando: la molécula del benceno era un anillo, como una serpiente que se muerde la cola. Como el uróboros. Kekule se apresuró a entrar en su laboratorio para comprobar su hipótesis. La solución que había soñado era la correcta en todos los aspectos.
Así de poderoso era el inconsciente. Así que quizá Rob tuviera que aparcar el problema en la bodega de la mente durante un tiempo, para dejar que fermentara. Era probable que después apareciera en su mente la solución a los números de Breitner cuando estuviera pensando en otra cosa: en la ducha, afeitándose, durmiendo o conduciendo. O cuando lo estuviera interrogando la policía...
¡La policía! Rob miró su reloj. Había pasado una hora. Empujó la silla hacia atrás, pagó al dueño del cibercafé y se dirigió rápidamente al apartamento de Christine.
Uno de los policías uniformados le abrió la puerta. Christine estaba sentada en el sofá frotándose los ojos. El otro agente le ofrecía pañuelos de papel. Rob se mostró enfadado.
—No se preocupe, señor Luttrell. —El oficial Kiribali estaba sentado sobre la mesa, con las piernas cruzadas por los tobillos. Su tono de voz era despreocupado y presuntuoso—. Aquí no somos iraquíes. Pero hablar de la muerte de su amigo ha sido para la señorita Meyer un poco... incómodo.
Christine miró al policía con recelo y Rob detectó bastante resentimiento en su expresión. Después, ella fue a su dormitorio y dio un portazo.
Kiribali se tiró de los resplandecientes y blancos puños de la camisa y señaló el sofá con su mano de uñas arregladas con manicura, indicándole a Rob que se sentara. Los otros dos policías se habían instalado en diferentes rincones de la habitación. Mudos y vigilantes. Kiribali le sonrió a Rob.
—Así que es usted escritor.
—Sí.
—Qué encantador. Rara vez tengo la oportunidad de conocer a escritores. Esta ciudad es muy inculta. Ya sabe, por los kurdos... —Suspiró—. No son exactamente eruditos. —Se dio un golpecito en el mentón con el bolígrafo—. Yo estudié literatura inglesa en Ankara. Es mi placer privado, señor Luttrell.
—Bueno, yo no soy más que un periodista.
—¡Hemingway no era más que un periodista!
—Es cierto. Yo soy sólo un reportero.
—Pero es usted demasiado modesto. Es un hombre de letras. —Los ojos de Kiribali eran de un color azul muy oscuro. Rob se preguntó si llevaba lentillas de contacto. Rebosaba vanidad—. A mí siempre me gustaron los poetas estadounidenses. En especial, las mujeres. Emily Dickinson. Y Sylvia Plath. ¿Las conoce? —Miró a Rob con una expresión hierática en su rostro—. «Una locomotora, una locomotora, que me apartaba con desdén como a un judío... ¡Creo que podría ser judía yo misma!». —Kiribali sonrió, cortés—. ¿Verdad que son unos de los versos más aterradores de la literatura?
Rob no sabía qué decir. No quería hablar de poesía con un policía.
Kiribali dejó escapar un suspiro.
—Quizá en otra ocasión. —Movió el bolígrafo entre sus dedos—. Sólo tengo unas cuantas preguntas. Sé que usted no presenció el presunto asesinato. Por tanto...
Y así avanzó la entrevista. Fue breve e incluso superficial. Casi sin sentido. Kiribali apenas tomó nota de las respuestas de Rob y uno de los policías encendía y apagaba la grabadora con apatía. Después, Kiribali terminó con algunas preguntas más personales. Parecía más interesado en la relación de Rob con Christine.
—Es judía, ¿verdad?
Rob asintió. Kiribali sonrió contento, como si su mayor problema hubiera quedado resuelto, y después dejó el bolígrafo sobre la mesa, colocado de forma precisa en paralelo al borde. Chasqueó los dedos y los somnolientos agentes se levantaron. Los tres policías se dirigieron hacia la puerta. Deteniéndose en el umbral, Kiribali le pidió a Rob que le dijera a Christine que probablemente la llamarían para hacerle más preguntas «en el futuro». Después se fue, con una última bocanada nociva de colonia.
Rob se dio la vuelta. Christine estaba en la puerta del dormitorio y volvía a parecer serena y relajada con una camisa blanca y unos pantalones de color caqui.
—Es un completo gilipollas.
Christine se encogió de hombros con aprobación.
—Peut-étre. Sólo estaba haciendo su trabajo.
—¿Te ha hecho llorar?
—Al hablar de Franz. Sí... No lloraba desde hacía días.
Rob agarró su chaqueta. Después la dejó. Miró al cuaderno de Breitner sobre el escritorio. No sabía qué hacer ahora. No sabía adónde se dirigía ni hacia dónde avanzaba esta historia, sólo era consciente de que estaba involucrado en ella e incluso en peligro. ¿O no era más que una paranoia? Rob miró el cuadro de la pared. La extraña torre. Christine siguió su mirada.
—Harán.
—¿Dónde está?
—No muy lejos, a una hora más o menos. —Se le iluminaron los ojos—. ¿Sabes? Tengo una idea. ¿Te gustaría verla? ¿Salir de nuevo de Urfa? Preferiría estar en otro sitio. En cualquiera menos en éste.
Rob asintió interesado. Se sentía cada vez más arrastrado hacia el desierto cuanto más tiempo pasaba allí, en la Turquía kurda. El paisaje agreste de las sombras del desierto, el silencio de los valles vacíos..., le gustaba todo eso. Y más ahora que el vacío del desierto era preferible a su alternativa: un día merodeando por la calurosa y vigilante Sanliurfa.
—Vamonos.
Era un viaje largo: el paisaje al sur de Urfa resultaba aún más brutal que el desierto que rodeaba Gobekli. Grandes llanuras amarillas se extendían hacia el titilante horizonte gris; las inmensidades de arena asediaban la destartalada y extraña aldea kurda. El sol ardía. Rob bajó la ventanilla del coche del todo, pero la brisa seguía siendo caliente, como si hubieran encendido un montón de sopletes sobre el Land Rover.
—En verano pueden alcanzarse los cincuenta grados aquí —dijo Christine cambiando de marcha con un fuerte crujido—. A la sombra.
—Puedo creerlo.
—No siempre fue así, por supuesto. El clima cambió hace diez mil años. Como te contó Franz...
Durante unos veinte kilómetros hablaron del cuaderno de Breitner: el mapa, los garabatos y, por supuesto, los números. Pero a ninguno de ellos se le había ocurrido nada nuevo. El subconsciente de Rob estaba de vacaciones. Su idea sobre Kekule no había funcionado.
Pasaron por un control del ejército. Las bandera rojo sangre del estado turco colgaba mustia bajo el sol del mediodía. Uno de los soldados se puso de pie, comprobó cansinamente el pasaporte de Rob, le lanzó una fugaz mirada lasciva a Christine por la ventanilla del coche y después les hizo una señal con la mano para que siguieran por la abrasadora carretera.
Media hora después, Rob vio, de repente, la extraña torre, amenazante. Se trataba del pilar roto de un edificio construido con ladrillos de adobe calcinado de siete pisos de altura, pero destrozado por la parte superior. Era enorme.
—¿Qué es?
Christine viró bruscamente, dejando la carretera principal y dirigiéndose hacia la torre.
—Pertenece a la universidad islámica más antigua del mundo: Harán. Tiene aproximadamente unos mil años. Ahora está abandonada y en ruinas.
—Se parece a la torre de las cartas del Tarot. La torre golpeada por un rayo.
Christine asintió distante, mirando por la ventanilla mientras aparcaba; escudriñaba una fila de casas pequeñas con cúpulas de adobe como tejado. Tres niños daban patadas a un balón hecho de harapos en el patio que colindaba con las diminutas casas. Unas cabras balaban en medio del calor.
—¿Ves aquello?
—¿Las casas de adobe? Ajá.
—Puede que lleven aquí desde el tercer milenio antes de Cristo. Harán es tremendamente antigua. Según la leyenda, se supone que Adán y Eva vinieron aquí, después de ser expulsados del paraíso.
Rob pensó en su nombre: Harán. Le hizo recordar a su padre, leyendo la Biblia.
—Y es mencionada en el Génesis.
—¿Qué?
—El libro del Génesis —repitió Rob—, capítulo 11, versículo 32 y capítulo 27, versículo 43. Abraham vivió aquí. En Harán.
Christine sonrió.
—Estoy impresionada.
—Yo no. Ojalá no recordara ninguna de esas gilipolleces. De todos modos —añadió—, ¿cómo pueden estar seguros?
—¿De qué?
—¿Cómo pueden estar seguros de que es la ciudad en la que Adán y Eva vivieron tras la caída? ¿Por qué no en Londres? ¿O Hong Kong?
—No lo sé... —Ella sonrió ante su sarcasmo—. Pero está bastante claro, como tú dices, que las primeras tradiciones abrahámicas se remontan a esta zona. Abraham está estrechamente relacionado con Sanliurfa. Y sí, Harán es el lugar donde Abraham recibió la llamada de Dios.
Rob bostezó, salió del coche y oteó entre la polvareda. Christine se unió a él. Juntos observaron a una cabra sarnosa rascándose contra un autobús viejo y oxidado; inexplicablemente, aquel autobús tenía sangre en uno de sus lados. Rob se preguntó si los agricultores del lugar lo utilizaban como matadero improvisado. Era un lugar extraño.
—Así que —dijo él— hemos quedado en que Abraham era de aquí. Y que fue el fundador de... las tres religiones monoteístas, ¿no?
—Sí. El judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Fundó todas ellas. Y cuando partió de Harán se fue a la tierra de Canaán, propagando la palabra de Dios, el Dios único de la Biblia, el Talmud y el Corán.
Rob escuchó esto con una vaga pero persistente sensación de intranquilidad. Se apoyó en el coche y deliberó; estaba teniendo más recuerdos de su infancia. Su padre leyendo el Libro de Mormón. Sus tíos citando el Eclesiastés. «Alégrate, joven, en tu juventud». Aquél era el único versículo de la Biblia que le había gustado de verdad. Recitó el verso en voz alta y después siguió hablando.
—¿Y qué hay del sacrificio, la muerte de su hijo? —Miró la inteligente expresión de Christine en busca de confirmación—. Recuerdo que había una historia de Abraham y su hijo, ¿no?
Christine asintió.
El sacrificio de Isaac. El profeta Abraham iba a matar a su propio hijo como sacrificio, un sacrificio ordenado por Jehová. Pero Dios le quitó el cuchillo.
—Ahí lo tienes. Descendientes del viejo.
Christine se rió.
—¿Quieres quedarte aquí o prefieres que te lleve a algún sitio más raro?
—¡Oye! ¡Estamos en racha!
Volvió al coche de un salto. Christine metió una marcha y se aleja ion a toda velocidad. Rob se echó hacia atrás mirando el paisaje desdibujándose entre el polvo. De vez en cuando, las onduladas colinas mostraban en su cúspide un edificio en ruinas o un castillo otomano desmoronado. O un demonio del polvo que se abría paso con un zumbido entre las inmensidades del desierto. Y después, increíblemente, la desolación se intensificó. El camino se volvió más rocoso. Incluso el azul del cielo del desierto pareció oscurecerse, hasta convertirse en un púrpura melancólico. El calor era casi insoportable. El coche traqueteaba entre los promontorios de color amarillo descolorido y los ardientes surcos de los caminos. Apenas un árbol irrumpía entre aquella infinita esterilidad.
—Sogmatar —anunció por fin Christine.
Se acercaban a una pequeña aldea, sólo unas cuantas chozas de cemento perdidas en el valle desnudo y silencioso en mitad de la nada calcinada y poderosa.
Había un gran jeep aparcado incongruentemente en la puerta de una de las casuchas; pero las calles y los patios estaban vacíos de gente; a Rob le recordó de inmediato y curiosamente a Los Angeles. Grandes coches e infinita luz del sol. Y sin gente.
Como una ciudad azotada por una plaga.
—Algunos habitantes de Urfa tienen aquí su segunda vivienda —comentó Christine—. Junto a los kurdos.
—¿Por qué demonios iba a vivir nadie aquí?
—Tiene mucho ambiente. Ya verás.
Salieron del coche sumergiéndose en el horno del calor polvoriento. Christine avanzó abriéndose paso por los antiguos muros decadentes, tras pasar por unos cuantos bloques de mármol esparcidos y tallados. El último se parecía a los capiteles romanos.
—Sí —dijo Christine, percibiendo cuál iba a ser la siguiente pregunta de Rob—. Los romanos estuvieron aquí, y los asirios. Todos vinieron aquí.
Se acercaron al gran agujero negro de un edificio extraño y muy achaparrado, esculpido literalmente en la roca. Entraron en el interior de la estructura de techo bajo. Rob tardó unos segundos en acostumbrar la vista a la oscuridad.
Dentro, el olor a excrementos de cabra era agobiante. Fuerte, húmedo y asfixiante.
—Esto es un templo pagano. A los dioses de la luna —explicó Christine, señalando a unas figuras grabadas de forma rudimentaria en las paredes del oscuro interior—. El dios de la luna está aquí, se pueden ver sus cuernos. ¿Ves? La curva de la luna nueva.
La efigie erosionada tenía una especie de casco: dos cuernos en forma de luna creciente se balanceaban sobre su cabeza. Rob pasó una mano por la piedra. Estaba caliente y extrañamente húmeda. Retiró la mano. Las decadentes efigies de los dioses extintos lo mirabanfijamente con sus erosionados ojos. Aquello estaba tan silencioso que Rob podía oír los latidos de su propio corazón. El ruido del mundo exterior apenas era perceptible, sólo los tintineos de los cencerros de las cabras y el sonido del viento del desierto agitándose. La cálida luz del sol ardía en la puerta, haciendo que la oscura habitación pareciera aún más tenebrosa.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien...
Ella se dirigió hacia la pared opuesta.
—El templo data del siglo II después de Cristo. El cristianismo se estaba extendiendo por esta zona, pero aún adoraban a los dioses antiguos. Con sus cuernos. Me encanta esto.
Rob miró a su alrededor.
—Muy bonito. Deberías comprarte un apartamento.
—¿Siempre eres sarcástico cuando te sientes incómodo?
—¿Podemos ir a tomarnos un café?
Christine se rió.
—Tengo que enseñarte un sitio más. —Lo sacó del templo y Rob sintió un verdadero alivio al salir de aquella húmeda y fétida oscuridad. Subieron una pendiente pedregosa de polvo caliente. Al darse la vuelta un momento para recuperar el aliento, Rob vio a un niño que los miraba fijamente desde una de las humildes casas. Un pequeño rostro oscuro en una ventana rota.
Christine se abrió camino hacia arriba por una última cuesta.
—El templo de Venus.
Rob subió los últimos metros de pedregal hasta llegar al lado de ella. El viento era fuerte allí arriba, pero seguía ardiendo. Podía ver varios kilómetros de distancia. Se trataba de un paisaje extraordinario. Kilómetros y kilómetros de desolación infinita, ondulante y pálida. Colinas agonizantes de rocas muertas. Las montañas estaban marcadas por los huecos vacíos de las cuevas. Aquéllas eran, según pensó Rob, más ermitas y templos paganos, cada uno en peor estado que el anterior. Miró hacia el suelo que pisaban, el suelo de un templo, al aire libre.
—¿Y cuándo se construyó esto?
—Posiblemente por los asirios o los cananeos. Nadie lo sabe con seguridad. Es muy antiguo. Los griegos se hicieron cargo de él y después los romanos. Era con seguridad un lugar de sacrificios humanos. —Ella le señaló algunos surcos tallados en la roca que había debajo de ellos—. ¿Ves? Esto era para que la sangre fluyera por aquí.
—Vale...
—Todas estas primitivas religiones orientales eran muy aficionadas a los sacrificios.
Rob miró las colinas del desierto y hacia la pequeña aldea que había abajo. El niño se había ido; la ventana rota estaba vacía. Uno de los coches se movía, tomando el camino que salía de Sogmatar. La carretera pasaba al lado de la ribera seca de un antiguo río. El curso de un río muerto.
El periodista trató de imaginarse cómo serían los sacrificios allí. Las piernas atadas con bramante basto, las manos amarradas por detrás de la espalda, el repugnante aliento del sacerdote sobre el rostro; y después el ruido sordo del dolor cuando el cuchillo atravesaba la caja torácica...
Respiró hondo y se quitó el sudor de la frente con la mano. Seguro que ya era hora de irse. Hizo un gesto en dirección al coche. Christine asintió y bajaron la colina hasta el Land Rover que los esperaba. Pero en mitad de la pendiente, Rob se detuvo, mirando fijamente la colina.
De repente, lo supo. Había adivinado lo que significaban los números.
Los números del cuaderno de Breitner.
19
El tiempo seguía siendo espantoso. El cielo de color gris plomizo estaba tan sombrío como los verdes campos azotados por el viento que había debajo de él. Boijer, Forrester y Alisdair Harnaby iban en un coche grande y oscuro a toda velocidad con dirección al sur cruzando la isla de Man. Les precedía otro coche largo y negro que llevaba al subcomisario Hayden y sus colegas.
Forrester notaba la ansiedad. El tiempo pasaba, escapándose entre sus manos. Y cada minuto que perdían les acercaba más al siguiente horror. El siguiente e inevitable asesinato.
Dejó escapar un fuerte suspiro. Casi con rabia. Pero por fin se encontraban ya detrás de algo, siguiendo una buena pista. Un agricultor había visto algo extraño en un extremo remoto de la isla, hacia el sur, cerca de Castletown. Forrester había convencido de inmediato a Alisdair Harnaby para que les acompañara a la entrevista, porque pensaba que aquel hombre podía proporcionarles algo más de información. El punto de vista histórico. Parecía importante.
Pero Forrester quería saber primero qué había dicho la mujer de la CNN. Boijer estaba deseando contárselo. El sargento le explicó que Ángela Darvill había oído hablar del caso de Craven Street «a un periodista del Evening Standard».
—Así que los relacionó —dijo Forrester—. Es razonable.
—Sí, así es, señor. Pero añadió algo más. Al parecer, hubo un caso similar. En el estado de Nueva York y Connecticut. En Nueva Inglaterra.
—¿Cómo de similar?
—El mismo tipo de tortura elaborada.
—¿La estrella de David?
Boijer negó con la cabeza y luego siguió hablando.
—Pero los cortes en la piel, sí. Y las desolladuras. Dijo que fue uno do los casos más terribles que jamás había cubierto.
Forrester se reclinó en el asiento y miró por la ventanilla. Los rodeaban unas colinas húmedas y despejadas. El vacío rural era interrumpido por pequeñas granjas y diminutos árboles encorvados, con sus ramas peladas de forma brusca y extraña a causa de los vientos reinantes. La escena le recordó a unas vacaciones que había pasado una vez en Skye. Había una belleza melancólica en el paisaje, una belleza melancólica que se aproximaba bastante a la verdadera y evocadora tristeza. Forrester trató de hacer desaparecer el recuerdo de su hija de la mente.
—¿Quién cometió esos asesinatos? —preguntó.
—Nunca lo descubrieron. Aunque es extraño. Me refiero al parecido...
Por delante de ellos, la carretera se redujo casi a un solo carril, que les llevaba a través de los setos azotados por el viento hasta una granja. Los cinco policías y el historiador aficionado caminaron por el sendero hacia una casa de campo blanca y de techo bajo. Boijer se miró los zapatos, que ahora estaban manchados de barro, y chasqueó con la vanidad de un hombre joven.
—¡Maldita sea! Mira esto.
—Deberías haber traído botas de agua, Boijer.
—No sabía que íbamos de excursión, señor. ¿Se puede alegar en la solicitud de reembolso de gastos?
Forrester se rió de buena gana.
—Veré lo que puedo hacer.
Uno de los policías de casco blanco que acompañaba a Hayden llamó a la puerta de la granja y finalmente la abrió un hombre sorprendentemente joven. Forrester se preguntó por qué la palabra «granjero» siempre evocaba la imagen de un señor de mediana edad blandiendo un azadón o una escopeta. Aquel granjero era atractivo y no tenía más de veinticinco años.
—Hola, hola. ¿Comisario...?
—Jefe de policía —aclaró Hayden—. Sí. Y usted debe de ser Gary
—Sí, soy Gary Spelding. Hablamos por teléfono. Entren, señores. ¡Vaya día tan malo!
Se apiñaron en la cálida y acogedora cocina de madera de pino. Había galletas en un plato. Boijer cogió una con entusiasmo.
De repente, Forrester fue consciente de su número. Cinco eran demasiados, pero todos querían saber más sobre aquella pista. Lo que había visto Spelding. Tras dos teteras servidas por su sonriente esposa, Spelding contó su historia. La tarde del asesinato había estado arreglando una valla de su granja. Estaba a punto de volver a casa, después del trabajo, cuando vio «algo extraño». Forrester dejó que su té se enfriara mientras escuchaba.
—Era un cuatro por cuatro grande. Un Chelsea.
Hayden se inclinó sobre la mesa de la cocina, interesado.
—¿Dónde exactamente?
—Por el camino al final de la granja. Balladoole.
Harnaby lo interrumpió.
—Lo conozco.
—Por supuesto, allí van turistas de vez en cuando. La playa está justo a continuación. Pero estos tipos era diferentes... —Spelding giró su taza de té y sonrió a Hayden—. Cinco jóvenes. Vestidos con uniformes de telecomunicaciones.
—¿Cómo dice? —preguntó Boijer.
Spelding se giró para mirar al ayudante de Forrester.
—Todos llevaban grandes monos verdes con la insignia de telecomunicaciones de Manx. La compañía de teléfonos móviles.
Forrester volvió a tomar el control del interrogatorio.
—¿Y qué estaban haciendo?
—Simplemente caminaban por mis campos. Y pensé que era raro. Bastante raro. Sí. —Spelding le dio un sorbo al té—. Sobre todo porque por aquí no tenemos antenas ni cobertura. Es una zona muerta para los móviles. Así que me pregunté qué estaban haciendo. Y todos eran jóvenes. Tipos jóvenes. Pero casi estaba oscureciendo y hacía trío, así que no eran surfistas.
—¿Habló con ellos?
Spelding se ruborizó un poco.
—Pues iba a hacerlo. Para empezar, estaban en mi granja. Pero por el modo en que me miraron cuando me acerqué...
—¿Cómo fue?
—Desagradable. Simplemente... —El granjero se ruborizó aún más—. Algo desagradable. Sin duda. Así que pensé que la discreción sería la mejor opción. Un poco cobarde, lo siento. Y después vi su rueda de prensa en las noticias y empecé a preguntarme...
Durante la siguiente media hora escucharon el resto de la información de Gary Spelding. Descripciones minuciosas de los hombres, todos ellos altos y jóvenes. Descripciones del coche, un Toyota Land-cuiser, aunque Spelding no podía recordar el número de matrícula. Pero al menos era una pista. Un respiro. Forrester supo que probablemente ésos serían los hombres que andaban buscando. Hacerse pasar por trabajadores de una compañía de telecomunicaciones era una buena tapadera. Había antenas de teléfonos por todos lados; todos querían cobertura para sus móviles, veinticuatro horas al día, los siete días de la semana. Podías trabajar hasta avanzada la noche sin despertar sospechas, alegando que «ha habido una avería en la red».
Pero aquel grupo había venido a una zona sin ninguna cobertura para móviles. ¿Por qué lo habían hecho? ¿Es posible que ése fuera su primer error? Forrester sintió que sus esperanzas aumentaban. En este trabajo se necesitaba un poco de suerte. Éste podría ser su golpe de suerte.
La entrevista terminó. La tetera estaba vacía. En el exterior, las nubes grises se habían disipado en parte. Algún rayo de sol empezó a brillar sobre los campos húmedos. Los policías se levantaron los pantalones para no mancharse de barro mientras caminaban con el granjero hasta la carretera de Balladoole.
—Justo por aquí —dijo Spelding—. Aquí es donde los vi.
Todos miraron al campo irregular y embarrado bordeado por el pequeño camino vecinal. Una vaca de aspecto triste miró a Boijer. Detrás del animal había una larga curva de arena gris y, después, el mar glacial y grisáceo iluminado por los ocasionales rayos de sol.
Forrester señaló hacia el camino.
—¿Adónde conduce?
—Al mar. Eso es todo.
Forrester se subió a la última valla seguido por Boijer y el resto, que mostraron bastante menos entusiasmo. Se detuvo exactamente donde había aparcado el coche. Era un extraño lugar para pararse si uno se dirige a la bahía. Estaba a algo menos de un kilómetro de la playa. Entonces, ¿por qué aparcaron allí? ¿Por qué no conducir esos últimos cientos de metros? ¿Les apetecía caminar? Estaba claro que no. Así que debían de estar buscando algo más.
Forrester volvió a subirse a la valla más próxima. Estaba a dos metros y medio de altura. Miró a su alrededor. Sólo campos, muros de piedra y praderas arenosas. Y el triste mar. El único punto de interés era el campo cercano. El cual, desde la posición estratégica de Forrester, mostraba algunos agujeros poco profundos y rocas sueltas. Se bajó de la valla y se dirigió a Harnaby, que estaba jadeando tras el paseo.
—¿Qué son? —preguntó Forrester—. ¿Qué son aquellos pequeños hoyos?
—Pues... —Harnaby sonrió inseguro—. Iba a mencionarlo. No hay mucha gente que lo sepa, pero ése es el yacimiento de enterramientos de Balladoole. De los vikingos. Encontraron broches y cosas así. Y... también algo más...
—¿Qué?
—También encontraron un cuerpo.
Harnaby se explicó. Les habló de la enorme excavación hecha durante la guerra, cuando los científicos de Inglaterra sacaron a luz un barco vikingo enterrado con joyas y espadas. Y el cuerpo de un guerrero vikingo.
—Y había también evidencias de sacrificios humanos. A los pies del guerrero, los arqueólogos encontraron el cuerpo de una chica adolescente. Probablemente fuera la víctima de un sacrificio.
—¿Cómo lo saben?
—Porque fue enterrada sin ninguna solemnidad. Estrangulada. Los vikingos tenían bastante debilidad por los sacrificios. Mataban a jóvenes esclavas para honrar a los caídos.
Forrester sintió una sacudida reflexiva. Miró a Boijer y luego hacia las lejanas olas grises. Después volvió a mirar a Boijer.
—Sacrificios rituales —dijo por fin—. Sí. ¡Sacrificios humanos rituales, Boijer! ¡Eso es!
Boijer parecía perplejo. Forrester se explicó.
—Piénsalo bien. Un hombre enterrado vivo con la cabeza en la tierra. Un hombre con la cabeza afeitada y la lengua cortada. Cortes rituales en ambos cuerpos...
—Y ahora Balladoole —dijo Harnaby.
Forrester asintó enérgico. Saltando por encima de una segunda valla, cruzó hasta los agujeros y rocas del campo. Tenía los zapatos llenos de barro, pero no le importó. Podía oír el sonido de las olas de la playa; saborear la sal del océano. Debajo de él los vikingos habían enterrado a una mujer joven, una mujer que había sido asesinada de forma ritual. Y esos hombres, esos asesinos, se habían reunido allí antes de cometer su propia ejecución ritual; sólo unas horas antes.
La relojería se había puesto en marcha. La maquinaria había sido engranada. Forrester inhaló el aire húmedo y pesado. La llovizna de las nubes grises se acercaba rápida desde el turbio y picado mar de Irlanda.
20
El Land Rover avanzaba a toda velocidad por el sucio camino alejándose de Sogmatar con dirección a la carretera principal de Sanliurfa, veinte kilómetros en paralelo al antiguo arroyo. Christine miraba hacia delante, concentrada en la carretera y la mano apretada sobre la palanca de cambios. Avanzaban en silencio.
Rob no le había contado lo que pensaba que había descubierto con respecto a los números. Quería comprobarlo primero él solo. Y para eso, necesitaba el cuaderno y, quizá, un ordenador.
Cuando alcanzaron la entrada de la ciudad, al sol le quedaba una hora para el crepúsculo y en Sanliurfa el bullicio era notable. Al llegar al centro, fueron directamente al apartamento de Christine, colocaron las polvorientas chaquetas sobre el sillón de mimbre y se dejaron caer en el sofá. De repente, Christine empezó a hablar, de forma casi inesperada y sin venir a cuento:
—¿Crees que debería volver a casa?
—¿Cómo? ¿Por qué?
—La excavación ha terminado. Cobraré mi último salario dentro de un mes. Podría irme ya.
—¿Sin descubrir qué le ha pasado a Franz?
—Sí. —Miró por la ventana—. Está... muerto. ¿No debería asumirlo?
Fuera, el sol se estaba ocultando. Los almuecines llamaban a la oración por toda la ciudad antigua de Urfa. Rob se levantó, se dirigió hasta la ventana, la abrió y miró a través de ella. Un vendedor de pepinos iba con su bicicleta por la acera anunciando sus productos. Unas mujeres con velo agrupadas fuera del concesionario de Honda hablaban por teléfonos móviles a través del chador negro bajo el que se ocultaban. Parecían sombras, fantasmas. Las novias de la muerte vestidas de luto.
Volvió al sofá y miró a Christine.
—No creo que debas irte. Todavía no.
—¿Por qué no?
—Creo que sé qué significan los números.
Su rostro permaneció inmutable.
—Cuéntamelo.
—¿Tienes una Biblia? ¿En inglés?
—En esa estantería.
Rob caminó hacia la estantería y examinó los lomos de los libros: arte, poesía, política, arqueología, historia, más arqueología. Allí estaba. Sacó una vieja Biblia negra. La versión oficial.
Al mismo tiempo, Christine cogió del escritorio el cuaderno de Breitner.
—Muy bien —dijo Rob—. Espero tener razón. Creo que la tengo. Pero veamos. Lee en voz alta los números del cuaderno. Y dime qué hay al lado de ellos en esa página.
—De acuerdo. Está el... veintiocho. Junto a un signo de una brújula señalando al este.
—No. Dilo como si los dos números estuvieran separados. Dos ocho.
Christine miró a Rob perpleja. Puede que incluso divertida.
—Vale. Dos ocho. Junto a una flecha que apunta al este.
Rob abrió la Biblia por el Génesis, hojeó las finas y casi traslúcidas páginas y encontró la correcta. Fue pasando el dedo a lo largo de las densas columnas.
—Capítulo 2, versículo 8. Génesis, 2,8. «Y Jehová Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había modelado». —Rob esperó.
Christine miraba fijamente la Biblia. Un momento después, susurró:
—¿En Edén, al oriente?
—Lee otro.
Christine examinó el cuaderno.
—Dos nueve. Junto al árbol.
Rob fue a la misma página de la Biblia y leyó:
—Libro del Génesis. Capítulo 2, versículo 9. «Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista, y de sabrosos frutos. Y además el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol de la ciencia del bien y del mal».
—Dos uno cero. Dos diez. Junto a la línea serpenteante del río dijo Christine en voz baja.
—¿La que se convierte en cuatro ríos?
—Sí.
Rob volvió la vista a la Biblia.
—Capítulo 2, versículo 10. «Y salía de Edén un río que regaba el jardín, y desde allí se dividía en cuatro brazos».
—Dios mío —dijo Christine—. ¡Tienes razón!
—Intentémoslo con otro, para asegurarnos. Uno distinto, de los números grandes.
Christine volvió al cuaderno.
—De acuerdo. Aquí hay algunos números más altos, al final. ¿El diez once?
Rob pasó las páginas y leyó, sintiéndose como un sacerdote en su púlpito.
—Génesis, capítulo 10, versículo 11. «Y tomó Teraj a Abraham, su hijo, y a Lot, hijo de Aram, hijo de su hijo, y a Sara, su nuera, mujer de su hijo Abraham, y salió con ellos de Ur de los caldeos, para dirigirse a la tierra de Canaán; llegados a Harán, se quedaron allí».
—¿Harán?
—Harán. —Rob hizo una pausa sentándose al lado de Christine—. Probemos otra más, de los números colocados junto a los dibujos.
—Aquí hay un número junto a un dibujo, parece que es un perro o un cerdo..., o algo así.
—¿Qué número es?
—Doscientos diecinueve. Entonces, ¿el dos diecinueve?
Rob buscó el párrafo pertinente.
—«Y Jehová Dios llevó ante Adán a todos los animales del campo y todas las aves de los cielos que había creado de la tierra, para que viese cómo les había de llamar...».
El silencio invadió el apartamento. Rob pudo seguir oyendo los gritos del vendedor de pepinos elevarse desde las polvorientas calles. Christine lo miró fijamente.
—Breitner pensaba que estaba excavando...
—Sí. El Jardín del Edén.
Se miraron el uno al otro en el sofá.
21
Forrester estaba investigando sacrificios humanos en su oficina de Londres. Tenía el café sobre el escritorio junto a una fotografía de su hijo sosteniendo un balón de playa y otra de su hija, con el pelo rubio claro, sonriente y feliz. Se trataba de una fotografía tomada justo antes de su muerte.
A veces, cuando el perro negro de la depresión le acechaba, Forrester dejaba el retrato de su hija boca abajo sobre el escritorio porque le resultaba demasiado doloroso, demasiado desgarrador. Pensar en su pequeña le provocaba a veces una especie de dolor agudo en el pecho, como si se hubiera fracturado una costilla y se le clavara en los pulmones. Era un dolor tan físico que casi podía verbalizarlo.
Pero la mayor parte del tiempo no era tan malo. Normalmente podía dejar a un lado el dolor, para fijarse en el de otras personas. Esa mañana la foto permanecía sobre el escritorio, ignorada; la feliz y aún viva sonrisa blanca y brillante de su hija. Forrester estaba paralizado ante la pantalla de su ordenador, buscando en Google «sacrificios humanos».
Estaba leyendo sobre los judíos. Los primeros israelitas que quemaban a sus hijos. Vivos. Lo hacían, según supo Forrester, en un valle justo al sur de Jerusalén, Ben-Hinnom. Wikipedia le aclaró al inspector jefe que ese valle era también conocido como Gehenna. El valle de Gehenna era el infierno para los cananeos, el «valle de la sombra de la muerte».
Siguió leyendo. Según los historiadores, en tiempos remotos, las madres y los padres israelitas llevaban a su primogénito al valle, fuera de las murallas de Jerusalén, y allí colocaban a sus bebés en el interior de un hueco de latón en el vientre de una enorme estatua dedicada al demonio cananeo Moloc. El cuenco de latón colocado en el centro de la enorme estatua de Moloc también funcionaba como brasero. Una vez que los niños estaban en el recipiente, se encendía un fuego bajo la estatua que calentaba el latón y, por tanto, asaba a los niños hasta que morían. Como los pequeños gritaban para que los salvaran, los sacerdotes hacían sonar enormes tambores para ahogar los alaridos y evitar que las madres sufrieran una angustia excesiva al oír a sus hijos quemarse vivos.
Forrester se reclinó en su asiento con el corazón retumbando como los tambores de los rituales israelitas. ¿Cómo podía alguien hacer semejante cosa? ¿Cómo podía alguien sacrificar a sus propios hijos? De manera espontánea, Forrester pensó en sus hijos, su hija, su hija muerta. La primogénita de la familia.
Frotándose los ojos, consultó algunas páginas más.
El sacrificio del primer hijo parecía ser una práctica común en la historia antigua. Todos los pueblos —celtas, mayas, godos, vikingos, escandinavos, hindúes, sumerios, escitas, indios americanos, incas, entre otros— hacían sacrificios humanos y muchos de ellos sacrificaban al primer hijo. A menudo, esto formaba parte de lo que llamaban «sacrificio fundacional», cuando se estaba construyendo una estructura estratégicamente importante o sagrada. Antes de que se llevara a cabo la construcción principal, la comunidad sacrificaba a un niño, normalmente un primogénito, y enterraban el cadáver bajo el arco, el pilar o la puerta.
Forrester tomó aire y exhaló. Pinchó en otro enlace. El cielo brillaba afuera, la luz del sol de finales de la primavera. El inspector jefe estaba demasiado absorto en su macabra tarea como para notarlo o preocuparse por ello.
Los sacrificios aztecas eran especialmente sangrientos. A los homosexuales los asesinaban brutalmente, sacándoles los intestinos por el recto. A los guerreros enemigos les arrancaban del pecho el corazón vivo unos sacerdotes cuyas cabezas estaban embadurnadas con las tripas humanas de sus anteriores víctimas.
Continuó leyendo. Supuestamente, la Gran Muralla china fue construida sobre miles de cadáveres. Más sacrificios humanos aún. Los japoneses veneraron a un hitobashira —un pilar humano— bajo el cual se enterraban vivas a las vírgenes. Enormes cenotes, o cisternas de agua, eran utilizados por los mayas de México como lagos donde ahogaban a doncellas y niños. Y había más. Los celtas prerromanos apuñalaban a la víctima en el corazón y después adivinaban el futuro a partir de los espasmos moribundos del cuerpo destrozado. Los fenicios mataron literalmente a miles de bebés como expiación y los enterraron en «tofets», grandes cementerios de niños.
Y así seguía. Forrester se echó hacia atrás en su asiento sintiéndose un poco mareado. Pero también notó que estaba haciendo progresos. El asesinato ritual de la isla de Man y el intento de asesinato de Craven Street tenían que estar relacionados con el sacrificio, sobre todo, porque los asesinos se habían reunido en el lugar de un sacrificio históricamente comprobado. Pero ¿qué era lo que los conectaba?
Respiró hondo, como alguien que estuviera a punto de sumergirse en un estanque muy frío, y escribió en Google «estrella de [David».
Tras cuarenta y cinco minutos de búsqueda por la historia judía, encontró lo que necesitaba. En la página web de algún loco americano, posiblemente un sitio satánico. Pero la locura era justo lo que Forrester estaba investigando. La enfermiza página web decía que la estrella de David era también conocida como la estrella de Salomón, puesto que, supuestamente, el antiguo rey judío la había utilizado como su insignia mágica. A este símbolo renunciaron algunas autoridades rabínicas de la actualidad por su relación con el ocultismo. Se denunció que Salomón había utilizado la estrella en el templo que levantó a Moloc, el demonio cananeo, donde llevó a cabo sacrificios animales y humanos.
Forrester volvió a leer la página web una vez más. Y otra. Y una tercera vez. La estrella de David no era lo que los asesinos grababan en sus víctimas. Perfilaban la estrella de Salomón. Un símbolo estrechamente relacionado con el sacrificio humano.
¿Y el afeitado de la cabeza?
Para eso sólo necesitó tres minutos en Google.
En muchas culturas, las víctimas de los sacrificios eran purificadas de distintas formas antes del ritual. Las bañaban o se les obligaba a ayunar y, a veces, se les afeitaba todo el cabello. A algunos se les cortaba la lengua.
La tesis de Forrester quedaba confirmada. Los asesinos estaban obsesionados y relacionados con la idea de los sacrificios humanos. Pero ¿por qué?
Se puso de pie y se masajeó los músculos del cuello. Había estado leyendo durante tres horas. La mente le zumbaba por el ruido de la pantalla del ordenador. Todo aquello estaba bien. Pero no tenían pistas reales de la banda de asesinos. Estaban vigilando todos los puertos de Man. Y el aeropuerto también. Pero tenía pocas esperanzas de atrapar a la banda de ese modo. Seguramente se habrían dividido y huido de la isla de inmediato. Docenas de barcos, ferris y aviones salían de la isla de Man todos los días a todas horas. Lo más probable es que la banda hubiera salido de Douglas antes de que el cadáver fuera descubierto. La única esperanza real era buscar imágenes del Toyota negro en el circuito cerrado de televisión. Pero podrían tardar varias semanas en revisar todo el material disponible.
El policía volvió a sentarse y acercó la silla giratoria a la pantalla. Le quedaban tres cosas por investigar.
Jerusalem Whaley fue miembro de un club de vividores aristócratas: el club irlandés del Fuego del Infierno, según le había contado el historiador de Man. Pero ¿cómo se relacionaba ese hecho con los sacrificios, con los asesinatos? ¿Estaban de verdad relacionados?
Y los huesos de Craven Street, en la casa de Benjamín Franklin, ¿qué papel desempeñaban en todo esto?
Estas dos dudas le llevaron a una tercera pregunta. Por todos los sitios por donde había pasado, la banda había estado excavando. ¿Qué buscaban?
Su búsqueda inicial fue sencilla y enseguida tuvo éxito. Forrester escribió Benjamín Franklin y Fuego del Infierno y la primera entrada le dio la respuesta: Benjamín Franklin, el padre fundador de los Estados Unidos de América, era buen amigo de sir Francis Dashwood, y sir Francis Dashwood fue el fundador del Club del Fuego del Infierno. De hecho, según algunos expertos, el mismo Benjamín Franklin fue miembro del Club del Fuego del Infierno.
El rompecabezas daba frutos. Estaba claro que el Club del Fuego del Infierno era fundamental. Pero ¿quiénes o qué eran exactamente?
Por lo que Forrester pudo encontrar en Google, el Club del Fuego del Infierno, tanto en Irlanda como en Inglaterra, era una sociedad secreta de inútiles de clase alta. Pero eso era todo. Puede que fueran desagradables y peligrosos y, con seguridad, unos consentidos hedo nistas, pero ¿eran realmente satánicos y asesinos? La mayoría de los historiadores opinaban que eran poco más que un club de borrachos que, a veces, se volvían un poco irreverentes. Los rumores de adoración al diablo habían sido, en general, descartados.
Dicho eso, había un experto que no estaba de acuerdo. Forrester garabateó el nombre en una libreta. El profesor Hugo De Savary, de la Universidad de Cambridge, nada menos, opinaba que los seguidores del Fuego del Infierno eran verdaderos ocultistas. Aunque había sido ridiculizado por sus opiniones.
Pero incluso si De Savary tenía razón, eso seguía sin dar respuesta al resto de las preguntas difíciles. ¿Qué buscaba la banda? ¿Por qué excavaban? ¿Cómo estaba eso relacionado con el Club del Fuego del Infierno? ¿Qué motivos tenían para remover el suelo del césped y del sótano? ¿Buscaban un tesoro? ¿Baratijas demoniacas? ¿Huesos antiguos? ¿Diamantes malditos? ¿Niños sacrificados? La mente de Forrester burbujeaba un poco más de la cuenta. Ya había hecho demasiado por una mañana. Y le había ido bien. Se sintió como si finalmente hubiera reunido todas las piezas del rompecabezas, o como si alguien las hubiera tirado sobre su regazo. El único problema era que había perdido la caja y no podía ver la tapa. Así que no sabía qué tenían que representar aquellas piezas, no tenía ninguna pista del cuadro que trataba de recrear. Pero, al menos, disponía de las piezas... Ahogando un bostezo, Forrester tiró de la chaqueta que tenía colgada en el respaldo de la silla giratoria e introdujo los brazos por las mangas. Era hora de comer. Se había ganado un buen almuerzo, quizá italiano. Penne arrabiata en la trattoria que había en la misma calle. Seguido de un rico tiramisú y una larga lectura de las páginas de deportes.
Al salir de la oficina, echó un vistazo a su escritorio. Su hija le sonreía con su inocente y resplandeciente rostro. Forrester se detuvo sintiendo una angustia en su interior. Miró la fotografía de su hijo y después, una vez más, la de su hija. Pensó en su voz, diciendo sus primeras palabras de verdad. «Anana. An-ana. ¡An-ana, papi! An-ana...».
El dolor se intensificó. Puso la foto de cara al escritorio y salió por la puerta.
Al primero que vio fue a Boijer, sin aliento y excitado.
—¡Señor, creo que tenemos algo!
—¿Qué?
—El Toyota. El Toyota negro.
—¿Dónde?
—Heysham, señor. En Lancashire.
—¿Cuándo...?
—Hace dos días.
22
Rob y Christine estaban sentados en la tetería cercana al estanque de Abraham. Las delicadas piedras de la mezquita de Mevlid Halil brillaban con la luz de la mañana y sus suaves tonos se reflejaban plácidamente en el agua del estanque de peces.
Habían pasado la noche anterior investigando la teoría del Edén por separado, Christine con su ordenador portátil en su apartamento y Rob en el cibercafé, dividiéndose el tiempo para conseguir la máxima información posible más rápidamente. Y ahora se habían reunido para intercambiar opiniones. Habían ido allí en busca de anonimato. Se sentían más seguros sentados entre la gente. Los amigos que paseaban y los soldados fuera de servicio, los niños que comían albóndigas de cordero fritas con una mano mientras sus madres miraban a las carpas. La única nota discordante era un coche de policía aparcado discretamente junto a los jardines de té.
Rob recordaba cómo había llegado a su conclusión. Hablaron del Génesis cuando estuvieron en Sogmatar y Harán. Y Christine había mencionado también la leyenda de Adán y Eva. Rob se dio cuenta de que esa combinación debió de dispararle los recuerdos de su padre recitando la Biblia; así es como vio que los números podrían ser leídos. Capítulo x, versículo y. Dígito por dígito. Pero ahora tenían que examinar esa teoría con más profundidad y comparar las notas según la lógica subyacente.
—De acuerdo —dijo, dando un sorbo al té—. Repasémoslo de nuevo. Sabemos que la agricultura comenzó aquí. El primer lugar del mundo. En la zona que hay justo alrededor de Gobekli. En algún momento en torno al año 8000 antes de Cristo, ¿no?
—Sí. Y sabemos aproximadamente cuándo y dónde se comenzó a criar animales...
—Por las pruebas arqueológicas, «la domesticación provoca una sacudida en el sistema». Lo leí en uno de los libros de tu apartamento. Los esqueletos de las personas cambian, se vuelven más pequeños y menos sanos...
—Sí —asintió Christine dubitativa—. Mientras el cuerpo humano se adapta a una dieta más pobre en proteínas y a un estilo de vida más arduo, es cierto que hay un cambio en el tamaño de los esqueletos, en la fortaleza del físico. Lo he visto en muchos yacimientos.
—Así que el comienzo de la domesticación supuso una dificultad. Del mismo modo, los animales recién domesticados se volvieron más escuálidos.
—Sí.
—Pero... —Rob se inclinó hacia delante—. Cuando esta domesticación tuvo lugar, en el 8000 antes de Cristo, fue también el momento en el que el paisaje de la zona comenzó a cambiar. Por aquí, ¿no?
—Sí. Los árboles fueron cortados, el suelo se fue desecando y la zona se volvió muy árida. Como lo es ahora. Mientras que antes, era... paradisiaca. —Sonrió meditabunda—. Recuerdo a Franz hablando de cómo debió de ser Gobekli. Dijo que fue un prachtvolle Schafferegion, una espléndida zona de pastoreo. Se trataba de una región de bosques y praderas, rica en caza y en plantas silvestres. Pero cambió el clima, mientras la agricultura se afianzaba. Y entonces se convirtió en un lugar agotador. Tenían que ser trabajadas aún más.
Rob sacó su libreta y leyó en voz alta:
—Como Dios le dice a Adán: «La tierra será maldita por tu causa; con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida». Génesis, capítulo 3, versículo 17. Tres dicesiete.
Christine se frotó las sienes con los dedos. Parecía cansada, lo cual era poco habitual en ella. Pero después se sacudió y siguió adelante.
—Ya he oído esta teoría antes, que la historia de Edén es una leyenda popular, una alegoría.
—¿Quieres decir como una metáfora?
—Según algunos, sí. Si lo miras de este modo, la historia del Edén describe nuestro pasado de cazadores-recolectores, cuando teníamos tiempo para deambular entre los árboles, recoger la fruta y recolectar hierbas silvestres..., como Adán y Eva, desnudos en el paraíso. Y después pasamos a cultivar y la vida se hizo más difícil. Y así fuimos expulsados del Edén.
Rob miró a dos hombres que, agarrados de la mano, cruzaban el puente por encima del pequeño arroyo; el puente que llevaba a la tetería.
—Pero ¿cuál es el verdadero motivo de que comenzáramos a criar animales?
Christine se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Es uno de los grandes misterios. Pero lo cierto es que comenzó aquí. En este rincón de Anatolia. Los primeros cerdos fueron domesticados en Cayonu. Eso está a cien kilómetros de aquí. El ganado vacuno se domesticó en Catalhóyük, al oeste.
—Pero ¿exactamente cómo encaja esto con Gobekli?
—Ésa es una pregunta difícil. Es un milagro que los cazadores crearan un lugar así. Pero demuestra que la vida antes de la agricultura era muy ociosa. Estos hombres, los cazadores, tuvieron tiempo de aprender las artes, esculpir, hacer relieves exquisitos. Fue un enorme salto adelante. Pero no sabían hacer vasijas. —El crucifijo de plata de Christine brillaba a la luz del sol mientras hablaba—. Es extraño. Y, por supuesto, la sexualidad también se desarrolló. Hay muchas imágenes eróticas en Gobekli. Animales y hombres con falos alargados. Relieves de mujeres, abiertas de piernas y desnudas...
—Quizá comieran el fruto del árbol de la ciencia —dijo Rob.
Christine sonrió cortés.
—Puede ser.
Guardaron silencio un momento. La arqueóloga se giró nerviosa a la izquierda, cuando pasaba un policía moreno y su radio emitió un zumbido. Rob se preguntó por qué estaban tan paranoicos. Ninguno de los dos había hecho nada malo. Pero el agente Kiribali se había comportado de un modo muy siniestro. ¿Y qué decir de los hombres que miraban hacia el apartamento? ¿Qué era todo aquello? Trató de alejar sus temores. Todavía quedaban asuntos de los que ocuparse.
—Después está la geografía.
—Sí —asintió Christine—. La topografía. Eso también es importante.
—No hay cuatro ríos cerca de Gobekli.
—No. Sólo uno. Pero es el Eufrates.
Rob recordó lo que había leído en el cibercafé.
—Y los expertos siempre han creído que el Edén, de estar en algún sitio, debe de ser en algún lugar entre el Tigris y el Éufrates. La media luna fértil. El emplazamiento más antiguo de la civilización. Y lo cierto es que se menciona al Éufrates en el Génesis, diciendo que nace en el Edén.
—Es verdad. Y también tenemos las montañas del mapa.
—El Taurus.
—El nacimiento del Éufrates, el este del Edén —afirmó Christine—. Hay leyendas muy sólidas de que el Edén está resguardado entre montañas en el este. Gobekli tiene el Taurus al este. —Sacó sus notas—. Muy bien. Aún hay más. En los antiguos textos asirios se hace mención a una Beth Edén, conocida como la Casa de Edén.
—¿Qué es?
—Se trata, o más bien se trataba de un pequeño estado arameo. Situado en la curva del Eufrates, justo al sur de Charchemish, que está a ochenta kilómetros de Sanliurfa.
Rob asintió, impresionado. La investigación de Christine había sido mejor que la suya.
—¿Has encontrado algo más?
—Tenemos noticias de Adán y Eva en Harán. Pero el Edén no sólo está descrito en el Génesis. También está mencionado en el Libro de los Reyes. —Hojeó una página de su cuaderno y leyó la cita—. «¿Acaso libraron los dioses a las naciones que mis padres destruyeron, esto es, Gozán, Harán y Resef, y los hijos de Edén que habitan en Telasar?».
—¿De nuevo Harán?
—Sí. Harán. —Ella se encogió de hombros—. Y es posible que Telasar sea una ciudad llamada Rasafah, en el norte de Siria.
—¿Está muy lejos?
—A trescientos veinte kilómetros al sureste.
Rob asintió entusiasmado.
—Lo que hace que Gobekli esté al este. Al este del Edén. ¿Y qué me dices del nombre? ¿De la misma palabra Edén? Significa placer en hebreo...
—Pero la raíz sumeria es, en realidad, eddin. Estepa, meseta o llanura.
—¿Como... la llanura de Harán?
—Bastante parecido. Como la llanura de Harán, en la que se encuentra...
—Gobekli Tepe. —Rob sintió el cosquilleo del sudor por su espalda. Aquella era una mañana muy calurosa, incluso en el frescor de los jardines de la tetería—. Muy bien, el último hilo es el de la verdadera conexión con la Biblia.
—Se supone que Abraham había vivido aquí. Lo cierto es que está relacionado con Harán en el libro del Génesis. La mayoría de los mu-Niilmanes creen que Urfa es la Ur de Caldea. Y eso se menciona también en el Génesis. Esta pequeña región tiene más enlaces con el Génesis que ningún otro sitio de Oriente Medio.
—Entonces ya está. —Sonrió Rob con satisfacción—. Teniendo en cuenta las conexiones bíblicas, la historia y las leyendas, además de la topografía de la región, las pruebas de las primeras domesticaciones y, por supuesto, los datos del mismo yacimiento, tenemos la solución. ¿Correcto? Al menos, tenemos la solución de Franz... —Rob levantó las manos, como un mago a punto de hacer un truco—. ¡Gobekli Tepe es el Jardín del Edén!
Christine sonrió.
—Metafóricamente.
—Metafóricamente. Pero, aun así, es convincente. Aquí es donde tuvo lugar la caída del hombre. Desde la libertad de la caza al trabajo duro de la agricultura. Y ésa es la historia que se recoge en el Génesis.
Se quedaron en silencio un momento.
—Aunque un mejor modo de decirlo sería que Gobekli Tepe es... —dijo Christine— un templo en un paisaje edénico, más que el verdadero Jardín del Edén.
—Claro. —Se rió abiertamente Rob—. No te preocupes, Christine. La verdad es que no creo que Adán y Eva deambularan por Gobekli comiendo melocotones. Pero sí que creo que Franz pensaba que lo había encontrado. Alegóricamente.
Miró a los resplandecientes estanques sintiéndose mucho más contento. Hablar de ello le servía de ayuda. Y también estaba muy emocionado por las posibilidades periodísticas. Aunque fuera una historia extraña, resultaba sorprendente y, sin lugar a dudas, digna de ser leída. Un científico que creía estar excavando el Edén, aunque fuese de forma metafórica o alegórica, podría ocupar un titular a doble página. Fácilmente.
Christine no parecía estar tan contenta por el éxito de su hipótesis. Sus ojos se empañaron por un segundo, un momento de emoción que rápidamente se le pasó.
—Sí... Digamos que tienes razón. Probablemente la tengas. Es cierto que explica lo de los números. Y su comportamiento misterioso al final, excavando por la noche. Llevándose cosas. Debía de estar muy nervioso justo antes de... justo antes de que ocurriera.
Su estado de ánimo conmovió a Rob; se reprendió a sí mismo. Allí estaba él, pensando en su trabajo y, sin embargo, había un asesinato aún sin resolver.
Christine frunció el ceño.
—Todavía quedan muchas preguntas.
—¿Por qué lo mataron?
—Exacto.
Rob pensó en voz alta.
—¡Caray! Quizá... quizá unos evangelistas americanos descubrieron lo que estaba haciendo. Me refiero a excavar el Edén.
Christine se rió.
—¿Y contrataron a un asesino a sueldo? Seguro. Esos metodistas pueden ser muy susceptibles. —Su taza de té estaba vacía. La agarró y la volvió a soltar. Luego dijo—: Pero hay otro problema, ¿por qué los cazadores enterraron Gobekli? Eso no se explica en la teoría del Edén. Debieron de tardar décadas en sepultar todo un templo. ¿Por qué hacerlo?
Rob levantó la mirada en busca de inspiración en el cielo de Urfa.
—¿Porque fue el lugar de la caída del hombre? Quizá simbolizara incluso en aquella época primitiva el error de la humanidad. Caer en la agricultura. El comienzo de la esclavitud. Así que lo ocultaron por vergüenza, rabia, resentimiento o...
Christine hizo un gesto, demostrando no estar impresionada.
—De acuerdo. —Rob sonrió—. Es una teoría estúpida. Pero ¿por qué lo hicieron?
Ella se encogió de hombros.
—C'est un mystère.
Otro silencio se cernió sobre la pequeña mesa. Unos cuantos metros más allá, entre los arbustos de rosas, unos niños apuntaban excitados hacia los peces del estanque. Rob miró a una niña. Tendría unos once años y el cabello rizado, dorado y brillante. Pero su madre estaba envuelta en velos y túnicas negras. Un chador completo. Él se sintió triste. Pronto, esa niña sería ocultada como su madre. Encerrada para siempre en color negro.
Un destello de verdadera culpabilidad atravesó su mente. Un destello de culpabilidad por su hija. Por una parte, estaba disfrutando con este misterio. Sin embargo, en su interior, seguía queriendo volver a casa. Anhelaba irse a casa. Ver a Lizzie.
Christine abrió el cuaderno de Breitner y lo dejó sobre la mesa junto a sus propias notas. Las sombras de la luz del sol tachonadas por los limeros del salón de té parpadeaban encima de la mesa.
—Una cosa más. Hay algo que no te he contado. ¿Recuerdas la úl tima línea del cuaderno? —Señaló una línea escrita a mano girando el cuaderno para que Rob pudiera verlo. Se trataba de la línea de la ca lavera. Decía: «Calaveras de Cayonu, cf. Orra Keller»—. No te lo mencioné antes porque era muy ambiguo. No parecía importante. Pero ahora... En fin, echa un vistazo. Tengo una idea...
Él se acercó para leer, pero aquella línea le seguía pareciendo Incomprensible.
—Pero ¿quién es Orra Keller?
—¡No es un nombre! —dijo Christine—. Supusimos que lo era porque está en mayúsculas. Pero creo que Franz simplemente estaba mezclando idiomas.
—Sigo sin entenderlo.
—Mezcla el inglés con el alemán. Y...
Rob miró de repente por encima del hombro de Christine.
—Dios mío.
Christine se puso tensa.
—¿Qué?
—No mires. Es el oficial Kirbali. Nos ha visto y viene hacia aquí.
23
Parecía que Kiribali estaba solo, aunque Rob podía ver todavía el coche de policía aparcado, en silencio y esperando, junto a los jardines Golbasi.
El detective turco vestía otro traje elegante, esta vez de lino color crema. Llevaba una corbata de estilo inglés, con rayas verdes y azules. A medida que cruzaba el pequeño puente y se acercaba a la mesa, su sonrisa se iba haciendo más amplia y siniestra.
—Buenos días. Mis agentes me han dicho que estaban aquí. —Se inclinó para besar la mano de Christine y acercó una silla. Después se dirigió a un camarero que pasaba y cambió su comportamiento, de servil a dominante—: ¡Lokoum! —El camarero se estremeció asustado y asintió. Kiribali sonrió hacia la mesa—. He pedido delicias turcas. Deben probarlas aquí en Golbasi. Las mejores de Sanliurfa. Verdaderas delicias turcas. Por supuesto, ya conocerán la historia de su invención.
Rob contestó que no. Eso pareció gustar a Kiribali, que acercó su silla presionando el mantel con sus manos bien arregladas.
—La historia es que un jeque otomano estaba cansado de discutir con sus esposas. Su harén era un caos. Así que le pidió al confitero de la corte que le hiciera unos dulces tan deliciosos que hicieran callar a sus mujeres. —Kiribali se reclinó en su asiento cuando el camarero colocó sobre la mesa el plato de dulces espolvoreados con azúcar—. Aquello funcionó. Las mujeres se apaciguaron con las delicias turcas y la tranquilidad volvió al harén. Sin embargo, las concubinas se pusieron tan gordas por culpa de estas delicias con tantas calorías que el jeque se volvió impotente en su compañía. Así que... el jeque hizo que lastraran al confitero. —Kiribali se rió a carcajadas de su propia historia, cogió el plato y se lo ofreció a Christine.
Rob sintió, y no era la primera vez, un extraño sentimiento ambivalente hacia Kiribali. El policía era encantador, pero también había algo amenazador en él. Su camisa estaba demasiado limpia, su corbata era demasiado inglesa y su elocuencia demasiado estudiada y hábil. Resultaba evidente que era muy inteligente. Rob se preguntó si Kiribali se encontraba cerca de alguna solución al asesinato de Breitner.
Las delicias turcas estaban exquisitas. Kiribali volvió a ofrecérselas.
—¿Han leído los libros de Narnia?
Christine asintió y Kiribali continuó hablando.
—Seguramente sea la referencia literaria más famosa de las delicias turcas. Cuando la reina de las Nieves ofrece los dulces...
—¿El león, la bruja y el armario?
—¡Exacto! —Kiribali se rió con satisfacción y después dio un sorbo a su pequeña taza de té—. A menudo me preguntó por qué los británicos son tan aficionados a la literatura infantil. Es un don especial de la raza de la isla.
—¿Quiere decir comparado con los estadounidenses?
—Comparado con cualquiera, señor Luttrell. Piénselo. Las historias más famosas para niños. Lewis Carroll, Beatrix Potter, Roald Dahl, Tol kien... Incluso el vomitivo Harry Potter. Todos ellos británicos.
Una agradable brisa mecía los rosales de Golbasi.
—Creo que se debe a que los británicos no tienen miedo de asustar a los niños —afirmó Kiribali—. Y a los niños les encanta que los asusten. Algunas de las mejores historias infantiles son verdaderamente macabras, ¿no creen? Un fabricante de sombreros psicótico envenenado con mercurio, un chocolatero solitario que tiene como empleados a negros diminutos...
Rob levantó una mano.
—Oficial Kiribali...
—¿Sí?
—¿Existe algún motivo en especial por el que haya venido a hablar con nosotros?
El policía se limpió sus femeninos labios con el extremo de una servilleta.
—Quiero que se vayan. Los dos. Ahora.
Christine se mostró desafiante.
—¿Por qué?
—Por su propio bien. Porque se están metiendo en asuntos que no comprenden. Éste... —Kiribali movió una mano por encima de ellos, un gesto que abarcaba la ciudadela, las dos columnas corintias de la cima y las oscuras cuevas que había debajo—. Éste es un lugar muy antiguo. Hay demasiados secretos aquí. Oscuros temores que ustedes no serían capaces de entender. Cuanto más se involucren, más peligroso será.
Christine movió la cabeza.
—No me van a ahuyentar.
Kiribali la miró con el ceño fruncido.
—Son ustedes estúpidos. Están acostumbrados a las cafeterías de Starbucks y a... ordenadores portátiles y... sofás-cama. A la vida cómoda. Esto es el antiguo Oriente. Está más allá de su comprensión.
—Pero dijo que probablemente querría hacernos preguntas...
—¡Ustedes no son sospechosos! —El detective hablaba con expresión de enfado—. ¡No les necesito!
Christine no se inmutó.
—Lo siento, pero no me van a dar órdenes. Ni usted ni nadie.
Kiribali se giró hacia Rob.
—Entonces debo apelar a su lógica masculina. Ya sabemos cómo son las mujeres...
Christine se incorporó en su asiento.
—Quiero saber qué hay en el sótano. ¡El museo!
Este arrebato dejó sin palabras al detective turco. En su cara se dibujó una expresión extraña y confusa. Después, frunció el ceño. Miró a su alrededor como si esperara que un amigo se uniera a ellos. Pero la terraza de la cafetería estaba vacía. Sólo quedaba una pareja de dos hombres gordos y trajeados que fumaban shishas en un rincón sombrío. Miraron a Rob con languidez y sonrieron.
Kiribali se puso de pie de forma repentina. Sacó unas cuantas liras turcas de una elegante cartera de piel y dejó el dinero con cuidado sobre el mantel.
—Lo diré de una manera clara para que lo entiendan. Se les ha v isto entrando sin permiso en un yacimiento, en Gobekli Tepe. La semana pasada.
Rob sintió un escalofrío de miedo. Si Kiribali lo sabía, tenían problemas.
El turco continuó hablando.
—Tengo amigos en las aldeas turcas.
Christine trató de explicarse.
—Simplemente buscábamos...
—Simplemente buscaban al diablo. Las judías deberían saberlo.
Kiribali pronunció la palabra «judías» con un tono sibilante que a Kob le recordó al siseo de una serpiente—. Mi paciencia... no es infinita. Si no salen de Sanliurfa antes de mañana terminarán en la celda de una prisión turca. Allí podrán descubrir que algunos de mis colegas del proceso judicial de la república de Ataturk no comparten mi actitud humanitaria hacia su bienestar. —Les sonrió de la forma más falsa que le fue posible y después se fue, rozando a su paso las gruesas rosas, que se balancearon y dejaron caer unos cuantos pétalos escarlata.
Durante un momento, Rob y Christine se quedaron allí sentados. Rob percibió la inminencia del problema. Casi podía oír cómo se disparaban las alarmas. ¿En qué se estaban metiendo? Aquélla era una buena historia periodística pero, ¿merecía la pena ponerse en peligro? El tren del pensamiento lo condujo, inconscientemente, de vuelta a Iraq. Ahora recordaba a la terrorista suicida de Bagdad. Todavía podía ver el rostro de aquella mujer. Una hermosa joven de pelo largo y oscuro y exuberantes labios pintados de rojo brillante. Una terrorista suicida con los labios pintados. Y entonces ella le sonrió, casi de una forma seductora, mientras acercaba la mano al detonador para asesinarlos a todos.
Sintió un escalofrío al recordarlo. Pero aquella horrible imagen le proporcionó también una especie de firmeza. Estaba harto de que lo amenazaran. O de que lo atemorizaran. ¿Quizá debía quedarse esta vez y superar sus temores?
Christine estaba del todo decidida.
—Yo no me voy.
—Nos arrestarán.
—¿Por qué? ¿Por conducir de noche?
—Entramos en la excavación sin permiso.
—No puede mandarnos a la cárcel por eso. Es un farol.
Rob puso reparos.
—Yo no estoy tan seguro. No sé...
—A mí me parece muy débil. No es más que un juego...
—¿Débil? ¿Kiribali? —Rob negó firmemente con la cabeza—. No, no lo es. He investigado un poco sobre él. He hecho algunas preguntas. Es respetado, incluso temido. Dicen que es un experto perdonavidas. No es bueno tenerle de enemigo.
—Pero no podemos irnos aún. ¡No hasta que sepa algo más!
—¿Te refieres a ese asunto del sótano? ¿Al museo? ¿Qué es todo eso?
El camarero merodeaba alrededor de ellos, esperando a que se fueran. Pero Christine pidió otros dos vasos de cay dulce de color rubí.
—La última línea del cuaderno —explicó—. «Calaveras de Cayonu, cf. Orra Keller». ¿Recuerdas las calaveras de Cayonu?
—No —confesó Rob—. Cuéntame.
—Cayonu es otro yacimiento famoso. Casi tan antiguo como Gobekli. Está a unos ciento cincuenta kilómetros al norte. Allí fue el primer lugar donde se domesticaron cerdos.
El camarero colocó sobre la mesa dos vasos más y dos cucharas de plata. Rob se preguntó si alguien podría intoxicarse por tomar demasiado té.
Christine siguió hablando.
—Cayonu está siendo excavado por un equipo estadounidense. Hace unos cuantos años encontraron un estrato de cráneos y de esqueletos despedazados bajo una de las salas centrales del yacimiento.
—¿Cráneos humanos?
Christine asintió.
—Y también huesos de animales. Los análisis demostraron también que se había derramado mucha sangre humana. Ese lugar es conocido ahora como la Cámara de la Calavera. A Franz le fascinaba Cayonu.
—¿Y qué?
—Las pruebas encontradas en Cayonu apuntan a una especie de sacrificios humanos. Esto crea controversia. Los kurdos no quieren creer que sus antepasados... estaban sedientos de sangre. ¡Ninguno de nosotros quiere creerlo! Pero la mayoría de los expertos piensan ahora que los huesos en la Cámara de la Calavera son restos de muchos sacrificios humanos. El pueblo de Cayonu construyó sus casas sobre cimientos hechos de huesos, los huesos de sus propias víctimas.
—Qué agradable.
Christine revolvió el azúcar de su té.
—De ahí la última línea del cuaderno. La bodega de Edessa.
—¿Cómo?
—Así es como suelen llamar los conservadores del museo de San liurfa a la mayoría de los archivos ocultos del museo dedicados a los restos preislámicos.
Rob hizo una mueca.
—Perdona, Christine. Me estoy perdiendo.
Christine se explicó.
—Sanliurfa ha tenido muchos nombres. Los cruzados la llamaron Edessa, como los griegos. Los kurdos lo llaman Riha. Los árabes,al-Ruha. La ciudad de los profetas. Orra es otro nombre. Es la transcripción del nombre griego. Así que, Edessa quiere decir Orra.
—¿Y Keller?
—¡No es un nombre! —Christine sonrió triunfante—. Es la palabra alemana sótano, bodega, cripta. Franz lo escribió en mayúsculas porque así es como se hace en alemán. Los sustantivos se escriben en mayúscula.
—Entonces... Creo que ya entiendo...
—Cuando escribió «Orra Keller» se refería básicamente a la bodega de Edessa. ¡En los sótanos del museo de Urfa!
Christine se recostó en su asiento. Rob se inclinó hacia delante.
—Así que nos está diciendo que hay algo en la bodega de Edessa. Pero ¿no sabíamos eso ya?
—Pero ¿por qué ponerlo en el cuaderno si no es como recordatorio de algo especial? ¿Y qué significa «cf.»?
—¿Puede encontrarse...? ¿Puede...?
—Es del latín. Confer. Quiere decir comparar o contrastar. Es una abreviatura académica. Cf. Está diciendo que se comparen los famosos cráneos de Cayonu con algo que hay en los sótanos del museo. Pero no hay, ni había, nada importante allí abajo. Yo misma revisé los archivos cuando llegué aquí. Pero recuerda —dijo, moviendo un dedo como lo haría un profesor—, Franz estaba excavando cosas en Gobekli en secreto y de noche, justo antes de que lo asesinaran. —Su rostro se enrojeció lleno de emoción, o puede que de rabia.
—¿Y crees que colocó sus hallazgos allí? ¿En las bodegas preislá micas?
—Es el lugar ideal. La parte más polvorienta del sótano del museo, la que está más apartada. Es seguro, está oculto y prácticamente olvidado.
—De acuerdo —dijo Rob—. Pero sigue siendo una teoría bastante disparatada. Poco convincente.
—Puede que sí. Sin embargo...
Rob cayó en la cuenta.
—Estabas poniendo a prueba a Kiribali.
—¡Y ya viste cómo reaccionó! Yo tenía razón. Hay algo en ese sótano.
El té se había quedado casi frío. Rob vació el vaso y miró al otro lado de la mesa. Christine tenía una cara oculta. Y era muy astuta.
—¿Quieres ir a mirar?
Ella asintió.
—Sí, pero está cerrado. Y la puerta tiene una clave de acceso.
—¿Otra vez entrar sin permiso? Es demasiado peligroso.
—Lo sé.
El viento susurró entre los limeros. Por encima del puente, una mujer vestida con un chador hasta los pies sostenía en brazos a su bebé y le besaba sus rechonchos y rosados dedos, uno a uno.
—¿Por qué quieres hacer todo esto, Christine? ¿Por qué tanto esfuerzo? ¿Por una corazonada?
—Quiero saber cómo y por qué murió.
—Yo también. Pero a mí me pagan por ello. Ése es mi trabajo. Estoy trabajando en una historia. Tú estás arriesgándote mucho.
—Lo hago... —suspiró—. Lo hago porque... él lo habría hecho por mí.
Rob empezaba a darse cuenta.
—Perdóname, Christine. ¿Franz y tú fuisteis... alguna vez...?
—¿Amantes? Sí. —La francesa se giró, como si tratara de ocultar sus sentimientos—. Hace unos años. Él me dio mi primera oportunidad de verdad en la arqueología. En este increíble yacimiento. Gobekli Tepe. Entonces no había huesos. No necesitaba a ninguna osteoar queóloga. Pero me invitó porque admiraba mi trabajo. Y pocos meses después de llegar, nos... enamoramos. Pero luego se acabó. Me sentía culpable. La diferencia de edad era demasiada.
—¿Rompiste tú?
—Sí.
—¿Él seguía amándote?
Christine asintió y se ruborizó.
—Creo que sí. Fue muy elegante y cortés al respecto. Nunca dejó que lo nuestro se interpusiera. Podría haberme pedido que me fuera, pero no lo hizo. Debió de resultarle muy difícil tenerme allí, sintiendo algo por mí todavía. Era un buen arqueólogo, pero era aún mejor como persona. Uno de los hombres más buenos que he conocido nunca. Cuando conoció a su mujer fue más fácil, gracias a Dios.
—¿Así que crees que se lo debes?
—Sí.
Permanecieron sentados en silencio durante varios minutos. Los soldados estaban dando de comer a las carpas del estanque. Rob observó a un hombre que transportaba agua en su burro, bajando por un sendero. En ese momento tuvo una idea.
—Creo que sé cómo conseguir la clave.
—¿Cómo?
—Los conservadores del museo. Tus amigos.
—¿Casam? ¿Beshet? ¿Los kurdos?
—Sí. Sobre todo Beshet.
—Pero...
—Está colado por ti.
Ella volvió a ruborizarse, esta vez con más intensidad.
—No es posible.
—Sí, sí que es posible. Completamente. —Rob se inclinó hacia delante—. Confía en mí, Christine. Sé cómo es la patética adoración masculina. He visto cómo te mira, como un perro spaniel... —Christine parecía muy avergonzada. Él se rió—. No estoy seguro de si eres consciente del efecto que provocas en los hombres.
—Pero ¿qué importa eso?
—¡Ve a por él! ¡Pídele la clave! Es muy probable que te la dé. —La mujer con el chador había dejado de besar a su bebé. El camarero de la tetería los miraba esperando su mesa para nuevos clientes. Rob sacó dinero y lo dejó sobre el mantel—. Así que ve a por esa clave. Y después iremos al museo a ver qué hay allí. Y si no hay nada, nos marcharemos. ¿De acuerdo?
Christine asintió.
—De acuerdo. —Y después añadió—: Mañana es fiesta.
—Mejor aún.
Los dos se pusieron de pie. Pero ella parecía dubitativa y preocupada.
—¿Qué? —preguntó Rob—. ¿Qué más?
—Estoy asustada, Robert. ¿Qué podría ser tan importante para que Franz lo ocultara en el sótano sin decírnoslo? ¿Qué podría ser tan horripilante como para que tuviera que esconderlo? ¿Qué era tan espantoso como para que debiera ser comparado con los cráneos de Cayonu?
24
¿Habían llegado demasiado tarde? ¿Habían vuelto a perderlos? El inspector Forrester echó un vistazo al círculo de piedra de los páramos de color marrón verdoso de Cumbria. Recordó otro caso donde buscó pistas en un lugar como aquél. Un asesino que enterró a su mujer en los páramos de Cornualles. Ese homicidio había sido macabro. Nunca encontraron la cabeza. Y sin embargo, incluso aquel horrible asesinato carecía de la pátina siniestra que envolvía al actual misterio. Había un peligro real en aquella banda de salvajes: una violencia psicopática unida a una inteligencia sutil. Una combinación amenazadora.
Mientras subía por una escalerilla baja de madera, Forrester se concentró en su última prueba. Sabía que la banda había huido de la isla de Man pocas horas después del asesinato. Y que habían subido en el primer ferri desde Douglas hasta Heysham, en la costa de Lan cashire, mucho antes de que se diera la alerta a los puertos y aeropuertos. Sabía todo esto porque un estibador de Heysham recordó haber visto dos días antes un Toyota Landcruiser negro cruzar el puerto para subir al primer ferri de la mañana y salir a cinco jóvenes del Toyota en el aparcamiento de la terminal del ferri. Aquellos hombres se habían ido juntos a desayunar. El estibador entró en la cafetería para desayunar y se sentó al lado de la pandilla.
Forrester se acercó a una elegante piedra gris colocada en vertical cubierta de musgo verde lima. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su cuaderno y revisó las anotaciones de su entrevista con el estibador. «Los hombres eran todos altos y jóvenes. Llevaban ropa cara. Había algo raro en su aspecto». La extrañeza de aquella escena había despertado la curiosidad del joven estibador. La ruta de Douglas a Heysham no era la más animada. El transbordador de coches de primera hora de la mañana que salía de Douglas solía llevar a granjeros y puede que a algún turista. ¿Cinco jóvenes silenciosos en un caro Landcruiser negro? Así que trató de charlar con ellos mientras se tomaban sus huevos con beicon. No tuvo mucha suerte.
Forrester revisó las notas. «Aquellos hombres no querían hablar. Uno de ellos saludó con un breve: buenos días. Posiblemente tuviera acento extranjero. Francés o algo así. Podría ser italiano, no estoy seguro. Otro tenía acento inglés de clase alta. Luego simplemente se levantaron y se fueron. Como si yo les hubiera arruinado el desayuno».
El estibador no anotó el número de matrícula. Pero oyó que uno de ellos decía una palabra parecida a «Castleyig» mientras salían de la cafetería, bajo la pálida luz de la mañana, para dirigirse al coche que los esperaba. Forrester y Boijer buscaron de inmediato qué era Castleyig. A nadie sorprendió que no existiera un lugar así. Sin embargo, había un Castlerigg no muy lejos de Heysham. Y era bastante conocido.
Resultó que Castlerigg era uno de los círculos de piedra mejor conservados de Gran Bretaña. Consistía en treinta y ocho piedras de distintos tamaños y formas y su datación rondaba el 3200 antes de Cristo. También era conocido por un grupo de diez piedras que formaban un recinto rectangular cuyo fin era «desconocido». En su despacho de Scotland Yard, Forrester buscó en Google «Castlerigg» y «sacrificios humanos» y encontró una larga tradición que relacionaba a los dos. Se había descubierto un hacha de piedra en el yacimiento de Castlerigg en la década de 1880. Algunos conjeturaron que había sido utilizada en un ritual de sacrificios druidas. Por supuesto, muchos científicos no estaban de acuerdo con esto. Los anticuarios y estudiosos del folclore opinaban que tampoco había nada que rebatiera la teoría de los sacrificios. Incluso lo citaba el famoso poeta local Wordsworth del siglo XIX.
Con la brisa cumbriana a sus espaldas, Forrester leyó la estrofa del poema. La había copiado en la biblioteca de Heysham.
Al mediodía saludé a los sombríos claros
A los religiosos bosques y a las sombras de la medianoche,
Donde la perturbadora supersitición encontró
Un frío y terrible horror a su alrededor
Mientras con brazo negro y cabeza inclinada
Ella tejía una estola de hilo de marta
Y escucho el tañido del arpa que oigo
Y he aquí que aparecen sus hijos druidas
¿Por qué poner sobre mí vuestros ojos deslumbrantes?
¿Por qué prepararme para el sacrificio?
Hacía un cálido día de primavera sobre las colinas de Cumbria, y el sol de finales de abril brillaba con fuerza sobre las desnudas y verdes montañas de alrededor, la hierba cubierta de rocío y los lejanos bosques de abetos. Sin embargo, había algo en ese poema que hizo temblar a Forrester.
—«Al mediodía saludé a los sombríos claros» —recitó.
Boijer, dando grandes zancadas entre la hierba, parecía desconcertado.
—¿Señor?
—Es ese poema de Wordsworth.
Boijer sonrió.
—Ah, sí. Lo confieso, no lo había reconocido.
—Lo mismo digo —contestó Forrester, cerrando su cuaderno. El inspector se acordó del instituto de su barrio y de un joven profesor inglés que se esforzaba por tratar de inculcar el Macbeth de Shakespeare a un grupo de chicos más interesados en beber siendo menores de edad, en la música reggae y en robar en las tiendas. Un ejercicio completamente sin sentido. Como enseñar latín a los astronautas.
—Bonito lugar —dijo Boijer.
—Sí.
—¿Está seguro de que vinieron aquí, señor? ¿A este lugar?
—Sí —respondió Forrester—. ¿A qué otro sitio iban a ir?
—Puede que a Liverpool.
—No.
—¿A Blackpool?
—No. Y si fueran a otro sitio, tomarían el ferri hasta Birkenhead. Eso conduce directamente a la autopista. Pero vinieron a Heysham. Heysham no lleva prácticamente a ningún sitio. Excepto al distrito de los lagos. Y aquí. No puedo creer que estuvieran recorriendo los lagos por placer. Fueron a un yacimiento de enterramientos vikingos de Man relacionado con sacrificios. Después vinieron aquí. A Castle rigg. Otro lugar relacionado con sacrificios. Y, por supuesto, el estibador los oyó. Venían aquí.
Boijer y Forrester se acercaron a uno de los menhires más altos. La piedra estaba jaspeada y cubierta de liquen. Una señal de aire limpio.
Forrester colocó la palma de la mano sobre la antigua piedra. Resultaba algo caliente al tacto. Caliente por el sol de la montaña, y antigua, muy antigua. Del 3200 antes de Cristo.
Boijer suspiró.
—Pero ¿qué es lo que de verdad les atrae a estos círculos y ruinas? ¿Qué sentido tiene?
Forrester dejó escapar un gruñido. Aquélla era una buena pregunta. Una pregunta que aún tenía que responder. En el valle del río, bajo la alta meseta de Castlerigg, podía ver los coches de la policía de Cumbria; cuatro de ellos estaban aparcados al sol junto a un merendero y otros dos bajaban por el estrecho camino del lago, rastreando los caseríos y las aldeas para saber si alguien había visto a la banda. Hasta ahora no habían tenido suerte. Pero Forrester estaba seguro de que habían estado en Castlerigg. Tenía sentido. El círculo era un lugar muy evocador. E intenso. Fuese quien fuese el que construyera aquel círculo elevado y solitario en el despejado pie de las colinas, tenía nociones de estética. Incluso de Feng Shui. Todo el círculo, colocado sobre un altiplano de hierba húmeda, estaba dispuesto formando una especie de anfiteatro. Un teatro redondo. Las colinas onduladas constituían el patio de butacas, el público, las gradas. Y el mismo círculo de piedra era el escenario, el altar, la puesta en escena. Pero ¿un escenario para qué?
La radio de Boijer sonó. Presionó el botón y habló con uno de los oficiales de Cumbria. Forrester escuchó. Estaba claro por la expresión de Boijer y sus mecánicas palabras de asentimiento que la policía cumbriana seguía sin resultados. Puede que, después de todo, la banda no hubiera estado allí
Forrester continuó caminando. Un zorro merodeaba por un campo y se acercaba a una arboleda atravesando el valle más cercano, una furtiva imagen borrosa de pelo rojo. Entonces, el zorro se giró y miró hacia atrás, directamente al policía, mostrando su temor y crueldad de animal salvaje. Después, se fue y se introdujo en el bosque.
El cielo se estaba nublando en parte. Unas manchas negras atravesaron las colinas del páramo.
Boijer alcanzó a Forrester.
—¿Sabe qué, señor? Tuvimos un extraño caso en Finlandia hace unos cuantos años. Puede que esté relacionado.
—¿Qué tipo de caso?
—Lo llamaron el asesinato del vertedero.
—¿Porque enterraron el cuerpo en un basurero?
—Algo así. Comenzó en octubre de 1998. Si no recuerdo mal, se encontró la pierna de un hombre en un vertedero cerca de una pequeña ciudad llamada Hyvinkaa. Al norte de Helsinki.
Forrester estaba confuso.
—¿No vivía ya en Inglaterra?
—Sí, pero seguía las noticias que llegaban desde casa. Como hace usted. Sobre todo, las de asesinatos truculentos.
Forrester asintió.
—¿Qué ocurrió?
—Pues que al principio la policía no encontró nada. La única pista que tenían era la pierna. Pero después, de repente, aparecieron todos aquellos titulares... La policía declaró que había arrestado a tres personas sospechosas del asesinato y aseguraron que había signos de adoraciones satánicas.
Se levantó un fuerte viento que silbaba entre el antiguo círculo.
—En abril de 1999 aquel incidente volvió a ocupar los titulares, cuando el caso fue a los juzgados. Se acusó a tres chicos, tres jóvenes. Lo extraño es que el juez ordenó que las actas del juicio permanecieran sin salir a la luz durante cuarenta años y que se mantuvieran en secreto todos los pormenores. Poco usual en Finlandia. Pero de todos modos, se filtraron algunos de los detalles. Cosas horribles. Tortura, mutilación, necrofilia, canibalismo... De todo.
—¿Y quién era la víctima?
—Un tipo de unos veintitrés años. Fue torturado y asesinado por tres de sus amigos. Creo que todos ellos tenían veintitantos años o menos. —Boijer frució el ceño tratando de recordar—. La chica tenía diecisiete, era la más joven. De todos modos, el asesinato tuvo lugar después de una borrachera de varios días. Licor casero. En Islandia se conoce como Brennivin. La muerte negra.
Forrester se mostró interesado.
—Descríbame el asesinato.
—Fue mutilado poco a poco, con cuchillos y tijeras. Asesinado durante un periodo de muchas horas. Fueron cortando trozos de él de manera progresiva. El juez lo llamó sacrificio humano prolongado. Después de que la víctima muriera, los tres amigos abusaron del cadáver, eyacularon en su boca y cosas así. Luego le cortaron la cabeza y creo que las piernas y brazos. Y le sacaron algunos de los órganos internos, los ríñones y el corazón. Prácticamente lo desmembraron. Y se comieron parte del cuerpo.
Forrester observaba a un granjero que avanzaba por un sendero a menos de un kilómetro de distancia.
—¿Y eso qué le indica? Es decir, ¿cómo lo relaciona con este caso? —preguntó.
Su subalterno se encogió de hombros.
—Los chicos eran adoradores de Satanás, seguidores del death metal. Y tenían antecedentes de sacrilegio. Incendios de iglesias, profanaciones de tumbas y cosas del estilo.
—¿Y?
—Y estaban interesados en el paganismo y en emplazamientos antiguos. Lugares como éste.
—Aunque enterraron el cuerpo en un vertedero, no en Stone henge.
—Sí. En Finlandia no tenemos ningún Stonehenge.
Forrester asintió. El granjero había desaparecido tras una colina. Las antiguas piedras se fueron volviendo más grises y oscuras a medida que las nubes cubrían el sol. Era el clima típico de la zona de los lagos: del sol brillante de la primavera al melancólico frío del invierno en media hora.
—¿Cómo eran los asesinos? ¿Cuál es el perfil?
—Definitivamente, clase media. Puede que incluso chicos ricos. Lo que está claro es que no eran de barrios marginales. —Boijer se subió la cremallera de su anorak para resguardarse del frío, que iba en aumento—. Niños de la élite.
Forrester masticó una brizna de hierba y miró a su subalterno. El anorak rojo intenso de Boijer le trajo a la memoria una repentina e intensa imagen: un cuerpo destripado, abierto, rezumando sangre roja. Escupió la brizna de hierba.
—¿Echa de menos Finlandia, Boijer?
—No. A veces... Puede que un poco.
—¿Qué es lo que añora?
—Bosques vacíos. Buenas saunas. Y echo de menos... los carnemoros.
—¿Los camemoros?
—Finlandia no es muy interesante, señor. Tenemos diez mil palabras para emborracharse. Los inviernos son demasiado fríos y lo único que se hace es beber. —El viento le peinó su cabello rubio de finlandés por encima de los ojos. Él volvió a apartárselo—. Incluso hay un chiste. Lo cuentan en Suecia. Sobre lo mucho que bebemos los finlandeses.
—Adelante.
—Un sueco y un finlandés quedan para beber juntos. Llevan varias botellas de vodka finlandés muy fuerte. Se sientan uno frente a otro guardando un silencio total y se sirven vasos de vodka, sin hablar. Después de tres horas, el sueco llena los dos vasos y dice «Skol». El finlandés lo mira con desagrado y le pregunta: «¿Hemos venido a hablar o a beber?».
Forrester se rió. Le preguntó a Boijer si tenía hambre y su ayudante asintió con entusiasmo; con el consentimiento de su jefe, Boijer se fue al coche a comer su habitual sándwich de atún.
El inspector siguió caminando a solas, meditando, inspeccionando los alrededores. El bosque que lo rodeaba era propiedad del gobierno: plantaciones de la Comisión Forestal. Cuadrados perfectos de abetos estériles se alineaban a lo largo del paisaje como regimientos napoleónicos. Secciones de abedules avanzaban en silencio, inadvertidos. Pensó en la historia de Boijer. Los asesinatos del vertedero de Hyvinkää. ¿Era posible que la banda de los sacrificios estuviera enterrando cadáveres, huesos u objetos y no excavando? Pero no parecía que hubieran enterrado nada en Craven Street. Y tampoco en el fuerte de Santa Ana. Pero ¿habían buscado bien?
Forrester había llegado al borde del círculo de piedras. Los silenciosos menhires grises se alejaban de él a cada lado en una curva. Algunos parecían estar durmiendo, boca abajo y caídos como poderosos guerreros asesinados. Otros eran rígidos y desafiantes. Recordó lo que había leído sobre Castlerigg y su recinto cuadrado con «fines importantes pero desconocidos». Si vinieras hasta aquí para enterrar algo, seguro que sería en este lugar donde lo harías, en la parte más simbólica del yacimiento. Si a alguien le interesa Castlerigg, éste es el objetivo.
El detective examinó el círculo. No tardó mucho en encontrar el recinto, un lugar rectangular enmarcado por piedras más pequeñas, además de los megalitos más erosionados.
Durante veinte minutos, examinó aquellas piedras más bajas. Caminó y golpeó con los pies la tierra húmeda y oscura y el césped mojado y ácido. Comenzó a caer una suave lluvia propia del distrito de los lagos. Forrester sintió sus frías gotas en el cuello. Quizá se estaba dirigiendo a otro callejón sin salida.
Entonces vio algo entre la hierba larga y húmeda: una pequeña línea de tierra. Tierra removida y después puesta de nuevo, apenas visible a simple vista, a menos que supieras lo que estabas buscando.
Se arrodilló y excavó entre los terrones con las manos desnudas. Aquello no era de mucho rigor científico. Los forenses se quedarían horrorizados, pero él tenía que saber.
En pocos segundos sus dedos tocaron algo frío y duro, pero no era una piedra. Sacó el objeto de su pequeña tumba y le limpió la tierra. Se trataba de un pequeño frasco de cristal. Y dentro del frasco había un líquido del color intenso del ron rojo oscuro.
25
Las calles estaban enrojecidas por la sangre. Rob paseaba por la ciudad vieja para verse con Christine en el caravasar. Estaba oscuro. Allá donde mirara veía grandes manchas de sangre: por las paredes, por las aceras, en el exterior de la tienda de Vodafone... Los vecinos estaban matando cabras y corderos, y lo hacían en público, en la calle. Rob supuso que formaba parte de la fiesta que Christine había mencionado, pero aun así, resultaba desconcertante.
Se detuvo en la esquina, junto a la torre del reloj, y vio cómo un hombre se esforzaba por sostener entre sus piernas una cabra de pelo blanco. El hombre llevaba unos holgados pantalones bombachos negros —shirwals, el tradicional atuendo kurdo. Tras dejar su humeante cigarro sobre un taburete a su lado, agarró un cuchillo largo y reluciente y hundió la hoja en la parte inferior del estómago de la cabra.
El animal baló con desesperación. El hombre no se inmutó. Se giró y cogió su cigarro, le dio otra calada y volvió a dejarlo. La sangre salía del estómago de la cabra herida. El hombre se inclinó por encima de ella y, haciendo una mueca, rasgó con el cuchillo el tembloroso y rosado vientre. La sangre brotó a borbotones empapando la calle. La cabra ya no berreaba ni luchaba, sino que emitía un gemido grave. Sus largas pestañas se agitaron mientras moría. El hombre abrió de un tirón la herida y las visceras salieron deslizándose mientras los órganos de color pastel caían poco a poco sobre un cuenco de plástico poco profundo colocado en la acera.
Rob continuó caminando. Encontró a Christine junto a la arcada que conducía hasta el caravasar. La expresión de sorpresa y perplejidad que él tenía lo decía todo.
—Kurban Bayrami —explicó ella—. El último día del Hajj.
—Pero ¿por qué las cabras?
—Y los corderos. —Christine entrelazó su brazo con el de él mientras caminaban por las calles del bazar cerradas con postigos. El olor a comida lo inundaba todo. Cabra asada y cordero a la parrilla—. Se llama la Fiesta del Sacrificio. Conmemora a Abraham e Isaac, el intento de sacrificio de Isaac.
—El Kurban Bayrami, claro. Lo celebran en Egipto y el Líbano; lo conozco bien, se conoce como Eid... Pero... —Negó con la cabeza—. ¡No matan animales en la calle! Lo hacen en el interior de las casas y son degollados.
—Sí —asintió ella—. En Urfa lo tratan como una fiesta local especial porque Abraham procede de aquí. —Ella sonrió—. Y es bastante... sangrienta.
Habían llegado a una plazoleta con casas de té y cafeterías en las que los hombres fumaban shishas. Muchos de ellos iban ataviados, para el Kurban Bayrami, con los pantalones kurdos largos y holgados. Otros, con togas especialmente adornadas. Sus mujeres pasaban por delante, engalanadas con joyas resplandecientes o luciendo pañuelos en la cabeza con ribetes de plata. Algunas llevaban tatuajes de herma, con las manos y los pies generosa y magníficamente pintados; de sus pañuelos colgaban baratijas plateadas. La escena era mordazmente colorida.
Pero no habían ido allí para hacer turismo.
—Ahí está. —Christine señaló a una pequeña casa situada en una calle sombría—. La casa de Beshet.
El calor del día se escurría por las calles como el agua tras una inundación. Rob le apretó la mano a Christine.
—Buena suerte.
Ella cruzó la calle y llamó a la puerta. Rob se preguntó si aquello era poco ortodoxo y lo perturbador que sería para Beshet que una mujer occidental y blanca fuera a su casa. Cuando Beshet abrió la puerta, Rob observó su expresión y vio en ella sorpresa y preocupación, pero también de nuevo aquella languidez de cachorro. Rob confiaba en que Christine conseguiría la clave.
Caminó de nuevo hasta la plaza y observó la escena. Algunos niños con petardos lo saludaron.
—¡Oye, americano!
—Hola...
—¡Feliz Bayram!
Los niños se rieron como si hubieran despertado a alguna bestia exótica y aterradora del zoo; luego se dispersaron calle arriba. Las aceras seguían llenas de sangre, pero la carnicería había terminado. Kurdos con bigote que fumaban sus shishas en las mesas de las cafeterías lo saludaron con una sonrisa. Rob decidió que Sanliurfa era un lugar extraño. Era inevitablemente exótico y, en cierto modo, hostil; pero la gente era de lo más amable que Rob había conocido jamás.
Apenas se había dado cuenta de la presencia de Christine cuando ésta se acercó hasta él.
—Hola —lo saludó.
Él se giró alertado.
—¿La tienes?
—La tengo. No estaba muy dispuesto..., pero me la ha dado.
—Muy bien, pues...
—Esperemos a que oscurezca.
Un rápido paseo los llevó a la calle principal fuera de la ciudad vieja. Un taxi los condujo hasta el apartamento de Christine, donde pasaron unas cuantas horas de nervios navegando por internet, tratando de no preocuparse sin conseguirlo. A las once salieron sigilosamente del edificio de apartamentos y caminaron en dirección al museo. Las calles estaban ahora mucho más tranquilas. Habían limpiado la sangre y aquel día de fiesta estaba a punto de terminar. La luna en forma de cimitarra brillaba por encima de ellos. Las estrellas relumbraban como tiaras alrededor de los chapiteles de los minaretes.
En la verja del museo, Rob miró a ambos lados de la calle. No había nadie. Podía oír las voces de la televisión turca que salían de una casa con los postigos cerrados en un edificio próximo. Por lo demás, reinaba el silencio. Rob empujó y la verja se abrió. Por la noche, el jardín era un lugar intensamente evocador. La luz de la luna plateaba las alas de Pazuzu, el demonio del desierto. Había bustos de emperadores romanos, rotos y fragmentados; y líderes militares asirios, congelados en el mármol, con sus cacerías de leones sin fin. La historia de Sanliurfa estaba allí, en ese jardín, soñando bajo la luz de la luna. Los demonios de Sumeria gritaban en silencio; las fauces de piedra abiertas durante cinco mil años.
—Necesito dos claves —dijo Christine—. Beshet me dio las dos.
Se acercó a la puerta de entrada del museo. Rob miró hacia atrás para comprobar que estaban solos.
Lo estaban. Había un coche aparcado bajo las higueras. Pero pare cía como si llevara allí varios días. Tenía el parabrisas salpicado de higos podridos. Una mancha de pulpa y semillas.
La puerta emitió un seco chasquido. Rob se giró y vio que Christine ya la había abierto. Subió los escalones y la siguió hacia el interior. Dentro del museo hacía calor. No había nadie allí que abriera ventanas ni puertas. Y no había aire acondicionado. Rob se limpió el sudor de la frente. Llevaba puesta una chaqueta para guardar todo lo que necesitaban: linternas, teléfonos, cuadernos de notas... En la sala principal la estatua más antigua del mundo resplandecía débilmente en la oscuridad, con sus tristes ojos de obsidiana que miraban afligidos en la penumbra.
—Por aquí abajo —dijo Christine.
Rob vio, entre las sombras, una pequeña puerta en el otro extremo de la sala. Detrás de ella había unas escaleras que bajaban. Le dio a Christine una linterna y encendió la suya. Las dos luces parpadearon en la oscuridad polvorienta mientras descendían por las escaleras.
Las bodegas eran sorprendentemente grandes. Mucho más que el museo de la parte superior. Puertas y pasillos que iban en todas direcciones. Estantes llenos de antigüedades brillaban trémulamente a medida que Rob dirigía la luz de su linterna hacia todos lados, por encima de cerámicas fragmentadas, pedazos de gárgolas, lanzas, piedras y vasijas.
—Es enorme.
—Sí. Sanliurfa está construida sobre antiguas cuevas y convirtieron éstas en bodegas.
Rob se inclinó y miró hacia una figurita rota puesta boca arriba que le gruñía al estante de arriba.
—¿Qué es eso?
—El monstruo Asag. El demonio que provoca las enfermedades. Sumerio.
—Vale... —Rob sintió un escalofrío a pesar del sofocante calor. El frío terror de lo que estaban a punto de hacer fue en aumento—. Sigamos adelante, Christine. ¿Dónde está la bodega de Edessa?
—Por aquí.
Giraron en una esquina y siguieron por otro pasillo, tras pasar por una columna romana brutalmente truncada y más estanterías con jarrones y vasijas. El polvo era denso y asfixiante; Christine dirigía el paso hacia la parte más antigua del conjunto de cuevas.
Pero entonces, una enorme puerta de acero les bloqueó el camino. La arqueóloga introdujo torpemente la clave.
—Mierda. —Las manos le temblaban.
Rob sujetó la linterna en el aire para que ella pudiera ver mejor mientras tecleaba los números. Por fin, el cierre se abrió. Fueron recibidos por una ráfaga de aire caliente que despedía la bodega de Edessa. La brisa traía algo malo. Algo indefinible y lejano, pero orgánico y desagradable. Y antiguo.
Rob trató de ignorarlo. Entraron en la bodega. Fuertes estantes de acero se extendían a lo largo de la amplia cueva. La mayoría de las antigüedades estaban dentro de grandes cajas de plástico con nombres y números garabateados en ellas. Pero algunas habían quedado en su estado natural. Christine las fue nombrando a medida que pasaban. Diosas siríacas y acadias; una gran cabeza de Anzu; un fragmento de un desnudo helénico... Manos y alas fantasmagóricas se extendían entre la penumbra.
Christine caminaba a un lado y a otro junto a los estantes.
—Aquí no hay nada. —Casi parecía aliviada—. Son las mismas cosas que ya vi antes.
—Entonces, mejor nos vamos...
—Espera.
—¿Qué?
Christine se movía en medio de la oscuridad.
—Aquí. Esto es de Gobekli.
Rob se detuvo. Percibía de nuevo malas vibraciones. La terrorista suicida de Iraq. Nunca podría olvidar su rostro, mirándolo, justo antes de la explosión.
Sintió la urgente necesidad de salir, de escapar de allí. Ahora.
—Cierra la puerta —dijo Christine.
A regañadientes, cerró la puerta detrás de él. Estaban solos en la bodega más apartada con lo que fuera que Franz había encontrado. Lo que sintió podía compararse con el horror de los cráneos Cayonu.
—Rob, ven a ver esto.
La linterna de ella alumbraba una estatua extraordinaria. Una mujer con las piernas abiertas: la vagina estaba claramente esculpida y era obscenamente grande. Como la herida abierta en el cuello de aquella cabra.
Junto a la mujer había un trío de animales. Probablemente jabalíes. Todos ellos tenían penes pronunciados y erectos; estaban alrededor de la mujer abierta de piernas, como si fueran un grupo de violadores.
—Esto es de Gobekli —susurró Christine.
—¿Es lo que buscábamos?
—No. Recuerdo el día que lo encontramos. Franz lo colocó aquí. Debía de estar almacenando los... descubrimientos más extraños en el mismo sitio. Así que lo que encontró, sea lo que sea, tiene que estar aquí. En algún lugar.
Rob movió su linterna a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda. El polvo se arremolinaba en la penumbra. Rostros de dioses lúgubres y demonios de mirada lasciva lo saludaban y, después, quedaban a oscuras cuando él pasaba de un lado a otro. No podía ver nada; ni siquiera sabía qué buscaba. Era desesperante. Entonces, la linterna iluminó una enorme caja de poliestireno con la palabra «Gobekli» escrita con rotulador. Rob sintió que el corazón le latía con fuerza.
—Christine —susurró.
La caja estaba colocada en la parte trasera del estante de acero, junto al muro de la cueva. Era claramente grande y pesada; Christine trató de cogerla. Dejando su linterna sobre el estante de atrás, Rob extendió una mano y la ayudó. Juntos sacaron la caja y la colocaron en el suelo.
Rob agarró su linterna con el corazón acelerado y sostuvo el haz de luz en alto mientras Christine abría la caja. En su interior había cuatro tinajas antiguas para las aceitunas de casi un metro de largo, envueltas en plástico de burbujas. Rob sintió un golpe sordo de decepción. La mitad de él había deseado encontrar algo obsceno y aterrador. Su mitad de periodista; quizá la más infantil.
Christine sacó una de las tinajas.
—¿Es de Gobekli?
—Seguro que sí. Y si lo es, debe de tener diez mil años de antigüedad. Entonces, sí que tenían cerámica...
—Sorprendentemente bien conservada.
—Sí. —Sosteniendo la vasija con sumo cuidado, Christine la giró. Había un dibujo extraño en un lado. Una especie de palo con un pájaro en lo alto—. He visto esto en algún sitio —afirmó, casi en un susurro.
Rob sacó su móvil e hizo unas cuantas fotografías. El flash de la cámara del teléfono parecía una intrusión en la lúgubre oscuridad de la bodega. Genios y emperadores miraron con el ceño fruncido en un breve y brusco deslumbramiento.
Se guardó el teléfono en el bolsillo, metió las manos en la caja y sacó él mismo una de las largas vasijas. Era sorprendentemente pesada. Quería saber qué había dentro. ¿Una especie de líquido? ¿Granos de cereal? ¿Miel? La inclinó y miró la parte superior. Estaba taponada y sellada.
—¿La abrimos?
—Ten cuidado...
El aviso de ella llegó demasiado tarde. Rob sintió de pronto que la vasija se le caía de la mano. La había inclinado con demasiada brusquedad. El cuello de la pieza pareció emitir un suspiro y después cayó al suelo. Entonces, la rendija del cuello se abrió más, fracturando el cuerpo del antiguo y delicado recipiente de cerámica. La vasija se deshizo en la mano del periodista. Simplemente se deshizo. Los fragmentos se esparcieron por el suelo haciéndose añicos y convirtiéndose en polvo.
—¡Oh, Dios mío! —El olor era horrendo. Rob se puso una manga en la nariz.
Christine iluminó con una linterna el contenido de la vasija.
—¡Joder!
Un cuerpo diminuto yacía en el suelo. Un cuerpo humano: un bebé, colocado en posición fetal. El cadáver estaba medio momificado, medio convertido en líquido viscoso. Seguía descomponiéndose después de todos esos siglos. El hedor se introdujo en la cara de Rob hasta que sintió arcadas. Del cráneo salían borbotones de líquido.
—¡Mírale la cara! —gritó Christine—. ¡Mírale la cara!
Rob iluminó con la linterna el rostro del bebé. Estaba atrapado en un grito silencioso. Un grito de un niño moribundo cuyo eco se repetía a lo largo de doce mil años.
De repente, las luces iluminaron la sala. Luces, ruidos, voces. Rob se giró y lo vio: un grupo de hombres en la parte de atrás de la bodega. Hombres con pistolas y cuchillos que venían a por ellos.
26
Para ser profesor, Hugo De Savary era muy elegante. Forrester se había esperado a alguien desaliñado: con coderas en la chaqueta y exceso de caspa en los hombros. Pero el catedrático de Cambridge era un hombre animado, alegre, jovial y verdaderamente esbelto que desprendía un aire de prosperidad y seguridad.
Posiblemente fuera porque sus libros, famosos ensayos sobre satanismo, sectas, canibalismo y una lista completa de temas góticos, habían tenido un gran éxito comercial. Esto había provocado que fuera rechazado por los miembros más serios de la comunidad académica, o eso es lo que Forrester había supuesto, a juzgar por las críticas que había leído.
Fue De Savary quien había sugerido que almorzaran en aquel restaurante japonés de moda cerca del Soho. Forrester le había pedido por correo electrónico que se reunieran la próxima vez que el profesor estuviera en la ciudad. De Savary había aceptado alegremente e incluso se había ofrecido a invitar, lo cual estaba bien, puesto que el restaurante que había elegido no era del tipo que Forrester solía frecuentar normalmente cuando solicitaba información, y con toda seguridad, era cinco veces más caro.
De Savary comía su pequeño plato de bacalao negro y miso con gran entusiasmo. Se habían acomodado en un banco de madera de roble, delante de una barra que rodeaba el espacio central de la cocina con una gran parrilla atendida por atareados cocineros japoneses de ceño fruncido que cortaban verduras de color oscuro con cuchillos aterradores y enormes. Miró a Forrester.
—¿Cómo supieron sus forenses que el elixir era damu?
El profesor se refería al líquido de la botella de Castlerigg. Forrester trató de agarrar un trozo de calamar crudo con sus palillos, pero no lo consiguió.
—Hemos tenido varios asesinatos con mutilaciones en Londres. Sacrificios africanos de niños. Así que los chicos del laboratorio ya se habían encontrado antes con el damu.
—¿El torso sin cabeza de aquel pobre niño encontrado en el Támesis?
—Sí. —Forrester dio un sorbo a su sake caliente—. Al parecer, esto del damu es la sangre concentrada de las víctimas de los sacrificios. Eso es lo que me dicen los de patología.
—Pues tienen razón. —Ante ellos un enorme cocinero japonés limpiaba, a gran velocidad, un pescado amoratado—. Las mutilaciones son un asunto verdaderamente desagradable. Cientos de niños mueren todos los años en el África negra. ¿Sabe qué les hacen exactamente?
—Sé que les cortan los miembros...
—Sí. Pero lo hacen cuando todavía están vivos. Y también les cortan los genitales. —De Savary dio un sorbo a su cerveza—. Se supone que los gritos de las víctimas vivas añaden fuerza a la mutilación. ¿Quiere que comamos un poco de ese filete de atún claro?
—¿Perdón?
Lo normal en aquel restaurante tan rabiosamente de moda era, al parecer, pedir pequeños platos de comida. No lo pedías todo al principio; seguías comiendo hasta que te hartabas. Era divertido. Forrester no había estado nunca en un sitio así. Se preguntó quién podía permitirse esos precios. Sushi de cangrejo de caparazón blando traído desde Alaska. Toro con espárragos y caviar de esturión. ¿Qué era el toro?
—La tempura de gambas de roca está increíble —comentó De Savary.
—Le diré una cosa —dijo Forrester—. Elija usted. Después cuénteme lo que piensa de esta banda de criminales...
De Savary sonrió con gravedad.
—Por supuesto. Mi clase empieza a las tres. Démonos prisa.
—Entonces, ¿qué opina?
—Su banda parece obsesionada con los sacrificios humanos.
—Eso ya lo sabemos.
—Pero es una extraña mezcla de prácticas.
—¿Cómo?
—Están realizando sacrificios de distintas culturas. La extirpación de la lengua es probablemente nórdica, el enterramiento de las cabezas, japonés o israelita. El afeitado, claramente azteca. La estrella de David es salomónica, como usted ha dicho.
Una joven camarera tailandesa se acercó a ellos y De Savary pidió la comida. La camarera hizo una pequeña reverencia y se fue. El profesor volvió a mirar a Forrester.
—Y ahora tenemos el damu, enterrado en un lugar dedicado al sacrificio. Eso es lo que hacen los hechiceros africanos antes de realizar una gran mutilación. Entierran el damu en suelo sagrado. Después realizan el sacrificio.
—Entonces..., ¿cree que van a volver a asesinar?
—Naturalmente. ¿Usted no?
Forrester suspiró y asintió. Por supuesto que la banda iba a actuar de nuevo.
—¿Y qué pasa con lo del Fuego del Infierno? ¿Cómo encaja en todo esto?
—No estoy muy seguro. Es evidente que buscan algo que tenga que ver con los del Club del Fuego del Infierno. Lo que está menos claro es qué será.
Colocaron tres platos sobre la barra de roble delante de ellos. El aroma era delicioso. Forrester deseó que le permitieran usar cuchara.
—Lo que sí puedo decirle ahora es cómo funcionan estas sectas satánicas, la psicología del grupúsculo —continuó De Savary—. Suelen proceder de la clase media o incluso alta. Manson y sus seguidores no eran unos cabrones de los bajos fondos, sino niños ricos. Es el rico aburrido e inteligente el que comete la mayoría de los delitos. Puede verse un paralelismo con la banda Baader Meinhof de Alemania. Hijos e hijas de banqueros, millonarios y empresarios. Hijos de la élite.
—Y también está Bin Laden.
—¡Exacto! Bin Laden es el listo y carismático hijo de un multimillonario famoso, pero se sintió atraído por el sector más nihilista y psicópata del islam.
—¿Y ahí se ve el paralelismo con el Club del Fuego del Infierno?
De Savary agarró hábilmente con los palillos un poco de atún claro. Forrester a duras penas se las arregló para hacer lo mismo. Estaba increíblemente decilioso.
—Una vez más, tiene razón. El Club del Fuego del Infierno estableció las directrices para las sectas letales de los pijos de la actualidad.
Un grupo de aristócratas ingleses, muchos de ellos personas con mucho talento como escritores, hombres de estado y científicos, se vieron atraídos hacia actos deliberadamente transgresores. Para épater les bourgeois, quizá.
—Pero hay gente que dice que el Fuego del Infierno no era más que un club de borrachos. Una sociedad de vividores.
De Savary negó con la cabeza.
—Sir Francis Dashwood fue uno de los mayores expertos religiosos de su época. Viajó al Lejano Oriente persiguiendo arcanos intereses, los esoterismos religiosos. Ésa no es actividad propia de un diletante. Y Benjamín Franklin fue una de las mentes más privilegiadas del siglo.
—Entonces, no se reunían simplemente para tomar ginebra y jugar al Twister.
—No, no lo creo —respondió De Savary, riéndose entre dientes. El cocinero japonés que estaba delante de ellos estaba utilizando dos cuchillos a la vez, cortando en filetes y en dados una larga y escurridiza anguila. El cuerpo de la anguila bailaba sobre la tabla mientras la cortaba, como si estuviera viva. Quizá lo estuviera.
—La ocupación del club inglés del Fuego del Infierno es objeto de disputas. Sí que sabemos que el irlandés era tremendamente violento. Solían verter alcohol sobre los gatos y después prenderles fuego. Los gritos de los animales moribundos mantenían despiertos a la mitad del Dublín georgiano. Y asesinaron a un sirviente del mismo modo. Por una apuesta. —Hizo una pausa—. Creo que el Club del Fuego del Infierno y algunas de las otras sectas satánicas que vemos en Europa pueden ayudarnos a comprender cómo será la banda que usted busca. En cuanto a su jerarquía, motivaciones y psicología... Tendrán un líder definido, carismático y muy inteligente. Probablemente alguien de muy alta cuna.
—¿Y sus seguidores?
—Amigos cercanos de personalidad más débil. Pero aun así inteligentes. Seducidos por el encanto satánico del líder de la secta. Probablemente tengan también una procedencia privilegiada.
—Eso se ajusta a las descripciones, las voces elegantes, etc.
De Savary cogió un plato de la barra. Durante un momento, estuvo pensando mientras miraba la comida.
—Sin embargo, creo que el líder de su banda está completamente loco —continuó.
—¿Cómo?
—No olvide lo que está haciendo. La mezcla poco acorde con la historia de elementos de sacrificio. Está claramente loco. Si buscara algo relacionado con el Club del Fuego del Infierno podría haberlo hecho de una forma mucho más discreta. Y no recorriendo las islas Británicas y masacrando gente. Sí, los asesinatos de bandas son planeados y ejecutados con cierta delicadeza, ocultando sus huellas, como dicen ustedes, pero ¿por qué matar si la intención es principalmente recuperar, descubrir algo que está oculto? —De Savary se encogió de hombros—. Et voilà. No se trata de algo de mala reputación, aunque lógico, propio de Francis Dashwood, sino que se aproxima más a Charles Manson. Un psicópata. Genio, pero psicópata.
—Lo cual quiere decir...
—Usted es el detective. Creo que significa que llegará muy lejos. Cometerán un error en su escalada de crímenes. La pregunta es...
—¿A cuántas personas asesinarán antes?
—Exacto. Ahora debe usted probar este daikon. Es una especie de rábano. Sabe a ambrosía.
De vuelta en Scotland Yard, Forrester revivió el almuerzo con un feliz eructo. Después, se sentó en su silla giratoria y dio varias vueltas, como un niño. Estaba algo borracho por el sake. Pero podía justificarlo. La comida había sido muy instructiva. Con su nuevo amigo Hugo. Forrester descolgó el teléfono y llamó a Boijer.
—¿Sí, señor?
—Boijer, necesito que busque algo, que haga un rastreo.
—¿Sobre qué?
—Llame a los colegios privados más caros.
—De acuerdo...
—Empiece por Eton, Winchester y Westminster. Nada que esté por debajo de Millfield. Y llame a Harrow. Compruebe la lista del consejo de rectores.
—Muy bien. Y... ¿sobre qué les preguntamos?
—Sobre chicos desaparecidos. Alumnos desaparecidos. Y pruebe también en las mejores universidades. Oxbridge, Londres, St Andrews, Durham... Ya conoce la lista.
—¿Bristol?
—¿Por qué no? Y Exeter. Y el Instituto de Agricultura de Cirencester. Tenemos que encontrar estudiantes que lo dejaran, de forma repentina y recientemente. Quiero chicos pijos. Con problemas.
27
El cuerpo podrido y semimomificado del bebé yacía en el suelo. En el aire había un hedor a descomposición antigua. Las bombillas desnudas parpadeaban sobre las piezas y estanterías de la bodega del museo. Los hombres que se acercaban eran grandes y estaban armados y enfadados. Rob creyó reconocer a algunos de la excavación. Kurdos. Parecían kurdos.
Sólo había una puerta en la bodega. Y el camino hacia la salida lo ocupaban aquellas figuras amenazantes. Ocho o nueve hombres. Algunos llevaban armas de fuego: una antigua pistola, una escopeta y un rifle de caza nuevo. El resto iban armados con grandes cuchillos, uno de ellos tan grande que parecía un machete. Rob dedicó a Christine una desdichada mirada de disculpa. Ella sonrió con tristeza y desesperación. Y entonces, se acercó, alargó la mano y apretó con fuerza la suya.
Los capturaron y los separaron. Los hombres agarraron a Rob del cuello y a Christine de los brazos. Rob vio cómo el más grande, el que parecía ser el jefe, miraba por el pasillo lateral hacia la vasija rota y el lastimoso y pequeño cadáver con el extraño líquido acre que se derramaba a su alrededor. Siseó a sus compañeros y, de inmediato, dos de los kurdos se separaron del grupo y avanzaron por el pasillo lateral, quizá para encargarse de la prueba, hacer algo con el pequeño montón de carne ligeramente podrida.
Rob y Christine fueron conducidos al exterior de la bodega. Uno de los hombres que sujetaba al periodista apretaba una pistola con fuerza sobre su mejilla. La fría boca del arma olía a lubricante. Otros dos agarraban fuertemente los brazos desnudos de Christine. El hombre alto con el rifle de caza avanzó desde atrás con un par de ayudantes.
¿Adónde los llevaban? Rob pudo notar que los kurdos también estaban asustados, probablemente tanto como él y Christine. Pero aquellos hombres estaban decididos. Empujaron y tiraron de ellos a lo largo del pasillo flanqueado por las largas filas de antigüedades, pasando por los monstruos del desierto, los generales romanos y los dioses cananeos de las tormentas. Dejaron atrás a Anzu, a Ishtar y a Nimrud.
Subieron las escaleras hasta la sala principal del museo. Christine profería insultos en francés con valentía. Rob sintió una oleada protectora por parte de ella, y otra de vergüenza, por sí mismo. Él era el hombre allí. Debería de ser capaz de hacer algo. Comportarse como un héroe. Hacer caer los cuchillos de las manos de los kurdos con una patada, darse la vuelta y forcejear con sus raptores hasta derribarlos, agarrar a Christine de la mano y salvarla, llevarla hacia la ardiente libertad.
Pero la vida no era así. Los llevaban, como a animales cazados, despacio pero con determinación, hacia su destino cierto. Y éste era... ¿exactamente qué? ¿Los estaban secuestrando? ¿Se trataba de un montaje? ¿Eran estos tipos terroristas? ¿Qué estaba pasando? Esperaba que los kurdos fueran alguna especie de policías. Pero estaba casi convencido de que no lo eran. No podían serlo. Aquello no parecía un arresto. Estos tipos parecían furtivos y culpables, e incluso asesinos. Su mente fue invadida por imágenes de decapitaciones. Todos aquellos pobres hombres de Iraq, Afganistán y Chechenia. Inmovilizados. El cuchillo atravesando el cartílago y la tráquea. La exhalación gaseosa mientras el cuerpo sin cabeza bombeaba aire y sangre y después se desplomaba sobre el suelo. Allahu Akhbar. Allahu Akbar. La granulada secuencia en internet. El horror. Un sacrificio humano en vivo que recorre todo el mundo en la red.
Christine seguía insultando. Rob forcejeó y se retorció, pero los hombres lo tenían sujeto con fuerza. No podía ser un héroe. Podía probar a gritar.
—¿Christine? —dijo—. ¿Christine?
Por detrás de él la oyó.
—¡Sí!
—¿Estás bien? ¿Qué demonios...?
Un puño le golpeó en la boca. Sintió que el paladar se le llenaba de sangre salada y caliente. El dolor era agudo. Su cuerpo se encorvó.
El jefe se acercó para ponerse enfrente de él. Levantó la cara ensangrentada de Rob y le dijo:
—¡No hablar! ¡No hablar!
El rostro de aquel líder no era cruel. Su expresión era más bien... de resignación. Como si aquello fuera algo que tenían que hacer, pero que no necesariamente desearan. Algo verdaderamente terrible...
Como una ejecución.
Rob vio cómo uno de los kurdos abría despacio y con cuidado la puerta principal del museo. La visión de la puerta le trajo todo un desfile de recuerdos. Las últimas y extrañas horas de su vida: los corderos siendo sacrificados en las calles de Urfa; los hombres vestidos con sus pantalones negros de los días de fiesta; y la sigilosa entrada de los dos en el museo. Y después, el grito silencioso del bebé. Enterrado vivo doce mil años atrás.
El kurdo que custodiaba la puerta hizo una señal de asentimiento a sus compañeros. Al parecer, no había moros en la costa.
—¡Vamos! —le gritó el jefe a Rob—. ¡Entra en coche!
Con brusquedad, los hombres escoltaron al periodista a través del caluroso aparcamiento iluminado por la luna. Al coche manchado de higos se sumaron otros tres vehículos más. Se trataba de coches viejos, vehículos de allí llenos de abolladuras. Obviamente, no eran coches de la policía. Rob sintió cómo desaparecía el último atisbo de esperanza.
Lo que trataban de hacer era claramente llevar a Rob y a Christine a algún lugar lejano. Puede que fuera de la ciudad. A alguna granja solitaria. Donde los encadenarían a unos asientos. Rob se imaginó el sonido del cuchillo mientras le rasgaba el esófago. Allahu Akhbar. Desechó ese pensamiento. Tenía que permanecer lúcido. Salvar a Christine. Salvarse a sí mismo por su hija.
¡Su hija!
La culpa le atravesó el corazón como una daga de cristal. ¡Su hija Lizzie! Justo ayer le había prometido que volvería a casa dentro de una semana. Ahora era probable que nunca más volviera a verla. Estúpido, estúpido, estúpido, estúpido.
Una mano apretó su cabeza. Querían que se agachara, que entrara en el maloliente asiento trasero del coche. Rob se resistió, sintiendo como si lo estuvieran conduciendo hacia su muerte. Se giró y vio a Christine justo detrás de él, con un cuchillo en la garganta. La estaban arrastrando hacia el otro coche; no había nada que se pudiera hacer.
Entonces sucedió algo.
—¡Alto!
El tiempo se congeló. Unas luces brillantes centellearon en el aparcamiento.
—¡Alto!
Las luces eran completamente cegadoras. Rob notó la presencia de muchos hombres más. Cada vez más sirenas. Luces rojas y azules.
Luces y ruido a su alrededor. La policía. ¿Era la policía? Dio un tirón de un brazo deshaciéndose de la garra de su raptor y se protegió la cara para mirar hacia la luz deslumbrante y cegadora...
Se trataba de Kiribali, con veinte o treinta policías. Corrían hacia el aparcamiento. Agachándose. Tomando posiciones. Apuntando. Pero no eran policías normales. Vestían con atuendos de color negro y casi paramilitar y llevaban ametralladoras.
Kiribali les gritaba a los kurdos en turco. Y los kurdos retrocedían. El que estaba más cerca de Rob dejó caer su vieja pistola y después levantó las manos. Rob vio cómo Christine forcejeaba liberándose de sus captores y corría por el aparcamiento buscando la seguridad de la policía.
Rob liberó su segundo brazo y caminó por el aparcamiento hacia Kiribali, cuya expresión en su rostro era tan vacía que llegaba hasta el desdén.
—Venga conmigo —gritó el oficial con dureza.
Rob y Christine fueron conducidos con brusquedad hasta un gran BMW nuevo que estaba fuera del recinto del museo. Kiribali les ordenó que subieran al asiento de atrás. Él se sentó en el delantero, después se giró y los miró.
—Les llevo al aeropuerto.
—Pero... —comenzó a decir Rob. El labio le dolía con fuerza en el lugar donde le habían dado el puñetazo.
Kiribali los mandó callar.
—Fui al apartamento y a su habitación del hotel. ¡Vacíos! Los dos vacíos. Sabía que vendrían aquí. Son muy estúpidos. ¡Qué gente tan estúpida! —El BMW avanzaba a toda velocidad por la ancha e iluminada carretera. Kiribali le habló al conductor en un turco apresurado; éste le contestó obedientemente.
Entonces el oficial miró a Rob con una oscura mirada de enfado.
—Tienen un par de bolsas en el maletero. Pasaportes. Sus ordenadores portátiles. Ya les enviaremos el resto de sus cosas. Se van de Turquía esta noche. —Lanzó dos objetos sobre el asiento de atrás—. Sus billetes. A Estambul y luego a Londres. Sólo de ida. Esta noche.
Christine protestó, pero su respuesta era vacilante y su voz temblorosa. Kiribali la miró con un desprecio infinito, y después, él y el conductor intercambiaron algunas palabras más. El coche recorría ahora las afueras de la ciudad. La llanura semidesierta estaba en silencio por la noche, de un color plata sin brillo a la luz de la luna.
Cuando llegaron, el conductor les dio sus bolsas tras sacarlas del maletero. En el interior del diminuto aeropuerto, Kiribali vio cómo facturaban. Después señaló hacia la puerta de salida.
—Espero no volver a verlos de nuevo. Si regresan, es probable que los kurdos les maten. Y si no lo hacen, yo les enviaré a los dos a la cárcel. Durante una buena temporada. —Juntó sus talones dando un golpe, como si fuera un oficial prusiano que obedece una orden, después les dedicó otra mirada de enfado y desprecio y se fue.
Rob y Christine pasaron por el puesto de seguridad y subieron al avión. Éste rodó por la pista y despegó. Rob se hundió en el asiento mientras notaba el dolor y la adrenalina por todo el cuerpo. Realmente podía sentirla en ese momento: la oleada de emoción, el miedo, la ansiosa furia. Era la misma sensación que había experimentado tras el atentado suicida de Iraq. Apretó y relajó los músculos de la mandíbula. El labio seguía doliéndole. El diente se le había mellado. Trató de relajarse. Su mente iba a toda velocidad, casi provocándole dolor. La historia no había terminado. Era periodista. Un buen periodista. Eso era todo; pero podía hacer uso de ello. Tenía que canalizar esa rabia, esa rabia impotente, su masculinidad humillada. Si pensaban que podrían ahuyentarlo con pistolas y cuchillos, estaban equivocados. Podía conseguir esa historia. No lo asustarían para que se alejara. Debía relajarse, aunque tenía ganas de gritar. Miró a Christine.
Y por primera vez desde que la urna del bebé se había roto, ella le habló directamente. Tranquila, pero con toda claridad, ella le dijo:
—Cananeos.
—¿Qué?
—Eso es lo que hacían los antiguos cananeos. Enterraban a sus hijos. Vivos. —Ella se giró y miró hacia delante—. Y en vasijas.
28
Rob dejó el teléfono y examinó el tedioso ir y venir del aeropuerto de Estambul. Había pasado una hora hablando con su hija, una hora de alegría, charla, nostalgia y placer. Después transcurrieron otros diez irritantes y fastidiosos minutos de conversación con la madre. Resultaba que su ex mujer se llevaba ese día a su hija Lizzie fuera del país durante dos semanas. Aunque llegara a casa en ese momento, no la vería.
Rob se restregó el cansancio de la cara. Habían llegado en medio de la noche y dormido un poco tumbados en los asientos del aeropuerto. Lo cierto es que no le había desaparecido la tensión. Qué veinticuatro horas más increíbles. Qué cadena de acontecimientos más extraña. ¿Y qué iba a hacer ahora?
—Oye, soldado. —Christine blandía unas latas de Coca-Cola light—. Pensé que podrías querer una de éstas.
Rob cogió su lata agradecido y la abrió; el refresco helado le escoció en el labio partido.
—¿Va todo bien en casa, Robert?
—Sí... —Vio a un hombre de negocios chino gritando a una papelera—. No. La verdad es que no. Problemas familiares...
—Ah. —Ella echó una mirada a la sala vacía de pasajeros en tránsito—. Mira. Todo tan normal. Starbucks. McDonald's... Nadie pensaría que han estado a punto de secuestrarnos. Anoche mismo.
Rob supo a qué se refería. Suspiró y miró con enfado la pantalla de salidas. Quedaban muchas horas para su vuelo a Londres. Lo cierto es que no le apetecía estar allí perdiendo el tiempo. Pero no deseaba volver a Londres si su hija no iba a estar. ¿Qué sentido tenía? Lo que quería era resolver la historia, terminar su parte del trato. Ya había hablado con su editor y le había contado una versión algo resumida de los últimos avances. Steve había soltado un par de tacos y después le había preguntado si estaba bien. Así que Steve aceptó vacilante que Rob siguiera adelante «siempre que evites que te peguen un tiro en la cabeza». Incluso le había prometido ingresar más dinero en su cuenta para ayudar a que las cosas fuesen más rápido. Así que la brújula apuntaba en una dirección. No abandonar. No rendirse. Seguir adelante. Terminar su artículo.
Pero había un gran problema si seguían adelante. No sabía qué pensaba Christine. La terrible experiencia en el museo había sido extremadamente aterradora. Pensaba que él podría afrontar lo que había ocurrido porque estaba acostumbrado al peligro. Había estado en Iraq. Hacía poco. ¿Era de esperar que Christine fuera igual de estoica? ¿Sería pedirle demasiado? Era científica, no periodista. Se terminó la Coca-Cola y se dirigió a la papelera para arrojar la lata. Cuando volvió, Christine lo miró fijamente con una leve sonrisa.
—Tú no quieres ir a casa, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—Por la forma en que miras el panel de salidas, como si fuera tu peor enemigo.
—Lo siento.
—A mí me ocurre exactamente lo mismo, Robert. Quedan demasiados cabos sueltos. No podemos salir corriendo sin más, ¿no?
—Entonces... ¿qué hacemos?
—Vamos a ver a mi amiga Isobel Previn. Vive aquí.
Media hora más tarde le hacían señas a un taxi del aeropuerto; diez minutos después corrían a toda velocidad por la autopista con dirección a la ruidosa Estambul. Por el camino, Christine lo puso en antecedentes sobre Isobel.
—Vivió en Konya durante mucho tiempo. Trabajaba con James Mellaert. Catalhóyük. Y fue mi tutora en Cambridge.
—Sí. Recuerdo que me lo contaste.
Rob miró por la ventanilla del taxi. Más allá de los pasos elevados y las casas pudo ver una enorme cúpula rodeada de cuatro minaretes majestuosos: Santa Sofía, la gran catedral de Constantinopla. De hacía mil quinientos años.
Estambul le pareció un lugar curioso y en movimiento. Los antiguos muros se entremezclaban con resplandecientes rascacielos. Las calles estaban llenas de personas con apariencia occidental: chicas con minifaldas y hombres con trajes. Pero, de vez en cuando, pasaban rápido por algún barrio oriental de herreros mugrientos, madres con velo y cuerdas con ropa tendida de colores chillones. Y rodeando todo aquello, visible entre los bloques de apartamentos y las torres de oficinas, estaba el poderoso Bósforo, el gran arco de agua que dividía Asia de Europa y Occidente de Oriente. La barbarie de la civilización. Dependía del lado en que vivieras.
Christine llamó a su amiga Isobel. Rob dedujo, por lo que oyó de la conversación, que Isobel estaba encantada de tener noticias de su antigua alumna. Después le preguntó:
—¿Y dónde vive?
—Tiene una casa en una de las islas de los Príncipes. Podemos tomar un ferri desde el puerto —sonrió Christine—. Es muy bonita. Y nos ha invitado a que nos quedemos allí. —Rob asintió contento. Christine añadió—: Es muy probable que nos ayude con los... misterios arqueológicos.
La espantosa y pequeña momia del ánfora, la vasija de aceitunas. Mientras el conductor del taxi gritaba a los camiones, Rob le pidió a Christine que le contara más cosas sobre los cananeos.
—Yo trabajé en Tell Gezer —dijo Christine—. Es un yacimiento en las colinas de Judea, a media hora de Jerusalén. Una ciudad cananea.
El coche iba ahora cuesta abajo. Había dejado la carretera y avanzaban lentamente por calles abarrotadas de gente y de actividad.
—Los cananeos solían enterrar a su primer hijo, vivo, en vasijas. Se encontraron algunas en el yacimiento. Bebés en vasijas, como los de la bodega del museo. Así que creo que eso es lo que encontramos en el sótano. Un sacrificio.
La terrible imagen del rostro del niño invadió los pensamientos de Rob. El grito horrible y silencioso reflejado en él. Se estremeció. ¿Quién demonios podría enterrar a un niño vivo? ¿Y en una vasija? ¿Por qué? ¿Cuál era el objetivo evolutivo? ¿Qué podía llevar a alguien a hacer eso? ¿Qué tipo de dios lo exigía? ¿Qué había sucedido en Gobekli? Se le ocurrió otra idea mientras el coche giraba hacia el monótono ruido del paseo marítimo.
—¿No estuvo Abraham relacionado con los cananeos?
—Sí —respondió Christine—. Cuando salió de Harán y Sanliurfa bajó a la tierra de los cananeos. Bueno, eso es lo que dice la Biblia. Oye, creo que hemos llegado.
Se encontraban en el exterior de la terminal del ferri. La explanada estaba abarrotada de niños, niñas en bicicletas y hombres cargando con cajas de galletas de sésamo. Una vez más, Rob notó la barrera de la civilización atravesando la ciudad: era algo casi esquizofrénico.
Hombres con pantalones vaqueros junto a otros con espléndidas barbas musulmanas; chicas con vestidos mini riendo mientras hablan por sus teléfonos móviles al lado de chicas silenciosas vestidas con chador negro.
Compraron los billetes y se dirigieron a la cubierta superior. Paseando junto a la barandilla de la borda, Rob sintió que su ánimo mejoraba. Agua, luz del sol, aire fresco y brisa. Cómo lo había echado de menos. Sanliurfa estaba tremendamente lejos del mar, calcinándose en la cuenca del Kurdistán.
El barco avanzó traqueteando. Christine señaló algunos de los puntos del horizonte de Estambul. El Cuerno de Oro. La mezquita Azul. El palacio de Topkapi. Un bar en el que ella e Isobel se emborracharon de raki una vez. Después, rememoró sus viejos tiempos en Cambridge y su época universitaria. Rob se rió con sus historias. Christine había sido bastante salvaje. Antes de que él se diera cuenta, sonó la sirena del ferri. Habían llegado a la isla.
En el pequeño puerto había una muchedumbre de turcos, pero Christine localizó a Isobel de inmediato. No era difícil. Aquella mujer mayor de pelo plateado llamaba la atención entre los rostros más oscuros. Llevaba ropa holgada, un pañuelo de seda naranja y unas gafas redondas antiguas.
Bajaron por la pasarela. Las dos mujeres se abrazaron y después Christine le presentó al periodista. Isobel sonrió con mucha gentileza y avisó a Rob de que su casa estaba a media hora a pie.
—Me temo que no tenemos coches en las islas, ¿sabes? No están permitidos. Gracias a Dios.
Mientras caminaban, Christine le contó a Isobel toda la extraordinaria historia de las últimas semanas. El terrible asesinato y los increíbles hallazgos. Isobel asintió. Mostró su pesar por Franz. Rob detectó casi una relación madre-hija entre las dos mujeres. Era conmovedor.
Al pensar en ello, recordó de nuevo a Lizzie. Le habría gustado aquella isla. Era bonita, aunque también algo misteriosa, con sus casas de madera y árboles de tamarisco, sus derruidas iglesias bizantinas y los gatos durmiendo al sol. Todo a su alrededor era agua resplandeciente, y a lo lejos estaba la famosa línea del horizonte de Estambul. Era hermosa. Decidió firmemente que la llevaría allí... algún día.
La casa de Isobel era glamurosamente antigua, un fresco retiro de verano para los jóvenes príncipes otomanos. El edificio de piedra blanca se alzaba junto a una playa bien sombreada y tenía una amplia panorámica hacia algunas de las otras islas.
Se sentaron en unos sofás con cojines y Christine terminó el relato de Gobekli y las últimas semanas. Toda la casa se quedó en silencio cuando contó el extravagante final de la historia: su tentativa de secuestro en el museo.
El silencio invadió el aire. Rob podía oír el chapoteo del agua más allá de las contraventanas entreabiertas y los pinos crujiendo bajo el sol.
Isobel jugueteó lánguidamente con sus gafas. Se terminaron el té. Christine se encogió de hombros y miró a Rob como diciendo: «Quizá Isobel no pueda ayudarnos. Quizá este rompecabezas sea demasiado difícil».
Rob suspiró sintiéndose cansado. Pero Isobel se incorporó con los ojos chispeantes. Le pidió a Rob que le enseñara la fotografía del símbolo de la vasija que llevaba en el teléfono móvil.
El periodista metió la mano en el bolsillo, sacó el teléfono y buscó rápidamente la foto. Isobel contempló la imagen.
—Sí. Lo que yo pensaba, es un sanjak. Un símbolo utilizado por la secta del culto a los ángeles.
—¿La secta de qué?
—La del culto a los ángeles, el yazidi... —Sonrió—. Mejor me explico. Aquella parte remota del Kurdistán alrededor de Sanliurfa es un caldo de cultivo especial de muchas creencias. El cristianismo, el judaismo y el islamismo tienen fuertes raíces allí. Pero hay otras, incluso más antiguas, que habitan en los territorios de los kurdos. Como el yarsanismo, el alevismo y el yazidismo. Juntas se las conoce como el culto de los ángeles. Estas religiones quizá tengan cinco mil años, puede que más. Son únicas en aquella parte del mundo. —Hizo una pausa—. Y el yazidismo es la más antigua y extraña de todas.
—¿En qué sentido?
—Las costumbres de los yazidis son tremendamente peculiares. Rinden culto a árboles sagrados. Las mujeres no pueden cortarse el pelo. Rechazan comer lechuga. Evitan llevar ropa de color azul oscuro porque dicen que es muy sagrado. Se dividen en castas estrictas que no pueden casarse entre sí. Las castas superiores son polígamas. Cualquier seguidor de esa fe que se case con alguien que no sea yazidi corre el riesgo de caer en el ostracismo, o peor. Así que nunca se casan con alguien ajeno a su fe. Nunca.
Christine la interrumpió.
—¿No había desaparecido prácticamente el culto a los ángeles en Turquía?
—Casi. Sus últimos seguidores viven principalmente en Iraq, alrededor de medio millón. Pero aún quedan unos cuantos miles de yazidis en Turquía. Están ferozmente perseguidos en todos los sitios, por supuesto. Por parte de los musulmanes, los cristianos, los dictadores...
—Pero ¿en qué creen? —le preguntó Rob.
—El yazidismo es sincretista, combina elementos de muchas creencias. Como los hindúes, creen en la reencarnación. Como los antiguos mithraistas, sacrifican toros. Creen en el bautismo, como los cristianos. Cuando rezan, miran al sol, como los zoroastras.
—¿Por qué crees que el símbolo de la vasija es yazidi?
—Te lo mostraré. —Isobel se acercó a la estantería de la pared de enfrente y volvió con un libro. Hacia la mitad encontró una foto que mostraba un extraño bastón de cobre con un pájaro en la parte superior. El libro decía que aquel símbolo era un «sanjak yazidi». Se trataba de exactamente del mismo símbolo que había grabado en las vasijas.
—Ahora, dime los nombres completos de los obreros del yacimiento —le preguntó Isobel a Christine, cerrando el libro—. Y el apellido de Beshet, el del museo.
Christine cerró los ojos tratando de recordar. Vacilando un poco, recitó una lista de media docena de nombres. Después, unos pocos más.
Isobel asintió.
—Son yazidis. Los obreros de tu yacimiento. Y también Beshet. Y supongo que los hombres que fueron a secuestraros también eran yazidis. Estaban protegiendo esas vasijas del museo.
—Eso tiene sentido —dijo Rob, analizándolo todo rápida y mentalmente—, si piensas en cómo se desarrollaron los acontecimientos. Lo que quiero decir es que cuando Christine acudió a Beshet para que le diera la clave, él lo hizo. Pero después debió de llamar a sus compañeros yazidis y les contó lo que estábamos haciendo. Así que vinieron al museo. ¡Les habían dado el soplo!
Christine lo interrumpió.
—Sí. Pero ¿por qué iban a estar los yazidis tan preocupados por unas vasijas antiguas con sus horrendos contenidos? ¿Qué tiene eso que ver con ellos ahora? ¿Por qué demonios estaban tan desesperados por detenernos?
—Ahí está el quid de la cuestión —respondió Isobel.
La contraventana había dejado de chirriar. El sol brillaba sobre las plácidas aguas.
—Hay una cosa más —señaló Isobel—. Los yazidis tienen un dios muy extraño. Se representa con un pavo real.
—¿Adoran a un pájaro?
—Y lo llaman Melek Taus. El ángel pavo real. Otro nombre que le dan es... Moloc. El dios demonio adorado por los cananeos. Y otro nombre es el de Satán. Según los cristianos y los musulmanes.
Rob se quedó perplejo.
—¿Quieres decir que los yazidis son satánicos?
Isobel asintió divertida.
—Shaitán, el demonio. El terrible dios de los sacrificios —dijo, sonriendo—. Tal y como nosotros lo entendemos, sí. Los yazidis adoran al diablo.
29
Cloncurry. Ése era su último nombre y su mayor esperanza. Forrester revisó los papeles y las fotografías que tenía sobre la rodilla mientras la lluvia salpicaba el parabrisas. Él y Boijer iban en un coche alquilado por el norte de Francia en dirección al sur desde Lille. Boijer conducía, Forrester leía. Rápido. Y esperaba que por fin estuvieran sobre la pista correcta. Lo cierto es que parecía buena.
Habían pasado los últimos días hablando con directores, rectores y consejeros de estudiantes y llamando a médicos de clínicas universitarias bastante reacios. Aparecieron unos cuantos posibles candidatos: uno que dejó de asistir a Christ Church, en Oxford; un par de expulsados de Eton y Marlborough; y un estudiante esquizofrénico que desapareció de St Andrews. Forrester se sorprendió por la cantidad de estudiantes a los que se les había diagnosticado esquizofrenia. Cientos por todo el país.
Pero todos los candidatos fueron descartados por uno u otro motivo. El pijo que abandonó Oxford estaba en un hospital psiquiátrico. Se había localizado al estudiante de St Andrews en Tailandia. El expulsado de Eton había muerto. Al final, lo habían reducido a un solo nombre: Jamie Cloncurry.
Tenía todas las credenciales apropiadas. Su familia era extremadamente rica y de ascendencia aristocrática. Había sido educado en el carísimo colegio de Westminster, donde su comportamiento, según su director, era excéntrico rayando en la violencia. Había golpeado a otro estudiante y estuvo a punto de ser expulsado. Pero su brillantez académica le permitió tener una segunda oportunidad.
Cloncurry había ido después al Imperial College de Londres para rstudiar matemáticas. Una de las mejores universidades científicas del mundo. Pero esta enorme oportunidad no terminó con sus problemas; de hecho, su carácter salvaje no hizo más que intensificarse. Había tenido escarceos con drogas duras y lo habían sorprendido con prostitutas en su residencia universitaria. Una de ellas lo había denunciado a la policía por brutalidad, pero la Fiscalía General de la corona había desestimado los cargos en base a una poco fiable convicción: ella era una prostituta y él un estudiante con talento de una universidad importante.
Lo verdaderamente crucial es que parecía que Cloncurry había reunido en torno suyo a varios amigos extremadamente cercanos —italianos, franceses y estadounidenses. Uno de sus compañeros de universidad dijo que el círculo social de Cloncurry era «una camarilla extraña. Aquellos tipos lo adoraban». Y, tal y como habían comprobado Boijer y Forrester, en las últimas dos o tres semanas esa pandilla había desaparecido. No habían sido vistos en las clases. Un chico preocupado había denunciado la desaparición de su hermano. En la universidad había carteles con su fotografía en el bar de la asociación de estudiantes. Se trataba de un italiano: Luca Marsinelli.
Los jóvenes no habían dejado ninguna pista. En su residencia de estudiantes no había ninguna prueba. Nadie sabía y ni tan siquiera les preocupaba especialmente adónde habían ido. Los miembros de la pandilla no eran muy queridos. Sus conocidos y vecinos eran des concertantemente ambiguos. «Los estudiantes están siempre entrando y saliendo». «Pensé que había vuelto a Milán». «Dijo que se iba a tomar unas vacaciones».
En Scotland Yard se habían visto obligados, por tanto, a tomar algunas decisiones difíciles. El equipo de Forrester no podía seguir todas las pistas con el mismo celo. El tiempo pasaba rápido. Encontraron el Toyota Landcruiser abandonado a las afueras de Liverpool. Estaba claro que la banda había adivinado que el coche era un lastre. Parecía que se los había tragado la tierra, pero Forrester sabía que seguramente volverían a actuar, y pronto. Pero ¿dónde? No había tiempo para las especulaciones. Así que el detective había ordenado a su equipo que se centrara en Cloncurry, el supuesto líder.
Resultó que la familia Cloncurry vivía en Picardía, al norte de Francia. Tenían una casa solariega en Sussex, un piso grande en Londres e incluso una villa en Barbados. Pero, por algún motivo, vivían en el centro de Picardía. Cerca de Albert. Por esta razón, Forrester y Boijer habían tomado el primer tren Eurostar desde la estación St Pancras de Londres hasta Lille.
Forrester contemplaba los enormes y ondulados campos y los pequeños y escasos bosques; el cielo gris y acerado del norte de Francia. De vez en cuando, una de las colinas aparecía adornada con otro cementerio británico de la guerra: un lírico pero melancólico desfile de lápidas de mármol inmaculado. Miles y miles de tumbas. Era un espectáculo deprimente al que no ayudaba aquella lluvia. Los árboles habían florecido en el mes de mayo, pero incluso aquellas flores estaban mustias e indefensas bajo la llovizna implacable.
—No es la zona más atractiva de Francia, ¿verdad, señor?
—Espantosa —respondió Forrester—, con todos estos cementerios.
—Demasiadas guerras aquí, ¿verdad?
—Sí. Y también industrias moribundas. Eso no ayuda. —Hizo una pausa y luego continuó—. Solíamos venir aquí de vacaciones.
Boijer se rió.
—Buena elección.
—No, no aquí. Lo que quería decir es que veníamos de acampada al sur de Francia, cuando era niño. Pero no podíamos permitirnos el avión, así que teníamos que atravesar conduciendo toda Francia. Desde Le Havre. Y veníamos por aquí, por Picardía. Pasando por Al bert, el Somme y todo lo demás. Y siempre me ponía a llorar. Porque era puñeteramente feo. Los pueblos son tan feos porque todos fueron reconstruidos tras la Gran Guerra. Con cemento. Millones de hombres murieron en estos campos húmedos, Boijer. Millones. En los campos de Flandes.
—Ya imagino.
—Creo que los finlandeses seguíais viviendo en iglús en aquella época.
—Sí, señor. Y comiendo musgo.
Los dos hombres se rieron a carcajadas. Forrester necesitaba algo de alivio. El viaje en el Eurostar había sido igual de triste. Se habían dedicado a repasar los informes de patologías una vez más. Para ver si se habían saltado algo. Pero no encontraron nada. Se trataba del mismo y escalofriante análisis científico de las heridas. Fuerte hemorragia. Herida de cuchillo en la quinta intercostal. Muerte por asfixia traumática.
—Creo que es aquí —dijo Boijer.
Forrester miró la señal: RIBEMONT-SUR-ANCRE. SEIS KILÓMETROS.
—Tienes razón. Este desvío.
El coche viró bruscamente por la vía de acceso segando los charcos que se habían formado por el agua de la lluvia. Forrester se preguntó por qué llovía tanto en el noreste de Francia. Recordó historias de soldados de la Gran Guerra ahogándose en el barro, literalmente ahogándose a cientos en el fango húmedo y revuelto formado por la lluvia. Qué forma de morir.
—Gira aquí a la derecha.
Comprobó la dirección de los Cloncurry. Había llamado a la familia y consiguió su consentimiento para acudir a una entrevista un día antes. La voz de la madre se mostró fría y algo temblorosa por teléfono. Pero le había dicho cómo llegar. Pasando la rue Voltaire. Un kilómetro después girar a la izquierda, hacia Albert.
—Gire a la izquierda aquí.
Boijer movió el volante y el coche alquilado pasó por un charco; la carretera era prácticamente un sendero campestre.
Después vieron la casa. Era grande e impresionante, con contraventanas y buhardillas y con un tejado muy inclinado al estilo francés. Pero también era sombría, oscura y agobiante. Un extraño lugar en el que vivir.
La madre de Jamie Cloncurry los estaba esperando al final del ancho camino lleno de curvas. Su acento era frío y de clase alta. Muy inglés. Su marido estaba en la puerta, vestido con una cara chaqueta de tweed y pantalones de pana. Sus calcetines eran de un color rojo fuerte.
En la sala de estar, una asistenta sirvió el café. La señora Cloncurry se sentó frente a ellos, con las piernas juntas y muy apretadas.
—Y bien, inspector Forrester. Usted deseaba hablar sobre mi hijo Jamie...
La entrevista fue dolorosa. Forzada y difícil. Los padres aseguraron que habían perdido el control sobre Jamie en plena adolescencia. Cuando llegó a la universidad volvieron a perder el contacto. En la boca de la madre aparecían unos leves tics mientras hablaba de los «problemas» de Jamie.
Ella culpaba a las drogas. Y a sus amigos. Confesó que se culpaba a sí misma también por haberlo enviado a un internado, a Westminster. Esto había aumentado el aislamiento del joven dentro de la familia.
—Y así se apartó de nosotros. Y eso es todo.
Forrester se sintió frustrado. Intuía cómo iba a terminar la entrevista. Los padres no sabían nada; prácticamente habían negado su relación con su hijo.
Mientras Boijer retomaba el interrogatorio, el inspector examinó la enorme y silenciosa sala de estar. Había muchas fotos de familia y sobre todo de la hija, la hermana de Jamie. Fotografías de ella en vacaciones, sobre un poni o en su graduación. Pero no del hijo. Ninguna. Y había también retratos familiares. Un militar: un Cloncurry del siglo XIX. Un vizconde del ejército indio. Y un almirante. Generaciones de distinguidos antepasados le miraban desde las paredes. Y ahora era posible —casi seguro— que hubiera un asesino en la familia. Un asesino psicótico. Forrester pudo sentir la vergüenza de los Cloncurry. Pudo sentir el dolor de la madre. El padre estuvo prácticamente en silencio durante la entrevista.
Las dos horas pasaron tremendamente despacio. Al final, la señora Cloncurry los acompañó a la puerta. Sus penetrantes ojos azules miraron hacia el interior de Forrester, no a él, sino dentro de él. Su rostro aguileño se parecía a la fotografía de Jamie Cloncurry que Forrester ya había obtenido de los registros estudiantiles del Imperial College. El chico era apuesto, de los que tienen pómulos salientes. La madre debía de haber sido hermosa; aún seguía estando tan delgada como una modelo.
—Inspector —dijo cuando llegaron a la puerta—, ojalá pudiera decirle que Jamie no hizo esas... esas cosas horribles. Pero... pero... —Se quedó callada. El marido seguía rondando por detrás de su esposa, en la penumbra del vestíbulo.
Forrester hizo un gesto con la cabeza y estrechó la mano de la mujer. Al menos casi habían confirmado sus sospechas. Pero no estaban más cerca de encontrar a Jamie Cloncurry.
Las suelas de sus zapatos rechinaron hasta el coche. La lluvia había amainado por fin un poco.
—Entonces ya sabemos que es él —dijo Forrester al subir.
Boijer encendió el motor.
—Eso creo.
—Pero ¿dónde demonios está?
El coche avanzó por la húmeda gravilla hasta el sinuoso camino. Tuvieron que sortear las estrechas calles del pueblo hasta alcanzar la carretera. Y Lille. Al pasar por Ribemont, Forrester vio una pequeña cafetería, una humilde brasserie. Sus luces parecían atractivas en mitad de la deprimente llovizna.
—¿Comemos algo?
—Sí, por favor.
Aparcaron en la place de la Revolution. Un enorme y morboso monumento que homenajeaba a los muertos de la Gran Guerra dominaba la silenciosa plaza. Forrester pensó que aquel diminuto pueblo debía de encontrarse en medio de la contienda durante la guerra. Se imaginó el lugar en plena ofensiva del Somme. Soldados ingleses entreteniéndose en los prostíbulos. Ambulancias con heridos corriendo hacia los hospitales de campaña. El incesante ruido del bombardeo a pocos kilómetros de allí.
—Es un lugar curioso para vivir —comentó Boijer—, ¿verdad? Cuando se es así de rico, ¿por qué vivir aquí?
—Me estaba preguntando lo mismo. —Forrester miró a la noble figura agonizante de un soldado francés herido inmortalizado en mármol—. Pensarías que si querían vivir en Francia, lo harían en la Provenza o algún lugar así. Córcega. Cannes. Algún lugar soleado. No en esta cloaca.
Se dirigieron hacia la cafetería. Cuando estaban empujando la puerta, Boijer dijo:
—No me lo creo.
—¿A qué te refieres?
—No me trago el lloriqueo de la madre. No creo que sean tan ignorantes como dicen. Hay algo extraño en todo esto.
El café estaba prácticamente vacío. Un camarero se acercó limpiándose las manos con un paño mugriento.
—¿Steak frites? —preguntó Forrester. Sabía el suficiente francés como para pedir la comida. Boijer aceptó. Forrester sonrió al camarero.
—Deux steak frites, s'il vous plait. Ef une hiere pour moi, et un...
Boijer suspiró.
—Pepsi.
El camarero respondió con un seco «Merci» y desapareció.
Boijer consultó algo en su BlackBerry. Forrester sabía cuándo su subalterno tenía una idea brillante porque sacaba la lengua como un niño que estuviese haciendo una suma. El inspector le dio un sorbo a su cerveza mientras Boijer buscaba en Google. Finalmente, el finlandés se reclinó en su silla.
—Aquí está. Esto es interesante.
—He buscado en Google el nombre Cloncurry y Ribemont-sur-Ancre. Y después lo he buscado sin Ancre.
—Bien.
Boijer sonrió con un atisbo de victoria en su rostro.
—Mire esto, señor. Un lord Cloncurry fue general de la Primera Guerra Mundial. Y se estableció cerca de aquí. 1916.
—Sabemos que la familia tiene un pasado militar...
—Sí, pero... —La sonrisa de Boijer se ensanchó—. Escuche esto. —Leyó una nota que había garabateado en el mantel de papel—. Durante el verano de 1916 lord Cloncurry fue conocido por sus ataques tremendamente brutales sobre las posiciones alemanas. En proporción, murieron más tropas durante su mandato que bajo el de cualquier otro general británico en toda la guerra. Cloncurry fue de este modo conocido como el Carnicero de Albert.
Esto era más interesante. Forrester miró a su ayudante.
Boijer levantó un dedo y citó:
—Fue tal la carnicería durante el liderazgo de Cloncurry, comandando una división de infantería tras otra bajo el implacable fuego de ametralladoras de la bien formada y armada división Hanover, que sus tácticas fueron comparadas por algunos historiadores con la inutilidad del... sacrificio humano.
La cafetería estaba sumida en un completo silencio. Entonces, la puerta emitió un chasquido cuando un cliente entró sacudiendo la lluvia de su paraguas.
—Hay más —continuó Boijer—. Un enlace con esa entrada. Con un resultado curioso. Está en Wikipedia.
El camarero colocó dos platos con filetes sobre la mesa. Forrester no hizo caso a la comida. Miraba fijamente a Boijer.
—Continúe.
—Al parecer, durante la guerra excavaban trincheras o algo parecido, o puede que fosas comunes... En cualquier caso, encontraron otro yacimiento de sacrificios humanos. Un yacimiento de la Edad de Hierro. Tribus celtas. Aparecieron ochenta esqueletos —volvió a leer Boijer—. Decapitados, los esqueletos habían sido amontonados y mezclados con armas. —Levantó la vista hacia su jefe—. Y los cuerpos rutaban retorcidos adoptando posturas poco naturales. Aparentemente, se trata del mayor yacimiento de sacrificios humanos de Francia.
—¿Dónde está?
—Aquí, señor. Justo aquí. Ribemont-sur-Ancre.
30
Rob se despertó. Christine estaba a su lado, aún dormida. Durante la noche ella se había apartado la mitad de las sábanas. Él miró su resplandeciente piel dorada por el sol. Le acarició el cuello y la besó en el hombro desnudo. Ella murmuró su nombre, se giró y dejó escapar un decoroso ronquido.
Era casi mediodía. La luz del sol entraba a raudales por la ventana. Rob salió de la cama y se dirigió al baño. Mientras se quitaba el sueño de la cara y del pelo, pensó en Christine, en cómo había ocurrido. Ellos; los dos; él y ella.
Nunca antes había vivido una aventura como ésta. Parecía que habían pasado de ser amigos a cogerse de la mano, besarse y dormir juntos como si fuera la cosa más obvia y natural del mundo. Una evolución simple y esperada. Recordó cuando se sentía nervioso por ella, reacio a mostrar sus sentimientos. Ahora eso le parecía ridículo.
Pero aunque su relación parecía evidente, también seguía siendo, por el contrario, muy extraña y maravillosa. Rob decidió que quizá la mejor comparación era con una estupenda canción nueva que escuchas en la radio por primera vez. Porque la melodía de una gran canción parece tan buena que te hace decir: «Ah, claro, sí, ¿por qué a nadie se le había ocurrido antes un tema tan bueno? Simplemente faltaba alguien que escribiera las notas».
Rob se lavó la cara y buscó a tientas la toalla. Se secó y salió de la ducha. Miró a su izquierda. La ventana del baño estaba abierta de par en par de modo que podía vislumbrar a través del mar de Marmara las otras islas de los Príncipes. Yassiadi. Sedef Adasi, con las aldeas y bosques de Anatolia a lo lejos. Yates blancos navegaban lentamente por el azul del mar. El aroma a pino calentado por el sol inundaba el pequeño baño.
Estar allí, en esa casa, había ayudado sin duda a su aventura amorosa. La había cultivado y provocado. La isla era un verdadero oasis paradisiaco, un vivido contraste con la irritante y violenta Sanliurfa. Y la casa otomana de Isobel era silenciosa, agradable y tranquila. Iluminada por el sol y adormilada por las olas del Marmara; ni siquiera había coches que perturbaran aquella paz.
Durante diez días, Rob y Christine se habían recuperado allí. También habían explorado el resto de las islas. Habían visto la tumba del primer embajador inglés en el Imperio Otomano enviado por Isabel I. Habían asentido con interés mientras un guía local les enseñaba la casa de madera en la que vivió Trotsky. Habían reído tomando café turco en las cafeterías del paseo marítimo de Buyukada y bebido embriagadores vasos de raki con Isobel en su jardín, inundado de aroma a rosas mientras el sol se ponía en la lejana Troya.
Y fue en una de esas noches de suave calor, bajo las joyas esparcidas de las estrellas del Marmara, cuando Christine se había inclinado sobre él y lo había besado. Y él le devolvió el beso. Tres días después Isobel le pidió a su sirvienta con educación y discreción que dejara las toallas de los invitados en una sola habitación.
Rob anduvo con suavidad. Las contraventanas del dormitorio chirriaban por la brisa del verano. Christine seguía dormida, con su oscuro cabello esparcido por la almohada de algodón egipcio. Cruzó el suelo de parqué, descalzo, se puso rápidamente su ropa y sus botas y bajó las escaleras sin hacer ruido.
Isobel estaba al teléfono. Sonrió, saludó a Rob con la mano y le hizo un gesto señalando la cocina, donde Andrea, la sirvienta, preparaba café. Rob sacó una silla de debajo de la mesa de la cocina y le dio las gracias a la sirvienta por el café. Después se quedó allí sentado, con la mente distraída, pero feliz, mirando por la puerta de la cocina abierta de par en par hacia las rosas, las azaleas y la buganvilla del jardín.
El gato Ezequiel —o Ezzy, como Isobel lo llamaba— corría detrás de una mariposa por el suelo de la cocina. Rob jugueteó con el animal durante unos minutos. Después se recostó en la silla, abrió un periódico, un Financial Times muy viejo y leyó algo sobre terroristas suicidas kurdos en Ankara.
Volvió a dejar el periódico. No quería saber nada de aquello. No quería oír hablar de violencia, peligro ni política. Sólo deseaba que aquel idilio fuera eterno; quería quedarse allí con Christine para siempre y traer a Lizzie también.
Pero el idilio no podía durar; Steve, su editor, estaba dando muestras de impaciencia. Quería o bien que terminara la historia o asignarle a Rob otro trabajo. Él había entregado un par de artículos sobre Turquía para tranquilizar a los de su oficina, pero todos sabían que ese estado de gracia era temporal.
Rob salió al jardín y miró hacia el mar. Había otra alternativa. Podría limitarse a dejar su trabajo. Quedarse allí con Christine. Alquilar un barco y subarrendarlo a turistas. Convertirse en un pescador de calamares, como los griegos de Burguzada. Unirse a los propietarios de cafeterías armenias de Yassiada. Entretenerse en el jardín de Iso bel. Simplemente dejarlo todo y pasar sus días al sol. Y, de algún modo, podría traer a Lizzie también. Con su hija allí, riendo por la playa, estaría rodeado de las mujeres que amaba y la vida sería perfecta...
Entonces dejó escapar un suspiro y sonrió ante sus propias y maravillosas fantasías. El amor le estaba aturullando el cerebro. Tenía un trabajo, necesitaba el dinero, debía ser práctico.
Rob observó un catamarán a lo lejos. La línea de su vela blanca parecía un cisne que cruzaba el agua.
Un ruido lo sacó de su ensueño. Se dio la vuelta y allí estaba Iso bel, saliendo de la cocina.
—Acabo de recibir una llamada de teléfono de lo más intrigante de un viejo amigo de Cambridge. El profesor Hugo De Savary. ¿Has oído hablar de él?
—No...
—Escribe muchos libros. Y participa en programas de televisión. Pero de todos modos es un gran experto. Christine lo conoce. Creo que asistió a sus clases durante un curso en el King's. De hecho, fueron amigos... —Isobel inclinó la cabeza con una sonrisa—. Por cierto, ¿dónde está Christine?
—Sigue durmiendo profundamente.
—¡Ah, el amor joven! —Agarró a Rob del brazo—. Bajemos a la playa. Te contaré lo que me ha dicho Hugo.
La playa era rocosa y pequeña, pero bonita; y estaba casi vacía. Se sentaron en un banco de roca y ella le habló sobre la llamada de teléfono de De Savary. El historiador de Cambridge le había contado a Isobel todo lo que le había dicho la policía y añadió lo que había conjeturado él mismo sobre los espantosos asesinatos ocurridos por toda Gran Bretaña. La banda de asesinos. La conexión con el Club del Fuego del Infierno y la relación de los asesinatos con los sacrificios humanos.
—¿Por qué te ha llamado De Savary?
—Somos viejos amigos. Yo también estuve en Cambridge, ¿recuerdas?
—Sí, pero lo que quiero decir es qué relación tiene esto con todo lo que nosotros hemos descubierto.
—Hugo sabe que yo soy una especie de experta en la Antigüedad turca y sumeria, en religiones antiguas del Oriente Próximo. Como la yazidi. Me pedía mi opinión sobre una teoría. Relacionada con ellos. Una pequeña y extraña coincidencia. O puede que no. —Hizo una pausa—. Hugo cree que esta banda, los asesinos, busca algo estrechamente relacionado con el Club del Fuego del Infierno.
—De acuerdo. Eso lo entiendo. Están excavando en lugares asociados con el club. Pero ¿qué buscan? ¿Y qué tienen que ver los yazidis?
—Es mucho especular. Hugo ni siquiera se lo ha dicho a la policía. Pero cree que podría estar conectado con el Libro Negro. Eso es lo que la banda busca, posiblemente...
—¿El Libro Negro? Explícamelo.
Isobel le contó la historia de Jerusalem Whaley. Como amiga de Hugo De Savary, ella había oído montones de historias jugosas sobre el Club del Fuego del Infierno. Infinitas historias perversas.
—Cuando volvió de Tierra Santa, Thomas Whaley, o Jerusalem Whaley, como se le conoció después, trajo con él un objeto. Una caja. Una especie de tesoro...
—¿Qué era?
—Vete tú a saber. Pero sí que sabemos que le puso un elevadísimo precio a su hallazgo y que creía haber probado una teoría. Lo llamaba «la gran prueba» en sus muchas cartas a amigos. Supuestamente, esas cosas se las había dado un sacerdote yazidi. Esta religión tiene una casta de sacerdotes que cantan y que son los depositarios de la tradición oral de los yazidis. Porque no hay mucha tradición escrita.
—¿Y él conoció a uno de esos sacerdotes en Jerusalén? ¿Y éste le entregó algo?
—Presumiblemente, sí. No podemos estar seguros porque las memorias de Whaley son irritantemente confusas. Pero algunos expertos creen que podría ser el Libro Negro de los yazidis. El libro sagrado de los angelistas.
—¿Tienen una Biblia?
—Ya no. Pero su tradición oral dice que había, hace tiempo, un gran corpus de escritura sagrada y mística que albergaba los mitos y las creencias yazidis. Las leyendas de la época afirman también que la única copia fue robada por un inglés hace cientos de años. ¿Podría ser que un sacerdote exiliado le hubiera dado el Libro Negro a Wha ley para que lo guardara? Los yazidis siempre se han sentido amenazados. Puede que quisieran guardar su objeto más preciado en algún lugar seguro. Como en la lejana Inglaterra. Lo cierto es que Buck Whaley trajo algo importante con él al volver de Oriente. Además, esta pieza, fuera lo que fuera, le dejó al final en la ruina.
—Vale. ¿Y dónde está ahora el Libro Negro? Si es que se trata de eso.
—Desaparecido. Puede que destruido, o tal vez escondido.
La mente de Rob comenzó a galopar. Miró a los serenos y grises ojos de Isobel.
—¿Cómo podemos descubrir qué es lo que de verdad busca esa banda? —preguntó al cabo de unos instantes—. ¿Cómo podemos investigar su relación con los yazidis?
—En Lalesh —contestó Isobel—. Ése es el único lugar donde de verdad se puede conseguir respuestas. La capital sagrada de los yazidis. Lalesh.
Rob sintió un escalofrío de ansiedad. Sabía que tenía que ir a ese lugar, Lalesh. Conseguir respuestas, terminar la historia. Steve le estaba presionando para que entregara el segundo y último artículo y, para escribirlo bien, Rob tenía que atar los cabos sueltos; descubrir algo más sobre ese Libro Negro.
Pero sabía también dónde estaba Lalesh. Ya había oído hablar de ese lugar a otros periodistas. Había salido en las noticias en los últimos años, más de una vez. Por muchas razones, y todas malas.
—Conozco Lalesh —dijo—. Está en el Kurdistán, ¿verdad? Al sur de la frontera.
Isobel asintió seria.
—Sí. Está en Iraq.
31
Aquella noche Rob le dijo a Christine que tenía que ir a Lalesh y le contó el porqué.
Ella lo miró sin decir nada. Él volvió a decirle que Lalesh era claramente el lugar donde terminar aquella historia. Las respuestas a la mayoría de sus incógnitas estaban en los yazidis. La capital sagrada era el único lugar donde podría encontrar verdaderos yazidis. Expertos que podrían resolver el enigma. Y obviamente Rob tenía claro que iría él solo. Conocía Iraq. Conocía sus peligros. Tenía contactos en ese país. Su periódico cubriría los enormes gastos del seguro, pero no pagarían los de Christine. Así que tenía que ir a Lalesh, y tenía que hacerlo solo.
Christine pareció entenderlo y aceptó. Después, se dio la vuelta y salió al jardín sin decir nada.
Rob vaciló. ¿Debería ir con ella? ¿O dejarla sola?
Su momento de indecisión fue interrumpido por Isobel, que iba tarareando una canción al pasar por la cocina. La mujer miró a Rob y después a la figura que se perfilaba sentada en el jardín.
—¿Se lo has dicho?
—Parecía habérselo tomado bien, pero después...
Isobel suspiró.
—Se comportaba así en Cambridge. Cuando está enfadada no lanza objetos a las paredes. Simplemente lo reprime.
Rob no sabía qué hacer. Odiaba enfadar a Christine, pero aquel viaje resultaba necesario. Era corresponsal en el extranjero. No podía escoger adónde le conducirían sus historias.
—¿Sabes? Estoy un poco sorprendida —dijo Isobel.
—¿De qué?
—De que se haya enamorado de ti. Normalmente no va detrás de hombres como tú. De pómulos marcados y ojos azules. Galanes aventureros. Son hombres más mayores casi siempre. Ya sabes que perdió a su padre cuando era joven, ¿no? Es como cualquier otra chica con un pasado así. Siempre se ha sentido atraída por la figura paterna que le falta. Consejeros. Tutores. —Isobel miró a Rob a los ojos—. Protectores.
Por el agua llegó el sonido de la sirena de un ferri. Rob escuchó su eco. Después cruzó la puerta de la cocina y entró en el jardín.
Christine estaba sola en el asiento del jardín mirando hacia los pinos iluminados por la luna.
—Isobel es muy afortunada. Esta casa es muy bonita —dijo, sin darse la vuelta.
Él se sentó junto a ella y le agarró la mano. La luz de la luna hacía que sus dedos parecieran pálidos.
—Christine, necesito un favor.
Ella se giró para mirarlo.
Él le explicó.
—Mientras esté en Lalesh. —Se detuvo—. Lizzie. Vigílala un poco. ¿Podrás?
El rostro de Christine se ensombreció. Una nube que pasaba había tapado la luna.
—Pero no lo entiendo. Lizzie está con su madre.
Rob suspiró.
—Sally trabaja mucho. Sus estudios. Tiene exámenes de derecho. Sólo quiero que alguien de verdadera confianza... esté también pendiente de ella. Tú vas a quedarte con tu hermana, ¿verdad? En Can dem. —Christine asintió—. Está a casi cinco kilómetros de la casa de Sally. Saber que tú estarás allí, o al menos cerca, hará que todo sea mucho más fácil para mí. Quizá podrías escribirme por correo electrónico. O llamarme. Yo llamaré a Sally para asegurarme de que sabe quién eres. Incluso puede que agradezca la ayuda. Quizá...
Se oyó el susurro de los pinos; Christine respondió moviendo la cabeza.
—Iré a verla. De acuerdo. Y te escribiré todos los días... mientras estés en Iraq.
Cuando Christine pronunció la palabra «Iraq», Rob sintió un escalofrío de temor. Aquélla era la verdadera razón por la que quería que Christine viera y conociera a su hija: porque estaba preocupado por sí mismo. ¿Volvería de allí? ¿Regresaría para ser un buen padre? La terrorista suicida de Bagdad invadió sus recuerdos. Aquella vez había tenido suerte; quizá no volviera a tenerla. Y si no regresaba... En ese caso, quería que su hija conociera a la mujer que había amado.
Iraq. Otro escalofrío recorrió su espalda. Aquella palabra parecía resumir todo el peligro al que estaba a punto de enfrentarse. Las ciudades de la muerte. El lugar de las decapitaciones. Una región de hombres que entonan cánticos, de piedras antiguas y de descubrimientos horribles. Y de terroristas suicidas con carmín rojo brillante. Christine le apretó la mano.
A la mañana siguiente Rob se levantó sin despertar a Christine. Le dejó una nota sobre la mesilla de noche. Después se vistió, se despidió de Andrea, le dio un abrazo a Isobel, acarició al gato y tomó el camino iluminado a medias por el sol en dirección al embarcadero.
Veinticuatro horas después, tras un viaje en ferri, otro en taxi, dos en avión y otro extenuante trayecto en taxi desde el aeropuerto de Mardin, llegó al ruidoso y tumultuoso puesto fronterizo turco-iraquí de Habur. Se trataba de un caos envuelto en una niebla tóxica de camiones y tanques del ejército aparcados, hombres de negocios impacientes y peatones desconcertados que llevaban bolsas de compra.
Tardó cinco sudorosas horas en cruzar la frontera. Fue interrogado durante dos de ellas por tropas turcas. ¿Quién era? ¿Por qué quería ir a Iraq? ¿Tenía relación con los rebeldes kurdos? ¿Iba a entrevistarse con el PKK? ¿Era tonto? ¿Un turista temerario? Pero no podrían retenerle para siempre. Tenía el visado, los documentos, el fax de su editor y, por fin, lo consiguió. La barrera se elevó y cruzó la línea invisible. Lo primero que vio fue una llamativa bandera roja y verde con el dibujo de un sol palpitando por encima: la bandera del Kurdistán libre. Aquella bandera estaba prohibida en Irán y si alguien la ondeaba en Turquía podría ir a la cárcel. Pero allí, en la provincia autónoma del Kurdistán iraquí ondeaba orgullosa y libremente, agitándose austera contra el ardiente azul del cielo.
Rob miró hacia el sur. Un hombre desdentado le observaba fijamente desde un banco de madera. Un perro orinaba sobre un viejo neumático. El camino que avanzaba delante de él se deslizaba entre las colinas amarillas y quemadas por el sol, serpenteando hacia las llanuras de Mesopotamia. Con su bolsa cargada al hombro, Rob se acercó a un taxi azul, sucio y oxidado.
El conductor sin afeitar levantó la vista hacia él con un ojo bizco. El único transporte disponible era un taxista con un solo ojo. A Rob le entraron ganas de reír. En lugar de ello, se inclinó hacia la ventanilla de conductor y dijo:
—Salaam aleikum. Quiero ir a Lalesh.
32
Hugo De Savary tomó un taxi en la pequeña estación. En pocos minutos iba a toda velocidad por el hermoso paisaje de Dorset, bajo todo el esplendor del mes de mayo. Flores de espino e irregulares manzanos. Grandes nubes bajo un cielo cálido y sonriente.
El taxi avanzó por un camino flanqueado por grandes hayas y se detuvo en el exterior de una enorme casa solariega de varias alas laberínticas y elegantes chimeneas de piedra. Rodeando todo el perímetro había policías vestidos con mono que peinaban el jardín en busca de pruebas; otros salían por la puerta principal sacándose los guantes de goma. Pagó al taxista, salió del coche y vio el letrero delante del edificio: Colegio Canford. Por lo que había investigado de forma apresurada en el tren, sabía que no hacía mucho tiempo que era un colegio. Al menos, por lo que decían sus registros.
La construcción databa de la época sajona, cuando abarcaba una gran parte de Canford Magna, el pueblo próximo. Pero sólo la iglesia normanda y la cocina de Juan de Gante del siglo XIV sobrevivieron a la primera época. El resto del edificio era de finales del XVIII y principios del XIX. Pero, pese a eso, seguía siendo hermoso. La casa, convertida en colegio en la década de 1920, se alzaba en una magnífica zona verde junto al río Stour. De Savary podía oler el aroma fresco en el aire a pesar del calor de aquel espléndido día. Era evidente que el río estaba cerca.
—¡Profesor De Savary! —Se trataba del inspector Forrester—. Es estupendo que haya podido venir habiéndole avisado con tan poca antelación.
De Savary se encogió de hombros.
—No estoy muy seguro de que pueda servir de mucha ayuda.
Forrester sonrió, aunque, como De Savary pudo ver, el policía parecía tener muy mala cara.
El profesor se preguntó hasta qué punto sería horrible aquel nuevo asesinato. Lo único que Forrester le había dicho por teléfono esa mañana era que tenía «algunas trazas de sacrificio», lo cual era el motivo por el que el profesor hubiese aceptado ir. El interés profesional de De Savary se había despertado. No podía dejar de pensar vagamente si aquel asunto de los sacrificios humanos podría desembocar en otro libro. O puede que incluso en una serie de televisión.
—¿Cuándo descubrieron el cuerpo? —preguntó.
—Ayer. Por pura casualidad. Estamos en periodo vacacional, así que el colegio está cerrado. La única persona que había aquí era el conserje. La víctima. Pero hubo una entrega... equipo deportivo. Un niño que estaba curioseando pensó que ocurría algo y entró a fisgonear.
—¿Encontró él el cuerpo?
—Pobre diablo. Aún le están dando asistencia. —Forrester miró al profesor a los ojos—. Señor De Savary...
—Llámeme Hugo.
—Se trata de una escena extremadamente desagradable. Soy detective de la policía y he visto una buena cantidad de asesinatos espantosos, pero éste...
—Mientras que yo sólo soy un inocente académico, ¿no? —De Savary sonrió—. Por favor, Mark, he estudiado las sectas satánicas y los impulsos psicóticos durante más de una década. Estoy acostumbrado a manejar materiales un poco perturbadores. Y tengo una constitución bastante fuerte, o eso espero. Incluso me he comido un sándwich de gambas de la compañía de trenes Southwest Trains cuando venía de camino.
El policía no esbozó siquiera una sonrisa. Simplemente hizo un inexpresivo gesto de asentimiento con la cabeza. De Savary percibió de nuevo lo escalofriante que era su expresión. El detective había visto algo horrible. Por primera vez, el profesor sintió un indicio de aprensión.
—No le he contado lo que está a punto de ver porque no deseo predisponerlo —dijo el policía tras un ligero carraspeo—. Quiero su honesta opinión de lo que cree que está ocurriendo. Sin ninguna idea preconcebida... La puerta de entrada fue abierta por un obediente agente. En el interior había un vestíbulo bastante común en cualquier colegio público inglés: cuadros de honor de la guerra, listas de chicos que dieron sus vidas, trofeos, tablones de anuncios y alguna que otra antigüedad marcada y deteriorada por culpa de generaciones de entusiastas escolares que pasaban corriendo con botas de rugby colgando de sus jóvenes hombros. De Savary sintió nostalgia. Recordó sus días de colegio en Store.
El vestíbulo estaba dominado por una gran puerta al fondo, que estaba cerrada y vigilada por otro policía. Forrester miró los pies de De Savary y le dio unos plásticos para cubrirse los zapatos.
—Hay mucha sangre —dijo el detective en voz baja, y luego se dirigió al agente que estaba junto a la puerta del interior. El agente le dedicó una especie de saludo y abrió la puerta dejándoles entrar.
Detrás había una sala muy señorial, con paneles de madera y heráldicos escudos de armas; una imitación victoriana de un gran salón noble del medievo. Pero De Savary pensó que estaba bastante bien hecha. Pudo imaginarse a unos juglares en un lado, en la galería de la primera planta, cantándole al duque que daba el banquete y que estaba sentado en la mesa de honor al otro extremo. Pero ¿qué había en el otro extremo? La policía había levantado una gran mampara.
Forrester se abrió paso entre los crujidos de las tablas del suelo. Cuanto más se acercaban más resonaban los pasos que iban dando, pero ya no crujían, sino que chapoteaban. De Savary se dio cuenta de que estaba caminando sobre charcos de sangre salpicada. El suelo de madera pulida parecía estar pegajoso por aquellas manchas sanguinolentas.
Forrester apartó la mampara móvil y De Savary se quedó boquiabierto. Delante de él había una portería de fútbol portátil. Un armazón de madera que habían introducido desde el campo de deportes del exterior. Extendido entre los postes y la barra, atado con tiras de cuero, había un hombre.
O más bien, lo que quedaba de un hombre. La desnuda víctima había sido colgada boca abajo desde la barra por los tobillos. Tenía los brazos extendidos y atados a cada uno de los postes por las muñecas. La horrenda expresión de dolor en su rostro, allí abajo, junto a los tablones del suelo, mostraba el tormento por el que había pasado.
Había sido despellejado. Despellejado vivo, según parecía, muy despacio y con esmero, pelando o cortando la piel, trozo a trozo, colgajo a colgajo doloroso, del cuerpo del hombre. La carne abierta y palpitante estaba sin cubrir por todas partes, dejando gotas de grasa amarilla; aunque a veces, esta grasa había sido retirada dejando al aire los rojos músculos en carne viva de debajo. Hasta podían verse los órganos y los huesos en algunos lugares.
De Savary se puso el dedo índice en la nariz. Podía oler el cuerpo, oler los músculos y la grasa resplandeciente. Podía ver los músculos del cuello, tensos por la agonía, los pulmones de color gris y blanco, la curva definida de la caja torácica. Era como una ilustración de los músculos y tendones del cuerpo humano de un libro de biología. Faltaban los genitales, por supuesto. Habían dejado un hueco oscuro y escarlata donde deberían estar el pene y los testículos. De Savary imaginó que los habrían introducido a la fuerza en la boca de la víctima. Probablemente le habían obligado a comérselos.
Dio unos pasos alrededor. Parecía obra de más de una persona. Para hacerlo con cuidado, sin matar a la víctima rápidamente, necesitaban esmero y destreza. Si se despelleja a una persona de la forma adecuada puede vivir varias horas mientras los músculos y los órganos se van secando y arrugando despacio. De Savary imaginó que, a veces, la víctima pudo desmayarse a causa del dolor, pero podían haberla reanimado antes de volver a empezar. No quería reconstruir la escena. Pero tenía que hacerlo. El aterrorizado conserje fue llevado allí. Lo ataron boca abajo, con los pies colgando del larguero. Después le amarraron los brazos a cada poste. Como una crucifixión invertida.
Y después —después De Savary lo imaginó—, el terrible horror que debió de invadir a la víctima cuando fuera realmente consciente de lo que estaban haciendo. El primer intento de raspado de la carne del tobillo o del pie. Después el dolor agudo mientras le quitaban la piel dejando la musculatura expuesta al frío y al calor. Si había habido algo que tocara la carne abierta, debió de ser prácticamente insoportable. Tendría que haber gritado hasta la extenuación mientras la banda hacía su trabajo por todo el tembloroso y agonizante cuerpo, trabajando como expertos carniceros, convirtiendo la piel en cuero. Quizá hubo un momento en que gritó demasiado alto, de modo que le cortaron los genitales, doblaron el puñado de carne y lo metieron en la boca, que no paraba de gritar, para hacerle callar.
Después, la parte más importante del desuello: el pecho y los brazos. Técnicamente, bastante difícil. Suponía que tendrían que haber practicado antes con corderos, cabras o quizá gatos para hacerlo bien.
Se dio la vuelta, sintiendo escalofríos.
Forrester le colocó una mano sobre el hombro.
—Sí, lo siento.
—¿Qué edad tenía? No es fácil saberlo cuando no tiene... piel en la cara.
—Unos cuarenta —respondió Forrester—. ¿Salimos?
—Por favor.
El policía fue primero. Cuando estuvieron fuera se acercaron a la valla del jardín. De Savary se mostró encantado de poder sentarse.
—Simplemente espantoso —comentó.
El sol seguía calentando. Forrester se quitó los plásticos con un gruñido. Se quedaron allí sentados sumidos en un profundo silencio. La fragancia del aire del comienzo del verano parecía ahora empalagosa.
—Creo que puedo ayudarle —afirmó De Savary al cabo de un rato.
—¿Sí?
De Savary lo expresó de otro modo.
—Es decir, creo que entiendo cuál ha podido ser su psicología...
—¿Y bien?
—Está claro que hay componentes aztecas. Los aztecas tenían... muchos métodos de sacrificio humano. El más famoso, por supuesto, es la extracción del corazón en vivo. El sacerdote clavaba el cuchillo de obsidiana en el pecho, abría la cavidad torácica y sacaba el corazón palpitante.
Los dos observaron cómo un coche de policía entraba por el camino de acceso y de él salían dos agentes con maletas de metal. Saludaron a Forrester con un enérgico movimiento de cabeza y él les devolvió el saludo.
—Los de patología —aclaró Forrester—. Continúe, Hugo. Los aztecas...
—Alimentaban a los jaguares con personas. Los desangraban hasta morir. Lanzaban pequeñas flechas a los guerreros hasta que morían. Pero uno de los métodos más elaborados era el del desuello. Incluso destinaban un día especial para ello, la Fiesta del Desuello de Hombres.
—¿Un día especial para el desuello?
—Arrancaban la piel de los prisioneros enemigos y después bailaban por las calles de la ciudad llevando encima las pieles desolladas. Los nobles aztecas se ponían a menudo las pieles arrancadas de las víctimas. Lo consideraban un honor para la víctima. De hecho, hay una historia que dice que una vez capturaron a una princesa, hija de un rey enemigo, y unas semanas después invitaron a su padre a una fiesta para hacer las paces. El rey supuso que iban a devolverle a su hija, viva, como parte de esa celebración de la paz. Pero el emperador azteca dio una palmada con sus manos después de la cena y entró un sacerdote vestido con la piel de la princesa asesinada. Los aztecas pensaban que aquello era un gran honor para el rey enemigo. Creo que el intento de paz no tuvo mucho éxito.
Forrester se había quedado muy pálido.
—¿Cree usted que se están vistiendo con esta piel? ¿Qué Clon curry está moviéndose por ahí vestido con la jodida piel de este tipo?
—Es muy posible. Eso es lo que los aztecas harían. Vestirse con la piel humana de sus víctimas, como un traje, hasta que literalmente se pudra. El hedor debe de ser horroroso.
—La verdad es que aún no hemos encontrado la piel. Hemos llamado a la unidad canina.
—Es una buena idea. Considero que es muy posible que lleven puesta la piel, puesto que están siguiendo muy de cerca el método azteca.
Los dos se volvieron a quedar en silencio. De Savary miró hacia el ondulado jardín, los majestuosos árboles inclinándose sobre el río, la hermosa escena tan tranquila, bucólica y típicamente inglesa. Era difícil conciliar aquello... esa cosa colgada de un marco de madera, a sólo unos cuantos metros de allí. El cadáver rosado e invertido, con su espantosa expresión de dolor.
El detective se puso de pie.
—¿Y qué estaban buscando? La banda. He estado investigando. No existe conexión alguna con el Club del Fuego del Infierno.
—No —contestó De Savary—. Pero sí existe una curiosa conexión entre este colegio y Oriente Medio.
—¿Y qué conexión es ésa?
De Savary sonrió muy vacilante.
—Si no recuerdo mal lo que he leído en el tren, la tienda de golosinas debe de estar por aquí. —Fue dando zancadas alrededor del edificio y Forrester le siguió. En el otro extremo del ala sur había un curioso edificio de techo inclinado pegado al cuerpo principal. Parecía una capilla. De Savary se detuvo.
Forrester miró el diseño en rojo y negro de las impresionantes puertas: un motivo de leones de metal alados.
—¿Qué es eso?
—Es el Pórtico de Nínive. Tiene una fuerte relación con Iraq y Su meria. ¿Vemos si nuestros chicos bajaron por aquí?
Forrester asintió.
De Savary empujó la puerta metálica y ésta se abrió con facilidad. El interior, aparte de algunas curiosas vidrieras de colores, parecía la típica tienda de golosinas de un colegio caro. Había una máquina de Pepsi, una caja registradora y cajas de tentempiés y patatas fritas desperdigadas de manera caótica por el suelo. Pero estaban esparcidas demasiado al azar. La escasamente iluminada habitación había sido saqueada. Una inspección más profunda dejaba ver que el revestimiento de madera de una de las paredes había sido arrancado; una de las ventanas estaba rota. Allí había estado alguien que buscaba algo con ahínco. Si se habían llevado alguna cosa o no era otro asunto. De Savary se imaginaba que no. La dispersión de los objetos por la tienda dejaba ver que estaban enfadados, frustrados y contrariados.
Salieron a la tranquilidad del sol y caminaron por el sendero. El polen vagaba por el suave aire soleado mientras De Savary contaba la historia de la Pórtico de Nínive.
—El Pórtico fue ordenado hacer por lady Charlotte Guest y su marido, sir John, alrededor de 1850. Fue construido según el diseño del arquitecto Charles Barry, más conocido por ser el creador de...
—Las Casas del Parlamento —interrumpió Forrester sonriendo tímidamente—. La arquitectura es mi afición privada.
—¡Así es! Las Casas del Parlamento. En fin, el Pórtico de Nínive era una logia privada construida expresamente con el fin de albergar algunos famosos relieves asirios recopilados en exploraciones victo rianas en Mesopotamia. De ahí las puertas tan poco usuales con sus leones asirios.
—De acuerdo.
—Estos relieves que se guardaron en el Pórtico fueron excavados por Austen Henry Layard, primo de lady Charlotte Guest. Eran piezas de considerable valor. Cada uno pesaba varias toneladas. Originalmente habían adornado importantes puertas de Nimrud.
—¿Y Layard y Barry los trajeron aquí?
—Sí. Y permanecieron aquí, en el Pórtico de Nínive, junto a otros relieves hasta poco después de la Primera Guerra Mundial. Luego, toda la colección fue puesta a la venta.
—Entonces, ¿no queda nada?
—¡Espere! Lasantigüedades del Pórtico fueron sustituidas por humildes moldes. En 1923 el mismo Canford Hall fue vendido por la familia Guest y se convirtió en un colegio para chicos. En aquel momento, el Pórtico de Nínive, ahora despojado de sus antiguos tesoros, fue conver tido en tienda de golosinas para vender sándwiches y chocolatinas.
—Así que nuestros amigos debían de saber esto, que no quedaba nada. Entonces, ¿por qué vinieron de nuevo?
—Esta historia tiene un extraño desenlace. En 1992 vinieron aquí dos académicos. Los dos eran expertos en asiriología. Iban de camino a una conferencia en Boumemouth, pero tenían algo de tiempo libre, así que decidieron hacer una rápida peregrinación a este lugar tan importante en su disciplina. No esperaban encontrar nada. Pero vieron las vidrieras con sus dibujos de Sumeria y admiraron los detalles vagamente asirios de la arquitectura. Y después, miraron detrás de la máquina de Pepsi y encontraron un relieve original.
—Está usted de broma.
—No. Se suponía que sólo quedaban los moldes. Pero ¡quién lo iba a decir! Quedaba una pieza más. Reconocieron su autenticidad aunque estaba cubierta por varias capas de pintura blanca. Sacaron el relieve y lo llevaron a Londres, donde fue puesto en venta en una subasta en Christie's. Lo compró un comerciante japonés que, al parecer, actuaba en nombre de una secta religiosa. Creo que el precio rondó los ocho millones de libras. La cantidad más alta jamás pagada por una antigüedad en todo el mundo. Et voilà.
Habían llegado a la ribera del río. El torrente del Stour estaba ante ellos; la luz del sol moteaba el agua de colores, adornándola con la bóveda de hojas que había sobre ella.
—Sigo sin entenderlo —dijo Forrester. Cogió un palo y lo lanzó al agua—. ¿Qué conexión tiene esto con el Fuego del Infierno?
—¿Recuerda lo que le conté el otro día por teléfono?
—¿Sobre los yazidis y el Libro Negro? ¿Y que eso podría ser lo que están buscando?
—Exacto. Verá. Austen Henry Layard fue uno de los primeros occidentales en conocer a los yazidis, en 1847. Estaba haciendo excavaciones en el norte de Iraq, en Ur y Nínive. Los primeros años de la arqueología moderna. Después tuvo noticias de una extraña secta que vivía cerca de Mosul, en los alrededores de Dahuk. Layard contactó con los yazidis. Luego fue invitado a Lalesh, su capital sagrada. En las montañas. Ha sido un lugar peligroso y hostil hasta la fecha.
—¿Qué hizo allí?
—Ésa es la cuestión. Sabemos que fue invitado a que presenciara algunas de sus ceremonias más secretas. Por lo que yo sé, un privilegio que no se había concedido hasta entonces a nadie, y tampoco después.
—¿Le dieron el Libro Negro?
De Savary sonrió.
—¡Detective! Un trabajo de primera. Sí, ésa es una teoría. Los expertos han especulado con la idea de que Layard debió de tener una relación muy estrecha con los yazidis para que lo trataran de ese modo. Algunos piensan que pudo haberse llevado el Libro Negro, dando así lugar a las leyendas de que llegó a Inglaterra.
—Entonces, de haberlo traído, pudo haber sido aquí, al edificio diseñado para las mejores antigüedades, las que se guardaba para sí mismo, ¿no?
—Vraiment!
Forrester frunció el ceño.
—Pero yo creía que habíamos dejado claro que Jerusalem Whaley ya tenía el Libro Negro. ¿Cómo encaja aquí Layard?
De Savary se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Puede que Jerusalem Whaley pensara que tenía el libro, pero no fuera así. Puede que le devolviera el libro a los yazidis y Layard fuera de nuevo a por él un siglo después. ¡Llevándolo de un sitio a otro! Mi impresión personal, si es que sirve de algo, es que Jerusalem Whaley tuvo el libro todo el tiempo y que lo de Layard no es más que una distracción.
—Pero lo más importante es que podemos suponer que esto es lo que busca la banda. De otro modo, no habrían venido aquí. Así que no tiene necesariamente nada que ver con el Club del Fuego del Infierno. La banda está buscando en realidad el Libro Negro de los yazidis. Ése es su verdadero objetivo.
—Sí.
Forrester silbó casi alegremente. Dio una palmada en la espalda a De Savary.
—Gracias por venir, Hugo.
De Savary sonrió, aunque se sentía culpable por hacerlo. El olor de la carne del hombre expuesta al aire no terminaba de desaparecer de su nariz.
Un fuerte grito atravesó el silencioso bosque.
—¡Angus! ¡Angus!
Algo ocurría. El eco de otro grito sonó por el jardín, un poco más cercano.
De Savary y Forrester se abrieron paso pendiente arriba. Un agente corría por el jardín buscando algo. Gritaba el nombre de Angus.
—Ése es el encargado del perro —dijo Forrester—. Lo ha perdido. ¡Oye, Johnson! ¿Dónde está el animal?
—Acaba de pasar por su lado, señor. ¡Por allí!
De Savary se giró y vio un enorme can que galopaba hacia el edificio del colegio. Le costaba correr porque iba arrastrando algo. Algo largo, resbaladizo y de color plomizo. ¿Qué era aquello? Parecía muy extraño. Por un momento, el profesor tuvo la idea surrealista y enfermiza de que el perro arrastraba una especie de fantasma. Corrió hacia él. El animal se dio la vuelta para proteger su premio, gruñendo cuando De Savary se acercó.
El profesor se estremeció al bajar la mirada. El perro babeaba sobre una larga y apestosa funda hecha jirones y tiras.
Se trataba de una piel humana completa.
33
Rob llevaba diez días en Dahuk. El taxista que había conducido desde Habur se negó a avanzar más.
Al principio, Rob se sintió razonablemente contento por ello. Dahuk era una ciudad kurda agradable y animada; más pobre que Sanliurfa, pero sin la sensación de permanente vigilancia turca. Dahuk era también atractiva porque los yazidis constituían una presencia visible. Incluso había un centro cultural yazidi, una casa otomana grande y antigua a las afueras de la ciudad, destartalada y ruidosa. Rob pasó los primeros días vagabundeando por el centro. Estaba lleno de preciosas chicas de cabello oscuro con tímidas sonrisas, largos vestidos bordados y muchachos alegres con camisetas del equipo de fútbol del Barcelona.
En la pared del interior del vestíbulo del centro había un llamativo cuadro del ángel pavo real, Melek Taus. La primera vez que lo vio, Rob se quedó mirándolo durante casi diez minutos. Se trataba de una imagen curiosamente serena, el dios demonio, el ángel caído, con su espléndida cola de color esmeralda y aguamarina. La cola de los mil ojos.
Los yazidis del centro eran cautelosos pero no antipáticos. Aquellos fieles con bigote le ofrecieron té y pistachos. Dos de ellos hablaban un inglés entrecortado y algunos, alemán. Le dijeron que se debía a que había una fuerte presencia yazidi en Alemania.
—Se nos ha destruido en el resto de los lugares, no tenemos futuro aquí, ahora sólo los cristianos pueden ayudarnos...
Lo que no harían nunca los yazidis sería hablar de los aspectos más sutiles de su fe. Cuando Rob comenzó a preguntar por el Libro Negro, por Sanliurfa, el sanjak o el culto a Melek Taus, sus expresiones cambiaban frunciendo el ceño o mostrando desdén o poniéndose a la defensiva. Y entonces, aquellos hombres se sulfuraban y dejaban de ofrecerle platos de pistachos.
Otro punto de fricción era el de Lalesh. Resultó, y Rob se enfadó consigo mismo por su falta de información previa, que en realidad nadie vivía en Lalesh. Era una ciudad sagrada en el sentido más literal de la expresión, una ciudad fantasma para los ángeles, exclusivamente para cosas sagradas: espíritus, textos antiguos y venerados sepulcros. Los pueblos que rodeaban Lalesh eran animados y estaban atestados de gente, pero los yazidis sólo entraban en Lalesh para rezar o durante los días de fiesta, lo cual hacía que cualquier forastero llamara la atención.
Además, según parecía, el simple hecho de llegar a Lalesh por parte de alguien que no fuera yazidi era una tarea difícil e incluso peligrosa. En realidad, nadie quería llevar a Rob. Ni siquiera con un soborno de cien dólares. El periodista lo intentó más de una vez. Los taxistas se limitaban a mirar el dinero con desconfianza y soltaban un cortante «¡La!».
La décima noche le entraron ganas de abandonar. Estaba tendido en la cama de la habitación de su hotel. Procedente del exterior se colaba el bullicio de la ardiente ciudad. Se acercó a la ventana abierta y miró los tejados de cemento y los callejones oscuros y sinuosos. El abrasador sol iraquí se ocultaba sobre los dorados y grisáceos montes Zagros. Ancianas con pañuelos rosados tendían la ropa limpia junto a enormes antenas parabólicas. Rob pudo ver varios chapiteles de iglesias entre los minaretes. Quizá fueran iglesias de los gnósticos o de los mandeanos, de los cristianos asirios o de los caldeos. Había muchas sectas antiguas allí.
Cerró la ventana para no oír la llamada a la oración de la tarde y regresó a la cama para coger su teléfono móvil. Encontró una buena cobertura kurda y llamó a Inglaterra. Tras unos cuantos tonos, Sally contestó. Rob esperaba que su mujer se comportara con su habitual tono cortante pero educado. Curiosamente se mostró amable y entusiasta. Después, le explicó por qué. Le contó a Rob que había conocido a su «nueva novia» y que lo cierto es que le gustaba, y mucho. Le dijo que Christine le había caído bien y que por fin parecía haber vuelto a entrar en razón si estaba empezando a salir con mujeres de verdad y no con las atontadas que normalmente se buscaba.
Rob se rió y dijo que nunca había considerado a Sally una atontada; tras un silencio, Sally se rió también. Era la primera risa que habían intercambiado desde el divorcio. Charlaron un poco más de una forma que ya casi habían olvidado. Luego, ella le pasó el teléfono a su hija. Rob sintió una tristeza desgarradora cuando escuchó la voz de la niña. Lizzie le contó a su padre que había estado en el zoo viendo «namimales». Y que podía levantar los brazos por encima de su cabeza. Rob la escuchaba con una mezcla de alegría y dolor, le dijo que la quería y Lizzie le pidió a su papi que fuera a casa. Después él le preguntó si había conocido a Christine, la señora francesa. Lizzie dijo que sí, que le gustaba mucho y que a mami también. Rob respondió diciendo que era estupendo y, a continuación, le lanzó un beso a su hija, que no paraba de reír. Colgó el teléfono. Notaba una sensación extraña ante el hecho de que su nueva novia y su ex mujer se llevaran bien. Pero eso era mejor que una mutua animadversión. Y significaba que así había más personas que cuidaban de su hija cuando él no estaba.
En ese momento se le ocurrió que quizá fuera el momento de volver a casa. A lo mejor debería dejarlo todo. La historia no había tenido el éxito que él esperaba. Ni siquiera había conseguido llegar a Lalesh y, de todos modos, no parecía que tuviera ya sentido. Los yazidis eran demasiado herméticos. No sabía hablar el suficiente árabe o kurdo como para indagar más profundamente en su antiguo oscurantismo. ¿Cómo esperaba descubrir los secretos de una fe de hacía seis mil años simplemente paseándose por aquella antigua ciudad diciendo «Salaam»? Estaba bloqueado; sus esperanzas disminuían a cada momento. A veces ocurría eso. A veces no se conseguía la historia.
Cogió la llave de su habitación y salió. Tenía calor, estaba nervioso y necesitaba una cerveza. Y había un agradable bar en la esquina de su calle. Se hundió en su habitual silla de plástico en el exterior del café Suleiman. Su provisional amigo, Rawaz, el dueño del café, le trajo una cerveza turca fría y un plato de aceitunas. La vida de las calles de Dahuk pasaba ante él. Rob apoyó la frente sobre las manos y volvió a pensar en el artículo. Recordando su excitación decidida e impulsiva en casa de Isobel, se preguntó qué era lo que de verdad quería. Algún misterioso sacerdote que le explicara todo, quizá en un templo secreto con feroces esculturas en las paredes. Y llamas parpadeantes procedentes de lámparas de aceite. Y, por supuesto, un par de accesibles adoradores del diablo, encantados de que les sacaran unas cuantas fotos. Pero en lugar de estar haciendo realidad su ingenuo sueño periodístico, Rob bebía cerveza Efes y escuchaba pop kurdo chabacano procedente de la tienda de música vecina. También podría haber estado en Sanliurfa. O en Londres.
—¿Hola?
Rob levantó la mirada. Un hombre joven, algo vacilante, se había acercado a su mesa. Llevaba vaqueros limpios y una camisa bien planchada. Su cara era redonda. Tenía aspecto de pedante, incluso de friki, pero de persona próspera y amable. El periodista le pidió que se sentara. Su nombre era Karwan.
Karwan sonrió.
—Soy un yazidi.
—Bien...
—Hoy he ido al centro cultural yazidi y algunas mujeres me hablaron de usted. Un periodista americano. ¿Desea saber de Melek Taus?
Rob asintió un poco avergonzado.
Karwan continuó hablando.
—Dicen que usted está aquí, pero que puede irse pronto porque no está contento.
—No es que no esté contento. Sólo estoy... frustrado.
—¿Por qué?
—Porque estoy escribiendo un artículo sobre la fe yazidi. Ya sabe, sobre vuestras verdaderas creencias. Es para un periódico británico. Pero nadie me cuenta nada, así que es un poco frustrante.
—Debe comprender la razón. —Karwan se inclinó hacia delante con una expresión seria en su rostro—. Durante muchos miles de años, señor, hemos sido asesinados y atacados por defender nuestras creencias. Lo que la gente dice que son nuestras creencias. Los musulmanes nos matan, los hindúes, los tártaros... Todos dicen que adoramos a Shaitán, el diablo. Nos matan y nos alejan de ellos. Incluso Saddam nos persiguió, y nuestros amigos kurdos, y los sunníes y los chiitas. Todos tratan de matarnos. Todos.
—Pero ése es el motivo por el que yo quiero escribir mi artículo. Contar la verdadera historia. La verdadera creencia de los yazidis.
Karwan frunció el ceño, como si estuviera decidiendo algo. Se quedó en silencio durante más de un minuto.
—Sí, de acuerdo —dijo al fin—. Así es como yo lo veo. Ustedes los americanos, el gran águila, ayudaron a los kurdos y han protegido al pueblo yazidi. Veo a los soldados americanos, son buenos. De verdad intentan ayudarnos... Así que... ahora yo le ayudo. Porque usted es americano.
—¿De verdad?
—Sí, y le ayudaré porque estudié un año en América, en la Universidad de Texas. Por eso mi inglés no es muy malo. Los americanos fueron buenos conmigo.
—¿Estuvo en la Universidad de Texas?
—Sí, ¿la conoce? Los cuernos de vaca. En Austen.
—Estupenda música en Austen.
—Sí. Un lugar agradable. Excepto... —Karwan mordisqueó una aceituna—. Excepto que las mujeres de Texas tienen los culos más enormes. Eso es problema para mí.
Rob se rió.
—¿Qué estudió en la Universidad de Texas?
—Antropología religiosa. Así que, como comprenderá, puedo contarle todo lo que necesite saber. Y después usted puede irse y decirle a todos que no somos... satánicos. ¿Empezamos?
Rob alcanzó con una mano su libreta; pidió dos cervezas más. Y durante una hora asedió a Karwan a preguntas. La mayor parte de la información ya la conocía por Isobel y por su propia investigación. Los orígenes del yazidismo y el culto a los ángeles. Rob se sintió un poco decepcionado, pero, de pronto, Karwan dijo algo que le hizo incorporarse en su asiento y ponerse muy recto.
—La historia del origen de los yazidis proviene del Libro Negro. Por supuesto, el Libro Negro ha desaparecido, pero la historia sigue transmitiéndose. Nos dice que tenemos un diferente... linaje. Demuestra que somos distintos a todas las demás razas.
—¿Cómo?
—Quizá esté mejor expresado en un mito. Un mito yazidi. En una de las leyendas sobre nuestra creación había setenta y dos Adanes, y cada Adán era más perfecto que el anterior. Después, el número setenta y dos se casó con Eva. Y Adán y Eva depositaron su semilla en dos vasijas.
Rob lo interrumpió dejando el bolígrafo suspendido sobre la libreta.
—¿Dos vasijas?
Karwan asintió.
—Estas vasijas fueron selladas durante nueve meses. Cuando se abrieron, la que contenía la semilla de Eva estaba llena de insectos y cosas horribles, como serpientes y escorpiones. Pero cuando se abrió la vasija de Adán, encontraron a un precioso niño. —Karwan sonrió—. El niño fue llamado Shahid ibn Jayar, «el Hijo de la Vasija». Y su nombre es también utilizado para los yazidis. ¿Sabe? Nosotros somos los Hijos de la Vasija. Estos niños de Adán se convirtieron en los antepasados de los yazidis. Adán es nuestro abuelo. Mientras que el resto de las naciones son descendientes de Eva.
Rob terminó de tomar notas. Un Chevrolet blanco de la ONU pasó lentamente por el cruce enfrente de la cafetería.
—Muy bien. ¡Eso es todo! —dijo Karwan con cierta brusquedad—. Ahora tengo que irme. Pero, señor, los yazidis del centro también me dicen que usted quiere ir a Lalesh. ¿Sí?
—¡Sí! Pero todos dicen que es peligroso. Nadie me quiere llevar. ¿Podría hacer algo?
Karwan esbozó una sonrisa. Mordisqueaba con discreción otra aceituna; ahuecó la mano y depositó el hueso en el borde del cenicero.
—Yo puedo llevarle. Tenemos una fiesta. No es tan peligroso.
—¿Cuándo?
—Mañana. A las cinco de la mañana. Nos vemos aquí. Y después le traeré de vuelta. Y luego usted puede ir a escribir sobre nosotros en ese famoso periódico de Inglaterra, The Times.
—Estupendo. Es fantástico... Shukran!
—Bien. —El joven se inclinó y estrechó la mano de Rob—. Nos vemos mañana. A las cinco. Así que ahora debemos dormir. Adiós. —Y dicho eso, se puso en pie y desapareció por la calurosa calle.
Rob engulló lo que quedaba de cerveza. Estaba contento. Entusiasmado. Iba a conseguir la historia. ¡El primer hombre que visita la capital sagrada de los yazidis! Nuestro hombre con los fanáticos religiosos de Iraq. Casi corría de vuelta al hotel. Después telefoneó a Christine y le contó excitado la noticia; la voz de ella sonaba preocupada y encantada al mismo tiempo. Rob se echó sobre la cama con una sonrisa mientras hablaban: iba a volver pronto a casa y vería a su hija y a su novia, tras un trabajo bien hecho.
A la mañana siguiente, Rob encontró a Karwan esperándole, como había prometido, junto a las mesas de la cafetería. Aparcada junto al local cerrado había una vieja camioneta Ford cargada de panes y fruta en sacos de plástico.
—Fruta para la fiesta —explicó Karwan—. Venga. No hay mucho espacio.
En la cabina de la camioneta se apretaban tres personas: Karwan, Rob y un anciano con bigote. Le pareció que el conductor era tío de Karwan. Rob estrechó su mano.
—Solamente ha tenido tres accidentes este año. Así que estaremos bien —dijo Karwan.
La camioneta salió de Dahuk traqueteando y fue subiendo a las montañas. Era un largo e incómodo viaje, pero a Rob no le importó. Estaba seguro de encontrarse muy cerca de su historia.
El camino los condujo por el interior de bosques de pinos y de robles. A medida que ascendían, el aire gris de la mañana comenzó a clarear. El sol se elevaba brillante y cálido. Después, el camino desembocó en un valle de un vivido color verde. Había casas de piedra pobres, pero bonitas junto a los torrentes de los arroyos. Unos niños sucios con sonrisas deslumbrantes se acercaron corriendo a la camioneta y los saludaron con la mano. Rob les devolvió el saludo y pensó en su hija.
El camino serpenteaba cada vez más, avanzando sinuoso alrededor de la gran montaña. Karwan le contó a Rob que aquella montaña era uno de los Siete Pilares de Satán. Rob hizo un gesto con la cabeza. El camino atravesó ríos por encima de desvencijados puentes de madera. Y entonces, por fin, se detuvieron.
Karwan le dio un golpe con el codo.
—¡Lalesh!
Lo había conseguido. Lo primero que vio fue un curioso edificio de forma cónica con el tejado extrañamente acanalado. Había otros edificios cónicos situados alrededor de una plaza central. Aquella plaza estaba llena de gente que desfilaba, entonaba himnos y cantaba. Unos ancianos caminaban en fila india tocando largas flautas de madera. Rob salió de la camioneta junto a Karwan y se quedó mirando.
Una figura cubierta de negro salió de un edificio mugriento, dirigiéndose hacia una especie de maceteros de piedra de los que salían pequeñas hogueras. Le seguían en procesión otros hombres con túnicas blancas.
—Estas son las hogueras sagradas —le explicó Karwan, señalando a las amarillas llamas que danzaban en el interior de los maceteros—. Los hombres deben dar siete vueltas alrededor de ellas.
La multitud avanzaba gritando un nombre: «¡Melek Taus! ¡Melek Taus!».
Karwan hizo un gesto con la cabeza.
—Están alabando al ángel pavo real, por supuesto.
La ceremonia continuó. Era pintoresca, extraña y curiosamente conmovedora. Rob observó a los transeúntes y a los espectadores. Tras la inicial agitación de la ceremonia, muchos yazidis se habían desplazado hasta unas pequeñas áreas de hierba cercanas y a las laderas de las colinas desde donde se veían las torres cónicas de Lalesh. Estaban preparando meriendas de tomates, queso, pan y ciruelas. El sol se elevaba alto en el cielo. Era un agradable día para estar en la montaña.
—Todos los yazidis —le contó Karwan a Rob— deben venir a Lalesh en algún momento de su vida. Hacer una peregrinación a la tumba del jeque Mussafir. Él creó las ceremonias de los yazidis.
Rob se acercó más para mirar la lúgubre entrada de un templo. El interior estaba oscuro, pero pudo entrever a algunos peregrinos que envolvían los pilares de madera con telas de colores. Otros colocaban panes sobre unos estantes bajos. En una pared Rob vio signos de escritura que eran claramente cuneiformes. Tenían que serlo. El alfabeto más antiguo y primitivo del mundo. Databa de la época de los sumerios.
¡Cuneiforme! Cuando volvió a salir del templo, Rob se sintió un auténtico privilegiado sólo por estar allí. Era un milagro que aquello hubiera sobrevivido: la ciudad, la fe, el pueblo, la liturgia y el ritual. Todo el ambiente de Lalesh y la fiesta era lírico, poético y hermosamente pastoral. Los únicos aspectos amenazadores eran las morbosas y sarcásticas imágenes de Melek Taus, el omnipresente dios-diablo, que estaba retratado en paredes y puertas, e incluso en carteles. Sin embargo, la gente en sí parecía simpática, feliz de estar al sol, contenta por practicar su peculiar religión.
Rob quería hablar con algún yazidi. Convenció a Karwan para que hiciera de intérprete. En una zona de césped encontraron a una graciosa mujer de mediana edad que estaba sirviendo té a sus hijos.
Rob se acercó y le dijo:
—Hábleme del Libro Negro.
La mujer sonrió clavando un dedo a Rob con fuerza.
Karwan tradujo sus palabras.
—Dice que el Libro Negro es la Biblia de los yazidis y que está escrito con oro. ¡Dice que ustedes los cristianos lo tienen! Los ingleses. Que ustedes se llevaron nuestro libro sagrado. Y que por eso los occidentales tienen ciencia y educación. Porque tienen el libro que vino del cielo.
La mujer sonrió a Rob afectuosamente. Después le dio un mordisco a un tomate grande, derramando por su falda las semillas de fuerte color rojo y haciendo que su marido se riera a carcajadas.
La ceremonia de la plaza estaba casi acabando. Chicas y chicos jóvenes vestidos de blanco estaban en el espacio central terminando sus danzas en círculo alrededor de las llamas sagradas. Rob los miró con atención. Hizo con discreción algunas fotografías con la cámara de su teléfono Tomó algunas notas. Y después, cuando levantó la vista, se dio cuenta de algo más. Casi inadvertida junto a la multitud,la élite de los ancianos iba entrando de uno en uno a un edificio de techo bajo al otro extremo de la plaza. Su forma de actuar era de algún modo furtiva, clandestina. O al menos, significativa. En la puerta del edificio estaba apostado un guardia, y resultaba curioso que fuese la única puerta custodiada. ¿A qué se debía? Además, aquella puerta era completamente diferente a todas las demás. Tenía una extraña serpiente negra junto a ella tallada en piedra.
Rob sintió un cosquilleo. Allí estaba. Tenía que descubrir qué ocurría en aquel sitio y entrar por aquella misteriosa puerta. Pero ¿sería capaz de conseguirlo? Echó un vistazo a su alrededor. Karwan estaba ahora tumbado sobre la hierba, dormitando. El conductor de la camioneta no aparecía por ningún sitio. Probablemente estaría durmiendo en la cabina. Había sido un día largo.
Era su oportunidad. Justo ahora. Bajó la colina y cruzó la plaza con decisión. Uno de los chicos que cantaban había dejado caer su tocado junto al pozo que había bajo la fuente. Rob miró a izquierda y derecha, agarró la prenda y se la puso sobre la cabeza. Volvió a mirar otra vez. Nadie se había fijado en él. Se acercó sigilosamente al edificio de techo bajo. El guarda estaba en la puerta, a punto de cerrarla. Rob sólo tenía una oportunidad. Se tapó la parte inferior de la cara con la tela blanca y después entró como una flecha por el umbral del templo.
El enorme guarda miró a Rob distraídamente. Por un momento, pareció desconcertado. Después, se encogió de hombros y cerró la puerta detrás de él. El periodista había conseguido acceder al templo.
Estaba muy oscuro. El humo acre de las lámparas de aceite viciaba el aire. Los ancianos yazidis se alineaban en filas, entonando himnos, murmurando y cantando en voz muy baja. Recitaban oraciones. Otros estaban de rodillas, haciendo reverencias e inclinándose, tocando el suelo con la frente. Un rayo de luz iluminaba el otro extremo del templo. Rob entrecerró los ojos para poder ver en medio del humo. Una puerta se había abierto un poco. Una muchacha ataviada con una túnica blanca traía un objeto cubierto con una manta basta. Los cánticos se elevaron ligeramente. La chica colocó el objeto sobre un altar, en cuya parte superior destacaba la resplandeciente imagen del ángel pavo real que los miraba fijamente a todos, con serenidad y superioridad, con desdén y crueldad.
Rob se movió hacia delante para acercarse todo lo posible sin llamar la atención, deseoso de ver lo que había escondido bajo la manta. Se acercó cada vez más. Las oraciones y los cánticos se hicieron más fuertes, pero también más lúgubres. Con tonos más bajos. Un mantra hipnótico. El humo de las lámparas era tan denso que hacía que a Rob le picaran y lloraran los ojos. Se frotó la cara y se esforzó por mirar.
Y en aquel instante la chica apartó la manta y el cántico se detuvo.
Colocado sobre el altar había un cráneo. Pero no se parecía a ningún otro que Rob hubiera visto. Era humano, pero no lo era. Tenía las cuencas de los ojos curvadas y sesgadas. Pómulos altos. Parecía el cráneo de un pájaro monstruoso o de una extraña serpiente. Pero seguía siendo humano.
Entonces Rob notó una dura hoja de cuchillo que se apretaba fría sobre su garganta.
34
Todos gritaban y empujaban. El cuchillo sobre la garganta de Rob le presionaba con fuerza la traquea. Alguien le colocó una capucha sobre la cabeza. Parpadeó en la oscuridad.
Se cerraron y abrieron puertas de golpe y él sintió que lo empujaban al interior de otra habitación; los ruidos se hicieron diferentes y el eco menor. Definitivamente, estaba en un espacio más reducido. Pero las voces seguían mostrando su irritación a gritos, farfullando con violencia en kurdo. Amenazando y gritando.
Un golpe con una bota en la parte posterior de las rodillas le hizo caer al suelo. Por su mente se deslizaron muchas imágenes a toda velocidad: víctimas en vídeos de internet. Monos de color naranja. Allahu Akhbar. El sonido de un cuchillo rebanando un cuello y la espuma cremosa de la sangre. Allahu Akhbar.
No. Rob forcejeó. Se retorció a un lado y a otro, pero varias manos lo sujetaban fuertemente en el suelo. La capucha era de arpillera vieja y olía mal. Sólo podía percibir la luz a través de la urdimbre de la tela que le cubría la cara. Adivinaba las sombras de los hombres que le gritaban.
En algún sitio se abrió una segunda puerta. Las voces se hicieron más fuertes y Rob pudo oír a una mujer que gritaba una pregunta y a un hombre que le respondía en el mismo tono. Todo era confuso. Trató de respirar despacio para calmarse. Lo empujaron para ponerlo de lado. Seguía tumbado. Y apenas podía ver túnicas yazidis a través del tejido. Túnicas, sandalias y hombres.
Le estaban atando las manos a la espalda. La cuerda áspera se le clavaba en la carne. Hizo una mueca de dolor. Entonces oyó que un hombre le soltaba un gruñido. ¿Era árabe? ¿Reconocía aquellas palabras? Giró el cuerpo, forzó la vista para ver a través de la áspera tela de la capucha y tragó saliva. ¿Era aquello otra vez el cuchillo? ¿El gran cuchillo que le habían puesto en la garganta?
El miedo lo atenazaba. Pensó en su hija. Su encantadora risa. Su pelo rubio en un día soleado, rubio como la misma luz del sol. Sus ojos azules mirando hacia arriba. «Papi. Namimales. Papi». Y ahora era probable que él muriera. Nunca más volvería a verla. Echaría a perder la vida de ella por no haberla vuelto a ver. Sería el padre que nunca tendría.
El dolor hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Estuvo a punto de echarse a llorar. La tela le daba calor, el corazón le palpitaba y él tenía que dejar de sentir pánico. Porque aún no estaba muerto. No habían hecho nada más que maltratarle y asustarle.
Pero cuando las esperanzas de Rob aumentaron, pensó en Franz Breitner. Lo habían asesinado; aquello no había sido problema para los obreros yazidis de Gobekli. Lo habían empujado contra aquella piqueta, atravesándolo como a una rana en un laboratorio. Exactamente igual. Recordó el chorro de sangre que salía de la herida del pecho del arqueólogo. La sangre que se derramaba sobre el polvo amarillo de Gobekli. Y después recordó a la temblorosa cabra a la que estaban matando salvajemente en las calles de Sanliurfa.
Rob gritó. Su única esperanza era Karwan. Su amigo. Su amigo yazidi. Quizá le oyera. Sus gritos retumbaron por toda la habitación. Volvieron las voces kurdas que le maldecían, empujándole y dándole patadas. Una mano le agarró del cuello casi estrangulándolo. Sintió otra mano que le apretaba el brazo. Pero Rob dio fuertes golpes con sus botas. Ahora estaba rabioso. Mordió la capucha. Si iban a matarle, quería luchar, iba a intentarlo, iba a ponérselo difícil.
En aquel momento, le quitaron la capucha.
Rob jadeó mientras parpadeaba bajo la luz. Una cara le miraba fijamente. Era Karwan.
Pero aquel no era el Karwan de antes: el tipo simpático de cara redonda. Se trataba de un Karwan que no sonreía, de rostro sombrío, enfadado, y que estaba al mando.
Karwan dio órdenes a los ancianos que le rodeaban, hablándoles con brusquedad en kurdo. Les decía lo que tenían que hacer. Y no había duda de que los ancianos vestidos con sus túnicas le obedecían; prácticamente le hacían reverencias. Uno de los viejos frotó una tela húmeda sobre el rostro de Rob. El olor a humedad era horrible, pero el frío también le refrescaba. Otro hombre lo ayudó a incorporarse y a apoyarse contra la pared de atrás.
Karwan gritó otra orden. Pareció decirles a los hombres de las túnicas que se fueran, ya que, obedientemente, abandonaron la habitación en fila. Uno a uno. La puerta se cerró, dejando a Karwan y a Rob solos en la pequeña sala. Rob miró a su alrededor. Se trataba de un espacio sucio con paredes desnudas, pintadas y demasiado altas, y ventanas con rejillas que apenas dejaban entrar la luz. Quizá fuera una especie de bodega; una antecámara del templo.
La cuerda que rodeaba sus muñecas seguía haciéndole daño. Le habían quitado la capucha, pero seguía atado. Se masajeó con fuerza las muñecas juntándolas todo lo que pudo para recuperar algo de circulación. Entonces miró a Karwan. El joven yazidi estaba en cuclillas sobre una alfombra descolorida pero con ricos bordados. Le devolvió la mirada, dejando escapar un suspiro.
—He tratado de ayudarle, señor Luttrell. Pensamos que si le dejábamos venir aquí se quedaría satisfecho. Pero usted tuvo que buscar más. Siempre. Ustedes, los occidentales, siempre quieren más.
Rob estaba desconcertado. ¿De qué hablaba? Karwan se frotaba los ojos con el índice y el pulgar. Aquel yazidi parecía cansado. A través de las rejas de las ventanas Rob pudo oír los ruidos amortiguados de Lalesh: niños riendo y el gorgoteo de una fuente.
Karwan se acercó.
—¿Qué les pasa a ustedes? ¿Por qué quieren saberlo todo? Breitner era igual. El alemán. Exactamente igual. —Rob abrió los ojos. Karwan asintió—. Sí. Breitner. En Gobekli Tepe...
El joven yazidi examinó de mal humor el dibujo de la alfombra que había delante de él. Su dedo índice seguía el laberinto escarlata del bordado. Parecía estar meditando, decidiendo algo importante. Rob esperó. Tenía la garganta seca. Las muñecas le dolían por culpa de las cuerda.
—¿Puedo beber algo, Karwan? —preguntó.
El yazidi alargó la mano y cogió una pequeña botella de plástico con agua mineral, la colocó en la boca de Rob y éste bebió, estremeciéndose, jadeando y tragando. Dejó la botella entre los dos sobre el suelo de cemento y Karwan suspiró una segunda vez.
—Le voy a decir la verdad. No tiene sentido seguir ocultándola. Puede que la verdad ayude a los yazidis. Porque las mentiras y los engaños nos están haciendo daño. Yo soy hijo de un jeque yazidi. Un jefe. Pero soy también alguien que ha estudiado nuestra fe desde fuera. Así que me encuentro en una posición especial, señor Luttrell. Puede que eso me permita una cierta... discreción. —Evitaba mirar a Rob directamente. ¿Un reflejo de culpa? Siguió hablando—: Lo que estoy a punto de contarle no ha sido revelado a nadie que no sea yazidi en miles de años. Puede que nunca.
Rob escuchaba con atención. La voz de Karwan era uniforme, casi monótona. Como si aquello fuera un monólogo preparado o algo que había estado pensando durante muchos años, un discurso ensayado.
—Los yazidis creen que Gobekli Tepe es el lugar donde estaba el Jardín del Edén. Seguramente usted ya conoce esta historia. Y creo que nuestras creencias han... dado información a otras religiones. —Se encogió de hombros y exhaló con fuerza—. Como le dije, creemos que somos descendientes directos de Adán. Somos los Hijos de la Vasija. Gobekli Tepe es, por tanto, el hogar de nuestros ancestros. A todos los yazidis de la casta de los sacerdotes, la clase más alta, como yo, se nos dice que tenemos que proteger Gobekli Tepe. Proteger y defender el templo de nuestros antepasados. Por la misma razón, nuestros padres y los padres de nuestros padres nos enseñan que debemos mantener a salvo los secretos de Gobekli. Todo lo que salga de allí debe ser ocultado o destruido. Como aquellos... restos... del museo de Sanliurfa. Ése es nuestro deber como yazidis. Porque nuestros antepasados enterraron Gobekli Tepe bajo toda aquella tierra... por un motivo. —Karwan agarró la botella y bebió un sorbo de agua; miró directamente a Rob, con sus ojos kurdos de color marrón oscuro ardiendo en la penumbra de aquella bodega—. Por supuesto, sé cuál es su pregunta, señor Luttrell. ¿Por qué? ¿Por qué mis antepasados yazidis enterraron Gobekli Tepe? ¿Por qué debemos protegerlo? ¿Qué ocurrió allí? —Karwan sonrió, pero era una sonrisa de dolor, incluso de angustia—. Eso es algo que no se nos ha enseñado. Nadie nos lo dice. No tenemos una tradición escrita. Todo es revelado oralmente, de boca a boca, de oreja a oreja, de padre a hijo. Cuando yo era muy joven le pregunté a mi padre por qué teníamos estas tradiciones, y me contestó: «Porque son tradiciones, eso es todo».
Rob trató de hablar pero Karwan levantó una mano impaciente para callarlo.
—Por supuesto, nada de esto importaba. No durante muchos siglos. Nadie amenazó Gobekli Tepe. Nadie conocía su existencia, excepto los yazidis. Permanecía enterrado bajo su tierra antigua. Pero llegó el alemán, los arqueólogos con sus palas, sus excavadoras y sus máquinas, analizando, excavando, sacando a la luz. Para los yazidis, desenterrar Gobekli es algo terrible. Como abrir una herida horrible. Nos duele. Lo que nuestros antepasados enterraron debe permanecer enterrado; lo que se saca a lo luz tiene que ser ocultado y protegido. Así que nosotros, los yazidis, hicimos que él nos contratara, nos convertimos en sus obreros para poder retrasar la excavación, o incluso detenerla. Y sin embargo, él continuó. Siguió abriendo la herida...
—Entonces, ustedes mataron a Franz y después...
Karwan emitió un gruñido.
—¡No! Nosotros no somos diablos. No somos asesinos. Tratamos de asustarle. De espantarle, de espantarlos a todos ustedes. Pero debió de caerse. Eso es todo.
—¿Y el Pulsa Dinura?
—Sí... Sí, por supuesto. Y los problemas en el templo. Tratamos de... ¿cómo se dice...? Tratamos de obstaculizar la excavación, detenerla. Pero el alemán estaba muy decidido. Continuó haciéndolo. Excavando el Jardín del Edén, el jardín de las vasijas. Incluso lo hacía por las noches. Seguramente hubo una discusión. Y él se cayó. Creo que fue un accidente.
Rob trató de protestar. Karwan se encogió de hombros.
—Usted puede creer esto o puede elegir no creerlo. Como desee. Ya estoy harto de mentiras.
—¿Y qué es el cráneo?
Karwan respiró hondo, despacio.
—No lo sé. Cuando fui a Texas estudié mi propia religión. Vi la... estructura de sus mitos. Desde un punto de vista diferente. Y no lo sé. No sé quién es Melek Taus ni sé qué es el cráneo. La única certeza que tengo es que debemos adorar al cráneo y al pavo real. Y que jamás deberemos reproducirnos con alguien que no sea yazidi; no debemos casarnos nunca fuera de nuestra fe. Porque ustedes, los que no son yazidis, están contaminados.
—¿Es un animal? ¿El cráneo?
—¡No lo sé! Créame. Creo... —A Karwan le costaba encontrar las palabras—. Creo que algo ocurrió en Gobekli Tepe. En nuestro templo del Edén. Algo terrible hace diez mil años. De no ser así, ¿por qué lo enterramos? ¿Por qué sepultar aquel hermoso recinto a menos que fuera un lugar de vergüenza o de sufrimiento? Tuvo que haber una razón para ocultarlo.
—¿Por qué me cuenta esto ahora? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí?
—Porque usted insistió en venir. No se rindió. Por eso se lo cuento ahora. Ha encontrado las vasijas. Con esos horribles restos. ¿Para qué son? ¿Por qué fueron metidos allí esos bebés? Me aterroriza. Hay demasiadas cosas que desconozco. Lo único que tenemos son mitos y tradiciones. No tenemos un libro que nos lo cuente. Ya no.
En el exterior se volvió oír el sonido de voces. Parecía como si se estuvieran despidiendo. Las voces se unieron a motores de coches que se ponían en marcha. La gente se estaba marchando de Lalesh. Rob quería escribir las palabras de Karwan. Sintió un deseo físico de tomar nota de ello; pero las cuerdas seguían apretándole las muñecas. Lo único que podía hacer era seguir preguntando.
—Entonces, ¿cómo encaja aquí el Libro Negro?
Karwan movió la cabeza.
—Ah, sí. El Libro Negro. ¿Qué es eso? Yo no estoy tan seguro de que sea un libro. Creo que fue alguna prueba, alguna clave, algo que explicaba el gran misterio. Pero ha desaparecido. Nos lo quitaron. Y ahora sólo nos quedan... nuestros cuentos de hadas. Y nuestro ángel pavo real. Es suficiente. Le he contado cosas que nunca debería haber contado a nadie. Pero no he tenido otra opción. El mundo desprecia a los yazidis. Se nos insulta y se nos persigue. Nos llaman adoradores del demonio. ¿Hay algo peor? Quizá si el mundo conociera mejor la verdad, nos trataría mejor. —Dio otro trago a la botella de agua—. Somos los guardianes de un secreto, señor Luttrell, un horrible secreto que no comprendemos. Pero debemos persistir en nuestro silencio y proteger el pasado enterrado. Ésa es nuestra carga. A lo largo de los siglos. Somos los Hijos de la Vasija.
—Y ahora...
—Y ahora voy a llevarle de nuevo a Turquía. Vamos a llevarle a la frontera y podrá volver a casa a contarle a todo el mundo nuestra historia. Diga que no somos satánicos. Hábleles de nuestra tristeza o de lo que quiera. Pero no mienta.
El yazidi se puso de pie y dio un grito por la ventana. La puerta se abrió y entraron más hombres. Rob fue empujado de nuevo, pero esta vez de una forma más tranquila. Lo sacaron pasando por el templo. Miró al altar mientras lo llevaban. El cráneo había desaparecido. Después, salió al sol. Los niños le señalaban. Rob vio cómo las mujeres lo miraban llevándose las manos a la boca mientras lo conducían a la camioneta Ford.
El conductor estaba listo. La bolsa de Rob descansaba en el asiento del pasajero. Él seguía con las muñecas atadas. Dos hombres le ayudaron a subir a la cabina. Miró por la ventanilla al tiempo que otro hombre se metía en la camioneta, un hombre de piel oscura y barba, más joven que Karwan, fuerte, musculoso y silencioso, que ocupó su puesto entre Rob y la puerta, dejando al periodista en el centro.
El vehículo arrancó y las ruedas derraparon en el polvo. Lo último que Rob vio de Lalesh fue a Karwan, de pie entre los niños que miraban atentos, junto a una de las torres cónicas. Su expresión era enormemente triste.
Después, Lalesh desapareció detrás de una cuesta mientras la camioneta bajaba por la colina en dirección a la frontera turca.
35
Cuando Rob fue trasladado al otro lado de la frontera con Turquía, en Habur, telefoneó a Christine y después subió a un taxi para dirigirse a la ciudad más cercana. Mardin. Siete horas después reservó una habitación en un hotel, volvió a llamar a Christine, luego a su hija y, finalmente, se quedó dormido con el teléfono en la mano. Estaba muy cansado.
A la mañana siguiente, se sentó delante de su ordenador portátil y escribió —rápidamente, con pasión y de una sola vez— su historia.
«Secuestrado por las sectas del Kurdistán».
Pensaba que escribir aquel artículo apresuradamente y sin pensar era el único modo de hacerlo. Había tantos elementos dispares que, si se sentaba a reflexionar sobre ellos, si trataba de formular una narrativa coherente, correría el riesgo de perderse en infinidad de detalles e innumerables aspectos secundarios. Además, el artículo podría parecer artificial si lo trabajaba demasiado. La historia era tan extraña que tenía que parecer sencilla y sincera para que funcionara. Muy inmediata. Muy honesta. Como si le estuviera contando a alguien una anécdota larga y sorprendente mientras tomaban un café. Así que la escribió de un tirón. Gobekli Tepe y las vasijas del museo, los yazidis, el culto de los ángeles y la adoración a Melek Taus. Las ceremonias de Lalesh, el cráneo sobre el altar y el misterio del Libro Negro. Todo, la historia completa, salpimentada con violencia y asesinato. Y ahora tenía un buen final: concluía con él tumbado de lado, con una capuchn sobre la cabeza, en una mugrienta habitación en las montañas del Kurdistán, pensando que iba a morir.
Tardó cinco horas en escribir el artículo. Cinco horas en las que apenas levantó la vista del ordenador. Estaba muy concentrado, muy metido en la historia.
Tras seis minutos de corrección ortográfica, Rob copió el texto en un lápiz de memoria, salió del hotel y fue directo al cibercafé. Después, conectó la memoria y le envió el artículo a Steve, a Londres, que esperaba impaciente la copia.
Permaneció sentado, nervioso, en el tranquilo cibercafé junto al ordenador, esperando a que Steve le llamara pronto con la respuesta. El ardiente sol de Mardin brillaba en la calle, pero allí dentro hacía una temperatura casi sepulcral. Sólo había otro cliente en el café, bebiendo una oscura soda turca y entretenido con algún juego de ordenador. Aquel chico tenía puestos unos grandes auriculares. Estaba destripando a un monstruo de la pantalla con una AK-47 virtual. El monstruo tenía zarpas de color púrpura y ojos tristes. Los intestinos se le salían, vividos y verdes.
Rob volvió a su pantalla. Miró el tiempo en España sin ningún motivo en especial. Buscó en Google su propio nombre y luego el de Christine. Descubrió en un ejemplar reciente de American Archaeology que era autora de «El canibalismo neandertal en el norte de España de la Edad de Hielo». También encontró una bonita fotografía de ella recibiendo un premio poco conocido en Berlín.
Rob se quedó mirando la fotografía. Echaba de menos a Christine. No tanto como a su hija, pero la extrañaba. Su pausada conversación, su perfume, su elegancia. El modo en que sonreía cuando hacían el amor, con los ojos cerrados, como si estuviera soñando con algo muy dulce que hubiera ocurrido hace mucho tiempo.
El móvil sonó.
—¡Robbie!
—Steve... —El corazón le latía con fuerza. Odiaba aquella sensación—. ¿Y bien?
—Bueno —respondió Steve—, no sé qué decir...
El ánimo de Rob decayó.
—¿No te gusta?
Una pausa.
—No seas gilipollas. ¡Me encanta!
Rob recuperó el ánimo. Steve se reía.
—Dios mío, Rob. Sólo te envié para que te encargaras de una jodida historia de nada. Pensé que te vendría bien descansar un poco. Pero presencias un asesinato. Te asaltan unos satánicos. Descubres a un bebé en una vasija de conservas. Encuentras a otros adoradores del diablo. Escuchas oraciones kurdas a la muerte. Tú... tú... tú... —Steve se estaba quedando sin aliento—. Después vas a Iraq y conoces a un tipo misterioso que te lleva a una ciudad sagrada donde su pueblo le reza a una jodida paloma y descubres que todos le hacen reverencias al cráneo de algún alienígena. Y en ese momento entran los yezers y tratan de apuñalarte antes de contarte que todos ellos son descendientes directos de Adán y Eva.
Rob se quedó en silencio. Y entonces, se echó a reír a carcajadas, hasta que que el chico asesino de monstruos que estaba en el ordenador al otro lado de la sala, levantó la vista y le dio golpecitos a sus auriculares para ver si funcionaban correctamente.
—¿Entonces piensas que la historia está bien? He intentado ser justo con los yazidis... Puede que demasiado, pero sólo...
Steve le interrumpió.
—¡Está mejor que bien! Me encanta. Y también al jefe. Vamos a publicarla mañana en las páginas centrales, a doble página, y con una referencia en la portada.
—¿Mañana?
—Sí. Va directa a la imprenta. Tenemos también tus fotografías. Has hecho un gran trabajo.
—Es estupendo. Es...
—Es cojonudo, lo sé. ¿Y cuándo vuelves?
—No estoy seguro... Es decir, voy a tratar de conseguir el primer vuelo que pueda, pero no hay plazas. Y no me apetece un viaje de veinticuatro horas en autobús hasta Ankara. Seguro que estaré en Londres para el fin de semana.
—Bien hecho. Ven a la oficina y te invito a comer. Incluso podríamos ir a un buen restaurante. Con pizzas.
Rob se rió. Se despidió de su jefe. Después pagó al dueño del ci bercafé y salió a la calle.
Mardin era una agradable ciudad. Por lo poco que Rob había visto, parecía pobre pero con mucha historia y ambiente. Se decia que databa de la época del Diluvio Universal. En ella se mezclaban las ca lles romanas con restos bizantinos y orfebres sirios. Tenía extraños ca llejones que pasaban por debajo de las casas. Pero a Rob ya no le importaba. Ya había tenido suficientes fantasías históricas y orientales. Ahora deseaba volver a casa, a la fresca, moderna, lluviosa, hermoso, tecnológica y europea Londres. Abrazar a su hija y besar a Chrintine.
Junto a la puerta de la panadería llamó a Christine. Ya la había llamado dos veces ese día, pero le gustaba hablar con ella. Contestó de inmediato. Le contó que su artículo había gustado en el periódico y ella le dijo que era estupendo y que estaba deseando que volviera a Inglaterra. Él le contestó que volvería allí tan pronto como le fuera posible, en cinco días como máximo. Después, Christine le contó que seguía visitando muy a menudo a su hija, que se estaban haciendo buenas amigas. De hecho, Sally le había preguntado si podía echarle una mano con Lizzie porque tenía que asistir a un curso de jornada completa en Cambridge, y Christine había accedido a cuidar a la niña. Iban a pasar la tarde con De Savary, su viejo amigo y profesor; es decir, si a Rob no le importaba. Quería hablar con De Savary sobre la relación con los asesinatos de Inglaterra, puesto que él parecía tener mucha información sobre lo que estaba haciendo la policía. Y Lizzie estaba encantada con ir a ver vacas y ovejas.
Luego le aseguró que le echaba mucho de menos, y Rob respondió que estaba deseando verla. Después, los dos colgaron. Caminó por la calle de vuelta a su hotel, pensando en comer. Deambulaba contento. Pero cuando se guardó el teléfono en el bolsillo, de pronto se dio cuenta de algo y se paró en seco. De Savary. Cambridge. Los asesinatos.
Quedaba todavía una parte de historia sin resolver. La parte británica. Aquello no había terminado. Simplemente, había cambiado.
De sentirse feliz y satisfecho, Rob pasó ahora a estar de nuevo tenso y hambriento. Preparado para la acción. Listo para el siguiente episodio. Más que eso, estaba preocupado de que pudiera ocurrir algo mientras él no estuviera. Necesitaba volver a Inglaterra lo más rápido posible. Quizá pudiera conseguir otro vuelo vía Estambul. O alquilar un avión...
Su cuerpo se estremeció por el hormigueo de una nueva preocupación.
36
Forrester y Boijer miraban el río Estigia. —Lo recuerdo del colegio —dijo Boijer—. El Estigia es el río que rodea el mundo de los muertos. Nosotros lo hemos cruzado para llegar al país de los fantasmas.
Forrester miró hacia la fría, húmeda y subterránea oscuridad. El río Estigia no era muy ancho, pero avanzaba con fuerza. Caía por su antiguo canal y después giraba en una esquina rocosa y desaparecía en las cuevas y cavernas. Era un buen lugar para abandonar esta vida terrenal. La única nota discordante la ponía una vieja bolsa de patatas fritas Kettle en la orilla de enfrente.
—Por supuesto —interrumpió el guía—, Estigia no se trata más c]ue de un nombre que le pusieron. En realidad, se trata de un río artificial construido por el segundo baronet Francis Dashwood cuando se reformaron las cuevas. Aunque hay muchos ríos y acuíferos de verdad en estas cuevas de caliza y pedernal. Es un laberinto infinito.
El guía, Kevin Bigglestone, se apartó su flequillo castaño y sonrió a los policías.
—¿Les enseño el resto?
—Adelante.
Bigglestone comenzó su visita guiada de las cuevas del Fuego del Infierno a casi diez kilómetros de la casa Dashwood en West Wy combe.
—Muy bien —dijo—. Ya hemos llegado.
Levantó su paraguas como si fuera guiando a un grupo turístico, Boijer se rió con disimulo; Forrester le dedicó a su subalterno una mirada de atención. Necesitaban a ese tipo. Necesitaban la cooperación de todos los de West Wycombe si querían que su plan funcionara.
—Y bien —dijo Bigglestone con su cara gordinflona apenas visible en la oscuridad de las cuevas—, ¿qué sabemos del Club del Fuego del Infierno del siglo XVIII? ¿Por qué se reunían aquí, en estas frías y húmedas cavernas? Durante el siglo XVI surgieron en Europa varias sociedades secretas, tales como la Rosacruz. Todas ellas estaban comprometidas con el librepensamiento, las tradiciones ocultistas y la in vestigación de los misterios de la fe. En el siglo XVIII, los miembros de la élite de esas sociedades se sentían embargados por la idea de que po drían encontrarse pruebas en Tierra Santa, textos y materiales que socavaran la base histórica y teológica de la cristiandad. Quizá de todos los credos importantes. —El guía volvió a levantar su paraguas—. Por supuesto, aquello no era más que una ilusión, en una época de anticlericalismo y laicismo revolucionario. Pero estas leyendas y tradiciones fueron suficientes para tentar a algunos hombres muy ricos... Se acercó al puente que cruzaba el Estigia y se dio la vuelta—. Ciertos miembros inconformistas de la aristocracia inglesa se sintieron especialmente intrigados por aquellos rumores. De hecho, uno de ellos, el segundo barón Le Despencer, sir Francis Dashwood, viajó por Turquía en el siglo XVIII en busca de la verdad. Cuando volvió estaba tan inspirado por lo que había encontrado que fundó el primer club del Diván y después el Club del Fuego del Infierno. Y uno de los propósitos del Club del Fuego del Infierno era desprestigiar y refutar la fe establecida.
—¿Cómo sabemos esto? —le interrumpió Forrester.
—Existen abundantes pruebas en esta zona que revelan el desprecio de Dashwood por la fe ortodoxa. Por ejemplo, adoptó el lema Fay ce que voudras, o «Haz lo que quieras». Esto fue copiado de Rabe lais, un gran escritor crítico con la Iglesia. De aquel lema se apropió luego el diabolista Aleister Crowley en el siglo xx y ahora suele ser comúnmente utilizado por los satánicos de todo el mundo. Dashwood hizo inscribir este lema sobre el arco de entrada de la abadía de Medmenham, un edificio en ruinas cerca de aquí que alquilaba para fiestas.
—Eso es cierto, señor —dijo Boijer, mirando a Forrester—. Lo he visto esta mañana.
Bigglestone les invitó a seguirle mientras seguía ofreciéndoles el discurso de la visita guiada.
—En 1752 Dashwood realizó otro viaje hacia el este, esta vez a Italia. Lo hizo en secreto. Nadie está seguro de adónde fue. Una de las teorías apunta a que se dirigió a Venecia a comprar libros sobre magia. Otros expertos creen que pudo haber visitado Nápoles para ver las excavaciones de un burdel romano.
—¿Por qué haría eso?
—¡Dashwood era un hombre muy libidinoso, inspector Forrester! En los jardines de West Wycombe hay una estatua de Príapo, el dios griego que sufre una erección constante.
Boijer se rió.
—Debería dejar de tomar viagra.
Bigglestone ignoró la interrupción.
—Bajo la estatua de Príapo, Dashwood hizo que su escultor grabara la inscripción Peni tento non penitenti. Es decir, «Pene en tensión, no penitente», lo cual confirma, como puede ver, inspector Forrester, su firme rechazo del cristianismo, de la moralidad religiosa.
Ahora caminaban por la caverna principal. Bigglestone hundió su paraguas en el aire húmedo, como si fuera abriendo un camino.
—Miren aquí. Según Horace Walpole, estas pequeñas cuevas estaban equipadas con camas para que los hermanos pudieran practicar su deporte con mujeres jóvenes. Las fiestas de sexo eran muy habituales en estas cuevas en tiempos de Dashwood. Igual que las fiestas para emborracharse. También ha habido rumores de adoración al diablo, masturbaciones en grupo y cosas así.
Habían entrado en una cueva más grande, esta vez con esculturas góticas y tallas religiosas. Una versión algo burlesca de una iglesia.
El guía levantó en alto su paraguas.
—Justo encima de nosotros está la iglesia de St Lawrence, construida por el mismo Francis Dashwood. El techo de la iglesia es una copia exacta del techo del destruido templo del Sol de Palmira, en Siria. Francis Dashwood no sólo estaba influenciado por los misterios de la Antigüedad, sino también por los cultos al sol de la Antigüedad. Pero, ¿en qué creía él realmente? Ése es un tema de discusión. Algunos aseguran que su visión política y espiritual puede ser resumida de esta forma: que Gran Bretaña debería estar gobernado por una élite; y que esta élite de nobles debería practicar una religión pagana. —Sonrió—. Y, sin embargo, unida a esta perspectiva había una decidida tendencia al libertinaje: orgías de borrachos, insultos blasfemos, etcétera. Todo lo cual da lugar a una pregunta: ¿cuál era la verdadero base del club?
—¿Qué cree usted? —le preguntó Forrester.
—¡Me hace esa pregunta como si esperara una respuesta precisa! Me temo que eso es imposible, inspector. Lo único que sabemos es que, en sus buenos tiempos, el Club del Fuego del Infierno acogió entre sus miembros a los personajes más destacados de la sociedad británica. De hecho, en 1762 los frailes de Medmenham, como se llamaban a sí mismos, dominaron las más altas esferas del gobierno británico y, por tanto, el naciente Imperio Británico. —Bigglestone inició el camino de vuelta a través de las cuevas más altas hacia el aparcamiento, siguiendo con su explicación a medida que avanzaban—. En 1762 la existencia del club fue por fin hecha pública. Se reveló que el primer ministro, el ministro de hacienda y varios lores, nobles y ministros del gobierno eran miembros de él. Esta revelación provocó que el Club del Fuego del Infierno se convirtiera en sinónimo de exclusividad aristocrática, malvada y lasciva. —Bigglestone se rió—. Tras este escándalo, muchos de los miembros más famosos, como Walpole, Wilkes, Hogarth y Benjamin Franklin decidieron dejarlo. La última reunión del club fue celebrada en 1774.
Se encontraban en el estrecho pasillo de roca que conducía desde las cuevas a la entrada y la taquilla. Las paredes estaban muy cerca y llenas de humedad.
—A partir de ahí, las cuevas del Fuego del Infierno se enfrentaron a siglos de abandono, aunque siguieron siendo un recuerdo doloroso y, a veces, molesto. Pero es poco probable que revelen nunca su último secreto, porque los miembros del club se esforzaron en enterrar sus misterios con sus propios cadáveres. Se dice que el último encargado de la orden, Paul Whitehead, pasó tres días antes de su muerte quemando todos los papeles importantes. Así que, lo que de verdad ocurrió en el interior de las cuevas es una pregunta cuya respuesta sólo podrá encontrarse... en los fuegos del infierno.
Se detuvo. Boijer aplaudió cortésmente. El guía hizo una pequeña reverencia y después miró su reloj.
—¡Dios mío! Son casi las seis. Tengo que irme. Espero que el plan de mañana salga bien, agentes. El duodécimo baronet está encantado de poder ayudar a la policía a cazar a esos horribles asesinos.
Avanzó rápidamente a través del asfalto y desapareció por un camino de la ladera. Boijer y Forrester se dirigieron despacio hacia su coche de policía, aparcado a la sombra de un roble.
Mientras caminaban repasaron su plan. Hugo De Savary había convencido a Forrester por teléfono y correo electrónico de que era muy probable que la banda visitara las cuevas del Fuego del Infierno porque, si buscaban el Libro Negro, el tesoro que Whaley había traído de Tierra Santa, éste era el lugar apropiado en el que tenían que buscar: en el epicentro del fenómeno del Club del Fuego del Infierno.
Pero ¿cuándo iría la banda a las cuevas? Forrester había calculado que sólo atacaban un objetivo cuando era más probable que estuviera vacío. Craven Street en una noche de fin de semana; el colegio Can ford por la mañana temprano en plenas vacaciones.
Así pues, la policía había preparado una trampa. Forrester había ¡do a ver al actual dueño de la casa de West Wycombe, el duodécimo baronet Edward Francis Dashwood, descendiente directo de los miembros del Fuego del Infierno, quien le había dado permiso para cerrar las cuevas durante un día. El motivo del inesperado cierre sería falsamente anunciado como «la celebración del aniversario de bodas del baronet, y para dar un día de vacaciones al fiel personal de West Wycombe». A tal efecto, se habían publicado anuncios en todos los periódicos locales. La noticia se había colocado también en las páginas de internet pertinentes. Scotland Yard había convencido a la BBC de que diera una pequeña noticia en televisión centrada en la escandalosa historia del lugar, pero mencionando el cierre temporal. En consecuencia, con respecto al público en general, las cuevas del Fuego del Infierno iban a estar completamente vacías. Se había colocado el cebo.
¿Aparecería la banda? Era una apuesta arriesgada y Forrester lo sabía, pero ésta fue la única idea que se les ocurrió. Forrester sentía un evidente pesimismo mientras Boijer conducía su coche a toda velocidad por las carreteras comarcales con dirección al hotel.
La otra pista que les quedaba era la grabación del circuito cerrado de televisión del colegio Canford. La banda había inutilizado el resto de las cámaras del colegio cortando los cables. Pero habían dejado atrás una de ellas que había captado una imagen borrosa de Cloncurry caminando por el colegio. Cloncurry había lanzado a la cámara una mirada escalofriante al pasar. Como si supiera que lo estaban grabando y no le importara.
Forrester había mirado la difusa imagen de Cloncurry durante horas tratando de entrar en la mente de aquel joven. Era difícil; se trataba de un hombre que podía desollar viva a una víctima inmovilizada. Un hombre que podía cortar alegremente una lengua y enterrar una cara aterrada en el suelo. Un hombre que podía hacer cualquier cosa.
Era tremendamente atractivo, con pómulos altos y ojos casi orientales. Un perfil anguloso y elegante. Y de algún modo, ello hacía que su gran maldad fuera aún más siniestra.
Boijer estaba aparcando el coche. Se alojaba en el High Wycombe Holiday Inn, justo al lado de la M40. Era una mala noche. Forrester se fumó un porro diminuto después de la cena, pero no le ayudó a dormir. Durante toda la noche, soñó, sudoroso, con cuevas, mujeres desnudas y fiestas morbosas; soñó con una chica perdida entre adultos que se reían, una chica que lloraba por su padre, desorientada en las cuevas.
Se despertó temprano con la boca seca. Incorporándose en la cama, cogió el teléfono y llamó a Boijer, que todavía estaba durmiendo. Luego se dirigieron en coche directamente hasta su caseta prefabricada.
La caseta estaba oculta al otro lado de la colina, en el otro extremo de la entrada principal a la cueva. El entramado de cuevas estaba vacío y la taquilla cerrada con llave. La propiedad de Dashwood había quedado totalmente desierta. Se había pedido a todo el personal que se mantuviera alejado.
Boijer y Forrester estaban con tres agentes en la caseta. Se organizaron en turnos para ver las imágenes del circuito cerrado. Hacía calor; era un perfecto día sin nubes. Mientras pasaban las horas, Forrester miraba por la pequeña ventanilla y pensó en el artículo del periódico que había leído, un reportaje de The Times sobre los yazidis y el Libro Negro. Al parecer, un periodista estaba siguiendo en Turquía otro hilo de la misma y extraña historia.
Forrester había leído el artículo de nuevo la noche anterior y luego llamó a De Savary para preguntarle su opinión. De Savary le confirmó que había visto el artículo y estaba de acuerdo en que había una relación peculiar y bastante interesante. Después le dijo al detective que existía otra conexión. La novia francesa del periodista, mencionada en el artículo, era en realidad una antigua alumna y amiga suya. Y que iba a visitarlo al día siguiente.
El inspector Forrester le había pedido a De Savary que le preguntara algunas cosas a la chica. Que descubriera cuál era la posible conexión entre Turquía e Inglaterra. Entre aquello y esto. Entre el repentino miedo de los yazidis y la súbita violencia de Cloncurry. De Savary le dijo que se lo preguntaría. Y, en aquel momento, Forrester sintió algo de esperanza. Quizá sí pudieran resolver aquello. Pero ahora, quince horas después, aquel optimismo había vuelto a desaparecer. No ocurría nada.
Suspiró. Boijer estaba contando una jugosa historia sobre un compañero en una piscina. Todos se reían. Alguien trajo más café. El día fue avanzando lentamente y el aire de la caseta se fue cargando. ¿Dónde estaban estos tipos? ¿Qué hacían? ¿Estaba Cloncurry engañándoles?
El anochecer se fue aproximando, suave y ligero. Una tranquila y silenciosa noche de mayo. Pero los ánimos de Forrester no eran buenos. Salió a pasear. Eran entonces las diez de la noche. La banda no venía. No había funcionado. El detective arrastraba los pies en la oscuridad, mirando a la luna. Pateó con el zapato una vieja botella de refresco Appletise. Pensó en su hija. «An-ana. An-ana. An-ana papi». La pena fue invadiéndole el corazón. Volvió a enfrentarse a aquella sensación de despropósito; la sensación de fría rabia que no conduce a ningún lado; lo desesperanzador que era todo.
Puede que el viejo sir Francis Dashwood tuviera razón. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué permitía unas cosas tan horribles? ¿Por qué permitía que hubiera muertes? ¿Por qué permitía que murieran los niños? ¿Por qué permitía la existencia de personas como Cloncurry? No había Dios. No había nada. Sólo un niño pequeño perdido en las cuevas y, después, silencio.
—¡Señor!
Era Boijer, que salía corriendo de la caseta seguido de tres agentes armados.
—Señor. Un Beamer grande en el aparcamiento. ¡Ahora mismo!
Forrester recuperó la energía al instante. Corrió detrás de Boijer y los policías armados. Cogieron velocidad al doblar la esquina con dirección al aparcamiento. Alguien encendió las luces: los focos antirrobo que habían instalado en la valla que rodeaba el aparcamiento. La entrada a las cuevas se inundó de una luz cegadora.
En mitad del aparcamiento vacío había un gran BMW negro, reluciente y nuevo. Las ventanillas del coche eran polarizadas, pero Forrester pudo ver unas formas grandes en su interior.
Los agentes apuntaron al coche con sus rifles. Forrester agarró el megáfono de las manos de Boijer y su voz amplificada retumbó en aquel vacío inundado de luz.
—Alto. Están rodeados de policías armados.
Contó las sombras oscuras que había en el coche. ¿Eran cinco o seis?
El coche permaneció inmóvil.
—Salgan del coche. Muy despacio. Ahora.
Las puertas del coche permanecieron cerradas.
—Están rodeados por policías armados. Deben salir del coche. Ahora.
Los agentes se agacharon mientras apuntaban con sus rifles. La puerta del conductor se estaba abriendo muy despacio. Forrester se inclinó hacia delante para echar su primer vistazo a aquel grupo sanguinario.
Una lata de sidra rodó por el cemento con un estrépito. El conductor salió del coche. Tenía unos diecisiete años, estaba visiblemente borracho y claramente aterrorizado. Salieron dos figuras más levantando sus manos temblorosas. También tenían diecisiete o dieciocho años. Llevaban restos de serpentinas sobre los hombros. Uno de ellos tenía restos de lápiz de labios rojo en la mejilla. El más alto de ellos se estaba haciendo pis encima, con una gran mancha de orín extendiéndose por la parte delantera de sus vaqueros.
Niños. No eran más que niños. Estudiantes haciendo diabluras. Probablemente trataban de introducirse a escondidas en las diabólicas cuevas.
—¡Joder! —le gritó Forrester a Boijer—. ¡Joder! —Dio un zapatazo en el suelo maldiciendo su suerte. Después le dijo a Boijer que fuera a arrestar a los chicos. Le daba igual por lo que fuera. Por conducir borrachos—. ¡Dios! —El inspector volvió cabizbajo a la caseta sintiéndose estúpido. Ese bastardo de Cloncurry se estaba burlando de él. Aquel joven psicópata y pijo se les había vuelto a escapar. Era demasiado listo para caer en una trampa tan idiota como aquella. ¿Y qué iba a pasar ahora? ¿A quién mataría? ¿Y cómo lo haría?
Una idea desgarradora y horrible se apoderó del inspector. Estaba claro.
Forrester corrió hasta el coche de policía, cogió su chaqueta y buscó el teléfono móvil. Con manos temblorosas marcó el número. Se acercó el teléfono a la oreja deseando que la señal dejara de sonar. «Vamos, vamos, vamos». Forrester rezaba ansiosamente para que no fuera demasiado tarde.
Pero el teléfono seguía sonando.
37
Cuando Hugo De Savary se despertó, su novio ya casi estaba saliendo por la puerta, repasando entre dientes su examen de antropología en St John.
Al bajar, el profesor vio que su joven y atractivo amante había dejado tras de sí el habitual desorden en la cocina: migas de pan por todas partes, un ejemplar destripado de The Guardian, mermelada derramada sobre un plato y un rastro de café en el fregadero. Pero a De Savary no le importó. Estaba contento. Su novio lo había besado con pasión esa mañana. Lo despertó con un beso. Les iba realmente bien. Y lo que era aún mejor, a De Savary le esperaba por delante uno de sus días favoritos, dedicado a la pura investigación. Nada de escritura estresante, ni de reuniones aburridas en Cambridge, y mucho menos en Londres; nada de llamadas importantes. Lo único que tenía que hacer era sentarse en el jardín de su casa de campo, revisar algunos papeles y leer una o dos tesis sin publicar. Un día muy agradable de lectura y pensamiento ociosos. Quizá se acercara más tarde a Grantchester para hacer algunos recados y comprar libros. Sobre las tres de la tarde tenía su única cita de la jornada con su antigua alumna, Christine Meyer. Vendría por la tarde y traería n la hija de su novio, el periodista que había escrito el artículo tan interesante en The Times sobre los yazidis, el Libro Negro y ese extraño lugar llamado Gobekli Tepe. Cuando se puso en contacto con él, Christine le había dicho que quería hablar sobre la relación entre la historia de su novio y los asesinatos que estaban ocurriendo en Inglaterra.
De Savary se mostró encantado de hablar de ello. Pero también estaba igual de encantado simplemente de volver a ver a Christine. Había sido una de sus alumnas más brillantes, su favorita, y parecía que estaba haciendo un buen trabajo en Gobekli Tepe. Un trabajo estupendo pero bastante espeluznante, a juzgar por los detalles emocionantes del artículo de The Times.
Dedicó diez minutos escasos a limpiar los restos del desayuno. Después le envió un mensaje a su novio: «¿Es completamente imposible cortar pan sin destrozar la cocina? Besos, Hugo».
Mientras vaciaba los restos del café por el fregadero, recibió un mensaje de respuesta: «No me bombardees, ¿ok? Tengo exámenes finales. Besos».
De Savary se rió a carcajadas. Se preguntó si se estaba enamorando de Andrew Halloran. Sabía que sería estúpido hacerlo. El chico sólo tenía veintiún años. De Savary cuarenta y cinco. Pero Andrew era muy guapo, de una forma seductoramente despreocupada. Cada mañana, simplemente se ponía cualquier prenda y parecía perfecto. Sobre todo, cuando se dejaba barba de tres días para compensar sus profundos ojos azules. Y a De Savary le gustaba el hecho de que Andrew estuviera viéndose con otros hombres también. Un poco de mostaza en el sándwich le venía bien. El dulce tormento de los celos. Recogió sus papeles y libros y salió al jardín. Era un hermoso día. Tanto que casi podría distraer su antención: el canto de los pájaros era muy dulce. El aroma de las flores de finales de mayo era demasiado embriagador. De Savary pudo oír a niños riéndose en un jardín de la campiña de Cambridgeshire, aunque su casa estaba muy aislada.
Trató de concentrarse en su trabajo. Estaba examinando un artículo largo y bastante sesudo del suplemento literario de The Times sobre la violencia como parte integrante de la cultura inglesa. Pero cuando se sentó bajo el sol de la mañana su mente volvió a divagar sobre los asuntos que últimamente habían dominado sus pensamientos. La banda que estaba cometiendo asesinatos por toda Inglaterra. Y sus conexiones con la curiosa historia procedente de Turquía.
De Savary recogió del césped el teléfono móvil calentado por el sol y pensó en llamar al inspector Forrester para ver si la policía estaba teniendo suerte en las cuevas de West Wycombe. Pero se lo pensó mejor y volvió a dejar el teléfono en el suelo. Confiaba en que la banda iría a las cuevas en algún momento. Si buscaban el Libro Negro con tanto frenesí, las cuevas del Fuego del Infierno eran uno de los lugares obligados en donde mirar. Que la trampa preparada por la policía funcionara era otro asunto. Suponía un riesgo. Pero los riesgos a veces merecían la pena.
Notó que el calor del sol se hacía más intenso. Dejó caer sus papeles sobre la hierba, se reclinó sobre su hamaca y cerró los ojos. Los niños seguían riéndose en algún lugar de la campiña. Pensó en los yazidis. Estaba claro que el periodista, Rob Luttrell, había descubierto algo. El Libro Negro de los yazidis debió revelar en el pasado cierta información importante sobre aquel extraordinario templo, Gobekli Tepe, que parecía ocupar una posición tan primordial para su fe y sus antepasados. Le recorrió un pequeño escalofrío de inquietud cuando pensó en el artículo de The Times. Seguro que la banda lo había visto y lo habría estudiado a fondo. No eran tontos. El artículo dejaba claro que Rob Luttrell había obtenido información esencial sobre el Libro Negro. Y también mencionaba el nombre de Christine. La banda podría, por tanto, buscar a la pareja más adelante. Se recordó que tenía que advertir a Christine cuando viniera de que posiblemente estuviera en peligro. Los dos, Rob y Christine, debían tener cuidado hasta que la banda fuera arrestada.
Se incorporó en su hamaca y recogió las fotocopias de la tesis: «Miedo a la muchedumbre: disturbios y alboroto en el Londres de la Regencia». Los pájaros gorjeaban en el manzano que había detrás de él. Leyó y tomó notas; después leyó un poco más e hizo más anotaciones.
Tres horas después había terminado. Se puso unos zapatos, montó en su pequeño deportivo e hizo derrapar las ruedas de camino a Grantchester. Fue a la librería y rebuscó entre los estantes durante una apacible hora; después, se acercó a la tienda de informática y compró cartuchos de tinta para la impresora. Luego recordó que Christine iba a visitarlo, así que hizo una parada en el supermercado para comprar limonada fresca y tres canastillas de fresas. Podrían sentarse en el jardín y comerse las fresas al sol.
En el camino de vuelta a su casa de campo, tarareó una melodía. El concierto para dos violines de Bach. Era una pieza musical hermosa. Decidió bajarse de internet una nueva versión cuando tuviera tiempo.
Durante una hora estuvo haciendo búsquedas en Google en su estudio; después sonó la aldaba de la puerta y allí estaba Christine. Sonriendo y luciendo bronceado, con una niña rubia y angelical en brazos. De Savary sonrió encantado. Siempre había pensado que, de no haber sido homosexual, Christine sería el tipo de chica del que podría haberse enamorado: etérea y sexy, pero también recatada y algo inocente. Y por supuesto, de un extremado talento e inteligencia. Y aquel bronceado le sentaba bien. Igual que a la pequeña que estaba a su lado.
Christine puso una mano sobre el hombro de la niña.
—Ésta es Lizzie, la hija de Robert. Su madre está en Londres en un curso... y yo soy su madre adoptiva por un día.
La niña hizo una especie de dulce reverencia como si estuviera delante de la reina, y luego se rió y estrechó con solemnidad la mano de De Savary.
Mientras Christine le seguía de camino al jardín ya le fue hablando de cotilleos, historias y teorías: era cómo si volvieran a estar en las clases del King's. Riendo y hablando apasionadamente sobre arqueología y amor, sobre Sutton Hoo y James Joyce, sobre el príncipe de Palenque y el significado de la palabra sexo.
En el jardín, De Savary le sirvió la limonada y le ofreció las fresas. Christine le describió animadamente a Rob. De Savary pudo ver el amor en sus ojos. Hablaron de él durante un rato y Lizzie dijo que estaba deseando ver a su «papi» porque le iba a traer un león. Y una llama. Después preguntó si podía jugar en el ordenador y De Savary aceptó con alegría, siempre que se quedara donde pudieran verla. La pequeña entró en la casa y se sentó junto a las ventanas, distraída con su juego de ordenador.
El profesor estaba encantado de que él y Christine pudieran charlar ahora con más libertad. Porque quería hablarle de algo más.
—Y bien, Christine —dijo—, háblame de Gobekli. Suena incro yable.
Durante la siguiente hora Christine le resumió lo más importante de la historia. Cuando terminó, el sol estaba rozando las copas de los árboles de los prados. El profesor sacudió la cabeza. Hablaron sobre el extraño enterramiento del lugar. Pasaron al Club del Fuego del Infierno y al Libro Negro, conversando como solían hacer; dos mentes ocupadas y vivaces con intereses culturales similares: literatura, historia, arqueología, pintura... De Savary disfrutaba mucho de la conversación. Christine le contó en un aparte que estaba tratando de inculcarle a Rob los sobrecogedores placeres de James Joyce, el gran escritor modernista irlandés, y los ojos de su antiguo profesor brillaron. Esto le llevó a una de sus últimas teorías. Decidió contársela.
—¿Sabes una cosa, Christine? El otro día estuve echando un vistazo a James Joyce de nuevo y hubo algo que me sorprendió...
—¿El qué?
—Hay un pasaje en Retrato del artista adolescente. Simplemente me pregunté si...
—¿Qué?
—¿Cómo?
—¿Qué ha sido eso?
Entonces lo oyó. Un fuerte golpe detrás de ellos. Venía de la casa. Un fuerte golpe extraño y siniestro.
De Savary pensó de inmediato en Lizzie. Se puso de pie y se giró, pero Christine ya había pasado por su lado corriendo. Él dejó caer su limonada sobre el césped y corrió tras ella y, mientras lo hacía, oyó algo peor: un grito sordo.
Encontró a Christine dentro de la casa en manos de varios hombres que llevaban vaqueros y pasamontañas oscuros. Sólo había un hombre con la cara descubierta. Tenía el cabello oscuro y era atractivo. De Savary lo reconoció de inmediato. Había visto la imagen del circuito cerrado de televisión en un correo electrónico que le había enviado Forrester.
Se trataba de Jamie Cloncurry
De Savary tuvo deseos de gritar por el despropósito de todo aquello. La banda contaba con cuchillos y pistolas. Una de las pistolas le apuntaba a él. Aquello era claramente ridículo. Estaban en Cambridgeshire. Era una agradable tarde de mayo. Acababa de ir al supermercado a comprar fresas. De camino a casa había silbado un concierto de Bach. ¡Y ahora había psicópatas armados en su casa!
Christine trataba de gritar mientras se retorcía, pero, en ese momento, uno de los hombres le dio un fuerte puñetazo en el estómago y ella dejó de hacerlo. Se quejó. Tenía los ojos desorbitados y muy abiertos. Miró a De Savary y él pudo ver el absoluto terror que ella sentía.
El hombre más alto, Jamie Cloncurry, levantó con languidez su pistola hacia De Savary.
—Atadlo a la silla.
Su tono de voz era muy educado, escalofriantemente educado. De Savary pudo oír gritos reprimidos que provenían de la cocina. Lizzie estaba allí, llorando. Entonces, el llanto de la niña cesó.
Dos de los miembros de la banda ataron a De Savary a la silla. Le pusieron una mordaza sudada alrededor de la boca y la apretaron fuerte, haciendo que sus labios sangraran al clavarse en sus incisivos. Pero no era ese dolor lo que más inquietaba a De Savary, sino el modo en que lo estaban sujetando a la silla del comedor. Lo estaban atando de forma que quedaba sentado al revés, a horcajadas sobre el asiento con el pecho presionado contra el respaldo de madera. Dispusieron grandes correas a su alrededor. Los tobillos quedaban fuertemente inmovilizados bajo la silla, al igual que las muñecas; su barbilla estaba dolorosamente apoyada sobre el respaldo. Le dolía todo.
No podía moverse. No podía ver a Christine ni a Lizzie. Sus oídos detectaron un gimoteo apenas perceptible en otra habitación. De repente, sus pensamientos fueron invadidos por el terror cuando oyó las siguientes palabras de Jamie Cloncurry, que estaba de pie en algún lugar detrás de él.
—¿Ha oído hablar alguna vez del águila de sangre, profesor De Savary?
Tragó saliva y, después, no pudo evitarlo: comenzó a llorar. Las lágrimas corrían por su rostro. Imaginaba que iban a matarlo. Pero ¿esto? ¿El águila de sangre?
Jamie Cloncurry se le acercó y le miró de cerca, con su rostro pálido y atractivo algo enrojecido.
—Por supuesto que ha oído hablar de ello, ¿verdad? Al fin y al cabo, usted escribió ese libro. Esa obra tan alarmante de historia popular. La ira de los hombres del norte. —Cloncurry hizo una mueca de desprecio—. Todo sobre los ritos y creencias vikingas. Bastante morboso, si me permite decirlo. Pero supongo que es así como consigue mayores ventas... —El joven sostenía un libro en sus manos y leía textualmente de una página—: «Y ahora llegamos a uno de los conceptos más repugnantes en los anales de la crueldad vikinga: el conocido como águila de sangre. Algunos expertos dicen que este espantoso ritual de sacrificio nunca existió, pero hay varias referencias en las epopeyas y en la poesía escáldica que dejan a las mentes abiertas poco espacio para la duda: el rito del águila de sangre existió. Se trataba de una auténtica ceremonia de sacrificio en el norte». —Cloncurry sonrió mirando a De Savary y luego continuó—: «El tristemente célebre rito del águila de sangre se llevó a cabo, según las explicaciones escandinavas, sobre varios personajes eminentes, incluido el rey Ella de Northumbria, Halfdan, el hijo del rey Harfagri de Noruega, y el rey Edmund de Inglaterra».
De Savary sintió que los intestinos se le empezaban a licuar. Se preguntó si iba a hacérselo encima.
Cloncurry pasó la página y continuó leyendo:
—«Todos los relatos del águila de sangre difieren en los detalles, pero sus elementos esenciales siguen siendo los mismos. Primero se le abría la espalda a la víctima hasta llegar a la columna vertebral. A veces, se le desollaba la piel previamente. Después, se rompían las costillas expuestas al aire, puede que con un martillo o un mazo; o quizá se cortaban. Luego se abrían las destrozadas costillas como si se tratara de un pollo listo parn ser asado, dejando ver los grises pulmones por debajo. La víctima permanece completamente consciente y se le arrancan de la cavidad torácica los pulmones aún en movimiento dejándolos encima de los hombros, de forma que la víctima parece un águila con las alas extendidas. A veces, se le espolvorea sal sobre las enormes heridas. La muerte debía llegar antes o después, quizá por asfixia o por pérdida de sangre; o por un simple ataque al corazón a causa del verdadero terror provocado por la crueldad del acto. El poeta irlandés Seamus Heaney cita el águila de sangre en su poema Dublín vikingo: "Con el aplomo del carnicero desparraman tus pulmones y te ponían calientes alas en los hombros"».
Cloncurry cerró el libro de golpe y lo dejó sobre la mesa del comedor. De Savary temblaba de miedo. El joven le dedicó una amplia sonrisa.
—«La muerte llega más pronto que tarde». ¿Vemos si es cierto eso, profesor De Savary?
El profesor cerró los ojos. Pudo oír a los hombres detrás de él. Los intestinos se le habían vaciado; se lo había hecho encima por el terror. Un fuerte olor fecal llegó a sus narices. Hubo algunos murmullos detrás de él. De Savary sintió el primer dolor atroz, cuando le clavaron el cuchillo en la espalda y fueron cortando hacia abajo. La conmoción casi le hizo vomitar. Se removió a un lado y a otro en la silla. Uno de los hombres se reía por detrás de él.
—Voy a cortarle las costillas con unos humildes alicates. Me temo que no tenemos ningún mazo... —dijo Jamie Cloncurry.
Otra carcajada. De Savary escuchó el ruido de algo rompiéndose y sintió un enorme dolor cerca del corazón, como si le hubieran disparado; se dio cuenta de que le estaban cortando las costillas una a una. Notó cómo se doblaban y luego se rompían. Clac. Como si quebraran algo muy tenso. Oyó otra fractura; y luego otra. Vomitó entre la mordaza. Esperaba ahogarse con su propio vómito y morir muy rápido.
Pero aún no estaba muerto. Lo cierto es que podía sentir las manos de Cloncurry hurgándole en la cavidad torácica. Tuvo la sensación surrealista de que alguien le tiraba de los pulmones y luego el agonizante éxtasis del dolor cuando fueron sacados al aire. Tenía sus propios pulmones apoyados sobre los hombros, grasientos y calientes. Sus propios pulmones... Un extraño olor invadió el aire. Una mezcla a pescado y a metal: el olor de sus propios pulmones. De Savary casi se desmayó.
Pero no. Aquellos sanguinarios habían hecho bien su trabajo: mantenerlo vivo y consciente para que sufriera.
El profesor vio por un espejo cómo la niña y Christine eran sacadas a empujones de la habitación. Se las llevaban. La banda estaba recogiendo sus cosas. Iban a dejar a De Savary allí, para que muriera solo. Con las costillas rotas y abiertas, con sus pulmones cubriéndole los hombros.
La puerta se cerró con un golpe. Se habían ido.
Atado a la silla, De Savary calmó sus gritos de dolor y la angustia de la frustración. Iba a decirle algo a Christine, pero no tuvo tiempo. Y ahora estaba muriéndose. Nadie podía salvarle.
Entonces se fijó en algo. Había un bolígrafo sobre la mesa, muy cerca, junto a su libro sobre los vikingos. La mordaza se había aflojado por el esfuerzo y los ácidos de su vómito, volviéndose blanda y menos apretada en su boca. Podía empujarla hacia abajo y coger el bolígrafo con sus dientes para tratar de escribir alguna cosa; hacer que sus últimos momentos sirvieran para algo.
Las lágrimas de dolor le empañaron los ojos mientras se estiraba y forcejeaba; el título de su libro le devolvía la mirada.
La ira de los hombres del norte, de Hugo De Savary.
38
Rob estaba sentado en el despacho del inspector Forrester en Scot land Yard. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca. Era un día demasiado frío, húmedo y nublado para esa época del año. Rob pensó en su hija y contuvo su rabia y desesperación.
Pero la rabia y la desesperación eran demasiado fuertes. Sintió como si estuviera hundido hasta la cintura en mitad de un veloz río desbordado: en cualquier momento lo perdería, perdería su asidero y se dejaría arrastrar por las emociones. Como las personas que quedaron atrapadas en medio del tsunami asiático. Rob tenía que concentrarse para mantenerse erguido.
Les había contado a los agentes de la policía todo lo que sabía sobre los yazidis y el Libro Negro. El ayudante de Forrester, Boijer, había tomado notas mientras aquél miraba a Rob con seriedad. Cuando Rob terminó, el superior suspiró e hizo girar su sillón.
—Pues está bastante claro cómo y cuándo las secuestraron.
Boijer asintió.
—¿Sí? —respondió Rob sin esperanza.
Rob tenía noticia del secuestro de su hija desde hacía pocas horas, cuando había aterrizado en Heathrow procedente de Estambul. Había ido directamente a casa de su ex mujer y después a reunirse con los policías. Así que, no había tenido tiempo de imaginar cómo había ocurrido.
—Obviamente, Cloncurry leyó su artículo en The Times hace unos días —dijo el policía.
—Ya imagino... —Las palabras parecían mordaces y carentes de sentido en boca de Rob. Todo le parecía mordaz y sin sentido. Recordó algo que Christine le había dicho, el nombre asirio para designar al infierno: el Desierto de la Angustia.
Ahí estaba él. En el Desierto de la Angustia.
El policía seguía hablando.
—Está claro que creen que usted, señor Luttrell, sabe algo del Libro Negro. Por tanto, deben haber rastreado su nombre. Lo habrán buscado en Google. Y habrán sabido la dirección de su ex mujer. Era su antigua casa, ¿no? En la que usted estaba censado.
—Sí. Nunca la cambié.
—Pues así fue. Lo tuvieron fácil. Deben haber estado vigilando esa casa durante unos cuantos días. Esperando y vigilando.
—Y apareció Christine... —murmuró Rob.
—Ella les facilitó las cosas —intervino Boijer—. Las tres salieron para Cambridge seguidas por la banda. No hay duda. Y su novia se llevó a su hija a una casa remota a pasar la tarde. El peor lugar posible.
—Puede que ya supieran quién era De Savary —añadió Forrester—. Se trataba de un escritor famoso, con libros sobre sacrificios y el Club del Fuego del Infierno escritos por él. Seguramente Cloncurry los ha leído. O lo ha visto por televisión.
—Entonces... —Rob seguía tambaleándose en el río desbordado. Se esforzó por mantener la mente centrada—. Entonces esperaron fuera de la casa. Sabían que podían atrapar a Christine y a mi hija inmediatamente.
—Sí —respondió Boijer—. Suponemos que esperarían durante varias horas. Y después entraron corriendo en la casa.
El periodista miró enfurecido a Forrester.
—Va a morir, ¿verdad? Mi hija. ¿No? Han matado a todos los demás.
Forrester se estremeció. Y negó con la cabeza.
—No... En absoluto. No tenemos conocimiento de nada de eso...
—¡Venga ya!
—Por favor.
—¡No! —Rob casi estaba gritando. Se puso de pie y miró al policía—. ¿Cómo puede decir eso? «¿No tenemos conocimiento de nada de esa mierda?». No saben cómo es, detective. No saben cómo coño es. Mi hija ha sido secuestrada por unos jodidos asesinos. Voy a perder a mi única hija.
Boijer se acercó a Rob.
—Tranquilo. Siéntese. Tranquilo.
Rob respiró hondo y exhaló, pausadamente y despacio. Sabía que estaba montando un escándalo, pero no le importaba. Tenía que descargar sus emociones. No podía reprimirlas. Durante unos momentos, Rob se limitó a quedarse allí de pie, con los ojos inundados de rabia. Finalmente, se volvió a sentar.
El inspector Forrester continuó hablando con mucha calma.
—Sé que es muy difícil que usted se dé cuenta de esto ahora, pero lo cierto es que la banda, por lo que sabemos, no le hizo daño a su hija Lizzie ni a Christine Meyer.
Rob asintió apesadumbrado y no dijo nada. No se fiaba de lo que él mismo pudiera decir.
El policía insistió en su teoría.
—No hemos encontrado sangre, aparte de la de De Savary, en la escena del crimen. Como usted dice, el resto de las ocasiones en las que la banda ha actuado, no ha mostrado escrúpulos para asesinar. Pero esta vez no es así. Han secuestrado. ¿Por qué? Porque quieren llegar a usted.
Las aguas que se arremolinaban alrededor de Rob parecieron debilitarse. Miró a Forrester con atención e incluso con esperanza. Había una cierta lógica en lo que decía, cierta lucidez. Rob quería creerle. Realmente deseaba confiar en ese hombre.
—¿Daba usted una dirección de correo electrónico al final de su artículo? —le preguntó Forrester.
—Sí —contestó Rob—. Es una práctica habitual. Una dirección de correo de The Times.
Boijer tomaba notas en su cuaderno. Forrester terminó.
—Estoy seguro de que Jamie Cloncurry se pondrá en contacto con usted. Muy pronto. Quiere el Libro Negro. Con desesperación.
—¿Y si lo hace? ¿Qué coño hago entonces?
—Me llama inmediatamente. Aquí tiene mi móvil. —Le dio una tarjeta—. Tenemos que darle falsas esperanzas. Convenza a la banda de que usted tiene el libro. Los objetos de los yazidis.
Rob estaba confuso.
—¿Aunque no tenga nada?
—Ellos no lo saben. Si les dejamos claro que usted tiene lo que ellos desean, ganaremos tiempo. Un tiempo precioso para que podamos atrapar a Cloncurry.
Rob miró por encima del hombro de Forrester hacia la pared de cristal que había detrás. Pensó en los cientos de policías que estaban trabajando ahora en aquel edificio. Docenas de ellos en este caso. ¿Seguro que podrían encontrar a una banda de asesinos? El rastro de sangre y crueldad estaba ahora en todos aquellos papeles. Rob quería salir de esa oficina y gritarles a todos: «¡Atrápenlos! Cumplan con su deber. ¡Atrapen a esa jodida gente! ¿Tan difícil es?».
—¿Dónde cree que están? —dijo en lugar de ello.
—Tenemos unas cuantas pistas —respondió Boijer—. El italiano, Luca Marsinelli, tiene licencia de piloto. Puede que estén utilizando aviones para entrar y salir del país, aviones privados.
—Pero si no son más que unos crios...
El inspector hizo un gesto de negación con la cabeza.
—No son unos simples crios. En todo caso, no unos crios normales. Éstos son niños ricos. Marsinelli es huérfano, pero heredó una fortuna procedente de negocios textiles en Milán. Es inmensamente rico. Otro miembro de la banda, según creemos, es el hijo del director de unos fondos de inversión de Connecticut. Estos chicos tienen fondos fiduciarios, fortunas privadas y cuentas en el banco de Jersey. Pueden comprarse un coche nuevo simplemente haciendo así. —Chasqueó los dedos—. Hay muchos aeródromos privados en East Anglia, antiguas pistas de aterrizaje americanas de la guerra. Puede que se llevaran a su hija fuera del país; creemos que Italia es el lugar más obvio, dadas las conexiones de Marsinelli. Tiene una propiedad cerca de los lagos italianos. Después está la familia de Cloncurry, en Picardía. También están siendo vigilados. La policía francesa y la italiana están al corriente de todo esto.
Rob bostezó. Se trataba de un bostezo de frustración y amargura, no de cansancio, que procedía de un exceso de adrenalina. Se sintió sediento y cansado, tenso y furioso. Las dos mujeres a las que más quería, Lizzie y Christine, secuestradas; llorando, sufriendo; perdidas en el Desierto de la Angustia. No podía soportar pensar en ello.
Se levantó.
—De acuerdo, inspector, miraré mis correos electrónicos.
—Bien. Y puede llamarme en cualquier momento, señor Luttrell. A las cinco de la mañana. No me importa. —Los ojos del policía parecieron nublarse un momento—. Rob, comprendo de verdad por lo que está pasando. Créame. —Tosió y después continuó—. Cloncurry es un joven arrogante y un psicópata. Cree que es más listo que los demás. La gente como él no puede resistirse a burlarse de la policía con su inteligencia. Y así es como se les atrapa.
Apretó la mano del periodista. Había una determinación en el saludo del policía que, por lo que Rob pudo percibir, iba más allá del consuelo profesional, una cierta empatia. Y también pudo apreciar algo en su mirada: una clara pena, incluso dolor, en aquellos ojos de detective.
Rob le dio las gracias, luego se dio la vuelta y salió del edificio, caminando como un zombi hacia la parada. Fue en autobús hasta su casa, un diminuto apartamento do Islington. El trayecto fue extenuante. Mirara hacia donde mirara, veía niños: niñas pequeñas jugando con amigos, dando saltos por la acera, de compras con sus madres. Quiso seguir mirándolas por si acaso alguna de ellas era Lizzie. El olor de su pelo después de bañarla cuando era un bebé. Sus ojos azules y confiados. Volvió a sentir un maremoto de agonía por todo su cuerpo, enorme y aplastante.
Cuando llegó al apartamento, no hizo caso de sus maletas sin deshacer ni de la leche que se echaba a perder sobre la mesa de la cocina y fue directo a su ordenador portátil, lo enchufó a la pared, lo encendió y consultó su correo electrónico.
Nada. Volvió a mirar actualizando la pantalla. Aún nada.
Se dio una ducha, después empezó a vestirse y se detuvo. Deshizo una maleta, pero la dejó a medias. Trataba de no pensar en Lizzie y no lo consiguió; estaba muy enfadado y tenso. Pero lo único que podía hacer era seguir consultando su correo de forma ridicula e insistente.
Sin camisa y descalzo, volvió al ordenador y le dio al botón del ratón. Se estremeció. Allí estaba, enviado hacía diez minutos. Un correo de Jamie Cloncurry.
Rob leyó el título con miedo y esperanza. «Su hija».
¿Iba a ser una espantosa imagen de su cadáver? ¿Enterrada y muerta? ¿O iba a decir que estaba bien?
La tensión y la ansiedad le resultaron insoportables. Con fuertes sudores, Rob abrió el correo. No había fotografía; sólo texto. Comenzaba bastante lacónico:
Tenemos a su hija, Rob. Si quiere que se la devolvamos debe darnos el Libro Negro. O decirnos exactamente dónde está. De otro modo, morirá. De una forma que no le diré. Estoy seguro de que su imaginación puede hacer el resto. Tampoco le hemos hecho nada a su novia, pero la mataremos de igual modo si usted no nos ayuda.
Rob quiso estampar el ordenador contra la pared. Pero continuó leyendo. Quedaba mucho más.
Por cierto, he leído su artículo sobre los palestinos. Muy conmovedor. Desgarrador. Escribe con una prosa bastante efectiva cuando no es tan previsiblemente liberal. Pero me pregunto si alguna vez ha pensado de verdad en la situación israelí y en lo que en ella subyace. ¿Lo ha hecho, Rob?
Mírelo de este modo: ¿A quién tiene más miedo? En lo que a razas se refiere, ¿cuál de ellas le pone más nervioso en el fondo? Me atrevería a decir que son los negros, los africanos, ¿verdad? Tengo razón, ¿no? ¿Se cruza de acera cuando ve una pandilla de jóvenes negros con sus capuchas por las calles de Londres? Si es así, no es el único, Rob. Todos lo hacemos. Y el miedo a los negros es estadísticamente lógico, por lo que respecta a delitos callejeros menores. Es mucho más probable que le asalte y le robe un negro que un blanco, por no hablar de los japoneses o los coreanos, dada la proporción de gente negra en la población general.
Pero piénselo un poco más.
He leído sus artículos y sé que no es estúpido. Puede que sí sea imbécil en lo que se refiere a la política, pero no es estúpido. Así que, piense. ¿Qué raza es la que de verdad asesina más? ¿Cuál de las razas humanas es la más letal?
La de los listos, ¿verdad?
Profundicemos en ello. Usted tiene miedo a los negros. Pero, en realidad, ¿cuántas personas han sido asesinadas por africanos a nivel global? ¿Por ejércitos africanos? ¿Por el poder africano? ¿Unos cuantos miles? ¿Quizá unos cientos de miles? Y eso en lo que respecta a toda África. Así que ya ve: en proporción, no son tan peligrosos. Son muy caóticos y claramente incapaces de autogobernarse, pero no son peligrosos a escala mundial. Ahora hablemos de los árabes. Los árabes apenas han llegado a dominar la informática. No han conseguido invadir a nadie desde el siglo XV. El 11 de septiembre fue su mejor intento de matar a montones de personas en doscientos años. Y mataron a tres mil. Los americanos podrían bombardear con napalm a esa misma cantidad en un solo minuto. Por control remoto.
Entonces, ¿cuál es el pueblo organizado que de verdad asesina, Rob? Por ello, necesitamos ir al norte. Donde están los inteligentes.
Entre las naciones europeas, los británicos y los alemanes han asesinado más que ningún otro. Veamos el Imperio Británico. Los británicos eliminaron del mapa a los aborígenes de Tasmania, por completo. Los asesinaron absolutamente a todos. Los británicos de Tasmania tenían de hecho un deporte en el que salían a cazarlos. Un deporte sangriento, como la caza del zorro.
El único pueblo europeo que puede asemejarse al británico en puros términos letales es el alemán. Tardaron en ponerse a la altura, sin imperio ni nada, pero lo hicieron bastante bien en el siglo XX. Se cargaron a seis millones de judíos. Asesinaron a cinco millones de polacos y puede que entre diez y veinte millones de rusos. Demasiados para contarlos. ¿Y cuáles son los coeficientes intelectuales de los británicos y de los alemanes? En torno al ciento dos y ciento cinco, significativamente por encima de la media y muy por encima de otras razas. Este pequeño margen es lo suficientemente importante para convertir a los británicos y a los alemanes en algunos de los pueblos más letales del mundo, así como los más inteligentes.
Pero vayamos más lejos. ¿Quién es aún más inteligente que los británicos y los alemanes, Rob? Los chinos. Tienen una media de coeficiente intelectual de ciento siete. Y los chinos asesinaron quizá a cien millones en el siglo XX. Por supuesto, asesinaron a su propia gente, pero sobre gustos no hay nada escrito.
Y vayamos a los que están en lo más alto.
Por número de población, ¿quién tiene más probabilidad de matarle? ¿Los alemanes o los británicos? ¿Un negro o un chino? ¿Un coreano o un kazajo? ¿Un nigeriano o un italiano?
No. Son los judíos. Los judíos han asesinado a más personas en este planeta que ningún otro. Por supuesto, dado el diminuto tamaño de la población judía han tenido que hacer su masacre a través de apoderados, por así decirlo, aprovechando el poder de otras naciones o haciendo que otros países luchen entre sí. Viven y matan utilizando su inteligencia como arma. Y no se puede negar a cuántos han pasado por la espada. Piénselo. Los judíos inventaron el cristianismo, ¿cuántos han muerto por la cruz? ¿Cincuenta millones? Los judíos soñaron con el comunismo. Otros cien millones. Después está la bomba atómica. Inventada por judíos. ¿A cuántos matará?
Los judíos, disfrazados de neoconservadores, incluso idearon la segunda guerra de Iraq. Sí, ésa fue una operación corta comparada con lo que acostumbran. Sólo mataron a un millón. Muy poca cosa. Pero, al menos, se mantienen en forma. Quizá estén ensayando para la gran guerra entre el islam y la cristiandad. Se acerca lo que todos sabemos, y los judíos comenzarán lo que todos sabemos. Pero ellos empiezan todas las guerras; porque son muy listos.
¿Cuál es la media del coeficiente intelectual del judío asquenazí? Ciento quince. Son, con diferencia, la raza más inteligente del planeta. Y es más probable que los judíos le quiten la vida, según su historial, que ningún otro. Sólo que no lo hacen en la calle, con una navaja, buscando diez dólares para comprar crack.
Kob se quedó mirando el correo. Aquella basura racista resultaba casi hiriente por su psicosis. Era de una demencia vertiginosa. Pero probablemente hubiera en ella alguna clave.
Volvió a leerlo dos veces más. Después cogió el teléfono y llamó al inspector Forrester.
39
El inspector Forrester estaba al teléfono, concertando una reunión con Janice Edwards. Quería preguntarle su opinión sobre el caso Cloncurry porque era experta en psicología evolutiva. Había escrito libros sobre la materia, densos, pero con buena acogida.
La secretaria de la terapeuta fue evasiva. Le dijo que Janice estaba muy ocupada y que la única hora que tenía disponible en la semana era al día siguiente, en el Real Instituto de Cirugía para sus reuniones mensuales con la fundación del instituto.
—Bueno. Está bien. Entonces la veré allí.
La secretaria dejó escapar un suspiro.
—Tomo nota.
A la mañana siguiente Forrester cogió el metro hasta Holborn y esperó en el vestíbulo lleno de columnas del instituto hasta que Janice llegó para conducirlo al interior del enorme y resplandeciente museo de acero y cristal del edificio, puesto que aquél era «un lugar agradable para charlar».
El museo era impresionante. Un laberinto de enormes estantes de cristal llenos de tarros y muestras.
—A esto se le llama la Galería de Cristal —dijo Janice, señalando a los relucientes estantes de disecciones—. Fue restaurada hace un par de años. Estamos muy orgullosos de ella. Costó millones.
Forrester asintió con educación.
—Aquí está uno de mis objetos preferidos —le explicó la doctora—. ¿Ve? La garganta conservada de un suicida. Este hombre se cortó la garganta. Puede verse la explosión en la carne. Hunter era un disector brillante —dijo, sonriendo a Forrester—. Y bien. ¿Qué me decía, Mark?
—¿Cree que puede haber un gen asesino?
—No —contestó, moviendo la cabeza.
—¿Ninguno?
—Ni un solo gen. No. Pero quizá sí una agrupación de genes. No pienso que sea imposible. Pero no se sabe con seguridad. Es una ciencia incipiente.
—Bien.
—No hemos hecho más que empezar a descifrar la genética. Por ejemplo, ¿alguna vez ha pensado en la interconexión entre la homosexualidad y el alto nivel de inteligencia?
—¿La hay?
—Sí. —Sonrió—. Los homosexuales tienen un coeficiente intelectual diez puntos por encima de la media. Está claro que aquí participa un elemento genético. Un grupo de genes. Pero no estamos en absoluto seguros de su mecánica.
Forrester asintió. Echó un vistazo a algunos especímenes animales. Un tarro que contenía lampreas. El estómago gris pálido de un cisne.
—En cuanto al carácter hereditario del instinto homicida, pues... depende de cómo interactúen los genes —continuó Janice Edwards—. Entre sí y con lo que les rodea. Alguien que tenga ese rasgo puede, aun así, llevar una vida perfectamente normal si sus deseos no son catalizados ni provocados de algún modo.
—Pero... —Forrester estaba confuso—. ¿Cree que los instintos asesinos pueden heredarse?
—Pongamos por ejemplo la habilidad musical. Parece que es parcialmente hereditaria. Pensemos en la familia Bach, brillantes compositores a lo largo de varias generaciones. Por supuesto, el entorno desempeñó un papel importante, pero es seguro que los genes también tienen algo que ver. Así pues, si algo tan complejo como la composición musical es hereditario, entonces, sí, ¿por qué no un deseo tan primario como el de asesinar?
—¿Y qué me dice de los sacrificios humanos? ¿Se puede heredar el deseo de hacer sacrificios humanos?
Ella frunció el ceño.
—No estoy segura de ello. Es un concepto algo extraño. Dígame los antecedentes.
Forrester le contó la historia de los Cloncurry. Una familia aristocrática con un historial de logros marciales, y algunos de sus miembros llevaron la agresividad hasta un morboso punto cercano al sacrificio humano. Y ahora habían engendrado a Jamie Cloncurry, un asesino que cometía sacrificios sin ninguna excusa ni motivo. Y lo que resultaba más extraño, parecía que la familia se sentía atraída por los lugares donde se llevaban a cabo sacrificios humanos. Vivían cerca de la mayor fosa de sacrificados de Francia y de los campos de batalla de la Gran Guerra masacrados por su atroz antepasado, el general Cloncurry.
Janice asentía pensativa.
—Interesante. Supongo que los asesinos regresan a menudo al escenario del crimen, ¿no? —Se encogió de hombros—. Pero es bastante extraño. ¿Por qué vivir allí, cerca de los campos de batalla? Podría ser una coincidencia. Quizá estén, en cierto modo, homenajeando a sus antepasados. Tendría que preguntárselo a un antropólogo.
Caminó a lo largo de la Galería de Cristal. Había dos chicas sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y con cuadernos de dibujo en el regazo y pequeñas cajas de pintura a un lado. Estudiantes de arte, conjeturó Forrester. Una de las chicas era china. Miraba con los ojos entrecerrados y una gran concentración a cinco inquietantes fetos en conserva: quintillizos humanos deformados.
Janice Edwards se giró hacia Forrester.
—Lo que de verdad me parece es que se trata de una psicosis heredada y homicida que posiblemente se muestre en forma de sacrificios en ciertas situaciones.
—¿Qué significa eso?
—Creo que una psicosis que predisponga a la violencia extrema puede ser heredada. ¿Cómo podría sobrevivir un rasgo así en términos darwinianos? Generalmente en la historia puede darse que la tendencia a una violencia monstruosa no sea siempre algo malo. Por ejemplo, si las ansias de matar y la brutalidad se canalizaran, podrían adaptarse.
—¿Cómo?
—Si, por ejemplo, existiera una tradición militar en la familia. El vástago más violento podría ser enviado al ejército, donde su agresividad y sus ansias de matar serían una ventaja.
Siguieron caminando, dejando atrás a los estudiantes. Más adelante, en la misma galería, había una serie de diminutos fetos que mostraban el desarrollo del embrión desde las cuatro semanas hasta los seis meses. Estaban increíblemente bien conservados, flotando en su espacio de líquido claro como pequeños alienígenas en gravedad cero. Sus expresiones eran humanas desde una primera fase, haciendo muecas de dolor y gritando. En silencio.
Forrester tosió y miró su cuaderno.
—Entonces, Janice, si estos tipos tuvieran los genes del asesinato y el sadismo, ¿podrían haberlos tenido ocultos hasta ahora y ser debidos, por ejemplo, al historial imperialista de Gran Bretaña y a todas las guerras en las que hemos participado?
—Es muy posible. Pero hoy día dicho rasgo sería problemático. La agresividad intensa no tiene salida en una época de prohibiciones de tabaco y bombas inteligentes. A menudo, asesinamos mediante apoderados, si es que lo hacemos. Y ahora tenemos al joven Jamie Clon curry, que puede ser lo que llamamos una «celebridad genética». Lleva los genes sádicos de sus antepasados, pero del modo más monstruoso. ¿Qué puede hacer con ese talento además de asesinar? Comprendo su dilema, sin intención de parecer despiadada.
Forrester se quedó mirando un cerebro humano en conserva. Parecía una coliflor vieja y mustia. Leyó el letrero que lo acompañaba. El cerebro perteneció a Charles Babbage, «inventor de la computadora».
—¿Y qué hay de la propensión al sacrificio? ¿Está segura de que no se podría, ya sabe, heredar como un rasgo?
—Quizá en tiempos históricos esta agrupación de genes podía conducir a alguien a cometer sacrificios humanos en una sociedad religiosa ya estructurada para acciones semejantes.
Forrester pensó en ello durante un momento. Después sacó un papel del bolsillo, una copia impresa del correo electrónico que habían enviado a Rob Luttrell. Se lo enseñó a Janice, quien le echó un rápido vistazo.
—Antisemitismo. Sí, sí. Este tipo de cosas es un síntoma muy común de la psicosis. Especialmente si la víctima es muy brillante. Los psicóticos más débiles simplemente piensan que hay alienígenas que viven en su tostadora, pero un hombre inteligente que se ha vuelto loco percibirá conductas y conspiraciones más misteriosas. Y el antisemitismo es un rasgo bastante habitual. ¿Recuerda al matemático John Nash?
—¿El tipo de aquella película..., Una mente maravillosa?
—Uno de los matemáticos más importantes de su tiempo. Ganó el Nobel, creo. Era completamente esquizofrénico a los veinte y a los treinta años y un antisemita obsesivo. Pensaba que los judíos estaban por todas partes, adueñándose del mundo. Un alto índice de inteligencia no evita un grado de locura peligroso. El coeficiente intelectual de los líderes nazis era de alrededor de ciento treinta y ocho. Muy alto.
Forrester volvió a coger el papel y lo dobló, metiéndoselo de nuevo en el bolsillo. Tenía una última pregunta. Una apuesta muy arriesgada. Lo intentó.
—Tal vez pueda ayudarme en un último asunto. Cuando encontramos al pobre De Savary, había escrito una palabra, una única palabra en la primera página de un libro. El papel estaba empapado con manchas de sangre aspirada.
—¿Cómo dice?
—Escribió con la boca. El bolígrafo lo tenía en la boca y él estaba expulsando sangre mientras escribía.
La doctora hizo un gesto de dolor.
—Es horrible.
Forrester asintió.
—No es de sorprender que la letra sea apenas legible.
—Ya...
—Pero la palabra parece ser «Undish».
—¿Undish?
—Undish.
—No tengo ni idea de qué significa eso.
El inspector suspiró.
—He estado investigando y hay un grupo polaco de música death metal llamado Undish.
—Ah. Bien... Ahí tiene su respuesta, ¿no? ¿Estos cultos satánicos no están a menudo influenciados por esa horrible música de rock gótico o lo que sea?
—Sí —contestó Forrester. Janice se dirigía a la salida mientras pasaba por antiguos tablones oscuros manchados de venas diseccionadas. Él siguió hablando—: Pero ¿por qué iba a saber alguien como De Savary algo sobre un grupo de música death metal? Y, de todos modos, ¿por qué nos habla de él? Si tenía una última palabra que escribir cuando estaba sintiendo dolor por todo el cuerpo, ¿por qué precisamente ésa?
La doctora Edwards miró su reloj.
—Lo siento. Tengo que irme. Tenemos otra reunión. —Sonrió—. Si lo desea, podemos tener otra sesión la semana que viene. Llame a mi secretaria.
Forrester se despidió y bajó las escaleras, dejando atrás los pedestales con sombríos y severos bustos de célebres hombres de la medicina. Después salió, con cierto alivio, a las calles soleadas de Bloomsbury. Su conversación con Janice le había dado algunas ideas fascinantes. Quería revisarlas. Ahora mismo. La expresión que había utilizado la doctora, «homenajear a sus antepasados», le dio que pensar. Y mucho. Le sonaba a algo que había en el artículo de Rob Luttrell en The Times. Algo sobre los ancestros. Y sobre dónde se elegía vivir.
Se dirigió a la estación de Holborn, tarareó canciones con impaciencia en el vagón del metro y se abrió paso a través de las calles comerciales de Victoria. Cuando llegó a Scotland Yard subió corriendo las escaleras y cerró de golpe la puerta de su despacho. Habría tirado al pasar la fotografía de su hija fallecida si no hubiera estado ya boca abajo sobre el escritorio.
Inmediatamente encendió su ordenador y buscó en Google «casa con antepasados enterrados».
Lo encontró. Había dado en el clavo. Su premio. Lo que él buscaba; lo que recordaba que se había mencionado en el artículo de The Times.
Canoyu y Catalhóyük. Dos antiguos yacimientos turcos cerca del templo de Gobekli Tepe.
El aspecto fundamental de estos lugares, para Forrester, era lo que había ocurrido debajo de las casas y edificios. Porque sus habitantes habían enterrado los huesos humanos de sus víctimas sacrificadas bajo sus casas. Por consiguiente, estas personas vivían, trabajaban, dormían, follaban, comían y hablaban justo encima de sus propias víctimas. Y, al parecer, esto sería así durante siglos; nuevos estratos de huesos y cadáveres humanos, después otro suelo y luego más huesos. Vivir sobre las víctimas sacrificadas de tus antepasados. En la Cámara de la Calavera.
Tomó un trago de agua de una botella de Evian. ¿Por qué querría alguien vivir cerca o incluso encima de sus propias víctimas? ¿Por qué tantos asesinos querían hacerlo? Miró por la ventana hacia el cielo soleado de Londres y pensó en el curioso eco de este hecho en tantos casos actuales de asesinato. Como el de Fred West en Inglaterra, que enterró a sus hijas asesinadas en el patio de atrás. O el de John Wayne Gacy en Indiana, que sepultó a docenas de chicos que había matado justo debajo de su propia casa. Siempre que aparecían asesinatos en serie, el primer lugar en el que se buscaban los cadáveres era en casa del asesino o bajo su suelo. Se trataba de un procedimiento habitual de la policía. Porque los asesinos ocultaban muy a menudo a sus víctimas en las cercanías.
Nunca antes le había dedicado Forrester la suficiente atención a este fenómeno, pero ahora que sí lo hacía se sentía sorprendido por su extrañeza. Existía claramente un profundo y puede que inconsciente deseo de vivir cerca o encima de las víctimas muertas, un deseo que podría decirse que ha existido en la humanidad desde hacía diez mil años. Y puede que fuera eso lo que estaba haciendo la familia Cloncurry, vivir sobre los cuerpos de sus propias víctimas: todos aquellos soldados asesinados por el Carnicero de Albert.
Sí.
Dio otro trago de la tibia Evian. ¿Y qué decir de la fosa? Puede que a la familia Cloncurry le gustara sentir también cierta afinidad por esas víctimas. Al fin y al cabo, las víctimas de la fosa de Ribemont eran célticos. Guerreros galos...
Forrester se incorporó en su asiento. Algo tiraba de sus pensamientos como un clavo suelto que se engancha en un hilo y descose un jersey. Célticos. Celtas. ¿Celtas? ¿De dónde procedían los Cloncurry? Decidió buscar «antepasados de Cloncurry».
En apenas dos minutos lo encontró. La familia Cloncurry descendía, por matrimonio, de una antigua familia irlandesa. Pero no de una familia irlandesa cualquiera. Sus antepasados eran... los Whaley.
La familia Cloncurry descendía de Buck y Burnchapel Whaley. ¡Los fundadores del Club del Fuego del Infierno!
Sonrió a la pantalla. Estaba en racha, eufórico. Sintió que sería capaz de descifrarlo todo. Había dado en el clavo y marcado todos los goles. Ahora podría resolver aquel maldito asunto. Allí y ahora. Justo allí, en su mesa.
Entonces, ¿dónde podría estar la banda? ¿Dónde podrían esconderse? Durante mucho tiempo, Boijer y él junto con el resto de la brigada habían supuesto que aquellos asesinos estaban saliendo y entrando de Gran Bretaña sin ser vistos, yéndose a Italia o Francia, en un avión privado o quizá en barco. Pero puede que él y Boijer estuvieran buscando en el lugar equivocado. El hecho de que algunos miembros de la banda fueran italianos o franceses no significaba que viajaran a esos países. Quizá estuvieran en otro, pero podrían encontrarse en el único sitio donde no se necesitara pasaporte para salir de Gran Bretaña. Forrester levantó la vista. Boijer estaba entrando por la puerta.
—¡Amigo finlandés!
—¿Señor?
—Creo que ya lo sé.
—¿Qué?
—Dónde se esconden, Boijer. Creo que sé dónde se esconden.
40
Rob estaba sentado en su apartamento mirando el vídeo de forma obsesiva. Cloncurry se lo había enviado tres días antes por correo electrónico.
Las imágenes mostraban a su hija y a Christine en una pequeña habitación vacía. La boca de Lizzie estaba amordazada. Y también la de Christine. Estaban atadas con fuerza a unas sillas de madera.
Y eso es todo lo que mostraban de ellas. Llevaban ropa limpia. No parecían estar heridas. Pero las fuertes mordazas de cuero alrededor de sus bocas y el terror reflejado en sus ojos hacía que el vídeo fuera para Rob casi imposible de mirar fijamente.
Lo veía cada diez o quince minutos. Lo miraba una y otra vez y luego caminaba por el apartamento, en ropa interior, sin afeitar, sin ducharse, aturdido por la desesperación. Parecía un viejo y desquiciado eremita en el Desierto de la Angustia. Trató de comerse una tostada y la dejó. No había tomado una comida decente desde hacía tiempo, aparte del desayuno que su mujer le había preparado unos días atrás.
Había ido a casa de Sally para hablar del destino de su hija y Sally, generosa, le había preparado unos huevos con beicon y, por primera vez en mucho tiempo, Rob había sentido hambre y se había comido la mitad de aquel plato, pero entonces Sally comenzó a llorar. Así que Rob se levantó para consolarla con un abrazo. Pero fue todavía peor. Ella se apartó y le dijo que todo aquello era culpa de él. Le gritó, le chilló y le dio una bofetada y luego un puñetazo en el estómago mientras se agitaba a uno y otro lado. Él recibió los golpes con tranquilidad porque pensaba que ella estaba en lo cierto. Tenía razón al estar enfadada. Él las había conducido a esa situación. Su incesante búsqueda de la historia, su deseo egoísta de fama periodística, su absurda negación del peligro cada vez mayor. El simple hecho de que él no estuviera en el país para proteger a Lizzie. Todo eso.
El torrente de culpa y el odio que Rob sentía por sí mismo casi le hizo sentirse bien en aquel momento. Al menos, aquello era real; una emoción auténtica y mordaz. Algo que atravesara la desesperación extrañamente insensible que notaba casi todo el tiempo.
Su única conexión con la lucidez era el teléfono. Rob se pasaba horas mirándolo taciturno, deseando que sonara. Y el teléfono sonó muchas veces. Algunas de ellas recibió llamadas de amigos, otras de compañeros de trabajo, y también de Isobel desde Turquía. Todos los que llamaban trataban de ayudar, pero Rob estaba impaciente por la única llamada que esperaba: la de la policía.
Él ya sabía que tenían una pista prometedora. Forrester le había llamado hacía cuatro días para decirle que ahora creían que la banda estaba posiblemente en algún lugar cerca de Montpelier House, al sur de Dublín. El origen del Club del Fuego del Infierno. El detective le había explicado el camino que había llevado a Scotland Yard a esa conclusión: cómo seguramente los asesinos salían y entraban del país gracias a su destreza para desaparecer por completo sin que fueran localizados por la policía de aduanas ni por los controles de pasaportes. Eso significaba que debían de huir a un país extranjero para el que no se necesitara pasar por esos controles al salir del Reino Unido.
Seguramente habían ido a Irlanda.
Todo aquello era muy plausible. Pero Forrester pensó que era necesario que, al hablar con Rob, se añadiera aquella teoría extraña que lo apoyara sobre las víctimas enterradas, la fosa de Ribemont, Catalhóyük y un asesino llamado Gacy y el hecho de que Cloncurry elegiría algún lugar cercano a las víctimas de sus antepasados... En ese momento, Rob colgó.
Estaba poco convencido de que Forrester tuviera razón con esas especulaciones psicológicas. No parecía más que una corazonada y él no creía en ellas. No se fiaba de nadie. Ni siquiera de sí mismo. En lo único en lo que podía confiar era en la sinceridad del odio que sentía hacia su propia persona y en la ferocidad de su angustia.
Aquella noche se acostó y durmió durante tres horas. Soñó con un animal crucificado que lloraba en la cruz; puede que fuera un cerdo o un perro. Cuando se despertó, estaba amaneciendo. La imagen del animal clavado se le quedó grabada en la mente. Tomó un valium. Cuando se volvió a despertar era mediodía. Su teléfono móvil estaba sonando. ¡Sonando! Corrió hasta la mesa y contestó.
—¿Sí? Hola.
—Rob.
Era... Isobel. Sintió que su ánimo caía en picado; le gustaba Isobel y la admiraba, ansiaba su inteligencia y ayuda, pero en ese momento sólo quería oír a la policía, la policía, la policía.
—Isobel...
—¿No ha habido noticias?
Él suspiró.
—No. No desde la última vez. Nada. Sólo... sólo estos jodidos correos de Cloncurry. Los vídeos...
—Robert, lo siento. Lo siento mucho. Pero... —Hizo una pausa. Rob podía imaginársela en su preciosa casa de madera, mirando el azul del mar de Turquía. Aquella imagen era desgarradora y le recordaba a cómo él y Christine se habían enamorado. Allí, bajo las estrellas del Marmara.
—Robert, he tenido una idea.
—¿Aja?
—Sobre el Libro Negro.
—Muy bien... —Apenas podía mostrar interés.
Isobel no permitió que eso la disuadiera.
—Escúchame, Rob. Eso es lo que están buscando estos cabrones, ¿no? El Libro Negro. Están absolutamente desesperados. Y tú les has dicho que puedes encontrarlo, que lo has encontrado o lo que sea para que ellos sigan... ¿Correcto?
—Sí, pero... Isobel, no lo tenemos. No tenemos ni idea de dónde está.
—¡Pues de eso se trata! Imagínate que sí lo encontramos. Si localizamos el Libro Negro tendremos verdadero poder sobre ellos, ¿no? Podremos... hacer un intercambio..., negociar... ¿Entiendes lo que quiero decir?
El periodista asintió bruscamente. Deseaba que esta llamada le diera fuerzas y le alentara. Pero estaba muy cansado.
Isobel siguió hablando. Mientras lo hacía, Rob caminaba descalzo por el apartamento sosteniendo el teléfono bajo barbilla. Después, se sentó en la mesa y miró el ordenador encendido. No había correos de Cloncurry. Nada nuevo.
Isobel continuaba hablando; Rob trataba de concentrarse.
—Isobel, no te he oído, perdona. ¿Lo puedes repetir?
—Claro... —Dejó escapar un suspiro—. Déjame que te lo explique. Creo que ellos, la banda, pueden estar llamando a la puerta equivocada en lo que respecta al libro.
—¿Por qué?
—He estado investigando. Sabemos, por un lado, que la banda estaba interesada en Layard, el asiriólogo que conoció a los yazidis, ¿correcto?
Un leve recuerdo pasó por la mente de Rob.
—¿Te refieres a lo del robo en el colegio?
—Sí. —La voz de Isobel sonó fría ahora—. Austen Henry Layard, que promovió el Pórtico de Nínive del colegio Canford. Es famoso por haberse reunido con los yazidis en 1847.
—Bien..., eso ya lo sabemos...
—¡Pero lo cierto es que se reunió con ellos dos veces! Volvió a verlos en 1850.
—De acuerdo... ¿y?
—Está todo en este libro que tengo. Lo acabo de recordar. Aquí. La conquista de Asiría. Dice así: Layard fue a Lalesh en 1847. Como ya sabemos. Después regresó a Constantinopla y se reunió con el embajador británico en la Sublime Puerta.
—Sublime...
—Puerta. El Imperio Otomano. El embajador se llamaba sir Stratford Canning. Y ahí es cuando todo cambia. Dos años más tarde, Layard vuelve otra vez con los yazidis y esta vez consigue un logro inexplicable y encuentra todas las antigüedades que le hicieron famoso. Y todo esto es cierto. Está en los libros de historia. ¿Lo entiendes?
Rob trataba de apartar de su mente la imagen de su hija. Las mordazas de cuero...
—Lo cierto es que no. No tengo ni la más remota idea de lo que quieres decir.
—Muy bien, Rob. Perdona. Iré directa al grano. En su primera expedición, Layard fue a Lalesh. Mi opinión es que cuando estuvo allí, los yazidis le hablaron del Libro Negro y de cómo un inglés, Jerusa lem Whaley, se lo había llevado. Layard fue el primer británico que habían conocido los yazidis y, probablemente, el primer occidental desde la visita de Whaley. Así que tiene todo el sentido. Debieron de decirle que querían que les devolvieran el libro.
—Hummm..., puede ser.
—Así que Layard va a Constantinopla y le habla al embajador Cannings sobre sus descubrimientos. Sabemos con seguridad que se vieron. Y también sabemos que sir Stratford Canning era un angloir landés de ascendencia protestante.
Rob pudo por fin discernir débilmente adónde iba a parar.
—¿Canning era irlandés?
—Sí. De la aristocracia angloirlandesa. Una pequeña camarilla. Personas como Whaley y lord Saint Leger. Los miembros del Fuego del Infierno. Todos ellos están relacionados.
—Pues sí, es curioso. Pero ¿cómo concuerda todo esto?
—Más o menos en la misma época corrieron rumores en Irlanda sobre un tal Edward Hincks.
—¿Cómo? Me estoy liando.
—Hincks fue un clérigo irlandés de Cork poco conocido. ¡Él solo consiguió descifrar la escritura cuneiforme! Todo esto es cierto, Rob. Búscalo en internet. Éste es uno de los mayores misterios de la asirio logía. Toda la Europa culta trataba de descifrar la escritura cuneiforme y, de repente, ese párroco rural irlandés les aventaja a todos. ¿Cómo es que Hincks la descifró de pronto? Era un insignificante clérigo protestante que vivía en mitad de ninguna parte, en el culo del mundo irlandés.
—¿Crees que encontró el libro?
—Creo que Hincks encontró el Libro Negro. El libro estaba escrito casi por completo en caracteres cuneiformes, así que Hincks debió de encontrarlo de alguna forma en Irlanda y lo tradujo, lo descifró y se dio cuenta de que había encontrado el tesoro de Whaley. El famoso texto de los yazidis que antes tenían los del Club del Fuego del Infierno. Quizá tratara de mantenerlo en secreto. Sólo unos cuantos protestantes irlandeses encopetados sabían lo que había encontrado Hincks, personas que, para empezar, ya estaban al corriente de la historia de Whaley y del club irlandés del Fuego del Infierno.
—¿Te refieres a los aristócratas irlandeses? ¿Gente como... Can ning?
Isobel casi emitió un chillido.
—Eso es, Rob. Sir Stratford Canning era enormemente importante en los círculos angloirlandeses. Como muchos de su clase, no hay duda de que se avergonzaba del pasado del club. Así que, cuando oyó que habían encontrado el libro de Whaley, Canning tuvo una estupenda idea que resolvería todos los problemas que tenían. Querían librarse del libro y él sabía que Layard necesitaba dárselo a los yazidis. Y Hincks lo encontró.
—Y así el Libro Negro fue enviado de vuelta a Constantinopla...
—Y volvió por fin a los yazidis... ¡por medio de Austen Layard!
Se hizo el silencio en el teléfono. Rob sopesó todo aquello. Trataba de no pensar en su hija.
—Bueno, es una teoría...
—Es más que una teoría, Rob. ¡Escucha esto! —Rob pudo oír cómo pasaba las páginas de un libro—. Aquí. Escucha. Éste es el verdadero relato de la segunda visita de Layard a los yazidis: «Cuando se rumoreó entre los yazidis que Layard había vuelto a Constantino pla, se decidió enviar a cuatro sacerdotes yazidis y a un jefe», y se dirigieron todos a Constantinopla.
—¿Y?
—Hay más. Tras unas «negociaciones secretas» con Layard y Canning en la capital otomana, Layard y los yazidis se dirigieron después hacia el este, al Kurdistán, de vuelta a la tierra de los yazidis. —Isobel tomó aire y luego citó textualmente—: «El trayecto desde el lago Van a Mosul se convirtió en un desfile triunfal... Layard recibió cálidas muestras de gratitud. Era a él a quien habían acudido los yazidis y había demostrado que era digno de su confianza». Después de aquello, el grupo continuó su camino por los pueblos yazidis hasta Urfa acompañado por «cientos de personas que cantaban y gritaban».
Rob podía notar la emoción de Isobel, pero era incapaz de compartirla. Mientras miraba apesadumbrado el cielo nublado de Londres, dijo:
—Vale. Ya entiendo. Puede que tengas razón. El Libro Negro está, por tanto, en Kurdistán. En algún lugar. No en Gran Bretaña ni en Irlanda. Al final, Layard lo devolvió. La banda se equivoca. Está claro.
—Por supuesto, cariño —repuso Isobel—. Pero no es sólo que esté en el Kurdistán. Está en Urfa. ¿Entiendes? El libro dice Urfa. Por supuesto que Lalesh es la capital sagrada de los yazidis, pero la antigua capital administrativa, la política, es Urfa. ¡El libro está en Sanliurfa! Oculto en algún lugar. Layard lo llevó allí, a los yazidis. Y a cambio, éstos le dijeron dónde encontraría las grandes piezas antiguas, el obelisco de Nínive y el resto. Y Canning y Layard consiguieron la fama que deseaban. ¡Todo encaja!
La boca de Rob se secó. Sintió un impulso de desesperación sarcástica.
—Muy bien. Estupendo, Izzy. Es posible. Pero ¿cómo demonios lo encontramos? ¿Cómo? Los yazidis trataron de matarnos. Sanliurfa es un lugar en el que no somos bienvenidos. ¿Sugieres que simplemente volvamos y les pidamos que nos den su texto sagrado? ¿Hay algo más que quieres que hagamos de paso? ¿Caminar quizá sobre el lago Van?
—No estoy hablando de ti. —Isobel suspiró con fuerza—. Me refiero a mí. ¡Esto es una oportunidad para mí! Tengo amigos en Urfa. Y si puedo llegar primero al Libro Negro, aunque sólo sea pedirlo prestado durante unas horas para hacer una copia, tendremos algo para Cloncurry. Podremos intercambiar nuestro conocimiento por Lizzie y Christine. Conozco bien a los yazidis. Creo que puedo encontrarlo. Encontrar el libro.
—Isobel...
—¡No vas a disuadirme! Me voy a Sanliurfa, Rob. Voy a encontrar el libro para ti. Christine es mi amiga. Y tu hija es como si fuera mía. Quiero ayudar. Puedo hacerlo. Confía en mí.
—Pero, Isobel, es peligroso. Es una locura. Y los yazidis a los que yo vi creen de verdad que el libro sigue en Gran Bretaña. ¿Qué me dices de eso? Y luego está Kiribali...
La mujer soltó una risa ahogada.
—Kiribali no me conoce. Y, de todas formas, tengo sesenta y seis años. Si soy decapitada por unos nestorianos psicópatas, que así sea. Así no tendré que preocuparme de ir a graduarme de nuevo la vista. Pero creo que estaré bien, Rob. Ya tengo una idea de dónde puede estar el libro. Y tomo un vuelo para Urfa esta noche.
Rob puso reparos. La esperanza que le ofrecía Isobel era remota, muy remota, pero también le atraía; quizá porque, en realidad, no tenía ninguna otra esperanza. Y también sabía que Isobel estaba arriesgando su vida, cualquiera que fuera el resultado.
—Gracias, Isobel. Gracias. Pase lo que pase, gracias por esto.
—De nada. Vamos a salvar a esas chicas, Rob. Te veré pronto. ¡Os veré a los tres!
Rob se volvió a sentar y se frotó los ojos. Después salió y estuvo fuera toda la tarde, bebiendo solo en un bar. Al regresar a casa no pudo soportar el silencio, así que volvió a las calles para seguir bebiendo. Fue de bar en bar, bebiendo despacio y a solas, mirando el móvil cada cinco minutos. Al día siguiente hizo lo mismo. Y al siguiente. Llamó Sally cinco veces. Llamaron sus amigos de The Times. Llamó Steve. Llamó Sally. La policía guardaba silencio.
Y mientras tanto, Isobel lo llamaba casi a cada hora contándole sus avances en Urfa. Dijo que creía que se encontraba «cerca de la verdad, cerca del libro». Le contó que algunos de los yazidis negaron tener el libro, pero que otros pensaban que ella tenía razón, que el libro había sido devuelto, pero que no sabían dónde estaba escondido.
—Estoy cerca —dijo—. Muy cerca.
Rob pudo escuchar de fondo el sonido de los almuecines en aquella última llamada, detrás de la voz fervientemente animada de Isobel. Era una sensación terrible la de oír el bullicio de Sanliurfa. Si no hubiera estado nunca allí, nada de esto habría pasado. No quería volver a pensar en el Kurdistán nunca más.
Durante los dos días siguientes Rob no hizo otra cosa que atormentarse. Isobel dejó de llamarle. Steve dejó de telefonearle tanto. El silencio le resultaba insoportable. Trató de beber té y de tranquilizar a Sally. Fue al supermercado a comprar vodka; después volvió a casa y se fue directo al ordenador, una vez más. Lo hacía ya de forma rutinaria, sin esperar nada.
Pero esta vez estaba el pequeño dibujo de un sobre en la pantalla. Había llegado un nuevo correo y era de... Cloncurry.
Rob abrió el mensaje con los dientes apretados por la tensión.
El correo estaba vacío; no había más que un enlace para ver un vídeo. Rob hizo clic sobre él. La pantalla burbujeó y se quedó en blanco. Luego Rob vio a Christine y a su hija en una habitación vacía, de nuevo atadas a unas sillas. Aquella habitación era un poco diferente, más pequeña que la última. La ropa de las prisioneras había cambiado. Estaba claro que las habían trasladado.
Pero no fue aquello lo que hizo que Rob se estremeciera con un fuerte y nuevo temor y una angustia más profunda, sino el hecho de que las dos rehenes estuvieran encapuchadas. Alguien había puesto unas capuchas negras y gruesas sobre las cabezas de las chicas.
El periodista hizo una mueca de dolor. Recordó su propio terror bajo aquella capucha negra y pestilente en Lalesh. Mirando a la oscuridad.
Aquellas nuevas e inquietantes imágenes del vídeo de Lizzie y Christine en silencio, encapuchadas y atadas a las sillas duraron tres minutos muy largos. Después apareció Cloncurry hablando a la cámara.
Rob miró fijamente aquel rostro delgado y atractivo.
—¡Hola, Rob! Como puede ver nos hemos mudado a un lugar más excitante. Las chicas llevan capuchas porque queremos acojonar las. Y bien. Cuénteme algo del Libro Negro. ¿Se está ocupando de ello? Necesito saberlo. Necesito que me mantenga totalmente informado. Por favor, no se guarde secretos. No me gustan los secretos. Los secretos de familia son algo horrible, ¿no cree? Así que, cuénteme. Si todavía quiere a su familia, si no quiere que su familia muera, cuénteme. Hágalo pronto. No me obligue a hacer lo que no quiero.
Cloncurry miró hacia otro lado. Parecía hablar con alguien detrás de la cámara. Susurraba. Rob pudo oír risas procedentes del otro lado. Luego Cloncurry volvió a mirar al objetivo.
—Pero vayamos a lo importante, Rob. Ya sabe lo que me gusta hacer. Ya conoce mi especialidad. El sacrificio, ¿no? El sacrificio humano. Pero el problema es que tengo mucho entre lo que elegir. Es decir, ¿cómo quiere que mate a su hija? ¿Y a Christine? Porque hay muchas formas de sacrificio, ¿verdad? ¿Cuáles son sus favoritas, Rob? Yo prefiero las vikingas. ¿Usted no? El águila de sangre, por ejemplo. Creo que el profesor se asustó mucho cuando le sacamos los pulmones. Pero podríamos haber sido mucho más... crueles. —Cloncurry sonrió.
Rob se sentó en su apartamento, sudando.
Cloncurry se acercó a la cámara.
—Por ejemplo, hay un precioso rito que tenían los celtas. Empalaban a sus víctimas. Especialmente a las mujeres jóvenes. Primero las desnudaban y luego las llevaban a un campo, las subían a una afilada estaca de madera y les separaban las piernas, y luego... Bueno, luego simplemente tiraban de ellas hacia abajo, sobre la estaca. Las empalaban. A través de la vagina. O quizá del ano. —Cloncurry bostezó y luego continuó—: De verdad que no quiero hacerle eso a su encantadora novia, Rob. O sea, si le metiera una lanza por el coño, simplemente sangraría por toda la alfombra. Y luego tendríamos que comprar un buen limpiador de alfombras. ¡Ése es un gasto innecesario! —Volvió a sonreír—. Así que, déme el jodido Libro Negro. La mierda de Tom Whaley. Las cosas que usted encontró en Lalesh. Entreguemelas. Ya.
La cámara se tambaleó un poco. Cloncurry alargó la mano y la estabilizó. Luego volvió a dirigirse directamente a él.
—Y en lo que respecta al sacrificio infantil de la pequeña Lizzie que anda por aquí..., veamos...
Se levantó y se acercó a la silla de la niña. Con gestos de mago, Cloncurry le quitó la capucha. Lizzie miró aterrorizada a la cámara, con la mordaza de cuero atada con fuerza alrededor de su boca.
Cloncurry acarició el pelo de la pequeña.
—Hay muchas formas y sólo una pequeña niña. ¿Cuál quiere que elija? Los incas subían a los niños a las montañas y los mataban de frío. Pero eso es muy lento, creo. Bastante... aburrido. Pero ¿qué me dice de los más refinados métodos aztecas? Puede que haya oído hablar, por ejemplo, del dios Tlaloc. —Se movió alrededor de la silla de
Lizzie—. Para ser del todo honestos, el dios Tlaloc era un poco cabrón, Rob. Quería saciar su sed con lágrimas humanas. Así que los sacerdotes aztecas tenían que obligar a los niños a llorar. Y lo hacían arrancándoles las uñas de los dedos. Muy despacio. Una a una.
Cloncurry liberó una de las manos de Lizzie; Rob vio que la mano de su hija temblaba de miedo.
—Sí, Rob, arrancaban las uñas y luego cortaban pequeños dedos como éstos —dijo, acariciando sus dedos—. Y, claro, eso hacía que los niños lloraran, por sus uñas arrancadas. Y después de hacerlo, los aztecas recogían las lágrimas de los llorosos niños y ofrecían el líquido a Tlaloc. Luego los pequeños eran decapitados.
Cloncurry sonrió. Volvió a atar con brusquedad la mano de Lizzie al brazo de la silla.
—Y bien, eso es lo que puede que haga, Rob. Quizá siga el antiguo método azteca. Pero, en realidad, creo que usted debería intentar disuadirme. No me obligue a arrancarle las uñas, a cortarle los dedos y luego la cabeza. Pero si me veo obligado por su obstinación a hacer cualquiera de estas cosas, me aseguraré de enviarle las lágrimas de la niña en un pequeño bote de plástico. Así que manos a la obra. En marcha. A trabajar. —Sonrió—. ¡Zas, zas!
El asesino se inclinó hacia delante buscando el botón. El vídeo se detuvo; la imagen se congeló.
Rob se quedó mirando el silencioso ordenador durante diez minutos después de aquello. A la última imagen congelada de la media sonrisa de Cloncurry. Sus pómulos altos, sus brillantes ojos verdes y su pelo negro. Sentadas en la habitación detrás de él estaban su hija y su novia, atadas a las sillas, esperando ser empaladas, mutiladas y asesinadas. A Rob no le cabía duda alguna de que Cloncurry sería capaz de hacerlo. Había leído el informe del asesinato de De Savary.
Pasó el día siguiente con Sally. Y después recibió otro correo electrónico. Con otro vídeo. Y éste era tan monstruoso que Rob vomitó mientras lo veía.
41
En cuanto recibió el nuevo correo con el vídeo, Rob se dirigió a Scotland Yard, al despacho de Forrester. No se molestó en llamar previamente por teléfono, ni de enviar un mensaje o un correo electrónico. Se limpió el vómito de la boca, se lavó la cara con agua fría y después tomó un taxi.
De camino a Victoria miró a la gente feliz. De compras, paseando, subiendo y bajando de los autobuses. Era difícil conciliar la normalidad de la escena callejera con la obscenidad de lo que Rob acababa de presenciar en el vídeo.
Trató de no pensar en ello. Tenía que controlar su rabia. Todavía podían salvar a su hija; aunque fuera demasiado tarde para Christine. Se sentó en el asiento de atrás del taxi y sintió ganas de lanzarse por la ventanilla del coche, pero no iba a perder el control. Todavía no. Lo que haría, si tenía alguna vez la oportunidad, sería matar salvajemente a Cloncurry. Y no sólo matarle con un cuchillo o un hacha. Rob iba a atizar a Cloncurry en la cabeza, hacerle pedazos la parte posterior del cráneo hasta que el cerebro le saliera por los ojos. No, peor aún, lo quemaría despacio con ácido, le destrozaría esa cara bonita. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. LO QUE FUERA. LO QUE FUERA.
Rob quería devolvérsela por lo que acababa de ver que Cloncurry le hacía a Christine en el vídeo. Quería venganza homicida. Ya.
El taxi se detuvo en el atrio de cristal y acero de New Scotland Yard. Rob pagó al conductor dando un fuerte gruñido y entró por las puertas de cristal. Las chicas de la recepción trataron de detenerlo, pero él las miró con tanta rabia que no supieron qué hacer; después Boijer lo vio en el vestíbulo.
—Hay algo que tienen que ver —le dijo Rob.
El finlandés esbozó una sonrisa, pero Rob no le correspondió. La expresión del policía se ensombreció. A cambio, el periodista frunció el ceño.
El trayecto en el ascensor transcurrió en silencio. Pasaron al corredor de Forrester. Boijer llamó a la puerta de su superior, pero Rob entró empujándola. Forrester, que estaba bebiendo de una taza de té y mirando sus archivos, dio un brinco, sobresaltado, al ver que el periodista se introducía en el despacho y se sentaba en la silla que había junto a la de Forrester.
—Mire este correo. Enviado por Cloncurry —dijo Rob, directamente al grano.
—Pero ¿por qué no nos ha llamado? Podríamos...
—Mírelo.
Con una mirada de preocupación a Boijer, Forrester se acercó a la pantalla y abrió un buscador. Fue al correo electrónico de Rob; éste le dio la contraseña.
—Ahí —le señaló Rob—. No es más que un enlace para un vídeo. Ábralo.
Forrester hizo clic y el vídeo se puso en marcha mostrando la misma escena de antes. Christine y Lizzie atadas a una silla. La misma ropa, las mismas capuchas, una habitación vacía como la última. Difícil de explicar.
—Ya lo he visto —dijo Forrester—. Estamos trabajando en ello, Rob. Creemos que les cubre la cabeza para que no puedan hacerle señas a usted con los ojos ni enviarle mensajes. Hay personas que pueden hacer esas cosas, enviar señales mediante guiños. De todos modos, quería mencionarle algo.
—Inspector.
—He estado haciendo averiguaciones sobre la familia Cloncurry y la familia Whaley, sobre sus antepasados. Es un nuevo punto de vista y...
—¡Inspector! —Rob estaba lleno de rabia justificada. Y de dolor—. Quiero que cierre el pico. Limítese a ver el vídeo.
A la izquierda de la pantalla apareció una figura. Era Cloncurry. Llevaba una gran cacerola, una enorme sartén gris de metal llena de agua humeante. Dejó en el suelo el recipiente y después desapareció de nuevo de la pantalla. Christine y Lizzie estaban allí sentadas con sus horribles capuchas negras, presumiblemente ajenas a lo que ocurría, sin saber lo que estaba haciendo Cloncurry.
El asesino volvió con una especie de trípode de metal y un hornillo de gas que ya despedía una ardiente llama azul. Colocó el trípode delante de Christine y puso el hornillo entre las patas de la base metálica; luego cogió del suelo el recipiente con agua humeante y lo puso encima. Con la llama ardiendo justo debajo de ella, el agua comenzó a burbujerar, a hervir.
Aparentemente satisfecho, Cloncurry se giró hacia la cámara.
—Los suecos son únicos, ¿verdad, Rob? Piense en su cocina: sándwiches abiertos, gravadlax, todos esos platos con arenques. ¡Y ahora esto! En fin, ya estamos listos. Espero que aprecie el gasto que hemos hecho, Robert. Esta cacerola costó cincuenta libras. Quizá me la lleve luego y la cambie por una rejilla para tostadas. —Apartó la vista de la cámara—. Bien. Así que... Chicos, ¿alguien tiene el cuchillo? —Lo buscó fuera de cámara—. A ver. ¿Un cuchillo grande para cortar personas? Sí. Ése es. Muchas gracias.
Agarrando el cuchillo que le daba un ayudante invisible, Cloncurry lo inclinó en su mano y pasó un dedo por el filo.
—Perfecto.
Ahora volvía a mirar a la cámara.
—Por supuesto, no estoy hablando de los suecos modernos, Rob. No. No me refiero a las sillas de comedor de Ikea. Ni a los coches Volvo ni a los Saab ni a las pistas de tenis cubiertas. —Cloncurry se rió—. Me refiero a los suecos de antes de que nos volvieran gays a todos. A los suecos de verdad. Los medievales. Los bárbaros de pelo largo que sabían cómo tratar de verdad a sus víctimas, que saben cómo hacer sacrificios... A Odín. Y a Thor. Ya sabe. Porque eso es lo que vamos a hacer de una forma muy especial. Esta mañana todos vamos a ser suecos. Sacrificio sueco a la antigua usanza. El hervido de las tripas. —El cuchillo brillaba en el aire—. Vamos a abrir a tus chicas y a hervirles los órganos vitales, vivos, en este recipiente grande y viejo de aquí. Pero ¿a cuál sacrificamos? ¿Cuál prefiere? —Parpadeó—. ¿A cuál? ¿A la pequeña o a la grande? ¿Eh? Creo que quizá deberíamos dejar lo mejor para el final, ¿no? Y por mucho que usted quiera a la preciosa Christine con esa adorable marca de nacimiento cerca del pezón, sí, ésa, imagino que se siente más unido a su hija. Así que creo que deberíamos dejar a la niña para un ritual diferente, más tarde, quizá mañana, y en lugar de ella cortar a la francesa. Al fin y al cabo, tiene una barriguita muy bonita. ¿Abrimos en dos a su amiga? Sí, creo que sí.
El asesino se acercó a la figura encapuchada de Christine. Estaba retorciéndose y arqueándose para quitarse las ataduras, sin conseguirlo. Rob pudo ver cómo la capucha se inflaba y desinflaba mientras ella jadeaba asustada bajo su sudario.
Cloncurry le levantó el jersey unos cuantos centímetros y Christine se apartó.
—Vaya. No parece muy dispuesta, ¿no? Lo único que voy a hacer es sacarle los intestinos y el estómago y puede que la vejiga para hervirlos lentamente en esta cacerola y muera durante treinta minutos o más. Cualquiera diría que está en el dentista. ¿Qué tiene esto de malo, Christine?
En la fétida tensión del despacho, Forrester se acercó y apagó el vídeo.
Rob dio un grito.
—¡No! Véalo. Yo he tenido que verlo, joder. ¡Véalo!
Forrester se volvió a sentar. Rob vio un destello de lágrimas en los ojos del policía. No le importó. Tenía que verlo. Ahora tenían que verlo ellos.
Y eso hicieron.
El primer movimiento de corte de Cloncurry fue rápido. Con la facilidad de un profesional, como si fuera un carnicero experimentado, Cloncurry clavó el cuchillo en el estómago desnudo de Christine y rasgó con la hoja hacia el lateral. La sangre se deslizaba por la hoja cayendo sobre el regazo de la arqueóloga. Se oyó un gemido con claridad a pesar de la mordaza y la capucha que amortiguaban la voz. La sangre caía despacio y el color rosado y rojo de los órganos internos comenzaba a rezumar y salir por el tajo horizontal, como las cabezas con manchas rosas de extraños bebés.
—Miren esto —dijo Cloncurry, abriendo con fuerza la enorme herida para tratar de ver el interior—. ¿Quién es esa que empuja hacia delante? ¿La señora útero? Venga, chica, deja paso a los demás.
El asesino dejó caer el cuchillo e introdujo las manos en el interior de la raja del estómago de Christine. Rob no pudo evitar ver lo pálido que era el vientre de Christine. Su bronceado había desaparecido durante su encarcelamiento. La piel parecía casi blanca. Pero esa blancura se iba tiñendo por el color de la sangre que caía despacio. Y los gemidos aumentaron convirtiéndose en quejidos de dolor mientras Cloncurry sacaba con suavidad sus intestinos: rollos de color gris pastel y azul grasiento, como obscenas ristras de salchichas crudas.
Con cuidado, Cloncurry extrajo más órganos de Christine aún unidos a su cuerpo por venas, arterias y músculos y ganglios de color gris blanquecino. Luego llevó el enorme puñado de tripas hasta el recipiente y dejó caer los órganos dentro del agua humeante con un sonido sordo.
Christine se retorció.
—Mire lo listos que eran esos suecos. Se pueden extraer los órganos más bajos, pero la víctima sigue viva. Porque continúa unida a los órganos más importantes, así que sigue metabolizando. Así ella también va a hervirse hasta morir. —Cloncurry sonreía de satisfacción—. Oye, ¿echamos un poco de pimienta? Démosle picante. Un estupendo estofado de novia.
La voz amortiguada de Christine era un extraño, insistente y gimoteante quejido de dolor. Suavizado por la mordaza y la capucha, Rob jamás había oído un sonido semejante.
Cloncurry había cogido una enorme cuchara de madera de algún sitio para remover las tripas de Christine en la cacerola. Estuvo removiendo durante unos cuantos tensos minutos interrumpidos por los quejidos angustiados de la víctima. Cloncurry suspiraba de desesperación.
—Dios mío. Es un poco protestona, ¿no? No gemía así cuando me la follaba. ¿Crees que le gusta? ¿Eh? —Sonrió—. Ya sé. ¡Vamos a levantarle el ánimo con una buena canción sueca! —Cloncurry comenzó a tararear y después a cantar—. Mamma mia, no me dejes ir, cariño, ¿cómo podría olvidarte? Sí, me quedé con el corazón destrozado, triste desde el día en que nos separamos9, ¡pero ahora me has metido en una olla a presión!
Dejó de cantar. Los quejidos se convirtieron en un leve murmullo y luego prácticamente en un gimoteo. Cloncurry removió otra vez el interior del recipiente.
—Ánimo, Christine, ya no queda mucho para el final. Creo que la salsa se está espesando. —Sonrió—. Mira, ¿qué es esto de aquí? ¡Mira esto! El señor riñón.
Cloncurry se giró a la cámara y levantó la cuchara de madera. Sostenido en la cuchara estaba uno de los ríñones marrón oscuro de la chica cubierto de venas y arterias, como espaguetis de color rojo sangre.
Forrester bajó la mirada al suelo.
—Eso es todo —dijo Rob—. El vídeo termina más o menos ahí. Christine se desploma. Ella simplemente... muere.
Boijer se acercó y cerró el correo electrónico. Después se giró hacia Rob. No dijo nada, pero sus ojos estaban claramente húmedos.
Durante un rato, los tres hombres se quedaron sentados en aquella habitación. Casi incapaces de articular palabra. Rob se encogió de hombros, desolado, mirando a los policías; y se levantó para irse.
Entonces sonó el teléfono.
Forrester respondió. Sus ojos se cruzaron con los de Rob al otro lado de la habitación mientras hablaba en voz baja por el auricular. Finalmente el detective colgó.
—Puede que sea demasiado tarde para... para Christine. Pero aún podemos salvar a su hija.
Rob le miró fijamente desde la puerta abierta.
Forrester asintió gravemente.
—Era la Gardai. De Irlanda. Han encontrado a la banda.
42
Forrester y Rob se reunieron en el aeropuerto de Dublín. El policía iba acompañado de varios oficiales irlandeses que llevaban gorras con la insignia de una estrella dorada.
Conversaron un poco. Forrester y la policía irlandesa condujeron a Rob a través de la sala de llegadas hasta el ventoso aparcamiento; subieron a un monovolumen sin decir nada.
Fue Rob quien rompió aquel sombrío y aterrador silencio.
—¿Está aquí mi ex mujer?
Forrester hizo un gesto de asentimiento.
—Llegó en un avión una hora antes que usted. Está en el lugar de los hechos.
—Era el último asiento de ese vuelo —dijo Rob. Sintió la necesidad de explicarse. Ahora se sentía culpable a todas horas. Culpable por la muerte de Christine. Culpable por la inminente suerte de Lizzie. Culpable por su propia estupidez letal—. Así que... —dijo, tratando de controlar sus emociones—. Yo tomé el siguiente vuelo. Dejé que ella viniera primero.
Todos los policías asintieron. Rob no sabía qué más decir. Suspiró y se mordió los nudillos tratando de no pensar en Christine. Entonces levantó la mirada y les habló a Forrester y a Boijer sobre Isobel y sus intentos de encontrar el Libro Negro. Les contó que no había tenido noticias de ella desde hacía algo más de un día y que no conseguía ponerse en contacto con ella por teléfono; pero que ese silencio podía significar que estaba cerca de su objetivo. Allí en el desierto, sin cobertura.
Los policías se encogieron de hombros como si trataran de mostrarse impresionados, pero no lo consiguieron. Rob no podía culparlos. Parecía una posibilidad remota y bastante vaga, y muy lejana, comparada con la realidad de la fría y lluviosa Irlanda, de una banda de asesinos acorralada, un cadáver destripado y una niña a punto de ser descuartizada.
—¿Y cuáles son las últimas noticias...? —preguntó finalmente.
El oficial superior irlandés se presentó. Tenía el pelo canoso y un rostro serio de mentón firme.
—Detective Liam Dooley.
Se dieron un apretón de manos.
—Hemos estado vigilándolos. Es obvio que no podemos entrar por las buenas. Es un grupo de tipos muy armado. Han asesinado a... la mujer..., su amiga. Lo siento. Pero la niña sigue viva y queremos salvarla. Lo haremos. Pero debemos tener cuidado.
—Sí —contestó Rob. Estaban atascados en el tráfico de las ajetreadas carreteras de circunvalación de Dublín. Miró por las ventanillas salpicadas de lluvia del vehículo.
Dooley se inclinó hacia delante y tocó el hombro del policía que iba conduciendo. Éste encendió la sirena y el monovolumen de la Gardai se abrió camino entre el tráfico, que se apartaba para dejar pasar el vehículo policial.
—Y bien —dijo Dooley, elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido de la sirena—, estoy seguro de que el inspector Forrester ya le ha puesto al corriente, pero ahora se trata del escenario de los hechos. Hemos arrestado a uno de ellos, al italiano.
—Marsinelli —interrumpió Forrester.
—Sí, ése. Marsinelli. Lo arrestamos ayer. Por supuesto, eso alertó al resto de la banda. Saben que los estamos rodeando y van fuertemente armados.
Rob asintió y suspiró. Luego sucumbió a sus sentimientos y se dejó caer hacia delante dándose fuerte con la cabeza en el asiento de delante. Pensaba en Christine. En el modo en que debió de oír sus propios órganos hirviendo...
Forrester puso una mano traquilizadora sobre su hombro.
—Los arrestaremos, no se preocupe, Rob. Los de la Gardai saben lo que hacen. Se enfrentaron al terrorismo irlandés durante treinta años. Sacaremos a Lizzie de allí.
Rob emitió un gruñido. No sólo se sentía triste y asustado, también tenía un resentimiento cada vez mayor hacia la policía. Habían arrestado sólo a uno de los miembros de la banda y su hija seguía en el interior de la casa de campo, aún en manos de Cloncurry. Y Christine ya estaba muerta. Los policías irlandeses la estaban fastidiando.
—Entonces, ¿qué me está diciendo? —preguntó—. ¿Que están en un punto muerto? Tienen el lugar rodeado de forma que no pueden salir, pero ustedes tampoco pueden entrar por si le hacen algo a mi hija. ¡Pero él ya ha asesinado a mi novia! Y ya sabemos que ha matado antes. Entonces, ¿cómo sabemos que no está matando a Lizzie ahora mismo? ¿Justo en este jodido momento?
Dooley negó con la cabeza.
—Sabemos que su hija está bien porque estamos hablando con Cloncurry en todo momento.
—¿Cómo?
—Por la webcam. Tiene otra instalada que es transmisora y receptora. Hemos visto a su hija y está bien. No ha sido herida. Está atada. Igual que antes.
Rob miró a Forrester buscando confirmación. El inspector asintió.
—Cloncurry divaga mucho. Puede que esté drogado.
—Pero ¿qué pasa si se espabila de repente?
Hubo un pesado silencio en el automóvil. Habían apagado la sirena. Nadie dijo nada.
—Por alguna razón parece decidido a sacar algo de usted —dijo Dooley—. Quiere ese Libro Negro o lo que quiera que sea. Insiste mucho en ello. Creemos que está convencido de que usted lo tiene. No matará a su hija mientras lo crea.
Rob no podía entender esa lógica. No podía entender nada.
Salieron de la autovía dejando atrás los últimos suburbios de Du blín y avanzaron a toda velocidad por carreteras comarcales dirigiéndose hacia las verdes y frondosas colinas. Granjas pintadas de blanco salpicaban los campos. En una señal se leía: MONTAÑAS DE WICKLOW. CINCO KM. Seguía lloviznando.
—Y por supuesto, si detectamos alguna señal de que vaya a hacer daño a su hija —continuó Dooley con calma—, entraremos, sea cual sea el riesgo. Tenemos policías de la Gardai armados por todos los alrededores. Lo prometo.
Rob cerró los ojos. Pudo imaginarse la escena: la policía entrando rápidamente, el tumulto y el caos. Y Cloncurry sonriendo en silencio mientras degollaba a su hija con un cuchillo de cocina o le disparaba en la sien justo antes de la que policía tire abajo la puerta. ¿Qué iba a detenerlo? ¿Por qué un lunático como Jamie Cloncurry iba a mantener con vida a su hija? Pero quizá la policía tuviera razón. Cloncurry debía estar desesperado por encontrar el Libro Negro. Eso es lo que Isobel había conjeturado. Y aquel asesino debía de haber creído a Rob ruando dijo que podría encontrarlo. De otro modo, ya habría matado a Lizzie igual que a Christine.
El problema era que Rob no tenía ni idea de dónde estaba el libro. Y a menos que Isobel apareciera con algo, rápidamente, este hecho quedaría pronto patente. ¿Y entonces qué? Cuando Cloncurry supiera que Rob no tenía nada, ¿qué pasaría? No necesitaba imaginárselo. Cuando eso ocurriera, Cloncurry haría lo que ha hecho tantas veces: matar a su víctima. Conseguir esa lúgubre y macabra satisfacción y acallar esa voz ansiosa de sangre que gritaba en su interior. Aplacaría sus demonios de Whaley y mataría con enorme crueldad.
Rob miró hacia el paisaje verde y empapado. Vio otra señal se mioculta por las ramas de un roble. BOSQUE DEL FUEGO DEL INFIERNO.
PROPIEDAD DEL CONSEJO FORESTAL IRLANDÉS, COILLTE. Casi habían llegado.
Había estudiado la historia del lugar en el tren hasta el aeropuerto de Stansted, simplemente por hacer algo, para distraerse de sus horribles pensamientos. En la cima de una colina cerca de allí había un antiguo refugio de caza de piedra: Montpelier House. Construido sobre una cumbre también adornada por un círculo de piedra del Neolítico. Montpelier era conocido por estar embrujado. Se trataba de un lugar celebrado por ocultistas, chicos que iban allí a beber sidra e historiadores de la zona. El refugio era uno de los principales lugares donde los miembros del Fuego del Infierno irlandés se reunían para beber su scultheen , quemar gatos negros y jugar al whist con el diablo.
Mucho de lo que ocurrió en aquella casa era, por lo que Rob sabía, leyenda y mito. Pero los rumores de asesinato no fueron del todo refutados. Una casa en el valle debajo de Montpelier había sido también utilizada, según la leyenda, por los miembros del Club del Fuego del Infierno: Buck Egan, Jerusalem Whaley, Jack St Leger y el resto de los sádicos del siglo XVIII.
La llamaban Killakee House. Y durante las obras de rehabilitación del edificio, hacía varias décadas, habían desenterrado el esqueleto de un niño o un enano junto a una pequeña estatua de latón de un demonio.
Rob se giró y miró por la otra ventanilla. Ahora sí podía ver Montpellier House: una mole lúgubre y gris en lo alto de las colinas, incluso más oscura y gris que las nubes que había más allá.
Era un infame día de junio. Convenientemente lluvioso y satánico. Rob pensó en su hija, temblando en aquella casa de campo situada en algún lugar cerca de allí. Tenía que controlarse, pensar en positivo, incluso lo menos posible. No había felicitado a Forrester por su golpe.
—Por cierto, bien hecho.
El inspector se encogió de hombros.
—¿Cómo?
—Por su corazonada, ya sabe. Por encontrar a estos tipos.
Forrester movió la cabeza negando.
—No ha sido nada. Sólo una suposición lógica. Traté de pensar con su mente. La ingenua mente de Cloncurry. Le gusta el reconocimiento histórico. Mire su familia. Dónde viven. Se ocultaría en algún lugar que significara algo para él. Y por supuesto, buscan el Libro Negro, el tesoro de Whaley. De aquí eran Burnchapel Whaley y Jeru salem Whaley. Habrían comenzado a buscar aquí, así que ¿por qué no establecer su base en este lugar?
La furgoneta se detuvo con un fuerte rechinar de las ruedas en el exterior de una granja con una enorme carpa levantada en el patio delantero y todos salieron. Rob entró en la bulliciosa carpa y vio a su ex mujer en el rincón, sentada con una mujer policía de la Gardai, bebiendo una taza de té. Había montones de policías allí con sus gorras de insignias doradas y monitores de televisión.
Dooley agarró a Rob del brazo y le explicó la situación. La casa de campo de la banda estaba a sólo unos cuantos cientos de metros colina abajo. Si se caminaba tres minutos hacia la izquierda desde la puerta de atrás de la granja podría verse, situada en un estrecho valle verde. Montpelier House estaba justo en la cima de la majestuosa colina que había detrás.
—Cloncurry alquiló la pequeña finca hace unos meses —le informó Dooley—. A la mujer del granjero. Ella fue la que nos dio la información cuando empezamos a indagar de puerta en puerta. Dijo que había visto entradas y salidas extrañas. Así que pusimos la casa bajo vigilancia. Los hemos estado observando durante veinte horas. Creo que hemos llegado a contar a cinco hombres en el interior. Apresamos a Marsinelli cuando iba a hacer la compra.
Rob asentía mucho. Se sentía estupefacto. Estaba en un estancamiento mudo y estúpido. Al parecer, había policías con rifles situados por los campos y colinas de alrededor. Las miras de sus armas apuntaban hacia la casa. Dentro había cuatro hombres liderados por un jodido lunático. Rob quería correr colina abajo y... hacer algo. Lo que fuera. En lugar de eso, miraba las pantallas de televisión. Al parecer, la Gardai tenía varias cámaras, una de ellas de infrarrojos, dirigidas a la guarida de la banda. Cualquier movimiento era inspeccionado y anotado, día y noche. Aunque no se había visto nada importante durante horas: las cortinas estaban cerradas y, evidentemente, las puertas también.
Sobre un escritorio delante de los monitores de televisión había un ordenador portátil. Rob imaginó que sería el equipo colocado para recibir las comunicaciones de Cloncurry por medio de la webcam. El ordenador tenía otra.
Sintiendo como si alguien le hubiera llenado los pulmones de proyectiles de plomo congelados, Rob se acercó a Sally. Intercambiaron palabras y un abrazo.
Dooley llamó a Rob para que fuera al otro lado de la carpa.
—¡Es Cloncurry! Está otra vez en la webcam. Le hemos dicho que usted está aquí. Quiere hablarle.
Rob atravesó la carpa corriendo y se puso delante de la pantalla del ordenador. Allí estaba. Aquel rostro anguloso, casi simpático y, sin embargo, tan completamente escalofriante. Sus ojos inteligentes pero acerados. Detrás de Cloncurry estaba Lizzie, vestida con ropa limpia. Seguía atada a la silla. Esta vez sin capucha.
—¡Vaya! El caballero de The Times.
Rob miraba la pantalla en silencio. Sintió un codazo proveniente de algún lado. Dooley le hacía gestos y articulaba palabras para que le leyera los labios: «Hable con él, que siga hablando».
—Hola —dijo Rob.
—¡Hola! —Cloncurry se rió—. Lamento mucho que tuviéramos que cocer a su prometida, pero su hijita permanece completamente ilesa. De hecho, yo prefiero pensar que se encuentra en un estado excelente. Le estamos dando mucha fruta, así que se mantiene fuerte. Por supuesto, no estoy muy seguro de cuánto tiempo podremos mantener esta situación, pero eso lo decide usted.
—Usted... —dijo Rob—. Usted... —Lo intentó de nuevo. Aquello no era bueno; no sabía qué decir. Desesperado, se giró y miró a Dooley, pero en ese momento, se percató de algo. Sí que tenía algo que decir. Tenía un as en la mano y ahora tenía que jugárselo. Miró directamente a la pantalla.
—De acuerdo, Cloncurry, éste es el trato. Si usted me entrega a Lizzie, yo puedo darle el libro. Puedo hacerlo.
Jamie Cloncurry se estremeció. Aquél fue el primer indicio de inseguridad, aunque sutil, que Rob había visto jamás en su rostro. Eso le dio esperanzas.
—Por supuesto —contestó Cloncurry—. Por supuesto que puede. —La sonrisa era sarcástica; no estaba convencido—. Supongo que lo encontró en Lalesh.
—No.
—Entonces, ¿dónde lo consiguió? ¿Qué cojones está diciendo, Luttrell?
—En Irlanda. Está aquí, en Irlanda. Los yazidis me dijeron dónde. Me dijeron en Lalesh dónde encontrarlo.
Fue una apuesta arriesgada y pareció funcionar. Hubo un indicio de preocupación y duda en la cara de Cloncurry, preocupación disfrazada de desprecio.
—Muy bien. Pero por supuesto, no puede decirme dónde está. Aunque pueda hacer pedazos la nariz de su hija con un cortador de puros.
—No importa dónde esté. Yo puedo traérselo aquí. En un día o dos. Después, usted tendrá su libro y me devolverá a mi hija. —Miró fijamente a los ojos de Cloncurry—. Si después usted huye abriéndose camino a tiros, no me importa.
Los dos hombres se miraron. Rob sintió un ansia de curiosidad, la vieja investigación periodística.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué está tan obsesionado con él? ¿Por qué todo... esto?
Cloncurry apartó la mirada de la cámara, como si estuviera pensando. Sus ojos verdes brillaron cuando volvió a mirar.
—Supongo que yo también podría contarle cosas. ¿Cómo lo llaman ustedes, los periodistas? ¿Un rompecabezas?
Rob notó que los policías se movían a su izquierda. Estaba ocurriendo algo. ¿Era ésa la señal? ¿Iba a entrar la policía? ¿La suerte de su hija se iba a decidir justo ahora?
Forrester le hizo una señal con la mano: «Siga hablándole».
Pero fue Cloncurry el que continuó.
—Hace trescientos años, Rob, Jerusalem Whaley, volvió de Tierra Santa con un alijo de materiales traídos de los yazidis. Debía de venir contento porque había encontrado exactamente lo que el Club del Fuego del Infierno había estado buscando, lo que Francis Dashwood persiguió durante todos esos años. Había encontrado la prueba definitiva de que todas las religiones, todas las creencias, el Corán, el Talmud y la Biblia, todas esas bobadas rancias e inventadas eran gilipo lleces. La religión no es más que el viciado tufo de la orina del orfanato del alma humana. Para un ateo, para un anticlerical como mi antepa sado, aquella prueba definitiva era el Santo Grial. La más importante. El Gordo. El premio de la lotería. Dios no sólo está muerto, sino que el muy cabrón nunca vivió. —Cloncurry sonrió—. Y sin embargo, Rob, lo que Whaley encontró iba más allá que eso. Lo que encontró era tan humillante que le rompió el corazón. ¿Cómo es el dicho? Ten cuidado con lo que deseas. ¿No es así?
—¿Y qué era? ¿Qué es lo que encontró?
—¡Ah! —Cloncurry se rió—. Le gustaría saberlo, ¿no, Robbie, mi pequeño reportero? Pero no se lo voy a decir. Si de verdad sabe dónde está el libro, léalo usted mismo. Pero si se lo cuenta a alguien haré pedazos a su hija con un juego de cuchillos de carne que he comprado en eBay. Lo único que puedo decir por ahora es que Thomas Buck Whaley escondió el libro. Y le contó a unos cuantos amigos lo que había en él. Y que en determinadas circunstancias, el libro debía ser destruido.
—¿Por qué no lo destruyó él mismo?
—¿Quién sabe? El Libro Negro es un extraordinario... tesoro oculto. Una revelación tan terrorífica, Rob, que quizá no se atreviera a hacerlo. Debió de sentirse orgulloso por su descubrimiento. Había encontrado lo que el gran Dashwood no logró. Él. El humilde Tom Whaley, de un lugar remoto de la Irlanda colonial, había superado al ministro británico. Debió de sentirse orgulloso de sí mismo. Así que, en lugar de destruirlo, lo ocultó. En un lugar concreto en el que ha estado olvidado a lo largo del tiempo. De ahí nuestra heroica búsqueda del descubrimiento de mi antepasado. Pero aquí viene lo curioso, Rob. ¿Me escucha?
Definitivamente, la policía estaba haciendo algo. Rob pudo ver hombres armados saliendo de la carpa. Oyó órdenes dadas entre susurros. Podía sentir la actividad: las pantallas de vídeo parpadeaban con imágenes en movimiento. Al mismo tiempo, la banda parecía estar levantando algo en el jardín. Era una gran estaca de madera. Como algo que se podría utilizar para empalar.
Rob sabía que tenía que hacer que Cloncurry siguiera hablando; permaneció tranquilo y le pidió al asesino que continuara.
—Siga, siga. Le escucho.
—Whaley dijo que si alguna vez se desenterraba un templo de Turquía...
—¿Gobekli Tepe?
—Muy listo. Gobekli Tepe. Whaley le dijo a sus confidentes exactamente lo que los yazidis le habían dicho a él: que si alguna vez se desenterraba Gobekli Tepe debería destruirse el Libro Negro.
—¿Por qué?
—Ésa es la jodida cuestión, imbécil. Porque en las manos adecuadas, visto de la forma correcta y combinado con las pruebas de Gobekli, el libro es algo que pondrá el mundo patas arriba, Rob. Lo cambiaría todo. Rebajaría y degradaría a la sociedad. No sólo a las religiones. Toda la estructura de nuestras vidas, la forma de existencia del mundo, correría peligro si se revelara la verdad. —Cloncurry se acercó mucho a la cámara. Su rostro invadió toda la pantalla—. Ésa es la gran ironía de esto, Rob. Desde el primer momento he estado tratando de protegerles a ustedes de sí mismos, estúpidos, proteger a toda la humanidad. Ésa es la labor de los Cloncurry. Protegerles a todos ustedes. Encontrar el libro si es necesario y destruirlo. ¡Salvarlos a todos! ¿Sabe? Prácticamente somos santos. Espero una invitación por correo electrónico del Papa cualquier día de éstos. —La sonrisa de serpiente había vuelto.
Rob miró las pantallas que había tras el ordenador portátil. Pudo ver movimiento. Una de las cámaras mostraba tres figuras claramente ar madas, avanzando lentamente hacia el jardín de la casa. Tenía que ser la policía. Entrando. Mientras trataba de concentrarse en la conversación ron Cloncurry se dio cuenta de que probablemente éste estuviera inten tando hacer exactamente lo mismo: distraer a Rob y a la policía.
Pero Dooley y sus hombres habían visto la estaca de madera; sabían que ése era el momento. Rob miró el perfil de su hija. Atada a su silla, divisándola por encima del hombro de Cloncurry. Con un enorme esfuerzo, Rob controló sus emociones.
—¿Y por qué tanta violencia? ¿Por qué matar? Si sólo quería el li bro de los yazidis, ¿por qué todos los sacrificios?
El rostro del ordenador frunció el ceño.
—Porque soy un Cloncurry. Descendemos de los Whaley. Ellos descienden de Oliver Cromwell. ¿Capisce? ¿Ha oído el asunto de las personas que se quemaron allí? ¿Personas quemándose en las igle sias? ¿Delante de una gran audiencia? Se oyó a Cromwell reír cuando mataba a gente en la batalla.
—¿Y?
—Échele la culpa a mi jodido haplotipo. Pregúntele a mi doble hé lice. Eche un vistazo a la secuencia genética disbindina DTNBP-1.
Rob trataba de no pensar en su hija. Empalada.
—Entonces, ¿está diciendo que usted heredó este rasgo?
Cloncurry aplaudió con sarcasmo.
—Brillante, Holmes. Sí. Está bastante claro que soy un psicópata ¿Cuántas pruebas quiere? Siga sintonizando este canal y podrá verme comiéndome el cerebro de su hija. Con patatas al horno. ¿Esa prueba es suficiente?
Rob se tragó la rabia. Tenía que mantener a Cloncurry allí y a Lizzi a la vista a través de la webcam. Y eso significaba tener que escuchar ese loco despotricando. Hizo un gesto de asentimiento.
—Por supuesto que tengo los jodidos genes de la violencia, Rob. Y es bastante curioso que también tenga los genes de una gran inteligencia. ¿Sabe cuál es mi coeficiente intelectual? Ciento cuarenta y siete. Sí, ciento cuarenta y siete. Eso me convierte en un genio, incluso; para la media de los genios. El coeficiente intelectual de un ganador del premio Nobel es de ciento cuarenta y cinco. Soy inteligente, Rob. Mucho. Probablemente sea demasiado inteligente como para que us ted perciba lo inteligente que soy. Para mí, relacionarme con la gente normal es como tratar de mantener una conversación seria con un molusco.
—Pero le hemos encontrado.
—Vaya, buen trabajo. Usted y su ridículo coeficiente intelectual de posgrado de... ¿cuánto? ¿ciento veinticinco? ¿ciento treinta? Dios mío. Soy un Cloncurry. Llevo los genes nobles de los Cromwell y los Whaley. Por desgracia para usted y su hija, también llevo los de la tendencia a una excesiva violencia. La cual estamos a punto de ver. De todos modos...
Cloncurry miró a su izquierda. Rob levantó la vista y miró los monitores de vídeo. La policía estaba entrando. Al menos, las armas habían abierto fuego. Los disparos y los ecos resonaban por todo el valle.
Se oían gritos, ruidos y disparos por todas partes. Por el ordenador, por los monitores y por el valle. La pantalla se fundió y luego volvió a encenderse, como si alguien hubiese golpeado la cámara. Cloncurry estaba de pie. Se escuchó otro disparo por el valle; luego, cuatro más. Y después, ocurrió. Rob vio cómo una segunda unidad de policías se movía abriendo fuego mientras entraban. Disparando a toda velocidad.
Los francotiradores de la Gardai estaban sacando a los asesinos. Vio las oscuras figuras de los miembros de la banda en los monitores de televisión tirándose al suelo. Cayeron dos cuerpos. Después oyó otro grito. No sabía si venía de los monitores, del ordenador o de la vida real, pero los ruidos resultaban desconcertantes. Eran rifles de alta velocidad. Hubo un grito; quizá uno de los policías había caído. Y luego otro. Pero el asalto continuó, en directo en los monitores de televisión por toda la carpa.
La policía disparaba contra la pared de atrás del jardín de la casa saltando las vallas. Mientras Rob miraba las pantallas, el patio posterior de la casa se llenó de policías con pasamontañas y gorros negros gritando órdenes. Gritándole a la banda.
Todo estaba ocurriendo a una velocidad impresionante e increí ble. Al menos uno de los asesinos parecía gravemente herido, estaba tendido y sin apenas moverse; otro podría estar muerto. Luego alguien dio un salto adelante y lanzó una granada paralizante al interior de la casa y Rob escuchó una enorme explosión; nubes de humo negro salían por la ventana rota.
A pesar del humo, el ruido ensordecedor y la confusión, la imagen era clara. La policía iba ganando. Pero ¿podrían también con Clon curry? Rob miró al ordenador. Cloncurry tenía a Lizzie, que se retorcía en sus brazos. Miraba con el ceño fruncido mientras retrocedía, saliendo de la habitación. Al salir corriendo, Cloncurry cerró el ordenador con una mano y la imagen se volvió negra.
43
Excepto su líder, la banda había sido aniquilada, sus miembros estaban muertos, gravemente heridos o arrestados. Había dos policías heridos. Las ambulancias estaban aparcadas en los caminos que había detrás de ellos; se veían médicos y enfermeros por todas partes.
Ahora la casa estaba llena de policías preparados para el golpe definitivo. Al parecer, Cloncurry se había atrincherado en el dormitorio de la parte trasera de la planta superior. Había vuelto a encender el ordenador; Lizzie estaba de nuevo atada a una silla. Rob podía ver todo esto a través de la webcam. La habitación en la que la retenían estaba preparada para un tiroteo definitivo.
El periodista miraba fijamente el rostro de mirada lasciva de Cloncurry. Contemplaba su sonrisa fina, educada y desdeñosa; parecía como si alguien le hubiera hecho la boca un poco más grande con un cuchillo. Sus ojos de color verde mineral brillaban en la media luz del dormitorio de la casa de campo.
La policía había estado discutiendo con urgencia qué hacer. Forrester consideraba que simplemente debían entrar volando la puerta. Cada segundo que se retrasaban ponía en mayor peligro a Lizzie. La Gardai era mucho más reticente. Dooley pensaba que debían hablar un poco más. Quizá encontraran el modo de introducirse clandestinamente a través del tejado. Estaba seguro de entender la psicología de Cloncurry. Seguramente el líder de la banda sabía que iba a morir y que no conseguiría el libro, pero quería llevarse a Lizzie con él del modo más desagradable, haciendo que su padre viera morir a la niña. Rob sintió un escalofrío en lo más profundo de su espina dorsal cuando pensó en las formas en que Cloncurry podría asesinar a su hija. Justo ahora. En directo. Delante de la cámara.
Forrester agarró a Rob por el hombro tratando de consolarle. Los oficiales de la Gardai examinaban urgentemente y una vez más los planos de la casa: la chimenea, las ventanas, todo. ¿Podrían lanzar granadas paralizantes a través de las ventanas de la planta de arriba? ¿Podría un tirador disparar a través de la ventana? Sus deliberaciones enfurecieron a Rob. Sin embargo, sabía que en el momento en que ellos trataran de hacer algo, Cloncurry mataría a Lizzie. Con toda probabilidad las puertas de la última habitación estarían fuertemente atrancadas con cerrojo y llave. Había llegado a un punto muerto con un único resultado. Tardarían unos dos o tres minutos en entrar. En el momento en que empezaran a hacerlo, Cloncurry cogería uno de sus resplandecientes cuchillos y le cortaría la lengua. Le rasgaría los ojos. Le cortaría alguna arteria de su cuello pálido y joven...
Rob imaginó la cabeza de su hija separada del cuerpo. Trató de no pensar en ello. Sally lloraba en silencio. Lo mismo hacía su hija, al parecer. En el fondo de la imagen del vídeo, podía ver cómo Lizzie se estremecía.
Sally se limpió la nariz con el dorso de la mano y dijo lo que Rob estaba pensando.
—Esto está en punto muerto. Va a matarla. Oh, Dios mío...
Rob apretó los dientes al oír el lloroso y entrecortado comentario de su ex mujer. Tenía razón.
En la pantalla del ordenador Cloncurry divagaba. Le hablaba a la cámara. Lo había estado haciendo durante veinte minutos. Desde los disparos en la casa en el patio de atrás. Sus comentarios eran extraños.
Esta vez se explayaba sobre el Holocausto.
—¿No ha pensado nunca en Hitler, Rob? ¿En por qué hizo lo que hizo? Ése sí que fue un gran sacrificio, ¿verdad? Así lo llaman los judíos, ¿lo sabía usted? La Shoah. La ofrenda quemada. Shoah significa «ofrenda quemada», como el sacrificio. Hitler los sacrificó. Fueron ofrendas quemadas, como los niños pequeños que los judíos le entregaban a Moloc. En el tofet. Ben Hinnom. El valle de la Sombra de la Muerte. En el lugar de la hoguera. Sí. Ahí es donde estamos, Rob, en el valle de la Sombra de la Muerte. Donde los niños son quemados.
Clonclurry se pasó la lengua por los labios. Tenía una pistola en una mano y un cuchillo en la otra. El asesino siguió divagando.
—Los grandes hombres siempre sacrifican, ¿no? Napoleón solía desfilar a través de los ríos sobre los cuerpos de sus hombres ahogados. Les ordenaba que se introdujeran en los ríos, que se hundieran, para así poder utilizar sus cadáveres endurecidos como puente. Un verdadero gran hombre. Después está Pol Pot, que asesinó a dos millones de los suyos en Camboya como experimento, Rob. Dos millones.
Eso es lo que hicieron los Jemeres Rojos. Y eran haute bourgeoisie: la clase media alta. Los educados e iluminados.
Rob sacudió la cabeza y apartó la mirada del ordenador.
Cloncurry hizo una mueca de desprecio.
—Vaya, no quiere hablar de ello. Qué oportuno. Pero va a tener que hacerlo, Rob. Afronte los hechos. Todos los líderes políticos del mundo tienen ansia de violencia. Son una especie de sádicos. Hemos luchado en la guerra de Iraq en busca de libertad, ¿verdad? Pero ¿a cuántos hemos matado con nuestras bombas de racimo ¿A doscientos mil? ¿A medio millón? No podemos evitar ser como somos, ¿no? Aunque las sociedades sean más avanzadas, siguen matando. Pero lo hacen de una forma más eficaz. En eso somos buenos los humanos, porque siempre estamos liderados por asesinos. Siempre. ¿Qué les pasa a nuestros líderes, Rob? ¿Por qué siempre matan? ¿Por qué esa necesidad? Parecen estar locos pero ¿son de verdad tan distintos a usted y a mí? ¿Qué deseos ha tenido con respecto a mí, Rob? ¿Ha imaginado cómo podría matarme? ¿Friéndome en aceite? ¿Cortándome con cuchillas de afeitar? Le apuesto a que sí. Todas las personas inteligentes, todos los tipos listos son asesinos. Todos lo somos. ¿Y qué nos pasa, Rob? ¿Cree que hay algo... enterrado en nosotros? ¿Eh? —Volvió a pasarse la lengua por los labios. Cloncurry dejó de sonreír—. Pero ya estoy cansado de esto, Rob. No he creído ni por un momento que usted consiga el libro ni que sepa dónde está. Creo que ya es hora de terminar con este estúpido melodrama.
Se puso de pie, le dio la espalda a la cámara y se aproximó a la niña. Dejando que se viera por la cámara, desató las cuerdas que sujetaban a Lizzie a la silla.
Rob vio cómo su hija se retorcía en brazos de Cloncurry. Seguía amordazada. El asesino acercó la niña al portátil y la sentó en sus rodillas; luego volvió a dirigirse a la cámara.
—¿Ha oído hablar alguna vez de los escitas, Rob? Tenían unas costumbres extrañas. Sacrificaban a sus caballos. Los subían a barcos en llamas. Luego los quemaban vivos. De lo más divertido. Eran igual de crueles con los marineros de los naufragios. Si conseguías sobrevivir a un desastre en el mar, los escitas bajaban corriendo a la playa, te agarraban de los brazos, luego te llevaban a un acantilado y te volvían a lanzar. Un pueblo admirable.
Lizzie se retorció entre los brazos de Cloncurry. Sus ojos buscaban los de su padre en la pantalla. Sally sollozaba mientras veía a su hija luchar por su vida.
—Pues ahora voy a asar su cabeza viva. Es una costumbre escita. Era el modo en que sacrificaban a su primer hijo. Ella es su primera hija, ¿no? De hecho, es la única que tienen, ¿verdad? Así que, voy a encender una pequeña hoguera y luego...
Rob gritó.
—¡Que te follen, Cloncurry! Que te follen.
Cloncurry se rió.
—Ah, ¿sí?
—Que te follen. Si te atreves a tocarla, yo...
—¿Qué, Robbie? ¿Qué me va a hacer? ¿Usted qué? ¿Va a golpear la puerta como un gatito mientras yo le rebano el cuello? ¿Gritarme palabras feas por la rendija del buzón mientras me la follo y luego le pego un tiro? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué va a hacer, mujercita llorona? Patético marica. Vamos. ¡Eh! Venga corriendo hasta aquí y atrápeme, estúpido transexual. Venga, Robbie. Le estoy esperando.
Rob sintió cómo le inundaba la rabia. Saltó de su silla y salió corriendo de la carpa. Un policía irlandés fue a detenerle, pero Rob le dio un puñetazo apartándolo de su camino. Bajó corriendo por la verde, húmeda y resbaladiza colina irlandesa para salvar a su hija. Corría lo más rápido que podía. Los latidos de su corazón eran como un tambor enloquecido que le golpeaba las orejas. Corrió todo lo que pudo, estuvo a punto de caerse sobre el césped empapado, luego se volvió a incorporar y se lanzó colina abajo mientras empujaba a más policías con pistolas y gorras negras que trataban de detenerlo a su paso, pero él les gritaba, dándoles empellones hasta que, por fin, Rob llegó a la puerta de la casa y entró.
Los policías corrían por la casa de campo, escaleras arriba, pero Rob los adelantó. Embistió a un policía apartándolo de su camino, sintiéndose como si pudiera lanzar a alguien por un acantilado si tuviera que hacerlo. Se sentía más fuerte y más enfadado de lo que jamás se había sentido en su vida: iba a matar a Cloncurry y lo haría ahora.
A los pocos segundos se encontró ante la puerta cerrada herméticamente. Los agentes le gritaron que se quitara de en medio, pero Rob no les hizo caso. Dio patadas en la puerta una y otra vez y, de algún modo, cedió; las cerraduras se doblaron. Lo intentó de nuevo. Le dio la sensación de que casi se rompían los huesos de su tobillo, pero volvió a dar una última patada, la puerta crujió y las bisagras se partieron. Rob estaba dentro.
Estaba en el dormitorio. Y había...
Nada. La habitación estaba... vacía.
No estaba la silla, ni el ordenador portátil ni Cloncurry; no esta Lizzie. El suelo, sembrado de restos de una miserable ocupación. La tas de comida a medio abrir. Alguna ropa y tazas de café sucias. Un o dos periódicos; y allí, en el rincón, la ropa de Christine amonto nada.
Rob sintió que su mente orbitaba acercándose a la locura. Que er empujado hacia un torbellino ilógico. ¿Dónde estaba Cloncurry? ¿Dónde estaba la silla? ¿Y la capucha que habían usado? ¿Dónde es taba su hija?
Aquellas preguntas se arremolinaron en su mente mientras los policías invadían la habitación. Trataron de sacar de allí a Rob, de apartarlo, pero él no quería. Necesitaba resolver aquel rompecabezas oscuro y confuso. Se sintió estúpido, humillado y apesadumbrado. Sintió que rozaba la locura.
Rob miró a uno y otro lado. Vio pequeñas cámaras que enfocaban todo el espacio. ¿Estaba Cloncurry en otro sitio? ¿Viéndolos? ¿Rién* dose de ellos? Rob pudo de algún modo sentir el horrible murmullo de la risa de Cloncurry, en algún sitio, allí afuera, por internet, riéndose de él.
De repente, lo oyó. Un ruido real. Un ruido amortiguado que procedía del armario del rincón de la habitación. Era una voz humana, pero amordazada y apagada; Rob conocía muy bien aquel sonido.
Empujó a un lado a otro policía de la Gardai, fue directo al armario y abrió la puerta.
Dos enormes ojos asustados lo miraban desde la oscuridad. Una voz apagada de súplica y alivio e incluso de amor que gruñía detrás de una mordaza.
Era Christine.
44
Rob estaba sentado en una silla giratoria en el escritorio de Doo ley. El despacho del policía se encontraba en la décima planta de un edificio resplandeciente y nuevo con vistas al Liffey. El panorama desde los ventanales era asombroso, desde la confluencia del río con el mar de Irlanda al este hasta las suaves colinas de Wicklow al otro lado de la ciudad, al sur. Las lomas tenían un aspecto verde e inocente bajo los claros cielos. Si entrecerraba los ojos, Rob podía discernir el contorno siniestro de Montpelier House en la cima de su colina boscosa a casi veinte kilómetros de distancia.
La visión de Montpelier le hizo volver a la cruda realidad. Se giró para mirar la habitación; el despacho estaba lleno de gente. Sólo habían pasado noventa minutos desde el drama terrorífico en la casa de campo bajo el bosque del Fuego del Infierno. Habían recibido un breve mensaje de Cloncurry en el que mostraba que Lizzie estaba viva. Pero ¿dónde? ¿Adónde la había llevado? Rob se mordía una uña del dedo tratando de pensar, intentando con desesperación juntar las piezas del rompecabezas.
Christine hablaba con ánimo y lucidez. Dooley se inclinó hacia ella.
—¿Está segura de que no necesita un médico para...?
—¡No! —replicó con brusquedad—. Estoy bien. Ya se lo he dicho. No me hicieron daño.
Boijer interrumpió.
—Entonces, ¿cómo la trajeron hasta Irlanda?
—En el maletero de un coche. En un ferri que transportaba coches. A juzgar por el fuerte olor a gasolina y agua de mar.
—¿La metieron en un coche?
—Sobreviví. Sólo fueron unas cuantas horas en el coche y luego en el barco. Y, por último, aquí.
Forrester asintió.
—Bueno, eso era lo que imaginábamos. Se movían en coche entre Gran Bretaña e Irlanda, tomaban el ferri y evitaban los controles de aduanas. Señorita Meyer, sé que es traumático pero necesitamos saber lo más posible y cuanto antes.
—Como he dicho, no estoy traumatizada, detective. Pregúnteme lo que sea.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que recuerda? ¿Sabe cuándo se separó la banda? Sabemos que las tuvieron a usted y a Lizzie juntas durante uno o dos días en Inglaterra. ¿Alguna idea de dónde fue?
—Lo siento. —Christine hablaba de una forma extraña. Rob se dio cuenta de ello. Rápida y cortante—. No tengo ni idea de dónde me ocultaron, lo siento. Quizá en algún lugar cerca de Cambridge. El primer trayecto no fue rápido, puede que de una hora. Lizzie y yo íbamos en el maletero de un coche. Pero después nos sacaron. Encapuchadas y amordazadas. Hablaban mucho y me imagino que después se separaron. Quizá un día y medio después. Es difícil de saber cuando estás amordazada, encapuchada y bastante asustada.
Forrester sonrió en silencio y disculpándose. Rob podía notar cómo trataba de analizar la lógica.
—Pero todavía no lo entiendo —dijo Boijer—. ¿Para qué tanto teatro? La pobre mujer del vídeo, la estaca en el jardín cuando amenazó con matar a la niña... ¿Qué era todo eso?
—Lo vio como una oportunidad de torturar a Rob. Psicológicamente —contestó Christine—. Ése es el estilo de Cloncurry. Es un psicópata. Extravagante y teatrero. Recuerde que he estado un tiempo con él. No han sido las mejores horas de mi vida. —Rob la observaba; ella le devolvió la mirada—. Nunca me tocó. Me pregunto si será asexual. De todos modos, sí sé que es un exhibicionista, un fanfarrón. Le gusta que la gente vea lo que él hace. Provoca sufrimiento a las víctimas y también a aquellos que las quieren.
Forrester se había puesto de pie y se acercó a la ventana. El suave sol irlandés le daba en la cara. Se dio la vuelta y habló con tranquilidad.
—Y el sacrificio humano se realizaba tradicionalmente delante de un público. De Savary me lo dijo. ¿Cuál fue la palabra que utilizó? El poder expiatorio del sacrificio procede del hecho de que sea observado. Los aztecas arrastraban a la gente hasta la cima de las pirámides para que todo el pueblo pudiera ver cómo les sacaban el corazón. ¿Correcto?
—Sí —admitió Christine—, como los entierros de los barcos vikingos. Ceremonias públicas de sacrificio. Y el empalamiento de los Cárpatos: una vez más, un gran ritual público. El sacrificio está hecho para ser contemplado. Por el pueblo, por los reyes y por los dioses. Un espectáculo de crueldad. Ése es el deseo de Cloncurry. Crueldad prolongada, pública y muy elaborada.
—Y eso es lo que planeaba para usted, Christine —dijo Forrester con suavidad—. Un empalamiento público. En el jardín de la casa de campo. Imagino que la banda de Irlanda lo fastidió.
—¿Cómo?
—Empezaron a discutir y a disparar —explicó Dooley—. Creo que la banda perdió el control sin él..., sin su líder.
—Pero hay otra cosa —añadió Boijer—. ¿Por qué dejó Cloncurry a la banda en Irlanda si debía de saber que los arrestarían e incluso que los matarían?
Rob se rió amargamente.
—Otro sacrificio. Sacrificó a sus propios hombres. En público. Probablemente él miraba mientras los Gardai los mataban. Tenía aquellas cámaras instaladas por toda la casa. Imagino que disfrutó de todo eso, observándolo en la pantalla de su ordenador.
Llegó la pregunta fundamental. Fue Boijer quien la hizo.
—Entonces, ¿dónde está Cloncurry? ¿Dónde demonios está ahora?
Rob miró a los policías de uno en uno.
—Seguramente está en Inglaterra —dijo Dooley, finalmente.
—O en Irlanda —respondió Boijer.
—Creo que es probable que esté en Francia —sugirió Christine.
Forrester frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Cuando estuve atada y encapuchada le oír hablar una y otra vez sobre Francia y su familia de allí. Detestaba a su familia, los secretos de familia y todas esas cosas. Su terrible legado. Eso es lo que siempre decía. Cuánto odiaba a su familia, sobre todo, a su madre... En su estúpida casa de Francia.
—Me pregunto... —Boijer se quedó mirando a Forrester con una extraña expresión. El inspector asintió sombríamente—. Quizá la mujer del vídeo, a la que mató, fuera su madre.
—Dios mío.
La habitación quedó en silencio.
—Pero la policía francesa está vigilando la casa, ¿no? ¿Vigila a los padres? —dijo Rob.
—Supuestamente —respondió Boijer—. Pero no estamos en contacto con ellos a todas horas. Y no habrían seguido a la madre si hubiera salido.
Sally interrumpió de repente con rabia.
—Pero ¿cómo iba a ir él hasta allí? ¿En avión privado? ¡Ustedes dijeron que estaban investigando eso!
Forrester levantó una mano.
—Hemos rastreado los informes del control del tráfico aéreo. Hemos contactado con todas las pistas de aterrizaje del este de Inglaterra. —Se encogió de hombros—. Sabemos que tenían el dinero para un avión. Sabemos que Marsinelli tenía licencia y, posiblemente, Cloncurry también. El problema de esa línea de investigación es... —Suspiró—. Hay miles de aviones privados en el Reino Unido, decenas de miles en Europa occidental. Si Cloncurry ha conseguido volar bajo un nombre falso durante meses, un año, ¿quién sabe?, nadie le detendría. Ha tenido autorización todo el tiempo. Y otro problema es que todos buscan a una banda de hombres que van en coche o en avión privado. No buscan a un hombre que vuela solo... —Se frotó el mentón pensativo—. Pero, aun así, no creo que los franceses le dejaran escapar. Todos los aeródromos y puertos importantes están en alerta. Pero supongo que es posible.
—Toda esta especulación no nos lleva muy lejos, ¿no? —dijo Rob cortante—. Cloncurry puede estar en Gran Bretaña, Francia o Irlanda. Estupendo. Sólo tres países en los que buscar. Y sigue teniendo a mi hija. Y puede que haya asesinado a su madre. Así que, ¿qué vamos a hacer?
—¿Y qué hay de su amiga, la que está en Turquía, Isobel Previn? ¿Ha tenido suerte con la búsqueda del Libro Negro? —preguntó Forrester.
Rob sintió una punzada de esperanza mezclada con desesperación.
—Anoche recibí un mensaje de ella. Dice que está cerca. Es lo único que sé.
Sally se incorporó en su asiento y el sol resplandeció en su pelo rubio.
—Pero ¿y Lizzie? Ya está bien con ese Libro Negro. ¿A quién le importa? ¿Qué va a hacer con Lizzie ahora? ¿Con mi hija?
Christine se movió en el sofá y abrazó a Sally.
—Lizzie está a salvo por ahora. Él no me necesita porque no soy más que la novia de Rob. Fui un juguete. Un extra. Algo desechable. —Volvió a abrazar a Sally—. Pero ese tipo no es idiota. Va a hacer uso de Lizzie, a utilizarla en contra de Rob. Hasta que consiga lo que quiere. Y lo que quiere es el Libro Negro. Cree que Rob lo tiene.
—Pero lo cierto es que yo no sé nada —admitió Rob con desaliento—. Le he mentido, le he dicho que sé algo, pero ¿por qué iba a creerme? Como dices, no es ningún estúpido.
—Tú fuiste a Lalesh —respondió Christine—. Le oí hablar de eso también. Lalesh. ¿Cuántos han estado allí que no sean yazidis? ¿Quizá unas cuantas docenas en cien años? Eso es lo que le fastidia. —Christine se recostó—. Está obsesionado con el libro y está seguro de que sabes algo, por lo de Lalesh. Así que creo que Lizzie está relativamente a salvo, por ahora.
Hubo un silencio. Después, la conversación general pasó, inevitablemente, a aviones, aeródromos y ferris durante un par de minutos más. Y, al poco rato, se oyó un sonido en el ordenador.
Cloncurry estaba conectado.
Rob hizo una señal con la mano, sin decir nada, a todos los que se encontraban en la habitación. Se reunieron alrededor de la pantalla del ordenador y miraron fijamente.
Allí, en la webcam, aparecía Cloncurry. La imagen era clara y nítida. El sonido era bueno. El asesino sonreía. Se reía entre dientes.
—¡Hola otra vez! He pensado que debíamos ponernos al día. Charlar un poco. Así que han conseguido agarrar a mis ayudantes tan cognitivamente deficientes. Mis hermanos de Eire. Menudo fastidio. Había planeado también un bonito empalamiento, como probablemente saben ya. ¿Vieron la gran estaca del jardín?
Dooley asintió.
—La vimos.
—Vaya, detective Doohicke . ¿Cómo está? Qué pena que no llegáramos a descuartizar a la puta francesa. Tanto cuchillo para nada. Debería, al menos, haber torturado a esa furcia como yo quería. Pero tenía otras cosas en mente. No es que importe demasiado porque aún sigo teniendo a mis amigos. De hecho, tengo a uno justo aquí. Saluden a mi pequeño amigo.
Cloncurry acercó la cámara y enfocó algo.
Era una cabeza humana cortada.
Para ser exactos, era la cabeza de Isobel Previn, blanca y algo podrida. Los nervios grises y las arterias verdosas colgaban nacidamente del cuello.
—¡Isobel! Di algo. Saluda a todos éstos. —Con un movimiento de la mano hizo que la cabeza asintiera.
Christine comenzó a llorar. Rob miraba aterrado a la pantalla.
Cloncurry sonreía con orgullo sardónico.
—Ahí tienen. Dice que hola. Pero creo que ahora quiere irse a su lugar especial. He construido un lugar especial para la cabeza, por respeto a sus logros arqueológicos. —Cloncurry se puso de pie, cruzó la habitación y pateó la cabeza con pericia. La cabeza voló hacia una papelera que había en un rincón, aterrizando limpiamente dentro de ella con gran estrépito—. ¡Un mate cojonudo! —Se giró de nuevo a la cámara—. He estado practicándolo durante horas. Y bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Robert, el periodista. Así se le conoce. Hola. Estoy encantado de que haya podido estar con nosotros. No se preocupe. Como he dicho antes, su hija sigue a salvo. Mire... —Se inclinó hacia delante y giró la cámara hasta que se vio a Lizzie. Seguía atada a una silla, pero viva y sana, al parecer. La cámara volvió a girar.
—Ya ve, Rob. Está bien. Jodidamente rebosante de salud. No como Isobel Previn. Siento mucho mi pequeño chiste con sus órganos vitales. Pero no pude resistirme. Creo que debe de haber dentro de mí algo de director. Y aquella era una oportunidad bastante única. Allí estaba yo, caminando por esas calles turcas llenas de pis. ¡Y allí estaba Isobel Previn! ¡La gran arqueóloga! ¡Sola! ¡Con sus gafas antiguas! ¿Quién coño lleva esas gafas? Así que pensé un poco, durante un segundo, más o menos. Conozco a mis arqueólogos. Sé que era compañera de De Savary. Sé que era profesora de la premiada Christine Meyer. Sé que es experta en Asiría y, en particular, en los yazidis. Pero se supone que está retirada con sus consoladores en Estambul. —Cloncurry se rió—. Sí, está bien. Demasiadas coincidencias. Así que la atrapamos, lo siento, y la abofeteamos un poco. Y nos dijo muchas cosas, Robbie. Muchos detalles interesantes. Y de pronto, tuve un destello, si puedo llamarlo así, de percepción estética. Se me ocurrió nuestra pequeña obra de teatro. Con las capuchas y la cacerola. Y su pequeño intestino. ¿Le gustó? Esperaba que pensara que Christine se moría delante de usted, bajo esa capucha, con el útero hirviéndole en su jugo, y luego, esto es lo más bonito, usted llegaría a Irlanda y vería a Christine morir otra vez, de la forma más grotesca, empalada en una estaca, en Irlanda. ¿Qué le parece? ¿Cuánta gente ve a sus seres queridos siendo torturados hasta la muerte dos veces, primero convertidos en sopa y luego empalados? Los productores del West End pagarían millones por ese tipo de cosas. ¡Menudo golpe de efecto! —dijo con excitación—. Y eso no es más que la mitad. ¿Qué me dice de la absoluta belleza en la dirección de todo este drama sangriento que transcurre en Irlanda? ¿No merezco algún aplauso por mi guión digno de ganar un Oscar?
Los miraba como si de verdad esperara una ronda de saludos y felicitaciones.
—¡Vamos! ¿No ha sentido cierta admiración por la calidad de la producción? De un solo golpe le despisto y le hago pasar por la peor de las torturas mentales, cree que está a punto de ver a su hija empalada, pero luego resulta que iba a ser Christine la empalada y, mientras tanto, yo estoy aquí, sano y salvo y viéndolo todo en una tele de alta definición. —La intensidad de su sonrisa se debilitó—. Pero luego los cretinos de mis ayudantes empiezan a disparar y a joderlo todo antes de conseguir ensartar a Christine. —Chasqueó varias veces la lengua—. Se lo digo de verdad, hoy día no se consiguen buenos trabajadores. Habría estado muy bien. Muy bien. Pero bueno, ¿dónde estábamos? Dónde... estaba... usted... usted...
La voz de Cloncurry empezó a divagar y sus ojos parecieron desenfocarse. Su expresión era extraña, distante. Rob miró de forma significativa a Forrester, quien le respondió con un movimiento de cabeza.
—No. No me estoy volviendo jodidamente loco —se rió Cloncurry—. Ya lo estoy. Seguro que usted ya se ha dado cuenta de ello, detective Forrest Gump. Pero también soy varias veces más inteligente que usted, por muy loco que me haya vuelto. Así que sé lo que usted sabe. Por ejemplo, ya ha adivinado con su lento ingenio que estoy en Kurdistán. Dado que me encontré con la pobre Isobel y su páncreas, eso es algo obvio. Y he de decir que menudo lugar de mierda es éste. Los turcos se portan muy mal con los kurdos. De verdad. Es vergonzoso. —Cloncurry movió la cabeza y suspiró—. Lo digo en serio. Son racistas. Y yo odio a los racistas. De verdad. Quizá piensen que soy un psicópata despiadado, pero no lo soy. Desprecio profundamente a los racistas. La única gente a la que odio más que a los racistas es a los negros. —Cloncurry movió su silla giratoria. Dio dos vueltas y después se detuvo para mirar de nuevo directamente a la cámara—. ¿Por qué los negros son tan tontos? Tíos, venga, admítanlo. ¿No se lo han preguntado nunca? Los oscuritos no hacen más que fastidiarlo todo allá donde van, ¿no? ¿Se trata de algún plan que tienen? ¿Se reúnen los negros y piensan: «Oye, vamos a ver si podemos emigrar a algún sitio agradable y convertirlo en un vertedero? Podemos irnos a vivir a casas cutres y empezar a robar y a pegar tiros. Otra vez. Y luego nos quejaremos de los blancos»? ¡Y en cuanto a los pakis! ¡Los pakis! ¡Y los árabes! ¡Qué Dios nos asista! ¿Por qué no se van a la mierda, meten a sus mujeres en bolsas de basura en sus casas y dejan de gritar desde las mezquitas? A nadie le importa lo que digan. ¿Y qué decir de los judíos, todo el rato lloriqueando por el Holocausto? —Cloncurry se reía—. Lloriquean y gimen como niñas. «Holocausto por aquí, Holocausto por allí, por favor no me golpees, esto es un Holocausto». Holocausto idiocausto. Escuchad, judíos de mierda, ¿no va siendo hora de que lo superéis? Cambiad de tercio. Y de todos modos, ¿tan malo fue el Holocausto? ¿De verdad? Al menos fue puntual. Esos alemanes saben atenerse a un horario. Incluso con camiones de transporte de ganado. ¿Se imaginan el caos si los británicos hubieran estado al mando? Ni siquiera saben dirigir una línea de cercanías desde Clapham. Mucho menos un tren paneuropeo de la muerte. —Cloncurry empezó a hablar con acento londinense—. Quisiéramos pedir disculpas por el retraso en el servicio de Auschwitz. Se ha puesto en marcha un servicio alternativo de autobuses. El vagón restaurante volverá a abrir en Treblinka. —Otra risa—. Dios mío, estos británicos. Que se jodan los británicos. Estúpidos borrachos arrogantes que siempre andan buscando pelea entre la niebla. ¿Y qué decir de los yanquis? ¡Qué Dios nos libre de los yanquis y sus nalgas! Jodidos yanquis con sus enormes culos. ¿De qué va todo eso? ¿Por qué tienen culos tan grandes? ¿No han visto la conexión entre su fracaso en Iraq y sus enormes culos masivos? Oye, aquí tenéis una pista, americanos. ¿Queréis saber qué ocurrió con esas armas de destrucción masiva? Una puta gorda de Los Angeles se ha sentado encima de ellas en un Dunkin' Donuts. Pero no se ha percatado porque tiene un culo del tamaño de Neptuno y no lo ha notado. —Cloncurry volvió a dar otra vuelta—. Y con respecto a los japoneses, no son más que trols enrevesados a los que se les da bien la electrónica. Y los chinos: siete maneras de cocinar el brócoli y parecen retrasados. Jodidos comepescado. —Hizo una pausa para pensar—. Me gustan bastante los polacos.
Cloncurry sonrió abiertamente.
—En fin. Piénselo. Ya sabe lo que quiero. Sabe que tengo a Lizzie y que voy a mantenerla con vida por un único motivo: quiero el Libro Negro. Y sé que usted sabe dónde está, Rob, porque Isobel me dijo que usted lo sabía. Me contó lo que ocurrió en Lalesh. Tuvimos que cortarle una de sus orejas para conseguir esa información, pero nos lo dijo. Me comí la oreja. No, no lo hice. ¿A quién le importa? El hecho es que nos lo contó todo. Nos dijo que la envió aquí para conseguir el libro puesto que usted no podía venir porque el amiguito policía de aquí, ese elegante señor Kiribali, le llevaría a la cárcel. Así que envió a Isobel Previn para que hiciera el trabajo. Por desgracia, yo ya estaba aquí, le saqué el hígado y lo cociné à la provençale. Así que, Rob, tiene un día más. Mi paciencia se está acabando. ¿Dónde está el libro? ¿En Harán? ¿En Mardin? ¿En Sogmatar? ¿Dónde? ¿Adónde iba Isobel? La torturamos todo lo que pudimos, pero era una vieja lesbiana y valiente y no nos dio la pista final. Por tanto, necesito saberlo. Y si no me lo dice en veinticuatro horas, me temo que será el turno de hacer tarros de mermelada con Lizzie. Porque mi paciencia se habrá agotado. —Movió la cabeza asintiendo con sobriedad—. Soy un hombre razonable, como bien sabe, Robbie, pero no permita que mi evidente amabilidad le engañe. La verdad sea dicha, sí que tengo cierto temperamento y, a veces, me cabreo. Ahora le hablo a usted, Sally. Sí, a usted, la ex señora Luttrell. Mi querida y llorona Sally. Veo cómo se asoma por la cámara con sus ojitos de cerdita, Sally. ¿Me oye? Deje de llorar, puta plañidera. Un día es lo que tienen. Veinticuatro horas para pensárselo y, después... Bueno, después meteré a su hija en una vasija y será enterrada viva. Así que espero noticias suyas muy pronto —se inclinó hacia el botón de la cámara—, o será el momento de preparar las conserva.
45
La imagen se volvió borrosa y luego desapareció. Sally se había retirado al sofá, una vez más, y lloraba en silencio. Rob se acercó y la rodeó con un brazo.
Fue Christine la primera que logró controlarse. Se secó los ojos y habló:
—Bien. Sabemos que está en Urfa. Eso significa que Cloncurry ha debido de seguir las mismas pistas que... —suspiró profundamente— que la pobre Isobel.
—¿Te refieres a la teoría de Austen Layard? —le preguntó Rob.
—Sí. ¿Qué si no? Cloncurry ha debido de llegar a la misma conclusión con respecto al libro. Así que imagino que fue hasta el Kurdistán con Lizzie en ese avión privado.
Forrester asintió.
—Sí. Ha debido de estar haciéndolo durante meses. Con documentación y nombre falsos. Nos pondremos en contacto con el control del tráfico aéreo turco.
Rob negó con la cabeza.
—¡Ustedes no conocen el Kurdistán! Si Cloncurry es listo, y lo es, puede haber aterrizado casi sin que nadie lo sepa. En algunas zonas, los turcos apenas tienen control. Y por supuesto, podría haber volado hasta el Kurdistán iraquí y cruzar después la frontera. Se trata de una enorme región sin ley. No es exactamente Suffolk.
Sally hizo un gesto de súplica.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Buscar aquí. Buscar en Irlanda —respondió Christine.
—¿Perdón?
—El Libro Negro. No está en Urfa. Creo que la pobre Isobel se equivocaba. Creo que el libro sigue aquí.
Los policías intercambiaron miradas. Rob frunció el ceño.
—¿Cómo es eso?
—Pasé varios días en un armario pensando en el Libro Negro.
Y conozco la historia de Layard. Pero mi opinión es que Layard se limitó a pagar a los yazidis por su silencio y por eso fue por lo que volvió. Creo que es un callejón sin salida.
—Entonces, ¿dónde está?
—Salgamos —dijo—. Necesito aire fresco para pensar. Denme sólo unos cuantos minutos.
Obedeciendo, abandonaron el despacho, bajaron en el ascensor de acero hasta la planta baja y salieron al suave aire del verano. El cielo de Dublín era azulado y pálido. Del río venía una brisa suave. Los turistas miraban un viejo barco amarrado en los muelles. Un extraño desfile de demacradas estatuas de bronce bloqueaban la mitad de la acera. El grupo caminaba despacio por el muelle.
Dooley señaló a las estatuas.
—Monumento a la hambruna. Los muertos de hambre hacían cola en estos muelles esperando a los barcos que iban a Nueva York. —Se dio la vuelta e hizo un gesto hacia los nuevos edificios de oficinas y al atrio de cristal reluciente que corrían en paralelo a los muelles—.
Y todo aquello solían ser burdeles, embarcaderos y barriadas horribles. El antiguo barrio chino. El Monto. Donde James Joyce iba de putas. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ahora son todo restaurantes de fusión.
—Todo ha cambiado, por completo... —murmuró Christine. Después se quedó muy callada.
Rob la miró y supo de inmediato que ella sabía algo. Su mente precisa estaba en marcha.
Se detuvieron en un bonito puente peatonal y observaron las aguas grises del río avanzando letárgicas hacia el mar de Irlanda.
Entonces, Christine le pidió a Forrester que le volviera a decir cuál fue la extraña palabra que De Savary había escrito justo antes de morir.
—Undish.
—¿Undish? —repitió Rob desconcertado.
—Sí. Se escribe como suena. U-N-D-I-S-H.
El grupo guardó silencio. Unas gaviotas graznaron. Sally hizo la pregunta que rondaba a todos ellos:
—¿Qué demonios significa Undish?
—No tenemos ni idea —contestó Forrester—. Tiene una conexión con la música, pero no parece importante.
Rob observó a Christine y vio su media sonrisa.
—¡James Joyce! —exclamó ella—. Eso es. James Joyce. Ésa es la respuesta.
Rob frunció el ceño.
—No veo qué tiene de relevante.
—De eso es de lo que me estaba hablando Hugo. Eso fue lo último que me dijo antes de que llegara la banda. En Cambridgeshire. —Hablaba rápido y caminaba igual de rápido, hacia el puente peatonal—. La última vez que le vi, De Savary me dijo que tenía una teoría nueva sobre las pruebas de Whaley y el Libro Negro. Y mencionó a Joyce. —Miró a Rob—. Y sabía que yo estaba intentando que tú leyeras el Ulises o Retrato...
—¡Sin mucha suerte!
—Sí. Pero aun así. Pensé en ello mientras estuve encerrada. Y ahora... Undish. —Buscó un bolígrafo en su bolso y escribió la palabra en un cuaderno.
UNDISH.
Miró lo que había escrito.
—Undish, undish, undish. Esa palabra no existe. Pero eso es porque De Savary estaba intentando despistar a los asesinos.
—¿Cómo?
—Si hubiera escrito la palabra completa, ellos la podrían haber visto y Cloncurry lo habría sabido. Él no podía saber si iban a volver. Así que, en lugar de ello, escribió una palabra sin sentido. Pero una palabra sin sentido que suponía que alguien podría resolver. Quizá tú, Rob. Si es que la has oído alguna vez.
Rob se encogió de hombros.
—Sigo sin entenderla.
—Por supuesto que no. ¡Nunca llegaste a leer a Joyce a pesar de mi insistencia! Y tendrías que conocerte bien esos libros. A Hugo y a mí nos encantaba hablar sobre Joyce. Conversaciones sin fin.
Dooley interrupió con impaciencia.
—Muy bien. Entonces, ¿qué significa undish?
—No significa nada. Pero sólo necesita una letra más para completarse. La letra T. Así se convierte en... —Escribió la letra junto a la palabra en su cuaderno y se la mostró a los demás—. ¡Tundish!
Rob suspiró.
—Estupendo, Christine. Pero ¿qué o quién es un envás? ¿Cómo demonios ayuda eso a Lizzie?
—No es una palabra común. Por lo que sé, sólo aparece una vez en la literatura inglesa. Y ahí está la cuestión. Porque el pasaje en el que aparece es en la primera obra maestra de Joyce. Retrato del artista adolescente. Creo que ahí puede haber una verdadera pista que nos ayude. —Miró los rostros que la rodeaban—. Recuerden que Joyce sabía más sobre Dublín que ningún otro. Los sabía todo: cada leyenda, cada noticia, cada pequeña anécdota, y las incluía en sus libros.
—De acuerdo —admitió Rob con reservas.
—Joyce conocía todos los secretos y mitos sobre los miembros del Fuego del Infierno en Irlanda. Y lo que hacían. —Christine cerró su libro de notas de golpe—. Así que imagino que ese pasaje podría decirnos dónde encontrar lo que necesitamos para salvar a Lizzie. —Miró hacia el otro lado del río—. Y creo que allí hay una librería.
Rob se giró. Justo al otro lado de la nueva y delgada pasarela, al otro lado del aletargado río Liffey, había una franquicia de la librería Eason.
Los cinco cruzaron el río y entraron en la tienda en masa ante un sorprendido y joven vendedor. Inmediatamente, Christine se dirigió a la sección de clásicos irlandeses.
—Aquí. —Se abalanzó sobre un ejemplar de Retrato del artista adolescente y pasó las páginas febrilmente—. Y aquí... están... las páginas del envás.
—Lee.
—El pasaje del envás está casi a mitad del libro. Stephen Dedalus, el héroe, el artista del título, ha ido a ver a su tutor, un jesuíta decano de inglés en el University College de Dublín. Mantienen una conversación sobre filología. Y ahí es donde entramos nosotros. Esto es lo que dice: «Para volver a la lámpara, el alimentarla es también un lindo problema. Tiene usted que escoger aceite limpio... usando el embudo». —Lenvantó la vista hacia las caras expectantes y juntas—. Aquí estoy dialogando. No esperen que hable con acento. —Regresó al libro y leyó en voz alta—: «¿Qué embudo?, preguntó Stephen. El embudo por el cual vierte usted el aceite en la lámpara. ¿Sí? ¿Eso se llama embudo? ¿No se llama envás?». —Christine dejó de leer.
Rob asintió lentamente.
—¿Dónde habla del Fuego del Infierno?
—El pasaje exacto que buscamos está una o dos páginas antes. —Christine pasó las páginas y miró atentamente—. Aquí está: «Los árboles del Stephen's Green estaban fragantes y cargados de lluvia y la tierra empapada exhalaba su olor mortal, como un incienso vago que ascendiera a través del mantillo de muchos corazones... Comprendió que en cuanto entrara en el sombrío edificio del colegio notaría la sensación de otra podredumbre bien distinta a la de Buck Egan y Burnchapel Whaley».
Rob asintió ahora con fuerza.
—Espera, hay más. —Pasó otra página y leyó con calma—: «Era demasiado tarde para subir a clase de francés. Cruzó el vestíbulo y tomó el corredor a mano derecha que conducía al anfiteatro de física. El corredor estaba oscuro y silencioso, pero una presencia invisible parecía espiar en él. ¿Por qué sentía esta sensación? ¿Era porque sabía que en tiempos de Buck Whaley había habido allí una escalera secreta?» 15. —Cerró el libro.
La librería quedó en silencio.
—¡Vaya! —exclamó Dooley.
—¡Sí! —respondió Boijer.
—Pero seguro que no es tan fácil —dijo Sally con un gesto compungido—. Una escalera secreta. ¿Sólo eso? ¿Por qué no miró allí esa terrible banda?
—Quizá no lean a Joyce —contestó Forrester.
—Tiene sentido —conjeturó Dooley—. Históricamente, la relación con Whaley es cierta. Hay dos grandes caserones en St Stephen's Green. Y estoy seguro de que uno de ellos fue construido para Richard Burnchapel Whaley.
—¿Sigue existiendo ese edificio? —preguntó Rob.
—Por supuesto. Creo que aún sigue utilizándolo el University College.
Rob se encaminó hacia la puerta.
—Vamos, chicos. ¿A qué esperamos? Por favor, sólo tenemos un día.
Un par de minutos después a paso rápido llegaron a una plaza enorme de la época georgiana en la que una hilera de majestuosas casas adosadas daban a un generoso espacio verde. Aquellos jardines y campos fenían un aspecto acogedor en el que la luz del sol relum braba entre el follaje. Durante un momento, Rob se imaginó a su hija Texto extraído de Retrato del artista adolescente, de James Joyce, Alianza editorial, 1978. Traducción de Dámaso Alonso.
jugando feliz por aquellos jardines. Ahogó su desgarradora tristeza. Pero era imposible ahogar el miedo.
El antiguo colegio universitario resultó ser uno de los edificios más grandes de la plaza: elegante y sobrio, construido con piedra gris de Portland. A Rob le costaba relacionar este impresionante edificio con las depravaciones homicidas de Burnchapel Whaley y de su hijo, aún más loco. El letrero del exterior decía: NEWMAN HOUSE: PERTENECIENTE AL UNIVERSITY COLLEGE DE DUBLÍN.
Dooley pulsó el timbre mientras Christine y Rob merodeaban por la acera. Sally prefirió esperar sentada en un banco de la plaza. Forrester le ordenó a Boijer que se quedara con ella. Hubo una pequeña conversación a través del portero automático y tras acreditarse como policía, la puerta se abrió de inmediato. El vestíbulo que había a continuación era casi tan espectacular como el exterior, con exquisitos motivos circulares de escayola georgianos en gris y blanco.
—¡Vaya! —exclamó Dooley.
—Sí, estamos muy orgullosos de esto.
Se trataba de una voz con acento americano de Nueva Inglaterra. Un hombre bien trajeado de mediana edad se acercaba por el vestíbulo y le extendía una mano a Dooley.
—Ryan Matthewson, director de la Newman House. Hola, oficial..., y hola...
Se presentaron. Forrester le mostró su placa. El director los condujo al recargado despacho de la recepción.
—Pero, agentes, el robo fue la semana pasada. No estoy seguro de por qué les envían ahora —dijo.
Rob se quedó desconcertado.
—¿El robo? —preguntó Dooley—. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—No fue nada importante. Hace algunos días un grupo de chicos entró en el sótano. Probablemente drogadictos. No los encontramos. Destrozaron la escalera del sótano. Dios sabe por qué. —Matthewson se encogió de hombros mostrando su falta de preocupación—. Pero la Gardai envió a un agente en su momento. Ya nos ocupamos de esto. Recabó toda la información...
Rob y Christine intercambiaron una mirada melancólica. Pero, al parecer, Dooley y Forrester no se desanimaban tan fácilmente. Forrester le contó al director un resumen de la historia de Burnchapel y de la investigación de Cloncurry. Rob se dio cuenta, por el modo en que pronunciaba su monólogo, de que trataba de no dar demasiada información para no confundir ni asustar a aquel hombre. Aun así, al final de su explicación, el director miró a los dos confundido y asustado.
—Extraordinario —dijo finalmente—. Entonces, ¿creen que esas personas estaban buscando las escaleras secretas que se mencionan en el Retrato?
—Sí —contestó Christine—. Lo cual significa que probablemente hayamos llegado demasiado tarde. Si la banda no encontró nada, eso quiere decir que aquí no hay nada. Merde.
El director movió la cabeza enérgicamente.
—Lo cierto es que no necesitaban entrar a escondidas. Podrían haber venido en alguno de nuestros días de puertas abiertas.
—¿Cómo dice?
—No es ningún misterio. En absoluto. Sí que hubo una escalera secreta aquí, pero fue descubierta en 1999. Durante los trabajos de rehabilitación. Ahora es la escalera principal de servicio de la parte de atrás del edificio. Hoy ya no queda nada que se mantenga en secreto.
—Entonces, ¿la banda buscó en el lugar equivocado? —preguntó Dooley.
Matthewson asintió.
—Pues sí. Imagino que así fue. ¡Qué cruel ironía! Podrían simplemente haber venido a preguntarme dónde estaba la escalera secreta y yo se lo habría dicho. Pero imagino que pedir información de una forma educada no es el modus operandi de este tipo de gente, ¿verdad? Vaya, vaya.
—Entonces, ¿dónde están las escaleras? —preguntó Rob.
—Síganme.
Tres minutos después estaban en la parte posterior del edificio contemplando una estrecha escalera de madera que conducía de la planta baja a una especie de entresuelo. La escalera era lóbrega y estaba mal iluminada y tenía un revestimiento de madera de roble oscura a cada lado.
Rob se agachó sobre los tablones. Golpeó el peldaño de debajo de las escaleras con los nudillos. El sonido fue decepcionantemente sólido.
El director se inclinó con expresión preocupada.
—¿Qué está haciendo?
Rob se encogió de hombros.
—Simplemente creí que si había algo oculto debía de estar bajo uno de los peldaños. Así que, si suena hueco, quizá...
—¿Quiere hacer pedazos la escalera?
—Sí —respondió Rob—. Por supuesto. ¿Qué si no?
El director se ruborizó.
—Pero éste es uno de los edificios más protegidos de Dublín. No puede limitarse a entrar aquí y meter una palanca en el mobiliario. Lo siento mucho. Entiendo su situación, pero...
Rob frunció el ceño y se sentó en las escaleras tratando de contener su rabia. Forrester mantuvo una breve conversación en privado con Dooley, quien se dirigió a Matthewson.
—¿Sabe? Parece que les vendría bien una mano de pintura.
—¿Perdón?
—Las escaleras —dijo Dooley—. Están un poco espartanas. Necesitan un retoque.
El director suspiró.
—Bueno, desde luego, no tuvimos suficiente dinero para hacerlo todo. La decoración de escayola del vestíbulo acabó con la mayor parte de los fondos.
—Nosotros tenemos —contestó Dooley.
—¿El qué?
—Tenemos el dinero. La Gardai. Si tenemos que romper unos cuantos peldaños para una investigación legal, sin duda le pagaremos los daños a su instituto. —Dooley dio una palmada a Matthewson en la espalda—. Y me imagino que usted sabrá que los reembolsos de la policía pueden ser muy generosos.
Matthewson se esforzó por sonreír.
—¿Lo suficiente para reparar y pintar unas cuantas escaleras? ¿Y puede que un aula o dos?
—Yo diría que sí.
La sonrisa del director se hizo más amplia. Parecía muy aliviado.
—De acuerdo. Creo que puedo explicarlo a los miembros del consejo de administración. Así que, adelante. —Hizo una pausa—. Aunque me pregunto si de verdad están buscando en el lugar correcto.
—¿Tiene una idea mejor?
—Puede... No es más que una idea.
—¡Díganosla!
—Bueno, siempre pensé... —Levantó la mirada hacia la parte superior de las escaleras—. A veces, me he preguntado por qué esta pequeña escalera hace una curva cerrada en la parte superior. ¿Lo ven? Miren. Da la vuelta. En la parte de arriba. Y aparentemente no hay ninguna razón arquitectónica para ello. Es fastidioso cuando uno va cargado con muchos libros. Puede tropezar. Está muy oscuro. Un estudiante nuestro se rompió el tobillo estas Navidades.
Rob corrió escaleras arriba y Christine le siguió. Era cierto que la escalera giraba. Subía hasta una pared recubierta con paneles y luego giraban abruptamente hacia la izquierda. Rob se quedó mirando la pared y la golpeó. Parecía hueca.
Todos se miraron. Matthewson estaba claramente exaltado.
—¡Extraordinario! Imagino que tenemos que abrir y echar un vistazo. Tenemos un escoplo y una linterna en el sótano. Voy a por ellos...
—No se preocupe.
Metiendo la mano en el bolsillo, Rob sacó una navaja del ejército suizo y abrió la hoja más fuerte.
Christine, Dooley, Forrester y Matthewson se quedaron en silencio mientras Rob golpeaba la navaja contra el panel. La madera se rompió con facilidad. Era delgada, como un panel falso. Rob giró la navaja para hacer palanca, después fue cortando y el panel comenzó a ceder. Forrester metió la mano y agarró el extremo de un tablón de madera y entre los dos sacaron toda la tabla de casi un metro de ancho de su marco.
Detrás había un hueco oscuro que desprendía un olor a humedad. Rob se inclinó hacia el interior y hurgó.
—Dios mío, está oscuro. Está demasiado oscuro... No puedo ver...
Christine sacó el teléfono móvil, encendió la luz y la enfocó hacia el espacio oculto por encima del hombro de Rob.
Rob y Forrester miraron atentamente; Dooley soltó una palabrota y Christine, sorprendida, se llevó una mano a la boca.
Justo en la parte de atrás de la hornacina, envuelta en telarañas y polvo, había una caja de piel enorme y muy maltrecha.
46
Extendiendo la mano hacia la oscuridad y soltando un pequeño resoplido por el esfuerzo, Rob tiró de la caja a lo largo de los tablones arrastrándola hasta la escalera.
La caja era redonda, tenía una tapa plana y estaba hecha de piel antigua, una piel negra agrietada, desgastada y ajada. Tenía el aspecto típico de un objeto del siglo XVIII, con cierto aire aristocrático. Como el equipaje de un lord que hiciera el Grand Tour. La caja parecía hacer juego con el estilo arquitectónico de la casa en la que había permanecido secretamente oculta durante tanto tiempo.
Estaba también cubierta de un polvo denso lleno de telarañas. Christine limpió las capas superiores de grasa y suciedad y en la tapa aparecieron una serie de letras y palabras escritas con caracteres dorados, finos y delicados.
TW, ANNO DOMINI 1791.
Los amantes se miraron el uno al otro.
—Thomas Whaley —dijo Christine.
—Antes de ir a Israel y convertirse en Jerusalem Whaley...
El director del colegio universitario miraba con nerviosismo, descargado el peso de su cuerpo de un pie a otro.
—Miren, señores. Lo siento pero, ¿les importaría que nos lleváramos esto a otro sitio? Hay estudiantes que suben y bajan estas escaleras todo el tiempo y... No estoy seguro de querer tanto... alboroto.
Forrester y Dooley lo comprendieron; todos acordaron ir a otro lugar. Rob cogió la caja de nuevo, agarrándola delante de él, como si fuera un tambor. No era muy pesada, pero sí poco manejable. Había algo bastante grande que traqueteaba en el interior. Trató de mantenerla lo más recta posible mientras caminaban. Cada segundo que pasaba, casa segundo que malgastaban, pensaba en Lizzie. Cada segundo la acercaba más a la muerte.
A Rob le costaba no gritar a sus acompañantes. Apretando la mandíbula en un decidido silencio, siguió al director Matthewson subiendo el resto de las escaleras y después por un corto pasillo. Y luego, por fin, llegaron a un despacho elegante e impecable: el estudio del director, desde donde se divisaban los árboles y los jardines de St Stephen Green iluminados por el sol.
Forrester vio por las ventanas a Sally y a Boijer sentados en un banco del jardín, esperando.
—Sólo un momento —dijo, sacando su móvil.
La caja fue colocada sobre el escritorio de Matthewson dejando caer una nube de polvo de la maleta de venerable piel.
—Muy bien —dijo Dooley—. Abrámosla.
Christine ya estaba examinando la caja.
—Estas correas y hebillas viejas... —murmuró, tratando de abrir una—. No se abren.
Dooley se esforzó por abrir otra hebilla.
—Está totalmente oxidada.
Rob se acercó navaja en mano.
—¡Mi hija está esperando! —Se arrodilló y arrancó las correas. La última de ellas fue la más difícil de todas. Tardó un rato en cortarla. Con fuerza. Después se deshizo por fin y se dejó caer.
Él se volvió a poner de pie. Forrester estaba subiendo la tapa de piel negra con las letras doradas impresas. Todos miraron el fondo de la antigua caja y se descubrieron mirando el Libro Negro. La primera vez que era visto en doscientos cincuenta años.
Salvo que no era un libro lo que les devolvía la mirada, sino una cara.
—¡Dios mío! —exclamó Dooley.
En el fondo de la caja había un cráneo.
Se trataba de un cráneo muy extraño. Claramente era humano, pero no muy humano. Tenía unos pómulos angulosos y casi parecidos a los de un pájaro, ojos de serpiente, atractivos y asiáticos, pero curiosamente grandes, y una sonrisa cruel.
Rob lo reconoció de inmediato.
—Es exactamente igual al que vi en Lalesh. El mismo tipo de cráneo. Una especie de mitad humano... mitad pájaro. ¿Qué demonios es?
Con confiada destreza, Christine metió una mano en la caja de piel negra y sacó el cráneo.
—Está muy bien conservado —comentó, examinando el cráneo y la mandíbula inferior—. Alguien lo ha tratado para evitar que se deteriorara.
—Pero ¿cuántos años tiene? ¿Qué es? ¿Es humano? ¿Qué tiene en los ojos?
Christine se acercó a la luz de las grandes ventanas de guillotina.
—Definitivamente, es un homínido. Pero híbrido.
La puerta del despacho se abrió. Eran Sally y Boijer. Se quedaron mirando con sorpresa al cráneo que estaba en las manos de Christine.
—¿Es eso? —preguntó Boijer—. ¿Eso es el Libro Negro? ¿Una calavera humana?
Rob asintió.
—Sí.
—No es muy humana. —Christine giró el objeto entre sus manos—. Es un homínido, pero hay fuertes diferencias entre este cráneo y el de un Homo sapiens normal. Aquí, miren. El gran tamaño de la cavidad craneal. La forma vertical y las órbitas son muy interesantes...
—Entonces, es un cruce entre humanos y... ¿y qué? —preguntó Rob.
—Ni idea. No es neandertal. Ni Homo habilis. Parece ser una especie humana desconocida; una especie con una cavidad para el cerebro muy grande.
Rob seguía sin comprender.
—Pero yo creía que los humanos no podían reproducirse con otras especies. Pensaba que las especies diferentes no podían reproducirse juntas.
Christine negó con la cabeza.
—No es necesariamente así. Algunas especies pueden reproducirse entre sí. Los tigres y los leones, por ejemplo. Es extraño, pero ocurre. Y este tipo de híbrido no es conocido en la evolución humana. Muchos expertos creen que nos cruzamos con los neanderta les. —Dejó el cráneo sobre la mesa. Sus dientes blancos brillaban a la luz de la lámpara. El cráneo era de un color cremoso amarillento y muy grande.
Dooley siguió mirando el interior de la caja de cuero húmeda.
—Hay algo más. —Metió la mano y sacó un documento doblado. Rob observaba, paralizado, mientras el detective irlandés llevaba el documento hasta el escritorio del director y lo dejaba al lado del cráneo.
El documento estaba desgastado y arrugado. Parecía hecho de alguna especie de pergamino grueso. Amarillento y viejo. Quizá tenía cientos de años.
Con mucho cuidado, Rob lo desdobló. Mientras lo hacía, el pergamino crujió y despidió una fuerte fragancia que no era desagradable. Olía a tristeza, a tiempo y a flores funerarias.
Se acercaron al documento mientras el periodista lo alisaba. Christine miró extrañada. Estaba escrito con tinta muy oscura y mostraba un plano esquemático y unas pocas líneas escritas de una forma arcaica.
—Arameo —dijo Christine casi de inmediato—. Es arameo. Parece que es una forma bastante inusual... Dejen que lo mire bien.
Rob suspiró con frustración. Cada segundo que pasaba le resultaba doloroso. Miró el cráneo, apoyado sobre la mesa junto al pergamino. Parecía que lo miraba con desprecio, con cierto desdén, como Jamie Cloncurry.
¡Cloncurry! Rob se agitó. ¡Tenía el Libro Negro! Y Cloncurry tenía que saberlo de inmediato. Rob le preguntó a Matthewson si podía utilizar el ordenador de su despacho y éste asintió.
Rob se acercó al escritorio del director, encendió el ordenador y buscó directamente a Cloncurry. El enlace del vídeo se puso en marcha. La webcam estaba en funcionamiento. En pocos segundos Cloncurry apareció repentina y bruscamente. Sonreía con maldad.
—Vaya. Supongo que lo ha encontrado. ¿En una parada de autobús, quizá? ¿En el vestíbulo de un bingo?
Rob le hizo callar levantando el cráneo.
Cloncurry miró con atención. Tragó saliva y siguió mirando. Rob nunca había visto al jefe de la banda tan desconcertado como entonces. Pero el asesino parecía incómodo, ansioso, casi aturdido.
—Lo tiene. Lo tiene de verdad. —La voz de Cloncurry era flemática y ansiosa. Comenzó a hablar de nuevo—. ¿Y... los documentos? ¿Había algo más en la caja?
Sally le acercó el pergamino. Rob lo levantó y se lo enseñó. Cloncurry dejó escapar una exhalación larga y profunda, como si lo hubieran liberado de una terrible carga.
—Todo este tiempo. Todo este tiempo. ¡Y en Irlanda! Entonces, Previn se equivocó. Yo estaba equivocado. Layard no llevaba a ningún sitio. ¡Y ni siquiera está en cuneiforme! —Cloncurry sacudió la cabeza—. Y bien, ¿dónde estaba exactamente?
—En Newman House.
Cloncurry se quedó en silencio. Entonces movió la cabeza y se rió con amargura.
—Dios. ¿Debajo de las escaleras secretas? Dios mío. Les dije que buscaran bien. Menuda panda de imbéciles. —En ese momento dejó de reírse y miró con insolencia y desprecio a la cámara—. Sin embargo, ya nada se puede hacer. Mis compañeros yacen en sus ataúdes. Pero usted puede salvar la vida de su hija siempre que me traiga el libro. El cráneo y el documento. ¿De acuerdo? Y lo quiero aquí en... Oh, Dios mío. Ya estamos de nuevo. Otra fecha límite. ¿Cuánto tiempo tardarán en llegar aquí, idiotas?
Rob comenzó a hablar, pero Cloncurry levantó una mano.
—Cállese. Éste es el trato. Le doy tres días más. Sin duda, es un tiempo suficiente para usted. Posiblemente, demasiado generoso. Pero, por favor, créame. Se me está acabando la paciencia. Recuerde que soy un psicótico. —Se rió e hizo una mueca exagerada para burlarse de su propia locura—. Y chicos, cuando vengan, no se molesten en traer a sus amigos policías. No les servirán de nada. ¿A que no? Porque no van a tener mucha ayuda de Kiribali ni de los kurdos, como creo que ya saben bien. Así que, manos a la obra, Rob. Vuele hasta aquí, traiga el libro y podrá tener a su Lizzie de vuelta, y sin que vaya dentro de un tarro de conserva. Tiene setenta y dos horas, eso es todo. La fecha límite definitiva. Ciao ciao.
La pantalla se fundió en negro.
Forrester rompió el silencio:
—Por supuesto, tendremos que ponernos en contacto con la policía local de Turquía. Hablaré con el Ministerio del Interior. No podemos permitir que vayan hasta allí sin más. Se trata de un caso de asesinato. Es muy complejo. Imagino que son conscientes de ello.
Rob entrecerró los ojos.
—Por supuesto.
—Lo siento mucho si esto les parece burocrático, pero seremos rápidos, muy rápidos. Lo prometo. Es sólo que debemos tener mucho cuidado. Y este tipo está loco. Si van allí solos no hay garantías de que él... ya sabe. Necesitamos refuerzos locales. Y eso significa una implicación oficial, un permiso de Ankara y coordinación con Du blín. Todo eso.
Rob pensó en Kiribali. Su sonrisa de lagartija. Sus amenazas en el aeropuerto.
—Desde luego.
Matthewson brincaba de nuevo de un pie a otro. Estaba claro que quería que aquel molesto séquito saliera de su despacho, pero era demasiado educado como para decirlo. Obedientemente, todos fueron saliendo detrás de Rob, que llevaba el «Libro Negro» —el cráneo y el plano en la vieja caja de piel. Sally y Christine iban detrás hablando en voz baja. Los policías, que iban los últimos, conversaban ardorosamente, casi discutiendo.
Rob vio cómo el detective londinense señalaba con el dedo a Boijer.
—¿De qué demonios están discutiendo?
Christine se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? —Su expresión era de sarcasmo. Siguieron caminando.
Rob miró a su izquierda, a Sally, y a su derecha, a Christine.
—¿Estáis pensando lo que yo? —dijo, de pronto.
—Sí —respondió Christine—. La policía lo echaría todo a perder.
—Exacto. Y todo eso de «hablar con el Ministerio del Interior»... Dios. —Rob sintió en su interior una oleada de rabia y frustración—. ¿Y ponerse en contacto con el maldito Kiribali? ¿En qué están pensando? Es probable que Kiribali esté confabulado con Cloncurry de algún modo. ¿Quién si no iba a ayudar a ese cabrón?
—Y si tienen que consultarlo con Ankara tardarán años —siguió hablando Christine—. Contrariarán a los kurdos y todo será un horrible fracaso. No lo entienden. Nunca han estado allí, nunca han visto Sanliurfa...
—Entonces, quizá debas irte. Ahora. —Sally se acercó y apretó la mano de Rob—. Hazlo. Lleva el Libro Negro, el cráneo, lo que sea eso. Llévaselo a Cloncurry y dáselo. Vete, ahora. Mañana. La policía no puede detenerte. Haz lo que quiere Cloncurry. Se trata de nuestra hija.
Rob asintió despacio.
—Definitivamente, sí. Y conozco a alguien que puede ayudarme... en Sanliurfa.
Christine levantó una mano.
—Pero aún no podemos fiarnos de Cloncurry, ¿no? Forrester tiene razón en eso. —Con los últimos rayos de la puesta de sol iluminando suavemente su rostro, Christine miró con gran seriedad a Rob y después a Sally. No hay duda de que está buscando el libro. Pero una vez que lo tenga, una vez que le demos el Libro Negro, puede que simplemente... haga lo que le apetezca de todos modos. ¿Entendéis? Es un psicótico, como bien dice. Disfruta matando.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Rob con desesperación.
—Puede que exista un modo. He visto el plano.
—¿Cómo?
—Cuando estábamos en el despacho —se explicó Christine—. El pergamino está escrito en arameo antiguo tardío. El idioma utilizado por los antiguos cananeos. Y creo que puedo leerlo. O casi.
—¿Y?
Christine miró la caja de piel, que estaba colocada a los pies de Rob.
—Enséñamelo otra vez.
Rob se agachó y abrió la caja, sacó el pergamino y lo abrió en sus rodillas. Christine asintió.
—Es lo que pensaba. —Señaló una línea del antiguo escrito—. Dice que el «gran cráneo de los antepasados» procede de... «el valle de la Masacre».
—¿Y eso qué es?
—No lo dice.
—Estupendo. Muy bien. ¿Y qué hay escrito? Aquí. ¿Qué significa eso?
—Menciona el Libro de Enoc. No lo cita —dijo, frunciendo el ceño—. Pero se refiere a él. Y luego dice aquí: «El valle de la Masacre es donde murieron nuestros antepasados». Sí, sí, sí. —Christine señaló una línea del pergamino—. Y aquí dice que el valle está a un día de camino en dirección a la puesta de sol desde el «lugar del culto».
—¿Y esto...?
—Eso es un río y los valles. Y aquí hay otra pista. ¡Dice que el lugar del culto se llama también «el monte del ombligo»! ¡Eso es!
La mente de Rob quedó en blanco. Se sentía muy cansado y estre sado por Lizzie. Miró a Christine. La expresión de ella era la contraria a la de él: alerta y entusiasta.
Ella lo miró.
—El monte del ombligo. ¿No lo recuerdas?
Rob negó con la cabeza sintiéndose estúpido.
—El «monte del ombligo» es la traducción de un nombre turco, Gobekli Tepe.
En la mente de Rob se encendió una luz.
Por el jardín, los policías estaban terminando su discusión y se daban la mano.
—Entonces, según este pergamino —continuó Christine—, un día de camino desde Gobekli Tepe, en dirección al oeste alejándonos del sol, está el valle de la Masacre. Y de ahí es de donde viene este cráneo. Y sospecho que es allí donde encontraremos muchos otros como él. Tenemos que ser previsores. Pensar unos cuantos pasos por delante. Podemos hacer que Cloncurry venga a nosotros. Necesitamos tener algo tan poderoso que haga que nos devuelva a Lizzie sana y salva. Si desenterramos el secreto al que se refiere el Libro Negro que contiene el cráneo y el mapa, si excavamos el valle de la Masacre y descubrimos la verdad que se esconde detrás de todo esto, él acudirá a nosotros suplicándonos. Porque es en ese valle donde se oculta el secreto. Ese secreto que él tanto busca. El que fue revelado a Jerusa lem Wahley y que arruinó su vida. El secreto que Cloncurry quiere que permanezca oculto para siempre. Si queremos tener poder sobre Cloncurry, tendremos que adelantarnos a él, excavar el valle, encontrar el secreto y amenazarle con revelar el misterio a menos que entregue a Lizzie. Así es como ganaremos.
Los policías se estaban acercando a ellos. Al parecer, su discusión había terminado.
Rob apretó la mano de Sally y la de Cristine también.
—De acuerdo. Hagámoslo —les susurró a las dos—. Christine y yo nos iremos inmediatamente a Sanliurfa. Lo haremos solos. Y excavaremos el secreto.
—Y no se lo diremos a la policía —añadió Christine.
Rob se giró hacia Sally.
—¿Estás segura de esto, Sally? Necesito tu aprobación.
Ella miró a Rob fijamente.
—Yo... voy a confiar en ti, Rob Luttrell. —Sus ojos se llenaron de lágrimas y trató de reprimirlas—. Voy a confiar en que me traigas a nuestra hija. Así que, sí. Por favor, hazlo. Por favor, por favor, por favor. Trae a Lizzie de vuelta.
Forrester se frotaba las manos mientras se acercaba a ellos.
—Está haciendo frío. ¿Vamos hacia el aeropuerto? Tenemos que informar al Ministerio del Interior. Les presionaremos mucho, lo prometo.
Rob asintió. Tras el inspector se cernían las sombrías y grises elevaciones de Newman House. Por un segundo, Rob se imaginó la casa tal y como sería cuando Buck Egan y Buck Whaley celebraban sus fiestas a la tenue luz de las lámparas georgianas; aquellos jóvenes riéndose a carcajadas mientras prendían fuego a gatos negros bañados en whisky.
47
Christine y Rob fueron hasta Turquía en un vuelo directo desde Londres esa misma tarde tras mentir descaradamente a Forrester y Boijer.
Decidieron llevarse con ellos el Libro Negro. A Christine la obligaron a enseñar sus credenciales como arqueóloga en Heathrow y a mostrar su sonrisa más encantadora para conseguir que un cráneo extraño y discutiblemente humano pasara la aduana de Londres. Volaron hasta Dyarbakir, vía Estambul, y luego hicieron un largo y polvoriento viaje de seis horas en taxi hasta Sanliurfa durante toda la noche y el amanecer. No quisieron avisar de su llegada a Kiribali apareciendo en el aeropuerto de Sanliurfa, llamando la atención por ser occidentales y no deseados. De hecho, no querían que Kiribali supiera que estaban en lugar alguno cerca de Turquía.
El simple hecho de encontrarse allí, en el Kurdistán, era ya bastante arriesgado.
En el vibrante corazón de la achicharrante Urfa, se dirigieron al hotel Harán. Justo en el exterior del vestíbulo Rob encontró a su hombre, Radevan, resguardándose del ardiente sol de la mañana, discutiendo ruidosamente sobre fútbol con los otros taxistas y actuando como un gruñón. Pero su malhumor se debía al Ramadán: todos gruñían, estaban hambrientos y tenían sed durante las horas de luz del día.
Rob fue directo a él y le preguntó si podría encontrar a algunos amigos que le ayudaran a excavar el valle de la Masacre. También le pidió en voz baja que le consiguiera armas. Rob quería estar preparado para cualquier cosa.
Al principio, Radevan se mostró malhumorado e inseguro. Fue a «consultar» a sus innumerables primos. Pero una hora después volvió con siete amigos y parientes, todos ellos kurdos sonrientes. Mientras tanto, Rob fue a comprar palas de segunda mano y a alquilar un par de Land Rovers muy viejos.
Aquélla iba a ser probablemente la excavación arqueológica más improvisada de los últimos doscientos años, pero no tenían elección. Sólo contaban con dos días para desenterrar la respuesta definitiva a todas sus preguntas. Dos días para desenterrar el valle de la Masacre y atraer a Cloncurry hasta una situación en la que tendría que liberar a Lizzie. Y Radevan había cumplido con las armas. Estaban ocultas en un viejo saco raído: dos escopetas y un revólver alemán. Radevan guiñó un ojo a Rob mientras hacían la transacción.
—Ya ve que le ayudo, señor Robbie. Me gustan ingleses. Ayudan a los kurdos. —Sonrió abiertamente mientras Rob le entregaba el fajo de dólares.
En cuanto todo estuvo cargado en los vehículos, Rob subió al asiento del conductor y puso en marcha el motor. Su impaciencia era casi insoportable. El simple hecho de estar en la misma ciudad que Lizzie, pero no saber dónde se encontraba ni si estaba sufriendo, le hacía sentir como si tuviera un fuerte ataque al corazón. Tenía dolores que recorrían el brazo y palpitaciones de angustia. Le dolía la mandíbula. Pensaba en su hija, atada a una silla, mientras los últimos suburbios de Urfa se convertían en una bruma de polvo y sombra por el espejo retrovisor.
Christine iba en el asiento del copiloto. Detrás había tres kurdos. Radevan conducía el segundo Land Rover, justo detrás de ellos. Las armas iban ocultas en su saco, bajo el asiento de Rob. El Libro Negro, en su caja de piel desgastada, estaba firmemente encajado en el maletero.
Mientras avanzaban traqueteando, la habitual locuacidad de los kurdos se convirtió en susurros y, después, en silencio, que parecía corresponderse con la ausencia de vida del paisaje mientras salían a la enormidad del desierto. Aquellas inmensidades amarillas y desoladas.
El calor era increíble, pleno verano en los límites del desierto sirio. Rob notó la cercanía de Gobekli mientras se dirigían al sur. Pero esta vez pasaron de largo por la salida del yacimiento y atravesaron va rios puestos de control del ejército alejándose por la calurosa carre tera de Damasco. Christine había comprado un mapa detallado. Creía saber exactamente dónde se encontraba el valle.
—Aquí —señaló en una curva con gran autoridad. Giraron a la derecha y se balancearon durante media hora por caminos llenos da polvo y sin asfaltar. Y después, por fin, llegaron a la cima de una pendiente. Los dos coches se detuvieron y todos bajaron. Los kurdos parecían sucios, sudados y algo amotinados. Descargaron las palas y dejaron las paletas, las cuerdas y las mochilas sobre la arenosa colina.
A su izquierda había un valle desnudo y angosto.
—Eso es —dijo Christine—. El valle de la Masacre. Todavía lo llaman el valle de las Matanzas. De hecho, está señalado en el mapa.
Rob miraba y escuchaba. Podía oír... la nada. Nada aparte del lastimero viento del desierto. Aquel lugar, toda la región, era extrañamente silencioso, demasiado incluso para los desiertos cercanos a Gobekli.
—¿Dónde están todos? —preguntó.
—Se fueron. Evacuados. El gobierno les obligó a trasladarse —respondió Christine.
—¿Cómo?
—Por eso. —Ella señaló hacia la izquierda, donde una extensión plana y plateada brillaba en la distancia—. Aquélla es el agua del Gran Proyecto Anatolia. El Éufrates. Están inundando toda la región para irrigación. Varios yacimientos arqueológicos importantes han desaparecido ya bajo las aguas. Es muy polémico.
—Dios mío. ¡Está a sólo unos pocos kilómetros de distancia!
—Y viene en nuestra dirección. Pero aquel dique la detendrá. Aquel montículo de tierra de allí. —Christine señaló y frunció el ceño. Su camisa blanca estaba llena de motas de polvo amarillo—. Pero debemos ser cautelosos. Estas inundaciones pueden ser muy rápidas. E impredecibles.
—Tenemos que darnos prisa de todas formas —repuso Rob.
Se giraron y descendieron del monte hacia el valle. En pocos minutos Christine había hecho que los kurdos comenzaran a cavar. Mientras trabajaban, el tamaño de la tarea asustó a Rob. El valle medía más de un kilómetro y medio de largo. En dos días, su equipo únicamente podría remover una pequeña parte. Puede que el veinte por ciento. Quizá el treinta. Y no podrían excavar muy hondo.
Así que iban a necesitar mucha suerte para encontrar algo. Al pesimismo y al miedo que Rob había estado sintiendo desde que regresaron al desierto kurdo se sumó una oleada cada vez mayor de hastío. Una gran marea de insensatez. Lizzie iba a morir. Iba a morir. Y Rob se sintió inútil. Sentía que se moriría ahogado en la insignificancia de todo aquello, que sería sepultado al igual que las resecas tierras que le rodeaban, esperando a aquella enorme y plateada tapa de ataúd hecha de agua. El Gran Proyecto Anatolia.
Pero sabía que tenía que seguir siendo fuerte para poder llevar aquello a cabo. Así que, trató de mejorar su ánimo. Se recordó a sí mismo lo que Breitner le había dicho de Christine: que era «una de las mejores arqueólogas de su generación». Se recordó a sí mismo que la gran Isobel Previn había sido profesora suya en Cambridge.
Y, de hecho, la francesa parecía estar segura. Les decía a los hombres, con calma pero con decisión, dónde tenían que cavar, les ordenaba que lo hicieran de una forma o de otra, a un lado y a otro del valle. Durante una o dos horas el polvo se estuvo levantando y asentando; las palas hacían cercos y se movían. El viento caliente y triste runruneaba por el valle de las Matanzas.
Y entonces, un hombre dejó caer su pala. Era el primo segundo de Radevan, Mumtaz.
—¡Señorita Meyer! —gritó—. ¡Señorita Meyer!
Ella se acercó corriendo. Rob la siguió.
Había un trozo de hueso blanco sobre la tierra polvorienta. Era la curva de un cráneo. Pequeño pero humano. Incluso Rob podría asegurarlo. Christine parecía interesada, pero no triunfante. Asintió.
—De acuerdo, bien. Ahora cava en lateral.
Los kurdos no entendieron. Christine se lo dijo a Radevan, de nuevo, en kurdo: «Cava hacia el otro lado. No te molestes en cavar más hondo». Se trataba de cubrir ahora todo el terreno. Les quedaban menos de dos días.
Los hombres trabajaban según sus órdenes, aparentemente encantados por la obstinación de Christine. Rob se puso también a cavar una vez más. Cada pocos minutos desenterraban un nuevo cráneo. Rob les ayudaba a apartar la tierra con una energía febril. Otro cráneo; otro esqueleto. Siempre que encontraban los restos de otro cuerpo no se molestaban en desenterrarlo todo. En cuanto detectaban uno, Christine les decía que pasaran a otro.
Otro cráneo; otro esqueleto. Se trataba, por lo que Rob percibió, de personas de baja estatura. Típicos cazadores-recolectores, tal y como le explicó Christine, de metro y medio de altura como mucho. Robustos hombres de las cavernas y los desiertos de constitución sana. Pero no más altos de la media para aquella época.
Cavaban cada vez más rápido. De forma desordenada y descuidada. El sol había alcanzado su cénit y Rob pudo apreciar también que el gran muro de agua se acercaba. La inundación quedaba a sólo unos pocos días.
Pero siguieron cavando.
De pronto, Rob escuchó otro grito. Esta vez de Radevan.
—Señor Rob. ¡Mire esto! Un hombre muy grande. Como americano. —Estaba apartando la tierra de un fémur—. Como americano que come muchos McNuggets. —El fémur era casi dos veces más largo que cualquiera de los otros.
Christine saltó a la zanja; Rob se unió a ella. Ayudaron a desenterrar el resto del esqueleto. Les llevó tiempo porque era enorme. Medía, por lo menos, dos metros treinta. Todos retiraron la tierra de la pelvis. De las costillas. De la espina dorsal, sacando a la luz grandes huesos blancos en mitad del polvo amarillo y mugriento. Y después llegaron al cráneo. Radevan lo sacó de una vez y lo sostuvo en sus manos.
Rob lo miraba boquiabierto. Era enorme.
Christine tomó el gran cráneo de las manos de Radevan y lo examinó. No se trataba de un cráneo humano. Era mucho más grande, con ojos inclinados, como los de los pájaros, pómulos salientes, una mandíbula más pequeña y una cavidad para el cerebro muy grande.
Rob miró más de cerca la sonriente mandíbula, con sus dientes aún intactos.
—Esto es... —Se quitó el sudor, la sal y el polvo de la cara—. Esto es un homínido, ¿verdad?
—Sí —dijo Christine—. Pero... —Le dio la vuelta para verlo sin sombras a la luz del sol.
El cráneo estaba lleno de tierra de color amarillo oscuro, dándole a las enormes y sesgadas cuencas de los ojos una mirada vacía y hostil. Rob oyó a un pájaro en algún sitio, llamando la atención. Un pájaro solitario que daba vueltas lánguidamente en el cielo. Probablemente se tratara de un águila ratonera atraída por los huesos.
Christine limpió parte del polvo amarillo que se había adherido al cráneo.
—Es claramente un homínido. No es un Homo sapiens. No se parece a nada que se haya encontrado antes. Una cavidad craneal muy grande, presumiblemente muy inteligente.
—Parece como... asiático, ¿no?
Christine asintió.
—Mongoloide en ciertos aspectos, sí. Pero... pero mira los ojos, y el cráneo. Increíble. Pero tiene sentido. Porque creo... —Miró a Rob—. Creo que aquí tenemos la respuesta a la hibridación. Ésta es la otra esperie de homínido. La que se mezcló con las personas más pequeñas de aquí para producir la calavera del Libro Negro.
Los kurdos seguían cavando. Un esqueleto tras otro. El número de huesos que habían desenterrado resultaba casi escalofriante. El sol se acercaba al horizonte; el ayuno del día terminaría pronto y los hombres estarían encantados de regresar a casa para el banquete, el final del ayuno del día de Ramadán.
Cuando estuvo demasiado exhausto para seguir, demasiado asqueado por la blancura de los huesos y las sonrisas de las enormes calaveras, Rob se tumbó sobre la polvorienta pendiente y se limitó a mirar. Después, sacó su libro de notas y comenzó a hacer anotaciones rápidas tratando de hacer encajar las piezas de la historia. Aquél era el único modo que él conocía para resolver un rompecabezas: escribirlo; exponerlo. Y de esa forma, componer una narración. Notó cómo la luz se desvanecía mientras escribía.
Tras terminar sus notas, levantó la mirada. Christine medía los huesos y sacaba fotos de los esqueletos. Pero el día había terminado. La brisa del desierto era suave y fresca. El agua de la inundación estaba ya tan cerca que Rob podía olería en el aire. Probablemente no estaba a más de tres o cuatro kilómetros. Miró las zanjas con ojos cansados. Habían desenterrado un enorme y triste cementerio, un osario de protohumanos que yacían al lado de gigantes casi humanos. Pero el verdadero rompecabezas seguía oculto. Rob no lo había resuelto; sus notas no tenían sentido. No habían podido descubrir todavía el secreto. Y la oscuridad del desierto les decía que solamente les quedaba un día.
El corazón de Rob lloró por su hija.
48
En el camino de vuelta a Sanliurfa hablaron del documento, de la referencia al Libro de Enoc. Rob cambiaba de marcha con fuerza mientras Christine gritaba sus teorías entre el traqueteo del coche.
—El Libro de Enoc es una obra de... pseudoescritura.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no forma parte de la Biblia oficial pero que se considera absolutamente sagrado por parte de algunas antiguas ramas de la cristiandad, como la Iglesia etíope.
—Muy bien...
—El Libro de Enoc tiene unos dos mil doscientos años y fue probablemente escrito por israelitas, aunque no estamos del todo seguros. —Ella miraba hacia delante, al desierto que se extendía ante sus ojos—. Fue encontrado entre los documentos que se conservan en lo que conocemos como «los manuscritos del mar Muerto». El Libro de Enoc describe una época en la que cinco ángeles caídos, los Cinco Satanes, o los Vigilantes, y sus subordinados se encuentran entre otros hombres primitivos. Estos ángeles eran supuestamente cercanos a Dios, pero no podían resistirse a la belleza de las mujeres. Las hijas de Eva. Así que, los ángeles malos tomaron a esas mujeres y, a cambio, prometieron a los humanos los secretos de la escritura y la construcción, del arte y la escultura. Estos... demonios también enseñaron a las mujeres a «besar el falo».
Rob la miró desde el otro extremo del coche y consiguió sonreír. Christine le devolvió la sonrisa.
—Ésa es la expresión exacta que utiliza el Libro de Enoc —explicó Christine, bebiendo agua de la botella—. ¡Puaj! Esta agua está caliente.
—Continúa —le pidió Rob—. El Libro de Enoc.
—De acuerdo. Pues... estos matrimonios entre demonios y hombres dieron como resultado una raza de gigantes malvados y fieros, los Nefilim, siempre según el Libro de Enoc.
Rob miraba la carretera tenuemente iluminada. Quería prestar atención a lo que ella le decía. De verdad que quería. Se esforzó. Hizo que lo repitiera..., pero luego se rindió. No podía dejar de pensar en Lizzie. Se preguntó si debían llamar a Cloncurry. Pero sabía que era una estupidez; tenían que sorprenderle. Tenían que anunciarle, de repente, que habían desenterrado el secreto, si es que alguna vez lo conseguían desenterrar. Ése era su plan.
Pero estaba cansado, quemado por el sol y asustado, y seguía sintiendo esa apariencia espectral del desierto. Podía notar la cercanía de las piedras de Gobekli. Seguían allí afuera, en el desierto. Recordó aquella talla de la mujer, cercada por estacas e inmovilizada, lista para ser violada por los jabalíes con sus penes. Pensó en los bebés, llorando en sus antiguas vasijas.
Y luego volvió a pensar en Lizzie y en Cloncurry y trató de apartar ese pensamiento de su mente.
La última parte del camino transcurrió en silencio. Y con ansiedad. Los kurdos murmuraron una despedida y se fueron a comer y a beber; Rob y Christine aparcaron los vehículos suspirando con cansancio y subieron en silencio hasta el hotel Harán. Rob llevaba el Libro Negro pegado a su pecho y el cansancio le subía por los brazos.
Pero no tenían tiempo de descansar. El periodista acusaba el agotamiento, pero estaba del todo decidido y quería discutir sus anotaciones. En cuanto llegaron a su habitación, antes de que Christine se diera siquiera una ducha, volvió a interrogarla.
—Una cosa que no comprendo es lo de las vasijas. Las vasijas con los bebés de Gobekli.
Christine lo miró. Sus profundos ojos marrones eran cariñosos, pero estaban enrojecidos del cansancio. Sin embargo, Rob insistió.
—¿Te refieres... al simple hecho de que estuvieran en vasijas? ¿Eso te confunde?
—Sí. Siempre he pensado que la cultura que rodeaba a Gobekli Tepe era... ¿qué palabra utilizó Breitner? ¿Acerámica? Sin cerámica. Pero luego, de pronto, aparece alguien y les enseña a estos tipos a hacer vasijas mucho antes que en ninguna otra cultura de la región. Mucho antes que en ningún otro lugar de la tierra.
—Sí, es cierto... —Christine hizo una pausa—. Excepto en un lugar. Hubo un lugar que tuvo cerámica antes que Gobekli.
—¿Sí?
—Japón. —Christine hizo una mueca de confusión—. Los jomon de Japón.
—¿Los qué?
—Una cultura muy primitiva. Japoneses aborígenes. Los ainu, que aún viven en el norte de Japón. Quizá estén relacionados... —Se puso de pie y se frotó la dolorida espalda. Luego fue al minibar, sacó una botella de agua fría y bebió con avidez. Tumbándose boca arriba en la cama, se explicó—: Los jomon no vinieron literalmente de ningún sitio. Quizá fueron los primeros en cultivar el arroz. Y luego comenzaron a crear una cerámica sofisticada. Se conoce como cerámica de cuerdas.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Dieciséis mil años.
—¿Dieciséis mil años? —Rob miró a su alrededor—. Eso es más de tres mil años anterior a Gobekli.
—Sí. Y hay gente que piensa que los jomon de Asia Oriental pueden haber aprendido sus técnicas de una cultura aún más primitiva. Como los kondons del Amur. Puede ser. El Amur es un río al norte de Mongolia en el que hay discutibles restos de cerámica que son incluso anteriores. Es un gran misterio. Estos pueblos curiosamente avanzados del norte vienen y van. Son cazadores-recolectores básicos, pero de repente dan un enorme e irracional salto tecnológico.
—¿Qué quieres decir con irracional?
—Este no es el territorio más prometedor para la civilización primitiva. Siberia, el interior de Mongolia, la zona más septentrional de Japón... Estos lugares no son la media luna fértil, soleada y calurosa. Son las tierras heladas e impracticables del norte de Asia. La cuenca del Amur es uno de los lugares más fríos de la tierra durante el invierno. —Se quedó mirando fijamente el techo desnudo de la habitación—. De hecho, a veces me he preguntado si pudo haber una proto-cultura al norte de allí, en Siberia, que ahora esté perdida para nosotros. Una cultura que influenciara a todas estas tribus. Porque, de lo contrario, es demasiado extraño...
Rob movió la cabeza. Tenía el cuaderno abierto sobre el regazo y el bolígrafo en la mano.
—Pero quizá no se fueran, Christine. ¿Eh? Quizá estas culturas no desaparecieron.
—¿Cómo dices?
—Los cráneos parecen asiáticos. Mongoloides. Quizá estas culturas orientales no se desvanecieron. Simplemente se fueron... al oeste. ¿Podría haber alguna relación entre estas tribus asiáticas avanzadas y Gobekli?
Christine asintió y bostezó.
—Sí. Supongo que sí. Imagino que sí. Dios mío, Rob, estoy cansada.
Rob se reprendió a sí mismo mentalmente. No habían dormido en veinticuatro horas; habían hecho todo lo humanamente posible. Estaba exigiéndole demasiado a Christine. Dijo que lo sentía y se acercó a ella, tumbándose a su lado en la cama.
—Robbie, la salvaremos —dijo Christine—. Te lo prometo. —Lo abrazó—. Te lo prometo.
Rob cerró los ojos.
—Vamos a dormir.
A la mañana siguiente a Rob lo despertó una violenta pesadilla. Por unos momentos soñó que Cloncurry le golpeaba, que le daba una paliza, pero cuando se despertó se dio cuenta de que eran tambores. Tambores de verdad. Unos hombres caminaban por las oscuras calles de Sanliurfa, fuera del hotel, golpeando grandes bombos, despertando a la gente para la comida anterior al amanecer. El tradicional ritual del Ramadán.
Rob suspiró y miró su reloj, que estaba sobre la mesilla de noche. No eran más que las cuatro de la madrugada. Se quedó mirando el techo, escuchando los golpes y el estruendo de los tambores mientras Christine roncaba dulcemente a su lado.
Dos horas después, Christine le daba con el codo para despertarlo. Él se espabiló perezosamente. Se levantó y se dio una ducha con agua fría y tonificante.
Radevan y sus amigos esperaban fuera. Le ayudaron a cargar el Libro Negro en el maletero. Rob se comió un huevo duro y pan de pita en el coche mientras traqueteaban por el desierto hacia el valle de las Masacres. No tenían tiempo para quedarse a desayunar en el hotel.
Observó a los kurdos mientras cavaban. Era como si supieran que su trabajo casi había terminado, ocurriera lo que ocurriera. Parecían contentos de que aquel asunto llegara a su fin. Aquélla era su última jornada. Al día siguiente por la mañana llegaría el momento. Pasara lo que pasara. El estómago de Rob se retorció por la tensión.
A las once, el periodista subió a la colina cercana al valle y miró el agua lisa y plateada del Gran Proyecto Anatolia. Ya no estaba en la lejanía, sino a tan sólo un kilómetro y medio, y el agua parecía tomar velocidad, cayendo sobre las colinas e inundando los valles. El dique los protegería, pero la invasora inundación seguía siendo una visión amenazadora. Había una pequeña cabaña de pastores en la cima del dique. Como un centinela que los protegía de las aguas.
Se sentó sobre una roca y tomó algunas notas más, ensartando las preciosas perlas de la evidencia en el collar de la narrativa. Había una cita que no dejaba de aparecer en su mente. Recordó a su padre, en la iglesia mormona, recitándola. Del capítulo 6 del Génesis. «Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres a las que quisieron...».
Durante media hora hizo anotaciones, tachó y volvió a escribir. Estaba muy cerca. La historia casi había acabado. Cerró el cuaderno, se giró y bajó la colina en dirección al valle. Encontró a Christine tumbada en el suelo, como si durmiera. Pero no estaba dormida. Miraba atentamente entre el polvo.
—Estoy buscando anomalías —dijo, levantando la vista hacia él—. Y he encontrado algunas. ¡Allí! —Se levantó, dio palmadas con las manos y los kurdos la miraron—. Por favor, señores. Pronto podrán volver a casa con sus familias y olvidarse de esta loca francesa. Sólo les pido un esfuerzo más, por favor. Allí.
Radevan y sus amigos cogieron sus palas y siguieron a Christine al otro extremo del valle.
—Caven hacia abajo, todo recto. Aquí. Y no muy hondo. A lo ancho y de forma superficial. Gracias.
Rob fue a buscar su pala para unirse a ellos. Le gustaba cavar con los kurdos. Así tenía algo que hacer en lugar de preocuparse por la posible insensatez de lo que estaban haciendo. Y de Lizzie. Lizzie. Lizzie. Lizzie.
Mientras cavaban, Rob le preguntó a Christine por los neanderta les. Ella le contó que había trabajado en varios yacimientos en los que vivieron los neandertales. Como Moula-Guercy, en la orilla del Ródano, en Francia.
—¿Crees que se mezclaron con el Homo sapiens?
—Es posible.
—Pero yo pensaba que había una teoría que afirmaba que los neandertales simplemente habían desaparecido.
—La había. Pero también tenemos pruebas de que pudieron haberse mezclado con los humanos. —Christine se limpió el sudor de la cara con la manga—. Puede que incluso los neandertales se abrieran camino hasta el acervo genético humano. Si estaban despareciendo, incapaces de competir por comida o cualquier otra cosa, estarían desesperados por preservar su propia especie. Y eran más grandes que el Homo sapiens. Aunque posiblemente más estúpidos.
Rob vio a un pájaro que daba vueltas en el aire: otro buitre. Hizo una segunda pregunta:
—Si consiguieron mezclarse, ¿podría eso haber alterado el comportamiento de los humanos? ¿La cultura humana?
—Sí. Una posibilidad es el canibalismo. No consta que hubiera canibalismo organizado en el repertorio humano antes de, más o menos, el 300000 antes de Cristo. Pero no hay duda de que los neandertales eran caníbales. Así que... —Inclinó la cabeza, pensativa—. Así que es posible que los neandertales pudieran introducir algunos rasgos suyos. Como el canibalismo. —Un avión de la Fuerza Aérea turca cruzó el cielo. Christine añadió una idea más—: Esta mañana estuve pensando en el tamaño de los homínidos, los grandes. Los huesos que encontramos.
—Continúa...
—Bueno... Tu teoría de que podría haber una relación con el Asia Central tiene sentido. En cierto modo.
—¿Cómo?
—El homínido más grande que jamás se ha encontrado apareció en Asia Central. Gigantopithecus. Absolutamente enorme. Un simio de quizá dos metros con setenta y cinco centímetros de altura. Como una especie de... yeti...
—¿En serio?
Su novia asintió.
—Vivieron hace unos trescientos mil años. Podrían haber existido más tiempo, y algunos piensan que el Gigantopithecus podría haber sobrevivido lo bastante como para que su recuerdo persistiera en el Homo sapiens. Recuerdos de un simio enorme. —Movió la cabeza con un gesto de negación—. Pero por supuesto, esto es mucha imaginación. Lo más probable es que el Gigantopithecus desapareciera debido a la competencia del Homo sapiens. Nadie está muy seguro de lo que le ocurrió al Gigantopithecus. Sin embargo... —Hizo una pausa, inclinándose sobre su pala como un granjero que contempla sus campos.
Rob fue cayendo en la obvia conclusión. Sacó su cuaderno de notas y escribió con excitación.
—Lo que quieres decir es que quizá exista una tercera explicación, ¿no? Puede que el Gigantopithecus sí evolucionara, pero convirtiéndose en un rival mucho más serio para el Homo sapiens. ¿Es eso también posible?
Christine asintió frunciendo el ceño.
—Sí, es posible. De todos modos, no tenemos pruebas.
—Bien. Supongamos que ocurrió algo semejante —continuó Rob—. Entonces, ese nuevo homínido sería muy grande, agresivo y de gran inteligencia, ¿no es así? Algo que evolucionara para resistir condiciones brutales y rigurosas. Un fiero competidor por los recursos.
—Sí, estoy de acuerdo. Así sería.
—Y este gran homínido agresivo tendría también un temor instintivo a la naturaleza, a los inviernos sin fin y letales, a un Dios cruel y severo. Y sentiría una necesidad desesperada de expiación.
Christine se encogió de hombros como si no comprendiera la última idea; pero no tuvo tiempo de contestar porque Radevan los llamaba. Cuando Rob llegó, Christine ya estaba agachada sobre pies y manos limpiando más restos.
Había tres grandes vasijas a los pies de Radevan.
Estaban marcadas con sanjaks.
Rob supo enseguida lo que contenían las vasijas. Y no tuvo que decírselo a Christine, porque ella ya estaba abriendo una de ellas con el mango de una paleta. La antigua tinaja se desmenuzó y una cosa viscosa y de olor fétido rezumó sobre el polvo: un bebé medio momificado, medio licuado. El rostro no se conservaba tan intacto como los de los bebés que habían encontrado en la bodega de Edessa. Pero el grito de terror y dolor en la diminuta cara del pequeño era exactamente igual. Se trataba de otro sacrificio de un niño. Otro bebé enterrado vivo en una vasija.
Rob trató de no pensar en Lizzie.
Algunos de los kurdos habían visto la vasija y los restos. El bebé muerto y podrido. Lo señalaban y discutían. Christine les pidió que continuaran cavando. Pero ellos gritaban.
Mumtaz se acercó a Rob.
—Dicen que esto es peligroso. Que este lugar está maldito. Ven el bebé y dicen que deben irse. El agua llegará aquí pronto.
Christine les suplicó a los hombres en inglés. La discusión continuó. Algunos de los kurdos cavaban, otros se limitaron a quedarse de pie y discutir. El sol fue levantándose, ardiente y amenazador. Las palas y las paletas permanecían en el suelo sin ser utilizadas, lanzando destellos bajo la despiadada luz. El sol caldeaba el pequeño y viscoso cadáver del bebé. Aquel pequeño e indecente bulto de carne. Rob sintió un enorme deseo de enterrarlo de nuevo, cubrir aquella obscenidad. Sabía que se encontraba cerca de la solución del rompecabezas, pero también se sentía próximo a una especie de rendición nerviosa. La tensión era horrible.
Y entonces, aquella tensión empeoró. Algunos de los kurdos, lide rados por Mumtaz, tomaron una decisión: se negaron a continuar. A pesar de las súplicas de Christine, tres de ellos subieron las pendientes del valle y se subieron al segundo Land Rover.
Mumtaz miró en dirección a Rob cuando se iban, una extraña y nostálgica mirada. Después, el vehículo aceleró alejándose entre el polvo y la calima.
Pero se quedaron cuatro hombres, incluido Radevan. Y con el encanto que le quedaba a ella y el dinero que todavía poseía Rob, Christine les convenció de que terminaran la tarea. Así que todos recogieron sus palas y cavaron juntos. Cavaron durante cinco horas, atravesando el valle en oblicuo, removiendo la suficiente superficie seca y amarilla para dejar al descubierto lo que fuera necesario y, después, cambiando a otra parte.
Desenterraron partes de unos treinta esqueletos que yacían junto a las vasijas. Pero no se trataba de esqueletos normales. Eran una mezcla de los homínidos grandes, los híbridos y los pequeños cazadores-recolectores. Todos ellos mezclados, de manera indiscriminada y desordenada. Y todos los esqueletos mostraban algún daño, signos de muerte violenta. Golpes atroces en el cráneo, agujeros de arpones en la pelvis, brazos rotos, fémures rotos, cabezas destrozadas.
Habían desenterrado un campo de batalla. Un yacimiento terrible de masacre y lucha. Habían desenterrado el valle de la Matanza.
Christine miró a Rob. Él le devolvió la mirada.
—Creo que ya hemos acabado aquí. ¿Tú no? —dijo.
Christine asintió solemnemente.
Rob se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. La sensación era casi de euforia. La podía sentir en los pulmones y en su corazón. Lo había resuelto. Había descifrado el gran secreto que Cloncurry se había empeñado en ocultar. El secreto del Génesis. Y eso significaba que Rob, por fin, tenía poder sobre Cloncurry. Iba a conseguir que le devolvieran a su hija.
Ansioso, pero esperanzado por primera vez en estas amargas semanas, marcó el número. Estaba a punto de telefonear a Cloncurry y exigirle la devolución inmediata de su hija cuando escuchó una voz.
—Vaya. Hola.
Rob se giró. Había una figura de pie en la cima de la colina que se encontraba sobre ellos, entre el valle y el sol del oeste. El sol brillaba tanto por detrás de aquella figura que Rob no pudo adivinar quién era. Entrecerró los ojos y levantó un brazo.
—¿He engordado? Qué deprimente. ¿Seguro que no me reconoce?
Rob sintió que la sangre se le coagulaba del susto.
Jamie Cloncurry estaba en la colina con una pistola en la mano. El arma apuntaba a Rob. El asesino tenía dos hombres grandes a su lado. Dos kurdos enormes con negros bigotes y visiblemente armados. Los dos matones sostenían entre ellos una pequeña figura atada con correas.
¡Lizzie! Viva, pero claramente asustada y amordazada con fuerza.
Rob miró a izquierda y a derecha, hacia Radevan y sus amigos. Buscaba ayuda.
Cloncurry se rió.
—Yo no esperaría ninguna ayuda de su parte, señor Robbie. —Con un gesto lánguido, le hizo una señal a Radevan.
Radevan asintió obediente. Se giró, miró a Rob y a Christine y luego frotó el dedo pulgar con el índice.
—Inglés mucho dinero. Dólares y euros. Dólares y euros...
Luego hizo una señal a sus amigos y el resto de los kurdos dejaron caer sus herramientas alejándose del periodista y de Christine, abandonándolos a su suerte con despreocupación.
Rob vio, boquiabierto, derrotado y desolado, cómo los kurdos subían con calma la colina en dirección al Land Rover. Radevan abrió el maletero del vehículo y sacó Libro Negro. Lo acercó hasta Cloncurry, dejándolo sobre el polvo junto a Lizzie. El asesino sonrió y asintió y Radevan volvió al coche, se montó en el asiento delantero y se alejó levantando el polvo con las ruedas y llevándose con él las escopetas y la pistola.
El polvo naranja quedó suspendido en el aire, como un reproche, mientras el vehículo desaparecía por el horizonte quemado por el sol, dejando a Rob y a Christine solos e indefensos en el fondo del valle.
Por encima de ellos estaba Cloncurry, armado, con los otros dos kurdos. El asesino tenía su vehículo de tracción a las cuatro ruedas aparcado a unos cientos de metros, plateado y reluciente bajo la luz del desierto. Obviamente, había ido a pie para sorprenderles. Y había funcionado.
Estaban atrapados. Lizzie se puso de rodillas, amordazada y atada, sobre el polvo, mirando a su padre con ojos de desesperación y perplejidad, implorándole que la salvara.
Pero Rob sabía que no podía. Sabía qué iba a ocurrir a continuación. Y no iba a ser un rescate heróico.
Cloncurry iba a matar a Lizzie delante de él. Iba a sacrificar a la primogénita de Rob, allí, en el desierto, mientras los cuervos y las águilas ratoneras daban vueltas por el cielo. Su hija iba a morir, cruel y brutalmente, en los próximos minutos. Y Rob se vería obligado a mirar.
49
Cloncurry le hizo una señal con la pistola a Rob y a Christine.
—Más allá, tortolitos.
Rob miró a su hija arrodillada sobre la arena, perpleja y completamente angustiada. Luego miró con una rabia feroz a Cloncurry. Nunca había sentido tantas ansias de atacar a alguien. Quería descuartizarlo con sus propias manos, con los dientes. Sacarle los ojos con los pulgares.
Pero Rob y Christine estaban atrapados y desarmados. Tenían que obedecer. Siguiendo las lánguidas órdenes de Cloncurry, subieron a un pequeño montículo en medio del valle, a una especie de loma arenosa, aunque Rob no tenía ni idea de por qué Cloncurry quería mantenerlos sobre esa elevación.
El viento susurraba melancólico. Christine parecía estar a punto de llorar. Rob miró a izquierda y derecha, deseando encontrar alguna vía de escape. No había escapatoria.
¿Qué hacía Cloncurry? Rob entrecerró los ojos protegiendo su mirada del sol con una mano. Parecía que Cloncurry tenía una especie de teléfono u otra clase de aparato en la mano. Lo apuntaba hacia la izquierda, hacia la crecida invasora, donde el dique les protegía de la inundación.
—No todos los días consigue uno mutilar y matar a un niño delante de su padre, así que creo que debemos celebrarlo —dijo finalmente Cloncurry—. De hecho, con fuegos artificiales. Pues bien. Allá vamos. ¡Que empiecen las olas!
Apretó un botón del aparato que sostenía. Una fracción de segundo después, el ruido de una explosión atronó todo el desierto seguido de una fuerte ola expansiva. Cloncurry había volado la pequeña cabaña de pastor que había sobre el dique. Cuando el humo y las llamas desaparecieron, Rob vio por qué.
No era sólo la cabaña lo que Cloncurry había hecho volar por los aires. La mitad del dique había desaparecido también. Y ahora la crecida salía por el hueco. Había encontrado este canal más bajo y el agua caía por los lados del valle. Toneladas de agua deslizándose a chorros con un gran estruendo. Abriéndose camino, muy rápido.
Rob agarró a Christine con fuerza y la empujó a la cima del montículo. El agua había llegado ya a borbotones a su lado. Miles de metros cúbicos de agua; parte de ella rodeando ya sus tobillos. Rob miró hacia la colina. Cloncurry se reía.
—Espero que sepan nadar.
El agua caía ahora en cascada, anegando el valle, golpeando contra los pies de Rob. Un muro de agua que rugía y lo inundaba todo, arrastrando con ella una repulsiva capa de suciedad. Flotando en la superficie se veían huesos y los restos del bebé momificado y algunos cráneos de guerreros, girando, subiendo y bajando. Enseguida, las aguas sucias y turbulentas habían rodeado a Rob y Christine por completo, subidos en su pequeño monte. Si continuaba elevándose, se ahogarían.
—¡Perfecto! —exclamó Cloncurry—. No pueden imaginarse lo difícil que ha sido. Tuvimos que venir aquí en mitad de la noche para prepararlo todo. En aquella fea cabaña. Montones de explosivos. Complicado. ¡Pero ha funcionado a la perfección! Qué enormemente gratificante.
Rob miró a Cloncurry a salvo sobre su montículo. No sabía qué pensar de aquel hombre, de su completa locura mezclada con este ingenio taimado. Cloncurry hizo su habitual comentario casi telepático:
—Imagino que está usted un tanto confuso, señor Robbie. —Rob permaneció en silencio; Cloncurry sonrió—. No entiende cómo un completo psicópata como yo iba a terminar a este lado del agua, ¿eh? Mientras que los buenos, ustedes dos, están en ese lado. En el que morirán ahogados.
Una vez más, Rob no dijo nada. Su enemigo dibujó una sonrisa más amplia.
—Mucho me temo que les he estado utilizando a todos. He hecho que encontraran para mí el Libro Negro. Aproveché las expertas y famosas mentes de Christine Meyer e Isobel Previn para la causa. Vale, le corté la cabeza a Isobel, pero ella ya había terminado su trabajo. Me demostró que seguramente el libro no estaba en Kurdistán. —Cloncurry derrochaba orgullo—. Y entonces, quedándome simplemente sentado y sin hacer nada, consigo que unas personas tan encantadoras como ustedes hagan también el resto del trabajo: descifrar el libro, localizar el valle de la Masacre y encontrar la única prueba del secreto del Génesis. Porque, como saben, necesito saber seguro dónde están todas las pruebas para destruirlas para siempre. —Señaló hacia la espumosa crecida—. Y ahora voy a borrar todo esto con una enorme inundación, sepultarla bajo el agua para siempre. Y mientras destruyo todas las pruebas, mataré de forma simultánea a las únicas personas que conocen el secreto. —Bajó la mirada muy contento—. Ah, sí. Casi me olvidaba. ¡Y tengo también el Libro Negro! Al menos, creo que es así. Permítanme que me asegure...
Agachándose sobre la arena, Cloncurry agarró la caja y le quitó la tapa de piel. Miró dentro, metió las manos y sacó el cráneo híbrido. Por un momento, acunó la calavera, acariciándola. Después la giró y la miró de frente.
—Ay, pobre Yorick. Tenías unos ojos jodidamente raros. ¡Pero unos pómulos magníficos!
Dejó el cráneo a un lado, sacó el documento y lo extendió sobre su rodilla para poder leerlo.
—Fascinante. Verdaderamente fascinante. Me esperaba que fuera cuneiforme. Todos nos lo esperábamos. Pero ¿arameo antiguo? Un maravilloso descubrimiento. —Cloncurry miró a Christine y a Rob—. Gracias, amigos. Ha sido muy amable de su parte haberlo traído hasta aquí. Y excavarlo todo.
Dobló el documento, lo volvió a meter en la caja y colocó el cráneo sobre él; a continuación, colocó la tapa de cuero.
Rob observó todo esto con una especie de resentimiento huraño y lleno de odio. Lo más desagradable de este banquete de derrota era la sensación de que Cloncurry tenía razón. Todo el plan del asesino tenía una especie de brillante y extraña perfección. Él los había dirigido con ingenio durante todo este tiempo. Desde los kurdos hasta la casa de campo y otra vez de vuelta. Cloncurry no sólo había ganado, sino triunfado.
Y ahora su triunfo sería homenajeado con sangre.
Rob miró a los ojos brillantes y llorosos de su hija; y le gritó entre las aguas que la quería.
La mirada de Lizzie le suplicaba a su indefenso padre: «Ayúdame».
Cloncurry se reía entre dientes.
—Muy conmovedor. Si es que les gusta este tipo de cosas. Personalmente, a mí me dan ganas de vomitar. De todos modos, creo que deberíamos proceder al drama final, ¿no cree? Antes de que se ahoguen de verdad. Ya basta de preámbulos. —El asesino miró las pequeñas olas que golpeaban los tobillos de Christine. Mientras lo hacía, un cráneo especialmente grande apareció entre las burbujeantes aguas, como una especie de juguete de baño obsceno—. Oh, miren, ahí va uno de esos ancianitos. Saluda al abuelo, Lizzie.
Otra carcajada. El llanto de Lizzie se intensificó.
—Sí, sí. —Cloncurry suspiró con fuerza—. A mí tampoco me ha gustado nunca mi familia. —Se giró y le gritó a Rob—: ¿Tiene una bonita vista desde su montículo? Excelente. Porque vamos a hacerlo al modo de los aztecas y quiero asegurarme de que lo ve. Estoy seguro de que ya conoce el procedimiento. Colocamos a su hija sobre una roca, después le abrimos el pecho y le sacamos el corazón aún latiendo. Puede ser un poco sucio, pero creo que mi amigo Navda trae algún kleenex.
Cloncurry le dio un codazo a uno de sus seguidores. El kurdo con bigote que estaba a su izquierda emitió un gruñido, pero no dijo nada. El líder de la banda suspiró.
—No es un tipo muy expresivo, aunque es lo mejor que he podido conseguir. Sin embargo, me asombran esos bigotes. Bastante... genuinos, ¿verdad? —Sonrió—. En fin, ¿podríais vosotros dos, simpáticos kurdos forzudos, coger a esta niña y tenderla sobre aquella roca? —Les indicó lo que tenían que hacer por mímica.
Los kurdos asintieron y obedecieron. Levantaron a Lizzie y la llevaron sobre una pequeña roca, tumbándola boca arriba y agarrándola de los pies y las manos. Y mientras tanto, Lizzie sollozaba y se retorcía. Cloncurry sonreía.
—Muy bien, muy bien. Ahora viene lo mejor. Lo adecuado, señor Robbie, es que tuviéramos un chac mool, uno de esos extraños cuencos de piedra en el que dejar caer el corazón ensangrentado y aún vivo de su hija, pero no disponemos de ninguno. Supongo que tendré que dar el corazón de alimento a los cuervos.
Le dio la pistola a uno de los kurdos, metió después la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y sacó del interior un enorme cuchillo de acero, que blandió exultante, con admiración y con los ojos brillantes, entusiastas y cariñosos. Después, levantó la mirada y le guiñó un ojo a Rob.
—En realidad deberíamos usar obsidiana. Eso es lo que los aztecas utilizaban. Oscuras dagas de obsidiana. Pero un buen cuchillo, grande y grueso como éste, servirá muy bien. Un cuchillo grande, grueso y memorable. ¿Lo reconoce? —Cloncurry elevó el arma bajo la polvorienta luz del sol. Brilló mientras lo giraba—. Christine, ¿alguna idea?
—Que te jodan —contestó la francesa.
—Bueno, casi. Es el cuchillo que utilicé para cortar en filetes a su vieja amiga Isobel. Creo que puedo ver algo de su sangre en el mango. ¡Y un diminuto trozo de bazo! —Sonrió abiertamente—. Also, como dicen los alemanes. A lo que íbamos. Veo que el agua les llega ya por las rodillas y que se ahogarán en unos diez minutos. Pero quiero que lo último que vea sea cómo le arranco literalmente a su hija el corazón de su pequeño pecho mientras ella grita desesperadamente para que acuda su patético, inútil y cobarde padre. Así que, manos a la obra. Chicos, sujetad fuerte a la niña, sí, así. Sí, sí. Muy bien.
Cloncurry levantó el cuchillo con las dos manos y la atroz hoja emitió un destello bajo el sol. Se detuvo.
—Los aztecas eran muy raros, ¿verdad? Al parecer, vinieron de Asia por el estrecho de Bering. Como usted, yo y Rob. Todo el camino desde el norte de Asia. —El cuchillo brilló; los ojos de Cloncurry también—. Les encantaba matar a niños. Lo ansiaban. Al principio, mataban a los hijos de todos sus enemigos, sus adversarios conquistados. Pero imagino que al final de su imperio estaban tan locos que comenzaron a matar a sus propios hijos. No es broma. Los sacerdotes pagaban a las familias aztecas pobres para que les entregaran a sus niños para ser masacrados en rituales. Toda una civilización que literalmente se asesinaba a sí misma, que devoraba a su propia descendencia. ¡Fantástico! Y menuda forma de hacerlo, arrancándoles el corazón tras golpear la caja torácica y luego sostener el órgano aún vivo delante de la víctima. Y bien. —Cloncurry suspiró contento—. ¿Estás preparada, Lillibet? ¿Pequeña Betsy? ¿Mi pequeña Betty Boop? ¿Eh? ¿Es hora de abrir el pechito?
Cloncurry sonrió a la hija de Rob. Éste miraba con desolación y repugnancia. El asesino babeaba, un rastro de saliva le chorreaba por la boca sobre el rostro amordazado y lloroso de Lizzie.
Y llegó el momento. Cloncurry agarró con las dos manos el extremo del mango y levantó el cuchillo hacia arriba y Rob cerró los ojos con la tristeza de la derrota total y absoluta. Mientras un disparo sonó en el aire. Un disparo venido de ningún sitio. Un disparo desde el cielo.
El periodista abrió los ojos. Una bala había surcado el agua, alcanzando a Cloncurry. Una bala tan violenta que le había arrancado limpiamente la mano al asesino.
Pestañeó y miró con atención. ¡Cloncurry había perdido una mano! La sangre de la arteria salía a borbotones de la muñeca herida. El cuchillo había caído dando vueltas en el agua.
Cloncurry se miró la espantosa herida, confundido. Su expresión era de profunda curiosidad. Hubo un segundo disparo, surgido, de nuevo, de la nada. ¿Quién disparaba? Y esta vez casi le arranca el brazo a la altura del hombro. Su brazo izquierdo, ya sin mano, le colgaba ahora de unos cuantos músculos rojos y la sangre se derramaba sobre el polvo desde la herida abierta en el hombro.
Los dos kurdos dejaron caer a Lizzie, se dieron la vuelta con pánico en los ojos y, cuando un tercer disparo rasgó el aire del desierto, echaron a correr.
Cloncurry cayó de rodillas. Claramente, el tercer disparo le había alcanzado en la pierna. Se arrodilló sangrando sobre la arena, hurgando en el suelo con ansiedad. ¿Qué buscaba? ¿Su propia mano arrancada? ¿El cuchillo? Lizzie estaba tumbada a su lado, amordazada y completamente atada. Rob estaba en el agua sumergido hasta la rodilla. «¿Quién dispara? ¿Quién? ¿Y dónde está la pistola de Cloncurry?». Rob miró a su izquierda. Pudo ver una polvareda en la distancia. Quizá se acercaba un coche, pero el polvo le impedía ver. ¿Dispararían también a Lizzie?
Rob se dio cuenta de que tenía una oportunidad. Ahora. Se sumergió en el agua, se zambulló y nadó. Nadaba por la vida de Lizzie, nadaba entre los huesos y los cráneos. Nunca había nadado tan fuerte y nunca se había enfrentado a unas aguas tan peligrosas y con tanto oleaje... Dio patadas y movió los brazos, tragándose bocanadas enteras de agua fría, y entonces golpeó con una mano la tierra seca y caliente y trató de incorporarse. Cuando salió del agua, jadeando y escupiendo, vio a Cloncurry a pocos metros de él.
Cloncurry estaba tendido y utilizaba el cuerpo de Lizzie como escudo ante posibles disparos. Pero tenía la boca abierta del todo y babeando. Y la cerraba sobre el suave cuello de la niña. Como un tigre que mata a una gacela. Jamie Cloncurry iba a morder el cuello de la pequeña, arrancarle a yugular.
Una oleada de furia recorrió el cuerpo de Rob. Se lanzó por la arena y corrió justo cuando los afilados dientes del asesino se acercaban a la tráquea de su hija. Le dio una patada a Cloncurry en la cabeza separándolo de su hija. Y volvió a hacerlo: golpeó al asesino por segunda vez y, después, una tercera y Cloncurry cayó en la arena con un grito de dolor y su brazo medio amputado colgando inútil.
Ahora tenía a Cloncurry a su merced. Podía mantenerlo allí tanto tiempo como quisiera.
Pero Rob no tenía intención de mostrar piedad.
—Es tu turno —dijo.
Se metió la mano en el bolsillo en busca de su navaja suiza. Despacio y con cuidado abrió la hoja más grande y la giró en el aire por un momento. Después, bajó la mirada.
Rob se descubrió a sí mismo sonriendo. Se preguntaba qué hacer primero, cómo torturar y mutilar a Cloncurry de manera que le causara el máximo dolor antes de su inevitable muerte. ¿Clavarle el cuchillo en el ojo? ¿Arrancarle una oreja? ¿Arrancarle el cuero cabelludo? ¿Qué? Pero cuando levantó el cuchillo vio algo en la lasciva expresión de Cloncurry. Una especie de vergüenza compartida y exultante, una maldad esperanzada pero desafiante. El sabor a bilis invadió la garganta del periodista.
Moviendo la cabeza, cerró la navaja y la volvió a guardar en el bolsillo. Cloncurry no iba a ir a ningún lado. Iba a morir desangrado allí mismo. Tenía la pierna destrozada, la mano le había desaparecido y el brazo le colgaba. Estaba desarmado y mutilado, muriéndose por la conmoción del dolor y la pérdida de sangre. Rob no necesitaba hacer nada.
Separándose del asesino, se giró hacia su hija.
Le quitó de inmediato la mordaza. Ella gritaba: «¡Papi, papi, papi!» y luego exclamó: «¡Christine!», y Rob se dio la vuelta avergonzado. Casi se había olvidado de Christine en su ansia por salvar a Lizzie; pero la francesa se estaba salvando a sí misma y, un momento después, Rob extendió la mano hacia el agua para agarrar su mano y ayudarla a salir de las olas. Tiró de ella hacia la arena y se quedó tumbada, jadeando.
Entonces Rob escuchó un ruido. Dándose la vuelta vio que Cloncurry se arrastraba por la arena, rechinando y despacio, con el brazo a medio amputar colgándole de un lado y la herida de la pierna muy abierta y en carne viva. A medida que se arrastraba, iba dejando un rastro de sangre detrás de él. Iba directo al agua.
Se disponía a hacer el último sacrificio: el suicidio. Jamie Cloncurry iba a ahogarse. Rob lo observaba paralizado y horrorizado. Cloncurry estaba ya al borde del agua. Con un gruñido de enorme dolor recorrió el último metro y, después, cayó en las olas frías y espumosas con una gran zambullida. Por un momento, su cabeza flotó entre las sonrientes calaveras y sus ojos brillantes miraron directamente a Rob.
Luego se hundió bajo las olas. Bajando suavemente en espiral para unirse a los huesos de sus antepasados.
Christine se incorporó y agitó el teléfono para asegurarse de que aún funcionaba. Por fin, milagrosamente, encontró cobertura, llamó a Sally y comenzó a contarle la buena noticia. Rob escuchaba medio aturdido, medio soñando. Se vio a sí mismo oteando el horizonte sin saber por qué. Entonces, un minuto después, fue consciente de por qué lo hacía.
Había coches de policía avanzando a toda velocidad por la arena, abriéndose paso entre las lenguas del agua. Unos momentos más tarde, la cima de la colina estaba llena de policías, oficiales y soldados. Y allí estaba Kiribali. Con su traje inmaculado y una amplia sonrisa, dando órdenes por radio e instrucciones a sus hombres.
Rob se quedó sentado en la arena y abrazó a su hija con fuerza.
50
Dos horas después se dirigían despacio de vuelta a Sanliurfa. Rob, Christine y Lizzie estaban envueltos en mantas en el asiento trasero de un coche grande de policía, uno de un largo convoy de vehículos policiales.
Caía la noche. La ropa de Rob se secaba con el calor del desierto y la suave y apacible brisa que silbaba entre las ventanillas del coche. Los últimos rayos de sol eran vetas de color carmesí contra el color púrpura y negro del oeste oscurecido.
Kiribali iba en en el asiento del pasajero de la parte delantera del coche. Se giró y miró a Rob y a Christine y, después, sonrió a Lizzie.
—Por supuesto, Cloncurry le ha estado pagando a los kurdos durante todo este tiempo —dijo el policía, dirigiéndose al periodista—. Les pagaba más que nosotros y más que usted. Durante un tiempo supimos que estaba ocurriendo algo. El asesinato de Breitner, por ejemplo. Los yazidis no pretendían matarlo, sólo asustarle. Pero fue asesinado. ¿Por qué? Alguien había convencido a esos hombres de la excavación para que... fueran más allá. Su amigo Cloncurry.
—Muy bien. ¿Y luego...?
Kiribali suspiró y se quitó un poco de polvo del hombro.
—He de confesar que durante un tiempo no supimos nada. Estábamos perplejos y confundidos. Pero recibí una llamada, muy recientemente, de su excelente policía de Scotland Yard. Aunque nosotros nos encontramos en un aprieto, Robert. Porque no sabíamos dónde estaba usted —Kiribali sonrió—. ¡Y luego apareció Mumtaz! El pobre acudió a mí. Nos lo contó todo, justo a tiempo. Siempre es bueno tener... contactos.
Rob miró a Kiribali, apenas asimilando lo que le contaba. Entonces se miró las manos. Seguían estando un poco manchadas de sangre seca, la sangre de Cloncurry. Poro no lo preocupó. No le importaba en absoluto. ¡Había salvado la vida de su hija! Eso era lo único que importaba. Sus pensamientos eran una mezcla de ansiedad, alivio y una extraña alegría dolorosa.
Siguieron en el coche en silencio. Al cabo de un rato, Kiribali volvió a hablar:
—Saben que voy a quedarme con el pergamino, con el mapa, ¿verdad? Y con el cráneo. Me lo quedaré también. Todo el Libro Negro.
—¿Dónde los va a guardar?
—Con el resto de las pruebas.
—¿Se refiere a las bodegas del museo?
—Desde luego. ¡Y hemos cambiado la clave de acceso!
Una enorme furgoneta de la policía los adelantó y las luces de freno brillaron como rubíes en el crepúsculo.
—Por favor, compréndanlo —se explicó Kiribali—. Ustedes están a salvo. Eso es bueno. Arrestaremos a los kurdos durante un tiempo y luego los soltaremos. Radevan y sus estúpidos amigos. —Sonrió con cortesía—. Los soltaré porque tengo que mantener la paz aquí. Entre turcos y kurdos. Pero el resto será guardado bajo llave para siempre.
El coche siguió avanzando. El aire cálido de la noche entraba deliciosamente por las ventanillas: dulce y suave. Rob tomó aire y exhaló. Acarició el cabello de su hija. Estaba casi dormida. Y entonces se dio cuenta de que pasaban por el desvío a Gobekli. Podía verlo a la luz de la luna.
Rob vaciló. Luego le pidió a Kiribali si podían ir a ver Gobekli Tepe por última vez.
Kiribali le dijo al conductor que detuviera el coche y miró a Rob, a Christine y a Lizzie. Las dos chicas dormían. La sonrisa del policía era indulgente. Asintió y habló por radio al resto de los vehículos informándoles de que se verían todos más tarde, en Urfa. Entonces, el conductor giró y abandonó la carretera.
Se trataba de la misma ruta, tan familiar, que atravesaba colinas bajas, pasando por las aldeas kurdas con sus alcantarillas abiertas, cabras desperdigadas y faroles de espeluznante luz verde. Un perro persiguió al coche ladrando. Los siguió durante casi un kilómetro y luego desapareció corriendo en la penumbra.
Se adentraron en la oscuridad. Después subieron la pendiente y llegaron a la pequeña colina desde donde se divisaba el templo. Rob descendió del coche de policía dejando a Lizzie con la cabeza apoyada en el regazo de Christine; no se despertaron.
Kiribali salió también. Juntos, los dos hombres avanzaron por el sendero lleno de curvas que conducía al templo.
—Y bien —dijo Kiribali—. Cuénteme.
—¿Que le cuente el qué?
—Lo que hacían en el valle. El valle de la Matanza.
Rob pensó un momento y luego le explicó, vacilando. Le hizo un breve resumen del secreto del Génesis, un esbozo de lo más superficial. Pero fue suficiente para fascinarle. A la luz de la luna, Rob pudo ver cómo Kiribali abría bien los ojos.
El detective sonrió.
—¿Y usted cree que lo comprendió? ¿Que de verdad lo resolvió del todo?
—Puede... Pero no tenemos fotografías. Todo se perdió con la inundación. Nadie nos creería. Pero no importa.
Kiribali suspiró con cierta alegría. Habían llegado a la cima de la colina, junto a la morera. Podían verse los megalitos, proyectando una sombra bajo la luz de la luna. El policía le dio a Rob una palmada en la espalda.
—Amigo escritor. A mí sí me importa. Usted sabe que me encanta la literatura inglesa. Dígame lo que piensa... Cuénteme el secreto del Génesis.
Rob puso objeciones; Kiribali insistió.
Rob se sentó en un banco de piedra. Sacó su cuaderno de notas y forzó la vista para leerlas a la luz de la luna. Después cerró el cuaderno y miró hacia las onduladas llanuras. Kiribali se sentó a su lado y escuchó la explicación del periodista.
—Los relatos bíblicos de los ángeles caídos, los pasajes del Libro de Enoc, el secreto que se cuenta en el capítulo 6 del Génesis: creo que constituyen una memoria popular de la mezcla entre las especies de homínidos, los primeros hombres...
—Entiendo. —Kiribali sonrió.
—Y creo que es así como surgió la memoria popular. En algún momento en torno al año 10000 antes de Cristo. Una especie de hombre emigró desde el norte hasta la Turquía kurda. Estos homínidos invasores eran físicamente imponentes. Puede que hubieran evolucionado en última instancia desde el Gigantopithecus, el homínido más grande jamás conocido. De hecho, a juzgar por las influencias culturales de la zona, estos homínidos procedían del centro del Asia Oriental.
Kiribali asintió. Rob continuó.
—Fuera cual fuera su origen, llamemos a estos homínidos invasores los hombres del norte. Comparados con el Homo sapiens, los hombres del norte estaban más avanzados y eran seguramente mucho más agresivos. Habían llegado a dominar la cerámica y la construcción, el grabado y la escultura, puede que incluso la escritura; mientras que el Homo sapiens seguía viviendo en cuevas.
El detective permanecía en silencio, pensativo. Rob siguió con su explicación.
—¿Por qué eran los hombres del norte más inteligentes y despiadados? La solución está en su origen: provenían del norte. Los científicos han especulado durante mucho tiempo con la idea de que los climas más duros producen una inteligencia más aguda y estratégica. En la Edad del Hielo necesitas hacer planes de futuro simplemente para sobrevivir. También tienes que competir con mayor ferocidad por los recursos que existan. Por el contrario, los climas más cálidos y agradables pueden provocar una inteligencia social más alta y una colaboración más amistosa...
»Pero los hombres del norte tenían un problema; de ahí su emigración. Podemos suponer que estaban desapareciendo, como los neandertales antes que ellos. De hecho, parece ser que los hombres del norte sufrían un defecto genético que los predisponía a una violencia intensa y malvada. Puede que la dureza de su entorno les infundiera el miedo a un Dios vengativo. Una deidad sedienta de sangre, de expiación del sacrifico humano.
»Cualquiera que fuese el motivo, los hombres del norte se estaban matando a sí mismos, sacrificando a su propia especie. Una civilización agonizante, como la de los aztecas. Desesperados, buscaron un lugar y un clima más agradable: el clima edénico de la media luna fértil. Emigraron hacia el sur y hacia el oeste. Una vez allí, comenzaron a reproducirse con los pueblos más humildes de las llanuras kurdas. Y mientras se mezclaban con los cazadores-recolectores, los humildes hombres de las cavernas, les enseñaron el arte de la construcción, la talla, la religión y la sociedad. De ahí el asombroso avance en la cultura representado por Gobekli Tepe. De hecho, sospecho que Gobekli fue un templo construido por estos superhombres para inspirar temor en los cazadores-recolectores.
Se oyó el balido de una cabra en algún lugar entre la penumbra.
—Durante un tiempo, Gobekli Tepe debió de parecer un paraíso para los cazadores-recolectores. Un Jardín del Edén, un lugar en el que los dioses se paseaban entre los hombres. Pero las cosas comenzaron a cambiar. Puede que los recursos alimenticios decrecieran. Como consecuencia, los gigantes del norte pusieron a los pequeños cazadores a cazar, a cosechar los pastos salvajes de la llanura kurda, a trabajar duro como granjeros. Había comenzado el misterioso cambio hacia la agricultura. La revolución neolítica. Y nosotros los humanos éramos los siervos. Los esclavos. Los que trabajaban el campo.
—¿Quiere decir que fue ésa la caída del hombre? —preguntó Kiribali—. ¿La expulsión del Edén?
—Quizá. Para profundizar en el misterio, también tenemos extrañas pistas de cambios en el comportamiento sexual durante esta época. Puede que a los hombres del norte les gustara violar a las pequeñas mujeres de las cavernas, violarlas con cerdos, como la estatua de su museo. Quizá enseñaron a las mujeres a «besar el falo», como dice el Libro de Enoc. De hecho, las mujeres fueron conscientes de su sexualidad, como Eva, desnuda en el Edén, mientras copulaban con los recién llegados. Y cuando se cruzaron los dos homínidos, se transmitieron los desafortunados genes de la violencia y el sacrificio, aunque de forma diluida. Esos genes fueron heredados por los hijos nacidos a partir de estas uniones.
Se oyó el claxon de un camión en la distancia cuando pasaba por la carretera principal en dirección sur hacia Damasco.
—Por tanto, sí. Fue la caída del hombre. La comunidad de Gobekli y las llanuras de alrededor se volvieron completamente brutalizadas, traumatizadas e hipersexualizadas. Esto dejó de ser el Edén. Además, la agricultura misma estaba estropeando el paisaje, haciendo que la vida fuera más dura. ¿Y cuál fue la reacción de los hombres del norte ante estos signos de mal agüero? Volver a adoptar los antiguos rasgos: comenzaron a apaciguar a los crueles dioses de la naturaleza o a los demonios de sus mentes. Y necesitaban aplacar a estos dioses con sangre humana. Llenar vasijas con niños vivos. —Rob miró hacia el este, al desierto vacío.
Kiribali se inclinó hacia delante.
—¿Y después?
—Después llegamos a la historia que está registrada. Alrededor del 8000 antes de Cristo el sufrimiento, el sacrificio y la violencia debieron de ser demasiado. Los cazadores-recolectores locales se enfrentaron a los invasores del norte. Lucharon contra ellos. Hubo una enorme batalla. Desesperados, los hombres de las cavernas comunes masacraron hasta el último de los invasores del norte, a quienes superaban con mucho en número. Y luego enterraron todos esos cadáveres en un valle, cerca de las tumbas de los niños sacrificados. Crearon una gran fosa no muy lejos de aquí, do Gobekli. El valle de la Matanza.
—¡Y después enterraron el templo!
Rob asintió.
—Y luego enterraron Gobekli Tepe, con gran esfuerzo, para ocultar la vergüenza de este cruce y sepultar la semilla del mal. Los cazadores-recolectores sepultaron deliberadamente el gran templo para erradicar su recuerdo: el recuerdo de los horrores, de la caída del Edén, de su encuentro con el mal.
»Pero el enterramiento no funcionó. Era demasiado tarde. Los genes de la violencia y el sacrificio de los hombres del norte se habían introducido en el ADN del Homo sapiens. El gen de Gobekli formaba ahora parte del legado humano. Y se fue expandiendo. En realidad, a través de la Biblia y de otras fuentes podemos seguir el rastro del gen, localizar a los desterrados de Gobekli dirigiéndose hacia el sur, a Sumeria, Canaán e Israel, porque a medida que lo hacían extendían el gen del sacrificio y la violencia. De ahí la evidencia primitiva del sacrificio en estas tierra. Las tierras de Canaán, Israel y Sumeria.
—La tierra de Abraham —señaló Kiribali.
—Sí. El profeta Abraham, nacido cerca de Sanliurfa, debió de descender en parte de los hombres del norte de Gobekli. Era inteligente, un líder carismático. Y también estuvo obsesionado con el sacrificio. En la Biblia aparece dispuesto a dar muerte a su propio hijo, obedeciendo a algún dios iracundo. Por supuesto, Abraham fue también el fundador de las tres grandes religiones: el judaismo, el cristianismo y el islam. Las tres fes abrahámicas. Y Abraham fundó estas religiones sobre la memoria popular que compartía con los que le rodeaban.
»Todas estas grandes religiones monoteístas provienen del trauma de lo que ocurrió en Gobekli Tepe. Todas las religiones se basan en el miedo a grandes ángeles y a un dios colérico: una recopilación subconsciente y masiva de lo que ocurrió en el desierto kurdo, cuando unos seres poderosos y violentos se establecieron entre nosotros. Es significativo que todas estas religiones sigan basándose en el principio del sacrificio humano. En el judaismo está el fingido sacrificio carnal de la circuncisión, en el islam tenemos el sacrificio de la yihad...
—O quizá los cautivos asesinados de al-Qaeda.
—Quizá. Y en el cristianismo tenemos el repetido sacrificio de Cristo, el Hijo de Dios, que siempre muere en la cruz. Así que, todas estas religiones son un síndrome de estrés, una especie de pesadilla en la que constantemente revivimos el trauma de las incursiones nórdicas, la época en la que los humanos fueron expulsados del Edén y
se les obligó a abandonar una vida de ocio. Obligados a trabajar el campo. Obligados a besar el falo. Obligados a matar a sus propios hijos para agradar a los dioses encolerizados.
—Pero, Robert..., ¿qué tienen que ver los yazidis con esto?
—Son de vital importancia. Porque solamente existen dos fuentes de conocimiento relativas a lo que de verdad ocurrió en Gobekli. La primera son los fanáticos religiosos kurdos, los yarsanos, los alevistas y los yazidis. A estas tribus les gusta creer que descienden directamente de los hombres de las cavernas de pura sangre de Gobekli. Son los Hijos de la Vasija. Los hijos de Adán. El resto de la humanidad, dicen, proceden de Eva, de la segunda vasija de mestizos: la vasija llena de escorpiones y serpientes.
—Entiendo...
—Éstos fanáticos comparten muchos mitos sobre el Jardín del Edén. Pero incluso para ellos, lo que ocurrió en Gobekli no es más que un recuerdo vago y aterrador de unos ángeles desdeñosos con apariencia de pájaros que exigían ser adorados. Pero la confusa memoria popular es poderosa. Por eso, los yazidis en particular no se casan con personas de fuera. Tienen un miedo mítico a que su propia sangre quede contaminada con los rasgos de la violencia y el sacrificio que ven en la mayor parte de la humanidad. En el resto de nosotros. Los pueblos que llevamos el gen de Gobekli.
Kiribali se quedó en silencio asimilando lo que escuchaba.
—Los yazidis maldecidos también soportan una horrible carga —continuó Rob—. Una mortificación. Puede que aseguren que son puros, pero en el fondo saben la verdad: que algunos de sus antepasados se mezclaron con los malvados hombres del norte permitiendo que éstos expandieran el gen de Gobekli y, por tanto, los males del mundo son esencialmente culpa suya. De ahí su inhibición, su secretismo, el curioso sentido de la vergüenza de los yazidis. De ahí también el hecho de que no se hayan alejado del templo de donde proceden. Necesitan protegerlo. Aún temen que si se descubre alguna vez toda la verdad y sus actos son revelados al mundo, serán exterminados por el resto de la humanidad, rabiosa. Sus antepasados no consiguieron proteger a la humanidad de los hombres del norte. Sus mujeres se acostaron con los demonios nórdicos. Como las colaboracionistas de la Francia ocupada.
—Y esto explicaría lo de su dios. El ángel pavo real —intervino Kiribali.
—Sí. El conocimiento de los yazidis de la verdad hace que les sea imposible adorar a los dioses normales; ése es el motivo de que adoren al diablo, Melek Taus, el Moloc de la quema de niños. Una adaptación simbólica del superhombre malvado con sus ojos parecidos a los de un pájaro. Y durante muchos miles de años esta extraña fe y creencia ha sido un misterio oculto. El gen de Gobekli se ha extendido por todo el mundo y ya se había propagado a través de estrecho de Bering hasta América. Pero el verdadero secreto de los yazidis, el secreto del Génesis, permanecía perfectamente a salvo. Siempre que Gobekli Tepe siguiera intacto.
—¿Y cuál es la otra fuente? Ha dicho que había dos... fuentes del conocimiento.
—Las sociedades secretas de Europa que surgieron en el siglo XVI. Los masones y similares. Personas interesadas en rumores y tradiciones, incluso documentos, que existían en Oriente Próximo y que amenazaban la base histórica y teológica de la cristiandad y de la religión en general.
El cielo ya estaba cubierto de estrellas, altas y brillantes.
—Los inmorales miembros de la aristocracia inglesa anticlerical —explicó Rob— estaban especialmente interesados en estos rumores. Uno de ellos, Francis Dashwood, viajó por Anatolia. Lo que allí le dijeron le convenció de que el cristianismo era una farsa. Entonces creó el Club del Fuego del Infierno junto a otros intelectuales, artistas y escritores que pensaban igual que él y cuya razón de ser era el desprecio y el escarnio de la fe establecida. —Rob miró hacia los megalitos más grandes y después continuó—: Pero los miembros del Fuego del Infierno seguían sin tener una prueba concluyente de que la religión era falsa o estaba «equivocada». Sólo cuando Jerusalem Wha ley, que pertenecía al club irlandés del Fuego del Infierno, volvió de su viaje a Israel, fue cuando se conoció la verdadera historia de Gobekli. En Jerusalén le fue entregado lo que se conoce como el Libro Negro por parte de un sacerdote yazidi. No sabemos por qué. Lo que sí sabemos es que el libro era, en realidad, una caja, la que usted tiene ahora, que contiene el extraño cráneo y un mapa. El cráneo no era humano, sino de un híbrido. El mapa mostraba un cementerio cercano a Gobekli Tepe, el cementerio de los dioses malvados: el valle de la Matanza. El sacerdote le explicó a Whaley la importancia de cada uno.
Kiribali frunció el ceño.
—¿Y qué importancia es ésa?
—Jerusalem Whaley había sabido así la verdad sobre la caída del hombre y la génesis de la religión. Había demostrado que la religión era una farsa, una memoria popular, una pesadilla revivida. Pero también había descubierto algo más: que un rasgo de maldad se había infiltrado en el linaje de los humanos y que ese rasgo dota a los que lo tienen de gran talento, inteligencia y carisma. Les convierte en líderes. Pero los líderes tienden al sadismo y a la crueldad a causa de este mismo grupo de genes. Jerusalem Whaley no tenía más que mirar su propio linaje para tener una prueba, especialmente su brutal padre, que descendía asimismo de Oliver Cromwell. Dicho de otro modo, Whaley había descubierto una verdad atroz: que el destino del hombre es ser liderado por el cruel, porque el sadismo y la crueldad están relacionados con los genes que convierten a los hombres en líderes inteligentes y carismáticos. Los genes de los hombres del norte.
Kiribali se disponía a hablar, pero Rob lo detuvo con un gesto. Casi había terminado.
—Destrozado por esta revelación, Jerusalem Whaley ocultó las pruebas: el cráneo y el mapa; el Libro Negro que Christine y yo encontramos en Irlanda. Y luego se retiró a la isla de Man, abatido y asustado. Estaba convencido de que el mundo no podría soportar la verdad. No sólo que todas las religiones abrahámicas estuvieran basadas en una falsedad, una amalgama de terrores recordados y ansias de sacrificios, sino que todos los sistemas políticos, aristocráticos, feudales, oligárquicos o incluso democráticos iban a terminar produciendo líderes predispuestos a la violencia. Hombres a los que les gusta asesinar y celebrar sacrificios. Hombres que enviarían a miles de personas a una fosa. Hombres que conducirían un avión hacia una torre llena de inocentes. Hombres que harían estallar bombas de racimo sobre una indefensa aldea del desierto.
Kiribali lo miraba con tristeza.
—Y así fue como se disolvió el Club del Fuego del Infierno y el asunto fue ocultado. Pero una familia conservó la terrible verdad des cubierta por Jerusalem Whaley.
—Los Cloncurry.
—Exacto. Los descendientes de Jerusalem y Burnchapel Whaley. Ricos, privilegiados y sedientos de sangre, los Cloncurry llevaban el gen de Gobekli. También transmitieron el conocimiento después de que ellos lo adquirieran de Tom Whaley. Este conocimiento era el mayor secreto de la familia y nunca debía ser revelado. Si era transmitido alguna vez, las élites de todo el mundo serían derrocadas y el islam, el judaismo y el cristianismo, destruidos. Resultaría apocalíptico. El fin de todo. La tarea de la familia Cloncurry, tal y como ellos la consideraban, era por tanto garantizar que esta espantosa verdad permaneciera oculta.
—Y entonces apareció el pobre Breitner.
—Algo así. Tras varios siglos de silencio, los Cloncurry supieron que finalmente Gobekli estaba siendo excavado por Franz Breitner. Aquello no presagiaba nada bueno. Si encontraban también el cráneo y el mapa y alguien reunía todas las piezas, la verdad saldría a la luz. El descendiente más joven de la familia, Jamie Cloncurry, reclutó así a algunos niños ricos, sus acólitos, para formar banda religiosa con este único objetivo: encontrar y destruir el Libro Negro.
»Pero Jamie Cloncurry sufría de otra maldición dinástica: acarreaba una versión intensa de los genes de Gobekli. Atractivo y carismático, líder de gran talento, estaba aquejado de psicosis. Creía tener derecho a matar según su voluntad. Cuando se frustraban sus deseos de encontrar el cráneo y el mapa, el gen de Gobekli aparecía.
Hubo un silencio muy largo.
Por fin, Kiribali se levantó. Se tiró de los puños de la camisa y se ajustó la corbata.
—Muy bien. Me encantan las historias así. —Miraba directamente a Rob—. Las mejores partes de la Biblia y del Corán contienen las mejores de las historias. ¿No cree? Yo siempre lo he creído.
Rob sonrió.
Kiribali caminó unos cuantos metros en dirección a los megalitos. Las lustrosas punteras de sus zapatos brillaban a la luz de la luna. Miró hacia atrás.
—Existe un epílogo interesante, Robert..., en todo esto.
—Sí.
—Sí... —La voz del detective era sibilante en mitad de aquel silencio—. He estado hablando con el detective Forrester.
—¿El inspector?
—Correcto. Y me ha contado algo curioso sobre usted y Cloncurry. Verá. Casi le he presionado para que me diera información. —El detective se encogió de hombros sin mostrar vergüenza—. Ya sabe usted cómo soy. Y tras algunas preguntas, Forrester ha reconocido lo que descubrió en su investigación. Por internet.
Rob miró a Kiribali.
—Robert Luttrell. Es un nombre bastante poco usual. Diferente, ¿verdad?
—Es de procedencia escocesa e irlandesa, creo.
—Exacto. De hecho —continuó Kiribali—, también se encuentra en los alrededores de Dublín. Y es esa rama la que en su mayoría emigró a América, a Utah. De donde es usted. —Kiribali se colocó la chaqueta—. Éste es, por tanto, el intrigante epílogo: parece casi seguro que usted desciende de ellos, de los Luttrell de Dublín. Y ellos también fueron miembros del Club del Fuego del Infierno. Sus antepasados estaban relacionados con la familia Cloncurry.
Hubo una pausa significativa.
—Eso ya lo sabía yo —admitió Rob, al cabo de un instante.
—¿Sí?
—Sí —confesó Rob—. Al menos, lo imaginaba. Y Cloncurry también lo sabía. Por eso hacía tantas insinuaciones a los lazos familiares.
—Pero eso significa que posiblemente usted tenga el gen de Gobekli. ¿Lo sabe?
—Por supuesto —contestó Rob—. Aunque es un grupo de genes, en caso de que lo tenga. Soy hijo tanto de mi madre como de mi padre.
Kiribali asintió mirándolo atentamente.
—Sí, sí, sí. ¡La madre de un hombre es importante!
—E incluso si llevara alguno de esos rasgos, no significa que esté obligado a cumplir mi destino. Tendría que encontrarme en una situación específica y mi entorno también tendría algo que ver. La interacción es muy compleja. —Hizo una pausa—. Probablemente no entraré en política...
El detective se rió. Rob siguió hablando.
—Así que creo que estaré bien. Siempre que nadie me dé ningún misil.
Kiribali juntó sus tacones de golpe, como si obedeciera las órdenes de un comandante invisible. Entonces se giró, cogió su teléfono móvil de la chaqueta y caminó de vuelta hacia el coche, pensando que quizá Rob deseaba estar solo.
Rob se puso de pie y se limpió el polvo de los vaqueros. Luego bajó por el ya familiar sendero de grava hacia el corazón del templo.
Cuando llegó al nivel de las excavaciones, miró a su alrededor, recordando los momento divertidos que había experimentado allí, en Gobekli, bromeando con los arqueólogos. También era el lugar donde había visto por primera vez a Christine, la mujer de la que ahora estaba enamorado. Pero era también donde Breitner había muerto. Y donde habían comenzado los terribles sacrificios. Hacía diez mil años.
La luna se elevaba, blanca y lejana. Y había piedras. Silenciosas e imperiosas en mitad de la noche. Rob paseó entre los megalitos. Se inclinó para tocar las figuras. Con suavidad, casi con recelo, perdido en una especie de sobrecogimiento, un reacio pero marcado respeto por aquellas enormes y antiguas piedras, por aquel misterioso templo del Edén.
51
Rob y Christine deseaban una boda pequeña y sencilla. En eso estaban de acuerdo. La única cuestión era dónde celebrarla. Pero cuando Christine se enteró de que había heredado la casa de Isobel en las islas de los Príncipes, el dilema quedó resuelto.
—Y es una forma de honrar su memoria. Ella lo aprobaría, lo sé.
El hermoso jardín de Isobel era el lugar apropiado. Así que, invitaron a un barbudo sacerdote ortodoxo griego, que apareció bastante ebrio, y contrataron a unos cantantes que se mostraron encantados de ser pagados con cervezas, e incluso encontraron a un trío de músicos que tocaban el buzuki. Invitaron a los familiares más cercanos y los amigos más íntimos. Steve voló desde Londres con algunos colegas de Rob; Sally llevó un gran regalo; la madre de Rob se mostró sonriente y orgullosa con su mejor sombrero. Y Kiribali asistió con un traje impecablemente blanco.
La sencilla ceremonia se celebró bajo la luz del sol. Lizzie hizo de dama de honor, descalza y vestida con su mejor vestido de verano. El sacerdote soltó en la terraza su mágica salmodia. El sol se filtraba entre los pinos y los tamariscos, y el ferri del Bósforo hacía sonar su bocina mientras cruzaba las azules y profundas aguas en dirección a Asia. Los cantantes entonaron sus canciones y Rob besó a Christine. Ya estaban casados. Rob volvía a tener esposa.
Luego se celebró una fiesta. Todos tomaron champán en el jardín y Ezekiel persiguió a una mariposa dorada entre los rosales. Steve charló con Christine, la madre de Christine conversó con el sacerdote y todos bailaron con poco estilo al son de la música de los buzukis. Kiribali recitó poesías y flirteó con todas las mujeres, especialmente con las más mayores.
A media tarde, Rob se encontró de pie junto a Forrester, a la sombra de los árboles en un extremo del jardín. Rob aprovechó la oportunidad para dar las gracias, por fin, al detective por hacer la vista gorda.
El policía se ruborizó con la copa de champán en los labios.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Usted es un tipo astuto, Mark. Nos dejó marchar con el Libro Negro. Por eso discutía con Dooley en Dublín, ¿no?
—¿Perdón?
—Usted sabía que nos íbamos. Quería darnos un poco de cuerda y convenció a Dooley de que nos permitiera quedarnos con la caja.
Forrester suspiró.
—Supongo que lo hice. Y sí, sabía adónde iban. Pero no podía culparle, Rob. Yo habría hecho lo mismo si... si algún hijo mío hubiera estado en peligro. Tomar la ruta oficial puede ser desastrosamente lento.
—Sin embargo, usted llamó a Kiribali a tiempo. Así que, lo digo de verdad. Gracias por... no perdemos de vista. —Rob se esforzó por encontrar las palabras adecuadas. Una fugaz y terrible imagen de Cloncurry, enseñando sus dientes blancos, le cruzó por la mente—. Lo único que me aterra es pensar qué habría pasado si usted no hubiera hecho nada.
Forrester bebió un sorbo de champán y asintió.
—¿Cómo está ella?
—¿Lizzie? Es impresionante. Básicamente, parece haberlo olvidado todo. Un poco de miedo a la oscuridad. Creo que es por la capucha.
—Pero ¿ningún otro trauma?
—No... —Rob se encogió de hombros—. No lo creo.
—El encanto de tener cinco años —comentó Forrester—. Los niños pueden recuperarse rápido. Si sobreviven.
La conversación decayó. Rob miró a los bailarines en el otro extremo del jardín de Isobel. Kiribali daba saltos y palmas, haciendo una especie de baile cosaco improvisado.
Forrester hizo un gesto en dirección a Kiribali.
—Es a él a quien debería darle las gracias.
—¿Se refiere a los disparos?
—Me lo han contado todo. Increíble.
—Al parecer, fue tirador olímpico o algo así. Un disparo digno de un experto.
—Pero fue fundamental, ¿verdad?
—Sí —asintió Rob—. Kiribali vio lo lejos que estaba Cloncurry y que no podrían llegar a tiempo hasta donde nos encontrábamos por culpa del agua. Así que sacó el rifle de
La música era bulliciosa. Los músicos se estaban aplicando a fondo. Rob se acabó lo que le quedaba de champán.
Los dos hombres volvieron a la fiesta. Mientras lo hacían, Lizzie se les acercó corriendo, riéndose y cantando. Rob se agachó y acarició con ternura el brillante cabello de su hija; la pequeña se rió y agarró la mano de su padre.
Mirando al padre y a la hija, con las manos entrelazadas, sonrientes y vivos, Forrester sintió una punzada de repentina emoción, la pena y el remordimiento habituales. Pero su sentimiento de pérdida contaba con algo más, algo mucho más sorprendente: una ligera y fugaz sombra de felicidad.
FIN
NOTA DEL AUTOR
El secreto Génesis es una obra de ficción. Sin embargo, la mayoría de las referencias religiosas, históricas y arqueológicas son completamente reales y precisas, sobre todo Gobekli Tepe (pronunciado Go-beckly Tep-ay), un yacimiento arqueológico de unos doce mil años de antigüedad que actualmente está siendo excavado en el sureste de Turquía, cerca de la ciudad de Sanliurfa. La totalidad del complejo de piedras, pilares y esculturas fue enterrada de forma deliberada en el año 8000 antes de Cristo. Nadie sabe por qué.
En la zona que rodea Gobekli Tepe, entre el Kurdistán turco y el norte de Iraq, existe un grupo de antiguas religiones conocido como el culto de los ángeles. Algunas de estas sectas adoran a un dios llamado Melek Taus.