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septiembre 26, 2010
CAPITULO I
Jinn y Phyllis pasaban unas vacaciones maravillosas en el espacio, lo más lejos posible de los astros habitados.
En aquel tiempo los viajes interplanetarios eran cosa corriente. Los desplazamientos intersiderales no tenían nada de particular. Los cohetes llevaban a los turistas hasta los parajes prodigiosos de Sirio1, o a los financieros hasta las Bolsas famosas de Arturo2 y de Aldebarán3 Pero Jinn y Phyllis, una pareja de ricos ociosos, se hacían notar en el cosmos por su originalidad salpicada de unas gotitas de poesía. Recorrían el universo por placer, a la vela.
Su navío era una especie de esfera, cuya envoltura -la vela-, maravillosamente fina y ligera, se desplazaba por el espacio, empujada por la presión de las radiaciones luminosas. Un ingenio de esta naturaleza, cuando se encuentra abandonado a sí mismo en la vecindad de una estrella, a una distancia suficiente, no obstante, para que el campo de gravitación no sea demasiado intenso, se dirigirá siempre, por propio impulso, en línea recta, en la misma dirección que lleve la estrella, pero como los soles comprendidos en el sistema estelar de Jinn y Phyllis eran tres, poco alejados relativamente entre sí, su embarcación recibía las radiaciones de luz siguiendo tres ejes distintos. Esto había hecho concebir a Jinn un procedimiento, ingenioso en extremo, para dirigir su nave. La parte interior de la vela llevaba un sistema de cortinas, que podía correr y descorrer a su voluntad, con lo cual alteraba el resultado de la presión luminosa, modificando el poder de reflexión de ciertas secciones. Esta envoltura elástica podía, además, dilatarse o contraerse, a gusto del navegante. Así, pues, cuando Jinn quería acelerar la marcha, la dilataba hasta darle el mayor diámetro posible. La nave recibía entonces el impacto de las radiaciones sobre una superficie enorme y se precipitaba en el espacio a una velocidad de locura, que daba vértigo a su amiga Phyllis, un vértigo que, a su vez, le alcanzaba también a él y les hacía estrecharse apasionadamente, con la mirada fija a lo lejos hacia aquellos abismos misteriosos a los que les arrastraba su carrera. Cuando, por el contrario, querían aminorar la marcha, Jinn apretaba un botón. La vela se contraía de tal manera que se convertía en una esfera de un tamaño justo para contener a los dos, apretados el uno contra el otro. La acción de la luz era entonces casi nula y aquella bola minúscula, abandonada solamente a su inercia, parecía inmóvil, como si estuviera suspendida en el vacío por un hilo invisible. Los dos jóvenes pasaban horas perezosas y enervantes en aquel mundo reducido, construido a su medida para ellos solos y que Jinn comparaba con un velero con avería y Phyllis con la burbuja de aire de la araña submarina.
Jinn conocía perfectamente otras artes que los cosmonautas a la vela consideraban como el colmo de la habilidad; por ejemplo, el de utilizar la sombra de los planetas y la de algunos satélites, para virar de bordo. Enseñaba su ciencia a Phyllis, que iba siendo casi tan hábil como él, y a menudo más temeraria. Cuando llevaba el timón, le daba a veces por correr bordadas que los llevaban a los confines de su sistema estelar, con desprecio de la tempestad magnética que empezaba a trastornar las ondas luminosas y a sacudir la nave como si fuera un cascarón de nuez. Dos o tres veces, Jinn, al despertarse sobresaltado por la tempestad, había tenido que enfadarse para arrancarle el timón de las manos, y para volver en seguida a puerto seguro había tenido que poner urgentemente en marcha el cohete auxiliar que tenía el puntillo de no utilizar más que en caso de peligro.
Aquel día, Jinn y Phyllis estaban tendidos, el uno al lado del otro, en el centro de su globo, sin otra preocupación que disfrutar de sus vacaciones, dejándose tostar por los rayos de sus tres soles. Jinn, con los ojos cerrados, no pensaba más que en su amor por Phyllis. Tendida de costado, Phyllis miraba la inmensidad del mundo y, como le sucedía muy a menudo, se dejaba hipnotizar por la sensación cósmica de la nada.
De repente salió de su abstracción y, frunciendo las cejas, se levantó a medias. Un relámpago insólito acababa de cruzar el vacío. Esperó unos segundos y percibió un nuevo resplandor, como un rayo de luz reflejándose sobre un objeto brillante. El sentido del cosmos, que había adquirido en el curso de estos cruceros, no podía engañarla. Por otra parte, Jinn, advertido, opinó lo mismo que ella, y no era posible creer que Jinn pudiera equivocarse en estas cuestiones. En el espacio, a una distancia que no podían aún precisar, flotaba un cuerpo que brillaba a la luz. Jinn cogió los gemelos y miró el objeto misterioso, mientras Phyllis se apoyaba sobre su hombro.
Es un objeto pequeño -dijo-. Parece de cristal... Déjame que mire... Se acerca. Va más rápido que nosotros. Se diría... Su cara se puso seria. Dejó los gemelos y ella los cogió enseguida.
Es una botella, querida.
¡Una botella! Phyllis miró a su vez.
Una botella, sí. La veo muy bien. Es de vidrio claro y está tapada. Puedo ver el precinto. En el interior hay un objeto blanco, un papel, un manuscrito, seguramente. ¡Jinn, tenemos que cogerla!
Ésta era también la opinión de Jinn, que había empezado ya a hacer las maniobras precisas para situarse en la trayectoria del cuerpo insólito. Lo logró rápidamente y luego redujo la velocidad de la esfera para dejarse alcanzar. Mientras tanto, Phyllis se había puesto la escafandra. Salió a la parte exterior de la vela por el escotillón doble. Una vez allí, se cogió con una mano a una cuerda y con la otra blandió una pequeña red de mango largo disponiéndose a pescar la botella
No era aquélla la primera vez que se cruzaban con cuerpos extraños y la pequeña red de mango largo había prestado ya servicios con anterioridad. Navegar a pequeña velocidad o mantenerse a veces completamente inmóviles les había proporcionado sorpresas y habían hecho descubrimientos que estaban vedados a los viajeros de los cohetes. Phyllis había recogido, con su red, restos de planetas pulverizados, fragmentos de meteoros llegados del fondo del Universo y trozos de los satélites lanzados cuando empezó la conquista del espacio. Estaba muy orgullosa de su colección, pero era la primera vez que recogían una botella, y una botella que, además, contenía una manuscrito, pues estaba completamente segura de que era así. Le temblaba el cuerpo de impaciencia mientras gesticulaba como una araña pendiente de su hilo, gritándole por el teléfono a su compañero:
Más despacio, Jinn... No, un poco más deprisa... Va a pasarnos a babor... A estribor... Avante... ¡Ya la tengo! Prorrumpió en un grito de triunfo y volvió a bordo con su presa. Era una botella de gran tamaño, cuyo gollete había sido sellado con todo cuidado. En el interior, se veía perfectamente un rollo de papel.
-¡Jinn, rómpela, de prisa! -clamó Phyllis pataleando de impaciencia.
Jinn, más tranquilo, hacía saltar metódicamente los trozos de lacre. Pero cuando hubo destapado la botella con todo este cuidado, se dio cuenta de que el papel no podía salir por estar muy apretado. Se resignó, por tanto, a ceder a las recomendaciones de su amiga y rompió la botella de un martillazo. El papel se desdobló por sí mismo. Se trataba de un gran número de folios, muy delgados, cubiertos de una escritura fina. El manuscrito estaba en lengua terrestre, que Jinn conocía perfectamente, ya que había cursado parte de sus estudios en aquel planeta.
No obstante, una especie de malestar le impedía ponerse a leer el documento que de una manera tan extraña acababa de caer entre sus manos, pero la sobreexcitación de Phyllis le hizo decidirse. Ella comprendía mal la lengua de la Tierra y necesitaba su ayuda.
Redujo la velocidad de la esfera de modo que flotara muellemente en el espacio, se aseguró de que ante ellos no se encontraba ningún obstáculo y después se tendió al lado de su amiga y empezó a leer el manuscrito.
CAPITULO II
Confío este manuscrito al espacio, no con objeto de pedir socorro, sino para ayudar, tal vez, a conjurar la espantosa calamidad que amenaza a la raza humana. ¡Dios tenga piedad de nosotros...!
¿La raza humana? -repitió Phyllis, sorprendida.
Es lo que está escrito -confirmó Jinn-. No me interrumpas ya desde el principio.
Y prosiguió la lectura.
Por lo que a mí, Ulises Mérou, se refiere, me he ido con mi familia en la nave cósmica. Podemos subsistir unos años. A bordo cultivamos legumbres y frutas y mantenemos un corral. No nos falta nada Tal vez algún día encontremos un planeta hospitalario. Es un deseo que casi no me atrevo a formular. Pero he aquí, expuesto con absoluta fidelidad, el relato de mi aventura.
Fue en el año 2500 cuando me embarqué en la nave cósmica con dos compañeros, con la intención de alcanzar la región del espacio donde reina como soberana la estrella supergigante Betelgeuse.
Se trataba de un proyecto ambicioso, quizas el más atrevido que se hubiese formulado jamás en la Tierra. Betelgeuse, el alfa de Orion, como la llamaban nuestros astrónomos, se encuentra a unos trescientos años luz de nuestro planeta. Es notable por muchas causas. Ante todo, por el tamaño: su diámetro mide de trescientas a cuatrocientas veces el de nuestro Sol, es decir, que si su centro se hiciera coincidir con el de nuestro astro, este monstruo se extendería hasta la órbita de Marte. Por su brillo, es una estrella de primera magnitud, la más brillante de la constelación de Orion, que, a pesar de estar tan alejada, es visible a simple vista desde la Tierra. Por la naturaleza de sus rayos, emite unos fuegos rojos y anaranjados, de un efecto verdaderamente magnífico. Finalmente, es un astro variable. Su luminosidad es variable, siendo las alteraciones de su diámetro la causa de esta variación. Betelgeuse es una estrella palpitante.
Después de la exploración del sistema solar en el cual no hay ningún planeta habitado, ¿por qué se escogió un astro tan alejado, como meta del primer vuelo intersideral? Esta decisión fue impuesta por el sabio profesor Antelle. Principal organizador de la empresa, a la que había dedicado la totalidad de una enorme fortuna, jefe de nuestra expedición, había concebido el navio cósmico y había dirigido su construcción. Durante el viaje, él mismo me explicó el motivo de esta elección.
Mi querido Ulises -me dijo-, no es más difícil ni casi tampoco más largo para nosotros alcanzar Betelgeuse que llegar a otra estrella cualquiera más cercana, próxima del Centauro, por ejemplo.
Al llegar aquí, creí oportuno protestar y demostrar mis conocimientos de astronomía recién adquiridos.
¡Casi no más largo! Y, no obstante, la estrella próxima al Centauro está sólo a cuatro años luz, mientras que Betelgeuse...
Está a trescientos años luz, no lo ignoro. Pero no estaremos mucho más de dos años para llegar allí, mientras que hubiéramos necesitado menos tiempo para llegar a la región próxima del Centauro. A usted le parece que no es así, porque está acostumbrado a estos saltos de pulga que son los viajes a nuestros planetas, en los cuales es admisible una aceleración fuerte a la salida porque no dura más que unos minutos, ya que la velocidad de crucero que debe alcanzarse es ridiculamente débil y desproporcionada a la nuestra... Ya es hora de que le dé algunas explicaciones sobre la marcha de nuestro vehículo.
“Gracias a sus cohetes perfeccionados, y a mí me cabe el honor de haber sido quien los ha puesto a punto, esta nave puede desplazarse
por el espacio a la mayor velocidad que pueda usted imaginarse para un cuerpo material, es decir, a la velocidad de la luz, menos epsilon.
¿Menos epsilon?
Quiero decir que puede acercársele con sólo una diferencia de una cantidad infinitesimal, del orden de una milmillonésíma, si usted quiere.
Bueno -contesté-. Esto ya lo comprendo.
Lo que usted debe saber también es que cuando nos desplazamos a esta velocidad, nuestro tiempo se aparta sensiblemente del tiempo de la Tierra, y esta diferencia se hace tanto mayor cuanto más veloz es el desplazamiento. Ahora mismo, desde que empezamos esta conversación, hemos vivido unos minutos que corresponden a varios meses de tiempo de nuestro planeta. Llegará un momento en que el tiempo ya casi no correrá para nosotros sin que, por otra parte, lleguemos a darnos cuenta de cambio alguno. Para usted y para mí, unos segundos, unos latidos de nuestros corazones corresponderán a varios años terrestres.
Esto también lo comprendo. Por esta misma razón es por lo que podemos tener la esperanza de llegar a la meta antes de morirnos Pero en este caso, ¿por qué hacemos un viaje que dure dos años? ¿Por qué no puede hacerse solamente en unos cuantos días o en unas cuantas horas?
Éste es precisamente el punto a que quería llegar. Sencillamente porque para alcanzar esta velocidad en la que el tiempo ya casi no transcurre, con una aceleración que nuestro organismo pueda resistir, precisamos un año. Otro año nos será necesario para aminorar nuestra marcha. ¿Comprende usted ahora nuestro plan de vuelo? Doce meses de aceleración y doce meses de frenaje, y entre ellos, sólo unas horas durante las cuales haremos la mayor parte del camino. Y ahora puede usted también comprender por qué no nos tomará mucho más tiempo ir hacia Betelgeuse que hacia la próxima del Centauro. En este último caso, habríamos necesitado también el año de aceleración y el mismo año de reducción y tal vez entre los dos algunos minutos en vez de algunas horas. En conjunto, la diferencia es insignificante. Como me estoy haciendo viejo y probablemente ya no tendré jamás la fuerza de emprender otro viaje por el estilo, he preferido dirigirme hacia un punto alejado con la esperanza de hallar un mundo completamente distinto al nuestro.
Conversaciones por este estilo ocupaban nuestros ocios a bordo y al mismo tiempo me permitían apreciar mejor la ciencia prodigiosa del profesor Antelle. No había materia que él no hubiese explorado y yo me felicitaba de tener un jefe asi en una empresa tan aventurada.
Tal como él había previsto, el viaje duró alrededor de los dos años de nuestro tiempo, mientras que, entretanto, nuestra Tierra envejecía tres siglos y medio. Éste era el único inconveniente de haber escogido una meta tan lejana. Si algún día regresábamos, nos encontraríamos con que nuestro planeta había envejecido en setecientos u ochocientos años. Pero esto no nos preocupaba lo más mínimo. Incluso llegué a sospechar que, para el profesor, la perspectiva de escapar de los hombres de su generación era un aliciente más de la empresa. Confesaba a menudo que le cansaban aquellos hombres...
Los hombres, siempre Jos hombres -observó nuevamente Phyllis.
Los hombres -confirmó Jinn-. Esto es ¡o que está escrito.
No tuvimos ningún incidente serio en el vuelo. Habíamos salido de la Luna. La Tierra y los planetas desaparecieron pronto de nuestra vista. Habíamos visto empequeñecerse el Sol hasta ser como una naranja en el cielo, después como una ciruela y luego un punto brillante, sin dimensiones, una simple estrella, que sólo la ciencia del profesor podía descubrir entre los millares de millones de estrellas de la galaxia.
Vivimos, por lo tanto, sin sol, pero no padecimos nada por esta causa, ya que la nave estaba provista de fuentes luminosas equivalentes. No llegamos tampoco a conocer el tedio. La conversación del profesor era apasionante y me instruí más durante aquellos dos años, que durante toda mi existencia anterior. También aprendí todo cuanto era útil saber para el manejo de la nave. Era bastante fácil:
bastaba con dar las instrucciones a los aparatos electrónicos, los cuales efectuaban todos los cálculos y se ocupaban directamente de las maniobras.
Nuestro jardín nos proporcionó distracciones agradables. Ocupaba un lugar importante en la nave. El profesor Antelle, entre otras materias, se interesaba por la botánica y la agricultura y había querido aprovechar el viaje para comprobar ciertas teorías suyas sobre el crecimiento de las plantas en el espacio. El terreno ocupaba un compartimiento cúbico de cerca de diez metros de lado. Se utilizaba toda la cabida gracias a unas estanterías. La tierra se regeneraba por medio de abonos químicos y, dos meses después de nuestra partida, tuvimos el placer de ver brotar toda clase de legumbres que nos suministraban una nutrición abundante y sana. Tampoco se había olvidado la parte agradable, pues se había reservado a las flores una sección que el profesor cuidaba con verdadero cariño. Este hombre original se había llevado también algunos pájaros, unas mariposas y también un mono, un pequeño chimpancé al que había dado el nombre de Héctor y que nos divertía con sus monerías.
Es verdad que el sabio Antelle, sin ser un misántropo, no se interesaba mucho por los humanos. Decía a menudo que no esperaba gran cosa de ellos y esto quizás explica...
¿Misántropo? -interrumpió nuevamente Phyllis, sorprendida-. ¿Humanos?
Si me interrumpes a cada momento -observó Jinn-, no ¡legaremos nunca al final.
Phyllis juró guardar silencio hasta el fin de la lectura, lo que, en efecto, cumplió.
Esto explica sin duda que hubiera reunido en la nave, con capacidad suficiente para contener algunas familias, numerosas especies vegetales y algunos animales limitando a tres el número de pasajeros: él; su discípulo Arturo Levain, un joven físico de gran porvenir, y yo, Ulises Mérou, periodista poco conocido, que había encontrado casualmente al profesor en el curso de una entrevista periodística. Después de cerciorarse de que no tenía familia alguna y de que jugaba aceptablemente al ajedrez, me había propuesto que fuera con él. Para un periodista joven era una ocasión excepcional. Aunque mi reportaje no pudiera publicarse hasta dentro de ochocientos años, tal vez precisamente por esto, tendría una importancia única. Acepté con entusiasmo.
Hicimos, pues, el viaje, sin tropiezo alguno. Lo único desagradable fue una pesadez creciente durante el año de aceleración y el de reducción. Tuvimos que acostumbrarnos a que nuestro cuerpo pesara una vez y media más que en la Tierra, fenómeno que si bien al principio resultó muy fatigoso, luego nos pasó casi inadvertido. Entre estos dos períodos, hubo uno de ausencia total de gravedad, con todas las extravagancias sobradamente conocidas que comporta este fenómeno, pero solamente duró unas pocas horas y no nos perjudicó.
Y un día, después de esta larga travesía, tuvimos la emoción de ver aparecer en el cielo la estrella Betelgeuse con un aspecto nuevo.
CAPITULO III
No es posible describir la exaltación que produce un espectáculo asi: una estrella, que aún ayer era sólo un punto brillante entre la multitud de puntos anónimos del firmamento, fue destacándose poco a poco del fondo negro, determinándose como una dimensión
en el espacio en el que apareció, primero como una nuez brillante, luego se dilató al mismo tiempo que tomaba color, para llegar a ser como una naranja, integrándose finalmente en el cosmos con el mismo diámetro, aparentemente, que nuestro astro del día familiar. Un nuevo sol había nacido para nosotros, un sol rojizo como el nuestro cuando comienza el ocaso y del que estábamos notando ya la atracción y el calor.
Nuestra velocidad era entonces muy reducida. Aún nos acercamos más a Betelgeuse, hasta que su diámetro aparente excedió en mucho del de todos los cuerpos celestes que hasta entonces habíamos contemplado, lo que nos produjo una impresión fabulosa. Antelle dio unas indicaciones a los robots y nuestra nave empezó a gravitar alrededor del supergigante. El sabio cogió entonces los instrumentos astronómicos y empezó las observaciones.
No tardó mucho en descubrir la existencia de cuatro planetas cuyas dimensiones determinó rápidamente, así como las distancias hasta el astro central. Uno de ellos, el segundo contando desde Betelgeuse, se movía en una trayectoria semejante a la nuestra. Su volumen era más o menos como el de la Tierra; tenía una atmósfera que contenía oxígeno y nitrógeno; giraba alrededor de Betelgeuse a una distancia igual, más o menos, a unas treinta veces la de la Tierra al Sol, por lo que recibía unos rayos comparables a los que capta nuestro planeta a causa de la dimensión del supergigante y teniendo en cuenta su relativa baja temperatura.
Decidimos tomarlo como primer objetivo. Se dieron nuevas instrucciones a los robots y como consecuencia de ellas pronto nos convertimos en satélite del planeta. Paramos, entonces, los motores y nos dedicamos a observar a placer este nuevo mundo. El telescopio nos descubrió mares y continentes.
La nave no era muy adecuada para un aterrizaje, pero el caso ya había sido previsto. Disponíamos de tres ingenios movidos por cohetes, mucho más pequeños, a los que llamábamos chalupas. Nos embarcamos en uno de ellos, cogiendo algunos aparatos de observación y de medidas, y nos llevamos también a Héctor, el chimpancé, que, igual que nosotros, tenía su correspondiente escafandra y le habíamos enseñado a servirse de ella. En cuanto a la nave, la dejamos simplemente que siguiera gravitando alrededor del planeta. Estaba allí tanto o más segura que un paquebote anclado en un puerto y sabíamos que no derivaría ni un punto de la linea de la órbita.
Abordar un planeta de esta naturaleza era cosa fácil para nuestra chalupa. Tan pronto corrió entramos en las capas densas de la atmósfera, el profesor cogió muestras del aire exterior y las analizó. Encontro que, teniendo en cuenta la altura, era de la misma composición que el de la Tierra. No tuve mucho tiempo para reflexionar sobre esta milagrosa coincidencia porque el suelo se acercaba rápidamente. Ya no estábamos más que a unos cincuenta kilómetros. Como los robots cuidaban de efectuar todas las operaciones necesarias, no tenía otra cosa que hacer que pegar la cara al tragaluz para observar, con el corazón inflamado por la exaltación del descubrimiento, cómo iba subiendo hacia nosotros aquel mundo desconocido.
El planeta se parecía extraordinariamente a la Tierra. Esta impresión iba acentuándose cada vez más. Podía ya ver a simple vista el contorno de los continentes. La atmósfera era clara, ligeramente coloreada de un verde pálido, que iba virando lentamente al anaranjado, asi como nuestro cielo de Provenza en un anochecer. El océano era de un azul claro, también con matices verdes. La configuración de las costas era algo muy distinto de todo lo que había visto en nuestro planeta, a pesar de que mis ojos febriles, sugestionados por tantas analogías, se obstinaban tenazmente en descubrir semejanzas también en ellas. Pero la similitud no alcanzaba a más. En la geografía, nada me recordaba nuestros continentes, ni el antiguo ni el nuevo
¿Nada? ¡Vaya error! Precisamente, al contrario, lo esencial. El planeta estaba habitado. Estábamos volando sobre una ciudad, una ciudad bastante grande de la que irradiaban carreteras bordeadas de árboles por las cuales circulaban vehículos. Tuve tiempo de observar la arquitectura general: calles anchas y casas blancas, de largas aristas rectilíneas.
Pero teníamos que aterrizar muy lejos de allí. Nuestro viaje nos llevó primero por encima de campos cultivados y, después, de un bosque muy poblado, de color rojizo, que recordaba nuestra selva ecuatorial. Volábamos a baja altura. Apercibimos un claro de dimensiones bastante grandes, situado en la cumbre de una meseta, cuyos contornos eran de un relieve muy accidentado. Nuestro jefe decidió intentar la aventura y dio las últimas órdenes a los robots. Entró en acción un sistema de retro-cohetes. Durante unos momentos nos quedamos inmovilizados sobre el claro, como una gaviota acechando un pez.
Dos años después de haber dejado la Tierra descendimos muy pausadamente y nos posamos sin ninguna sacudida en el centro de la meseta, sobre una hierba verde que nos recordaba la de nuestros prados normandos.
CAPITULO IV
Después de tomar contacto con el suelo nos quedamos un buen rato inmóviles y silenciosos. Tal vez esta actitud pueda parecer sorprendente, pero es que sentíamos la necesidad de concentrarnos y hacer acopio de nuestra energía. Nos habíamos lanzado a una aventura mil veces más extraordinaria que la de los primeros navegantes terrestres y estábamos preparando nuestro espíritu para hacer frente a las cosas extrañas que ha vertido la imaginación de varias generaciones de poetas a propósito de las expediciones transide-rales.
De momento, hablando de maravillas, nos habíamos posado sin el menor tropiezo sobre la hierba de un planeta que, igual que el nuestro, tenía océanos, montañas, bosques, terrenos cultivados, ciudades y, con toda certeza, habitantes. No obstante, debíamos encontrarnos bastante lejos de los países civilizados si teníamos que juzgar por la extensión de la jungla sobre la que habíamos volado antes de tomar tierra.
Salimos, por fin, de nuestro encantamiento. Nos pusimos primero las escafandras y luego, con mucha precaución, abrimos uno de los tragaluces de la chalupa. No hubo movimiento alguno de aire. Las presiones interior y exterior se equilibraban.
El bosque circundaba el claro, igual que las murallas de una fortaleza. No se oía ruido alguno, ni nada turbaba la calma. La temperatura era algo elevada, pero perfectamente soportable: alrededor de unos veinticinco grados centígrados.
Salimos de la chalupa llevando con nosotros a Héctor. Antes que nada, el profesor Antelle insistió en analizar con toda precisión la composición de la atmósfera. El resultado fue alentador: el aire tenia la misma composición que el de nuestra Tierra, con algunas pequeñas diferencias en la proporción de algún gas extraño. Tenía que ser, por tanto, perfectamente respirable. No obstante, por un exceso de prudencia, quisimos antes efectuar la prueba sobre nuestro chimpancé. Lo desembarazamos de su escafandra y el mono pareció estar muy contento y no sentir incomodidad alguna. Se le veía como embriagado por la alegría de sentirse libre, sobre el suelo. Después de unas cuantas piruetas, echó a correr hacia el bosque, saltó a un árbol y siguió haciendo cabriolas sobre las ramas. Pronto se fue alejando y desapareció, a pesar de nuestros gestos y llamadas.
Entonces nos quitamos también las escafandras, quedando en situación de poder hablarnos libremente. Al principio, nos impresionó el sonido de nuestra propia voz y sólo nos atrevimos a dar unos cuantos pasos tímidos, sin alejarnos de la chalupa.
No nos podía caber duda alguna de que nos encontrábamos en una hermana gemela de nuestra Tierra. Existía la vida. Podía incluso apreciarse que el reino vegetal era de un vigor especial. Algunos de los árboles que veíamos pasaban seguramente de cuarenta metros de altura. Tampoco tardó mucho en aparecérsenos el reino animal bajo la forma de unos grandes pájaros negros que se cernían en el cielo como buitres, y otros, más pequeños, bastante parecidos a nuestros periquitos, que se perseguían piando.
Por lo que habíamos podido ver antes de aterrizar, sabíamos que había también una civilización. Unos seres razonables, a los que no nos atrevíamos aún a llamar hombres, habían modelado la faz del planeta. Sin embargo, a nuestro alrededor el bosque parecía deshabitado. Pero esto no tenía nada de sorprendente. Si hubiéramos caído por azar, en nuestra Tierra, en algún rincón de la selva asiática, habríamos experimentado la misma sensación de soledad.
Antes de tomar una iniciativa, nos pareció urgente dar un nombre al planeta. Por su parecido con nuestra Tierra, decidimos llamarlo Sóror
Habiendo decidido hacer un primer reconocimiento sin tardar ya más, nos adentramos en el bosque siguiendo lo que parecía ser un camino natural. Arturo Levain y yo íbamos provistos de carabinas. En cuanto al profesor, desdeñaba las armas materiales. Nos sentíamos ligeros y andábamos alegremente, no porque nuestra gravedad fuera inferior a la de la Tierra, ya que también en esto la analogía era completa, sino porque, acostumbrados a la mayor gravedad en la nave, el contraste nos hacía saltar como cabritos.
Marchábamos en fila india, llamando a Héctor de vez en cuando sin ningún resultado, cuando el joven Levain, que iba a la cabeza, se detuvo y nos hizo seña de escuchar. A cierta distancia se oía una especie de rumor, como de agua que se desliza. Avanzamos en aquella dirección y el ruido se fue precisando.
Era una cascada. Al verla, nos quedamos los tres emocionados por la belleza del paraje que Sóror nos ofrecía. Clara como el agua de nuestros torrentes de montaña, una corriente de agua serpenteaba por encima de nuestras cabezas y al llegar a una plataforma se expandía a todo lo largo de la misma para dejarse caer en cortina desde una altura de varios metros, hasta nuestros pies, dentro de una especie de lago, como una piscina natural bordeada de rocas y arena y en cuya superficie se reflejaba a la sazón el fuego rojo de Betelgeuse, entonces en su cénit.
La vista de aquella agua era tan tentadora que tanto a Levain como a mí nos asaltó el mismo deseo. El calor era bastante fuerte. Nos quitamos los vestidos, prestos a darnos una zambullida en el lago. Pero el profesor Antelle nos hizo comprender que debíamos obrar con más prudencia cuando no habíamos hecho más que abordar el sistema de Betelgeuse. Aquel líquido tal vez no era agua y podía resultar perjudicial. Él se acercó a la orilla, se agachó y lo examinó, luego lo tocó con el dedo con precaución. Finalmente, cogió un poco con la mano, lo olió y se humedeció la punta de la lengua.
Esto no puede ser más que agua -murmuró.
Se agachaba otra vez para sumergir la mano en el lago, cuando vimos que se quedaba inmóvil. Profirió una exclamación y apuntó con el dedo una huella que acababa de descubrir en la arena. Creo sinceramente que en aquel momento recibí la mayor impresión de mi vida. Allí, bajo los rayos ardientes del Betelgeuse que, sobre nuestras cabezas, invadía el cielo como un enorme balón rojo, muy visible, dibujada netamente sobre una pequeña franja de arena húmeda, se veía la huella de un pie humano.
CAPITULO V
Es la huella de un pie de mujer -afirmó Arturo Levain. Esta observación concluyente, hecha con una voz embargada por la emoción, no me sorprendió en modo alguno. Expresaba también mi propio sentimiento. La finura, la elegancia, la belleza singular de la huella me habían impresionado hondamente. No podía haber duda alguna sobre el hecho de que se trataba de una huella humana, Podría pertenecer quizás a un adolescente, incluso a un hombre de talla pequeña, pero lo más verosímil era que se tratase de una huella femenina, y esto era, además, lo que yo deseaba con toda mi alma.
Así, pues, Sóror está habitado por seres humanos -murmuró el profesor Antelle.
Se notaba en su voz como una sombra de decepción que, en aquel momento, hizo que me fuera menos simpático. Levantó los hombros con el gesto que le era familiar y se puso a inspeccionar la arena alrededor del lago. Descubrimos otras huellas que, evidentemente, Pertenecían a la misma persona. Levain, que se había apartado algo, nos llamó para señalarnos una marca sobre la arena seca. La huella aún estaba húmeda.
Hace menos de cinco minutos que estaba aquí -exclamó el joven.
Debía de haber venido a bañarse cuando nos ha oído y ha escapado.
Para nosotros era ya de una evidencia implícita que se trataba de una mujer. Guardamos silencio, acechando el bosque sin oír siquiera el ruido de una rama al romperse.
Tenemos tiempo de sobra -dijo el profesor Antelle encogiéndose de hombros-. Pero si un ser humano se bañaba aquí, también nosotros podemos hacer lo mismo sin peligro alguno.
Sin más razonamientos, el grave profesor se desembarazó también de sus vestidos y zambulló su cuerpo flaco en la piscina. Después de nuestro largo viaje, el placer de poder sumergirnos en aquella agua fresca y deliciosa nos hacía casi olvidar nuestro reciente descubrimiento. Sólo Arturo Levaín parecía ensimismado y ausente, Iba a gastarle una broma sobre su aire melancólico cuando de pronto vi a la mujer, precisamente encima de nuestras cabezas, encaramada sobre la plataforma rocosa desde donde se precipitaba la cascada,
No olvidaré nunca la impresión que me produjo aquella aparición. Ante la maravillosa belleza de aquella criatura de Sóror, que se nos revelaba salpicada por la espuma e iluminada por los rayos rojizos de Betelgeuse, contuve la respiración. Era una mujer, mejor dicho, una joven, a menos que se tratara de una diosa. A la luz de aquel monstruoso sol afirmaba con audacia su feminidad, enteramente desnuda, sin otro adorno que una cabellera muy larga que le caía sobre los hombros. Es verdad que hacía dos años que estábamos privados de punto de comparación, pero ninguno de nosotros era propenso a dejarse engañar por un espejismo. Era de toda evidencia que la mujer que se mantenía inmóvil sobre la plataforma, como lo estaría una estatua sobre su pedestal, tenía el cuerpo más perfecto que pueda concebirse sobre la Tierra. Levain y yo nos quedamos sin aliento, rendidos de admiración, y estoy por creer que hasta el mismo profesor Antelle se sintió conmovido.
De pie, inclinada hacia delante, el pecho tendido hacia nosotros y los brazos ligeramente echados hacia atrás, en la actitud del bucea-dor que toma impulso, la joven nos miraba y creo que su sorpresa debía igualar la nuestra. Después de haberla contemplado por un largo instante, me sentía tan completamente trastornado que me era imposible apreciar detalle alguno; el conjunto de sus formas me tenía hipnotizado. Hasta después de unos minutos no pude darme cuenta de nue pertenecía a la raza blanca, que su piel era dorada, más bien míe bronceada, que era alta, sin exceso, y delgada. Después, como en un sueño, vi una cara de una pureza singular. Finalmente, miré sus ojos.
Mis dotes de observación se despertaron entonces bruscamente, mi atención se hizo más aguda y me estremecí, porque allí, en su mirada, había un elemento nuevo para mí. Descubrí allí un toque insólito, misterioso, un algo extraño que todos nosotros esperábamos ver en un mundo tan alejado del nuestro. Pero no me sentí capaz de analizar ni siquiera de definir la naturaleza de aquel algo extraño. Solamente notaba una diferencia esencial con los individuos de nuestra especie. No estaba en el color de los ojos, pues eran de un gris poco corriente entre nosotros, pero no excepcional. La anomalía residía en la emanación de aquellos ojos, en una especie de vacío, una ausencia de expresión, que me recordaba a una pobre demente que conocí una vez. Pero no, no era esto, no podía ser locura.
Cuando se dio cuenta de que ella era también objeto de curiosidad, o, para decirlo con mayor precisión, cuando mi mirada se encontró con la suya, pareció como si recibiera un impacto y se volvió bruscamente, con un gesto mecánico tan rápido como el de un animal atemorizado. No era pudor por verse sorprendida de aquella manera. Sin saber por qué, tuve la convicción de que habría sido un error suponerla capaz de un tal sentimiento. Simplemente, su mirada no encontraba agradable la mía o no podía sostenerla. Vuelta la cabeza de perfil, nos acechaba ahora a hurtadillas, con el rabillo del ojo.
Ya se lo había dicho, es una mujer -murmuró el joven Levain.
Había hablado casi en voz baja, ahogada por la emoción, pero la joven lo oyó y el sonido de la voz produjo en ella un efecto singular. Retrocedió con un movimiento brusco, tan rápido que nuevamente lo comparé con el reflejo de un animal asustado que vacila antes de emprender la huida. Pero después de haber dado dos pasos hacia atrás, se detuvo nuevamente, esta vez con el cuerpo casi totalmente oculto tras las rocas. No se le veía más que la parte superior de la cara y un ojo que seguía acechándonos.
Torturados por el temor de verla huir, no nos atrevíamos a hacer movimiento alguno. Nuestra actitud la tranquilizó. Al cabo de un rato se adelantó otra vez hasta el borde de la plataforma. Pero el joven Levain estaba demasiado sobreexcitado para poder contener su lengua:
-No he visto nunca...
Calló en seguida, al comprender su imprudencia. La joven había retrocedido de la misma manera de antes, como sí la voz humana la aterrorizara.
El profesor Antelle nos hizo una seña para que nos calláramos y empezó a chapotear en el agua sin dedicar aparentemente ninguna atención a la joven. Adoptamos la misma táctica, que obtuvo un éxito total. No solamente volvió a acercarse, sino que pronto demostró un vivo interés por nuestras evoluciones, un interés que se manifestaba de una manera muy insólita, lo que excitaba aún más nuestra curiosidad. ¿Habéis observado alguna vez en la playa la actitud de un perro joven y asustadizo cuando su dueño se baña? Se le ve que se muere de ganas de unirse a él, pero no se atreve. Da tres pasos hacia un lado, tres hacia el otro, se aleja, vuelve, sacude la cabeza, se agita inquieto. Pues éste era exactamente el modo de comportarse de aquella muchacha.
Y, de repente, la oímos, pero los sonidos que profirió aumentaron la impresión de animalidad que nos había producido su actitud. Se encontraba entonces en el límite extremo de su pedestal, lo que hacía creer que iba a precipitarse en el lago. Por un momento había interrumpido su especie de danza. Abrió la boca. Yo me encontraba algo apartado y pude observarla bien sin que ella se fijara. Pensé que iba a hablar, a gritar. Esperaba una llamada. Estaba preparado para escuchar el lenguaje más bárbaro posible, pero no lo estaba para los sonidos extraños que salieron de su garganta. Y digo precisamente de su garganta, porque ni la lengua ni la boca podían tener parte alguna en aquella especie de maullido o de piada aguda, que parecía propio para expresar el frenesí alegre de. un animal. En nuestros jardines zoológicos, los chimpancés jóvenes juegan a veces y se empujan profiriendo pequeños gritos semejantes a aquél.
Como que, a pesar de nuestra sorpresa, nos esforzábamos en seguir nadando sin preocuparnos de ella, pareció tomar una decisión. Se agachó sobre la roca y ayudándose con las manos empezó a bajar hacia nosotros. Tenía una agilidad asombrosa. Su cuerpo dorado se deslizaba rápidamente a lo largo de la pared y se nos aparecía, salpicado de agua y de luz, como una visión de ensueño a través del tenue velo del agua de la cascada. Agarrándose a unos salientes imperceptibles, en pocos momentos llegó al nivel del lago y se arrodilló sobre una piedra llana. Aún nos observó unos segundos y luego entró en el agua y se dirigió nadando hacia nosotros.
Comprendimos que quería jugar y, sin ponernos de acuerdo previamente, seguimos con ardor los retozos que tanta confianza le habían inspirado, modificando nuestra actitud apenas veíamos que empezaba a asustarse. Resultó de ello, al cabo de poco tiempo, una especie de juego cuyas reglas había determinado ella misma inconscientemente, un juego extraño en verdad que presentaba alguna analogía con las evoluciones de las focas en una piscina y que consistía en huir de nosotros y en perseguirnos alternativamente, apartándonos bruscamente cuando nos sentíamos a punto de ser cogidos y acercándonos hasta casi tocarnos cuando ella se apartaba, pero sin entrar nunca en contacto. Era un juego pueril, pero ¿qué no habríamos hecho nosotros para domesticar a aquella bella desconocida? Observé que el profesor Antelle participaba en aquel juego infantil con un no disimulado placer.
La cosa hacia ya mucho tiempo que duraba y empezábamos a perder el resuello cuando me di cuenta de un rasgo paradójico de la fisonomía de aquella muchacha que me sorprendió: su seriedad. Se veía que tomaba parte en el juego que ella había provocado con un placer desbordante y, sin embargo, ni una sola sonrisa había alterado la seriedad de su cara. Hacía rato que sentía un malestar confuso cuya razón concreta no llegaba a explicarme y experimenté una verdadera sensación de alivio cuando la descubrí. La muchacha no reía ni se sonreía: solamente, de vez en cuando, emitía uno de aquellos sonidos que le servían seguramente para expresar su satisfacción.
Quise hacer una prueba. Cuando se me acercaba, hendiendo el agua con aquella manera especial de nadar, parecida a la de los perros, con la cabellera flotando tras ella como la cola de un cometa, la miré fijamente y antes de que tuviera tiempo de volverse le dirigí una sonrisa con toda la amabilidad y toda la ternura de que yo era capaz.
El resultado fue sorprendente. Dejó de nadar, haciendo pie en el agua, que le llegaba a la cintura, y tendió hacia mí las manos crispadas, como en un ademán de defensa. Después volvió la espalda y huyó hacia la orilla. Una vez fuera del lago, vaciló, se volvió a medias observándome de reojo, como cuando estaba en la plataforma, con el aspecto perplejo de un animal que acaba de darse cuenta de algc alarmante. Tal vez habría recobrado la confianza porque la sonrisa se había fijado en mis labios y yo me había puesto a nadar nuevamente con aire inocente, si no hubiera sido porque un nuevo incidente renovó su emoción Oímos ruido en el bosque y apareció nuestro amigc Héctor, que se descolgó de rama en rama y al llegar al suelo avanzo hacia nosotros haciendo cabriolas, muy feliz por habernos encontrado de nuevo. Me sobresalté al ver la expresión bestial, mezcla de miedo y de odio, que apareció en la cara de la joven cuando vio a mono. Se replegó sobre sí misma, incrustada en las rocas hasta casi
confundirse con ellas, con los músculos tensos, la espalda arqueada y las manos crispadas como garras. Todo ello por un pobre y pequeño chimpancé que se aprestaba a festejarnos.
Cuando el animal pasó cerca de ella, sin verla, la muchacha saltó. Su cuerpo se disparó como un arco. Cogió el mono por el cuello y sus manos se cerraron como garfios mientras inmovilizaba al pobre animal entre sus piernas. La agresión fue tan rápida que no nos dio tiempo de intervenir. El mono casi no se debatió. Al cabo de unos segundos se envaró y, cuando ella le soltó, cayó muerto. Aquella criatura radiante, a la que en un arranque romántico de mi corazón había dado el nombre de «Nova», ya que sólo podía comparar su aparición a la de un astro rutilante, acababa de estrangular a conciencia a un animal doméstico e inofensivo.
Cuando, al salir de nuestro estupor, nos precipitamos hacia allí, ya era tarde para salvar a Héctor. Ella volvió la cabeza hacia nosotros, como sí quisiera hacernos frente, con los brazos tendidos y los labios arqueados, en una actitud amenazadora que nos dejó clavados en el suelo. Después profirió un último grito agudo, que podía ser interpretado como un canto de triunfo o un alarido de furor, y huyó hacia el bosque. En pocos segundos desapareció entre la maleza, que se cerró tras su cuerpo dorado, dejándonos desconcertados en medio de la selva nuevamente silenciosa.
CAPITULO VI
¿Será una salvaje -dije yo- de alguna raza retrasada, como las que se encuentran en Nueva Guinea o en nuestros bosques de África?
Hablaba sin convicción alguna. Arturo Levain me preguntó, casi violentamente, si había podido observar alguna vez un porte y una finura de líneas parecidos entre los pueblos primitivos. Tenía razón sobrada y no supe qué contestarle. El profesor Antelle, aunque parecía estar sumido en una profunda meditación, nos había oído.
Los pueblos más primitivos de nuestra Tierra tienen un lenguaje -acabó por decir-. Y esta mujer no habla.
Hicimos una incursión por los alrededores de la corriente de agua sin encontrar el más pequeño rastro de la desconocida. Volvimos luego a nuestra chalupa. El profesor pensaba subir otra vez al espacio, para intentar otro aterrizaje en alguna región más civilizada. Pero Levain propuso que esperásemos, por lo menos, veinticuatro horas, a fin de tratar de establecer otros contactos con los habitantes de aquella selva. Yo apoyé esta proposición, que finalmente prevaleció. No nos atrevíamos a confesarnos que lo que nos ligaba a aquellos lugares era la esperanza de ver nuevamente a la desconocida.
El fin de la jornada pasó sin más incidentes. Después, al anochecer, cuando hubimos admirado el ocaso fantástico de Betelgeuse, dilatado en el horizonte, más allá de cuanto puede figurarse la imaginación humana, tuvimos la impresión de que algo había cambiado a nuestro alrededor. Por la noche, la selva se llenó de crujidos y temblores furtivos y nos sentimos vigilados por unos ojos invisibles, a través del follaje. Sin embargo, pasamos la noche sin ningún motivo de alarma, encerrados en nuestra chalupa y montando guardia por tumo. Al romper el día, nos asaltó otra vez la misma impresión y me pareció oír pequeños gritos agudos como los que Nova profería la víspera. Pero no vimos ningún ser de los que nuestra imaginación febril poblaba la selva.
Decidimos entonces volver a la cascada y a lo largo de todo el camino nos sentimos obsesionados por la impresión enervante de que éramos seguidos y espiados por seres que no osaban mostrarse. No obstante, el día anterior, Nova había venido a juntársenos.
Tal vez son nuestros trajes lo que la asusta -dijo de repente Arturo Levain.
Esto me pareció muy acertado. Recordé distintamente que el día anterior, cuando Nova huía después de haber estrangulado a nuestro mono, se encontró con el montón de nuestra ropa. Entonces dio un salto brusco para evitarlo, como si fuese un caballo asustadizo.
Vamos a verlo.
Después de habernos desvestido, nos zambullimos en el agua y empezamos a jugar como la víspera, indiferentes, en apariencia, a todo lo que nos rodeaba.
Nuestra astucia logró el mismo éxito del día anterior. Al cabo de unos minutos, vimos a la joven sobre la plataforma rocosa, sin que la hubiésemos oído hablar. No estaba sola. A su lado había un hombre, un hombre de construcción similar a la nuestra, parecido a los hombres de la Tierra, también completamente desnudo, de edad madura y algunos de cuyos rasgos recordaban a los de nuestra diosa, de tal manera que llegué a imaginar que sería su padre. Nos miraba, igual Que ella, con una expresión de perplejidad y de emoción.
Había también muchos otros. Los fuimos descubriendo poco apoco, mientras nos esforzábamos en conservar nuestra fingida indiferencia. Salían furtivamente del bosque y, muy despacio, iban formando un círculo cerrado alrededor del lago. Eran todos sólidos y bellos ejemplares y tanto los hombres como las mujeres de piel dorada se agitaban y se movían, presas, según parecía, de una gran sobreexcitación y profiriendo pequeños gritos de vez en cuando.
Estábamos cercados y, además, un poco inquietos al recordar el incidente del chimpancé. Pero la actitud de aquellos seres no era amenazadora; solamente parecían estar también muy interesados en nuestras evoluciones.
Efectivamente, era esto. Pronto Nova, a la que yo consideraba ya como una vieja amistad, se deslizó en el agua y, poco a poco y con más o menos vacilación, la fueron imitando los demás. Todos se acercaron y empezamos nuevamente a perseguirnos como la víspera, a la manera que lo hacen las focas, con la diferencia de que ahora había a nuestro alrededor unas veinte de aquellas criaturas extrañas, chapoteando, resoplando, con unas caras serias que contrastaban con la infantilidad del juego,
Al cabo de un cuarto de hora de juego, empecé a sentirme cansado ¿Habíamos abordado el universo de Betelgeuse para comportarnos como chiquillos? Me sentía avergonzado de mí mismo y apenado al ver que el sabio Antelle parecía disfrutar mucho con aquel juego. Pero, ¿qué más podíamos hacer? Es fácil comprender la dificultad de establecer contacto con unos seres que desconocen la palabra y la sonrisa. No obstante, quise ensayarlo. Esbocé unos gestos que tenían la pretensión de querer ser significativos. Junté las manos en la actitud más amistosa que me fue posible, inclinándome al mismo tiempo un poco al estilo de los chinos. Les mandé besos con la mano. Ninguna de estas demostraciones tuvo el más pequeño eco. En sus pupilas no brilló ningún destello de comprensión.
Cuando, durante el viaje, hablábamos de un posible encuentro con seres vivientes, evocábamos criaturas deformes, monstruosas, de un aspecto físico muy distinto al nuestro, pero siempre suponíamos en ellos la existencia de un espíritu. En el planeta Sóror, la realidad parecía ser completamente opuesta: teníamos que habérnoslas con unos seres parecidos a nosotros desde el punto de vista físico, pero que parecían completamente desprovistos de razón. Era esto, precisamente, lo que implicaba la mirada de Nova que tanto me había intrigado y lo que encontraba también ahora en la mirada de todos los demás: falta de reflexión consciente, ausencia de alma.
Sólo les interesaba el juego. Y, además, era necesario que el juego fuera muy estúpido. Tuvimos la idea de introducir en él algo de coherencia, sin dejar de permanecer a su alcance y, con este oo]eto, nos cogimos los tres de las manos y con el agua hasta la cintura nos pusimos a jugar al corro, levantando y bajando los brazos, como lo habrían hecho unos niños de corta edad. Aquello no pareció conmoverlos lo más mínimo. Muchos de ellos se apartaron de nosotros y los demás se quedaron mirándonos con una falta de comprensión tan evidente que llegamos a sentirnos desconcertados.
Y fue precisamente la intensidad de nuestra confusión lo que provocó el drama. Nos violentaba tanto vernos así, tres hombres maduros, de los cuales uno era una celebridad mundial, cogidos de la mano, bailando en un corro infantil bajo la mirada burlona de Betelgeuse, que no pudimos seguir manteniendo la seriedad. Veníamos reprimiéndonos de tal manera desde hacía un cuarto de hora que nos hacía falta un relajamiento. Una pasión de risa insensata nos dominó tan intensamente que durante unos segundos estuvimos riéndonos a carcajadas, sin poder contenernos.
Esta explosión de risa encontró eco en aquellos seres, un eco que no era precisamente el que nosotros queríamos. Una especie de tormenta agitó el lago. Todos salieron huyendo en todas direcciones, en un estado de enloquecimiento que en otras circunstancias nos habría parecido cómico. En unos segundos, nos encontramos solos en el lago. Ellos, finalmente, se reunieron en la orilla, formando un grupo de seres temblorosos que proferían pequeños gritos y tendían los brazos con rabia hacia nosotros. Su mímica era tan amenazadora que nos asustamos. Levain y yo nos acercamos a nuestras armas, pero el sabio Antelle nos recomendó en voz baja que no nos sirviésemos de ellas, que ni siquiera las blandiésemos mientras ellos no intentaran acercársenos.
Nos vestimos a toda prisa sin dejar de vigilarlos. Pero no habíamos hecho más que ponernos los pantalones y las camisas cuando su agitación aumentó hasta el frenesí. Parecía como si no pudieran soportar la vista de hombres vestidos. Algunos se dieron a la fuga, pero otros avanzaron hacia nosotros con los brazos tendidos y las manos crispadas. Cogí mi carabina. Paradójicamente, ya que se trataba de unos seres obtusos, parecieron captar el significado de mi gesto, pues dieron media vuelta rápidamente y desaparecieron tras los árboles.
Nos apresuramos a volver a la chalupa. Durante el regreso, tuve la impresión de que seguían allí, aunque invisibles, y que acompañaban silenciosamente nuestra retirada.
CAPÍTULO VII
Nos atacaron cuando llegábamos a la vista del claro, de una manera tan repentina que nos impidió toda defensa. Saliendo de la espesura del bosque como corzos, los hombres de Sóror se nos echaron encima sin darnos tiempo ni de empuñar las armas.
Lo verdaderamente curioso de esta agresión es que no iba dirigida en realidad contra nuestras personas. Inmediatamente tuve una clara intuición de ello, que bien pronto quedó confirmada. En ningún • momento me sentí en peligro de muerte, como lo había estado Héctor. No querían quitarnos la vida, sino nuestros vestidos y todos los accesorios que llevábamos. Fuimos inmovilizados en un instante. Un torbellino de manos rebusconas nos arrancaron las armas, las municiones y las bolsas para tirarlas lejos, mientras otros se encarnizaban en despojarnos de nuestros vestidos para romperlos. Tan pronto como comprendí qué era lo que excitaba su furor, les dejé hacer con toda pasividad y aparte de algunos arañazos no recibí ninguna lesión seria. Antelle y Levain me imitaron y pronto nos encontramos desnudos como gusanos, en medio de un grupo de hombres y mujeres que, visiblemente tranquilizados al vernos de aquella manera, se pusieron a jugar a nuestro alrededor, aunque rodeándonos tan estrechamente que no podíamos pensar en huir.
Eran por lo menos un centenar en el borde del claro. Los que no estaban cerca de nosotros se lanzaron entonces sobre nuestra chalupa con una furia igual a la que habían demostrado al destrozar nuestros vestidos. A pesar de la desesperación que me embargaba al verles saquear nuestro precioso vehículo, reflexionaba sobre su manera de comportarse y me parecía poder deducir de ella un principio esencial: lo que excitaba la ira de aquellos seres eran los objetos. Todo lo que era fabricado provocaba su furor y también su miedo. Cuando cogían un objeto cualquiera, no lo tenían en la mano más que el tiempo justo de romperlo, destrozarlo o retorcerlo. En seguida lo tiraban lejos, como si fuese un hierro candente, sin perjuicio de cogerlo luego otra vez para terminar su destrucción. Me hacían pensar en un gato con un ratón ya medio muerto, pero aún peligroso, o en una mangosta que hubiese atrapado una serpiente. Ya había observado, como dato curioso, que nos habían atacado sin armas, sin servirse siquiera de un palo.
Asistimos, impotentes, al saqueo de nuestra chalupa. La puerta no había tardado en ceder a su empuje. Irrumpieron en el interior y destruyeron todo lo que podía ser destruido, especialmente los instrumentos más preciosos de a bordo, y dispersaron los restos. Este pillaje duró un buen rato. Después, cuando sólo quedaba intacta la envoltura metálica, volvieron hacia nuestro grupo. Fuimos empujados, acosados y finalmente arrastrados hasta lo más profundo de la selva.
Nuestra situación era cada vez más alarmante. Desarmados, despojados de todo, obligados a andar con los pies desnudos a un paso demasiado rápido para nosotros, no podíamos cambiar impresiones ni siquiera quejarnos. Cualquier intento de conversación provocaba unos reflejos tan amenazadores que tuvimos que resignarnos a un silencio doloroso. Y, sin embargo, aquellos seres eran hombres como nosotros. Vestidos y peinados no habrían llamado la atención a nadie en nuestro planeta. Sus mujeres eran hermosas, pero ninguna de ellas podía rivalizar con la belleza de Nova.
Ésta nos seguía de cerca. En algunas ocasiones, en que mis guardias me hostigaban, volví hacia ella la cabeza implorando una muestra de compasión que una vez me pareció sorprender en su semblante. Pero creo que no fue más que el producto de mi deseo. Tan pronto como mi mirada encontraba la suya, ella procuraba evitarla, sin que sus ojos expresaran otro sentimiento que una gran perplejidad.
Este calvario duró muchas horas. Yo estaba agotado de fatiga, con los pies ensangrentados y el cuerpo lleno de arañazos que me habían producido los zarzales, a través de los cuales se deslizaban como serpientes los hombres de Sóror sin sufrir daño alguno. Mis compañeros no estaban en mejor estado que yo, y Antelle tropezaba a cada paso cuando por fin llegamos a un lugar que parecía ser la meta de esta carrera. El bosque no era tan espeso y los zarzales y los brezos habían dejado sitio a una hierba corta. Allí los guardias nos dejaron y sin ocuparse más de nosotros se pusieron de nuevo a jugar persiguiéndose por entre los árboles, lo que parecía ser la principal ocupación de su existencia. Nos tumbamos sobre la hierba, deshechos por la fatiga, aprovechando este respiro para cambiar impresiones en voz baja.
Se necesitaba toda la filosofía de nuestro jefe para impedirnos caer en la más negra desesperación. Caía la tarde. Podíamos, sin duda, lograr evadirnos aprovechando la circunstancia de que nadie nos prestaba atención. Pero ¿a dónde iríamos? Aun en el caso de que lográsemos deshacer todo el camino recorrido, no teníamos posibilidad alguna de poder utilizar la chalupa. Nos pareció más atinado quedarnos donde estábamos y tratar de amansar a aquellos seres desconcertantes. Por otra parte, nos estaba atenazando el hambre.
Nos levantamos y dimos algunos pasos tímidos. Ellos continuaron con sus juegos insensatos sin prestarnos la menor atención Sólo Nova parecía no habernos olvidado. Se puso a seguirnos a distancia volviendo siempre la cabeza cuando la mirábamos. Después de haber deambulado un rato al azar, descubrimos que estábamos en una especie de campamento en el que las tiendas no eran ni siquiera cabanas, sino como unos nidos como los que hacen los monos grandes en nuestros bosques africanos, unas ramas entrelazadas, sin ligadura alguna, puestas sobre el suelo o bien encajadas en la horquilla de unas ramas bajas. Algunos de estos nidos estaban ocupados. Hombres y mujeres (no encuentro otro nombre para designarlos) estaban agazapados allí, muchas veces por parejas, medio adormilados, apelotonados unos contra otros como perros frioleros. Otros abrigos, mayores, servían para familias completas y vimos niños dormidos que me parecieron hermosos y de buen porte.
Esto no resolvía nuestro problema alimenticio. Por fin vimos a una familia que, al pie de un árbol, se disponía a comer, pero aquella comida no era muy a propósito para tentarnos. Sin ayuda de instrumento alguno despedazaban un animal de buena talla que parecía un ciervo. Valiéndose de uñas y dientes, arrancaban trozos de carne cruda y la devoraban después de haber quitado únicamente la piel lanosa. No había rastro alguno de fuego en los alrededores. Este festín nos revolvía el estómago, pero, por otra parte, después de habernos acercado unos pasos, comprendimos que tampoco estábamos invitados a compartirlo. Por el contrario, unos gruñidos nos hicieron retroceder rápidamente.
Fue Nova quien vino a socorrernos. ¿Lo hizo porque finalmente había comprendido que teníamos hambre? ¿Podía realmente comprender algo? ¿O acaso ella también estaba hambrienta? Sea como sea, se acercó a un árbol muy alto, rodeó el tronco con las piernas y desapareció dentro del follaje. Poco después, vimos caer al suelo una profusión de frutos que parecían plátanos. Después bajó otra vez, cogió dos o tres y se puso a devorarlos mientras nos miraba. Aquellos frutos eran bastante buenos y logramos saciarnos mientras ella nos observaba sin protestar. Después de haber bebido agua en un riachuelo, decidimos pasar la noche allí.
Cada uno de nosotros escogió un rincón en la hierba para construirse un nido al estilo de los del poblado. Nova se interesó por nuestro trabajo, hasta el punto de acercárseme para ayudarme a romper una rama recalcitrante.
Me emocionó este gesto, que produjo al joven Levain un despecho tal que se acostó inmediatamente, se hundió en la hierba y nos volvió la espalda. En cuanto al profesor Antelle, ya dormía, molido de
fatiga.
Me retrasé en preparar mi cama, siempre bajo la mirada de Nova, gue había retrocedido un poco. Cuando, por fin, me acosté, ella se quedó inmóvil un buen rato, como indecisa. Después se fue acercando con pasos breves y vacilantes. No hice ningún gesto ni me moví por temor a asustarla. Se acostó a mi lado. Yo seguí sin moverme. Acabó por apelotonarse contra mí y nada nos distinguió ya de otras tantas parejas que ocupaban los nidos de esta extraña tribu. Pero aunque aquella joven fuera de una belleza extraordinaria, yo no la consideraba como una mujer. Sus maneras eran las de un animal doméstico que busca el calor de su amo. Aprecié el calorcillo de su cuerpo, sin que se me ocurriera desearla. Acabé por dormirme en esta postura extraña, medio mueito de fatiga, apretado contra una criatura extrañamente hermosa e increíblemente inconsciente después de haber contemplado unos instantes un satélite de Sóror, más pequeño que nuestra Luna y que derramaba sobre la selva una luz amarillenta.
CAPÍTULO VIII
El cielo blanqueaba a través de los árboles cuando me desperté. Nova dormía aún. La contemplé en silencio y suspiré al acordarme de su crueldad con nuestro pobre mono. También debía haber sido ella la causa de nuestras desventuras al señalarnos a sus compañeros. ¿Pero cómo guardarle rencor ante la armonía de su cuerpo?
Se movió de repente y levantó la cabeza. Un destello de temor iluminó su mirada y sentí cómo los músculos se le endurecían. Sin embargo, ante mi inmovilidad su fisonomía fue dulcificándose poco a Poco. Se acordaba. Por primera vez logró sostener mi mirada durante un momento. Consideré esto como una victoria personal y, olvidando su reacción de la víspera ante esta manifestación terrestre, volví a sonreírle.
Esta vez, la reacción fue atenuada. Sé estremeció, envarada nuevamente como para tomar impulso, pero se quedó inmóvil. Animado, acentué mi sonrisa. Ella volvió a estremecerse, pero acabó por tranquilizarse y en su cara no se leía más que una sorpresa intensa ¿Había logrado domesticarla? Me atreví a ponerle una mano sobre el hombro. Se estremeció, pero no se movió. Yo estaba enardecido por este triunfo y lo estuve mucho más cuando tuve la impresión de que estaba tratando de imitarme.
Era cierto. Estaba ensayando sonreírme. Adiviné los esfuerzos penosos que hacía para contraer los músculos de su cara delicada Hizo varias tentativas, pero sólo llegó a esbozar una especie de mueca dolorosa. Había algo especialmente emotivo en aquel es fuerzo desmesurado de un ser humano para lograr una expresión tan familiar, con un resultado tan lamentable. Me senti, de repente, turbado y lleno de conmiseración, como si se tratara de un niño inválido. Acentué la presión de mi mano sobre su hombro Acerqué mi cara a la suya y rocé sus labios. Ella contestó a este gesto mío frotando su nariz contra la mía y pasándome la lengua por la mejilla.
Me sentía desorientado e indeciso. A todo evento, la imité con torpeza. Después de todo, yo era un extranjero y era, por consiguiente, yo el que debía adaptarme a las costumbres del gran sistema de Betelgeuse. Ella pareció satisfecha. Habíamos llegado a este punto en nuestras tentativas de comprensión sin que yo supiera exactamente cómo debía proseguirla y temiendo cometer alguna torpeza si me dejaba guiar por mis costumbres terrenales, cuando nos sobresaltó un griterío espantoso.
Mis dos compañeros, de los que me había olvidado egoístamente, y yo mismo nos encontramos de pie a la vez en la aurora naciente. Nova había dado un salto aún más rápido y ofrecía muestras del más profundo enloquecimiento. Por otra parte, comprendí en seguida que aquel estrépito no era una sorpresa desagradable solamente para nosotros, sino también para todos los habitantes del bosque, ya que, abandonando su guardia, habían empezado a correr de un lado para otro, desordenadamente. No se trataba ya de un juego como la víspera. Sus gritos expresaban un terror intenso.
Al romper bruscamente el silencio del bosque, aquel estrépito era suficiente para helar la sangre en las venas, pero es que, además, yo tenía la intuición de que los hombres de la selva sabían a qué atenerse y su espanto era debido a un peligro definido. Era una cacofonía singular, como una mezcla de golpes rápidos, sordos como un redoble de tambor, y otros sonidos, más discordes, que parecían un concierto de cacerolas, y también gritos. Fueron estos aritos lo que más me impresionó, porque, aunque no pertenecían a ninguna lengua que conociéramos nosotros, eran incontestablemente humanos.
Las primeras luces del día iluminaban una escena insólita en el bosque: hombres, mujeres y niños corrían en todas direcciones, cruzándose, empujándose y algunos incluso trepando a los árboles para buscar refugio. No obstante, pronto algunos de los más ancianos se detuvieron para escuchar. El estrépito se acercaba con bastante lentitud. Llegaba de la parte donde el bosque era más denso y parecía salir de una línea continua, bastante larga. Lo comparé con el alboroto que arman los ojeadores en algunas de nuestras grandes cacerías.
Los ancianos parecieron tomar una decisión.
Profirieron una serie de aullidos, que eran, sin duda, señales u órdenes y se lanzaron en dirección opuesta de donde llegaba el ruido. Todos los demás los siguieron y les vimos galopar a nuestro alrededor como una manada de ciervos desbocados. Nova ya había tomado impulso, pero de repente vaciló y se volvió hacia nosotros, sobre todo hacia mí, según me pareció. Dejó escapar un gemido plañidero que yo tomé por una invitación para que la siguiera, luego dio un salto y desapareció.
El estrépito se hizo más intenso y me pareció oír el crujir de la maleza bajo unas pisadas duras. He de confesar que perdí mi sangre fría. La razón me aconsejaba quedarme donde estaba y afrontar a los nuevos llegados, ya que proferían gritos humanos, según podía precisarse mejor a cada momento que transcurría. Pero después de las pruebas por que había pasado la víspera este estrépito horrible me alteraba los nervios. El terror de Nova y los demás se me había contagiado. No reflexioné, ni siquiera consulté con mis compañeros. Me metí entre los brezos y emprendí también la huida siguiendo las huellas de la joven.
Recorrí unos centenares de metros sin lograr alcanzarla y me di cuenta entonces de que sólo me había seguido Levain, pues seguramente la edad del profesor Antelle no le permitía una carrera como aquélla. Nos miramos, avergonzados de nuestra conducta, y cuando iba a proponerle volver atrás o, por lo menos, esperar a nuestro jefe, otros ruidos nos sobresaltaron.
No podia equivocarme por lo que a estos nuevos ruidos atañe. Eran disparos, que retumbaban en la selva: uno, dos, tres, luego muchos más, a intervalos irregulares, a veces sueltos, a veces dos consecutivos, que hacían recordar un doble de cazador. Se disparaba delante de nosotros, en el camino que habían emprendido los fugitivos Mientras vacilábamos, la línea de donde venía el primer estrépito, ig línea de los ojeadores, se iba acercando; se acercó tanto a nosotros que nuestra mente volvió a turbarse. No sé por qué, la fusilería me pareció menos peligrosa, más familiar que aquel estrépito del infierno. Por instinto, volví a emprender el camino hacia delante, si bien tuve la precaución de disimularme entre los brezos y de hacer el menor ruido posible. Mi compañero me siguió.
Llegamos así al paraje de donde partían las detonaciones. Reduje el paso y me acerqué aún más, casi arrastrándome. Siempre seguido de Levain, escalé una especie de colína y al llegar a la cima me detuve anhelante. Delante de mi no había más que algunos árboles y como una cortina de maleza. Avancé con precaución manteniendo la cabeza a ras del suelo. Y allí me quedé unos instantes como aturdido, aterrado por una visión fuera de las proporciones de mi pobre razón humana.
CAPITULO IX
Había muchos elementos barrocos, algunos horribles, en el cuadro que yo tenía ante mi vista, pero mi atención se centró ante todo y por completo en un personaje situado a treinta pasos de mí, inmóvil, que miraba en mi dirección.
Me faltó poco para proferir un grito de sorpresa. Sí, a pesar de mi terror, a pesar de lo trágico de mi posición, pues estaba cogido entre los ojeadores y los tiradores, la estupefacción ahogó todos los demás sentimientos cuando vi a aquella criatura al acecho, esperando el paso de la caza. Porque aquel ser era un mono, un gorila de buena talla. Aunque me iba repitiendo que me iba volviendo loco, no podía tener la menor duda sobre su especie. Pero encontrar a un gorila sobre el planeta Sóror no constituía la extravagancia esencial del caso. Ésta era que aquel mono iba correctamente vestido como un hombre de nuestro planeta y, sobre todo, que llevaba las prendas con toda soltura. Esta naturalidad fue lo primero que me impresionó. No hice más que ver el animal y ya me pareció evidente que no iba disfrazado. El estado en que lo veía era completamente normal para él, tan normal como la desnudez lo era para Nova y sus compañeros.
Iba vestido como vosotros y como yo, es decir, como iríamos vestidos nosotros si tomásemos parte en una de aquellas batidas organizadas en nuestro mundo para los embajadores y otros personajes importantes en nuestras grandes cacerías. Su chaqueta de color pardo parecía haber salido del mejor sastre parisiense y dejaba ver una camisa a cuadros grandes como las que llevan nuestros deportistas. El pantalón, ligeramente bombeado por encima de las pantorrillas, se prolongaba con unas polainas. Aquí terminaba la semejanza. En vez de zapatos, llevaba unos gruesos guantes negros.
Les aseguro que era un gorila. Por el cuello de la camisa asomaba la horrible cabeza terminada en pan de azúcar, cubierta de pelo negro, con la nariz aplastada y las mandíbulas salientes. Estaba alli, de pie, un poco inclinado, en la postura del cazador al acecho, con un fusil entre sus manos largas. Estaba delante de mi, al otro lado de la larga hendidura practicada en el bosque perpendicularmente a la dirección de la batida.
De repente se estremeció. Lo mismo que yo, habla percibido un ligero ruido en los brezales, algo a mi derecha. Volvió la cabeza, al mismo tiempo que levantaba el arma, presto a echársela al hombro. Desde mi sitio, vi el rastro que uno de los fugitivos iba dejando en el brezo, al correr avanzando ciegamente. Estuve a punto de gritar para advertirle, pues la intención del gorila era evidente. Pero no tuve ni fuerza ni tiempo de hacerlo, ya el hombre corría como un cervato por terreno descubierto. Cuando llegaba hacia la mitad del campo de tiro, retumbó el disparo. Dio un salto, cayó y quedó inmóvil, después de unas convulsiones.
Pero yo no me fijé en la agonía de la víctima hasta más tarde, pues el gorila retenía aún toda mi atención. Había ido registrando las alteraciones de su cara desde que el ruido le había dado el alerta y había observado una. serie de matices sorprendentes; en primer lugar la crueldad del cazador que acecha a su presa y el placer febril que este ejercicio le depara; pero, por encima de todo, el carácter humano de su expresión. Éste era el principal motivo de mi sorpresa: en la pupila de este animal brillaba la chispa espiritual que había buscado vanamente en los hombres de Sóror.
El horror de mi propia situación ahogó bien pronto el primer estupor. La detonación me hizo mirar de nuevo hacia la víctima y, con un terror indecible, fui testigo de sus últimas convulsiones. Me di cuenta entonces de que todo el camino que cortaba el bosque estaba sembrado de cuerpos humanos. No podía hacerme ilusiones sobre el sentido de esta escena. A unos cien pasos más allá podía ver a otro Borila parecido al primero. Estaba asistiendo a una batida en la que también participaba yo, ¡y de qué forma! Era una batida fantástica en la que los cazadores, apostados a intervalos regulares, eran monos y la caza la constituían hombres, hombres como yo, hombres y mujeres cuyos cadáveres desnudos, tendidos en posturas ridiculas, ensangrentaban el suelo.
Aparté los ojos de este horror insostenible. Era preferible la vista de lo simplemente grotesco, por lo que miré nuevamente al gorila que me cerraba el paso. Se había hecho a un lado, lo que me permitía ver otro mono que estaba detrás de él como un servidor detrás de su amo. Era un chimpancé, un chimpancé de talla pequeña, un chimpancé joven, según me pareció, pero, desde luego, un chimpancé, ¡lo juro!, vestido con menos elegancia que el gorila, con un pantalón y una camisa y que desempeñaba con presteza el cometido que le había sido asignado en aquella organización meticulosa que empezaba a descubrir. El cazador acababa de entregarle su fusil. El chimpancé le dio otro que tenía en la mano. Luego, con gestos precisos y utilizando los cartuchos que llevaba en un cinturón alrededor del talle y que los rayos de Betelgeuse hacían brillar, el pequeño mono volvió a cargar el arma. Luego, cada uno ocupó nuevamente su sitio.
Todas estas impresiones las fui recibiendo en pocos minutos. Hubiera querido reflexionar, analizar lo que había ido descubriendo, pero no tenia tiempo. A mi lado, Arturo Levain, helado por el terror, era incapaz de ayudarme en nada. El peligro crecía por momentos Los ojeadores se acercaban por detrás de nosotros. Su estrépito llegaba a ser ensordecedor. Nos iban acorralando como bestias salvajes, como habían acorralado a aquellas pobres criaturas que aún veía pasar a nuestro alrededor. Los habitantes del poblado debían de ser más numerosos de lo que yo había supuesto, pues muchos hombres salían aún a la pista para encontrar allí una muerte espantosa.
Pero no todos. Esforzándome en recobrar algo de mí sangre fría, observé desde mi altura el comportamiento de los fugitivos. Algunos, completamente enloquecidos, haciendo mucho ruido, se precipitaban aplastando los brezales dando así el alerta a los monos, que los abatían sin fallar uno. Pero otros daban muestra de mayor discernimiento, como viejos jabalíes que han sido perseguidos más de una vez y que han aprendido numerosos trucos. Éstos se acercaban sin hacer ruido y en el linde marcaban un tiempo de espera observando a través de las hojas al cazador que tenían más cerca y esperando el instante en que la atención del cazador estaba fija en otro lugar. Entonces, de un salto, a toda velocidad, atravesaban el camino mortífero. Algunos consiguieron llegar a la orilla de enfrente desapareciendo en el bosque.
Tal vez había en esto una posibilidad de salvación. Hice una seña a Revain para que me imitara, y sin hacer ruido me arrastré hasta el último brezo antes de la pista. Una vez allí, me invadió un escrúpulo absurdo. ¿Yo, hombre, debía recurrir a tales tretas para burlar a un mono? La única conducta digna de mi condición, ¿no era la de levantarme, dirigirme al animal y someterlo a bastonazos? La batahola eme iba en aumento detrás de mí reducía a la nada esta loca veleidad.
La caza se estaba terminando con un ruido infernal. Los ojeadores estaban ya a nuestros talones. Entrevi uno que salía de entre el follaje. Era un gorila enorme, que pegaba al azar con un rebenque, aullando con toda la fuerza de sus pulmones. Me hizo una impresión más terrible aún que el cazador con el fusil. Levain empezó a rechinar los dientes temblando desesperadamente mientras yo miraba de nuevo hacia delante en espera del momento propicio.
Mi desgraciado compañero me salvó la vida, inconscientemente, por su imprudencia. Había perdido completamente la razón. Se levantó sin precaución alguna, echó a correr al azar y desembocó en mitad de la pista, en la línea de tiro del cazador. No llegó muy lejos. El tiro pareció romperlo en dos y cayó entre los cadáveres que cubrían el suelo. Yo no perdí tiempo llorándole. ¿Qué podía hacer ya por él? Aceché febrilmente el momento en que el gorila entregara el fusil a su servidor. Tan pronto como lo hizo, salté rápidamente y atravesé la pista. Le vi, como en un sueño, apresurarse a coger el arma, pero cuando se la echó a la cara yo ya estaba a cubierto. Oí una exclamación que parecía un juramento, pero no perdí tiempo alguno en meditar sobre esta nueva cosa extraña.
Lo había engañado. Sentí una alegría singular, que fue como un bálsamo para mi humillación. Seguí corriendo con todas mis fuerzas alejándome lo más rápidamente posible de aquella carnicería. Ya no se oían los gritos de los ojeadores. ¡Estaba salvado'
¡Salvado! Había subestimado la malignidad de los monos del planeta Sóror. No había recorrido cien metros cuando me di de cabeza contra un obstáculo disimulado entre el follaje. Era una red de mallas anchas, tendida sobre el suelo y provista de grandes bolsas, en una de las cuales me hundí profundamente. No era yo el único prisionero. La red cerraba una amplia sección del bosque y un gran número de fugitivos que habían escapado a los fusiles se habían dejado coger. A "11 derecha y a mi izquierda, unas fuertes sacudidas, acompañadas de furiosos gruñidos, atestiguaban los esfuerzos que hacían para librarse.
Una rabia loca se adueñó de mi cuando me sentí cautivo, una rabia mas fuerte aún que el terror, dejándome incapaz de la menor reflexión. Hice exactamente lo contrario de lo que la razón me aconsejaba, es decir, que me debatí de una manera completamente desordenada lo que dio por resultado estrechar aún más las mallas alrededor de mi cuerpo. Finalmente, quedé tan bien sujeto que tuve que permanecer quieto, a la merced de los monos que oía acercarse.
CAPITULO X
Un terror mortal se apoderó de mí cuando vi llegar su tropa. Después de haber sido testigo de su crueldad, pensé que iban a hacer una matanza general.
Los cazadores, todos gorilas, iban en cabeza. Me fijé que habían dejado las armas, lo que me hizo alimentar algunas esperanzas. Detrás de ellos venían los servidores y los ojeadores, entre los cuales había un número casi igual de gorilas y de chimpancés. Los cazadores parecían señores y sus ademanes eran altamente aristocráticos. No parecían estar animados de malas intenciones y se interpelaban con el mejor humor del mundo.
La verdad es que estoy ya tan acostumbrado a las paradojas de este planeta que he escrito la frase precedente sin darme cuenta de lo absurdo que resulta. Y, sin embargo, es la verdad. Los gorilas tenían aire de aristócratas. Se interpelaban alegremente en una lengua articulada y su fisonomía expresaba los sentimientos humanos que yo había buscado vanamente en Nova. ¡Ay de mí! ¿Qué habría sido de Nova? Me estremecí al recordar la pista ensangrentada. Entonces comprendí la emoción que le había causado la vista de nuestro pequeño chimpancé. Entre las dos razas existía ciertamente un odio feroz. Para convencerse de ello bastaba ver la actitud de los hombres prisioneros cuando se les acercaban los monos. Se movían frenéticamente, pateaban con los cuatro miembros, rechinaban los dientes con espuma en la boca y mordían con rabia las cuerdas de la red.
Sin prestar atención alguna a este tumulto, los gorilas cazadores -debo vigilarme para no llamarles señores- daban sus órdenes a los criados. Sobre una pista situada al otro lado de la red fueron colocando unos carros grandes, bastante bajos, cuya plataforma era una jaula. Nos metieron dentro, a razón de unos diez por jaula, operación que resultó bastante larga, porque los prisioneros se debatían con desesperación. Dos gorilas, con las manos cubiertas de guantes de cuero para evitar los mordiscos, los cogían uno por uno, los desenredaban de la trampa y los echaban dentro de la jaula. La puerta era cerrada inmediatamente mientras que uno de los señores dirigía la operación, apoyado con indolencia en su bastón.
Cuando me llegó la vez quise atraer la atención sobre mí diciendo algo. Pero no hice más que abrir la boca, cuando uno de los gorilas, interpretando sin duda mi gesto como una amenaza, me aplicó el guante sobre la boca con brutalidad. Tuve que callarme y fui tirado como un fardo dentro de una jaula en compañía de una docena de hombres y mujeres demasiado agitados todavía para fijarse en mi.
Cuando ya estuvimos todos enjaulados, uno de los servidores comprobó el cierre de las jaulas y fue a rendir cuentas a su amo. Aquél hizo un gesto con la mano y el ronquido de los motores retumbó por el bosque. Los carros se pusieron en marcha, cada uno tirado por una especie de tractor automóvil conducido por un mono. Podía distinguir perfectamente al conductor del vehículo que seguía al mío. Era un chimpancé. Iba vestido de azul y parecía de un humor jovial. Nos dirigía de vez en cuando observaciones irónicas y, cuando el motor aminoraba su ruido, podía oírle tararear una melodía de un ritmo bastante melancólico y cuya música no dejaba de ser armoniosa.
Esta primera etapa fue tan corta que no tuve ni tiempo de recobrar mi aplomo. Después de haber rodado un cuarto de hora por una pista mala, el convoy se detuvo en un vasto terraplén ante una casa de piedra. Era el linde del bosque. Más allá pude ver una llanura cubierta de cultivos que tenían el aspecto de cereales.
Con el techo de tejas rojas, las ventanas de color verde y las inscripciones en un tablero a la entrada, la casa tenía aspecto de un albergue o posada. Pronto comprendí que se trataba de un pabellón de caza.
Las monas habían ido allí a esperar a sus señores que llegaban en coches particulares, después de haber seguido un camino distinto al nuestro. Las damas gorilas estaban sentadas en círculo en unos sillones y charlaban a la sombra de unos árboles altos, que parecían palmeras. Una de ellas bebía de vez en cuando de un vaso succionando una paja,
Tan pronto como los carros quedaron alineados, ellas se aproximaron, curiosas por ver el resultado de la cacería y ante todo las piezas cobradas, que unos gorilas, protegidos con delantales, iban sacando de dos grandes camiones para exponerlas a la sombra de los árboles.
Era un espléndido cuadro de caza. También allí los monos operaban con método. Colocaban los cadáveres boca arriba, uno al lado del otro, cuidadosamente alineados. Después, mientras las rnonas daban pequeños gritos de admiración, se esforzaban en presentar la caza de modo atrayente. Estiraban los brazos al aire. Estiraban las piernas, hacían mover las articulaciones para quitar a los cuerpo su aspecto de cadáveres, rectificaban un miembro desagradable mente torcido o bien atenuaban la contracción de un cuello. Seguidamente alisaban bien los cabellos, especialmente los de las mujeres, igual que ciertos cazadores alisan el pelo o la pluma del animal que acaban de abatir.
Temo no poder llegar a hacer comprender lo que este cuadro tenía de grotesco y diabólico para mí. ¿Habré insistido lo suficiente sobre el físico absolutamente Simiesco de estos monos dejando aparte la expresión de su mirada? ¿Sabré decir que aquellas monas, vestidas también ellas de forma deportiva, pero más rebuscada, se empujaban para ver las mejores piezas y se las mostraban con el dedo mientras felicitaban a sus señores gorilas? ¿Sabré decir que una de ellas, sacándose del bolso unas tijeras pequeñas, se inclinó sobre un cuerpo, cortó unos mechones de una cabellera morena, formó con ellos un rizo alrededor de su dedo y luego lo fijó sobre su sombrero con un alfiler, y que prontamente fue imitada por todas las demás?
La exposición del cuadro había terminado: tres hileras de cuerpos muertos, cuidadosamente dispuestos, alternando hombres y mujeres, éstas apuntando con sus senos dorados hacia el astro monstruoso que incendiaba el cielo. Volviendo los ojos con horror, descubrí un nuevo personaje que se adelantaba llevando una caja oblonga sobre un trípode. Era un chimpancé. Reconocí en seguida en él al fotógrafo que iba a plasmar el recuerdo de esta hazaña cinegética para la posteridad simiana. La sesión duró más de un cuarto de hora, pues los gorilas se hacían retratar primero individualmente en posturas de cazador, algunos de ellos poniendo el pie con aire triunfal sobre alguna de sus víctimas, y luego en un grupo compacto pasando cada uno el brazo alrededor del cuello de su vecino. Llegó luego la vez a las monas, que adoptaban sus posturas más graciosas ante aquella carnicería, con sus sombreros empenachados y sus atuendos deportivos.
Aquella escena me producía un horror desproporcionado a la resistencia de un cerebro normal. Durante un buen rato logré reprimir la sangre que me hervía en las venas, pero cuando vi el cuerpo sobre el cual se había sentado una de aquellas hembras para que le hicieran un cliché más sensacional, cuando reconocí en aquel cuerpo tendido al lado de los otros los rasgos juveniles, casi infantiles, de mi infortunado compañero Arturo Levain, me fue imposible contenerme más. Y
mi emoción estalló de una manera absurda, en armonía con el lado grotesco de aquella exhibición macabra. Me entregué a una hilaridad insensata, me eché a reír a carcajadas.
No había pensado en mis compañeros de jaula. Era incapaz de pensar en nada. El tumulto que mi risa desencadenó me recordó su vecindad, tan peligrosa para mi, sin duda, como la de los monos. Unos brazos amenazadores se tendieron hacia mi. Comprendí el peligro y ahogué mis carcajadas ocultando la cabeza entre los brazos, pero aun así no sé si hubiese podido evitar ser estrangulado y destrozado, si algunos monos, advertidos por el ruido, no hubiesen restablecido el orden a golpes.
Por otra parte, otro incidente desvió pronto la atención general. En la posada tintineó una campana anunciando la hora del almuerzo. Los gorilas se dirigieron a la casa en pequeños grupos charlando alegremente mientras el fotógrafo recogía sus aparatos después de haber hecho algunas fotos de nuestras jaulas.
Sin embargo, no se olvidaban de nosotros. Ignoraba la suerte que nos reservaban los monos, pero entraba en sus designios cuidarnos. Uno de los señores, antes de entrar en la posada, dio instrucciones a un gorila, que parecía ser el jefe de equipo. Éste vino hacia nosotros, reunió a su gente y bien pronto los servidores nos trajeron comida en unas vasijas y bebida en unos cubos. La comida consistía en una especie de cebo. Yo no tenía ningún apetito, pero estaba resuelto a comer para conservar mis fuerzas intactas. Me acerqué a uno de los recipientes alrededor del cual se habían acurrucado algunos prisioneros y alargué tímidamente la mano. Me miraron con aire huraño, pero como la comida era abundante me dejaron hacer. Era una pasta hervida, espesa, a base de cereales, que no tenía mal sabor. Tragué unos puñados sin experimentar ninguna repugnancia.
Por otra parte, nuestro yantar fue reforzado por la buena disposición de nuestros guardianes. Una vez terminada la cacería, aquellos ojeadores que tanto me habían asustado demostraron no ser malos, siempre que nos portásemos bien. Se paseaban por delante de las jaulas y, de vez en cuando, nos echaban frutos divirtiéndose mucho con el desbarajuste que ello provocaba en la jaula. Fui incluso testigo de una escena que me dio tema para reflexionar. Una niña había cogido una fruta al vuelo y su vecino se le echó encima para arrebatársela. El mono blandió entonces su pica, la pasó por entre los barrotes y rechazó al hombre brutalmente. Después puso otra fruta en la mano de la niña. Esto me dio a entender que eran accesibles a la piedad.
Cuando se hubo terminado la comida, el jefe de equipo y sus ayudantes empezaron a modificar la composición del convoy, cambiando de jaula a algunos prisioneros. Parecían efectuar una especie de tría con un criterio que yo no llegaba a comprender. Finalmente me encontré colocado entre un grupo de hombres y mujeres de muy buena presencia y me esforcé en convencerme de que se trataba de los sujetos más notables. Y experimenté un consuelo amargo al pensar que los monos, a primera vista, me habían juzgado digno de figurar entre los escogidos.
Entre mis nuevos compañeros tuve la sorpresa y la inmensa alegría de encontrar a Nova. Había escapado a la matanza y yo di gracias por ello al cielo de Betelgeuse, Si había examinado las victimas con tanto detenimiento era precisamente pensando en ella y temblando a cada momento con el temor de encontrar su cuerpo admirable entre el montón de cadáveres. Tuve la impresión de hallar de nuevo a un ser querido y, perdiendo otra vez la cabeza, me precipité hacía ella con los brazos abiertos. Fue una verdadera locura, pues mi gesto la aterrorizó. ¿Había olvidado, pues, nuestra intimidad de la noche anterior? ¿Podía ser que no hubiese alma en aquel cuerpo tan maravilloso? Al ver cómo se contrajo al acercarme a ella, con las manos crispadas como para estrangularme, lo que posiblemente habría hecho si yo hubiese insistido, sentí una extraña opresión.
No obstante, como yo me quedara inmóvil, ella se calmó pronto. Se estiró en un rincón de la jaula y yo la imité suspirando. Todos los demás prisioneros habían hecho lo mismo. Parecían todos cansados, postrados y resignados con su suerte.
Fuera, los monos preparaban la salida del convoy. Echaron sobre nuestra jaula un toldo que llegaba hasta media altura de los lados dejando entrar la luz del día. Diéronse órdenes a gritos y los monos se pusieron en marcha. Y yo me vi conducido a gran velocidad hacia un destino desconocido, angustiado al pensar en las nuevas tribulaciones que me esperaban en el planeta Sóror.
CAPÍTULO XI
Me sentía aniquilado. Los acontecimientos de los días últimos habían destrozado mi cuerpo y sumido mi espíritu en un desorden tan absoluto que hasta entonces no había sido capaz de deplorar la pérdida de mis compañeros e incluso de darme cuenta, de una forma concreta, de lo que representaba para mí la destrucción de la chalupa. Acogí con alivio la penumbra y luego el aislamiento en la casi total oscuridad que la siguió, pues la tarde cayó rápidamente y rodados toda la noche. Yo torturaba mi cerebro para buscar un sentido a los acontecimientos de que había sido testigo. Tenia necesidad de este esfuerzo intelectual para poder huir de la desesperación que me estaba acechando, para probarme a mí mismo que era un hombre, quiero decir un hombre de la Tierra, una criatura racional, acostumbrada a buscar una explicación lógica a todos los caprichos de la Naturaleza, incluso a los de apariencia milagrosa, y no una bestia acorralada por unos monos extrañamente civilizados.
Repasé en mi mente todas las observaciones que había hecho a pesar mío. Por encima de todas, dominaba una impresión general:
aquellos monos, machos y hembras, gorilas y chimpancés, no eran en modo alguno ridiculos. Ya he dicho que no me habían producido la impresión de ser unos animales disfrazados como los monos sabios que vemos en nuestros circos. En la Tierra, una mona llevando un sombrero sobre la cabeza es para algunos un motivo de hilaridad, y en cambio para mí es un espectáculo desagradable. Aquí no hay nada de esto. El sombrero y la cabeza están en armonía y en todos los gestos de estos animales no hay nada que no sea completamente natural. La mona que bebía el contenido de un vaso con una paja tenía el aire de una dama. Me acordé también de haber visto que uno de los cazadores sacaba una pipa del bolsillo, la llenaba metódicamente y la encendía. Pues bien, ninguno de sus gestos me había chocado, pues los había hecho con una absoluta naturalidad. Tuve que reflexionar mucho para llegar finalmente a esta paradoja, Medité detenidamente sobre este punto y, quizá por primera vez desde mi captura, deploré la desaparición del profesor Antelle. Su sabiduría habría podido encontrar seguramente una explicación a estas paradojas. ¿Qué habría sido de él? Estaba seguro de que no se encontraba entre los cadáveres que habían traído los simios. ¿Se encontraría entre los prisioneros? No era imposible, pues yo no los había visto todos. No me atrevía a confiar en que hubiese podido conservar su libertad.
Intenté construir con mis pobres y escasos recursos una hipótesis, que, en verdad, no me satisfizo mucho. ¿Acaso los habitantes de este Planeta, los seres civilizados cuyas ciudades habíamos visto, habían llegado a enseñar a los monos a comportarse más o menos razonablemente, después de una selección paciente y de unos esfuerzos mantenidos durante varias generaciones? Al fin y al cabo, en la Tierra hay chimpancés que llegan a ejecutar trucos sorprendentes. El mismo hecho de que tuvieran un lenguaje podía no ser tan raro como yo había creído, Recordaba ahora una conversación con un especialista que me había dicho que hay sabios muy formales que se pasan una parte de su vida intentando hacer hablar a los simios. Pretenden que en la conformación de estas bestias no hay nada que se oponga a ello. Hasta entonces todos sus esfuerzos habían sido en vano, pero perseveraban en su empeño sosteniendo que el único obstáculo era que los monos no querían hablar. ¿Acaso algún día lo habían querido en el planeta Sóror? Esto permitiría que aquellos habitantes hipotéticos los utilizaran para trabajos rudos, como aquella cacería en la cual yo había sido capturado.
Me asía desesperadamente a esta explicación porque sentía temor y repugnancia a imaginarme otra más sencilla, ya que me parecía indispensable para mi salvación que en este planeta Sóror existieran verdaderas criaturas conscientes, es decir, hombres, hombres como yo, con los cuales yo podría tener una explicación.
¡Hombres! ¿A qué raza pertenecían, pues, los seres a los que los monos cazaban y capturaban? ¿A pueblos retrasados? Pero sí era asi, ¿cómo serían de crueles los amos de este planeta para tolerar y tal vez ordenar estas carnicerías?
Me distrajo de estos pensamientos una forma que se me acercaba arrastrándose. Era Nova. A mi alrededor todos los prisioneros se habían tendido en el suelo. Después de cierta vacilación, se apelotonó contra mí como la víspera. Traté vanamente, una vez más, de buscar en su mirada la llama que hubiera dado a su gesto el valor de un impulso amistoso. Ella volvió la cabeza y pronto cerró los ojos. A pesar de ello, su simple presencia me reconfortaba y acabé por dormirme con ella esforzándome por no pensar en el mañana.
CAPITULO XII
Por un reflejo de defensa contra las veleidades demasiado abrumadoras del pensamiento logré dormir hasta el día. Sin embargo, mi sueño fue poblado de pesadillas febriles en las que el cuerpo de Nova se me aparecía como el de una serpiente monstruosa enroscada en el mío. Cuando abrí los ojos, brillaba ya el sol. Ella estaba despierta. Se había apartado algo de mi y me observaba con aquella mirada siempre perpleja.
Nuestro vehículo redujo la marcha y me di cuenta de que entrábamos en una ciudad. Los prisioneros se habían levantado y estaban acurrucados contra los barrotes mirando un espectáculo que parecía revivir su emoción de la víspera. Los imité arrimándome a los barrotes y contemplé por vez primera una ciudad civilizada del planeta Sóror.
Rodábamos por una calle bastante ancha, bordeada de aceras. Examiné ansiosamente a los viandantes. ¡Todos eran simios! Vi un comerciante, una especie de droguero, que acababa de levantar la puerta de su tienda y se volvía con curiosidad para vernos pasar: era un mono. Traté de ver a los pasajeros y a los conductores de los coches automóviles que nos pasaban: estaban vestidos como hombres, pero eran monos.
Mi esperanza de descubrir una raza humana civilizada iba resultando una quimera y pasé el resto del trayecto sumido en un triste descorazonamiento. Nuestro camión redujo más la marcha. Pude ver entonces que durante la noche el convoy se había disgregado, ya que solamente quedaban dos vehículos y los otros debían de haber tomado otra dirección. Después de haber franqueado una puerta cochera, nos detuvimos en un patio. En seguida nos rodearon unos monos, que con unas picas se aplicaron a calmar la excitación creciente de los prisioneros,
El patio estaba rodeado de edificios de varios pisos, con hileras de ventanas iguales. El conjunto sugería la idea de un hospital y esta impresión fue confirmada por la llegada de unos personajes que avanzaban al encuentro de nuestros guardianes. Todos llevaban bata blanca y un pequeño gorro, como los enfermeros, pero también eran monos.
Todos eran monos, gorilas y chimpancés. Ayudaron a nuestros guardianes a descargar los camiones.
Nos sacaron de la jaula, uno a uno, y metidos en sacos grandes, nos condujeron al interior del edificio. Yo no opuse resistencia alguna y me dejé llevar por dos gorilas gordos, vestidos de blanco. Durante unos minutos tuve la impresión de que íbamos por unos largos corredores y subíamos unas escaleras. Finalmente, fui depositado, sin ningún cuidado, sobre el parquet y después, una vez abierto el saco, Proyectado dentro de otra jaula, esta vez fija, con el suelo recubierto de un lecho de paja y en la que estaba yo solo. Uno de los gorilas corrió cuidadosamente el cerrojo de la jaula.
La estancia donde me hallaba contenía un gran número de jaulas Parecidas a la mía, dispuestas en dos hileras y que daban a un largo corredor. La mayor parte estaban ocupadas, unas por victimas, como Yo, de la batida, y otras por hombres y mujeres que debían llevar allí algún tiempo. A éstos se les reconocía por su actitud resignada. Miraban a los recién llegados con aire desengañado, casi sin levantar la vista cuando alguno de ellos profería un gemido plañidero. Me fije también en que los nuevos eran colocados, como yo, en jaulas individuales mientras que los antiguos, en general, estaban reunidos por parejas. Pasando la nariz entre dos barrotes, pude ver una jaula mayor, al final del pasillo, en la que había gran número de niños. Contrariamente a los adultos, éstos parecían muy excitados por la llegada de nuestra hornada. Gesticulaban, se empujaban y hacían como si sacudieran los barrotes dando pequeños gritos, como monos jóvenes y pendencieros.
Los dos gorilas volvieron a entrar con otro saco. De él salió mi amiga Nova y tuve el consuelo de ver que la metían en una jaula situada precisamente frente a la mía. Ella protestó a su manera contra aquella operación, intentando arañar y morder. Cuando cerraron la puerta se lanzó contra los barrotes tratando de moverlos, rechinando los dientes y lanzando unos aullidos que partían el alma. Al cabo de un rato me vio, se quedó quieta y levantó un poco la cabeza como un animal sorprendido. Le dirigí una media sonrisa prudente y le hice un pequeño gesto con la mano que ella intentó imitar con torpeza, lo que me llenó el corazón de alegría.
Me distrajo la llegada de los dos gorilas con blusas blancas. Debía de haberse terminado la descarga porque no traían ningún saco, pero iban empujando un pequeño carrito cargado de comida y de cubos de agua que distribuían a los prisioneros, lo que hizo renacer la calma.
Pronto me llegó la vez. Mientras uno de los gorilas montaba guardia, el otro entró en mi jaula y puso ante mi una terrina conteniendo una papilla, y algunos frutos y un cubo de agua. Yo había decidido hacer lo posible para establecer contacto con estos simios, que parecían ser los únicos seres civilizados y racionales del planeta. El que me traía la comida no tenía aspecto de malo. Al ver mi tranquilidad, incluso me dio un golpecito en la espalda, en un gesto amistoso. Yo lo miré fijamente y luego, llevándome la mano al pecho, me incliné ceremoniosamente. Al levantar la cabeza, vi en su semblante una viva expresión de sorpresa. Entonces le sonreí poniendo en la sonrisa toda mi alma. Estaba a punto de salir y se detuvo desconcertado, profiriendo una exclamación. Por fin había logrado hacerme notar. Queriendo confirmar mi éxito a base de desplegar toda mi capacidad, pronuncié, con bastante estupidez, la primera frase que me pasó por la cabeza:
-¿Cómo está usted? Soy un hombre de la Tierra. He hecho un largo viaje.
El sentido no tenía importancia. Bastaba hablarle para revelarle mi verdadera naturaleza. Ciertamente, había logrado mi objetivo. Nunca la cara de un mono reflejó tanta sorpresa. Se quedó sin respiración y con la boca abierta, igual que su compañero. Los dos empezaron una rápida conversación en voz baja, pero el resultado no fue el que yo esperaba. Después de haberme observado con aire suspicaz, el gorila retrocedió rápidamente, salió de la jaula y la cerró con mayor cuidado que antes. Los dos monos se miraron entonces mutuamente y empezaron a reír a grandes carcajadas. Yo debía ser para ellos un fenómeno verdaderamente único porque no acababan de regocijarse a mis expensas. Lloraban de tanto reír y uno de ellos tuvo que dejar en el suelo la marmita que llevaba para sacar el pañuelo.
Mi desilusión fue tan grande que de repente me entró un furor espantoso. Yo también me puse a sacudir los barrotes, a enseñar los dientes y a insultarlos en todas las lenguas que conocía. Cuando hube acabado mi repertorio de invectivas, seguí emitiendo sones indistintos, lo que dio por resultado hacerles encogerse de hombros.
De todas maneras, había logrado atraer la atención sobre -mí. Al marcharse, se volvieron varias veces para observarme. Como yo había acabado de calmarme por haber agotado mis fuerzas, vi que uno de ellos sacaba un carnet de su bolsillo y escribía unas notas después de haber anotado con cuidado un signo marcado sobre una tablilla encima de mi jaula que supongo debía de ser un número.
Salieron. Los demás prisioneros, agitados un momento por mi demostración, habían reanudado la comida. No había nada más que yo pudiera hacer: comer y descansar mientras esperaba una ocasión más favorable para revelar mi noble esencia. Tragué una papilla de cereales y algunos frutos suculentos. Frente a mí, Nova paraba de comer de vez en cuando para dirigirme miradas furtivas.
CAPITULO XIII
El resto de la jornada nos dejaron tranquilos. Por la noche, después de habernos servido otra comida, los gorilas se retiraron apagando las luces. Dormí poco aquella noche, no por causa de la incomodidad de la jaula, pues la capa era gruesa y hacía una cama aceptable, sino Porque mi imaginación no dejaba de trabajar formando planes para entrar en comunicación con los monos. Me prometí a mi mismo no dejarme llevar jamás por la ira, sino buscar todas las ocasiones de ciar a conocer mi espíritu con una paciencia inagotable. Los dos guardianes con los que tenía que comunicarme eran probablemente subalternos de inteligencia limitada, incapaces de interpretar mis iniciativas, pero tenía que haber otros monos más cultos.
La mañana siguiente me dí cuenta de que esta esperanza no era infundada. Hacia una hora que estaba despierto. Muchos de mis compañeros daban vueltas dentro de sus jaulas sin parar, como hacen algunos animales cautivos. Cuando me di cuenta de que yo giraba lo mismo que ellos desde hacia un buen rato, me sentí lleno de despecho y me esforcé en sentarme quieto ante la reja, adoptando una postura tan humana y tan pensativa como me fue posible. En aquel momento se abrió la puerta del corredor y vi entrar un nuevo personaje acompañado por los dos guardianes. Era un chimpancé hembra y comprendí que debía ocupar un cardo importante en el establecimiento por la forma con que los gorilas se inclinaban ante ella.
Aquéllos debían de haberle hablado de mi porque tan pronto entró la mona hizo una pregunta a uno de ellos, el cual señaló con un dedo en mi dirección. Entonces ella vino directamente hasta mi jaula.
Mientras se acercaba, la observé atentamente. Iba también vestida con una blusa blanca, de corte más elegante que la de los gorilas, ceñida al talle por un cinturón y las mangas cortas dejaban al aire dos largos brazos ágiles. Lo que me llamó especialménte la atención fue su mirada, notablemente viva e inteligente. Lo consideré un buen augurio para nuestras futuras relaciones. Me pareció muy joven, a pesar de las arrugas de su condición simiesca que encuadraban su hocico blanco. Llevaba en la mano una cartera de cuero.
Se detuvo ante mi jaula y empezó a examinarme mientras sacaba un cuaderno de su cartera.
—Buenos días, señora —le dije inclinándome.
Había hablado con mi voz más dulce. La cara de la mona expresó una sorpresa intensa, pero conservó la seriedad e incluso impuso Silencio con un gesto autoritario a los gorilas que habían empezado a reírse burlonamente.
—Señora o señorita —proseguí, animado—, lamento serle presentado en estas condiciones y con esta vestimenta. Crea usted que no tengo costumbre...
Decía todas las tonterías que se me ocurrían buscando únicamente palabras que estuviesen en armonía con el tono cortés que había decidido emplear. Cuando me callé, puntuando mi discurso con la más amable de las sonrisas, su sorpresa se trocó en estupor. Parpadeó varias veces y se acentuaron las arrugas de su frente. Era evidente que buscaba preocupada, la solución de un problema difícil. Me sonrió a su vez Y tuve la intuición de que empezaba a sospechar parte de la verdad
Durante esta escena los hombres de las jaulas nos observaban sin que esta vez manifestaran la cólera que les producía el sonido de mi voz. Unicamente daban muestras de una viva curiosidad. Uno después de otro cesaron en sus paseos febriles para pegar el rostro a los barrotes a fin de vernos mejor. Sólo Nova parecía furiosa y se agitaba sin cesar.
La mona se sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió unas lineas en su cuaderno. Después, al levantar la cabeza y encontrar de nuevo mi mirada ansiosa, sonrió otra vez. Esto me animó a darle una nueva prueba de amistad. A través de los barrotes tendí mi brazo hacia ella con la mano abierta. Los gorilas se sobresaltaron e hicieron un movimiento para interponerse. Pero la mona, cuyo primer reflejo, de todos modos, había sido retroceder, se recobró, los detuvo con una palabra y, sin dejar de mirarme, tendió también su brazo peludo, algo tembloroso, hacia el mio. Yo no me moví. Ella se acercó algo más y puso la mano de dedos desmesurados sobre mi muñeca. Sentí cómo temblaba al contacto. Me esforcé en no hacer movimiento alguno que pudiera asustarla. Me dio unos golpecitos en la mano, me acarició el brazo y luego se volvió hacia sús ayudantes con aire triunfal.
Yo estaba anhelante de esperanza, cada vez más convencido de que empezaba a darse cuenta de mi noble presencia. Cuando habló imperiosamente a uno de los guardianes llegué a la locura de creer que me abrirían la jaula presentándome sus excusas. ¡Ay de mí, no se trataba de esto! El guardián rebuscó en sus bolsillos y sacó un pequeño objeto blanco que entregó a su patrona. Ésta me lo puso en la mano con una sonrisa encantadora. Era un terrón de azúcar.
Un terrón de azúcar! Caí de tan alto, me sentí de repente tan descorazonado ante la humillación de esta recompensa que faltó poco Para que se lo tirara a la cara. Pero recordé a tiempo los buenos propósitos que me había hecho y me esforcé en mantener la calma. Tomé el terrón de azúcar, me incliné y lo masqué con el aire más inteligente que supe adoptar.
Este fue mi primer contacto con Zira. Zira era el nombre de la mona, como supe muy pronto. Era la jefe de servicio. A pesar de la decepción que había sufrido, sus modales me daban pie a la esperanza Y tuve la intuición de que llegaría a poder comunicarme con ella. Tuvo una larga conversación con los guardias y me pareció que les daba instrucciones con respecto a mí. Luego siguió su visita inspeccionando las demás jaulas.
Examinaba atentamente a cada uno de los recién llegados tomando algunas notas, más breves que las que tomó en mi caso. No se arriesgó a tocar ninguno de ellos. Si lo hubiese hecho, creo que me habría sentido celoso. Empezaba a sentir orgullo de ser el sujeto excepcional que merecía un trato privilegiado. Cuando la vi pararse ante la jaula de los niños y echarles también a ellos terrones de azúcar, sentí un gran despecho, un despecho, por lo menos, igual al de Nova, la que, después de haber mostrado los dientes a la mona, se había echado, llena de rabia, en el fondo de su jaula y se había vuelto de espaldas.
CAPITULO XIV
El segundo día transcurrió como el primero. Los monos no se ocuparon de nosotros más que para traernos comida. Yo me sentía cada vez más perplejo con respecto a aquel extraño establecimiento cuando, al día siguiente, empezaron una serie de tests cuyo recuerdo me humilla hoy, pero que entonces sirvieron para distraerme.
El primero empezó por parecerme bastante insólito. Uno de los guardianes se me acercó mientras que su compañero operaba en otra jaula. Mi gorila ocultaba una de sus manos detrás de la espalda y en la otra tenía un silbato. Me miró para recabar mi atención, se llevó el silbato a la boca y dejó oir una sucesión de sonidos agudos durante un minuto. Después enseñó su otra mano mostrándome con ostentación uno de aquellos plátanos cuyo sabor había apreciado y que gustaban mucho a todos los hombres.
Sostuvo el fruto sin dejar de mirarme.
Tendí el brazo, pero el plátano estaba fuera de mi alcance y el gorila no lo acercaba. Parecía decepcionado, como si hubiera esperado Otro gesto de mi. Al cabo de un rato se cansó, ocultó otra vez el fruto y empezó otra vez a silbar. Yo me sentía nervioso, intrigado por estos remilgos, y casi perdí la paciencia cuando lo blandió nuevamente fuera de mi alcance. Logré, no obstante, conservar la calma, tratando de adivinar qué era lo que esperaba de mí, porque el guardián se mostraba cada vez más sorprendido, como si se encontrara ante un comportamiento anormal. Hizo la misma pantomima cinco o seis veces, y luego, descorazonado, pasó a otro prisionero.
Experimenté un sentimiento de frustración cuando vi que aquél recibía el plátano, ya en la primera vez, y que lo mismo sucedía con el siguiente. Vigilé atentamente al otro gorila que estaba haciendo la misma ceremonia en la hilera de enfrente. Cuando llegó a Nova, no perdí ninguna de la reacciones de ésta. Él silbó y seguidamente blandió un fruto, igual que hacía su compañero. En seguida la joven se agitó y movió las mandíbulas.
Súbitamente se hizo la luz en mi espíritu. Nova, la radiante Nova, habia empezado a echar abundante saliva a la vista de aquella golosina, como un perro al que enseñan un terrón de azúcar. Esto era lo que esperaba el gorila, pues le dio el plátano objeto de su codicia y pasó a otra jaula.
Como digo, había comprendido y, ciertamente, no me sentía nada orgulloso. En cierta ocasión, emprendí estudios de biología y los trabajos de Pavlov no tenían secretos para mí. Se trataba aquí de estudiar sobre los hombres los reflejos que él había estudiado sobre los perros. Y yo, tan estúpido unos momentos antes, ahora, con mi razón y mi cultura, no solamente conocía el espíritu del test, sino que preveía los que vendrían después. Durante unos días, quizá, los monos presentarían silbando un artículo alimenticio delicado que suscitaría la salivación en el individuo. Después de cierto periodo, seria suficiente el solo sonido del silbato para producir el mismo efecto. Los hombres, según la jerga científica, habrían adquirido reflejos condicionados.
No cesaba de felicitarme por mi perspicacia y no me di descanso hasta poder demostrarla. Como mi gorila pasaba nuevamente ante mi jaula por haber acabado la vuelta, busqué por todos los medios llamar su atención. Golpeé los barrotes y le enseñé la boca con grandes gestos hasta que se digné empezar de nuevo el experimento. Entonces, al primer sonido del silbato y antes de que hubiese podido blandir el fruto, me puse a echar saliva, a echar saliva con rabia, con frenesí, a echar salíva, yo, Ulises Mérou, como si mi vida dependiera de ello, tanto era el placer que sentía al poder demostrarle mi inteligencia.
Pareció realmente muy aturdido, llamó a su compañero y tuvo una larga conversación con él, igual que la víspera. Podía seguir fácilmente el razonamiento simplista de aquellos dos zopencos: he aquí Un hombre que antes no tenía reflejo alguno hace solamente un instante y, de repente, ha adquirido reflejos condicionados, cosa que requiere una paciencia y un tiempo considerables en los demás casos. Sentía lástima por la debilidad de su intelecto, que les impedía atríbuir este progreso súbito a la única causa posible: la conciencia. Estaba seguro de que Zira se habría mostrado más sutil.
Sin embargo, mi sabiduría y mi exceso de celo tuvieron un resul. tado distinto del que yo esperaba. Se marcharon olvidándose ¿e darme el fruto, que uno de ellos se comió. Ya no valía la pena darme la recompensa, puesto que la meta deseada se había conseguido sin necesidad de ella.
Volvieron el día siguiente con otrús accesorios: uno llevaba una campana y el otro empujaba un carrito en el que iba montado un aparato que tenía todas las apariencias de una magneto. Esta vez, instruido sobre la clase de experimentos a que íbamos a ser sometidos comprendí el uso que querían hacer de aquellos instrumentos, aun antes de que comenzaran a utilizarlos.
Empezaron con un vecino de Nova, un tipo alto, de mirada triste, que se había acercado a la puerta, cogiéndose a los barrotes con las manos, como hacíamos todos ahora, cuando pasaban los guardianes. Uno de los gorilas se puso a agitar la campana, que emitía un sonido grave, mientras que el otro empalmaba un cable de la magneto con la jaula. Cuando la campana hubo sonado bastante tiempo, el segundo operador se puso a dar vueltas a la manivela de la magneto. El hombre dio un salto atrás profiriendo unos gritos plañideros.
Repitieron varias veces este manejo con el mismo sujeto incitándolo a volver a arrimarse a los hierros por el procedimiento de ofrecerle un fruto. El objeto, como ya sabía yo, era hacerle dar el salto atrás con sólo oír el sonido de la campana y antes de la descarga eléctrica (otro reflejo condicionado), pero no lo lograron aquel día porque la psique del hombre no estaba lo suficiente desarrollada para poder establecer una relación de causa a efecto.
Yo los esperaba, interiormente divertido, impaciente para demostrarles la diferencia entre el instinto y la inteligencia. Al primer sonido de la campana solté rápidamente los barrotes y retrocedí hasta el centro de la jaula. Al mismo tiempo los miraba y sonreía burlonamente. Los gorilas fruncieron el ceño. Ya no se reían de mis acciones y, por primera vez, parecieron sospechar que me burlaba de ellos.
De todos modos, iban a decidirse a repetir el experimento cuando distrajo su atención la llegada de unos visitantes.
CAPITULO XV
por el pasillo venían tres personajes: Zira, la chimpancé hembra, y dos simios más, uno de los cuales era, visiblemente, una alta autoridad.
Se trataba de un orangután: el primero de esta especie que yo veía en el planeta Sóror. Era más bajo que los gorilas y andaba bastante encorvado. Tenía los brazos relativamente más largos, de manera que a veces andaba apoyándose con las manos, lo que los otros simios hacían muy raramente. Así, daba la impresión extraña de andar apoyándose con dos bastones. Iba con la cabeza hundida entre los hombros y tenía el pelo largo de color leonado, y en el cara llevaba estampada una expresión de meditación pedante, todo lo cual lo hizo aparecer a mis ojos como un viejo pontífice, venerable y solemne. También su atuendo se apartaba del de los otros: una larga levita negra en cuya solapa lucía una estrella roja y un pantalón a rayas blancas y negras. Las dos prendas estaban bastante sucias.
Les seguía una chimpancé hembra, de talla pequeña, que llevaba una pesada cartera. A juzgar por su actitud, debía de tratarse de una secretaria. Creo que, al punto a que hemos llegado, ya nadie se extrañará de que vaya descubriendo a cada momento actitudes y expresiones significativas en esos simios. Doy mi palabra de que, a la vista de aquella pareja, todo ser racional hubiese llegado a la misma conclusión que yo: que se trataba de un sabio galardonado y de su humilde secretaria. Su llegada me dio ocasión de comprobar, una vez más, el sentido de jerarquía que parecía existir entre aquellos simios. Zira demostraba un respeto evidente a su importante superior. Tan pronto como se dieron cuenta de su presencia, los dos gorilas corrieron a su encuentro y saludaron muy humildemente. El orangután les hizo un pequeño gesto de condescendencia con la mano.
Todos se encaminaron directamente a mi jaula. ¿No era yo el sujeto más interesante de toda la colección? Acogí a la autoridad con mi sonrisa más amistosa al tiempo que le decía enfáticamente:
-Querido orangután, no sabes lo feliz que me siento por estar, por fin, ante una criatura que emana sabiduría e inteligencia. Estoy se-9uro de que tú y yo vamos a comprendernos.
El sonido de mi voz hizo estremecerse violentamente al viejo. Se rascó la oreja algún tiempo, mientras sus ojos escudriñaban la jaula con recelo, como si temiera alguna superchería. Zira tomó entonces ^a Palabra, con el carnet en la mano, releyendo las notas que había tomado. Se la veía insistir, pero saltaba a la vista que el orangután se negaba a dejarse convencer. Dijo dos o tres frases en forma pomposa levantó varias veces los hombros, sacudió la cabeza y después, poniéndose las manos detrás de la espalda, empezó a pasear de un extremo a otro del corredor, pasando una y otra vez ante mi jaula, y dirigiéndome miradas muy poco benevolentes. Los otros simios esperaban su decisión en un silencio respetuoso.
Por lo menos, un respeto aparente que me pareció no ser muy verdadero porque sorprendí una pequeña seña furtiva de un gorila al otro sobre cuyo sentido era muy difícil equivocarse: le estaban tomando el pelo a su patrón. Esto, junto al despecho que me inspiraba su actitud hacia mí, me dio la idea de representarle una pequeña farsa destinada a convencerle de mi inteligencia. Me puse a andar, de un lado para otro de la jaula, imitando su paso, con la espalda arqueada, las manos tras la espalda y el ceño fruncido en señal de meditación profunda.
Los gorilas se ahogaban de risa y ni la misma Zira pudo mantenerse seria. En cuanto a la secretaria, se vio obligada a meter el hocico dentro de la cartera para disimular su hilaridad. Yo me felicitaba por mi demostración hasta el momento en que me di cuenta de que era peligrosa. Al observar mi mímica, el orangután fue presa de un gran despecho y pronunció secamente unas palabras severas que restablecieron el orden en el acto. Entonces se detuvo delante de mi y empezó a dictar sus observaciones a la secretaria.
Hacía un buen rato que dictaba subrayando las frases con gestos pomposos. Yo empezaba a estar harto ya de su ceguera, por lo que resolví darle una nueva prueba de mi capacidad. Tendiendo los brazos hacia él y esforzándome en pronunciar lo mejor posible, dije:
-Mi Zaíus.
Había observado que todos los subalternos cuando se dirigían a él empezaban con estas palabras. Deduje, por lo tanto', que Zaíus era el nombre del pontífice y el «mi» un título honorífico.
Los simios se quedaron atónitos. Ya no tenían ganas de reírse, sobre todo Zira, que me pareció muy turbada, especialmente cuando, apuntándola con el dedo, añadí:
-Zira.
Aquel nombre sólo podía ser el suyo y por esto lo dije.
Zaíus fue presa de una gran nerviosidad y se puso a recorrer otra vez el pasillo moviendo la cabeza con aire incrédulo.
Se calmó por fin y dio orden de que repitieran los tests que venían haciendo desde la víspera. Los llevé a cabo con toda facilidad. Al primer sonido del silbato, empecé a salivar abundantemente. Salté hacia atrás al primer sonido de la campana. Este último test me lo hizo ejecutar diez veces mientras dictaba comentarios interminables a su secretaria.
Finalmente tuve una inspiración. En el momento en que el gorila agitaba la campana, desenganché la pinza que establecía el contacto eléctrico con la reja y dejé caer el cable al exterior. Entonces no solté los barrotes y me quedé donde estaba, mientras el otro guardián, que no se había dado cuenta de mi acción, se afanaba en dar vueltas a la manivela de la magneto sin resultado alguno.
Me sentía orgulloso de la iniciativa que había tenido y que consideraba como una prueba irrefutable de sabiduría para toda criatura racional. La actitud de Zira me demostró que ella, por lo menos, se sentía impresionada. Me miró con singular fijeza y su hocico blanco se puso rosado, lo que, según supe más tarde, era una prueba de emoción en los chimpancés. Pero no había nada que pudiera yo hacer para convencer al orangután. Empezó de nuevo a encogerse de hombros de una manera muy desagradable y a sacudir enérgicamente la cabeza cuando Zira le habló. Era' un sabio metódico; no quería que nadie le contara nada. Dio nuevas instrucciones a los gorilas y me hicieron un nuevo test, que era una combinación de los dos primeros.
Yo también lo conocía. Lo había visto probar con perros en ciertos laboratorios. Se trata de aturdir al sujeto, de introducir una confusión en su mente, a base de combinar los dos reflejos. Uno de los gorilas se puso a emitir una serie de silbidos, o sea, la promesa de recompensa, mientras el otro agitaba la campana en anuncio de castigo. Me acordé de las conclusiones de un gran sabio biólogo a propósito de un experimento similar en las que se decía que abusar de un animal podía provocar en él desórdenes emocionales muy parecidos a la neurosis humana e incluso con peligro de llegar a producir la locura si el experimento se repetía con frecuencia.
Me guardé bien de caer en la trampa. Así, pues, tendiendo la oreja de una manera ostensible primero hacia el silbato y después hacia la campana, me senté a la misma distancia de ambos, con el mentón apoyado sobre la mano, en la actitud tradicional del pensador. Zira no pudo evitar aplaudirme. Zaíus sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.
Sudaba, pero nada podía romper su escepticismo estúpido. Me di Perfecta cuenta de ello por su actitud después de la discusión vehemente que tuvo con la mona. Dictó nuevas notas a su secretaria, dio instrucciones detalladas a Zira, que las escuchó con aire poco satisfecho, y acabó por marcharse después de haberme lanzado una nueva mirada hosca.
Zira habló con los gorilas y comprendí en el acto que les daba orden de dejarme en paz, por lo menos, durante el resto del día, porque se marcharon con su material. Entonces, a solas, vino otra vez hasta mí jaula y me examinó nuevamente en silencio un largo rato. Luego por su propio impulso, me tendió la pata con un gesto amistoso. La cogí con emoción murmurando dulcemente su nombre. El rubor que coloreó su hocico me reveló que estaba profundamente emocionada
CAPITULO XVI
Zaíus volvió unos días después y su visita produjo un enorme trastorno en la reglamentación de la sala. Pero antes he de contar cómo en este lapso de tiempo encontré nuevas ocasiones de distinguirme ante los simios.
El día siguiente de la primera inspección del orangután se abatió sobre nosotros una verdadera avalancha de tests; el primero con ocasión de la comida. En vez de dejar los alimentos en la jaula, como lo hacían de costumbre, Zoram y Zanam, los dos gorilas cuyos nombres había llegado finalmente a conocer, los izaron hasta el techo dentro de unas cestas, por medio de unas poleas de que estaban provistas las jaulas. Al mismo tiempo, metieron dentro de cada jaula cuatro cubos de madera, de un volumen bastante grande. Luego retrocedieron y nos observaron.
Daba lástima ver el aspecto desolado de mis compañeros. Algunos trataron de saltar, pero ninguno pudo alcanzar la cesta. Otros se encaramaron por los barrotes, pero al llegar al techo no pudieron coger los alimentos porque estaban apartados de las paredes. Yo me sentía avergonzado de la estupidez demostrada por aquellos hombres Aunque casi no sea preciso decirlo, yo había encontrado la solución del problema desde el primer momento. Bastaba apilar los cuatro cu-• bos, uno encima del otro, izarse sobre este andamio y descolgar la cesta. Es lo que hice, con un aire de sencillez que ocultaba mi orgullo. No era nada genial, pero fui el único en demostrar mi ingeniosidad. La visible admiración de Zoram y Zanam me llegó al corazón.
Empecé a comer, sin ocultar mi desdén por los otros prisioneros, incapaces de seguir mi ejemplo después de haber sido testigos de la operación. Incluso la misma Nova no pudo imitarme aquel día, aunque para enseñarle cómo se hacía, repetí varias veces la operación. No obstante, lo probó, pues no en vano era una de las más inteligentes del grupo. Intentó poner un cubo encima del otro, pero no supo mantener el equilibrio y se cayó. Asustada, fue a refugiarse en un rincón Aquella muchacha, de una agilidad y una flexibilidad verdaderamente notables, cuyos gestos eran de una armonía total, cuando se trataba de manipular un objeto se mostraba de una torpeza inconcebible No obstante, en dos días aprendió a sostenerse sobre los cubos.
Aquella mañana me dio lástima y le tiré dos de los frutos más hermosos a través de los barrotes de la jaula. Esta acción me valió una caricia de Zira, que entraba en aquel momento. Bajo su mano velluda, arqueé mi espalda como un gato, con gran disgusto de Nova, a la que estas demostraciones ponían rabiosa. En el acto empezó a agitarse y a gemir.
Me distinguí también en otras muchas pruebas, pero sobre todo lo que más me valió fue que logré retener algunas palabras sencillas de la lengua simia y comprender su significado. Me ejercité en pronunciarlas cuando Zira pasaba ante mi jaula y ella parecía cada vez más estupefacta En este momento fue cuando se produjo la nueva inspección de Zaius.
Iba también escoltado por su secretaria, pero lo acompañaba, además, otro orangután, solemne como él y como él condecorado, que le hablaba en un plan de igualdad. Supuse que se trataba de un colega llamado a consulta en el caso turbador que yo representaba. Entablaron ante mi jaula una larga discusión con Zira, que se les había unido. La mona habló con vehemencia largo rato. Yo sabía que defendía mi causa, poniendo de relieve la agudeza excepcional de mi inteligencia, cosa que no podía ya negarse. Su intervención no logró más que provocar una sonrisa de incredulidad de los dos sabios.
Tuve que someterme una vez más ante ellos a los tests en que me había mostrado tan capaz. El último consistía en abrir una caja cerrada por nueve sistemas distintos (candado, pasador, llave, gancho, etcétera). En la Tierra, creo que fue Kinnaman quien inventó un aparato parecido destinado a valorar el grado de discernimiento de los monos, y este problema era el más complicado que algunos llegaron a resolver. Aquí debía ser igual por lo que a los hombres se refiere. Yo lo resolví con todo honor después de algunos ensayos.
Fue Zira misma quien me dio la caja, y por su aspecto suplicante comprendí que deseaba ardientemente que yo hiciera una demostración brillante, como si en la prueba estuviese empeñada su propia reputación. Procuré darle satisfacción y en un abrir y cerrar de ojos descorrí los nueve mecanismos sin vacilación alguna. Y no me paré aquí. Saqué de la caja el fruto que contenía y se lo ofrecí galantemente a la mona. Ella lo aceptó ruborizándose. Seguidamente desplegué toda la gama de mis conocimientos y pronuncié las pocas palabras que había aprendido señalando con el dedo los objetos a que correspondían.
Por todo ello, parecía ya imposible que pudieran seguir teniendo dudas sobre mi verdadera condición. ¡Ay de mí! No conocía aún la ceguera de los orangutanes. Esbozaron otra vez aquella sonrisa escéptica que me enfurecía, hicieron callar a Zira y empezaron a discutir entre ellos. Me habían escuchado como si fuera un lorito. Me daba cuenta de que estaban de acuerdo en atribuir mis habilidades a una especie de instinto y a un sentido agudo de la imitación. Probablemente habían adoptado la regla científica que un sabio de nuestra Tierra resumía así: «In no case may we interpret an action as the out-come of the exercise of a higher psychical facultyifit can be interpreted as the outcome of one which stands lower in the psychological sca.te.ii'
Era tan evidente el significado de su jerga que yo empecé a espumear de rabia. Quizá me habría dejado llevar de mi carácter violento si no hubiese sorprendido una mirada de Zira. Se veía claramente que no estaba de acuerdo con ellos y se sentía avergonzada de oírles exponer sus opiniones delante de mí.
Zaíus, cuando su colega hubo partido después de haber emitido, sin duda, una opinión categórica sobre mi caso, se entregó a otros manejos. Dio la vuelta completa a la estancia examinando detalladamente cada uno de los cautivos y dando nuevas instrucciones a Zira, que las iba anotando a medida que las recibía. Su mímica parecía presagiar grandes cambios en la ocupación de las jaulas. No tardé mucho en hacerme cargo de su plan y comprender el sentido de las comparaciones manifiestas que establecía entre ciertos caracteres de tal hombre con los de tal mujer.
No me había equivocado. Los gorilas se pusieron a ejecutar las órdenes del gran patrón que les habían sido transmitidas por Zira. Nos repartieron por parejas. ¿Qué pruebas diabólicas presagiaba este aparejamiento? ¿Cuáles eran las particularidades de la raza humana que aquellos simios querían estudiar con el frenesí de experimentación que los dominaba? Mi conocimiento de los laboratorios biológicos me había sugerido la contestación: para un sabio que ha escogido pl instinto y los reflejos como campo experimental, el instinto sexual presenta un interés primordial.
Era esto! Aquellos demonios querían estudiar en nosotros, en mí, que me encontraba mezclado con aquel rebaño por una extravagancia del destino, las prácticas amorosas de los hombres, las formas de acercamiento del macho y de la hembra, la manera de acoplarse en cautividad, para compararlas, tal vez, con observaciones anteriores sobre los hombres en libertad. ¿Acaso pensarían también librarse a prácticas de selección?
Cuando hube .penetrado en sus designios, me sentí humillado como no lo había estado nunca y me juré a mí mismo morir antes que prestarme a tales maniobras degradantes. No obstante, debo confesar que, aunque mi resolución siguiera firme, mi vergüenza disminuyó en proporciones notables cuando vi la mujer que la ciencia me había asignado como compañera. Era Nova. Casi me sentí inclinado a perdonar la estupidez del viejo pedante y me abstuve de protestar cuando Zoram y Zanam me cogieron por los brazos y me echaron a los pies de la ninfa del torrente.
1. Nunca debemos interpretar una acción como resultado del ejercicio de una fácultad psíquica más importante, si puede ser interpretada como resultado de una que este más abajo en la escala psicológica
CAPITULO XVII
No contaré en detalle las escenas que se desarrollaron en las jaulas durante las semanas que siguieron. Tal como yo había supuesto, los simios se habían metido en la cabeza estudiar la conducta amorosa de los seres humanos y aplicaban a este trabajo sus métodos habituales, anotando las menores circunstancias, ingeniándose para provocar los ayuntamientos e incluso interviniendo a veces con picas para volver a la razón a algún sujeto recalcitrante.
Por mi parte, había empezado a hacer algunas observaciones, pensando utilizarlas para hacer más ameno el reportaje que pensaba publicar a mi regreso a la Tierra, pero pronto me cansé, pues no encontré nada verdaderamente notable que anotar; nada, a no ser, de todos modos, la forma con que el hombre hacía la corte a la mujer antes de acercársele. Se entregaba a una exposición parecida a la de ciertos Pájaros, una especie de danza lenta, vacilante, que se componía de Pasos hacia delante, hacia atrás y de lado. Se movía así en un círculo que se iba estrechando y cuyo centro lo ocupaba la mujer, la que se limitaba a girar sobre sí misma, sin moverse de sitio. Asistí con interés a varios de estos alardes cuyo rito esencial era siempre el mismo aunque los detalles variasen a veces. En cuanto al ayuntamiento con que terminaban estos preliminares, aunque me escandalizara las primeras veces que lo presencié, llegué bien pronto a no prestarle más atención que la que le concedían los demás prisioneros. El único ele. mentó sorprendente de estas exhibiciones era la gravedad científica con que las seguían los simios, sin olvidar nunca anotar el desarrollo de las mismas en su carnet.
Pero fue otro cantar, cuando al darse cuenta de que yo no me entregaba a estos pasatiempos, pues me había jurado que nada me induciría a exhibirme en un espectáculo de esta naturaleza, los gorilas se obstinaron en obligarme a ello por la fuerza y empezaron a hostigarme con la pica, a mí, a Ulises Mérou, a mí, a un hombre creado a imagen de la divinidad. Me revolví enérgicamente. Aquellos brutos no admitían razones y no sé qué habría sido de mí si no hubiese llegado Zira, a quien dieron cuenta de mí mala voluntad,
Ella reflexionó un rato y luego, acercándoseme, me miró con sus bellos ojos inteligentes y se puso a darme golpecitos en la nuca mientras me dirigía unas palabras, que yo imagino debían de ser una cosa poco más o menos así:
-¡Pobre hombrecito! ¡Qué extraño eres! Nunca hemos visto a ninguno de los tuyos portarse así. Mira a los otros a tu alrededor. Haz lo que te pedimos y tendrás tu recompensa.
Sacó un terrón de azúcar del bolsillo y me lo tendió. Yo estaba desesperado. También ella me consideraba, pues, como un animal. Sacudí la cabeza con rabia y fui a tenderme en un rincón de la jaula, lejos de Nova, que me miraba con ojos de incomprensión.
La cosa habría quedado seguramente así, si en aquel momento no hubiese aparecido el viejo Zaius, más ufano que nunca. Había venido a ver el resultado de sus experimentos y, siguiendo su costumbre, preguntó primero por mí. Zira se vio obligada a ponerle al corriente de mi actitud recalcitrante. Pareció descontento, se paseó unos minutos con las manos tras la espalda y luego dio unas órdenes con voz imperiosa. Zoram y Zanam abrieron mi jaula, se llevaron a Nova y, en su lugar, me trajeron a una matrona de edad madura. Aquel pedante de Zaius, impregnado de método científico, había decidido intentar el mismo experimento con distinto sujeto.
Esto no era lo peor y la verdad es que ni tan sólo pensaba en mi triste suerte. Seguía a mi amiga Nova, con ojos angustiados. Vi con horror cómo la encerraban en una jaula de enfrente, dada en pasto a un hombre de anchas espaldas, una especie de coloso de pecho peludo que en seguida se puso a bailar en redondo a su alrededor, empezando la curiosa parada de amor que he descrito antes, con ardor frenético.
Tan pronto como me di cuenta del manejo de aquel bruto, olvidé todas mis sabias resoluciones. Perdí la cabeza y me conduje, una vez más, como un insensato. Estaba, en verdad, literalmente loco de rabia. Aullé y grité a la manera de los hombres de Sóror. Expresé mi furor como ellos, tirándome contra los barrotes, mordiéndolos, espumeando, rechinando los dientes, portándome, en fin, de la manera más bestial.
Y lo más sorprendente de este arranque fue su resultado inesperado. Viéndome portarme asi, Zaius sonrió. Era la primera señal de benevolencia que me dirigía. Por fin había reconocido en mí las maneras habituales de los hombres y se hallaba nuevamente en terreno familiar. Su tesis triunfaba. Se hallaba en tan buena disposición, que incluso, atendiendo una observación de Zira, consintió en revocar sus órdenes y darme una última oportunidad. Se llevaron la matrona horrible y me devolvieron a Nova, antes de que el bruto la tocara. El grupo de simios retrocedió entonces unos pasos y se pusieron todos a contemplarme desde alguna distancia.
¿Qué debo añadir? Aquellas emociones habían quebrantado mi resistencia. Sentía que no podría resistir a la vista de mi ninfa entregada a otro hombre. Me resigné cobardemente a la victoria del orangután, que se reía ahora de su astucia. Empecé tímidamente un paso de baile.
Si, yo, uno de los reyes de la Creación, empecé a girar en círculo alrededor de mi hermosa compañera. Yo, la última obra maestra de una evolución milenaria, ante todos aquellos simios que me observaban ávidamente, ante un viejo orangután que dictaba notas a su secretaria, ante una hembra chimpancé que sonreía con aire complacido, ante dos gorilas burlones, yo, un hombre, invocando la excusa de circunstancias cósmicas excepcionales, completamente persuadido en aquel momento de que en los planetas y en los cielos existen más cosas de las que ha llegado a soñar la filosofía humana, yo, Ulises Mérou, inicié alrededor de Nova, en la forma que lo hacen los pavos reales, la danza del amor.
SEGUNDA PARTE
CAPITULO PRIMERO
He de confesar ahora que me adapté a las condiciones de vida de mi jaula con una facilidad notable. Desde el punto de vista material, vivía perfectamente feliz. Durante el día, los monos cuidaban de mi con esmero, y por la noche compartí el lecho con una de las hijas más hermosas del Cosmos. Tanto y tan bien me acostumbré a esta situación que durante más de un mes no hice nada serio para ponerle fin, sin darme cuenta ni de lo extraña que era ni de lo degradante que resultaba. Apenas hice más que aprender unas cuantas palabras más de la lengua simia. No seguí con mis esfuerzos para llegar a entenderme con Zira, de manera que suponiendo que por algún momento hubiese tenido la intuición de mi naturaleza espiritual, debió dejarse convencer por Zaíus y llegar a considerarme como un hombre de su planeta, es decir, como un animal: un animal inteligente, quizá, pero en modo alguno intelectual.
Mi superioridad sobre los demás prisioneros que, por otra parte, ya no llevaba hasta el punto de asustar a los guardianes, hacía de mí el sujeto brillante del establecimiento. Debo declarar para vergüenza mía que esta pequeña distinción era suficiente para mi ambición del momento y que incluso me llenaba de orgullo. Zoram y Zanam me demostraban su amistad e incluso les daba placer verme sonreír, reír y pronunciar algunas palabras. Después de haber agotado conmigo todos los tests clásicos, se ingeniaban para inventar algunos más sutiles y nos alegrábamos juntos cuando yo encontraba la solución del problema. Nunca dejaban de traerme alguna golosina, que yo compartía siempre con Nova. Éramos una pareja privilegiada. Yo era lo suficientemente fatuo para creer que mi compañera se daba cuenta de cuánto debía a mi talento y pasaba gran parte de mi tiempo en pavonearme ante ella.
Sin embargo, un día, después de algunas semanas, sentí de repente como una especie de náuseas. ¿Era el reflejo de la pupila de Nova que aquella noche me había parecido singularmente inexpresivo? ¿Era el terrón de azúcar que Zira acababa de darme y que, de repente, me había parecido que tenía un sabor amargo? El caso es que enrojecí al pensar en mi resignación cobarde. ¿Qué pensaría de mí el profesor Antelle, si por casualidad vivía aún y me encontraba en este estado? Este pensamiento se me hizo pronto insoportable y decidí inmediatamente comportarme en lo sucesivo como un hombre civilizado.
Mientras acariciaba el brazo de Zira, en acción de gracias, me apoderé de su carnet y de su bolígrafo
No hice caso de sus dulces reproches y, sentándome sobre la paja, me puse a dibujar la silueta de Nova. Soy un dibujante bastante bueno y como el modelo despertaba mi inspiración, logré hacer un boceto aceptable, que entregué a la mona.
Esto despertó en seguida su emoción y su incertidumbre en cuanto a mí. Se le enrojeció el hocico y se quedó mirándome, algo temblorosa. Como permaneciera inmóvil, cogí nuevamente el carnet con decisión, que, esta vez, me entregó ella sin protesta alguna. ¿Cómo no se me había ocurrido utilizar antes este medio tan sencillo? Tratando de recordar mis estudios escolares, tracé sobre el carnet la figura geométrica que ilustra el teorema de Pitágoras. No escogí este tema por casualidad. Recordé que, en mi juventud había leído un libro sobre empresas del futuro, en el que se decía que un sabio había empleado este procedimiento para entrar en contacto con inteligencias de otros mundos. Incluso durante el viaje había hablado de ello con el profesor Antelle, que aprobaba este método. Había también añadido que las reglas de Euclides, siendo completamente falsas y precisamente por esta razón, debían ser conocidas del Universo entero.
Sea como sea, el efecto que ello produjo en Zira fue extraordinario El hocico se volvió de un rojo vivo y dejó escapar una exclamación violenta. No se recobró hasta que Zoram y Zanam se acercaron, intrigados por su actitud. La reacción que tuvo ella entonces, después de haberme lanzado una mirada furtiva, fue harto curiosa; ocultó cuidadosamente los dibujos que yo acababa de hacer. Habló con los gorilas, que salieron de la sala, por lo que comprendí que los había alejado con un pretexto cualquiera. Seguidamente se volvió hacia mí y me cogió la mano imprimiendo a sus dedos una presión que tenía un significado completamente distinto de cuando me acariciaba como a un animal joven que ha logrado ejecutar un truco sabio. Finalmente me dio el carnet y el bolígrafo, mirándome con una expresión de súplica.
Ahora era ella la que se mostraba ávida de establecer contacto. Di las gracias mentalmente a Pitágoras y me atreví un poco más por la vía geométrica. Sobre una hoja del carnet, dibujé lo mejor que supe los tres conos con sus ejes y sus focos; una elipse, una parábola y una hipérbole. Después, sobre la hoja de enfrente, dibujé un cono de revolución. Debo recordar que la intersección de un cuerpo de esta naturaleza por un plano es uno de los tres cónicos que siguen el ángulo de intersección. Hice la figura en el caso de la elipse y, volviendo a mi primer dibujo, indiqué con el dedo a la maravillada mona la curva correspondiente.
Me arrancó el carnet de las manos, trazó, a su vez, otro cono, cortado por un plano a un ángulo distinto, y me señaló la hipérbole con su largo dedo. Me sentí tan fuertemente sacudido por la intensa emoción que los ojos se me llenaron de lágrimas y estreché sus manos convulsivamente. Nova, en el fondo de la jaula, chilló de cólera. No la engañaba su instinto sobre la naturaleza de estas efusiones. Entre Zira y yo acababa de establecerse una comunicación espiritual por conducto de la geometría. Yo sentía una satisfacción casi sexual y me daba cuenta de que la mona estaba igualmente turbada.
Se soltó con gesto brusco y salió de la sala corriendo. Su ausencia no duró mucho, pero durante este intervalo me quedé como sumido en un sueño, sin atreverme a mirar a Nova, hacia la cual experimentaba un sentimiento de culpabilidad y que gruñendo daba vueltas a mi alrededor.
Cuando Zira volvió, me tendió una hoja grande de papel fijada sobre un tablero de dibujo. Reflexioné unos momentos y decidí dar un golpe definitivo. En un rincón de la hoja dibujé el sistema de Betelgeuse, tal como lo habíamos descubierto a nuestra llegada, con un astro central gigante y sus cuatro planetas. Marqué la posición exacta de Sóror con su pequeño satélite; se lo mostré a Zira con el dedo y luego dirigí insistentemente mi índice hacia ella. Me hizo seña de que había comprendido perfectamente.
Después, en otro ángulo de la hoja, dibujé nuestro viejo sistema solar con sus planetas principales. Indiqué la Tierra y dirigí el dedo hacia mi propio pecho.
Esta vez Zira vaciló antes de comprender. También ella indicó el dibujo de la Tierra y luego apuntó con el dedo al cielo. Yo hice una seña afirmativa. Ella estaba perpleja y se veía que en su interior se estaba desarrollando un trabajo laborioso.
Traté de ayudarla en lo que podía trazando una línea de puntos desde la Tierra hasta Sóror y representando nuestra nave, en una escala distinta, sobre la trayectoria. Esto fue un rayo de luz para ella. Yo me quedé convencido de que ahora conocía mi verdadera naturaleza y mi origen. Tuvo un nuevo arranque para acercárseme, pero en aquel momento apareció Zaius por el exterior del corredor para llevar a cabo su inspección periódica.
En los ojos de la mona apareció una mirada asustada. Enrolló rápidamente la hoja de papel, se metió el carnet en el bolsillo y antes de que el orangután se acercara se llevó el índice a la boca en un gesto de súplica. Me recomendaba que no me diera a conocer ante Zaius. La obedecí, aunque sin comprender la razón de tal misterio, y con la certeza de tener en ella un aliado volví a adoptar mi actitud de animal inteligente.
CAPITULO II
Desde entonces, gracias a Zira, mis conocimientos del mundo y de la lengua simia hicieron grandes progresos. Ella se ingeniaba para verme a solas casi diariamente con el pretexto de hacerme unos tests especiales y emprendió mi educación enseñándome su lengua y aprendiendo ella, a la vez, la nuestra, con una rapidez que me tenía estupefacto. En menos de dos meses estuvimos en condiciones de sostener una conversación sobre los temas más variados. Poco a poco iba entrando en el espíritu del planeta Sóror y voy ahora a tratar de describir las características de aquella extraña civilización.
Tan pronto como pudimos entendernos Zira y yo, el objeto principal de mi curiosidad y hacia el cual orienté nuestras observaciones fue éste. ¿Eran los monos los únicos seres racionales, los reyes de la Creación en aquel planeta?
-¿Tú qué crees? -dijo ella-. El simio es, con seguridad, la única criatura racional, la única que posee un alma al mismo tiempo que un cuerpo. Los más materialistas de nuestros sabios están de acuerdo en reconocer la esencia sobrenatural del alma simiesca.
Frases como ésta me sobresaltaban siempre, a pesar mío.
-Entonces, Zira, ¿qué son los hombres?
Hablábamos entonces en francés porque, como ya he dicho antes, fue ella más rápida en aprender mi lengua que yo la suya, y el tuteo había sido instintivo. Como es lógico, al principio hubo algunas dificultades de interpretación, ya que las palabras «hombre» y «mono» no evocaban las mismas criaturas para el uno que para el otro. Pero no tardamos en salvar este inconveniente. Cada vez que ella decía «mono», yo lo traducía como «ser superior», cúspide de la evolución. Cuando hablaba de los hombres, yo ya sabía que se trataba de animales dotados de cierto sentido de imitación que presentaban algunas analogías anatómicas con los monos, pero de una psiquis embrionaria y desprovistos de conciencia.
-Hace escasamente un siglo -dijo ella con tono doctoral- que hemos hecho progresos notables con respecto al conocimiento de los orígenes. Se creía antes que las especies eran inmutables, creadas con sus características actuales, por un Dios todopoderoso. Pero un plantel de grandes pensadores, todos ellos chimpancés, han modificado totalmente nuestras creencias sobre este punto. Hoy sabemos que las especies se transforman y que todas han tenido probablemente un origen común.
-¿El mono descendería entonces del hombre?
-Algunos lo han creído así, pero no es esto exactamente. Monos y hombres son dos ramas distintas que han evolucionado a partir de cierto momento de maneras divergentes, los primeros elevándose poco a poco hasta la conciencia y los otros estancándose en su animalidad. Muchos orangutanes se obstinan aún en negar esta evidencia.
-Zira, has dicho... un plantel de grandes pensadores, todos chimpancés.
Reproduzco estas conversaciones tal como tuvieron lugar, sin orden ni concierto, pues mi afán de aprender arrastraba a Zira a muchas y largas digresiones.
-Casi todos los grandes descubrimientos -afirmó con vehemencia- han sido hechos por chimpancés.
-¿Es que hay castas entre los simios?
-Hay tres familias distintas, como seguramente habrás notado, y cada una de ellas tiene sus características propias: los chimpancés, los gorilas y los orangutanes. La barreras raciales que había antes han sido abolidas y las discordias que suscitaban han desaparecido gracias, sobre todo, a las campañas llevadas a cabo por los chimpan-C6s. En principio, hoy no hay diferencia entre nosotros.
-Pero la mayor parte de los descubrimientos -insistí- han sido hechos por chimpancés.
-Es verdad.
-¿Y los gorilas?
-Son devoradores de carne -repuso con desdén-. Antes habían sido grandes señores y muchos de ellos siguen teniendo el gusto del Poder. Les gusta organizar y dirigir. Adoran la caza y la vida al aire libre. Los más pobres se emplean en trabajos que exigen fuerza muscular.
-¿Y en cuanto a los orangutanes?
Zira me miró un momento y luego se echó a reír.
-Son la ciencia oficial -dijo-. Ya lo has comprobado y tendrás muchas más ocasiones de hacerlo. Aprenden una enormidad de cosas en los libros. Todos están condecorados. Algunos son considerados lumbreras en ciertas especialidades de poca monta que requieren mucha memoria. En cuanto a los demás...
Tuvo un gesto de desprecio. No insistí sobre este punto, reservándome volver sobre él más adelante. La conduje a nociones más generales. A petición mía, dibujó el árbol genealógico de los simios, tal como lo habían reconstituido algunos especialistas eminentes.
Se parecía bastante a los esquemas que, en nuestra Tierra, representaban el proceso evolutivo. De un tronco que por la base se pierde en lo desconocido se van destacando ramas sucesivas: los vegetales, los organismos unicelulares, los coleópteros, los equinodermos; más arriba se llegaba a los peces, a los reptiles y, finalmente, a los mamíferos. El árbol se prolongaba con una especie parecida a nuestros antropoides. De allí se destacaba una nueva rama, la de los hombres. Quedaba parada en su desarrollo mientras que la rama central seguía elevándose, dando vida a distintas especies de monos prehistóricos, de nombres bárbaros, hasta desembocar en el simius sapiens, que formaba las tres puntas extremas de la evolución: la chimpancé, la gorila y la orangután. Estaba muy claro.
-El cerebro del simio -dijo Zira- se ha desarrollado, complicado y organizado mientras que el del hombre casi no ha sufrido transformación.
-¿Y por qué el cerebro del simio se ha desarrollado de esta manera?
Ciertamente el lenguaje había sido un factor esencial. Pero, ¿por qué los simios hablaban y los hombres no? Sobre este punto, las opiniones de los sabios divergían entre sí. Algunos veían en ello una intervención divina. Otros sostenían que el espíritu de los monos era debido, antes que nada, a que tenían cuatro manos hábiles.
-Es probable -convino Zira- que el hombre se haya visto menoscabado desde su mismo nacimiento por tener únicamente dos manos, con dedos cortos y torpes, lo que le ha hecho incapaz de progresar y adquirir un conocimiento preciso del Universo. A causa de esto, no ha podido nunca servirse dé una herramienta, en forma conveniente... Es posible que alguna vez haya probado, torpemente... Se han encontrado vestigios curiosos. Incluso ahora mismo se están efectuando excavaciones relacionadas con este asunto. Si te interesa, un día te presentaré a Cornelius. Está mucho más calificado que yo para discutir sobre estos asuntos.
-¿Cornelius?
-Mi prometido -dijo Zira ruborizándose-, Un verdadero sabio.
-¿Chimpancé?
-¡Claro...! Si, por mi parte soy de esta opinión... El hecho de que seamos cuadrúmanos es uno de los factores más importantes de nuestra evolución espiritual. Ello nos ha servido, ante todo, para subirnos a los árboles, concibiendo asi las tres dimensiones del espacio, mientras que el hombre, clavado en el suelo por su conformación física, dormía en el llano. Hemos adquirido el gusto por las herramientas porque teníamos la posibilidad de servirnos de ellas con destreza. Las realizaciones se han ido sucediendo y encadenando y es así como hemos escalado hasta la sabiduría.
Muchas veces había oído invocar sobre la Tierra argumentos completamente opuestos a éstos para explicar la superioridad del hombre. Después de reflexionar, no obstante, el razonamiento de Zira no me pareció ni más ni menos convincente que los de los sabios de la Tierra, .
Habría querido alargar esta conversación, pues tenía miles de preguntas que hacer, pero fuimos interrumpidos por Zoram y Zanam, que traían la comida de la tarde. Zira me deseó furtivamente buenas noches y se fue.
Permanecí en la jaula con Nova por toda compañera. Habíamos acabado de comer. Los gorilas se habían retirado después de apagar todas las luces, excepto una, a la entrada, que despedía una luz tenue. Miré a Nova mientras iba meditando sobre lo que había aprendido aquella tarde. Era fácil ver que Nova no quería a Zira y que aquellas entrevistas le proporcionaban un gran disgusto. Incluso, al principio, había protestado a su manera, tratando de interponerse entre la mona y yo, saltando por dentro de la jaula y arrancando puñados de paja, para tirarlos a la cabeza de la intrusa. Tuve que emplear mi dureza para obligarla a permanecer quieta. Después de haber recibido algunos azotes resonantes sobre sus carnes delicadas había acabado por calmarse. Me dejé llevar por aquellos gestos brutales, casi sin pensar; luego sentí remordimiento, pero ella no pareció guardarme rencor alguno.
El esfuerzo intelectual que había hecho para asimilar las teorías evolucionistas simiescas me había deprimido. Me sentí feliz cuando vi a Nova acercárseme en la penumbra y pedir a su manera las caricias mitad humanas y mitad animales cuyo código habíamos ido estableciendo poco a poco, un código singular, cuyo detalle importa poco, hecho a base de compromisos y concesiones recíprocas a los usos del mundo civilizado y a las costumbres de aquella humanidad extraña que vivía en el planeta Sóror.
CAPITULO III
Era un gran día para mí. Cediendo a mis ruegos, Zira había accedido a sacarme del Instituto de Altos Estudios Biológicos, que aquél era el nombre del establecimiento, y llevarme a dar una vuelta por la ciudad.
Solamente se había decidido a ello después de muchas vacilaciones. Había necesitado mucho tiempo para poder convencerla definitivamente de mi origen. Si mientras estaba conmigo se rendía a la evidencia, luego empezaba a dudar nuevamente. Yo me ponía en su lugar. Mi descripción de los hombres y, sobre todo, de los simios de nuestra Tierra no podía por menos que afectarla profundamente. Me confesó después que, durante mucho tiempo, prefirió tomarme por un hechicero o un charlatán antes que admitir mis afirmaciones. Pero ante mis precisiones y las pruebas que iba acumulando acabó por tener plena confianza en mí e incluso a formar planes para hacerme recobrar la libertad, lo que ciertamente no era fácil, según me explicó aquel mismo día. Mientras tanto, vino a buscarme a primera hora de la tarde para llevarme de paseo.
Pensar que iba a verme otra vez al aire libre me hacía latir el corazón. Mi entusiasmo, no obstante, se enfrió bastante cuando vi que iba a sacarme atado. Los gorilas me sacaron de la jaula, rebatieron la puerta contra la nariz de Nova y me echaron al cuello un collar de cuero al cual iba fijada una sólida cadena.
Zira cogió el otro extremo de la cadena y me condujo mientras me oprimía el corazón un triste aullido de Nova. Pero cuando traté de demostrar algo de piedad hacia ella haciéndole un gesto amistoso, la mona pareció descontenta y tiró de mi cuello sin ceremonias. Desde que se había convencido de que tenia espíritu de simio, mi intimidad con aquella joven la molestaba y le chocaba.
El malhumor le desapareció tan pronto como estuvimos solos en un corredor desierto y oscuro.
-Supongo -dijo sonriendo- que los hombres de tu Tierra no tienen costumbre de salir encadenados y conducidos por un simio.
Le aseguré que, desde luego, no la tenían. Se excusó explicándome que si bien algunos hombres en cautividad podían ser paseados por las calles sin causar disturbios, era más normal que yo fuera encadenado. Más adelante, si me comportaba verdaderamente con docilidad, no era imposible que pudiera sacarme sin atar.
Y olvidando en parte mi verdadera condición, como le sucedía a menudo, me hizo mil recomendaciones que me humillaron en gran manera,
-Sobre todo no se te vaya a ocurrir volverte hacia los paseantes para mostrarles los dientes o bien arañar a algún chiquillo que, sin desconfiar, se te acerque para acariciarte. No he querido ponerte bozal, pero...
Calló de repente y se echó a reír:
-Perdón, perdón -exclamó-. Siempre me olvido de que tienes el espíritu de un simio.
Me dio un golpecito amistoso en la espalda para hacerse perdonar.
Su alegría disipó mi creciente mal humor. Me gustaba oírla reír. La imposibilidad de Nova de demostrar de esta forma su alegría me hacia suspirar a veces. En la penumbra del vestíbulo casi no podía ver otra cosa de su cara que la punta blanca de su hocico.
Para salir se había puesto un elegante traje sastre y un gorrito de estudiante que disimulaba sus orejas. Olvidé un momento su condición simiesca y la cogí del brazo. Encontró mi gesto natural y me dejó hacer. Dimos algunos paseos así, apretados el uno contra el otro. Al final del corredor, iluminado por una ventana lateral, retiró vivamente el brazo y me apartó. Había recobrado la seriedad y tiró dé la cadena.
-No debes portarte así -dijo, algo molesta-. Ante todo estoy prometida y...
-¡Estás prometida!
La incoherencia de esta observación a causa de mi familiaridad se nos apareció a los dos a la vez. Ella se corrigió mientras se le enrojeció el hocico.
-Quiero decir que nadie debe sospechar tu naturaleza. Es en tu Propio interés, te lo aseguro.
Me resigné y me dejé llevar dócilmente. Salimos. El conserje del Instituto, un grueso gorila vestido de uniforme, nos dejó pasar observándome con una mirada curiosa después de haber saludado a Zira. Al llegar a la acera, vacilé un poco, aturdido por el movimiento y deslumhrado por el reflejo de Betelgeuse, después de tres meses de reclusión. Aspiré a pleno pulmón el aire tibio y al mismo tiempo me bórico al verme desnudo. En la jaula, ya me había acostumbrado ello, pero aquí, bajo la mirada de los monos transeúntes, que me miraban con insistencia, me encontré indecente y grotesco. Zíra se habia negado categóricamente a vestirme, sosteniendo que vestido habría estado aún más ridículo, ya que habría parecido uno de aquellos hombres sabios que enseñan en las ferias. Indudablemente tenía razón. En realidad, si los transeúntes se volvían a mirarme era porque se trataba de un hombre y no de un hombre desnudo, de una especie que en las calles suscitaba la misma curiosidad que habría despertado un chimpancé en una ciudad francesa. Los adultos seguían su camino después de haberse reído. Algunos simios niños se agruparon a mi alrededor, encantados con el espectáculo. Zira me condujo rápidamente hacia su coche, me hizo subir en el asiento de detrás ocupó su sitio ante el volante y me llevó no muy velozmente por las calles.
Cuando llegué, sólo había entrevisto la ciudad, capital de una importante región simiesca, por lo que tuve que resignarme a verla habitada por monos peatones, monos automovilistas, monos comerciantes, monos atareados y monos en uniforme del servicio de mantenimiento del orden público. Una vez admitido esto, ya no me produjo ninguna impresión ir por la calle.
Las casas eran parecidas a las nuestras; las calles, bastante sucias, como las nuestras; la circulación no era tan densa como en la Tierra. Lo que más me chocó fue la forma de atravesar las calles. Para los peatones no había pasos claveteados, sino caminos aéreos, a base de unas redes metálicas de anchas mallas a las que se cogían con las cuatro manos. Iban todos calzados con guantes de cuero suave que no les impedía cogerse.
Cuando me hubo dado un buen paseo para que pudiera formarme una idea de conjunto de la ciudad, Zira detuvo su coche delante de una reja alta a través de la cual se veían unos grandes macizos de flores.
-Es el parque -me dijo-. Podremos andar un poco. Hubiera querido mostrarte otras cosas, nuestros museos por ejemplo, que son muy notables, pero aún no es posible.
Le aseguré que estaría encantado de poder estirar las piernas
-Y además -añadió-, aquí estaremos tranquilos. Hay poca gente y es hora de que tengamos una conversación seria.
CAPÍTULO IV
-Creo que no te das cuenta de los peligros que corres entre nosotros.
-Ya he conocido algunos. Pero creo que si me diera a conocer, y ahora puedo hacerlo presentando todas las pruebas precisas, los simios no tendrían más remedio que admitirme como su hermano espiritual.
-Ahi es donde está tu error... Escúchame...
Nos paseábamos por el parque. Las alamedas estaban casi desiertas y solamente nos habíamos encontrado con algunas parejas de enamorados en los que mi presencia no despertaba más que una leve curiosidad. Yo, por mi parte, los observaba sin recato, completamente decidido a no dejar escapar ocasión alguna de instruirme sobre las costumbres simiescas.
Andaban lentamente, cogidos por el talle, enlace que lo largo de sus brazos convertía en un trenzado estrecho y complicado. A la vuelta de alguna avenida se detenían para cambiar unos besos. A veces también, después de haber lanzado unas miradas furtivas a su alrededor, se cogían a las ramas bajas de algún árbol y se izaban fuera de la vista. Lo hacían sin separarse, ayudándose con un pie o una mano, con una facilidad que les envidiaba, y desaparecían entre el follaje.
-Óyeme -dijo Zira-, tu chalupa...
Yo le había contado en detalle cómo habíamos llegado al planeta.
-Tu chalupa ha sido descubierta o, por lo menos, lo que queda de ella después del saqueo. Está excitando la curiosidad de nuestros investigadores. Han reconocido que no ha podido ser construida en este planeta.
-¿Construís vosotros ingenios análogos?
-No tan perfeccionados. A juzgar por lo que me has explicado, estamos todavía bastante atrasados en comparación con vosotros. No obstante, hemos lanzado ya algunos satélites artificiales alrededor de nuestro planeta, el último ocupado por un ser viviente: un hombre. Hemos tenido que destruirlo en vuelo por no poder recuperarlo.
-Ya veo -dije suavemente-. Los hombres os sirven también para ssta clase de experimentos.
-Es preciso. Asi, pues, tu cohete ha sido descubierto.
-¿Y nuestra nave, sigue gravitando alrededor de Sóror desde hace dos meses?
-No he oído hablar de ella. Ha debido pasar inadvertida a nuestros astrónomos, pero no me interrumpas a cada momento. Algunos de nuestros sabios han emitido la hipótesis de que el ingenio viene de algún otro planeta que está habitado. No pueden imaginar que hay seres inteligentes con forma humana.
-Pero hay que decírselo -exclamé-. Ya estoy harto de vivir prisionero, aunque sea en la jaula más confortable y aunque sea cuidado por ti. ¿Por qué me ocultas? ¿Por qué no quieres revelar la verdad a todos?
Zira se detuvo, miró a nuestro alrededor y puso la mano sobre mi brazo.
-¿Por qué? Es únicamente en interés tuyo que obro asi. ¿Tú conoces a Zaíus?
-¡Claro que sí! Quería hablarte de él. ¿Y qué?
-¿Observaste el efecto que le produjeron tus primeras muestras de inteligencia? ¿Sabes que he probado cien veces de sondearlo con respecto a ti y sugerir con mucha prudencia que, a pesar de las apariencias, quizá tú no eras una bestia?
-He visto que tenías muchas discusiones y que, evidentemente, no estabais de acuerdo.
-¡Es testarudo como una mula y estúpido como un hombre! -estalló Zira-. Desgraciadamente, es el caso de todos los orangutanes. Ha dicho de una vez para siempre que todos tus talentos se explican mediante un instinto animal muy desarrollado y ya nada le hará cambiar de opinión. Lo malo es que ha preparado ya una larga tesis sobre tu caso en la que demuestra que tú eres un hombre sabio, es decir, un hombre al que se le ha enseñado a ejecutar ciertos actos sin comprenderlos, probablemente en el curso de un cautiverio anterior.
-¡Animal estúpido!
-Tienes razón, pero representa la ciencia oficial y tiene mucha influencia. Es una de las más altas autoridades del Instituto y todos mis informes han de ser cursados por su mediación. He llegado a la convicción de que si se tratara de revelar la verdad sobre tu caso, como tú deseas, me acusaría de herejía científica y yo seria despedida. Esto para mi no sería nada, pero ¿sabes, como mínimo, lo que podría ocu-rrirte a ti?
-¿Qué suerte puede ser más lastimera que pasarme la vida dentro de una jaula7
-¡Ingrato! ¿No sabes, pues, que he tenido que desplegar toda mi astucia para impedirle que te transfiera a la sección encefálica? Nada podría detenerle si tú te obstinases en pretender ser una criatura consciente.
-¿Qué es la sección encefálica? -pregunté, alarmado.
-Es un lugar donde practican unas operaciones muy delicadas en el cerebro: injertos, localización y alteración de los centros nerviosos, ablación parcial y también total...
-¿Y hacéis estas operaciones con hombres?
-Naturalmente. El cerebro del hombre, asi como toda su anatomía, es el que más se parece al nuestro. Es una suerte que la naturaleza haya puesto a nuestra disposición un animal sobre el cual podemos estudiar nuestro propio cuerpo. El hombre nos sirve para muchas otras investigaciones, que ya irás conociendo poco a poco... En este momento tenemos en curso una serie extremadamente importante.
-Y que necesita un material humano considerable.
-Considerable. Esto explica las batidas que mandamos hacer en la selva para aprovisionarnos. Desgraciadamente, son los gorilas los que las organizan y no podemos impedirles que se entreguen a su diversión favorita, que es el tiro de fusil Un gran número de sujetos se pierden así para la ciencia.
-Es verdaderamente de lamentar -dije yo mordiéndome los labios-. Pero, volviendo otra vez a lo mío...
-¿Comprendes ahora por qué he querido guardar el secreto?
-¿Estoy, pues, condenado a pasar el resto de mi vida en una jaula?
-No, si el plan que he formado tiene éxito. Pero no debes darte a conocer antes del tiempo oportuno y contando con buenos triunfos en tu mano. He aquí lo que propongo. Dentro de un mes se celebrará el congreso anual de biólogos. Es un acontecimiento importante. Asiste numeroso público y acuden también todos los representantes de los grandes periódicos. En nuestro planeta la opinión pública es un elemento todavía más potente que Zaíus, más potente que todos los orangutanes juntos, más potente incluso que los gorilas. Allí tendrás tu oportunidad. Es ante aquel congreso, en plena sesión, cuando debes levantar el velo, porque serás presentado allí por Zaíus, quien, como ya te he dicho, ha preparado un largo informe sobre tí y tu famoso instinto. Lo mejor será que tomes entonces la palabra tú mismo Para exponer tu caso. Será tal la sensación que se producirá que ni siquiera Zaius podrá impedírtelo. A tí te va a corresponder entonces expresarte con claridad ante la asamblea y convencer a la muchedumbre y también a los periodistas, igual que me has convencido a mí.
-¿Y si Zaius y los orangutanes se obstinan?
-Los gorilas, obligados a inclinarse ante la opinión pública, harán entrar en razón a esos imbéciles. De todos modos, muchos son menos estúpidos que Zaius. Entre los sabios hay también unos cuantos chimpancés que la Academia se ha visto obligada a admitir a causa de sus descubrimientos sensacionales. Uno de ellos es Cornelius mi prometido. A él, únicamente a él, le he hablado de ti y ha prornetido hacer lo que pueda en tu favor. Como es lógico, antes quiere verte v comprobar por sí mismo el relato extraordinario que le he hecho Es también un poco por esta razón por lo que hoy te he traído aquí Tengo una cita con él y ya no puede tardar.
Cornelius nos esperaba cerca de un macizo de heléchos gigantes Era un chimpancé de buena planta, ciertamente mayor que Zira, pero muy joven para ser ya un sabio académico. Tan pronto lo vi me sorprendió su mirada profunda, de una intensidad y de una vivacidad excepcionales.
-¿Qué te parece? -me preguntó Zira en francés, en voz baja. Por esta pregunta comprendí que había logrado definitivamente la confianza de aquella mona. Murmuré una apreciación loable y nos acercamos al joven chimpancé.
Los dos prometidos se estrecharon a la manera de los monos enamorados del parque. Él la había recibido con los brazos abiertos sin dirigirme ni una mirada, con lo que resultaba evidente que yo no contaba para él más que como un animal doméstico. Zira misma, por un instante, se olvidó de mí y se dieron largos besos en los hocicos. Luego ella se desasió de sus brazos y se quedó a un lado con aire avergonzado.
-Querida, estamos solos.
-Estoy yo aquí -dije con dignidad, en mi mejor versión de la lengua simiesca.
-¡Eh! -exclamó el chimpancé, mirándome sobresaltado.
-Digo que estoy aquí. Siento mucho verme obligado a recordároslo. Vuestras demostraciones no me molestan en absoluto, pero después podríais reprocharme no haberlo advertido.
-¡Por el diablo! -gritó el sabio chimpancé. Zira se echó a reír y nos presentó.
-El doctor Cornelius, de la Academia -dijo-. Y Ulises Mérou, un habitante del sistema solar de la Tierra, para ser más concretos.
-Encantado de conocerle -dije-. Zira me ha hablado de usted. Le felicito por tener una prometida tan encantadora.
Y le tendí una mano. Dio un salto atrás, como si ante él se hubiese alzado una serpiente.
-¿Es verdad? -dijo mirando a Zira con aire de extravío.
-Querido, ¿es que tengo por costumbre contarte mentiras? Él se iba rehaciendo. Era un hombre de ciencia. Después de cierta vacilación me estrechó la mano.
-¿Cómo está usted?
-No mal del todo -le dije-. Una vez más le ruego me excuse que me presente en esta forma.
-Sólo piensa en esto -dijo Zira riendo-. Es un complejo que tiene. No se da cuenta del efecto que produciría si fuera vestido.
-¿Y viene usted realmente de...?
-De la Tierra, un planeta del Sol.
Se veía que hasta aquel momento había dado poco crédito a las confidencias de Zira, prefiriendo creer que se trataba de una mixtificación. Empezó a acribillarme a preguntas. Nos paseábamos despacito, ellos delante entrelazados los brazos, y yo seguía detrás, atado a mi cadena, para no llamar la atención de algunos de los pocos transeúntes con que nos cruzábamos. Pero mis contestaciones excitaban de tal modo su curiosidad científica que se paraba de repente y dejando a su prometida, empezaba vivas discusiones conmigo, cara a cara, haciendo vivos ademanes y dibujando sobre la arena. Zira no se enfadaba. Parecía, al contrario, encantada de la impresión que yo le había producido.
Cornelius se apasionaba, sobre todo, por la aparición del homo sapiens sobre la Tierra y me hizo repetir cien veces todo lo que sabía sobre este punto. Después quedó mucho rato sumergido en sus pensamientos. Me dijo que mis revelaciones eran, sin duda, un documento de importancia capital para la ciencia y en particular para él en un momento en que había empezado unas investigaciones extremadamente arduas sobre el fenómeno simio. Según lo que creí comprender, para él no era aquél un problema resuelto ni mucho menos y no estaba de acuerdo con las teorías generalmente admitidas. Pero mostró cierta reticencia al tratar de este asunto y no me reveló todo su pensamiento en este primer encuentro.
Sea como fuere, tenía a sus ojos un interés extraordinario y habría dado toda su fortuna para tenerme en su laboratorio. Hablamos entonces de mi situación en aquel momento y de Zaíus, cuya estupidez y ceguera conocía perfectamente. Aprobó el plan de Zira. Él mismo se preocuparía de prepararme el terreno por medio de alusiones misteriosas a mi caso ante algunos de sus colegas.
Cuando nos separamos me tendió la mano sin vacilación alguna después de haber comprobado que la avenida estaba desierta. Después abrazó a su prometida y se alejó, no sin volverse varias veces, como si quisiera convencerse de que yo no era una alucinación.
-Un joven simio encantador -le dije cuando íbamos hacia el coche.
-Y un gran sabio. Con su ayuda, estoy segura de.que convencerás al congreso.
-Zíra -le murmuré al oído cuando estuve en el coche instalado en la banqueta posterior-, te deberé la libertad y la vida.
Me daba cuenta de todo cuanto había hecho por mí desde mi captura. Sin ella nunca habría podido entrar en contacto con el mundo simiesco. Zaíus habría sido muy capaz de hacerme sacar el cerebro para demostrar que yo no era un ser racional. Gracias a ella, contaba ahora con aliados y podía mirar el porvenir con algo más de optimismo.
-Lo he hecho por amor a la ciencia -dijo ella enrojeciendo-. Eres un caso único que hay que conservar a todo precio.
Mí corazón desbordaba de gratitud. Me dejé prender en la espiritualidad de su mirada, logrando abstraerme de su físico. Puse la mano sobre su larga pata velluda. Se estremeció y vi en su mirada un destello de simpatía. Estábamos los dos muy aturdidos y mantuvimos el silencio durante todo el camino. Cuando me hubo devuelto a mí jaula, rechacé brutalmente a Nova, que se entregaba a demostraciones pueriles para darme la bienvenida.
CAPITULO V
Zira me ha prestado en secreto una lamparilla eléctrica y me da libros que yo oculto debajo de la paja. Ahora leo y hablo correctamente el lenguaje de los simios. Cada noche paso varias horas estudiando su civilización. Al principio, Nova protestó. Vino a oler un libro enseñando los dientes como si se tratase de un enemigo peligroso. No tuve que hacer más que enfocarla con los rayos de la lamparilla para verla refugiarse en un rincón, temblorosa y gimiendo. Desde que tengo este instrumento, soy el dueño absoluto de mi casa y no tengo necesidad de argumentos contundentes para hacerla estar tranquila. Siento que ella me considera como un ser temible y por muchos indicios me doy cuenta de que también los otros prisioneros me juzgan así. Mi prestigio ha aumentado mucho. Yo abuso de ello. A veces me da la fantasía de aterrorizarla sin motivo blandiendo mi lamparilla. Después viene ella y me pide perdón por mi crueldad.
Me enorgullezco de tener ya una idea bastante precisa del mundo simiesco.
Los simios no están divididos en naciones. Todo el planeta es gobernado por un consejo al frente del cual hay un triunvirato compuesto de un gorila, un orangután y un chimpancé. Además de este Gobierno, existe un Parlamento, compuesto de tres Cámaras: la Cámara de los gorilas, la Cámara de los orangutanes y la Cámara de los chimpancés, y cada una de ellas vela por los intereses de sus representados.
En realidad, esta división en tres razas es la única que existe en el planeta. En principio, todos tienen derechos iguales y pueden ocupar cualquier cargo que sea. No obstante, en la práctica, y salvo excepciones, cada uno se atrinchera en su especialidad.
Como resultado de una época muy remota en que reinaban por la fuerza, a los gorilas les gusta la autoridad y constituyen la clase más potente. No se mezclan con la plebe; no se les ve casi en las manifestaciones populares, pero son ellos los que ocupan los altos cargos de las grandes empresas y las dirigen. Aunque bastante ignorantes, conocen por instinto la manera de utilizar sus conocimientos. Destacan en el arte de establecer las directrices generales y dirigir a los otros simios. Cuando un técnico ha hecho un descubrimiento interesante, un tubo luminoso, por ejemplo, o un nuevo combustible, es casi siempre un gorila quien se encarga de explotarlo y sacar de él todo el beneficio posible. Sin ser verdaderamente inteligentes, son mucho más listos que los orangutanes. Obtienen de aquéllos todo lo que quieren a base de aprovecharse de su orgullo. Así, por ejemplo, al frente de nuestro Instituto, por encima de Zaíus, que es el director científico, hay un gorila administrador a quien se ve muy raramente. En nuestra habitación no ha estado más que una sola vez. Me miró de tal modo, que automáticamente rectifiqué mi actitud para ponerme en guardia. Me di cuenta de la actitud servil de Zaíus y la misma Zira parecía impresionada por su aspecto importante.
Los gorilas que no ocupan cargos de autoridad desempeñan generalmente empleos subalternos en los que se precisa la fuerza física. Zoram y Zanam sólo están allí para los trabajos rudos y, sobre todo, para restablecer el orden cuando es preciso.
Los gorilas son cazadores. Es una función que les está reservada casi exclusivamente. Capturan a las bestias salvajes y especialmente a los hombres. Ya he subrayado la consumición enorme de hombres que precisan los experimentos de los simios. Éstos ocupan en su mundo un lugar que, francamente, me desconcierta a medida que voy descubriendo su importancia. Parece que una gran parte de la población simiesca este dedicada a estos estudios biológicos, pero ya hablaré nuevamente de esta anomalía. Sea como sea, el aprovisionamiento de material humano exige esta empresa organizada. Todo un pueblo de cazadores, ojeadores, transportadores y vendedores está empleado en esta industria, al frente de la cual hay siempre unos gorilas. Creo que la empresa es próspera porque el hombre se vende caro.
Al lado de los gorilas, iba a decir debajo, aunque toda jerarquía sea puesta en duda, están los orangutanes y los chimpancés. Los primeros, mucho menos numerosos, Zira me los había definido en pocas palabras: son la ciencia oficial.
Esto es verdad en parte, pues algunos se dedican también a la política, las artes y la literatura. En todas estas actividades hacen gala siempre de las mismas características. Son pomposos, solemnes, pedantes, desprovistos de originalidad y de sentido crítico, aferrados a mantener la tradición, ciegos y sordos para toda novedad, limitándose a las fórmulas preestablecidas, y constituyen el subestrato de todas las academias. Dotados de gran memoria, aprenden de carrerilla en los libros muchas cosas sobre varias materias. Luego, a su vez, escriben otros libros en los que repiten cuanto han leído, lo que les proporciona la consideración de sus hermanos orangutanes. Tal vez esté yo algo influenciado por lo que me han dicho Zíra y su prometido, que los detestan, como todos los chimpancés. Por otra parte, también son despreciados por los gorilas, que se burlan de su servilismo, pero que los explotan en beneficio de sus propias combinaciones. Casi todos los orangutanes tienen detrás de ellos un consejo de administración de gorilas que los empujan y los mantienen en un cargo honorífico ocupándose de hacerles obtener títulos y condecoraciones para que estén entusiasmados, esto hasta el día en que dejan de ser útiles. Cuando este caso llega, son despedidos sin consideración alguna y reemplazados por otros simios de la misma especie.
Quedan los chimpancés. Éstos parecen representar el elemento intelectual del planeta. No es por fanfarronería que Zira dice que todos los grandes descubrimientos han sido hechos por ellos. Tal vez sea una generalización demasiado extensa, porque hay excepciones. En todo caso, son los que escriben los libros más interesantes sobre las materias más diversas. Parecen animados de un gran espíritu de investigación.
Ya he citado la clase de obras que escriben los orangutanes. Lo malo, y Zira lo deplora con frecuencia, es que también escriben todos los libros de enseñanza, propagando así errores de bulto entre la juventud simiesca. Me aseguró que no hacía mucho que los textos escolares afirmaban aún que el planeta Sóror era el centro del mundo, aunque esta herejía hacía ya mucho tiempo que había sido reconocida como tal, incluso por los simios de inteligencia solamente mediana. Esto venía de que, unos miles de años atrás, había existido un simio llamado Haristas, cuya autoridad era considerable y que sostenía opiniones por el estilo, dogmas que los orangutanes iban repitiendo desde entonces. Comprendí mejor la actitud de Zaíus hacia mí, al enterarme de que Haristas aseguraba que solamente los simios podían tener alma. Por fortuna, los chimpancés tienen un espíritu mucho más crítico. Desde hace unos años parecen poner un empeño especial en rebatir los axiomas del viejo ídolo.
Los gorilas escriben pocos libros. Cuando lo hacen, lo que cuidan es la presentación más que el fondo. He hojeado algunos de cuyos títulos me acuerdo: «Necesidad de una organización sólida como base de la investigación», «Los beneficios de una política social» y «Organización de las grandes batidas contra el hombre en el continente verde». Son siempre obras bien documentadas en las que cada capítulo está escrito por un técnico especializado. Llevan diagramas, tablas de números y muchas veces fotografías atractivas.
La unificación del planeta, la ausencia de guerras y de gastos militares, pues no hay un ejército, sino solamente una policía, me parecían factores propios para favorecer el progreso rápido del pueblo simiesco en todos los ramos. Pero no es así. Aunque probablemente Sóror es algo más viejo que la Tierra, está claro que en muchos puntos están más atrasados que nosotros.
Tienen electricidad, industrias, automóviles y aviones, pero en lo referente a la conquista del espacio están aún en la etapa de los satélites artificiales. En ciencia pura, creo que su conocimiento de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño es inferior al nuestro. Este retraso es tal vez debido a una simple casualidad y no dudo de que, un día u otro, nos alcanzarán, habida cuenta de su capacidad de aplicación y el espíritu de investigación que anima a los chimpancés. En realidad, me parece que han pasado por un período oscuro de estancamiento que ha durado mucho tiempo, más tiempo que el nuestro, y que hace pocos años que han entrado en una etapa de realizaciones considerables.
Debo señalar una vez más que este espíritu de investigación está orientado especialmente en un sentido: las ciencias biológicas y, en particular, el estudio del simio, siendo el hombre el instrumento de que se sirven para este fin. El hombre tiene un papel importante, aunque humillante, en su existencia. Es una suerte para ellos que en su planeta haya un número considerable de hombres. He leído un estudio en el que se prueba que existen más hombres que simios. Pero el número de éstos va en aumento mientras que los hombres disminuyen, y ciertos sabios están inquietos en cuanto al futuro aprovisionamiento de sus laboratorios.
Pero todo esto no pone en claro el secreto del empuje de los simios hasta la cúspide de la evolución. Quizá no haya en ello misterio alguno. Su aparición es, sin duda, tan natural como la nuestra. Sin embargo, me debato contra esta idea que me parece inaceptable y ahora sé que ciertos sabios suyos consideran también que no está claro el fenómeno de la elevación simiesca. Cornelius forma parte de esta escuela y creo que le siguen los espíritus más sutiles. Ignoran de dónde vienen, qué son y a dónde van, y es posible que esta oscuridad les haga sufrir. ¿Podría ser este sentimiento el que les inyecta una especie de frenesí por la investigación biológica y que da una orientación tan singular a sus actividades científicas? Mis reflexiones de aquella noche se cerraron al llegar a esta pregunta.
CAPITULO VI
Zira me llevaba con bastante frecuencia a pasear por el parque. A veces nos encontrábamos con Cornelius y preparábamos juntos el discurso que yo debía pronunciar ante el Congreso. La fecha estaba próxima, lo que me ponía bastante nervioso. Zira me aseguraba que todo saldría bien. Cornelius tenía prisa de que se reconociera mi condición y me devolvieran la libertad a fin de poder estudiarme a fondo... colaborar conmigo, corregía en seguida, al notar el movimiento de impaciencia que se me escapaba cuando hablaba así.
Aquel día, como que su prometido estaba ausente, Zira me propuso visitar el jardín zoológico, anejo al parque. Yo hubiera preferido asistir a algún espectáculo o visitar algún museo, pero estas distracciones no me eran aún permitidas. Sólo había podido adquirir algún conocimiento de las artes simiescas por los libros. Había admirado la reproducción de algunos cuadros clásicos, retratos de simios célebres, escenas campestres, desnudos de monas lascivas alrededor de las cuales volaba un pequeño simio alado que figuraba el Amor, pinturas militares que databan aún del tiempo en que había guerras en las que se veían terribles gorilas con uniformes galoneados. Los simios habían tenido también sus impresionistas y algunos contemporáneos se lanzaban al arte abstracto. Todo esto lo había descubierto en mi jaula, a la luz de mi lamparilla. No podía asistir decentemente más que a espectáculos al aire libre. Zira me había llevado a ver un juego parecido a nuestro fútbol, un encuentro de boxeo entre dos gorilas que me había hecho estremecer y una reunión de atletismo en la que unos chimpancés se elevaban a una altura prodigiosa por medio de una percha.
Acepté visitar el zoo. Al principio, no experimenté sorpresa alguna. Los animales presentaban muchas analogías con los de la Tierra. Había felinos, paquidermos, rumiantes, reptiles y pájaros. Sí, observé una especie de camello de tres jibas y un jabalí que tenía cuernos de corzo, pero aquello no era para maravillarse después de lo que ya llevaba visto en el planeta Sóror.
Mi sorpresa empezó en el departamento de los hombres. Zira intentó disuadirme de acercarme allí, lamentando, según creo, haberme llevado al zoo, pero mi curiosidad era demasiado fuerte y tiré de la cadena hasta que ella cedió.
La primera jaula ante la cual nos detuvimos contenía, por lo menos, una cincuentena de individuos hombres, mujeres y niños, que se exhibían allí para mayor placer de los simios bodoques. Daban prueba de su actividad febril y desordenada, saltando, empujándose, ofreciéndose en espectáculo, entregándose a mil bufonadas.
Era propiamente un espectáculo. Ellos trataban de atraerse la buena disposición de los pequeños simios que rodeaban la jaula y les tiraban de vez en cuando frutos o trozos de pastel que una simia vieja vendía a la entrada del jardín. El que obtenía la recompensa era el que, ya fuese adulto o niño, lograse el mejor truco -escalar las rejas, andar a cuatro patas, andar sobre las manos- y cuando aquélla caía en medio del grupo había empujones, arañazos y cabellos arrancados, todo subrayado con gritos agudos de animales enfurecidos.
Algunos hombres, más quietos, no se mezclaban en el tumulto. Se mantenían apartados, cerca de las rejas, y cuando veían a un simio niño meter las manos en la bolsa tendían hacia él una mano implorante. El pequeño, muchas veces, retrocedía asustado, pero sus padres o sus amigos mayores se burlaban de él hasta que se decidía temblando a dar la recompensa al hombre en la mano.
La aparición de un hombre fuera de la jaula motivó alguna sorpresa tanto entre los prisioneros como entre los simios presentes. Los primeros interrumpieron momentáneamente sus saltos para examinarme recelosos, pero como yo me mantenía quieto rechazando con dignidad las limosnas que los niños me ofrecían, unos y otros se desinteresaron pronto de mí y pude observarlo todo a mi gusto. La liviandad de aquellas criaturas me repugnaba y me sentía enrojecer de vergüenza al comprobar, una vez más, lo mucho que se me parecían físicamente.
Las otras jaulas ofrecían el mismo espectáculo degradante. Iba ya a dejarme arrastrar por Zíra con la muerte en el alma cuando, de repente, reprimí a duras penas una exclamación de sorpresa. Allí, delante de mí, entre el rebaño, estaba él, propiamente él, mi compañero de viaje, el jefe y alma de nuestra expedición, el famoso profesor Antelle. Había sido capturado como yo y. probablemente menos afortunado, vendido al zoo.
Fue tal mi alegría al verlo vivo que las lágrimas asomaron a mis ojos, pero me estremecí al ver la condición a que había sido reducido Mí emoción, poco a poco, se transformó en un estupor doloroso cuando me di cuenta de que se comportaba exactamente igual que los otros. A pesar de lo inverosímil de este comportamiento, era forzoso creer en el testimonio de mis ojos. Él formaba parte de aquel grupo de hombres que no intervenían en los tumultos, sino que tendían la mano a través de los barrotes en un gesto de mendigo. Lo observé en el momento en que se disponía a obrar así y comprobé que nada en su actitud dejaba entrever su verdadera naturaleza. Un simio pequeño le dio una fruta. El sabio la cogió, se sentó con las piernas cruzadas y empezó a devorarla con glotonería mientras miraba a su bienhechor con ojos ávidos, como si esperase otro gesto generoso. Al ver esto, lloré otra vez. En voz baja le expliqué a Zira los motivos de mi pena. Habría querido acercarme y hablarle, pero ella me disuadió de ello con energía. No podía hacer nada por él y, con la emoción del encuentro, corríamos el riesgo de producir un escándalo perjudicial a nuestros intereses comunes y que podría destruir nuestros propios planes.
-Después del Congreso -me dijo ella-, cuando habrás sido reconocido y aceptado como un ser racional, nos ocuparemos de él.
Tenía razón y me dejé llevar con gran pesar. Camino del coche le conté quién era el profesor Antelle y la reputación que tenía entre el mundo sabio de la Tierra. Permaneció pensativa un rato y me prometió que haría todo lo posible para que el profesor Antelle fuera sacado del zoo. Me devolvió al Instituto algo reconfortado, pero aquella tarde rechacé la comida que me trajeron los gorilas.
CAPITULO VII
La semana que precedió al Congreso, Zaíus me hizo numerosas visitas multiplicando los tests ridículos y su secretaria llenó varios carnets con observaciones y conclusiones que me concernían. Tuve gran cuidado, con toda hipocresía, de no mostrarme más listo de lo que él deseaba.
Por fin llegó la fecha tan esperada, pero fue solamente el tercer día del Congreso cuando vinieron a buscarme, ya que los simios dedicaron los primeros a debates técnicos. Zira me tenía al corriente de sus trabajos. Zaíus había ya leído un informe presentándome como un hombre de instintos particularmente agudos, pero concluyendo con la afirmación de una falta total de conciencia. Cornelius le hizo algunas preguntas pérfidas para saber cómo explicaba en este caso algunos aspectos de mí conducta. Esto reanimó viejas querellas y la última discusión había sido bastante borrascosa. Los sabios estaban divididos en dos bandos, los que negaban toda clase de alma a un animal y los que veían, solamente una diferencia de grado entre la psiquis de las bestias y la de los simios. Como se comprende, nadie sospechaba la verdad total, salvo Cornelius y Zira. Sin embargo, el informe de Zaíus relataba algunos rasgos tan sorprendentes que sin que aquel imbécil se diera cuenta de ello turbaba a algunos espectadores imparciales, aunque no a los sabios condecorados, y por la ciudad empezó a circular el rumor de que había sido descubierto un hombre extraordinario.
Zira, al hacerme salir de la jaula, me murmuró al oído:
-Habrá el lleno de los grandes días y la totalidad de la Prensa. Todos están alerta y presienten un acontecimiento insólito. Esto es magnífico para tí. ¡Valor!
Necesitaba su apoyo moral. Me sentía terriblemente nervioso. Había estado repasando mi discurso toda la noche. Me lo sabía de memoria y tenía que convencer a los más cerriles, pero estaba aterrorizado por el temor de que no me dejasen hablar.
Los gorilas me llevaron a un camión enrejado en el que me encontré en compañía de algunos otros sujetos humanos que también habían sido considerados dignos de ser presentados a la docta asamblea por alguna particularidad. Llegamos ante un enorme edificio rematado por una cúpula. Nuestros guardianes nos hicieron entrar en un vestíbulo provisto de jaulas, anejo a la sala de reuniones. Allí esperamos la venia de los señores sabios. De vez en cuando, un gorila majestuoso, revestido de una especie de uniforme negro, empujaba la puerta y gritaba un número. Entonces los guardianes ponían un collar con cadena a uno de los hombres y se lo llevaban. Mi corazón saltaba a cada aparición del ujier. Por la puerta entreabierta penetraba un confuso murmullo procedente de la sala, mezclado ocasionalmente con exclamaciones y también con aplausos.
Los sujetos eran retirados inmediatamente después de su presentación y acabé por quedar solo en el vestíbulo con los guardias, repasando febrilmente las partes principales de mi discurso. Me habían guardado para el final, como una estrella. El gorila negro apareció por última vez y llamó mi número. Me levanté espontáneamente, cogí de las manos del guardián sorprendido el collar que iba a ponerme y lo sujeté yo mismo. Así, entre dos guardias de corps, entré con paso firme en la sala de reuniones. Cuando estuve dentro, me detuve, deslumbrado y desconcertado.
Desde mi llegada al planeta Sóror había visto muchos espectáculos extraños. Creía estar acostumbrado a la presencia de los simios y a sus manifestaciones hasta el punto de no poder ya sorprenderme. No obstante, ante la singularidad y las proporciones de la escena que se ofrecía a mis miradas, fui presa del vértigo y me pregunté una vez más si no estaría soñando.
Estaba en el fondo de un gigantesco anfiteatro, que, sin saber por qué, me hizo pensar en el infierno cónico de Dante, en el que todas las gradas, alrededor y encima de mí, estaban ocupadas por simios. Había allí varios millares de ellos. Nunca había visto tantos simios juntos. Su número iba mucho más allá de los sueños más locos de mi pobre imaginación terrestre, su número me aplastaba.
Me tambaleé y traté de rehacerme buscando algún hito entre aquella multitud. Los guardianes me empujaban hacia el centro del círculo, que parecía una pista de circo sobre la que se hubiera montado un tablado. Giré lentamente sobre mí mismo. Hileras de simios se elevaban hasta el techo, que me pareció de una altura prodigiosa. Los asientos más próximos estaban ocupados por los miembros del Congreso, todos ellos sabios galardonados, vestidos con pantalón a rayas y levitas oscuras, todos condecorados, casi todos de una edad venerable y casi todos orangutanes. Sin embargo, distinguí entre ellos un pequeño número de gorilas y de chimpancés. Busqué a Cornelius, pero no supe verle.
Más allá de las autoridades, detrás de una balaustrada, varias filas estaban reservadas para los colaboradores subalternos de los sabios. Al mismo nivel se había habilitado una tribuna para los periodistas y los fotógrafos. Por fin, más arriba aún, detrás de otra barrera, se apretujaba la muchedumbre, un público simiesco que me pareció muy excitado a juzgar por la densidad de los murmullos que saludaron mi aparición.
Intenté descubrir a Zira, que tenía que encontrarse entre los asistentes. Sentía la necesidad de que su mirada me sostuviera. También en esto tuve una decepción y no pude ver ni un solo simio familiar entre la legión que me rodeaba.
Concentré mi atención en los pontífices. Cada uno estaba sentado en un sillón tapizado de rojo mientras que los demás sólo tenían derecho a sillas o bancos. Su aspecto me recordaba en gran manera el de Zaíus. Con la cabeza baja, casi al nivel de los hombros y unos brazos desmesurados, medio doblados y puestos sobre una carpeta, emborronaban de vez en cuando algunas notas a menos que estuvieran haciendo un dibujo pueril. Por contraste con la excitación que reinaba arriba, me parecieron amodorrados. Tuve la impresión de que mi entrada y el anuncio que de la misma se hacía por medio de un altavoz llegaban en el momento de despertar su atención medio dormida. En realidad, recuerdo haber visto a tres de aquellos orangutanes sobresaltarse y levantar bruscamente el cuello como si los arrancaran de un sueño profundo.
No obstante, estaban bien despiertos. Mi presentación debía ser el plato fuerte de la reunión y me sentía el blanco de millares de ojos simiescos con expresiones diversas que iban de la indiferencia al entusiasmo.
Mis guardianes me hicieron subir al estrado donde había sentado un gorila de buena estampa. Zira me había explicado que el Congreso estaba presidido no por un sabio, como sucedía cuando los simios de la ciencia, dejados a sí mismos, se entregaban a discusiones sin fin que no conducían nunca a una conclusión práctica, sino por un organizador. A la izquierda de este personaje importante estaba su secretario, un chimpancé que tomaba notas para el acta de la sesión, y a su derecha se sentaban los sabios a los que les había llegado la vez de exponer su tesis o de presentar un sujeto. Zaíus acababa de ocupar este asiento, saludado con unos cuantos aplausos.
Gracias a un sistema de altavoces combinados con potentes reflectores, los que ocupaban las gradas más altas no perdían ningún detalle de lo que sucedía en el estrado.
El gorila agitó la campanilla y cuando se hubo hecho el silencio declaró que concedía la palabra al ilustre Zaíus para que presentara el sujeto sobre el cual había informado ya a la asamblea. El orangután se levantó, saludó y empezó a hablar. Durante todo el tiempo, yo me esforzaba en adoptar una actitud tan comprensiva como me era posible. Cuando habló de mí, me incliné llevándome la mano al pecho, lo que levantó un principio de hilaridad prontamente reprimido por la campanilla del presidente. Comprendí rápidamente que en nada ayudaba a mi causa con tales facerías, que podían ser interpretadas como el simple resultado de un buen amaestramiento, y me mantuve quieto esperando el final de su exposición.
Zaíus recordó las conclusiones de su informe y anunció las proezas que iba a hacerme ejecutar, a cuyo fin había hecho preparar sobre el estrado los accesorios de sus malditos experimentos. Terminó diciendo que también era yo capaz de repetir algunas palabras como ciertos pájaros y que esperaba poder hacerme ejecutar este truco ante la asamblea. Seguidamente cogió la caja de cerraduras múltiples y me la presentó. Pero en vez de hacer correr las cerraduras me entregué a otra clase de ejercicio.
Había llegado mi hora. Levanté la mano y tirando suavemente de la cadena que me sujetaba el guardián me acerqué a un micrófono y me dirigí al presidente.
-Muy ilustre presidente -dije en mi mejor lengua simia-, abriré esta caja con el mayor placer y ejecutaré también gustosamente todos los trucos del programa. No obstante, antes de entregarme a este quehacer, un poco fácil para mí, solicito su autorización para hacer una declaración que, se lo prometo, sorprenderá a esta asamblea.
Había articulado muy distintamente mis palabras, de manera que no se perdió ninguna. El resultado fue el que esperaba. Todos los simios quedaron como aplastados en su sitio, aturdidos, reteniendo la respiración. Incluso los periodistas se olvidaron de tomar notas y ningún fotógrafo tuvo suficiente presencia de espíritu para enfocarme en aquel instante histórico.
El presidente me miraba estúpidamente. En cuanto a Zaíus, parecía rabioso.
-Señor presidente -aulló-, protesto...
Pero se calló en seco, ante el ridículo que hubiera corrido al entablar una discusión con un hombre. Yo me aproveché de ello para tomar de nuevo la palabra.
-Señor presidente, insisto con el más profundo respeto, pero con energía, para que me sea concedido este favor. Cuando me haya explicado, juro que entonces me doblegaré a las exigencias del muy ilustre Zaíus.
Rompiendo el silencio, un huracán sacudió la asamblea. Una tempestad de locura pasó por las gradas transformando a todos los simios en una masa histérica en la que se mezclaban las exclamaciones, las risas, los comentarios y los hurras, en medio de un crepitar continuo del magnesio, ya que, al fin, los fotógrafos se habían recobrado de su sorpresa. El tumulto duró cinco minutos buenos durante los cuales el presidente, que había recobrado también su sangre fría, no dejó de mirarme. Por fin, tomó una decisión y agitó la campanilla. Después dijo tartamudeando:
-Yo... no sé exactamente cómo debo llamarle.
-Llámeme señor -dije yo.
-Sí, bien... señor... Ante un caso tan excepcional, considero que el congreso científico que tengo el honor de presidir debe escuchar su declaración.
Una nueva ola de aplausos saludó la sabiduría de esta decisión. Yo no quería más. Me planté muy erguido en el estrado, puse el micrófono a la altura de mí boca y pronuncié el siguiente discurso:
CAPITULO VIII
«Ilustre presidente, nobles gorilas, sabios orangutanes, ingeniosos chimpancés, ¡oh, simios!, permitid que un hombre se dirija a vosotros.
»Ya sé que mi presencia es grotesca, mi forma repulsiva, mi perfil bestial, mi olor infecto y el color de mi piel repugnante. Sé que la vista de este cuerpo ridículo es una ofensa para vosotros, pero sé también que me dirijo a los más sabios y a los más discretos de todos los simios, a aquellos cuyo espíritu es capaz de elevarse por encima de las impresiones sensibles y de percibir la esencia sutil del ser por encima de una lastimosa envoltura material...»
La humildad pomposa de este exordio me había sido impuesta por Zira y Cornelius, que sabían era propia para conmover a los orangutanes. En medio de un silencio profundo proseguí:
«Oídme, ¡oh, simios!, porque yo hablo, y no como un loro o un mecanismo, os lo aseguro. Pienso y hablo y comprendo tan bien lo que me decís como lo que digo yo mismo. Más adelante, si sus señorías se dignan interrogarme, será para mí un placer contestar a sus preguntas lo mejor que sepa.
»Antes que nada, quiero revelaros esta verdad asombrosa: no sólo soy una criatura que piensa, no sólo existe un alma en este cuerpo humano, sino que vengo de un planeta lejano, de la Tierra, de aquella Tierra donde, por una fantasía inexplicable de la Naturaleza, son los hombres los que detentan la razón y la sabiduría. Pido permiso para precisar el lugar de mi origen, no ciertamente para los ilustres doctores que veo a mi alrededor, sino para algunos de mis auditores que tal vez no están familiarizados con los diversos sistemas estelares.»
Me acerqué a una pizarra y, ayudándome de algunos esquemas, describí lo mejor que supe el sistema solar y fijé su posición en la galaxia. Mi exposición fue también escuchada con religioso silencio. Pero cuando, al terminar mi croquis, sacudí varias veces una mano contra la otra, para hacer caer el polvillo del yeso, mi gesto suscitó un entusiasmo ruidoso entre el público de las gradas superiores. Cara al público proseguí mi discurso:
«Así pues, en aquella Tierra, en la raza humana se encarnó el espíritu. Así es y yo no puedo hacer nada para cambiarlo. Mientras que los simios, y desde que he descubierto vuestro mundo me siento muy turbado por ello..., mientras que los simios se han quedado allí en estado salvaje, los hombres son los que han evolucionado. Es en el cráneo de los hombres donde se ha desarrollado y organizado el cerebro. Son los hombres los que han inventado el lenguaje, descubierto el fuego y utilizado las herramientas. Son ellos los que ordenaron mi planeta y transformaron su faz, ellos los que han establecido una civilización tan refinada que, en muchos aspectos, ¡oh, simios!, sé parece a la vuestra...»
Al llegar aquí, empecé a dar múltiples ejemplos de nuestras realizaciones. Describí nuestras ciudades, nuestras industrias, nuestros medios de comunicación, nuestros Gobiernos, nuestras leyes, nuestras distracciones. Después me dirigí más especialmente a los sabios y traté de darles una idea de nuestras conquistas, en el noble terreno de las ciencias y las artes. Mi voz se iba afirmando a medida que hablaba. Empezaba a sentir como una especie de embriaguez, como un propietario haciendo inventario de sus riquezas.
Llegué luego al relato de mis propias aventuras. Expliqué cómo había llegado al mundo de la Betelgeuse y al planeta Sóror, cómo había sido capturado, enjaulado, cómo traté de entar en contacto con Zaíus y cómo, seguramente por mi falta de ingenio, mis esfuerzos habían sido en vano. Mencioné, por fin, la perspicacia de Zira, su ayuda preciosa y la del doctor Cornelius. Y terminé así:
«He aquí lo que quería deciros, ¡oh, simios! A vosotros os toca ahora decidir si debo ser tratado como un animal y acabar mis días en una jaula, después de aventuras tan excepcionales. Sólo me queda por añadir que he venido a vosotros sin ninguna intención hostil, animado únicamente por el espíritu de descubierta. Desde que he aprendido a conoceros, me sois extraordinariamente simpáticos y os admiro con toda mí alma. He aquí, pues, el plan que sugiero a los grandes espíritus de este planeta. Puedo ciertamente seros útil por mis conocimientos terrenales. Por mi parte, he aprendido más cosas en algunos meses de jaula en vuestro planeta que en toda mi existencia anterior. Unamos nuestros esfuerzos. Establezcamos contacto con la Tierra. Marchemos, simios y hombres, dándonos las manos y ninguna potencia, ningún secreto del cosmos, podrá resistirnos.»
Me detuve, agotado, en un silencio absoluto. Me volví maquinalmente hacia la mesa del presidente, cogí el vaso de agua que estaba allí encima y lo vacié de un trago. Como el hecho de frotarme las manos, este simple gesto produjo un enorme efecto y fue la señal del tumulto. De repente, se produjo en la sala una ola de entusiasmo que ninguna pluma sabría describir. Sabía que me había ganado el auditorio, pero no había pensado que una asamblea pudiera manifestarse con tanto ruido. Me quedé completamente aturdido, pero con la suficiente sangre fría para poder observar una de las causas de aquel alboroto fantástico: los simios, exuberantes por naturaleza cuando un espectáculo les gusta, aplauden con las cuatro manos. Tenía, pues, a mi alrededor, un torbellino de criaturas endiabladas, en equilibrio sobre los muslos, chocando los cuatro miembros con frenesí, de tal modo que parecía que la cúpula iba a hundirse en medio de aullidos sobre los que dominaba la voz grave de los gorilas. Fue una de mis últimas visiones de aquella sesión memorable. Me sentí vacilar. Miré con inquietud a mi alrededor. Zaíus acababa de dejar su sitio para pasearse por el estrado, con las manos detrás de la espalda, como lo hacía ante mi jaula. Como en un sueño, vi su sillón vacío y me dejé caer en él. Saludó esta acción una nueva salva de aclamaciones que apenas tuve tiempo de oír antes de desmayarme.
CAPITULO IX
No recobré el conocimiento hasta mucho más tarde, tanta había sido la tensión a que me habían sometido en la asamblea. Me encontré en una habitación, tendido en una cama. Zira y Cornelius me cuidaban mientras que unos gorilas de uniforme mantenían apartados a un grupo de periodistas y curiosos que intentaban acercarse.
-¡Magnífico! -murmuró Zíra en mi oído-. ¡Has ganado!
-Ulises -me dijo Cornelius-, vamos a hacer grandes cosas juntos.
Me comunicó que el Gran Consejo de Sóror acababa de celebrar una sesión extraordinaria y había decidido mi liberación inmediata.
-Ha habido algunos que se oponían -añadió-, pero la opinión pública lo exigía y no podían hacer otra cosa.
Habiendo pedido él mismo, y obtenido, tenerme como colaborador, se frotaba las manos pensando en la ayuda que yo le proporcionaría en sus investigaciones.
-Aquí es donde vivirá. Espero que este apartamento le agradará. Está situado muy cerca del mío, en un ala del Instituto reservada al personal superior.
Paseé una mirada a mi alrededor. Creí soñar. La cámara era muy confortable. Nos hallábamos al principio de una nueva era. Después de haber deseado tanto este instante, me sentí invadido por una especie de nostalgia extraña. Mi mirada encontró la de Zira y comprendí que la astuta simia adivinaba mi pensamiento.
Sonrió forzadamente.
-Evidentemente, aquí no tendrás a Nova. Me ruboricé, me encogí de hombros y me senté en la cama. Había recobrado mis fuerzas y tenía prisa por emprender mi nueva vida.
-¿Te sientes bastante fuerte para asistir a una pequeña reunión? -me preguntó Zira-. Hemos invitado a unos cuantos amigos, todos chimpancés, para celebrar este gran día.
Contesté que nada me daría mayor placer, pero que ya no quería andar más desnudo. Me di cuenta entonces que llevaba un pijama. Cornelius me había prestado uno de los suyos. Pero si, en un caso de urgencia, podía endosarme un pijama del chimpancé, habría estado completamente grotesco con uno de sus trajes.
-A partir de mañana tendrás un guardarropa completo y esta misma tarde un traje apropiado. He aquí el sastre.
Entró un chimpacé de corta talla y me saludó con gran cortesía. Supe que durante mi desvanecimiento los mejores sastres se habían disputado el honor de vestirme. Aquél era el de más reputación, tenía por clientes a los más grandes gorilas de la capital.
Admiré su destreza y rapidez. En menos de dos horas había logrado confeccionarme un traje aceptable. Experimenté una gran sorpresa al verme vestido y Zira me miraba con los ojos muy abiertos. Mientras el artista daba algunos retoques, Cornelius hizo entrar a los periodistas que se peleaban en la puerta. Durante más de una hora fui puesto en la picota, acribillado a preguntas, ametrallado por las cámaras fotográficas y obligado a dar los detalles más salientes del planeta Tierra y de la vida que los hombres llevaban en ella. Me presté de buena gana a aquella entrevista. Siendo yo periodista, comprendía lo interesante que resultaba yo para aquellos colegas y sabía que la Prensa era una potente ayuda para mí.
Era ya tarde cuando se retiraron. Íbamos a salir para encontrarnos con los amigos de Cornelius cuando nos retuvo la llegada de Zanam. Debía de estar al corriente de los últimos acontecimientos, porque me saludó respetuosamente. Buscaba a Zíra para decirle que allá abajo las cosas no iban muy bien. Furiosa por mi prolongada ausencia, Nova armaba un gran escándalo. Su nerviosidad se había contagiado a los demás prisioneros y ni con la pica podían calmarlos.
-Ya voy -dijo Zira-. Espérenme aquí. Le dirigí una mirada suplicante. Ella vaciló y se encogió de hombros.
-Acompáñame si quieres -dijo-. Después de todo, eres libre y tú sabrás calmarla mejor que yo.
Entré en la sala de las jaulas con Zira. Los prisioneros se calmaron tan pronto me vieron y un curioso silencio sucedió al tumulto. A pesar de mis vestidos, ciertamente me reconocían y parecían comprender que estaban ante un suceso milagroso.
Me dirigí temblando hacia la jaula de Nova, la mía. Me acerqué a ella, le sonreí y le hablé. Por un momento tuve la impresión de que seguía mi pensamiento y que iba a contestarme. Esto era imposible, pero mi sola presencia la había calmado, igual que a los otros. Aceptó un terrón de azúcar que le ofrecí y lo devoró mientras yo me alejaba apesadumbrado.
De aquella fiesta, que tuvo lugar en un cabaret de moda, pues Cornelius decido imponerme de una vez a la sociedad simiesca, ya que estaba destinado a vivir entre ella, guardo sólo un recuerdo confuso y bastante turbador.
La confusión provenía del alcohol que empecé a tomar tan pronto como llegué y al cual mi organismo no estaba ya acostumbrado. El efecto turbador era una sensación insólita que, más adelante, volvería a experimentar en muchas ocasiones. No puedo describirla más que como una debilidad progresiva de mi espíritu, de la naturaleza simiesca de los personajes que me rodeaban, en beneficio de la función o del papel que tenían que desempeñar en la sociedad. Por ejemplo, en el maítre que se acercó con obsequiosidad para acompañarnos a nuestra mesa, veía yo solamente el maítre y el gorila tenía tendencia a esfumarse. Una vieja mona, escandalosamente maquillada, se borraba para quedar sólo la vieja coqueta, y cuando bailaba con Zira, olvidaba totalmente su condición de simia, hasta no sentir más que el talle de una bailadora entre mis brazos. La orquesta de chimpancés no era ya más que una orquesta corriente y los simios elegantes que hacían ingeniosos juegos de palabras a mi alrededor no eran ya más que simple gente de mundo.
No insistiré sobre la sensación que les produjo mi presencia entre ellos. Era el blanco de todas las miradas. Tuve que firmar autógrafos a numerosas personas, y los dos gorilas que Cornelius había tenido la prudencia de hacer venir con nosotros tuvieron mucho trabajo en defenderme contra un torbellino de monas de todas las edades que se disputaban el honor de brindar o bailar conmigo.
La noche estaba ya muy avanzada. Yo estaba medio ebrio cuando de repente me vino a la cabeza el recuerdo del profesor Antelle. Me sentí sumergido en negros remordimientos. No me faltaba mucho para ponerme a verter lágrimas sobre mi infame conducta al pensar que allí estaba yo dívirtiéndome y bebiendo con unos monos cuando mí compañero se consumía sobre la paja de una jaula.
Zira me preguntó entonces qué era lo que me entristecía y se lo dije. Cornelius me dijo que se había informado con respecto al profesor y que aquél se encontraba bien de salud. Nada se opondría a que fuera puesto en libertad. Declaré con energía que no podía esperar ni un minuto más sin darle la buena noticia.
-Después de todo -dijo Cornelius después de haber reflexionado-, no se le puede negar nada en un día como éste. Vamos allá. Conozco al director del zoo.
Salimos los tres del cabaret y nos fuimos al jardín. El director, una vez despierto, fue la amabilidad personificada. Conocía mí historia. Cornelius le informó de la verdadera personalidad de uno de los hombres que tenía en la jaula. No podía acabar de creerlo, pero tampoco él quería negarme nada. Tendríamos, claro está, que esperar el día y llenar algunas formalidades antes de poder liberar al -profesor, pero nada se oponía a nuestra entrevista inmediata. Se ofreció a acompañarnos.
Rompía el día cuando llegamos ante la jaula donde el infortunado profesor vivía como una bestia, en medio de una cincuentena de hombres y mujeres. Éstos dormían aún, reunidos por parejas o en grupos de cuatro o cinco. Abrieron los ojos cuando el director encendió la luz.
No tardé mucho en descubrir a mi compañero. Estaba echado en el suelo igual que los demás, fuertemente pegado al cuerpo de una muchacha bastante joven, según me pareció. Al verlo de aquella manera, me estremecí y, al mismo tiempo, me estremecí al considerar la abyección en que yo había vivido durante cuatro meses.
Estaba tan emocionado que ni siquiera podía hablar. Los hombres, ahora despiertos, no demostraban sorpresa alguna. Estaban amansados y bien amaestrados, y empezaron a ejecutar sus trucos de costumbre en la espera de alguna recompensa. El director les tiró unos trozos de pastel. Hubo también empujones y alboroto como durante el día, mientras que los más sabios adoptaban su posición favorita, acurrucados cerca de los barrotes, tendiendo la mano implorante.
El profesor Antelle imitó a estos últimos. Se acercó todo lo posible al director y mendigó una golosina. Este comportamiento indigno me produjo gran desasosiego, que se transformó pronto en una angustia indecible. Estaba a tres pasos de mí, me miraba y parecía no reconocerme. Sus ojos, antes tan vivos, habían perdido su expresión y sugerían la misma nada espiritual que los de los demás cautivos. Sólo vi en ellos, con terror, un poco de emoción, la misma, exactamente la misma que suscitaba la presencia de un hombre vestido entre los cautivos.
Hice un esfuerzo violento y por fin logré hablar para disipar aquella tremenda pesadilla.
-Profesor -dije-, soy yo, Ulises Mérou. Estamos salvados. He venido a decírselo...
Me detuve, desconcertado. Al sonido de mi voz, había tenido el mismo reflejo que los hombres del planeta Sóror. Había tendido bruscamente el cuello dando un paso hacia atrás.
-Profesor, profesor Antelle -insistí, desolado-. Soy yo, Ulises Mérou, su compañero de viaje. Estoy libre y usted también lo estará dentro de algunas horas. Los simios que ve usted aquí son amigos míos. Saben quiénes somos y nos acogen como hermanos.
No contestó una sola palabra. No dio pruebas de haberme comprendido, pero con un nuevo movimiento furtivo, parecido al de un animal asustado, retrocedió un poco más.
Yo estaba desesperado y los simios parecían muy intrigados. Cor-nelius frunció el ceño, como si buscara la solución de un problema. Pensé que quizás el profesor, asustado de su presencia, podía estar fingiendo. Les pedí que se alejaran y me dejaran solo con él, lo que hicieron de buena gana. Cuando hubieron desaparecido di la vuelta a la jaula para acercarme al lugar donde el profesor se había refugiado y le hablé otra vez.
-Maestro -imploré-, comprendo su prudencia. Ya sé a qué se exponen los hombres de la Tierra en este planeta. Pero estamos solos, se lo juro, y sus desgracias han terminado. Soy yo quien se lo dice, yo, su compañero, su discípulo, un amigo, yo, Ulises Mérou.
Dio otro salto hacia atrás dirigiéndome unas miradas furtivas. Entonces, como yo me quedase allí, temblando, no sabiendo ya qué palabras emplear para convencerle, su boca se entreabrió.
¿Había llegado por fin a convencerle? Lo miré jadeando de esperanza. Pero me quedé mudo de horror ante la forma con que expresó su emoción. Ya he dicho que había entreabierto la boca, pero no se trataba del gesto voluntario de una persona que se dispone a hablar. De aquella boca salió un sonido de garganta, parecido a los que emitían los hombres extraños de aquel planeta para expresar la satisfacción o el miedo. Allí, delante de mí, sin mover los labios y mientras el miedo me atenazaba el corazón, el profesor Antelle me contestó con un largo aullido.
TERCERA PARTE
CAPITULO PRIMERO
Me desperté temprano, después de un sueño agitado. Me revolví tres o cuatro veces en la cama y me froté los ojos antes de recobrar la plena consciencia, mal acostumbrado aún a la vida civilizada que llevaba desde hacía un mes, inquieto cada mañana al no oír el crujido de la paja y no sentir el cálido contacto de Nova.
Por fin recobré mis facultades. Ocupaba uno de los apartamentos más confortables del Instituto. Los simios se habían mostrado generosos. Tenía una cama, un cuarto de baño, vestidos, libros, un aparato de televisión. Leía todos los periódicos, estaba libre, podía salir, pasearme por las calles, asistir a cualquier espectáculo. Mi presencia en algún lugar suscitaba siempre un interés considerable, pero la emoción de los primeros días empezaba a desvanecerse.
Ahora Cornelius era el gran maestro científico del Instituto. Zaíus había sido sustituido, pero le habían dado un nuevo cargo y una nueva condecoración, y el prometido de Zira había sido nombrado en su lugar. De ello había resultado un rejuvenecimiento de los cuadros, una promoción general del partido chimpancé y una recrudescencia de las actividades en todos los trabajos. Zira había sido nombrada adjunta al nuevo director.
En cuanto a mí, participaba en las investigaciones de los sabios, no ya en calidad de cobaya como antes, sino como colaborador. Cornelius había logrado obtener este favor a costa de muchas dificultades y grandes reticencias por parte del Gran Consejo. Las autoridades parecían reacias a admitir mi naturaleza y origen.
Me vestí rápidamente, salí de mi habitación y me dirigí hacia el edificio del Instituto, donde antes había estado prisionero al servicio de Zira y que ella seguía dirigiendo, a pesar de sus nuevas funciones. Había empezado allí un estudio sistemático de los hombres con la autorización de Cornelius.
Heme aquí en la nave de las jaulas paseando de un extremo a otro del pasillo, ante las rejas, como uno de los amos de aquel planeta. ¿Debo confesar que hacía allí frecuentes visitas, mucho más frecuentes de lo que exigían los estudios? Tal vez la permanencia en el ambiente simiesco se me hacía pesada y hallaba allí algo así como un refugio.
Los cautivos me conocían bien y admitían mí autoridad. ¿Hacían alguna diferencia entre Zira y yo y los guardianes que les llevaban la comida? Así lo habría deseado, pero lo dudaba. En un mes, a pesar de toda mi paciencia y de mis esfuerzos, no conseguí hacerles ejecutar trucos superiores a los de los animales amaestrados. Un instinto secreto me advertía, no obstante, de que había en ellos mayores posibilidades.
Quería enseñarles a hablar. Era mi gran ambición. No llegué a lograrlo y solamente a duras penas pude hacer que algunos de ellos repitieran dos o tres sonidos monosilábicos, que es lo que en la Tierra se ha llegado a lograr de algunos chimpancés. Era muy poco, pero seguí obstinándome. Lo que me animaba era la insistencia de todas las miradas en buscar la mía, miradas que, desde hacía algún tiempo, parecían transformarse. Creí ver apuntar en ellas una cierta curiosidad de una esencia superior a la perplejidad animal.
Doy lentamente la vuelta a la sala, parándome ante cada uno de ellos. Les hablo suavemente, con paciencia. Ahora ya están acostumbrados a esta manifestación insólita, de parte mía. Parecen escuchar. Continúo algunos minutos, luego renuncio a las frases y pronuncio palabras sencillas, repitiéndolas cada vez en espera de un eco. Uno de ellos articula torpemente una sílaba, pero hoy ya no iremos más lejos. El sujeto se cansa pronto, abandona aquella tarea sobrehumana y se acuesta sobre la paja, como después de un trabajo agotador. Suspiro y paso a otro. LÍego por fin ante la jaula donde Nova vegeta ahora, solitaria y triste; triste o, por lo menos, esto es lo que quisiera creer, con mi suficiencia de hombre de la Tierra, esforzándome para descubrir este sentimiento en sus facciones admirables e inexpresivas. Zira no le ha dado ningún otro compañero y se lo agradezco.
Pienso con frecuencia en Nova. No puedo olvidar las horas pasadas en su compañía. Pero no he vuelto a entrar en la jaula. El respeto humano me lo prohibe. ¿No se trata de un animal? Ahora evoluciono por las altas esferas científicas. ¿Cómo podría darme una tal promiscuidad? Me ruborizo al recuerdo de nuestra intimidad anterior. Desde que he cambiado de campo, me siento incluso obligado a no testimoniarle más amistad que al resto de sus semejantes.
De todos modos, debo hacer constar que es un sujeto escogido, de lo cual me alegro. Obtengo con ella mucho mejor resultado que con los demás. Cuando me acerco a la jaula viene a pegarse a los barrotes y su boca se contrae en lo que casi podría pasar por una sonrisa. Antes incluso de que pueda yo abrir la boca, prueba a pronunciar las cuatro o cinco sílabas que ha aprendido. Evidentemente pone en ello una gran aplicación. ¿Está mejor dotada que los demás? ¿O es simplemente que mi contacto la ha pulido, haciéndola más apta para aprovechar mejor mis lecciones? Me complace pensar que es así.
Pronuncio su nombre y luego el mío designándonos alternativamente con el dedo. Ella esboza el mismo gesto. Pero, de repente, la veo cambiar de cara y enseña los dientes mientras oigo una ligera risa detrás de mí.
Es Zira que se burla, sin malicia, de mis esfuerzos y su presencia despierta siempre la cólera de la joven. La acompaña Cornelius. A éste le interesan mucho mis tentativas y viene con frecuencia para darse cuenta por sí mismo de los resultados. Hoy me busca por otro motivo. Tiene el aspecto bastante excitado.
-¿Le gustaría emprender un pequeño viaje conmigo, Ulises?
-¿Un viaje?
-Bastante lejos, casi a las antípodas. Unos arqueólogos han descubierto allí unas ruinas extremadamente curiosas, si he de creer los informes que nos llegan. Dirige las excavaciones un orangután y no se puede contar mucho con él para interpretar correctamente aquellos vestigios. Hay allí un enigma que me apasiona y que aporta elementos decisivos para ciertas investigaciones que he emprendido. La Academia me ha confiado una misión allí y creo que su presencia sería muy útil.
No veo en qué podré ayudarle, pero acepto gustoso esta ocasión de ver otros aspectos de Sóror. Me conduce a su despacho para darme nuevos detalles.
Estoy encantado de esta diversión que es una excusa para no terminar mi vuelta, porque me queda un prisionero que visitar: el profesor Antelle. Sigue siempre en el mismo estado, lo que hace imposible que sea puesto en libertad. No obstante, gracias a mí, lo han puesto, aislado, en una celda bastante confortable. Visitarlo es un deber penoso para mí. No corresponde a ninguna de mis constantes solicitudes y se comporta siempre como un perfecto animal.
CAPITULO II
Salimos una semana más tarde. Zira nos acompañaba, pero ella debía regresar al cabo de unos días para cuidar del Instituto en ausencia de Cornelíus. Éste pensaba quedarse algún tiempo en el lugar de las excavaciones, si éstas resultaban ser tan interesantes como preveía.
Se puso a nuestra disposición un avión especial, un aparato a reacción bastante similar a nuestros primeros tipos de esta clase, pero muy confortable, pues había un pequeño salón silencioso donde podía hablarse sin molestias. Es allí donde nos encontramos Zira y yo poco después de haber salido. Yo estaba contento de aquel viaje. Me había aclimatado ya completamente al mundo simiesco. No me había sorprendido ni asustado ver que aquel avión tan grande era pilotado por un simio. No pensaba más que en disfrutar del paisaje y del espectáculo de la salida de Betelgeuse. Habíamos alcanzado una altitud de unos diez mil metros. El aire era de una pureza notable y el astro gigante se destacaba en el horizonte, como nuestro Sol observado a través de una lente. Zira no se cansaba de admirarlo.
-¿Hay también madrugadas bellas como ésta en la Tierra? -me preguntó-. ¿Es que tu Sol es tan bello como el nuestro?
Le contesté que era más pequeño y no tan rojo, pero que suficiente para nuestras ambiciones. En cambio, nuestro astro nocturno era mayor y reflejaba una luz pálida más intensa que el de Sóror. Estábamos contentos como escolares de vacaciones, y yo bromeaba con Zira como con una amiga muy querida.
Cuando Cornelíus se nos unió, al cabo de unos momentos, casi me supo mal que viniera a estorbar nuestra conversación. Se le veía preocupado. Por otra parte, desde hacía algún tiempo estaba nervioso. Trabajaba enormemente prosiguiendo unas investigaciones personales que lo absorbían hasta el punto de provocarle, a veces, momentos de ausencia total. Había guardado siempre en secreto el objeto de estos trabajos y creo que Zira lo ignoraba como yo. Sólo sabía que tenían que ver con el origen del mono y que el sabio chimpancé iba apartándose cada día más de las teorías clásicas. Aquella mañana, por vez primera, me reveló algunos aspectos y no tardé en comprender por qué mi calidad de hombre civilizado era tan importante para él. Empezó por referirse a un punto que había sido debatido ya mil veces entre nosotros.
-¿Usted me ha dicho con toda certeza, Ulises, que en la Tierra los monos son verdaderos animales? ¿Que el hombre se ha elevado a un grado de civilización que iguala la nuestra y que, en algunos aspectos, incluso...? No tenga miedo de ofenderme, la ciencia no conoce el amor propio.
-...Sí, en muchos aspectos la supera. Esto es innegable. Una de las pruebas mejores es que estoy aquí. No parece que ustedes estén en situación de...
-Ya lo sé, ya lo sé -interrumpió con cansancio-. Ya hemos discutido todo eso. Estamos penetrando ahora en los secretos que ustedes ya han descubierto hace algunos siglos... Y no son sólo sus declaraciones las que me desazonan -siguió diciendo mientras recorría nerviosamente el pequeño salón-. Hace algún tiempo que me atormenta la intuición, una intuición nacida de ciertos indicios concretos, que en un pasado lejano otras inteligencias han tenido la llave de estos secretos aquí mismo, en este planeta.
Podría haberle dicho que esta impresión de redescubrimiento había afectado también a algunos cerebros de la Tierra. Quizás estaba extendida universalmente y quizá servía de base a nuestra creencia en un Dios. Pero no quise interrumpirle. Iba siguiendo un pensamiento aún bastante confuso que él expresaba en forma reticente.
-Inteligencias -repitió pensativo-, y que quizá no eran... Se interrumpió bruscamente. Tenía el aspecto desgraciado, como atormentado por la percepción de una verdad que su espíritu se resistía a aceptar.
-También me ha dicho usted que los simios en la Tierra tienen un espíritu de imitación muy desarrollado, ¿verdad?
-Nos imitan en todo lo que hacemos, quiero decir en aquellas acciones que no exigen un verdadero razonamiento. Tanto es así que para nosotros «hacer el mono» es sinónimo de imitar.
-Zira -murmuró Cornelius con una especie de postración-, ¿no es precisamente este espíritu de «monería» el que nos caracteriza también a nosotros?
Sin dejar tiempo a Zira de protestar, prosiguió con viveza:
-Esto empieza ya desde la infancia. Toda nuestra enseñanza está basada en la imitación.
-Son los orangutanes.
-¡Oh! Ellos tienen una importancia capital, ya que son ellos los que forman a la juventud con los libros. Obligan al simio niño a repetir todos los errores de sus antepasados. Esto explica la lentitud de nuestro progreso. Desde hace diez mil años somos siempre parecidos a nosotros mismos.
Esta lentitud de desarrollo en los simios merece unos comentarios. Al estudiar su Historia me había chocado notar diferencias importantes con el vuelo del espíritu humano. Es cierto que también nosotros hemos conocido una era de un estancamiento casi total.
Hemos tenido nuestros orangutanes, nuestra enseñanza falseada, nuestros programas ridículos y este período ha durado mucho tiempo.
Pero no tanto tiempo como el de los simios y, sobre todo, no en la misma etapa de evolución. La edad oscura de que se lamentaba el chimpancé se había extendido a unos diez mil años. Durante este tiempo no se había hecho ningún progreso notable, salvo, quizás, en el último medio siglo. Pero lo que para mí resultaba extremadamente curioso es que sus primeras leyendas, sus primeras crónicas, sus primeros recuerdos, testimoniaban una civilización ya muy avanzada, más o menos igual, en realidad, que la de ahora. Estos documentos de diez mil años de antigüedad probaban un conocimiento general y unas realizaciones comparables al conocimiento general y a las realizaciones actuales, y antes de ellos había una oscuridad total, ninguna tradición oral o escrita, ningún índice. En resumen, parecía como si la civilización simiesca hubiese hecho su aparición milagrosa de una sola vez, diez mil años antes, y que se hubiese conservado así, después, casi casi sin modificación. El simio se había acostumbrado a encontrar natural este hecho, sin imaginar un estado de consciencia distinto, pero un espíritu sutil como el de Cornelius se daba cuenta de que allí existía un enigma que le atormentaba.
-Hay simios capaces de creaciones originales -protestó Zira.
-Es cierto -admitió Cornelius-. Es cierto, sobre todo desde hace unos años. A la larga, el espíritu puede encarnar en el gesto. Incluso debe hacerlo. Es el curso de la evolución natural... pero lo que busco con pasión, lo que quiero encontrar, es cómo ha empezado todo esto. Hoy no me parece imposible que pueda haber sido simple imitación en el origen de nuestra era.
-¿Imitación de qué, de quién?
Había recobrado su aspecto reticente y bajó los ojos, creyendo quizás haber dicho demasiado.
-No puedo aún sentar conclusiones, me faltan pruebas -dijo finalmente-. Tal vez las encontremos en las ruinas de la ciudad sepultada. Según mis informes, existía hace más de diez mil años, en una época de la cual ignoramos todo.
CAPÍTULO III
Cornelius no me ha dicho nada más y creo que le repugna hacerlo, pero lo que entreveo ya en sus teorías me sume en una singular exaltación.
Lo que los arqueólogos han puesto al descubierto es una ciudad entera, una ciudad enterrada bajo las arenas de un desierto y de la que ya no quedan más que las ruinas. Pero tengo la convicción de que estas ruinas guardan un secreto prodigioso que he jurado descubrir. Esto ha de ser posible para quien sabe observar y reflexionar, cosa de la que el orangután que dirige las excavaciones no parece muy capaz. Ha acogido a Cornelius con el respeto debido a su alta situación, pero con un desdén casi apenas disimulado por su juventud y por las 'ideas originales que a veces emite.
Hacer investigaciones entre piedras que se desmenuzan a cada gesto y arena que se hunde bajo nuestros pasos es un trabajo de benedictino. Hace ya un mes que trabajamos en ello. Zira hace tiempo que se ha marchado, pero Cornelius se obstina en prolongar su estancia. Está tan apasionado como yo, persuadido de que es aquí, entre estos vestigios del pasado, que se encuentra la solución a los grandes problemas que lo atormentan.
Es, desde luego, sorprendente lo extenso de sus conocimientos. Ante todo, ha querido verificar por sí mismo la antigüedad de la población. Los simios tienen para ello métodos comparables a los nuestros, es decir, que ponen en juego nociones profundas de química, de física y de geología. En esto, el chimpancé estuvo de acuerdo con los sabios oficiales. La ciudad era muy vieja. Tiene bastante más de diez mil años, es decir, que constituye un documento único que tiende a probar que la civilización simiesca actual no ha salido de la nada por milagro.
Ha habido algo antes de la era actual. ¿Qué? Después de este mes de investigaciones febriles, nos sentimos decepcionados porque parece que aquella ciudad prehistórica no difiere mucho de las de hoy.
Hemos encontrado ruinas de casas, rastros de fábricas, vestigios que prueban que nuestros antepasados tenían automóviles y aviones, todo igual que los monos de nuestro tiempo. Esto hace remontar los orígenes del espíritu muy lejos en el pasado. No es todo lo que Cornelius esperaba, ni tampoco lo que esperaba yo,
Esta mañana, Cornelius me ha precedido a la cantera donde los obreros han puesto al descubierto una casa de muros gruesos hecha con una especie de cemento armado que parece mejor conservada que las demás. El interior está lleno de arena y de restos que han empezado a pasar por la criba. Ayer no habían encontrado más que lo corriente en otras secciones: fragmentos de tubería, de aparatos domésticos, de utensilios de cocina. Me entretengo un poco en el dintel de la tienda que comparto con el sabio. Desde allí, veo al orangután que da órdenes al jefe de equipo, un joven chimpancé, de mirada lista. No veo a Cornelius. Está en el foso con los obreros. Lo hace a menudo para evitar que cometan alguna tontería o que se les escape algún elemento importante.
He aquí justamente que sale del agujero y no tardo en darme cuenta de que ha hecho un descubrimiento excepcional. Tiene en las manos un pequeño objeto que no llego a distinguir. Ha apartado sin consideración alguna al viejo orangután que trataba de apoderarse del objeto y lo deja en el suelo con mil precauciones. Mira hacia mí y me hace señas expresivas. Al acercarme, me sorprende la alteración de sus rasgos.
-¡Ulises...! ¡Ulises...!
No le he visto nunca en tal estado. Casi no puede hablar. Los obreros, que han salido también del foso, forman círculo alrededor de su hallazgo y me impiden verlo. Se lo muestran con el dedo y parecen simplemente divertidos. Algunos ríen francamente. Casi todos son gorilas robustos. Cornelius los mantiene a distancia.
-¡Ulises!
-¿Qué pasa?
Veo el objeto depositado sobre la arena al mismo tiempo que él murmura con voz ahogada:
-¡Una muñeca, Ulises, una muñeca!
Es una muñeca, una simple muñeca de porcelana. Por un milagro se ha conservado casi intacta, con vestigios de cabellos y con los ojos que tienen todavía algún rastro de color. Para mí es una visión tan familiar que, de buenas a primeras, no comprendo la emoción de Cornelius. Necesito algunos segundos para comprender... ¡Ya está! De pronto, comprendo lo insólito del caso. Es una muñeca humana, que representa una niña, una niña de la Tierra. Pero me niego a dejarme arrastrar por quimeras. Antes de considerarlo un milagro hay que examinar todas las posibilidades de causas corrientes. Un sabio como Cornelius ha debido hacerlo. Veamos: entre las muñecas de los simios niños, hay algunas, pocas, pero algunas al fin, que tienen forma de animal e incluso humana. Por consiguiente, no es la sola presencia de la muñeca lo que ha podido emocionar así al sabio. Veamos aún: los juguetes de los simios pequeños que representan animales no están hechos de porcelana, y sobre todo, en general, no esten vestidos, por lo menos, nunca vestidos como seres racionales. Y esta muñeca, como os digo, está vestida como una muñeca de la Tierra -se distinguen bien los restos del vestido, del corsé, de la enagua y de los pantalones, vestida con el mismo gusto que pondría una niña de la Tierra en adornar su muñeca favorita, con el mismo cuidado que una niña simiesca pondría en vestir a su muñeca simia, un cuidado que nunca, nunca pondrían en vestir una muñeca de forma animal como la forma humana. Comprendo cada vez mejor la emoción de mi sutil amigo chimpancé.
Y esto no es todo. Este juguete presenta otra anomalía, otra cosa extraña que ha hecho reír a todos los obreros e incluso sonreír al orangután solemne que dirige las excavaciones. La muñeca habla. Habla como una muñeca de la Tierra. Al dejarla, Cornelius ha hecho jugar por azar el mecanismo que estaba intacto y la muñeca ha hablado. No ha hecho ningún discurso: ha pronunciado una simple palabra, una palabra de dos sílabas: pa-pá. Y lo repite nuevamente la muñeca cuando Cornelius la coge y le da varias vueltas entre sus manos ágiles. La palabra es igual en francés que en lenguaje simiesco, quizá también en otras lenguas de este cosmos misterioso y tiene el mismo significado. Papá dice otra vez la muñeca humana y es sobre todo esto lo que hace enrojecer el hocico de mi sabio compañero y me conturba de tal manera que tengo que hacer un esfuerzo para no gritar mientras me lleva aparte con su precioso hallazgo.
-¡Ese imbécil monstruo! -dice después de un largo silencio.
Sé de quién habla y comparto su indignación. El viejo orangután no ha visto en la muñeca más que un simple juguete de mona pequeña que un fabricante excéntrico que vivió en un pasado lejano dotó de sonido. Es inútil proponerle cualquier otra explicación. Cornelius ni siquiera lo intenta. La que se le ocurre a él le parece tan turbadora que se la guarda para sí. Ni tan sólo me dice nada a mí, aunque sabe bien que yo lo he adivinado.
Todo el resto del día permanece silencioso y soñador. Me da la impresión de que tiene miedo de seguir sus investigaciones y que lamenta sus confidencias. Pasada la primera excitación, le sabe mal que yo haya sido testigo de su hallazgo.
Al día siguiente tengo la prueba de que se arrepiente de haberme traído aquí. Después de una noche de reflexión me dice, evitando mi mirada, que ha decidido mandarme otra vez al Instituto, donde podré seguir estudios más interesantes que en estas ruinas. Mi billete de avión ya está tomado. Saldré dentro de veinticuatro horas.
CAPÍTULO IV
Supongamos que los hombres hayan reinado antes en este Planeta como dueños. Supongamos que una civilización humana parecida a la nuestra haya existido en Sóror hace más de diez mil años...
No es una hipótesis insensata, al contrarío. Apenas formulada siento la excitación que da encontrar la única pista buena entre todos los caminos engañosos. Es por esta vía que se encuentra la solución del irritante misterio simiesco. Me doy cuenta de que mi inconsciente había soñado siempre en una explicación de esta clase.
Estoy en el avión que me devuelve a la capital y me acompaña un secretario de Cornelius, un chimpancé poco hablador. Por mi parte, tampoco siento la necesidad de hablarle. El avión me predispone a la meditación. No encontraré mejor ocasión que este viaje para poner mis ideas en orden.
Supongamos, pues, la existencia lejana de una civilización parecida a la nuestra en el planeta Sóror. ¿Es posible que estas criaturas desprovistas de sabiduría la hayan perpetuado por un simple proceso de imitación? La contestación a esta pregunta me parece difícil, pero a fuerza de ir revolviéndola en mi cabeza se me ocurren una serie de argumentos que, poco a poco, van destruyendo su aspecto extravagante. Es una idea muy extendida en la Tierra que algún día podrán sucedemos máquinas muy perfeccionadas. No sólo es una idea corriente entre poetas y novelistas, sino entre todas las clases de la sociedad. Quizás el motivo de que irrite a los espíritus superiores es el estar tan extendida y haber nacido espontáneamente en la imaginación popular. Quizás es también por esta misma razón que encierra una parte de verdad. Sólo una parte, pues las máquinas serán siempre máquinas, el robot más perfeccionado no es más que un robot. Pero, ¿y si se trata de criaturas que poseen cierto grado de psique, como los monos? Precisamente los monos están dotados de un sentido agudo de imitación...
¿Qué es lo que caracteriza una civilización? ¿Es el genio excepcional? No. Es la vida de cada día, de todos los días... Demos prioridad al espíritu. Hagamos que lo primero sean las artes y, en primer plano, la literatura. ¿Es que la literatura está verdaderamente fuera del alcance de nuestros grandes monos superiores si admitimos que son capaces de juntar las palabras? ¿De qué está hecha nuestra literatura? ¿De obras maestras? La respuesta debe ser negativa. Se escribió un libro original -no se escriben muchos más de uno o dos cada siglo- y los hombres de letras lo imitan, es decir, lo copian, de manera que se publican centenares de miles de obras que tratan exactamente de las mismas materias, con títulos algo distintos y combinaciones de frases modificadas. Éstos, los monos, imitadores por naturaleza, pueden ser capaces de realizarlo, siempre a condición de que puedan utilizar la lengua.
En suma, la única objeción valedera, es la lengua. Pero, atención. No es indispensable que los monos comprendan lo que copian para componer cien mil volúmenes partiendo de uno solo. Esto no les es evidentemente más necesario que a nosotros mismos. Igual que a nosotros, 1es basta con poder repetir las frases después de haberlas oído. Todo el resto del proceso literario es puramente mecánico. Al llegar aquí es cuando cobra valor la opinión de ciertos sabios biólogos. No existe nada en la anatomía del mono, según ellos, que se oponga al uso de la palabra, excepto la voluntad. Y puede muy bien concebirse que la voluntad les haya llegado un día a causa de una brusca mutación.
La perpetuación de una literatura como la nuestra por monos parlantes no choca pues, en modo alguno, con el entendimiento. Por consiguiente, puede ser que algunos monos letrados se elevasen un grado en la escala intelectual. Como dice mi sabio amigo Cornelius, el espíritu se encarna en el gesto -en este caso, en el mecanismo de la palabra- y en el nuevo mundo simio pudieron aparecer algunas ideas originales a la cadencia de una por siglo como en la Tierra.
Siguiendo valientemente por este sendero mental, llegué a convencerme de que animales amaestrados podían muy bien haber ejecutado las pinturas y las esculturas que había admirado en los museos de la capital y, de una manera general, haberse revelado expertos en todas las artes humanas, comprendido el arte cinematográfico.
Habiendo considerado ante todo las altas actividades del espíritu, me resulta muy fácil extender mi tesis a otras empresas. Nuestra industria no resistió el análisis por mucho tiempo. Me pareció evidente que no precisaba la presencia de una iniciativa racional para propagarse en el tiempo. Básicamente, se trataba siempre de los mismos manejos, de las mismas acciones, que los monos podían relevar sin perjuicio los cuadros, cuyo papel consistía en elaborar ciertos informes y pronunciar ciertas palabras en un momento dado. Todo ello no era más que una cuestión de reflejos condicionados. En los grados aún más elevados, de la dirección y de la administración, la «monería» me pareció aún más fácil de admitir. Para continuar nuestro sistema los gorilas no tenían más que imitar algunas aptitudes y pronunciar algunas arengas, todo calcado sobre un mismo patrón.
De este modo llegué a rememorar las distintas actividades de nuestra Tierra desde un nuevo punto de vista y a imaginarlas ejecutadas por los monos. Me dejé llevar por este juego con cierta satisfacción, puesto que no me exigía ya ninguna otra tortura intelectual. Reviví así algunas reuniones políticas a las que había asistido en mi calidad de periodista. Rememoré las palabras rutinarias de algunas personalidades a las que había tenido que entrevistar. Reviví con gran intensidad un proceso célebre que había seguido años antes.
El defensor era uno de los maestros del foro. ¿Por qué se me aparecía ahora con los rasgos de un gorila orgulloso, igual que el fiscal general, otra celebridad? ¿Por qué atribuía ahora sus gestos y sus intervenciones a reflejos condicionados, resultado de un buen amaestramiento? ¿Por qué el presidente del tribunal se me confundía con un orangután solemne recitando frases aprendidas de memoria cuya enunciación era automática, originada por una palabra de un testigo o un murmullo del público?
El resto del viaje lo pasé así, obsesionado por similitudes sugestivas. Cuando llegué al mundo de las finanzas y de los negocios, mi última evocación fue un espectáculo propiamente simiesco, recuerdo reciente del planeta Sóror. Se trataba de una sesión de Bolsa a la que un amigo de Cornelius había querido llevarme porque era una de las curiosidades de la capital. Volví a ver lo que había visto: un cuadro que se me formaba nuevamente en la imaginación, con una nitidez curiosa, en los últimos minutos de mi regreso.
La Bolsa era un gran edificio envuelto exteriormente en una atmósfera densa y confusa que iba aumentando a medida que uno se iba acercando hasta llegar a convertirse en un griterío ensordecedor. Entramos y nos encontramos en seguida en medio del tumulto. Yo me acurruqué contra una columna. Estaba acostumbrado a los monos como individuos, pero cuando tenía a mi alrededor una masa compacta me entraba miedo. Este espectáculo me pareció aún más incongruente que el de la asamblea de sabios cuando se celebró el famoso congreso. Hay que imaginarse una sala inmensa en todas sus dimensiones y llena enteramente de monos que aullaban, gesticulaban, corrían de una manera completamente desordenada, atacados de histeria, de monos que no sólo se cruzaban y entrechocaban, sino que su masa hormigueante subía hasta el techo, situado a una altura que daba vértigo. Porque se habían dispuesto escaleras, trapecios y cuerdas que les servían para desplazarse a cada instante. Así llenaban todo el volumen del local, que adquiría el aspecto de una jaula gigantesca preparada para las exhibiciones grotescas de los cuadrúmanos.
Los simios volaban literalmente en aquel espacio cogiéndose siempre a algún aparejo en el momento en que creías que iban a caer;
esto en medio de una zarabanda infernal de exclamaciones, interpelaciones, gritos e incluso sones que no recordaban lengua alguna civilizada. Había allí monos que ladraban, sí, que ladraban sin razón aparente alguna lanzándose de un extremo a otro de la sala, suspendidos de una cuerda larga.
-¿Ha visto usted alguna vez algo parecido? -me preguntó con orgullo el amigo de Cornelius.
Convine en ello de buen grado. Hacía falta, en efecto, todo mi conocimiento anterior de los monos para llegar a considerarlos como seres racionales. Nadie sensato, que viera aquel circo, podía escapar a la conclusión de que asistía a una exhibición de locos o de animales furiosos. En las miradas no brillaba señal alguna de inteligencia y todos los concurrentes se parecían. Yo no podía distinguir uno de otro. Todos, vestidos por el mismo estilo, tenían la misma expresión de locura.
Lo que más me turbaba de mi visión era que por un fenómeno inverso al de un momento antes, que me hacía ver a personajes de una escena terrestre en forma de gorila o de orangután, veía ahora que todos los componentes de aquella muchedumbre tenían formas humanas. Los que se me aparecían así, aullando, ladrando y suspendidos de una cuerda para alcanzar más pronto el otro extremo, eran todos hombres. Una especie de alucinación me hacía revivir otros detalles de aquella escena. Recordaba que, después de haber estado mirando aquello algún tiempo, había acabado por ver unos detalles que sugerían vagamente que aquella baraúnda formaba parte de una organización civilizada. Entre los aullidos bestiales se oía, de vez en cuando, alguna palabra articulada. Encaramado en un andamiaje, a una altura vertiginosa, un gorila, sin interrumpir la gesticulación histérica de sus manos, asía un trozo de yeso con un pie más firme y escribía en un encerado un número que, indudablemente, tenía algún significado. A este gorila también le atribuí rasgos humanos.
Únicamente logré escapar de esta especie de alucinación volviendo a mi esbozo de teoría sobre los orígenes de la civilización simiesca y en aquella reminiscencia del mundo de las finanzas descubrí nuevos argumentos en su favor.
El avión aterrizaba. Ya estaba de vuelta a la capital. Zira había venido a esperarme al aeropuerto. Vi de lejos su casquete de estudiante posado sobre la oreja y sentí una gran alegría. Cuando, después de las formalidades del aeropuerto, nos reunimos, tuve que hacer un gran esfuerzo para no cogerla en brazos.
CAPITULO V
El mes que siguió a mi regreso lo pasé en cama, atacado de un mal que probablemente contraje en el camastro de hojas y que me producía accesos violentos de fiebre, parecidos a los del paludismo. No padecía, pero mí cabeza ardía e iba dando vueltas sin parar a todos los elementos de la verdad pavorosa que había entrevisto. Ya no había duda alguna para mí que a la era simiesca del planeta Sóror había precedido una era humana y esta convicción me producía como una especie de curiosa embriaguez.
De todas maneras, bien reflexionado, no sé si debía estar orgulloso de este descubrimiento o profundamente humillado. Mi amor propio comprobaba con satisfacción que los monos no han inventado nada, que han sido simples imitadores. Mi humillación se debe al hecho de que una civilización humana haya podido ser asimilada con tal facilidad por los monos.
¿Cómo ha podido producirse esto? Mi delirio va dando vueltas incesantes alrededor del problema. Ciertamente, nosotros, los civilizados, sabemos desde hace tiempo que somos mortales, pero una desaparición tan total abruma el espíritu. ¿Choque brutal? ¿Cataclismo? ¿Degradación lenta de unos y elevación progresiva de los otros? Me inclino por esta última hipótesis y en la condición y en las preocupaciones actuales de los simios encuentro indicios extremadamente sugestivos con respecto a esta evolución.
Por ejemplo, la importancia que dan a las investigaciones biológicas. Yo comprendo su origen con toda claridad. En el orden antiguo, muchos monos debían de servir de sujetos experimentales a los hombres, como sucede en nuestros laboratorios. Debieron de ser aquellos los primeros en alzar la antorcha, los pioneros de la revolución. Habrán empezado, naturalmente, por imitar los gestos y aptitudes de sus amos y aquellos amos eran investigadores, sabios biólogos, médicos, enfermeros y guardianes. De ahí aquel sello insólito de la mayor parte de sus empresas que subsiste aún hoy.
¿Y los hombres durante este tiempo?
¡Basta ya de especulaciones sobre los simios! Hace dos meses que no he visto a mis antiguos compañeros de cautividad, a mis hermanos humanos. Hoy me encuentro mejor. Ya no tengo fiebre. Ayer le dije a Zira, que me ha cuidado como una hermana durante mi enfermedad, que quería reemprender mis estudios en el servicio que tiene a su cargo. No ha parecido gustarle mucho, pero no ha hecho ninguna objeción. Ya es hora de que vaya a hacerles una visita.
Heme aquí de nuevo en la sala de las jaulas. Al llegar al dintel me sobrecoge una gran emoción. Ahora veo aquellas criaturas bajo un aspecto distinto. Antes de decidirme a entrar, me he preguntado con angustia si me reconocerían. Me han reconocido. Todas las miradas se han dirigido a mí, como antes e incluso con una especie de deferencia. ¿Se trata simplemente de una ilusión más cuando creo descubrir en su mirada un matiz nuevo que me está destinado y que es muy distinto de las miradas que dirigen a los monos guardianes? Un reflejo imposible de describir en el que me parece ver una curiosidad despierta, una emoción insólita, sombras de recuerdos ancestrales que buscan emerger de la bestialidad y quizás... el destello incierto de la esperanza.
Estoy convencido de que esta esperanza la estoy alimentando inconscientemente desde hace algún tiempo. ¿No será ella la que me mantiene en esta excitación febril? ¿No seré yo, Ulises Mérou, el hombre que el destino ha conducido a este planeta para ser el instrumento de la regeneración humana?
He aquí, por fin, explícitamente enunciada, esta idea vaga que viene atormentándome desde hace un mes. Como decía antes un físico, el buen Dios no juega a los dados. En el cosmos no existe el azar. Mi viaje al mundo de Betelgeuse ha sido decidido por una conciencia superior. Ahora me toca a mí mostrarme digno de esta elección y ser el nuevo Salvador de esta humanidad caída.
Como antes, doy lentamente la vuelta por la sala. Me esfuerzo en no correr hacia la jaula de Nova. ¿Tiene derecho el enviado del destino a tener favoritos? Me dirijo a cada uno de mis sujetos... Hoy todavía no hablarán. Me consuelo porque tengo toda la vida para cumplir mi misión.
Me acerco ahora a mi antigua jaula con fingida desenvoltura. Miro a hurtadillas, pero no veo los brazos de Nova tendidos por entre las rejas ni escucho los gritos alegres con los que tenía costumbre de acogerme. Me invade un presentimiento sombrío. No puedo retenerme. Corro hacia la jaula. Está vacía.
Con voz autoritaria que hace estremecer a los cautivos llamo a uno de los guardianes. Es Zanam quien viene. No le gusta mucho que le dé órdenes, pero Zira le ha dicho que se ponga a mi servicio.
-¿Dónde está Nova?
Con aire enfurruñado me contesta que no sabe nada. Se la llevaron un día sin darle explicación alguna. Insisto, sin resultado. Finalmente, por fortuna, he aquí Zira que viene a hacer su inspección diaria. Me ha visto ante la jaula vacía y adivina mi emoción. Me parece molesta y es la primera de hablar sobre otro asunto.
-Cornelius acaba de llegar. Quiere verte.
En aquel momento no me importaba nada Cornelius, ni ninguno de los chimpancés, ni los gorilas, ni cualquier otro monstruo que pueda poblar el cielo o el infierno. Le señalo la jaula con el dedo.
-¿Nova?
-Enferma -dice la simia-. La han mandado a un edificio especial. Me hace una seña y me lleva fuera, lejos del guardián.
-El administrador me ha hecho prometer que guardaría el secreto. No obstante, creo que tú debes saberlo.
-¿Está enferma?
-Nada grave, pero es un acontecimiento bastante importante para alarmar a nuestras autoridades. Nova está llena.
-Está... ¿qué?
-Quiero decir que está encinta -aclaró la mona observándome con curiosidad.
CAPITULO VI
Me quedé mudo de estupor, sin comprender de momento lo que implicaba este acontecimiento. Se fne ocurrieron de momento una serie de pequeños detalles y me atormentó, sobre todo, una cuestión inquietante: ¿Cómo era que no me habían avisado? Zira no me dejó tiempo de protestar:
-Soy yo quien se dio cuenta de ello, hace dos meses, al regreso del viaje. Los gorilas no se habían fijado en nada. Telefoneé a Cornelius, que tuvo una larga conversación con el administrador. Los dos estuvieron de acuerdo en que era preferible guardarlo en secreto. Nadie está al corriente de nada, excepto ellos y yo. Está aislada en una jaula y soy yo quien se ocupa de ella.
Este disimulo por parte de Cornelius se me figura como una traición y veo que Zira se siente incómoda. Me hace el efecto de que algo se está tramando en la sombra.
-Tranquilízate. Está bien tratada y no le falta nada. La cuido muy bien, nunca se ha rodeado de tantas precauciones el embarazo de una hembra de hombre.
Ante su mirada irónica, bajo los ojos como si fuera un colegial sorprendido al cometer una falta. Ella se esfuerza en adoptar un tono irónico, pero me doy cuenta de que está turbada. Sé, desde luego, que desde que reconoció mi verdadera naturaleza, le ha desagradado mi intimidad física con Nova, pero en su mirada hay algo más que despecho. La causa de su inquietud es el apego que me tiene. Nada presagian de bueno estos misterios con respecto a Nova. Me imagino que no me ha dicho toda la verdad, que el Gran Consejo está al corriente de la situación y que ha habido discusiones en las altas esferas.
-¿Cuándo debe desocupar?
-Dentro de tres o cuatro meses.
De repente me doy cuenta del lado tragicómico de la situación. Voy a ser padre en el sistema de Betelgeuse. En el planeta Sóror voy a tener un hijo con una mujer por la que siento una gran atracción material, a veces lástima, pero que tiene el cerebro como un animal. Ningún otro ser en el Cosmos se ha encontrado nunca en situación parecida. Me dan ganas de reír y llorar al mismo tiempo.
-Zira, quiero verla...
La mona hace una pequeña mueca de despecho.
-Sabía que me lo pedirías. Ya he hablado de ello a Cornelius y creo que lo consentirá. Te espera en su despacho.
-¡Cornelius es un traidor!
-No tienes el derecho de hablar así. Él debe compaginar su amor por la ciencia con su deber de simio. Es lógico que este próximo nacimiento le inspire serios temores.
Mientras seguía a Zira por los pasillos del Instituto mi angustia iba en aumento. Adivino el punto de vista de los simios sabios y su temor de ver surgir una raza nueva que... ¡Pardiez! Ahora veo bien cómo puede cumplirse la misión de que me siento encargado.
Cornelius me acoge con palabras amables, pero entre nosotros ha nacido un malestar permanente. Hay momentos en que me mira con una especie de terror. Me esfuerzo en no abordar en seguida el objeto que me interesa. Le pido noticias de su viaje y del resultado final de su estancia en las ruinas.
-Apasionante. Tengo un conjunto de pruebas irrefutable.
Se le han animado los pequeños ojos inteligentes. No ha podido estarse de proclamar su éxito. Zira tiene razón: está debatiéndose entre su amor por la ciencia y su deber de simio. En aquel momento es el sabio quien habla, el sabio entusiasta para el cual sólo cuenta el triunfo de sus teorías.
-Esqueletos -dijo-. No uno, sino un conjunto, encontrados en tales circunstancias y en tal orden que, sin duda posible, se trata de un cementerio. Hay con que convencer a los más obtusos. Nuestros orangutanes, como puede comprenderse, se obstinan en no ver más que coincidencias curiosas en todo ello.
-¿Y estos esqueletos?
-No son de simios.
-Ya veo.
Nos miramos a los ojos. Su entusiasmo había decaído en gran parte. Siguió diciendo:
-No puedo ocultárselo. Usted lo ha adivinado; son esqueletos de hombres.
Zira está ya al corriente porque no manifiesta sorpresa alguna. Los dos me miran aún insistentemente. Por fin Cornelíus se decide a abordar el problema con toda franqueza.
-Hoy estoy seguro de que en nuestro planeta ha existido una raza de seres humanos de espíritu comparable al de usted y al de los hombres que pueblan la Tierra, raza que ha degenerado y ha vuelto al estado bestial. Por otra parte, a mi regreso, he encontrado aquí otras pruebas de lo que estoy diciendo.
-¿Otras pruebas?
-Sí. Las ha descubierto el director de la sección encefálica, un joven chimpancé, de gran porvenir. Tiene incluso genio... Haría usted mal en creer que los simios han sido siempre imitadores. Hemos hecho innovaciones notables en ciertas ramas de la ciencia, especialmente en lo que se refiere a estos experimentos sobre el cerebro. Si puedo, le mostraré algún día los resultados. Estoy seguro de que le sorprenderán.
Parecía querer persuadirse a sí mismo del genio simiesco y se expresaba con inútil agresividad. Yo no le había atacado nunca sobre este punto. Era él que dos meses atrás deploraba la falta de espíritu creador de los simios. Prosiguió, en un arranque de orgullo:
-Créame, llegará un día que aventajaremos a los hombres en todas las materias. No hemos tomado su sucesión por causa de un simple accidente, como podría usted suponer. Este acontecimiento estaba escrito en las líneas normales de la evolución. El hombre racional había cumplido ya su tiempo y tenía que sucederle un ser superior, que conservaría los resultados esenciales de sus conquistas y las asimilaría durante un período de aparente estancamiento antes de emprender un nuevo vuelo.
Era una manera nueva de considerar el acontecimiento. Podría haberle contestado que muchos hombres entre nosotros habían tenido el presentimiento de un ser superior que un día nos sucedería, pero que ningún sabio, filósofo ni poeta se había imaginado nunca a este superhombre con los rasgos de un simio. Pero no me siento muy inclinado a discutir sobre este punto. Después de todo, ¿no es lo esencial que el espíritu se encarne en algún organismo? La forma de este organismo importa poco. Tengo otras cosas en la cabeza. Llevo la conversación a Nova y su estado. No hace comentario alguno e intenta consolarme.
-No se atormente. Espero que todo se arreglará. Probablemente será un niño como todos los pequeños de los hombres de Sóror.
-Confío que no. Estoy cierto de que hablará. No he podido disimular mi indignación. Zira frunció el ceño para hacerme callar.
-No lo desee mucho -dice Cornelius con gravedad-. Ni en su interés ni en el de usted. En un tono más familiar añade:
-Si hablara, no estoy seguro de que pudiese seguir protegiéndoles como hasta ahora. ¿No se da usted cuenta de que el Gran Consejo está alarmado y he recibido órdenes muy estrictas para mantener este nacimiento en secreto? Si las autoridades supieran que usted está enterado, yo sería despedido igual que Zira, y usted se encontraría solo ante...
-¿Ante enemigos?
Desvía los ojos. Es precisamente lo que yo pensaba. Se me considera como un peligro para la raza simiesca. De todas maneras me siento feliz al saber que tengo en Cornelius, si no un amigo, por lo menos un aliado. Zira ha debido defender mi causa con más calor de lo que me ha dejado entender y él no hará nada que pueda disgustarla. •Me da autorización para ver a Nova, en secreto desde luego...
Zira me conduce hacia un pequeño edificio aislado del que ella sola tiene la llave. La habitación en la que me hace entrar no es grande. No hay en ella más que tres jaulas y dos están vacías. Nova ocupa la tercera. Nos ha oído llegar y el instinto la ha advertido de mi presencia porque se ha levantado y ha tendido los brazos antes de verme. Le estrecho las manos y froto mi cara contra la suya. Zira se encoge de hombros con aire desdeñoso, pero me da la llave de la jaula y se va al corredor a montar la guardia. ¡Qué alma más bella tiene esta mona! ¿Qué mujer sería capaz de tal delicadeza? Ha adivinado que tenemos que decirnos un montón de cosas y nos ha dejado solos.
¿Cosas que decirnos? ¡Ay de mí! He olvidado una vez más la condición miserable de Nova. Me he precipitado dentro de la jaula. La he estrechado entre mis brazos, le he hablado como si ella pudiera comprenderme, como habría hablado a Zira, por ejemplo.
¿No comprende nada ella? ¿No tendrá, por lo menos, una intuición confusa de la misión que nos ha sido encomendada, en lo sucesivo, a los dos, a ella y a mí?
Me he tendido en la paja, a su lado. He palpado el fruto naciente de nuestro amor insólito. De todos modos, me ha parecido que la nueva situación le ha dado una personalidad y una dignidad que antes no tenía. Cuando paso los dedos por su vientre, se estremece. Es cierto que su mirada ha adquirido una intensidad nueva. De repente tartajea penosamente las sílabas de mi nombre que yo le había enseñado a articular. No ha olvidado mis lecciones. Estoy lleno de alegría. Pero su mirada se apaga otra vez y se vuelve de espaldas para devorar los frutos que le he llevado.
Zira vuelve. Es hora de marcharme. Salgo con ella. Me siento desamparado y ella me acompaña hasta mi habitación, donde me pongo a llorar como un niño.
-¡Oh, Zira, Zira!
Mientras ella me acaricia como una madre empiezo a hablarle, a hablarle con ternura, sin parar, dando salida por fin al torrente de sentimientos y de ideas que Nova no puede apreciar.
CAPÍTULO VII
¡Simia admirable! Gracias a ella, pude ver a Nova con bastante frecuencia durante aquel período, a escondidas de las autoridades. Me pasaba las horas espiando la llama intermitente de su mirada y las semanas iban transcurriendo en la espera impaciente del nacimiento.
Un día, Cornelius se decidió a hacerme visitar la sección encefálica, de la que tantas maravillas me había contado. Me presentó al director del servicio, aquel joven chimpancé llamado Helius, cuyo genio me había alabado, y se excusó de no poderme acompañar él a causa de un trabajo urgente.
-Volveré dentro de una hora para enseñarle yo mismo la perla de estos experimentos -me dijo-, la que nos suministra las pruebas de que le hablé. Mientras tanto, estoy seguro de que le interesarán los casos clásicos.
Helius me llevó a una habitación parecida a todas las del Instituto en la que había dos hileras de jaulas. Al entrar, me asaltó un olor farmacéutico que me recordó el del cloroformo. Se trataba, en efecto, de un anestésico. Mi guía me informó que todas las operaciones se hacían sobre sujetos dormidos. Insistió mucho sobre este punto, demostración del alto grado a que había llegado la civilización simiesca, que se preocupaba de evitar todo dolor inútil, incluso a los hombres. Podía, pues, estar tranquilo.
Yo no lo estaba más que a medias. Y lo estuve menos cuando concluyó mencionando una excepción de esta regla, precisamente en el caso de experimentos que tenían por objeto estudiar el dolor y localizar los centros nerviosos donde se originaba. Pero precisamente aquel día no había ninguno de aquellos experimentos.
Esto no era precisamente lo mejor para apaciguar mi sensibilidad humana. Me acordé de que Zira había tratado de disuadirme de mi visita a esta sección, a la que ella misma no iba, a menos que no fuese obligado. Me vinieron ganas de dar media vuelta, pero Helius no me dio tiempo de hacerlo.
-Si quiere usted asistir a una operación, constatará por sí mismo que el paciente no sufre. ¿No? Bueno, entonces, vamos a ver los resultados.
Dejando de lado la celda cerrada de donde venía el olor, me llevó hacia las jaulas. En la primera, vi a un hombre joven de apariencia bastante buena, pero de una delgadez extrema. Estaba tendido a medias sobre una litera. Ante él, casi bajo su nariz, habían puesto una escudilla que contenía un cocimiento de cereales azucarado, golosina que gustaba mucho a los hombres. La contemplaba con gesto embrutecido sin hacer el menor gesto.
-Vea -me dijo el director-. Este muchacho está hambriento. Hace veinticuatro horas que no ha comido. No obstante, no reacciona ante la presencia de su manjar favorito. Es el resultado de la ablación parcial del cerebro anterior que se le practicó hace algunos, meses. Desde entonces, está siempre en el mismo estado y hay que alimentarlo por la fuerza. Observe su delgadez.
Hizo una seña a un enfermero, que entró en la jaula y metió la cara del joven dentro de la escudilla. Entonces se puso a lamer el cocimiento.
-Un caso corriente... He aquí algunos más interesantes. Sobre cada uno de estos sujetos se ha practicado una operación alterando varias regiones de la corteza cerebral.
Pasamos ante una serie de jaulas ocupadas por hombres y mujeres de todas las edades. Sobre la puerta de cada una de ellas había un cartel indicando la intervención que se le había practicado, con gran lujo de detalles técnicos.
-Algunas de estas regiones interesan los reñejos naturales; otras, los reflejos adquiridos. Éste, por ejemplo...
El cartelón indicaba que a aquél le habían extirpado toda una zona de la región occipital. Ya no podía distinguir la distancia ni la forma de los objetos, lo que manifestó con una serie de movimientos desordenados cuando el enfermero se le acercó. Era incapaz de evitar un bastón colocado en medio de su camino. Por el contrario, un fruto que le fue ofrecido le sobresaltó y trató de apartarse aterrorizado. No lograba agarrar los barrotes de la jaula y hacía esfuerzos grotescos, cerrando los dedos sobre el vacío.
-Este otro -dijo el chimpancé guiñando el ojo- era antes un sujeto notable. Habíamos conseguido amaestrarle de una forma sorprendente. Sabía su nombre y obedecía, en cierto modo, las órdenes sencillas. Había resuelto problemas bastante complicados y aprendido a servirse de algunas herramientas. Hoy ha olvidado toda su educación. No sabe su nombre. No sabe hacer nada. Se ha vuelto el más estúpido de todos nuestros hombres, y esto, por causa de una operación extremadamente delicada: la extracción de los lóbulos temporales.
Con el corazón agitado por esta sucesión de horrores, comentados por un chimpancé gesticulante, vi a hombres paralizados en parte o en su totalidad y a otros privados artificialmente de la vista. Vi una joven madre cuyo instinto maternal, según me aseguró Helius, estaba antes muy desarrollado y que lo había perdido por completo después de una intervención en el córtex cervical. Rechazaba con violencia a uno de sus hijos de tierna edad cada vez que intentaba acercársele. Esto era demasiado para mí. Pensé en Nova y en su próxima maternidad y cerré los puños con rabia. Afortunadamente, Helius me hizo pasar a otra habitación, lo que me dio tiempo de recuperarme.
-Aquí -me dijo con aire misterioso- nos dedicamos a investigaciones delicadas. Ya no es el bisturí el que entra en juego; es un agente más sutil. Se trata de estimulaciones eléctricas sobre ciertos puntos del cerebro. Hemos hecho algunos experimentos notables. ¿Los practican también ustedes en la Tierra?
-Con monos -exclamé, furioso.
El chimpancé no se enfadó y sonrió.
-Sin duda. Pero, de todos modos, no creo que hayan ustedes obtenido nunca resultados tan perfectos como los nuestros, comparables a los que el doctor Cornelius quiere enseñarle él mismo. Entretanto, vamos viendo los casos ordinarios.
Volvió a empujarme ante las jaulas donde unos enfermeros estaban haciendo prácticas. Aquí, los sujetos estaban tendidos sobre una especie de mesa. Una incisión en el cráneo dejaba al descubierto cierta región cerebral. Un mono aplicaba los electrodos mientras otro vigilaba la anestesia.
-Como verá usted, aquí también insensibilizamos a los sujetos:
una anestesia ligera, pues de otro modo los resultados resultarían falseados, pero el paciente no siente dolor alguno.
Según el punto del cerebro sobre el que se aplicaban los electrodos, el sujeto hacía movimientos distintos que afectaban casi siempre sólo a una mitad del cuerpo. Un hombre, a cada impulsión eléctrica, doblaba la pierna izquierda, y luego, cuando se cortaba el contacto, la desdoblaba. Otro efectuaba el mismo movimiento con un brazo. En el siguiente, era el hombre entero que se movía espasmódicamente bajo la acción de la corriente. Algo más lejos, en un paciente muy joven se trataba de la región que acciona los músculos de la mandíbula. Entonces, el desgraciado se ponía a masticar incansablemente con un rictus espantoso mientras el resto de su cuerpo de adolescente permanecía inmóvil.
-Observe lo que pasa cuando se prolonga la duración del contacto -me dijo Helius-. Veremos ahora un experimento que será llevado a su límite máximo.
El ser a quien infligían aquel tratamiento era una joven que, en algunos rasgos, me recordó a Nova. Alrededor de su cuerpo desnudo se afanaban varios enfermeros en blusa blanca, machos y hembras. Una mona fijó los electrodos a la cara pensativa. La joven empezó inmediatamente a mover los dedos de la mano izquierda. La mona mantuvo el contacto en vez de cortarlo algunos instantes después, como hacían en los otros casos. El movimiento de los dedos se hizo frenético y, poco a poco, la muñeca empezó también a moverse. Unos instantes más y fue el antebrazo, luego el brazo y el hombro. El movimiento se extendió pronto, por una parte, hacia las caderas, el muslo, la pierna y hasta los dedos del pie, y por la otra parte, a los músculos de la cara. De manera que, al cabo de diez minutos, toda la mitad izquierda de la desgraciada era sacudida por espasmos convulsivos, horribles, cada vez más rápidos y más violentos.
-Es el fenómeno de la extensión -dijo con calma Helius-. Es conocido y desemboca en un régimen de convulsiones, que presenta todas las características de la epilepsia, de una epilepsia muy curiosa, por otra parte, ya que no afecta más que a la mitad del cuerpo.
-¡Basta!
No había podido contenerme. Todos los simios se sobresaltaron y me dirigieron miradas de reproche. Cornelius, que acababa de entrar, me golpeó familiarmente en el hombro.
-Reconozco que estos experimentos son bastante impresionantes cuando no se está acostumbrado a ellos. Pero piense que, gracias a ellos, nuestra medicina y nuestra cirugía han progresado enormemente desde hace un cuarto de siglo.
Estos argumentos no me afectaban mucho, como tampoco el recuerdo que tenía del mismo trato aplicado a los chimpancés en los laboratorios de la Tierra. Cornelius se encogió de hombros y me empujó hacia un corredor estrecho, que llevaba a una habitación más pequeña.
-Aquí -dijo con tono solemne- va usted a ver una realización maravillosa y absolutamente nueva. Sólo somos tres con derecho a entrar en esta habitación. Helíus, que se ocupa personalmente de estas investigaciones y que las ha llevado a buen fin, yo y un ayudante que hemos escogido cuidadosamente. Es un gorila. Es mudo. Me es adicto en cuerpo y alma, y, además, es un perfecto bruto. Se dará usted cuenta, pues, de la importancia que tiene que estos trabajos sean guardados en el secreto más absoluto. Consiento en enseñárselo a usted porque sé que será discreto. Es en interés suyo.
CAPITULO VIII
Entré en la habitación y, de momento, no vi nada que pareciera justificar aquellos aires de misterio. La instalación se parecía a la de la habitación precedente: generadores, transformadores, electrodos No había más que dos sujetos, un hombre y una mujer, tendidos sobre dos divanes paralelos y sujetos al diván por una cincha. Tan pronto entramos se pusieron a mirarnos con singular fijeza.
El gorila ayudante nos acogió con un gruñido inarticulado. Helius y él se cruzaron algunas frases en el lenguaje de los sordomudos. Era un espectáculo poco corriente ver un gorila y un chimpancé mover así los dedos. No sé por qué, pero aquello me pareció el colmo de lo grotesco y faltó poco para que me echara a reír.
-Todo va bien. Están calmados. Podemos proceder inmediatamente a una prueba.
-¿De qué se trata?
-Prefiero darle una sorpresa -me dijo Cornelius con una risita. El gorila anestesió a los dos pacientes, que pronto se durmieron tranquilamente, y puso en marcha diversos aparatos. Helius se acercó al hombre, se puso a desenvolver con precaución un vendaje que le cubría el cráneo y le aplicó los electrodos en un sitio determinado. El hombre conservó una inmovilidad absoluta. Interrogaba a Cornelius con la mirada, cuando se produjo el milagro.
El hombre hablaba. Su voz resonó en la habitación, por encima del runruneo de un generador, de un modo tan rápido que me hizo dar un salto. No era alucinación mía. Se expresaba en lengua simia, con la voz de un hombre de la Tierra o de un simio de este planeta. La cara de los dos sabios era la imagen del triunfo. Me miraban con ojos brillantes, disfrutando de mi estupefacción. Iba a proferir una exclamación, pero me hicieron seña de que callara y escuchara. Las palabras del hombre eran deslabazadas y faltas de originalidad. Debía de hacer tiempo que estaba cautivo en el Instituto y repetía sin cesar fragmentos de frases pronunciadas corrientemente por los enfermeros y por los sabios. Cornelius hizo parar pronto el experimento.
-Ya no sacaremos nada más. Solamente buscábamos este punto capital... ¡Habla!
-¡Prodigioso! -balbuceé.
-No ha visto usted nada aún. Habla como un loro o un fonógrafo -dijo Helius-. Pero he logrado mucho más con ésta. Me señaló la mujer que dormía profundamente.
-Mil veces más -confirmó Cornelius, que participaba de la excitación de su colega-. Escúcheme bien. Esta mujer también habla, va usted a oírla; pero no repite palabras oídas en la cautividad. Sus palabras tienen un significado excepcional. Por una combinación de procedimientos físico-químicos, con cuya composición no voy 'a abrumarle, el genial Helius ha logrado despertar en ella no sólo la memoria individual, sino también la memoria de la especie. Son recuerdos de una línea de antecesores muy lejana, que renacen en sus palabras con la excitación eléctrica; recuerdos atávicos, que resucitan un pasado de varios miles de años atrás. ¿Comprende usted, Ulises?
Este discurso insensato me dejó confuso y llegué a pensar si el sabio Cornelius se había vuelto loco, porque la locura existe entre los simios, especialmente entre los intelectuales. Pero ya el otro chimpancé preparaba los electrodos y los aplicaba al cerebro de la mujer. Ésta quedó inerte durante un tiempo, como le había sucedido al hombre, luego exhaló un largo suspiro y empezó a hablar. Se expresaba también en lengua simia, con voz algo ahogada, aunque bien inteligible y que cambiaba con frecuencia, como si perteneciera a distintas personas. Todas sus frases quedaron bien grabadas en mi memoria.
-Estos monos, todos estos monos -decía la voz con un matiz de inquietud-, desde hace un tiempo, se multiplican sin cesar, cuando su especie parecía tener que desaparecer en poco tiempo. Si esto sigue así, pronto serán tan numerosos como nosotros... Y no es solamente esto. Se vuelven arrogantes. Nos sostienen la mirada. Hemos hecho mal en domesticarlos y dar cierta libertad a los que utilizamos como criados. Éstos son los más insolentes. El otro día, en la calle, un chimpancé me empujó. Al levantar yo la mano, me miró de un modo tan amenazador, que no me atreví a pegarle. Ana, que trabaja en el laboratorio, me ha dicho que también allí han cambiado muchas cosas. Ella ya no se atreve a entrar sola en las jaulas. Me ha dicho que, por la noche, se oye como si fueran susurros y hasta risas. Uno de los gorilas se burla de su amo, imitando uno de sus tics.
La mujer hizo una pausa, exhaló unos suspiros de angustia y luego empezó otra vez:
-¡Ya está! Uno de ellos ha logrado hablar. Es cierto. Lo he leído en el Journal de la Femme. Trae su fotografía. Es un chimpancé.
-Un chimpancé, el primero. Estaba seguro de ello.
-También hay otros. El periódico habla de otros todos los días Ciertos sabios consideran esto como un gran acontecimiento científico. ¿Es que no ven a dónde puede llevarnos esto? Parece que uno de los chimpancés ha proferido injurias groseras. El primer uso que han hecho de la palabra ha sido para protestar cuando se les quiere hacer obedecer.
La mujer guardó silencio nuevamente y luego siguió con una voz distinta, una voz de hombre, de tono bastante doctoral:
-Lo que nos sucede era previsible. Se ha apoderado de nosotros una pereza cerebral. ¡Ya no más libros! Incluso las novelas policíacas han llegado a ser una fatiga intelectual demasiado grande para nosotros. No más juegos; a lo sumo, algún solitario. Incluso el cine infantil ha dejado de tentarnos. Durante este tiempo, los monos meditan en silencio. Su cerebro se desarrolla en reflexión solitaria... y hablan. Poco, a nosotros casi nada, salvo para dar con desprecio una negativa a alguno de los hombres temerarios que aún se atreven a darles órdenes. Pero por la noche, cuando no estamos allí, cambian impresiones y se instruyen mutuamente. Después de otro silencio, se oyó una voz angustiada de mujer:
-Tenía demasiado miedo. No podía vivir así. He preferido ceder el sitio a mi gorila. He huido de mi casa. Hacía años que estaba en casa y me servía fielmente. Poco a poco, ha ido cambiando. Ha empezado a salir por las noches, a asistir a reuniones. Ha aprendido a hablar. Se ha negado a hacer ningún trabajo. Hace un mes, me ordenó que hiciera yo la cocina y lavara los platos. Empezó a comer en mis platos, con mis cubiertos. La semana pasada me echó de mi habitación. He tenido que acostarme en un diván, en el salón. Como ya no me atrevía a reñirle ni a castigarle, he mirado de cogerle por las buenas. Se ha burlado de mí y sus exigencias han aumentado. Me sentía demasiado desgraciada. He claudicado... Me he refugiado en el campo con otras mujeres que se encuentran en el mismo caso que yo. También hay hombres; muchos de ellos tienen menos valor que nosotras mismas. En el campo nuestra vida es miserable. Nos avergonzamos de ello y casi no hablamos. Los primeros días me entretenía haciendo solitarios. Ahora no me quedan ganas ni de esto.
La mujer calló y fue relevada por una voz masculina.
-Creo que había encontrado el remedio del cáncer. Quería probarlo, como he hecho siempre con mis descubrimientos anteriores. Desconfiaba, pero no lo suficiente. Desde algún tiempo, los monos se prestaban de muy mala gana a estos experimentos. No he entrado en la jaula de Jorge, el chimpancé, hasta después de haberlo hecho sujetar por mis dos ayudantes. Me preparaba a ponerle la inyección, la que da el cáncer. Había que dársela para poder curarle luego. Jorge tenía aspecto de resignación. No se movía, pero sus ojos astutos miraban tras de mis hombros. He tardado demasiado en comprender por qué. Los gorilas, los seis gorilas que tenía de reserva para la peste, se habían escapado de la jaula. Una conspiración. Jorge, en nuestra lengua, daba órdenes. Copiaba mis gestos con toda exactitud. Dio orden de atarnos sobre la mesa, lo que los gorilas hicieron con pulcritud. Entonces se apoderó de la jeringa y nos inyectó a todos el líquido mortal. Así, pues, tengo el cáncer. Es seguro, porque si alguna duda queda sobre la eficacia del remedio, en cambio el suero fatal hace ya tiempo que fue puesto a punto y probado... Después de haber vaciado la jeringa, Jorge me dio un pequeño golpecito familiar en la mejilla, como hacía yo con mis monos. Siempre los he tratado bien. Conmigo recogían muchas más caricias que golpes. Algunos días después, en la jaula donde me habían encerrado, he reconocido los primeros síntomas del mal. Jorge también y he oído que les decía a los demás que iba a empezar la cura. Esto me ha producido un nuevo temor. No obstante, sé que estoy condenado. Pero ahora me falla la confianza en aquel nuevo remedio. ¿Y si me hiciera morir más pronto? Durante la noche he logrado abrir la jaula y he huido. Me he refugiado en el campo, fuera de la ciudad. Puedo vivir aún dos meses. Los ocupo haciendo solitarios y dormitando. Tomó el relevo una nueva voz femenina:
-Era una mujer domadora. Presentaba un número de doce orangutanes, unas bestias magníficas. Ahora, soy yo quien está en su jaula junto con otros artistas del circo. Hay que ser justos. Los monos nos tratan bien y nos dan de comer en abundancia. Cuando está demasiado sucia, nos cambian la paja de nuestro lecho. No son malos; sólo castigan a aquellos que dan pruebas de mala voluntad y se niegan a ejecutar los trucos que se les ha metido en la cabeza enseñarnos. ¡Lo que es aquéllos van bien apañados! Yo me doblego a sus fantasías sin protestar. Ando a cuatro patas y hago cabriolas. De esta forma son muy amables conmigo. No soy desgraciada. No tengo cuidados ni responsabilidades. La mayor parte de nosotros se amolda a este régimen.
Esta vez la mujer guardó un largo silencio durante el cual Cornelius me observaba con una insistencia molesta. Yo comprendía muy bien su pensamiento. ¿Una humanidad tan floja, que se resignaba con tanta facilidad, no había cumplido ya su ciclo en el planeta y debía ceder su sitio a una raza más noble? Me ruboricé y desvié la mirada. La mujer empezó de nuevo, con voz más y más angustiada:
-Tienen ahora toda la ciudad. En este reducto no somos más que unos cuantos centenares y nuestra situación es precaria. Formamos el último núcleo humano en los alrededores, pero los simios no tolerarán que estemos en libertad tan cerca de ellos. En los demás campos algunos hombres han huido lejos, a la selva; los otros se han rendido para tener qué comer para saciar el hambre. Aquí nos hemos quedado donde estamos, sobre todo por pereza. Dormimos. Somos incapaces de organizamos para la resistencia... Es lo que yo temía. Oigo una cacofonía bárbara. Se diría una parodia de música militar... ¡Socorro! Son ellos, los monos. Nos rodean. Están dirigidos por gorilas enormes. Nos han quitado las trompetas, los tambores y los uniformes; también, seguramente, las armas... No, no tienen armas. ¡Oh, humillación cruel, injuria suprema! He aquí su ejército que llega y no lleva otras armas que látigos.
CAPITULO IX
Algunos de los resultados obtenidos por Helius han acabado por saberse. Es posible que haya sido el mismo chimpancé, que con el entusiasmo de su éxito no haya podido sujetarse la lengua. En la ciudad se dice que un sabio ha logrado hacer hablar a los hombres. Además, en la Prensa se comentan los hallazgos en la ciudad enterrada y aunque su significado sea, en general, deformado, algunos periodistas están muy cerca de saber la verdad. De todo ello resulta un malestar que se traduce en una desconfianza de los dirigentes hacia mí y una actitud cada día más inquieta.
Cornelius tiene enemigos. No se atreve a proclamar abiertamente su descubrimiento. Aunque quisiera hacerlo los orangutanes se opondrían, sin duda. El clan de los orangutanes, con Zaíus a la cabeza, intriga contra él. Se habla de una conspiración contra la raza simiesca y me designan a mí, más o menos abiertamente, como uno de los facciosos. Los gorilas no se han decidido aún por ningún bando, pero siempre están contra todo lo que puede alterar el orden público.
Hoy he experimentado una gran emoción. El acontecimiento tan esperado se ha producido. Primero he sentido una gran alegría, pero después, al reflexionar, me he estremecido ante el nuevo peligro que representa. Nova ha dado a luz un niño.
Tengo un niño, un hijo en el planeta Sóror. Lo he visto. No ha sido sin dificultad. Las consignas de secreto son cada día más severas y durante la semana que ha precedido al parto no he podido visitar a Nova. Es Zira quien me ha dado la noticia. Ella, por lo menos, será siempre una amiga fiel, pase lo que pase. Me ha visto tan conmovido que se ha comprometido a procurarme una entrevista con mi nueva familia. Sólo unos días después del nacimiento ha podido llevarme allí, por la noche, pues durante el día el recién nacido está continuamente vigilado.
Lo he visto. Es un bebé magnífico. Estaba echado sobre la paja, como un nuevo Cristo, apelotonado contra el seno de su madre. Se me parece, pero tiene también la belleza de Nova. Ésta, cuando he empujado la puerta, ha dado un gruñido amenazador. Ella también está inquieta. Se ha levantado, con las uñas prontas a desgarrar, pero, al reconocerme, se ha calmado. Estoy seguro que este nacimiento la ha hecho subir varios grados en la escala de los seres. La chispa fugitiva ha cedido el lugar a una llama permanente. Abrazo a mi hijo apasionadamente, sin querer pensar en las nubes que se acumulan sobre nuestras cabezas.
Será un verdadero hombre, estoy seguro de ello. En sus rasgos brilla el espíritu, como también en su mirada. He encendido otra vez el fuego sagrado. Gracias a mí, resucita la humanidad y va a esparcirse sobre este planeta. Cuando sea mayor, se convertirá en tronco y...
¡Cuando sea mayor! Me estremezco al pensar en las condiciones de su infancia y en todos los obstáculos que va a encontrar en su camino. ¡Qué importa! Entre los tres, estoy seguro de que triunfaremos. Digo los tres, porque Nova ya es ahora uno de nosotros. Sólo hay que ver de qué manera contempla a su hijo. Si aún lo lame, en la forma que lo hacen las madres de este planeta extraño, en cambio, su fisonomía se ha espiritualizado.
He vuelto a dejarlo sobre la paja. Estoy tranquilo en cuanto a su naturaleza. No habla aún, pero... ¡si no tiene más que tres días...!, pero hablará. He aquí que se pone a llorar débilmente, a llorar como un bebé de hombre y no a gemir. Nova no se engaña y lo contempla en una especie de éxtasis, maravillada.
Tampoco Zira se engaña. Se ha acercado, con las orejas peludas levantadas, y mira el bebé un largo rato, en silencio, con una expresión de gravedad. Después me hace comprender que no puedo permanecer allí más tiempo. Sería demasiado peligroso para todos nosotros que me sorprendieran allí. Promete velar por mi hijo y sé que cumplirá su palabra. Pero tampoco ignoro que es sospechosa de benevolencia hacia mí y me hace temblar la eventualidad de su traslado. No debo hacerle correr este riesgo.
Abrazo a mi familia con fervor y me alejo. Al volverme, veo la mona inclinarse, ella también, sobre este bebé de hombre y posar dulcemente su hocico sobre la frente, antes de cerrar la jaula. ¡Y Nova no protesta! Admite esta caricia, que debe ser ya habitual. Pensando en la antipatía que demostraba antes a Zira, no puedo dejar dé ver en ello un nuevo milagro.
Salimos. Me tiemblan todos los miembros y me doy cuenta de que Zira está tan emocionada como yo.
-Ulises -exclama enjugándose una lágrima-, a veces me parece que este niño es también mío...
CAPITULO X
Las visitas periódicas que me he obligado a hacer al profesor Antelle son un deber cada día más penoso. Sigue en el Instituto, pero han tenido que sacarlo de la celda bastante confortable en que había logrado que lo tuvieran. Languidecía y, de vez en cuando, tenía accesos de rabia que lo hacían peligroso. Quería morder a los guardianes. Cornelius ha probado otro sistema. Lo ha hecho poner en una jaula ordinaria sobre la paja y le ha dado una compañera: la muchacha con la cual dormía en el jardín zoológico. El profesor la ha acogido manifestando ruidosamente una alegría bestial y en el acto sus maneras han cambiado. Ha tomado otra vez gusto a la vida.
Lo encuentro en esta compañía. Tiene el aire dichoso. Ha engordado y parece más joven. He hecho lo imposible para poder comunicarme con él. También hoy lo pruebo sin resultado alguno. Sólo se interesa por los pasteles que le doy. Cuando la bolsa queda vacía, se vuelve para ir a acostarse otra vez junto a su compañera, que se pone a lamerle la cara.
-Ya ve usted cómo el espíritu puede perderse, al igual que adquirirse -murmura alguien detrás de mí.
Es Cornelius. Me buscaba, pero no para hablarme del profesor. Quiere decirme algo muy seriamente. Le sigo hasta su despacho, donde nos espera Zira. Tiene los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado. Parecen tener una noticia grave que darme, pero ninguno de los dos se atreve a hablar
-¿Mí hijo?
-Va muy bien -dice Zira rápidamente.
-Demasiado bien -afirma Cornelius, con aire gruñón. Sé que es un niño soberbio, pero hace ya un mes que no lo he visto. Las consignas han sido nuevamente reforzadas. Zira, sospechosa a las autoridades, es vigilada estrechamente.
-Demasiado bien -insiste Cornelius-. Sonríe y llora como un bebé simio... y empieza a hablar.
-¡A los tres meses!
-Palabras de niño. Pero todo prueba que hablará. En realidad, es maravillosamente precoz. Me pavoneo. Zira está indignada por mi aire de padrazo.
-Pero, ¿no comprendes que es una catástrofe? Los otros no lo dejarán nunca en libertad.
-Sé de fuente cierta que en la sesión que va a celebrar el Gran Consejo dentro de quince días van a tomarse decisiones muy importantes sobre este asunto -dijo Cornelius lentamente.
-¿Decisiones graves?
-Muy graves. No se trata de suprimirlo... por lo menos, por ahora, pero se lo quitarán a su madre.
-¿Y yo podré verlo?
-Usted menos que cualquier otro... pero déjeme continuar -siguió diciendo el chimpancé con firmeza-. No estamos aquí para lamentarnos, sino para obrar. Como digo, tengo informes fidedignos. Su hijo será recluido en una especie de fortaleza, bajo la vigilancia de los orangutanes. Sí, hace ya tiempo que Zaíus está intrigando para ganar su causa.
Al llegar aquí, Cornelius apretó los puños y soltó por lo bajo algunas palabras malsonantes. Después prosiguió:
-Tenga en cuenta que el Consejo sabe perfectamente a qué atenerse con respecto a ese pedante, pero finge creer que está más calificado que yo para estudiar ese sujeto excepcional porque éste está considerado como un peligro para nuestra raza. Cuentan con Zaíus para que sea puesto en la imposibilidad de poder perjudicarnos.
Estoy aterrado. No es posible dejar a mi hijo en manos de ese imbécil peligroso. Pero Cornelius no ha terminado:
-No es sólo el niño el que está amenazado. Sigo callado y miro a Zira, que baja la cabeza.
-Los orangutanes le detestan a usted porque es la prueba viviente de sus errores científicos y los gorilas le encuentran demasiado peligroso para seguir circulando libremente. Temen que llegue a ser el tronco de una nueva casta en este planeta. Incluso, prescindiendo de su eventual descendencia, temen que sólo con el ejemplo suyo se produzca una perturbación en los hombres. Ciertos informes señalan una nerviosidad insólita entre aquellos que usted visita.
Es verdad. En mi última visita a la sala de las jaulas he notado un cambio entre los hombres. Parece como si su instinto les hubiese advertido del nacimiento milagroso. Han saludado mi presencia con un concierto de largos aullidos.
-En fin, para decírselo de una vez -terminó brutalmente Cornelius-. Temo que, dentro de quince días, el Consejo decida suprimirle... o, por lo menos, quitarle una parte del cerebro con el pretexto de unos experimentos. En cuanto a Nova, creo que decidirán ponerla en una situación que no pueda ser perjudicial, también ella, porque se ha acercado demasiado a usted.
¡No es posible! ¡Yo que había creído estar investido de una misión casi divina! Vuelvo a ser el más miserable de todos los seres y me entrego a una desesperación espantosa. Zira me pone la mano sobre el hombro.
-Cornelius ha hecho muy bien en no ocultarte nada de la situación. Lo que aún no te ha dicho es que nosotros no vamos a abandonarte. Hemos decidido salvaros a los tres y nos va a ayudar un pequeño grupo de chimpancés valerosos.
-¿Qué puedo hacer, único en mi especie?
-Hay que huir. Hay que dejar este planeta al cual no habrías debido venir nunca. Hay que volver a la Tierra. Lo exigen tu vida y la de tu hijo.
Se le trunca la voz como si fuera a echarse a llorar. Me es más adicta aún de lo que yo mismo creía. También yo me siento turbado, tanto por su dolor como por la perspectiva de separarme de ella para siempre. Pero, ¿cómo evadirme de este planeta? Cornelius toma otra vez la palabra.
-Es verdad -dice-. He prometido a Zira ayudarles a huir y lo haré, aunque ello me cueste perder mi situación. Siento en mi conciencia que al hacerlo cumplo con mi deber de simio. Si nos amenaza un peligro, con vuestro regreso a la Tierra queda conjurado... ¿No me dijo usted una vez que su nave espacial está intacta y que podría llevarles hasta la Tierra?
-Sin duda alguna. Tiene carburante suficiente, oxígeno y víveres para llevarnos hasta el fondo del Universo. Pero, ¿cómo llegar a ella?
-Sigue gravitando alrededor de nuestro planeta. Uno de mis amigos astrónomo la ha descubierto y conoce todos los elementos de su trayectoria. En cuanto al medio de alcanzarla... Escúcheme. Exactamente dentro de diez días tenemos que lanzar un satélite artificial habitado, por hombres, claro está, sobre los cuales queremos experimentar la influencia de ciertos rayos... ¡No me interrumpa! Se ha previsto que los pasajeros sean tres: un hombre, una mujer y un niño.
Comprendí en seguida su propósito y aprecié su ingeniosidad, pero, ¡cuántos obstáculos tendríamos que vencer!
-Ciertos sabios responsables de este lanzamiento son amigos míos y les he ganado para su causa. El satélite será colocado en la órbita de su nave y hasta cierto punto será dirigible. Hemos entrenado a la pareja de humanos para que pudieran efectuar algunas maniobras por medio de reflejos condicionados. Pienso que ustedes serán aún más hábiles que ellos... Porque éste es nuestro plan: sustituir los pasajeros por ustedes tres. No será difícil. Como ya le he dicho, me he asegurado las complicidades necesarias: el asesinato repugna a los chimpancés. Los otros ni siquiera se darán cuenta del truco que se les ha hecho.
En efecto, es muy probable. Para la mayor parte de los simios, un hombre es un hombre y nada más. No se fijan en las diferencias entre un individuo y otro.
-Durante estos diez días les haré seguir un entrenamiento intensivo. ¿Cree usted que podrá abordar su nave?
Debe ser posible. Pero en este momento no pienso en las dificultades y los peligros. No puedo luchar contra la ola de tristeza que me ha invadido hace un momento a la idea de dejar el planeta Sóror, a Zira y a mis hermanos humanos. Ante éstos me siento como un desertor. No obstante, antes que nada, hay que salvar a mi.hijo y a Nova. Pero volveré. Sí, más tarde volveré con mejores triunfos. ¡Lo juro! No olvidaré a los prisioneros de las jaulas.
Estoy tan desatinado que he hablado en voz alta.
Cornelius sonríe.
-Dentro de cuatro o cinco años del tiempo de usted, viajero, pero dentro de más de mil años para nosotros, sedentarios. No olvide que también nosotros hemos descubierto la relatividad. De aquí a allá... hemos discutido el riesgo con mis amigos chimpancés y hemos decidido correrlo.
Nos separamos después de habernos citado para el día siguiente. Zira sale la primera. Aprovecho el momento que quedo a solas con él para darle las gracias efusivamente. Interiormente me pregunto por qué hace esto por mí. Lee mi pensamiento.
-Dé las gracias a Zira -me dice-. Es a ella a quien deberá usted la vida. Solo, no sé si me habría molestado tanto ni si hubiera corrido tantos peligros. Pero ella no me perdonaría jamás ser cómplice de una muerte... y, por otra parte...
Vacila. Zira me espera en el corredor. Se asegura que no puedan oírnos y añade rápidamente en voz baja:
-Por otra parte, por ella y por mí es preferible que desaparezca usted de este planeta.
Ha cerrado la puerta. Me he quedado solo con Zira y damos unos pasos por el corredor.
-¡ Zira!
Me he parado y la he cogido en brazos. Ella está tan trastornada como yo. Veo resbalar una lágrima por su hocico mientras estamos estrechamente apretados uno contra otro. ¡Ah, qué importa esta horrible envoltura material! Es su alma la que se comunica con la mía. Cierro los ojos para no ver aquellas facciones grotescas que la emoción afea más todavía. Me esfuerzo en apoyar mi mejilla contra la suya. Vamos a abrazarnos como dos amantes cuando ella se estremece y me rechaza violentamente.
Me quedo entonces cortado, sin saber qué gesto adoptar mientras ella oculta su hocico entre las largas patas peludas y aquella mona horrible dice, desesperada, estallando en sollozos:
-¡Querido mío, es imposible! ¡Es una lástima, pero no puedo, no puedo! ¡Verdaderamente, eres horroroso!
CAPITULO XI
Se ha hecho la jugada. Bogamos de nuevo por el espacio a bordo de la nave cósmica, volando como un cometa en dirección al sistema solar a una velocidad que aumenta cada segundo.
No estoy solo. Me llevo conmigo a Nova y a Sirio, el fruto de nuestros amores interplanetarios, que sabe decir «papá», «mamá» y muchas otras palabras. También hay a bordo una pareja de pollos y de conejos y varios granos que los sabios habían puesto en el satélite para estudiar el efecto de los rayos sobre diversos organismos. Nada de esto se perderá.
El plan de Cornelius fue ejecutado al pie de la letra. Nuestra sustitución del trío previsto se hizo sin dificultad. La mujer ha cogido el sitio de Nova en el Instituto y el niño será enviado a Zalus. Éste demostrará que no puede hablar y que no es más que un animal. Quizás entonces ya no se me juzgará tan peligroso y dejarán vivir al hombre que me ha sustituido y que no hablará más. Es poco probable que se den cuenta alguna vez de la sustitución. Como ya he dicho, los orangutanes no hacen diferencias entre un hombre y otro. Zaíus triunfará. Cornelius tendrá quizás algunos quebraderos de cabeza, pero pronto se olvidará de todo... ¿Qué digo? Está olvidado ya, porque en los pocos meses que llevo atravesando el espacio han transcurrido allí algunos lustros. En cuanto a mí, los recuerdos se esfuman rápidamente, de la misma manera que el cuerpo material de Betelgeuse supergigante, a medida que el espacio-tiempo se estira entre nosotros: el monstruo se ha transformado en una pequeña pelota, después en una naranja y, por último, en un minúsculo punto brillante de la galaxia. Igual sucede con mis recuerdos sororianos.
Sería muy tonto atormentándome. He logrado salvar los seres que me son queridos. ¿A quién de allí echaría de menos? ¿A Zira? Sí, a Zira. Pero el sentimiento que había nacido entre nosotros no tenía nombre ni en la Tierra ni en región alguna del Cosmos. Se imponía la separación. Ella habrá recobrado la paz criando bebés chimpancés después de haberse casado con Cornelius. ¿El profesor Antelle? Al diablo, el profesor. Ya no podía hacer nada más por él y aparentemente ha encontrado una solución satisfactoria al problema de la existencia. Tiemblo algunas veces sólo al pensar que, colocado en las mismas condiciones que él y sin la presencia de Zira, yo también habría podido caer tan bajo.
El abordaje de nuestra nave se hizo sin dificultad alguna. Pude acercarme poco a poco maniobrando el satélite para entrar en el compartimiento que había quedado abierto en espera del retorno de nuestra chalupa. Entonces entraron en acción los robots para cerrar todas las salidas. Estábamos a bordo. Todo estaba intacto y el calculador electrónico se encargó de efectuar todas las operaciones de partida. En el planeta Sóror nuestros cómplices hicieron creer que el satélite había sido destruido en vuelo por no haber podido ser colocado en órbita.
Estamos en camino desde hace algo más de un año de nuestro tiempo. Hemos alcanzado la velocidad de la luz, menos una fracción infinitesimal, recorriendo un espacio inmenso en un tiempo muy corto, y estamos ya en el período de frenaje que debe durar otro año. En nuestro pequeño universo no me canso de admirar a mi familia nueva.
Nova resiste bien el viaje. Cada día se vuelve algo más racional. La maternidad la ha transformado. Pasa horas y horas contemplando beatíficamente a su hijo que está siendo para ella mejor profesor que yo. Ella articula casi correctamente las palabras que pronuncia él. A mí no me habla aún, pero hemos establecido un código de gestos suficiente para comprendernos. Me hace el efecto que he vivido siempre con ella. En cuanto a Sirio, es la perla del Cosmos. Tiene un año y medio. Anda, a pesar de la fuerte presión; y charla sin cesar. Tengo prisa por enseñarlo a los hombres de la Tierra.
¡Qué emoción he sentido esta mañana al comprobar que el Sol empezaba a tener ya una dimensión perceptible! Se nos aparece ahora como una bola de billar y se tiñe de amarillo. Lo muestro con el dedo a Nova y a Sirio. Les explico lo que es este mundo nuevo para ellos y me comprenden. Ahora Sirio habla ya correctamente y Nova casi igualmente bien. Ha ido aprendiendo al mismo tiempo que él. Milagro de la maternidad, milagro del cual he sido yo el agente. No he podido arrancar a todos los hombres de Sóror de su envilecimiento, pero el éxito es total por lo que a Nova se refiere.
El Sol va aumentado a cada instante. Busco descubrir los planetas con el telescopio. Me oriento fácilmente. Encuentro a Júpiter, Saturno, Marte y... la Tierra. ¡He aquí la Tierra!
Me asoman las lágrimas a los ojos. Hay que haber vivido más de un año en el planeta de los simios para comprender mi emoción... Ya lo sé, después de setecientos años, no encontraré parientes ni amigos, pero estoy ávido de ver verdaderos hombres.
Pegados a los tragaluces observamos cómo se va acercando la Tierra. Ya no hay necesidad de telescopio para distinguir los continentes. Nos hemos convertido en satélite. Giramos alrededor de mi viejo planeta. Veo desfilar Australia, América, Francia, sí, he aquí Francia. Los tres nos abrazamos sollozando. Nos embarcamos en la segunda chalupa de la nave. Todos los cálculos se han efectuado para aterrizar en mi patria, espero que no lejos de París.
Entramos en la atmósfera. Los retrocohetes entran en acción. Nova me mira sonriendo. Ha aprendido a sonreír así como a llorar. Mi hijo tiende los brazos y abre los ojos, maravillado. Tenemos a París debajo de nosotros. La Torre Eiffel sigue siempre allí.
He tomado los mandos y me dirijo de una manera muy precisa. Milagro de la técnica. Después de setecientos años de ausencia, logro posarme en Orly, que no ha cambiado mucho, en el límite de la pista, bastante lejos de los edificios. Han tenido que verme. No tengo más que esperar. No parece haber tráfico aéreo. ¿Será quizá que este aeropuerto no está ya en funcionamiento? No, he aquí un aparato. Se parece en todo a los aviones de mi tiempo.
De los edificios sale un camión que viene hacia nosotros. Paro los cohetes, preso de una agitación cada vez más febril. ¡Qué relato voy a poder hacer a mis hermanos humanos! Quizá, de momento, no me creerán, pero tengo pruebas. Tengo a Nova, tengo a mí hijo.
El vehículo va acercándose. Es una camioneta de un modelo bastante antiguo: cuatro ruedas y un motor de explosión. Me doy cuenta de estos detalles, maquinalmente. Había pensado que estos coches habrían sido relegados a los museos.
También había imaginado una recepción algo más solemne. Son pocos para acogerme. Creo que sólo dos hombres. ¡Qué estúpido soy! No pueden saber nada. ¡Cuando lo sepan...!
Son dos. Los veo bastante mal a causa del sol poniente que se refleja en los cristales, unos cristales sucios. El chófer y un pasajero.
Éste lleva uniforme. Es un oficial. He visto el reflejo de los galones. Sin duda el comandante del aeropuerto. Los demás irán siguiendo.
La camioneta para a cincuenta metros de nosotros. Cojo a mi hijo en brazos y salgo de la chalupa. Nova nos sigue con cierta vacilación. Parece asustada. Le pasará pronto.
El chófer se ha apeado. Me vuelve la espalda. Está medio oculto por las altas hierbas que me separan del coche. Abre la portezuela para que baje el pasajero. No me he equivocado, es un oficial, por lo menos un comandante, porque veo brillar muchos galones. Salta a tierra. Da algunos pasos hacia nosotros, sale de las hierbas y por fin se me aparece a plena luz. Nova da un grito, me arranca a su hijo y corre a refugiarse con él en la chalupa mientras que yo quedo clavado en el suelo, incapaz de hacer un gesto ni de proferir una palabra.
Es un gorila.
CAPITULO XII
Phyllis y Jinn levantaron la cabeza, que habían tenido inclinada sobre el manuscrito, y se miraron un buen rato sin decir palabra.
-Una bonita mixtificación -dijo finalmente Jinn esforzándose en sonreír.
Phyllis estaba ensimismada. Algunos fragmentos la habían conmovido y le parecía que tenían la elocuencia de la verdad. Se lo hizo notar a su compañero.
-Esto prueba que hay poetas por todas partes, en todos los rincones del Cosmos..., y también bromistas.
Ella seguía reflexionando. Le costaba dejarse convencer. No obstante, se resignó a ello exhalando un suspiro:
-Tienes razón,, Jinn. Soy de tu opinión... ¿Hombres racionales? ¿Hombres detentores de la sabiduría? ¿Hombres inspirados por el espíritu...? No, esto no es posible. En esto, el cuentista se ha pasado de raya. Pero es una lástima.
-Completamente de acuerdo -dijo Jinn-. Ahora debemos volver ya.
Soltó toda la vela ofreciéndola por entero a las radiaciones combinadas de los tres soles. Después empezó a accionar las palancas de los mandos utilizando sus cuatro manos hábiles, mientras Phyllis, después de desvanecer su última duda, sacudiendo enérgicamente las orejas peludas, sacó la polvera y en vista de que volvían al puerto reavivó con un pequeño matiz rosado su adorable hociquito de chimpancé hembra.
FIN