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septiembre 12, 2010
En realidad, a Mrs. Peters no le interesaba Grecia. Y en el fondo de su corazón no se había formado opinión alguna sobre Delfos.
Los hogares espirituales de Mrs. Peters eran París, Londres y la Riviera. Era una mujer que disfrutaba la vida de hotel, pero su idea de una habitación de hotel consistía en una blanca y gruesa alfombra, un lecho lujoso, una profusión de lámparas eléctricas con pantalla en la mesilla de noche para leer y un teléfono; encargar té, comidas, aguas minerales, cócteles para charlar con las amigas y gran abundancia de agua fría y caliente.
En el hotel en que se alojaba en Delfos no había nada de todo esto. Había una vista maravillosa desde las ventanas, un lecho limpio y unas paredes enjalbegadas o menos limpias. Y había una silla, un palanganero y una cómoda. Los baños se servían con un recargo aparte y, de vez en cuando, con escasa agua caliente.
Imaginaba que sería bonito decir que había estado en Delfos, y Mrs. Peters se había esforzado en interesarse por la Grecia Antigua, pero le había resultado difícil. Sus esculturas le parecían incompletas, sin cabezas, brazos o piernas. Secretamente, le gustaba mucho más el bello y completo ángel de mármol con alas que había sido colocado sobre la tumba del difunto mister Willard Peters.
Pero todas estas opiniones íntimas se las guardaba para ella sola por el temor de que su Willard la mirase con desprecio. Por complacer a Willard se encontraba allí, en aquella habitación fría e incómoda, con una doncella malhumorada y un chófer disgustado algo más lejos.
Porque Willard (hasta hacia poco llamado Junior, un título que él aborrecía), que tenía ahora dieciocho años, era un hijo mimado hasta la locura por Mrs. Peters. Willard era quien tenía esa extraña pasión por el arte antiguo. Willard, delgado, pálido, con gafas y dispéptico, era el que había arrastrado a su devota madre a este viaje por Grecia.
Habían estado en Olimpia, que a Mrs. Peters le había parecido un triste revoltijo. El Partenón le había gustado, pero consideraba Atenas como una ciudad sin remedio. Y una visita a Corinto y a Micenas había resultado una pesadilla tanto para el chófer como para Mrs. Peters.
Mrs. Peters pensaba tristemente que Delfos era ya el colmo. Absolutamente nada que hacer más que seguir el camino y mirar las ruinas. Willard se pasaba largas horas de rodillas descifrando inscripciones griegas y diciendo: «¡Madre, escucha esto! ¿No es espléndido?» Y leía algo que a Mrs. Peters le parecía la quintaesencia del aburrimiento.
Aquella mañana, Willard había salido temprano para ver algunos mosaicos bizantinos. Mrs. Peters, sintiendo instintivamente que los mosaicos bizantinos la dejarían fría (tanto material como espiritualmente), se había excusado.
—Lo comprendo, madre —había dicho Willard—: quieres quedarte sola para ir a sentarte en el teatro o arriba, en el estadio, y mirar todo aquello tan hermoso e impregnarte bien.
—Eso es, querido —había contestado Mrs. Peters.
—Ya sabía yo que este lugar te encantaría —había dicho Willard, entusiasmado, y había partido solo en busca de antigüedades.
Y ahora, con un suspiro, Mrs. Peters se preparó para levantarse y desayunar.
En el comedor sólo encontró a cuatro personas: una madre y una hija, vestidas con un estilo especial y que estaban discutiendo sobre el arte de la propia expresión en la danza; un caballero grueso, de mediana edad, que le había salvado una maleta cuando bajaba del tren y se llamaba Thompson, y un recién llegado calvo y también de mediana edad, que estaba allí desde ayer por la noche.
Este personaje era el último que se había quedado en el comedor y Mrs. Peters no tardó en entrar. Las maneras de mister Thompson eran claramente desalentadoras (Mrs. Peters llamaba a esto «la reserva británica»), y la madre y la hija se habían mostrado muy superiores y sabihondas, aunque la muchacha había parecido congeniar con Willard.
A Mrs. Peters el nuevo huésped le pareció una persona muy agradable. Comunicaba su información sin alardes de sabiduría. Le comunicó varios detalles interesantes y simpáticos acerca de los griegos, dándole la impresión de que eran verdaderas personas y no historias aburridas sacadas de un libro.
Mrs. Peters le contó a su nuevo amigo todo lo relativo a Willard, que era un muchacho tan listo y que hubiera podido usar la palabra «Cultura» a modo de apellido. En aquel personaje suave y benévolo había algo que facilitaba la conversación.
Él, por su parte, no le dijo a Mrs. Peters a qué se dedicaba ni cómo se llamaba. Aparte de que había viajado y se tomaba un descanso completo de sus ocupaciones (¿qué ocupaciones?), no fue comunicativo acerca de sí mismo.
En conjunto, se le pasó el día mucho más rápido de lo que ella hubiera supuesto. La madre y la hija y mister Thompson continuaban siendo insociables. Mrs. Peters y su nuevo amigo encontraron a este último saliendo del museo y vieron cómo tomaba inmediatamente la dirección opuesta.
Su nuevo amigo se lo quedó mirando con las cejas fruncidas.
—¡Estoy preguntándome quién puede ser ese individuo!
Mrs. Peters le comunicó el nombre del otro, pero no podía hacer nada más.
—Thompson... Thompson... No creo haberlo visto antes. Y sin embargo, hay algo en su cara que me resulta familiar. Pero no puedo situarlo.
Por la tarde, Mrs. Peters disfrutó una tranquila siesta en un lugar sombreado. El libro que se había llevado para leer no era el excelente tratado sobre arte griego que le había recomendado su hijo, sino una novela titulada El misterio de la barca del río. Contenía cuatro asesinatos, tres raptos y una banda numerosa y variada de criminales peligrosos. Mrs. Peters se sentía a la vez fortificada y apaciguada con su lectura.
Eran las cuatro cuando regresó al hotel. Estaba segura de que, a aquella hora, Willard habría vuelto ya. Tan lejos se encontraba de presentir ninguna desgracia, que casi se olvidó de abrir la nota que, según le había comunicado el dueño, había traído por la tarde un hombre desconocido.
La nota estaba extremadamente sucia. La abrió con gesto distraído. Al leer las primeras líneas, su rostro palideció y alargó una mano para sostenerse. Estaba escrita por un extranjero, pero en inglés. Decía así:
«Señora:
La presente es para informarle de que su hijo ha sido secuestrado. Nuestro lugar es muy seguro. El joven caballero no sufrirá ningún daño si usted obedece nuestras órdenes. Pedimos por él un rescate de diez mil libras esterlinas. Si habla usted de esto al dueño del hotel o a la policía, o a otra persona, ¡su hijo morirá! Se le avisa para que reflexione. Mañana le daremos instrucciones sobre el modo de entregar el dinero. Si no las obedece, las orejas del honorable joven serán cortadas y le serán enviadas. Y si no las obedece entonces, al día siguiente morirá. No amenazamos en vano. Reflexione y, sobre todo, guarde silencio.
DEMETRIUS, el de las cejas negras»
No es posible decir en qué estado se hallaba la pobre señora al terminar la lectura de la carta. Aunque disparatada e infantil, aquella demanda la dejó envuelta en una atmósfera de peligro. Willard, su niño, su mimado, su delicado y serio Willard.
Iría inmediatamente a buscar a la policía, llamaría a sus vecinos. Pero quizás si lo hacía... Y se estremeció.
Luego, animándose, salió de su habitación en busca del dueño del hotel: la única persona del establecimiento que hablaba inglés.
—Está haciéndose tarde —le dijo—. Mi hijo no ha regresado aún.
El simpático hombrecillo le miró muy satisfecho.
—Cierto —dijo—. El señor despidió las mulas. Deseaba volver a pie. A esta hora, debería ya estar aquí, pero sin duda se ha entretenido por el camino —y sonrió con feliz expresión.
—Dígame —preguntó de pronto Mrs. Peters—: ¿hay en los alrededores personas de mala reputación?
Mala reputación no era una expresión conocida en el vocabulario inglés del hombrecillo. Mrs. Peters se explicó con más claridad. Y recibió la respuesta de que, en todos los alrededores de Delfos, no había más que gente buena, tranquila y muy bien dispuesta hacia los extranjeros.
En sus labios temblaban las palabras, pero las obligó a retroceder. La siniestra amenaza le ataba la lengua. Podía ser una pura fanfarronada, pero ¿y si no lo era? En América, a una amiga suya le habían robado a un niño que fue asesinado al informar ella a la policía. Efectivamente, estas cosas ocurrían.
Estaba casi frenética. ¿Qué iba a hacer? Diez mil libras... ¿qué era esto en comparación con la seguridad de Willard? Pero ¿cómo podía conseguir una suma así? En aquel momento había interminables dificultades con el dinero y era difícil retirarlo de los bancos. Una carta de crédito por unos cuantos centenares de libras era todo lo que tenía en su poder.
¿Entenderían esto los bandidos? ¿Querrían ser razonables? ¿Querrían esperar?
Al acercarse su doncella, la despidió a cajas destempladas. A la hora de la comida sonó la campanilla y la pobre señora se vio obligada a pasar al comedor. Comió maquinalmente. No veía a nadie. Por lo que a ella se refería, la habitación hubiera podido estar desierta.
Al servirle la fruta, le colocaron una nota delante. La infeliz retrocedió, pero la letra era completamente distinta de la que había temido ver: una letra limpia de amanuense inglés. La abrió sin demasiado interés, pero su contenido la intrigó:
«En Delfos no puede usted consultar al Oráculo, pero "puede" consultar a mister Parker Pyne.»
Había dejado, prendido con un alfiler, un anuncio de periódico y al final del pliego una fotografía de pasaporte. Se trataba de su amigo calvo de la mañana.
Mrs. Peters leyó dos veces el recorte:
«¿Es usted feliz? Si no lo es, consulte a mister Parker Pyne.»
¿Feliz? ¿Feliz? ¿Había sido nadie nunca tan infeliz? Aquella era una respuesta a una plegaria.
Apresuradamente, garabateó en una hoja de papel que acertaba a llevar en el bolso:
«Le ruego me ayude. ¿Puede reunirse conmigo fuera del hotel dentro de diez minutos?»
Metiéndolo en un sobre, ordenó al camarero que se lo llevase al caballero que ocupaba la mesa junto a la ventana. Diez minutos más tarde, envuelta en un abrigo de pieles, pues la noche era fría, Mrs. Peters salió del hotel y siguió despacio el camino de las ruinas. Mister Parker Pyne estaba esperándola.
—La gracia del cielo ha hecho que se encuentre usted aquí —dijo ella desalentada—. Pero ¿cómo ha sospechado la terrible situación en que me encuentro? Esto es lo que deseo saber.
—El rostro humano, mi querida señora —dijo mister Parker Pyne con dureza—. He sabido inmediatamente que le había ocurrido algo, pero espero que usted me diga de qué se trata.
Todo salió como de un torrente. Le entregó la carta, que él leyó a la luz de su linterna de bolsillo.
—Hum —dijo—. Un documento notable. Un documento muy notable. Tiene ciertos aspectos...
Pero Mrs. Peters no estaba de humor para escuchar los aspectos más curiosos de la carta. ¿Qué iba a ser de Willard? ¿De su querido, delicado Willard?
Mister Parker Pyne se mostró tranquilizador. Trazó un cuadro atractivo de la vida de los bandidos griegos. Tendrían un cuidado especial con su prisionero, puesto que para ellos representaba una posible mina de oro.
Y gradualmente, la serenó.
—Pero ¿qué voy a hacer yo? —gimió Mrs. Peters.
—Espere hasta mañana. Es decir, a no ser que prefiera acudir directamente a la policía.
Mrs. Peters le interrumpió con un chillido de terror. ¡Su querido Willard sería asesinado inmediatamente!
—¿Cree usted —preguntó a continuación— que volveré a ver a Willard sano y salvo?
—Sobre esto no hay duda —dijo mister Parker Pyne tratando de calmarla—. El único problema es saber si tendrá usted a su hijo sin pagar diez mil libras.
—Lo que quiero es a mi hijo.
—Sí, sí —dijo mister Parker Pyne con tono tranquilizador—. A propósito, dígame, ¿quién trajo la carta?
—Un hombre a quien el dueño del hotel no conoce: un extraño.
—¡Ah! Aquí hay posibilidades. El hombre que traiga la carta mañana podría ser seguido. ¿Qué es lo que les dirá usted a las personas del hotel sobre la ausencia de su hijo?
—No he pensado en ello.
—Me pregunto ahora... —dijo mister Parker Pyne reflexionando—. Creo que de modo natural podría usted expresar alarma e inquietud con motivo de su ausencia. Podría ponerse en marcha un destacamento de exploración.
—¿No teme usted que esos demonios...? —Y se quedó sin voz.
—No, no. Mientras no corra el rumor del rapto o del rescate, no pueden ponerse intratables. Después de todo, no pueden esperar que acepte usted la desaparición de su hijo sin agitarse poco ni mucho.
—¿Puedo dejar todo eso en sus manos?
—Esto me corresponde a mí.
Apenas se habían puesto en marcha para regresar al hotel, estuvieron a punto de tropezar con un hombre corpulento.
—¿Quién era? —preguntó mister Parker Pyne con expresión pensativa—. ¿Era Thompson...? Thompson... hum.
Al retirarse a descansar, Mrs. Peters pensó que era una buena idea la de mister Parker Pyne a propósito de la carta. Quienquiera que fuese el que la trajera, debía estar en contacto con los bandidos. De este modo, se sintió consolada y se durmió mucho más pronto de lo que hubiera podido creer.
Mientras se vestía, a la mañana siguiente, advirtió de pronto que había algo en el suelo, cerca de la ventana. Lo recogió... y su corazón dio un vuelco. El mismo sobre barato y sucio, el mismo tipo de letra... Lo abrió.
«Buenos días, señora:
¿Ha reflexionado usted? Su hijo está bien y no ha sufrido daño alguno... por ahora. Pero hemos de recibir el dinero. Puede ser que no resulte fácil para usted disponer de esa suma, pero se nos ha dicho que tiene a mano un collar de diamantes: piedras muy finas. Con esto nos contentaremos, en lugar de la suma. Escuche, esto es lo que tiene que hacer: Usted, o alguien que usted envíe, debe recoger ese collar y traerlo al estadio. Desde allí subirá al lugar donde hay un árbol junto a una gran roca. Habrá ojos vigilando para asegurarse de que sólo venga una persona. Entonces, su hijo será cambiado por el collar. La hora debe ser mañana a la seis, un momento después de haber salido el sol. Si pone a la policía tras de nosotros, dispararemos contra su hijo cuando su coche vaya a la estación.
Ésta es nuestra última palabra. Si mañana no hay collar, le enviaremos las orejas de su hijo. Al día siguiente, morirá.
Saludos, señora.
DEMETRIUS»
Mrs. Peters corrió en busca de mister Parker Pyne. Éste leyó inmediatamente la carta con profunda atención.
—¿Es verdad lo que dice sobre el collar de diamantes? —preguntó.
—Completamente. Mi esposo pagó por él cien mil dólares.
—Nuestros ladrones están bien informados —murmuró mister Parker Pyne.
—¿Qué dice usted?
—Solamente estaba considerando algunos aspectos del caso.
—Le aseguro, mister Pyne, que no tenemos tiempo para eso. Debo tener a mi hijo de regreso cuanto antes.
—Pero usted es una mujer de espíritu, Mrs. Peters. ¿Le gusta dejarse asustar y dejarse quitar diez mil libras? ¿Le gusta entregar sus diamantes mansamente a una pandilla de rufianes?
—Bien, por supuesto ¡si lo presenta usted así! —y la mujer de espíritu que era Mrs. Peters estaba en lucha con la madre—. ¡Cómo quisiera ajustarles las cuentas a esos brutos cobardes! En el mismo instante en que recupere a mi hijo, mister Pyne, lanzaré a la policía de la vecindad tras ellos... ¡Y si es necesario alquilaré un coche blindado para ir con Willard a la estación de ferrocarril! —Mrs. Peters estaba ahora encendida, respirando venganza.
—Sí... —dijo mister Parker Pyne—. Ya lo ve usted, mi querida señora, me temo que se preparan para eso. Saben que una vez haya recuperado a Willard, nada le impedirá dar la voz de alerta por todos los alrededores.
—Pues bien: ¿qué piensa usted hacer?
Mister Parker Pyne sonrió.
—Quiero probar un pequeño plan propio —y paseó una mirada por todo el comedor. Estaba desierto y con las puertas de ambos extremos cerradas—. Mrs. Peters, conozco a un hombre en Atenas... un joyero especializado en los buenos diamantes falsos... un trabajo de primera clase —y bajo la voz hasta que fue sólo un murmullo—. Puedo llamarle por teléfono. Puedo tenerlo aquí esta tarde con una selección de piedras...
—¿Y se propone usted...?
—Retirar los verdaderos diamantes y sustituirlos por diamantes falsos.
—¡Cómo! ¡Esto es lo más ingenioso que he oído nunca! —y Mrs. Peters le dirigió una mirada de admiración.
—¡Chiss! No tan alto. ¿Quiere usted hacerme un favor?
—Sin duda.
—Vigile que nadie se acerque de modo que pueda oír lo que digo por teléfono.
Mrs. Peters hizo un gesto afirmativo.
El teléfono estaba en el despacho del administrador, que se apartó amablemente después de ayudar a mister Parker Pyne a encontrar el número. Al salir, vio fuera a Mrs. Peters.
—Sólo estoy esperando a mister Parker Pyne. Vamos a dar un paseo.
—Oh, sí, señora.
Mister Thompson estaba también en el vestíbulo. Acercándose a ellos, se puso a hablar con el administrador. ¿Había alguna villa para alquilar en Delfos? ¿No? Pero había una más arriba del hotel.
—Pertenece a un caballero griego, señor. Y no la alquila.
—¿Y no hay otras villas?
—Hay una que pertenece a una señora americana, al otro lado del pueblo. Ahora está cerrada. Y hay una que pertenece a un caballero inglés, un artista. Está al borde de la roca que mira a Itea, es una villa preciosa.
Mrs. Peters intervino. La naturaleza la había dotado de una fuerte voz y ella la forzó más adrede.
—¡Cómo! —exclamó—. ¡Sí, a mí me encantaría tener una villa aquí! Todo tan intacto y natural. Estoy sencillamente entusiasmada con estos lugares, ¿no lo está usted, mister Thompson? Naturalmente que lo está, si desea tener aquí una villa. ¿Es ésta su primera visita al país? No puedo creerlo.
Y así continuó resueltamente hasta que vio salir del despacho a mister Parker Pyne. Éste le dirigió una ligerísima sonrisa de aprobación.
Mister Thompson descendió lentamente los peldaños y salió al camino, donde se reunió con la madre y la hija sabihondas, que parecían sentir el viento frío sobre sus descubiertos brazos.
Todo fue bien. El joyero llegó un momento antes de comer en un coche lleno de turistas. Mrs. Peters llevó el collar a sus habitaciones. El hombre manifestó su aprobación con un gruñido.
—Madame peut étre tranquille. Je réussirai —y sacando algunas herramientas de un saquito, se puso manos a la obra.
A las once, mister Parker Pyne llamó a la puerta de Mrs. Peters.
—¡Aquí los tiene!
Y le entregó una bolsita de gamuza. Ella miró al interior.
—¡Mis diamantes! —exclamó.
—Chis. Aquí está el collar con las piedras falsas que sustituyen a los diamantes. Un buen trabajo, ¿no le parece?
—Sencillamente admirable.
—Aristopoulos es un hombre muy hábil.
—Cree usted que no lo sospecharán?
—¿Cómo habían de sospecharlo? Saben que tiene usted aquí el collar. Usted lo entrega. ¿Cómo pueden sospechar el ardid?
—Bien, lo encuentro admirable —insistió Mrs. Peters devolviéndole el collar—. ¿Quiere usted entregárselo a ellos? ¿O es pedir demasiado?
—Naturalmente que se lo entregaré. Sólo déme la carta para que tenga claras las instrucciones. Gracias. Ahora, buenas noches y bon courage. Su muchacho estará aquí mañana a la hora del desayuno.
—¡Con tal de que eso fuese verdad!
—Vamos, no se inquiete. Déjelo todo en mis manos.
Mrs. Peters pasó una mala noche. Cuando se dormía tenía sueños terribles: sueños de bandidos armados que, desde coches blindados, disparaban sobre Willard, que bajaba por una montaña corriendo en pijama. Y se alegró de despertarse. Por último, llegó el primer fulgor de la aurora. Mrs. Peters se levantó y se vistió. Y se quedó sentada... esperando.
A las siete oyó un golpe en la puerta. Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió y entró mister Thompson. Ella abrió mucho los ojos. Le faltaron las palabras. Tenía el presentimiento de un desastre. Y, sin embargo, el hombre que había entrado tenía una voz completamente natural y vulgar, una voz fuerte y suave.
—Buenos días, Mrs. Peters —dijo.
—¡Cómo se atreve usted, caballero! ¿Cómo se atreve usted...?
—Debe usted excusar mi visita a una hora tan intempestiva —contestó mister Thompson—, pero ya lo ve, tengo un asunto que tratar.
Mrs. Peters se inclinó hacia delante con una mirada acusadora.
—¡O sea que fue usted quien raptó a mi hijo! ¡Y no hay tales bandidos!
—Ciertamente, no hay tales bandidos. Ya pensé que ese detalle era muy torpe, muy poco artístico. Es lo menos que puede decirse.
Mrs. Peters era una mujer de una idea fija.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con ojos de tigresa enfurecida.
—Lo cierto —contestó mister Thompson— es que está detrás de esa puerta.
—¡Willard!
La puerta se abrió de golpe. Willard, pálido, con las gafas y claramente con necesidad de afeitarse, fue estrechado contra el corazón de su madre.
Mister Thompson observaba la escena con ojos benignos.
—Sea como sea —dijo Mrs. Peters rehaciéndose de pronto y volviéndose hacia él—, haré que lo procesen por esto. ¡Vaya si lo haré!
—Estás confundida, mamá —dijo Willard—. Este caballero es quien me ha libertado.
—¿Dónde estabas?
—En una casa situada al borde de la roca, sólo a una milla de aquí.
—Y permítame, Mrs. Peters —dijo mister Thompson—, que le devuelva lo que le pertenece.
Y le entregó un pequeño paquete con una ligera envoltura de papel de seda. Al caer el papel, quedó al descubierto el collar de diamantes.
—No necesita guardar la otra bolsa de piedras, Mrs. Peters —dijo mister Thompson sonriendo—. Las verdaderas piedras continúan en el collar. La bolsa de gamuza contiene algunas imitaciones excelentes. Como le ha dicho su amigo, Aristopoulos es en su profesión un verdadero genio.
—La verdad es que ni entiendo una palabra de todo esto —dijo Mrs. Peters débilmente.
—Debe usted mirar el caso desde mi punto de vista —observó mister Thompson—. Atrajo mi atención el uso de un determinado nombre. Me tomé la libertad de seguirla a usted y a su supuesto amigo cuando salieron del hotel, y escuché (lo confieso francamente) su interesantísima conversación. Me pareció notablemente significativa, tan significativa que comuniqué el caso confidencialmente al administrador. Éste tomó nota del número al que había telefoneado para que un camarero escuchase por completo su conversación en el comedor.
»El plan se me presentó claramente. Era usted víctima de un par de hábiles ladrones de joyas. Conocen todo lo relativo a su collar de diamantes, la siguen a usted hasta aquí y raptan a su hijo, y le escriben una carta «de bandidos» bastante cómica. Y se lo organizan para que usted ponga su confianza en el principal instigador del plan.
»Después de esto, todo es muy sencillo. El buen caballero le entrega a usted una bolsa de falsos diamantes y desaparece con su compadre. Esta mañana, al ver que su hijo no venía, usted se pone frenética. La ausencia de su buen amigo le induce a creer que también ha sido raptado. Deduzco que se las habían arreglado para que alguien fuese mañana a la villa. Esta persona hubiera descubierto a su hijo y, entonces, entre usted y él se hubieran hecho una idea del complot. Pero en aquel momento los picaros hubieran conseguido estar muy lejos.
—¿Y ahora?
—Oh, ahora están bien encerrados bajo llave. Yo me he ocupado de eso.
—¡El miserable! —exclamó iracunda Mrs. Peters—. El miserable e hipócrita gordinflón.
—Una persona poco recomendable —convino mister Thompson.
—No acierto a comprender cómo ha podido usted llegar a intervenir en todo esto —dijo Willard con admiración—. Ha sido usted muy listo.
El otro movió la cabeza con gesto de excusa.
—No, no —dijo—. Cuando uno viaja de incógnito y oye su propio nombre usado falsamente...
Mrs. Peters le miró.
—¿Quién es usted? —le preguntó de repente.
—Yo soy mister Parker Pyne —explicó aquel caballero.
FIN