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septiembre 19, 2010
Una pura casualidad impulsó a mi amigo Hércules Poirot, antiguo jefe de la Force belga, a ocuparse del caso Styles. Su éxito le granjeó notoriedad y decidió dedicarse a solucionar los problemas que muchos crímenes plantean. Después de ser herido en el Somme y de quedar inútil para la carrera militar, me fui a vivir con él a su casa de Londres. Y precisamente porque conozco al dedillo todos los asuntos que se trae entre manos, es lo que me ha sugerido el escoger unos cuantos, los de interés, y darlos a conocer. De momento me parece oportuno comenzar por el más enmarañado, por el que más intrigó en su época al gran público. Me refiero al llamado caso «del baile de la Victoria».
Porque si bien no es el que demuestra mejor los méritos peculiares de Poirot, sus características sensacionales, las personas famosas que figuraron en él y la tremenda publicidad que le dio la Prensa, le prestan el relieve de une cause célebre y además hace tiempo que estoy convencido de que debo dar a conocer al mundo la parte que tomó Poirot en su solución.
Una hermosa mañana de primavera me hallaba yo sentado en las habitaciones del detective. Mi amigo, tan pulcro y atildado como de usual, se aplicaba delicadamente un nuevo cosmético en su poblado bigote. Es característica de su manera de ser una vanidad inofensiva, que casa muy bien con su amor por el orden y por el método en general. Yo había estado leyendo el Daily Newsmonger, pero se había caído al suelo y hallábame sumido en sombrías reflexiones, cuando la voz de mi amigo me llamó a la realidad.
—¿En qué piensa, mon ami? —interrogó.
—En el asunto ese del baile —respondí—. ¡Es espantoso! Todos los periódicos hablan de él —agregué dando un golpecito en la hoja que me quedaba en la mano.
—¿Si?
Yo continué, acalorándome:
—¡Cuánto más se lee más misterioso parece! ¿Quién mató a lord Cronshaw? La muerte de Coco Courtenay, aquella misma noche, ¿fue pura coincidencia? ¿Fue accidental? ¿Tomó deliberadamente una doble dosis de cocaína? ¿Cómo averiguarlo?
Me interrumpí para añadir, tras de una pausa dramática:
—He aquí las preguntas que me dirijo.
Pero con gran contrariedad mía Poirot no demostró el menor interés, no me hizo caso y se miró al espejo, murmurando:
—¡Decididamente esta nueva pomada es una maravilla! —al sorprender entonces una mirada mía se apresuró a decir—: Bien, ¿y qué se responde usted?
Pero antes de que pudiese contestar se abrió la puerta y la patrona anunció al inspector Japp.
Ése era un antiguo amigo y se le acogió con gran entusiasmo.
—¡Ah! ¡Pero si es el buen Japp! —exclamó Poirot—. ¿Qué buen viento le trae por aquí?
—Monsieur Poirot —repuso Japp tomando asiento y dirigiéndome una inclinación de cabeza—. Me han encargado de la solución de un caso digno de usted y vengo a ver si le conviene echarme una mano.
Poirot tenía buena opinión de las cualidades del inspector, aunque deploraba su lamentable falta de método: yo, por mi parte, consideraba que el talento de dicho señor consistía, sobre todo, en el arte sutil de solicitar favores bajo pretexto de prodigarlos.
—Se trata de lo sucedido durante el baile de la Victoria —explicó con acento persuasivo—. Vamos, no me diga que no está intrigado y deseando contribuir a su solución.
Poirot me miró sonriendo.
—Eso le interesa al amigo Hastings —contestó—. Precisamente me estaba hablando del caso. ¿Verdad, mon ami?
—Bueno, que nos ayude —concedió benévolo el inspector—. Y si llega usted a desentrañar el misterio que lo rodea podrá adjudicarse un tanto. Pero vamos a lo que importa. Supongo que conocerá ya los pormenores principales, ¿no es eso?
—Conozco únicamente lo que cuentan los periódicos... y ya sabemos que la imaginación de los periodistas nos extravía muchas veces. Haga el favor de referirme la historia.
Japp cruzó cómodamente las piernas y habló así:
—El martes pasado fue cuando se dio el baile de la Victoria en esta ciudad, como todo el mundo sabe. Hoy se denomina «gran baile» a cualquiera de ellos, siempre que cueste unos chelines, pero éste a que me refiero se celebró en el Colossus Hall y todo Londres, incluyendo a lord Cronshaw y sus amigos, tomó parte en...
—¿Su dossier? —dijo interrumpiéndole Poirot—. Quiero decir su bio... ¡No, no! ¿Cómo le llaman ustedes? Su biografía.
—El vizconde Cronshaw, quinto de este nombre, era rico, soltero, tenía veinticinco años y demostraba gran afición por el mundo del teatro. Se comenta y dice que estaba prometido a una actriz, miss Courtenay, del teatro Albany, que era una dama fascinadora a la que sus amistades conocían con el nombre de «Coco».
—Bien. Continuez!
—Seis personas eran las que componían el grupo capitaneado por lord Cronshaw: él mismo; su tío, el Honorable Eustaquio Beltane; una linda viuda americana, mistress Mallaby; Cristóbal Davidson, joven actor; su mujer, y finalmente, miss Coco Courtenay. El baile era de trajes, como ya sabe, y el grupo Cronshaw representaba los viejos personajes de la antigua Comedia Italiana.
—Eso es. La commedia dell'Arte —murmuró Poirot—. Ya sé.
—Estos vestidos se copiaron de los de un juego de figuras chinescas que forman parte de la colección de Eustaquio Beltane. Lord Cronshaw personificaba a Arlequín; Beltane a Pulchinella; los Davidson eran respectivamente Pierrot y Pierrette; miss Courtenay era, como es de suponer, Colombine. A primera hora de la noche sucedió algo que lo echó todo a perder. Lord Cronshaw se puso de un humor sombrío, extraño, y cuando el grupo se reunió más adelante para cenar en un pequeño reservado, todos repararon en que él y miss Courtenay hablan reñido y no se hablaban. Ella había llorado, era evidente, y estaba al borde de un ataque de nervios. De modo que la cena fue de lo más enojosa y cuando todos se levantaron de la mesa, Coco se volvió a Cristóbal Davidson y le rogó que la acompañara a casa porque ya estaba harta de baile. El joven actor titubeó, miró a lord Cronshaw y finalmente se la llevó al reservado otra vez.
«Pero fueron vanos todos sus esfuerzos para asegurar una reconciliación, por lo que tomó un taxi y acompañó a la ahora llorosa miss Courtenay a su domicilio. La muchacha estaba trastornadísima; sin embargo, no se confió a su acompañante. Únicamente dijo repetidas veces: "Cronshaw se acordará de mí." Esta frase es la única prueba que poseemos de que pudiera no haber sido su muerte accidental. Sin embargo, es bien poca cosa, como ve, para que nos basemos en ella. Cuando Davidson consiguió que se tranquilizase un poco era tarde para volver al Colossus Hall y marchó directamente a su casa, donde, poco después, llegó su mujer y le enteró de la espantosa tragedia acaecida después de su marcha.
«Parece ser que a medida que adelantaba la fiesta iba poniéndose lord Cronshaw cada vez más sombrío. Se mantuvo separado del grupo y apenas se le vio en toda la noche. A la una y treinta, antes del gran cotillón en que todo el mundo debía quitarse la careta, el capitán Digby, compañero de armas del lord, que conocía su disfraz, le vio de pie en un palco contemplando la platea.
—¡Hola, Cronsh! —le gritó—. Baja de ahí y sé más sociable. Pareces un mochuelo en la rama. Ven conmigo y nos divertiremos.
—Está bien. Espérame, de lo contrario nos separará la gente.
Lord Cronshaw le volvió la espalda y salió del palco. El capitán Digby, a quien acompañaba la señora Davidson, aguardó. Pero el tiempo pasaba y lord Cronshaw no aparecía.
Finalmente, Digby se impacientó.
—¿Si creerá ese chiflado que vamos a estarle aguardando toda la noche? Vamos a buscarle.
En ese instante se incorporó a ellos mistress Mallaby.
—Está hecho un hurón —comentó la preciosa viuda.
La búsqueda comenzó sin gran éxito hasta que a mistress Mallaby se le ocurrió que podía hallarse en el reservado donde habían cenado una hora antes. Se dirigieron allá ¡y qué espectáculo se ofreció a sus ojos! Arlequín estaba en el reservado, cierto es, pero tendido en tierra y con un cuchillo de mesa clavado en medio del corazón.
Japp guardó silencio. Poirot, intrigado, dijo con aire suficiente :
—Une belle affaire! ¿Y se tiene algún indicio de la identidad del autor de la hazaña? No, es imposible, desde luego.
—-Bien —continuó el inspector—, ya conoce el resto. La tragedia fue doble. Al día siguiente, los periódicos la anunciaron con grandes titulares. Se decía brevemente en ellos que se había descubierto muerta en su cama a miss Courtenay, la popular actriz, y que su muerte se debía, según dictamen facultativo, a una doble dosis de cocaína. ¿Fue un accidente o un suicidio? Al tomar declaración a la doncella, manifestó que, en efecto, miss Courtenay era muy aficionada a aquella droga, de manera que su muerte pudo ser casual, pero nosotros tenemos que admitir también la posibilidad de un suicidio. Lo sensible es que la desaparición de la actriz nos deja sin saber el motivo de la querella que sostuvieron los dos novios la noche del baile. A propósito: en los bolsillos de lord Cronshaw se ha encontrado una cajita de esmalte que ostenta la palabra «Coco» en letras de diamantes. Está casi llena de cocaína. Ha sido identificada por la doncella de miss Courtenay como perteneciente a su señora. Dice que la llevaba siempre consigo, porque encerraba la dosis de cocaína a que rápidamente se estaba habituando.
—¿Era lord Cronshaw aficionado también a los estupefacientes?
—No por cierto. Tenía sobre este punto ideas muy sólidas.
Poirot se quedó pensativo.
—Pero puesto que tenía en su poder la cajita debía saber que miss Courtenay los tomaba. Qué sugestivo es esto, ¿verdad, mi buen Japp?
—Sí, claro —dijo titubeando el inspector.
Yo sonreí.
—Bien, ya conoce los pormenores del caso.
—¿Y han conseguido hacerse o no con alguna prueba?
—Tengo una, una sola. Hela aquí. —Japp se sacó del bolsillo un pequeño objeto que entregó a Poirot. Era un pequeño pompón de seda, color esmeralda, del que pendían varias hebras como si lo hubieran arrancado con violencia de su sitio.
—Lo encontramos en la mano cerrada del muerto —explicó.
Poirot se lo devolvió sin comentarios. A continuación preguntó:
—¿Tenía lord Cronshaw algún enemigo?
—Ninguno conocido. Era un joven muy popular y apreciado.
—¿Quién se beneficia de la muerte?
—Su tío, el honorable Eustaquio Beltane, que hereda su título y propiedades. Tiene en contra uno o dos hechos sospechosos. Varias personas han declarado que oyeron un altercado violento en el reservado y que Eustaquio Beltane era uno de los que disputaban. El cuchillo con que se cometió el crimen se cogió de la mesa y el hecho sugiere de que se llevase a cabo por efecto del calor de la disputa.
—¿Qué responde a esto míster Beltane?
—Declara que uno de los camareros estaba borracho y que él le propinó una reprimenda, y que esto sucedía a la una y no a la una y media de la madrugada. La declaración del capitán Digby determina la hora exacta, ya que sólo transcurrieron diez minutos entre el momento en que habló con Cronshaw y el momento en que descubrió su cadáver.
—Supongo que Beltane, que vestía un traje de Polichinela, debía llevar joroba y un cuello de volantes...
—Ignoro los detalles exactos de los trajes de máscara —repuso Japp, dirigiendo una mirada de curiosidad—. De todos modos no veo que tengan nada que ver con el crimen.
—¿No? —Poirot sonrió con ironía. No se había movido del asiento, pero sus ojos despedían una luz verde, que yo comenzaba a conocer bien—, ¿verdad que había una cortina en el reservado?
—Sí, pero...
—¿Queda detrás espacio suficiente para ocultar a un hombre?
—Sí, en efecto, puede servir de escondite, pero ¿cómo lo sabe, monsieur Poirot, si no ha estado allí?
—No he estado en efecto, mi buen Japp, pero mi imaginación ha proporcionado a la escena esa cortina. Sin ella el drama no tenía fundamento. Y hay que ser razonable. Pero, dígame: ¿enviaron los amigos de Cronshaw a por un médico o no?
—En seguida, claro es. Sin embargo, no había nada que hacer. La muerte debió ser instantánea.
Poirot hizo un movimiento de impaciencia.
—Sí, sí, comprendo. Y ese médico, ¿ha prestado ya declaración en la investigación iniciada?
—Sí.
—¿Dijo algo acerca de algún síntoma poco corriente? ¿Era mortal el aspecto del cadáver?
Japp fijó una mirada penetrante en el hombrecillo.
—Sí, monsieur Poirot. Ignoro adonde quiere ir a parar, pero el doctor explicó que había una tensión, una rigidez en los miembros del cadáver que no podía ni acertaba a explicarse.
—¡Aja! ¡Aja! Mon Dieu! —exclamó Poirot—. Esto da que pensar, ¿no le parece?
Yo vi que a Japp no le preocupaba lo más mínimo.
—¿Piensa tal vez en el veneno, monsieur? ¿Para qué ha de envenenarse primero a un hombre al que se asesta después una puñalada?
—Realmente sería ridículo —manifestó Poirot plácidamente.
—Bueno, ¿desea ver algo, monsieur? ¿Le gustaría examinar la habitación donde se halló el cadáver de lord Cronshaw?
Poirot agitó la mano.
—No, nada de eso. Usted me ha referido ya lo único que puede interesarme: el punto de vista de lord Cronshaw respecto de los estupefacientes.
—¿De manera que no desea ver nada?
—Una sola cosa.
—Usted dirá...
—El juego de las figuras de porcelana china que sirvieron para sacar copia de los trajes de máscara.
Japp le miró sorprendido.
—¡La verdad es que tiene usted gracia! —exclamó después.
—¿Puede hacerme ese favor?
—Desde luego. Acompáñeme ahora mismo a Bergeley Square, si gusta. No creo que míster Beltane ponga reparos.
Partimos en el acto en un taxi. El nuevo lord Cronshaw no estaba en casa, pero a petición de Japp nos introdujeron en la «habitación china» donde se guardaban las gemas de la colección. Japp miró unos instantes a su alrededor, titubeando.
—No se me alcanza cómo va usted a encontrar lo que busca, monsieur —dijo.
Pero Poirot había tirado ya de una silla, colocada junto a la chimenea, y se subía a ella de un salto, más propio de un pájaro que de una persona. En un pequeño estante, colocadas encima del espejo, había seis figuras de porcelana china. Poirot las examinó atentamente, haciendo poquísimos comentarios mientras verificaba la operación.
—Les voilà! La antigua Comedia italiana. ¡Tres parejas! Arlequín y Colombina; Pierrot y Pierrette, exquisitos con sus trajes verde y blanco. Polichinela y su compañera vestidos de malva y amarillo. El traje de Polichinela es complicado: Lleva frunces, volantes, joroba, sombrero alto... Sí, de veras es muy complicado.
Volvió a colocar en su sitio las figuritas y se bajó de un salto.
Japp no quedó satisfecho, pero al parecer Poirot no tenía intención de explicarnos nada y el detective tuvo que conformarse. Cuando nos disponíamos a salir de la sala entró en ella el dueño de la casa y Japp hizo las debidas presentaciones.
El sexto vizconde Cronshaw era hombre de unos cincuenta años, de maneras suaves, con un rostro bello pero disoluto. Era un roué que adoptaba la lánguida actitud de un poseur. A mí me inspiró antipatía. Sin embargo, nos acogió de una manera amable y dijo que había oído alabar la habilidad de Poirot. Al propio tiempo se puso a nuestra disposición por entero.
—Sé que la policía hace todo lo que puede —declaró—, pero temo que no llegue nunca a solucionarse el misterio que encierra la muerte de mi sobrino. Le rodean también circunstancias muy misteriosas.
Poirot le miraba con atención.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Ninguno. Estoy bien seguro —Tras de una pausa, Beltane interrogó—: ¿Desea dirigirme alguna otra pregunta?
—Una sola. —Poirot se había puesto serio—. ¿Se reprodujeron exactamente los trajes de máscara de estos figurines?
—Hasta el menor detalle.
—Gracias, milord. No necesito saber más. Muy buenos días.
—¿Y ahora qué? —preguntó Japp en cuanto salimos a la calle—. Porque debo notificar algo al Yard, como ya sabe usted.
—¡Bien! No le detengo. También yo tengo un poco de quehacer y después...
—¿Después?
—Quedará el caso completo.
—¡Qué! ¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Sabe ya quién mató a lord Cronshaw?
—Parfaitement.
—¿Quién fue? ¿Eustaquio Beltane?
—Ah, mon ami! Ya conoce mis debilidades. Deseo siempre tener todos los cabos sueltos en la mano hasta el último momento. Pero no tema. Lo revelaré todo a su debido tiempo. No deseo honores. El caso será suyo a condición de que me permita llegar al denouement a mi modo.
—Si es que el denouement llega —observó Japp—. Entre tanto, ya se sabe, usted piensa mostrarse tan hermético como una ostra, ¿no es eso? —Poirot sonrió—. Bien, hasta la vista. Me voy al Yard.
Bajó la calle a paso largo y Poirot llamó a un taxi.
—¿Adonde vamos ahora? —le pregunté, presa de viva curiosidad.
—A Chelsea para ver a los Davidson.
—¿Qué opina del nuevo lord Cronshaw? —pregunté mientras le daba las señas al taxista.
—¿Qué dice mi buen amigo Hastings?
—Que me inspira instintiva desconfianza.
—¿Cree que es el «hombre malo» de los libros de cuentos, verdad?
—¿Y usted no?
—Yo creo que ha estado muy amable con nosotros —repuso Poirot sin comprometerse.
—¡Porque tiene sus razones!
Poirot me miró, meneó la cabeza con tristeza y murmuró algo que sonaba como si dijera: «¡Qué falta de método!»
Los Davidson habitaban en el tercer piso de una manzana de casas-mansión. Se nos dijo que míster Davidson había salido pero que mistress Davidson estaba en casa, y se nos introdujo en una habitación larga, de techo bajo, ornada de cortinajes, de alegres colores, estilo oriental. El aire, opresivo, estaba saturado del olor fuerte de los nardos. Mistress Davidson no nos hizo esperar. Era una mujercita menuda, rubia, cuya fragilidad hubiera parecido poética, de no ser por el brillo penetrante, calculador, de los ojos azules.
Poirot le explicó su relación con el caso y ella movió tristemente la cabeza.
—¡Pobre Cronsh... y pobre Coco también! —exclamó al propio tiempo—. Nosotros, mi marido y yo, la queríamos mucho y su muerte nos parece lamentable y espantosa. ¿Qué es lo que desea saber? ¿Debo volver a recordar aquella triste noche?
—Crea, madame, que no abusaré de sus sentimientos. Sobre todo porque ya el inspector Japp me ha contado lo más imprescindible. Deseo ver, solamente, el vestido de máscara que llevó usted al baile.
Mistress Davidson pareció sorprenderse de la singular petición y Poirot continuó diciendo con acento tranquilizador:
—Comprenda, madame, que trabajo de acuerdo con el sistema de mi país. Nosotros tratamos siempre de «reconstruir» el crimen. Y como es probable que desee hacer una representation, esos vestidos tienen su importancia.
Pero mistress Davidson parecía dudar todavía de la palabra de Poirot.
—Ya he oído decir eso, naturalmente —dijo—, pero ignoraba que usted fuera tan amante del detalle. Voy a por el vestido en seguida.
Salió de la habitación para regresar casi en el acto con un exquisito vestido de raso verde y blanco. Poirot lo tomó de sus manos, lo examinó y se lo devolvió con un atento saludo.
—Merci, madame! Ya veo que ha tenido la desgracia de perder un pompón, aquí en el hombro.
—Sí, me lo arrancaron bailando. Lo recogí y se lo di al pobre lord Cronshaw para que me lo guardase.
—¿Sucedió eso después de la cena?
—Sí.
—Entonces, ¿muy poco antes de desarrollarse la tragedia, quizá?
Los pálidos ojos de mistress Davidson expresaron leve alarma y replicó vivamente:
—Oh, no, mucho antes. Inmediatamente después de cenar.
—Entiendo. Bien, esto es todo. No queremos molestarla más. Bonjour, madame.
—Bueno —dije cuando salíamos del edificio—. Ya está explicado el misterio del pompón verde.
—¡Hum!
—¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso?
—Se ha fijado, Hastings, en que he examinado el traje, ¿verdad?
—Sí.
—Eh bien, el pompón que faltaba no fue arrancado, como dijo esa señora, sino... cortado por unas tijeras, porque todas las hebras son iguales.
—¡Caramba! La cosa se complica...
—Por el contrario —repuso con aire plácido Poirot—, se simplifica cada vez más.
—¡Poirot! ¡Se me acaba la paciencia! —exclamé—. Su costumbre de encontrar todo tan sencillo es un agravante.
—Pero cuando me explico, diga, mon ami, ¿no es cierto que resulta muy simple?
—Sí, y eso es lo que más me irrita: que entonces se me figura que también yo hubiera podido adivinar fácilmente.
—Y lo adivinaría, Hastings, si se tomase el trabajo de poner en orden sus ideas. Sin un método...
—Sí, sí —me apresuré a decir, interrumpiéndole, porque conocía demasiado bien la elocuencia que desplegaba, cuando trataba de su tema favorito—. Dígame: ¿qué piensa hacer ahora? ¿Está dispuesto, de veras, a reconstruir el crimen?
—Nada de eso. El drama ha concluido. Únicamente me propongo añadirle... ¡una arlequinada!
Poirot señaló el martes siguiente como día a propósito para la misteriosa representación y he de confesar que sus preparativos me intrigaron de modo extraordinario. En un lado de la habitación se colocó una pantalla; al otro un pesado cortinaje. Luego vino un obrero con un aparato para la luz y finalmente un grupo de actores que desaparecieron en el dormitorio de Poirot, destinado provisionalmente a cuarto tocador. Japp se presentó poco después de las ocho. Venía de visible mal humor.
—La representación es tan melodramática como sus ideas —manifestó—. Pero, en fin, no tiene nada de malo y, como el mismo Poirot dice, nos ahorrará infinitas molestias y cavilaciones. Yo mismo sigo el rastro, he prometido dejarle hacer las cosas a su manera. ¡Ah! Ya están aquí esos señores.
Llegó primero Su Señoría acompañando a mistress Mallaby, a la que yo no conocía aún. Era una linda morena y parecía estar nerviosa. Les siguieron los Davidson. También vi a Cristóbal Davidson por vez primera. Era un guapo mozo, esbelto y moreno, que poseía los modales graciosos y desenvueltos del verdadero actor.
Poirot dispuso que tomasen todos asiento delante de la pantalla, que estaba iluminada por una luz brillante. Luego apagó las luces y la habitación quedó, a excepción de la pantalla, totalmente sumida en tinieblas.
—Señoras, caballeros, permítanme unas palabras de explicación. Por la pantalla van a pasar por turno seis figuras que son familiares a ustedes: Pierrot y su Pierrette; Polichinela el bufón, y la elegante Polichinela; la bella Colombina coqueta y seductora, y Arlequín, el invisible para los hombres.
Y tras estas palabras de introducción comenzó la comedia. Cada una de las figuras mencionadas por Poirot surgieron en la pantalla, permanecieron en ella un momento en pose y desaparecieron. Cuando se encendieron las luces sonó un suspiro general de alivio. Todos los presentes estaban nerviosos, temerosos, sabe Dios de qué. Si el criminal estaba en medio de nosotros y Poirot esperaba que confesase a la sola presencia de una figura familiar, la estratagema había ya fracasado evidentemente, puesto que no se produjo. Sin embargo, no se descompuso, sino que avanzó un paso, con el rostro animado.
—Ahora, señoras y señores —dijo—, díganme, uno por uno, qué es lo que acaban de ver. ¿Quiere empezar, milord?
Este caballero quedó perplejo.
—Perdón, no le comprendo —dijo.
—Dígame nada más qué es lo que ha visto.
—Ah, pues... he visto pasar por la pantalla a seis personas vestidas como los personajes de la vieja Comedia italiana, o sea, como la otra noche.
—No pensemos en la otra noche, milord —le advirtió Poirot—. Sólo quiero saber lo que ha visto. Madame, ¿está de acuerdo con lord Cronshaw?
Se dirigía a mistress Mallaby.
—Sí, naturalmente.
—¿Cree haber visto seis figuras que representan a los personajes de la Comedia italiana?
—Sí, señor.
—¿Y usted, monsieur Davidson?
—Sí.
—¿Y madame?
—Sí.
—¿Hastings? ¿Japp? ¿Sí? ¿Están ustedes de completo acuerdo?
Poirot nos miró uno a uno; tenía el rostro pálido y los ojos verdes tan claros como los de un gato.
—¡Pues debo decir que se equivocan todos ustedes! —exclamó—. Sus ojos mienten... como mintieron la otra noche en el baile de la Victoria. Ver las cosas con los propios ojos, como vulgarmente se dice, no es ver la verdad. Hay que ver con los ojos del entendimiento; hay que servirse de las pequeñas células grises. ¡Sepan, pues, que lo mismo esta noche que la noche del baile vieron sólo cinco figuras, no seis! ¡Miren ustedes!
Volvieron a apagarse las luces. Y una figura se dibujó en la pantalla: ¡Pierrot!
—¿Quién es? ¿Pierrot, no es eso? —preguntó Poirot con acento severo.
—Sí —gritamos todos, a la vez.
—¡Miren otra vez!
Con un rápido movimiento el actor se despojó del vestido suelto de Pierrot y en su lugar apareció, resplandeciente, ¡Arlequín!
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —exclamó la voz de Davidson—. ¿Cómo lo ha adivinado?
A continuación sonó el ¡clic! de las esposas y la voz serena, oficial, de Japp, que decía:
—Le detengo, Cristóbal Davidson, por el asesinato del vizconde Cronshaw. Todo lo que pueda decir se utilizará como acusación en contra.
Un cuarto de hora después cenábamos. Poirot, con el rostro resplandeciente, se multiplicaba, hospitalario, respondía de buena gana a nuestras múltiples y continuas preguntas.
—Todo ha sido muy simple. Las circunstancias en que se halló el pompón verde sugería, al punto, que había sido arrancado del vestido de máscara del asesino. Yo alejé a Pierrette del pensamiento, ya que se necesita de una fuerza considerable para clavar un cuchillo de mesa en el pecho de un hombre, y me fijé en Pierrot. Pero éste había salido del baile dos horas antes de verificarse el crimen. De manera que si no regresó al baile para matar a lord Cronshaw pudo matarle antes de marchar. ¿Era esto posible? ¿Quién había visto a lord Cronshaw después de la hora de la cena? Sólo mistress Davidson cuyo testimonio, lo sospecho, fue falso, una mentira deliberada para explicar la desaparición del pompón, que, naturalmente, quitó de su traje de máscara para reemplazar el que su marido perdió. A Arlequín se le vio a la una y media en un palco. También ésta fue una representación. Yo pensé primero en míster Beltane como presunto culpable. Pero era imposible, dado lo complicado de su traje, que hubiera doblado los papeles de Arlequín y de Polichinela. Por otra parte, siendo míster Davidson un joven de la misma edad y estatura que la víctima, así como un actor profesional, la cosa no podía ser más simple.
»No obstante me preocupaba el médico. Porque ningún médico profesional puede dejar de darse cuenta de que existe una diferencia entre una persona que sólo hace diez minutos que ha muerto y la que lleva difunta dos horas. ¡Eh bien! ¡El doctor se había dado cuenta! Sólo que como al colocarle delante del cadáver no se le preguntó "¿cuánto hace que ha muerto?", sino que, por el contrario, se le comunicó que estaba con vida diez minutos antes, guardó silencio. Pero en la investigación habló de la rigidez anormal de los miembros del cadáver, ¡qué no se explicaba!
«Todo concordaba, pues, con mi teoría. Hela aquí: Davidson mató a Cronshaw inmediatamente después de la cena, o sea, después de volver con él, como recordarán ustedes, al comedor. A continuación acompañó a miss Courtenay a casa, dejándola a la puerta del piso en vez de entrar para tratar de calmarla como declaró, y volviendo a escape al Colossus, pero no ya vestido de Pierrot, sino de Arlequín, simple transformación que efectuó en menos de lo que se tarda en contarlo.
El actual lord Cronshaw miró perplejo al detective.
—Si fue así —dijo—, Davidson debió ir al baile dispuesto a matar a mi sobrino. ¿Por qué? Nos falta descubrir el motivo y yo no acierto a adivinarlo.
—¡Ah! Aquí tenemos la segunda tragedia, la de miss Courtenay. Existe un punto sencillo de referencia que hemos pasado por alto. Miss Courtenay murió después de tomar una doble dosis de cocaína..., pero la habitual estaba en la cajita que se encontró sobre el cuerpo de lord Cronshaw. ¿De dónde sacó entonces la droga que la mató? Únicamente una persona pudo proporcionársela: Davidson. Y el hecho lo explica todo. Su amistad con los Davidson, su petición a Cristóbal de que la acompañase a casa. Lord Cronshaw era enemigo acérrimo, casi fanático, de los estupefacientes. Por ello al descubrir que su novia tomaba cocaína sospechó que era Davidson quien se la proporcionaba. El actor lo negó, pero lord Cronshaw sonsacó a miss Courtenay en el baile y le arrancó la verdad. Podía perdonar a la desventurada muchacha, pero no duden ustedes que no hubiera tenido piedad del hombre que tenía como medio de vida el tráfico de los estupefacientes. Si llegaba a descubrirse esto era inminente su ruina y por ello acudió al Colossus dispuesto a procurarse, a cualquier precio, el silencio de lord Cronshaw.
—Entonces ¿fue casual la muerte de Coco?
—Sospecho que fue un accidente que provocó hábilmente el mismo Davidson. Ella estaba furiosa con el lord, ante todo por sus reproches, después por haberle quitado la cajita de cocaína. Davidson le proporcionó más y probablemente le sugeriría que tomase una dosis mayor como desafío «al viejo Cronsh».
—¿Cómo descubrió usted que había en el comedor una cortina? —pregunté yo.
—¡Toma!, mon ami! Si no puede ser más fácil... Recuerde que los camareros entraron y salieron de él sin ver nada sospechoso. De esto se deducía que el cadáver no estaba entonces tendido en el suelo. Tenía forzosamente que estar oculto en cualquier parte y por ello se me ocurrió que debía ser detrás de una cortina. Davidson arrastró el cadáver hasta allí y más adelante, después de llamar la atención en el palco, lo sacó y abandonó definitivamente el baile. Este paso fue uno de los más hábiles que dio. ¡Es muy listo!
Pero en los ojos verdes de Poirot leí lo que no osaba expresar:
—¡No tan listo, sin embargo, como Hércules Poirot!
FIN