Publicado en
septiembre 19, 2010
Titulo de la edición original: Cat's Cradle
A Kenneth Littauer, un hombre valiente y de buen gusto.
En este libro nada es verdad.
«Vive de las foma que te hacen valiente y bueno y saludable y feliz.»
Los libros de Bokonon 1: 5
1 - El día del fin del mundo
Llamadme Jonás. Mis padres me llamaban así, o casi. Me llamaban Juan.
Jonás Juan, aunque hubiese sido Samuel, habría seguido siendo igualmente Jonás, no porque yo haya sido causa de mala suerte para otros, sino porque alguien o algo me ha forzado a estar sin falta en determinados lugares a determinadas horas. Se me han facilitado transportes y motivos, tanto convencionales como raros. Y, según estaba planificado, en el segundo señalado y en el lugar señalado, este Jonás estaba siempre presente.
Escuchad:
Cuando era más joven, hace dos esposas, hace doscientos cincuenta mil cigarrillos y más de tres mil litros de alcohol...
Cuando era mucho más joven aún, empecé a reunir material para un libro que iba a llamarse El día del fin del mundo.
El libro iba a basarse en hechos reales.
El libro iba a ser un informe acerca de lo que algunos americanos importantes habían hecho el día en que se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, Japón.
Iba a ser un libro cristiano. Por aquel entonces yo era cristiano.
Ahora soy bokononista.
Y por aquel entonces habría sido bokononista si hubiera habido alguien que me hubiese enseñado las agridulces mentiras de Bokonon. Pero el bokononismo era algo desconocido más allá de las playas de guijarros y los cuchillos de coral que rodean esta pequeña isla del Mar Caribe, la República de San Lorenzo.
Nosotros, los bokononistas, creemos que la humanidad se organiza en equipos, equipos que hacen la Voluntad Divina, sin descubrir jamás qué es lo que hacen. Bokonon llama karass a tales equipos, y el medio, el kan-kan, que me condujo hasta mi karass fue el libro que no terminé nunca, el libro que iba a llamarse El día del fin del mundo.
2 - Bien, bien, muy bien
«Si ves que tu vida se complica con la vida de otra persona por motivos no muy lógicos —escribe Bokonon—, puede que esa persona sea un miembro de tu karass.»
En otro pasaje de Los libros de Bokonon, Bokonon nos dice: «El Hombre creó el tablero de damas. Dios creó el karass.» Con ello quiere decir que un karass no conoce limitaciones, tanto de clase, como familiares, profesionales, institucionales o nacionales.
La forma de un karass es tan libre como la de una ameba.
En su «Quincuagésimo tercer calipso», Bokonon nos invita a cantar con él:
Oh, un borracho durmiendo
Hay en Central Park
Y un cazador de leones
En la oscuridad tropical
Y un dentista chino
Y la reina británica
Todos juntos se acoplan
En la misma máquina
Bien, bien, muy bien
Bien, bien, muy bien
Bien, bien, muy bien
Gente tan variada
En la misma maquinaria
3 - Una locura
Bokonon no nos previene en ninguna parte contra el hecho de que una persona intente descubrir los límites de su karass y la naturaleza de la labor que Dios Todopoderoso le tiene asignada. Bokonon sólo apunta que tales indagaciones están predestinadas a ser incompletas.
En la parte autobiográfica de Los libros de Bokonon, escribe una parábola sobre la locura de pretender descubrir o comprender:
Una vez conocí en Newport, Rhode Island, a una dama episcopaliana que me pidió que diseñara y construyera una caseta para su gran danés. La dama afirmaba comprender perfectamente a Dios y Sus Modos de Obrar. Y no comprendía que alguien pudiese sentirse perplejo ante lo que había existido o lo que iba a existir.
Sin embargo, cuando le enseñé un anteproyecto de la caseta de perro que me proponía construir, me dijo: «Lo siento, pero nunca he sabido leer una cosa de esas.»
«Déselo a su marido o a su pastor para que se lo pase a Dios —dije yo—, y cuando Dios tenga un minuto, seguro que le explica esta caseta de perro de tal modo que hasta usted lo pueda entender.»
Me puso de patitas en la calle. Nunca la olvidaré. La dama creía que Dios prefería a la gente de los veleros antes que a la gente de las lanchas. No podía soportar ver un gusano, y cuando veía uno, gritaba.
Era una insensata, como yo, e igual que cualquiera que crea ver el Hacer de Dios (escribe Bokonon).
4 - Una maraña de hilos provisional
Sea como fuere, en este libro me propongo incluir a tantos miembros de mi karass como sean posibles, y mi intención es examinar todos los indicios convincentes que den cuenta de lo que nosotros, colectivamente hablando, hemos andado haciendo en la Tierra.
No me propongo que este libro sea un tratado en defensa del bokononismo. Sin embargo, me gustaría hacerles una advertencia bokononista acerca del bokononismo. La primera frase de Los libros de Bokonon es esta:
«Todas las cosas verdaderas que estoy a punto de contarles son una insolente mentira.»
Mi advertencia bokononista es esta:
Aquel que no sea capaz de comprender que una religión útil pueda estar basada en mentiras, tampoco comprenderá este libro.
Así sea.
Volvamos entonces a mi karass.
Con toda seguridad incluye a los tres hijos del doctor Felix Hoenikker, uno de los así llamados «padres» de la primera bomba atómica. El mismo doctor Hoenikker era sin duda un miembro de mi karass, aunque estuviese ya muerto antes de que mis sinookas, los hilos de mi vida, empezaran a enredarse con los de sus hijos.
El primero de sus herederos en ser alcanzado por mis sinookas fue Newton Hoenikker, el menor de los tres hijos y el menor de los dos varones. A través de la revista de mi hermandad de estudiantes, The Delta Upsilon Quarterly, me enteré de que Newton Hoenikker, hijo del Premio Nobel de Física Felix Hoenikker, había sido aceptado en la misma división de la hermandad que yo, la División Cornell.
De modo que le escribí a Newt esta carta:
«Apreciado Mr. Hoenikker:
»O debería decir: ¿Apreciado Hermano Hoenikker?
»Soy un miembro de la Delta Upsilon Cornell que ahora se gana la vida como escritor independiente. Estoy reuniendo material para un libro acerca de la primera bomba atómica. Su contenido se ceñirá a los sucesos que tuvieron lugar el 6 de agosto de 1945, el día en que se lanzó la bomba sobre Hiroshima.
»Dado que se reconoce en general a su difunto padre como uno de los principales creadores de la bomba, apreciaría sobremanera cualquier anécdota que pudiese usted procurarme sobre la vida en casa de su padre el día en que se lanzó la bomba.
»Lamento decirle que no tengo tantos conocimientos respecto a su ilustre familia como debiera, por lo cual no sé si tiene usted hermanos o hermanas. En caso de que sí tenga usted hermanos o hermanas, me complacería mucho tener sus direcciones para poder remitirles peticiones similares.
»Sé que era usted muy pequeño cuando se lanzó la bomba, lo cual es aún mejor. Mi libro resaltará el lado humano de la bomba, más que el técnico, de modo que los recuerdos de aquel día vistos a través de los ojos de un "bebé", si me disculpa usted la expresión, encajarán perfectamente.
»No se preocupe usted por el estilo o la forma. Deje todo eso en mis manos. Usted sólo déme los datos mondos y lirondos de su historia.
»Ni que decir tiene que le presentaré la versión definitiva para que dé usted el visto bueno antes de su publicación.
Fraternalmente suyo.»
5 - Carta de un estudiante del curso preparatorio de medicina
A la que Newt respondió:
«Lamento haber tardado tanto en contestar a su carta. El libro que está usted escribiendo da la impresión de ser muy interesante. Yo era tan pequeño cuando se lanzó la bomba que no creo que le sea de mucha ayuda. La verdad es que debería usted preguntar a mi hermano y a mi hermana, que son mayores que yo. Mi hermana es Mrs. Harrison C. Conners, 4918 North Meridian Street, Indianapolis, Indiana. Esas son también mis señas ahora. Creo que para ella será un placer ayudarle. Nadie sabe dónde está mi hermano Frank. Desapareció justo después del funeral de mi padre, hace dos años, y desde entonces nadie ha tenido noticias suyas. Que sepamos nosotros, es posible que ahora esté muerto.
»Yo sólo tenía seis años cuando lanzaron la bomba atómica sobre Hiroshima, de modo que todo lo que recuerdo de aquel día son cosas que otras personas me han ayudado a recordar.
»Recuerdo que estaba jugando en la alfombra de la sala de estar, al otro lado de la puerta del estudio de mi padre en Ilium, Nueva York. La puerta estaba abierta y podía ver a mi padre. Llevaba pijama y bata. Estaba fumando un puro y jugaba con un redondel de cuerda. Aquel día, mi padre se quedó todo el día en casa, en pijama, y no fue al laboratorio. Se quedaba en casa siempre que quería.
»Mi padre, como probablemente usted sepa, pasó prácticamente toda su vida profesional trabajando para el Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones de Ilium. Cuando surgió el Proyecto Manhattan, el proyecto de la bomba, mi padre no quiso abandonar Ilium para trabajar en este proyecto. Dijo que no trabajaría en el proyecto, a menos que le dejasen trabajar donde él quisiese, lo cual muchas veces significaba en casa. Al único lugar donde le gustaba ir, fuera de Ilium, era a nuestra casita de campo en Cape Cod. Y fue en Cape Cod donde murió. Murió en Nochebuena. Probablemente también sepa usted esto.
»En fin, yo estaba jugando en la alfombra, fuera de su estudio, el día de la bomba. Mi hermana Angela me ha contado que yo solía jugar con camioncitos de juguete durante horas y horas, haciendo el ruido del motor, haciendo "ruun, ruun, ruun" todo el tiempo. De modo que me imagino que yo estaba haciendo "ruun, ruun, ruun" aquel día, y mi padre en su estudio, jugando con un redondel de cuerda.
»Da la casualidad de que sé de dónde procedía la cuerda con la que mi padre estaba jugando. Quizá pueda usted ponerlo en alguna parte del libro. Mi padre cogió la cuerda con la que estaba atado el manuscrito de una novela que le había enviado un preso. La novela trataba del fin del mundo en el año 2000, y el título del libro era 2000 D.C. Hablaba de cómo unos científicos locos fabricaban una bomba que arrasaba el planeta entero. Al enterarse todo el mundo de que llegaba el fin del mundo, se organizó una gran orgía, y entonces, diez segundos antes de estallar la bomba, aparecía el mismísimo Jesucristo. El autor se llamaba Marvin Sharpe Holderness, y le contaba a mi padre, en una carta adjunta, que estaba en la cárcel por haber matado a su hermano. Le enviaba el manuscrito a mi padre porque no sabía qué tipo de explosivos poner en la bomba. Pensaba que quizá mi padre podía sugerirle algo.
»No le estoy diciendo que yo leyera el libro a la edad de seis años. Lo tuvimos dando tumbos por casa durante mucho tiempo. Mi hermano Frank se adueñó de él, atraído por las partes obscenas. Lo guardaba en su dormitorio, dentro de lo que él llamaba su "caja fuerte". En realidad no era ninguna caja fuerte, sino simplemente el tubo de una estufa vieja con una tapa de hojalata. Frank y yo debemos de haber leído la parte de la orgía miles de veces cuando éramos niños. Lo guardamos durante muchos años y un día mi hermana Angela lo encontró. Lo leyó y dijo que no era más que basura, y una marranada. Quemó el libro, y la cuerda. Era una madre para Frank y para mí, ya que nuestra auténtica madre murió al nacer yo.
»Mi padre no leyó nunca el libro, de eso estoy más que seguro. Creo que no leyó una novela, ni siquiera un relato, en toda su vida, por lo menos desde que era niño. Tampoco leía su correspondencia, ni revistas, ni periódicos. Supongo que leería un montón de revistas técnicas, pero si le digo la verdad, no recuerdo a mi padre leyendo nada.
»Como digo, todo lo que quería del manuscrito era la cuerda. Así era mi padre. Nadie podía predecir qué podía interesarle. El día de la bomba fue la cuerda.
»¿Ha leído usted alguna vez el discurso que pronunció cuando recibió el Premio Nobel? Este fue todo el discurso: "Señoras y señores. Estoy aquí ante ustedes porque nunca he dejado de zanganear como un niño de ocho años camino del colegio en una mañana de primavera. Cualquier cosa puede hacer que me pare, mire, me asombre, y algunas veces, aprenda. Soy un hombre muy feliz. Gracias."
»Luego, mi padre se quedó mirando la cuerda durante un rato y entonces sus dedos empezaron a jugar con ella. Con sus dedos hizo una figura de cuerda que se llama "la cuna de gato". No sé dónde aprendería mi padre a hacerla. De su padre, quizá. Su padre era sastre, ¿sabe?, de modo que cuando mi padre era un crío, debió estar rodeado siempre de hilos y cuerdas.
»Jugar a la "cuna de gato" es lo más cercano a un juego, en el sentido que todo el mundo le da a esta palabra, que yo haya visto jugar a mi padre. No hacía ningún caso de los trucos, juegos y reglas que se inventaba otra gente. En un álbum de recortes que guardaba mi hermana Angela, había un recorte sacado de la revista Time en el que alguien le preguntaba a mi padre a qué juegos le gustaba jugar para relajarse, y él decía: "¿Por qué voy a marearme con juegos falsos, habiendo a nuestro alrededor tantos juegos auténticos?"
»Tuvo que sorprenderse a sí mismo cuando hizo una cuna de gato con la cuerda, y quizás aquello le recordara su propia infancia, porque de pronto salió de su estudio e hizo algo que nunca había hecho. Intentó jugar conmigo. No sólo no había jugado nunca conmigo, es que ni siquiera me había hablado.
»El caso es que se arrodilló en la alfombra junto a mí, me enseñó sus dientes, e hizo bailar la maraña de cuerda delante de mi cara. "¿Ves, ves, ves? —preguntó—. Una cuna de gato. ¿Ves la cuna de gato? ¿Ves dónde duerme el gatito? Miau, miau."
»Sus poros parecían tan grandes como los cráteres de la luna. Tenía las orejas y las narices llenas de pelos. Olía igual que la mismísima boca del infierno. A tan poca distancia, mi padre era la cosa más fea que he visto en mi vida. Es algo con lo que sueño siempre.
»Y entonces se puso a cantar: "Duerme gatito, entre ramas y hojas —cantó—, la cuna se mece cuando el viento sopla; se cae la cuna, la rama está rota; cuna y gatito, se caen de la copa."
»Me brotaron las lágrimas. Me levanté de un salto y salí de casa corriendo tan deprisa como pude.
»Debo terminar aquí. Son más de las dos de la madrugada y mi compañero de habitación acaba de despertarse quejándose del ruido de mi máquina de escribir.»
6 - Peleas de bichos
A la mañana siguiente, Newt siguió con su carta. La siguió de este modo:
«Mañana siguiente. Aquí me tiene de nuevo, fresco como una rosa después de ocho horas de sueño. Ahora hay mucha calma en el hogar de la hermandad. Todo el mundo está en clase menos yo. Soy un tipo privilegiado. Ya no tendré que ir a clase nunca más. Me expulsaron la semana pasada. Estaba en el curso preparatorio de medicina. Han hecho bien en expulsarme. Habría sido un médico malísimo.
»Cuando termine esta carta, creo que iré al cine. O si sale el sol, quizá vaya a dar un paseo por uno de los barrancos. ¿A que son preciosos los barrancos? Este año, dos chicas se tiraron a uno cogidas de la mano. No consiguieron entrar en la hermandad que querían. Querían ingresar en la Tri-Delta.
»Pero volvamos al 6 de agosto de 1945. Mi hermana Angela me ha dicho muchas veces que aquel día ofendí mucho a mi padre al no mostrar ninguna admiración por la cuna de gato y al no permanecer con él en la alfombra para oírle cantar. Puede que le ofendiera, pero no creo que le ofendiera demasiado. Era uno de los seres humanos mejor protegidos que haya existido. La gente no podía afectarle mucho, simplemente porque no tenía ningún interés por la gente. Recuerdo una vez, aproximadamente un año antes de su muerte, en que intenté persuadirle para que me contase algo acerca de mi madre. No pudo recordar nada al respecto.
»¿Ha oído alguna vez la famosa historia del desayuno, el día en que mi madre y mi padre se iban a Suecia para recoger el Premio Nobel? La historia apareció una vez en The Saturday Evening Post. Mi madre preparó un gran desayuno, y entonces, al recoger la mesa, encontró junto a la taza de café de mi padre una moneda de veinticinco centavos, otra de diez centavos y tres centavos. Mi padre le había dejado propina.
»Después de dejar tan espantosamente ofendido a mi padre, si es eso lo que hice, salí corriendo al patio. No sabía adónde iba hasta que encontré a mi hermano Frank bajo una gran espírea. Entonces Frank tenía doce años y no me sorprendió encontrarle allí debajo. En los días de calor pasaba mucho tiempo en aquel sitio. Hacía un hoyo en la tierra fría, alrededor de las raíces, igual que un perro, y nunca sabías lo que Frank tenía allí metido bajo el arbusto. Unas veces tenía un libro obsceno, otras una botella de Jerez para guisar. El día en que lanzaron la bomba, Frank tenía un cucharón y un tarro de cristal. Lo que hacía era meter en el tarro, con la cuchara, diferentes clases de bichos y hacer que se peleasen.
»La pelea de bichos era tan interesante que dejé de llorar en el acto. Todo lo referente al viejo se me olvidó. No recuerdo qué insectos había metido Frank en el tarro aquel día para que se peleasen, pero recuerdo otras peleas de bichos que organizamos después: un escarabajo volador contra un centenar de hormigas rojas, un ciempiés contra tres arañas, hormigas rojas contra hormigas negras. A menos que agites el tarro sin parar, no se pelean. Y eso es lo que Frank estaba haciendo, agitar el tarro sin parar.
»Al cabo de un rato, Angela vino a buscarme. Levantó un lado del arbusto y dijo: "¡Conque aquí estás!" Le preguntó a Frank qué hacía y éste le dijo: "Hago experimentos." Eso es lo que siempre decía Frank cuando la gente le preguntaba qué estaba haciendo. Siempre decía: "Hago experimentos."
»Por aquel entonces Angela tenía veintidós años. Ella había sido el verdadero cabeza de familia desde los dieciséis años, desde la muerte de mi madre, desde mi nacimiento. Angela solía contar que tenía tres hijos: Frank, mi padre y yo. Y no exageraba. Recuerdo las mañanas frías en que Frank, mi padre y yo nos poníamos en fila en el vestíbulo y Angela nos abrigaba, tratándonos a los tres por igual. Sólo que yo iba al jardín de infancia, Frank iba al Instituto y mi padre iba a trabajar en la bomba atómica. Recuerdo una mañana en que el quemador de aceite fallaba, los conductos se habían helado y el coche no arrancaba. Allí estábamos todos en el coche mientras Angela no dejaba de apretar el botón de arranque hasta que se acabó la batería. Entonces mi padre dijo en voz alta, ¿sabe lo que dijo?, pues dijo: "Hay algo de las tortugas que me intriga." Y Angela le preguntó: "¿Qué te intriga de las tortugas?" "Cuando meten la cabeza —dijo—, ¿su columna vertebral se dobla o se contrae?"
»Por cierto, Angela es una de las heroínas desconocidas de la bomba atómica, y no creo que se haya contado nunca esta historia. Quizá le sirva a usted. Después del episodio de la tortuga, mi padre se interesó tanto por las tortugas que dejó de trabajar en la bomba atómica. Algunas personas del Proyecto Manhattan vinieron al final a casa para preguntarle a Angela qué se podía hacer. Ella les dijo que se llevasen las tortugas. De modo que una noche se metieron en el laboratorio de mi padre y robaron las tortugas y el acuario. Mi padre nunca dijo una palabra acerca de la desaparición de las tortugas. Sólo se limitó a ir a trabajar al día siguiente y buscar cosas con las que jugar y en las que pensar, y todo lo que había para jugar y en lo que pensar tenía que ver con la bomba.
»Cuando Angela me sacó de debajo del arbusto, me preguntó qué es lo que había ocurrido entre mi padre y yo. Yo no dejé de repetirle una y otra vez lo feo que era y cuánto le odiaba. De modo que me dio un bofetón. "Cómo te atreves a decir eso de tu padre? —dijo—, es uno de los hombres más importantes que haya existido nunca. ¡Hoy ha ganado la guerra! ¿Te das cuenta de lo que eso significa? ¡Ha ganado la guerra!" Y me dio otro bofetón.
»No le reprocho a Angela que me pegara. Mi padre era todo lo que ella tenía. No tenía novio, no tenía un solo amigo. Sólo tenía un pasatiempo. Tocaba el clarinete.
»Volví a decirle cuánto odiaba a mi padre. Ella volvió a abofetearme y entonces Frank salió de debajo del arbusto y le dio un puñetazo en el estómago. Le dolió una barbaridad. Se cayó al suelo y empezó a revolcarse. Cuando recobró el aliento, lloró y llamó a mi padre a gritos.
»"No vendrá", dijo Frank, y se rió de ella. Frank tenía razón. Mi padre asomó la cabeza por la ventana y nos miró a Angela y a mí, revolcándonos por el suelo, voceando, y Frank de pie ante nosotros, riéndose. El viejo volvió a meter la cabeza y después ni siquiera nos preguntó qué había sido todo aquel escándalo. La gente no era su especialidad.
»¿Le servirá esto de algo? ¿Le será de alguna utilidad para su libro? Ciertamente me tiene usted obsesionado con lo del día de la bomba. Hay un montón de otras buenas anécdotas sobre la bomba y mi padre, que tuvieron lugar otros días. Por ejemplo, ¿sabe usted la anécdota de mi padre el día en que se probó la bomba por primera vez en Alamogordo? Después de que aquello estallara, después de que ya era un hecho seguro el que América podía arrasar una ciudad con sólo una bomba, un científico se volvió hacia mi padre y le dijo: "La ciencia sabe ahora lo que es el pecado" ¿Y sabe lo que respondió mi padre? Respondió: "¿Qué es el pecado?"
Mis mejores deseos,
Newton Hoenikker.»
7 - Los ilustres Hoenikker
Newt añadió estas tres posdatas a su carta:
P.D. «En mi caso no puedo firmar con "fraternalmente suyo". Por el curso en que estoy no me dejarán ser su hermano. Sólo estaba de prueba en la hermandad, y ahora ya ni eso.»
P.P.D. «Califica usted a nuestra familia de "ilustre" y creo que cometería usted un error si la calificase así en su libro. Por ejemplo, yo soy un enano, de uno coma veinte centímetros de altura. Lo último que oí de mi hermano Frank fue que le buscaban la policía de Florida, el FBI, y el ministerio de Hacienda por pasar coches robados a Cuba con antiguas lanchas de guerra. De modo que con toda seguridad, "ilustre" no es de ningún modo la palabra que anda usted buscando. "Fascinante" se acerca probablemente más a la realidad.»
P.P.P.D. «Veinticuatro horas más tarde. He releído la carta y me doy cuenta de que se podría tener la impresión de que lo único que hago es andar por ahí recordando cosas tristes y compadeciéndome de mí mismo. En realidad, soy una persona con mucha suerte y soy consciente de ello. Estoy a punto de casarme con una muchachita maravillosa. En este mundo hay suficiente amor para todos, basta con fijarse. Una prueba de eso soy yo.»
8 - El «affaire» entre Newt y Zinka
Newt no me contó quién era su novia. Pero unas dos semanas más tarde, me escribió diciéndome que todo el mundo sabía que su nombre era Zinka, Zinka a secas. Al parecer no tenía ningún apellido.
Zinka era una enana de Ucrania, una bailarina del ballet Borzoi. Dio la casualidad de que Newt vio actuar a esta compañía en Illinois, antes de irse a Cornell. Y después la compañía bailó en Cornell. Y al terminar la actuación en Cornell, el pequeño Newt se encontraba en la calle, junto a la entrada de artistas, con una docena de rosas «Belleza de América» de tallo largo.
Los periódicos recogieron la historia cuando la pequeña Zinka pidió asilo político en los Estados Unidos; luego, ella y Newt desaparecieron.
Una semana después, la pequeña Zinka se presentó ante la embajada rusa. Dijo que los americanos eran demasiado materialistas. Dijo que quería regresar a su patria.
Newt se cobijó en casa de su hermana en Indianapolis. Hizo una breve declaración ante la prensa: «Fue una cuestión privada. Un asunto del corazón. No me arrepiento de nada. Lo ocurrido es sólo asunto de Zinka y mío.»
Un valiente reportero americano en Moscú, indagando acerca de Zinka entre los componentes del ballet, hizo el cruel descubrimiento de que Zinka no tenía, como ella afirmaba, veintitrés años.
Tenía cuarenta y dos. Lo suficiente para ser la madre de Newt.
9 - Vicepresidente responsable de los volcanes
Tuve abandonado mi libro sobre la bomba atómica.
Casi un año más tarde, dos días antes de Navidad, otra historia me llevó hasta Ilium, Nueva York, donde el doctor Felix Hoenikker había realizado la mayor parte de su trabajo, y donde habían crecido el pequeño Newt, Frank y Angela.
Me detuve un tiempo en Ilium para ver qué podía ver.
En Ilium no quedaba ningún Hoenikker vivo, pero había muchísima gente que afirmaba haber conocido bien al viejo y a sus tres singulares hijos.
Acordé una cita con Asa Breed, Vicepresidente responsable del Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones. Supongo que el doctor Breed era también un miembro de mi karass, aunque me cogió antipatía casi en el acto.
«Las simpatías y antipatías no tienen nada que ver con el asunto», dice Bokonon. Una advertencia fácil de olvidar.
—Tengo entendido que fue usted el supervisor del doctor Hoenikker durante la mayor parte de su vida profesional —le dije al doctor Breed por teléfono.
—En teoría —dijo.
—No le entiendo —dije.
—Si de verdad hubiese supervisado a Felix —dijo—, ahora estaría preparado para poder hacerme cargo de los volcanes, las mareas, y las migraciones de pájaros y conejos de Noruega. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza que ningún mortal podía controlar.
10 - Agente secreto X-9
El doctor Breed me fijó una cita para la mañana siguiente temprano. Me recogería en mi hotel camino de su trabajo, dijo, para simplificar así mi entrada en el fuertemente protegido Laboratorio de Investigaciones.
O sea, que tenía que matar el tiempo durante una noche en Ilium. Por lo pronto, ya estaba donde empezaba y terminaba la vida nocturna de Ilium, el Hotel del Prado. Su bar, el Salón Cape Cod, era una guarida de prostitutas.
Dio la casualidad, «estaba previsto que diese la casualidad», diría Bokonon, de que la prostituta que tenía a mi lado y también el encargado del bar que me sirvió, habían ido al instituto con Franklin Hoenikker, el atormentador de bichos, el hijo mediano, el vástago desaparecido.
La prostituta, que dijo llamarse Sandra, me ofreció unos placeres inasequibles, excepto en lugares como Place Pigalle y Port Said. Yo le dije que no tenía ningún interés, y ella tuvo el suficiente ingenio como para decirme que tampoco ella tenía realmente ningún interés. Tal y como salieron las cosas, ambos habíamos sobreestimado nuestra apatía, aunque no mucho.
No obstante, antes de apreciar el alcance de nuestras pasiones, hablamos de Frank Hoenikker, y hablamos del viejo, y hablamos un poco de Asa Breed y hablamos de la Compañía General de Forjas y Fundiciones, y hablamos del Papa y del control de natalidad, de Hitler y de los judíos. Hablamos de los farsantes. Hablamos de la verdad. Hablamos de los gángsters, hablamos de los negocios. Hablamos de la buena pobre gente que iba a la silla eléctrica y de los hijos de puta ricos que no iban. Hablamos de la gente religiosa que tenía perversiones. Hablamos de un montón de cosas.
Nos emborrachamos.
El encargado era muy bueno con Sandra. La chica le gustaba. La respetaba. Me dijo que Sandra había sido presidenta del Comité de colores de la clase en el instituto de Ilium. Cada clase, me explicó, tenía que elegir durante el tercer curso los colores que la distinguirían, y después llevar esos colores con orgullo.
—¿Qué colores elegisteis? —pregunté.
—Naranja y negro.
—Buenos colores.
—Eso pensé yo.
—¿Franklin Hoenikker estaba también en el Comité de colores de la clase?
—No estaba en nada —dijo Sandra con desdeño—. Nunca se metió en ningún comité, no jugaba nunca a nada, no salta nunca con chicas. Creo que no habló nunca con una chica. Solíamos llamarle Agente secreto X-9.
—X-9?
—Ya sabe, siempre actuaba como actuaba el Agente secreto X-9, de camino entre dos lugares secretos. No hablaba nunca con nadie.
—Puede que realmente tuviere una vida secreta muy intensa —insinué.
—¡Qué va!
—¡Qué va! —repitió con desprecio el encargado del bar—. No era más que uno de esos chicos que están siempre haciendo maquetas de aviones y meneándosela.
11 - Proteínas
—El iba a ser el orador, el día de nuestra graduación —dijo Sandra.
—Quién? —pregunté.
—El doctor Hoenikker, el viejo.
—¿Qué dijo?
—No apareció.
—O sea, ¿que no tuvisteis discurso de graduación?
—Oh sí, sí tuvimos. El doctor Breed, al que va usted a ver mañana, apareció por allí, completamente sin aliento, y nos dio una especie de charla.
—¿Qué dijo?
—Dijo que esperaba que muchos de nosotros consagráramos nuestra vida profesional a la ciencia —dijo Sandra. No le pareció haber dicho nada gracioso. Recordó una clase que le había impresionado. La repitió, intentando acordarse, sumisamente—. Dijo que lo malo en el mundo era que...
Tuvo que hacer una pausa y pensar.
—Lo malo en el mundo era que —prosiguió de un modo vacilante—, que la gente seguía teniendo un espíritu supersticioso en vez de científico. Dijo que si todo el mundo estudiase más ciencia, no habría todos los problemas que hay.
—Dijo que la ciencia descubriría algún día el secreto fundamental de la vida —intercaló el encargado del bar. Se rascó la cabeza y frunció el ceño—. Me parece que el otro día leí en el periódico que por fin lo habían encontrado.
—No me enteré —murmuré.
—Yo lo vi —dijo Sandra—. Hace dos días, más o menos.
—Es verdad —dijo el encargado del bar.
—¿Cuál es el secreto de la vida? —pregunté.
—Se me ha olvidado —dijo Sandra.
—Las proteínas —afirmó el encargado del bar—. Averiguaron algo sobre las proteínas.
—Ah sí, —dijo Sandra—. Exacto.
12 - Delicia del fin del mundo
Otro barman, de más edad, vino a sumarse a nuestra conversación en el Salón Cape Cod del hotel Del Prado. Cuando oyó que yo estaba escribiendo un libro sobre el día de la bomba, me contó cómo había sido aquel día para él, y cómo había sido aquel día en el mismísimo bar donde nos encontrábamos. Tenía una voz gangosa tipo W. C. Fields, y una nariz semejante a una fresa de exposición.
—Entonces no se llamaba Salón Cape Cod —dijo—. No había todas estas jodidas redes y conchas marinas. Por aquel entonces se llamaba el Tipi Navajo. Había mantas indias y cráneos de vacas en las paredes, y pequeños tantanes en las mesas, y cuando la gente quería consumir tenía que tocar el tantán. Intentaron convencerme para que me pusiera una gorra de guerra, pero nunca lo hice. Un día vino un auténtico indio navajo. Me dijo que los navajos no vivían en tipis. «Pues es una pena, joder, le dije. Y antes de eso había sido el Salón Pompeya, con bustos de yeso por todas partes. Pero le llamen como le llamen, aquí nunca cambian la jodida instalación eléctrica. Nunca cambian la jodida gente que entra aquí, ni tampoco la jodida ciudad que hay afuera. El día que les lanzaron a los japoneses la jodida bomba de Hoenikker, entró un espabilado que intentó sablearme una copa. Quería que le sirviesen una copa porque el fin del mundo estaba cerca. De modo que le preparé un «Delicia del fin del mundo». Le di un cuarto de litro de crema de menta en una piña vaciada, con crema batida y una cereza encima. Ahí tienes, miserable hijo de perra, le dije, no dirás que no hice nunca nada por ti. Entró otro tipo y dijo que había dejado de trabajar en el Laboratorio de Investigaciones. Dijo que cualquier cosa en la que trabajasen los científicos terminaba resultando un arma, de un modo u otro. Dijo que ya no quería seguir ayudando a los políticos en sus jodidas guerras. Se llamaba Breed. Le pregunté si tenía algún parentesco con el jefe del jodido Laboratorio de Investigaciones. Dijo que sí, joder. Dijo que era el jodido hijo del jefe del Laboratorio de Investigaciones.
13 - La base avanzada
¡Dios mío, pero qué fea es la ciudad de Ilium!
«¡Dios mío! —dice Bokonon—, ¡pero qué ciudad fea es cualquier ciudad!»
El aguanieve caía a través de un manto inmóvil de espesa niebla. Era por la mañana, muy temprano. Yo iba en el sedán Lincoln del doctor Asa Breed. Me sentía ligeramente enfermo, un poco borracho todavía por la noche anterior. El doctor Breed conducía. Las ruedas de su coche se enganchaban en las vías de una instalación de tranvías, ya largo tiempo abandonada.
Breed era un anciano sonrosado, muy próspero y maravillosamente vestido. Tenía un aire civilizado, optimista, capaz, sereno. Yo, en cambio, me veía mal afeitado, enfermo, cínico. Había pasado la noche con Sandra.
Mi alma me resultaba tan desagradable como el olor a piel de un gato ardiendo.
Pensaba lo peor de todo el mundo, y sabía algunas cosas sórdidas del doctor Breed, cosas que Sandra me habla contado.
Sandra me contó que en Ilium todo el mundo tenía la certeza de que el doctor Breed había estado enamorado de la esposa de Felix Hoenikker. Y me contó que la mayor parte de la gente pensaba que Breed era el padre de los tres hijos de Hoenikker.
—¿No conoce Ilium? —me preguntó de pronto el doctor Breed.
—Es la primera vez que vengo.
—Es una ciudad para familias.
—¿Cómo dice?
—Lo que es vida nocturna, no hay mucha. La vida de todo el mundo se centra mucho más en la familia y en el hogar.
—Me parece muy sano.
—Y lo es. Tenemos muy poca delincuencia juvenil.
—Qué bien.
—Ilium tiene una historia muy interesante, ¿sabe?
supongo que sí.
—Era la base avanzada, ¿lo sabía?
—¿Cómo dice?
—En la migración al Oeste.
—¡Ah!
—La gente se equipaba aquí.
—Qué interesante.
Justo donde está ahora el Laboratorio de Investigaciones se encontraba la antigua estacada. También era donde se ahorcaba a la gente de todo el condado.
—No creo que el crimen fuera más rentable entonces que ahora.
—En mil setecientos ochenta y dos ahorcaron aquí a un hombre que había asesinado a veintiséis personas. A menudo he pensado que alguien debería escribir un libro sobre él. George Minor Moakely. Cantó una canción en el cadalso. Una canción que había compuesto para esa ocasión.
—Qué decía la canción?
—Puede encontrar la letra completa en la Sociedad Histórica, si de verdad le interesa.
—Sólo quería saber más o menos de qué trataba.
—No se arrepentía de nada.
—Hay gente así.
—¡Imagíneselo!— dijo el doctor Breed—. ¡Tenía a veintiséis personas en su conciencia!
—No sale uno de su asombro.
14 - De cuando los automóviles tenían floreros de cristal
Mi mareada cabeza se tambaleaba sobre mi rígido cuello. Las ruedas del lustroso Lincoln del doctor Breed se habían vuelto a enganchar en las vías del tranvía.
Le pregunté que cuánta gente intentaba llegar a la Compañía General de Forjas y Fundiciones alrededor de las ocho en punto, y me dijo que treinta mil.
En cada cruce había policías con impermeables amarillos contradiciendo con sus manos lo que decían los semáforos.
Los semáforos, fantasmas chillones bajo el aguanieve, insistían una y otra vez en su comportamiento absurdo e irrelevante, indicándole al glaciar de automóviles lo que debía hacer. El verde significaba circule. El rojo significaba alto. El naranja significaba cambio y precaución.
El doctor Breed me contó que el doctor Hoenikker, cuando aún era muy joven, había dejado una mañana tranquilamente su coche en medio del tráfico de Ilium.
—La policía, al intentar averiguar qué era lo que interrumpía el tráfico —dijo—, se encontró con el coche de Felix, allí en medio, con el motor en marcha, un puro encendido en el cenicero, flores frescas en los floreros...
—¿Floreros?
—El coche era un Marmon, más o menos del tamaño de una locomotora. Tenía pequeños floreros de cristal tallado en las puertas, y la esposa de Felix solía poner flores frescas en los floreros cada mañana. Y allí estaba el coche, en medio de todo el tráfico.
—Como el Mario Celeste —sugerí.
—La policía lo sacó de allí arrastrándolo. Sabían de quién era el coche. Telefonearon a Felix y le dijeron muy educadamente dónde podía ir a recogerlo. Felix les dijo que podían quedárselo, que ya no lo quería.
—¿Y se lo quedaron?
—No. Telefonearon a su esposa y ella fue a por el Marmon.
—A propósito, ¿cómo se llamaba su esposa?
—Emily. —El doctor Breed se chupó los labios y adoptó una mirada ausente, y dijo el nombre de la mujer, de la mujer muerta hacía tanto tiempo, una segunda vez—. Emily.
—¿Cree usted que alguien dirá algo si saco esta historia del Marmon en mi libro?
—Siempre que no saque usted el final de la historia.
—¿El final de la historia?
—Emily no tenía costumbre de conducir el Marmon. De camino a casa tuvo un accidente. La afectó en la pelvis...
Justo en ese momento, el tráfico estaba paralizado. El doctor Breed cerró los ojos y apretó fuertemente las manos contra el volante.
—Y ese fue el motivo por el que murió al nacer el pequeño Newt.
15 - Feliz Navidad
El Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones estaba cerca de la entrada principal de las instalaciones de la fábrica en Ilium, a una manzana aproximadamente del aparcamiento de ejecutivos donde el doctor Breed había dejado su coche.
Le pregunté al doctor Breed cuánta gente trabajaba para el Laboratorio de Investigaciones.
—Setecientas personas —dijo—, pero en realidad no llegan a cien los que están investigando. Los otros seiscientos sólo hacen de porteros, de un modo u otro. Y yo soy el portero más importante de todos.
Cuando nos unimos a la corriente humana que fluía por la calle de la Compañía, una mujer que venía detrás de nosotros le deseó feliz Navidad al doctor Breed. Este se volvió para escudriñar benignamente entre el mar de pálidas empanadas, y descubrió que el saludo provenía de una tal Miss Francine Pefko. Miss Pefko tenía veinte años, era inexpresivamente bonita y saludable. Una del montón.
Haciendo honor a la dulzura de las Navidades, el doctor Breed invitó a Miss Pefko a unirse a nosotros. La presentó como la secretaria del doctor Nilsak Horvath. Entonces me dijo quién era Horvath.
—Es el famoso químico de superficie, ese que hace maravillas con películas.
—¿Qué novedades hay en la química de superficie? —le pregunté a Miss Pefko.
—Por Dios —dijo—, a mí no me lo pregunte. Yo sólo escribo a máquina lo que él me dice que escriba. —Y después pidió disculpas por haber dicho «por Dios».
—Creo que ustedes entienden más de lo que nos dan a entender —dijo el doctor Breed.
—Yo no. —Miss Pefko no tenía costumbre de conversar con gente tan importante como el doctor Breed y se encontraba violenta. Llevaba un paso afectado, por lo que iba tiesa como un pollo. Tenía una sonrisa vidriosa y escarbaba en su mente a la búsqueda de algo que decir, pero no encontraba nada excepto kleenex usados y bisutería.
—Bueno... —retumbó la voz del doctor Breed, como dándole confianza— qué le parecemos los científicos ahora que lleva usted con nosotros... cuánto tiempo? ¿Casi un año?
—Ustedes los científicos piensan demasiado —soltó Miss Pefko, y se rió tontamente. La cordialidad del doctor Breed había fundido todos los fusibles de su sistema nervioso. Ya no era responsable de sus actos—. Todos ustedes piensan demasiado.
Una mujer gorda, sin aliento y con aire derrotado, vestida con una bata mugrienta, caminaba a nuestro lado con dificultad, oyendo lo que decía Miss Pefko. Se volvió para examinar al doctor Breed, con un gesto de censura impotente. Odiaba a la gente que pensaba demasiado. En ese momento, creí ver en ella al representante apropiado de casi toda la humanidad.
La expresión de la mujer gorda daba a entender que se volvería loca allí mismo si alguien seguía pensando durante un minuto más.
—Creo que ya se dará usted cuenta —dijo el doctor Breed— que todo el mundo viene a pensar en cantidades iguales. Los científicos sólo se plantean las cosas en un sentido, y otra gente se las plantea en otro.
—Agg —dijo Miss Pefko a modo de gorgoteo—. Cuando copio lo que me dicta el doctor Horvarth, todo me suena igual que si fuera chino. Creo que no le entenderé nunca, aunque fuera a la facultad. Y es posible que esté hablando de algo que vaya a ponerlo todo patas arriba, algo como la bomba atómica.
»Cuando volvía del colegio a casa, mi madre me preguntaba lo que había hecho durante el día y yo se lo contaba —dijo Miss Pefko—. Ahora vuelvo del trabajo a casa y mi madre me hace la misma pregunta, pero todo lo que puedo decir es —Miss Pefko meneó la cabeza e hizo aletear sus labios color carmesí—: Ni idea.
—Si hay algo que no comprenda usted —le recomendó el doctor Breed—, dígale al doctor Horvath que se lo explique. Es muy bueno explicando. —Se volvió hacia mi—. El doctor Hoenikker solía decir que un científico incapaz de explicarle a un niño de ocho años lo que estaba haciendo, era un charlatán.
—Entonces soy más tonta que un niño de ocho años —se lamentó Miss Pefko—. Ni siquiera sé lo que es un charlatán.
16 - De vuelta al jardín de infancia
Subimos los cuatro escalones que había frente al Laboratorio de Investigaciones. Era un edificio de ladrillo sin adornos y constaba de seis pisos. Pasamos ante dos guardas fuertemente armados que había junto a la entrada.
Miss Pefko le mostró al guarda de la izquierda el distintivo rosa de confianza que llevaba en la punta del pecho izquierdo.
El doctor Breed le mostró al guarda de la derecha el distintivo negro de alto secreto que llevaba en su solapa. Ceremoniosamente, el doctor Breed me pasó el brazo por los hombros sin llegar a tocarme, para indicarle a los guardas que yo estaba bajo su augusta protección y bajo su control.
Le sonreí a uno de los guardas, pero no me correspondió. No había nada divertido en la seguridad nacional, nada de nada.
El doctor Breed, Miss Pefko y yo nos dirigimos pensativamente hacia los ascensores a través del imponente vestíbulo del Laboratorio.
—Dígale al doctor Horvath que alguna vez le explique algo —le dijo el doctor Breed a Miss Pefko—. Verá usted cómo le da una respuesta clara y bonita.
—El doctor Horvath tendría que empezar por el primer curso, o quizás incluso por el jardín de infancia —dijo—. Se me han escapado muchas cosas.
—A todos se nos han escapado muchas cosas —asintió el doctor Breed—. Todos haríamos bien en volver a empezar de nuevo, preferiblemente desde el jardín de infancia.
Observamos cómo la recepcionista del Laboratorio accionaba los numerosos objetos educativos que llenaban las paredes del vestíbulo. La recepcionista era una chica delgada, alta, gélida, pálida. Hizo un movimiento seco, y las luces parpadearon, las ruedas giraron, los marrases borbotaron, las campanas sonaron.
—Magia —afirmó Miss Pefko.
—Lamento tener que oír a un miembro de la familia del Laboratorio esa palabra nauseabunda y medieval —dijo el doctor Breed—. Cada uno de esos objetos se justifica a si mismo. Están diseñados para que no resulten desconcertantes. Estos objetos son la mismísima antítesis de la magia.
—¿La mismísima qué de la magia?
—Lo exactamente opuesto a la magia.
—Pues no lo será para mí.
El doctor Breed pareció irritarse sólo un poco.
—Bueno —dijo—, nuestra intención no es desconcertar. Al menos, concédanos usted eso.
17 - El departamento de las chicas
La secretaria del doctor Breed estaba subida a la mesa de la antesala atando una campana de Navidad, plegada como un acordeón, al techo.
—Cuidado, Naomi exclamó el doctor Breed—, hemos pasado seis meses sin ningún accidente mortal. ¡Ahora no lo estropee usted cayéndose de la mesa!
Miss Naomi Faust era una ancianita alegre y disecada. Supongo que había estado al servicio del doctor Breed casi toda su vida, la de él y la suya. La viejecita se rió:
—Soy indestructible. E incluso si me cayera, los ángeles navideños me recogerían.
—Se sabe de algunas veces que han fallado.
Dos ramificaciones de papel, también plegadas en acordeón, caían del badajo de la campana. Miss Faust tiró de uno. Se desplegó pegajosamente, convirtiéndose en una larga pancarta con un mensaje escrito.
—Tome —dijo entregándole el extremo libre al doctor Breed—, estírelo todo y clávelo con una tachuela al panel de anuncios.
El doctor Breed obedeció, dando un paso hacia atrás para leer el mensaje de la pancarta.
—«Paz en la Tierra...» —leyó en voz alta, ardientemente.
Miss Faust bajó de la mesa con la otra ramificación, desplegándola: «A los hombres de buena voluntad», decía la otra ramificación.
—¡Caramba! —se rió bajito el doctor Breed—, ¡han deshidratado la Navidad! ¡Qué festivo está todo, muy festivo!
—Y también me he acordado de las chocolatinas para el departamento de las chicas —dijo la anciana—. ¿No están orgullosos de mí?
El doctor Breed se llevó la mano a la frente, consternado por su mala memoria.
—¡Gracias a Dios! Se me pasó por completo.
—Nunca hay que olvidarse de esto —dijo Miss Faust—. Ya es una tradición, el doctor Breed y sus chocolatinas para el departamento de chicas en Navidad. —Me explicó que el departamento de chicas era la oficina de mecanografiado que estaba en el sótano del Laboratorio—. Las chicas pertenecen a cualquiera que tenga acceso a un dictáfono.
Durante todo el año, dijo Miss Faust, las chicas del departamento escuchaban las voces sin rostro de los científicos en las grabaciones del dictáfono, grabaciones que les llevaban las chicas del correo. Una vez al año, las chicas dejaban su claustro de bloques de cemento para ir a cantar villancicos, y para recoger las chocolatinas que el doctor Breed les daba.
—También contribuyen a la ciencia —declaró el doctor Breed—, aunque no entiendan una sola palabra. Que Dios las bendiga a todas.
18 - El bien más valioso sobre la superficie de la Tierra
Cuando pasamos al despacho del doctor Breed, traté de ordenar mis ideas con el fin de llevar a cabo una entrevista razonable. Me di cuenta de que mi salud mental no había mejorado y cuando empecé a interrogar al doctor Breed sobre el día de la bomba, me di cuenta de que el alcohol y la piel de gato ardiendo habían ahogado los centros de relaciones públicas de mi cerebro. Cada una de mis preguntas daba a entender que los creadores de la bomba atómica habían sido cómplices del más repulsivo de los crímenes.
El doctor Breed estaba atónito y se ofendió mucho. Se echó hacia atrás y refunfuñó:
—Ya veo que a usted no le gustan mucho los científicos.
—Yo no diría eso, señor.
—Todas sus preguntas parecen dirigidas a hacerme admitir que los científicos son tontos, con pocas luces, inconscientes y sin corazón, indiferentes al destino del resto de la raza humana, o quizá ni siquiera miembros de la raza humana.
—Lo pone usted demasiado fuerte.
—No más fuerte, por lo visto, de lo que pondrá usted en su libro. Yo pensaba que lo que usted pretendía era una biografía objetiva e imparcial de Felix Hoenikker, una tarea todo lo importante que un escritor joven podría proponerse a sí mismo en nuestros días. Pero no, usted viene aquí con unas ideas preconcebidas sobre científicos locos. ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¿De los tebeos?
—Del hijo del doctor Hoenikker, por nombrar una fuente.
—¿Qué hijo?
—Newton —dije. Llevaba conmigo la carta de Newt y se la enseñé—. A propósito, ¿cómo era Newt de pequeño?
—No era más alto que un paragüero— dijo el doctor Breed, leyendo la carta de Newt y frunciendo el ceño.
—Los otros dos hijos son normales?
—Por supuesto. Detesto decepcionarle, pero los científicos tienen niños iguales a los de cualquier otra persona.
Hice todo lo que pude para apaciguar a Breed, para convencerle de que realmente estaba interesado en hacer un retrato exacto de Hoenikker.
—No he venido con otro propósito que el de poner por escrito lo que usted me diga sobre Hoenikker. La carta de Newt fue sólo el principio y sopesaré esa carta contrastándola con cualquier otra cosa que usted me diga.
—Estoy harto de que la gente tenga una idea errónea de lo que es un científico, de lo que hace un científico.
—Haré lo que esté en mis manos por aclarar las ideas erróneas.
—En este país, la mayoría de la gente ni siquiera tiene una mínima idea de lo que es la investigación pura.
—Le agradecería que me dijera lo que es.
—No se trata de buscar un filtro de cigarrillo mejor o una toallita para la cara más suave, o una pintura para casas que dure más, ¡que Dios nos libre! Todo el mundo habla de investigación y prácticamente nadie en este país investiga. Somos una de las pocas empresas que de hecho emplea a gente para hacer investigación pura. Cuando la mayor parte de las empresas se jacta de sus investigaciones, de lo que hablan es de técnicos industriales de pacotilla que visten batas blancas, trabajan con libros de cocina e idean un limpiaparabrisas inmejorable para el Oldsmobile del siguiente año.
—¿Pero Maquí...?
—Aquí y en escandalosamente otros pocos sitios de este país, a los hombres se les paga para que aumenten el saber, para que trabajen sin ningún otro fin excepto ese.
—Muy generoso por parte de la Compañía General de Forjas y Fundiciones.
—No se trata de generosidad. Saber cosas nuevas es el bien más valioso que hay sobre la superficie de la Tierra. Con cuantas más verdades trabajemos, más ricos nos haremos.
Si entonces yo hubiese sido bokononista, tal razonamiento me habría hecho estallar en alaridos.
19 - Acabar con el fango
—Quiere usted decir —le dije al doctor Breed—, que a nadie en este Laboratorio se le dice sobre qué debe trabajar? ¿Que nadie sugiere siquiera qué tipo de trabajo?
—La gente sugiere cosas todo el tiempo, pero el prestar atención a las sugerencias no va con la naturaleza de un investigador puro. Su cabeza está llena de proyectos propios, y es así como queremos que sea.
—Intentó alguien alguna vez sugerirle un proyecto al doctor Hoenikker?
—Desde luego. En concreto, almirantes y generales. Le tenían por una especie de mago capaz de hacer invencibles a los americanos con sólo mover su varita. Traían todo tipo de proyectos absurdos y aún los siguen trayendo. Lo único malo de los proyectos es que, dado nuestro actual estado de conocimientos, no sirven. Se supone que científicos de la talla de Hoenikker deben rellenar los pequeños vacíos. Recuerdo que poco antes de que muriera Felix, había un general de la Marina que le acosaba para que hiciese algo con el fango.
—¿El fango?
—Los marines, después de casi doscientos años de estar revolcándose en el fango, estaban ya hartos —dijo Breed—. El general, en tanto que su portavoz, creía que uno de los aspectos del progreso deberla ser que los marines no tuviesen que seguir luchando en el fango.
—¿Qué es lo que tenía el general en mente?
—La ausencia de fango. Acabar con el fango.
—Supongo —teoricé— que sería posible con montañas de alguna clase de producto químico o de algún tipo de máquinas.
—Lo que el general tenía en mente era una pildorita o una maquinita. Los marines no sólo estaban hartos del fango, también estaban hartos de cargar con trastos pesados. Para variar, querían algo pequeño para poder transportar.
—Qué dijo Hoenikker?
—A su modo chistoso, y todos sus modos eran chistosos, Felix sugirió que podría haber un solo grano de algo, un grano microscópico incluso, que pudiese hacer tan sólido como esta mesa extensiones infinitas de heces, pantanos, ciénagas, riachuelos, charcas, arenas movedizas y fango.
El doctor Breed le dio un golpe a la mesa con su puño lleno de manchas de vejez. La mesa tenía la forma de un riñón, era una cosa de acero verde mar.
—Un solo marine podría llevar una cantidad más que suficiente de esa materia para rescatar a una división blindada que se hubiese atascado en el lodo de las Everglades. Según Felix, un marine podría llevar la cantidad suficiente para tal cometido bajo la uña de su meñique.
—Eso es imposible.
—Es lo que usted diría, lo que yo diría, prácticamente lo que diría todo el mundo. Para Felix, a su modo chistoso, era totalmente posible. El milagro de Felix, y sinceramente espero que ponga usted esto en su libro, era que siempre consideraba los viejos enigmas como si fuesen nuevos.
—Ahora mismo me siento como Francine Pefko —dije—, y como todas las chicas del departamento. Hoenikker no me podría haber explicado nunca cómo algo que puede llevarse bajo la uña de un dedo puede dar a una ciénaga la solidez de su mesa.
—Ya le he dicho lo bueno que era Felix explicando...
—Aun así...
—Fue capaz de explicármelo a mí —dijo el doctor Breed— y estoy seguro de que yo puedo explicárselo a usted. El enigma es cómo sacar a los marines del fango, ¿no es así?
—Así es.
—Muy bien —dijo Breed—, escuche atentamente. Allá vamos.
20 - Hielo-nueve
—Hay varios modos —me dijo el doctor Breed— en que ciertos líquidos pueden cristalizar, pueden congelarse. Diversos modos en que sus átomos pueden amontonarse y trabarse rígida y ordenadamente.
El anciano de manos manchadas me invitó entonces a pensar en los diferentes modos en que unas balas de cañón podían amontonarse en el césped de un palacio de justicia, o en los diferentes modos en que podrían meterse unas naranjas en una caja.
—Lo mismo ocurre con los átomos en los cristales, y dos cristales distintos de la misma sustancia pueden tener propiedades físicas muy diferentes.
Me habló de una fábrica que había estado produciendo cristales enormes de etileno diamina tartrato. Los cristales eran útiles para algunas operaciones de fabricación, dijo. Pero un buen día, la fábrica descubrió que los cristales que estaban produciendo ya no tenían las propiedades deseadas. Los átomos habían empezado a amontonarse y a trabarse, a congelarse, de forma diferente. El líquido que cristalizaba no había cambiado, pero los cristales que formaban eran, en lo que a aplicaciones industriales se refería, pura basura.
El cómo había ocurrido aquello era un misterio. Lo malo de la teoría, sin embargo, era lo que Breed llamaba «una semilla». Con ello quería aludir a un grano diminuto del modelo de cristal indeseado. La semilla, que procedía de sólo-Dios-sabe-dónde, les había enseñado a los átomos el nuevo modo de amontonarse, trabarse, cristalizarse y congelarse.
—Ahora vuelva a pensar en las balas de cañón del césped de un palacio de justicia, o en las naranjas de una caja —me sugirió. Y me ayudó a ver que el modelo del estrato inferior de balas de cañón o de naranjas, determinaba el modo en que los estratos posteriores se amontonaban y se trababan—. El estrato inferior es la semilla que determinará el modo en que cada bala de cañón o cada naranja que venga después se comporte, y así hasta un infinito número de balas de cañón o de naranjas.
»Y ahora imagínese —siguió el doctor Breed con una risita, disfrutando— que hubiese muchos modos en que pudiese cristalizar el agua, en que pudiese congelarse. Imagínese que el tipo de hielo en el que patinamos y que ponemos en los vasos de whisky, al que podríamos llamar hielo-uno, fuese sólo una de las clases de hielo. Imagínese que el agua sólo se congelara como el hielo-uno en la Tierra, porque nunca ha habido una semilla que le enseñase cómo formar hielo-dos, hielo-tres, hielo-cuatro... E imagínese —volvió a dar un golpe seco en la mesa con su mano de anciano— que hubiese una forma, que llamaremos Hielo-nueve, un cristal tan duro como esta mesa con un punto de fusión de, digamos, treinta y siete grados centígrados, o aún mejor, un punto de fusión de cincuenta y cinco grados.
—Muy bien, aún le sigo —dije.
Breed se vio interrumpido por los cuchicheos de la antesala, cuchicheos fuertes y potentes. Los cuchicheos de las chicas del departamento.
Las chicas se preparaban para cantar en la antesala.
Y vaya si cantaron, en cuanto el doctor Breed y yo nos asomamos por el umbral de la puerta. Cada una de las alrededor de cien chicas se había transformado en una niña cantora, poniéndose un cuello de papel de cartas blanco sujeto con un clip. Cantaron maravillosamente.
Me quedé sorprendido y con el corazón sensibleramente partido. Siempre me conmueve ese tesoro raramente aprovechado, esa dulzura con la que saben cantar la mayoría de las mujeres.
Las chicas cantaron «Oh, aldeita de Belén». Creo que tardará en olvidárseme la interpretación que hicieron del verso:
«Las esperanzas y los temores de todos los años están aquí esta noche con nosotros.»
21 - Los marines siguen marchando
Cuando el anciano Breed, con ayuda de Miss Faust, hubo repartido las chocolatinas de Navidad, volvimos a su despacho.
Una vez allí me dijo:
—¿Por dónde íbamos? Ah sí. —Y el anciano me pidió que pensara en los marines de los Estados Unidos, en una ciénaga dejada de la mano de Dios.
—Los camiones, tanques y obuses se revuelcan —se quejó—, y se hunden en una pestilente miasma y en el cieno.
Levantó un dedo y me guiñó un ojo.
—Pero imagínese, jovencito, que un marine llevase consigo una cápsula diminuta con una semilla de Hielo-nueve dentro, un nuevo modo en que los átomos del agua se amontonen y se traben, se congelen. Si el marine tirase la semilla al charco más próximo...
—El charco se congelaría —supuse.
—¿Y todas las heces que rodean el charco?
—¿Se congelarían?
—Y todos los charcos que hubiese en las heces congeladas...
—¿Se congelarían?
—Y las charcas y los arroyos que hubiese en las heces congeladas...
—¿Se congelarían?
—¡Ya lo creo que sí! —exclamó—. ¡Y los marines de los Estados Unidos se alzarían de la ciénaga y seguirían marchando!
22 - Miembro de la prensa amarilla
—¿Existe esa materia? —pregunté.
—No, no, no, no —dijo el doctor Breed, volviendo a perder la paciencia conmigo. Sólo le he contado todo esto para que se forme usted una idea de la extraordinaria novedad existente en la manera en que Felix podía considerar un viejo problema. Lo que le he contado es lo que él le contó al general de la marina que le acosaba con lo del fango.
Felix comía todos los días sólo en la cafetería. Por norma, nadie iba a sentarse con él, para no interrumpir el hilo de sus pensamientos. Pero el general de marina se plantó a su lado, se buscó una silla y empezó a hablar del fango. Lo que le he contado fue lo que Felix le soltó.
—¿De... de verdad que no existe semejante cosa?
—Le acabo de decir que no existe —gritó el doctor Breed acalorado—. ¡Felix murió al poco tiempo! ¡Y si hubiese estado escuchando lo que he estado intentando decirle acerca de los investigadores puros, no me haría tal pregunta! Los investigadores puros trabajan en lo que les fascina a ellos, no en lo que fascina a los demás.
—Sigo pensando en la ciénaga...
—¡Puede dejar de pensar en ella! Ya le he dicho todo lo que tenía que decirle de la ciénaga.
—Si los arroyos que corren por la ciénaga se congelasen como Hielo-nueve, qué pasarla con los ríos y lagos que los arroyos alimentan?
—Se congelarían. Pero el Hielo-nueve no existe.
—¿Y los océanos que alimentan los ríos congelados?
—Se congelarían, por supuesto —contestó bruscamente—. Supongo que no tardará usted nada en comercializar una historia sensacionalista acerca del Hielo-nueve. ¡Volveré a repetírselo: no existe!
—¿Y los manantiales que alimentan los lagos helados y los arroyos y toda el agua subterránea que alimenta los manantiales?
—¡Se congelaría, maldita sea! —gritó—. Si hubiese sabido que era un miembro de la prensa amarilla— dijo orgullosamente poniéndose de pie—, ¡no habría desperdiciado un minuto con usted!
—¿Y la lluvia?
—Cuando cayese, se congelarla formando duros clavitos de Hielo-nueve, ¡y eso seria el fin del mundo! ¡Y también el fin de esta entrevista! ¡Adiós!
23 - La última hornada de pastelillos de chocolate
Breed se equivocaba al menos en una cosa: el Hielo-nueve si existía.
Y el Hielo-nueve estaba en la Tierra.
El Hielo-nueve era el último obsequio que Felix Hoenikker creara para la humanidad, antes de recibir su merecido premio.
Lo elaboró sin que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo. Lo elaboró sin dejar testimonio de lo que habla hecho.
Es cierto que para su creación se necesitaba un aparato sofisticado, pero en el Laboratorio de Investigaciones ya existía ese aparato. Hoenikker sólo tuvo que acudir a sus compañeros del Laboratorio, pedir prestado esto y aquello, dando la lata y poniéndose pesado hasta que, por así decirlo, hubo puesto a cocer la última hornada de pastelillos de chocolate.
Elaboró un pedacito de Hielo-nueve. De color blanco azulado. Su punto de fusión era de 45,7 C°.
Y Felix Hoenikker metió el pedacito en una botellita, botella que metió en su bolsillo. Y se fue a su casita de campo de Cape Cod con sus tres hijos, con la intención de celebrar allí las Navidades.
Angela tenía treinta y cuatro años, Frank tenía veinticuatro. El pequeño Newt tenia dieciocho.
El viejo murió en Nochebuena, habiendo hablado del Hielo-nueve sólo con sus hijos.
Y sus hijos se dividieron el Hielo-nueve entre ellos.
24- ¿Qué es un wampeter?
Y todo esto me lleva a definir el concepto bokononista de wampeter.
El wampeter es el centro de un karass. No hay karass sin wampeter, nos dice Bokonon, del mismo modo que no hay rueda sin eje.
Cualquier cosa puede ser un wampeter: un árbol, una roca, un animal, una idea, un libro, una melodía, el Santo Grial. Sea lo que fuere, los miembros de su karass giran a su alrededor en el majestuoso caos de una nebulosa espiral. Las órbitas de los miembros de un karass giran alrededor de su mismo wampeter, y se trata de órbitas espirituales, naturalmente. Lo que giran son las almas y no los cuerpos. Tal y como Bokonon nos invita a cantar:
En torno y en torno y en torno giramos Con pies de plomo y alas de estaño.
Y wampeter van y wampeter vienen, nos dice Bokonon.
Un karass tiene siempre, en cualquier momento, dos wampeter: uno que crece en importancia y otro que mengua.
Y casi estoy seguro de que mientras hablaba con el doctor Breed en Ilium, el wampeter de mi karass que estaba a punto de florecer era esa forma cristalina de agua, esa gema de un blanco azulado, esa fatídica semilla llamada Hielo-nueve.
Mientras yo hablaba con Breed en Ilium, Angela, Franklin, y Newton Hoenikker tenían en su poder semillas de Hielo-nueve, semillas producidas a partir de la semilla de su padre, pedacitos, por así decirlo, desprendidos del antiguo bloque.
El futuro de aquellos tres pedacitos era, estoy convencido, de la mayor incumbencia para mi karass.
25 - Lo más importante en el caso del doctor Hoenikker
Dejemos, por ahora, el wampeter de mi karass.
Después de mi desagradable entrevista con Breed en el Laboratorio de Investigaciones de la Compañía General de Forjas y Fundiciones, me pusieron en manos de Miss Faust. Le habían ordenado que me mostrase por dónde salir. Sin embargo, la persuadí para que me mostrara primero el laboratorio del difunto Hoenikker.
De camino, le pregunté hasta qué punto había conocido a Hoenikker. Me dio una respuesta interesante y sincera, acompañada de una picante sonrisa.
—Creo que no era conocible. Me explico; cuando la mayoría de la gente dice conocer mucho o poco a alguien, se refieren a secretos que les han contado o que no les han contado. Se refieren a cosas íntimas, cosas de familia, cosas de amor —me dijo aquella simpática ancianita—. En la vida del doctor Hoenikker existían todas esas cosas, como deben existir en la vida de toda persona viviente, pero en su caso no era eso lo más importante.
—¿Qué era lo más importante? —le pregunté.
—El doctor Breed siempre me dice que lo más importante en el caso del doctor Hoenikker era la verdad.
—Parece no estar usted de acuerdo.
—No sé si estoy de acuerdo o no. Es sólo que me cuesta comprender cómo la verdad, por sí misma, puede ser bastante para una persona.
Miss Faust estaba ya madura para el bokononismo.
26- ¿Qué es Dios?
— ¿Habló usted alguna vez con Hoenikker? —le pregunté a Miss Faust.
—Oh, claro. Le hablaba muchas veces.
—¿Se le ha quedado a usted grabada alguna conversación?
—Tuvimos una conversación en la que me apostó que no podía decirle nada que fuese absolutamente verdad. De modo que yo le dije: «Dios es amor.»
—¿Y él que dijo?
—Dijo: «¿Qué es Dios? ¿Qué es amor?»
—Uhmm.
—Pero es verdad que Dios es amor —Miss Faust—, da igual lo que dijera el doctor Hoenikker.
27 - Hombres de Mane
La habitación que había sido el laboratorio del doctor Felix Hoenikker estaba en la sexta planta, la última planta del edificio.
En la puerta había un cordón púrpura, y en la pared una placa conmemorativa que explicaba por qué aquella habitación era sagrada.
EN ESTA HABITACION, El DOCTOR FELIX HOENIKKER, GALARDONADO CON El PREMIO NOBEL DE FISICA, PASO LOS ULTIMOS VEINTIOCHO AÑOS DE SU VIDA. «ALLI DONDE EL SE ENCONTRABA, ESTABA LA FRONTERA DEL SABER.» LA IMPORTANCIA DE ESTE HOMBRE UNICO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD ES INCALCULABLE.
Miss Faust se ofreció a desatar el cordón púrpura para que yo pudiese entrar, y tratar más íntimamente con quienesquiera que fuesen los fantasmas que allí habla.
Acepté.
—Está todo como él lo dejó —dijo—, excepto las gomas elásticas que había por toda una repisa.
—Gomas elásticas?
—A mí no me pregunte qué hacían allí. A mí no me pregunte qué hace aquí nada de todo esto.
El viejo habla dejado el laboratorio hecho un desastre. Lo que atrajo mi atención enseguida fue la cantidad de juguetes baratos que había por todas partes. Había una cometa de papel con una varilla rota. Había un giroscopio de juguete con la cuerda enrollada y listo para rechinar y equilibrarse. Había una peonza. Había una pipa de hacer burbujas. Había una pecera con un castillo y dos tortugas dentro.
—Le encantaban las tiendas de baratijas —dijo Miss Faust. —Ya lo veo.
—Algunos de sus más famosos experimentos los llevó a cabo con material que costaba menos de un dólar.
—Perra ahorrada, perra ganada.
También había numerosos objetos de material convencional de laboratorio, por supuesto, pero al lado de aquellos juguetitos alegres y baratos, parecían accesorios aburridísimos.
La mesa de Hoenikker estaba abarrotada de cartas.
—Creo que nunca contestó una sola carta —meditó Miss Faust—. Para obtener respuesta, la gente tenía que localizarle por teléfono o venir a verle.
En la mesa había una foto enmarcada. La tenía de espaldas, y me atreví a conjeturar de quién podría ser la foto.
—¿Su esposa?
—No.
—¿Uno de sus hijos?
—No.
—¿El mismo?
—No.
De modo que eché un vistazo. Vi que era una foto de un pequeño y humilde monumento a los caídos situado frente al palacio de justicia de un pueblecito. Parte del monumento era un letrero donde venían los nombres de los lugareños que habían muerto en varias guerras y pensé que el letrero debía ser el motivo de la fotografía. Podía leer los nombres, y medio esperaba encontrarme con un Hoenikker entre ellos. No vi ninguno.
—Ese era uno de sus pasatiempos —dijo Miss Faust.
—¿El qué?
—Fotografiar cómo están amontonadas las balas de cañón en el césped de diferentes palacios de justicia. Al parecer, el modo en que las han amontonado en esa foto es muy poco corriente.
—Ya veo.
—Era un hombre poco corriente.
—Estoy de acuerdo con usted.
—Quizá dentro de un millón de años todo el mundo sea tan inteligente como él, y vean las cosas como él las veía. Pero, comparado al hombre medio de hoy, era tan diferente como podría serlo un marciano.
—Quizá era realmente un marciano —insinué yo.
—Eso nos ahorraría mucho tiempo a la hora de encontrarle una explicación a sus tres extraños hijos.
28 - Mayonesa
Mientras Miss Faust y yo esperábamos un ascensor que nos llevase a la primera planta, ella dijo que esperaba que no fuese el número cinco. Antes de poder preguntarle a qué se debía ese deseo, llegó el número cinco.
El ascensorista era un negro pequeñito y muy mayor, cuyo nombre era Lyman Enders Knowles. Knowles era un demente, de eso estoy casi seguro. Y un demente ofensivo. Lo cual era obvio, por el hecho de que se agarraba el culo y exclamaba «¡Sí, sí!», cada vez que tenía la impresión de haber dicho una verdad.
—Hola, amigos antropoides, nenúfares y patinetes —nos dijo a Miss Faust y a mi—. ¡Sí, sí!
—Primer piso, por favor —dijo ella fríamente.
Todo lo que Knowles tenia que hacer para cerrar la puerta y llevarnos al primer piso era pulsar un botón, pero no pensaba hacerlo todavía. No lo haría, quizá, durante años.
—Un hombre me contó dijo— que estos ascensores que ven ustedes aquí eran de arquitectura maya. Nunca lo había sabido hasta hoy. Y yo le dije: «¿Qué es lo que me hace, mayonesa?» ¡Si, si! Y mientras se lo pensaba, le lancé una pregunta que le puso tieso y le hizo pensar el doble. ¡Si, sí!
—¿No podríamos bajar, Mr. Knowles? —rogó Miss Faust.
—Yo le dije —prosiguió Knowles—: Esto es un laboratorio de investigación y reconocimiento. Reconocimiento significa conocer de nuevo, ¿no? ¿Significa que busca algo que tuvieron en otra época y de un modo u otro desapareció, y ahora tienen que volver a re-conocerlo? ¿Cómo llegaron a construir un edificio así, con ascensores mayonesa y todo, y llenarlo de toda esta gente chalada? ¿Qué es lo que están intentando conocer de nuevo? ¿Quién perdió qué? ¡Sí, sí!
—Muy interesante —suspiró Miss Faust—. Y ahora, ¿podríamos bajar?
—Lo único que podemos hacer aquí es bajar —soltó Knowles—. Aquí estamos arriba de todo. Si ustedes me dicen que suba, no creo que les pudiese ayudar. ¡Sí, sí!
—Entonces bajemos —dijo ella.
—Ahora mismo. ¿Este caballero viene a honrar al doctor Hoenikker?
—Sí dije—. ¿Le conocía usted?
—Íntimamente —respondió—. ¿Sabe qué dije yo cuando murió?
—No.
—Dije: «El doctor Hoenikker no está muerto.»
—¿Ah sí?
—Sólo ha entrado en una nueva dimensión. ¡Sí, sí!
Le dio un puñetazo al botón y bajamos.
—¿Conocía usted a los hijos de Hoenikker? —le pregunté.
—Unos bebés rabiosos —dijo—. ¡Sí, sí!
29 - Ausente, pero aún presente
Había otra cosa que quería hacer en Ilium. Deseaba hacerle una foto a la tumba del viejo. Así que volví a mi cuarto, vi que Sandra se había ido, cogí mi cámara y alquilé un taxi.
El aguanieve seguía cayendo, ácida y gris. Pensé que la lápida del viejo saldría muy bien en la foto con toda esa aguanieve, incluso podría resultar una buena foto para la sobrecubierta de El día del fin del mundo.
El guarda que estaba en las puertas del cementerio me dijo cómo encontrar el panteón de los Hoenikker.
—No hay pérdida —dijo—. Tiene la lápida más grande de todo el cementerio.
Y no mentía. La lápida era un falo de alabastro de seis metros de alto y uno de espesor. Estaba cubierto de aguanieve.
—¡Dios mío! —exclamé riendo al salir del taxi con mi cámara—, ¡vaya un monumento para el padre de la bomba atómica!
Le pregunté al taxista si le molestaría ponerse al lado del monumento para dar una idea de la escala. Y a continuación le pedí que quitase un poco de aguanieve para que pudiese verse el nombre del finado.
Así lo hizo. Y en el cuerpo central, en letras de quince centímetros de altura, que Dios me proteja, apareció la palabra:
M A D R E
30 - Sólo durmiendo
—¿Madre? —preguntó el taxista incrédulamente.
Quité más aguanieve y dejé al descubierto este poema:
Madre, madre, escucha mi plegaria Y protege por siempre nuestra alma.
ANGELA HOENIKKER
Y bajo este poema aún había otro más:
No estás muerta, Sólo durmiendo. Deberíamos sonreír, Y cesar nuestros lamentos.
FRANKLIN FIOENIKKER
Y debajo de este poema, grabado en el pilar, había un cuadrado de cemento con la huella de una mano de niño. Bajo la huella aparecían las palabras:
Baby Newt
—Si esta es la madre —dijo el taxista—, ¿qué coño le habrán puesto encima al padre? —E hizo una sugerencia obscena sobre lo que podría ser la lápida adecuada.
Encontramos al padre muy cerca. Su monumento, como venía especificado en su testamento, era un cubo de mármol de cuarenta centímetros de arista.
Y decía: «PADRE.»
31 - Otro Breed
Cuando ya abandonábamos el cementerio, el taxista se sintió preocupado por el estado de la tumba de su propia madre. Me preguntó si me molestaría desviarnos un poco para echarle un vistazo.
La tumba de su madre era una lapidita patética, pero esto ahora no viene al caso.
Y el taxista me preguntó si me molestaría desviarme otro poquito, esta vez en dirección a una tienda de lápidas al otro lado de la calle del cementerio.
Por entonces yo no era bokononista, de modo que me mostré conforme, aunque algo malhumorado. De haber sido bokononista, me habría mostrado encantado de ir a cualquier parte que me sugiriese cualquiera. Como dice Bokonon: «Si nos sugieren un viaje especial, es una clase de baile que Dios nos da.»
El nombre de la tienda de lápidas era «Avram Breed e hijos». Mientras el taxista hablaba con el vendedor, yo me di un paseo entre los monumentos, monumentos anónimos, monumentos en memoria de nada, hasta la fecha.
En la sala de muestras vi una bromita institucional: encima de un ángel de piedra colgaba una rama de muérdago. Sobre el pedestal había unas ramas de cedro apiladas, y un collar de lamparitas para árboles de Navidad rodeaba la marmórea garganta del ángel.
—¿Cuánto pide por ésta? —le pregunté al vendedor.
—No está en venta. Tiene cien años. Esa figura la talló mi bisabuelo, Avram Breed.
—¿Tantos años tiene este negocio?
—Sí.
—¿Y es usted un Breed?
—Pertenezco a la cuarta generación.
—¿Es usted pariente del doctor Asa Breed, el director del Laboratorio de Investigaciones.
—Soy su hermano.
Dijo llamarse Marvin Breed.
—¡Qué pequeño es el mundo! exclamé.
—Si lo mete usted en un cementerio, sí lo es.
Marvin Breed era un hombre sentimental y listo, pulcro y vulgar.
32 - Dinero de dinamita
—Vengo del despacho de su hermano. Soy escritor. Le he estado haciendo una entrevista acerca de Hoenikker —le dije a Marvin Breed.
—Vaya un hijo de perra raro. No me refiero a mi hermano, sino a Hoenikker.
—¿Le vendió usted el monumento para su esposa?
—Eso se lo vendí a sus hijos. El no tuvo nada que ver en el asunto ni pasó nunca por aquí para ponerle a su mujer una lápida del tipo que fuese. Fue más tarde, después de que la mujer llevara muerta un año o más, cuando los tres hijos de Hoenikker vinieron, la chica altísima, el muchacho y el niñito. Querían la lápida más grande que se pudiese comprar con dinero, y los dos mayores habían escrito unos poemas, que querían que apareciesen en la lápida.
—Usted ríase de esa lápida si le da la gana —dijo Marvin Breed—, pero a esos chicos les consoló más que cualquier otra cosa que hubiesen podido comprar con dinero. Solían venir a contemplarla y a ponerle flores no-sé-cuantas-veces al año.
—Debió costarles un montón.
—La pagaron con el dinero del Premio Nobel. Compraron dos cosas con ese dinero: una casita de campo en Cape Cod y ese monumento.
—Dinero de dinamita —dije maravillado, pensando en la violencia de la dinamita y en la calma absoluta de una lápida y una residencia de verano.
—¿Cómo?
—Nobel inventó la dinamita.
—Bueno, supongo que debe de haber gente para todo...
De haber sido entonces un bokononista, al reflexionar sobre la cadena de acontecimientos milagrosamente intrincados que había llevado el dinero de la dinamita a esa determinada empresa de lápidas, podría haber susurrado: «Tela, tela, tela.»
Tela, tela, tela es lo que murmuramos nosotros, los bokononistas, cada vez que pensamos lo complicada e imprevisible que es realmente la maquinaria de la vida.
Pero entonces, todo lo que pude decir como cristiano, fue:
—¡Qué curiosa es la vida a veces!
—Y a veces no —dijo Marvin Breed.
33 - Un hombre desagradecido
Le pregunté a Marvin Breed si había conocido a Emily Hoenikker, la esposa de Felix, la madre de Angela, Frank y Newt, la mujer que yacía bajo aquel monstruoso pilar.
—¿Si la conocí? —Su voz se volvió trágica—. ¿Si la conocí, señor? Claro que la conocí. Conocí a Emily. Fuimos juntos al instituto de Ilium. Fuimos copresidentes del Comité de colores de la clase. Su padre era el propietario de la tienda de música de Ilium. Emily podía tocar todos los instrumentos. Me enamoré tanto de ella que dejé de jugar al fútbol y quise tocar el violín. Pero entonces, Asa, mi hermano mayor, vino del Instituto de Tecnología de Massachusetts a pasar las vacaciones de primavera en casa, y cometí el error de presentárselo a mi mejor chica. —Marvin Breed chasqueó los dedos—. La apartó de mí así de fácil. Y estampé mi violín de setenta y cinco dólares contra un saliente de latón que hay al pie de mi cama. Bajé a la floristería y encontré una de esas cajas donde meten las docenas de rosas, puse dentro el violín hecho pedazos y se lo envié a Emily mediante un mensajero de la Western Union.
—¿Era guapa?
—¿Guapa? —repitió como el eco—. Señor, cuando vea a un ángel mujer, si Dios estima conveniente mostrarme uno, serán sus alas y no su rostro lo que me deje con la boca abierta. Yo he visto el rostro más bonito que haya existido nunca. No había un solo hombre en el condado de Ilium que no estuviese enamorado de ella, secretamente o como fuese. Podría haber tenido al hombre que hubiese querido —escupió en su propio suelo—, y tuvo que ir a casarse con ese holandesito hijo de perra. Era la prometida de mi hermano y ese cobarde hijo de puta llegó a la ciudad... —Marvin Breed volvió a chasquear los dedos—. La apartó de mi hermano así de fácil.
»Supongo que es un acto de alta traición, de ingratitud, ignorancia, timidez y antiintelectualidad, llamar hijo de perra a un muerto tan famoso como Felix Hoenikker. Sé que tenía fama de inofensivo, apacible y soñador, de no haber roto nunca un plato, que no le importaba el dinero, el poder, las ropas buenas, los coches, que no era como el resto de la gente, que era tan inocente que prácticamente era un Jesucristo, excepto que no era hijo de Dios...
Marvin Breed consideró innecesario tener que completar su pensamiento. Tuve que pedírselo yo.
—Pero ¿cómo...? dijo—, pero ¿cómo...? —Se dirigió hacia la ventana con la mirada puesta en las puertas del cementerio—. Pero ¿cómo...? —murmuró mirando la entrada y el aguanieve y el pilar de Hoenikker que apenas se entreveía.
»Pero... dijo—, pero ¿cómo coño va a ser inocente un hombre que contribuye a la fabricación de algo como la bomba atómica? ¿Y cómo puede decir usted que un hombre era bueno de espíritu si ni siquiera se molestó en hacer algo cuando la mujer más hermosa y con mejor corazón del mundo, su propia esposa, se moría por falta de amor y comprensión...?
Se estremeció.
—A veces me pregunto si no nació ya muerto. Nunca he conocido a un hombre menos interesado por la vida. A veces pienso que lo que va mal en el mundo es eso: hay demasiada gente muerta y fría como una piedra en los lugares importantes.
34 - Vin-dit
Fue en la tienda de lápidas donde tuve mi primer Vin-dit, un término bokononista que significa un impulso repentino y muy personal hacia el bokononismo, hacia la creencia de que, en definitiva, Dios Todopoderoso lo sabía todo acerca de mí, y de que ese Dios Todopoderoso me tenia reservados algunos planes muy estudiados.
El Vin-dit estaba relacionado con el ángel de piedra que había bajo el muérdago. Al taxista se le había metido en la cabeza que tenía que conseguir ese ángel para la tumba de su madre, al precio que fuera, y allí estaba, de pie, frente a la estatua, contemplándola con lágrimas en los ojos.
Marvin Breed seguía contemplando las puertas del cementerio a través de la ventana tras haber dicho su parrafada acerca de Felix Hoenikker.
—Quizá ese holandesito hijo de puta fuese un santo en versión moderna —añadió—, pero maldita sea, siempre hizo lo que quiso y consiguió todo lo que quiso, ¡maldita sea!
—La música —dijo.
—¿Cómo dice? —pregunté.
—Por eso se casó con él. Emily decía que la mente de Felix estaba sintonizada con la música más grandiosa que existía, la música de las estrellas. —Meneó la cabeza—. ¡Qué idiotez!
Y en ese momento, las puertas le recordaron la última vez que había visto a Frank Hoenikker, el modelista, el atormentador de bichos metidos en tarros.
—Frank —dijo.
—¿Qué pasa con Frank?
—La última vez que vi a ese pobre y singular muchacho fue cuando salió por las puertas de ese cementerio. El funeral por su padre aún no había terminado. Al viejo no le habían enterrado todavía, y Frank salió por aquellas puertas. Levantó el pulgar al primer coche que pasó. Era un Pontiac nuevo con matrícula de Florida. El coche se detuvo. Frank se subió y aquella fue la última vez que la gente de Ilium le vio.
—He oído que le busca la policía.
—Aquello fue un accidente, un susto. Frank no era ningún criminal. No tenía tanto valor. Para lo único que servía era para hacer maquetas. El único empleo que le duró fue el que tuvo en la jack's Hobby Shop, vendiendo maquetas, haciendo maquetas, aconsejándole a la gente cómo hacer maquetas. Cuando se largó de allí, y fue a Florida, consiguió un empleo en una tienda de maquetas de Saratoga. Resultó que la tienda de maquetas era una fachada para un clan que robaba Cadillacs, los metía inmediatamente en lanchas y los enviaban a Cuba. Así es como Frank se vio metido en todo aquel susto. Me figuro que la razón por la que los polis no le han encontrado es porque está muerto. Oyó demasiado mientras pegaba torretas en el acorazado Misouri con pegamento Duco.
—¿Y Newt dónde está ahora, lo sabe?
—Supongo que está con su hermana en Indianapolis. Lo último que oí de él es que se lió con esa enana rusa y le echaron del curso preparatorio de medicina en Cornell. ¿Se imagina usted un enano queriendo ser médico? Y en esa misma desgraciada familia, está esa chica gigantona y desgarbada, de más de un metro ochenta. Y ese hombre, famoso por su mente privilegiada, sacó a la chica de su segundo año de instituto para poder seguir teniendo a una mujer que se ocupase de él. Todo su entretenimiento era el clarinete que tocaba en la banda del instituto de Ilium, los Cien en Marcha.
»Después de dejar el instituto —siguió diciendo Breed— nadie la invitaba a salir. No tenía amigos, y al viejo ni siquiera se le ocurría darle dinero para que saliese. ¿Sabe lo que la chica solía hacer?
—No.
—Por la noche, cada cierto tiempo, se encerraba en su habitación a oír discos, y con su clarinete acompañaba los discos. El milagro de este siglo, en lo que a mí respecta, es que esa mujer consiguiera un marido.
—¿Cuánto quiere por este ángel? —preguntó el taxista.
—Ya les he dicho que no está en venta.
—Supongo que ya no habrá nadie que haga este tipo de tallado sobre piedra —apunté.
—Tengo un sobrino que sabe hacerlo —dijo Breed—. El chico de Asa. Estaba preparado para ser un investigador de primera, pero entonces lanzaron la bomba sobre Hiroshima y el muchacho se largó, se emborrachó, y apareció por aquí y me dijo que quería trabajar tallando piedra.
—¿Trabaja aquí ahora?
—Es escultor en Roma.
—Si alguien le ofreciera bastante —dijo el taxista—, aceptaría, ¿no?
—Quizá. Pero tendría que ser un montón de dinero.
—¿Dónde pondría usted el nombre en algo así? —preguntó el taxista.
—Ya hay un nombre en el pedestal. —Con las ramas que había amontonadas contra el pedestal, nos era imposible ver el nombre.
—¿No han venido nunca a recogerla?
—No han venido nunca a pagarla. La historia transcurre así: este inmigrante alemán se dirigía al Oeste con su esposa, y ella murió de viruela aquí en Ilium. De modo que el marido encargó que le pusiésemos a su esposa este ángel encima y le hizo ver a mi bisabuelo que tenía dinero para pagarlo. Pero entonces le robaron. Alguien le quitó prácticamente hasta el último centavo que llevaba. Todo lo que le quedaba en este mundo era algo de tierras que había comprado en Indiana, tierra que nunca había visto. De modo que prosiguió su camino, y dijo que volvería pasado un tiempo para pagar el ángel.
—¿Y no regresó nunca? —pregunté.
—No.
Marvin Breed apartó algunas ramas con el pie para que pudiésemos ver las letras que sobresalían en el pedestal. Había un apellido escrito.
—Hay un nombre que les resultará a ustedes rarísimo —dijo—. Si ese inmigrante tuvo algún descendiente, espero que americanizara su nombre. Es probable que ahora se llamen Jones, o Black, o Thompson.
—En eso se equivoca usted —murmuré.
La habitación pareció ladearse, y las paredes, el techo y el suelo se transformaron momentáneamente en las bocas de muchos túneles, túneles que conducían en todas direcciones a través del tiempo. Tuve una visión bokononista de la unidad en cada segundo de todo el tiempo, de todos los hombres errantes, de todas las mujeres errantes, de todos los niños errantes.
—En eso se equivoca usted —dije cuando la visión hubo desaparecido.
—¿Conoce usted a alguien que se llame así?
—Sí.
Aquel apellido era también mi apellido.
35 - Hobby Shop
De vuelta al hotel vi por casualidad la Jack's Hobby Shop, el lugar donde Franklin había trabajado. Le dije al taxista que parase y esperara.
Entré y encontré al propio Jack presidiendo sus coches chiquititos de bomberos, ferrocarriles, aviones, barcos, casas, farolas, árboles, tanques, cohetes, coches, mozos de estación, mamis, papis, gatos, perros, pollos, soldados, patos y vacas. Era un hombre cadavérico, un hombre serio, un hombre sucio, y tosía muchísimo.
—¿Que qué clase de muchacho era Franklin Hoenikker? —repitió Jack y tosió una y otra vez. Meneó la cabeza y me demostró que adoraba a Frank más de lo que había adorado nunca a nadie—. No es una pregunta que deba responder con palabras. Puedo enseñarle qué clase de muchacho era Franklin Hoenikker. —Tosió—. Mire usted —dijo—, y juzgue por sí mismo.
Y me llevó al sótano de la tienda. Jack vivía allí abajo. Había una cama doble, una cómoda y un hornillo eléctrico.
Jack se disculpó por tener la cama sin hacer.
—Mi mujer me dejó hace una semana —tosió—. Todavía estoy intentando volver a recomponer los hilos de mi existencia.
Acto seguido le dio a un interruptor y el fondo del sótano se llenó de una luz cegadora.
Nos acercamos a la luz y descubrí que había amanecido en una pequeña región fantástica construida con madera de chapa, una isla tan perfectamente rectangular como un pueblo de Kansas. Cualquier alma inquieta, cualquier alma que procurara encontrar lo que hay más allá de sus verdes fronteras, se caería por los confines del mundo.
Los detalles estaban hechos a escala de un modo tan exquisito, con una textura y unos matices de color tan estudiados, que no necesité entornar los ojos para poder creer que aquel territorio era real, así como las colinas, los lagos, los bosques, las ciudades, y todo eso que los buenos nativos, de aquí y allá, tanto adoran.
Y aquí y allá discurrían las vías del ferrocarril a modo de espaguetis.
—Mire las puertas de las casas —dijo Jack solemnemente.
—¡Qué precisión! ¡Qué sutileza!
—Tienen tiradores auténticos y los picaportes funcionan de verdad.
—¡Dios mío!
—Y usted pregunta qué clase de muchacho era Franklin Hoenikker. Todo esto es obra suya. —Jack se emocionó.
—¿Todo lo hizo él solo?
—Bueno, yo le ayudé un poco, pero hacía todo según él me decía. Ese muchacho era un genio.
—Eso no hay quien se lo discuta.
—Su hermano era un enano, ¿sabe?
—Sí, lo sé.
—El hizo algunas de las soldaduras que hay debajo.
—Parece real, no hay duda.
—No fue fácil, y tampoco lo hizo en una noche.
—Roma no se construyó en un día.
—Ese muchacho no tenía ningún calor de hogar, ¿sabe?
—Eso he oído.
—Este era su verdadero hogar. Aquí abajo se pasó miles de horas. A veces ni siquiera ponía los trenes en marcha. Sólo se sentaba a mirar, igual que nosotros ahora.
—Hay mucho que mirar. Prácticamente es como un viaje a Europa, hay tantas cosas para ver si se mira de cerca.
—Frank veía cosas que ni usted ni yo veríamos nunca. De repente echaba abajo una colina, una colina que parecía tan real como cualquier colina que usted o yo hayamos visto. Y no crea usted que hacía mal. Donde había estado la colina ponía un lago, y sobre el lago un puente, y a la vista resultaba mil veces mejor que antes.
—Es un talento que no tiene todo el mundo.
—¡Por supuesto! —dijo Jack apasionadamente. La pasión le costó otro ataque de tos. Cuando se le hubo pasado el ataque, los ojos le lagrimeaban abundantemente—. Fíjese, le dije al muchacho que debía ir a la facultad y estudiar algo de ingeniería, y de ese modo poder trabajar para American Flyer o para alguna empresa así, alguien importante, alguien que de verdad respaldase todas las ideas que tenía.
—Mi impresión es que usted le respaldaba mucho.
—¡Ojalá le hubiese respaldado! ¡Ojalá hubiese podido! —se lamentó Jack—. Yo no tenía dinero. Le daba material siempre que podía, pero gran parte del material él se lo compraba con el dinero que ganaba trabajando arriba para mí. No se gastaba una perra en nada que no fuese esto, no bebía, no fumaba, no iba al cine, no salía con chicas, no le enloquecían los coches.
—La verdad es que este país podría valerse de unos cuantos más como él.
Jack se encogió de hombros.
—En fin... creo que los gángsters de Florida le pescaron por miedo a que hablara.
—Seguramente.
Jack rompió de pronto a llorar y exclamó:
—¡Me pregunto si esos puercos hijos de perra —dijo entre sollozos— tenían idea de qué es lo que mataron!
36 - Miau
Durante mi viaje a Ilium y a lugares más lejanos, expedición que duró dos semanas con el puente de Navidad, le dejé mi piso de Nueva York a un pobre poeta llamado Sherman Krebbs. Mi segunda esposa me había abandonado, alegando que yo era demasiado pesimista para que una optimista pudiese vivir conmigo.
Krebbs llevaba barba, era un Jesucristo rubio platino con ojos de perro de aguas. No era ningún íntimo amigo mío. Le había conocido en un cóctel en el que se presentó a sí mismo como el Presidente Nacional de los Poetas y Pintores para la Inmediata Guerra Nuclear. Pidió cobijo, no necesariamente a prueba de bombas, y por casualidad yo podía dárselo.
Cuando regresé a mi piso, cavilando aún sobre las desconcertantes implicaciones espirituales del nunca reclamado ángel de piedra de Ilium, encontré mi piso destrozado, víctima de una orgía nihilista. Krebbs se había marchado, pero antes de marcharse, había puesto conferencias por valor de trescientos dólares, había quemado mi sofá por cinco sitios, había matado mi gato y mi aguacate, y había arrancado la puerta del botiquín.
Escribió este poema, con lo que resultaron ser excrementos, en el suelo de linóleo amarillo de la cocina.
Tengo una cocina. Pero no es completa, mi cocina. No me sentiré verdaderamente contento Hasta que no tenga Un recogedor de basuras.
Había otro mensaje, escrito con lápiz de labios y letra de mujer, sobre el papel de la pared de encima de mi cama. Decía: «No, no, no, dijo el pollito.»
Desde entonces no he vuelto a ver a Krebbs. No obstante, tengo la impresión de que era miembro de mi karass. Y si lo era, su papel fue el de wrang-wrang. Un wrang-wrang, según Bokonon, es una persona que aparta a la gente de una serie de especulaciones, reduciendo esa serie a un absurdo, con el ejemplo de la propia vida del wrang-wrang.
Podría haberme sentido vagamente inclinado a olvidarme del ángel de piedra por ser algo carente de significado, y concluir que todo carece de significado. Pero después de ver lo que Krebbs había hecho, en concreto lo que le había hecho a mi dulce gatito, el nihilismo no era lo mío.
Alguien o algo no deseaba que yo fuese un nihilista. La misión de Krebbs fue, lo supiera él o no, que esa filosofía no ejerciera en mí ningún encanto. Bien hecho, Mr. Krebbs, bien hecho.
37 - Un comandante general muy de la época
Y un buen día, un domingo, averigüé donde se encontraba el fugitivo de la justicia, el modelista, el gran Dios Jehová y el Belcebú de los bichos metidos en tarros de Mason, averigüé dónde podía encontrarse a Franklin Hoenikker.
¡Estaba vivo!
La noticia apareció en un suplemento especial del Sunday Times de Nueva York. El suplemento era un anuncio de una república bananera. En la portada aparecía el perfil de la chica más desgarradoramente hermosa que hubiera esperado ver nunca.
Detrás de la chica había unas apisonadoras demoliendo unas palmeras, abriendo una ancha avenida. Al final de la ancha avenida, se veían los esqueletos de acero de tres edificios nuevos.
«¡La República de San Lorenzo —decía la portada— está en marcha. Una nación hermosa, amante de la libertad, progresista, feliz y saludable, que resulta sumamente atractiva tanto para los inversores como para los turistas americanos!»
No tenía ninguna prisa en leer el contenido. La chica de la portada me era suficiente, más que suficiente, ya que me había enamorado de ella a primera vista. Era muy joven y al mismo tiempo muy seria, y luminosamente compasiva y sabia.
Era tan tostada como el café. Su pelo era como lino dorado.
Se llamaba Mona Aamons Monzano, decía la portada. Era la hija adoptiva del dictador de la isla.
Abrí el suplemento, esperando encontrar más fotos de esta sublime Madonna mestiza.
En lugar de eso me encontré con un retrato del dictador de la isla, Miguel «papá» Monzano, un gorila bien entrado en los setenta.
Junto al retrato del «papá» había una foto de un joven inmaduro, con cara de zorro y estrecho de hombros. El joven vestía una casaca militar blanca como la nieve, y de ella colgaba un enjoyado broche. Tenía ojeras en los ojos. Al parecer, toda su vida le había dicho a los barberos que le afeitasen por los lados y por detrás de la cabeza, y que únicamente le dejasen el pelo de arriba, ya que llevaba un copete rígido, una especie de cubo capilar, escalonado, que se elevaba a una altura increíble.
Este chico tan poco atractivo aparecía identificado como el comandante general Franklin Hoenikker, ministro de Ciencia y Progreso de la República de San Lorenzo.
Tenía veintiséis años.
38 - Capital mundial de la barracuda
Por el suplemento del Sunday Times de Nueva York me enteré de que San Lorenzo tenía ochenta kilómetros de longitud y treinta de anchura, y una población de cuatrocientas cincuenta mil almas, «... todas ellas ferozmente consagradas a los ideales del Mundo Libre».
Su cima más alta, el monte McCabe, tenía tres mil cuatrocientos metros de altura sobre el nivel del mar. La capital de la isla era Bolívar, «... una ciudad sorprendentemente moderna, construida sobre un puerto capaz de albergar la flota entera de los Estados Unidos». Sus principales exportaciones eran el azúcar, el café, los plátanos, el índigo y objetos de artesanía.
«Y los amantes del deporte de la pesca consideran San Lorenzo como la indiscutible capital mundial de la barracuda.»
Me pregunté cómo Franklin Hoenikker, que ni siquiera había terminado el Instituto, se había hecho con ese fantástico puesto. Encontré una respuesta muy poco imparcial en un ensayo sobre San Lorenzo firmado por «papá» Monzano.
«Papá» decía que Frank era el arquitecto del «Plan Maestro de San Lorenzo», que incluía nuevas carreteras, electrificación del campo, plantas depuradoras, hoteles, hospitales, clínicas, ferrocarriles; en síntesis: todo. Y aunque el ensayo era breve y compacto, «papá» se refería cinco veces a Frank llamándole «... el hijo carnal del doctor Felix Hoenikker.
La frase olía a canibalismo.
«Papá» estaba totalmente convencido de que Frank era un pedazo de la mágica carne del viejo sabio.
39 - Fata Morgana
Había otro artículo en el suplemento que arrojaba un poco más de luz. Se trataba de un florido ensayo titulado «Lo que ha significado San Lorenzo para un americano». Era obra casi seguro de un escritor fantasma. Iba firmado por el comandante general Franklin Hoenikker.
En él, Frank contaba haberse encontrado solo en una embarcación Chris-Craft de veintiún metros casi inundada y en el Caribe. No explicaba lo que hacía allí o cómo era que estaba solo. Señalaba, sin embargo, que su lugar de partida había sido Cuba.
«El lujoso barco de placer se iba hundiendo, y con él, mi vida carente de sentido —decía el ensayo—. En cuatro días no había comido más que dos galletas y una gaviota. Las aletas dorsales de los tiburones devoradores de hombres surcaban las aguas a mi alrededor y los afilados dientes de aguja de las barracudas hacían hervir las aguas.
»Alcé los ojos hacia mi Creador, con la voluntad de aceptar cualquiera que fuese Su decisión. Y mis ojos se posaron en una cima gloriosa que sobresalta por encima de las nubes. ¿Se trataba de Fata Morgana, la cruel decepción de un espejismo?»
Al llegar a este punto, consulté el término Fata Morgana. Me enteré de que en realidad se trataba de un espejismo que debía su nombre a Morgan le Fay, un hada que vivió en el fondo del lago. Fue famosa por aparecer en el estrecho de Messina, entre Calabria y Sicilia. En resumidas cuentas, Fata Morgana era un bodrio poético.
Lo que Frank había visto desde su inundado barco de recreo no era la cruel Fata Morgana, sino el pico del monte McCabe. Las apacibles corrientes empujaron con su hocico el barco de recreo de Frank hacia las costas rocosas de San Lorenzo, como si Dios le quisiera allí.
Frank pisó tierra, con los pies secos, y preguntó dónde se encontraba. El ensayo no decía nada, pero el hijo de perra llevaba consigo un pedazo de Hielo-nueve dentro de un termo.
Frank, al no tener pasaporte, fue encarcelado en la capital, Bolívar. Allí dentro recibió la visita de «papá» Monzano, que quería saber si cabía la posibilidad de que Frank fuese un pariente carnal del inmortal Felix Hoenikker.
«Yo admití serlo —decía Frank en el ensayo—. Desde aquel momento se me abrieron todas las puertas de San Lorenzo.»
40 - El Hogar de Esperanza y Misericordia
Dio la casualidad «o se supone que dio la casualidad», diría Bokonon— de que una revista me encargó hacer una historia en San Lorenzo. No iba a ser una historia sobre «papá» Monzano, sino sobre Julian Castle, un millonario americano del azúcar que, a la edad de cuarenta años, había seguido el ejemplo del doctor Albert Schweitzer y había fundado un hospital gratuito en la jungla, consagrando su vida a las gentes desgraciadas de otras razas.
El hospital de Castle se llamaba Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla. La jungla era la que había en San Lorenzo, entre los cafetales silvestres de la ladera norte del monte McCabe.
Cuando volé a San Lorenzo, Julian Castle tenía sesenta años de edad.
Durante veinte años había sido totalmente altruista.
En sus días de egoísmo había sido alguien tan familiar entre los lectores de periódicos de formato pequeño como Tommy Manville, Adolf Hitler, Benito Mussolini o Barbara Hutton. Su fama había residido en la lascivia, el alcoholismo, el conducir temerariamente y huir del servicio militar. Había tenido un talento deslumbrante para gastar millones, no incrementando por ello más que las reservas de dolor y pena de la humanidad.
Había contraído matrimonio cinco veces, engendrando un único hijo.
El único hijo, Philip Castle, era el gerente y propietario del hotel en el que tenía planeado quedarme. El hotel se llamaba Casa Mona, y debía su nombre a Mona Aamons Monzano, la negra rubia de la portada del suplemento del Sunday Times de Nueva York. El Casa Mona era un edificio nuevo, uno de los tres que se veían al fondo del retrato de Mona aparecido en el suplemento.
Aunque no tenía la sensación de que aquellos resueltos mares me llevaban por el aire hacia San Lorenzo, sí tuve la sensación de que lo estaba haciendo el amor. El Fata Morgana, el espejismo de lo que debía ser recibir los favores de Mona Aamons Monzano, se había convertido en una fuerza tremenda en mi vida carente de significado. E imaginé que Mona podría hacerme más feliz de lo que ninguna otra mujer hasta entonces lo había conseguido.
41 - Un karass hecho para dos
La distribución de los asientos, en el avión procedente de Miami con escala final en San Lorenzo, era de tres en tres. Dio la casualidad —«se supone que dio la casualidad»— de que mis compañeros de fila eran Horlick Minton, el nuevo embajador americano en la República de San Lorenzo, y su esposa Clarie. Tenían el cabello blanco, eran amables y frágiles.
Minton me dijo que era diplomático de carrera, con el rango de embajador por primera vez. Me explicó que hasta la fecha, él y su esposa habían sido destinados, me dijo, a Bolivia, Chile, Japón, Francia, Yugoslavia, Egipto, Sudáfrica, Liberia y Pakistán.
Eran unos tortolitos. Se agasajaban continuamente con pequeños detalles: paisajes dignos de ver por la ventanilla, fragmentos instructivos o divertidos de cosas que leían, recuerdos fortuitos de tiempos pasados. Eran, creo, un ejemplo impecable de lo que Bokonon llama un duprass, que es un karass formado únicamente de dos personas.
«Un verdadero duprass —nos dice Bokonon— no puede ser invadido ni siquiera por los niños nacidos de tal unión.»
Por lo tanto, excluyo a los Minton de mi karass, del karass de Frank, del karass de Newt, del karass de Asa Breed, del karass de Angela, del karass de Lyman Enders Knowles, del karass de Sherman Krebbs. El de los Minton era un karass muy ordenado, compuesto sólo por ellos dos.
—Me imagino que estará usted encantado —le dije a Minton.
—¿De qué debo estar encantado?
—Encantado de tener el rango de embajador.
Por el modo compasivo en que Minton y su mujer se miraron, deduje que había dicho alguna idiotez. Pero los Minton me siguieron la corriente.
—Sí —se estremeció Minton—, estoy encantado. —Sonrió apenas—. Me siento profundamente honrado.
Y lo mismo ocurrió con casi todos los temas que saqué a colación. No conseguí que los Minton se entusiasmaran por nada.
Por ejemplo:
—Me imagino que hablarán ustedes un montón de lenguas —dije.
—Oh, seis o siete entre los dos —dijo Minton.
—Debe de producir mucha satisfacción.
—¿El qué?
—Poder hablar con gente de tantas nacionalidades distintas.
—Sí, mucha satisfacción —dijo Minton sosamente.
—Mucha satisfacción —dijo su esposa.
Y prosiguieron la lectura de un grueso manuscrito escrito a máquina, que estaba abierto sobre el brazo del asiento.
—Y díganme— dije un poco después—, a lo largo y ancho de sus viajes por el mundo, ¿no han encontrado que en el fondo todo el mundo es igual?
—¿Uhmm? —exclamó Minton.
—¿No creen que en el fondo del corazón todo el mundo es igual donde quiera que vayan?
Minton miró a su mujer para asegurarse de que ésta había oído la pregunta, después se volvió de nuevo hacia mí.
—Todo el mundo es igual, donde quiera que vaya —dijo conforme.
—Uhmm —dije yo.
Bokonon nos dice, casualmente, que los miembros de un duprass siempre se mueren con menos de una semana de diferencia. Cuando les llegó la hora a los Minton, murieron en el mismo segundo.
42 - Bicicletas para Afganistán
En la cola del avión había un saloncito adonde me dirigí a tomar una copa. Allí conocí a otro americano, H. Lowe Crosby de Evanston, Illinois, y a su esposa Hazel.
Eran unos cincuentones corpulentos. Tenían un hablar gangoso. Crosby me contó que era propietario de una fábrica de bicicletas en Chicago, y que no recibía por parte de sus empleados más que ingratitud. Iba a trasladar su negocio al agradecido San Lorenzo.
—¿Conoce bien San Lorenzo? —pregunté.
—Esta es la primera vez que voy, pero todo lo que he oído de este país me gusta —dijo H. Lowe Crosby—. Tienen disciplina. Tienen algo en lo que puede usted contar de un año para otro. No tienen a un gobierno dando ánimos a la gente para que todo el mundo se convierta en una especie de mequetrefes originales de los que nunca haya nadie oído hablar.
—¿Cómo dice?
—Por Dios, en Chicago ya no fabricamos bicicletas. Ahora todo son relaciones humanas. Esos cagalibros andan por ahí buscando vías nuevas para que todo el mundo sea feliz. No se puede despedir a nadie pase lo que pase, y si por descuido alguien fabrica una bicicleta, el sindicato nos acusa de llevar a cabo prácticas crueles e inhumanas, y el gobierno confisca las bicicletas por impuestos atrasados y se las da a un ciego de Afganistán.
—¿Y piensa usted que las cosas irán mejor en San Lorenzo?
—Sé pero que muy bien que irán mejor. Esa gente de ahí abajo son lo suficientemente pobres, lo suficientemente miedosos y lo suficientemente ignorantes para tener un poco de sentido común.
Crosby me preguntó cómo me llamaba y a qué me dedicaba. Yo le contesté. Y su esposa Hazel descubrió que mi apellido era un apellido de Indiana. Ella también era de Indiana.
—¡Dios mío! —dijo— ¿es usted boosier?
Confesé serlo.
—Yo también soy boosier —se jactó la mujer—. Nadie tiene que avergonzarse de ser un boosier.
—Yo no me avergüenzo —dije—. Nunca he conocido a nadie que se avergüence.
—Los boosier siempre funcionan bien. Lowe y yo hemos dado dos veces la vuelta al mundo y a todas partes donde íbamos encontrábamos boosiers con responsabilidad en muchas cosas.
—Es alentador.
—¿Conoce al gerente del nuevo hotel de Estambul?
—No.
—Pues es boosier. ¿Y al no sé qué militar en Tokio...?
—Agregado— dijo su esposo.
—Pues es boosier —dijo Hazel—. ¿Y al nuevo embajador de Yugoslavia?
—¿Boosier? —pregunté.
—Y no sólo él, sino también el director en Hollywood de la revista Life. Y ese hombre de Chile...
—¿También es boosier?
—No hay lugar en el mundo en que un boosier no haya dejado su huella.
—El hombre que escribió Ben Hur era boosier.
—Y James Whitcomb Riley.
—¿Usted también es de Indiana? —le pregunté a su marido.
—No, soy de Prairie State. «La tierra de Lincoln», como dicen ellos.
—Pero respecto a eso —dijo Hazel de un modo triunfante—, Lincoln también fue boosier. Se crió en Spencer County.
—Claro —dije.
—Yo no sé lo que pasa con los boosiers —dijo Hazel—, pero algo deben de tener, seguro. Si alguien hiciera una lista, muchos se asombrarían.
—Eso es verdad —dije.
Ella me agarró fuertemente el brazo.
—Nosotros, los boosiers, tenemos que mantenernos unidos.
—Muy bien.
—Llámeme «mami».
—¿Cómo?
—Cada vez que conozco a un boosier joven, le digo: «llámame mami»»
—¿Sí?
—Déjeme oír cómo lo dice —me urgió.
—¿Mami?
Sonrió y me soltó el brazo. El ciclo del reloj se había cumplido. El que yo llamara «mami» a Hazel lo había parado y ahora Hazel le estaba dando cuerda otra vez para el próximo boosier que apareciese.
La obsesión de Hazel por los boosiers repartidos en el mundo era un ejemplo clásico de un karass falso, de un equipo aparente pero carente de sentido para el modo Divino de conseguir que se cumplan las cosas, un ejemplo clásico de lo que Bokonon llama un granfalloon. Otros ejemplos de granfalloons son el Partido Comunista, las Hijas de la Revolución Americana, la Compañía General Eléctrica, la Orden Internacional de Tipos Raros, y cualquier nación, en cualquier época y en cualquier lugar. Tal y como Bokonon nos invita a cantar:
Si deseas estudiar un granfalloon,
Basta quitarle el pellejo a un balón.
43 - La muestra
Según la opinión de H. Lowe Crosby, las dictaduras a veces no estaban nada mal. Crosby no era una persona horrible, ni tampoco era un tonto. Le convenía hacer frente al mundo con una cierta bufonería pedestre, pero muchas de las cosas que decía sobre la indisciplinada humanidad, no sólo eran graciosas sino ciertas.
El principal momento en que su razón y su sentido del humor le abandonaban era cuando consideraba la pregunta de en qué se suponía realmente que la gente debía emplear su tiempo en la. Tierra.
Creía firmemente que la gente debía construir bicicletas para él.
—Espero que San Lorenzo esté todo lo bien que usted ha oído dije.
—No tengo más que hablar con un solo hombre para averiguar si está o no tan bien —dijo—. Si «papá» Monzano da su palabra de honor en todo lo que concierne a esa islita, es que es así. Así es como es y así es como será.
—Lo que me gusta —dijo Hazel— es que todos hablan inglés y todos son cristianos. Eso lo hace todo mucho más fácil.
—¿Sabe cómo castigan a los criminales ahí abajo? —me preguntó Crosby.
—No.
—Pues es que no hay criminales. «Papá» Monzano ha hecho del crimen algo tan poco atrayente que no hay nadie que piense en el crimen sin ponerse enfermo. He oído que puede usted dejar una cartera en medio de la acera, y ya puede volver una semana más tarde que la cartera sigue en el mismo sitio y con todo dentro.
—Uhmm.
—¿Sabe cuál es el castigo por robar algo?
—No.
—El gancho —dijo—. Nada de multas, nada de libertad condicional, nada de treinta días de cárcel. El gancho. El gancho por robar, por matar, por incendiar, por traición, por estupro, por ser un mirón. Infrinja usted una ley, poco importa la maldita ley que sea, y venga, al gancho. Es algo que todo el mundo entiende. Por eso San Lorenzo es el país del mundo que mejor se porta.
—¿Qué es el gancho?
—Levantan una horca, ¿ve usted? Dos postes y una viga cruzada. Y entonces cogen una especie de anzuelo de hierro enormemente grande y lo cuelgan de la viga. Entonces cogen a alguien que haya sido lo bastante estúpido para infringir la ley, y le meten la punta del anzuelo por un lado de la barriga y la sacan por el otro, y ahí lo dejan. Y le juro que el pobre maldito infractor se queda allí colgando.
—¡Por Dios!
—No digo que esté bien —dijo Crosby—, pero tampoco digo que esté mal. A veces me pregunto si algo así no acabaría con la delincuencia juvenil. Quizá el gancho sea un poco excesivo para una democracia. Colgar en público es más decoroso. Ahorque usted a unos cuantos ladronzuelos de coches en una farola, frente a sus casas, con unos carteles al cuello que digan: «Mamá, aquí está tu nene.» Haga eso unas cuantas veces y creo que los antirrobos se irían por el mismo sitio que los antiguos asientos traseros o que los pescantes.
—La cosa esa la vimos en el sótano del museo de cera de Londres —dijo Hazel.
—¿Qué cosa? —le pregunté.
—El gancho. En la Cámara de los Horrores, en el sótano. Había una persona de cera colgando del gancho. Parecía tan real que casi vomito.
—Harry Truman no se parecía en nada a Harry Truman dijo Crosby.
—¿Perdone?
—En el museo de cera —dijo Crosby—. La figura de Truman no se le parecía realmente.
—Pero la mayoría sí se parecen —dijo Hazel.
—¿El que colgaba del gancho era alguien en particular? —le pregunté a Hazel.
—Creo que no. Sólo era un tipo.
—¿Sólo servía de muestra? —pregunté.
—Bueno, sí. Había una cortina de terciopelo negro delante y había que correr la cortina para verlo. Y había una nota sujeta a la cortina que decía que los niños no podían mirar.
—Pero los chiquillos miraban —dijo Crosby—. Allí había algunos chiquillos y todos miraban.
—Un letrero de ese tipo no es más que caramelo para los niños dijo Hazel.
—¿Cómo reaccionaban los niños cuando veían a la persona en el gancho? —pregunté.
—Oh —dijo Hazel—, reaccionaban exactamente igual que los adultos. Se quedaban mirándolo sin decir nada y luego seguían andando para ver qué había después.
—¿Qué había después?
—Una silla de hierro en la que habían achicharrado vivo un hombre —dijo Crosby—. Lo habían achicharrado por asesinar a su hijo.
—Sólo que después de achicharrarlo —recordó Hazel tranquilamente— averiguaron que al fin y al cabo no había asesinado a su hijo.
44 - Simpatizantes comunistas
Cuando volví a mi sitio junto al duprass Claire y Horlick Minton, tenía sobre ellos nueva información. Me la habían proporcionado los Crosby.
Los Crosby no conocían a Minton, pero sí conocían su reputación. Estaban indignados por su nombramiento como embajador. Me dijeron que en una ocasión, a Minton le echaron del Departamento de Estado por ser un blando con los comunistas, y que unos comunistas embaucadores o algo peor le habían restituido.
—Es muy agradable el saloncito de ahí detrás —le dije a Minton al sentarme.
—¿Uhmm? —El y su esposa seguían leyendo el manuscrito que tenían en medio.
—No está mal el bar de atrás.
—Me alegro.
Los dos siguieron leyendo, al parecer, sin ningún interés en hablarme. Entonces Minton se volvió de pronto hacia mí, con una sonrisa agridulce y me preguntó:
—Y bien, ¿quién era ese?
—¿Quién era quién?
—El hombre con el que estaba usted hablando en el bar. Fuimos a tomar algo y justo cuando estábamos fuera, les oímos hablar a usted y a un hombre. El hombre hablaba muy fuerte. Decía que yo era un simpatizante comunista.
—Un fabricante de bicicletas llamado H. Lowe Crosby dije. Me sentí enrojecer.
—Me echaron por pesimista. Los comunistas no tuvieron nada que ver.
—Fue culpa mía que le echaran —dijo su mujer—. La única prueba auténtica que se alegó contra él fue una carta que yo escribí al Times de Nueva York, desde Pakistán.
—¿Y qué decía la carta?
—Decía un montón de cosas —dijo Claire— porque me molestaba mucho que los americanos no lograsen imaginar que se puede ser distinto; ser algo distinto y sentirse orgulloso de ello.
—Ya veo.
—Pero había una frase que no cesaron de repetir una y otra vez en el juicio —suspiró Minton—. «Los americanos —dijo citando la carta de su esposa al Times— siempre están buscando el amor en formas que este nunca adopta, en lugares donde no puede existir nunca. Debe tener algo que ver con el antiguo espíritu de frontera.»
45 - De por qué se odia a los americanos
La carta de Claire Minton al Times fue publicada durante el peor momento de la era del senador McCarthy, y su marido fue despedido doce horas después de que se imprimiera la carta.
—¿Pero qué había de tan terrible en la carta? —pregunté.
—La traición más alta posible —dijo Minton—, es decir que a los americanos no se les ama, vayan donde vayan, hagan lo que hagan. Claire quiso destacar que la política exterior americana debería reconocer que hay odio, antes que imaginar que hay amor.
—Creo que a los americanos se les odia en muchos sitios.
—A las personar se las odia en muchos sitios. Claire apuntó en esa carta que los americanos, al sufrir ese odio, sufrían simplemente el castigo normal por ser personas, y que era una necedad por su parte pensar que de algún modo podían quedar exentos de ese castigo. Pero el tribunal no prestó ninguna atención a este punto. No consideraron más que Claire y yo pensábamos que a los americanos no se les amaba.
—Bueno, me alegro de que la historia tuviera un final feliz
—¿Uhmm? —dijo Minton.
—Al final salió todo bien dije———. Están ustedes camino de su propia embajada, toda para ustedes.
Minton y su esposa intercambiaron otra de sus miradas compasivas de duprass. Entonces Minton me dijo:
—Sí, todo el mundo tiene su recompensa.
46 - El método bokononista de tratar al César
Hablé con los Minton del estatus legal de Franklin Hoenikker, el cual era no sólo un pez gordo en el gobierno de «papá» Monzano, sino también un fugitivo de la justicia de los Estados Unidos.
—Todo ese asunto ya ha quedado anulado —dijo Minton—. Ya no es ciudadano de los Estados Unidos, y al parecer, está haciendo cosas buenas donde está ahora, de modo que así están las cosas.
—¿Renunció a su ciudadanía?
—Todo aquel que declara lealtad a un estado extranjero o que sirve en sus fuerzas armadas, o que acepta un cargo en su gobierno, pierde su ciudadanía. Lea su pasaporte. No se puede llevar esa clase de vida novelesca e internacional de tebeo como la que ha llevado Frank, y seguir siendo un polluelo del Tío Sam.
—¿Se le quiere mucho en San Lorenzo?
Minton sopesó en sus manos el manuscrito que él y su esposa habían estado leyendo.
—Aún no lo sé. Este libro dice que no.
—¿Qué libro es ese?
—Es el único libro académico que se haya escrito jamás sobre San Lorenzo.
—Más o menor académico —dijo Claire.
—Más o menos académico —dijo Minton haciendo eco—. Aún no ha sido publicado. Este es uno de los cinco ejemplares existentes. —Me lo entregó, invitándome a leer cuanto quisiera.
Abrí el libro por la primera página y vi que su título era San Lorenzo: Su tierra, su historia, su gente. El autor era Philip Castle, el hijo de Julian Castle, el hijo hotelero del gran altruista al que yo me dirigía a ver.
Dejé que el libro se abriera al azar. Dio la casualidad de que se abrió por el capítulo referente al hombre sagrado y marginado de la isla: Bokonon.
En la página que tenía frente a mí había una cita de Los libros de Bokonon. Aquellas palabras saltaron de la página para penetrar en mi mente, donde fueron bien recibidas.
Las palabras parafraseaban la sugerencia de Jesús: «Dad al César lo que es del César.»
La paráfrasis de Bokonon decía así:
«No hagáis ningún caso al César. El César no tiene la menor idea de lo que realmente pasa.»
47 - Tensión dinámica
El libro de Philip Castle me absorbió tan profundamente que ni siquiera le quité los ojos de encima cuando bajamos a tierra en San Juan, Puerto Rico, durante diez minutos. Y tampoco le quité los ojos de encima cuando alguien por detrás me susurró, estremecido, que un enano había subido a bordo.
Al cabo de un rato miré a mi alrededor buscando al enano, pero no di con él. Y sí di, justo enfrente de Hazel y de H. Lowe Crosby, con una mujer rubia platino y con cara de caballo, una mujer nueva en la lista de pasajeros. A su lado había un asiento que parecía estar vacío, un asiento que muy bien podía albergar a un enano, sin que yo llegara a verle siquiera la coronilla.
Pero era San Lorenzo, su tierra, su historia, su gente, lo que me intrigaba en ese momento, de modo que no me esforcé en buscar bien al enano. Los enanos, después de todo, son una distracción para las horas muertas o tontas, y yo seguía en serio y con mucha impaciencia la teoría de Bokonon acerca de lo que él llamaba «Tensión Dinámica», su sentido de un equilibrio valiosísimo entre el bien y el mal.
La primera vez que vi el término «Tensión Dinámica» en el libro de Philip Castle, me reí dándome aires de superioridad. Según el libro del joven Castle, el término era uno de los favoritos de Bokonon, y pensé que yo sabía algo que Bokonon no sabía, y es que el término lo había popularizado Charles Atlas, un culturista por correspondencia.
Cuando seguí leyendo el libro, me enteré, en pocas palabras, de que Bokonon sabía perfectamente quién era Charles Atlas. Bokonon era, de hecho, alumno suyo en su escuela de culturismo.
Charles Atlas tenía la creencia de que se podían desarrollar los músculos sin pesas o aparatos de muelles, se podían desarrollar oponiendo simplemente un juego de músculos a otro.
Bokonon tenía la creencia de que se podía desarrollar una buena sociedad oponiendo el bien al mal, y manteniendo la tensión elevada entre ambas fuerzas constantemente.
Y en el libro de Castle, leí mi primer poema bokononista o «Calipso». Decía así:
Qué malo es «papá» Monzano,
Pero qué tristeza la mía, sin el «papá» malo.
Porque sin la maldad de «papá»,
¿Sabríais decirme cómo
El viejo Bokonon, tan perverso,
Iba a parecernos bueno?
48 - Igual que San Agustín
Bokonon, según leí en el libro de Castle, había nacido en 1891. Era negro, episcopaliano de nacimiento y súbdito británico de la isla de Tobago.
Fue bautizado con el nombre de Lionel Boyd Johnson.
Nacido en el seno de una familia acomodada, era el más pequeño de seis hermanos. La fortuna de la familia procedía de un tesoro enterrado por unos piratas, un tesoro de un cuarto de millón de dólares que el abuelo de Bokonon había descubierto, probablemente un tesoro de Edward Teach, llamado Barbanegra.
La familia de Bokonon invirtió el tesoro de Barbanegra en asfalto, copra, cacao, ganado y volatería.
El joven Lionel Boyd Johnson se educó en colegios episcopalianos, fue un buen estudiante muy interesado en los ritos litúrgicos. Debido a su gran interés por el boato de la religión organizada, parece que de joven fue un juerguista, ya que en su «Decimocuarto Calipso» nos invita a cantar, con él:
Cuando yo era joven, Era muy alegre y ruin Bebía y perseguía a las chicas Igual que de joven San Agustín. San Agustín Llegó a ser un santo. O sea, que si yo llego a tanto, Por favor mamá, que no te dé un desmayo.
49 - Un pez arrojado por un mar embravecido
Lionel Boyd Johnson fue lo bastante ambicioso intelectualmente como para que en 1911 navegara él solo desde Tobago hasta Londres en una corbeta llamada Lady's Slipper. Su propósito era acceder a una enseñanza superior.
Se matriculó en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Londres.
Sus estudios se vieron interrumpidos por la Primera Guerra Mundial. Se alistó en infantería, destacó en la lucha, fue nombrado oficial en el campo de batalla y en los partes apareció su nombre cuatro veces. En la segunda Batalla de Ypres le hirieron con gas, permaneció hospitalizado durante dos años, y finalmente le licenciaron.
Embarcó rumbo a casa, a Tobago, de nuevo solo en el Lady's Slipper.
Estando solamente a ochenta millas de casa, fue detenido y cacheado por un submarino alemán, el U—99. Le hicieron prisionero, y los hunos utilizaron su nave para prácticas de tiro. Cuando aún estaba en la superficie, el submarino fue sorprendido y capturado por un destructor británico, el Raven.
Johnson y los alemanes fueron llevados a bordo del destructor, y al U—99 lo hundieron.
El Raven navegaba con ruta al Mediterráneo, pero no llegó nunca. Perdieron el gobierno de la embarcación. Esta sólo podía navegar cabeceando impotente o hacer grandes círculos en el sentido de las agujas del reloj. Al final, la embarcación fue a parar a las Islas de Cabo Verde.
Johnson permaneció en ellas durante ocho meses, en espera de algún medio de transporte que se dirigiera al hemisferio Oeste.
Finalmente consiguió un trabajo como miembro de la tripulación de un barco de pesca que llevaba inmigrantes ilegales a New Bedforf, Massachusetts. El viento arrastró la nave hasta las costas de Newport, Rhode Island.
Por esa época, Johnson había llegado a convencerse de que algo intentaba hacerle llegar a alguna parte por algún motivo. De modo que se quedó en Newport durante un tiempo para ver si su destino estaba allí. Trabajó de jardinero y carpintero en la famosa finca de los Rumfoord.
Durante esa época, entrevió por allí a muchos invitados distinguidos de los Rumfoord, entre los cuales se encontraban J. P. Morgan, el general John J. Pershing, Franklin Delano Roosevelt, Enrico Caruso, Warren Gamaliel Harding y Harry Houdini. Y fue durante esa época cuando finalizó la Primera Guerra Mundial, llevándose consigo a diez millones de muertos y habiendo herido a veinte millones de personas, entre ellas a Johnson.
Al acabar la guerra, el joven calavera de la familia Rumfoord, Remington Rumfoord IV, le propuso a Johnson navegar con su yate a vapor, el Scherezade, por todo el mundo, visitando España, Francia, Italia, Grecia, Egipto, India, China y Japón. Invitó a Johnson para que le acompañara como primer oficial y Johnson aceptó.
Durante el viaje, Johnson vio muchas maravillas del mundo.
Con la niebla, el Scherezade chocó en el puerto de Bombay y sólo sobrevivió Johnson. Se quedó dos años en la India, convirtiéndose en seguidor de Mohandas K. Gandhi. Fue arrestado por guiar grupos que protestaban contra el gobierno británico organizando sentadas en las vías del ferrocarril. Al salir de la cárcel, lo embarcaron a expensas de la Corona rumbo a su patria, Tobago.
Una vez allí, construyó otra goleta, a la que llamó Lady's Slipper II.
Y navegó con ella por el Caribe, de día despierto, de noche durmiendo, en busca de la tormenta que le llevase a las costas de donde inequívocamente estaba su destino.
En 1922, ante un huracán, buscó cobijo en Puerto Príncipe, Haití, país ocupado entonces por la Marina de los Estados Unidos.
Allí se le acercó un marine desertor, idealista, brillante y bien educado, llamado Earl McCabe. McCabe era cabo y acababa de robar los fondos para ocio de su compañía. Le ofreció a Johnson quinientos dólares si le llevaba a Miami.
Y ambos zarparon con rumbo a Miami.
Pero un vendaval estuvo acosando su goleta hasta llevarles a las rocas de San Lorenzo. El barco se hundió. Johnson y McCabe, completamente desnudos, se las arreglaron para llegar nadando hasta la orilla. Bokonon nos narra así la aventura:
Un pez arrojado
Por un mar embravecido,
Resollé en la tierra
Me convertí en mí mismo.
Le fascinó el misterio de haber llegado desnudo a la orilla de una isla desconocida, y decidió que la aventura siguiese su curso completo. Decidió comprobar hasta dónde puede llegar un hombre, tras emerger desnudo del agua salada. Para él fue como volver a nacer:
Sé como un niño,
Dice la Biblia,
Por lo que me quedé como un niño
Hasta hoy en día.
El porqué le llamaron Bokonon fue muy sencillo. Bokonon era la pronunciación del apellido Johnson en el dialecto inglés de la isla.
En cuanto al dialecto...
El dialecto de San Lorenzo es fácil de comprender y al mismo tiempo difícil de escribir. Digo que es fácil de comprender, pero hablo por mí mismo. Otras personas lo encuentran tan incomprensible como el vasco, de modo que es posible que yo lo comprenda por telepatía.
Philip Castle, en su libro, ofrecía un ejemplo de la fonética del dialecto, donde le cogía muy bien la gracia. Para su ejemplo, había elegido una versión en el dialecto de San Lorenzo de «Brilla, brilla, estrellita».
En inglés americano, la versión de este inmortal poema dice así:
Brilla, brilla, estrellita,
Me pregunto qué serás,
Reluces tanto en el cielo,
Bandejita de té, en la oscuridad,
Brilla, brilla, estrellita,
Me pregunto qué serás.
En el dialecto de San Lorenzo, según Castle, el mismo poema decía así:
Briyou, briyou, istreyiuta,
Mo prekuntu cuat surá,
Raluzque tanal escai,
Bandu-juta ti nela curitá,
Briyou, briyou, istreyiuta,
Mo prekuntu cuat surá.
Poco después de que Johnson se convirtiera en Bokonon, casualmente el bote salvavidas de su destrozada nave fue hallado en la orilla. El bote lo pintaron más tarde de color oro, y con él hicieron la cama de la autoridad suprema de la isla.
«Hay una leyenda, inventada por Bokonon —escribía Philip Castle en su libro—, según la cual el bote dorado se hará de nuevo a la mar cuando el fin del mundo esté cerca.»
50 - Un enano simpático
Mi lectura del libro sobre la vida de Bokonon, se vio interrumpida por la esposa de H. Lowe Crosby, Hazel. La mujer estaba de pie, en el pasillo junto a mí.
—No va a creerme —dijo—, pero acabo de encontrarme con otros dos boosiers en el avión.
—¡Mal rayo me parta!
—No son boosiers de nacimiento, pero ahora lo son de residencia. Residen en Indianapolis.
—Muy interesante.
—¿Quiere conocerles?
—¿Cree usted que debo?
La pregunta la desconcertó.
—Son boosiers, igual que nosotros.
—¿Cómo se llaman?
—Ella se llama Conners, y él Hoenikker. Son hermanos, y él es enano. Aunque un enano simpático. —Guiñó un ojo—. Una cosita muy graciosa.
—¿Ya le llama mami?
—He estado a punto de decírselo, pero me contuve. Me pregunté si no sería una ofensa pedirle algo semejante a un enano.
—Bobadas.
51 - Vale, mami
De modo que me fui a popa para hablar con Angela Hoenikker Conners y con el pequeño Newton Hoenikker, miembros de mi karass.
Angela era la rubia platino con cara de caballo en la que había reparado un rato antes.
Newt era ciertamente un jovencito minúsculo, aunque no grotesco. Resultaba bien proporcionado, igual que Gulliver en el país de los Gigantes, y era, asimismo, un observador igualmente sagaz.
Llevaba una copa de champagne que venía incluida en el precio de su billete. La copa era para él lo que una pecera para un hombre normal, pero bebía con soltura y elegancia, como si la copa y él no hubiesen podido estar más compenetrados.
El pequeño hijo de perra llevaba un cristal de Hielo-nueve dentro de un termo metido en su equipaje, igual que su hermana, mientras que debajo de nosotros se extendía la inmensidad del agua del Señor: el mar Caribe.
Una vez que Hazel hubo gozado al máximo presentando unos boosiers a otros, nos dejó solos.
—Y recuerden —dijo al irse—, a partir de ahora, llámenme mami.
—Vale, mami —dije.
—Vale, mami —dijo Newt. Su voz era bastante aguda, en armonía con su pequeña laringe. Pero se las arreglaba para conseguir una voz claramente masculina.
Angela se empeñaba en tratar a Newt como a una criatura, y Newt transigía con una afable elegancia que yo habría considerado imposible en alguien tan pequeño.
Newt y Angela se acordaban de mí, se acordaban de mis cartas, y me invitaron a ocupar el asiento vacío de su fila de tres.
Angela se disculpó por no haber contestado nunca a mi carta.
—No se me ocurría nada que pudiese interesar a la persona que lee un libro. Podría haberme inventado algo sobre aquel día, pero no pensé que fuese eso lo que usted quería. En realidad, aquel día fue como cualquier otro.
—Su hermano aquí presente me escribió una carta muy buena.
Angela se quedó sorprendida.
—¿Que Newt le escribió? ¿De qué podía acordarse Newt? —Se volvió hacia él—. Pero cariño, ¿si tú no puedes recordar nada de aquel día? No eras más que un crío.
—Sí me acuerdo —dijo Newt dulcemente.
—Ojalá hubiese visto la carta.
Angela suponía que Newt era todavía demasiado inmaduro para tratar directamente con el mundo exterior. Angela era una mujer vilmente insensible, incapaz de comprender lo que significaba para Newt ser pequeño.
—Cariño, deberías haberme enseñado esa carta —le reprendió Angela—. También le diré —me dijo volviéndose— que el doctor Breed me advirtió que yo no tenía por qué cooperar con usted. Me dijo que no tenía usted ningún interés en dar una imagen objetiva de mi padre. —De este modo, Angela me hizo ver que yo no le gustaba por eso.
La aplaqué un poco diciéndole que probablemente no escribiría nunca el libro, que yo ya no tenía una idea clara de lo que el libro pretendía o debía pretender.
—Bueno, si alguna vez lo escribe, mejor que ponga a mi padre como a un santo, porque eso es lo que era.
Le prometí que haría lo que estuviese en mis manos para plasmar esa imagen. Les pregunté si ella y Newt se dirigían a San Lorenzo para alguna reunión familiar con Frank.
—Frank se casa —dijo Angela—. Vamos a la fiesta de compromiso.
— ¿Ah sí? ¿Y quién es la afortunada?
—Se la enseñaré —dijo Angela, y de su bolso sacó una cartera que contenía una especie de acordeón de plástico. En cada pliegue del acordeón había una fotografía, en la que pude entrever al pequeño Newt en la playa de Cape Cod, al doctor Felix Hoenikker recogiendo el Premio Nobel, a las horribles hijas gemelas de Angela, y a Frank haciendo volar una maqueta de avión atada al extremo de una cuerda.
Y entonces me mostró una foto de la chica con la que se iba a casar Frank.
Podría haberme dado un golpe en la ingle y el efecto habría sido el mismo.
La foto que me mostró era de Mona Aamons Monzano, la mujer que yo amaba.
52 - Ningún dolor
Una vez que Angela hubo abierto el acordeón de plástico, se mostró reticente a cerrarlo hasta que no hubiésemos visto todas las fotografías.
—Aquí están mis seres queridos —declaró Angela.
De modo que miré a los seres que Angela quería. Lo que Angela tenía allí atrapado y plastificado, lo que Angela tenía allí atrapado como escarabajos fósiles en ámbar, eran las fotos de una parte importante de nuestro karass. No había ningún granfalloonero en la colección.
Había muchas fotos del doctor Hoenikker, padre de la bomba, padre de tres hijos y padre del Hielo-nueve. El presunto progenitor de un enano y una gigante, era un ser pequeñito.
De entre la colección de fósiles de Angela, la foto del viejo que yo prefería era una en donde aparecía envuelto en ropas de invierno, abrigo, bufanda, botas de agua, y una gorra de lana con una borla muy grande en la coronilla.
Esa foto, me dijo Angela con voz entrecortada, la habían hecho en Hyannis, justo tres horas antes de que el viejo muriera. Un fotógrafo de un periódico había reconocido en el aparente duende de la Navidad, al gran hombre que en realidad era.
—¿Su padre murió en el hospital?
—¡Oh no! Murió en nuestra casita de campo, en una gran silla blanca de mimbre, de cara al mar. Newt y Frank habían ido a pasear por la playa bajo la nieve...
—Era una nieve muy cálida —lijo Newt—. Era casi como andar sobre flores de azahar. Era muy extraño. No había nadie en las demás casitas...
—La nuestra era la única con calefacción dijo Angela.
—No había nadie en kilómetros a la redonda —recordó Newt sorprendido— y Frank y yo nos cruzamos con ese perrazo negro que andaba suelto por la playa, un Labrador. Le estuvimos echando palos al agua, y él los recogía.
—Yo había vuelto al pueblo para comprar más lucecitas para el árbol de Navidad —dijo Angela—. Siempre poníamos un árbol.
—¿Le gustaba a su padre poner el árbol de Navidad?
—Nunca dijo nada —apuntó Newt.
—Yo creo que le gustaba —dijo Angela—. Sólo que era muy reservado. Algunas personas son así.
—Y algunas no lo son dijo Newt. Se encogió ligeramente de hombros.
—En fin —dijo Angela—, cuando regresamos a casa, le encontramos en la silla. —Meneó la cabeza—. Creo que no sufrió lo más mínimo. Parecía dormido. No habría tenido ese aspecto si hubiese sufrido algún dolor.
Angela dejó sin contar una parte interesante de la historia. Dejó sin contar que aquella misma Nochebuena, ella, Frank y el pequeño Newt se habían dividido el Hielo-nueve del viejo.
53 - El presidente de Fabri-Tek
Angela me animó a seguir mirando las instantáneas.
—Esa soy yo, aunque no lo crea. —Me mostró a una adolescente de un metro ochenta de estatura. En la foto llevaba un clarinete, iba vestida con el uniforme para desfilar de la banda del instituto de Ilium. El pelo lo llevaba recogido bajo un sombrero de músico de banda. Sonreía con una tímida alegría.
Y en ese momento, Angela, una mujer a la que Dios no le había dado prácticamente nada con lo que cazar a un hombre, me mostró la foto de su marido.
—Y este es Harrison C. Conners. —Me dejó pasmado. Su marido era un hombre sorprendentemente guapo, y por su aspecto, era consciente de ello. Todo un dandy, y en sus ojos tenía el indolente embelesamiento de un Don Juan.
—¿A qué..., a qué se dedica? —pregunté.
—Es el presidente de Fabri-Tek.
—¿Algo de electrónica?
—No podría decírselo aunque lo supiera. Se trata de un trabajo secreto del gobierno.
—¿Armamento?
—Bueno, algo de guerra en cualquier caso.
—¿Y cómo se conocieron?
—El trabajaba con mi padre como ayudante de laboratorio —dijo Angela—. Después se fue a Indianapolis y fundó Fabri-Tek.
—¿De modo que su matrimonio fue el final feliz de un largo romance?
—No. Yo ni siquiera sospechaba que él sabía que yo estaba viva. Yo le tenía por alguien simpático, pero nunca se fijó en mí hasta después de que muriera mi padre.
»Un día pasó por Ilium. Yo andaba por nuestra vieja e inmensa casa, pensando que mi vida ya no tenía sentido... —Angela habló de los días y las semanas horribles que siguieron a la muerte de su padre—. Yo y el pequeño Newt en esa vieja casona. Frank había desaparecido y los fantasmas hacían más ruido del que hacíamos Newt y yo. Yo había consagrado toda mi vida a mi padre, cuidándole, llevándole en coche al trabajo y del trabajo a casa, arropándolo cuando hacía frío y desarropándolo cuando hacía calor, haciéndole comer, pagando sus cuentas. De pronto, me vi sin nada que hacer. Nunca había tenido amigos, y no tenía ni un alma con quien contar, excepto Newt.
»Y entonces —prosiguió— llamaron a la puerta, y allí estaba Harrison Conners. Era el hombre más hermoso que había visto en mi vida. Entró en casa y hablamos de los últimos días de mi padre, y de los viejos tiempos en general.
En ese momento Angela estuvo a punto de llorar.
—Dos semanas más tarde, estábamos casados.
54 - Comunistas, nazis, monárquicos, paracaidistas y fugitivos del servicio militar
Al volver a mi sitio en el avión, con un sentimiento de desgracia infinita por haber perdido en beneficio de Frank a Mona Aamons Monzano, proseguí la lectura del manuscrito de Philip Castle. Busqué Monzano, Mona Aamons en el índice, y el índice me decía que mirase Aamons, Mona.
De modo que miré Aamons, Mona, y encontré casi tantas referencias de páginas como las que había encontrado bajo el nombre de «papá» Monzano.
Y después de Aamons, Mona, venía Aamons, Néstor. De modo que me remití a las pocas páginas que tenían que ver con Néstor y me enteré de que era el padre de Mona, un nativo de Finlandia, un arquitecto.
Néstor Aamons había sido capturado por los rusos y después liberado por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Sus libertadores no le devolvieron a su patria, sino que le obligaron a servir en la unidad de ingeniería de la Wehrmacht que había sido enviada a combatir contra los partisanos yugoslavos. Primero lo capturaron los chetniks, después los partisanos servios monárquicos y por último los partisanos comunistas que atacaron a los chetniks. Los paracaidistas italianos que sorprendieron a los comunistas, le liberaron y le enviaron por barco a Italia.
Los italianos le pusieron a trabajar diseñando fortificaciones para Sicilia. Robó un barco de pesca en Sicilia y llegó a Portugal que era neutral.
Estando allí, conoció a un fugitivo del servicio militar americano llamado Julian Castle.
Castle, al enterarse de que Aamons era arquitecto le propuso acompañarle a la isla de San Lorenzo y diseñar para él un hospital que se llamaría «Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla».
Aamons aceptó. Diseñó el hospital, se casó con una nativa llamada Celia, engendró una hija perfecta y murió.
55 - Nunca hagáis el índice de vuestro propio libro
En cuanto a la vida de Aamons, Mona, el índice daba una imagen surrealista y discordante de las muchas fuerzas en conflicto que habían sido llamadas a actuar sobre ella, y de sus descorazonadas reacciones ante tales fuerzas.
«Aamons, Mona —decía el índice—, adoptada por Monzano con el fin de aumentar su popularidad, 194—199, 216 n; infancia en los recintos del Hogar de Esperanza y Misericordia, 63—81; romance de infancia con P. Castle, 72 s; muerte del padre, 89 ss; muerte de la madre, 92 s; desconcertada por su papel de símbolo erótico, 80, 95 s, 166 n, 209, 247 n, 400—406, 566 m, 678; prometida a P. Castle, 193; ingenuidad esencial 67—71, 80, 95 s, 116 n, 209, 274 n, 400—406, 566 n, 678; vive con Bokonon, 92—93, 196—197; poemas sobre, 2 n, 26, 114, 119, 311, 316, 477 n, 501, 507, 555 n, 689, 718 ss, 799 ss, 800 n, 841, 846 ss, 908 n, 971, 974; poemas por, 89, 92, 193; regresa con Monzano, 199; regresa con Bokonon, 197; huye de Bokonon, 199; huye de Monzano, 197; intenta afearse para dejar de ser un símbolo erótico ante los isleños, 80, 95 s, 116 n, 209, 247 n, 400—406, 566 n, 678; tiene a Bokonon de tutor, 63—80; escribe carta a las Naciones Unidas, 200; virtuosa del xilófono, 71.»
Le enseñé el índice a los Minton y les pregunté si no pensaban que el índice era, en sí mismo, una biografía encantadora, una biografía de una diosa del amor que se resiste a serlo. Obtuve una respuesta inesperadamente experta, como ocurre a veces en la vida. Resultó que Claire Minton, en su época, había hecho índices de libros profesionalmente. Yo nunca había oído hablar de tal profesión.
Me contó que había ayudado a hacer la carrera a su marido con lo que ganaba haciendo índices, que las ganancias habían sido buenas, y que poca gente sabía hacer índices correctamente.
Dijo que el hacer índices era algo que sólo el más aficionado de los escritores se comprometería a hacer con su propio libro. Le pregunté qué pensaba del trabajo de Philip Castle.
—Halagador para el autor, insultante para el lector —dijo—. En una palabra escrita con guión apuntó con la perspicaz amabilidad de un experto—, auto-indulgente. Siempre me siento violenta cuando veo un índice hecho por el propio autor de la obra.
—¿Violenta?
—Un índice de una obra hecho por el propio autor es algo revelador —me hizo saber—. Es un espectáculo insolente para un ojo enconado.
—Puede conocer el carácter del autor a través del índice —dijo su marido.
—¿Ah sí? dije—. ¿Qué puede decir de Philip Castle?
Sonrió ligeramente.
—Cosas que prefiero no contar a desconocidos.
—Disculpe.
—Es obvio que está enamorado de la tal Mona Aamons Monzano —dijo.
—Deduzco que eso le ocurre a todos los hombres de San Lorenzo.
—Tiene sentimientos confusos respecto a su padre —dijo.
—Eso le ocurre a todos los hombres de la tierra —fui provocándole poco a poco.
—Es una persona insegura.
—¿Y qué mortal no lo es? —pregunté. Entonces no lo sabía, pero hacer esa pregunta era algo típicamente bokononista.
—Nunca se casará con ella.
—¿Y por qué no?
—Ya he dicho todo lo que tenía que decir —dijo.
—Me complace encontrar a alguien que hace índices y respeta la intimidad del prójimo.
—Nunca haga el índice de su propio libro —declaró.
Un duprass, nos dice Bokonon, es un instrumento valioso para formarse y desarrollar, en la intimidad de una historia de amor interminable, ideas que son raras pero ciertas. La astuta exploración de índices de los Minton era con toda seguridad un buen ejemplo. Un duprass, nos dice Bokonon, es también una postura dulcemente presuntuosa, y la postura de los Minton no era ninguna excepción.
Poco después, el embajador Minton y yo nos encontramos en el pasillo del avión, lejos de su esposa, y me hizo saber que era de gran importancia para él que yo respetara lo que su mujer pudiese averiguar a partir de los índices.
—¿Sabe por qué Castle no se casará nunca con la chica, aunque la ame, aunque ella le ame, aunque se criaran juntos? —me susurró.
—No señor, no lo sé.
—Porque Castle es homosexual —susurró Minton—. Mi mujer también ve esas cosas en un índice.
56 - Un infierno con sus propios recursos
Cuando Lionel Boyd Johnson y el cabo Earl McCabe aparecieron desnudos, arrojados por la mar, en la costa de San Lorenzo, leí, fueron recibidos por personas en un estado muchísimo peor que el de ellos. La gente de San Lorenzo no tenía más que enfermedades que no sabían cómo tratar, ni siquiera cómo nombrar. Por el contrario, Johnson y McCabe llevaban consigo los relucientes tesoros del saber leer y escribir, de la ambición, la curiosidad, el descaro, la irreverencia, la salud, el humor, y una información considerable sobre el mundo exterior.
Sacado de nuevo de los «Calipsos»:
Oh, qué pueblo tan afligido, sí,
Me encontré aquí.
No tenían música, oh, ni tenían cerveza, no.
Y todos los lugares
Donde intentaban asentarse
Pertenecían a Castle, Compañía Azucarera,
O a los católicos y su Iglesia.
Esta declaración de la situación de la propiedad en San Lorenzo en 1922 es completamente exacta, según Philip Castle. La Compañía Azucarera Castle fue fundada, se da la casualidad, por el bisabuelo de Philip Castle. En 1922, cada pedazo cultivable de tierra de la isla era propiedad suya.
«Las operaciones de la Compañía Azucarera Castle en San Lorenzo —escribía el joven Castle— nunca dieron beneficios. La Compañía, no pagándoles nada a los labriegos por su labor, sólo se las arreglaba para equilibrarse año tras año sin pérdidas ni beneficios, sacando apenas el dinero suficiente para pagar los salarios de los atormentadores de obreros.
»La forma de gobierno era la anarquía, excepto en las contadas situaciones en que la Compañía Azucarera Castle quería poseer algo o conseguir que se hiciese algo. En tales casos, la forma de gobierno era el feudalismo. La nobleza estaba formada por los jefes de las plantaciones de la Compañía Azucarera Castle, que, eran hombres blancos fuertemente armados procedentes del mundo exterior. Los caballeros eran los nativos importantes que, por pequeños obsequios o privilegios tontos, eran capaces de matar, herir o torturar siguiendo órdenes. Las necesidades espirituales de este pueblo, preso en tal demoníaco infierno, corrían a cargo de un puñado de sacerdotes mantecosos.
»La catedral de San Lorenzo, dinamitada en 1923, era generalmente considerada como una de las maravillas del nuevo mundo, creadas por la mano del hombre», escribió Castle.
57 - Un sueño nauseabundo
Que el cabo McCabe y Johnson fuesen capaces de hacerse cargo de San Lorenzo no fue ningún milagro. Sin excepción, nadie de los que habían tomado posesión de San Lorenzo había encontrado resistencia alguna. La razón era simple: Dios, en Su Infinita Sabiduría, había creado una isla carente de valor.
Hernán Cortés fue el primer hombre cuya estéril conquista de San Lorenzo quedaría registrada por escrito. Cortés y sus hombres llegaron en 1519 a sus costas en busca de agua fresca, dieron nombre a la isla, la conquistaron para el emperador Carlos V y nunca regresaron. Posteriores expediciones llegaron buscando oro y diamantes, rubíes y especias, pero no encontraron nada. Quemaron a unos cuantos nativos por herejes y para entretenerse, y siguieron navegando.
«Cuando en 1682 Francia reclamó San Lorenzo —escribía Castle—, ningún español protestó. Cuando en 1699 Dinamarca reclamó San Lorenzo, ningún francés protestó. Cuando en 1704 los alemanes reclamaron San Lorenzo, ningún danés protestó. Cuando en 1706 Inglaterra reclamó San Lorenzo, ningún alemán protestó. Cuando en 1720 España volvió a reclamar San Lorenzo, ningún inglés protestó. Cuando en 1786 unos negros de Africa asumieron el mando de un barco de esclavos británicos, lo llevaron hasta las costas de San Lorenzo y proclamaron San Lorenzo nación independiente, un imperio con un emperador, la verdad es que ningún español protestó.
»El emperador fue Tum-bumwa única persona que consideró la isla como algo digno de defender. Maníaco como era, Tum-bumwa hizo que se erigiera la catedral de San Lorenzo y las fantásticas fortificaciones que hay en la costa norte de la isla, fortificaciones dentro de las cuales se encuentra actualmente la residencia privada del así llamado Presidente de la República.
»Las fortificaciones nunca han sido atacadas, y ningún hombre en su sano juicio ha propuesto nunca motivo alguno por el que deberían ser atacadas. Nunca han defendido nada. Se dice que en su construcción murieron mil cuatrocientas personas. De estas mil cuatrocientas, cuentan que alrededor de la mitad fueron ejecutadas en público por falta de entusiasmo en el trabajo.»
La Compañía Azucarera Castle llegó a San Lorenzo en 1916, durante el boom del azúcar de la Primera Guerra Mundial. No había ningún tipo de gobierno, y la empresa pensó que con el precio del azúcar tan alto, hasta los campos de arcilla y grava podían labrarse provechosamente. Nadie protestó.
Cuando McCabe y Johnson llegaron en 1922 y anunciaron que ellos mismos se harían cargo, la Compañía Azucarera Castle se replegó fláccidamente, como de un sueño nauseabundo.
58 - Tiranía, pero con una diferencia
«Los nuevos conquistadores de San Lorenzo tenían al menos una peculiaridad realmente nueva escribía el joven Castle—; McCabe y Johnson soñaron con hacer de San Lorenzo una Utopía.
»Con este propósito, McCabe rehizo las leyes y la economía.
»En cuanto a Johnson ideó una nueva religión.»
Castle volvía a citar los «Calipsos»
Yo quería que todo
Pareciese tener sentido,
Y ser todos felices, sí,
En lugar de enemigos.
Y mentiras inventé
Que acoplaran bien,
Y de este mundo hice
Un par-a-iso.
Mientras leía aquello, alguien me tiró de la manga. Levanté la mirada.
El pequeño Newt Hoenikker estaba plantado en el pasillo, junto a mí.
—Pensé que quizá le gustaría volver al bar —dijo—, y empinar un poco el codo.
De modo que empinamos un poco el codo y la lengua de Newt se soltó lo bastante como para contarme algunas cosas sobre Zinka, su novia bailarina, enana y rusa. Su nido de amor, me dijo, había estado en la casita de su padre en Cape Cod.
—Quizá no llegue nunca a tener boda, pero al menos he tenido luna de miel.
Me habló de las horas idílicas que él y Zinka habían pasado abrazados, metiditos en la vieja silla blanca de mimbre de Felix Hoenikker, puesta de cara al mar.
Y Zinka bailaba para él.
—Imagínese una mujer bailando sólo para mí.
—Veo que no se arrepiente usted de nada.
—Me rompió el corazón, lo cual no me gustó mucho. Pero ese fue el precio. En este mundo, nadie da nada por nada.
Newt propuso un brindis heroico:
—Por las novias y las esposas —exclamó.
59 - Abróchense los cinturones de seguridad
Yo estaba en el bar con Newt, H. Lowe Crosby y una pareja de desconocidos cuando divisamos San Lorenzo. Crosby hablaba de los mequetrefes.
—¿Saben qué entiendo yo por mequetrefe?
—Conozco la palabra —dije—, pero evidentemente para mí no tiene las mismas connotaciones majaderas que tiene para usted.
Crosby estaba bebido, y con la ilusión propia de los borrachos de poder hablar con sinceridad, siempre que sea cariñosamente. Habló con sinceridad y cariño de la estatura de Newt, algo que hasta ese momento nadie en el bar había comentado.
—No me refiero a un tipo pequeñito como este. —Y Grosby puso su manaza en el hombro de Newt—. No es la estatura lo que hace de un hombre un mequetrefe. He visto a hombres cuatro veces más grandes que nuestro amiguito, y que eran unos mequetrefes. Y he visto a tipos pequeñitos, bueno, en realidad no tan pequeñitos como este, pero joder, muy pequeños, a los que llamaría auténticos hombres.
—Gracias —dijo Newt afablemente, sin mirar siquiera la monstruosa mano que tenia en su hombro. Nunca había visto a un ser humano mejor adaptado a un impedimento físico tan humillante. Me estremecí admirado.
—Estaba usted hablando de los mequetrefes —le dije a Crosby, con la esperanza de que le quitase a Newt de encima el peso de su mano.
—Es verdad, joder. —Crosby se puso tieso.
—Todavía no nos ha dicho usted lo que es un mequetrefe dije.
—Un mequetrefe es alguien que se cree tan jodidamente listo, que no puede estarse con la boca callada. Digan lo que digan los demás, siempre tiene que discutir. Si usted dice que algo le gusta, le juro que dirá que está usted en un error por gustarle eso. Un mequetrefe hace lo que puede para que se sienta usted siempre como un idiota. Diga usted lo que diga, la razón siempre la tiene él.
—No es una cualidad atractiva —insinué.
—Una vez, mi hija quiso casarse con un mequetrefe —dijo Crosby misteriosamente.
—¿Y se casó?
—Aplasté al tipo como a un bicho. —Crosby dio un golpe en la barra, y recordó cosas que el mequetrefe había dicho y hecho—. ¡Por Dios! —dijo—. ¡Que todos hemos estudiado! —Sus ojos volvieron a encontrarse con Newt—. ¿Estudia usted?
—En Cornell —dijo Newt.
—¡Cornell! —exclamó Crosby satisfecho—. ¡Ahí va, yo también estudié en Cornell!
—Y él. —Newt me señaló con la cabeza.
—¡Tres de Cornell y en el mismo avión! —dijo Crosby, y volvimos a encontrarnos ante otra festividad granfalloon.
Cuando la fiesta se hubo calmado, Crosby le preguntó a Newt a qué se dedicaba.
—Pinto.
—¿Paredes?
—Cuadros.
—Mal rayo me parta —dijo Crosby.
—Les rogamos vuelvan a sus asientos y se abrochen los cinturones de seguridad —anunció la azafata—. Sobrevolamos el aeropuerto de Monzano, en Bolívar, San Lorenzo.
—Espere, espere un minuto —dijo Crosby, bajando la mirada hacia Newt—. De pronto me he acordado que su nombre lo he oído yo antes.
—Mi padre fue el padre de la bomba atómica. —Newt no dijo que Felix Hoenikker habla sido uno de los padres. Dijo que Hoenikker fue el padre.
—¿Eso es verdad? —preguntó Crosby.
—Es verdad.
—Pero yo estaba pensando en otra cosa —dijo Crosby reflexionando. Tuvo que pensar mucho—. Algo referente a una bailarina.
—Creo que es mejor que volvamos a nuestros asientos —dijo Newt irguiéndose un poco.
—Algo referente a una bailarina rusa. —Crosby estaba lo bastante anegado de alcohol para pensar en voz alta sin ningún reparo—. Recuerdo un editorial que decía que posiblemente la bailarina era una espía.
—Por favor, caballeros —dijo la azafata—, es preciso que vuelvan ustedes a sus asientos y se abrochen los cinturones de seguridad.
Newt levantó la mirada hacia H. Lowe Crosby inocentemente.
—¿Está usted seguro de que el nombre era Hoenikker? —Y con el fin de eliminar cualquier posibilidad de error, le deletreó el nombre a Crosby.
—Quizá me equivoque —dijo H. Lowe Crosby.
60 - Una nación desamparada
La isla, vista desde el aire, era un rectángulo asombrosamente regular. Del mar brotaban agujas de piedra crueles e inútiles que trazaban un circulo alrededor de la isla.
En el extremo sur de la isla se encontraba la ciudad portuaria de Bolívar.
Era la única ciudad.
Era la capital.
Estaba construida sobre una meseta pantanosa. Las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Monzano se encontraban en la parte costera.
Las montañas se levantaban abruptamente al norte de Bolívar, poblando el resto de la isla con sus brutales jorobas. Se llamaban Montañas Sangre de Cristo, pero a mí me parecían cerdos en un abrevadero.
Bolívar había recibido muchos nombres: Caz-ma-caz-ma, Santa Marta, Saint Louise, Saint George y Port Glory por citar algunos. En 1922, Johnson y McCabe le dieron su nombre actual, nombre en honor a Simón Bolívar, el gran héroe e idealista latinoamericano.
Cuando Johnson y McCabe llegaron a ella, era una ciudad construida con ramitas, hojalata, cajas y barro. Se asentaba sobre las catacumbas de un billón de traperos felices, catacumbas constituidas por un acre amasijo de vertidos, excrementos y cieno.
Y así es como yo la encontré, exceptuando la parte nueva, de arquitectura más cara, que se extendía a lo largo de la costa.
Johnson y McCabe habían fracasado en su empeño de sacar a su pueblo de la miseria y las heces.
«Papá» Monzano también había fracasado.
Todo el mundo estaba predestinado al fracaso, ya que San Lorenzo era una zona tan improductiva como el Sahara o el casquete polar.
Al mismo tiempo, tenía una población densa. Como la de cualquier país muy poblado, sin excluir a la de la India o China. Había cuatrocientos cincuenta habitantes por cada inhabitable kilómetro cuadrado.
«Durante la etapa idealista de la reorganización de San Lorenzo por McCabe y Johnson, se anunció que los ingresos totales del país se dividirían en partes iguales entre todas las personas adultas —escribía Philip Castle—. La primera y única vez que se intentó llevar a cabo esta medida, cada parte ascendía a unos seis o siete dólares.»
61 - Sobre el valor de un cabo
En la aduana del aeropuerto de Monzano, se nos obligó a todos a pasar una inspección de equipajes, y a convertir la cantidad de dinero que teníamos intención de gastar en San Lorenzo, en cabos, la moneda local, cuyo valor, insistía «papá» Monzano, era de cincuenta centavos americanos.
La aduana era nueva y estaba bien cuidada, pero ya habían pegado un montón de carteles en las paredes, sin ningún orden ni concierto.
¡AQUEL QUE SEA SORPRENDIDO PRACTICANDO El BOIKONONISMO EN SAN LORENZO —decía uno—, MORIRA EN El GANCHO!
Otro cartel presentaba una foto de Bokonon, un escuálido anciano de color, fumándose un puro. Parecía alguien inteligente, amable y divertido.
Bajo la foto se leían las palabras: ¡SE BUSCA VIVO O MUERTO. DIEZ MIL CABOS DE RECOMPENSA!
Eché otro vistazo al cartel más de cerca y vi que en la parte inferior venía reproducido algo así como un formulario de identificación policial que Bokonon había rellenado allá por el año 1929. Venía reproducido, al parecer, para mostrar a los cazadores de Bokonon cómo eran sus huellas digitales y su caligrafía.
Pero lo que me interesó especialmente fueron algunas palabras que Bokonon había elegido para rellenar los espacios en blanco. Donde le habla sido posible, Bokonon había adoptado una visión cósmica, había tomado en consideración, por ejemplo, cosas tales como la brevedad de la vida y la longevidad de la eternidad.
Bokonon hacia saber que su ocupación fundamental era: «Estar vivo.»
Y hacia saber que su vocación principal era: «Estar muerto.»
¡ESTA ES UNA NACION CRISTIANA! ¡TODO JUEGO DE PIES SERÁ CASTIGADO CON El GANCHO!, decía otro cartel. Aquel cartel no tuvo para mí ningún significado, ya que todavía no había aprendido que los bokononistas unían sus almas juntando y apretando con fuerza las plantas de los pies.
Y el mayor misterio de todos, dado que aún no había terminado de leer el libro de Philip Castle, era cómo Bokonon, amigo íntimo del cabo McCabe, había llegado a ser un proscrito.
62 - De por qué Hazel no tenía miedo
En San Lorenzo bajamos siete del avión: Newt y Angela, el embajador Minton y su esposa, H. Lowe Crosby y su esposa, y yo. Una vez pasada la aduana, nos llevaron en manada hacia afuera, en dirección a una tribuna.
Una vez allí, nos pusimos de cara a una muchedumbre muy callada.
Cinco mil sanlorenzanos o más se quedaron observándonos. Los isleños eran del color de la harina de avena. Era gente delgada. No se veía ni a un solo gordo. A todo el mundo le faltaban dientes, Muchos tenían las piernas arqueadas o hinchadas.
Ningún par de ojos era claro.
Las mujeres llevaban sus insignificantes pechos al descubierto. Los hombres llevaban unos holgados taparrabos que apenas servían para ocultar unos penes semejantes a los péndulos de los relojes de pared.
Había muchos perros pero ninguno ladraba. Había muchas criaturas, pero ninguna lloraba. Se oía alguna tos aquí y allá, y eso era todo.
Una banda militar estaba en posición de firmes frente a la muchedumbre, pero no tocaban.
Frente a la banda había un guardia de color. Llevaba dos banderas, la de las Barras y Estrellas, y la de San Lorenzo. La bandera de San Lorenzo consistía en un galón de un cabo de la U.S. Marines sobre un fondo azul regio. Las banderas caían lacias en aquel día sin viento.
En alguna parte, muy a lo lejos, me pareció oír el topetón de un mazo contra un tambor de cobre. Pero se trataba de una ilusión. Era sólo que en mi alma había resonado el calor metálico y cobrizo del clima de San Lorenzo.
—Cuánto me alegro de que sea un país cristiano —le susurró Hazel Crosby a su marido—, si no me daría un poco de miedo.
Tras nosotros había un xilófono.
En el xilófono había una placa reluciente. La placa estaba hecha de granates y gemas artificiales.
La placa decía: MONA
63 - Reverente y libre
En el lado izquierdo de nuestra tribuna, había una fila de seis cazas con motor de hélice, prueba de la ayuda militar de los Estados Unidos a San Lorenzo. En el fuselaje de cada avión, había pintada, con una lujuria sanguinaria, una boa constrictor que estrujaba mortalmente a un demonio. Al demonio le salía sangre por las orejas, la nariz y la boca. De entre unos dedos rojos satánicos caía, deslizándose, un tridente.
Ante cada avión se erguía un piloto color harina de avena, también en silencio.
Entonces, sobrevolando aquel hinchado silencio, nos llegó un canto persistente, semejante al canto de un mosquito. Era una sirena que se acercaba. La sirena pertenecía a la reluciente limusina negra Cadillac de «papá».
La limusina vino a pararse frente a nosotros, echando humo por los neumáticos.
De ella salieron «papá» Monzano, su hija adoptiva Mona Aamons Monzano y Franklin Hoenikker.
Tras una lánguida e imperiosa señal de «papá», la muchedumbre cantó el himno nacional de San Lorenzo. Su melodía era «A formar, Patria». La letra la habla escrito Lionel Boyd Johnson, Bokonon, en 1922, y decía así:
¡Oh tierra privilegiada
En donde es placentero vivir!
Los hombres, valientes como fieras.
Las mujeres de gran castidad,
Siempre en paz
Nuestros hijos seguirán el ejemplo.
¡San, San Lo-ren-zo!
¡Isla afortunada y rica eres!
Ante ti tiemblan nuestros enemigos,
Porque saben que sucumbirán
Ante un pueblo que venera la libertad.
64 - Paz y prosperidad
Y acto seguido, la muchedumbre guardó de nuevo un silencio sepulcral.
«Papá», Mona y Frank se unieron a nosotros en la tribuna. Mientras se acercaban, se oyó el redoble de un tambor. El tambor dejó de sonar cuando «papá» señaló con el dedo al tamborilero.
«Papá» llevaba una pistolera colgada al hombro por fuera de la casaca. El arma que había dentro de la pistolera era un revólver cromado del 45. Era un hombre muy viejo, como muchos de los miembros de mi karass. Estaba en un estado deplorable. Arrastraba los pies a pasos pequeños. Seguía siendo un hombre gordo, pero la grasa se le derretía a toda velocidad, ya que su sencillo uniforme le venía ancho. Los globos de sus ojos de sapo eran amarillos. Le temblaban las manos.
Su guardaespaldas personal era el comandante general Franklin Hoenikker, y su uniforme era blanco. Frank, de muñecas delgadas y estrecho de hombros, parecía un niño al que aún tuvieran levantado pasada la hora de irse a la cama. En el pecho llevaba una medalla.
Estuve observando a los dos, a «papá» y a Frank, aunque con cierta dificultad, no porque hubiese algo en medio, sino porque no podía apartar mis ojos de Mona. Me sentía conmovido, angustiado, exaltado, desquiciado. Cualquier sueño insaciable e irracional que hubiese tenido anteriormente de lo que debía ser una mujer, se hizo realidad en Mona. Dios bendiga su alma cálida y cremosa. Allí había paz y prosperidad para siempre.
Aquella muchacha sólo tenía dieciocho años, era serena hasta el éxtasis. Parecía entenderlo todo y ser todo lo que había que entender. En Los libros de Bokonon, aparece mencionada por su nombre, y una cosa que Bokonon dice de ella es esta: «Mona tiene la sencillez de lo absoluto.»
Llevaba un vestido blanco y griego.
Llevaba sandalias planas en sus piececitos morenos.
Sus cabellos, de un dorado pálido, eran largos y lacios.
Tenía una lira por caderas.
Oh, Dios mío.
Paz y prosperidad para siempre.
Era la única muchacha hermosa de San Lorenzo. Era el tesoro nacional. «Papá» la habla adoptado, según Philip Castle, con el fin de combinar la divinidad con la severidad de su gobierno.
El xilófono lo trajeron rodando hasta la tribuna, y Mona lo tocó. Interpretó, «When Day is Done». Fue todo tremolo, creciendo, desvaneciéndose y volviendo a crecer.
La muchedumbre estaba ebria de belleza.
Y entonces le tocó a «papá» saludarnos.
65 - Un buen momento para venir a San Lorenzo
«Papá» era un hombre autodidacta, que había sido mayordomo del cabo McCabe. No había salido nunca de la isla, y hablaba el inglés americano pasablemente bien.
Todo lo que decíamos cada uno de nosotros en la tribuna retumbaba en la muchedumbre a través de las trompas del día del juicio Final.
Cualquier cosa que saliese por aquellas trompas descendía como un torrente ininteligible de palabras hasta un bulevar corto y ancho que la muchedumbre tenía detrás, rebotaba en los tres edificios nuevos con fachada de cristal del fondo del bulevar y volvía hasta nosotros a modo de cacareo.
—Bienvenidos —dijo «papá»—. Llegan ustedes al país más amigo que América haya tenido nunca. Hay muchos lugares en los que no se comprende a América, pero ese no es nuestro caso, señor embajador. —Y se inclinó ante H. Lowe Crosby, el fabricante de bicicletas, confundiéndole con el nuevo embajador.
—Sé que tiene usted un gran país, señor presidente —dijo Crosby—. Todo lo que he oído me parece grandioso, sólo que...
—¿Qué?
—Que yo no soy el embajador —dijo Crosby—. Ojalá lo fuese, pero no soy más que un vulgar y corriente hombre de negocios. —Le dolió tener que decir quién era el verdadero embajador—. El pez gordo es ese de ahí.
—¡Ah! —«Papá» sonrió ante su equivocación, pero la sonrisa se desvaneció enseguida. En su interior, un dolor le hizo estremecerse, encogerse, cerrar los ojos y concentrarse en superar tal dolor.
Frank Hoenikker, débil e incapaz, acudió en su ayuda:
—¿Se encuentra bien?
—Discúlpenme —susurró finalmente «papá», irguiéndose ligeramente. Tenía lágrimas en los ojos. Se las secó, irguiéndose totalmente—. Les ruego me disculpen.
Durante un instante, pareció dudar dónde se encontraba o lo que esperábamos que hiciese. Y entonces se acordó. Le estrechó la mano a Horlick Minton:
—Aquí está usted entre amigos.
—De eso estoy seguro— dijo Minton amablemente.
—Cristianos— dijo «papá».
—Perfecto.
—Anticomunistas —dijo «papá».
—Perfecto.
—Aquí no hay comunistas —dijo «papá»—. Temen demasiado el gancho.
—Eso es lo que a mi me parece.
—Ha escogido usted muy buen momento para venir —dijo «papá». Mañana será uno de los días más felices en la historia de nuestro país. Mañana es nuestra gran fiesta nacional. El Día de los Cien Mártires caídos por la Democracia. También será el día en que el comandante general Hoenikker pida la mano de Mona Aamons Monzano, el ser más querido en mi vida y en la vida de San Lorenzo.
—Deseo que sea usted muy feliz, Miss Monzano —dijo Minton calurosamente—, y a usted, general Hoenikker, le doy la enhorabuena.
Los dos jóvenes le dieron las gracias inclinando la cabeza.
Minton habló entonces de los Cien Mártires caídos por la Democracia y contó una mentira gordísima.
—No hay un solo escolar americano que no conozca la historia del noble sacrificio de San Lorenzo durante la Segunda Guerra Mundial. Los cien valerosos sanlorenzanos, cuyo día celebramos mañana, ofrecieron todo el amor a la libertad que un hombre puede ofrecer. El presidente de los Estados Unidos me ha pedido que sea su representante personal en la ceremonia de mañana, y que eche al mar una corona, regalo del pueblo americano al pueblo de San Lorenzo.
—El pueblo de San Lorenzo les agradece su atención a usted y a su presidente, y al generoso pueblo de los Estados Unidos de América —dijo «papá». Será un honor para nosotros que eche usted esa corona al mar durante la fiesta de pedida de mano que tendrá lugar mañana.
—El honor es mío.
«Papá» ordenó que todos nosotros le honrásemos con nuestra presencia en la ceremonia de la corona, y en la fiesta de pedida de mano que tendría lugar al día siguiente. Debíamos acudir a su palacio a las doce del mediodía.
—¡Qué hijos tendrán estos dos! dijo «papá», invitándonos a mirar a Frank y a Mona—. ¡Qué sangre! ¡Qué belleza!
Volvió a darle el dolor.
Y de nuevo volvió a cerrar los ojos para enroscarse en su dolor.
Esperó a que se le pasara, pero no se le pasó.
Todavía agonizante, se apartó de nosotros y se puso ante el micrófono y ante la muchedumbre. Intentó hacer un gesto ante la muchedumbre, pero no lo logró. Intentó decirle algo a la muchedumbre, pero no lo logró.
Pero entonces le brotaron las palabras:
—¡Iros a casa! —gritó ahogándose—. ¡Iros a casa!
La muchedumbre se dispersó como si fuesen hojas.
«Papá» se puso de nuevo frente a nosotros, con un aspecto aún grotesco por el dolor...
Y en ese momento se desplomó.
66 - Lo más sólido que existe
No estaba muerto.
Pero su aspecto habría sido ciertamente el de un muerto, si no hubiese sido porque de vez en cuando, en el transcurso de toda aquella muerte aparente, daba unas sacudidas estremecedoras.
Frank gritó enérgicamente que «papá» no estaba muerto, que no podía estar muerto. Se puso frenético.
—¡«Papá»! ¡No puede morir! ¡No, no puede!
Frank le aflojó el cuello y la casaca. Le frotó las muñecas.
—¡Háganle aire! ¡Háganle aire a «papá»!
Los pilotos de los cazas acudieron corriendo en su ayuda. Uno tuvo el suficiente sentido común para ir a buscar la ambulancia del aeropuerto.
La banda de música y el guardia de color, que no habían recibido ninguna orden, permanecieron temblorosamente atentos.
Busqué a Mona. Vi que seguía serena y que se había retirado a la barandilla de la tribuna. La muerte, si es que iba a haber alguna muerte, no le asustaba.
Un piloto estaba de pie junto a ella. No estaba mirándola, pero tenía una brillantez sudorosa que yo atribuí al hecho de tener a Mona tan cerca.
En ese momento, «papá» recuperó algo parecido a la conciencia. Con una mano que daba aletazos como un pájaro cautivo, señaló a Frank.
—Tú... —dijo.
Nos quedamos todos callados para oír sus palabras.
Sus labios se movían, pero no podíamos oír más que unos borbotones.
Alguien tuvo lo que entonces pareció una maravillosa idea, y lo que visto ahora parece una repugnante idea. Alguien, creo que un piloto, sacó el micrófono de su soporte y lo sostuvo junto a los labios balbucientes de «papá» para amplificar sus palabras.
De modo que en los nuevos edificios rebotaron los estertores de la muerte y toda clase de gorgoritos espásticos.
Y acto seguido llegaron las palabras.
—Tú —le dijo a Frank con voz ronca—, tú, Franklin Hoenikker, tú serás el próximo presidente de San Lorenzo. La ciencia, tú conoces la ciencia. La ciencia es lo más sólido que existe—. La ciencia dijo «papá»—. El hielo.— Sus ojos amarillos le dieron vueltas y volvió a desmayarse.
Yo miré a Mona.
Su expresión no había variado.
Las facciones del piloto que tenía a su lado, sin embargo, presentaban la rigidez orgiástica y catatónica de alguien que recibe la medalla de honor del Congreso.
Bajé la mirada y vi lo que no debía ver.
Mona se había quitado una sandalia, y tenía su piececito moreno al descubierto.
Y con ese mismo pie sobaba y requetesobaba, de un modo obsceno, el empeine de la bota del aviador.
67- ¡El ga-a-a-nchub!
«Papá» no murió, no aquel día.
Se lo llevaron en la fiambrera roja del aeropuerto.
Los Minton fueron conducidos a su embajada en una limusina americana.
Los Crosby y yo fuimos conducidos al hotel Casa Mona en el único taxi de San Lorenzo, una limusina Chrysler de 1939 semejante a un coche fúnebre, con asientos plegables. En el lateral del taxi aparecía el nombre Transportes Castle S. A. El taxi era propiedad de Philip Castle, el propietario de Casa Mona, el hijo del hombre totalmente altruista al que yo había ido a entrevistar.
Los Crosby y yo estábamos desconcertados. Nuestra consternación se manifestaba en preguntas cuya respuesta teníamos que saber inmediatamente. Los Crosby querían saber quién era Bokonon. Les escandalizaba la idea de que alguien se opusiera a «papá» Monzano.
Y aunque no fuera oportuno, pensé que debía saber inmediatamente quiénes habían sido los Cien Mártires caídos por la Democracia.
Los Crosby fueron los primeros en obtener su respuesta. No entendían el dialecto, de modo que tuve que hacerles de intérprete. La pregunta que Crosby le hacía al conductor era:
—En fin, ¿quién diablos es ese mequetrefe de Bokonon?
—Un hombre muy malo —dijo el conductor. Lo que en realidad dijo fue: Un ome moi malu.
—¿Un comunista? —preguntó Crosby al oír mi traducción.
—Ah, claro.
—¿Y tiene algún seguidor?
—¿Cómo dice?
—Si alguien le considera útil.
—Oh, no, no, señor— dijo el conductor piadosamente—. No hay nadie tan loco.
—¿Y por qué no le han cogido todavía? —insistió Crosby. —Un hombre difícil de encontrar —dijo el conductor—. Muy listo.
—Bueno, habrá gente que lo oculte y le dé comida, de otro modo, a estas alturas ya le habrían cogido.
—No le oculta nadie, nadie le da comida. Todos somos demasiado listos para hacer eso.
—¿Está seguro?
—Claro— dijo el conductor—. Nadie alimenta a ese loco, nadie le da sitio para dormir, van al gancho. Nadie desea el gancho.
Esta última palabra la pronunció así: Ga-a-a-nchub.
68 - Si-een máar-tu-res
Le pregunté al conductor quiénes habían sido los Cien Mártires caídos por la Democracia. El bulevar por el que bajábamos se llamaba, como pude ver, el Bulevar de los Cien Mártires caídos por la Democracia.
El conductor me contó que San Lorenzo le había declarado la guerra a Alemania y a Japón una hora después de que Pearl Harbor fuera atacado.
San Lorenzo reclutó un centenar de hombres para luchar aliada a la democracia. A estos cien hombres los metieron en un barco con rumbo a los Estados Unidos, donde recibirían armas y serían entrenados.
Un submarino alemán hundió el barco nada más zarpar del puerto de Bolívar.
—Seño, iso —dijo— rahun lo Si-een máar-tu-res quidós po le dimucreech-ia.
«Señor, esos —había dicho en dialecto—, son los Cien Mártires caídos por la Democracia.»
69 - Un gran mosaico
Los Crosby y yo tuvimos la curiosa experiencia de ser los primeros huéspedes de un hotel nuevo. Fuimos los primeros en firmar en el registro del Casa Mona.
Los Crosby se dirigieron a recepción delante de mí, pero H. Lowe Crosby se asustó tanto al ver el registro totalmente en blanco que no tuvo el suficiente ánimo para firmar. Tuvo que pensárselo durante un rato.
—Firme usted —me dijo. Y entonces, desafiándome a pensar que era supersticioso, me hizo saber su deseo de fotografiar a un hombre que estaba haciendo un enorme mosaico en el yeso fresco de la pared del vestíbulo.
El mosaico era un retrato de Mona Aamons Monzano. Tenla dos metros de altura. El que lo estaba haciendo era un joven musculoso. Estaba subido en lo alto de una escalera y no llevaba nada encima excepto unos vaqueros blancos.
Era un hombre blanco.
El mosaísta le estaba haciendo a Mona, con unos pedacitos de oro, finísimos cabellos que caían sobre su nuca y en su largo cuello de cisne.
Crosby se acercó a fotografiar al artista, y regresó para informarnos de que aquel hombre era el mayor mequetrefe que había conocido en su vida. Crosby estaba rojo como un tomate cuando nos dio tal información.
—Cualquier cosa que se le diga, la vuelve del revés.
De modo que me acerqué al mosaísta, le observé durante un rato y entonces le dije:
—Le envidio.
—Sabía —suspiró— que si esperaba lo suficiente, vendría alguien y me envidiaría. Siempre me digo que debo tener paciencia, que tarde o temprano se pasará por aquí algún envidioso.
—¿Es usted americano?
—Tengo esa suerte. —Siguió trabajando. No tenía ninguna curiosidad por ver mi aspecto—. ¿Usted también quiere hacerme una fotografía?
—¿Le molesta?
—Yo pienso, luego existo, luego soy fotografiable.
—Me temo que no llevo la cámara conmigo.
—Pero bueno, por el amor de Dios, ¡vaya a por ella! ¿O es usted uno de esos que confía en la memoria?
—Creo que en mucho tiempo no olvidaré esa cara en la que está usted trabajando.
—La olvidará cuando se muera, lo mismo me pasará a mí. Cuando esté muerto, me olvidaré de todo, y le aconsejo que haga usted lo mismo.
—¿Ha estado posando para el mosaico, trabaja usted con fotografías, o qué?
—Trabajo con ¿o qué?
—¿Qué?
—Trabajo con o qué. —Se dio unos golpecitos en la sien—. Está todo aquí, dentro de esta envidiable cabecita mía.
—¿La conoce?
—Tengo esa suerte.
—Frank Hoenikker es un hombre con suerte.
—Frank Hoenikker es un gilipollas.
—Es usted sincero, ciertamente.
—También soy rico.
—Me alegra oírlo.
—Si quiere la opinión de un experto, el dinero no hace necesariamente feliz a la gente.
—Gracias por la información. Me ha librado usted de un montón de problemas. Estaba a punto de ganar un poco de dinero.
—¿Cómo?
—Escribiendo.
—Una vez escribí un libro.
—Cómo se llamaba?
—San Lorenzo —dijo—, su tierra, su historia, su gente.
70 - Bokonon de tutor
—Usted, supongo —le dije al mosaísta—, es Philip Castle, hijo de Julian Castle.
—Tengo esa suerte.
—He venido aquí para ver a su padre.
—¿Vende usted aspirinas?
—No.
—¡Qué mala suerte! Mi padre anda escaso de aspirinas. ¿Y drogas milagrosas? Mi padre disfruta beneficiándose de un milagro de vez en cuando.
—No soy farmacéutico. Soy escritor.
—¿Y qué le hace pensar que un escritor no es un farmacéutico?
—Se lo acepto. Le acepto todos los cargos.
—Mi padre necesita algún libro para poder leérselo a la gente moribunda o que sufre terriblemente. No creo que usted haya escrito nada así.
—Todavía no.
—Creo que sacaría usted dinero con eso. Es otro consejo valioso que le doy.
—Creo que podría revisar el «Vigesimotercer Salmo», y retocarlo un poco para que nadie se diese cuenta de que no lo he escrito yo.
—Bokonon intentó revisarlo —me dijo—, y descubrió que no podía alterar ni una sola palabra.
—¿También conoce a Bokonon?
—Tengo esa suerte. Fue mi tutor cuando yo era un chaval —hizo un gesto sentimental señalando el mosaico—. También fue el tutor de Mona.
—Era un buen profesor?
—Mona y yo sabemos leer y escribir, y hacer sumas sencillas —dijo Castle—, si es a eso a lo que se refiere.
71 - La suerte de ser americano
H. Lowe Crosby se acercó a Castle, el mequetrefe, en una segunda tentativa.
—¿Cómo se calificaría usted a sí mismo? —dijo Crosby con desprecio—. ¿Un beatnik o qué?
—Yo me califico de bokononista.
—¿Pero eso va contra la ley en este país no?
—Da la casualidad de que tengo la suerte de ser americano. He podido decir que soy bokononista cada vez que se me antoja, y hasta la fecha, nadie me ha molestado lo más mínimo.
—Mi opinión es que hay que obedecer las leyes del país en el que uno se encuentra.
—No me dice usted nada nuevo.
Crosby se quedó lívido.
—¡Anda y que te zurzan!
—Anda y que te zurzan, nena —dijo Castle tranquilamente—, y que zurzan también al Día de la Madre y a las Navidades.
Crosby cruzó resueltamente el vestíbulo en dirección al recepcionista y dijo:
—Quiero denunciar a ese hombre de ahí, a ese mequetrefe, a ese supuesto artista. Tienen ustedes un bonito país que intenta atraer al turismo y conseguir nuevas inversiones en industrias. Tal y como me ha hablado ese hombre, no pienso volver a visitar San Lorenzo en mi vida, y a todo amigo que me pregunte acerca de San Lorenzo, le diré que no se acerque ni loco. Quizá consigan ustedes un bonito cuadro en esa pared, pero, bien sabe Dios que el mequetrefe que lo está haciendo es el hijo de perra más ofensivo y desalentador que he conocido en mi vida.
El recepcionista se quedó pálido.
—Señor...
—Le escucho —dijo Crosby furioso.
—Señor, ese hombre es el propietario del hotel.
72 - El Hilton del mequetrefe
H. Lowe Crosby y su esposa se marcharon del Casa Mona. Crosby lo llamó «el Hilton del mequetrefe» y pidió alojamiento en la embajada americana.
De modo que yo era el único huésped en un hotel de cien habitaciones.
Mi habitación era agradable. Daba, como todas las habitaciones, al Bulevar de los Cien Mártires caídos por la Democracia, al aeropuerto de Monzano y más al fondo, al puerto de Bolívar. El Casa Mona estaba construido como un estante de libros, con los laterales y el fondo macizo y la fachada de un cristal azul verdoso. La suciedad y la miseria de la ciudad, al dar a los lados y a la parte trasera del Casa Mona, resultaban imposibles de ver.
Mi habitación estaba refrigerada. Estaba casi helada, y al venir de aquel estridente calor y meterme en el frío, me constipé.
En mi mesita de noche había flores frescas, pero todavía no estaba hecha la cama. Ni siquiera había un almohadón en la cama. No había más que un colchón Beautyrest nuevo y pelado. Y faltaba papel higiénico en el baño.
De modo que salí al pasillo, a ver si encontraba alguna asistenta que pudiese proveerme de algunas cositas más. Fuera no había nadie, pero al otro extremo había una puerta abierta y se oían ligeras señales de vida.
Me dirigí hacia aquella puerta y me encontré con una amplia alcoba con el suelo cubierto de ropas. La alcoba la estaban pintando, pero cuando yo aparecí, los dos pintores no estaban pintando. Estaban sentados en un banco instalado a todo lo largo del ventanal.
Tenían los zapatos quitados. Los ojos cerrados. Estaban uno frente al otro.
Apretaban con fuerza las plantas de sus desnudos pies.
Cada uno de ellos estaba cogido a sus propios tobillos, lo que les proporcionaba la rigidez de un triángulo.
Yo carraspeé.
Ambos se cayeron rodando del banco y fueron a dar contra las ropas esparcidas por el suelo. Cayeron de manos y rodillas, y en esa posición se quedaron, con los traseros al aire y las narices contra el suelo.
Esperaban que los matasen.
—Disculpen —dije asombrado.
—No diga nada —suplicó uno quejumbrosamente—. Por favor, no diga nada.
—¿Decir qué?
—Lo que ha visto.
—No he visto nada.
—Si dice usted algo... —dijo, y pegó la mejilla contra el suelo y levantó su mirada hacia mí de un modo suplicante—, ¡si dice usted algo, moriremos en el ga-a-a-nchub!
—Oigan, amigos —dije—, o he venido demasiado pronto 0 demasiado tarde, pero les volveré a repetir que no he visto nada digno de contar a nadie. Pónganse en pie, por favor.
Se pusieron en pie. Aún tenían sus ojos clavados en mí. Temblaban encogidos. Al final los convencí de que nunca contaría lo que había visto.
Y lo que había visto, sin lugar a dudas, era el ritual bokononista del boko-maru, o la unión de las conciencias.
Nosotros, los bokononistas, creemos firmemente que es imposible estar con otra persona planta-con-planta sin amar a la persona, siempre que los pies de ambas estén limpios y bien cuidados.
El principio en el que se basa la ceremonia de los pies es este «Calipso»:
Nos tocaremos los pies, sí,
Con todas nuestras fuerzas
Y nos amaremos, sí,
Como amamos a la Madre Tierra.
73 - La peste negra
Cuando regresé a mi habitación, encontré a Philip Castle, el mosaísta, historiador, autor de índices de sus propias obras y hotelero, instalando un rollo de papel higiénico en mi baño.
—Muchas gracias dije.
—De nada.
—Esto es lo que yo llamo un hotel con corazón acogedor. ¿Cuántos propietarios de hotel se interesarían tan directamente por la comodidad de un huésped?
—¿Cuántos propietarios de hotel tienen un solo huésped?
—Antes tenía usted tres.
—Eran otros tiempos.
—¿Sabe usted? Quizá me meta donde no me importa, pero me cuesta comprender cómo una persona con su talento e intereses se siente atraído por el negocio hotelero.
Frunció el entrecejo, confundido.
—No parezco tan bueno con mis huéspedes como debiera serlo, ¿no?
—Conocí algunas personas en la Escuela de Hostelería de Cornell, y no puedo evitar tener la sensación de que todas ellas habrían tratado a los Crosby de un modo algo diferente.
Asintió incómodo.
—Ya sé, ya sé —agitó los brazos—. Ojalá supiera por qué coño construí este hotel, aunque supongo que para darle un sentido a mi vida. Un modo de estar ocupado, un modo de no sentirme solo. —Sacudió la cabeza—. O me hacía ermitaño o abría un hotel, no había término medio.
—¿No se crió usted en el hospital de su padre?
—Sí. Mona y yo crecimos allí.
—Y bien, ¿no está algo tentado de hacer con su vida lo que hizo su padre con la suya?
El joven Castle sonrió apenas, evitando una respuesta directa.
—Mi padre es una persona divertida, vaya si lo es —dijo—. Creo que le caerá a usted bien.
—Eso espero. No hay mucha gente que haya sido tan altruista como él.
—Una vez— dijo Castle—, tendría yo unos quince años, hubo un motín cerca de aquí, en un barco griego procedente de Hong Kong con rumbo a La Habana, cargado de muebles de mimbre. Los amotinados se hicieron con el control del barco, no supieron cómo llevarlo y se estrellaron contra las rocas cercanas al castillo de «papá» Monzano. El mar se tragó todo excepto las ratas. Las ratas y los muebles de mimbre llegaron a tierra.
Aquello parecía ser el final de la historia, pero no estaba seguro.
—¿Y entonces?
—Entonces, algunos cogieron muebles gratis y otros cogieron la peste bubónica. En el hospital de mi padre tuvimos mil cuatrocientas muertes en menos de diez días. ¿Alguna vez ha visto morir a alguien de peste bubónica?
—No he tenido esa mala suerte.
—Las glándulas linfáticas de la ingle y los sobacos se hinchan hasta alcanzar el tamaño de un pomelo.
—Le creo.
—Después de muerto, el cuerpo se pone negro. Aquí en San Lorenzo es como ir a vendimiar y llevar uvas de postre. Cuando la peste negra estaba en su apogeo, el Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla parecía Auschwitz o Buchenwald. Teníamos pilas de muertos de un tamaño tal que la apisonadora se atascaba al intentar empujar los cuerpos hacia la fosa común. Mi padre trabajó durante varios días sin pegar ojo, y trabajó no sólo sin pegar ojo, por desgracia tampoco salvó muchas vidas.
El relato horripilante de Castle quedó interrumpido al sonar mi teléfono.
—Dios mío— dijo Castle—, no sabía que ya habían conectado los teléfonos.
Cogí el auricular.
—Dígame?
Era el comandante general Franklin Hoenikker. Parecía estar sin aliento y muerto de miedo.
—¡Escuche! ¡Tiene usted que venir a mi casa inmediatamente! ¡Tenemos que hablar! ¡Puede tratarse de algo muy importante en su vida!
—¿No puede adelantarme algo?
—No, por teléfono no. Venga a mi casa. ¡Venga inmediatamente! ¡Por favor!
—Está bien.
—No le engaño. Se trata de algo realmente importante en su vida. Es lo más importante que le haya ocurrido nunca. —Colgó.
—¿De qué se trataba? —preguntó Castle.
—No tengo la menor idea. Frank Hoenikker quiere verme inmediatamente.
—Tómeselo con calma. Tranquilo. Es subnormal.
—Ha dicho que era importante.
—¿Cómo sabe él lo que es o no importante? Podría esculpirle a usted un hombre más válido en un simple plátano.
—En fin, de todas formas, acabe su historia.
—¿Por dónde iba?
—Por la peste bubónica. La apisonadora se había quedado atascada con los cadáveres.
—¡Ah sí! Bueno, una noche que no podía dormirme, me quedé con mi padre mientras trabajaba. Era todo lo que podíamos hacer para encontrar a un paciente vivo que cuidar. Cama tras cama no encontrábamos más que muertos. Y a mi padre le entró la risa tonta. No podía parar. Se salió fuera, en plena noche, con su linterna, y siguió riéndose tontamente. Estuvo haciendo bailar el haz de luz de la linterna por encima de las pilas de muertos que había fuera. Me puso la mano en la cabeza, ¿y sabe lo que me dijo aquel hombre maravilloso? —me preguntó Castle.
—No.
—Hijo —me dijo mi padre—, algún día todo esto será tuyo.
74 - Cuna de gato
Fui a casa de Frank en el único taxi de San Lorenzo.
Pasamos por lugares de una indigencia repugnante. Subimos por la ladera del monte McCabe. El aire se hizo más frío. Había niebla.
La casa de Frank había sido anteriormente el hogar de Néstor Aamons, padre de Mona, arquitecto del Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla.
Aamons la había diseñado.
La casa se levantaba sobre los dos lados de una cascada. Tenía una terraza colgante que se adentraba en el vapor que subía de la cascada. Se trataba de una ingeniosa celosía de postes y vigas de acero muy finas, cuyos intersticios formaban aberturas diferentes rellenas con piedra del lugar, cristal, o cubiertas de lona.
La casa no daba tanto la impresión de cerramiento, sino más bien la de que un hombre hubiese trabajado sus caprichos en ella.
El criado me recibió atentamente y me dijo que Frank no habla llegado todavía a casa. Se le esperaba de un momento a otro. Frank había dado la orden de que se me agasajara, y que me quedara a cenar y dormir esa noche. El criado, que dijo llamarse Stanley, era el primer sanlorenzano rellenito que veía,
Stanley me condujo a mi habitación, me condujo por todo el corazón de la casa, bajando por unas escaleras de piedra viva, una escalera resguardada o desguarnecida por unos rectángulos de acero dispuestos al azar. Mi cama era una goma espuma sobre un estante de piedra, un estante de piedra viva Las paredes de mi alcoba eran de lona. Stanley me enseñó cómo enrollarlos para arriba o para abajo, a elección mía.
Le pregunté a Stanley si no había nadie más en casa, y mi dijo que sólo estaba Newt. Newt, dijo, se encontraba fuera en la terraza colgante, pintando un cuadro. Angela, dijo, se había ido a visitar el Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla.
Yo salí a la mareante terraza, levantada sobre la cascada, y me encontré con el pequeño Newt dormido en una hamaca.
El cuadro en el que Newt había trabajado estaba instalado en un caballete junto a la barandilla de aluminio. El marco era un paisaje nubloso de cielo, mar y valles.
El cuadro de Newt era pequeño, negro y verrugoso.
Consistía en unas rayas hechas sobre un engrudo gomoso y negro. Las rayas formaban una especie de telaraña y yo me pregunté si no serían aquellas las redes adherentes de la futilidad humana, colgadas de una noche sin luna, para que se secaran.
No desperté al enano, autor de aquella cosa espeluznante. Me puse a fumar, escuchando voces imaginarias en los sonidos del agua.
Lo que despertó al pequeño Newt fue una explosión procedente de muy abajo. La explosión hizo carambola en el valle y se dirigió hacia Dios. Había sido un cañón del puerto de Bolívar, me contó el mayordomo. Lo disparaban todos los días a las cinco.
El pequeño Newt dio un brinco.
Aún medio dormido, se puso las manos llenas de pintura negra en la boca y en la barbilla, dejándose unos manchurrones negros. Se restregó los ojos, rodeándoselos también de manchurrones negros.
—Hola —me dijo adormilado.
—Hola —le dije—, me gusta su cuadro.
—Comprende lo que es?
—Supongo que significará cosas distintas según quien lo mire.
—Es una cuna de gato.
—Ajá —dije—. Muy bueno. Las rayas son las cuerdas, ¿o me equivoco?
—Es uno de los juegos más antiguos que hay, la cuna de gato. Lo conocen hasta los esquimales.
—No me diga.
—Durante quizá cien mil años o más, los adultos han hecho bailar marañas de cuerda ante las caras de sus hijos.
—Uhmm.
Newt se quedó enroscado en la silla. Alargó sus manos llenas de pintura como si tuviese entrelazada entre ellas una cuna de gato.
—No me extraña que los niños crezcan locos. Una cuna de gato no es más que un montón de equis entre las manos de una persona, y las criaturas miran y miran una y otra vez todas esas equis...
—¿Y?
—Pues que ni maldito gato ni maldita cuna que valga.
75 - Saluda de mi parte a Albert Schweitzer
Entonces apareció Angela Hoenikker Conners, la hermana de Newt, con Julian Castle, padre de Philip y fundador del Hogar de Esperanza y Misericordia. Castle llevaba un holgado traje de lino blanco y una corbata de gasa. El bigote descuidado. Era calvo. Estaba escuálido. Era un santo, creo yo.
Se presentó a sí mismo ante Newt y ante mí, en la terraza colgante. Al hablar con la boca torcida como los gángsters de las películas, estropeaba cualquier referencia a su posible santidad.
—Sé que es usted un seguidor de Albert Schweitzer —le dije.
—A distancia... —Hizo una mueca burlona y criminal. —Nunca he conocido a tal caballero.
—Albert Schweitzer debe de estar seguramente enterado de su labor, como lo está usted de la suya.
—Quizá sí y quizá no. ¿Le ha visto usted alguna vez?
—No.
—¿Cuenta con verle alguna vez?
—Quizá le vea algún día.
—Bueno dijo Julian Castle—, en caso de que se cruce usted con el doctor Schweitzer en uno de sus viajes, puede usted decirle que no es mi héroe. —Encendió un puro enorme.
Cuando el puro ya ardía, me señaló con el cabo rojo.
—Puede decirle que no es mi héroe —dijo—, pero también puede decirle que gracias a él, Jesucristo sí lo es.
—Creo que se alegrará de oír eso.
—Me importa un rábano que se alegre o no. Esto es algo entre Jesucristo y yo.
76 - Julian Castle está de acuerdo con Newt en que todo carece de sentido
Julian Castle y Angela se acercaron al cuadro de Newt. Castle hizo un agujero enroscando el dedo índice, y entornó los ojos a través del agujero para ver el cuadro.
—¿Qué le parece? —le pregunté.
—Es negro. ¿Qué es esto, el infierno?
dignifica lo que significa —dijo Newt.
—Pues entonces es el infierno —refunfuñó Castle.
—Hace un momento me han dicho que era una cuna de gato —dije.
—La información secreta siempre es útil dijo Castle.
—No me parece muy bonito —protestó Angela—. Me parece feo, pero no sé nada de arte moderno. A veces me gustaría que Newt tomara algunas clases, así sabría con certeza si hace algo o no.
—¿Es usted autodidacta? —le preguntó Julian Castle a Newt.
—¿No lo es todo el mundo? —preguntó Newt a su vez.
—Muy buena respuesta. —Castle se mostró respetuoso.
Yo me encargué de explicar el significado más profundo de la cuna de gato, ya que Newt no parecía dispuesto a volver con la misma cantinela.
Y Castle asintió sabiamente.
—¡De modo que este cuadro refleja la carencia de significado de absolutamente todo! No podría estar más de acuerdo.
—¿De verdad está usted de acuerdo? —pregunté—. Hace un minuto ha dicho usted algo sobre Jesús.
—¿Sobre quién? —dijo Castle.
—Sobre Jesucristo.
—¡Ah!— dijo Castle—, sobre Ese. —Se encogió de hombros—. La gente tiene que decir algo sólo para mantener su cavidad bucal en perfecto funcionamiento, así tendrán una buena cavidad bucal en caso de que haya algo realmente importante que decir.
—Ya veo. Supe que no me iba a resultar fácil escribir un artículo popular sobre él. Tendría que centrarme en sus santas acciones e ignorar por completo las cosas satánicas que pensaba y decía.
—Puede usted citarme —dijo—. El hombre es despreciable, y el hombre no hace nada que valga la pena hacer y no sabe nada que valga la pena saber.
Se inclinó y le estrechó la mano, llena de pintura, al pequeño Newt.
—¿Vale?
Newt asintió con la cabeza, al parecer con la sospecha momentánea de que el asunto se habla llevado un poco lejos.
—Vale.
Entonces el santo se encaminó hacia el cuadro de Newt y lo sacó del caballete. Nos miró a todos radiante.
—Una basura, como cualquier otra cosa.
Y tiró el cuadro por la terraza colgante. El cuadro salió volando por los aires, perdió velocidad, retrocedió como un boomerang, y cortó la cascada.
Poco podía decir el pequeño Newt.
Angela fue la primera en hablar.
—Tienes pintura por toda la cara, cariño. Ve a lavarte.
77 - Aspirinas y boko-maru
—Dígame, doctor —le dije a Julian Castle—. Qué tal está «papá» Monzano?
—Y yo qué sé.
—Pensaba que quizá le había estado tratando usted.
—No nos hablamos... —Castle sonrió—. Mejor dicho, él no me habla. Lo último que me dijo, y de esto hará unos tres años, fue que lo único que me libraba del gancho era mi ciudadanía americana.
—¿Qué ha hecho usted para ofenderle? Aparece aquí y con su propio dinero funda un hospital gratuito para su gente...
—A «papá» no le gusta cómo tratamos a los pacientes —dijo Castle—, sobre todo cuando se están muriendo. En el Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla, oficiamos los últimos sacramentos de la Iglesia bokononista a aquellos que así lo desean.
—¿Cómo son los últimos sacramentos?
—Es todo muy simple. Empiezan con una letanía responsiva. ¿Quiere usted hacer los responsos?
—Si no le importa, ahora mismo no tengo la muerte tan cerca.
Me lanzó un guiño aterrador.
—Hace usted bien en tener cuidado. La gente que recibe los últimos sacramentos, muere siguiendo una pauta. Sin embargo, creo que podríamos preservarle a usted de hacer todo el ritual completo si no nos tocáramos los pies.
—¿Los pies?
Me habló de la actitud bokononista en lo referente a los pies.
—Eso explica algo que vi en el hotel. —Le hablé de los dos pintores que estaban en el alféizar de la ventana.
—Funciona, ¿sabe? dijo—. La gente que lo hace se siente realmente mejor, tanto uno con otro como con el mundo.
—Uhmm.
Boko-maru.
—Cómo dice?
—Así se llama esto de los pies —dijo Castle—. Funciona. Soy muy agradecido con las cosas que funcionan. No hay tantas cosas que funcionen, ¿sabe?
—Supongo que no.
—Probablemente no podría llevar mi hospital si no fuese por las aspirinas y el boko-maru.
—De todo esto deduzco —dije— que todavía quedan unos cuantos bokononistas en la isla, por mucha ley y por mucho ga-a-a-nchub...
Se rió.
—Pero aún no se ha enterado usted?
—¿Enterarme de qué?
—En San Lorenzo todo el mundo es bokononista devoto, a pesar del ga-a-a-nchub
78 - Un cerco de acero
—Cuando hace años Bokonon y McCabe se hicieron cargo de este miserable país —dijo Julian Castle— echaron a los curas, y entonces Bokonon, cínica y chistosamente, se inventó una nueva religión.
—Lo sé —dije.
—En fin, cuando ya era evidente que ninguna reforma en el gobierno o en la economía harían a la gente menos miserable, la religión se convirtió en el único instrumento de la esperanza. El enemigo del pueblo era la verdad, porque la verdad era algo horrible, de modo que Bokonon se asignó la tarea de proporcionarle al pueblo mentiras cada vez mejores.
—¿Y cómo llegó a convertirse en un proscrito?
—Fue idea suya. Le pidió a McCabe que le proscribiera, a él y a su religión, con el fin de darle más emoción y más gustillo a la vida religiosa del pueblo. A propósito, escribió un poemita sobre esto.
Castle citó el poema, el cual no aparece en Los libros de Bokonon:
Y dije adiós al poder.
Y mis motivos expliqué:
Que una buena religión
Es una forma de traición.
—Bokonon también sugirió el gancho como el castigo apropiado para los bokononistas —dijo Castle—. Era algo que había visto en la Cámara de los Horrores de Madame Tussaud. —Guiñó un ojo diabólicamente—. También para darle más emoción.
—¿Y murió mucha gente en el gancho?
—No, no, al principio no. Al principio fue todo puro cuento. Astutamente se hizo circular rumores de que se ejecutaba a la gente, pero en realidad nadie conocía a una sola persona que hubiese sido ejecutada. McCabe se lo pasó en grande profiriendo sanguinarias amenazas contra los bokononistas, algo que era todo el mundo. Y Bokonon se buscó un acogedor escondite en la jungla donde escribía y predicaba todo el día, y comía manjares que sus discípulos le traían. McCabe organizó entonces a todos los parados, algo que prácticamente era todo el mundo, en grandes grupos de cazadores de Bokonon. Más o menos cada seis meses, McCabe anunciaba triunfalmente que Bokonon estaba rodeado de un cerco de acero que implacablemente se iba cerrando. Y entonces los líderes del implacable cerco debían informar a McCabe, apenados y apopléjicos, de que Bokonon habla hecho lo imposible. ¡Se había escapado, se había evaporado, había vivido para predicar un día más! ¡Milagro!
79 - De por qué McCabe se convirtió en un alma infame
—McCabe y Bokonon no lograron elevar lo que todo el mundo entiende por nivel de vida —dijo Castle—. La realidad era que la vida era tan corta y tan salvaje y tan ruin como siempre. Pero la gente ya no tenía que prestar tanta atención a la amarga realidad. Conforme fue aumentando la leyenda viviente del cruel tirano de la ciudad y la del benévolo santo de la jungla, fue asimismo aumentando la felicidad de la gente. Todos estaban contratados como actores con dedicación exclusiva en una obra que entendían, una obra que cualquier ser humano de cualquier parte entendía y aplaudía.
—O sea, que la vida se convirtió en una obra de arte —dije maravillado.
—Sí. Sólo había un problema.
—¿Ah sí?
—El drama era muy violento para el alma de los dos actores principales, McCabe y Johnson. De jóvenes, se habían asemejado mucho más, los dos habían sido mitad ángel, mitad pirata. Pero el drama exigía que la mitad pirata de Bokonon y la mitad angelical de McCabe se marchitaran, y tanto McCabe como Bokonon pagaron un precio espantoso, el de la agonía, a cambio de la felicidad del pueblo. McCabe conociendo la agonía del tirano, y Bokonon conociendo la agonía del santo. Ambos se volvieron, para todos los efectos, dementes.
Castle encorvó el dedo índice de su mano izquierda.
—Y fue entonces cuando la gente empezó de verdad a morir en el ga-a-a-nchub.
—¿Y nunca atraparon a Bokonon? —pregunté.
—McCabe no se volvió nunca tan loco. Nunca hizo un esfuerzo realmente serio para atrapar a Bokonon. Habría sido muy fácil.
—¿Por qué no le atrapó?
—McCabe estuvo siempre lo bastante cuerdo para darse cuenta de que sin el hombre sagrado contra quien luchar, su propia existencia se convertirla en algo carente de sentido «Papá» Monzano también piensa así.
—¿Y la gente sigue muriendo en el gancho?
—Es una fatalidad inevitable.
—Me refiero dije— a si «papá» realmente ejecuta a la gente de ese modo.
—Ejecuta a uno cada dos años, sólo para que no decaiga el asunto por decirlo de algún modo. suspiró levantando la mirada hacia el cielo del atardecer—. Tela, tela, tela.
—¿Cómo dice?
—Es lo que decimos los bokononistas —dijo— cuando tenemos la sensación de que suceden cosas misteriosas.
—¿Usted? —me quedé asombrado— ¿También usted es bokononista?
Se quedó mirándome sin alterarse.
—Y usted también, ya se dará cuenta.
80 - Los coladores de cascadas
Angela y Newt estaban en la terraza colgante con Julian Castle y conmigo. Tomábamos unos cócteles. Frank aún no había pronunciado palabra.
Tanto Angela como Newt, por lo que vi, eran bebedores empedernidos. Castle me contó que su época de playboy la había pagado con un riñón, y que desgraciadamente se veía obligado, por fuerza, a limitarse a beber gingerale.
Angela, cuando ya llevaba unas cuantas copas en el cuerpo, se quejó de cómo habla estafado la sociedad a su padre.
—Con todo lo que él dio, qué poco le dieron.
La insistí para que me diera algunos ejemplos de la mezquindad del mundo y obtuve algunas cifras exactas.
—La Compañía General de Forjas y Fundiciones le daba una prima de cuarenta y cinco dólares por cada patente que produjera su trabajo —dijo Angela—. Es la misma prima que les pagan a todos los de la empresa. —Meneó la cabeza lastimeramente—. ¡Cuarenta y cinco dólares, piense por un momento para qué fueron algunas de esas patentes!
—Uhmm dije—. Me imagino que tendría también un sueldo.
—Lo más que ganó fue veintiocho mil dólares al año.
—Pues no está nada mal.
Angela se enfurruñó.
—¿Sabe lo que ganan las estrellas de cine?
—Un montón, a veces.
—Sabe que el doctor Breed ganaba diez mil dólares al año más que mi padre?
—Ciertamente era una injusticia.
—Estoy harta de injusticias.
Estaba tan chillonamente atormentada que cambié de tema. Le pregunté a Julian Castle qué habría sido, según él, del cuadro que había tirado cascada abajo.
—Hay una aldea allá abajo —me dijo—, mejor dicho, cinco o diez chozas. Y a propósito, es ahí donde nació «papá» Monzano. La cascada va a parar a un gran cuenco de piedra.
—Los aldeanos tienen una red hecha con tela metálica, que tienden a través de una mella que hay en el cuenco. El agua fluye por la mella y forma una corriente.
—Y usted cree que el cuadro de Newt está ahora en la red, ¿no? —pregunté.
—Este es un país pobre, por si aún no lo ha notado —dijo Castle—. No hay nada que permanezca mucho tiempo en la red. Supongo que el cuadro de Newt estará ya secándose al sol, junto a la colilla de mi puro. Un metro cuadrado de lienzo engomado, los cuatro palos pulidos e ingleteados del tensor, algunas tachuelas también, y un puro, suponen en conjunto una buena pesca para un hombre realmente pobre.
—A veces es que me pondría a dar gritos —dijo Angela—, cuando pienso lo mucho que le pagan a otra gente y lo poco que le pagaban a mi padre con lo mucho que dio. —Angela estaba al borde de una melopea llorona.
—No llores —le suplicó Newt dulcemente.
—A veces no puedo evitarlo —dijo.
—Ve a buscar tu clarinete —le apremió Newt—. Eso siempre te alivia.
Al principio pensé que como sugerencia era bastante cómica. Pero por la reacción de Angela, me di cuenta de que la sugerencia era seria y práctica.
—Cuando me pongo así —nos dijo Angela a Castle y a mí—, a veces es lo único que me alivia.
Pero era demasiado tímida para sacar el clarinete inmediatamente. Tuvimos que estar suplicándole que tocara, y Angela tuvo que tomar dos copas más.
—Es realmente maravillosa —aseguró el pequeño Newt.
—Me encantaría oírle tocar —dijo Castle.
—Está bien —dijo Angela al final, mientras se ponía en pie tambaleándose—. Está bien, tocaré.
Cuando Angela ya no podía oírnos, Newt se disculpó por ella.
—Ha tenido una mala racha. Necesita descansar.
—¿Ha estado enferma? —pregunté.
—Su marido es endiabladamente mezquino con ella —dijo Newt. Nos hizo ver que odiaba al guapo y joven marido de Angela, el extremadamente afortunado Harrison C. Conners, presidente de Fabri-Tek—. Su marido aparece por casa raras veces, y cuando aparece, va borracho y generalmente cubierto de carmín.
—Por el modo en que habla Angela dije—, pensaba que se trataba de un matrimonio feliz.
El pequeño Newt separó sus manos unos quince centímetros y alargó los dedos.
—¿Ve el gato? ¿Ve la cuna?
81 - Una novia blanca para el hijo de un mozo de estación
Yo no sabía lo que iba a salir del clarinete de Angela. Ninguno de nosotros se imaginaba lo que iba a salir de ahí.
Yo me esperaba algo patológico, pero no me esperaba la profundidad, la violencia y la casi insufrible belleza de la enfermedad.
Angela humedeció y calentó la boquilla, pero no emitió ni una sola nota preliminar. Sus ojos se vidriaron y sus largos y osudos dedos temblequearon distraídamente sobre las calladas teclas.
Esperé ansiosamente y recordé que Marvin Breed me había dicho que ante su desolada vida con el padre, la única escapatoria de Angela había sido irse a su habitación, donde cerraba bien la puerta y tocaba al compás de los discos.
Newt puso entonces un long-play en el gran tocadiscos de la habitación que daba a la terraza. Volvió con la funda del disco y me la dio.
El disco se llamaba Cat House Piano. Se trataba de un solo de piano de Meade Lux Lewis.
Dado que Angela, con el fin de intensificar su trance, había dejado que Lewis interpretara solo la primera composición, leí algo de lo que la funda decía acerca de Lewis.
«Nacido en Louisville, Kentucky, en 1905 —leí—, Lewis no se dedicó a la música hasta su decimosexto cumpleaños, año en que su padre le proporcionó un violín. Un año más tarde, aconteció que el joven Lewis pudo oír a Jimmy Yancey tocar el piano. "Aquello", como recuerda Lewis, "fue lo esencial." Muy pronto —leí—, Lewis empezó a aprender él solo a tocar el bugui-bugui al piano, asimilando todo lo que podía del viejo Yancey, que hasta su muerte fue íntimo amigo de Lewis además de su ídolo. Dado que su padre era mozo de estación —leí—, la familia Lewis vivía cerca de la vía férrea. El ritmo de los trenes se convirtió muy pronto en una pauta natural para el joven Lewis, y compuso el solo de bugui-bugui, ahora un clásico en su estilo, que se hizo célebre con el nombre de “Honky Tonk Train Blues”.»
Dejé de leer y levanté la mirada. La primera composición del disco había finalizado. La aguja del tocadiscos arañaba en ese momento lentamente el vacío hasta llegar a la segunda composición. La segunda composición, supe por la funda, era «Dragon Blues».
Meade Lux Lewis tocó cuatro compases en solitario, y entonces Angela Hoenikker se unió con él.
Angela tenia los ojos cerrados.
Yo me quedé pasmado.
Angela era excelente.
Improvisó sobre la música del hijo del mozo de estación. Pasó de un lirismo transparente a una lascivia estridente, al apocamiento chillón de un niño asustado, a una pesadilla de heroinómana.
Sus prestos hablaban del cielo y del infierno, y de todo lo que hay en medio.
Semejante música procediendo de semejante mujer no podía ser más que un caso de esquizofrenia o de posesión demoníaca.
Yo tenía los pelos de punta, como si Angela estuviese dando vueltas por el suelo, echando espuma por la boca y balbuceando el babilonio con toda fluidez.
Cuando finalizó la música, le dije gritando a Julian Castle, que también estaba transpuesto:
—¡Por Dios bendito! Pero ¿alguien comprende qué es esto?
—No intente comprender —dijo—, sólo finja que lo comprende.
—Eso, eso es un buen consejo. —Me quedé exhausto.
Castle citó otro poema:
El tigre tiene que cazar
El pájaro que volar
El hombre que sentarse y exclamar:
«¿Por qué, por qué, por qué?»
El tigre tiene que dormir,
El pájaro que aterrizar,
Y el hombre que decirse:
«Ya sé, ya sé, ya sé.»
—¿Eso de dónde es?
—¿De dónde va a ser?, de Los libros de Bokonon.
—Me encantaría ver un ejemplar algún día.
—Es difícil conseguir ejemplares —dijo Castle—. No están impresos. Están escritos a mano y, por supuesto, eso de un ejemplar integro, imposible. Bokonon añade cosas todos los días.
El pequeño Newt soltó un bufido.
—¡Las religiones!
—¿Cómo dice? —dijo Castle.
—¿Ve el gato? —preguntó Newt—. ¿Ve la cuna?
82 - Zah-mah-ki-bo
El comandante Franklin Hoenikker no vino a cenar.
Telefoneó e insistió en hablar conmigo y con nadie más. Me dijo que estaba velando junto al lecho de «papá», y que «papá» estaba muriéndose atormentadamente. Frank parecía sentirse asustado y solo.
—Escuche —dije—, ¿por qué no vuelvo a mi hotel y nos reunimos usted y yo más tarde, cuando la crisis haya pasado?
—¡No, no, no! ¡Usted se queda ahí! ¡Quiero que esté donde pueda localizarle rápidamente! —Tenía pánico de que me escurriera de sus garras. Ya que yo no podía comprender el alcance de su interés por mí, también yo empecé a sentir pánico.
—¿No podría darme una idea de por qué quiere usted verme? —pregunté.
—Por teléfono no.
—¿Es algo referente a su padre?
—Es algo referente a usted..
—¿Algo que he hecho?
—Algo que va usted a hacer.
Oí el clo-clo de un pollo al otro lado del hilo. Oí una puerta que se abría, y la música de un xilófono que procedía de alguna alcoba. Se trataba de «When Day is Done». Entonces se cerró la puerta y dejé de oír la música.
—Le agradecería que me diese alguna pequeña pista de lo que espera usted que yo haga, así me puedo ir preparando dije.
—Zah-mah-ki-bo.
—¿Qué?
—Es un término bokononista.
—No conozco ningún término bokononista.
—¿Está Julian Castle por ahí?
—Sí.
—Pregúntele a él —dijo Frank—. Ahora tengo que irme. —Colgó.
De modo que le pregunté a Julian Castle qué significaba Zah-mah-ki-bo.
—¿Desea usted una simple respuesta o toda una respuesta?
—Una simple respuesta, para empezar.
—El sino, el inevitable destino.
83 - El doctor Schlichter von Koenigswald se acerca al punto de equilibrio
—Cáncer —dijo Julian Castle en la cena cuando le conté que «papá» estaba muriéndose atormentadamente.
—Cáncer de qué?
—Cáncer de casi todo. ¿Dicen ustedes que le ha dado un colapso hoy en la tribuna?
—Sin duda —dijo Angela.
—Fue el efecto de los fármacos —declaró Castle—. Ahora mismo, «papá» se encuentra en un punto en que los fármacos y el dolor han llegado a un equilibrio. Un fármaco más le mataría.
—Yo creo que me suicidaría —murmuró Newt. Estaba sentado en una especie de silla alta plegable que siempre llevaba consigo cuando iba de visita. Estaba hecha de tubos de aluminio y de lona. «Es agotador sentarse encima de un diccionario, un atlas y una guía de teléfonos», había dicho al abrir la silla.
—Eso es lo que hizo el cabo McCabe, claro —dijo Castle—. Nombró a su mayordomo como sucesor y después se pegó un tiro.
—¿También cáncer? —pregunté.
—No sabría decirle, pero creo que no. La maldad absoluta le consumió, me parece a mí. Todo eso ocurrió antes de nacer yo.
—¡Qué conversación tan alegre! —dijo Angela.
—Creo que todo el mundo estará de acuerdo en que vivimos días alegres —dijo Castle.
—Bueno —le dije—. Yo diría que tiene usted más motivos que la mayoría de nosotros para estar alegre, haciendo usted lo que hace con su vida.
—En una ocasión también tuve un yate, ¿sabe?
—No sé qué me quiere decir.
—Tener un yate también es un motivo para estar más alegre que la mayoría.
—Y si no es usted el médico de «papá» —dije—, ¿quién es?
—Uno de mis hombres, el doctor Schlichter von Koenigswald.
—¿Un alemán?
—Vagamente. Estuvo en la SS catorce años. Fue médico de campaña durante seis de esos años.
—¿Y está haciendo penitencia en el Hogar de Esperanza y Misericordia?
—Sí —dijo Castle—, y haciendo también grandes progresos. Salva vidas a diestro y siniestro.
—Bien le viene.
—Sí. Si sigue al ritmo que lleva ahora, trabajando día y noche, el número de gente que mató será igual al número de gente que salve de aquí al año 3010.
O sea, que ya tenemos aquí a otro miembro de mi karass: el doctor Schlichter von Koenigswald.
84 - Apagón
Pasaron tres horas después de la cena y Frank aún no había vuelto a casa. Julian Castle pidió disculpas y regresó al Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla.
Angela, Newt y yo nos instalamos en la terraza colgante. Las luces de Bolívar, debajo de nosotros, resultaban preciosas. En lo alto del edificio administrativo del aeropuerto de Monzano había una gran cruz iluminada. Funcionaba con motor, y giraba lentamente dando la vuelta con devoción eléctrica.
Al norte tentamos también otros lugares brillantes de la isla. Las montañas nos impedían verlos directamente, pero podíamos ver en el cielo sus aureolas luminosas. Le pedí a Stanley, el mayordomo de Frank, que me identificara la procedencia de aquellas aureolas.
Y Stanley las fue señalando con el dedo, en sentido contrario a las agujas del reloj.
—El Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla, el palacio de «papá», y Fuerte Jesús.
—¿Fuerte Jesús?
—El campo de entrenamiento de nuestros soldados.
—¿Y lo llaman con el nombre de Jesucristo?
—Claro, por qué no.
Hacia el norte apareció una nueva aureola luminosa que crecía rápidamente. Antes de que pudiese preguntar qué era aquello, la propia aureola se descubrió, resultando ser faros que rebasaban una cumbre. Los faros venían hacia nosotros. Pertenecían a un convoy.
El convoy estaba compuesto por cinco camiones militares de fabricación americana. Unos hombres con ametralladoras tripulaban unas cabinas circulares instaladas en lo alto de los camiones.
El convoy se detuvo en el camino de Frank. Los soldados se apearon al momento. Se pusieron a trabajar en el césped, excavando hoyos de protección y fosos para las ametralladoras. Yo salí con el mayordomo de Frank para preguntar al oficial responsable qué ocurría.
—Hemos recibido la orden de proteger al próximo presidente de San Lorenzo —dijo el oficial en el dialecto insular.
—En estos momentos no se encuentra aquí —le informé.
—Yo no sé nada —dijo—. Tengo órdenes de cavar aquí, eso es todo lo que sé.
Conté lo ocurrido a Angela y a Newt.
—¿Cree usted que corremos algún grave peligro? —me preguntó Angela.
—Yo también soy aquí un extranjero —dije.
En ese momento hubo un corte eléctrico. Todas las luces de San Lorenzo se apagaron.
85 - Un montón de foma
Los criados de Frank nos trajeron unas lámparas de gas. Nos dijeron que los cortes eléctricos eran muy comunes en San Lorenzo y que no había motivo para alarmarse. Sin embargo, a mí no me resultaba fácil tranquilizarme, ya que Frank había hablado de mi Zah-mah-ki-bo.
Me había hecho sentirme como si mi albedrío fuese tan irrelevante como el albedrío de un cerdito que llegara a los mataderos de Chicago.
Volví a recordar el ángel de piedra de Ilium.
Y escuché a los soldados que estaban fuera, así como sus rumorosos esfuerzos, su tintinear y su golpeteo.
Era incapaz de concentrarme en la conversación que mantenían Angela y Newt, aunque se enzarzaron en un tema bastante interesante. Me contaron que su padre había tenido un hermano gemelo. Nunca habían llegado a conocerle. Se llamaba Rudolph. Lo último que habían oído de él era que se dedicaba a fabricar cajitas de música en Zurich, Suiza.
—Mi padre apenas le mencionaba— dijo Angela.
—Mi padre apenas mencionaba a nadie —apuntó Newt.
El viejo tenía también una hermana, me dijeron. Se llamaba Celia. Criaba schnauzers gigantes en Shelter Island, estado de Nueva York.
—Siempre envía una tarjeta por Navidades —dijo Angela.
—Una tarjeta con la imagen de un schnauzer —dijo el pequeño Newt.
—Es curioso ver cómo van saliendo personas diferentes de diferentes familias —observó Angela.
—Eso es muy verdadero y está muy bien dicho corroboré yo. Me disculpé ante mis fulgurantes acompañantes y le pregunté a Stanley, el mayordomo, si por casualidad había un ejemplar de Los libros de Bokonon por algún lugar de la casa.
Stanley fingió no saber de qué le estaba hablando, y entonces refunfuñó que Los libros de Bokonon eran una basura. E insistió en que todo aquél que los leía se merecía morir en el gancho. Y entonces me trajo un ejemplar de la mesita de noche de Frank.
Era un trasto pesado, más o menos del tamaño de un diccionario no abreviado. Estaba escrito a mano. Lo remolqué como pude hasta mi dormitorio, hasta mi goma espuma puesta encima de la roca viva.
No tenía índice, de modo que me fue difícil indagar sobre la trascendencia del Zah-mah-ki-bo. Aquella noche fue, de hecho, infructuosa.
Me enteré de algunas cosas, pero eran cosas de escasa utilidad. Me enteré, por ejemplo, de la cosmogonía bokononista, en la que Boraisi, el sol, sostenía a Pabu, la luna, en sus brazos, esperando que Pabu le diera un niño fogoso.
Pero la pobre Pabu dio a luz unos niños fríos, que no ardían y Boraisi los desechó asqueado. Y estos niños constituían los planetas, que giraban en torno a su padre a una distancia prudente.
Y Boraisi expulsó entonces a la propia Pabu y esta se fue a vivir con su hijo favorito, la Tierra. La Tierra era el favorito de Pabu porque albergaba gente, y la gente miraba siempre a Pabu, la amaban y la comprendían.
¿Y qué opinaba Bokonon de su propia cosmogonía?
«¡Foma! ¡Mentiras! —escribía—. ¡Un montón de foma!»
86 - Dos termos pequeñitos
Cuesta creer que me quedara dormido, pero así debió ser, porque si no ¿cómo me habría podido despertar una serie de estallidos y un torrente de luz?
Al primer estallido salí rodando de la cama y corrí hacia la parte principal de la casa, con el arrebato insensato de un bombero voluntario.
De pronto me vi corriendo de cabeza hacia Newt y Angela, los cuales huían de sus propias camas.
Nos paramos todos en seco y analizamos encogidos aquellos ruidos de pesadilla que nos rodeaban, y los atribuimos a la radio, al lavavajillas y a la bomba, que se habían reincorporado a la vida ruidosa al volver el fluido eléctrico.
Los tres nos espabilamos lo suficiente para ser conscientes de que nuestra situación era cómica, que habíamos reaccionado con comportamientos cómicamente humanos ante una situación que nos parecía mortal pero no lo era. Y para hacer gala del dominio que ejercía sobre mi falaz sino, apagué la radio.
Todos nos reímos por lo bajito.
Y nos desafiamos, para quedar bien, a ver quién era el mejor conocedor de la naturaleza humana, la persona con el sentido del humor más ágil.
Newt era el más ágil. Me hizo ver que en mis manos llevaba el pasaporte, mi cartera y mi reloj de pulsera. Yo no tenía ni idea de lo que había agarrado en el pretendido umbral de la muerte, no sabía siquiera que hubiese agarrado algo.
Pero ataqué alborozadamente preguntándole a Angela y a Newt por qué motivo llevaban los dos unos termos pequeñitos, unos termos idénticos de color rojo y gris, con cabida para unas tres tazas de café.
Tampoco se habían enterado de que llevasen semejantes termos. Se asombraron de ver que los llevaban en las manos.
Unos nuevos estallidos procedentes de fuera les libraron de dar explicaciones. Me fui a averiguar inmediatamente qué eran aquellos estallidos, y con un descaro tan injustificado como mi pánico anterior, investigué, encontrándome fuera con Frank Hoenikker que intentaba reparar un generador a motor puesto sobre un camión.
El generador era nuestra nueva fuente de electricidad. El motor a gasolina con el que funcionaba estaba dando petardazos y echando humo. Frank intentaba arreglarlo.
Junto a él estaba la celestial Mona. Esta le observaba gravemente, como siempre.
—¡Tengo noticias para ti, chico! —me dijo a voces y me llevó de nuevo a casa.
Angela y Newt seguían en el salón, pero de algún modo y en alguna parte se las habían arreglado para deshacerse de sus peculiares termos.
El contenido de los termos, naturalmente, eran partículas del legado del doctor Felix Hoenikker, eran partículas del wampeter de mi karass, eran pedacitos de Hielo-nueve.
Frank me llevó a un rincón.
—¿Estás bien despierto?
—Tan despierto como siempre.
—Espero que estés realmente bien despierto, porque tenemos que hablar ahora mismo.
—Empieza.
—Busquemos un poco de intimidad. —Frank le dijo a Mona que se pusiese cómoda—. Te llamaremos si te necesitamos.
Me quedé mirando a Mona, derretido, y pensé que nunca había necesitado a nadie tanto como a ella.
87 - Mi estilo
Volvamos a Franklin Hoenikker, el niño con cara de pillo y el timbre de voz y la convicción de un matasuegras. Yo había oído decir en el ejército que tal o cual hombre hablaba como alguien con el culo de papel. Pues bien, ese hombre era Franklin Hoenikker. El pobre Frank casi no había tenido experiencia en hablar a nadie, ya que había pasado una infancia clandestina como el Agente Secreto X-9.
Ahora, esperando resultar cordial y persuasivo, me decía frases que él consideraba brillantes, frases tales como «Me gusta tu estilo» y «Quiero hablarte sin tapujos, de hombre a hombre».
Y me hizo bajar a lo que él llamaba su «guarida» para que pudiésemos «...llamar al pan pan y al vino vino, y llamar a las cosas por su nombre».
De modo que bajamos las escaleras cortadas en el acantilado, y llegamos a una caverna natural que estaba debajo y detrás de la cascada. Había unas mesas de dibujo, tres sillas escandinavas, pálidas y peladas, un estante con libros de arquitectura, libros en alemán, francés, finés, italiano e inglés.
Todo estaba iluminado con luz eléctrica, luces que latían con el jadeo del generador a motor.
Y lo más chocante de aquella caverna era que había imágenes pintadas en las paredes, pintadas con el atrevimiento de un jardín de infancia, pintadas con los colores lisos de la arcilla, la tierra y el carbón del hombre primitivo. No necesité preguntarle a Frank de cuándo databan las pinturas de la caverna. Por el tema podía saberlo. No eran pinturas de mamuts, de tigres con dientes de sable u osos fálicos de las cavernas.
El tema eterno de las pinturas eran diferentes aspectos de la infancia de Mona Aamons Monzano.
—¿Y es..., es aquí donde trabajaba el padre de Mona? —pregunté.
—Exacto. Su padre fue el finés que diseñó el Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla.
—Ya.
—Pero no te he traído aquí abajo para hablar de eso.
—¿Se trata de algo referente a tu padre?
—Es referente a ti. —Frank me puso la mano en el hombro y me miró a los ojos. El efecto era terrorífico. Frank pretendía inspirarme camaradería, pero su cabeza me pareció una grotesca lechuza pequeña cegada por la luz y encaramada a un palo largo y blanco.
—Sería mejor que fueses al grano.
—No tiene sentido andarse por las ramas —dijo—. Sé juzgar muy bien a la gente, aunque sea yo el que lo diga, y tu estilo me gusta.
—Gracias.
—Creo que tú y yo podríamos hacer buenas migas.
—No me cabe la menor duda.
—Ambos tenemos cosas que ensamblan.
Le agradecí que me quitara la mano del hombro. Ensambló sus dedos como si fuesen ruedas dentadas. Una mano le representaba a él, supongo, la otra me representaba a mí.
—Nos necesitamos mutuamente. —Accionó los dedos para mostrarme cómo funcionaban las ruedas dentadas.
Guardé silencio durante un rato, aunque por fuera me mostré amable.
—¿Entiendes lo que quiero decir? —me preguntó Frank al final.
—Qué tú y yo vamos a hacer algo juntos.
—Exacto. —Frank dio una palmada—. Tú eres una persona de mundo, acostumbrada al contacto con la gente, y yo soy un técnico, acostumbrado a trabajar entre bastidores, y haciendo que las cosas funcionen.
—¿Cómo puedes saber qué tipo de persona soy yo? Acabamos de conocernos.
—Tu ropa, tu modo de hablar. —Volvió a ponerme la mano en el hombro—. Me gusta tu estilo.
—Eso ya lo has dicho.
Frank estaba frenético. Quería que yo captara sus pensamientos, que lo hiciera con entusiasmo, pero yo aún seguía en las nubes.
—¿Debo pensar que... me estás ofreciendo algún tipo de empleo aquí, aquí en San Lorenzo?
Dio una palmada. Frank estaba encantado.
—¡Exacto! ¿Qué te parecerían cien mil dólares al año?
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Y qué tendría que hacer?
—Prácticamente nada. Tendrías que beber todas las noches en copas de oro, vaciar platos de oro y tener un palacio todo tuyo.
—¿Qué empleo es ese?
—Presidente de la República de San Lorenzo.
88 - De por qué Frank no podía ser presidente
—¿Presidente? ¿Yo? —Se me cortó la respiración.
—¿Y quién si no?
—¡De eso nada!
—No digas que no hasta que lo hayas pensado realmente. —Frank me observaba con impaciencia.
—¡No!
—Realmente no lo has pensado.
—Lo he pensado lo bastante para saber que es una locura.
Frank volvió a ensamblar sus dedos a modo de ruedas dentadas.
—Trabajaríamos juntos. Yo te respaldaría todo el tiempo.
—Muy bien. Así, si me fulminasen por delante, también te darían a ti.
—¿Fulminar?
—¡Si me disparasen! ¡Me asesinasen!
Frank estaba perplejo.
—¿Por qué iba alguien a dispararte?
—Por ser presidente.
Frank meneó la cabeza.
—En San Lorenzo nadie quiere ser presidente. —Me aseguró—. La religión lo prohíbe.
—¿También lo prohíbe tu religión? Yo creía que ibas a ser tú el próximo presidente.
—Yo... —dijo, y le costó seguir. Parecía estar viendo fantasmas.
—¿Tú qué? —pregunté.
Se puso frente al manto de agua que servía de cortina a la caverna.
—La madurez, tal y como yo la entiendo —me dijo—, es saber cuáles son tus limitaciones.
En su definición de la madurez no se alejaba de Bokonon. «La madurez —nos dice Bokonon—, es una decepción amarga
que no tiene remedio, a menos que se diga que la risa es el remedio para todo.»
—Sé que tengo mis limitaciones —prosiguió Frank—. Son las mismas limitaciones que tuvo mi padre.
—¿Ah sí?
—Tengo un montón de buenas ideas, igual que las tuvo mi padre —nos dijo Frank, a mí y a la cascada—, pero mi padre no servía para enfrentarse con el público, y yo tampoco.
89 - Duffle
—¿Aceptarás el empleo? —preguntó Frank impaciente.
—No —le dije.
—¿Conoces a alguien que pueda querer el empleo? —Frank estaba dando un ejemplo clásico de lo que Bokonon llama duffle. Duffle, para Bokonon, es cuando el destino de miles de miles de personas se pone en manos de un stuppa. Un stuppa es un niño obnubilado.
Me reí.
—¿He dicho algo divertido?
—No me hagas caso cuando río —le supliqué—. En ese sentido, mi perversión es notable.
—¿Te ríes de mí?
Negué con la cabeza.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—La gente siempre se ha burlado de mí.
—Habrán sido suposiciones tuyas.
—La gente me decía cosas. No eran suposiciones mías.
—A veces la gente es cruel sin querer —le insinué, pero no le habría dado mi palabra de honor.
—¿Sabes lo que solían decirme?
—No.
—Solían decirme: «¡Eh, tú, X-9, ¿dónde vas?»
—Pues no parece tan grave.
—Así es como me llamaban —dijo Frank con restos de resentimiento—. Agente Secreto X-9.
No le aclaré que ya lo sabía.
—¿Dónde vas, X-9? —repitió Frank como si fuera el eco.
Me imaginé a los guasones, y los lugares en los que el Sino les habría finalmente abucheado y postergado. Los chistosos que le habían dicho cosas a Frank estarían seguramente bien colocados en empleos mortalmente aburridos en la Compañía General de Forjas y Fundiciones, en la Central eléctrica de Ilium, en la Compañía Telefónica...
Y aquí tenía yo al Agente Secreto X-9, un comandante general, ofreciéndose a hacerme rey... en una caverna con una cascada tropical por cortina.
—Realmente se habrían quedado sorprendidos si me hubiese parado a decirles adónde iba.
—¿Quieres decir que de algún modo presentías que ibas a terminar aquí? —Era una pregunta bokononista.
—Iba a la Jack's Hobby Shop —dijo, sin ningún sentido del anticlímax.
—¿Eh?
—Todos sabían que iba allí, pero no sabían realmente lo que allí sucedía. Se habrían quedado realmente sorprendidos, sobre todo las chicas, si se hubiesen enterado de lo que realmente sucedía. Las chicas se creían que yo no sabía nada de chicas.
—¿Y qué sucedía realmente?
—Me tiraba a la esposa de Jack todos los días. Por eso me quedaba siempre dormido en el instituto. Por eso nunca rendía al máximo.
Frank despertó de sus sórdidos recuerdos.
—Venga, sé presidente de San Lorenzo. Con tu personalidad serías verdaderamente bueno. ¿Vale?
90 - Sólo una trampa
La noche, la caverna, la cascada. El ángel de piedra de Ilium...
Y los doscientos cincuenta mil cigarrillos y los tres mil litros de alcohol, y las dos esposas, ninguna esposa...
Sin un amor que me espere en alguna parte...
La lánguida vida de un escritorzuelo manchado de tinta...
Pabu, la luna, y Boraisi, el sol, sus hijos...
Todo era una conspiración para constituir un Vin-dit cósmico, un poderoso impulso hacia el bokononismo, hacia la creencia de que Dios dirigía mi vida y de que Dios me tenía una tarea asignada.
Y yo por dentro, ramoneaba, o lo que es lo mismo, transigía con las aparentes exigencias de mi Vin-dit.
Por dentro, consentía en convertirme en el próximo presidente de San Lorenzo.
Por fuera, aún tenía mis reservas, mis sospechas.
—Debe de haber una trampa —desconfiaba yo.
—No hay ninguna trampa.
—¿Habrá elecciones?
—Nunca las ha habido. Sólo anunciaremos quién es el nuevo presidente.
—¿Y nadie se opondrá?
—Aquí nadie se opone a nada. No les interesa lo más mínimo. Les da igual.
—Tiene que haber una trampa.
—Hay una especie de trampa —reconoció Frank.
—¡Lo sabía! —Empecé a recelar de mi vin-dit—. ¿Cuál es? ¿Qué trampa es?
—Bueno, en realidad no es una trampa, ya que si no quieres, no estás obligado. Aunque seria una buena idea.
—Oigamos esa gran idea.
—Bueno, si vas a ser presidente, creo que la verdad es que deberías casarte con Mona. Pero no estás obligado, si no quieres. Tú mandas.
—¿Me aceptaría?
—Si a mí me aceptaba, te aceptará a ti. No tienes más que preguntárselo.
—¿Y por qué iba Mona a decir que sí?
—Los libros de Bokonon auguran que Mona se casará con el próximo presidente de San Lorenzo dijo Frank.
91 - Mona
Frank trajo a Mona a la caverna de su padre y nos dejó solos.
Al principio tuvimos dificultades en hablar. A mí me daba vergüenza.
Mona llevaba un sayo diáfano. Un sayo azul celeste. Un sayo sencillo, ligeramente cogido a las caderas con un hilo de gasa y todo el resto eran formas de Mona. Tenía pechos como granadas o lo que ustedes quieran. En todo caso, en nada se parecían a los pechos de una jovencita.
Sus pies, todo menos desnudos. Tenía las uñas exquisitamente arregladas, y sus livianas sandalias eran de oro.
—¿Cómo..., cómo estás? —pregunté. El corazón me daba martillazos.
La sangre me hervía en las orejas.
—No se pueden cometer equivocaciones —me aseguró.
Yo no sabía que aquel era el saludo habitual de todo bokononista cuando conoce a una persona tímida. De modo que respondí con una febril discusión de si se podía o no cometer equivocaciones.
—Dios mío, no te haces idea de cuántas equivocaciones he cometido ya. Tienes enfrente al campeón mundial de las equivocaciones —solté, y seguí—: ¿Tienes idea de lo que acaba de decirme Frank?
—¿Acerca de mi?
—Acerca de todo, pero especialmente acerca de ti.
—Te ha dicho que podía ser tuya, si querías.
—Exacto.
—Y es verdad.
—Yo, yo...
—¿Sí?
—No sé cómo seguir.
—El boko-maru sería una ayuda —insinuó.
—¿Cómo?
—Quítate los zapatos —me ordenó, y se desprendió de sus sandalias con la máxima elegancia.
Soy un hombre de mundo que ha poseído, según un recuento que hice una vez, a más de cincuenta y tres mujeres, y puedo decir que he visto desnudarse a las mujeres de todos los modos posibles que hay de desnudarse. He visto correrse las cortinas en todas las variaciones posibles del último acto.
Y sin embargo, la única mujer que me ha hecho gemir involuntariamente, no hizo más que desprenderse de sus sandalias.
Intenté desatarme los zapatos. No ha existido novio que lo haya hecho peor. Logré quitarme un zapato, pero até el otro más fuerte. Me rompí una uña con el nudo. Al final me saqué el zapato de un tirón, sin desatarlo.
Después me quité los calcetines.
Mona estaba ya sentada en el suelo, con las piernas extendidas, apoyándose con sus redondos brazos detrás de la espalda, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
En mí estaba ahora el consumar mi primer, mi primer, mi primer, ay Dios mío...
Boko-maru.
92 - Donde el poeta celebra su primer boko-maru
Estas no son palabras de Bokonon, son mías:
Dulce fantasma
Niebla invisible de...
Yo soy,
Mi alma,
Fantasma enfermo de amor por demasiado tiempo,
Solo por demasiado tiempo:
¿No encontrarás otra dulce alma?
Durante mucho tiempo
Te he dado malos consejos
Sobre dónde dos almas
Pueden encontrarse.
¡Mis plantas, mis plantas!
¡Mi alma, mi alma!,
Acude,
Dulce alma.
Y que te besen.
Mmmuuaaa.
93 - De cómo casi pierdo a Mona
—¿Te es ahora más fácil hablar conmigo? —preguntó Mona.
—Es como si te conociera desde hace años —le confesé. Sentí ganas de llorar—. Te amo, Mona.
—Te amo —dijo simplemente Mona.
—¡Vaya un loco, este Frank!
—¿Cómo?
—Renunciar a ti.
—Frank no me ama. Iba a casarse conmigo sólo porque ese era el deseo de «papá». El ama a otra.
—¿A quién?
—A una mujer que conocía en Ilium.
La afortunada mujer tenía que ser la esposa del propietario de la Jack’s Hobby Shop.
—¿Eso te ha dicho?
—Esta noche, al darme libertad para casarme contigo.
—¿Mona?
—¿Sí?
—¿Hay.., hay alguien en tu vida?
Se quedó perpleja.
—Muchas personas —dijo al final.
—¿A las que amar?
—Amo a todo el mundo.
—¿Tanto..., tanto como a mí?
—Sí.
—Al parecer no tenía ni idea de que aquello podía molestarme.
Me levanté del suelo, me senté en una silla y empecé a ponerme de nuevo los zapatos y los calcetines.
—Me imagino que... practicarás..., que haces lo que acabamos de hacer con..., con otras personas.
—¿Boko-maru?
—Boko-maru..
—Naturalmente.
—A partir de ahora no quiero que lo hagas con nadie. Sólo conmigo —declaré.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Adoraba su promiscuidad, le ofendía que yo intentara hacerla sentir avergonzada.
—Hago feliz a la gente. El amor es bueno, no es malo.
—Como marido tuyo, querré todo tu amor para mí.
Se me quedó mirando con los ojos como platos.
—¡Eres un sin-wat! —volvió a exclamar—. Un hombre que quiere todo el amor de una persona. Eso está muy mal.
—Si se trata de un matrimonio, creo que es algo que está muy bien. Eso lo es todo.
Mona seguía en el suelo, y yo, con los zapatos y los calcetines puestos, estaba de pie. Me veía muy alto, aunque no soy muy alto, y me sentía muy fuerte, aunque no soy muy fuerte. Y mi propia voz me resultaba respetuosamente extraña. Notaba en mi voz una autoridad metálica que me era nueva.
Conforme seguí hablando con ese tono contundente, fui viendo con claridad lo que sucedía, lo que estaba sucediendo. Ya estaba empezando a gobernar.
Le dije a Mona que la había visto practicando una especie de boko-maru vertical con un piloto en la tribuna, poco después de mi llegada.
—Te ordeno que no vuelvas a tratarle —le dije—. ¿Cómo se llama?
—Ni siquiera lo sé —dijo en voz baja, mirando al suelo.
—¿Y qué hay del joven Philip Castle?
—¿Te refieres a si él y yo, boko-maru?
—Me refiero absolutamente a todo. Que yo sepa los dos os criasteis juntos.
—Sí.
—¿Bokonon fue vuestro tutor?
—Sí. —El recuerdo volvió a hacerla resplandecer.
—Supongo que por aquella época estaríais continuamente de
boko-maru.
—¡Ay sí! dijo feliz.
—Te ordeno que no vuelvas a verle. ¿Está claro?
—No.
—¿No?
—No me casaré con un sin-wat. —Se puso en pie—. Adiós.
—¿Cómo que adiós? —Me dejó planchado.
—Bokonon nos dice que es una equivocación no amar a todo el mundo en la misma medida. ¿Qué dice tu religión?
—No..., no tengo ninguna.
—Pues yo sí.
Había dejado de gobernar.
—Ya veo que la tienes —dije.
—Adiós, hombre sin religión. —Y se dirigió a la escalera de piedra.
—Mona...
Se detuvo.
—¿Sí?
—¿Si yo quisiera, podría tener tu religión?
—Naturalmente.
—Sí, quiero.
—Bien. Te amo.
—Yo también te amo. —Y suspiré.
94 - La cima más alta
De modo que al amanecer me había convertido en el prometido de la mujer más hermosa del mundo, y consentí en convertirme en el próximo presidente de San Lorenzo.
«Papá» no había muerto todavía, y Frank opinaba que debía recibir la bendición de «papá», si era posible. De modo que cuando salió Boraisi, el sol, Frank y yo fuimos al castillo de «papá» en un jeep que requisamos a las tropas que protegían al próximo presidente.
Mona se quedó en casa de Frank. La besé sacramente y se fue a dormir sus sagrados sueños.
Frank y yo fuimos por las montañas cruzando la espesura de los cafetales silvestres, con el flamante amanecer a nuestra derecha.
Con la salida del sol, se reveló ante mí la majestuosidad cetácea de la cima más alta de la isla, el monte McCabe. Era una jiba tremenda, una ballena azul, con un extraño taco de piedra en el lomo a modo de pico. Comparado a una ballena, el taco habría sido un fragmento de un arpón partido, y parecía tan ajeno al resto de la montaña, que le pregunté a Frank si era una obra humana.
Me dijo que era una forma natural, y lo que es más, afirmó que ningún hombre, al menos que él supiera, había estado nunca en lo alto del monte McCabe.
—No parece muy difícil de escalar —le comenté. Quitando el taco de la cima, la montaña presentaba una pendiente no más amenazadora que los escalones de un palacio de justicia, y el mismo taco, al menos a cierta distancia, parecía convenientemente entrelazado con rampas y salientes.
—¿Es sagrado o algo así?
—Quizá lo fuera en otra época, pero desde Bokonon no.
—Entonces, ¿por qué no lo ha escalado nadie?
—Nadie ha tenido ganas todavía.
—Quizá lo escale yo.
—Adelante. Nadie te lo impide.
Seguimos circulando en silencio.
—¿Qué es lo más sagrado para los bokononistas? —le pregunté al cabo de un rato.
—Ni siquiera Dios, que yo sepa.
—¿Nada de nada?
—Sólo una cosa.
Intenté adivinarlo.
—¿El océano? ¿El sol?
—El hombre —dijo Frank—. Es lo único. El hombre.
95 - Veo el gancho
Por fin llegamos al castillo.
Era de poca altura, negro y cruel.
Los antiguos cañones aún seguían arrellanados encima de las almenas. Parras y nidos de pájaros obstruían los vanos, las troneras y las ballesteras.
Los parapetos, al norte, se continuaban con la escarpadura de un acantilado monstruoso, que caía vertiginosamente doscientos metros hasta el templado mar.
El castillo planteaba la pregunta que plantean todos los montones de piedras semejantes: «¿Cómo pudieron hombres canijos mover piedras tan grandes?» Y como ocurre con todos los montones de piedras semejantes, la respuesta ya venía dada. Era el terror ciego lo que había movido piedras tan grandes.
El castillo había sido construido a voluntad de Tumbumwa, emperador de San Lorenzo, un hombre demente, un esclavo evadido. Se decía que Tumbumwa había encontrado el diseño del castillo en un libro infantil de ilustraciones.
Debía de ser un libro cruento.
Justo antes de llegar a las puertas del palacio, los carriles nos condujeron a través de un arco tosco hecho con dos postes de teléfono y una viga que los cruzaba.
De en medio de la viga colgaba un enorme gancho de hierro. Había un letrero que atravesaba el gancho.
«Este gancho —proclamaba el letrero—, está reservado al propio Bokonon.»
Me volví para ver de nuevo el gancho, y aquella cosa de hierro punzante me hizo saber que realmente iba a gobernar, ¡y que talaría el gancho!
Y me sentí encantado de pensar que iba a ser un gobernante firme, honesto y benevolente, y que mi pueblo prosperaría.
Fata Morgana.
¡Espejismos!
96 - Una campanilla, un libro y un pollo metido en una sombrerera
Frank y yo no pudimos entrar enseguida a ver a «papá». El doctor Schlichter von Koenigswald, el médico encargado, murmuró que tendríamos que esperar una media hora.
De modo que Frank y yo esperamos en la antesala de la alcoba de «papá», una habitación sin ventanas. La habitación tenía diez metros cuadrados y estaba amueblada con varios bancos toscos y una mesa de naipes. En la mesa de naipes descansaba un ventilador eléctrico. Las paredes eran de piedra. No había cuadros, ni decoración de ningún tipo en las paredes.
Sin embargo, había unas anillas de hierro sujetas a la pared, a dos metros del suelo, y con una separación entre ellas de un metro y medio. Le pregunté a Frank si la habitación había sido en algún tiempo una sala de torturas.
Me dijo que sí, y que la trampilla sobre la que nos encontrábamos era la boca de un calabozo.
En la antesala había un guarda indiferente. Había asimismo un sacerdote cristiano, dispuesto a atender las necesidades espirituales de «papá» tan pronto como surgieran. Llevaba consigo una campanilla de cobre y una sombrerera perforada, una Biblia, y un cuchillo de carnicero. Todo ello dispuesto en el banco, a su lado.
El sacerdote me contó que en la sombrerera había un pollo vivo. El pollo estaba tranquilo, me dijo, porque le había suministrado unos sedantes.
Al igual que todos los sanlorenzanos de más de veinticinco años, parecía tener por lo menos sesenta. Me dijo que se llamaba doctor Vox Humana, y que el nombre le venía en recuerdo de un registro de órgano que había herido a su madre cuando en 1923 fue dinamitada la catedral de San Lorenzo. Y era de padre desconocido, me aclaró sin ninguna vergüenza.
Le pregunté qué secta cristiana era la que representaba, y le apunté con franqueza que el pollo y el cuchillo de carnicero me resultaban una novedad, tal y como concebía yo el cristianismo.
—La campanilla —le comenté— sí me imagino dónde encaja perfectamente.
Resultó ser un hombre inteligente. Había recibido su título de doctor, que me invitó a examinar, en la Universidad del hemisferio occidental de la Biblia, de Little Rock, Arkansas. Se había puesto en contacto con la Universidad mediante un anuncio por palabras del Popular Mechanics, me contó. Me dijo que había hecho suyo el lema de la Universidad, y que el lema explicaba el pollo y el cuchillo de carnicero. El lema de la Universidad era este:
¡HAZ QUE LA RELIGION VIVA!
Me dijo que había tenido que abrirse camino en el cristianismo, ya que el catolicismo y el protestantismo habían sido prohibidos junto al bokononismo.
—De modo que si voy a ser cristiano bajo estas condiciones, tengo que inventarme un montón de cosas nuevas.
»Dimos-qu —dijo en dialecto—, Zi bayasé kis-ti-no bajustes kan-tiunes, tin-kun-ven-tare a-montu kuse nove.
En esos momentos salió el doctor Schlichter van Koenigswald de la alcoba de «papá», con un aspecto muy germano, un aspecto de cansancio.
—Ya pueden ver a «papá».
—Procuraremos no cansarle —prometió Frank.
—Si pudieran matarle —dijo Von Koenigswald—, creo que «papá» se lo agradecería.
97 - Maldito cristiano
«Papá» Monzano y su despiadada enfermedad yacían en una cama hecha con un bote dorado, y el timón, las amarras, los escalamos y todo, todo estaba bañado en oro. La cama era el bote salvavidas de la antigua goleta de Bokonon, la Lady's Slipper. Era el bote salvavidas del barco que había traído a Bokonon y al cabo McCabe a San Lorenzo, tiempo atrás.
Las paredes de la habitación eran blancas, pero «papá» emitía un dolor tan candente y flamante que las paredes parecían bañadas de un rojo rabioso.
Estaba desnudo de cintura para arriba, y estaba atado a la altura de su reluciente barriga. La barriga se le estremecía como un velero atrapado por el viento.
Alrededor del cuello le colgaba una cadena, con un cilindro del tamaño de un cartucho de rifle a modo de medallón. Supuse que el cilindro encerraba algún tipo de hechizo. Me equivocaba. Encerraba un fragmento de Hielo-nueve.
«Papá» apenas podía hablar. Los dientes le tiritaban y había perdido el control de la respiración.
La agonizante cabeza de «papá» estaba en la proa del bote, inclinada hacia atrás.
El xilófono de Mona estaba cerca de la cama. Al parecer, la noche anterior Mona había intentado aliviar a «papá» con música.
—¿«Papá»? —susurró Frank.
—Adiós —jadeó «papá». Sus ojos ciegos se le abrían de par en par.
—He traído a un amigo.
—Adiós.
—Va a ser el próximo presidente de San Lorenzo. Será mucho mejor presidente de lo que habría sido yo.
—¡Hielo! —gimoteó «papá».
—Pide hielo —dijo Von Koenigswald—, y cuando se lo traemos no lo quiere.
«Papá» hizo girar sus ojos. Relajó el cuello, quitándose el peso de su cuerpo, que reposaba sobre la coronilla, y volvió entonces a arquear el cuello.
—Da igual —dijo— quién sea el presidente de... —No terminó. Yo terminé por él.
—¿San Lorenzo?
—San Lorenzo —asintió. Se las ingenió para sonreír de un modo criminal—. Buena suerte —graznó.
—Gracias, señor —dije.
—¡Da igual! Bokonon. Coja a Bokonon.
Traté de dar una respuesta sofisticada a esto último. Recordé que, por el bien del pueblo, había que perseguir siempre a Bokonon, pero no había que atraparle nunca.
—Le cogeré.
—Dígale...
Me acerqué algo más con el fin de oír el mensaje de «papá» para Bokonon.
—Dígale que lamento no haberle matado —dijo «papá».
—Se lo diré.
—Usted lo matará.
—Sí, señor.
«Papá» consiguió controlar su voz lo suficiente para dar la orden.
—¡Pero de verdad!
Yo no dije nada. No estaba ansioso por matar a nadie.
—Le enseña al pueblo mentiras y más mentiras, una tras otra. Mátele y enseñe al pueblo la verdad.
—Sí, señor.
—Usted y Hoenikker, enséñenle al pueblo la ciencia.
—Sí, señor. Lo haremos —le prometí.
—La ciencia es una magia que funciona.
Se quedó callado, relajado, cerró los ojos, y entonces susurró:
—Las honras fúnebres.
Von Koenigswald dijo que pasara el doctor Vox Humana. El doctor Vox Humana sacó el calmado pollo de la sombrerera, y se preparó para oficiar las honras fúnebres cristianas tal y como él las concebía.
«Papá» abrió un ojo.
—Usted no —le escupió—, ¡fuera de aquí!
—¿Cómo dice? —preguntó el doctor Vox Humana.
—Soy un miembro de la fe bokononista —resolló «papá»—. ¡Fuera de aquí, maldito cristiano!
98 - Los últimos sacramentos
De modo que tuve el privilegio de presenciar los últimos sacramentos de la fe bokononista.
Hicimos un esfuerzo por encontrar a alguien, entre los soldados o entre el servicio, que admitiera conocer los últimos sacramentos y se los oficiara a «papá». No conseguimos ningún voluntario, lo cual no era nada sorprendente, con un gancho y un calabozo tan cerca.
Entonces el doctor Von Koenigswald dijo que él podría intentarlo. Nunca había oficiado los últimos sacramentos, pero había visto hacerlo a Julian Castle cientos de veces.
—¿Es usted bokononista? —le pregunté.
—Estoy de acuerdo con una idea bokononista: todas las religiones, incluida el bokononismo, sólo son mentiras.
—¿Y le resultará a usted molesto, en tanto que científico —pregunté— llevar a cabo un ritual como este?
—Soy un científico muy malo. Haré cualquier cosa con tal de que un hombre se sienta mejor, aunque sea algo acientífico, y ningún científico que se precie diría algo así.
Y se subió al bote dorado con «papá». Se sentó en la popa, pero la estrechez del ángulo le obligó a tener la dorada caña del timón bajo un brazo.
Von Koenigswald llevaba sandalias sin calcetines, y se las quitó. Entonces replegó las mantas a la altura de los pies de la cama, dejando al desnudo los pies de «papá». Apoyó las plantas de sus pies a las de los pies de «papá», adoptando la posición clásica del boko-maru.
99 - Tioz criú el parru
—Tioz criú el parru —canturreó el doctor Ven Koenigswald.
—Tioz criú el parru —dijo a modo de eco «papá» Monzano.
«Dios creó el barro», era lo que habían dicho, cada uno en su dialecto. Ahora dejaré a un lado los dialectos de la letanía.
—Dios se sintió solo —dijo Ven Koenigswald.
—Dios se sintió solo.
—De modo que Dios le dijo a una parte del barro: «¡Levántate!»
—De modo que Dios le dijo a una parte del barro: «¡Levántate!»
—«Mira todo lo que he creado», dijo Dios, «las montañas, el mar, el cielo, las estrellas.»
«Mira todo lo que he creado», dijo Dios, «las montañas, el mar, el cielo, las estrellas.»
—Y yo fui parte del barro que tuvo que levantarse y mirar a mi alrededor.
—Y yo fui parte del barro que tuvo que levantarse y mirar a mi alrededor.
—Qué suerte la mía, qué suerte la del barro.
—Qué suerte la mía, qué suerte la del barro. —Por las mejillas de «papá» fluían las lágrimas.
—Yo, barro, me levanté y vi la buena obra que Dios había hecho.
—Yo, barro, me levanté y vi la buena obra que Dios había hecho.
—Va muy bien, Dios.
—Va muy bien, Dios —dijo «papá» con toda su alma.
—Dios, sólo Tú podrías haberlo hecho. Te aseguro que yo no habría podido.
—Dios, sólo Tú podrías haberlo hecho. Te aseguro que yo no habría podido.
—A Tu lado me siento muy poco importante.
—A Tu lado me siento muy poco importante.
—El único modo de poder sentirme mínimamente importante es pensar en todo el barro que ni siquiera llegó a levantarse y mirar a su alrededor.
—El único modo de poder sentirme mínimamente importante es pensar en todo el barro que ni siquiera llegó a levantarse y mirar a su alrededor.
—Cuánto conseguí yo, y qué poco consiguió la mayor parte del barro.
—Cuánto conseguí yo, y qué poco consiguió la mayor parte del barro.
—¡Cra-cias pur-el go-nó! —exclamó Von Koenigswald.
—¡Cre-cies pour-le gu-nó! —se asfixiaba «papá».
Lo que habían dicho era: «¡Gracias por el honor!»
—Ahora el barro vuelve a yacer y se va a dormir.
—Ahora el barro vuelve a yacer y se va a dormir.
—¡Y que el barro tenga estos recuerdos!
—¡Y que el barro tenga estos recuerdos!
—¡Cuántas variedades interesantes de barro erguido conocí!
—¡Cuántas variedades interesantes de barro erguido conocí!
—Amé todo lo que vi.
—Amé todo lo que vi.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Ahora iré al cielo.
—Ahora iré al cielo.
—Apenas puedo esperar...
—Apenas puedo esperar...
—Saber con seguridad lo que fue mi wampeter...
100 - Frank baja al calabozo
Pero “papá” no murió y no fue al cielo —no en ese momento.
Le pregunté a Frank como podíamos escoger la mejor oportunidad para el anuncio de mi elevación a la Presidencia. Él no me ayudó, no tenía ideas; dejó todo sobre mí.
—Creo que deberías darme apoyo —me quejé.
—Siempre y cuando sea cualquier cosa técnica. Frank fue muy almidonado sobre esto. No pude violar su integridad como técnico; haciendo que se exceda en los límites de su trabajo.
—Según entiendo —dijo— estoy de acuerdo con cualquier forma que usted quiera para manejar a la gente. Esa es su responsabilidad.
Esta abrupta abdicación de Frank sobre todos los asuntos humanos me sobresaltó y enojó, y le dije, intentando ser satírico, ¿Qué me has dicho, en un sentido puramente técnico, sobre lo que estaba planeado para ese Gran Día?
Obtuve una respuesta estrictamente técnica. Reparar la planta de energía eléctrica y dar un espectáculo aeronáutico.
¡Dios! Entonces uno de mis primeros logros como Presidente será restablecer la electricidad a mi pueblo.
Frank no vio nada gracioso en esto. Me hizo un saludo formal.
—Lo intentaré, señor. Haré todo lo que esté a mi alcance por usted, señor. No le puedo garantizar cuanto tiempo pasará hasta que vuelva el fluido eléctrico.
—Eso es lo que quiero, un país fluido.
—Lo haré de la mejor forma posible, señor —dijo Frank mientras volvía a saludarme formalmente.
—¿Y el espectáculo aeronáutico? —pregunté— ¿Qué hay con eso?
—Obtuve otra respuesta almidonada. A la una en punto de esta tarde, señor, seis aviones de la Fuerza Aérea Sanlorenzana volarán por sobre el palacio y le dispararán a blancos en el agua. Es parte de la celebración por el día de los Cien Mártires Caídos por la Democracia. El embajador americano también entregará una ofrenda al mar.
Entonces decidí, tentativamente, que quería que Frank anuncie mi apoteosis inmediatamente después de la ceremonia de ofrenda y el espectáculo aéreo.
—¿Qué te parece? —le pregunté a Frank.
—Usted es el jefe, señor —dijo.
—Creo que sería bueno tener un discurso preparado, —dije— y alguna clase de procedimiento para juramentar, que lo haga parecer algo digno, oficial.
—Usted es el jefe, señor —cada vez que decía estas palabras, parecían venir desde lejos, como si Frank estuviese descendiendo los peldaños de una escalera hacia un profundo abismo, mientras yo estaba obligado a permanecer arriba.
Entonces me di cuenta con disgusto que mi aceptación a ser el jefe había liberado a Frank para hacer lo que el quería hacer más que cualquier otra cosa. Para hacer lo que su padre había hecho: recibir honores y comodidades mientras se escapaba de las responsabilidades humanas. Lo estaba llevando a cabo mientras bajaba a un calabozo espiritual.
101 - Al igual que mis predecesores, proscribí a Bokonon
De modo que redacté mi discurso en una sala redonda y desnuda, al pie de una torre. Había una mesa y una silla. Y el discurso que redacté era también redondo y desnudo, así como escaso en florituras.
Era un discurso optimista. Era humilde.
Y me resultó imposible no contar con el apoyo de Dios. Anteriormente nunca había necesitado tal apoyo, y por lo tanto nunca había creído que tal apoyo estuviese a mi disposición.
Ahora bien, vi que tenía que creer en ello, y creí.
Por otra parte, necesitaría la ayuda de la gente. Solicité una lista de los invitados que asistirían a los actos y vi que Julian Castle y su hijo no figuraban. Envié a unos mensajeros para que les invitaran inmediatamente, ya que sabían de mi pueblo más que nadie, excepción hecha de Bokonon.
En cuanto a Bokonon...
Consideré el pedirle que se uniera a mi gobierno, lo cual ocasionaría una especie de bonanza para mi pueblo. Y pensé en ordenar que se quitara inmediatamente, en medio de un gran regocijo, el terrible gancho que colgaba fuera, en las puertas del palacio.
Pero entonces caí en la cuenta de que una bonanza debía ofrecer algo más que un santo en una situación de poder. También debía haber un montón de manjares que comer, para todo el mundo; y bonitas viviendas, para todo el mundo; y buenas escuelas y una buena salud y buenos tiempos, para todo el mundo; y trabajo para todo aquel que quisiera trabajar, cosas que Bokonon y yo no estábamos en situación de ofrecer.
De modo que el bien y el mal debían seguir separados, el bien en la jungla, y el mal en palacio. Y el posible entretenimiento que hubiese en eso, era todo lo que podíamos proporcionar a la gente.
Alguien llamó a la puerta. Un criado me dijo que los invitados habían empezado a llegar.
De modo que me metí el discurso en el bolsillo y subí la escalera de caracol de la torre. Llegué a la almena más alta de mi castillo y contemplé a mis invitados, a mis criados, a mi acantilado y a mi templado mar.
102 - Enemigos de la libertad
Cuando pienso en toda aquella gente que estaba en la más alta de mis almenas, pienso en el «Calipso ciento diecinueve» de Bokonon, en el que nos invita a cantar con él:
¿Dónde andará mi pandilla?
Le oí a un hombre triste decir.
Y le susurré al oído
Tu pandilla ya anda lejos de aquí.
Allí se encontraban el embajador Horlick Minton y su señora; H. Lowe Crosby, el fabricante de bicicletas, y su Hazel; el humanitario y filántropo Julian Castle y su hijo Philip, escritor y hotelero; el pequeño Newton Hoenikker, el pintor de cuadros, y su musical hermana, Mrs. Harrison C. Conners; mi celestial Mona; el comandante general Franklin Hoenikker, y un conjunto de veinte burócratas y militares sanlorenzanos.
Muertos, en estos momentos, casi todos muertos.
Como dice Bokonon: «Nunca es un error decir adiós.»
Había un buffet en mis almenas, un buffet cargado de manjares del país: currucas asadas metidas en abriguitos hechos con sus propias plumas de un color verde azulado, cangrejos de tierra color lavanda extraídos de sus caparazones, desmenuzados y fritos con aceite, y metidos de nuevo en sus caparazones, alevines de barracuda rellenos de pasta de plátano, y sobre galletas de harina de maíz, sin levadura y sin sazonar, bocaditos de albatros hervido.
Resultaba, según me dijeron, que al albatros le habían disparado desde la misma atalaya donde se encontraba el buffet.
Se ofrecieron dos bebidas, las dos sin hielo: Pepsi-Cola y ron del país. La Pepsi-Cola se servía en copas altas de plástico, y el ron se servía en cortezas de coco. Fui incapaz de identificar el dulce aroma del ron, aunque no sé por qué, me recordaba mi adolescencia.
Frank sí pudo decirme el nombre del aroma.
—Acetona.
—¿Acetona?
—Se utiliza en la cola para maquetas de aviones.
No bebí ron.
El embajador Minton hizo todo un saludo diplomático y glotón con su coco, aparentando adorar a toda la humanidad, y adorar todas las bebidas que la sustentaban, pero no le vi beber, y casualmente, llevaba consigo un tipo de bulto que no había visto nunca. Un bulto semejante al estuche de una trompa, cuyo contenido resultó ser la corona de flores conmemorativa que se iba a lanzar al mar.
A la única persona que vi bebiendo ron fue a H. Lowe Crosby, que evidentemente carecía del sentido del olfato. Crosby estaba disfrutando, bebiéndose la acetona que tenía en su coco, sentado encima de un cañón y taponándole la boca al cañón con su gran trasero. Estaba contemplando el mar a través de un enorme par de gemelos japoneses. Contemplaba los objetivos instalados sobre corchos que se tambaleaban anclados a poca distancia de la costa.
Los objetivos eran recortes de cartón con forma humana.
Los seis aviones de las Fuerzas Aéreas Sanlorenzanas tenían que bombardear y disparar contra esos objetivos, en lo que sería una demostración de poder.
Cada objetivo era la caricatura de algún personaje real, y el nombre del personaje estaba pintado por delante y por detrás del objetivo.
Pregunté quién era el caricaturista y me enteré de que era el doctor Vox Humana, el sacerdote cristiano. Estábamos juntos codo con codo.
—No sabía que también tenía usted talento para estas cosas.
—Ah sí. De joven me costó mucho decidir qué camino seguir.
—Creo que su elección fue la correcta.
—Pedí ayuda del cielo.
—Y la obtuvo.
H. Lowe Crosby le pasó los gemelos a su mujer.
—El que está más cerca es el Joe Stalin, y el Fidel Castro está anclado justo a su lado.
—También está Hitler —dijo Hazel encantada, con una risita—. Y Mussolini, y un japonés.
—Y está Karl Marx.
—Y el káiser Guillermo con su sombrero con punta y todo dijo Hazel amorosamente—. No esperaba volver a verle.
—Y está Mao. ¿Ves a Mao?
—¿No le van a dar? —preguntó Hazel— ¿No le van a dar la mayor sorpresa de su vida? Han tenido una idea muy graciosa.
—Prácticamente han puesto a todos los enemigos que la libertad ha tenido —declaró H. Lowe Crosby.
103 - Opinión de un médico sobre los efectos de una huelga de escritores
Ninguno de los invitados sabía todavía que yo iba a ser el presidente. Ninguno sabía cuán cerca de la muerte estaba «papá». Frank anunció oficialmente que «papá» descansaba cómodamente y que enviaba a todos muchos saludos.
El programa de actos incluía, como anunció Frank, que el embajador Minton lanzara su corona de flores al mar, en honor a los Cien Mártires. Acto seguido, los aviones dispararían contra los objetivos instalados en el mar, y finalmente el mismo Frank diría unas palabras.
Pero no anunció a los presentes que inmediatamente después de su discurso, habría un discurso pronunciado por mí.
O sea, que me había tratado como a un periodista invitado. Me dediqué por lo tanto a granfallonear de un lado para otro inofensivamente.
—¿Qué hay, mami? —le dije a Hazel Crosby.
—¡Hombre, si es mi chico! —Hazel me dio un perfumado abrazo y le dijo a todo el mundo—: ¡Este chico en un boosier!
Los Castle, padre e hijo, se mantenían separados del resto de los asistentes. Después de tanto tiempo de no ser recibidos en el palacio de «papá», ahora sentían curiosidad por saber el motivo de haber sido invitados.
El joven Castle me llamó «notición».
—Buenos días, notición. ¿Qué hay de nuevo en el juego de las palabras?
—Lo mismo podría preguntarle yo a usted —respondí.
—Estoy pensando en convocar una huelga general de escritores hasta que la humanidad recobre por fin el sentido. ¿La apoyaría usted?
—¿Acaso los escritores tienen derecho a la huelga? Sería igual que una huelga de policías o bomberos.
—O de profesores de universidad.
—O de profesores de universidad —confirmé y meneé la cabeza— No, no creo que mi conciencia me permitiera apoyar una huelga semejante. Cuando un hombre se hace escritor, creo que asume la sagrada obligación de crear belleza, cultura y bienestar a toda máquina.
—Es que no dejo de pensar en el impacto que causaría en la gente el que de pronto no hubiese más libros nuevos, más obras nuevas, nuevas historiografías, poemas nuevos...
—¿Y se sentiría usted orgulloso cuando la gente empezara a caer como moscas? —pregunté.
—Antes se morirían como perros rabiosos, creo yo, gruñéndose y clavándose los dientes unos a otros, y mordiéndose la cola.
Me volví al mayor de los Castle.
—Señor, ¿cómo muere un hombre cuando se le priva del consuelo de la literatura?
—De uno de estos modos —dijo—: de petrificación del corazón o de atrofia del sistema nervioso.
—Supongo que ninguno de los dos será muy agradable —insinué.
—No —dijo el mayor de los Castle—, Ustedes dos, por el amor de Dios, sigan escribiendo, por favor.
104 - Sulfatiazol
Mi celestial Mona no se me acercó, ni me incitó con miradas lánguidas para que acudiera a su lado. Se puso de anfitriona, presentando a Angela y a Newt a los sanlorenzanos.
Cuando reflexiono ahora sobre el significado de esa chica y recuerdo su indiferencia ante el colapso de «papá» y ante nuestros esponsales, dudo si darle una estimación sublime o mediocre.
¿Representaba la forma más elevada de la espiritualidad femenina?
¿O era una anestesiada, una frígida, una pardilla, ¡vamos!, una aturullada adicta al xilófono, al culto de la belleza y al boko-maru?
Nunca lo sabré.
Bokonon nos dice:
Los amantes son mentirosos, Que a sí mismos se mienten. Los honrados carecen de pasión, Y como ostras son sus ojos.
O sea, que mis órdenes están claras, supongo. Debo recordar a Mona como a un ser sublime.
—Dígame —apelé al joven Philip Castle, en el Día de los Cien Mártires caídos por la Democracia—, ¿ha hablado usted hoy con su amigo y admirador H. Lowe Crosby?
—No me ha reconocido con traje, zapatos y corbata —respondió el joven Castle—, ya hemos tenido una agradable charla sobre bicicletas. Quizá tengamos otra.
Descubrí que ya no me parecía divertido que Crosby quisiera fabricar bicicletas en San Lorenzo. Como autoridad suprema de la isla, quería ardientemente una fábrica de bicicletas. De un modo repentino, se despertó en mí un gran respeto por lo que era H. Lowe Crosby y por lo que este podía hacer.
—¿Cómo cree usted que el pueblo de San Lorenzo se tomaría la industrialización? —le pregunté a los Castle, padre e hijo.
—El pueblo de San Lorenzo —me dijo el padre— sólo está interesado en tres cosas: en la pesca, en la fornicación y en el bokononismo.
—¿No cree usted que se interesarían por el progreso?
—Ya saben un poco lo que es. Sólo hay un aspecto del progreso que realmente les entusiasma.
—¿Cuál?
—La guitarra eléctrica.
Pedí disculpas y volví a reunirme con los Crosby.
Frank Hoenikker estaba con ellos, explicándoles quién era Bokonon y de qué estaba en contra.
—Está en contra de la ciencia.
—¿Cómo alguien, en su sano juicio, puede estar en contra de la ciencia? —preguntó Crosby.
—En estos momentos yo estaría muerta si no fuera por la penicilina —dijo Hazel—. Y mi madre también.
—¿Qué edad tiene su madre? —pregunté.
—Ciento seis años. ¿No es maravilloso?
—Sí, lo es —dije conforme.
—Y también estaría viuda si no fuera por la medicina que le dieron aquella vez a mi marido —dijo Hazel. Tuvo que preguntarle a su marido el nombre de la medicina—. Cariño, ¿cómo se llamaba la sustancia esa que te salvó la vida aquella vez?
—Sulfatiazol.
Y cometí el error de coger un canapé de albatros de una bandeja que pasaba.
105 - El quitadolores
Dio la casualidad, «se supone que dio la casualidad», diría Bokonon, de que la carne de albatros me sentó tan mal que me puse enfermo en cuanto tragué el primer bocado. Me vi obligado a bajar al galope por la escalera de caracol en busca de un cuarto de baño. Me serví de uno que estaba contiguo a la alcoba de «papá».
Salía arrastrándome, algo aliviado, cuando me encontré con el doctor Schlichter von Koenigswald, que venía del dormitorio de «papá». Tenía una mirada salvaje. Me cogió por el brazo y me gritó:
—¿Qué es eso? ¿Qué era lo que llevaba colgado al cuello?
—¿Cómo dice?
—¡Se lo ha tomado! Sea lo que fuera lo que había en ese cilindro, «papá» se lo ha tomado y ahora está muerto.
Me acordé del cilindro que «papá» llevaba colgado al cuello, e hice una conjetura obvia de lo que podía contener.
—¿Cianuro?
—¿Cianuro? ¿El cianuro convierte a un hombre en cemento en un segundo?
—¿Cemento?
—¡Mármol! ¡Hierro! En mi vida he visto un cadáver tan rígido. ¡Golpéele usted donde quiera y obtendrá un sonido de marimba! ¡Venga, venga! —Von Koenigswald me llevó a empujones hasta el dormitorio de «papá».
En la cama, en el bote dorado, había un espectáculo repugnante. «Papá» estaba muerto, pero su cadáver no era de esos que uno dice: «por fin ha descansado».
«Papá» tenía la cabeza doblada hacia atrás de un modo inaudito. Todo su peso descansaba. en la coronilla y en las plantas de los pies, y el resto del cuerpo formaba un puente cuyo arco se levantaba hacia el techo. Su forma era la de un morillo.
Era obvio que había muerto de lo que contenía el cilindro que llevaba al cuello, ya que en una mano sostenía el cilindro, que estaba destapado, y tenia los dedos pulgar e índice de la otra mano clavados entre los dientes, como si acabasen de soltar una pizca de alguna cosa.
El doctor Von Koenigswald deslizó el escálamo, sacándolo del reborde del bote dorado, le dio unos golpecitos a «papá» en la barriga con el escálamo de acero y, ciertamente, «papá» hacía el ruido de una marimba.
Y «papá» tenía los labios, las narices y los globos de los ojos vidriosos, cubiertos de una escarcha blanca azulada.
Ahora estos síntomas ya no son ninguna novedad, bien lo sabe Dios, pero en aquel momento sí lo fueron. «Papá» Monzano era el primer hombre de la historia que moría de Hielo-nueve.
Apunto este hecho por si puede ser de algún valor. «Anótalo todo», dice Bokonon, y lo que nos está diciendo en realidad, por supuesto, es lo inútil que es escribir o leer historia. «Sin unos apuntes precisos del pasado, ¿cómo esperamos que los hombres y mujeres eviten cometer graves errores en el futuro?», pregunta Bokonon irónicamente.
De modo que repito: «Papá» Monzano era el primer hombre de la historia que moría de Hielo-nueve.
106 - Lo que dicen los bokononistas cuando se suicidan
Ven Koenigswald, el gran humanitario con el terrible déficit de Auschwitz en su cuenta de buenas obras, fue el segundo en morir de Hielo-nueve.
Estaba hablando del rigor mortis, un tema que yo había sacado a colación.
—Al rigor mortis no se llega en unos segundos —afirmaba—. Le di la espalda a «papá» sólo un instante. Estaba delirando...
—¿Qué decía? —pregunté.
—Hablaba del dolor, del hielo, de Mona, de todo. Y entonces dijo: «Ahora destruiré el mundo entero.»
—¿Y qué quiso decir con eso?
—Es lo que dicen los bokononistas cuando están a punto de suicidarse. —Ven Koenigswald se dirigió a una palangana llena de agua, con la intención de lavarse las manos—. Cuando me volví a mirarlo —me dijo Von Koenigswald, con las manos suspendidas en el agua—, estaba muerto, tan duro como una estatua igual como le ha visto usted. Y le pasé los dedos por los labios, tenían un aspecto tan extraño...
Ven Koenigswald metió las manos en el agua.
—¿Qué producto químico podría...? —La pregunta fue desvaneciéndose.
Von Koenigswald levantó las manos, llevándose detrás toda el agua de la palangana. Ya no era agua, sino un hemisferio de Hielo-nueve.
Von Koenigswald tocó con la punta de su lengua el enigma blanco azulado.
En sus labios floreció la escarcha. Se quedó sólidamente congelado. Se tambaleó y se desplomó.
El hemisferio blanco azulado se hizo pedazos. Los trozos saltaron por todo el suelo.
Yo me dirigí a la puerta y me desgañité pidiendo ayuda.
Los soldados y los criados vinieron corriendo.
Les ordené que trajesen a Frank, a Newt y a Angela inmediatamente a la habitación de «papá».
¡Por fin había visto el Hielo-nueve!
107- ¡Mirad, recrearos!
Dejé que los tres hijos de Felix Hoenikker entraran al dormitorio de «papá» Monzano. Cerré la puerta y me apoyé contra ella. Yo estaba de un humor amargo y grandioso. Ya sabía lo que era el Hielo-nueve. Lo había visto con frecuencia en mis sueños.
No había duda de que Frank le había dado el Hielo-nueve a «papá». Y parecía seguro que si Frank estimó oportuno darle el Hielo-nueve, también participaban Angela y el pequeño Newt.
De modo que les eché la bronca a los tres, pidiéndoles explicaciones por su monstruosa criminalidad. Les dije que les había descubierto y que lo sabía todo acerca de ellos y acerca del Hielo-nueve. Intenté asustarles diciendo que el Hielo-nueve era un medio de acabar con la vida en la tierra. Les impresioné tanto, que ni siquiera pensaron en preguntarme cómo sabia lo del Hielo-nueve.
—¡Mirad, recrearos!
Bueno, como nos dice Bokonon: «Dios nunca escribió una buena obra dramática en Su Vida.» A la escena de la habitación de «papá» no le faltaron hechos y refuerzos espectaculares, y mi discurso de apertura fue el adecuado.
Sin embargo, la primera respuesta de uno de los Hoenikker destruyó toda la magnificencia.
El pequeño Newt vomitó.
108 - Frank nos dice qué hacer
Y entonces todos quisimos vomitar.
Ciertamente, Newt había hecho lo que era de esperar.
—No podía estar más de acuerdo —le dije a Newt. Y les dije cabreado a Angela y a Frank—. Ahora que sabemos la opinión de Newt, me gustaría oír la de ustedes.
—Ech —dijo Angela, encogiéndose y con la lengua fuera. Se había puesto color masilla.
—¿También es esa su opinión? —le pregunté a Frank—. General, ¿son esas sus palabras? ¿Ech?
Frank enseñaba los dientes, los tenía apretados, y respiraba de un modo superficial y sibilante a través de ellos.
—Igual que el perro —murmuró el pequeño Newt, con la mirada baja puesta en Von Koenigswald.
—¿Qué perro?
Newt susurró la respuesta. Fue un susurro en el que apenas se oyó el viento. Pero la acústica de aquella habitación con muros de piedra era tal, que todos pudimos oír el susurro con la claridad del repique de una campana de cristal.
—En Nochebuena, cuando murió mi padre.
Newt hablaba consigo mismo, y cuando le pedí que me hablara del perro, la noche en que murió su padre, se me quedó mirando como si me hubiese infiltrado en un sueño. Le parecí irrelevante.
Su hermano y su hermana sin embargo, sí formaban parte del sueño, y en lo más profundo de su pesadilla, habló con su hermano. Le dijo a Frank:
—Tú se lo diste.
—Así es como conseguiste este trabajito, ¿verdad? —le preguntó Newt a Frank, perplejo—. ¿Qué le contaste, que tenías algo mejor que la bomba H?
Frank ignoró la pregunta. Sólo miró atentamente a su alrededor, abarcando toda la habitación. Aflojó los dientes, y empezó a chasquearlos rápidamente, parpadeando a cada chasquido. Estaba recobrando el color, y esto fue lo que dijo:
—Vamos, hay que limpiar todo esto.
109 - Frank se defiende
—General —le dije a Frank—, esa debe de ser una de las declaraciones más convincentes hechas este año por un comandante general. Como mi asesor técnico, ¿de qué modo nos recomienda, tal y como usted ha muy bien señalado, «limpiar todo esto»?
Frank me dio una respuesta directa. Chasqueó los dedos y le vi apartarse de la causa de todo este desorden, identificándose, con orgullo y energía crecientes, con los purificadores, salvadores del mundo y hombres de la limpieza.
—Escobas, recogedores, un soplete, un hornillo y cubos —ordenó chasqueando los dedos una y otra vez.
—¿Pretende usted emplear el soplete para los cuerpos? —pregunté.
Frank estaba tan cargado de pensamientos técnicos que prácticamente zapateaba al ritmo de sus dedos.
—Barreremos los pedazos grandes del suelo, los fundiremos en un cubo encima del hornillo. Después recorreremos cada centímetro cuadrado del suelo con el soplete, por si acaso queda algún cristal microscópico. En cuanto a los cuerpos y a la cama... —Frank tuvo que pensar un poco más.
»¡Una pira funeraria! —exclamó, realmente satisfecho de sí mismo—. Haré construir fuera una pira funeraria enorme, y haremos que saquen los cuerpos y la cama y los echen encima.
Y emprendió su marcha para ordenar que construyeran la pira funeraria y buscar todo lo que necesitábamos para limpiar la habitación.
Angela le detuvo.
—¿Cómo pudiste? —quiso saber Angela.
Frank se liberó de los brazos de su hermana. Su sonrisa vítrea desapareció y por un instante se puso desdeñosamente repugnante, instante en que le dijo a Angela con todo el desprecio posible:
—¡Me compré un empleo, igual que tú te compraste un marido ardiente y Newt se compró una semana en Cape Cod con una enana rusa!
Frank recuperó su sonrisa vítrea.
Y se marchó, dando un portazo.
110 - El decimocuarto libro
«A veces el pool pah —nos dice Bokonon—, excede la capacidad humana de hacer comentarios.» Bokonon, en un momento dado de Los libros de Bokonon, traduce pool pah como «una tormenta de mierda» y en otro momento, como «la cólera de Dios».
Por lo que Frank había dicho antes de dar el portazo, deduje que la República de San Lorenzo y los tres Hoenikker, no eran los únicos que tenían Hielo-nueve. Por lo visto, los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas también lo tenían. Los Estados Unidos lo habían conseguido a través del marido de Angela, cuyas instalaciones en Indianapolis estaban, comprensiblemente, rodeadas de vallas electrificadas y pastores alemanes homicidas. Y la Rusia Soviética se había hecho con el Hielo-nueve a través de la pequeña Zinka de Newt, la atractiva duende del ballet ucraniano.
No pude hacer comentario alguno.
Incliné la cabeza y cerré los ojos. Y esperé a que Frank regresara con las humildes herramientas necesarias para limpiar un dormitorio que, entre todos los dormitorios del mundo, era un dormitorio infectado de Hielo-nueve.
Y en algún rincón de aquel olvido violeta y aterciopelado, oí que Angela me decía algo. No fue algo en su propia defensa, fue en defensa del pequeño Newt:
—Newt no se lo dio a esa mujer. Ella lo robó.
Encontré que la explicación carecía de interés.
«¿Qué esperanza puede tener la humanidad –pensé cuando hay hombres como Felix Hoenikker que dan juguetes como el Hielo-nueve a niños que son tan cortos de vista como casi todos los hombres y mujeres?»
Y recordé El decimocuarto libro de Bokonon, que había leído íntegramente la noche anterior. El decimocuarto libro se titula «¿Qué puede esperar un hombre sensato de los hombres del planeta, dadas las experiencias del último millón de años?»
Leer El decimocuarto libro no lleva mucho tiempo. Consiste en una palabra y un punto.
Dice así:
«Nada.»
111 - Paréntesis
Frank regresó con escobas y recogedores, un soplete y un hornillo de petróleo, un cubo viejo y guantes de plástico.
Nos pusimos los guantes para que las manos no se nos contaminaran de Hielo-nueve. Frank instaló el xilófono de la celestial Mona y puso el respetable cubo encima.
Del suelo recogimos los pedazos más grandes de Hielo-nueve, los echamos al humilde cubo, y se derritieron. Se convirtieron en la respetable y dulce agua de siempre.
Angela y yo barrimos el suelo, y el pequeño Newt buscó por debajo de los muebles cualquier fragmento de Hielo-nueve que se nos pudiese haber escapado. Frank iba detrás de las escobas con la llama purificadora de su soplete.
La obtusa serenidad de las mujeres de la limpieza y de los conserjes que trabajan a altas horas de la noche se apoderó de nosotros. En un mundo lleno de inmundicias, nosotros al menos limpiábamos nuestro rinconcito.
Y escuché que mi voz les pedía a Newt, Angela y Frank, en un tono coloquial, que me hablasen de la Nochebuena en que murió el viejo, y que me hablasen del perro.
Y puerilmente seguros de que con la limpieza lo arreglaban todo, los Hoenikker me contaron el cuento.
El cuento decía así:
Aquel fatídico día de Nochebuena, Angela fue al pueblo a comprar lucecitas para el árbol de Navidad, y Newt y Frank se fueron a dar un paseo por la solitaria playa invernal, donde se encontraron con el Labrador negro. Era un perro simpático, como lo son todos los Labradores, y siguió a Frank y al pequeño Newt hasta casa.
Felix Hoenikker murió, murió en su silla blanca de mimbre mirando el mar, mientras sus hijos estaban fuera. El viejo había estado todo el día fastidiando a sus hijos con alusiones al Hielo-nueve, enseñándoles el Hielo-nueve metido en una botella con una etiqueta en la que había dibujado una calavera y unos huesos cruzados y escrito: «¡Peligro! ¡Hielo-nueve! ¡Mantener en lugar seco!»
Durante todo el día había estado jorobando a sus hijos, regocijándose con frases como esta: «Vamos, estrujaros un poco los sesos. Os he dicho que su punto de fusión es de 45,7° C, y os he dicho que está compuesto sólo de hidrógeno y oxígeno, nada más. ¿Cómo se explica eso? Pensad un poco. No tengáis miedo de estrujaros los sesos. No se os van a romper.»
—Siempre estaba diciéndonos que nos estrujásemos los sesos —dijo Frank, recordando los viejos tiempos.
—Yo dejé de estrujarme los sesos a-la-edad-de-no-sé-cuántos-años —confesó Angela, apoyándose en su escoba—. Ni siquiera podía escucharle cuando hablaba de ciencia. Yo sólo asentía y fingía estar estrujándome los sesos, pero mis pobres sesos, en lo que a ciencia se refería, tenían menos aguante que un liguero viejo.
Al parecer, antes de sentarse en su silla de mimbre y morir, el viejo estuvo jugando a hacer amasijos en la cocina con agua, ollas, cazuelas y Hielo-nueve. Tuvo que estar convirtiendo el agua en Hielo-nueve y viceversa, ya que todas las ollas y todas las cazuelas estaban en las repisas de la cocina. Pero había también un termómetro para la carne, o sea, que el viejo tuvo que estar tomándole la temperatura a todo.
El viejo sólo tuvo intención de sentarse en su silla para hacer un paréntesis, ya que dejó la cocina hecha un desastre. Una cacerola de Hielo-nueve solidificado era parte del desastre: no hay duda de que pensaba fundirlo todo, reducir el suministro de materia blanca azulada a una astilla y meterla en una botella, tras un breve paréntesis.
Pero como nos dice Bokonon: «Todo el mundo puede hacer un paréntesis, pero nadie sabe cuánto tiempo durará.»
112 - El ridículo de la madre de Newt
—Nada más entrar, debería haberme dado cuenta de que estaba muerto —dijo Angela volviéndose a apoyar en su escoba— la silla de mimbre no hacía ningún ruido. Cuando mi padre estaba sentado en ella, siempre sonaba, crujía, aunque estuviese dormido.
Pero Angela supuso que su padre estaba durmiendo y se puso a adornar el árbol de Navidad.
Newt y Frank llegaron con el Labrador. Se dirigieron a la cocina para buscar algo de comer que darle al perro, y se encontraron con los amasijos del viejo.
En el suelo había agua y el pequeño Newt cogió un trapo y secó el suelo. Después tiró el trapo empapado a la repisa.
Y dio la casualidad, de que el trapo cayó dentro de la cacerola que contenía el Hielo-nueve.
Frank pensó que dentro de la cacerola había alguna crema para pasteles, y bajando el brazo, le enseñó la cacerola a Newt para hacerle ver lo que su descuido con el trapo había provocado.
Newt desprendió el trapo de la superficie y vio que este había adquirido una textura muy peculiar, metálica y sinuosa, como hecho de una malla dorada finamente tejida.
—El motivo por el que digo «malla dorada» —dijo el pequeño Newt en el dormitorio de «papá»— es porque me acordé enseguida del bolsito de mamá, y de la sensación que producía aquel bolsito.
Angela explicó sentimentalmente que de niño, Newt había atesorado el bolsito dorado de su madre. Llegué a la conclusión de que se trataba de un bolsito ridículo para las noches de gala.
—Me produjo una sensación tan divertida. Nunca había tocado nada igual hasta entonces —dijo Newt, examinando su antiguo cariño por el bolsito—. Me pregunto qué habrá sido de él.
—Yo me pregunto qué habrá sido de muchas cosas —dijo Angela. La pregunta sonó como un eco lejano, amargo y perdido en el tiempo.
En cualquier caso, con el trapo que producía la misma sensación que el bolsito, ocurrió que Newt se lo enseñó al perro y el perro lo lamió, quedándose tieso, congelado.
Newt fue entonces a contarle a su padre lo del perro tieso, y se dio cuenta de que su padre también estaba tieso.
113 - La historia
Finalmente acabamos con todo el trabajo en el dormitorio de «papá».
Pero aún había que llevar los cuerpos hasta la pira funeraria. Decidimos que esto había que hacerlo con mucha pompa, y que debíamos posponerlo hasta que los actos en honor a los Cien Mártires caídos por la Democracia hubiesen finalizado.
Lo último que hicimos fue poner en pie a Von Koenigswald para poder descontaminar el lugar en el que había yacido. Y lo escondimos, de pie, en el ropero de «papá».
No estoy seguro de por qué lo escondimos. Supongo que para simplificar el cuadro.
El relato de cómo Newt, Angela y Frank se habían repartido el suministro mundial de Hielo-nueve aquel día de Nochebuena, se desvaneció al llegar a los detalles del delito en sí. Los Hoenikker no recordaban haber dicho nada que justificase el haberse apropiado del Hielo-nueve como de un objeto personal. Hablaron de lo que era el Hielo-nueve, recordando cómo el viejo se estrujaba los sesos, pero de ética no se dijo nada.
—¿Y quién hizo el reparto? —pregunté.
Los Hoenikker tenían tan olvidados sus recuerdos del incidente que les resultaba difícil facilitarme incluso ese detalle fundamental.
—No fue Newt —dijo finalmente Angela—. De eso estoy segura.
—O fuiste tú o fui yo —reflexionó Frank tras mucho cavilar.
—Tú sacaste los tres tarros de Mason del estante de la cocina —dijo Angela—. Hasta el día siguiente no conseguimos los tres termos.
—Exacto —confirmó Frank—, y entonces tú cogiste un punzón de picar hielo y picaste el Hielo-nueve de la cacerola.
—Exacto —dijo Angela—. Eso hice, y entonces alguien trajo del baño unas pinzas.
Newt levantó su manita.
—Fui yo.
Angela y Newt se quedaron asombrados al recordar lo emprendedor que había sido el pequeño Newt.
—Fui yo quien recogió los pedacitos y los puso en los tarros de Mason —refirió Newt, sin molestarse en ocultar lo orgulloso que debió sentirse.
—¿Y qué hicisteis con el perro? —pregunté ya abatido.
—Lo metimos en el horno —me dijo Frank—. Era lo único que se podía hacer.
«¡Ay, la historia! —escribe Bokonon—. ¡Leer y llorar!»
114 - Cuando sentí la bala entrar en mi corazón
De modo que una vez más volví a subir la escalera de caracol de mi torre y una vez más llegué a la almena más alta de mi castillo, y una vez más volví a contemplar a mis invitados, a mis criados, a mi acantilado y a mi templado mar.
Los Hoenikker estaban conmigo. Habíamos cerrado con llave la puerta de «papá» y habíamos hecho correr el rumor entre el servicio de que «papá» se sentía mucho mejor.
Fuera, cerca del gancho, unos soldados levantaban una pira funeraria, pero no sabían para qué era la pira.
Aquel día había muchos, muchos secretos.
Tela, tela, tela.
Pensé que los actos debían empezar igualmente, y le dije a Frank que le insinuara al embajador que pronunciara ya su discurso.
El embajador Minton se dirigió al parapeto orientado al mar, con la corona de flores aún metida en la caja, y pronunció un discurso asombroso en honor a los Cien Mártires caídos por la Democracia. Dignificó a los muertos, a su país, y dignificó las vidas inmoladas diciendo «Cien Mártires caídos por la Democracia» en el dialecto de la isla. El fragmento en dialecto sonó gracioso y fluido en sus labios.
El resto del discurso fue en inglés americano. Llevaba consigo un discurso pomposo y altisonante, supongo, pero al ver que iba a hablarle a tan poca gente, y la mayoría súbditos americanos, dejó a un lado el discurso formal.
Una ligera brisa marina le alborotó su frágil cabello.
—Estoy a punto de hacer algo muy antidiplomático —declaró—. Estoy a punto de deciros lo que realmente siento.
Es posible que Minton hubiese inhalado demasiada acetona, o quizás había atisbado ligeramente lo que estaba a punto de ocurrirle a todo el mundo excepto a mí. En cualquier caso, fue un discurso sorprendentemente bokononista el que pronunció.
—Amigos, estamos aquí reunidos —dijo—, para honrar a la Si-een máar-tu-res quidós po le dimu-creech-ia, a los niños muertos, a todos los muertos, todos ellos asesinados en la guerra. En nuestros días, es habitual llamar a estos niños que perdimos, hombres. Yo soy incapaz de llamarles hombres por esta simple razón: que en la misma guerra en la que murieron lo Si-een máar-tu-res quidós po le dimu-creech-ia, murió también mi propio hijo.
»Mi alma insiste en que yo no lloro la muerte de un hombre sino la de un niño.
»No digo que en la guerra los niños no mueran como hombres, si tienen que morir. En su eterno honor y en nuestra eterna vergüenza, mueren como hombres, haciendo así posible el viril júbilo de las fiestas patrióticas.
»Pero siguen siendo niños asesinados.
»Y os propongo que si debemos rendir homenaje a los cien niños muertos de San Lorenzo, mejor sería pasar el día mostrando desprecio a aquello que los mató, es decir, la estupidez y la crueldad de toda la humanidad.
»Quizá, cuando recordamos las guerras, deberíamos despojarnos de las ropas y pintarnos de azul, y andar a gatas todo el día, gruñendo como cerdos. Esto sería más apropiado que la notable oratoria y las exhibiciones de banderas y cañones bien engrasados.
»No pretendo mostrarme desagradecido ante el gran espectáculo militar que estamos a punto de presenciar, espectáculo que será realmente emocionante...
Nos miró a todos a la cara, uno a uno, y entonces comentó muy suavemente, como dejándolo caer:
—Un hurra por los espectáculos emocionantes.
Tuvimos que aguzar los oídos para oír lo que Minton decía a continuación.
—Pero si hoy realmente honramos a los cien niños asesinados en la guerra —dijo—, ¿es este un buen día para un espectáculo emocionante?
»La respuesta es sí, con una condición: que nosotros, los celebrantes, trabajemos consciente e infatigablemente para reducir la estupidez y la crueldad, la nuestra propia y la de toda la humanidad.
Soltó los cierres de la caja de la corona de flores.
—¿Ven lo que tengo aquí? —nos preguntó.
Abrió la caja y nos mostró el forro escarlata y la corona dorada. La corona era de alambre y de hojas de laurel artificiales, y todo el conjunto estaba rociado de pintura para radiadores.
Una cinta de seda color crema atravesaba la corona, y en la cinta estaba escrito «PRO PATRIA».
Entonces Minton recitó un poema de la Antología Spoon River de Edgar Lee Masters, un poema que debió resultar incomprensible para los sanlorenzanos asistentes, así como para H. Lowe Crosby y esposa, y ya puestos, para Angela y para Frank.
Yo fui el primer fruto de la batalla de Missionary Ridge.
Cuando sentí la bala entrar en mi corazón
Deseé haberme quedado en casa y haber ido a la cárcel
Por aquel robo de los cerdos de Curi Trenary,
En vez de escapar y enrolarme en el ejército.
Mil veces mejor la cárcel del distrito
Que yacer debajo de esta estatua de mármol alada,
Y este pedestal de granito
Soportando las palabras Pro Patria.
En todo caso, ¿qué quieren decir?
—En todo caso, ¿qué quieren decir? —repitió el embajador Horlick Minton—. Quieren decir «por la propia patria». —Y añadió otro verso—. Por cualquier patria —murmuró.
»Esta corona que traigo es un obsequio que las gentes de una patria hacen a las gentes de otra. No importa qué patrias sean. Sólo piensen en las gentes...
»Y en los niños asesinados en la guerra...
»Y en cualquier patria.
»Piensen en la paz.
»Piensen en el amor fraternal.
»Piensen en la prosperidad.
»Piensen qué paraíso sería este mundo si los hombres fuesen buenos y sabios.
»A pesar de lo estúpidos y viciosos que son los hombres, este es un día hermoso —dijo el embajador Horlick Minton—. Yo, en mi propio nombre y como representante del pueblo de los Estados Unidos de América que ama la paz, me apiado de lo si-éen máar-tu-res quidós po le dime-creech-ia, por estar muertos en un día tan bello.
Y lanzó la corona por el parapeto.
En el aire se produjo un zumbido. Los seis aviones de las Fuerzas Aéreas Sanlorenzanas se aproximaban a ras de mi templado mar. Iban a disparar a las efigies de los que H. Lowe Crosby había llamado «prácticamente todos los enemigos que la libertad ha tenido».
115 - Dio la casualidad
Nos dirigimos al parapeto orientado al mar para ver el espectáculo. Los aviones no eran mayores que los granos de pimienta negra, pero pudimos localizarlos porque dio la casualidad de que uno de ellos echaba humo.
Pensamos que el humo era parte del espectáculo.
A mi lado estaba H. Lowe Crosby, quien, dio la casualidad, alternaba un bocado de albatros con un trago de ron del país. De sus labios relucientes de grasa de albatros desprendía unas bocanadas de cola para maquetas de aviones, y mi reciente náusea volvió a hacer acto de presencia.
Retrocedí hasta el parapeto orientado al interior, yo solo, para tomar aire. De todos los demás me separaban quince metros de antiguo empedrado.
Vi que los aviones bajaban en picado, por debajo de la base del castillo, y que iba a perderme el espectáculo. Pero con la náusea se me había ido toda curiosidad. Volví la cabeza hacia los gruñidos que ya se acercaban, y justo cuando la artillería empezó a dar guerra, un avión, el que había echado humo, apareció de pronto panza arriba y envuelto en llamas.
Al descender, lo perdí otra vez de vista y en ese mismo instante se estrelló contra el acantilado de debajo del castillo. Las bombas y el combustible explotaron.
Los aviones sobrevivientes siguieron dando estampidos, y el estrépito fue disminuyendo hasta convertirse en el zumbido de un mosquito.
Y entonces se oyó un desprendimiento de rocas y uno de los torreones grandes del castillo de «papá», al perder apoyo, se desmoronó sobre el mar.
La gente que estaba en el parapeto orientado al mar miró asombrada el socavón, donde antes se había erguido la torre, y entonces oí desprendimientos de rocas de todos los tamaños en lo que pareció una conversación casi orquestal.
La conversación se aceleró, y nuevas voces se sumaron. Eran las voces de las vigas del castillo que se lamentaban porque su carga había aumentado en exceso.
Y entonces, como un rayo, una grieta cruzó la almena, a tres metros de mis encogidos dedos del pie.
La grieta me separó del resto de mis compañeros.
El castillo gemía y lloraba muy fuerte.
Los otros comprendieron el peligro que corrían ya que todos ellos, junto a toneladas de mampostería, estaban a punto de salir rodando hacia abajo. A pesar de que la grieta sólo tenía treinta centímetros de anchura, la gente empezó a saltarla con unos brincos heroicos.
Sólo mi complaciente Mona cruzó la grieta con un simple paso.
La grieta rechinó, se cerró y se abrió aún más, impúdicamente. H. Lowe Crosby y su esposa Hazel, así como el embajador Minton y su Claire, seguían atrapados en aquella pendiente infernal.
Philip Castle, Frank y yo nos estiramos por encima del abismo para intentar arrastrar a los Crosby hacia un lugar seguro, y nuestros brazos se extendieron implorantes hacia los Minton.
Los Minton tenían una expresión afable. Y puedo adivinar lo que se les pasaba por la mente. Yo creo que pensaban en conservar la dignidad, y en el equilibrio emocional, por encima de todo.
El pánico no era su estilo, y también dudo que lo fuese el suicidio. En todo caso, sus buenos modales les mataron, ya que en esos momentos el semicírculo fatídico del castillo se alejó de nosotros como un trasatlántico que se aleja de puerto.
Al parecer, la imagen de la travesía también debió ocurrírsele a los Minton, que ya zarpaban, ya que se despidieron de nosotros agitando la mano con una transida dulzura.
Se cogieron de la mano.
Se pusieron cara al mar.
Y zarparon. Después se hundieron con el ímpetu de un cataclismo. ¡Desaparecieron!
116 - El gran cata-pum
El abrupto borde del olvido estaba ahora a unos centímetros de mis encogidos dedos del pie. Miré hacia abajo. Mi templado mar se lo había tragado todo. Una lenta cortina de humo flotaba en dirección al mar, arrastrada por el viento. Era el único rastro de todo lo que se había derrumbado.
El palacio, al haber perdido su maciza máscara orientada al mar, saludaba al norte con una sonrisa de leproso, con la dentadura partida y los pelos sin afeitar. Los pelos eran las puntas astilladas de las vigas de madera. Justo debajo de mí, había quedado abierta una amplia alcoba. El suelo de la alcoba, sin ningún apoyo, se clavaba en el espacio igual que un trampolín.
Por un instante soñé en tirarme al trampolín, tocar y elevarme en un sobrecogedor salto de cisne, juntar los brazos y caer como un cuchillo penetrando, sin salpicar, en una eternidad caliente como la sangre.
Sobre mí, el grito de un pájaro que cruzó como una flecha me hizo regresar del sueño. Parecía estar preguntándose qué había sucedido.
—¿Piu-piu? —preguntaba.
Primero miramos todos al pájaro, después nos miramos unos a otros.
Aterrorizados, nos apartamos del abismo, y al levantar el pie de la losa que me había sujetado, esta empezó a tambalearse. Estaba menos firme que un balancín, y en ese momento empezó a balancearse encima del trampolín.
Se estrelló contra el trampolín, convirtiendo el trampolín en un tobogán, y todos los muebles que aún quedaban en la habitación de abajo, cayeron por el tobogán.
Lo primero en salir disparado fue un xilófono, huyendo deprisa sobre sus ruedecillas. Después vino una mesita de noche, en loca carrera con un soplete saltarín. Muy de cerca les seguían unas sillas.
Y en algún rincón de la habitación que teníamos debajo, algo que no alcanzábamos a ver, algo que se resistía poderosamente a moverse, empezó a moverse.
Se arrastró despacito por el tobogán, y al final dejó ver su proa dorada. Era el bote en el que yacía muerto «papá».
Alcanzó el extremo del tobogán, la proa se inclinó, el bote se vino abajo y cayó dando una vuelta de campana.
«Papá» salió despedido y cayó por separado.
Yo cerré los ojos.
Se oyó un ruido semejante al de un portón tan grande como el cielo, que se cerrara lentamente. La gran puerta del firmamento se cerró con suavidad. Se produjo un gran CATA-PUM.
Abrí los ojos, y todo el mar era Hielo-nueve.
El verdor húmedo de la tierra era de un color perla blanco azulado.
El cielo se oscureció. Boraisi, el sol, se convirtió en un globo, diminuto y cruel, de un color amarillo enfermizo.
El cielo se llenó de gusanos. Los gusanos eran tornados.
117 - El santuario
Levanté la mirada hacia donde había estado el pájaro, y justo encima de mi cabeza vi un gusano enorme con la boca violeta. Zumbaba igual que las avispas. Se cimbreaba y tragaba aire con unas peristálticas convulsiones obscenas.
Nosotros, los humanos, nos separamos. Huimos de mi almena hecha pedazos y bajamos rodando por las escaleras que daban al interior de la isla.
Sólo H. Lowe Crosby y su Hazel gritaron «¡americanos!», «¡somos americanos!», gritaron, como si los tornados tuviesen algún interés por saber a qué granfalloon pertenecían sus víctimas.
Pero no veía a los Crosby. Habían bajado por otra escalera. Por un corredor del castillo me llegaron, como un torrente, los gritos y ruidos de los otros, que jadeaban y corrían. Mi única compañía era mi celestial Mona, que me había seguido silenciosamente.
Ante mi indecisión, Mona se deslizó por delante de mí y abrió la puerta de la antesala de la alcoba de «papá». Las paredes y el techo habían desaparecido, pero el empedrado seguía allí y en el centro estaba la trampilla del calabozo. Bajo el cielo agusanado, bajo las centellas violetas que salían de las bocas de los tornados, ansiosos por comernos, levanté la trampilla.
El esófago de la mazmorra estaba provisto de unos peldaños de hierro. Volví a colocar la trampilla desde dentro y bajando por aquellos peldaños emprendimos el descenso.
Al pie de la escalera encontramos un secreto de Estado. «Papá» Monzano había mandado construir un acogedor refugio. Tenía un conducto de ventilación, con un ventilador movido por una bicicleta fija. En un hueco de la pared había un depósito de agua. El agua era dulce y húmeda, no corrompida todavía por el Hielo-nueve. Había un retrete químico, una radio de onda corta y un catálogo de Sears, Roebuck, cajas con manjares, licores y velas, y ejemplares encuadernados de la Geografía nacional de hacía veinte años.
Y había una colección de Los libros de Bokonon.
Y había dos camitas gemelas.
Encendí una vela. Abrí una lata de sopa Campbell de pollo y verduras, y la puse en un horno Sterno. Serví dos vasos de ron de las Islas Vírgenes.
Mona se sentó en una cama. Yo me senté en la otra.
—Estoy a punto de decir algo que las mujeres habrán oído ya a los hombres muchas veces —le hice saber—. Sin embargo, no creo que estas palabras hayan llevado nunca el peso que llevan ahora.
—¿Sí?
Abrí mis manos.
—Aquí estamos.
118 - La guillotina y el calabozo
El sexto libro de Los libros de Bokonon está dedicado al dolor, en concreto a las torturas que los hombres infligen a los hombres. «Si alguna vez me dan muerte en el gancho —nos advierte Bokonon—, espero que sea una actuación muy humana.»
Después habla del potro y del pediwinkus, de la guillotina, de la veglia y del calabozo:
En cualquier caso, habrá muchísimo griterío,
Pero sólo el calabozo te permitirá pensar mientras te mueres.
Y así era en aquel pétreo seno, de Mona y mío. Al menos podíamos pensar. Y algo en lo que pensé fue que el bienestar que ofrecía la mazmorra no mitigaba en ningún modo el hecho básico del olvido.
Durante nuestro primer día bajo tierra, los tornados golpearon la trampilla un montón de veces por hora, y cada vez, la presión bajaba súbitamente en nuestro agujero, nuestros oídos reventaban y nuestras cabezas resonaban.
En cuanto a la radio, no había más que interferencias, crujidos y efervescencias, y de un extremo a otro de la banda de onda corta no se oía ni una palabra, ni un bip telegráfico. Si aún había vida en alguna parte, esta no emitía.
Y hasta la fecha tampoco emite.
Mi suposición fue la siguiente: los tornados, al sembrar la venenosa escarcha blanca azulada del Hielo-nueve por todos lados, habían hecho añicos cualquier cosa o persona sobre la tierra, y si aún quedaba algo con vida, ese algo perecería pronto de sed, hambre, rabia o apatía.
Me concentré en Los libros de Bokonon. Estaba aún tan poco familiarizado con ellos que pensé que contendrían en algún lugar consuelo espiritual. Pasé por alto rápidamente la advertencia que aparecía en la primera página de El primer libro:
«¡No seas loco! ¡Cierra este libro inmediatamente! ¡No hay más que foma!»
Foma, por supuesto, son mentiras.
Y entonces leí lo siguiente:
«Al principio, Dios creó la tierra y, en Su cósmica soledad, se quedó observándola.
»Y Dios dijo: "Hágase la vida a partir del barro, para que el barro pueda ver lo que Hemos hecho." Y Dios creó a todos los seres vivos que ahora se mueven, y uno de ellos fue el hombre. El barro habló como sólo puede hablar el hombre. Y Dios se acercó a medida que el barro en forma de hombre se erguía, miraba a su alrededor y hablaba. El hombre parpadeó.
»"¿Cuál es el objetivo de todo esto?",—preguntó educadamente.
»"¿Acaso tiene que haber un objetivo para cada cosa?", preguntó Dios.
»"Por supuesto", dijo el hombre.
»"—Entonces te dejo que el objetivo de todo esto lo pienses tú", dijo Dios, y se marchó.»
Pensé que aquello no eran más que tonterías.
«¡Claro que son tonterías!», dice Bokonon.
Y entonces me concentré en mi celestial Mona, en busca de secretos reconfortantes e inmensamente más profundos.
Mientras la contemplaba ensimismado a través del espacio que separaba nuestras camas, fui capaz de imaginar que tras sus maravillosos ojos yacían ocultos misterios tan antiguos como Eva.
No entraré en el sórdido episodio sexual que vino a continuación. Basta con decir que me sentí repugnante y repudiado.
A la chica no le interesaba la reproducción, más bien odiaba la idea. Antes de que acabara la contienda, Mona me reconoció, y yo mismo me reconocí, el mérito de haber inventado toda aquella extraña empresa sudorífica y gruñona, mediante la cual se creaban nuevos seres humanos.
Al volver a mi cama, con los dientes que me rechinaban, pensé que Mona, honestamente, no tenía ni idea de lo que era hacer el amor. Pero entonces me dijo dulcemente:
—Sería muy lamentable tener un niño ahora. ¿No estás de acuerdo?
—Sí —corroboré lóbregamente.
—Bueno, pues así es como se hace a los niños, por si no lo sabías.
119 - Mona me da las gracias
«Hoy seré el ministro de Educación búlgaro —nos dice Bokonon—, mañana seré Elena de Troya.» Su mensaje está claro como el agua. Cada uno de nosotros tiene que ser lo que uno o una es, y eso fue, sobre todo, lo que pensaba en las profundidades del calabozo con la ayuda de Los libros de Bokonon.
Bokonon me invitaba a cantar con él:
Lo que hacemos es tan malo, malo,
Somos malos como el barro, barro,
Y de mal que lo hacemos, vemos,
Que estallamos, estallamos.
Me inventé una musiquita que le pegase y la silbé muy bajito mientras pedaleaba en la bicicleta que movía el ventilador que nos daba aire, nuestro querido aire.
—El hombre aspira oxígeno y expira dióxido de carbono —le grité a Mora.
—¿Qué?
—Es la ciencia.
—Ah.
—Uno de los secretos de la vida que el hombre tardó mucho en aprender, fue que los animales respiran lo que otros animales exhalan, y viceversa.
—No lo sabía.
—Ahora ya lo sabes.
—Gracias.
—De nada.
Una vez hube pedaleado bien la atmósfera, hasta darle dulzor y frescura, me bajé de la bicicleta y subí por los peldaños de hierro para ver qué tal estaba el tiempo fuera. Esto lo hacía varias veces al día, y aquel día, el cuarto, levanté la trampilla y por el estrecho semicírculo percibí que el tiempo se había estabilizado un poco.
Se trataba de una estabilidad salvajemente dinámica, ya que los tornados seguían siendo igual de numerosos, pero sus fauces ya no glugluteaban ni rechinaban contra la tierra. Las fauces, procedentes de todas direcciones, se habían retirado hasta una altitud de casi un kilómetro, y la altitud variaba tan poco, que era posible que San Lorenzo estuviese protegido por una lámina de cristal a prueba de tornados.
Dejamos pasar tres días más para asegurarnos de que los tornados se habían vuelto tan verdaderamente reservados como parecían y a los tres días, llenamos las cantimploras con el agua del depósito y salimos a la superficie.
Había un aire seco, caliente y mortalmente en calma.
Una vez oí decir que en la zona templada, las estaciones debían ser seis y no cuatro: verano, otoño, clausura, invierno, apertura y primavera. Me acordé de esto cuando me erguí junto a la trampilla, miré hacia fuera, escuché y husmeé.
No había olores. No había movimiento. Cada uno de mis pasos producía un crujido pedregoso en la escarcha blanca azulada. Y cada crujido, un fuerte eco. La clausura había pasado. La tierra estaba clausurada a cal y canto.
Estábamos en invierno, por siempre jamás.
Ayudé a mi Mona a salir del agujero. Le advertí que mantuviera sus manos apartadas de la escarcha blanca azulada, y que las mantuviera también apartadas de la boca.
—La muerte nunca lo ha tenido más fácil —le dije—. Con tocar el suelo y tocarte los labios, estás perdida.
Meneó la cabeza y suspiró.
—Una mala madre.
—¿Cómo?
—La Madre Tierra, ha dejado de ser una buena madre.
—¿Hay alguien? ¿Hay alguien ahí? —grité entre las ruinas del palacio. Los terribles vientos habían arrancado los cañones de aquella masa imponente de piedra. Mona y yo empezamos a buscar, con poco entusiasmo, supervivientes, y digo con poco entusiasmo porque no percibíamos ninguna señal de vida. Ni siquiera un roedor con el hocico arrugado había sobrevivido.
La única creación humana intacta era el arco de las puertas del palacio. Mona y yo nos acercamos al arco, y escrito en la base con pintura blanca había un «Calipso» bokononista. Las letras eran claras. El escrito era reciente, lo cual probaba que alguien más había sobrevivido al vendaval.
El «Calipso» decía:
Uno de estos días, tendrá que acabarse este loco mundo,
Y Dios se llevará consigo las cosas que nos prestó,
Y si, ese triste día, queréis reprender a nuestro Dios,
Adelante, reprendedle: se reirá y bajará la cabeza.
120 - A quien pueda interesarle
Me acordé de un anuncio de una colección de libros infantiles llamada El libro del saber. En el anuncio se veía un niño y una niña confiados, con la mirada levantada hacia su padre. «Papi —preguntaba uno—, ¿por qué el cielo es azul?» La respuesta, posiblemente, habrá que buscarla en El libro del saber.
Si mi padre hubiese estado a mi lado, mientras Mona y yo bajábamos por la carretera del palacio, habría tenido un montón de preguntas que hacerle, cogido a su mano: «Papi, ¿por qué están rotos todos los árboles? Papi, ¿por qué están muertos todos los pájaros? Papi, ¿por qué está el cielo tan enfermo y agusanado? Papi, ¿por qué está el mar tan duro y calmado?»
Pero se me ocurrió que yo estaba mejor cualificado para responder a esas difíciles preguntas que cualquier otro ser humano, dado que no había ningún otro ser humano con vida. Y por si a alguien le interesa, sabía muy bien qué es lo que había salido mal, dónde y cómo.
¿Y qué?
Me preguntaba dónde podían estar los muertos. Mona y yo nos alejamos casi dos kilómetros de nuestro calabozo, y no vimos a un solo ser humano muerto.
Por los vivos no sentía tanta curiosidad, probablemente porque tenia la certeza de que primero tendría que contemplar a un montón de muertos. No vi ninguna columna de humo que pudiese venir de alguna hoguera, aunque habría sido difícil ver una, con aquel horizonte lleno de gusanos.
Hubo algo que me llamó la atención: un círculo color púrpura rodeaba el extraño taco de piedra que constituía el pico de la giba del monte McCabe. El círculo parecía estar llamándome y tuve la estúpida y cinemática inclinación de escalar el pico con Mona. Pero, ¿qué querría decir aquello?
Nos adentramos en los pliegues que hay al pie del monte McCabe, y Mona, como a la ventura, se apartó de mí, se apartó de la carretera y subió por uno de los pliegues. La seguí.
Me reuní con ella en lo alto de la cresta. La vi absorta, con la mirada puesta en una inmensa hondonada. No la vi llorar.
Pero bien pudo haber llorado.
En la hondonada había miles y miles de muertos. La escarcha blanca azulada del Hielo-nueve aparecía en los labios de cada uno de los cuerpos.
Dado que los cadáveres no estaban desparramados ni revueltos, era evidente que se habían reunido allí al cesar el espantoso vendaval. Y dado que cada uno de los cadáveres tenía los dedos, ya dentro, ya cerca de la boca, comprendí que todos ellos se habían dirigido a aquel melancólico lugar y se habían envenenado con Hielo-nueve.
Había hombres, mujeres, y también niños, muchos en pose de boko-maru. Todos estaban de cara al centro de la hondonada, como si fuesen espectadores de un anfiteatro.
Mona y yo dirigimos nuestras miradas al foco de atención de todos aquellos ojos cubiertos de escarcha, y dirigimos nuestra mirada al centro de la hondonada. Allí había un claro circular, un lugar en el que probablemente había estado un orador.
Mona y yo nos acercamos cautelosamente al claro, sorteando las mortuorias estatuas. Dentro del claro vimos una piedra, y bajo la piedra encontramos una nota escrita a lápiz que decía:
A quien pueda interesarle: Estas personas que tienen a su alrededor son casi todos los que en San Lorenzo sobrevivieron al vendaval que siguió a la congelación del mar. Estas personas capturaron al falso santo de nombre Bokonon. Lo trajeron hasta aquí. Lo colocaron en el centro y le ordenaron que les dijese exactamente qué es lo que Dios Todopoderoso estaba tramando y qué debían hacer ellos. El charlatán les dijo que con toda seguridad Dios intentaba matarles, posiblemente porque ya no quería saber nada de ellos, y que por lo tanto debían adoptar una actitud correcta para morir, lo cual, como queda a la vista, han hecho.
La nota estaba firmada por Bokonon.
121 - Soy lento en contestar
—¡Qué cínico! —grité asombrado. Aparté la mirada de la nota y contemplé aquella hondonada llena de muertos que nos rodeaba—. ¿Estará él aquí, en alguna parte?
—Yo no le veo —dijo Mona con dulzura. Mona no estaba ni deprimida ni enfadada. En realidad, parecía estar a punto de reírse—. Bokonon decía siempre que él nunca seguía sus propios consejos, porque sabia que carecían de valor.
—¡Más le valdría estar aquí! —dije con amargura—. ¡Piensa en el descaro que hay que tener para aconsejarle a toda esta gente que se mate!
Entonces Mona se rió. Nunca la había oído reírse. Tenía una risa sorprendentemente profunda y áspera.
—¿Te parece divertido?
Levantó los brazos perezosamente.
—Es todo muy sencillo, eso es todo. Resuelve tantas cosas para tanta gente, y tan fácilmente...
Y todavía riéndose, subió tranquilamente entre los millares de petrificados. Más o menos a la mitad de la pendiente, se detuvo y se puso de cara a mí. Me dijo gritando:
—De ser posible, ¿te gustaría que alguna de estas personas volviese a vivir? Contesta rápidamente. —Y al cabo de medio minuto me dijo en broma—: No has sido muy rápido en responder.
Y todavía riéndose un poco, tocó el suelo con sus dedos, se irguió, se pasó los dedos por los labios y murió.
¿Lloré? Ellos dicen que si. H. Lowe Crosby y su Hazel, junto al pequeño Newt, me encontraron por casualidad al caerme en la carretera. Ellos iban en el taxi de Bolívar, que se había librado de la tormenta. Me dijeron que estaba llorando. Hazel también lloró, lloró de alegría al ver que estaba vivo.
Me persuadieron para que entrara en el taxi.
Hazel me rodeó con su brazo.
—Ahora estás con tu mami. No te preocupes por nada.
Dejé mi mente en blanco. Cerré los ojos y con un profundo y estúpido alivio me recliné sobre aquella tontiloca carnosa y húmeda.
122 - Los Robinsones suizos
Me condujeron hasta los restos de la casa de Felix Hoenikker, en lo alto de la cascada. De la casa quedaba el sótano de debajo de la cascada, que ahora se había convertido en algo así como un iglú bajo una cúpula translúcida, de color blanco azulado de Hielo-nueve.
La familia estaba formada por Frank, el pequeño Newt y los Crosby. Ellos habían sobrevivido en una mazmorra del palacio, una mazmorra mucho menos profunda y más desagradable que el calabozo. Habían salido de allí en cuanto el vendaval había amainado, mientras que Mona y yo permanecimos bajo tierra otros tres días.
Dio la casualidad de que encontraron el milagroso taxi esperándoles en el arco de las puertas del palacio, así como un bote de pintura blanca. En las puertas delanteras del coche pintaron unas estrellas blancas, y en el tejado las siglas de un granfalloon: U.S.A.
—Y dejasteis la pintura bajo el arco —dije.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Crosby.
—Alguien pasó por allí y escribió un poema.
En ese momento no pregunté cómo habían fallecido Angela Hoenikker Conners, y Philip y Julian Castle, ya que habría tenido que hablar de Mona y todavía no me sentía preparado para tal cosa.
Y sobre todo no quería hablar de la muerte de Mona, porque mientras viajábamos en el taxi, los Crosby y el pequeño Newt parecían estar inoportunamente alegres.
Hazel me dio una pista del motivo de su alegría.
—Espere y verá cómo vivimos. Tenemos todo tipo de manjares para comer. Si queremos agua, hacemos una hoguera y derretimos un poco de hielo. Los Robinsones suizos, ese es el nombre que nos hemos puesto.
123 - De ratones y hombres
Transcurrieron seis curiosos meses, los seis meses en los que escribí este libro. Hazel no se equivocaba en llamar a nuestra pequeña comunidad los Robinsones suizos, ya que habíamos sobrevivido a una tormenta, nos encontrábamos aislados, y en realidad la vida se había vuelto muy fácil. A aquello no le faltaba un cierto encanto a lo Walt Disney.
Bien es verdad que ni plantas ni animales sobrevivieron. Pero el Hielo-nueve conservaba los cerdos, las vacas, los cervatillos, hileras de pájaros y bayas, hasta que nos decidíamos a deshelarlos y cocinarlos. Y lo que es más, aún había montones de productos enlatados que conseguiríamos cuando rebuscásemos en las ruinas de Bolívar. Por lo visto, éramos los únicos sobrevivientes que quedábamos en San Lorenzo.
La comida no era ningún problema, y tampoco lo era la ropa o el techo, ya que el clima era invariablemente seco, muerto y cálido. Teníamos una salud monótonamente buena. Al parecer, también los gérmenes estaban muertos o adormecidos.
Nos habíamos instalado tan satisfactoriamente, tan complacientemente, que nadie se maravilló o protestó cuando Hazel dijo:
—Todo esto tiene una ventaja, que no hay mosquitos.
Hazel estaba sentada en un taburete de tres patas, en el claro donde antes había estado la casa de Frank. Estaba cosiendo unas tiras de tela roja, blanca y azul. Al igual que Betsy Ross, estaba haciendo una bandera americana. Nadie fue lo bastante descortés como para decirle que el rojo era en realidad un color melocotón, que el azul era casi un verde Kelly, y que las cincuenta estrellas que había recortado eran en realidad estrellas de David de seis puntas, y no estrellas americanas de cinco puntas.
Su marido, que siempre había sido muy buen cocinero, preparaba cuidadosamente un estofado en una olla de hierro puesta encima de un hogar de leña que había cerca. Era el que cocinaba siempre. Le encantaba cocinar.
—Qué buen aspecto. Qué bien huele —comenté.
Me guiñó un ojo.
—No se meta con el cocinero. Lo hace lo mejor que puede.
Como fondo de esta pequeña conversación se oían los dada-das y los di-di-dis de un transmisor automático de SOS hecho por Frank. Pedía ayuda día y noche.
—Sálvennoooos —entonaba Hazel, acompañando al transmisor mientras cosía—. Sálvennoooos.
—¿Qué tal va la novela? —me preguntó Hazel.
—Bien, mami, bastante bien.
—¿Cuándo va a leernos un poco?
—Cuando esté terminada, mami, cuando esté terminada.
—Muchos escritores famosos han sido boosiers.
—Ya lo sé.
—Usted será uno más en una larga, larga lista. —Se rió ilusionada—. ¿Es un libro divertido?
—Eso espero, mami.
—Me gusta mucho reírme.
—Sé que le gusta.
—Aquí, cada uno es especialista en algo, tiene algo que ofrecer a los demás. Usted escribe libros que nos hacen reír, y Frank se ocupa de las cosas científicas y el pequeño Newt pinta cuadros para todos nosotros, yo coso y Lowie cocina.
Muchas manos aligeran el trabajo. Es un viejo proverbio chino.
—Fueron muy listos, estos chinos.
—Si, conservemos vivo su recuerdo.
—Ojalá los hubiese estudiado mejor.
—Bueno, era algo difícil. Incluso en condiciones óptimas.
—Ojalá hubiese estudiado mejor todo.
—Todos nos arrepentimos de algo, mami.
—Agua pasada no mueve molino.
—Como dice el poeta, mami, «De todas las palabras de los ratones y los hombres, las más tristes son “podía haber sido"».
—Qué hermoso y qué verdadero.
124 - El criadero de hormigas de Frank
Odiaba ver que Hazel estaba terminando la bandera, porque me había liado en sus embrollados planes, y se pensaba que yo estaba de acuerdo en plantar aquella cosa absurda en el pico del monte McCabe.
—Si Lowe y yo fuésemos más jóvenes, lo haríamos nosotros mismos. Ahora lo único que podemos hacer es darle la bandera y desearle nuestros mejores deseos.
—Mami, me pregunto si realmente es un buen sitio para la bandera.
—¿Y qué otro sitio hay?
—Ya lo pensaré. —Pedí disculpas y bajé a la caverna para ver qué estaba tramando Frank.
No estaba tramando nada nuevo. Estaba observando un criadero de hormigas que había construido. Había desenterrado algunas hormigas que habían sobrevivido en el mundo tridimensional de las ruinas de Bolívar, y había reducido las dimensiones a dos haciendo un emparedado de hormigas y polvo entre dos láminas de cristal. Las hormigas no podían hacer nada sin que Frank las descubriera e hiciese un comentario de sus conductas.
En breve plazo de tiempo, el experimento había resuelto el misterio de cómo pueden sobrevivir las hormigas en un mundo sin agua. Que yo sepa, eran los únicos insectos sobrevivientes, y lo habían conseguido formando con sus cuerpos sólidos, bolas en torno a granos de Hielo-nueve. Generaban así el suficiente calor en el centro para matar la mitad de entre ellas y obtener una gota de rocío. El rocío era bebible y los cadáveres comestibles.
—Comamos, bebamos, gocemos, que mañana moriremos, —le dije a Frank y a sus minúsculas caníbales.
Su respuesta era siempre la misma: una desabrida conferencia sobre todo lo que la gente debería aprender de las hormigas.
Mis respuestas también eran ya todo un ritual:
—La naturaleza es algo maravilloso, Frank. La naturaleza es algo maravilloso.
—¿Sabes por qué les va tan bien a las hormigas? —me preguntó por milésima vez—. Co-o-laboran.
—Es una palabra endiabladamente buena, co-o-laboración.
—¿Quién les enseñó a hacer agua?
—¿Quién me enseñó a hacer agua?
—Esa es una respuesta estúpida y lo sabes.
—Perdón.
—Hubo una época en que me tomaba en serio las respuestas estúpidas de la gente. Pero eso ya lo he superado.
—Todo un hito.
—He crecido un montón.
—En cierta medida a expensas de la gente. —Podía decirle cosas semejantes a Frank con la certeza absoluta de que no las oía.
—Hubo una época en que la gente podía mofarse de mí sin gran dificultad porque no tenía confianza en mí mismo.
—El mero descenso de los habitantes del planeta será un gran avance para el alivio de tus problemas sociales —le insinué. Pero de nuevo, volví a hacerle la insinuación a un sordo.
—Pero dime, dime quién les dijo a estas hormigas cómo hacer agua —volvió a desafiarme.
Varias veces le ofrecí la explicación obvia de que Dios les había enseñado. Y sabía, por una pasada experiencia propia, que ni iba a rechazar ni aceptar tal teoría. Simplemente se volvía cada vez más loco, haciéndome la pregunta una y otra vez.
Me alejé de Frank, tal y como me aconsejaron que hiciera Los libros de Bokonon. «Cuídate del hombre que se esfuerza mucho por aprender algo, lo aprende y no se siente más sabio que antes —nos dice Bokonon—, es alguien lleno de remordimientos asesinos contra la gente que es ignorante sin haber elegido el camino más difícil para serlo.»
Me fui a buscar a nuestro pintor, el pequeño Newt.
125 - Los tasmanios
Cuando encontré al pequeño Newt pintando un desolado paisaje a unos doscientos metros de la caverna, me preguntó si podía llevarle a Bolívar para proveerse de pinturas. El no podía conducir, no llegaba a los pedales.
De modo que salimos de allí y, durante el camino, le pregunté si aún le quedaba apetito sexual. Yo me lamenté de no tener ninguno, tampoco en sueños, nada.
—Antes soñaba con mujeres de seis, nueve, doce metros de estatura —me dijo—. Pero ahora, ¡por Dios!, ni siquiera me acuerdo de cómo era mi enanita ucraniana.
Recordé una cosa que había leído acerca de los tasmanios aborígenes, personas que iban normalmente desnudas y que, cuando el hombre blanco topó con ellos en el siglo diecinueve, desconocían la agricultura, la cría de animales, cualquier tipo de arquitectura y es posible que hasta el fuego. A los ojos del hombre blanco resultaban tan despreciables, a causa de su ignorancia, que los primeros colonos, que fueron presidiarios ingleses, practicaron con ellos el deporte de la caza, y los aborígenes, viéndole un quehacer tan poco atractivo a la vida, dejaron de reproducirse.
Le insinué a Newt que lo que nos acobardaba en aquellos momentos era una falta de esperanza similar.
Newt hizo una observación muy perspicaz:
—Creo que toda la excitación en la cama tenía más que ver con la excitación de mantener la raza humana de lo que nos pensábamos.
—Por supuesto, si tuviésemos entre nosotros a una mujer en edad de parir, la situación cambiaría radicalmente. La pobre Hazel está a años luz de poder tener aunque fuese un mongólico.
Newt confesó saber no poco acerca de los mongólicos. En una ocasión había asistido a una escuela para niños grotescos y varios de sus compañeros habían sido mongoloides.
—El que mejor escribía en nuestra clase era una mongoloide llamada Myrna. Me refiero a la caligrafía, no a lo que en realidad escribía. Dios mío, hacía años que no había pensado en ella.
—¿Era una buena escuela?
—Lo único que recuerdo es lo que el profesor solía decirnos todo el tiempo. Se desgañitaba siempre por los altavoces riñéndonos por alguna travesura que hubiésemos hecho, y siempre empezaba del mismo modo: «Ya estoy cansado y harto...»
—Esa frase se acerca mucho a la descripción de cómo me siento casi todo el tiempo.
—Quizá sea así como se supone que debe sentirse.
—Habla usted como un bokononista, Newt.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? Que yo sepa, el bokononismo es la única religión que hace alguna alusión a los enanos.
Cuando no había estado escribiendo, había estado enfrascado en la lectura de Los libros de Bokonon, pero la cita de los enanos se me había escapado. Le agradecí a Newt que me llamara la atención al respecto, pues la cita encerraba, en un pareado, la cruel paradoja del pensamiento de Bokonon: La desgarradora necesidad de mentir acerca de la realidad, y la desgarradora imposibilidad de mentir acerca de esa misma realidad:
Enanito, enanito, con qué guiños y contoneos se pasea, pues sabe que la altura de un hombre la dan sus esperanzas e ideas.
126 - Dulces flautas, seguid tocando
—¡Qué religión tan deprimente! —Exclame. Desvié nuestra conversación por el tema de las utopías, lo que podía haber sido, lo que debería haber sido, lo que aún podría ser, si el mundo se derritiera.
Pero Bokonon también había tratado el asunto, había escrito todo un libro acerca de las utopías, El séptimo libro, al que llamó «La república de Bokonon». En el libro encontramos estos desagradables aforismos:
La mano que abastece a las farmacias gobierna el mundo.
Iniciemos nuestra república con una cadena de farmacias, una cadena de ultramarinos, una cadena de cámaras de gas y un juego nacional. Después, ya podremos redactar nuestra constitución.
Vaya un negro bastardo, pensé de Bokonon, y volví a cambiar de tema. Hablé de las heroicidades individuales y significativas. Alabé ante todo el modo en que Julian Castle y su hijo habían elegido morir. Mientras aún soplaban violentamente los tornados, habían dejado a pie el Hogar de Esperanza y Misericordia en la jungla, para ofrecer cualquier esperanza y misericordia que estuviese en sus manos. Encontré asimismo grandioso el modo en que la pobre Angela había muerto. Había recogido un clarinete de entre las ruinas de Bolívar y había empezado a tocarlo inmediatamente, sin preocuparse de que la boquilla pudiese estar contaminada de Hielo-nueve.
—Dulces flautas, seguid tocando —susurré con voz ronca.
—Bueno, quizá también usted encuentre algún modo elegante de morir —dijo Newt.
Era muy bokononista decir aquello.
Revelé mi sueño de escalar el monte McCabe y plantar en la cumbre algún símbolo grandioso. Levanté las manos del volante para mostrarle a Newt lo vacías que estaban de símbolos.
—Pero ¿qué diablos podrá ser el símbolo correcto, Newt? ¿Qué diablos podrá ser? —Volví a agarrar el volante—. Aquí tenemos el fin del mundo, y aquí estoy yo, casi el último hombre, y ahí está esa montaña, la cima más alta a la vista. Ya sé cual ha sido la función de mi karass, Newt. Mi karass ha estado trabajando día y noche para llevarme ante esa montaña. —Sacudí la cabeza y estuve a punto de llorar—. Pero, por el amor de Dios, ¿qué se supone que debe haber en mis manos?
Al hacer esta pregunta, miré por la ventanilla del coche sin fijarme, y tan sin fijarme miré, que avancé más de un kilómetro sin darme cuenta de que mis ojos se habían clavado en los de un anciano negro, un hombre vivo y de color, que estaba sentado a un lado de la carretera.
Inmediatamente aminoré la velocidad, frené y me tapé los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Newt.
—Ahí atrás he visto a Bokonon.
127 - Fin
Estaba sentado sobre una roca. Los pies descalzos. Sus pies cubiertos por la escarcha del Hielo-nueve. La única prenda que llevaba era una colcha blanca con unos copetes azules. Los copetes decían Casa Mona. No se percató de nuestra llegada. En una mano sostenía un lápiz, en la otra un papel.
—¿Bokonon?
—¿Sí?
—¿Se puede saber en qué piensa?
—Estoy pensando, joven, en la frase final de Los libros de Bokonon. El momento de la frase final ha llegado.
—¿Y ya la tiene? Se encogió de hombros y me entregó un pedazo de papel. Esto es lo que leí:
Si fuera un hombre más joven, escribiría la historia de la estupidez humana, y subiría hasta la cima del monte McCabe, y me acostaría sobre mis espaldas con la historia por almohada. Y del suelo cogería un poco del veneno blanco azulado que convierte a los hombres en estatuas, y yo mismo me convertiría en estatua, acostado de espaldas con una risa sardónica y sacándole la lengua a Usted Sabe Quién.
FIN