Publicado en
agosto 29, 2010
una corona duradera[LT1]
De nuevo, Bradbury aborda su tema recurrente: la nostalgia, la entrañable fidelidad a esos «trastos viejos» que el progreso tecnológico va arrumbando a un ritmo cada vez más acelerado. Aunque en este relato, casi alegórico, el «trasto viejo» adquiere las proporciones de todo un país.
—¡Allí está!
Los dos hombres miraron hacia abajo. El helicóptero también se inclinó a un lado. La costa aparecía más lejos.
—No. Es sólo una roca y algo de musgo...
El piloto levantó la cabeza, lo cual indicó la elevación del helicóptero, que giró y se alejó del paraje. Las blancas rocas de Dover desaparecieron. Pasaron por encima de verdes prados, yendo atrás y adelante, como una gigantesca libélula que daba vueltas por entre las ráfagas heladas del invierno que ponía escarcha en sus alas.
—¡Espera! ¡Allí! ¡Desciende!
El aparato descendió y la hierba subió. El acompañante del piloto, lanzando un gruñido, abrió la portezuela, y, como si fuera una máquina necesitada de lubricante, se dejó caer cuidadosamente en tierra. Corrió. Al perder el aliento, aflojó el paso para gritar débilmente contra el viento:
—¡Harry!
Su grito consiguió que una forma encorvada, cerca de la loma fronteriza, se levantara tambaleándose y echara a correr.
—¡Yo no he hecho nada!
—¡No es la justicia, Harry! ¡Soy yo! ¡Sam Welles!
El viejo que huía ante él aflojó la marcha y se detuvo rígidamente al borde del arrecife que dominaba el mar, sujetándose la larga barba con las enguantadas manos.
Samuel Welles, jadeando, corrió hacia él, pero al llegar a su altura no le tocó, como temiendo que volviese a huir.
—Harry, maldito idiota. Llevo semanas buscándote. Temí no poder encontrarte.
—Y yo temía que me encontraras.
Harry, que había tenido los ojos cerrados, los abrió para contemplar temblorosamente su barba, sus guantes y a su amigo Samuel. Allí estaban los dos ancianos, muy grises, muy fríos, sobre una elevación de piedra desnuda, un día de diciembre. Se conocían desde hacía tanto tiempo, tantos años, que podían leer sus mutuos pensamientos en sus respectivas expresiones. Su boca y sus ojos, por consiguiente, eran semejantes. Podían haber sido antiguos hermanos. La única diferencia estaba en el individuo que se había como despegado del helicóptero. Bajo sus ropas oscuras se podía divisar una incongruente camisa hawaiana, multicolor. Harry trataba de no mirarla.
De pronto, sus ojos se encontraron.
—Harry, he venido a avisarte.
—No es preciso. ¿Por qué crees que me escondía? ¿Es éste, acaso, el último día?
—Sí, el último.
No se movieron, reflexionando ambos sobre lo mismo.
Mañana, Navidad. Y ahora estaban en la tarde de la Nochebuena, cuando se marchaban las últimas embarcaciones. E Inglaterra, una roca en un mar de agua y niebla, sería un monumento de mármol escrito por la lluvia y enterrado en la bruma. Al día siguiente, sólo las gaviotas poseerían la isla. Y mil millones de mariposas «monarch» volarían en junio como adornos de un desfile frente al mar.
Harry, con los ojos fijos en la marea, dijo:
—Al crepúsculo todos esos malditos idiotas habrán abandonado la isla, ¿en?
—Exactamente.
—Mala cosa. Y tú, Samuel, ¿has venido a raptarme?
—A convencerte, sería más propio.
—¿Convencerme? ¡Dios santo, Sam!, ¿no me conoces desde hace cincuenta años? ¿No has podido adivinar que desearía ser el último hombre de toda Bretaña? No, eso no suena bien, ¿....de toda la Gran Bretaña?
«El último hombre de toda la Gran Bretaña —pensó Harry—. ¡Oh!, Dios, esto suena bien. Es la gran campana de Londres que se oye en medio de todas las lloviznas, a través del tiempo de estos extraños día y hora, cuando el último, el último excepto uno, abandone este montículo racial, esta tumba verde en medio de un mar de luz helada. El último..., el último. »
—Escucha, Samuel. Mi tumba está cavada. Y no quiero abandonarla.
—¿Quién te meterá dentro?
—Yo, cuando llegue el momento.
—¿Y quién la cubrirá?
—Hay polvo para cubrir el polvo, Sam. El viento lo hará. ¡Ah, Dios mío! —sin querer, las palabras se escaparon de entre sus labios. Quedó asombrado al ver que sus lágrimas se helaban al descender de sus cegados ojos—. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué tantas despedidas? ¿Por qué se han ido las últimas embarcaciones del Canal, los últimos reactores? ¿Adonde se marcha la gente, Sam? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?
—Pues es muy sencillo, Harry —repuso Samuel Welles, quedamente—. El clima de aquí es muy malo. Siempre lo fue. Nadie se atrevía a comentarlo siquiera, ya que no podía encontrarse una solución. Pero ahora Inglaterra ha terminado. El futuro pertenece a...
Los ojos de ambos se dirigieron al sur.
—¿A las malditas islas Canarias?
—A Samoa.
—¿A las costas brasileñas?
—No te olvides de California, Harry.
Los dos se echaron a reír.
—California... ¡Por todos los diablos! ¡Un lugar divertido! Y sin embargo, ¿no había este mediodía un millón de ingleses desde Sacramento a Los Angeles?
—Y otro millón en Florida.
—Dos millones hacia abajo, sólo en los últimos cuatro años.
Ambos asintieron ante el cálculo.
—Bien, Samuel, el hombre dice una cosa. El sol dice otra. De modo que el hombre hace lo que su piel le dice a su sangre. Y la sangre al fin dice: «Al sur. » Lleva dos mil años diciéndolo. Pero nosotros fingíamos no oírlo. Un hombre con su primer bronceado a causa de los rayos del sol es un hombre en medio de un nuevo amor, lo sepa o no lo sepa. Finalmente, se tumba bajo un cielo extraño y le dice a la cegadora luz: «¡Enséñame, oh, Dios mío, enséñame!»
Samuel Welles meneó la cabeza con cierto temor.
—Sigue hablando así y no tendré que raptarte.
—No, el sol puede haberte enseñado a ti, Samuel, pero no a mí. Ojalá pudiese. Lo cierto es que no será muy divertido estar solo. No puedo discutir contigo, Sam, ni convencerte para que te quedes y formemos la pareja de antaño, tú y yo, como cuando éramos chicos, ¿eh?
Golpeó rudamente el codo de su amigo.
—Diantre, me haces pensar que soy un desertor del rey y la patria.
—No es cierto. Tú no abandonas nada, ya que aquí no hay nadie. ¿Quién habría soñado, de chicos, en 1980, que llegaría el día en que una promesa de verano perpetuo llevaría a John Bull a las cuatro esquinas de un más allá1?
—Toda mi vida he pasado frío, Harry. Son muchos años de ponerme ropa y no tener bastante carbón en la estufa. Son muchos años en que el cielo no aparecía más que por una grieta entre dos nubes el primer día de junio, y en que ni el olor a heno iniciaba junio o un día seco y ventoso agosto. Y esto año tras año. Y no lo resisto más, Harry, no puedo.
—Ni lo necesitas. Nuestra raza ha padecido mucho. Tú te lo has ganado, te mereces este largo retiro, este largo descanso en Jamaica, Puerto Príncipe o Pasadena. Dame la mano. ¡Y estréchala con fuerza otra vez! Este es un gran momento de la historia. ¡Tú y yo lo estamos viviendo ahora!
—Seguro, por Dios.
—Mira, Sam, cuando te hayas ido y te hayas establecido en Sicilia, Sidney, o en Orange Navel, California, cuenta este «momento» a la Prensa. Podrías llenar una columna. ¿Y los libros de historia? Bien, ¿no podría haber en ellos media página dedicada a nosotros dos, el último en marcharse y el último en quedarse? Sam, ¡oh!, Sam, me estás rompiendo los huesos de la mano, pero estrecha fuerte, muy fuerte, porque ésta es nuestra despedida final.
Estaban de pie, jadeando, con los ojos arrasados en llanto.
—Harry, ¿quieres acompañarme hasta el helicóptero?
—No. Temo a esos malditos aparatos. La idea del sol en medio de un día oscuro podría asaltarme y obligarme a volar contigo.
—¿Qué mal hay en ello?
—¿Mal? ¡Oh!, Samuel, yo debo guardar nuestras costas de cualquier invasión. Los normandos, los vikingos, los sajones. En los años venideros recorreré toda la isla, manteniendo la guardia desde Dover hacia el norte, en torno a los arrecifes, para después regresar de nuevo a Folkestone.
—¿Te invadirá Hitler, amigo?
—Tal vez sí, él con sus fantasmas de acero.
—¿Y cómo lucharás contra él, Harry?
—¿Crees que caminaré solo? No, por el camino puedo encontrar a César en una playa. Le gustaba mucho, de modo que dejó un par de caminos. Marcharé por esos caminos y pediré a esos fantasmas que rechacen a los de los invasores. Sí, es cosa mía evocar o no evocar fantasmas, elegir o no toda la maldita historia de esta isla, ¿no crees?
—Ciertamente.
El último hombre se volvió hacia el norte, luego al oeste y por fin al sur.
—Y cuando lo haya visto todo, desde aquel castillo al faro de allá, y escuchado las batallas y los cañonazos de la Primera Guerra Mundial, y las gaitas de Escocia con su agrio sonido, cada semana del Año Nuevo, Sam, bajaré por el Támesis, y cada 31 de diciembre, hasta el fin de mis días, el vigilante nocturno de Londres, o sea yo mismo, yo, sí, efectuará sus rondas y hará sonar las campanas de las antiguas iglesias. Las naranjas y los limones son las campanas de San Clemente. Y las campanas de Bow, las de Santa Margarita y San Pablo. Haré bailar las cuerdas de las campanas en tu honor, Sam, y espero que el viento frío sople hacia el cálido sur, donde tú estarás poniendo algunos pelos grises en tus orejas tostadas por el sol.
—Yo estaré escuchando, Harry.
—¡Escucha más aún! Me sentaré en la Cámara de los Lores y en el Parlamento, y haré debates, perdiendo ahora y ganando después. Y puedes afirmar que nunca en la historia tantos debieron tanto a tan pocos, y escucharé las sirenas de las canciones antiguas y olvidadas, y todo cuanto se radió antes de nacer nosotros. Y unos instantes antes del primero de enero, treparé y me alojaré con los ratones en el Big Ben, cuando resuene el reloj con el cambio de año. Y sin duda, en algún momento, me sentaré en la piedra de Scone.
—¡Oh, no!
—¿No? O en el lugar donde estaba antes de que la enviaran al sur, a la bahía del verano. Y dame una especie de cetro, una serpiente hibernada tal vez, atontada por la nieve de un parque decembrino. Y coloca una corona de pasta sobre mi cabeza. Y llámame amigo de Ricardo, Enrique, pariente proscrito de Isabel I y II. Solo en el desierto de Westminster con el callado Kipling y la historia bajo el pie, muy anciano, quizá loco, gobernante y gobernado. ¿No podría elegirme a mí mismo rey de las neblinosas islas?
—Tal vez, ¿y quién te censuraría por ello?
Samuel Welles volvió a abrazar con fuerza a su amigo y luego echó a correr hacia el aparato. De pronto se volvió para exclamar:
—¡Dios mío! Acaba de ocurrírseme. Tu nombre es Harry. Un nombre estupendo para un rey.
—No es malo.
—Perdóname por dejarte.
—El sol lo perdona todo, Samuel. Vete donde quieras.
—Pero, ¿me perdonará Inglaterra? —Inglaterra está en el lugar donde esté su gente, Y yo me quedo con los huesos viejos. Tú te vas con la sangre caliente, Sam, y debes tratar de conseguir un buen bronceado.
—Adiós.
—Que Dios vaya contigo. ¡Oh, tú y esa maldita camisa de colores!
El viento gimió entre ambos y, por más que gritaron, ya no se oyeron. Agitaron las manos y Samuel trepó al aparato, que ascendió con rapidez y flotó como una enorme flor blanca de verano.
Y el último hombre se quedó de pie en el risco, sollozando.
«Harry, ¿no odias los cambios? ¿No estás contra el progreso? ¿No comprendes los motivos de todo esto? ¿No entiendes que los buques, los aviones, los reactores y la promesa de un clima amable, han alejado de aquí a todo el mundo? ¡Oh!, si, lo entiendo, lo entiendo. ¿Cómo podrían resistirse cuando un agosto perenne les aguarda tan cerca?»
En cierta ocasión, el agosto en las islas británicas duró sólo media hora, no, cinco minutos, unos segundos, para alejarse de nuevo hacia el sur, hacia el verano eterno. Y los sueños, la gente y las máquinas se marcharon al sur como enormes aves que; al llegar, ya no pensaron en regresar al norte para emparejarse y por eso anidaron en bandadas trashumantes a lo largo de las costas ecuatoriales.
Estadísticas. Dos millones de personas llegaron, casi de la noche a la mañana, a Sudamérica. Cinco millones se esparcieron por las cálidas praderas africanas. Diez millones aterrizaron poco después, en Cabo Kennedy, en Taos y en Santa Bárbara. Diez millones, millón más o menos, en Australia, Madagascar y el mar de Tasmania. ¡Un terremoto absoluto del clima y noventa mil aparatos voladores habían estremecido y tentado a los hombres a abandonar sus viejas costumbres, y a repartirlos como granos de dorada arena en los oasis de los desiertos para vivir eternamente mejor!
¡Sí, sí! Harry lloró, rechinó los dientes y se inclinó al borde del promontorio para blandir sus puños hacia el aparato que se desvanecía en el cielo.
—¡Traidores! ¡Volved! No podéis abandonar la vieja Inglaterra, no podéis dejar Pip y Humbug, el duque de Hierro y Trafalgar, la Guardia Real bajo la lluvia, Londres ardiendo, las bombas que caen y las sirenas, el nuevo bebé mantenido en alto en el balcón del palacio real, la procesión funeraria de Churchill aún en la calle... sí, ¡aún en la calle! Ni a César, que no se ha presentado ante el Senado, ni las extrañas cosas ocurridas esta noche en Stonehenge. ¡No podéis abandonar todo esto, todo esto!
De rodillas, al borde del acantilado, como el último rey de Inglaterra, Harry Smith lloró a solas.
El helicóptero ya había desaparecido en dirección a las islas de agosto, donde el verano canta su dulzura con los pájaros.
El anciano se volvió a contemplar el paisaje y pensó que todo estaba igual que cien mil años antes. Un gran silencio y unas inmensas tierras áridas, y ahora, ya muy tarde, la concha vacía de las ciudades, y el rey Enrique, o el viejo Harry, que era ya el noveno de la dinastía.
Anduvo ciegamente por la hierba y encontró su bolsa de libros y unos pedazos de chocolate en un saco. Cogió su Biblia, las obras de Shakespeare, las ya muy leídas de Johnson, así como las siempre comentadas de Dickens, Dryden y Pope, y se quedó de pie en la carretera que daba la vuelta a Inglaterra.
Mañana, Navidad. Deseaba felicidad para todo el mundo. Sus siervos, esparcidos por todo el globo, ya tenían el regalo del sol. Suecia estaba vacía. Los noruegos habían huido. Ya nadie vivía en los climas helados de Dios. Todos se calentaban en los hogares continentales de las mejores tierras, con vientos cálidos y cielos amables. No más luchas por sobrevivir. Los hombres, nacidos de nuevo en Cristo al día siguiente, viviendo ya en los parajes del sur, habrían vuelto realmente a un pesebre eterno y siempre lleno.
Y esta noche, en alguna iglesia, él pediría perdón por haberlos llamado traidores.
—Una última cosa, Harry —se dijo—. Azul.
—¿Azul? —se preguntó a sí mismo.
—Por el camino encontrarás tiza azul. ¿No se pintaron alguna vez con ella los ingleses?
—Sí, hombres azules, de pies a cabeza.
—Nuestros finales son nuestros principios, ¿eh?
Se ajustó bien el gorro. El viento era frío. Y sabía a los primeros copos de nieve.
—¡Oh, notable muchacho! —exclamó, inclinándose desde una ventana imaginaria para contemplar la mañana de Navidad, como un viejo vuelto a nacer, jadeando de alegría—. Delicioso chiquillo, ¿está aún gran pájaro, el pavo, colgado en el escaparate de la gallinería?
—Está aún colgado allí —respondió el chiquillo.
—¡Ve y cómpralo! Vuelve con el tendero y te daré un chelín. Vuelve antes de cinco minutos y te daré una corona.
Y el chico fue a comprar el pavo.
Y abrochándose el abrigo, acarreando sus libros, el viejo Harry Ebenezer Scrooge Julio César Pickwick Pip y otro medio millar marcharon juntos por la carretera bajo el tiempo invernal. La carretera era larga y agradable. Las olas cañoneaban la costa. El viento era como las gaitas del norte.
Diez minutos más tarde, cuando había atravesado cantando una colina, a juzgar por su aspecto, todas las tierras de Inglaterra parecieron dispuestas a esperar a la gente que, muy pronto, cualquier día de la historia, podía llegar...
FIN