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agosto 01, 2010
Los tres niños atravesaban a la carrera el campo descuidado; al ver la nave lanzaron un grito de alegría. ¡Por fin había aterrizado! Fueron los primeros en verla y justo en el lugar que habían anticipado.
—¡Oye, es la más grande que he visto! —exclamó el primer niño, con la voz entrecortada—. Esa no viene de Marte, debe venir de más lejos, del otro lado. Te lo aseguro.
Viendo el enorme tamaño del aparato el temor lo volvió silencioso. Después, mirando hacia el cielo descubrió que había llegado una flota, como todos habían esperado.
—Será mejor que vayamos a avisar —dijo a sus compañeros.
Allá en la colina John LeConte estaba de pie junto a su limousine a vapor esperando, impaciente, que la caldera se calentara. Los chicos fueron los primeros en llegar —pensó, furioso— cuando tendría que haber sido yo. Para colmo, se trataba de unos chiquilines harapientos, simples hijos de granjeros.
—¿Hoy funciona el teléfono? —preguntó a su secretario.
El señor Fall echó un vistazo al talonario sujeto con el pisapapeles.
—Sí, señor ¿Desea que transmita algún mensaje a la ciudad de Oklahoma? —preguntó.
De todos los empleados que habían sido asignados a la oficina de LeConte, Fall era el más esquelético. Evidentemente ese hombre ayunaba, no tenía ningún interés en comer, y era muy eficiente.
—La gente de inmigración tendrá que enterarse de este ultraje —murmuró LeConte.
Soltó un suspiro. Toda había salido mal. Después de diez años de colonización había llegado la flota de Próxima Centauro y ninguno de los artefactos de alarma había anunciado con anticipación el aterrizaje. La ciudad de Oklahoma se vería ahora obligada a tratar con los invasores en su propio terreno, con la consiguiente desventaja psicológica que LeConte no podía dejar de considerar.
Observó cómo las naves comerciales de la flota empezaban la tarea de descarga con una mezcla de admiración y de envidia. Era inevitable.
Miren el equipo de que disponen —pensó—. A su lado parecemos unos simples provincianos.
Deseó fervientemente que su coche oficial no hubiera requerido veinte minutos para calentarse. Deseó... ¡tantas cosas!
En primer lugar, deseaba que ORUC no existiera. La Oficina de Renovaciones Urbanas Centauro era un cuerpo constituido con muy buenas intenciones pero, por desgracia, contaba con un pesado aparato de organización interna... Allá en el 2170 se le había informado sobre la Desgracia y se lanzó al espacio como un organismo fototrópico, sensible a la luz física provocada por las explosiones de la bomba de hidrógeno. Pero LeConte estaba al tanto de algo más que eso; en realidad, las organizaciones que regían el sistema Centauro conocían muchos detalles de la tragedia porque habían mantenido constante contacto radial con otros planetas del sistema solar. Muy pocas formas de vida habían logrado conservarse en la Tierra. Oriundo de Marte, siete años atrás él había encabezado una misión de auxilio y, después de un tiempo, decidió quedarse en la Tierra debido a las muchas oportunidades que había, dadas las condiciones actuales.
Estamos en una difícil situación —se dijo mientras esperaba que el coche a vapor se calentara—. Fuimos los primeros en llegar, y sin embargo ORUC nos desplaza. Es un hecho ingrato que debemos enfrentar. Creo que hemos hecho un buen trabajo de reconstrucción. Naturalmente, el planeta no está como antes pero, después de todo, diez años no es mucho tiempo. Es posible que dentro de veinte años más los trenes vuelvan a correr. Además, los últimos bonos para la reconstrucción de caminos se han vendido muy bien, hasta hubo un exceso de suscripciones.
—Una llamada para usted, señor; de la ciudad de Oklahoma —dijo el señor Fall, pasándole el receptor del teléfono portátil de campaña.
—Habla el representante final de campaña, John LeConte —dijo LeConte en voz alta—. Adelante, repito, adelante.
—Oficina Central del Partido —anunció débilmente desde el otro extremo de la línea una seca voz oficial, entremezclada con interferencias estáticas—. Hemos recibido informes de docenas de ciudadanos alertas en Oklahoma Occidental y Texas, dicen que una inmensa...
—Se encuentra aquí —dijo LeConte—. Los estoy viendo. En este momento me disponía a ir a parlamentar con los miembros más destacados de la expedición; recibirán mi informe a la hora acostumbrada. No era preciso que me controlaran (el tono de su voz denotó irritación).
—¿La flota trae armamentos pesados?
—No —dijo LeConte—, parece estar compuesta de burócratas, funcionarios de distintos gremios y transportistas oficiales. En otras palabras, cuervos.
El hombre del partido le ordenó desde su escritorio.
—Bien. Preséntese y deles a entender que la población nativa desconfía de su presencia en la zona y que el Consejo Administrativo de Alivio a Zonas destrozadas por la guerra tampoco los mira con beneplácito. Dígales que reuniremos la legislatura para que apruebe una ley protestando por esta intromisión de un cuerpo de otro sistema en nuestros asuntos internos.
—Ya sé, ya sé —dijo LeConte—; todo está decidido, lo sé.
En ese momento lo llamó el chofer.
—Señor, el coche está listo.
El funcionario del partido le dió las últimas instrucciones:
—Deje establecido que usted no puede negociar con ellos, que carece de autoridad para admitirlos en la Tierra; sólo el Consejo tiene poderes para hacerlo aunque, por supuesto, está absolutamente en contra.
LeConte colgó y corrió hacia el coche.
A pesar de la oposición de las autoridades locales, Peter Hood de ORUC, resolvió establecer su cuartel general en las ruinas de la antigua capital terráquea, la ciudad de Nueva York. Eso daría cierto prestigio a los miembros de ORUC, a medida que ampliaran el circulo de influencia de su organización. Al final, como era de esperar, el círculo abarcaría a todo el planeta, pero la tarea requeriría varias décadas.
Mientras se abría paso entre las ruinas de lo que fuera una vez un importante depósito ferroviario, Peter Hood pensó que cuando la obra estuviera terminada él ya se habría retirado. Poco quedaba de la cultura anterior a la Desgracia y las autoridades locales —los políticos mediocres que habían llegado en bandadas desde Marte y Venus, los planetas vecinos— habían hecho muy poco. A pesar de eso, aplaudía los esfuerzos realizados hasta entonces.
—¿Saben una cosa? —dijo a los miembros de su personal que iban tras él—. Han hecho la parte más difícil, y deberíamos estarles agradecidos. No es fácil llegar a una zona totalmente destruida, como les tocó a ellos.
—Sacaron pingües ganancias —observó uno de los hombres, llamado Fletcher.
—No debemos fijarnos en los motivos —replicó Hood—, sino en los resultados que han obtenido.
Mientras hablaba así recordó al funcionario que fuera a recibirlos en su coche a vapor. Había dado ocasión a una ceremonia formal y solemne. Años atrás, cuando esos funcionarios llegaron al lugar, nadie había salido a recibirlos a no ser, quizá, por algunos sobrevivientes plagados de quemaduras producidas por las radiaciones que salieron a tientas de los sótanos y abrieron la boca sin pronunciar palabra. Un temblor lo sacudió.
Un miembro de ORUC de escaso rango se le acercó y después de saludarlo dijo:
—Creo que hemos localizado una estructura intacta donde su personal podrá alojarse temporalmente. Está en un subsuelo —agregó, con expresión turbada—. No es lo que hubiéramos deseado pero... para conseguir algo más adecuado habríamos tenido que desalojar a algunos nativos.
—Sí —contestó Hood—, han tenido bastante tiempo para explorar. No me opongo. Seguramente se trata de un sótano remodelado; me basta con que sea útil.
El miembro de ORUC siguió hablando.
—La estructura pertenecía a un gran diario homeostático, el New York Times. Se autoimprimía justo debajo de donde estamos; al menos eso es lo que indican los mapas. Aún no hemos podido encontrar el diario, aunque existía la costumbre de enterrar los periódicos homeostáticos a casi un kilómetro de profundidad. Aún no sabemos cuánto sobrevivió éste.
—Debe ser muy valioso —observó Hood.
—Sí —dijo el miembro de ORUC—, tiene salidas por todo el planeta; debe estar sacando miles de ediciones diarias. Cuántas salidas funcionan... —se interrumpió—; resulta difícil creer que los políticos locales no hayan hecho ningún esfuerzo para reparar alguno de los diez u once periódicos homeostáticos que había; pero parece que es así.
—Extraño —dijo Hood—, descuidar de esa manera algo que les hubiera facilitado la tarea. Después de la Desgracia, la misión de mantener el contacto con la gente de una misma cultura dependió en mucho de los periódicos ya que las partículas suspendidas en la atmósfera hacían difíciles, cuando no imposible, la recepción por radio y televisión. Esto me hace sospechar —concluyó, volviéndose hacia sus ayudantes—, que quizás no ponen el empeño suficiente. ¿No es posible que sólo aparenten trabajar?
Su mujer Joan fue la primera en hablar.
—Tal vez no posean la habilidad suficiente para volver a poner los diarios en funcionamiento.
Tienes razón —pensó Hood—. Debemos darles el beneficio de la duda.
—La última edición del Times —afirmó Fletcher—, fue puesta en las líneas el día de la gran Desgracia. Desde entonces la red de comunicaciones periodísticas no ha vuelto a funcionar, ni tampoco las fuentes de creación correspondientes —y agregó, en tono desdeñoso—. Eso demuestra lo ignorante que son esos políticos en cuanto a los elementos básicos de una cultura. No siento el menor respeto por ellos. Sólo volviendo a poner en actividad los periódicos homeostáticos haremos más por restablecer la cultura anterior a la tragedia de lo que ellos han logrado a través de miles de proyectos insignificantes.
—Tal vez su interpretación no sea correcta —dijo Hood—; pero bueno, esperemos que el cefalón del periódico esté intacto. Resultaría totalmente imposible reemplazarlo.
Se encontraban ante la entrada que los miembros de ORUC habían conseguido despejar. Se trataba, nada menos, que del primer paso que iban a dar en el planeta arruinado: restaurar a su antigua jerarquía una poderosa entidad autosuficiente. Después que el periódico homeostático saliera regularmente estaría libre para dedicarse a otras tareas; entretanto, el diario sería una gran ayuda.
—¡Dios mío! —exclamó un trabajador que estaba despejando todavía los escombros—. Nunca había visto tanta basura amontonada en un solo lugar. Parece que lo hicieron a propósito.
Entretanto, el hornillo succionador que estaba manejando continuaba encendiéndose y avanzando lentamente, absorbiendo sin descanso material que transformaba en energía, lo que permitía aumentar poco a poco el tamaño de la entrada.
—Deseo un informe rápido sobre su estado actual —dijo Hood al equipo de ingenieros que esperaba para entrar—. Cuánto tiempo demoraríamos en reactivarlo, cuánto... —se interrumpió.
Habían llegado dos policías con uniforme negro, pertenecientes a la nave de seguridad. Reconoció enseguida al principal, Otto Dietrich, el investigador superior que viajaba con la flota desde Centauro y no pudo evitar ponerse tenso. No fue el único en reaccionar de esa manera; vio también que los ingenieros y trabajadores se detenían un momento y después, más lentamente, continuaban lo que estaban haciendo.
—Sí —dijo a Dietrich—, encantado de verlo. Vayamos a un lugar donde podamos hablar.
No le cabía la menor duda en cuanto a lo que deseaba el investigador; en realidad, lo había estado esperando.
—No le robaré mucho tiempo, Hood. Sé que está muy ocupado. ¿Qué es esto? —preguntó con una expresión alerta y ansiosa en la cara rubicunda y bien rasurada.
Hood atendió a los policías en un pequeño cuarto lateral convertido en oficina temporal.
—Me opongo a cualquier juicio —dijo, con calma—. Ha pasado mucho tiempo; es mejor dejar las cosas como están.
Dietrich se tironeaba, pensativo, el lóbulo de la oreja.
—Los crímenes de guerra no cambian —dijo—; continúan siendo lo mismo aunque transcurran tres, cuatro décadas. De todas maneras, no podemos basarnos en ningún razonamiento lógico. La ley requiere que hagamos un juicio. Alguien debe ser responsable de haber empezado la guerra y es posible que ocupe aún un puesto de autoridad; aunque eso no es lo importante.
—¿Cuántas fuerzas policiales han aterrizado? —preguntó Hood.
—Unos doscientos hombres.
—¿Y están listos para trabajar?
—Estamos dispuestos a iniciar las investigaciones, a secuestrar los documentos pertinentes y a iniciar juicio en los tribunales locales. Estamos decididos a exigir cooperación, si a eso se refiere. Ya hemos asignado personal especializado en ciertos puntos estratégicos —dijo Dietrich mirándolo detenidamente—. Todo ello es necesario; no veo dónde está el problema. ¿O tiene intención de proteger a los culpables, de emplear sus habilidades para que colaboren con su tarea?
—No —dijo Hood sin vacilar.
—Recuerde —continuó Dietrich— que casi ochenta millones de personas perecieron en la Desgracia. ¿Acaso uno puede olvidar ese hecho? O como se trata de gente nativa, desconocida para nosotros...
—No se trata de eso, en absoluto —protestó inútilmente Hood, sabiendo que no lograría comunicarse con una mentalidad policial—. Ya le dije mis objeciones. Creo que no sirve a ningún propósito hacer procesos y ejecuciones después de tanto tiempo. No esperen que mi personal colabore con esto, rehusaré ayudarles aduciendo que no puedo prescindir de nadie, ni siquiera de un ordenanza. ¿Me entiende?
—Idealista al fin; son todos iguales —suspiró Dietrich—. La nuestra es una noble tarea, ayudar a la reconstrucción y... prevenir. Lo que usted no entiende, o no quiere entender, es que un día de estos esa gente puede empezar todo el proceso otra vez, a menos que se lo impidamos desde ahora. Ese es nuestro deber hacia las generaciones futuras; ser terminantes y severos ahora, es a la larga, el método más humano. Dígame, Hood, ¿qué es este lugar? ¿Qué está tratando de reactivar con tanto vigor?
—El New York Times —contestó Hood.
—Imagino que cuenta con un archivo. ¿Podríamos consultar los antecedentes, para obtener información? Sería una valiosa ayuda para fundamentar nuestros casos.
—No puedo negarles acceso al material que podamos encontrar —dijo Hood.
—Resultaría muy interesante un resumen diario de los acontecimientos que precipitaron la guerra —dijo Dietrich, sonriendo—; por ejemplo, ¿quién ejercía el poder supremo en Estados Unidos en el momento de la Desgracia? Hasta ahora, ninguna de las personas con las que hemos hablado parece recordarlo —concluyó con una sonrisa aún más amplia.
A la mañana siguiente, muy temprano, Hood recibió el informe de los ingenieros en la oficina temporal. Parte de las maquinarias del periódico habían sido destruidas pero el cefalón, la estructura cerebral que dirigía el sistema homeostático, parecía intacta. Tal vez si acercaban una nave y pudieran pasar su producción de energía a las líneas del periódico, se podría determinar el estado del mismo.
—En otra palabras —dijo Fletcher, mientras desayunaban con Joan— es posible que funcione o que no funcione. No puede negar que usted es muy pragmático; hará la conexión y, si resulta, habrá cumplido con su cometido. ¿Pero qué sucederá si no resulta? ¿Los ingenieros dejarán caer los brazos y dirán que no están capacitados para la reparación?
Hood clavó la mirada en la taza de café.
—Tiene el mismo gusto del café auténtico —dijo, pensativo—. Dígales que traigan una nave y que hagan funcionar el periódico automático. Si consigue imprimir, tráigame enseguida la primera edición.
Continuó bebiendo el café a pequeños sorbos.
Una hora más tarde, una nave de la línea había aterrizado en la vecindad y su fuente de energía era conectada con el periódico homeostático mediante cinta para inserciones. Se colocaron algunos conductos y los circuitos fueron cuidadosamente cerrados.
Peter Hood podía escuchar, desde su oficina, un sordo retumbar subterráneo a mucha distancia, un chirrido entrecortado y rítmico. ¡Lo habían conseguido! El periódico volvía a la vida. Un miembro de ORUC dejó sobre su escritorio el primer ejemplar. Lo sorprendió la actualidad de la información. Aún en estado latente el periódico no había dejado de estar al día en los acontecimientos. Era indudable que sus receptores habían continuado en actividad.
«ORUC ATERRIZA DESDE CENTAURO.
VIAJE DURO UNA DÉCADA.
PROYECTA RECONSTRUIR ADMINISTRACIÓN CENTRAL.»
Diez años después de un holocausto atómico, ORUC, la organización intergaláctica de rehabilitación, había hecho su histórico aterrizaje al llegar con una verdadera flota de aeronaves-espectáculo que los testigos habían descrito como «irresistible, tanto por su boato como por su significado». Nombrado Coordinador Supremo por las autoridades de Centauro, el miembro de ORUC Peter Hood estableció de inmediato su cuartel general en las ruinas de la ciudad de Nueva York y dirigió unas palabras a sus ayudantes manifestando que «no había venido a castigar a los culpables, sino a restablecer la cultura planetaria por todos los medios disponibles y a reimplantar... »
Es aterrorizador —pensó Hood mientras leía el artículo de fondo. Los servicios de noticias del periódico homeostático se habían enterado de detalles de su vida y los habían digerido e insertado en el artículo, incluso su discusión con Dietrich. El diario no solo hacía —o había estado haciendo su trabajo— sino que nada que fuera de interés, como noticia, se le escapaba, ni siquiera una discreta conversación mantenida sin presencia de testigos. Debería tener mucho cuidado.
Había otro articulo, por supuesto, en tono más grave, que trataba la llegada de los chaquetas negras, la policía.
«Agencia de seguridad declara su objetivo: Criminales de Guerra».
«Capitán Otto Dietrich, investigador supremo de la policía que llegó con la flota de ORUC desde Próxima Centauro dijo que los responsables de la Desgracia de una década atrás «deberán pagar por sus crímenes» ante el tribunal de justicia de Centauro. Según fuentes del Times, unos doscientos policías uniformados de negro han empezado sus actividades exploratorias para...» Hood no pudo menos que sentir un placer morboso al ver que el diario prevenía a la Tierra con respecto a Dietrich. Eso demostraba que el Times no había sido restablecido para apoyar a las fuerzas de ocupación sino a todos, incluso aquellos a quienes Dietrich tenía intención de juzgar. Sin duda alguna todos los pasos de la actividad policial serían revelados en forma detallada. Dietrich, amigo de trabajar en secreto, no estaría muy de acuerdo con el procedimiento. Pero Hood estaba encargado de mantener el diario.
Y no tenía ni la más remota intención de amordazarlo.
Le llamó la atención otro artículo, también en primera página. Mientras lo leía una vaga inquietud le hizo fruncir el ceño:
«Partidarios de Cemoli alborotan al Norte del Estado. Se han producido algunos choques entre partidarios de Benny Cemoli, agrupados en los característicos campamentos asociados con la pintoresca figura política y algunos ciudadanos de la zona armados con palas, martillos y chapas. Después de un encontronazo de dos horas, ambas partes se declararon victoriosas. Hubo unos veinte heridos y doce hospitalizados en salas improvisadas de primeros auxilios. Vistiendo, como de costumbre, su clásica túnica roja, Cemoli visitó a los heridos, aparentemente de buen ánimo, dispuesto a bromear mientras afirmaba a sus partidarios que «ya no falta mucho», refiriéndose, evidentemente, a la amenaza de la organización de marchar sobre la ciudad de Nueva York en un futuro próximo, con el fin de establecer lo que Cemoli denomina «justicia social y verdadera igualdad, por primera vez en la historia del mundo». Como se recordará, antes de su encarcelación en San Quentin...»
Hood conectó el sistema de intercomunicaciones para dar una orden.
—Fletcher —dijo— haga un control general de actividades en el Norte del Estado. Averigüe todo lo que pueda con respecto a una insurrección política de carácter popular en la zona.
—Yo también tengo un ejemplar del Times, señor —dijo la voz de Fletcher—; he visto el artículo sobre ese agitador Cemoli. Ya hay una nave dirigiéndose a la zona en este momento. Dentro de diez minutos, más o menos, deberíamos recibir su informe —Fletcher hizo una pausa— ¿Cree que sería necesario pedirle refuerzos a Dietrich?
—Esperemos que no —dijo Hood secamente.
Media hora más tarde la nave de ORUC pasaba su informe a Fletcher. Confundido, Hood pidió que le repitieran el mensaje. Pero no había ninguna duda. El equipo de campaña de ORUC había hecho una exhaustiva investigación. No habían encontrado rastros de ningún campamento ni de formación de grupos. Los ciudadanos de la zona que fueron interrogados dijeron no haber oído hablar nunca de una persona llamada Cemoli. Tampoco encontraron señales de ninguna batalla campal, ni choques, como tampoco de estaciones de primeros auxilios, ni heridos. Había tranquilidad en toda la campiña semi-rural.
Desconcertado, Hood volvió a leer el artículo del Times. No había dudas, estaba ahí, en primera página, junto con la noticia del aterrizaje de la flota ORUC. ¿Qué podía significar?
Lo que estaba pasando no le gustaba en absoluto.
¿Habría cometido un error al reactivar el viejo y glorioso periódico homeostático?
Esa misma noche, una barahúnda infernal que venía desde gran profundidad despertó a Hood de un sueño pesado. Mientras se sentaba en la cama, pestañeando aturdido, el retintín aumentaba de volumen. Era, sin duda, el rugir de los motores. Escuchó un movimiento retumbante indicando la puesta en su lugar de los circuitos automáticos contestando instrucciones que emanaban del mismo sistema cerrado.
En la oscuridad escuchó la voz de Fletcher.
—Señor —le dijo, al tiempo que encendía una luz después de encontrar la llave del artefacto temporal—. Creí que debía despertarlo. Disculpe, señora.
—Estoy despierto —dijo Hood, poniéndose las pantuflas y la bata—. ¿Qué hace ahora?
—Está imprimiendo una edición extra.
Joan se incorporé en la cama.
—¡Dios santo! ¿Sobre qué? —preguntó Joan alisándose el rubio cabello desordenado.
Sus ojos asombrados miraron a su marido, primero y después a Fletcher.
—Tendremos que llamar a las autoridades locales —dijo Hood— y hablar con ellos.
Tuvo un presentimiento sobre el motivo del trabajo extra de las prensas.
—Llama a ese LeConte, el político que nos recibió cuando llegamos. Que lo despierten y lo traigan en una nave. Lo necesitamos.
El ceremonioso y altivo funcionario local tardó casi una hora en aparecer junto con el único miembro de su personal. Vestidos con sus complicados uniformes aparecieron, al fin, en la oficina de Hood, los dos muy indignados. Permanecieron en silencio frente a Hood, esperando lo que éste tenía que decirles.
Todavía en bata y pantuflas, Hood se sentó ante el escritorio con un ejemplar del Times a la vista. Cuando entraron LeConte y su secretario, lo leía por décima vez.
«POLICÍA NUEVA YORK INFORMA.
HUESTES CEMOLI AVANZAN HACIA CIUDAD. SE LEVANTAN BARRICADAS.
ALERTAN GUARDIA NACIONAL.»
Volviendo el periódico, mostró los titulares a los dos terráqueos.
—¿Quién es este hombre? —preguntó.
Después de algunas vacilaciones LeConte contestó.
—Yo... no... no sé —dijo.
—¡Vamos, señor LeConte! —advirtió Hood.
—Permítame leer el artículo —dijo LeConte un poco nervioso.
Leyó apresuradamente las noticias, mientras la mano que sostenía el periódico le temblaba continuamente.
—Muy interesante —dijo por fin—, pero no tengo nada que comentar; para mí es noticia también. Usted debe comprender que... desde la Desgracia nuestras comunicaciones han sufrido enormes daños; es posible que haya surgido un movimiento político sin nuestro...
—Por favor —exclamó Hood— ¡No sea absurdo!
Ruborizándose LeConte logró tartamudear.
—Estoy ha... haciendo tod... do lo posible. Me despiertan en plena noche y...
Hubo un movimiento; por la puerta de la oficina apareció la silueta rápida de Otto Dietrich que traía una expresión sombría.
—Hood —dijo, sin más preámbulos—, cerca del cuartel hay un quiosco del Times, acaba de recibir esto —dijo, dándole un ejemplar de la edición extra del diario—. Esa maldita máquina está imprimiendo esto y lo distribuye por todo el mundo. No obstante, hemos enviado equipos de rastreo por la zona y dicen que no encuentran nada, no hay barricadas en los caminos, ni milicianos armados, ni ningún tipo de actividad.
—Lo sé —dijo Hood, sintiéndose repentinamente cansado.
Desde la profundidad llegaba el sordo rumor del periódico que continuaba imprimiendo su edición extra para informar al mundo acerca de la marcha de los partidarios de Cemoli sobre la ciudad de Nueva York. Debía ser una fantasía propia del cefalón del periódico. Eso era todo.
—Clausúrelo —ordenó Dietrich.
—No —dijo Hood sacudiendo la cabeza—. Yo... quiero saber más.
—No es razón suficiente —protestó Dietrich—. Es evidente que hay algún fallo. El equipo debe estar seriamente averiado, no funciona correctamente. Tendrá que buscar otro medio para establecer su gran cadena de propaganda.
Cuando terminó de hablar arrojó el periódico sobre el escritorio de Hood.
Hood se dirigió a LeConte.
—¿Benny Cemoli estaba en actividad antes de la guerra? —le preguntó.
Hubo un silencio. Tanto LeConte como su ayudante estaban pálidos y muy tensos. Lo miraban sin osar abrir la boca, intercambiando entre ellos algunas miradas silenciosas.
—No soy experto en cuestiones policiales —dijo Hood a Dietrich— pero en este caso sería conveniente que usted se hiciera cargo.
Dietrich no dejó pasar semejante oportunidad.
—De acuerdo —dijo—. Ustedes dos quedan detenidos, a menos que se decidan a dar más información sobre ese agitador, esa aparición de la túnica roja.
Hizo con la cabeza una señal a dos policías que estaban en la puerta de la oficina y éstos dieron un paso adelante.
Cuando los policías se estaban acercando LeConte dijo:
—Ahora que recuerdo, creo que había alguien con esas características. Pero... era muy insignificante.
—¿Antes de la guerra? —preguntó Hood.
—Sí... —respondió lentamente LeConte—. Era un payaso, el hazmerreír de la gente. Según recuerdo... era un tipo gordo e ignorante de algún pueblito perdido. Creo que tenía una pequeña estación de radio que empleaba para transmitir su mensaje. Había inventado una especie de caja anti-radiaciones y afirmaba que, instalándola en la casa, ésta estaba a salvo de las radiaciones producidas por las pruebas atómicas.
Fue el turno de su ayudante, el señor Fall, de recordar otro dato.
—Recuerdo que presentó su candidatura para senador de las Naciones Unidas, pero no ganó, por supuesto.
—¿Esas son las últimas informaciones que hay de él? —preguntó Hood.
—Oh, sí —dijo LeConte—. Murió de gripe asiática poco después de la Desgracia. De esto hace unos quince años.
Hood sobrevolaba lentamente, en un helicóptero, por la región descrita en los artículos del Times para comprobar, por sí mismo, que no había ninguna actividad de tipo político. Hasta verlo con sus ojos no pudo convencerse que el periódico había perdido contacto con la realidad. Parecía evidente que la realidad no coincidía con los artículos del Times y, sin embargo, el sistema homeostático seguía operando.
Sentada junto a él, Joan había estado revisando la última edición.
—Hay un tercer artículo —dijo—, si quieres leerlo...
—No —respondió Hood.
—Dice que están en los alrededores de la ciudad —dijo ella—; rompieron las barreras policiales y el gobernador pidió asistencia a las Naciones Unidas.
—Se me ocurre una idea —dijo Fletcher, pensativo—. Uno de nosotros, de preferencia tú, Hood, debería escribir una carta al Times.
Hood lo miró rápidamente.
—Creo que sé cómo debería redactarse —dijo Fletcher— una simple averiguación. Diles que has seguido las crónicas del diario con respecto al movimiento de Cemoli. Escríbele al director —dijo Fletcher tras una pausa— que tienes simpatía por las ideas del líder y te gustaría unirte al movimiento. Pregúntale a ellos qué debes hacer.
En otras palabras, pedir al diario que me ponga en contacto con Cemoli —pensó Hood para sí—. Reconocía que la idea de Fletcher era brillante, aunque inclinada a la locura. Era como si Fletcher hubiera igualado el desequilibrio del periódico con cierta pérdida del sentido común de su parte; de ese modo podía participar de la fantasía del diario. Partiendo de la presunción de que existiera un Cemoli, y que estuviera organizando una marcha sobre Nueva York, la pregunta era razonable.
—Pensarán que es una pregunta estúpida —dijo Joan—; después de todo, ¿cómo se despacha una carta a un periódico homeostático?
—Ya lo averigüé —explicó Fletcher—. En todos los quioscos establecidos por el Times, junto a la ranura para depositar las monedas al pagar el ejemplar, hay otra ranura para introducir cartas. Fueron puestas por ley, hace varias décadas, cuando se establecieron originalmente los periódicos homeostáticos. Todo lo que necesito es la firma de su esposo —continuó Fletcher sacando un sobre del bolsillo de la chaqueta—. La carta está lista.
Hood tomó la carta y la leyó. De manera que deseamos formar parte de las míticas multitudes del payaso —pensó.
—¿Y si publican un titular que diga: «Jefe de ORUC se une a la marcha sobre la Capital?» —preguntó a Fletcher, con un dejo de amarga ironía— ¿No crees que un hábil y emprendedor periódico homeostático podría emplear una carta así para una noticia sensacionalista?
La observación tomó a Fletcher por sorpresa; evidentemente no había pensado en esas probables consecuencias y se sintió desmoralizado.
—Tal vez sea conveniente que la firme otra persona —admitió—; algún funcionario de menor jerarquía. Puedo firmarla yo —dijo para concluir.
—Bien, hazlo —dijo Hood, devolviéndole la carta—. Me interesa saber cómo responden, si es que lo hacen.
Parece una carta al director, pensó; en este caso, carta a un vasto y complejo organismo electrónico enterrado a gran profundidad, que no responde ante nadie, guiado solamente por sus propios circuitos rectores. ¿Cómo reaccionaría un mecanismo tal a la ratificación exterior de una auto-ilusión? Tal vez lograrían que el periódico volviera a la realidad.
Era como si, durante los largos años de silencio forzoso el diario hubiera estado soñando —reflexionó Hood— y ahora, despierto ya de ese sueño, permitía que partes del mismo se materializaran en sus páginas junto a versiones realistas y exactas de la situación actual. Una mezcla de fantasía y reportajes vívidos y directos. ¿Cuál de las dos tendencias se impondría al final? Según las crónicas fraudulentas, no había duda que muy pronto Benny Cemoli, el mago de la túnica, llegaría a Nueva York; la marcha tenía probabilidades de éxito. ¿Qué sucedería entonces? ¿Cómo compatibilizar la llegada de ORUC y su enorme poderío y autoridad intergaláctica? Con toda seguridad, antes de dejar pasar mucho tiempo, el periódico debería encarar la incongruencia de su posición.
Una de las dos tendencias terminaría por imponerse pero... Hood tuvo la extraña intuición que después de soñar durante toda una década, el periódico homeostático no renunciaría fácilmente a sus fantasías.
Quizá —pensó— las noticias sobre nosotros, ORUC, y su tarea de reconstruir la Tierra recibirán cada día menos cobertura de parte del diario, las relegarán a las últimas páginas, les asignarán menos columnas y después desaparecerán por completo. Y por último sólo quedarán las hazañas de Benny Cemoli.
No era, en realidad, una perspectiva muy agradable y anticiparse de esta manera a los hechos lo perturbaba profundamente. Siguiendo la misma línea de pensamiento concluyó para sí: Es como si sólo fuéramos reales si el Times publica algo sobre nosotros; como si nuestra existencia dependiera de él.
Veinticuatro horas más tarde, en la edición regular, el Times publicó la carta de Fletcher. Al verla impresa Hood pensó que había adquirido una característica distinta; parecía endeble y artificial. No creyó que el diario se engañara con respecto a la carta. Sin embargo, ahí estaba impresa en claros caracteres; había pasado por todo el proceso de impresión del periódico.
«Estimado Director:
Su crónica sobre la heroica marcha contra el decadente bastión plutocrático de la ciudad de Nueva York, me ha llenado de entusiasmo. ¿Qué debe hacer un ciudadano común para participar en este proceso histórico? Le ruego me informe de inmediato; estoy ansioso de unirme a Cemoli y compartir los riesgos y los triunfos con los demás.
Atentamente
Rudolf Fletcher.»
Debajo de la carta el diario publicaba la respuesta. Hood la leyó rápidamente.
«Los leales de Cemoli tienen una oficina de reclutamiento en el centro de Nueva York. La dirección es el número cuatrocientos sesenta de la calle Bleekman, Nueva York, 23. Allí podrá presentar su solicitud si la policía aún no ha desbaratado esa organización semi ilegal, en vista de la actual crisis.»
Hood oprimió un botón de su escritorio que conectaba directamente con los cuarteles de policía. Cuando logró comunicarse con el jefe investigador le dijo:
—Dietrich, quisiera que me envíe un par de hombres; debo hacer un viaje y puedo tener dificultades.
Después de una pausa Dietrich contestó secamente.
—De manera que, después de todo, no se trata sólo de una noble tarea de restauración. Está bien, ya hemos enviado a un agente para que vigile la casa de la calle Bleekman. Ese ardid de la carta me gustó mucho; puede ser que consiga algo —concluyó, con un chasquido.
Poco después, Hood, acompañado por cuatro policías Centauro, uniformados de negro, volaba en helicóptero sobre las ruinas de Nueva York tratando de individualizar lo que fuera antes la calle Bleekman. Consultando un mapa, después de media hora lograron establecer su posición.
—Allí —dijo el oficial de policía a cargo del destacamento, mientras señalaba hacia abajo—. Ahí está; es ese edificio ocupado por el negocio de comestibles.
El helicóptero empezó a descender.
Era un negocio de comestibles, no había dudas. Hood no vió ningún indicio de actividad política, no había gente vagando por allí, ni banderas, ni cartelones. Sin embargo, la escena que estaban viendo parecía esconder algo tétrico.
Quizá fuera el efecto de los cajones de verdura apilados en la acera, o las mujeres harapientas inclinadas eligiendo patatas, o el anciano propietario con su delantal blanco que barría el local... todo parecía demasiado natural, demasiado fácil. Era demasiado ordinario.
—¿Aterrizamos? —preguntó a Hood el capitán de policía.
—Sí —repuso Hood— y estén preparados para cualquier imprevisto.
Viéndolos aterrizar en la calle, frente al negocio, el dueño dejó tranquilamente la escoba y se dirigió hacia ellos. Hood se dio cuenta de que debía ser griego; tenía un espeso bigote y cabello gris ondeado. Los miró con cierta cautela inicial, intuyendo, quizá, que no le traían nada bueno. No obstante, los recibió cortésmente; el hombre nada tenía que temer.
—Señores —dijo el dueño del negocio con una leve inclinación— ¿En qué puedo servirles?
Dirigió una rápida mirada a los policías uniformados sin cambiar de expresión, sin demostrar ninguna reacción.
—Estamos buscando a un agitador político —explicó Hood—; tranquilícese, nada tiene que temer.
Entró en el negocio de comestibles, seguido por los policías con las armas listas.
—¿Aquí, agitadores políticos? ¡Pero es imposible! —afirmó el griego corriendo tras ellos, ya un poco preocupado— ¿Se puede saber qué he hecho? Nada, en absoluto, pueden mirar todo lo que quieran. Entren —dijo, abriendo la puerta del negocio para que todos pudieran pasar—. Podrán ver por ustedes mismos.
—Es lo que pensamos hacer —dijo Hood.
Se movió con cierta celeridad y, sin perder tiempo en las partes más visibles del negocio, se dirigió de inmediato a la trastienda.
Allí había un cuarto que servía de depósito, colmado de cajas que contenían envases; había cajas de cartón apiladas en todos los rincones y un muchachito estaba haciendo una lista de inventario. Al verlos los miró con asombro.
Aquí no hay nada —pensó Hood— El hijo del dueño los está ayudando, eso es todo.
Hood levantó la tapa de una caja y examinó el contenido; eran latas de melocotones, al lado había un cajón lleno de lechugas, arrancó una hoja. Se sintió inútil y desilusionado.
—No hay nada, señor —le dijo en voz baja el capitán de policía.
—Ya veo —dijo Hood, irritado.
Hacia la derecha había una puerta, perteneciente a un armario; la abrió y encontró algunas escobas, cepillos, una pala de acero galvanizado, algunas cajas con detergente, y...
En el suelo vio algunas gotas de pintura; evidentemente el armario había sido pintado hacía poco. Hood se inclinó y raspó con la uña un poco de pintura aún fresca.
—Mire esto —dijo al policía indicándole que se acercara.
—¿Qué sucede, caballeros? —preguntó ansioso el griego, acercándose—. Si encuentran que el local está sucio informan al Consejo de Salud, ¿no es cierto? ¿O tal vez se ha quejado algún cliente? Díganme la verdad, por favor. Sí, es pintura fresca; aquí nos gusta mantener todo limpio y en perfecto orden. Cumplimos con nuestro deber hacia el público.
El capitán de policía pasó la mano por la pared del armario para escobas.
—Señor Hood —dijo, en voz queda— Antes hubo una puerta aquí. La han clausurado muy recientemente.
Y miró a Hood esperando recibir instrucciones.
—Entremos ya —dijo Hood.
El capitán se volvió hacia sus hombres y les dio unas cuantas órdenes rápidas. Trajeron algunas herramientas de la nave, y cierto equipo más pesado arrastrándolo a través del negocio hasta donde estaba el armario. Cuando la policía empezaba a romper el revoque y cortar la madera se oyó una especie de aullido.
—Esto es un atropello —exclamó el griego, empalideciendo—; les haré un juicio.
—Está bien —dijo Hood—, puede llevarnos ante los tribunales.
Una sección de la pared empezó a ceder; cayó después hacia adentro haciendo mucho estruendo y trozos de material quedaron esparcidos por el suelo. Se levantó una nube blanca de polvo. Luego se asentó.
Iluminado por el resplandor de las linternas policiales Hood descubrió un cuarto más bien pequeño, polvoriento y sin ventanas, con olor a humedad. Evidentemente hacía mucho tiempo que no se había ocupado. Entró en él y vio que estaba completamente vacío; era un depósito abandonado, con las paredes escamadas y mugrientas. Posiblemente en la época anterior a la Desgracia el negocio había manejado mayor cantidad de mercadería, necesitaba un stock más importante y entonces habían utilizado ese cuarto. Hood dio algunos pasos en varias direcciones apuntando con la linterna ya hacia el cielorraso, ya hacia el suelo. Vio algunas moscas muertas y... algunas aún con vida, arrastrándose penosamente en el polvo.
—No olvide una cosa —dijo el capitán de policía—, han colocado los tablones hace poco, tal vez en los últimos tres días y habrán pintado también entonces.
—Esas moscas... —dijo Hood, pensativo—. No están muertas todavía.
Era improbable que hubieran pasado tres días; posiblemente habían clausurado esa puerta ayer. ¿Para qué habrá sido usada esta habitación? Se volvió hacia el griego que habla venido tras ellos, tenso y pálido miraba de uno a otro a todos sus visitantes, lleno de aprehensión.
Este hombre es muy astuto —admitió para sí Hood—. Poco conseguiremos averiguar a través de él.
Las linternas de los policías revelaron un armario en el extremo opuesto del cuartucho. Tenía varios estantes vacíos de madera tosca. Hood se acercó al mueble.
—Está bien —dijo el griego—; confieso que hemos tenido ginebra ilícita almacenada en este lugar. Tuvimos miedo; ustedes, los de Centauro, no son como nuestras autoridades locales —dijo, mirándolos de reojo—, a ellos los conocemos bien, nos entienden. Ustedes, en cambio, son demasiado rígidos. Pero de alguna manera hay que ganarse la vida —explicó, separando las manos en un gesto de apelación.
Detrás del armario asomaba algo apenas visible, podía haber pasado desapercibido. Era un trozo de papel que había caído allí, casi oculto y se deslizó hacia abajo. Hood lo tomó entre los dedos y lo retiró con cuidado, llevándolo primero hacia arriba, desde donde había caído.
El griego tembló.
Era una fotografía, por lo que Hood pudo ver. Se trataba de un hombre corpulento, de edad mediana, las mejillas fofas manchadas de negro por la sombra de una barba incipiente. Tenía el ceño adusto y la boca firme parecía desafiante. Un hombre robusto, vestido con cierto tipo de uniforme. Era posible que esta foto estuviera colgada en la pared y la gente había venido a mirarla, a presentarle sus respetos. Enseguida supo de quién podía tratarse. Ese era Benny Cemoli, en la cumbre de su carrera política. El líder clavaba su mirada desafiante en los partidarios que venían a reunirse en ese lugar. De manera que ése era el hombre...
No en vano el Times estaba tan alarmado.
Hood levantó la fotografía y mostrándosela al griego, dueño del negocio, le preguntó.
—Dígame. ¿Conoce a este hombre?
—No, no —respondió el griego secándose la transpiración de la frente con un enorme pañuelo—. Estoy seguro de que no.
Evidentemente mentía.
—¿Usted es partidario de Cemoli, verdad? —preguntó Hood.
Hubo un silencio.
—Llévenselo —dijo al capitán de policía—. Ya podemos volver.
Salió del cuarto llevando consigo la fotografía.
Diversos pensamientos pasaron por la mente de Hood mientras desplegaba la foto sobre el escritorio.
No se trata de una simple fantasía del Times. Ahora sabemos la verdad. Este hombre existe, y hasta hace veinticuatro horas una foto de él estaba colgada para que todos pudieran verla. Si ORUC no hubiera llegado a tiempo, todavía estaría en el mismo lugar. Hemos conseguido asustarlos. La gente de la Tierra nos oculta muchas cosas conscientemente; están tomando ciertas medidas con rapidez y efectividad. Podremos considerarnos afortunados si...
Joan lo interrumpió.
—De manera que esa casa en la calle Bleekman era el punto de reunión. Entonces el diario estaba en lo cierto.
—Sí —admitió Hood.
—¿Y ahora dónde está?
Me gustaría saberlo —pensó Hood.
—¿Dietrich vio ya la fotografía?
—Todavía no —contestó Hood.
—Debe ser responsable de la guerra y Dietrich lo descubrirá —dijo Joan.
—Un hombre solo no pudo haber sido el responsable —dijo Hood.
—Pero debe haber sido uno de los principales —insistió Joan— por algo han hecho tantos esfuerzos por borrar toda traza de él.
Hood asintió con un movimiento de cabeza.
—Si no fuera por el Times —dijo ella— ¿habríamos sospechado siquiera de que había una figura política de la envergadura de Benny Cemoli? Piensa en todo lo que le debemos al periódico. Debe habérseles escapado a los jefes del movimiento, o no pudieron pensar en todos los detalles. Tal vez trabajaron con mucho apuro y aún en estos diez años no pudieron pensar en todo. Debe ser muy difícil anular todos los detalles de un movimiento político de alcance planetario, especialmente si en la fase final su líder había alcanzado el poder absoluto.
—Fue imposible anular todo —dijo Hood—. Un depósito clausurado en la trastienda de un negocio de comestibles... fue todo lo que necesitamos para encontrar una pista de lo que andábamos buscando. Los hombres de Dietrich ya se encargarán del resto. Si Cemoli está vivo, tarde o temprano lo encontrará y si está muerto, será difícil convencerlos. Conozco a Dietrich; pondrá todo su empeño en la búsqueda.
—Todo esto tiene algo de positivo —dijo Joan—; la gente inocente podrá respirar tranquila, Dietrich no perderá tiempo persiguiéndolos, ahora va a estar muy ocupado buscando a Cemoli.
Es cierto, pensó Hood. Eso era importante. La policía de Centauro estaría muy ocupada durante un largo tiempo, y eso convenía a todo el mundo, especialmente a ORUC y a su ambicioso proyecto de reconstrucción.
Si no hubiera existido Benny Cemoli —pensó Hood— casi habría sido necesario inventarlo. Extraña idea, en realidad. Se preguntó cómo pudo ocurrírsele.
Volvió a mirar la fotografía, tratando de inferir todo lo posible con respecto al hombre a través de su imagen impresa. ¿Cómo sería la voz de Cemoli? ¿Residía su poder en la facilidad de palabra, como sucediera con tantos demagogos anteriores a él? En cuanto a sus escritos... quizás aparecieran algunos, o tal vez cintas grabadas con sus discursos, la voz del hombre de carne y hueso. Era posible que hubiera algunas cintas de video también. Era solo cuestión de tiempo; a su debido tiempo, todo eso iría saliendo a la luz. Entonces podremos comprobar qué significaba vivir bajo un hombre como ése —concluyó.
La línea directa de Dietrich zumbó y Hood levantó el teléfono.
—Aquí tenemos al griego —dijo Dietrich—, bajo el efecto de las drogas ha admitido varias cosas. Quizá le interese saber.
—Sí, claro —afirmó Hood.
—Según él —explicó Dietrich— hace diecisiete años fue uno de los primeros partidarios del movimiento. En la primera época, cuando el movimiento era insignificante y carecía de poder real, se reunían dos veces por semana en la trastienda de su negocio. Esa foto que usted tiene —y que todavía no he visto— según Stavros, el señor griego, es una fotografía obsoleta puesto que hay varias más que han estado de moda entre los fieles. Stavros la conservaba por razones sentimentales. Le recordaba los viejos tiempos. Más adelante, cuando el Movimiento adquirió fuerza, Cemoli no apareció más por el negocio y el griego perdió todo contacto personal con él. A pesar de eso continuó siendo leal y pagaba las cuotas; pero para él Cemoli se transformó en un personaje abstracto.
—¿Qué sucedió durante la guerra? —preguntó Hood.
—Poco antes de la guerra Cemoli conquistó el poder mediante un golpe en Norte América que comenzó con una marcha sobre la ciudad de Nueva York, realizado durante una seria depresión económica. Había millones de desempleados y entre ellos encontró muchos seguidores. Trató de solucionar los problemas económicos desarrollando una política exterior muy agresiva; atacó a varias repúblicas latino-americanas que se hallaban bajo la esfera de influencia china. Se trata de algo así, resumiendo todo, pero Stavros está algo confundido en cuanto al cuadro general. Tendremos que averiguar más detalles de otros partidarios, a medida que avancemos en nuestras investigaciones. Será mejor hablar con gente más joven, después de todo este hombre tiene más de setenta años.
—Espero que no le iniciará un proceso —dijo Hood.
—De ninguna manera, es sólo una buena fuente de información. Cuando nos diga todo lo que sabe le permitiremos volver a sus patatas y a sus latas de sopa. Es inofensivo.
—¿Se sabe si Cemoli salió vivo de la guerra?
—Sí —contestó Dietrich—, pero eso fue hace diez años. Stavros no sabe si aún vive. Yo creo que sí, y basándonos en esa idea seguiremos adelante hasta descubrir si estamos en lo cierto o no. Es lo que debemos hacer.
Hood le agradeció y colgó.
Cuando dejó el auricular pudo escuchar el sordo rugido de la maquinaria. El diario estaba nuevamente en actividad.
—No es la edición ordinaria —dijo Joan, consultando su reloj—. Debe ser otra extra. ¡Qué interesante es todo el proceso! Estoy impaciente por leer la primera página.
¿Qué habrá hecho ahora Benny Cemoli? —pensó Hood—. De acuerdo a las crónicas atrasadas de la épica del héroe, qué acontecimientos, que en realidad sucedieron hace años están ocurriendo ahora. Debe ser algo espectacular para que el Times saque una edición extra. Sin duda alguna debe ser muy interesante; ese diario sabe distinguir una buena noticia.
El también esperó con intranquilidad.
John LeConte depositó una moneda en la ranura del quiosco que el Times había establecido hacía mucho tiempo en la ciudad de Oklahoma. La última edición extra del diario se deslizó hacia afuera. La levantó y leyó rápidamente el titular, sin perder tiempo en verificar los puntos esenciales. Cruzó la vereda y subió a su coche a vapor, guiado por chofer, y se instaló en el asiento posterior.
El señor Fall le dirigió la palabra, muy circunspecto.
—Señor, aquí tiene el material original, si desea comparar palabra por palabra.
Le presentó una carpeta que LeConte tomó en sus manos.
El coche arrancó. El chofer no necesitó instrucción alguna para dirigirse al cuartel general del partido. LeConte se recostó en el asiento, encendió un cigarro y se puso cómodo.
Grandes titulares atravesaban el ejemplar del periódico que tenía sobre las rodillas:
«CEMOLI COMPONE COALICIÓN GOBIERNO NACIONES UNIDAS.
CESACIÓN TEMPORARIA HOSTILIDADES.»
LeConte le habló a su secretario.
—El teléfono, por favor.
—Sí, señor —dijo Fall, entregándole el teléfono portátil de campaña—. Pero ya hemos llegado casi y, si usted no lo toma a mal, quiero señalarle que posiblemente nos han grabado ya.
—En Nueva York están muy ocupados —dijo LeConte— trabajando entre las ruinas, en una zona que carece de importancia desde que tengo uso de razón —pensó para sí.
Pero tal vez Fall tenía razón, y canceló la llamada.
—¿Qué le parece este último artículo? —preguntó a su secretario mostrándole el diario.
—Merece tener éxito —dijo el señor Fall inclinando la cabeza.
LeConte extrajo del portafolios un desgastado libro de texto, sin tapas. Lo habían fabricado hacía una hora y era el próximo artículo que colocarían de manera de ser «descubierto» por los invasores de Próxima Centauro. Era fruto de su ingenio y se sentía particularmente orgulloso del mismo. El manual describía en lenguaje accesible a escolares, los grandes lineamientos del programa de cambios sociales auspiciados por Cemoli. En una palabra, la revolución al alcance de todos.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo el señor Fall— ¿Las autoridades del partido tienen intención de que se descubra algún cadáver?
—Ya llegaremos a eso —dijo LeConte—; será dentro de algunos meses.
Sacó un lápiz del bolsillo e hizo algunas anotaciones en el margen del libro, como si fuera un alumno:
«Abajo Cemoli.»
¿No se estaría apresurando? Pensó que no era así; tenía que haber cierta resistencia, especialmente del tipo espontáneo, de un chico de escuela, y agregó:
«¿Dónde están las naranjas?»
El señor Fall miró por sobre el hombro.
—¿Y eso, qué significa? —preguntó.
—Cemoli promete naranjas a la juventud —explicó LeConte—; uno de los vanos alardes que la revolución no llega a cumplir. Fue una idea de Stavros; no puede negarse que es almacenero. Es un lindo toque. Esos son los detalles —pensó— que prestan verosimilitud a los hechos. Los pequeños detalles son los que cuentan.
—Ayer, en la sede central del partido —dijo el señor Fall— escuché una audio cinta mientras Cemoli hablaba ante las Naciones Unidas. Es como para dar miedo... si uno no supiera...
—¿A quién se la hicieron grabar? —preguntó LeConte extrañado de que no le hubieran pedido participación.
—A un actor de café concert de Oklahoma City. Un personaje oscuro, por supuesto. Creo que se especializa en toda clase de imitaciones. Me parece que le dio un tono demasiado bombástico, amenazador, un énfasis que me parece exagerado. Pero no se puede negar que resulta efectivo. Mucho ruido de multitudes... Esa parte me gustó, lo confieso.
Entretanto —pensó LeConte— no hay juicios de guerra. Nosotros, que fuimos líderes durante la guerra, tanto en la Tierra como en Marte, los que tuvimos puestos de responsabilidad, estamos a salvo, al menos por ahora, y quizá podamos seguir así para siempre si nuestra estrategia continúa dando los resultados esperados. Siempre que no descubran el túnel que va hasta el cefalón, que nos llevó cinco años construir. Esperemos que no se derrumbe.
El coche a vapor se detuvo en el espacio reservado para estacionar los autos ante la sede del partido. El chofer dio la vuelta para abrir la puerta y LeConte salió tranquilamente a la luz del día, sin ningún temor ni ansiedad de ninguna especie. Arrojó el resto del cigarro a la alcantarilla y cruzó la acera con paso elástico para entrar en el familiar edificio.
FIN
Título Original: If There Were No Benny Cemoli © 1963.