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agosto 15, 2010

La reputación del autor de Cuentos contados por segunda vez ("Twice-Told Tales"), ha estado limitada, hasta hace muy poco, a la sociedad literaria, y tal vez no me he equivocado al citarlo como un ejemplo par excellence, en nuestro país, del hombre de genio que se admira en privado y que pasa inadvertido ante los ojos del público. Es cierto que estos dos últimos años algún crítico se ha sentido movido por una honrada indignación para hacer constar su más cálida aprobación. Míster Webber, por ejemplo (a quien nadie supera en entusiasmo por la literatura de míster Hawthorne), plantea en el último número de The American Review un cordial y amplio tributo a su talento; y desde la aparición de Musgo de una vieja granja ("Mosses from and Old Manse") no ha sido raro hallar críticas de un tono parecido en nuestros periódicos más autorizados. Pocas reseñas sobre Hawthorne puedo recordar antes de Mosses. Recuerdo una en el Arcturus (dirigido por Matthews y Duyckinek) de mayo de 1841; otra en The American Monthly (dirigido por Hoffman y Herbert), en marzo de 1838; una tercera en el número noventa y seis del North American Review. Estás críticas, sin embargo, no parecieron tener la menor acogida en el gusto popular—al menos si hemos de formarnos una idea del gusto popular de acuerdo a lo que expresan los diarios o por la venta de los libros del autor—. Hasta hace poco nadie solía hablar de él al referirse a nuestros mejores autores.
En tales ocasiones, los críticos cotidianos puede que dijeran: "¿No tenemos a Irving y Cooper, y a Briant, Paulding y Smith?" O bien: "¿No tenemos a Hallecky y Dana, a Longfellow y Thompson?" O "¿No podemos señalar triunfalmente a nuestros Spraque Willis, Channing, Bancroft, Prescott y... Jenkins?" Pero en estas incontestables preguntas jamás fue incluido el nombre de Hawthorne. Sin duda alguna, este desinterés por parte del público nace principalmente de las dos causas a que me he referido: del hecho que míster Hawthorne no es ni un hombre rico ni un charlatán, pero esto resulta insuficiente para explicarlo todo. Mucho de ello debe ser atribuido a la muy especial idiosincrasia del propio míster Hawthorne. En cierto sentido, y en gran medida, ser peculiar implica cierta originalidad, y ninguna virtud literaria es tan elevada como la originalidad. Pero esta virtud auténtica o loable no implica peculiaridad uniforme, sino una continua peculiaridad que brota de una vigorosa imaginación siempre en actividad, y todavía mejor si proviene de esa fuerza de imaginación siempre presente que da su propio matiz y su propio carácter a todo lo que toca, y que siente el impulso de tocarlo todo.
Se suele decir, desconsideradamente, que los escritores muy originales no alcanzan la popularidad; que tales personas son demasiado originales para ser comprendidas por la masa. "Demasiado peculiares", "demasiado idiosincrásicos", podrían ser los términos más precisos. En realidad sucede que la mente más infantil, excitable e indisciplinada, es la que siente con más fuerza la originalidad.
Sin embargo, la crítica de los conservadores, de los escritores mercenarios, de los viejos clérigos cultivados de la North American Review, es precisamente la única crítica que condena y únicamente condena la originalidad. "No es propio de un gran escritor—dice Lord Coke—tener un espíritu ígneo y como la salamandra." Su conciencia sólo le permite moverse en estrechos límites, y estos dignatarios poseen un sagrado horror a ser movidos. "Dadnos tranquilidad", dicen. Abriendo la boca con las debidas precauciones, ellos pronuncian la palabra "reposo", y esto es en realidad la única cosa que debía permitirles gozar, aunque sólo fuera por el principio del toma y daca.
El hecho es que si míster Hawthorne fuese realmente original, no dejaría de ser aceptado por el público. Pero sucede que no es, bajo ningún sentido, original. Los que así lo consideran únicamente se refieren a que difiere en tono, estilo y en la elección de temas, de cualquiera de sus autores conocidos —su conocimiento no se extiende al del alemán Tieck, cuyo estilo en algunos de sus trabajos es absolutamente idéntico que el habitual de Hawthorne—. Pero es evidente que el elemento de la originalidad literaria consiste en la novedad. El elemento que posee el lector para apreciarlo es el sentido de lo nuevo. Cualquiera que le dé una emoción nueva y agradable le parece original, y el que sea capaz de dársela con frecuencia será considerado como un escritor original. En una palabra: la suma total de esas emociones es lo que le hace decidirse sobre la originalidad del escritor. Debo observar aquí, sin embargo, que se da la circunstancia en que incluso la novedad misma podría dejar de producir la legítima originalidad; y si juzgamos como debiéramos dicha originalidad por el efecto que pretende, ese factor se produce cuando lo nuevo deja de serlo, y entonces el artista, para preservar su originalidad, cae en lo vulgar. Nadie, creo yo, ha advertido que por descuidar este aspecto Moore fracasó relativamente en su Lalla Rookh. Pocos lectores, y ciertamente pocos críticos, han alabado este poema por su originalidad, pues en realidad no es la originalidad el efecto que produce; y sin embargo, ninguna obra de volumen semejante abunda en tan felices originalidades individualmente consideradas. Son tan excesivas que al final ahogan en el lector toda capacidad para apreciarlas.
Bien entendidos estos puntos, parece lógico que el crítico (desconocedor de Tieck) que lea un solo cuento o ensayo de Hawthorne lo considere original; pero el tono, estilo o selección de tema que justifica en ese crítico el sentido de lo nuevo, no dejará de causarle, a la lectura de un segundo cuento o de un tercero y los siguientes, una impresión totalmente distinta. Al acabar el volumen, y más especialmente al terminar todos los volúmenes del autor, el crítico abandonará su primera intención de considerarlo "original", contentándose con denominarlo "peculiar".
En realidad yo podría estar de acuerdo con la vaga opinión de que ser original es ser impopular, si entendiera por originalidad lo que ante mi asombro han adoptado muchos de aquellos que en justicia se hacen llamar críticos. Por amor a las meras palabras, la originalidad literaria les ha llevado a la metafísica. Sólo consideran original en las letras las combinaciones de pensamiento, de incidentes, etc., como algo absolutamente nuevo. Resulta evidente, no obstante, que sólo es la novedad del efecto lo que merece consideración, olvidándose que ese efecto se logra mejor durante el final de toda composición ficticia, agradable, sin preocuparse de buscar la novedad absoluta de la combinación. La originalidad así comprendida agobia y sobresalta la inteligencia, pone en acción de ese modo las facultades que en la buena literatura deberían usarse menos; así entendida, no puede dejar de ser impopular para la masa que buscando entretenimiento en la literatura, se siente profundamente incómoda ante la instrucción. Pero la verdadera originalidad—auténtica en cuanto a sus propósitos—es aquella que al hacer surgir las fantasías humanas a medio formar, vacilantes e inexpresadas; que al tocar las cuerdas más delicadas de las pasiones del corazón o al dar cabida a algún sentimiento universal o instinto en embrión, combina con el placentero efecto de una novedad aparente un verdadero deleite egoísta.
El lector, en el primero de los casos (el de la novedad absoluta), está excitado, pero también se siente perplejo, turbado en parte, y hasta dolorido, ante su propia falta de percepción, ante su propia tontería de no haber dado con la idea. En el segundo caso, su placer es doble. Lo invade un deleite intrínseco y extrínseco. Siente y goza intensamente la aparente novedad del pensamiento como algo realmente nuevo, como algo absolutamente original para el escritor y para él mismo. Se imagina que, entre todos los hombres, únicamente ellos dos han tenido el mismo pensamiento. Entre los dos juntos han creado aquello, y de ese momento en adelante surge una simpatía entre ambos que ameniza por consecuencia todas las páginas siguientes del libro.
Existen una especie de composiciones que con alguna dificultad se pueden considerar como el grado inferior de lo que se ha dado en llamar originalidad verdadera. Al leerlas no pensamos: "qué original es esto", ni: "he aquí una idea que sólo al autor y a mí se nos ha ocurrido", sino: "he aquí una evidente y encantadora imaginación", o, algunas veces incluso: "este pensamiento no puedo asegurar que se me haya ocurrido alguna vez, pero sí que ha podido ocurrírsele a todo el mundo". Este tipo de composición, que todavía pertenece a una clase más elevada, se suele designar con frecuencia "natural". Tiene poca semejanza externa, pero una vigorosa afinidad interna con la verdadera originalidad, si como he sugerido no es un grado inferior de esta última. El mejor ejemplo se da entre los escritores ingleses como Addison, Tiving y Hawthorne.
La fluidez, que con frecuencia se dice que constituye su rasgo más característico, sólo se ha valorizado por resultar un punto difícilmente alcanzable. Esta idea, sin embargo, se debe admitir con algunas reservas. El estilo natural es difícil solamente para aquellos que nunca lo consideraron, para los afectados. No es sino el resultado de escribir con inteligencia o por instinto, con un tono parecido al empleado por gran parte de la humanidad. El autor que buscando las maneras de los norteamericanos permanece en todo momento tranquilo, puede afirmarse, sin temor a dudas, que en la mayoría de los casos se trata de un loco o de un estúpido sin otro derecho a ser considerado "fluido" o "natural", que lo tendría un hombre refinado de los suburbios o la bella durmiente de las figuras de cera.
La "peculiaridad" o "identidad" o "monotonía" de Hawthorne bastarían, por su mero carácter de peculiaridad (sin explicar en qué consiste la misma), para privarle de toda estimación popular. Pero desde luego no cabe maravillarse de su fracaso en este terreno cuando le consideramos monótono en el peor de los sentidos; en ese punto que, por ser el más alejado de la naturaleza, se halla lejos de la inteligencia, del sentimiento y del gusto populares. Me refiero a la serie de alegorías con que abruma completamente la mayor parte de sus temas, y que de algún modo interfieren en el desarrollo directo de todos ellos.
Poco puede decirse en defensa de la alegoría, sea cual sea la causa de su empleo. Las mejores apelan a la fantasía, es decir, a nuestro sentido para adaptar los elementos inadecuados, lo real con lo irreal; la conexión así establecida no tiene más de inteligible que la de algo con nada, y tiene menos afinidad efectiva que la sustancia y la sombra. La emoción más profunda se produce en nosotros por la más feliz de las alegorías, cuando como alegoría no es sino una satisfacción imperfecta del ingenio de un escritor que ha superado ciertas dificultades que nosotros hubiéramos preferido dejar de superar. La falacia de la idea de que la alegoría, en cualquiera de sus modos, puede servir para dar fuerza a una verdad—que la metáfora, por ejemplo, puede ilustrar lo mismo que embellecer un argumento—, puede ser demostrada fácilmente, aunque éstos sean problemas ajenos a mi actual propósito. Una cosa es evidente: que si alguna vez una alegoría establece algún resultado, lo consigue a fuerza de valerse de la ficción. Allí donde el significado sugerido se desliza a través de una corriente muy profunda, nunca se interferiría con la superior a menos que nuestra voluntad la haga visible en la superficie, valiéndose de los únicos medios narrativos de la ficción. En las mejores circunstancias, siempre interferirá con esa unidad de efecto que para el artista vale por todas las alegorías del mundo. Sin embargo, lo que más ofende es aquello que da más vital importancia a la ficción: la seriedad y la verosimilitud. Que The Pilgrim's Progress sea un libro ridículamente sobrestimado, que debe su aparente popularidad a uno o dos accidentes de la literatura crítica que los críticos comprenden, es una cuestión en la que todas las personas inteligentes estarán de acuerdo; pero el placer derivado de su lectura estará en proporción con la capacidad del lector para ahogar su verdadero propósito en razón directa de su habilidad para apartar de la vista la alegoría con su incapacidad para comprenderla. Undine, el libro de De la Motte Fouque, es la mejor y más notable muestra de alegoría hábilmente dirigida, juiciosamente sometida, y que únicamente se advierte como una sombra en sugestivas miradas, acercándose a la verdad en una adaptación agradable y nada importuna.
A pesar de todo, las causas evidentes que han impedido la popularidad de míster Hawthorne no bastan para condenarle a los ojos de los pocos que conocen realmente sus libros, y a los cuales los libros quizá no pertenecen tan propiamente. Esos pocos estiman a un autor no como lo hace el público, basándose en lo que él hace, sino en gran medida—en realidad, en la mayor medida—por la capacidad de producción que evidencia. Desde este punto de vista, Hawthorne ocupa entre los literatos de Norteamérica un lugar parecido al de Coleridge en Inglaterra. Además, esos pocos, por una cierta deformación del gusto, que el largo juicio sobre los libros que como meros libros no dejan jamás de producir, están en malas condiciones de ver los errores de su maestro como errores propiamente dichos. En todo momento esos caballeros se inclinan a pensar que el público no tiene razón antes de admitir que un autor educado lo esté. Pero la simple verdad es que todo escritor que intenta impresionar al público se equivoca siempre y fracasa cuando impone a la gente a recibir esa impresión. Desde luego no es de mi incumbencia decidir en qué medida míster Hawthorne se ha dirigido al público. Sus libros producen la sensación de haber sido escritos para el autor y sus amigos íntimos.
Por espacio de varios años ha existido en la literatura un infundado y fatal prejuicio literario que nuestra época tendrá la obligación de aniquilar; me refiero a la idea de que el mero volumen de una obra debe pesar considerablemente en la estimación de sus méritos. No quiero ni pensar que el crítico más mentecato de las revistas trimestrales lo sea tanto como para mantener que el tamaño o el volumen de un libro, abstractamente considerados, debe pesar en nuestra admiración. Es cierto que una montaña, simplemente por la sensación de magnitud física que comunica, nos afecta con un sentimiento de lo sublime; pero no podemos admitir influencia semejante en la contemplación de un libro, aunque sea (The Columbiad) La Columbiada. Las mismas revistas trimestrales no lo admitirían; sin embargo, ¿qué otra cosa debemos entender en su continua cháchara cuando se refieren al "efecto sostenido"? Admitiendo que ese sostenido esfuerzo haya realizado una epopeya, entonces admiraremos el esfuerzo (si es una cosa admirable), pero no ciertamente la epopeya conseguida a costa de aquél. En tiempos venideros el sentido común, probablemente, insistirá en medir una obra de arte más bien por el objetivo que logra, por la impresión que produce, que por la extensión del sostenido esfuerzo puesto en juego para producir la impresión. Lo cierto es que la perseverancia es una cosa y el genio otra muy distinta, y que todo el trascendentalismo pagano no podrá confundirlos.
Los fragmentos incluidos en el volumen Cuentos contados dos veces, por encontrarse en su tercera edición, debían llamarse "cuentos contados tres veces". Además, no todos son cuentos, en el sentido ordinario o legítimo del término. Muchos de ellos son puros ensayos; por ejemplo: Sights from a Steeple ("Vistas desde un campanario"), Sunday at House ("Domingo en casa"), Little Annie's Ramble ("El paseíto de Anita"), A rill from the Town Pump ("El arroyo de la Bomba comunal"), The Toll-Gatherer's Day ("El día del portazguero"), The Haunted Mind ("La mente acosada"), The Sister Years ("Los años fraternos"), Snow-Flakes ("Copos de nieve"), Night Sketches ("Apuntes nocturnos") y Foot Prints on the Sea Shore ("Huellas en la playa"). Menciono éstos principalmente porque disuenan dentro de la marcada precisión y acabado que distingue al conjunto de la obra.
De los ensayos que acabo de nombrar me conformaré con decir algunas palabras. Todos y cada uno de ellos son hermosos, sin caracterizarse por el pulimento y el ajuste, tan visibles en los cuentos propiamente dichos. Un pintor notaría inmediatamente su rasgo principal predominante y lo calificaría de reposo. No se ve ningún intento de causar efecto.
Todo es tranquilo, pensativo, amortiguado. Sin embargo, tal reposo puede coexistir simultáneamente con la alta originalidad, cosa que míster Hawthorne ha demostrado. A cada momento nos encontramos con nuevas combinaciones, aunque estas combinaciones nunca sobrepasan los límites de la calma. Nos tranquilizamos al leer y nos invade el asombro de que ideas tan obvias en apariencia como aquéllas no se nos hayan ocurrido antes o, en todo caso, no se nos hayan presentado con anterioridad. Es aquí donde nuestro autor difiere esencialmente de Lamb, Hunt o Hazlitt, quienes a pesar de la vívida originalidad de estilo y expresión, tienen menos de auténtica novedad de pensamiento de lo que la gente en general supone, y cuya originalidad, en el mejor de los casos, hace gala de una rareza ineficaz y chillona, repleta de efectos sorprendentes sin fundamento natural, y que induce a una serie de reflexiones que no conducen a ningún resultado satisfactorio. Los ensayos de Hawthorne tienen mucho del carácter de Irving, con más originalidad y menos acabado, en tanto que si se les compara con el Spectator, poseen una mayor superioridad en todos los aspectos. El Spectator, míster Irving y Hawthorne tienen en común ese estilo tranquilo y apagado que he decidido denominar reposo; pero en el caso del Spectator y de míster Irving se logra más bien por la ausencia de combinaciones nuevas y de originalidad que por otro medio, y principalmente consiste en la expresión tranquila, serena, sin ostentación de pensamientos ; en el lenguaje diario sin adulteración de ninguna clase. En estos ensayos sólo por un gran esfuerzo hemos advertido la ausencia de todo. En los ensayos de Hawthorne la ausencia de esfuerzos es demasiado evidente para equivocarse, y una subterránea corriente de sugestión corre continuamente bajo la corriente superficial de la tranquila tesis. En resumen, estas efusiones de míster Hawthorne son el producto de un intelecto imaginativo, restringido y en cierto modo reprimido por lo melindroso del gusto, por una melancolía constitucional y por la indolencia.
Pero es de sus cuentos de lo que yo deseo hablar concretamente. En mi opinión, el cuento propiamente dicho ofrece el campo más adecuado para el ejercicio del más alto talento en los anchos dominios de la prosa. Si se me preguntara cuál es el mejor medio que el hombre de genio tiene para demostrar ventajosamente sus posibilidades, contestaría sin lugar a dudas que la composición de un poema rimado cuya duración no excediera de una hora de lectura. Únicamente dentro de este límite puede existir la verdadera poesía. Sólo necesito decir sobre este asunto que en casi todas las clases de composiciones la unidad de efecto o impresión es un problema de la más grande importancia. Además, resulta evidente que dicha unidad no puede conseguirse completamente en producciones cuya lectura no pueda ser acabada de una vez. Dada la naturaleza de la prosa misma, podemos continuar la lectura de una composición en prosa durante más tiempo del que podemos conseguir en la lectura de un poema. Si este último llena verdaderamente las exigencias del sentimiento poético, da lugar a una exaltación del alma que no puede sostenerse durante mucho tiempo. Toda alta excitación es necesariamente efímera. Por ello un poema extenso constituye una paradoja, y sin unidad de impresión no se pueden lograr los efectos más profundos. Las epopeyas fueron el resultado de un imperfecto sentido del arte y su reino ha dejado de existir. Un poema demasiado breve puede producir una impresión viva, pero nunca intensa y duradera. Sin una cierta continuidad de esfuerzo —sin una cierta duración o reiteración del propósito—la mente no se conmueve. Es necesario la gota de agua sobre la roca. De Béranger ha creado brillantes composiciones, punzantes y conmovedoras, pero como a todos los cuerpos carentes de peso, les falta ímpetu, y así no satisfacen al sentimiento poético. Brillan y excitan, pero por carecer de continuidad no llegan a impresionar profundamente. La extrema brevedad degenera en lo epigramático, aunque el pecado de la longitud excesiva es todavía más imperdonable. "In medio tutissimus ibis".
Si se me preguntara por la clase de composición que, después del verso, como he sugerido, puede llenar mejor las aspiraciones del hombre de genio, y ofreciéndole un campo de acción más ventajoso, me inclinaría sin vacilar por el cuento en prosa, tal y como lo concibe míster Hawthorne. Me refiero a la breve narración cuya lectura exige una o dos horas. De acuerdo con lo dicho, la novela ordinaria resulta censurable debido a su longitud. Como no puede ser leída de una vez, sé ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de su totalidad. Los intereses mundanos que intervienen durante las pausas de la lectura modifican, anulan o contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro, y hasta una simple pausa en la lectura del libro basta para destruir la verdadera unidad. En el cuento corto, sin embargo, el autor es capaz de llevar a cabo su intención, sea cual fuere ésta. Durante la hora de lectura, la mente del lector está bajo el control del escritor. No existen influencias externas o extrínsecas resultantes del cansancio o la interrupción.
Un hábil artista literario ha construido un cuento. Si es inteligente no habrá elaborado sus pensamientos para acomodar los incidentes, sino que, una vez concebido el efecto único o singular, inventará tales incidentes, siendo entonces cuando los combinará de la mejor forma posible para lograr el efecto pretendido. Si su primera frase no tiende a la consecución de dicho efecto, entonces ha fracasado en su primer paso. En toda composición no debería haber una palabra escrita que no tendiera directa o indirectamente al designio establecido; y con tales medios, con tal cuidado y habilidad, se obtiene al fin una pintura que deja en la mente del que la contempla un sentimiento de plena satisfacción. La idea del cuento ha sido presentada sin tacha porque no denota ninguna fisura, y esto es un fin inalcanzable por la novela. La brevedad indebida es precisamente tan recusable aquí como en la novela; sin embargo, todavía es más recusable la indebida longitud.
Hemos dicho que el cuento tiene un punto de superioridad incluso sobre el poema. En realidad, mientras el ritmo de este último es una ayuda en el desarrollo de la idea principal del mismo—la idea de lo bello—, las artificiosidades del ritmo forman una sólida barrera para el desarrollo de todas las formas de pensamiento o expresión que tienen su base en la verdad. Pero la verdad, con frecuencia y en alto grado, es el objeto del cuento. Algunos de los cuentos más hermosos son cuentos de razonamiento. Por eso el campo de esta clase de composiciones, si no es muy elevado en la montañosa región de la mente, sin embargo es una meseta de mucha mayor extensión que la que domina el simple poema. Sus productos son siempre de menor riqueza, pero infinitamente más numerosos y apreciables para la masa de la humanidad. El escritor del cuento en prosa, en resumen, puede llevar a sus argumentos una enorme variedad de modos e inflexiones de pensamiento y expresión (el razonamiento, por ejemplo, el sarcasmo o el humor) que no sólo son incompatibles con la naturaleza del poema, sino absolutamente prohibidos por uno de sus más peculiares e indispensables adjuntos: me refiero, naturalmente, al ritmo. Se puede añadir, además, que el autor que intenta conseguir únicamente la belleza en una narración en prosa está trabajando con desventaja, pues la belleza puede intentarse mejor en el poema, prescindiendo del terror, la pasión, el honor y una multitud de cosas por el estilo. Vemos, por consiguiente, lo perjudiciales que resultan las frecuentes animadversiones contra "esos cuentos de efecto", numerosos ejemplos de los cuales se hallan en los primeros números de Blackwood. Lo que producía impresiones iba labrado en una esfera legítima de acción, constituyendo una legítima, aunque a veces exagerada fuente de interés. Aquello agradaba a casi todos los hombres de talento, excepto a algunos que las condenaron muy vigorosamente sin fundamento justificado. La verdadera crítica no hace sino pedir que los designios que se llevan a cabo se realicen en toda su extensión por los medios más ventajosamente aplicables.
Aquí, en Norteamérica, contamos con muy pocos cuentos de auténtico valor—en realidad podríamos decir con ninguno, si no fuera por The Tales of a Traveller ("Los cuentos de un viajero"), de Washington Irving, y estos Twice-Told Tales ("Cuentos contados por segunda vez"), de míster Hawthorne. Algunos de los relatos de míster John Neal desbordan de vigor y originalidad, pero en general sus relatos de esta clase son excesivamente difusos, extravagantes, revelando un imperfecto sentimiento del arte. De vez en cuando aparecen en nuestros diarios trozos que podrían compararse ventajosamente con las mejores producciones de las revistas británicas; pero en general nos quedamos muy atrás de nuestros progenitores en lo referente a literatura.
Sobre los cuentos de míster Hawthorne podríamos decir enfáticamente que pertenecen a la esfera más elevada del arte; a un arte subordinado al genio del orden más elevado. Habíamos supuesto con buenas razones que el autor había llegado a su situación actual por uno de esos imprudentes choques que acosan a nuestra literatura, y cuyas pretensiones tenemos el propósito de exponer en cualquier oportunidad; pero afortunadamente nos engañábamos. Conocemos pocas composiciones que la crítica pueda elogiar más honradamente que Twice-Told Tales. Como norteamericanos nos sentimos orgullosos de este libro.
Los rasgos distintivos de míster Hawthorne son la invención, la creación, la imaginación, la originalidad—rasgos que en la literatura de ficción valen positivamente más que todo el resto—. Pero la naturaleza de la originalidad, por lo menos en cuanto a su manifestación en las letras, suele ser mal entendida. La capacidad inventiva u original se manifiesta tanto en la novedad de tono como en la temática. Míster Hawthorne es original en todos los sentidos.
Sería muy difícil designar el mejor de estos cuentos ; repetimos que sin excepción son todos hermosos. Wakefield lo consideramos notable por la habilidad con que una antigua idea—un incidente muy conocido—ha sido tratada o debatida.
Un individuo chiflado decide abandonar a su mujer y residir de incógnito durante veinte años en su vecindad inmediata. Algo muy parecido a esto ocurrió hace poco en Londres. La fuerza del relato de Hawthorne reside en el análisis de los motivos que impelieron o pudieron mover al marido a semejante locura, y en primer lugar, en las posible causas de que perseverara en ella. Sobre esta tesis el autor ha construido un cuadro de singular fuerza. The Wedding Knell ("Doblan a bodas") está lleno de la más osada imaginación, que el buen gusto gobierna completamente. El crítico más exigente no encontraría un solo fallo en dicha narración.
The Minister's Black Veil ("El velo negro del ministro") es una composición maestra, cuyo único defecto reside en que, para el vulgo, su exquisita habilidad será tan innecesaria como el caviar. Se supondrá que el evidente significado de ese relato ahoga lo que insinúa. La moraleja, puesta en boca del ministro moribundo, será considerada como lo más importante de la narración, y el hecho de que se haya cometido un oscuro crimen (que hace referencia a una joven señora) es algo que sólo las mentes afines a la del autor habrán de percibir.
Mr. Higginbotham's Catastrophe ("La catástrofe de míster Higginbotham") es muy original y ha sido realizado con habilidad.
Dr. Heidegger's Experiment ("El experimento del doctor Heidegger"), posee una magnífica trama, ejecutada con sorprendente facilidad. Se siente al artista en cada frase.
The White Old Maid ("La solterona blanca") es más objetable incluso que el Minister’s Black Veil, en lo que respecta a su misticismo. Incluso las mentes reflexivas y analíticas hallarán grandes dificultades en penetrar en su completa significación.
The Hollow of the Three Hills ("El valle de las tres colinas") debería citarse detalladamente si tuviéramos espacio; no porque evidencie mayor talento que los otros trozos, sino porque facilita un excelente ejemplo de la peculiar habilidad del autor.
El argumento es vulgar. Una bruja somete la distancia y el pasado a la contemplación de un doliente. En casos como éste se acostumbra describir un espejo en el cual aparecen las imágenes de los ausentes, o bien se ve alzarse una nube de humo que poco a poco va haciendo a las figuras gradualmente visibles. Míster Hawthorne ha aumentado maravillosamente su efecto utilizando el oído y no la vista como medio de llevar a la fantasía. La cabeza del doliente es envuelta por la capa de la bruja, y entre sus hechizados pliegues surgen sonidos que tienen suficiente penetración. También en esta narración se advierte que el artista es conspicuo tanto en los méritos positivos como en los negativos. No sólo se ha hecho allí todo lo que debía hacerse, sino (lo que tal vez resulte más difícil) nada que no deba hacerse. Cada palabra expresa lo debido y no hay ninguna que no lo haga.
En Howe's Masquerade ("La mascarada de Howe") observamos algo que se asemeja a un plagio, pero que puede ser una halagadora coincidencia de pensamiento. Citamos el pasaje en cuestión:
"Con una sombría y violenta expresión de ira, el general desenvainó su espada y avanzó hacia la figura embozada antes de que esta última hubiera dado un solo paso.
— ¡Villano! ¡Descúbrete!—gritó—. ¿No des un paso más!
La figura, sin retroceder ni un milímetro de la espada que le apuntaba, hizo una solemne pausa y bajó el embozo de la capa, aunque no lo suficiente como para que los espectadores pudieran ver su semblante. Sir William Howe, evidentemente, había alcanzado a ver lo suficiente. La seriedad de su rostro se cambió por una mirada de extraño asombro más que de horror, y retrocediendo varios pasos de la figura dejó caer su espada al suelo." (Ver volumen 2, pág. 20.)
La idea consiste en que la figura de la capa es el fantasma o doble de sir William Howe; pero en un cuento llamado William Wilson, que pertenece a los "Cuentos de lo Grotesco y Arabesco", (Tales of the Grotesque and Arabesque), no sólo hemos usado la misma idea, sino que esa idea se presenta de forma similar en varios aspectos. Citamos los dos párrafos para que nuestros lectores puedan comparar con lo anterior. Hemos escrito entre comillas las semejanzas más evidentes.
"El breve instante en que había apartado mis ojos había bastado para producir aparentemente un cambio material en el decorado de la habitación. Un gran espejo, al menos eso me pareció al principio bajo mi confusión, estaba ahora donde antes no había nada, y como avanzaba hacia él con extremo horror, mi propio rostro, con el semblante completamente ensangrentado, avanzaba a mi encuentro con paso débil y vacilante. Digo que me pareció, pero en realidad no fue así. Era Wilson quien estaba de pie ante mí en la agonía de su disolución. Su máscara y capa se quedaron sobre el piso donde él las había arrojado. Ni una mancha en su vestido, ni una línea de todos los singulares rasgos de su cara que no fueran idénticamente los míos."
Se observará que no sólo son las dos concepciones idénticas en general, sino que tienen varios puntos de similitud. En ambos casos la figura que se ve es el espectro o doble del que la contempla. En ambos casos la escena es un baile de máscaras. En cada caso tiene lugar una pelea, es decir, los dos personajes se insultan. En ambos casos el observador se enfurece. En uno y otro caso la espada y la capa caen al suelo. La frase "Villano, ¡descúbrete!", de míster Hawthorne, tiene un paralelo precisamente en la página 56 de William Wilson.
Debo apresurarme a terminar este artículo con un resumen de los méritos y deméritos de míster Hawthorne.
El autor es peculiar, pero no original, salvo en esas fantasías detalladas y pensamientos aislados que su carencia de originalidad en general les privará de la apreciación que merecen, impidiéndoles alcanzar jamás el conocimiento del público. Ama demasiado la alegoría, y mientras esto persista no puede esperar ninguna popularidad. Pero no lo hará, pues la alegoría se halla en contradicción con su naturaleza, que nunca luce más que cuando escapa del misticismo de sus Goodman Browns, y de sus White Old Maid, para entregarse con ardor, cordialidad y dulzura como en sus Wakefields y Little Annie's Rambles ("Pequeños paseos con Anita"). En realidad su inclinación a "la metáfora de la locura" está claramente imbuida de falange y falansterio, climas en donde durante tanto tiempo ha luchado por respirar.
Lo que le sobra de universal le falta de personal y exclusivo. Posee el estilo más puro, el gusto más fino, el humor más delicado, el patetismo más conmovedor, la imaginación más radiante y el ingenio más consumado; con esta variedad de buenas cualidades se ha distinguido como un místico. ¿Pero acaso alguna de esas cualidades podrían impedirle ser doblemente bueno en esa serie de cosas elevadas, sensibles, honestas y comprensibles?
Dejemos a míster Hawthorne que enmiende su plana, compre un tarro de tinta visible, vaya lejos de su vieja morada, cuelgue (si es posible) al director de The Dial, y arroje por la ventana, a los cerdos, todos los números de The North American Review.
FIN