Publicado en
agosto 15, 2010
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Titulo original: The Fallen Leaves
© 2007, de la presente edición en castellano para todo el mundo,
Edigrabel, S.A. para verticales de bolsillo
Ronda de Sant Pere, 5, 4ª planta, 08010 Barcelona
(Grupo Editorial Norma)
www.norma.com
© Por la traducción y el posfacio: Miguel Martínez-Lage
Primera edición: septiembre de 2007
Diseño de la colección: Compañía
Imagen de cubierta: © Fine Art Photographic Libruy CORBIS/ COVER
Director de producción: Rafael Marfil
Producción: Marta Costa
ISBN 10: 84-96694-45-3
ISBN 13: 978-84-96694-45-3
Depósito Legal: NA-1728-2007
Maquetación: VÍCTOR IGUAL S. L.
Impreso y encuadernado por Rodesa
Impreso en España- Printed in Spain
Índice
Prólogo
Libro primero
Amelius entre los socialistas
Libro segundo
Amelius en Londres
Libro tercero
El pie de la señora Farnaby
Libro cuatro
Dinero y amor
Libro quinto
La conferencia fatal
Libro sexto
Filia dolorosa
Libro séptimo
Se desvanecen las esperanzas
Libro octavo
Decide la señora naturaleza
Posfacio
Las hojas caídas
A Caroline
Por la experiencia habida en la recepción de Las hojas caídas entre los lectores inteligentes, que han seguido la publicación periódica de la novela tanto en Inglaterra como en el extranjero, tengo la satisfacción de saber que el diseño de la obra habla por sí solo, y que la escrupulosa delicadeza del tratamiento empleado en determinadas porciones del relato ha sido apreciada en su justo punto, exactamente del modo que yo podía desear. Al no tener más explicaciones que dar ni (en lo tocante al tema elegido) disculpa alguna que pedir, dejo mi libro sin ninguna alegación más a modo de prefacio, para que aparezca ante el público lector revestido tan sólo por los méritos que pueda tener.
WILKIE COLLINS
Gloucester Place, Londres
1 de julio de 1879
Prólogo
I
Los irresistibles influjos que un buen día han de reinar con supremacía absoluta sobre nuestros pobres corazones, amén de dar forma al breve y triste transcurso de nuestras vidas, a veces provienen de un origen remoto y misterioso, y encuentran el camino inescrutable para llegar a nosotros a través de los corazones y las vidas de algunas personas que nos resultan desconocidas.
Mientras gastaba su primera chaqueta y jugaba sus primeras partidas de bolos el joven cuya atribulada trayectoria nos proponemos aquí seguir, un terrible infortunio doméstico que sobrevino en el hogar de unos desconocidos estaba destinado, sin embargo, a surtir un definitivo efecto sobre su propia felicidad y a modelar a conciencia el posterior transcurso de su vida.
Por esta razón, es preciso que algunas palabras aquí antepuestas a modo de preámbulo antecedan al propio relato, con el sencillo objeto de precisar qué fue lo acontecido en el hogar de tales desconocidos. El camino inescrutable mediante el cual afectó el suceso que aquí se relata al personaje principal de estas páginas, a medida que creció y pasó de la juventud a la edad madura, será el principal asunto del que se ocupe el relato tanto por tierra como por mar, entre hombres y mujeres, los días soleados y los nublados por igual, hasta llegar al final del mismo y, Dios mediante, al momento en que sea menester dar descanso a la pluma sobre el escritorio.
II
El viejo Benjamin Ronald, de la Compañía Papelera Londinense, contrajo matrimonio con su joven esposa a la edad de cincuenta años, y se llevó al sagrado estado del matrimonio algunas costumbres contraídas durante su prolongada vida de soltero.
De soltero, durante el transcurso de los años, jamás abandonó de buen grado su establecimiento (sito en esa exclusiva zona comercial de Londres que es conocida como «la City»). De casado, perseveró en mantener esa misma monotonía de hábitos con una sola diferencia, a saber, que ahora tenía una mujer que seguiría todos sus pasos. «Los viajes en ferrocarril -explicaba a su esposa- te producirán dolor de cabeza. A mí me producen dolor de cabeza. Los viajes en barco te causarán molestos mareos. A mí desde luego me marean de un modo muy molesto. Si deseas un cambio de aires, ten presente que en la City se encuentran aires de toda clase. Para quien admire la belleza en su estado natural, ahí está Finsbury Square con todas las bellezas de la naturaleza cuidadosamente escogidas y mejor dispuestas si cabe. Cuando estamos en Londres, tanto tú como yo nos encontramos bien; si nos ausentamos de Londres, tanto tú como yo nos alteramos». Tan pronto llegó la temporada de las vacaciones otoñales, el viejo Ronald resistió contra viento y marea a las peticiones que le hizo su esposa de viajar a alguna parte y cambiar de aires. Un hombre fortificado por los hábitos y parapetado tras su obstinación y su egoísmo innato tiene en gran medida un poder punto menos que ilimitado dentro de las fronteras de su círculo doméstico. Por norma general, era la paciente señora Ronald la que se veía obligada a ceder, y así se revelaba su esposo ante los vecinos, investido por el glorioso carácter de un hombre que era muy capaz de salirse siempre y en todo momento con la suya.
Ahora bien, en el otoño de 1556, el merecido castigo que tarde o temprano sobreviene a todos los déspotas, sean grandes o pequeños, dio al traste con la mano de hierro del viejo Ronald y derrotó al tirano doméstico en el campo de batalla organizado frente a la chimenea de su propio hogar. Del matrimonio habían nacido dos hijas solamente. La mayor causó una mortal ofensa a su padre al contraer un imprudente matrimonio... en el sentido pecuniario del término. El padre proclamó a los cuatro vientos que la hija mayor jamás volvería a poner los pies en su casa, y con temible inmisericordia fue fiel a su palabra. La hija menor, que tenía ahora dieciocho años, también había resultado ser una constante fuente de preocupaciones paternas, bien que de otra índole. Era la causa pasiva de la revuelta que había desafiado a la autoridad del padre. De un tiempo a esta parte había estado algo delicada de salud Tras muchas probaturas que resultaron ineficaces, tras mucho intentar persuadirlo por las buenas, a su madre se le agotó la paciencia. La señora Ronald insistió -sí, lo cierto es que llegó a insistir- en llevarse a la señorita Emma a pasar una corta temporada a la orilla del mar.
-¿Qué es lo que te pasa, si se puede saber? -preguntó el viejo Ronald, pues detectó en el talante y la apariencia de su esposa algo que lo sumió en la más absoluta perplejidad, cuando ella afirmó una voluntad propia por vez primera en toda su vida.
Otro hombre con mayores dotes de observación habría descubierto muestras de una ansiedad y una alarma en modo alguno corrientes, muestras que trataban de salir a la luz en los rasgos de la pobre mujer. Su marido sólo acertó a vislumbrar un cambio que le desconcertó.
-Que venga Emma ahora mismo -dijo, pues su connatural astucia le inspiró la idea de una confrontación entre madre e hija en su presencia, por ver qué salía de ello.
Apareció Emma, bajita y regordeta, con sus grandes ojos azules y los labios fruncidos, aparte de su espléndida melena rubia clara; por lo demás, se le notaba una palidez penosa, una llamativa languidez de movimientos, un acusado descuido en su manera de vestir y una presencia de ánimo más bien escasa. Su salud estaba muy afectada, dijo la madre, y el padre hubo de reconocerlo.
-Podrás ver con tus propios ojos -señaló la señora Ronald- que la pobre muchacha está muy necesitada de respirar aire puro. Tengo entendido que Ramsgate es el lugar más recomendado para estos casos.
El viejo Ronald contempló a su hija. Constituía el único punto flaco existente en su naturaleza. Ese lugar, el de la ternura, no era por cierto muy grande, pero no dejaba de estar allí. Y buena prueba de ello es que comenzó a ceder, aunque con la peor actitud de las posibles, sin el menor atisbo de elegancia.
-Bueno, ya nos ocuparemos de eso -dijo.
-No hay tiempo que perder -insistió la señora Ronald-. Tengo la intención de viajar con ella a Ramsgate mañana mismo.
El señor Ronald miró a su mujer como mira el perro pastor a la oveja enloquecida que se revuelve contra él.
-¿Cómo has dicho? -la imprecó el tendero-. Por mi alma que... ¿Y qué vendrá después de esto? ¿Cómo has dicho? ¿De dónde va a salir el dinero para...? A ver, respóndeme.
La señora Ronald rehusó el dejarse arrastrar a una disputa conyugal en presencia de su hija. Tomó a Emma por el brazo y la llevó hasta la puerta. Allí hizo un alto.
-Ya te he dicho que la pequeña está enferma -dijo a su marido-. Ahora te repito que es preciso que disfrute del aire del mar. ¡Por Dios bendito, no quiero que riñamos! Bastantes complicaciones tengo ya sin tus riñas.
Cerró la puerta tras salir con su hija y dejó a su amo y señor de pie donde estaba, cara a cara con los despojos de su ultrajada autoridad.
El posterior desarrollo de la revuelta doméstica, cuando se encendieron los candiles y llegó con la noche la hora de retirarse, es algo que con toda naturalidad quedó envuelto en el misterio. Sólo hay una cosa clara: a la mañana siguiente estaba dispuesto el equipaje y llegó un coche de punto a la puerta de la casa. La señora Ronald habló en privado con su marido a la hora de la despedida.
-Espero no haberme mostrado demasiado terca al insistir en llevarme a Emma a la orilla del mar -dijo con suavidad, a punto de suplicar el perdón a su esposo-. Estoy preocupada por la salud de nuestra hija. Si te he ofendido, y bien sabe Dios que ha sido sin querer, di que me perdonas antes de que me vaya. Querido, he intentado con toda honestidad ser una buena esposa. Y tú siempre has confiado en mí. ¿Sigues confiando en mí?
Le tomó la mano fría y magra y se la apretó con fervor; descansó la mirada en él con una extraña mezcla de timidez y ansiedad. Siendo una mujer que aún estaba en lo mejor de su vida, conservaba intacto todo su atractivo personal -el rostro claro, calmo y refinado; la gracia natural de su presencia y de su movimiento-, de ahí que su matrimonio con un hombre que tenía edad suficiente para ser su padre fuera causa de gran asombro y de disgusto entre todas sus amistades. Presa de la agitación que se había apoderado de ella, se le iluminaron los ojos, y por un instante pareció dotada de juventud suficiente para ser tan sólo la hermana de Emma. A su marido se le abrieron los ojos duros y avejentados, cariacontecido por una malhumorada perplejidad.
-¿A cuento de qué viene todo este desorden? -pregunto-. No te entiendo.
La señora Ronald se encogió nada más oír esas palabras, casi como si su marido acabase de abofetearla. Lo besó en silencio y se reunió con su hija, que esperaba en el coche de punto.
Durante el resto del día, las personas contratadas en el establecimiento del papelero lo pasaron francamente mal con el dueño de la tienda. Algo había trastornado al viejo Ronald. Al atardecer ordenó que se cerrasen las persianas a una hora más temprana que de costumbre. En vez de dirigirse a su club (la taberna que estaba a la vuelta de la esquina) dio un largo paseo por las solitarias, desiertas calles de la City, ya de noche. Habría sido imposible que él mismo se lo ocultase: el comportamiento de su esposa en el momento de la despedida le había llenado de inquietud. Con toda naturalidad la maldijo por haberse tomado semejante libertad mientras yacía despierto en su cama.
-¡Maldita mujer! ¿Qué diantre se traerá entre manos?
El llanto del alma se manifiesta con distintas formas de expresión. Ése fue el llanto del alma del viejo Ronald, traducido de manera literal.
III
A la mañana siguiente recibió carta de Ramsgate.
Te escribo de inmediato para hacerte saber que hemos llegado sanas y salvas. Hemos encontrado un alojamiento confortable (tal como sabrás por la dirección que consta en el encabezamiento de esta carta) en Albion Place. Te doy las gracias, y Emma también desea transmitirte su agradecimiento, por la amabilidad que has tenido al proporcionarnos con gran generosidad los medios necesarios para realizar este corto viaje. Hoy hace un tiempo espléndido; el mar está en calma y han salido a navegar las embarcaciones de placer. Claro está que no contamos con verte por aquí. Si de todos modos y por casualidad decidieras venir a visitarnos, y si por tanto superases tus escrúpulos frente al hecho de salir de Londres, debo hacerte una pequeña petición. Te ruego que me hagas saber de antemano la fecha de tu visita, de modo que no se me pasen por alto los preparativos de rigor Sé bien que te fastidia toda molestia en forma de carta (salvo si son cartas de negocios), de modo que no te escribiré a menudo. Entretanto, ten la bondad de tomar la falta de noticias por la mejor de las noticias posibles. Cuando tengas un rato libre, espero que nos escribas y que nos cuentes cómo te encuentras y cómo marcha la tienda. Emma te envía cariñosos recuerdos, a los cuales me sumo de todo corazón.
Así estaba redactada la carta y así concluía.
-Nada tienen que temer si de veras piensan que seré yo quien las moleste. ¡El mar en calma y las embarcaciones de placer! ¡Valiente tontera!
Ésa fue la primera impresión que causó en el viejo Ronald la carta en que su mujer le refería su situación. Al cabo de un rato volvió a repasar la carta, frunció el ceño y se paró a reflexionar. «Te ruego que me hagas saber de antemano la fecha de tu visita», repitió para sus adentros como si esa petición fuera, de manera harto incomprensible, una ofensa. Abrió el cajón del escritorio y guardó la carta. Cuando terminó su jornada laboral, se dirigió a su club en la taberna de la esquina y se mostró insólitamente fastidioso con todos los presentes.
Así transcurrió una semana. Entretanto, escribió una nota a su esposa. «Me encuentro perfectamente, y la tienda marcha como de costumbre». También remitió a la dirección de Ramsgate una o dos cartas que recibió para la señora Ronald. No volvió a tener más noticias de Ramsgate. «Supongo que estarán disfrutando las dos -reflexionó-. Está rara la casa sin ellas. Voy a pasarme por el club».
Se quedó hasta más tarde que de costumbre y esa noche bebió más que otras veces. Era casi la una de la madrugada cuando abrió la puerta de su casa con su llavín y subió a acostarse.
Al acercarse a la jofaina halló una carta en la mesilla de al lado. Estaba dirigida al «Señor Ronald - confidencial». No era la caligrafía de su mujer; la letra ni siquiera le resultó conocida. Los dos renglones estaban torcidos, el sobre no llevaba matasellos. Lo contempló despacio, con creciente suspicacia. Por fin se decidió a abrirlo y leyó estas palabras:
Un amigo fiel le aconseja que no pierda el tiempo y que cuide inmediatamente de su señora. Suceden cosas extrañas allá a la orilla del mar. Si no me cree, pregunte a la señora Turner en el número 1 de Slains Row, Ramsgate.
No figuraba remite, ni fecha, ni firma. Era una carta anónima, la primera de tal jaez que había recibido en el transcurso de su larga vida.
Su encallecido cerebro en modo alguno estaba afectado por el licor que había consumido. Se sentó al borde de la cama, doblando mecánicamente la carta en varios pliegues. La referencia a la «señora Turner» no le causó ningún tipo de impresión: por corriente que fuera el apellido, no había una sola persona que respondiera al mismo en la lista de sus amigos y clientes. De no haber sido por una sola circunstancia, habría arrojado la carta a un lado con todo su desprecio. Su memoria volvió a la inconcebible conducta de su esposa en el momento de su despedida. A la luz de ese recuerdo, la anónima advertencia cobró a su juicio cierta trascendencia. Fue a su escritorio, en la trasalcoba, y sacó del cajón la carta de su esposa para leerla de nuevo bien despacio. «¡Ja!», se dijo al llegar a la frase en la que le pedía que escribiese para anunciar de antemano la fecha de su visita, en el caso improbable de que decidiera viajar a Ramsgate. De nuevo volvió a pensar en la extraña e insistente manera en que abundó su esposa en que no dejara de confiar en ella; recordó su aire nervioso e inquieto, el modo en que se le subió el color, su agitación y su brusco silencio, su repentina salida de la casa para subir al coche de punto. Nutrida por estas irritantes influencias, la innata suspicacia de su manera de ser comenzó a prender poco a poco. Tal vez fuera su mujer del todo inocente al pedirle que le diera aviso de un supuesto viaje suyo a la costa; tal vez fuese comprensible su natural ansiedad por hacer los preparativos de rigor para que él estuviera cómodo a su llegada. Con todo, no le hacía ninguna gracia; no, no le agradaba nada. El indicio de un lento desmoronamiento asomó a su rostro amigado y curtido, y poco a poco se abrió paso. Sentado ante su escritorio, con el parpadeo de la vela muy cerca de sus facciones, sumido en sus pensamientos, parecía muchísimo más viejo de lo que era en realidad. Tenía ante sí la carta anónima, que descansaba junto a la carta de su esposa. De súbito, levantó la cabeza canosa y apretó el puño con todas sus fuerzas para golpear la insidiosa advertencia como si se tratase de un ser vivo, capaz de sentir y padecer. «Seas quien seas -se dijo-, haré caso de tu consejo.»
Esa noche ni siquiera intentó meterse en la cama. Con ayuda de su pipa pasó unas horas incómodas, monótonas y lúgubres. En una o dos ocasiones pensó en su hija. ¿Por qué estaría su esposa tan preocupada por ella? ¿Por qué la había llevado su madre a Ramsgate? Tal vez fuese un subterfugio. ¡Sí, tal vez fuera un subterfugio! Más que nada por hacer algo, en vez de estar mano sobre mano, preparó una bolsa de viaje con sus artículos elementales. En cuanto calculó que la criada estaba a punto de levantarse, le ordenó que le preparase una taza de café bien cargado. Después llegó la hora de mostrarse como de costumbre y hacer acto de presencia al abrir la tienda. Con asombro, vio que su administrativo retiraba las persianas, en vez del portero que se encargaba de ese cometido.
-¿Qué significa esto? -preguntó-. ¿Dónde está Farnaby?
El administrativo contempló a su jefe y se quedó de una pieza, con una persiana en las manos.
-¡Dios mío! ¿Qué ha sido de usted? -exclamó-. ¿Se encuentra indispuesto?
El viejo Ronald repitió su pregunta con enojo.
-¿Dónde está Farnaby?
-No lo sé -fue toda la respuesta que recibió.
-¿Que no lo sabe? ¿Ha ido a ver su habitación?
-Sí.
-¿Y bien?
-Bien, pues no está en su habitación. Por si fuera poco, no parece que haya dormido esta noche en su cama. Farnaby se ha ausentado, señor, y nadie sabe adónde, ni por qué.
El viejo Ronald cayó con todo su peso a plomo sobre la silla más próxima. Este segundo misterio, sumado al misterio de la carta anónima, lo dejó pasmado. Sin embargo, su instinto de negociante seguía estando en óptimas condiciones. Tendió sus llaves al administrativo.
-Tenga, y vaya a por el libro de caja -dijo-. A ver si están las cuentas en orden.
El administrativo tomó las llaves no sin expresar sus protestas.
-No me parece que sea ésa la lectura más correcta de la adivinanza -comentó.
-Haga lo que le digo.
El administrativo abrió el cajón de los dineros que se encontraba bajo el mostrador; contó las libras, los chelines y peniques pagados por los clientes ocasionales la tarde anterior; comparó el resultado con el libro de caja y respondió al dueño del establecimiento:
-Todo cuadra hasta el último penique.
Satisfecho, el viejo Ronald accedió entonces a abordar la faceta puramente especulativa del asunto con la ayuda de su subordinado.
-Si lo que acaba de reseñar tiene algún sentido -siguió diciendo el viejo Ronald-, es que sospecha usted de la razón por la que Farnaby ha abandonado sus deberes conmigo. Adelante, le escucho.
-Ya sabe usted que a mí nunca me ha caído nada bien John Farnaby -comenzó diciendo el administrativo-. Un joven muy activo y muy capaz, desde luego; un joven de considerable inteligencia, se lo puedo garantizar. Pero a pesar de todo es un pésimo empleado y un peor sirviente, señor Ronald. Un falso, falso hasta el tuétano de los huesos.
La paciencia del señor Ronald estaba próxima a agotarse.
-Vayamos a los hechos -gruñó-. ¿Por qué se ha largado Farnaby sin decir nada a nadie? ¿Tiene usted alguna idea?
-No sé nada más que lo que ya sabe usted -respondió el administrativo con frialdad-. No se deje arrebatar por la pasión. Si me concede un poco de tiempo, dispongo de algunos hechos que puedo poner en su conocimiento. Luego, si quiere, puede usted rumiarlos todo lo que estime oportuno, a ver en qué para todo esto. Hace tres días me quedé muy justo de sellos, así que fui a la oficina de correos. Allí estaba Farnaby, esperando delante del mostrador donde se pagan los giros postales. Entre él y yo debía de haber una docena de personas, cada una con sus cartas y sus giros y sus certificados y a saber qué más papeles por enviar. Me situé detrás de él sin que se diese cuenta. Vi que el empleado de correos le daba el dinero correspondiente a su giro. Cinco libras de oro, calculé al ver el dinero sobre el mostrador, y un billete bancario de curso legal, que arrugó en la mano nada más apoderarse de él. No sabría decirle a cuánto ascendía todo; tan sólo sé con certeza que era un billete de banco. Pregúntese, si le parece bien, cómo es posible que un simple portero que gana un salario de veinte chelines semanales (y una madre que se dedica a hacer la colada de los vecinos que se la encargan, así como un padre que se dedica a la bebida), tenga un corresponsal que le remite un giro por valor de cinco soberanos y un billete bancario de valor desconocido. Digamos que, en secreto, le ha dado por apostar. Muy bien. En tal caso, ahí está el giro postal como demostración de que ha tenido una buena racha. Y si ha tenido una buena racha, digo yo, y usted dirá, ¿cómo es que le da la ventolera de largarse y abandonar su empleo como un ladrón en plena noche? No es un esclavo; ni siquiera es un aprendiz. Si piensa que puede mejorar su posición, no tiene la menor necesidad de mantenerlo en secreto, y menos aún si decide dejar de trabajar a sus órdenes. Cabe la posibilidad de que haya sufrido un accidente, desde luego. Pero debo decirle que ésa no es mi opinión. Yo diría que anda metido en algún lío de mala nota. Y ahora llega el momento de hacernos la pregunta que nos ronda a los dos: ¿qué vamos a hacer?
El señor Ronald, tras escuchar cabizbajo al administrativo sin interponer una sola palabra de su parte, respondió de forma extraordinaria:
-Dejémoslo estar -contestó-. Dejemos las cosas como están al menos hasta mañana.
-¿Por qué? -preguntó el administrativo sin ceremonias.
El señor Ronald sacó a colación otra respuesta extraordinaria.
-Porque tengo la obligación de pasar el día fuera de la ciudad. Ocúpese del negocio. El herrero de ahí al lado le ayudará a echar el cierre de noche. Si alguien pregunta por mí, dígale que mañana estaré de vuelta.
Con esas instrucciones, ajeno al efecto que acababa de producirle al administrativo, miró su reloj y abandonó la tienda.
IV
Acababa de repicar la campana que avisaba que faltaban cinco minutos para que saliera el tren de Ramsgate.
Mientras el resto de los pasajeros llegaba con prisas al andén, dos personas permanecían pasivas y apartadas, como si todavía no se hubieran decidido a ocupar sus plazas en el tren. De las dos, una era un joven avispado con un traje de viaje más bien barato; llamaba sobre todo la atención por su tez rubicunda, sus inquietos ojos negros y su cabello negro, profuso y rizado. La otra era una mujer de mediana edad con un desaliñado atavío; era alta y robusta, con aire astuto y rasgos malencarados. El joven avispado se encontraba a espaldas de la persona con cara de pocos amigos con la que se había asociado, y la utilizaba a modo de pantalla para ocultarse al tiempo que observaba cómo accedían los viajeros al tren. Al repicar la campana, la mujer de repente se volvió hacia su acompañante y señaló el reloj de la estación.
-¿Piensa esperar sin decidirse hasta que el tren se haya marchado? -preguntó.
El joven frunció el ceño con un gesto de impaciencia.
-Estoy esperando a una persona a la que cuento con ver por aquí -repuso-. Si esa persona toma el tren, nosotros también lo haremos. De lo contrario, volveremos más tarde a la estación a vigilar la partida del siguiente tren, y así hasta que se haga de noche si es que resulta necesario.
La mujer miró fijamente al joven con sus ojos grises y pequeños, enojados, mientras éste respondía según queda dicho.
-¡Un momento! -dijo por fin de malas maneras-. A mí me gusta saber de antemano qué es lo que tengo que hacer. Usted es para mí un perfecto desconocido, joven, y no me extrañaría nada que me hubiera dado un nombre y una dirección falsos. Eso no me importa. Los nombres falsos son moneda más corriente que los verdaderos, al menos tal como yo me gano la vida. Pero ¡mucho cuidado! No pienso dar ni un paso más hasta que no tenga en el monedero la mitad de la cantidad prometida junto con mi billete de ida y vuelta.
-¡Cállese la boca! -dijo el hombre en un susurro-. Todo en orden. Voy a comprar los billetes.
Habló sin perder de vista a un viajero de avanzada edad que caminaba deprisa y cabizbajo, absorto en sus pensamientos y sin prestar atención a nadie. El viajero no era otro que el señor Ronald. El joven que en ese instante acababa de reconocerlo era el fugitivo empleado de su establecimiento, John Farnaby.
Al regresar con los billetes, el empleado tomó del brazo a su repulsiva compañera de viaje y la obligó a caminar deprisa por el andén.
-¡El dinero! -dijo en un susurro cuando ocuparon sus asientos.
Farnaby se lo dio envuelto en un pedazo de papel. La mujer abrió el envoltorio, quedó satisfecha al verificar que no le había hecho ninguna jugarreta y se recostó en su asiento a dormitar. Arrancó el tren. El viejo Ronald viajaba en segunda clase; su empleado y la acompañante de éste lo escoltaban en secreto en tercera.
V
A primera hora de la tarde, el señor Ronald bajó por la estrecha callejuela que lleva desde la meseta en que se encuentra la estación de ferrocarril del sureste hasta el puerto de Ramsgate. Tras preguntar por el camino al primer policía que encontró, dobló a la izquierda y llegó al roquedo en que se hallan las casas de Albion Place. Farnaby lo siguió a una discreta distancia, y la mujer siguió a Farnaby.
Cuando tuvo a la vista la casa en que estaban alojadas su esposa y su hija, el señor Ronald hizo un alto en parte para recobrar el resuello, en parte para rehacer su compostura. No se le pasó por alto que le cambiaba el ánimo mientras miraba las ventanas; su misión adquirió repentinamente un aspecto despreciable a sus propios ojos. Casi llegó a sentir vergüenza de sí mismo. Al cabo de veinte años de vida conyugal sin perturbaciones de ninguna clase, ¿era de veras posible que hubiera tenido dudas de su esposa por instigación de un perfecto desconocido, del cual ni siquiera sabía su nombre? «Si saliera al balcón y me viese aquí abajo -pensó-, ¡iba a quedar como un perfecto imbécil!» En el instante en que levantó la aldaba para llamar a la puerta se sintió poco menos que inclinado a dejarla caer sin hacer ruido y regresar a Londres de inmediato. ¡Pero no! Ya era demasiado tarde. La criada había salido a colgar la jaula de los pájaros en el balcón, y lo acababa de ver.
-¿Se aloja aquí la señora Ronald? -inquirió.
La muchacha enarcó las cejas y abrió la boca; lo miró boquiabierta, sumida en una gran confusión, y desapareció hacia la cocina de la casa. Tan extraña recepción a su pregunta lo irritó de un modo completamente irracional. Golpeó la aldaba con la absurda violencia del hombre que da salida a su enojo con lo primero que encuentra. La casera abrió la puerta y lo miró con severidad, tan callada como sorprendida.
-¿Se aloja aquí la señora Ronald? -repitió.
La casera contestó no sin cierto esfuerzo, el esfuerzo de una persona que primero sopesa cuidadosamente sus palabras, antes de permitir que salgan de sus labios.
-La señora Ronald ha alquilado unas habitaciones en la casa, pero todavía no ha procedido a ocuparlas.
-¿Que todavía no las ha ocupado?
Sus propias palabras lo desconcertaron tanto como si hubieran sido pronunciadas en una lengua desconocida. Permaneció de pie, callado como un idiota, en el umbral. Había desaparecido su enojo; un miedo capaz de apoderarse de todo su ser latía pesadamente en su corazón. La casera lo miró. «Justo lo que yo sospechaba -dijo para sí-. ¡Aquí hay gato encerrado!».
-Tal vez no me haya explicado con suficiente claridad, caballero -siguió diciendo con gravedad y cortesía-. La señora Ronald me dijo que iba a pasar una temporada en Ramsgate con algunas amistades suyas. Cuando dichas amistades se marcharan de la ciudad, vendría a alojarse a mi casa, pero parece ser que aún no tenían decidido el día de su partida. Viene aquí a recoger su correspondencia. De hecho, estuvo aquí a primera hora de la mañana para pagar la renta correspondiente a la segunda semana. Le pregunté cuándo tenía previsto mudarse. Me pareció que aún no lo sabía con certeza; me pareció entender que sus amistades todavía no habían decidido cuándo iban a marcharse. Debo decir que me pareció un tanto extraño. ¿Quiere usted dejarle algún recado?
El señor Ronald se recobró lo suficiente para tomar la palabra.
-¿Podría usted decirme dónde viven sus amistades?
La casera negó con un movimiento de cabeza.
-No, ni mucho menos. Me ofrecí a ahorrarle a la señora Ronald la molestia de tener que venir aquí, para lo cual podría enviarle la correspondencia recibida a su residencia. Ella declinó mi ofrecimiento, y nunca me llegó a concretar cuál es su domicilio en Ramsgate. ¿Quiere entrar a descansar un momento, señor? Si desea dejar su tarjeta de visita, me ocuparé de que se la recojan.
-Gracias, señora. No tiene importancia. Buenos días.
La casera lo miró bajar las escaleras de la casa.
-Es el marido, Peggy -dijo a la criada, que esperaba con ademán inquisitivo a sus espaldas-. ¡Pobre hombre! ¡Y siendo además una mujer de aspecto tan respetable!
El señor Ronald caminó mecánicamente hasta llegar a la última casa de la hilera, donde se encontró con una grandiosa vista del mar y el cielo. Tras la barandilla que cerraba el roquedo había unos cuantos bancos. Tomó asiento en el más cercano, completamente estupefacto y desvalido.
Al término de la vida, la supresión de la nutrición habitual en un hombre amplía la influencia debilitante e incluso perniciosa que tiene, de manera inmediata, en el cuerpo y en la mente. Desde la noche anterior, el señor Ronald no se había llevado a la boca otra cosa que la taza de café. Por ello, su mente adoptó un curso de pensamiento errabundo y extraño; no estaba enojado, asustado ni consternado. En vez de pensar en lo ocurrido, estaba pensando en sus años mozos, cuando era jugador de críquet. En su memoria revivió un partido muy especial, durante el cual le alcanzó una bola en la cabeza. «Esa misma sensación -reflexionó medio ausente, tras quitarse el sombrero y ponerse la mano sobre la frente- es la que tengo ahora. Estoy aturdido y mareado, sí. ¡Es la misma sensación!».
Se reclinó en el banco y fijó la mirada en el mar, preguntándose con languidez qué le había sucedido. Farnaby y la mujer que todavía seguían sus pasos esperaron en la esquina, desde donde no podrían perderlo de vista.
La brillantez azul del cielo no estaba manchada por una sola nube; el mar, soleado, brincaba mecido por la fresca brisa de poniente. Desde la playa le llegaban alborozados y mezclados con la fragancia del aire los gritos de los chiquillos que jugaban sin cesar, los gritos de los borriqueros que guiaban a las pobres bestias de carga, las notas lejanas de una banda que había entonado un vals y la dulce música de las olas que rompían mansamente en la arena. En el banco contiguo al suyo, un sucio barquero apostrofaba a un viejo y estúpido visitante de la localidad. El señor Ronald prestó atención, con una sensación de indefinido contento por el mero hecho de escuchar. Las palabras del barquero alcanzaron sus oídos igual que los demás sonidos que flotaban en el aire.
-Pues sí, ése es el arenal de Godwin, allí donde se ve fondeado el buque faro. Y aquel vapor, el que remolca ese barco hacia la bahía, es el remolcador de Ramsgate. ¿Sabe usted qué me gustaría ver ahora? Me gustaría ver cómo salta por los aires el remolcador de Ramsgate. ¿Que por qué? Se lo voy a contar. Yo vengo de Broadstairs, no soy de Ramsgate. Hasta ahí, de acuerdo, ¿no es as? Aquí me tiene, mano sobre mano, sin nada mejor que hacer y sin una mala moneda de cobre que frotar contra otra dentro del bolsillo. ¿A qué oficio me dedico? No tengo yo oficio ni beneficio. Yo soy barquero, y mi barca se está pudriendo en el puerto de Broadstairs porque no hay trabajo. ¿Que a qué se debe que no haya trabajo? Al maldito remolcador de Ramsgate. El remolcador nos ha quitado el pan de la boca tanto a mí como al resto de mis compañeros. Espere, espere un poco y le mostraré cómo ha sido. A ver, dígame: en los viejos tiempos, si un barco encallaba en el arenal, y me refiero al arenal de Godwin, ya lo ve usted, ¿qué era lo que tenía que hacer? Se desencuadernaba si comenzaba a soplar un viento recio, o se iba hundiendo poco a poco en el arenal si reinaba el buen tiempo. Ya verá cómo llego a lo que trato de explicarle. ¿Qué era lo que hacíamos nosotros, y me refiero a los buenos y viejos tiempos, téngalo presente, cuando por un casual avistábamos ese barco en apuros? Salíamos de puerto con nuestras barcas, tanto con mar gruesa como con buen tiempo. Y me dirá usted que salvábamos las vidas de los tripulantes, ¿verdad? Pues sí, así es: parte de nuestro trabajo consistía en salvar a los marinos, qué duda cabe, pero ésa era la parte del trabajo por la que nadie nos pagaba nada. Además ¡salvábamos la carga, señor mío! ¡Y obteníamos una pingüe porción de la misma! ¡Cientos de libras, en serio se lo digo, que entre todos nos repartíamos de acuerdo con lo que dicta la ley! Pero ¡ay!, esos tiempos ya no volverán. Ahora se juntan un hatajo de chivatos y acusones y realizan una suscripción popular para la construcción y botadura de un remolcador de vapor. Hoy, cuando un barco encalla en los arenales, sale el remolcador tanto si es de día como si es de noche, y en menos que canta un gallo se trae el barco sano y salvo y lo arrima a puerto, con lo cual nos quita el pan de la boca. ¡Una vergüenza, sí señor! ¡Una auténtica vergüenza! Se lo digo yo.
Las últimas palabras del largo lamento del barquero llegaron bajas, cada vez más bajas, inaudibles casi, a oídos del señor Ronald. Terminó por perderlas del todo, como perdió la vista del mar y la caricia del viento en la cara. De súbito, despertó tal como si se hubiera quedado profundamente dormido. A un lado, el barquero de Broadstairs lo zarandeaba del cuello.
-Eh, señor. Despabílese. ¿Qué le sucede?
Al otro, una dama compasiva le ofrecía su frasquito de sales de olor.
-Mucho me temo, señor mío, que ha sufrido un desvanecimiento.
Trabajosamente logró ponerse en pie y dio las gracias a la dama sin saber muy bien qué le decía. El hombre de Broadstairs, sin perder de vista el posible botín, se hizo cargo de aquel despojo humano y lo remolcó hasta la taberna más cercana.
-Una buena chuleta y un vaso de coñac rebajado con agua -dijo el buen samaritano del siglo XIX-. Eso es lo que usted necesita. También yo ando con hambre, así que le haré compañía.
Fue un sujeto perfectamente pasivo en manos de quien quisiera hacerse cargo de él; se sometió a sus intenciones como si fuera el perro del barquero y acabase de oírlo silbar.
Sólo podría decirse, en honor de la verdad, que había vuelto en sí cuando tuvo tiempo suficiente para percibir en su ser el influjo reconstituyente de la comida y la bebida. Se puso en pie entonces y contempló con incredulidad al compañero con quien había compartido el tentempié. El hombre de Broadstairs abrió los labios grasientos, pero al punto guardó .silencio, en cuanto vio la súbita aparición de una moneda de oro entre el índice y el pulgar del señor Ronald.
-No me dirija la palabra; pague al tabernero y lléveme las vueltas ahí fuera. -Cuando el barquero se reunió con él, estaba leyendo una carta a la vez que caminaba de un lado a otro y hablaba en voz alta consigo mismo-. Dios nos asista. ¿Habré perdido el juicio? No sé qué voy a hacer. -De nuevo se remitió a la nota recibida: «Si no me cree, pregunte a la señora Turner en el número 1 de Slains Row, Ramsgate». Volvió a guardarse la carta en el bolsillo y de pronto recobró el aplomo-. Slains Row -dijo volviéndose al barquero-. Lléveme allí ahora mismo, y quédese con las vueltas.
La gratitud del barquero, al menos en apariencia, fue tal que no supo manifestarla con palabras. Se dio una palmada en el bolsillo con gran contento y eso fue todo. Abriendo la marcha, se encaminó hacia el interior y subió una cuesta para bajarla por el lado opuesto, y allí viró hacia el extremo este de la población.
Farnaby, que todavía seguía los pasos del señor Ronald en compañía de la mujer, se detuvo cuando el barquero puso rumbo al este y comprobó el nombre de la calle en que se encontraba.
-Tengo mis propias instrucciones -dijo-; ahora ya sé adónde se dirige. Llegaremos antes que él; vamos, tomaremos un atajo.
El señor Ronald y su guía llegaron a una hilera de casas humildes, jalonadas por no menos humildes jardines tanto delante como detrás de ellas. Las ventanas de la fachada posterior miraban a los cerros y los campos que encajonaban el camino a Broadstairs. Era un paraje perdido y solitario.
-¿Qué número buscamos, señor?
El señor Ronald había recobrado el suficiente juicio para fiarse de su propio criterio.
-Ya es suficiente -le dijo-. Ahora puede marcharse.
El barquero aguardó un momento. El señor Ronald lo miró. El barquero era lento de entendederas; le costó trabajo comprender que ya no era él quien dirigía la marcha.
-¿Está seguro de que ya no me necesita? -preguntó.
-Completamente -repuso el señor Ronald. El hombre de Broadstairs emprendió la retirada, con su botín a modo de consuelo.
El número 1 se encontraba en el extremo más alejado de la hilera de casas. Cuando el señor Ronald llamó a la campanilla de la puerta, los espías ya estaban apostados. La mujer se quedó en la calle, a la vista de la puerta. A Farnaby no se le veía por ninguna parte; había doblado la esquina y contemplaba la casa por encima de la baja valla de madera que cerraba el jardín de la parte posterior.
Abrió la puerta un hombre de aire perezoso, en mangas de camisa.
-¿Que si está en casa la señora Turner? -repitió al oír la pregunta del señor Ronald-. Bueno, pues sí que está en casa, pero ahora está demasiado ocupada para recibir a nadie. ¿A qué se debe el placer de su visita?
El señor Ronald rehusó las excusas y tampoco quiso responder a ninguna pregunta.
-Es preciso que vea inmediatamente a la señora Turner -dijo-; se trata de un asunto de la mayor importancia.
Su tono y su talante surtieron efecto sobre el perezoso individuo que había abierto la puerta.
-¿Y quién le digo que ha venido? -preguntó. El señor Ronald no quiso darle su nombre.
-Usted transmítale mi mensaje -añadió-. No la importunaré más de un minuto.
El hombre titubeó, pero terminó por abrir la puerta del primer salón. Había una anciana dormida sobre un sofá astroso. El hombre dejó ese salón y probó suerte en el de atrás. Estaba vacío.
-Le ruego que espere aquí -dijo, y fue a dar el recado.
El salón era una estancia míseramente amueblada. Por la ventana abierta apenas se veía un trozo del jardín posterior entre las ropas tendidas a secar. Una baraja de cartas renegridas y una labor de costura descansaban sobre la mesita. Un reloj barato, de fabricación americana, tictaqueaba severo y firme sobre la repisa de la chimenea. En el aire flotaba un olor a cebollas. Un periódico roto, con manchas de cerveza, estaba tirado por el suelo. En aquella casa prevalecía una siniestra influencia que afectó dolorosamente al señor Ronald. Se sintió tembloroso, tomó asiento en una de las desvencijadas sillas. Se sucedieron los minutos de forma tediosa. Oyó pasos en la habitación del piso superior; se abrió y se cerró una puerta; percibió el rumor de un vestido de mujer que bajaba las escaleras. Al cabo de un instante más, vio que se giraba el picaporte de la sala. Se levantó, adelantándose a la aparición de la señora Turner. Se abrió la puerta. Se encontró cara a cara con su esposa.
VI
John Farnaby, apostado junto a la valla del jardín, de repente asomó la cabeza y miró hacia la ventana abierta de la sala que daba a la parte de atrás. Reflexionó un momento y fue a reunirse con su acompañante en el camino de entrada a la casa.
-Quiero que venga al jardín de atrás -dijo-. ¡Vamos!
-¿Cuánto tiempo he de seguir taconeando en este penoso agujero? -preguntó malhumorada la mujer.
-Todo el que a mí me dé la gana, si es que pretende volver a Londres con la otra mitad del dinero. -Al decírselo, le mostró la cantidad pendiente. Ella lo siguió sin decir palabra.
Al llegar a la valla, Farnaby señaló la ventana y la puerta de atrás, que estaba entreabierta.
-Hable en voz baja -le dijo-. ¿Oye voces en la casa?
-No llego a entender qué están diciendo, si es que se refiere a eso.
-Yo tampoco. Ahora, présteme mucha atención. Tengo razones propias para acercarme algo más a esa ventana. Usted siéntese junto a la valla, que no la vean desde la casa. Si oye un jaleo, puede dar por sentado que me han descubierto. En tal caso, vuelva a Londres en el primer tren y venga a verme a la estación mañana a las dos de la tarde. Si no sucede nada raro, espéreme donde está hasta que vuelva a verme o tenga noticias mías.
Apoyó la mano sobre la valla baja y la salvó de un salto. La colada tendida a secar en el jardín le proporcionó un buen medio de ocultamiento en el supuesto de que alguien se asomara a la ventana, y no dudó en aprovecharlo con habilidad. El cubo de la basura estaba en el lateral de la casa, en ángulo recto a la ventana de la sala. Detrás del cubo estaría a salvo siempre y cuando no apareciera nadie por el sendero que comunicaba el jardín posterior con la fachada principal de la casa. Corrió el riesgo y se apostó a esperar, a la escucha.
La primera voz que llegó a sus oídos fue la de la señora Ronald. Hablaba con una firmeza que le sorprendió.
-Escúchame bien hasta el final, Benjamin -dijo-. Tengo derecho a exigir eso a mi esposo, y por eso te lo exijo. Si hubiese tenido otra intención que salvar la reputación de nuestra pobre pequeña, tú estarías en tu derecho si quisieras echarme la culpa por haberte mantenido en la ignorancia más completa de la calamidad que ha caído sobre nosotros...
En ese punto se oyó la voz severa del marido.
-¡Calamidad! Di más bien desgracia, una desgracia duradera para siempre.
La señora Ronald no tuvo en cuenta la interrupción. Con tristeza, con paciencia, siguió hablando.
-Pero aún debía yo afrontar otra prueba más terrible -dijo-. Tenía que salvarla, muy a su pesar, del perdido, del canalla que nos ha infligido esta infamia. En todo momento ha actuado con absoluta sangre fría; lo que más le interesa, lo único que le importa en realidad, es casarse con ella, y desde el principio hasta el fin ha tramado toda suerte de intrigas con tal de obligamos a aceptar ese matrimonio. ¡Por Dios bendito, no hables tan alto! Ella está en la habitación de arriba, justo encima de nosotros. Si te oye hablar, se morirá. Y no supongas que hablo por hablar. He visto las cartas que le envió ese desaprensivo; tengo la confesión de la criada. ¡Y qué confesión! Emma es su víctima en cuerpo y alma. ¡Lo sé muy bien! Sé que ella le envió dinero (mi dinero) desde este lugar. Sé que la criada (por instigación de Emma) le informó por telegrama del nacimiento de la criatura. ¡Oh, Benjamín! ¡No maldigas a un pobre y desamparado bebé! ¡Es una dulzura de niña! ¡Ni se te ocurra! A mí ni siquiera se me ha ocurrido. Enséñame esa carta por la que has venido hasta aquí; quiero verla. ¡Ah! Fácilmente te diré quién la ha escrito: la ha escrito él, como siempre, por su propio interés. Es lo único que tiene en mente. Si consigo mantener en absoluto secreto esta vergüenza y esta pena, si logro llevarme lejos a Emma, a algún rincón del extranjero, so pretexto de su delicada salud, habré puesto fin a su desatinada esperanza de verse convertido en tu yerno; así pondré fin a su anhelo de tener participación en tus negocios. ¡Sí! Ese vagabundo de por vida, el que se encarga de echar las persianas a la hora del cierre, aspira a formar parte de tu sociedad, e incluso a sucederte cuando mueras. Al escribir esa carta, ¿no te resultaron sus intenciones tan diáfanas como el cielo que cubre hoy nuestras cabezas? Su única oportunidad consiste en pegar fuego a tu temperamento, en provocar el escándalo que traería emparejado el descubrimiento y obligarnos a aceptar el matrimonio como único remedio posible a tan penosa situación. ¿Me equivoco acaso al realizar el sacrificio que sea preciso, en vez de atar de por vida a nuestra pobre pequeña, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, a un hombre semejante? Sin duda puedes ahora sentir lo mismo que yo siento, sin duda podrás perdonarme ahora. ¿Cómo iba a reconocerte la verdad antes de marchar de Londres, conociéndote tan bien como te conozco? ¿Cómo iba yo a esperar que tú fueras paciente, que accedieras a ocultarte con un nombre falso, y hacer todas las degradantes gestiones que era preciso hacer con el objeto de guardar a Emma de las viles intenciones de ese individuo? ¡De ninguna manera! En cuanto a Farnaby, sé de su paradero lo mismo que tú. ¡Calla! Acaba de sonar la campanilla de la puerta. Es hora de que el médico venga de visita. Te repito una vez más y te lo juro por mi honor: no sé, no sé dónde puede encontrarse Farnaby. ¡No hagas ruido! ¡Calla! ¡Es el médico, que sube al piso de arriba! ¡No dejes que te oiga!
Hasta ese punto, había logrado apaciguar a su marido. Sin embargo, la furia que con toda su inocencia había despertado en él, presa de su ansiedad por justificar sus actos, estalló de pronto sin ningún control.
-¡Mientes! -exclamó él enfurecido-. Si tanto sabes de todo lo demás, has de saber dónde se encuentra Farnaby. Y yo seré su muerte, me he de empeñar en verlo en la horca. ¿Dónde está? ¿Dónde se encuentra esa alimaña?
Un chillido resonó en la habitación de arriba y lo hizo callar antes de que la señora Ronald retomase la palabra. Su hija lo había oído, y había reconocido su voz.
A la madre se le escapó un grito aterrorizado que fue un eco del otro; al instante se oyó el ruido de una puerta que se abría y se cerraba. Se hizo un silencio momentáneo. Se oyó entonces la voz de la señora Ronald, que desde la habitación de arriba llamaba a la enfermera, adormecida hasta ese momento en el salón de la entrada. La voz arisca de la enfermera llegó a oírse cuando contestó desde el sofá. Hubo otro intervalo de silencio que rompió otra voz, la de un desconocido, que habló ante la ventana abierta, allí mismo.
-Sígame a la primera planta, caballero -dijo la voz en un tono perentorio-. En calidad de médico de su hija, le diré con toda sencillez que acaba usted de causarle un susto terrible. Habida cuenta de la crítica condición en que se halla, no puedo yo responder de su vida a menos que haga usted el intento de aliviar el grave daño que acaba de causar. Tanto si de veras lo siente como si no, le ruego que la aplaque con palabras atentas y amables; dígale que la ha perdonado. ¡No! Nada tengo yo que ver con sus complicaciones domésticas; yo sólo me debo a mi paciente. Poco me importa qué pueda pedirle ella, que usted por fuerza ha de ceder a sus deseos. Si sufre un nuevo ataque de convulsiones, le aseguro que morirá, y su muerte estará esperándole a usted a la puerta de su casa.
De ese modo se expresó el médico, a pesar de las interrupciones cada vez más débiles del señor Ronald. Los pasos de ambos hombres en el momento de despedirse fueron lo que se oyó después en la casa. Después hubo una larga pausa de silencio, una larga pausa que sólo quebró la señora Ronald al llamar de nuevo desde la planta de arriba.
-Enfermera, llévese a la niña a la sala de atrás y espere a que yo baje. A estas horas del día, allí hace una temperatura menos agobiante.
El gimoteo de un bebé y las ariscas quejas de la enfermera fueron los siguientes sonidos que llegaron al lugar donde estaba apostado Farnaby. La enfermera se lamentaba por la molestia de haber sido interrumpida en mitad de un sueño reparador.
-Después de haber pasado toda la noche en vela, cualquier persona necesita algo de descanso. Y en esta casa no hay quien pueda descansar. Tengo la cabeza tan pesada como el plomo, y me duelen todos los huesos del cuerpo.
No transcurrió mucho tiempo hasta que el silencio recobrado indicó que había logrado acunar a la niña hasta dormirla. Farnaby olvidó por primera vez sus medidas de cautela. Se le puso el rostro colorado de excitación; osó acercarse más a la ventana, ansioso por descubrir qué iba a suceder a continuación. Pasó un intervalo no muy largo y oyó entonces un nuevo ruido, la pesada respiración de la nodriza, que le indicó que había vuelto a dormirse. Tenía el alféizar de la ventana al alcance de la mano. Aguardó hasta que la pesada respiración se ahondó y se hizo un leve ronquido. Entonces, se aupó apoyándose en el alféizar y contempló el interior de la sala.
La nodriza estaba profundamente dormida en un sillón; la niña dormía profundamente en su regazo.
Se dejó caer al suelo sin hacer el menor ruido. Se quitó los zapatos, los guardó en los bolsillos y subió los peldaños que conducían a la puerta de atrás, que seguía entreabierta. Al llegar al pasillo, los oyó hablar en el piso de arriba. Seguían sin la menor duda absortos en sus cuitas; sólo debía guardarse de la criada. El ruido del agua que salpicaba en la pila le informó de que estaba ocupada con la colada. Despacio, sin hacer ruido, abrió la puerta de la sala de atrás y atravesó la estancia hasta el sillón de la nodriza.
Una de sus manos descansaba sobre el cuerpo de la niña. El riesgo más grave era el de despertar a la criatura, caso de que perdiera su presencia de ánimo y le ganaran las prisas.
Miró el reloj de fabricación americana sobre la repisa de la chimenea. Sintió alivio al comprobar que no era tan tarde como temía. Se arrodilló para estar en equilibrio, tan cerca como le fue posible, a la altura de las rodillas de la nodriza. Con una lentitud exasperante logró pasar ambas manos bajo el cuerpo de la criatura. Con una lentitud exasperante, la extrajo de las manos de la nodriza, para lo cual depositó una de ellas, tan poco a poco que ni siquiera una persona de sueño ligerísimo se habría dado cuenta, sobre su propio regazo. Hecho esto, si no surgían accidentes imprevistos, ya estaba hecho todo. Con la niña cómodamente asentada en el hueco de su brazo izquierdo, dispuso de la mano derecha para cercar la puerta. Al llegar a los peldaños de la puerta de atrás notó un leve cambio en la cara de la niña dormida; la criatura se estremeció como si acabara de acusar el impacto del aire libre. Con suavidad, tendió sobre su carita una esquina del echarpe de lana en que iba envuelta. La niña siguió posada en su brazo, tan quieta como si aún siguiera en el regazo de la nodriza.
Al cabo de un minuto se encontraba en la verja. La mujer se puso en pie para recibirlo, y esbozó la primera sonrisa que le cruzó por la cara desde que marcharon de Londres.
-¿Así que ya se ha apoderado de la niña? -dijo-. Caramba, ¡qué profundidad la suya!
-Tómela -contestó con irritación-, no tenemos ni un instante que perder.
Deteniéndose únicamente para calzarse los zapatos, abrió la marcha hacia la parte central de la localidad. La primera persona con que se cruzó le indicó el camino de la estación de ferrocarril. No estaba muy lejos. Al cabo de cinco minutos, la mujer y la niña estaban a salvo, a bordo del tren con destino a Londres.
-Ahí tiene la otra mitad del dinero -le dijo, dándosela por la ventanilla abierta.
La mujer contempló a la niña que tenía en brazos con el ceño fruncido y una expresión de duda.
-Muy bien, todo irá como la seda al menos mientras dure -dijo. Y luego, ¿qué?
-Iré a visitarla, por descontado -contestó él.
Ella le miró con dureza y manifestó todo el valor que otorgaba a esa afirmación sólo con dos palabras.
-¡Por descontado!
Arrancó el tren con rumbo a Londres. Farnaby lo vio partir desde el andén con un suspiro de alivio que no fingió.
«Hecho -se dijo-. Ahora, la reputación de Emma está a salvo. Cuando nos hayamos casado, no conviene que una criatura fruto del amor se interponga en nuestras perspectivas de vida».
Salió de la estación e hizo un alto en la cantina para tomarse un vaso de coñac rebajado con agua. «Justo lo que necesito para estar en forma -pensó- de cara a lo que me espera». Lo que le esperaba (tras haberse desembarazado de la niña) era algo que había considerado con esmero durante el trayecto hasta Ramsgate. «El futuro esposo de Emma -había razonado- será naturalmente la primera persona a la que Emma desee ver cuando la desaparición de la criatura haya alborotado la casa. Si el viejo Ronald todavía tiene un ápice de afecto, consentirá que su hija se case conmigo después de tan terrible suceso».
Llevado por esta manera de considerar las cosas, emprendió el camino que conducía a Slains Row y tocó la campanilla de la puerta en calidad de visitante que ya no tenía ningún motivo para permanecer oculto.
La casa era un alboroto causado por el descubrimiento de que la niña había desaparecido. Ni la señora ni la criada contestaron a su llamada. Farnaby asumió que tendría que esperar, y lo hizo con perfecta compostura. Hay algunas ocasiones en las que un joven apuesto ha de dar el mejor empleo a sus ventajas personales. Sacó su peine de bolsillo y se retocó las guías de los bigotes con mano diestra y segura. Por fin oyó pasos que se acercaban por el pasillo de entrada. Farnaby guardó el peine y se abrochó la levita con enérgicos movimientos. «¡Vamos allá!», se dijo cuando por fin se abrió la puerta.
LIBRO PRIMERO
Amelius entre los socialistas
Capítulo 1
Dieciséis años después de la fecha en que tuvo lugar el desastroso descubrimiento del señor Ronald en Ramsgate -es decir, en el año de 1872-, el vapor Aquila zarpó del puerto de Nueva York con rumbo a Liverpool.
Era el mes de septiembre. La lista de pasajeros del Aquila constaba de no demasiados nombres, al menos en comparación con otros barcos. En plena temporada de otoño, la travesía de América a Inglaterra resultaba, en la inmensa mayoría de los casos, de no ser por el valor remunerativo de la carga, un periplo que no aportaba demasiados beneficios a los armadores. En esa época del año, los americanos regresan a su país procedentes de Europa. Los turistas han aplazado el viaje hasta que remite un poco el implacable calor que en agosto asola Estados Unidos, cuando el delicioso verano indio está preparado para recibirlos con los brazos abiertos. En lo tocante a los camarotes y al lugar en la mesa del comedor, en su viaje hacia puerto tenían los pasajeros del Aquila sitio en abundancia, y había alimentos de primerísima calidad para todos los pasajeros en la bien provista mesa del comedor.
El viento era favorable, el clima excelente. El ánimo y el buen humor habían impregnado el barco de proa a popa. La cortesía del capitán hizo los honores en el camarote, con el aire de todo un caballero que recibiera a sus amistades en su propia casa. El apuesto médico de a bordo paseaba del brazo de las señoras por cubierta, asegurando su pronta recuperación tras las primeras, desagradables consecuencias gástricas que tiene a menudo un viaje por mar. El excelente ingeniero jefe, amigo de la música en sus ratos de ocio y músico aficionado hasta las yemas de los dedos, tocaba el violín en su camarote acompañado a la flauta por el joven Apolo de la navegación atlántica, el mayordomo de a bordo. Sólo en la tercera mañana de la travesía se alteró la armonía a bordo del Aquila y hubo un transitorio momento de discordia, debido a la inesperada aparición, entre las filas de los pasajeros, de un ave extraviada.
No pasaba de ser un pequeño pajarillo terrestre (desviado de su rumbo por el viento, según suposición de los expertos en tales asuntos) que se posó en una de las vergas a descansar y a recobrar fuerzas tras tan largo vuelo.
En el momento en que fue descubierto el pajarillo, ese insaciable deleite de los anglosajones cuando de matar pájaros se trata, ya sea el águila majestuosa, ya el despreciable gorrión, se desplegó en todo su frenesí. La tripulación corría por cubierta y por el puente, los pasajeros corrieron a sus camarotes, ansiosos todos por hacerse con la primera escopeta que se pudiera encontrar y ser los primeros que disparasen. El hombre que suscitó las envidias de todos fue el viejo contramaestre del Aquila, pues encontró al alcance de su mano el medio ideal para destruir a la criatura voladora. Se echó la escopeta al hombro, encontró el lugar idóneo para disparar, apuntó; ya tenía el dedo en el gatillo cuando fue de pronto empujado por uno de los pasajeros -un joven delgado y activo, de tez un tanto quemada por el sol-, que le arrebató el arma, la descargó de un disparo por la borda y se volvió enfurecido al contramaestre.
-¡Desgraciado! -le dijo-. ¿Es que va usted a matar al pobre y fatigado pajarillo que ha confiado en nuestra hospitalidad y que tan sólo nos pide que le permitamos descansar? Ese animalillo inofensivo es tan hijo de Dios como usted o como yo. Me da usted vergüenza; me horroriza usted. En la cara se le ve que es usted un asesino de pájaros indefensos. Detesto ver a una persona así.
El contramaestre -un hombre de gran estatura, corpulento y sereno, cuyos movimientos mentales no eran menos lentos que los corporales- atendió a esta extraordinaria reprimenda con gesto tan impertérrito como asombrado; boquiabierto, por las comisuras de los labios le caían dos hilillos de jugo de tabaco de mascar que no había tenido tiempo de escupir. Cuando calló el impetuoso y joven caballero (no por falta de palabras, tan sólo por falta de resuello), el contramaestre se volvió en redondo e interpeló al público reunido en torno a los dos.
-Caballeros -dijo con la concisión de un patricio de la Roma antigua-, este joven está loco.
La voz del capitán puso coto al estallido de risas generalizadas.
-Ya basta, contramaestre. Quede claro que nadie tiene permiso para disparar contra el ave, y permítame sugerirle a usted, caballero, que bien podría haber expresado tan humanitarios sentimientos con la misma efectividad, pero en un lenguaje menos violento.
Abordado en semejantes términos, el joven impetuoso fue presa de un nuevo ataque de excitación.
-¡Tiene razón, señor! Me tengo bien merecido todo lo que me acaba de decir. Comprendo que me he rebajado de forma inadmisible. -Fue corriendo tras el contramaestre y lo tomó por ambas manos-. Le ruego que me perdone; le imploro su perdón de todo corazón. Me habría estado bien empleado si me hubiera arrojado por la borda debido a las ásperas palabras que he empleado contra usted. Por favor, disculpe mi impaciencia; por favor, perdóneme. ¿Qué me dice usted? ¿Pelillos a la mar? Ésa es una forma sensacional de expresar lo ocurrido. Es usted un buen hombre, un hombre bueno a carta cabal. Si alguna vez puedo serle de alguna utilidad, por pequeña que sea (tenga mi tarjeta, ahí consta mi dirección en Londres), no dude en hacérmelo saber. Le ruego encarecidamente que no dude en hacérmelo saber. -Con premura y violencia se volvió hacia el capitán-. Ya he hecho las paces con el contramaestre, señor. Me perdona, no me guarda rencor. Permítame felicitarle por tener a tan buen cristiano a bordo de su barco. ¡Ojalá fuera yo como él! Discúlpenme, señoras y caballeros, por las molestias que les he causado. No volverá a suceder.
Los pasajeros se miraron los unos a los otros y, en general, parecieron mostrarse de acuerdo con la opinión que de su joven compañero de trayecto había manifestado el contramaestre. Las damas, conmovidas por su evidente sinceridad y encandiladas por su rostro colorado, ansioso y apuesto, estuvieron de acuerdo en que tenía toda la razón de su parte por haber salvado al pajarillo, y que tanto mejor serían las cosas para los seres más débiles de la creación si hubiera más hombres como él. Estaban todavía expresándose las diversas opiniones cuando sonó la campana que llamaba al almuerzo, y así se despejó la cubierta de pasajeros con tan sólo dos excepciones. Uno fue el joven impetuoso. El otro fue un viajero de mediana edad, de barba hirsuta y mirada penetrante, que en silencio había observado el incidente y que aprovechó la ocasión de presentarse al héroe del momento.
-¿No piensa usted almorzar? -dijo.
-No, señor. Entre las personas con las que he vivido no existe la costumbre de comer a intervalos de tres o cuatro horas, y así durante todo el día.
-¿Querrá disculparme -siguió diciendo el otro- si le reconozco que me gustaría saber qué personas son ésas con las que ha vivido usted? Me llamo Hethcote; en cierta época de mi vida tuve bastante relación con un colegio dedicado a la educación de los jóvenes. Por lo que he visto y he oído esta mañana, tengo la impresión de que no se ha educado usted en ninguno de los sistemas de educación popular que gozan de mayor reconocimiento hoy en día. ¿Me equivoco?
El susceptible joven pasó a ser de pronto la viva imagen de la resignación, y respondió con una fórmula que dio la impresión de ser una lección repetida muchas veces.
-Soy Claude Amelius Goldenheart. Tengo veintiún años de edad. Soy hijo único del difunto Claude Goldenheart, de Sheffield Heath, condado de Buckingham, Inglaterra. Me he criado y educado con los Primitivos Socialistas Cristianos en la Comunidad de Tadmor, estado de Illinois. Dispongo de una herencia de quinientas libras anuales. Y ahora mismo, con la aprobación de mi Comunidad, estoy de viaje a Londres para conocer cómo es la vida.
El señor Hethcote recibió este copioso flujo de información dudando de si había sido víctima de una áspera diatriba o si tan sólo había sido una caprichosa forma de estatuir los hechos en sí mismos. Claude Amelius Goldenheart comprobó que había suscitado una opinión desfavorable y se apresuró a corregirla.
-Discúlpeme, señor -dijo-. En contra de lo que pueda suponer, no tengo ninguna intención de tomarle el pelo. En nuestra Comunidad se nos enseña a tratar a todo el mundo con amabilidad. La verdad es que en mí parece haber alguna anomalía, y le aseguro que no sé de qué se trata, pero que a todas las personas que me conocen parece infundirles gran curiosidad por saber quién soy. Si no tiene a mal hacer memoria, el viaje de Illinois a Nueva York es muy largo, y no escasean los desconocidos y los curiosos por el camino. Cuando uno se ve en la obligación de decir lo mismo una y mil veces, tener una fórmula a mano le ahorra muchas complicaciones. Yo he acuñado esa fórmula, que pongo con los debidos respetos a disposición de todas las personas que me honran con su deseo de conocerme. ¿Le parece suficiente, señor? Pues encantado; estrechémonos la mano en señal de que está usted satisfecho.
El señor Hethcote le estrechó la mano más que satisfecho. Le resultó imposible resistirse a la brillantez y la honradez que despedían los ojos castaños del joven, el talante sencillo y conquistador con que expresaba la atrabiliaria fórmula a la hora de presentarse y decir su extraño nombre y apellido1.
-Venga, señor Goldenheart -le dijo a la vez que emprendía el camino hacia uno de los asientos de cubierta-. Sentémonos cómodamente a conversar.
-Lo que usted guste, señor, pero no me llame Goldenheart.
-¿Por qué no?
-Verá: es que me resulta demasiado formal. Además, tiene usted edad suficiente para ser mi padre. Es mi deber llamarle señor e incluso señoría, como llamamos a nuestros mayores en Tadmor. Todos mis amigos se han quedado en la Comunidad; me siento solo en medio de este gran océano, con la compañía de meros desconocidos. Hágame un favor, señor. Llámeme por mi nombre de pila y no dude en darme una amistosa palmada en la espalda si comprueba que nos llevamos bien a lo largo del día.
-¿Y cuál de sus nombres es el que prefiere? -preguntó el señor Hethcote siguiéndole la corriente al muchacho-. ¿Claude?
-No, Claude no. Los Primitivos Socialistas Cristianos dicen que Claude es un nombre melindroso y recargado, de origen francés. Llámeme Amelius y así me sentiré como en casa. Y si le parece demasiado largo, abrévielo en tan sólo tres letras, como hacían en Tadmor, y llámeme Mel.
-Muy bien -dijo el señor Hethcote-. Amigo Amelius, o Mel, ahora le voy a hablar con tanta sencillez como habla usted. Los Primitivos Socialistas Cristianos deben de tener sin duda una gran confianza en su sistema educativo, pues no en vano lo han enviado a usted mundo adelante sin ningún compañero que cuide de su joven persona.
-Ha dado usted en el clavo, señor -respondió Amelius con toda tranquilidad-. Tienen una confianza ilimitada en su sistema educativo. Y yo soy buena prueba de ello.
-Supongo que tendrá usted parientes en Londres -siguió diciendo el señor Hethcote.
Por primera vez, en el rostro de Amelius se notó una sombra de tristeza.
-Tengo parientes -dijo-, pero he hecho la solemne promesa de no reclamar jamás su hospitalidad. «Son gente encallecida y mundana; harán de ti un hombre mundano y encallecido». Eso fue lo que me dijo mi padre en su lecho de muerte. -Se quitó el sombrero al mencionar el fallecimiento de su padre y, de súbito, calló. Inclinó la cabeza como si estuviera absorto en sus pensamientos. En menos de un minuto volvió a encasquetarse el sombrero y alzó la mirada, enseñando su sonrisa luminosa y conquistadora-. Cuando hablamos de ellos, siempre pronunciamos una breve oración por los seres queridos que ya no están con nosotros -explicó-. Lo que sucede es que no la pronunciamos en voz alta, por temor a dar la impresión de que nos gusta hacer gala de nuestras convicciones religiosas. Eso es algo que odiamos en nuestra Comunidad.
-Estoy cordialmente de acuerdo con la Comunidad, Amelius. De todos modos, mi buen amigo, ¿de veras que no tiene a ningún amigo que le dé la bienvenida cuando llegue a Londres?
Amelius respondió a la pregunta de manera un tanto misteriosa.
-¡Aguarde, aguarde un momento! -dijo, y extrajo una carta del bolsillo interior de su levita. El señor Hethcote comprobó que contemplaba la dirección de la carta con un orgullo y un placer en modo alguno fingidos-. Uno de los hermanos de la Comunidad me ha hecho entrega de esto -anunció-. Es una carta de presentación, señor mío, dirigida a un hombre de gran notoriedad, un hombre que constituye un ejemplo de virtud para todos nosotros. A fuerza de integridad y de perseverancia, ha pasado de ser un pobre portero de un establecimiento comercial a convenirse en uno de los personajes que mayor respeto inspira en el mundo mercantil de la City londinense.
Con esta explicación, Amelius entregó la carta al señor Hethcote, que leyó lo siguiente:
A John Farnaby
Señoree Ronald & Farnaby
Papeleros
Aldersgate Street, Londres.
Capítulo 2
El señor Hethcote contempló la dirección de la carta con un gesto de sorpresa que no escapó a la atención de Amelius.
-¿Conoce usted al señor Farnaby? -preguntó.
-He tenido algún trato con él -respondió el otro, aunque como si de hecho se contuviera.
Amelius siguió adelante, ansioso por conocer la respuesta a sus demás preguntas.
-¿Qué clase de hombre es? ¿Le parece que tendrá algún prejuicio en mi contra, sólo por haberme criado en Tadmor?
-Estimado Amelius, sería preciso que tuviera ya un mejor conocimiento de Tadmor y de usted antes de estar en condiciones de responder a su pregunta. ¿Qué le parece si, para empezar, me relata usted cómo es que llegó a ser uno de los cristianos socialistas?
-En aquel entonces, señor Hethcote, yo no pasaba de ser más que un chiquillo.
-Lo entiendo, pero incluso los chiquillos tienen algún recuerdo. ¿Hay algún inconveniente en que me diga usted lo que conserva en la memoria de aquel entonces?
Amelius contestó de manera bastante apesadumbrada, con la vista clavada en la tablazón de cubierta.
-Recuerdo que debió de suceder algo que dio lugar a una gran pena en mi casa de Inglaterra. Tengo entendido, o llegué a saber, mejor dicho, que mi madre estuvo envuelta en aquel suceso. Cuando crecí, jamás tuve la altanería de preguntar a mi padre en qué había consistido, y él nunca se mostró inclinado a contármelo. Tan sólo sé una cosa, y es que él le perdonó alguna maldad que ella le había hecho, y la dejó seguir viviendo en casa; sé también que los parientes y los amigos le echaron a él la culpa de lo ocurrido, y sé que desde entonces le volvieron la espalda. Poco después, cuando yo todavía estudiaba en la escuela, murió mi madre. Me fueron a buscar para que asistiera al funeral en compañía de mi padre. Cuando volvimos a casa, cuando estuvimos los dos a solas, me subió sobre su rodilla y me dio un beso. «¿Qué prefieres hacer, Amelius? -me dijo-. ¿Quieres quedarte en Inglaterra con tu tía y tu tío, o prefieres venir conmigo a América, para no regresar a Inglaterra nunca más? Tómate tu tiempo, piénsalo bien». Yo no necesité ningún tiempo para pensarlo. «Quiero ir contigo, padre, Eso le dije de inmediato. Me asustó cuando se echó a llorar, pues fue la primera vez, que lo vi anegado en lágrimas. Ahora lo entiendo bien. Él tenía desgarrado el corazón, y había sobrellevado ese dolor como un mártir. Su hijo era el único amigo que le quedaba en el mundo. Bien, antes de que terminase aquella semana estábamos a bordo del barco, y allí conocimos a un benévolo caballero de luengas barbas grises, que dio a mi padre la bienvenida y a mí me regaló una tarta. Víctima de mi ignorancia, pensé que era el capitán del navío. Nada de eso. Resultó ser el primer socialista cristiano que vi en mi vida. Él había sido la persona que convenció a mi padre para que se marchase de Inglaterra.
Las opiniones que tenía el señor Hethcote de los socialistas comenzaron a manifestarse (de forma un tanto agria) en la sonrisa que esbozó.
-¿Y qué tal se entendió usted con tan benévolo caballero? -preguntó-. Después de convertir a su padre, ¿lo convirtió a usted, que era un niño chico, tan sólo con aquella tarta?
Amelius sonrió.
-No sea injusto con él, señor. No lo fió todo a la tarta. Esperó hasta el día en que tuvimos a la vista las costas de América y, a nuestra llegada, me obsequió un sermón dedicado solamente a mi uso y provecho.
-¿Un sermón? -repitió el señor Hethcote-. Supongo que con muy poco contenido religioso.
-Con muy poco, desde luego -repuso Amelius-. Tan sólo contenía la religión que contiene el Nuevo Testamento. No tenía yo edad suficiente para comprenderlo, de modo que me escribió el sermón en la solapa de un libro de cuentos que tenía yo, y me lo dio para que lo leyera cuando estuviera harto de fábulas. No disponía yo de cuentos en abundancia en aquella época, de modo que cuando acabé el volumen, en vez de quedarme sin leer nada leí el sermón, y lo leí tan a menudo que ahora mismo creo que podría recordarlo al pie de la letra. «Mi querido niño, la religión cristiana, tal como Cristo nos la enseñó, hace mucho que dejó de ser la religión del mundo cristiano. En su lugar se ha instalado un fingimiento egoísta y cruel. Tu propio padre es buen ejemplo de la verdad que contiene esto que te digo. Ha cumplido con creces el primer y principal deber de un verdadero cristiano, el deber de perdonar una injuria. A resultas de ello, ha caído en desgracia y ha perdido la estima de todas sus amistades, que han renunciado a él y lo han abandonado. Él los perdona, y viene en busca de paz y de buenas compañías al Nuevo Mundo, entre otros cristianos como él. No te arrepentirás de haberte marchado de casa con él; serás uno más entre una familia llena de amor, y cuando tengas edad suficiente dispondrás de la libertad de elegir tu futuro por ti mismo». Eso era todo cuanto sabía yo sobre los cristianos socialistas cuando llegué a Tadmor al cabo de nuestro largo viaje.
Los prejuicios del señor Hethcote hicieron de nuevo acto de presencia.
-Debía de ser un lugar un tanto yermo y desolado -dijo-, al menos a juzgar por el nombre.
-¿Yermo? ¿Desolado? ¿En qué estará pensando usted? En mi vida he visto un lugar tan hermoso, y la verdad es que no cuento con volver a ver un lugar de belleza semejante. Un río de aguas límpidas y alegres meandros que va a dar a un lago azul. La amplia ladera de una colina, repleta de jardines con flores abundantes, y la sombra de árboles espléndidos. En lo alto de la colina, los edificios de la Comunidad, unos de ladrillo y otros de madera, tan recubiertos por la hiedra y tan rodeados de verandas y porches que ni siquiera hoy sabría decirle, señor, a qué estilo arquitectónico corresponde su construcción. Tras las casas hay más árboles; por la otra vertiente de la colina, maizales y nada más que maizales que se ondulan sin fin hacia los grandes llanos amarillos, hasta tocarse con el cielo dorado y el sol poniente, donde ya dejan de vislumbrarse. Ésa fue la primera panorámica de Tadmor de que disfrutamos cuando la diligencia nos dejó en el pueblo.
El señor Hethcote siguió en sus trece.
-¿Y qué hay de las personas que viven en ese paraíso terrenal? -preguntó-. ¿Acaso son todos santos, los hombres y las mujeres por igual?
-¡Oh, no! ¡No, señor! ¡Ni mucho menos! Comen y beben igual que sus vecinos. Jamás se les pasaría por la cabeza llevar sucias prendas de crin de caballo si pueden llevar prendas de lino limpio. Y cuando tienen la tentación de comportarse de un modo erróneo, siempre hallan una salida mejor a ese atolladero, que nada tiene que ver con eso de hacer unas cuantos nudos en una soga y azotarse las espaldas. ¡Santos! Todos salieron corriendo a darnos la bienvenida, todos, como si fueran los chiquillos de una escuela; lo primero que hicieron al vernos fue besarnos, y después nos dieron un tazón de vino que ellos mismos habían vendimiado y trasegado. ¡Santos! Señor Hethcote, ¿de qué más nos piensa acusar? Le aseguro que la suspicacia que siente respecto de los pobres socialistas seguirá cosechándola usted a la misma velocidad a la que yo insistiré en segarla. ¿Me permite que haga una suposición, señor, sin ánimo de ofenderle? Por una o dos cosas que me han llamado poderosamente la atención, deduzco que es usted un clérigo de Gran Bretaña.
El señor Hethcote por fin se vio conquistado, y se echó a reír.
-Me ha descubierto usted -dijo-, ¡y eso que viajo con una corbata de colores y una chaqueta de caza! Le confieso que me gustaría saber cómo lo ha hecho usted.
-Nada más fácil de explicar, señor. En Tadmor son bienvenidos visitantes de toda clase. En la temporada en que más abundan los viajes llegamos a disfrutar de una amplia experiencia en este sentido. Todos nuestros visitantes llegan pensando lo peor de nosotros, y a todos se les nota por su manera de mirar por el rabillo del ojo. Ven todo lo que hemos de ofrecerles, comen y beben sentados a nuestra mesa, se suman a nosotros en nuestras distracciones, en nuestras diversiones, se tornan con nosotros todo lo amigables que se puede llegar o ser. Llega la hora de decir adiós, y nos despedimos de ellos. Si uno de nuestros huéspedes, uno de los que ha estado riendo y disfrutando durante todo el día, de pronto se torna sumamente serio a la hora de la despedida, y si ese mínimo indicio de sospecha vuelve a asomarle por el rabillo del ojo, las posibilidades de que sea clérigo están al menos diez a uno. ¡Lo digo sin ánimo de ofender, señor Hethcote! Reconozco con gran placer que vuelve a tener usted limpio y libre de toda sospecha el rabillo del ojo. A fin de cuentas, no parece ser usted un clérigo muy clerical. ¡Y todavía no doy por perdida mi intención de convertirlo!
-Siga con su relato, Amelius. Es usted el personaje más raro que he conocido desde hace mucho, muchísimo tiempo.
-Tengo algunas dudas sobre su idea de seguir con mi relato, señor. Ya le he dicho cómo llegué a Tadmor, ya le he hablado de cómo es, ya le he referido qué clase de personas habitan allí. Si me viera en la obligación de seguir adelante, debo dar un salto hasta el momento en que tuve edad suficiente para aprender las reglas de la Comunidad.
-¿Y bien?
-Comprenda, señor Hethcote, que tal vez algunas de nuestras reglas sean una ofensa para usted.
-¡Adelante, inténtelo!
-¡De acuerdo, señor! Como usted quiera. Luego no me eche la culpa, porque a mí nuestras reglas no me avergüenzan. Ahora, si he de seguir hablando, es mi deber hablar con la debida gravedad de un asunto muy serio, y he de empezar por nuestros principios religiosos. Nuestra práctica del cristianismo tiene su base en el espíritu del Nuevo Testamento, no en la letra. Son tres las razones de peso que hemos de esgrimir cuando hay que objetar la idea de apuntalar la fe sobre las palabras y nada más. La primera, que no estamos seguros de que la traducción inglesa de los Evangelios sea siempre digna de fiar, es decir, exacta y sincera. La segunda, que sabemos de sobra que desde la invención de la imprenta no hay un solo ejemplar del libro que esté por completo libre de erratas, y que antes de la invención de la imprenta esas mismas erratas y errores de transcripción, en las copias manuscritas, por fuerza tenían que ser a un tiempo más numerosos y de mayor bulto. En tercer lugar, que existen abundantes pruebas internas (por no hablar de los descubrimientos de hecho que se han llevado a cabo en la actualidad) de las interpolaciones y corrupciones del texto introducidas ya en las copias manuscritas que se sucedieron en la antigüedad. Sin embargo, según nuestras estimaciones, todos estos contratiempos no tienen mayor importancia. En el espíritu del Libro encontramos el sistema más sencillo y más perfecto de la religión y la moralidad que ha recibido jamás la humanidad, y con eso nos contentamos. Adorar a Dios y amar al prójimo como a nosotros mismos; con sólo tener por guía esos dos mandamientos, debería sernos más que suficiente. Toda la colección de las doctrinas (como se suele denominar) es algo que rechazamos de plano, sin detenernos siquiera a comentar el porqué. A las doctrinas aplicamos la prueba que sugirió el mismo Jesucristo: por sus frutos los conoceréis. Los frutos de las doctrinas en el pasado, y me limito a citar tan sólo tres ejemplos, han sido la Inquisición en España, la Masacre de San Bartolomé en Francia y la Guerra de los Treinta Años en buena parte del continente europeo; en la actualidad, esos frutos son la disensión, el fanatismo, la oposición cerril a las reformas de utilidad. ¡Fuera las doctrinas! Por el bien del cristianismo, ¡fuera! Hemos de amar a nuestros enemigos; hemos de perdonar las injurias que nos hagan; hemos de ayudar a los necesitados; hemos de ser compasivos y corteses, reacios a juzgar a los demás y más reacios, hasta rayar la vergüenza, si se trata de alabarnos a nosotros mismos. Esa enseñanza no lleva a la tortura, a la masacre ni a la guerra; no lleva a la envidia, al odio ni a la maldad. Ésa es la razón de que se nos haya revelado, y de que sea la enseñanza en la que podemos confiar. Ésa es nuestra religión, señor mío, tal como se da en las reglas de la Comunidad.
-Muy bien, Amelius. Debo decir que, de pasada, me llama la atención que la Comunidad sea como el Papa: la Comunidad es infalible. No abundaremos en ese aspecto. Sin embargo, ¿qué me dice del modo en que se aplican las reglas? Supongo que nadie tiene ningún derecho a enriquecerse entre ustedes, claro.
-Más bien podría decirse que es al revés, señor Hethcote. Todos los hombres tienen derecho a enriquecerse... siempre y cuando no empobrezcan, entretanto, a ninguno de sus semejantes. No somos de los que se complican demasiado la vida por asuntos de dinero, ésa es la verdad. Somos granjeros, carpinteros, tejedores e impresores; lo que ganamos (y puede preguntar a nuestros vecinos si no lo ganamos con toda honradez) va a parar a un fondo común. Un hombre de dinero que se una a nosotros pone su fortuna en ese fondo, y así facilita las cosas al siguiente que llegue con los bolsillos vacíos. Mientras estén con nosotros, todos disfrutan de las mismas comodidades, todos tienen idéntica participación en el reparto de los mismos beneficios, del que se deduce una suma que se reserva para las urgencias y los malos tiempos, si es que llegan. Si deciden abandonarnos, el hombre que llegó a nosotros con su dinero tiene todo el derecho del mundo a llevarse idéntica cantidad; el que llegó sin nada se despide de nosotros siendo tanto más rico, gracias a su participación en el reparto de los beneficios que él mismo ayudó a generar. El único jaleo que recuerdo entre nosotros por un asunto de dinero fue debido a mis quinientas libras anuales. Yo quise que mi asignación pasara a formar parte del fondo. Era de mi propiedad, ojo. pues se trataba de una herencia debida a las propiedades de mi madre, que pasaría a formar parte de mi haber cuando cumpliera la mayoría de edad. Los ancianos no quisieron saber nada del asunto; el Consejo no quiso saber nada; el voto general de la Comunidad ni siquiera se recabó para dirimir la cuestión. «Acordamos con su padre que él mismo lo decidiera cuando alcanzase la mayoría de edad»: así fue como se pronunciaron todos. «Que regrese al Viejo Mundo y que goce de entera libertad para elegir, según su propia experiencia, qué curso ha de tomar su vida en el futuro.» ¿En qué piensa usted que ha de parar todo esto, señor Hethcote? ¿Cree que regresaré a la Comunidad, o que tal vez deba hacer un alto en Londres?
El señor Hethcote respondió sin titubear ni un instante.
-Hará usted un alto en Londres, sin duda.
-Me apuesto doble contra sencillo, señor, a que regresará a la Comunidad.
En tales términos se manifestó una tercera voz (que habló con un fuerte acento de Nueva Inglaterra), insinuándose en la charla desde detrás de ambos conversadores. Amelius y el señor Hethcote se volvieron y hallaron a un desconocido alto, macilento y de aire grave, cuyo rostro cubría un enorme sombrero de fieltro.
-¿Acaso ha pegado usted la oreja para espiar nuestra conversación? -inquirió el señor Hethcote con altanería.
-He escuchado sus palabras -repuso el adusto desconocido- con muy considerable interés. Tengo la sensación de que este jovenzuelo me acaba de abrir un nuevo capítulo en el libro de la humanidad. ¿Acepta usted mi apuesta, señor? Me llamo Rufus Dingwell y resido en Coolspring, estado de Massachussets. ¿No quiere apostar? Le expreso mi pesar y mi placer en tomar asiento junto a ustedes. ¿Cómo se llama usted? ¿Hethcote? Hay una persona que lleva ese mismo apellido en Coolspring, y goza de un gran respeto entre los demás habitantes del lugar. Señor Claude A. Goldenheart, debo decirle que no me resulta usted desconocido. No, señor. Obtuve su nombre gracias al mayordomo cuando se produjo el contratiempo debido al pajarillo. Y su nombre me sorprendió sobremanera.
-¿Por qué? -preguntó Amelius.
-Verá, señor: sin aludir a que su apellido, Goldenheart, a cualquiera recordará inesperadamente al Progreso del peregrino, la afamada obra de Bunyan, resulta que tengo conocimiento de su reputación.
Amelius parecía desconcertado.
-¿De mi reputación? ¿Y qué significa eso?
-Significa, señor, que usted ocupó un lugar sumamente destacado en nuestro periódico popular, el Coolspring Democrat. El incidente de índole romántica que provocó que la señorita Mellicent se diera de baja en su Comunidad ha causado una suerte de conmoción social en Coolspring. Entre las damas de mi pueblo, el sentimiento prevaleciente, señor, es muy favorable a usted. Cuando emprendí viaje, le aseguro que era usted un personaje de gran popularidad entre nosotros. Por así decir, el nombre de Claude A. Goldenheart andaba en boca de todos.
Amelius escuchó todo esto con un súbito enrojecimiento de las mejillas, dando muestras manifiestas de padecer una considerable molestia y un hondo pesar de corazón.
-No parece posible que en América se pueda mantener un secreto -dijo con irritación-. A lo que se ve, algún espía se ha colado entre nosotros, porque ninguno de los nuestros habría expuesto a la pobre señorita ante el comentario público. ¿A usted le gustaría, señor Dingwell, que el periódico diera publicidad a las penas privadas de su esposa o de su hija?
Rufus Dingwell respondió con esa directa sinceridad de sentimiento que viene a ser una de las virtudes inapelables de su nación.
-No había pensado en ello bajo esa luz en concreto, señor -afirmó-. Ha tenido usted la bondad de considerarme un hombre que ha encontrado en la vida a una esposa y ha tenido una hija; es mi deber reconocer que no poseo yo a ninguna de dichas damas, a pesar de lo cual su argumentación me alcanza de lleno y me supone un duro golpe, de veras se lo digo. -Miró al señor Hethcote, que permanecía sentado en silencio, en una rígida postura, como si de hecho condenase tanta familiaridad; con perfecta inocencia y toda su buena fe trató de allanar la situación al menos en ese frente-. Para mi es usted un desconocido, señor -añadió-, aunque sin duda querrá echar un vistazo al artículo de que trata nuestra conversación. -Extrajo un recorte de periódico de su agenda de bolsillo y se lo ofreció al asombrado británico-. Me alegraré de conocer sus sentimientos, señor, sobre los puntos de vista que tiene a bien exponer nuestro común amigo, Claude A. Goldenheart.
Antes de que el señor Hethcote tuviera tiempo de contestar, Amelius se interpuso a su manera, sin miramientos de ninguna clase.
-¡Démelo a mí! ¡Quiero ser yo el primero en leerlo!
Trató de hacerse con el recorte. Rufus se lo impidió con un gesto de compostura muy acorde con su gravedad.
-Yo soy de temperamento flemático, señor, pero eso no me impide admirar el corazón acalorado con que actúan los demás. ¡Siempre y cuando no estén a punto de ebullición, ojo!
Con esta sugerencia, el nativo de Nueva Inglaterra permitió que Amelius se apoderase del papel impreso.
El señor Hethcote, habiendo por fin hallado ocasión de interponer una palabra, no la dejó pasar y la aprovechó con altanería.
-Les ruego a los dos que comprendan que me niego en redondo a leer cualquier cosa relacionada con los asuntos particulares de otra persona.
Ni uno ni otro prestaron la más mínima atención a este anuncio. Amelius estaba leyendo el extracto del periódico, y Rufus le observaba con placidez. Al cabo de un momento, arrugó el papel y lo arrojó indignado sobre cubierta.
-¡Esto rebosa de mentiras! ¡Es imposible que contenga una más! -estalló.
-A estas horas ya se sabe por todo Estados Unidos -comentó Rufus-. Y no me cabe duda de que, tan pronto arribemos a Liverpool, encontraremos copias del articulo en la prensa británica. Si quiere seguir mi consejo, señor, le conviene cultivar una sagaz insensibilidad ante los comentarios de la prensa.
-¿Acaso piensa usted que soy yo lo que me importa? -preguntó Amelius con más indignación que antes-. Pues no; estoy pensando en esa pobre mujer. ¿Qué podría hacer yo para limpiar su fama?
-Verá, señor -contestó Rufus-. Yo en su lugar pondría en circulación una notificación por el barco en la que se anuncie que dará usted una conferencia sobre este asunto, si el tiempo no lo impide, en el transcurso de la tarde. Desde luego, ésa es la forma en que resolveríamos el asunto en Coolspring.
Amelius le escuchó sin ninguna convicción.
-Desde luego, ahora no tiene ningún sentido mantener el asunto en secreto -dijo-, pero no creo que sea oportuno por mi parte darle más publicidad aún. -Hizo una pausa y miró al señor Hethcote-. Resulta, señor -continuó-, que este desgraciado asunto es buen ejemplo de ciertas reglas de la Comunidad de las que no tuve tiempo de hablarle cuando el señor Dingwell se unió a nosotros. Me procurará un gran alivio contradecir esta abominable sarta de falsedades y desmentirlas al menos ante alguien, y me gustaría en efecto, si no le importa, saber qué opina usted de mi conducta desde su personal punto de vista. Tal vez eso me prepare -añadió sonriendo con cierta inquietud- para lo que haya de encontrarme en los periódicos de Gran Bretaña.
Dichas estas palabras introductorias, pasó a referir su triste historia, jocosamente descrita en los periódicos como «La señorita Mellicent y Goldenheart entre los Socialistas de Tadmor».
Capítulo 3
-Hace ya casi seis meses -dijo Amelius- recibimos por carta aviso de la llegada de una dama inglesa soltera que deseaba hacerse miembro de nuestra Comunidad. Sin duda comprenderán ustedes por qué razón guardo en secreto su apellido; incluso el periódico muestra el tacto suficiente de mencionarla solamente mediante su nombre de pila. No quiero yo engañarles ni aprovecharme del interés que sienten por el caso, de modo que prefiero reconocer cuanto antes que la señorita Mellicent no era bella y tampoco era joven. Cuando llegó a nuestra Comunidad tenía treinta y ocho años, y tanto el tiempo como las duras pruebas sufridas a lo largo de su vida habían dejado en su rostro huellas suficientes a la vista de cualquiera. No obstante, a todos nos pareció una mujer interesante. Tal vez fuera por la dulzura de su voz, o quizás fuera su expresión la que nos encandiló. ¡Así es! No consigo explicarlo, y tan sólo puedo decir que había en Tadmor mujeres jóvenes y mujeres bellas que no consiguieron conquistarnos como nos conquistó la señorita Mellicent. Resulta contradictorio, ¿no es cierto?
El señor Hethcote dijo comprender la contradicción. Rufus hizo una pregunta pertinente:
-¿Posee usted una fotografía de la dama?
-No -contestó Amelius-, y ojalá tuviera una. En fin; a su llegada la recibimos en la Sala de los Comunes, así llamada porque todos nos reunimos en ella al atardecer, cuando ya hemos terminado las labores del día. A veces disfrutamos de la lectura de un poema o de una novela; otras veces se celebran debates sobre las cuestiones sociales y políticas del momento, tanto en Inglaterra como en América; otras veces nos entretenernos con la música, o el baile, o las cartas, o una partida de billar. Cuando llega un nuevo miembro, en la Sala de los Comunes se celebra la ceremonia de las presentaciones. Estaba yo cerca del Hermano Anciano (ése es el nombre que damos al jefe de la Comunidad) cuando dos de las mujeres hicieron pasar a la señorita Mellicent. El Hermano Anciano es un viejo de gran coraje, que residió durante la primera parte de su vida en un claro del bosque, en el oeste. Ni siquiera hoy en día es capaz de hablar durante mucho tiempo sin que se le note, de un modo u otro, que su longeva familiaridad con los árboles sigue teniendo un lugar primordial en su memoria. Escrutó a fondo a la señorita Mellicent, con los ojos resguardados por sus cejas pobladas y canosas. Y entonces le oí susurrar para el cuello de su camisa: «¡Ay de mí! ¡Otra de las hojas caídas!». Y supe bien a qué se refería. Las personas que no han tenido ninguna suerte en la lotería de la vida, las personas que se han esforzado mucho por conquistar la felicidad y que no han cosechado más que disgustos y pesares; los que no tienen amigos, los solitarios, los heridos, los perdidos..., ésas son las personas a las que nuestro buen Hermano Anciano llama «las hojas caídas». Me gusta ese dicho; representa una manera de hablar con ternura de nuestros pobres semejantes, de los que están abatidos en este mundo.
Hizo una pausa, contempló con aire pensativo el vasto vacío del cielo y del mar. Una sombra pasajera de tristeza nubló su rostro joven y brillante. Los dos hombres de edad lo contemplaron en silencio, sintiendo (de maneras ampliamente divergentes) un mismo y compasivo interés. ¿Cómo sería la vida que tenía el joven por delante? Y, Dios lo ayudase, ¿qué iba a hacer con ella?
-¿Dónde estaba? -preguntó como si de repente volviera en sí.
-Había dejado a la señorita Mellicent en la Sala de los Comunes, mientras el venerable ciudadano de las cejas pobladas y canosas se entretenía en moralizar a propósito de ella.
En esos términos, con su pronta disposición de siempre, Rufus puso de nuevo en marcha el relato.
-Muy cierto -dijo Amelius a fin de reanudar su historia-. Allí estaba la pobre, una criatura delgada y tímida, con un vestido blanco y un echarpe negro sobre los hombros, temblorosa, sin saber qué hacer en medio de una sala repleta de desconocidos. El Hermano Anciano la tomó de la mano y la besó en la frente, dándole de ese modo la bienvenida, de todo corazón, en nombre de la Comunidad. Las mujeres siguieron su ejemplo, y los hombres le estrecharon la mano por turnos. Y entonces nuestro jefe le hizo las tres preguntas que ha de hacer a todos los recién llegados a la Comunidad: «¿Viene usted a nosotros llevada de su propia voluntad? ¿Trae usted una recomendación escrita de uno de nuestros hermanos, en la que se nos satisfaga de que no hacemos ningún mal ni a nosotros ni a nadie sólo por acogerla en nuestro seno? ¿Comprende usted que no se halla obligada para con nosotros por ningún voto, y que tiene entera libertad para dejarnos si la vida entre nosotros no le resulta agradable?». Zanjadas estas cuestiones, a continuación tuvo lugar la lectura de las reglas y de las penalidades que se imponen por romperlas. Algunas de las reglas ya las conocen ustedes; las restantes son de menor importancia. No será preciso que les importune pormenorizándoselas. En cuanto a las penalidades, si se incurre en las más leves uno queda sujeto a la pública reprensión, o bien a permanecer aislado de la vida social de la Comunidad por un tiempo determinado. Si se incurre en las más graves, el transgresor o bien ha de volver al mundo por un periodo determinado, al término del cual puede regresar o no a la Comunidad, según le plazca; o bien se tacha su nombre de la lista de miembros y es expulsado de una vez para siempre. Supongamos que todos estos preliminares contaron con el acuerdo de la señorita Mellicent, con su callada sumisión, y pasemos al cierre de la ceremonia, la lectura de las reglas que rigen las cuestiones relativas al amor y el matrimonio.
-¡Ajá! -dijo el señor Hethcote-. ¡Veo que por fin llegamos a las dificultades de la Comunidad!
-¿Llegaremos también a la señorita Mellicent, señor? -inquirió Rufus-. En calidad de ciudadano de un país libre que puede amar en un estado, casarse en otro y divorciarse en un tercero, no me interesan demasiado sus reglas. Me interesa mucho más su dama.
-En este caso, unas y la otra son inseparables -contestó Amelius con gravedad-. Si he de hablar de la señorita Mellicent, debo hablar de las reglas, y pronto verá usted por qué. Nuestra Comunidad tiene mucho de despotismo, caballeros, cuando se trata del amor y del matrimonio. Por ejemplo, prohíbe taxativamente que ningún miembro aquejado por una enfermedad de carácter hereditario contraiga matrimonio; asimismo, se reserva para sí, en el caso de todos los matrimonios que se propongan entre nosotros, el derecho expreso de permitir su celebración o de prohibirla, decisión a la que se llega en el Consejo. Ni siquiera estamos autorizados a enamorarnos los unos de los otros sin vernos obligados, so pena de cumplir la penalidad correspondiente, a dar cuenta al Hermano Anciano; éste, a su vez, comunica el suceso al Consejo que se reúne mensualmente, el cual por su parte decide si ese cortejo puede o no seguir su curso. ¡Pero ni siquiera eso es lo peor del asunto! En algunos casos, en los que nosotros ni siquiera tenemos la más remota intención de enamorarnos, el cuerpo que nos rige toma la iniciativa. «Vosotros dos haréis bien en casaros; si no lo veis bien claro, nosotros sí. Pensadlo despacio, ¿queréis?». Pueden reírse si lo desean, pero algunos de nuestros matrimonios más felices se han llevado a cabo de este modo. Nuestros gobernantes, reunidos en consejo, actúan sobre un principio establecido que paso a resumirles en muy pocas palabras. En asuntos de matrimonio, los resultados de la experiencia en el mundo entero demuestran que elegir con sabiduría al marido o a la mujer ideal suele ser la excepción a la norma; asimismo, se sabe que los maridos y las mujeres en general serían más felices, estando juntos, si sus matrimonios los administrasen una serie de consejeros competentes por ambas partes. Las leyes adoptadas sobre estas bases, así como otras no menos estrictas, que por el momento no he comentado aún, no se aplicaron, al contrario de lo que pueda usted pensar, señor Hethcote, sin atravesar serias dificultades, que por otra parte amenazaron en su día la existencia misma de la Comunidad. Pero eso aconteció hace mucho tiempo. Cuando yo crecí y me hice adulto, descubrí que los maridos y las mujeres que vivían a mi alrededor se contentaban de buena gana con reconocer que las reglas cumplían con creces el propósito para el cual fueron establecidas, esto es, lograr la mayor felicidad para el mayor número de personas. Casi me atrevo a decir que desde su punto de vista todo esto ha de parecer sumamente absurdo, pero es que estas curiosas y, si se quiere, raras regulaciones nuestras, responden a la prueba del cristianismo: por sus frutos los conoceréis. Nuestras parejas unidas por el matrimonio no viven cada uno en una punta de la casa; nuestros niños gozan de buena salud; los malos tratos a las mujeres son algo desconocido entre nosotros; los trámites de nuestro tribunal de divorcios no darían de comer ni siquiera al abogado más moderado que exista. ¿Se puede decir lo mismo del éxito que tienen las leyes matrimoniales en Europa? Les dejo, caballeros, que se formen sus propias opiniones.
El señor Hethcote prefirió no manifestar su opinión. Rufus decidió no renunciar a su interés por la dama.
-¿Y qué dijo a todo eso la señorita Mellicent? -preguntó.
-Dijo algo que nos sobresaltó a todos los presentes -repuso Amelius-. Cuando el Hermano Anciano dio comienzo a la lectura de las primeras palabras relativas al amor y al matrimonio que contiene el Libro de las Reglas, su cara adquirió una mortal palidez y se levantó de su asiento con un súbito arranque de valentía o desesperación. «¿Es preciso que me lea todo eso?», preguntó. «Yo no tengo nada que ver, señoría, con el amor ni con el matrimonio». El Hermano Anciano dejó a un lado el Libro de las Reglas. «Si padece usted una enfermedad hereditaria, dijo, el médico del pueblo la examinará y nos dará su informe». «No padezco enfermedades hereditarias», repuso ella. El Hermano Anciano tomó de nuevo el libro. «A su debido tiempo, querida, el Consejo decidirá si debe usted amar y casarse con alguien o no». Y leyó las reglas. Ella de nuevo tomó asiento y ocultó el rostro con ambas manos, sin moverse ni decir nada hasta que hubo terminado. Acto seguido, le hicieron las preguntas de rigor. ¿Tenía algo que decir, alguna objeción? ¡Nada! En tal caso, ¿estaba dispuesta a firmar su aceptación de las reglas? ¡Sí! Cuando llegó la hora de la cena, se disculpó igual que una niña pequeña. «Me encuentro muy fatigada. ¿Puedo irme a la cama?». Las mujeres solteras que compartían domicilio con ella supusieron que llegaría una confesión de tipo romántico en cuanto se acostumbrase a su amistad. Se equivocaron. «Mi vida ha sido una grandísima desilusión»: eso fue todo cuanto dijo. «Me harán ustedes un gran favor si me toman por lo que soy y dejan de pedirme que les hable de mí». No hubo nada mezquino ni falto de elegancia en su forma de expresar su deseo de guardar su propio secreto. Jamás se ha visto una mujer más amable y más dulce que ella; nunca pensaba en sí misma, siempre era considerada con los demás. Un descubrimiento accidental me convirtió en su principal amistad entre los hombres de la Comunidad; resultó que había pasado su infancia donde yo pasé la mía, en Sheffield Heath, condado de Buckingham. Nunca se mostró fatigada ni reacia a la hora de consultar mis recuerdos de niñez para compararlos con los suyos. «Me encanta ese lugar», decía. «Allí transcurrió la única etapa feliz de mi vida». Les doy mi palabra de honor, les juro por lo más sagrado que ésas fueron las conversaciones que mantuvimos semana tras semana. ¿Qué otras conversaciones podrían darse entre un hombre próximo a cumplir veintiún años y una mujer que rondaba los cuarenta? ¿Qué podía yo decir si la pobre, destrozada, desilusionada criatura se encontraba conmigo en la colina, o cerca del río, y al ver que me iba a dar un paseo me preguntaba si le permitía venir conmigo? Jamás traté de granjearme su confianza; ni siquiera le pregunté por qué razones se había sumado a la Comunidad. Ya ven ustedes lo que se avecina, ¿no es así? Pues yo nunca me di cuenta. Cuando las mujeres más jóvenes nos veían juntos y me miraban a mí, no a ella, con sonrisas de malicia, nunca entendí qué estaba pasando. Por fin me abrió los ojos la mujer que dormía en la cama de al lado de la señorita Mellicent, una mujer que podría haber sido mi madre y que cuidó de mí cuando llegué de niño a Tadmor. Una mañana iba yo a pescar y me detuvo por el camino del río. «Amelius», me dijo, «no vayas a pescar, que Mellicent te está esperando». Me quedé mirándola embobado. Ella me señaló con el dedo, con un gesto admonitorio: «¡Ten cuidado, estúpido muchacho! Te estás dejando llevar a una situación de falsedad, te dejas llevar a toda prisa. ¿Es que no te has percatado de lo que está ocurriendo?». Miré a mi alrededor, en busca de lo que estuviera ocurriendo. No vi nada que se saliera de lo común. «¿A qué te refieres?» le pregunté. «Si te lo dijera» contestó, «te reirías de mí». Le prometí no reírme. Ella también miró en derredor, como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírnos, y entonces me refirió el secreto. «Amelius, pide permiso para irte de vacaciones. Es mejor que te ausentes un tiempo de la Comunidad. Mellicent está enamorada de ti».
Capítulo 4
Amelius contempló a sus compañeros con ciertas dudas sobre la posibilidad de que ambos mantuvieran la seriedad en ese punto crítico de su relato. Los dos indicaron que su aprensión no estaba mal encaminada. Se sintió algo dolido, y en el acto lo manifestó.
-He de reconocer, para mi vergüenza, que me eché a reír a carcajadas Ustedes dos, caballeros, son mayores y experimentados, más sabios que yo. Por eso, no esperaba que estuvieran tan dispuestos a reírse de la pobre señorita Mellicent como lo estuve yo en su día.
El señor Hethcote rehusó que alguien le recordase los deberes elementales de un caballero de mediana edad, y lo hizo a su manera, con esa peculiaridad suya, tan difícil de precisar si era cumplido o grosería.
-Con calma, Amelius. No espere persuadirnos así, no se le ocurra decirnos que nadie debe reírse de algo tan risible. Una mujer que ronda los cuarenta y que se enamora de un muchacho de veintiuno...
-Es una circunstancia risible -interrumpió Rufus-. En cambio, que un hombre de cuarenta años se encapriche de una muchacha de veintiuno es algo que responde al orden de la naturaleza. Así lo han decidido los hombres. Sin embargo, señor mío, el porqué deben las mujeres renunciar a tal quimera es una cuestión sobre la cual desde hace mucho tiempo me gustaría conocer qué sentimientos tienen las propias mujeres.
El señor Hethcote despachó los posibles sentimientos de las mujeres al respecto haciendo un gesto con la mano.
-Oigamos el resto del relato, Amelius. Deduzco que fue usted a pescar, ¿no? Y deduzco que allí se encontró con la señorita Mellicent.
-Llegó al recodo del río en que pescaba yo, como tenía por costumbre -prosiguió Amelius-. Y de pronto se abstuvo de estrecharme la mano. Tan sólo acierto a suponer que algo debió de ver en mi rostro, algo que la sobresaltó. No sabría decir cómo sucedió, pero tuve la impresión de que el ánimo me abandonaba al verme en su presencia. Dudo que nunca me hubiese visto tan serio como entonces. «¿Acaso te he ofendido?», me preguntó. Yo, claro está, negué tal extremo, pero mi respuesta no bastó para satisfacerla. Se echó a temblar. «¿Ha dicho alguien alguna cosa contra mi? ¿Te fatiga mi compañía?». Ésas fueron las preguntas que me hizo, y fue inútil decirle que no. De súbito se apoderó de ella una perversa desconfianza hacia mi persona, o tal vez su propia desesperanza. Se hundió en el suelo y se echó a llorar; no fue un estallido de lágrimas y sollozos, un arranque del corazón, sino una especie de llanto silencioso, tristísimo, resignado, como si hubiera perdido todas las esperanzas de que los otros se compadecieran de ella y tuviese todo el derecho de sentirse lastimada. Me sentí tan consternado que no se me ocurrió nada mejor que intentar al menos darle consuelo. Con mi mejor intención, actué como un estúpido. Un hombre sensato la habría puesto en pie, supongo, y la habría dejado a solas. Yo la puse en pie y rodeé su cintura con mi brazo. Me miró a los ojos, y puedo asegurar que por un instante rejuveneció veinte años al menos. Se puso tan colorada como jamás he visto a una mujer, ni antes ni después de ella; se le enrojeció toda la cara, hasta el cuello. Sin darme tiempo a decir ni una sola palabra, me tomó de la mano y me la besó. ¡Nunca me sentí tan confuso! «¡No!», exclamó. «¡No me desprecies! ¡No te rías de mí! Espera a que te cuente cómo ha sido mi vida, y entonces comprenderás por qué me abruma incluso una pequeña muestra de amabilidad.» Miró en derredor, temerosa de que hubiera alguien. «Prefiero que nadie nos oiga, dijo. «Todavía no he perdido todo mi orgullo, por más que me hayan apaleado en esta vida. Vayamos al lago, demos una vuelta en el bote de remos». Hice lo que me pidió. Desde luego, allí nadie podía oírnos, pero ella olvidó que cualquiera podría vernos, y yo también lo olvidé. Lo que en el lago era mera apariencia podría conducir a erróneas conclusiones en la orilla.
El señor Hethcote y Rufus intercambiaron una mirada significativa. No habían olvidado las reglas de la Comunidad en lo referente a dos miembros de la misma que manifestaran cierta preferencia por estar juntos y a solas.
Amelius siguió su narración.
-Bien, pues estábamos en el bote, en medio del lago. Yo iba remando y ella me abrió su corazón. Sus complicaciones habían comenzado de manera muy corriente, con la muerte de su madre y con el segundo matrimonio de su padre. Tenía un hermano y una hermana; ésta se casó con un comerciante alemán y se fue a vivir a Nueva York, mientras el hermano se instaló en Australia y se dedicó a la cría de ovejas. Ella quedó sola en casa, a merced de su madrastra. No entiendo yo mucho de estas situaciones, pero la gente que las conoce me ha dicho que, por lo común, abundan los fallos por ambas partes. Para empeorar las cosas, eran una familia más bien pobre; el único pariente acaudalado era una hermana de la primera esposa que jamás vio con buenos ojos la segunda boda del viudo, por lo cual nunca volvió a poner los pies en su casa. La madrastra era una mujer lenguaraz, y Mellicent fue la primera que padeció sus aguijonazos. Se le reprochó que fuese una carga para el padre, se le dijo que debería hacer algo por sus propios medios. No fue preciso que le insistieran: al día siguiente contestó a un anuncio por palabras. Antes de que pasara una semana, comenzó a ganarse el pan con el sudor de su frente. ¿Cómo? Trabajando como institutriz.
En este punto interrumpió Rufus el relato, pues tenía una interesante pregunta que formular.
-¿Me permite preguntarle, señor, a cuánto ascendía su salario?
-Treinta libras al año -repuso Amelius-. Daba clases de nueve a dos, y por las tardes volvía a su casa.
-Pues en lo tocante a los salarios, tal como está el mundo, no creo que sea ése un motivo de queja -comentó el señor Hethcote.
-Y ella no se quejó -indicó Amelius-. Estaba satisfecha con su salario, pero no con su vida. La mansedumbre de la mujer se tornó ira cuando habló de ello. «No tenía ninguna razón para quejarme de las personas que me daban trabajo», dijo. «Me trataron con civismo y me pagaron con puntualidad, pero nunca nos hicimos amigos. Traté de ganarme la amistad de los niños, y alguna vez llegué a pensar que lo había logrado, pero cuando se mostraban perezosos y yo me veía en la obligación de hacerles estudiar sus lecciones, comprendí bien pronto qué poco les importaba el amor que yo tanto deseaba que me dieran. En los libros vemos a niños que son perfectos angelitos, que nunca tienen envidia, ni son codiciosos, ni mohínos, ni engañosos; siempre son las mismas criaturas dulcísimas, piadosas, tiernas, agradecidas, inocentes. Yo he tenido el infortunio de no haberme topado jamás con niños así, por más sitios a los que fuera. Este mundo es muy duro, Amelius, o al menos lo es el mundo en que yo he habitado. Dudo mucho que existan vidas tan miserables como las vidas de los ciudadanos de clase media de Inglaterra. De año en año se mantiene la misma y terrible pugna por guardar las apariencias, y se mantiene intacta la misma y descorazonadora monotonía de una existencia en la que nada cambia nunca. Vivíamos en la última calle de un barrio humilde. Te aseguro que no teníamos más que una fuente de entretenimiento en todo el año, un año largo y fatigoso: el concierto anual que organizaba el clérigo para recaudar fondos para sus escuelas. El resto del año consistía, para mí, en dar clase por las mañanas y en coser y hacer labores de punto para la familia por las tardes. Mi padre era un hombre de escrúpulos religiosos; prohibía la asistencia a los teatros y a los bailes, y prohibía las lecturas ligeras. Incluso nos prohibía mirar los escaparates de las tiendas, porque no nos sobraba el dinero, y los escaparates eran una tentación de gastar. Iba a trabajar por la mañana y volvía por la noche; se dormía después de la cena y se levantaba a hacer sus oraciones a la mañana siguiente, y volvía a trabajar, a cenar y a dormirse. Y así era la vida sin descanso, semana tras semana, mes a mes, salvo los domingos, que eran siempre el mismo domingo, la misma iglesia, el mismo servicio, la misma cena, el mismo libro de sermones por la noche. Incluso cuando pasábamos dos semanas al año en la costa, íbamos siempre al mismo lugar y nos alojábamos en la misma pensión barata. Los pocos amigos que teníamos llevaban exactamente la misma vida que nosotros, y todos estaban igual de apaleados por esa misma monotonía a la que parecían someterse de buen grado todas las mujeres, con mi única y miserable excepción. ¡Era muy poco lo que yo pedía! Tan sólo un poco de variedad de vez en cuando, tan sólo un poco de simpatía cuando estaba cansada y harta de todo, alguien a quien pudiera amar y servir, alguien que me recompensara con una sonrisa y una palabra de amabilidad. Las madres meneaban la cabeza, las hijas se reían de mí. ¿Es que tenemos tiempo para ponernos sentimentales? ¿Es que no tenemos más que suficiente con la costura y los zurcidos, con dar la vuelta a nuestros vestidos y lograr que todo dure tanto como sea posible, con tener limpios a los niños, con hacer la colada en casa, con tener un poco de té con azúcar y con los gruñidos de nuestros maridos cada vez que hemos de pedirles dinero para la casa? ¡Basta, basta con eso! Las personas destinadas a cosas mejores terminan aplastadas al mismo y sórdido nivel. ¿Es acaso grato contemplar una situación así? ¡Me estremezco sólo de pensar cómo han sido los últimos veinte años de mi vida!» Así me manifestó sus quejas, señor Hethcote, estando a solas en medio del lago, sin que nadie, salvo yo, acertase a oír sus lamentos.
-En mi país -comentó Rufus-, el Comité de Conferencias se hubiese ocupado de su necesidad de solazamiento en términos económicos. Y supongo que si aspiraba a llevar una vida de mujer casada, podría haber probado suerte entre nosotros, aunque fuese para variar.
-Ésa es la parte más triste de la historia -dijo Amelius-. Llegó un momento, hace tan sólo dos años, en que sus perspectivas cambiaron de golpe a mejor. Murió su tía (la hermana de su madre, la que tenía dinero) y ¿qué les parece? Le dejó una herencia de seis mil libras. ¡Un rayo de sol en su sombría vida! La pobre institutriz se vio convertida en una heredera, con una pequeña fortuna a su disposición. En su casa se celebró una especie de fiesta por primera vez en la historia; hubo regalos para todos, hubo besos y abrazos y felicitaciones, hubo por fin vestidos nuevos. Por si fuera poco, se produjo otro maravilloso acontecimiento. Apareció en el círculo de la familia un caballero con un interesante objetivo a la vista: un caballero que acudió de visita a la casa en la que ella estaba contratada de profesora por entonces, que la vio de hecho ocupada con sus alumnos. Sin duda guardó para sí sus sentimientos, pero en secreto la admiró desde el momento mismo en que la vio, y esa admiración salió a la luz. Nunca había pensado ella en un pretendiente, eso hay que tenerlo en consideración. Y él era un hombre de notable apostura, que vestía con elegancia, sabía cantar y tocar algún instrumento, y que era ante todo humilde y entregado. ¿Les parece a ustedes maravilloso que ella accediera cuando él le propuso matrimonio? A mí no me lo parece en absoluto. Durante las primeras semanas del cortejo, el sol brilló más que nunca. Luego empezaron a acumularse las nubes. Llegaron cartas anónimas en las que se describía al apuesto individuo (por debajo de su bella superficie) como una perfecta sabandija. Ella rompió las cartas con gran indignación; era tan delicada que ni siquiera se las llegó a enseñar. Llegaron después cartas firmadas, dirigidas a su padre por un tío y una tía, y en ambas se hacía una misma advertencia: «Si tu hija insiste en casarse con él, dile que tenga cuidado con sus dineros». Días más tarde se presentó un visitante, un hermano, que se manifestó con más claridad si cabe. Como hombre de palabra, no era capaz de saber lo que estaba ocurriendo sin hacer la muy dolorosa confesión de que su hermano tenía prohibida la entrada en su casa. Dicho esto, se lavaba las manos de toda responsabilidad. Ustedes dos son hombres de mundo, así que supondrán cómo terminó la cosa. Hubo disputas y trifulcas en la casa; la pobre mujer de mediana edad, inmersa en su paraíso de locura, fue ciegamente fiel a su pretendiente; se convenció de que todos se habían conjurado para perjudicarle; se puso frenética cuando él afirmó que de ninguna manera pensaba trabar relación con una familia en la que se desconfiaba de su persona. ¡Ah, se me agota la paciencia sólo de pensarlo! ¡Casi preferiría no haber empezado a contar esta historia! ¿Saben ustedes qué hizo ella? Era libre, por supuesto, de decidir lo que quisiera, sobre todo a su edad. No hubo manera de impedírselo. Se fijó el día de la boda. Su padre había afirmado que no estaba dispuesto a dar su consentimiento; su madrastra le hizo cumplir su palabra. Ella acudió sola a la iglesia para encontrarse allí con su prometido. Él no se presentó. La dejó plantada ante el altar, la abandonó sin misericordia el día mismo de la boda. Tuvieron que llevarla a casa medio inconsciente, con fiebre cerebral. Los médicos no garantizaron que siguiera con vida. A su padre le pareció que era el momento de echar un vistazo a su libro de cuentas bancarias. De sus seis mil libras de herencia había entregado nada menos que cuatro mil a la sabandija que la había engañado de ese modo. No pasó siquiera un mes hasta que el desalmado se casó con una jovencita que tenía fortuna propia, por supuesto. En los periódicos y en los libros abundan esta clase de relatos, pero encontrarse con uno así delante de mis propias narices, estando como yo estaba acostumbrado a vivir entre personas honradas... ¡Les aseguro que me dejó estupefacto!
No dijo nada más. Abajo, en el comedor, se oían voces y risas, y un animado tintineo de cubiertos. Alrededor de los tres se extendía la exultante gloria del cielo y el mar. Todo lo que oían, todo lo que veían los tres, estaba en acusada y cruel falta de armonía con el mísero relato que acababa de llegar a su fin. De común acuerdo, los tres se pusieron en pie y comenzaron a pasear por cubierta. Los tres sintieron la misma necesidad física de movimiento, de algo que animase su espíritu. De común acuerdo dejaron pasar un tiempo hasta que se reanudó la narración.
Capítulo 5
El señor Hethcote fue el primero en decir palabra.
-Ahora entiendo bien los motivos de la pobre mujer para sumarse a su Comunidad -dijo-. Para una persona de una mínima sensibilidad, su situación, entre una parentela como la que usted ha descrito, tuvo que resultar lisa y llanamente insostenible después de lo ocurrido. ¿Cómo llegó a sus oídos la existencia de Tadmor y de los socialistas?
-Había leído uno de nuestros libros -repuso Amelius-, y tenía una hermana casada en Nueva York. Después de su restablecimiento, según me confesó con franqueza, hubo ocasiones en las que no pudo quitarse de las mientes la idea del suicidio. La salvaron sus escrúpulos religiosos. Su hermana y su cuñado le procuraron la más amable hospitalidad. Le propusieron que se quedara a vivir con ellos y con sus hijos, pero no: la nueva vida que le ofrecían se parecía demasiado a su vida de antes; estaba destrozada de salud y de ánimo, no tenía valor para afrontar una vida así. Nosotros tenemos un agente que reside en Nueva York, y él dispuso lo necesario para que la señorita Mellicent viajase a Tadmor. En esta parte de su relato al menos brilla un poco de luz. La pobre desdichada bendijo el día en que se sumó a nosotros. Nunca se había encontrado entre personas de buen corazón, tan amables y tan desprendidas. Nunca... -Bruscamente guardó silencio, como si estuviera algo confundido.
De mil amores, Rufus terminó la frase.
-Nunca había conocido a un joven con un don natural de fascinación como el de C. A. G. No peque de excesiva y falsa modestia, caballero. Le aseguro que, en pleno siglo XIX, eso ya no sale a cuenta.
Amelius no tuvo su risa tan pronta como de costumbre.
-Ojalá pudiera dejar todo este asunto en el punto al que hemos llegado -dijo-. Lo cierto es que ella ha abandonado Tadmor; por hacerle justicia, después de los escándalos que han publicado los periódicos, debo decirles cómo y por qué se marchó. Comenzaron las maliciosas habladurías a correr de boca en boca cuando yo la ayudé a bajar del bote, nada más llegar a la orilla. Dos de las jóvenes de la Comunidad nos vieron a la orilla del lago y me preguntaron qué tal se me había dado la pesca. No lo dijeron con mala intención, sino con el buen humor de costumbre. Sin embargo, su manera de mirarnos y su tono de voz al hacer la pregunta no admitían lugar a dudas. La señorita Mellicent, presa de la confusión, tan sólo empeoró las cosas. Se puso colorada, me soltó bruscamente la mano y volvió corriendo a la casa. Las muchachas, gozosas de su absurda broma, me felicitaron por mis perspectivas de futuro. Debí de mostrarme algo pachucho, tal vez alterado por lo que había podido saber en el bote, en medio del lago. Fuera como fuese, perdí los estribos y fui yo el que de veras empeoró las cosas. Les hablé encolerizado y me despedí de ellas. Esa misma noche me encontré una carta en mi habitación. «Por tu bien, es preciso que no vuelvan a vernos juntos. Me resulta muy duro perder el consuelo que tu simpatía me aporta, pero así ha de ser. Recuérdame con tanta amabilidad como yo te recuerdo. Me ha hecho mucho bien el abrirte mi corazón.» Tan sólo constaba de esas líneas, firmadas con las iniciales de Mellicent. Tuve la imprudencia suficiente para conservar la carta en vez de destruirla allí mismo. A pesar de todo, las cosas podrían haber terminado bien si ella hubiera cumplido su resolución. Por desgracia, mi vigésimo primer cumpleaños estaba, como quien dice, a la vuelta de la esquina, y ya se hablaba de organizar un festejo en la Comunidad. Me levanté nada más salir el sol cuando llegó el día; tenía algunas tareas de que ocuparme en la granja, y deseaba terminar con tiempo. Para regresar a desayunar atajé por el bosque, y fue en el bosque donde me la encontré.
-¿A solas? -preguntó el señor Hethcote.
Rufus manifestó su sabia opinión acerca de esta pregunta con su acostumbrada sencillez de lenguaje.
-Cuando hay de por medio algo imprudente por hacer entre un hombre y una mujer, señor mío, los filósofos han comentado una y mil veces que es siempre la mujer la que lleva la voz cantante. Por supuesto que estaban a solas.
-Quería hacerme un pequeño obsequio por mi cumpleaños -explicó Amelius-, un monedero que ella misma había cosido a mano. Y le daba miedo que las jóvenes pudieran ponerla en ridículo si me lo entregaba a la vista de todos. «Cuenta con mis deseos más sinceros de que seas feliz. Sólo te pido que pienses en mí de vez en cuando, Amelius, siempre que abras el monedero». Si hubieran estado ustedes en mi lugar, ¿habrían sido capaces de decirle que se fuera después de que ella dijera eso, después de que depositara el obsequio en sus manos? No, no lo creo, y menos aún si en ese momento les hubiera mirado a los ojos, ¡Les juro que no habrían sido capaces!
El rostro amarillento y magro de Rufus Dingwell se relajó por vez primera en una amplia sonrisa.
-Señor, en los periódicos se detallan otros particulares -dijo con voz taimada.
-¡Malditos sean los periódicos! -respondió Amelius.
Rufus hizo una reverencia serena y cortés, con el aire del hombre que acepta un juramento a la inglesa como si fuera un cumplido indeseado que el país de origen presenta a la prensa americana.
-El reportaje del periódico, señor mío, afirma que ella lo besó.
-¡Eso es mentira! -gritó Amelius.
-Tal vez sea un error de la prensa -insistió Rufus-. Tal vez fuese usted el que la besó.
-Poco importa lo que yo hiciera -dijo Amelius con gran enojo.
El señor Hethcote tuvo la impresión de que su intervención era necesaria. Apeló a Rufus con su talante más altivo.
-En Inglaterra, señor Dingwell, un caballero no tiene por costumbre desvelar estos... Eh, bueno, estos...
-¿Besuqueos en un bosque? -insinuó Rufus-. En mi país, señor mío, que un hombre y una mujer se besen tanto en el bosque como en un claro no es algo que veamos a la luz de la vergüenza. Más bien al contrario, se lo puedo asegurar.
Amelius recobró la presencia de ánimo. La discusión empezaba a frisar la ridiculez, hasta el punto de no ser fácil de tolerar por parte de la desafortunada persona que se había convertido en su objeto.
-Procuremos no hacer montañas de un simple grano de arena -dijo-. En efecto, la besé. ¿Satisfechos? Una mujer le regala a usted el monedero más hermoso que jamás haya visto, y lo deposita en su mano con todo su afecto, al tiempo que le desea toda la felicidad del mundo con lágrimas en los ojos. Ya quisiera yo saber qué otra cosa podía hacer, si no besarla. Sí, sí: alise su recorte de periódico y échele otro vistazo, no lo dude. Es cierto que apoyó su cabeza en mi hombro, pobrecilla; es cierto que me dijo: «Oh, Amelius. Pensé que se me había convertido en piedra el corazón. Ahora sé que late gracias a ti» Al recordar lodo lo que me había contado en el bote, juro por Dios que bien poco me faltó para echarme a llorar yo también. Todo era tan inocente, tan penoso...
Rufus extendió la mano con genuina cordialidad americana.
-Le aseguro, caballero, que no era mi intención perjudicarle -dije-. Tiene usted lo que hay que tener, no me cabe duda. En cuanto al periódico... ¡Allá va! -Hizo una bola con el recorte y lo arrojó por la borda.
El señor Hethcote asintió para dar su aprobación a la resolución tomada. Amelius prosiguió con su narración.
-Poco me falta ya para terminar mi relato -dijo-. De haber sabido que iba a costarme tanto contarlo todo... En fin, ¡lo mismo da! Salimos del bosque al rato, señor Rufus, sin la menor sospecha de que alguien nos hubiera observado. Tuve la elemental prudencia (aunque cuando ya era demasiado tarde, en eso estoy de acuerdo con usted) de sugerirle que tuviéramos cuidado en lo sucesivo. En vez de tomárselo en serio, ella se echó a reír. «¿Es que has cambiado de opinión desde que me escribiste aquella nota?», le pregunté, «Cuando te escribí», contestó, «olvide la diferencia de edad que nos separa. Hagamos lo que hagamos, nadie se lo tomará en serio. Lo que me da miedo es que todos se rían de mí, Amelius. No tengo miedo de nada más». Hice todo lo que estuvo en mi mano para sacarla de su engaño. Le dije con toda sencillez que los matrimonios entre dos personas de muy diferente edad, tanto de mujeres mayores que los hombres como de hombres mayores que las mujeres, no eran infrecuentes entre nosotros. El Consejo tan sólo tenía en consideración que los contrayentes encajasen mutuamente en otros aspectos, sin tomarse la molestia de considerar la cuestión de la edad. No creo que le hiciera demasiado efecto lo que le dije; por primera vez en su vida parecía feliz la pobrecilla, feliz de contemplar algo que iba más allá del fugaz momento presente. Además, el festejo de mi cumpleaños le impidió seguir pensando en sus dudas, en los temores que menos agradables le pudieran resultar. Y al día siguiente hubo otro acontecimiento que mantuvo ocupada nuestra atención: llegó la carta del abogado de Londres, el anuncio de mi herencia con la mayoría de edad. Estaba dispuesto, como ustedes saben, que yo viajase por el mundo y que juzgase por mí mismo; sin embargo, no estaba decidida la fecha de mi partida. Dos días más tarde, la tormenta que llevaba semanas acumulándose cayó sobre nosotros: nos citaron para presentarnos ante el Consejo y dar cuenta de una infracción de las reglas. Todo lo que les he confesado, así como algunas cosas más que prefiero guardar para mí, quedó formalmente escrito en una hoja de papel que estuvo a disposición del Consejo; a esa hoja se cosió la nota que me había enviado Mellicent, y que alguien encontró en mi habitación. Asumí yo toda la carga de la culpa, e insistí en verme cara a cara con la persona desconocida que había dado cuenta de nuestras intimidades. El Consejo me respondió con una sola pregunta: «¿Es falsa en algún sentido esa información?». Ninguno de los dos podíamos negar que en todos los sentidos era acorde a la verdad. Al saberlo, el Consejo decidió que era innecesario, tras nuestro reconocimiento, que nos viéramos cara a cara con la persona que había facilitado la información. Desde aquel día y hasta hoy mismo sigo sin saber quién era el espía. Ni Mellicent ni yo teníamos enemigos en la Comunidad. Las muchachas que nos habían visto en el lago, así como otros miembros que nos habían visto juntos, tan solo aportaron su testimonio por la fuerza, e incluso entonces se anduvieron con rodeos y evasivas, pues todos nos tenían un gran aprecio, así como una gran lástima. Tras esperar un día, el cuerpo rector del Consejo pronunció su veredicto. Su deber estaba escrito en las reglas. Fuimos condenados a pasar seis meses lejos de la Comunidad, al término de los cuales podríamos regresar si nos parecía oportuno. Una dura sentencia, caballeros, y poco importa lo que nosotros podamos pensar al respecto, para personas sin hogar y sin amigos, para las hojas caídas que habían llegado a Tadmor llevadas por el viento. Después de lo ocurrido, me vi obligado a partir en un plazo de veinticuatro horas, y se me prohibió regresar hasta que expirase el semestre de plazo. En el caso de Mellicent fueron más estrictos si cabe. No se fiaron de que emprendiera viaje sola. Una mujer miembro de la Comunidad fue encargada de acompañarla a casa de su hermana, a Nueva York: se le ordenó que estuviera lista para marchar al amanecer del día siguiente. Los dos comprendimos, cómo no, que esto sólo tenía por objeto impedir que viajáramos juntos. Podrían haberse ahorrado las molestias de interponer esos obstáculos entre nosotros.
-Imagino que en lo que a usted se refiere, claro -dijo el señor Hethcote.
-Y también en lo que a ella se refería -repuso Amelius.
-¿Cómo se lo tomó ella? -preguntó Rufus.
-Con una compostura que a todos nos asombró -contestó Amelius-. Habíamos supuesto que se pondría a llorar y que suplicaría misericordia. Mantuvo una calma absoluta; se mostró de hecho más sosegada que yo cuando volvió la cara hacia mí y me contempló con toda tranquilidad. Si logran ustedes imaginar a una mujer cuyo ser estaba absorto en contemplar el futuro, en ver lo que ningún mortal a su alrededor alcanzaba a ver, reforzada por una serie de esperanzas que nadie podría compartir con ella, tal vez acierten a verla tal como la vi yo cuando tuvo conocimiento de su sentencia. Los miembros de la Comunidad, acostumbrados a despedirse de un hermano o una hermana descarriados con palabras de amor y de compasión, se mostraron más o menos consternados al despedirse de ella. La mayor parte de las mujeres lloró al besarla. Todas le dijeron lo mismo: «Lo sentimos muchísimo por ti, querida; todas nos alegraremos cuando vuelvas con nosotras». Entonaron el himno de despedida que se tiene por costumbre en tales casos, pero se echaron a llorar antes de terminar el cántico. ¡Fue ella la que dio consuelo a los demás! Ni una sola vez, a lo largo de tan melancólica ceremonia, perdió su extraña compostura, su aire de misterioso embeleso. Fui el último en despedirme de ella; reconozco que a duras penas conseguí decir palabra. Sostuvo mi mano en la suya. Por un instante, se le iluminó levemente el rostro gracias a una radiante sonrisa; luego, su extraña expresión de preocupación volvió a asentarse en sus rasgos, como las sombras que ocluyen un rayo de luz. Sin dejar de mirarme a los ojos, era como si mirase mucho más allá. Me habló en voz baja, con tristeza, pero sin que le flaquease la voz. «Consuélate, Amelius. Éste todavía no es el fin» Me puso las manos sobre la cabeza y me atrajo hacia sí. «Volverás a mi lado», susurró. Y me besó en la frente delante de todos. Cuando levanté la mirada, ella no estaba allí. Desde entonces, ni la he visto ni he vuelto a saber de ella. Así termina el relato, caballeros, y la verdad es que el hecho de narrarlo me ha consternado un tanto. Les niego me permitan unos minutos a solas, para contemplar el mar.
LIBRO SEGUNDO
Amelius en Londres
Capítulo 1
¡Ay, Rufus Dingwell, vaya un día tan lluvioso! Y la calle de Londres a la que miro desde la habitación de mi hotel ofrece un panorama sumamente sucio y miserable. ¿Sabe usted? Apenas me siento tonto el mismo Amelius que prometió escribirle cuando dejó usted el vapor en Queenstown. Mi coraje zozobra; me siento envejecer. ¿Será éste el estado de ánimo más adecuado para relatarle mis primeras impresiones de Londres.? Es posible que altere mi opinión. En estos momentos (se lo digo entre nosotros), no me gusta ni Londres ni los habitantes de Londres... con la sola excepción de dos damas que, cada una a su manera, me han interesado y me han cautivado incluso.
¿Que quiénes son esas dos damas? Debo decirle que tuve conocimiento de ellas gracias al señor Hethcote, antes de presentárselas bajo mi entera responsabilidad.
Después de que se despidiera usted de nosotros, el último día de la travesía a Liverpool me resultó de lo más mortecino. El señor Hethcote no pareció tomárselo del mismo modo; muy al contrario, se mostró más familiar y más amigo de las confidencias en sus conversaciones conmigo. No le falta esa rigidez tan característica de los británicos, ya lo sabe usted; la rapidez americana de que hace gala usted le resultaba bastante difícil de sobrellevar. Durante nuestra última noche a bordo tuvimos una conversación más sobre los Farnaby. A usted no le interesó el asunto lo suficiente para prestar atención a lo que él dijo sobre ellos mientras usted todavía estaba con nosotros; sin embargo, si le presentaran a las damas seguro que le interesaría. Permítame informarle, así pues, que el señor y la señora Farnaby no tienen hijos; permítame añadir que han adoptado a la hija huérfana de la hermana de la señora Farnaby. Parece ser que dicha hermana falleció hace muchos años, y que sobrevivió a su esposo por tan sólo unos meses. Por completar el relato del pasado, la muerte también se ha llevado al viejo señor Ronald, el fundador del negocio de la papelería, y a su esposa, la madre de la señora Farnaby. Son hechos adustos, eso no lo niego, si bien hay algo que reviste un interés considerable en todo ello. Debo decirle acto seguido cómo conoció el señor Hethcote a la señora Farnaby. ¡Por fin llegamos a una historia romántica, Rufus!
Ha pasado algún tiempo desde que el señor Hethcote dejó de cumplir con sus deberes eclesiásticos debido a una enfermedad de garganta que le causaba un gran dolor cada vez que debía ocupar su lugar ante el atril o en el púlpito. Su última ocupación de cura lo llevó a una iglesia del West End londinense: allí, una tarde de domingo, después de haber pronunciado el sermón, una dama en apuros acudió a verlo a la sacristía en busca de consejo espiritual y de consuelo. Era feligresa habitual de la iglesia; algo que él dijo durante el sermón de aquella tarde la había afectado hondamente. Después, en múltiples ocasiones, el señor Hethcote conversó con ella en su domicilio. Sintió un sincero interés por ella aunque le desagradaba el esposo de la dama; cuando renunció a su misión de cura, dejó de visitarla con regularidad en su domicilio. En cuanto a los problemas que tenía la señora Farnaby, no puedo decirle nada. El señor Hethcote habló con gravedad y tristeza al referirme que el tema de su conversación debía ser mantenido en el secreto más estricto. «Dudo, mucho que usted y el señor Farnaby se entiendan y que consigan llevarse como es debido -me dijo- pero me causará un gran asombro si no recibe usted una grata, favorable impresión de su esposa y su sobrina.»
Eso fue todo cuanto sabía cuando acudí con mi carta de presentación al negocio del señor Farnaby.
Era un grandioso edificio de piedra con grandes ventanas de cristaleras emplomadas, todo ello remozado y mejorado, me dijeron, desde los tiempos del viejo señor Ronald. Mi carta de presentación y mi tarjeta de visita fueron llevadas a un despacho de la parte posterior, yo las seguí al cabo de un rato. Un hombre de mediana edad, enjuto y de rasgos duros, con una levita negra abotonada hasta arriba, me recibió con mi carta de presentación abierta en la mana. Tenía una tez rubicunda que no es común entre los londinenses al menos según mi experiencia. Tenía el cabello entrecano y los bigotes (sobre todo los bigotes) espléndidamente acicalados, tan esmeradamente aceitados y repeinados como si acabara de volver de la barbería. Esa mañana había estado yo en los jardines Zoológicos; sus ojos, cuando levantó la mirada de la carta, me recordaron los de las águilas: vítreos, crueles. Tengo un defecto del que no consigo librarme: las personas me gustan o me disgustan a primera vista, sin que yo sepa en un caso o en otro si de veras merecen o no mi opinión. En el momento en que se cruzaron nuestras miradas, noté que el diablo se apoderaba de mí. Dicho a las claras, pensé que iba a detestar al señor Farnaby.
-Buenos días, señor -comenzó diciendo con una voz muy alta, áspera, perruna-. La carta que me trae usted me ha tomado por sorpresa.
-Pensé que el autor de esa carta era un viejo amigo suyo -dije.
-Un viejo amigo mío -respondió el señor Farnaby-, sí, cuyos errores deploro. Cuando se unió a su Comunidad, lo di por perdido. Me sorprende que me haya escrito.
Es harto probable que me confundiera, ya que nada conozco sobre los usos y costumbres de la sociedad británica. Su recibimiento me pareció de una rudeza inexcusable. Había dejado mi sombrero sobre una silla, pero lo tomé de nuevo en la mano, y lancé una despedida al bestia de los bigotes aceitados.
-De haber sabido lo que ahora me viene diciendo usted -dije- no le habría molestado presentándole esa carta. Que tenga buenos días, caballero.
No se ofendió lo más mínimo. Esbozó una extraña sonrisa; con ese gesto, abrió más los ojos, se le curvó una de las comisuras de la boca. Extendió la mano para impedir que me fuera. Aguardé, por si acaso se sintiera obligado a pedirme disculpas. No hizo nada semejante; se limitó a expresar un comentario.
-Es usted joven y presuroso -dijo-. Puede que lamente yo las extravagancias de mi amigo, pero sin faltar por ello a lo que debo a una vieja amistad. Probablemente no esté usted al tanto de que en Inglaterra no tenemos la menor simpatía por los socialistas.
No dudé en responderle como me pareció oportuno.
-En ese caso, señor, dudo que un poco de socialismo en Inglaterra le hiciera ningún daño. Consideramos que es parte de nuestro deber cristiano sentir la debida simpatía por todos los hombres que sean de convicciones honradas, por más erradas que en nuestra opinión puedan hallarse tales convicciones. -Pensé que bastaría con esa intervención, y de nuevo tomé el sombrero para marcharme con los honores del triunfo, al menos mientras tuviera ocasión.
Me avergüenzo sinceramente de mi proceder, Rufus, al decirle todo esto. Debería haberle devuelto «la comedida sorpresa que dio por tierra con la ira». Mi comportamiento fue indigno de la Comunidad. ¿Qué perversa influencia obraba sobre mí? ¿Sería por el aire de Londres, o sería por efecto del demonio.
Me detuvo por segunda vez, en modo alguno desconcertado por lo que le había dicho. La innata convicción que tenia de su propia superioridad frente a un joven aventurero como yo fue algo realmente espléndido de contemplar. Me hizo justicia; el filisteo, el fariseo me hizo justicia. ¿Podrá usted creérselo? Acto seguido, comentó los aspectos positivos que encontraba en mí, como si fuera yo un joven toro en una muestra o un concurso de ganado.
-Discúlpeme por mencionarlo -dijo-. Tiene usted unos perfectos modales de caballero y habla usted inglés sin el menor acento. Sin embargo, entiendo que se ha criado y se ha educado usted en América. ¿Cómo me lo explica?
Mi ánimo empeoró. Me puse de mal humor; no tenía ganas de contemplaciones.
-Supongo que se debe -contesté- a que hay en América personas que saben cultivarse tan bien como cultivan sus tierras. Disponemos de libros y de música, aunque usted parece pensar que solamente tuviéramos hachas y azadones. Los ingleses no se jactan de tener el monopolio de la buena educación en Tadmor. No creemos que haya la menor diferencia entre un caballero americano y un caballero inglés. En cuando a lo que dice, eso de hablar inglés con acento, son los americanos los que nos acusan de hacerlo.
Volvió a sonreír.
-¡Qué absurdo! -dijo con un punto de soberbia compasión por los ignorantes americanos. A esas alturas sospecho que empezó a sentirse más que harto de mí, así que se deshizo de mí mediante una invitación.
-Será un placer recibirlo a usted en mi domicilio y presentarle a mi esposa y mi sobrina, nuestra hija adoptiva. Ahí tiene la dirección. El próximo sábado, a las siete, recibimos a algunos amigos para cenar. ¿Nos concederá usted el placer de contar con su presencia?
Todos somos conscientes de la diferencia que existe entre la buena educación y la cordialidad, pero yo jamás había llegado a saber qué amplia puede ser esa diferencia, jamás, hasta que el señor Farnaby me invitó a cenar. De no haber tenido bastante curiosidad (después de lo que me dijo el señor Hethcote) por conocer a la señora Farnaby y a su sobrina, no me cabe duda de que habría ideado una excusa para rehusar el compromiso. Lo cierto es que accedí a cenar con el hombre de los bigotes acicalados.
Al despedirnos me estrechó la mano. Me pareció tan húmeda y tan fría como un pez muerto. Tras ganar de nuevo la calle, entré en la primera taberna que encontré y pedí algo de beber. ¿Será preciso decirle qué otra cosa hice? Entré en el lavabo y me lavé las manos para quitarme la huella del señor Farnaby. (Vale notar en este punto que, de haberme comportado así en Tadmor, se me habría impuesto un castigo leve. Por ejemplo, comer y cenar a solas durante cuarenta y ocho horas y quedar excluido durante ese lapso de la Sala de los Comunes.) Tengo la impresión de que en Londres me vuelvo peor, más perverso, tengo incluso la intención, a medio formar, de reunirme con usted en Irlanda. ¿Qué es lo que dice Tomás Moro de sus compatriotas? No me cabe duda de que sabia muy bien de qué hablaba. «Pues si bien aman a las mujeres y aman el oro, caballero, ¡mucho más aman la virtud y el honor!». Imagino que en tiempos de Tomás Moro eran todos socialistas. Ése habría sido el lugar idóneo para mí.
Me he visto obligado a esperar un poco. Para variar, ha caído sobre nosotros una espesa niebla. Con un apestoso fuego de carbón, con el gas encendido y las cortinas echadas a las once y media de la mañana, tengo la sensación de que por fin vuelvo a encontrarme en mi país. ¡Paciencia, amigo mío! ¡Paciencia.! Ya llego a las damas.
Al presentarme en la residencia del señor Farnaby el día convenido, hube de familiarizarme con otra de las innumerables faltas de sinceridad que rigen la vida moderna en Inglaterra. Si un hombre nos invita a cenar con él a las siete en punto, en otros países se refiere exactamente a lo dicho. En Inglaterra más bien se trata de las siete y media e incluso de las ocho menos cuarto. A las siete en punto yo era la única persona que hizo acto de presencia en el salón del señor Farnaby. A las siete y diez acudió a saludarme el señor Farnaby. Había hecho el propósito de recibirlo en el centro de la alfombra que había extendida frente a la chimenea y decirle. «Farnaby, me alegro de verle», Pero miré sus bigotes y los bigotes me dijeron a las claras, casi como si pronunciasen las palabras: «Más vale que no».
Al cabo de cinco minutos llegó la señora Farnaby.
Ojalá fuera yo un escritor visado en el oficio. No; mejor dicho, ojalá fuese ahora mismo un curtido retratista, para enviarle adjunta una imagen de la señora Farnaby. La verdad es que no sé muy bien cómo podría describirla con palabras. Mi querido amigo, casi me dio miedo al verla. Nunca había visto una mujer semejante, tampoco espero volver a ver nunca más una mujer así. En su figura o en su manera de moverse no había nada que me produjera tal impresión; a decir verdad, es de corta estatura y más bien gruesa, y camina con pasos firmes, algo pesados, como un hombre. Lo que deseo hacerle ver con toda claridad, tal como lo vi yo, es su rostro, pues fue su rostro lo que me sobresaltó.
En la medida en que me atrevo a juzgar estos asuntos, debió de ser una mujer muy bonita, algo regordeta y sana, cuando era joven. Afirmo que ahora mismo no me atrevería a decir si es bonita o no. Desde luego, no tiene cicatrices, ni tampoco arrugas; en su cabello no hay una sola cana, o bien es tan claro que no se le notan las canas. Ha conservado una tez blanca y clara; tal vez se ayude de sus artes, no podría asegurarlo. En cuanto a sus labios... No hablo de forma irrespetuosa, pues me limito a describirlos fielmente cuando digo que invitan al beso incluso a su pesar. Dicho en dos palabras, si bien está casada desde hace dieciséis años (lo sé por lo que me dijo otro de los invitados después de la cena) seguiría siendo una mujercita irresistible de no ser por la asombrosa desventaja de sus ojos. No me interprete mal. Tiene los ojos grandes, abiertos, azules, sin duda debieron de ser, en sus buenos tiempos, el principal atractivo de su rostro. Sin embargo, ahora se nota en ellos una expresión de sufrimiento -de un sufrimiento prolongado, sin alivio de ninguna especie, creo yo- tan desesperante y tan terrible que de veras me produjo dolor de corazón nada más verla. Estoy dispuesto a jurarlo esa mujer vive en algún infierno secreto que ella misma ha creado, y anhela que le llegue cuanto antes la liberación de la muerte, al mismo tiempo, respira de forma tan inveterada la plenitud de la vida física, la fortaleza misma del cuerpo, que bien podría llevar su pesada carga hasta el confín más alejado de la vida. Esto es algo que siento con tanta intensidad que se me clava la pluma en el papel al escribirlo; al tiempo, me siento desdichadamente incompetente para expresar mis sentimientos. ¿Puede usted imaginar una mente enferma y aprisionada en un cuerpo sanísimo? No me importa lo que puedan decir los médicos o los libros; se trata de eso, y nada más. Ninguna otra cosa resolverá el misterio del rostro suave, la figura carnal, el paso firme, la textura musculosa de su mano al estrechar la de otro, y el alma atormentada que en todo momento le mira a uno desde sus ojos. Es inútil decirme que semejante contradicción no puede existir. Yo he visto a la mujer, y sé que existe.
¡Sí! Me lo imagino muy bien sonriendo al leer mi carta, Rufus, ya le oigo decirse. «¿De dónde habrá sacado tanta experiencia este mozalbete?». Carezco yo de experiencia, eso es cierto. Sólo tengo algo que me sirve para suplir mi falta de experiencia, pero no sé qué es. El Hermano Anciano, allá en Tadmor, me decía a veces que era mi simpatía, pero él es un sentimental.
Bien. Así pues, el señor Farnaby me presentó a su esposa y acto seguido se alejó como si los dos le repugnásemos, para quedarse mirando por la ventana.
Por la razón que fuera, a la señora Farnaby pareció sorprenderle al menos en ese momento mi apariencia física. Es muy probable que su marido no le hubiera advenido de mi juventud. Se repuso de su momentáneo asombro e, indicándome que me sentara a su lado en el sofá, me dio la necesaria bienvenida, aunque era evidente que al mismo tiempo estaba pensando en otra cosa. Aquellos extraños y desdichados ojos miraban por encima de mi hombro en vez de mirarme a la cara.
-Me dice el señor Farnaby que ha vivido usted en América.
El tono con que lo dijo me pareció curiosamente apacible e incluso monótono. En el Lejano Oeste he oído ese mismo tono de voz entre los colonos solitarios que no tienen un alma vecina con la que hablar. ¿Acaso no tiene la señora Farnaby un alma vecina con la que conversar, si no es en las cenas que convoca su marido?
-Sin embargo, usted es inglés, ¿no es cierto? -añadió.
Le dije que sí, y traté de idear alguna cosa que contarle. Me ahorró el apuro haciéndome víctima de una larga y exhaustiva serie de preguntas. Tal como descubrí más tarde, ésa era su manera de trabar conversación con los desconocidos. ¿No ha tratado usted a ninguna de esas personas distraídas a las que resulta un gran alivio hacer mecánicamente toda clase de preguntas sin que tengan el menor interés por las respuestas?
-¿En qué parte de América vivía usted? -comenzó diciendo.
-En Tadmor, estado de Illinois.
-¿Cómo es Tadmor?
Se lo describí lo mejor que pude en semejantes circunstancias.
-¿Por qué razón fue usted a vivir a Tadmor?
Me resultó imposible contestar sin hablar de la Comunidad, pero al pensar que ese tema con toda seguridad no era de su interés, contesté con la mayor brevedad. Vi con asombro que momentáneamente lograba interesarla. Siguió con sus preguntas, pero no sólo me prestó atención, sino que también pareció ansiosa por conocer las respuestas.
-¿Hay mujeres entre ustedes?
-Hay casi tantas mujeres como hombres.
Se produjo un nuevo cambio en su actitud. Sobre la hastiada tristeza de sus ojos relampagueó una brillante mirada de interés que los transformó por completo. Cuando me hizo la siguiente pregunta, incluso aceleró su manera de hablar.
-Y alguna de esas mujeres que llegan de Inglaterra... ¿son seres que no tienen amigos en este mundo?
-Sí, algunas lo son.
Pensé en Mellicent al responder Ese interés que con toda inocencia había despertado yo en ella, ¿sería un mero interés por Mellicent? Su siguiente pregunta tan sólo sirvió para aumentar mi perplejidad, su siguiente pregunta me demostró que mi suposición estaba completamente desencaminada.
-¿Hay algunas mujeres jóvenes entre ustedes?
El señor Farnaby, hasta ese momento de espaldas a nosotros, se volvió de pronto y la miró cuando ella preguntó si había mujeres jóvenes entre nosotros.
-Sí, desde luego -dije-. Incluso meras jovencitas.
Se arrimó tanto a mí que sus rodillas rozaron las mías.
-¿De qué edad? -inquirió.
El señor Farnaby dejó su puesto ante la ventana, se acercó al sofá y nos interrumpió.
-Qué asco de niebla, ¿verdad? -comentó- Supongo que en América el tiempo...
La señora Farnaby cortó a su marido.
-¿De qué edad? -repitió subiendo el tono de voz.
Estuve obligado, como es natural, a contestar a la señora de la casa.
-Pues entre dieciocho y veinte años. Algunas son más jóvenes incluso.
-¿Más jóvenes.? ¿Cuanto?
-Oh, pues entre dieciséis y diecisiete.
Su excitación fue en aumento; llegó a ponerme la mano sobre el brazo, presa de la ansiedad que tenía por asegurarse de que gozaba de toda mi atención.
-Y esas jóvenes... ¿son americanas o inglesas? -preguntó a la vez que sus dedos gruesos y firmes me apretaban con trémula fuerza.
-¿Estará usted en noviembre en la ciudad? -dijo el señor Farnaby, interrumpiéndonos de nuevo adrede-. Si desea asistir al espectáculo que organiza el alcalde...
La señora Farnaby me sacudió el brazo con impaciencia.
-¿Americanas o inglesas.? -reiteró con más obstinación que nunca.
El señor Farnaby le lanzó una mirada. Si hubiera podido ponerla sobre el fuego al rojo para quemarla en ese mismo instante sólo con su fuerza de voluntad, creo que habría hecho ese esfuerzo sin dudarlo. Vio que lo estaba observando, de modo que con rapidez dejó de escrutar a su esposa para mirarme a mí fijamente. Su rostro de natural rubicundo había palidecido por la cólera contenida. Mi llegada había dado a la señora Farnaby la oportunidad de hablar conmigo, hecho que él no había supuesto siquiera cuando me invitó a cenar.
-Venga a ver mis cuadros -dijo.
Su mujer seguía sujetándome con fuerza. Tanto si a él le agradaba como si no, yo no tuve más remedio que contestarle.
-Unas son americanas, otras son inglesas -dije.
Abrió los ojos todavía más, presa de una expectación indescriptible. De pronto adelantó el rostro basta acercarse tanto al mío que noté su cálido aliento en las mejillas cuando lo siguiente que dijo estalló entre sus labios.
-¿Nacidas en Inglaterra?
-No. Nacidas en Tadmor
Me soltó el brazo. En un solo instante desapareció la luz de sus ojos. De alguna manera para mí inconcebible, había destruido alguna secreta expectativa que tenía puesta en mí. De hecho, me dejó allí donde estaba, en el sofá, y ocupó una silla frente a la chimenea. El señor Farnaby, cada vez más pálido, dio un paso hacia ella en el momento en que se operaba esta transformación. Me levanté para contemplar los cuadros colgados en la pared más cercana. Ya comentó usted en su día el muy desarrollado sentido del oído que tengo, cuando éramos compañeros a bordo del vapor. Bien; cuando él se inclinó sobre ella y le susurró algo al oído, le oí con toda claridad, si bien mediaba entre nosotros casi toda la anchura de la estancia. «¡Gata infernal», dijo el señor Farnaby a su esposa.
El reloj de la repisa de la chimenea dio las siete y media. En rápida sucesión fueron llegando a la estancia los demás invitados a la cena.
Me quedé tan perplejo por la extraordinaria escena de la vida conyugal de que acababa de ser testigo que el resto de los invitados me causó tan sólo una levísima impresión. Estuve en todo momento absorto, tratando de averiguar el auténtico sentido de lo que había visto y oído. ¿Acaso estaba la señora Farnaby mal de la cabeza? Descarté la idea tan pronto se me ocurrió; todo cuanto había observado en ella no era justificación suficiente. Al parecer, la auténtica conclusión debía de ser que estaba profundamente interesada por alguna persona joven que estaba ausente (y seguramente perdida); debía de ser una persona cuya edad, a tenor de los actos y el tono de voz con que de manera más que suficiente me habían revelado esa parte del secreto, no podía pasar de los dieciséis o los diecisiete años. ¿Durante cuánto tiempo habría acariciado la señora Farnaby la esperanza de ver a esa muchacha o de tener noticias de ella? Debía de tratarse, fuera como fuese, de una esperanza hondamente arraigada, pues había sido manifiestamente incapaz de controlarse cuando por puro accidente yo di pie a su recuerdo. En cuanto a su marido, no podía existir la menor duda de que ese asunto no sólo le resultaba ingrato, sino que también le enfurecía a tal extremo que ni siquiera era capaz de dominar su temperamento ni en presencia de una tercera persona invitada a su residencia. ¿Habría lastimado a la muchacha de alguna manera? ¿Sería acaso el responsable de su desaparición? ¿Era su esposa sabedora de este supuesto, o tan sólo era mera conjetura? ¿Cuál seria el secreto del extraordinario interés que por ella tenía la señora Farnaby, habida cuenta que no tuvo hijos en su matrimonio, y de que el único interés que de forma natural cabía esperar de ella sería el que concitase su hija adoptiva, la hija huérfana de su difunta hermana.? En cábalas como éstas terminé por extraviarme. No deje de hacerme saber lo que gracias a su ingenio consiga sacar en claro de este rompecabezas, y permítame volver ahora a la cena en casa del señor Farnaby, que nos estaba esperando a su mesa.
El criado abrió las puertas del salón y el invitado más distinguido de los presentes acompañó a la señora Farnaby, del brazo, hasta el comedor. Me obligué a observar de algún modo lo que acontecía a mi alrededor. No había señoras invitadas a la cena; todos los hombres eran ya de cierta edad. En vano busqué a la encantadora sobrina. ¿No estaría en condiciones de asistir a la cena? Me aventuré e hice esa pregunta al señor Farnaby.
-La verá usted a la hora de la sobremesa; las muchachas de su edad no están en el lugar debido cuando se trata de una cena. -De ese modo me contestó, aunque no con demasiada elegancia.
Cuando salí al rellano, alcé la mirada. No sé por qué lo hice, a menos que fuera objeto inconsciente de una magnética atracción. De todos modos, gocé de cierta recompensa. Un rostro joven y brillante se asomaba por la balaustrada desde el piso de arriba, aunque con modestia se retiró de inmediato, e incluso con demasiadas prisas. Todos los presentes, salvo el señor Farnaby y yo mismo, se encontraban ya en el comedor. ¿Acaso quiso la joven echar un vistazo al joven socialista?
Debo interrumpir de nuevo mi carta a causa de un nuevo cambio climatológico. Se ha disipado la niebla; el camarero ha venido a apagar el gas y ha retirado las cortinas para permitir que entre en el interior la mortecina luz diurna. Le pregunto si todavía está lloviendo. Sonríe, se frota las manos y contesta: «Parece que pronto ha de escampar, señor». El hombre tiene el cabello gris; ha sido durante toda su vida camarero en Londres, y a pesar de todo aún es capaz de ver el lado bueno de las cosas. ¡Qué fortaleza de ánimo tan desaprovechada en una vocación indigna de su talante!
En fin, acometo el resto de la cena en el domicilio del señor Farnaby. Noto que me aprieta la parte inferior del chaleco, Rufus, cuando pienso en la cena. La cena fue abundosísima, y el señor Farnaby mostró una tiránica resolución a la hora de obligar a sus comensales a degustar todos y cada uno de los lujosos alimentos que nos fueron presentados. No me quitaba la vista de encima; fruncía el ceño si permitía que me retirasen el plato antes de dar cuenta de las viandas, y su mirada daba a entender lo siguiente: «Yo he pagado esta espléndida cena de mi bolsillo, y tengo la intención de ver cómo se la come usted». En el menú impreso para la ocasión se nos informaba de que, a medida que se sucedieran los platos, también iban a cambiar las variedades de vino que era imperativo degustar con cada uno de ellos. Muy al principio de la cena tuve mis primeras dificultades. Por ejemplo, el sabor del jerez me resulta absolutamente nauseabundo; el vino del Rin se me avinagra a los diez minutos de haberlo probado. Debiera haber visto usted el rostro del señor Farnaby cuando violé yo las normas de conducta impuestas en su mesa. Fue el único incidente entretenido del festejo, lo único que alivió el deprimente y misterioso espectáculo de la señora Farnaby. Permaneció sentada con el pensamiento a miles de millas de todo lo que acontecía a su alrededor, enmarañando a los dos invitados que la flanqueaban a izquierda y derecha en una red de preguntas ausentes, tal como había hecho antes conmigo. Descubrí que uno de los caballeros era abogado y el otro armador de navíos gracias a las respuestas que, de manera ausente la señora Farnaby extrajo a cada uno de ellos sobre sus respectivas ocupaciones en la vida. Y así como hacía incesantes preguntas, comía de manera incesante. Su vigoroso cuerpo insistía en recibir abundantes alimentos. Podía vaciar su copa de vino, sospecho, con la misma facilidad con que manejaba los cubiertos, si bien descubrí cierta contención por su parte en lo tocante a los vinos. A cada tanto, el señor Farnaby observaba al sirviente con el ceño fruncido; en tales ocasiones, el sirviente y la botella pasaban de largo junto a ella. La comida y la bebida no produjeron en ella ni siquiera el más leve cambio; permanecía impertérrita a las exigencias que la cena pudiera imponerle. No cambió su cara de color, no se modificó su estado de ánimo cuando se levantó de acuerdo con la costumbre británica de que las mujeres se levanten al término de una comida.
A solas con los vinos, los caballeros comenzaron a hablar de política.
Escuché atento al principio, con la esperanza de recabar cierta información. Las lecciones sobre historia moderna recibidas en Tadmor nos habían servido para entender la posición dominante de la clase media en Inglaterra desde que se aprobó la primera Ley de Reforma. Los invitados del señor Farnaby representaban la respetable mediocridad de una posición social ventajosa, la media profesional y comercial de la nación. Todos ellos hablaban con labia más que suficiente; tan sólo yo y un anciano caballero que estaba sentado a mi lado nos limitábamos a escuchar. Yo había pasado la mañana perezosamente, sin hacer nada en el salón de fumadores del hotel, leyendo los periódicos del día. ¿Quiere saber qué me tocó oír cuando aquellos políticos aficionados dieron comienzo a su discusión? Oí cómo se traducían los principales artículos de la prensa del día a una osada conversación, y los oí fríamente enunciados por un comensal u otro, como si fuesen sus propios puntos de vista sobre cuestiones de interés público. Esa absurda impostura dio la vuelta entera a la mesa, y fue recibida y respetada por todos los presentes con una estólida solemnidad de mentirijillas que a mí me dio auténtica vergüenza testimoniar. Ninguno de los presentes dijo: «Lo he leído hoy mismo en el Times, o en el Telegraph». Ninguno de los presentes tenía opinión propia; si la tenía, desde luego no se tomó la molestia de esbozarla; si nada sabía del tema en cuestión, tampoco tuvo la honestidad de decirlo. Aquello fue una enorme simulación, que todos se conjuraron para tomar sin más por la realidad misma: ahí tiene una descripción ajustada de cómo estaba el sentimiento político entre los representativos invitados a la cena del señor Farnaby. No me limito a juzgarlos con aspereza tan sólo mediante un ejemplo; he asistido a clubes y a festejos públicas, pero siempre he oído una y otra vez lo mismo que oí en el comedor del señor Farnaby. ¿Hace falta una gran capacidad de previsión para entender que semejante estado de hechos no puede durar mucho más en un país que todavía no ha dado por concluidas sus propias reformas? Creo que ya es hora, en Inglaterra, de que el pueblo se forme sus propias opiniones, y de que tales opiniones se hagan escuchar. Será entonces cuando el Parlamento por fuerza tenga que abrirle sus puertas.
En fin, ahí tiene usted un bonito estallido de libertad republicana. ¿Qué pensara mi paciente amigo, me digo ahora, esperando todo este tiempo a que se le presente la sobrina de la señora Farnaby? Cada cosa en su sitio, Rufus. La sobrina vino después de la política, y así ha de ser aquí.
Primero tendrá usted conocimiento de lo que dijo mi vecino de mesa sobre ella. Era un curioso caballero de avanzada edad, un médico ya jubilado si mal no recuerdo. Parecía tan fatigado de aquella conversación de segunda mano como lo estaba yo: se animó e incluso se iluminó cuando introduje el asunto de la señorita Regina. ¿Le había dicho ya cómo se llama? ¿No? Pues sepa usted su nombre completo: es la señorita Regina Mildmay.
-Yo la llamo la morenita -dijo el anciano caballero-. Tiene el cabello y los ojos castaños, y una piel ligeramente bronceada. No, no puede decirse que sea la clásica morena, no llega a tanto. Su tez es de un bronceado cálido, delicado, casi claro; espere usted a verla. Ha salido al padre, se lo puedo asegurar. Era un hombre muy apuesto en sus buenos tiempos, con sangre extranjera en las venas, al menos por parte de madre. La señorita Regina debe su curioso nombre a su madre de adopción. En fin, no se preocupe por su madre. Es una persona encantadora. ¡Bebamos a su salud!
Brindamos, pues, a su salud. Al pensar que la había llamado «la morenita», dije que debía de ser bastante joven.
-¿Joven? ¡Mejor aún! -respondió el médico-. Está en la flor de la edad. Si la llamo «muchacha» es tan sólo por costumbre. ¡Espere y verá.!
-¿Y tiene buena planta?
-¡Ja! Es usted como los turcos, ¿verdad? No se contenta con una mujer de aspecto agradable; encima tiene que estar bien hecha. Pues podemos darle gusto, señor; somos esbeltos y altos, de hermosas caderas, y caminamos igual que una diosa. Espere a ver cómo lleva la cabeza sobre los hombros, no pienso decirle nada más. ¿Orgullosa? No, no es el caso. Es una criatura sencilla, de gran corazón. Siempre ha sido así, jamás la he visto perder los estribos, ni hablar mal de nadie. El hombre que la consiga ha de ser un hombre digno de envidia, eso se lo aseguro.
-¿Está comprometida? ¿Tiene previsto casarse?
-No. Ha recibido abundantes proposiciones matrimoniales, pero no parece que le importen demasiado esos asuntos... al menos basta la fecha. Se dedica en cuerpo y alma a la señora Farnaby, y ha mantenido sus amistades de la infancia. Es una espléndida criatura, con el termómetro vital a un calor templado: una persona sosegada, meditativa, equilibrada. Páseme las olivas, por favor ¡Fíjese! Nada sabemos del hombre que descubrió las olivas; no se le ha erigido ninguna estatua en ningún lugar de la tierra. ¡Pocos ejemplos conozco como éste de la ingratitud de los hombres.!
Me arriesgué a hacer una osada pregunta, y no sobre la cuestión de las olivas.
-¿No le parece la vida de la señorita Regina un tanto aburrida en una casa como ésta.?
Con cautela, el médico bajó la voz.
-Para algunas mujeres resultaría aburrida, sin duda. Regina ha tenido una vida muy difícil. Su madre era la hija mayor del señor Ronald, y aquel viejo animal jamás la perdonó por haberse casado en contra de sus deseos. La señora Ronald hizo cuanto estuvo en su mano, en secreto, para ayudar a la joven esposa que había caído en desgracia. Sin embargo, el viejo Ronald era quien tenía el dominio del dinero, y lo guardaba celosamente para sí. Desde la más tierna infancia de Regina, siempre hubo consternación en su casa. Su padre estaba acosado por sus acreedores, poniendo en práctica un plan tras otro y fracasando en todos; la madre y ella misma, medio muertas de hambre, a veces tuvieron que empeñar incluso la ropa de cama. Yo las atendí cuando estuvieron enfermas, y por más que las dos ocultaran su desdicha a todos los demás (¡orgullosas como el propio Lucifer eran las dos!), conmigo no pudieron disimular. ¡Imagínese cómo le sentó el cambio cuando vino a esta casa! No digo que vivir aquí a lo grande sea suficiente para una persona cono Regina; tan sólo pienso que eso ha de tener alguna influencia en ella. Es una de esas mujeres jóvenes, caballero, que se enorgullecen y disfrutan sacrificándose a otras personas: ama con auténtica devoción a la señora Farnaby. ¡Espero sinceramente que la señora Farnaby sea digna de su afecto! Y no es que eso importe mucho a Regina. Lo que hace, lo hace por su dulzura. ¡Es ella la que ilumina esta casa, se lo aseguro! Farnaby fue muy sabio, en defensa de sus propios intereses domésticos, cuando decidió adoptarla. Ella piensa que jamás podrá estarle suficientemente agradecida, la pobrecilla, aunque ya le ha devuelto el favor multiplicado por cien. Cualquier día Farnaby lo descubrirá; será el día en que un hombre se case con esa joya y se la lleve. No piense usted que pretendo menospreciar a nuestro anfitrión: es un buen amigo mío, pero tiende más de la cuenta a tomarse las cosas que le caen en suerte como si no fueran más que un simple reconocimiento de sus propios méritos. Se lo he dicho a la cara tantas veces que tengo todo el derecho a decirlo cuando no me está oyendo. ¿Fuma usted? Ojalá se dejasen de tanta política y ofrecieran el tabaco. ¡Farnaby! Me apetece un habano.
Esta sugerencia dio lugar a un desplazamiento a la sala de fumadores que encabezó el médico. Comencé a preguntarme si todavía se iba a posponer mucho más tiempo mi presentación a la señorita Regina. Y no iba a producirse hasta que tuviera ocasión de ver una nueva faceta del carácter de mi anfitrión, viéndome aupado a un lugar propio en la estima del señor Farnaby.
Cuando nos levantamos de la mesa, uno de los invitados me interpeló y me habló de una visita que recientemente había hecho a esa región del condado de Buckingham de la que yo provengo.
-Me mostraron una vieja casa sumamente pintoresca, en el páramo -me dijo-. Y me dijeron que había sido durante muchos siglos la residencia de la familia Goldenheart. ¿Está usted emparentado con ellos?
Le respondí que lo estaba en primer grado, pues no en vano había nacido yo en esa casa. Y ahí quedó zanjada la cuestión, tal como había supuesto. Siendo el más joven de la reunión, esperé hasta que el resto de los caballeros pasaron a la sala de fumar. El señor Farnaby y yo nos quedamos a solas. Con gran asombro vi que muy cordialmente me tomaba del brazo y me acompañaba a la sala como si fuese un viejo amigo mío.
-Le voy a ofrecer un habano -dijo- como no podría usted comprar en todo Londres. Espero que haya disfrutado de la cena. Ahora que ya sabemos qué vinos no le agradan, la próxima vez no tendremos que decírselo al sirviente. Venga a vernos cuando quiera, pruebe su suerte con nosotros. -Se detuvo en el vestíbulo, y su voz altisonante adquirió un nuevo matiz, una especie de parodia del respeto elemental-. ¿Ha ido usted a visitar -preguntó- la casa de sus familiares?
Obviamente, había oído las breves palabras que intercambiamos su amigo y yo. Me pareció extraño que le interesara un lugar perteneciente a personas a las que no conocía de nada. No obstante, respondí a su pregunta con facilidad. Solamente tuve que informarle de que mi padre había vendido la casa cuando nos fuimos de Inglaterra.
-¡Caramba, cuánto lo siento!-dijo-. Esas viejas casas familiares habría que mantenerlas siempre. La grandeza de Inglaterra, señor, hunde sus raíces en las familias más antiguas. Puede que sean ricas, puede que sean pobres, pero eso es lo de menos. Una vieja familia es una vieja familia; da pena ver que sus hogares se vendan a esos ricos industriales que ni siquiera saben quiénes fueron sus abuelos. ¿Me permite que le pregunte cuál es el lema de los Goldenheart?
¿Debo decir la verdad? Las botellas circulaban con toda libertad por la mesa del señor Farnaby, empecé a preguntarme si de veras estaba tan sobrio como aparentaba. Le dije que lamentaba decepcionarlo, pero que en verdad desconocía cuál era el lema de mi familia.
Se mostró perplejo sin ninguna necesidad afectación.
-Me parece que he visto un anillo que lleva usted -dijo tan pronto se hubo repuesto. Me tomó la mano con su zarpa fría como un pez muerto. El único anillo que llevo es de oro, sin añadiduras; perteneció a mi padre, y lleva sus iniciales a modo de sello-. ¡Dios mío! ¡No lleva usted su escudo de armas en el sello! -exclamó el señor Farnaby-. Estimado señor, tengo edad más que suficiente para ser su padre, y por eso he de tomarme la libertad de reconvenirlo. Sin duda, su escudo de armas y su lema han de estar en el Despacho de Heráldica. ¿Por qué no va a solicitarlos? ¿Quiere que vaya yo? Lo haré con gran placer No debería descuidar usted estos asuntos, desde luego que no.
Lo escuché asombrado, sin acertar a decir palabra. ¿Acaso expresaba con ironía su desprecio por las familias de abolengo? Por, fin entramos en la sala de fumar, y mi amigo el médico vino a esclarecerme la situación en privado, en un rincón aparte. Todas las palabras que había dicho el señor Farnaby las había dicho en serio. Ese hombre, que solamente a sí mismo debe el haber escalado desde la más baja posición de la sociedad hasta la posición que hoy ocupa, y que a juzgar por su propia experiencia tiene todos los motivos para despreciar el obtuso orgullo de los propios ancestros, en realidad siente una admiración sinceramente servil por ese accidente que constituye el nacimiento. «¡Ah, qué pena da la naturaleza de los hombres», como ha dicho alguien. ¡No sabe usted cuán de acuerdo estoy con ese alguien!
Pasamos al salón principal y por fin fui presentado a «la morenita» ¿Quiere saber qué impresión me causó.?
¿Sabe usted, Rufus? Noto en mí una perversa reticencia cuando se trata de seguir escribiendo esta carta tan desacostumbradamente larga, a pesar de que he llegado a la parte más interesante de la misma. No sé explicarle mi propio estado de ánimo; tan sólo sé cómo es. Las dificultades que tengo al describir a la damisela no me contrarían tanto como me contrariaba la dificultad de describir a la señora Farnaby. La veo ahora mismo como si estuviera presente en esta habitación. Incluso recuerdo (y esto no deja de ser asombroso en un hombre) el vestido que llevaba. Sin embargo, me espanta escribir sobre ella. Hágame un favor, mi buen amigo, y permítame que le envíe estas hojas manuscritas, el perezoso producto de una mañana perezosa, tal como están. La próxima vez que le escriba, le prometo avergonzarme de mi caprichoso estado de ánimo y pintar el retrato de Regina con todo detalle.
Entretanto, no se quede con la idea de que la muchacha me ha causado una impresión desagradable. ¡Santo cielo! Lejos de eso. Ya tiene usted la opinión que la muchacha le merece al médico. Muy bien, multiplíquela por diez, y se hará una idea de la mía.
NOTA: En esta carta hay un curioso añadido, que data de varios meses después del momento en que fue recibida. Dice así: «¡Ah, pobre Amelius! Más le valdría haber vuelto junto a la señorita Mellicent y haber hecho frente al pequeño contratiempo de su edad ¡Qué muchacho tan brillante, tan adorable! ¡Adiós a Goldenheart!».
No llevan firma estas líneas. Sin embargo, se sabe que son de puño y letra de Rufus Dingwell.
Capítulo 2
Deseo que vengas a almorzar con nosotros, queridísima Cecilia, pasado mañana a ser posible. No me digas que la casa de los Farnaby, es aburrida, no me digas que Regina es demasiado lenta de reflejos para ti; no pienses en el largo trayecto que han de hacer los caballos para llegar a esta casa desde el lugar de Londres en que resides. Esta carta contiene interés propio, y es que tengo novedades para ti. ¿Qué piensas de un joven que es inteligente, y apuesto, y agradable? ¿Qué piensas, maravilla de maravillas, si además te digo que en nada se parece al resto de los caballeros ingleses que hayas podido ver a lo largo de tu vida? Lo conocerás en el almuerzo; debes acostumbrarte antes que nada a su extraño nombre y apellido, por lo cual te adjunto su tarjeta de visita.
Hizo acto de presencia en nuestra casa ayer mismo, a la hora de la cena.
Cuando me lo presentaron, a la hora del té, no se contentó con una simple reverencia; insistió en estrecharme la mano. «Allí donde he vivido -me explicó-, nos gusta redondear una presentación con un poco de cordialidad». Miró su taza de té después de decir esto, con el aire de ser un hombre capaz de decir algo más siempre y cuando recibiera las debidas muestras de ánimo. Y yo, faltaría más, se !as di. «Supongo que estrecharse la mano en América es casi lo mismo que hacerse una reverencia en Inglaterra, ¿verdad?», le dije de manera tan sugerente como pude.
Me miró a la cara y negó con un gesto. «En este país hay demasiadas formalidades -dijo-. Por ejemplo, la virtud de la hospitalidad parece ser mera formalidad en Inglaterra. En América, cuando alguien a quien apenas conocemos dice "Venga a verme", lo dice con el corazón en la mano. Si eso mismo lo dijera aquí, en nueve de cada diez casos la gente se ha de mostrar sinceramente asombrada cuando usted cometa la estupidez de tomar sus palabras al pie de la letra. Detesto la falta de sinceridad, señorita Regina; ahora que he regresado a mi país, me encuentro con que esa falta de sinceridad es una de las instituciones establecidas de la sociedad británica. "¿Hay algo que podamos hacer por usted?" Pida usted a quien sea que haga algo por usted, y ya verá a qué se refiere en realidad. "¡Gracias por esta velada tan placentera!". Súbase al carruaje al que suben ellos para regresar a sus casas, y ya verá a qué se refieren. "¡Qué aburrimiento!". "Estimado señor mío, permítame felicitarle efusivamente por su nombramiento." Acto seguido, el tal señor queda a un lado... y así nos enteramos de qué significan las felicitaciones, "¡Viejo bestia corrompido! ¡Ha tenido que pagar en especie el precio de su elección!" "¡Ah, estimado señor mío, qué libro tan delicioso ha escrito usted!" El estimado señor suyo queda a un lado, y entonces pregunta usted de qué trata el libro en cuestión. "Si quiere que le diga la verdad, no lo he leído. ¡Chitón! Es un personaje al que reciben en la corte real, por eso hay que hacerle esos cumplidos". El otro día, un amigo mío me llevó a una cena por todo lo alto que daba el señor alcalde. Lo acompañé primero a su club allí se reunieron muchos invitados distinguidos antes de acudir a la cena. ¡Santo cielo! ¡Cómo hablaban del señor alcalde! Uno de ellos ni siquiera sabía su nombre, ni tenía ganas de saberlo; el otro ni siquiera tenía muy claro si era comerciante en velas o fabricante de botones; un tercero, que lo había conocido en alguna parle, lo describía como si fuese un asno redomado; un cuarto incluso tuvo la desfachatez de pedir a la concurrencia que no fueran demasiado duros con él: "Tan sólo es un vulgar individuo de la calle, que ni siquiera sabe pronunciar las haches". Siguió un coro de acuerdo generalizado a medida que se acercaba la hora de la cena: "Qué aburrimiento!" dije a mi amigo en un susurro. "¿Por qué acuden todos a la cena?" Y me respondió con toda claridad: "Son cosas que a la fuerza es preciso hacer". Y cuando llegamos a la mansión, la verdad es que no se pudieron vengar más a fondo. Tan pronto terminaron los discursos de rigor, aquellos mismos individuos que habían expresado su más profundo desprecio por el señor alcalde, bien que a sus espaldas, lo adularon a la cara de manera tan desvergonzada y tan servil, con una mezquindad y una falta de sensibilidad tan grandes respecto de su propia bajeza, que de veras me puse enfermo, literalmente enfermo. Salí a tomar el aire y después de la compañía en que había estado traté de protegerme con el humo de un buen habano. ¡No, no! Es inútil dar excusas de este comportamiento y menos aún decir que son meras fruslerías. Podría citar docenas de ejemplos de los que he sido testigo con mis propios ojos. Cuando las fruslerías pasan a ser costumbres, tanto suyas como mías, es que forman parte de nuestro carácter. En Inglaterra tenemos un sistema social basado en la falsedad, un sistema inveteradamente viciado. Si desea usted hallar una de las causas, no deje de observar esas faltas de sinceridad tan organizadas que hay en la vida cotidiana en Inglaterra.»
Habrás de entender, Cecilia, que todo esto no me lo dijo de una tirada, tal como lo he apuntado aquí. Parte de lo dicho surgió como respuesta a mis preguntas, parte fue pronunciado entre risas, charlas y tazas de té. Sin embargo, deseo mostrarte qué distinto es este joven respecto a los jóvenes con quienes tenemos por costumbre vernos, y por eso he comprimido toda esa conversación en una sola muestra, tal como lo diría papá Farnaby.
Querida, es que además es decididamente apuesto (me refiero a nuestro delicioso Amelius): tiene su rostro una brillantez manifiesta, un tanto ansiosa y desde luego honesta, indescriptiblemente refrescante por contraste con la estolidez de los caballeros ingleses al uso. Su sonrisa es un encanto; sus movimientos, elegantes; es tan poco cohibido como un lebrel italiano. En América se ha criado entre personas sumamente raras; tal vez no te lo vas a creer, pero es socialista. No te alarmes por eso. Nos sobresaltó terriblemente a todos al declarar que su socialismo es algo que ha aprendido por entero en el Nuevo Testamento. He repasado el Nuevo Testamento desde que me comentó algunos de sus principios, y es mi deber señalar que tiene toda la razón.
Ah, se me olvidaba: ¡nuestro joven socialista sabe tocar y canta muy bien! Cuando le pedimos que se sentara al piano, se levantó y la hizo sin demora. «No se me da nada bien -dijo-, de modo que no será preciso presionarme». Cantó viejas canciones inglesas, y las cantó con mucho gusto, con gran dulzura. Uno de los caballeros presentes en la reunión, obviamente malquistado con él, le habló creo yo con bastante rudeza. «Un socialista que sabe cantar y tocar el piano -dijo- ha de ser un socialista inofensivo, desde luego. De nuevo me tranquiliza que mi cuenta corriente esté a salvo, y que esta vez no vengan ustedes a prender fuego a todo Londres». Y hay que ver cómo le contestó, ya lo creo. «¿Por qué íbamos a prender fuego a Londres? Londres se queda con un porcentaje de sus ingresos, señor mío, tanto si le gusta como sí no, y eso lo hace a partir de unos muy sólidos principios socialistas. Usted es el hombre que tiene dinero, y el socialismo dice que usted debe ayudar y que sin duda ayudará al que no tiene nada. Eso es justamente lo que le dicta la Ley de los Pobres, cada vez que el recaudador pasa por su domicilio.» ¿No te parece extremadamente inteligente? Encima, resultó doblemente severo por el buen humor con que lo dijo.
Entre nosotras, Cecilia, te diré que me parece que está colado por mí. Cada vez que me desplazaba por la sala, me seguía con sus ojos brillantes sin dejarme a sol ni a sombra. Cuando me senté al lado de otro de los invitados, pues no me parecía correcto estar en todo momento solamente con él, se las ingenió siempre para encontrar una silla a mi lado. Cada vez que me hablaba, notaba en su voz un tono, algo, no sé, que no empleaba con ningún otro de los presentes. Ya juzgarás por ti misma cuando vengas, pero no te precipites en sacar tus propias conclusiones. ¡No, no! ¡De ninguna manera! No me pienso enamorar de él. No es mi estilo enamorarme de nadie. ¿Recuerdas qué dijo de mí el último de los pretendientes que tuve, al que también rechacé? «Tiene en el costado izquierdo una máquina que bombea la sangre en su cuerpo, pero no tiene corazón». ¡Qué pena me dala mujer que secase con ese hombre.!
Una cosa más, querida. Este curioso Amelius parece fijarse en detalles y bagatelas que escapan a los hombres en general, y se fija en ellas exactamente igual que nosotras. Al término de la velada, la pobre mamá Farnaby cayó en uno de esos lapsos en que se queda como ausente, medio dormida, medio despierta, en el sofá del salón. «Tu tía me parece una mujer muy interesante -me dijo en voz baja Amelius-. Ha debido de sufrir una pena muy grande en algún momento de su pasado.» ¡Imagínate! ¡Un hombre capaz de decir una cosa así! Dejó caer algunos indicios para hacerme ver que se estaba devanando los sesos por descubrir cómo me llevo con ella, si gozo de su confianza o no: incluso llegó al extremo de preguntarme qué tipo de vida llevo con las tíos que me han adoptado como si fuera su hija. Querida, me lo dijo con tanta delicadeza, con una simpatía tan irresistible y con un respeto tan encantador, que me llevé un buen susto al recordar, durante las horas que pasé esa noche sin conciliar el sueño, con qué libertad le hablé de todo. No es que haya traicionado mis secretos, como bien sabes, soy tan ignorante como la que más acerca de los problemas y las complicaciones que haya tenido en el pasado mi pobre y queridísima tía. Sin embargo, sí que le conté cómo había llegado yo a su casa cuando era una huerfanita pequeña y desamparada; le conté con qué generosidad me adoptaron mis parientes; qué feliz era al ver que podía hacer algo por animar sus tristes vidas de pareja casada y sin hijos. «Ojalá fuera yo la mitad de bueno que tú -dijo-. No consigo entender cómo le tienes tanto cariño a la señora Farnaby. ¿Será que el cariño empezó siendo simpatía y compasión?» ¡Imagínate! ¡Un joven inglés diciendo tal cosa! Siguió confesándome sus perplejidades como si nos conociéramos los dos desde la más tierna infancia. «Me sorprende un poco ver a la señora Farnaby presente en esta clase de festejos; yo diría que debería haber permanecido en sus habitaciones». «Eso es justamente lo que menos desea -contesté-; dice que en tal caso todo el mundo pensaría que su esposo se avergüenza de ella, o que ella no es apta para presentarse en sociedad sino participa de esos festejos, y está decidida a que nadie piense tal cosa ni por asomo» ¿Te imaginas con qué poca reserva hablé con él? Es todo un ejemplo, Cecilia, de ese raro comportamiento que guían solamente mis impulsos. Además, en compañía de ese hombre... Es muy grato y muy amable, y sin embargo es muy varonil. Me muero de curiosidad por ver si tú puedes resistirte a sus encantos, teniendo en cuenta tu superior firmeza y tu amplio conocimiento del mundo.
No obstante, aún no te he comentado el incidente más raro de todos, pues me invaden ciertas vacilaciones sobre la mejor manera de describírtelo de tal modo que te interese lo que a mí me ha interesado hondamente. Debo decírtelo con toda la sencillez de que sea capaz, y dejar que las cosas hablen por sí mismas.
¿A que no sabes quién ha invitado a almorzar a Amelius Goldenheart? No ha sido papá Farnaby, que tan solo quiere invitarlo a cenar. Ni yo, por descontado. ¿Quién dirás que ha sido? ¡Mamá Farnaby en persona! Ha llegado a suscitar tal interés en ella que, desde que se fue, no ha hecho otra cosa que pensar en él y soñar con él.
Ayer por la noche la oí a la pobrecita; hablaba y le rechinaban los dientes en sueños. Fui a su dormitorio por ver si podía tranquilizarla como de costumbre, poniéndole la mano fresca sobre la frente y presionándosela con suavidad. (El viejo médico dice que es magnetismo, pero eso es una ridiculez.) Esta vez no conseguí nada positivo; siguió murmurando y haciendo ese horrible ruido con los dientes. De vez en cuando pronunciaba alguna palabra de tal modo que resultaba ininteligible. No logré sacar nada en claro de lo que oí, pero sí me enteré de una cosa indudable; ¡estaba soñando con nuestro invitado de América!
Esta mañana, cuando subí a llevarle su taza de té, no le dije nada, claro está. ¿A que no sabes qué fue lo primero que me pidió? Papel, tinta y pluma. Acto seguido me pidió que le escribiese la dirección del señor Goldenheart en un sobre. «¿Piensas escribirle?» le pregunté. «Sí -me dijo-. Deseo hablar con él mientras John esté ausente por sus asuntos de negocios» «¿De algún secreto?», dije, y me di la vuelta riéndome. Me contestó con toda seriedad: «Sí, de secretos». Escribió la carta y la despachó a su hotel, invitándole a almorzar con nosotros en el primer día que tuviera libre. Ha contestado y ha dicho que le viene bien almorzar con nosotros pasado mañana. Para tratar de desvelar el misterio, le pregunté si deseaba que yo estuviera presente en el almuerzo. Se paró a pensarlo antes de contestar. «Quiero que se entretenga y que esté de buen humor -dijo-, antes de que hable con él de un asunto. Sí, es preciso que almuerces con nosotros. Y puedes invitar a Cecilia». Se calló, volvió a considerar la cuestión. «Pero ten cuidado con una cosa -siguió diciendo-. Es preciso que tu tío no sepa nada de esto. Si se lo dices, jamás volveré a dirigirte la palabra»
¿No te parece extraordinario? Sea cual, fuere su sueño, es evidente que le ha producido una fuerte impresión. Creo muy en serio que se propone llevárselo a sus habitaciones cuando finalice el almuerzo. Querida Cecilia, ¡necesito que me ayudes a impedirlo! Nunca me ha confiado sus secretos; por lo que yo alcanzo a saber, bien pueden ser secretos de la más absoluta inocencia. Con todo y con eso, sin duda es muy deseable que no opte por confiar sus secretos a un joven que no pasa de ser más que un conocido nuestro, porque una de dos: o se pondrá en ridículo a sí misma, o hará algo peor incluso. Si el señor Farnaby se entera, de veras que me echo a temblar sólo de pensar en lo que podría suceder.
En aras de nuestra antigua amistad, no me dejes a solas frente a esta dificultad tan grande. Te pido una línea, sólo una línea, querida, para decirme que no me fallarás.
LIBRO TERCERO
El pie de la señora Farnaby
Capítulo 1
Era un concierto vespertino con un programa dedicado sobre todo a la música alemana moderna. Los pacientes ciudadanos ingleses sentados en hileras, apiñados, escuchaban aquellos presuntuosos ruidos instrumentales que con toda impudicia se ofrecían a sus oídos como triste sucedáneo de una melodía. Mientras aquellas dóciles víctimas de la peor de las charlatanerías (la falsificación musical) seguían bregando para aguantar la primera hora del evento, una pasajera oleada de interés sacudió la estancada superficie de la audiencia, si bien fue debida al hecho de que una señora se levantara de pronto sofocada, dando muestras de estar abrumada por el calor. Fue rápidamente acompañada fuera de la sala (tras susurrar una brevísima explicación a las dos damiselas sentadas a su lado) por el caballero que era el cuarto miembro de la comitiva. A solas, las dos damiselas se miraron entre sí y murmuraron a punto de levantarse de sus asientos; tuvieron una confusa conciencia de que la distraída atención del público se concentraba en ellas y decidieron por fin seguir a sus compañeros al exterior de la sala.
Sin embargo, la dama que las había precedido en su salida tenía una razón de peso para no esperar en el vestíbulo a recuperarse de su vahído. Cuando el caballero que la acompañaba le preguntó si deseaba que le trajera un vaso de agua, contestó cortantemente que prefería que le consiguiera un coche de punto.
-Y dese prisa -añadió.
El coche de punto apareció en un instante; el caballero subió tras ella a instancias de la dama.
-¿Se encuentra mejor? -le preguntó.
-Jamás me ha sucedido nada. A decir verdad, me encuentro estupendamente -repuso ella con toda calma-. Dígale al cochero que vaya más deprisa.
Tras obedecer sus instrucciones, el caballero (Amelius, para más señas) comenzó a dar muestras de hallarse un tanto desconcertado. La dama (que no era otra que la señora Farnaby) percibió su estado y le agasajó con una explicación.
-Tenía motivos personales para invitarle hoy al almuerzo -comenzó a decir con esa manera de hablar tan directa y tan peculiar que tenía-. Deseaba conversar con usted en privado. Mi sobrina Regina... No se sorprenda de que la llame «mi sobrina», si bien ha oído usted que el señor Farnaby la llama «hija». Que la hayamos adoptado no pasa de ser más que una manera de hablar; eso no altera la realidad de los hechos, y no la convierte en hija mía ni tampoco del señor Farnaby, ¿verdad que no?
Había terminado con una pregunta, pero no dio la impresión de que aguardase una respuesta. Había vuelto la cara hacia la ventanilla del coche, no hacia Amelius. Él era una de esas contadísimas personas que son capaces de callar cuando nada tienen que decir. La señora Farnaby siguió hablando.
-Mi sobrina, Regina, es a su manera una bellísima criatura, pero es muy suspicaz de las demás personas. Tiene alguna razón propia por la cual trata de impedirme que hable yo con usted a solas y con toda confianza, y debo añadir que su amiga Cecilia ha decidido ayudarla en su empeño. Sí, en efecto: el concierto fue el obstáculo que quisieron interponer entre usted y yo. Tras decirles que le apetecía oír música, se vio usted obligado a asistir al concierto; yo no pude quejarme siquiera, pues ya disponían de una entrada para mí. Nada tiene de extrañar que me sintiera agobiada por el calor; nada tiene de llamativo que usted cumpliera con su deber de caballero y cuidase de mí. ¿Y en qué para todo ello? En que por fin estamos juntos los dos, de camino a mis aposentos, muy a pesar de las dos jovencitas. Teniendo en cuenta mi desamparo, reconocerá usted que no está nada mal, ¿verdad que no?
Preguntándose para sus adentros qué significaba todo aquello, y qué podría querer de él la buena señora, Amelius insinuó que tal vez las dos jóvenes abandonasen la sala de conciertos y, al no encontrarlos en el vestíbulo, los siguieran a la casa.
La señora Farnaby volvió la cabeza para contemplarlo por vez primera desde que estaban juntos.
-Hasta el momento, me he mostrado a la altura de sus artimañas -dijo-. Déjelo en mis manos y ya verá cómo todavía puedo estar a su altura.
Dicho esto, contempló la cara de perplejidad que había puesto Amelius para realizar un rapidísimo examen. Sus labios generosos se relajaron hasta adoptar una tenue sonrisa; hundió levemente la cabeza sobre el pecho.
-Me pregunto si no estará pensando este joven que estoy un poco loca -dijo en voz baja para sí-. Hay mujeres que, de estar en mi lugar, habrían enloquecido hace muchos años. Y no sería de extrañar que también eso hubiera sido lo mejor para mí. -De nuevo contempló a Amelius-. Creo que es usted un hombre de buen natural -siguió diciendo-. ¿Se encuentra usted ahora con su humor de costumbre? ¿Ha disfrutado del almuerzo? ¿Le ha puesto en buena disposición con las mujeres en general la compañía de dos damiselas tan animadas? Deseo que se encuentre usted de particular buen humor conmigo.
Hablaba con bastante seriedad. Amelius, un tanto asombrado, se encontró contestando por su parte con idéntica seriedad, y le aseguró del modo más convencional que estaba completamente a su servicio. Algo había en el talante de la señora que le afectaba de manera harto desagradable. De haber seguido sus propios impulsos, habría bajado del coche de un salto y habría recobrado su libertad y su despreocupación en un instante, huyendo de allí a toda la velocidad que le permitieran sus piernas.
El cochero enfiló la calle en la que se hallaba la residencia de la señora Farnaby. Ésta le indicó que se detuviera y bajó a cierta distancia del portal.
-Piensa usted que las dos jóvenes pueden seguirnos -dijo a Amelius-, pero eso no importa, pues nada les dirán los criados si efectivamente nos siguen. -Le indicó que no llamara a la aldaba cuando llegaron al portal-. Es la hora del té en la planta baja -susurró a la vez que consultaba su reloj-. Podemos entrar los dos en la casa sin que los criados se aperciban de nuestra llegada. ¿Entiende usted?
Sacó del bolsillo un aro de acero con varias llaves.
-Es un duplicado de la llave que usa el señor Farnaby -explicó al elegir una y abrir la puerta de la calle-. A veces, cuando me desvelo muy a primera hora, si no al alba, no soporto estar en cama; debo salir a dar un paseo. Gracias a mi llave vuelvo a entrar, igual que ahora mismo, sin molestar a nadie. Mejor será que no le diga nada al señor Farnaby. Tampoco es que importe gran cosa, ya que yo me negaría a darle mi llave en el supuesto de que me la exigiera. Pero es usted un hombre de buen natural, y no querrá dar pie a una riña entre marido y mujer, ¿verdad que no? Pase, entre sin hacer mido y sígame.
Amelius titubeó. Algo le producía una manifiesta repulsa en el hecho de entrar en casa de otro hombre de forma tan clandestina.
-¡Muy bien! -susurró la señora Farnaby al comprenderlo-. Consulte con su propia dignidad, salga de nuevo y llame a la puerta para preguntar si estoy en casa. Yo solamente pretendía impedir un jaleo doméstico y la interrupción consiguiente cuando regrese Regina. Si los criados no saben que estamos aquí, con toda seguridad le dirán que todavía no hemos vuelto. ¿O es que no lo entiende?
Tras esto, habría sido absurdo resistirse a la idea. Amelius la siguió con sumisión hasta el otro extremo del vestíbulo. Allí, la señora Farnaby abrió la puerta de una habitación larga y estrecha, construida a espaldas de la casa.
-Ésta es mi guarida -dijo, e indicó a Amelius que entrase-. Mientras estemos aquí, nadie vendrá a molestarnos. -Dejó sobre una silla su sombrero y su echarpe y señaló una caja de puros que había sobre la mesa-. Sírvase -dijo-. También a mí me gusta fumar si no hay nadie delante. Ésa es una de las razones, me atrevería a decir, de que Regina desee impedir su entrada en mis habitaciones. A mí el tabaco me relaja. ¿Qué me dice?
Encendió un habano y entregó la caja de cerillas a Amelius. Al comprender que se hallaba justamente comprometido con la aventura, se resignó a las circunstancias con su llaneza y su buen contentar de costumbre. Encendió un habano y ocupó un sillón junto al fuego, aparte de mirar en derredor con una compostura tan impenetrable como si hubiera sido el mismísimo Rufus Dingwell en persona.
La estancia no semejaba en nada un boudoir. Sobre el suelo reposaba una alfombra turca un tanto deshilachada y desvaída. La mesa de caoba de rigor no estaba cubierta por mantel ninguno; la cretona con que estaban tapizadas las sillas tenía una antigüedad de veras venerable. Parte del mobiliario daba a la estancia el aire de ser el habitáculo de un hombre. Colgaban sobre la despojada repisa de la chimenea unas pesas y mancuernas como las que se empleaban en los ejercicios atléticos; una gran estructura de madera de roble, un armatoste a mitad de camino entre una cómoda y un guardarropa, cerraba uno de los laterales hasta el techo mismo; en la pared frontera había un adorno de madera torneada. Sobre éste colgaban cuatro grabados en fila, en sombríos marcos de madera negra, que atrajeron la atención de Amelius. Eran grabados de procedencia extranjera, en su mayor parte decolorados por el paso del tiempo, y todos ellos representaban diversos aspectos de un mismo tema; niños pequeños separados de sus padres por un abandono o un robo. Ahí estaba el pequeño Moisés en su cestillo de mimbre, a la orilla de un gran río. A continuación aparecía el buen san Francisco deambulando por las calles para rescatar a criaturas olvidadas en plena noche invernal. Un tercer grabado mostraba el orfelinato del viejo París y el torno a la entrada, y la campanilla que era preciso tocar cuando la criatura se encontraba dentro de un compartimento del torno. El último asunto de los grabados era el robo de un bebé que una gitana arrebataba del regazo a su niñera adormecida. Estos tristes temas eran el único ornato de las paredes. No se veía ni rastro de libros ni de música; no había una simple labor de costura; no había elegantes detallitos; no había piezas de porcelana, ni flores, ni joyas centelleantes ni delicados encajes: nada, absolutamente nada, que hiciera pensar en la presencia de una mujer.
-Son varias las cosas que debo decirle -comenzó-, pero hay una que es preciso dejar bien clara desde el principio. Deme usted su sagrada palabra de honor de que no repetirá a ningún mortal lo que a punto estoy de relatarle. -Se reclinó en su sillón y aspiró hondamente del habano para exhalar luego el humo y esperar su respuesta.
Joven, poco avisado y nada propicio a las suspicacias, este método de conquistar su confianza al asalto, tan poco escrupuloso, sobresaltó a Amelius. Gracias a su tacto connatural y a su sensatez comprendió que la señora Farnaby le estaba pidiendo demasiado.
-Señora, le ruego que no se enoje conmigo -dijo-, pero debo recordarle que está usted a punto de contarme sus secretos sin que medie por mi parte el menor deseo de conocerlos...
Ella le interrumpió.
-Y eso... ¿qué importa? -preguntó con frialdad.
Amelius era obstinado, así que siguió con lo que iba a decir.
-Mucho me gustaría saber -dijo- que, si le doy mi promesa, no hago mal a nadie.
-Muy al contrario, hará usted un gran favor a una miserable criatura -contestó ella tan reposada como siempre-, y no hará ningún mal a nadie, ni siquiera a usted mismo, si me da su palabra. Eso es todo cuanto puedo decirle. Se le ha apagado el puro, tenga lumbre.
Amelius tomó las cerillas con la docilidad perruna de un hombre que se encuentra en un estado de absoluto desconcierto. Ella aguardó y lo contempló con gran compostura mientras encendía el habano de nuevo.
-¿Y bien? -preguntó-. ¿Me va a dar su palabra?
Amelius se la dio.
-¿Es su sagrada palabra de honor? -insistió.
Amelius repitió la fórmula. Ella volvió a reclinarse en el sillón.
-Deseo hablar con usted como si hablase con un viejo amigo mío -le explicó-. ¿No le importará que le llame Amelius?
-Desde luego que no.
-Pues bien, Amelius. Antes que nada, debo comunicarle que hace muchos años cometí un pecado. He sufrido el castigo, y todavía lo estoy sufriendo. Desde que era joven, me acongoja el corazón un pesado fardo de tristeza. No me he reconciliado con ello, todavía no puedo someterme a ello. Creo que ni siquiera si llegara a vivir cien años me reconciliaría con ello ni me sometería a ello. ¿Desea que entre en los detalles, o tendrá usted piedad de mí para contentarse con lo que de momento le he referido?
No lo dijo con encarecimiento, con ternura ni con humildad; hablaba con una resignación salvaje y contenida, que traslucía tanto en su voz como en su actitud. Amelius de nuevo olvidó su habano; ella volvió a recordárselo. Le respondió tal como se lo aconsejaba su temperamento generoso e impulsivo.
-No me diga nada que le cause un solo momento de dolor; dígame tan sólo cómo podría yo ayudarla.
Ella le entregó la caja de cerillas.
-Se le ha vuelto a apagar el puro.
Él lo dejó en el cenicero. En su corta experiencia vital, nunca había visto una tristeza humana que se expresara de semejante forma.
-Discúlpeme -dijo-, prefiero no fumar ahora.
Ella dejó su habano sobre el cenicero, como Amelius, y cruzó los brazos sobre el pecho para contemplarlo con el primer destello de blanda ternura que él había visto en su rostro.
-Amigo mío -le dijo-, vivirá usted una vida de tristeza, y le compadezco. El mundo ha de lastimar ese corazón tan sensible que tiene; el mundo ha de pisotear su natural tan generoso. Cualquier día de éstos será usted tan desdichado como yo. En fin, ya basta. Levántese; tengo algo que quiero enseñarle.
Poniéndose en pie, lo condujo hacia el gran armario ropero de madera de roble y sacó el aro de las llaves del bolsillo.
-Se trata de esta vieja pena que tengo -prosiguió-. Sea justo conmigo, Amelius, al menos al principio. Nunca la he tratado como tratan sus penas otras mujeres; no la he mimado, nunca la he acariciado, ni la he engrandecido para mí o para los demás, no. He tratado de hallar alivio por todos los medios, he procurado todas las ocupaciones posibles para distraerme. Un solo ejemplo de lo que le digo valdrá tanto como cien, así que véalo con sus propios ojos.
Introdujo la llave en la cerradura. Se resistió a sus primeras esfuerzos. Con un despectivo golpe de impaciencia y una repentina aplicación de su extraña fortaleza, abrió las dos hojas del armario ropero. Tras la hoja de la izquierda apareció una hilera de estantes abiertos. El compartimento contiguo, tras la hoja de la derecha, estaba lleno de cajones con tiradores de latón. Cerró la hoja de la izquierda empujándola con auténtico enojo, como si su apertura hubiera desvelado algo que ella no deseara que se viera. Por pura casualidad, Amelius miró primero en esa dirección. En el único instante de que dispuso para entrever algo, alcanzó a vislumbrar, cuidadosamente dobladas en uno de los estantes, una mantilla y una cofia de bebé amarillecidas por el paso del tiempo.
Así quedó más que relatada al menos la mitad de aquella historia del pasado contada a medias. Aquellas reliquias atesoradas, recuerdos de un recién nacido, arrojaron una tenue luz. sobre el motivo por el cual había escogido los temas de los grabados que adornaban la pared. ¡Un niño abandonado y perdido! ¡Un niño que muy posiblemente todavía estaba vivo en alguna parte!
Se volvió de repente hacia Amelius.
-En esa parte no hay nada que le pueda interesar -dijo-. Mire estos cajones, ábralos usted mismo. -Se retiró un paso mientras hablaban y señaló el cajón superior de la hilera. Había un papel pegado sobre el asa: «Consuelos inútiles», decía.
Amelius abrió el cajón, que estaba repleto de libros.
-Mírelos -dijo ella. Amelius la obedeció y descubrió diccionarios, gramáticas, ejercicios, poemas, novelas y relatos... en lengua alemana-. Traté de aprender una lengua extranjera para distraer mis penas -dijo a sus espaldas la señora Farnaby con la voz sosegada-. Meses y meses de arduos estudios... ahora olvidados. Aquella vieja pena volvía a mí a pesar de todo. ¡Un consuelo inútil! Abra el siguiente cajón.
El siguiente cajón contenía acuarelas y materiales de dibujo apiñados en un rincón, así como un montón de paisajes convencionales y más bien poco conseguidos. En tanto obras de arte, eran una auténtica pena; monumentos a la industriosidad y a la aplicación, cualidades miserables y absolutamente desaprovechadas.
-No tenía yo talento para esa dedicación, ya lo ve usted -dijo la señora Farnaby-. Sin embargo, perseveré semana a semana, mes a mes. «Lo odio», me decía; «me cuesta un esfuerzo espantoso, me supone una preocupación que no me beneficia, es algo que me persigue y me humilla, y tan es así que esto sin duda mantendrá mi ánimo ocupado y mis pensamientos bien lejos de mí.» Pues no fue así: las mismas penas de siempre me miraban a la cara desde el papel que tanto empeño ponía en estropear, por medio de los colores que no lograba aprender a utilizar. ¡Otro consuelo inútil! Ciérrelo, se lo ruego.
Ella misma abrió el tercer y el cuarto cajón. En uno apareció un ejemplar del texto de Euclides y un cuaderno lleno de problemas resueltos; el otro contenía un microscopio y un tratado relativo a su empleo.
-Siempre el mismo esfuerzo -dijo a la vez que cerraba la puerta del armario ropero-, siempre el mismo resultado. Ya ha visto usted más que suficiente; también yo estoy harta de todo eso. -Se volvió y señaló el adorno de madera torneada del rincón, las pesas y mancuernas de encima de la repisa-. Eso es algo que no me importa contemplar con paciencia -siguió diciendo-, pues me proporciona alivio corporal. Trabajo en ese adorno y torneo la madera hasta que me duele la espalda; hago pesas hasta que me vence la fatiga. Y luego me tiendo sobre la alfombra y me duermo, y me olvido de mí al menos durante una o dos horas. Venga conmigo junto al fuego; ya conoce usted cuáles son mis inútiles consuelos, así que ahora le relataré cuál es mi consuelo viviente. Por hacer justicia al señor Farnaby... ¡ay, cuánto le odio!
Dijo esas vehementes palabras como si hablara sólo para sí, y las dijo con tal amargura y tal desprecio que se oyeron con toda nitidez. Amelius miró furtivamente hacia la puerta. ¿Sería de veras imposible que Regina y su amiga llegaran a interrumpirles? Después de lo que había visto y lo que había oído, ¿era imaginable siquiera que él diera consuelo a la señora Farnaby? Tan sólo podía preguntarse qué objeto tendría ella en mente al haberle hecho tales confidencias. «¿Será que estoy condenado a verme en estos embrollos con las mujeres? -se dijo-. Primero la pobre Mellicent y ahora ésta. ¿Quién será la siguiente?» Volvió a prender el habano. Solamente la hermandad de los fumadores, nadie más, entenderá qué refugio le supuso en esos instantes.
-Deme lumbre -dijo la señora Farnaby al acordarse de su propio habano-. Me gustaría saber una cosa antes de proseguir. Amelius, me he fijado en cómo le brillaban los ojos durante el almuerzo. ¿Me decían la verdad? No estará usted enamorado de mi sobrina, ¿verdad?
Amelius se quitó el habano de la boca y la miró.
-¡Adelante, no sea tímido! -insistió ella.
Amelius se sinceró al menos en cierta medida.
-La admiro muchísimo -contestó.
-¡Ah! -comentó la señora Farnaby-. No la conoce usted tan bien como yo.
El desdén y la indiferencia con que lo dijo irritaron a Amelius. Todavía era suficientemente joven para creer en la existencia de la gratitud, y la señora Farnaby se había expresado con una ingratitud manifiesta. Por otra parte, le tenía a Regina tal aprecio que se sintió ofendido al tener noticia de esa referencia que pretendía rebajarla en su consideración.
-Me sorprende lo que acaba de decir usted -explotó-. Ella le tiene un gran cariño.
-Desde luego -dijo la señora Farnaby sin que le importase-. Desde luego que me tiene un gran cariño, faltaría más. Ella es el consuelo viviente a que me refería. Ésa fue la idea que se hizo el señor Farnaby cuando la adoptó. «He ahí una hija perfecta, a pedir de boca, para mi esposa; eso es exactamente lo que esa mujer tan fastidiosa necesita para consolarse», fue lo que pensó el señor Farnaby. ¿Sabe qué opinión me merece? Creo que es un razonamiento propio de un idiota sin dos dedos de frente. Un hombre puede tener gran inteligencia en su profesión, pero también puede ser un bobo despreciable en otros aspectos. ¿Cómo iba a ser la hija de otra mujer un consuelo para mi? ¡Paparruchas! Me pongo enferma sólo de pensarlo. Si algún mérito me adorna, Amelius, es que yo jamás me ando con hipocresías. Es mi deber tomar a mi cuidado a la hija de mi hermana, y ese deber lo cumplo de muy buena gana. Regina es una estupenda criatura, eso no pienso ponerlo en duda. Pero también es como todas esas mujeres altas y morenas: no tiene sangre en las venas, no tiene vivacidad. Tan sólo una disposición amable, feble, modosita, azucarada; en el fondo, le sobra esa tranquila obstinación que tiene, se lo aseguro. Sí, no dude que le estoy haciendo justicia; no pienso negar que me tiene un gran cariño, como dice usted. Sin embargo, ahora pretendo sincerarme. Y debería usted tener presente, y espero que así sea, que el consuelo viviente que me proporciona el señor Farnaby apenas me sirve de algo más que de lo que me sirven todas las cosas que ha visto usted en esos cajones. Así es; queda claro lo que Regina representa. No; hay una cosa más que conviene aclarar. Cuando me dice usted que la admira, ¿qué pretende decir con toda exactitud? ¿Aspira a casarse con ella?
Por una sola vez, Amelius se aferró a su dignidad.
-Es demasiado el respeto que me inspira la damisela para responder a su pregunta -dijo con un punto de altanería.
-Se lo digo porque, caso de que sea cierto, es mi intención interponer todos los obstáculos y cortapisas que me sea posible. En dos palabras, tengo la intención de impedírselo.
Esta declaración de intenciones dejó pasmado a Amelius. Confesó la verdad de su sentimiento con sólo dos palabras.
-¿Por qué? -preguntó de manera cortante.
-Aguarde un poco, no pierda los estribos -señaló ella.
Se hizo el silencio entre ambos. Estaban sentados a uno y otro lado de la chimenea, contemplándose con atención
-¿Está usted dispuesto? -siguió diciendo la señora Farnaby-. He aquí mis razones, caballero: si se casa usted con Regina, o con quien sea, terminará por instalarse en alguna parte y llevará usted una vida insípida.
-¿Y por qué no iba a ser así, si resulta que esa perspectiva me agrada? -dijo Amelius.
-Porque aspiro a que siga siendo usted un soltero itinerante, que no se quede quieto en ninguna parte, que viaje por el mundo entero y vea todas las cosas y conozca a todas las personas.
-Con eso, ¿qué bien podría hacerle a usted, señora Farnaby?
Se levantó del asiento y atravesó la estancia hacia el punto en que se encontraba Amelius. De pie ante él, le puso ambas manos sobre los hombros. En sus ojos brillaba un repentino interés, una radiante animación. No dejó de mirarlo, con los ojos clavados en su cara.
-Sigo esperando, amigo mío, el consuelo viviente que tal vez todavía pueda llegarme -dijo-. ¡Escúcheme bien, Amelius! A la vuelta de todos los años que han pasado, tal vez sea usted el hombre capaz de traérmelo.
En el silencio que se hizo a continuación oyeron cómo llamaba alguien a la puerta de la casa.
-¡Es Regina! -dijo la señora Farnaby.
En el momento en que pronunció su nombre, se plantó de un salto ante la puerta de la estancia y cerró con llave.
Capítulo 2
Impulsivamente, Amelius se puso de pie.
La señora Farnaby se volvió en ese mismo instante y le indicó que tomara asiento.
-Recuerde lo que me prometió al principio -dijo en un susurro-. ¡Todo lo que le pido es que guarde silencio! -Extrajo la llave de la cerradura sin hacer ruido y se la mostró-. Ahora no podrá salir, a no ser que me arrebate la llave por la fuerza.
Al margen de lo que pudiera pensar Amelius de la situación en la que se encontraba, lo único que con honor pudo hacer fue permanecer en silencio y plegarse a los deseos de la señora Farnaby. Permaneció quieto junto al fuego. No existía ninguna consideración imaginable, según resolvió mentalmente, que pudiera inducirlo a consentir la celebración de una nueva entrevista confidencial en la estancia de la señora Farnaby.
El criado abrió la puerta de la calle, y se oyó desde el vestíbulo la voz de Regina.
-¿Ha llegado mi tía?
-No, señorita.
-¿Y no ha tenido noticias suyas?
-En modo alguno, señorita.
-¿No ha venido el señor Goldenheart?
-No, señorita.
-Esto es sumamente extraordinario. ¿Qué habrá sido de ellos dos, Cecilia?
Se oyó la voz de la otra damisela.
-Es posible que no los viéramos al marcharnos del concierto, pero no te alarmes, Regina. Yo debo volver a toda costa, pues el coche me estará esperando. Si veo a tu tía, le diré que estás aguardándola en casa.
-¡Un momento, Cecilia! Thomas, no es preciso que espere. Dime, ¿de veras que no te gusta el señor Goldenheart?
-¡Cómo! ¿Conque ésas tenemos? No te preocupes, Regina. Procuraré esforzarme para que me caiga algo mejor. Adiós.
El ruido de la puerta al cerrarse reveló que las dos damiselas se habían despedido. A ese ruido siguió otro, el de la puerta del comedor. La señora Farnaby regresó a su sillón junto al fuego.
-Regina ha entrado en el comedor para esperarnos -declaró-. Comprendo que no le agrade la posición en que se encuentra, Amelius, de modo que sólo pienso retenerlo unos minutos. Comprendo que no tenga usted manera de entender lo que le estaba diciendo cuando nos interrumpió su llegada. Siéntese durante otros cinco minutos, por favor; me pone nerviosa verlo ahí de pie, mirándose las punteras de los zapatos. Le iba diciendo que todavía cabe la posibilidad de que me quede un consuelo. Juzgue usted mismo qué representa esa esperanza, pues le reconozco que hace mucho tiempo que debería haber puesto fin a mi vida, y que sin duda lo habría hecho si no me quedara ese atisbo de esperanza. No piense que estoy diciendo tonterías; le hablo muy en serio. Uno de mis infortunios es que carezco de un escrúpulo religioso que me contenga. Hubo un tiempo en que estuve segura de que la religión tal vez me serviría de consuelo. Le abrí mi corazón a un clérigo, una persona muy valiosa, que hizo todo cuanto pudo por ayudarme. No sirvió de nada. Mi corazón estaba demasiado endurecido, supongo yo. No tiene importancia, salvo para darle una prueba más de que hablo completamente en serio. ¡Paciencia, tenga paciencia! A punto estoy de llegar al meollo del asunto. ¿No le hice alguna pregunta un tanto extraña el día en que vino usted a cenar a esta casa y así nos conocimos? Claro, lo habrá olvidado usted.
-No, señora. Lo recuerdo perfectamente bien -repuso Amelius.
-¿Lo recuerda? Pues diríase que ha tenido tiempo de pensar en lo que le pregunté. Vamos, dígame con toda claridad qué piensa al respecto.
Amelius se lo dijo a las claras. Ella fue sintiéndose cada vez más interesada, cada vez más excitada, mientras lo oía hablar.
-¡Así es! -exclamó ella poniéndose en pie y caminando rápidamente, de un extremo a otro de la habitación-. En efecto, hay una muchacha perdida a la que deseo encontrar; tal como suponía usted, tiene entre dieciséis y diecisiete años. ¡Ojo! No tengo ninguna razón, ni la sombra siquiera de una sola razón, para creer que aún siga con vida. Tan sólo dispongo de mi estúpida, obstinada convicción, y la tengo aquí arraigada -y con ambas manos se oprimió el corazón-, tan a fondo que nada ni nadie podría arrancármela. He vivido con esa creencia... ¡No, no me pregunte desde hace cuántos años! ¡Hace tanto tiempo que sólo me produce una inmensa tristeza recordarlo! -Se detuvo en el centro de la estancia. Respiraba entrecortadamente, jadeando casi; asomaron a sus ojos las primeras lágrimas que suavizaron la desdicha inmisericorde que transmitía su mirada, y ésta se transfiguró con la divina belleza del amor materno-. No pretendo consternarle -dijo a la vez que daba un pisotón contra el suelo, esforzándose por contener la pasión de la histeria que la azotaba por dentro-. Concédame un minuto, que lograré sobreponerme.
Tomó asiento, apoyó ambos brazos sobre la mesa y se derrumbó sobre ellos. Amelius pensó en la cofia y la mantilla infantiles que había visto en el armario. Toda la nobleza varonil de su carácter afloró por vez primera y lo llevó a compadecerse de la pobre infeliz cuyo secreto le iba siendo, poco a poco, tenuemente revelado. El egoísmo propio de la molestia que le producía aquella incómoda situación en la que ella lo había colocado se disipó del todo. Se acercó a ella y le puso la mano sobre el hombro.
-Lo lamento muchísimo por usted -dijo-. Dígame de qué modo puedo ayudarla, y lo haré de todo corazón.
-¿De veras? ¿Lo dice en serio? -Se frotó de cualquier manera los ojos para secarse las lágrimas y se puso en pie al hacerle esa pregunta. Sujetándolo por una mano, con la otra le retiró el cabello de la frente-. He de ver todo su rostro -dijo-. su rostro no me engañará. Sí. Veo que lo dice en serio. El mundo todavía no ha echado a perder su bondad. Dígame, ¿cree usted en los sueños?
Amelius la miró algo sobresaltado por tan súbita transición. Ella repitió despacio la pregunta.
-Se lo pregunto de todo corazón -dijo-. ¿Cree usted en los sueños?
Amelius respondió con toda seriedad.
-Sinceramente, no puedo decirle que sí.
-¡Ah! -exclamó ella-. Igual que yo. Yo tampoco creo en los sueños. ¡Ojalá pudiera creer en ellos! En fin, no es propio de mí creer en las supersticiones. Soy demasiado dura, y de veras lo lamento. He conocido a bastantes personas que hallaban consuelo en sus supersticiones; eran personas felices, poseídas por la fe. ¿No cree usted siquiera que los sueños a veces llegan a cumplirse por obra del azar?
-Eso no podría negarlo -repuso Amelius-. Hay demasiados ejemplos de que sí es posible. Sin embargo, por cada sueño que se cumple gracias al azar, hay...
-Al menos cien que no se cumplen -le interrumpió la señora Farnaby-. Muy bien. Cuento con eso. ¡Hay que ver qué pocas esperanzas siguen vivas con el tiempo! Tan sólo existe una mínima posibilidad de que lo que yo soñé sobre usted la otra noche llegue a hacerse realidad. Por escasa que sea, esa posibilidad es la que me ha animado a hacerle estas confidencias y a pedirle su ayuda.
Esta extraña confesión, esta triste revelación de la desesperanza que seguía engañándose de forma inconsciente bajo el disfraz de la esperanza, tan sólo sirvió para fortalecer la compasión que Amelius ya sentía por ella.
-¿Y qué es lo que soñó sobre mí? -le preguntó con amabilidad.
-No vale la pena contarlo -repuso ella-. Me encontraba en una habitación que me resultaba desconocida, y allí entró usted trayendo de la mano a una muchacha joven. «Conténtese», me dijo usted, «que por fin aquí la tiene». En mi corazón la reconocí al instante, aunque mis ojos no la habían visto desde que tan sólo tenía unos pocos días de vida. Y me desperté llorando de alegría. ¡Espere! Aún no he terminado. Volví a dormirme y de nuevo soñé lo mismo; desperté y permanecí tendida un rato; me dormí de nuevo y tuve el mismo sueño por tercera vez. ¡Ay, si pudiera tener la confianza de algunas personas tres veces seguidas...! Pero no; me produjo una simple impresión, y eso fue todo. Llegué al extremo de pensar que existe un resquicio; no hay nadie en el mundo que pueda ayudarme, y por eso me dije que tal vez podría hablar con usted. Ah, no es preciso que me recuerde la posibilidad de que exista una explicación racional de mi sueño. Lo he leído todo, está todo en la enciclopedia que hay en la biblioteca. Una de las ideas más favorecidas entre los sabios es que, al parecer, pensamos algo, consciente o inconscientemente, de día, y luego lo reproducimos en sueños. Yo diría que ése ha sido mi caso. Cuando usted me fue presentado y cuando supe dónde se había criado usted, pensé en el acto que ella bien podría haber sido una de aquellas desamparadas criaturas que habían encontrado algo de paz en el seno de su Comunidad, y que tal vez fuera posible localizarla a través de usted. Digamos que ese pensamiento vino conmigo a mi cama, y así se explica mi sueño. ¡No importa! Ahí sigue en pie mi escasa y única posibilidad, una sola entre cien. ¿Se acordará de mí, Amelius, caso de que llegue a encontrarse con ella?
La confesión implícita de su carácter más bien intratable, sin una fe religiosa que lo ennobleciera y sin imaginación siquiera que lo refinase, así como la revelación inconsciente del único instinto tierno y amoroso que existía en su naturaleza y que penosamente se esforzaba por no desaparecer, pero sin un ápice de simpatía que lo respaldase, sin luz que lo guiara, habrían bastado para conmover el corazón de cualquier hombre que no fuese un depravado incurable. Amelius habló con el fervor propio de su juvenil entusiasmo.
-Iría hasta el último confín de la tierra si creyera que le puede beneficiar de algún modo, se lo aseguro. ¡Pero suena más bien imposible!
Ella sacudió la cabeza y esbozó una tenue sonrisa.
-¡No diga eso! Goza usted de libertad, tiene usted dinero, va a recorrer mundo y a divertirse. En una semana verá usted más cosas de las que vería en un año una persona que no salga de su casa. ¿Cómo vamos a saber qué es lo que nos guarda el futuro? Yo tengo una idea al respecto. Puede que ella esté perdida en el laberinto de Londres y puede que esté a cientos de miles de millas de distancia. Diviértase, Amelius. No deje de divertirse. Tal vez mañana, tal vez dentro de diez años, cabe la posibilidad de que se encuentre con ella.
Por pura misericordia hacia la pobre criatura, Amelius se negó a fomentar su autoengaño.
-Aun suponiendo que pudiera suceder una cosa así -objetó-, ¿cómo voy a reconocer a la muchacha perdida? Usted no me la puede describir, pues no la ha visto desde que era un bebé. ¿Sabe usted algo de lo que pudo pasar por entonces? Me refiero a la época en que se perdió.
-No sé nada.
-¿Absolutamente nada?
-Absolutamente nada.
-¿Nunca ha tenido siquiera una sospecha de cómo pudo suceder?
Le cambió la expresión; frunció el ceño al mirarlo.
-No la tuve hasta que pasaron semanas, meses incluso -dijo-, y entonces ya era tarde. Yo estaba enferma por entonces. Cuando me restablecí comencé a sospechar de una persona en concreto, aunque fue muy poco a poco, ya sabe usted; me fijé en algunos detalles, comencé a pensar en ellos después. -Calló; evidentemente, trataba de contenerse cuando estaba a punto de decir algo más.
Amelius trató de incitarla a proseguir.
-¿Sospechaba usted de esa persona...? -comenzó a decir.
-Sospeché que él había dejado a la pobre niña desamparada en el mundo -exclamó la señora Farnaby con un súbito estallido de furia-. No me pregunte nada más; de lo contrario, lo contaré todo y le dejaré asombrado. -Apretó los puños al decir esto-. Es buena cosa, sobre todo para ese hombre -murmuró con los dientes apretados-, que nunca haya ido más allá de las sospechas, que nunca haya averiguado la verdad. ¿Por qué ha tomado usted ese curso de pensamiento? No debería haberlo hecho. Ayúdeme a volver a lo que estábamos diciendo hace un minuto. Hizo usted alguna objeción, dijo usted que...
-Dije -le recordó Amelius- que incluso si efectivamente me encontrase con la muchacha perdida, nunca podría saber si se trata de ella. Y debo decir algo más: no veo de qué modo podría estar usted segura de reconocerla si estuviera delante de usted en este mismo instante.
Lo dijo con suma amabilidad, temeroso de irritarla de nuevo. Ella no dio muestras de irritación. Lo miró y lo escuchó atentamente.
-¿Pretende usted tenderme una trampa? -preguntó ella-. ¡No! -exclamó sin dar tiempo a que Amelius contestara-. No soy tan mezquina como para desconfiar de usted. Ha dicho usted con toda inocencia algo que todavía me desgarra por dentro. Y no puedo dejar las cosas tal como usted pretende que se queden; no me agrada que me diga usted que es imposible que la reconozca. Permítame unos momentos para pensar en este punto; es preciso que lo aclare.
Se paró a considerar sus pensamientos sin quitar la vista de Amelius.
-Voy a hablar con toda sencillez -anunció como si acabara de tomar una resolución-. Escúcheme bien. Cuando cerré de golpe la puerta de ese armario grande, fue por que no deseaba que viera usted algo que había en uno de los estantes. ¿Vio usted alguna cosa a pesar de todo?
No era fácil responder a esa pregunta. Amelius titubeó; la señora Farnaby insistió en que respondiera.
-¿Vio usted alguna cosa? -repitió.
Amelius reconoció que había visto algo.
Ella apartó la cara y contempló el fuego. La firmeza de su voz bajó hasta un tono tan quedo, cuando volvió a tomar la palabra, que él apenas pudo oírla.
-¿Era un objeto perteneciente a una niña chica?
-Sí.
-¿Una mantilla y una cofia? Respóndame. Ya hemos ido demasiado lejos, y no es posible volver atrás. No quiero disculpas ni explicaciones. Quiero que me conteste sí o no.
-Sí.
Se hizo el silencio. Ella no se movió; siguió mirando el fuego, y lo miraba como si todo el pasado estuviera representado en los carbones que ardían despacio.
-¿Me desprecia usted? -dijo por fin en voz muy baja.
-Pongo a Dios por testigo de que solamente siento lástima de usted -repuso Amelius.
Cualquier otra mujer se hubiera fundido en lágrimas. Ésta siguió mirando el fuego, eso fue todo.
-¡Qué buen hombre! -dijo para sí-. ¡Qué bueno es!
Hubo otra pausa. Ella se volvió hacia él con la misma brusquedad con que antes había apartado la vista.
-Había esperado ahorrárselo y ahorrármelo también yo -dijo-. Si la penosa verdad ha salido a la luz, no se debe a su curiosidad y tampoco, se lo aseguro, a que yo lo desee así. No sé si antes tenía usted algún sentimiento amistoso hacia mí, pero es preciso que ahora sea usted mi amigo. ¡No, no diga nada! Sé que puedo confiar en usted. Una última palabra, Amelius, sobre mi hija perdida. Duda usted de que pueda yo reconocerla incluso si ahora mismo la tuviera ante mí. Puede que fuera cierto, sobre todo si sólo tuviera por guía mis pobres esperanzas y mis angustias, pero tengo algo más que me guía, y después de lo que hemos hablado hasta ahora creo que puede usted saber de qué se trata; tal vez, aunque sea de forma accidental, también le sirva a usted de guía. No se alarme; esta vez no se trata de algo desazonante. ¿Cómo podría explicárselo? -siguió diciendo, aunque hizo una pausa y habló con cierta perplejidad, como si hablara a solas-. Lo más fácil sería mostrárselo, así que... ¿por qué no? -Se dirigió una vez más a Amelius-. Soy una extraña mujer -dijo-. Primero le preocupo por culpa de mis asuntos; luego lo sumo en la confusión; más tarde le inspiro lástima, y ahora, e imagino que no lo puede creer, le voy a divertir. Amelius, ¿es usted admirador de los pies bonitos? Amelius tenía noticia, por los libros, de algunos hombres que habían tenido sobradas razones para dudar que sus propios oídos les estuvieran engañando. Por primera vez en su vida, comenzó a comprender a tales individuos y a sentir cierta simpatía por ellos. No sin desconcierto reconoció que sí, que admiraba los pies bonitos, y aguardó lo que pudiera suceder entonces.
-Cuando una mujer tiene unas bonitas manos -siguió diciendo la señora Farnaby-, suele estar más que dispuesta a mostrarlas. Si acude a un baile, tiende a obsequiar a los hombres con una bella vista de su escote y de parte de su espalda. Dígame una cosa. Si no existe nada impropio en un escote desnudo, ¿por qué iba a ser impropio enseñar un pie descalzo?
Amelius estuvo de acuerdo, pero como si estuviera en un sueño.
-¡Desde luego! -comentó, y aguardó lo que pudiera suceder.
-Mire por la ventana -dijo la señora Farnaby.
Amelius la obedeció. La ventana estaba abierta unos centímetros por su parte superior, sin duda para ventilar la estancia. La mortecina vista del patio ganaba variedad con los establos del fondo y con la lucerna de la cocina que se alzaba en el medio. Mientras miraba, Amelius observó que, en aquellos momentos, alguien que estaba en la cocina necesitaba al parecer gran cantidad de aire fresco. La ventana batiente, en el lateral de la lucerna que más cerca le quedaba, fue invisible e inaudiblemente abierta desde abajo; la ventana análoga que había en el lado opuesto ya estaba abierta de par en par. A juzgar por las apariencias, los habitantes de la cocina poseían un mérito que en modo alguno es corriente entre los criados domésticos: comprendían las leyes de la ventilación y apreciaban la bondad del aire fresco.
-Así es suficiente -dijo la señora Farnaby-. Ya puede volverse.
Amelius se volvió. Las botas y las medias de la señora Farnaby descansaban sobre la alfombra, y uno de los pies de la señora Farnaby estaba colocado sobre la silla que él había dejado vacante, listo para su inspección.
-Fíjese primero en mi pie derecho -dijo hablando con gravedad, muy compuesta, en su tono de costumbre.
Bien valía la pena mirarlo: era un pie igualmente bello por su forma y su color, con la planta arqueada y alta, el tobillo a un tiempo delicado y fuerte, los dedos teñidos de rosa en las yemas. En breve, era un pie idóneo para fotografiarlo, para hacerle un molde de yeso, para acariciarlo y besarlo. Amelius trató de expresar su admiración, aunque no se le permitió ir más allá de dos o tres palabras.
-No -explicó la señora Farnaby-, no se trata de vanidad, sino de mera información. Ha visto usted mi pie derecho y ha comprobado que nada tiene de particular. Muy bien. Pasemos ahora a mi pie izquierdo.
Lo colocó sobre la silla.
-Fíjese en el espacio entre el tercer y el cuarto dedo -dijo.
Siguiendo sus instrucciones, Amelius descubrió que, en este caso, la belleza del pie se echaba a perder por culpa de un singular defecto. Los dos dedos estaban unidos por una carnosidad flexible o una membrana que los juntaba incluso hasta el nacimiento de la uña.
-¿Se pregunta usted -inquirió la señora Farnaby- por qué le muestro este defecto? ¡Amelius! Mi pobre y queridísima hija nació con esta misma deformidad, y si deseo que la conozca con toda exactitud es porque ni usted ni yo sabemos si habrá en el futuro motivos fundados para recordarla. -Calló, como si quisiera darle la oportunidad de añadir algo. Un hombre de naturaleza superficial y displicente podría haberse fijado en el aspecto grotesco de tal revelación. Amelius permaneció callado y entristecido-. Cada vez me agrada más usted, Amelius -dijo ella-. No es usted como el común de los hombres. Nueve de cada diez habrían hecho un chiste con lo que yo acabo de comentarle; nueve de cada diez me habrían dicho si es que deben pedir a todas las muchachas que conozcan que les muestren su pie izquierdo. Usted está por encima de esas fruslerías; usted me comprende. ¿Acaso no dispongo de un medio para reconocer a mi hija?
Sonrió y bajó el pie de la silla. Luego de cavilar un momento, volvió a señalarlo.
-Que esto quede en secreto, igual que todo lo demás -le dijo-. En el pasado, cuando contraté a algunas personas para que en privado me ayudasen a encontrarla, ésta era mi única defensa frente a las imposturas. Los malhechores y los vagabundos pensaron en otras marcas personales, pero a nadie se le ocurrió que existiera una señal como ésta. ¿Tiene usted a mano su agenda, Amelius? En caso de que nos veamos separados con el tiempo, quiero anotar el nombre y la dirección de una persona en la que los dos podemos confiar. Ya ve usted que insisto en estar precavida de cara al futuro. Sólo hay una posibilidad entre cien de que mi sueño se haga realidad, y usted tiene muchos años por delante, e infinidad de muchachas a las que conocerá entretanto.
Le devolvió la agenda que Amelius le había entregado tras anotar un nombre y una dirección en una de las páginas en blanco que encontró.
-Era el abogado de mi padre -le explicó-. Tanto él como su hijo gozan de mi entera confianza. Supongamos que caigo enferma, por ejemplo. No, eso es absurdo. No he pasado un solo día de mi vida postrada por la enfermedad. Supongamos que muero quizás por accidente, quizás por mi propia mano. Los abogados disponen de mis instrucciones por escrito, para actuar en el caso de que mi hija sea encontrada. Por otra parte, siendo una mujer tan imprevisible, también cabe la posibilidad de que me vaya a vivir a otro lugar, a solas. ¡No importa! Los abogados dispondrán de mi dirección, y tendrán órdenes mías (aunque lo mantengan en secreto del mundo entero) para comunicársela a usted. No le pediré perdón, Amelius, por causarle todas estas perturbaciones. Las leyes del azar están terriblemente en mi contra; es punto menos que imposible que yo vuelva a verlo tal como le vi en mi sueño, entrando en la habitación con mi hija de la mano. Es poco probable, ¿verdad? Así es como oscilo yo entre la esperanza y la desesperación. Bien, tal vez le divierta recordar todo esto algún día. Dentro de algunos años, cuando yo descanse en el seno de la madre tierra, cuando sea usted un hombre casado y de mediana edad, tal vez pueda contar a su esposa de qué forma tan extraña llegó a ser usted la única y vana esperanza de la mujer más desdichada que jamás ha vivido en la tierra, y tal vez puedan decirse el uno al otro, cómodamente sentados ante la chimenea, que quizás esa pobre hija perdida siga viva en alguna parte, preguntándose quién era su madre. ¡No! No dejaré que vuelva a ver usted lágrimas en mis ojos. Estoy dispuesta por fin a dejarlo marchar.
Se dirigió a la puerta; era un ser digno de toda conmiseración, en el supuesto de que tal ser existiera. Era una mujer cuya naturaleza era por entero de orden maternal, que nada era si no era madre, y que había vivido dieciséis años una vida yerma, con el desesperado anhelo de recobrar a su hija perdida.
-Adiós y gracias -dijo- Prefiero quedarme a solas, querido, con esa mantilla y esa cofia que vio usted muy a mi pesar. Vaya y dígale a mi sobrina que no pasa nada, y no cometa la estupidez de enamorarse de una muchacha que no tiene amor que darle a cambio del suyo. -Empujó a Amelius al vestíbulo-. ¡Aquí está, Regina! -exclamó-. ¡Ya he terminado con él!
Sin que Amelius tuviera tiempo de hablar, se encerró en su habitación. Él recorrió el vestíbulo y se encontró a Regina en la puerta del comedor.
Capítulo 3
La damisela tomó la palabra primero.
-Señor Goldenheart -dijo con la más gélida de las cortesías-, ¿tendrá usted la bondad de explicarme qué significa todo esto?
Regresó al interior del comedor y Amelius la siguió en silencio. «¡Aquí estoy, una vez más metido en un buen embrollo con una mujer! -pensó-. ¿Tendrán los demás hombres tan mala suerte como yo?»
-No es preciso que cierre la puerta -dijo Regina con malicia-. Todos los presentes en la casa oirán con agrado lo que debo decirle.
Amelius cometió un error de entrada: trató de comportarse con humildad, pues supuso que sería lo más indicado. Posiblemente, no haya un solo ejemplo de que esa humildad por parte de un hombre le haya valido para hallar la indulgencia en una mujer irritada con él. Las mejores y las peores tienen al menos una virtud en común, y es que en secreto desprecian a un hombre que no tenga la osadía de defenderse cuando ellas están enojadas.
-Espero no haberla ofendido -se aventuró a decir Amelius.
Ella movió la cabeza con un gesto de desprecio.
-¡Oh, no! ¡Ni mucho menos! No estoy ofendida. Tan sólo me sorprende un poco que se diera usted tanta prisa por complacer a mi tía.
En la breve experiencia de ella que Amelius había tenido la suerte de acumular, jamás la había visto tan arrebatadora como en esos momentos. La irritabilidad nerviosa que la aquejaba también le iluminaba el rostro con una animación de la que carecía en otras ocasiones. Sus suaves ojos castaños centelleaban sin cesar; sus mejillas relucían como un atardecer, con un arrebol cálido; su talle alto y flexible reafirmaba toda su dignidad, ataviado con un soberbio vestido de seda púrpura y encajes negros que daba a su atractivo personal un realce irresistible. No sólo despertó la admiración de Amelius; inconscientemente, le dio también la serenidad que por un momento había perdido del todo. Era hombre suficiente para percibir la humillación en el desprecio de la única mujer del mundo cuyo amor más ansiaba conquistar, y a ello respondió con una súbita firmeza y con una mirada que a ella le sobresaltó.
-Mejor sería que hablase con más claridad si cabe, Regina -dijo-. Por lo mismo, podría echarme la culpa por el infortunio de ser un hombre.
Ella dio un paso atrás.
-No le comprendo -respondió.
-¿Acaso no debo toda mi paciencia y toda mi tolerancia a una mujer que me pide un favor? -siguió diciendo Amelius-. Si un hombre me hubiera pedido que me colase a hurtadillas en la casa, le habría dicho... ¡En fin! Le habría dicho algo que más vale no repetir ante usted. Si un hombre se hubiera interpuesto entre la puerta y yo cuando llegó usted, lo habría agarrado de las solapas y lo habría apartado del medio. Dígame: ¿podría haber hecho algo así con la señora Farnaby?
Regina vio el punto flaco de esta defensa con la perspicacia propia de una mujer.
-No puedo darle mi opinión -dijo-, teniendo en cuenta que echa usted toda la culpa a mi tía.
Amelius abrió los labios para protestar, pero se lo pensó dos veces. Sabiamente, siguió con lo que todavía le quedaba por decir.
-Si me permite terminar -continuó-, seguramente me entenderá un poco mejor. Sea cual sea la culpa, Regina, estoy dispuesto a asumirla. Tan sólo deseaba recordarle que me he visto en una incómoda situación, y que no me fue posible hallar una salida a la misma por medios digamos civilizados. En cuanto a su tía, solamente le diré esto: no se me ocurre un solo sacrificio al que no me prestara de buena gana con tal de que a ella le sirviera de algo. Después de lo que he sabido mientras estaba en su habitación...
Regina lo interrumpió.
-Supongo que se trata de un secreto entre ustedes dos...
-Sí, es un secreto -reconoció Amelius-, como bien dice usted. En cambio, una cosa sí puedo decirle sin faltar a mi promesa. La señora Farnaby ha logrado que sienta una gran simpatía por ella. Tiene el derecho, la pobre, a gozar de mi más sincera simpatía. Y no pienso olvidar ese derecho. Seré fiel a lo que siento por ella durante toda mi vida.
No se expresó con demasiada elegancia, pero su tono fue el del verdadero sentimiento: le tembló la voz, se le subió el color. Estaba frente a ella y hablaba con una perfecta sencillez, directamente con el corazón en la mano. Y el corazón de la mujer lo percibió en el acto. ¡Ése era el hombre cuyo ridículo tanto había temido, caso de que la desabrida confidencia de su tía lo envolviera en la insultante luz del absurdo! Tomó asiento en silencio, con el rostro grave y algo triste, reprochándose el error que con su proclividad a la desconfianza había cometido, infligiéndole de paso el daño del desdén. Estaba deseosa de pedirle disculpas, y sin embargo se resistía a decir algo tan sencillo.
Él se aproximó a su silla. Colocó la mano en el respaldo.
-¿Tiene ahora mejor opinión de mi? -le preguntó con dulzura.
Ella se había quitado los guantes; los dobló en silencio y los dejó sobre su regazo.
-Nada hay tan preciado para mí como su buena opinión -apeló Amelius inclinándose un poco más sobre ella-. No puede imaginarse cuánto lamentaría... -Calló y decidió decirlo de forma más intensa-. Nunca tendría el valor suficiente para volver a poner los pies en su casa si usted pensara mal de mí.
Una mujer a la que nada le importase Amelius podría haberle respondido con toda facilidad. El apacible corazón de Regina se alteró; algo le avisó de que no se confiara y que no dijera nada. Poco podía sospecharlo Amelius, pero había perturbado el temperamento tranquilo de esa mujer. Había encontrado el camino hacia ese recóndito y secreto rincón de la ternura, un rincón hondo y plácido, del que ella apenas era consciente hasta que la influencia de Amelius se lo ilustró. Temerosa incluso de mirarlo, pues sus ojos la habrían delatado, levantó la mano larga y finamente torneada y se la ofreció a modo de respuesta.
Amelius la tomó, la miró y se aventuró a una primera familiaridad con ella, besándosela.
-¡No! -dijo ella muy tenuemente.
-La reina me permitiría besarle la mano si yo visitara su corte -le recordó Amelius con la placentera convicción de que había sabido hallar una excusa.
Ella sonrió a su pesar.
-¿Y le permitiría la reina tomársela en la suya? -inquirió, retirando con delicadeza la mano y mirándolo después. Así hicieron las paces sin más explicaciones. Amelius tomó asiento a su lado.
-Me alegro mucho de que me haya perdonado -dijo-. ¡No sabe usted cuánto la admiro! ¡No sabe qué deseoso estoy de complacerla! Si al menos supiera cómo...
Acercó su silla a la de ella; por su mirada, ella se dio cuenta de que su manera de hablar enseguida resultaría más cálida si ella le diera la más mínima muestra de estar dispuesta a aceptarla. He ahí uno de los motivos para que cambiaran de tema, pero hubo otro más convincente si cabe. La primera y dolorosa sensación que tuvo ella por tratarlo de manera injusta había dejado de surtir efecto con la intensidad de antes; las emociones inferiores así tuvieron ocasión de reafirmarse. La curiosidad, una curiosidad irresistible, se apoderó de su ánimo, y le apremió a tratar de penetrar en el misterio de la entrevista que habían mantenido Amelius y su tía.
-¿Me considerará muy indiscreta -comenzó con astucia- si le hago una pequeña confesión?
Amelius estaba demasiado ansioso por oír esa confesión; así se despejaría el camino para que él hiciera lo propio.
-Comprendo que mi tía hiciera del calor de la sala de conciertos un mero pretexto para llevárselo a usted a solas -siguió diciendo Regina-, pero lo que me asombra es que le haya hecho una confidencia después de conocerlo desde hace tan poco tiempo. Usted todavía es... ¿cómo decirlo? Todavía es un amigo a quien apenas acabamos de conocer.
-¿Cuanto tiempo ha de pasar antes de que sea un viejo amigo? -preguntó Amelius-. Me refiero -añadió con énfasis- a ser un viejo amigo suyo, claro.
Confusa por la pregunta, Regina la pasó por alto.
-Yo sólo soy la hija adoptiva de la señora Farnaby -siguió diciendo-. He estado con ella desde que era muy pequeña, y a mí jamás me ha contado ninguno de sus secretos. Le ruego que no suponga que deseo tentarlo para que falte a su palabra con mi tía. No, soy incapaz de una conducta semejante.
Amelius vio despejado el camino hacia un cumplido absolutamente vulgar, pero que poseía el encanto de una novedad al menos en lo tocante a su experiencia. Le habría dicho incluso que ella era sin duda incapaz de hacer nada que no resultase perfectamente apropiado a una persona con sus encantos si le hubiera dejado una mínima oportunidad, pero ella estaba demasiado ansiosa en la búsqueda de su propio objetivo para darle tiempo.
-Me gustaría saber -siguió diciendo- si mi tía se ha dejado influir por un sueño que tuvo respecto a usted.
Amelius se sobresaltó.
-¿Acaso le ha contado su sueño? -preguntó con un punto de alarma.
Regina se puso colorada y titubeó.
-Mi habitación es contigua a la de mi tía -explicó-. Entre las dos, solemos dejar la puerta abierta. A menudo entro y salgo de su dormitorio cuando tiene sueños que la alteran. La oí hablar en sueños, la oí pronunciar su nombre, nada más. ¿Tal vez debería haber callado? ¿Tal vez debería no hacerme ilusiones, y dar por sentado que usted no va a contestarme?
-Nada malo puede haber en que le conteste -dijo Amelius-. Su sueño tenía que ver con el hecho de que su tía confía en mí. Tal vez no juzgue su comportamiento de modo tan desfavorable si se lo digo.
-No importa lo que yo piense -explicó Regina con bastante contención-. Si los secretos de mi tía le han interesado, ¿qué derecho tengo yo a poner ninguna objeción? Estoy segura de que no diré nada. Aunque no goce yo de la confianza de mi tía, ni de la de usted, podrá usted comprobar que sé guardar un secreto.
Dobló los guantes por vigésima vez al menos, y dio a Amelius la oportunidad de retirarse al levantarse de su asiento. Él hizo un último intento por recuperar el terreno perdido sin traicionar la fe que la señora Farnaby había depositado en él.
-Sin duda que sabe usted guardar un secreto -dijo-. Me gustaría ofrecerle uno de mis secretos para que usted me lo guardase, pero no debo tomarme esa libertad al menos por el momento, ¿no es cierto?
Ella se dio perfecta cuenta de lo que él deseaba decir. Se le aceleró el latido del corazón; se quedó sin saber qué contestar. Tras un engorroso silencio hizo ademán de despedirse de él.
-No permita que lo detenga -dijo- si tiene usted un compromiso que cumplir.
En silencio, Amelius miró alrededor en busca de su sombrero. Sobre una mesa, a sus espaldas, vio abierta una de esas revistas mensuales con una melancólica «ilustración» que definen el arte de Inglaterra en nuestro tiempo, un arte que se encuentra en el más perezoso e ínfimo punto de degradación al que podía llegar. Un vacuo y joven gigante, con pantalones abombados, se hallaba en un jardín y miraba fijamente a una gordezuela y joven giganta de ojos enormes y caderas rotundas, que vacuamente hacía agujeros en el césped con la punta de su parasol. Perfectamente incapaz de explicarse por sí sola, tan detestable y aburrida producción había fiado su suerte al impresor, cuya caridad ayudaba a la «ilustración» desde el pie de la misma, que ostentaba el título de «Amor a primera vista». A tan notables palabras se aferró Amelius con la desesperación del hombre que a punto está de ahogarse, asiendo el proverbial clavo ardiendo. Las palabras le brindaron la posibilidad de defender su propia causa con una feliz generalidad alusiva ante la cual ni siquiera la susceptibilidad de una damisela pudo darse por ofendida.
-¿Cree usted en eso? -preguntó señalando la ilustración.
Regina prefirió no comprender lo que decía.
-¿En qué?-preguntó.
-En el amor a primera vista.
Decir a las claras que ella le mintió sería lo mismo que hablar con una rudeza indefendible. Sea, pues, la expresión más suavizada, y dígase que ella con modestia ocultó la verdad.
-Yo no sé nada de eso -dijo.
-Pues yo sí -repuso Amelius rápidamente.
Ella insistió en mirar la ilustración. ¿Acaso había un punto de imbecilidad en tan penoso trabajo? Ella era demasiado simple para comprender a Amelius.
-¿Que usted... qué? -preguntó con inocencia.
-Que yo sí sé qué es el amor a primera vista -contestó Amelius con brusquedad.
Regina volvió las páginas de la revista.
-¡Ah! -dijo al fin-. Veo que ya ha leído el relato.
-No he leído el relato -respondió Amelius-. Sé lo que sentí cuando me presentaron a cierta damisela.
Ella lo miró con una taimada sonrisa.
-¿A una damisela allá en América? -preguntó.
-En Inglaterra, Regina. -Trató de tomarle la mano, pero ella se mantuvo lejos de su alcance-. En Londres -siguió diciendo, y de ese modo volvió a su acostumbrada sencillez en el hablar-. En esta misma calle -prosiguió, tomándole por fin la mano antes de que ella se diese cuenta.
Sumamente desconcertada, tanto que no supo qué otra cosa hacer, Regina se refugió a la desesperada en el acto de estrecharle la mano.
-Adiós, señor Goldenheart -dijo, y se despidió de él por segunda vez.
Amelius se plegó a su destino. En los ojos de Regina vio algo que le avisó que se había aventurado más de la cuenta, al menos por el momento.
-¿Puedo volver a visitarla un día de éstos? -preguntó lastimeramente.
-¡No! -respondió una voz desde la puerta, una voz en la que ambos reconocieron la de la señora Farnaby.
-¡Sí! -le susurró Regina cuando su tía entraba en la estancia. La indiferencia de la señora Farnaby, tras los anteriores sucesos del día, había conmovido el temperamento por lo común tan llevadero de la muchacha, y Amelius cosechó los beneficios.
La señora Farnaby se dirigió hacia él y le puso la mano sobre el brazo para acompañarlo al vestíbulo.
-Tenía ciertas sospechas -dijo ella-, y veo que no me han engañado. Ya son dos veces las que le he avisado que deje a mi sobrina en paz. Por tercera y última vez, le repito que es tan fría como el hielo. No dejará de jugar con usted durante todo el tiempo que se le antoje, al menos mientras ese juego sea una adulación para su vanidad; cuando llegue el momento en que se harte, prescindirá de usted tal como ha prescindido de algunos otros hombres. Diviértase, estúpido muchacho, antes de casarse con nadie. No venga de visita a esta casa, no venga a menos que sea a mí a quien debe visitar. Cuento con tener noticias suyas. -Hizo una pausa y señaló una estatua de bronce que adornaba el vestíbulo-. Fíjese en esa mujer de bronce, la que sostiene el reloj en las manos. Ésa es Regina. Y ahora, márchese. ¡Adiós!
Amelius se encontró en la calle. Regina miraba por la ventana del comedor. Él le envió un beso por el aire; ella sonrió y lo acogió con una leve reverencia.
-¡Malditos sean los demás! -dijo Amelius para sus adentros-. Mañana mismo vendré a visitarla.
Capítulo 4
De vuelta en su hotel, se encontró con que le esperaban tres cartas sobre la mesita de la sala.
La primera carta que abrió era del dueño del hotel, y contenía la factura de la semana anterior. Al contemplar la suma total, Amelius representaba a la perfección el aire de un joven sumamente serio. Tomó pluma, tinta y papel e hizo algunos complicados cálculos. El dinero que con demasiada generosidad había prestado, o que con demasiada libertad había derrochado, aparecía en su hoja de gastos, al igual que el dinero que había gastado para sí. El resultado de sus cálculos puede expresarse con toda sencillez y en sus propias palabras: «Adiós al hotel; es preciso que encuentre un alojamiento más barato».
Tras llegar a tan sabia decisión, abrió la segunda carta. Resultó estar escrita por los abogados que ya se habían puesto en contacto con él cuando estaba en Tadmor, y era relativa al asunto de la herencia.
Estimado señor.
La carta adjunta, con la dirección incorrecta o insuficiente, como podrá ver usted, nos acaba de llegar hoy mismo. Le rogamos permanezca... etcétera.
Amelius abrió la carta adjunta y recurrió a la firma para informarse. El nombre le devolvió de inmediato a la Comunidad; la remitente no era otra que Mellicent.
Su carta comenzaba con gran brusquedad, en estos términos:
¿Recuerdas lo que te dije cuando nos despedimos allá en Tadmor? «Consuélate, Amelius. Este todavía no es el fin», te dije. Y añadí. «Volverás a mi lado».
Te lo recuerdo, amigo mío, y para ello me dirijo a tus abogados, de cuyos nombres me acuerdo por la ocasión en que la carta que te enviaron fue leída públicamente en la Sala de los Comunes. Una o dos veces al año seguiré recordándote aquellas palabras que te dije al despedirnos; tal vez llegue el día en que me lo puedas agradecer.
Entretanto, puedes encender tu pipa con mis cartas, que mis cartas no tienen importancia ninguna. Si en mi mano está el darte consuelo y ayudarte a reconciliarte con tu vida, y te hablo de cuando hayan pasado unos años, Amelius, y cuando también tú tal vez seas una de las «hojas caídas», como yo, entonces sabré que no he vivido ni he sufrido en vano; de ser así, mis últimos días sobre la tierra serán los más felices que hayaa vivido nunca.
Te ruego que no contestes a estas líneas ni a ningún otro escrito mío que te pueda llegar en adelante, al menos mientras seas un hombre próspero y feliz. Nada tengo que ver con esa parte de tu vida. Hallarás amistades por donde quiera que vayas, sobre todo entre las mujeres. Tu natural generoso se muestra con gran franqueza en tu rostro; tu amabilidad varonil y tu dulzura se manifiestan en tu tono de voz, nosotras, las pobres mujeres, nos sentimos atraídas hacia ti, y ésa es una atracción a la que no podemos resistirnos. ¿No te habrás enamorado ya de alguna bella muchachita inglesa? ¡Oh, ten cuidado! ¡Sé prudente! Antes de empeñar en ella todo tu corazón, asegúrate de que es digna de ti. Hay tantas mujeres crueles y engañosas... Algunas te harán creer que has conquistado su amor, cuando lo cierto es que solamente habrás adulado su vanidad; otras son pobres criaturas, cuyo único empeño es velar por sus propios intereses, aparte de que tal vez tengan malos consejeros cucando tú no estés delante. Por tu bien te lo pido, ¡ten cuidado!
Vivo con mi hermana en Nueva York. Pasan los días y las semanas sin apenas sentir; te tengo en mis pensamientos y en mis oraciones no tengo ningún motivo de queja; tan sólo aguardo y conservo mis esperanzas. Cuando haya transcurrido el tiempo que he de permanecer alejada de la Comunidad, regresaré a Tadmor, y allí me podrás encontrar, Amelius, deseosa de ser la primera en darte la bienvenida cuando tu espíritu se hunda bajo la pesada carga de la vida, y cuando tu corazón vuelva a los amigos de tu juventud. Adiós, querido mío. Adiós.
Amelius dejó la carta a un lado, conmovido y entristecido por la tosca y sobre todo ingenua devoción que Mellicent le profesaba. También fue consciente de sentir una inquietante sorpresa cuando leyó las líneas que se referían a su posible compromiso con una bella muchachita inglesa. Por motivos harto diferentes, allí repetía la advertencia de la señora Farnaby una desconocida que le escribía desde el otro confín del mundo. Fue una rara coincidencia, por decir lo mínimo que se puede decir. Tras cavilar unos minutos, tomó bruscamente la tercera carta que le estaba esperando. No se encontraba en paz; sentía la necesidad de algún alivio.
La tercera carta era de Rufus Dingwell; le anunciaba el final de su gira por Irlanda y su intención de reunirse con él próximamente en Londres. El excelente americano manifestaba, como siempre sin la menor reserva, su ferviente admiración por la hospitalidad irlandesa, la belleza irlandesa, el whisky irlandés. «A la verde Irlanda tan sólo le falta una cosa más -predecía Rufus-, esto es, convertirse en un paraíso en la tierra. Tan sólo le falta que llegue el día en que enviemos a un embajador americano a la República de Irlanda». Riéndose por este caprichoso comentario que encontró fuera de lugar, Amelius pasó de la primera a la segunda hoja de la carta. Al poner los ojos sobre el párrafo siguiente, su estado anímico cambió de pronto, y dejó caer la carta al suelo.
Una cosa más -escribía el americano- a propósito de su brillante y agradable, larguísima carta. La he leído con suma atención, y después he pensado mucho en ella. No haga malasangre, amigo Amelius, si le digo con toda sencillez que sus explicaciones acerca de los Farnaby no me hacen feliz ni mucho menos. Más bien al contrario, se lo aseguro. Yo he dado la espalda a esa familia. Haría usted muy, bien si prescindiera de su compañía; por encima de todas las cosas, fíjese muy bien en lo que hace con la morenita, que no en vano ha encontrado el camino para gozar de su opinión más favorable; señor, con unas prisas tan irreprimibles. Hágame un favor, muchacho. Espere hasta que yo la haya visto con mis propios ojos, ¿quiere?
La señora Farnaby, Mellicent, Rufus... Desconocidos los tres entre sí, y sin embargo los tres de acuerdo en su intento por apartarlo de la bella y joven inglesita. «No me importa -pensó Amelius-. Que digan lo que quieran. Pienso casarme con Regina, si es que ella lo desea».
LIBRO CUARTO
Dinero y amor
Capítulo 1
En un lapso de tan sólo tres semanas, ¿qué acontecimientos no son susceptibles de producirse? ¿Qué cambios no pueden tener lugar? Obsérvese a Amelius durante el primer día lluvioso de noviembre, acomodado en su respetable alojamiento a media pensión, previo pago de una moderada renta semanal. Está de pie junto a la pequeña chimenea, calentándose las espaldas con la severidad con que suelen disfrutar los ingleses de las cosas de la vida. El barato espejo que hay sobre la repisa refleja la cabeza y los hombros de un nuevo Amelius. Han cambiado sus hábitos; su posición social se encuentra en pleno desarrollo. A estas alturas, ya es un estricto ahorrador. Cuenta con casarse dentro de no mucho tiempo.
Buena cosa es ser un hombre económico; tal vez sea aún mejor convertirse en el marido de una bella y joven mujer. Sin embargo, y a pesar de todo, un hombre que se encuentre en un estado de manifiesta mejoría moral, rebosante de perspectivas que otros congéneres menos favorecidos por la fortuna pueden incluso envidiar de manera harto razonable, sigue siendo un hombre sujeto a la maligna merced de las circunstancias, y sigue siendo capaz de sentir tal situación con toda claridad. El rostro del nuevo Amelius denotaba una expresión de ansiedad; más digno de notar si cabe es que el temperamento del nuevo Amelius estaba un tanto desbaratado.
Por vez primera en toda su vida se había encontrado considerando con gravedad trivialidades equivalentes a una moneda de seis peniques, igual que los pequeños favores del descuento a cambio de pagar en metálico, y eso resultaba de por sí irritante. Sin embargo, había motivos de ansiedad más serios que esas nimiedades. No tenía razón alguna para quejarse del amado objeto de sus desvelos. Aún no habían transcurrido siquiera doce horas desde que interpeló a Regina con una voz que le fallaba y con el corazón desbocado, para decirle: «¿Me aprecias lo suficiente para consentir en casarte conmigo?». Ella le contestó con placidez, con un latido que habría dejado satisfecho al estetoscopio más exigente de toda la profesión médica: «Si tú lo deseas, sí». Hubo un fugaz instante de embeleso cuando por vez primera ella se prestó a un beso y sobre todo cuando consintió, no sin que antes debiera Amelius recordarle lo que esperaba de ella, a devolverle dicho beso. Fue una sola vez. No obstante, también se desencadenó así una serie de sopesadas consideraciones que comenzaron a desenvolverse en cuanto Amelius dio el beso por terminado y se despidió de ella hasta el día siguiente.
Tenía por enemigas a dos mujeres. Las dos estaban resueltamente en su contra en lo tocante al matrimonio.
La corresponsal de Regina y su amiga del alma, Cecilia, ya le había tomado inquina desde el principio y sin saber por qué siquiera, pero persistió en mantener una opinión desfavorable acerca de la nueva amistad de los Farnaby. Era una mujer todavía joven, casada desde hacía poco tiempo; tenía sobre Regina una influencia que, en cuanto se presentase la primera oportunidad, sin duda habría de surtir efecto. La segunda influencia, de lejos la más poderosa en su hostilidad, era la de la propia señora Farnaby. Nada podría haber superado la buena voluntad a medias de hermana, a medias de madre, con que recibía a Amelius en las contadas ocasiones en que se pudieron ver sin que les azorase la presencia de una tercera persona en la misma estancia. Sin recurrir de hecho a lo acontecido entre ambos con antelación, durante aquella memorable entrevista, la señora Farnaby le hacía toda clase de preguntas, y con ellas demostraba que aquella desamparada esperanza que relacionaba indisolublemente con Amelius era una esperanza que, si bien vana, seguía hondamente arraigada en ella. «¿Ha estado mucho por Londres de un tiempo a esta parte?» «Ha conocido a alguna muchacha que le haya gustado en especial?» «¿No se cansa usted de permanecer en el mismo lugar?» «¿No piensa emprender viaje pronto?» Cada vez que se encontraban a solas, tarde o temprano recurría la señora Farnaby a esta clase de interrogaciones. En cambio, si Regina entraba casualmente en la habitación, o si Amelius se las ingeniaba para dar con ella en alguna otra parte de la casa, la señora Farnaby abreviaba la entrevista y hacía callar a los dos amantes, más resuelta que nunca a lograr que Amelius siguiera expuesto a la libertad y a la aventura de su vida de soltero acomodado. Durante toda una semana, sus únicas oportunidades de hablar con Regina las obtuvo por medio de la secreta y bien recompensada devoción que tenía la criada por la damisela. Por fin tenía ante sí la perspectiva de pedir al señor Farnaby la mano de su hija adoptiva, si bien no le cabía duda de que las dos mujeres emplearían toda su influencia para obrar en contra de su propósito, y ello incluso en el supuesto de que obtuviera del dueño y señor de la casa una recepción favorable a su proposición.
En tales circunstancias -a solas, un lluvioso día de noviembre, en una pensión situada en el lúgubre lado este de Tottenham Court Road-, el propio Amelius tenía las trazas de un hombre abatido por la melancolía. Estaba enojado con su habano, que se negaba a tirar debidamente y se le apagaba de continuo. Estaba enojado con la pobre, sorda criada para todo, que entró en la habitación tras dar un golpetazo contra la puerta, y que con voz baja le hizo un bárbaro anuncio.
-Aquí abajo dice alguien que lo quiere ver.
-¿Y quién demonios es ese alguien? -le espetó Amelius.
-Pues un ciudadano de Estados Unidos -respondió Rufus, que en ese momento entró como si tal cosa en la habitación-. Que además lamenta profundamente encontrarse al bueno de Claude A. Goldenheart poco menos que a punto de ebullición.
No había cambiado absolutamente nada desde que descendió del vapor al llegar a Queenstown. La hospitalidad irlandesa no le había hecho engordar; el paso de alta mar a tierra firme tampoco había inducido el cambio más leve en su indumentaria. Seguía llevando el mismo enorme sombrero de fieltro con el que se le presentó sobre la cubierta del buque. La criada para todo alzó la mirada hacia el rostro del alto y magro desconocido, un rostro ensombrecido por el ala ancha del sombrero, presa de un asombro rayano en la reverencia.
-Con los debidos respetos, señorita -dijo Rufus con la cordialidad de siempre-, yo me ocupo de cerrar la puerta. -Despedida la criada con esa amabilidad, estrechó la mano de Amelius con entusiasmo-. Pues sí que tenemos una mañana jugosa, como suelo decir yo -comentó tal como si acabaran de encontrarse a la hora del desayuno.
Al menos por un momento, Amelius se animó al ver a su compañero de viaje.
-Me alegro mucho de verlo -dijo-. Hasta que uno se acostumbra a la pensión, aquí es fácil sentirse bastante solo.
Rufus se despojó del sombrero y del verde gabán, y en silencio contempló la habitación.
-Tengo los huesos más bien grandes -comentó a la vez que supervisaba el desvencijado mobiliario de la pensión con cierta suspicacia-, y peso bastante más de lo que pueda parecer. No haré trizas una de esas sillas si me siento, ¿verdad? -Dio la vuelta a la mesa, repleta de libros y de cartas, en busca de la silla más cercana; accidentalmente rozó una hoja de papel escrita a medias-. «Relación de mis amigos londinenses, a los que habré de informar de mi cambio de domicilio» -leyó en voz alta a la vez que tomaba el papel y lo levantaba con la amistosa liberalidad que le caracterizaba-. Hijo mío, veo que ha sacado un buen partido de su tiempo desde que me despedí de usted en el puerto de Queenstown. Ésta es una lista de amistades y conocidos razonablemente larga, teniendo en cuenta que es usted un joven recién llegado a Londres.
-Me encontré con un viejo amigo de mi familia en el hotel -explicó Amelius-. Cuando recibió una comisión en la India. su partida supuso una gran pérdida para mi padre; ahora que ha regresado, me ha tratado con una gran amabilidad. Estoy con él en deuda por haberme presentado a la mayor parte de las personas que figuran en esa lista.
-¿Sí? -dijo Rufus con el tono interrogativo de un hombre que esperaba saber más-. Aunque no lo parezca, le escucho. Siga, siga.
Amelius contempló a su visitante y se preguntó en qué dirección convendría que siguiera.
-No soy yo amigo de las informaciones parciales -siguió diciendo Rufus-. Prefiero completar las cosas, por así decir, de acuerdo con mi propia mentalidad. Hay en esa lista nombres que aún no me ha explicado. ¿Quién le ha proporcionado, señor mío, la relación de sus nuevas amistades?
Amelius contestó de mala gana.
-Las conocí en la casa del señor Farnaby.
Rufus alzó la mirada de la lista con el aire de estar sorprendido por una información más bien desagradable y reacio a recibirla con talante acogedor.
-¿Cómo? -exclamó, utilizando el antiguo equivalente inglés, que a menudo se usa en América, del moderno «¿qué?».
-Que las conocí en casa del señor Farnaby -repitió Amelius.
-¿Ha recibido usted una carta de mi puño y letra que le envié desde Dublín? -preguntó Rufus.
-Sí.
-¿Otorga usted algún valor a mis consejos?
-¡Desde luego!
-¿Y a pesar de todo ha cultivado usted relaciones sociales con Farnaby y familia?
-Cuento con mis propios motivos para mantener una relación amistosa con ellos, motivos que hasta ahora no he tenido tiempo de explicarle.
Rufus estiró sus largas piernas y clavó su mirada grave y astuta en Amelius.
-Amigo mío -dijo-, en lo que se refiere a la apariencia personal y a la plácida elasticidad del espíritu, debo decir que lo encuentro muy cambiado, y que ha ido usted a peor. De veras. Podrá ser por el hígado, podrá ser por el amor. Ahora que lo pienso, sospecho que es usted demasiado joven para tener problemas hepáticos. Entonces debe de ser la morenita, seguro que sí. Señor mío, a esa jovencita le profeso un odio instintivo.
-¡Bonita manera de hablar de una damisela a la que ni siquiera conoce! -estalló Amelius.
Rufus sonrió un tanto cariacontecido.
-¡Adelante! -dijo-. Si va a desahogarse discutiendo conmigo, no lo dude.
De nuevo miró en derredor, con las manos en los bolsillos y silbando. Al parar la mirada sobre la mesa, detectó con rapidez una fotografía colocada sobre el escritorio todavía abierto que Amelius había estado empleando con anterioridad a su llegada. Sin tiempo material para que Amelius se lo impidiera, la fotografía pasó a sus manos.
-Creo que ahora ya conozco su apariencia -anunció-. Le aseguro que me complace conocerla aunque sea de este modo. Caramba, debo decir que es una muchacha recia como una columna. Sí, señor; debo hacer justicia a este producto nativo: es la clásica muchacha inglesa, musculosa y alimentada con buenas carnes de buey. Pero le diré una cosa más: tras dar a luz a uno o dos hijos, la mujer se amojama o se ajamona, y ésta es de esa clase de mujeres que tiende a la gordura; llegado el caso, comprenderá usted que se ha casado con algo más de lo que pudo prever en su día. ¿A qué extremo ha podido llegar usted, Amelius, con esta espléndida y briosa persona?
Amelius estaba a punto de sentirse ofendido.
-Le ruego que hable de ella con el debido respeto -dijo-, sobre todo si espera que yo le conteste.
Rufus lo miró asombrado.
-Le estoy haciendo toda clase de cumplidos -protestó-, y sigue usted sin darse por satisfecho. Amigo mío, en esta ocasión noto en usted algo que me recuerda a la carne cortada a contraveta. Lo encuentro casi desagradable de trato, a fe que sí. Mucho me temo que el aire de Londres no es lo que mejor le sienta. En fin, a mí no me importa. Le sigo teniendo aprecio. Tanto en alta mar como en tierra firme le aprecio, hijo mío. ¿Quiere que le diga qué haría yo en su lugar, si me viera escorándome un poco más de la cuenta hacia la morenita? Pues por decirlo con toda concisión, yo no dudaría en salir por piernas. ¿Qué mal puede haber, permítame que se lo pregunte, si prueba usted a otra muchacha, o a otras dos, antes de tomar una decisión? Me llenaría de orgullo presentarle a las muchachas esbeltas y serpentinas que tenemos allá en Coolspring. Sí, en serio se lo digo. Si lo desea, estoy dispuesto a cruzar el charco con usted. -Tras aludir de manera tan poco respetuosa al océano Atlántico, Rufus le tendió la mano en señal de su afecto inquebrantable y su buena voluntad.
¿Quién podría resistirse a un hombre así? Siempre amigo de los extremos, Amelius le estrechó la mano con una impetuosa sensación de vergüenza.
-He estado malhumorado -dijo-. He sido descortés; debería avergonzarme, y la verdad es que estoy avergonzado. Sólo puedo aducir una excusa, Rufus. La amo con todo mi corazón, con toda el alma, y estoy comprometido con ella. Vamos a casarnos. Con todo y con eso, si comprende usted mi manera de expresarlo, debo decir que, en dos palabras, estoy hecho un lío.
Tras este prefacio característico, pasó a describir su posición con toda la exactitud que le fue posible, pero sin perder el debido respeto ni la reserva necesaria sobre el asunto de la señora Farnaby. Rufus le escuchó con toda atención de principio a fin, sin hacer el menor esfuerzo por disimular la desfavorable impresión que el anuncio del compromiso y la futura boda le habían causado. Cuando volvió a tomar la palabra, en vez de mirar a Amelius como de costumbre, se mantuvo cabizbajo, contemplando sus botas con evidente pesimismo.
-Bueno -dijo-, esta vez se ha adelantado usted, eso es innegable. Supongo que no le planteó ella ninguna dificultad que resultara insalvable para un hombre como usted, ¿no?
-¡Fue toda amabilidad y dulzura! -repuso Amelius con entusiasmo.
-¡Fue toda amabilidad y dulzura! -repitió Rufus como si estuviera pensando en otra cosa, sin perder de vista el sólido espectáculo de sus botas-. ¿Y cómo se lo ha tomado el tío Farnaby? ¿También ha sido todo amabilidad y dulzura, o acaso se ha mostrado desabrido? Lo digo porque siempre cabe la posibilidad, ¿no le parece?
-La verdad es que no lo sé. Todavía no he hablado con él.
Rufus alzó súbitamente la mirada. Un tenue rayo de esperanza invadió su largo y escueto rostro.
-¡Dichosa sea la misericordia! ¡Al menos todavía tiene usted una posibilidad! -dijo- Tal vez tío Farnaby diga que no.
-Poco importa lo que diga -replicó Amelius-. Ella tiene edad suficiente para decidir y elegir lo que desee. No podrá impedir él su matrimonio.
Rufus alzó su nervudo y amarillento dedo índice en señal de protesta perpendicular.
-No puede impedir el matrimonio -reconoció el sagaz nativo de Nueva Inglaterra-, pero sí puede impedir que ella tenga una dote, hijo mío. Averigüe cómo se lo toma él antes incluso de que pase un solo día.
-No puedo ir a verlo esta noche -dijo Amelius-. Sale a cenar fuera.
-¿Y dónde está ahora?
-Atendiendo sus negocios.
-¡Consiga que lo cite: allí mismo, en su propio establecimiento! ¡Sin dilación! -exclamó Rufus a la vez que se puso en pie de un brinco.
-Dudo mucho que le agrade la idea -objetó Amelius-. Nunca se comporta de forma demasiado amable, pero resulta especialmente desagradable en su establecimiento.
Rufus se acercó a la ventana y se quedó mirando a la calle. Hasta el momento, las objeciones debidas al talante del señor Farnaby no parecían haberle interesado en modo alguno.
-Por decirlo con toda sencillez -siguió diciendo Amelius-, hay en él algo que no soporto. Y aunque se muestra sumamente educado conmigo, bien que a su manera, creo que hasta la fecha no ha sabido encajar que yo sea un cristiano socialista.
Rufus se volvió bruscamente en redondo y de nuevo prestó atención.
-Así pues, ¿se lo ha dicho? -dijo.
-¡Por supuesto! -respondió Amelius con un punto de enojo-. ¿O es que piensa usted que me avergüenzo de los principios de acuerdo con los cuales he sido educado?
-Deduzco que poco le importa -insistió Rufus muy a propósito que el mundo entero conozca sus principios.
-¿Que si me importa? -repitió Amelius-. Ojalá el mundo entero me escuchara, porque así tendrían conocimiento de mis principios y todos tendrían que contener la respiración, se lo aseguro.
Hubo una pausa. Rufus volvió a mirar por la ventana.
-Cuando Farnaby está en su domicilio... ¿dónde se le puede encontrar? -preguntó de repente, pero sin dejar de mirar a la calle.
Amelius le refirió la dirección.
-¡No irá a decirme que se propone usted hacerle una visita? -preguntó con un punto de inquietud.
-Bueno, verá... Pensé que tal vez podría abordarlo antes de la hora de la cena. Da la impresión de que tiene usted miedo de hablar con él. Yo soy su amigo, Amelius, y puedo hablar en su nombre.
Sólo de pensarlo, Amelius sintió pavor.
-¡No, no! -dijo-. Le estoy sumamente agradecido, Rufus, pero en un asunto de estas características no me gustaría cargar toda la responsabilidad en un amigo mío. Hablaré yo con el señor Farnaby dentro de un día o dos.
Obviamente, Rufus no se dio por contento.
-Debo decir que, según mis suposiciones -sugirió-, no es usted el único hombre que anda por esta metrópolis y que siente tanto aprecio por la señorita Regina. Un problema, hijo mío: si retrasa usted el momento de hablar con Farnaby... -Hizo una pausa y miró a Amelius-. Ah -dijo-. Creo que no será necesario que me extienda. Veo que hay otro hombre. En fin, en mi país suele ocurrir lo mismo. Al igual que usted, no sé a qué se dedica. Pero siempre aparece otro en el momento en que menos le apetece verlo a usted.
En efecto, había otro hombre, un hombre de mayor edad y más rico que Amelius. Era igualmente asiduo en sus atenciones tanto a la tía como a la sobrina; se había mostrado sumiso y cortés ante su favorecido y joven rival. Era una de esas personas que, por edad y temperamento, serían perfectamente capaces de aprovecharse y de proteger sus intereses por medio de la influencia hostil de la señora Farnaby. ¿Quién podría decir qué resultado pudiera darse si, debido a un desafortunado accidente, jugara sus bazas antes de que Amelius se hubiera asegurado de contar con el respaldo del señor de la casa? En su situación de irritabilidad y nerviosismo, Amelius estaba más que dispuesto a creer en cualquier coincidencia de características desastrosas. El acaudalado rival era un hombre de negocios, un vecino de la ciudad que no vivía lejos del señor Farnaby. Cabía la posibilidad de que estuvieran juntos en ese preciso instante, y tal vez la fidelidad de Regina a su amante tuviera que sufrir una prueba más dura de lo que ella estaba preparada para resistir. Amelius recordó la sonrisa afable y conciliadora (demasiado afable, quizás) con que su apacible amante había recibido sus primeros besos, y sin detenerse a sopesar las conclusiones tomó el sombrero.
-Espéreme aquí mismo, Rufus, como un buen amigo. Me marcho al establecimiento de la papelería.
Con esas palabras a modo de despedida, salió presuroso de la habitación.
Una vez a solas, Rufus comenzó a revisar el contenido de los bolsillos de su gabán, una prenda larga, holgada y bastante desastrada, que había terminado por resultarle cómoda e incluso acogedora a fuerza de su prolongado uso. Extrajo un fajo de correspondencia y escogió entre todas las cartas el sobre de mayor tamaño; depositó sobre la mesa varias cartas que iban adjuntas, escogió una de ellas y leyó tan sólo el último párrafo, pero lo leyó con suma atención.
Le adjunto diversas cartas de presentación a los secretarios de varias instituciones literarias londinenses y de algunas de las principales ciudades de Inglaterra. Si se siente usted con ganas de pronunciar una conferencia, o si puede usted convencer de que lo haga a algún amigo o conocido suyo, creo que le será de interés acogerse a nuestro Comité de Conferencias. Le ruego tome nota de que las instituciones más progresistas, que están deseosas de acoger una exposición de libre pensamiento en materia de religión, política y moral, aparecen marcadas con una cruz en tinta roja. Los sobres que no llevan era marca están dirigidos a plataformas en las que siguen prevaleciendo las clásicos prejuicios británicos, si bien el precio de una entrada para una conferencia es mucho más alto del que suele cobrarse en los refugios del libre pensamiento.
Rufus dejó la carta y eligió uno de los sobres que llevaban la marca en tinta roja. Y repasó la carta introductoria. «Si esta institución extendiera una invitación adecuada al buen Amelius -pensó-, el muchacho sin duda estaría más que dispuesto a pronunciar una conferencia sobre el socialismo cristiano, y lo haría de mil amores. Me pregunto qué dirían de tal cosa la morenita y su tío...»
Sonrió para sí y guardó la carta en el sobre. Se paró a pensar un rato. Bajo su desigual y áspera superficie, era un hombre único entre cien mil; pocas veces, o ninguna, había respirado el hálito vital un ser más resuelto en sus afectos. No había sido comprendido en su reducido círculo social; allá en su tierra natal le faltaba simpatía, e incluso le faltaba un mejor conocimiento de su persona. Amelius, tan popular entre todos, había llegado al gran corazón de este buen hombre. Se había percatado del peligro que yacía oculto bajo la extraña, solitaria situación en que se hallaba su compañero de viaje, tan inocente y desconocedor del mundo, tan joven, tan fácil de impresionar. Su afecto por Amelius, no será exagerado decir, era el afecto que tiene un padre por su hijo. Con un suspiro de resignación, meneó la cabeza y recogió sus cartas para proceder a guardarlas en sus bolsillos. «No, todavía no -decidió-. El pobre muchacho realmente la ama, y tal vez la muchacha sea suficientemente buena para hacerlo feliz en esta vida». Se levantó y comenzó a pasear por la estancia. De pronto se detuvo; se le había ocurrido una nueva idea. «¿Y por qué no juzgo por mis propios medios -pensó-. Dispongo de la dirección; creo que iré a ver a los Farnaby en plan amistoso».
Tomó asiento ante la mesa y redactó unas líneas por si acaso Amelius regresaba a su alojamiento antes que él:
Querido muchacho:
Creo que su, fotografía no me dice de ella todo lo que deseo saber. Me parece buena idea ir a ver al original vivo. Siendo como soy amigo suyo, encuentro de elemental sensatez rendir mis respetos a la familia. A mi vuelta, puede usted contar con conocer mi opinión más ecuánime. Atentamente,
Rufus
Una vez cerrada la carta y escrito su nombre en el envoltorio, tomó su gabán y se detuvo cuando ya iba a ponérselo. La morenita no dejaba de ser una señorita británica. Antes de aventurarse a personarse en su presencia, más le valía a un desconocido de Nueva Inglaterra poner el debido cuidado en mejorar todo lo posible su apariencia personal. Con esta cautela, se acercó al espejo y se examinó con ojo crítico.
«No sé si sería preferible -se le ocurrió- que me cepillase el cabello y me pusiera algo de perfume. Sí, voy a asearme. Me pregunto dónde estará el dormitorio del muchacho».
Vio una segunda puerta que daba a la sala y la abrió al azar. La fortuna le había sonreído una vez más, pues se vio en el dormitorio de su joven amigo.
El aseo de Amelius, por sencillo que fuera, encerraba no pocos misterios para Rufus. Entre los cosméticos estaba completamente perdido. Todos los frascos se hallaban en una modesta caja, y carecían de etiquetas que describiesen su contenido. Fue examinándolos uno a uno y se detuvo ante una crema de afeitar francesa, recientemente inventada. «Huele de maravilla -se dijo, y dio por sentado que sería algún extraño ungüento perfumado, ideal para el cabello-. justo lo que necesito, diría yo, para alisarme el cabello». Se frotó la crema de afeitar por toda su hirsuta cabellera de color gris plomizo, hasta que le empezaron a doler los brazos. Cuando hubo rociado su pañuelo y el cuello, primero con agua de rosas y luego, para no dejar nada al azar, con agua de colonia para subrayar el efecto, pensó que estaba en condiciones de apelar de forma agradable a los sentidos del sexo débil. En cinco minutos más estaba de camino hacia la residencia privada del señor Farnaby.
Capítulo 2
La lluvia que había empezado poco a poco por la mañana seguía cayendo a jarros por la tarde. Tras un simple vistazo por la ventana, Regina optó por pasar el resto del día lujosamente, con la sola compañía de una novela, junto al fuego de su chimenea. Con el pie apoyado sobre el guardafuego y la cabeza recostada en el suave cojín de su sillón preferido, abrió el libro. Una vez leído el primer capítulo y buena parte del segundo, empezó a pasar las hojas perezosamente en busca de una escena de amor. El lánguido interés que le producía la novela fue de pronto desviado por un accidente de la vida real. La puerta de la sala estaba entreabierta, y su criada apareció sin previo aviso y en un estado de moderada confusión.
-Señorita, por favor. Ha venido un extraño caballero... Dice que de parte del señor Goldenheart. Desea en particular decirle...
Hizo una pausa y miró a sus espaldas. Un tenue, curioso olor de jabón entreverado con perfume invadió la estancia, y fue seguido de inmediato por un hombre alto, tranquilo, vestido de forma un tanto desaliñada. Apoyó una mano de dedos huesudos sobre el hombro de la criada y la hizo callar, en efecto, antes de que pudiera añadir una sola palabra.
-Ni se le ocurra tomarse la molestia de seguir diciendo nada, estimada muchacha. Aquí estoy, dispuesto a terminar por usted. -Tras dirigirse a la criada en estos términos, el desconocido avanzó hacia Regina y llegó incluso a intentar estrecharle vigorosamente la mano. Regina se puso en pie y lo contempló. Su mirada habría sido más que suficiente para arredrar al hombre más osado de la tierra; en ese hombre, en cambio, no surtió el menor efecto. Siguió tendiéndole la mano; ensanchó su magro rostro a resultas de su placentera sonrisa-. Me llamo Rufus Dingwell -dijo-. Vengo de Coolspring, Massachussets, y es Amelius quien me presenta a usted y a su familia.
Regina reconoció en silencio esta información y esbozó una rígida reverencia para dirigirse acto seguido a la criada, que esperaba junto a la puerta.
-No te ausentes de la sala, Phoebe.
Preguntándose por dentro el motivo por el cual se requería la presencia de Phoebe, Rufus procedió a expresar sus más cordiales sentimientos de acuerdo con la ocasión.
-Señorita, he oído hablar de usted, y debo decirle que me complace muchísimo conocerla personalmente.
Las leyes no escritas de la cortesía obligaban a Regina a decir algo.
-No he oído al señor Goldenheart mencionar su nombre -comentó -. ¿Es usted un viejo amigo suyo?
Rufus se explicó con genial alacridad.
-Cruzamos el charco juntos, señorita. Me cae bien ese muchacho; es animado, es listo, es dinámico, rebosante de vida. Me reconforta su compañía, ya lo creo. En mi país no nos andamos casi nunca por las ramas, y menos aún en cuestiones de amistad. ¿Cómo se encuentra? ¿Es que no piensa estrecharme la mano? -La tomó de la mano sin esperar su rechazo, y se la estrechó con toda su buena voluntad y de todo corazón.
Regina se estremeció débilmente, y llamó a la criada en su ayuda, por si acaso fuesen a más las familiaridades del desconocido.
-Phoebe, díselo a mí tía.
Rufus añadió un mensaje por su cuenta.
-Y dile otra cosa, querida. Tengo el sincero deseo de conocer también a la tía de la señorita Regina, así como a los restantes miembros del círculo familiar.
Phoebe se marchó de la sala sonriendo. Una visita tan graciosa era sumamente infrecuente en casa del señor Farnaby. Rufus la vio marcharse sin disimular su aprobación. Diríase que la criada era más de su gusto que la señorita.
-Bueno, pues debo decir que es una bonita criatura, de veras -dijo a Regina-. Me recuerda a las muchachas de América: esbelta de cintura y graciosa al andar. ¿Qué edad tendrá?
Regina manifestó su opinión acerca de esta pregunta señalando con callada dignidad una silla.
-Gracias, señorita, pero ésa no me va nada bien -dijo Rufus-. Ya ve usted que tengo las piernas bastante largas. Si llego a sentarme en una silla tan baja como esa que usted me ofrece, me temo que tendría que recuperar el equilibrio poniendo los pies en la reja de la chimenea, y yo diría que esos modales no están bien vistos en Gran Bretaña. Y conste que no me parece mal.
Escogió la silla más alta que pudo hallar y admiró la destreza del artesano que la había fabricado a la vez que la arrastraba para acercarla a la chimenea.
-Suntuosa y elegantísima -dijo-. Puro estilo del Renacimiento, como se suele decir. -Regina observó con un punto de desolación que ni siquiera llevaba el sombrero en la mano, como acostumbraban las visitas. Sin duda lo habría dejado en el vestíbulo. Daba la impresión de que hubiera venido a pasar el día y tuviera previsto quedarse a cenar.
-Bueno, señorita. He visto su fotografía -siguió diciendo-, y ahora que puedo verla con mis propios ojos debo decir que no me gusta nada. No tengo yo sentimientos muy favorables a ese arte. Allá en Coolspring pronuncié una vez una conferencia sobre los retratos fotográficos; describí sucintamente esa especialidad como un ejemplo de justicia carente de misericordia. Al público le gustó la idea. Se rieron a carcajadas. Hablando de carcajadas, me acabo de acordar de Amelius. ¿No le molesta que sea un cristiano socialista, señorita?
A Rufus no le pasó por alto la mirada que le lanzó la señorita al contestar. Tomó mentalmente buena nota, por si acaso la necesitara más adelante,
-Amelius no tardará en superar esas estupideces -dijo-, sobre todo cuando lleve más tiempo en Londres.
-Es posible -reconoció Rufus-. El muchacho le tiene cariño. Sí: él la ama. Me he fijado en él, y se lo puedo certificar. Si me lo permite, también puedo añadir que requiere a cambio de su amor una gran cantidad de amor. Sin duda, señorita, se habrá percatado usted de esa circunstancia.
A Regina le molestó esta última pregunta; le pareció un ultraje, una absoluta falta de propiedad. «¿Qué dirá a continuación? -pensó-. Es preciso que ponga a este presuntuoso en su sitio». Le lanzó otra mirada aniquiladora cuando tomó la palabra.
-¿Me permite preguntarle, señor... señor...?
-Dingwell -dijo Rufus.
-¿Me permite preguntarle, señor Dingwell, si debo el placer de su visita a que el propio señor Goldenheart se lo haya pedido?
Genial y resuelto como era, y por muy ansiosamente que deseara apreciar en su justo punto el valor de la damisela que un buen día había de ser la esposa de Amelius, Rufus no pudo dejar de percibir el tono con que le dijo esas palabras. No era fácil estimular su modestia en cuanto a lo que con justicia debiera estatuir, pero la frialdad y la desconfianza, la distancia intencional que impuso Regina, agotaron la paciencia de este hombre singularmente indulgente. «Quiera el Señor, con su infinita misericordia, que Amelius nunca se case con usted», pensó a la vez que se levantaba de su silla y avanzaba con sencillez y dignidad hacia ella.
-No se me ocurrió venir a presentarle mis respetos, señorita, hasta que Amelius y yo nos separamos -dijo-. Le ruego me disculpe. En mi país habría sido recibido con las puertas abiertas sin mejor carta de presentación que la de ser, tal como le digo, un amigo de mi amigo, que además le desea lo mejor. Si he cometido alguna torpeza...
Calló. A Regina le había mudado el color. En vez de mirarlo, miraba por encima de su hombro, al parecer hacia algo o alguien que se encontraba a sus espaldas. Rufus se volvió para ver de qué se trataba. Una señora de corta estatura, robusta, con unos ojos extraños y un tanto lastimeros, había entrado en la estancia sin hacer ningún ruido mientras él hablaba; estaba esperando, al parecer, a que terminase lo que tuviera que decir. Cuando se miraron frente a frente los dos, la señora dio un firme paso adelante para proceder a saludarlo, y le tendió la mano a modo de bienvenida.
-Puede usted tener la seguridad, señor mío, de que aquí se le recibe amistosamente -dijo a su manera, recia e investida de seguridad en sí misma-. Soy la tía de esta damisela. y me alegra ver a un amigo de Amelius en mi casa. -Sin que Rufus tuviera tiempo de contestar, se volvió hacia Regina-. Esperaba -siguió diciendo- darte una oportunidad para que ofrecieras las debidas explicaciones a este caballero. Me temo que haya confundido tu frialdad de trato por una rudeza intencionada.
El color volvió a arrebolar las mejillas de Regina, que vibró un instante entre la cólera y el llanto. Sin embargo, la mejor parte de su carácter afloró en medio de su timidez y de la contención que habitualmente la mantenía oculta.
-No pretendía causarle el menor perjuicio, señor -dijo a la vez que alzaba sus ojos grandes y bellos de forma sumisa hacia Rufus-. No estoy acostumbrada a recibir a desconocidos. Además, usted me ha hecho algunas preguntas sumamente extrañas -añadió con un súbito estallido de reafirmación-. En Inglaterra, ningún desconocido tiene por costumbre decir cosas semejantes. -Observó a la señora Farnaby, que escuchaba con su compostura impenetrable, y calló todavía confundida. Su tía no tendría escrúpulos a la hora de hablar con el desconocido sobre Amelius ni siquiera en presencia de Regina; era imposible saber lo que tal vez tendría que soportar. De nuevo se volvió hacia Rufus-. Le ruego me disculpe si le dejo con mi tía. Tengo un compromiso pendiente. -Con tan trivial excusa, huyó de la estancia.
-No tiene ningún compromiso -comentó la señora Farnaby cuando se hubo cerrado la puerta tras ella-. Tome asiento, caballero.
Por vez primera, Rufus no se sentía a sus anchas.
-Suelo entenderme a la primera, señora, con la mayoría de la gente -dijo-. Me pregunto qué he podido hacer para ofender a su sobrina.
-A pesar de todas sus virtudes, que son muchas, mi sobrina es una mujercita de miras sumamente estrechas -explicó la señora Farnaby-. No se parece usted en nada a los hombres que ella tiene por costumbre tratar. No le comprende; no es usted un caballero corriente. Por ejemplo -siguió diciendo la señora Farnaby con la gravedad y la naturalidad de una mujer innatamente inmune a todo sentido del humor-, lleva usted algo extraño en el cabello. Diríase que se derrite, y huele a jabón. No; de nada valdría que sacara el pañuelo; con el pañuelo no podría enjugarlo. Iré a buscar una toalla. -Abrió una puerta interior que daba a un pasadizo, al fondo del cual había un cuarto de aseo-. Soy la persona más fuerte que hay en esta casa -siguió diciendo cuando regresó con una toalla en la mano, más seria que nunca-. Haga el favor de sentarse y no me pida disculpas. Si hay alguien que pueda secarle el pelo, yo soy la más indicada. -Puso manos a la obra como si hubiera sido la mismísima madre de Rufus y quisiera dejarlo presentable cuando éste no era más que un adolescente. Un tanto mareado por la violencia de la frotación, y boquiabierto por el contraste entre la frialdad con que lo había acogido la sobrina y la más que amistosa bienvenida que le deparó la tía, Rufus se sometió a las circunstancias con dócil y callada perplejidad-. Ahí tiene, ya está; ahora, nadie se podrá reír de usted -anunció la señora Farnaby-. Supongo que es usted un hombre un tanto distraído, ¿no es eso? Deduzco que deseaba lavarse la cabeza y que olvidó aclarársela con agua tibia y secársela después. ¿Fue eso lo ocurrido, señor?
-Se lo agradezco de todo corazón, señora. Deduje que era un ungüento para el cabello -respondió Rufus-. ¿Le molesta que nos demos la mano de nuevo? Su cordial bienvenida me ha recordado, se lo aseguro, nuestras costumbres, las de allá donde vivo yo. Desde que me fui de Nueva Inglaterra, nunca había conocido a nadie como usted. Supongo que fue mi cabello lo que tanto alteró a Regina, ¿verdad? No me siento muy tranquilo, señora, en lo que a su sobrina se refiere. Creo que me inspiraba cierto temor lo que pudiera decir de mí a Amelius. Pero pongo a Dios por testigo de que no quise lastimarla.
El secreto de la extraordinaria prontitud de que hizo gala la señora Farnaby en el uso de la toalla comenzó a desvelarse. El tono con que hablaba su visitante americano ya era el tono amistoso y familiar que ella había deseado crear entre los dos. Con un mínimo manejo, sería sin duda un aliado valiosísimo en su gran tarea pendiente, a saber, poner toda suerte de trabas e impedimentos al matrimonio de Amelius con Regina.
-¿Tiene usted un gran afecto por su amigo? -comenzó a decir con toda tranquilidad.
-Así es, señora.
-¿Y le ha dicho ya que tiene un gran cariño por mi sobrina?
-E incluso me ha mostrado su fotografía -añadió Rufus.
-Y le ha mostrado su fotografía, entiendo. Por eso, usted pensó que podría venir tal cual y ver con sus propios ojos qué clase de muchacha es...
-Naturalmente -dijo Rufus.
La señora Farnaby reveló sin el menor titubeo cuál era el objetivo que tenía en mente.
-Lo cierto es que Amelius es poco más que un mozalbete -dijo-. Todavía le queda toda la vida por delante. Sería triste, digo yo, que se casara con una muchacha que no pudiera hacerlo feliz. -Se volvió sin moverse de la silla y señaló hacia la puerta por la que se había marchado Regina-. Entre nosotros -siguió, bajando la voz hasta hablar casi en un susurro inaudible-, ¿cree usted que mi sobrina podrá hacerlo feliz?
Rufus vaciló.
-Estoy por encima de los prejuicios familiares -siguió diciendo la señora Farnaby-. No tiene por qué temer ofenderme. Hable con claridad.
Rufus habría hablado con claridad ante cualquier otra mujer del universo. Esta mujer, en cambio, le había salvado del ridículo. Esta mujer le había secado la cabeza con una toalla. Decidió que era preferible andarse con rodeos.
-Me da la impresión de que no entiendo del todo a las señoras de este país -dijo.
Pero la señora Farnaby no era persona que se dejara engañar con una banalidad.
-Si Amelius fuera hijo suyo, y si le pidiera su consentimiento para casarse con mi sobrina -replicó-, ¿le diría usted que sí?
Eso fue demasiado para Rufus.
-No, ni siquiera si se hincase de rodillas para pedírmelo -respondió.
Por fin se dio por satisfecha la señora Farnaby, y lo reconoció sin reservas.
-¡Ha expresado usted con toda exactitud mi propia opinión! -dijo-. No se sorprenda. ¿No le acabo de decir que carezco de prejuicios familiares? Por cierto, ¿sabe usted si ha hablado ya con mi esposo?
Rufus miró su reloj.
-Calculo que debe de estar a punto de terminar.
La señora Farnaby calló y reflexionó unos momentos. Con anterioridad, había tratado de predisponer a su esposo en contra de Amelius, y había recibido una respuesta que al señor Farnaby le pareció definitiva. «El señor Goldenheart nos honra si pretende nuestra alianza. Es el representante de una familia inglesa de rancio abolengo.» En semejantes circunstancias, era sumamente probable que la proposición de Amelius hubiera sido aceptada. La señora Farnaby no por eso estaba menos determinada a que el matrimonio jamás llegara a celebrarse; del mismo modo, estaba ansiosa por garantizarse la ayuda de su nuevo aliado.
-¿Cuándo se lo comunicará Amelius?
-Cuando regrese a su alojamiento, señora.
-Pues vaya cuanto antes, y tenga en cuenta lo que voy a decirle. Si es usted capaz de hallar alguna manera de separar a estos dos jóvenes, y lo digo en aras del interés de ambos, cuente con que si está en mi mano ayudarle lo haré sin dudar un instante. Le tengo a Amelius tanto aprecio como usted. Pregúntele si no he hecho todo lo posible por apartarlo de mi sobrina. Pregúntele si no le he manifestado mi opinión, si no le he dicho que ella no es la esposa que él necesita. Y vuelva a verme cuando quiera. Me caen bien los americanos. Que tenga buenos días, caballero.
Rufus trató de expresar su gratitud con su brevedad y su elocuencia características, pero no tuvo opción. Con un último gesto, la señora Farnaby le dio una palmada en el hombro y prácticamente lo echó fuera de la habitación.
«Si esa mujer fuese ciudadana americana -reflexionó Rufus cuando caminaba por las calles-, sería sin duda la primera mujer que llegase a presidente de Estados Unidos». Su admiración por la energía y la resolución de la señora Farnaby, expresada de forma taxativa, no conocía sino un solo límite. Por alta que fuera la estima en que la tenía, existía no obstante algo insondable en los ojos de aquella mujer, algo que le inquietaba y le desalentaba.
Capítulo 3
Rufus encontró a su amigo en su pensión, postrado en un sofá y fumando furiosamente. Antes de intercambiar una sola palabra, al nativo de Nueva Inglaterra le quedó bien claro que algo se había torcido.
-Y bien -preguntó-, ¿qué ha dicho Farnaby?
-¡Maldito sea Farnaby!
Rufus, en secreto, notó una inmensa sensación de alivio.
-Yo diría que es una manera un tanto exagerada de decirlo -comentó con toda calma-, aunque he captado lo que quiere decir: Farnaby ha dicho que no.
Amelius dio un brinco y se levantó del sofá para plantarse con ademán desafiante sobre la alfombra próxima a la chimenea.
-Pues al menos por una vez se equivoca usted -dijo con una amarga carcajada-. Lo más exasperante del caso es que Farnaby no ha dicho ni que sí ni que no. El muy animal, con sus bigotes engominados... Usted todavía no lo ha visto, ¿verdad? Pues bien, empezó por decir que sí. Un hombre como yo, vino a decir, heredero de una antigua familia inglesa, le honraba al hacerle semejante proposición; difícilmente podía él aspirar a una perspectiva más brillante que ésta para su querida hija adoptiva. Sin duda que la muchacha sería capaz de cumplir con la alta posición social que se le ofrecía, sin duda que cumpliría con toda dignidad. ¡Con tales lisonjas me habló al principio! Me estrechó la mano con su horrorosa, viscosa y fría zarpa, hasta que, le doy mi palabra de honor, tuve la impresión de que me iba a poner enfermo. ¡Espere, espere un poco, que todavía no le he contado lo peor! Pronto cambió de tono; empezó por preguntarme si había considerado yo la cuestión del asentamiento. No supe a qué se refería, claro está; tuvo que traducirlo a un inglés sencillo y claro, y resultó que deseaba saber qué propiedades tenía yo. «Ah, eso es fácil de zanjar», le dije. «Dispongo de unos ingresos de quinientas libras al año, y Regina tendrá todo el derecho a disponer hasta del último penique». Se arrellanó en su sillón como si acabara de dispararle una bala; se puso más que pálido, se puso incluso verde. Al principio no quiso creerme; afirmó que debía de estar bromeando. En ese aspecto le aclaré sus dudas de inmediato. Acto seguido volvió a cambiar de actitud, y se tornó impúdico, con una impudicia nacida del orgullo de sus dineros. «¿Acaso no ha reparado, señor mío, en el estilo a que Regina se ha acostumbrado a vivir en mi domicilio? ¿Quinientas al año, dice usted? ¡Dios del cielo! Con una estricta administración y con mucho ahorro, con quinientas al año tal vez logre pagar usted sus facturas de la modista y la manutención de su caballo y su carruaje, pero poco más. Dígame, ¿quién se encargará de pagar el resto? ¿Quién pagará su casa y sus cenas con abundantes invitados, sus bailes, el consabido viaje por el extranjero, los costes que acarrean los niños, las nodrizas y criadas, los médicos y todo lo demás? Le voy a decir una cosa, señor Goldenheart: estoy más que dispuesto a hacer un sacrificio en su honor, por ser usted todo un caballero, aunque se trate de un sacrificio que de ningún modo haría yo en honor de un hombre que se hubiera hecho a sí mismo. Incremente sus ingresos, señor mío, nada más que hasta el cuádruplo de sus quinientas libras; en tal caso, le garantizo una pensión anual estimada en la mitad de lo que gane usted, aparte de la fortuna que Regina heredará a mi muerte. Así ascenderán sus ingresos a tres mil libras al año, y ésa ya es una cantidad respetable para empezar. Algo sé de los gastos domésticos, y le aseguro que de ninguna manera puedo contentarme con menos que eso.» Ésa fue su manera de hablar, Rufus. No puedo describir de otro modo su insolencia. Si no hubiera tenido a Regina en mente, me habría conducido de manera harto impropia en un cristiano. Creo que incluso habría esgrimido mi bastón y le habría propinado una buena tunda.
Rufus no manifestó su sorpresa, y tampoco le ofreció consejo. Quedó absorto en sus meditaciones sobre la riqueza del señor Farnaby.
-Diríase que una simple papelería es un negocio que arroja muy buenos dividendos en este país -dijo.
-¿Una papelería, dice usted? -repitió Amelius con desdén-. Farnaby tiene otra docena de hierros al fuego, y eso como mínimo. Tiene un periódico, tiene la patente de un medicamento, tiene un banco y no sé cuántas cosas más. Según me comentó uno de sus amigos, nadie sabe a ciencia cierta si Farnaby es rico o es pobre, pues al final le pasará una de estas dos cosas: morirá forrado de millones o morirá en bancarrota. ¡Ay, si al menos llegase a vivir hasta el día en que el socialismo ponga en su sitio a un hombre como éste...!
-Le aconsejo que pruebe primero una república de acuerdo con nuestro modelo -dijo Rufus-. Cuando Farnaby se refiere al estilo al que está acostumbrado a vivir la jovencita, ¿qué quiere decir exactamente?
-Al carruaje en el que sale a pasear -repuso Amelius con rapidez-. A disponer de champán en la mesa, al criado que abra la puerta a las visitas...
-Las ideas de Farnaby, señor mío, han cruzado el charco y han tocado tierra en Nueva York -comentó Rufus-. Y bien, ¿qué fue lo que le dijo usted por su parte?
-¡Le aseguro que no me contuve! «¡Eso es pura ostentación!», le dije. «¿Por qué no podemos empezar a vivir Regina y yo con la debida modestia? ¿Para qué necesitamos el carruaje, el champán y el criado? A lo que aspiramos es a amarnos y a vivir felices. Hay miles de buenos caballeros como yo, incluso en Inglaterra, que viven con sus esposas y sus familias y que no piden nada más que unos ingresos de quinientas libras al año. Lo que aquí sucede, señor Farnaby, es que está usted saturado por el amor del dinero. Vaya a buscar su Nuevo Testamento y lea lo que dice Cristo de los ricos» ¿Y qué piensa usted que hizo cuando le planteé una pregunta tan incontestable como ésa, eh? Alzó la mano como si estuviera espantado. «No permitiré ninguna profanación en mi despacho», me dice. «A mí me leen el Nuevo Testamento todos los domingos en la iglesia, señor mío». ¡Ahí tiene usted, Rufus, al cristiano en que se ha convertido el producto habitual de nuestros tiempos modernos! Fue más terco que una mula; no cedió siquiera un dedo. Su hija adoptiva, me dijo, estaba acostumbrada a vivir con un determinado estilo. Con ese mismo estilo debería vivir después de casarse, al menos mientras él tuviera voz y voto al respecto. Por supuesto que, si ella decidiera desafiar sus deseos y sus sentimientos, a cambio de todo lo que él había hecho por ella, quedó claro que ya tiene edad más que suficiente para hacer las cosas como más le plazca. En ese caso, me dijo con toda sencillez lo mismo que se proponía decirle a ella, a saber, que de ninguna manera esperase a tocar un solo penique de su fortuna, ni en el transcurso de su vida ni después de su muerte. Seguía sintiendo que le honraba más que nunca la idea de formar una alianza de familia conmigo, a pesar de lo cual debía respetar las condiciones que él mismo había estipulado. Sólo en esos términos se sentiría orgulloso de otorgarme la mano de Regina y de llevarla al altar, orgulloso de haber cumplido con creces sus deberes para con su hija adoptiva. Le dejé seguir hasta que se agotó su discurso, y le pregunté entonces con toda calma si al menos podría decirme cuál era la forma de incrementar mis ingresos hasta las dos mil libras al año. ¿Y cómo cree que me respondió?
-¿Le ofreció tal vez la posibilidad de invertir su capital en su negocio? -conjeturó Rufus.
-¡De ninguna manera! Consideró el mundo de los negocios muy por debajo de un hombre como yo. Mi deber como caballero era a su juicio dedicarme cuanto antes al ejercicio de una profesión. Tras la debida reflexión, resultó que no existe más que una profesión posible en un caso como el mío, la profesión de las leyes. Tal vez pudiera ingresar en el Colegio de Abogados y, con suerte, tal vez encontrase trabajos bien remunerados por hacer en unos ocho o diez años. Le aseguro que ésa fue la perspectiva que abrió ante mí en el supuesto de que decidiera seguir su consejo. Le pregunté si estaba bromeando. ¡Desde luego que no! Me recordó que tan sólo tengo veintiún años, que tengo tiempo de sobra por delante, que si me casara a los treinta años todavía sería joven. Tomé el sombrero y, al despedirme, le hice ver lo que pensaba al menos en parte. «Si algo ha querido decir con todo esto», le dije, «tan sólo ha dicho que Regina deberá marchitarse y languidecer hasta ser una mujer de mediana edad, y que yo he de resistir todas las tentaciones que asedian a un joven en Londres, para llevar durante los próximos diez años la vida de un monje. Y todo eso, ¿a cambio de qué? ¡A cambio de un carruaje para pasear, a cambio del champán en la mesa, a cambio del criado que abra la puerta a las visitas! ¡Quédese con su dinero, señor Farnaby, que Regina y yo podemos pasar sin él!» ¿De qué se está riendo? Dudo mucho que pudiera haberlo dicho usted con mayor intensidad.
Rufus recobró de pronto la gravedad.
-Le voy a decir una cosa, Amelius -replicó-. Como decimos en mi país, tiene usted a gala hacerse con frutos muy carnosos para reflexionar.
-¿Qué quiere decir?
-Verá, supongo que recuerda cuando estábamos a bordo del barco. Nos relató usted lo ocurrido en aquella Comunidad suya, y puedo afirmar que su relato sin lugar a dudas fue una excelsa combinación de elocuencia narrativa y de sobriedad y sentido común. Ahora debo hacerme la siguiente pregunta, caballero: ¿qué ha sido de aquel joven cristiano tan discreto y bien informado, ahora que ha entrado en la esfera de Inglaterra y ha comenzado a tratarse con los Farnaby? No me negará que lo veo en carne y hueso cuando miro al otro lado de la mesa que nos separa, pero también es muy cierto que, en lo que al espíritu concierne, no me queda más remedio que echarlo en falta.
Amelius volvió a sentarse en el sofá.
-Dicho con toda sencillez -dijo-, ¿piensa acaso que me he comportado como un imbécil en todo este asunto?
Rufus cruzó sus largas piernas y asintió para reconocer en silencio que estaba de acuerdo. En vez de ofenderse, Amelius se paró a considerar la situación.
-Debo decir que no se me había ocurrido -dijo-. Ahora que lo menciona, me parece comprensible que haya dado la impresión de ser un simple en eso que aquí llaman «la sociedad». Y la razón de que así sea, mucho me temo, es que nada tiene que ver con la sociedad en la que estoy acostumbrado a relacionarme. Los Farnaby son una absoluta novedad para mí, Rufus. Cuando se trata de abordar una pregunta sobre la vida que he llevado en Tadmor, o de lo que he visto y he sentido, de lo que he aprendido en la Comunidad, entonces sí consigo pensar y hablar como un ser bastante razonable, porque pienso y hablo de lo que conozco sobradamente bien. Un momento, permítame explayarme sobre tan distintas circunstancias como las que aquí encuentro. Por otra parte, reconozco que estoy enamorado, y ése es un estado que altera a cualquier hombre; según tengo entendido, esa alteración no siempre es para mejor. De todos modos, con Farnaby he terminado, y eso es algo que ya no tiene vuelta de hoja. Ahora no gozaré de paz al menos hasta que haya hablado con Regina. He leído la nota que me dejó a su partida. ¿Pudo visitarla cuando acudió a su domicilio?
El tono apacible con que le formuló esa pregunta fue toda una sorpresa para Rufus. Después de la recepción que le deparó Regina, esperaba verse en la tesitura de tener que dar cuentas por la libertad que se había tomado. Amelius estaba tan completamente absorto en sus anhelos que a la fuerza consideraba mera trivialidad la cuestión de la etiqueta. Al enterarse de que Rufus había estado, en efecto, con Regina, ni siquiera preguntó a su amigo qué opinión le había merecido la damisela. En su ánimo sólo tenían peso los muchos obstáculos que tal vez se interpusieran cuando quisiera volver a verla.
-Después de lo ocurrido, no cabe duda de que Farnaby hará cuanto esté en su mano para impedir que nos encontremos -añadió Amelius-. Y la señora Farnaby, por lo que sé de buena tinta, le ayudará de mil amores. En cambio, nada sospechan de usted. ¿No podría usted volver a visitarlas, que por algo tiene edad más que suficiente para ser su padre, y aducir alguna excusa para sacarla a dar un paseo?
La respuesta que dio Rufus a esta insinuación fue de una concisión latina.
-Fíjese cómo está lloviendo -dijo tras mirar por la ventana.
-En ese caso, tendré que probar suerte con su criada una vez más -comentó Amelius con resignación. Tomó el sombrero y el paraguas-. No me abandone ahora, viejo amigo -siguió diciendo al abrir la puerta-. Me encuentro en el momento decisivo de mi vida. Estoy sumamente necesitado de un buen amigo.
-¿Cree usted que ella querrá casarse en contra de la voluntad de su tío y de su tía? -le preguntó Rufus.
-Estoy totalmente convencido -respondió Amelius. Dicho esto, se marchó.
Rufus lo contempló entristecido. En cada arruga de su curtido rostro se manifestaba tanto la simpatía como la pena. «¡Pobre muchacho! ¿Cómo soportará el que ella le diga que no? ¿Qué será de él, caso de que le diga que sí?» Irritado, se pasó el dorso de la mano por la frente, como un hombre cuyos pensamientos le resultaran repulsivos. Pasado un instante, se metió las manos en los bolsillos y extrajo de nuevo las cartas de presentación a los secretarios de ciertas instituciones públicas. «Si existe salvación para el bueno de Amelius», se dijo, «calculo que he de encontrarla aquí».
Capítulo 4
El medio de correspondencia entre Amelius y la criada de Regina era una anciana mujer que regentaba un tenducho donde vendía periódicos y revistas, en una bocacalle no lejana del domicilio del señor Farnaby. Desde ese lugar eran remitidas sus notas a la criada, que allí acudía con el pretexto de recoger los periódicos matutinos; allí encontraba él las respuestas más avanzado el día. «Si Rufus hubiese podido sacarla a dar un paseo, tal vez habría podido encontrarme con Regina esta misma tarde», pensó Amelius. «Tal como están las cosas, tal vez deba aguardar hasta mañana, y puede que hasta más adelante. Además, he de pensar en el soberano que debo hacer llegar a Phoebe». Suspiró al recordar la tarifa que debía pagar. Los soberanos empezaban a escasear en el bolsillo de nuestro joven socialista.
Cuando tuvo a la vista el puestecillo de los periódicos, Amelius se fijó en un hombre que se alejaba de él y que caminaba hacia el extremo opuesto de la calle. Cuando él mismo llegó al tenducho momentos después, la anciana tomó una carta que estaba sobre el mostrador.
-Un joven acaba de dejar esto a su nombre -le dijo.
Amelius reconoció la caligrafía de la criada. El hombre al que vio marcharse del tenducho era el mensajero de Phoebe.
Abrió la carta. Su señora, según le explicaba Phoebe, estaba demasiado agitada para intentar escribir siquiera. El señor había dejado boquiabiertos a todos los residentes en la casa al presentarse allí al menos tres horas antes del momento en que tenía por costumbre regresar de su establecimiento. Se había encontrado a la «señora Ormond» (esto es, la amiga y corresponsal de Regina, Cecilia) de visita con su sobrina, y la tal señora había solicitado hablar con ella en privado antes de marcharse. El resultado de todo ello fue que Regina recibió una invitación de la propia señora Ormond para pasar una temporada en su domicilio, sito en el pueblo de Harrow. Las dos señoras tenían previsto marcharse juntas de Londres, aprovechando el carruaje de la señora Ormond, esa misma tarde. Acosada por la intensa labor de persuasión a que la sometieron tanto su tío como su tía, a la par que su amiga, Regina había terminado por ceder. Sin embargo, no había olvidado a Amelius, y le había tenido en efecto muy en cuenta. Estaba deseosa de encontrarse con él en privado al día siguiente, siempre y cuando él quisiera tomar el tren que salía de Londres y llegaba a Harrow poco después de las once de la mañana. Caso de que lloviera, debía posponer su viaje hasta el primer día de buen tiempo, para llegar en cualquier caso a la hora indicada. En la nota se le describía el lugar en que debía esperar su llegada, y con estas instrucciones concluía la nota.
La rapidez con que el señor Farnaby llevó a cabo su resolución de apartar a los amantes situaba la debilidad de carácter mostrada por Regina, a ojos de Amelius, bajo una nueva y asombrosa luz. ¿Por qué no había insistido en gozar de sus privilegios, siendo como era una mujer ya llegada a la edad de la discreción, y por qué no se había negado a abandonar su domicilio en Londres hasta saber al menos qué era lo que su amante tenía que decir al respecto? Amelius abandonó a su amigo americano convencido de que la decisión que tomase Regina estaría sin lugar a dudas a su favor, pero fue entonces cuando se vio obligada a elegir entre el hombre con el que estaba dispuesta a contraer matrimonio y el hombre que, para ella, no era más que su tío por mera cortesía. Por vez primera, Amelius tuvo la sensación de que la entera confianza que había depositado en sus suposiciones tal vez, por mera probabilidad, resultaran engañosas. Regresó a su alojamiento en tal estado depresivo que el compasivo Rufus insistió en salir con él a cenar fuera, y después le animó a ir juntos al teatro. Completamente desarbolado, Amelius se plegó a la genial influencia de su amigo. Ni siquiera tenía la energía suficiente para sentirse sorprendido cuando, de camino a una taberna, Rufus se detuvo ante un edificio un tanto lúgubre, adornado con un pórtico de estilo griego, y dejó una carta y una tarjeta de visita en manos de un criado que vigilaba la entrada.
El día siguiente, gracias a una feliz mediación de la Fortuna, no amenazaba lluvia. Amelius siguió las instrucciones recibidas por carta. Asomó en el cielo un sol tenue cuando dejó atrás la estación de Harrow. Seguía sumido en un mar de dudas, tan alterado que incluso de la superstición supo extraer una débil esperanza. Saludó la feble luz solar de noviembre como si de un buen augurio se tratara.
La residencia del señor y la señora Ormond se encontraba alejada del resto de las casas, rodeada por los terrenos propios de la mansión. Una verja de estacas de madera jalonaba los límites de la propiedad, que lindaba por un lado con un camino embarrado que conducía a una granja cercana. En una cancela de la verja, que daba paso al cobertizo situado a cierta distancia de la mansión, Amelius se dispuso a esperar a que apareciera la criada.
Tras un retraso de muy pocos minutos, la fiel Phoebe se acercó a la cancela con una llave en la mano.
-¿Dónde está? -inquirió Amelius cuando la muchacha le abrió la cancela.
-Esperándole en el cobertizo. ¡Un momento, señor! Hay algo que debo decirle antes de que vaya a verla.
Amelius sacó el monedero y le mostró el soberano convenido. También se dio cuenta de que Phoebe se mostraba tal vez algo más ansiosa de lo debido a la hora de recibir su dinero.
-Gracias, señor. Por favor, mire su reloj. No debe pasar con la señorita Regina más que un cuarto de hora, pero ni un minuto más.
-¿Y por qué no?
-Porque es a estas horas, señor, cuando la señora Ormond se reúne a diario con su cocinera y con el ama de llaves. En tan sólo un cuarto de hora habrá despachado todas sus órdenes, y la señora Ormond se reunirá entonces con la señorita Regina para dar un paseo por los prados de la mansión. Me arruinará usted, señor, si ella lo encuentra aquí.
Hecha esta advertencia, la criada abrió la marcha por el sinuoso sendero que llevaba al cobertizo.
-Debo darte las gracias por tu carta, Phoebe -dijo Amelius al seguirla-. Por cierto, ¿quién era tu mensajero?
La respuesta de Phoebe consistió en no responder.
-Tan sólo un joven, señor.
-Así pues, ¿era tu novio?
La única respuesta de Phoebe fue un expresivo silencio. Dobló una esquina y señaló a su señora, que estaba a solas a la entrada de un invernadero húmedo y abandonado.
Regina se llevó el pañuelo a los ojos en cuanto su criada se hubo retirado con toda discreción.
-¡Oh! -dijo en voz muy queda-. Me temo que todo esto es un error.
Amelius le retiró el pañuelo de la cara ejerciendo un poco de fuerza, y trató de consolarla con un beso. Una vez abierta la entrevista de este modo, no tardó en abordar la primera pregunta.
-¿Por qué te fuiste de Londres?
-¿Y cómo iba a evitarlo? -dijo Regina con gran debilidad-. Todos estaban en mi contra. ¿Qué otra cosa podía hacer?
A Amelius se le ocurrió que, a su edad, tal vez pudiera haber reafirmado una voluntad propia. Sin embargo, guardó para sí semejante idea, le ofreció el brazo y, cuando ella se lo tomó, la condujo lentamente por el sendero del cobertizo.
-Supongo que tendrás noticia de lo que espera de mí el señor Farnaby -dijo.
-Sí, querido.
-Me parece peor que un mercenario. Me parece sencillamente brutal.
-¡Oh, Amelius! ¡No hables así!
Amelius se detuvo de repente.
-¿Quieres decir que estás de acuerdo con él? -preguntó.
-No te enfades conmigo, querido. Sólo quise decir que se le puede disculpar.
-¿Disculpar? ¿A él? ¿De qué manera?
-Verás... Él tiene en gran estima a tu familia, y pensaba que erais gente adinerada. Y.. ya sé que no ha sido idea tuya. Amelius, pero... A pesar de todo, le has decepcionado.
Amelius le soltó el brazo. La tenue y sin embargo persistente defensa del señor Farnaby que había iniciado Regina le exasperó.
-¿No será que te he decepcionado a ti?
-¡Oh, no, no, no! ¡Ay, qué crueldad la tuya! -Las lágrimas, prontas a brotar, de nuevo asomaron a sus magníficos ojos; fueron lágrimas atentas, consideradas, que no desataron una tormenta en su seno, y que no dieron lugar a ningún resultado parecido en su rostro-. ¡No seas tan duro conmigo! -añadió, apelando a él desamparada, como una encantadora niña algo crecida.
Puede que más de un hombre se le hubiera resistido, pero Amelius no habría figurado nunca entre ellos. Le tomó de la mano y se la apretó con ternura.
-Regina -dijo-, ¿tú me amas?
-¡Sabes que sí!
Le rodeó por la cintura con el brazo, concentró toda la pasión que lo desbordaba en una sola mirada y vertió esa mirada en los ojos de ella.
-¿Me amas tanto como te amo yo a ti? -susurró.
Recibió la pregunta con la escasa pasión que había en ella. Tras un titubeo momentáneo, le puso con timidez un brazo en torno al cuello e, inclinando la cabeza, la depositó sobre el pecho de él. Su figura redondeada, flexible y musculosa se estremeció como si fuese la mujer más frágil de la tierra.
-¡Querido Amelius! -murmuró con una vocecilla inaudible. Él trató de hablarle, pero le falló la voz. Con perfecta inocencia, ella había incendiado la sangre joven de Amelius. La atrajo hacia sí, más y más cerca; la obligó a levantar la cabeza con una magistral resolución a la que ella no supo resistirse, y la besó rápidamente varias veces, sin dejarla respirar, en los labios. Su vehemencia la asustó. Se arrancó de sus brazos con un súbito empuje de fuerza que a él le cogió del todo desprevenido-. ¡Jamás pensé que pudieras ser tan rudo conmigo! -dijo, y con ese tenue reproche se apartó y emprendió el camino que llevaba del cobertizo a la mansión. Amelius la siguió, encareciéndole que aceptara sus excusas y a que le concediera unos minutos más a solas los dos. Con toda modestia, él culpó de lo ocurrido a la irresistible belleza de ella, lamentando no haber tenido la resolución suficiente para resistirse a sus encantos, y ¿cuándo ha fallado ese cumplido tan tópico a la hora de surtir el efecto deseado? Regina sonrió con su buen natural débil y complaciente, que sólo se salvaba de resultar despreciable gracias a su relación con su enorme atractivo personal-. ¿Me prometes que sabrás comportarte? -preguntó, y Amelius, aunque no de buena gana, accedió a prometérselo.
-¿Vamos al invernadero? -propuso.
-Está muy húmedo en esta época del año -respondió Regina con su plácido sentido común-. Tal vez nos enfriaremos. Mejor será que demos un paseo.
Y comenzaron a pasear.
-Deseaba hablarte de nuestro matrimonio -siguió diciendo Amelius.
Ella suspiró.
-Habremos de esperar un tiempo -dijo-, antes de pensar en eso.
Él pasó por encima de su respuesta sin darle mayor atención.
-¿Sabes que dispongo de unos ingresos de quinientas libras al año? -preguntó.
-Sí, querido.
-Hay cientos de miles de artesanos respetables, Regina, con familias numerosas, que viven cómodamente con unos ingresos que no llegan a la mitad de los míos.
-¿De veras, querido?
-Y muchos caballeros no disponen de mucho más. Por ejemplo, los curas. ¿Entiendes adónde quiero llegar?
-No, querido.
-¿Podrías vivir conmigo en una casa en el campo, con un bonito huerto y un jardín, tan sólo con una criada y dos o tres vestidos nuevos cada año?
Regina elevó sus bonitos ojos, extasiada y sin embargo sobria, al cielo.
-Suena muy tentador -comentó con toda su dulzura.
-Pues eso bien podría hacerse -siguió diciendo Amelius- con tan sólo quinientas al año.
-¿De veras?
-Lo he calculado, contando con el margen necesario, y estoy bien seguro de lo que digo. También he hecho algo más. He solicitado la licencia matrimonial. Podré encontrar alojamiento en los alrededores, y podríamos casarnos aquí mismo, en Harrow, en menos de quince días.
Regina se sobresaltó y puso los ojos como platos, para apoyarse en Amelius con una expresión de incredulidad.
-¿Casarnos en menos de quince días? -repitió-. ¿Y qué dirían mis tíos?
-Ángel mío, nuestra felicidad no depende de tus tíos; nuestra felicidad tan sólo depende de nosotros mismos. Nadie tiene el poder preciso para controlarnos. Yo soy un hombre, tú eres una mujer, y tenemos pleno derecho de casarnos cuando queramos.
Amelius pronunció esta última frase oracular con la cabeza bien alta, y con una placentera persuasión interior sobre el modo sumamente convincente con que había defendido sus intenciones.
-¡Sin que mi tío me lleve al altar! -exclamó Regina- ¡Sin la asistencia de mi tía! ¡Sin damas de honor, sin amigos, sin un almuerzo de boda! Oh, Amelius, ¿cómo es posible que hayas pensado en algo semejante?
Dio un paso atrás y lo miró con desamparada consternación.
Por un instante, y sólo por un instante, Amelius perdió la paciencia.
-Si de verdad me amaras -dijo con amargura-, ni siquiera pensarías en las damas de honor o en el almuerzo. -Regina tenía lista su respuesta, y la tenía en el bolsillo: extrajo un pañuelo. Antes de que pudiera levantar la mirada, Amelius se recuperó-. No, no -dijo-, no pretendía... Estoy seguro de que me amas, dame el brazo. ¿Sabes, Regina? Dudo que tu tío te haya contado todo lo que hablamos entre los dos. ¿De veras eres consciente de las durísimas condiciones en las que él tanto insiste? Cuenta con que aumente mis quinientas libras anuales hasta ganar dos mil, cuenta con eso antes de sancionar nuestro matrimonio.
-Sí, querido. Eso me ha dicho.
-Pensar en que yo puedo ganar mil quinientas libras al año, Regina, es tan difícil como pensar que pueda ser coronado rey de Inglaterra. ¿Te ha dicho eso también?
-En eso él no está de acuerdo contigo, querido. Cree que en tan sólo diez años o puede que menos, con tu capacidad, serás capaz de ganar esa suma.
Esta vez fue hora de que Amelius mirase con desamparada consternación a Regina.
-¿Diez años? -repitió- ¿De veras consideras con toda frialdad la posibilidad de aguardar diez años antes de casarnos? ¡Santo cielo! ¿Es posible que estés pensando en el dinero? ¿Es posible que no puedas prescindir de carruajes y de criados, de la ostentación y la pompa?
Se calló. Por un instante, incluso Regina demostró que tenía ánimo suficiente para estar enojada.
-¡Tendría que darte vergüenza hablarme de semejante modo! -estalló de pura indignación-. Si es ésa la opinión en que me tienes. no pienso casarme contigo. No, ni mucho menos. De ninguna manera, aunque dispusieras de mil quinientas libras al año. ¡Aunque así fuera mañana mismo, no me casaría contigo! ¿Es que no he de tener el debido sentido del deber hacia mi tío, hacia ese hombre bueno que para mí ha sido como un segundo padre? ¿Crees que soy tan desagradecida como para desafiar abiertamente sus deseos y contradecirlo? Sí, sí; ya sé que no le tienes el menor aprecio. ¡Sé que hay muchas personas que no le estiman! Eso a mí me da lo mismo. De no haber sido por mi queridísimo tío Farnaby, tendría que haberme puesto a trabajar y ahora no sería más que una costurera medio muerta de hambre, una pobre chica para todo. ¿He de olvidar eso sólo porque tú no tengas paciencia, porque únicamente piensas en ti? ¡Ay, ojalá nunca nos hubiéramos conocido! ¡Ojalá nunca hubiera sido tan tonta como para tenerte el cariño que te tengo!
Hecha esa confesión, le volvió la espalda y de nuevo se refugió en su pañuelo.
Amelius se quedó mirándola en silencio, desesperado. Después del tono en que ella había hablado de sus obligaciones para con su tío, era inútil anticipar cualquier resultado satisfactorio de la influencia que aún pudiera ejercer sobre Regina. Al recordar lo que había visto y lo que había oído en la habitación de la señora Farnaby, Amelius no pudo poner en duda que el motivo que tenía para aplacar a su futura esposa era el motivo que de hecho llevó a Farnaby a recibir a Regina en su propia casa. ¿Era tal vez irracional o injusto inferir que la huérfana tenía que estar de hecho en deuda con el concepto del deber de la señora Farnaby en memoria de su hermana, por la protección paterna y materna que le había procurado desde entonces? Habría sido inútil, o peor aún, poner delante de Regina semejantes consideraciones. La exagerada idea que tenía de la gratitud que debía a su tío estaba más allá del alcance de todo razonamiento. Mediante su oposición, nada tenía que ganar; no te quedaba otra opción sensata que decir algunas palabras, tratar de hacer las paces y someterse a sus designios.
-Te ruego me perdones, Regina, si de hecho te he ofendido. Me has disgustado, lo siento. No te he juzgado mal intencionadamente; no puedo decir nada más.
Ella se volvió en redondo y lo miró de hito en hito. En la voz de Amelius había notado un ominoso cambio, un punto de resignación; en su actitud notó una obstinada sumisión que incluso la alarmó. Todavía no lo había visto nunca bajo el peligroso y paciente aspecto que en ese momento había adquirido, después de pedir disculpas.
-Te perdono, Amelius; te perdono de todo corazón -dijo, y con timidez le tendió la mano.
Él se la tomó en silencio, se la llevó a los labios y la soltó.
De pronto, Regina se puso pálida. Todo el amor que ella podría otorgar a un hombre se lo había otorgado a Amelius. Se le hundió el ánimo. Se preguntó, aterrorizada, si acaso no lo había perdido por completo.
-Me temo que soy yo la que te ha ofendido -le dijo-. ¡No te enojes conmigo, Amelius! ¡No me hagas más infeliz de lo que soy!
-No estoy en modo alguno enojado -respondió él, pero todavía de ese modo tranquilo y sumiso que a ella le había aterrorizado-. No puedes esperar de mí, Regina, que contemple con buen ánimo diez años de noviazgo.
Ella le tomó de la mano y la sostuvo entre las suyas; la sostuvo como si allí estuviera todo el amor que él tenía por ella, y como si no estuviera dispuesta a dejar que pasara.
-Si lo dejas en mis manos -le suplicó-, el noviazgo no durará tanto. Intenta tratar a mi tío con un poco de amabilidad y de respeto, Amelius, en vez de tratarlo con ásperas palabras. Y si eres demasiado orgulloso para ceder, deja que sea yo quien se ocupe de él. ¿Puedo decirle que no tenías ninguna intención de ofenderle, y que estás dispuesto a dejar el futuro en mis manos?
-Desde luego -repuso Amelius-, si de veras piensas que eso tal vez sirva de algo.
Por su forma de decirlo, fue como si a las claras añadiese: «No creo en tu tío, ojo, por más que tú quieras creer en él».
Ella insistió.
-Será de gran utilidad -siguió diciendo-. Así, dejará que vuelva a casa y ya no pondrá ninguna objeción a que vengas a verme. No le agrada que nadie le desprecie, y menos aún que lo desafíen. ¿A quién le agrada eso? Ten paciencia, Amelius, que yo le persuadiré para que espere menos ingresos de ti; lograré que se conforme, querido, con lo que puedas ganar por medio de tu talento mucho antes de que pasen diez años. -Esperó una palabra de respuesta, algo que le demostrase que había logrado levantar su ánimo. Él tan sólo sonrió-. Hablas de lo mucho que me amas -añadió, alejándose de él con una mirada de reproche-, y ni siquiera crees en lo que yo pueda decirte. -Calló y miró a sus espaldas con un leve grito de alarma. Al otro lado de los árboles que les ocultaban se oyeron pasos apresurados. Amelius dio un paso atrás, hasta un recodo del sendero, y descubrió a Phoebe.
-¡No se quede ni un momento más, señor! -exclamó la muchacha-. Vengo de la casa, y la señora Ormond ya no está allí. ¡Nadie sabe adónde ha ido! ¡Salga por la cancela, señor, ahora que todavía tiene la oportunidad de que nadie se entere!
Amelius se volvió hacia Regina.
-Es preciso que no ponga a la muchacha en un aprieto -dijo-. Ya sabes adónde puedes escribirme. Adiós.
Regina hizo un gesto a la criada para que se retirase. Amelius jamás se había despedido de ella tal como estaba a punto de hacer. Olvidó el abrazo fervoroso y los osados besos de poco antes; estaba desesperada ante la sola idea de perderlo.
-¡Oh, Amelius! ¡No dudes siquiera de que te amo! Dime que crees en mí, que sabes cuánto te amo. ¡Bésame antes de marchar!
La besó, pero no fue un beso ni de lejos parecido al anterior. Dijo lo que ella deseaba que dijera, pero sólo para complacerla, y no con todo su corazón. Ella lo dejó marchar; de nada serviría un reproche en esos momentos.
Phoebe la encontró pálida e inmóvil, como si hubiera echado raíces en el lugar en que se despidieron.
-¡Ay, ay, ay! ¡Ay, señora! ¿Qué es lo que se ha torcido?
Y su señora le respondió con desatino, con palabras que antes jamás habían salido de sus labios.
-¡Oh, Phoebe! ¡Ojalá estuviera muerta!
Tal fue la impresión que dejó en el ánimo de Regina la entrevista mantenida cerca del cobertizo.
La que dejó en el ánimo de Amelius se manifestó con palabras no menos fuertes, aunque más avanzado el día. Su amigo americano le pidió novedades con toda su inocencia, y ésta fue la respuesta que recibió:
-Encuentre algo que me distraiga un poco, Rufus; de lo contrario, estoy dispuesto a tirarlo todo por la borda, y al diablo con lo que pueda pasar.
El hombre sabio de Nueva Inglaterra era de hecho demasiado sabio para ajetrear a Amelius con preguntas en semejantes circunstancias.
-¿Ah sí?-Eso fue todo lo que dijo. Se llevó entonces la mano al bolsillo y sacó una carta para dejarla como si tal cosa sobre la mesa.
-¿Es para mí? -inquirió Amelius.
-Deseaba usted algo que lo distrajera -respondió Rufus con su astucia de siempre-. Ahí tiene.
Amelius leyó la carta. Estaba expedida en la Institución Hampden, cuyo secretario invitaba a Amelius, en términos sumamente halagüeños, a dar una conferencia en el salón de actos de la Institución sobre el tema del socialismo cristiano, tal como se enseñaba y se practicaba en la Comunidad de Tadmor. Se le ofrecían dos tercios de los ingresos obtenidos mediante la venta de localidades; se le dejaba entera libertad para elegir la velada que prefiriese (con una semana de antelación) y para emitir sus propios anuncios. Dejaba otros detalles de menor importancia para discutirlos con el secretario en persona cuando el conferenciante accediera a dar por buena la propuesta que se le hacía.
Terminada la carta, Amelius miró a su amigo.
-Esto es cosa suya -dijo.
Rufus lo reconoció con su inocencia de costumbre. Disponía de una carta de presentación destinada al secretario, y esa misma mañana había ido a visitarlo. La Institución deseaba alguna novedad que pudiera atraer a sus miembros y al público en general. Como él no tenía por el momento la intención de impartir conferencias, había pensado en Amelius y había dado voz a sus pensamientos.
-Comenté -añadió Rufus con picardía- que no me parecía que usted quisiera subir al estrado, pero ese secretario es un personaje que desborda optimismo, y dijo que no le importaba probar suerte.
-¿Por qué iba a decir que no? -preguntó Amelius con un punto de irritación-. El secretario me hace un halago y me ofrece una espléndida oportunidad de difundir nuestros principios. Tal vez -añadió con más calma, aunque no sin antes reflexionar un momento- pensaba usted que no estaría yo a la altura de las circunstancias. En tal caso, no le diré yo que no estaba equivocado.
Rufus meneó la cabeza.
-Si se hubiera pasado usted la vida en esta isla angosta y decrépita -respondió-, podría haber dudado de usted. Ahora bien, no se olvide de que Tadmor se encuentra en Estados Unidos. Si allí no enseñan a los chicos el arte de la oratoria, no me dirá que hay un solo ciudadano americano que tenga voz y voto en semejante sociedad. Trate de adivinarlo una vez más, hijo mío. ¿No es capaz? Bien, pues yo había pensado nada menos que en el tío Farnaby. Me dije, y no se lo dije al secretario, que Amelius sin duda iba a pensar en el tío Farnaby. ¡Ay! ¿Qué dirá el tío Farnaby de todo esto?
El temperamento acalorado de Amelius se incendió en el acto.
-¿Qué demonios me importan a mí las opiniones de Farnaby? -estalló-. Si hay un hombre en Inglaterra deseoso de que le metan en la dura cabezota los principios del socialismo cristiano, ése ha de ser Farnaby. ¿Piensa ver de nuevo al secretario?
-Podría acercarme por allí -reconoció Rufus- a lo largo de la tarde.
-Pues dígale que estoy dispuesto a impartir la conferencia. Y dele de mi parte las gracias, preséntele mis respetos. Si salgo con bien de la empresa -dijo Amelius, caldeándose sólo de pensar en esa nueva idea-, tal vez consiga hacerme un nombre como conferenciante, y un nombre significa dinero, y el dinero significa batir a Farnaby con sus propias armas. Es una gran oportunidad para mí, Rufus, precisamente en el momento más crítico de mi vida.
-Así es -reconoció Rufus-. Creo que en tal caso más vale que vaya a ver al secretario.
-¿Y qué le parece si voy con usted? -sugirió Amelius.
-Desde luego, ¿por qué no?
Y salieron juntos de la casa.
LIBRO QUINTO
La conferencia fatal
Capítulo 1
Esa misma tarde, a altas horas, Amelius estaba sentado a solas en su habitación mientras tomaba notas para la conferencia que se había comprometido formalmente a dar en el plazo de una semana.
Gracias a su educación americana (como había supuesto Rufus), tenía cierta práctica en el arte de hablar en público. Había aprendido a dar la cara ante sus congéneres mediante la oratoria, y sabía escuchar el sonido de su propia voz en medio de una congregación silenciosa sin echarse a temblar de la cabeza a los pies. Los periódicos ingleses llegaban a Tadmor con regularidad, y en el pequeño parlamento de la Comunidad a menudo se hablaba de la política inglesa. La perspectiva de dirigirse a un nuevo público, con la probabilidad de que al menos de entrada los asistentes estuvieran predispuestos en su contra, sin duda revestía ciertos motivos de terror. No obstante, la consideración más formidable, a ojos de Amelius, fue debida a los límites que se le impusieron en lo relativo a la duración de su charla. La conferencia daría lugar (por solicitud de los miembros de la Institución que pertenecían al clero) a una discusión pública; por propia experiencia, el secretario sugirió que el conferenciante acertaría si redujera su intervención al lapso de una hora. «El socialismo es un tema demasiado amplio para comprimirlo en tan poco tiempo», había objetado Amelius. El secretario suspiró y repuso: «Puede ser, pero dudo que le presten atención por más tiempo».
Mientras tomaba notas sobre los puntos en los que le parecía más deseable insistir, y sobre las posiciones relativas que cada uno de dichos puntos debiera ocupar en su charla, la memoria de Amelius fue tornándose más y más distraída al recordar las escenas por las que había transcurrido su vida hasta entonces.
Dejó la pluma sobre el escritorio cuando el reloj de la iglesia más cercana daba la primera hora oscura de la madrugada, y dejó que sus pensamientos lo llevaran, sin interrupción ni constricción alguna, a las colinas y los valles de Tadmor. Una vez más, el Hermano Anciano le enseñó con amabilidad las más nobles lecciones del cristianismo tal como las había recibido de los propios e inspirados labios del Maestro; una vez más arrimó el hombro en los sanos trabajos del huerto y de los campos; una vez más, las voces de sus compañeros se unieron a la suya en las canciones del atardecer, y la tímida, frágil figura de Mellicent, se encontró a su lado, contenta de sostener el libro de las partituras y de escuchar los cánticos. Qué mezquina, qué corrupta parecía la vida que ahora llevaba en comparación con la vida que llevó en los felices días de antaño. Qué vergonzosamente había olvidado los sencillos preceptos de la humildad cristiana, de la compasión cristiana, de la contención cristiana, en los que confiaban plenamente sus maestros por ser las salvaguardias que habían de mantenerlo libre de todo contacto espurio con el mundo. En los últimos dos días se había negado a la misericordia de albergar un cierto margen de error que le permitiera perdonar al hombre cuya vida se había malgastado en la sórdida pugna que lo llevó a ascender de la pobreza a la riqueza. Peor aún, había inquietado con crueldad a la pobre muchacha que tanto lo amaba, y lo había hecho dejándose llevar por las pasiones del egoísmo que tenía de hecho por primer y principal deber mantener a raya. El mero hecho de recordarlo le resultó intolerable en su estado anímico. Con su ímpetu habitual, tomó la pluma para arrepentirse de sus pecados antes de decidirse a descansar. Escribió en pocas palabras al señor Farnaby, declarando que lamentaba haber hablado con impaciencia y con desprecio en la entrevista que mantuvieron los dos, y expresando la esperanza de que la experiencia que cada uno tenía del otro, en un futuro inmediato, tal vez desembocara en una serie de concesiones aceptables por ambas partes. No será preciso señalar que su carta a Regina fue escrita en términos más cálidos y con mayor extensión: fue un sincero desbordarse de su amor y de su penitencia. Cuando tuvo ambas cartas dentro de los sobres correspondientes tampoco se dio por satisfecho. Al margen de qué hora fuese, esa noche no gozó Amelius de paz espiritual, y no había de conseguirla hasta ponerlas en el correo. Bajó sigilosamente las escaleras y, sin hacer ruido, abrió la puerta de la calle para ir corriendo al buzón más cercano. Cuando entró de nuevo en la pensión, por fin sintió cierto alivio. «Ahora -pensó al encender la vela de su dormitorio-, ahora por fin puedo dormir».
El primer suceso del día siguiente fue la visita de Rufus.
Los dos se pusieron a trabajar en el borrador del anuncio de la conferencia, que calcularon al detalle para atraer la máxima atención en determinados sectores. El anuncio iba dirigido, en mayúsculas, a todas las personas sinceras que fuesen pobres y estuvieran descontentas. «Venga usted a escuchar el remedio que el socialismo cristiano le propone para sus cuitas, según ha de exponerlo un amigo y un hermano; no habrá de pagar más que seis peniques por su localidad». Seguía a esta apelación la información necesaria sobre el día, la hora y el lugar del evento; también se ofrecía la reserva de localidades a un precio algo más elevado. Por consejo del secretario, el anuncio no se envió a ningún periódico que circulase entre las capas más altas de la población. Apareció en lugar destacado en un diario y en dos semanarios; los tres medios poseían unas ventas conjuntas de cuatrocientos mil ejemplares.
-Supongamos que sólo son cinco los lectores que acceden a cada ejemplar del periódico -exclamó Amelius rebosante de optimismo-, y resulta que habremos apelado a un público potencial de dos millones de asistentes. ¡Qué espléndida publicidad!
Tan espléndida publicidad produciría un resultado inevitable en el que Amelius no se paró a pensar. Los anuncios sin duda tendían a reunir bajo un mismo techo a personas que, de lo contrario, jamás se hubieran encontrado en el gran mundo londinense. Por toda Inglaterra, Escocia e Irlanda extendió su invitación a un gran número de desconocidas para que pasaran una velada con él. En semejantes circunstancias, era muy posible que se produjera el reconocimiento de dos personas que se hubieran perdido de vista durante años; era posible que hubiera conversaciones que, de lo contrario, jamás habrían tenido lugar; era posible que se dieran resultados de los que el héroe de la velada pudiera ser responsable en toda su inocencia, sólo porque dos o tres de los asistentes ocuparan sus localidades para oír su charla a escasa distancia unos de los otros, e incluso en un mismo banco. Un hombre que abre las puertas de su casa y que invita al público indiscriminadamente corre el riesgo de jugar con materiales altamente inflamables, y nunca podrá estar seguro del momento en que exploten ni de la dirección en que se propague el fuego.
Rufus en persona llevó las copias del anuncio, en limpio, al agente más próximo. Amelius se quedó en la pensión a repasar su conferencia.
Le interrumpió en su trabajo la llegada de la respuesta del señor Farnaby a su carta. El hombre de los bigotes engominados le escribió con gran cortesía, aunque con todas sus precauciones. Era evidente que se sintió adulado y complacido por la ventaja que se le había concedido; se mostraba muy dispuesto, «habida cuenta de las circunstancias», a conceder a los amantes las debidas oportunidades para que se encontrasen bajo su techo. Al mismo tiempo, ponía coto al número de tales oportunidades. «De momento, sólo una vez por semana, mi querido señor. Regina sin duda querrá escribirle en cuanto regrese a Londres».
Regina le escribió a vuelta de correo. A la mañana siguiente, Amelius recibió una carta suya que le entusiasmó. Nunca le había amado tanto como le amaba ahora; anhelaba encontrarse con él; había logrado convencer a la señora Ormond para abreviar su estancia en su mansión, y para que intercediera en su nombre ante las autoridades de su domicilio. Tenían previsto regresar juntas a Londres al día siguiente por la tarde. Amelius podía dar por supuesto que la encontraría en su casa si accedía a visitada allí para tomar el té de las cinco.
A eso de las cuatro del día siguiente, cuando Amelius ya daba los últimos retoques a su atuendo, se le informó de que «una joven deseaba verlo». La visitante no era otra que Phoebe, que apareció con el pañuelo en los ojos y sin contener su pena, en una humilde imitación del método con que procedía su joven señora en ocasiones semejantes.
-¡Dios santo! -exclamó Amelius-. ¿Le ocurre algo a Regina?
-No, señor -murmuró Phoebe sin retirar el pañuelo-. La señorita Regina está en casa y está bien.
-Entonces, ¿por qué lloras?
Phoebe olvidó el comedido método de su señora, y respondió con gran profusión de sollozos.
-¡Porque estoy en la ruina, señor!
-¿Qué quieres decir? ¿Quién te ha hecho eso?
-¡Ha sido usted, señor!
Amelius se sobresaltó. Sus relaciones con Phoebe habían sido de índole puramente pecuniaria. Era una muchacha bonita, de muy buen ver, de talle esbelto y agraciado, aun que con algunos rasgos poco favorecedores en las cejas y en la boca, en los que tan sólo se habría fijado un fisonomista muy atento. Amelius no era un fisonomista y estaba enamorado de Regina, hecho que a sus años implica un amor fiel. Sólo un hombre de más de cuarenta años podría cortejar a la señora y reservar parte de su admiración para la criada.
-Siéntate -dijo Amelius- y explícame en dos palabras qué quieres decir.
Phoebe se sentó y se secó las lágrimas.
-La señora Farnaby me ha tratado de manera infame -comenzó a decir, pero calló al verse abrumada por el mero recuerdo de los malos tratos. En ese momento estaba tan enojada que bajó la guardia. El natural vindicativo de la muchacha encontró una vía de escape, y se le notó en la cara. Amelius notó el cambio y comenzó a dudar que Phoebe fuese de veras merecedora del lugar que hasta ese instante había ocupado en su estima.
-Sin duda, tiene que haber un error -dijo-. ¿Qué ocasión ha tenido la señora Farnaby de maltratarte? Si acabas de regresar a Londres...
-Le ruego que me perdone, señor, pero regresamos antes de lo previsto. La señora Ormond tenía asuntos que resolver en la ciudad, y dejó a la señorita Regina en la puerta de su casa hace ya casi dos horas.
-¿Y bien?
-Bien, señor, apenas había tenido tiempo de quitarme el sombrero y el echarpe cuando la señora Farnaby me mandó llamar. «¿Ya has deshecho la maleta?» me dice. Le contesté que no había tenido tiempo todavía. «Pues no te apures, no hace falta que te tomes la molestia», me dice. «Ya no estás al servicio de la señorita Regina. Aquí tienes tu salario, junto al salario de otro mes, en vez del mes de aviso correspondiente». Yo no soy más que una pobre chica, señor, pero le planté cara y le hablé tan claro como ella a mí. «Quiero saber», le dije, «por qué me despide de una manera tan maleducada.» No podría repetir ahora lo que me dijo, porque me hierve la sangre sólo de pensarlo -afirmó Phoebe con vehemencia melodramática-. Alguien nos ha descubierto, señor. Alguien ha contado a la señora Farnaby su encuentro en privado con la señorita Regina cerca del cobertizo, y también sabe que usted me dio un dinero. Creo que detrás de todo esto esta la señora Ormond; seguramente recordará usted que nadie sabía dónde se encontraba, cuando yo pensé que estaba en la casa hablando con la cocinera. Reconozco que, por el momento, no son más que suposiciones mías. Lo que sí es cierto es que me han hablado como si fuera yo la criatura más ínfima que jamás haya caminado por la calle. La señora Farnaby se niega a darme una carta de recomendación, señor. De hecho, dijo que estaba más que dispuesta a llamar a la policía si no me marchaba de su casa en el plazo de medía hora. ¿Y cómo voy a entrar a servir en otra casa sin una carta de recomendación, dígame? Estoy en la ruina, señor. Así es. ¡Y todo ha sido por su culpa!
A esas alturas, con la amenaza de un nuevo estallido de sollozos, Amelius tuvo el candor de probar a ver qué efecto surtía, como consuelo, la influencia de un soberano.
-¿Por qué no hablas con la señorita Regina? -le preguntó-. Sabes de sobra que estaca dispuesta a ayudarte.
-Ya ha hecho todo lo que ha podido, señor. No tengo nada en contra de la señorita Regina. Es una buena persona. Entró en la sala, suplicó, rogó, quiso cargar ella con todas las culpas. La señora Farnaby se negó a escucharla. «Aquí la señora soy yo», dice. «Más te vale volver a tu habitación.» Ay, señor Amelius, le aseguro que la señora Farnaby es tan enemiga suya como mía. Si está en su mano impedirlo, le aseguro que jamás se casará usted con su sobrina. Gracias a Dios, tengo la conciencia tranquila. He tratado de servir a la causa del amor verdadero, y no me avergüenzo por ello. ¡Da lo mismo! Ya me llegará la hora. Sólo soy una pobre criada que se ha quedado a dos velas en este mundo, sin una carta de recomendación de la que valerse. ¡Espere, espere un poco! Ya verá cómo no ha de pasar mucho tiempo antes de que me ponga a la par de la señora Farnaby, y más que a la par; si no, al tiempo. Por algo sé lo que sé. Y no voy a decir ni una palabra más. Llegará el día en que se arrepienta -exclamó Phoebe, arrebatada de nuevo por su talante melodramático-, ya se arrepentirá, se lo aseguro, de haberme echado de su casa como si fuese una vulgar ladrona.
-¡Vamos, vamos! -dijo Amelius con vigor-. No debes hablar de ese modo.
Phoebe se había hecho con su dinero; podía permitirse una cierta independencia. Se puso en pie. Esa insolencia que casi de forma invariable acompaña la sensación de ultraje entre las mujeres inglesas de su clase se expresó a las claras en la respuesta que dio a Amelius.
-Hablo igual que pienso, señor. No me falta el nervio, y tengo redaños. No soy yo una mujer que se deje pisotear de cualquier manera, y ya lo verá la señora Farnaby, ya lo verá, antes de que pase mucho tiempo.
-¡Phoebe! ¡Phoebe! ¡Estás hablando como si fueras una pagana! Si la señora Farnaby te ha tratado con una severidad injusta, dale un ejemplo de moderación por tu parte. Como buena cristiana, tienes el deber de saber perdonar las ofensas. Phoebe se echó a reír.
-¡Ji, ji, ji! Gracias, señor, por un sermón como ése; gracias también por el soberano. ¡Ha sido usted muy amable, ya lo creo! -De pronto, pasó de la ironía a la cólera-. ¡Nunca, jamás en mi vida me habían llamado pagana! Teniendo en cuenta todo lo que he hecho por usted, señor, creo que al menos podría tratarme con mejores modales. Que tenga buenas tardes, señor. -Alzó su naricilla chata y se fue de la estancia con toda dignidad.
Amelius se quedó perplejo por un instante, aunque en el fondo le divirtió el incidente. Al oír cómo se cerraba la puerta de la calle, sin dejar de reír, se asomó a la ventana para ver por última vez a Phoebe investida de los rasgos de una cristiana ultrajada. Al cabo de un momento, la sonrisa abandonó sus labios. Dio la espalda a la ventana con un respingo.
En la calle había un hombre esperando a Phoebe. En el momento en que se asomó Amelius ella le había tomado del brazo. Cuando se alejaban caminando, él se volvió a mirar la casa. Amelius reconoció de inmediato al compañero (y novio) de Phoebe, un irlandés vagabundo que respondía al apodo de Jervy. La última vez que le vio había sido en Tadmor. Empleado como uno de los agentes de la Comunidad para realizar diversas transacciones con la ciudad vecina, fue despedido por su mala conducta; alguien cometió sin embargo el error de readmitirlo debido a la intercesión de una persona respetable que quiso creer sus promesas y sus propósitos de enmienda. Amelius había sospechado que ese individuo fue el espía que, de manera oficiosa, dio información en contra de Mellicent y de él mismo; como no pudo descubrir pruebas suficientes que justificaran sus sospechas, permaneció callado en lo tocante a ese asunto. En ese momento, en cambio, le resultó evidente que la aparición de Jervy en las calles de Londres sólo se podía atribuir a un nuevo despido de la Comunidad, y supuso que su ofensa había sido tan grave como para obligarle a refugiarse en Inglaterra. Era casi imposible que Phoebe se hubiera podido relacionar con una persona de peor reputación. Teniendo en cuenta su ánimo vindicativo del momento, sería un compañero y consejero no sólo peor, sino mucho más peligroso que en otras circunstancias. Amelius se dio cuenta de ello hasta el punto de que decidió seguirlos con la esperanza de averiguar dónde vivía Jervy, Por desgracia, tomó esa resolución al cabo de un minuto, puede que dos. Salió corriendo a la calle, pero ya era demasiado tarde; no encontró ni rastro de ellos. Camino de casa del señor Farnaby decidió comentarle a Regina lo ocurrido. Su tía no había actuado con sabiduría al negarle a la criada una carta de recomendación. Haría bien si estuviera en paz con Phoebe, sobre todo en este sentido, antes de que fuera demasiado tarde.
Capítulo 2
La señora Farnaby estaba en la puerta de su propia habitación, y contempló a su sobrina con un aire de desdeñosa curiosidad.
-¿Y bien? Supongo que tu amante y tú habréis pasado juntos un rato agradable. ¿Qué es lo que quieres de mi?
-Amelius desea hablar contigo, tía.
-Dile que se ahorre la molestia. Puede que se reconcilie con tu tío en lo tocante a este matrimonio, pero hazle saber que conmigo no se reconciliará.
-No se trata de eso, tía. Se trata de Phoebe.
-¿Acaso pretende que readmita a Phoebe a tu servicio?
En ese momento apareció Amelius en el vestíbulo y respondió a la pregunta.
-Tan sólo quiero hacerle una advertencia -dijo.
La señora Farnaby esbozó una sonrisa forzada.
-Pues eso sí excita mi curiosidad -contestó-. Adelante, pero no quiero que entres tú -añadió, despachando a su sobrina en la misma puerta-. ¿Así que está usted dispuesto a esperar diez años a Regina? -continuó cuando Amelius estuvo con ella a solas-. Me decepciona, caballero. A fin de cuentas, es usted un hombre débil. ¿Y qué me dice de esa jovencita desfachatada, de Phoebe?
Amelius le relató sin reservas lo que había ocurrido entre la criada despedida de su servicio y él; antes de terminar, no olvidó advertirle sobre el compañero de la muchacha.
-No sé qué podría hacer ese hombre para descarriar a Phoebe -dijo-. Yo que usted, no la arrinconaría sin más.
La señora Farnaby lo contempló con desdén, mirándolo de hito en hito.
-Antes tenía usted el ánimo de un verdadero hombre -le dijo-. De tanto estar con Regina, ya se ha convertido en un gallina. Si quiere saber qué pienso yo de Phoebe y de su noviete... -Calló e hizo chasquear los dedos-. ¡Allí tiene! -añadió-. ¡Eso es lo que pienso! Ahora, vuelva al lado de Regina. Sólo puedo decirle una cosa, y es que jamás será su esposa.
Amelius la miró con una sorpresa contenida.
-No deja de ser extraño -comentó- que me trate usted de este modo, sobre todo después de lo que usted me dijo la última vez que estuve en esta misma habitación. Cuenta usted con que yo la ayude a cumplir el deseo más anhelado que ha tenido en toda su vida; al tiempo, hace usted todo lo posible por truncar lo que yo más deseo en la mía. Es imposible que un hombre mantenga la calma bajo una provocación continua. ¿Y si rehusara ayudarla?
La señora Farnaby le contempló con una exasperación absoluta.
-Le desafío a que lo haga -respondió.
-¡Me desafía a que lo haga! -exclamó Amelius.
-¿Acaso me toma por una imbécil? -siguió la señora Farnaby-. ¿Acaso cree que no lo conozco yo mejor de lo que usted mismo se conoce? -Dio un paso hacia él; de pronto bajó el tono de voz y adoptó cierta ternura-. Si esa última, desesperada posibilidad, finalmente me fuera favorable -dijo-; si de veras un día de estos topase usted con mi pobre hija, si supiera que se ha encontrado con ella, ¿de veras pretende avisarme que sería tan cruel, sin importar con qué maldad lo tratase yo, como para no decirme nada? ¿Es ése el corazón que noto latir bajo mi mano? ¿Es ése el cristianismo que ha aprendido usted en Tadmor? ¡Bah, bah, no sea estúpido, muchacho! Vuelva usted con Regina y dígale que ha tratado de amedrentarme, ya verá como no le sirve de nada.
Al día siguiente era sábado. El anuncio de la conferencia se había publicado en los periódicos. Rufus confesó que había sido una extravagancia, en el caso de los dos semanarios, ocupar nada menos que media página. «El público -explicó- tiene la mala costumbre de pasar por alto los anuncios de carácter modesto y recogido. O se les da en la cabeza cuando abren el periódico o, de lo contrario, lo mismo da».
Entre los integrantes del público que atrajo el anuncio se contaba la señora Farnaby. Honró a Amelius con una visita en su pensión.
-Ayer lo llamé pobre y débil criatura -dijo nada más poner el pie en la habitación-, pero fue una idiotez por mi parte. Es usted un espléndido muchacho; respeto su valentía, y le adelanto que pienso asistir a su conferencia. Me da lo mismo qué puedan decir el señor Farnaby y Regina. El alma mezquina y convencional de Regina está agitada, e incluso destrozada, diría yo. No cuente usted con ver a mi sobrina entre los asistentes. Farnaby, en cambio, es un farsante. Finge haberse quedado espantado; no hace más que hablar sobre la posible ruptura del compromiso. En el fondo, le quema la curiosidad por saber cómo saldrá usted de este lance. Le diré una cosa: con toda seguridad entrará a hurtadillas en la sala y se quedará al fondo, allí donde nadie lo vea. Yo lo acompañaré; cuando suba usted al estrado, alzaré mi pañuelo así, de este modo, y usted sabrá dónde se encuentra Farnaby. ¡Dele duro, Amelius! ¡Dele duro! ¿Dónde está su amigo Rufus? ¿Acaba de salir? Me cae bien ese americano. Dele recuerdos de mi parte, diga que no deje de venir a visitarme.
Se marchó de la habitación con la misma brusquedad con que había llegado. Amelius la vio marcharse y quedó perplejo. La señora Farnaby no se comportaba como de costumbre: ¡incluso estaba de muy buen humor!
La opinión de Regina sobre la charla llegó por correo. Una de cada dos palabras, en su carta, aparecía subrayada; la mitad de las frases empezaban con un «¡Oh!». Regina estaba pasmada, asombrada, avergonzada, alarmada. ¿Qué pensaba hacer Amelius a continuación? ¿Por qué la había engañado, por qué había dejado que se enterase de todo por los periódicos? Había destrozado, le decía, el buen efecto que causó con sus cartas, primero a su padre y luego a ella misma. No tenía ni idea del desagrado, del aborrecimiento que sentirían las personas de veras respetables ante su detestable socialismo. ¿Acaso no iba a gozar ella de otro momento de felicidad? ¿Iba a ser Amelius la causa de sus disgustos? Y así seguía, dando vueltas a lo mismo.
Llegó después la protesta del señor Farnaby, que fue a entregarle el señor Farnaby en persona. Durante la visita no se quitó los guantes; se mostró solemne y patético; le reconvino sus intenciones como si fuera uno de los antepasados de Amelius; se dolió por su familia de rancio abolengo, enmoheciéndose en el silencio de la tumba; no quiso tomar una decisión apresurada, dijo, aunque los sentimientos de su hija habían sido ultrajados, y afirmó que mucho temía que fuera su deber dar por cancelado el compromiso. Con perfecta compostura, Amelius le ofreció una localidad gratuita en la sala de la charla, y le pidió que conociera su contenido antes de decidir si de veras resultaba perjudicial. El señor Farnaby alejó la vista de la entrada ofrecida como si fuera una indecencia. «¡Qué pena! ¡Qué pena!», dijo a modo de despedida al caballero socialista.
El domingo (que es en Londres el único día de la semana en que un hombre puede hacer uso de su cerebro sin que le incordie la música callejera), Amelius ensayó la charla. El lunes hizo su visita semanal a Regina.
Le dijeron, y le fue imposible saber si era cierto o no, que había salido en el carruaje con la señora Ormond. Amelius le escribió una nota tranquilizadora en términos afectuosos, sugiriéndole, tal como había hecho con su padre, que asistiera a la conferencia antes de condenar las opiniones que iba a verter en ella. Entretanto, le pidió encarecidamente que no olvidara que habían prometido ser fieles y leales el uno al otro, en el tiempo y en la eternidad, a pesar del socialismo y de otros pesares.
La respuesta se la llevó un recadero. El tono era de considerable seriedad. Por principio, Regina tenía prohibido asistir a un charla socialista. Esperaba que Amelius fuese sincero cuando le escribió sobre el tiempo y la eternidad. El asunto era espeluznante para un ánimo debidamente educado como el suyo. En la hoja siguiente, en parte, se mitigaba la severidad inicial, aunque a modo de posdata. Regina aguardaría en casa la llegada de Amelius al día siguiente de su «lamentable aparición en público».
En la velada del martes había de tener lugar la conferencia.
Rufus se apostó en la ventanilla donde se expendían las entradas para defender los intereses de Amelius.
-Hay veces en que incluso las monedas de seis peniques se les pegan a algunos a los dedos, cuando pasan del público a la caja -comentó.
Las monedas de seis peniques fueron cayendo con rapidez; los anuncios, por el momento, habían surtido efecto. En cambio, las localidades reservadas se vendieron con lentitud. Los miembros de la institución, que tenían derecho a la asistencia gratuita, llegaron en masa y se hicieron con las mejores localidades. A eso de las ocho en punto, la hora en que debía dar comienzo la conferencia, el público de pago seguía llegando en buen número. Entre los últimos que llegaron, Rufus reconoció a Phoebe, que acudió escoltada por una persona con atuendo de caballero, a pesar de lo cual era visiblemente un rufián. Llegó después una dama de corta estatura, muy robusta, que estrechó la mano a Rufus. «Permítame presentarle al señor Farnaby», dijo. Rufus se fijó en que el hombre daba la impresión de estar avergonzado. Una anciana demacrada y astrosa entregó sus seis peniques al taquillero mientras los dos caballeros se daban la mano; no será preciso decir que el ejemplo lo había dado Rufus. La anciana contempló con atención lo que alcanzaba a ver del señor Farnaby -esto es, sus ojos y su bigote engominado- a la luz de la lámpara de gas que colgaba del techo del pasillo. Al instante se retiró, si bien ya tenía la entrada. Esperó a que el señor Farnaby pagase las entradas de su esposa y la suya propia, y los siguió muy de cerca al salón de actos.
¿Por qué no había de ser así? La anciana mujer era una más entre los ciudadanos pobres y descontentos que habían de asistir a la charla convocados por los anuncios. Dieciséis años atrás, John Farnaby había puesto a su propia hija en manos de aquella mujer en Ramsgate. Desde entonces, no había vuelto a ver a ninguna de las dos.
Capítulo 3
Al entrar en el salón de actos, el señor Farnaby descubrió no sin cierta dificultad el lugar un tanto apartado que estaba buscando.
Las localidades baratas estaban situadas, como de costumbre, en la parte más alejada del estrado. Una galería elevada, en esa sección de la sala, arrojaba sombra sobre los bancos del fondo y sobre la pasarela de acceso. En el cobijo de la oscuridad que generaba se sentó el señor Farnaby, exactamente en la esquina formada por el ángulo donde cortaban dos muros del edificio, y su obediente esposa se colocó a su lado.
Siguiéndolos aún, sin llamar la atención entre los asistentes, la anciana se detuvo en el extremo del banco del fondo; miró a un joven vestido con elegancia que ocupaba el último asiento y que prestaba toda su atención a una bonita joven sentada a su lado.
-¡Caramba, Jervy! -le susurró al oído-. ¿No vas a hacerle un sitio a la madre Sowler?
Sin darle tiempo a responder, Phoebe le habló en voz baja por el otro lado.
-¡Qué vieja más horrible! ¿Cómo es que la conoces?
Al mismo tiempo, la señora Sowler repitió su petición en un tono más perentorio.
-¿Es que no me oyes, Jervy? Hazte a un lado, hombre.
Al parecer, a Jervy no le faltaban buenas razones para tratar con la debida deferencia a la tal señora Sowler y cumplir sus deseos, por más desaliñada que fuera. Con abundantes disculpas, pidió a sus vecinos que se apiñaran un poco más y así pudo dejar un sitio escueto, justo al borde del banco.
Haciendo sitio no sin protestar, Phoebe comenzó a susurrar de nuevo.
-¿Por qué te llama Jervy? Si parece una mendiga... Dile que te llamas Jervis.
La respuesta que recibió no la animó a seguir hablando.
-Cállate la boca. Tengo motivos de sobra para tratarla con toda cortesía, así que haz lo mismo tú también.
Se volvió hacia la señora Sowler con una completa sumisión. Bajo la superficie de su descaro y su llamativo atuendo, bajo su vulgar facilidad de trato, yacía oculta la sustancia de la villanía más encallecida y de la astucia más impenetrable. Estaba hecho de la misma pasta que los asesinos más inteligentes, los que logran confundir a la policía. Si pudiera hacerlo con toda impunidad, no habría dudado un instante en destruir sin ningún remordimiento a la pavorosa anciana que se había sentado a su lado, y que sabía lo suficiente de sus andanzas en Inglaterra para dar con sus huesos en una prisión de la que Jervy sólo saldría a su muerte. Así las cosas, le habló con espuria condescendencia y con un punto de buen humor.
-Si debe de hacer lo menos diez años, señora Sowler, desde la última vez que la vi. ¿A qué se ha dedicado entretanto?
La mujer frunció el ceño al responder.
-¿Es que no lo ves con tus propios ojos? ¡Estoy medio muerta de hambre! -Contempló con codicia la vistosa leontina del reloj de Jervy-. A ti en cambio no parece que te falte dinerito. ¿Es que has hecho fortuna en América?
Él le puso la mano en el antebrazo y se lo apretó a modo de advertencia.
-¡Chitón! -masculló-. Ya hablaremos después de la conferencia. -Volvió furtivamente hacia Phoebe sus ojos negros y vivarachos, y la señora Sowler se dio cuenta. Eran los ahorrillos de la muchacha los que habían pagado sus joyas y sus ropas de lujo. En silencio, Phoebe seguía dolida por la rudeza con que le indicó que «se callara la boca». Seguía malhumorada, con su insolente naricilla en alto. Jervy trató de incluirla de manera indirecta en su conversación con su astrosa y vieja amiga-. Esta damisela -dijo- conoce al señor Goldenheart. Está convencida de que se vendrá abajo, así que hemos venido a disfrutar del espectáculo. No soy yo partidario del socialismo; estoy a favor, como dicen mis periódicos preferidos, de eso que se llama el Altar y el Trono. Por decirlo en dos palabras, en política soy conservador.
-En política estás más bien a favor del monedero de tu muchachita -murmuró la señora Sowler-. ¿Y cuánto ha de durar su dinerito, eh? Eso me pregunto yo.
Jervy hizo oídos sordos a su interrupción.
-¿Y qué la trae a usted por aquí -siguió diciendo, deseoso de congraciarse con ella en lo posible-. ¿Ha visto los anuncios en la prensa?
La señora Sowler contestó con tal vehemencia que todos la oyeron, a pesar del murmullo que resonaba en las localidades más baratas.
-Me estaba tomando un vasito de ginebra en la taberna y allí vi el periódico. Soy una ciudadana pobre y descontenta. Detesto a los ricos, y estoy dispuesta a pagar seis peniques aunque sea para oír cómo los vilipendian.
-¡Bien dicho! -apuntó un hombre con pinta de zapatero remendón.
-¡Ojalá sepa dar su merecido a la aristocracia! -añadió uno de los vecinos del zapatero, al parecer un mayordomo sin empleo.
-¡Harta estoy de la aristocracia! -exclamó una mujer de cara feroz y sombrero arrugado-. Son ellos los que se tragan todos los dineros. ¿Qué derecho tienen ellos a sus palacios y sus parques, si mi marido no tiene trabajo y mis hijos pasan hambre, eh?
El aquiescente zapatero la escuchó con admiración.
-Bien dicho -comentó-, muy bien dicho.
Todas esas expresiones del sentir popular llegaron a los respetables oídos del señor Farnaby.
-¿Oyes a esos desdichados? -dijo a su esposa.
La señora Farnaby aprovechó al vuelo la oportunidad de irritarlo.
-¡Pobrecillos! -respondió-. Si estuviéramos en su lugar, diríamos lo mismo.
-Más te valdría ir a las localidades reservadas -repuso su marido a la vez que, disgustado, dejaba de mirarla-. Hay sitio de sobra. ¿Por qué te quedas aquí?
-¡No se me ocurriría abandonarte, querido! ¿Qué opinión te ha merecido mi amigo americano?
-Me asombra que te hayas tomado la libertad de presentármelo. Sabes de sobra que he venido de incógnito. ¿Y qué me importa a mí un simple americano errante?
La señora Farnaby insistió maliciosamente.
-Ah, no te has dado cuenta. A mí me cae muy bien. Ese americano errante, como tú dices, resulta que es mi aliado.
-¡Tu aliado! ¿Qué quieres decir?
-¡Santo cielo! ¡Qué tarugo eres a veces! ¿Es que no sabes que he puesto todas las trabas y objeciones posibles a la boda de mi sobrina? Quedé encantada cuando tuve noticia de esta charla, porque supone un obstáculo de cierta envergadura. A Regina le desagrada y a ti te desagrada. Pues mi querido americano es el hombre al que se le ocurrió esta idea. ¡Calla! Ahí está Amelius. ¡Qué buena pinta tiene! ¡Qué elegante, qué caballeroso! -exclamó la señora Farnaby a la vez que le hacía una seña con el pañuelo, para que Amelius supiera en qué parte de la sala se encontraban-. ¡Casi estoy dispuesta a convertirme al socialismo sin necesidad de que diga una sola palabra!
La apariencia de Amelius tomó al público totalmente por sorpresa. Un hombre joven y apuesto no es lo que se suele relacionar, al menos en la mentalidad popular, con la idea que se tiene de un conferenciante. Al cabo de unos momentos de silencio, el público prorrumpió a aplaudir con espontaneidad. Los aplausos arreciaron cuando Amelius, tras colocar un librito sobre su atril, anunció su intención de dar la charla de manera improvisada. La ausencia del manuscrito de rigor fue un acto de misericordia que le valió para granjearse el favor del público.
Comenzó la intervención del orador.
-Damas y caballeros, las personas sensibles y dadas a observar el signo de los tiempos en este país y en las demás naciones de Europa están de acuerdo, por lo que alcanzo a saber, en una misma conclusión, y es que resulta muy probable que se produzcan una serie de cambios de gran entidad en las formas en que actualmente se entiende el concepto de gobierno, así como en los sistemas sociales existentes, antes de que toque a su fin este siglo en que vivimos. Dicho con toda claridad, la próxima revolución no es tan improbable ni se encuentra tan lejos como quieren suponer las clases más altas y adineradas de los países europeos. Yo soy uno de los que creen que la convulsión venidera tomará la forma, esta vez, de una revolución social. Y estoy convencido de que el hombre que la encabece no será un militar ni un político, sino un Gran Ciudadano, con mayúsculas, salido del pueblo llano y dedicado en cuerpo y alma a la causa del pueblo. Dentro de los límites que se me han impuesto en esta velada, me resulta imposible hablarles por lo menudo del gobierno y de la sociedad en otras naciones, y no podría hacer tal cosa aun cuando poseyera los conocimientos y las experiencias necesarias para aventurarme en el tratamiento de un asunto tan extenso. Todo lo que puedo tratar de hacer es, primero, señalarles algunas de las causas que empiezan a allanar el camino de esa transformación de la condición social y política de este país, y, en segundo lugar, satisfacer su curiosidad al afirmar que el único remedio digno de confianza para paliar los abusos existentes hoy en día ha de encontrarse en el sistema que el socialismo cristiano ha sabido extraer de este libro que acabo de depositar sobre el atril, el libro que todos ustedes conocen con el nombre de Nuevo Testamento. Antes de abordar mi cometido, sin embargo, considero que es mi deber pronunciar unas palabras preliminares sobre el derecho que me asiste para dirigirme a ustedes. No tengo el menor deseo de hablar acerca de mí, pero mi posición me obliga a hacerlo. Soy un desconocido para todos ustedes, y soy un hombre todavía muy joven. Permítanme resumir muy sucintamente cómo ha sido mi vida hasta el día de hoy y hablarles del lugar en que me he educado; luego, decidan ustedes si vale la pena hacerme el favor de concederme su atención.
-Muy buen comienzo -comentó el zapatero.
-Es un hombre muy atractivo -dijo la mujer de rostro feroz-. Me gustaría plantarle un beso en la mejilla.
-Quiá -gruñó la señora Sowler-. Es demasiado educado y relamido. Ojalá me devolvieran los seis peniques.
-Démosle tiempo -musitó Jervy-, ya verá usted cómo entra en calor. Oye, Phoebe -añadió-: no parece un hombre capaz de venirse abajo. Me temo que no nos vamos a reír mucho esta noche.
-¡Qué admirable orador! -dijo la señora Farnaby a su marido-. ¡Imagínate a un hombre así casado con una idiota como Regina!
-Siempre tendrá una posibilidad de ser feliz -respondió el señor Farnaby sin contener la cólera-, al menos mientras no se case con una mujer como tú.
Entretanto, Amelius había estatuido su filiación nacional y su semejanza con el público, por ser inglés de nacimiento, y había hecho un rápido esbozo de su vida en Tadmor, resaltando sus puntos esenciales. Hecho esto, planteó la pregunta anunciada sobre si debía o no prestarle oídos el público. Su franqueza y su frescura ya le habían granjeado sus favores; respondieron con nuevos aplausos.
-Muy bien -prosiguió Amelius-, vamos allá. Supóngase en primer lugar que echamos un vistazo, pues no hay tiempo para más, al estado actual de nuestro sistema religioso. ¿Cuál es el aspecto público de eso que se llama cristianismo en la Inglaterra de hoy en día? Un centenar de sectas diferentes, todas en desacuerdo entre sí. Una iglesia establecida, desgarrada en todas direcciones por un forcejeo incesante, se pierde en disputas sobre las sotanas negras o blancas, sobre la presencia de las velas en las mesas o fuera de las mesas; sobre el inclinarse al este o al oeste; sobre qué doctrina es la que posee un apoyo más respetable y una mayor cantidad de dinero, si es la doctrina de mi iglesia o la doctrina de su iglesia o la doctrina de cualquier otra iglesia. Eleven ustedes la vista, si les place, por encima de esas riñas multitudinarias e incesantes entre todas las jerarquías y contemplen las altas regiones en que los reverendos que representan el estado de la religión permanecen sentados a considerable distancia de todo. ¿Son cristianos? Si lo son, muéstrenme al obispo que se atreva a reafirmar su cristianismo en la Cámara de los Lores cuando el ministro de turno plantea las ventajas que tendría el entablar una nueva guerra. ¿Dónde está ese obispo, y cuántos partidarios tiene entre los de su propia orden? ¿Les desagrada que emplee un lenguaje intemperado, un lenguaje que no podría justificar? Hagan una prueba justa, júzguenme a tenor de esa prueba. El resultado del cristianismo que se deriva del Nuevo Testamento consiste en convertir a los hombres en seres verdaderos, humanos, amables, modestos, estrictamente escrupulosos y estrictamente considerados en sus tratos con sus vecinos. ¿Produce entre nosotros ese resultado el cristianismo de las iglesias y de las sectas? Fíjense en la cúspide de esta nación, en la profesión que da empleo al mayor número de ingleses de toda condición; fíjense en el comercio. A juzgar por la moralidad que contiene este librito, ¿cuál es su aspecto social más destacado? Que respondan por sí solos esos sistemas de la impostura organizada, los que se enmascaran bajo la apariencia de los bancos y las empresas. No es necesario que responda yo a esa pregunta. Saben ustedes muy bien qué nombres respetables se asocian año tras año con la desvergonzada falsificación de las cuentas, con la ruina inmisericorde a que se ven abocados miles y miles de víctimas. Saben ustedes muy bien que nuestro pobre cliente indio considera que su vestido de algodón estampado es una estafa que se cae a pedazos; saben que el salvaje que trata honestamente con nosotros a cambio de sus armas considera la escopeta un mero engaño que estalla hecho pedazos; saben que la pobre costurera, medio muerta de hambre, que adquiere un carrete de hilo, tiene por falsedad la etiqueta en la que se consigna el número de yardas que contiene; saben muy bien que en los mercados de toda Europa los bienes de procedencia extranjera rápidamente ocupan el lugar de las mercaderías fabricadas en Inglaterra, porque es el extranjero quien más honrado resulta a la hora de fabricar lo que sea; por último, y esto es lo peor de todo, saben ustedes que estos engaños crueles y perversos, y tantos otros de la misma estofa, son considerados a ojos de las más altas autoridades comerciales como «formas propias de la competitividad», como procedimientos justificables en el comercio. ¿Creen ustedes que es honorable la acumulación de la riqueza entre hombres que tienen tales opiniones y que perpetran semejantes imposturas? ¡Pues yo no! ¿Encuentran ustedes una perspectiva más pura y más brillante cuando dejan de contemplar a los hombres que nos engañan a gran escala y pasan a contemplar a los que nos engañan a pequeña escala? ¡Pues yo no! Todo lo que comemos, bebemos y vestimos es más o menos una mercancía adulterada; esas adulteraciones nos las venden los comerciantes a unos precios tan exorbitantes que nos vemos obligados a protegernos por medio del principio del socialismo, esto es, creando establecimientos cooperativos propios. ¡Aguarden, escúchenme antes de aplaudir! No vayan a confundir el sencillo propósito que contiene esto que les estoy diciendo; no supongan que soy ciego al lado más brillante del siniestro cuadro que acabo de pintar para todos ustedes. Consideren las cosas dentro de los límites de la vida privada, y verán que gracias a Dios existen verdaderos cristianos en el seno del clero y también entre los laicos; encontrarán asimismo a hombres y mujeres que con todo merecimiento han de ser llamados discípulos de Cristo, y lo digo en el sentido más exacto del término. Sin embargo, no me ocupo yo de la vida privada; me ocupo aquí del estado actual de la religión, la moral y la política en este país; vuelvo a decirlo, ese aspecto presenta un amplio terreno repleto de corrupciones y abusos, amén de revelar una pasmosa insensibilidad por parte de toda una nación frente al espectáculo desolador de su propia desmoralización y de su caída en desgracia.
Amelius hizo una pausa y dio su primer sorbo de agua. Debido a una curiosa afinidad, las localidades reservadas tienden a parecer, en las ocasiones públicas, ocupadas por personas de carácter no menos reservado. El público escogido, el que se encontraba más cerca del orador, guardaba un discreto silencio. Sobrada compensación de ello aportó el sentido aplauso que se oyó en las localidades de a seis peniques. En su ataque inicial puso el conferenciante abundante vehemencia e ímpetu generoso para apelar con tuerza a la mayoría de los presentes en la sala. La señora Sowler dio en pensar que, a fin de cuentas, no había empleado tan mal sus seis peniques; la señora Farnaby señaló la aplicación directa de lo escuchado hasta ese momento en la persona de su marido, debido a su profesión de comerciante, y para ello le hizo un gesto de asentimiento.
Amelius siguió su perorata.
-Acto seguido, debemos descubrir lo siguiente: ¿nos ha de aportar nuestro actual sistema de gobierno un medio pacífico para proceder a la reforma y supresión de los abusos que he señalado? Tampoco quisiera olvidar ese otro abuso de proporciones enormes, el que representa nuestro intolerable gasto público, que aumenta año tras año. A menos que insistan ustedes, no me propongo hacerles malgastar su precioso tiempo diciendo nada acerca de la Cámara de los Lores, y ello es así por tres razones de peso. En primer lugar, esa asamblea no ha sido elegida por el pueblo, y no tiene por tanto ningún derecho a existir en un país realmente libre. En segundo lugar, de sus 485 miembros son como mínimo 184 los que se benefician directamente de los fondos públicos; bajo un concepto u otro, reciben anualmente más de medio millón de libras esterlinas. En tercer lugar, si la Cámara de los Comunes tuviera la voluntad, así como la capacidad, de encabezar la causa de las reformas necesarias, la Cámara de los Lores no tendría otra alternativa que plegarse a sus resoluciones, o bien iniciar la revolución de la que escapó por un pelo hace ya unos cuarenta años. ¿Qué me dicen? ¿Quieren que perdamos el tiempo hablando de la Cámara de los Lores?
Los asistentes de las localidades más baratas contestaron «no» a voz en cuello; el palafrenero y la mujer de rostro feroz fueron los que más alto vociferaron. Aquí y allá, algunos individuos mostraron su desacuerdo silbando; empezó Jervy, llevado por su apego al «Altar y al Trono».
Amelius reanudó su charla.
-¿Y bien? ¿Nos ayudará la Cámara de los Comunes a conseguir un cristianismo más puro y un gobierno más barato mediante un proceso de reformas legal y suficiente? Permítanme recordarles de nuevo que dicha asamblea dispone del poder si es que dispone de la voluntad. ¿Y está constituida actualmente de modo que tenga esa voluntad? ¡Ésa es la cuestión! El número de sus miembros sobrepasa por poco los 650. Y sólo es una quinta parte la que representa, o aspira a representar al menos, los intereses comerciales de la nación. En cuanto a los parlamentarios que han de velar por la clase trabajadora, aún son más fáciles de contar, pues no pasan de dos. En tal caso, y en nombre del cielo, sin duda se preguntarán ustedes qué intereses son los que defiende la mayoría de los miembros de dicha asamblea. A esta pregunta no cabe sino una sola respuesta, pues se trata de los intereses militares y aristocráticos. En estos tiempos de decadencia de las instituciones representativas, la Cámara de los Comunes se ha convertido en una denominación sumamente inexacta, pues los hombres y mujeres comunes no están representados en ella; los miembros más recientes pertenecen a esas clases de la comunidad que en realidad no tienen el menor interés por saciar las necesidades del pueblo ni por aliviar las pesadas cargas que éste ha de sobrellevar. Dicho con una sola palabra, en la Cámara de los Comunes no tenemos la menor esperanza. Y me pregunto yo: ¿quién tiene la culpa de que así sea? Reconozco con vergüenza y con pesar que la culpa es, lisa y llanamente, del pueblo. Sí, así se lo digo a ustedes, con toda sencillez: la desgracia de Inglaterra, y lo que más peligro le hace correr actualmente, es que el pueblo haya elegido una asamblea de representantes que hace caso omiso de sus necesidades. Ustedes, los votantes de las ciudades y del campo por igual, han dispuesto de todas las libertades que se pueda imaginar y han tenido todos los acicates concebibles para ejercer su sagrada confianza, ¡y ahí tienen a la Cámara de los Comunes para demostrar que no son ustedes dignos de dicha confianza!
Estas osadas palabras dieron pábulo a un estallido de reprobaciones entre el público, que por un momento llegó a ahogar por completo la voz del orador. Estaban los presentes preparados para escuchar con paciencia inagotable una larga enumeración de sus virtudes y de sus defectos, pero no habían pagado seis peniques cada uno para que se les informase del pernicioso y despreciable papel que desempeñaban en la política moderna. Se pusieron a chillar y a silbar, con la sensación generalizada de que el joven y apuesto conferenciante les había insultado.
Amelius aguardó con calma hasta que la perturbación por fin cesó del todo.
-Lamento profundamente que se hayan ofendido ustedes conmigo -dijo con una amplia sonrisa-. La culpa de esta perturbación hay que achacarla en verdad a los oradores públicos que tanto les temen a ustedes y que por eso mismo les adulan, sobre todo si pertenecen ustedes a la clase trabajadora. No están ustedes acostumbrados a que nadie les cante la verdad en su propia cara. Amigos míos, tanto abundan las personas que en este país son indignas de la inmensa confianza que la sabia y generosa Constitución de Inglaterra pone en sus manos, que incluso se podrían dividir en distintas categorías. Por una parte se encuentra la clase que mayor educación posee; es una clase sin solución y que se mantiene altiva y ajena a todo. Por otra, está la clase inmediatamente inferior, que carece de estima por sí misma y, por tanto, también carece de espíritu público; es una clase a la que se puede sobornar de manera indirecta, ya sea mediante la donación vitalicia de un lugar, mediante la concesión de un alquiler e incluso mediante la invitación a una fiesta celebrada en una gran mansión, invitación extensible también a las hijas y a las esposas de dichos caballeros. Además, hay que contar con una clase todavía inferior, una clase mercenaria y corrupta, desvergonzada hasta la médula, que se vende sin reparos a cambio de dinero y de alcohol. Cuando di comienzo a este discurso y les advertí de los grandes cambios que pronto habrán de producirse, me referí a una serie de cambios revolucionarios. ¿Peco acaso de alarmismo? ¿Acaso ignoro injustamente la capacidad de llevar a cabo reformas pacíficas que ha mantenido a la Inglaterra moderna al margen de las revoluciones al menos hasta la fecha? ¡No permita Dios que niegue yo la verdad, y menos aún que les alarme a ustedes sin que exista la menor necesidad! Sin embargo, la historia me indica, y para ello no es preciso ir más allá de la Revolución Francesa, que existen corruptelas sociales y políticas que tienen sus raíces en toda una nación, raíces tan amplias y tan profundas que no hay fuerza, si no se trata de la fuerza revolucionaria y convulsa, capaz de arrancarlas y destruirlas. Y yo personalmente me temo (y debo decir que hay hombres mayores, y más sabios que yo, que están de acuerdo conmigo) que las corruptelas que tan sólo he sido capaz de perfilar en esta breve intervención estén extendiéndose tanto en Inglaterra como en toda Europa, y que ya llegan más allá del alcance de las reformas legales, sin derramamiento de sangre, que en el pasado tan buenos servicios nos prestaron. Tanto si estoy en el fondo equivocado (y espero de todo corazón que no sea así) como si se producen en el futuro una serie de acontecimientos que vengan a demostrar que tengo razón, el único remedio, el único fundamento seguro sobre el cual podrá construirse una reforma permanente y completa es el que se encuentra en las páginas de este librito. Les ruego encarecidamente que no se dejen persuadir por esos filósofos del tres al cuarto, los que afirman que la divina virtud del cristianismo es una virtud que se desgasta con el paso del tiempo. No, lo que se desgasta así es el abuso del cristianismo por medio de las corruptelas, tal como se desgastan a fin de cuentas todas las falsedades y todas las imposturas. Desde los tiempos en que Cristo y sus apóstoles enseñaron a los hombres el modo de ser mejores y de ser más felices, nunca estuvieron las naciones más acuciantemente necesitadas que ahora de esas enseñanzas, de su prístina pureza y de su sencillez. Nunca como en este momento crítico fue el interés prioritario de la humanidad, así como su máximo deber, prestar oídos sordos a los tumultos de los falsos maestros y confiar en cambio en esa Voz que todo lo sabe, esa Voz misericordiosa que sólo dejó de exaltar, consolar y purificar a la humanidad toda cuando expiró en las tinieblas, en el tormento de la cruz. ¿Son éstas las desatinadas palabras de un entusiasta? ¿Es éste el sueño de un paraíso terrenal en el que es rematadamente absurdo creer? Yo puedo hablarles de una comunidad que realmente existe y que es una entre tantas, una comunidad compuesta por varios centenares de personas que han hallado la prosperidad y la felicidad reduciendo todo el arte y todo el misterio del buen gobierno a una sencilla solución que ya se propone en el Nuevo Testamento: «Temed a Dios y amad al prójimo como a vosotros mismos».
Con estas interrogaciones retóricas llegó Amelius a la segunda de las dos partes en que había dividido su discurso. Repitió a continuación, de modo más extenso y con un lenguaje más escogido, la afirmación de los principios religiosos y sociales propios de la Comunidad de Tadmor tal y como ya los había expuesto a sus dos compañeros de viaje durante su travesía del Atlántico. Mientras se circunscribió a una simple narración mediante la cual describió un estilo de vida que era completamente desconocido para sus oyentes, logró captar la atención del público. En cambio, cuando comenzó a defender la idea de aplicar el socialismo cristiano al gobierno de las poblaciones grandes y pequeñas por igual, esto es, cuando sondeó por medio de la lógica la idea de que lo que funcionaba a la perfección entre unos cuantos debía funcionar igual de bien entre muchos más, es decir, cuando trató de dar el salto de unos centenares a varios miles y, por la misma regla de tres, a cientos de miles, y así hasta llegar a fuerza de argumentos a la conclusión de que lo que había funcionado en Tadmor debía funcionar en Londres con idéntica justicia, el interés del público fue disminuyendo. De repente, los asistentes se acordaron de sus toses y sus catarros, comenzaron a charlar en murmullos y a mirar en derredor con una vaga sensación de alivio. La señora Sowler, que hasta ese momento se había contentado con mirar furtivamente al señor Farnaby de vez en cuando, comenzó a mirarlo con mayor osadía; él seguía en el rincón, con la mirada clavada con toda severidad en la tarima del otro extremo de la sala. También él comenzó a percibir que la conferencia había variado de tono. Ya no era el arrojado estallido que él había acudido a oír, pensando que ésa sería justificación más que suficiente (caso de que fuera realmente necesaria) para prohibir a Amelius la entrada en su casa.
-He oído más que suficiente -dijo de pronto volviéndose a su esposa-. Vayámonos.
Si la señora Farnaby hubiera sido advertida por adelantado de que iba a verse en medio de una reunión de desconocidos y no como una más entre ellos, sino como una mujer sobre cuya cabeza pendía entonces un peligro formidable, o si solamente se hubiese producido la casualidad de que mirase hacia Phoebe, y hubiera sentido una renuencia aunque sólo fuese pasajera a someterse a la mirada tal vez insolente de una criada a la que había despedido, quizás se hubiese marchado con su esposo en ese preciso instante y quizás así hubiera rehuido el peligro que la acechaba desde el primer y fatal instante en que entró en la sala. Tal como fueron las cosas, se negó a marcharse.
-Te olvidas del coloquio que mantendrá con el público -dijo-. Esperemos a ver cómo pelea Amelius cuando termine su intervención.
Habló en voz tan alta que le oyeron algunas de las personas sentadas cerca de ella. Phoebe, que examinaba con ojo crítico el atuendo de las pocas damas que se habían sentado en los asientos reservados, se dio la vuelta y se fijó por vez primera en la presencia del señor y la señora Farnaby, que seguían en el rincón.
-¡Mira! -le susurró a Jervy-. Ahí está la maldita que me echó de su casa sin darme siquiera una carta de recomendación. Y está con su marido.
Jervy se volvió a mirar, aunque dudó de la información que acababa de proporcionarle su novia.
-No puede ser; esos dos no irían a las localidades más baratas -dijo-. ¿Estás segura de que son los señores Farnaby?
Habló con cautela, en voz muy baja; sin embargo, la señora Sowler lo había visto volverse y mirar a la dama y al caballero que estaban en un rincón de la sala. Además, estuvo rauda al captar cada una de las palabras que brotaron de sus labios.
-¿Quién es el señor Farnaby? -preguntó.
-El hombre que está en el rincón, el de la bufanda de seda blanca sobre la boca y el sombrero calado hasta las cejas.
La señora Sowler se volvió un instante para asegurarse de que el hombre al que se refería Jervy y el de ella eran el mismo.
-¿Farnaby? -musitó para sus adentros como si acabara de oír ese apellido por vez primera en su vida. Se paró a considerarlo e, inclinándose hacia Jervy, le dijo-: Querido, ¿se ha hecho pasar ese caballero alguna vez por un tal Morgan, y ha recibido su correspondencia en el George y Dragón, de Tooley Street?
Phoebe enarcó las cejas y le lanzó una mirada de sorpresa y de desdén que ya supuso una respuesta por sí sola.
-¿Te imaginas al gran señor Farnaby haciéndose pasar por un caballero con apellido falso? ¿Te imaginas que ha recibido su correspondencia en una taberna pública? -dijo a Jervy.
La señora Sowler ya no hizo más preguntas. Volvió a musitar frases ininteligibles para el cuello de su camisa.
-Se le habrán vuelto grises los bigotes, desde luego. Pero a mí no me engañan esos ojos. Podría jurarlo por lo más sagrado, que esos ojos yo no los confundo. -De repente, interpeló a Jervy-. ¿Es rico el señor Farnaby? -le preguntó.
-¿Rico? ¡Se le sale el dinero por las orejas! contestó.
-¿Y dónde vive?
Jervy tuvo la elemental cautela de consultar primero con Phoebe.
-¿Se lo digo?
Phoebe le contestó con petulancia.
-A mí me han echado de esa casa. Me da igual lo que le digas.
Jervy se dirigió de nuevo a la anciana, aunque mantuvo su información en la reserva.
-¿Y para qué quieres saber dónde vive?
-Me debe algún dinero -dijo la señora Sowler.
Jervy la miró de hito en hito y lanzó un silbido con el que quiso expresar su sorpresa y su desconcierto. Las personas más próximas a ellos, molestas por sus incesantes susurros, los miraron con evidente irritación e insistieron en que se callasen de una vez. Jervy se aventuró a una última interrupción.
-Me parece que todo esto te está cansando -dijo a Phoebe-. Vayamos a comernos unas ostras.
Ella se puso en pie por toda respuesta. Jervy dio unos golpecitos en el hombro a la señora Sowler.
-Venga a cenar algo con nosotros -le dijo-. Invito yo.
Por fuerza, al salir todos sus vecinos se fijaron en los tres. La señora Farnaby descubrió a Phoebe... cuando ya era demasiado tarde. El señor Farnaby fue quien miró primero en dirección a la anciana. Dieciséis años transcurridos en una pobreza casi absoluta la habían disfrazado con gran eficacia, y más aún gracias a la escasa luz de la sala. Apartó la vista y habló a su mujer con impaciencia.
-¡Vayámonos nosotros también!
La señora Farnaby siguió empecinada.
-Vete tú si quieres -dijo-. Yo aún me quedo un rato.
Capítulo 4
-Tres docenas de ostras, pan y mantequilla y cerveza embotellada; un comedor reservado y que enciendan un buen fuego en la chimenea.
Tras dar estas instrucciones nada más llegar a la taberna, a Jervy le sorprendió una inesperada interrupción por parte de su venerable invitada. La señora Sowler tomó la determinación de encargar ella la cena que de hecho le apetecía.
-Ni mucho menos. Yo no quiero nada frío de comer ni de beber -dijo-. Por la mañana y por la noche, al levantarme y al acostarme, soy incapaz de entrar en calor. Ya lo ves, Jervy: he perdido abundantes carnes desde que tú me conociste. Lo que yo necesito es una buena chuleta bien caliente, recién salida de la parrilla, y un vaso de agua con ginebra más caliente aún. ¡Ésa es la cena que a mí me va!
-Hágale caso, camarero -dijo Jervy con resignación-, y veamos ese reservado.
La taberna era el clásico establecimiento inglés, amueblado a la antigua usanza, de tal modo que se mofa ante la idea de aprender una lección elemental en la brillantez y la elegancia propias de Francia. El reservado solamente podría describirse si dijéramos que era un museo dispuesto para la exhibición de la suciedad en todas sus posibles variantes. Tras los barrotes de una reja herrumbrosa, un fuego exangüe estaba a punto de expirar. La señora Sowler clamó por leña y carbón; reavivó el fuego con sus propias manos y se sentó temblorosa, tan cerca de la reja como se lo permitió la silla. Al cabo de un rato, el efecto reconfortante del calor comenzó a dejar sentir su influjo: a la muy desdichada, medio muerta de hambre, se le hundió la cabeza sobre el pecho; se apoderó de ella una suerte de estupor y a medias quedó sin conocimiento, a medias simplemente se adormiló.
Phoebe y su novio siguieron sentados muy juntos, a la espera de que llegase la cena, en un sofá situado al otro extremo de la estancia. Al tener ciertos objetivos que lograr, Jervy la rodeó con el brazo por el talle y le habló de manera sumamente insinuante.
-Has de procurar aguantar a la anciana madre Sowler al menos una hora o dos -dijo-. Mi dulcísima muchachita, sé que no es la mejor compañía para ti, pero ¿cómo iba a dar la espalda a una vieja amiga como ella?
-Eso es justo lo que me sorprende -contestó Phoebe-. No entiendo cómo puede ser amiga tuya una persona como ésa.
Siempre presto para endosar al más pintado el embuste oportuno, al menos cuando la ocasión lo requiriese, Jervy inventó una patética historia dividida en dos breves partes. Primera parte: la señora Sowler, rica y respetada, es una viuda que habita en una villa residencial y disfruta de su propio landó particular. Segunda parte: un ruin abogado consigue hacerse con la confianza de la dama; se dedica a invertir de manera temeraria; muere el villano, la señora Sowler se queda en la ruina.
-No le hables de sus infortunios cuando despierte -dijo Jervy a modo de conclusión-; de lo contrario, se echará a llorar sin duda hasta decir basta. Dime una cosa, mi queridísima Phoebe: ¿tú le darías la espalda a una anciana desamparada sólo porque ha vivido más que todas sus amistades, y porque no tiene dónde caerse muerta? Por pobre que yo sea, siempre podré invitarla a cenar.
Phoebe manifestó su admiración por tan nobles sentimientos, y lo hizo mediante una repentina ebullición de ternura que no le costó gran cosa, por cierto, y que sin embargo no bastó para colmar las expectativas de Jervy. Él había apuntado directamente al monedero de ella y solamente le había alcanzado en el corazón.
-Me pregunto -dijo a continuación- si me quedarán dos o tres chelines que darle a la señora Sowler cuando haya pagado la cena.
Suspiró y sacó algo de calderilla para mirar las monedas en silencio. A Phoebe por fin le alcanzó en el lugar exacto. Le prestó su monedero.
-Todo lo que tengo ha de ser tuyo cuando nos casemos -dijo-. Así pues, ¿por qué no íbamos a empezar a compartirlo todo desde ahora?
Jervy expresó su gratitud con la presteza de costumbre.
-Mi dulcísima muchachita -repitió, y Phoebe apoyó la cabeza sobre su hombro y le dejó que la besara, disfrutando el beso en silencio, extasiada, con los ojos entrecerrados. El muy sabandija esperó y la observó hasta tenerla por completo bajo su influencia. Sólo entonces, y no antes, se arriesgó a desvelar gradualmente el propósito que lo había inducido a retirarse de la sala de conferencias antes de que el coloquio hubiera empezado siquiera.
-¿Has oído lo que me ha dicho la señora Sowler antes de irnos de la conferencia? -le preguntó.
-No, querido.
-¿No te acuerdas que me ha preguntado por el domicilio de los Farnaby?
-¡Ah, sí! Y también ha querido saber si alguna vez el señor Farnaby se había hecho pasar por un tal Morgan. Qué ridiculez, ¿no te parece?
-De eso no estoy tan seguro, querida mía. Me ha dicho que el señor Farnaby le debe dinero, y me lo ha dicho con estas mismas palabras. Supongo que no se labró su fortuna así, de buenas a primeras. ¿Quién podría saber qué es lo que hizo en su mocedad? ¿No te parece creíble que supiera embaucar a una mujer débil y necesitada como ella? Mejor será esperar a que nuestra amiga, la que duerme junto al fuego, se caliente los huesos con un bebedizo bien caliente de los que tanto le gustan, que entonces sabremos alguna cosa más sobre la deuda de Farnaby.
-¿Y por qué, querido? ¿Qué te puede importar a ti?
Jervy reflexionó un instante y llegó a la conclusión de que era hora de hablar con mayor claridad.
-En primer lugar -dijo-, por mi parte tan sólo sería un acto de elemental caridad ayudar a la señora Sowler a recuperar sus dineros. Espero que eso lo veas claro, ¿no? Muy bien. Como sabes, no soy uno de esos socialistas, al contrario que tú. Pero al mismo tiempo aspiro a ser un hombre justo y afamado por su sentido de la justicia, y por eso debo reconocer que me ha llegado hasta el fondo lo que ha dicho el señor Goldenheart sobre el destino que se les da, de acuerdo con las reglas de Tadmor, a las personas más acaudaladas. «El hombre al que le sobra el dinero está obligado, por ley expresa de nuestra moralidad cristiana, a emplearlo en ayudar al hombre que carece de él.» Ésas fueron sus palabras, al menos por lo que yo alcanzo a recordar. Y poco después lo repitió incluso con mayor vehemencia: dijo que «un hombre que amasa una gran fortuna, ya sea por un motivo puramente egoísta, por ser un tacaño, o porque aspira al engrandecimiento de su familia tras su muerte, es en cualquier caso una persona esencialmente anticristiana, que se halla manifiestamente necesitada de iluminación y de control por parte de la ley de Cristo». Si bien recuerdas, se oyeron entonces algunos murmullos; el señor Goldenheart acalló las críticas leyendo unas líneas del Nuevo Testamento, en las que se decía exactamente lo mismo que había dicho él, sólo que con menos palabras. Mi queridísima muchachita, me da en la nariz que Farnaby es una de las múltiples personas a las que apuntaba la charla de ese joven caballero. A juzgar por su aspecto, yo diría que ha de ser un hombre más bien duro de pelar.
-¡Así es! ¡Es duro como el hierro! Mira a sus criados como si no fueran más que la suciedad que pisa él con la suela del zapato, y jamás les dice una palabra afectuosa o amable, jamás.
-A ver si adivino... Seguramente no es muy dadivoso con su dinero, ¿verdad?
-¿Él? Está dispuesto a gastarse lo que sea, con tal de que sea para él y para su grandeza, pero no creo que en toda su vida haya dado a nadie medio penique siquiera.
Jervy señaló a la chimenea fingiendo un estallido de indignación virtuosa.
-En cambio, ahí tienes a esa pobre y anciana alma en pena, que se muere de hambre por no tener el dinero que él le adeuda. ¡Maldita sea! Creo que estoy de acuerdo con los socialistas: es virtud hacer que un hombre de su calaña se ponga a sangrar si es preciso. ¡Fíjate en cómo estamos tú y yo! Somos justamente la clase de personas a las que debería ayudar; podríamos casarnos sin esperar a más, al menos si encontrásemos algo de dinero. He visto mucho mundo, Phoebe, y mi experiencia me señala que en esa deuda que tiene Farnaby hay algo que él no quiere que se llegue a conocer. ¿No te parece que podríamos arrancar unos cuantos billetes de cinco libras a partir de los temores que tiene ese rico avaricioso?
Phoebe fue cautelosa.
-Eso va contra la ley, ¿no? -preguntó.
-Tú confía en mí, ya verás cómo la ley no se mete donde no la llaman -respondió Jervy-. No me enredaré en todo este asunto mientras no sepa con total seguridad que ese hombre jamás se atreverá a meter a la policía en todo este lío. Cuando estemos seguros, será como coser y cantar. Tú has pasado tiempo suficiente con la familia, así que sabrás cuál es el punto flaco de Farnaby. Si lo pillamos, ¿te parece que podríamos obligarlo a lo que fuera, sobre todo si empezásemos por su esposa?
Phoebe de pronto enrojeció hasta la raíz del cabello.
-¡No me hables de su esposa! -exclamó con ferocidad-. Llegará el día en que esa señora tenga que vérselas conmigo... -Miró a Jervy y se contuvo. Él la observaba con ansiosa curiosidad, hasta semejante extremo que ni siquiera su astucia le permitió ocultarla con la rapidez que hubiera sido deseable.
-No seré yo quien se meta en tus pequeños secretos, querida ¡Por nada del mundo! -dijo con su tono de voz más persuasivo-. De todos modos, si quieres mi consejo ya sabes que mi corazón y mi alma están a tu servicio.
Phoebe miró al otro lado de la sala, adonde la señora Sowler seguía dando cabezadas junto a la chimenea.
-Ahora eso no importa -dijo-. No creo que sea una cosa sobre la que valga la pena conocer los consejos de un hombre; es un asunto entre la señora Farnaby y yo. Tú haz lo que quieras con su marido, que a mí me da igual. Es un bruto, y lo odio. Sin embargo, hay una cosa en la que insisto: no quiero que la señorita Regina se asuste, no quiero que se moleste. Tenlo en cuenta. Es una bellísima persona. Ten, lee la carta que me escribió ayer, y juzga con tus propios ojos.
Jervy contempló la carta, que no era demasiado larga. Con resignación, aceptó la tarea de ponerse a leerla.
Querida Phoebe:
No te dejes desmoralizar Yo siempre seré tu amiga, yo te ayudaré a encontrar un nuevo empleo. Lamento mucho decir que fue la señora Ormond quien nos descubrió aquel día. Ya le rondaba a ella alguna que otra suspicacia, así que nos estuvo vigilando y se lo contó a mi tía. Esto es algo que me reconoció de sus propios labios. «Yo haría lo que fuese, querida, con tal de salvarte de un matrimonio a todas luces erróneo» me dijo. Soy muy desdichada por ello, porque ya no podré tenerla entre mis amistades. Mi tía, como tú bien sabes, es de la misma opinión que la señora Ormond. Has de perdonar que se haya acalorado tanto. Recuerda que por la amabilidad que has tenido conmigo, en secreto has estado al servicio de lo que ella más anhela impedir. Eso hizo que se enojase mucho, pero no temas, porque llegará el día en que se avenga a razones. Si no quieres gastarte tus ahorros mientras esperas a que te surja un empleo en otra casa, házmelo saber. Siempre tendré a tu disposición una parte de mi dinero de bolsillo.
Tu amiga
Regina
-Pues qué bonito. Sí, ya lo creo -dijo Jervy a la vez que le devolvía la carta y bostezaba-. Y es muy oportuna, desde luego, en el supuesto de que nos quedemos cortos de dinero. Siempre es algo que puede suceder. Ah, mira: ya viene el camarero con la cena. Señora Sowler, hay tiempo para todo en esta vida. ¡Despierte!
Alzó a la anciana de su silla y la colocó ante la mesa como si fuera un niño. El mero hecho de ver la comida caliente y la bebida igual de caliente la predispuso a una actividad como la de una tigresa. Devoró la carne con los ojos primero y luego a dentelladas; después se bebió el agua con ginebra bien caliente a grandes tragos.
-¡Otro como éste -dijo- y empezaré a entrar en calor!
Mirándola desde el otro lado de la mesa, con Phoebe pegada a su lado, a Jervy no le faltaron sus propios motivos para animarla a que hablase, y para eso nada tan sencillo como animarla a que bebiera. Pidió otro vaso de aquel brebaje caliente. Phoebe, que picoteaba con delicadeza las ostras haciendo uso del tenedor, fingió estar anonadada por la aspereza y la desconsideración con que comía y bebía la señora Sowler. Mantuvo la mirada fija en su plato, y sólo accedió a probar el licor de malta tras expresar con modestia las protestas que le mereció semejante ocurrencia. Cuando Jervy encendió un puro tras terminar la cena, le recordó con una gentileza impresionante la consideración que debía tener para con una señora de edad ya avanzada.
-A mí me gusta, cariño -le dijo con un punto de afectación-, pero puede que a la señora Sowler le desagrade el olor del tabaco.
La señora Sowler se echó a reír de manera un tanto desabrida.
-¿Acaso tengo yo el aspecto de una persona remilgada en materia de olores? -inquirió con un brutal desprecio por su propia pobreza, que no en vano era uno de los elementos más peligrosos de su manera de ser-. ¡Venga a ver el sitio en que vivo, jovencita, y luego hábleme si quiere de olores, de los buenos y de los malos!
Fue una falta de delicadeza. Phoebe extrajo la última ostra de la concha y mantuvo la mirada clavada con modestia en su plato. Al observar que el segundo vaso de agua con ginebra se iba vaciando en un visto y no visto, Jervy se arriesgó a tratar de ganarse la confianza de la señora Sowler.
-¿Y qué hay de la deuda del tal Farnaby? -empezó diciendo-. ¿Es una deuda que viene acaso de antiguo?
La señora Sowler estaba prevenida. Dicho de otro modo, sólo era posible asaltar la cabeza de la señora Sowler mediante el brebaje caliente, al menos si ese brebaje, y bien caliente, se administraba en grandes cantidades. Dijo que era una deuda que, en efecto, venía de antiguo. Y no dijo nada más.
-¿Viene ya de hace siete años?
La señora Sowler vació el vaso de un trago largo y miró a Jervy.
-A esta edad que tengo, la memoria ya no vale de gran cosa -dijo. Dada esa respuesta, no añadió más.
Jervy cedió con toda la elegancia de que era capaz.
-Tómese un tercer vaso -dijo-. Ya sabrá usted que los números impares dan buena suerte.
La señora Sowler aceptó el gesto con el mismo espíritu con que le fue hecho. Tuvo la bondad suficiente de consultar con su memoria antes incluso de que el tercer vaso hiciera su aparición sobre la mesa.
-¿Siete años? ¿Has dicho siete años? -repitió-. ¡Más del doble, Jervy! ¿Qué te parece?
Jervy no perdió el tiempo para ponerse a pensar: siguió formulando las preguntas que le interesaba hacer.
-¿Está usted completamente segura de que el hombre que le he señalado durante la conferencia es el mismo hombre que se hacía pasar por un tal Morgan y que recogía su correspondencia en una taberna pública?
-Completamente. Lo reconocería en cualquier rincón del mundo, aunque sólo fuera por sus ojos.
-¿Y nunca le ha exigido que le devuelva lo que le adeuda a usted?
-¿Cómo iba a pedírselo? Hasta esta misma noche ni siquiera sabía cómo se hacía llamar...
-¿Qué cantidad le adeuda?
Sería difícil precisar si la señora Sowler estaba ya proféticamente obsesionada por un cuarto vaso de brebaje o si acaso le pareció que ya iba siendo hora de que ella, no Jervy, formulase las preguntas. Al margen de cuál fuera su motivo, meneó la cabeza con gesto ladino y le guiñó un ojo a Jervy.
-Eso del dinero es asunto mío -comento-. Tú me dices dónde vive, y ya me encargaré yo de que me pague.
Jervy estuvo a la altura de las circunstancias.
-No creo que llegue usted a hacer nada por el estilo -dijo.
La señora Sowler se rió en tono desafiante.
-¿De veras te lo parece, amigo mío?
-De veras me lo parece, anciana señora. De hecho, estoy convencido de que no llegará usted a hacer nada parecido. Ni por asomo. En primer lugar, le conviene tener en cuenta que Farnaby ya no le debe nada legalmente: al cabo de siete años, la ley le ampara y las deudas prescriben. Por otra parte... mírese en ese espejo. ¿De veras opina que los criados le permitirán entrar en la casa de Farnaby? No. Yo creo que está muy necesitada que le ayude alguien tan listo como yo, si es que de veras aspira a recuperar lo que se le adeuda.
La señora Sowler se avino a razones incluso cuando ya estaba próxima a terminar el tercer vaso de brebaje, al menos teniendo en cuenta las razones que se le presentaron en términos tan convincentes. No tardó ni un instante en ir directa al grano.
-¿Cuánto quieres? -le preguntó.
-Nada -contestó Jervy-. No cuento con que sea usted quien pague mi comisión.
La señora Sowler reflexionó unos momentos y pareció entenderlo.
-Vuelve a decirme eso mismo -dijo- en presencia de la jovencita. Que ella sea mi testigo.
Jervy tocó la mano de su jovencita por debajo de la mesa, advirtiéndole que no pusiera la menor objeción y que dejara el asunto en sus manos. Tras declarar por segunda vez que no pretendía quedarse con un solo penique de la señora Sowler, siguió formulando sus preguntas.
-Si he de actuar en defensa de sus intereses, madre Sowler -dijo-, estará usted perdida si no responde a mis preguntas con paciencia y me dice toda la verdad. Quiero que vuelva a hablarme de la deuda y que me explique de qué transacción proviene.
-Por cuidar de un niño durante seis semanas, a diez chelines por semana.
Phoebe levantó la mirada del plato.
-¿Un niño? ¿De quién? -preguntó Jervy al percatarse de tan repentino movimiento.
-De Morgan. Es decir, del mismo hombre que, según dijiste, se hace llamar Farnaby.
-¿Y sabe usted quién era la madre?
-¡Quiá! ¡Ojalá lo supiera! A ella la habría obligado a devolverme ese dinero hace ya mucho tiempo.
Jervy miró de reojo a Phoebe. Estaba pálida; escuchaba con los ojos clavados en el hosco rostro de la señora Sowler.
-¿Cuánto hace de todo eso? -siguió diciendo Jervy.
-Más de dieciséis años.
-¿Y fue Farnaby quien le hizo entrega del niño?
-Con sus propias manos, por encima de la verja del jardín de una casa de Ramsgate. Luego me acompañó a mí y a la criatura a un tren con destino a Londres. Me hizo entrega de diez libras, eso fue todo. Prometió que vendría a venme para zanjar las cuentas pendientes en menos de un mes. Desde aquel día, no he vuelto a verlo jamás... hasta que esta misma noche lo he visto pagar sus entradas en la puerta de la sala de conferencias.
Jervy miró de reojo a Phoebe una vez más. La muchacha seguía siendo absolutamente inconsciente de que él la observaba. Estaba completamente absorta en las respuestas de la señora Sowler. Especulando sobre los posibles resultados de su idea, Jervy dejó a un lado la cuestión de la deuda y centró sus preguntas en el asunto de la criatura.
-Le prometo que no tocaré ni un penique de su dinero, madre Sowler -dijo-, y que incluso intentaré recuperarlo con intereses. ¿Qué edad tenía la criatura cuando Farnaby la puso a su cuidado?
-¿Qué edad, dices? ¡Yo diría que ni siquiera tenía una semana!
-¿Ni siquiera una semana? -repitió Jervy mirando muy atento a Phoebe-. ¡Caramba! ¿Así que era un recién nacido?
La excitación que atenazaba a la muchacha empezaba a ser difícil de controlar. Ansiosa por conocer más detalles, apoyó los dos codos sobre la mesa.
-¿Y... durante cuánto tiempo estuvo la pobre criatura a su cuidado? -insistió Jervy.
-¿Cómo podría yo saberlo con precisión, con todo el tiempo que ha pasado? Yo diría que fueron unos cuantos meses. Si de algo estoy segura, es de que seguí a su cuidado durante seis o siete semanas después de que se agotase el pago inicial, que fue de diez libras. Y entonces... -Calló de repente y miró a Phoebe.
-¿Y entonces se deshizo usted de la criatura?
La señora Sowler buscó a tientas el pie de Jervy por debajo de la mesa y le atizó una buena patada.
-Señorita, no he hecho nada de lo que deba avergonzarme -dijo dirigiendo su desafiante respuesta a Phoebe-. Como era demasiado pobre para ocuparme de la criaturita, la dejé al cuidado de una buena señora que la tomó en adopción.
Phoebe ya no pudo contenerse más. Fue ella quien formuló de sopetón la siguiente pregunta, antes de que Jervy pudiera incluso despegar los labios.
-¿Y no sabe dónde para ahora esa señora?
-No -dijo la señora Sowler tajantemente-. No lo sé.
-¿No sabe dónde encontrar a la criatura?
La señora Sowler removió despacio los restos de su brebaje.
-No sé nada que no sepa usted. ¿Alguna pregunta más, señorita?
La excitación que se había adueñado de Phoebe la cegó por completo a las muy evidentes muestras que la señora Sowler había dado ya del cambio a peor que se estaba obrando en su estado de ánimo, de modo que siguió sin pararse a pensar en nada más.
-¿Nunca ha visto a la niña después de que la entregase en adopción a la señora?
De un golpe, la señora Sowler dejó el vaso sobre la mesa en el momento en que se lo llevaba a los labios. Jervy quedó en suspenso, atónito, cuando se disponía a encender un segundo cigarro puro.
-¿La niña? -repitió la señora Sowler despacio, con los ojos clavados en Phoebe y una expresión a caballo entre la suspicacia y la sorpresa-. ¿La niña? -Se volvió hacia Jervy-. A ver si nos aclaramos: ¿tú me has preguntado si la criatura era niño o niña?
-No, ni siquiera me había parado a pensarlo -respondió Jervy.
-¿Y acaso lo he dicho yo en un descuido, sin que nadie me lo preguntase?
Adrede, Jervy dejó a Phoebe a los pies de la implacable y desdichada vieja, ante la cual ella sola se había traicionado. Seguramente, ésa había de ser la única manera de obligar a la muchacha a confesarlo todo.
-No -respondió-, usted no ha dicho nada sin que se le pregunte por ello.
La señora Sowler se volvió una vez más hacia Phoebe.
-Dime una cosa, jovencita. ¿Cómo sabes que la criatura era en efecto una niña?
Phoebe se estremeció, pero no dijo nada. Permaneció sentada, cabizbaja, con las manos entrelazadas sobre el regazo.
-Si no es mucha molestia -insistió la señora Sowler, asumiendo con gran ferocidad un mero rebozo de cortesía-, ¿te importa que te pregunte cuántos años tienes? A buen seguro que eres aún tan joven y tan hermosa que no te importará contestarme.
Ni siquiera Jervy, con toda su villanía y su conocimiento del mundo, pudo hacerse cargo de lo que estaba a punto de suceder. Tampoco será preciso aclarar que Phoebe cayó en la trampa en un visto y no visto.
-Cumpliré veinticuatro -contestó- dentro de un par de meses.
-Y esa criatura fue puesta a mi cuidado hace ya dieciséis años -dijo la señora Sowler-. Si restamos dieciséis a veinticuatro, quedan ocho. Ahora sí que me sorprende más que nunca, hermosa muchachita, que supieras ya que era niña. Claro que, ahora que me paro a pensarlo, podría haber sido hija tuya, ¿no?
Phoebe se puso en pie de un brinco, enfurecida.
-¿Tú la has oído? -exclamó con vehemencia mirando hacia Jervy-. ¿Cómo se te ocurre traerme aquí para que me vilipendie esta borrachuza desdichada?
Por su parte, la señora Sowler se puso en pie. La vieja embrutecida agarró el vaso ya vacío e hizo ademán de lanzarlo contra Phoebe. En ese mismo instante, puesto sobre aviso, Jervy la sujetó por el brazo y la arrastró fuera del reservado, cerrando la puerta nada más salir.
En el rellano había un banco corrido. Con una mano. empujó a la señora Sowler para que tomara asiento: a la vez, con la otra sacó el monedero de Phoebe de su bolsillo.
-Tenga una libra -dijo-, a modo de anticipo y muestra de mi buena voluntad de cara a la recuperación del dinero que se le adeuda. Ahora, váyase a su casa en paz, y veámonos mañana mismo en la puerta de este establecimiento, a eso de las seis de la tarde.
La señora Sowler entreabrió los labios para expresar una nueva protesta, pero de pronto los cerró de nuevo, fascinada por la visión del oro. Apretó la moneda contra la palma de la mano y, en un instante, volvió a mostrarse amistosa e incluso familiar.
-Acompáñame abajo, queridín -le dijo-. Y pídeme un coche de punto. El frío aire de la noche me da miedo.
-Antes de acompañarla al coche, una palabra más -dijo Jervy-. ¿Qué es lo que hizo en verdad con la niña?
La señora Sowler esbozó una sonrisa repugnante y respondió en un susurro, en la más estricta confianza.
-Se la vendí a Moll Davis por cinco libras y seis peniques.
-¿Quién era o quién es Moll Davis?
-Una gorrona.
-¿Y de veras, de veras que no sabe nada? ¿No sabe qué fue de Moll Davis o de la niña?
-Si algo supiera de ellas dos, ¿de veras necesitaría de tu ayuda? -preguntó la señora Sowler con todo su desprecio-. Por todo lo que yo alcanzo a saber, como si las dos estuvieran muertas y enterradas.
Jervy la acompañó al coche sin más dilación.
-Y ahora, ¡a por la otra! -se dijo a la vez que volvía corriendo al reservado.
Capítulo 5
A más de un hombre, por no decir que a muchos, les hubiera resultado bien difícil consolar a Phoebe en semejantes circunstancias. Jervy tenía en cambio la ventaja inmensa de no sentir siquiera la más mínima simpatía por la muchacha: por eso dominaba sin el menor contratiempo todos sus recursos, su aplomo, su lisonjería siempre a punto. En menos de cinco minutos, a Phoebe se le habían secado las lágrimas y su amante ya llevaba el brazo en torno a su cintura una vez más, como si en efecto fuera un hombre amadísimo, perdonado.
-¡Ángel mío! -dijo, y Phoebe suspiró con ternura, pues hasta ese instante nunca la había llamado «su» ángel-. ¡Cuéntamelo todo en confianza, que yo te guardaré el secreto! Basta con que me cuentes lo que sabes, que ya me ocuparé yo de idear la manera de protegerte de toda posible molestia que quiera causarte la señora Sowler en el futuro. Has hecho un descubrimiento extraordinario. Ven, arrímate más a mi lado, mi querida muchachita. ¿Sucedió acaso en casa de Farnaby?
-Yo lo oí desde la cocina -dijo Phoebe.
Jervy se sobresaltó.
-¿Y lo oyó alguien más?
-No. Estaban todos en la habitación del ama de llaves, pues ésta quiso enseñarnos las curiosidades canadienses que su hijo le había enviado. Yo había dejado a mi pajarillo sobre la cómoda, de modo que fui corriendo a la cocina para dejar la jaula en lugar seguro, pues me daba miedo lo que pudiera hacer el gato. Una de las portezuelas del tragaluz estaba abierta; oí voces en la habitación de arriba, la que daba a la trasera. Era la habitación de la señora Farnaby.
-¿Voces? ¿De quiénes?
-Pues la voz de la señora Farnaby y la voz del señor Goldenheart.
-¿La señora Farnaby? -repitió Jervy sorprendido-. ¿Seguro que era ella, y no él?
-¡Pues claro! ¿O es que vas a pensar que no conozco bien la voz de esa mujer tan desagradable? En cuanto la oí me di cuenta de que estaba diciendo algo extraordinario: estaba preguntando si es que de hecho era impropio, o contrario a las normas de comportamiento, que ella le enseñase los pies descalzos... Y entonces respondió un hombre, un hombre cuya voz era sin duda ninguna la del señor Goldenheart. De haber estado en mi lugar, seguro que habrías sentido curiosidad por saber algo más de lo que allí se decía, ¿no? Abrí la segunda ventana de la cocina para asegurarme de que no me iba a perder nada. ¿Y tú qué crees que le oí decir, eh?
-¿Te refieres a la señora Farnaby?
-Sí. Le oí decir: «Ha visto usted mi pie derecho y ha comprobado que nada tiene de particular. Muy bien. Pasemos ahora a mi pie izquierdo». Y al cabo de un rato no muy largo, dijo: «Fíjese en el espacio entre el tercer y el cuarto dedo». ¿Has oído alguna vez que una mujer casada le haya dicho algo tan audaz a un hombre tan joven?
-¡Adelante, sigue! ¿Qué dijo él?
-Nada. Supongo que sólo se quedó mirando su pie.
-¿Su pie izquierdo?
-Sí. Tampoco es que su pie izquierdo sea algo digno de estar tan orgullosa, eso te lo aseguro. Según ella misma ha contado, debe de tener alguna horrible deformidad entre el tercer dedo y el cuarto. Yo tan sólo le oí decir que así era, y le oí añadir que su pobre y queridísima hija nació con esta misma deformidad, y que ésa era su defensa en el supuesto de que algún impostor quisiera venirle con maldades; recuerdo ahora mismo las palabras que ella dijo: «En el pasado, cuando contraté a algunas personas para que en privado me ayudasen a encontrarla»... ¡Sí! ¡Estoy segura de que habló de una niña! Lo oí con absoluta claridad. Y luego habló de su pobre hija perdida, que tal vez todavía estuviera viva en algún sitio, preguntándose quién era su madre. Como es natural, cuando tuve conocimiento de que esa odiosa borracha avejentada hablaba acerca de una niña que le había sido entregada tiempo atrás por el propio señor Farnaby, sólo tuve que sumar dos más dos. Pero... ¡ay de mí! ¡Qué aspecto tan extraño se te ha puesto! ¡Dime! ¿Qué te sucede? ¿Qué tienes?
-No pasa nada; sólo que tengo mucho interés. Sin embargo, hay una cosa que no entiendo. ¿Qué tiene que ver el señor Goldenheart con todo esto?
-Ah, ¿no te lo he dicho?
-No.
-Bueno, pues entonces te lo diré ahora mismo. La señora Farnaby no sólo es una bruja despiadada, capaz de echar a una pobre muchacha como yo del trabajo que tanto le ha costado encontrar y conservar, negándose encima a darle una carta de recomendación. No, es que además es una imbécil. Toda esa mimada exhibición de su repugnante pie sólo era para informar al señor Goldenheart de algo que ella deseaba hacerle saber. Caso de que él se topase con una muchacha, a lo largo de sus caminatas y sus viajes por todo el mundo, y caso de que descubriese que la muchacha en cuestión tenía esa misma deformidad en el mismo pie, debía de saber a ciencia cierta que...
-¡Ya, ya! ¡Lo entiendo! Pero... ¿por qué el señor Goldenheart?
-Porque ella soñó que el señor Goldenheart era el llamado a encontrar a la muchacha perdida, ¡y porque pensaba que existía una posibilidad entre un centenar de que su sueño llegara a hacerse realidad! ¿Has oído hablar alguna vez de una idiotez semejante? Por lo que acerté a adivinar, creo que incluso lloró al hablar de todo este asunto. Y luego resulta que esa misma mujer me pone de patitas en la calle sin que le importe que me arruine, que a ella le da igual. ¿Qué te parece? Yo de buena gana le hubiera guardado su secreto, que no era asunto mío a fin de cuentas, si ella se hubiera comportado conmigo con una mínima decencia. Tal como están las cosas, tengo la intención de ponerme a su misma altura, y aquello que escuché desde la cocina es más que suficiente para ayudarnos con tal fin. Todavía no sé muy bien cómo, pero pienso ponerla en evidencia. Eso llegará con el tiempo. Y estoy segura de que tú sabrás guardarme el secreto, mi amor. Pronto, muy pronto pondremos todos nuestros secretos en común, cuando seamos marido y mujer, ¿que no? ¡Eh! ¿Es que no me estás oyendo? ¿Qué es lo que te pasa?
De pronto, Jervy alzó la mirada. Se había disipado como por ensalmo su aire de insinuación y de encanto; habló con aspereza e impaciencia.
-Quiero que me digas una cosa más: ¿tiene la mujer de Farnaby dinero propio, o es todo de su marido?
A Phoebe le alteró sobremanera la transformación que se había operado en su amante.
-Eh, me hablas como si estuvieras enojado conmigo -le dijo.
Jervy recobró su aire de seducción insinuante, aunque no sin cierta dificultad.
-¡Mi querida muchachita! ¡Yo te quiero! ¿Cómo iba a enojarme contigo? Lo que pasa es que me has hecho pensar, y eso sí que me fastidia un poco, pero no pasa nada más. Tú no sabrás si la señora Farnaby tiene dinero propio, ¿verdad?
Esta vez, Phoebe sí respondió a la pregunta.
-A la señorita Regina le he oído decir alguna vez que el padre de la señora Farnaby era un hombre muy, muy rico -dijo.
-¿Cómo se llamaba?
-Ronald.
-¿Sabes cuándo murió?
-No.
Jervy volvió a sumirse en sus tortuosos pensamientos, sin dejar de morderse las uñas con gran perplejidad. Al cabo de unos momentos se le ocurrió una idea.
-¡Eso me lo ha de decir la misma lápida! -exclamó como si hablara para sus adentros. Se volvió a Phoebe antes de que ésta pudiera manifestar su sorpresa, y le preguntó si sabía dónde estaba enterrado el tal señor Ronald.
-Sí -respondió Phoebe-, creo que he oído dónde. En el cementerio de Highgate, pero ¿por qué lo dices? ¿Cómo es que te interesa tanto de repente?
Jervy miró el reloj.
-Se está haciendo tarde -dijo-. Será mejor que te acompañe a tu casa.
-Eh, pero yo quiero que me digas...
-Ponte el gorro, que te vas a enfriar, y espera a que estemos en la calle.
Jervy pagó la cuenta no sin que antes viniera el camarero a recordárselo. Se mostró generoso, se mostró cortés, aunque no dio la impresión de tener ninguna prisa por hacerle a Phoebe el favor de darle la explicación que en cierto modo le había prometido. Llevaban ya unos minutos fuera de la taberna y él tuvo todavía la rudeza de seguir inmerso en sus propios pensamientos. A Phoebe se le acabó la paciencia.
-Te lo he contado todo -dijo a modo de reproche-. No me parece ni mucho menos justo que me sigas teniendo así, que no me digas nada, después de lo que yo te he contado.
Él se puso de inmediato a la altura de la exigencia.
-¡Mi queridísima muchachita! ¡No me malentiendas, por favor!
La respuesta fue tan pronta como de costumbre, pero bien es verdad que la dijo de manera un tanto ausente. Sólo en ese momento se decidió a favor de informar a Phoebe (al menos hasta cierto punto, ya que no en su totalidad) sobre el propósito que tan absorto lo tenía en sus meditaciones. De largo hubiera preferido utilizar tan sólo a la señora Sowler como única cómplice en sus maquinaciones, pero demasiado bien conocía por suerte a la muchacha, de modo que no estaba dispuesto a correr riesgo semejante. Si se negara a satisfacer su curiosidad, ningún escrúpulo, ninguna delicadeza la obligaría a abstenerse de espiarlo a él en secreto, e incluso podría llegar a decir alguna cosa, fuera de palabra o incluso por escrito, a la joven señorita con la que todavía mantenía una amable correspondencia, algo que tal vez podría desembocar en terribles resultados. Para él, era de capital importancia dar a Phoebe, al menos mientras no le quedase más remedio que asociarla a su empresa, una razón propia y de peso para que ella misma guardara debidamente sus secretos.
-No tengo el más mínimo deseo -dijo de pronto- de ocultarte lo que se dice nada. En la medida en que al menos por el momento pueda ver por dónde voy, también tú has de verlo.
Reservándose con tanta destreza la libertad de mentir cuando le pluguiera, siempre que le pareciera oportuno alejarse de la verdad, sonrió de todo corazón y esperó a ser interrogado.
Phoebe repitió la pregunta que le había hecho en la taberna.
-Pero... ¿para qué quieres saber dónde está enterrado el señor Ronald? -le preguntó a quemarropa.
-Querida mía, estoy seguro de que la lápida del señor Ronald me dirá como mínimo la fecha de su muerte -replicó Jervy-. Una vez tenga esa fecha, iré a un sitio cercano a la catedral de San Pablo, un lugar llamado «el común de los médicos», que ya sé que no todo el mundo conoce; allí pagaré una tasa de un chelín a lo sumo y disfrutaré del privilegio de leer a mi aire, o de echar al menos un vistazo, el testamento del tal señor Ronald.
-Y eso... ¿de qué te va a servir?
-Bien dicho, Phoebe. Teniendo en cuenta nuestra situación, ni siquiera debemos dispendiar unos cuantos chelines. No obstante, ese chelín que yo invierta a mi manera me valdrá por un buen pellizco de información. Gracias a ese chelín sabré cuál es la suma que el tal señor Ronald ha legado a su hija, y así sabré con toda certeza si el marido de la señora Farnaby tiene algún poder al respecto, o si no tiene ninguno.
-Ya -dijo Phoebe, que por el momento no se había interesado demasiado-. ¿Y entonces?
Jervy miró en derredor. Se encontraban en una vía pública especialmente transitada. Mantuvo un discreto silencio, al menos hasta llegar a la primera bocacalle, por la que arrancaba una calleja tranquila.
-Es preciso -dijo- que lo que debo decirte no lo oiga nadie, ni siquiera por pura casualidad. Aquí, querida mía, es como si estuviéramos prácticamente fuera de este mundo, y aquí te puedo hablar con total seguridad. Te prometo dos cosas que te han de agradar. La primera es que tendrás a la señora Farnaby a tu antojo ese día en que puedas ajustar con ella las cuentas pendientes; la segunda, que muy pronto tendremos dinero más que suficiente para casarnos cuando tú quieras.
El lánguido interés de Phoebe por todo el asunto empezó a revivir. Insistió en que se le diera una explicación más clara.
-¿Es que te propones sacarle los cuartos al señor Farnaby? -preguntó.
-No pienso tener nada que ver con el señor Farnaby... a no ser que descubra que el dinero de su esposa no está íntegramente a su disposición. Lo que tú oíste desde la cocina es algo que ha cambiado por completo mis planes. Espera, espera un momento, y verás a qué trato de llegar. ¿cuánto crees que me daría la señora Farnaby si yo le encontrase a la niña de marras, eh?
Phoebe de pronto se quedó muy quieta y miró asombrada a la sórdida sabandija que así la tentaba.
-Pero si nadie sabe cuál es el paradero de la hija... -objetó.
-Tú y yo sabernos que la hija tiene una deformidad en el pie izquierdo -replicó Jervy-. Tú y yo sabemos exactamente en qué parte del pie se halla dicha deformidad De eso que tan bien sabemos no sólo se puede sacar un buen dinero, sino que además se puede sacar con gran facilidad y sin el más mínimo riesgo. Supón que manejase el asunto por carta, sin presentarme en persona ante nadie. ¿No te parece que la señora Farnaby estaría más que dispuesta a abrir el monedero de antemano, siempre y cuando le señalase yo el lugar exacto en que se halla esa pequeña deformidad, como prueba de que soy un hombre digno de toda su confianza?
Phoebe no pudo o no quiso extraer la conclusión más obvia ni siquiera en ese instante.
-Ya, pero... ¿qué ibas a hacer cuando la señora Farnaby insistiera en ver a su hija?
Algo había en el tono empleado por la muchacha, a medias temeroso y a medias suspicaz, que advirtió a Jervy de que se internaba por un terreno peligroso. Sabía a la perfección qué era lo que se había propuesto hacer en una situación que se le había puesto de cara con tanta claridad. Era lo más sencillo del mundo. Le bastaba con fijar una cita para reunirse con la señora Farnaby en algún día futuro y darse a la fuga en el ínterin, no sin antes dejar una nota de cortesía para indicar que todo había sido un lamentable error y lamentar el hecho de ser tan pobre que de ningún modo estaba en su mano proceder a la devolución del dinero. Una vez delineado con precisión el panorama que tenía por delante, ¿podía aventurarse a contestar a su acompañante sin reservas? Phoebe era vanidosa; Phoebe era vengativa; todavía más prometedor era que Phoebe fuese tan boba. Ahora bien, aún no era capaz de dar su consentimiento a un acto de la más baja estofa, un acto infame, vil, y hacerlo a sangre fría. Jervy la miró y vio que por fin se había presentado ante él la ya prevista necesidad de mentir.
-Ahí está lo más difícil -dijo-. Es ahí donde todavía no lo veo nada claro. ¿Se te ocurre algún consejo?
Phoebe comenzó a opinar y de pronto se alejó de él.
-¿Que yo te aconseje? -exclamó-. Miedo me da sólo de pensarlo. Si le haces creer que va a ver a su hija, y si descubre que le has robado y le has engañado, te puedo asegurar una cosa: tiene un temperamento tan furioso que sin duda se volverá loca del todo.
La respuesta de Jervy fue un modelo de indignación bien expresada.
-¡No me hables de una cosa tan horrible! -exclamó-. ¡Si me crees capaz de semejante crueldad, ve a ver a la señora Farnaby y avísala sin pérdida de tiempo!
-¡Ésa tampoco es manera de hablarme a mí! -repuso Phoebe con la franqueza y el ímpetu de una mujer ofendida-. Sabes que prefiero morir antes que dejar que te metas en semejante atolladero. Pídeme perdón ahora mismo; de lo contrario, no daré un paso más contigo.
Jervy le pidió las disculpas necesarias con toda la humildad que le fue posible. Había conseguido el fin que se propuso; ya podía posponer cualquier otra discusión sobre el asunto sin despertar la desconfianza de Phoebe.
-Basta; no digamos nada más al menos por el momento -sugirió-. Mejor será que nos lo pensemos y que hablemos de otros asuntos más agradables entretanto. Bésame, mi querida muchachita. Ahora no nos mira nadie.
Así hizo las paces con su novia y se aseguró al mismo tiempo la plena libertad de acción en el futuro, lo cual sin duda necesitaría. Cuando Phoebe le hiciera más preguntas, la respuesta necesaria sería evidente incluso para las inteligencias más escasas: «El asunto está repleto de dificultades que en principio ni siquiera imaginé. He terminado por renunciar». Con decir una vaguedad como ésa, asunto concluido.
El camino más corto para regresar al lugar donde se alojaba Phoebe les llevó a pasar por la calle que desembocaba en la Institución Hampden. Al pasar por la acera de enfrente vieron abierta la puerta de uso privado. Salieron dos hombres, y un tercero los llamó desde dentro.
-¡Señor Goldenheart! Se ha olvidado la relación de recibos en la sala de espera.
-Da lo mismo -respondió Amelius-, son tan pocos los recibos de esta noche que casi prefiero no tener que acordarme de ellos otra vez..
-En mi país -se oyó comentar a una tercera voz-, si hubiese dado una conferencia tal como la ha dado esta noche, creo que yo mismo le habría hecho entrega de trescientos dólares (o sesenta libras esterlinas, al cambio) y aún me hubiese quedado un margen de beneficio en dicha transacción. La nación británica ha perdido el gusto, señor mío, por el recreo intelectual. Que tenga usted muy buenas noches.
Jervy apremió a Phoebe para quitarse de en medio en el momento en que los dos caballeros cruzaban la calle. No había olvidado ciertos sucesos acaecidos en Tadmor, y de ninguna manera estaba deseoso de renovar su antiguo trato con Amelius.
Capítulo 6
Rufus y su joven amigo caminaron juntos, en silencio, hasta llegar a una amplia plaza. Allí se detuvieron luego de llegar al punto en que les sería necesario emprender caminos distintos para volver a sus respectivos domicilios.
-Sé de un consejo que debo darle, hijo mío, al menos en privado -dijo el natural de Nueva Inglaterra-. El barómetro colocado tras su chaleco apunta a un estado anímico sin duda deprimido, al menos en lo que a la moral se refiere. Véngase conmigo a mi domicilio; creo que le vendría de perilla un buen cóctel de whisky.
-No, se lo agradezco mucho, mi querido compañero -respondió Amelius con un punto de tristeza-. Reconozco estar un poco deprimido, tal como usted dice. Verá: confiaba en que esta conferencia supusiera un cambio radical en mis aspiraciones. Personalmente, tal como usted sabe, me importa un comino el dinero. Sin embargo, mi futuro matrimonio depende de que consiga incrementar mis ingresos, y debo reconocer que el primer intento realizado en este sentido ha terminado en un fracaso absoluto. Cuando contemplo el futuro me siento como en tierra desconocida; mucho me temo, además, que soy tan tonto como para permitir que eso me llene de pesadumbre. No, el remedio idóneo para mí no es el cóctel que usted propone. Lo que pasa es que aquí no hago tanto ejercicio ni respiro tanto al aire libre como acostumbraba en Tadmor. Después de tanto hablar, la cabeza me arde. Un paseo largo y reposado me sentará bien y me servirá para reponerme.
Rufus de inmediato se ofreció a acompañarle, pero Amelius lo desalentó con un simple gesto.
-En algún momento de su vida ¿ha recorrido usted a pie una milla cuando pudiera haberlo hecho a caballo? -le preguntó de mejor humor-. Me propongo caminar al menos durante cuatro o cinco horas; así, me vería obligado a devolverlo a su domicilio en un coche de punto. Muchas gracias, mi viejo y buen amigo, por el interés fraternal que se toma usted por mí. Mañana desayunaré con usted en su hotel. Buenas noches.
Alguna curiosa previsión de que algo malo sucedería parecía nublar el ánimo del buen natural de Nueva Inglaterra. Sostuvo a Amelius por una mano.
-Es contrario a mi parecer verlo echarse a caminar así, a solas, a estas horas de la noche. De veras que sí, se lo aseguro. Hágame un favor al menos una vez, inteligente muchacho: ¡vaya a acostarse!
Amelius se echó a reír y se soltó la mano.
-Tal como me encuentro ahora, no creo que durmiese aun cuando me acostara -dijo-. Desayunemos mañana juntos. A las diez en punto. ¡Buenas noches!
Echó a caminar a un paso tan vivo que cualquier intento de persecución por parte de Rufus quedó descartado. El americano permaneció mirándolo hasta perderlo de vista engullido por las tinieblas.
«¡Hay que ver! ¡Qué afecto le he tomado a ese jovenzuelo en tan sólo unos meses! -pensó Rufus a la vez que se daba la vuelta, muy despacio, y emprendía el camino de su hotel-. ¡Quiera Dios que el pobre muchacho no tenga algún mal encuentro esta noche!»
Entretanto, Amelius seguía caminando con agilidad, en línea recta, sin preocuparse por la dirección en que lo llevaran sus pasos, al menos mientras sintiera el aire fresco en la cara y siguiera moviéndose sin cesar.
Al principio no estuvieron sus pensamientos ocupados en el dudoso asunto de su matrimonio; la conferencia seguía siendo su principal motivo de preocupación. Se había reservado para la conclusión de su discurso la justificación de sus opiniones sobre el futuro, justificación que de hecho le proporcionaba la muy extendida y sin lugar a dudas pavorosa pobreza reinante entre los millones de habitantes de Londres, por no hablar de otras ciudades. Acerca de este asunto tan patético había hablado con la elocuencia que prestan los sentimientos verdaderos, y había causado una honda impresión incluso entre los integrantes del público que más resueltos estaban a oponerse a las opiniones que él defendía. Sin ningún menoscabo de su autoestima, podía repasar el cierre de su intervención con la convicción de haber obrado de hecho con toda justicia para consigo y para su causa. La retrospectiva del debate público que siguió a su conferencia no le produjo en cambio ese mismo placer. Su temperamento cálido y acogedor, su creencia vehemente y sincera en la verdad de sus propias convicciones, lo situaban en una grave desventaja respecto a otros oradores más contenidos, todos ellos de mayor edad que la suya, que uno por uno fueron levantándose para combatir sus posturas. En más de una ocasión perdió los estribos y se vio en la obligación de pedir públicamente disculpas. En más de una ocasión se vio en deuda con la pronta ayuda que le prestó Rufus de inmediato, pues no en vano tomó parte en la batalla verbal con el generoso propósito de cubrirle la retirada. «No! -pensó con amarga humildad-, No estoy yo preparado para las discusiones en público. Si mañana mismo me llevasen al Parlamento, sólo conseguiría que me llamasen al orden. Nada más.»
Llegó a la orilla del Támesis por el extremo este del Strand. Caminando en línea recta, más ensimismado que nunca, cruzó el puente de Waterloo y enfiló por la ancha avenida que le aguardaba en la otra orilla. De nuevo iba pensando en su futuro: ahora estaba concentrado en Regina. La única posibilidad que se le ocurría de hallar una vida tranquila y feliz, con tantos deberes como placeres, deberes que tal vez lo animasen a encontrar la vocación para la que fuera más apto, era la perspectiva del matrimonio. ¿Qué obstáculo se interponía en su camino? El vil obstáculo del dinero, el despreciable espíritu de la ostentación que le impedía vivir con humildad, por medio de sus pingües pero suficientes ingresos; un obstáculo que insistía en que adquiriese la felicidad doméstica al precio de ese deslumbrante esplendor al que se entregaba un rico comerciante y sus amistades. Y Regina, que tenía entera libertad para hacer caso a sus impulsos más sinceros, Regina, cuyo corazón lo reconocía a él como dueño y señor, se plegaba en cambio a la imagen sobredorada que tenía la deidad tutelar que presidía el hogar de su tío; por eso accedía a decir, con toda resignación, que el amor debía esperar.
Sin dejar de caminar a ciegas, de pronto se percató de que algo sucedía a su alrededor. Un hombre que cruzaba en esos instantes por una bocacalle lo sujetó impetuosamente por el brazo y le salvó de ser atropellado. El hombre llevaba una escoba en la mano; era un barrendero.
-¡Señor! -le dijo-. Creo que, como poco, me he ganado un penique.
Amelius le dio media corona. El hombre se desprendió de la escoba y arrojó al aire la moneda, embelesado de alegría.
-¡Así da gusto volver a casa! -exclamó nada más atrapar al vuelo la media corona.
-Tiene usted familia? -le preguntó Amelius.
-Sólo tengo una hija, señor -dijo el hombre-. Tuve otros hijos, pero todos han muerto. Es una chiquilla tan buena y tan guapa como la que más, aunque no sea yo quien deba decirlo. En fin, señor, ha sido usted muy amable. Que tenga muy buenas noches.
Amelius contempló al pobre individuo, feliz al menos durante una noche. «Si al menos hubiese tenido la suerte de enamorarme de la hija del barrendero... -pensó con amargura-. A buen seguro que ella sí se hubiera casado conmigo nada más pedírselo».
Miró la calle, que se iba curvando a lo lejos sin que tuviera un límite visible. Al llegar a la siguiente bocacalle por la izquierda, Amelius decidió tomarla por estar más que nada fatigado de tanto caminar en una misma dirección. No sabía adónde pudiera llevarle, pero menos aún le importaba. Habida cuenta de su estado de ánimo, perderse por Londres le procuraba una placentera sensación.
La calle, estrecha en un principio, de pronto se ensanchaba; un resplandor repentino de luz de gas le cegó momentáneamente; oyó en derredor un griterío de voces innumerables. Por vez primera desde que estaba en Londres se encontró en uno de los mercados callejeros de los habitantes más pobres.
A uno y otro lado de la calle, los carretones de los buhoneros, esos comerciantes ambulantes que recorren todos los caminos, estaban aparcados en hileras; cada uno de los hombres anunciaba sus mercaderías por el muy barato medio de desgañitarse gritando. Pescados y verduras; loza y papel de escribir; espejos, sartenes y cacerolas, grabados en color y tantas cosas más, junto y revuelto apelaba todo ello a los monederos escasos del gentío que se apiñaba en la calzada. Un rijoso vagabundo estaba de pie en una carreta destartalada, metido hasta las rodillas entre las manzanas que vendía a penique la medida, un holgado recipiente de madera. Gritaba más alto que los demás. «¡Jamás se han vendido manzanas como éstas, señoras y señores! Dulces como una flor, recias como una campana. ¿Quién dice que nadie mira por los pobres -gritaba el tipejo con feroz ironía-, si resulta que pueden hartarse de manzanas como éstas y hacer salsa para sus buenas chuletas de cerdo? Manzanas ricas, ricas; tenga, todas éstas le doy por un penique. ¡Va, que se me acaban! ¡Eh, usted! A usted se le ve con hambre. Tenga, a ver si la pilla al vuelo. Se la doy gratis, para que la pruebe. Y, si le gusta, no se me duerma, que se me acaban en un visto y no visto». Amelius dio unos cuantos pasos y quedó medio ensordecido por los carniceros rivales del vendedor de manzanas, que gritaban: «¡Compre, compre; compre, señora, compre!» a un grupo de andrajosas mujeres que toqueteaban la carne con cara de duda y ojos llenos de anhelo. Poco más allá un ciego vendía encajes y entonaba salmos; luego de él, un soldado lisiado tocaba «Dios salve a la reina» con un flautín de latón. La única persona que callaba en medio de aquel sórdido carnaval era un mendigo que llevaba un cartelón colgado al cuello, en el que apelaba «a la caridad del público». Sostenía un candil de sebo para iluminar la prolija narración de sus infortunios; el único lector que logró para sí era un hombre gordo que se rascó la cabeza mientras leía y dijo a Amelius que no le hacían ninguna gracia los extranjeros. Niños y niñas medio muertos de hambre rondaban en torno a los buhoneros, y les mendigaban lastimeramente so pretexto de vender cerillas, chascarrillos y cantinelas cómicas. A las puertas de las tabernas se veía a algunas mujeres enfurecidas en busca de sus maridos embriagados por haberse gastado los dineros de la casa en ginebra barata. Un gentío más denso, hacia la mitad de la calle, entraba y salía por la puerta de una tasca. Aquel gentío constituía un espectáculo no tan terrible, que incluso resultaba conmovedor. Eran los pobres armados de paciencia, los que compraban trozos de corazón e hígado de cordero bien calientes a penique la onza, acompañados de lamentables guarniciones, meros bocados de puré de guisantes, de col y de patatas a medio penique cada una. Por los rincones, algunos niños pálidos se malquitaban el hambre sorbiendo de cuencos de sopa aguada y miraban con hambrienta admiración a sus envidiables vecinos, capaces de comprarse raciones de anguila estofada a dos peniques cada una. Por todas partes se percibía una misma y noble resignación ante tan arduo destino, en los niños y en los viejos por igual. No había impaciencia, no se oían quejas. En ese lugar dejado de la mano de Dios, el lenguaje de la gratitud auténtica todavía se dejaba oír con toda su sonoridad, y así se agradecía al bondadoso cocinero que regalaba un cucharón de puré sin pedir nada a cambio; allí todavía se podía ver esa humilde misericordia de quien es capaz de dar un penique de sobra al que estuviera en la más absoluta pobreza, y dárselo además de buena voluntad. Amelius gastó todas sus monedas de seis peniques y de chelín en duplicar y triplicar incluso tan magras raciones, y abandonó al cabo aquel lugar con los ojos empañados por las lágrimas.
Ya casi estaba al final de la calle, acongojado por la visión de la penuria y por la sensación que tuvo al comprobar su total incapacidad para ponerle remedio. Pensó en la vida apacible y próspera de Tadmor. ¿Era posible que los felices hermanos de la Comunidad y esas desdichadas gentes de la calle fuesen por igual criaturas de un mismo Dios misericordioso? Las terribles dudas que tarde o temprano acuden a todos los hombres capaces de pensar, las dudas que no se acallan gritando «¡qué vergüenza!» desde un púlpito, formaron un oscuro torbellino en su ánimo. Avivó el paso. «Voy a salir de ésta -se dijo-. Voy a salir de ésta.»
LIBRO SEXTO
Filia dolorosa
Capítulo 1
Amelius descubrió que no era tarea fácil caminar deprisa en medio de todas aquellas personas que haraganeaban en plena calle y que hablaban precisamente de él. Para caminar deprisa gozaría de mayor libertad por el centro de la calzada, y a punto estaba de bajar de la acera cuando oyó una voz a sus espaldas, una voz dulce y suave, que le habló sin embargo de manera muy tenue, apenas audible.
-Señor, ¿es usted de buen natural?
Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con una de las participantes en la hermandad más triste de la tierra, la hermandad de las calles.
Nada más mirarla sintió dolor de corazón. Era muy pobre, y era muy joven. Esa criatura extraviada apenas había traspasado, a todas luces, el umbral que separaba la infancia de la adolescencia: a duras penas tendría más de quince o dieciséis años. Sus ojos, de un azul purísimo, adorable, se posaron sobre Amelius con una mirada medio ausente, cargada de paciencia. Eran los ojos de una niña que padeciera quién sabe qué sufrimiento. El suave perfil ovalado de su rostro habría sido perfecto si tuviera algo más rellenas las mejillas, que tenía algo macilentas y hundidas, con una tez de una penosa palidez. En sus delicados labios no había ni rastro de la sonrosada coloración de la juventud; en el mentón, de finos contornos, un pedazo de venda le cubría alguna herida. Era bajita y delgada; sus ropas, escasas y desgastadas, ponían de manifiesto que su frágil y juvenil figura todavía esperaba que le llegase la perfección con el crecimiento. Sus manos, bellas y pequeñas, estaban enrojecidas por el aire frío de la noche. Temblaba mientras Amelius la miraba en silencio, maravillado e inundado de compasión. De no ser por las palabras con que le había abordado, habría sido imposible relacionarla con la vida lamentable que llevaba, pues la apariencia de la muchacha era virginal, inocente, intacta; daba la impresión de que hubiera atravesado la contaminación de las calles sin que ésta la alcanzase, sin que ella la temiese, sin que la sintiera ni la comprendiera. Vestida de un blanco purísimo, con sus afables ojos azules alzados al cielo, un pintor podría haberla retratado como una santa o como un ángel, y el mundo y los críticos habrían dicho al unísono: ¡he ahí el ideal! ¡El mismo Rafael podría haber pintado una cosa así!
-Se te ve muy pálida -dijo Amelius-. ¿Es que estás enferma?
-No, señor... Sólo tengo hambre.
Con los ojos entrecerrados, a punto estuvo de perder el equilibrio por su casi completa debilidad. Amelius la sostuvo y miró en derredor. Estaban cerca de un puesto callejero donde se vendía café y rebanadas de pan con mantequilla. Pidió que le sirvieran café y también un par de rebanadas para ella. Ella le dio las gracias y trató de comer algo.
-Lo siento, señor -dijo muy débilmente. Se le cayó el pan de la mano y agachó la cabeza como si ya no pudiera sostenerla erguida.
Dos mujeres jóvenes, miembros ya mayores de la misma hermandad, pasaban por allí delante en ese momento.
-¡Señor, se encuentra demasiado débil para comer nada! -dijo una de las dos-. Yo sé qué le haría bien, si es que no le importa entrar en una taberna pública.
-Da igual de qué se trate -dijo Amelius-. ¡Vayamos, dese prisa!
Una de las mujeres lo guió; la otra ayudó a Amelius a sostener en pie a la muchacha. Entraron en la taberna, que estaba repleta de gente. En menos de un minuto, la primera mujer había logrado abrirse paso hasta la barra apartando a codazos a los borrachos, y había regresado con un vaso de vino de Oporto con clavo. La muchacha revivió en cuanto humedeció los labios en ese reconstituyente. Abrió de nuevo sus inocentes ojos azules y miró sorprendida en derredor.
-Esta vez no he de morir -dijo en voz baja.
Había un sitio libre en un rincón, donde Amelius vio un barril pequeño. Hizo que la muchacha tomara asiento y descansara un poco. Sólo llevaba monedas de oro en el bolsillo; cuando la mujer hubo pagado el vino, le ofreció algo de calderilla. Ella se negó a tomarla.
-Me queda un chelín o tal vez dos, señor -dijo-, y puedo cuidarme sin complicaciones. Déselo mejor a Sally la Simple.
-Así la salvará de una buena paliza, señor, al menos por esta noche -dijo la otra-. La llamamos Sally la Simple porque está un poco alelada la pobrecilla. No ha crecido; tiene la misma mentalidad que cuando era niña. Dele su calderilla, señor, y le hará un gran favor.
Todo lo que en una mujer es puro desprendimiento, todo lo que destila esa divina compasión y esa abnegación sacrificada que son propias de la naturaleza femenina, resultó de una belleza inmaculada en esas dos mujeres, ¡las parias de los caminos!
Amelius se volvió hacia la muchacha. Ella hundió más aún la cabeza sobre el pecho. Estaba medio adormilada, pero levantó la mirada cuando él se le acercó.
-¿De veras habrías recibido una paliza esta noche -le preguntó- si no te hubieras encontrado conmigo?
-Mi padre siempre me golpea, señor -contestó Sally la Simple- si no llevo algo de dinero a casa. Ayer por la noche incluso me lanzó un cuchillo. No me hizo daño apenas; sólo me dejó un pequeño corte aquí dijo la muchacha, y se señaló la venda que llevaba pegada al mentón.
Una de las mujeres rozó el hombro de Amelius para llamar su atención.
-No es su padre, señor -le dijo en un susurro-. Véala, señor. Es una pobre criatura sin amparo. Si yo tuviera un sitio al que llevármela, ese demonio jamás la volvería a ver. Enséñale el escote al caballero, Sally.
Se entreabrió el chal deshilachado. Sobre sus adorables pechos de adolescente, que sólo habían empezado a crecer hacia la bella redondez propia de la mujer adulta, se veía una repugnante magulladura morada. Sally la Simple sonrió.
-Eso sí que me hizo daño, señor. Hubiese preferido que me arrojase de nuevo el cuchillo.
Algunos de los bebedores de la barra se dieron la vuelta y se echaron a reír. Con ternura, Amelius volvió a colocar el chal sobre el pecho frío de la muchacha.
-¡Por Dios bendito! -dijo-. Vayámonos de aquí.
El influjo del fresco aire de la noche bastó para que Sally la Simple se recuperase del todo. Por fin pudo probar bocado. Amelius le propuso que volvieran sobre sus pasos hasta el puesto de las provisiones, para ofrecerle allí los mejores alimentos que se pudieran comprar en ese momento. Ella prefirió el pan con mantequilla del puesto del café. Las gruesas rebanadas apiladas en el plato la tentaban como si fueran el colmo del lujo. Nada más probar ese lujo tan abundante, resultó quedar satisfecha con una sola rebanada.
-Creí que tenía hambre para comerme el plato entero -dijo la muchacha apartándose del puesto con ese ademán sumiso y medio ausente que tanto pesar había causado y causaba a Amelius. Compró más pan con mantequilla por si acaso se le despertase el apetito. Mientras lo envolvía en un papel encerado, una de sus dos compañeras de mayor edad le dio un golpecito en el hombro.
-¡Señor! ¡Ahí lo tiene! -murmuró. Amelius la miró sin entender-. ¡Es el bruto que dice ser su padre! -explicó la mujer con impaciencia..
Amelius se dio la vuelta y vio a Sally la Simple, a quien un rufián medio embriagado aferraba el brazo: era uno de los más bestias que pululaban por los bajos fondos de Londres como abejas en un panal, ensuciado de pies a cabeza por una sola mancha del mismo color que el barro de la calle: el peligro vivo, la desgracia de la civilización inglesa. Nada más ver que Amelius le miraba, arrastró a la muchacha uno o dos pasos en dirección opuesta.
-¡Así que esta vez tienes a todo un caballero! -masculló-. Pues esta noche cuento con que traigas buenos dineros a casa. De lo contrario... -terminó la frase levantando su monstruoso puño y agitándolo delante de su rostro. Por mucha cautela que pusiera al hablar, por mucho que bajase la voz, sus palabras llegaron a los atentos oídos de Amelius. Apremiado por su temperamento, de un salto se plantó ante el bellaco. En un solo instante lo habría derribado de un puñetazo de no ser por la oportuna interferencia del brazo de la ley, que apareció vestido con el uniforme de un policía.
-Señor, no se meta en líos -dijo el policía con especial buen humor-. Y tú, Fuego del Infierno (ése es el bonito apodo con el que se le conoce por estos andurriales, señor), ¡lárgate de aquí antes de que...!
El animal salvaje que caminaba sobre dos piernas se acobardó al oír la voz de la autoridad igual que si fuese un animal de cuatro patas y se perdió a lo lejos, por el extremo más oscuro de la calle, en menos que canta un gallo.
-Le vi amenazarla con el puño -dijo Amelius, con los ojos aún encendidos de indignación-. La ha malherido, la ha dejado maltrecha. ¿Es que esta pobre criatura no goza de la protección que nos da la ley?
-Verá, señor -respondió el policía-: podemos citarlo a juicio ahora mismo si usted lo desea. Yo diría que le caerá un mes de trabajos forzosos, pero espero que se dé cuenta de que será mucho peor para ella cuando ese bestia salga de la cárcel.
La forma en que el policía consideró la situación de la pobre muchacha no admitía réplica. Amelius se volvió hacia ella con dulzura. Ella se estremecía de frío o de terror, o puede que de ambas cosas.
-Dime una cosa -le dijo-, ¿de veras que ese hombre es tu padre?
-¡Bendito sea Dios, señor mío! -exclamó el policía, asombrado por la simplicidad del caballero-. Perdone que le interrumpa, pero sepa usted que Sally la Simple no tiene padre ni madre, ¿verdad que no, muchacha?
Ella no hizo caso al policía. El pesar y la compasión que a simple vista se notaban en Amelius la llenaron de asombro y de un interés infantil. Apenas logró comprender que fueran pesar y compasión precisamente por ella. La sola idea de incomodar a su nuevo amigo, que tan insólitamente amable y considerado había sido con ella, pareció darle miedo.
-Por mí no se apure, señor -dijo con timidez-. No me importa no tener padre ni madre; no me importa que me golpeen. -Y apeló a la más cercana de sus dos amigas-. A todo terminamos por acostumbrarnos, ¿no es así, Jenny?
Amelius ya no pudo aguantar más.
-Con verte y con oírte, chiquilla, a cualquiera se le partiría el corazón -dijo en un estallido de emoción, y de pronto apartó la cabeza a un lado. Su natural, generoso hasta la médula, quedó conmovido hasta lo más profundo, y sólo pudo dominarse con un esfuerzo y una resolución tales que se estremeció por entero, de cuerpo y de alma-. ¡No puedo consentir que esa pobre criatura regrese allí donde la dejarán morir de hambre y la apalearán hasta matarla! ¡No puedo y no pienso hacerlo! -dijo apasionadamente, dirigiéndose al policía-. ¡Fíjese en ella, qué desamparada está, y qué jovencita es la pobre!
El policía se quedó boquiabierto. Aquellas palabras le resultaron extrañas. Sin embargo, toda verdadera emoción lleva consigo, entre las personas genuinas, su propio derecho al respeto ajeno. Se dirigió a Amelius con un acusado respeto.
-¡Señor, no cabe duda de que es una situación muy difícil! -le dijo-. La muchacha es una criatura de excelente disposición y muy pacífica; esas otras dos son exactamente iguales. Son de las que tienden a cuidar de sí mismas y por sí solas, de las que no se dan a la bebida. A casi todas les suele tratar la vida más o menos bien, al menos mientras no se dejen ganar la mano por el alcohol. La mitad de las veces se dan a la bebida por culpa de los hombres. Es posible que en la casa de caridad, que no está lejos, le permitan pasar la noche. Eh, muchacha, ¿qué es eso que llevas en la mano? ¿Dinero?
Amelius se apresuró a señalar que era él quien se lo había dado.
-¡La casa de caridad! -exclamó-. ¡Si ya el nombre suena espantoso!
-¡Tranquilícese, caballero! -dijo el policía-. ¡En ninguna casa de caridad la dejarán entrar si lleva dinero en la mano!
Lisa y llanamente desesperado, Amelius preguntó si no había un hostal por allí cerca. El policía señaló las escasas, deshilachadas prendas de vestir que cubrían a Sally la Simple, para que fuesen ellas quienes respondieran por sí solas.
-Hay un sitio que más bien es un café -dijo dándose el aire del que estima que mejor sería no provocar más preguntas sobre el asunto.
Demasiado preocupado, o tal vez demasiado inocente y desconocedor de cómo era Londres, incapaz en todo caso de entender lo que le dijo el hombre. Amelius decidió probar suerte en el café. Ya en la puerta los recibió una vieja con aire de pocos amigos, que espió al policía desde el fondo. Sin esperar más preguntas, les dijo: «Esta noche no hay habitaciones», y les dio con la puerta en las narices.
-¿Es que no hay otro lugar? -preguntó Amelius.
-Hay una pensión -respondió el policía, pero ya con más dudas que nunca-. Se está haciendo tarde, señor, y mucho me temo que allí se encuentre a los huéspedes apiñados como a las sardinas en un tonel. Vaya, vaya y véalo con sus propios ojos.
Los condujo por una callejuela penosamente iluminada y llamó dando un pisotón en una trampilla que estaba en medio de la acera. Alguien empujó la portezuela desde abajo y apareció un robusto muchacho tocado con un gorro de dormir.
-¿Qué pasa, señor? ¿Es que busca a alguno esta noche? -preguntó nada más ver al policía.
-¿A qué se refiere?-preguntó Amelius.
-Es que abundan los ladrones entre los huéspedes del local, señor -explicó el policía-. Quítate de en medio, Jacob, y deja que el caballero eche un vistazo.
Adelantó el farol de modo que la luz incidiera en la oquedad abierta. Amelius miró allá abajo. La figura retórica empleada por el policía cuando comparó a los huéspedes con las sardinas apiñadas en un tonel le pareció que describía con exactitud la escena. Por el suelo de una cocina, hombres, mujeres y niños yacían acurrucados, prietos los unos contra los otros, formando hileras en las que ya no cabía ni un alfiler. Rostros fantasmagóricos se volvieron a mirarlos en medio de aquella bulliciosa oscuridad cuando sobre ellos rayó la luz del farol. El hedor que surgió de aquella covachuela hizo que Amelius diese un paso atrás, medio mareado, estremecido.
-¿Cómo tienes esa llaga en la cabeza, Jacob? -preguntó el policía-. Es un buen muchacho -explicó a Amelius-. Me gusta darle ánimos para que sea mejor y salga algún día del arroyo.
-Creo que ya la tengo mejor, señor. Se me está curando muy deprisa -dijo el chico.
-Buenas noches, Jacob.
-Buenas noches, señor.
Cayó la trampilla y aquella pensión de mala muerte desapareció como si fuese una visión en un mal sueño. Hubo un momento de silencio entre el pequeño grupo que se quedó en la acera sin saber qué rumbo tomar o qué hacer. No iba a ser nada fácil resolver la cuestión más acuciante: ¿qué hacer a continuación?
-Algo me dice -comentó el policía- que tendremos que sortear ciertas dificultades para encontrarle alojamiento a la muchacha al menos esta noche.
-¿Y si nos la llevamos con nosotras? -propuso una de las mujeres-. Seguramente no le importe que durmamos las tres en la misma cama.
-¿En qué estás pensando? -la reconvino la otra-. Cuando él se entere de que no va a ir a casa a dormir, el primer sitio donde la buscará será en nuestra guardilla.
Amelius zanjó la complicación a su manera, sin pararse en consideraciones.
-Esta noche yo me ocuparé de ella -dijo-. Sally, ¿confías en mí?
Ella le tomó de la mano con el aire de la chiquilla que está, más que dispuesta, deseosa de marcharse a casa. Se le iluminó por vez primera la macilenta palidez del rostro.
-Gracias, señor -dijo-. Con usted iría a cualquier parte.
El policía sonrió. Las dos mujeres se quedaron de una pieza. Antes de que pudieran recuperarse del pasmo, Amelius las obligó a aceptar algún dinero de su bolsillo y les estrechó las manos con gran cordialidad.
-Son ustedes muy buenas -dijo a su manera, muy en serio y de todo corazón-. Sinceramente, lamento mucho que la vida las trate de este modo. Bien, señor policía, indíqueme dónde puedo encontrar un coche de punto, y quédese con esto por todas las molestias que le haya causado esta noche. Es usted una persona humanitaria, y su carácter habla muy bien de la fuerza policial.
Pasados otros cinco minutos, Amelius ya iba camino de su alojamiento con Sally la Simple a su lado. El acto de imprudencia temeraria que estaba cometiendo no era, a sus ojos, más que un simple acto de caridad cristiana. No le perturbó la más mínima aprensión. «¡No sé cómo, pero de alguna manera cuidaré de ella!», pensó con gran animación. La contempló. La pobre criatura ya iba dormida en un rincón del coche. Incluso en sueños, seguía estremeciéndose de vez en cuando. Amelius se despojó de su abrigo y la cubrió con él. ¡Cómo se habrían mofado algunos de sus amigos del club si lo hubiesen visto en ese momento!
Por fuerza tuvo que despertarla cuando el coche se detuvo. Con su llave abrió la puerta de la casa de huéspedes en que estaba alojado. Encendió un candil en el vestíbulo y la condujo a la primera planta.
-Muy pronto dormirás de nuevo, Sally -le dijo en un susurro.
Ella miró el cuarto de estar con admiración, como si estuviera mareada.
-¡Qué sitio tan bonito! -dijo.
-¿Tienes hambre? -preguntó Amelius.
Ella negó con un movimiento y se quitó su gorro andrajoso, de modo que su hermoso cabello castaño claro le cayó sobre la cara y los hombros.
-Creo que estoy demasiado fatigada, señor, para tener hambre siquiera. ¿Puedo coger el almohadón del sofá y tumbarme en la alfombra, delante de la chimenea?
Amelius abrió la puerta de su dormitorio.
-De ninguna manera. Esta noche has de dormir con la mayor comodidad -respondió-. Ahí tienes una cama para ti sola.
Ella lo siguió y miró de arriba abajo el dormitorio con la renovada admiración que le produjo todo cuanto vio. Al ver el peine y los cepillos del pelo incluso dio una palmada extasiada.
-¡Oh, qué distinto del mío! -exclamó-. ¿El peine es de carey, señor? ¿Como los que se ven en los escaparates? -El cuarto de aseo y las toallas atrajeron luego su atención; se quedó mirándolo todo con ojos anhelantes, completamente olvidada del peine que tanto la había maravillado-. Muchas veces he mirado en secreto las herrerías -dijo-, pensando que, si algún día tuviera una bañera como ésa, seguro que sería la muchacha más feliz del mundo. Yo todo lo que tengo es una jarra y una jofaina desconchada, y no vea usted cómo me riñen cuando quiero llenarla más de una vez al día. Nunca he dispuesto de toda el agua que me hubiese gustado tener. -Hizo una pausa y se quedó pensando un momento. Aquella mirada de desamparo asomó de nuevo a sus ojos, menguando su belleza azul claro-. Qué duro se me hará volver, señor, después de ver todas estas cosas tan hermosas -dijo, y suspiró con la sumisión innata a su destino que tan penosa resultaba de ver en una criatura tan joven aún.
-Jamás volverás a esa vida pavorosa -afirmó Amelius-. No se te ocurra ni hablar de eso, no lo vuelvas a pensar. ¡Oh, no me mires así!
Ella lo escuchaba con una expresión dolorida, y se llevó entonces ambas manos a la cabeza. Había algo sumamente maravilloso en la idea que él acababa de sugerirle, algo que su mente no fue capaz de asumir por completo en ese momento.
-Hace usted que me dé vueltas la cabeza -dijo-. Soy una pobre y estúpida muchacha, tanto que casi me siento fuera de mí cuando un caballero como usted me hace pensar en cosas así de nuevas. ¿Le importaría decirlo otra vez, señor?
-Te lo volveré a decir mañana por la mañana -respondió Amelius con amabilidad-. Ahora estás cansada, Sally. Es preciso que te acuestes.
Ella trató de rebelarse.
-Pero ésa es su cama, señor...
-No, esta noche será la tuya -dijo Amelius-. Yo dormiré en el sofá, en la habitación de al lado.
Ella se quedó mirándolo unos instantes, tan sorprendida que no pudo ni decir palabra; luego miró de nuevo la cama.
-¿Me va a dejar la cama para mí sola? -dijo al cabo maravillada. No hubo en su tono de voz ni en su manera de mirar la más tenue insinuación de descaro, nada que siquiera el hombre más libertino del mundo pudiera haber interpretado de forma impura.
Amelius pensó en lo que le había dicho una de sus amigas: «No ha crecido; tiene la misma mentalidad que cuando era niña». Además de la mentalidad, la pobre chiquilla tenía otras facultades que tampoco se habían desarrollado de manera normal para su edad. No supo qué responderle sin perder el debido respeto que le merecía esa ignorancia supina, que todo lo disculpaba. Su silencio sorprendió y asustó a la muchacha.
-¿He dicho algo que le haya enojado conmigo? -preguntó.
Amelius dejó de titubear.
-¡Mi pobre chiquilla! -dijo-. ¡Te compadezco desde lo más profundo de mi corazón! Ahora, que duermas bien. Sally la Simple. ¡Duerme bien, descansa!
La dejó apresuradamente y cerró la puerta a sus espaldas. Ella lo siguió hasta la puerta y allí quedó a solas tratando de entenderle, pero su esfuerzo fue en vano. Al cabo de un rato, hizo acopio de valor suficiente para susurrarle sin abrir la puerta.
-Señor, si fuera tan amable... -pero calló al ser consciente de su osadía. Él no llegó a oírla; estaba de pie frente a la ventana, contemplando la noche sumido del todo en sus pensamientos, y sintiéndose menos confiado que antes frente al futuro que le aguardaba. Ella siguió quieta ante la puerta, desdichada, pues estaba hondamente convencida de que lo había ofendido. Hizo el mismo esfuerzo por segunda vez y, desesperada, tomó la resolución de llamar con los nudillos. Él le abrió de inmediato.
-Lamento mucho si le he molestado -comenzó débilmente, con la respiración entrecortada, al borde de la histeria-. Por favor, le ruego me perdone y me desee buenas noches.
Amelius la tomó de la mano y le deseó buenas noches con toda la dulzura del mundo, pero lo dijo con un gran pesar. Ella todavía no estaba reconfortada y a su gusto.
-Señor, ¿le importaría...? -Hizo una pausa, temerosa de seguir hablando. En la completa falta de astucia que se notaba en sus ojos había algo total y absolutamente infantil, hasta el punto de que Amelius esbozó una sonrisa. Ese cambio de expresión a ella te aportó el valor que le faltaba, y sus pálidos y delicados labios fueron un tenue y hermoso reflejo de su sonrisa-. ¿Le importaría darme un beso, señor? -le preguntó.
Amelius la besó. Que sea culpable el hombre capaz de decir con toda honestidad que podría haberse negado a semejante petición. Volvió a cerrar la puerta que los separaba; ella se sintió contenta. Amelius la oyó canturrear mientras se disponía a acostarse.
En una ocasión, en un desvelo en plena noche, lo asustó. Oyó un grito de pánico o de dolor en el dormitorio.
-¿Qué ha sido? -preguntó sin abrir la puerta-. ¿De qué te asustas?
No hubo respuesta. Al cabo de uno o dos minutos se repitió el mismo grito. Esta vez abrió la puerta y echó un vistazo. La muchacha dormía y soñaba. Tenía levantado en vilo un brazo delgado y blanco, que agitaba incansable de un lado a otro por encima de su cabeza.
-¡No me mates! -murmuraba en un tono bajo y plañidero-. ¡Oh, no me mates, te lo ruego!
Amelius le tomó el brazo con delicadeza y volvió a depositarlo sobre el cobertor de la cama. Con ese roce pareció ejercer una influencia tranquilizadora sobre la muchacha, que suspiró hondo y volvió la cabeza sobre la almohada. Un tenue arrebol dio color a sus mejillas devastadas, que de nuevo se tornaron blancas. Y así volvió a hundirse en un sueño reparador.
Amelius volvió al sofá y se adormeció sin llegar a descansar del todo. Fueron pasando las horas de la noche. La triste luz de una mañana de noviembre clareó neblinosa por la ventana sin cortinas y lo despertó al fin.
Se puso en pie y miró en derredor.
«Y ahora, ¿qué he de hacer?» Ése fue su primer pensamiento, nada más despertar. Por fin empezaba a ser consciente de sus responsabilidades.
Capítulo 2
La dueña de la casa en que se alojaba decidió qué era lo que se debía hacer.
-Señor mío, tenga la bondad de desalojar mi casa de inmediato -dijo a Amelius-. Teniendo en cuenta la brevedad con que se lo notifico, no le exigiré el pago del alquiler correspondiente a esta semana. Ésta es una casa respetable y le aseguro que seguirá siéndolo, cueste lo que cueste.
Amelius se explicó y protestó; apeló al sentido de la justicia y al sentido del deber que pudiera tener la buena señora en calidad de cristiana.
Su razonamiento, que en Tadmor habría sido irrefutable, en Londres fue descartado de un plumazo. La dueña de la casa permaneció tan impasible como la Esfinge de Egipto.
-Si esa criatura que está en el dormitorio no sale de mi casa en el plazo de una hora, no dude que llamaré a la policía.
Tras responder con estas palabras a los argumentos de su inquilino, salió de la estancia dando un portazo.
-Gracias, señor, por haber sido tan amable conmigo. Ahora mismo me marcho. Así, tal vez la señora quiera perdonarlo.
Amelius se dio la vuelta: Sally la Simple lo había oído todo. Estaba vestida con sus ropas miserables, de pie en la puerta abierta, sollozando.
-Espera, espera un poco -dijo Amelius a la vez que le secaba los ojos con su propio pañuelo-. Nos marcharemos juntos. Quiero comprarte unas ropas algo mejores, más presentables, y la verdad es que no sé bien por dónde empezar. No llores, querida mía. No llores más.
La criada, sorda como una tapia, entró mientras hablaba. También estaba llorando. A su manera, Amelius también se había portado bien con ella, y ella era la culpable de que se hubiera descubierto la presencia de la muchacha en el dormitorio.
-Si me lo hubiera advertido, señor... -dijo en tono de penitencia-. Yo lo habría guardado en secreto, pero es que vine con su jarra de agua caliente, como de costumbre, y... ¡Dios mío! ¡Me asusté! Se me cayó la jarra y bajé corriendo y...
Amelius prefirió que la disculpa no se prolongase más.
-No la culpo de nada, María -dijo-, pero ahora estoy en un aprieto. Ayúdeme a salir de él, me hará un gran favor.
María le oyó sólo en parte, pero no oyó más. Temeroso de levantar la voz para que le entendiera, de modo que también le oyese la dueña de la casa, le preguntó si sabía leer. Sí, sí que sabía, siempre y cuando fuese con letra sencilla. Amelius redujo de inmediato toda expresión de sus necesidades a ponerla por escrito con letra redonda y grande. María estuvo encantada. En efecto, sabía dónde estaba la tienda más cercana en la que se podía adquirir todo tipo de prendas de vestir femeninas listas para llevar; a modo de guía infalible para un hombre que lo ignoraba todo en tales cuestiones, le bastaría con dos trozos de cordel. Con el primero midió la estatura de Sally la Simple; con el otro tomó la medida de su talle esbelto mientras Amelius abría el escritorio para hacerse con el último resto de dinero suelto que le quedaba. Acababa de cerrar el escritorio cuando la voz de la despiadada dueña de la casa de huéspedes se dejó oír: llamaba imperiosamente a María.
La criada entregó a Amelius los dos cordeles.
-En la tienda le valdrán de ayuda -dijo, y salió casi a la carrera.
Amelius se volvió hacia Sally la Simple.
-Voy a comprarte ropa nueva -empezó a decir.
La muchacha no le dejó seguir: fue incapaz de seguir oyendo una sola palabra más. De su rostro desapareció todo rastro de pena en un solo instante, y dio una palmada de alborozo.
-¡Oh! -exclamó-. ¡Ropa nueva! ¡Ropa limpia! ¡Déjeme ir con usted!
El propio Amelius se dio cuenta de que sería imposible sacarla a la calle en plena luz del día tal como iba vestida.
-No, no -le dijo-. Espera a que venga con tus prendas nuevas. Ni siquiera tardaré media hora. Si tienes miedo, cierra con pestillo, y no le abras a nadie hasta que yo regrese.
Sally vaciló; parecía asustada.
-Piensa en tu vestido nuevo, piensa en tu cofia nueva -sugirió Amelius, hablando sin darse cuenta tal como prometería un juguete nuevo a un niño.
Había adoptado la estrategia más acertada. De hecho, a ella se le iluminó la cara de nuevo.
-Haré todo lo que usted me diga -le dijo.
Él depositó la llave en la mano de ella y se echó a la calle. Amelius poseía una valiosa calidad moral que resulta extremadamente infrecuente entre los ingleses. No tenía la menor vergüenza cuando se trataba de ponerse en una situación en la que pudiera hacer el ridículo, siempre y cuando fuera plenamente consciente de que los motivos que justificasen semejante empeño eran dignos de ello. Cuando explicó la naturaleza de su encargo en la tienda, cuando mostró los dos cordeles, las risitas y los murmullos de las tenderas no le fastidiaron en lo más mínimo. También él se echó a reír.
-Tiene gracia, ¿verdad? -dijo-. Un hombre como yo, fíjese usted que venir a comprar un vestido y todo lo demás... Resulta que ella no puede venir en persona, y estoy seguro de que ustedes dos me sabrán aconsejar como dos buenas dependientas, ¿no es as?
Aconsejaron a su apuesto y joven cliente de la mejor de las maneras, de modo que no pasaron siquiera diez minutos hasta que tuvo en Su poder un sencillo vestido gris de paseo, una chaqueta de tela negra, una cofia de color lavanda, un par de guantes negros y un envoltorio lleno de horquillas. El fabricante de baúles y maletas más cercano le proporcionó una caja para guardar todos esos tesoros; un coche de punto que acertó a pasar por allí condujo a Amelius de vuelta a su alojamiento, adonde llegó a la media hora. Sin embargo, algo había ocurrido durante su ausencia. La dueña de la casa había llamado a la puerta y había dado un grito con voz terrible.
-¡Sólo media hora más! -dijo, y se retiró sin esperar respuesta.
Amelius introdujo la maleta en el dormitorio.
-Sally, date toda la prisa que puedas -le dijo, y la dejó a solas para que disfrutase, embelesada, al descubrir todas sus nuevas prendas de vestir.
Cuando abrió la puerta y se mostró, la transformación operada resultó tan maravillosa que Amelius se quedó literalmente sin habla. El alborozo daba color a las pálidas mejillas de la muchacha, y difundía su tierna coloración incluso hasta sus ojos azulísimos. Jamás vio un hombre a una criatura tan encantadora en esa instantánea transformación de orgullo y de deleite. Ella atravesó la habitación casi corriendo y se arrojó en brazos de Amelius.
-¡Déjeme ser su criada! -gritó-. ¡Quiero vivir con usted el resto de mi vida! ¡Déjeme dar un brinco, que estoy loca de contento! ¡Me entran ganas de echarme a volar por la ventana! -Se vio entonces en el espejo y de pronto recobró la compostura y la seriedad-. ¡Oh! -dijo con una inigualable mezcla de reverencia y de asombro-. ¿Ha visto usted alguna vez una cofia tan hermosa? ¡Mírela! ¡Mírela, se lo ruego!
Amelius, de buen humor, se acercó a mirarla. En ese mismo instante se abrió la puerta de la sala de estar sin la ceremonia preliminar de que alguien llamase a ella, y entró Rufus en la sala.
-Son las diez y media -dijo-, y el desayuno se va a echar a perder a toda velocidad...
Antes de que Amelius pudiera presentarle sus disculpas por haber olvidado completamente su compromiso, Rufus descubrió la presencia de Sally. No hubo jamás mujer joven ni de mediana edad ni tampoco anciana, de clase alta o de clase baja, que alguna vez sorprendiera al natural de Nueva Inglaterra sin estar preparado para reconocer a su característica manera la deuda de cortesía que tenía contraída con el sexo opuesto. Con sus grandes zancadas de costumbre, avanzó hacia Sally e insistió en estrecharle la mano.
-¿Qué tal se encuentra usted, señorita? Me complace sumamente conocerla.
La muchacha se volvió hacia Amelius con los ojos como platos, en parte de pasmo y en parte por la duda.
-Sally, haz el favor de esperarme un minuto en la habitación contigua -le dijo-. Este caballero es amigo mío, y tengo algo que decirle.
-Pues hay que ver qué muchachita tan activa -dijo Rufus viendo cómo salió corriendo en busca de refugio al dormitorio-. Me recuerda a una de nuestras muchachitas, naturales de Coolspring. De veras que sí. Bien, dígame ahora: ¿quién puede ser esta pequeña Sally?
Amelius respondió a su pregunta como siempre, sin la más mínima reserva. Rufus aguardó envuelto en un silencio impenetrable a que diera por terminada su narración; sólo entonces lo tomó amablemente por el brazo y lo condujo a la ventana. Con las manos en los bolsillos y sus largas piernas algo separadas, plantadas sobre sus grandes pies, el americano estudió con atención la cara de su joven amigo a la luz más intensa que pudo encontrar.
-No -dijo Rufus-. Definitivamente, no: el joven no está más loco que una cabra, al menos por lo que a mí se me alcanza. Da toda la impresión de que lo que dice lo dice muy en serio. Supongo que será esto lo que se debe a las enseñanzas de la Comunidad de Tadmor, ¿no es así? Bien, pues las libertades civiles y religiosas son algo que a veces hay que pagar muy caro en Estados Unidos. Así es.
Amelius se dio la vuelta para seguir guardando sus cosas en su baúl de viaje.
-No le entiendo -dijo.
-No contaba con que me entendiese -dijo Rufus-. Yo más o menos estoy igual en lo que se refiere a usted. Suele ser copioso mi fondo de comentarios sensatos para casi todas las ocasiones, pero así me parta un rayo si no se me ha secado el fondo ante lo que estoy viendo con mis propios ojos. ¿Me permite aventurarme a preguntarle qué es lo que diría el muy venerable jefe de los cristianos de Tadmor si llegara a sus oídos el apuro en que he encontrado a mi joven amigo el socialista esta mañana?
-¿Que qué diría? -repitió Amelius-. Pues lo mismo que dijo cuando Mellicent vino a parar al seno de nuestra Comunidad: «¡Ay, Dios mío! ¡He ahí otra de las hojas caídas!». Ojalá estuviera aquí el anciano para ayudarme. Él sí que sabría cómo restituir a esa pobre criatura, medio muerta de hambre, ultrajada, golpeada, al feliz lugar que sobre la faz de la tierra sin duda le tiene destinado Dios.
Rufus lo tomó bruscamente del brazo.
-¿Lo dice en serio? -preguntó.
-¿De qué otro modo iba a decirlo? -respondió Amelius de manera cortante.
-¡Pues tráigala a desayunar al hotel! -exclamó Rufus dando toda la impresión de haber sentido un gran alivio en lo más íntimo de su ser-. No diré yo que pueda facilitarle la presencia del muy venerable jefe de los cristianos, pero sí puedo encontrarle a una mujer que se acerca a la categoría de ser angelical, quitando las alas, eso sí, tanto o más que cualquier criatura que haya pisado la tierra desde los tiempos de nuestra madre Eva. -Llamó a la puerta del dormitorio haciendo oídos sordos a toda petición de información adicional que pudo dirigirle Amelius-. ¡El desayuno está esperando, señorita! -grito-. Y es mi deber añadir que el temperamento que se gasta la cocinera de nuestro hotel dista mucho de quedar al otro lado de lo incierto. Bien, Amelius; sepa usted que estamos en la época de las exposiciones, y si alguna vez he visto una exposición de ignorancia en el arte de preparar un baúl, no le quepa duda de que es usted candidato a la medalla de oro de la categoría. ¡Seguro que un jurado ecuánime se la otorgaría a cierto joven de Tadmor! Vamos, quítese de en medio y déjelo en mis manos.
Se quitó la levita y superó las dificultades propias del equipaje en un santiamén, casi como si no hubiera hecho otra cosa a lo largo de su vida. La propia dueña de la casa, que apareció con despiadada puntualidad al expirar el plazo de una hora, suavizó su espantoso semblante al encontrarse en presencia del cortés y cordial Rufus. Insistió en estrecharle la mano; manifestó que le complacía conocerla; le aseguró que le recordaba a la señora del capitán general de la sucursal que tenía en Coolspring la Comandancia de la Orden de San Vito; si no le molestaba, se iba a tomar la libertad de preguntarle si acaso era pariente de tan distinguida dama. Gracias a esta conversación tan amena, Sally la Simple salió de la habitación con ayuda de Amelius sin llamar la atención de nadie. Insistió en llevarse sus ropas deshilachadas dentro de la caja en que recibió el vestido nuevo y los demás accesorios.
-Quiero verlas de vez en cuando -dijo-, para no olvidarme de que así estoy muchísimo mejor.
Rufus fue el último en salir; insistió en conversar con la dueña de la casa mientras bajaba las escaleras e incluso ya en la calle.
Mientras Amelius esperaba a su amigo en el portal, un joven que conducía un coche de punto se volvió a mirarlo con detenimiento al pasar. Era Jervy, que había pasado por la tumba del señor Ronald e iba camino de un lugar llamado «el común de los médicos».
Capítulo 3
Había comenzado la mañana con una rápida sucesión de los acontecimientos. Y del mismo modo siguió su curso el día. Terminado el desayuno, Rufus reservó en el hotel sendas habitaciones para sus «dos jóvenes amigos». Lo siguiente que sería preciso resolver, y que a Amelius ni siquiera se le había pasado por la cabeza, era la adquisición de ciertas prendas de vestir invisibles, pero no por eso menos necesarias. Tras enviar recado a la tienda más cercana se presentó una elegante damisela acompañada por un muchacho y un cesto de grandes dimensiones. No fue fácil persuadir a Sally para que se confiase a solas a una desconocida, aunque fuera en su habitación. A la pobrecilla, todo el mundo menos Amelius le daba miedo. Ni siquiera el buen americano logró granjearse su confianza. El recelo que había implantado en su débil mentalidad la vida terrible que había llevado hasta la fecha era en el fondo ese recelo instintivo que tiene un animal sin domesticar.
-¿Por qué he de ir con otros? -murmuró lastimera al oído de Amelius-. Yo sólo quiero estar con usted.
Razonar con ella era tan absolutamente inútil como lo hubiera sido el explicar las ventajas de una jaula bien cómoda a un pájaro recién capturado. Sólo existía una manera de convencerla para que se sometiera a cualquier trato ajeno, por amable que fuera. Bastaba con que Amelius dijese: «Hazlo. Sally, aunque sólo sea por complacerme». Sally soltaba un largo suspiro y obedecía.
En su ausencia, Amelius reiteró sus interrogaciones en relación con esa amiga desconocida a quien Rufus no tuvo el menor escrúpulo en describir como «un ser angelical, quitando las alas, eso sí».
La dama en cuestión, según explicó sucintamente el americano, era una inglesa, esposa de uno de sus compatriotas, que se había establecido en Londres por su cuenta como comerciante. A los dos les llegó a tratar en la intimidad antes de que emigrasen de Estados Unidos, y había renovado cordialmente aquella antigua amistad al poco de arribar a Inglaterra. Relacionada con abundantes instituciones de caridad, la señora Payson formaba parte del comité rector de un Hogar para Mujeres sin Amistades ni Familia, especialmente indicado para acoger a cualquier pobre muchacha que se hallase en una situación similar a la de Sally. Rufus se ofreció a escribir una nota a la señora Payson para preguntarle a qué hora podía recibirlos y también para que les diera permiso de visitar el hogar. No sin ciertas vacilaciones, Amelius al final aceptó la propuesta. Y sin que pasara demasiado tiempo desde que fue despachado el mensajero con la nota, la elegante señorita de la tienda de lencería hizo nuevo acto de presencia para informar de que «el atuendo de la damisela estaba completo hasta el último detalle», adjuntando al mismo tiempo, como resultado inevitable, una factura. Amelius no tuvo suficiente para saldar la deuda, ni siquiera juntando todas sus monedas sueltas, de modo que aceptó un préstamo de Rufus al menos hasta que pudiera dar orden a sus banqueros de que vendieran algunas de las acciones que tenía invertidas en bolsa. Cuando Rufus se mostró contrario a semejante propósito, su respuesta fue sumamente característica de las enseñanzas que debía a la Comunidad: «Mi querido amigo, por fuerza tendré que devolverle el dinero que me presta, aunque sólo sea en interés de nuestros hermanos más pobres. Tal vez el siguiente amigo que le pida un préstamo carezca de los medios precisos para devolverle esa suma».
Luego de esperar a que volviera Sally la Simple, espera que fue en vano, Amelius envió a una doncella a su habitación para que le hiciera entrega de un mensaje. Rufus tampoco estuvo a favor de un procedimiento tan presuroso.
-¿Por qué molestar a la muchacha, ahora que estará extasiada ante el espejo? -preguntó el talludo solterón con su pintoresca, humorística sonrisa.
Esta vez acudió Sally a la llamada sin que se le viera en los ojos el brillo del placer; al contrario, la muchacha parecía agotada, demacrada, ojerosa. Hizo un aparte con Amelius en una esquina de la habitación.
-A veces me duele donde tengo la magulladura -dijo en un susurro-. Y ahora me duele mucho. -Lanzó una extraña y furtiva mirada de reojo hacia Rufus-. Me he mantenido apartada de usted -explicó- porque no quería que él lo supiera. -Calló y se llevó la mano al pecho a la vez que apretaba los dientes con todas sus fuerzas-. Mas no importa -añadió más animada cuando se le volvió a pasar el dolor-. Lo puedo soportar.
Llevado de un impulso, como de costumbre, Amelius encargó en el acto el carruaje más cómodo de que dispusiera el hotel. Había oído contar historias terribles acerca de las posibles consecuencias que a veces tienen los golpes en el pecho, sobre todo para las mujeres.
-La llevaré a que la vea el mejor médico de todo Londres -anunció.
-¿Va a venir ése con nosotros? -le preguntó Sally en voz baja y sin quitar ojo de Rufus.
-No -dijo Amelius-, pues uno de nosotros ha de quedarse. Estamos esperando a que llegue un mensaje.
Rufus los contempló con gravedad mientras ellos dos salían de la habitación.
Tras solicitar la información necesaria en la recepción del hotel, Amelius obtuvo la dirección donde pasaba consulta un cirujano de gran celebridad mientras Sally se preparaba para salir.
-¿Por qué no te cae bien mi buen amigo Rufus? -preguntó a la muchacha cuando ya se iban.
La respuesta se la dio directa y veloz el corazón mismo de la hija de Eva.
-¡Porque a usted también le cae bien!
Amelius prefirió cambiar de conversación y le preguntó si seguía dolorida. Ella negó con impaciencia: con dolor o sin dolor, la única idea que tenía cabida en su ánimo era todavía la de ser su criada, idea que ya había encontrado expresión en sus palabras antes de que abandonasen el hotel.
-¿Me permitirá conservar mi hermoso vestido gris para salir de paseo los domingos? -le preguntó-. Aquellas viejas y raídas prendas de vestir me servirán mientras sea su criada. Puedo darle betún a las botas y sacarles brillo, cepillarle la ropa, mantener limpia su habitación. Y me esforzaré todo lo que pueda en aprender, si es que usted desea que alguien me enseñe a cocinar.
Amelius intentó una vez más cambiar de tema de conversación, pero lo mismo habría sido si le hablase en una lengua desconocida para ella. Toda su atención estaba absorta en la gloriosa, inigualable perspectiva de ser su criada.
-Soy bajita y un poco retrasada -siguió diciendo-, pero creo que sabré aprender a cocinar; me bastaría con saber que lo hago para usted. -Calló un instante y lo miró presa de una repentina ansiedad-. ¡Por favor, permítame intentarlo! -le suplicó-. No he disfrutado de placer alguno en mi vida, y eso es algo que de veras me gustaría hacer.
Era imposible resistirse a semejantes ruegos.
-Serás tan feliz como yo pueda hacerte, Sally -dijo Amelius a la postre-. ¡Sabe Dios que no es gran cosa lo que pides!
En esas palabras compasivas hubo algo que llevó los pensamientos de ella en otra dirección bien distinta. Daba pena ver con qué lentitud y de qué forma tan dolorosa comprendía la idea que se le acababa de insinuar.
-Me estaba preguntando si podrá usted hacerme feliz.... -dijo-. Supongo que antes habré sido feliz alguna vez, pero la verdad es que no sé cuándo. No recuerdo una sola vez en que no tuviera o hambre o frío o ambas cosas a la vez. Espere un momento. Creo que sí fui feliz una vez... De eso hace muchísimo tiempo, y me costó una eternidad, pero una vez llegué a saber cómo tocar una melodía al violín. El viejo y su mujer se turnaban para enseñarme. Alguien me entregó al viejo y a su mujer, pero no sé quién fue. De sus nombres no me acuerdo. Eran músicos los dos. Cantaban himnos religiosos en las calles más elegantes; en las calles donde vivían los pobres cantaban canciones más graciosas. Hacía frío, ya lo creo, allí de pie en la acera, y descalza, pero todos los que por allí pasaban me daban muchas monedas de medio penique. La gente decía que yo era tan pequeña que daba pena mandarme así a la calle; por eso me daban las monedas. Para cenar casi siempre había un mendrugo de pan y una manzana; luego me echaba a dormir en un agradable rincón, debajo de la escalera. ¿Sabe usted? Creo que disfruté durante aquella temporada...
Amelius trató de conducir sus pensamientos hacia otros recuerdos. Le preguntó qué edad tenía cuando tocaba el violín.
-No lo sé -respondió-. Ni siquiera sé cuántos años tengo ahora. Y no recuerdo nada antes del violín. No recuerdo cuánto tiempo pudo pasar antes, pero una vez el viejo y su mujer se metieron en algún lío. Dieron con sus huesos en la cárcel y ya nunca más los vi. Me fui corriendo con el violín, con la idea de quedarme para mí todas las monedas de medio penique que pudiera juntar. Creo que de no haber sido por los chicos habría reunido muchas monedas. Son crueles los chicos, ya lo creo que lo son. Me hicieron pedazos el violín. Luego probé suerte vendiendo lapiceros, pero creo que nadie quería un lapicero. Me encontraron mendigando por la calle. Me cogieron y me llevaron ante el... ¿cómo se llama? Eso, el caballero ese que se sienta en un sillón muy alto, ¿sabe usted? El que está sentado tras una mesa muy grande... ¡Ah, pero antes de que me llevaran ante ese caballero pasé mucho miedo! Él parecía desconcertado. «Que la traigan aquí arriba», dijo con voz profunda. «Es tan pequeña que apenas la puedo ver. ¡Dios mío!», dijo. «¿Qué he de hacer con esta niña tan desgraciada?» Allí dentro había mucha gente. Uno dijo: «¡A la casa de caridad tendrían que llevarla!». Llegó entonces una señora, yo creo que el caballero de allá arriba la conocía. «Yo me la llevaré, señor», dijo, «si usted lo permite». Y se lo permitió. Se me llevó a un sitio que llamaban Refugio, un refugio para niños descarriados, claro. En el Refugio todo era muy estricto. Sí que nos daban mucho de comer, eso es verdad, y nos daban clases. Nos enseñaban cosas sobre el Padre nuestro que está allá en el cielo. Una vez, por lo visto dije algo que jamás se debe decir. Dije que no quería que estuviese en el cielo, que lo quería aquí abajo, en la tierra. Cuando lo dije, todos sintieron una gran vergüenza de mí. Me dijeron que era mala, que me había vuelto una ingrata. Al cabo de un tiempo me escapé. Ya ve usted, aquello era demasiado estricto, y yo estaba acostumbrada a la calle. En la calle me encontré con un escocés. Llevaba falda escocesa y tocaba la gaita; me enseñó a bailar y me vistió como si fuera una escocesita. Tenía una mujer muy curiosa, una especie de medio negra. Ella también bailaba, pero encima de un pedazo de alfombra, más que nada para no estropearse sus estupendos zapatos. Los dos me enseñaron canciones; él me enseñó una canción escocesa. Un buen día, la mujer dijo que ella era inglesa, aunque no sé cómo puede ser, pues ya le digo que era medio negra, y se empeñó en que aprendiera una canción inglesa. Se pelearon por eso, y ella se salió con la suya. Ella me enseñó «Sally la de la calle», y así terminaron por llamarme Sally. Nunca había tenido un nombre propio; siempre me habían llamado por un apodo. El último de todos mis apodos fue el de Sally, y ya se ve, se me ha pegado. Confío en que no sea un nombre demasiado corriente y que a usted le agrade, ¿eh? ¡Vaya, qué casa tan espléndida! ¿Es ahí adonde vamos? ¿Y a mí me dejarán entrar? ¡Ay, qué tonta soy! ¡Se me había olvidado mi hermoso vestido! Usted no les diga nada si me toman por una señora, ¿de acuerdo?
El carruaje se había detenido ante la casa del médico cirujano, cuya sala de espera estaba repleta de pacientes. Algunos trataban de leer los libros y periódicos que se encontraban sobre la mesa; otros preferían mirarse mutuamente no sólo sin la menor simpatía, sino también, a veces, con manifiesto desagrado e incluso inquina. Amelius tomó un periódico y dio a Sally un libro ilustrado para que se entretuviera mientras esperaban su turno.
Dos largas horas pasaron antes de que el criado hiciera pasar a Amelius a la sala de consultas. Sally estaba adormilada en su silla. La dejó donde estaba, sin molestarla, pues deseaba formular algunas preguntas relativas a su imperfecto desarrollo mental que de ninguna manera convendría hacerlo en su presencia. El cirujano escuchó con interés no disimulado la sencilla narración que hizo el joven desconocido sobre los sucesos de la noche anterior.
-Es usted muy distinto de otros jóvenes -le dijo-. ¿Me permite preguntarle dónde se ha educado usted?
La respuesta le sorprendió.
-Caramba; así las cosas, lo que usted me cuenta me abre inesperadas perspectivas sobre el socialismo -dijo-. En un principio su comportamiento me pareció si acaso imprudente, pero ahora entiendo que ha de ser natural resultado de su educación. Veamos ahora en qué puedo servirle.
Se mostró muy serio, pero también muy afectuoso, cuando Amelius le presentó a Sally. Su opinión sobre la magulladura que tenía en el pecho alivió la angustia de Amelius; tal vez el dolor todavía durase algún tiempo, pero no había que temer graves consecuencias. Una vez extendida una receta, tras hacer unas cuantas preguntas a Sally, el médico le indicó que esperase en la sala con exagerada amabilidad.
-Tengo tres hijas -comentó en cuanto se cerró la puerta-, y por fuerza siento debilidad por esa desdichada muchachita cuando comparo la vida que ha llevado la pobre con la de mis hijas. Por lo que alcanzo a ver, el natural desarrollo de sus sentidos, y me refiero a los sentidos del intelecto y a los de la mera sensibilidad, se ha truncado exactamente igual que el natural desarrollo de su cuerpo, es decir, debido al hambre, al miedo, a la constante exposición al frío y la humedad, y a otros influjos que son inherentes de la penosa vida que ha llevado hasta ahora. Con la debida alimentación, con aire puro y, sobre todo, con el tratamiento necesario, con amabilidad y atención, no encuentro que exista razón ninguna por la cual, a su edad, no pueda llegar a ser todavía una jovencita sana e inteligente. Discúlpeme si me aventuro a darle un consejo. Teniendo en cuenta el momento de su vida en que se encuentra usted, caballero, haría bien en colocarla cuanto antes bajo el cuidado adecuado, a cargo de personas competentes. Si confía demasiado en sus buenos motivos, en un caso como éste, tal vez termine por lamentarlo. No dude en volver a verme si lo estima necesario. No -añadió, rehusando el cobro de sus honorarios-, no: la ayuda que haya de prestar a esa pobre muchacha será siempre gratuita.
Estrechó la mano de Amelius como un digno, valioso miembro de la noble orden a la que pertenecía.
El consejo con que se despidió el médico cirujano, a continuación de la curiosa protesta que había expresado Rufus, tuvo su efecto en Amelius. Permaneció callado y pensativo cuando volvió al carruaje.
Sally la Simple lo miró con una vaga sensación de alarma. El corazón le latía deprisa debido al miedo perpetuo y recurrente de haber dicho o hecho algo que pudiera ofenderlo.
-¿Es que he cometido alguna falta? -le preguntó-. ¿Ha sido por dormirme en la sala de espera?
Aun cuando la tranquilizó en ese sentido, siguió estando tan ansiosa como siempre por conocer la verdad. Tras largos titubeos, tras mucho sopesarlo, se aventuró a formular otra pregunta:
-El caballero me hizo salir de la habitación... ¿Es que dijo algo que a usted lo haya puesto en mi contra?
-El caballero sólo dijo cosas amables de ti -repuso Amelius-. Todo lo que dijo me ha dado la esperanza de que con el tiempo llegues a ser una muchacha feliz.
A eso, ella no dijo nada. Solamente lo miró con la mansa fidelidad de un perro. De pronto, se hincó de rodillas en el suelo del carruaje, ocultó la cara entre las manos y lloró en silencio. Sorprendido, intranquilo, él trató de levantarla y de darle consuelo.
-¡No! -dijo ella con gran obstinación-. Algo ha ocurrido, algo que le ha molestado a usted, y no quiere decirme qué ha sido. ¡Por favor, por lo que más quiera, le ruego que me lo diga!
-Mi querida niña -dijo Amelius-, solamente pensaba en ti; solamente me preocupaba por tu porvenir.
Ella lo miró al punto.
-¿Cómo? ¿Es que ya se ha olvidado? -exclamó-. En el porvenir, yo seré su criada. -Se secó los ojos y ocupó su sitio, muy alegre, a su lado-. Me ha dado un buen susto -dijo-, pero ha sido en vano. No lo habrá hecho adrede, ¿verdad?
Un hombre de mayor edad tal vez habría tenido el valor necesario para desengañarla sin esperar a nada más. Amelius no se atrevió. Trató de reconducirla a la triste historia de su pasado, tan común y tan terrible, tan penosa por su absoluta falta de sentimiento y de romanticismo.
-No -respondió ella con esa rápida intuición que desplegaba cada vez que estaban en juego sus sentimientos, la única intuición que por otra parte poseía-. No me agrada que se compadezca de mí, y parece usted dolido y compadecido, o al menos lo estaba antes, cuando le hablé de todo eso. Las calles, las calles y las calles; de pequeña o de mayor, siempre una niña y siempre las calles; siempre el hambre y el frío, siempre hombres crueles, cuando no eran crueles los chicos. ¡Quiero ser feliz! ¡Quiero disfrutar de mis nuevas prendas de vestir! Hábleme de usted. ¿Qué es lo que le hace ser tan amable? No podría averiguarlo; por más que lo intentase, no podría.
Pasó algún tiempo hasta que llegaron al hotel. Amelius dio un rodeo hasta la City para remitir a sus banqueros las instrucciones precisas.
Al regresar por fin a la sala de estar, descubrió que su amigo americano no estaba solo. Una dama de cabellos grises, con un rostro brillante y benévolo, charlaba animadamente con Rufus. En el instante en que Sally descubrió a la desconocida, se sobresaltó, fue corriendo al refugio de su habitación y se cerró con llave. Amelius entró en la sala tras vacilar un rato y fue presentado a la señora Payson.
-Algo vi yo en la nota de mi viejo amigo -dijo la señora sonriendo y volviéndose a Rufus-, algo que me hizo pensar que sería conveniente que la respondiera yo en persona. Todavía no soy tan anciana como para abstenerme de seguir el impulso del momento, y ahora me alegro mucho de haberme dejado guiar por mi instinto. He tenido conocimiento de lo que para mí, señor Goldenheart, es una historia sumamente interesante. Debo decirle que me merece usted un gran respeto, y se lo demostraré ayudándole con toda mi alma a salvar a esa pobre muchacha que acaba de salir corriendo. Le ruego que no la disculpe; también yo habría salido corriendo si hubiese tenido su edad. Hemos dispuesto -prosiguió, mirando de nuevo a Rufus- que les acompañe yo a los dos a visitar el hogar esta misma tarde. Si logramos persuadir a Sally de que venga con nosotros, habremos superado un serio obstáculo. Dígame en qué habitación se encuentra. Quiero probar a ver si me hago amiga suya. He tenido alguna experiencia en este sentido, y no desespero de traerla de vuelta conmigo, las dos de la mano, aun cuando sea la misma terrible persona que antes tanto miedo le dio.
Los dos hombres se quedaron a solas. Amelius hizo ademán de hablar.
-No se sulfure -dijo Rufus-. Le ruego que no se precipite en manifestar su opinión prematuramente, y que aguarde un poco a ver si convence a Sally y nos muestra el paraíso de las pobres muchachas desamparadas. Todo lo que sé es que se halla dentro del distrito postal de Londres. Bien, dígame, ¿ha visitado al médico? ¡Rayos y truenos! ¿Qué le ha pasado, muchacho? ¡Cualquiera diría que se ha dejado su apostura y su buen color en el carruaje! Tiene toda la pinta, podría poner la mano en el fuego, de andar necesitado de cuidados y atención médica.
Amelius le explicó que la noche anterior la había pasado en vela, y que los acontecimientos del día no le habían permitido ninguna oportunidad de reposar.
-Desde esta mañana -dijo-, todo ha ido tan deprisa y embarullado que empiezo a sentirme un tanto aturdido y bastante fatigado.
Sin hacer comentarios, Rufus preparó el remedio: tenía los ingredientes listos en una mesa auxiliar, de modo que hizo un cóctel.
-¿Otro? -inquirió el americano tras dejar pasar un lapso razonable.
Amelius rehusó el segundo. Se estiró en el sofá; su amigo tuvo la consideración de tomar un periódico de la mesa. Por vez primera en el día, disponía de la perspectiva de un tranquilo intervalo para descansar y ponerse a pensar. En menos de un minuto se disipó tan halagüeña perspectiva. Se puso en pie de un salto, alterado por una nueva preocupación. Al disponer de cierto tiempo para pensar, se había acordado de Regina.
-¡Dios santo! -exclamó-. ¡Estará esperando que nos veamos, y yo no me he acordado hasta este momento! -Miró el reloj; eran las cinco en punto-. ¿Qué voy a hacer? -dijo sintiéndose desamparado.
Rufus dejó el periódico en la mesa y se paró a considerar los diversos aspectos que presentaba esta nueva complicación.
-Por fuerza hemos de ir con la señora Payson al hogar -dijo-, y además le diré una cosa, Amelius: el asunto de Sally no es un asunto con el que se pueda jugar, sino un asunto que hay que resolver de la mejor manera posible. Yo en su lugar escribiría a la señorita Regina una nota de cortesía y dejaría la visita hasta mañana.
En noventa y nueve de cada cien casos, un hombre que adoptase a Rufus por consejero sería un hombre capaz de actuar con sabiduría en todos los sentidos que tiene la palabra. Sin embargo, se habían combinado una serie de acontecimientos de los que tanto Amelius como su amigo americano no tenían noticia, y se habían combinado de tal modo que el bienintencionado consejo de Rufus, en este caso excepcional, era precisamente el peor de los consejos que nadie pudiera haber dado a Amelius en ese instante. En poco más de una hora, Jervy y la señora Sowler iban a reunirse en la puerta de la taberna. La última esperanza restante de proteger a la señora Farnaby de conspiración tan abominable como la que iba a convertirla en víctima dependía única y exclusivamente de que Amelius cumpliese su promesa de visitar a Regina ese día. Deseosa como siempre de interrumpir incluso el progreso del cortejo entre los dos jóvenes, la señora Farnaby sin duda estaría especialmente ansiosa de aprovechar la primera ocasión para conversar con su amigo el socialista sobre los asuntos que había comentado en su conferencia. En el transcurso de la charla que mantuvieran los dos, esa idea que teniendo en cuenta su pasajera confusión anímica aún no se le había ocurrido, esto es, la idea de que la pobre desdichada recogida en la calle pudiera identificarse, mediante la posibilidad más remota que se pueda concebir, con la hija perdida de la señora Farnaby, de un modo u otro habría de serle poco menos que infaliblemente sugerida a Amelius, y así, en el último momento, daría al traste con la conspiración. Por otra parte, caso de que siguiera al pie de la letra el fatal consejo del americano, con el correo de la mañana siguiente llegaría a casa de la señora Farnaby la carta de Jervy, que tendría sin duda resultados desastrosos. Nada más oír la primera palabra por parte de Amelius, la buena mujer descartaría todo el interés que el joven pudiera tener aún por el asunto, señalándole que la muchacha perdida había sido encontrada y que de hecho la había encontrado otra persona.
Rufus le indicó el recado de escribir que tenía disponible en otra mesa auxiliar, el mismo que él había utilizado anteriormente. Un malentendido con la dueña de la casa en que se alojaba había obligado a Amelius a abandonar dicha casa en el plazo de una hora, y por ese motivo iba a pasarse todo el día ocupado en hallar una nueva residencia. En estos términos redactó la nota. Rufus, que era quien más cerca se hallaba de la campanilla, estiró la mano y la hizo sonar para llamar al mensajero. Amelius de pronto lo detuvo.
-A ella no le agrada que yo la decepcione -dijo-. Y no tengo por qué permanecer demasiado tiempo en su domicilio; creo que en menos de hora y media podría estar de regreso si tomo un coche rápido.
No tenía la conciencia tranquila. La sensación de haberse olvidado de Regina, por más que fuera un olvido natural y excusable, le oprimía el corazón y se lo inundaba con una sensación de reproche. Rufus no puso objeción alguna; las vacilaciones de Amelius fueron solamente debidas a él.
-Si ha de hacerlo, ni lo dude -dijo-. Hágalo cuanto antes.
Amelius cogió el sombrero. Se abrió la puerta cuando a punto estaba de agarrar el picaporte, y entró la señora Payson llevando de la mano a Sally la Simple.
-Nos vamos todos juntos -dijo la vigorosa anciana- a vera las muchas hijas de mi amplia familia en el hogar. Podremos charlar en el carruaje. Desde aquí se tarda más o menos una hora, y yo debo estar de vuelta para cenar a las siete y media.
Amelius y Rufus se miraron a los ojos. Amelius pensó en aducir que tenía un compromiso para pedir que le disculparan. En semejantes circunstancias ése no sería, desde luego, un gesto de elegancia y distinción. Antes de que llegara a tomar una determinación, Sally se llegó a la chita callando a su costado y le puso la mano sobre el brazo. La señora Payson había hecho maravillas en la conquista del inveterado recelo que sentía la muchacha por los desconocidos; en gran medida se había ganado su confianza. Sin embargo, no existía en el mundo influencia suficiente para vencer la perruna y fiel devoción que tenía Sally por Amelius. Con su celoso instinto descubrió algo que despertó su suspicacia en el súbito silencio del joven.
-Es preciso que venga con nosotros -le dijo-. Sin usted, yo no iré.
-Desde luego que sí -añadió la señora Payson- Yo misma le he prometido que vendría.
Rufus tocó la campanilla y despachó al mensajero con la nota dirigida a Regina.
-Es la única salida que le queda, hijo mío -dijo a Amelius en un susurro mientras seguían a la señora Payson y a Sally por las escaleras del hotel.
Habían llegado a las puertas del hogar cuando Jervy y su cómplice se encontraron en la taberna y comenzaron sus consultas en un reservado.
A pesar de su apariencia miserable, la señora Sowler no era pobre de solemnidad. De maneras diversas, siempre bajo mano y con malicia, se las ingeniaba para meterse en el bolsillo unos cuantos chelines cada semana. Si estaba medio muerta de hambre era debido a una razón muy ordinaria entre las personas pertenecientes a su misma clase y amigas de su mismo vicio, esto es, a que prefería gastarse los dineros en beber. Una vez explicado el asunto que les llevó a reunirse, Jervy descubrió con gran asombro que esa anciana debilucha pretendía discutir con él las condiciones del trato. Estaban los dos sinvergüenzas a punto de llegar a las manos, cosa que hubiera demorado la ejecución de la conjura urdida contra la señora Farnaby, cuando el dominio de sus impulsos que siempre tuvo Jervy demostró por qué era uno de los delincuentes más formidables del momento. Cedió en lo tocante al asunto del dinero y, a partir de ese instante, tuvo a la señora Sowler íntegramente a su merced.
-Reúnase conmigo mañana por la mañana para recibir las instrucciones del caso -dijo-. Quiero verla a las diez en punto en el polvorín de Hyde Park. ¡Y mucho cuidado! Es preciso que venga vestida decentemente; ya sabe dónde alquilar un vestido presentable. Si mañana por la mañana noto que huele usted a bebida, le advierto que contrataré a otra persona sin pensármelo dos veces. No, ahora no le daré ni un solo penique. Mañana recibirá su dinero, pero... ¡ojo! Sólo la primera entrega. Mañana a las diez en punto.
Cuando se quedó a solas, Jervy mandó pedir pluma, tinta y papel y, con la mano izquierda, que de hecho sabía utilizar con la misma destreza que la derecha, redactó estas líneas:
Por la presente le informa un amigo desconocido de que una jovencita extraviada hace años reside actualmente en un país extranjero, si bien podría ser devuelta a su afligida madre a la recepción de una cantidad suficiente para pagar los gastos, amén de recompensar al autor de esta misiva, que se encuentra en circunstancias adversas aunque de modo inmerecido.
Señora, ¿es usted la madre que perdió a su hija? Le hago esta pregunta en el más estricto de los secretos, pues nada sé con certeza, salvo que su marido fue la persona que dio a la niña a una nodriza en su más tierna infancia.
No he querido apelar a su marido, ya que su inhumano abandono del pobre bebé no me predispone a confiar en él. Corro el riesgo de confiarme a usted, al menos en cierta medida, confesándoselo todo desde el principio. ¿Desea que le haga saber un detalle que tal vez le sirva para identificar a la niña, al menos si bien la recuerda? hablar por el momento con demasiada claridad sería una estupidez inexcusable por mi parte. El detalle por fuerza ha de ser un tanto vago. Supongamos que empleo una expresión poética y le digo que la jovencita está envuelta por el misterio de la cabeza a los pies, y sobre todo en uno de los pies. ¿Qué me dice?
En el supuesto de que me haya dirigido a la persona idónea, le ruego tenga en consideración una propuesta para mantener una entrevista preliminar con usted.
Si tuviera la deferencia de dar un paseo por el puente que salva el río Serpentine en Kensington Gardens mañana a las diez y media, con un pañuelo blanco en la mano izquierda, se encontrará con la pobre y vilipendiada mujer que fue engañada para recibir a su cargo aquella criatura recién nacida en Ramsgate, y así quedará satisfecha de que, por el momento, ha puesto usted toda su confianza en las personas que de veras la merecen.
Jervy dirigió esta carta infame a la señora Farnaby en un sobre normal y corriente, donde dejó escrito el marchamo de «Privado». Esa misma tarde lo echó al correo con su propia mano.
Capítulo 4
-¡Rufus! No me agrada el modo en que me mira. Diríase que piensa usted...
-Suéltelo, hijo mío. ¿Qué es lo que parezco pensar?
-Piensa usted que me estoy olvidando de Regina. No cree que le tenga tanto cariño como siempre, ¿verdad que es eso? A decir verdad, es usted un viejo solterón.
-Efectivamente, Amelius. ¿Qué hay de malo en ello?
-No entiende usted...
-El que no se entera es usted, mi querido muchacho. Yo diría que entiendo mucho más de lo que usted supone. Lo más atinado que ha hecho usted en toda su vida es lo que ha hecho esta misma tarde, cuando ha entregado a Sally al cuidado de esas sensatas damas del hogar.
-Que tenga usted buenas noches, Rufus. Si sigo aquí un minuto más, terminaremos por pelearnos.
-Buenas noches, Amelius. No nos vamos a pelear por más tiempo que se quede usted.
La buena acción estaba hecha; el sacrificio, que ya era un sacrificio doloroso, quedaba igualmente hecho. La señora Payson tenía edad más que suficiente para hablar con toda claridad, y con absoluta seriedad, a Amelius; así le comunicó que era absolutamente necesario que se separase de Sally la Simple sin mayor tardanza.
-Ha visto por sí mismo -dijo la anciana- que el plan de acuerdo con el cual se rige este pequeño hogar es un plan inflexible, sólo que se fundamenta en la paciencia y en la amabilidad. Por lo que a Sally se refiere, puede estar usted completamente seguro de que jamás oirá una palabra de reproche, que jamás la mirará nadie con dureza, al menos mientras esté a nuestro cuidado. Las penosas negligencias que ha tenido que padecer esta pobre criaturita aquí sólo serán recordadas con ternura y, en la medida de lo posible, serán paliadas con cariño. Si no logramos que sea feliz entre nosotras, le prometo que se irá del hogar en el plazo de seis semanas si es que ella así lo desea. En cuanto a usted, considere en qué postura se vería si insistiera en llevársela consigo. Rufus, nuestro buen amigo, me ha dicho que está usted comprometido y que tal vez fije pronto la fecha de su boda. Piense en los malentendidos, por no decir cosas peores, a los que se vería usted sujeto; piense en las habladurías que tarde o temprano llegarían a oídos de la joven damisela con quien está usted prometido; piense en las deplorables consecuencias que de ello devendrían. Yo creo implícitamente en la pureza de sus motivos, pero recuerde a quien nos enseñó a rezar para vernos libres de toda tentación, y termine la buena obra que ha comenzado usted dejando a Sally entre las amigas y hermanas que ha de encontrar en este hogar.
Fueron éstas palabras incontestables para cualquier hombre honrado. Al oírlas, después de lo que le habían dicho primero Rufus y luego el cirujano, a Amelius no le quedó más alternativa que ceder. Suplicó permiso para escribir a Sally y para verla algo más adelante, cuando tal vez ya estuviera la muchacha reconciliada con su nueva forma de vida. La señora Payson accedió a garantizar ambas peticiones; Rufus le felicitó efusivamente por la decisión que había tomado, y en ese instante se abrió la puerta con gran violencia. Apareció de pronto Sally la Simple seguida por una de las mujeres que atendían a las huérfanas, que la seguía sin resuello, atónita.
-¡Me ha enseñado una habitación! -exclamó Sally a la vez que, indignada, señalaba a la mujer-. ¡Y me ha preguntado si me gustaría quedarme a dormir allí! -Se volvió hacia Amelius y lo tomó de la mano con intención de llevárselo. El inextinguible instinto de recelar de toda persona desconocida había vuelto a despertarse en ella debido al celo excesivo de la mujer-. No me voy a quedar aquí -dijo-. ¡Me marcho ahora mismo con usted,
Amelius miró de reojo a la señora Payson. Sally trató de arrastrarlo hacia la puerta. Él hizo todo lo posible por tranquilizarla mediante una sonrisa; confuso, le dijo algunas palabras para sosegarla. No obstante, en la honestidad de su rostro, acostumbrado siempre a decir la verdad, la verdad salió a relucir. La pobre criatura, cuya tenue inteligencia era tan lenta en discernir, tan inepta a la hora de reflexionar, lo miró imbuida por la instantánea percepción de su estado de ánimo y así vio de pronto su destino. Le soltó la mano. Agachó la cabeza. Sin decir palabra, sin lloros, cayó redonda al suelo, a sus pies.
La mujer la ayudó a levantarse en el acto y la sentó en un sofá. La señora Payson pudo comprobar con qué fuerza de voluntad pugnó Amelius por dominarse, y lo sintió de todo corazón por él. Se apartó unos instantes, escribió deprisa unas líneas y volvió a su lado.
-Váyase antes de que se recupere del todo -le apremió-. Tenga, dé al cochero esta nota -añadió esa excelente mujer-. Yo misma he de quedarme aquí esta noche a ayudarla a reconciliarse con su nueva forma de vida.
Le tendió la mano, que Amelius besó en silencio. Rufus le condujo a la salida. No dijo una sola palabra durante todo el trayecto de vuelta a Londres.
Turbaban su ánimo otros asuntos, no sólo el relacionado con Sally. Pensaba en su futuro, oscurecido por el dudoso compromiso matrimonial que le aguardaba. A solas con Rufus durante el resto de la velada, cayó en la petulancia de interpretar erróneamente la simpatía con que le quiso obsequiar el amable americano. Sus respectivos dormitorios estaban paredaños, de modo que Rufus le oyó caminar sin descanso de un lado a otro, hablando de vez en cuando consigo mismo. Al cabo de un rato cesaron los ruidos. Estaba obviamente extenuado, y por fin iba a gozar del descanso que tanto necesitaba.
A la mañana siguiente recibió unas líneas de la señora Payson en las que le explicaba de modo favorable cómo había pasado la noche Sally, amén de prometerle más detalles al cabo de uno o dos días.
Fortalecido por la buena nueva, reanimado por una noche de buen sueño, encaró con ilusión el propósito de visitar a Regina hacia el mediodía. A esa hora tan temprana tenía la certeza de que su encuentro con ella no se vería interrumpido por nadie. Ella lo recibió con tranquilidad, muy seria, y le apretó la mano con mayor calidez y afecto que de costumbre. Él se esperaba alguna queja por su ausencia del día anterior, así como alguna severa alusión a su aparición en público, en calidad de conferenciante defensor del socialismo. La indulgencia de Regina, o bien el interés de Regina por circunstancias de mayor envergadura, sirvieron para mantener un misericordioso silencio sobre ambas cuestiones.
-Me consuela mucho verte, Amelius -dijo ella-. Estoy preocupada por mi tío, y también fatigada por tanta preocupación. Ha debido de suceder algo desagradable en el negocio del señor Farnaby. Ahora va a la City mucho más temprano y regresa más tarde que de costumbre. Cuando por fin vuelve a casa no me dirige la palabra; se encierra en su estudio y, cuando a la mañana siguiente le preparo el desayuno, lo encuentro ojeroso y demacrado. ¿Sabes que ha sido nombrado miembro del equipo de directores del nuevo banco? En el periódico de ayer había alguna noticia sobre el banco, algo que lo trastornó de manera tremenda; dejó la taza de café sin decir palabra y se fue a la City sin terminarse el desayuno. No quisiera que te preocupases por este asunto, Amelius, pero diría que mi tía no se toma el menor interés por los asuntos de su marido, así que para mí es un gran alivio poder hablar de mis problemas contigo al menos. He guardado el periódico; haz el favor de echarle un vistazo, a ver qué dice del banco, y cuéntame si tú lo entiendes.
Amelius leyó el pasaje que le señalaba. Del funcionamiento de la banca y las finanzas sabía tan poca cosa como Regina.
-Por lo que alcanzo a entender -dijo-, están pagando a los accionistas un dinero que no han ganado, pero me pregunto cómo será posible.
Regina, desesperada, quiso cambiar de conversación. Preguntó a Amelius si había encontrado un nuevo lugar donde alojarse. Al saber que todavía no había coronado con éxito su búsqueda de residencia, abrió un cajón de su escritorio y sacó una tarjeta.
-El hermano de una de mis compañeras de colegio va a casarse -dijo-. Tiene una bonita casa de soltero en las cercanías de Regent's Park y desea venderla con el mobiliario incluido, tal como está. No sé si te importaría encontrarte lastrado por una casita de tu propiedad; de todos modos, su hermana me ha pedido que distribuya sus tarjetas de visita, con la dirección y con los detalles. Tal vez valga la pena que le eches un vistazo si pasas por allí.
Amelius tomó la tarjeta. La pequeñez y la contención femenina de Regina, su gentileza y su coquetería, su voz apacible y su serenidad de movimientos tuvieron un apaciguante efecto sobre su ánimo tras las preocupaciones y los sobresaltos de las veinticuatro horas anteriores. La vio inclinarse sobre su labor de encaje, la vio habilidosa y aplicada, y arrimó su silla hacia ella. Ella sonrió sin dejar de trabajar, consciente de que la estaba admirando, complacida de recibir semejante homenaje.
-Compraba esa casita de inmediato -dijo Amelius- si supiera que ibas a venir a vivir allí conmigo.
Ella alzó la mirada con gesto de gravedad y dejó la aguja suspendida en el aire.
-No volvamos a eso, te lo ruego -respondió afanándose otra vez con su encaje.
-¿Por qué no? -preguntó Amelius.
Ella insistió en seguir trabajando de manera tan industriosa como si fuera una pobre costurera y tuviera serias razones para empeñarse en ganar algún dinero.
-De nada sirve hablar de lo que al menos por un tiempo seguirá siendo imposible.
Amelius detuvo el trajín de su labor con un gesto. Tanta dedicación a su trabajo le irritaba.
-Mírame, Regina -dijo a la vez que dominaba su irritación-. Deseo proponerte que los dos cedamos al menos un poco, cada uno por su parte. Yo no te apremiaré; esperaré el tiempo que sea razonable. Si te lo prometo, no me cabe duda de que tú cederás un poco por tu parte. El dinero parece ser un tirano implacable, querida, después de lo que me has referido a propósito de tu tío. Fíjate de qué manera sufre, y sólo porque está empeñado en hacerse rico. ¿Y tú te preguntas si no será eso una advertencia dirigida a nosotros, para que no sigamos su ejemplo? ¿Acaso te gustaría verme en una situación tan desdichada que ni siquiera te hablase a la hora del desayuno, que me fuese sin probarlo, y todo precisamente por darme tono de puertas afuera? ¡Vamos, por favor! Pensemos en nosotros, Regina. ¿Por qué habríamos de malgastar los mejores días de nuestras vidas estando separados, cuando los dos somos libres y estaríamos contentos si estuviésemos juntos? Aparte de Rufus, tengo otro buen amigo: el que fue buen amigo de mi padre. Él conoce a toda suerte de personas, y me ayudará a encontrar algún empleo. En el plazo de seis meses tal vez pueda sumar un pequeño salario a los ingresos que obtengo de mi herencia. ¡Di las palabras más dulces que podría yo oír de tus labios, mi amor; di que te casarás conmigo de aquí a seis meses!
No es propio de la naturaleza de una mujer mostrarse insensible a una súplica como ésa. A punto estuvo de ceder.
-¡Mucho me gustaría decírtelo, cariño! -respondió con un brevísimo suspiro.
-Entonces, ¡dímelo! -le sugirió Amelius con ternura.
Ella de nuevo se refugió en su encaje.
-Si al menos me dieras un poco de tiempo -insinuó-, ya lo creo que las diría.
-¿Tiempo para qué, mi amor?
-Tiempo para esperar, querido, hasta que mi tío no esté tan preocupado como ahora.
-¡No me hables de tu tío, Regina! Sabes tan bien como yo qué es lo que diría él a ese respecto. ¡Santo cielo! ¿Por qué no eres capaz de decidirte por ti misma? ¡No! No quiero volver a oír todo el discurso sobre lo mucho que le debes al señor Farnaby; bastante te lo oí relatar, largo y tendido, el día del invernadero. ¡Mi querida muchacha! ¡Muestra algún sentimiento por mí! ¡Demuestra por una vez que tienes voluntad propia!
Esas últimas palabras fueron una ofensa para la estima en que ella se tenía.
-Me parece una grosería por tu parte decir que no tengo voluntad propia -dijo-. Y también es muy duro por tu parte presionarme así, cuando sabes que estoy en un aprieto.
Apareció el inevitable pañuelo para añadir énfasis a su protesta, y acto seguido asomaron las lágrimas de rigor, con un punto de modestia, en los espléndidos ojos de Regina.
Amelius se levantó de un brinco y se dirigió despacio a la ventana. Esa última referencia a las cuitas pecuniarias del señor Farnaby fue más de lo que podía tolerar su paciencia. «¡Ni siquiera se olvida de su tío y de su banco -pensó- cuando le hablo de nuestro matrimonio!»
Mirando por la ventana, dio la espalda a Regina. Mediante algún sutil proceso de asociación que no acertó a precisar, en su mente apareció la imagen de Sally la Simple. Una influencia a la que no pudo resistirse le llevó a pensar en ella, pero no como aquella pobre y hambrienta criatura de las calles, degradada y medio retrasada mental, sino como la muchacha agradecida que había pedido, para ser feliz en el futuro, algo tan simple como ser su criada, y que además cayó desmayada a sus pies en el momento en que comprendió que a la fuerza debía despedirse de él. El respeto en que a sí mismo se tenía, sumado a la lealtad a su prometida, le valieron para resistirse con resolución a la conclusión indigna a que le iban llevando sus propios pensamientos. De nuevo se volvió hacia Regina; le habló con voz tan alta y con tal vehemencia que el flujo de las lágrimas femeninas quedó en suspenso debido a la sorpresa.
-¡Tienes razón, tienes toda la razón, querida! Por supuesto que sí, que he de darte tiempo. Trato de controlar mi temperamento y mis prisas, pero no siempre lo consigo. Te niego que me perdones; todo será exactamente como tú deseas que sea.
Regina le perdonó con un asombro femenino y afable ante la excitación con que él le pidió disculpas. Incluso descuidó su labor de bordado y alzó la mejilla de modo que él pudiera besarla.
-Qué bueno eres, querido -le dijo-, cuando no te pones violento e irracional. Es una pena que te criases en América. ¿No te quedarás a almorzar?
Por suerte para Amelius, en el momento crítico apareció el criado con un mensaje:
-Mi señora tiene especial deseo de verlo, señor, antes de que se vaya.
En la experiencia de los amantes, ésa fue la primera ocasión en que la señora Farnaby expresó sus deseos por medio de un criado, en vez de presentarse en persona y sin previo aviso ante ellos. A Regina se le despertó la curiosidad.
-¡Qué mensaje tan curioso! -comentó como si fuera de pasada-. ¿Qué querrá decir? Esta mañana mi tía salió mucho más temprano que de costumbre, y no la he vuelto a ver desde entonces. Me pregunto si no querrá consultarte tu opinión sobre los asuntos de mi tío.
-Iré a ver -dijo Amelius.
-¿Y te quedarás a almorzar? -insistió Regina.
-No, querida; hoy no.
-¿Y mañana?
-Sí, mañana sí. Y así escapó. Nada más abrir la puerta, volvió la vista atrás y le envió un beso por el aire. Regina levantó la cabeza un instante y le dedicó su sonrisa más en cantadora. De nuevo trabajaba concentradísima en su labor.
Capítulo 5
La puerta de la habitación de la planta baja en que se recluía la señora Farnaby estaba entreabierta. De hecho, estaba ojo avizor para que Amelius no pasara de largo.
-¡Adelante! -gritó en el momento en que apareció él por el vestíbulo. Lo hizo pasar a la estancia y cerró de un portazo. Tenía las mejillas coloradas y los ojos casi se le salían de las cuencas-. Tengo algo que contarle, mi querido y buen amigo -empezó a decirle con tremenda excitación-. Se trata de una confidencia, algo exclusivamente entre usted y yo. -Hizo una pausa y, al callar, lo miró con repentina ansiedad, con alarma-. ¿Qué le sucede?
Nada más ver la estancia, oír la referencia a un secreto, intuir la perspectiva de una nueva conversación en privado, Amelius regresó mentalmente, en un visto y no visto, a aquella primera y memorable entrevista con la señora Farnaby. Las piadosas y esperanzadas palabras de la madre cuando le habló con pasión de su hija perdida resonaron de nuevo en sus oídos, tal como si acabaran de brotar de sus labios. «Puede que ella esté perdida en el laberinto de Londres... Tal vez mañana, tal vez dentro de diez años, cabe la posibilidad de que se encuentre usted con ella». Las posibilidades eran, a lo sumo, de una entre cien, entre mil, entre diez mil incluso. No obstante, esa pasmosa posibilidad centelleó en su mente como un súbito rayo de luz diurna que refulge en medio de las tinieblas. «¿Acaso me habré encontrado con ella a la primera oportunidad?»
-¡Espere! -exclamó Amelius-. Antes de que me diga nada, es preciso que sea yo quien le refiera algo. Pero no se engañe con vanas esperanzas; prométamelo antes de empezar.
Ella hizo un gesto de desdén con una mano.
-¿Esperanzas? -repitió-. Bah. Para mí han terminado las esperanzas, han terminado los temores. ¡Por fin tengo certezas!
Él estaba demasiado ansioso para prestar ninguna atención a lo que ella le dijera; tenía toda el alma puesta en el desvelamiento que estaba a punto de hacer.
-Hace ya dos noches -siguió diciendo- que eché a caminar sin rumbo por las calles de Londres cuando me encontré...
Ella se echó a reír.
-¡Adelante! -exclamó con una alegría en el fondo despectiva.
Amelius calló: estaba perplejo, sobresaltado.
-¿De qué se ríe usted?
-¡Adelante! -repitió ella-. Le desafío a que me sorprenda. ¡Siga, siga! ¿A quién dice que se encontró?
Amelius siguió hablando, aunque sumido en un mar de dudas, balbuceando casi.
-Me encontré con una pobre muchacha de la calle -dijo sin dejar de mirarla.
Al oír esas palabras, ella cambió por completo de actitud y lo observó con aire de severo reproche.
-Ya basta -dijo interrumpiéndole-. No he esperado todos estos años tan desdichados para encarar un final tan horrible como ése. -De repente se le iluminó la cara; se le inundó de una radiante efusión de ternura, de triunfo, que le devolvió en el acto la frescura juvenil y la felicidad-. ¡Amelius! -exclamó-. ¡Escúcheme bien! Mi sueño se ha hecho realidad: ¡ha aparecido mi chiquilla! Gracias a usted, aunque usted no lo sepa.
Amelius la miró confundido. ¿Estaba hablándole de algo que había ocurrido en realidad, o acaso había vuelto a tener un sueño?
Absorta en su propia felicidad, no hizo ningún comentario sobre el silencio de Amelius.
-He visto a la mujer -siguió diciendo-. Esta bendita, radiante mañana he visto a la mujer que se la llevó en aquellos primeros días de su pobre existencia. La muy miserable jura y perjura que no es ella quien tiene la culpa. Así pues, he tratado de perdonarla. Tal vez a punto he estado de otorgarle mi perdón, llevada por el alborozo que me ha producido el saber lo que ella ha venido a decirme. Y jamás me habría enterado de la noticia. Amelius, si a usted no se le hubiera ocurrido dar su gloriosa conferencia. Resulta que la mujer estaba entre el público. Jamás habría dicho ni palabra de aquellos tiempos; jamás habría pensado siquiera en mí, si no...
Al decir estas palabras, la señora Farnaby calló de repente y apartó el rostro de Amelius. Tras aguardar un poco, al ver que permanecía en silencio, impertérrita, se aventuró él a formular una pregunta.
-¿Está segura de que no la engañan? -preguntó-. Si no recuerdo mal, me comentó usted que algunos malhechores habían tratado de engañarla en el pasado, cuando contrató usted a determinadas personas para que la encontrasen...
-Tengo la prueba de que nadie me está engañando -repuso la señora Farnaby, todavía sin darle la cara-. Uno de ellos conoce el defecto que tiene en el pie.
-¿Uno de ellos? -repitió Amelius-. Pues ¿cuántos son?
-Dos. La mujer, que es bastante vieja, y un hombre joven.
-¿Cómo se llaman?
-Todavía no han querido decírmelo.
-¿Y no le parece un tanto sospechoso?
-Uno de ellos está al tanto -reiteró la señora Farnaby- del defecto que tiene en el pie.
-¿Me permite preguntarle cuál de los dos lo sabe? Supongo que será la vieja...
-Pues no. Es el joven.
-Qué raro, ¿no le parece? ¿Ha visto usted al joven?
-No sé nada de él, salvo lo poco que me contó la vieja. Pero me ha escrito una carta.
-¿Puedo echarle un vistazo?
-¡Ni se le ocurra!
Amelius no dijo nada más. Si hubiera sentido la más leve sospecha de que la revelación que voluntariamente le había hecho la señora Farnaby durante su primer encuentro fue escuchada por la persona desconocida que había abierto la ventana batiente de la cocina, tal vez habría recordado asimismo el lenguaje vindicativo que empleó Phoebe al visitarlo en su alojamiento, así como las dudas que le hizo sentir el descubrimiento de aquel vagabundo que la esperaba en la calle. Tal como fueron las cosas, se quedó lisa y llanamente desconcertado. La única conclusión inapelable y sencilla que le vino a las mientes fue, por desgracia, la natural conclusión que siguió a lo que acababa de saber, esto es, que la señora Farnaby no tenía el más mínimo interés por su descubrimiento de Sally la Simple, y que por tanto no tenía ninguna necesidad de molestarse por ese asunto. Por extraña que pareciera la revelación de la señora Farnaby, el conocimiento que acerca del defecto del pie de la muchacha tenía la persona que se hubiera puesto en contacto con ella constituía una circunstancia muy a su favor, sobre la cual no cabía discusión alguna. Con todo y con eso. Amelius seguía preguntándose en su fuero interno cómo era posible que la mujer que se había hecho cargo de la recién nacida no llegara a descubrir lo que al parecer conocía perfectamente otra persona. De haber sabido que la ocupación de la señora Sowler por aquel entonces era la de ama de cría de toda clase de niños, y de haber deducido que por aquel entonces tenía abundantes niños abandonados a su cargo, habría comprendido con toda facilidad que era la última persona del mundo que se habría tomado la molestia de examinar minuciosamente a las infortunadas criaturas que eran abandonadas a merced de su cuidado negligente y alcoholizado. Antes de confiarle sus instrucciones, Jervy quedó satisfecho al comprobar que la mujer no tenía ni la más remota idea de que uno u otro pie de la niña presentara el más mínimo defecto.
Al interpretar la última respuesta de la señora Farnaby en el sentido de que su entrevista tocaba a su fin, Amelius tomó el sombrero para marcharse.
-Espero de todo corazón -dijo- que lo que tan bien ha empezado termine igual de bien. Si hay algo que pueda hacer por usted...
Ella se acercó más a él y, con amabilidad, le puso la mano en el hombro.
-No vaya a pensar que no me fío de usted -dijo con gran entrega-. No tengo el menor deseo de sorprenderlo, eso es todo. Incluso un alborozo tan grande como el que yo siento tiene su lado oscuro; mi desdichada vida conyugal proyecta una sombra sobre todo aquello que me sucede. Mantenga en secreto lo poco que le he contado, y que no lo sepa nadie: me llevaría usted a la ruina si dijera una sola palabra a cualquier ser vivo. No debería haberle abierto las puertas de mi corazón, pero ¿cómo iba yo a evitarlo si la felicidad que viene hacia mí ha llegado a través de usted? Cuando hoy se despida de mí, Amelius, me dirá adiós por última vez en esta casa, pues me dispongo a marchar de aquí. No me pregunte por qué; ésa es otra de las cosas que ni se me pasa por la cabeza decirle. Tendrá noticias mías, o si acaso nos veremos; eso se lo prometo. Deme una dirección a la que pueda escribirle, algún lugar donde no haya mujeres curiosas que puedan abrir mi carta durante su ausencia.
Le entregó su agenda de bolsillo. Amelius anotó la dirección de su club.
Ella le dio la mano.
-Recuérdeme con afecto -dijo-. Una vez más, no tema que sea yo víctima de un engaño. Todavía queda en mi interior un ser endurecido que jamás baja la guardia. Esta misma mañana, la vieja trató de hacerme hablar acerca de esa pequeña falla que los dos sabemos, la que tiene mi hija en el pie. «Si se hubiera interesado usted como es debido por mi pobre hija, al menos mientras estuvo a su cuidado», le dije, «tarde o temprano lo habría descubierto». Ni una palabra salió de mis labios. No se preocupe por nada mientras piense en mí. Soy tan astuta como ellos, si no más; me he propuesto averiguar, de la manera que sea, cómo descubrió lo que sabe el hombre que me escribió esa misiva. Y ha de satisfacerme, eso se lo prometo, cuando lo vea o cuando tenga noticias suyas. Que todo esto quede estrictamente entre nosotros, que sea sagrado nuestro secreto. No diga nada; sé que puedo confiar en usted. Adiós, y perdóneme por haberme entrometido tantas veces entre Regina y usted. Ya no volveré a hacerlo. Si de veras piensa que es una mujer que le conviene, cásese con ella. Ya no me interesa que sea usted un soltero libre de ir y venir por el mundo a sus anchas, conociendo a infinidad de muchachas por todas partes. Sabrá cómo son las cosas. ¡Ay, qué contenta estoy!
Se echó a llorar e hizo una señal a Amelius, rogándole que la dejara a solas.
Él apretó su mano en silencio y salió.
Nada más cerrar la puerta, la voluble mujer cambió de opinión una vez más. Pasó un rato yendo de acá para allá y hablando a solas. Dejó de llorar casi en el acto. Cerró los labios con firmeza; afloró a sus ojos una expresión de salvaje resolución. Tomó asiento ante su escritorio y lo abrió. «Volveré a leerla por última vez -se dijo-, antes de cerrarla».
Tomó del escritorio una carta de su puño y letra y la desdobló. Con los codos sobre la mesa y los dedos enmarañados en el cabello, leyó estas líneas que antes había dirigido a su marido:
JOHN FARNABY:
Siempre he sospechado que tuviste algo que ver en la desaparición de nuestra hija. Ahora sé con certeza que abandonaste a propósito a tu hija y la dejaste a merced del mundo, y que así condenaste a tu esposa a vivir para siempre en la desdicha.
No supongas que me he dejado engañar. He conversado con la mujer que te estuvo esperando ante la verja del jardín de Ramsgate, y que de hecho se llevó a la niña de tus propias manos. Ella te vio a mi lado durante la conferencia, y tiene la absoluta seguridad de que eres tú.
Gracias a esa coincidencia en la sala de conferencias, por fin estoy sobre la pista de mi hija hace tanto tiempo perdida. Esta mañana supe toda la historia de labios de esa mujer Mantuvo a la niña, por si acaso le fuese reclamada, hasta que ya no pudo permitírselo. Se encontró entonces a una persona que estaba dispuesta a adoptarla y que se la llevó a un país extranjero, todavía desconozco a cuál. En ese país sigue viviendo mi hija, que me será devuelta de acuerdo con una serie de condiciones que me han de ser comunicadas dentro de unos días.
Parte de todo esto será cierto, y otra parte será falso; tal vez esa mujer mienta para salvaguardar sus intereses frente a mí. De una cosa sí estoy segura: mi niña ha sido identificada por medios que yo conozco y que no admiten ninguna duda. Y ha de estar viva todavía, ya que los intereses de las personas que tratan conmigo son coincidentes con su vida misma.
Cuando recibas esta carta al regresar esta noche de tus negocios te habré abandonado. Te habré abandonado para siempre. Sólo de pensar siquiera en volver a mirarte a la cara me inunda el terror. Dispongo de mis propios ingresos, como bien sabes, y me he propuesto salirme con la mía. Por tu propio bien te advierto que no hagas ningún esfuerzo por localizarme. Declaro con toda solemnidad que antes de permitir que tu hija abandonada quede contaminada sólo por el hecho de verte, preferiría matarte con mis propias manos aunque haya de morir después en la horca. Si alguna vez me pregunta ella por su padre, pienso hacerte un favor en honor de la naturaleza humana, le diré que su padre ha muerto. Y no será una mentira, pues yo te repudio a ti y a tu nombre, y para mí estás muerto desde ahora en adelante.
Firmo con el apellido que me dio mi padre,
EMMA RONALD
Ella misma había dicho que no tenía el menor deseo de sorprender a Amelius, y ésta era la razón.
Luego de pararse a pensar un poco, lacró la carta y escribió la dirección. Hecho esto, abrió el armado de madera de roble donde antes guardaba la mantilla y la cofia de bebé junto con otros recuerdos del pasado, los que ella había llamado «consuelos inútiles». Tras asegurarse de que el armario estaba vacío, anotó en una tarjeta la inscripción «Para que venga a recogerlo un recadero de parte de mi banco», y la adhirió a una caja de latón que había en una esquina, una caja cerrada con candado. Sacó la caja del fondo del armario y la dejó a la vista, de modo que se viese nada más entrar en la habitación. Una vez dispuesto lo relativo a la pequeña caja fuerte que contenía sus tesoros, tomó la carta ya lacrada y, subiendo las escaleras, la dejó sobre la mesa del vestidor de su marido. Salió deprisa, en un instante, como si ese lugar le resultase insufrible.
Tras llegar al otro extremo del pasillo, entró en su propio dormitorio y se puso una cofia y una capa. Sobre la cama le esperaba un bolso de cuero. Lo tomó y contempló el amplio y lujoso dormitorio con un estremecimiento de desagrado. Lo que había tenido que sufrir dentro de esas cuatro paredes no lo sabía ningún ser humano salvo ella misma. Salió corriendo, igual que había salido del dormitorio de su marido.
Su sobrina estaba todavía en la sala de estar. Cuando ya estaba ante la puerta, vaciló y se detuvo. La muchacha en el fondo no era mala, sino muy al contrario, aunque fuese, a su manera, plácida y tediosa. Tal vez una última muestra de amabilidad con ella sería buena cosa para dejársela de recuerdo. Abrió la puerta tan repentinamente que Regina se sobresaltó y emitió un gritito de alarma.
-¡Ay, tía! ¡Qué susto me has dado! ¿Vas a salir?
-Sí, voy a salir -ésa fue toda su respuesta-. Ven, dame un beso.
Regina la miró con los ojos como platos.
La señora Farnaby dio un pisotón de impaciencia. Regina se puso en pie, tan graciosa como perpleja.
-Mi querida tía, ¡qué rarezas tienes! -dijo, y le dio el beso que le pedía con una serena aunque sorprendida elevación de sus finas cejas.
-Sí -dijo la señora Farnaby-. Ésta es una de mis... rarezas, como tú dices. Anda, vuelve a tu labor. Adiós.
Salió de la estancia tan bruscamente como había entrado. Con paso firme y pesado bajó al vestíbulo, salió a la calle y cerró la puerta para nunca más volver.
Capítulo 6
Amelius dejó a la señora Farnaby bastante alterado por las emociones, confuso y alarmado, pues era el último hombre capaz de soportarlas con paciencia. El extraordinario relato de la mujer acerca de la hija por fin encontrada, la afirmación todavía más pasmosa que hizo al comunicarle su resolución de abandonar el hogar conyugal, la ausencia de cualquier explicación, el peso del secreto que le había impuesto, se combinaron para causar una gran irritación en su muy sensible sistema nervioso. «Detesto los misterios -pensó-, y desde que arribé a Inglaterra parezco estar destinado a verme envuelto en ellos. ¿De veras se propone abandonar a su esposo y a su sobrina? ¿Qué hará Farnaby? ¿Qué será de Regina?»
Pensar en Regina fue como pensar en la nueva repulsa de la que había sido objeto. Aunque apeló una vez más al amor que ella pudiera tenerle, una vez más se había negado ella a contraer matrimonio cuando él se lo propuso.
Estaba particularmente perplejo y enojado cuando reflexionaba sobre la influencia, de una incontestable intensidad, que parecía ejercer su tío sobre ella. Regina había puesto toda su simpatía de parte del señor Farnaby y sus problemas. Amelius sin duda la habría entendido algo mejor si ella le hubiera relatado lo que sucedió entre su tío y ella misma la noche en que el señor Farnaby regresó indignado de la conferencia. Aterrada ante la idea de que se pudiera romper el compromiso, se vio forzada a confesar que tenía tanto cariño a Amelius que no podría de ningún modo despedirse de él. Reconoció no obstante que, si decidiera realizar una segunda exposición en público de los principios del socialismo, sería imposible volver a recibirlo en el domicilio familiar en calidad de pretendiente. Sin embargo, suplicó a su tío casi de rodillas que le perdonase aquella primera ofensa, y se lo pidió en aras de su propio sosiego, no como gesto de compasión hacia Amelius. El señor Farnaby, que ya estaba preocupado por sus trastornos financieros, la escuchó con más afecto, pero también con menos atención que de costumbre. Decidieron entre los dos correr un tupido velo sobre la ofensa que había supuesto la conferencia, que habría de quedar oculta por un discreto silencio. La gratitud de Regina por esta concesión inspiró la enorme simpatía que sentía por su tío, sobre todo teniendo en cuenta su actual estado de incertidumbre. Se vio amargamente tentada de contar lo ocurrido a Amelius, pero la natural reserva de su carácter, fortificada en este caso por ese orgullo que le hizo ponerse a la defensiva, y que hace que una mujer nunca esté deseosa, antes del matrimonio, de confesar su debilidad sin reservas al hombre que en el fondo la ha causado, terminó por sellar sus labios. «Cuando esté menos violento y se haya vuelto más humilde -pensó-, tal vez se lo cuente.»
Así las cosas, cuando Amelius emprendió su camino por las calles era un hombre desconcertado y enojado.
Al llegar a su hotel, se detuvo sin llegar a traspasar la puerta y miró en derredor.
Le resultaba imposible disimular que le acechaba una sensación de pesar, casi de arrepentimiento, en su momentáneo estado de ánimo cada vez que pensaba en Sally la Simple. Con toda probabilidad habría discutido e incluso se habría peleado con cualquier hombre que le acusara de lamentar en efecto la ausencia de la muchacha, máxime si le echase en cara su deseo de que volviera a su lado. Por azar recordó aquellos ojos azules y sinceros, su mirada ausente, llena de paciencia, y sus caprichosas preguntas infantiles, formuladas de forma tan abierta y con una voz tan dulce. Eso fue todo. ¿Acaso existe algo punible, por Dios, en un mero acto de remembranza? Consolándose gracias a esas consideraciones, volvió a dar unos pasos y de nuevo se detuvo. De acuerdo con el humor del que estaba, prefirió no toparse con Rufus. El americano era capaz de leer en su interior como si fuera un libro abierto; sin duda le haría molestas e irritantes preguntas. Dio la espalda al hotel y miró el reloj. En el momento en que lo sacaba tocó con el dedo algo que llevaba en el bolsillo del chaleco. Era la tarjeta que le había dado Regina, la tarjeta donde figuraba la dirección de la casa que estaba en venta o alquiler. No tenía nada mejor que hacer, ningún sitio al que ir. ¿Por qué no acercarse a echar un vistazo? Si resultara que no valía la pena, los jardines Zoológicos estaban allí cerca, y en la vida de un hombre hay ocasiones en que la compañía de los que caminan sobre cuatro patas se le puede antojar más acogedora que la sociedad de quienes caminan sobre dos.
Hacía un día espléndido, así que enfiló sus pasos hacia el norte, camino de Regent's Park.
La casita estaba en un camino poco transitado, muy cerca del parque. Era una casa de campo en todos los sentidos: un saloncito, una biblioteca y un dormitorio, todo ello de reducidas proporciones; en la planta baja, una cocina y otras dos habitaciones más. Así quedaba plasmada la pequeñez de la residencia en sus proporciones exactas. Era sencilla y estaba amueblada con gusto; la rodeaba por completo un terrenito cultivable. La biblioteca en particular era un espléndido lugar de retiro que daba a la parte trasera del jardín: era apacible, quedaba en sombra, estaba adornada por anaqueles de madera de roble.
Amelius apenas tuvo tiempo de mirar detenidamente la estancia cuando su inflamable imaginación se incendió por efecto de una nueva idea. Otros hombres poco dados a la actividad habían encontrado el solaz y la ocupación idónea de sus vidas en los libros. ¿Por qué no había de ser él uno más entre ellos? ¿Y si se entregase al estudio en ese delicioso lugar de retiro y tal vez un buen día asombrase a Regina y al señor Farnaby presentándose ante el mundo entero en calidad de autor de un libro famoso? Exactamente igual que dos días antes se viera en el futuro como conferenciante de éxito, capaz de ganar jugosas sumas mediante sus apariciones en público, en ese momento se vio como un célebre erudito, como el autor revelación de una nueva época todavía por venir. La mujer que le enseñó la casita le señaló que esa misma mañana la había visitado un caballero a quien pareció gustarle. Amelius le dio un chelín en el acto y le dijo que «me la quedo ahora mismo». La mujer, asombrada, le indicó la dirección del agente de la propiedad inmobiliaria, y se mantuvo a una distancia prudencial del desconocido cuando éste, tan alborotado, salió a la calle. En menos de una hora, Amelius había alquilado la casita y había regresado a su hotel con un nuevo interés en su vida, con una nueva sorpresa para Rufus.
Como de costumbre en cualquier caso de emergencia, el americano no perdió el tiempo en hablar. Salió de inmediato para ir a ver la casa y para hacer una serie de preguntas al agente. El resultado demostró ampliamente que a Amelius no le habían engañado. De hecho, si se arrepentía del trato que habían cerrado, el caballero que había visto la casa antes que él estaba dispuesto a quitársela de las manos en el acto.
Al volver al hotel, Rufus encontró a Amelius resuelto a mudarse a su nueva vivienda y deseoso de dedicarse a una vida retirada, entregada al estudio. Perfectamente sabedor del modo en que terminaría ese proyecto, el americano probó la eficacia de una pequeña tentación mundana. Había pensado, según dijo, «pasar unos agradables días en París»; propuso a Amelius que fuera su acompañante en ese viaje sin duda apetecible. Su insinuación no surtió el menor efecto. Amelius le habló como si ya fuera un recluso y estuviera en el declive de su vida. «Muchas gracias -repuso con una gravedad asombrosa-, pero prefiero la compañía de mis libros y el encierro de mi estudio». A esta declaración siguió la venta de otro puñado de acciones de bolsa, así como una visita a un librero que dejó un bonito resultado pecuniario inscrito en la columna de la derecha de su libro de asiento.
Al día siguiente, Amelius se presentó hacia las dos de la tarde en la residencia del señor Farnaby. No era tan egoísta ni estaba tan absorto en sus proyectos como para olvidarse de la señora Farnaby. Al contrario, estaba sinceramente deseoso de tener noticias suyas.
En estas páginas ya se ha hecho referencia a cierto hombre de negocios, de mediana edad, que era uno de los admiradores de Regina y que de hecho se rindió con resignación y paciencia ante el triunfo de su favorecido y joven rival. Este caballero salió en ese momento de un carruaje con la cajita de las tarjetas de visita preparada ya en la mano. Se encontró a Amelius en la puerta de la casa; en su rostro se notaba a las claras que había ocurrido una catástrofe.
-Sin duda habrá sabido usted la triste noticia, ¿no? -dijo con una meliflua voz de barítono debidamente afinada para transmitir su tristeza. El criado abrió la puerta antes de que Amelius pudiera decir nada. Tras una competición de cortesías, el caballero de mediana edad accedió a ser el primero que hiciera las preguntas que había ido a hacer- ¿Cómo está el señor Farnaby? ¿No ha mejorado? ¿Y la señorita Regina? ¿Muy mal? ¡Oh! ¡Ay, ay, ay! Dígales que he venido a visitarles, si no le importa. -Le hizo entrega de dos tarjetas con severo disfrute de la tristeza que empañaba la ocasión, así como de su voz de barítono-. Qué triste, ¿no le parece? -añadió dirigiéndose a su joven rival con aire de paternal indulgencia-. Que tenga usted un buen día.
Amelius miró el carruaje del próspero comerciante, que los inquietos caballos se llevaban a buena marcha. «A fin de cuentas -pensó con amargura-, tal vez fuese más feliz con ese mojigato tan adinerado que conmigo». Entró en el vestíbulo y se dirigió al criado; éste ya tenía lista la respuesta. La señorita Regina estaba dispuesta a recibir al señor Goldenheart si éste tenía la bondad de esperarla en el comedor.
Apareció Regina pálida, con cara de susto y los ojos inflamados de tanto llorar.
-¡Ay, Amelius! ¿Sabes tú decirme qué significa este terrible infortunio? ¿Por qué nos ha abandonado? Cuando ayer mandó llamarte, ¿qué fue lo que te dijo?
En la situación en que se hallaba, Amelius sólo pudo dar una respuesta.
-Tu tía me dijo que estaba pensando en marcharse. Sin embargo -añadió sin faltar en modo alguno a la verdad-, se negó a decirme por qué se iba y adónde se iba. Estoy tan desconcertado como tú. ¿Qué es lo que propone hacer tu tío?
El comportamiento del señor Farnaby, tal como lo describió Regina, sólo hizo más impenetrable el misterio: no se proponía hacer nada.
Lo habían encontrado tendido sobre la alfombra de su vestidor, frente a la chimenea; al parecer, había sufrido un ataque cuando estaba quemando algunos papeles. Las cenizas aparecieron a su lado, dentro de la guarda de la chimenea. Al recobrarse, su primera preocupación no fue otra que la de saber si la carta se había quemado del todo. Cuando quedó satisfecho sobre esta cuestión, ordenó a los criados que se reuniesen en torno a la cama y en tono perentorio les prohibió que abriesen la puerta a la señora en el supuesto de que ésta volviera a la casa en el futuro. A todas las preguntas y quejas de Regina, cuando por fin se pudo quedar a solas con él, respondió en estos términos despiadados: «Si de veras deseas merecer el interés paternal que me tomo por ti, haz lo mismo que yo: olvida que llegó a existir alguna vez una persona como tu tía. Si llegas a mencionar su nombre en mi presencia, te aseguro que tendremos una agria discusión». Dicho esto, inmediatamente cambió de conversación; indicó a Regina que escribiese una nota de disculpa al señor Melton (el rival de mediana edad), con el cual tenía el compromiso de cenar esa misma noche. Al relatar este incidente, la gratitud de Regina, tan pronta a desbordarse como siempre, no dejó de fluir hacia el caballero en cuestión. «¡Fue tan amable ...l Dejó a todos sus invitados y vino a pasar casi una hora acompañando a mi tío». Amelius no hizo el menor comentario al respecto, pues deseaba centrar la conversación sobre la señora Farnaby.
-Una vez me habló de sus abogados -dijo-. ¿Tampoco ellos tienen noticias?
La respuesta a esta pregunta demostró que la severa y última decisión del señor Farnaby tenía su parangón en la resolución tomada por parte de su esposa.
Uno de los socios del bufete había ido de visita esa misma mañana para ver a Regina por un asunto de negocios. La señora Farnaby se había presentado en el bufete el día anterior y había manifestado sucintamente su deseo de estipular una pequeña provisión anual para su sobrina en caso de futura necesidad. Tras declinar la invitación a entrar en las debidas explicaciones, esperó hasta que estuvo redactado el documento necesario; requirió que Regina fuera informada de esa novedad y se marchó después en completo silencio. Al tener conocimiento de que había abandonado a su esposo, el abogado, como todos los demás, se encontró sin la menor explicación posible.
-¿Y qué ha dicho el médico? -preguntó Amelius después.
-Mi tío ha de guardar reposo absoluto -respondió Regina-. No debe dedicarse a sus negocios al menos durante una temporada. El señor Melton, con su amabilidad de costumbre, se ha ofrecido a cuidar de sus asuntos. De lo contrario, en su actual estado de preocupación por todo lo del banco, mi tío nunca hubiera accedido a cumplir las órdenes del médico. Cuando pueda viajar sin correr ningún riesgo, se le ha recomendado que se vaya al extranjero a pasar el invierno, a reponerse en un clima menos duro que éste. Se niega a abandonar sus negocios; el médico se niega a asumir en tal caso la responsabilidad. Mañana habrá una consulta con otros especialistas. ¡Amelius! ¡Cuánto quería a mi tía! ¡Tengo el corazón hecho pedazos por este cambio tan terrible!
Se hizo un silencio momentáneo. De haber estado presente el señor Melton, sin duda habría expresado su simpatía con la oportuna nitidez que requería el caso. Del arte del consuelo por medio de la conversación, Amelius sabía poco más que un salvaje. En Tadmor se había familiarizado con las cuestiones políticas y sociales del momento, y había aprendido a hablar en público, pero en Tadmor, por muchos libros y periódicos que hubiera, nadie habría aprendido jamás el arte de las conversaciones banales.
-Supongamos que el señor Farnaby se viera obligado a viajar al extranjero -insinuó tras esperar un poco-. Tú... ¿qué harías?
Regina lo miró con un aire de tristeza, sorprendida.
-Cumplir con mi deber, por supuesto -respondió con gran seriedad-. Si él lo desea, acompañaré a mi querido tío. -Miró el reloj de la repisa de la chimenea-. Es hora de que tome su medicina -dijo-. Seguro que me sabrás disculpar. -Le estrechó la mano sin demasiada pasión y salió de la estancia a toda prisa.
Amelius se marchó de la casa con una convicción que lo desazonó en lo más profundo: la convicción de que jamás había entendido a Regina, y de que probablemente nunca llegaría a entenderla. Para consolarse, recurrió a la consideración de la extraña conducta del señor Farnaby, teniendo en cuenta el desastre doméstico que le había sobrevenido.
Al recordar lo que había observado por sí mismo y lo que había sabido gracias a la señora Farnaby cuando ella se confió a su discreción, dedujo que el asunto de la hija perdida no sólo tuvo que haber supuesto un motivo de alejamiento entre los cónyuges, sino que el marido también era, en cierto modo, la persona a la que cabía culpar de tan penoso incidente. Asumiendo que su teoría fuese la acertada, sin duda surgirían grandes obstáculos a la hora de que se reuniesen madre e hija en casa de la madre. Que la señora Farnaby se hubiese marchado, en tal supuesto, había dejado de ser algo incomprensible; la conducta del señor Farnaby, en apariencia inexplicable, quedaba iluminada gracias a ese motivo, que sin duda y de manera natural influiría en un hombre de corazón endurecido, harto sin duda de su esposa y de los problemas de su esposa. Tras llegar a esa conclusión por un camino mucho más corto y menos tortuoso que el que aquí se indica, Amelius decidió no dar más vueltas al asunto. En la ocasión en que hizo su primera visita a casa de los Farnaby, Rufus le aconsejó que no estrechara el trato con ellos mientras todavía tuviera ocasión de suspenderlo. En su estado de ánimo, a punto estuvo de reconocer que Rufus tuvo en su día toda la razón.
Almorzó en el hotel con su amigo americano. Antes de terminar el almuerzo llegó la señora Payson para decirles unas palabras de ánimo acerca de Sally.
Era innegable que la muchacha seguía siendo muy callada, muy reservada. En todos los demás aspectos, el informe de la buena mujer era altamente favorable. Era obediente a las reglas de la casa; en todo momento estaba lista a prestar a sus compañeras todos los servicios que pudiera; se la veía tan deseosa de mejorar en sus lecciones de lectura y de escritura que no era fácil convencerla para que dejara reposar a su debido tiempo tanto la cartilla como el cuaderno de caligrafía. Cuando la profesora le ofrecía una pequeña recompensa por su buen comportamiento, cuando le preguntaba qué le gustaría, su carita triste se iluminaba y la respuesta de la fiel criatura era invariablemente la misma. «Me gustaría saber qué está haciendo él ahora». (¡Pobre Sally! Con «él» se refería a Amelius.)
-Ha de aguardar usted un poco hasta que llegue el momento de escribirle -concluyó la señora Payson-. Y no es conveniente que piense en verla al menos durante una larga temporada. Sé que nos ayudará dando su consentimiento. Es por el bien de Sally.
Amelius inclinó la cabeza en silencio. En ese momento no hubiera podido confesar lo que sentía a nadie en el mundo; es dudoso incluso que llegara a confesarlo ante sí mismo. La señora Payson, observándolo con su atenta simpatía de mujer, decidió hacer una excepción.
-Podría hacerle llegar un mensaje -sugirió la buena señora-, para decirle tan sólo que se alegra de saber que se está comportando tan bien y que está haciendo grandes progresos.
-¿Podría darle esto? -preguntó Amelius.
Sacó del bolsillo una pequeña fotografía de la casita; la había visto sobre la mesa del agente y se la había quedado con su permiso.
-Ahora, ésta es mi casa -le explicó, aunque a punto estuvo de quebrársele la voz-. Ahí es donde voy a vivir. Tal vez a Sally le agrade verla.
-La verá, descuide -accedió la señora Payson-, si me permite que retire esto otro. -Señaló la dirección de la casa. que estaba impresa debajo de la fotografía. Por sus experiencias en el hogar, no estaba dispuesta a confiar a Sally una dirección de Londres en la que pudiera encontrar a Amelius.
Rufus sacó de algún bolsillo una enorme y compleja navaja, de cuyas profundidades brotaron unas tijeras al accionar un botón. La señora Payson cortó la dirección y guardó la fotografía en su agenda.
-Ahora -dijo-, Sally estará contenta sin que sufra el menor daño.
-Señora, la conozco a usted desde hace veinte años -comentó Rufus-. Le aseguro que es la primera observación precipitada que oigo de sus labios.
LIBRO SÉPTIMO
Se desvanecen las esperanzas
Capítulo 1
Dos días después, Amelius se instaló en su casa de campo. Se había provisto de un nuevo criado con la misma facilidad con que encontró un nuevo alojamiento. Un camarero extranjero del hotel, un francés de cabellos grises, de la vieja escuela -tenía fama de ser el sirviente con peor humor de todo el establecimiento-, se dejó persuadir por la manera de congeniar que tenía Amelius, y lo hizo con la presteza y la receptividad propias de su nacionalidad. Se encontró con un joven inglés que le interpeló con la sencillez de trato y la placidez con la que se hubiera dirigido a un amigo; un inglés que le oyó relatar las pequeñas ofensas de que había sido víctima y que no se aprovechó de las circunstancias para ponerlo en ridículo, y que le dijo «Espero que no le importe si le llamo por su apodo» cuando él se aventuró a decirle que se llamaba Théophile y que los ingleses con los que había compartido el trabajo habían cambiado con mala idea su nombre de pila, abreviándolo mediante un despectivo Toff que se acomodaba mejor a sus preferencias isleñas.
-Por primera vez, señor -respondió al punto el francés, me resulta un gran honor ser Toff cuando usted se dirija a mí.
Luego de preguntar a todas las personas con que se encontró si no podrían recomendarle a un criado, Amelius interrogó a Toff cuando éste llegó una mañana a traerle el agua caliente a la habitación. El viejo francés hizo una respetuosa reverencia con la que quiso manifestar su devoción.
-Sólo sé de un hombre, señor, al que podría recomendar con todas las garantías -respondió-. Lléveme a mí como criado.
Amelius quedó encantado; sólo quiso poner una objeción:
-No deseo mantener a dos criados -dijo mientras Toff le ayudaba a ponerse el batín.
-¿Y por qué iba a mantener a dos criados, señor? -preguntó el francés.
-No puedo exigirle que haga usted las camas.
-¿Por qué no? -dijo Toff, y acto seguido hizo la cama a la perfección y en menos de cinco minutos. Salió corriendo de la habitación y volvió de inmediato con una escoba.
-Juzgue por sí mismo, señor: ¿no le parece que sé cómo se barre una alfombra? -Arrimó una silla para que Amelius tomara asiento-. Permítame ahorrarle las molestias del afeitado. ¿Le satisface? Muy bien. Asimismo, soy capaz de cortarle el pelo e incluso de cuidar de sus juanetes, si es que padece usted, señor, de semejante inconveniencia. ¿Me permite proponerle algo que todavía no ha probado a la hora del desayuno?
Al cabo de otra media hora le sirvió el nuevo plato.
-Oeufs à la tripe. Una muestra muy elemental, señor, de lo que puedo prepararle en calidad de cocinero. Le ruego que lo pruebe. -Amelius se zampó el plato en un santiamén; Toff se encargó de expresar la moraleja, eligiendo con nitidez sus palabras-: Muy agradecido, señor, por tan gratificante muestra de su aprobación. Permítame darle otra prueba de mis pobres facultades y así habré concluido. Cabe la remota posibilidad, Dios no lo quiera, de que caiga usted enfermo. Hónreme con la lectura de este documento, por favor.
Entregó a Amelius un escrito fechado en París algunos años atrás y firmado por un hombre de pro que lo hizo en inglés: «Doy testimonio, con gratitud y gran placer, de que Théophile Leblond se ha hecho cargo de mí y me ha cuidado a plena satisfacción durante una prolongada enfermedad, y aseguro que lo hizo con una inteligencia y una dedicación que no podría ensalzar en exceso».
-Ojalá no tenga que contratarme nunca, señor, debido a esta facultad -dijo Toff-. Ya sólo me resta añadir que no soy tan viejo como puede parecer, y que mis opiniones políticas han cambiado, a medida que he ido madurando, desde el republicanismo más rojo hacia un liberalismo moderado. También le confieso, en caso de que sea necesario, que todavía conservo una ferviente admiración por las personas del bello sexo. -Se puso la mano en el corazón y esperó a ser contratado.
De ese modo, las personas que habitaban en la casa de campo quedaron modestamente restringidas a Amelius y a Toff.
Rufus permaneció una semana más en Londres para ser testigo del nuevo experimento. Con esmero, hizo las inquisiciones pertinentes sobre el carácter del francés y descubrió que todas las quejas suscitadas por su temperamento en realidad no pasaban de ser sino ésta: «Que se da ciertos aires de caballero y que no es capaz de comprender un chiste ni de aceptar una broma». En lo tocante a su honradez y sobriedad, el testimonio del dueño del hotel dejó a Rufus plenamente satisfecho. Con gran sorpresa por su parte. Amelius no mostró la menor inclinación a sentirse cansado por su vida apacible y recoleta, ni tampoco a refugiarse en peligrosas diversiones frente al tedio que pudiera producirle la sobria compañía de los libros. Mantuvo con regularidad sus visitas a la casa del señor Farnaby, dio largos paseos a solas, no mencionó jamás el nombre de Sally, perdió todo interés por acudir al teatro y jamás se dejó ver por la sala de fumadores de su club. Algunos hombres, al observar el cambio tan notable que se había producido en su temperamento, por lo demás tan excitable, sin duda lo habrían tomado como buen augurio de cara al futuro. El nativo de Nueva Inglaterra llegó a ver por debajo de la superficie, y no se dejó engañar con tanta facilidad.
«El alma de mi brillante muchacho está en el fondo desanimada, alicaída. -A esa conclusión llegó muy pronto-. Hay en él cierto poso de tinieblas justo donde antes brillaba la luz; peor aún es que se encierre en sí mismo, que se aleje de todos los demás». Tras intentar en vano convencer a Amelius para que le abriese las puertas de su corazón, Rufus por fin emprendió su viaje a París sin sentirse ni mucho menos tranquilo.
El día en que el americano tenía prevista su partida se reanudó el transcurso de los acontecimientos, y la vida antinaturalmente apacible de Amelius comenzó a verse de nuevo perturbada.
Durante una de sus visitas matinales de costumbre al domicilio del señor Farnaby, se encontró la casa en un estado de gran agitación. Se había celebrado un segundo consejo de médicos a resultas de una serie de síntomas tan nuevos como alarmantes que comenzaba anotarse en el paciente. En esta ocasión, los facultativos le dijeron a las claras que estaba a punto de sacrificar la vida a su obstinación, ya que insistía en permanecer en Londres e incluso en volver a sus negocios. Por fortuna, los asuntos del banco se habían beneficiado sobremanera gracias a la poderosa mediación del señor Melton. Debido a la mejora de las perspectivas existentes, el señor Farnaby (a instancias de su sobrina) decidió cumplir los consejos del médico. A la mañana siguiente iba a dar comienzo la primera etapa de su viaje; en aras de su deseo expreso y más sincero, Regina había de acompañarlo.
-Detesto a los desconocidos y a los extranjeros; además, no me agrada estar a solas. Si no vienes conmigo, me quedo donde estoy... y me muero.
En estos términos se expresó el señor Farnaby ante su hija adoptiva, con su voz cortante y el ceño fruncido.
-Me duele, mi querido Amelius, alejarme de ti -le dijo Regina-. Pero date cuenta, ¿qué otra cosa podría hacer? Habría sido sensacional que pudieras venir con nosotros. Le sugerí algo en ese sentido, pero...
Su rostro, abatido, terminó la frase que dejó en suspenso. Amelius pensó que la sola idea de ser compañero de viaje del señor Farnaby era algo que le helaba la sangre en las venas. El señor Farnaby, por su parte, tenía un sentimiento recíproco.
-Te escribiré constantemente, querido -siguió diciendo Regina-. Y tú sin duda me contestarás, ¿verdad que sí? Dime que me amas, y te prometo que mañana por la mañana, antes de partir, bajaré a despedirme de ti.
Lo besó con afecto, y acto seguido comprobó la respuesta de ternura desbordante que vio en Amelius, y lo hizo debido a esa absoluta falta de tacto que (a pesar de la creencia popular en sentido contrario) es mucho más corriente en las mujeres que en los hombres.
-Mi tío es muy especial cuando se trata de hacer su equipaje -dijo-. No hay nadie que le complazca en este aspecto, nadie salvo yo. Debo pedirte permiso para subir corriendo a ocuparme de sus maletas.
Amelius salió a la calle cabizbajo, con los labios apretados. No estaba lejos de casa de la señora Payson. «¿Y si le hiciera una visita? -pensó, aunque su conciencia añadió enseguida-: Así me dará noticias de Sally».
Recibió buenas noticias. La muchacha iba adquiriendo la deseada brillantez mental y física; se encontraba estupendamente, hasta el punto de que, si permaneciera en el hogar por un tiempo, dejaría de ser Sally la Simple. Amelius preguntó si había recibido la fotografía de la casa de campo. La señora Payson se echó a reír.
-Duerme la pobrecita con esa fotografía debajo de la almohada -dijo-, y la contempla unas cincuenta veces al día.
Treinta años antes, con una experiencia infinitamente menor a modo de guía, la valiosa matrona se habría dejado llevar por su instinto y habría dudado a la hora de decir a Amelius tanto acerca de la fotografía. Sin embargo, parte de la sensibilidad más fina de la mujer se despunta con el paso de los años y con la natural acumulación de la sabiduría.
En vez de abundar más sobre los progresos de Sally, y con gran sorpresa por parte de la señora Payson, Amelius adujo una torpe excusa y bruscamente se marchó.
Sintió la necesidad de estar a solas; fue consciente de una vaga desconfianza de sí mismo, si bien esa sensación lo degradó a sus propios ojos. ¿Era acaso, igual que los personajes acerca de los que había leído tanto en los libros, mera víctima de la fatalidad? Una serie de circunstancias apenas perceptibles había conspirado para enaltecer su interés por Sally exactamente en el momento en que Regina había vuelto a desilusionarle. Estaba firmemente convencido, tal como si fuera el más estricto de los moralistas que habitaran en la tierra, de que era un insulto a Regina, y un insulto dirigido asimismo contra su autoestima, poner a la criatura a la que había rescatado del arroyo, siquiera de lejos, a la luz de una remota comparación con la damisela que un día no lejano había de ser su esposa. Sin embargo, por más que se empeñase en expulsarla de sus pensamientos, Sally seguía ocupando ese mismo lugar. Era como si, al parecer, existiera una suerte de depravación innata en su interior. Si en ese momento alguien le hubiera plantado un espejo delante de la cara, habría sentido una gran vergüenza al tener que mirarse a los ojos.
Tras caminar hasta fatigarse, se dirigió a su club.
Al atravesar el vestíbulo, el portero llamó su atención y le entregó una carta. La señora Farnaby había cumplido su promesa y le había escrito. A esas horas del día, la sala de fumadores estaba desierta. A solas, abrió la carta recibida, la contempló un momento, la arrugó con impaciencia y se la guardó en el bolsillo. Ni siquiera la señora Farnaby podría interesarle en un momento tan crítico. Estaba absorto por sus propios asuntos. La única idea que tenía en mente, tras lo que había sabido a propósito de Sally, era la de hacer un último esfuerzo por apresurar la fecha de su matrimonio, de modo que se celebrase antes de que el señor Farnaby se marchara de Inglaterra. «Si al menos pudiera estar seguro de Regina...»
Sus pensamientos no fueron más allá de eso. Recorrió la sala de fumadores de un extremo al otro, ansioso e irritable, insatisfecho consigo mismo, desesperado, sin ninguna con fianza en el futuro. «¡A la fuerza he de intentarlo!», decidió de pronto, y acto seguido se volvió para encontrar una mesa y ponerse a redactar una carta.
La muerte había estado ajetreada con los miembros de su familia durante el largo intervalo que había transcurrido desde que su padre y él se marcharon de Inglaterra. Su pariente más cercano, de los que todavía seguían con vida, era su tío, el hermano menor de su padre; un hombre que ocupaba un puesto de gran importancia en el Ministerio de Asuntos Exteriores. A este caballero decidió escribir su misiva, anunciándole su llegada a Inglaterra y manifestándole sus deseos de encontrar un empleo en alguno de los despachos del gobierno. «Tenga la inmensa bondad de concederme una entrevista -concluyó-. Espero darle cumplida satisfacción y poder demostrarle que no soy indigno de sus amables favores, si es que decide usted hacer uso de su influencia en mi beneficio».
Hizo enviar su carta de inmediato, por medio de un mensajero privado, con la instrucción precisa de que aguardase una respuesta antes de regresar.
No sin un cúmulo de dudas, no sin dolor, había iniciado su comunicación con un hombre cuya aspereza con su padre, aunque era cosa del pasado, a él le resultaba imposible de olvidar. ¿Qué podía esperar en calidad de hijo de su padre? Tal vez el tiempo hubiera predispuesto al hermano menor a expiar su ofensa en memoria del mayor, para lo cual tal vez estuviera dispuesto a acoger de modo favorable la petición de su sobrino.
Las últimas palabras de su padre recomendándole cautela, así como su propia promesa, tan adolescente, asegurándole que no iba a recurrir a sus parientes en Inglaterra, estuvieron vivamente presentes en el ánimo de Amelius mientras aguardaba el regreso del mensajero. Su única justificación posible radicaba en los motivos que lo hablan animado a dar ese paso. Las circunstancias, que su padre jamás pudo prever, lo convirtieron en un acto de deber hacia sí mismo: por eso optó por hacer la prueba, y ver al menos de qué podría servirle el interés de su familia. No podía existir duda de ninguna clase; un hombre como el señor Farnaby cedería a buen seguro si Amelius pudiera anunciarle que contaba con la promesa de un empleo a cargo del gobierno, con la poderosa influencia de un pariente cercano que acelerase su promoción. Permaneció sentado, trazando vagas líneas sobre el papel secante; lo mismo se lamentaba de haber enviado esa carta que se consolaba con la creencia de que, si su padre viviera y pudiera aconsejarle, habría visto con buenos ojos la decisión que acababa de tomar.
Regresó el mensajero con esta sucinta contestación:
«En circunstancias normales, habría hecho uso de toda mi influencia para ayudarle a usted en cualquier rincón del mundo. Ahora bien, habida cuenta que no sólo defiende usted las opiniones políticas más abominables, sino que también tiene la audacia de proclamarlas en público, me asombra la insolencia que demuestra al escribirme. No habrá más comunicaciones entre nosotros. Mientras sea usted un socialista, es usted un perfecto desconocido para mí».
Amelius aceptó este nuevo rechazo con ominosa compostura. Permaneció fumando en calma, con la carta de su tío en la mano.
Entre las diversas, desastrosas consecuencias de su intervención pública, resultó que algunos periódicos habían dado cuenta de su conferencia. Preocupado por sus propias cuitas, Amelius había olvidado ese detalle cuando escribió a su tío. «¡Típico de mí!», se dijo a la vez que arrojaba la carta a la chimenea. Sus últimas esperanzas ascendieron flotando con la nubecilla de humo blanco que formó el papel quemado. Ya no le quedaba por intentar ninguna forma de acortar el plazo de la celebración de la boda. Antes había pedido ayuda al buen amigo del que le habló a Regina. La respuesta a su petición, esta vez muy amable, no fue alentadora:
«Tengo otras ocupaciones más acuciantes de las que debo hacerme cargo. Todo lo que esté en mi mano, no dudes que lo haré. No te desanimes. Sólo te pido que esperes».
Amelius se puso en pie, dispuesto a volver a casa..., y volvió a tomar asiento. Era como si su energía natural le hubiera abandonado. Irse del club le iba a costar un gran esfuerzo. Tomó los periódicos, los arrojó a un lado uno tras otro. Ni uno solo de todos aquellos desafortunados escritores y reporteros podría complacerle en un día tan adverso. Sólo cuando ya estaba a punto de encender su segundo habano se acordó de la carta de la señora Farnaby, que aún no había leído. Para entonces, estaba más que harto de sus propios asuntos, de modo que leyó la carta.
He descubierto que las personas a cuya merced se halla mi felicidad tardan demasiado en llegar a nada y es mucho lo que codician -le escribía la señora Farnaby-, aunque lo poco que puedo persuadirles de que me cuenten es muy favorable a mis esperanzas. Con gran molestia por mi parte, por el momento sólo he podido mantener comunicación personal con esa mujer vieja y tan odiosa. El joven o envía sus mensajes por ella o bien me los hace llegar por correo. Por este último medio me ha descrito con gran exactitud no sólo en cuál de los pies de mi hija existe ese defecto, sino también la situación exacta que ocupa. Ahí, convendrá usted conmigo, radica una prueba indudable de que me está diciendo la verdad, sea quien sea ese caballero.
A pesar de esta circunstancia tranquilizadora, debería sentirme inclinada a sospechar de ciertas cosas: por ejemplo, del talante obstinado que demuestra ese joven al seguir oculto, pero también de su advertencia en privado, según la cual no debo confiar en la mujer que actúa como mensajera suya, de modo que no debo decirle bajo ningún concepto cuál es la información que sus propias cartas me transmiten. Entiendo que debería ser cauta con él en lo tocante al dinero; sin embargo, por la ansiedad que tengo de ver a mi querida hija, estoy dispuesta a darle todo lo que me pida. En esta incertidumbre en la que vivo, me veo sujeta, par extraño que sea, por la propia vieja. Ella me avisa que él es de esa clase de hombres que, tan pronto tenga el dinero, se ha de ahorrar cualquier molestia para ganárselo. Ésa es, según ella, la única garantía que tengo sobre él, y por eso me veo obligada a dominar la ardiente impaciencia que me consume, a dominarla todo lo bien que pueda.
¡No! No debo tratar de describirle cuál es mi estado de ánimo. Cuando le diga que en realidad me atemoriza morir antes de dar a mi dulce chiquilla el primer beso, sin duda me entenderá usted y me habrá de compadecer. Cuando llega la noche, a veces pienso que me volveré loca.
Le envío la dirección en la que me encuentro en la actualidad, con la esperanza de que pueda escribirme y darme ánimos. Por el momento, no debo pedirle que venga a verme. No estoy aun en condiciones de verle; además, de acuerdo con la actual situación de las negociaciones, me obliga la promesa de no abrir la puerta a mis amistades. Y eso es bien fácil de hacer, Amelius, pues no tengo otro amigo que no sea usted.
Trate de sentir cierta compasión por mí, sea usted mi amable muchacho de otras veces. Durante demasiados años, mi corazón no ha tenido nada de qué alimentarse, nada, salvo la esperanza que ahora por fin comienza a verse hecha realidad. No hubo simpatía entre mi marido y yo (al contrario, existió una espantosa enemistad no reconocida, que siempre nos mantuvo alejados); mi padre y mi madre, en sus tiempos, los dos fueron desdichados por mi matrimonio, es preciso decir que con razón; mi única hermana murió sumida en la pobreza... ¡vaya vida para una mujer que no tuvo hijos! En fin, más vale que no demos más vueltas a esas cosas.
Por el momento, adiós, Amelius. Le ruego que no piense que siempre soy una desdichada. Cuando deseo ser, feliz, tan sólo he de mirar al futuro que se avecina.
Se sumó esta melancolía a la depresión que sojuzgaba el espíritu de Amelius, y le inspiró vagos temores por la señora Farnaby. En defensa de sus propios intereses, habría sentido la tentación de consultar con Rufus (sin mencionar nombres) si el americano hubiera estado en Londres. Tal como estaban las cosas, se guardó la carta en el bolsillo con un suspiro. Hasta la misma señora Farnaby disponía de una perspectiva de consuelo que contemplar en sus momentos de tristeza. «¡Todos la tienen -pensó Amelius-, todos menos yo!»
Interrumpió sus reflexiones la aparición de un joven ocioso, miembro del club, al cual conocía de otras ocasiones. El recién llegado comentó que lo encontraba alicaído, y le propuso que cenasen juntos y que se divirtieran a lo largo de la velada en lo que más le apeteciera. Amelius aceptó la propuesta: cualquier hombre que le propiciase un refugio donde guarecerse de sí mismo iba a ser ese día su amigo. Haciendo caso omiso de sus costumbres moderadas, bebió a propósito más que de costumbre. El vino le excitó por el momento, pero luego lo dejó más deprimido que nunca; los entretenimientos de la noche arrojaron idéntico resultado. Regresó a su casa de campo completamente abatido, tanto que lamento el día en que se marcho de Tadmor.
Sin embargo, a la mañana siguiente cumplió con la cita y se despidió de Regina.
El carruaje estaba ante la puerta, seguido de un coche cargado con el equipaje. El mal humor del señor Farnaby encontró su válvula de escape en sus previsiones; dijo que iban a llegar tarde para coger el tren. La aspereza de su voz, alternada con las mansas reconvenciones de Regina, llegó a oídos de Amelius desde el comedor, donde estaban terminando el desayuno.
-No pienso esperar un momento a ese caballerete socialista -anunció el señor Farnaby con su sarcasmo más implacable.
-Querido tío, ¡si todavía disponemos de un cuarto de hora!.
-¡Ni muchísimo menos! Necesitamos tiempo suficiente para el registro del equipaje.
Llego entonces la voz, del criado:
-El señor Goldenheart, señorita.
El señor Farnaby entró en el acto en el hall.
-¡Adiós! -gritó a Amelius por la puerta entreabierta del comedor, y se encaminó directamente al carruaje-. ¡No espero, Regina! -le gritó desde el umbral.
-¡Déjalo marchar solo! -dijo Amelius indignado cuando Regina entraba apresurada en la sala.
-¡Oh, chissst, cariño! ¿Y si te oyera? No ha de pasar una sola semana sin que recibas carta mía. Prométeme que me escribirás, Amelius. ¡Un último beso! ¡Oh, querido mío!
El criado los interrumpió, aunque tuvo la discreción de mantenerse fuera de su vista.
-Le ruego me perdone, señorita; mi señor desea saber si va usted con él o no.
Regina no esperó a oír nada más. Miró a Amelius a modo de despedida, como si con esa mirada él debiera recordarla, y salió corriendo.
La depravación innata que Amelius había descubierto de un tiempo a esta parte en su naturaleza volvió a desatar en su interior los pensamientos prohibidos justo en el momento en que veía partir el carruaje desde la puerta. «¡Si la pobre Sally hubiera estado en su lugar...! -Hizo un esfuerzo con virtuosa resolución y dejó en suspenso la idea-. ¡Qué canalla puede llegar a ser un hombre -reflexionó a modo de penitencia- sin sospecharlo siquiera!»
Descendió las escaleras de la entrada. El discreto criado le deseó buenos días con una muestra de respeto sin duda animada; el hombre estaba encantado de haber perdido de vista a su arisco señor al menos durante unos meses. Amelius se detuvo y se volvió con una sonrisa adusta en los labios. Se hallaba de un humor tan temerario que estaba incluso dispuesto a desviarse de sus pensamientos aunque fuera asombrando a un simple criado.
-Richard -le dijo-, ¿está usted comprometido? ¿Piensa contraer matrimonio?
Richard lo miró boquiabierto ante tan extraña pregunta y reconoció con modestia que se iba a casar con la doncella de los vecinos.
-¿Y será pronto la boda? -preguntó Amelius balanceando el bastón.
-Tan pronto como haya ahorrado algo de dinero, señor.
-¡Maldito dinero! -exclamó Amelius, y golpeó el suelo con la contera del bastón antes de ponerse a caminar, echando un último vistazo a la casa como si detestase el mero hecho de verla. Richard contempló la marcha del joven caballero y meneó la cabeza con un gesto ominoso al cerrar la puerta.
Capítulo 2
Amelius volvió directamente a la casa de campo, con el único y desesperado propósito de recurrir al plan de antaño y enterrarse bajo sus libros. Repasando sus bien provistos anaqueles con una impaciencia indigna de erudito, la Historia de Inglaterra, de Hume, fue el título que por desdicha le llamó la atención. Tomó el primer volumen. En menos de media hora descubrió que Hume nada podría hacer por él. Con sabia inspiración echó mano de esa otra historia más veraz, la que suelen denominar ficción. Los libros de un genio supremo, que descuella entre todos los demás novelistas tal como destaca Shakespeare entre todos los demás dramaturgos, los de Walter Scott, gozaban de un lugar de honor en su biblioteca. En Tadmor, la colección de las novelas de Waverley no estaba completa. Con una suerte envidiable, a Amelius aún le quedaba por leer Rob Roy. Abrió el libro. Pasó el resto del día enamorado de Diana Vernon, y cuando en una o dos ocasiones miró al jardín para dar descanso a sus ojos, vio a Andrew Fairservice ajetreado entre los arriates de las flores.
Cerró la última página de tan noble relato cuando Toff entró a poner el mantel para la cena.
El amo sentado a la mesa y el criado a sus espaldas estaban acostumbrados a charlar durante las colaciones. Amelius hizo todo lo posible para que la conversación se desenvolviera como de costumbre, aunque ya no se encontraba en el delicioso mundo de ilusión cuyas puertas le abrió Scott de par en par. La dura realidad de su vida cotidiana había vuelto a cerrarse ante él. Observándolo con atención, pero sin inmiscuirse, el francés pronto percibió la ausencia del buen humor y del apetito excelente que distinguían a su joven señor en casi todas las ocasiones.
-¿Me permite aventurar un comentario, señor? -preguntó Toff tras una larga pausa en la conversación.
-Desde luego.
-¿Y podría tornarme la licencia de expresar mis sentimientos con entera libertad?
-Por supuesto que sí.
-Mi querido señor, hoy tiene ante sí una cena bien sencilla -comenzó diciendo-. Discúlpeme si soy yo quien canta mis alabanzas; me influye, tal vez me vence el natural orgullo de ser yo quien la ha cocinado. La sopa es una Croûte au pot; la carne, un Tourne-dos à la sauce poivrade; de postre, Pommes au beurre. No puede ser más grata de paladear, si quiere que le diga la verdad; sin embargo, apenas ha probado usted bocado, y también me percato de que su siempre amable conversación decae en un melancólico silencio que me colma de pesar. ¿Es usted quien tiene la culpa? ¡No, señor! La culpa la tiene la vida que usted lleva. Yo diría que lleva una vida monacal; lleva usted la vida de un ermitaño. Incluso le diré, a riesgo de pecar de osadía, que lleva usted la vida que menos conviene a un joven como usted. Perdone la franqueza de mi expresión; en realidad desearía que mi lenguaje fuera de la máxima delicadeza. ¿Me permite usted citarle la letra de una canción? Es una antigua canción francesa, muy antigua, poco menos que olvidada, que se titula «Les Maris Garçons». En esa canción hay dos versos (muy a menudo se los oí entonar a mi buen padre) que, con su permiso, aplicaré a su caso: «Amour, délicatesse, et gaîté; D'un bon Français c'est la devise!». Señor, no cabe duda alguna de que goza usted de delicadeza y de alegría, pero el último de estos dos conceptos, de un tiempo a esta parte, diríase que lo tiene a usted anublado. ¿Y qué es necesario para disipar una nube? L’Amour! El amor, como dicen ustedes en su idioma. ¿Dónde está esa encantadora mujer, el último ornato que falta en esta dulce casa? ¿Por qué sigue siendo invisible? Remedie usted esa desdichada carencia, señor. Vive usted, aquí mismo, en el paraíso de la gran ciudad, en sus aledaños. Si consulto con mi dilatada experiencia, debo rogarle que invite usted a Eva. ¡Ja! Veo que sonríe; regresa a usted la alegría perdida; veo que se siente como yo. ¿Me permite proponerle otra copa de clarete, y la reaparición en la mesa del Tourne-dos à la poivrade?
Era imposible sentirse melancólico en presencia de ese hombre. Amelius dio su visto bueno al regreso del Tourne-dos y probó otra copa de clarete.
-Mi buen amigo -dijo como si hubiera vuelto a él su natural buen humor-, me habla usted de mujeres encantadoras, de su dilatada experiencia. Cuénteme, cuénteme en qué consiste esa experiencia.
Por vez primera, Toff pareció un tanto confuso.
-Me ha honrado usted, señor, llamándome su buen amigo -dijo-. Con esto, estoy seguro de que no me despedirá si me atengo a la verdad de los hechos. ¡No! Me dice el corazón que no he de apelar yo en vano a su indulgencia. Mi querido señor, durante los días de asueto que tiene usted la bondad de concederme, le proporciono personas competentes que se ocupan de la casa durante mi ausencia, ¿no es cieno? Una de tales personas, si mal no recuerdo, era un joven particularmente atractivo. Si no le importa que se lo confiese, es hijo de mi primera esposa, ahora ya un ángel en el cielo. Otra persona que cuidó de la casa, en la siguiente ocasión, fue un muchacho de ojos negros: un prodigio de discreción para la edad que tiene. Es hijo mío y de mi segunda esposa, que ahora también es otro ángel en el ciclo. Discúlpeme, aún no le he dicho nada. Hace ya algunos días, creyó usted oír a un bebé que lloraba en la planta baja. Como un miserable pecador, yo le mentí; le dije que debía de ser el bebé de la casa de los vecinos. Ah, señor: era mi propio hijo, un querubín, habido de mi tercera esposa: un ángel que tengo aún bien cerca, en Edgeware Road, en un pequeño establecimiento de modas y sombreros, que con el tiempo habrá de expandirse hasta ser un gran negocio. Los intervalos transcurridos entre cada uno de mis matrimonios ni siquiera vale la pena que los comente. ¡Caprichos fugaces, señor! ¡Caprichos fugaces! En resumidas cuentas, como dicen ustedes en su idioma, no seré yo quien se resista a los encantos del sexo opuesto. Si muere mi tercer ángel, le aseguro que me arrancaré el cabello, pero a pesar de todo tomaré a un cuarto.
-Tome usted una docena si así lo desea -dijo Amelius-. ¿A qué se debe que me haya mantenido todo esto en secreto?
Toff permaneció cabizbajo.
-Creo que ha sido uno de mis errores de extranjero -murmuró como si quisiera pedir perdón-. Los anuncios para encontrar criado que se ponen en sus periódicos ingleses la verdad es que me aterran. ¿Y cómo se anuncia el criado más capaz, más meritorio, cuando desea encontrar el mejor trabajo? Dice que «no tiene impedimentos». ¡Dios del cielo, qué palabra tan terrible para describir a los pobres, inofensivos niños! Mucho me temía yo, señor, que pusiera usted alguna típica objeción inglesa a mis «impedimentos». Un joven, un chiquillo, un bebé que parece un querubín, por no hablar del sagrado recuerdo de dos mujeres y de la encantadora, ocasional compañía de una tercera, todos ellos inextricablemente envueltos en la vida de un francés tan cariñoso como meritorio. ¿Seguro que hay en ello alguna razón para la duda? Da lo mismo; bendigo a mi buena estrella ahora que sé por qué y me retiro de su presencia. Permítame llamarle la atención sobre ese queso de Roquefort, acompañado de un buen bocado de ensalada de patata para corregir su excesiva fuerza.
Por fin terminó la cena. Amelius de nuevo estuvo a solas. Era una velada apacible. Ni una brizna de viento se agitaba entre los árboles del jardín; ningún vehículo transitaba por la apartada carretera en que se encontraba la casa de campo. De vez en cuando se oía a Toff en la planta de abajo cantando audiblemente en francés con un vozarrón algo quebrado, mientras fregaba los platos y las fuentes y ponía las cosas en orden antes de retirarse a pasar la noche. Amelius contempló los anaqueles... y entendió que, después de Rob Roy, esa noche no iba a leer nada más. Fueron pasando los minutos con cansina lentitud; la terrible depresión que vivió a primera hora del día de nuevo caía con fuerza renovada sobre su ser. ¿De qué modo podría mejor resistirse a esa influencia? Sus saludables hábitos adquiridos en Tadmor, la vida al aire libre, le hicieron pensar en el único remedio que se le ocurrió. Fueran cuales fueren sus problemas, su único método de plantarles cara, en cualquier ocasión, era el sencillo método al cual recurrió. Salió a dar un paseo.
Por espacio de dos horas vagó sin rumbo fijo por el gran suburbio del noroeste de Londres. Tal vez acusara la opresión de la climatología, tal vez no le hubiera sentado bien una cena tan copiosa. En cualquier caso, terminó por hallarse tan completamente fatigado que se vio obligado a detener a un coche de punto para regresar a la casa.
Toff le abrió la puerta, aunque no con su presteza de costumbre. Era tanto el cansancio que embargaba a Amelius que ni siquiera prestó atención a tan insignificante circunstancia. De lo contrario, sin duda habría parado mientes en la extrañeza de la cara con que le miraba el viejo francés. Contempló a su señor cuando éste se quitaba el sombrero y el abrigo con una rarísima expresión, mezcla de interés y de ansiedad, aunque modificada por la sardónica sonrisa con que siempre disimulaba las más serias emociones.
-Una noche pesadísima -dijo Amelius con hastío.
-Sí, señor -se limitó a contestar Toff, siempre deseoso de conversar con él, antes de retirarse a la cocina.
El fuego ardía con brillantez en la chimenea; las cortinas estaban echadas; la lámpara de lectura, con su amplia pantalla verde, estaba sobre la mesa. Ningún hombre encontró jamás una habitación tan acogedora al cabo de una larga caminata. Reclinándose a sus anchas en su sillón, Amelius pensó en llamar al criado para que le sirviera un restaurador brandy con agua. Mientras lo estaba pensando se quedó adormilado; mientras dormía, soñó.
¿Acaso fue un sueño?
Vio sin duda la biblioteca, y no fantásticamente transformada, sino exactamente igual que la estancia en la que de hecho se encontraba. Hasta ese punto lo mismo pudiera haber estado despierto, contemplando los conocidos objetos que le rodeaban. Sin embargo, al cabo de un rato se produjo un acontecimiento que desafió las leyes de la realidad. Sally la Simple, pese a estar a muchas millas de distancia, en el hogar, hizo sin embargo acto de presencia en la biblioteca. Vio que se abrían las cortinas; vio que la muchacha salía entre ellas, la vio detenerse y mirarlo con timidez. Iba ataviada con el sencillo vestido que él mismo le había comprado, y estaba más encantadora que nunca. La belleza que otorga la salud reclamó su parentesco, en su hermosa faz, con la belleza de la juventud; sus mejillas macilentas habían comenzado a rellenarse, sus pálidos labios estaban coloreados por un tono rojo rosáceo y natural. Poco a poco parecieron remitir los primeros temores que tuviera. Sonrió y, con dulzura, atravesó la estancia para colocarse a su lado. Tras mirarlo con una expresión de embeleso, de ternura y deleite, puso ambas manos sobre el brazo del sillón y le habló de aquella manera extraña, comedida, que tan bien recordaba.
-Deseo besarle -le confesó. Se inclinó sobre él y lo besó con la inocente libertad de una niña. Volvió a ponerse en pie y miró alternativamente a Amelius y a la lámpara-. Es mejor la luz del fuego -le dijo.
Las tinieblas se apoderaron de la estancia cuando ella habló; no volvió a verla, no la oyó más. Siguió un intervalo en el que no ocurrió nada, al cual sucedió el olvido del sueño perfecto. Su próxima sensación de conciencia fue la de tener frío. Se estremeció y despertó.
La impresión causada por el sueño seguía íntegra en su ánimo en el momento de despertar. Se sobresaltó al ponerse en pie. ¿Acaso seguía soñando? No, estaba despierto; sin duda. Ciertamente, la estancia se hallaba a oscuras.
Miró y miró en derredor. Fue algo que no pudo negar, ni tampoco explicarse de inmediato. El fuego apenas ardía; al notar la estancia helada, perfectamente visible sobre la mesa, a la luz de las llamas casi extintas, encontró la lámpara apagada.
Atizó el fuego y echó mano de la campanilla para llamar a Toff, pero se lo pensó mejor. ¿Qué necesidad tenía de la lámpara? Estaba demasiado cansado para leer; prefirió adormilarse de nuevo, soñar de nuevo con Sally. ¿Qué daño podía causarle el soñar con la pobrecita, que tan lejos estaba de él? A tales alturas, los momentos más felices de su vida eran los momentos que pasaba dormido.
Cuando los carbones volvieron a prender, aunque con débiles llamas, miró de nuevo a la lámpara. Como mínimo, era sumamente extraño que la luz se hubiese apagado por puro accidente, y exactamente en el momento preciso para cumplir la caprichosa extinción de la luz en su sueño. ¿Cómo era que no se notaba el olor característico de la vela agotada? Sentía demasiada pereza o demasiado cansancio para indagar en la cuestión. Que el misterio siguiera siendo misterio, se dijo, y que le permitiera descansar a sus anchas y en paz. Inquieto, se acomodó en el sillón. ¡Qué estúpido era por preocuparse de la lámpara, en vez de cerrar los ojos y adormilarse de nuevo!
La sala comenzó a recobrar su temperatura idónea. Cambió de sitio el cojín, de modo que pudiera apoyar la cabeza con total comodidad, y se dispuso a descansar. No obstante, la caprichosa influencia del sueño lo había abandonado; probó una postura y otra, todas ellas en vano. Cerrar incluso los ojos era mera burla. Se resignó a las circunstancias, estiró las piernas y escrutó el fuego, que ardía por toda compañía.
De un tiempo a esta parte había dado en pensar más a menudo acerca de los días que pasó en el seno de la Comunidad. Su mente volvía una y otra vez a aquel tiempo pasado. El reloj de la repisa dio las nueve. A tal hora estarían todos cenando en Tadmor, comentando los acontecimientos del día. Volvió a verse sentado ante la larga mesa de madera desnuda, con la tímida Mellicent en la silla de al lado, con su perro favorito a sus pies, a la espera de recibir su alimento. ¿Dónde estaría Mellicent? Fue una carta muy triste la que ella le había escrito, en la que destacaba la extraña idea de que un día él había de regresar junto a ella. Había algo irresistible en esa pobre mujer, que había llevado una vida tan ardua en su casa y que había sufrido con tanto aguante. Le consoló pensar que ella seguramente volvería a la Comunidad. ¿Podía acaso concebir ella un destino más feliz? ¿Cuidaría ella de su perro cuando regresara? Todos habían prometido tratar con amabilidad a sus animales mientras se prolongara su ausencia, pero aquel perro tenía especial cariño por Mellicent, y por eso estaría más a gusto con Mellicent que con todos los demás. Y su cervatillo domesticado, y sus pájaros... ¿cómo estarían? Ni siquiera había escrito para interesarse por ellos; había caído en un cruel olvido de todos aquellos amigos inofensivos, cariñosos. En la soledad que lo embargaba, en sus temibles dudas a propósito del futuro, ¿qué no daría por sentir al perro acurrucado sobre sus rodillas, o la áspera lengua del cervatillo al lamerle la mano? Le dolía el corazón sólo de pensarlo; una histérica sensación de asfixia se apoderó de su respiración. Trató de ponerse en pie y de llamar a Toff para que prendiera las luces, trató de invocar su virilidad para aguantar y resistir. No pudo. ¿Adónde fue a parar su valor? ¿Dónde quedó el ánimo que nunca le había fallado en ocasiones semejantes? Volvió a hundirse en el sillón y ocultó la cara entre las manos por sentir vergüenza de su propia debilidad, antes de echarse a llorar.
El tacto de unos dedos suaves y persuasivos de pronto le estremeció.
Alguien le apartó las manos de la cara con gran suavidad. Le habló una voz conocida, dulce, queda.
-Oh, no llore usted -le dijo. A duras penas, entre las lágrimas, vio la figurita que tan bien recordaba, la vio de pie entre el fuego y él. Presa de su insufrible soledad, había echado en falta al perro, había echado en falta al cervatillo. Allí estaba, en cambio, la martirizada criatura de las calles, a la que salvó él de un horror innombrable, a la espera de ser su compañera, su criada, su amiga. Allí estaba la niña que fue víctima del frío y del hambre, que todavía avanzaba a tientas hacia la plena condición de mujer; allí estaba, inocente y ajena a toda otra aspiración, al menos mientras pudiera ocupar el lugar que en otros tiempos fue propio del perro, del cervatillo.
Amelius la contempló envuelto por la momentánea duda de estar despierto o durmiendo.
-¡Santo Dios! -exclamó-. ¿Es que estoy soñando otra vez?
-No -le dijo ella con toda sencillez-. Esta vez está usted despierto. Deje que le seque los ojos; sé bien dónde guarda el pañuelo. -Se arrimó a su rodilla y le secó las lágrimas, antes de alisarle el pelo y apartárselo de la frente- Me daba miedo mostrarme hasta que le oí sollozar -le confesó-. Y luego pensé: «¡Vamos! Ahora no puede estar enojado conmigo», y salí de mi escondite, de detrás de las cortinas. Me dejó entrar el viejo. Y es que no puedo vivir sin verle a usted; lo he intentado, pero no puedo más. Se lo reconocí al viejo cuando me abrió la puerta. «Sólo deseo verle un momento», le dije. «¿No me va a dejar pasar?» Y él va y me dice: «¡Dios bendito, Eva ya está aquí!». No sé qué quiso decir, pero lo cierto es que me dejó pasar, y eso es lo único que me importa. Es un viejo extranjero muy gracioso. De todos modos, despídalo; yo seré su criada a partir de ahora. ¿Por qué estaba usted llorando? ¡Cuántas veces he llorado yo por usted! Por usted, sí. No, eso no puede ser, no puedo yo contar con que llore usted por mí. Sólo puedo contar con que me regañe. Sé que he sido muy mala.
Lo miró dubitativa y se quedó cabizbaja, a la espera de una regañina. Amelius perdió el control de sí mismo. La tomó en sus brazos y la besó una y mil veces.
-¡Eres una criatura buena, agradecida, queridísima para mí! -estalló, y de pronto se calló, consciente, aunque fuera demasiado tarde, del acto de imprudencia que había cometido. La apartó de sí; trató de hacerle severas preguntas, de administrarle la reconvención que merecía. Aun cuando lo hubiera logrado, Sally estaba sumamente feliz de escucharle.
-¡Está bien, ahora todo está bien! -exclamó- ¡Nunca, nunca, nunca más volveré al hogar! ¡Oh, qué contenta estoy! ¡Qué feliz soy! ¡Encendamos esa lámpara!
Encontró la caja de fósforos en la repisa. En unos instantes, la sala estuvo de nuevo iluminada. Amelius se sentó mirándola, perfectamente incapaz de tomar una decisión, sin saber qué decir ni qué hacer. Para redondear su perplejidad, la voz del atento criado francés se dejó oír a través de la puerta, bien que en un tono discreto y confidencial.
-He preparado uno apetitoso refrigerio, señor -dijo Toff-. Le ruego me avise cuando la damisela y usted se encuentren listos.
Capítulo 3
La intromisión de Toff al menos sirvió de algo. El anuncio del refrigerio, con el que daba a entender la acogida que a Sally la Simple se le dispensaba en la casa, recordó a Amelius sus responsabilidades. De inmediato salió al corredor y cerró la puerta a sus espaldas.
El viejo francés estaba a la espera de recibir una muestra de agradecimiento o una reprimenda, según fuera el caso, cabizbajo y encogido de hombros hasta las orejas, con las palmas de las manos extendidas de modo conmovedor a ambos flancos: todo un modelo de muda resignación ante las circunstancias.
-¿Sabe usted que me acaba de colocar en una posición muy complicada? -empezó a decir Amelius.
Toff se llevó una de las manos al corazón.
-Usted está al tanto de mi gran debilidad, señor. Cuando esa encantadora criatura se presentó ante la puerta, hundida por la fatiga, me fue tan difícil resistirme como me lo habría sido dar un salto por encima del tejado de esta casa. Si algo he hecho mal, no tenga en cuenta la orgullosa fidelidad con que le he servido: dígame que haga mi equipaje y que me largue cuanto antes, pero no me exija que adopte una postura de severidad ante esa encantadora señorita. No está semejante cosa a mi alcance -dijo Toff a la vez que alzaba la vista con llorosa solemnidad hacia un cielo tan sólo imaginario-. ¡Le juro por mi sagrada palabra de francés que antes preferiría morir!
-No diga estupideces -le replicó Amelius con un punto de impaciencia-. No le echo la culpa, pero debo decirle que, a pesar de los pesares, me coloca usted en una tesitura muy difícil. Si cumpliese con mi deber, tendría que llamar a un coche de punto para que se la llevase de inmediato.
Toff abrió sus ojos ancianos y parpadeantes simulando un perfecto arrobamiento.
-¿Cómo dice? -exclamó-. ¿Llevársela? ¿Sin descanso, sin una cena? ¿A eso le llama usted deber? ¡Qué fealdad inconcebible tiene el deber cuando adopta ese aire de hostilidad hacia una mujer! Y le ruego me disculpe, señor, pero si no le muestro mis sentimientos estallo. ¿Dirá usted que carezco yo de un recto concepto del deber? Perdóneme de nuevo, ¡pero mi concepto del deber está aquí!
Abrió de par en par la puerta de la sala de estar. A pesar de la ansiedad que le embargaba, Amelius se echó a reír a carcajadas. Los inagotables recursos del francés le habían valido para transformar la sala en un dormitorio para Sally. El sofá se había convertido en una cómoda cama con ropa blanca; sobre la mesa descansaban un cepillo para el pelo, un peine y un frasco de agua de colonia; junto al fuego había una bañera, con varios barreños de agua fría y caliente, bajo los cuales había dispuesto una alfombra desgastada para preservar la buena.
-No osaré yo contradecirle, señor -dijo Toff-, ¡pero éste es mi concepto del deber! En la cocina tengo otro concepto bien distinto, que de hecho mantengo bien caliente; seguramente le llega el aroma del mismo por la escalera. Un estofado de codorniz con un minimísimo toque de ajo en la salsa. Señor, ¡permita que ese ángel descanse y se reponga! La virtud de la severidad, créame, es sumamente inadecuada a su edad. -Lo dijo hablando muy en serio, con el aire de un grave moralista que afirmase los principios que más honor pudieran hacer a su razón y a su corazón.
Amelius regresó a la biblioteca.
Sally descansaba en el sillón; en su postura era manifiesto que sufría de una fatiga considerable.
-He hecho un larguísimo camino a pie -dijo-, y no sé qué me duele más, si la espalda o los pies. En el fondo me da igual: soy muy feliz ahora que estoy aquí. -Se arrellanó cómodamente en el sillón-. ¿Le molesta que le mire? -preguntó-. ¡Hace tanto tiempo desde la última vez que le vi a usted...!
A su voz asomaban nuevas notas de ternura, una ternura inocente que se exponía de forma abierta. La influencia revivificadora de la vida que llevó en el hogar había hecho mucho por ella, aunque aún quedase muchísimo por hacer. Su silueta y su rostro demacrados comenzaban a rellenarse, sus mejillas y sus labios comenzaban a recobrar su adorable coloración natural, tal como las había visto Amelius en su sueño. Sin embargo, en reposo, sus ojos aún tenían aquella mirada vacua, paciente; en su actitud, si bien se notaba una mayor compostura, una mayor confianza en sí misma, aún persistía su curioso encanto infantil. Su paso de niña a mujer era una evolución de mínimas gradaciones, guiada por la inquebrantable determinación de la Naturaleza y el Tiempo.
-¿Crees que te pueden seguir hasta aquí desde el hogar? -preguntó Amelius.
Ella miró al reloj.
-No lo creo -dijo en voz baja-. Han pasado horas desde que salí por la puerta de atrás. Las normas sobre las fugitivas son muy estrictas, aun cuando sean sus amigos quienes las devuelvan allá. Si me devuelve usted allá... -calló y miró al fuego pensativa.
-¿Qué harás si te devuelvo allá?
-Lo que hizo una de las chicas antes de que la ingresaran de nuevo en el hogar. Se arrojó al río. «Hacer un agujero en el agua», así lo llama ella. Es una muchacha grande y fuerte; pudieron sacarla del río y salvarla. Dice que no fue doloroso, o que no lo fue hasta que la ingresaron de nuevo. Yo soy pequeña, débil... No creo que pudieran devolverme a la vida por más que lo intentasen.
Amelius hizo un fútil intento de razonar con ella. Llegó al extremo de decirle que había cometido un gravísimo error al marcharse del hogar. La respuesta de Sally desafió todo ulterior intento de convencerla. En vez de defenderse, sólo dijo;
-No tenía dinero; tuve que venir caminando.
Las reconvenciones de Amelius, por bienintencionadas que fueran, se perdieron en la sorpresa y la compasión.
-¡Pobre chiquilla! -exclamó-. ¡Deben de ser diez o doce kilómetros!
-Puede -dijo Sally-. Pero ya no importa ahora que por fin le he encontrado.
-Por cierto, ¿cómo me encontraste? ¿Quién te ha dicho dónde vivo?
Sally sonrió y sacó del refajo la fotografía de la casa.
-¡Pero si la señora Payson suprimió la dirección! -exclamó Amelius, revelando la verdad presa del ímpetu de ese momento.
Sally dio la vuelta a la fotografía y señaló el dorso, donde estaban impresos el nombre y el domicilio del fotógrafo.
-A la señora Payson no se le ocurrió pensar en esto con astucia.
-¿Y a ti sí?-preguntó Amelius.
Ella meneó la cabeza.
-No, yo soy demasiado idiota -repuso-. La chica que hizo un agujero en el agua me puso sobre la pista. «¿Has tomado la determinación de escapar?», me dice. «Sí», respondo. «Pues ve a ver al hombre que hizo la fotografía», me dice, «pues él sabrá dónde está la casa. Seguro.» Pregunté por el camino hasta que pude encontrarlo. Y lo sabía, y me lo dijo. Me pareció un buen hombre; me dio un vaso de cerveza, me dijo que parecía cansada. Le dije que un buen día iríamos a que nos haga nuestros retratos, usted y su criada. ¿Puedo decirle a ese viejo y divertido extranjero que ya puede marcharse, que tiene que marcharse ahora que yo estoy con usted y a su servicio? -La absoluta simplicidad con que reveló los celos que le inspiraba Toff hizo que Amelius sonriera. Sally, atenta a todos los cambios que viera en su rostro, extrajo en el acto su propia conclusión-. Ah -dijo con ánimo-. Yo tendré sus aposentos mucho más limpios que él. Las cortinas olían a polvo cuando me escondí para observarlo.
Amelius pensó en su sueño.
-¿Has llegado mientras estaba durmiendo? -preguntó.
-Así es. No me dio miedo usted cuando estaba durmiendo. Lo miré de arriba abajo, le di un beso. -Hizo esa confesión sin la más mínima muestra de estar confusa ni azorada, y lo miró a los ojos con sus sosegados ojos azules-. Noté que se inquietaba -añadió- y volví a tener miedo. Apagué la lámpara. Me dije: «Si me regaña, podré soportarlo mejor a oscuras».
Amelius la escuchaba. ¿Había visto en el duermevela lo que creyó haber soñado, o tal vez existía una misteriosa empatía entre Sally y él? Esa oculta especulación la interrumpió de pronto Sally.
-¿Puedo quitarme el bonete y arreglarme un poco? -preguntó. Algunos hombres hubiesen respondido que no, pero Amelius no estaba entre ellos.
La biblioteca poseía una puerta de comunicación con la sala de estar; el dormitorio que ocupaba Amelius se encontraba en el otro extremo de la casa. Cuando Sally vio la estancia que Toff había arreglado se quedó plantada en la puerta, sin habla, admirada ante la visión del lujo que se le acababa de ofrecer. De vez en cuando, a solas en la biblioteca, Amelius la oyó chapotear en el baño y tararear la desmañada y antigua canción inglesa de la que había tomado su nombre. Una vez llamó a la puerta y le hizo una petición.
-Hay perfume en la mesa. ¿Puedo usar un poco?
Otra vez, Toff llamó a la puerta del pasillo y preguntó cuándo estaría lista para cenar «la bella y joven señorita». Las cosas se sucedían en la casa como si Sally ya fuera parte integral de la misma. «¿Qué voy a hacer?», se preguntó Amelius. Toff entró entonces a poner el mantel y le respondió con el debido respeto.
-Dese prisa, dígale a la joven que venga, señor, o se nos echará a perder el estofado.
Salió de la habitación caminando con delicadeza, con los pies doloridos, descalza, y eran tan encantadores que Toff, absorto en su admiración, cometió un error al doblar una servilleta por primera vez en su vida.
-¿Champán, señor? -dijo en tono de confianza a Amelius. Apareció el estofado de codorniz; el vino efervescente centelleaba en las copas. Toff había vuelto a superarse en una demostración de todas aquellas cualidades que hacen de un criado un elemento valiosísimo en la mesa. Sally se olvidó del hogar, se olvidó de la crueldad de las calles, rió y charló con tanta alegría como si fuera la chiquilla más feliz que existiera sobre la faz de la tierra. Amelius, más expansivo gracias al ambiente de alborozo, de juventud y buen humor, postergó su sentido de la responsabilidad y volvió a ser una vez más el delicioso acompañante que tan bien sabía ganarse el amor de todo el mundo. La efervescencia y la alegría de la velada estaban en su momento culminante; la espantosa pesadez del deber, la propiedad y el sentido común habían sido desalojadas de la estancia gracias a las risas, y entonces Némesis, la diosa de la venganza, anunció su llegada a la puerta cuando se oyó el estruendo de un carruaje y un repicar de apremio en la campanilla de la casa.
Se hizo el silencio. Amelius y Sally se miraron uno al otro. Toff, con su experiencia, dedujo en el acto lo que había ocurrido.
-¿Es su padre o su madre? -preguntó un tanto preocupado a Amelius. Al tener conocimiento de que la muchacha no tenía padres, de que no los había visto nunca, chasqueó los dedos con alegría y salió de puntillas al pasillo-. Se me ha ocurrido una idea -susurró-. Aguardemos.
Una voz de mujer, alta, clara, resuelta, se dejó oír cuando hablaba, al parecer, con el cochero.
-Dígale que vengo de parte de la señora Payson y que he de ver inmediatamente al señor Goldenheart.
Sally se puso a temblar y palideció.
-¡La matrona! -dijo tenuemente-. Oh, no la deje pasar.
Amelius se llevó a la aterrorizada muchacha a la biblioteca. Toff los siguió, no sin preguntar respetuosamente qué era una «matrona». Tras recibir las explicaciones de rigor, manifestó su desprecio hacia las matronas empeñadas en mantener a personas tan encantadoras en cautiverio, y abrió la puerta de la biblioteca para escupir en el pasillo. Aliviado su ánimo de este modo, se volvió a su señor y se colocó uno de los dedos, delgados y largos, pegado a la nariz.
-Deduzco, señor, que no desea usted recibir a esa mujer furiosa -dijo. Antes de poder responder nada, otro enardecido repicar de la campanilla anunció que la furiosa mujer deseaba ver a Amelius. Toff interpretó los deseos de su señor con sólo mirarlo a la cara. Ni siquiera una emergencia de tal calibre lo sorprendió de improviso; estaba tan dispuesto a dar esquinazo a una matrona como a preparar una cena exquisita-. Las persianas están bajadas y las cortinas están corridas -recordó Toff a Amelius-. Desde fuera no se ve ni una rendija de luz. Dejemos que llamen... Nos hemos acostado. -Se volvió hacia Sally, sonriendo con auténtico disfrute ante su propia argucia-. ¡Ja, señorita! ¿Qué le parece? -Sonó la tercera llamada-. ¡Llame, llame usted, señora matrona! -exclamó-. Estamos profundamente dormidos. Despiértenos si es que puede. -La cuarta llamada fue la última. Un sonoro chasquido indicó que habían soltado el cabo de la campanilla, a lo cual siguió el golpetazo del hierro de la cancela. La verja estaba protegida de modo que no entrasen los gatos callejeros-. Compóngase, señorita -dijo Toff-. Si se empeña en escalar la verja, se quedará empalada en los pinchos.
Al cabo de un momento, el ruido de las ruedas del coche anunció la derrota de la matrona. Había que resolver otro asunto más grave: dar acomodo a Sally para que pasara la noche en casa.
Ella estaba sentada en silencio junto a la ventana cuando Toff se fue de la estancia, sujetando entreabiertas las cortinas y contemplando el cielo oscuro.
-¿Qué miras? -le preguntó Amelius.
-Estaba mirando las estrellas.
Amelius se sumó a ella.
-No hay estrellas esta noche.
Dejó caer las cortinas.
-Estaba pensando en las noches que he pasado en el hogar -dijo-. Verá usted: de día me las apañaba bastante bien con las lecciones de lectura y de escritura. Deseaba muchísimo mejorar. Me pesaba en el ánimo el miedo de que usted despreciara a una criatura tan ignorante como yo, de modo que puse mucha aplicación en las lecciones. Pensé que podría darle una sorpresa si le escribiera una bonita carta algún día. Una de las profesoras (se ha marchado, estaba enferma) fue muy buena conmigo. Hablaba a menudo con ella; cuando yo decía una palabra equivocada se tomaba la molestia de corregirme con mucha amabilidad. Dijo que usted me tendría en mayor estima cuando me oyera hablar correctamente, y es verdad que ahora hablo mejor, ¿no le parece? Pero todo esto era de día. Las noches eran mucho más difíciles de soportar, cuando las otras internas dormían y yo no tenía nada en que pensar, nada, salvo en lo lejos que estaba usted de mí. Muchas veces me levantaba y me asomaba a la ventana para mirar las estrellas. Las estrellas me hacían compañía en las noches más claras. Había dos estrellas muy juntas que terminé por reconocer. No se ría de mí. Me daba por pensar que una era usted y la otra era yo. Me preguntaba si tal vez moriría antes de volver a verle, si tal vez moriría usted antes de que nos viésemos. Y las más de las veces era mi estrella la que se apagaba primero. ¡Cómo me ponía a llorar, Señor del cielo! Se me metió en mi estúpida cabecita la idea de que ya nunca más volvería a verle a usted. De veras creo que por eso me escapé. Esta noche quería ver su estrella y la mía, no sé por qué. ¡Cuánto cariño le tengo! -Se hincó de rodillas, le tomó la mano y se la arrimó a la mejilla-. Me arde la cara -dijo-, pero su amable mano me la refresca.
Amelius la puso en pie con dulzura y la llevó a la puerta de su habitación.
-Pobrecita Sally. Estás agotada. Necesitas descansar, dormir. Démonos las buenas noches.
-Haré todo lo que usted me diga -repuso ella-. Si mañana viene la señora Payson, no dejará usted que me lleve, ¿verdad? Gracias. Buenas noches.
Le puso las manos sobre los hombros con inocente familiaridad, y se puso de puntillas para besarlo como lo habría besado su hermana.
Mucho después de que Sally estuviera durmiendo, Amelius seguía sentado ante el fuego de la biblioteca, sumido en sus pensamientos.
La reaparición del sentimiento de amor, algo encaprichado, en la naturaleza de la muchacha, que de modo tan tosco había revelado mediante su triste historia sobre las estrellas que le hacían compañía, no sólo le conmovió y le interesó, sino que también nubló su visión del futuro, a la que añadió dudas y preocupaciones que nunca le habían inquietado hasta ese momento. Las misteriosas influencias bajo las cuales progresaba el desarrollo de la muchacha se habían aunado física y moralmente. Podrían pasar semanas sin que nada sucediera, podrían pasar meses sin ningún perjuicio, pero habría de llegar el momento en que la inocente relación que mantenían se viera cercada por los peligros. Incapaz por el momento de comprender estas verdades, Amelius sí comenzaba a presentirlos vagamente. Cuando por fin encendió la vela para ir a acostarse a su dormitorio, su cara revelaba su preocupación. «No veo el camino que he de seguir con toda la claridad que quisiera -reflexionó-. ¿De qué manera ha de terminar?»
¡De qué manera, en efecto!
Capítulo 4
A las ocho en punto de la mañana siguiente Toff despertó a Amelius. Había llegado una carta «para su entrega inmediata», y el mensajero aguardaba una respuesta.
La carta era de la señora Payson. Era breve y formal. Tras referirse a la infructuosa visita de la matrona, la señora Payson le decía lo siguiente: «Le exijo que me haga saber de in mediato si Sally se ha refugiado en su domicilio, y si ha pasado la noche bajo su techo. Si estoy en lo cierto al suponer que es justamente eso lo que ha ocurrido, sólo me resta informarle de que las puertas de este hogar estarán en lo sucesivo cerradas para ella, de acuerdo con nuestras normas. Si me equivoco, me veré ante la dolorosa obligación de no perder más tiempo y de poner el asunto en manos de la policía».
Amelius comenzó su respuesta de modo impulsivo, como de costumbre. Escribió con vehemencia, explayándose sobre la falta de caridad cristiana que traslucían las normas del hogar. Antes de llegar a la mitad de su redacción, la persona que le había llevado la carta anunció que se le esperaba de inmediato, y que confiaba en que el señor Goldenheart no pusiera en aprietos a un pobre hombre por querer retenerlo más tiempo del estipulado. Sorprendido cuando daba rienda suelta a su elocuencia, Amelius rasgó la carta sin terminar y optó por imitar el lenguaje directo de la señora Payson, a la que respondió con un solo renglón: «Me permito informarle de que está usted en lo cierto». Parándose a pensarlo mejor, entendió que esta segunda carta no sólo era una respuesta descortés con una dama, sino que también era una muestra de ingratitud por estar dirigida personalmente a la señora Payson. Al tercer intento le escribió con brevedad, pero con mayor consideración. «Sally ha pasado la noche en mi casa por expresa invitación mía. Estaba sumamente fatigada; habría sido inhumano obligarla a marchar de inmediato. Lamento su decisión, aunque es obvio que la respeto. Una vez me dijo usted que creía en la pureza de mis motivos. Por más que deplore usted mi conducta, hágame la elemental justicia de seguir creyendo en mí».
Despachadas estas líneas, Amelius volvió a sentirse en paz. Entró en la biblioteca y aguzó el oído, por averiguar si Sally estaba despierta. El perfecto silencio al otro lado de la puerta le indicó que la fatigada muchacha seguía durmiendo. Dio órdenes a Toff de que no la molestase bajo ningún concepto y tomó asiento para desayunar.
Cuando aún estaba sentado a la mesa apareció Toff con un aire de profundo misterio y discreción en su tono de voz.
-¡Aquí tenemos a otra, señor! -anunció el francés hablando al oído de Amelius.
-¿Otra? -repitió Amelius-. ¿Qué quiere decir?
-Ésta no es como la dulce señorita durmiente -explicó Toff-. Esta vez, señor, posee la belleza del demonio en persona, como decimos en Francia. Se niega a confiar en mí y se la nota muy agitada. Mala señal. ¿Quiere que la despida antes de que despierte la otra señorita?
-¿No tiene nombre esta visitante? -preguntó Amelius.
Toff respondió con marcado acento extranjero.
-Sí, sí que lo tiene: Faybay.
-¿Quiere decir Phoebe?
-¿Es que no lo he dicho con claridad?
-Hágala pasar de inmediato.
Toff miró de reojo a la puerta de la habitación de Amelius, se encogió de hombros y obedeció la orden.
Apareció Phoebe muy pálida y ansiosa. Su habitual aplomo la había abandonado por completo; se detuvo en el umbral como si tuviera miedo de entrar en la sala.
-Adelante, siéntate -le dijo Amelius-. ¿Qué sucede?
-Estoy turbada, señor -respondió Phoebe-. Sé que es grande la libertad que me tomo al venir a visitarlo de este modo, pero ayer fui a pedir consejo a la señorita Regina y descubrí que se había marchado al extranjero con su señor tío. Tengo algo que decirle acerca de la señora Farnaby, señor, y no hay tiempo que perder. Sé que no hay nadie, salvo usted, con quien pueda hablar. Ahora que no está la señorita Regina... El criado me indicó dónde vivía usted.
Calló como si la invadiera un gran azoramiento. Amelius trató de darle ánimos.
-Si puedo ser de alguna utilidad para la señora Farnaby, dime de inmediato qué he de hacer.
-Primero debo pedirle que me disculpe por no mencionar nombres, señor -siguió diciendo de manera un tanto confusa-. Hay una persona en la que estoy interesada, a la cual no quisiera poner en aprietos por nada del mundo. Se ha dejado engañar, estoy segura de que se ha dejado engañar por otra persona, por una vieja perversa y borracha, que debería estar en la cárcel si recibiera su merecido. Tampoco yo estoy libre de culpa, sé que no lo estoy. Escuché, señor, algo que no debería haber oído, y lo repetí, estoy segura que en la mayor de las confidencias y sin mala intención, a la persona de la que le hablaba antes. No me refiero a la vieja, sino a la persona en la que estoy interesada. Espero que me entienda, señor. Deseo hablarle sin tapujos, ocultando tan sólo los nombres, por el bien de la señora Farnaby.
Amelius recordó el agresivo lenguaje que había empleado Phoebe la última vez que la vio. Miró hacia un armario, en una esquina, donde tenía guardada la carta de la señora Farnaby. En su ánimo comenzó a pesar una instintiva desconfianza hacia la recién llegada. Cambió de actitud, se concentró en el plato, siguió con su desayuno.
-¿Es que no me puedes hablar a las claras? -dijo-. ¿Corre la señora Farnaby algún peligro?
-Sí, señor.
-¿Puedo hacer algo para ayudarla?
-Seguro que sí, señor. Si al menos supiera cómo localizarla...
-Sé bien dónde localizarla. Me ha escrito para comunicarme su paradero. La última vez que te vi, te manifestaste de manera muy impropia hacia la señora Farnaby; hablaste como si de hecho tuvieras la intención de perjudicarla.
-Ahora tan sólo le deseo lo mejor.
-Muy bien. ¿No podrías ir a verla en persona si te doy la dirección?
A pesar de su palidez, Phoebe se puso colorada.
-No, no podría hacerlo, señor -respondió-, teniendo en cuenta cómo me ha tratado la señora Farnaby. Además, si ella llegara a saber que escuché lo que sucedió entre usted... -Calló de nuevo, más dolorosamente azorada que nunca. Amelius dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor.
-Vamos a ver -dijo-. No es de mi estilo esta clase de conversaciones. Si no eres capaz de hablar con claridad, hablemos de otra cosa. Mucho me temo -siguió diciendo con su habitual carencia de todo disimulo- que no eres una muchacha del todo inofensiva, al contrario de lo que supuse una vez. ¿A qué te refieres cuando hablas de lo que sucedió entre la señora Farnaby y yo?
Phoebe se llevó el pañuelo a los ojos.
-Se me hace muy difícil hablar con toda crudeza -dijo- cuando la verdad es que lamento muchísimo lo que he hecho, y tan sólo deseo impedir que nada malo suceda por ello.
-¿Qué es lo que has hecho? -exclamó Amelius con toda su honestidad, harto de la inveterada doblez de la mujer y de su tortuosa manera de expresarse con él.
El destello de impaciencia que le brilló en los ojos al hacer esa pregunta tan directa suscitó en Phoebe una respuesta que por fin la incitó a hablar con toda claridad. Comunicó a Amelius lo que había oído desde la cocina con la misma claridad con que se lo dijo a Jervy, aunque con una salvedad: no habló con insolencia cuando se refirió a la señora Farnaby.
Escuchándola en silencio hasta que hubo terminado, Amelius se puso en pie y abrió el armario para extraer la carta de la señora Farnaby. La leyó de nuevo dándole a Phoebe la espalda; esperó unos momentos, pensativo, y de pronto se volvió a la mujer, mirándola de tal modo que ésta se encogió en su silla.
-¡Desgraciada! -le dijo-. ¡Detestable desdichada...!
Aterrorizada por un momento, Phoebe hizo amago de abandonar la habitación. Amelius la detuvo en seco.
-Siéntate -le dijo-. Pienso sacarte toda la verdad aunque sea por la fuerza, y pienso hacerlo ahora mismo.
Phoebe recobró el valor.
-Ya le he dicho toda la verdad, señor. No podría decirle nada más, así estuviera en mi lecho de muerte.
Amelius se negó a creerla.
-Existe una vil conspiración contra la señora Farnaby -dijo-. ¿Pretendes insinuar que no estás metida en eso?
-Que Dios me asista, señor, pero hasta ayer mismo no tenía noticia de que así fuera.
El tono con que lo dijo resquebrajó las convicciones de Amelius: en sus palabras percibió el indescriptible eco de la verdad.
-Son dos las personas que cruelmente están engañando y estafando a esta pobre señora -siguió diciendo-. ¿Quiénes son?
-Señor, ya le dije que no puedo darle nombres.
Amelius volvió a minar la carta. Con lo que acababa de oír ya no tuvo la menor dificultad en identificar al invisible «joven» al que aludía la señora Farnaby con la «persona» innominada por la que Phoebe tenía tanto interés. ¿Quién podía ser? Al repasar mentalmente este interrogante, Amelius se acordó del vagabundo al que había reconocido junto a Phoebe por la calle. No tuvo ninguna duda: ¡el hombre que dirigía la conspiración no era otro que Jervy! Indudablemente, Amelius habría tenido el arrojo de revelar su descubrimiento si Phoebe no se lo hubiese impedido. Su renovada referencia a la carta de la señora Farnaby, su súbito silencio tras repasarla, debieron de despertar las suspicacias de la mujer.
-Si está usted planeando poner en aprietos a mi amigo -estalló-, le advierto que de mí no saldrá otra palabra.
Hasta Amelius decidió aprovecharse de la advertencia que esa amenaza le transmitió involuntariamente.
-Guárdate tus secretos -le dijo-. Tan sólo pretendo ahorrarle a la señora Farnaby una espantosa decepción. Sin embargo, he de saber de qué hablo cuando vaya a verla. ¿No puedes decirme cómo se os ocurrió esa abominable estafa?
Phoebe estaba más que deseosa de contárselo. Traduciendo su larga y retorcida narración a la sencillez de la lengua inglesa, con los nombres añadidos, éstos son los hechos que le refirió: la señora Sowler, sin perder de vista cierta conversación que mantuvieron durante una cena, visitó a Phoebe en su alojamiento el día anterior, e intentó obligarla a comunicarle lo que supiera acerca de los secretos de la señora Farnaby; como su trampa no surtió efecto, la señora Sowler probó suerte con el soborno; prometió a Phoebe una importante suma de dinero, que habrían de repartirse equitativamente con tal de que ella hablase; afirmó que Jervy era perfectamente capaz de romper su promesa de matrimonio y de «dejarlas a dos velas», con tal de embolsarse él todo el dinero, y de ese modo informó a Phoebe de que la conspiración, que ella suponía abandonada, en realidad estaba en marcha, sólo que sin su conocimiento. Phoebe contemporizó con la señora Sowler, temerosa de desafiar abiertamente a tal persona; acto seguido se apresuró a visitar a Jervy para que le diera una explicación. Sin embargo, se encontró con que «no estaba en casa». A ello siguió su infructuosa visita a Regina. En lo tocante a los hechos, ése era el final del relato.
Amelius no le hizo más preguntas, y habló de modo muy sucinto cuando ella hubo terminado.
-Esta misma mañana iré a visitar a la señora Farnaby -fue cuanto le dijo.
-¿Tendrá la bondad de comunicarme cómo termina todo esto?-le preguntó Phoebe.
Amelius le pasó su agenda, un lápiz por encima de la mesa; le señaló una hoja en blanco donde anotar su dirección. Mientras estaba en ello, apareció muy atento Toff y, sin quitar los ojos de Phoebe, susurró algo al oído de su señor. Había oído moverse a Sally. Teniendo en cuenta las circunstancias, ¿no sería preferible que desayunara en su propia habitación? El asombro que invadió a Toff fue digno de verse cuando Amelius contestó:
-De ninguna manera. Que venga a desayunar aquí.
Phoebe se puso en pie para marcharse. Sus palabras de despedida pusieron de manifiesto la doblez de su carácter, el bien y el mal en perpetuo conflicto dentro de su ser.
-Por favor, señor, le ruego que no le hable de mí a la señora Farnaby -dijo-. No la perdono por lo que me ha hecho; no diré que no desee ponerme a su altura, ¡pero nunca lo haría de esa manera! No deseo yo encontrarme con su muerte a la puerta de mi casa. ¡Y bien conozco qué temperamento se gasta! Diría que una cosa así bien pudiera acabar con ella si no se le advierte a tiempo. Lo mismo da que haya perdido su dinero; lo perdido, perdido está, y a ella le sobra el dinero. Por lo que a mí respecta, como si le roban una docena de veces. Sin embargo, no deje que ponga todo su empeño en ver a su hija para terminar por descubrir que todo ha sido una estafa. Yo la odio, sí, pero no puedo consentir que todo esto se lleve a cabo. Que tenga usted un buen día, señor.
A Amelius le alivió que se marchase. Durante unos minutos permaneció ausente, revolviendo el café y considerando el modo en que podría llevar a cabo, con toda seguridad, el terrible deber de poner en guardia a la señora Farnaby. Toff interrumpió sus meditaciones al preparar la mesa para el desayuno de Sally; casi en el mismo instante abrió la puerta la propia Sally, descansada, sonrosada, para echar un vistazo.
-Veo que has dormido a pierna suelta -dijo Amelius-. ¿Estás ya repuesta de tu larga caminata?
-Oh, desde luego -respondió muy alegre-. Ahora ya sólo me duelen los pies, tanto que incluso me molestan las botas. ¿No podría usted prestarme unas zapatillas?
-¿Unas zapatillas? Caramba, Sally; con mis zapatillas cualquiera diría que vas en barco. ¿Qué te pasa en los pies?
-Los tengo muy doloridos, creo que tengo una ampolla.
-Pues vamos a echarle un vistazo.
Se acercó cojeando, descalza.
-No me riña -suplicó-. No podía ponerme las medias sin haberlas lavado, y aún no están secas del todo.
-Yo te conseguiré unas medias nuevas y unas chinelas -dijo Amelius-. ¿Cuál es el pie en el que tienes la ampolla?
-El izquierdo -respondió ella señalándoselo.
Capítulo 5
-Veamos esa ampolla.
Sally contemplaba el fuego con una mirada de anhelo.
-¿Le importa que antes me caliente los pies? -preguntó-. Los tengo helados.
Con esas simples palabras, con toda su inocencia, postergó el descubrimiento que, caso de haberse producido en ese instante, podría haber alterado por completo el curso de los acontecimientos. Amelius sólo pensó en que era preferible prevenir que contrajera un resfriado. Mandó a Toff por un par de calcetines bien abrigados y le pidió que se los pusiera. Ella sonrió, meneó la cabeza y se los puso por sí misma.
Cuando hubieron terminado de reírse de la absurda apariencia que le daban sus pies pequeños dentro de unos calcetines tan grandes, tan sólo fueron alejándose poco a poco, más y más, del asunto de los pies doloridos. Sally se acordó de la terrible matrona y preguntó si habían recibido noticias de ella a lo largo de la mañana. Cuando se enteró de que la señora Payson había escrito, cuando supo que las puertas de la institución le habían sido cerradas para siempre, recuperó el ánimo y comenzó a preguntarse si al menos las autoridades, a pesar del ultraje, le permitirían recobrar sus exiguas pertenencias. Toff se ofreció a ir al hogar para hacer las indagaciones de turno más avanzado el día; se ofreció también a comprar las chinelas y las medias entretanto, mientras Sally terminaba de desayunar. A Amelius le pareció excelente su ofrecimiento, de modo que Toff salió a hacer el recado con una de las botas de Sally para no equivocarse de talla.
Para entonces, ya eran las diez de la mañana.
Amelius se encontraba de pie ante la chimenea, hablando, mientras Sally desayunaba. Tras explicarle en primer lugar las razones por las cuales era literalmente imposible que ella residiera en la casa de campo en calidad de criada suya, la dejó pasmada cuando le anunció que se había propuesto asumir personalmente la supervisión de su educación. Iban a ser en lo sucesivo profesor y alumna, al menos mientras dieran las lecciones; serían en otras ocasiones como hermano y hermana, por ver qué tal se entendían, de acuerdo con sus planes, sin necesidad de preocuparse en modo alguno por el futuro. Amelius creía con absoluta sinceridad que había encontrado el único acuerdo posible a tenor de las circunstancias.
-¡Oh, qué bueno es usted conmigo! -exclamó Sally alborozada-. ¡Por fin llega la felicidad a mi vida!
Durante las mismas horas en que tales palabras salieron de labios de la hija, el descubrimiento de la conspiración asestó a la madre un golpe tremendo, con toda la vileza y todo el horror imaginables.
La suspicacia que le inspiró su infame patrón, que de hecho indujo a la señora Sowler a tratar de ganarse casi por la fuerza la confianza de Phoebe, la llevó a realizar una visita de indagación al alojamiento de Jervy más avanzado el día. Informada, tal como lo estuvo Phoebe, de que no se encontraba en la casa, volvió a visitarlo horas después. Para entonces, el casero había descubierto que Jervy se había llevado sus pertenencias sin previo aviso, en secreto, y que su inquilino lo había abandonado, dejándole a deber el pago de las dos mejores habitaciones de la casa.
Sin tener ya la menor duda sobre lo acontecido, la señora Sowler dedicó las restantes horas de la tarde a indagar sobre el paradero del hombre desaparecido. Hasta las ocho de la mañana siguiente no encontró ni rastro de él.
Poco después de las nueve, es decir, más o menos a la hora a la que Phoebe acudió a visitar a Amelius, la señora Sowler, resuelta a enterarse de lo ocurrido, así fuera lo peor, se presentó en los aposentos que ocupaba la señora Farnaby.
-Deseo hablar con usted -comenzó a decir bruscamente- acerca de ese joven a quien las dos conocemos. ¿Lo ha visto usted últimamente?
La señora Farnaby, que ya estaba en guardia, aplazó su respuesta.
-¿Cuál es el motivo de que desee saberlo? -preguntó a su vez.
La respuesta fue instantánea.
-Tengo razones para pensar que se ha dado a la fuga con su dinero en el bolsillo.
-No ha hecho una cosa así -replicó la señora Farnaby.
-¿Tiene en su poder el dinero de usted? -insistió la señora Sowler-. Dígame la verdad... y yo haré lo mismo con usted. Me ha engañado. Si la engaña a usted también, creo que le interesara muchísimo no perder tiempo en encontrarlo. Todavía es posible que la policía localice su paradero. ¿Tiene él su dinero?
La mujer hablaba en serio, terriblemente en serio: su mirada y su voz, eran testigos de su seriedad. Siguió de pie como si fuera la encarnación misma de los miedos y las dudas que había confesado la señora Farnaby, por escrito, a Amelius. Su situación, en esos momentos, era sobre todo una situación de mando. La señora Farnaby lo notó incluso a su pesar. Y reconoció que su dinero estaba en poder de Jervy.
-¿Se lo hizo llegar o se lo dio en persona? -preguntó la señora Sowler.
-Se lo di en persona.
-¿Cuándo?
-Ayer por la noche.
La señora Sowler cerró los puños y los agitó presa de la rabia y la impotencia.
-Es la mayor sabandija que hay sobre la faz de la tierra -exclamó enfurecida-, y usted es tonta de remate. Póngase el bonete y vayamos a la policía. Si recupera usted su dinero antes de que se lo gaste del todo, no se olvide de que ha sido gracias a mi intervención.
La audacia del lenguaje empleado por la mujer despertó a la señora Farnaby. Señaló a la puerta.
-Es usted una insolente -dijo-. No quiero saber nada más de usted.
-¿Que no quiere saber nada más de mí? -repitió la señora Sowler-. Supongo, entonces, que usted y el joven tienen cerrado un acuerdo. -Se rió burlona-. Diría que cuenta usted con volver a verlo.
A la señora Farnaby le irritó tener que responderle.
-Cuento con verlo esta misma mañana -dijo-, a las diez en punto.
-¿Y espera que lo acompañe la damisela perdida?
-¡No se le ocurra decir nada de mi hija perdida! No pienso tolerar una palabra suya al respecto.
La señora Sowler tomó asiento.
-Fíjese en su reloj -dijo-. Ya deben de ser las diez. Causará un gran escándalo en la casa si se empeña en echarme de aquí. Tengo la intención de esperar hasta las diez en punto.
A punto de darle una respuesta colérica, la señora Farnaby logró contenerse.
-Está usted buscando una riña conmigo -dijo-, pero no pienso consentir que estropee el momento más feliz de mi vida. Si así lo desea, espere a solas.
Abrió la puerta que daba al dormitorio y se encerró. Perfectamente impermeable a toda muestra de repulsa que se le pudiera dar, la señora Sowler contempló la puerta cerrada con una sonrisa sardónica y se dispuso a esperar tan tranquila.
El reloj dio las diez. La señora Farnaby regresó a la sala, se dirigió a la ventana y se dispuso a mirar a la calle.
-¿Alguna señal de que llegue? -dijo la señora Sowler.
No había ni rastro de él. La señora Farnaby arrimó una silla a la ventana y tomó asiento. Tenía las manos heladas. No perdía de vista la calle.
-Me voy a permitir aventurar una suposición sobre lo que ha ocurrido -dijo acto seguido la señora Sowler-. Soy una persona muy sociable, ¿sabe usted?, y de algo hemos de hablar. ¿Le parece que hablemos del dinero? ¿Habrá cubierto ese joven sus gastos de viaje gracias a usted? Tal vez haya ido a un lugar lejano, en el extranjero, para traer de vuelta a su joven muchachita, ¿eh? Supongo que así debió de ser. Verá usted: lo conozco tan bien como la palma de mi mano. ¿Y qué sucedió, si no le importa que hablemos de ello, ayer por la noche? ¿Le dijo acaso que la traería de vuelta, que estaba alojada con él? ¿Dijo tal vez que no le permitiría verla mientras no le pagase usted una recompensa para costear sus gastos de viaje? ¿Olvidó usted mi advertencia, en el sentido que no se fiase de él? Cuando me pongo a ello, esto de las adivinanzas se me da mejor que a nadie. Veo que usted piensa lo mismo. ¿Y bien? ¿Alguna señal de él?
La señora Farnaby apartó la vista de la ventana. Su actitud había cambiado por completo; se mostraba nerviosa, pero cortés con la desgraciada que la estaba torturando.
-Le ruego me disculpe, señora, si la he ofendido -dijo a duras penas-. Es tanta la ansiedad que me embarga sólo de pensar en mi pobre hija... ¿Tiene usted hijos, por ventura? No debería usted amedrentarme; debería tratar de comprender cómo me siento. -Hizo una pausa y apoyó la cabeza en una mano-. Ayer por la noche me dijo -siguió diciendo, despacio, medio ausente- que mi queridísima hija estaba en sus aposentos; dijo que estaba tan agotada por el largo viaje desde el extranjero que debía descansar a toda costa, al menos una noche, antes de estar en condiciones de venir a mí. Le pedí que me indicase dónde vivía, que me permitiera ir a verla. Dijo que estaba dormida, que nadie debía molestarla. Le prometí que iría de puntillas, aunque sólo fuese para verla; le ofrecí más dinero, el doble del pactado, con tal de que me dijera dónde se encontraba. Fue muy duro conmigo. Se limitó a decirme que esperase hasta las diez de la mañana... y me dio las buenas noches. Eché a correr tras él, caí por las escaleras y me lastimé. Los residentes de la casa fueron muy amables conmigo. -Volvió la cabeza hacia la ventana y de nuevo oteó la calle-. He de tener paciencia -dijo-, tan sólo viene con un poco de retraso.
La señora Sowler se puso en pie y le dio un golpecito en el hombro.
-¡Todo es mentira! -estalló-. ¡No tiene ni la menor idea de dónde está su hija, como tampoco lo sé yo! ¡Y se ha largado con su dinero!
El odioso tacto de la mujer encendió una chispa en los rescoldos del fuego que llevaba dentro la señora Farnaby. Con su natural fuerza de voluntad, se reafirmó en su postura.
-¡Es usted la que miente! -replicó-. ¡Fuera de aquí!
Se abrió la puerta cuando le decía esto. Una criada muy compuesta apareció con una carta. La señora Farnaby la tomó mecánicamente de sus manos y leyó el remite. La caligrafía de Jervy le resultó conocida al punto. En el instante en que la reconoció, fue como si la vida la abandonase como se extingue una luz. Palideció, quedó muy quieta y en silencio, con la carta en la mano, aún sin abrir.
Observándola con curiosidad y con malicia, la señora Sowler se apoderó fríamente de la carta, la miró y reconoció a su vez la caligrafía.
-¡Alto! -exclamó cuando la criada estaba a punto de marcharse-. La carta viene sin franquear. ¿La han traído en persona? ¿Está esperando el mensajero?
La muy compuesta criada manifestó qué opinión le merecía la señora Sowler con una simple mirada. Replicó con toda la brevedad y la contundencia que le fue posible:
-No
-¿Hombre o mujer? -preguntó acto seguido.
-¿Debo responder a esta pregunta? -preguntó la criada mirando a la señora Farnaby.
-Respóndame ahora mismo -la interrumpió la señora Sowler-, por el bien de la señora Farnaby. ¿O es que no se da cuenta de que no está en condiciones de decirle nada?
-Bien -dijo la criada-; en tal caso, era un hombre.
-¿Un hombre algo bizco?
-Sí.
-¿Hacia dónde se fue?
-Hacia la plaza.
La señora Sowler arrojó la carta sobre la mesa y salió a toda prisa. La criada se acercó a la señora Farnaby.
-Señora, todavía no ha abierto la carta -dijo.
-No -dijo la señora Farnaby como si estuviera en otra parte-. Todavía no la he abierto.
-¿Son malas noticias, señora?
-Sí, me temo que son malas noticias.
-¿Puedo ayudarle en algo?
-No, gracias. Sí, sí. En una cosa. Ábrame la carta, por favor.
Fue una extraña petición. La criada se maravilló, pero no dejó de obedecer. Era una mujer de buen corazón; de veras sufría por la pobre señora. Sin embargo, ese diablillo familiar de los hogares que llaman Curiosidad, cuyas ocasiones de enredar son innumerables, le llevó a hablar de nuevo nada más extraer la carta del sobre:
-¿Quiere que se la lea, señora?
-No. Déjela sobre la mesa, por favor. Ya la llamaré cuando requiera sus servicios.
La madre quedó a solas. A solas, con su sentencia de muerte sobre la mesa.
Abajo, el reloj dio las diez y media. Se movió por vez primera desde que recibió la carta y de nuevo se arrimó a la ventana para mirar al exterior. Fue tan sólo un instante. De nuevo se dio la vuelta, llena de desprecio por sí misma. «¡Qué boba soy!», se dijo, y tomó la carta abierta.
La miró y de nuevo la dejó sobre la mesa. «¿Por qué iba a leerla -se dijo-, cuando sé de sobra qué dice?» Algunos grabados enmarcados, tomados de la prensa ilustrada, colgaban de las paredes. Uno de ellos representaba la escena cíe un rescate de unos náufragos. Una madre que abrazaba a su hija, salvadas en el bote con otros pasajeros, se hallaba entre los grupos que estaban en primer plano. El grabado se titulaba Misericordia de la Providencia. La señora Farnaby lo contempló con atención unos instantes. «La Providencia tiene a sus favoritos -se dijo-, pero no me cuento yo entre ellos».
Tras pensar un rato, entró en el dormitorio y sacó dos papeles de su neceser. Eran dos recetas médicas.
Se dirigió entonces a la chimenea. Sobre la repisa descansaban dos frascos de medicina. Tomó uno de ellos, un frasco de tamaño normal en farmacia, con una capacidad de 150 gramos. Contenía un líquido incoloro. La etiqueta señalaba que la dosis no debía exceder «dos cucharadas soperas»; como de costumbre, ostentaba un número que correspondía al de la receta. Tomó ésta en una mano. Era una mezcla de bicarbonato sódico y ácido prúsico; estaba aconsejada para aliviar cualquier indigestión. Observó la fecha y de inmediato se acordó de una de las contadas ocasiones en las que requirió los servicios de un doctor en medicina. En una cena que celebraron unas amistades suyas tuvo lugar un serio accidente. Ella había comido con generosidad un plato determinado por efecto del cual otros invitados tuvieron graves padecimientos. En su caso, tan sólo sufrió una pesada digestión, nada más. El médico le recetó un medicamento en consonancia. Tan sólo había tomado una dosis, pues su muy saludable constitución física la animaba a despreciar la medicina. El resto de la mezcla seguía intacto en el frasco.
Lo pensó otra vez, y volvió a la repisa de la chimenea para tomar el segundo frasco.
Contenía también un líquido incoloro, aunque su tamaño no llegaba ni siquiera a la mitad del primero. No había tomado una sola gota. Dejó pasar el tiempo, observando las diferencias entre ambos frascos con una atención extraordinaria. En este caso obraba en su poder la receta, aunque no fuera la original. La primera línea de la hoja estatuía que se trataba de una copia hecha por el farmacéutico a petición de un cliente. Ostentaba una fecha de tres años atrás. A la receta estaba pegado un pedazo de papel con caligrafía de mujer: «Teniendo en cuenta tu envidiable salud y tu fortaleza, querida, pensé que serías la última persona del mundo que necesitara un tónico. Sin embargo, ésta es mi receta si de veras quieres poseerla. Pon mucho cuidado en tomar la dosis adecuada, porque contiene veneno». La prescripción contenía tres ingredientes: estricnina, quinina y ácido nitro-hidroclorídrico, la dosis era de quince gotas disueltas en agua. La señora Farnaby prendió una cerilla y quemó las líneas que le había escrito su amiga. «Hace ya mucho tiempo que pensé en quitarme la vida -reflexionó-. ¿Por qué no lo hice entonces?»
Destruido el papel, dejó la receta contra la indigestión en el neceser; vaciló unos instantes y abrió la ventana del dormitorio. Daba a un patio pequeño y desierto. Arrojó el peligroso contenido del segundo frasco, el más pequeño, por la ventana; luego lo dejó sobre la repisa. Tras otro momento de vacilación regresó a la sala con el frasco de la mezcla y la receta, copiada de las gotas de tónico a base de estricnina en la mano.
Dejó el frasco sobre la mesa y avanzó hasta la chimenea para llamar a la criada. La ansiosa vida que palpitaba en ella, ¿llegó a sentir el propósito fatal que estaba sopesando, y acaso se amedrentó? En vez de llamar a la criada se inclinó hacia el fuego, tratando de entrar en calor.
«Otras mujeres hallarían consuelo en el llanto -pensó-. Ojalá fuera yo como las demás.
Toda la triste verdad acerca de su persona se encontraba en esa melancólica aspiración. No hallaría el consuelo en las lágrimas, no hallaría el perdón del olvido en un simple desmayo. La terrible fortaleza vital de esta mujer no sabía ceder ante la inexpresable tristeza que agarrotaba su alma. invocaba a la resistencia con todas sus fuerzas; la sostenía en una pétrea quietud, en un puño de hierro.
Se apartó del fuego. «¿Qué vileza hay en mí para temer a la muerte? ¿Cuál es, ahora, el sentido de mi vida?» La carta abierta sobre la mesa le llamó la atención. «¡Con esto será suficiente!», se dijo, y la tomó con la intención, por fin, de leerla.
Lo menos que puedo hacer por usted es comportarme como un caballero y ahorrarle todo suspense innecesario. Esta mañana a las diez no me verá, pero por la sencilla razón de que en verdad desconozco dónde encontrar a su hija. Nunca lo he sabido. Ojalá fuera rico y pudiera devolverle su dinero. Como me temo que no podré hacerlo, le daré a cambio un consejo. La próxima vez que le confíe sus secretos al señor Goldenheart, ponga más cuidado y cerciórese de que no la escuche una tercera persona.
Leyó estas líneas atroces sin que visiblemente se alterase la terrible compostura que la poseía por entero. Mentalmente no hizo el menor esfuerzo por identificar a la persona que la había oído y la había traicionado. Estaba ya moralmente muerta para toda curiosidad y toda emoción corrientes.
El único pensamiento que habitaba en ella era un pensamiento que bien pudiera habérsele ocurrido a un hombre. «Si al menos pudiera echarle la mano al cuello, ¡cómo le arrancaría la vida! Tal como son las cosas...» En vez de seguir su reflexión, arrojó la carta al fuego y tocó la campanilla.
-Lleve esto de inmediato al farmacéutico más cercano -dijo, y dio la receta de la estricnina a la criada-. Y haga el favor de esperar a que el preparado esté listo para traérmelo cuanto antes.
Abrió el cajón cuando estuvo a solas; rasgó todas las cartas y papeles que contenía. Hecho esto, tomó papel y pluma y escribió una carta dirigida a Amelius.
Cuando la criada volvió a la habitación con el preparado, el reloj dio las once.
Capítulo 6
Toff regresó a la casa de campo con las chinelas y las medias.
-¡Hay que ver cuánto te ha costado! -dijo Amelius.
-No ha sido culpa mía, señor -explicó Toff-. Las medias las encontré sin la menor dificultad. Sin embargo, la zapatería más próxima vende un género más bien tosco, y de talla excesivamente grande. Tuve que ir en busca de mi esposa para que me acompañase al establecimiento apropiado. ¡Vea usted! -exclamó, y sacó dos chinelas forradas de seda y acolchadas, con dos rosetones azules-. He aquí un diseño y un acabado realmente dignos de tan bellos pies. Pruébeselas, señorita.
A Sally le centellearon los ojos al ver las chinelas. Se puso en pie y atravesó la habitación cojeando ligeramente. Al observar que aún le dolía al caminar, Amelius la llamó.
-Había olvidado que tienes una ampolla -le dijo-. Antes de ponerte las medias, Sally, deja que te vea el pie. -Se volvió hacia Toff-. Usted que siempre tiene todo a punto, ¿no tendrá a mano una aguja y un hilo de estambre?
El viejo francés respondió con un aire a caballo entre el respeto y el reproche.
-Señor, conociéndome como me conoce -dijo-, ¿duda usted siquiera sea por un momento de que me remiendo la ropa y me zurzo los calcetines? -Se retiró a su dormitorio, en la planta baja, y regresó con un rollo de cuero-. Cuando esté listo, señor -dijo, y desenrolló sus útiles sobre la mesa para enhebrar la aguja mientras Sally se quitaba el calcetín del pie izquierdo.
Se acomodó en una silla junto a la ventana, tal como le sugirió Amelius. Él se arrodilló ante ella para levantar su pie hasta su propia rodilla.
-Vuélvete un poco más hacia la luz -le indicó. Tomó el pie con ambas manos, lo alzó, lo miró..., y de pronto lo dejó caer al suelo.
Sally dio un grito de alarma y Toff se acercó a la ventana.
-¡Mire, mire! -dijo ella-. ¡Está enfermo!
Toff ayudó a Amelius a sentarse.
-¡Señor, por Dios! -gritó el viejo, aterrado-. ¿Qué le sucede? -La cara de Amelius había adquirido esa coloración cenicienta y pálida que sólo se ve en hombres de tez saludable cuando las emociones los abruman de súbito. Balbuceó cuando trató de hablar-. ¡Tráigame el brandy! -dijo Toff, y señaló la licorera que estaba sobre la cómoda. Sally se lo llevó de inmediato; el poderoso estimulante revigorizó a Amelius.
-Siento haberle asustado -dijo con debilidad-. ¡Sally! ¡Mi querida, queridísima Sally! Ve por tus cosas; tienes que venir conmigo de inmediato; ya te diré luego el porqué. ¡Dios mío! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? -Se fijó en Toff, que lo miraba extrañado, tembloroso-. ¡Mi buen amigo! No se alarme. También se lo explicaré a usted, pero a su debido tiempo. ¡Venga, vaya por el primer coche de punto que pueda encontrar! ¡Rápido!
Cuando se quedó a solas unos minutos tuvo tiempo de reponerse. Hizo todo lo posible por aprovechar ese tiempo y se preparó para la inminente entrevista que había de mantener con la señora Farnaby.
«He de poner mucho cuidado -pensó, consciente del potentísimo efecto que ese descubrimiento había tenido en su persona-. Ella no cuenta con que yo le lleve a su hija».
Sally volvió junto a él, lista para salir. Pareció temerosa de él cuando se le acercó y la tomó de la mano.
-¿He hecho algo malo? -le preguntó con acento infantil-. ¿Es que piensa mandarme a otro hogar?
El tono con que hizo la pregunta, su manera de mirarlo, hizo estallar toda la contención que Amelius se había impuesto precisamente por ella.
-¡Mi querida niña! -le dijo-. ¿Sabrás aguantar una gran sorpresa? Me muero de ganas de contarte la verdad, pero a duras penas me atrevo. -La estrechó entre sus brazos. Ella temblaba lastimeramente. En vez de contestarle, reiteró su pregunta.
-¿Es que piensa mandarme a otro hogar?
Él ya no pudo soportarlo más.
-Éste es el día más feliz de tu vida, Sally -exclamó-. Voy a llevarte a presencia de tu madre.
La estrechó con fuerza y la miró temeroso de haber hablado con excesiva claridad.
Ella alzó la mirada hacia él, despacio, con temor y con sorpresa. No adoptó ninguna expresión de embeleso; no fue presa de una emoción abrumadora que la llevase a desmayarse en sus brazos. Las sagradas asociaciones que se concitan en torno al mero nombre de la Madre eran asociaciones mentales para ella completamente desconocidas; el hombre que con tanta ternura la abrazaba, el héroe que se había compadecido de ella y la había salvado, era al mismo tiempo padre y madre para su simple mentalidad. Dejó caer la cabeza contra su pecho; por su voz entrecortada se dio cuenta Amelius de que estaba llorando.
-¿Me alejará mi madre de usted? -preguntó-. ¡Oh, prométame que hemos de volver juntos a la casa de campo!
Por el momento, y sólo por el momento, Amelius sintió una gran decepción frente a ella. La simpatía y la generosidad de su naturaleza le guiaban de modo infalible hacia una visión más verdadera de las cosas. Recordó cómo había sido la vida de Sally. Una inexpresable piedad por ella colmó todo su corazón.
-Oh, mi pobre Sally. Ya llega la hora en que no has de pensar como piensas ahora. No haré nada que te pueda desasosegar. No, no llores; debes estar contenta, ser cariñosa y leal con tu madre.
Ella se secó los ojos.
-Haré todo lo que me diga, con tal de que me vuelva a traer con usted -dijo ella.
Amelius suspiró y no añadió más. La llevó consigo, en silencio, con seriedad, cuando el coche de punto estuvo listo.
-Le pago el doble -dijo al cochero cuando le dio las instrucciones- si nos lleva en un cuarto de hora.
Faltaban veinticinco minutos para las doce cuando el coche salió de la casa de campo.
En ese momento, el contraste de sentimientos entre los dos no podía ser más acusado. A medida que Amelius se iba encontrando más agitado, Sally recobró del mismo modo la compostura y la confianza que había perdido. La primera pregunta que le hizo no estuvo relacionada con su madre, sino con el extraño comportamiento que él tuvo cuando se arrodilló para examinarle el pie. Él le respondió y le explicó sucintamente, con toda claridad, a qué obedecía su comportamiento. Cuando le refirió lo que había ocurrido entre su madre y él, Sally mostró tanto interés como perplejidad.
-¿Cómo es posible que me tenga tanto cariño, cuando no ha sabido nada de mí durante todos estos años? -preguntó-. ¿Es mi madre una señora? No le diga dónde me encontró usted; tal vez se avergüence de mí. -Hizo una pausa y miró a Amelius con evidente ansiedad-. ¿Está usted molesto por alguna razón? ¿Me permite que le tome de la mano?
Amelius le dio la mano y Sally quedó satisfecha. Cuando el coche de punto llegó a la casa, la puerta estaba abierta. Salió un caballero vestido de negro con bastantes prisas; miró a .Amelius y lo interpeló nada más bajar éste del coche.
-Le ruego que me perdone, señor. ¿Me permite preguntarle si es usted pariente de la señora que se aloja en esta casa?
-No somos parientes -repuso Amelius-. Tan sólo soy un amigo que le trae buenas noticias.
En el rostro del desconocido asomó una manifiesta compasión no exenta de gravedad.
-Debo hablar con usted antes de que suba -dijo, y bajó la voz al mirar a Sally, que seguía sentada en el coche de punto-. Tal vez disculpe esta libertad que me tomo si le digo que soy médico. Venga un momento al vestíbulo, pero no deje que la damisela le acompañe.
Amelius indicó a Sally que esperase en el coche. Ella vio su aspecto alterado y le rogó que no la abandonase. Él le prometió que dejaría abierta la puerta de la casa, para que ella lo viera mientras estuviesen separados, y se apresuró a entrar en el vestíbulo.
-Lamento decirle que tengo malas, muy malas noticias para usted -comenzó a decir el médico-. El tiempo es vital; debo hablarle con toda claridad. Seguramente sabrá usted que a veces se cometen errores al ingerir el paciente un medicamento que no le corresponde. Bien: mucho me temo que la pobre señora está muriéndose ahí arriba debido a un accidente de ese tipo. Procure mantener la compostura. Tal vez me sea de una gran utilidad si tiene usted la firmeza necesaria para ocupar mi sitio mientras salgo.
Amelius asintió de inmediato.
-Haré todo lo que pueda -respondió.
El médico le miró con intensidad.
-Le creo -dijo-. Escúcheme bien. En este caso, la confusión estriba en haber tomado dos cucharadas de un medicamento cuya máxima dosis aconsejada es de quince gotas disueltas en agua. El fármaco que ha ingerido por error es estricnina. Basta una mínima cantidad de ese veneno para que resulte letal. Ella se ha excedido. Han comenzado las convulsiones. Queda fuera de toda consideración el administrarle un antídoto; la pobre mujer no puede tragar nada. Tengo entendido que el opio puede ser un recurso para aliviarla; voy en busca del instrumento necesario para inyectárselo. No es que tenga una gran fe en ese remedio, pero algo hemos de intentar. ¿Tiene usted el valor necesario para reconfortarla si se produce otra convulsión durante mi ausencia?
-¿Cree que sentirá alivio si la sujeto entre mis brazos? -preguntó Amelius.
-Desde luego.
-En tal caso, le prometo que lo haré.
-Tenga cuidado. Debe hacerlo cabalmente. Solo hay dos mujeres en el piso de arriba, y las dos son perfectamente inútiles en esta clase de emergencia. Si la señora aúlla y pide que la sujete, hágalo con todas sus fuerzas, con firmeza y determinación. Si se limita a tocarla (ahora no se lo puedo explicar, pero así es), sólo conseguirá que empeore su estado.
La criada bajó las escaleras mientras hablaban.
-No nos abandone, señor. Creo que va a tener otro ataque.
-Este caballero les ayudará mientras yo esté ausente -dijo el médico-. Una palabra más -dijo a Amelius-. En los intervalos que median entre las convulsiones está perfectamente consciente; es capaz de hablar y de escuchar. Si tiene algún deseo que comunicarle, aproveche bien el tiempo. Es posible que fallezca por el agotamiento en cualquier instante. Regresaré de inmediato. -Se dio prisa.
Tome mi coche de punto -dijo Amelius-, así ahorrará tiempo.
-Pero... Esa damisela...
-Déjela a mi cargo. -Abrió la puerta del coche y tendió la mano a Sally, que bajó en un instante, y el médico salió al galope.
Amelius vio a la criada que los esperaba en el vestíbulo. Habló con Sally; antes de entrar en la casa le dijo, con toda consideración y dulzura, lo mismo que acababa de saber.
-¡Cuántas esperanzas tenía para ti! -dijo-. ¡Y que todo haya tenido este penoso final...! ¿Tendrás el valor de aguantar si te llevo junto a su lecho? Un buen día te alegrarás, querida mía, de recordar al menos que consolaste y diste ánimos a tu madre en sus últimos momentos sobre la tierra.
Sally le puso la mano sobre la suya.
-Iré a donde sea necesario -dijo con voz queda- con tal de ir con usted.
Amelius la condujo a la casa. Apiadándose de su juventud, la criada comenzó a reprocharle sus intenciones.
-Oh, señor. No deje que esa pobre damisela vea el terrible espectáculo que...
-Sé que lo dice con buena intención -la interrumpió Amelius- y se lo agradezco. Si supiera usted lo que yo sé, también la llevaría al piso de arriba. Indíquenos el camino.
Sally lo miró en silencio, con respeto, cuando siguieron a la criada. No era el mismo hombre de siempre. Tenía el ceño fruncido y los labios cerrados con fuerza; apretaba la mano de la muchacha con tanta fuerza que le hacía daño. Su latente fuerza de voluntad -esa resolución reservada, fina y firmemente entrelazada en la naturaleza de un hombre tan sensible- lo disponía a afrontar la durísima prueba que se avecinaba. Si lo hubiera visto en ese momento, el médico no habría tenido dudas de que haría lo que debía hacer.
Llegaron al rellano del primer piso.
Antes de que la criada pudiese abrir la puerta de la sala se oyó un estremecedor chillido que rasgó el silencio de la casa. La criada se retiró y se escondió temblorosa en las escaleras. En ese mismo instante se abrió la puerta y salió a la carrera otra mujer aterrorizada.
-¡No puedo soportarlo! -exclamó, y subió corriendo las escaleras, ciega a la presencia de los desconocidos y presa del pánico por completo. Amelius entró en la sala rodeando a Sally con el brazo. Al hacerla sentarse en una silla se volvió a oír el grito. Esperó tan sólo a fortalecerla con una palabra, una mirada, antes de entrar en el dormitorio.
Por un instante, tan sólo un instante, permaneció inmóvil, presa del terror, en presencia de la mujer envenenada.
La acción de la estricnina retorcía todos los músculos de la mujer en una convulsión semejante a una tortura. Tenía las manos cerradas con todas sus fuerzas, la cabeza vuelta hacia atrás; arqueaba el cuerpo, rígido como un barrote de hierro, para separarlo del lecho, y descansaba apoyada tan sólo sobre la cabeza y los talones. Los ojos en blanco, los labios torcidos y los dientes apretados con fuerza daban miedo. Afrontó ese miedo. Tras un solo instante de vacilación, lo encaró con aplomo.
Sin darle tiempo a chillar de nuevo la tomó con ambas manos. El pleno ejercicio de sus fuerzas a duras penas fue suficiente para contener las frenéticas palpitaciones de la convulsión en el momento en que llegaban al clímax. Poco faltó para que se cayera de la cama. Cuando llegó lo peor, Amelius estuvo a la altura de la confianza que había sido depositada en su persona, y siguió entregado con fidelidad a su obra de misericordia. Poco a poco notó que menguaba la resistencia del cuerpo. Comenzó a remitir el paroxismo. Vio cómo en sus ojos se apagaba aquella mirada demencial, vio que los labios se relajaban. Se hundió el cuerpo torturado en el lecho y pareció descansar; comenzó a sudar copiosamente y cayeron sus lánguidas manos a ambos costados. Se le cerraron un instante los párpados; los abrió con debilidad. Lo miró.
-¿Me reconoce? -le preguntó inclinado sobre ella.
-¡Amelius! -contestó ella con un tenue susurro. Se arrodilló a su lado y le besó la mano.
-Si le digo una cosa, ¿me podrá escuchar?
Ella volvió a respirar con gran agitación; el pecho subía y bajaba, agobiado por la opresión. Al tomarla en sus brazos para ayudarla a incorporarse en la cama le llegó a los oídos la voz de Sally.
-¡Déjeme entrar con usted, se lo ruego! ¡Me da miedo estar aquí a solas!
Aguardó antes de indicarle que entrase, contemplando la carta que descansaba sobre su pecho. Una sombra grisácea comenzaba a apoderarse de ella; una humedad fría y pegajosa le causó un escalofrío cuando le llevó la mano a la frente. Se volvió hacia la habitación contigua. La muchacha se había aventurado hasta la puerta; él la hizo pasar. Entró con timidez y permaneció a su lado mirando a su madre. Amelius le indicó que ocupara su lugar.
-Rodéala con los brazos -le susurró-. ¡Sally, dile quién eres! ¡Díselo con un beso!
Las lágrimas de la muchacha comenzaron a rodar copiosas por sus mejillas cuando apretó los labios contra la mejilla de su madre. La moribunda la contempló con una mirada de curiosidad, sin esperanza; luego miró a Amelius. La duda que le velaba los ojos era muy difícil de soportar. Disponiendo los almohadones de modo que pudiera seguir erguida en la cama, indicó a Sally que se acercase a él y le quitó la chinela. De nuevo miró a la cama, de nuevo se estremeció. Con que sólo pasara un momento, tal vez ya fuese demasiado tarde. Con el cortaplumas desgarró la media y, elevando el pie hasta la cama, lo depositó sobre el regazo de la madre.
-¡Su hija, es su hija! -exclamó-. ¡He encontrado a su queridísima hija! ¡Por Dios santo, despierte! ¡Mírela!
Ella le oyó. Alzó con dificultad la cabeza. Miró. Supo. Durante un espantoso momento, las fuerzas vitales que ya la abandonaban acudieron en su auxilio y expulsaron a la Muerte de su seno. Sus ojos brillaban, radiantes e inundados por la divina luz del amor materno; se le escapó un exultante grito de embeleso. Lentamente, muy lentamente, se inclinó hasta apoyar la cara sobre el pie de su hija. Con un tenue suspiro de éxtasis se lo besó. Pasó ese momento... y la cabeza inclinada ya no volvió a erguirse. El último latido de su corazón fue un latido de alegría.
LIBRO OCTAVO
Decide la señora naturaleza
Capítulo 1
El día que había testimoniado el reencuentro de la madre con la hija, aunque sólo para verlas despedirse para siempre en este mundo, había avanzado hacia el crepúsculo.
Amelius y Sally de nuevo estaban juntos en la casa de campo, sentados frente a la chimenea de la biblioteca. Nada alteraba el silencio reinante. Sobre la mesa, cerca de Amelius, yacía la carta que la señora Farnaby le había escrito la mañana misma de su muerte.
Había encontrado la carta, con el sobre sin cerrar, en el suelo de su dormitorio; por fortuna, la había guardado antes de que la casera y la criada se aventurasen a entrar en la habitación. El médico, que regresó minutos más tarde, había advertido a las dos mujeres que tendría lugar una investigación por parte de las autoridades, y en vano previno a todos los presentes de que tuviesen cuidado con lo que dijeran y con lo que hicieran. No sólo el fallecimiento, sino también un descubrimiento que se produjo después y que sirvió para revelar el nombre de la desdichada mujer por aparecer bordado en sus ropas -demostrando que había empleado un nombre falso cuando se alojó en casa de la señora Ronald-, dieron pie a no pocos cuchicheos que menudearon por el barrio en cuestión de pocas horas. En semejantes circunstancias, la catástrofe apareció recogida en un solo párrafo en los periódicos vespertinos; en tal información se incluyó el nombre de la difunta por el bien de cualquier familiar que pudiera desconocer aún el luctuoso acontecimiento. Si la casera hubiese encontrado la carta, con toda probabilidad esa circunstancia habría formado parte de la información que se publicó, y el secreto de la vida y la muerte de la señora Farnaby habría quedado expuesto a las habladurías del público en general.
Puedo confiar en usted y solamente en usted -escribió a Amelius-, para que cumpla los últimos deseos de una mujer moribunda. Usted me conoce, y sabe bien con cuánto afán aguardaba yo la perspectiva de llevar una vida feliz y retirada en compañía de mi hija. La única esperanza que me mantuvo con vida ha resultado un cruel desengaño. Esta misma mañana he descubierto, más allá de toda duda, que he sido víctima de unos desgraciados que me mintieron y me tuvieron engañada desde el principio. Si fuera yo una mujer más feliz, tal vez dispusiera de otros afanes que me ayudaran a sobrellevar este pavoroso desastre. Siendo como soy, la Muerte es el único refugio que me queda.
Mi suicidio sólo ha de ser conocido por usted. Hace algunos años se me ocurrió la idea de mi autodestrucción, bien que disimulada bajo el disfraz de un sencillo error. Siempre tuve los medios a mi alcance, medios muy sencillos, con la convicción de que tal vez todo terminase de este modo. Cuando usted lea esta carta, yo ya descansaré para siempre. Hará usted lo que aún debo pedirle; lo hará con misericordia y en recuerdo de mi persona; de eso estoy segura.
Le queda una larga vida por delante. Amelius. Mi estúpido encaprichamiento con respecto a usted y a mi hija perdida todavía persiste en mi ánimo; todavía pienso que tal vez sea posible que usted la encuentre con el transcurso de los años.
Si así sucediera, le imploro en nombre de la ternura y la compasión que tuvo usted hacia mí que no diga absolutamente a nadie que es mi hija; si John Farnaby aún viviera por entonces, le prohíbo terminantemente, con la autoridad que pueda tener una amiga que se muere, que le permita verla; no le deje saber siquiera que existe tal persona. ¿Tal vez no logra usted entender cuáles son mis motivos? En tal caso, le haré una vergonzosa confesión que le ayudará a esclarecerlos, y se la haré ahora que sé bien que ya nunca nos volveremos a ver. Mi hija nació antes de que yo me casara; el hombre que se convirtió en mi esposo -un hombre de baja extracción, debo decirlo- era el padre de la misma. Se basó en esta desgraciada circunstancia para obligar a mis padres a entregarle toda su fortuna; por ello me desposó. Ahora sé bien lo que antiguamente tan sólo sospechaba de manera más bien vaga, y es que abandonó adrede a su bija por considerarla un posible estorbo, un escándalo tal vez perjudicial para la próspera trayectoria que le aguardaba en esta vida. ¿Cree ahora que es demasiado lo que le pido cuando le ruego encarecidamente que jamás hable de mi hija perdida con ese hombre maligno, que obró contra natura? En cuanto a la fama que yo pueda tener, no es en mí en quien pienso ahora. Ahora que la Muerte está muy cerca, a mi lado, pienso en mi pobre madre y en todo lo que hubo de sufrir y sacrificar por mí para salvarme de la desgracia que tan merecida me tenía. Es por ella, y no por mí, por lo que le pido que guarde silencio con los amigos y los enemigos si es que le preguntan quién es mi hija, con la sola excepción de mi abogado. Hace ya muchos años que puse en sus manos los medios de donar una pequeña provisión de fondos para mi hija, con la esperanza de que viva lo suficiente para disfrutarla. En caso de necesidad, muéstrele esta carta para que no haya duda alguna.
Procure no olvidarme, Amelius, pero tampoco se apene por mí. Voy hacia mi muerte como puede ir usted hacia el sueño cuando está fatigado. Le dejo mi amor y mi agradecimiento; usted siempre ha sido bueno conmigo. Ya no hay más que escribir. Oigo que la criada ha vuelto de la farmacia y que me trae la liberación final de la pesada carga que me supone esta vida sin esperanzas. ¡Ojalá sea usted más feliz de lo que yo he sido! ¡Adiós!
Así se despidió para siempre. Sin embargo, la fatal relación de la desdichada mujer y de sus penas con la vida y la fortuna de Amelius todavía no había terminado.
Amelius no tuvo ni vacilaciones ni recelos a la hora de tomar la resolución de cumplir con el natural respeto los deseos de la difunta. Ahora que la muy triste historia del pasado le había sido revelada sin reservas de ninguna clase, se sentía obligado por el honor, incluso sin instrucciones que lo guiasen, a mantener en secreto el descubrimiento de la hija, aunque fuera sólo por la madre. Con esa convicción leyó la carta que tanto lo turbó. Con esa convicción se dispuso a salvaguardarla bajo llave.
Nada más guardar la carta en lugar seguro, en uno de los cajones de su escritorio, llegó Toff con una tarjeta de visita para anunciarle que un caballero deseaba verle. Amelius miró la tarjeta y se sorprendió al ver el nombre del «señor Melton». Había escrito un mensaje a lápiz: «He venido a visitarle por un asunto de la mayor importancia». Preguntándose qué podía desear de él su rival de mediana edad, Amelius indicó a Toff que lo hiciera pasar.
Sally se puso en pie de un salto por su inveterada desconfianza frente a los desconocidos.
-¿Puedo marcharme antes de que llegue? -le preguntó.
-Como quieras -le respondió Amelius muy tranquilo.
Ella corrió hacia la puerta de su habitación en el momento en que regresaba Toff para anunciar la llegada de la visita. El señor Melton entró justo antes de que desapareciera: vio agitarse su vestido cuando se cerraba la puerta.
-Me temo que he venido a verle en mal momento -dijo mirando hacia la puerta.
Iba perfectamente ataviado; el sombrero y los guantes eran el espejo mismo de la propiedad; se mostró entristecido y cortés, mansamente desconfiado de las faldas fugitivas que había visto por la puerta. Cuando Amelius le ofreció un sillón, lo aceptó con un misterioso suspiro, como si lastimeramente se resignara a la necesidad de tomar asiento.
-No quisiera prolongar esta intromisión -dijo-. Seguramente habrá visto usted la triste noticia en los periódicos vespertinos.
-No he visto los periódicos vespertinos -repuso Amelius-. ¿A qué noticia se refiere?
El señor Melton se recostó en el sillón y expresó su pesar y su sorpresa con perfecto comedimiento, alzando con suavidad sus blancas manos.
-¡Ay, ay, ay! Esto es sumamente triste. Confiaba encontrármelo en pleno conocimiento de los detalles, reconciliado, por así decirlo, con los inescrutables caminos de la Providencia. Permítame hacérselo saber con toda la delicadeza posible. He venido a preguntarle si ha tenido usted noticias de la señorita Regina. ¡Comprenda mis motivos! Sobre este particular no debiera haber inquina entre nosotros. Se trata de una gravísima necesidad, y le ruego que me siga con atención; se trata, como le digo, de una gravísima necesidad, y es preciso que me ponga inmediatamente en contacto con el tío de la señorita Regina. No conozco a nadie que haya tenido la probabilidad de saber algo acerca de los viajeros cuando han transcurrido tan pocos días desde su partida. Tal vez usted... Usted es, en cierto modo, miembro de la familia...
-Alto. Un momento -dijo Amelius.
-¿Cómo dice? -dijo el señor Melton con extremada cortesía, incapaz de entender la razón de tal interrupción.
-En un principio no supe a qué se refería usted -le explicó Amelius-. Se expresa usted, si me disculpa que se lo diga, con demasiados circunloquios. Si en todo momento ha hecho usted alusión al fallecimiento de la señora Farnaby, debo decirle con toda honestidad que estoy enterado.
La insulsa serenidad que denotaba el rostro del señor Melton comenzó a resquebrajarse. En cierto modo se dejó engañar para dar muestras de su elocuencia y su fluidez, tan convencionales, con una selecta modulación de su torrente de voz; por ello, lastimó su autoestima el encontrarse en semejante tesitura.
-Me pareció entender -dijo muy envarado- que no había leído los periódicos vespertinos.
-Tiene usted toda la razón -replicó Amelius-. Ni siquiera los he visto.
-En tal caso, permítame preguntarle -siguió diciendo el señor Melton- de qué modo se ha enterado usted de la muerte de la señora Farnaby.
Amelius respondió con su franqueza de siempre.
-Esta misma mañana fui a visitar a la pobre señora sin saber qué había ocurrido. Me encontré con el médico en la puerta; estuve presente cuando murió.
La cuidadosa, educada compostura del señor Melton no estaba hecha a prueba de la revelación que se le acababa de hacer. Como cualquier hombre normal y corriente, prorrumpió en una exclamación de asombro.
-¡Dios santo! ¿Qué significa eso?
Amelius se lo tomó como una pregunta dirigida a él.
-Le aseguro que lo desconozco -dijo con calma.
El señor Melton, al no haber comprendido a Amelius, interpretó sus palabras inocentes como una vulgar interrupción.
-Le ruego que me disculpe -dijo fríamente-. Estaba a punto de explicarme, de modo que entenderá usted enseguida a qué se debe mi sorpresa. Después de ver un periódico vespertino fui de inmediato a hacer mis pesquisas en la dirección que se daba. En ausencia del señor Farnaby, y en calidad de viejo amigo suyo, me sentí obligado a hacerlo. Vi a la casera y, con su ayuda, vi también al médico. Ambos me hablaron de un caballero que había estado de visita por la mañana acompañado de una damisela, un caballero que insistió en que la damisela subiera con él al piso de arriba. Hasta que no me dijo usted que estuvo presente en el momento de la muerte, no me recelaba yo de que fuera usted dicho caballero. Creo que la sorpresa es por mi parte la reacción más natural que cabe. Difícilmente podía esperar nadie que yo supiera de su confianza con la señora Farnaby, y menos que conociera el domicilio en que se había retirado. En cuanto a la damisela, me siento de todo punto incapaz de entender...
-Con que entienda usted que las personas de esa casa le han dicho la verdad en lo que a mí respecta -le interrumpió Amelius-, espero que le sea suficiente. En cuanto a la damisela, le ruego que me disculpe por hablar con toda claridad. No tengo nada que decir acerca de ella, ni a usted ni a nadie.
El señor Melton se puso en pie con absoluta dignidad, en plena posesión de sus facultades vocales.
-Permítame asegurarle -señaló con gélida cortesía- que no es mi deseo obligarle a que confíe en mí. Un apunte sí que me permitiré hacerle. Le ha de ser muy fácil, qué duda cabe, conservar sus secretos mientras hable conmigo. En cambio, me temo que tendrá ciertas dificultades si pretende mantener esa misma actitud con las autoridades y el jurado. Y supongo que será usted consciente de que se le citará a declarar en calidad de testigo a lo largo de la investigación.
-A tal fin le dejé al médico mi nombre y mi dirección -replicó Amelius con la misma calma de siempre-, y estoy más que dispuesto a ser testigo y relatar lo que vi en el lecho de muerte de la pobre señora Farnaby. Sin embargo, aunque me interrogasen todos los comisarios de Inglaterra sobre cualquier otro asunto, tan sólo les diría lo que acabo de decirle.
El señor Melton sonrió con bien sazonada ironía.
-Ya lo veremos -dijo-. Entretanto, supongo que puedo pedirle, por el interés de la familia, que me remita la dirección de la señorita Regina tan pronto como tenga noticias de ella. No dispongo de otro medio para comunicarme con el señor Farnaby. Respecto al triste suceso, debo añadir que me he ocupado de los preparativos del funeral, de pagar las pequeñas deudas que pueda haber dejado la difunta, etcétera. En calidad de viejo amigo y representante del señor Farnaby...
La conclusión de la frase la interrumpió la aparición de Toff, que traía una nota y se disculpó por la intromisión.
-Le ruego que me disculpe, señor, pero hay una persona que espera. Dice que es preciso firmar el recibo. La caja que ha traído se encuentra en el vestíbulo.
Amelius examinó el papel: era un documento formal en el que se reconocía el recibo de las prendas de Sally que le habían devuelto las autoridades del hogar. Al tomar la pluma para firmar el recibo, miró hacia la puerta de la habitación contigua. El señor Melton, al observar su mirada, se dispuso a retirarse.
-No deseo molestarle por más tiempo -dijo-. Tiene usted mi tarjeta. Buenas noches.
Al salir se cruzó con una mujer de edad que aguardaba en el vestíbulo. Toff se apresuró a abrirle la cancela del jardín y se encontró con la desabrida voz del cochero que la esperaba. La señora a la que había llevado a la casa de campo no le había pagado lo que le debía; se proponía cobrar esa cantidad a toda costa, o bien averiguar la dirección de la señora y exigirle el pago. Al cruzar el camino, el señor Melton oyó la voz de la mujer; disponía del recibo y lo había seguido al salir. En la discusión sobre tarifas y distancias que se emprendió a sus espaldas, las dos partes en liza mencionaron varias veces el nombre y la dirección del hogar. En poder de esta información, el señor Melton consultó en su club un directorio en el que figuraba un epígrafe titulado «Instituciones de caridad» y resolvió el misterio de las faldas que había visto desaparecer tras la puerta. Había descubierto a una interna de un orfelinato de mujeres descarriadas, ¡nada menos que en la casa del hombre al que estaba prometida Regina en matrimonio!
El correo de la mañana siguiente llevó a Amelius una carta de Regina. Estaba fechada en un hotel de París. Su querido tío, había sobrestimado sus propias fuerzas. Se había negado a pasar la noche descansando en Boulogne; tan grave había sitio el padecimiento debido a la fatiga causada por el largo viaje que se vio obligado a guardar cama desde su llegada. El médico inglés al que consultaron declinó decirle en qué momento podría volver a emprender el viaje, pues se encontraba muy escaso de fuerzas. Tras informarle con el debido esmero acerca de la opinión del médico, Regina se tomó la libertad de permitirse una expresión de afecto y de asegurar a Amelius la necesidad que sentía de conocer noticias suyas tan pronto le fuera posible. De nuevo, la salud de su «querido tío» volvía a ser su primera consideración. Al disculparse por haber escrito la carta con tantas prisas, de nuevo adujo la delicada situación del señor Farnaby. El pobre convaleciente padecía una seria depresión; en su enfermedad, su único consuelo consistía en que su sobrina le leyera; de hecho, en ese mismo momento la requería. La inevitable posdata contenía una suave efusión de cariño. «¡Ojalá pudieras estar con nosotros! Por desgracia, no puede ser».
Amelius copió la dirección y la remitió de inmediato al señor Melton.
Era el día 24 del mes. Ese día no salió de Londres el primer tren de la mañana, y la investigación sobre las causas de la muerte de la señora Farnaby quedó aplazada hasta el 26 para que las autoridades del caso resolvieran otros asuntos pendientes. Tras su entrevista con Amelius, el señor Melton decidió que la situación era suficientemente grave y tan urgente como para que él mismo siguiera a su telegrama a París. Allí comunicaría al señor Farnaby lo que había descubierto en la casa de campo, amén de añadir lo que había sabido por la casera y por el médico, dejando que el tío actuase a su entera discreción para defender los intereses de la sobrina. No se paró a preguntarse si dicho acto no convenía también a sus propios propósitos en calidad de pretendiente de la mano de Regina. Al menos por el momento no era su deber cuidarse de sus propios asuntos.
Esa noche, los dos caballeros mantuvieron una consulta privada en París. El médico había certificado previamente que su paciente no estaba en condiciones de emprender el viaje de regreso a Londres bajo ningún concepto.
Una vez discutida y resuelta la necesidad de proceder a una investigación formal sobre las causas de la muerte de la señora Farnaby, el señor Melton se lanzó de lleno a relatar las obligaciones que la amistad exigía imperativamente de él. Con gran asombro y alarma por su parte, el señor Farnaby se incorporó en su lecho como si fuera presa del pánico.
-¿Ha dicho usted -balbució en cuanto pudo hablar- que se propone investigar a dicha... dicha muchacha?
-Desde luego, habida cuenta de la situación que ocupa el señor Goldenheart en su familia, me parece lo más deseable.
-¡Ni se le ocurra! No le diga nada a Regina ni a nadie. Espere a que me reponga, deje que yo me ocupe del asunto. Yo soy el más indicado, ¿o es que no se da cuenta? Además, durante la investigación es posible que se hagan determinadas preguntas. Alguna impúdica sabandija tal vez quiera meterse donde no le llaman. En el momento en que regrese usted a Londres, contrate a un abogado que nos represente; que sea el profesional más agudo que pueda usted pagar. Dígale que ponga coto a todas las preguntas que no hagan al caso. Quién pueda ser la muchacha, o por qué la llevó ese maldito socialista de Goldenheart al piso de arriba... Ésos son asuntos que nada tienen que ver con el modo en que haya fallecido mi esposa. ¿Lo entiende? En usted confío, Melton, para que así se haga. Cuanto menos se diga en el transcurso de esa infernal investigación, mejor para todos. En la situación en que me hallo ahora, sería un riesgo que mis enemigos sin duda aprovecharían. Estoy demasiado enfermo para afrontar esa posibilidad. No, no llame a Regina. Vaya con ella a la sala de estar y pida algo de comer y de beber al camarero. Por Dios, no se retrase usted y coja el tren de Boulogne mañana a primera hora.
Una vez a solas, el señor Farnaby dio rienda suelta a su furia. Maldijo a Amelius y lo tachó de improperios que no cabe poner por escrito.
Había quemado la carta que la señora Farnaby le escribió al despedirse de él para siempre, pero no había quemado ni borrado de su memoria las palabras que contenía esa carta. Con las palabras su esposa presentes en su ánimo, después de lo que le dijo el señor Melton sólo pudo alcanzar una conclusión: Amelius estaba implicado en el descubrimiento de su hija abandonada y había llevado a la muchacha al lecho de muerte de su madre. Con sus estúpidas ideas socialistas era perfectamente capaz de reconocer la verdad si se le preguntaba al respecto. La reputación intachable que John Farnaby se había forjado a lo largo de una vida de hipocresía y de egoísmo estaba a merced de un joven loco y visionario, convencido de que los ricos debían obrar en beneficio de los pobres, y que además se proponía regenerar la sociedad reviviendo la moralidad obsoleta de los primitivos cristianos. ¿Era acaso posible que llegase a un acuerdo con una persona semejante? No disponían de un solo palmo de terreno en común. Se dejó caer, desesperado, en los almohadones; permaneció un rato tendido, con el ceño fruncido y mordiéndose las uñas. De pronto se volvió a incorporar y se secó el sudor de la frente no sin antes soltar un profundo suspiro de alivio. ¿Acaso su enfermedad le nublaba la inteligencia? ¿Cómo no se había dado cuenta de la facilísima manera de salir del aprieto que le ofrecía la situación misma? «He ahí un hombre, prometido a mi sobrina -se dijo-, al cual se le ha descubierto con una muchacha en su casa de campo, y que incluso tuvo la audacia de llevarla consigo cuando fue a visitar a mi esposa». Lo propio era acusarlo con toda naturalidad, romper el compromiso matrimonial públicamente, con pleno conocimiento de la sociedad; si ese disoluto libertino tratara de defenderse diciendo la verdad, ¿quién iba a creerlo, cuando habían visto a la muchacha salir corriendo de su habitación, y cuando además se negaba a revelar su identidad por más que se le preguntase?
Así, desconocedor de las últimas instrucciones que dio su esposa a Amelius, e ignorando por igual el compasivo silencio que guarda un hombre de honor cuando tiene a su merced el buen nombre de una mujer, el desdichado siguió intrigando sin ninguna necesidad, empeñado en restituir su reputación, aunque no sin ver todas las cosas, como suele suceder a tales individuos, a la difusa luz de su propia vileza y crueldad. No le animaba ninguna emoción emparentada con la vergüenza o el remordimiento al contemplar este segundo sacrificio, en aras de sus propios intereses, de la hija a la que ya abandonó en su más tierna infancia. Si le quedaba algún recelo, era sólo en lo tocante a sí mismo. Le palpitaban las sienes, tenía la lengua seca; de pronto sospechó que su malestar iba en aumento. Bebió un sorbo de limonada que tenía en la mesilla y se tendió con la intención de dormir.
No le fue posible; le ardían los ojos, el corazón le latía de manera irregular, no lograba conciliar el sueño. Al menos en cierta medida, la venganza parecía haber encontrado el camino hacia él.
El señor Melton, que administraba con delicadeza su simpatía y sus consuelos a Regina -por su naturaleza afectuosa, sentía en lo más hondo la calamidad que había su puesto la muerte de su tía-, resultó de gran utilidad al leerle en voz alta ciertos poemillas devotos que Regina tenía en alta estima. De pronto lo llamó el camarero.
-Acabo de pasar a ver al señor Farnaby -dijo-, y mucho me temo que se encuentra peor.
Mandaron llamar al médico. Pensó que era tan serio el estado de su paciente que obligó a Regina a contratar los servicios de una enfermera. Cuando el señor Melton emprendió el viaje de regreso a la mañana siguiente, dejó a su amigo con una fiebre muy alta.
Capítulo 2
La investigación en torno a las circunstancias de la muerte de la señora Farnaby comenzó el día siguiente a mediodía. El señor Melton sorprendió a Amelius exigiendo su presencia. El coche de punto hizo un alto a mitad de camino y se les sumó un individuo que le fue presentado como el consejero del señor Melton en materia legal. Habló con Amelius sobre la investigación; como excusa por hacer determinadas preguntas, le comunicó que su finalidad era suprimir toda revelación que pudiera resultar dolorosa para los implicados. Al llegar a la casa, el señor Melton y su abogado departieron un instante con el comisario mientras se constituía el jurado del caso en el piso de arriba.
El primer testigo al que se interrogó fue la casera.
Tras indicar la fecha en que la difunta señora Farnaby le había alquilado las habitaciones y verificar la información que apareció en los periódicos, se le preguntó por la vida que llevaba y las costumbres que tenía la difunta. Describió a su inquilina y dijo que era una señora respetable, puntual en sus pagos, silenciosa y ordenada; recibía algunas cartas, pero no veía a nadie. En algunas ocasiones sí fue a visitarla una mujer de edad; tales visitas parecían sentar bien a la difunta. Cuando se le preguntó si sabía algo de dicha mujer o de lo que habían hablado durante sus entrevistas, contestó que no estaba al corriente. Cuando llegaba la mujer, siempre indicaba a la criada que la anunciase diciendo que era «la enfermera».
Se interrogó después al señor Melton para que demostrase la identidad de la difunta.
Declaró que era de todo punto incapaz de explicar por qué había abandonado el hogar de su marido y había asumido un nombre falso. Cuando se le preguntó si el señor y la señora Farnaby habían convivido afectuosamente, reconoció que en varias ocasiones había tenido noticia de que la armonía brillaba entre ellos por su ausencia, aunque desconociera las causas. El carácter del señor Farnaby y su posición en el mundo del comercio hablaban por sí solos: la contención propia de un caballero guiaba su modo de relacionarse con su esposa. Luego mostró el certificado de su enfermedad extendido en París, y así terminó el testimonio del señor Melton.
El tercer testigo fue el farmacéutico que había preparado el medicamento. Conocía a la mujer que le llevó la receta; estaba al servicio del primero de los testigos que prestaron declaración, una señora que era cliente suya desde antiguo y que era una residente muy respetada de la zona. Él mismo se ocupaba de preparar todas las recetas en cuya composición entrasen ingredientes venenosos; en el frasco colocó de hecho una etiqueta que decía «Veneno» en grandes caracteres. Expuso e identificó el frasco en cuestión; las indicaciones de la receta figuraban copiadas con exactitud en la etiqueta.
La aparición del siguiente testigo causó un revuelo considerable: era la criada. Se daba por supuesto que su declaración explicaría cómo tuvo lugar el fatal error relativo al medicamento: tras responder a las preguntas de turno, pasó a explicar lo siguiente:
-Cuando oí la campanilla y acudí a su llamada en el momento que ya he indicado, me encontré a la difunta de pie ante la chimenea. Sobre el escritorio había depositado un frasco de medicina. Era mucho más grande que el identificado por el anterior testigo; aún contenía tres cuartas partes de un líquido incoloro. La difunta me entregó una receta que yo debía llevar al farmacéutico y aguardar allí a que preparase el medicamento para llevárselo de inmediato. «Esta mañana no me encuentro nada bien; he pensado que este medicamento me ayudaría a reponerme», dijo señalando el frasco del escritorio, «pero no estoy segura de que sea lo que más me conviene. Creo que me hace falta un tónico. La receta que le acabo de dar es la de un tónico especialmente aconsejado.» Fui enseguida a la farmacia y esperé hasta que estuvo listo. A mi regreso la encontré escribiendo una carta que acabó de inmediato y apartó de delante de sí. Cuando dejé sobre la mesa el frasco que le llevé de la farmacia, ella contempló el otro frasco, el más grande, que tenía a su lado. «Pensará que estoy indecisa», me dijo. «Desde que la envié al farmacéutico», añadió, «he pensado si no sería mejor que probase este medicamento antes de tomar el tónico. Es una medicina para el estómago, y tal vez lo que tenga no sea sino una simple indigestión» «Señora», le dije, «esta mañana ha desayunado muy poca cosa. No seré yo quien le dé consejos, pero como quiera que parece dudar, ¿no sería mejor que llamase al médico?» Ella negó con un gesto y dijo que, mientras pudiera evitarlo, prefería no tener trato con los médicos. «Probaré primero el medicamento contra la indigestión», me dijo; «si no me alivia, ya veremos después qué se puede hacer.» Mientras hablábamos, el tónico quedó en el envoltorio sellado, tal como lo traje de la farmacia. Tomó el frasco que contenía el medicamento para el estómago y leyó las instrucciones: «Dos cucharadas diluidas en agua, en vaso de medida, dos veces al día». Le pregunté si tenía un vaso de medida y dijo que sí; me envió al dormitorio a buscarlo. Mientras procedía, la oí exclamar algo y volví a la sala a ver qué sucedía. «¡Oh!», dijo, «qué torpe soy. Se me ha roto el frasco.» Sostenía en alto el frasco de la medicina para el estómago, que se le había partido por debajo del cuello sin que se derramase el contenido. «Vuelva al dormitorio y vea si encuentra un frasco vacío; no quisiera que se me echase a perder este medicamento.» Sólo había un frasco vacío en el dormitorio, sobre la repisa de la chimenea. Se lo llevé de inmediato; me dio el frasco roto y, mientras vertía el medicamento en el frasco que encontré en el dormitorio, ella abrió el envoltorio del tónico que le llevé de la farmacia. Cuando hube terminado, los dos frascos quedaron sobre la mesa: el que había rellenado y el que le llevé de la farmacia. Me di cuenta de que los dos eran del mismo tamaño y que ambos llevaban una etiqueta que decía «Veneno». «Tenga usted cuidado, señora», le dije; «los dos frascos son exactamente iguales». «Eso tiene fácil solución», me dice; mojó la pluma en el tintero y copió las instrucciones del frasco roto en el frasco que yo le había vuelto a llenar. «Hecho», me dijo. «¿Así se quedará usted tranquila?. Me lo dijo en son de chanza, como si bromease conmigo. «¿Dónde está el vaso de medida?» Volví al dormitorio a buscarlo, pero tampoco lo encontré. Cambió de pronto su estado de ánimo; se enojó, comenzó a caminar de un lado a otro, echándome en cara mi falta de diligencia. Me pareció muy impropio de ella, porque siempre se mostraba muy considerada. No le di mayor importancia, pues la había visto muy alterada a primera hora de la mañana, cuando recibió una carta que, según me dijo, contenía malas noticias. Y sí, en ese momento estaba presente otra persona, la mujer de edad a la que se refirió mi señora. La mujer contempló la dirección de la carta como si supiera de quién provenía. Le dije que la había traído a la casa un hombre bizco y ella salió de inmediato. Sin decir palabra, bajé por un vaso pequeño y una cuchara para que midiera el medicamento. Ella no se fijó en mí. Al subir y ver que no estaba con ánimo de hablar, me marché. No volví a verla hasta que nos alarmó su chillido. Encontramos a la pobre señora en el suelo, como si acabara de tener un ataque. Fui corriendo en busca del médico más cercano. Ésta es toda la verdad del caso, lo juro; esto es todo lo que sé.
Llamaron a la señora de la casa por petición expresa del jurado, y de nuevo la interrogaron acerca de la mujer de edad. No supo aportar más información. Cuando se le preguntó si se habían encontrado papeles o cartas que pertenecieran a la difunta, o que ella hubiera escrito, afirmó que, tras una búsqueda a fondo, sólo se habían descubierto dos recetas médicas. El escritorio estaba vacío.
El médico fue el testigo siguiente.
Describió el estado en el que se encontró a la paciente cuando le llamaron para que acudiera a la casa. Sus síntomas eran los típicos de un envenenamiento por estricnina. Al examinar las recetas y los frascos con la ayuda de la información que le proporcionó la criada, quedó convencido de que la difunta había cometido un fatal error, la naturaleza del cual explicó al jurado tal como se la había relatado a Amelius. Una vez señalado su encuentro con Amelius en el portal de la casa y los acontecimientos que se sucedieron, terminó su intervención reseñando el resultado de la autopsia. La muerte fue causada por ingestión de estricnina.
La dueña de la casa y la criada fueron de nuevo llamadas a declarar. Se les instruyó que indicaran al jurado con toda exactitud el tiempo que había transcurrido entre el momento en que la criada dejó a solas a la difunta en su salita de estar y el momento en que se oyeron sus primeros gritos. Como ambas manifestaron lo mismo a este respecto, se les preguntó si, aparte de la mujer de edad, alguien más había visitado a la difunta, o si tal vez acudió alguien a la casa con la intención de visitarla. Las dos afirmaron que no había llamado nadie a la casa, que la cancela del jardín estaba cerrada y la llave obraba en poder de la dueña. Habida cuenta de este indicio, quedó comprobado que la difunta había ingerido el veneno por sus propios medios. Tan sólo quedaba por aclarar si lo había ingerido por accidente o no, y Amelius fue llamado a declarar.
El abogado contratado por el señor Melton para presenciar el interrogatorio en nombre del señor Farnaby no había intervenido hasta el momento. Quedó sin embargo patente que prestaba una gran atención al proceso, sobre todo cuando llegó a este punto.
Amelius se mostró nervioso en principio. Su educación norteamericana, que tan bien le había preparado para hablar en público sobre cuestiones sociales y políticas, en modo alguno le sirvió para afrontar la dura prueba que le supuso su primera aparición en calidad de testigo. Una vez contestadas las preguntas de costumbre, se le vio tan dolorosamente agitado al describir el sufrimiento de la señora Farnaby que el comisario suspendió el interrogatorio durante unos minutos con la esperanza de que se controlase. Sin embargo, no pudo recobrar del todo la presencia de ánimo hasta que hubo terminado la narración de los acontecimientos. Cuando comenzaron las preguntas críticas en lo tocante a su relación con la señora Farnaby, se le notó que alzaba la cabeza y que por vez primera hablaba como un hombre en pleno dominio de sus facultades, resuelto y sosegado.
Siguieron las preguntas:
¿Gozaba de la confianza de la señora Farnaby en lo tocante a sus diferencias domésticas con su esposo? ¿Fueron tales diferencias las que la llevaron a mudarse a otro domicilio distinto del conyugal? ¿Le había informado la propia señora Farnaby del lugar en que se hallaba retirada? A las tres preguntas, con voz firme y clara, el testigo respondió afirmativamente. A continuación, cuando se le interrogó sobre la naturaleza de dichas «diferencias domésticas», y si a su juicio podían haber afectado gravemente el ánimo de la señora Farnaby, así como sobre por qué había asumido un nombre falso y había confiado sus penalidades matrimoniales a un joven como él, a quien conocía tan sólo desde hacía unos meses, el testigo lisa y llanamente rehusó responder a tales preguntas.
-La confianza que la señora Farnaby depositó en mí -indicó al comisario- era una confianza que me obliga, por mi palabra de honor, a respetarla todavía. Una vez dicho esto, tengo la esperanza de que el jurado comprenda que debo a la memoria de la difunta el guardar absoluto silencio sobre tales asuntos.
Se oyó un murmullo de aprobación entre los asistentes, que de inmediato acalló el comisario. El portavoz del jurado se puso en pie y señaló que cualquier escrúpulo propiciado por el honor estaba fuera de lugar en una investigación de semejante profundidad. Nada más oírlo, el abogado comprendió que había llegado su oportunidad y se puso en pie.
-Represento al esposo de la difunta -dijo-. El señor Goldenheart ha apelado al honor para justificar su silencio. Me asombra que haya un solo hombre en esta reunión que no sea capaz de mostrarle la comprensión debida. Comoquiera que tal persona parece estar entre nosotros, pido permiso, señor, para hacer una pregunta al testigo. Puede que satisfaga al portavoz del jurado, puede que no, pero sin duda contribuirá a aclarar el objeto de la presente investigación.
El comisario, tras mirar al señor Melton, permitió que el abogado formulase la pregunta.
-El conocimiento que tiene usted de las desavenencias domésticas de la señora Farnaby, ¿le hace pensar que tuviera motivos para suicidarse?
-Desde luego que no -respondió Amelius-. Cuando fui a visitarla la mañana misma en que murió, no tenía yo recelo alguno en este sentido. Fui a visitarla en calidad de portador de buenas noticias; así se lo dije al médico cuando me recibió en el portal.
El médico confirmó este punto. El portavoz, si no convencido, tuvo al menos que callar. Uno de los componentes del jurado, quien sin duda percibió la fuerza del ejemplo, interrumpió el interrogatorio y formuló a Amelius otra pregunta.
-Tenemos entendido que usted acudió a visitar a la difunta en compañía de una damisela, y que incluso la llevó al piso de arriba. Deseamos saber qué asuntos debía resolver tal damisela en la casa.
El abogado volvió a intervenir.
-Protesto -dijo-. El propósito de esta investigación no es otro que aclarar de qué modo falleció la señora Farnaby. ¿Qué tiene que ver la damisela? Según las declaraciones del médico, ya sabemos que no estaba presente en la casa cuando tuvo efecto la mortífera acción del veneno. Apelo, señores, a las pruebas y a ustedes, así como a usted, comisario, por ser la autoridad competente, para que se remitan a las mismas. El señor Goldenheart, que está familiarizado con las circunstancias de la muerte de la señora Farnaby, ha declarado bajo solemne juramento que en tales circunstancias no hay una sola cosa que le inspire aprensión y le lleve a sospechar que la señora Farnaby pudo haberse suicidado. La declaración de la criada apunta claramente a la misma conclusión a la que ya ha llegado el médico, esto es, que su muerte fue resultado de un lamentable error. Nada más y nada menos. ¿Hemos de perder el tiempo en cuestiones irrelevantes? ¿Han de ser cruelmente lacerados los sentimientos de los parientes de la difunta sin que tal empeño tenga mayor sentido, sólo por satisfacer la curiosidad de los desconocidos?
El público dio muestras de aprobación.
-¡Ya está hecho! -susurró el abogado al señor Melton.
Una vez restablecido el orden, el comisario indicó que la pregunta del miembro del jurado no procedía; añadió que la declaración de la criada, sumada a las del médico y el farmacéutico, eran las únicas pruebas que debía tener el jurado en consideración. Para redondear sus palabras volvió a llamar a Amelius para preguntarle si, en calidad de testigo, sabía algo de la mujer de edad a la que se había aludido con frecuencia en el transcurso de la investigación. Amelius respondió con toda la honestidad con que había contestado a las preguntas anteriores. No sabía ni el nombre de dicha mujer ni su paradero. Con un deje de ironía, el comisario preguntó al jurado si era su deseo aplazar la investigación a tenor de las circunstancias.
Para mantener las apariencias, los miembros del jurado celebraron una consulta. Se acercaba ya la hora del almuerzo; la declaración de la criada era clara y concluyente; el comisario, al reanudar la investigación, pidió al jurado que no olvidase, sino que tuviera muy en cuenta, que la difunta había perdido los estribos con la criada, y que una mujer enojada bien puede cometer un error que de ninguna manera hubiese cometido en caso de estar en pleno dominio de sus facultades. Todas estas influencias se combinaron para terminar por superar de modo absoluto los obstáculos y reparos del jurado. Tras una demora innecesaria, regresaron con el veredicto: «muerte accidental». El secreto del suicidio de la señora Farnaby siguió intacto; la reputación de su vil esposo continuó siendo tan sólida como siempre; la futura vida de Amelius, a partir de ese momento fatal, viró irrevocablemente y adquirió un nuevo tumbo.
Capítulo 3
Concluida la investigación por parte del jurado, como ya no tenía mayor necesidad de Amelius ni del abogado, el señor Melton se fue a solas. Sin embargo, su cortesía era demasiado inveterada para no presentar sus disculpas por tener que marcharse tan de repente; según dijo, confiaba encontrar un telegrama de París cuando llegase a su domicilio. Amelius tan sólo se demoró para preguntar a la dueña de la casa si ya estaba fijado el día del funeral. Al saber que estaba todo dispuesto para la mañana siguiente, le dio las gracias y regresó a la casa de campo.
Sally esperaba su llegada para seguir doliéndose por su desdichada madre. Toff tenía previsto salir con ella para cuidar de sus necesidades, pues debía hacer algunas compras. Sally sentía curiosidad por saber cómo había terminado la investigación. En respuesta a tal pregunta, Amelius puso gran cuidado en advertirle de que dijera en lo sucesivo que su madre había fallecido en muy lamentables circunstancias. Cuando los dos se disponían a salir de la casa, indicó a Toff que permitiera el paso de un desconocido que había concertado una cita previa con él, y que no abriese las puertas de la casa a nadie más. A los pocos minutos hizo acto de presencia la persona cuya llegada se esperaba, un joven que dijo llamarse Morcross, el cual supo desconcertar por completo al viejo francés. Iba bien vestido; su actitud fue la de una persona bien educada y dueña de sí misma; sin embargo, no parecía un caballero. De hecho, era un policía de alto rango, pero vestido de paisano.
Tras hacerle pasar a la biblioteca, desplegó sobre la mesa varias hojas manuscritas con la caligrafía de Amelius y abundantes anotaciones al margen, en tinta roja, que él mismo había hecho.
-Tengo entendido, señor -dijo-, que tiene usted motivos de peso para no llevar este caso ante un tribunal.
-Lamento decirle -respondió Amelius- que no consentiré que este fallecimiento quede expuesto a la luz pública, y que ello es así debido a personas tanto vivas como ya difuntas. He escrito mi relación acerca de la conjura no sin ciertas reservas. Confío en no haberle puesto ningún obstáculo innecesario.
-Desde luego que no, señor. Sin embargo, sí que deseo hacerle una pregunta: ¿qué se propone usted hacer en el supuesto de que yo descubra a los implicados en esta conjura?
Muy de mala gana, Amelius reconoció que nada podría hacer con la mujer de edad que había actuado en condición de cómplice.
-A no ser -añadió- que pueda inducirla a ayudarme para llevar ante la justicia al hombre, para acusarlo de otros delitos que tengo entendido que ha cometido.
-¿Se refiere usted al hombre al que en esta declaración llama usted Jervy?
-Sí. Tengo motivos para pensar que se ha visto obligado a salir de Estados Unidos tras cometer un grave delito cuya naturaleza...
-Le ruego que me disculpe por la interrupción, señor. ¿Se trata de un delito tan grave como para acusarlo ante los tribunales, teniendo en cuenta el tratado que existe entre ambos países?
-No me cabe duda de que ha de ser muy grave. Telegrafié a las personas que le dieron empleo para conocer los detalles. Y le advierto que no me pienso detener ante nada, ante ningún sacrificio, con tal de hacer pagar a esa sabandija por lo que ha hecho.
Con esas sencillas palabras, Amelius reveló, con la franqueza de costumbre, el propósito que le animaba. El terrible recuerdo que relacionaba con los últimos momentos de la señora Farnaby había vuelto a engendrar en su generosa naturaleza una ardiente impresión del mal que se le había causado a la pobre criatura que había confiado en él todo su amor. El insufrible pensamiento de que el malvado que la había torturado, la había robado y la había conducido a la muerte hubiera escapado impunemente, le obsesionaba de modo literal durante el día y la noche. Ansioso de velar por el futuro de Sally, había seguido las instrucciones dictadas por la señora Farnaby y había visto a su abogado en privado durante el tiempo que transcurrió entre su muerte y la investigación subsiguiente. Al tener conocimiento de que era preciso cumplir una serie de formalidades, que seguramente retrasarían las cosas durante un tiempo, de inmediato anunció su determinación de dedicar el tiempo restante a la localización de Jervy. El abogado, tras señalar en vano las serias objeciones que le merecía su propósito, se plegó por el momento a la irresistible buena fe y a la sinceridad de Amelius y le recomendó a un hombre competente en tales menesteres, en el cual podía confiar por entero. Ese mismo día, el hombre recibió una declaración manuscrita de su parte, y ahora acababa de llegar para darle cuenta de sus primeros hallazgos.
-Hay una cosa que deseo saber antes de que me diga nada más -dijo Amelius-. ¿Le resulta suficientemente clara mi descripción de Jervy para localizarlo?
-Tan clara, señor, que algunos de los hombres que trabajan conmigo ya lo han reconocido, aunque use un nombre distinto del que usted le da.
-¿Se suma eso a las dificultades existentes para localizarlo?
-Lleva mucho tiempo fuera de Inglaterra, señor, y de ninguna manera será fácil encontrarlo. He estado con la joven a la que usted llama Phoebe en su declaración para averiguar qué puede decirme acerca de ese individuo. Entre sus llantinas, se muestra dispuesta a ayudarnos a echar el guante al hombre que al parecer la ha abandonado. Es una historia viejísima, señor: un individuo que echa mano de los secretos de una muchacha, y de su dinero, fingiendo que aspira a casarse con ella. Ella enseguida se enfurece con él, pero acto seguido se muestra dispuestísima a llorar como una Magdalena precisamente por él. De ella he obtenido cierta información; no es gran cosa, pero puede que nos sirva de ayuda. La mujer de edad tantas veces aludida, que es quien ha hecho de intermediaria en todo este asunto, es la señora Sowler. La policía la conoce por ser una borracha inveterada y por dedicarse a menudo a cosas aún peores. No creo que haya grandes dificultades en localizar a la tal señora Sowler. En cuanto a Jervy, si hemos de creer a la joven afrentada, y creo que es de justicia, poca duda puede haber de que tiene en su poder el dinero de la señora mencionada en su declaración y en las instrucciones que me ha dado. Creo que se ha largado con esa suma de dinero. Aguarde unos instantes, señor, que aún no he terminado de exponerle mis descubrimientos. Pregunté a la joven si tenía una fotografía del tal Jervy, cómo no. Es un individuo astuto: parece ser que la joven sí la tenía, pero que él se la arrebató con el pretexto de proporcionarle una fotografía mejor antes de dejarla plantada. Perdida esa posibilidad, le pregunté si tenía conocimiento de su último domicilio estable. La joven me dirigió a ese lugar, y he conversado con el casero. Me dice que un hombre algo bizco estuvo por la casa en cuestión, sacándole a Jervy las castañas del fuego. Si no me engaña su descripción de las cosas, creo que conozco a ese individuo. Y tengo mis ideas sobre lo que es capaz de hacer, caso de tener la oportunidad. Asimismo, tengo el propósito de traerlo ante usted y de emplearlo como medio infalible para seguir los pasos de Jervy. Es de rigor comunicarle a usted que eso tal vez me lleve algún tiempo, razón por la cual debo proponerle, entretanto, un camino más corto para alcanzar el fin que perseguimos. ¿Tiene alguna objeción, señor, al gasto que me supondrá el envío de una copia de su descripción a todas las comisarías de policía que hay en Londres?
-No tengo ninguna objeción si usted estima que será útil para encontrarlo. ¿Piensa acaso que la policía lo tiene detenido?
-Olvida usted, señor, que la policía no tiene una orden de detención contra él. Más bien estoy especulando con la posibilidad de que lleve el dinero encima, digamos que en billetes de banco, para proceder a cambiarlos.
-¿Y bien?
-Bien, señor: las personas entre las cuales se mueve, como es el caso de ese hombre bizco, no se paran ante tonterías de poca monta. Si alguno ha descubierto lo que vale el monedero del tal Jervy...
-¿Acaso insinúa que le robarían?
-Y también lo asesinarían, señor, si opusiera resistencia.
Amelius se puso en pie de un brinco.
-Envíe la notificación a las comisarías de policía sin perder más tiempo -dijo-. Y hágame saber cuál es la respuesta de sus pesquisas nada más tenerla.
-¿Y si obtuviera respuesta a una hora avanzada de la noche?
-Me da lo mismo a qué hora la obtenga, ya sea de día o de noche. Me da lo mismo cómo lo encuentre, ya sea vivo o muerto. Tengo la intención de identificarlo. Aquí tiene un duplicado de la llave de la verja. Venga a verme, yo le mostraré cuál es mi dormitorio. Si nos encuentra usted acostados, llame a la ventana y estaré listo en un momento.
Hecho este pacto, Morcross se marchó de la casa de campo.
El día en que los restos mortales de la señora Farnaby hallaron descanso eterno llovió en abundancia. El señor Melton y otros dos o tres viejos amigos asistieron al entierro. Cuando el féretro fue introducido en la húmeda tumba, que olía a tierra recién abierta a paladas, sólo un hombre joven y una mujer, sin contar con el sacristán y los enterradores, aguardaron ante la tierra excavada. El señor Melton, tras reconocer a Amelius, no pudo hacerse ni la más remota idea de quién era su acompañante. Le resultó imposible suponer que fuera capaz de profanar tan solemne ceremonia llevando a ella a la mujer descarriada a la que daba cobijo en la casa de campo. El velo negro de la mujer le ocultaba el rostro por completo. No emitió la menor expresión de pena. Cuando se terminaron de leer las solemnes palabras de la ceremonia, los dos se quedaron a solas ante la tumba después de que se marchasen los demás. El señor Melton decidió comentar tan llamativa circunstancia en su siguiente carta a su amigo de París. Los telegramas de Regina, en respuesta a los suyos, le habían informado de que el señor Farnaby comenzaba a recuperarse gracias a los remedios que le fueron aplicados. Parecía probable que casi de inmediato pudiera acudir en protección de los intereses de su sobrina. De cara al esclarecimiento que tal vez se produjera entonces, el señor Melton se resignó a esperar armado de paciencia y disciplina, virtudes a las cuales debía gran parte de su éxito en la vida.
-Recuerda siempre a tu madre con ternura -dijo Amelius a Sally cuando se marchaban del cementerio-. Fue una mujer que hubo de pasar muy duras pruebas a lo largo de su vida, y que te quiso más que a nadie en el mundo.
-¿Sabe usted algo de mi padre? -preguntó Sally con timidez.
-Querida mía, nunca has de ver a tu padre. Yo he de ser a un tiempo el padre y la madre más afectuosos que tengas a partir de hora. ¡Mi pobre chiquilla!
Ella se apretó contra su brazo.
-¿Por qué se compadece usted de mí? -dijo-. ¿Acaso no es suficiente con tenerle a usted?
Pasaron el día juntos en la casa de campo. Amelius tomó alguno de sus libros y complació a Sally al darle su primera clase. Poco después de las diez ella se retiró a descansar a su habitación, tan temprano como tenía por costumbre. En su ausencia llamó a Toff con la intención de advertirle de que no se sobresaltara si oía pasos en el jardín después de que todos se fueran a acostar. El viejo criado apenas había puesto pie en la biblioteca cuando tuvo que acudir a la llamada de la campanilla. Al echar un vistazo al vestíbulo, Amelius descubrió a Morcross y le hizo una ansiosa señal para que pasara. El oficial de policía cerró la puerta con cautela. Llegó con la noticia de que Jervy había sido localizado.
Capítulo 4
-¿Dónde se le ha encontrado? -preguntó Amelius a la vez que tomaba el sombrero.
-No hay prisa, señor -le respondió Morcross con toda tranquilidad-. Ayer, cuando tuve el honor de entrevistarme con usted, me comentó que tenía la intención de hacer pagar al tal Jervy por lo que había hecho. Pues bien: alguien le ha ahorrado esa molestia. Ha aparecido esta misma tarde en el río.
-¿Ahogado?
-Con tres puñaladas en el cuerpo, señor, y ocultado en las aguas del río. Eso dice en el informe del forense. Le habían robado todo cuanto poseía, según la policía, tras registrar a fondo sus bolsillos.
Amelius permaneció en silencio. En sus cálculos no había entrado la posibilidad de que el delito llama al delito, ni de que el criminal pueda escapársele al amparo de esa ley. Por el momento tuvo conciencia de cierta desilusión, sin duda reveladora de que el ánimo de venganza se había mezclado en su intención con otros motivos más nobles. Se sintió inquieto e incluso un tanto avergonzado; como de costumbre, anheló refugiarse de tan incómodos pensamientos pasando a la acción.
-¿Está usted seguro de que es él? -preguntó-. Tal vez mi descripción haya confundido a la policía. Me gustaría verlo con mis propios ojos.
-Desde luego, señor. Entretanto, si tiene alguna curiosidad por localizar el dinero que Jervy había conseguido con sus malas artes, le diré que, según tengo entendido, cabe la posibilidad de que encontremos al bizco. Los oficiales al cargo del caso sospechan que tal vez esté implicado en el robo aun cuando no haya cometido el asesinato.
En tan sólo una hora, con la guía de Morcross, Amelius recorrió las desangeladas salas del depósito de cadáveres, situado en la orilla sur del Támesis, y vio el cuerpo de Jervy tendido sobre una losa de mármol. El guardián que les alumbró con su farol, inmune a tan espantoso espectáculo, declaró que el cuerpo no podía llevar siquiera dos días en el río. Para cualquiera que hubiese conocido al muerto, su rostro era perfectamente reconocible, pues no estaba desfigurado de ninguna manera. Amelius lo reconoció al verlo muerto, tal como sin duda lo vio cuando aún vivía y esperaba a Phoebe en una calle.
-Si está usted satisfecho, señor -dijo Morcross-, el inspector de la comisaría ha puesto a un sargento en busca de Ojo de Piedra, que es como llaman por ahí al hombre sospechoso de haber cometido el robo. Si le parece, podemos llevarnos al sargento en el coche de punto.
Sin moverse de la orilla sur del río viajaron por espacio de un cuarto de hora hacia el oeste y se detuvieron en una taberna. El sargento de policía entró a solas para realizar las primeras pesquisas.
-Llegamos con un día de retraso, señor -dijo a Amelius cuando regresó al coche-. Ojo de Piedra estuvo aquí ayer por la noche, en compañía de la madre Sowler, a juzgar por la descripción que me han dado. Los dos estaban borrachos, la mujer al parecer como una cuba. El dueño del local no sabía nada más, pero en la barra he encontrado a un hombre que me ha dicho que esta mañana ha sabido que aún estaban bebiendo en La Lechería.
-¿La Lechería? -inquirió Amelius.
Morcross le proporcionó la explicación de turno.
-Un viejo establecimiento, señor, que en tiempos estaba en medio del campo. Hace un siglo era una lechería y ha conservado el nombre, aunque ahora no pasa de ser una posada de mala muerte.
-Uno de los peores lugares que hay a este lado del río -añadió el sargento-. El dueño es un ex presidiario. Por astuto que sea, lo volveremos a empapelar tarde o temprano por traficar con bienes robados. Entre sus huéspedes hay toda clase de ladrones, desde el simple carterista hasta el atracador. Es mi deber proseguir todas estas indagaciones, señor; sin embargo, me permito señalarle que un caballero como usted haría mejor en no meterse en tales sitios.
Inquieto aún por lo que había visto en el depósito de cadáveres y por las asociaciones mentales que le suscitó, Amelius estaba más que deseoso de emprender cualquier aventura que pudiera aliviar su ánimo pesaroso. Incluso la perspectiva de visitar una covachuela de ladrones se le antojó más apetecible que el hecho de volver a solas a la casa de campo.
-Si no tienen ustedes ninguna objeción -dijo-, reconozco que me gustaría conocer el lugar.
-Con nosotros estará a salvo -repuso el sargento-. Si no le importa la gente sucia y el lenguaje de la calle... ¡adelante, señor! Cochero, llévenos a La Lechería.
Tomaron rumbo sur por un enmarañado laberinto de callejuelas sórdidas. En dos ocasiones se vio obligado el cochero a detenerse para preguntar por el lugar. A la segunda, el sargento se asomó por la ventanilla del coche de punto para avisar al cochero.
-Alto! ¡Hay algo ahí!
Salieron del coche frente a una casona baja y destartalada, en perfecto contraste con los modernos edificios que la rodeaban. Por avanzada que fuera la hora, un grupo de personas se había congregado ante la puerta. Había policías dedicados a mantener el orden.
Morcross y el sargento avanzaron entre el gentío, conduciendo a Amelius entre ambos.
-Hay algo extraño en la cocina, por la parte de atrás -dijo uno de los policías al responder al sargento, a la vez que abría la puerta de la calle. Avanzando por un pasillo se llegaba a una segunda puerta, donde se había apostado otro hombre.
-Se ha armado un buen follón en la cocina -anunció el hombre al reconocer al sargento y abrirles la puerta con una llave que extrajo del bolsillo.
-El dueño de La Lechería, señor -susurró Morcross a Amelius-, conoce bien a sus clientes. Vigila este sitio como si fuera una cárcel.
Al atravesar la segunda puerta les sobresaltó una voz frenética que gritaba enfurecida desde abajo. Salió un viejo cojeando por las escaleras de la cocina, con los ojos desorbitados por el miedo y el cabello gris revuelto sobre la cara.
-¡Señor, señor! ¿Tiene usted herramientas para forzar la puerta?-preguntó a la vez que se frotaba las manos con actitud suplicante-. ¡Le va a pegar fuego a la casa! ¡Va a matar a mi mujer y a mi hija!
El sargento lo apartó de en medio con un gesto de desprecio. Se volvió a mirar a Amelius.
-No es más que el dueño, señor. Manténgase cerca de Morcross y síganme.
Descendieron las escaleras de la cocina; los gritos de frenesí eran más altos con cada peldaño que bajaban. Pasaron entre los ladrones y los vagabundos que se apiñaban en el pasillo. A mano derecha vieron una puerta de madera de roble cerrada con llave; llegaron a una rejilla de hierro, abierta, que desembocaba en un patio adoquinado. En la pared posterior de la casa se hizo visible una ventana con barrotes, a menos de dos metros del suelo. La habitación correspondiente estaba iluminada con luz de gas. Había otros policías que mantenían a raya a los clientes más curiosos. Entre ellos había un hombre con una bizquera repugnante, sujeto a los barrotes de la ventana en un estado de terror tan manifiesto como su borrachera. Nada más verlo, el sargento habló con uno de sus hombres.
-Lléveselo a la comisaría; cuando esté sobrio tendré que hablar con Ojo de Piedra. ¡Bien! Apártense, veamos qué sucede en la cocina.
Se llevó a Amelius tomándolo del brazo y lo condujo a la ventana. Hasta el sargento se sobresaltó al ver la escena.
-¡Por Dios! -exclamó-. ¡Si es la madre Sowler en persona!
Era, en efecto, la madre Sowler. La horrorosa mujer daba vueltas sin cesar en medio de la cocina, como un animal enjaulado, despotricando presa de esa terrible locura de los borrachos, el delírium tremens. En la esquina más alejada, parapetadas tras la mesa, la esposa y la hija del dueño estaban agazapadas y muertas de miedo. El gas estaba al máximo, e iluminaba con fuerza incluso el techo renegrido; se veían los recios pestillos que cerraban la puerta a dos alturas. Tan sólo un ariete hubiese podido tal vez reventar la puerta por fuera; en el caso de los barrotes de la ventana, una hora de trabajo con la lima no hubiera bastado para franquear el paso desde el exterior.
-¿Cómo ha entrado ahí? -preguntó el sargento.
-Ha echado a correr y se ha encerrado mientras la dueña y la hija estaban cocinando -respondieron a gritos los espectadores reunidos en el patio. Nada más decirlo, se hizo otro intento en vano por echar abajo la puerta. El ruido de los golpetazos redobló el frenesí de la terrible mujer que ocupaba el centro de la cocina, que seguía dando patadas a la luz del gas. De pronto se lanzó contra la ventana y miró a la cara a los hombres que la observaban. Tenía los ojos inyectados de sangre, la cara colorada y el cabello revuelto, como si se lo hubiera arrancado a mechones con sus propias manos.
-¡Gatos! -chilló a la vez que miraba afuera-. ¡Millones de gatos! ¡Y todos me miran con la boca abierta, me chistan! ¡Fuego, necesito fuego para espantar a los gatos! -rebuscó en sus bolsillos y, enfurecida, sacó un puñado de papeles sueltos. Uno de ellos se le escapó de los dedos y voló hasta un armario situado bajo la ventana. Amelius estaba muy cerca y lo vio con toda claridad.
-¡Dios del cielo! -exclamó-. ¡Es un billete de banco! ¡El dinero de Ojo de Piedra! exclamaron los ladrones del patio-. ¡Va a quemar el dinero de Ojo de Piedra!
La loca volvió al centro de la cocina, se abalanzó contra el fuego alimentado por el gas y prendió los billetes. Los esparció por toda la cocina.
-¡Fuera, fuera de aquí! -gritó a la vez que blandía los puños cerrados frente a la visionaria multitud de gatos- ¡Fuera de aquí, por la chimenea! ¡Por la ventana, fuera! -De un salto volvió a la ventana, con los dedos entrelazados en el cabello-. ¡Las culebras! -exclamó-. ¡Vuelven a sisear las culebras en mis cabellos! ¡Los escarabajos se me suben por la cara! -Se tiraba del pelo, se rascaba la cara con sus larguísimas uñas negras, lacerándose las mejillas. Amelius se dio la vuelta, incapaz de soportar la visión. Morcross ocupó su lugar y la miró fijamente unos instantes, antes de ver el modo de poner fin a la situación.
-¡Una frasca de ginebra! -gritó-. ¡Deprisa, antes de que se vaya de la ventana! -En un visto y no visto se encontró con una petaca de peltre en la mano, y golpeó la ventana-. ¡Ginebra, madre Sowler! ¡Rompa la ventana, tómese un trago! -Por un breve instante, la borracha logró dominar sus terroríficas visiones nada más descubrir el licor. Rompió una de las hojas de la ventana con el puño cerrado-. ¡La puerta! -gritó Morcross a las dos mujeres aterradas, parapetadas tras la mesa-. ¡La puerta! -repitió al tenderle la ginebra entre los barrotes. La mujer de mayor edad estaba demasiado amedrentada para entenderlo; fue la hija, más osada, la que gateó por debajo de la mesa y atravesó la cocina a la carrera para descorrer los pestillos. Cuando la loca se volvió con intención de atacarla, la cocina ya estaba llena de hombres a cuya cabeza entró el sargento. Entre tres de ellos se las vieron y se las desearon para sujetar a la frenética desdichada y atarla de pies y manos. Cuando Amelius entró en la cocina, después de que la vieja fuera conducida a un hospital, un billete de cinco libras que descansaba sobre el armario y unas cuantas cenizas negras esparcidas por el suelo eran todo cuanto quedaba de aquel dinero reunido con malas artes.
Las indagaciones posteriores, llevadas con paciencia en diversas direcciones, no sirvieron para arrojar ninguna luz sobre la misteriosa muerte de Jervy. El informe de Morcross a Amelius, ya casi al final, fue poco más que una ingeniosa conjetura.
-En primer lugar, señor, parece que está bien claro que la madre Sowler debió de alcanzar a Ojo de Piedra y que seguramente se hizo con sus servicios cuando éste dejó la carta en el alojamiento de la señora Farnaby. En segundo lugar, tenemos motivos para suponer (se los mostraré de inmediato) que le habló del dinero que obraba en poder de Jervy. Parece claro que los dos localizaron a Jervy, sin duda gracias al conocimiento que tenía el bizco sobre las maniobras de su señor. Las pruebas relativas a los billetes de banco nos lo demuestran. Tras haber interrogado a los clientes de La Lechería, sabemos que Ojo de Piedra sacó un fajo de billetes cuando se negaron a servirle alcohol si no pagaba antes. También nos informaron de que la locura de la madre Sowler se declaró cuando se apoderó de los billetes que el bizco sostenía en alto. Luego trató de estrangularlo y echó a correr hasta encerrarse en la cocina. Por último, los banqueros de la señora Farnaby han identificado el billete que se salvó de la quema: es uno de los cuarenta billetes de cinco libras que le hicieron efectivas a cambio de un cheque. Hasta ahí lo que se refiere al dinero.
»Ojalá pudiera darle un informe igual de satisfactorio en lo tocante al crimen, pero no hemos sacado nada en limpio de las declaraciones del bizco. Afirma que ni siquiera sabía que Jervy estuviera muerto; jura que se encontró el dinero en la calle. No será preciso recalcar que miente. Entre nosotros existen opiniones divididas sobre el hecho de que sea responsable del asesinato así como del robo, o sobre si intervino una tercera persona. Yo soy de la creencia de que Jervy fue drogado por la vieja (aunque es muy probable que empleara a una mujer joven como señuelo) en alguna de las casas de la ribera, y que fue asesinado a sangre fría por Ojo de Piedra. Hemos hecho todo lo posible por aclarar el asunto, pero sin éxito. Los médicos no nos dan ninguna esperanza sobre la madre Sowler. Si supera el ataque, lo cual es más bien dudoso, dicen que con toda seguridad morirá debido a una dolencia hepática. En breve, mis propios temores son bien simples: éste será uno de tantos asesinatos que permanecen envueltos en el misterio tanto para la policía como para el público en general.
El informe del caso suscitó cierto interés y fue publicado en los periódicos de forma destacada. Algunos lectores con ganas de enredar escribieron cartas al director, ofreciendo estúpidas sugerencias a la policía. Al cabo de un tiempo, otro crimen recabó la atención del público en general y el asesinato de Jervy desapareció de la memoria colectiva, entre otros asesinatos olvidados de los tiempos modernos.
Capítulo 5
Los últimos y lúgubres días de noviembre tocaron a su fin. Sin ver ya su ánimo oscurecido por las sombras del crimen, del tormento y de la muerte, la vida de Amelius transcurría en paz, sin sentir casi, en una apacible reclusión, iluminada por la compañía de Sally. Los días del invierno se sucedían unos a otros en una feliz uniformidad de ocupaciones y diversiones. Dedicaban las mañanas a las clases y las tardes a dar paseos; por las noches, unas veces cantaban y otras leían, mientras otras no hacían más que dedicarse al perezoso lujo de la charla amistosa. En el vasto mundo londinense, con sus monstruosos extremos de riqueza y de pobreza, y con esa dolencia de la vida enfebrecida, que todo lo impregna, residía una criatura sumamente inocente y sumamente dichosa. Sally había oído hablar del cielo y sabía que era alcanzable con una dura condición: primero era preciso pagar el precio de la muerte.
-He encontrado un cielo mucho más apetecible -dijo un buen día-. Está aquí, en la casa de campo, y es Amelius quien me ha mostrado el camino para llegar a él.
Su aislamiento social fue absoluto. Eran dos personas carentes de amistades, perfectamente ajenas a todo lo peligroso y a todo lo lamentable. De noche se despedían con un beso y por la mañana se saludaban con un beso; estaban libres de todas las aprensiones que pudiera provocarles el futuro, libres como dos aves en pleno vuelo. Ningún visitante acudía a la casa; los contados amigos y conocidos de Amelius, olvidados por él, también lo olvidaron por su parte. De vez en cuando iba a la casa de campo la mujer de Toff y exhibía a su querubín. De vez en cuando, el propio Toff (que era un buen músico, amén de tener muchas otras cualidades) subía con el violín.
-Un poco de música siempre viene bien para pasar el rato -decía, y tocaba ante el señor y la señorita las animadas melodías de los viejos vodeviles franceses. A ellos les agradaban estas interrupciones; tampoco les molestó que pasaran los días y que el bebé y los vodeviles fueran acallados por el silencio de su ausencia. De este modo transcurrió feliz el invierno; los vendavales no trajeron consigo ningún reuma; el propio recaudador de impuestos, tras echar un vistazo a ese paraíso terrenal, hubo de partir profiriendo una maldición al dejar su recibo en la casa.
Ocasionalmente, entre largos intervalos de tiempo, el mundo exterior se hacía sentir por medio de una carta. Regina escribía siempre con la misma placidez y afecto; siempre se entregaba a la misma y minuciosa narración del lento restablecimiento que experimentaba su «querido tío». Se le había prohibido que hiciera el menor esfuerzo. Se encontraba en un penoso estado de irritabilidad. «Ni siquiera me atrevo a mencionarle tu nombre, querido Amelius; no consigo entender el porqué, pero parece que le hace ponerse irracionalmente enojado. Tan sólo puedo someterme a sus designios y rezar para que pronto vuelva a ser el de siempre». Amelius le contestaba invariablemente en el mismo tono de consideración y gentileza; echaba la culpa de sus aburridas cartas a la uniformidad con que transcurría su vida, dedicada por entero al estudio. Con la conciencia absolutamente tranquila perseveró en el más completo silencio por lo tocante a Sally. Mientras fuera fiel a Regina, ¿qué razón había para reprocharse la protección que había brindado a una pobre huérfana? Cuando se casara, tal vez podría señalar las circunstancias en las que conoció a Sally, dejando que el espíritu compasivo de su esposa hiciera el resto.
Una mañana, en las cartas de París apareció una variación: llegaron unas líneas de Rufus.
Todas las mañanas, mi querido y brillante muchacho, me despierto y me digo: «Bueno, supongo que ya va siendo hora de emprender el regreso a Londres». Todas las mañanas, de veras lo digo, termino por aplazarlo para el día siguiente. Sea por la buena comida (algo cara, lo reconozco, aunque cuando un cocinero nos hace más llevadera la digestión, en vez de ser un estorbo, cualquier hombre aquejado por mi dispepsia se sentiría demasiado agradecido para quejarse, sea por el aire, que me recuerda, se lo aseguro, al ambiente de nuestro Coolspring natal, en Massachussets no sabría explicárselo por medio de una pluma de metal duro y una bola de papel quebradizo. Habrá oído usted decir aquello de que «Cuando muere un buen americano, se va a París». Tal vez, si es suficientemente listo, sabrá ahorrarse la muerte y disfrutar racionalmente del futuro en el momento presente. Esto que aquí ve es la luz de la poesía. Sin embargo, la moraleja que se desprende de mi residencia en París no puede ser más sencilla si no puedo ir a visitar a Amelius, Amelius ha de venir a visitarme. Anote la dirección del Grand Hotel y haga las maletas, sea un buen muchacho, nada más recibir la presente. Me permito recordarle que aquí está la señorita morena. La vi salir a tomar el aire en un coche descubierto, y la saludé quitándome el sombrero. Ella miró al otro lado. Británico. ¡eminentemente británico! Sin embargo, no le guardo rencor: soy su criado más obediente, y soy afectuosamente su
RUFUS
Posdata Quiero que vea a algunas de las muchachas que hay en este hotel. Genuino material americano, señor, pero perfeccionado por la valía.
Otra mañana le llegaron unas tristes líneas de Phoebe:
Después de lo que había ocurrido, se sintió completamente incapaz de dar la cara ante sus amistades. No tuvo ánimos para buscar un nuevo empleo en su propio país, su vida era demasiado penosa, demasiado carente de esperanzas. Una benévola dama le hizo el ofrecimiento de que la acompañase en un barco de emigrantes con rumbo a Nueva Zelanda, y ella aceptó la propuesta. Es posible que entre sus nuevos conocidos pueda recuperar el respeto de si misma y su buen ánimo de antaño, y vivir para ser una mujer mejor. Entretanto, se despide del señor Goldenheart y le pide que la disculpe por tomarse la libertad de desearle la felicidad con la señorita Regina.
Amelius escribió unas amables líneas de respuesta a Phoebe y una cordial contestación a Rufus, disculpándose con el pretexto de sus estudios para permanecer en Londres. Después de ésta, no hubo nuevas cartas. Las mañanas se sucedían sin alteraciones, el cartero no acudió con más noticias del mundo exterior.
Sin embargo, siguieron adelante con las clases; tanto el profesor como su alumna eran desmedidamente felices en compañía el uno del otro. Atento, con inagotable interés, a los progresos de Sally en su desarrollo intelectual. Amelius tardó en percatarse del desarrollo físico que se producía en ella al mismo tiempo. Era completamente ignorante del papel que su propia influencia desempeñaba en el gradual, delicado cambio que se operaba en ella. No pasó mucho tiempo hasta que se presentaron los primeros avisos del inminente trastorno que se daría en sus inofensivas relaciones. No pasó mucho tiempo hasta que aparecieron muestras de que Sally había cambiado, que para Amelius fueron misterios insondables y que para la propia muchacha fueron motivo de maravilla y, en ocasiones, pruebas muy duras de superar.
Un día se asomó por la puerta de su habitación, con su bata blanca de andar por casa, y pidió que la disculpara si le hacía esperar un rato para dar la lección matinal.
-Pasa, pasa -dijo Amelius-, y explícame el porqué.
Ella titubeó.
-¿No le pareceré una perezosa si me presento en bata?
-¡Pues claro que no! Tu bata, querida mía, es tan buena como la mejor. Y una jovencita como tú siempre está muy bien vestida de blanco.
Entró con la cesta de las labores y el vestido de andar por casa colgándole del brazo. Amelius se echó a reír.
-¿Por qué no te lo pones? -preguntó.
Ella se sentó en un rincón y miró la cesta de las labores en vez de mirar a Amelius.
-No me queda tan bien como antes -respondió-. Debo retocarlo.
Amelius la miró; miró su encantadora y juvenil figura, algo rellena; miró el suave perfil, donde ya no sobresalían los ángulos y las oquedades de antes.
-¿Es culpa de la modista? -preguntó.
Ella seguía mirando la cesta.
-Es culpa mía -dijo-. ¿Recuerda usted qué delgaducha estaba cuando usted me conoció? Creo que estoy engordando -añadió-, y espero que no por eso deje de gustarle. No sé por qué es. Dicen que las personas felices engordan, tal vez sea por eso. Ahora ya nunca paso hambre, nunca tengo miedo, nunca estoy triste... -Se calló. El vestido se le escurrió al suelo-. ¡No me mire! -exclamó, y se cubrió la cara con las manos.
Amelius vio las lágrimas que asomaban entre sus bellos dedos gordezuelos, que recordaba haber visto muy delgados y huesudos al principio. Atravesó la sala y la tocó con gentileza en el hombro.
-¡Mi querida niña! ¿He dicho algo que te haya molestado?
-No, nada.
-Entonces, ¿por qué lloras?
-No lo sé. -Vaciló, le miró e hizo un desesperado intento por decirle lo que tenía en mente-. Me da miedo que se canse usted de mí. Ahora ya no hay nada en mí que despierte su compasión. Es como si usted fuera... Como si no fuera el mismo de antes. ¡No! No es eso. No sé qué me sucede. Soy más tonta que nunca. ¡Deme la clase, Amelius! ¡Por favor, deme la clase!
Amelius sacó los libros no sin sorprenderse de la extraordinaria ansiedad que puso Sally en comenzar la clase, mientras el vestido seguía tirado sobre la alfombra, sin retocar, a sus pies. El primero de los libros resultó ser un resumen de la historia de Inglaterra, publicado precisamente para el uso de los jóvenes. El sistema educativo aplicado por Amelius se plegaba a las leyes del azar: comenzaron por la historia, por ser la primera asignatura que apareció. Sally empezó a leer en voz alta, y su profesor le explicó los pasajes más oscuros, corrigiendo sus ocasionales errores de pronunciación. Esa mañana en concreto no hubo gran cosa que explicar, ni nada que corregir.
-¿Lo estoy haciendo bien? -preguntó Sally al terminar la lectura.
-Muy bien, desde luego.
Cerró el libro y miró a su profesor.
-Me pregunto cómo es posible -dijo- que progrese tanto con mis clases aquí, cuando en el hogar iba tan despacio. Ya, ya sé que es una bobada. Si progreso tanto es por que usted me da clase, por supuesto. Pero no me siento satisfecha del todo. Soy la misma criatura desvalida... Me llega su amabilidad, pero no puedo hacer nada por devolvérsela a pesar de lo mucho que aprendo. Me gustaría mucho... -Dejó el pensamiento sin expresar y abrió su cuaderno de caligrafía-. Pasemos a la caligrafía -dijo con resignación-. Tal vez un día llegue a mejorar tanto como para llevarle a usted las cuentas. -Empuñó la pluma un tanto distraída y comenzó a escribir. Amelius miró al cuaderno por encima de su hombro y se echó a reír: estaba escribiendo el nombre de él. Le señaló el renglón que debía copiar, impreso en letras de molde en la parte superior de la página, y que contenía una innegable máxima moral en caracteres que se hallaban por encima de toda crítica: «El cambio es una ley de la Naturaleza».
-Querida, eso es lo que has de copiar hasta que te canses -le dijo-; luego pasaremos a la página siguiente.
Sally dejó la pluma.
-No me gusta eso de que «El cambio es una ley de la Naturaleza» -dijo, y frunció el ceño-. Ayer mismo leí esas palabras y de noche me sentí muy desdichada. Fui tan tonta como para creer que siempre estaríamos juntos tal como lo estamos ahora, pero entonces vi esa máxima. ¡La detesto! Me vino a la cabeza cuando yacía despierta, a oscuras, y me pareció como si me dijera que un día también nosotros hemos de cambiar. Eso es lo peor del aprendizaje: una acaba por saber demasiado, y así termina la felicidad que se pueda sentir. Se me ocurren pensamientos que no deseo tener. Pensé en la damisela a la que vimos la semana pasada en el parque.
Hablaba con gravedad, con tristeza. El luminoso contento que había dado un nuevo encanto a su mirada desde que residía en la casa de campo se apagó del todo cuando la miró Amelius. ¿Qué había sido de su actitud infantil, de su sonrisa sincera? Arrimó la silla a ella.
-¿A qué damisela te refieres?-preguntó.
Sally meneó la cabeza y trazó unas líneas sobre el papel secante.
-¡Es imposible que la haya olvidado! Era una damisela que cabalgaba en un grandioso caballo blanco. Todos la admiraban. Me extraña que usted me mirase después de verla pasar. Ay, esa damisela sabe toda clase de cosas que yo desconozco; seguro que sabe tocar el piano a la perfección, cada nota en el momento preciso; seguro que se sabe las tablas de multiplicar; seguro que conoce todas las ciudades del mundo. Me atrevería a decir que es casi tan culta como usted. Si ella viviera aquí, con usted, ¿no la preferiría a ella antes que a mí? -Apoyó los brazos sobre la mesa y, con gesto de fatiga, los descansó sobre la cabeza-. ¡Esas calles terribles! -murmuró con un punto de desesperación-. ¿Por qué pensé en las calles terribles, en la noche que lo conocí, nada más ver a aquella damisela? ¡Oh, Amelius! ¿Se ha cansado usted de mí? ¿Acaso se avergüenza de mi? -Irguió la cabeza sin darle tiempo a contestar, y se controló con súbita resolución, no sin esfuerzo-. No entiendo qué me sucede esta mañana -añadió mirándolo con ojos suplicantes-. Disculpe mis tonterías, enseguida me pongo a copiar la máxima. -Y procedió a copiar la insoportable afirmación de que el cambio es una ley de la naturaleza con dedos temblorosos, con la respiración alterada.
Amelius le quitó la pluma con amabilidad. Se le quebró la voz, cuando le habló.
-Hoy dejaremos la clase, Sally. Has pasado una mala noche, no has descansado bien, y eso se te nota. No pasa nada más. ¿Crees que te encuentras tan bien como para salir a pasear conmigo, a ver si el aire te reanima?
Ella se puso en pie, le tomó la mano, se la besó.
-Créame que, aunque me estuviera muriendo, siempre me repondría lo suficiente para salir con usted. ¿Puedo pedirle un pequeño favor? ¿Le importaría mucho que hoy no fuésemos al parque?
-¿Por qué razón ha dejado de agradarte el parque, Sally?
-Es que tal vez nos encontremos de nuevo con la bella damisela -respondió cabizbaja-. Y eso no me apetece.
-Iremos a donde tu quieras, mi niña. Eres tú quien decide, no yo.
Ella recogió el vestido del suelo y se apresuró a llegar a su habitación sin volverse a mirarlo, como solía hacer cada vez que abría la puerta.
Una vez a solas, Amelius siguió sentado ante la mesa pasando mecánicamente las páginas de los libros de texto. Sally le había dejado perplejo, e incluso inquieto. La capacidad que tuviera Amelius para mantener intactas las inofensivas relaciones entre ambos dependía sobre todo de la muda apelación que la ignorancia y la inocencia de la muchacha le habían hecho de forma inconsciente. Era algo que sentía vagamente, sin caer del todo en la cuenta. Debido a un misterioso proceso de asociaciones mentales que no fue capaz de seguir, revivió en su memoria una de las frases que le dijo el Hermano Anciano en Tadmor, cuando él trataba de abrirse paso en medio de las dificultades que lo cercaban. «Hallarás muchas tentaciones, Amelius, cuando abandones nuestra Comunidad -le dijo el anciano al despedirse-, y la mayoría se te ha de presentar por medio de las mujeres. Has de estar sobre todo en guardia, hijo mío, si te encuentras con una mujer que te inspire auténtica compasión. De ser así, irá derecha camino de tus pasiones, por la puerta abierta de tu simpatía, tanto más si ella ni siquiera es consciente de hacerlo.» Amelius acusó la verdad expresada en tales palabras con una claridad insólita. En Sally había detectado algunas señales de que su naturaleza comenzaba a cambiar, aunque se habían manifestado con demasiada delicadeza, de modo que no atrajeron la atención de un hombre que no estaba preparado para mostrarse vigilante. Sólo esa misma mañana se habían presentado con la fuerza necesaria para que él las percibiese. Sólo esa mañana le habló ella y lo miró de un modo como nunca lo había hecho. Amelius comenzó a entrever el peligro que a los dos les rondaba, un peligro al cual había cerrado los ojos de momento. ¿Cuál era el remedio? ¿Qué cabía hacer? Esas preguntas se le ocurrieron con toda naturalidad, a pesar de lo cual quiso ahorrarse las respuestas.
Se levantó con impaciencia y se dio prisa en guardar los libros de texto, deber que hasta entonces siempre había dejado en manos de Toff.
Fue inútil. Su mente seguía prendida con gran insistencia en Sally.
Mientras deambulaba por la sala seguía viendo la manera en que Sally lo miró, seguía oyendo su voz cuando le habló de la damisela del parque. Acudieron a su memoria las palabras del buen médico al que consultó sobre el estado de Sally. «El natural desarrollo de sus sentidos, y me refiero a los sentidos del intelecto y a los de la mera sensibilidad, se ha truncado exactamente igual que el natural desarrollo de su cuerpo, es decir, debido al hambre, al miedo, a la constante exposición al frío y la humedad, y a otros influjos que son inherentes a la penosa vida que ha llevado hasta ahora». Después, el médico le había indicado una alimentación nutritiva, el aire puro, un tratamiento cuidadoso; le indicó, en resumidas cuentas, que disfrutara la vida que había disfrutado en la casa de campo, y había predicho que llegaría a ser «una jovencita sana e inteligente». Volvió a preguntarse qué debería hacer.
Se acercó a mirar por la ventana. Se le ocurrió una idea. ¿Qué sucedería, se dijo, si hiciera acopio de valor y le dijera que estaba prometido a otra mujer?
No. Una vez descartado el natural espanto que semejante sorpresa causaría a la pobre y agradecida muchacha, que tan sólo conocía la felicidad desde que estaba bajo sus cuidados, el detestable obstáculo que representaba el señor Farnaby se interpuso en su camino de manera inapelable. Sally sin duda le haría toda clase de preguntas sobre su compromiso matrimonial, y no descansaría hasta que él se las contestara. Había sido forzosamente imposible ocultarle el nombre de su madre. El descubrimiento del padre, cuando tuviera noticias de Regina y del tío de Regina, era tan sólo cuestión de tiempo. ¿Qué no sería capaz de hacer un hombre semejante? ¿Qué nuevo acto de traición no cometería si se viera reclamado por la hija a la que había abandonado? Aun cuando la expresión de los últimos deseos de la señora Farnaby no fuera sagrada para Amelius, esa única consideración le obligaba a guardar silencio aunque sólo fuera por el bien de Sally.
Dudó por primera vez de sus cálculos, de la sabiduría implícita en la intención de confiar la triste historia de Sally a la simpatía de su esposa una vez se hubiera casado con ella. Los celos que de forma natural podría inspirarle una muchachita que era objeto de interés para su marido no eran, ni de lejos, la peor de las dificultades a que habría de hacer frente. Ella creía en la integridad de su tío con una fe idéntica a la de su religión. ¿Qué diría ella, qué podría hacer, si la inocente testigo de la infamia de Farnaby le fuera presentada, y si Amelius solicitaba la protección de Sally, que su propio padre le había negado en su más tierna infancia? ¿Cómo reaccionaría si él le decía: «Ésa es la obra de tu tío»?
No obstante, ¿qué otra perspectiva se le abría, aparte de la de proceder a la revelación, cuando acto seguido pensaba en sus intereses y en el día de su boda? Una vez más se hallaba frente a la siniestra figura de Farnaby. ¿Cómo recibiría a la desdichada a quien Regina, en toda su inocencia, acogería en su morada? Ya no tendría posibilidad de elección; contraería sin duda el deber de comunicar a su esposa la terrible verdad del caso. ¿Y cuál sería el resultado? Rememoró todo el transcurso de su noviazgo y vio a Farnaby en todo momento a su misma altura en la estima de Regina. A pesar de su natural optimismo, a pesar de su innata valentía, Amelius notó que le fallaba el ánimo cuando pensaba en lo que estaba por venir.
Al apartarse de la ventana se abrió la puerta de Sally; se reunió con él lista para dar un paseo. Se la veía de nuevo animada; le había sentado bien la tarea de vestirse para salir. Su encantadora sonrisa le iluminaba la cara. Completamente desesperado, sin importarle lo que dijera, lo que hiciera, Amelius le tendió ambas manos para darle la bienvenida.
-¡Eso está mucho mejor, Sally! -exclamó-. No dejes de estar complacida, no dejes de mostrar tu belleza, querida mía. Seamos felices y disfrutemos mientras podamos. Ya llegará el futuro. Por el momento, ¿qué importa?
Capítulo 6
Las caprichosas influencias que se amalgaman a la hora de hacernos felices nunca son de modo tan explícito influencias ausentes como cuando cometemos la torpeza de hablar acerca de ellas. Amelius había hablado sobre ellas. Cuando salió con Sally de la casa de campo, la carretera que tomaron para alejarse del parque también pasaba por delante de una iglesia. Las influencias de la felicidad los dejaron a sus puertas.
Hileras de carruajes estaban a la espera; centenares de personas aguardaban ante la escalinata; la atronadora música del órgano se desbordaba por las puertas abiertas. Iba a celebrarse una boda por todo lo alto, con coro incluido. Sally suplicó a Amelius que la llevase a verla. Probaron suerte en la entrada principal, pero les resultó imposible abrirse paso entre el gentío. Por una entrada lateral, y previo pago de una propina a un guarda, tuvieron más éxito. Encontraron un sitio apropiado para permanecer de pie a la vista del altar.
La novia era una joven alta, de pecho generoso, que iba espléndidamente vestida: llevó a cabo su papel en la ceremonia sin perder en ningún momento la compostura. El novio era todo un espectáculo, de lo más instructivo, acerca de la naturaleza envejecida y respaldada por el arte. El cabello, la tez, los dientes, el pecho, los hombros y las piernas eran demostración palpable de lo que el fabricante de pelucas, el ayuda de cámara, el dentista, el sastre y el fabricante de medias pueden hacer por un hombre rico y algo entrado en años, pero deseoso de adoptar una apariencia juvenil en el momento de adquirir a su joven esposa. Nada menos que tres clérigos estuvieron presentes para llevar a cabo la transacción. La prestancia de la adinerada concurrencia era digna de gloriosos tiempos pasados, de la época del Becerro de Oro. En la medida en que era posible juzgar a tenor de las apariencias, una sola señora de avanzada edad, sentada en un banco cercano al lugar en que se hallaban de pie Amelius y Sally, parecía ser la única persona entre los presentes que no se dejó impresionar de manera favorable por la ceremonia.
-A mí me parece una auténtica desgracia -comentó la anciana a una jovencita que estaba a su lado.
Esa encantadora jovencita, producto legítimo de la actualidad, no se mostró más atenta a las cuestiones sentimentales que un auténtico hotentote.
-¡Abuela! ¿Cómo puedes hablar de ese modo? -replicó-. Dispone de una renta de veinte mil al año. Esa jovencita será dueña y señora de la casa más espléndida que hay en todo Londres.
-Me da lo mismo -insistió la anciana-. Eso no disminuye la desgracia que representa para todos los implicados. Hay muchas pobres criaturas sin amigos, acosadas por el hambre, en las calles, que tienen más derecho a nuestra simpatía que esa muchacha desvergonzada, que ha venido a venderse con todo descaro a la casa del Señor. Te espero en el carruaje; no pienso aguantarlo ni un minuto más.
Sally tocó a Amelius.
-¡Sáqueme de aquí! -susurró con voz muy tenue.
Él supuso que el calor sofocante que reinaba en la iglesia era excesivo para ella.
-¿Te encuentras mejor? -le dijo cuando estuvieron al aire libre.
Ella se sujetaba con fuerza de su brazo.
-Vayámonos más lejos -dijo-. Esa señora viene tras nosotros, y no deseo volver a verla. Yo soy una de esas criaturas de las que hablaba. ¿Acaso se me nota la marca de las calles, después de todo lo que ha hecho usted para borrarla de mi persona?
La desmedida tristeza de sus palabras presentaba un desarrollo de su carácter que a Amelius le resultó totalmente novedoso.
-Mi querida niña -la reconvino-, me inquieta oírte hablar de ese modo. Dios es testigo de la vida que ahora llevas.
Sin embargo, el ánimo de Sally estaba embargado por la dolorosa sensación que le produjo lo dicho por la señora.
-Yo la vi -dijo-, ¡la vi mirarme al decir lo que dijo!
-Fue porque le pareció mejor mirarte a ti que a la novia. En eso tiene toda la razón -replicó Amelius-. ¡Vamos, Sally! ¡No dejes de ser tú misma! No querrás que me sienta desdichado por ti, ¿verdad?
Había optado por la mejor manera de apelar a ella: de hecho, ella captó esa sencilla petición, y le pidió disculpas con todo su encanto. Por un instante, volvió a ser Sally la Simple. Siguieron caminando en silencio. Cuando perdieron de vista la iglesia, Amelius notó que la mano de ella temblaba apoyada en su brazo. En sus ojos azules apareció una expresión que era mezcla de ternura y de ansiedad.
-Estaba pensando en otra cosa -dijo-. Estaba pensando en usted. ¿Podría hacerle una pregunta?
Amelius sonrió, pero su sonrisa no se reflejó, al contrario que de costumbre, en la cara de Sally.
-No es nada particular -explicó ella con prisas, de modo extraño-; se me ha ocurrido en la iglesia. Usted... -titubeó, y decidió expresarlo de otro modo-. Amelius, ¿tiene usted previsto casarse un día de éstos?
Él hizo todo lo posible por rehuir la pregunta.
-Yo no soy rico, Sally, al contrario que el viejo caballero al que acabas de ver.
Ella apartó la mirada y suspiró.
-Seguro que usted se ha de casar un día de éstos -dijo-. Cuando yo muera, Amelius, ¿me haría usted un favor? ¿Recuerda usted que leí en el periódico un artículo sobre ese invento para incinerar a los muertos? ¿Recuerda que le pregunté algo al respecto? Dijo usted que le parecía mejor que un simple enterramiento, y que incluso había tenido la idea de dejar instrucciones precisas para que a usted lo incineren en vez de enterrarlo cuando llegue el momento. Cuando a mí me llegue la hora, ¿dejará usted otras instrucciones acerca de su persona, si me permite pedírselo?
-Querida mía, ¡hablas de manera sumamente extraña! Si te empeñas en pensar que yo he de casarme algún día, ¿qué tiene eso que ver con tu muerte?
-No tiene importancia, Amelius. Cuando ya no tenga motivos por los cuales vivir, supongo que es muy probable que me muera. ¿Les dirá usted entonces que me entierren en algún lugar tranquilo, lejos de Londres, donde apenas haya otras tumbas? Y una cosa más: cuando deje sus instrucciones, no indique que lo incineren. Diga... Cuando haya vivido una larga vida, cuando haya disfrutado de toda la felicidad que con creces se merece, diga que lo entierren en una tumba que esté cerca de la mía. Me gustaría pensar que los mismos árboles nos darán sombra, que las mismas flores crecerán sobre nosotros. ¡No, no me vuelva a decir que hablo de manera extraña! No lo soportaría, y quiero que en este sentido me siga la corriente, que sea amable conmigo. ¿Le importa que nos vayamos a casa? Me siento algo fatigada, y sé de sobra que hoy no soy la mejor compañía para usted.
La conversación flaqueó a la hora de la cena, por más que Toff hizo lo posible por que no cesara del todo. Durante la velada posterior, el excelente francés hizo lo que pudo por animar a los dos jóvenes, tan apagados. Se presentó sin previo aviso con su violín y dijo que deseaba pedirles un favor.
-Señor, tengo ciertos conocimientos sobre el delicioso arte de la danza. ¿Podría enseñarle a bailar a la joven señorita? Verá, en mi opinión, el resto de las clases, si me permite decirlo, el resto de las clases es sumamente útil, muy importante sin duda, pero un poco demasiado serio. Creo que algo que le distraiga, señor, si me perdona que lo mencione... Estoy a favor de una alegría inocente; bailemos.
Tocó unas cuantas notas al violín y puso el pie derecho en posición, amistosamente a la espera de comenzar. Sally le dio las gracias y se disculpó por estar cansada. Dio las buenas noches a Amelius sin esperar a que estuvieran solos; por vez primera, se despidió sin el beso de costumbre.
Toff aguardó a que se marchase y se acercó a su señor de puntillas.
-¿Me permite la libertad de expresarle una opinión, señor? Una jovencita que rechaza de ese modo el remedio del violín representa un caso de extrema gravedad. ¡No desespere, señor! Tengo el orgullo y el placer de no quedarme jamás sin soluciones en lo que a sus intereses se refiere. Creo que estamos ante un caso en el que debe intervenir una mujer. Si tiene usted confianza en mi esposa, me aventuro a sugerirle que nos visite la señora Toff.
Se retiró discretamente, dejando que su señor lo pensara. Pasó el tiempo y Amelius seguía dándole vueltas, pese a estar tan lejos como nunca de llegar a cualquier conclusión, cuando se abrió la puerta a sus espaldas. Sally atravesó la sala sin darle tiempo a levantarse; tenía las mejillas arreboladas, los ojos brillantes y el cabello suelto; se hincó de rodillas a sus pies y escondió la cara.
-¡Soy una desagradecida! -comenzó a decir-. No le di un beso al darle las buenas noches.
Con la mejor intención, Amelius adoptó la peor de las maneras para tranquilizarla: se tomó sus cuitas a la ligera.
-Tal vez se te haya olvidado -dijo.
Ella alzó la cabeza y lo miró con los ojos anegados en lágrimas.
-Bastante mala soy -dijo-, pero no tanto como para... ¡Oh, no se ría de mí! No hay nada de qué reírse. ¿O es que ya ha terminado de tenerme aprecio? ¿Está enojado conmigo por haberme comportado tan mal todo el día y por haberle dado las buenas noches como si fuera usted el bueno de Toff? ¡No debe enojarse conmigo! -Dio un brinco y se sentó en su regazo para rodearle el cuello con ambos brazos-. Me he acostado -susurró-, pero estaba tan triste que no podía dormir. No entiendo qué es lo que me ha pasado hoy. Es como si estuviera a punto de perder la poca sensatez que tenía de siempre. ¡Ay, si pudiera hacerle entender cuánto cariño le tengo! Y sin embargo he tenido amargos pensamientos, como si yo fuera tan sólo una carga para usted y hubiera cometido un error al venir aquí, e incluso como si usted me lo hubiera dicho y tan sólo se compadeciera de esta pobre desdichada que no tiene dónde caerse muerta. -Lo abrazó con más fuerza, apretando su mejilla ardiente contra su cara-. ¡Oh, Amelius! ¡Me duele el corazón! Béseme y dígame: «Buenas noches, Sally».
Él era joven. Era un hombre. Por un instante perdió el control de sí mismo y la besó como aún nunca la había besado. Entonces recordó, se recompuso y, con amabilidad, la apartó de su lado y la llevó a la puerta de su dormitorio para cerrarla en silencio. Aguardó a solas. Al cabo, llamó a Toff.
-¿Cree usted que su esposa podría tomar como aprendiza a la señorita Sally?
Toff lo miró aturdido.
-Todo lo que usted desee, señor, lo hará mi buena mujer. Sus conocimientos en el arte de la sastrería... -Le faltaron las palabras para expresar la inmensa capacidad de su esposa en tales menesteres. Se besó la mano con callado entusiasmo y lanzó el beso hacia su señora-. De todos modos -siguió diciendo-, hay una cosa que debo decirle, señor. El suyo es un pequeño negocio, todavía muy poca cosa, pero estamos todos en manos de la Providencia. Con el tiempo, ese negocio ha de mejorar.
Se encogió de hombros y enarcó las cejas, como si estuviera plenamente satisfecho con las perspectivas de su esposa.
-Mañana mismo iré a hablar con su señora -siguió diciendo Amelius-. Es bastante posible que me vea obligado a abandonar Londres durante un tiempo, y debo ocuparme de la señorita Sally. No le diga nada todavía, Toff, y no se me ponga tan triste. Si he de viajar, lo llevaré conmigo. Buenas noches.
Con el pañuelo ya cerca de los ojos. Toff recuperó su natural animación.
-Siempre me mareo en los viajes por mar, señor -dijo-. pero eso es lo de menos. Le atenderé a usted incluso en los más lejanos confines de la tierra.
De este modo, el honesto Amelius comenzó a planear una vía de escape para huir de la crítica posición en que se encontraba. Fue a acostarse preocupado por asuntos que no le dejaron dormir durante varias horas de fatiga. ¿Adónde iba a ir cuando dejase a Sally? De haber tenido la oportunidad de saber lo que sucedió ese mismo día en la otra orilla del Canal, podría haber llegado a decidir (a pesar del obstáculo que le suponía el señor Farnaby) que daría una sorpresa a Regina presentándose de visita en París.
Capítulo 7
La mañana en que Amelius y Sally (en Londres) fueron a la iglesia para presenciar la boda, Rufus (en París) salió a pasear por los Campos Elíseos.
Había recorrido la mitad de la espléndida avenida cuando vio a Regina por segunda vez, dando su habitual paseo en coche, con una dama de edad que la acompañaba. Rufus volvió a quitarse el sombrero con ademán de ser perfectamente ajeno a la frialdad con que le recibió la primera vez. Con gran sorpresa vio que Regina no sólo le devolvía el saludo, sino que además daba al cochero la orden de detenerse y lo llamaba para conversar con él. Al mirarla más de cerca percibió en su rostro algunos síntomas de sufrimiento que alteraban del todo la expresión que tan bien recordaba en ella. Sus magníficos ojos parecían algo enrojecidos; había perdido color; le tembló la voz cuando se dirigió a él.
-¿Dispone usted de unos minutos? -le dijo.
-Y del día entero si usted lo desea, señorita -respondió Rufus.
Ella se volvió a la dama que la acompañaba.
-Espéreme aquí mismo. Elizabeth; tengo cosas que hablar con este caballero.
Dicho esto, bajó del coche de punto. Rufus le ofreció el brazo, que ella le tomó con la misma presteza que si fueran viejos amigos.
-Caminemos por el lateral del bulevar -dijo ella-, que está casi desierto a esta hora del día. Me temo que le he dado una sorpresa; debo confiar en su amabilidad para que me disculpe por haber pasado sin saludarlo la última vez que nos encontramos. Tal vez le sirva de excusa si le digo que vivo una situación de grandes complicaciones. Y es posible que me sirva usted de alivio. Supongo que está enterado de mi compromiso matrimonial.
Rufus la miró con súbito interés.
-¿Se trata de Amelius? -le preguntó.
-Así es -respondió ella de forma casi inaudible.
Rufus mantenía los ojos clavados en ella.
-Señorita, no tengo el deseo de decirle nada en particular -explicó-, pero si tiene usted alguna queja que formular contra Amelius, me tomaría como un favor personal que me mirase directamente a la cara y me lo dijera con toda claridad.
En el azoramiento que invadió a Regina en ese momento, vio que él le había solicitado dos favores que, entre todos los demás, a ella le resultaba imposible satisfacer. Clavó la mirada en el suelo con obstinación; en vez de hablarle de Amelius, se remitió al asunto de la enfermedad del señor Farnaby.
-Estoy en París alojada con mi tío -dijo al cabo-. Ha sufrido una larga enfermedad, pero ahora ha recobrado fuerzas y ha comenzado a hablarme de algunos asuntos que le rondaban la cabeza desde hace algún tiempo. Me ha sorprendido muchísimo; me ha hecho sentirme muy triste por Amelius... -Hizo una pausa y se llevó el pañuelo a los ojos. Rufus no dijo nada para consolarla-. Usted conoce bien a Amelius -siguió diciendo-; usted le tiene aprecio, cree en él, ¿no es cierto? ¿Le considera capaz de comportarse con vileza ante las personas que confían en él? ¿Es probable, es acaso posible que haya sido falso y cruel conmigo?
La pregunta suscitó la indignación de Rufus.
-Quien haya dicho tal cosa de él, señorita, ¡miente! Respondo del muchacho como respondo de mí.
Por fin lo miró ella a los ojos con una súbita expresión de alivio.
-Eso mismo dije yo -repuso-. Dije que algún enemigo debía de haberle calumniado. Mi tío no quiere decirme quién es. Me ha prohibido terminantemente que escriba a Amelius; me dice que nunca más debo volver a verlo, que va a escribirle personalmente para romper el compromiso. ¡Qué crueldad! ¡Qué crueldad!
Hasta ese punto habían caminado despacio. Rufus se detuvo, decidido a hablar a las claras.
-Acepte un consejo de mi parte, señorita -dijo-. No confíe en nadie si no confía plenamente. No hay nada que yo no esté dispuesto a hacer para aclarar este asunto, pero antes he de saber de qué se trata. ¿Qué es lo que se dice en contra de Amelius? Adelante, suéltelo; da lo mismo qué pueda ser. Tengo edad suficiente para ser su padre, y tengo por usted un sentimiento en consonancia.
La absoluta sinceridad del tono de voz y del gesto con que acompañó sus palabras surtió el efecto deseado. Regina se puso colorada, tembló y al final habló con claridad.
-Mi tío dice que Amelius ha caído en desgracia y que me ha insultado; mi tío dice que hay una persona, una muchacha, que vive con él... -Calló y emitió un tenue grito de alarma. Con la mano aún cogida del brazo de Rufus, Regina percibió su sobresalto en cuanto aludió a la muchacha-. ¡Ha oído usted algo al respecto! -exclamó-. ¡Que Dios me ayude! ¡Es verdad!
-¿Verdad? -repitió Rufus con severidad y desdén-. Señorita, ¿qué le sucede? ¿No le acabo de señalar que es una mentira? Yo responderé: Amelius le sigue siendo fiel. ¿Le basta con eso? ¿No? Es usted muy obstinada, señorita; ya lo creo que lo es. ¡Bien! Al muchacho le aprecio, de modo que arreglaré yo las cosas con usted, si es que las palabras bastan. ¿Sabe usted cómo fue educado en Tadmor? Tenga eso en cuenta y sabrá de sobra cuál es la verdad; se lo dice, palabra, un hombre honesto.
Sin más preámbulos, le relató cómo había conocido Amelius a Sally haciendo especial hincapié en los motivos de elemental humanidad con los cuales actuó su amigo en todo momento. Regina le escuchó con una obstinada expresión de desconfianza, que sin duda habría desalentado a muchos hombres. Al menos en cierta medida logró producir la impresión deseada. Cuando llegó al final de su relato, cuando hubo asegurado que él mismo había visto a Amelius confiar sin reservas la muchacha a los cuidados de una señora que era una querida amiga suya, y cuando declaró que no hubo más encuentros entre ellos, que no cruzaron carta alguna, Regina por fin reconoció que le había animado a confiar en el honor de Amelius, aun sin hallar razones que lo justificaran. Sin embargo, incluso en tales circunstancias persistió un residuo de sospecha en su ánimo. Le preguntó el nombre de la señora a cuya benévola asistencia había recurrido Amelius. Rufus sacó una tarjeta de visita y le anotó el nombre y la dirección de la señora Payson.
-Su naturaleza, querida señorita, no encierra tanta confianza como a mí me hubiera gustado ver en usted -dijo al darle la tarjeta-. Pero es imposible que cambiemos de naturaleza, ¿no es cierto? Y usted no se siente obligada a creer en un hombre como yo si no hay un testigo que respalde sus palabras. Escriba a la señora Payson y quédese en paz. Y, ya que estamos, dígame adónde puedo telegrafiarle mañana mismo. Me vuelvo a Londres en el correo de la noche.
-¿Quiere decir que piensa ir a ver a Amelius?
-En efecto. Tengo demasiado aprecio por Amelius para dejar que sus problemas sigan como están. Llevo algún tiempo lejos de él, en París, y podría usted señalar (desde luego que no sin razón) que no estoy en condiciones de responder de algo que puede haber ocurrido durante mi ausencia. ¡No! Ya que estamos en ello, he decidido aclarar todo este asunto. Me propongo ver a Amelius y a la señora Payson mañana por la mañana. Dígale a su tío que aguarde antes de romper el compromiso, y espere a recibir mi telegrama. ¿Bien? ¿Ésta es su dirección? Conozco bien el hotel. Un bonito edificio frente a las Tullerías, aunque no tienen una bodega bien provista, según he podido saber. Yo me alojo en el Grand Hotel, por si hubiera alguna cosa más que la inquietase y deseara consultarme antes de la noche. Ahora que la vuelvo a mirar, deduzco que queda algo por decir, aunque sería preciso que usted encontrase el modo de expresarlo. No, no me dé las gracias. Demos por descontada la gratitud y vayamos algo más allá. Ahí está su coche de punto, y la buena señora que parece cansada de tanto esperar. ¿Y bien?
-No es más que una cosa -reconoció Regina de nuevo con la vista clavada en el suelo-. Tal vez, cuando vaya usted a Londres, vea a la...
-¿A la muchacha?
-Sí.
-No lo creo. En fin, digamos que la veo. ¿Qué desea?
A Regina de nuevo se le subieron los colores.
-Si llega a verla -dijo-, le ruego encarecidamente que no hable de mí delante de ella. Me moriría de vergüenza si ella creyera que ha de renunciar a él por compasión hacia mí. Prométame que no saldré a colación; prométame que ni siquiera mencionará la conversación que hemos sostenido. ¡Deme su palabra de honor!
Rufus le hizo la promesa sin titubeos y sin más comentarios. Cuando ella le estrechó la mano antes de regresar al coche, se la retuvo unos instantes.
-Señorita, discúlpeme si le hago una pregunta -dijo en voz tan baja que nadie más pudo oírle-. ¿De veras siente usted un gran cariño por Amelius?
-Me sorprende que lo dude -respondió-. ¡Es mucho más que simple cariño lo que siento por él!
Rufus la llevó en silencio al coche de punto.
«Cariño por él, ya -pensó al alejarse caminando a solas-. Me temo que es una suerte de cariño que no le sienta bien, y que no admite un solo lavado sin deshilacharse».
Capítulo 8
A la mañana siguiente, temprano, Rufus llamó a la puerta de la casa de campo.
-Y bien, señor francés, ¿cómo le va? ¿Qué tal está Amelius?
Toff, de pie ante la puerta, respondió con absoluto respeto, pero sin dar muestra de estar dispuesto a franquearle el paso.
-Amelius pasa a veces por algunas fases de pereza -siguió diciendo Rufus-. Seguro que aún está en la cama.
-Mi joven señor estaba de pie, vestido y arreglado, hace ya una hora, señor. Acaba de salir.
-¿De veras? Bueno, en tal caso esperaré a su regreso. -Apartó a Toff y entró en la casa-. Sus ceremonias de extranjero no tienen nada que hacer conmigo -dijo cuando Toff trató de impedir que entrase en el vestíbulo-. Soy el salvaje americano y estoy harto de viajar toda la noche. Le daré una orden: whisky, sifón, limón y hielo. Tomaré el cóctel en la biblioteca.
Toff hizo un último y desesperado esfuerzo por interponerse entre el visitante y la puerta de entrada.
-Le niego que me disculpe una y mil veces, señor, pero es mi deber pedirle con todos los respetos que espere...
Antes de que se explicara, con perfecto buen humor, Rufus apartó al hombre de en medio.
«¿Qué será lo que altera el ánimo de este venerable individuo? -se preguntó-. ¿O es que no sabe que conozco el camino de entrada?»
Abrió la puerta de la biblioteca... y se encontró cara a cara con Sally. Se había puesto en pie al oír voces fuera, y dudaba sobre si salir o no de la estancia. Cada uno a un lado de la mesa, se miraron con callada consternación. Rufus quedó tan completamente desconcertado que se refugió en su acostumbrada manera de saludar antes de darse cuenta.
-¿Cómo se encuentra, señorita? Me produce un gran placer nuestro reencuentro... ¡Truenos! No es eso. Me temo que estoy mal de la cabeza. Hágame un favor, joven, y olvide lo que acabo de decirle. Si algún mortal me hubiera dicho que iba a encontrarla aquí, yo le habría dicho que era mentira... Y el mentiroso hubiera sido yo. Eso basta para que uno se sienta mal, se lo aseguro. ¡No! No se me escurra a la habitación contigua, se lo ruego. Con eso no arreglaremos las cosas de ninguna manera. Siéntese, por favor. Ya que estoy aquí, hay algo que debo decirle. Primero hablaré con el señor francés. Escúcheme, caballero. Si por un casual deseara contar con un testigo, tocaré la campanilla. Por el momento me las puedo ingeniar de sobra sin usted. Hasta la vista, como decimos en nuestro país -dijo, y procedió a cerrar la puerta y a echar a Toff con todas sus reprimendas.
-¡Protesto, señor, contra semejante acto de violencia, tan indigno de un caballero como usted! -exclamó Toff a la vez que trataba de entrar.
-Enfádese todo lo que quiera, pero que sea en la cocina -insistió Rufus cerrando la puerta-. Aquí no quiero ni el menor ruido. Y si tiene idea de dónde está su señor, vaya a buscarlo cuanto antes mejor. -Se volvió hacia Sally y la contempló en absoluto, terrible silencio. A ella le dio miedo mirarle; tenía la vista fija en el libro que estaba leyendo cuando él llegó-. Me da la impresión -comentó Rufus de que lleva un tiempo asentada aquí. No se preocupe ahora por el libro; podrá volver a la lectura cuando hayamos conversado un poco. -Alargó el brazo y retiró el libro, acercándolo hacia sí. Sally, inocentemente, lo hizo callar por segunda vez. Abrió el libro y descubrió... el Nuevo Testamento.
-Si no le importa, es mi lección de hoy. He de aprenderme, señor, el trozo que está marcado a lápiz antes de que regrese Amelius. -Le dio esta pobre explicación temblando de miedo. A su pesar, Rufus comenzó a mirarla con menos severidad.
-Así que le llama «Amelius». Vaya -dijo-. Se me antoja, señorita, un síntoma desfavorable para empezar. ¿Cuánto hace, si no te importa decírmelo, que Amelius se ha convertido en maestro de escuela para beneficio de usted? ¿No me entiende? Bien, no es usted la única habitante de Inglaterra que no entiende la lengua inglesa, de modo que se lo diré con mayor claridad. La última vez que vi a Amelius, usted aprendía sus lecciones en el hogar. ¿Qué mal viento, señorita, la ha arrastrado hasta aquí? ¿Fue a buscarla Amelius o vino usted por su cuenta, sin esperar a que la llamase nadie? -Hablaba con aspereza, pero no con mal humor. La bonita cara de Sally, cabizbaja, en silencio, le rogaba misericordia; tal como notó Rufus con gran desprecio por sí mismo, esa súplica no era del todo en vano. Si supusiera que se escapó usted del hogar -siguió diciendo-, ¿estaría equivocado?
Ella respondió con un súbito acceso de confianza.
-No eche la culpa a Amelius -dijo-. Es verdad que me escapé. No podía vivir sin él.
-Usted no sabrá cómo puede vivir, jovencita, si antes no prueba el experimento. ¿Y qué hicieron las responsables del hogar? ¿Mandaron a alguien a buscarla?
-Se niegan a acogerme de nuevo. Me enviaron aquí mis prendas de vestir.
-Ah, entiendo que así son las reglas. Ahora empiezo a verlo claro, ¿Y Amelius le dio alojamiento?
Ella lo miró con orgullo.
-Me dio una habitación propia -dijo.
Su siguiente pregunta fue exactamente la repetición de la pregunta que le había hecho a Regina en París.
-¿De veras siente usted un gran cariño por Ametius?
-¡Podría morir por él!
Rufus había hablado sin sentarse, pero en ese momento ocupó una silla.
-Si Amelius no se hubiera criado en Tadmor -dijo-, ahora mismo me quitaría el sombrero y le desearía buenos días. Tal como son las cosas, una palabra más tal vez sea una palabra a tiempo. Diríase que las clases que aquí ha recibido le han sentado bien, señorita. Parece una jovencita muy distinta de la que era cuando yo la conocí.
Ella le sorprendió al aceptar su comentario en silencio. Se puso pálida. Emitió un suspiro de amargura. Viéndola así, Rufus se sintió desconcertado; dejó en suspenso la opinión que ella le merecía, a la espera de saber más.
-Acaba de decir que está dispuesta a morir por Amelius -siguió diciendo, mirándola con gran atención-. Lo interpreto como la histérica manera que tiene una mujer de reseñar el interés que siente por Amelius. ¿Le tiene tanto cariño como para abandonarlo, si al menos se dejara convencer de que abandonarlo es precisamente lo mejor que puede hacer por él?
Sally se levantó bruscamente y se dirigió a la ventana. Sólo habló de espaldas a Rufus.
-¿Soy acaso una desgracia para él? -preguntó en un tono tan tenue que Rufus apenas pudo oírla-. Ya me lo temía yo de antes.
De no haber tenido tanto cariño por Amelius, con su natural amabilidad y buen corazón, Rufus tal vez hubiera preferido permanecer en silencio. De hecho, no respondió directamente.
-¿Recuerda usted qué vida llevaba cuando Amelius la conoció? -dijo.
Los tristes ojos azules de Sally le miraron con paciencia y pena.
-Sí -respondió con dulzura, en voz baja. Bastó una mirada y una palabra, la influencia de un solo instante, para que se disiparan en el acto todas las dudas de Rufus.
-¡No piense que se lo digo a modo de reproche, chiquilla! Sé que no era culpa suya, sé que era digna de toda compasión.
Ella se volvió a mirarlo. Estaba pálida, tranquila, resignada.
-Digna de compasión y sin culpa ninguna -dijo-. ¿Seré por ello perdonada?
Él optó por no responder. Se hizo el silencio.
-Acaba de decir -siguió ella- que le parezco una chica muy diferente de la que era cuando me vio por última vez. Y es que soy una chica diferente. Pienso cosas que antes jamás había pensado; está claro que en mí se ha obrado un cambio, aunque no sé cuál puede ser. ¡Cuánto anhelo en mi corazón ser buena! ¡Todo lo hago para merecer lo que Amelius ha hecho por mí! Ahí tiene usted mi libro; es Amelius quien me lo dio, y lo leemos todos los días. Si Cristo estuviera ahora en la tierra, ¿es mucho suponer que me habría perdonado?
-No, querida. Es correcto pensarlo.
-Mientras viva, si hago todo lo que pueda por llevar una vida de bien, y si mi último ruego a Dios es que me lleve al cielo, ¿me escuchará?
-La escuchará, sin duda. Sin embargo, debe usted tener en cuenta el mundo que la rodea, y el mundo ha inventado una religión propia. De nada le valdrá si aspira a encontrarla en ese libro que tenía delante, pues se trata de una religión en el fondo de la cual se encuentra el orgullo de la propiedad, y que en lo alto tiene una veta de sentimientos benévolos. Se apiadará mucho de usted, será muy caritativa con usted: en breve, hará por usted todo lo que sea necesario, salvo recuperarla del todo.
-Amelius es quien me ha recuperado -respondió Sally.
-Amelius la ha recuperado, desde luego -reconoció Rufus-. Pero hay una cosa que ha olvidado hacer: ha olvidado tener en cuenta el coste. Y parece que seré yo quien se encargue de eso. Verá usted, señorita, reconozco que dudé de usted al llegar a esta estancia, y le ruego que me perdone por ello. De veras creo que es usted una buena muchacha. Si alguien me lo preguntase no sabría decir por qué, pero eso es lo que de veras creo. Ojalá no hubiera nada más que decir, pero es preciso añadir otras cosas, y ni usted ni yo debemos encogernos ante la realidad del caso. La opinión pública no la tratará con la misma ternura con que la trato yo; al contrario, la opinión pública sacará a relucir lo peor de usted y lo peor de Amelius, tanto si es verdad como si no. Mientras siga viviendo aquí con él, no hay forma de ocultarlo, con toda su inocencia se interpone usted en el futuro del muchacho. No sé si me entiende usted...
De nuevo le daba la espalda y miraba por la ventana.
-Le entiendo -dijo-. La noche en que Amelius me encontró, hizo mal en llevarme con él. Debiera haberme dejado donde estaba.
-¡Espere un momento! Eso está muy lejos de lo que pretendo decirle. Hay siempre un lugar para cada persona; si confía en mí, yo le encontraré el lugar apropiado para usted.
Sally no hizo caso de esas últimas palabras: lo que dijo a continuación demostró que estaba inmersa en sus propios pensamientos.
-Me interpongo en su futuro -dijo-. ¿Quiere decir que algún día habrá de casarse, a pesar mío?
Rufus lo admitió con cautela.
-Así podría ser -dijo.
-Y entonces sus amistades podrían venir a verlo -siguió diciendo ella, con la cara apartada de Rufus y la voz encogida, tensa-. Aquí, ahora no viene nadie. Ya ve que le entiendo. ¿Cuándo debo marcharme? Será mejor que no me despida, claro; eso tan sólo le incomodaría. Podría irme ahora mismo de la casa, ¿no?
Rufus comenzó a sentirse inquieto. Estaba preparado para verla llorar, pero no para afrontar una resignación semejante. Tras cierto titubeo se plantó a su lado, frente a la ventana. Ella no se volvió hacia él; siguió mirando al frente; su brillante y joven rostro se había vuelto lastimeramente pálido. Él le habló con gran dulzura; le aconsejó que pensara en lo que le había dicho, que no se apresurase a tomar decisiones. Ella sabía en qué hotel de Londres se alojaba Rufus; podía escribirle allí. Si decidiera iniciar una nueva vida en otro país, él estaba íntegra y fielmente a su servicio. Le proporcionaría pasaje en el mismo barco en que él regresara a Norteamérica. A su edad, conocido como era en su barrio, no había que temer ningún escándalo. Podría conseguirle un empleo digno y provechoso, un trabajo a la altura de sus circunstancias.
-Seré como un padre para ti, mi pobre pequeña -le dijo al cabo-. No vayas a pensar que te quedarás sin amigos si abandonas a Amelius. ¡De eso me encargo yo! Te rodearán personas honestas, hallarás inocentes placeres en tu nueva vida.
Sally le dio las gracias con la misma resignación sombría de antes.
-¿Y qué dirán esas personas honestas -añadió- cuando sepan quién soy?
-No tienen por qué saber quién eres, de modo que no lo sabrán.
-¡Ah! Al final todo queda en lo mismo -dijo-. Es preciso que engañe usted a las personas honestas; de lo contrario, no podrá hacer nada por mí. Mejor hubiera sido que Amelius me dejase donde me encontró. Allí no era una desgracia para nadie, no era una carga para nadie. El hambre, el frío y los malos tratos pueden ser a veces amigos misericordiosos a su manera. Si me hubiera quedado donde estaba, esos amigos ya me habrían dado descanso a estas alturas. -Se volvió hacia Rufus sin darle tiempo a decir palabra-. No soy una ingrata, señor; me lo pensaré, como me recomienda usted; haré todo lo que pueda hacer una pobre criatura, una estúpida, para ser digna del interés que usted se toma por mí. -Se llevó la mano a la sien con un repentino gesto de dolor-. Tengo aquí una molestia... que me recuerda mi vida de antaño, cuando a veces me golpeaban en la cabeza. ¿Le importa que me retire a descansar un rato?
Rufus la tomó de la mano y se la apretó en silencio. Ella le miró desde la puerta de su habitación.
-No moleste a Amelius -le dijo por último-. Podría soportar cualquier cosa menos eso.
A solas en la biblioteca, Rufus caminó sin cesar, inquieto, de un extremo a otro. «Estaba obligado a hacerlo -se dijo-, y debería darme por satisfecho. Pero no lo estoy. El mundo es muy duro con las mujeres... y los derechos de la propiedad son una maldita razón de que así sea».
La puerta del vestíbulo se abrió de repente y entró Amelius en la sala. Parecía sulfurado; se negó a estrechar la mano que le tendía Rufus.
-¿Qué es esto que me cuenta Toff? Parece ser que usted se abrió paso a la fuerza en la casa, estando Sally aquí. Creo que deben respetarse ciertos límites sobre las libertades que pueda tomarse un hombre en la casa de su amigo...
-Eso es muy cierto -respondió Rufus tan tranquilo-. Pero cuando un hombre no se ha tomado libertades de ninguna clase, no me parece que sea gran cosa. La última vez que le vi a usted, Sally estaba en el hogar. Nadie me había dicho que fuera a encontrarla en esta sala.
-Pues bien podría haberse marchado al encontrársela. Deduzco que ha conversado usted con ella. Si le ha dicho algo acerca de Regina...
-No le he dicho ni palabra acerca de la señorita Regina. Veo que viene usted con el ánimo acalorado, Amelius. Aguarde, espere a tranquilizarse.
-No se preocupe por mi ánimo. Deseo saber qué le ha dicho a Sally. ¡Alto! Se lo preguntaré a ella misma. -Atravesó la sala camino de la puerta y llamó con los nudillos-. Ven, querida mía. Deseo hablar contigo.
La respuesta apenas se oyó a través de la puerta.
-Tengo un fuerte dolor de cabeza. Por favor, Amelius, permítame descansar un rato. -Amelius se volvió hacia Rufus y bajó el tono de voz. Sin embargo, le centelleaban los ojos y estaba más enojado que nunca.
-Mejor será que se marche -dijo-. Me supongo en qué términos le habrá hablado, sé muy bien qué significa ese dolor de cabeza. Cualquier hombre que inquiete o incomode a esa afectuosa y pequeña criatura es un hombre al que tengo por enemigo. ¡Y desdeño todas las consideraciones mundanas que puedan dar por buenas las personas como usted! No hay muchacha tan dulce como Sally: nadie como ella ha respirado jamás el aliento de la vida. Su felicidad es para mí algo más preciado de lo que podría expresar por medio de las palabras. ¡Para mí, ella es sagrada! Y lo acabo de demostrar, pues vengo de visitar a una buena mujer que le enseñará un oficio honrado para ganarse el pan. No caerá sobre ella ni la más leve sombra del escándalo. Si usted, o cualquier otro como usted, piensa que consentiré en abandonarla a sus medios en este mundo, o en confinarla en una prisión que lleva por nombre el de hogar, es muy poco lo que saben de mi naturaleza y mis principios. Aquí -tomó el Nuevo Testamento que seguía sobre la mesa y lo blandió en el aire, mirando a Rufus-, aquí están mis principios, y no me avergüenzo de ello.
Rufus tomó el sombrero.
-Hay una cosa de la que sí debiera avergonzarse, hijo mío, cuando recupere la calma necesaria para pensar en ello -le dijo-. Le darán vergüenza las palabras que ha dicho a un amigo que bien le quiere. Yo no estoy en modo alguno enojado. Me recuerda usted aquella ocasión en que nos conocimos a bordo del vapor, cuando el contramaestre se dispuso a disparar contra el pajarillo. Usted hizo las paces con él, y sé que vendrá a mi hotel y hará las paces conmigo. Y cuando nos estrechemos la mano hablaremos de Sally. Si no le parece que sea tomarme otra libertad, voy a prender mi habano. -Tomó las cerillas de la caja que reposaba sobre la chimenea, encendió el puro y salió.
No llevaba ni media hora fuera de la casa cuando el buen natural de Amelius le apremió a seguirlo para pedirle disculpas. Sin embargo, estaba demasiado preocupado por Sally para marcharse de la casa. Quería verla antes. Por el tono en que le contestó cuando llamó a la puerta, dedujo que sucedía algo más serio que un simple dolor de cabeza. Durante otra hora aguardó con paciencia, a la espera de oírla por fin moverse en su habitación. No sucedió nada. No captó ruido alguno, con la excepción del paso de algún coche de punto por la carretera.
Empezaba a acabársele la paciencia cuando comenzó a pasar la segunda hora. Se acercó a la puerta y aguzó el oído, pero no oyó nada. Le asaltó el súbito temor de que se hubiera desmayado. Abrió la puerta medio palmo y le habló. No hubo respuesta. La habitación estaba desierta.
Bajó corriendo al vestíbulo, llamó a Toff. ¿Estaba, tal vez, en la planta baja? No. ¿Y fuera, en el jardín? Tampoco. El señor y el criado se miraron en silencio. Sally se había marchado.
Capítulo 9
Toff fue el primero que se recobró.
-¡Ánimo, señor! -dijo-. Si nos paramos a pensar, hallaremos la forma de encontrarla. Ese brusco americano, el que habló con ella por la mañana, bien podría ser la persona que nos haya traído este infortunio.
Amelius no esperó a oír nada más. Existía al menos la remota posibilidad de que hubiera escuchado algo que la indujera a refugiarse en Rufus. Volvió a la biblioteca a recoger su sombrero.
Toff siguió a su señor con otra sugerencia.
-Una cosa más, señor, antes de que se vaya. Si el americano no puede ayudarnos, debemos estar preparados para abordar la cuestión de otra manera. Permítame que le acompañe hasta la tienda de mi mujer. Le propondré que regrese conmigo y que examine la habitación de la señorita. Aguardaremos a su regreso, cómo no, antes de hacer nada. Entretanto, le ruego que no desespere. Siempre cabe la posibilidad de que encontremos en el dormitorio un medio para descubrir su paradero.
Salieron juntos y tomaron el primer coche de punto que pasó. Amelius siguió solo hasta el hotel.
Rufus estaba en su habitación.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó en el momento en que Amelius abrió la puerta-. Démonos la mano, hijo mío, y sofoquemos en silencio nuestra pequeña desavenencia. Me alarma ver su cara..., ¡ya lo creo! ¿Qué hay de Sally?
Amelius se sobresaltó al oír la pregunta.
-¿No está aquí, con usted?-preguntó.
El mero gesto de Rufus, casi involuntario, le indicó que la respuesta era negativa.
-¿No la ha visto? ¿No ha sabido nada de ella?
-Nada. ¡Téngase firme! Afróntelo como un hombre y cuénteme qué ha ocurrido.
Amelius se lo dijo en dos palabras.
-No suponga que me voy a poner como me puse hace tan sólo un rato -siguió diciendo-. Me siento demasiado desdichado, demasiado preocupado para enojarme. Sólo dígame una cosa, Rufus, ¿le ha dicho usted algo que...?
Rufus alzó una mano.
-Ya veo adónde quiere llegar. Creo que hace más al caso si le digo qué me dijo ella. De principio a fin, Amelius, le hablé con toda amabilidad y le hice la debida justicia. Concédame un momento para que rebusque en mi memoria. -Tras una breve consideración, repitió con esmero la esencia de la conversación que había tenido con Sally, centrándose sobre todo en la última parte de la misma-. ¿Ha echado un vistazo en su habitación? -inquirió cuando hubo terminado el relato-. Tal vez encuentre algo que le ayude, algo que se haya olvidado...
Amelius le habló de la sugerencia de Toff. Volvieron juntos a la casa de campo. La mujer de Toff estaba esperándolos para iniciar la búsqueda.
El primer descubrimiento lo hicieron con facilidad. Sally se había quitado un par de baratijas, pequeños regalos de Amelius que tenía por costumbre llevar encima, y los había dejado, envueltos en papel de seda, sobre el tocador. No encontraron nada que semejara una carta de despedida. Cuando se procedió al examen del guardarropa, se reveló por sí sola una circunstancia muy llamativa. Todos y cada uno de los vestidos que Amelius le había regalado estaban colgados de sus perchas correspondientes. No eran muchos, y todos ellos habían sido revisados en anteriores ocasiones por la mujer de Toff. Estaba absolutamente segura, por si fuera poco, de que no se había llevado un solo vestido. Todos estaban allí. Sally debía de haberse marchado con alguna prenda distinta de las nuevas. ¿Con qué se habría vestido?
Repasando a fondo el cuarto, Amelius descubrió en una esquina la caja en la que había colocado el primer vestido que compró para Sally, a la mañana siguiente de haberla conocido. Trató de abrirla: estaba cerrada con llave y la llave no apareció por ninguna parte. Toff, atento como siempre, bajó a la cocina a buscar un utensilio con el cual saltó el cerrojo en dos minutos. Al abrir la tapa, la caja resultó estar vacía.
De todos los presentes, el único que entendió qué significaba eso fue Amelius.
Recordó que Sally se había llevado sus viejas y desgastadas prendas de vestir en esa caja, cuando la colérica dueña de la casa insistió en que él se marchase de inmediato. «Deseo mirarlas de vez en cuando -dijo la pobre muchacha- y pensar que ahora estoy mucho mejor que entonces». Con aquellos andrajos miserables se había escapado de la casa de campo tras enterarse de la cruel verdad. «Mejor hubiera sido que Amelius me dejase donde me encontró -había dicho-. El hambre, el frío y los malos tratos pueden ser a veces amigos misericordiosos a su manera. Si me hubiera quedado donde estaba, esos amigos ya me habrían dado descanso a estas alturas». Amelius se hincó de rodillas ante la caja vacía, desesperado en su desamparo. La conclusión a la que llegó en ese momento de forma irremediable lo dejó desarmado. Con sus viejos harapos, había decidido regresar al frío, al hambre, al horror de su antigua vida.
Rufus le tomó de la mano y le habló con amabilidad. Le secó las lágrimas de los ojos, le hizo ponerse en pie.
-Sé dónde buscarla -fue todo lo que dijo-, y he de hacerlo a solas. -Se negó a dar más explicaciones, no quiso que sus acompañantes le ayudaran-. Éste es mi secreto y el suyo -respondió-. Vuelva a su hotel, Rufus, y rece para que no deba yo traerle noticias que hagan de usted un desdichado durante el resto de sus días.
Dicho esto, partió.
Al cabo de otra hora estaba de nuevo en el lugar en el que conoció a Sally.
El ajetreo y el ruido del mercado nocturno de los pescadores y los buhoneros no se oía a su alrededor, pues la calle estaba, a la luz del día, sumida en un reposo mortecino. Caminando despacio de un extremo a otro, con paciencia, aguardó con una sola esperanza, consistente en que tal vez ella hubiera buscado cobijo con las dos mujeres que fueron sus únicas amigas durante los días más negros de su vida. Al desconocer el lugar en que moraban, no le quedó más remedio que esperar a que una de las dos apareciese por la calle. Estaba tranquilo, resuelto. Durante el resto del día, durante toda la noche si fuera preciso, estaba decidido a montar guardia, a la espera.
Cuando ya no pudo seguir caminando, descansó y comió algo en el puesto callejero que tan bien recordaba, sentado en un taburete desde el cual aún dominaba toda la vista de la calle. Estaban encendidas las farolas de gas y comenzaba a adueñarse de las calles la larga noche invernal cuando reanudó su cansino ir y venir de una punta a otra de la acera. Cuando la oscuridad se hizo completa encontró recompensa a su paciente espera. Al pasar por delante de la puerta de una casa de empeños vio cara a cara a una de las mujeres; caminaba muy deprisa, con un pequeño paquete bajo el brazo.
Lo reconoció al punto con un grito de sorpresa.
-¡Oh, señor! ¡Cuánto me alegro de verlo! Viene usted en busca de Sally, ¿no es así? Sí, desde luego; está sana y salva en nuestra casa, aunque se encuentra en un penoso estado. ¡Ha perdido la cabeza! ¡Está claro que ha perdido la cabeza! No habla de otra cosa más que de usted. «Me interpongo en su futuro», dice. No, no lo dice: lo repite sin cesar, una y otra vez. No se asuste; Jenny está con ella, cuidándola. Quiere salir. Acalorada, desatinada, como si tuviera fiebre, sólo quiere salir. Preguntó si llovía. «La lluvia podría matarme con estos harapos», dice; «así, ya no me interpondría en su futuro». Tratamos de tranquilizarla diciéndole que no llovía, pero no ha servido de nada: estaba empeñada en salir. «Tal vez reciba otro golpe en el pecho», dice; «tal vez lo reciba en el lugar exacto.» ¡No! No hay nada que temer del bruto que antaño la golpeaba, porque está en la cárcel. ¡No me pida que le lleve a verla todavía, señor! ¡Por favor, todavía no! Me temo que tan sólo se pondría peor si lo llevara ahora a su presencia. No, no quisiera arriesgarme. ¿Sabe? No conseguimos que duerma, que descanse un poco; habíamos pensado en comprar algún tranquilizante en la farmacia. Sí, señor; lo mejor sería que la viese un médico. No, no me dirigía en busca del médico. Si quiere que le diga la verdad, señor, iba a deshacerme de las sábanas; iba a la casa de empeños. -Miró el paquete que llevaba bajo el brazo y sonrió-. Ahora que lo he encontrado a usted, podré volver con las sábanas; además, hay un buen médico que vive ahí cerca. Le puedo mostrar el camino. ¡Qué pálido lo encuentro! ¿Está usted muy fatigado? La casa del médico no está lejos. Me tiene a su servicio, aunque tal vez no desee que lo vean en compañía de una persona como yo.
Física y mentalmente, Amelius estaba completamente destrozado. La triste narración de la mujer lo había abrumado; no era capaz de hablar, de actuar. Mecánicamente, puso el monedero en la mano de la mujer y se encaminó con ella a ver al médico.
El médico estaba en su casa, mezclando medicamentos en su pequeño gabinete. Miró sólo un instante a Amelius y fue corriendo a una sala para regresar con un vaso de licor.
-Bébase esto, señor -dijo-, a menos que quiera encontrarse postrado en el suelo, víctima de un desmayo. Y no vuelva a fiarse de su juventud y de su fortaleza, no se piense que es de hierro. -Indicó a Amelius que tomara asiento y descansara; acto seguido, se volvió a la mujer para averiguar qué deseaban de él. Al cabo de unas cuantas preguntas, dijo que podía marchar, que él la seguiría en pocos minutos, cuando el caballero se hubiera repuesto y pudiera acompañarlo.
-¿Y bien, señor? ¿Vuelve a encontrarse algo mejor? -Estaba mezclando una medicina cuando se dirigió a Amelius en estos términos-: Puede usted confiar en que esa pobre desdichada que acaba de abandonarnos cuide bien de la muchacha enferma -siguió diciendo-. No le preguntaré cómo es que la conoce usted, porque eso no es asunto mío. Sin embargo, conozco bastante bien a la gente del barrio, y una cosa sí le puedo decir, por si acaso le preocupase. La mujer que lo ha traído a mi consulta, quitando el único infortunio de su vida, es una criatura de muy buena pasta. La otra, la que vive con ella, es igual. Cuando pienso a qué están expuestas... ¡En fin! Prendo mi pipa y así aquieto mi ánimo. Dediqué mis primeros años de ejercicio a ser médico de un barco. Podría conseguirles a las dos un empleo respetable en Australia, pero para eso necesitaría el dinero para pagarles el pasaje. Si no se hace algo por ellas, morirán tarde o temprano en el hospital, como tantas otras. En mis momentos de mayor esperanza a veces pienso en hacer una colecta. ¿Qué me dice? ¿Aportaría usted unos chelines para dar ejemplo?
-Haré incluso algo más -respondió Amelius-. Tengo motivos para desear la amistad de esas dos pobres mujeres; de buena gana haré lo que sea preciso para que mejore su situación en la vida.
El médico le tendió la mano por encima del mostrador.
-¡Es usted un muchacho excelente, ya lo creo! Podría mostrarle cartas de recomendación que le satisfarán y le demostrarán que no soy un maleante. Entretanto, veamos qué sucede con esa muchachita; ya me hablará de ella por el camino. -Se guardó el frasco de medicina en el bolsillo y tomó a Amelius por el brazo para salir.
Cuando llegaron a la destartalada pensión en la que se alojaban las dos mujeres, sugirió a su compañero que esperase en la puerta.
-Yo estoy acostumbrado a los espectáculos más tristes que pueda imaginar; a usted tan sólo le deprimiría ver ese sitio. No le haré esperar mucho tiempo.
Y cumplió su palabra. En poco más de diez minutos se reunió con Amelius.
-No se alarme -dijo-. La situación no es tan grave como parece. La pobre muchacha padece una seria alteración del sistema nervioso, causada por la súbita y violenta decepción de la que usted me hablaba. Mi medicina le proporcionará lo único que, para empezar, sin duda necesita: una noche de sueño y de descanso.
Amelius preguntó cuándo estaría restablecida para poder verla.
-¡Ah. mi joven amigo! Eso no es fácil de decir por el momento. Mañana sí podré darle una respuesta más precisa. ¿No le sirve? ¿He de aventurar una opinión todavía prematura? Creo que dentro de tres o cuatro días estará en condiciones de recibirle. Cuando llegue ese momento, tengo la firme convicción de que será usted más útil que yo para que logre un completo restablecimiento.
Amelius sintió alivio, pero no quedó del todo satisfecho. Preguntó si no sería posible llevársela de ese miserable lugar.
-No, imposible... A no ser que se le cause un grave perjuicio. Tienen dinero para apañárselas; ya le he dicho que esas dos mujeres sabrán cuidar ele ella. Mañana por la mañana volveré a visitarla. Váyase a su casa y acuéstese, pero cene algo antes. Esté tranquilo. Venga a verme mañana a mediodía y me encontrará a punto con mis recomendaciones y mi informe sobre la paciente. Doctor Pinfold, Edificios Blackacre; aquí tiene la dirección. Buenas noches.
Capítulo 10
Después de que Amelius lo dejase, Rufus recordó que había prometido a Regina enviarle un telegrama.
Con su estricto respeto por la verdad, no le fue nada fácil decidir qué mensaje debía hacerle llegar. Animar a Regina, en caso de ser posible, mediante su propia e inquebrantable fe en la bondad de Amelius, le pareció en principio que era todo a cuanto podía aspirar honradamente en las actuales circunstancias. Preocupado, con algún mal presagio, despachó el telegrama a París en estos términos: «Tenga paciencia y haga justicia a A. Se lo merece».
Concluido su cometido en la oficina de telégrafos, Rufus fue a visitar a la señora Payson.
La buena mujer lo recibió con un gesto de seriedad y con actitud distante, en manifiesto contraste con la acostumbrada calidez de su acogida.
-Pensé que era usted un hombre único entre un millar -comenzó a decirle bruscamente-, y he descubierto que no es mejor que los demás. Si ha venido a hablarme sobre ese joven socialista, ese canalla, comprenda, por favor, que a mí no le será tan fácil convencerme como a la señorita Regina. Yo he cumplido con mi deber y le he abierto los ojos a la verdad, pobrecilla. ¡Debería usted avergonzarse!
Rufus mantuvo la calma con su habitual dominio de sí mismo.
-Es posible que tenga razón -dijo muy tranquilo-, pero hasta el mayor de los malhechores tiene derecho a una explicación cuando una dama lo desconcierta. ¿Tiene usted alguna objeción, amiga mía, a aclararme qué quiere decir?
La explicación no tranquilizó sus ánimos.
Regina le había escrito en el mismo correo en que regresó Rufus a Inglaterra, repitiendo a la señora Payson lo que comentaron en su encuentro en los Campos Elíseos y, apelando a su simpatía, le pedía información y consejo. Recibida la carta esa mañana, la señora Payson actuó llevada por sus propios impulsos de generosidad y de compasión; ya la había contestado y había dado su respuesta al correo. Por su experiencia de las desafortunadas muchachas a las que recibía en el hogar, estaba lejos de inclinarse a creer en la inocencia de una joven que se había dado a la fuga al verse ante la tentación. Como acto de justicia a Regina, le adjuntó la carta en la que Amelius reconocía que Sally pasó la noche bajo su techo.
Creo que tan sólo le comunico la vergonzosa verdad -escribió la señora Payson- si añado que la muchacha ha estado alojada en la casa de campo del señor Goldenheart desde entonces. Si es usted capaz de aceptar este desgraciado estado de cosas, y casarlo con la afirmación que hace el señor Rufus Dingwell sobre la fidelidad de su amigo a su compromiso matrimonial, no tengo yo derecho ni deseo de empeñarme en modificar su opinión. Sin embargo, usted me pide consejo, y no seré yo quien lo rehuya. Mi honestidad me obliga a decirle que la resolución que ha tomado su tío, en el sentido de romper el compromiso, es justamente la que hubiera tomado yo en caso de que una de mis hijas se encontrase en la dolorosa y humillante situación en que usted se halla.
Aún quedaba tiempo de sobra para modificar esta contundente expresión en el correo del mismo día. Rufus apeló a la señora Payson para que reconsiderase la conclusión a la que había llegado, pero fue en vano. Hubiera sido imposible encontrar a una mujer más caritativa y más considerada, aun dentro de los límites de su rutina diaria. Sin embargo, esa generosidad de ánimo que, teniendo una dilatada y valiosa experiencia de las normas, puede pese a todo comprender que otras personas tengan tal vez una experiencia similar sobre la excepción a las normas, no figuraba entre las cualidades propias del talante moral de la señora Payson. Defendió firmemente sus estrechas ideas sobre su sentido del deber, estimulada más que nada por una muy natural indignación contra Amelius, quien la había decepcionado amargamente, y contra Rufus, quien no había reparado en ningún escrúpulo para acudir en auxilio del primero. Los dos amigos se despidieron con absoluta frialdad por vez primera en sus vidas. Rufus regresó a su hotel a esperar noticias de Amelius.
Pasó el día; la única visita que animó, su soledad fue la de un amigo y corresponsal americano relacionado con la agencia que se encargaba de llevar sus asuntos en Inglaterra. El cometido de este caballero fue dar a su cliente el más sólido y rápido de los consejos relacionados con una inversión de dinero. Tras señalarle cuál era la especulación más segura, más sólida, el visitante quiso añadir una advertencia relacionada con las hipotéticas, peligrosas inversiones del momento.
-Por ejemplo -dijo-, existe un banco creado por Farnaby que...
-No es necesario que me predisponga en contra de Farnaby -le interrumpió Rufus-. No compraría acciones de su banco ni aunque me regalase otras tantas.
El amigo americano pareció sorprendido.
-Es imposible -exclamó- que se haya enterado usted de la noticia. Ni siquiera la saben aún en el mercado de valores.
Rufus le explicó que sólo había hablado por la influencia de sus prejuicios personales en contra del señor Farnaby.
-¿Qué es lo que se cuece? -preguntó.
El otro le informó confidencialmente de que se avecinaba una borrasca; dicho de otro modo, que en tal banco se había hecho un descubrimiento de graves consecuencias. Hacía ya algún tiempo que los inversores habían adelantado una muy considerable suma de dinero a un agente de bolsa, bajo la garantía del propio señor Farnaby. El hombre en cuestión acababa de morir; tras un exhaustivo examen de sus papeles, resultó que sólo había recibido unos cientos de libras con la condición de que no dijera ni palabra. El grueso del dinero había quedado en manos del propio señor Farnaby, y al parecer se lo había tragado su periódico, su medicina patentada y sus demás especulaciones, todas ellas podridas, sin hablar de su propio negocio.
-Tal vez no lo sepa usted -concluyó el amigo americano-, pero lo cierto es que Farnaby está en las últimas. Su bancarrota es mera cuestión de tiempo. Es muy probable que deba hacer acto de presencia ante un tribunal, acusado de diversos delitos. Tengo entendido que Melton, cuyo crédito ha mantenido el banco de un tiempo a esta parte, ha viajado para ver a su amigo en París. Dicen que la sobrina de Farnaby es una dulce señorita, y parece que Melton siente debilidad por ella. Difícil trago para Melton.
Rufus le escuchó con gran atención. Al firmar la orden con la que autorizaba sus inversiones, decidió no agitar por el momento la cuestión relativa al compromiso matrimonial de su amigo.
Durante el resto del día y hasta entrada la noche esperó a Amelius, y lo hizo en vano. Ya rondaba la medianoche cuando apareció Toff con un mensaje de su señor. Amelius había descubierto el paradero de Sally y había vuelto a la casa tan fatigado que sólo pudo cenar algo ligero y acostarse temprano. A la mañana siguiente saldría de nuevo de la casa, aunque tenía la esperanza de poder pasar por el hotel a lo largo del día. Al observar la cara de Toff con grave concentración, Rufus trató de extraer de él alguna información adicional, pero el viejo francés fue fiel a su dignidad y mantuvo una inamovible reserva.
-Señor, esta misma mañana me ha agarrado usted por el hombro y me ha hecho dar la vuelta en redondo -dijo-. No deseo que se me trate por segunda vez como a un tentetieso. Por lo demás, no tengo por costumbre meterme en los secretos de mi señor.
-Yo tampoco tengo por costumbre -replicó Rufus con frialdad- guardarle rencor a nadie. Le ruego acepte mis más sinceras disculpas por haberle tratado como a un tentetieso. Le ofrezco mi mano.
Toff había llegado hasta la puerta. Regresó al instante con esa dignidad que un francés siempre despliega en los momentos de máxima emergencia.
-Apela usted a mi corazón y a mi honor, señor -dijo-. Entierro los sucesos de esta mañana bajo el manto del olvido; acepto el honor de estrecharle la mano.
Al cerrarse la puerta, Rufus esbozó una forzada sonrisa. «Así que no tiene por costumbre meterse en los secretos de su señor -repitió-. Si Amelius supiera leer su rostro como lo sé leer yo, mañana cuando salga podría mirar por encima del hombro y me apuesto diez contra uno a que lo vería a sus espaldas, aunque a una prudente distancia».
Avanzado el día siguiente, Amelius se presentó en el hotel. Al hablar de Sally se mostró insólitamente reservado; se limitó a decir que estaba enferma, bajo los cuidados de un buen médico, y cambió de tema de conversación. Sorprendido por la expresión deprimida y preocupada de su rostro, Rufus le preguntó si había tenido noticias de Regina. No, desde la última vez que le escribió había pasado mucho más tiempo que de costumbre.
-Y no lo entiendo -dijo con tristeza-. Supongo que usted no habrá sabido nada de ella en París.
Rufus había cumplido la promesa de no mencionar el nombre de Regina en presencia de Sally. Sin embargo, le fue imposible mirar a Amelius sin responder con toda sencillez a la pregunta que acababa de hacerle, aunque sólo fuera por el bien de su buen amigo.
-Me temo que se le avecinan algunas complicaciones, hijo mío, procedentes de esa parte. -Dichas estas palabras de advertencia, repitió todo lo que había conversado con Regina-. Algún desconocido enemigo de usted ha hablado en su contra con el tío de la señorita Regina -concluyó-. Mucho me temo que se ha forjado alguna que otra enemistad desde que está en Londres.
-Lo conozco -respondió Amelius-. Tenía la intención de desposar a Regina antes de que yo la conociese. Se llama Melton.
Rufus se llevó un sobresalto.
-Ayer mismo tuve noticias de que está en París con Farnaby. Pero eso no es lo peor del caso, Amelius. Hay otra persona que se ha entrometido: una buena amiga mía que ha dado tal giro a su temperamento que me ha tomado completamente por sorpresa, pues la conozco desde hace veinte años. Deduzco que hay un punto de maldad en la hechura de la mejor de las mujeres que haya pisado la tierra, cosa que los hombres sólo descubren cuando otra mujer viene a agitarla. ¡Aguarde! -siguió diciendo tras relatar el resultado de la visita que hizo a la señora Payson-. He telegrafiado a la señorita Regina para que tenga paciencia y confíe en usted. No le escriba para defenderse de sus acusaciones; no lo haga hasta saber en qué estima le tiene después de recibir mi mensaje. El correo de mañana nos dirá qué hay que hacer.
El correo del día siguiente, en efecto, lo aclaró.
Amelius recibió dos cartas de París: una del señor Farnaby, seca, desabrida e insolente, en la que deshacía el compromiso matrimonial; la otra, de Regina, escrita con gran severidad de estilo. Su carácter débil, como todos los caracteres débiles, la llevaba fácilmente a la desmesura; una vez se declaraba, se refugiaba en la violencia del mismo modo que una persona tímida se refugia en la audacia. Sólo una mujer de ánimo más firme y más generoso le habría escrito sobre sus desdichas en un tono más ecuánime y moderado.
Regina comenzaba sin preámbulos. No tenía ánimos para reprender a Amelius, ni tampoco deseos de referir sus padecimientos a un hombre que con toda claridad le había demostrado que no tenía ningún respeto por sí mismo y ningún amor, ninguna compasión por ella. Sin remordimiento alguno lo liberaba de su compromiso, le devolvía sus cartas y sus regalos. En cuanto a las cartas que ella le había escrito, podía devolvérselas en un paquete sellado que debía remitir al despacho de su tío en Londres. Rezaba también para que él comprendiese el pecado que había cometido contra ella, y para que con el tiempo pudiera llegar a ser un hombre digno y satisfecho. Su decisión era irrevocable. La carta que él mismo envió a la señora Payson era su condena; el testimonio de un viejo amigo de su tío, un hombre honrado, demostraba que su maldad no fue tan sólo algo impulsivo, sino una premeditada infamia y falsedad, sostenida a lo largo de muchas semanas. Desde el momento en que hizo ese descubrimiento, él pasó a ser un mero desconocido para ella. Por eso se despedía así.
-¿Le ha escrito usted? -preguntó Rufus tras ver ambas cartas.
Amelius se puso rojo de indignación. No llegó a darse cuenta, pero por su aspecto, por su actitud, quedó bien claro que Regina había perdido toda la influencia que pudiera tener sobre él. Su carta era un insulto, no una herida; Amelius se sentía asqueado, ultrajado; las emociones más profundas y más amables, las emociones de un amante dolido y humillado, habían desaparecido de su ser por la severidad de la despedida.
-¿Acaso cree que voy a dejar que me traten de ese modo sin una sola palabra de protesta? -contestó-. Por supuesto que le he escrito, y le digo que me niego a retirar mi promesa. «Doy mi palabra de honor al declarar que te he sido fiel y que no he incumplido mi compromiso, así se lo he dicho. Desprecio la vileza del infundio en que me colocan tu tío y ese amigo suyo, pues tan sólo he cumplido con la elemental caridad cristiana.» Antes de terminar mi carta le dije palabras más tiernas, pues me di cuenta de su inquietud y, sobre todo, porque no deseaba aumentarla. Ya veremos si le queda el amor suficiente para confiar en mi fe y en mi honor, en vez de fiarse de las falsas apariencias. Le daré algún tiempo.
Rufus prefirió abstenerse de manifestar su opinión. Aguardó al día siguiente por si llegara la respuesta de París, y de nuevo acudió a la casa de campo.
Sin comentario alguno, Amelius entregó una carta a su amigo. Era la carta que envió a Regina, y que le había sido devuelta. Al dorso incluía una carta de puño y letra del señor Farnaby: «Si remite usted otras cartas, serán quemadas sin abrir». Con esa insolencia le escribía el desdichado sobre cuya cabeza pendía la bancarrota y la denuncia pública de sus desmanes.
Rufus se expresó con toda sencillez.
-Esto ha terminado -dijo-. Esa muchacha jamás llegará a ser una esposa adecuada para usted, Amelius. Se acabó. olvide que conoció siquiera a esas personas y hablemos de otra cosa. ¿Cómo se encuentra Sally?
Con esa pregunta tan inoportuna, Amelius de nuevo destapó su temperamento. Se hallaba en un estado de irritabilidad nerviosa que lo llevaba a sentirse ofendido allí donde nadie pretendió hacerlo.
-Oh, no tiene de qué preocuparse -respondió con petulancia-. No existe el riesgo de que la pobre niña vuelva a vivir conmigo. Todavía está al cuidado del médico.
Rufus no prestó atención a su enojada respuesta y le dio una palmada en el hombro.
-Si le hablo de la muchacha -dijo- es porque deseo ayudarla y porque puedo ayudarla, siempre que usted me lo permita. No pasará mucho tiempo, hijo mío, hasta que me toque regresar a Estados Unidos. ¡Y desearía que viniera usted conmigo!
-¿Cómo? ¿Y abandonar a Sally? -exclamó Amelius.
-¡Ni muchísimo menos! Antes de marcharnos, me encargaré de que Sally goce de la debida protección. ¿Quiere al menos pensarlo?
Amelius cedió.
-De acuerdo. Si es por complacerle a usted...
Rufus recogió el sombrero y los guantes de la mesa y se marchó sin decir más. «Las complicaciones de Amelius -pensó al cerrar la puerta- no han terminado todavía».
Capítulo 11
Llegó el día en que el valeroso doctor Pinfold predijo que Sally se hallaría en mejores condiciones. Sin embargo, el informe que el médico remitió a Amelius fue el mismo. «Tiene que tener paciencia, señor. Aún no está bien del todo, o no tanto como para verle a usted».
Toff, que miraba a su señor con preocupación, se alarmó por el cambio que se obraba en él, un cambio que empeoraba gradualmente y se manifestaba en todo momento. Unas veces triste y silencioso, otras amargado e irritable, se había deteriorado física y moralmente. Terminó por parecer una sombra del que era. Ya no cruzaba ni una palabra con su fiel criado, salvo para darle mecánicamente los buenos días o las buenas noches. Llegó un momento en que Toff no pudo resistirlo. Pese al riesgo de recibir una áspera respuesta, se dejó llevar por su generoso impulso y le habló.
-Señor, ¿me permite usted decirle -indicó con toda amabilidad y respeto- que lamento muchísimo verlo tan alterado?
Amelius lo miró sorprendido.
-Ustedes los criados siempre se alarman por simples trivialidades. Tan sólo estoy un poco decaído, y creo que me convendría un cambio de aire, eso es todo. Tal vez haga un viaje a América. No creo que le agrade; no me extrañaría que se busque usted otro empleo.
Las lágrimas asomaron a los ojos del viejo.
-¡Jamás! -respondió fervientemente-. Mi última ocupación, si usted me despide, será la que con tanto afecto he tenido a su servicio.
La ternura natural de Amelius se conmovió en lo más profundo.
-Perdóneme, Toff -dijo-. Me siento solo y desdichado, y más preocupado por Sally de lo que podría expresar con palabras. No puede haber cambio alguno en mi vida hasta que me quede tranquilo en lo tocante a esa pobre muchacha. Si termino por viajar a América, le aseguro que usted vendrá conmigo. No le perdería a usted, mi buen amigo, por nada del mundo.
Toff permaneció en la sala como si aún le quedase algo que decir. Totalmente ignorante del compromiso matrimonial que existió entre Amelius y Regina, ajeno al modo en que había terminado, sospechaba no obstante, de forma un tanto vaga, que su señor podía haberse metido por inadvertencia en un enredo con una señora que a él le era desconocida. La oportunidad de hacerle la pregunta se presentó a su alcance. Y la formuló con modestia.
-¿Viaja a América para casarse, señor?
Amelius lo miró con momentánea suspicacia.
-¿Qué le hace pensar tal cosa?
-No lo sé, señor -respondió Toff con humildad-. Tal vez hayan sido imaginaciones mías, pero ¿no seria sin duda maravilloso que un caballero de su edad y su apariencia llevase al altar a una encantadora mujer?
Amelius se había dejado conquistar una vez más; sonrió.
-¡Basta de tonterías, Toff! jamás contraeré matrimonio. Más vale que lo sepa.
El rostro avejentado de Toff adquirió una súbita luminosidad. Se dispuso a retirarse; vaciló; regresó junto a su señor.
-¿Tendrá usted necesidad de mis servicios, señor, durante una hora o dos a lo sumo?
-No. Pero quiero que esté de vuelta antes de que yo mismo salga. Esté en la casa a las tres en punto.
-Gracias, señor. Si necesita algo en mi ausencia, mi hijo está abajo.
El chiquillo, que con atención acompañó a Toff hasta la puerta, observó sorprendido que su padre chasqueaba los dedos alegremente al partir, y que tarareaba los primeros compases de La Marsellesa.
«Aquí va a pasar algo», se dijo al regresar a la casa. Desde Regent’s Park hasta los Edificios Blackacre el trayecto es casi un viaje de una punta a otra de Londres. Haciendo parte del camino en tranvía, Toff llegó a la residencia del doctor Pinfold con la confianza de un hombre que sabía a la perfección dónde iba y cuál era su cometido. La sagacidad de Rufus había acertado al sospechar sus intenciones: Toff había seguido en privado a su señor y se había presentado ante el médico con una mezcla de motivos en la cual su devoción por Amelius sin duda se llevaba la palma. Por su experiencia del mundo comprendió que la partida de Sally tan sólo había sido el comienzo de nuevas complicaciones todavía por surgir. «¿De qué le sirvo a mi señor -reflexionó- si no es para ahorrarle contratiempos incluso a su pesar?»
El doctor Pinfold estaba extendiendo recetas a una hilera de pacientes, sentados todos ellos en un banco.
-¿No está usted enfermo? -dijo cortantemente a Toff-. Bien, en ese caso vaya a esperarme a la sala.
Cuando terminó de atender a sus pacientes, Toff trató de explicarle el objeto de su visita. El viejo médico naval insistió en formular primero una sencilla pregunta.
-¿Viene a verme por orden de su señor, o se trata de una entrevista privada, como la otra vez que vino a verme?
-Se trata de algo privado -respondió Toff-. Mi pobre señor está empeorando día a día por culpa de la desdicha y el suspense que le produce esta situación sin remedio. Es preciso hacer algo por él. Mi querido y buen señor, le ruego que me ayude a resolver esta triste situación. ¡Dígame la verdad sobre la señorita Sally!
El viejo Pinfold se metió las manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared de la sala, contemplando al francés con una expresión en la que su genuina simpatía se mezclaba con una curiosa mirada de entretenimiento.
-Es usted un valioso criado -le dijo-, y por eso le daré a conocer la verdad. Me he visto obligado a engañar a su señor en lo tocante a esa molesta y joven Sally. Siempre le he dicho que aún está demasiado enferma para verle y para responder a sus cartas, pero es mentira. No le sucede ya nada, salvo una enfermedad para la cual yo no tengo cura: la enfermedad del ánimo alterado. Se le ha metido en la cabeza que se rebajó por completo y para siempre en la estima de su señor al abandonarle y venir a refugiarse aquí. De nada sirve decirle, por más que sea completamente cierto, que había perdido la cabeza, que no es en modo alguno responsable por lo que hizo cuando lo hizo. Ella sostiene a pesar de todo su propia opinión. «¿Qué pensará de mí, salvo que he vuelto adrede a la desgracia de mi vida de antaño? ¡Me tiraría por la ventana si él entrase ahora mismo!». Así es como me responde; aún peor es que tiene el corazón desgarrado por él. La pobrecilla está tan ansiosa de saber algo acerca de su salud y sus andanzas que da verdadera pena verla. No creo que su enfebrecido cerebro lo resista por mucho más tiempo. ¡Que me aspen si sé yo qué habría de hacer! Las dos mujeres, sus amigas, ya no tienen la menor influencia sobre ella. Cuando la vi esta mañana, la muy desagradecida llegó a decirme: «¿Por qué no me deja morir?» Se me escapa de qué modo entró su señor en contacto con esas desgraciadas criaturas; además, eso no es de mi incumbencia. Tan sólo deseo que fuera otra clase de hombre. Antes de conocerle tal como ahora le conozco, supuse, como un estúpido, que él sería la persona adecuada para ayudamos a devolver a la chiquilla al buen camino. Es un hombre espléndido, tan impulsivo, tan tierno. Y en el estado actual en que ella se encuentra, eso sería más perjudicial que beneficioso. ¿Sabe usted si él va a casarse?
Tras escuchar al médico en silencio, inquieto, Toff alzó la mirada.
-¿Por qué me lo pregunta?
-Por nada, por nada -respondió el viejo Pinfold-. Sally insiste en decirnos que ella se interpone en el futuro de él y que tan sólo es un estorbo. Y al hablar de su futuro se le ha metido en la cabeza el matrimonio de él, en el cual ella se interpone. ¿Cómo? ¿Ya se marcha?
-Deseo ir a ver a la señorita Sally. Creo que tengo algo que decirle que le servirá de consuelo. ¿Cree que me dejará visitarla?
-¿Es usted el hombre que responde al apodo de Toff? Algunas veces habla de un tal Toff.
-¡Sí, señor! Soy Théophile Leblond, también conocido por Toff. ¿Dónde puedo encontrarla?
El doctor Pinfold tocó una campanilla.
-El recadero de la consulta va para allá a despachar una medicina -respondió-. Es un lugar muy pobre, aunque lo encontrará usted en óptimas condiciones... gracias a su buen señor. Ha comenzado a ayudar a las dos mujeres para que emprendan una nueva vida lejos de este país; mientras aguardan a conseguir el pasaje, disponen de una habitación adicional y han alquilado algunos muebles, según es deseo de su señor. Ah, ahí está el chico de los recados; él le enseñará el camino. Una cosa más: ¿qué piensa decirle a Sally?
-Le voy a decir, señor, que mi señor se siente sumamente triste porque la echa en falta.
El doctor Pinfold meneó la cabeza.
-Con eso no ha de llegar muy lejos si pretende convencerla. Tan sólo conseguirá que se sienta más desdichada.
Toff se llevó el dedo índice junto a la nariz.
-¿Y si le dijera otra cosa? Supongamos que voy y le digo que mi señor no va a casarse con nadie.
-Ella no le creerá.
-Seguro que sí me ha de creer, y lo sé por una razón muy simple -dijo Toff con gravedad-. A mi señor le hice esa misma pregunta antes de venir, y sé de sus propios labios que no hay damisela que le espere, y que de ninguna manera tiene previsto casarse. Si se lo digo así a la señorita Sally, señor, ¿cómo cree que se lo tomará? ¿Se quiere apostar conmigo un chelín a que mi comunicado no tiene efecto en ella?
-¡No pienso apostarme nada! Siga al recadero y dígale a la joven Sally que le envío un médico mucho mejor que yo.
Mientras Toff iba de camino a ver a Sally, el hijo de Toff importunó a Amelius al anunciarle una visita. La tarjeta que le entregó ostentaba un rótulo: «El hermano Bawkwell, de Tadmor».
Amelius miró la tarjeta y bajó corriendo al vestíbulo para recibir al visitante con ambas manos abiertas, dispuesto a darle la bienvenida de todo corazón.
-¡Oh! ¡Cuánto me alegro de verle! ¡Pase, adelante! ¡Hábleme de Tadmor!
El hermano Bawkwell acogió tan entusiasta recepción con una mirada adusta y sorprendida. Era un viejo endurecido y seco, de barba blanca y revuelta, con arrugas en la frente y una boca obstinada, de finísimos labios. Por edad y por temperamento no era dado a ser amigo íntimo de ninguno de los hermanos jóvenes de la Comunidad. Sin embargo, en esa tristísima fase de su vida, a Amelius se le alegró el corazón al ver a una persona que le recordaba sus tranquilos, felices días de Tadmor. Ese gélido y viejo socialista se le apareció por vez primera como si fuese un amigo queridísimo.
El hermano Bawkwell aceptó la silla que le ofrecía y comenzó a reflexionar, en solemne silencio, mirando el reloj.
-Las dos y veinticinco -dijo antes de guardar el reloj.
-¿Va usted justo de tiempo? -preguntó Amelius.
-Es mucho lo que se puede hacer en diez minutos -respondió el hermano Bawkwell con un acento escocés que había sobrevivido a toda una vida en América-. Quiero hacerle saber que he venido a Inglaterra en una misión encargada por la Comunidad, a fin de hablar de asuntos de distinta importancia con un total de veintisiete personas. El suyo, amigo Amelius, es un asunto de menor importancia. Le puedo conceder diez minutos.
Abrió una gruesa libreta de bolsillo, negra, que contenía un puñado de cartas. Colocó dos sobre la mesa y se dirigió a Amelius como si hablase en público.
-Debo llamarle la atención sobre ciertas resoluciones del Consejo de Tadmor, que datan del pasado 3 de diciembre y se refieren a una persona temporalmente condenada a permanecer al margen de la Comunidad, tal como lo está usted...
-¡Mellicent! -exclamó Amelius.
-No tenemos tiempo para interrupciones -señaló el hermano Bawkwell-. Dicha persona es, en efecto, la hermana Mellicent el Consejo se reunió para considerar una carta que, con su firma, se recibió el pasado 2 de diciembre. Dicha carta -siguió diciendo a la vez que tomaba uno de los papeles- ha sido abreviada como sigue por el secretario del Consejo. En esencia, la carta afirma que, primero, «la hermana casada bajo cuya protección residía en Nueva York está resuelta a instalarse en Inglaterra con su esposo, quien ha sido nombrado por su empresa el representante de la misma en Londres»; segundo, que ella, me refiero a la hermana Mellicent, «tiene serias razones para no acompañar a sus parientes en su viaje a Inglaterra, y que no goza de otras amistades que se ocupen de su bienestar si permanece en Nueva York»; tercero, que «apela a la misericordia del Consejo, habida cuenta de las circunstancias, para que acepte la expresión de su más sincero arrepentimiento por haber violado una norma, y para que permita el regreso de una criatura penitente y sin amigos al único hogar que le queda, su hogar de Tadmor». No, amigo Amelius, no tenemos tiempo que perder en la expresión de nuestra simpatía; ya casi ha transcurrido la mitad de los diez minutos previstos. Aún debo notificarle que la cuestión fue sometida a votación bajo la formulación que sigue: «¿Es coherente con las graves responsabilidades del Consejo considerar la remisión de cualquier sentencia que fue pronunciada con justicia y amparada en el Libro de las Reglas?». El resultado fue digno de mención, ya que los votos a favor y en contra quedaron divididos por igual. En estas situaciones, como usted bien sabe, nuestras leyes señalan que sea el Hermano Anciano quien tome la decisión, y éste de hecho dio su voto a la remisión de la sentencia, con lo cual dicha sentencia quedó invalidada. Por una exigua mayoría. Por consiguiente, la hermana Mellicent de nuevo fue recibida en Tadmor.
-¡Ah, el buen Hermano Anciano! -exclamó Amelius-. ¡Siempre partidario de la misericordia!
El hermano Bawkwell alzó la mano para protestar.
-Diríase que no tiene usted noción del valor del tiempo -dijo-. Haga el favor de callarse. En calidad de representante itinerante del Consejo, se me ha indicado que le comunique que su sentencia también queda naturalmente invalidada, a consecuencia de la remisión de la sentencia que se impuso a la hermana Mellicent. Tiene usted entera libertad para regresar a Tadmor a su voluntad. Sin embargo, escúcheme bien lo que debo decirle, amigo Amelius: el Consejo sostiene la resolución de que la elección que tome usted entre nosotros y el resto del mundo sea una elección totalmente libre y sin mediatizar. Por temor a ejercer siquiera una influencia indirecta, nos hemos abstenido incluso de escribirle. Con idéntico motivo, ahora le decimos que si regresa usted con nosotros ha de ser sin interferencia alguna por nuestra parte. Le informamos de un suceso que ha tenido lugar en su ausencia, pero nada más.
Calló y miró el reloj. El tiempo hace proverbiales maravillas. El tiempo le cerró la boca.
Amelius respondió con el corazón acongojado. El mensaje del Consejo le había recordado primero a Mellicent, y luego Tadmor, y le hacía ver de otro modo su propia posición.
-Mi experiencia del mundo ha sido muy dura -dijo-. De muy buena gana regresaría a Tadmor hoy mismo, de no ser por una consideración... -Titubeó; vio de nuevo la imagen de Sally. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y no dijo nada más.
El hermano Bawkwell, debido a las prisas, se puso en pie y entregó a Amelius el segundo de los papeles que había extraído de su libreta.
-Se trata de un documento puramente informal -dijo-; sólo son unas cuantas líneas de parte de la hermana Mellicent que ella me encomendó para que se las entregase. Tenga la bondad de leerla tan deprisa como pueda, e indíqueme si pretende contestar.
No había gran cosa que leer.
Amelius, las buenas gentes de este lugar me han perdonado y me han permitido regresar con ellas. Ahora vivo en paz y felicidad, querido, al tiempo que me acuerdo de ti. Doy los mismos paseos que dábamos Juntos, y a veces salgo en bote por el lago, y pienso en aquella ocasión en que te conté mi triste historia. Tus animalillos están ahora a mi cuidado: el perro y el cervatillo, las aves... Todos están bien y te esperan a mi lado. La convicción de que has de volver a mí sigue siendo la misma creencia inquebrantable que tuve desde el principio. Te lo diré una vez más: me has de encontrar aquí, dispuesta a ser la primera que te dé la bienvenida cuando tu ánimo se hunda bajo el peso de la vida, y cuando tu corazón quiera regresar a tus amigos de juventud. Hasta que llegue ese momento, piensa en mí de vez en cuando. Adiós.
-Estoy a la espera dijo el hermano Bawkwell con el sombrero en la mano.
Amelius le respondió con gran esfuerzo.
-Haga el favor de darle las gracias de mi parte -dijo-. Eso es todo.
Agachó la cabeza al hablar, y se sumió en sus pensamientos como si estuviera solo.
El emisario de Tadmor, advertido por la manecilla del reloj, le llamó la atención.
-Me haría usted un gran favor -dijo el hermano Bawkwell a la vez que sacaba una lista de nombres y direcciones- si me indicase el camino para encontrar a la octava persona de esta lista. Ya son las tres menos veinte.
La dirección que le señalaba no estaba muy lejos, pues se trataba de una calle al norte de Regent's Park. Amelius, silencioso y pensativo, actuó como guía.
-Por favor, dé las gracias al Consejo por la amabilidad con que me tratan -dijo cuando llegaron a su destino. El hermano Bawkwell contempló al amigo Amelius con ojos desapasionados.
-Creo que terminará usted por volver con nosotros -dijo-. Cuando nos encontremos en Tadmor, aprovecharé la ocasión para hacerle algunos comentarios tan oportunos como necesarios sobre el valor que siempre tiene el tiempo.
Amelius regresó a la casa de campo a ver si Toff estaba de vuelta. Tenía previsto hacer su visita diaria al doctor Pinfold.
-¿Está usted ahí, Toff? -llamó.
-A su servicio, señor -respondió al punto.
El cielo se había nublado y amenazaba lluvia. Al no encontrar el paraguas en el vestíbulo, Amelius fue a la biblioteca a buscarlo. Nada más cerrar la puerta, Toff y su hijo aparecieron por las escaleras de la cocina. Los dos iban de puntillas; los dos estaban en guardia.
Amelius encontró el paraguas. Fue característico de su melancolía que lo dejara caer sobre la silla más cercana en vez de salir a la calle de inmediato, con la prestancia y la actividad de otros días más felices. De nuevo pensaba en Sally; sopesaba incluso la posibilidad de desafiar las órdenes del médico y empeñarse en visitarla, sin importarle lo que pudiera suceder.
De pronto alzó la mirada. Un leve sonido le había sobresaltado.
Fue un tenue susurro, sin duda procedente de la habitación que había ocupado Sally.
Aguzó el oído y lo oyó de nuevo. Se puso en pie con el corazón desbocado y abrió la puerta de la habitación.
Allí estaba.
Tenía las manos sobre el pecho, pues respiraba con gran agitación. Era incapaz de mirarlo, incapaz de hablarle; se la veía incapaz de avanzar hacia él. Así estuvo hasta que él le tendió los brazos abiertos. En ese momento, todo el amor y todo el pesar encerrados en su corazoncito fluyeron hacia él en forma de un llanto bajo, un murmullo. Ocultó la cara arrebolada en el pecho de él. Su color sonrosado tiñó suavemente su cuello, como una confesión no expresada de todos sus temores, de todas sus esperanzas.
Fue un tiempo más allá de las palabras. Los dos permanecieron callados, el uno en brazos del otro.
Debajo de ellos, en la planta inferior, la quietud reinante en la casa de campo se quebró con un estallido de música bailable, con el rítmico golpeteo de los pies en el suelo y la animada melodía. Toff tocaba el violín, y su hijo bailaba al compás.
Capítulo 12
Tras esperar uno o dos días a recibir noticias de Amelius sin saber nada de él, Rufus fue a preguntar a la casa de campo.
-Mi señor ha salido de la ciudad -dijo Toff al abrirle la puerta.
-¿Adónde?
-No lo sé, señor.
-¿Ha ido alguien con él?
-No lo sé, señor.
-¿Hay noticias de Sally?
-No lo sé, señor.
Rufus entró en el vestíbulo.
-Vamos a ver, señor francés. con tres veces me basta. Ya le pedí disculpas por tratarlo como a un tentetieso. Me temo que no me quedara más remedio que volver a hacerlo si no me responde con claridad a mi siguiente pregunta. ¡Me pican las manos de las ganas que tengo de echarle el guante! Veamos, ¿cuándo se espera que regrese Amelius?
-A esa pregunta, señor -respondió Toff con dignidad-, me alegra darle una respuesta precisa. A mi señor se le espera de regreso dentro de tres semanas.
Obtenida por fin esta información, Rufus se paró a pensar qué debía hacer a continuación. Decidió que valía la pena esperar el regreso del muchacho y que lo más atinado, siendo como era un buen americano, consistía en irse a París a esperarlo.
Al pasar dos o tres días después por los jardines de las Tullerías, al cruzar la Rue de Rivoli, el nombre de uno de los hoteles de la zona le recordó a Regina. Cedió a la curiosidad y preguntó si el señor Farnaby y su sobrina aún seguían en París.
El recepcionista del hotel se encontraba en el mostrador. Por lo que alcanzaba a saber, el señor Farnaby y su sobrina, en compañía de un caballero inglés, habían reanudado sus viajes. Habían abandonado el hotel con cierto aire de misterio. Despidieron al camarero; el cochero los llevó con la instrucción de seguir viaje en línea recta hasta nueva orden. Tal como dijo el recepcionista, su partida más bien pareció una huida. Al recordar lo que le había comentado su agente americano, a Rufus no le pudo extrañar esa información. Ni siquiera le pareció motivo de perplejidad la devoción en apariencia incomprensible que dedicaba el señor Melton a los intereses de un individuo de la calaña de Farnaby. A su juicio, la conducta del señor Melton era lisa y llanamente imputable a su afán por obtener una recompensa en el futuro, y el nombre de dicha recompensa no era otro que el de Regina. Al cabo de las tres semanas, Rufus regresó a Londres.
Una vez más se las volvió a ver con Toff a la entrada de la casa. Esta vez, el apacible viejo se mostró poco menos que deslumbrante. Iba ataviado con prendas recién estrenadas, y exhibía una inmensa escarapela con una cinta blanca en el ojal.
-¡Truenos! -exclamó Rufus-. ¡Si parece que el buen francés se fuera a casar!
Toff optó por no seguirle la corriente. Mantuvo la compostura con la dignidad de siempre.
-Disculpe, señor. Ya tengo esposa y familia.
-¿De veras? Caramba, veo que se le han acabado las respuestas inconcretas. ¿Ha regresado Amelius?
-Sí, señor.
-¿Y qué noticias hay de Sally?
-Buenas noticias, señor. La señorita Sally también ha regresado.
-¿Y eso le parece una buena noticia? Voy a tener que decirle dos palabras a Amelius. ¿Qué hace usted ahí parado? Permítame pasar.
-Perdóneme una vez más, señor. Mi señor y la señorita Sally hoy no reciben visitas.
-¿Su señor y la señorita Sally? -repitió Rufus-. ¿Será que a este vejestorio le ha dado por empinar el codo con demasiada liberalidad? ¿Qué quiere decir? -estalló con un brusco cambio de tono, con el cual manifestó la sorpresa que le embargaba-. ¿A qué se debe que ponga juntos a su señor y a Sally?
Toff por fin soltó el mandoble que tenía reservado.
-Estarán juntos, señor, durante el resto de sus vidas. Esta misma mañana se han casado.
Rufus recibió el golpe con un silencio de muerte. Se volvió en redondo y regresó a su hotel.
Al llegar a su habitación, abrió el escritorio portátil donde guardaba sus despachos y su correspondencia privada, y de allí extrajo la larga carta en que contenía la descripción que le hizo Amelius de las damas de la familia Farnaby. Empuñó la pluma y redactó el añadido que ya se ha citado como si fuese parte íntegra de la propia carta y que figura en el Libro segundo de esta narración:
¡Ah, pobre Amelius! Más le valdría haber vuelto junto a la señorita Mellicent y haber hecho frente al pequeño contratiempo de su edad. ¡Qué muchacho tan brillante, tan adorable! ¡Adiós a Goldenheart!
¿Estarían destinados a cumplirse los presentimientos de Rufus? Es de esperar que a esta pregunta demos respuesta en la segunda serie de Las hojas caídas. La narración de la vida conyugal de Amelius representa un asunto de importancia excesiva para ser ventilado dentro de los límites actuales de este relato, y la primera serie halla por fuerza su final en el acontecimiento que, al menos hasta la fecha, supone la culminación de su vida.
FIN
POSFACIO
Las hojas caídas
Las hojas caídas no es, naturalmente, la primera novela en cuyo fin se anuncia una continuación que su autor no escribió nunca. Pero tampoco se trata de una añagaza intencional. Collins se propuso realmente escribir la continuación que a todas luces necesita la novela, que termina con ese suspense en el que era un maestro consumado.
No sólo a los lectores de Las hojas caídas, novela publicada en tres volúmenes por Chatto & Windus en 1879 y, anteriormente y por entregas, en la revista Belgravia Annual, sino también a los propios responsables de la prestigiosa editorial londinense, así como a uno de sus editores norteamericanos (de quienes dependía en mayor medida que nunca el escritor: sus gastos se habían disparado en razón de las dos familias a las que tenía que mantener única y exclusivamente mediante los ingresos obtenidos de su pluma) y a ciertas personas con las que mantenía correspondencia habitual, en este caso libre por entero de las presiones y de los yugos de cualquier interés creado, hizo Wilkie Collins la promesa de continuar en una segunda serie la narración de las venturas y desventuras de Amelius, Sally la Simple y otros personajes de Las hojas caídas cuyo futuro, en efecto, podría haber dado buen juego en manos de un autor que, por su maestría en la disposición de los ingredientes de la trama narrativa, aunque no sólo, ha merecido el justo epíteto de «rey de la invención».*
A pesar de la promesa, reiterada en numerosas ocasiones, Collins no llegó a escribir esa anunciada segunda parte, por más que dos años después de publicado el volumen seguía insistiendo en que lo haría. De acuerdo con su costumbre, incluso llegó a perfilar con toda meticulosidad la trama de esa continuación; en agosto de 1881 comentó de manera ciertamente conmovedora que, antes de ponerse a escribirla, estaba a la espera de que se agotase la edición popular de la primera serie, que había circulado «entre un amplio número de lectores... Apenas te podrás hacer a la idea del asombro y la indignación con que se ha recibido al personaje de Sally la Simple en determinados círculos mojigatos y cargados de prejuicios. Estoy a la espera (y no me falta confianza, debido a mis experiencias anteriores) de que el pueblo emita su veredicto»**. Collins, sin embargo, redactó la versión narrativa de una de sus obras teatrales (escritas por dinero, y muy inferiores a sus novelas) y, a continuación, dio a la imprenta La túnica negra, una potente diatriba antijesuítica que tuvo unas ventas más que satisfactorias.
La trayectoria vital y literaria de Wilkie Collins (1824-1889) fue, de principio a fin, un prodigio de orden y de rigor profesional y humano. Ni siquiera su manera de desafiar a las convenciones de la era victoriana en su vida privada, ni su desmedido consumo de opiáceos, fueron óbice para que cumpliera siempre con sus compromisos y sus intenciones, dos esferas que, en su caso, las más de las veces eran coincidentes al cien por cien. Nunca estuvieron tan próximos la realidad y el deseo en el quehacer de un escritor. Por eso constituye un enigma el hecho de que no llegara a escribir la continuación anunciada de este volumen, proyecto del que se conservan incluso los borradores correspondientes al trabajo previo a la escritura propiamente dicha, esto es, el mapa de la trama. Sabemos, por ejemplo, que Collins albergaba la decidida intención de tratar, en la siguiente serie, los avatares de la vida conyugal de Amelius y Sally. Es legítimo suponer que habrían vuelto a la comunidad norteamericana de la que proviene Amelius; cabe deducir que se habría desatado un conflicto entre el «amor egoísta» y la organización social de la propia comunidad, donde, no se olvide, a Amelius le está esperando Mellicent. Y qué decir de las andanzas del señor Farnaby, su hija y su socio, sumidos en la bancarrota; qué decir de los mordaces comentarios con que puntúa el buen Rufus toda la narración.
Antes de aventurar alguna conjetura que tal vez sirva para despejar la incógnita (en el supuesto de que Collins no llegase efectivamente a escribir al menos en parte la continuación de Las hojas caídas y que, acto seguido, destruyese el manuscrito), creo que vale la pena explayarse, ya sea sucintamente, en las circunstancias vitales más relevantes del autor. Como es sabido, Collins mantenía relaciones conyugales, aun sin haber pasado por ninguna vicaría, con dos mujeres, Martha Rudd y Caroline Graves, con las que tuvo descendencia. La casa en la que se instala Amelius con Sally (y el bueno de Toff) es un trasunto de la recoleta casa de Regent's Park en la que se instaló Martha con sus hijas, a tiro de piedra de la casa en la que residía Wilkie con Caroline y las suyas. Igual que Sally en la novela, Caroline ansiaba ser enterrada junto la tumba de Collins, razón por la cual contravino su voluntad de ser incinerado y, a la postre, se salió con la suya. En la novela hay muchos otros ejemplos de esta ambivalencia constante, como es el que Amelius esté a un tiempo enamorado de Regina y de Sally, jóvenes diametralmente opuestas (la una, de la buena sociedad; la otra, de los bajos fondos, y casi prostibularia) sobre cuyo parentesco a estas alturas ya no vale la pena insistir. En resumidas cuentas, una vida tan contraria a los parámetros y la normativa estricta del puritanismo victoriano tenía sus contrapartidas. La vida de Collins era tan dúplice como la de Amelius. En su último año de vida escribió una carta a su agente, Sebastian Schlesinger, para indicarle su cambio de domicilio (y de identidad) cuando viajaba a pasar largas temporadas en Ramsgate, el lugar en el que se abre Las hojas caídas, no se olvide, con la revelación de un secreto de este mismo jaez:
Wilkie Collins, residente en Wimpole Street, 82, ha desaparecido de este mundo de los mortales. Lo sustituye:
William Dawson,
27, Wellington Crescent,
Ramsgate
Lisa y llanamente, me encuentro en esta dirección con mi familia morganática. He de viajar, como los personajes de la realeza, bajo la protección de una falsa identidad. De lo contrario, no se vería con buenos ojos mi presencia en esta casa en la que ahora se encuentran mis hijas y su madre. Si hubiera noticias de América, diríjase al señor W. Dawson durante la próxima quincena en la dirección que le indico.*
De hecho, la renuncia de Collins a seguir adelante con la idea de continuar Las hojas caídas creo que se produce a raíz de una intromisión más que una interferencia de la vida en el arte. Se ha señalado que el novelista inicia en estos años su periodo de declive, y es verdad que su poderío creador no está a la altura del que mostró en la década de 1560, con sus cuatro novelas esenciales: La mujer de blanco, Armadale, Sin nombre y La piedra lunar. Se ha insinuado que en sus últimos años el consumo de láudano con que aliviaba sus múltiples dolencias, hasta el extremo de ser adicto a esta sustancia sin siquiera saberlo, como tantos otros individuos de la época a los que se les recetaban los opiáceos de manera ciertamente alegre, le había pasado factura. Aún le quedaban, sin embargo, obras de notable calidad por escribir.
En Las hojas caídas, Collins expresa de modo especialmente descarnado tanto ciertos hechos esenciales de su propia vida (y es, por tanto, una novela de alto contenido autobiográfico, siempre que se sepa leer a una luz apropiada) como sus propias convicciones y creencias: Amelius es, en cierto modo, un Cándido que proviene de la inocencia del Nuevo Mundo y se encuentra con la corrupción endémica del Viejo Continente. Su propio nombre indica que ha de ser tomado con seriedad, en calidad de figura arquetípica, cosa que tal vez no sea fácil hoy en día. No hay ni rastro de ironía al modo de Henry James; no hay indicios de una sátira volteriana. El modelo de Collins parece ser Dante: tras formular los principios del socialismo cristiano, tras verse expulsado del Paraíso de la comunidad en que vivía, Amelius llega al infierno de Londres, a cuyas profundidades desciende en compañía de Rufus, un Virgilio revestido de pragmatismo americano, y se encuentra con su Beatriz (Sally), a la que salva de la degradación, la violencia y la miseria. Conoce además a una mujer que vive en su propio infierno, la señora Farnaby.
A mi juicio, el hecho de que Collins no siguiera por este camino sólo puede atribuirse, en primer lugar, a la dificultad inherente al retrato de la vida conyugal de una pareja que, debido a los prejuicios de la sociedad, por fuerza iba a desbaratarse. Llegó a decir por escrito que tal vez le fuese necesario matar a Sally, y que se sentía incapaz de hacerlo. Asimismo, la vida marital de Amelius y Sally tal vez (según la planificó en su esbozo) se acercaba demasiado a la suya propia. Tal vez tanto Martha Rudd como Caroline Graves, las madres de sus hijas, le pidieron que no siguiera por ese camino: el hombre que se había desvivido por vivir precisamente en manifiesto desafío del estrecho corsé de la moral victoriana, bien que recurriendo a subterfugios como el de la mencionada carta a Schlesinger, tal vez se vio desbordado, en la vejez, por las constricciones sociales imperantes, por el miedo a desafiar del todo a la sociedad en que vivía, por el perjuicio que pudiera causar a sus dos mujeres. El insobornable autor de tantas novelas que habían irritado la remilgada susceptibilidad de muchos de sus lectores seguramente ya no consideró que tuviera sentido abundar en nuevas provocaciones. En plena era victoriana, ni siquiera a un trasgresor como Collins le estaba dado el escribir con tanta inmediatez sobre lo que había constituido su vida cotidiana y aún seguiría siendo el meollo de su existencia durante dos largas décadas.
MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE
Canfranc, febrero de 2001
1 El apellido significa literalmente «corazón de oro». Este uso del nombre para caracterizar al personaje es constante en todas las novelas de Collins. (.N del T.)
* Véase Catherine Peters, The King of Inventors: A Life of Wilkie Collins (Princeton University Press, 1991). Peters es muy destacada especialista en la obra y la vida de Wilkie Collins; ésta es la biografía canónica del autor (y una lectura tan trepidante y aconsejable como sus mejores novelas). En castellano se puede leer otro ensayo biográfico: La vida secreta de Wilkie Collins, de William C. Clarke (Alba, 1999). Aunque ameno, atiende poco a la obra del escritor, es menos rigurosa y, sobre todo, es producto de una parte interesada en el caso, ya que Clarke parte en su libro de un pretexto sesgado: está casado con una biznieta de Collins por parte de Martha Rudd (que adoptó el apellido Dawson tras la muerte de Collins, por contraer matrimonio con un abogado así apellidado), con lo cual arrima el ascua a su sardina y deja al margen a la que fue la otra mujer de Collins, Caroline Graves, a quien por cierto esta dedicada Las hojas caídas. En descargo de Clarke, y sin que las comparaciones ofendan, cabe señalar que la primera edición de su obra es de 1988.
** Carta de Collins a Charles H. Willis, citado en Peters, op. cit. p. 396.
* Carta de Collins a S. Schlesinger, citado en Peters, op. cit., p. 414.