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agosto 01, 2010
-¡Qué mañana larga! ¡ Parece que nunca llega la hora de cenar! -suspiró Tony, al entrar en el comedor para servirse nueces y uvas por tercera vez, y así entretener su aburrimiento con una travesura.
Era el Día de Acción de Gracias; toda la familia estaba en la iglesia, todos los criados muy ocupados, preparando la gran cena. Así, el pobre Tony, que estaba resfriado, no solamente se veía obligado a quedarse en casa, sino a entretenerse solo mientras los demás pronunciaban sus oraciones, hacían visitas o paseaban para abrir el apetito. Si hubiera tenido permiso para estar en la cocina, habría quedado satisfecho, pero la cocinera, ocupada y malhumorada, le dio con un atizador en la cabeza cuando se aventuró cerca de la puerta. También estaba prohibido atisbar por el conducto que daba a la cocina, y John, el criado, lo sobornó con una naranja para que se mantuviera alejado hasta que estuviera puesta la mesa.
Eso ya estaba hecho. En el comedor desierto y silencioso, el pobre Tony, tendido en el sofá, comía sus nueces y admiraba el hermoso espectáculo que tenía por delante. El mejor acero, porcelana, cristal y platería estaban acomodados con sumo cuidado. De la araña pendía una cesta de flores, y el aparador era hermoso de contemplar, con sus montones de fruta, fuentes de torta y cuencos y vasos multicolores.
-Muy lindo, pero lo que a mí me importa es comer. No creo que hoy reciba mi parte, porque mamá descubrió lo de este horrible resfrío... Uno no puede evitar estornudar, aunque sí ocultar un dolor de garganta. ¡Oh, jum! Me quedan por esperar casi dos horas más -y con un prolongado suspiro, Tony cerró los ojos y bostezó.
Cuando volvió a abrirlos, olvidó su sueño ante el extraño espectáculo que vieron sus ojos. El cucharón sopero estaba erguido en la cabecera de la mesa, y en su concavidad se veía claramente una cara. El cucharón era muy lindo, pesado y antiguo, de manera que la cara, aunque vieja, era redonda y jovial, y el largo mango se tenía muy derecho, como un caballero alto y delgado, de cabeza grande.
-Bueno, ¡esto sí que es raro! -exclamó Tony, incorporándose él también y preguntándose qué ocurriría después.
Con gran asombro suyo, el cucharón empezó a dirigirse a los tenedores y cucharas reunidos, en un tono metálico muy agradable de escuchar.
-Damas y caballeros, en esta temporada festiva es bueno que nos divirtamos. Como después de la cena quedaremos fatigados, empezaremos ahora mismo nuestros entretenimientos con un gran desfile. ¡Busquen pareja y en marcha!
Tras estas palabras, tuvo lugar un levantamiento general, y antes que Tony alcanzara a recobrar el aliento, estuvo lista una larga procesión de tenedores y cucharas. Los lavadedos rompieron a tocar una alegre melodía, como si unos dedos mojados e invisibles arrancaran música de sus bordes; y encabezada por el cucharón como majestuoso bastonero, dio comienzo la gran marcha. Los tenedores eran los caballeros : altos, esbeltos y con la espalda elegantemente curvada; las cucharas eran las damas de ancha falda, mientras los festones del mango semejaban peines de plata; las más grandes eran las mamás, las cucharitas de té, las damas jóvenes, y las pequeñas, para sal, los niños. Era maravilloso verlas, tan pequeñas, caminar al final de la procesión, se-guidas por los dos soportes de plata para el cuchillo y tenedor de trinchar, que parecían dos perros fieles. La cuchara para la mostaza y el tenedor para encurtidos iban juntos sin dejar de disputar durante todo el trayecto, puesto que uno y otra eran de genio vivo y lengua afilada.
Los cuchillos de acero miraban, pues aquella fiesta era muy aristocrática, y sólo podían tomar parte en ella los cubiertos de plata.
"Esto sí que es divertido", se dijo Tony, mientras observaba con toda atención, tan interesado en el notable espectáculo que olvidó por completo su apetito y la hora.
La resplandeciente procesión pasó una y otra vez, con la suave y variada música de los lavadedos, hasta completar tres vueltas alrededor de la larga mesa ovalada. Luego todos se pusieron en línea para una danza rústica, tal como en los buenos tiempos viejos, antes que se pusiera de moda eso de girar como trompos. El Abuelo Cucharón abrió la marcha con su hija mayor, Doña Cucharón para Salsa, mientras las cucharitas para sal permanecían en el fondo, haciendo cabriolas como verdaderos niños que esperaban impacientes su turno. Cuando llegó, salieron por el medio en gran estilo, con un tintineo que hizo estremecer las piernas de Tony con su deseo de participar.
Fue hermoso ver cómo las más viejas giraban de manera majestuosa, con inclinaciones y reverencias al final, mientras las cucharitas de té y los tenedores chicos retozaban mucho, y don Encurtido y doña Mostaza hacían reír, a todos con sus discusiones. El cuchillo de plata para pan, que estaba inválido por tener la espalda rota y remendada, sonreía dulcemente a sus amigos, tendido en el estante, mientras el pequeño Cupido de la tapa de la mantequera, hacía piruetas maravillosas.
Una vez que todos bailaron, las cucharas descansaron sobre las servilletas acomodadas a manera de sofá, mientras los corteses tenedores traían ramitas de acelga para abanicarlas. Las cucharitas para sal se subieron al regazo del Abuelo, y los perros de plata se tendieron, jadeantes por haber jugueteado con los niños. Todos conversaban, y Tony no pudo menos que preguntarse si las damas verdaderas decían tales cosas cuando susurraban con sus cabezas juntas, pues algunas de sus observaciones eran tan personales, que lo dejaron muy confuso. Por suerte no le prestaron atención, así que, de manera tan extraña, pudo escuchar y aprender algo.
-Hace cien años que estoy con esta familia -comenzó el cucharón sopero-, y cada generación me parece peor que la anterior. Mi primer amo era puntualísimo al minuto, y la señora siempre bajaba de antemano para comprobar si todo estaba listo. Ahora el dueño de casa llega a cualquier hora, la señora deja que los criados hagan lo que les place, y los modales de los hijos son muy malos. ¡Triste situación, muy triste!
-¡ Dios mío, sí ! -suspiró una de las cucharas grandes-; el manejo doméstico ya no es tan bueno como en nuestra juventud. Entonces a las niñas se les enseñaba todo al respecto, pero ahora no piensan sino en libros o fiestas, de modo que son pocas las que saben distinguir una espumadera de una parrilla.
-Bueno, estoy segura de que las pobrecitas son mucho más felices que si se lo pasaran encerradas en la cocina, cómo solían hacerlo las niñas en su época. Para ellas es mucho mejor bailar, patinar y estudiar, que desperdiciar sus jóvenes vidas zurciendo, preparando conservas y quedándose muy compuestas al lado de sus mamás. Yo prefiero la modalidad actual, pese a que es verdad que las niñas de esta familia se acuestan tarde y usan tacones demasiado altos.
La cuchara para mostaza habló en tono animado, y el tenedor para encurtidos respondió con vivacidad
-Estoy de acuerdo contigo, prima. También los muchachos se acuestan tarde. Estoy cansado de que me despierten para pescar aceitunas o encurtidos para esos jovencitos, cada vez que llegan del teatro ó de algún baile. Y en cuanto a Tony, es muy glotón ; come todo lo que le cae entre manos y es el tormento de la criada.
-Sí; lo vimos robar torta del aparador, y no dijo una palabra cuando su madre regañó a Norah -intervino una cucharita para sal.
-¡Qué malvado ! -agregó otra, y las dos caras redondas expresaron tanto disgusto, que Tony se tendió de espaldas y cerró los ojos, como si durmiera, para ocultar su confusión.
Alguien rió, pero él no se atrevió a mirar, sino que permaneció tendido, ruborizado y escuchando comentarios que probaban plenamente cuánto cuidado deberíamos tener en nuestras acciones y palabras, aun cuando estamos solos, pues quién sabe qué objeto aparentemente mudó puede estar observándonos.
-He notado que el señor Murry lee el diario en la mesa, en vez de conversar con su familia; que la señora Murry se preocupa por los sirvientes, que las niñas chismean y ríen, que los muchachos comen y se fastidian mutuamente, y que esa niñita, Nelly, pide todo lo que ve y jamás se queda quieta hasta que le dan la azucarera -declaró el Abuelo Cucharón, en tono apenado-. Con una conversación útil y agradable, las comidas resultarían encantadoras, en vez de convertirse en escenas de confusión e incomodidad.
-Cada vez que puedo, les muerdo las lenguas, en la esperanza de avivar sus ingenios ó impedir que digan descortesías, pero lo único que hacen es farfullar y recibir un regañó de la tía María, que es una solterona amargada y siempre critica a sus vecinos.
Al oír estas palabras de la cuchara para mostaza, las cucharitas de té rieron, como si la consideraran muy semejante a la tía María en ese aspecto.
-Provoqué un ataque de cólico a esa niñita, para enseñarle a no comer encurtidos, pero nadie me lo agradeció -dijo el tenedor.
-Tal vez si nos mantenemos relucientes para que quienes nos utilizan puedan verse reflejados en nosotros, podamos ayudarlos un poco, pues a nadie le gusta ver una cara desagradable ni una cuchara opaca. El arte de transformar un ceño en una sonrisa nunca pasa de moda, y las buenas maneras ahuyentan las pequeñas preocupaciones diarias -dijo una voz melodiosa, y todos miraron con respecto a doña Cucharón para Salsa, una cuchara muy fina, cuyo escudo y brillo todos envidiaban.
-La gente no puede andar recordando siempre cuán valiosa, antigua y brillante es. Aquí, en América, todos nos arreglamos como podemos con nuestros modales y para ganar dinero. Yo no me detengo a preguntar en qué plato serviré; lo único que hago es introducirme y sacar todo lo que puedo, sin que me importe si brillo o no. Mi abuelo era una cuchara de cocina, pero yo, gracias a mi capa metálica, soy más brillante que él, y me siento tan valiosa como cualquiera, pese a no tener cabezas de ciervos ni letras grandes en mi mango.
Nadie respondió a tan impertinentes comentarios de la cuchara de salsa, pues todos sabían que no era de plata pura y que sólo se la utilizaba de manera ocasional, cuando hacían falta muchos cubiertos. Tony se avergonzó de oírla dirigirse así a la platería de la cual estaba tan orgulloso, y resolvió darle una buena sacudida cuando se sirviera salsa de arándanos. Siguió un sugestivo silencio, hasta que el reloj dio la hora y un vivaz tenedor exclamó
-Todos están paseando en trineo... ¿ Por qué no participamos aquí de la diversión? Está muy de moda este invierno, y les aseguro que lo hacen damas y caballeros de las mejores familias.
-¡Lo haremos! -exclamaron los demás tenedores, y como las matronas no objetaron, todos pusieron manos a la obra a fin de preparar la mesa para tan agradable deporte.
Tony se irguió para ver cómo se arreglarían, y quedó atónito ante el ingenio de los cubiertos. Corrían de un lado a otro entre tintineos y traqueteos, arrastrando consigo las blancas esterillas. Apoyaron las más grandes contra la vinagrera, y tendieron las demás en una larga cuesta hasta el borde de la tabla, donde un montón de servilletas formaba un ventisquero.
"¿Con qué harán los trineos?" preguntóse Tony, que enseguida río al verlos tomar las tajadas de pan servidas en cada lugar; subirse y lanzarse, dispersando migas como copos de nieve y riendo al caer en el blanco montón, al pie de la cuesta.
"¡Ya les ajustará cuentas John si llega a sorprenderlos desarreglando su mesa bien puesta!". díjose el muchacho. esperando que nada pusiera fin a tan alegres juegos. Por eso se mantuvo muy quieto, mientras contemplaba las subidas y bajadas de tenedores y cucharas. Las cucharitas de sal se apoderaron de la tajada correspondiente a la pequeña Nell y lo pasaron muy bien en una corta bajada propia, hecha con una esterilla sujetada por el Abuelo, que sonreía con benevolencia, ya que era demasiado viejo y pesado para participar en los juegos.
Así siguieron hasta que las rebanadas de pan quedaron gastadas, y uno o dos vuelcos alarmaron a las damas; entonces descansaron y volvieron a conversar. Las mamás hablaron de sus hijos; de cuánta falta. le hacía un forro nuevo a la cesta de los cubiertos, y qué servirían para la cena. Las cucharitas para té susurraron dulcemente entre sí, tal como las damas jóvenes: una declaraba que el rojo de pulir ya no era lo mismo que antes; otra se lamentaba del mal efecto que eso causaba en su tez, y todas sonreían amablemente a los tenedores, que discutían de vinos y cigarros, puesto que unos y otros habitaban en el aparador y eran sacados después de la cena. Por tal motivo, los tenedores sabían mucho acerca de tales temas, que hallaban muy interesantes, como todos los caballeros.
Alguien no tardó en mencionar las bicicletas, y los hermosos paseos descriptos por los niños de la familia. Los demás propusieron una carrera, y antes de que Tony pudiera captar tal posibilidad, estuvo realizada. Nada más fácil, puesto que a mano había una pila de platos, y bastó ponerlos de canto para que los tenedores los montaran y las grandes ruedas salieron girando, como si súbitamente acabara de llegar un club de ciclistas completo.
El viejo Encurtidos tomó el plato del bebé, que se ajustaba mejor a su tamaño. Las cucharitas para sal confeccionaron un triciclo con servilleteros, y partieron muy alegres, seguidas por los perros que ladraban. El mismo tenedor de trinchar, pese a no haber sido invitado, no pudo resistir aquel interesante deporte, y luego de enderezar la fuente de pan, partió a gran velocidad, pues sus dos dientes eran mejor que cuatro y su rueda de madera más liviana que las de porcelana. El Abuelo Cucharón los alentó como caballero educado que era, dado que, aunque la nueva moda lo asombraba un poco, le agradaban muchos deportes y habría tomado parte en esto de habérselo permitido su dignidad y sus años. Las damas aplaudieron al unísono, puesto que en realidad era sumamente divertido ver catorce tenedores que, montados en platos, corrían a lo largo de la mesa entre exclamaciones de: "¡Vamos, Encurtido ! ¡Adelante, Dientes ! ¡Firme, Gorra de Plata! ¡ Muy bien por los mellizos!"
La diversión estaba en su apogeo cuando el joven Dientes chocó contra Encurtidos, que no sabía conducir, y ambos cayeron de la mesa con estrépito. Enseguida todos se detuvieron y se apiñaron en el borde, para ver si alguien había resultado muerto. Los platos estaban en pedazos; el viejo Encurtidos gemía lúgubremente, con la espalda doblada, y Dientes había caído por la reja de calefacción.
Ante tan espantoso espectáculo, se elevaron lamentos desesperados, pues era el favorito de todos, y tan trágica muerte era excesiva para algunas cucharas de tierno corazón, que se desmayaron al pensar en tan gallardo tenedor, destruido en lo que para ellas era un fogoso volcán.
-¡ Encurtidos se lo merece ! Debía saber que era demasiado viejo para esos juegos -rezongó doña Mostaza, mientras observaba ansiosa a su amigo, pues ambos se estimaban pese a sus disputas.
-A ver qué hace en un momento de apuro esta gente tan fina. Me imagino que no sabrán valerse, y merecen lo que les sucede -declaró la cuchara para salsa, que estuvo a punto de derribar a los dos mellizos, al abrirse paso hasta el frente para burlarse de los accidentados.
-Comprobará que la gente de bien es tan valiente corno los ruidosos -repuso doña Cucharón para Salsa, -que inclinándose por el borde de la mesa, agregó con dulce voz
-Querido señor Encurtidos, tenderemos una servilleta para alzarlo si tiene fuerzas como para sujetarse.
-Tire no más, señora -gimió Encurtidos, que gracias a la presencia de ánimo de la cuchara, no tardó en estar fuera de peligro sobre un montón de esterillas, mientras Mostaza le ponía una compresa en la espalda herida.
Mientras tanto, el abuelo Cucharón se había deslizado de la mesa, a una silla, y de allí al piso sin sacudir demasiado su viejo cuerpo. Luego, deslizándose por la alfombra, llegó a la reja de calefacción y, asomándose a ese negro y caluroso abismo, gritó mientras todos esperaban la respuesta.
-Dientes, hijo mío, ¿estás allí?
-Sí, señor; estoy sujeto en la pantalla de tela metálica. Que algunos de nuestros amigos me ayuden a salir antes que me funda -respondió el tenedor, con un jadeo agónico.
Al instante, el patriarcal Cucharón tendió su largo mango para rescatarlo, y tras un momento de suspenso, mientras Dientes se sujetaba con
fuerza, salió al fin, acalorado y sucio, pero sin más daños. Los recibió una aclamación, y todos echaron mano a la servilleta para alzarlos a la mesa, donde sus parientes y amigos los abrazaron, jubilosos.
-¿En qué pensabas en ese horrible lugar? -inquirió uno de los mellizos.
-Pensé en algo que oí contar una vez al amo, acerca de un niño a quien un día de frío encontraron sentado, con los pies sobre un diario, y cuando le preguntaron qué hacía, respondió : "Me caliento los pies con el Fuego Cristiano". Tenía la esperanza de que esa reja de calefacción fuera lo bastante cristiana como para no fundirme antes de que acudieran en mi ayuda. ¡Ja, ja! ¿Se dan cuenta de la broma? -río Dientes, con tanta alegría como si nunca hubiera caído de cabeza en un volcán.
-¿Qué viste allá abajo? -quiso saber el otro mellizo, curioso como todos los pequeños.
-Mucho polvo y alfileres, una cabeza de muñeca, el dedal de Norah y la bolita grande, roja, que Tony reclamaba tan furioso el otro día. Es un verdadero depósito, que demuestra cómo todos esquivan el trabajo en esta casa -replicó Dientes, estirando las piernas, algo lastimadas por la caída.
-¿Qué haremos con respecto a los platos? -preguntó Encurtidos desde su lecho.
-Dejémoslos allí, ya que no podemos repararlos. John creerá que el muchacho los rompió, y será castigado como merece, pues ayer rompió un vaso y lo escondió a hurtadillas en el barril de los desperdicios -propuso vengativamente doña Mostaza.
-Oigan, eso es una maldad -comenzó Tony, pero nadie lo escuchó.
Dientes no tardó en responder valerosamente
-Soy un caballero y no permito que otros carguen con la culpa de mis errores. Tony ya tiene que responder por muchos propios...
"Guardaré para mí ese tenedor doblado, y haré que John lo mantenga brillante como una moneda de medio dólar. Dientes es una excelente persona, y ojalá pudiera decírselo", se dijo Tony, muy satisfecho ante comportamiento tan caballeresco.
-Muy bien, nieto. Estoy complacido contigo, pero permíteme sugerir que solicitemos cortésmente al mandarín chino de la chimenea que repare los platos. Sabe hacerlo muy bien y estoy seguro de que nos complacerá con gusto.
La sugerencia del Abuelo era muy buena. Yam Ki Lo, que consintió enseguida, se deslizó al suelo, tocó los trozos de porcelana con su abanico, y en un abrir y cerrar de ojos volvió a su estante, dejando atrás dos platos enteros, pues era un mago y sabía todo lo relativo a la porcelana.
En el preciso momento en que los cubiertos se regocijaban por la solución del problema, dio la hora el reloj, tintineó una campana, se oyeron voces arriba, y resultó evidente que la familia acababa de llegar.
Al oírse tales rumores, hubo un gran alboroto en el comedor, mientras cada cuchara, tenedor, plato y servilleta volaba de vuelta a su sitio. Encurtido se precipitó al frasco, donde se zambulló de cabeza sin parar mientes en su espalda; la señorita Mostaza se retiró a la vinagrera; los mellizos se introdujeron de prisa en el salero, y los perros de plata se tendieron junto al cuchillo y tenedor de trinchar, tan quietos como si jamás hubieran movido una pata; el Abuelo fue lentamente a reposar en su sitio habitual; doña Cucharón para Salsa siguió su ejemplo dignamen- te; las cucharitas de té treparon al envase entre grititos de alarma, y Dientes se quedó para ayudarlas hasta que apenas le quedó tiempo para echarse en el sitio de Tony, donde quedó con su pierna doblada al aire, única señal de su caída, de la cual habló durante mucho tiempo. Todo quedó en orden, salvo la cuchara para salsa, que se detuvo a reírse del mandarín hasta que fue demasiado tarde para llegar a su rincón, de manera que antes de que lograra ocultarse, llegó John y la sorprendió en medio de la mesa, muy vulgar y deslucida entre tanta platería brillante.
-¿Qué hace allí esa cuchara vieja? La señora le ordenó a Norah que la guardara en la cocina, puesto que hoy le regalaron una nueva... de modo que, ¡fuera! -exclamó John, al tiempo que arrojaba la cuchara por el conducto, desterrándola para siempre de la buena sociedad que no supo valorar como debía.
Tony vio el destello de una sonrisa en la cara del Abuelo Cucharón, pero desapareció como un relámpago, y cuando el muchacho llegó a la mesa, no vio en el cuenco de plata otra cosa que su propio rostro rosado y de expresión maravillada.
-No creo que nadie dé crédito a lo que vi, pero me propongo contarlo, pues fue muy curioso -declaró mientras contemplaba la escena de la fiesta reciente, tan ordenada y tranquila ahora, sin que una arruga ni una miga delataran lo que acababa de ocurrir.
Después de recobrar apresurado su bolita perdida, la cabeza de la muñeca y el dedal de Norah, subió pensativo a recibir a sus primos, aún absorto por tan extraño suceso.
Pronto fue anunciada la cena, durante cuyo transcurso todos estuvieron muy ocupados consumiendo los sabrosos manjares y no advirtieron lo quieto que estaba Tony, tan bullanguero por lo general. Parecía haber perdido su voraz apetito por el pavo y los arándanos, mientras el pastel de carne picada con frutas debe haberse sentido desdeñado por su falta de interés hacia él. Parecía perdido en sus propias meditaciones, y no cesaba de mirar a su alrededor, como si viera algo que los demás no veían. Examinó el plato de Nelly como si buscara una rotura en él; sonrió a la cucharita al tomar sal, rechazó los encurtidos y la mostaza, retuvo todo el tiempo posible cierto tenedor doblado, y durante el postre intentó ejecutar música golpeando el borde de su lavadedos.
Pero al anochecer, cuando los más jóvenes se sentaron alrededor del fuego, los entretuvo relatándoles la extraña historia de la fiesta de los cubiertos, aunque omitió sabiamente los comentarios relativos a sí mismo y su familia, pues recordaba lo antipática que resultaba la cuchara para salsa. Para su fuero interno, resolvió seguir el consejo de Doña Cucharón para Salsa, y mantener su cara limpia, sus modales corteses y su manera de hablar amable, para demostrar que era de plata pura y ser considerado un verdadero caballero.
FIN