Publicado en
agosto 15, 2010
© 1999 by José María Bravo Lineros. Publicado en Sangre y Acero 2 en 1999.
1
El viento soplaba hacia el interior, salino y húmedo, llevando consigo el hipnótico rumor de las olas y el chillido furioso de las gaviotas y los alcatraces. Ank-Kusur, la de los muchos puentes, una de las altivas y prósperas ciudades que jalonaban la costa zaikamandesa, se erguía arrogante abrazada por el río Lerudh. Sus aguas bajaban desde las distantes montañas Karaidn, surcando perezosamente las ricas campiñas y las tierras de pasto, hasta abrirse en numerosos brazos y morir en el mar de Sentern.
Los antiguos kusureses la alzaron siglos ha en el delta del río, edificándola con la piedra y madera de las canteras y bosques del Norte, enlazando intrincadamente cada uno de los barrios de la urbe con puentes de roca labrada, engastados de mármol y alabastro.
A su afamado puerto arribaban toda suerte de navíos mercantes e incluso bergantines piratas de los archipiélagos del Sur, para comerciar o repostar agua, víveres y frutas frescas. El Gran Mercado en todo su apogeo era un espectáculo digno de contemplarse: la mezcolanza de gentes, bien altas o bajas, de piel pálida, morena o muy obscura; los tenderetes llenos de las más variopintas mercancías venidas de remotas tierras, como las pieles, el marfil y aceite de ballena del Mar Helado; el oro, acero y las espléndidas espadas de Ghatar; los rubíes, diamantes y esmeraldas zaruvesas; el jade, coral y las drogas de Helktorn; la rosada madreperla, la seda y las esencias y tintes saremias; el vino y los licores araneses; las maderas exóticas, el peltre, la púrpura y el ámbar gris de las Islas del Fuego... y aún más, junto a las subastas públicas de esclavos y el vivo colorido de las oriflamas desde los elevados pabellones.
El verano finalizaba, dejando sus últimos días calurosos como prenda y cediendo al sombrío otoño; aquella radiante mañana, Daramad Mur Asyb regateaba el precio de una bota de vino aranés en uno de los puestos del Gran Mercado, hasta que, conforme con el precio, pagó al enjuto tendero con los últimos dises que le quedaban, paseando luego entre las tiendas.
Daramad, saremio de origen, era de estatura media y más bien delgado, aunque nervudo. Tenía la piel atezada y la negra cabellera crespa y revuelta; bajo su despejada y altiva frente, sus perspicaces ojos castaños coronados de finas cejas recorrían sin cesar los tenderetes, observando atentamente a la concurrencia. Una nariz algo aguileña dominaba sus facciones sin afeitar y llenas de cicatrices. Vestía ropas de lino claras y amplias ceñidas por una faja de seda, altas botas obscuras y un talabarte de cuero rojo, del que pendían un yiruk helktornés en una vaina de piel de tiburón y una daga, de doble filo y curvados gavilanes.
Aunque su procedencia era indudable por las trazas de su moreno rostro y la contextura de su fibroso cuerpo, había una impronta en él de otras tierras y culturas, que sugería el abierto carácter de un cosmopolita. Risueño y optimista como todos los saremios, en los ojos de Daramad podía apreciarse su férrea voluntad y la sutileza de sus sentidos.
Ajustándose el bien buido sable, aspiró con deleite el aire cargado de salitre, extasiado. Ank-Kusur le recordaba a Murubi, su ciudad natal, aunque, pese a que había estado en ella en otras ocasiones y llevaba las últimas dos semanas dilapidando una pequeña fortuna en mujeres, borracheras, fumando nafar y perdiendo a los dados, no se había acostumbrado aún a su decadente fausto.
De aquí para allá, damas envueltas en exiguos vestidos de cendal se paseaban en sus literas llevadas por esclavos, ungidas de óleos y perfumes; kusureses de alta alcurnia, de piel clara y pelo negro, con túnicas de lino, calzados de sandalias y con gruesos brazaletes de oro en sus brazos iban por las calles en sillas de manos, seguidos de sus sirvientes y escolta. La guardia de la ciudad patrullaba constantemente de día y con frecuencia de noche, vigilando a los marineros foráneos, siempre dispuestos a la trifulca.
Daramad, empalagado por el sutil refinamiento de la ciudad y deseoso de navegar hacia otras tierras, pensaba enrolarse en el primer barco que le aceptase como marinero; resuelto, dejó el bullicioso mercado, bajando hacia los muelles. Antes, sin embargo, se detuvo en una bodega del puerto que conocía bien, siempre atestada de navegantes, rufianes y kusureses de baja estofa.
Traspasando su umbral saludó al dueño, saremio como él mismo, ordenándole cerveza y tomando asiento en una de las mesas. No desentonaba con el resto de parroquianos, pues tenía la cara tan curtida por el viento marino y morena por el Sol como ellos. Pronto volvería al mar, cuyo recuerdo llevaba siempre consigo, a sentir el crujido de las vergas y el arrullo de las olas contra el casco...
El tabernero interrumpió sus ensoñaciones, dejando la jarra de cerveza que había pedido en la mesa. Tenía el rostro moreno, con el cabello muy obscuro y ensortijado y unos vivaces ojos verdes.
–¿Cómo va tu negocio, Uza? –le preguntó risueño.
–No muy bien, Daramad; éstos que ves –y señaló a los clientes– no piden licor ni para emborrachar a un sacerdote –rezongó, mirándoles con fastidio–. Parece que mi local atrae a todos los harapientos de esta ciudad. Creo que tendré que subir los precios.
–Exageras, como siempre. De todas formas, poco puede importarme: me voy pronto, tal vez mañana, si puede ser, quizás a Hirinia, o a donde sea, menos quedarme aquí por más tiempo. Ya he gastado todo el dinero que le estafé al capitán del barco en el que llegué a esta ciudad... –Uza le miró, ceñudo–. Descuida, me queda alguna kira para pagarte.
–Quizá te convendría demorarte aquí un poco más –le propuso Uza, rascándose la barba cerdosa y rala.
Daramad entrecerró los ojos, adoptando un aire suspicaz.
–Suéltalo, Uza. ¿Qué tienes que ofrecerme?
–Bien, tengo un negocio que podría interesarte. Uno muy substancioso.
–No sé, Uza; la última vez me metiste en un buen lío.
–¡Pero eso no fue culpa mía! –protestó, ofendido–. Mis contactos me aseguraron que la mercancía era de primera calidad; además, no se trata de nada parecido. Es... un poco más serio –añadió, intrigante.
–¿Cómo de serio? –repuso Daramad, sirviéndose de la jarra.
–Muy serio. Ven, hablaremos en el reservado –Daramad fue tras Uza, llevándose la bebida y tomando asiento junto a él.
–Se trata de un asesinato, bien pagado; desconozco quién lo encarga, pues contactó conmigo a través de un intermediario, pero intuyo que es un kusurés de buena posición, que quiere librarse de alguien que le incomoda. Ante todo, absoluta confidencialidad; me voy el cuello en esto.
–¿Cuánto pagan? –Uza le cuchicheó una cifra al oído; Daramad se retrepó en su asiento, alzando una ceja.
–¿Seguro? ¿No será un engaño?
–Te lo juro –dijo Uza, solemne.
Daramad sonrió con ironía, conteniendo la risa.
–¡Está bien, no me creas si no quieres! Tu verás. Por supuesto, si aceptas, me llevaré una parte.
–Ya discutiremos eso después. Dime, ¿cómo se arreglará el asunto?
–El intermediario me dirá cuándo y dónde; irás solo al lugar de la cita, donde nuestro cliente te estará esperando. No hagas muchas preguntas, no te conviene saber mucho. O por lo menos, no parecerlo. ¿Aceptas?
Daramad bebió un sorbo de cerveza, caviloso; suspirando, asintió, no muy convencido.
–Bien, supongo que acepto; necesito el dinero. Ay de ti, Uza, si me llevas a aguas turbias... reza para que, si me ocurre, no sobreviva.
–Déjate de amenazas, Daramad, que nos conocemos. Bien, mañana sabré el lugar y el momento de la cita. Te dejo, que no me fío de mi mujer cuando está al cargo de la barra. No te metas en ningún lío por lo menos hasta mañana, por favor.
Daramad alzó su jarro, burlón.
–Brindo por ello, Uza.
2
Al día siguiente y como prometiera, Uza le dijo dónde y cuándo sería el encuentro con el misterioso cliente; al atardecer, cuando todas las tiendas ya cerraban, incluso las tabernas, Daramad se dirigió a una de las calles del Barrio Oeste, donde estaban la mayoría de las Casas de Comercio de la ciudad y las viviendas de la burguesía. Caminaba rápido, puesto que no deseaba encontrarse con ninguna patrulla de la guardia; cruzó un puente de elegante estructura, varias calles, plazas y pequeños jardines y se detuvo frente a una hostería, cuyo óleo rezaba El corcel negro. Con paso tranquilo, se acercó a la puerta, llamando una, dos, hasta tres veces, deteniéndose un instante entre golpe y golpe.
La puerta se abrió con un seco chasquido, desparramando la luz del interior de la hostería; un hombre bajo, casi calvo y con un manchado delantal le espió temeroso, mirando luego detrás de él y a ambos lados de la calle. Nada que temer, sólo la temprana noche cuajada de estrellas y los fantasmales zarcillos de la niebla deslizándose hacia el mar.
Satisfecho, lo dejó pasar. Daramad le echó un vistazo al interior de la hostería, mientras el hombre echaba los cerrojos y atrancaba seguidamente la puerta. La poca luz provenía de dos lámparas de sebo en el techo; en una de las muchas mesas dispersas por el salón, de espaldas y en silencio, esperaba sentado un hombre con ropas grises. Al oírle entrar se volvió enseguida, levantándose y llegando hacia él con largas zancadas.
Era alto, corpulento y severo; de su ancho cinturón pendía un pesado chafarote y en sus ojos obscuros y cavernosos, bajo espesas cejas como trazos de tinta, se vislumbraba un brillo despectivo.
–Por fin –le increpó, parco, mientras tironeaba de una guía de su espeso y rizado bigote negro–. Sígueme. Pero antes deja tus armas aquí.
–No. O subo con ellas, o no hay nada que hacer –replicó Daramad, sin achantarse.
Por un instante, el extraño hombre de gris le hincó una mirada llena de odio, clavándole intensamente sus negras pupilas. Después, claudicó, resoplando.
–Está bien –accedió, resignado–. Pero cuidado: un solo movimiento extraño, y... –dejó la frase a medias, acariciando el puño de su arma, como si estuviera tentado de desnudarla.
Daramad asintió con la cabeza, ignorando la bravuconada. El hombre subió las escaleras de piedra al fondo de la habitación, sin dejar de vigilarle con el rabillo del ojo. Llegaron a un pasillo amplio, con muchas puertas a lo largo de sus desconchadas paredes; continuaron hacia la izquierda, deteniéndose en la cuarta. Llamó el de gris dos veces y abrió, invitándole a entrar.
–Pasa. Voy tras de ti –le indicó.
Daramad, escamado con tanto misterio, empujó la hoja de la puerta, quedándose en el vano por un momento. La habitación estaba a obscuras, excepto por el mezquino resplandor de una bujía amortajada al fondo de ella; a espaldas de la luz, sentada y sin rasgos que pudieran apreciarse, una figura se recortaba en la penumbra.
–Entrad –dijo el hombre desde las sombras, con una voz sibilante y culta, que disimulaba mal su impaciencia; Daramad entró titubeante, seguido por su hosco guía.
–Sentaos en la silla, frente a mí –le pidió la voz–. Y tú, Izrán, aguárdame en el vestíbulo. Te llamaré después –Izrán hizo amago de protesta, mas acató su orden, cerrando la puerta y dirigiendo antes de irse una última mirada de advertencia al extranjero.
Daramad tomó asiento, a unos tres pasos de la silla donde reposaba aquel enigmático hombre. Seguía sin poder discriminar su rostro en tinieblas, del que tan sólo discernía la mancha tenebrosa de sus ojos y boca; sus ropas tenían cierto tenue brillo, quizás seda, y en su diestra destacaba un preciado anillo de oro.
–Uza os adelantó cual sería vuestro trabajo, ¿no es así? –preguntó, de nuevo con ese deje pretencioso y vehemente.
–Más o menos. Bien, corregidme si me equivoco: vuestra señoría quiere ver a uno de sus amigos con un palmo de acero en la garganta, ¿verdad? –contestó socarrón, esbozando una sonrisa.
–Puede verse de esa forma. Quiero que os ocupéis de cierto «amigo» molesto; os proporcionaré una dirección del Barrio Nordeste, el bosquejo de su casa y cierta ayuda para acceder a ella. Deberéis ir mañana, pasado a más tardar.
Daramad levantó la cabeza, frunciendo las cejas. Sí que era serio, el negocio. El Barrio Nordeste estaba en las cercanías del Palacio de Lapislázuli, la residencia del príncipe electo de Ank-Kusur. En ese barrio residía gente de postín: potentados, familias de abolengo, consejeros de estado, ricos mercaderes y cambistas... el negocio se revelaba como de mucho riesgo.
–Antes de preguntaros cualquier otra cosa, ¿cuánto me pagaréis?
–Quinientas velas de oro y un salvoconducto para que podáis dejar Ank-Kusur esa misma noche si lo deseáis, sin miedo a ser detenido y sin pagar portazgo. Estas son las condiciones: si aceptáis, os daré cien velas ahora y mi sirviente os dará toda la información necesaria. Si os volvéis atrás después de aceptar y tratáis de engañarme, juro que os asparán en la Plaza del Destino. Si falláis... bueno, es fácil suponer lo que os ocurrirá.
Quinientas velas de oro, se dijo Daramad, era una suma elevada, quizás incluso excesiva para el cometido que se le encargaba. El asunto tenía visos de trascender bastante.
–¿Aceptáis? –inquirió el hombre.
Daramad, meditabundo, inhaló el aire cálido y sofocante de la estancia, impregnado del olor a sebo rancio. Su naturaleza suspicaz luchaba contra su faceta codiciosa, pugnando por el control.
–Acepto. Y decidme, ¿cómo se supone que debo llamaros?
–No os importa quién soy en absoluto. Tomad –le arrojó una bolsa de tela, que Daramad cazó al vuelo.
La abrió, contando las monedas: cuatro velas de oro de a veinte y dos más de a diez sumaban lo acordado. Complacido, cerró la bolsa, estrangulándola con el cordel y enterrándola en su faltriquera.
–Izrán os dará todo lo que necesitáis. Volved con una prueba de vuestro éxito antes de dos días, a esta misma hostería; el dueño nos concertará una cita para cerrar el trato. Os deseo suerte; me han dado excelentes referencias de vuestra valía, espero que no me defraudéis... por el bien de ambos.
–Así lo espero yo también –confirmó Daramad.
Llamando a su secuaz, que entró rápidamente en el cuarto, el misterioso personaje despidió a Daramad, que se marchó cortejado por Izrán. Insidioso, el hombre se frotó las manos, sonriendo lobuna y maliciosamente en las sombras de la estancia.
3
Daramad avanzaba a buen paso por entre las calles de Ank-Kusur, vestido con ropas negras, con el yiruk a la espalda y un zurrón colgando a su costado. Se había puesto una camisa corta de mallas debajo de las ropas y un recio gambesón para aliviar el roce, pese al calor, pues prefería sudar a ir desprotegido.
La noche cálida y desnuda de nubes dejaba ver sin trabas el mosaico infinito de las constelaciones, indiferentes a la figura que subía furtiva hacia los Barrios Nordeste por las calles calladas y vacías. Pronto, las casas encaladas y con tejados de madera dejaron paso a otras de más alzado y lujo, a jardines de embriagador perfume y fuentes que murmuraban desde las sombras, villas con patios en flor y olor a jazmín, alhelí, lilas y damas de noche. Cruzó las aguas plateadas del Lerudh sobre varios puentes de piedra blanca maculados de verdín y musgo, eligió una amplia avenida y se detuvo en una plaza de espaciosos y frescos soportales.
Escuchó pasos; se ocultó tras una columna y esperó; una patrulla de media docena de guardias pasó taciturna a pocos pasos de su escondite, precedida por el repiqueteo de sus arneses de bronce y cuero y sus lanzas sobre las losas de piedra. Esperó un buen rato más y continúo hacia el Norte; tras varias revueltas por las calles, acabó llegando hacia su destino.
La casa no era de las mayores que había visto, aunque estaba bien situada y parecía muy confortable. Un alto muro de piedra tapizado de crecidas matas de milamores la rodeaba; sólo veía una puerta de acceso al patio, enrejada y con manchas de óxido. Escudriñó el muro, eligiendo un lienzo alejado de la puerta, y se encaramó de un salto, trepando hábilmente hasta su cima, sin muchos problemas. Agazapándose en lo alto, como una fiera al acecho, buscó en la extensión del pequeño y umbroso patio a los centinelas. No divisó a ninguno; tan sólo los setos de azahar, las matas de rosas y madreselva en ordenados arriates, rodeando a la casa. Era esbelta, de dos pisos; la hiedra se agarraba protectora a sus enlucidas paredes pintadas de almagre como las algas al casco de un viejo navío, hasta el arquitrabe decorado con frisos de azulejos.
Daramad descolgó el cuerpo con cuidado y saltó después al interior del patio, cayendo con un golpe sordo sobre la mullida capa de tierra de uno de los arriates. Se quedó un buen rato agazapado entre los macizos en flor, hasta que distinguió a uno de los centinelas, recostado contra un murete bajo de ladrillos, yendo y viniéndole el pecho al ritmo de su pausada respiración. Parecía profundamente dormido; prefirió no correr el riesgo de despertarlo o que alguien lo viera mientras se acercaba, así que caminó en torno a la casa, buscando la puerta trasera.
El otro centinela apareció en la parte posterior de la casa de espaldas a ella, descargando ruidosamente su vejiga contra el muro. Daramad se ocultó tras la esquina, extrayendo su daga, tenso como la cuerda de un arco. El guardia se compuso las ropas y prosiguió su ronda silbando una tonada, dirigiéndose hacia donde se escondía Daramad, sin verle.
Daramad surgió por su espalda, agarrándole del casco y tirando bruscamente hacia atrás, hundiéndole con rapidez la daga en el cuello. Le sujetó con fuerza durante su corta agonía, inexorable, hasta que murió desangrado. Arrastró el cuerpo fláccido y exangüe del centinela hasta los parterres, tapando el rastro de sangre con algo de tierra.
Llegó por fin hasta la puerta trasera, recia y de labrada madera, empujándola con suavidad. Se abrió con un murmullo de goznes bien aceitados, tal y como se le dijo que ocurriría; entró al obscuro vestíbulo, cerrando la puerta.
Sólo acertaba a distinguir las siluetas de las puertas que llevaban a las otras habitaciones y el leve fulgor de los peldaños de la escalera de mármol. Los subió con lentitud hasta llegar al segundo piso; tomó un pasillo a la izquierda y torció a la derecha por otro, deteniéndose para hacer memoria. Dudó por unos instantes, con el vello erizado; contó dos puertas, tanteó a ciegas el pomo de la tercera y la abrió confiado, entrando en la cámara.
El dueño de la casa resoplaba en medio del sueño, agitándose en su cama de sábanas de seda. Algo de la fría y fantasmal luz nocturna se colaba a través del enrejado de una ventana, la misma que se reflejó en la hoja de su arma.
Dedicó un tiempo a observar la cámara con cuidado, para no tropezar con el moblaje; había varias sillas a la derecha, un escritorio y un gran baúl al fondo. Llegó hasta la cabecera y contempló a su víctima entre las sábanas; tenía el cabello escaso y entrecano muy revuelto, de aspecto untuoso; sus facciones macilentas tenían el color de la ceniza. Daramad sacó algo de su zurrón y lo frotó; una llama creció en la torcida del candil que descansaba en la mesilla, chisporroteando, ahuyentando las sombras en derredor.
Daramad aprestó la daga, colocándola sobre el cuello del durmiente, el cual se agitó en el sueño, molesto por el helado roce del acero. Daramad lo sacudió suavemente con la otra mano, casi con contradictoria ternura; el hombre entreabrió sus ojos verdes veteados de rojo, parpadeando confuso y deslumbrado, para abrirlos después por completo.
–Ni un solo movimiento, u os corto el cuello –le advirtió Daramad, punzando su carne con la punta de su daga.
El hombre asintió con un pestañeo, vigilando el extremo que podía ver de la daga y sintiendo el otro en su cuello, aguzado y fatídico.
–Retiraré algo la hoja; incorporaos despacio. Si hacéis alguna estupidez, mancharé con vuestra sangre estas bonitas sábanas de seda –el hombre obedeció, espantado, tragando saliva; en su cuello pálido y azulado por unas venas en las que palpitaba el miedo, brilló una gota de sangre donde le pusiera Daramad su daga.
–¿Quién... quién sois? –farfulló, tembloroso, con el sudor corriéndole por el rostro y el cuello, acentuando su sobresalto.
–No os diré eso... no viene al caso. Creí que os interesaría más saber quién me envía... es lamentable que viniera aquí sin ser invitado, ¿no es cierto? –Daramad acercó un poco su filo, deleitándose con el miedo del hombre.
–Ha sido Najor... ¿verdad? El muy carnudo... –Daramad no hizo nada que lo afirmara ni desmintiera, pasándose por su barba hirsuta los dedos de la mano izquierda con sosiego.
–¿No ha sido él? –repuso el hombre, cada vez más confundido.
–Fue un conocido vuestro. No me dio nombre alguno. Tan sólo me ordenó que os rebanara el pescuezo de lado a lado.
–¿No os dijo su nombre? –dijo consternado.
–Decidme al menos el vuestro, antes que nada.
–¿Tampoco sabéis quien soy? –dijo muy sorprendido–. Es algo inaudito... no tenéis idea en que embrollo os habéis metido.
–Dejaos de monsergas. ¿Quién sois, de una vez? –le intimidó Daramad, punzándole de nuevo con la daga.
El hombre sonrió con malicia, recobrando cierta dignidad y confianza ausentes hasta entonces.
–Soy Ebel Darmid, miembro honorífico del Consejo de Estado de Ank-Kusur y el asesor contable del Príncipe... no saldréis vivo de esta ciudad si me asesináis, os lo aseguro –dijo petulante, clavando sus ojos verdes en los de Daramad, que enderezó el cuerpo, recorrido por un súbito conmover.
–Debí sospechar algo así... Bien, tenéis razón, estoy en un aprieto... –admitió, sin que se le notara algo más que ligeramente preocupado.
–¿Un aprieto? –restalló Ebel–. ¡Estáis muerto, no os quepa duda!
–No tan deprisa. Aún y todo, puedo cambiar de opinión y rajaros la garganta. O si acaso, cortaros la lengua; el tono de vuestra voz me incomoda y me cansáis los oídos. Necesito pensar.
–¿Y qué habíais pensado hacer en vez de asesinarme, por los anillos de Neymed? –dijo exasperado Ebel, fuera de sí, aunque procurando no alzar demasiado la voz–. Habéis traicionado a vuestro desconocido patrón por algún motivo, ¿no es así?
–No me gustaba el cariz del asunto, tan sólo eso. Sabía que me ocultaba algo. Y, como dicen en mi tierra, a engaño incierto, traición cierta. Pensaba proponeros un trato: si mejoráis la oferta, no cumpliré su encargo. ¿Digamos el doble, mil quinientas velas? –Ebel palideció, las sienes perladas de sudor.
–¡Sois un miserable! ¡No tengo esa cantidad! Estoy arruinado...
–Vaya, es una lástima que no me lo dijeran antes. En fin, cumpliré su orden... –insinuó Daramad, acercando su arma.
–¡No! Un momento: no dispongo de ese dinero aquí, en casa. Os daré lo que queráis; coged el joyero de mi escritorio, debo tener doscientas velas en monedas y el cuádruple en joyas.
Daramad sacó el sable de la vaina atada a su espalda y guardó su daga, retirándose del lecho.
–Indicadme donde está –Ebel se levantó de la cama, con el sable de Daramad acariciándole las costillas.
Se sentó en el escritorio, abrió uno de sus cajones y lo sacó de sus guías, volcando su contenido sobre la mesa; pulsó un resorte oculto y reveló un doble fondo, donde tenía bien guardada una caja oblonga, aplanada y con una cerradura de oro. Ebel se sacó una cadena de plata que llevaba bajo su camisón, de la cual pendían tres pequeñas llaves y abrió la caja con una de ellas. Dentro había un puñado de velas de a cinco y a diez, varias cadenas de oro y un anillo de platino engastado de rubíes y amatistas.
Daramad tomó una cadena, sopesándola. La dejó sobre la mesa, bufando.
–¿Estáis de broma? Todo esto no vale ni ochocientas velas de oro –se mofó, amenazante.
–¡Aguardad! Os daré el resto más tarde, cuando pueda sacar parte de los pocos fondos que me quedan en las Casas de Comercio; dejaré el dinero consignado a vuestro nombre. Pero antes, decidme que sabéis de la persona que pagó para que fuera asesinado. ¿No le visteis el rostro, al menos?
–No, no acerté a vérselo. Hablaba con un tono de voz parecido al vuestro, quizás algo más áspero y estirado; vestía ropas de seda y llevaba un anillo de oro en la diestra, como vos: esa es la única descripción que puedo daros. En cambio, le vi la cara a su esbirro, un tipejo alto y fornido, que respondía al nombre de Izrán.
–¡Izrán! ¡Cómo pude ser tan estúpido! –exclamó Ebel, reprimiendo un ramalazo de ira y apretando con fuerza las mandíbulas–. Sólo podía ser Abrás, el muy hijo de perra. Desconoce que sé quién es su mano izquierda en la mayoría de sus escabrosos asuntos. Juro que acabaré con él –prometió, solemne; de pronto, se le iluminó el rostro y sonrió, artero–. ¡Esperad! Si me hacéis un servicio, me ayudaréis a vengarme de él; vos también os beneficiaríais.
–Veamos... ¿qué servicio? –le preguntó Daramad.
–Volved a ver a Abrás y hacedle creer que cumplisteis su cometido. Me conviene que crea que estoy muerto... así no podrá precaverse de mí, ni tampoco ninguno de sus aliados. Haré difundir en la ciudad por medio de mis sirvientes el rumor de que estoy gravemente enfermo y cerraré las puertas de mi casa. Abrás creerá que tienen miedo a que se sepa que me han asesinado, cosa bastante habitual, por otra parte.
Daramad quedó en silencio, meditando lo que decía Ebel.
–De acuerdo. Pero no es tan fácil. Él me pedirá pruebas de vuestra muerte.
–Entonces se las daremos. Llamaré a mis criados. Envainad el sable, nada debéis temer de ellos.
Ebel abrió la puerta de su cámara, batiendo las palmas con furia.
–¡Levantáos! ¿Así veláis el sueño de vuestro amo? ¡Subid de inmediato! –gritó encolerizado, volcando todo el miedo que había pasado momentos atrás.
Raudos, aunque con gran turbación, los criados se arremolinaron hacia las escaleras. Los primeros en llegar hasta la puerta se quedaron perplejos ante la visión del extranjero de piel morena y amenazador aspecto, con el sable y la daga envainados, mirando con suma extrañeza la escena. El resto se agolpó a sus espaldas, postrándose después todos llenos de temor.
Daramad se acercó a la puerta, no sin antes apropiarse el contenido del joyero.
–¡Neyr! ¡Dónde estás! –llamó Ebel, buscando a su mayordomo; Neyr se abrió sitio a golpes y se arrodilló ante su señor, trémulo.
–¡Oh, señor! ¿Qué ha sucedido? ¿Ha corrido peligro vuestra valiosa vida?
Ebel abatió su puño contra el viejo mayordomo, abriéndole una ceja y derribándole. Gimiendo, con la sangre que le bajaba por el rostro manchando su luenga y canosa barba, se incorporó de nuevo, tambaleante.
–¡Maldito imbécil! Bien poco me ha faltado para morir. Despierta al resto de los sirvientes y guardias y cuéntalos. Ah, y dime quiénes de ellos estaban de guardia esta noche.
Neyr asintió, cubriéndose la herida con la mano y corriendo a cumplir la orden de su señor. Poco después regresó, muy inquieto; Ebel estaba sentado en el escritorio, con el extranjero de pie y a su derecha, calmándose del susto con una copa de vino. Escuchó las conclusiones del mayordomo, pensativo.
–Conque faltan dos criados esta noche... bien, no saldrán vivos de esta ciudad; manda arrestar al centinela que estaba dormido en su puesto –miró a Daramad, haciendo la fácil deducción de quién había asesinado al otro–. Requiere a dos de ellos a mi presencia. Y regresa con una jofaina y un paño.
–¿Cómo? –dijo extrañado Neyr.
–¡Obedece! –le urgió Ebel, levantándose de la silla; convocando a los criados, les ordenó que se pusieran en fila.
Los escrutó detenidamente, uno por uno; los fámulos le miraban espantados y muy rígidos. Al rato, el mayordomo volvió junto a dos guardias, tendiéndole a su amo lo que le había pedido.
–Excelente –Ebel se fijó también en Neyr, y, contento al fin, despachó al resto de los criados.
Se acercó a uno de los guardias y le musitó algo al oído.
–¿Así que Abrás quiere una prueba de mi muerte? Muy bien, se la proporcionaremos. Neyr, ven aquí. Dame tu mano derecha. Eso es; bien, lo que pensaba... mi anillo te encaja a la perfección. Estupendo. Sujetadle –les mandó a los guardias, que agarraron firmemente a Neyr, el cual, sin comprender del todo pero terriblemente asustado, se debatió histérica e inútilmente.
Ebel colocó la jofaina sobre la mesa y atrajo sobre ella la diestra del mayordomo, cogiendo del cinto de sus guardias un afilado puñal.
Neyr chilló agudamente cuando Ebel le seccionó su dedo anular, medio desmayándose. Con extraordinario cuidado, Ebel envolvió el dedo en el paño y se lo entregó a Daramad, mirándole fijamente.
–Esto servirá; es mi anillo personal. Si aceptáis mi consejo, desapareced cuanto antes después de que acabe todo esto. Marchaos, entonces.
Daramad se guardó el paño, en cuya tela crecía una mancha rojo obscura, marchándose de la casa de Ebel Darmid sin tanto sigilo como con el que había entrado.
4
La tarde moría silenciosamente, relevada por el frescor de la noche. El corcel negro había cerrado sus puertas, excepto para un extranjero ladino y escurridizo.
Izrán se levantó de la mesa al verle entrar, atusándose el mostacho. El saremio cruzó la sala vacía y se plantó ante él, reidor como de costumbre.
–Llévame ante tu amo. Tenemos que cerrar el negocio –Izrán gruñó por respuesta, obedeciendo; subieron las escaleras, deteniéndose de nuevo en la misma habitación y entrando sin llamar.
Abrás se impacientaba entre las sombras que proyectaba el candil amortajado, visiblemente intranquilo.
–¿Y bien? –preguntó desalado nada más ver entrar a Daramad–. ¿Tuvisteis éxito?
Daramad, flanqueado por Izrán, tomó asiento con parsimonia, disfrutando con su nerviosismo.
–No tan rápido. ¿Y mi recompensa, la habéis traído? –exigió.
–Aquí está: el dinero y el salvoconducto –y sacó una bolsa de tela, abultada de monedas, junto a una cuartilla doblada de papel fino, sujeta con lazo rojo y sellada con lacre.
–Perfecto. Creo que esto os servirá como prueba –Daramad sacó un paño manchado, que Izrán se encargó de acercar a su señor.
Éste abrió intrigado el paño, mirando exultante de gozo su macabro contenido. La falange que contenía estaba amoratada, con cuajarones de sangre sobre el anillo que ceñía; Abrás lo retiró con dificultad, rascando la sangre reseca con las uñas y examinando atentamente su cifra.
–Húndete en el Abismo, Ebel –dijo quedamente, con la faz umbrosa e indistinguible iluminada por el espectro de sus dientes, chasqueando la lengua de placer; volvió la vista hacia Daramad, guardándose el anillo con mucho celo.
–Aquí tenéis –puso la mano sobre el dinero y el salvoconducto, que Izrán le alargó a Daramad–. Me habéis servido bien. Quizá, si regresáis a Ank-Kusur, necesite de vuestros servicios nuevamente. Aunque lo dudo mucho, puesto que habré mejorado substancialmente mi posición –dijo esto último casi como en un susurro, acariciando una idea con las palabras.
Daramad contó las monedas y estudió el salvoconducto; sabía leer el zaik lo suficiente como para constatar que el documento no era falso.
–Bien, os dejo. Os tomo la palabra, puede que algún día nos volvamos a ver –y guardándose su recompensa, dejó la habitación.
Izrán vigiló su ida y, cuando vio desde la ventana que el saremio dejaba la hostería, tornó hacia su amo, con expresión interrogativa.
–Ya sabes lo que hay que hacer. Procura ser discreto –Abrás se probó el anillo de oro, despidiendo a Izrán con un ademán imperioso; Izrán asintió con un movimiento de la cabeza, dejando el cuarto apresuradamente.
Abrás contempló ensimismado la puerta al cerrarse.
–Uno menos. Ahora estamos solos tú y yo, Najor.
5
Fuera ya del Barrio Oeste, Daramad se estiró como un gato perezoso, muy ufano. El Sol se hundía en el mar, allá en el horizonte, arrebolando con su vaga y mortecina luz la ciudad.
Ajustándose el talabarte, Daramad descendió hacia los muelles, cruzando las solitarias calles... ¿O no? De hecho, juraría haber oído un rumor de pasos detrás de él, apagado y subrepticio. Con un escalofrío en la nuca miró a sus espaldas. No vio a nadie, pero sentía que le estaban siguiendo. No era para él una sensación desconocida.
Apretó el paso, cambiando bruscamente de dirección. Los pasos se escucharon entonces, inequívocamente tras los suyos. Daramad echó a correr de improviso, saliendo por una calle transversal. Escuchó una maldición y las pisadas de sus perseguidores; sólo volvió un instante la vista, para comprobar su número. No le sorprendió ver a Izrán junto a tres hombres, todos con las armas desenvainadas y acercándose cada vez más.
Un puente estrecho de piedra gris cruzaba uno de los canales de la ciudad, hacia el Este. Siguió por él, sacando una trenza de cuero y un glande de plomo de su zurrón. Izrán y sus secuaces tomaron a su vez el puente, apretándose en su estrecho paso. Engastando el glande en la honda, Daramad se volvió, volteándola amenazadoramente y apuntando hacia Izrán. Sus perseguidores se detuvieron, estorbándose los unos a los otros mientras buscaban parapeto o se agachaban. El glande de plomo silbó cerca de la sien de Izrán, yendo a golpear el rostro de uno de los rufianes: el proyectil se hundió en el puente de su nariz con un desagradable astillar de huesos y el hombre se derrumbó sin vida, sangrando a borbotones por la desfigurada nariz y ambos oídos.
Izrán imprecó en voz alta, incorporándose; acució a sus hombres con secas órdenes y reanudó la persecución. Daramad vaciló un instante, dudando entre disparar de nuevo o huir; viéndoles demasiado próximos, optó por lo segundo.
Tras cruzar el puente, se encontró con una serie de intrincadas calles, apretadas para proporcionar sombra y por las que apenas recordaba haber pasado. Maldijo en todas las lenguas que conocía y lanzó una silenciosa plegaria a Lurdad, el dios de los ladrones saremio. No pareció escucharle: la calle que tomó a ciegas le condujo a un patio interior, donde una fuente de mármol susurraba a la parva luz de los faroles de bronce; sólo había otra salida y pronto la ocupó uno de sus perseguidores, jadeante por la carrera y que sonreía ominosamente, acercándose con el alfanje presto.
Izrán tuvo ganas de reír de puro júbilo al ver la calleja que tomaba el extranjero, aunque prefirió no perder aliento. Le indicó algo con un gesto a uno de sus dos hombres, que avivó el ritmo de su carrera y se separó de ellos. Ascendió por la calleja flanqueado de sus otros compinches, aminorando el paso al ver al extranjero frente a ellos.
Daramad volvió a maldecir; desnudando sable y daga, se recostó contra el brocal de la fuente, sin perder de vista al que tenía detrás.
–¿Qué, Izrán? –saludó–. ¿Vienes de parte de Abrás? No sabía que elegías a tus amigos en las alcantarillas del puerto –continuó en el tono más sereno que pudo.
–Tampoco sabía yo –respondió Izrán– lo chistosos que eran los saremios antes de morir –hizo una seña a sus dos hombres, que acometieron al punto.
Daramad arrostró al que le venía de frente, un suhmánida fiero y jayán, de piel obscura y tatuada, que arremetió con un tajo de su hacha de bronce a las piernas. Con un ágil regate evitó su hachazo, cruzándole la cara de un sablazo al través. El suhmánida cayó sobre un costado, con medio rostro y un ojo sajados.
Izrán ocupó su lugar, buscando con saña el cuerpo de Daramad con recios tajos y hendientes de su chafarote. Antes de que su otro secuaz le metiera una buena mojada por la espalda, Daramad rodeó el brocal de la fuente, hurtando el cuerpo al chafarote de Izrán. Éste y su compinche fueron tras él, rodeándolo; se defendía de uno con el sable y del otro con la daga, retrocediendo sin más remedio hacia la esquina del patio.
Izrán, más rápido, acometió de nuevo, esta vez hacia su vientre. Daramad desvió su acometida con un quite de su daga, cortándole en la muñeca cuando retiraba el brazo armado. Herido, Izrán retrocedió aullando de dolor, sujetando apenas el arma entre sus dedos.
Terció el otro con una temible cuchillada de alfanje a su rostro, que no consiguió evitar del todo y rasguñó su mentón, tiñendo roja su obscura barba. Daramad, sin arredrarse, le hizo frente con ahínco, buscando romper el cerco. Entre tanto, Izrán restañaba la sangre que fluía abundante de su muñeca herida con un jirón de túnica, no por ello desistiendo de la lucha: tomó el chafarote con la siniestra y se rehizo, buscando cobrarse con creces la cuchillada recibida.
Al ver a Izrán volver de nuevo contra él con las facciones deformadas por la ira, trató de desembarazarse pronto de su contrincante. Fintó a su cabeza con el sable, asestándole luego a traición una patada al bajo vientre, que le hizo doblarse y trastabillar.
Daramad e Izrán se encontraron; sus armas iban y venían incesantemente, entrechocando con fragor. Izrán se batía como un demonio iracundo, asestando devastadores tajos y reveses con su chafarote, pese a tirar con la zurda. Daramad acertó a apuñalarle con la daga en el hombro derecho y una pierna, aunque sin mucha fortuna. En cada lance tenía que retroceder ante el embate de Izrán, que lo acorralaba contra la pared de ladrillos.
Sin darle respiro, Izrán descargó un temerario golpe en el que apoyó todo su peso, apuntándole al costado izquierdo. Daramad, sin espacio para rehuirle, avanzó temerariamente hacia él, oponiendo su daga y tajando con su sable. El poderoso revés de Izrán resbaló sobre la daga y alcanzó al saremio, al tiempo que el sable de Daramad le abría a aquel el cuello de lado a lado y hacía brotar la sangre a chorros, cortando venas, arterias y tendones como si fueran hilos.
Una nota aguda de dolor estremeció a Daramad al retroceder después del fugaz y definitivo lance. La cota de malla se había doblegado ante el chafarote de Izrán, quebrándose sus eslabones. Sintió la húmeda calidez de su sangre empapándole la desgarrada camisa y cayó de bruces, con la respiración entrecortada. Empapado de sudor, el cual inflamaba su agonía al contacto con sus heridas, se tanteó el corte del flanco con manos temblorosas, comprobando que no era mortal.
Izrán se tenía aún sobre sus rodillas lastimosamente, boqueando y agarrándose el cuello con las manos, tratando de parar la hemorragia. Intentó hablar, pero su garganta cortada sólo dejó escapar un sordo gorgoteo. Pestañeando lleno de incredulidad, como si no creyera todavía el desenlace del combate, se derrumbó, quedándose tumbado con los ojos muy abiertos y vidriosos sobre el creciente charco de sangre que huía de su cuello.
Daramad trató de levantarse trabajosamente. El único de sus atacantes vivo se levantaba con el gesto aún contraído por la patada recibida, mirando estupefacto el cadáver de Izrán. Tomando el alfanje, se acercó vengativo a Daramad, el cual se había logrado incorporar penosamente, alzado el sable y recostada la espalda contra el desconchado lienzo de ladrillos.
–¡Alto! ¡Alto a la guardia del Príncipe! –conminó una voz ronca, seguida del sonar de muchos pies y el tintineo de cascos y arneses.
Súbitamente, una patrulla de la guardia irrumpió en la escena; el esbirro de Izrán huyó a toda prisa por la otra salida, olvidando a Daramad, sin detenerse ante los gritos de los soldados. Dos de ellos reaccionaron a tiempo para arrojar sus lanzas, pero ninguno logró alcanzarle en su frenética huida.
Daramad trató de imitarle, mas no pudo; una repentina arcada le revolvió el estómago y le hizo tropezar y caer de bruces. Cuando trataba de levantarse, media docena de guardias le rodearon. Uno de ellos le golpeó la cabeza con la contera de su lanza, derribándole. La obscuridad se abatió sobre él.
6
Ank-Kusur se desperezaba con abandono, renuente; el alba ya despuntaba sobre los tejados, las torres, cúpulas y el azul vaporoso del Palacio de Lapislázuli, sin que pudiera verse todavía mucha actividad en sus calles.
En los barrios cercanos al puerto, donde revoloteaban las gaviotas en busca de comida, la luz del Sol comenzó a colarse por las rendijas de una ventana, asaeteando la acogedora obscuridad del dormitorio. Uza abrió los ojos lentamente, bostezando. Había pasado una mala noche y tenía agarrotados los músculos del cuello. Se incorporó en la cama, dedicando una mirada de reproche a su mujer, dormida aún entre las sábanas de estameña. La sacudió para despertarla, molesto.
–Raisa, despierta. Vamos, mujer, que ya amanece –Raisa masculló una protesta, soñolienta, mientras que Uza abrió los postigos de la ventana para que el Sol entrara sin estorbo en el cuarto.
Se acercó a un mueble de madera debajo de un espejo sucio colgado en la pared, lavándose la cara en una jofaina de barro. Vistiéndose y calzándose, volvió a increpar a su mujer, que al final se levantó dando trompicones de la cama.
–Una esclava –se decía cuando bajaba las escaleras– eso es, me compraré una esclava, joven y complaciente. O mejor, dos –pensaba risueño.
Bajó las sillas de las mesas, ordenó las jarras y vasos de la barra y se volvió poco después con impaciencia hacia la escalera.
–Raisa, mueve el culo ¡O te lo azotaré hasta que no puedas sentarte! –le gritó desabrido, exasperándose.
Comprobó las existencias; faltaba cerveza, vendría bien abrir un barril.
Fue hasta la trastienda, sacando un manojo de llaves oxidadas de su mandil y girando una en el cerrojo de la puerta de agrietada madera. Al traspasar la puerta, el tacto helado e inquietante de una hoja de acero en su cuello le recorrió el espinazo como un escalofrío, sacudiéndole los últimos vestigios del sueño.
–Quieto. Pasa, Uza, tenemos que hablar. Cierra la puerta –Uza asintió con un gesto nervioso, obedeciendo.
Daramad estaba al lado del dintel, con aspecto febril y desastrado; un feo corte todavía reciente le surcaba el mal rasurado mentón y un brillo asesino destellaba en sus ojos castaños.
–Daramad –barboteó, alzando las manos– tranquilízate, hombre. Baja el arma, por favor –el sable corvo y de espléndido filo, empuñado firmemente por Daramad, se retiró un palmo.
Uza miró detrás de Daramad y vio restos de comida y varias botellas vacías de su mejor vino. Debía haber pasado la noche allí, esperándole, después de forzar las cerraduras con ganzúa.
–Bueno, Uza; espero que te hayas puesto a bien con nuestros dioses. Porque me vas a tener que dar una magnífica razón para que no te corte el cuello, después de cómo me has vendido.
–¡Eso no es cierto! ¡No te vendí! Sólo me dijeron que requerían un asesino hábil, extranjero si podía ser, para encargarse de un negocio muy delicado. Los asesinatos por encargo no son infrecuentes aquí, pese a la guardia de palacio.
–No sé, Uza... creo que me ocultas algo –Uza le contempló horrorizado, tragando ruidosamente.
–¡No te oculto nada, Daramad! Desconozco qué se trae entre manos el que te contrató. Uno de sus secuaces vino ayer a mi taberna, me pagó mi parte y se fue sin mediar palabra; nunca lo había visto antes. Ayer mismo me contaron el rumor de que te había capturado la guardia hace dos días, gravemente herido. No sé nada más... ¡te lo juro!
–Juras con demasiada frecuencia, Uza. Es una fea costumbre. Pero, por esta vez, te creo.
Uza respiró a grandes bocanadas cuando comprobó que Daramad alejaba el sable de su cuello y lo devolvía a su vaina.
–Daramad, ¿cómo demonios has salido de la prisión? ¿Es que no te capturaron como me dijeron? –le preguntó Uza, con un tono de voz menos tembloroso.
–Digamos que jugué bien mis cartas. No te diré más; créeme, te conviene saber lo menos posible de todo esto. Bien, Uza, escúchame atentamente: si mencionas que me has visto a alguien, volveré a por ti. Y entonces... –Daramad tomó una botella vacía de la mesa, rompiendo su culo contra el borde y mostrándoselo, muy convincente.
Uza hizo muestras de comprender y se apartó del camino de Daramad, que tiró al suelo la botella y salió de la despensa. Cuando abandonó la taberna por la puerta trasera, Uza corrió los cerrojos, suspirando muy aliviado. Quizá era hora de cambiar de negocio.
7
El candil iluminaba con su vacilante luz la sala, proyectando contra las paredes las inciertas siluetas de los libros de las estanterías. A su luz, Najor Ashar manuscribía con su letra ágil y elegante los asientos de su libro de contabilidad, mojando de tanto en tanto la caña de la pluma en el tintero. Terminada su labor, secó la página con arena fina, sopló para limpiarla y cerró el libro, guardándolo junto al recado de escritura en uno de los cajones de la escribanía.
Se aclaró la garganta, reclinándose en su silla de alto respaldo, y tras estirarse, se levantó, acercándose a la ventana. Desde la celosía de madera podía verse a la luz de la Luna el jardín de su villa, florido y fragante, lustroso por el rocío nocturno.
Maduro y bien parecido, Najor Ashar tenía un rostro firme, enmarcado por su abundante pelo rubio obscuro y una cuidadosamente recortada barba. Vestía sobriamente, con una túnica clara, calzas y jubón celestes y anchos brazaletes de oro ceñidos a sus robustos y velludos brazos. Toda su figura sugería resolución, sólo traicionada por sus agrisados ojos, a los que asomaba una extraña inquietud. Paseaba por la estancia, absorto, como oprimido por una inescrutable cuita, cuando uno de sus fámulos llamó a la puerta de su estudio.
–Señor, un mensajero embozado requiere vuestra atención –dijo el criado suavemente tras la puerta–. Viene en nombre de Abrás –Najor alzó una ceja, extrañado.
–Abrás... –pensó–. ¿Qué querrá ahora esa alimaña? –aproximándose a la puerta, la abrió, encarándose al sirviente.
–Está bien. Hazle pasar; le atenderé aquí mismo. Que dos guardias le acompañen hasta aquí; diles que esperen luego junto a la puerta.
El criado se fue por el pasillo en penumbra, y poco después, vino con el mensajero escoltado por los dos guardias, que se detuvieron en la puerta, cuadrándose.
–Déjanos solos –le ordenó al doméstico; obedeciendo, cerró con cuidado la puerta al irse.
Najor observó al mensajero, embozado en una pelliza gris, ajada y sucia, aún sin descubrir el rostro ni proferir palabra.
–¿Qué desea tu amo esta vez? –le preguntó, alcanzando una alcarraza llena de agua fresca que tenía sobre el escritorio y sirviéndose un jarro de ella.
–Veros muerto, sin duda –Najor se atragantó con el agua al escuchar tamaña insolencia, mirando con un espasmo de furia al embozado.
Éste retiró la capucha de su cara, aumentando la alarma de su anfitrión. Nunca antes había visto a ese hombre al servicio de Abrás.
Daramad extendió ambas manos al frente para tranquilizar a Najor, que parecía presto a llamar a sus guardias y criados.
–Calmaos –le dijo Daramad, en tono conciliador–. Lamento haber tenido que recurrir a esta añagaza para franquear el umbral de vuestra villa, pero de otro modo no me habríais escuchado nunca. Tengo algo muy interesante que deciros.
Najor relajó su postura, admirado de la osadía de aquel extranjero.
–Os escucho. Tomad asiento, si os place –Najor volvió a sentarse en el escritorio, expectante.
Daramad acercó una silla baja, acomodándose antes de hablar.
–Me llamo Daramad Mur Asyb. No me conocéis, pero yo sí sabía de vuestra persona, a través de Abrás. Sé que planea embaucaros para que le prestéis dinero, para luego librarse de vos si puede. Y no está solo en ese empeño.
Najor escuchó sus palabras con creciente desasosiego, acariciándose la barbilla al hacerlo.
–¿Y quién, si puede saberse, le apoya? –indagó, receloso.
–Ebel Darmid, a quien conocéis, sin duda –aseveró Daramad.
–¿Ebel? ¡Ja! Desvariáis, mi estúpido amigo. Ebel Darmid está muerto; desde hace días su casa está cerrada, con los criados tratando de ocultar lo ocurrido por si algún familiar decide ejecutarlos en un desaire.
–¿Seguro? Yo os digo que Ebel Darmid no ha muerto. Eso es únicamente una treta para engañaros. Decidme, ¿no sospecháis que fue Abrás mismo quien mandó asesinarle? No digáis nada ni tratéis de negarlo, lo sé. Bien, entonces... ¿qué les puede impedir el haberse aliado para aniquilaros, fingiendo uno su muerte para atraeros el otro hacia una falsa alianza?
Najor asimiló todo aquello poco a poco, cada vez más perplejo y aturdido. La duda se abría paso en su interior, crispándole los nervios. Las palabras de aquel extranjero no le parecían tan descabelladas ahora. Reponiéndose, contestó precavidamente:
–Es una idea retorcida... pero posible, después de saber con quién tengo que habérmelas. ¿Y cómo es que sabéis todo eso?
–Digamos que serví a Abrás un tiempo, hasta que le contrarié y éste quiso deshacerse de mí, pues sabía demasiado y podía comprometerle. Envió tras mis pasos a varios de sus secuaces, entre ellos Izrán, pero no lograron acabar conmigo. Me creyeron muerto cuando me abandonaron a la patrulla de la guardia, mas logré zafarme de ellos. Sé, además, que con la alianza entre Abrás y Ebel lograrán inculparos de algo, pero desconozco el qué. El caso es que si permanezco más tiempo en Ank-Kusur acabarán por descubrir que no he muerto y vendrán por mí, más tarde o más temprano. En suma, decidí probar suerte con vos y requerir vuestra protección, si tenéis a bien ofrecérmela.
Najor recapacitaba sobre lo que le decía Daramad, abstraído; después de un buen rato, se levantó de su asiento, colocándose enfrente del saremio.
–Y bien... ¿qué me impide librarme de vos ahora, ya que sé todo lo que planean mis enemigos, para evitarme problemas? Avisado como estoy de su traición, ¿para qué puedo necesitaros? –apuntó Najor malévolamente.
–Para nada, puede ser. Pero dejadme que os diga dos cosas más. La primera es que podréis contar con mi brazo armado y de mi testimonio frente a vuestros traicioneros rivales –adujo Daramad, siguiendo con la mirada los portes de Najor por el cuarto.
–...y la segunda, que si dentro de tres días no voy a ver a uno de los juristas de esta ciudad, se encargará de cumplir las instrucciones que le dejé por escrito. Y son muy claras: difundir la habladuría más que fundada de las ligerezas afectuosas de vuestra joven esposa, y no precisamente hacia su buen marido, vos mismo.
Najor se detuvo, girando sobre sus talones y apretando los dientes en una mueca de terrible cólera, destacándose mucho las venas de su poderoso cuello.
–¿Cómo es que sabéis eso? ¿Quién, por Neymed El Obscuro, ha vertido tal infamia?
–Abrás, claro. Y nada de infamia, lo tengo por muy cierto. Abrás mismo gustaba de chancearse sobre vuestra condición astada... –espetó mordaz Daramad, sosteniendo la fiera mirada de odio e impotencia de Najor.
Éste cerró los puños con fuerza, haciendo palidecer sus nudillos; sus facciones estaban arreboladas de pura rabia. Sin embargo, acabó por calmarse, expirando sonoramente y dándose la vuelta, abatido.
–Vamos, Najor, no es para tanto –le dijo Daramad, colocándose junto a él–. Hay muchas mujeres en esta ciudad. Pero si para los kusureses de alta alcurnia es tan terrible que os llamen cornudos, como me parece, escuchadme con atención: si me recompensáis adecuadamente y garantizáis que no sufriré daño alguno, nadie más tiene por qué saberlo. Me iré de Ank-Kusur y nunca más volveréis a saber de mí.
Najor se incorporó despacio, asintiendo con resignación.
–De acuerdo –convino, tornando hacia Daramad–. Pero si el rumor acaba por saberse, os haré desollar. Bien, contad con mil velas de oro y mi protección hasta que todo esto termine. Empeño en ello el honor de mi familia, que pese a que lo he manchado asociándome por escabrosos motivos a ese par de serpientes, aún es reconocido en todo Ank-Kusur. Os quedaréis en mi villa hasta pasado mañana, día en que Abrás y yo acordamos citarnos para parlamentar. ¿Algo más?
–No sé, dejadme pensar... ¿dos mil velas?
–Sois un chacal despreciable, un digno hijo de vuestra patria –Daramad ignoró la puya, casi complacido de oírla–. Mil quinientas, y ni una más.
–Está bien. Bueno, indicadme dónde puedo alojarme. Y si puede ser, os rogaría que me regalarais con algún refrigerio –solicitó Daramad, zumbón.
Najor, indignado, llamó a sus sirvientes y les dio instrucciones para que atendieran a Daramad, despidiéndole furibundo.
Mientras Daramad subía tras el doméstico las escaleras, hubo de reprimir una carcajada.
–Más tarde, cuando salga bien parado de ésta –se dijo, despreocupado.
8
Najor Ashar se mesaba su bien cuidada barba, escudriñando en torno al pequeño templete de piedra en el que se hallaba junto a tres hombres, embozados con finas pellizas de terciopelo y con las armas prestas.
El propio Najor acariciaba el pomo de su espada corta con impaciencia. Estaban en un cenador del Jardín de los Suspiros, discreto escenario de muchos de los amoríos, intrigas o duelos entre los cortesanos de la ciudad.
Columbró allá en la obscuridad a varias figuras acercándose por uno de los caminos de tierra amarilla que serpenteaban por el jardín, y pese a que todas estaban encapuchadas a semejanza de sus propios acompañantes, reconoció a la más adelantada.
Abrás dejó el sendero y entró junto a sus tres hombres en el cenador, retirándose la capucha. Tenía el pelo moteado de hebras blancas y muy ensortijado, largas patillas y una espesa barba blanca. Más bien bajo, robusto y de grueso abdomen, llevaba en aquella ocasión una túnica clara bajo el manto, sin adornos; prendía su manto con un broche sencillo y llevaba colgado del cinto una curva daga, alhajada de rubíes.
Sonrió de forma misteriosa, saludando con la mano desde el pie de la corta escalinata que llevaba al piso del templete.
–Bonita noche, ¿no es cierto, Najor? Fresca y húmeda; se acerca ya el otoño.
–No creo que nos citáramos aquí para departir sobre el tiempo –replicó Najor, distante y frío, con los ojos clavados en los de Abrás–. Eso espero, al menos.
–Siempre tan impulsivo. De acuerdo, hablemos de cosas más importantes –subió Abrás los escalones, asistido por sus hombres, entre cuyas ropas se entreveía el acero de sus alfanjes; cuando quedó a su misma altura, Abrás prosiguió de esta forma–: Iré directamente a lo que nos ocupa: sabes que he eliminado a Ebel, y si no lo habías conjeturado, me decepcionas. Ebel era un manirroto y un borracho, seguro que acabaría revelando nuestro secreto a alguna furcia de la calle del placer.
–Y tú, claro, le asesinaste para que eso no ocurriera, ¿verdad? –contestó Najor mordaz, curvando sus labios en un rictus de desprecio–. Fracasamos una vez, Abrás, y aún estamos en grave peligro. Si recayeran las sospechas sobre nosotros... él no tardaría en atar cabos.
–¡Por eso mismo debemos trazar otro plan, y rápido! Sabes que nos necesitamos mutuamente; juntos, acabaremos con ese degenerado y pondremos a otro en su lugar, uno que nos sea fiel –Abrás hizo una pausa y añadió burlón–: Porque no habrás olvidado lo de tu esposa... sería una pena que se supiera toda la historia.
Najor crispó su diestra, descubriendo sus dientes y haciéndolos rechinar, arañando el broncíneo puño de su espada.
–¡Serías capaz, canalla! Tu lengua doble me metió en este embrollo, en el que he dejado buena parte de mi fortuna. ¡Y todo para nada, porque tus agentes fracasaron miserablemente!
–¡No es fácil asesinar a un príncipe! –protestó Abrás, que había retrocedido hasta donde se cuadraba su escolta aún encapuchada–. Sayrem se salvó por muy poco... una de sus concubinas probó el vino de ese libertino antes que él, y en su torpeza derribó la jarra antes de que pudiera probar también el licor. Dentro había veneno suficiente para matar a un regimiento y era imposible detectar tal tósigo una vez mezclado. Tuve que hacerlo traer expresamente de muy lejos... el maldito tiene una suerte increíble. Pero esta vez no fallarán mis agentes, pues he urdido un infalible plan que...
–Abrás, como siempre, escupiendo tu veneno en los oídos de cualquier sandio que te escuche –terció una voz, áspera y grave desde el principio del sendero, interrumpiendo a Abrás.
Ebel Darmid, descubierto, seguido de quince hombres bien armados, irrumpió en el cenador, plantándose frente a las escalinatas del melancólico templete.
Abrás retrocedió un paso, tembloroso, como si le hubiera aferrado el gaznate una mano helada e invisible; Najor, sin sorprenderse en absoluto, levantó una ceja, dedicando una seña a uno de sus acompañantes.
–Pero... –balbució Abrás, trémulo y demudado, sin comprender–. ¿Qué especie de engaño es éste? Te hice asesinar, y tus criados...
–¡Fallaste, viejo barrigudo! El asesino que me mandaste no era tan estúpido como creíste y resultó ser bastante avisado, a fe mía. Gracias a él pude sospechar vuestra alianza en mi contra y predisponerme a ella. Mis espías han estado vigilando vuestros movimientos, y cuando supe que os habíais citado aquí, no necesité saber mucho más. Pero basta de charla: os doblamos en número, así que deponed las armas. Najor, aún pese a saber que te has dejado engatusar por esta serpiente desdentada, te dejaré partir. Podemos llegar a un buen acuerdo todavía.
Najor parpadeó, confundido. Presumía que sus dos rivales estaban realmente confabulados en su contra, pero las palabras de Ebel y la sorpresa mal disimulada de Abrás sembraron la duda en su parecer.
–¡Basta! Aquí hay muchas cosas que aclarar todavía. Y no hables tan rápido, Ebel... no nos doblas, al menos a mí –chasqueó los dedos, y, paulatinamente, de los parterres espesos y perfumados de arrayán surgieron veinte hombres ocultos hasta entonces, vestidos como sus otros secuaces; desenvainaron las espadas cortas y embrazaron los broqueles, aguardando una orden.
Abrás tornó hacia Najor, enfurecido.
–¡Traidor! ¡Pensabas asesinarme, sucio patán! –clamó histérico.
–¿Traicionarte, Abrás? Llevas haciéndome chantaje mucho tiempo. Debería haber traspasado tu podrido corazón hace mucho. Pero no... no se trata de eso. Yo sabía que Ebel no había muerto; lo que me ha extrañado es que tú no lo supieras, pues también me alertaron de que te habías aliado en mi contra. Aunque ya veo que tal no es verdad –dicho esto, se volvió hacia uno de sus hombres–. Y aquí tenemos a quien me puso en conocimiento de vuestra supuesta confabulación; me he cuidado mucho de traerlo conmigo. Sabía que acabaría teniendo que contestar a más de un interrogante.
El hombre desembarazó su rostro, dando un paso al frente. Abrás maldijo, transportado por la rabia.
–¡Tú! Me mentiste... qué tonto he sido; nunca pude imaginar que existiera alguien tan rastrero.
–Es francamente chistoso que se me acuse de traidor y embustero en esta reunión de conspiradores por el trono... –Daramad desprendió el pasador de su pelliza, dejándola en el suelo de piedra y apartándose del resto de los que ocupaban el templete.
–Estás rodeado, saremio –escupió Najor–. Y debes respondernos a un par de cuestiones.
–¿A un par, tan sólo? –condescendió divertido e inconcebiblemente calmo–. Os contestaré a todas vuestras preguntas. Y, para ello, comenzaré desde el principio, cuando Abrás me contrató para asesinar a Ebel.
«Entonces yo no sabía bien quién era Ebel, ni siquiera la identidad del que me había contratado. Sólo me proporcionaron una dirección a la que debería dirigirme y un plano de la casa, a la que accedí sin muchos problemas gracias a lo venable de sus criados. El caso es que me olía algo más y decidí arriesgarme, desobedeciendo las órdenes explícitas que me habían asignado.»
«Ebel, terriblemente asustado al ver mi daga tan cerca de su cuello, cometió el error de mentaros, Najor, e incluso de llamaros cornudo. También se nombró a sí mismo y, tratando de amedrentarme, me amenazó con su posición de consejero de estado. Y lo cierto es que en un principio me asusté bastante, dada la seriedad del asunto en que me había metido.»
«... pero no por ello perdí los estribos. El fallo de Abrás fue creer que era un estúpido y que aceptaría su dinero sin preguntas... creía que era un extranjero inculto y ajeno a las maquinaciones de esta ciudad. Mas, de donde yo provengo, estas luchas intestinas y solapadas por el poder son frecuentes, así que no me costó atar cabos con los rumores que había oído en los fumaderos y prostíbulos de la Calle del Placer, ya que muchos kusureses de alta alcurnia son bien conocidos allí.»
«Se rumoreaba que habían tratado de asesinar al príncipe Sayrem, para deponer a su familia del trono. Y, sin aparente conexión alguna con éste, otro rumor más jugoso: que el príncipe cortejaba a la esposa de uno de los hombres más ricos de Ank-Kusur, a sus espaldas, aunque no se sabía mucho de quién era la esposa o el marido. Por lo que oí, no era la primera vez que el príncipe rondaba a mujeres casadas, pues dicen que es un mujeriego impenitente y un temible conquistador.»
«El resto fue fácil de colegir, o al menos así me lo parece; por lo que sé ahora, Abrás, tenías una secreta inquina contra los Yarfás y querías deponer a Sayrem para vengarte de ella y ocupar, de paso, el trono con un príncipe marioneta. Decidiste contar con la ayuda de Najor y su patrimonio, ya que conociste la infidelidad de su esposa... no debió ser difícil corromperle, sobre todo exacerbando sus atroces celos.»
«Y tú, Ebel, supongo que malversarías los fondos del Estado en algún negocio que fracasó para tu desgracia y querías evitar que salieran a la luz tus desfalcos. Seguramente Abrás te hacía también chantaje... en fin, decidí contarle algo de lo que sabía a Najor, buscando su protección.»
–¡Imbécil! –gritó Najor entre aspavientos–. ¿Piensas que te voy a proteger ahora que sé que me has mentido? De seguro, tu chantaje fue una baladronada; no mantengo promesas a los que tratan de engañarme.
Los otros conspiradores asistían al diálogo ofuscados, especialmente Abrás, que se mordía los labios y acezaba fatigosamente.
–¡Pero uno de mis hombres te hirió de gravedad! Y la guardia te prendió, o al menos eso me refirió el único superviviente de los que envié a matarte.
–Estuve a punto de morir, cierto, pero me salvó la cota de mallas de buen acero que no empeñé en mis juergas. Y tu hombre dijo la verdad: fui prendido por la guardia y acabé en los calabozos. Me valió mucho conocer de las orgías en que derroché mi pequeña fortuna al carcelero mayor del príncipe... él mismo le convenció de que me escuchara, y así pude contarle toda vuestra maquinación, que coincidió punto por punto con sus bien fundadas sospechas.
Ebel, Abrás y Najor palidecieron mortalmente... y, en esos tensos instantes, surgieron de todos los caminos que confluían al cenador numerosos arqueros de la guardia kusuresa, vestidos con jubones de cuero, con espadas cortas al cinto y sandalias de cáñamo. Rodearon el pequeño claro y permanecieron con los arcos tendidos, apuntando sin decir palabra.
Los hombres de Ebel y Najor titubearon un momento, antes de unirse a los de Abrás y rendir las armas.
Precedido por una pequeña escuadra de infantería, el príncipe de Ank-Kusur se personó en la escena. Era alto, de talle estrecho y rostro hermoso y sereno, que sugería un carácter firme, tal vez algo taciturno. Una túnica de seda púrpura de dorados brahones, las calzas de exquisita tela y una capa azul mar sujeta por un pesado broche de oro y rubíes asentaban su mayestática apariencia.
–No es muy agradable saber en tan poco tiempo cuántos traidores anidan en tu ciudad... y en tu propio Consejo. Me indigno de pensar en todas las veces que os he escuchado atentamente –Najor y Ebel permanecieron en silencio, pero Abrás pidió clemencia, arrastrando su gorda barriga por el suelo.
–Apresadlos. Serán ajusticiados al amanecer –ordenó, sin mirarles siquiera.
Abrás gritó de angustia al escucharle, Ebel maldijo resignadamente y Najor, antes de que le apresaran, empujó a sus hombres a un lado, sacando su blanca.
–Sí... me ajusticiarán, ¡pero no antes de que yo haga lo mismo contigo, saremio! –Najor arremetió contra Daramad, que hubo de retroceder por la escalinata y desenfundar su sable.
Cruzáronse los aceros, sable contra espada corta; Najor tenía la ventaja de estar escaleras arriba y gracias a ello compensaba la menor longitud de su hoja.
Daramad se defendió hábilmente de sus peligrosos ataques, temiendo tropezar con los escalones; vio venir una estocada, se apartó y contraatacó con un sablazo a las piernas, que Najor eludió por pura suerte. Pese a las furiosas embestidas y la mayor corpulencia de Najor, Daramad tenía las de ganar, ya que era más diestro tirando con su arma y la esgrima de su contrincante empeoraba encolerizado en la misma medida que crecía por ello la fuerza de sus ataques.
Al final, en uno de los lances detuvo una estocada y tajó el antebrazo de Najor, que dejó caer el arma impotente y tropezó en los escalones, quedando postrado y a merced de que le apresaran. Y, aún así, se revolvió cuando lo hacían preso, bramando de furia.
Daramad envainó el sable, dedicando una indescifrable mirada al príncipe.
–Espero que Su majestad no haya olvidado su promesa.
–Nunca lo hizo un Yarfás que se preciara de serlo. Creí que mi carcelero mayor había perdido el juicio cuando intercedió por vos y me imploró que os recibiera, pero me honro mucho de haberlo hecho. Tenía sospechas de esta conjura, pero jamás tan amargas. Hice bien en espiar sus movimientos como me aconsejasteis; cuando supe que habían concertado su encuentro en este jardín, dispuse a mis mejores hombres emboscados en la maleza y les dejé entrar en la trampa. Por suerte para vos, sin duda, por que de no intervenir a tiempo ya estaríais muerto.
–Sin duda, Majestad, que os lo tengo muy en cuenta.
–Bien, nos veremos mañana, tras la ejecución. Mis sirvientes os darán las instrucciones pertinentes –y se alejó, precediendo a los guardias que salían del jardín con los conspiradores convenientemente maniatados.
Daramad tomó un sendero distinto, perdiéndose entre los lozanos setos de tamarisco y el zumbido monótono de los insectos.
9
Miles de gargantas atronaban la Plaza del Destino con sus voces, agolpados sus dueños en torno al cadalso de piedra. Esclavos, marineros, extranjeros de muchas naciones, ricos mercaderes, altivas damas o simples rameras aguardaban anhelantes, como una única y rugiente entidad. Las ejecuciones públicas eran frecuentes en Ank-Kusur y no era común tal interés. Pero no era para menos: pocas veces se ejecutaba a un traidor de estado y todavía menos a tres traidores acusados de conjura, amén de ser los tres miembros del Consejo.
Controlando a la muchedumbre, el recio y disciplinado cuerpo de la guardia kusuresa impuso el silencio, repicando los regatones de sus largas lanzas contra el firme de baldosas. Los reos fueron conducidos al centro de la plaza en un carro descubierto, tirado por dos alazanes. Iban desnudos, aherrojados de pies y manos, con la barba afeitada y aspecto febril.
Los bajaron a golpes del carro, llevándolos hasta el cadalso por sus escaleras de rojo jaspe y blanco berilo, hasta las aspas de nudosa madera.
La multitud rugió de nuevo, ensordecedora, enardecida por la visión de los condenados. Y de nuevo, fue acallada; el príncipe Sayrem de los Yarfás hacía acto de presencia, flanqueado de su escolta personal. Detrás venían los miembros del Consejo, tres menos del número habitual, todos ellos potentados y ricos mercaderes, excepto Beranás el filósofo y Mesec, el Alto Sacerdote de Arass El Cegador.
Abriendo paso a la comitiva del príncipe, su escolta le condujo junto a su séquito al palco de honor, donde tomó asiento en un rico trono de ébano incrustado de jade. Sayrem alzó una mano desde su aventajada posición, saludando al pueblo, que prorrumpió en vítores como respuesta. Bajando la mano hizo el silencio y dio comienzo al acto.
Un edil desplegó un bando escrito en vitela, carraspeando ligeramente antes de declamar así:
«Ciudadanos de Ank-Kusur, el Estado de nuestra excelsa urbe os ha emplazado hoy aquí para contemplar la ejecución pública e ignominiosa de tres pérfidos conspiradores. Najor Ashar, Ebel Darmid y Abrashad Gamir, miembros del Consejo de Ank-Kusur, se os acusa de alta traición al Estado y a su portavoz, el príncipe Sayrem. Vuestros cargos y privilegios como miembros del Consejo os son derogados y todas vuestras posesiones os son confiscadas; por el crimen que habéis perpetrado, se os sentencia a muerte. Que Neymed os acoja en sus negras profundidades, a las que ni Arass El Que Ciega Con Su Luz puede alumbrar»
Los condenados reaccionaron cada uno de forma distinta, aunque todos se sintieron enervados al oír la sentencia. Ebel bajó la cabeza, sollozando lastimeramente; Abrás sacudía la cabeza y resollaba, atónito; el único que mantenía la frente alta era Najor, impertérrito, con una mueca feral retorciendo sus facciones y los músculos tensos.
El edil se volvió al palco, enrollando el pergamino; bajando la cabeza, el príncipe Sayrem refrendó la condena. Los verdugos sujetaron a los reos y les quitaron las cadenas, clavándoles a cada aspa por las muñecas y los tobillos, hincando cruelmente a martillazos el metal en sus carnes. Ebel se derrumbó, desmayado, mientras que Abrás gritaba espeluznantemente; Najor, como una lívida estatua, aguantaba el tormento sin proferir apenas queja, tendiendo el pecho poderoso y de espeso vello reluciente de sudor. Una vez clavados arriaron las aspas, valiéndose de poleas y cuerdas, asentándolas en el cadalso con gruesos flejes de hierro.
La algarabía duró un buen rato después, hasta que el gentío acabó por disolverse. Una vez que su presencia ya no era necesaria, Sayrem bajó del palco seguido por su escolta, saliendo de la Plaza del Destino por una apartada calle.
El príncipe y su escolta llegaron hasta una arcada sombría y solitaria, disponiéndose aquellos alrededor de Sayrem. Del soportal emergió un hombre de rasgos extranjeros, petulante y taimado, que interpeló a su majestad con suma cortesía:
–Os saludo, oh, Príncipe. Espero que, como yo, hayáis disfrutado del espectáculo.
–No me gustan tales vulgaridades... están hechas para la gente soez y avillanada –dijo el Príncipe, desdeñoso.
Daramad acogió de buen grado la alusión, sacudiéndose sus ropas distraídamente.
–Bien, basta ya de tonterías –continuó Sayrem, irritado–. Me habéis servido bien, eso he de reconocerlo. No podrá decirse que Sayrem de los Yarfás es un desagradecido: aquí tenéis –de uno de los guardias recibió un aval de bronce y un pliego de papel lacrado–. Cualquier cambista de las Casas de Comercio os dará dos mil velas de oro por este aval. El documento os permitirá dejar Ank-Kusur en el primer barco que se disponga a hacerlo.
–Majestad, si se me permite una observación, he de dudar de vuestro agradecimiento, pues os cuidáis mucho de que me vaya lo antes posible –apuntó procaz Daramad.
Sayrem arrugó el entrecejo, afeando sus rasgos con un breve rapto de enojo.
–¿Y os cabe duda de ello? Cuando antes os marchéis de Ank-Kusur, mejor: no quiero tener a semejante maquinador intramuros... no podría dormir tranquilo. Y ahora, me despido. Guardáos mucho de regresar a esta ciudad, al menos durante mi principado –y, girando en redondo sin esperar respuesta, se marchó junto a su escolta calle arriba.
Daramad acarició el aval de bronce y el documento guardados celosamente entre los pliegues de su camisa, dirigiéndose por una soleada avenida hacia el Sur, hacia el mar. Y, esta vez, no quiso acallar sus carcajadas.
FIN